Locura
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Alejandra Vallejo-Nágera
Locos de la Historia
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Titivillus 05.01.16
Introducción
RASPUTÍN (1869-1916)
Y ALEJANDRA (1872-1918)
La locura mística
¡Alma mía! Rezo a Dios para que comprendas lo que vale el respaldo de
nuestro Amigo [Rasputín], Sin él no sé qué sería de nosotros. Es nuestra
fortaleza y nuestro amparo.
Cada día, todos los días, lee fragmentos de un libro que lleva por título Los
amigos de Dios, en los que fanáticamente se proclama que sólo con
sufrimiento y humildad puede alcanzarse el cielo. El libro predica que los
merecedores del paraíso son aquellos que más sufren; por eso Alejandra
añade aún más azotes a los que ya le otorga la vida. Incorpora actitudes
flageladoras a las circunstancias adversas de por sí; el dolor que aporta el
día hay que sentirlo internamente, hay que incrementarlo hasta el máximo.
Su actitud choca de frente con la aristocracia rusa, entretenida en placeres
y en vicios sin tapujos; entre ellos corren las críticas, se comenta que la
Zarina se excede en sus prácticas absurdas; a sus ojos, Alejandra no es más
que una fanática que ha perdido la cabeza. Pero ella hace caso omiso.
¡Cómo me aburro sin ti! —le escribe la Zarina—. Mi alma está tranquila y
sólo descanso cuando tú, maestro mío, estás sentado a mi lado. Beso tus
manos y recuesto mi cabeza en tu hombro bienaventurado. ¡Oh, cuán
liviana me siento entonces! Sólo deseo una cosa: quedarme dormida sobre
tu hombro entre tus brazos ¡Qué felicidad sentir tu presencia junto a mí!
¿Dónde estás? ¿Adónde te has ido? ¡Oh, estoy tan triste y mi corazón
rebosa de nostalgia! ¿Volverás pronto a estar junto a mí? ¡Ven enseguida,
te estoy esperando y me atormento de no tenerte! Requiero tu santa
bendición y beso tus manos bienaventuradas. Con mi amor eterno.
Tuya,
M[amá].[3]
A los dieciséis años se estrena con una experiencia sexual traumática que
propicia el desenlace de su posterior psicosis. Su hija Matriona lo relata en
un libro titulado Recuerdos. Parece ser que la esposa de un general ya
anciano, aburrida del marido y obsesionada por la mirada aguamarina y
juvenil del muchacho, decide instruirle personalmente en las artes del goce
corporal. No sintiéndose maestra suficientemente atrayente, recurre a la
ayuda de seis de sus criadas. El grupo lleva a Grigori hasta el dormitorio
del ama y allí…
Pero aun el alma más bestial es proclive a amainarse bajo el embrujo del
amor. Grigori conoce a Praskovia durante una fiesta; ella, cuatro años
mayor que él, enseguida le roba el corazón. Cuando se casan él tiene
diecinueve años, los susurros de la esposa aflojan sus raptos de furia y dan
consuelo a sus arrebatos de testosterona. Al principio la convivencia es
apacible, con Praskovia y Grigori afanándose en traer al mundo hijos que
no llegan. ¿Será Praskovia estéril? Ungüentos y oraciones se suceden
durante años hasta que por fin sale al aire el anhelado bebé… que muere a
los seis meses. El dolor por este castigo injusto del Divino desata en
Rasputín el anhelo de vengarse de la vida conyugal, de sí mismo, de Dios,
de todo. Nuevamente se entrega a la bebida y al libertinaje; Praskovia
aguanta y le justifica promulgando que «su marido tiene para todas».
Grigori se convierte en un camorrista temerario que ataca a personas y
roba caballos, falta que en Siberia es considerada lo suficientemente grave
como para que los afectados tomen represalias por su cuenta. En una de
estas ocasiones la policía llega justo a tiempo de salvarle la vida; Rasputín
ha sido pillado en flagrante delito y los campesinos enfurecidos están
matándolo a golpes. La infracción le acarrea el destierro durante doce
meses.
En verano, Rasputín se las apaña para darse una vuelta por Pokróvskoie
con el fin ver a la familia y dejar a Praskovia embarazada; los frutos de sus
retornos intermitentes se llaman Dimitri, que nace en 1895 con retraso
intelectual, Matriona, nacida en 1898, y por último Varvara, que viene al
mundo en 1900. La doctrina aprendida en el peregrinaje deja
impresionados a los vecinos, Grigori se les aparece como un hombre
transformado, más sereno y misterioso, poseído de un luminoso mensaje.
Con cada regreso su popularidad aumenta y los comentarios sobre sus
capacidades para sanar espíritus se propagan a las aldehuelas colindantes,
en muchos kilómetros a la redonda no se habla de otra cosa.
Envalentonado por el éxito, alquila una casa en cuyo sótano instala un
oratorio al que acuden todos aquellos que necesitan consuelo. Grigori los
atiende, escucha o aconseja; el número de feligreses, en su mayoría
mujeres, cada día es más abundante. El mensaje del guía Rasputín
convence; él, que era una oveja descarriada, ha sabido transformarse en un
cordero de Dios; cualquiera puede ver un ejemplo esperanzador en su
persona, cualquiera puede confiarle aun los más truculentos secretos
porque, total, él fue un hombre abyecto en tiempos pasados y ahora, pasen
y vean la metamorfosis. Grigori se les antoja un hombre a quien nada
sorprende, que todo lo comprende y todo lo perdona. Lo que más alimenta
el narcisismo de Rasputín es que le imploren la absolución; robar, herir o
matar puede hacerlo cualquier mequetrefe de tres al cuarto, pero perdonar,
¡ah!, sólo los poderosos gozan de ese privilegio; despachar misericordia u
ofrecer la absolución es patrimonio únicamente de monarcas y ministros
de Dios.
Grigori está muy satisfecho con el giro que ha dado a su vida y con la
doctrina aprendida en los lugares de culto. No come dulces ni carne, reza
varias veces al día, sigue el ejemplo de predicadores ortodoxos, las
servidumbres y exigencias de su renovada fe le tienen conforme salvo en
un aspecto: no entiende por qué los stárets y demás ascetas promulgan que
hay que prescindir de los goces de la carne ni de la bebida. Por eso le viene
de perlas mezclar lo que ha visto y oído aquí y allá para lograr al final una
religión a su medida. Resulta que en el monasterio de Verjoturie, el
primero que visitase, recala un abanico de tipos y tipejos. Muchos
delincuentes pillados con la mano en la masa eligen expiar sus culpas allí
en lugar de acabar en prisión; los rigores del ascetismo, piensa la policía,
son más edificantes que los de la cárcel. Cuando Grigori llega a este santo
lugar la primera vez, el monasterio se ha transformado en una especie de
penal del Santo Sínodo y en un auténtico nido de herejes. Especialmente
los seguidores de la secta prohibida de los jlysti han hecho del lugar su
morada. Inmediatamente Rasputín conecta con sus cánticos, danzas y
prácticas.
El carácter de Alix destaca sin disimulo desde el principio. A los dos días
de llegar, la todavía aspirante a nuera pisa fuerte sobre el suelo que nunca
antes había sentido sus pasos; ella, que debería seguir la ley «donde fueres
haz lo que vieres», se niega a tratar a su Nicky del alma como hacen los
demás, y lejos de mostrarse tímida y dócil quiere sentar las bases: Nicolás
ha de ser admirado, venerado y obedecido por muchas razones, entre otras,
porque ella así lo manda. Como no habla ruso ni francés —idioma que
maneja la corte—, y allí pocos dominan el inglés y ninguno el alemán,
Alix no puede comunicar las opiniones que golpean su plexo solar y tiene
que conformarse con manifestárselas a Nicolás en privado. El hombre se
encuentra entre la espada y la pared; no se había permitido pensar en ello
hasta ahora y simplemente llevaba toda la vida conformándose con ser
tratado como un amable inútil, pero si ella se lo apunta quizá sería
oportuno dar un paso al frente aunque, bien mirado, ¿por dónde empezar?
Luchar contra su madre es, simple y llanamente, tener ganas de sucumbir
en una batalla perdida de antemano. Sólo han transcurrido diez días desde
que la princesa llegase a palacio y ya el vaivén emocional crispa el
ambiente; mientras Alix presiona, Nicky tiembla, María Feodorovna
gobierna y Alejandro III agoniza.
Por fin unidos, unidos para toda la vida, y cuando esta vida termine, nos
volveremos a encontrar en el otro mundo y seguiremos unidos para la
eternidad. Tuya, tuya.[22]
Aunque lo intenta por todos los medios, la nueva Zarina no cuenta con el
apoyo de Nicky quien, sumiso, obediente y compadecido por la reciente
viudedad de su progenitora, demuestra su fidelidad y cariño filial
acompañándola durante las comidas y prolongando las sobremesas el
mayor tiempo posible; es un hijo modelo que lucha por evitar a María el
sufrimiento de la soledad. En la mesa, María se dirige a Nicky
deliberadamente en ruso, idioma que Alejandra sólo balbucea; madre e
hijo mantienen conversaciones interminables mientras Alix se queda
sentada, callada, aislada y resentida. Nicolás, que no está acostumbrado a
ser el gallo en el corral de gallinas, cede ante la presión de la jefa del
cotarro. Aburrida, sola, desconectada con los de alrededor, Alix se tiene
que conformar con esperar en sus aposentos los únicos minutos que Nicky
puede dedicarle. María Feodorovna tira de su hijo al menos tanto como
ella de su marido, y ambas mujeres rivalizan por un hombre que se estira
como un chicle y hace lo que puede para minimizar la cueva de celos y
traiciones en que se ha convertido su hogar.
Por otro lado, los conflictos con la Emperatriz viuda imponen un cambio
urgente de residencia. La pareja se traslada al palacio de Invierno, el más
lujoso de Europa y tan grande que en dos de sus habitaciones descubren
instalada a toda una familia de polizones, cuyo patriarca es un sirviente. El
avispado hombre ha traído consigo no sólo a la familia al completo, sino
también a varios perros y una cabra proveedora de buena leche. La
invasión es desmantelada cuando Nicolás y Alejandra recalan allí. El
palacio da trabajo a seis mil personas; los rusos siempre han sido amigos
del exceso. La aristocracia pasea por allí sus apabullantes joyas y sus
incorregibles escarceos; las aventuras sexuales no se ocultan, la afición por
el espiritismo está en auge, la homosexualidad resulta divertida, los
cotilleos vuelan incesantes… Alejandra, oriunda de un lugar provinciano y
tranquilo, detesta la malvada vaciedad de las damas: «La mayoría de las
mujeres rusas tienen la cabeza hueca y no piensan más que en los
oficiales»,[24] escribe a una amiga.
«Su Majestad me ordena decirle que en Hesse-Darmstadt las verdaderas
damas no se visten así», «¿En serio?», replica la mujer tirando del tejido y
exponiendo aún más sus abultadas pechugas. «Ruego le informe a Su
Majestad que en Rusia las damas sí que llevamos estos vestidos».[26]
CORONACIÓN MALDITA
Nicolás se sienta en el trono diamantino del zar Alejo, del siglo XVII,
engalanado con pesadas incrustaciones de perlas y pedrería. Debe su
nombre a sus ochocientos sesenta diamantes incrustados. Un solo brazo
contiene ochenta y cinco diamantes, ciento cuarenta y cuatro rubíes y
ciento veintinueve perlas. Alejandra se sienta junto a su marido en el
célebre trono de marfil, traído a Rusia desde Bizancio en 1472 por Iván el
Grande para su novia bizantina Sofía Paleólogo.[31]
El día en que nace la gran duquesa María, por ejemplo, el Zar sale a dar
zancadas por el campo en un intento de disipar la infinita decepción que
convulsiona su amable temple, pues de lo contrario teme no ser capaz de
sonreír a su esposa recién parida. Tras nacer Anastasia, la cuarta de las
niñas, Alejandra comienza a obsesionarse con la idea de engendrar un
varón. Todos los testigos la perciben tensa y crispada, continuamente se
estruja las manos, aprieta los dientes, suda, respira de forma entrecortada,
escupe palabras secas… La neurastenia comienza a mellar su espíritu y a
descomponer su equilibrio.
Una de estas personas es una campesina algo retrasada mental que pasa
largos días en palacio prediciendo que en breve la Zarina engendrará lo
que anhela. Otra mujer, que responde al nombre de Olga, despacha ataques
epilépticos frente a unos aterrados zares, que aguantan la esperpéntica
función como mejor pueden, ya que al final la mujer explica si ha
visualizado o no al niño en el vientre de la emperatriz. Un tercer
espécimen es un campesino sordomudo llamado Koliaba, que dice hablar
con Dios y que cada dos por tres se las arregla para entrar en trance.
Además de sordomudo el hombre es tullido y, en lugar de brazos, tiene dos
muñones que agita en el aire cada vez que se evade de este mundo;
acompaña sus movimientos con espeluznantes aullidos y repulsivos
escupitajos. Uno de los testigos que ayuda a los zares en tan esperpéntica
revelación mística, escribe más tarde que «era necesario tener unos nervios
extremadamente fuertes para soportar la presencia de ese imbécil».[37]
Los poderes que asegura tener Philippe son realmente increíbles. Durante
la travesía de la familia imperial se atribuye el mérito de haber calmado las
aguas con el fin de hacer más grato el viaje a los zares. Todavía más
sorprendente resulta su habilidad para convencer a la aristocracia de que
puede volverse invisible cuando le viene en gana. No sólo él se beneficia
de este don, sino que extiende el poder a aquellos que le caen simpáticos y
que caminan a su lado. Las princesas montenegrinas juegan a que Philippe
las ha hecho transparentes y se pasean por San Peterburgo convencidas de
su invisibilidad (para desconcierto de los transeúntes que, por supuesto, las
ven perfectamente), pero ningún testigo confirma que la Zarina caiga en
semejante patochada; a Alejandra sólo le interesa que Philippe controle el
sexo de la criatura que desea concebir.
Una semana más tarde unas dramáticas gotitas de sangre manchan el pañal
del bebé; minutos después, la delicada camisa y la sábana se tintan de rojo;
los doctores se afanan en detener la hemorragia que emana desde el
ombligo de la criatura mientras Nicolás y Alejandra agonizan de angustia;
el Zar escribe en su diario:
La palabra maldita sale a relucir: ¡hemofilia! Igual que ocurre con los
trastornos nerviosos de la Zarina, el Zar dispone que la enfermedad de
Alexei quede en secreto porque, lejos de asegurar la dinastía, la pone en
peligro y constituye una bomba de relojería política; así que fuera de la
familia la enfermedad del zarevich se desconoce; el pueblo, los aristócratas
y los políticos que pudiesen prestar su apoyo ignoran el calvario por el que
está pasando la familia imperial que, debido a ello, cada vez se aísla más.
A la dificilísima situación personal de Alix y Nicky por la grave
enfermedad de su hijo, se añade la necesidad de proteger y preservar al
niño de miradas indiscretas que puedan descubrir la verdad.
Ya desde antes de que naciese Alexei, bien por fatalidades del destino o
por torpeza personal, el caso es que todo lo que emprende Nicolás II está
destinado al fracaso. El pueblo ruso no le perdona a su Emperador la
insensibilidad demostrada ante la tragedia posterior a su coronación; le
echa la culpa de los atentados terroristas que empiezan a sucederse y que
no logra impedir, y por supuesto jamás olvidará la inútil masacre que
acarrea la guerra contra Japón.
Alexei era el centro de esta familia unida, el foco de todos sus afectos y
esperanzas. Sus hermanas lo adoraban. Era el orgullo y la alegría de sus
padres. Cuando su salud era buena, el palacio estaba trasformado. Las
personas y las cosas parecían bañadas en una luz solar.[47]
Alexei es una criatura alegre que intenta jugar a pesar de la amenaza que
continuamente le asalta. Cualquier tropiezo, aunque sea leve, puede
provocarle al cabo de unas horas un dolor insoportable. La hemofilia hace
que un ligero golpe o arañazo rompan los vasos sanguíneos; el enfermo no
sufre gran dolor mientras la sangre fluye, pero en cuanto se acumula en los
espacios vacíos entre las articulaciones, se forman inflamaciones que
presionan internamente la piel, tensándola, volviéndola azulada y
ocasionando terribles dolores. En momentos así Alexei grita y su madre no
puede hacer nada más que sentarse junto a su cama y acariciarle. El
profesor de las grandes duquesas cuenta una anécdota que describe
perfectamente el pánico y la angustia que azotan al hogar cada vez que se
presenta un percance de esta índole:
El primer grupo lo componen mujeres a las que arrastra hacia los baños.
Allí pide que le expongan los pechos, las acaricia, las besa, pasa sus
enormes dedos por pezones y órganos íntimos, verbaliza soezmente qué
sensaciones experimenta y cómo espera que ellas respondan. En este
proceso Rasputín va describiendo la evolución de su órgano viril, suda,
respira entrecortadamente y de repente se detiene, dejando a la dama
totalmente desconcertada. Si al principio ella manifiesta algún tipo de
resistencia, modifica inmediatamente su actitud y se escandaliza de que la
mente pecaminosa de la señora haya albergado pensamientos impuros; una
ofensa a Dios que él pasa enseguida a redimir. Tanto si la víctima accede a
sus propósitos como si no lo hace, Grigori concluye las sesiones con un
beso en la frente y una oración.
Una segunda categoría se compone de las damas a las que mima; las invita
a su domicilio, pide que lo desnuden, luego que se desnuden ellas, que
abran la cama y le imploren que se acueste a su lado. Una vez satisfechos
sus caprichos iniciales, Grigori recompensa los servicios prestados con una
sucesión interminable de arrumacos y lametones. La función besuqueadora
se prolonga unas cuatro horas, hasta que la mujer objeto de tales
atenciones se siente torturada y sale corriendo hacia la tranquilidad de su
propia casa. De nuevo Grigori ha hecho un favor a la dama: la ha
reconciliado con el hogar y con el marido traicionado; en definitiva, la
«muy zorra» (así califica Grigori a sus conquistas) ha recibido un
merecido escarmiento y ya no tendrá ganas de pecar más.
