Historia - de - La - Filosofía - China - Confucio El Inicio de La Filosofia - (PG - 58 - 71) PDF

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Capítulo III

Confucio y el inicio de la filosofía china

El fin de las legitimaciones carismáticas


de la soberanía

El gran papel que la sociedad y el Estado han desempeñado siem-


pre en la filosofía china puede tener también su causa, junto a
otras razones que ya se han tratado de forma escueta, en el hecho
de que la filosofía surgiese a partir de una situación política global
que le dejó una impronta muy determinada. Aunque intentásemos
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concentrarnos en la mera historia del pensamiento con el fin de


conseguir cierta brevedad en la exposición, no podríamos evitar
dedicar algunas palabras a los antecedentes históricos a la hora de
exponer los inicios de la filosofía china. De hecho, la fuerte moti-
vación política del incipiente pensamiento chino está presente en
todas partes, incluida su terminología.
El impulso para una nueva explicación racional del universo
y del entorno lo aportó la progresiva disolución de la imagen ar-
mónica del mundo de la época Shang, que antiguamente había
aglutinado en una unidad la esfera del Aquí y el Ahora, así como
la esfera de los espíritus de los muertos y de los de la naturaleza,
en la figura central del rey y de los sacerdotes y chamanes que
aparecían como sus ayudantes. Esta disolución no comenzó con la

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Historia de la filosofía china

suplantación de la dinastía Shang por la dinastía Zhou a finales del


segundo milenio antes de Cristo —a pesar de que ya en esa época
puede constatarse el inicio de una conciencia distanciada—, aunque
sí con la pérdida del poder efectivo de los Zhou en torno a 770 a.
C., después de que tribus bárbaras incursionaran en los dominios
que estos soberanos poseían en el oeste. Hasta entonces, el imperio
de los Zhou se había regido por las reglas del feudalismo familiar,
es decir, distribuían los territorios no administrados directamente
por ellos entre familiares o familias aliadas que les pagaban tributo.
Sin embargo, después de perder su territorio de origen y tener que
encontrar refugio como fugitivos apátridas en un pequeño feudo
al este del imperio, se produjo una situación particularmente in-
oportuna que, con el paso del tiempo, condujo no sólo a una crisis
política, sino también a una crisis espiritual: la pérdida del poder no
tuvo como consecuencia, como en el caso del declive de los Shang,
la fundación de una nueva dinastía, sino una situación de punto
muerto en la cual los señores feudales más poderosos, que habrían
podido reivindicar el título de nuevo soberano, se perjudicaron
entre sí. Lo único que fueron capaces de imponer fue el hecho de
erigirse sucesivamente como «protectores del imperio» (en chino,
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bawang, «reyes poderosos») y como tales garantizar la continuidad


de la impotente casa real Zhou, que pronto estaría únicamente en
condiciones de desempeñar una función cultual —en particular, la
ejecución de los sacrificios celestes. De esta manera, desde la cúspide
se produjo una peculiar escisión de la imagen global del mundo:
por una parte, se encontraba una dinastía sin poder, con una legi-
timación persistente pero deteriorada; por otra parte, existía una
serie de diferentes gobernantes sin legitimación, aunque dotados
de suficiente poder como para asumir el gobierno del país, cuando
menos a corto plazo. Por causa de esta constelación esquizofrénica
se vieron seriamente dañadas tanto la legitimación del poder como
la del culto, que anteriormente se habían apoyado mutuamente: el
culto se convirtió en una farsa y el poder en un puro dominio por

