ROJAS La Pedagogía de Las Estatuas
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ROJAS La Pedagogía de Las Estatuas
Italia es el primer país que, ante las devastaciones de que era objeto su
tradición arqueológica, necesitó crear una ley que la protegiese. Habiendo
florecido allí civilizaciones antiguas tan diversas, tan fecundas y originales, no
fue extraño que los eruditos o los mercaderes internacionales se dieran cita en
la península para robarle sus tesoros de arte y de historia. Los eruditos del
Continente queríanlo para sus museos, los mercaderes y anticuarios para
venderlos, con ganancias pingües, al yanqui pródigo que había despertado de
pronto a las emociones de una cultura superior. Bibliómanos, coleccionistas,
historiadores, simples millonarios, llevábanse sus telas de los primitivos, sus
joyas del Renacimiento, sus piedras de la antigüedad romana, sus códices
medievales. Lo abundante de la cosecha tentaba a muchos, bien que la troje
fuese tan rica que no se agotaba jamás; pero lo numeroso de la banda
denunció a los ladrones. En suma, el americano adinerado no hacía con los
tesoros de la civilización europea, sino lo que el europeo erudito había hecho,
a tiempo y por menos dinero, con los restos de las antiguas civilizaciones
americanas que hoy enriquecen los museos de Berlín, o el Trocadero de París,
o el British de Londres, o el Arqueológico de Madrid, o el Kircheriano de Roma.
Pero no se trataba de conceder una revancha sino de salvar la tradición
nacional, conservándola dentro del territorio en que floreciera. Entonces las
artistas, historiadores y gobernantes, imaginaron y sancionaron la ley que se
llama en Italia per le Antichitá e le Belle Arti; según la cual, todo resto de valor
histórico debe ser conservado, y no puede ser sacado fuera del territorio
nacional. Al trascender estas medidas al extranjero, se apresuraron a imitar el
ejemplo italiano, Francia y España, rica como Italia en tesoros históricos.
Durante mi residencia en París la prensa agitaba esta cuestión con aplauso
para Italia, que se mostraba tan generosa en la defensa de su pasado, y con
entusiasmo patriótico por la aplicación de tal idea a la tradición francesa. En
España, la iniciativa ha chocado con muchos intereses particulares, y
semejante dificultad ha de retardar un tiempo su triunfo. En Italia, según me
refería el señor Ricci –uno de los campeones de esta iniciativa–, hízose
acalorado debate en torno de la cuestión. Los intereses que ella lesionaba,
opusiéronle el derecho de propiedad y la libertad de enajenar que le es
inherente. El Estado contestó que no prohibía la enajenación dentro del
Reino, pues, en todo caso, se ofrecía como comprador preferido de las
antigüedades al precio que fijaren los peritos, y que el Estado no intervenía
ahí sino como custodio de la tradición, de la belleza, de los valores morales
creados por el esfuerzo selectivo de la raza.2 Colocada en ese terreno la
cuestión, un tanto romántico a los ojos de leguleyos y mercaderes, la Ley
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48. La primitiva ley fue del 27 de junio de 1907. Probadas algunas deficiencias en la
práctica, se completó su organismo de contralor por la otra de 14 de julio de 1907 (Nº 500).
Llamado el señor Ricci a la Subsecretaría de Bellas Artes, que en Italia equivale a un
Ministerio, el nuevo funcionario proyectó nuevas reformas. Amante de la tradición italiana e
historiador del arte patrio, cuya erudición era desde hace tiempo respetada, el señor Ricci
resultó un excelente colaborador del Ministro de Instrucción Pública señor Rava. En
diciembre de 1907, el subsecretario de Bellas Artes obsequióme en su despacho de Roma con
un ejemplar de la ley de julio, y otro de la orden del día de la Cámara, con las modificaciones
introducidas por la comisión parlamentaria en el último proyecto ministerial. Al partir yo de
Italia, esperaban en Montecitorio la conclusión del asunto Nassi para discutir la Ley de
Protección Arqueológica que, según me dijo el señor Ricci, contaba con mayoría entre los
diputados del Reino. Viajero por la España meridional y la costa de África, dejé más tarde de
estar al día en esas noticias, e ignoro si la Ley se sancionó en la forma propuesta. De todos
modos, aun en su estado de proyecto es para nosotros excelente modelo, y en tal sentido, he
anticipado la primicia de sus principales artículos al tratar de Italia en el Capítulo V.
