ROJAS La Pedagogía de Las Estatuas

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ROJAS, Ricardo, La restauración nacionalista, Informe sobre educación,

UNIPE, Editorial universitaria, 2010. Primera edición: 1909. Pp. 271-281


CAPÍTULO VII. BASES PARA UNA RESTAURACIÓN HISTÓRICA

Hay una Pedagogía de las estatuas; su pedagogía es de civismo, de


estética y de historia. Lamentablemente, lo olvidó, sin embargo, el Estado
argentino. La necesidad de su licencia para alzarlas en el territorio, define a
las claras la importancia de ese ministerio laico que es la religión de los
héroes. Una estatua que se alza tiene todos los caracteres de una
resurrección; y no resucitan sino los dioses. Ha de ser bella, para tener el
prestigio del arte; ha de ser justa, para tener el prestigio de la gloria; la gloria
y la belleza han de prestarle el soplo de la inmortalidad. Pero la estatua que se
une por su pedestal a la tierra, como un árbol que brota, ha de ser, además,
algo consustancial con esa tierra. El Estado argentino no obstante, consintió
en que sus estatuas fueran el arma de una pasión sectaria, o el testimonio de
un duelo efímero, o lo que es peor, la prolongación de nacionalidades
extranjeras, que al enviar con su ejército de hombres sus penates, realizaba,
como en un rito antiguo, la ocupación simbólica de nuestro territorio.

Las estatuas de los héroes políticos no pueden levantarse sino en los


solares de la sociedad política a la cual sirvieron. Las estatuas de los héroes
intelectuales son las únicas que pueden alzarse en cualquier sitio de la tierra,
porque ellas son el símbolo de las cosas universales y humanas. Francia, para
sellar su amistad con Inglaterra, y su acuerdo en la obra de la civilización, ha
levantado en París su estatua a Shakespeare; para sellarla con Italia ha
levantado la de Dante frente al Colegio de Francia; e Italia, cuando ha querido
sellarla con Alemania, ha levantado la de Goethe en la Villa Borghese… Pero
no ha llegado aún el tiempo de que nosotros comprendanos lo que significa
erigir estatuas a los poetas, ni aun a los propios… Los poetas, cuando
alcanzan a glorificar el verbo de su pueblo y a expresar la emoción de todos
los hombres, son los que resumen por esos dos elementos, lo heroico de la
raza y lo heroico de la humanidad. Pero las estatuas de significado político
deben tener la limitación de su territorio político. Los pueblos no las levantan
a los extranjeros, sino cuando los han servido, conquistando por ello los
honores de la ciudadanía, o cuando pueden, como los genios, erigirse, en
símbolos internacionales. Nosotros lo hemos hecho, justicieramente, con el
irlandés Brown que defendió nuestras costas, con el alemán Burmeister que
estudió nuestra naturaleza: ambos esfuerzos se incorporan al patrimonio
espiritual de nuestra nacionalidad, y conquistaron con ello los honores de la
ciudadanía. En cuanto a Garibaldi y Mazzini, su significado es actual y
político, grande dentro de Italia, pero fuera de Italia depresivo para nosotros, o
reducido a las proporciones de una época o de un partido. Como testimonio de
fraternidad, esos monumentos han de ser únicos, y en tal caso,
correspondíale el singular honor al Gibelino, símbolo de la Italia nueva y de la
vieja, y de la italianidad imperecedera. Pero los italianos de nuestro país
prefieren encarnar su patriotismo en Humberto, y nosotros consentimos esas
dobles aberraciones. La estupenda figura de Dante, sin herir nuestras
susceptibilidades políticas, habría sido en nuestra Plaza Italia, figura diez
veces ejemplar: como poeta del amor y de su Divina Comedia, como genio
latino, como pensador cristiano, como filósofo universal, como ciudadano
austero de su República, como adicto invariable de su partido, como justiciero
de su tiempo, como soñador de una nacionalidad realizada, como encarnación
prodigiosa de la italianidad: la lámpara votiva que la comuna de Ravena ha
mandado encender sobre su tumba, simboliza el espíritu velante de la nación
entera.