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la fuerza. De este modo, ambas demandaban una nueva y perentoria


legitimación.
Esta situación insostenible, que, sin embargo, se prolongó du-
rante más de medio milenio, creó también externamente las condi-
ciones previas para una vida espiritual caótica, aunque más intensa
que nunca antes y que convirtió el periodo entre el siglo v y el iii
a. C. en la «era de los filósofos». Las luchas cada vez más violentas
entre los antiguos príncipes feudales Zhou condujeron, por una
parte, a una progresiva supresión de los principados particulares y,
con ello, a la emancipación de numerosos nobles desarraigados que
se desplazaron ahora de una Corte a otra; por otra parte, provocaron
un mayor interés de los príncipes que aún quedaban para obtener
consejos que les permitiesen conquistar la soberanía de todo el im-
perio, con la que todos soñaban en secreto de una u otra manera.
Confucio (551-479 a. C.), que procedía de una familia de la baja
nobleza de un pequeño estado devenido insignificante llamado Lu
(en el actual sudoeste de Shandong), formó parte, asimismo, de este
círculo de personas fluctuantes, formado (como ya se ha indicado)
no sólo por nobles empobrecidos y en modo alguno sólo por inte-
lectuales, sino, en buena parte, también por guerreros que se habían
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quedado sin patria y por otras gentes mucho menos honorables.

Confucio como «reformador»

Si se considera la doctrina de Confucio (del «maestro Kong») en su


conjunto, resulta, sin duda, difícil descubrir en ella, a primera vista,
algo tan extraordinario que nos permita comprender su asombro-
sa influencia durante más de dos milenios. Y esto es así tanto en
términos absolutos como en comparación con otras doctrinas que
comenzaron a aparecer poco después y que, en muchos casos, ofre-
cieron una imagen más definida. En principio, tampoco el hecho
de que Confucio fuese el «primer» filósofo chino nos aclara mucho

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las cosas, pues pueden señalarse vestigios de pensamiento filosófico


anteriores a él; su «primogenitura» se apoyaría sencillamente en su
éxito, que él mismo no conoció en vida, pero del que sentó las ba-
ses a largo plazo. En todo caso, se trata del primer filósofo chino que
consiguió fundar una escuela e inspirar a una cadena de seguidores
que transmitiesen su nombre y sus pensamientos.
Bajo una consideración más exacta, el misterio de este éxito
comporta rasgos paradójicos: por una parte, este misterio se apo-
yó en la clara indefinición de la doctrina o, dicho de forma más
exacta, en que las sentencias de Confucio, a pesar de (o debido a)
su concisión, se sostenían de un modo tan genérico, que dejaban
espacio para las más diversas interpretaciones; pero el misterio del
éxito radicaría aún más en que Confucio no se consideró a sí mismo
expresamente un heraldo de nuevas verdades, sino un simple trans-
misor y renovador de verdades antiquísimas. Como muchos otros
reformadores, al remitirse en cierta medida al pasado, proporcionó
a su programa una dimensión histórica más profunda y una legiti-
mación difícilmente atacable. Esta apreciación de sí mismo como
«reformador» en el sentido propio del término —es decir, como una
persona que sólo quiere que se tome de nuevo conciencia de lo que
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yace enterrado— se manifiesta en diversas citas de Confucio:

Describir y no obrar [uno mismo], ser fiel y amar la antigüedad, en


esto me atrevo a compararme con antiguos [héroes como] Peng.3

No soy alguien nacido con sabiduría, sino que me limito a amar la


antigüedad y me esfuerzo seriamente por emularla.4

Esta «antigüedad» que él procuraba emular y reavivar no ha de


entenderse, sin embargo, de manera general, sino como algo defi-

3.  Lunyu 7.1.


4.  Lunyu 7.20.

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nido con precisión en el tiempo. Se refiere a la primera fase de la