En un tercer grupo se ubican las señoras a las que libra del Maligno. Con
ellas no mantiene habitualmente una relación carnal, sino que las somete a
una peculiar sesión de exorcismo que las salvará del demonio.
El último grupo lo forman aquellas mujeres con las que mantiene una
relación sexual completa.
—Sin embargo usted está casada. ¿Qué dice su marido de esto? —inquiere
su interlocutor.
Sin ti todo es tan triste (…) Beso tus santas manos (…) Siempre tuya,
Tatiana.
María, con diez años, hace unas afirmaciones que invitan a la reflexión:
El pobre niño yacía dolorido, sus ojos rodeados de oscuras ojeras, todo su
pequeño cuerpo retorcido y su pierna terriblemente inflamada. Los
médicos no podían hacer nada, estaban más atemorizados aún que
cualquiera de nosotros (…) susurraban entre ellos (…) Se estaba haciendo
tarde y me rogaron que me fuera a mis habitaciones. Entonces Alix envió
un mensaje a Rasputín [que estaba] en San Petersburgo. Llegó al palacio
hacia media noche o incluso más tarde. Por entonces yo estaba en mi
dormitorio y por la mañana temprano Alix me requirió en la habitación de
Alexei. No podía creer lo que veían mis ojos. El pequeño no sólo estaba
vivo, sino bien. Estaba sentado en la cama, la fiebre había desaparecido,
los ojos claros y brillantes, y sin ningún signo de inflamación en su pierna.
Más tarde supe por Alix que Rasputín no había tocado al muchacho, sino
que simplemente había permanecido rezando a los pies de la cama.[61]
Los zares y los médicos están convencidos de que Alexei se muere; ya han
ordenado darle la extremaunción. Alejandra sucumbe a una crisis
neurasténica: el corazón le oprime el pecho y apenas logra respirar. Fallido
todo el apoyo de la mejor ciencia, decide echar mano del último remedio
que le queda; envía un telegrama a Rasputín, que ha ido a pasar una
temporada a su pueblo de Siberia. Grigori responde enseguida: «Dios ha
visto tus lágrimas y ha oído tus plegarias. No te aflijas. El pequeño no
morirá. No permitas que los médicos lo molesten más de lo debido».[63]
Estoy tranquila y en paz con mi alma, puedo descansar sólo cuando tú,
maestro, estás sentado a mi lado y beso tus manos y apoyo mi cabeza en
tus benditos hombros. ¡Oh, qué fácil me resulta todo entonces![65]
Todo queda decidido: bebé irá bajo los cuidados de su padre, el tutor
francés Gilliard y dos médicos. El grupo parte y Alejandra queda sumida
en un mar de angustia y de miedo; cada noche acude al dormitorio vacío
de Alexei, se arrodilla junto a su cama y reza durante horas. Pero ni sus
oraciones ni la constante vigilancia de los cuidadores logran prevenir el
catarro que el zarevich contrae en medio de su visita al gélido cuartel. Por
la noche comienza a estornudar, a sangrar violentamente por la nariz y a
temblar de fiebre. De inmediato fletan un tren de vuelta a casa, pero en el
trayecto empeora el estado del niño, que casi desfallece de dolor. Los
cuidados del padre, del tutor y de los médicos apenas alivian la agonía, el
atormentado Zar envía un telegrama a Alejandra anunciándole que su hijo
se muere. Cuando el tren llega a la estación privada de Tsárskoie Seló, la
Zarina contempla la palidez extrema de su hijo, que refulge entre la
infinita mancha de sangre que cubre su ropa y los apósitos con los que los
médicos intentan en vano contener el fatal desenlace. La criatura abre
pesadamente los ojos y observa a su madre con unas pupilas envueltas en
surcos negros, tras lo cual cae inconsciente. «Hay que prepararse para lo
peor», advierten los médicos a una Zarina deshecha en lágrimas. Pero en el
fondo de su alma un minúsculo lucero calienta su diminuta esperanza:
Rasputín.
RUMORES Y ESCÁNDALO
El Zar cree que soy Cristo reencarnado, los emperadores se inclinan ante
mí, se arrodillan ante mí y me besan las manos. La Zarina ha jurado que si
los demás me dan la espalda, ella no se moverá y siempre me considerará
su amigo.
¡Cuánto añoro tu presencia junto a mí! ¿Dónde estás? ¿Dónde has ido?
¡Oh, estoy tan triste y mi corazón te echa tanto de menos! (…) ¿Volverás
pronto a mi lado? Ven enseguida, te espero, me atormento sin ti (…) Te
amo. Siempre tuya, Mamá.[70]
En los salones las opiniones compiten entre sí: «¿Estás a favor o en contra
de Rasputín?», se preguntan unos a otros. La ola del escándalo público
alcanza una cota tal que el ministro Stolypin, el mismo a quien Nicolás
prohibiese hablarle de Grigori, el mismo a cuya hija Rasputín había curado
milagrosamente después de que la pequeña sufriese un accidente, se ve
obligado a mantener un careo con el vilipendiado elemento. Stolypin deja
testimonio de la entrevista:
Sea por estas palabras o simplemente por haberse enfrentado a él, Grigori
determina no dejar que Stolypin vuelva a ser feliz, al menos en esta tierra.
De entrada, y ante la amenaza de un juicio en ciernes, considera prudente
desaparecer de nuevo de la capital. Elige ir a Kiev, donde sabe que los
emperadores y dos de las grandes duquesas van a inaugurar una estatua
conmemorativa de Alejandro III, padre de Nicolás. Stolypin acompañará a
la familia real en este acto. Cuando la procesión imperial atraviesa las
calles, Rasputín contempla la escena oculto entre la muchedumbre; justo
en el momento en que la familia y Stolypin pasan por delante, Grigori
salta, agita las manos y señala al primer ministro gritando: «¡La muerte le
persigue! ¡La muerte va tras él!».[76]
—¡Lárgate de aquí, vil hereje! ¡No hay lugar para ti en esta casa sagrada!
A pesar de todo, Nicolás deja el país y viaja al frente para combatir contra
Alemania, nación de la que Alejandra es oriunda. En el palacio de Invierno
se oye al zarevich gemir. «¿Qué te ocurre?», le pregunta el oficial que le
encuentra. Alexei responde: «Papá llora cuando pierden los rusos y mamá
lo hace cuando pierden los alemanes. ¿Por quién tengo que llorar yo?».
[83] Dejada al mando de su nación, la Zarina decide preservar el gobierno
autocrático para el zarevich; en ausencia del Emperador es ella la que toma
las decisiones… aconsejada por Rasputín. Envía innumerables cartas a su
esposo, animándole a seguir las directrices que él marca:
¡Alma mía! Rezo a Dios para que comprendas lo que vale el respaldo de
nuestro Amigo. Sin él no sé qué sería de nosotros. Es nuestra fortaleza y
nuestro amparo.
O más tarde:
Sé que nuestro Amigo nos lleva por buen camino. No tomes ninguna
decisión importante sin decírmelo (…) ¡Cómo me gustaría verter mi
voluntad sobre tus venas! La Virgen está sobre ti, contigo; ¡recuerda la
visión de nuestro Amigo![84]
¡Si pudieras mostrarte más severo, querido! (…) Escucha a nuestro Amigo
[Grigori] y confía en él. Es importante que podamos contar no sólo con sus
oraciones, sino también con sus opiniones.[86]
O también:
Debes seguir los consejos de nuestro Amigo. Hasta los niños [sus hijos]
admiten que nada nos sale bien cuando no le hacemos caso y que todo se
arregla cuando le obedecemos (…) Basta con que te enfrentes a los hechos
de un modo viril y con fe profunda.[91]
El infinito apoyo imperial del que goza Rasputín hace que día y noche se
aglomere a su puerta una permanente cola de personas, en su mayoría de
clase baja o media, que acuden en busca de alguna influencia o favor. En
aquel momento Grigori vive en un piso de cinco habitaciones, amueblado
con regalos de sus admiradoras. De una en una van presentándose ante él;
si resultan de su agrado entonces Rasputín le extiende un papel en el que
ha garabateado un texto con faltas de ortografía, donde pide a tal o cual
funcionario atender al solicitante. La mayoría de las veces esos papeles de
Rasputín están dirigidos al jefe de la cancillería; los peticionarios acuden
blandiendo el papel garabateado como si llevasen un milagro en la mano.
Las peticiones son variopintas y pintorescas. Escribe el jefe de la
cancillería:
Una pareja de policías vigila día y noche la entrada al piso del campesino
presuntamente milagrero. El cree que están allí para protegerle, sin
embargo, su verdadera misión es registrar todo lo que ocurre con el fin de
hacérselo saber a los servicios secretos, para entonces francamente hartos
de Grigori. En estos registros se anotan los detalles de las entrevistas que
Rasputín mantiene con los peticionarios que acuden a verle. La mujer de
un oficial que solicita un traslado para su marido, sale del piso
denunciando a los policías lo siguiente:
Una fría tarde de enero, el tren que trae a Anna de vuelta desde Tsárskoie
Seló hasta San Petersburgo descarrila en la nieve. La amiga de la Zarina
queda atrapada, sus piernas aplastadas por un radiador y la cabeza
estampada contra los hierros. Alejandra vuela al hospital, donde los
médicos le aseguran que nada puede hacerse. La muerte es inminente.
Rasputín es llamado: «¡Anushka, Anushka!», llega clamando. La
moribunda delira, pero al notar que es Grigori quien sujeta su mano, le
pide con un hilo de voz: «Padre, reza por mí». Él lo hace. Anna está
cruzando el umbral hacia la otra vida, pero aun así resucita; abre los ojos y
mira a Rasputín. Entonces, imitando la voz que Cristo podría haber usado
con su amigo Lázaro, Grigori ordena: «¡Levántate y anda!». Anna se
incorpora e inmediatamente se desploma inconsciente. Rasputín se vuelve
hacia la Zarina y, con toda calma, expone: «Se recuperará, aunque quedará
inválida». En efecto, la Virúbova vive para contarlo. Alejandra, que ha
presenciado con sus propios ojos esta curación milagrosa, se aferra a la
santidad de Rasputín con ímpetu inquebrantable.
Rasputín bailó una danza rusa mientras les hacía estas confidencias a los
cantantes: «Este blusón me lo ha regalado la vieja [Alejandra], ¡lo ha
cosido ella!». Y, después de la danza: «¡Oh, qué diría mi jefa si me viese
aquí!» (…) Exhibió su sexo y, de esa guisa, siguió bailando con las
bailarinas (…) Era así como le gustaba presentarse ante ellas y persistió en
su actitud. Dio de diez a quince rublos a algunas de las cantantes, dinero
que le entregó su joven acompañante femenina, que después también pagó
la cuenta de las consumiciones y otros gastos. Hacia las dos de la
madrugada, el grupo se separó.[94]
Los políticos están cada vez más soliviantados y se rebelan ante las
órdenes de la regente, saben que sus ideas reproducen lo que viene
directamente de la mente lunática de Rasputín. Siempre que se distancian
establecen el contacto diario por telegrama, Alejandra exige que el día de
la Resurrección de Cristo se homenajee a su representante en la tierra; en
su ciega exaltación considera que existe paridad entre el calvario de Cristo
y el de su protegido y así se lo expresa a Nicolás en una carta:
Siempre que aparece un siervo de Dios, la maldad prolifera a su alrededor,
intentan perjudicarle, apartarle de nosotros (…) Nuestro Amigo sólo vive
para su Emperador y para Rusia, y tiene que soportar toda clase de
calumnias por nuestra culpa. Es bueno y generoso como Cristo.[96]
EL ASESINATO DE RASPUTÍN
Pero ¿acaso no dicen que Grigori es vidente? ¿Por qué entonces no predice
la suerte que está a punto de correr? Félix piensa de esta manera mientras
conduce el automóvil hacia su palacio con Rasputín a su lado. Los
cómplices ya han vertido más cianuro potásico en el vino y se han
escondido en el piso superior. Al entrar en el palacio suena a lo lejos una
música en un gramófono. «Mi esposa tiene invitadas —explica Félix—,
enseguida se marcharán. Entretanto, podemos tomar un té en el comedor».
[98] Rasputín, que sólo ha ido allí para estar junto a Irina, acompaña
decepcionado al anfitrión hacia el sótano. Rechaza los pasteles y el vino
que le ofrecen; Félix gasta el tiempo con una conversación intrascendente
y vuelve a proponer pasteles; no, Rasputín no los quiere, desea esperar a
Irina. Loco de nervios, Yusúpov se excusa diciendo que va a ver si ya se
han ido las acompañantes de su mujer. En lugar de eso busca a sus
compinches: «Imagínense, caballeros, el animal no quiere comer ni
beber».[99] Sin embargo, cuando regresa al salón Rasputín, harto de
aguardar a Irina, ya engulle los dulces y se bebe el vino.
El anfitrión espera el colapso del gigante con los nervios a flor de piel. El
siberiano habla y se ríe como si tal cosa, exige más vino, quiere cantar y
juerguear, vuelve a preguntar por Irina. Pasan dos horas y el efecto del
veneno no da la más mínima señal. Yusúpov vuela de nuevo junto a sus
compinches; acuerdan que Félix mate a Rasputín a tiros. El príncipe, que
es amanerado y delicado como una gacela, regresa al salón pistola en
mano:
Grigori me miró con sorpresa y casi con miedo. Se diría que había leído en
mis ojos algo que no esperaba. Levanté la pistola con un movimiento
deliberadamente lento. Rasputín permanecía de pie frente a mí sin
moverse… sus ojos fijos en el crucifijo… Disparé. Él empezó a aullar con
una voz salvaje, brutal, y luego se desplomó pesadamente sobre la piel de
oso.[100]
«El cuerpo yacía junto a la mesa donde lo habíamos dejado. No se movía,
pero después de tocarlo me pareció que todavía estaba caliente. Me incliné
sobre él y le tomé el pulso, pero no se lo pude encontrar. Todavía brotaban
pequeñas gotas de sangre de la herida (…) Cuando estaba a punto de
marcharme, noté un ligero movimiento en su párpado izquierdo. De
repente, empezó a abrir el ojo derecho… el párpado izquierdo se movió, y
los dos ojos se clavaron en mí con una expresión de perversidad diabólica
(…) Sucedió algo increíble. Con un movimiento abrupto y furioso,
Rasputín se levantó de un salto. Echaba espuma por la boca. Era
escalofriante. La habitación retumbó con un salvaje rugido (…) sus dedos
convulsivamente agarrotados (…) se hundieron en mis hombros buscando
el cuello (…) intenté liberarme, pero me sujetaba con fuerza inimaginable
(…) en un último e increíble esfuerzo conseguí soltarme. Rasputín,
jadeando y sin aliento, cayó de espaldas, arrancándome la chaqueta, que
quedó en su mano. Me precipité escaleras arriba en busca de
Purishkiévich. ¡Rápido, la pistola! ¡Dispara! ¡Aún está vivo!».[102]
Tres días más tarde, unos paseantes atisban un bulto flotando en el río.
¡Rasputín! Sus asesinos habían olvidado lastrar su cadáver. Según los
datos de la autopsia, Grigori seguía vivo cuando lo arrojaron al agua
helada.
EL ÚLTIMO ROMANOV
Dentro y fuera de Rusia nadie tiene claro qué hacer con la familia imperial.
Comienzan las negociaciones con Inglaterra para que los acoja, pero las
disensiones internas entre el Soviet de Petrogrado y el gobierno
provisional entorpecen el proyecto. Los británicos aprovechan la
coyuntura y se retiran con un comunicado muy a su estilo: «El Gobierno
de su Majestad no insiste en su antigua oferta de hospitalidad a la familia
imperial».[108]
Se les pide alinearse contra la pared para tomarles una foto, pero en lugar
del fotógrafo irrumpe un pelotón de doce hombres armados que disparan
sobre los cuerpos indefensos, sin darles tiempo siquiera de encomendarse a
Dios. Los emperadores, Olga y tres de los acompañantes mueren al
instante, pero las otras tres hijas, Alexei y la doncella de Alejandra parecen
inmunes a las balas. Confundido, el pelotón intenta atravesarlos con sus
bayonetas, que entran en los cuerpos con asombrosa dificultad, ya que las
mujeres han cosido entre el forro de sus ropas unas joyas que repelen el
asalto. El zarevich entonces mueve una mano en dirección a su padre
muerto; uno de los guardias que lo ve le aplasta la cabeza con su bota y le
dispara dos veces en un oído. Todo queda en silencio. Los asesinos
arrastran los cuerpos por la calle cuando, de pronto, una de las duquesas
comienza a gritar. Al unísono los hombres acribillan salvajemente su
cuerpo hasta dejarla absolutamente inmóvil.
Luego destrozan las joyas, sierran los cuerpos, con hachas los fraccionan
en pedazos y los arrojan a una hoguera mientras disuelven en ácido
sulfúrico los huesos grandes. «Ellos son los únicos responsables de la
agonía de su muerte», se justifica el dirigente de la operación. El proceso
dura tres días.
ERZSÉBET BÁTHORY
(1560-1614)
La bebedora de sangre
Erzsébet se hace adicta a estas y otras drogas; claro que el interés por los
poderes ocultos, las destilaciones y la experimentación con hierbas
venenosas es creciente en esta época, llegando incluso a sucumbir a sus
encantos el mismísimo emperador Rodolfo II,[113] que para tal fin se hace
construir en sus dependencias personales un laboratorio donde pasa días y
noches.
Durante los últimos cuarenta años del siglo XVI y el comienzo del XVII,
que es cuando Erzsébet vive, Hungría agoniza bajo la lucha feroz contra el
Imperio otomano, que ya había hecho suya una importante parte del
territorio. Los turcos erosionan muchos vestigios de lo conquistado, sobre
todo en Buda —lado occidental del actual Budapest—, donde instalan su
capital. Desde 1458 y bajo la regencia del gran Matías Corvino, Hungría se
había convertido en una de las cortes renacentistas más lujosas y eruditas
de Europa; sus palacios junto al Danubio y su inmensa biblioteca repleta
de libros científicos dan buena cuenta de una magnificencia que los
invasores otomanos, en un alarde destructivo, reducen a cenizas.
