De La Narrativa Romántica Al Realismo en Europa.

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UNIDAD 14. DE LA NARRATIVA ROMÁNTICA AL REALISMO EN EUROPA.

GUIÓN DE LA UNIDAD.
1. Desarrollo de la industria editorial.
Abaratamiento del proceso de edición. Desarrollo de la sociedad burguesa. Crecimiento de la
población alfabetizada. Nuevo concepto del libro como objeto cotidiano. Profesionalización del
oficio de escritor. Auge del proceso con la alfabetización de las clases obreras.
2. Subgéneros narrativos románticos.
Importante desarrollo de la narrativa durante el romanticismo. Aparición de nuevas temáticas.
Desarrollo del cuento.
a. Novela histórica.
Género típicamente romántico. Walter Scott.
b. Novela sentimental.
Exploración del sentimiento amoroso. Exaltación del yo. Personaje femenino. Destino
trágico frente a los condicionamientos sociales.
 La nueva Eloísa.
 Las desventuras del joven Werther.
c. Novela gótica.
Entrada en la literatura de lo irracional, lo onírico, lo monstruoso. Mary Shelley, E.T.A.
Hoffmann y Edgar A. Poe.
3. Autores y obras principales por países.
a. Francia.
Chateaubriand. Sennancour. Dumas. Victor Hugo. Los miserables.
b. Inglaterra.
Walter Scott. Jane Austen. Mary Shelley. Hermanas Brontë.
c. Alemania.
Goethe. Hoffmann.
d. Rusia.
Pushkin.
e. Italia.
Manzoni. Los novios.
f. Estados Unidos.
Edgar A. Poe.
4. Coexistencia y relaciones entre el Romanticismo y el Realismo.
a. Coexistencia.
Superposición temporal de las dos corrientes.
b. Relaciones.
Desarrollo de la tendencia realista a partir de ciertos aspectos del romanticismo.
Costumbrismo.
c. Diferencias.
Nuevo concepto de la creación artística.

DESARROLLO DE LA UNIDAD.

1. Desarrollo de la industria editorial.


A lo largo del siglo XIX se va a producir un desarrollo de la industria editorial:
 Abaratamiento progresivo del proceso de edición a consecuencia del desarrollo
tecnológico derivado de la revolución industrial.
 Multiplicación del número de ejemplares. Se impulsa la reedición de libros antiguos.
 El crecimiento de la incipiente sociedad burguesa implicará un aumento de la
población alfabetizada, que buscará en la literatura una forma de entretenimiento y
aprendizaje.
 En consecuencia, se transforma el concepto de libro para convertirse, más allá de las
minorías ilustradas del siglo XVIII, en un objeto de uso cotidiano.
 Multiplicación de la serie de publicaciones periódicas (revistas y prensa) que
arrancaron con la Ilustración en el siglo anterior.
 Algunos escritores empiezan a pensar en la profesionalización de la escritura.
 Todo este proceso alcanzará su auge en la segunda mitad del XIX, con el
progresivo acceso a la alfabetización de las clases obreras.

2. Subgéneros narrativos románticos.


A pesar de la preeminencia de la lírica como el género más adecuado para la expresión de la
personalidad romántica, y del teatro como entretenimiento de masas favorito; el desarrollo
de la narrativa romántica no desmerece en nada el de los otros dos géneros.

La narrativa romántica cultiva en especial varios subgéneros, siendo su logro esencial el de


la novela histórica (ver Unidad 13). Aún así habrá otras manifestaciones en prosa
típicamente románticas, la llamada novela sentimental, y la novela gótica, de terror o
fantástica.

Además de los géneros narrativos más extensos, los diversos autores empezarán a
desarrollar el cuento como subgénero narrativo breve (ver Unidad 17).

d. Novela histórica.
La novela romántica es esencialmente histórica. La ambientación de épocas lejanas,
principalmente de la Edad Media, se corresponde plenamente con las características
del movimiento romántico: nacionalismo, evasión, contraste entre un pasado
idealizado y las transformaciones de la sociedad burguesa del momento, etc.; por
todo ello, será, sin duda, el subgénero más destacado, con autores de la talla de
Walter Scott o Alejandro Dumas.

e. Novela sentimental.
Aunque pueden rastrearse sus precedentes en las novelas sentimentales del
neoclasicismo como Pamela o Clarisa, de Samuel Richardson (1689-1761), hay
dos novelas precursoras con bastantes elementos en común, pues una se inspira en la
otra, que contienen los elementos típicos del subgénero.
 La nueva Eloísa (1761), de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778),
contiene un estilo típicamente prerromántico (sentimiento de la naturaleza,
paisaje interiorizado, melancolía), aportando elementos que serán propios
del romanticismo: idealización del campo frente a la civilización, amor
trágico, exploración y exaltación del yo, personaje femenino. Narra las
circunstancias adversas de dos seres virtuosos, Julia y su preceptor, Saint-
Preux, que serán víctimas de una sociedad mal hipócrita.
 Las desventuras del joven Werther (1774), de Johann Wolfgang Goethe
(1749-1832), se considera la primera novela que divulga el
prerromanticismo (ver Unidad 12). Se inspira en la de Rousseau, además
de en el carácter epistolar, en aspectos como el nuevo sentimiento de la
naturaleza, la desesperación contra el destino y cierta protesta contra la
desigualdad social, que conducen al suicidio. Narra el amor imposible del
protagonista por Lotte, prometida de un amigo suyo.
Posteriormente, Jane Austen creará una serie de novelas en las que las experiencias
personales y las aspiraciones sociales de la mujer son el núcleo central de las
mismas. Por primera vez, el enfoque es totalmente femenino. Del mismo modo, las
hermanas Brontë continuarán ese modelo alcanzando gran popularidad.

