La Muerte, Legado Cultural. Miguel Antón Moreno

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LA MUERTE: LEGADO CULTURAL

Miguel Antón Moreno

Introducción

Es frecuente que al encarar el estudio de algún tema desde el punto de vista antropológico, se recurra
a la visión de otras culturas diferentes a la que uno pertenece, buscando esclarecer en términos
comparativos por qué algo es como es. Es probable que así sea debido a la inclinación que se tiene a
pensar que las culturas ajenas proporcionan mayor riqueza porque la nuestra es ya conocida. Si bien
es cierto que pertenecer a una determinada cultura hace que se integre en nosotros y nosotros en ella,
(en mayor o menor medida), no es tan evidente que por formar parte la conozcamos. No existe una
relación clara y necesaria entre vivir en una cultura y conocerla; así como no es necesario saber que
los colores representan las distintas longitudes de onda de la energía lumínica para poder verlos.
Además, conviene preguntarse si nuestra cultura, la llamada occidental, tan amplia e inconcreta, es la
misma que la que vivieron nuestros padres, y sus padres antes que ellos. Es obvio que la cultura, por
su naturaleza voluble y por estar sometida a constante cambio, no es hoy la misma que ayer, ni será
mañana la misma que hoy, pese a localizarse en un mismo territorio. Por ello, el tema de estudio que
aquí se presenta, será enfocado desde el prisma de la cultura occidental, pero entendiéndola como un
conjunto de culturas a su vez, moldeadas por el pensamiento, que navegan por el cauce del tiempo.

Según la Real Academia Española, el término muerte, en su primera acepción, hace referencia a la
cesación o término de la vida; en la segunda a la separación del cuerpo y del alma según el
pensamiento tradicional. A partir de esta segunda acepción se hace evidente cuan arraigada se
encuentra todavía en nuestra sociedad la esperanza de una existencia posterior a la muerte, y cómo
las ideas de ciertos pensadores penetran en el imaginario colectivo hasta el punto de seguir vigentes
milenios después.
Etimológicamente la palabra muerte procede del verbo latino mors-mortis, que significa morir. En la
mitología romana Mors era la personificación de la muerte, siendo su análogo en la mitología griega
Tánatos (Θάνατος). Tánatos, hermano gemelo de Hipnos, el sueño, representaba la muerte no
violenta, en contraste con sus hermanas las Keres. Es importante dicha apreciación, pues del
pensamiento freudiano se suele malinterpretar la pulsión de muerte, llamada Tánatos por sus
ulteriores seguidores, como instintos agresivos y destructivos, cuando en realidad, se refiere a la
tendencia de todo lo vivo a retornar a un estado inerte.
Veremos a continuación cómo el pensamiento griego y romano, así como la literatura, influyeron en
la concepción que la sociedad de su época tenía de la muerte, y cómo cambió su forma de enfrentarse
a ella. Tomemos el caso de Sócrates, tal como lo narra Platón en el Fedón. Una de las cosas que más
llaman la atención de este diálogo es la serenidad con la que Sócrates se enfrenta a la muerte. Podría
decirse incluso que con cierta dicha, pues bien podría haber evitado el griego la condena de una
forma u otra. Y así se lo reprocha uno de sus discípulos, que no comprende por qué se alegra
Sócrates de abandonarlos a todos. A lo que éste responde: “Los hombres ignoran que los verdaderos
filósofos trabajan toda su vida para prepararse a la muerte”.