dinastía Zhou, entre 1050 y 770 a. C. aproximadamente, cuando
el ejercicio del poder y del culto no se había escindido aún en dos
mitades dentro de la política. Resulta significativo que, entre los
soberanos de esta primera época Zhou, la figura ideal para Con-
fucio no fuese un rey ordinario, sino el «conde de Zhou» (Zhou
gong), quien, a modo de regente o consejero, había apoyado en su
actividad de gobierno al joven rey fundador de la dinastía. «Según
mi parecer todo va cada vez peor —parece que Confucio manifes-
tó una vez—; desde hace mucho tiempo no he visto en sueños al
conde de Zhou.»5
Existen diversos indicios de que el propio Confucio se identifi-
có con este rey sin corona (en chino, suwang, «rey sabio» o «puro»)
y de que con él asociaba su esperanza de llegar a ser una «eminen-
cia» detrás de un nuevo soberano fundador, al igual que lo fue el
duque de Zhou. En la época posterior a Confucio se manifestó, en
todo caso, una tradición que sostenía que de forma periódica, cada
500 años, aparecería en el imperio un rey espiritual, un renovador
espiritual —del mismo modo que Confucio sucedió al conde Zhou
después de medio milenio—, y no debe extrañar que ya en vida
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de Confucio existiera esta tradición. De todas formas, a partir de


sus muchas sentencias puede inferirse que él, a pesar de su modesto
repliegue a una voluntaria condición de epígono, estaba conven-
cido de su misión en la historia universal. Esto puede observarse
con mayor claridad cuando, en ocasiones, comenzaba a dudar de
la viabilidad de dicha misión, prorrumpía en quejas y manifiestaba
sus esperanzas.
Esta peculiar apreciación dual de sí mismo es probablemente
también la responsable de que, incluso a los ojos de su propia es-
cuela, Confucio aparezca más como un copista de escritos antiguos
que como un autor de los suyos propios. Así, se cree que fue él

5.  Lunyu 7.5.

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en particular quien dotó de su forma definitiva a los Clásicos que


hemos descrito brevemente. Entre éstos se encontraban, como obra
que él consideraba la más importante, los Anales de las primaveras y
otoños de su estado natal Lu, en los que, mediante una dicción par-
ticular, habría introducido su juicio personal sobre acontecimientos
históricos, como, por ejemplo, en el caso de la muerte violenta
de un príncipe, interpretándola como un «asesinato» o como una
«ejecución» de acuerdo con la inocencia o la culpabilidad del di-
funto. De la doctrina de Confucio propiamente dicha sólo tenemos
conocimiento a través de los escritos de sus discípulos, que nos han
llegado en una recopilación (en distintas redacciones, de las cuales se
impuso la de Zengzi). Esta obra lleva con todo derecho el título de
Analectas (Lunyu), pues en ella encontramos, en efecto, y de manera
casi exclusiva, sentencias epigramáticas del maestro, surgidas en su
mayoría por la pregunta de un discípulo. Por lo general, a nosotros
nos parecen bastante rígidas, lo que, por una parte, se debe a su
estilo arcaico, y, por la otra, a que conceptos que aparentemente
eran conocidos por todos se definiesen una y otra vez, se situasen
unos frente a otros o se reuniesen en grupos. En consecuencia, no
se creó algo realmente nuevo, sino que sólo se hizo un inventario
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de lo mismo. A partir de viejos escombros se construyó una nueva


estructura del orden, un nuevo orden que, por supuesto, se ofrece
como auténtico y originario.
Aquí radica la gran valoración del «aprendizaje» y del «estudio»
(xue), típica desde entonces en el confucianismo, un «aprendiza-
je» que ocupe expresamente un lugar junto al «pensar» (si), como
equivalente de éste. «Aprender sin pensar carece de sentido —dice
uno de los epigramas pronunciados por Confucio—, pero pensar
sin aprender es peligroso.»6 Y a partir de su propia experiencia
añadía:

6.  Lunyu 2.15.

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Con frecuencia no he comido en todo el día ni dormido en toda la


noche con el único fin de pensar. De nada sirvió. Porque, en efecto,
es mejor aprender.7