triunfante cobró una amplitud completa, como habéis visto en el capítulo V,
por el artículo que declaraba lo siguiente: «Quedan sujetas a las disposiciones
de la presente ley, las cosas inmuebles y muebles que tengan interés
histórico, arqueológico o artístico. Exclúyese los edificios u objetos de arte de
autores vivientes o cuya ejecución tenga una antigüedad menor de cincuenta
años. Inclúyese, entre las cosas inmuebles, los jardines, las forestas, los
paisajes, las aguas, y todos aquellos lugares u objetos naturales que tengan el
interés anteindicado. Y entre las cosas muebles inclúyese, igualmente, los
códices, manuscritos antiguos, incunables, estampas, incisiones raras y de
precio, y las colecciones numismáticas». Para hacer efectiva la Ley, ésta crea
un Consejo superior llamado «per le Antichitá e le Belle Arti», que concede o
niega la exportación de los objetos, que vela por su conservación, que
aconseja al Estado su compra en los casos necesarios, y que dispone para ello
de un caudaloso fondo.
El Estado Italiano ha dado al mundo con esa Ley uno de los más bellos
ejemplos latinos, de cómo ha de entenderse la función del gobierno cuando se
trata de la civilización. Con una historia secular y fecunda, sobre una tierra
hermosa, toda ella glorificada de recuerdos, con un arte original y profuso de
creaciones, ese acto cobra imponderable trascendencia humana. Pero la
verdad de tal principio debe ser aceptada y practicada –como Francia y
España lo han comprendido– por todas las naciones, aun por aquéllas que
como la nuestra, tienen todavía una historia corta y humilde.
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50. Véase en el Apéndice una serie de ejemplos ilustrativos.
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51. Un epigrama de Marcial nos demuestra que esta preocupación de creer sin belleza los
nombres aborígenes data de antiguo. El poeta español, ya viejo y famoso en Roma había
vuelto a su Bilbilis, donde pasaba una vida de campesino: acce pit mea, rusticumque fecit. De
allí escribía a Lucius, su paisano celtíbero –nos celtis genitos et ex iberos– el Epigrama 55 del
libro V, en que le habla de las emociones de la tierra natal. Yo podría transcribirlo de la
edición latina de Lemaistre y Dubois, pero prefiero acogerme a la versión de don Joaquín
Costa, por lo que ésta sugiero en español: «Lucio, gloria de tu siglo, tú que no permites que el
viejo Grayo (el Ebro) ni nuestro Tajo, cedan al docto y elocuente Arpi, deja al poeta nacido en
las ciudades griegas que cante en sus odas a Tebas o Micenas, a la clarísima Rodas, o a los
atléticos hijos de Leda, celebrados por la licenciosa Esparta; nosotros, hijos de celtíberos, no
nos avergoncemos de ensalzar en pulidos versos los nombres más ásperos de nuestra patria…
a Bilbilis, renombrada por su terrible metal, que supera al de los Chalybes y al de los Nóricos;
Platea, con el estrépito de sus forjas de hierro, circundadas por el Jalón, cuyas delgadas pero
tranquilas aguas dan a las armas un temple acerado; Tudela y los coros de Rixamar, y los
festejos y banquetes de los Carduos; Peterón resplandeciente con sus guirnaldas de rosas; y
los antiguos teatros nacionales de Rigas, y los hijos de Silos, hábiles en lanzar el ligero
venablo, y los lagos de Turgen y Petusia, y las ondas cristalinas de la pequeña Vitonisa; y el
encinar sagrado de Baradón, lugar predilecto aun del más indolente paseante, y los campos
de la curvada Matinesa, que Manlio labra con sus vigorosos toros. Lector delicado, ¿te
mueven a risa estos nombres groseros? Ríete cuanto quieras; yo, con ser tan rústicos, los
prefiero a Bitunto» (Ad Luncium). Después del tiempo y de la elaboración literaria con que los