Mazzini, en cambio, como pensador, no alcanza proporciones


universales. Nada le debe como hombre nuestra nacionalidad. Es el teorizador
de una época, y ni él ni Garibaldi pueden como símbolos, oponérsele al Otro.
La estatua de un extranjero, además, no puede seguir a las puertas mismas
de Buenos Aires; e impónese trasladarla.1 47 Esa es una de nuestras
concesiones impremeditadas de la cual tendremos que arrepentirnos. En el
pedestal de Mazzini debiera, lógicamente, alzarse la estatua de don Juan de
Garay, el fundador de la ciudad, o de don Mariano Moreno, el fundador de su
democracia. Insisto sobre el tema, porque las estatuas pertenecen a la
Historia y a la pedagogía de la Historia. Son como los museos, una forma
intuitiva y eficaz de enseñanza. En un país como el nuestro, ellas han de
influir no solamente sobre el alma de las nuevas generaciones, según el viejo
propósito, sino sobre la imaginación de las nuevas avalanchas inmigratorias.
Las sugestiones estéticas y civiles que de ellas se desprenden, son un
problema de política y de pedagogía, como todos los problemas de la Historia.
Algunos creen que nuestros héroes, siendo demasiado recientes, no son
inmortalizables y que sus figuras ofrecen escasa sugestión sobre los espíritus.
Esto es en absoluto inexacto. Los héroes muy antiguos o legendarios sólo
despiertan esos sentimientos en que la Historia y el patriotismo confinan con
la Religión. Los héroes modernos o reales, sugieren en cambio los
entusiasmos militantes en que la Historia y el patriotismo lindan con la
Política. Entre los primeros, está por ejemplo Guillermo el Conquistador con
su armadura frente al Parlamento de Westminster; Carlomagno a caballo
cerca de Nôtre Dame; Marco Aurelio, en su bronce arcaico, sobre la cima del
Capitolio, o el Rey azteca, con su cetro y sus plumas, en una plaza de México.
Para equivalerlos, nosotros tendríamos, en nuestra más remota tradición, al
Inca Hueracoche, que reinó hacia 1300 sobre el Tucumán; a los ecuestres
paladines de la conquista; a los fundadores de las ciudades en el primer
1
47. En la imposibilidad de suprimirla, si se hace la traslación no ha de ser desde luego a la
Boca, pues tal cosa importaría consagrar oficialmente esa población como un pedazo de Italia.
desierto argentino; a los misioneros que renovaron las proezas del fervor
medieval; a los grandes caciques, y a las figuras simbólicas de los mitos, la
fauna, la flora, o los ríos de América, que decorarían sus pedestales… Entre
los héroes contemporáneos o políticos, cierto es que los nuestros datan casi
todos de los comienzos del siglo XIX, pero no ocurre lo contrario en las otras
naciones. Casi todas las estatuas de París, son de políticos, poetas, artistas o
sabios de nuestro tiempo: Gambetta, Hugo, Balzac, Banville, Berlioz, Bernard,
Bichat, Charcot, Chartier, Chopin, Comte, Daudet, Arago, Alfand, Vigny,
Thomas, Sainte Beuve, Pasteur, Musset, Murger, Maupassant, Lemaitre,
Leconte de Lisle, Lavoissier, Lamartine, Garnier, Dumas, y otros, contra los
filósofos del siglo XVIII que siguen de actualidad, las estatuas de Luis XIII, XIV
y XV que fueron levantadas en vida de estos reyes y que se conservan por
respeto a la tradición, la de François Villon, poeta del siglo XV, o Napoleón que
ha sido, al fin, contemporáneo de nuestra independencia. En Inglaterra, todas
las ciudades tienen la inevitable estatua de Nelson, de Wellington y la muy
reciente de la reina Victoria, o bien la de simples benefactores locales. En
Italia y Alemania, huelga el decirlo, a quienes se glorifica es a los héroes de la
Unidad, Bismarck y los Hohenzollern, Garibaldi y los Savoya, cuya historia es
todavía periodística, y tan actual, que casi aleja en antigüedad de leyenda a
nuestro San Martín ya centenario.

Las ciudades europeas cultivan las estatuas propias como si fuesen el


abolengo de la nación. Son para el pueblo lo que para la familia los retratos de
los antepasados. De ahí que las estatuas, como las banderas, los letreros, los
monumentos, las decoraciones urbanas, contribuyan a formar el ambiente
histórico de una ciudad. Al par de ellas, concurren los archivos, las
universidades, las bibliotecas, la literatura histórica de imaginación o de
crítica; según lo hemos visto al proponer nuestro material didáctico.

Para completar el presente parágrafo quiero antes dedicar algunas líneas


a la nomenclatura geográfica y a los restos arqueológicos, cuya importancia es
grande, no sólo como guía del erudito, sino como parte integrante del
territorio y de la emoción misma de su paisaje.