f. Novela gótica.
La libertad proclamada por el romanticismo da cabida en la literatura a elementos de
la realidad –lo irracional, lo onírico, lo monstruoso, lo sobrenatural, lo grotesco- que,
en orden a los preceptos neoclásicos, habían permanecido, hasta el momento, ajenos
a ella, pero que serán muy del gusto de la nueva sentimentalidad romántica.
Destaca Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851) con Frankenstein o el moderno
Prometeo (1818), recreando el tema ya visto en Fausto (1808-1832) de Goethe, del
aventurero caracterizado por el afán de conocimiento a la búsqueda de la felicidad y
del placer, y que no tiene reparos a la hora de conseguirlo.
Destacan también los cuentos de terror de E.T.A. Hoffmann o E. A. Poe.

3. Autores y obras principales por países.

a. Francia.
 François-René de Chateaubriand (1768-1848). Destaca con dos novelitas escritas
en una bellísima prosa llena de sugestiones poéticas en las que se trata el tema del
hombre en estado natural frente al hombre civilizado. Son Atala (1801), que relata la
trágica historia de una princesa nativa norteamericana, y René (1802). No obstante,
resulta más conocido por sus narraciones cortas El último abencerraje (1826), o la
autobiografía póstuma Memorias de ultratumba (1848), o los ensayos El genio del
cristianismo (1802) o Ensayo sobre las revoluciones (1797).
 Étienne Pivert de Sénancour (1770-1846). Autor de la novela epistolar Obermann
(1804), inspirada en las ideas de Rousseau y de influencia considerable en Francia e
Inglaterra. A través de la correspondencia de un solitario y melancólico personaje
refugiado en un valle solitario de Suiza, se desgrana la personalidad del héroe
romántico: alguien falto de la habilidad para ser como él desea y hacer cumplir sus
anhelos.
 Madame de Staël (1766-1848). Destacan sus novelas Corinne (1807) y De
Alemania (1814), con el que divulga la cultura y la literatura alemanas con especial
interés a lo medieval y romántico.
 Alexandre Dumas (1802-1870). Escritor fecundo de gran popularidad en la época.
Destacan sus famosas novelas de aventuras con fondo histórico, Los tres
mosqueteros (1844) y El conde de Montecristo (1845).
 Prosper Merimée (1803-1870). Carmen (1847), ambientada en España.
 Victor Hugo (1802-1855). Abanderado del romanticismo en Francia, además de
destacar en el drama romántico y en poesía, destaca su famosa novela Nuestra
Señora de París (1831), ambientada en la ciudad durante el siglo XV, y la magnífica
Los miserables (1862), de aventuras y enredo en un mundo de sordidez. Una de sus
principales aportaciones es que sus novelas conectan el pasado histórico con el
debate de asuntos coetáneos de importancia, como en el caso de la denuncia de la
miseria moral y material en Los miserables. Se puede decir que sus novelas están al
servicio de una idea, lo que explica sus numerosas y, a menudo, largas digresiones.
En este sentido El último día de un condenado a muerte (1828), refleja muy bien la
dualidad de ser a un tiempo novela histórica y novela de denuncia social, con el
tema de la abolición de la pena de muerte más allá de los límites temporales de la
ficción. En general, sus personajes están caracterizados por la fatalidad, lo que les
empujará a una lucha titánica destinada al fracaso.
 George Sand (1804-1876), seudónimo de Aurora Dupin. Puede considerarse un
puente entre la novela sentimental y la realista. Lélia (1833), El pantano del diablo
(1846).

b. Alemania.
 Johann Wolfgang Goethe (1749-1832). Además de Las desventuras del joven
Werther (1774), ya citada; destaca: Las afinidades electivas (1809), obra de análisis
psicológico de los estados emocionales de dos parejas en las que parece querer
demostrar la identificación entre instinto y fuerza de voluntad.
 Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (1766-1822). Destacan sus diferentes
colecciones de narraciones cortas en los que aborda temas tenebrosos, creando una
atmósfera adecuada. Destacan Fantasías a la manera de Callot (1814), su primer
volumen de relatos, o la colección de cuentos Nocturnos (1817). En ellos aparecen
títulos como Don Juan, El puchero de oro, El gato Murr, La señorita de Scuderi o
El hombre de arena. También escribió la novela Los elixires del diablo (1816).