Cuando los cadáveres que inician este capítulo salen a la luz, Erzsébet es
ya viuda del conde Ferencz Nádasdy, aristócrata de infalible fidelidad al
emperador Maximiliano y a su sucesor Rodolfo II, de quien, por cierto,
también es amiga la Báthory.
Pese a infligir tanta muerte durante largos años, lo curioso es que Ferencz
practica un devoto y ayunador protestantismo cuando los intervalos de
guerra lo permiten, e incluso funda un monasterio en uno de esos
momentos de sensibilidad espiritual. El hombre pasa las guerras matando y
las treguas rezando hasta que en 1604 muere haciendo lo último a la edad
de cuarenta y nueve años, con tres hijas en el mundo y un único varón, Pál,
todavía formándose en el seno de su mujer, que por entonces estaba cerca
de cumplir los cuarenta y tres.
Esposo mío muy amado, te escribo para hablarte de nuestras hijas. Gracias
a Dios se encuentran bien. Pero a Osik le duelen los ojos y a Kato los
dientes. Yo estoy bien, pero me duele la cabeza y los ojos también. Dios te
guarde. Te escribo desde Sarvár en el mes de Santiago (8 de jubo) de 1596.
[116]
(…) Golpea con un palo blanco una gallina pequeña negra hasta matarla.
Pon un poco de su sangre sobre el enemigo. Si no está al alcance, pon la
sangre en alguna ropa que le pertenezca. Ya no podrá causar daño.[117]
La intención es sin duda buena, pero no práctica, dado que lo último que
uno espera oír en medio de un campo de batalla es el cacareo de una
gallina pequeña y encima negra, aunque bien mirado, lo del palo blanco
también tiene su dificultad. En medio de todo, lo más fácil es pillar a un
enemigo vivo y disponible para ser bañado en sangre.
LLUVIA DE MURMURACIONES
Al quedarse viuda, Erzsébet Báthory posee nada menos que dieciséis
castillos en Hungría además del gran palacio vienés. Su cultura, fortuna y
fama es tan reputada que los nobles envían a sus propias hijas para que
aprendan de ella todas las artes que una gran dama jamás debería ignorar.
Por eso, cuando se desentierran los primeros cadáveres torturados, las altas
esferas se hacen cruces al circular el nombre de la viuda tan
ignominiosamente, pero al mismo tiempo, con disimulo y por si acaso, los
padres de las pupilas reclaman su inmediato regreso a casa.
Para más datos, afirman que el espectáculo no es cosa nueva, sino que
lleva repitiéndose desde tan antiguo que apenas les alcanza la memoria.
Durante este tiempo nadie osó decir una palabra por miedo a las represabas
que pudiesen tomar los poderosos familiares de Erzsébet, pero ahora,
apoyándose unos en otros y aprovechando que la condesa es viuda y que
su hermano Istrán ha muerto, todos se van de la lengua. Así, por ejemplo,
una sirvienta del castillo llamada Suza, a la que «no [le] había pasado nada
porque era protegida del alcalde de Savar», afirma bajo juramento que
durante su época de servicio vio a ochenta muchachas muertas a
consecuencia de una espantosa tortura: «Se las podía ver tan negras como
el carbón a causa de la sangre coagulada sobre sus cuerpos». Otros
antiguos miembros del servicio cuentan que Erzsébet castigaba a las
muchachas haciéndolas trabajar desnudas y, no contenta con tan infame
humillación, exigía además que los mozos jóvenes y viejos las
contemplasen cosiendo o atando haces de leña. La vejación alcanzaba tal
nivel que algunos no podían reprimir bajar la mirada.
¿ACASO CALUMNIAS?
Las imputaciones aseguran que cada vez que algo contraría a la condesa,
ya sea una fiesta en la que no ha recibido los halagos que considera
merecer, ya sea que los bajos de su vestido estén un poco descosidos o
que, simplemente, se sienta aburrida, entonces la asaltan volcánicas crisis
de histerismo. Ríe, corre o grita como una loca, y casi siempre el cuadro
termina con irreductibles dolores de cabeza en el mejor de los casos, o lo
que es peor, en lunático trance que desencadena una monstruosa sed de
sangre. En momentos así se sacia con sirvientas o campesinas escogidas al
azar durante sus viajes. Ayudada de su esperpéntico séquito, del que se
sirve para evitar que las víctimas escapen, les quema mejillas, pechos y
otras partes del cuerpo sin orden ni concierto, con un atizador al rojo vivo.
Los testigos añaden que les arranca la carne a mordiscos y luego las obliga
a comérsela o la mastica ella misma. Por lo visto, los aullidos de las
mártires constituyen para la condesa el mejor remedio contra el hastío o
sus propios dolores, cosa que ya pudo constatarse cuando era la prometida
de Ferencz y vivía en el castillo de su suegra. Pero ahora, con el transcurso
de los años a Erzsébet no le parece suficiente y necesita más. Por eso las
ata de manos y pies y les abre la boca con fuerza hombruna hasta
desgarrarles las comisuras o desencajarles la mandíbula. También les clava
alfileres bajo las uñas o por todo el cuerpo mientras profiere una retahíla
de insultos vejatorios. Las víctimas siempre son mujeres vírgenes,
robustas, saludables y guapas.
Quizá por ello Thurzó se queda petrificado con el cometido, inventa mil
excusas y se resiste al complot espiador contra su parienta. Lo que se
cuenta de ella no son más que chismorreos de aldea —se justifica el
gobernador ante el rey—; Erzsébet es implacable al exigir el pago de los
impuestos y por ello los campesinos de sus feudos, empobrecidos por la
guerra y por el azar de la climatología siempre injusta y extrema, ceban en
la condesa su resentimiento y fabrican cuentos de brujas para perjudicarla.
Pero todo es pura calumnia, insiste Thurzó; él mismo ha pernoctado
repetidas veces en las posesiones de su prima política sin jamás percibir
síntoma alguno de criminalidad; sí de melancolía y de ocasionales
caprichos femeninos que, por cierto, nada tienen de condenables. Puede
que Erzsébet sea rara y que padezca jaquecas horrorosas, pero es una
anciana, viuda y abuela… ¿a quién podría hacer daño en tan desventajosa
condición?
Sin que se sepa cómo se las arregla, la Báthory acoge con gran boato a sus
invitados, entre los que se encuentran sus dos yernos (que también son
miembros parlamentarios), el mismísimo rey Matías, Thurzó y Megyery,
el odiado tutor que tanto podría perjudicarla. La última noche la anfitriona
preside una magnífica mesa engalanada con manteles bordados de oro y
vajilla de plata con platos enormes, confiteros, barriles y cántaros
«cubiertos de ricos esmaltes». En algunas de las piezas de este prestigioso
metal refulgen piedras preciosas. La condesa ostenta una banda negra en la
cabeza, símbolo de viudedad, y un espléndido vestido de terciopelo, seda,
visón y malla de perlas, tal como corresponde a una dama de su rango en
fecha tan señalada, puesto que es Nochebuena. Las joyas de esmalte que
tanta fama dan a Hungría centellean bajo las velas; las pieles y los trajes
hacen honor a la ocasión, con las damas siguiendo los dictados de la moda
vienesa, a la que incorporan una gola alta, casi recta hasta la nuca,
distintivo de su condición de nobles húngaras; las conversaciones crepitan
en alemán y en húngaro; los corredores acogen un trajín de idas y venidas
de criados y en la cocina bulle una actividad febril. El opulento banquete
despierta una ovación general y a su término, aparece una tarta de
ornamento espectacular. El rey, Megyery y Thurzó son homenajeados con
unas generosas porciones.
Sin embargo, no las prueban. Los que sí lo hacen caen al día siguiente en
una espantosa agonía que les conduce a la muerte. El postre contenía un
veneno letal dirigido, sin lugar a dudas, a quienes tenían autoridad para
arrestar y condenar a Erzsébet; el que en su trayecto el bizcocho asesino se
cargase a invitados inofensivos le traía, por lo visto, sin cuidado a la
anfitriona.
Erzsébet no levanta la voz. Con toda calma explica que, en efecto, había
tenido que mandar enterrarlas a toda prisa, pues en el castillo se había
propagado una enfermedad sumamente contagiosa que había puesto fin a
la vida de las jóvenes en un solo día. Todas eran campesinas recién
contratadas; seguramente alguna había importado el germen o quizá fuese
un animal, no se sabía quién era el portador; pero ante el peligro de una
plaga colectiva que desatara el pánico en la comarca, se había visto en la
obligación de sepultar los cuerpos a toda velocidad y de modo secreto,
confiando en que la amenaza de contagio terminase allí, como de hecho
había ocurrido.
Thurzó le aprieta más las tuercas haciéndole saber que testigos fehacientes
dicen que se baña en sangre para preservar la juventud ya perdida.
Erzsébet lo niega todo, empleando en ello un semblante horrorizado, y de
modo contundente acusa a Megyery de haber desatado una vil campaña de
calumnias contra ella porque desea usurpar la fortuna de Pál, su
desamparado hijo. Ante la denuncia de haberles servido una tarta
envenenada, la condesa dice ignorar por completo que alguno de los
ingredientes estuviera en mal estado y que lamenta muchísimo que
semejante desenlace fatal haya aguado la suntuosidad de una invitación en
la que había invertido inmensa cantidad de ilusión y esfuerzo.
Una de las víctimas, no pudiendo aguantar el dolor, había cerrado los ojos
y abandonado a la muerte. Erzsébet entonces quemó su sexo con la llama
de un cirio. Las viejas, muy ocupadas con el trajín de tenazas, atizadores y
punzones, obedecieron una orden de la condesa y Dorkó cortó las venas de
la que estaba en peor estado con unas tijeras, porque siempre era ella la
encargada de este cometido. Cuando el suelo se había cubierto de una
alfombra de sangre espesa, Erzsébet se había revolcado hasta adquirir toda
ella el mismo tono que el líquido cremoso y acre. Luego había abandonado
el lavadero aullando amenazas. Sus ayudantes estaban tan agotadas que la
habían seguido sin deshacerse de los cadáveres y sin fregar
cuidadosamente las paredes, los suelos y los aparatos ensangrentados,
como de costumbre hacían.
¿Qué había sido de ellas? A dos las había torturado el mismo día de su
llegada y las otras habían sido encarceladas en condiciones lamentables en
el castillo de Podolié. Sólo sobreviven dos semanas. De la última en morir
cuentan los sirvientes, en posteriores interrogatorios, que «tenía todo el
cuerpo acribillado de agujeritos, pero sin una gota visible de sangre».
EL FINAL DE LA BESTIA
Es la primera vez que Erzsébet osa pasar la línea de sus desmanes a gente
de noble cuna. Con el paso de los años, la tersura de la piel se le aja a la
condesa sin que los baños de sangre parezcan impedir su inexorable
declive. Una de las brujas que entonces la acompañan afirma conocer la
razón:
En la calesa que espera preparada detrás del castillo, pues Erzsébet está a
punto de salir hacia Transilvania, donde pretende visitar a su primo Gábor,
encuentran el maletín de torturas —hierros, agujas, tenazas y tijeras— que
siempre lleva para infligir tormentos durante los viajes.
Erzsébet no recibe del tribunal sentencia de condena a la hoguera, la
decapitación o la horca, como hubiese merecido y como de hecho
recibieron los cómplices que tanto la habían ayudado. Su noble estirpe, la
intervención de sus hijos y de sus poderosos yernos, y el deseo de no
mancillar la imagen de Hungría en el exterior la salvan del fuego e incluso
de comparecer en el juicio. Ayuda también el hecho de que su
decapitación o su muerte en la hoguera no le procuran al rey el tercio de
los bienes que siempre le correspondía de los condenados, dado que al
enviudar todo pertenecía a su hijo Pál, quien pese a su corta edad ya está
prometido a Judith Forgach, una niña perteneciente a una de las familias
más portentosas de la Alta Hungría.
Tácito, Anales.
La historia que ocupa estas páginas acontece unos diez años después de
morir Jesucristo; son tiempos de vida jauda y confinada para las mujeres, a
quienes les está proscrito detenerse para hablar en la calle y sólo pueden
dejarse ver a la sombra de un padre, un hermano, un marido o un hijo. Pero
nuestra protagonista, la emperatriz Mesalina, astilla este molde con un
irrefrenable anhelo de mostrar públicamente su poderío viril; ella, que nace
hembra, se dedica a catar triunfos igual que hacen los machos, y también
quiere saborear la idolatría, la adhesión lacayuna y el temor de los que sólo
el César es destinatario. No le resulta difícil lograrlo durante siete años,
pero al final se pega un batacazo del que todavía, dos mil años después, no
se ha repuesto.
Haciendo leña del árbol caído, nuestro idioma emplea el término mesalina
como sinónimo de prostituta y la psiquiatría denomina mesalinismo a una
patología de la conducta sexual femenina. Por si esto fuera insuficiente,
ciertos escritores carroñeros utilizan la biografía de esta Emperatriz para
dar salida orgiástica a su propia fantasía, inventándole transgresiones aún
más aberrantes que las realmente perpetradas.
MESALINA Y CLAUDIO
La biografía de Mesalina y de todos los de su estirpe imperial es
enrevesada como madeja de gato; con una simple ojeada se percibe
fácilmente el cúmulo de zancadillas entre unos y otros, la frenética lucha
de poder, el monumental rompecabezas de alianzas y traiciones que no
permitía bajar la guardia ni fuera ni dentro del palacio.
Páginas y más páginas hablan sin prueba alguna de quién la desvirga el día
mismo de su boda; naturalmente, y para inyectarle pimienta al relato, no es
el recién desposado Claudio quien se lleva el premio, sino, como algunos
cuentan, un esclavo al que ella misma acosa durante los preparativos de la
boda; otros dicen que no se trata de un esclavo, sino de un antiguo cónsul
llamado Valerio Asiático a quien también ella se ofrece y al que termina
dando muerte, como veremos más adelante. Pero una vasta mayoría de
pseudobiógrafos se dedica a relatar que el mismísimo Calígula, el
Emperador del momento, es quien la estrena minutos antes de que lo
pueda hacer su inminente esposo. Tales autores colocan en el Imperio
romano el derecho de pernada del que once siglos después se beneficiarán
los soberanos del medioevo; un error cronológico y cultural imperdonable,
puesto que en la Roma imperial la pureza de la sangre de los descendientes
adquiere crucial importancia.[134]
CHANTAJES, DESTITUCIONES Y CRÍMENES
Una vez sellada la alianza secreta con Narciso, y sometidos los otros
libertos a sus órdenes, el primer paso que da Mesalina es comprarse un
juez. El elegido es Silio, un magistrado de gran prestigio al que ofrece
ingente cantidad de dinero a cambio de juicios condenatorios contra todo
elemento humano que ella considere una molestia. Con su ayuda, la
Emperatriz logra destituir a un soldado de la guardia pretoriana que la
amenaza con difundir la noticia de sus desmanes y, en su lugar, pone a
Lucius Gaeta, un hombre de su elección con el que por lo visto
intercambia fluidos y al que tiene bien cogido por su punto más
vulnerable.
Aunque no hay dato que confirmen a ciencia cierta contra quién frota la
Emperatriz su cuerpo de diosa y dónde comienzan las exageraciones, su
innegable falta de recato hace de combustible para las calumnias, si bien,
por ejemplo, el intercambio sexual con los patricios Vettius Valens y
Plautius Lateranus está sólidamente confirmado, así como la fatal relación
con Cayo Silio, de la que hablaremos al final de este capítulo.
(…) como ofrenda por ser su amante. Ella se enamoró perdidamente de él,
y como no conseguía de ningún modo convencerle para que se acostase
con ella, ni con promesas ni con amenazas, fue a buscar a su marido
[Claudio] para que le ordenase «hacer todo cuanto ella quisiera»,
¡haciéndole creer a Claudio que precisaba de Mnester por otras y bien
distintas razones!… Es por eso que Mnester dijo que se había hecho
amante de Mesalina por orden del Emperador.
[Mesalina] apartó a Mnester del teatro y lo guardó sólo para ella (…) Un
día, por ejemplo, como el pueblo enardecido le pidiese que bailara en una
pantomima célebre, él se tapó la cara con la cortina del escenario y dijo:
«No puedo hacerlo, estoy en la cama con Oreste» (…) Cuando se producía
en el seno del pueblo una discusión acerca de la razón por la que ya no
bailaba, Claudio manifestaba sorpresa, exponía diversas excusas y juraba
que él no se acostaba con el bailarín. Las gentes comprendían que él
ignoraba lo que pasaba verdaderamente y les entristecía que fuese el único
que no estaba al corriente de lo que acontecía en su palacio.[156]
El animal [una cerda que acababa de parir] llevaba gimiendo tres días. Le
habían atado las tetas con hilo de cáñamo, a ras del vientre, tan fuerte que
la sangre caía constantemente encima de la paja. También le habían atado
las patas, y descansaba sobre un costado, en sus excrementos.
Si años antes el césar Augusto proclama una ley que condena el adulterio
es casi únicamente porque la fidelidad de la mujer, sólo de ella, garantiza
la pureza de la sangre de los herederos. Pero al mismo tiempo, las mujeres,
a las que se las casa a la fuerza con trece años y a las que se las condena a
permanecer en silencio, se sirven del sexo como método fácil para escalar
metas y afianzar la lealtad de los hombres influyentes. Entonces, si esto es
así, y si existen muchos casos de mujeres ilustres que lo llevan a cabo,
¿por qué el nombre de Mesalina pasa a la historia tan sumamente
mancillado?
Así es la imagen que Livia proyecta fuera, pero en la intimidad sus tácticas
la llevan a ser la primera mujer del Imperio romano con derechos
administrativos particulares e independientes. Es la regente cuando
Augusto se ausenta, atiende a senadores y visitas políticas, concede
audiencias, decide, ordena, construye y administra sus propios edificios
públicos. Tan eficaz es su argucia que, aun pareciendo que no corta el
bacalao, es en realidad quien controla el cuchillo. Su triunfo más sonoro
alcanza el cénit al sentar en el trono a Tiberio, el hijo por quien siente
devoción infinita, casi enfermiza, y a quien en realidad no le corresponde
el derecho de suceder a Augusto porque sólo es hijo de ella.