Italia es el primer país que, ante las devastaciones de que era objeto su
tradición arqueológica, necesitó crear una ley que la protegiese. Habiendo
florecido allí civilizaciones antiguas tan diversas, tan fecundas y originales, no
fue extraño que los eruditos o los mercaderes internacionales se dieran cita en
la península para robarle sus tesoros de arte y de historia. Los eruditos del
Continente queríanlo para sus museos, los mercaderes y anticuarios para
venderlos, con ganancias pingües, al yanqui pródigo que había despertado de
pronto a las emociones de una cultura superior. Bibliómanos, coleccionistas,
historiadores, simples millonarios, llevábanse sus telas de los primitivos, sus
joyas del Renacimiento, sus piedras de la antigüedad romana, sus códices
medievales. Lo abundante de la cosecha tentaba a muchos, bien que la troje
fuese tan rica que no se agotaba jamás; pero lo numeroso de la banda
denunció a los ladrones. En suma, el americano adinerado no hacía con los
tesoros de la civilización europea, sino lo que el europeo erudito había hecho,
a tiempo y por menos dinero, con los restos de las antiguas civilizaciones
americanas que hoy enriquecen los museos de Berlín, o el Trocadero de París,
o el British de Londres, o el Arqueológico de Madrid, o el Kircheriano de Roma.
Pero no se trataba de conceder una revancha sino de salvar la tradición
nacional, conservándola dentro del territorio en que floreciera. Entonces las
artistas, historiadores y gobernantes, imaginaron y sancionaron la ley que se
llama en Italia per le Antichitá e le Belle Arti; según la cual, todo resto de valor
histórico debe ser conservado, y no puede ser sacado fuera del territorio
nacional. Al trascender estas medidas al extranjero, se apresuraron a imitar el
ejemplo italiano, Francia y España, rica como Italia en tesoros históricos.
Durante mi residencia en París la prensa agitaba esta cuestión con aplauso
para Italia, que se mostraba tan generosa en la defensa de su pasado, y con
entusiasmo patriótico por la aplicación de tal idea a la tradición francesa. En
España, la iniciativa ha chocado con muchos intereses particulares, y
semejante dificultad ha de retardar un tiempo su triunfo. En Italia, según me
refería el señor Ricci –uno de los campeones de esta iniciativa–, hízose
acalorado debate en torno de la cuestión. Los intereses que ella lesionaba,
opusiéronle el derecho de propiedad y la libertad de enajenar que le es
inherente. El Estado contestó que no prohibía la enajenación dentro del
Reino, pues, en todo caso, se ofrecía como comprador preferido de las
antigüedades al precio que fijaren los peritos, y que el Estado no intervenía
ahí sino como custodio de la tradición, de la belleza, de los valores morales
creados por el esfuerzo selectivo de la raza.2 Colocada en ese terreno la
cuestión, un tanto romántico a los ojos de leguleyos y mercaderes, la Ley
2
48. La primitiva ley fue del 27 de junio de 1907. Probadas algunas deficiencias en la
práctica, se completó su organismo de contralor por la otra de 14 de julio de 1907 (Nº 500).
Llamado el señor Ricci a la Subsecretaría de Bellas Artes, que en Italia equivale a un
Ministerio, el nuevo funcionario proyectó nuevas reformas. Amante de la tradición italiana e
historiador del arte patrio, cuya erudición era desde hace tiempo respetada, el señor Ricci
resultó un excelente colaborador del Ministro de Instrucción Pública señor Rava. En
diciembre de 1907, el subsecretario de Bellas Artes obsequióme en su despacho de Roma con
un ejemplar de la ley de julio, y otro de la orden del día de la Cámara, con las modificaciones
introducidas por la comisión parlamentaria en el último proyecto ministerial. Al partir yo de
Italia, esperaban en Montecitorio la conclusión del asunto Nassi para discutir la Ley de
Protección Arqueológica que, según me dijo el señor Ricci, contaba con mayoría entre los
diputados del Reino. Viajero por la España meridional y la costa de África, dejé más tarde de
estar al día en esas noticias, e ignoro si la Ley se sancionó en la forma propuesta. De todos
modos, aun en su estado de proyecto es para nosotros excelente modelo, y en tal sentido, he
anticipado la primicia de sus principales artículos al tratar de Italia en el Capítulo V.
triunfante cobró una amplitud completa, como habéis visto en el capítulo V,
por el artículo que declaraba lo siguiente: «Quedan sujetas a las disposiciones
de la presente ley, las cosas inmuebles y muebles que tengan interés
histórico, arqueológico o artístico. Exclúyese los edificios u objetos de arte de
autores vivientes o cuya ejecución tenga una antigüedad menor de cincuenta
años. Inclúyese, entre las cosas inmuebles, los jardines, las forestas, los
paisajes, las aguas, y todos aquellos lugares u objetos naturales que tengan el
interés anteindicado. Y entre las cosas muebles inclúyese, igualmente, los
códices, manuscritos antiguos, incunables, estampas, incisiones raras y de
precio, y las colecciones numismáticas». Para hacer efectiva la Ley, ésta crea
un Consejo superior llamado «per le Antichitá e le Belle Arti», que concede o
niega la exportación de los objetos, que vela por su conservación, que
aconseja al Estado su compra en los casos necesarios, y que dispone para ello
de un caudaloso fondo.