c. Inglaterra.
 Walter Scott (1771-1832). El autor más importante de novela histórica en lengua
inglesa del XIX, destaca principalmente Ivanhoe (1819).
 Jane Austen (1775-1817). Cultivadora de uno de los géneros más apreciados en la
época, la novela sentimental, en las que la trama se centra en el amor, la búsqueda y
elección de pareja y el matrimonio, aunque el análisis se extienda a todos los
aspectos de la sociedad, normalmente centrándose en los personajes femeninos. Son
célebres Sentido y sensibilidad (1811) y Orgullo y prejuicio (1813).
 Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851). Célebre esposa del poeta romántico
inglés Shelley. Destaca su novela Frankenstein o el moderno Prometeo (1818),
inspirada en la figura mitológica, la tragedia de Esquilo y el Paraíso perdido (1667),
de Milton. Narra la historia de un joven suizo, estudiante de medicina, que trata de
conocer los secretos de la vida, para lo que crea un cuerpo uniendo partes de
cadáveres diseccionados y al que logra infundir vida. La novela es una alegoría de la
perversión de la ciencia, de la búsqueda del máximo poder, que es el de dar la vida,
en una reflexión acerca del deseo de inmortalidad y de poder del ser humano que
trata de igualarse con dios.
 Charlotte Brontë (1816-1855). Jane Eyre (1847), parcialmente autobiográfica, la
protagonista es una antiheroína, ni bella, ni rica, pero que logrará sobrevivir en una
sociedad conformista y despiadada gracias a su inteligencia. Se puede considerar
una de las primeras obras feministas.
 Emily Brontë (1818-1848). Personalidad femenina de alma romántica, su única
novela Cumbres borrascosas (1847), trata de varios personajes entre los que destaca
la sirvienta Nelly Dean, mujer de pueblo que hace de contrapunto sereno con su
sentido común a las emociones desatadas de los personajes principales, el señor
Earnshaw, dueño de la mansión homónima, en la que vive con sus hijos Hindley y
Catherine, junto al niño abandonado Heathcliff, al que recoge de la calle, y que
mantendrá una relación sentimental con la hija del señor.

d. Rusia.
 Alexander Serguéievich Pushkin (1799-1837). Quizá el más representativo del
romanticismo ruso. Compuso diversas obras con un estilo sobrio. Relatos de Bielkin
(1830), Dubróvsky (1833), en la que recrea la figura del bandido, La dama de picas
(1833), de carácter fantástico; o La hija del capitán (1836), novela histórico-
legendaria de protagonista femenino.

e. Italia.
 Alessandro Manzoni (1785-1873). Destaca por la que probablemente sea la mejor
novela del periodo en lengua italiana, Los novios (1827), una narración histórica que
obtuvo un éxito extraordinario dentro y fuera de sus fronteras. Sobre el fondo
histórico de la Lombardía del siglo XVII dominada por la corona española, se relata
la relación amorosa de dos jóvenes humildes, Lorenzo y Lucía, a los que el poderoso
don Rodrigo trata de impedir su boda a toda costa. Aunque acaba felizmente, está
llena de matices al pintar con maestría los diferentes caracteres de la condición
humana.

f. Estados Unidos.
 Edgar Allan Poe (1809-1849). Narrador de merecida fama universal, destacan sus
Narraciones extraordinarias. (Se trata por extenso en la Unidad 17)

4. Coexistencia y relaciones entre el Romanticismo y el Realismo.

a. Coexistencia.
Las dos corrientes coexistirán durante un periodo de tiempo bastante significativo. El
Romanticismo puede considerarse superado, que no terminado, hacia 1850; ya que
aproximadamente de 1830 a 1860 se va gestando la nueva revolución literaria
europea, el Realismo, que tratará de restringir la libertad romántica y amoldar la
inspiración a una representación de la realidad más fidedigna.
Por tanto, Romanticismo y Realismo son dos estéticas que se superponen en el
tiempo. Stendhal, considerado prerrealista publica su novela Rojo y Negro en 1830,
mientras que Flaubert publica Madame Bovary en 1856. Por otro lado, el líder del
romanticismo francés Victor Hugo publica su célebre drama Hernani en 1830 y Los
miserables en 1862.
Además el término realista aplicado a la literatura, aparece hacia 1825 para referirse
a la imitación de la naturaleza y el carácter descriptivo de ciertos novelistas
románticos, aunque no se acuñará definitivamente para designar a la nueva estética
hasta 1857.

b. Relaciones.
Por otro lado, no solo se trata de la superposición temporal de las dos corrientes, sino
que además se pueden señalar algunas deudas que el Realismo contrae con el
Romanticismo.
 El realismo desarrolla el gusto por lo regional y local, pero este costumbrismo
se inicia en el romanticismo. Es decir, el costumbrismo romántico y su gusto por
la recreación de tipos, personajes y ambientes, es la futura base de la novela
realista. Del mismo modo, el paisajismo romántico anticipa algunos rasgos del
detallismo descriptivo posterior.
 La atención de la novela histórica romántica por los hechos del pasado
contribuye a centrar la atención de la novela realista sobre los hechos del
presente. Por otro lado, el tono melodramático y la retórica vehemente de
carácter romántico, perviven en la técnica folletinesca y en el carácter de ciertos
personajes y novelas realistas.

