La Novia Del Diablo. Seabury Quinn
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Seabury Quinn
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Título original: The Devil’s Bride
Seabury Quinn, 1932
Traducción: Stella Mastrangelo
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1. «Alicia, ¿dónde estás?»
ÉRAMOS CINCO, sentados en los divanes gemelos alrededor de la chimenea donde los
troncos de eucaliptos ardían brillantemente, arrojando calcidoscópicos dibujos de
luces y sombras sobre la madera, esmaltada de blanco-marfil, y el piso cubierto de
alfombras diversas del Cuarto de los Antepasados de Twelvetrees.
El viejo David Hume, que excavara los cimientos de Twelvetress tres siglos antes,
había proyectado esa habitación como altar y templo de su lar familiaris, y cada una
de las generaciones siguientes de la familia le había agregado algo de sí misma. El
amplio ventanal del este provenía de la esculpida popa de un galeón español que
fuera capturado por un miembro de la familia dedicado a la piratería, y traído al
tranquilo pueblo de Jersey donde descansaba mientras planeaba nuevas expediciones
de pillaje por las Antillas. Los azulejos de la chimenea, que contaban la historia de la
expulsión del Paraíso en cerámica holandesa blanca y azul, eran recuerdo del exitoso
comercio de otro Hume muerto hacía mucho tiempo, en los días en que Nueva
Amsterdam dominaba los territorios entre el Hudson y el Delaware, y lo defendió de
los suecos hasta que Inglaterra con su apetito imperial se apoderó de él y lo convirtió
en la colonia —no demasiado leal— de Nueva Jersey. Las alfombras que cubrían el
suelo, los libros y objetos diversos que se amontonaban en los estantes, y cada
curiosidad de los aparadores de puertas de cristal, tenían algo que narrar sobre las
aventuras de los Hume en mar y tierra, como piratas, patriotas, comerciantes o
exploradores, enemigos jurados de la ley o representantes de la autoridad
debidamente establecidos.
La aventura corría por las venas de los Hume como licor, desde David, fundador
de la familia, que llegó nadie supo de dónde con su extraña y morena esposa a
establecerse en los territorios que se elevan detrás de las praderas de Jersey, hasta
Ronald, último varón de la familia, que sucumbiera envuelto en llamas y gloria
cuando su avión fue separado de su escuadrón y cayó, llameando como un meteoro,
sobre la martirizada tierra de Nueve Chapelle. Su croix de guerre, que le fuera
otorgada póstumamente, reposaba en uno de los aparadores, junto a la espada que el
Congreso Continental confiriera a su tatarabuelo en lugar de sus salarios atrasados.
Del otro lado de la chimenea, frente a nosotros, se encontraba, sentada entre su
madre y su novio, Alicia, última representante de la familia, cuya mirada, mitad
humorística y mitad preocupada, iba de uno a otro de sus interlocutores mientras
terminaba de hablar. Era una joven esbelta, con una masa de cabellos castaños que
caían en ondas oscuras y sombrías y se recogían en bucles sobre su nuca, y de piel
pálida y clara, cuyo tono marfileño contrastaba con el escarlata de su amplia boca
sensible, sus largas y sedosas pestañas y la profundidad violeta de los ojos,
ligeramente inclinados, que daban a su rostro un interesante aspecto oriental.
—¿Y dice usted, mademoiselle, que el mensaje se repite constantemente? —
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interrogó Jules de Grandin, mi pequeño amigo francés, mientras echaba una rápida
mirada de total aprobación a la fina zapatilla de satén, y la pierna, envuelta en una
media de seda, que la joven mostraba, al encontrarse sentada con un pie debajo de su
cuerpo.
—Sí. Es terrible cuando uno está tratando de descubrir un indicio del futuro,
especialmente en un momento como éste, encontrarse una y otra vez con la misma
frase…
—Alicia, querida —interrumpió la señora Hume—, por qué perder tiempo
hablando de cosas tan absurdas, especialmente ahora que… —se interrumpió con lo
que incuestionablemente habría sido un resoplido en cualquier persona menos
aristocrática que Arabella Hume, y echó a su hija una mirada de reprobación.
De Grandin retorció uno de los extremos de su pequeño bigote rubio y sonrió con
su gesto de niño travieso, que lo hacía irresistible para jóvenes debutantes y
respetables matronas por igual.
—Es misterioso, mademoiselle, como usted misma lo ha dicho —asintió—, ¿pero
está segura de no haber guiado el tejo…?
—Por supuesto que estoy segura —interrumpió la muchacha—. Espere un
momento y le mostraré —colocando su taza de café sobre el taburete de caoba de la
India, se levantó con impaciencia del sofá y abandonó apresuradamente la habitación,
regresando un momento después con una tabla y un tejo de escritura espiritista—.
Ahora miren —ordenó, colocando ambas cosas sobre el diván a su lado—: John, tú y
el doctor Trowbridge y el doctor De Grandin pongan sus manos sobre la tabla, y yo
pondré las mías en medio, de modo que puedan sentir la menor tensión de mis
músculos. Así estaremos seguros de que no estoy guiando el tejo, aun sin querer.
¿Están listos?
Me sentía decididamente pusilánime al levantarme y reunirme con ellos,
colocando las yemas de los dedos sobre la pequeña mesa de tres patas. La mano del
joven Davisson estaba junto a la mía, la de De Grandin junto a la suya, y en medio
reposaban los finos dedos blancos de Alicia. La señora Hume contemplaba el
espectáculo con silenciosa desaprobación.
Durante un momento nos inclinamos sobre la tabla de escritura, esperando en
tensión un movimiento del tejo. Gradualmente mis manos y muñecas se fueron
insensibilizando, a medida que me mantenía en esa postura tensa y desacostumbrada.
Entonces el tejo comenzó a moverse bruscamente, primero hacia la derecha, luego
hacia la izquierda y finalmente en círculos cada vez más amplios, hasta que se deslizó
firmemente hacia el ángulo superior izquierdo de la tabla, deteniéndose
momentáneamente en la A, para seguir luego rápidamente hacia la L y de ahí, con
aceleración constante, regresando a la I. En pocos instantes el mensaje fue deletreado;
una pausa y luego una vez más se repitió la frase, de cuatro palabras:
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—¡Ahí lo tienen! —exclamó la muchacha, con una mezcla de molestia y temor en
su voz—. Ha deletreado las mismas palabras tres veces en el día de hoy. No consigo
que me diga nada más.
—Tonterías. Todo esto es absurdo —declaró John Davisson, levantando las
manos de la tabla y mirando a su encantadora prometida casi con resentimiento—.
Puedes estar convencida de que no moviste la cosa, mi querida, pero debes haberlo
hecho, porque…
—Doctor De Grandin, doctor Trowbridge —la joven se volvió hacia nosotros—.
Ustedes estaban tocando los dedos de mis manos, hubieran notado si hubiese hecho
un movimiento, por leve que fuera, para guiar el tejo, ¿verdad? —asentimos con la
cabeza, en seguida ella prosiguió apresuradamente—: Eso es lo que me intriga. ¿Por
qué motivo una muchacha que se va a casar mañana se diría a sí misma,
subconscientemente o de cualquier otro modo, «vuelve a casa»? Si hubiera dicho
«vete a tu casa», podría tener sentido, porque nos instalaremos en nuestra propia casa
al regresar de nuestro viaje de bodas; pero quisiera saber lo que significa esa
repetición constante de «vuelve a casa». ¿Creen ustedes…?
El ronco sonido del claxon de un automóvil interrumpió su pregunta, y un
momento después media docena de muchachas, acompañadas de un número igual de
jóvenes, irrumpieron en la gran habitación.
—¿Estás lista, viejita? —exclamó Irma Sherwood, que iba a ser la principal dama
de honor—. Vamos pisando el acelerador; la iglesia está toda iluminada y el doctor
Cuthbert tiene el órgano afinado —nos echó una brillante sonrisa y agregó—: Este
asunto de casar decentemente a Alicia es más trabajo que conseguirme un hombre
para mí misma, doctor Trowbridge. Un ensayo más de esta boda y seré candidato a
un manicomio.
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cintura de su hija.
—Por supuesto que la llevaré, querida —replicó la joven—, la última de nuestra
familia que se casó la llevaba, y la anterior también. Las mujeres de la familia Hume
siempre usan este cinturón cuando se casan. Les trae suerte y asegura una gran fam…
—¡Alicia! —la aguda y exasperada interrupción la detuvo en seco—. Si tienes
que ser tan poco delicada, por lo menos recuerda dónde estamos.
—Muy bien, mamá, que sea como tú quieras, pero me la pondré de todas maneras
—respondió la muchacha, girando lentamente de modo que las grandes chapas
plateadas del cinto captaban las luces de la araña y las devolvían en forma de rayos
brillantes y agudos como lanzas.
—Mon dieu, mademoiselle, ¿qué es eso que lleva? ¿Puedo verlo, puedo
examinarlo? —interrogó De Grandin excitado, inclinándose hacia adelante para ver
de cerca el brillante corselete.
—Naturalmente —contestó la joven—. Sólo un momento me lo quitaré —
maniobró con un cierre en la parte delantera, abrió una especie de broche y le entregó
el resplandeciente cinto.
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—Muy bien, mamá, no lo diré —rió la hija—, pero aun las buenas chicas saben
hoy en día que los niños no se encuentran en los repollos —y luego, volviéndose a
De Grandin—: Yo soy la primera mujer de la familia Hume en tres generaciones, y
también la última, de modo que voy a llevar el cinto por cualquier suerte que me
pueda traer, no importa lo que todos digan.
La sonrisa con que De Grandin le respondió fue algo forzada.
—¿No sabe usted de dónde proviene, ni cuál es su historia? —preguntó.
—No, no lo sabemos —replicó la señora Hume antes de que su hija pudiera
hablar—, y lamento en el alma que Alicia lo haya encontrado. Ojalá lo hubiese
vendido cuando tuve la oportunidad.
—¿Eh? —De Grandin se volvió hacia ella casi bruscamente—. ¿Cómo es eso,
madame?
—Un caballero extranjero nos visitó el otro día, diciendo que sabía que teníamos
esto entre nuestras curiosidades y que había oído que estaba en venta. Fue muy
amable, pero insistió en que le permitiese verlo. Cuando le dije que no estaba en
venta pareció muy desilusionado y me pidió que lo reconsiderase. Incluso me ofreció
que fijase cualquier precio que quisiera, asegurándome que no habría problema por
ello, aunque pidiese cien veces el valor intrínseco del cinto. Supongo que era un
representante de algún rico coleccionista, con carta blanca con respecto al dinero, tan
poco parecía importarle.
—¿Y por casualidad no le informó sobre lo que es este cinto, o de dónde
proviene? —interrogó.
—Pues no. Simplemente lo describió y me pidió que le permitiese verlo. A uno
no le gusta hacer muchas preguntas a un visitante casual.
—Précisément. Comprendo, madame —asintió De Grandin.
Rápidamente se organizó el cortejo, y Alicia, escoltada por sus doncellas, recorrió
serenamente la nave. Como no tenía ningún pariente del sexo masculino, la tarea de
entregarla en matrimonio había recaído en mí, pues tanto ella como su madre
declararon que nadie merecía ese honor más que quien la había traído al mundo y
atendido en la varicela, el sarampión y la tos convulsa.
—Y de alguna manera incluiremos Trowbridge en el nombre del primero —me
aseguró Alicia en un susurro, dándome una suave palmadita en el brazo mientras nos
deteníamos por un momento en las gradas del presbiterio.
—Ahora, cuando el doctor Bentley haya pronunciado la advertencia: «Si nadie
ofrece impedimento a este matrimonio» —anunció el sacerdote que oficiaba como
maestro de ceremonia—, avanzan hasta la baranda…
De afuera, al parecer lejos y algo apagado, pero ganando intensidad rápidamente,
llegaba un sonido muy fino y agudo, semejante a un silbido penetrante, pero tan
agudo que apenas si se oía. Parecía más bien un alarido que sonara dentro de la
cabeza, antes que un sonido del exterior. Extrañamente, pareció girar en torno a
nosotros tres: el novio, la novia y yo, y separarnos definitivamente de los demás.
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«Es raro», pensé. «No había viento hace un momento, y sin embargo…». Luego
el fino, agudísimo chillido se cerró más estrechamente en torno de nosotros, e
involuntariamente me tapé los oídos con las manos para librarme de su agudeza
intolerable, cuando en ese momento la ventana coloreada que estaba justamente
encima del altar se rompió de repente, como si un proyectil hubiese chocado con ella,
y a través de la irregular abertura entró una ondulante niebla amarilla —una nube de
polvo azafrán, me pareció— que se detuvo por un momento sobre la cruz descubierta
en el altar y luego se disipó suavemente, como vapor disolviéndose en el aire
invernal.
Sentí una extraña sensación, como si me hubieran dado un golpe en el pecho,
mirando la neblina amarilla desintegrarse, y me enderecé bruscamente cuando otro
sonido me sobresaltó.
—¡Alicia! ¡Alicia! ¿Dónde estás? —llamaba el novio, mientras un murmullo
recoma el cortejo:
—¿Dónde está Alicia? Estaba allí hace un instante. ¿Dónde está? ¿Dónde se ha
ido?
Parpadeé y sacudí la cabeza. Así era. Donde un momento antes había estado la
novia, con sus dedos suavemente apoyados en mi brazo, ahora sólo había un espacio
vacío.
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Por último se apagaron las luces, todos abandonaron la iglesia, y el cortejo
nupcial, murmurando entre sí como niños asustados, se puso en camino hacia
Twelvetrees, donde, según estábamos todos de acuerdo en creer, encontraríamos a la
novia.
Pero al alejamos, el joven Davisson, con intuición de enamorado que siente el
peligro en que se encuentra el ser amado, expresó la pregunta que temblaba en la
boca de todos:
—¡Alicia! —gritó a la noche indiferente, y el temblor de su voz expresaba
claramente la agonía de su alma—. ¡Alicia, mi amor! ¿Dónde estás?
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2. Bulala-Gwai
—¿VAMOS? —pregunté cuando la preocupada pequeña caravana comenzó su
peregrinaje hacia Twelvetrees.
De Grandin sacudió la cabeza negativamente.
—Déjalos ir —ordenó—. Más tarde, cuando se hayan ido, podremos registrar la
casa en busca de mademoiselle Alicia, aunque dudo mucho que la encontremos.
Mientras tanto, hay aquí algo que quiero investigar. Podremos trabajar mejor cuando
no haya inútiles bienintencionados alrededor para molestarnos con preguntas sin
sentido. Ven —giró sobre sus talones y se dirigió nuevamente hacia la iglesia.
—Ahora dime, Trowbridge, amigo mío —comenzó mientras avanzábamos por la
nave—, cuando se rompió aquella ventana, ¿no viste, o no te pareció ver, una nube
amarilla entrando por la abertura?
—Pues sí. Me pareció —le respondí—. Algo como una bocanada de niebla
amarilla, o quizá humo, pero se desvaneció tan rápido que…
—Tres bien —asintió—. Eso es lo que quería saber. Ninguno de los otros lo
mencionó y nuestros ojos nos hacen bromas extrañas a veces. Pensé que quizá me
había equivocado, pero tu testimonio es suficiente para mí.
Con un murmullo de excusa, como pidiendo disculpas por el sacrilegio, movió la
silla episcopal hasta un punto detrás del altar, trepó ágilmente sobre su elevado
respaldo tallado y examinó cuidadosamente el antepecho de piedra de la ventana rota.
Desde mi puesto, fuera de la baranda, podía oírlo jurar en una mezcla de inglés y
francés mientras extraía una tarjeta de su bolsa, juntaba en ella algo que rascó de la
piedra y descendía cuidadosamente.
—Contempla, mira, pon atención, amigo Trowbridge, por favor —me ordenó—.
Observa lo que he encontrado —cuando extendió la tarjeta hacia mí vi una línea de
fino polvo amarillo, como el polen de una flor, amontonado en un extremo.
—Regardez! —ordenó bruscamente, levantando la cartulina hasta la altura de mis
ojos—. Ahora, por favor, ¿qué es lo que acabo de hacer?
—¿Eh? —pregunté intrigado.
—Tus oídos funcionan normalmente. ¿Qué es lo que acabo de hacer?
—Pues, me mostraste la tarjeta y…
—Precisamente. ¿Y…? —se detuvo, con las cejas interrogativamente arqueadas.
—Y eso es todo.
—Non. De ninguna manera. En absoluto, mi amigo —afirmó—. Atiéndeme: en
primer lugar, como has dicho, te presenté la tarjeta. Luego, cuando estaba más o
menos a la altura de tu nariz, soplé sobre ella, muy suavemente, de modo que
aspiraste parte del polvo que estaba sobre ella. Luego levanté los brazos por sobre la
cabeza y los volví a bajar, por tres veces. Salté a tu alrededor como un indio bailando,
y finalmente te tiré con fuerza de la nariz.
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—¡Me tiraste de la nariz! —repetí estupefacto—, ¡Estás loco!
—Como una cabra, como dicen ustedes tan graciosamente —me respondió con
un gesto de asentimiento—. Mi amigo, hace exactamente un minuto y cuarenta
segundos, según mi reloj, que inhalaste esa pequeñísima cantidad de polvo, y durante
todo ese tiempo has estado tan completamente inconsciente de lo que sucedía como si
hubieses sido anestesiado. Sí. Lo sospeché apenas lo vi. Ahora lo he comprobado, y
estoy seguro de que así es.
—¿De qué diablos estás hablando? —pregunté.
—Bulala-gwai, nada menos.
—Bu-¿qué?
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que el negro estuvo completamente inconsciente más de cinco minutos, y no movió
un músculo cuando el inspector le dio una sonora bofetada y aun acercó un cigarro
encendido a su mano. No sólo eso, sino que cuando despertó no tenía idea de haber
estado dormido, y no quería creernos hasta que le mostramos la marca dejada en su
mano por la brasa del cigarro.
»Muy bien. Hace ya más de veinte años que no he visto este rapé del demonio,
pero cuando vi la nube amarilla bajar flotando hacia nosotros desde la ventana, y
cuando me di cuenta de que mademoiselle Alicia había desaparecido ante nuestros
ojos sin que nadie se diese cuenta, me dije: “Jules de Grandin, aquí al parecer, se trata
de bulala-gwai y nada más”.
»“Puede ser que tengas razón, Jules de Grandin”, me respondí, “pero aún no estás
seguro. Espera hasta que los demás se hayan ido con su charla tonta y pregunta al
amigo Trowbridge si él también vio la nube amarilla. Él no sabe nada del bulala-
gwai, de modo que si dices que vio una niebla amarilla, puedes confiar en que
realmente existió”.
»Y así esperé, y cuando tú confirmaste mi idea, investigué, y habiendo
investigado encontré lo que buscaba y, ¡perdóname, mi buen amigo!, a falta de otro
sujeto con quien experimentar, hice la prueba contigo, y ahora estoy seguro. Sí, sé
muy bien cómo se llevaron a mademoiselle Alicia ante nuestros ojos y sin que nadie
lo viese. Quién lo hizo y por qué razones lo llevó a cabo, es lo que debemos descubrir
aún, y lo más pronto posible.
Extrajo su cigarrera y, pensativo, sacó un «Maryland». Luego, recordando dónde
se encontraba, volvió a guardarlo.
—Vamos —decidió—, quizá los charlatanes ya se hayan cansado de registrar
inútilmente Twelvetrees, y podamos obtener alguna información de madame
Arabella.
—Pero si aquí se empleó este bulala, lo que sea, ese polvo anestésico, es poco
probable que Alicia haya regresado a Twelvetrees, ¿verdad? —objeté yo—. Y siendo
así, ¿qué información puede darnos la señora Hume? Ella sabe tan poco sobre todo
esto como tú y yo.
—Es lo que no sabemos —replicó, mientras abandonábamos la iglesia y nos
instalábamos en mi automóvil—. De todos modos, es probable que pueda decirnos
algo más sobre ese sacré cinto que llevaba mademoiselle Alicia.
—Noté que pareciste muy sorprendido al verlo —le dije—. ¿Lo habías visto
antes?
—Quizá —me respondió cautelosamente—. Por lo menos he visto otros que se le
parecen.
—¿De veras? ¿Dónde?
—En Kurdistán. Es un cinto matrimonial yezidee, o algo muy parecido.
—¿Un qué?
—Un cinto que llevan las vírgenes que, oh, pero me olvidaba de que tú no sabes.
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El trabajo de pacificar los pueblos sometidos exige toda la ingeniosidad que el
hombre blanco posee, amigo mío, como te pueden decir tus compatriotas que hayan
servido en las Filipinas. Cuando la autoridad francesa fue atacada en Arabia en 1922,
yo fui enviado allí en misión especial. Eventualmente mi trabajo me llevó a Deir-er-
Zor, Anah, y finalmente, a Bagdad y hasta la frontera de Kurdistán, atravesando el
Irak Británico. Allí, no importa ahora de qué manera, penetré en el Monte Lalesh y la
ciudad sagrada de los yezidees.
»Los yezidees son una misteriosa secta desparramada por todo el oriente desde
Manchuria hasta el oriente cercano, pero es en el norte de Arabia donde son más
fuertes, y cristianos, judíos, budistas, taoístas y musulmanes les temen y aborrecen
por igual, pues son adoradores de Satanás.
»Su montaña sagrada, Lalesh, se eleva al norte de Bagdad en la frontera de
Kurdistán, cerca de Mosul, y en la cima se encuentra esa ciudad sagrada y prohibida
donde no se permite la entrada a ningún extranjero. Allí está su templo, elevado sobre
terrazas excavadas en la roca viva, donde se rinde culto a la imagen de una serpiente
por haber engañado al hombre sacándolo de su primitiva inocencia. Debajo del
templo hay oscuras cavernas, y allí, en el silencio de la noche, llevan a cabo extraños
y sangrientos ritos ante un ídolo en forma de pavo real, al cual llaman Malek Taos,
virrey de Shaitan, el Demonio, sobre la tierra.
»De acuerdo a los dictados de la Khitab Asward, o sea las Negras Escrituras, su
Mir, o Papa, puede ordenar que se le lleven, tan a menudo como se le ocurra, a las
más hermosas doncellas de la secta, y éstas son suyas para que haga con ellas lo que
quiera. Cuando la joven virgen es preparada para el sacrificio lleva una faja de plata
como la que vimos esta noche en la cintura de mademoiselle Alicia. Vi una en el
monte Lalesh. El frente es de plata martillada, adornada con piedras semipreciosas
rojas y amarillas, nunca azules, porque azul es el color del cielo y por lo tanto es
maldecido entre los yezidees, que adoran al Archi-Diablo. La parte de atrás del cinto
es de piel, a veces la piel de un cordero arrancado a su madre antes de tiempo, a veces
piel de cabrito, pero en casos excepcionales, cuando la joven ofrecida es de noble
cuna y notable linaje, se hace de piel humana, curtida y cuidadosamente preparada,
de preferencia de un bebé asesinado. De esa piel era el cinto de mademoiselle Alicia.
Una vez que uno ha examinado piel humana curtida como cuero, no puede olvidar
nunca su tacto y su textura, amigo mío.
—¡Pero esto es espantoso, imposible! —protesté—. ¿Por qué razón iba Alicia a
llevar un cinto hecho de piel humana?
—Eso es lo que trataremos de averiguar esta noche, si es posible —me respondió
—. No digo que madame Hume pueda ayudarnos directamente con información, pero
puede damos algún indicio que nos ponga en la pista conecta. No —agregó
rápidamente al ver la protesta formándose en mis labios—. No digo que ella haya
ocultado deliberadamente lo que supiese, pero en casos como éste no existen detalles
sin importancia. Algo que ella cree que no importa puede fácilmente contener la
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clave de este irritante misterio. No podemos hacer más que esperar.
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3. «David Hume su Diario»
ARABELLA HUME se dirigió rápidamente hacia nosotros cuando entramos en el
vestíbulo. Pena y esperanza, o la esperanza de una esperanza, se mezclaban en la
mirada que volvió hacia nosotros. También me pareció ver, en lo profundo de sus
ojos, un miedo latente y sin nombre, vago e indefinible como el miedo a la oscuridad
de un niño, e igualmente aterrador.
—Oh, doctor Trowbridge, doctor De Grandin, ¿han descubierto algo? ¿Saben
algo? ¿Saben algo? —nos preguntó temblando—. Es todo tan espantoso, tan, tan
imposible. ¿Pueden…, tienen ustedes alguna explicación?
De Grandin se inclinó rígidamente desde las caderas tomando su mano y
llevándosela a los labios.
—Valor, madame —exhortó—. La encontraremos, no tema.
—Oh, sí, sí —respondió ella, casi sin aliento—. La encontrarán. Tienen que
encontrarla, si la buscan ustedes y el doctor Trowbridge, lo sé. ¿No creen ustedes que
una madre que ha estado tan cerca de su hija como yo lo he estado de Alicia desde
que Ronald murió tiene un sexto sentido que se refiere a ella? Les aseguro, lo sé,
Alicia está cerca.
El pequeño francés la miró sombríamente.
—Yo también tengo la sensación de que no está lejos —declaró—. Es como si
estuviera cerca de nosotros, en un cuarto contiguo, por ejemplo, pero una habitación
con paredes a prueba de sonido y una puerta cuidadosamente escondida. Usted debe
ayudarnos a encontrar esa puerta, y la llave que la abrirá, madame Hume.
—Haré todo lo que pueda —prometió ella.
—Muy bien. Para comenzar, puede decirnos todo lo que sepa, todo lo que haya
oído sobre David Hume, el fundador de esta familia.
Arabella le echó una mirada mitad sorprendida, mitad incrédula, casi como si le
hubiera pedido que expresara su opinión sobre la teoría de Einstein o cualquier otro
asunto igualmente alejado y sin relación.
—En realidad no sé nada sobre él —repuso algo fríamente—. Parece haber sido
una especie de Melchizadek, que apareció de la nada y sin antecedentes conocidos.
—¿Hum? —De Grandin se acariciaba el bigote con ademán pensativo—. ¿No
existen papeles de la familia, cualquier tipo de documentos que podamos consultar?
¿No hay títulos o testamentos o legados, por ejemplo?
—Sólo la Biblia familiar, y eso…
—Eh bien, madame, en nuestra presente dificultad, hay muchas cosas peores que
hacer que consultar las Escrituras. Sí, definitivamente, veamos esa Biblia —
interrumpió De Grandin.
Diez generaciones de Hume estaban registradas en las páginas entre el libro de
Malaquías y los Apócrifos. De muchos miembros sucesivos de la familia había
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diversas menciones; su nacimiento, bautismo, matrimonio, progenie y muerte, así
como la familia de sus cónyuges, estaban registrados al detalle. Pero la única
mención de David Hume rezaba: Muerto en la esperanza de gloriosa resurrección a
los 81 años, 7 meses y 20 días, el 29 de septiembre de MDCLVII.
—Nom d’un bouc, ¿y esto es todo? —De Grandin manipulaba de tal manera las
puntas enceradas de su bigote que yo estaba seguro de que en cualquier momento se
Id iba a caer—. ¡Satán ase a ese tipo por pusilánime! Aunque no se enorgulleciese de
sus antepasados, debió haber considerado a las generaciones futuras. Debió haber
pensado un poquito en mi conveniencia, pardieu!
Cerró el gran libro de tapas de madera de cedro, con un resonante golpe y lo metió
rabiosamente en la caja. Pero cuando apartaba de sí el pesado libro, una esquina de
bronce martillado que reforzaba la cubierta se enganchó en el borde del anaquel,
arrancando el volumen de sus manos, y la Biblia cayó pesadamente al suelo.
—Oh, mille pardons! —exclamó contrito, inclinándose para recuperar el libro
caído—. Perdí los estribos, madame, y… Dieu de Dieu! ¿Qué es lo que tenemos
aquí?
El impacto de la caída había quebrado las frágiles planchas de cedro, debilitadas
por el tiempo, en que la Biblia había sido encuadernada, y donde la madre se había
arqueado como un tejado, el forro interior de piel se había rajado en una larga fisura
vertical por la cual asomaba una pila de papeles doblados. Al inclinarnos para
examinarlos vimos que estaban cubiertos de una fina y complicada escritura, cuya
tinta se había desvanecido casi completamente.
Llevando el manuscrito hacia la mesa de lectura, De Grandin encendió tocias las
luces de la araña y se inclinó sobre las páginas desvaídas y casi borradas por el
tiempo. Por un momento frunció las cejas con gesto de concentración, luego dijo:
—¡Ajá, amigos míos! —exclamó exultante—, ¡ajá! ¡Finalmente hemos
exhumado el secreto del viejo monsieur David! Acérquense y echen una mirada, por
favor.
Desplegó las hojas sobre la mesa y señaló la primera con la punta de su pequeño
y bien cuidado dedo mayor.
—¿Ven?
Aunque el paso de tres siglos había decolorado la tinta de que se había servido el
antiguo escriba, quedaba lo suficiente para que pudiésemos leer, en la parte superior
de la amarillenta página: «David Hume su Diario», y más abajo: «Inscrito en su casa
en Twelvetrees en la colonia Nueva…».
El resto se había desvanecido, pero era suficiente para saber que algún secreto
archivo de la familia había salido a luz y que su autor había sido aquel misterioso
antepasado de quien no se sabía nada sino que una vez había vivido en Twelvetrees.
—¿Podemos solicitar pluma y papel de su hospitalidad, madame? —preguntó De
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Grandin, con sus pequeños y redondos ojos azules brillando de excitación contenida,
y las agujas gemelas de las engominadas puntas de su bigote moviéndose como las de
un gato nervioso—. Esta escritura está tan desvanecida que sería un gran esfuerzo
tratar de leer el contenido en voz alta, y para mañana probablemente se habrá
desvanecido mucho más, por haber sido expuesta al aire; pero si me lo permiten haré
una transcripción mientras puedo leerla, me encargaré de ello ahora mismo y les leeré
los resultados apenas esté lista.
Arabella Hume, apenas menos agitada que nosotros, asintió apresuradamente, y
De Grandin se encerró en el cuarto de los antepasados con pluma y papel y una
bandeja con cigarros, a realizar su tarea.