El Estado Italiano ha dado al mundo con esa Ley uno de los más bellos
ejemplos latinos, de cómo ha de entenderse la función del gobierno cuando se
trata de la civilización. Con una historia secular y fecunda, sobre una tierra
hermosa, toda ella glorificada de recuerdos, con un arte original y profuso de
creaciones, ese acto cobra imponderable trascendencia humana. Pero la
verdad de tal principio debe ser aceptada y practicada –como Francia y
España lo han comprendido– por todas las naciones, aun por aquéllas que
como la nuestra, tienen todavía una historia corta y humilde.

Desprovistos de un arte glorioso, la parte de protección estética que la ley


extiende sobre los paisajes y lugares históricos, podría tener vigor en nuestro
dilatado territorio: ahí está la selva misionera con sus templos jesuíticos; la
montaña andina con sus pucaráes calchaquíes; la puna septentrional con sus
cementerios quichuas; tantos paisajes de la pampa y del monte con su
originalidad natural y la belleza de sus leyendas indígenas. Carecemos, en
cambio, de incunables, de códices, de telas propias. Quedarían, sin embargo,
bajo la protección de esa ley, los manuscritos de nuestros archivos, las
colecciones numismáticas, los monumentos de cuyo abandono he protestado,
las ciudades y camposantos indígenas que esperan su excavación y su
estudio, los numerosos restos arqueológicos que se hallan en las tumbas
indígenas, industria privada que hoy tiene por despierto consumidor a los
museos de Norteamérica y Alemania. Debe el Estado argentino comprender
que el mismo interés científico de aquéllos tienen los nuestros, y que, además,
agrégase en nuestro caso, un interés estético y cívico, inherente a la propia
nacionalidad. Sin ello no llegaremos a conocer nuestros orígenes ni a salvar
las fuentes de nuestra historia. Sin ello no lograremos tener museos propios y
arte original, o tendremos que ir a estudiarnos en los museos de Europa. 3

La protección arqueológica de que hablo no ha de reducirse a los restos


tangibles. Ha de extenderse también a los nombres geográficos tradicionales.
Los objetos históricos que se encuentran en el subsuelo argentino, pertenecen
al patrimonio histórico de la Nación. Los nombres con que los bautizaron
generaciones anteriores, sobre todo cuando ellos fuesen pintorescos o
descriptivos, pertenecen también a su territorio. Al paso del tiempo y en las
sugestiones legendarias de la tradición oral, los nombres geográficos llegan a
identificarse con los lugares, hasta comunicar a los paisajes una emoción
musical, algo así como un eco de cosas misteriosas y muy lejanas. La vida no
histórica que vivimos, o la confusión lamentable que hacemos a diario entre el
progreso y la civilización, ha movido con frecuencia nuestras asambleas, a
renovar los nombres antiguos de las comarcas, por nombres bárbaros o
advenedizos, que van tornando abominable el mapa de la Nación. Los
nombres que obedecen a un propósito de glorificación personal, no debieran
aplicarse sino a las cosas artificiales o humanas, como una escuela, una
institución, una calle, una plaza; y disposiciones legislativas debieran
prescribirlo así, en un país como el nuestro, donde el progreso creciente nos
prodiga a diario sus bautismos nefandos. Pero las ciudades o las divisiones
administrativas de donde han de nacer después adjetivos patronímicos –como
de Chaco, chaqueño– y con más razón los paisajes y los lugares agrestes,
requieren nombres que favorezcan aquella derivación o que no perturben la
pura emoción de la naturaleza. Para eso nada como los nombres primitivos e
indígenas, que cuando son tradicionales constituyen un signo de persistencia
histórica, y que en todo caso, guardan una emoción peculiar en su etimología
descriptiva, en su son extraño, en su origen a veces misterioso como la
naturaleza que designan.