c. Diferencias.
 El Romanticismo centra su importancia en el yo y en la subjetividad; en cambio,
el Realismo la centra en la realidad externa y en la objetividad.
 Para el primero, el arte es expresión libre y personal; para el segundo, el arte es
expresión de la realidad exterior.
 En uno, priman la fantasía, la imaginación, lo personal y lo onírico; en el otro, la
observación de la realidad y el análisis de datos externos.
 El primero hace una pintura de lo insólito, lo pintoresco y lo único, países y
ambientes lejanos, exóticos o extraordinarios; el otro, de lo más corriente y
común, de situaciones cercanas, de lugares conocidos y cotidianos.
 Los temas románticos son históricos, legendarios y heroicos; los realistas son
actuales y cotidianos.
 La manifestación artística se centra en la exageración para el romanticismo, en la
verosimilitud para el realismo.
 Uno describe sentimientos; el otro asuntos sociales, económicos, ideológicos,
religiosos, etc.
 Los personajes son oscuros, exagerados, históricos o legendarios. Los personajes
son corrientes, cercanos e incluso vulgares.

SELECCIÓN DE TEXTOS

Texto 1: Walter Scott, Ivanhoe.

-¡Rebeca, querida Rebeca! –exclamó Ivanhoe-. Esto no es un pasatiempo para las damas; no te
expongas a las heridas y a la muerte y no me hagas desgraciado por haberte impulsado a ello; por lo
menos, cúbrete con aquel antiguo escudo y no saques demasiado la cabeza por la celosía.
Rebeca siguió las instrucciones de Ivanhoe con presteza y se protegió con el escudo que colocó en
la parte superior de la ventana. Con cierto margen de seguridad, podía contemplar lo que pasaba
fuera del castillo y contarle a Ivanhoe los preparativos que los asaltantes llevaban a cabo para el
ataque. La situación de la que disfrutaba era muy favorable para su propósito porque, al estar
situada en un ángulo del edificio principal, Rebeca no sólo podía ver lo que pasaba fuera del recinto
del castillo, sino también del patio que iba a ser el objetivo primero del asalto. […]
-Los límites del bosque parecen atestados de arqueros, aunque solo unos pocos salen de sus
sombras.
-¿Bajo qué bandera? –preguntó Ivanhoe.
-Bajo ninguna insignia de guerra que yo pueda ver –contestó ella.
-Una novedad singular –murmuró el caballero-, el que avancen para atacar un castillo sin bandera o
pendón desplegados. ¿Puedes distinguir quién los encabeza?
-Un caballero vestido con armadura negra es el más visible –dijo la judía-, solo él va armado de
pies a cabeza y parece asumir la dirección de todos los que le rodean.
-¿Qué emblema lleva en el escudo? –replicó Ivanhoe.
-Algo parecido a una barra de hierro y un candado pintado de azul sobre el escudo negro. […]
-¡Santos profetas de la ley de Dios! Front-de-Boeuf y el Caballero negro están luchando. […]
-El gigante se inclina y se tambalea como un roble bajo el hacha del leñador. ¿Ha caído, ha caído?
-¿Front-de-Boeuf? –exclamó Ivanhoe.
-¡Front-de-Boeuf! –respondió la judía-. Sus hombres corren a su rescate encabezados por el
templario altanero; todos juntos obligan al campeón a detenerse; están arrastrando a Front-de-Boeuf
hacia los muros.

Texto 2: Goethe, Las desventuras del joven Werther.