Dos veces, mientras esperábamos, vimos al mayordomo entrar a la habitación
cerrada, en respuesta a llamados del pequeño francés. La primera vez llevaba un
recipiente con hielo, un vaso y una botella de coñac.
—Se va a emborrachar completamente —me dijo Arabella cuando vimos entrar
un segundo cargamento igual.
—Oh, no —le aseguré con una sonrisa—. El alcohol le sirve de calmante. Lo
bebe como agua cuando está trabajando intensamente, y nunca parece afectarlo.
—¿De veras? —me respondió dubitativa—. Bueno, espero que se mantenga
sobrio hasta que haya terminado.
—Espere y lo verá —le aseguré—. Si vacila sobre sus pies, yo…
La entrada de De Grandin interrumpió mi promesa. Tenía el rostro encendido, sus
pequeños y redondos ojos azules brillaban como si estuviesen llenos de lágrimas, y su
bigote temblaba de excitación y entusiasmo, pero no presentaba el menor síntoma de
intoxicación alcohólica.
—Voyez —ordenó, exhibiendo un montón de papeles—. Aunque la escritura
estaba tan desvanecida que forzosamente perdí buena parte de la historia del Antiguo
Señor, quedaba lo suficiente para suministrarnos información de la mayor
importancia. Pero claro. Presten atención, por favor.
Sentándose en el borde de la mesa y balanceando un pie pequeño y envuelto en
un zapato de charol al ritmo de la lectura, comenzó:
»—… y ahora mi situación era realmente peor que antes, pues aunque mis
captores musulmanes habían sido seguidores de Mahoma, quienes ahora me tenían en
su poder eran adoradores del mismo Satán, y cada noche se arrodillaban ante
Belcebú, que adoraban en la figura de un pavo real nombrado Melek-Taos, cuyo
favor deben ellos invocar con toda suerte de perversidades. Pues sus Negras
Escrituras enseñan que Dios es bueno y misericordioso, y lento en ofenderse,
mientras que Shaitan, que así nombran al Demonio, está siempre cercano y siempre
vigilante de cómo dañar a la humanidad, siendo él, por lo tanto, quien debe ser
propiciado por aquellos que no quieran experimentar su maldad. Y así realizan ellos
toda clase de maldades, considerando como virtud aquellos que nosotros
reputaríamos como mayor villanía, y confesando y arrepintiéndose de actos de
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bondad como si éstos fueran los pecados mortales.
»Su sacerdote supremo es llamado el Mir, y de toda su malvada tribu es él el más
cruel, no teniendo escrúpulos en cometer asesinatos y hallando gran placer en actos
tan viles como los que en otros tiempos hicieron al Señor llover fuego y piedra
derretida sobre las malvadas ciudades de la llanura.
»Una noche que me encontraba cerca de la puerta de su templo espié una gran
procesión que entraba a él a la luz de antorchas y con todos los sonidos de fiesta y
regocijo, pero en medio de ellos marchaba un grupo de doncellas, y éstas lloraban
continuamente. Y cuando pregunté el significado de esta visión me dijeron que esas
doncellas, la flor misma de la tribu, habían sido elegidas por el Mir para su placer y
para satisfacer los deseos y la crueldad de los que actúan como sus consejeros, pues
tal es su religión que el Mir puede elegir de entre su mujerío tantas como desee, y
hacer con ellas de acuerdo a su perversa voluntad, ni puede nadie oponérsele. Y al
contemplar a estas desventuradas mujeres vi que cada una de ellas llevaba ceñida a la
cintura una faja de plata finamente trabajada, y ésta, me dijeron, es la faja de una
novia, pues sus mujeres las llevan cuando están próximas a desposarse, o cuando
recorren el doloroso sendero que lleva al Mir y la degradación. Porque el que entrega
voluntariamente a su hija para que sea devorada por el Mir adquiere mérito a los ojos
de Satán, y el ser escogida para concubina del virrey del Demonio en la tierra se
considera un gran honor, sí, aún mayor que el de contraer matrimonio.
El pequeño francés dejó el papel y dirigió hacia nosotros su rápida mirada de pájaro.
—¿No está bien claro? —preguntó—. Sin duda el antiguo monsieur David fue
vendido como esclavo a los yezidees por musulmanes que lo habían capturado de
alguna manera. Está hablando de Sheik-Adi, la ciudad sagrada de los satanistas, y su
referencia a las fajas de plata es realmente iluminadora. N’est-ce-pas? Consideren lo
que tiene que decir un poco más adelante —hojeando el manuscrito, seleccionó una
nueva hoja de papel y siguió leyendo—: Sin embargo, ella, que era la hija de este
hombre de pecado y vicio, era tan buena y dulce como cualquier doncella cristiana.
Más aún, su corazón se inclinaba hacia mí, y más de una buena acción hizo ella por
mí, el esclavo cristiano, que amargamente suspiraba por bondad en esta ciudad de la
montaña del mal. Y así, como siempre ha sido entre hombre y mujer, nos amamos, y
amándonos supimos que no podríamos ser felices hasta que nuestros destinos
estuviesen para siempre ligados. Y así se resolvió que escapásemos hacia la libertad
en el sur, donde podría yo tomarla por esposa, pues ella había accedido a abandonar a
Satán y sus caminos y seguir el sendero de la verdadera religión.
»Ahora, en el otoño, cuando se recogían las cosechas y la labranza había
terminado, era costumbre de esas gentes reunirse en su templo del Pavo Real y
celebrar una fiesta en que ensalzaban el poder del mal, y en el altar se ofrecerían
bestias, aves y mujeres consagradas al servicio del Demonio supremo. Y así
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acordamos Kudejah y yo la manera de nuestra huida.
»Cuando todo estuvo preparado en el templo y oímos el sonido de tambores y
trompetas en alabanza del Diablo, nos deslizamos rápidamente por el paso de la
montaña, ella completamente velada como una mujer musulmana y yo disfrazado
como un hombre de Kurdistán, y con nosotros iban dos mulas pesadamente cargadas
de oro y piedras preciosas que ella había tomado del tesoro del Mir su padre. No nos
entretuvimos en el camino, sino que nos apresuramos cada vez más hasta llegar a la
frontera de la tierra del mal y estuvimos a salvo entre los musulmanes, que nos
acogieron con gran bondad, creyéndonos seres de su misma religión que escapaban
de los adoradores de Satán. Y así llegamos finalmente a Busra, y de allí pasamos en
barco a Muskat, donde nos embarcamos nuevamente y por último llegamos de
regreso a Inglaterra.
»Pero antes de que respirásemos nuevamente el aire inglés, ya habíamos sido
unidos en matrimonio según el rito cristiano, y Kudejah había abandonado su nombre
pagano y adoptado el de María, que había sido también el de mi madre. Y por cierto
que novia más dulce y esposa más honesta no la ha tenido jamás hombre alguno,
aunque hubiese ella visto la luz del día a la sombra del templo del Demonio. Sin
embargo, aunque había aceptado a Cristo y dejado atrás a Lucifer y sus obras, cuando
el párroco nos unió en matrimonio mi Mary llevaba el cinto de plata que fuera
labrado para su matrimonio cuando moraba en la montaña de Satanás, y lo
conservamos aún como aderezo nupcial para las hijas de nuestra casa.
»Muy hábiles eran esos demoniacos hombres de los que escapamos, y bien lo
sabíamos nosotros, y así nos trasladamos a estas nuevas tierras, donde yo abandoné
mi antiguo nombre y tomé el de Hume, a fin de que aquellos que pudieran venir en
nuestra persecución puedan mejor ser confundidos; y a pesar de todo, aunque millas
de océanos se extienden entre nosotros y los adoradores de Satán, un pensamiento
nos atormenta aún como una maligna pesadilla ronda a un niño asustado. El cargo de
supremo sacerdote de Melek Taos es hereditario en la familia del Mir. El hijo mayor
asciende al altar para realizar los ritos sangrientos en el momento en que su padre ha
exhalado el último aliento, y si no hubiese hijo, debe entonces la hija mayor del linaje
del Mir ser entregada como esposa a Satanás con una formal ceremonia, llevando su
cinto de plata, y oficiar como sacerdotisa en lugar de su padre hasta que tenga un
hijo, luego de lo cual es llevada con toda solemnidad y sacrificada su vida entre
horribles tormentos, pues sus sufrimientos son una libación en honor de Belcebú. Y
después una regencia de sacerdotes menores sirve al Rey del Mal hasta que el niño
llega a la mayoría de edad.
»Por todo esto, oh, tú que me sucedas en esta familia que he fundado, te conjuro a
elegir la muerte antes que someterte a las exigencias de los adoradores de Satanás,
porque en los años por venir podría suceder que la línea del Mir se extinga, y
entonces esos hábiles magos que moran en el monte Lalesh podrían buscarte y
convocarte al servicio en el altar del Demonio. Y así te prevengo, que si llegara el
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tiempo en que recibieras un mensaje que viene sin que sepas de dónde, ordenándote
simplemente que regreses a casa, que ésta será la señal, e inmediatamente debes huir
con la mayor prisa, y si no puedes huir, quítate la vida con tus propias manos, pues
mucho mejor será enfrentar a un Dios ofendido con las manchas de sangre del
suicidio en las manos que presentarte al Juicio Final con el alma eternamente
condenada porque has sido un sacerdote y servidor del Demonio en tus días en la
tierra.
»He…
—Bien —lo insté mientras se prolongaba el silencio—. ¿Qué más?
—No hay nada más, amigo mío —me respondió—. Como les dije, la tinta con
que monsieur l’Ancetre escribió se ha desvanecido como los encantos de una bella
envejecida; lo que queda de su mensaje no es más que la sombra de una sombra: un
ángel salido del paraíso no podría descifrarlo.
Nos quedamos silenciosos un momento, y luego fue Arabella Hume quien
expresó en palabras nuestro pensamiento común:
—Dice: «Si llegara el momento en que recibieras un mensaje que viene sin que
sepas de dónde, ordenándote simplemente que regreses a casa, ésta será la señal», el
mensaje que Alicia recibía en la tabla de escritura espiritista, ¿recuerdan? Ustedes
mismos lo vieron antes de salir para la iglesia.
De Grandin dirigió hacia ella una mirada fija, sin pestañear.
—Madame —preguntó—, ¿no podría usted darnos una descripción del extranjero
que le pidió que le dejase ver la faja de plata, de la esposa de David? ¿Le dio a usted
la impresión de ser un oriental?
La señora Hume lo consideró un momento. Luego dijo:
—No-o, no me dio esa impresión —replicó—. Parecía más bien un español, o
quizá un italiano, aunque es difícil decir más que era moreno, elegantemente vestido,
y hablaba inglés con esa perfecta falta de acento que denotaba que no era su lengua
materna. Ya sabe usted, cada palabra muy marcada, como si estuviera traduciendo
mentalmente.
—Perfectamente —asintió De Grandin—, Yo diría…
—Bueno, yo diría que esto es un montón de absurdos —interrumpí—. Es posible
que el viejo David Hume haya sido vendido como esclavo a esos adoradores del
Demonio, y que haya escapado con la hija del sumo sacerdote, y todo el oro que haya
podido juntar. Pero ya sabemos cuán supersticiosa era la gente en aquellos tiempos.
Probablemente los yezidees lo llenaron de historias fantásticas, y él creyó todo lo que
oyó y otro tanto que se imaginó. Yo diría que en los últimos años su conciencia
estaba intranquila, y quizá le fallaba un poco la cabeza, también. Fíjense con qué
cuidado escondió lo que había escrito en la tapa de la Biblia familiar. ¿Es así como
procedería un hombre normal, si esperaba que las generaciones futuras aprovechasen
su advertencia?
Arabella miró a cada uno de nosotros y luego exhaló un suspiro de alivio y puso
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su mano sobre la mía.
—Gracias, Samuel —dijo—. Yo sabía que todo debía tener alguna explicación.
Pero la extraña desaparición de Alicia y todo esto me han alterado tanto que
finalmente no sé qué pensar —y añadió, volviéndose a De Grandin—: Estoy segura
de que la explicación del doctor Trowbridge es la correcta. El viejo David debe haber
estado mal de la cabeza cuando escribió esa advertencia sin sentido. Tenía ochenta y
un años cuando murió, y los ancianos tienden a imaginar cosas. Son como niños,
realmente.
Una expresión obstinada pasó por el rostro de De Grandin, pero instantáneamente
fue remplazada por una de sus rápidas muecas de duende.
—Es posible que haya puesto demasiada confianza en las imaginaciones de un
anciano senil de mente alterada —admitió—. Sin embargo, queda en pie el hecho de
que mademoiselle Alicia ha desaparecido, y a nosotros nos corresponde la tarea de
encontrarla. Vamos, amigo Trowbridge. No tenemos nada que hacer aquí y en cambio
hay mucho que podemos hacer en otra parte. En marcha, si madame nos lo permite
—se inclinó ante Arabella con cortesía europea.
—Oh, sí, y muchas gracias por lo que han hecho ya —respondió la señora Hume
—. Casi me siento inclinada a creer que esto es una absurda broma pesada de Alicia,
pero… —su expresión de falsa confianza se aflojó por un momento,
desenmascarando el miedo que mordía su corazón—, si no tenemos noticias mañana
por la mañana, creo que será mejor que avisemos a la policía. ¿No lo creen?
—Absolutamente —respondió De Grandin, tomando su mano en la suya e
inclinándose sobre ella antes de volverse para acompañarme fuera de la casa.
—Muchas gracias, amigo mío —murmuró al ponernos en camino de regreso a
casa—. Tu interrupción fue muy oportuna y sirvió para apartar la mente de madame
del terrible horror que yo veía ya reuniéndose en torno de nosotros.
—¿Eh? —repuse—. ¿No quieres decir que en realidad crees esas sandeces que
nos leíste?
Se volvió hacia mí con gesto de completo estupor.
—¿Entonces tu afirmación de que no creías en la historia del viejo David no era
simulada? —me preguntó.
—Dios mío —le respondí disgustado—. ¿Me quieres decir que te tragaste toda la
historia de ese viejo chocho, todas las idioteces sobre el cargo de gran sacerdote
hereditario, entre los adoradores del Demonio, y la posibilidad de…? Mira, ¿no
recuerdas que él mismo dice que si la descendencia por línea masculina del Mir se
extingue, entonces la hija mayor debe oficiar, y que debe ser desposada por el
Demonio? Ahora bien, eso puede ser posible místicamente hablando, pero él afirma
concretamente que debe oficiar como sacerdotisa hasta que tenga un hijo. Conozco la
leyenda de Roberto el Diablo, y probablemente todos creían ciegamente en ella en
tiempos de David Hume, porque el Demonio era un personaje muy real en aquella
época, pero hoy hemos superado ese tipo de medievalismos. ¿Cómo puede una mujer
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ser desposada por el Demonio, y tener un hijo de él?
La mueca sin alegría que me dirigió tenía más de burla que de sonrisa.
—¿Has estado alguna vez en la India? —me preguntó.
—¿En la India? Por supuesto que no. Pero ¿qué tiene que ver eso con…?
—Entonces, posiblemente no hayas oído hablar de las devadasis, o esposas de
Siva. En esas ignorantes tierras un hombre cree que adquiere gran mérito por entregar
su hija para que sea desposada por el dios, y realmente se la entrega en matrimonio,
con toda la pompa formal que acompaña el matrimonio de una princesa. De ahí en
adelante se le considera esposa del gran Dios de la Destrucción, y aunque su esposo
no es más que un trozo de piedra labrada, no le escasea la descendencia.
Generalmente tiene un hijo antes de cumplir los trece años, y varios antes de los
veinte, si sobrevive tanto tiempo.
»Considera el caso actual. Por lo que he visto con mis propios ojos, y mi vista es
bastante aguda, y por lo que me han dicho testigos que no tenían necesidad de mentir,
ni siquiera de forzar la verdad, la narración de monsieur David se basa en hechos, y
hechos bien desagradables, por cierto.
—Pero qué me dices del hecho de que haya escondido su advertencia en la tapa
de la Biblia —insistí—. Seguramente…
—Han pasado tres siglos desde que escribió esas palabras, y en tres siglos se
olvidan muchas cosas —interrumpió De Grandin—. No tengo la menor duda de que
David le dijo a sus hijos dónde debían buscar si sentían necesidad de una guía. Pero
al pasar el tiempo su recomendación fue olvidada, o…
Se interrumpió, pensativo, y tuve que insistir.
—¿Sí? ¿O?
—O bien la historia de alguna advertencia secreta ha sido transmitida a cada
generación. ¿No te sorprendió el hecho de que la señora Hume no fue enteramente
honesta, perdón, debía haber dicho sincera, con nosotros? El miedo a algo que ella no
quería o no podía mencionar era claramente visible en sus ojos cuando regresamos de
la iglesia, y antes, durante la tarde, sus esfuerzos para desviar la conversación del
mensaje que Alicia recibía fueron mucho más decididos de lo que habrían sido si sólo
se tratara de que le disgustaban las supersticiones. También, cuando le pregunté sobre
monsieur David su actitud para con nosotros se hizo de pronto mucho más fría, y si
no hubiese insistido, sin duda nos habría desviado del examen de la Biblia familiar.
Además…
Otra vez se detuvo y lo insté a continuar.
—Jules de Grandin tiene experiencia —me aseguró solemnemente—. Como
miembro de la Sûreté ha tenido mucho trabajo con documentos. Conoce la tinta,
conoce el papel, y puede oler una falsificación o un intento de alteración como puede
reconocer los síntomas de un resfrío. Sí.
—¿Sí? ¿Sí qué?
—Esto, cordieu! Me he hecho el imbécil, el simple, el tonto sin malicia esta
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noche, pero eso lo vi con medio ojo mientras transcribía el relato del viejo David:
alguien, no sé quién, alguien ha tratado de borrar ese relato con un borrador de tinta
ácido. Si hubiera sido escrito con la moderna tinta metálica el intento hubiera tenido
éxito, pero monsieur l’Ancetre escribía con la tinta vegetal de su época, y así el ácido
no logró borrarla completamente. Es a eso que debemos el que yo haya podido leer el
diario. Pero créeme, amigo mío: fue un hombre, o una mujer, y no el tiempo, el que
debilitó la tinta en esas páginas y tomó ilegible mucho de lo que David Hume
escribió para prevenir a sus descendientes, y que habría simplificado enormemente
nuestro problema.
—Pero ¿quién podría haberlo hecho, y por qué? —pregunté.
Encogió sus delgados hombros en un gesto de irritación.
—Pregúntale al buen Dios, o quizá al Demonio, acerca de eso. Ellos saben la
respuesta, yo no.
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4. ¿Por mano de quién?
AMENAZANTES copos de nieve habían estado cayendo en ráfagas del cielo nublado
toda la tarde. Antes de que llegáramos a la mitad del camino hacia mi casa, la
tormenta atacó en gran forma, con grandes copos cayendo en abundancia, ocultando
las luces del tránsito, pegándose al parabrisas y deteniendo las ruedas. La medianoche
había pasado hacía rato cuando subimos corriendo los escalones del frente de la casa,
nos limpiamos los pies en el tapete colocado delante de la puerta y nos detuvimos por
un momento mientras yo buscaba la llave. Cuando abrí la puerta el teléfono comenzó
a sonar con un chillido agudo e histérico que parecía elevarse cada vez más, en un
crescendo aterrorizado, mientras yo me precipitaba por el corredor.
—Bueno —dije desafiante.
—¿Doctor Trowbridge? —preguntó la voz al otro lado.
—Sí, ¿qué?
—Le habla Wilbur, señor. El mayordomo de la señora Hume, ¿sabe, usted?
—¿Ah? Bien, ¿qué…?
—Se trata de la señora, doctor, está…, me temo que sea demasiado tarde, doctor,
pero por favor apresúrese. Acabo de encontrarla, y está… —su voz se arrastró en un
jadeo de excitación asmática, y podía oírlo tragar saliva en un inútil esfuerzo por
recobrar el aliento.
—Oh, está bien. Haga lo que pueda por ella hasta que lleguemos. Saldremos para
allá inmediatamente —le respondí. Tratar de determinar la naturaleza de su
enfermedad preguntándole al sobreexcitado sirviente sería sólo una pérdida de
tiempo, comprendí, y el tiempo era evidentemente precioso—. Vamos —le dije a De
Grandin—. Algo le ha sucedido a Arabella Hume. Wilbur está tan aterrado que
boquea como un pez recién sacado del agua y no puede darnos ninguna información,
de modo que puede ser cualquier cosa, desde un brazo roto hasta un ataque de
apoplejía, pero…
—Pero seguramente, por supuesto, claro —aprobó mi amigo entusiastamente.
Después de resolver crímenes misteriosos, lo que más le gustaba en el mundo eran las
emergencias médicas. Con destreza que combinaba una celeridad enorme con una
casi sobrehumana exactitud en la selección, reunió vendas y antisépticos, sedantes y
estimulantes, un esfigmomanómetro y un equipo de primeros auxilios en un maletín
—. Vamos —me dijo—, está todo listo.
Wilbur iba y venía por el porche cuando llegamos, cosa de media hora después.
Tenía la cara azul de frío, y los dientes le castañeteaban, de modo que apenas podía
articular el saludo apresurado que nos dirigió.
—Por Dios, caballeros —nos dijo—, creía que no iban a llegar ustedes nunca.
—Eh bien, nosotros también —le respondió De Grandin—. ¿Dónde está madame,
por favor?
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—Arriba, señor, en su tocador. La encontré tal como está justo antes de llamarlos
a ustedes. Había terminado de cerrar la casa y me dirigía a mi habitación por la
escalera posterior cuando oí un ruido como de algo pesado que caía, hacia el frente de
la casa, y corrí a ver si la señora me necesitaba. No respondió cuando llamé: en
realidad, el lugar parecía tan terriblemente silencioso que me daba escalofríos, señor.
De modo que me atreví a llamar nuevamente, y luego, cuando no respondió, miré
dentro y…
—Guíanos allí, mon vieux —interrumpió De Grandin—, Las circunstancias del
descubrimiento pueden esperar por el momento. Es a madame Hume que queremos
ver.
El mayordomo marchaba un paso o dos delante de nosotros, pero sus pasos se
fueron haciendo cada vez más lentos a medida que nos aproximábamos a la
habitación de la señora Hume, y cuando nos detuvimos frente a la puerta estaba
detrás de nosotros. Tampoco hizo ningún movimiento para golpear en los paneles de
roble ni para abrir para nosotros.
—Guíanos —repitió De Grandin—. Queremos verla inmediatamente, por favor.
—No hay nada que puedan hacer, por supuesto —respondió el servidor—, pero
en un caso como éste es mejor tener un médico, de modo que…
La tensión fue demasiado para el temperamento de De Grandin.
—¡Por Dios que sí! —exclamó violentamente—, pero guarde su conversación
para mejor oportunidad, mi amigo. Por el momento no nos interesa.
Sin más trámite hizo girar el pestillo y abrió la puerta, pasando rápidamente junto
al mayordomo y yendo hacia el boudoir de Arabella, pero en el umbral se detuvo de
golpe.
Inmediatamente detrás de él, yo me adelanté, pero me detuve tragando saliva ante
lo que se presentó a mis ojos.
Colgando de una gruesa cuerda de seda enrollada dos veces alrededor de’ su
cuello, Arabella Hume pendía de la varilla de hierro que sostenía la cortina que
separaba su habitación del tocador. Una silla tapizada en brocado yacía, volcada
sobre el respaldo, debajo y un poco a un lado del cuerpo. Los fláccidos pies calzados
en sus zapatillas de noche de raso se balanceaban a unas escasas cuatro pulgadas del
piso, las manos colgaban flojamente a los lados, y la cabeza estaba extrañamente
torcida hacia la izquierda. Los labios estaban algo separados y entre ellos asomaba un
centímetro de lengua, como el pistillo rosa pálido de un capullo asomando entre las
hojas. Sus ojos estaban abiertos en parte, y ya cubiertos con la brillante película
gelatinosa de la muerte, pero no se veían salientes en absoluto.
—¡Santo cielo! —exclamé.
—Por Dios, señores, ¿no es terrible? —susurró Wilbur.
—Nom de Dieu de nom de Dieu, c’est une affaire du diable! —dijo Jules de
Grandin. Y volviéndose a Wilbur—. ¿Dice usted que la descubrió cuando llamó al
doctor Trowbridge?
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—Sí-í, señor.
—Entonces, en nombre de diez mil diablitos azules, ¿por qué no la descolgó? Es
posible que ya hubiese estado muerta, pero…
—No se debe descolgar a un ahorcado hasta que la policía lo haya examinado,
señor —respondió el sirviente.
—Ohé, sacre nom d’un petit bonhomme! —De Grandin retorcía salvajemente las
puntas de su bigote—. Estas leyes estrechas, esta sabiduría de la ignorancia me va a
volver loco. ¡Si hubiera cortado la cuerda cuando la descubrió, quizá no hubiera
habido necesidad de llamar a la policía para nada, gran imbécil! —gritó furioso. De
pronto apartó su cólera como quien se quita el saco—. No importa —continuó—. El
desastre ya está hecho. Debemos ponernos a trabajar. Wilbur, tráigame una botella
llena, recuerde, llena de brandy.
—Sí, señor —respondió el mayordomo— Gracias, señor.
—Y, Wilbur…
—¿Señor?
—Tómese usted mismo un trago, o dos, antes de traérmelo a mí.
—¡Gracias, señor! —el mayordomo desapareció rápidamente.
—Pronto, amigo mío —ordenó el francés—. Debemos examinarla antes de que
regrese.
Cortando la cuerda estranguladora con un par de tijeras de cirujano soltó el
cuerpo y lo transportó en sus brazos hasta el sofá. Entonces, con infinito cuidado,
aflojó la ligadura que rodeaba el cuello y deslizó el nudo por encima de la cabeza.
—Morbleu —murmuró al dejar el cordón de seda sobre la mesa—, me pregunto
quién le enseñó a hacer un nudo de verdugo.
Tomé la cuerda en mis manos y la observé. Tenía razón. El nudo que había
estrangulado a Arabella no era un nudo corriente, sino una ligadura de verdugo
cuidadosamente ejecutada, con el extremo dando varias vueltas en torno a la cuerda,
por encima del nudo, asegurando así la mayor libertad para que el nudo mismo se
ajustase en tomo del cuello.
—Es posible que así sea —murmuró para sí mismo—, pero realmente lo dudo.
—¿De qué se trata? —pregunté.
Se inclinó sobre el cuerpo, examinando el cuello a ojo desnudo primero, y luego a
través de una lente pequeña pero poderosa que extrajo del bolsillo de su chaleco.
—Considera los hechos —me respondió, levantándose para mirarme con sus ojos
fijos y sin pestañear—. Wilbur nos dice que oyó un ruido como de un mueble
cayendo. Eso debe haber sido la silla, sobre la cual esta desdichada se paró.
Inmediatamente después él corre hacia la puerta y llama. Al no recibir respuesta
llama de nuevo; entonces, como aún no recibe respuesta, entra. Tomando en cuenta
cada movimiento, no pueden haber pasado más de cinco minutos. Y sin embargo, ella
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estaba muerta. No me gusta.
—Puede no haber estado muerta cuando la vio por primera vez —repuse yo—. Ya
sabes que la inconsciencia sobreviene muy rápidamente por estrangulación. Ella
puede haber estado inconsciente y Wilbur supuso que estaba muerta, y por causa de
su estúpida noción de que era ilegal descolgar el cuerpo de un ahorcado, la dejó aquí
asfixiándose mientras corría a llamamos por teléfono y luego nos esperaba en el
porche.
El pequeño francés sacudió la cabeza brevemente.
—¿Cómo se produce la muerte en la horca? —preguntó.
—Bueno, pues, por estrangulamiento, asfixia, o por fractura de las vértebras
cervicales y ruptura de la medula espinal.
—Précisément. Si madame Hume hubiese muerto por asfixia, ¿no es seguro que
no sólo su lengua sino también sus ojos hubieran sido empujados hacia afuera por la
presión de los canales sanguíneos comprimidos?
—Supongo que sí, pero…
—El diablo se lleve los peros. Mira aquí —empujándome hacia adelante, me puso
su lente en la mano y me indicó la garganta de la muerta—. Mira atentamente —me
ordenó—. Observarás la doble marca dejada por la gruesa cuerda de seda de que
colgaba la pobre madame Hume.
—Sí —asentí mientras seguía con los ojos los paralelos surcos anémicos
marcados por la cuerda de la cortina—, los veo.
—Muy bien. Ahora mira más de cerca, ves, sostén la lente en esta forma, y dime
si no ves una tercera, una marca muy estrecha y más profunda, un trazo en espiral
marcado por una erosión muy ligera, debajo de las anchas marcas blancas hechas por
el cordón de la cortina.
—¡Santo cielo! —exclamé cuando su dedo fino señaló la depresión más oscura y
profunda—. Es muy apagada, pero aún perceptible. Me pregunto qué significa.
—¡Crimen, pardieu! —lanzó la acusación violentamente—. La pobre madame
Arabella fue sin duda ahorcada, pero fue ahorcada después de muerta.
»Yo conozco esta fina marca púrpura, cordieu. La he visto más de una vez en los
estados de la India, y no se la puede confundir con ninguna otra. No. Esta es la marca
de un roomal como los que utilizan los thugs, la cuerda estranguladora de los que
sirven a Bhowanee, la Diosa Negra. Es apenas más gruesa que una cuerda de arpa,
pero mortal como el colmillo de una serpiente. Ves, esos malvados la enroscan
rápidamente en torno al cuello de su víctima, la ajustan cruzando los extremos, y
apoyan los nudillos con fuerza en la base del cráneo donde se encuentra el atlas y
¡pouf! listo. Sí. Seguramente.
»¿Quieres más pruebas? —se irguió y me miró con ojos llameantes, sus pequeños
dientes blancos desnudos bajo la línea de su bigote—. Entonces mira —bruscamente
tomó las mejillas de Arabella entre sus manos e impulsó la cabeza hacia adelante, y
luego la movió de un lado a otro.