1. Esbozo de la resignación: la muerte en el pensamiento griego y romano

Para Epicuro la fuente de mayor sufrimiento humano es el miedo; y no hay mayor temor para el
hombre que la muerte, la conciencia de la finitud de la vida. Epicuro defiende que la filosofía debe
estar al servicio de las personas, y que se debe hacer de ella una práctica, pues el conocimiento en sí
mismo carece de utilidad si no es para encontrar la felicidad. (En este sentido la filosofía de Epicuro
es ante todo una ética). Ante esta diagnosis propone lo siguiente: que no hay muerte. Entendiendo la
muerte como aquello que hay más allá de la vida, pues después de ésta, dice Epicuro, no hay nada.
De aquí que una de las afirmaciones más famosas y repetidas del filósofo heleno sea “Cuando tú
eres, tu muerte todavía no es; y cuando tu muerte sea, tú ya no serás”. Por ello según Epicuro es
inútil y carente de sentido preocuparse por la muerte. Además, podríamos interpretar incluso que la
muerte no es sino el punto álgido del bienestar humano, puesto que la filosofía epicúrea entiende el
placer como la ausencia de dolor; y qué otra fuente de dolor hay más que la propia vida. Además de
la incertidumbre sobre qué habrá más allá de la vida, y del sufrimiento físico que normalmente
acompaña al óbito, al filósofo griego no se le escapa lo que probablemente constituya la
consecuencia más terrible de la muerte: el fin de todo proyecto. Y es que aunque las razones
anteriores no son para nada despreciables, ésta última es la que mayor calado y hondura tiene en el
alma humana. Todo proyecto, que es en última instancia el fin que pone en marcha el motor de una
vida, queda truncado en un solo instante. La solución a esta problemática no será tan sencilla, pues,
al ser la filosofía epicúrea una ética, habrá de desligarse de la teoría y ponerse en práctica. Su
solución consiste en renunciar a esos proyectos que la muerte se llevará consigo, es decir, mantener
una postura anti vitalista en la que no nos comprometamos con demasiadas cosas; y sobre todo,
practicar un desapego hacia lo que nos podría resultar más querido. Este es el precio que hay que
pagar según Epicuro para alcanzar la felicidad. Frente a una vida proyectada en el futuro, propone la
máxima de “carpe diem”.
El estoicismo ofrece una larga lista de filósofos con aportes valiosos sobre el tema. Desde el
fundador de la escuela, Zenón de Citio, hasta Marco Aurelio, artífice de Meditaciones, pasando por
Diógenes o Séneca. Sin embargo, en esta ocasión será la figura de Cicerón, y más específicamente su
obra Sobre la vejez, la que nos ofrezca una visión esclarecedora sobre el tema en cuestión. Conviene
recordar aquí el truculento episodio acaecido en la Roma del siglo I a. C., en el que, en un intento de
destruir la república romana, Lucio Sergio Catilina encabezó una conspiración que pasaría a ser
recordada como la conjuración de Catilina. En ella, la figura de Cicerón fue central y especialmente
importante, pues a punto estuvo de ser ejecutado junto con otros miembros del Senado. Además,
redactó y pronunció uno de los discursos más importantes de la historia, Las Catilinarias, en el que
expuso ante el Senado romano las intenciones de Catilina de atentar contra la república y sus
defensores, y donde exigía su condena a muerte. El conjurador acabó cayendo en combate, y su
cabeza fue llevada a Roma para constatar su fin.
Estos hechos son clave para contextualizar la obra de Cicerón, y hacernos a la idea de cuan presente
se hallaba la violencia y la muerte en la vida pública romana. Además, recordemos el tipo de
entretenimiento que se podía disfrutar en los coliseos. Pues bien, en su obra Sobre la vejez, un
diálogo al estilo platónico en el que pone sus palabras en boca de Catón el Viejo, el pensador nos
brinda valiosas ideas con las que uno debe armarse para encarar la muerte.
Afirma que la contemplación de una vida satisfecha y del fruto de las buenas acciones, (que
sobreviven a uno), conforma una visión placentera y deleitable que solo se alcanza al término de la
vida. Además, la naturaleza dota al hombre de una mayor predisposición ante la muerte, siempre que
su vida haya sido fructífera, pues no verá truncados sus proyectos al haber sabido ponerles fin
cuando debiera. En cuanto al miedo que la incertidumbre produce, hayamos magníficos ejemplos
literarios que lo escenifican a la perfección. En la obra de Shakespeare Hamlet, en lo que
probablemente sea el celebérrimo monólogo de toda la literatura, (junto con “la vida es sueño, y los
sueños, sueños son” de Calderón) el protagonista, al cuestionarse si “ser o no ser”, no se hunde la
daga en el pecho al imaginar que quizá la muerte no conduzca a otro mundo, sino que sea en realidad
un sueño sin sueños. A este respecto Cicerón acerca su opinión a la de los epicúreos, pues en el caso
de que la muerte conlleve la finitud del ser, uno ya no existirá, y una vez que se hayan concluido los
proyectos de vida esto no tiene nada de malo. Por otro lado considera que si la muerte eleva el alma
y la conduce hacia la felicidad, no sólo sería estúpido temer a la muerte, sino que más bien habría
que desearla.