20 de diciembre

Cuando volvió a su casa, tomó la luz de mano de su criado, que quería alumbrarle, y subió solo a su
habitación. Una vez en ella, se puso a recorrerla a grandes pasos, sollozando y hablando solo, pero
en voz alta y acaloradamente; acabó por arrojarse vestido sobre el lecho, donde el criado le halló
tendido a las once, cuando entró a preguntarle si quería que le quitase las botas. Werther consintió
que lo hiciera, prohibiéndole al mismo tiempo que entrara en su cuarto al día siguiente antes de que
él le llamase.
El lunes 21 de diciembre, por la mañana, escribió a Carlota la siguiente carta, que se encontró
cerrada sobre su mesa y fue remitida a la persona a quien se dirigía. La insertamos aquí por
fragmentos, como parece que él la escribió:
“Es cosa resuelta, Carlota: quiero morir y te lo participo sin ninguna exaltación romántica, con la
cabeza tranquila, el mismo día en que te veré por última vez. Cuando leas estas líneas, mi adorada
Carlota, yacerán en la tumba los despojos del desgraciado que en los últimos instantes de su vida no
encuentra placer más dulce que el placer de pensar en ti. He pasado una noche terrible: con todo, ha
sido benéfica, porque ha fijado mi resolución. ¡Quiero morir! “Al separarme ayer de tu lado, un frío
inexplicable se apoderó de todo mi ser; refluía mi sangre al corazón, y respirando con angustiosa
dificultad pensaba en mi vida, que se consume cerca de ti, sin alegría, sin esperanza. ¡Ah!, estaba
helado de espanto… Apenas pude llegar a mi alcoba, donde caí de rodillas, completamente loco.
¡Oh Dios mío!, tú me concediste por última vez el consuelo de llorar. Pero ¡qué lágrimas tan
amargas! Mil ideas, mil proyectos agitaron tumultuosamente mi espíritu, fundiéndose al fin todos
en uno solo, pero firme, inquebrantable: ¡morir! Con esta resolución me acosté, con esta
resolución, inquebrantable y firme como ayer, he despertado: ¡quiero morir! No es desesperación,
es convencimiento: mi carrera está concluida, y me sacrifico por ti. Sí, Carlota, ¿por qué te lo he de
ocultar? Es preciso que uno de los tres muera, y quiero ser yo. ¡Oh vida de mi vida! Más de una vez
en mi alma desgarrada ha penetrado un horrible pensamiento: matar a tu marido..., a ti..., a mí. Sea
yo, yo solo; así será. Cuando al anochecer de algún hermoso día de verano subas a la montaña,
piensa en mí y acuérdate de que he recorrido muchas veces el valle; mira luego hacia el cementerio,
y a los últimos rayos del sol poniente vean tus ojos cómo el viento azota la hierba de mi
sepultura…
Estaba tranquilo al comenzar esta carta, y ahora lloro como un niño. ¡Tanto martirizan estas ideas
mi pobre corazón!”
Werther llamó a su criado cerca de las diez. Mientras le vestía, le dijo que iba a hacer un viaje de
algunos días, y que era preciso, por tanto, sacar la ropa y preparar las maletas; le mandó, además,
arreglar las cuentas, recoger muchos libros que había prestado y dar a algunos pobres, a quienes
socorría una vez por semana, el importe anticipado de la limosna de dos meses.
Se hizo servir el almuerzo en su cuarto, y después de haber comido, se dirigió a la casa del juez, a
quien no encontró. Se paseó por el jardín con aire pensativo que parecía indicar el deseo de fundir
en una sola todas las ideas capaces de avivar sus amarguras.

Texto 3: M. W. Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo.

Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana
en la agonía, coloqué a mí alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir un hálito de
vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las
ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama,
vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un
movimiento convulsivo sacudió su cuerpo.
¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e
infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y había seleccionado sus
rasgos por hermosos. ¡Hermosos!: ¡santo cielo! Su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado
de músculos y arterias; tenía el pelo negro, largo y lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello
no hacía más que resaltar el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo
color que las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos
labios.
Las alteraciones de la vida no son ni mucho menos tantas como las de los sentimientos humanos.
Durante casi dos años había trabajado infatigablemente con el único propósito de infundir vida en
un cuerpo inerte.
Para ello me había privado de descanso y de salud. Lo había deseado con un fervor que
sobrepasaba con mucho la moderación; pero ahora que lo había conseguido, la hermosura del sueño
se desvanecía y la repugnancia y el horror me embargaban. Incapaz de soportar la visión del ser que
había creado, salí precipitadamente de la estancia. Ya en mi dormitorio, paseé por la habitación sin
lograr conciliar el sueño. Finalmente, el cansancio se impuso a mi agitación, y vestido me eché
sobre la cama en el intento de encontrar algunos momentos de olvido. Mas fue en vano; pude
dormir, pero tuve horribles pesadillas. Veía a Elizabeth, rebosante de salud, paseando por las calles
de Ingolstadt. Con sorpresa y alegría la abrazaba, pero en cuanto mis labios rozaron los suyos,
empalidecieron con el tinte de la muerte; sus rasgos parecieron cambiar, y tuve la sensación de
sostener entre mis brazos el cadáver de mi madre; un sudario la envolvía, y vi cómo los gusanos
reptaban entre los dobleces de la tela. Me desperté horrorizado; un sudor frío me bañaba la frente,
me castañeteaban los dientes y movimientos convulsivos me sacudían los miembros. A la pálida y
amarillenta luz de la luna que se filtraba por entre las contraventanas, vi al engendro, al monstruo
miserable que había creado. Tenía levantada la cortina de la cama, y sus ojos, si así podían
llamarse, me miraban fijamente. Entreabrió la mandíbula y murmuró unos sonidos ininteligibles, a
la vez que una mueca arrugaba sus mejillas. Puede que hablara, pero no lo oí. Tendía hacia mí una
mano, como si intentara detenerme, pero esquivándola me precipité escaleras abajo. Me refugié en
el patio de la casa, donde permanecí el resto de la noche, paseando arriba y abajo, profundamente
agitado, escuchando con atención, temiendo cada ruido como si fuera a anunciarme la llegada del
cadáver demoníaco al que tan fatalmente había dado vida.
¡Ay!, Ningún mortal podría soportar el horror que inspiraba aquel rostro. Ni una momia reanimada
podría ser tan espantosa como aquel engendro. Lo había observado cuando aún estaba incompleto,
y ya entonces era repugnante; pero cuando sus músculos y articulaciones tuvieron movimiento, se
convirtió en algo que ni siquiera Dante hubiera podido concebir.
Pasé una noche terrible. A veces, el corazón me latía con tanta fuerza y rapidez que notaba las
palpitaciones de cada arteria, otras casi me caía al suelo de pura debilidad y cansancio. Junto a este
horror, sentía la amargura de la desilusión. Los sueños que; durante tanto tiempo habían constituido
mi sustento y descanso se me convertían ahora en un infierno; ¡y el cambio era tan brusco, tan
total!
Por fin llegó el amanecer, gris y lluvioso, e iluminó ante mis agotados y doloridos ojos la iglesia de
Ingolstadt, el blanco campanario y el reloj, que marcaba las seis. El portero abrió las verjas del
patio, que había sido mi asilo aquella noche, y salí fuera cruzando las calles con paso rápido, como
si quisiera evitar al monstruo que temía ver aparecer al doblar cada esquina. No me atrevía a volver
a mi habitación; me sentía empujado a seguir adelante pese a que me empapaba la lluvia que, a
raudales, enviaba un cielo oscuro e inhóspito.