Legislativamente, pues, ha de establecerse: 1º que deben restaurarse


todos los nombres tradicionales 2º; que no pueden ser cambiados en lo
3
49. Como yo necesitase documentarme sobre indumentaria, muebles y costumbres incaicas,
para una obra que preparo, cuya acción pasa en América bajo la dominación del Inca
Pachacutic, necesité ir a Europa, y recurrir a libros alemanes como el de Stübel, o a museos
franceses como el Trocadero de París, que guarda las más admirables telas quichuas, o
españoles como el Arqueológico de Madrid, donde su director mi amable amigo el señor
Horacio Sentenach, autor de un Ensayo sobre la América precolombina, asombrábase de que
yo, indiano, fuese a pedir noticias sobre las Indias. Mañana iremos por lo mismo a Berlín, a
Oxford o a San Petersburgo, siguiendo por el camino del Imar, la exportación de nuestras
huacas, cargadas con la primera civilización que floreció en suelo argentino. Acaso el espíritu
americano llegue a encontrar en esas telas, en esos tupos, en esos vasos sacerdotales, un arte
larvado de futuros y nuevos elementos decorativos, parecidos a veces a las grecas
arquitectónicas, a ratos a las tapicerías orientales. De todos esos desperdicios del tiempo ha
de ir haciéndose el espíritu nacional.
sucesivo; 3º que los nombres de personas no podrán darse sino a
instituciones o sitios urbanos; 4º que en las nuevas denominaciones ha de
preferirse, para pueblos y áreas agrestes, los nombres tradicionales o
susceptibles de derivación. No debe tolerarse ese afán nuestro de
glorificaciones más o menos confesables a costa de nuestra tradición
histórica.4 50

Carecen de sentido estético quienes creen que nuestros nombres


pampas, quichuas o guaraníes no tienen belleza y armonía. Nuestra devoción
por ciertos nombres extranjeros es vanidad estúpida o ilusión de exotismo. A
Victor Hugo y a Heredia encantaban los nombres españoles, tanto como a
nosotros los de una novela d’annunziana.

Cierto profesor irlandés de Cambridge, leyendo una lista de héroes


americanos, en un manifiesto, echóse de pronto a reír. Como le preguntase el
motivo me contestó: «¡Es que me resulta un brusco descenso eso de pasar de
Bolívar, Atahualpa, San Martín, nombres líricos y sonoros, a O’Higgins, que es
un apellido de aquí de Irlanda!». Con la misma lógica razonan aquellos
compatriotas que no ven la belleza de los nombres indígenas. Todo es cuestión
de abandonar ciertos prejuicios, de aprender a amarlos y a comprenderlos.
Después de eso, la elaboración literaria propia contribuirá a embellecerlos. 5

4
50. Véase en el Apéndice una serie de ejemplos ilustrativos.
5
51. Un epigrama de Marcial nos demuestra que esta preocupación de creer sin belleza los
nombres aborígenes data de antiguo. El poeta español, ya viejo y famoso en Roma había
vuelto a su Bilbilis, donde pasaba una vida de campesino: acce pit mea, rusticumque fecit. De
allí escribía a Lucius, su paisano celtíbero –nos celtis genitos et ex iberos– el Epigrama 55 del
libro V, en que le habla de las emociones de la tierra natal. Yo podría transcribirlo de la
edición latina de Lemaistre y Dubois, pero prefiero acogerme a la versión de don Joaquín
Costa, por lo que ésta sugiero en español: «Lucio, gloria de tu siglo, tú que no permites que el
viejo Grayo (el Ebro) ni nuestro Tajo, cedan al docto y elocuente Arpi, deja al poeta nacido en
las ciudades griegas que cante en sus odas a Tebas o Micenas, a la clarísima Rodas, o a los
atléticos hijos de Leda, celebrados por la licenciosa Esparta; nosotros, hijos de celtíberos, no
nos avergoncemos de ensalzar en pulidos versos los nombres más ásperos de nuestra patria…
a Bilbilis, renombrada por su terrible metal, que supera al de los Chalybes y al de los Nóricos;
Platea, con el estrépito de sus forjas de hierro, circundadas por el Jalón, cuyas delgadas pero
tranquilas aguas dan a las armas un temple acerado; Tudela y los coros de Rixamar, y los
festejos y banquetes de los Carduos; Peterón resplandeciente con sus guirnaldas de rosas; y
los antiguos teatros nacionales de Rigas, y los hijos de Silos, hábiles en lanzar el ligero
venablo, y los lagos de Turgen y Petusia, y las ondas cristalinas de la pequeña Vitonisa; y el
encinar sagrado de Baradón, lugar predilecto aun del más indolente paseante, y los campos
de la curvada Matinesa, que Manlio labra con sus vigorosos toros. Lector delicado, ¿te
mueven a risa estos nombres groseros? Ríete cuanto quieras; yo, con ser tan rústicos, los
prefiero a Bitunto» (Ad Luncium). Después del tiempo y de la elaboración literaria con que los
purificara Marcial, esos nombres que le eran familiares nos parecen hermosos: Bilbilis, Riga,
Silos, Platea, Manlio, Rixamar, Petusia, Vitonisa, Baradón, Matinesa… Para Marcial, que era
poeta, tenían la emoción del paisaje rústico y de la patria. Trabajen, como él, para la
posteridad, nuestros poetas, y en tierra propia. Desdeñen las modas del día; dejen al griego
que cante a su clarísima Rodas; y al compatriota que sonríe, dígale con el final del Epigrama:
Hœc tam rustica, delicate lector, Rides nomina? Rideas licebit Hœc tam rustica malo, quam
En el lenguaje universal, roble, mirto, laurel, más que a árboles determinados,
corresponden a emociones o valores literarios. Con el tiempo ha de ocurrir la
misma cosa con ombú, ñandubay, quebracho, sobre todo con este último,
mejor que roble como símbolo de fortaleza, puesto que quiere decir quiebra-
hachas, pero que, por ahora, no evoca valores económicos sino valores
estéticos, que terminarán por transmutarse en dicha palabra. Tal será,
respecto de nuestra nomenclatura aborigen, la obra de nuestra literatura,
pues embellecer las palabras es función de los poetas. Oid cómo el fuerte Walt
Whitman se complace en repetir nombres de América:

The red aborigines,


Leaving natural breaths, sounds of rain and winds, calls as of birds and
animals in the woods, syllabled to us for names
Okonee, Koosa, Ottawa, Monongahela, Sauk, Natchez Chattahoochee,
Kaqueta, Oronoco, Wabash, Mianm, Saginaw, Chippewa, Oshkosh, Walla-
Walla.
Leaving such to the States they melt, they depart, charging the water and
the land with names. …
… Cubriendo la tierra y el agua de nombres…

De todas esas vagas sugestiones, fórmase el espíritu nacional. Son ellas


las que crean el ambiente histórico de un pueblo, sin el cual es imposible que
ese pueblo tenga una grande historia propia y un arte propio duradero. Armas
de la bandera –águila bicéfala, sol radiante, solitaria estrella– nombres de los
lugares embellecidos por el tiempo –Chipre del Griego, Adriático del Véneto,
Granada del Árabe– todo eso forma la patria, y a su vista o su son inflámase
aquel espíritu, reanímase aquella historia, y por ellas tiene a veces una estrofa
mejor el poema y un ímpetu más el heroísmo.

Refiriéronme en Roma, que en 1871, al entrar ya triunfantes, los ejércitos


de la Unidad, entre el desorden de la hueste que repechaba la colina del
Capitolio, adelantó hasta la estatua de Marco Aurelio, un joven
portaestandarte que conducía la bandera del Reino Nuevo, y corrió a ponerla
en brazos del Emperador, que allá, sobre la histórica colina, perpetuaba la
gloria del Viejo Reino.

Gestos tan bellos brotan del corazón de la muchedumbre en los sitios


propicios a la Historia. El nombre de Roma, el prestigio de Roma, la tradición
de Roma, era la fuerza política que había traído a los combatientes, del
Piemonte a Florencia, y de Florencia a la Porta Pía; y al repechar el Capitolio,
la tradición unía a los hombres de ahora con los de antes, aunque muy poco

Bituntum
hubiese de común entre ellos, y el gesto de la bandera transportaba a la
muchedumbre itálica en la embriaguez de una verdadera eternidad.

9. VERDADERO SENTIDO DE ESTA PROPAGANDA

Medio siglo de cosmopolitismo en la población, de capitalismo europeo en


las empresas, de abdicaciones en el pensamiento político, de enciclopedismo
en la escuela oficial y de internacionalismo en la escuela privada, no
favorecen, desde luego, la difusión de ideas nacionalistas. Los que a fuerza de
ser argentinos, empiezan a sentirse extranjeros en su propia patria, saben que
la sonrisa del ironista o los venales argumentos de Flavio, serán como en la
transcripta anécdota de Tácito, respuesta inevitable a las evocaciones de
Arminio: Ille fas patriæ, libertatem avitam, penetrales Germaniœ deos….