Frente a la postura más bien optimista que poseen los pensadores anteriores, la mitología ofrece
visiones no tan esperanzadoras sobre cómo y cuándo se debe uno enfrentar a la muerte. Así es el
caso de Sileno, un viejo sátiro, el más sabio del bosque, leal compañero de Dioniso, y docto en el
don de la ebriedad. Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia narra brevemente un episodio que
pone de manifiesto su postura:

Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el
bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poder atraparlo. Cuando por fin cayó en sus
manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el
demón; hasta que forzado por el rey, acaba prorrumpiendo estas palabras, en medio de una risa
estridente: “Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte
lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti; no
haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti morir pronto.

De esta breve anécdota puede extraerse la más desesperanzadora y atroz de las posturas frente a la
vida y la muerte: la falta de sentido que conduce a la destrucción. Para Sileno la existencia es un mal
en sí mismo que sufrimos por el hecho de nacer. Y puesto que no podemos evitar haber adquirido
existencia, sí que podemos ponerle fin. Algo parecido es lo que expresa Dostoievski en Memorias
del subsuelo, cuando su protagonista y narrador, ese extraño funcionario encerrado en sí mismo,
dice, en forma de monólogo interior, que cualquier forma de conciencia constituye una enfermedad;
la más terrible de todas. Y es que puede uno interpretar que la conciencia, según el escritor ruso, no
es más que ese mecanismo que nos atormenta, condenándonos a saber que existimos y que, por ende,
dejaremos de hacerlo. Así parece estar de acuerdo William Shakespeare cuando en Hamlet escribe:

¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no fuera
por el temor de un algo, después de la muerte, esa ignorada región cuyos fines no vuelve a traspasar
viajero alguno, temor que confunde nuestra voluntad y nos impulsa a soportar aquellos males que
nos afligen, antes que lanzarnos a otros que desconocemos? Así la conciencia hace de todos
nosotros unos cobardes.