Texto 4: Victor Hugo, Los miserables.

Algunas naturalezas no pueden amar a alguien sin odiar a otro. La Thenardier amaba
apasionadamente a sus hijas, lo cual fue causa de que detestara a la forastera. Es triste pensar que el
amor de una madre tenga aspectos tan terribles. Por poco que se preocupara de la niña, siempre le
parecía que algo le quitaba a sus hijas, hasta el aire que respiraban, y no pasaba día sin que la
golpeara cruelmente. Siendo la Thenardier mala con Cosette, Eponina y Azelma lo fueron también.
Las niñas a esa edad no son más que imitadoras de su madre.
Y así pasó un año, y después otro.
Mientras tanto, Thenardier supo por no sé qué oscuros medios que la niña era probablemente
bastarda, y que su madre no podía confesarlo. Entonces exigió quince francos al mes, diciendo que
la niña crecía y comía mucho y amenazó con botarla a la calle.
De año en año la niña crecía y su miseria también. Cuando era pequeña, fue la que se llevaba los
golpes y reprimendas que no recibían las otras dos. Desde que empezó a desarrollarse un poco,
incluso antes de que cumpliera cinco años, se convirtió en la criada de la casa.
A los cinco años, se dirá, eso es inverosímil. ¡Ah! Pero es cierto. El padecimiento social empieza a
cualquier edad.
Obligaron a Cosette a hacer las compras, barrer las habitaciones, el patio, la calle, fregar la vajilla,
y hasta acarrear fardos. Los Thenardier se creyeron autorizados para proceder de este modo por
cuanto la madre de la niña empezó a no pagar en forma regular.
Si Fantina hubiera vuelto a Montfermeil al cabo de esos tres años, no habría reconocido a su hija.
Cosette, tan linda y fresca cuando llegó, estaba ahora flaca y fea. No le quedaban más que sus
hermosos ojos que causaban lástima, porque, siendo muy grandes, parecía que en ellos se veía
mayor cantidad de tristeza.
Daba lástima verla en el invierno, tiritando bajo los viejos harapos de percal agujereados, barrer la
calle antes de apuntar el día, con una enorme escoba en sus manos amoratadas, y una lágrima en
sus ojos. En el barrio la llamaban la Alondra. El pueblo, que gusta de las imágenes, se complacía en
dar este nombre a aquel pequeño ser, no más grande que un pájaro, que temblaba, se asustaba y
tiritaba, despierto el primero en la casa y en la aldea, siempre el primero en la calle o en el campo
antes del alba.
Sólo que esta pobre alondra no cantaba nunca.

Texto 5: E.T.A. Hoffmann, El hombre de arena.