Hasta qué punto esta actitud hace referencia a una relación práctica
con la vida, es decir, con la idea de que «pensar» puede derivar con
facilidad en algo puramente especulativo se pone de manifiesto
en una observación que Confucio hizo cuando le explicaron que
un viejo sabio reflexionaba siempre tres veces antes de hacer algo:
«Si hubiera reflexionado dos veces, también habría estado bien», 8
respondió de forma lacónica. Esta proximidad a la praxis pudo con-
tribuir al éxito de la doctrina confuciana. Primero había que llevar
las teorías a los hechos, antes de convertirlas en una norma que los
demás debían seguir, dijo Confucio en otro lugar. Y en la misma
dirección va esta sentencia peculiar, difícil de resolver y precisamen-
te por ese motivo interesante:

El que sabe se alegra con el agua; el humano, con la montaña. El que


sabe está en movimiento, el humano está en reposo. El que sabe tiene
alegría, el humano tiene larga vida.9
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«Humanidad» y «nobleza»

Con el término «humanidad» (ren), que en este texto (de forma


personalizada) se contrapone al «saber» (zhi), se enuncia el concep-
to central bajo el cual pueden clasificarse todos los demás ideales
confucianos. La palabra es, en su origen, idéntica al término «ser
humano» (ren) y en la escritura se diferenció también, en cierto

7.  Lunyu 15.31.


8.  Lunyu 5.20.
9.  Lunyu 6.23.

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sentido, tarde como concepto abstracto del concepto concreto


de «ser humano» (el signo de la inscripción Zhou   pasa a ser  ).
En la época preconfuciana (por ejemplo, en el Yijing), significaba
«amable», «filantrópico». Pero en Confucio adquiere de pronto una
importancia extraordinaria; si en algún punto podemos advertir una
aportación suya verdaderamente original, ese punto es éste. No
obstante, resulta evidente que el descubrimiento de la «humanidad»
no fue un fenómeno aislado, sino el resultado de una nueva imagen
del ser humano —o, mejor, de la primera concepción real de una
imagen genuina del ser humano.
Hasta el inicio de la época Zhou, el ser humano, como hemos
visto, no estaba claramente delimitado en su esencia, ni con respecto
al ámbito de los muertos, ni a la naturaleza, ambos representados
por espíritus. El soberano, como representante de la humanidad en
su conjunto, tenía una relación sumamente estrecha con los dos
ámbitos, y en ambos desempeñaba una función importante. Sin em-
bargo, cuando el culto se disoció del gobierno efectivo, la atención
se focalizó en cierta medida sobre el mundo real: el ser humano ya
no se consideró un ente más entre los innumerables seres concebi-
dos de forma antropomorfa y dotados de espíritu; poco a poco fue
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surgiendo el reconocimiento de que el ser humano ocupaba en el


mundo una posición excepcional y muy destacada. Este reconoci-
miento le otorgaba de improviso una mayor dignidad y una gran
responsabilidad, no sólo a él, sino también al mundo entero que lo
rodeaba. De hecho, se produjo algo semejante a un giro copernica-
no en sentido inverso: si hasta entonces el pensamiento de los seres
humanos había girado en gran medida en torno a los espíritus de los
antepasados y de la naturaleza, en la nueva concepción todo giraba
alrededor del ser humano. Quizá no fue Confucio el auténtico
«descubridor» de este pensamiento (pues pueden encontrarse plan-
teamientos, en este sentido, en obras anteriores, como el Shujing),
pero sí su más autorizado defensor. El distanciamiento consciente
con respecto al mundo de los espíritus se pone de manifiesto en

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muchos pasajes de las Analectas, pero quizá sea en este fragmento


donde aparece de forma más clara:

El discípulo Jilu (es decir, Zilu) preguntó por [la esencia] del servicio
a los espíritus y los dioses (gui shen). El maestro respondió: «Si uno no
puede aún servir a los hombres, ¿cómo podría servir a los espíritus?».
[Y como Jilu repuso:] «¿Puedo entonces preguntar por [la esencia]
de la muerte?», el maestro contestó: «Si uno no conoce aún la vida,
¿cómo habría de conocer la muerte?».10

En Confucio, «humanismo» e «ilustración» fueron, pues, de la mano.