Las funestas consecuencias a que pueden llevar dichas posturas se expondrán en el siguiente
capítulo.
Sin embargo, hay también quien, aun instalado en la fatídica conciencia de la finitud, es capaz de
afrontarla con resignación y estoicismo. Y no solo eso, sino que además la finitud, responsable para
otros de la falta de sentido, paradójicamente puede llenar de significado la vida. Este es el caso de
Roy, el replicante modelo Nexus-6 del mítico film Blade Runner. Roy trata de huir de su fin, tal
como hace el criado del mercader en aquel apólogo persa del siglo XIII. A diferencia del cuento, Roy
llega a comprender que su final es inminente e inevitable; por ello perdona la vida a su adversario,
que pretendía darle caza, y hasta podemos ver al androide sintiendo empatía por una paloma justo
antes de desaparecer.
¿Cuál sería la alternativa a la muerte? Según Sileno, como hemos visto, no haber nacido. Pero, ¿y si
ya es tarde para eso? ¿Seríamos capaces de imaginar una vida sin muerte, prolongada hasta la
eternidad? ¿No sería esa una condena aun mayor que la finitud? ¿Acaso no fue ese el castigo que los
dioses impusieron a Sísifo, precisamente por intentar evitar la muerte?
Marco Flaminio Rufo, el tribuno romano que protagoniza El inmortal de Borges, es lo que encuentra
al beber el agua del legendario río, la vida eterna. Cuando el personaje comprende que la
inmortalidad es una condena aun peor que la muerte, nada desea más que recuperar su condición de
mortal, y así emprende la búsqueda del río que le devolverá a su anterior condición.
En efecto, saber que no estaremos aquí para siempre, el carácter temporal de la existencia, es lo que
dota a la vida de importancia, lo que confiere sentido a nuestros actos. Solamente podemos
aprovecharla una vez, y su brevedad nos anima a que lo hagamos. Esto es lo que Roy comprende al
término de su vida, (si es que se puede llamar así), y es que solo tuvo cuatro años para hacerlo.
Cuando le exige a su creador que prolongue su existencia, este le contesta: “La luz que brilla con el
doble de intensidad dura la mitad de tiempo. Tú has brillado con muchísima intensidad”.

2. El suicidio filosófico

En el capítulo anterior hicimos mención de la conciencia de la finitud como detonante del sinsentido
de la existencia. En este veremos, tal como dijimos, las consecuencias a que ello puede conllevar.
Albert Camus, en su breve e intenso ensayo sobre el suicidio El mito de Sísifo, comienza haciendo la
siguiente declaración. Solo hay un problema filosófico verdaderamente importante: saber si la vida
merece ser vivida. El resto de preguntas, declara, vienen después. La primera importancia de esta
cuestión viene dada por las consecuencias que puede acarrear. Si uno decide acabar con su vida,
entonces todas las demás cuestiones terminan también con esta.

Para el filósofo francés, la máxima expresión de la razón de vivir, se aloja en aquellos que
encuentran una razón para morir. Esta paradoja, según he podido inferir, se cumple en tres casos
distintos. Por un lado, en aquellos que encaran cierta situación que amenaza con destruir el proyecto
más importante de su vida, y que encuentran insoportable la idea de seguir viviendo si no es
dedicados a él. Un buen ejemplo es el de la madre que da la vida por salvar la de su hijo, tal como
ocurre en la saga de libros Harry Potter, con la que mi generación creció. También se cumple en
quienes, a sabiendas de que su proyecto puede acarrear su propia destrucción, deciden llevarlo a
cabo. Aquí el ejemplo más representativo sería el soldado que va a la guerra sabiendo que quizá no
regrese jamás, o el escolta cuyo trabajo consiste en recibir un disparo para salvar a quien protege, si
fuera necesario. El tercer caso, y el más extremo de los tres, es el de aquellos cuyo proyecto de vida
alcanza el fin propuesto, y este no se cumple sino con su propia muerte. Así ocurre con el yihadista
que se inmola en nombre de Alá.
¿Podríamos afirmar entonces que encontrar un sentido pleno puede suponer una amenaza para la
vida? ¿Y no hallar sentido alguno? ¿Sería razonable en este último caso acabar con la propia vida?
Esta conciencia de lo que Camus llama el absurdo, desencadena comportamientos que sobrepasan
los límites de la indiferencia ante la vida y la muerte. Este es el caso de Meursault, el protagonista de
su novela El extranjero, quien al enterarse de la muerte de su madre vía telegrama, declara: “Hoy,
mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé. Nada quiere decir. Tal vez fue ayer”. Del mismo modo,
cuando comete un crimen se siente igual de indiferente, sin dar señas de arrepentimiento ni aflicción.
Tampoco expresa en modo alguno disconformidad con su propia sentencia a muerte. En este sentido
no podemos evitar que el personaje de Camus nos recuerde a Joseph K., protagonista de la novela El
proceso de Kafka. Ambos personajes nacen de la pluma de autores cuyo mundo se encontraba
inmerso en guerras mundiales. En el caso de Kafka fue la primera. Su más célebre obra, La
metamorfosis, fue escrita en 1915, en medio de todo ese caos. El extranjero se publicó en 1942, en
mitad de la Segunda Guerra Mundial. Mundos en los que se pudo llegar a pensar que no habría un
mañana; mundos en los que tal vez la muerte no fuese la peor de las alternativas pensables. Y es que
quizá sea mejor opción para el que padece morir como Madame Bovary, por voluntad propia bajo el
efecto del letal arsénico, que morir, tal como pronuncia por última vez Josef K. justo antes de ser
apuñalado en el corazón, “¡Como un perro!”. Emma “Lloraba por la felicidad que no conocía”;
para ella “Franquear la puerta de semejantes goces sin poder abrirla, era peor que morir”.