Pero esta restauración del propio pasado histórico, debe hacerse para
definir nuestra personalidad y vislumbrar su destino. Restaurar el espíritu
tradicional, no significa, desde luego, restaurar sus formas económicas o
políticas o sociales, abolidas por el proceso implacable y lógico de la
civilización. No reharemos en el ejército la montonera, ni en el gobierno el
caudillismo, ni en las comunicaciones la carreta, ni en las viviendas el rancho,
ni en la indumentaria el chiripá, ni en el trato social el odio al «gringo» de
pantalón estrecho y cuadriculado. La civilización europea que España nos
transmitía, transformóse al contacto de la tierra americana, y el espíritu
indígena vistió esas formas que el mismo elaborase. Pintorescas algunas,
grotescas otras, ellas caracterizaron un período de nuestra vida, y fueron
transitorias como toda faz del progreso, que es movimiento y cambio por
definición. Sarmiento y los secuaces que las combatieron y contribuyeron a
renovarlas, buscaban sustituir el poncho por el frac, el mate por el té, el
caballo por el ferrocarril, trayendo formas propicias a una civilización más
alta, pero a una civilización argentina. Si no, Sarmiento no habría concebido
aquel final profético del discurso a la Bandera, que todos los verdaderos
argentinos leen con estremecimiento; ni habría llegado su espíritu
profundamente americano a esa compresión esencial de nuestros fenómenos,
que sintetizó en la fórmula de «Civilización» y «Barbarie», ni habría descripto
en su vejez encanecida y combatida, aquella última «Visión» nacionalista de
los «Conflictos», donde también pidió al pasado la luz profética de la Historia.

Lo que este Informe preconiza es la defensa de ese espíritu, dentro y


fuera de la escuela, dado que la educación histórica no se realiza solamente
en las aulas y dado que la Nación se funda, más que en la raza, en la
comunidad de tradición, lengua y destino sobre un territorio común.
Si el pueblo argentino prefiere una vocación suicida, si abdica de su
personalidad, e interrumpe su tradición y deja de ser lo que secularmente ha
sido, legará a la historia el nuevo ejemplo de un pueblo, que, como otros, fue
indigno de sobrevivirse, y al olvidar su pasado renunciara a su propia
posteridad.

Algunos objetarán que nada nos anuncia ese destino trágico; pero a esos
les respondemos que en un futuro más o menos mediato, tal cosa ha de
ocurrir si no nos defendemos de las causas de disolución interna que minan
la nacionalidad, y de las tentativas que empiezan a atacarla desde lo
extranjero. No podemos librarnos a la sola influencia caracterizadora del
territorio sobre su habitante, porque es simplemente instintiva; o a los azares
de la lenta y nueva formación etnográfica. Confiemos un poco más en el poder
de las ideas que cambian el espíritu de los hombres, y rigen la misteriosa
dinámica de las civilizaciones.

Un libro reciente, que debiera ser leído por nuestros estadistas, ha


revelado que fuera de los capitalistas judíos y británicos, quienes suelen
considerarnos como una colonia industrial, en Italia también empiezan a
mirarnos como a una colonia italiana.6

De las inmigraciones que pueden venirnos es la mejor de todas la


italiana. Poco importa que en los Estados Unidos hayan llegado a llamarla
undesirable people, sobre todo porque es la retardada población meridional la
que más emigra. Pero el italiano tiene, para nosotros, el prestigio de su
historia: es el mayorazgo de la latinidad a la cual pertenecemos, y muestra
aún los restos de una antigua dominación española. Fuera de ese abolengo es
para nosotros el que trabaja con amor los campos y da hijos más argentinos,
dos características excelentes, cuando necesitamos combatir la centralización
urbana y la prolongación en la prole criolla de prejuicios ancestrales, ajenos a
nuestra propia nacionalidad: a todo aquel que nazca en territorio argentino,
debe educársele para ser un ciudadano argentino.

Mas, la inmigración italiana, a pesar de sus excelencias étnicas,


económicas, históricas y sociales, se ha convertido en un peligro por su
cantidad, en enorme desproporción con el escaso núcleo nativo. El día que esa
masa de hombres, hasta hoy dispersa, se concierte en movimientos orgánicos
de italianidad, como ya se insinúan promovidos desde Italia por economistas y
políticos, una grave crisis se habrá planteado para nosotros. Por medio de una
sana educación oficial y de una restringida libertad de enseñanza, privada –o
6
52. Vuélvase a leer en el capítulo anterior las transcripciones tomadas al libro de Gonnard
sobre la emigración europea a la Argentina, «Colonia Italiana sin bandera», como allí se nos
denomina.
prohibición absoluta de escuelas coloniales– evitemos que la crisis pueda ser
más grave y alistar en las filas del antinacionalismo a «criollos» educados en
las escuelas de la italianidad. Observemos que ya se habla de convertirnos en
un país bilingüe, restringiendo el campo del castellano, o haciéndolo a éste
compartir su dominio, en detrimento del más significativo de nuestros dones
históricos: el idioma, órgano mismo de la tradición.