Los actos de Mesalina, por su parte, son más ruidosos y públicos; su afán
de protagonismo expuesto a la vista de todos le carcome la peana en la que
está subida y la precipita hacia una tragedia tremebunda. No comete
Mesalina más excesos que otras; cualquiera en su posición haría
exactamente lo mismo, pero ella se equivoca al embestir frontalmente lo
que Roma espera de las mujeres: que no molesten ni piensen, tal como el
griego Jenofonte cuenta a Sócrates.
De modo que en esta época, como en tantas otras, las mujeres servían para
prolongar la especie y para dar placer. Poco más. El propio Claudio, tan
aparentemente devoto de sus mujeres, repudia a las dos primeras «sin
razón alguna», como dice Suetonio, y también consiente el fatal desenlace
de Mesalina sin darle la oportunidad de explicarse o defenderse, cosa que
veremos enseguida.
MORTÍFERO ADULTERIO
En otoño del año 48 ocurre algo tan inaudito en la casa imperial que el
propio Tácito se explica del siguiente modo:
No dudo que parecerá cuento fabuloso el escribir que entre los hombres
haya sucedido una temeridad semejante.[162]
Con estas palabras Silio viene a decir, ni más ni menos, que deben
legalizar su situación a la vez que matan a Claudio, cosa que puede hacerse
fácilmente. Cuenta Tácito que Mesalina escucha el discurso con talante
apático; ya tiene todo aquello que Silio le está prometiendo: seguridad,
poder y capacidad para lidiar los enfados de su marido. Además es la
madre del heredero y disfruta libremente de amoríos y aventuras, en
definitiva, no gana nada casándose de nuevo y, mucho menos,
pertrechando el asesinato del Emperador. Así que mantiene su resistencia
«no por amor a su marido —explica Tácito—, sino para preservar su
posición».
Sin embargo, al final claudica sin que nadie logre explicarse por qué, como
tampoco es explicable que no le comunique a su marido que desea
divorciarse de él; claro está que en Roma los hombres son los que repudian
a las mujeres y no a la inversa.
Por su lado, Narciso, tan vinculado a Mesalina para algunas cosas, pero tan
fiel a Claudio para otras, ve en el acto de la Emperatriz una amenaza
contra su propia posición. Ella se ha casado con Silio a expensas de
Narciso, a quien la boda pilla desprevenido. Silio desprecia a Narciso igual
que hacen muchos otros romanos; le odia por ser un liberto, alguien de
baja condición al que no hay más remedio que someterse para obtener
favores del Emperador. De sobras sabe Narciso cuál será su triste destino
si Silio progresa en su escalada al poder; el hombre se le antoja capaz de
cualquier cosa, no en vano ha conseguido llevar a la aguerrida Mesalina a
su propio terreno, y esto, indudablemente, hace tambalear el pedestal en el
que él se encuentra. Por su propio bien tiene que avisar a Claudio de lo
sucedido, así que viaja a Ostia, donde el Emperador lleva bastante tiempo
anclado. Allí elige a dos esclavas con las que Claudio mantiene relaciones
sexuales (Tácito las llama prostitutas) y las convence, no sin dificultades,
para que le quiten la venda de los ojos al Emperador.
Primero confirma los hechos, pide perdón por haber callado las aventuras
amatorias que Mesalina había tenido con otros muchos amantes y añade
que estaría dispuesto a pasar por alto este nuevo adulterio, incluso
aceptaría que Silio se quedase con la casa, los esclavos y los enseres
imperiales con tal de que rompiese su contrato matrimonial y devolviese a
Mesalina a su verdadero y único señor. Remata el cuento con un dardo
envenenado al proclamar:
El pueblo, el Senado y los soldados han visto las bodas con Silio; y si no
actúas pronto, ¡este nuevo marido no tardará mucho en apoderarse de
Roma![169]
El césar vuela a Roma. Narciso evita que haga el viaje en compañía de los
comparsas de la Emperatriz, Lucius Gaeta, el comandante de la guardia
pretoriana, y Aulo Lucio Vitelo,[170] el de la sandalia al cuello, para que
no intercedan por ella ni tampoco limpien la bilis que el liberto va a soltar,
ya que planea contarle al dolido césar que Mesalina ha organizado su
muerte.
Una vez ante Claudio, la vestal ruega al césar que no condene a su esposa
sin escucharla o permitir que se defienda. Narciso interrumpe y de mala
manera espeta que más le vale dedicarse a sus asuntos religiosos en lugar
de meterse donde no le corresponde. «Fue cosa digna de admiración el
silencio que a todo esto tuvo Claudio», comenta Tácito; en efecto, su
corazón se ablanda y parece estar a punto de perdonar a Mesalina:
(…) llegado a casa y calentado por el vino, ordenó que fuesen a buscar a
aquella «desdichada» (usó, dicen, esa misma palabra) para que al día
siguiente pudiese defender su causa en persona.[172]
Dicho y no hecho.
APÉNDICE
CARLOTA, EMPERATRIZ
DE MÉXICO
(1840 - 1927)
—«Lo que le hizo perder el juicio no fue la fruta, sino la lectura». «Sí, leía
todo el tiempo en muchos idiomas simultáneamente».
De hecho, de todas las personas que comparten este libro Carlota es la que
me inspira mayor admiración y ternura; el trayecto de su vida avanza sobre
zarzas y espinos, con alguna rosa suelta que a la postre resulta demasiado
efímera, pero ella mantiene el tipo y sortea los obstáculos hasta que se le
secan las fuerzas. Entonces se repliega, huye a su manera, y esa carrera a
la fuga le dura sesenta y dos años. Creo que su infortunio más cruel
germina al proponerla Napoleón III como Emperatriz de un país
conflictivo donde ni ella ni su esposo habían estado previamente y donde,
además, se habla un idioma que desconocen. Carlota es belga y su marido
austríaco, y el trono que les asigna el Emperador francés está en México.
Al enterarse de la noticia, lo primero que hace Charlotte —que así se llama
en realidad— es traducir su nombre al español; a partir de entonces firmará
todos sus escritos como Carlota.
La nueva consorte resulta ser mujer de bondad infinita; no sólo acepta que
Leopoldo permanezca prendado de su anterior esposa, sino que también le
aguanta una tórrida aventura con una actriz «que se parecía
extraordinariamente a la difunta princesa Charlotte». María Luisa, además
de sobrellevar estoicamente lo anterior, soporta además que a su recién
nacida la impongan el mismo nombre de la finada.
Su padre y sus hermanos aman a Charlotte con profunda ternura, más aún
cuando pierden a la madre con diez años. Leopoldo, que no tiene
inconveniente alguno en proclamar a los cuatro vientos que «mi pequeña
Charlotte es la flor de mi corazón», lleva a la niña consigo a todas partes;
no hay ceremonia oficial ni evento en el que no esté la cría junto a su
progenitor, «al que se parecía tanto que se hubiera dicho su miniatura».
[179] También la abuela mitiga el drama del duelo sustituyendo
inmediatamente el papel afectivo de la desaparecida María Luisa. No hubo
madrastra fatal que rompiese el encantamiento de esta familia unida e
idílica. Charlotte nunca dejará de escribir a su abuela con inmaculada
caligrafía francesa y profusión de cariño: «Ma bien aimée Grand Maman,
je t’embrasse avec tout mon coeur».[180]
EL PRÍNCIPE AZUL
Ignora la reina inglesa que a sus quince años la chica lee a Plutarco,
entiende de política, le tiene sorbido el seso a su padre y además ostenta
temperamento fuerte e ideas claras. «Los portugueses no son más que
orangutanes sin recursos», escribe la joven a su institutriz, la condesa de
Hulst. Charlotte se niega rotundamente a unirse a un primo desconocido
cuyo idioma, por cierto, es de los pocos que no le ha dado por aprender. La
reina Victoria, de momento, tiene que tragarse su sugerencia; no obstante,
su intervención será decisiva unos meses después.
Era una criatura perfecta que dejó este mundo ingrato, como un ángel puro
de luz, para volver al cielo, su verdadera patria (…)
Ella es baja, yo soy alto, lo que no está mal. Ella es morena y yo soy rubio,
lo cual también es aceptable. Ella es muy inteligente y eso me resulta
incómodo, pero creo que podré superarlo.[184]
«¡No se sigue más que al hombre capaz de mandar!» —reza una de sus
frases favoritas, a lo que una de sus biógrafas coetáneas añade—: «Cuando
vimos la forma en que mandaba, no nos extrañó que nadie le siguiese».
[185] Además, resulta que el Adonis idealizado no tiene intenciones de
abandonar los pasatiempos que tanto le distraían antes de la boda y se
ausenta a menudo por asuntos de gobierno que, curiosamente, se debaten
en burdeles y fiestas de pátina salvaje. La joven esposa aguanta la traición
con dignidad y hace grandes esfuerzos para aparentar una unión armónica
y dulce como merengue confitado hasta que, según cuentan sus allegados,
Maximiliano la contamina con una enfermedad venérea que importa desde
Brasil, donde había estado de viaje.
(…) Grill me refirió que allí [en Miramar] se les veía enamorados y
siempre juntos, pero que después, en un viaje a Viena, pasó algo que vino
a echar para siempre por tierra aquella unión conyugal. Desde entonces,
eran ante el mundo los mismos esposos amantes y cariñosos; pero en la
intimidad no existía ya tal cariño ni tal confianza y, desde entonces,
también Grill pudo observar su separación.
Siento tal nostalgia por ti, ángel amado, que no puedo describirla, estoy
melancólico y triste, quisiera llorar como un niño y me siento inútil, solo y
abandonado… Con la esperanza de volar de nuevo a tus brazos lo antes
posible, te abrazo en mi pensamiento.
Ya han pasado muchos días sin saber de ti, pero espero que te vaya bien.
Las noticias del norte son dignas de atención. Será bueno que visites estas
provincias a fines de otoño…[192]
Tan plúmbeo es el tedio que la pareja decide regresar a Austria para ver si
Francisco José les busca algún destino donde haya algo que hacer. Pero en
lugar de ofrecerles afecto, apoyo y propuestas, los familiares les dan con
un palmo en las narices. De vuelta a Miramar, Carlota atraviesa las puertas
de entrada a otra depresión.
Así pasan cuatro interminables años de hastío infinito hasta que, de modo
totalmente inesperado, reciben la visita de tres miembros del partido
conservador mexicano. Traen una carta de Napoleón III en la que se
anuncia a la estupefacta pareja que han sido propuestos como emperadores
de México. El país en cuestión es una bomba de relojería a punto de
explotar y Maximiliano, haciendo alarde de más sentido común que nunca,
rehúsa el ofrecimiento. Pero Carlota atisba abierta la cancela de la jaula en
la que lleva cuatro años confinada, y en su imaginación el brillo de la
corona imperial refulge como luz liberadora. Con sus dotes de mando
persuasivo, que son muchas, convence a Maximiliano y obtiene apoyos en
su familia belga, a la que describe la causa de su motivación: «Somos muy
jóvenes para no hacer nada». Pero no recibe parabienes ni manifestaciones
de regocijo de los contrincantes austríacos.
Carlota está tan animada como los que la empujan a su nueva misión.
Maximiliano en cambio se mortifica, como queda reflejado en su diario:
«Por mí, si alguien viniese a anunciarme que todo el proyecto se ha
desbaratado, me encerraría en mi alcoba para saltar de alegría».
Pese a que nada funciona como se lo habían pintado y pese a que los
cónyuges ya vislumbran los retazos de la engañifa, Maximiliano sigue
moviéndose con germánica diligencia e intenta zambullirse en la cultura,
política e identidad nacional de México. Pero sus titánicos esfuerzos a
nadie satisfacen, tal como Carlota relata en su diario:
Apenas en los meses que llevamos aquí hemos vivido un día tranquilo.
Nadie está contento con nosotros. Los conservadores, que nos apoyaron
antes [de venir], encuentran ahora muy liberal a Maximiliano, mientras
que los liberales le llaman tirano, pasándose en masa a las huestes de
Juárez. Los franceses promueven disgustos diarios porque estiman que el
Emperador hace una política demasiado nacional y no tiene en cuenta los
intereses de Francia. El nuncio también se ha disgustado con nosotros y
nos amenaza con una ruptura con la Santa Sede si no damos inmediata
satisfacción a las pretensiones del clero mexicano, que nos parecen
exageradas. Los señores Estrada, Almonte y otros muchos, que en
Miramar nos ilusionaron con el país, no sólo no nos han acompañado,
prefiriendo la vida placentera de Europa a esta barahúnda, sino que,
encontrando que es poco para ellos el haberles devuelto las inmensas
tierras que la República les confiscó, reclaman ahora cuantiosas
indemnizaciones para reparar los daños que la revolución causó en sus
fincas. Si Maximiliano accediese a las peticiones de estos potentados
insaciables, dejaríamos en pocos meses el país en la ruina. ¡Y por si esto
fuese poco, la guerra continúa! Nos prometieron que encontraríamos la paz
a nuestra llegada, pero nada más lejos de la realidad […] las guerrillas
cada día son más numerosas y están asolando el país.[197]
Con el fin de ayudar a los pobres inicia la llamada Junta de Protección para
las clases menesterosas y funda el Colegio Carlota para que las jóvenes
mexicanas accedan a una educación superior.
Eugenia introduce en Francia la moda de las botas con mucho tacón, los
tonos pastel y las faldas de crinolina y, por descontado, nunca utiliza dos
veces el mismo par de zapatos. La Emperatriz adora los elementos
decorativos tanto como la ropa. Acicala las habitaciones de palacio con
desmesura, apenas queda sitio libre para moverse y espera que los
invitados se deshagan en alabanzas hacia su buen gusto. Ya antes de
casarse, Eugenia sentía devoción por la figura de María Antonieta; todo lo
concerniente a la fatídica reina francesa encuentra lugar en los aposentos
de Eugenia: muñecas, miniaturas, espejos, encajes y muebles que atestan
el lugar donde la Emperatriz habita y, como ocurriera con María
Antonieta, apenas logra poner freno a sus caprichos, permitiendo que su
enorme inteligencia se vea muchas veces eclipsada por una arrogancia
imparable. Y esto es precisamente lo que percibe Carlota. Sometida a una
presión brutal, sólo logra ver en Eugenia la imagen de la mezquindad,
apenas halla un ápice de empatía, un solo detalle solidario, una simple
palabra de consuelo y esperanza. La soberana francesa ni siquiera ha
tenido la deferencia de ofrecer un coche para trasladar a Carlota al día
siguiente hasta palacio.
Durante los días siguientes Carlota va y viene a palacio con sus ilusiones
en expansión y sin darse cuenta de la mofa sorda que gastan quienes la
observan. Escribe el cáustico Mérimée[205]:
LA TIRANÍA DE LA DEMENCIA
Tu fiel Carlota.[213]
Las tres cuartas partes del tiempo la Emperatriz está sana. Habla y actúa
como usted y como yo, pero en otros momentos divaga y su pobre
razonamiento se desvanece. Jamás es violenta, parece feliz de estar entre
nosotros y de haber dejado Miramar atrás. Ciertos terrores la dominan,
entre otros, de ser arrastrada a la fuerza a la vieja residencia que acaba de
abandonar (…) No tengo necesidad de decirle que aún desconoce el triste
final de su marido (…) Tampoco le hablamos de México. Aquí no ve más
que a la reina [la esposa de su hermano Leopoldo II], a los médicos y al
servicio (…) Debemos analizar el terreno antes de planear definitivamente
la forma de atenderla. Si su estado se mantiene tal como hoy,
probablemente envejecerá junto a la familia real, tendremos que
acondicionar una parte dentro del palacio. Que esto quede entre nosotros,
pues es un gran secreto.[219]
Se lo hemos dicho todo. Ella ha llorado durante largo rato en mis brazos, y
sus primeras palabras fueron «¡Ah, si yo pudiese hacer las paces con el
cielo y confesarme!». ¡Pobre niña! En medio de la noche mandó llamarme
para decirme que ya no quiere confesarse.[220]
Y en una atroz jugada del destino, esa locura será compañera dictatorial
durante un tiempo perpetuo y negro. Presa de la enajenación, sobrevive a
varias generaciones, al ocaso del siglo que la vio nacer y a la Primera
Guerra Mundial. Por fin, en 1927, a los ochenta y siete años, una
neumonía se la lleva para siempre.
Su salida de este mundo ha sido tan impetuosa como lo fueron todas las
acciones de su vida. En la cumbre de su poder, en el punto álgido de su
deslumbrante fama, a Pedro se le ocurre sumergirse en la corriente helada
del río Neva. Fuera del agua el viento de enero corta los cuerpos; dentro de
ella la sangre fluye menos y la piel se torna azul. Pero un grupo de marinos
está a punto de naufragar y el Zar no lo duda: se zambulle para salvarlos; a
nadie se le ocurre desviarle hacia otro lado más seguro. Pedro es así,
valiente, decidido, útil, enamorado de Rusia y de los rusos.
Con casi dos metros de altura y una fortaleza física gracias a la cual dobla
monedas de plata con los dedos y arranca los dientes podridos a cualquiera
que tuviese a mano, este sansón de energía y audacia consigue a
comienzos del siglo XVIII el mayor progreso que Rusia haya conocido. De
un zarpazo le arranca su moho provinciano, la saca de un letargo
sempiterno abriéndola a la cultura y vestimenta europeas, la dota de una
administración, policía y ejército dignos de la potencia más avanzada. En
las marismas de la costa del golfo de Finlandia, sobre un terreno de fango
y agua, construye San Petersburgo bajo dirección de arquitectos franceses
e italianos, y con ello lega al mundo una capital magnífica, exuberante,
atestada de maravillas que todavía hoy pueden disfrutarse.
El Zar Alexis muere cuando Pedro tiene cuatro años; para entonces el
progenitor ya se las había arreglado para esculpir en el pequeño un miedo
patológico hacia su figura. No queda constancia de cómo trató Alexis a los
otros hijos, pero sobre el indefenso Pedro vomitó ingente cantidad de saña
injustificada: golpeaba cobardemente al niño carente de manos con las que
defenderse y, por si esto no fuese suficiente, al menor pretexto aferraba sus
cabellos para arrastrarlo por el suelo. Los hermanastros mayores
reforzaban tan feroces acciones; ellos odiaban a muerte a la segunda mujer
de su padre, madre de Pedro, y, por contaminación, también detestaban los
frutos de su vientre.