El sociólogo Émile Durkheim, en su ensayo El suicidio, publicado en 1897, enfoca la cuestión por
primera vez desde un punto de vista social. Hasta entonces existía una convención con respecto al
tema, aceptando que el fenómeno del suicidio era más algo individual que colectivo, y que por tanto
respondía ante fenómenos estrictamente psicológicos.
Primeramente establece una definición del suicidio: todo caso de muerte que resulte directa o
indirectamente de un acto positivo o negativo, ejecutado por la propia víctima, a sabiendas de que
habría de producir este resultado. Los actos positivos son aquellos en los que el propio sujeto pone en
acción la causa directa que acabará con su vida; mientras que en los negativos, la acción del sujeto se
basa en la omisión de aquello que lo mantendría vivo. Un ejemplo claro de suicidio positivo es el de
Mariano José de Larra; y el de Orlando Zapata, el disidente cubano que protagonizó una polémica
huelga de hambre en 2010, sería un ejemplo de suicidio negativo, por haber tomado la decisión de
privarse de aquello que lo mantenía con vida. La acción directa es la causa inmediata de la muerte; la
indirecta es aquella que pone en marcha una serie de consecuencias que también pondrán fin a la
vida. En este último sentido tenemos como ejemplo a Giordano Bruno, quien a sabiendas de la
consecuencia que su herejía acarrearía, y a pesar de los múltiples ofrecimientos de retractación por
parte de la Inquisición, se negó a abjurar de sus tesis y murió quemado en la hoguera. En Giordano
Bruno se cumple la paradoja que antes mencionamos, enunciada por Camus, pues encontró una
razón para vivir por la que estaba dispuesto a morir.
Después de quedar establecida la definición, Durkheim elabora una clasificación y enuncia los tipos
de suicidio que existen. Diferencia cuatro:
En primer lugar tenemos el suicidio egoísta. Sucede cuando un individuo se encuentra desvinculado
de su entorno, de manera que la falta de integración no le permite desarrollarse como ser social, y por
tanto tampoco sentir apego a su propia vida. El propósito que la vida pueda tener queda anulado,
pues solo se puede concebir socialmente. Al desaparecer la idea de un propósito aparece la idea del
sinsentido y del absurdo. Con este exceso de individualismo, el suicida queda libre para poner fin a
su vida sin que esto signifique demasiado.
Nick Drake, el enigmático cantautor inglés de principios de los setenta, es una de las figuras que
encarnan mejor que nadie el suicidio egoísta. En su música podemos percibir la construcción de un
mundo ajeno al del resto, un retorno al estado de naturaleza donde, en soledad, nadie podía
perturbarlo. Con el lanzamiento de su tercer álbum, constató el fracaso de su carrera y regresó a casa
de sus padres. Allí se recluyó durante meses, aislado del mundo y perdiendo el vínculo con amigos y
compañeros de universidad. En sus últimas canciones, grabadas como sencillos en estudio,
encontramos letras desgarradoras como la de Hanging on a star, en la que el mensaje es claro: “Why
leave me hanging on a star? When you deem me so high”, “Why leave me sailing in a sea? When
you hear me so clear”. Otras como Black eyed dog pueden interpretarse incluso como una llamada
de socorro, pues la figura de la muerte emerge de entre las sombras: “Black eyed dog he called at my
door”, “A black eyed dog he knew my name”. Como en Fausto de Goethe, lo persigue un perro
negro que trae consigo a los espíritus de los infiernos.
Nick, con 26 años, fue hallado muerto en su cama el 25 de noviembre de 1974, con los Conciertos
de Brandeburgo de Bach sonando, y con El mito de Sísifo de Albert Camus abierto a su lado. El
forense concluyó que se trataba de un suicidio por sobredosis de antidepresivos.
En su tumba quedó grabada la frase de una de sus canciones a modo de epitafio: “Now we rise, and
we are everywhere”.
En oposición al anterior, Durkheim enuncia el suicidio altruista. Aquí la individualidad queda
relegada a la más absoluta marginalidad, pues precisamente el suicida altruista comete su último acto
en virtud del grupo al que se encuentra cohesionado. Ese sentimiento de plena pertenencia a un
grupo, hace que la figura del individuo carezca de importancia y llegue a ser lícito su sacrificio por el
bien del colectivo.
Encontramos también dentro de su clasificación el suicidio anómico, que tiene lugar en entornos o
grupos en proceso de desintegración, en ciclos económicos de recesión o en sociedades con
instituciones débiles que no permiten a los individuos desarrollar una proyección adecuada. Según
las estadísticas aportadas en el estudio “Marital Status and Suicide in the National Longitudinal
Mortality Study” de Augustine J. Kposowa de la Universidad de California Riverside, de los cerca de
30.000 suicidios anuales en Estados Unidos, un 75%, es decir, 22.500, fueron hombres; y de esos
22.500, un 66%, 14.850, eran hombres divorciados o en proceso de separación. Con estos datos
podemos apreciar cómo la ruptura de una institución, en este caso el matrimonio, afecta de manera
directa al suicidio como fenómeno social. Este tipo de suicidio es el más acusado en las sociedades
modernas, desde el siglo XIX de Durkheim hasta nuestros días.
Por último establece un cuarto tipo, el suicidio fatalista. Al contrario que en el anómico, la
organización social se caracteriza por ser férrea en extremo, impidiendo por tanto la realización
personal en modo alguno. El individuo concibe el suicidio como la única posibilidad de escapar de
esa situación. Un claro ejemplo de este tipo sería el esclavo o el preso que se quita la vida por no ver
horizonte más allá de su yugo.