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La evidencia era incontrovertible. Esa floja flaccidez sólo podía significar una
cosa. El cuello de la mujer estaba roto.
—Pero la caída —insistí—. Pudo haberse roto el cuello al patear la silla de debajo
de sus pies, y…
—¡Bah! —me respondió apasionadamente—. El asiento de esa silla no está a
medio metro del suelo, sus pies se balanceaban a cuatro pulgadas del piso, no puede
haber caído en ningún caso más de dieciséis pulgadas. Su peso era muy escaso, yo
mismo la alcé recién, no más de cincuenta kilos a lo más. Una caída tan pequeña de
una mujer tan liviana no podría de ninguna manera haberle roto la espina. Además, la
fractura es muy alta, en todo caso no más abajo del atlas o el axis: la ligadura de la
cuerda de la cortina rodeaba la segunda vértebra. Las dos cosas no corresponden.
Non, amigo mío, esto no es un suicidio, sino un crimen astutamente disfrazado de tal.
—Su brandy, señor —Wilbur se detuvo en la puerta, manteniendo los ojos
cuidadosamente apartados de la silenciosa forma que yacía en el diván.
—Merci bien —respondió De Grandin—. Déjelo ahí, mon vieux; y luego llama a
la policía y diles que los esperamos. Si los demás sirvientes aún no se han enterado de
la muerte de madame, no hará ningún daño dejarlos esperar hasta la mañana.
—¡Pobre Arabella! —murmuré, contemplando con los ojos velados por las
lágrimas el pequeño cuerpo tendido bajo el cubrecama—. ¿Quién puede haber
querido matarla?
—Eh bien, ¿quién podría haber querido raptar a mademoiselle Alicia? ¿Quién
quería conseguir el cinto matrimonial de los adoradores del Demonio? ¿Quién mandó
a la extraña dama velada a que nos siguiese para decirnos que nuestra búsqueda era
en vano? —respondió, con tono de amarga burla.
—Santo cielo, quieres decir que…
—Precisamente, exactamente, eso mismo. Quiero decir eso y nada más y por
cierto nada menos, amigo mío. Esto es por cierto un asunto del demonio y, por lo
tanto, tenemos a sus servidores haciendo el trabajo. Ciertamente.
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depositaba en el vaso de cristal bajo el filtro.
—Bueno, ahí lo tienen —dijo Hartley.
—Mais oui, c’est démonter —asintió De Grandin.
—¡Umpf! —gruñó Parnell, disgustado.
El coroner, de rostro rudo y cabellos grises, volvió una mirada interrogativa de
uno a otro:
—¿Qué es exactamente lo que ha sido demostrado, caballeros?
—Ausencia de glicógeno —respondió Hartley.
—¡Asesinato, parbleu! —añadió De Grandin.
—Nada, nada en absoluto —afirmó Parnell.
—Pero… —comenzó el coroner, más desorientado que antes.
—Monsieur —lo interrumpió De Grandin—, el glicógeno, o azúcar del hígado,
representa la energía, la fuerza muscular almacenada en las máquinas que llamamos
nuestros cuerpos; cuando abunda nos sentimos fuertes, activos, entusiastas, lo que se
llama llenos de vida. Cuando se agota nos sentimos débiles. Cuando se termina
estamos exhaustos.
—No cabe duda de que una persona en trance de ser estrangulada haría un
tremendo esfuerzo extremo para rechazar a su atacante. Ese esfuerzo, en un breve
instante, quemaría por completo esa reserva de fuerza muscular que llamamos
glicógeno de su hígado. Su depósito de energía quedaría vacío.
—¿Estoy en lo cierto? —se volvió hacia Hartley, que asintió lentamente con la
cabeza.
—Muy bien, pues. El experimento que el doctor Hartley acaba de realizar
demuestra conclusivamente que el glicógeno estaba prácticamente ausente del hígado
de la señora Hume. Si se hubiera hallado presente, aun en pequeñas cantidades, el
líquido habría sido turbio. Sí. Pero era completamente claro, como ustedes vieron con
sus propios ojos. ¿Entonces qué?
—Simplemente esto, mordieu. Ella luchó, frenética, aunque inútilmente, por su
vida, mientras el vil malhechor que la mató enrollaba el roomal en torno de su cuello
y le rompía las vértebras con sus nudillos, diabólicamente hábiles. La cuerda apretada
en torno de su garganta le impidió gritar, aunque la silla que encontramos volcada
debe haber sido derribada durante la lucha, y no pateada por ella luego de ajustarse el
nudo en torno del cuello. No, de ninguna manera. Si ella se hubiese ahorcado por su
propia mano habríamos encontrado abundancia de glicógeno en el hígado; tal como
son las cosas —hizo una pausa, elevando hombros, codos y cejas en un encogimiento
de incomparable elocuencia.
—Ya veo —dijo lentamente Martin.
El jurado no vio, sin embargo. La fría recepción de la teoría de De Grandin por
parte del doctor Parnell, la negativa de Hartley de declarar nada más que no se había
encontrado glicógeno alguno en el hígado y la gran habilidad con que todo había sido
dispuesto para simular un suicidio, se combinaron para forjar una cadena de
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evidencia circunstancial que toda la fogosa oratoria del pequeño francés no pudo
romper. Suicidio: muerte por sus propias manos durante un momento de alteración de
las facultades mentales, fue el dictamen del jurado.
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5. El niño desaparecido
LOS TITULARES se desencadenaron en todo el país. «Madre se suicida mientras la
policía busca a su hija desaparecida», «Corazón destrozado empuja a una madre a
buscar la muerte», «Mujer enloquecida de amor se suicida por la desaparición de su
hija», eran algunas de las más conservadoras afirmaciones con que se enfrentaron los
norteamericanos de Maine a Oregon al sentarse a desayunar, y por un tiempo los
reporteros de los diarios metropolitanos abundaron en nuestro pueblo como las
moscas hambrientas en los alrededores de los rastros. Por último la algarabía
disminuyó, y la muerte de Arabella y la extraña desaparición de Alicia dejaron el
lugar en la primera plana a la historia de los últimos escándalos administrativos.
Jules de Grandin se encerró en el estudio, saliendo de él sólo a la hora de las
comidas o después de mi trabajo para charlar conmigo, fumando enormes cantidades
de sus malolientes cigarros franceses; usó el teléfono bastante y envió varias cartas,
pero hasta donde yo podía ver, sus esfuerzos por encontrar a Alicia o descubrir a los
asesinos de su madre eran nulos.
—Creo que te sentirías mejor si salieras un poco —le dije una mañana mientras
desayunábamos—. Ya sé que encontrar a Alicia es una tarea sin esperanzas, y en
cuanto al asesinato de Arabella… bien, yo mismo empiezo a creer que quizá sí se
suicidó, después de todo, pero…
Levantó los ojos del ejemplar del Morning Journal que estaba leyendo y me miró
de frente, fijamente y sin pestañear.
—La policía coopera —me respondió secamente—. Hay observadores en todas
las estaciones de trenes y autobuses, y ningún automóvil privado ni taxi puede
abandonar la ciudad sin ser sometido a una discreta pero completa investigación.
¿Qué más podemos hacer?
—Pues, podrías dirigir la búsqueda personalmente, o examinar los datos, aun
mínimos, que puedan encontrar —comencé, pero él me interrumpió rápidamente con
un gesto.
—Amigo mío —me dijo con una de sus simpáticas muecas de gnomo—, cuando
yo era niño tenía un perro, un perrito tonto y enérgico, puro ladridos y saltos y
sacudir de cola. Estaba locamente enamorado de una gata. ¡Morbleu, la sola visión de
madame Miau lo volvía loco! Corría tras ella, mostrando los dientes y poniendo una
cara terrible. Luego, cuando ella se había refugiado en la rama más alta del peral del
patio, se instalaba debajo a ladrar y menear la cola. ¡Cordieu, a veces pensaba que iba
a estallar de tanto ladrar!
—Y ella, la desdeñosa gatita, ¿crees que se incomodaba? Mille fois non. Segura
en su santuario lo miraba lánguidamente y lo dejaba que ladrase. Por último, cuando
se había agotado ladrando, él se retiraba a meditar sobre la crueldad del mundo, y
madame Miau descendía calmadamente y se alejaba trotando feliz.
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»A menudo le decía: “Mi Toto, eres un grandote estúpido. ¿Por qué lo haces?
¿Por qué no te apartas un poco del árbol y te echas por ahí perdu? Entonces madame
Miau podría pensar que has perdido el interés y bajar, y entonces pouf!, la tienes a tu
merced”. Pero no, aquel perrito tonto no escuchaba mis consejos y así, aunque
gastaba mucha energía y hacía un ruido impresionante, nunca atrapó a la gata.
»Amigo Trowbridge, yo no soy un perrito tonto. De ninguna manera. No soy yo
el que haga esas cosas. Aquí me quedo, en la casa, con instrucciones precisas de que
no me llamen aunque me hablen por teléfono. Nadie me ve afuera. Por lo que se sabe
de mí, podría haberme muerto o ido de viaje. Pero no he hecho nada de eso. Siempre
y en todo momento estoy aquí vigilante, y frecuentemente llamo a la policía para ver
si han encontrado lo que estamos buscando. Yo sé, yo veo todo lo que sucede. Si
alguien hace un movimiento, yo lo sé. Pero los que estoy buscando no saben que yo
sé. No, ellos piensan que Jules de Grandin está borracho o dormido, o quizá que se ha
ido. Es mejor así, te lo aseguro.
En algún momento, envalentonados por la idea de mi aparente letargo, saldrán de
su escondite, y entonces… —su sonrisa se volvió desagradable mientras apretaba una
de sus finas y fuertes manos en un gesto como de apretar algo en ella—. Entonces,
pardieu!, comprenderán que Jules de Grandin no es un tonto, y no pueden burlarse de
él impunemente —se sirvió una segunda porción de pescado asado de la fuente y
recomenzó su examen del Journal. De pronto:
—Ohé, Misere, calamité, c’est désastreux! —exclamó. Lee aquí, amigo mío, por
favor. ¡Lee y dime que estoy equivocado!
Con las manos temblando de ansiedad me pasó el periódico, indicándome un
suelto sin importancia en el ángulo de la izquierda, abajo, de la tercera página.
NIÑO DESAPARECE DE ASILO BAUTISTA, decía el título. Y luego:
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principal del asilo, y permanecían en su sitio habitual encima de su escritorio, en
su propio dormitorio, cuando la alarma lo despertó. Los extensos terrenos del
albergue están rodeados por un muro de casi cuatro metros de altura, con una
saliente hacia cada lado, y escalarlo tanto por el interior como por el exterior
sería prácticamente imposible sin escaleras extensibles.
»Los padres del niño Eastman han muerto y su único pariente vivo conocido
es un tío salido hace poco tiempo de la penitenciaría. La policía investiga los
movimientos de este hombre durante la noche de ayer, dado que se piensa que
podría haber raptado al niño para saldar una vieja deuda con la madre del niño,
cuyo testimonio contribuyó a su condena hace cinco años.
—¿Y bien? —pregunté dejando el diario a un lado—. ¿Es esto lo que estabas
leyendo?
—Hélas, sí. ¡Es demasiado cierto!
—Pero ¿qué quieres decir…? —comencé, pero él me interrumpió
apresuradamente.
—Es posible que esté equivocado, amigo mío. Aunque he vivido por tantos años
en este país tan espléndido, hay aún muchas cosas que son extrañas para mí. La secta
que llaman Bautista, ¿no es la que no cree en el bautismo de los niños pequeños, y en
la que sólo los de más edad son bautizados?
—Sí, así es —le respondí—. Ellos sostienen que…
—No importa ahora lo que sostienen, si es así —me interrumpió—. El hecho de
que este pequeño no hubiese sido bautizado es suficiente: parbleu, es demasiado.
¡Rápido, corramos, volemos!
—¿Corramos? —repetí asombrado—. ¿Adónde?
—Al orfanato de los pequeños bautistas sin bautizar, por supuesto —me
respondió casi furioso—. Vamos, vamos en seguida, inmediatamente, ya.
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—¡Ah, hélas, el pobrecito! —murmuró al concluir su inspección—. Antes, tenía
aún alguna esperanza, pero ahora, temo lo peor.
—¿Eh? —respondí—. ¿Ahora qué?
—Mucho, pardieu, realmente mucho —me respondió con amargura—. Vamos,
entrevistemos al concierge. Me temo que él es nuestra única esperanza.
Cuando nos acercábamos al pequeño y bonito cottage en que se encontraba la
habitación y la oficina del portero, le eché una mirada maravillada.
—No, señor —respondió el hombre a una pregunta de De Gradin—. Estoy
absolutamente seguro de que nadie pasó por el portón anoche. En general se cierra
todas las noches a las diez, aunque casi todas las noches yo me quedo levantado
escuchando la radio hasta más tarde, y si algo importante sucede, estoy pronto para
abrir. Anoche no entró ni salió ni un alma después de las seis de la tarde, exceptuando
al muchacho de la tienda de abarrotes. Fue un día muy tranquilo, supongo que por
causa del frío. Yo me quedé levantado hasta más tarde, pero me acosté a eso de las
once, me parece. Había hecho mi recorrida de los jardines con Bruno a eso de las
siete, y créanme, puedo afirmar que nadie podría haber estado escondiéndose allí sin
que él lo descubriese. ¡No, señor!
»— ¡Aquí, Bruno! —llamó levantando la voz y chasqueando los dedos
autoritariamente, y un poderoso mastín, aparentemente capaz de derribar un elefante,
entró y nos obsequió con un terrorífico despliegue de dientes mientras arrugaba sus
negros labios en un gruñido—. Bruno duerme al lado de mi cama, señor —continuó
el portero—, y la ventana estaba abierta, de modo que si alguien se hubiese detenido
junto al portón nada más que para tocarlo, él lo hubiese oído, y, bueno, no hubiera
sido nada bueno para quien fuese, se lo aseguro. Recuerdo una vez que una pareja
estacionó su carro para besarse justo enfrente, al otro lado del camino, y Bruno se
sintió algo sospechoso, y lo primero que supe es que había saltado por la ventana
como un rayo y se lanzaba hacia ellos, y le arrancó al tipo su camisa antes que yo me
levantara y lo llamase.
De Grandin asintió brevemente.
—¿Podríamos examinar su habitación por un minuto, monsieur? —preguntó
cortésmente—. No tocaremos nada, y le ruego que nos acompañe en todo momento.
—Bue-e-no, no sé… oh, bueno —respondió el guardián mientras la mano de De
Grandin se deslizaba significativamente hacia su cartera—. Vengan.
El pequeño y ordenado cuarto en que dormía el portero tenía una sola ventana
amplia que se abría oblicuamente sobre el portón de entrada y permitía contemplar a
la vez una buena extensión del camino en ambas direcciones, pues la portería estaba
construida de tal manera que formaba parte integrante del muro que rodeaba los
jardines. Del antepecho al suelo había una distancia de un metro ochenta o quizá un
poquito menos.
—¿Y las llaves dónde estaban, por favor? —preguntó De Grandin mientras
examinaba la habitación.
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—Allí, sobre esa mesa, donde las puse anoche antes de acostarme, y las encontré
en el mismo lugar esta mañana cuando me llamaron desde la oficina. Y no tenían
cómo no estar, tampoco. Cualquiera que hubiera tratado de deslizarse en la habitación
hubiera tenido que habérselas con el viejo Bruno, aun si yo no me hubiera
despertado, y yo tengo el sueño muy liviano. Tengo que tenerlo, con este trabajo.
—Perfectamente —asintió el francés, moviendo la cabeza en gesto de
comprensión mientras que se acercaba a la ventana, sacaba de la manga un
inmaculado pañuelo de hilo y lo deslizaba suavemente sobre el antepecho—. Gracias,
monsieur, no es necesario que lo molestemos más, creo —continuó, retirando un
billete de su cartera y dejándolo casualmente sobre la mesa al abandonar la
habitación.
En el portón se detuvo un instante, examinando el cerrojo. Era un pesado cerrojo
de modelo moderno, lo bastante fuerte para desafiar los mejores esfuerzos de un
equipo de voladores de cajas fuertes.
—C’est tres simple —murmuraba para sí mientras abandonábamos el portón y
nos instalábamos en mi auto—. Mira esto, amigo Trowbridge.
Extrayendo su pañuelo del puño lo tendió hacia mí: sobre su impecable superficie
se veía una pequeña cantidad de polvo amarillo, allí donde lo había pasado por el
antepecho de la ventana.
—Bulala-gwai —me dijo con voz cansada y casi sin expresión.
—Qué, ese polvo del diablo…
—Précisément, mi amigo, ese polvo del diablo. Fue muy simple. Treparon hasta
su ventana, sin duda con zapatos con suelas de goma que no hicieron ruido sobre el
suelo helado, y pouf!, echaron el polvo dentro de la habitación. Él y el mastín quedan
completamente inconscientes. Retirar las llaves fue una tarea fácil. Abren el portón,
sostienen el cerrojo abierto con cualquier pequeño objeto, y vuelven a colocar las
llaves sobre el escritorio. El pequeño es raptado, la puerta se cierra tras los
secuestradores y el cerrojo de resorte se cierra por sí mismo. Cuando se da la alarma
monsieur le concierge puede jurar con la conciencia tranquila que nadie ha pasado
por el portón y que las llaves están en su lugar habitual. Pero seguramente, por
supuesto que estaban. ¡Por Dios, cómo son de astutos esos tipos!
—¿A quiénes te refieres? ¿Quién querría secuestrar a un niño tan chico de un
orfanato?
—Un pequeño sin bautizar, recuerda, y varón.
—Muy bien, un pequeño varón sin bautizar.
—Le daría mi lengua al gato por poder responder a esa pregunta —afirmó
solemnemente—. No cabe duda de que son los mismos que hicieron desaparecer a
mademoiselle Alicia delante de nuestros mismos ojos. La técnica de su último crimen
es inconfundible; pero por qué razón ellos, cuya fe es una especie de descendiente
bastardo de la antigua religión de Zoroastro, una especie de primo en decimosegundo
grado de los Parsis, harían esto, non, no corresponde, mi querido amigo. Jules de
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Grandin está muy sorprendido —sacudió la cabeza y se tiró del bigote tan
salvajemente que pensé que se iba a lastimar para siempre.
—En el nombre del cielo, ¿qué…? —comencé—, pero…
—En el nombre del cielo, ¡ja! Sí, tendremos mucho que hacer en nombre del
cielo, amigo mío —me interrumpió—. Con toda seguridad nos enfrentamos a una
pandilla que ejerce sus malas artes en nombre del infierno.
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6. Reaparece la Dama Velada
LOS MÁS NUEVOS ciudadanos de Harrisonville, cuyo peso llegaba a los ocho kilos,
demoraron su llegada mucho más de lo esperado esa noche, pero con su llegada
aparecieron nuevas complicaciones y durante casi dos horas, tres enfermeras, un
joven médico interno y yo, trabajamos arduamente para alejar a la madre y sus
gemelos del umbral de la muerte. La medianoche había pasado hacía mucho cuando
subí los escalones del frente de mi casa, cansado como un perro, con manos que me
temblaban de agotamiento y los ojos aún irritados por el resplandor de las lámparas
de cirugía. «Una buena dosis de brandy y a dormir, y nada de trabajo mañana por la
mañana», me prometí a mí mismo mientras avanzaba de puntillas por el corredor.
Me serví el licor en un vaso y estaba a punto de beberlo cuando el repentino
estrépito de la campanilla nocturna detuvo mi mano levantada. No se pueden negar
los instintos adquiridos. Casi sin darme cuenta de lo que hacía, dejé el brandy sobre
la mesa y caminé tambaleándome hacia la puerta del frente en respuesta al llamado.
—Doctor, doctor, déjeme entrar, escóndame. ¡Rápido, que no nos vean hablando!
—la susurrante voz femenina, aguzada por el miedo, atravesó el vestíbulo oscuro, y
una forma de mujer cayó hacia adelante flojamente, en mis brazos, cuando abrí la
puerta. Respiraba con un jadeo trabajoso, como una criatura perseguida.
—¡Pronto, pronto —otra vez ese murmullo, más impregnado de terror que un
grito—, cierre la puerta, atránquela, eche el cerrojo, apártese de la luz! ¡Por favor!
Retrocedí un paso o dos, con mi visitante aún aferrada a mí como alguien que se
está ahogando se aferra a su salvador. Cuando pasábamos debajo de la lámpara le
eché una rápida mirada. Tenía vaga conciencia de su encanto, de su perfume, tan
delicado que parecía apenas la sombra de un perfume, de su belleza. Un ajustado
sombrero negro cubría su cabeza, y de él colgaba un velo de encaje negro que se
extendía de oreja a oreja, dejando apenas al descubierto la punta de la nariz pero
cubriendo la boca, el mentón y las mejillas, dejando ver los ojos y las cejas. A través
del tejido podía ver los rojos labios y el brillo de los pequeños dientes, blancos como
perlas, y aparentemente afilados como navajas, mientras la pequeña boca infantil se
entreabría en una mueca de tenor pánico.
—Pero, pero —vacilé—, es la dama que vimos cuando…
—Perfectamente; es mademoiselle l’inconnue, la dama del velo —terminó De
Grandin mientras bajaba corriendo los últimos tres escalones, en bata de seda lavanda
y zapatillas de cuero de becerro púrpura, con una chalina también púrpura envuelta
en torno del cuello, y se adelantaba ágilmente para ayudarme con mi encantadora
carga.
—¿Qué pasa, mademoiselle? —preguntó, medio llevándola, medio guiándola
hacia el consultorio—, ¿quizá ha regresado para decirnos nuevamente que nuestra
búsqueda es vana?
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—¡No, no-o! —musitó la mujer, apoyándose aún más pesadamente sobre
nosotros—. ¡Ayúdenme, ayúdenme por favor! Estoy herida; ellos…, él…, oh, les diré
todo.
—¡Excelente! —asintió De Grandin mientras cerraba la puerta y encendía las
luces—. Veamos primero su herida, y luego… ¡Mon dieu, amigo Trowbridge, se ha
desvanecido!
Mientras hablaba, la mujer se había doblado débilmente por las rodillas y, como
una encantadora muñeca cuyo relleno se hubiese derramado, se deslizó hacia adelante
hacia el suelo.
Solté una mano de su brazo para ayudar a colocarla sobre la mesa, y quedé
mirándola con una exclamación de desaliento. Los dedos estaban empapados en
sangre hasta los nudillos, y sobre el oscuro abrigo de la joven una fea mancha de
sangre se veía empapada y crecía constantemente.
—Tres bien, así —murmuró De Grandin, colocando sus manos bajo los brazos de
ella y levantándola hacia la mesa de revisación—. Estará mejor aquí, porque… ¡Dieu
des chiens, amigo mío, mira!
Al abrirse el pesado abrigo de la joven vimos que éste, un par de elegantes
zapatos de cuero, sus guantes de conducir y su sombrero con velo era todo lo que
tenía encima. Del mentón cubierto de encaje hasta los empeines de sus delicados pies,
donde aparecían venas azules, estaba tan desnuda como el día que vino al mundo.
No se veía herida alguna sobre sus hombros marfileños ni sobre su pecho blanco
como crema, pero bajo su garganta, inmediatamente encima de la suave elevación de
los pechos, se veía una marca o cicatriz en forma de medallón dentro de la cual estaba
rudamente tatuado este diseño.
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nombre correcto! —dijo Jules de Grandin—. Esto es un deliberado insulto a le bon
Dieu, pues esta desdichada lleva sobre su cuerpo…
—¡No pude soportarlo! —murmuró la joven, extendida sobre la mesa—. ¡Eso no,
eso no! ¡Me miró y me sonrió y puso su mano contra mi mejilla! Era la viva imagen
de mi pequeño…, ¡no, no, les digo! ¡No deben! ¡No-o-o!
Por un momento respiró pesadamente, luego:
—Oh, mea culpa, mea maxima culpa! ¡Perdona nuestras ofensas y las ofensas de
nuestros antepasados, perdónanos, Señor…, lo haré, les digo! Sí, iré y se lo diré todo,
si el doctor De Grandin… —su voz se ahogó en un murmullo sibilante y medio se
incorporó sobre la mesa, contemplando alrededor con ojos fijos y sin ver—. Doctor
De Grandin, busque las marcas de tiza del Diablo, siga los tridentes, ellos lo llevarán
al lugar donde… ¡Oh mea culpa, mea maxima culpa! ¡Jesús, apiádate de mí!
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que tienen un cargo específico en su contra. No querría usted presentar algún cargo
concreto contra ella, ¿verdad?
De Grandin lo contempló por un momento.
—Asesinato es aún una ofensa relativamente seria, aun en los Estados Unidos —
respondió pensativo—. ¿No podríamos retenerla como testigo material?
—¿Del asesinato de quién? —preguntó Donovan el práctico.
—Del pequeño Eastman, el que fue raptado anoche del asilo bautista —respondió
el francés.
—Despacio, hombre, no hagamos chiquilladas —le previno el otro—. ¿Quién
dice que el crío ha sido asesinado? La policía no puede encontrarlo ni siquiera vivo, y
hasta que aparezca su cuerpo no hay corpus delicti para sostener una acusación de
asesinato.
Una vez más el francés lo contempló sombríamente, y luego:
—Ya sea que usted lo sepa o no, amigo mío —respondió muy serio—, ese
chiquillo está muerto. Muerto como un cordero, y en forma muy desagradable, como
el corderito inocente que era. Sí.
—¿Tiene usted alguna información secreta sobre el caso? —sugirió Donovan
esperanzado.
—No, sólo razonamiento e intuición, pero…
—Pues aquí no alcanzan —interrumpió el otro—. No podemos poner a esta
muchacha en la sala-prisión sin una orden de algún tipo, De Grandin; es contra las
reglas y me jugaría mi puesto si lo hiciera. Puede haber complicaciones legales de
todas clases: proceso por arresto ilegal, cosas así. Pero dígame una cosa: ella vino a
verle, tambaleándose y murmurando un montón de absurdos y claramente fuera de sí,
¿verdad?
El francés asintió.
—Muy bien, entonces. Podemos decir que estaba chiflada, lela, chalada, como se
dice en siamés clásico, y encerrarla en la sala psiquiátrica. Tiene barrotes en las
ventanas, más fuertes que los de la sala-prisión. Y hay abundante espacio, también.
Nada más que unos borrachines durmiendo sus delirium tremens y otros efectos de
esta alharaca de la prohibición. Los sacaré para dejar espacio para… a propósito,
¿cómo se llama su amiguita?
—No sabemos —respondió De Grandin—, Es une inconnue.
—Maldición, no sé cómo se escribe eso —afirmó Donovan—. Tendremos que
registrarla como desconocida. ¿Está bien?
—Bastante bien —le respondió el pequeño francés con una sonrisa—. Y ahora,
¿la aceptará usted?
—Seguro —prometió el otro.
—¡Hey, Jim! —le gritó a un ordenanza que vagabundeaba por el corredor—. Trae
el carro de los muertos. Tenemos otro cliente para la H-3. Está inconsciente.
—O.K., jefe —respondió el hombre, acercando una camilla.
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Los aterrorizados y lastimosos gemidos de los que viajaban por las fronteras del
honor se filtraban por las puertas enrejadas de las celdas que flanqueaban los
corredores de la sección H-3 mientras seguíamos a la camilla. Aquí una mujer
enloquecida por el gin sollozaba y gemía, presa de mortal terror ante los fantasmas de
su delirio alcohólico; allí una alcohólica de escasos dieciocho años, pero ya con las
marcas de una nefritis aguda en el rostro, se ahogaba y regurgitaba en las garras de
una náusea mortal.
—Tres hurras por el noble experimento —exclamó el doctor Donovan—. ¡Ojalá
esos malditos prohibicionistas tuvieran que beber un poco del veneno con que han
inundado el país! Si yo pudiera…
—¡Jesús! —gritó una vieja irlandesa de ojos turbios cuando pasamos junto a su
celda—. ¡El Señor se apiade de nosotros, es ella! —por un momento se aferró a la
ventanilla de su celda como un mono a los barrotes de su jaula, contemplando
horrorizada la forma inmóvil en la camilla.
—Tranquila, Annie —la consoló Donovan—. No te hará daño.
—¿No me hará daño? —graznó la mujer—, ¿No me hará daño, con el mismo
Diablo caminando a su lado? ¿No ves los cuernos, y la cola y los ojos en llamas,
mientras la sigue por el corredor, doctor querido? ¡Oh, Dios se apiade de nosotros,
bendícenos y salva nuestras almas, Madre Santísima! —se santiguó y contempló con
ojos fijos por el terror a la joven que yacía en la camilla, hasta que nuestro lastimoso
grupo dobló una esquina y desaparecimos de su vista.
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7. El son de un tambor lejano
ERA UNA NOCHE de viento y nubes, que había traído una nueva nevada, y nuestra
marcha era bastante dificultosa cuando regresamos del hospital. Yo estaba atontado
por el frío y a punto de desmayarme de cansancio cuando finalmente guardé el
automóvil y entramos en la casa por la puerta de atrás.
—Ahora aquella dosis de brandy y a dormir —me prometí a mí mismo mientras
atravesábamos la cocina.
—Sí, por el cielo —asintió vigorosamente De Grandin—, hablaste sabiamente,
amigo mío. Tendré gran placer en acompañarte en ambas cosas.
Junto a la puerta del consultorio me detuve de pronto:
—Es raro —murmuré—. Hubiera jurado que habíamos apagado las luces antes de
irnos, pero…
—¡Shh! —el imperativo siseo de De Grandin me interrumpió en seco, al tiempo
que se deslizaba delante de mí y extraía, de su funda de cuero, la pequeña, pero
potente pistola automática que siempre llevaba consigo, debajo de su brazo izquierdo
—. Apártate, amigo Trowbridge, que yo, Jules de Grandin, me ocuparé de ellos.
Abrió completamente la puerta con un solo puntapié muy bien aplicado, y se
deslizó ágilmente hacia atrás, resguardándose detrás del marco y apuntando
amenazadoramente su pistola.