Su renuncia al mundo de los espíritus elevaba al ser humano —en
principio, a todo ser humano— y lo dotaba de una nobleza natural,
aunque sólo en la medida en que aquél se comportase de un modo
realmente conforme a las reglas de «humanidad». Este razonamiento
puede inferirse del cambio de significado en el seno del confucianis-
mo de la palabra «hijo de príncipe» (junzi). En realidad, este concep-
to designó en su origen únicamente a los nobles, pero en Confucio
adquirió el significado de «noble» en sentido ético (comparable a la
expresión gentleman); su concepto contrario era «persona pequeña»
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(xiao ren), que en su origen y, de manera análoga, había designado


al plebeyo. En innumerables sentencias, Confucio contrapuso la
conducta del «noble» a la de la «persona pequeña», aportando así
una definición totalmente nueva. Un capítulo de las Analectas, que
de manera excepcional no contiene ninguna conversación, describe
con sencillez la supuesta conducta del propio Confucio en la vida
diaria, una conducta que, al mismo tiempo, puede reconocerse
fácilmente como la ideal del «noble». Tras ello no se oculta nada
más que un nuevo indicio de la inherente pretensión al trono que
Confucio parecía tener en virtud de su intachable puesta en práctica
de la «humanidad».

10.  Lunyu 11.12.

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La nobleza, a la que todo individuo podía sentirse encumbrado


gracias a su mera naturaleza humana, exigía, a su vez, una redefi-
nición de la aristocracia realmente establecida y, en definitiva, de
la monarquía. La legitimación puramente carismática, que al inicio
no requería mayores especificaciones, que estaba sujeta únicamente
al «mandato del cielo» y que muy al comienzo quizá consistió en
una especie de «gracia divina», no podía sostenerse ya bajo estas
nuevas condiciones. Con anterioridad a Confucio, aunque con él
de manera cada vez más decidida, se impuso el punto de vista de
que el mandato divino del soberano estaba ligado a determinadas
cualidades morales, es decir, que, de forma ideal, el mejor en el
sentido moral era al mismo tiempo el rey elegido (o mejor quizá,
favorecido espontáneamente) por el «cielo». Hubieron de trans-
currir, por lo demás, algunos siglos antes de que esta concepción
confuciana se impusiera por completo en China; en el periodo sub-
siguiente experimentaría todavía las transformaciones más diversas.
En principio, perduró hasta la época moderna y ejerció incluso un
profundo impacto en los representantes de la Ilustración europea,
sobre todo en Francia, donde desde el siglo xvii se tuvo conoci-
miento del confucianismo a través de los misioneros jesuitas. El
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distanciamiento con respecto a la fe sobrenatural y la orientación


hacia el humanismo los indujo a ver en Confucio al más aclamado
testigo de sus propios ideales.

Jerarquía y ritual

Igual de característicos que los rasgos descritos, que en cierto senti-


do podemos considerar progresistas, fueron los rasgos conservadores
de Confucio, con los que precisamente se dio a conocer como
re-novador. Y son éstos los que se han establecido como parti-
cularmente típicos del confucianismo. En definitiva, todos ellos
pueden reducirse a un principio fundamental: no desarticular las

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antiguas estructuras del orden, que estrictamente hablando, se ha-