Por el semblante taciturno de mi padre y por la tristeza de mi madre supe una noche que vendría el
Hombre de Arena. Pretexté un enorme cansancio y abandonando la sala antes de las nueve fui a
esconderme detrás de la puerta. La puerta de la calle crujió en sus goznes y lentos pasos, tardos y
amenazadores, retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras. Mi madre y los niños pasaron
apresuradamente ante mí. Abrí despacio, muy despacio, la puerta del gabinete de mi padre. Estaba
sentado como de costumbre, en silencio y de espaldas a la puerta. No me vio, y corrí a esconderme
detrás de una cortina que tapaba un armario en el que estaban colgados sus trajes. Después los
pasos se oyeron cada vez más cerca, alguien tosía, resoplaba y murmuraba de forma singular. El
corazón me latía de miedo y expectación. Muy cerca de la puerta, un paso sonoro, un golpe
violento en el picaporte, los goznes giran ruidosamente. Adelanto a mi pesar la cabeza con
precaución, el Hombre de Arena está en medio de la habitación ¡el resplandor de las velas ilumina
su rostro! ¡El Hombre de Arena, el terrible Hombre de Arena, es el viejo abogado Coppelius que a
veces se sienta a nuestra mesa! Pero el más horrible de los rostros no me hubiera causado más
espanto que el de aquel Coppelius. Imagínate un hombre de anchos hombros con una enorme
cabeza deforme, una tez mate, cejas grises y espesas bajo las que brillan dos ojos verdes como los
de los gatos y una nariz gigantesca que desciende bruscamente sobre sus gruesos labios. Su boca
torcida se encorva aún más con su burlona sonrisa; en sus mejillas dos manchas rojas y unos
acentos a la vez sordos y silbantes se escapan de entre sus dientes irregulares. Coppelius aparecía
siempre con un traje color ceniza, de una hechura pasada de moda, chaqueta y pantalones del
mismo color, medias negras y zapatos con hebillas de estrás. Su corta peluca, que apenas cubría su
cuello, terminaba en dos bucles pegados que soportaban sus grandes orejas, de un rojo vivo, e iba a
perderse en un amplio tafetán negro que se desplegaba aquí y allá en su espalda y dejaba ver el
broche de plata que sujetaba su lazo. Aquella cara ofrecía un aspecto horrible y repugnante, pero lo
que más nos chocaba a nosotros, niños, eran aquellas grandes manos velludas y huesudas; cuando
él las dirigía hacia algún objeto, nos guardábamos de tocarlo. Él se había dado cuenta de esto y se
complacía en tocar los pasteles o las frutas confitadas que nuestra madre había puesto sigilosamente
en nuestros platos; entonces él gozaba viendo nuestros ojos llenos de lágrimas al no poder ya
saborear por asco y repulsión las golosinas que él había rozado. Lo mismo hacía los días de fiesta,
cuando nuestro padre nos servía un vasito de vino dulce. Entonces se apresuraba a coger el vaso y
lo acercaba a sus labios azulados, y reía diabólicamente viendo cómo sólo podíamos exteriorizar
nuestra rabia con leves sollozos. Acostumbraba a llamarnos los animalitos; en presencia suya no
nos estaba permitido decir una sola palabra y maldecíamos con toda nuestra alma a aquel personaje
odioso, a aquel enemigo que envenenaba deliberadamente nuestra más pequeña alegría. Mi madre
parecía odiar tanto como nosotros al repugnante Coppelius, pues, desde el instante en que aparecía,
su dulce alegría y su despreocupada forma de ser se tornaban en una triste y sombría gravedad.
Nuestro padre se comportaba con Coppelius como si éste perteneciera a un rango superior y
hubiera que soportar sus desaires con buen ánimo. Nunca dejaba de ofrecerle sus platos favoritos y
descorchaba en su honor vinos de reserva.

Texto 6: Charlotte Brontë, Jane Eyre.

A la señorita Ingram le faltaba algo para provocar mis celos: era demasiado imperfecta para
despertarlos. Perdona esta aparente paradoja: sé lo que me digo. Era muy llamativa, pero no era
auténtica. Tenía un bello cuerpo y muchos talentos deslumbradores, pero su mente era mediocre y
su corazón yermo por naturaleza. No florecía nada de manera espontánea en esa tierra; ningún fruto
natural deleitaba por su lozanía. No era buena, no era original: acostumbraba a repetir citas
altisonantes de los libros, pero nunca ofrecía, ni tenía, opinión propia. Preconizaba sentimientos
elevados, pero desconocía los sentimientos de compasión y piedad, carecía de ternura y sinceridad.
Demostraba esto con demasiada frecuencia, descargando la antipatía malévola que albergaba contra
la pequeña Adèle, rechazándola con algún epíteto ofensivo cuando se acercaba ésta, a veces
echándola de la habitación, y tratándola siempre con frialdad y acritud. Otros ojos, además de los
míos, observaban estas manifestaciones de carácter; las observaban de cerca, con agudeza y
perspicacia. Sí, el futuro novio, el señor Rochester mismo, ejercía una vigilancia constante sobre su
pretendida; y fueron su sagacidad, su recelo, su conciencia perfecta y diáfana de los defectos de su
amada, la evidente ausencia de pasión de sus sentimientos por ella, lo que me causaban un
sufrimiento incesante.
Me di cuenta de que se iba a casar con ella por razones de familia o, quizás, políticas, porque le
convenían su rango y sus conexiones. Me parecía que no le había entregado su amor y que ella no
tenía las cualidades necesarias para ganar ese tesoro. Ésta era la cuestión, esto era lo que me
exasperaba y torturaba los nervios, aquí residía mi sufrimiento: ella no era capaz de enamorarlo.
Si ella hubiera conseguido una victoria inmediata y él hubiera depositado su corazón a sus pies, yo
me habría tapado la cara, me habría vuelto hacia la pared y (metafóricamente) habría muerto para
ellos. Si la señorita Ingram hubiese sido una mujer buena y noble, dotada de fuerza, fervor, bondad
y sentido, yo habría librado una batalla con dos tigres: los celos y la desesperación. Después de que
éstos me hubieran arrancado y devorado el corazón, la habría admirado, habría reconocido su
perfección y me habría callado durante el resto de mis días. Cuanto más absoluta su superioridad,
más profunda habría sido mi admiración y más serena mi resignación. Pero, tal como estaban las
cosas, observar los intentos de la señorita Ingram de fascinar al señor Rochester, ser testigo de sus
constantes fracasos sin que ella se diese cuenta de ello, creyendo, en su vanidad, que cada flecha
disparada daba en el blanco y vanagloriándose de su éxito, cuando su orgullo y engreimiento
repelían cada vez más lo que ella pretendía atraer; ser testigo de aquello era hallarse bajo una
excitación sin fin y una despiadada represión.
Texto 7: A. Pushkin, La hija del capitán.