—Atención, ¡arriba las manos! Lo tengo cubierto —gritó.
De la mesa de revisación, donde evidentemente había estado durmiendo, saltó
más bien que se levantó un individuo pequeño, que aterrizó sobre sus dos pies con la
agilidad de un gato y echó una mirada feroz hacia la puerta tras de la cual se había
refugiado De Grandin.
—¡Asesino! —gritó apretando los puños y avanzando medio paso hacia nosotros.
—Morbleu, ¡nos ha encontrado! —la voz de De Grandin era casi un chillido—.
¡Es él, el apache, el criminal, ladrón de mujeres y niños desvalidos! Cuidado,
monstruo —entró en la zona de luz, blandiendo amenazadoramente su pistola—, no
te muevas, si quieres seguir disfrutando de tu perversa vida.
Ignorando la pistola el otro avanzó, con las rodillas dobladas y los brazos
entreabiertos, como un gorila, los dedos medio cerrados como preparando un salto
mortal a la garganta de De Grandin. A un paso de distancia se detuvo y abrió de
repente los brazos.
—Embrasse-moi! —gritó, y en un instante los dos estaban estrechamente unidos
en un abrazo, como dos amantes reunidos después de larga separación.
—¡Oh, Georges, mon Georges, tu vista devuelve la salud a mis cansados ojos,
seguramente te ha enviado el cielo! —exclamó De Grandin cuando hubo recobrado el
aliento—. ¡Entre volver a verte y cincuenta mil francos, ciertamente te habría elegido
a ti, mon petit singe! —y volviéndose hacia mí agregó—: Seguramente recuerdas a
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monsieur Renouard, amigo Trowbridge. ¿Georges Jean Jacques Joseph Marie
Renouard, Inspecteur du Service de la Sûreté Générale?
—Por supuesto —respondí, estrechando la mano del visitante—. Me alegro de
verlo nuevamente, Inspector —el pequeño inspector colonial había sido mi huésped
algunos años antes, y él, De Grandin y yo habíamos compartido una serie de notables
aventuras—. Estábamos a punto de tomar una copa, ¿no quiere usted unirse a
nosotros?
—Parbleu —me aseguró Renouard—, yo le tengo mucha simpatía a su lenguaje,
doctor Trowbridge, y amo especialmente las palabras que usted acaba de pronunciar.
Servimos el licor, nos sentamos frente a frente, cada cual esperando que el otro
iniciara la conversación. Finalmente:
—Llegué aquí hace más o menos una hora —comenzó Renouard—, y su
excelente criada me dejó entrar. Me dijo que ustedes habían salido y me pidió que los
esperase, y luego se fue a dormir.
No creo que haya siquiera contado la platería antes. Ella me conoce. Sí. Bien
alors, me quedé esperando y mientras tanto me quedé dormido.
Lo miré con interés. Aunque varias pulgadas más pequeño que un norteamericano
típico, no se le podía llamar pequeño. Más bien, Renouard era un gigante en
miniatura. Su misma estatura escasa daba la impresión de equilibrio material y
tremenda fuerza física. Uno sentía instintivamente que sus brazos debían ser macizos
como los de un gladiador y su tórax estar envuelto en músculos como los de un atleta
profesional. Un mechón de cabellos gris-acero estaba peinado hacia atrás en una
elevada onda, por encima de su amplia frente, y su labio superior estaba adornado por
un ondulado bigote blanco, mientras que de su mentón pendía una pequeña barba
blanca, cortada al estilo cuadrado favorito de los franceses auténticos. Pero lo más
impresionante de todo era su rostro frío y pálido, un rostro de palidez de estatua,
desde el cual parecían llamear sus grandes y hundidos ojos oscuros bajo los arcos
intensamente negros de sus enmarañadas cejas.
—Eh bien, mon Georges —dijo De Grandin—, ¿qué vientos de tormenta te han
traído hasta aquí? Tú siempre has sido un pescador en aguas borrascosas.
Renouard bebió su brandy de un trago, retorció su bigote, se acarició la barba y
finalmente extrajo una cartera de cuero de Rusia de la cual tomó un cigarro
Maryland.
—¡Mujeres, parbleu! A veces uno se pregunta para qué las hizo Dios.
Encendió con un chasquido su yesquero inglés, y con movimientos seguros
encendió su fuerte cigarro, después de lo cual cruzó sus grandes manos blancas sobre
el regazo y nos miró inquisitivamente con sus brillantes ojos oscuros, como si
nosotros tuviéramos la respuesta a su enigma.
—¡Tiens, amigo mío! —respondió De Grandin riendo—. Si no las hubiera hecho,
es poco probable que tú y yo estuviéramos aquí disfrutando de esta conversación.
Pero ¿es por las mujeres que estás aquí? ¿Cómo es eso?
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Renouard expulsó una doble columna de humo acre por la nariz, emitiendo un
resoplido de desagrado al mismo tiempo.
—Apenas encuentro palabras para contarlo —respondió.
—El problema empieza en Egipto. Durante la guerra, y después de ésta, hasta el
levantamiento de la ley marcial, en 1923, Egipto, aparte del sistema europeo de
maisons de tolérance, era, por lo menos exteriormente, tan moral como Londres. Sin
embargo, desde que se aflojó allí la firme y limpia mano de Inglaterra, ha habido un
contrabando, que crece constantemente, de esclavas blancas hacia ese país. Hoy casi
no llega a Alejandría un barco que no traiga su cuota de cargamento humano. El
comercio es antiguo, tan antiguo como Tiro o Nínive, y suprimirlo por completo está
fuera de toda esperanza, pero regularlo, eso es algo diferente.
»No nos agitamos demasiado cuando el número de infelices muchachas
transportadas de Marsella a El Cairo aumentó, pero cuando jóvenes respetables, mais
oui, jóvenes de más que la mera respetabilidad, burguesa, incluso hijas de le beau
monde, empezaron a desaparecer de repente, para luego consumirse en las infames
Casas Azules del Oriente, empezamos a interesarnos mucho en el asunto.
»Enviaron por mí: “Renouard”, me dijeron, “investiga y dinos cómo es”.
»Tres bon, comencé a investigar. Tomé los expedientes de media docena de
muchachas, y construí el caso desde cero. ¡Por un hombrecito azul! —se inclinó hacia
adelante, hablando en voz baja e impresionante, apenas más que un susurro—, había
algo diabólico, quiero decir, realmente diabólico, mis amigos, en el asunto. Por
ejemplo: Todas eran jóvenes independientes y activas en la actual lucha por la
emancipación de su sexo. ¡Oh, sí! Amaban tanto esa nueva libertad que las antiguas
inhibiciones les parecían pasadas de moda. El buen Dios, el dulce Cristo Niño, la
Madre Bendita, ah bah, estaban envejecidos. Ellas querían seguir otros dioses más
modernos o más antiguos.
»Eh bien, eran dioses muy extraños, también. En Berlín, París, Londres y Nueva
York existe una secta que predica: ¡Haz lo que quieras; éste es el único mandamiento!
Y como el niño que come demasiados chocolates termina inevitablemente con
indigestión, así los adeptos de esta nueva secta siempre, en último término, cosechan
destrucción. Pero claro.
»Descubro que cada una de estas jóvenes se ha enlistado en este nuevo ejército de
los liberados. Ha asistido a reuniones en que se dirigían extrañas oraciones a dioses
aún más extraños, y eventualmente, termina como un juguete abandonado, consumida
por las drogas y completamente exhausta, en las pequeñas e infames Casas Azules
del Oriente. Sí.
»Las encontré a todas. Algunas estaban moribundas, otras estarían mejor muertas,
a otras aún les quedaba algo por recorrer de ese terrible camino del infierno en vida,
pero todas, todas, amigos míos, estaban marcadas sobre el pecho con esta insignia. La
he visto tan a menudo que puedo dibujarla de memoria —y extrayendo un cuadernillo
de notas encuadernado en hule, de un bolsillo, arrancó una página y garabateó un
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dibujo en ella.
De Grandin y yo nos miramos el uno al otro, completamente anonadados, cuando
nos pasó el papel.
—¡Dios del cielo! —exclamé—, es exactamente como…
—Précisément, la meme chose: es el mismo que llevaba aquella mademoiselle del
velo —concordó De Grandin. Con ojos brillantes se volvió hacia Renouard—:
Prosigue, amigo mío. Cuando hayas terminado, nosotros tendremos una historia que
referir.
—Ah, pero aún me falta mucho —replicó el inspector—. Bien non. Investigué
aún más, y encontré muchas cosas. Descubrí, por ejemplo, que la sociedad a la que
estas desdichadas jóvenes pertenecían estaba muy bien organizada, con logias
mayores y subordinadas, como los francmasones, con un cuerpo directivo central
controlándolo todo. Además, encontré que en todos los casos y en todas partes donde
aparecía esta extraña secta, había un ruso al frente, o muy cerca de la dirección.
¿Tiene esto algún significado para ustedes? ¿No?
»Muy bien: entonces consideren esto. El año pasado, la Unión de Ateos
Militantes, financiada por el gobierno soviético, cerró cuatro mil iglesias en Rusia,
por medio de la acción directa. Además, bien provistos de fondos como estaban,
tuvieron éxito en una serie de obras misioneras en el exterior. En los Estados Unidos,
por un lado, proporcionan ayuda a sociedades ateas de todas clases, principalmente
entre jóvenes, tales como “Las Almas Perdidas”, una asociación de estudiantes
universitarios, y por el otro, ayudan con largueza a sectas religiosas fanáticas que
abogan por la abolición de diversiones inocentes en nombre de Cristo. Asociaciones
que tratan de hacer desagradable el Séptimo Día, cerrando los cines, las tiendas y
todos los lugares de diversión, han recibido grandes sumas de dinero de los anónimos
agentes de esta Unión Atea. Es más: sabemos con certeza que gran parte de la
legislación propugnada por estas entidades ha sido propuesta directamente por
agentes rusos disfrazados de defensores a ultranza de la religión a la antigua. ¿Se dan
cuenta? Por un lado se promueve el ateísmo entre los jóvenes, y por el otro, los
propios ministros de la iglesia son impulsados, con halagos o directamente con
ofertas de dinero, a emprender cosas que harían a cualquier persona de mente liberal
odiar a todas las iglesias. El esquema es bello en su sencillez, y ha funcionado muy
bien.
»Más aún: el año pasado, en Inglaterra, un clérigo fue expulsado de la iglesia por
haber bautizado a un perro, diciendo que haría de él un buen miembro de la iglesia
establecida. Revisamos los antecedentes del individuo y descubrimos que era amigo
de unos rusos que pasaban por émigrés, fugitivos de la opresión bolchevique.
Actualmente este hombre, que carece de fortuna y de medios visibles de mantenerse,
anda todo el día muy activo predicando el ateísmo radical, y apartando de su fe a los
antiguos miembros de su parroquia. Vive, y vive bien. Uno se pregunta quién lo
mantiene.
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»Defecciones de religiosos de todas las sectas se han vuelto muy numerosas
últimamente, y en cada caso se encuentra uno o varios rusos en relaciones de amistad
con el apóstata.
»Non, déjame hablar un poco más —continuó al ver que De Grandin hacía un
gesto como para decir algo—. Las fuerzas del desorden, o directamente, del mal,
están organizando sus filas y reuniendo sus fuerzas de choque para un asalto. En el
Lejano Oriente se oye el son de un tambor lejano, y de las profundidades de otras
tierras responde el redoble de un tambor de guerra. Vean ustedes:
»En el Congo se ha intensificado la actividad de los Hombres Leopardo, esas
extrañas y diabólicas sociedades cuyos miembros se disfrazan de leopardos para
buscar y matar a su presa en la noche. Las autoridades han recurrido a severas
medidas de represión, pero sin embargo, las Sociedades del Leopardo florecen más
que nunca, y los negros se están poniendo cada vez más difíciles de manejar. Habrá
dificultades.
»En París, Londres y Berlín se multiplican los robos a iglesias. Una y otra vez
desaparecen ornamentos y vestiduras sagradas, las hostias son llevadas del altar y se
llevan a cabo sacrilegios de todas clases. Un hecho de esta clase, o aun varios,
podrían ser coincidencias, pero cuando los ultrajes se repiten sistemáticamente, no
una, sino decenas de veces, siempre en la misma forma, aunque en lugares muy
distantes, las coincidencias se vuelven estadísticas. No puede caber ninguna duda: en
las grandes ciudades del mundo se celebran regularmente misas negras. No creemos,
sin embargo, que el propósito sea solamente el de insultar a Dios. No, hay algún
motivo central y oculto para este gran reflorecimiento repentino del satanismo, y uno
se pregunta cuál será.
»Y aquí entra en escena otro enigma: en Arabia, al norte de Irak, en las montañas
del Kurdistán, se encuentra el cuartel general de un extraño pueblo, los yezidees.
Poco es lo que sabemos de ellos, excepto que desde tiempo inmemorial han servido a
Satán como su Dios. Si su número hubiera sido mayor habrían constituido un
problema, porque son altivos y fieros y muy inclinados a matar, pero son pocos y sus
vecinos musulmanes los rodean tan completamente que han sido obligados a
encerrarse en sus montañas y pocas veces molestan a quienes no se meten con ellos.
Pero —hizo una pausa de gran efecto dramático— extraños acontecimientos han
estado cocinándose últimamente en el monte Lalesh, donde se encuentra su gran
templo. No sabemos exactamente de qué se trata, pero miembros de la secta han
estado llegando allí desde todas partes del Oriente, viajando a veces desde regiones
tan distantes como Mongolia, para celebrar alguna clase de ceremonia mística. No
sólo eso, sino que muchos extranjeros: europeos, africanos, hombres blancos, negros
y amarillos que no tienen nada que hacer por allí, han sido vistos dirigiéndose de
todas partes hacia las montañas de Kurdistán, como peregrinos en viaje hacia la
Meca. Hace menos de un mes unos bandoleros tendieron una emboscada a un grupo
de viajeros cerca de Aleppo, y nuestros gendarmes los rescataron. Era un grupo de
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norteamericanos, ingleses y varios españoles, y todos se dirigían hacia el Kurdistán y
el monte Lalesh. Otra vez, uno se pregunta por qué.
»Nuestros agentes secretos no han logrado penetrar este misterio. Sólo sabemos
que muchos rusos han sido vistos entrando en la fortaleza sagrada de los yezidees;
que los yezidees, en otro tiempo muy pobres, disponen ahora de grandes sumas de
dinero en efectivo y que su actitud para con sus vecinos se ha vuelto repentinamente
muy arrogante.
»Toda clase de rumores andan en circulación: se habla de una resurrección del
culto de los Asesinos, que hicieron la vida imposible tanto a cruzados como a
musulmanes. Se murmura sobre una profetisa que vendrá de una tierra extraña, una
profetisa que levantará el estandarte del demonio y guiará a sus seguidores contra la
Cruz y la Media Luna. No sabemos con seguridad de qué se trata exactamente, pero
los que conocemos el Oriente estamos seguros de que significa guerra. Las señales
son inconfundibles: se está fomentando una revolución. Alguna especie de jihad
maldito ha sido declarado, pero dónde caerá el golpe, o cuándo, no podemos adivinar.
¿En la India? ¿En Indochina? ¿En Arabia? Quizá en todas partes al mismo tiempo,
quién sabe. Londres se prepara, París también, y Madrid está reuniendo tropas en
África. Pero ¿quién puede luchar contra una figura de humo? ¿Debemos saber a
quién atacar antes de emprender la acción, n’est-ce pas?
»Una cosa puedo afirmar, sin embargo, con absoluta seguridad: hay un hombre,
un hombre muy misterioso cuyo rostro nunca he visto, pero cuyas huellas están
marcadas tan claramente como el rastro de una serpiente en el polvo, que siempre
anda cerca cuando los hilos de todos estos acontecimientos distantes entre sí se
acercan y se entretejen en una cuerda. Él era uno de los promotores en las sociedades
a que pertenecieron aquellas infortunadas jóvenes; era uno de los amigos del clérigo
inglés que fue expulsado; casi fue aprehendido, aunque sólo casi, en conexión con el
robo de una iglesia en Colonia, y se le ha visto en Kurdistán. He seguido su pista a
través de Europa entera, Arabia y Egipto, y siempre llego un poco tarde. Ahora está
en América. ¡Sí, parbleu, y en esta misma ciudad!
»C’est tout. Tengo que encontrarlo, y cuando lo encuentre debo hallar un modo de
poner fin a su carrera, aunque tenga que llegar al crimen. La serpiente se agita aún
después de haber sido decapitada, pero Dios sabe que ya no puede morder. Y yo
también.
Jules de Grandin se inclinó sobre el escritorio, tomó la cigarrera de Renouard,
extrajo uno de sus malolientes «Maryland» y lo encendió con una sonrisa de
satisfacción.
—Conozco las respuestas a algunos de tus problemas, amigo mío —le aseguró—.
Esta misma noche acudió a nosotros, a esta misma casa, un desertor de las filas de los
malditos, y aunque deliraba, completamente fuera de sí, dijo lo suficiente para que
supiéramos cómo encontrar al hombre que dices, y cuándo buscarlo —la luz fría y
dura que siempre me recordaba a un sol invernal reflejándose en un arroyo helado
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apareció en sus ojos, y sus labios se apretaron en una línea desagradable—, Y cuando
lo hayamos encontrado —continuó—, ya sabremos qué hacer con él. ¡Por mi
paraguas, si sabremos!
»La información que tú posees concuerda admirablemente con lo que nosotros ya
sabemos, y mejor aún, con lo que sospechamos. Escúchame atentamente:
El repentino sonido del teléfono lo interrumpió.
«¿Doctor Trowbridge?», preguntó una profunda voz de bajo apenas descolgué el
auricular y gruñí un áspero «Bueno».
—Sí.
—Costello. Le habla el sargento de Detectives Costello. ¿Podría pasar a buscarlos
a usted y al doctor De Grandin en cinco minutos? No les pediría que se levantasen tan
temprano si no fuese algo realmente importante, pero…
—Está bien, sargento, todavía no nos hemos acostado siquiera —le respondí—.
Estamos bastante exhaustos, pero si se trata de algo importante…
—¿Importante, dice usted? Alabado sea Dios, si el crimen más espantoso que
haya afrontado alguna vez el estado de Jersey no es importante, entonces no sé qué
puede serlo. Es allá, en el Convento del Sagrado Corazón, señor, cerca de
Rupleyville, y le agradeceré mucho si ustedes van con nosotros, señor: Las pobres
monjas necesitarán la ayuda de un médico, me imagino, y san José sabe que yo
necesito de toda la ayuda experta que el doctor De Grandin pueda proporcionarme
también.
—Muy bien, estaremos esperándolo —respondí, colgando el auricular y
volviéndome para enterar a Renouard y a De Grandin de nuestro compromiso.
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8. In Hoc Signo…
EL QUEJUMBROSO crescendo de la sirena de un automóvil policiaco resonó fuera de
nuestra puerta casi apenas terminaba de hablar, y descendimos los escalones de la
puerta del frente para reunimos con el fornido policía irlandés y otros dos oficiales en
ropa de civil que ocupaban el asiento posterior del vehículo.
—Claro, el inspector Renouard —saludó alegremente Costello mientras le
estrechaba la mano—, me alegro de encontrarlo esta mañana. No hay nada que hacer
en este caso más que trabajar como demonios y confiar en Dios y cuantos más
seamos mejor. Pasen, caballeros —y dirigiéndose al uniformado conductor, ordenó
—: Pisa esa cosa, Casey.
Casey pisó. El poderoso Cadillac saltó hacia adelante como un brioso corcel
impulsado por el látigo, y el frío y punzante aire de la madrugada de invierno nos
azotó la cara hasta quitarnos el aliento mientras nos deslizábamos por el desierto
camino a ochenta millas por hora.
—¿De qué se trata? ¿Qué ha sucedido? —De Grandin gritaba, juntando las manos
delante de su boca, mientras corríamos por las solitarias calles suburbanas.
Costello levantó su mano enguantada hasta la boca, y luego sacudió la cabeza.
Ninguna voz podía oírse por encima del ensordecedor rugido del viento.
Casi antes de que nos diéramos cuenta de ello nos detuvimos junto al muro gris
del convento, y Costello estaba tirando vigorosamente del cordón de la campanilla,
junto al portón de entrada.
—De la policía, señora —informó concisamente cuando la portera abrió el
pequeño ventanillo de la puerta y nos miró interrogadoramente.
Algo más que silencio ordinario parecía cernirse sobre el gran edificio desnudo,
mientras seguíamos a nuestra guía por el inmaculado corredor hasta el locutorio
público. Me pareció que el aire estaba cargado de una especie de concentrada,
contagiosa emanación de puro terror. En una ocasión, cuando mis obligaciones
profesionales me habían obligado a asistir a una ejecución, había sentido esa misma
extraña sensación de anticipación y horror concentrado mientras los demás testigos y
yo esperábamos en la cámara de la muerte, contemplando alternativamente, con ojos
espantados, la siniestra silla eléctrica y la puerta por la que debía aparecer el
condenado.
Cuando llegamos al locutorio y nos instalamos en las incómodas sillas duras,
comprendí repentinamente la causa del curioso sentimiento de ansiedad que me
poseía. De cada rincón del edificio, al parecer desde las paredes mismas, y el piso y el
techo, llegaba hasta nosotros el susurro casi imperceptible de un coro murmurado.
Susurro, susurro, susurro: el apagado murmullo, audible sólo a medias, persistía sin
interrupción, infinito e incansable como el susurro de las olas sobre la arena. Me
preocupaba, golpeaba en mis oídos como una gota de agua cayendo eternamente
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sobre una piedra: si no se detenía, me dije, con toda seguridad me iba a poner a gritar
lo más fuerte que pudiese, únicamente para ahogar su eterna y monótona reiteración.
El sonido de pies calzados con zapatos de suelas ligeras y el suave crujir de una
falda me salvaron de esa opresiva monotonía, y la Madre Superiora del Convento
apareció ante nosotros. Costello se inclinó con cierta gracia torpe, adelantándose. De
Grandin y Renouard fueron de una cortesía helada en su saludo, dado que los
franceses, y especialmente los que desempeñan cargos oficiales, tienen muy presente
el desacuerdo entre las órdenes religiosas y el gobierno de Francia, que subsiste desde
1903.
—Somos del Departamento Central, madre —se presentó Costello—. Vinimos lo
más pronto que nos fue posible. ¿Dónde está él, ella, dónde está el cuerpo, por favor?
La madre María Margarita lo miró con ojos que parecían haber llorado hasta
agotar las lágrimas, y sus firmes labios temblaban al responder:
—En el jardín, oficial. Es contra las reglas la entrada de hombres en él, pero esto
es una emergencia ante la cual nuestras reglas deben ceder. La portera estaba
haciendo su ronda, un poco antes de los maitines, cuando oyó un movimiento en el
jardín y miró hacia afuera. No se veía a nadie, pero algo le pareció extraño y, así,
salió a investigar. Inmediatamente me dio aviso, y yo llamé por teléfono a su oficina
en seguida. Luego tocamos la campana y reunimos a todas las hermanas en la capilla.
Les dije lo que me pareció que debían saber y luego las despedí. Ahora están en sus
celdas, rezando el rosario por el descanso de su alma.
Costello asintió brevemente y se volvió hacia nosotros, acomodando
truculentamente su bien afeitado mentón:
—Vamos, caballeros, andando —nos dijo—, ¿Nos acompañará usted? —añadió,
dirigiéndose a la Madre Superiora.
Los jardines del convento se extendían varios cientos de metros detrás del
edificio. A cada lado había una hilera de altos cipreses, y los senderos, cubiertos de
grava, estaban delimitados por cercos de ligustro perfectamente recortados. Al fondo,
junto a una pared de ladrillo cubierta de hiedra, de casi cuatro metros de altura, se
encontraban un crucifijo colocado sobre un pedestal de piedra y casi tan alto como el
muro, que dominaba todo el lugar. Fue hacia él que nos guió Costello, que avanzaba
belicosamente, con su mentón negro-azulado en ristre.
De Grandin juró salvajemente en una mezcla de inglés y francés a medida que
avanzábamos y el fino polvo de nieve se elevaba, entrando en sus zapatillas de noche
de charol y helando sus pies envueltos en seda. Renouard miraba en torno con rápidas
miradas apreciativas. Yo contemplaba el rostro de Costello, observando cómo su
expresión se hacía más decidida a medida que avanzaba.
Creo que todos lo reconocimos simultáneamente.
Renouard exhaló un breve sonido, mitad grito, mitad gruñido.
—Sacre nom de sacre nom de sacre nom! —exclamó De Grandin.
—¡Jesús! —dijo Costello.
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Yo sentí un repentino vacío en el estómago y tuve que agarrarme del brazo de
Costello para no caerme del vértigo y la náusea que me dieron de golpe. La figura sin
vida que pendía de la cruz no era de yeso ni de madera pintada: era humana, de carne
y hueso.
Firmemente sujeta por largos clavos que atravesaban las manos extendidas y los
delicados pies, colgaba de la cruz. Su esbelto cuerpo desnudo aparecía blanco como
marfil. La cabeza estaba inclinada hacia el hombro izquierdo y el largo cabello negro
colgaba suelto sobre sus senos blancos y llenos, que la posición de los brazos
mantenía erguidos. Sobre su cabeza habían colocado una grosera improvisación de
corona de espinas, un círculo de alambre de púas cortado del cerco de alguna granja,
y de las heridas que el alambre había causado se deslizaban hacia abajo finas líneas
de color coral. Delgados hilos de sangre corrían también desde las heridas de las
manos y los pies, pero éstos se habían congelado, acentuando la semejanza con una
imagen pintada. La boca estaba entreabierta y el mentón colgaba flojamente sobre el
pecho. De la lengua, que se veía apoyada en el labio inferior, pendía una sola gota de
sangre, congelada en el momento de caer, destacándose como un rubí contra la carne.
Por encima de los senos se destacaba la marca tatuada que habíamos visto cuando
llegó a nosotros en busca de ayuda, escasamente cuatro horas antes.
Por encima de la encantadora cabeza coronada de espinas, donde había estado la
réplica de la inscripción de Poncio Pilatos, se veía ahora otra inscripción, como un
desafío burlón e insultante de los asesinos: «In Hoc Signo», en este signo, y luego
una macabra representación de la cara de un demonio burlón.
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De Grandin no lloró ni rezó, pero sus ojos se veían duros y fríos como ojos de
ágata pulida incrustados en el rostro de una estatua, y en torno de su boca de labios
finos, bajo las cuidadas puntas de su bigote, se enmarañaba una mueca de odio
asesino como yo nunca había visto antes.
—Escúchenme, amigos —ordenó—. Escúchame, tú que tan hermosa y tan muerta
estás sobre la cruz; escuchadme todos vosotros que habitáis el cielo con todos los
santos benditos —y en sus ojos y en su cara se veía la terrible expresión del asesino
nato—: cuando encuentre al que ha hecho esto, habría sido mucho mejor para él
haber nacido muerto, porque seguramente le daré su merecido. Sí, aunque se refugie
bajo el mismo Trono de Dios, ¡lo juro por esto! —y apoyó su mano sobre los pies
atravesados por los clavos de la joven muerta, como quien pronuncia un juramento
sobre una reliquia sagrada.
Fue espantoso bajarla de la cruz, pero finalmente terminamos de quitar los clavos
y concluimos la tarea. Mientras Costello y Renouard revisaban cada centímetro
cuadrado de nieve con huellas de haber sido pisada, De Grandin y yo transportamos
el cuerpo hasta la capilla fúnebre del convento, arreglamos los miembros rígidos lo
mejor que pudimos y avisamos al Coroner.
—Esto no debe llegar a los periódicos de ningún modo, monsieur —le dijo De
Grandin al Coroner tan pronto como éste llegó—. Prométame que guardará el
secreto, al menos hasta que yo le avise.
—Hum, no puedo hacerme responsable de eso —arguyó el coroner Martin—.
Habrá una encuesta, ya lo saben. Es mi deber jurado.
—Ah, sí. Pero si le digo que nuestras posibilidades de capturar a los malhechores
autores de esto dependen de que podamos mantener el secreto, ¿no podrá usted evitar
la publicidad? —insistió De Grandin—. ¿No puede usted, por ejemplo, reunir al
jurado, tomarles juramento, y luego posponer la audiencia pública hasta que
aparezcan nuevas pruebas?
Martin inclinó su elegante cabeza gris silenciosamente, quedando pensativo.
—¿Testimoniará usted que la causa de la muerte fue por el frío y el shock? —
preguntó finalmente.
—¡Por un arbolito de espárragos! Testimoniaré cualquier cosa —respondió Jules
de Grandin.
—Muy bien entonces. Acallaremos el asunto. No llamaré para nada a la madre
María Margarita, y Costello puede decir simplemente que la encontró desnuda en el
jardín del convento. En qué circunstancias la encontró, es algo que no investigaremos
demasiado en detalle. Había desaparecido de la sección psiquiátrica del Hospital de la
Ciudad, de manera que se supondrá que anduvo vagando por ahí y murió de frío. Es
muy factible impedir que el jurado vea las heridas en manos y pies. Haré que la vista
oficial tenga lugar en una de las habitaciones de mi propia funeraria, y tendré el
cadáver cubierto de la cabeza a los pies. ¿Qué tal?
—Monsieur —De Grandin se irguió, firme, y levantó la mano derecha en un
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formal saludo militar—, permítame que le diga que es usted un gran hombre.
—¡Allons, rapidez, velocidad, apúrense, tenemos que irnos! —ordenó cuando
hubieron retirado el lastimoso cuerpo y Renouard y Costello regresaron de su
inspección del jardín.
—¿Adónde tenemos que ir tan de prisa, señor? —preguntó el fornido detective.
—¡Al hospital de la ciudad, pardieu! Quiero saber exactamente cómo es que una
persona confiada a su custodia anoche puede ser así arrancada de su cama debajo de
sus mismas narices y asesinada en esta forma terrible.
—Dígame, De Grandin, esa muchacha que usted y su amigo trajeron aquí anoche,
¿no era pariente del difunto Houdini? —preguntó Donovan apenas entramos en su
oficina del Hospital de la Ciudad.