En relación con lo anterior podríamos preguntarnos qué tipo de suicidio, según la clasificación de
Durkheim, es el de Madame Bovary, u otros personajes de la literatura.
Emma sufre un último arrebatamiento con su amante que la conduce inexorablemente al tercer
estante del laboratorio de la botica, donde reposa el bote azul, en cuyo interior se encuentra el letal
arsénico. Pero la disputa con Rodolphe es sólo un detonante. La verdadera causa de su suicidio se
había ido gestando desde hacía muchos años atrás, y subyace a todo hecho que pudiera prender la
mecha. Su matrimonio con Charles no se correspondía con los que se idealizaban en las novelas
románticas de las que era acérrima lectora, y por ello no cumplió en absoluto sus expectativas. De
este modo buscó en amantes como León o Rodolphe aquello que no pudo encontrar en su marido.
Pero Emma a la larga solo hallaba insatisfacción, intentando llenar con lujosos caprichos el vacío que
sentía, llegando a contraer una ingente deuda que acabó convirtiéndose en embargo. No en vano, el
término bovarismo se usa para indicar una insatisfacción profundamente arraigada, causada por la
falta de correspondencia entre lo que uno desea, que normalmente sobrepasa los límites de lo
posible, y lo que uno obtiene en realidad.
El matrimonio de Emma y Charles terminó caracterizándose por un estado de total anomia, pues el
conjunto de situaciones a las que llegó produjeron en él una pérdida de valores sociales y su
progresiva degradación. Pero también es cierto que esta anomia condujo a un aislamiento de la
protagonista, a la desvinculación de su entorno y por ello a un desapego a la vida. Así pues, podemos
concluir que un mismo suicidio puede enmarcarse dentro de no solo uno de los tipos que estableció
Durkheim, sino que, en el caso de Emma, sería tanto egoísta como anómico.
¿Y qué hay del suicidio más famoso de la historia de la literatura? ¿Qué tipo de suicidio cometieron
Romeo y Julieta? Sabemos que la pareja ocultaba su amor a los Capuleto y los Montesco, y que los
dos jóvenes vivían bajo las estrictas directrices de sendas familias. Julieta debía contraer matrimonio
con el conde Paris; asimismo, Romeo sabía que lejos de encontrar aprobación, no provocaría más
que discordia. Si bien es cierto que la represión por parte de las familias no fue directamente la causa
de su suicidio, sí que fue la causa de no poder desarrollar fructíferamente su relación, y por tanto
haber llegado a tan funesto final. En este sentido podemos afirmar que en buena medida fue un
suicidio fatalista. Por otro lado, también nos hallamos frente a un suicidio egoísta. En la medida en
que los enamorados sienten que han perdido el vínculo con su entorno, por ser su media naranja lo
que les unía al mundo y a la vida. Al desaparecer su pareja, que constituye su propósito, se
desvanecen también las ganas de vivir.

