Lectura Qué Es El Materialismo Filosófico

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¿Qué es el materialismo filosófico?

Luis Ricardo Leiva

Comencemos desmintiendo el prejuicio que parece esconderse tras la palabra


“materialista”. Se suele creer que materialista es aquel que siente aversión por todo
tipo de valores morales y por todas las sutilezas nobles del alma, entre ellas, desde
luego la filosofía y el saber, inclinándose en favor de una vida libertina, inundada
de goces, placeres y posesiones materiales (autos, celulares y toda clase de lujos).

Pero en filosofía los conceptos adquieren un significado muy diferente al que


solemos darles en la vida cotidiana. Materialista es sencillamente aquella corriente
filosófica que intenta explicar el mundo a través del mundo mismo. En este sentido
es que debemos comenzar a reconocer al materialismo como la única filosofía
científica en sentido estricto.

No es por ello casualidad que el mismo nacimiento de la filosofía haya revestido


esta forma. Los primeros filósofos, los jonios (Tales, Anaximandro, Anaxímenes),
fueron también los primeros que se atrevieron a buscar una explicación racional
del mundo; y esto significa, ante todo, el prescindir de cualquier mito o idea
fantástica para entender la realidad: “[…] concebir materialistamente la naturaleza
no es sino concebirla pura y simplemente tal y como se nos presenta, sin
aditamentos extraños, y esto hizo que en los filósofos griegos se comprendiera,
originariamente, por sí misma”. [1]

Más adelante, la filosofía se desdobló entre dos vertientes: el idealismo filosófico (la
contraparte del materialismo) asomó la cabeza por vez primera sobre la historia.
Pitágoras y Platón fueron sus representantes más destacados. Toda concepción
filosófica que se sitúe fuera del punto de vista materialista, pese a la diversidad de
formas que pueda revestir es, en resumidas cuentas, idealismo filosófico. [2]

Dicha así la cosa, resulta bastante simple. Si lo que se pretende es explicar el


fundamento del mundo por el mundo mismo, estamos en presencia de una
doctrina materialista; si recurrimos a fuerzas externas sobrenaturales, mítico-
religiosas o a la simple consciencia individual subjetiva para encontrar el
fundamento último y definitivo del mundo, somos idealistas.

No obstante, difícilmente encontraremos expresadas en las distintas escuelas


filosóficas tan clara y magnífica delimitación. Cualquier filósofo podría presentar
una teoría científico-materialista de la naturaleza, y situarse en un punto
inconfundiblemente idealista en el marco de su doctrina social, para poner solo un
ejemplo.

El materialismo como punto de vista científico capaz de recrear un cuadro


coherente del universo en el pensamiento, ha estado siempre comprometido a los
intereses de las clases progresistas de cada época. Esto es visible ya en la
antigüedad clásica. Después de los jonios, fueron materialistas pensadores de la
talla de Leucipo, Demócrito, Anaxágoras, Heráclito, Epicuro, entre otros.

Leucipo (quien hace más de 2000 años habría descubierto el átomo) veía ya la
generación del universo como el producto de la interacción de fuerzas naturales
actuantes desde toda la eternidad; [3] un principio en líneas generales sagazmente
acertado. Demócrito, continuador de su doctrina, negaba la eternidad de los
mundos y afirmaba la eternidad del universo, [4] pensaba que todo estaba sujeto a
la causalidad [5] y que, por tanto, podía ser explicado racionalmente. Era partidario
de la democracia esclavista, en oposición a las abiertas ideas aristocráticas
expresadas por Pitágoras o por Platón, sólo para poner un par de ejemplos. De aquí
que señale acertadamente Engels a propósito del originario pensamiento filosófico
griego:
Tenemos ya aquí, pues, todo el originario y tosco materialismo, emanado de la
naturaleza misma y que, del modo más natural del mundo, considera en sus
comienzos la unidad dentro de la infinita variedad de los fenómenos de la
naturaleza como algo evidente por sí mismo, buscándola en algo corpóreo y
concreto, en algo específico, como Tales en el agua. [6]

Uno de los pensadores en el que las consecuencias sociales salen a relucir con gran
fuerza es Epicuro. Este filósofo fue también desarrollador de las ideas atomísticas
de Demócrito, sin embargo, centra la especial atención de su saber en liberar a los
hombres de la ignorancia, conduciéndolos fuera de la infeliz condición a la cual tal
estado los condena. Su fin es lograr la ataraxia («ausencia de turbación») del
pensamiento, identificando el mayor de los males con el temor hacia los dioses en
el que los sacerdotes educan a los hombres, así como con el miedo a la muerte. El
que los hombres se liberen del temor a la muerte, parece ser el principio moral
supremo para este filósofo:

Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros. Porque todo bien y
mal reside en la sensación, y la muerte es privación del sentir. Por lo tanto, el
recto conocimiento de que nada es para nosotros la muerte hace dichosa la
condición mortal de nuestra vida, no porque le añada una duración ilimitada,
sino porque elimina el ansia de inmortalidad. [7]

De ahí que su discípulo el poeta Lucrecio lo catalogara como “el libertador”:

Cuando en todo el mundo la vida humana permanecía ante nuestros ojos


deshonrosamente postrada y aplastada bajo el peso de la religión, que desde las
regiones del cielo mostraban su cabeza amenazando desde lo alto a los mortales
con su visión espantosa, por vez primera un griego se atrevió a levantar de frente
sus ojos mortales, y fue el primero en hacerle frente; a él no lo agobiaron ni lo que
dicen de los dioses ni el rayo ni el cielo con su rugido amenazador, sino que más
por ello estimulan la capacidad penetrante de su mente, de manera que se empeña
en ser el primero en romper los apretados cerrojos de la naturaleza. Así pues, la
vívida fuerza de su mente triunfó y avanzó lejos, fuera de los muros llameantes del
mundo […] En consecuencia, la religión queda a nuestros pies pisoteada y a
nosotros, por contra, su victoria nos empareja con el cielo. [8]

Este pensamiento ejemplifica muy bien las consecuencias implícitas al interior del
materialismo; es en la finitud del ser humano donde reside su propia grandeza, es
en esta vida donde los hombres pueden y deben ser felices; las perspectivas en una
vida de ultratumba resultan más bien aterradoras y sólo sirven para perturbar y
atemorizar los corazones, privándolos de su felicidad. En la religión el hombre se
desvaloriza al poner sobre él a un ser superior y todopoderoso que le obliga a
servirle, se ve obligado a renunciar a su propia vida terrenal en favor de una vida en
el más allá. Por el contrario, si prescindimos de esto, nos vemos obligados no a
negar la única vida con la cual contamos, sino a afirmarla.

Somos así capaces y tenemos el deber de cifrar nuestras esperanzas sobre esta
tierra y así luchar para transformarla y forjar un mundo mejor y esperanzador. De
aquí el optimismo inherente al materialismo. En pensadores como Tales o
Demócrito esto se traducía en su fe en la perfecta cognoscibilidad del mundo,
en Epicuro, en la capacidad del ser humano para dirigirse a sí mismo.

Las dificultades para explicar satisfactoriamente los procesos naturales, sociales y


el pensamiento hicieron que poco a poco el idealismo se impusiera sobre el
materialismo.

Durante toda la Edad Media, las tendencias materialistas desaparecieron casi por
completo, se mantuvo viva la llama, por lo menos, aunque sea bajo formas místicas.
Al final del periodo medieval, poco antes de alborear la moderna sociedad
burguesa, el materialismo irrumpía nuevamente con fuerza. Hasta la misma
teología se vio obligada en su momento a predicarlo, [9] la Iglesia se dio cuenta
rápidamente de la amenaza que esto significaba, persiguiendo y condenando a las
mentes más brillantes de este periodo.

Giordano Bruno ardió en la hoguera por defender la idea de un universo infinito


con múltiples mundos, algunos incluso habitados:

He aquí, pues, como son los mundos y como es el cielo. El cielo es como lo vemos
en torno a este globo, el cual, no menos que los otros, es un astro luminoso y
excelente […] Ahora bien, estos son los mundos habitados y cultivados con sus
animales […] y cada uno de ellos no está menos compuesto de cuatro elementos
que éste en que nos encontramos. [10]

Los ideólogos de la naciente sociedad burguesa, en ese momento revolucionaria,


abrieron fuego por su parte contra el idealismo y el catolicismo de la época, y el
enconado debate sostenido por Hobbes y Gassendi en torno a las meditaciones de
Descartes son el mejor ejemplo de ello. [11] Así hasta que llegamos por fin a los
grandes materialistas franceses del siglo XVIII (Condillac, Helvecio, La Metrie,
Mandeville, Holbach, Diderot, etc.).
El gran mérito de todos estos pensadores fue el haber desterrado, de una vez por
todas, la necesidad de recurrir a imágenes fantásticas para explicar la naturaleza;
pudieron prescindir de “la hipótesis de dios”. Sin embargo, ahí donde teorizaban
acerca del ser humano, eran idealistas, pues se mostraban incapaces de explicar los
complejos procesos históricos.

Mientras tanto, el antiguo método geométrico-deductivo se mostraba cada vez más


incapaz de explicar satisfactoriamente los problemas propios planteados por la
revolución de las ciencias naturales del siglo XVIII y esto, a la par de los sucesos
históricos, como la revolución francesa, posibilitó el surgimiento dentro del
idealismo alemán de un nuevo método: el método dialéctico. Sin embargo, debido a
su carácter idealista, este método, era tan solo capaz de mostrar desfiguradamente
los procesos histórico-naturales.

Notas:

[1] F. Engels: Dialéctica de la naturaleza. Grijalbo, México, 1982, p. 168.


[2] Véase. K. Marx – F. Engels: Obras escogidas, T. II. Ed. Progreso, Moscú, 1955,
p. 367.
[3] Diógenes Laercio: Vidas y opiniones de los filósofos más ilustres. Alianza
editorial, Madrid, 2007, p. 471.
[4] Ibíd., p. 477.
[5] Ibíd.
[6] F. Engels: Op. cit., p. 157.
[7] D. Laercio: Op. cit., p. 560.
[8] Lucrecio: La naturaleza. Ed. Gredos, Madrid, 2003, p. 125.
[9] “Ya el escolástico británico Duns Escoto se preguntaba ‘si la materia podía
pensar’”. C. Marx – F. Engels: OME, T. VI. Ed. Crítica, Barcelona, 1978, p. 147.
[10] G. Bruno: Sobre el infinito universo y los mundos. Aguilar, Buenos Aires, 1981,
pp. 97-98.

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