De Grandin lo favoreció con una larga y dura mirada.
—¿Oué es lo que quiere usted saber? —preguntó.
—¡Digo si era una artista, si desaparecía profesionalmente, o algo por el estilo!
Vimos cómo la encerraban, tan bien que cinco hombres y diez enanitos no hubieran
podido sacarla de allí, pero se ha ido, escapado, volado del gallinero. Y nadie la vio
irse, tampoco.
—Perfectamente, sabemos muy bien que ya no se encuentra aquí —respondió De
Grandin—. El asunto es cómo puede ser que ustedes, que habían sido prevenidos de
que debían vigilarla especialmente, la dejaron ir.
—Hum, eso quisiera saberlo yo también —replicó Donovan—. Yo me acosté
pocos minutos después que usted y el doctor Trowbridge se retiraron, y no oí nada
más hasta hace más o menos una hora, cuando Dawkins, el cuidador nocturno de la
sección H-3, vino a aporrear mi puerta con una extraña historia de que ella había
desaparecido. Le tiré un zapato y le dije que se fuera al demonio y me dejara dormir,
pero insistió hasta que tuve que levantarme en legítima defensa.
»Maldito sea si no estaba en lo cierto también. Su habitación estaba vacía como
un tambor, y no pudimos encontrarla por ninguna parte, aunque revisamos todo el
lugar con peine fino. Nadie la vio irse, o por lo menos nadie lo admite, aunque creo
que alguien está sosteniendo una mentira monumental.
—¿Hum? —murmuró De Grandin fríamente—, ¿Qué tal si fuéramos a ver?
El ordenanza, Dawkins, y la señorita Hoskins, supervisora nocturna de la sección,
se reunieron con nosotros apenas traspusimos la puerta enrejada.
—No, señor —respondió el hombre a las rápidas preguntas de De Grandin—, no
vi ni oí nada. ¡Caramba!, me pregunto si eso habrá tenido algo que ver con… ¡no,
claro que no!
—¿Eh? —intervino rápidamente De Grandin—. Díganos los hechos, monsieur, y
nosotros sacaremos las conclusiones, por favor.
—Bueno, señor —musitó el hombre, avergonzado—, eran algo así como las
cinco, o quizá un poco más tarde, y yo estaba, pues, como cabeceando un poco en mi
silla, allá al final del corredor, cuando oí una especie de ruido raro, una cosa como el
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sonido del viento, no…, a ver…, un poco como el zumbido de una abeja monstruo,
sólo que era más como un silbido que un zumbido, aunque tenía algo de zumbido
también.
»Bueno, pues como le iba diciendo, yo había estado cabeceando, y este ruido tan
raro así de pronto me despertó. Empecé a levantarme para ir a ver qué era, pero como
no se oyó más me volví a sentar y…
—Y te dormiste, ¿verdad? —interrumpió Donovan—. Ya sabía que habías estado
mintiendo, animal. ¡Tenemos grandes posibilidades de mantener aquí a todos estos
locos, con ustedes los ordenanzas roncando en todos los rincones!
—Por favor, monsieur Donovan —intervino Renouard con una mano en alto—.
Dice usted que era un sonido alto y agudo, mon vieux. ¿Qué tan alto y agudo?
—Oh, mucho, señor. No era realmente fuerte, pero tan fino que me lastimaba los
oídos. Incluso me pareció que me atontaba, aunque no creo…
—Tiens, pero yo sí —le interrumpió Renouard—. Creo que entiendo —y
volviéndose a nosotros añadió seriamente—: Ya he oído hablar de eso. Nuestros
agentes en Kurdistán lo han descrito. Es un sonido, un sonido muy fino y agudo,
producido soplando a través de un junco por esos servidores de Satán del monte
Lalesh. Quienes lo oyen quedan inmediatamente ensordecidos y luego temporalmente
paralizados. Según el testimonio de nuestros agentes, es un refinamiento del aullido
de los niños gritones de China, ese aullido fino y penetrante que desorganiza de tal
modo el sistema nervioso de quien lo oye que su puntería se altera y queda
completamente desvalido en la lucha.
De Grandin asintió.
—Lo sabemos, amigo mío. Lo oímos la noche que desapareció mademoiselle
Alicia, el amigo Trowbridge y yo, pero en esa ocasión utilizaron también el polvo del
diablo para hacer más segura la seguridad. Es posible que ya no les quede mucho
bulala-gwai, o que se les haya terminado completamente, y por eso confían
enteramente en ese sonido soporífero para que los ayude en su trabajo. Mademoiselle
—se inclinó ante la señorita Hoskins—, ¿por casualidad oyó usted también ese
extraño sonido?
—No-o, no podría asegurarlo —respondió la enfermera nerviosamente—; la
verdad es, señor, que yo también estaba muy cansada y más bien confiaba en que
Dawkins estaría alerta y me despertaría si me necesitaban para algo, así que… —se
detuvo, mientras el rubor cubría sus mejillas.
—Así es —asintió De Grandin—, pero…
»Pero sí me desperté con un terrible dolor de cabeza, como si me hubieran
atravesado los oídos con algo punzante, justamente antes de que entrara Dawkins a
avisar que la paciente del 47 había desaparecido.
Nuevamente De Grandin asintió:
—Temo que no nos enteraremos de nada más —dijo cansadamente—. Vámonos
pues.
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—Doctor, doctor querido, vinieron anoche, como te dije —dijo la alcohólica
irlandesa, dirigiéndose a Donovan, cuando pasamos delante de su puerta.
—Bueno, Annie —le aconsejó Donovan—, acuéstate y quédate tranquila, y en un
par de días más te tendremos pronta para que salgas y te emborraches de nuevo.
—Annie el demonio, mi nombre es Bridget O’Shay, y bien que lo sabes, ¡mal
rayo te parta! —se enfureció la mujer—. ¡Y en cuanto a dormir nuevamente en este
lugar, antes dormiré en el infierno, porque en esta casa rondan los demonios! Anoche,
doctor, oí el viento aullar afuera, y «Bridget O’Shay», me dije, «la bruja viene por ti»,
y me acuesto en el suelo y me tapo los oídos para no oír su llamado.
»Pero inmediatamente aparece una tropa de demonios marchando por el corredor,
el que iba delante tocaba una especie de flauta del demonio, pero yo no oía nada,
nada, porque tenía los dedos metidos en los oídos, y detrás de él iban otros dos, y
todos andaban como que sabían muy bien adónde iban.
»Los miré hasta que doblaron la esquina, y luego me quité los dedos de los oídos,
pero inmediatamente me los volví a poner, porque había ese ruido horrible en todo el
logar, como de aullidos, que me hubiera dejado sorda por completo si no me hubiera
tapado los oídos de nuevo.
»Y en seguida aparecen de nuevo, el primero todavía tocando la flauta del
infierno, y otro llevando un bulto sobre su hombro, todo envuelto en una cobija,
mientras el tercero miraba para todos lados, y sus ojos eran como fuegos fatuos
brillando en el fondo de una cueva, señor, así eran. Escondí la cabeza cuando
pasaron, pues sabía muy bien que me hubieran matado si me hubieran visto, y sé
quién era, también. Era Satán en la tierra, que vino a buscar a esa mujer que trajeron
anoche, y sé muy bien que no la volverán a ver.
—¡Dios, esa sí que fue pesadilla la que tuviste anoche! —dijo Donovan riendo—.
Mejor ve nuevamente a ver al padre O’Connell, o un día de estos te van a meter en el
manicomio de por vida. Es verdad que la muchacha desapareció, pero no creemos
que le haya pasado nada. Ni siquiera sabemos dónde está.
—Eh, bien, mi amigo —lo contradijo De Grandin cuando abandonábamos la
sección psicopática—, está muy equivocado. Sabemos perfectamente dónde está la
desdichada.
—¿Eh? ¡Demonio! —respondió Donovan—. ¿Dónde está?
—Encima de una mesa, en la morgue del coroner Martin.
—¡Por san Pedro! Cuénteme cómo sucedió, me interesa…
—La historia saldrá en los periódicos —respondió De Grandin mientras
disimulaba un bostezo—. Yo también estoy muy interesado… en cinco huevos fritos
con todo el jamón que corresponda, diez tazas de café y doce horas de sueño. Adieu,
monsieur.
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9. Pensamientos en la oscuridad
YO ESTABA demasiado agotado para hacer algo más que juguetear con el excelente
desayuno que Nora McGinnis, mi supereficiente factótum doméstico, nos sirvió, pero
Renouard, veterano de muchas campañas, engulló grandes cantidades de cereal,
salchichas fritas y tostadas con mantequilla, mientras De Grandin, siempre pronto
para comer, beber o andar en busca de aventuras, hacía desaparecer un asombroso
cargamento de comida.
—Tres bon, ahora vámonos a dormir —sugirió cuando el último rastro de comida
se hubo desvanecido de la mesa—. Parbleu, podría dormir por treinta días sin
despertar, y en cuanto a comida, la sola idea me da náuseas.
»Madame Nora —dijo levantando la voz y volviéndose hacia la cocina—, ¿sería
demasiado pedirle que preparase pato asado y tarta de manzana para la cena, y que lo
sirviese no más tarde de las cinco? Tenemos mucho que hacer y preferiríamos no
hacerlo con el estómago vacío.
—No atenderé el consultorio hoy, Nora —dije mientras me levantaba,
tambaleándome de sueño—, y nada de llamadas telefónicas para ninguno de nosotros.
Si alguien me llama, dile que llame al doctor Phillips.
No sé cuánto tiempo dormí, pero la temprana oscuridad de la tarde de invierno
había caído cuando me senté en la cama como alcanzado por un rayo, con los nervios
todavía vibrantes como cables de teléfono bajo un fuerte viento. Gradualmente,
insidiosamente, una voz me había ordenado levantarme, vestirme y abandonar la
casa. No me explicaba adónde debía ir, pero la orden de ir inmediatamente era tan
insistente que medio me levanté de la cama, mientras resistencias, miedo y algo
cercano al horror me detenían, y esa orden imposible de ignorar exigía mi obediencia.
En ese momento, mientras luchaba con el poder que parecía dominarme, un recuerdo
repentino irrumpió mi sueño, el recuerdo de otros sueños, hacía mucho tiempo,
cuando me despertaba temblando en la oscuridad de mi cuarto de niño, llorando de
miedo, y luego el bulto amigo de un gran cuerpo inclinándose sobre mí, manos
firmes, pero tiernas, acariciando tranquilizadoramente mi mejilla, y el olor mezclado
y reconfortante de tela almidonada, cuero de Rusia y buen tabaco que me llegaba en
la oscuridad, mientras la profunda voz de mi padre me decía que no tuviese miedo,
porque él estaba conmigo.
El segundo sueño borró el primero, pero temblaba aún con la tensión de la voz
que me ordenaba levantarme cuando recobré conciencia y contemplé la habitación a
mi alrededor.
Media hora después, bañado, rasurado y sintiéndome como nuevo, me sentaba a
la mesa frente a Renouard y De Grandin.
—Par l’amour d’un bouc, mis amigos —nos dijo De Grandin—, esta tarde ha
sido una dura prueba. He tenido los sueños más desagradables, sueños que no me
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gustaron para nada, y que espero que no se repitan.
—Comment cela? —inquirió Renouard.
—¡Por el cielo! Soñé que me ordenaban que me levantase, me vistiese y
abandonase la casa, y lo que es peor, lo habría hecho si no me hubiese despertado.
—¡Gran Scott! —exclamé—. ¡Yo también!
—¿Eh? ¿De veras?
Renouard nos miraba por turno, con ojos oscuros y brillantes, agudos y sabios
como los de un mono.
—Esto es muy interesante —declaró, acariciando su cuadrada barba—. Por lo que
sabemos, parece que las sociedades a las que pertenecían las desdichadas jóvenes que
en principio me metieron en este caso están relacionadas de alguna manera misteriosa
con los yezidees del Kurdistán, n’est-ce pas?
De Grandin asintió, mirándolo atentamente.
—Muy bien, entonces. Como ya les dije antes, no conozco íntimamente a los
yezidees. Mi información acerca de ellos es de segunda mano, aunque procede de
fuentes de la mayor confianza.
Sí. Me dicen que hay una red de siete templos con torres de los yezidees, que se
extiende sobre Asia, comenzando en Manchuria, y dirigiéndose hacia Persia a través
del Tibet, y al final directamente hacia el Kurdistán. El altar mayor se encuentra en el
monte Lalesh, pero los otros están, como dicen los electricistas, «conectados en
serie». Ahora bien: bajo la cúpula de cada uno de estos templos se encuentra a todas
horas un sacerdote de Satán, lanzando permanentemente sus ondas mentales, sus
rayos de pensamiento. ¡Oh, no se rían, amigos míos, por favor, porque esto es cierto!
Así como sacerdotes y monjas dedicados al servicio de Dios ofrecen constantemente
adoración y plegarias de intercesión, estos sirvientes del Maligno emiten
constantemente la alabanza y plegarias de la maldad. Sin cesar irradian su maléfica
influencia, y aunque yo no iría tan lejos como para afirmar que puedan arrastrar a la
humanidad al pecado, hay algunas cosas que sí sé.
»He dicho que no conozco a los yezidees, pero esto es cierto sólo en parte. He
oído mucho acerca de ellos y he visto algo. Por ejemplo, cuando me encontraba en
Damasco, buscando la solución del enigma de las seis muchachas, me encontré con
un musulmán que había estado en Kurdistán y, mientras se encontraba allí, se había
granjeado la enemistad de los yezidees. No era claro qué era lo que había hecho,
aunque creo que había profanado alguno de sus ídolos. Comoquiera que sea,
Damasco se encuentra lejos de los confines de Lalesh, donde gobiernan los yezidees,
pero…
»Escúchenme con atención —se inclinó hacia adelante hasta que la luz de las
velas arrancó extraños reflejos de sus ojos hundidos—: Este hombre vino a verme un
día y me dijo que había recibido la orden de irse al desierto. No sabía de dónde
provenía la orden, pero por las noches soñaba, y todas las noches lo mismo: que debía
levantarse e irse al desierto. “¿Era una voz que ordenaba?”, le pregunté. Y me
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respondió: “No, era como un sonido, pero no escuchado, sino sentido, como ese
campanilleo que sentimos en los oídos cuando hemos tomado demasiada quinina para
la fiebre”.
»Lo mandé a ver un médico y el tonto le dio unas pastillas y le dijo que se
olvidara del asunto. ¡Ja! ¿Olvidar esa interminable orden de levantarse y salir, que
devoraba su cerebro como los gusanos horadan el queso? ¡Lo mismo le podrían haber
dicho a alguien que se está quemando que aleje de su mente toda idea de sufrimiento!
»Finalmente llegó un momento en que el pobre infeliz no pudo ya luchar con la
presión síquica de los sacerdotes de Satán. Una noche abandonó su casa y se marchó.
Pocos días después la patrulla del desierto encontró su albornoz y sus botas, o lo que
quedaba de ellos. Los chacales, quizá con ayuda de bandoleros del desierto, habían
dado cuenta de todo lo demás.
»Ahora estamos casi pisándoles los talones a estos malditos. Yo he cruzado el
océano siguiéndolos. Tú, Jules, y usted, monsieur Trowbridge, se han cruzado en su
camino, y todos nosotros los llevaremos a rendir cuentas por sus maldades. ¿Entonces
qué?
»¿Qué, si no que uno de ellos, adepto de la magia negra, se ha concentrado y
enviado hasta ustedes órdenes horrendas? Órdenes silenciosas y sutiles como las que
envían las serpientes a los hechizados pajarillos. Tú, Jules, las has recibido, y usted
también, monsieur Trowbridge, porque ustedes dos son algo psíquicos. En cuanto a
mí, yo soy un viejo policía endurecido y terco, que no ve mucho más allá de su nariz,
y aun entonces sólo ve lo que está vigilando, nada más. Sus órdenes mentales, que
son una especie de hipnotismo, probablemente no me alcanzarán a mí, y aun si lo
hacen, no afectarán mi conducta.
»El mayor peligro lo corren cuando duermen, porque entonces la mente
consciente deja de funcionar como centinela, y el acceso a la conciencia más
profunda está abierto completamente. Pienso, por lo tanto, que lo más acertado sería
que durmiésemos en una misma habitación de ahora en adelante. Renouard está
siempre alerta: años de dormir con sólo un ojo y una mano en el arma lo han
preparado para este trabajo. No podrán moverse sin que yo lo sepa, y apenas los oiga
moverse los despertaré. Y cuando los despierte se romperá la cadena. ¿Están de
acuerdo?
El mismo pensamiento se nos ocurrió al mismo tiempo a De Grandin y a mí.
—Alicia —comencé yo— y…
—¡Sí, parbleu, mademoiselle Alicia! —gritó De Grandin—, Ese mensaje que
recibía, esa constante orden incomprensible: «Alicia, vuelve a casa». Indudablemente
le llegaba en esa forma. Recuerda que uno o dos días antes de que lo recibiera por
primera vez un espía de ellos, fingiendo ser un buscador de curiosidades para
coleccionistas, fue a la casa y vio el cinto nupcial de los yezidees. Eso es lo que
quería, asegurarse de que la Alicia Hume que sus espías habían indicado era sin duda
la que buscaban, la descendiente de la hija del Gran Sacerdote de la antigüedad, de la
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que se había escapado con un cristiano inglés. Sí, par la barbe d’un chat, no me
extraña que no pudiera escribir otra cosa, aquel día en su tabla de espiritismo, ni que
tuviera la impresión de que algo le ordenaba marcharse. ¡Ya habían plantado en su
mente la orden de abandonar su hogar, su amor y su Dios y unirse a sus diabólicas
legiones!
—¡Por el cielo, Georges, has solucionado algunos de nuestros problemas! Tú
fuiste quien nos reveló el significado de aquel sonido agudo y penetrante que
Trowbridge y yo oímos la noche que ella desapareció y que impidió a los empleados
del hospital rechazar la invasión de su sección; ahora has echado más luz sobre el
tema, y sabemos que mademoiselle Alicia recibía esa orden en su mente antes de que
sospechase que existían semejantes cosas.
—Creo que deberíamos consultar…
—El sargento de detectives Costello —anunció Nora McGinnis desde la puerta.
—Ah, amigo mío, adelante —exclamó De Grandin—, llega justo a tiempo de
compartir el nuevo descubrimiento que hemos hecho.
Costello no respondió a la sonrisa con que lo saludaba el pequeño francés. Sus
ojos estaban fijos en una expresión de horror, y su gran mentón de barba dura
temblaba ligeramente cuando respondió:
—Y ustedes están a tiempo de compartir un descubrimiento conmigo, señor, si
tienen la amabilidad de acompañarme por un momento al consultorio.
Ansiosos lo seguimos al consultorio, y lo vimos extraer de su bolsillo un paquete
envuelto en papel, romper la envoltura exterior y descubrir debajo un bulto
empaquetado en seda encerada.
—¿Qué es? ¿Qué ha encontrado? —interrogó De Grandin.
—Esto —replicó el irlandés—. ¡Mire! —apartó los pliegues de la seda y arrojó el
contenido sobre la mesa. Un par de pequeñas manos, toscamente cortadas en las
muñecas, quedaron ante nuestros ojos.
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10. Respuesta sin palabras
DE GRANDIN fue el primero en reponerse de la impresión. Su doble pasado de
cirujano experto y agente secreto con muchos años de experiencia lo había
inmunizado contra visiones que destrozarían los nervios de quien fuese simplemente
médico o policía. A esto se agregaba la insaciable curiosidad que lo llevaba a
examinar todo lo que veía, fuese hermoso u horrendo. Con gesto tan delicado como si
estuviese manejando una frágil pieza de cristal, tomó entre el pulgar y el mayor una
de las pequeñas manos, la alzó hacia la potente lámpara de cirugía y la contempló con
ojos que se habían estrechado y los labios algo estirados. Mirándolo, uno hubiera
pensado que estaba a punto de silbar.
—¿De niño? —pregunté, encontrándome incapaz de examinar de cerca los
terribles restos.
—De una joven —me respondió pensativo—. Sí, apenas más que una
adolescente, diría yo, y probablemente de escasos medios económicos, aunque
inclinada a apreciar las bellezas de la vida. Observen las uñas —volvió la mano hacia
abajo y me la presentó con la palma hacia abajo para que la observase—. Observarás
—agregó—, que están bien barnizadas y limadas en punta, aunque la forma no es
perfecta, lo que nos dice que el tratamiento fue hecho por ella misma, y no es obra de
una manicura profesional. Además, están escrupulosamente limpias, lo que es otra
indicación del carácter de su dueña, pero el corte de la cutícula es de una mano
inexperta; otra prueba de que ella misma lo hizo. Finalmente —volvió la mano otra
vez y tocó suavemente las yemas de los dedos— aunque los dedos están limpios y
blancos, tienen ligeras callosidades a los lados, y las yemas y la región tenar muestran
las débiles líneas de suciedad inerradicable, coloración ocupacional que ninguna
cantidad de jabón y cepillo puede quitar. Sólo un decolorante ácido o la piedra pómez
las borraría, pero ella no los conocía, o bien supuso que su uso continuado afectaría la
piel. Enfin, tenemos aquí las manos muy hermosas de una joven trabajadora,
completamente digna, pero obligada a ganarse su pan de cada día por medio del
trabajo. Probablemente una obrera industrial, seguramente no una lavandera ni una
criada. Hay demasiada suciedad producto del trabajo para una lavandera, y
demasiado poca para una criada —otra vez alzó la mano hacia la luz—. Estoy seguro
de que le fueron amputadas mientras estaba viva —declaró—. Ven, están casi
desprovistas de sangre; si la muerte hubiera sucedido algún tiempo antes de la
amputación, la sangre no hubiera sido suficientemente líquida para escurrirse en esta
forma, aunque la amputación pudo haber sido hecha inmediatamente después de la
muerte… —añadió pensativo—. ¿Tiene algo que agregar, amigo? —preguntó a
Costello.
—No, señor, todo lo que sabemos es que encontramos estas manos —respondió el
irlandés—. Las encontramos juntas, con las yemas de los dedos tocándose, como si
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hubieran estado unidas en una plegaria, y se hubieran caído tal como estaban, justo al
lado de la pared del jardín del convento, señor.
—Nom d’un miracle du bon Dieu! —exclamó De Grandin, con esa intimidad casi
blasfema que afectaba para con la Divinidad—, Tenía otras cosas pensadas para esta
noche, pero esto debe ocupar el primer lugar. ¡Vamos, apresurémonos, corramos,
volemos al lugar en que encontraron las manos, y allí decidiremos nuestro curso
futuro, hasta que encontremos el resto de ella!
El Convento del Sagrado Corazón había sido construido sobre una colina, desde
donde contemplaba el terreno circundante. En el valle hacia el este se encontraba el
pequeño poblado de Rupleyville, modesto aunque limpio y ordenado, formado en su
mayoría por los hogares de italianos ahorrativos que habían evolucionado de las
pandillas de barrio al trabajo en pequeñas granjas, y los oficios de vendedor
ambulante o dueño de un puesto de frutas. Una tienda de ramos generales, una
panadería, una pequeña iglesia dedicada a san Roque y una tienda en cuyo escaparate
dos globos de vidrio llenos de agua coloreada y el anuncio Farmacia Italiana
proclamaban la profesión de su propietario eran los principales edificios de la plaza.
De Grandin nos guió hacia el último, y se presentó a sí mismo con un torrente de
fluido italiano. El pequeño y arrugado farmacéutico lo contempló con atención y
luego le respondió en forma igualmente torrencial, moviendo mucho las manos y
elevando hombros y cejas hasta que yo estuve seguro de que se le iban a desprender
de la infraestructura. Por último dijo:
—Perfetto, eccellente! —exclamó De Grandin, quitándose ceremoniosamente el
sombrero—. Muchas gracias, signore. Vamos inmediatamente —y dirigiéndose a
nosotros dijo—: Vamos, amigos. Creo que por último estamos en la pista.
—¿Qué es lo que ha descubierto usted, señor? —preguntó Costello mientras el
pequeño francés nos dirigía apresuradamente por la única calle con que contaba el
pueblecito.
—Ah, por supuesto, me olvidaba de que ustedes no hablan italiano —respondió
De Grandin contrito—. Después que observamos el lugar donde fueron halladas las
pequeñas manos, me dije: «Es inútil que nos quedemos aquí mirando al suelo. La
desdichada a quien le cortaron esas manos está viva o bien está muerta. En todo caso,
no está aquí. Si estuviera viva, podría haberse ido andando, aunque no muy lejos,
pues sus muñecas cortadas sangrarían demasiado. Si estuviera muerta, no podría
haberse ido andando, pero como no está aquí, alguien se la habrá llevado. Jules de
Grandin, investiguemos». Y así me dirijo hacia este pequeño pueblo, y lo primero que
veo es esta farmacia. «Muy bien», me digo a mí mismo, «los farmacéuticos son algo
doctores, las personas lastimadas frecuentemente se dirigen a ellos en busca de
ayuda. Quizá sepa algo». Y así, lo interrogo.
»No sabía nada de una persona gravemente herida, pero me dijo que una anciana
muy respetable que vive cerca de aquí había acudido poco antes, muy apresurada,
implorándole que le vendiese opio, así como algo que sirviese para detener una
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hemorragia. La mujer no estaba herida. Por lo tanto, se infiere que necesitaba las
medicinas para otra persona. N’esf-ce pas? Por supuesto. Muy bien, es hacia su casa
que vamos rápidamente.
Nos detuvimos ante el pequeño portón del jardín de una casita. La cerca de
madera era inocente de toda pintura, pero estaba inmaculadamente limpia, así como
las paredes de madera de la casa. Una lámpara de aceite ardía débilmente en la única
habitación, y a su luz pudimos ver una anciana muy arrugada, que se inclinaba sobre
un lecho bajo que quedaba en sombras.
De Grandin golpeó imperativamente sobre la limpia madera de la puerta, y al no
recibir respuesta la empujó y traspuso el umbral.
La habitación estaba casi desprovista de muebles. La cama, una mesa chica y dos
sillas sin pintura constituían todo el mobiliario. La lámpara de kerosene, un reloj
despertador barato y dos estampas de alegres colores, representando escenas
religiosas, eran el único esbozo de ornamentación. La vieja mujer, escrupulosamente
limpia en su sencillo vestido negro, con un broche de azabache, se irguió sobre sus
rodillas junto a la cama cuando entramos y se llevó un dedo a los arrugados labios.
—Silencio, por favor —murmuró—. Está dormida. Le he dado… —buscó la
palabra en inglés, luego se encogió de hombros, impotente, y terminó en italiano—.
Le he dado oppio.
De Grandin se quitó cortésmente el sombrero y luego murmuró rápidamente en
italiano. La mujer escuchó, asintió con la cabeza una o dos veces, y luego se levantó
lentamente y nos hizo señas de que la siguiéramos al otro lado del cuarto.
—Signori —nos informó en un susurro—, yo soy una mujer pobre, yo. Pero
tengo medios para vivir, un poco. De noche yo, ¿cómo se dice?, ¡ah, sí!, lavo pisos en
el banco en la ciudad. A veces regreso a mi casa en el autobús de mañana, a veces
camino para ahorrar el dinero. Anoche, esta mañana, yo camino.
»Paso por el convento justo cuando está aclarando el día, y cuando voy
caminando bajando la colina oigo a alguien quejarse, o-oh, a-ah, algo así, así que voy
para ver quién está en aprietos, y encuentro a esta povera tirada en la nieve.
»Dio santo, ¿qué les parece? Algún demonio le ha cortado los brazos junto a las
manos. Sangra mucho.
»Le hablo, ella trata de responder, pero no puede. ¿Qué más les parece? ¡Ese
demonio le había cortado la lengua también y sangre le salía de la boca cuando
trataba de hablar!
»Voy y miro un poco más. ¡Santissima madonna, le han arrancado los ojos! ¡Oh,
signori, les digo que era la visión de la desgracia lo que yo veo!
»Primero pienso correr en busca de ayuda, luego pienso: “No, mientras voy puede
morir desangrada”. Me la llevo conmigo. Y así lo hago.
»Yo soy muy fuerte, yo. Toda mi vida, en el antiguo país, en el nuevo país, yo
trabajo duro. Sí, claro. Así que me la echo a la espalda, ¡así!, y corro, no camino,
corro, todo el camino, bajando la colina, hasta mi casa, aquí. Entonces le pongo unos
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trapos encima, donde deberían estar sus manos, y corro todo el camino hasta la
farmacia por medicinas. El hombre no quiere venderme oppio, pero yo le imploro de
rodillas y le digo que es para salvar una vida. Entonces él me lo da. Regreso
corriendo y hago una sopa con él y le doy a ella con una cuchara. Al principio lo
escupe, pero después lo traga, y ahora no siente más dolor. Está dormida, y cuando se
despierta le doy un poco más hasta que sus heridas estén mejor. Yo no sé quién es,
signori, pero no me gusta verla sufrir. Es tan joven, tan linda, tan, ¿cómo se dice?,
hermosa. Sí, claro.
De Grandin retorció su bigote y la contempló apreciativamente. Finalmente dijo:
—Madame, usted es realmente una de las buenas almas de Dios —declaró,
alzando sus torcidos dedos, gastados por el trabajo, y llevándoselos a los labios, como
si hubieran sido los dedos blancos y enjoyados de una condesa—. Ahora de prisa,
amigos míos —nos dijo—. Necesita ser atendida cuidadosamente y estar en cama y
reposar y tener la mejor atención médica. Llame por teléfono desde la farmacia para
que envíen una ambulancia, sargento. Lo esperaremos aquí.
Rápidamente, hablando en italiano en voz baja, explicó a la mujer la necesidad de
cuidado experto, añadiendo que solamente en un hospital podíamos tener esperanza
de revivir a la joven lo suficiente para que pudiera decirnos algo sobre sus atacantes.
—¡Pero no! —le respondió la mujer—. Eso no puede ser, signor.