Nadie sospecha entonces que las intenciones de Sofía darían sus frutos en
el futuro. Si nunca consiguió hacer de Iván un ser humano del que alguien
pudiese sentirse orgulloso, si tampoco consiguió que le diese a Rusia un
heredero varón, en cambio logró que su segunda hija, Ana Ivánovna, se
convirtiese en Zarina de todas las Rusias treinta y siete años más tarde.
En agosto de 1689, con diecisiete años, debuta con una crisis neurótica en
cuyo núcleo, como en todas las neurosis, bulle una angustia de alto voltaje.
Como mecanismo de defensa recurre a la huida; se oculta en un recóndito
monasterio y allí, aterido de pánico, lucha contra sí mismo para no caer en
la locura, en la muerte o en la nada. Ignora entonces lo que poco a poco irá
descubriendo: no muy lejos comienza a levantarse un eco a su favor, los
rusos inician comparaciones entre el carisma y la inteligencia de Pedro y
los de sus hermanastros. Casi sin ser consciente de ello, ha dejado una
huella en la que germina una semilla de adhesión y simpatía a su persona.
Un grupo cada vez más numeroso de oficiales se lanza en su apoyo y,
contra todo pronóstico, también lo hace el propio Iván, a quien en su
estupidez se le cuelan destellos de razonamiento con los que vislumbra
cuán pelele es en manos de Sofía. Con el paso de los meses el favoritismo
a Pedro aumenta en progresión geométrica hasta conseguir que Sofía se
oculte en un convento del que no volverá a salir.
EL DESAFÍO DE LA IGLESIA
Los rusos temerosos del Ser Supremo cultivan los pelos faciales durante el
resto de su vida, dejándolos crecer a su libre albedrío sin poda ni acicate
alguno. Pedro, no obstante, contempla aquella cola oscura que emerge del
rostro y que a muchos llega hasta el ombligo como algo repugnante, falto
de higiene y de estética. De modo que, haciéndose con una cuchilla en una
de las recepciones que en su propio palacio se concede a sí mismo,
comienza a limpiar la cara de sus invitados dejándolos con el rostro suave
por primera vez desde la niñez. Todos enmudecen del asombro y del
miedo; cualquier protesta podría costarles las manos y las orejas.
Unos días después circula por todo el país un decreto en el que se prohíbe
definitivamente la barba. La nueva ley dota a los soldados de autoridad
para erradicar cualquier pelo facial con el que se topen en su camino sin
hacer distinciones al rango del barbudo, salvo si se trata de un ministro de
Dios o de alguien extraordinariamente devoto, en cuyo caso se le perdona
el afeitado a cambio de un impuesto. Los indultados deberán llevar un
medallón de bronce bien visible, que sólo se les entrega previo pago del
impuesto correspondiente; aun así no es buena idea acercarse al Zar con la
faz salpicada de pelos, ni siquiera luciendo el medallón, porque, según la
crónica de un testigo presencial, los que lo hacen terminan lamentándolo.
Al parecer Pedro no resiste «arrancarles la barba de raíz con tal fuerza que
parte de la piel se va detrás».
EL CIRUJANO AFICIONADO
En Francia el Zar hace poco caso a la fascinación que ejerce sobre la
mayoría de las damas con las que se topa y, a cambio, centra su
fascinación personal en las ciencias, las artes, la arquitectura y la
ingeniería, en Versalles y en su opulento jardín. Más tarde, cae rendido en
Ámsterdam ante el coleccionismo público y adquiere dos colecciones
privadas de extraordinaria rareza. Una de ellas es la que durante cuarenta
años había reunido un prestigioso médico llamado Ruysch, y que consiste
en mil trescientos fósiles de animales, plantas y embriones en perfecto
estado de conservación. Pedro la «examina de modo extraordinariamente
minucioso hasta que termina comprándola por una suma considerable de
dinero. Luego la envía por barco a San Petersburgo con las máximas
precauciones».[226]
Pese a los cuidados del Zar, parece ser que las precauciones no fueron
suficientemente buenas, pues según un rumor los marineros echaron a
perder algunos especímenes al emborracharse con el líquido alcohólico en
el que éstos flotaban.
INDULGENCIA ETÍLICA
Saint Cloud, 23, noviembre 1721 (…) La última hazaña del Zar me
recuerda a una comedia italiana en la que el Arlequín simula ser un
príncipe en una audiencia (…) En un momento dado, el Arlequín salta
sobre el embajador haciéndole caer sobre una pila de gente. Esto es
justamente lo que hizo el Zar. Cuando su embajador imperial llegó, el Zar
estaba sentado majestuosamente en un trono de plata tras una mesa dorada.
Al término de la audiencia, justo cuando el embajador estaba alcanzando la
puerta de salida, el Zar saltó por encima de la mesa dorada y se precipitó
sobre el embajador, dándole un susto de muerte. A esto es a lo que yo
llamo «arlequinada». Es realmente triste que este monarca se dé a tales
rarezas, puesto que tiene buenas cualidades (…) En mi opinión, ha caído
muy bajo.[230]
BROMAS ESPERPÉNTICAS
Tras la cena, los enanos bailaron al modo ruso, lo que duró hasta las once
de la noche. Es de imaginar lo que el Zar y el resto de su compañía se
divertían con las travesuras, gestos y extrañas posturas de los pigmeos, la
mayoría de los cuales eran de tal tamaño que sólo de verlo producía risa
(…) Cuando se acabaron estas diversiones, el nuevo matrimonio fue
transportado a la casa del Zar y acostado en sus propios aposentos.[231]
La pluma del mismo enviado holandés que antes describía la ebria visita a
Peterhof continúa relatando este tipo de aventura con disfraz de broma a la
que Pedro es tan aficionado. Lejos de concluir el episodio en una sucesión
de borracheras comatosas grupales —pasatiempo de por sí excepcional
para casi todo el mundo—, una nueva oportunidad de oro se le presenta
para prorrogar la distracción. Recordemos que los visitantes se encuentran
en la costa de Ingria, a unos trescientos kilómetros por mar del puerto más
cercano. Habían almorzado y rozaban el cuarto desmayo etílico en
veinticuatro horas cuando, súbitamente, se levanta un vendaval «tan
intenso que corríamos peligro de separarnos del suelo», según palabras del
holandés. El Zar, entonces, encuentra aburridísimo resguardar al
bamboleante grupo en el interior de su palacio, donde no cabe más acción
que dormir la mona. Unos espectadores inconscientes no sirven para
alimentar su fabuloso narcisismo ni sacian su hambruna de admiración y
afecto, por eso Pedro vislumbra nuevas posibilidades para engrandecer su
imagen en la adversa climatología que de pronto despunta y, haciendo caso
omiso del estado deplorable de sus invitados, los conduce allí donde puede
lucirse, divertirse y evaporar el alcohol al mismo tiempo: a su
embarcación.
SÍNTOMAS DE LOCURA
A medida que se hace mayor, cada vez adquiere más consistencia la idea
de que a Pedro se le aflojan los tornillos de la cabeza. El ministro prusiano
informa a su rey:
Este sínodo ebrio hace correr unas ceremonias de mayúscula grosería. Así,
por ejemplo, cuando en 1721 Pedro conoce la presunta existencia de una
tal papisa Juana, tarda segundos en imponer la incorporación de una mujer
apetitosa al trono del patriarca, que en aquellos momentos ocupaba un
octogenario bodeguero. Inmediatamente el Zar procede a casar al anciano
con una pobre y joven viuda a la que cazan a la fuerza en la calle; la
ceremonia la oficia un personaje ciego y sordo, y en los asientos de la
pareja se horadan agujeros estratégicos para poder ver las partes pudendas
de los novios. Pedro y sus esbirros, tirados en el suelo, disfrutan de la vista
a través de los agujeros. En un momento dado, el Zar introduce los dedos
por uno de los huecos y agarra fuertemente los genitales de Buturlin, el
sufrido novio. Entonces, loco de contento, grita: «Habet foramen! Habet!»
(¡Tiene un orificio! ¡Lo tiene!).[234]
Quizá lo que más enciende su ira es que Alexis muestra nulo interés por
desarrollar aquellas aptitudes que podrían hacer de él un candidato digno
del gran trono de Rusia; por el contrario, el muchacho está de lo más
inclinado a revolotear entre miembros radicales ortodoxos, tan enemigos
de su padre, y también simpatiza con el antiguo Consejo que el Zar
intentaba reformar. Paralelamente zanganea, presta minúscula atención a la
rolliza esposa que le han impuesto, la princesa germana Charlotte
Brunswick, y se entrega con devoción a los juegos amatorios con una
sirvienta finlandesa llamada Afrosina, a la que, por cierto, le es bastante
fiel.
Cada vez más harto de la falta de responsabilidad del chico para con sus
deberes, el Zar dirige a su hijo una punzante misiva:
El Zar, desesperado, intenta una nueva maniobra aún más hiriente: puede
que a Alexis le importe un comino el trono, pero no cabe duda de que su
apego a Afrosina es mayúsculo. Por eso a Pedro se le ocurre darle un
ultimátum: «Prepárate para gobernar o para ingresar en un monasterio. Tú
decides».
Hijo mío:
Te escribo por última vez para que hagas lo que los señores Tolstoy y
Rumyantsov [quienes han encontrado a Alexis] te digan y declaren que es
mi voluntad. Si me temes, te aseguro y también prometo a Dios y a Su
veredicto final, que no te castigaré. Si acatas mi voluntad a través de la
obediencia a mi persona, si vuelves, te amaré más que nunca. Pero si
rehúsas, entonces como padre tuyo y bajo el poder que Dios me ha
otorgado te maldigo eternamente, y como tu soberano te declaro traidor y
te aseguro que descubrirás el verdadero tratamiento que se da a los de tu
condición, en lo que espero Dios me asista tomando esta causa en Sus
manos.
Unos días más tarde muere a consecuencia de los golpes letales que ordena
su propio padre, quien firma el certificado de defunción con orgullo, sin la
más mínima muestra de duelo o arrepentimiento.
(1709 - 1742)
Tiene los ojos bonitos, la piel blanca y fina, la nariz bien formada, la boca
muy pequeña… sin embargo es la persona más desagradable que he visto
en mi vida.
Luisa Isabel sufre episodios bulímicos en los que llega a ingerir hasta el
lacre de los sobres. Su reputación alcanza el punto más negro el día en que,
siendo ya Reina de España, en plena recepción se quita el vestido y se
afana en lavar con él las baldosas del suelo. No hay fuente pública que no
le desate a la esposa del Rey una indómita comezón limpiadora; en cuanto
ve el agua correr vuela con un tejido en la mano para eliminar unas
manchas que sólo ella percibe; en ocasiones la tarea frotadora dura varias
horas. El empeño que pone en blanquear telas no se lo aplica a sí misma;
Luisa Isabel mantiene una persistente falta de higiene, aparece en público
sucia, desarrapada y maloliente. A su lamentable aspecto añade
embriaguez diaria y tenaz incorrección en su relación con los demás.
La ofensiva lanza sus primeras voces unos años antes del alumbramiento
de ambos, cuando a mediados de 1700 el rey Carlos II de Habsburgo
comienza un angustioso y definitivo declive físico:
Las demás coronas europeas se frotan las manos al saber que nuestro
soberano, conocido como el Hechizado, se consume y libera un reino que
abarca España, algunas partes de la península Itálica, los Países Bajos y el
generoso manantial de oro que son los territorios americanos. Todos se
relamen con esta golosina que es el trono de España; pero, por razones de
herencias y matrimonios, sólo los franceses y los austríacos tienen
posibilidades de sentarse en él.
El rey Luis XIV de Francia es, por tanto, cuñado y primo hermano del
monarca agónico y también es simultáneamente yerno y sobrino carnal de
su antecesor, Felipe IV. El soberano galo considera que tales coincidencias
en el ADN le otorgan un derecho irrevocable al trono español. A ello se
añade que el Rey Sol ambiciona España con apasionado frenesí no sólo
por razones políticas y económicas, sino también culturales; su madre, Ana
de Austria (hermana de Felipe IV de España), le hizo admirar y envidiar
nuestros jardines, palacios, bailes y diversiones. Tan cautivadoramente oye
Luis XIV hablar de nosotros, que copia en Versalles el jardín del Buen
Retiro, imita las sesiones de teatro que su tío Felipe IV ofrecía al pueblo
madrileño en este jardín, ordena transportar naranjos y los planta cerca de
sus ventanas, plagia en Versalles la escalera del palacio de Carlos V e
incluso aguanta estoicamente que le obliguen a casarse con la infanta
María Teresa, su insulsa y poco agraciada prima hermana. Al saber que su
cuñado Carlos II se extingue sin hijos, Luis XIV no desea otra cosa más
que colocarse en su lugar y poseer definitivamente esa España que sólo ha
podido imitar.
Pero Austria no está de acuerdo. Saca a relucir que los Habsburgo llevan
mucho tiempo soportando el peso de nuestra corona y además expone que,
al casarse con el monarca francés, la infanta María Teresa había
renunciado a sus derechos sucesorios al trono español. El Rey Sol, que,
para todo tiene respuesta, replica entonces que tal contrato de renuncia es
completamente nulo, puesto que incluía como contraprestación una
cuantiosa dote que jamás recibió.
A todas estas, y para complicar aún más la escena política, los reinos de
Inglaterra, Holanda, Portugal y Saboya intervienen en la pugna por el
trono español; de ninguna forma piensan consentir que Austria o Francia
sumen España a sus propiedades y logren con ello una potencia
monstruosa e invencible. El emperador austríaco y el Rey Sol se lían
entonces en una inesperada confraternización contra los oponentes; les
rebajan la ira y prometen no reinar ellos mismos en España, sino que cada
uno presenta la candidatura de un descendiente. Pactan que el sucesor
finalmente elegido gobernará nuestra patria con la sola intervención de los
españoles y con independencia absoluta de sus países de cuna. Los
postulantes que se barajan son sobrinos carnales del rey moribundo. La
parte austríaca presenta al archiduque Carlos, segundo hijo del emperador
Leopoldo I y de la infanta Margarita[242] —hermana de Carlos II—; el
flanco galo propone al duque de Anjou, segundo nieto del rey Luis XIV y
de la infanta María Teresa —la otra hermana de Carlos II.
Bien por intrigas del clero, por malabarismos políticos de Luis XIV o por
una repentina iluminación de última hora, el caso es que Carlos II, con
todo su cuerpo dando noticia de que no saldría del otoño, toma la decisión
más importante de su lúgubre vida y se decide por el francés duque de
Anjou, que a la sazón apenas ha cumplido los diecisiete años. Luis XIV
estalla de júbilo… pero es casi el único que lo hace en Versalles. El padre
de la criatura, Monseigneur, consigue disimular su decepción con no poca
dificultad; por ser heredero oficial del trono francés no puede aspirar a
otros privilegios, y por otro lado, a su padre, Luis XIV, ocupante actual de
ese trono hipotéticamente heredable, le quedan todavía muchos días de
gloria por delante. A sus treinta y nueve años, canoso y fatigado,
Monseigneur piensa que más le valdría un pájaro en mano que ciento
volando; si las cosas suceden como sospecha, tendrá que resignarse a ser
hijo de rey, padre de rey, sin jamás ser rey él mismo. Por su parte, el duque
de Borgoña, primogénito del anterior y hermano mayor del elegido,
coincide con su progenitor en lo de la mezcla de decepción y envidia, pues
también él se tiene que quedar de reserva en Francia por si muriese su
abuelo, el actual monarca, y también lo hiciese su padre.[243]
Monsieur, el hermano de Luis XIV, tampoco parece contento. Se queja de
que su hijo, Felipe de Orleáns, está mucho más dotado para el cargo
español que el mentecato al que han designado, por muy pariente suyo que
sea. A su vez, Felipe de Orleáns, aludido hijo del anterior, se sabe en
efecto más inteligente y capacitado para reinar en España que el sobrino al
que han adjudicado el premio sin merecérselo siquiera. Para quitarse de
encima la furia que siente, a Felipe no se le ocurre nada mejor que darse a
la bebida y a la impudicia. Mientras tanto, el duque de Anjou, protagonista
de todo este revuelo, abraza la buena nueva como si no le pareciese ni
buena ni nueva, repitiendo así la actitud que presenta ante casi todas las
situaciones de su triste vida. A sus diecisiete años nunca se habría atrevido
a soñar con semejante oportunidad ni con tamaña responsabilidad, y ahora
que la sujeta en las manos no es capaz de dilucidar claramente a qué se
expone ni qué tipo de futuro le espera.
Precisamente porque conoce la clase de joya que nos despacha, Luis XIV
se despide en la frontera con una rotunda advertencia: «¡Sed buen
español!». Tras ello procede al ceremonial de la separación:
Aunque la elegida es sobrina nieta del Rey Sol, sin embargo al mismo
tiempo es hija de un enemigo traidor que se ha alistado en el bando de los
austríacos. Naturalmente Luis XIV hubiese preferido a otra mujer más fiel
a la Corte de Apolo que él lidera, pero Felipe ya ha caído a los pies de su
enamorada y no parece tener ganas de deponer su frenesí. El patriarca galo
cede por esta vez, aunque se protege de imprevistos colocando una espía
en el cargo de camarera mayor de la recién casada, no vaya a ser que salga
tan díscola como su padre. La princesa de los Ursinos, que así se llama la
espía en cuestión, tiene sesenta años y acepta de mil amores el encargo de
vigilar con ojo de halcón cada uno de los movimientos, hasta los más
ínfimos, de la reina-niña… para luego retransmitírselos al Rey Sol sin
omitir ningún pelo ni señal. Lo primero que intenta es suplantar con fiestas
cultas las reuniones de las damas españolas, que a ella le parecen vacuas y
soporíferas. Corneille y Racine echan a la cuneta a Calderón y a Lope de
Vega; inmediatamente los españoles hacen patria y se enfurecen con esta
medida, aunque no lo suficiente como para conseguir que Versalles
destituya del cargo a la entrometida Ursina, como a veces la llaman. El
Rey Sol hace caso omiso del alma nacional aunque, para calmar los
ánimos, ofrece un condescendiente caramelo: impone a Felipe el uso de la
golilla con la que los españoles se adornan; el joven tiene que aguantarse y
escocerse al montar a caballo ataviado con esa «prenda ideada por el
demonio», según sus propias palabras.