purificara Marcial, esos nombres que le eran familiares nos parecen hermosos: Bilbilis, Riga,
Silos, Platea, Manlio, Rixamar, Petusia, Vitonisa, Baradón, Matinesa… Para Marcial, que era
poeta, tenían la emoción del paisaje rústico y de la patria. Trabajen, como él, para la
posteridad, nuestros poetas, y en tierra propia. Desdeñen las modas del día; dejen al griego
que cante a su clarísima Rodas; y al compatriota que sonríe, dígale con el final del Epigrama:
Hœc tam rustica, delicate lector, Rides nomina? Rideas licebit Hœc tam rustica malo, quam
En el lenguaje universal, roble, mirto, laurel, más que a árboles determinados,
corresponden a emociones o valores literarios. Con el tiempo ha de ocurrir la
misma cosa con ombú, ñandubay, quebracho, sobre todo con este último,
mejor que roble como símbolo de fortaleza, puesto que quiere decir quiebra-
hachas, pero que, por ahora, no evoca valores económicos sino valores
estéticos, que terminarán por transmutarse en dicha palabra. Tal será,
respecto de nuestra nomenclatura aborigen, la obra de nuestra literatura,
pues embellecer las palabras es función de los poetas. Oid cómo el fuerte Walt
Whitman se complace en repetir nombres de América:
Bituntum
hubiese de común entre ellos, y el gesto de la bandera transportaba a la
muchedumbre itálica en la embriaguez de una verdadera eternidad.
Pero esta restauración del propio pasado histórico, debe hacerse para
definir nuestra personalidad y vislumbrar su destino. Restaurar el espíritu
tradicional, no significa, desde luego, restaurar sus formas económicas o
políticas o sociales, abolidas por el proceso implacable y lógico de la
civilización. No reharemos en el ejército la montonera, ni en el gobierno el
caudillismo, ni en las comunicaciones la carreta, ni en las viviendas el rancho,
ni en la indumentaria el chiripá, ni en el trato social el odio al «gringo» de
pantalón estrecho y cuadriculado. La civilización europea que España nos
transmitía, transformóse al contacto de la tierra americana, y el espíritu
indígena vistió esas formas que el mismo elaborase. Pintorescas algunas,
grotescas otras, ellas caracterizaron un período de nuestra vida, y fueron
transitorias como toda faz del progreso, que es movimiento y cambio por
definición. Sarmiento y los secuaces que las combatieron y contribuyeron a
renovarlas, buscaban sustituir el poncho por el frac, el mate por el té, el
caballo por el ferrocarril, trayendo formas propicias a una civilización más
alta, pero a una civilización argentina. Si no, Sarmiento no habría concebido
aquel final profético del discurso a la Bandera, que todos los verdaderos
argentinos leen con estremecimiento; ni habría llegado su espíritu
profundamente americano a esa compresión esencial de nuestros fenómenos,
que sintetizó en la fórmula de «Civilización» y «Barbarie», ni habría descripto
en su vejez encanecida y combatida, aquella última «Visión» nacionalista de
los «Conflictos», donde también pidió al pasado la luz profética de la Historia.
Algunos objetarán que nada nos anuncia ese destino trágico; pero a esos
les respondemos que en un futuro más o menos mediato, tal cosa ha de
ocurrir si no nos defendemos de las causas de disolución interna que minan
la nacionalidad, y de las tentativas que empiezan a atacarla desde lo
extranjero. No podemos librarnos a la sola influencia caracterizadora del
territorio sobre su habitante, porque es simplemente instintiva; o a los azares
de la lenta y nueva formación etnográfica. Confiemos un poco más en el poder
de las ideas que cambian el espíritu de los hombres, y rigen la misteriosa
dinámica de las civilizaciones.