Le han cortado las manos, le han arrancado la lengua, le han quitado los ojos. No
puede hablar, ni escribir, ni reconocer a los que lo hicieron, aunque usted los hiciera
arrestar y los pusiera delante de ella. Yo por mi parte creo que quizá haya sido la
mafia, aunque nunca hicieron algo así antes. Ellos matan, sí, pero cortar a una mujer
de esta manera, no. Los sicilianos son gente muy mala, pero no tan malos como para
hacer esto, no.
—Ma mere —respondió De Grandin—, aunque todo lo que usted dice es cierto;
sin embargo, yo encontraré la manera de que hable y nos diga quién ha hecho esto, y
cómo podemos encontrarlo. No puedo decir cómo lo haré, pero estoy seguro de que
tendré éxito. Yo soy Jules de Grandin, y nunca fracaso. La mayor parte de mi vida ha
sido dedicada a curar a los enfermos y derrotar a los malvados. No puedo curar sus
heridas, pues solamente el buen Dios puede hacer crecer manos nuevas y remplazar
su lengua y sus ojos perdidos, pero puedo tomar venganza de los que la ultrajaron a
ella y a toda la humanidad al llevar a cabo esta terrible acción, y que Satanás me ase
en una parrilla y me sirva en mi propia salsa con guarnición de nabos podridos si no
lo hago. Lo juro. Ella me hablará, aunque el infierno se oponga.
»Mais oui, debe usted aceptarlo —insistió mientras le tendía un billete, que la
mujer rechazaba con un gesto—. Piense en su vestido arruinado, su ropa de cama
sucia, y los trabajos que se ha tomado. No es un premio, sino que se lo ha ganado
usted, mi viejita.
Ella aceptó el dinero, vacilante pero agradecida, y él se volvió impaciente hacia
mí.
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—Espera, amigo mío —ordenó—. Debemos ir con ella cuando llegue la
ambulancia. No me gusta el aspecto de este asunto: la forma brutal en que le fueron
amputadas las manos, y luego el haber quedado expuesta al frío, y las medidas bien
intencionadas pero no muy higiénicas que esta buena señora ha tomado…, puede
aparecer una infección, y debemos hacerla hablar antes que sea demasiado tarde.
—¿Hacerla hablar? —respondí anonadado—. ¡Estás delirando, hombre! Cómo va
a poder hablar sin lengua, o…
—¡Ah, bah! —me interrumpió—. Observa a Jules de Grandin, amigo mío. El
Demonio y sus sirvientes serán muy hábiles, pero él es más hábil aún. ¡Sí, por la
condenación eterna, mucho más!
Una ruidosa ambulancia llegó pocos minutos después, dado que Costello había
llamado por ella con urgencia, y un joven interno aburrido, con un abrigo de pieles
echado sobre su traje blanco, entró a la casa, con los camilleros inmediatamente
detrás.
—Dicen que tienen aquí un caso bastante malo —comenzó, pero se irguió de
repente al ver a De Grandin—, Oh, no sabía que estuviese usted aquí, doctor —
terminó.
El pequeño francés, cuya habilidad quirúrgica sin igual había hecho de su nombre
una palabra corriente en las clínicas locales, sonrió amablemente.
—Pronto, mon brave —ordenó—. Es imprescindible que la saquemos de aquí lo
más rápido posible. Quiero conversar con ella.
—Muy bien, señor —respondió el joven—. ¿Cuál es el problema? —extrajo su
libreta y un lápiz y quedó a la espera.
De Grandin indicó a los camilleros que procedieran con su tarea mientras
replicaba:
—Las dos manos amputadas por cortes transversales incidentes en el prona tor
quadratus; la lengua cortada a través del tronco, y ambos ojos cegados por cortes
transversales de cuchillo en la córnea, atravesando la cámara anterior y el cristalino.
—¿Usted…, le han hecho todo eso y usted va a conversar con ella? —preguntó
incrédulo el muchacho—. ¿Quiere usted decir…?
—Quiero decir exactamente lo que digo, mon vieux —le respondió con seguridad
De Grandin—, Le haré algunas preguntas, y ella me responderá. Vamos,
apresurémonos, o será demasiado tarde.
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Pasó algún tiempo antes de que desapareciera el efecto de la fuerte sopa de opio
administrada por la vieja italiana, pero finalmente, la paciente mostró señales de
recobrar algo de conciencia.
—Ma fille —dijo De Grandin, inclinándose hasta que sus labios estaban casi
tocando el rostro vendado de la mutilada joven—, estás muy mal. Por el momento
estás temporariamente desprovista del habla y de la vista, pero es necesario que nos
digas lo que puedas, para que podamos encontrar a los que hicieron esto. Ahora estás
en el hospital de la Merced, y aquí te atenderán debidamente.
»Escúchame atentamente, por favor. Yo te haré preguntas. Tú me responderás
deletreando, así —se sentó en el extremo del lecho y colocó su mano sobre las
cobijas donde estaban los pies de ella—. Para la a moverás el pie una vez, para la b
dos veces, y así con todo el alfabeto. ¿Me entiendes?
Hubo una pausa y luego un leve movimiento bajo las ropas de cama. Veintiún
movimiento, luego nueve: «S-í».
—Tres bon, empecemos —sacó una libretita de su bolsillo y luego una
estilográfica—. Ahora déjennos, amigos míos —ordenó—. Estaremos mejor solos.
»Ahora, ma pauvre —se volvió hacia la mutilada muchacha, listo para comenzar
el interrogatorio.
Emergió del cuarto de la enferma alrededor de una hora después, con los ojos
brillantes de lágrimas y un ademán enérgico y duro en la boca.
—Ya está terminado, acabado —anunció, desplomándose cansadamente en un
sillón y, contra todas las reglas de la casa, extrayendo uno de sus malolientes cigarros
franceses y encendiéndolo.
—¿Qué es lo que está terminado? —pregunté.
—Todo. Absolutamente todo —me respondió—. Mi interrogatorio y la pobre
desdichada, todo al mismo tiempo. Por un milagro, le dije la verdad cuando
pronuncié esa mentira blanca de que su pérdida de la vista y el habla eran sólo
temporarias, porque ahora ve y canta en el propio paraíso de Dios. El choque y la
pérdida de sangre que sufrió fueron demasiado, se ha ido —sacó un pañuelo del puño
y se enjugó los ojos. Luego dijo—: Pero no antes de decirme todo —agregó con
orgullo—. Concédanme unos instantes para poner mis notas en orden, y se las leeré.
Tres cuartos de hora después él y yo, Costello y Renouard nos encerrábamos en la
oficina del administrador.
—Su nombre era Verónica Brady —comenzó, indicando su transcripción de las
notas que había tomado en la habitación de la joven muerta—, y vivía bajo la colina
del otro lado del convento. Era obrera en la fábrica de Hammel, y debía llegar a su
trabajo poco después de las siete. Para llegar a tiempo tomaba un autobús muy
temprano, y como la nieve era mucha, salió con mucha anticipación para alcanzar el
vehículo en la carretera. Cuando subía la colina le llamó la atención un grupo que se
encontraba junto al muro del convento, una mujer y tres hombres. La mujer llevaba
una especie de larga vestidura, le pareció a ella que estaba envuelta en una cobija, y
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parecía luchar débilmente y suplicar a los tres hombres, dos de los cuales la
empujaban y la guiaban hacia adelante, mientras el tercero caminaba delante y
parecía no notar siquiera a los demás.
»Alcanzaron la pared del convento, y uno de los hombres trepó sobre los hombros
del otro, agarró a la mujer y la arrastró hacia arriba, trasponiendo luego la pared. El
segundo hombre se subió a los hombros del tercero, escaló la pared y luego se volvió
y ayudó a su compañero a subir. El último se detuvo un instante en lo alto del muro, y
entonces descubrió a mademoiselle Verónica, saltó de la pared, la atrapó y llamó a sus
compañeros. Ellos le dijeron que la trajera, y él la arrastró hasta el muro y la empujó
hacia arriba, donde esperaba otro de los malhechores. Después la llevaron al jardín,
donde la amordazaron con pañuelos y le arrancaron las medias, atándole con ellas las
manos y los tobillos. Recostada en el muro presenció toda la terrible escena. Los
malvados descolgaron de la cruz la imagen de Cristo y la rompieron en pedazos,
luego clavaron a la mujer sobre la cruz y le colocaron en la cabeza la corona de
alambre de púas y pusieron la inscripción sobre ella. Hecho esto, retrocedieron y la
maldijeron con toda clase de terribles blasfemias y le arrojaron bolas de nieve,
mientras ella moría en medio de atroces tormentos.
»Por último la luz del día les advirtió de que les quedaba poco tiempo, por lo que
dedicaron su atención a su segunda víctima. Explicando que la que acababan de
crucificar pagaba así por el delito de haber hablado, le dijeron que evitarían que ella
corriera la misma suerte, haciendo imposible que los traicionase. Entonces quitaron
las ligaduras de sus manos y pies, ordenaron a la pobre mademoiselle Verónica que
volviese a ponerse las medias y los siguiese hasta que llegaron al muro. La cargaron
al otro lado de éste, y allí le ordenaron que se arrodillase en la nieve y uniese sus
manos en oración mientras contemplaba el mundo por última vez.
»La pobre niña pensó que se proponían matarla. ¡Poco podía imaginar su maldad!
Cuando unió sus manos en la súplica, ¡zic! una cuchillada repentina hirió sus
muñecas, y casi sin darse cuenta de lo que había se encontró contemplando las dos
pequeñas manos unidas, mientras de sus muñecas brotaban dos chorros de sangre. El
golpe fue rápido y el cuchillo estaba muy afilado: me dijo que casi no sintió el
impacto, que fue más bien como un golpe dado con un puño o un garrote que una
cuchillada que la privaba de sus manos.
»Pero antes de que comprendiese lo que le había sucedido sintió que unas manos
rudas aferraban su garganta, ahogándola hasta que la lengua asomó. Un repentino
dolor agudísimo, como si le hubieran metido en la boca un hierro al rojo, luego un
relámpago de luz cegadora, y luego la oscuridad, una oscuridad total e impenetrable,
como nunca había conocido antes, cayó sobre ella, y quedó tirada en la nieve,
agonizando en cuerpo y alma. Privada de toda luz y con su propia sangre ahogando
los gritos que trataba de dar pidiendo ayuda, resonaba en sus oídos la risa de sus
torturadores.
»La próxima cosa de que tuvo conciencia fue de que alguien la alzaba de la nieve,
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y la llevaba en hombros hasta una casa, le vendaban las muñecas y luego una bebida
amarga y penetrante era introducida en su boca torturada. Luego una piadosa
inconsciencia hasta que despertó y se encontró en el hospital de la Merced con Jules
de Grandin interrogándola.
»Ah, fue terrible hacerle contar esta historia con sus pies, amigos míos, y muy
terrible fue verla morir, pero prefiero eso y no que hubiese vivido, convertida en una
criatura mutilada e inútil.
»Ha, pero no he terminado. No. Me describió a los que cometieron este sacié
crimen bastardo. El que los dirigía era un ser de apariencia monstruosa, una persona
de cara vieja y arrugada, no fea ni perversa, sino más bien triste y pensativa, y en esa
cara vieja y arrugada ardían unos ojos sin edad, casi sin expresión en absoluto, y su
cuerpo era el esbelto y bien formado cuerpo de un joven. También su voz era suave,
como sus ojos, pero con la suavidad de una serpiente venenosa. Y aunque vestía
como nosotros, llevaba en la cabeza un turbante escarlata adornado con una gran
piedra amarillo-verdosa que brillaba y centelleaba, aun en la media luz del amanecer,
como el malvado ojo de un tigre feroz.
»El traje de sus compañeros era similar, aunque sus turbantes eran negros. Uno
era alto, el otro más alto aún. Ambos eran de piel morena, y ambos tenían barba.
»Por lo moreno de la piel y por las barbas, y especialmente por su nariz, pensó
que fuesen judíos. La pobre cometió un tremendo error y calumnió a una raza grande
y noble. ¡Nosotros los reconocemos como lo que realmente son, amigos míos,
demonios kurdos, yezidees, seguidores y adoradores del maldito ser de Satanás!
Terminó su relato y encendió otro cigarro.
—La red de la evidencia está tejida —declaró—. Ahora nuestra tarea es
encontrarlos.
—Tiene usted razón en ello, señor, mucha razón —asintió Costello—. Pero
¿cómo lo vamos a hacer?
De Grandin lo contempló por un momento, y luego exclamó como quien recuerda
de repente que ha olvidado algo importante:
—¡Por el cielo azul! —exclamó—. ¡Vamos pronto a ver a monsieur le Coroner,
debemos obtener esas fotografías antes de que sea demasiado tarde!
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11. La Oveja Descarriada
—HOLA DOCTOR DE GRANDIN —saludó el coroner Martin cuando entramos en la
oficina particular de su lujosa funeraria—, anda por ahí un joven de la Agencia de
Fotonoticias Morgan que ha estado esperándolo por una hora. Dijo que usted quería
que tomase algunas fotografías, pero no me supo decir de qué. Puede ser buena
persona, y también puede no serlo, puede estar en alguna misión indiscreta, nunca se
sabe con esos tipos, así que le dije que esperase, está ahí detrás, con mis muchachos,
en el cuarto de descanso, fumando como loco y maldiciéndole a usted.
La rápida sonrisa con que De Grandin le respondió fue más una mecánica
contorsión facial que una expresión de alegría.
—Así es —le respondió—, espero que nos permita usted tomar algunas
fotografías de mademoiselle l’inconnue, la dama incógnita de cuyo cuerpo se hizo
cargo usted esta mañana en el convento. Debemos descubrir su identidad, si es
posible. ¿Está todo preparado como usted lo prometió?
Martin nos respondió con evidente orgullo profesional:
—Pasen a verla, por favor.
Yacía sobre un túmulo en uno de los apartados «cuartos de dormir», habitaciones
dedicadas al reposo de los cuerpos que esperaban su funeral y entierro, cubierta por
un suave cobertor de seda y con la cabeza apoyada en un níveo cojín, y tuve que
mirar dos veces para estar seguro de que era ella. Con una habilidad que hubiera
avergonzado a sus mejores colegas del antiguo Egipto, el experto empresario de
pompas fúnebres había borrado del frágil cuerpo de la muchacha todo rastro de
muerte violenta, disimulando completamente las marcas de los clavos de sus finas
manos y haciendo desaparecer de su frente las crueles heridas causadas por el
alambre de púas. Aun las profundas marcas grabadas a fuego en sus mejillas habían
sido borradas, y en su rostro tranquilo y suave había una expresión pacífica que
evocaba el sueño. Los labios, ingeniosamente coloreados, estaban ligeramente
entreabiertos, como si respirase suavemente en un ligero sueño, y tan perfecta era la
ilusión de la vida que yo hubiera jurado que veía su pecho oscilar delicadamente al
ritmo de la respiración.
—¡Maravilloso, parfait, magnifique! —aprobó De Grandin, contemplando
admirativamente el cuerpo con la aprobación que un artista siente ante el trabajo de
otro—. Ahora, si permite al joven que venga, podemos tomar esas fotografías, y
luego no le molestaremos más.
El joven fotógrafo instaló su cámara según las instrucciones de De Grandin,
tomando varias fotografías del perfil de la joven, y finalmente, levantó su aparato
hasta que la lente enfrentó directamente el rostro tranquilo e inmóvil, y tomó una
última fotografía.
Al día siguiente las fotografías fueron enviadas a todos los periódicos con el
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epígrafe: «¿Quién la conoce? Misteriosa mujer que fue encontrada vagando por las
calles de Harrisonville, N.J., y llevada a la sección psicopática del Hospital de la
Ciudad, de donde logró escapar. A la mañana siguiente apareció muerta por el frío en
un jardín de los suburbios. Las autoridades buscan la clave de su identidad, y se ruega
a quien la reconozca que notifique al sargento de detectives J. Costello, de la Oficina
de Investigaciones del Departamento de Policía de Harrisonville». (Fotografía de
Morgan’s Fotonoticias, Inc).
Esperamos varios días, sin recibir respuesta. Parecía que nos hallásemos en un
callejón sin salida.
Por último, cuando habíamos perdido las esperanzas, el teléfono me arrancó de la
mesa durante la cena, y la voz grave de Costello me anunció:
—Hay un muchacho aquí en el departamento, señor, que dice que cree que
reconoce a esa hasta ahora desconocida mujer. Dice que vio la fotografía en un
periódico de Springfield. ¿Lo llevo a lo del Coroner?
—Bien podría —respondí—. Dígale a mister Martin que lo deje ver el cuerpo y
luego, si todavía cree reconocerla, tráigalo aquí y el doctor De Grandin y yo
hablaremos con él.
—Bien, señor —prometió Costello—. No les molestaré con falsas alarmas —
regresé a mi postre, a Renouard y a Jules de Grandin.
Alrededor de tres cuartos de hora después, mientras sorbíamos nuestro café y licores
en la sala, Nora introdujo a Costello, a quien acompañaba un joven de cara seria.
—Estrechen la mano de mister Kimble, caballeros —lo presentó Costello—. Él la
conoce, sin duda. La identificó positivamente. Reclamará los restos mañana por la
mañana, si no tienen inconveniente.
De Grandin estrechó la mano del joven con bastante cordialidad, pero sus
palabras de bienvenida fueron muy medidas.
—¿Puede usted decirnos de dónde venía la pobre joven, y quizá cuál era su
nombre, monsieur? —preguntó, una vez que los visitantes se hubieron instalado
cómodamente, con coñac y cigarros.
El joven mister Kimble se sonrojó bajo la mirada fija y sin pestañeos del pequeño
francés. Era alto, algo cargado de hombros, de facciones toscas, y llevaba lentes. La
agitación que experimentaba parecía concentrarse en sus grandes y hundidos ojos
castaños. Salvo por ellos, era completamente corriente, un hombre de colores neutros,
sin nada que lo distinguiese, condenado por su propia naturaleza a pasar
desapercibido, como consecuencia de su insuperable desconfianza. «Un empleado o
un tenedor de libros», lo clasifiqué mentalmente: «Posiblemente un joven contador o
un empleado de rutina en cualquier parte». Entre el aire cortés de De Grandin, el
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fogoso e intenso Renouard y el macizo y competente Costello parecía un gorrión
entre águilas.
Ahora, sin embargo, cuanta emoción quedaba en su reprimida personalidad surgió
cuando dijo:
—Sí, señor; puedo decírselo. Su nombre era Abigail Kimble. Era mi hermana.
—¿Hum? —murmuró De Grandin pensativo, aspirando su cigarro. Y luego, como
el otro permaneciera silencioso, añadió—: ¿Puede usted sugerirnos, quizá, cómo
llegó a encontrarse en la desdichada condición que llevó a su encierro en el hospital y
más tarde a su deplorable deceso? —bajo la sombra de sus cejas vigilaba al joven con
una mirada gatuna de inmutable alerta, atento a descubrir el más ligero signo de que
el visitante conocía del caso más que la sucinta información proporcionada en el
periódico.
El joven Kimble sacudió la cabeza.
—Me temo que no —respondió—. Hacía dos años que no la veía, no tenía la
menor idea de dónde estaba —hizo una pausa, jugando nerviosamente con su cigarro.
Luego preguntó—: ¿Tomarán confidencialmente todo lo que diga?
—Ciertamente —respondió De Grandin.
El joven arrojó su cigarro al fuego y se inclinó hacia adelante, con los codos
apoyados en las rodillas y los dedos entrelazados.
—Era mi hermana —repitió con voz ronca—. Nacimos y crecimos en
Springfield. Nuestro padre era… —pareció buscar la palabra, haciendo una nueva
pausa, luego dijo—: un tirano, un buen miembro de la Iglesia y un cristiano según sus
luces, tan justo que no podía ser religioso, tan piadoso que no podía ser bueno o
misericordioso. Ya conocen el tipo. No se nos permitía jugar a las cartas, ni bailar, ni
siquiera ir a fiestas; tenía miedo de que pudiésemos jugar a besarnos. Teníamos
plegaria familiar todas las mañanas y todas las noches, y los domingos no podíamos
jugar porque estaba prohibido: las muñecas de mi hermana y todos mis juguetes se
guardaban y no podían salir del armario hasta el lunes por la mañana. Una vez me
descubrió leyendo Moby Dick, yo tenía entonces quince años, y me lo quitó y lo echó
al fuego, diciéndome que no iba a tolerar que se leyeran novelas en un hogar
cristiano.
»Yo lo soportaba bien; supongo que hay algo en mí que me viene de mis
antepasados puritanos, pero Abigail era diferente. Nuestro abuelo se había casado con
una muchacha irlandesa, a la que mató de trabajos antes que tuviera veinticinco años,
luego de destrozarle el corazón con su diabólica piedad. Abigail se parecía a ella. Se
parecía a ella, también, según dicen. Nuestro padre acostumbraba rezar con ella,
rogando que fuese capaz de arrancar de su pecho a la Mujer Escarlata y entregarse a
Jesús. Luego la golpeaba, por la salvación de su alma, murmurando oraciones todo el
tiempo —una amarga sonrisa iluminó sus sombrías facciones, y algo, un profundo
aunque casi completamente erradicado espíritu de rebelión, ardió en sus ojos por un
instante—. Pueden imaginarse el efecto de ese tratamiento sobre una muchacha de
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fuerte personalidad —agregó—. Abigail se escapó de casa cuando tenía diecisiete
años.
»Mi padre la maldijo, literalmente. Se paró en la puerta de la casa y elevó las
manos al cielo mientras imploraba la maldición de Dios sobre su hija desobediente y
voluntariosa —nuevamente la amarga y torcida sonrisa brilló en su rostro— Creo que
Dios lo escuchó —concluyó.
—Pero, monsieur, debemos entender que usted no volvió a ver a su desdichada
hermana hasta… —De Grandin se detuvo alzando las cejas.
—Oh, sí, volví a verla —respondió cáusticamente el joven—. Se fue de la casa,
como ya dije, pero en su caso el camino de escape era especialmente arduo. La
habían educado en la creencia de que los niños venían en los maletines de los
médicos. Antes de un año aprendió la verdad.
»Un día recibí una nota de ella, diciéndome que se encontraba en una granja fuera
de la ciudad y que estaba esperando un niño. Yo trabajaba en ese tiempo, y ganaba
bastante dinero para un muchacho, llevando los libros en una ferretería, pero mi padre
recogía mi salario cada sábado en la noche, y me entregaba solamente un dólar por
semana para que lo pusiese el domingo en la colecta de la iglesia.
»Cuando llegó la nota de Abigail casi me volví loco. No tenía un centavo del que
pudiera disponer, y si hubiera acudido a mi padre me hubiera citado algo de la Biblia,
sobre la muerte como premio del pecado, lo sabía.
»Pero cuando las circunstancias lo empujan a uno, siempre se es capaz de hacer
algún plan. Yo lo hice. Deliberadamente perdí mi empleo en Hoeschler’s. Armé una
discusión con el jefe y logré que me despidieran.
»Luego se lo conté a mi padre, y aunque yo tenía ya casi veintiún años, me
golpeó hasta que me desplomé. Pero todo era parte de mi plan, de modo que lo
soporté, apretando los dientes.
»Ya me habían ofrecido otro empleo, antes de abandonar el primero, así que
inmediatamente comencé a trabajar en otra parte, pero engañé al viejo. Mi nuevo
sueldo era de veinte dólares semanales, el doble de lo que ganaba anteriormente, pero
le dije que me daban solamente diez. Cada sábado abría al vapor el sobre de la paga y
sacaba diez dólares, luego lo volvía a cenar perfectamente y se lo entregaba. Nunca
se dio cuenta.
»Apenas me fue posible corrí a ver a mi hermana, le dije que no se preocupase y
hablé con un médico. Le di cuarenta dólares de adelanto y le firmé notas por el resto.
Todo estaba arreglado para que Abigail recibiera la atención debida.
»Su hijo fue un niño muy bonito; hermoso y dulce e inocente como si no hubiera
sido un… —se detuvo, ahogándose con la desagradable palabra, y terminó
débilmente—: Como si su madre hubiera estado casada.
»La vida era más barata en aquellos tiempos, y Abby y el niño lo pasaron muy
bien en la granja durante casi dos años. Yo tuve dos aumentos de sueldo, que le pasé
a ella, y ella por su parte también se las arreglaba para ganar algo en diversos
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trabajos, de modo que todo marchaba bastante bien —hizo una nueva pausa, y los
nudillos de sus manos aparecieron más blancos y huesudos, a medida que aumentaba
la presión de los dedos estrelazados.
—Sí, amigo mío, hasta… —le urgió De Grandin con suavidad.
—Hasta que ella se enfermó —terminó el joven Kimble—. De gripa. Había una
gran epidemia en Springfield ese invierno, y Abigail estuvo muy mal. Se complicó
con neumonía, y el médico ya no tenía muchas esperanzas de que viviese. Su
conciencia la martirizaba por haberse escapado, y también por lo del niño, creo. En
todo caso, me pidió que trajese un pastor.
»Éste resultó ser un hombre joven, recién salido de un seminario metodista, con la
boca llena de citas de las Escrituras, y una nariz que le picaba de ganas de meterse en
los asuntos de los demás. Luego que ella confesó su pecado él estuvo un rato orando
con ella, y luego se regresó volando a la ciudad a contarle la historia a mi padre. Le
dijo que errar era propio de los seres humanos y perdonar divino, y que él tenía ahora
la oportunidad de volver al redil a la oveja descarriada, ya saben, la típica monserga
de los predicadores.
»Yo era ya mayor, pero aún vivía en la casa. El viejo vino y me enrostró mi
perfidia al haber ayudado a Abigail en su vida de pecado, y, lo que era aún peor, al
haberle ocultado parte de mi salario. Luego empezó a elevar oraciones,
comparándose a sí mismo con Abraham y a mí con Isaac, y pidiendo al cielo que
fortificase su brazo para que pudiera limpiarme de todo pecado, y trató de azotarme.
»Digo trató, caballeros. En la ferretería en que yo trabajaba se habían vendido
muchos látigos de los que empleaban los cocheros, pero el advenimiento de los
automóviles había hecho que ya no se vendieran. Nadie había comprado uno en
muchos años, y varios de los empleados se habían llevado uno para su casa, como
adornos. Yo tenía uno. Mi padre me golpeó en la boca con el puño cerrado,
lastimándome los labios y haciéndome sangrar. Entonces no aguanté más. Me pareció
que todos los abusos que había sufrido desde la infancia a manos de ese demonio
santurrón clamaban venganza en ese mismo momento, y por Dios que me vengué. Lo
golpeé con ese látigo hasta que se me rompió en las manos, y luego seguí
golpeándolo con el mango hasta que imploró misericordia llorando. Y cuando digo
llorando quiero decir exactamente eso. Sollozaba y chillaba como un niño golpeado,
y las lágrimas corrían por sus mejillas mientras me suplicaba que me detuviese.
»Entonces abandoné la casa y nunca regresé a ella, ni siquiera cuando su funeral
salió de ella.
»Pero eso no ayudó a mi hermana. El viejo sabía dónde vivía, y apenas se le
curaron las magulladuras fue allí, vio a la dueña de la casa y le dijo que él era el
abuelo y venía a llevarse al niño a su casa. Mi hermana estaba demasiado enferma
para consultarla, de modo que la mujer dejó que se lo llevase. Lo metió en un asilo, y
el niño murió antes de un mes. La vacuna contra la difteria costaba dinero, y los tipos
que dirigían el orfanato, bueno, era una prueba de falta de fe en la Divina Providencia
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vacunar a los niños, decían. Pero cuando se juntan doscientos niños en un lugar y uno
se enferma, por fuerza alguno se contagia. Lo iban a enterrar en la fosa común, pero
yo me enteré y reclamé el cuerpo y le proporcioné un entierro decente.
»Mi hermana estuvo varias semanas entre la vida y la muerte. Finalmente estuvo
lo bastante bien como para pedir que le trajeran a su hijo, y le dijeron que se había
marchado con el abuelo. Casi se enloqueció de miedo de lo que el viejo podía haberle
hecho al niño, pero aún estaba demasiado enferma para viajar, y la tensión nerviosa
en que se debatía la empeoró aún más. A mediados del verano pudo trasladarse a la
ciudad.
»Fue directamente a la casa y le exigió que le entregase al niño, le dijo que nunca
le había pedido un centavo y nunca lo haría, y que cada peso que hubiese gastado en
el niño le sería devuelto.
»Yo le había dado una lección, pero mi hermana era una mujer, debilitada por su
reciente enfermedad: no necesitaba refrenar su lengua para dirigirse a ella. La insultó
con todo lo que se le ocurrió y le dijo que perdiera toda esperanza de salvación,
puesto que vivía con la maldición de su padre sobre la cabeza. Finalmente le dijo que
su niño estaba muerto y enterrado en la fosa común. Sabía que no era cierto, pero no
quiso perderse la alegría de lastimarla con eso.
»Ella vino a verme, medio loca de desesperación, y yo hice lo que pude por
calmarla; le dije que el viejo mentía y sabía que mentía, y que su pequeño había sido
enterrado en Graceland, en una tumba decente. Entonces, naturalmente, quiso ir a
verla —las lágrimas fluían de los ojos del joven cuando terminó—: Nunca olvidaré
esa tarde, la última vez que vi a mi hermanita viva. Era casi de noche cuando
llegamos a la tumba, y ella tuvo que arrodillarse para leer la inscripción de la lápida.
Luego se inclinó, como una madre sobre una cuna, y murmuró a la hierba que cubría
el rostro de su hijo: “Buenas noches, hijito, buenas noches y dulces sueños; te veré en
la mañana”. De pronto pareció comprender. “¡Oh, Dios!”, gritó llorando. “¡No habrá
mañana! ¡Oh, mi niño, mi hijito! ¡Te arrancaron de mí y te mataron, ellos y su Dios!”.
»Y entonces, junto a la tumba de su hijo, se incorporó y alzó las manos al cielo y
maldijo al padre que la engendró y que le había hecho eso, maldijo su iglesia y su
religión, maldijo a su Dios y todas sus obras, y juró servir al Demonio. Yo no soy un
hombre religioso, caballeros. Me dieron demasiada religión cuando era niño, y nunca
he ido a la iglesia desde que abandoné la casa de mi padre; pero ese terrible desafío y
su juramento de fidelidad al terror y el odio me dieron escalofríos.