En 1682, Luis XIV saca de París a toda la corte y al gobierno y los traslada
a Versalles. Diseña el palacio con fines autorreflectantes, es decir, la
opulencia del edificio y del jardín no debe ser sino una estampa de su
propia magnificencia. Allí todo el mundo es observador potencial de la
diaria y fastuosa rutina de Su Divina Majestad; cuantos más méritos
personales posea el testigo, más cantidad de rituales privados se le permite
observar. La jerarquía es muy estricta. Los más afortunados presencian la
intimidad del Rey desde el momento del lever, es decir, los instantes en los
que se levanta de la cama, se viste y se afeita; los cortesanos matarían por
tener el privilegio de acercarle la bata. Durante las comidas hay otros
testigos a los que se les consiente asombrarse con la destreza de su
soberano en la mesa. Un seleccionadísimo grupo puede acompañarle a la
chaise percée,[250] el «trono» donde el Rey derrama los desechos de su
excelso intestino y de su regia vejiga. Un asombrado italiano, invitado a
visualizar tan hediondo espectáculo, no puede reprimirse y exclama: «¡Qué
prestigio goza en este país la cosa más repulsiva que sale del Rey!».
Posteriormente viene el ceremonial de la misa: Luis se arrodilla en el altar
y se deja idolatrar por los fieles, que le miran a él en lugar de al sacerdote.
«La gente parece adorar al Rey, que a su vez adora a Dios», explica el
escritor Jean de La Bruyère.
Las actividades, los paseos, las reuniones y las fiestas se desparraman por
el jardín incluso en el más crudo invierno. Los guardainfantes[251] de las
damas se hacen con pieles de oso y una cazoletita con brasas que pende
secretamente entre las enaguas, lo que de vez en cuando propicia que
alguna se convierta en una tea viviente.
Si Su Alteza pudiese ver los grandes cuidados y esfuerzos que hacen aquí
las mujeres para volverse repulsivas, estoy segura de que Su Alteza se
hartaría a reír. Personalmente, no puedo seguir los dictados de este tipo de
mascaradas, pues diariamente los peinados crecen hacia arriba. Creo que
terminarán consiguiendo que las puertas se tengan que hacer más altas, ya
que de lo contrario las damas serán incapaces de entrar o salir de las
habitaciones (…) Creo que la cola de sus trajes acabará convirtiéndose en
una serpiente. No me extrañaría en absoluto que esto le pasase a la
Grancey,[253] que ya tiene una víbora en la lengua con la que muerde
frecuentemente.
Las relaciones del Rey y de Madame irán viento en popa para envidia de la
mayoría de los cortesanos, pues esta mujer «cuadrada como un dado» —
según sus propias palabras— y por tanto, tan opuesta a lo que desean mirar
las pupilas del rey astral, sin embargo se atreve a decirle a la cara cosas
que a otros les costaría la cabeza. El monarca no considera a su cuñada un
peligro para su refulgencia particular; el aspecto físico de la señora diverge
de lo que mandan los cánones, posee la mente viva y la conversación
espumosa, habla en voz alta, muy alta, y su personalidad es explosiva,
autocrática, tendente a la tiranía en sus juicios, ocurrente en sus
comentarios, inquisitiva, observadora y con escasa o nula afición al
coqueteo. No siendo una competidora que haga sombra a Luis XIV, sin
embargo mantiene conversaciones que van más allá de superficialidades,
lo cual resulta agradable a los oídos del monarca. Igual que él, también ella
considera importantes los detalles y tiene sentido del deber. En
consecuencia, Liselotte y el monarca son almas afines, lo que le otorga el
cariño y cortesía de su real majestad sin correr riesgo alguno de acabar en
la cama con él, cosa que ella detestaría. El tipo de relación que mantienen
queda perfectamente explicado en la carta que Madame envía a una de sus
tías, en la que describe lo ocurrido tras caerse durante una excursión que
hacen juntos a caballo:
(…) Él [el Rey] fue el primero en llegar, estaba tan blanco como una
sábana; y aunque le aseguré que no estaba herida él no descansó hasta
examinar personalmente mi cabeza por ambos lados y comprobar que le
había dicho la verdad; también me acompañó a mi dormitorio y se quedó
conmigo durante un rato por si acaso yo me mareaba… Tengo que decir
que el rey me demuestra su favor todos los días, puesto que me habla cada
vez que me ve y me reclama cada sábado para compartir la
medianoche[254] [en español en el original] con él y con la señora
Montespan.[255] Esta es una de las razones por las que ahora estoy muy a
la mode, cualquier cosa que hago o digo, tanto si es bueno como
inadecuado, se admira inmensamente hasta el punto de que cuando decidí
llevar mi vieja [estola de] marta cibelina al cuello para combatir el frío,
todo el mundo se hizo una igual; ahora las [estolas de] marta se han
convertido en el último grito.[256]
Al único hermano del rey Luis XIV de Francia todos le apodan Monsieur,
aunque en realidad se llama Felipe. Igual que el resto de los franceses,
Felipe depende absolutamente de su galáctico hermano, el Rey Sol,
convertido en uno de los más colosales y longevos narcisistas de la historia
europea.[257] Luis XIV se reconocía tocado por los favores del padre de
todos los astros, de ahí que solapase su nombre con el del sol, su mecenas.
Educado por su madre en el rígido protocolo de la corte española, el
soberano se sabe intocable, divino, absoluto. No tiene que rendir cuentas a
nadie excepto a Dios, su par. Suprime el sistema feudal y los privilegios de
los nobles en sus latifundios, prohíbe que en Francia se construya ningún
palacio, ningún castillo, porque sólo él se cree con derecho a hacer tal
cosa. Ya de niño, Ana de Austria, su madre, alimentaba la megalomanía de
su primogénito espantándole cualquier posible eclipse; incluso Felipe, el
benjamín de la familia, suponía una amenaza que era necesario amortiguar.
La Reina no duda en la fórmula para lograrlo; antes del destete, ella ya
viste y trata al hijo menor como a una niña.
La oscura señora Voisin proviene de una clase social humilde, pero gracias
a sus servicios las personas molestas caen como chinches en el círculo
íntimo del Rey. Por eso, al estamparse Henrietta contra el mármol de su
terraza, nadie duda de que Lorraine y la envenenadora fuesen compinches
en el crimen.
El caso es que con el campo libre, Lorraine se queda a solas con Monsieur
y con las dos hijas de éste: María Luisa, de ocho años, y Ana María, que
no ha cumplido el primero. Lorraine, que también se llama Felipe, es
corrupto a más no poder y desde finales de 1660 le tiene sorbido el seso al
hermano del Rey; Monsieur no se cansa de ponderar una virtud de su
amante que le parece esencial: «II parait fait comme on peint les auges»
(Parece un ángel pintado). Los dos «hombres» no se separan jamás y
ocupan su tiempo en «placeres mal explicados», como afirma
cándidamente el abad de Cosnac en sus memorias. Lorraine y Monsieur se
pierden en la oscuridad de los pasillos y en la espesura de los bosques que
flanquean el jardín; la gente les ve continuamente «acariciarse la cara, la
espalda y las rodillas con aspecto de felicidad». A las fiestas del Palais
Royal, residencia de Luis XIV en París, acude Monsieur escotado, con
vestido, pendientes y peluca de mujer, dejándose guiar graciosamente por
Felipe Lorraine durante el minuet. Ambos Felipes albergan la ilusión de
permanecer juntos hasta su muerte, pero el rey Luis rompe la dicha de esta
atípica pareja en un doble golpe simultáneo: destierra a Lorraine a Italia y
exige a su hermano un heredero varón. A Monsieur no le queda otro
remedio que pasar por el suplicio de enfrentarse a una nueva esposa.
También posee esta dama un carácter jovial, inteligente y poco amigo del
cinismo. Tras un penoso viaje desde Heidelberg, sin tener la menor idea
del aspecto que gasta el individuo que le ha tocado en suerte, la novia se
presenta en Metz para zambullirse en un complicado ceremonial en el que
canjea la religión protestante por la católica y contrae matrimonio por
poderes. El anciano mariscal Du Plessis-Praslin ocupa en el altar el sitio
del novio ausente. Luego sobreviene un segundo eterno viaje hacia
Chálons, donde se encontrará con el auténtico y todavía desconocido
esposo. La joven lleva un mes surcando el polvo de los caminos: ha
cambiado de religión, de idioma, de nacionalidad y se ha casado con un
tipo al que nunca ha visto. Es fácil suponer el talante con el que llega a su
destino.
Monsieur, entre tanto, toca Chálons con ánimo bien distinto: vítores,
trompetas, fuegos artificiales y un gentío gozoso acompañan su paso. El
coro de la ciudad canta himnos, el alcalde hace entrega de las llaves de la
ciudad, las fuentes escupen vino y el séquito lleva ropas extraordinarias y
exuberantes. Monsieur está que no cabe en sí de gozo; no sólo el júbilo
general le parece de lo más inspirador, sino que además lleva en su
corazón el regalo de boda que le ha hecho su hermano: el rey indulta al
caballero Lorraine de su destierro italiano. «Al oír la noticia, Monsieur se
tiró a los pies del soberano y los besó con emocionado regocijo».[262] A
Monsieur y a Liselotte les llega el momento de verse las caras.
Ella apenas puede reprimir un leve grito ante lo que captan sus pupilas.
Monsieur sufre un impacto parecido, aunque lo expresa de distinto modo.
Dándose la vuelta, se dirige a sus acompañantes: «¡Oh! Comment pourrai-
je coucher avec elle?[263] o, lo que es lo mismo, pregunta cómo pretenden
que él se acueste con “aquello”».
Madame es fiel a los suyos, madre orgullosa de sus hijos hasta perder el
contacto con la realidad, devota de ideales e intransigente con quienes no
los comparten, conservadora, extravertida, afable, aguda, mordaz. Centra
sus afectos en una o dos personas y desprecia al resto. Se siente importante
y quiere que se note, por lo que despacha gestos expansivos que no
respetan el espacio psicológico o físico de los demás. Necesita estar
continuamente haciendo algo, lo cual explica la cifra astronómica de
sesenta mil cartas[266] que escribe desde Francia. Es impaciente,
impetuosa, sarcástica, intensa en todas sus manifestaciones… Habla en
voz muy, pero que MUY ALTA, le cuesta mantenerse relajada, no tiene
pelos en la lengua ni miedo para reconvenir a quien haga falta, sin
importarle la categoría de la persona criticada ni las consecuencias de sus
comentarios. Es contundente y decidida como un hombre, lo que le acarrea
fama de ser más masculina que su propio marido.
Monsieur, por su parte, comparte libremente tálamo con sus amantes, a los
que ella llama «enemigos» de tapadillo, mientras de frente los anima:
«¡Adelante! Engulle los guisantes que a mí ya no me gustan».[271]
Luis XIV, culpable de todo esto, dice adiós a su sobrina como sólo él sabe
hacerlo: «Espero despedirme para siempre. Verte de nuevo en Francia
supondría la mayor de las desdichas».
Liselotte está tan deshecha como su hijastra y pide permiso para
acompañarla hasta Orleáns. Allí la despide con grandes abrazos y torrentes
de lágrimas. El resto del trayecto lo hace María Luisa sin ningún familiar;
en su estado de vulnerabilidad decide saborear intensamente los últimos
minutos de dulce felicidad que le quedan y se zambulle en una aventura
carnal con el conde Saint-Chamand, un mozuelo de su séquito.
Tras cenar nos sentamos los cuatro [la pareja y sus dos hijos] en un cuarto.
Después de un largo silencio, Monsieur, que jamás nos ha considerado una
compañía suficientemente agradable para conversar, soltó un pedo grande
y sonoro. Con toda tranquilidad se volvió hacia mí y preguntó: «¿Qué ha
sido eso, Madame?». Yo me volví hacia él, solté otro de similar tono y
dije: «Eso es lo que ha sido, Monsieur». Mi hijo entonces pronunció: «Si
eso ha sido todo, entonces yo me siento capaz de hacerlo igual de bien que
Monsieur y Madame», dicho lo cual despidió uno gordo también. Todos
nos echamos a reír y abandonamos la habitación.[276]
LAS AMANTES DEL REY SOL
El asunto de las favoritas de Luis XIV no tiene precedentes históricos.
Mientras otros monarcas mantienen sus relaciones extramatrimoniales más
o menos en secreto (aunque a veces fuese un secreto a voces), Luis XIV no
tiene inconveniente en presentarse públicamente con sus amantes,
inventando para ellas la titulación oficial de maîtresse-en-titre, que viene a
significar, más o menos, amante titular, oficial, aprobada por todos,
admitida en palacio y reconocidos los hijos que tuviese con el monarca.
Luis XIV no se resiste a una cara bonita. La promiscuidad del Rey Sol
carece de freno, pero él no considera la mayoría de sus devaneos como un
atentado moral ni religioso, sino como un desahogo efímero y necesario
para la salud. Los escarceos ocasionales con mujeres sin importancia se
cuelan en la relación más estable con la amante oficial del momento. La
favorita actúa como rémora afectiva del monarca, vive en palacio y todos
le rinden la misma pleitesía que a la Reina. La esposa legítima del Rey Sol,
la infanta española María Teresa[277] sale de la estricta mojigatería de la
corte española para caer en el despiporre francés; la pobre tiene que
soportar cosas inauditas, como por ejemplo que la maitresse-en-titre del
momento goce de dependencias privadas en Versalles, es decir, en la
residencia oficial del Rey y de la corte; que se le adjudique un abundante
cuerpo de servicio y damas de honor propias; reciba los honores, las joyas
y los vestidos de una Reina; viaje en la misma carroza que el soberano,
pase las vacaciones con él, se coloque a su lado en las recepciones y que
sus hijos sean no sólo educados en palacio, sino que reciban cargos
honoríficos —el título de príncipes de sangre— y derechos sucesorios.
Casi nada.
Pero a Louise el esplendor se le esfuma tan rápido como las flores a una
orquídea, momento en que Athénaïs irrumpe en la mente y los aposentos
del soberano. Al contrario que su predecesora, la Montespan mantiene
hasta los cuarenta años un lustre que alimenta diariamente con masajes de
dos horas, ungüentos, aceites, esencias florales y los más sofisticados
cosméticos. A los cortesanos se les deshace la lengua comentando su
aspecto de diosa, la apostura felina y el exquisito gusto en el atavío:
Sin embargo, obligada a participar en las copiosas cenas del Rey y, sobre
todo, obligada a comérselo todo, las carnes se le disparan más allá de lo
que manda el canon en boga. Un sujeto italiano llamado Visconti,
adivinador del futuro de profesión y elemento permanente en la corte del
Rey, cuenta de la Montespan que «al descender un día de su carruaje, tuve
la desgracia de percibir una de sus piernas, y juro que solamente su
pantorrilla era casi tan ancha como todo mi cuerpo».[279]
Pero Luis XIV pasa de todo este cacareo; mientras ellas le diviertan y
satisfagan su egolatría masculina, lo demás corre por cuenta de las
afectadas. En este corral, el gallo no olvida a la gallina más fea de todas: la
Reina. Para sorpresa colectiva, cumple con sus deberes conyugales y
duerme frecuentemente en el lecho de su mujer…
Como fruto de estos encuentros, la Reina alumbra seis criaturas de las que
sólo una sobrevive. Se trata de Luis, el Gran Delfín, también apodado
Monseigneur,[283] sombría criatura a quien el destino deparará un estilo
de vida insulso y parco en emociones.
Su piel parece un papel con el que los niños hubieran jugado, doblándolo
hasta convertirlo en la pieza más diminuta; todo su rostro está macizado de
arrugas, el resultado es muy sorprendente.[286]
[Le contarán a usted] lo muy bruja y diabólica que es esa vieja ramera, y
también [le dirán a usted] que yo no tengo la culpa de que me odie a
muerte, puesto que he hecho lo posible para que nos llevemos bien. Ella
convierte al rey en un ser brutal aunque Su Majestad no sea de naturaleza
cruel… También le convierte en alguien duro y tiránico, de modo que ya
nada pueda conmover su corazón. No creería o se imaginaría usted la
maldad de esta vieja. Y todo lo hace bajo un disfraz de piedad y humildad.
[287]
Tan suculentas epístolas son interceptadas por los espías del Rey y
entregadas a la criticada, que naturalmente se venga todo lo que puede. La
Maintenon consigue que el soberano vete la entrada de Madame en
palacio. Sólo para ayudar a su hijo Felipe, Liselotte levanta la bandera
blanca, agacha la cabeza, se traga su orgullo alemán e intenta una
reconciliación. Lo logra con no pocas dificultades, pero ambas
mantendrán, ya para siempre, un trato gélido y distante.
Ninguna otra persona podrá contarte lo que yo te digo. Ya has sido testigo
de los desórdenes nerviosos que se han originado en la indolencia de los
reyes, tus predecesores: que su ejemplo te sirva de advertencia y sepas
poner remedio, comportándote de forma opuesta, a los ruinosos efectos
que ha terminado sufriendo la monarquía española. Pero te confieso
preocupado que, mientras te expones libremente a los peligros de la
guerra, no debes olvidar combatir este vicio odioso, el cual te restará
energía para dedicarte a tu trabajo.[288]
En 1713 Felipe V, libre al fin para asir el cetro de nuestra nación y con
intención de cortar animadversiones internacionales en el futuro, renuncia
definitivamente a sus derechos al trono de Francia. A cambio de ello
perdemos los territorios en Italia y en los Países Bajos, que pasan a formar
parte del Imperio austríaco; además de Menorca y Gibraltar, que se
entregan a Inglaterra. En medio del fragor, probablemente por la tensión
sufrida, al Rey le bajan las defensas corporales y sufre un sarampión que le
deja completamente calvo, haciéndosele necesario el uso de una peluca,
precisamente en el momento en que se acababa de despedir a su peluquero
francés, que lo arreglaba horriblemente mal. Se presentó entonces un
problema a los españoles: el de si los cabellos con que se hiciese la peluca
habrían de ser de caballero o de señora. El conde de Benavente, sumiller
de corps, se mostraba contundente: exigía que fuesen de persona conocida
porque, decía él, se podían hacer muchos sortilegios con los cabellos y él
había visto producirse grandes males de este modo.[289]
Al firmarse el fin de la guerra el rey de España ha superado las secuelas
estéticas que el sarampión dejase en su cráneo; ya puede disfrutar el dulce
sosiego que produce la paz en España y también es libre para atender a su
ilimitada incontinencia sexual con su esposa.