bían tornado obsoletas por causa de las nuevas ideas, sino más bien
mantenerlas intactas en la medida de lo posible. O bien había que
dotar dichas estructuras de un sentido nuevo (que se presentaba
como su sentido «originario»), o debían preservarse en virtud de su
edificante belleza per se.
Esta tendencia se muestra ya en el «relleno» que se hizo del
concepto genérico de «humanidad» mediante un diversificado catá-
logo de virtudes. Éste no presenta características igualitarias —como
quizá podría creerse en referencia a un concepto de humanidad de
resonancias democráticas—, sino absolutamente jerárquicas. Esto
se percibe de modo más evidente en el concepto de amor, des-
compuesto en componentes individuales; este concepto es el más
importante para la «humanidad» (a menudo traducido sencillamente
como «amor al ser humano»). Como punto de partida y también
clave se enuncia la «piedad filial» (xiao), la cual (aunque Confucio no
lo mencionó en ninguna parte y sólo mucho más tarde se planteó
como problema) es una conquista humana particular precisamente
por estar en oposición a los logros otorgados por naturaleza. Tam-
bién las restantes formas de amor, el amor al hermano mayor (ti),
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la lealtad al príncipe (zhong) y la correspondiente preocupación de


éste por sus súbditos (shu) tienen el mismo carácter relativo a la po-
sición social (de manera predominante, orientadas desde abajo hacia
arriba). Por consiguiente, la jerarquía tradicional no se atenuó ni
mucho menos se suprimió, sino que únicamente se fundamentó de
manera distinta, a saber, sobre la ética y, por tanto, sobre una base
mucho más vulnerable. Es curioso que la falta de sinceridad oculta
en este enfoque, que el confucianismo habría de padecer durante
toda su vida, no fue reconocida de antemano por sus propios se-
guidores. Lo cierto es que, por un lado, del acervo del concepto de
humanidad formaban parte también las virtudes como «fiabilidad»
o «sinceridad» (xin), «franqueza» u «honradez» (zhi; el signo antiguo
muestra un ojo y una raya recta  ), y, según parece, Confucio daba

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también gran valor a la rectificación de los nombres (zheng ming).


Así, se cuenta que en una ocasión se quejó de que una determi-
nada vasija de bronce llamada gu (*kwo) se pronunciase todavía
igual que «calabaza», gua (*kwå) [de la cual dicha vasija provie-
ne etimológicamente] y de que además, en la escritura, apareciese
como combinación de los pictogramas empleados para «calabaza»
y «cuerno (de beber)»  (como si nosotros nos quejásemos hoy de
que al lápiz se le siga llamando «lápiz» aunque, la mina ya no es de
plomo).* Por otra parte, sin embargo, en las Analectas se halla una
anécdota que arroja una luz significativa sobre la ética confuciana
y que en la China moderna se menciona con preferencia en contra
del confucianismo en su conjunto:

El príncipe de She dijo a Confucio: «En nuestra tierra hay hombres


muy honrados (zhi). Si el padre le ha robado a alguien un cordero, el
hijo testimonia [en su contra]». Y entonces dijo Confucio: «En nuestra
tierra los honrados son de otra manera. El padre encubre al hijo, el
hijo encubre al padre. Ahí radica su honradez.»11

El amor a la verdad —y con él, expresado de forma algo exagerada,


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la verdad misma— tenía que retroceder, por tanto, frente a otros


valores, como el amor a los padres. Y lo mismo ocurrió en lo rela-
tivo a ciertos rituales de antigua tradición que hundían sus raíces en
la imagen prehumanista del mundo que el propio Confucio puso
todo su empeño en desintegrar. Muy oportuna es, en este caso, otra
anécdota de las Analectas, en la que casualmente también interviene
un cordero:

[El discípulo] Zigong quería suprimir el sacrificio de un cordero du-


rante la ceremonia que proclamaba el inicio del mes. Dijo entonces

11.  Lunyu 13.18.


* Bleistift, «lápiz» en alemán, significa literalmente «punta de plomo» (N. del T.)