»Nunca la vi desde esa noche, hasta ahora. Le di cien dólares y tomó el tren
nocturno hacia Boston, donde tengo entendido que se vinculó a movimientos
radicales de todo tipo. Lo último que supe de ella hasta que vi su fotografía en el
periódico ayer fue por una carta que me escribió desde Nueva York, en que me decía
que había conocido a un señor ruso, que predicaba una nueva religión, una que ella
podía aceptar. No entendí bien de qué se trataba, pero me dio la impresión de que era
una especie de culto de las Nuevas Ideas, o algo por el estilo. De todas maneras, “Haz
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lo que quieras, este es el único mandamiento”, era su evangelio, según me escribió
ella.
De Grandin se inclinó hacia adelante, con sus pequeños y redondos ojos azules
iluminados por el interés y la excitación.
—¿Por casualidad no tiene usted retrato de su sobrinito? —preguntó.
—Pues sí, creo que sí —respondió el joven Kimble—. Aquí hay una instantánea
que tomé de Abigail con él en la granja, el invierno antes de que se enfermara. El
niño tenía entonces nueve o diez meses —de un bolsillo interior extrajo una cartera
de cuero y de ella tomó una fotografía ajada y desvaída.
—¡Morbleu, lo sabía, por supuesto, esta es la explicación! —gritó De Grandin
mirando la fotografía—. Espérenme, amigos, regresaré en seguida —gritó, saltando
de la silla y abandonando la habitación a la carrera.
En un instante estaba de vuelta, con otra fotografía en la mano.
—Compárenlas —ordenó con vehemencia—. Pónganlas una junto a la otra y
díganme lo que ven.
Asombrados pero ansiosos, Renouard, Costello y el joven Kimble se inclinaron
por encima de mi hombro cuando coloqué lado a lado las dos fotografías sobre la
mesa de café. La de la derecha era la que Kimble nos había entregado. Mostraba una
mujer más joven que la que habíamos conocido, con un resplandor de felicidad en el
rostro, pero sin duda la misteriosa dama velada que había muerto de manera tan
trágica inmediatamente después de visitarnos. En sus brazos tenía un hermoso niñito
pecoso cuyo oscuro cabello se enredaba en tomo de sus pequeñas orejas, y en cuyos
ojos brillaban la vida y la alegría.
A la izquierda estaba la fotografía del desaparecido pequeño Eastman, que De
Grandin había obtenido del orfanato. Aunque más pequeño, su parecido con el otro
niño era asombroso. Línea por línea y rasgo por rasgo era casi un duplicado exacto
del otro.
De Grandin se retorcía el bigote mientras le pasaba de vuelta la fotografía a
Kimble.
—Gracias, monsieur —dijo—. Su historia nos ha emocionado profundamente. Si
reclama usted el cuerpo mañana, el Coroner no opondrá ninguna dificultad para que
se le entregue, se lo prometo —detrás de las espaldas del visitante hizo vehementes
gestos a Costello, indicando que queríamos quedarnos solos.
El irlandés entendió rápidamente, y minutos después se había marchado con el
joven Kimble. Media hora más tarde se reunía con nosotros, con profundas arrugas de
perplejidad en su frente.
—Me doy por vencido, doctor De Grandin —confesó—. ¿De qué diablos se
trata?
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12. La huella de la serpiente
—PERO ES EVIDENTE —respondió el pequeño francés— ¿No lo ven ustedes,
Renouard, Trowbridge? —y su brillante mirada de pájaro iba de uno a otro de
nosotros.
—Me temo que no —respondí—. ¿Qué tiene que ver el parecido de los niños
con…?
—¡Bah! —interrumpió—. Es elemental. Piensen un poco, por favor. Esta pobre
mademoiselle Abigail estaba irremediablemente mezclada con los satanistas,
¿verdad?
—Sí —concordé—. Por lo que su hermano nos ha dicho, no cabe duda de que la
secta en que andaba metida es la misma de que nos habló Renouard, pero…
—¡Deja a pero que se ase en las parrillas del infierno! ¿No puedes pensar más
allá de tu nariz, gran estúpido? ¿Qué fue lo que dijo cuando llegó corriendo a esta
casa en medio de la noche, implorando nuestra protección? Piensa, recuerda si
puedes.
—Pues, deliraba en forma incoherente, es difícil decir si algo de lo que dijo era
importante, pero…
—Dites, ¡más malditos peros! Atiéndeme: ella llegó aquí inmediatamente después
del rapto del pequeño bautista, y declaró: «Era la imagen de mi pequeño», la
declaración se interrumpió ahí, pero a la luz de lo que sabemos ahora, el resto es
evidente. El pequeño Eastman se parecía a su propio hijito muerto: ella no pudo
soportar la vista del asesinato y gritó, horrorizada. Cuando ellos persistieron en su
crueldad ella los amenazó con nosotros, conmigo, para ser exactos, y huyó para
decirnos cómo podíamos encontrarlos. Ellos le dispararon y la hirieron, pero ella
logró llegar hasta aquí, y a pesar de que deliraba, nos dijo lo suficiente para ponernos
sobre la pista. Pero seguramente. ¿No dijo acaso «busquen las marcas de tiza del
diablo, sigan los tridentes»? Pero sí —se volvió hacia el sargento Costello y preguntó
—: ¿Han estado alerta sus hombres, mon vieux? ¿Se fijan si aparecen garabatos
infantiles en muros o cercas o en las banquetas, como les dije?
Costello lo contempló maravillado.
—Seguro que sí —respondió—. Todo el departamento tiene orden de vigilar si
aparecen, aunque sólo los santos saben qué va usted a hacer con ellos cuando los
encontremos.
—Muy bien —asintió De Grandin—. Ya he conocido esto antes. Tú también,
Renouard. Sólo una palabra se necesitaba para que encontrase el rastro, y nos la
proporcionó esa desdichada que crucificaron.
—En Europa, cuando los satanistas se reúnen para sus ritos envían a los
miembros de la secta un mensaje secreto, pero nunca mencionan el lugar de la
reunión. No, el mensaje podría ser interceptado por la policía. Entonces, ¿cómo?
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—Sobre las paredes de las casas, sobre las banquetas o los cercos dibujan toscas
imágenes del diablo, cosas torpes e infantiles que pasan desapercibidas como obra de
chiquillos, pero cada uno de esos dibujos difiere de los demás, pues mientras en uno
el tridente del diablo apunta hacia un lado, en el otro apunta en una dirección distinta.
La diferencia pasa desapercibida para todo el que no esté en el secreto de su
significado, pero quienes saben lo que buscan encuentran en los tridentes su camino
marcado tan claramente como una carretera. Sólo hay que seguir la dirección en que
señalan los tridentes, de uno a otro, para llegar directamente a la puerta misma del
templo de Satán. Sí, por supuesto, así es.
—Sin duda —concordó Renouard, con vehemente inclinación de cabeza.
—Pero ¿qué tiene que ver el pequeño Eastman con todo eso? —interrogó
Costello.
—Todo, parbleu —respondieron De Grandin y Renouard en sobrio coro.
—El pequeño fue raptado para la Misa Negra, la misa de san Sicario; de eso no
queda la menor duda. Satán es el singe de Dieu, el impúdico imitador de Dios, y en
su servicio se realiza una vil parodia de la celebración de la misa. El celebrante es,
siempre que es posible, un sacerdote renegado, pero si no se consigue uno, cualquier
servidor del Demonio puede servir.
»En el primer caso se roba una hostia ya consagrada de la custodia de una iglesia,
o la sustrae de su boca, después de la comunión, un impío falso comulgante. Luego,
vestido como un sacerdote, el bufón que oficia asciende al altar del Diablo y
pronuncia las palabras prescritas en el misal, pero invirtiendo todos los gestos
rituales, arrodillándose de espaldas al altar, santiguándose con la cruz al revés y con
la mano izquierda y recitando al revés las oraciones que se le ocurran. Por último
sostiene en alto la Hostia Sagrada, pero en lugar de alabanzas la profana
congregación vocifera insultos, y finalmente los elementos de culto son arrojados al
suelo y pisoteados.
»Ha, pero si se puede conseguir a un sacerdote renegado para que oficie, se lleva
a cabo la peor de las blasfemias, pues éste conserva aún las palabras del poder y el
derecho de consagrar a los elementos, y así oficia la misa desde el principio hasta el
fin. Para mayor infamia, se utiliza como altar el cuerpo desnudo de una mujer, y
cuando el celebrante debe besar el santuario, sus labios oprimen la carne humana. Se
consagra el pan y el vino, pero con el vino se mezcla la sangre de un niño pequeño,
varón, que no haya sido bautizado. El celebrante, el diácono y el subdiácono
participan de esa infame bebida, y luego la comparten con la congregación, y también
aceptan la hostia, pero en lugar de tragarla la escupen con muecas de disgusto y todo
tipo de insultos.
»¿Comprenden? La misa de san Sicario había sido debidamente celebrada la
noche que la pobre mademoiselle Abigail vino a llamar a nuestra puerta, y el pequeño
Eastman había sido la víctima. ¿Notaron que no llevaba más ropa que su abrigo?
¿Creen que era solamente por excentricidad? No, parbleu, era un dato importante, una
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prueba, nada menos. Prueba de que había abandonado tal como estaba el nido de los
demonios y corrido hacia nosotros con la información que debía llevar a su
detención. Indudablemente ella había servido de altar esa noche, amigos míos, y no
se demoró un instante en su huida, ni siquiera para vestirse. La pequeña víctima se
parecía tanto a su niñito muerto que su corazón helado se desheló de repente, y se
convirtió nuevamente en una mujer con piadosos sentimientos, en vez del frío
instrumento del mal en que el piadoso demonio de su padre la había convertido.
Seguramente. La oveja descarriada volvió al redil.
Rompió el extremo de un paquete azul de cigarros franceses, colocó uno de esos
malolientes objetos en el extremo de su boquilla de ámbar, de veinte centímetros de
largo, y pensativamente lo encendió.
—Renouard, mon vieux —dijo—. He pensado mucho en lo que nos dijiste. Al
principio vacilaba en creer lo que la evidencia indicaba, pero ahora estoy convencido.
Cuando el pequeño Eastman fue raptado, yo no podía ensamblar los toscos bordes del
rompecabezas. Piensa un poco —desplegó sus dedos como un abanico y contó los
hechos sobre ellos—. Mademoiselle Alicia desaparece, y descubro pruebas de que se
ha utilizado bulala-gwai. ¿Qué significa esto?, me pregunto. El polvo del sueño, muy
corriente entre los salvajes africanos, ¿qué tiene que ver aquí? Es un enigma.
»Luego encontramos la prueba de que mademoiselle Alicia es una descendiente
en línea directa, quizá la última, de aquel antiguo sacerdote del Demonio cuya hija se
casó con David Hume. También descubrimos que un espía de los yezidees ha estado
verificando a satisfacción su identidad antes del rapto. El enigma es aún más
misterioso.
»Luego encontramos a la pobre señora Hume toda muerta. La evidencia visible
dice “suicidio”. Pero yo encuentro las pruebas ocultas del crimen. Crimen por medio
del roomal de los thugs de la India. Quel diable? Los thugs son adoradores de Kali, la
Diosa Negra, que es una especie de demonio femenino, una digna hermana del
maligno, y cometen en su honor todo tipo de perversidades. Pero lo que quiero saber
es, ¿qué tienen que ver ellos aquí? Ya tenemos yezidees del Kurdistán, brujos de
África y ahora thugs de la India, mezclados en un solo caso. Mon Dieu, me duele la
cabeza de tanto pensar y no encuentro un gramo de lógica en todo el asunto. ¡No, en
ninguna parte, cordieu!
»Luego desaparece el pequeño Eastman. Es un bautista, por lo tanto no ha sido
bautizado. Sé que en otros tiempos los niños como él han sido buscados para celebrar
la misa del mal; pero ¿para qué pueden quererlo los yezidees? No tienen nada que ver
con la misa de san Sicario, la parodia de ceremonias cristianas no es parte de su ritual
negro. Sin embargo, aquí tenemos nuevamente bulala-gwai, y bulala-gwai se empleó
cuando los yezidees, presumiblemente, raptaron a mademoiselle. Alicia delante de
nuestras narices.
»¿Es posible que los yezidees, cuyo culto arranca de la más remota antigüedad,
muchísimo antes de la era cristiana, hayan incorporado ritos de los satanistas
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medievales? Me lo pregunto. Parece bastante improbable, pero sin embargo, ¿cuál es
la explicación?
»Entonces llega esta pobre mujer y en su delirio deja caer algunas palabras que, a
la luz de lo que hemos sabido esta noche, relacionan con absoluta seguridad al niño
raptado, como lo fuera mademoiselle Alicia, recuerden, con el sacrificio de la misa de
san Sicario.
»Ahora pienso en ti y en lo que nos has dicho. En cómo has encontrado
infortunadas jóvenes, todas marcadas en el pecho como mademoiselle Abigail, todas
en algún tiempo miembros de la secta de los satanistas, cada sección de cuyo obsceno
culto es dirigida o inspirada por alguien proveniente de Rusia. Y nos hablas de esa
Liga de Ateos, que es un hongo venenoso que se expande por el mundo desde ese
sótano de abominaciones que llamamos Rusia.
»“¡Por las penas de una rana dispéptica!”, me digo a mí mismo, “veo la luz, pero
tan débil”. Y a esa débil luz leo la respuesta a mi enigma. Es la siguiente: así como
los hombres de negocios a veces toman una docena de empresas en bancarrota, que
no poseen nada más que sus nombres antiguos y conocidos, y las unen a todas en una
gran corporación nueva, que funciona bajo una nueva administración, así estos
enemigos de toda religión se han apoderado de los restos débiles y escasos de
satanismo y los han unido en un conjunto formidable. Dices que en África los
caníbales hombres-leopardo están muy activos. Indudablemente los emisarios de
Moscú trabajan con ellos: ¿acaso no han traído consigo el bulala-gwai para que los
ayude en su trabajo? En el Kurdistán los yezidees, una oscura secta apenas capaz de
bastarse a sí misma, rodeada como está por musulmanes, de pronto revive y da
señales de gran actividad. Rusia, que pide caridad al mundo entero para alimentar a
su propio pueblo hambriento, siempre encuentra fondos para estimular esas
maquinaciones en otras tierras. Los gendarmes árabes encuentran peregrinos
europeos que se dirigen hacia el monte Lalesh, cosa completamente desconocida
hasta ahora, pero…
»«Ha», me digo a mí mismo, «otro eslabón de esa odiosa cadena. En Europa y en
América el culto satánico, casi muerto, como la brujería, revive de pronto en todos
sus terribles detalles. De su rápido crecimiento dan testimonio los números de
sacerdotes renegados de todas las sectas, números que nunca antes han tenido
paralelo. De todas partes nos llegan pruebas de estas actividades. Se nos habla de
iglesias robadas y profanadas en Londres, París y Berlín; niños pequeños, siempre
varones, son raptados cada vez más frecuentemente sin que se solicite rescate por
ellos: simplemente desaparecen. La relación es evidente. Ahora tenemos pruebas de
que ese culto está vivo en América, aquí mismo en Harrisonville, parbleu.
»Amigos míos, sobre las ruinas de la antigua religión de los yezidees y las
reliquias, desvanecidas por el tiempo, de la brujería y el satanismo medievales, esta
Unión de Ateos está levantando una monstruosa estructura destinada a aplastar con su
peso a todas las religiones. La huella de la serpiente cruza la tierra, sus anillos se
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están estrechando ya alrededor del mundo. Debemos aniquilarla, o seguramente nos
estrangulará. Sí, seguramente.
—Pero Alicia —comencé—. ¿Qué tiene que ver ella con…?
—Mucho. Todo. Seguramente —me interrumpió secamente—. ¿No recuerdas lo
que han informado los agentes del servicio secreto francés, de que en todo el Oriente
se habla de una profetisa blanca que levantará el estandarte del Demonio y llevará a
sus seguidores a la victoria sobre la cruz y la media luna? ¡Esa profetisa es Alicia
Hume! Consolidada con la demonología occidental, el culto oriental de los
adoradores del demonio adquirirá nuevas fuerzas. La han buscado, la han encontrado,
cordieu!, y luego la llevarán al lugar escogido para sus nupcias con el Demonio;
después, con el fanatismo de los yezidees y el fervor de los ateos conversos como
fuerzas motivadoras, con la promesa del hijo engendrado por el mismo demonio, que
llegará como resultado de ese matrimonio, con el oro de los Soviets y las
contribuciones de los adeptos ricos que disfrutan de la libertad para hacer mal que les
da esta nueva religión, avanzarán en guerra abierta. Ahora es el momento de actuar.
Si podemos rescatar a mademoiselle Alicia y exterminar a los líderes de este
movimiento, podemos tener éxito en extirpar el brote de rebelión infernal. Si eso
fracasa… —abrió las manos y alzó los hombros en un gesto de resignación.
—Muy bien —respondí—. ¿Cómo lo hacemos? Hace ya dos semanas que Alicia
desapareció, diez días, para ser exactos, y no tenemos una sola clave de dónde se
encuentra. Podría estar aquí mismo en Harrisonville o en Kurdistán, por lo que
sabemos. ¿Por qué no salimos a buscarla?
Me miró en silencio un momento, y luego dijo:
—Yo no corto un absceso hasta que las circunstancias me lo indican. Tampoco
desperdiciaremos inútilmente nuestros esfuerzos en este caso. Mademoiselle Alicia es
el punto focal de todas estas perversas actividades. Donde ella esté, allí están los
líderes de los satanistas, y donde ellos están, allí estará ella.
»De lo que nos dijo mademoiselle Abigail podemos deducir que habrá otras
celebraciones de la Misa del Mal, cuando encontremos una y podamos invadirla por
sorpresa, nuestras posibilidades de encontrar a Alicia serán excelentes. Los hombres
de Costello vigilan, y nos advertirán apenas aparezcan las señales. Hasta entonces,
ponemos en peligro nuestro éxito con cualquier movimiento que hagamos. Siento, sé,
que el enemigo está concentrado aquí, pero si vamos en su busca abandonarán el
escondite, y en vez de la ciudad que conocemos bien, tendremos que buscarlos sólo
Dios sabe dónde. Alors, lo mejor que podemos hacer es no hacer nada.
—Pero —insistí—, ¿qué es lo que te hace pensar que aún se encuentran en la
ciudad? Se me ocurre que el sentido común los habría hecho abandonarla hace
tiempo, y…
—Non, estás equivocado —me respondió rápidamente—. El mejor lugar para
esconderse es aquí. Aquí es donde lógicamente no deberían estar, por lo tanto, aquí es
el último lugar donde los buscaremos. Además, este es, por lo menos por el
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momento, su cuartel general en los Estados Unidos. Realizar planes como el de ellos
requiere mucho dinero, y pueden obtener mucho de los conversos. Gentes muy ricas
que podrían temer seguir otra cosa que los irrazonados dictados de su propia
conciencia, son atraídos por la libertad que su credo permite, y se adherirán a ellos de
buen grado, y de buen grado contribuirán a su tesoro. Es en la esperanza de hacer más
adeptos que se detienen aquí, tanto como a la espera de que pase el escándalo de la
desaparición de Alicia. Cuando la conmoción del primer momento haya disminuido,
cuando algún crimen nuevo atraiga la atención del público, podrán salir de aquí
disimuladamente sin que nadie lo note. Hasta entonces, están más seguros a la
sombra del departamento de policía que si se hubieran dado a la fuga
apresuradamente, y…
¡R-r-r-ring! La campanilla del teléfono lo hizo callar.
—¿Costello? Sí, un momento por favor —respondí, pasándole el aparato al
sargento.
—Sí. ¿Eh? ¿Seguro? ¡Alabado sea el Cielo! —dijo Costello en respuesta a lo que
oía. Y a nosotros—: Vamos, caballeros, es hora de ponerse en movimiento —advirtió
—. Hace como dos horas dos malditos maleantes golpearon a una criada que
empujaba, de regreso a la casa, un cochecito de niño, luego de ir a visitar a la abuela
y huyeron con él. Y los muchachos han encontrado las marcas de tiza en las
banquetas. Parece…
—¡Nom d’un chou-fleur, parece que tendremos acción! —exclamó De Grandin
exultante—. ¡Vamos, amigo Trowbridge, vamos, Renouard, vamos en seguida,
rápido, apúrense!
Renouard y él subieron apresuradamente las escaleras mientras yo iba al garaje
por el auto. Dos minutos más tarde se reunieron con nosotros, cada uno con un par de
pistolas sujetas a la cintura. Además de ella, De Grandin llevaba un largo cuchillo
Gurkha de hoja curva, un arma terrible, afilada como una navaja de afeitar, capaz de
cortar una mano con la misma facilidad con que un buen cuchillo de trinchar corta un
ala de un pollo asado. Costello hervía de impaciencia.
—Pise fuerte el acelerador, doctor Trowbridge —ordenó—. El primer dibujo
estaba en la esquina de la calle Hopkins con la Veintiocho. Si nos lleva hasta allí
estaremos en la pista. Telefoneé para que un grupo entrenado se reúna con nosotros
allí en quince minutos.
—¡Pero esto es grande, es inmenso, es magnífico, amigo mío! —dijo De Grandin
a Renouard, mientras nos deslizábamos por las calles oscuras.
—¡Soberbio! —aseguró Renouard a De Grandin.
—¡Por el cielo, aquí es cuando Irlanda declara la guerra a Kurdistán! —dijo
Costello a los dos.
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13. Dentro de las líneas
UNA LARGA limousine negra, muy brillante, estaba estacionada junto a la banqueta en
la esquina misma de las calles Veintiocho y Hopkins, y hacia ella nos dirigió Costello
cuando nos detuvimos al llegar. El vehículo tenía todo el aire de pertenecer a alguna
lujosa agencia de pompas fúnebres, y la impresión era reforzada por una placa de
bronce en que se leía claramente carro fúnebre, colgada detrás del parabrisas. Pero no
había nada fúnebre, excepto quizá potencialmente, en los ocho pasajeros que lo
ocupaban. Reconocí a los oficiales Hornsby, Gilligan y Schultz, cada cual con su
cinturón de lona que sostenía un revólver de reglamento y una cachiporra, prendido
por encima de la chaqueta, y una subametralladora de aspecto temible sobre las
rodillas. Otros cinco, con los mismos cintos y equipados con hachas de bombero,
bicheros y proyectiles de gas lacrimógeno, esquivaban las miradas de los transeúntes
en los asientos del automóvil.
—Camouflage —nos dijo Costello con una mueca, señalando la placa de bronce,
y luego—: ¿Todo listo, Horby? ¿Trajeron todo, hachas, ganchos, bombas de gas,
y…?
—Todo listo, señor. Trajimos los trastos. ¿Dónde es la fiesta? —interrumpió el
otro.
El sargento hizo una seña al agente parado en la esquina:
—¿Dónde está? —preguntó.
—Aquí mismo, señor —respondió éste, señalando un garabato infantil en el
cemento de la banqueta.
Lo examinamos a la luz del farol callejero. Nadie que no estuviese enterado de
sus siniestras connotaciones le hubiera dedicado una segunda mirada, pues parecía
exactamente la obra de un niño travieso aunque no excepcionalmente talentoso. Una
figura toscamente esbozada, con gran panza, cabeza triangular y rígidas extremidades
era lo que se veía, dibujada con tiza blanca, del tipo que todos los niños se llevan de
la escuela. Sólo un par de paréntesis que surgían de las sienes, una barba en punta y
un bigote le daban cierto vago parecido con la concepción popular del Demonio, y el
utensilio que la criatura tenía en la mano podía haber sido cualquier cosa desde una
caña de pescar hasta una horquilla. Sin embargo, algo nos llamó la atención: en vez
de sujetar su instrumento hacia arriba, la figura apuntaba con él claramente hacia la
calle Veintinueve. La fina nariz de De Grandin se encogió como la de un perro de
caza que huele la presa cuando se inclinó hacia el suelo, mirando el dibujo.
—Tenemos el rastro ante nosotros —murmuró—, vamos, sigámoslo. Allons!
—Vamos, muchachos, sígannos, pero no se acerquen mucho, a menos que les
hagamos seña —ordenó Costello a los hombres que esperaban en la limousine.
Caminamos por la calle Hopkins, decadente y miserable como era, con toda la
apariencia de inocencia que pudimos afectar, y al llegar a la calle Veintinueve nos
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detuvimos y miramos alrededor. Ninguna segunda figura-guía se ofreció a nuestros
ojos.
—Dame! —juró De Grandin—, C’est singulier, podemos…, ah, regardez-vouz,
mes amis! —la pequeña linterna en forma de estilográfica que había estado moviendo
en círculos cada vez más amplios había iluminado una segunda figura, de unos diez o
doce centímetros de altura, garrapateada en la pared de ladrillo rojo de una casa
deshabitada. El tridente que aparecía en la mano del Demonio nos ordenaba seguir la
calle Veintinueve hacia el río.
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la oscuridad con su débil luz. Luego se disolvió nuevamente en las tinieblas.
Lo seguimos, tan silenciosamente como nos fue posible, acortando la distancia
entre Renouard y nosotros lo más que pudimos, pero haciendo los mayores esfuerzos
por pasar desapercibidos.
—¡Arriba las manos, amigo mío! —ordenó de pronto Renouard, emergiendo de
las sombras detrás de su presa tan repentinamente como una figura proyectada por
una linterna mágica—. Lo tengo cubierto. Si se mueve, más vale que haya dicho sus
oraciones —avanzó un paso, apretando el cañón de su pesada pistola contra el cuello
del otro, y adelantó su mano libre para palparlo, con la habilidad de un policía
experimentado, en busca de armas escondidas.
El resultado fue sorprendente, aunque no especialmente agradable. Como una
pelota bien inflada rebotando contra el piso, Renouard saltó en el aire, voló por
encima de los hombros del otro y aterrizó con un gemido sobre los adoquines.
Inmediatamente el hombre, cuya habilidad lo había derrotado, se estiró como un
resorte de acero soltado repentinamente, extrajo una pistola automática de tamaño
impresionante y apuntó al francés, que yacía acostado sobre su espalda.
—Diga usted sus oraciones, si es que sabe alguna —ordenó, pero en ese momento
intervino Costello.
Ágil y rápido como un tigre, a pesar de su corpulencia, el policía cubrió de un
solo salto el espacio que los separaba y balanceó su cachiporra en un arco devastador.
Las rodillas del hombre se aflojaron y se desplomó de cara al suelo, mientras la
pistola se deslizaba de su mano sin fuerzas y caía inofensiva al polvo a su lado.
—Ya está —dijo el irlandés—. Ahora echémosle una mirada al tipo este.
Era un individuo de gran tamaño, tan alto como Costello, aunque menos
corpulento. Cuando éste le dio vuelta vimos que aunque su cabello era de color gris,
su rostro era joven, y estaba muy tostado por el sol. Un pequeño bigote oscuro, del
tipo que hicieron popular Charles Chaplin y los empleados menores ingleses durante
la guerra, adornaba su labio superior. Su traje era de buena tela y estaba bien cortado,
sus botas estaban lustradas, y sus manos, una de las cuales estaba enguantada, estaban
bien cuidadas. Obviamente se trataba de una persona con toda la apariencia de un
caballero, aunque posiblemente careciera de las virtudes de un buen ciudadano, pensé
yo.
Costello se inclinó para desprender los botones del saco oscuro del hombre, pero
De Grandin rápidamente interpuso una objeción.
—Mais non, mon sergent —lo reprobó—, tenemos muy poco tiempo. Mejor
póngale las esposas y entréguelo en custodia. Ya tendremos tiempo para dedicarnos a
él. Ahora tenemos en el fuego ollas más importantes.
—Tiene usted razón, señor —accedió el irlandés con una mueca, haciendo sonar
un par de esposas en torno a las muñecas del individuo. Levantó la mano en una
señal, y la limousine se deslizó silenciosamente a nuestro lado—: Vigílame este
bulto, Hornsby —ordenó—, ya le daremos quehacer en el departamento, después que
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hayamos acabado con este trabajito, ya sabes.
El oficial Hornsby asintió con la cabeza, y nosotros volvimos a nuestro juego de
la zorra y los perros.
Debe haber sido una media hora después cuando llegamos a nuestro destino. Era un
pobre edificio en una pobre calle. Los pisos superiores obviamente habían sido
construidos para una fábrica, dado que media docena de anuncios proclamaban que
otros tantos agentes disponían de magníficos almacenes para rentar, y que se harían
adaptaciones de acuerdo a las necesidades de los interesados. La planta baja había
sido ocupada en un tiempo por una tienda de bebidas alcohólicas y era evidente que
su propietario había contemplado las leyes con más optimismo que respeto, puesto
que sobre el impresionante candado que aseguraba la puerta un anuncio advertía que
estaba cerrada «por orden Judicial».
Junto a lo que había sido la entrada de la familia en días pretéritos había un esbozo de
Satán con el tridente apuntando hacia arriba: el primero de la larga serie en tenerlo en
esa posición. Sin duda el lugar de la reunión estaba en uno de los pisos superiores del
edificio, aparentemente vacío, aunque cuando buscamos una entrada encontramos
que todas las puertas estaban sólidamente cerradas y atrancadas. Todas tenían
enormes cerrojos por el lado de afuera. La apariencia de vacío parecía corresponder a
la realidad, a pesar de lo que indicaba el Diablo.
—Parece que hemos llegado a un punto muerto, señor —le dijo Costello a De
Grandin—. Este lugar está vacío como un tambor, probablemente está desocupada
desde que los agentes de la prohibición se enojaron porque alguien se olvidó de
pagarles su cuota por la protección y le metió un candado a la bodega.
De Grandin sacudió la cabeza en una firme negativa.
—Cuanto más desierto parece este lugar más me convenzo de que hemos llegado
al lugar correcto —respondió—. ¿Le parecen viejos estos candados?