MAL DE AMORES
Felipe V se convence a sí mismo de que los desórdenes nerviosos que
sufren los miembros de su familia son un castigo de Dios por el
desparrame sexual al que han sido tan aficionados. Con ánimo de librarse
de la punición celestial, alivia su intenso prurito erótico exclusivamente
con el cuerpo de la Reina. Tal actitud es bastante típica, por otro lado,
entre quienes padecen un trastorno de sumisión como el suyo; el pánico a
perder la protección del amor verdadero hace que el apego al ser amado
sea absoluto tanto en la oferta como en la demanda afectiva. La soberana,
menos mal, secunda el plan mostrándose no sólo dispuesta, sino también
encantada; su vida conyugal oscila entre el erotismo y las separaciones por
culpa de la guerra que se declara al poco de su boda. Durante este cruento
periodo, con el corazón partido entre su progenitor —que lucha en las
tropas enemigas— y su marido, la Reina asume con acierto el papel de
gobernadora mientras el joven Felipe se juega la vida en el frente. Aunque
al principio al Rey le gustase la idea del combate en vivo y en directo, lo
cierto es que su estado anímico se va apagando con las despedidas forzosas
de su mujer, que cada día le resultan más execrables: «La Reina tiene
abrazado al Rey de la mañana a la noche (…) Lloran desesperadamente
(…)», cuenta Louville, el consejero de Felipe. Añade que en los días
previos a la partida del monarca los reyes no se despegan el uno del otro y
que se prodigan amores cada minuto diurno o nocturno que todavía les
queda.
La causa del mal es su moderación. Hay pocas gentes que a los dieciocho
años sufran enfermedades semejantes; es muy desagradable que la virtud
produzca tan malos efectos.[290]
Dice siempre que se va a morir, que siente la cabeza vacía como si le fuese
a estallar (…) En una palabra: está en situación muy molesta, más
taciturno que antes, querría estar siempre encerrado y no ver a nadie. A
cada instante manda buscar al Padre Daubenton, a su médico o a mí,
porque dice que le alivia contar lo que siente.[292]
Mientras tanto Felipe sabe perfectamente dónde se encuentra la pócima
mágica capaz de salvarle: «Celebraría que me permitieseis volver a lado de
la Reina», implora a su abuelo.
Me falta aún más de un año para tener la misma edad que tenía mi
hermana en su alumbramiento —se justifica ante Luis XIV, que ha pedido
explicaciones— (…) Es completamente falso lo que os han dicho respecto
a que yo no tengo menstruaciones. Desde que se iniciaron, se presentan
regularmente como corresponde a una persona de buena salud.[294]
En 1707, seis años después de esta carta, los dioses premian el increíble,
apasionado y agotador empeño que Felipe y María Luisa han puesto en la
tarea de procrear. La pareja logra engendrar a Luis, el primer Borbón
español.
FELIPE DE ORLEÁNS
Felipe de Orleáns es, de todos los familiares, el que más talentos comparte
con su tío el Rey Sol. Además de virtudes, también comparte su
narcisismo patológico. Nace el 2 de agosto de 1674 en el palacio de Saint-
Cloud, pero su llegada al mundo apenas hace eco en los corazones y
pupilas que sólo apuntan hacia el refulgente Rey y su fastuoso modo de
vida. El horóscopo dice que el recién nacido está destinado a ser Papa, lo
que no deja de ser gracioso teniendo en cuenta la actitud negativa de la
madre respecto a la Iglesia. De acuerdo con la tipología de su
personalidad, Liselotte es una progenitora devotísima a quien se le hace la
boca agua cuando pondera a su niño querido. Liselotte se encarga
personalmente de la educación de sus hijos, contagiándoles su ironía, su
falta de respeto a los valores de la Iglesia y una inmensa curiosidad por las
cosas que les rodean… El resto de la educación de su varón lo pone en
manos del conflictivo cardenal Dubois. Felipe despunta como estudiante
ejemplar, disfruta con la historia, la geografía, la astronomía, la geometría
y las lenguas; su avidez de conocimientos no tiene límite. También el niño
de los Orleáns adora la música, el arte y la ciencia.
Por si no fuese suficiente, emplea un agudo sentido del humor cuando las
faltas del chico son imperdonables: «Las hadas acudieron a mi
alumbramiento, concediendo cada una un talento a mi hijo, que los reunió
todos. Desgraciadamente, se había quedado olvidada un hada vieja que,
llegando después que las otras, exclamó: “Tendrá todos los talentos, salvo
el de hacer buen uso de ellos”». Felipe practica las maneras y las
desvergüenzas de sus coetáneos, pero simultáneamente es un apasionado
de la lectura, de la música y la ciencia… materias inútiles para cualquiera
que albergase la ilusión de gobernar, o al menos a ello achaca Felipe el
desdén que de modo sistemático le muestra Su Majestad.
Sin embargo, el Rey no está tan ajeno a lo que ocurre con su sobrino como
éste cree. Como espléndido estratega en el arte de manipular las piezas
familiares, Luis XIV ha albergado planes de enmienda para el díscolo
sobrino. Le obligará a casarse con alguien especialmente escogido. Su
Majestad busca una joven de actitud abúlica que sólo piense en estar
sentada, en comer y en parir hijos varones.
BODA ESPECTACULAR Y DEPRIMENTE
Enseguida vislumbra el Rey a la novia en la que se aglutinan idóneamente
tan loables características: su hija ilegítima Françoise Marie, la menor de
sus bastardos, nacida como consecuencia de sus trece años de relación con
Athénaïs Montespan. La muchacha tiene catorce primaveras, piel, ojos y
garganta luminosos, aunque mofletes penduleuses y cejas inexistentes. Un
hombro más elevado que el otro dibuja en la joven una silueta algo
contrahecha. La noticia deja a Felipe contrariado y a ella indiferente: «No
me importa que no me ame, con tal de que se case conmigo», se limita a
comentar.
Mis ojos terminaron tan cargados e hinchados que apenas puedo mirar a
través de ellos (…) He estado tan contrariada que podría haber vomitado la
noche entera.[305]
Resulta que Liselotte odia a los hijos ilegítimos más que ninguna otra cosa
en el mundo; mira por dónde en su propia casa viene el diablo a enredar de
la peor manera. Para la madre de Felipe, Françoise Marie no sólo es fruto
del adulterio, sino que su progenitora le parece «una basura, una
ramera»[306] y, como ella misma describe, «me hierve la sangre cada vez
que veo a sus bastardos».
Ya que no consigue llamar la atención del Rey Sol por las buenas, Felipe
de Orleáns practica toda suerte de artimañas para sacarle de quicio, así que
paralelamente a su pasión por las ciencias, el arte y la historia se dedica a
satisfacer sus más bajos instintos. Se emborracha, se muestra rebelde,
promiscuo, adicto a las mujeres, al tabaco y a la velocidad ecuestre; se
hace amigo de libertinos, de republicanos y de todos aquellos que se
mofan del Rey, de la religión y de las buenas costumbres. Escribe
Madame:
Creo firmemente que la vida salvaje que lleva mi hijo golfeando toda la
noche y no acostándose hasta las ocho de la mañana, acabará pronto con
él. A menudo parece sacado de la tumba; es seguro que esto le matará (…)
No adolece de ingenio, tampoco es un ignorante, y desde su juventud le
interesa lo que es loable, recomendable y adecuado a su rango; pero puesto
que le han dejado a su libre albedrío, se han adherido a él lógicas
desgracias, obligándole a buscar la compañía en las más viles putas. Ha
cambiado de tal manera que es difícil reconocer tanto su cara como su
temperamento. Desde que malgasta su vida no encuentra placer en nada; la
música, que solía apasionarle, se ha desvanecido también. En suma, se ha
convertido en alguien insufrible y temo que, al final, pierda su vida (…)
Pero su padre se niega a reprenderle.[312]
Caballeros, imploro su perdón por el mal ejemplo que les haya podido dar.
Debo agradecerles el modo en que me han servido y la fidelidad que
siempre me han demostrado. Lamento no haber hecho por ustedes tanto
como me habría gustado, pero las dificultades de los últimos tiempos así
me los han impuesto. Les imploro que se mantengan sirviendo a mi
biznieto [el todavía niño Luis XV] con la misma fidelidad y diligencia con
la que me han servido a mí. La criatura podría padecer dificultades en el
futuro; mi sobrino [Felipe de Orleáns] tomará el relevo. Sigan sus órdenes;
espero que lo haga bien y que ustedes puedan secundarle en sus decisiones
(…) Adiós, caballeros, creo que de vez en cuando me añorarán ustedes.
[319]
Por eso se acuerda de España; aquí le aguarda una posibilidad mucho más
larga y segura. Mira hacia nuestra tierra y le gusta lo que ve: su sobrino
Felipe V es una marioneta en manos de su mujer; en sólo un año de
matrimonio, «la Reina [Isabel] gobierna al Rey por el menos noble de los
medios», cuentan al nuevo regente; «Dios ha dado a Su Majestad un
espíritu de subordinado —confirma Louville, que le conoce desde que era
niño— y si me permiten decirlo, también de subyugado». La Reina es
quien organiza su jornada; Felipe V no puede cambiar la hora de salir a
cazar sin antes enviar a un esbirro para que solicite el permiso de la
soberana:
El Rey español cumple dos veces diarias con su mujer y otras tantas con el
confesor. Hasta ahí todo normal dentro de lo anormal. Pero el 4 de octubre
de 1717, inesperadamente, rompe en alaridos y asegura que un fuego
abrasador le consume por dentro; que mientras montaba a caballo un
fulminante rayo traspasó su cráneo atravesando su cuerpo hasta alcanzar el
mismo centro de su organismo, lugar en el que ahora arde una terrible
hoguera interna. Los médicos que le examinan no encuentran
anormalidades en su funcionamiento físico, por lo que terminan
considerando que padece alucinaciones. Felipe monta en cólera y declara
que su muerte inminente le dará por fin la razón. En este estado de
angustia se entrometen pesadillas violentas, que le empujan a levantarse de
la cama, espada en mano y arremeter contra las cortinas y contra todo el
que se acerque, como por ejemplo un sacerdote que se le aproxima con
intención de calmarle. Durante este brote salvaje, el monarca padece
cefaleas, pérdida de peso, astenia, problemas de concentración, amnesia,
sentimiento de nula valía personal y anhelo de morirse. Entonces le
sobreviene una nueva gran angustia: la de morir en pecado mortal. A su
hipocondría añade la certidumbre de que los problemas de su entorno son
consecuencia de un castigo divino debido a su conducta pecaminosa. El
pánico a morir en pecado le lleva a exigir a su confesor que se aposte junto
a su cama y que rece por él todas las horas en que duerme. «Tres reputados
médicos franceses» son introducidos entre sus cuidadores mientras la
Reina, harta del espionaje francés, pide a su padre, el duque de Parma, que
envíe a su propio doctor para que atienda al enfermo.
Los brotes de locura son intermitentes, pero en fase aguda obligan al Rey a
ausentarse de sus obligaciones oficiales; luego resurge y aparece en
público mostrándose absolutamente normal. «Los episodios de la
enfermedad continuaron presentes durante casi todo el año siguiente»,
escribe Alberoni, quien precisa que la Reina permanece abnegadamente a
su lado, sin separarse de él salvo cuando tuvo que parir, momento en el
que puso a un cuidador eventual.
EL PACTO DE LOS ADULTOS QUE HIPOTECA LA FELICIDAD DE
LOS NIÑOS
La respuesta surge en los despachos del clero. Corre el año 1721 cuando el
confesor del monarca español y el cardenal Dubois pertrechan la fórmula
política que, en un alarde precursor del márketing actual, venden como
«obra maestra de audacia y de felicidad sin parangón». La noticia se
mantiene en secreto hasta que ambos bandos negocian satisfactoriamente
cada una de las cláusulas. Sólo a partir de este momento se da a conocer la
buena nueva en ambos países: utilizarán a los niños de sendos lados como
cadena vinculante entre los dos reinos. Austria y los demás quedan fuera
de juego y observan atónitos cómo se decide el matrimonio de cuatro
criaturas, todas menores de edad y parientes próximos entre sí.
Al tiempo que Luisa Isabel posa con gran sufrimiento, pues la niña es de
natural inquieto, le inyectan algunas bases mínimas de la lectura y
escritura; en medio de las sesiones adoctrinadoras el duque cae en la
cuenta de que la futura Reina de España no tiene nombre de pila; deprisa y
corriendo recurren a mezclar el de su abuelo materno y el de su abuela
paterna y, de este modo, pasan a llamarla Louise Elisabeth, aunque luego
por razones evidentes, deciden traducirlo al español: Luisa Isabel.
Hace unos días vino a visitarme con un traje español; le sentaba mucho
mejor que los trajes franceses. El tejido era de brocado verde y oro; en
lugar de cofia lucía un sombrerito negro con una pluma blanca. Este
adorno me parece encantador y sentaba estupendamente a Mlle.
Montpensier, dado que tiene la cara demasiado larga… Lo que más me
sorprende es haber descubierto en ella un aspecto verdaderamente español:
es muy seria, nunca sonríe y habla muy poco.[334]
No puede decirse que Mlle. de Montpensier sea fea; tiene los ojos bonitos,
la piel blanca y fina, la nariz bien hecha aunque un poco delgada, la boca
muy pequeña. Pero de todas, es la niña más desagradable que he visto en
mi vida. Todas sus acciones, bien hable, bien coma o beba, impacientan
cuando se presencian. Ciertamente no he derramado una lágrima, ni ella
tampoco, cuando nos hemos dicho adieu.[336]
Los Reyes y los príncipes llegaron con toda la corte y el Rey fue
anunciado en voz alta. «¡Que esperen! —gritó desde el interior el cardenal
montando en cólera—. ¡Todavía no estoy preparado!». La comitiva se
detuvo, en efecto, mientras el cardenal[337] continuaba su reprimenda,
más rojo que su casulla y siempre furibundo (…) Me abandoné al
divertimento, pues observé al Rey y a la Reina avanzar hasta el altar
hablando y riendo; toda la Corte reía con ellos también.[338]
Entre tanto jolgorio, sólo los novios permanecen serios y arrodillados cada
uno en su reclinatorio.
Al término del banquete nupcial se plantea un conflicto entre los invitados
franceses y españoles. Explica Saint-Simon:
Una vez recuperada la enferma toda la corte espera disfrutar, por fin, de la
dulce niña. Pero, en lugar de eso, se topan con una caprichosa tozuda
empeñada en desplegar toutes sortes d’enfances.[342]
RESPONDEDME, OS LO RUEGO
Ayer por la noche me puse sobre la princesa, pero no salió nada de mí, os
escribo para que me respondieseis si todavía queda alguna cosa que debáis
decirme a propósito de esto. Espero que vuestra gota se suavice para verle
a usted pronto en caso de que tenga alguna nueva duda que preguntarle.
[347]
El ataque de gota que padece Felipe V no se alivia y el príncipe sigue
bañándose en un mar de ignorancia. He aquí una nueva intentona epistolar:
Si algo tienen de útil estas bacanales es que durante ellas se pone en boga
la cocina francesa. Felipe de Orleáns, un auténtico gourmet, experimenta
en su laboratorio personal nuevas fórmulas que transfiere luego a la mesa.
Su especialidad son las salsas con base de hierbas, especias y vino;
también adora inventar nuevos usos para el chocolate, producto que
consume a diario y que pone de moda en toda Francia. Por lo demás, el
regente mantiene la misma infidelidad a sus mujeres que fidelidad a su
madre, cuya muerte, acaecida un año atrás, sume a Felipe en la más
completa desazón.
Madame fallece con setenta y un años, llevándose al otro mundo una fama
fatal que le acarrea el siguiente epitafio: «Aquí yace la ociosidad, la madre
de todos los vicios»; en definitiva, los franceses la culpan de haber
educado tan deleznablemente a ese vástago cuya regencia están
aguantando casi sin fuerzas. Jamás en toda su vida ha querido Felipe de
Orleáns a nadie como a su progenitora; no logra reprimir las lágrimas cada
vez que la recuerda.
Al ver que [el regente] había perdido el conocimiento ella salió corriendo.
Asustada hasta un punto inimaginable, pidió socorro con todas sus fuerzas.
Redobló sus gritos y como nadie acudía, apoyó como pudo la cabeza del
pobre príncipe en los brazos contiguos de los sillones y corrió hasta el gran
despacho, hasta la habitación, hasta la antecámara, sin encontrar a nadie.
Por fin descendió al patio y a la galería baja. Mientras buscaba ayuda
repetía «Jesús y María, tened piedad de mí».[352]
[El regente] había sido abierto como de costumbre para ser embalsamado y
extraer su corazón. Durante la autopsia, uno de los perros daneses del
príncipe, sin que nadie tuviera tiempo de impedírselo, se lanzó sobre el
corazón y devoró en un santiamén tres cuartas partes. Esto parece indicar
una maldición, pues un perro como ése nunca está hambriento, y cosa
parecida no había jamás ocurrido.[353]
Nadie sospecha entonces las similitudes entre el destino del corazón del
regente con el de su tío, el Rey Sol. El del galáctico monarca también
terminará en el estómago de otro ser… aunque en este caso se trata de un
excéntrico científico inglés de peculiares costumbres culinarias.[354] La
muerte del regente sorprende en España a su hija Luisa Isabel con otra
infección vírica. La fiebre alta empuja a los reyes a ocultar la noticia hasta
que la nuera se haya recuperado del todo, pues son ya muchas las veces
que le atacan enfermedades de garganta y digestivas. Cuando por fin se
levanta de la cama y se entera de lo que ha pasado, la princesa sucumbe en
un llanto tan profundo que se teme una fatal recaída; la reina Isabel se
hinca de rodillas a su lado y abrazándola tiernamente reza con ella durante
muchas horas seguidas.