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Confucio: «Mi querido Si [es decir, Zigong], tú lo lamentas por el


cordero, yo lo lamento por el ritual.12

La actitud prudente y esquiva antes que realmente ilustrada, adop-


tada por Confucio con respecto al mundo de los dioses, los espíritus
y los muertos tuvo su causa, sin duda, en este «lamentarse» y en las
ceremonias relacionadas con el mismo. En otra ocasión parece que
Confucio, al examinar el proverbio «El sacrificio es lo mismo que la
existencia», así como la interpretación de su uso: «El sacrificio a los
dioses es lo mismo que la existencia de los dioses», dijo corrigien-
do: «Si nosotros [mismos] no estamos presentes en el sacrificio, es
como si el sacrificio no existiese».13 También en este caso se trataba
de salvar el ritual en cuanto tal, aunque desplazando su significado
desde el ámbito sobrenatural al puramente humano.
Esta singular actitud, la cual, vista desde fuera, supone de nuevo
cierta falta de sinceridad en su intento de mantener un sistema ritual
completamente vacío de sentido, no se basa sólo en motivos nostál-
gicos o estéticos. Al parecer, está asociada más bien a la convicción
de que en el rito, en su sentido más amplio —empezando por las
buenas maneras a la hora de comer y extendiéndose hasta el culto
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divino, el cual, en el fondo, no precisa en absoluto la existencia de


un dios—, se trata de algo más que de lo puramente externo. Por
utilizar una imagen de este punto de vista, el comportamiento no
es el atuendo, sino la piel del ser humano, sin la cual no puede vivir
y que, por supuesto, puede también influir en su cuerpo. Segura-
mente, la convicción de que todo tipo de educación y formación
tendría que ir tanto desde fuera hacia dentro como desde dentro
hacia fuera no fue defendida exclusivamente por el confucianismo,
sino también por muchos otros filósofos chinos (y seguramente
también por otros de fuera de China). Pero quizá en ninguna otra

12.  Lunyu 3.17.


13.  Lunyu 3.12.

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Historia de la filosofía china

cosmovisión haya desempeñado un papel tan sobresaliente. El ce-


remonial mediante palabras y gestos pudo independizarse y llevar su
propia vida durante un tiempo prolongado, manteniéndose, sin em-
bargo, indisolublemente unido a una determinada actitud interior
fundamental, ya se tratase de cuestiones de etiqueta, tras las cuales
se ponía en peligro en no pocas ocasiones el propio «rostro», ya de
las costumbres del luto, las cuales dieron continuidad del modo más
inmediato a liturgias originariamente religiosas y que quizá por eso
ocuparon una posición central dentro de la compleja variedad de
los rituales chinos. Para Europa parece que esta China confuciana
determinada hasta ese punto por la etiqueta —y en un principio
sólo se conocía esta China «oficial»— fue de igual manera motivo
de admiración y de diversión: las personas se entusiasmaban con
aquel orden modélico y se divertían con ese amaneramiento propio
de marionetas, aun cuando —o precisamente porque— el rococó,
el estilo que con mayor intensidad se ocupó de China, comprendió
muy bien el sentido del ceremonial. En la propia China, los taoístas
no han dejado nunca de burlarse de los confucianos por causa de
un ritual en el que los cuerpos avanzan a pasitos cortos y actúan
como autómatas. Pero no puede pasarse por alto el hecho de que
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el confucianismo debía en buena medida su increíble capacidad


vital a este énfasis puesto en el ritual. Ciertos rituales que habían
perdido ya su sentido original cuando Confucio comenzó a pre-
servarlos no podían, dicho a grandes rasgos, perder ya su sentido,
pues sencillamente lo portaban consigo. Estos ritos fueron quizá
desde el principio cáscaras secas, pero unas cáscaras que, sin embar-
go, proporcionaron cierta orientación y que, en algunas ocasiones,
con sorprendente constancia, pudieron convertirse en puntos de
cristalización de nuevas estructuras. Y no es seguro en modo al-
guno que la doctrina de Confucio, cuya muerte se ha anunciado
de manera tan reiterada en los últimos cien años, haya, en efecto,
muerto definitivamente.

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Bauer, Wolfgang. Historia de la filosofía china: confucianismo, taoísmo, budismo, Herder Editorial, 2009.
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