No olvidemos que si el país ha abierto sus puertas al extranjero, ha sido


por un doble movimiento de patriotismo y de solidaridad humana:
necesitábamos crear económicamente la nacionalidad cuya conciencia ya
existía en tiempos de la Constituyente, y entregar, en generosa compensación,
la tierra virgen al trabajo humano. Pero nosotros no abrimos las puertas de la
nación al italiano, al francés, al inglés en su condición de italiano, de francés
0 de inglés; se las abrimos en su calidad de «hombre», simplemente. Cuando
ese hombre que invoca sentimientos de solidaridad humana al llamar a
nuestras puertas, conviértese, después de haber entrado, en campeón de sus
prejuicios políticos de italiano, de francés o de inglés, ese hombre traiciona
nuestra hospitalidad. El que labre aquí su fortuna y funde su hogar, no puede
ser sino un hombre o un argentino. Pretender convertir la patria que le acoge
en colonia de su patria, es traicionarnos y traicionar a sus hijos; es
comprometer, en el sentimentalismo absurdo de su destierro sin gloria, el
destino de nuestra civilización. No cerraremos nuestros puertos a la
inmigración, y menos aun a la inmigración italiana; pero debe afirmarse que
el criollo hijo del extranjero le pertenece en absoluto a la escuela oficial, tanto
como el de cepa más antigua, y que ambos deben por igual su esfuerzo al
prestigio futuro de la República. Tampoco restringiremos las generosas
libertades económicas que los fundadores de la nación ofrecieron al
inmigrante; pero si le entregamos el patrimonio territorial para que lo cultive
en cambio de la riqueza y la apropiación, no le entreguemos también el
patrimonio espiritual que nos legó la Independencia. He ahí la unidad de
espíritu que debe rehacer en el pueblo nuestra educación.

Remover el campo de nuestra enseñanza, no sólo con sentimientos sino


con ideas, hacerlas penetrar en la conciencia de los maestros y de las gentes
extranjeras y argentinas, trocando su indiferencia o su extravío en convicción
y entusiasmo; elaborar nuevos programas técnicamente eficaces y crear para
ellos el material didáctico sin el cual toda reforma sería estéril; dar a la
política una orientación que no malogre fuera de las aulas ese trabajo de las
aulas; no puede ser la obra de un instante, ni de un decreto, ni de un libro, ni
de un hombre, aunque ese hombre fuese Ministro encendido de puro fuego
patriótico, o fuese un profeta inspirado que viniera a salvar en el nombre de
Dios el espíritu de una raza, y a decirnos como Ezequiel a su pueblo cautivo:
«Y díjome Jehová: Profetiza al espíritu, profetiza, hijo del hombre, y di al
espíritu: Espíritu, ven de los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos y
vivirán.
»Y profeticé como me mandó, y entró espíritu en ellos, y vivieron, y
estuvieron sobre sus pies en grande ejército.
»Y díjome: hijo del hombre, todos esos huesos son la casa de Israel, y he
aquí que ellos dicen: Nuestros huesos se secaron y pereció nuestra esperanza.
»Por tanto profetiza, y diles: He aquí que yo abro vuestras sepulturas,
pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel. Y pondré mi espíritu en vosotros, y
viviréis, y os haré reposar sobre vuestra tierra.»

Ese milagro pudo realizarlo un profeta, en el nombre de Dios, que es el


Espíritu de la Historia, cuando los pueblos homogéneos, alucinados,
vibrantes, oían la voz de Jehová rugiendo por la boca de sus visionarios. En
nuestros tiempos, y en pueblos heterogéneos, escépticos, ironistas, a pesar de
que sus caídas aún pueden ser rápidas y tonantes, sus resurrecciones rara
vez alcanzan el brusco movimiento de las tragedias y la alta resonancia de las
profecías. Pero el espíritu no ha muerto, y el espíritu de Jehová que está en la
Historia, aun puede, en la visión de sus evocadores y en las iniciaciones
docentes de la juventud, abrir sus tumbas, congregar sus sombras y redimir
un pueblo sobre su tierra…

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