Vista la escena desde lejos puede pensarse que el dolor de Luisa Isabel sea
quizá fruto del fingimiento o de un ataque de histerismo pasajero; resulta
difícil comprender por qué sufre tanto con la pérdida de un padre que
nunca se ha ocupado de ella. De haber sido la princesa una persona
equilibrada emocionalmente, lo más probable es que su reacción buscase
llamar la atención… pero no es éste el caso. La lesión psíquica que padece
explica su modo de actuar. Luisa Isabel está verdaderamente triste, se
siente desamparada y sola, su duelo es profundo y auténtico. Las víctimas
de un trastorno de personalidad como el suyo viven apegadas a una figura
dominante de la infancia sin que importe demasiado la calidad de su
relación. Felipe de Orleáns, desde luego, dista mucho de haber sido
ejemplar, pero aun así es el adulto que más cerca ha estado de Luisa Isabel.
No la educa, pero la lleva con él a la ópera o al teatro y, de vez en cuando,
deja caer una caricia en su cara… nada que ver con su mujer. Fraçoise
Marie, la progenitora de Luisa Isabel, detesta estar casada con su marido,
vive para no ser molestada ni por él ni por los hijos que de él ha parido,
pasa los días entregada casi en exclusiva a los vaivenes sociales, a su
acicalamiento personal, a comer dulces y a relacionarse con sus hermanos
—todos ellos bastardos del Rey Sol—, desdeñando olímpicamente lo que
concierne a su hogar. De ella cuentan sus coetáneos que no ama más que el
lecho y el espejo, «casi siempre acostada, es la más altiva y perezosa de las
mujeres. Se levanta para ir a misa y embellecerse, pero así ha rezado, se
adorna como un relicario y se echa en el sofá, de donde nada ni nadie la
arranca hasta la hora de volver a la cama».[355] El único referente
emocional de Luisa Isabel es, por tanto, su padre.
Los nuevos reyes adolescentes han sido príncipes de Asturias durante dos
años en los que no han aprendido prácticamente nada que pueda servirles
en su nuevo cargo. El rey Luis tiene diecisiete años y la Reina quince;
«continúan comiendo y durmiendo juntos», según cuenta un diplomático
francés, pero la unión dista mucho de ser alegre. Luisa Isabel «ignora por
completo el arte de portarse bien», no se sujeta a ninguna regla y no tiene
recato a la hora de mostrar la más completa indiferencia al príncipe. El
trastorno límite de personalidad que venía anunciándose estalla con
virulencia.
Una de las características del síndrome psíquico que padece Luisa Isabel
es la intolerancia a estar sola o a sentirse abandonada por las personas de
las que depende afectivamente; en el caso de la joven soberana ocurre al
fallecer su padre en Francia. En situaciones de orfandad emocional estos
enfermos se precipitan a vengarse, a cometer actos destructivos y a sentirse
en permanente confusión consigo mismos; exhiben verdaderas dificultades
para controlarse. En líneas generales, estos pacientes desconocen los
límites; por ejemplo, Luisa Isabel es sorprendida en repetidas ocasiones
con tres de sus camaristas, todas desnudas, embebidas en «un juego
conocido con el grosero nombre de broche-en-cul»,[357] lo cual significa,
en una traducción libre, «palo en el culo». La distracción en discordia
consiste en agredirse con un bastón, teniendo las manos y los pies atados,
hasta hacer rodar al contrincante y reírse luego con lo complicado que le
resulta recuperar de nuevo la verticalidad. Los testigos han de taparse el
rostro para no ver las partes pudendas de la Reina revolcándose por el
pavimento junto a las de otras tres individuas de hechura parecida.
Mi dolor no hace más que crecer (…) Cuando anoche fui a cenar [la reina]
estaba tan extraordinariamente alegre que creo se encontraba borracha (…)
Esta mañana ha ido a San Pablo en camisón, ha almorzado y luego se ha
ido a lavar pañuelos, (…) ha comido bastantes porquerías, se ha puesto en
camisa y de esta forma se ha asomado a la gran galería de cristales, donde
la veían desde todas partes lavar los azulejos.[369]
El punto álgido de su desequilibrio mental tiene lugar en una recepción
pública. Los súbditos allí presentes ven atónitos cómo la soberana se
desnuda, agarra su vestido y se afana en limpiar con él los cristales del
salón. El bochorno es general y la chismografía vuela por los pasillos y
atraviesa los jardines; ya nadie tiene duda de que la soberana de España ha
perdido el juicio. El rey Luis, destrozado, escribe a su padre: «De suerte
que no veo otro remedio que encerrarla lo más pronto posible, pues su
desarreglo va en aumento».
La joven Reina suplica hablar con el soberano y le anuncian que eso le está
vetado. Como es habitual en el curso de su enfermedad psíquica, Luisa
Isabel llora desconsoladamente y escribe a su esposo pidiendo perdón por
todas esas faltas que promete corregir, aunque ignora cuáles son
exactamente. Completamente inconsciente de qué es lo que ha molestado a
todos, está dispuesta a lo que sea con tal de evitar el pavor que le produce
la soledad y el confinamiento. El arrepentimiento se lleva por delante
varias epístolas que llegan hasta Felipe V. El Rey, en presunto estado de
oración continuada, agradece las disculpas de la prisionera pero espeta
«que le gustaría verla más afectada» todavía. Tres jornadas pasa la Reina
de España deshecha en llanto y asolada por la compunción, pero en
cambio el rey Luis vive la separación como un soplo de aire fresco; los dos
años y pico de convivencia con Luisa Isabel han fragmentado una alegría
que ahora comienza a recuperar: «Nunca he visto al Rey tan alegre y
relajado como desde que se ha producido la separación de los cuerpos»,
propaga el embajador francés. «Todo el mundo está convencido de que
únicamente yacía con la Reina porque en España se considera
excomulgado al hombre que hace lecho aparte».[371]
El monarca no puede más y elige desviar la vista hacia otra parte. Merodea
por las calles de Madrid en compañía de amigotes y se pierde en bosques y
montañas para cazar, sin importarle la temperatura extrema que reine en el
ambiente. Toda distracción le parece escasa y a toda se dedica con
fruición… mientras los asuntos de Estado quedan en el más completo
abandono. Su aspecto físico parece fuerte dentro de su extrema delgadez,
pero la herida emocional le erosiona internamente más de lo que pueda
sospecharse. El 15 de agosto se siente indispuesto y el médico diagnostica
un exceso gastronómico; este vaticinio afecta a la Reina, que de la
impresión vomita. Arrastrada por su síndrome, Luisa Isabel muda una vez
más su afecto por el soberano; pasa de ignorarle a aferrarse a él en cuanto
vislumbra la posibilidad de un alejamiento. Seis días después del primer
desmayo invade a Luis I la viruela. Los hermanos menores del Rey son
inmediatamente trasladados al «palacio grande», fuera de las garras del
terrible mal, pero la Reina muestra un férreo empeño en permanecer junto
al lecho del enfermo. Felipe V e Isabel de Farnesio se frotan las manos…
¡con suerte la francesa se contagia y desaparece de una vez!
En el curso de la convalecencia la joven Reina despacha enorme cantidad
de amor al enfermo, a sus pústulas, a sus calenturas infinitas… Pese a la
ternura recibida el Rey no mejora; una pierna apunta síntomas de
gangrena. Le sangran y recaban «una sangre sucia y viciosa» que
desencadena una horrenda agonía. Corre el 31 de agosto de 1724 cuando el
rey Luis I de España exhala su último suspiro; lleva vividos diecisiete años
y ha soportado la corona durante ocho meses. En el mundo deja a una
viuda de quince años.
Luisa Isabel, que tantas dificultades tuvo para obedecer a los españoles, se
atiene por vez primera a los deseos de éstos y se deja contagiar la viruela
de su marido. La convalecencia es dura, las fiebres horrendas, el hedor
nauseabundo… A nadie le apetece cuidarla, ninguna persona aprecia los
desvelos de última hora que la Reina quinceañera prestase al finado
monarca. «No la abandonéis», suplica al embajador francés la duquesa de
San Pedro, dando muestras de ser la única señora caritativa de las que
pasan por allí. «Sólo os tiene a vos aquí para ayudarla, y cualquiera que
haya sido su conducta, no olvidéis que es francesa, de la Casa de Borbón y
desgraciada».[374]
Sin embargo, el duelo que los españoles llevan por su rey Luis no
necesitará prolongarse por culpa de la viuda de éste, pues resulta que Luisa
Isabel despunta con una salud más aguerrida de lo que nadie hubiese
sospechado; quizá después de todo la ingesta excesiva de ensaladas tenga
algo que ver en el asunto. Al cabo de un tiempo de lucha contra la misma
infección que se llevó por delante a su esposo, la Reina viuda se
reincorpora al mundo de los vivos; eso sí, toda ella picada de viruelas y
derrochando una conducta insólita como en sus tiempos de máxima locura:
«Me he encontrado a una persona [con una pinta] más desfondada,
descuidada y desaseada de la que tendría una sirvienta de cabaret», chilla
el embajador francés en una de sus epístolas. Inmediatamente surge la
pregunta: ¿qué hacemos ahora con esta piltrafa? Algunos proponen, en el
colmo de su creatividad, desposarla enseguida con su cuñado Fernando, el
Príncipe de Asturias y actual heredero de la corona; el chico es pusilánime
y se encierra en su oscuridad personal sin articular palabra. Isabel de
Farnesio acude a salvar a su hijastro de tamaño sacrificio y convence a
Felipe V de una idea mejor: es preciso quitarse de encima a semejante
pesadilla cuanto antes, para lo cual van a abrirle de par en par todas las
puertas de regreso a Francia; en España, total, «nadie la quiere, ni siquiera
sus criados».
En 1731 comienza a intentar subsistir sin dormir, modificando cada día sus
ritmos circadianos; confunde el día con la noche, almuerza a las cinco de
la madrugada, despacha con sus secretarios a la luz de la luna, desayuna a
las tres de la tarde, cambiando el patrón en la siguiente jornada… A sus
episodios místicos se aúnan los violentos; por si esto fuese insuficiente, se
empeña en montar los caballos que adornan el tapiz de la pared. En 1732
se refugia en la cama, negándose a abandonarla bajo ninguna
circunstancia. Únicamente el castrad Farinelli, con los arpegios de su voz,
logra aplacar la iracundia del monarca y, de paso, evita a la Reina más
magulladuras; el embajador inglés lo comunica a los suyos de este modo:
Farinelli tiene que cantar las mismas cuatro canciones cada noche, así lleva
doce meses consecutivos (…) en ocasiones el Rey imita a Farinelli cuando
la música se ha desvanecido, entonces emite tales gritos y aullidos que hay
que alejar a cualquier posible testigo para prevenir que se difunda la
noticia de estas locuras. El Rey ha tenido uno de estos arrebatos la semana
pasada, duró desde las doce hasta las dos y media de la madrugada sin
descanso.[376]
APÉNDICE
Anjou, duque de: segundo nieto de Luis XIV, más tarde designado por él
Rey de España con el nombre de Felipe V.
BIBLIOGRAFÍA
RASPUTÍN Y ALEJANDRA
King, Greg, The last Empress, Birch Lañe Press Book, Carol Publishing
Group, Nueva York, 1994.
ERZSÉBET BÁTHORY
Women around the world and through ages, Atomium Books, 1990.
VALERIA MESALINA
Nota: los historiadores modernos ponen en duda la fiabilidad de ciertos
acontecimientos que describen los de la antigüedad. Tácito y Suetonio
escribieron muchos años después de sucedido lo que relatan y, además, es
conocida su tendencia antiimperialista y su afinidad con la República. En
cuanto a Dio Cassius, los eruditos coinciden en considerarle poco riguroso
y bastante amigo del escándalo. Aun así, la fuerza de su estilo, la paridad
con lo que Claudio deja escrito en sus propias memorias y la investigación
hecha a través de lo que relataron algunos testigos presenciales o
descendientes directos de éstos nos obligan a admitir gran parte de lo que
cuentan en sus historias.
Baldson, J.P.V.D., Román Women, their History and Habits, The Bodley
Head, Londres, 1974.
Cassius, Dio, Román History, vol VII, Harvard University Press, Boston,
1924.
Bierman, John, Napoleón III and his Carnival Empire, Saint Martín Press,
Nueva York, 1988.
Herman, E., Sex with Kings, Bound. William Morrow, Nueva York, 2004.
Massie, Robert K., Peter the Great and his son Alexei, Random House,
Nueva York, 1986.
Staelin, Jakob, Original Anecdotes of Peter the Great, Arno Press, Nueva
York, 1970.
Duelos, Charles, Mémoires secrets su les régnes Louis XIV et Louis XV,
Buisson, París, 1829.
Forster, Elborg, A Woman’s Ufe in the Court of the Sun King, John
Hopkins University Press, Londres, 1958.
Herman, Eleanor, Sex with Kings, Penguin Books, Nueva York, 2002.
Fotos
Napoleón III empuja a Maximiliano y a Carlota a asumir el papel de
emperadores de México, prometiéndoles un apoyo militar que
posteriormente les retira. Mira hacia otra parte cuando los mexicanos
fusilan a Maximiliano y no quiere recibir a Carlota el día que le implora
auxilio. Hippolyte Flandrin, Museo del Castillo de Versalles. (The Picture
Desk).
Narcisista descomunal, Luis XIV se hace llamar Rey Sol porque, según él,
no existen diferencias entre sí mismo y el padre de todos los astros: igual
que el sol, se siente el más grande y luminoso, se mueve constante e
invariablemente, genera vida, arroja luz, ejemplo, progreso… y al mundo
no le queda más remedio que girar a su alrededor. Jacint Rigaud i Ros,
llamado Hyacinthe, Gallería degli Uffizi, Florencia. (The Picture Desk).
Notas
[6] A. Kotsiubinski, p. 83. <<
[15] Cartas citadas por G. King, p. 71. <<
[24] G. King, p. 91. <<
[33] G. King, p. 108. <<
[42] H. Troyat, p. 32. <<
[51] E. Radzinsky, p. 107. <<
[60] H. Troyat reproduce las cuatro cartas a las que pertenecen estos
fragmentos, pp. 49-50. <<
[69] G. King, p. 185. <<
[70] La Zarina firma con el nombre con el que la llama Rasputín. Esta
carta y la de la página anterior, reproducidas por G. King, p. 188. <<
[78] G. King, p. 192. <<
[87] 12 de junio de 1915. H. Troyat, p. 114. <<
[90] Carta del 15 de noviembre de 1915, citada por H. Troyat, pp. 142-
146. <<
[117] V. Penrose, p. 82. <<
[126] También llamada «familia Julia». <<
[135] Véase apéndice al final de este capítulo. <<
[142] Antiguos esclavos que, una vez libres, seguían prestando servicio a
sus antiguos amos. <<
[150] D. Cassius, 60. 27. 2-4 y 29. 4-6, 6.ª; Tácito, Diálogos, 11.1-3;
Suetonio, Calígula, 29. 2. <<
[152] Tácito, XI, 36. <<
[161] Jenofonte, p. 86. <<
[170] Véase p. 160. <<
[180] «Mi bien amada abuela, te beso con todo mi corazón». <<
[187] Carta fechada el 2 de enero de 1861. <<
[196] J. S. C. Abbot, p. 673. <<
[205] Noble de la corte imperial francesa. <<
[213] Carta de fecha 1 de octubre de 1866, citada por K. Ratz, p. 335 <<
[229] Traducción del pasaje que incluye F. C. Weber, pp. 92-93. <<
[240] Ana de Austria es hermana del monarca español Felipe IV, esposa
del rey francés Luis XIII y madre de Luis XIV. <<
[248] Dr. Cabanés, p. 47. <<
[254] Fiesta privada nocturna a la que sólo unos pocos elegidos podían
asistir. <<
[257] Luis XIV permanece lúcidamente en el poder hasta los setenta y seis
años, sobreviviendo a su primogénito heredero, que fallece a los cincuenta,
y al primer nieto, que lo hace a los treinta. El trono pasa a manos de su
biznieto, que todavía es un niño, asumiendo el papel de regente el hijo
primogénito de Monsieur. <<
[260] Madame Montespan, una de las amantes más importantes del Rey,
es cienta habitual de la Voisin. Con misas negras y afrodisíacos varios
suministrados por la envenenadora, prolonga el apego del soberano. <<
[263] C. Pevitt, p. 11. <<
[272] J. A. Dulaure, p. 45. <<
[281] N. Mitford, p. 41. <<
[292] Carta de Louville a Luis XIV, citada por Dr. Cabanés, p. 115. <<
[325] Duque de Saint-Simon, vol. XVIII, p. 315. <<
[334] Saint-Cloud, 6 de noviembre de 1721. <<
[341] Papiers inédits de Saint-Simon, carta citada por Dr. Cabanés, p. 197.
<<
[346] Archivo Histórico Nacional, leg. n.º 2542, n.º 184. <<
[347] Archivo Histórico Nacional, leg. n.º 2542, n.º 185. <<
[348] Archivo Histórico Nacional, leg. n.º 2542, n.º 186. <<
[349] Archivo Histórico Nacional, leg. n.º 2542, n.º 187. <<
[363] Mariscal Tessé a Morville, vol. 335, f. 145,6 de julio de 1724. <<
[366] Carta original del Marqués de Santa Cruz, transcrita por A. Dávila,
p. 123. <<
[370] Carta de Felipe V a Luis I, transcrita por el Dr. Cabanés, p. 226. <<
[372] Archivo Histórico Nacional, carta de Luisa Isabel a los reyes, padres,
leg. 2489, 18 de julio de 1724. <<
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