Mucho se ha dicho sobre la muerte, y muchas formas de afrontarla podemos encontrar en la literatura
y la filosofía. Pero jamás podremos evitar sentir un enorme vértigo ante la idea de dejar de existir.
Pongo en duda incluso la seguridad con la que el mismísimo Sócrates bebió la cicuta y abandonó la
vida. La grandeza quizá resida en la belleza que alberga su naturaleza atroz. De ella surgen
creaciones maravillosas que de algún modo la superan, y sobreviven a su autor. Hasta en el caso de
no encontrar ni un atisbo de esperanza, tenemos a nuestro alcance el más poderoso de los
instrumentos; el humor, esa gracia de la cual Cervantes supo hacer el mejor uso, y que permite a
aquel que es alcanzado por la muerte, devolverle la mirada con una sonrisa. Así consiguió que su
más célebre personaje fuese inmortal, pues quien desaparece es Alonso Quijano, Don Quijote nunca
muere.
Fuentes bibliográficas:
Albert Camus, El mito de Sísifo
Henri Michel, Genealogía del psicoanálisis
J. A. Cardona, Filosofía helenística: Estoicos, epicúreos, cínicos y escépticos
Gérard Imbert, La tentación del suicidio: representaciones de la violencia e imaginarios de muerte
en la cultura de la postmodernidad
Juan José María Norro, ¿Qué nos asusta de la muerte? Las lecciones de Epicuro para tener una
buena vida
Philippe Aries, La muerte en occidente
Philippe Aries, El hombre ante la muerte
Françoise Dastur, La muerte: ensayo sobre la finitud
Juan Solé, El pesimismo se hace filosofía
Marco Tulio Cicerón, De la vejez
Marco Tulio Cicerón, Las Catilinarias
Juan Antonio Rivera, Lo que Sócrates diría a Woody Allen: cine y filosofía
Friedich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia
Fiodor Dostoyevski, Memorias del subsuelo
Leon Tolstoi, La muerte de Iván Ilich
Albert Camus, El extranjero
Gustave Flaubert, Madame Bovary
Émile Durkheim, El suicidio. Estudio de sociología
Augustine J. Kposowa, Marital Status and Suicide in the National Longitudinal Mortality Study
William Shakespeare, Romeo y Julieta
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha

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