De pronto se dirigió a mi madre:


-Avdotia Vasílevna, ¿cuántos años tiene Petrusha?
-Ya ha cumplido dieciséis- contestó mi madre.
-Petrusha nació el mismo año en que la tía Nastasia Guerásimovna se quedó tuerta y, además...
-Bueno -interrumpió mi padre -, ya es hora de que empiece su servicio. Ya está bien de correr por
los cuartos de las criadas y de subirse a los palomares.
La idea de una próxima separación sorprendió tanto a mi madre, que dejó caer la cuchara en la
cacerola y le corrieron lágrimas por la cara. En cambio, sería difícil describir mi entusiasmo. La
idea del servicio iba unida para mí a la idea de la libertad y de los placeres de la vida de
Petersburgo. Ya me veía oficial de la guardia, lo cual me parecía el máximo de la felicidad humana.
A mi padre no le gustaba cambiar de intención ni aplazar su cumplimiento. Quedó decidido el día
de mi partida. La víspera, mí padre anunció que pensaba darme una carta para mi futuro jefe y pidió
papel y pluma.
-No te olvides, Andréi Petróvich -dijo mi madre de saludar de mi parte al príncipe B., y dile que no
deje a Petrusha sin protección.
-¡Qué tontería! -contestó mí padre frunciendo el entrecejo-. ¿Por qué crees que voy a escribir al
príncipe B?
-¿No habías dicho que ibas a escribir al jefe de Petrusha?
-¿Y eso que viene que ver?
-Que el jefe de Petrusha es el príncipe B: Petrusha está inscrito en el regimiento Semionovski.
-Está inscrito! ¿Y qué me importa que esté inscrito? Petrusha no irá a Petersburgo. ¿Qué puede
aprender sirviendo en Petersburgo? A gastar dinero y a divertirse. No, que sirva en el ejército, que
sepa lo que es el trabajo, que huela a pólvora y sea un soldado y no un tunante. ¡inscrito en la
guardia! ¿Dónde está su pasaporte? Tráemelo.
Mi madre buscó mi pasaporte, que tenía guardado en una caja junto a la camisa con que me había
bautizado, y se lo dio a mi padre con mano temblorosa. Mi padre lo leyó detenidamente, lo puso en
la mesa y empezó la carta.
La curiosidad me devoraba. ¿Adónde me mandaría, si no era a Petersburgo? No quitaba el ojo de la
pluma de mi padre, que se movía, para mi desesperación, con bastante lentitud. Por fin la terminó,
metió la carta en un sobre con el pasaporte, cerró éste, quitóse los anteojos, me llamó y me dijo:
-Aquí tienes una carta para Andréi Kárlovich, mi viejo amigo y camarada. Vas a Oremburgo a
servir a sus órdenes.
¡Todas mis brillantes esperanzas se derrumbaban? En lugar de la alegre vida de Petersburgo, me
esperaba el aburrimiento en una región remota y oscura. El servicio, que hacía un minuto había
despertado mi entusiasmo, ahora me parecía una verdadera desgracia. ¡Pero no había nada que
hacer!
A la mañana siguiente trajeron a la puerta de casa una kibitka de viaje y colocaron en ella una
maleta, un pequeño baúl, en el que se introdujo todo lo que hacía falta para el té, y varios bultos
con bollos y empanadillas, últimas muestras de los mimos caseros.
Mis padres me bendijeron. Mi padre me dijo:
-Adiós, Piotr. Sé fiel al que hayas jurado fidelidad; obedece a tus superiores; no persigas sus
favores; no busques trabajo, pero no lo rehúyas tampoco, y recuerda el proverbio: «Cuida la ropa
cuando está nueva y el honor desde joven. -Mi madre, entre lágrimas, me pedía que cuidara mi
salud y ordenaba a Savélich que vigilara al niño. Me pusieron un tulup de conejo y encima un
abrigo de piel de zorro. Emprendimos el camino, yo sentado en la kíbítka junto a Savélich y
llorando amargamente.

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