—Hum —el sargento paseó su linterna por el candado más cercano y se rascó
pensativamente la cabeza—. No, señor, no puedo afirmar eso —admitió—. Si
hubieran estado aquí por un año, y hace casi un año que cenaron este edificio,
deberían estar herrumbrados por la lluvia, y no lo están. Pero ¿eso qué tiene que ver
con…?
—¡Ah, bah! —exclamó De Grandin impaciente—, ser lerdo de entendederas es
una prerrogativa de los policías, pero usted abusa del privilegio, amigo mío. ¿Qué
mejor camouflage que éste pueden encontrar? Quitan los viejos candados y los
reemplazan por otros nuevos. Se le entrega una llave a cada una de las personas
invitadas al rendez-vous, cada cual sigue las indicaciones de los tridentes y cuando
llega al final abre el candado y entra, voilà tout.
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— ¡Bualá mi ojo! —objetó el irlandés—. ¿Y quién va a cerrar de nuevo después
que haya entrado? Si…
Lo interrumpió un brusco movimiento en la oscuridad, un grito a medias
reprimido y el ruido de un golpe.
—Aquí hay un pájaro que encontré ahí enfrente, mi sargento —informó Hornsby
emergiendo de las sombras que nos rodeaban, empujando delante de sí a un individuo
esmirriado. Una de sus manos retorcía con fuerza el cuello de la camisa del tipo, y la
otra estaba apretada sobre su boca, impidiéndole gritar.
—Dejé a los muchachos en el coche a la entrada del callejón —continuó—, y me
vine mascando mi chicle a ver si me necesitaban, y este tipo debe haber visto mis
botones, porque me tiró un golpe, que no acertó, y luego trató de gritar, pero yo se lo
impedí. Creo que lo habían plantado ahí para que vigilara, y…
—¿Ah? —interrumpió De Grandin—. Creo que ahí está la respuesta a su
pregunta, sargento —y volviéndose a Hornsby—: ¿Dice usted que intentó atacarlo?
—¡Digo, por el ojo de gallo del mundo! —replicó el oficial—. Esto es lo que trató
de clavarme —sacó de debajo de su blusa una daga corta de hoja curva, de unos
quince centímetros de largo. La afiladísima hoja terminaba en una caprichosa curva
en forma de pico de buitre—. Hubiera hecho un elegante cadáver, con eso entre las
costillas —añadió sombríamente.
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Renouard, el amigo de Trowbridge y yo iremos adelante. Un grupo más grande
llamaría seguramente la atención. Las puertas están cerradas con candados y ése
arrojó las llaves lejos. Debía tener instrucciones precisas. Buscarlas llevaría
demasiado tiempo, y tiempo es lo que no podemos permitirnos malgastar. Por lo
tanto, usted nos espera aquí, y cuando yo toque el silbato entra rápidamente con los
demás. Y, por favor, amigo mío, no se demore cuando oiga mi señal. Una vida, una
pequeña vida puede depender de su rapidez.
—Perfectamente, señor —respondió Costello—. ¿Pero cómo les va a patear el
nido, quiero decir, cómo va a entrar?
De Grandin lo obsequió con una de sus sonrisas de duende.
—¿No es precioso? —preguntó, sacando de entre sus ropas un instrumento de
acero templado, con una larga hoja fina pero muy fuerte y un extremo achatado.
El irlandés la tomó en sus manos y la balanceó, moviéndola a un lado y al otro,
probando su peso y proporciones.
—¡Caramba, señor —exclamó admirativamente—, qué ladrón más elegante
perdimos cuando usted decidió ser honesto!
De Grandin nos hizo señas a Renouard y a mí, y nos deslizamos a lo largo de una
de las paredes de la casa. Cuando llegamos a una sucia ventana, él insertó la delgada
hoja de su herramienta de asaltante entre la parte inferior y la superior. La ventana
había sido asegurada, pero aun así, quedaba cierto juego entre las dos partes. Sin
embargo, en un minuto nos dimos cuenta de que, aunque floja, la ventana estaba
perfectamente cerrada por dentro.
—Allons —murmuró De Grandin, y nos deslizamos hasta la ventana siguiente.
Ésa también desafió sus esfuerzos, así como la siguiente, pero en la quinta prueba
tuvo éxito. Su persistencia fue recompensada, y la delgada hoja tanteó y empujó con
delicadeza hasta que el pestillo se soltó con un crujido y pudimos empujar la ventana
hacia arriba.
Dentro del almacén estaba más oscuro que en un subterráneo, pero finalmente el
rayo luminoso de la pequeña linterna de De Grandin nos descubrió el arranque de
unas polvorientas escaleras que ascendían en espiral hacia un tenebroso vacío.
Trepamos por ellas, nos encontramos en otro almacén oscuro y vacío, y luego de otra
búsqueda encontramos otro tramo de polvorientas escaleras en espiral y procedimos a
subir por ellas.
—El rastro está caliente, ¡por Dios, está ardiendo! —murmuró De Grandin—.
¡Vamos, amigos, adelante, y por su vida, no hagan ruido!
La escalera terminaba en un pequeño recinto, que fuera en otros tiempos la
oficina de la fábrica que ocupaba el resto del piso, sin duda. Ahora estaba recubierto
de colgaduras de terciopelo rojo oscuro, todas bordadas con la figura de un pavo real
de cola desplegada, de unos dos metros de altura.
—Melek Taos, el espíritu del mal en forma de pavo real, el virrey de Satanás
sobre la tierra —nos dijo De Grandin en un susurro, mientras contemplábamos la
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imagen iluminada por su linterna. Ahora manténganse junto a mí y tengan sus armas
listas, por favor. Podemos necesitarlas.
Se deslizó en puntas de pies cruzando el pequeño espacio, apartó las colgaduras y
llamó sobre la puerta. El silencio respondió a su llamado, pero cuando lo repitió la
puerta se entreabrió y una figura encapuchada espió por la ranura.
—¿Quién llama? —murmuró el centinela— ¿Y por qué no ha dado el golpe
místico?
—¿El golpe dice? —respondió De Grandin en voz apenas audible—. ¡Morbleu,
creo que tenemos uno! ¿Lo quiere? —rápidamente movió la herramienta de acero con
que había forzado la ventana, alcanzando al otro de plano en el cráneo.
—Ayúdenme, por favor —ordenó en voz baja mientras sostenía a la figura
encapuchada que se desplomaba hacia adelante y recostándola en el suelo—. Así.
Quitémosle el traje, mientras yo aseguro que permanezca inofensivo por bastante
tiempo.
Con el cinto del traje del portero le amarró las manos y los pies, y luego se
levantó, se puso la roja casulla y en puntillas entró por la puerta.
—Ss-s-st.
El siseo bajo y penetrante nos llegó en la oscuridad, y lo seguimos a una pequeña
antesala. A lo largo de las paredes había una hilera de ganchos, de los cuales pendían
varios albornoces con capucha, de paño rojo oscuro, iguales al del guardia.
Obedientes a las órdenes que De Grandin nos daba por señas, Renouard y yo nos
disfrazamos con ellas, nos echamos las caperuzas sobre el rostro para esconder
nuestros rasgos y, con las manos cruzadas delante del pecho y bien ocultas por
nuestras amplias mangas, cruzamos silenciosamente el vestíbulo, nos detuvimos un
momento ante las cortinas que se balanceaban delante de la puerta y luego, con las
cabezas inclinadas, nos adelantamos en seguimiento de De Grandin.
Estábamos en el templo de los adoradores del Diablo.
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14. La guarida de la serpiente
PAREDES, puertas y ventanas estaban cubiertas por colgajos de material rojo oscuro
cuyos pliegues ondulaban extrañamente, como temblorosas vestiduras de turbios
fantasmas. A lo largo de las paredes titilaban a intervalos unas como lámparas votivas
cuyas pequeñas llamas vacilantes parecían disolverse en la oscuridad que flotaba en
el aire como un vapor. Sólo en un lugar había luz. En el extremo más alejado de la
gran habitación había un altar parecido al de una iglesia gótica, y en torno de él
brillaba un grupo de altos cirios negros que enviaban su luz sobre la espesa alfombra
india dé color rojo oscuro que cubría el piso y las gradas del altar. Por encima de éste
colgaba un crucifijo invertido, de modo que la cabeza coronada de espinas apuntaba
hacia el suelo, y los pies clavados se dirigían hacia arriba. Detrás colgaba un gran
tapiz escarlata con la figura de un pavo real de cola desplegada bordada en lentejuelas
centelleantes. Sobre la mesa del altar había un cojín de terciopelo escarlata. Dos
bancos sin respaldo habían sido colocados transversalmente, dejando un amplio
pasillo entre ambos, y dos más pequeños entre éstos y los muros, y en éstos estaba
sentado el público, expectante, y todos cubiertos con las mismas vestiduras rojas, de
modo que no sólo era imposible distinguir el rostro sino también el sexo de nadie.
Un vago olor a incienso flotaba en la pesada atmósfera, pero no dulce como el
que utilizaban las iglesias, sino algo amargo y penetrante, y, según me pareció, algo
más que un indicio del suave y turbador aroma del humo de la cannabis, el bhang con
que los orientales se intoxican hasta enloquecer. Pero por encima de todo flotaba otro
olor, un pesado e indisimulable olor a parafina, como si alguien se hubiese
descuidado y hubiese volcado un tanque entero en el piso y empapado la alfombra
antes de que pudiese detenerlo.
En algún lugar invisible para nosotros, quizá detrás de los cortinajes extrañamente
oscilantes, alguien tocaba suavemente un órgano, cuando Renouard, De Grandin y yo
nos deslizamos rápidamente por la puerta encortinada y, sin que nadie nos observara,
nos sentábamos en el banco más cercano.
De cuando en cuando uno de los miembros de la concurrencia exhalaba un
suspiro de espera y excitación reprimidas, y un par de veces algunas de las
puntiagudas caperuzas se acercaron, inclinándose, cuando algunos se hablaban en
murmullos inaudibles; pero en general el grupo se mantenía inmóvil, todos sentados
muy erguidos en un silencio de piedra, aunque tensos como un grupo de buitres
encapuchados a la espera del asesinato que habría de proporcionarles un banquete.
Un gong invisible resonó suavemente cuando ocupamos nuestros asientos, y sus
tonos bajos y resonantes cruzaron el aposento como un rayo de luz solar en un sótano
cerrado desde hace tiempo, y la congregación se levantó como una sola persona,
quedando de pie, con las manos unidas y las cabezas respetuosamente inclinadas.
Una cortina junto al altar se deslizó hacia atrás, y tres figuras aparecieron por la
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abertura. El primer individuo era alto y demacrado, con un rostro de tipo eslavo,
fantásticos ojos de fanático y espeso cabello claro. El segundo era muy joven, de
poco más de veinte años, con el andar suelto y ágil, la mirada ardiente y la piel
morena de los habitantes de la Europa Suroriental o del Asia Occidental. El tercero
era un hombre frágil, pequeño y de avanzada edad. Es decir, así aparecía a primera
vista. Una segunda mirada dejaba muchas dudas sobre su edad y su fragilidad. Su
rostro era viejo, largo, delgado y surcado por profundas arrugas, perfectamente
rasurado como el de un actor o el de un clérigo, y en él ardían un par de enormes ojos
tristes, ojos como los de Lucifer cuando recuerda el alto lugar desde donde se produjo
su caída. La boca, de labios apretados, era muy roja y de bordes caídos, como la boca
de un asceta convertido en voluptuoso. Su cuerpo, en fuerte contraste con su cara,
parecía curiosamente joven, erguido y vigoroso al andar; un contraste extraño y por
alguna razón aterrador, me pareció. Los tres estaban envueltos en trajes de tela
escarlata que remedaban hábitos monásticos, con capas y capuchas colgantes a sus
espaldas, y negras cuerdas enrolladas a la cintura. Cada uno llevaba sobre el pecho
bordada una cruz invertida, y ostentaba una tonsura en la cabeza, y los tres llevaban
sandalias de cuero rojo.
Se oyó un suave murmullo cuando las figuras entraron al círculo de luz del altar,
un coro de suspiros ahogados con que el público expresaba su emoción contenida.
El viejo-joven se adelantó rápidamente hacia el altar, con sus acólitos siguiéndole
de cerca, y dobló una rodilla en humilde genuflexión. Luego, como soldados
obedeciendo una orden, se volvieron, enfrentando a la congregación. Los dos
ayudantes unieron las manos al frente, juntando los amplios puños de sus ropajes; el
otro avanzó un paso, levantó su mano izquierda como para bendecir, y murmuró:
—Gloría tibi, Lucifero!
—Gloría tibi, Lucifero! —repitió la congregación a media voz.
—¡Alabemos ahora a Nuestro Señor el Pavo Real, Melek Taos, Mensajero de
nuestro Príncipe de las Tinieblas! —recitaba el sacerdote rojo.
—Alabanza y gloria, ofrenda y honor, oh, Nuestro Señor Melde Taos —respondió
el público.
—¡No olvidemos a la Serpiente, que en lejanos tiempos, en el Jardín, obedeció la
orden del Señor y liberó a nuestros antepasados Eva y Adán de la esclavitud al
Tirano! —amonestó el sacerdote rojo.
—¡Gloria a ti, Serpiente, que en lejanos tiempos, en el jardín que los hombres
llamaron del Edén, liberaste a nuestros antepasados Adán y Eva de la esclavitud al
Tirano! —exclamó la congregación, por la que corría una ola de fervor como fuego a
través de los marchitos prados del otoño.
El sacerdote rojo y sus dos acólitos se volvieron de pronto hacia la izquierda y
salieron del espacio iluminado por los cirios del altar. Al mismo tiempo el órgano
oculto, que había estado tocando todo el tiempo una especie de suave improvisación,
cambió de tono, comenzando un andante, elevándose y descendiendo con largos
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trémolos, como en las monótonas melodías que los faquires de Oriente tocan en sus
flautas cuando las serpientes se levantan a «bailar» sobre la punta de sus colas.
Y al elevarse la trémula melodía una joven separó una vez las cortinas y se
adelantó corriendo hasta la zona iluminada. Allí se detuvo un instante en puntillas, y
un resuello de salvaje deleite, mezclado con incredulidad, se elevó del público. La
mujer era muy hermosa, con grandes ojos violeta y cabello dorado, y un cuerpo
blanco como pétalos de narcisos flotando en el viento. Su traje resplandecía y brillaba
a la vacilante luz de las velas, envolviendo su esbelto cuerpo, del pecho a las caderas,
como en una red de cable verde, articulado y brillante. ¡Era una boa constrictor de
más de cuatro metros de largo, viva!
A medida que la muchacha se movía ágilmente en las figuras de su danza,
deslizándose lentamente a los sones sensuales del órgano, el reptil aflojó sus anillos y
sacudió su repugnante cabeza triangular hacia atrás y adelante, marcando
perfectamente el compás. La cabeza brillante y chata se acercó a acariciar la rosada
mejilla, y la rápida lengua hendida se adelantó como un rayo a tocar la roja boca
voluptuosa.
Gradualmente el son ululante del órgano apresuró su ritmo, la joven giró sobre sí
misma, en la punta de sus pies, una y otra vez, y con esa extraña capacidad que
tenemos a veces de fijarnos en las cosas más insignificantes, noté que las uñas de sus
pies estaban pintadas de rosa brillante, como las de las manos, y lanzaban destellos
color coral al reflejar la luz de las llamas. La enorme serpiente pareció despertar.
Silenciosa, ágilmente, su móvil cuerpo se extendió, fluyendo como una corriente de
verde metal derretido en torno de la joven, desde sus blancos pechos desnudos hasta
sus blancos pies descalzos, y luego se enroscó de nuevo en torno de la cintura y las
caderas como un brillante cinto de muerte. Ella siguió girando y girando como un
encantador juguete animado, mientras su terrible acompañante la sostenía en un firme
abrazo. Finalmente, mientras la música se hacía más lenta, cayó exhausta sobre la
alfombra, y la serpiente la envolvió una vez más, la diabólica cabeza levantada por
encima de los hombros trémulos, los ojos como cuentas de cristal y la hendida lengua
desafiando en silencio al mundo a que se la quitase.
La música seguía aullando monótonamente, y la joven se levantó lentamente
hasta quedar arrodillada, se inclinó hacia el altar hasta tocar el suelo con la frente y se
persignó, al revés, es decir, comenzando en el pecho y terminando en la frente.
Luego, tambaleándose de cansancio bajo el peso del gran reptil, desapareció por la
abertura entre los ondulantes cortinajes.
El lamento del órgano se detuvo, y desde la parte posterior del recinto, amortajada
de espesas sombras, llegó un cántico entonado por una voz muy baja. Sonaba como
un canto gregoriano, aunque las palabras eran incomprensibles. Luego se oyó el
repique dulce y agudo de una campanilla de iglesia, y el público cayó de rodillas, con
la cabeza inclinada y las manos juntas, mientras una procesión de solemnes hábitos
avanzaba por el pasillo.
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En primer lugar marchaba el crucero, con sotana roja y sobrepelliz blanca, y
llevando un extraño crucifijo. El símbolo estaba invertido, de modo que el corpus
colgaba cabeza abajo, y en el extremo superior del madero se veía un brillante pavo
real de plata y esmalte, imitando los colores vivos del animal. Luego venían dos
hombres en sotanas escarlata, cada uno de los cuales llevaba en la mano un largo
cirio negro encendido, seguidos por otro que llevaba un báculo adornado con
campanillas de plata, que tintineaban y repicaban musicalmente. Otros dos acólitos
con sobrepelliz venían después, avanzando lentamente de espaldas y balanceando
incensarios que despedían nubes de humo penetrante. Finalmente el sacerdote rojo,
ahora completamente vestido con canónica, casulla, alba y amito, seguido muy de
cerca por sus dos ayudantes, que a su vez vestían la dalmática y la túnica de diácono
y subdiácono.
En doble fila, detrás de los hombres, se adelantó un grupo de muchachas
vistiendo una especie de hábitos conventuales, de amplias mangas, faldas hasta los
tobillos y altos cuellos, todos de paño escarlata en que brillaban bordadas figuras
anaranjadas que ondulaban como llamas temblorosas a medida que los trajes
ondulaban. Los hábitos tenían un cinto ajustado a la cintura, y estaban abiertas en el
cuello, dejando al descubierto la garganta y el busto, mostrando en cada seno el
mismo tatuaje que habíamos observado en la blanca carne de Abigail Kimble. En la
cabeza llevaban altos gorros rígidos, vagamente parecidos a la mitra de los obispos, y
coronados por la imagen de un pavo real plateado. Mientras caminaban grácilmente
siguiendo al sacerdote rojo, sus pies desnudos se dejaban ver contrastando con el rojo
de los hábitos y los oscuros tonos de la alfombra.
Un brasero de bronce, lleno de carbón humeante, colgaba de un madero que
llevaban las dos primeras jóvenes, mientras que las dos que las seguían llevaban
sendos almohadones de terciopelo rojo sobre el cual brillaban algunos instrumentos
de metal. Las últimas integrantes de la columna estaban armadas de bastones rojos,
que sostenían con las puntas unidas, formando una especie de palio abierto sobre una
figura envuelta en velos que avanzaba con pasos lentos y disparejos.
—Morbleu —susurró De Grandin en mi oído—, une prosélyte! ¿Es esto posible?
Su suposición era correcta. La procesión se detuvo ante el altar, desplegándose
como un abanico y dejando en medio a la figura velada. Las mujeres depositaron su
brasero sobre las gradas del altar y soplaron sobre él con un fuelle hasta que las
ascuas se iluminaron súbitamente con nueva vida. Entonces colocaron en el rojo nido
de brasas los brillantes instrumentos y se retiraron hacia atrás, esperando, con una
expresión de horrenda expectativa.
—¡Haz lo que quieras, este es el único mandamiento! —salmodió el sacerdote
rojo.
—Amor es la ley, amor libre y sin trabas —entonó la congregación.
—¡Haz lo que quieras, será tu ley! —repitió el sacerdote—, sed, por lo tanto,
agradables, vestíos con el mayor refinamiento, ingerid deliciosos alimentos y bebed
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dulces vinos, incluso los vinos que burbujean. Tomad también vuestra ración de
amor, donde y con quien os plazca. ¡Haz lo que quieras, este es el único
mandamiento!
Las mujeres se reunieron en torno de la arrodillada conversa, ocultándola a la
vista, mientras el sacerdote rojo clamaba:
—¿Acaso no es esto mejor que la muerte-en-vida de los esclavos que sirven al
Esclavo-Dios, y marchan oprimidos por la conciencia del pecado, luchando
vanamente por alcanzar tediosas virtudes? El pecado no existe, ¡haz lo que quieras,
este es el único mandamiento!
Las mujeres de sotanas escarlata retrocedieron, dejando a la vista el espacio
delante del altar. En el claro iluminado por las velas, cuyas llamas arrancaban
destellos de las joyas diseminadas por su cabello trenzado, la joven conversa estaba
arrodillada, despojada de los velos que la envolvieron y vestida únicamente con su
clara belleza. El sacerdote rojo se volvió, tomó algo del llameante brasero…
Una breve exclamación semiahogada partió de los labios de la mujer arrodillada,
mientras trataba de levantarse, pero tres vigilantes jóvenes de sotana roja saltaron
hacia ella y aferraron sus muñecas y su cabeza, sosteniéndola inmóvil mientras el
sacerdote rojo oprimía el rojo hierro de marcar sobre su pecho, con fuerza, y luego,
con seguridad que denotaba larga práctica, tomaba una segunda herramienta y la
apoyaba primero en una mejilla y luego en la otra.
La joven marcada gemía y se retorcía en las garras de los que la sostenían, pero
éstas se mantuvieron firmes hasta que la tortura hubo terminado; luego la alzaron,
vacilante sobre sus pies, y le colocaron una sotana roja, un cinto amarillo y una mitra
escarlata en la cabeza.
—Mujeres Escarlatas del Apocalipsis, contemplad a vuestra hermana —ululó el
sacerdote rojo—. Mujer Escarlata del Apocalipsis, contempla a tus hermanas ahora
que has dejado atrás la conciencia del bien y el mal. ¡Muéstrales la señal, para que
ellas sepan quién eres realmente!
En ese momento el orgullo, o quizá la conciencia de que todo vínculo con la
religión había quedado cortado, parecieron revivir a la semidesvanecida muchacha.
Aunque aún brillaban en sus párpados las lágrimas que le arrancara el suplicio que
había sufrido, una arrogante seguridad brillaba en su hermoso rostro cuando se irguió
delante de las demás y orgullosamente, con ademán de reina, echó hacia atrás su
flotante vestidura, mostrando los indelebles signos del mal estampados en su carne.
Su mentón estaba alzado, y en sus ojos brillaba el orgullo entre las lágrimas mientras
revelaba los signos de su alianza con el infierno.
Los cascabeles de plata se alzaron en advertencia: el sacerdote y todos los demás
cayeron de rodillas, y las cortinas colocadas detrás del altar se apartaron, dando paso
a otra figura que avanzó hacia el círculo iluminado.
Lentamente, sin un sonido, casi como alguien que camina en sueños, ella se
adelantó. Una larga túnica sin mangas colgaba suelta desde sus hombros, casi
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cubierta la pesada seda amarilla por los bordados rojos que representaban demonios
danzantes. Un tocado en forma de pavo real coronaba su cabeza, anillos cargados de
gemas deslumbrantes le cubrían los dedos de manos y pies, rubíes se balanceaban
colgando de sus orejas. Parecía una verdadera reina de Babilonia al adelantarse hacia
el altar por entre las filas de sacerdotes y mujeres inclinados y se arrodillaban ante él,
para luego levantarse y persignarse, comenzando en el pecho y terminando en la
frente.
Un murmullo que pronto se convirtió en ola de murmullos recorrió el público:
—¡Es ella! ¡La Reina, la Profetisa, la Prometida! ¡Se ha dignado honrarnos con su
presencia!
De Grandin murmuró algo a mi oído, pero yo no lo oí. Todos mis otros sentidos
estaban completamente embotados mientras mis ojos estaban clavados en la mujer
parada ante el altar con horror incrédulo. La Reina, la Prometida del Demonio, era
Alicia Hume.
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15. La misa de san Sicario
EVIDENTEMENTE, el sacrílego sacramento había sido ensayado cuidadosamente.
Durante un momento larguísimo, Alicia se mantuvo de pie ante el altar, con la cabeza
inclinada y las manos unidas bajo el mentón; luego, separando las manos y
elevándolas, con las palmas hacia adelante, hasta el nivel de las sienes, cayó de
rodillas como bajo el peso de una fuerza invencible. Oímos el impacto suave cuando
se postró, golpeando la frente y las palmas de las manos contra la alfombra escarlata
del altar, en un gesto de extrema humillación.
—¿Está todo listo? —preguntó el sacerdote rojo, deteniéndose ante las gradas del
altar flanqueado por el diácono y el subdiácono.
—¡Aún no, prepararemos el santuario! —respondieron a coro dos de las mujeres
vestidas de rojo, adelantándose, y se inclinaron para alzar entre las dos a Alicia
Hume. Rápidamente, como azafatas expertas, la despojaron del traje de seda amarilla,
con sus bordados de demonios danzantes, quitaron los anillos de rubíes de sus manos
y pies, desprendieron los pendientes de sus orejas y finalmente le soltaron el cabello.
Mientras la cascada de sedosos hilos caía, la tomaron de las manos y la guiaron
lentamente hacia el altar. Allí, una de ellas se acurrucó en el suelo, formando un
escalón de carne viva, y, asistida por la otra, Alicia trepó a sus espaldas y ascendió al
altar, donde se extendió sobre el largo cojín de terciopelo. Con los tobillos cruzados y
las manos extendidas fláccidamente a los lados, palmas hacia arriba, cerró los ojos y
permaneció tan inmóvil como una estatua de piedra. Colocaron sobre su pecho los
sagrados recipientes, el cáliz de oro constelado de piedras preciosas, la pesada patena
cincelada con su contenido de pequeñas hostias rojas, y el plato de oro brillaba a la
luz de las velas, proyectando halos dorados sobre la carne marfilina.
El sacerdote rojo ascendió rápidamente hacia el altar, hizo una reverencia de
espaldas a él y exclamó:
—Introibo ad altare Dei. («Ascenderé al altar de Dios»).
El rito procedió velozmente. Se recitó el salmo cincuenta y uno: quid gloriaris,
pero alterado en forma blasfema, de modo que el nombre del Demonio aparecía
sustituyendo al nombre de Dios, y diciendo: «¿Por qué te glorías, oh infame tirano, de
tu poder, mientras debes soportar diariamente el mal de Satán?».
Luego vino la confesión, y mientras se entonaba oramus te Domine, el sacerdote
se inclinó y besó el altar como el libro lo indica. Nuevamente, repitiendo Dominus
vobiscum, oprimió con sus labios ardientes la carne estremecida.
El subdiácono tomó un gran libro encuadernado en negro y lo llevó hacia el
diácono, que balanceó sobre él el incensario. Luego, mientras el otro lo sostenía
abierto, leyó en voz alta:
—En el principio creó Dios siete espíritus, así como un hombre enciende una
lámpara con otra. De éstos, Lucifer, cuyo verdadero nombre no es dado al hombre
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pronunciar, era el principal. Pero él, ofendido por el modo como Dios trataba a Sus
criaturas, se rebeló contra el tirano, aunque por traición fue derrotado.
»Por ello fue expulsado del cielo, aunque afirmó su dominio sobre la tierra y el
aire, que hasta hoy mantiene. Y aquellos que le adoran y honran verán multiplicarse
la alegría en sus vidas, y finalmente habitarán con él en el lugar que eternamente le
pertenece, donde tendrán imperio sobre huestes de demonios que obedecerán su
voluntad.
»Escoge tú, pues, hombre; escoge tú si tendrás las cosas de la tierra sumadas a
una eterna autoridad en el infierno, o si te someterás a la voluntad del Tirano de los
Cielos y tendrás penas en la tierra y eterna esclavitud en el mundo por venir.
El diácono y el subdiácono apartaron el libro, se persignaron al revés y se oyó la
voz:
—Que vuestros pecados sean multiplicados por las palabras contenidas en este
Evangelio.
El sacerdote rojo elevó la patena por encima del altar, entonando:
—Suscipe, sancte Pater, hanc immaculatam hostiam…
De Grandin buscaba algo bajo su traje.
—Renouard, amigo mío —murmuró—, ve y dile a Costello que venga
inmediatamente. Estos malditos cortinajes cubren completamente las paredes, y temo
que ahogarán el sonido de mi silbato. Necesitamos ayuda urgentemente. ¡Rápido,
amigo mío, una vida depende de ello!
Renouard se deslizó de su sitio y avanzó silenciosamente hacia la puerta, apartó la
cortina con mano firme y retrocedió desalentado. Una barrera cubría la puerta por la
que habíamos entrado, una gruesa puerta de hierro, diseñada para impedir el avance
de las llamas, si el edificio llegase a incendiarse.
Lo que había sucedido era evidente. Recuperado del golpe con que De Grandin lo
aturdiera, el portero se las había ingeniado para zafarse de los lazos que lo sujetaban
y había clausurado la puerta, y luego…, ¿era posible que se hubiese deslizado, sin
que lo viéramos, por detrás de las cortinas para avisar a los demás de nuestra
presencia?
De Grandin y Renouard trataron de extraer sus armas, enredándose en los
pliegues desacostumbrados de sus vestiduras.
Antes de que ninguno de los dos lograra su propósito, fuimos asaltados por la
espalda, nuestros codos sujetos firmemente y atados con varias vueltas de cuerda. En
menos de medio minuto nos encontrábamos completamente imposibilitados,
firmemente sujetos y colocados nuevamente en nuestros lugares en el banco.
Nuestros atacantes se desempeñaron con la rapidez y el silencio con que una
serpiente enrosca sus anillos en torno a un desventurado conejo, y sólo ellos y
nosotros, aparentemente, sabíamos lo que pasaba. Por cierto, el demoniaco ritual del
altar no vaciló ni por un instante, ni uno sólo de los miembros de la congregación se
volvió para ver lo que sucedía detrás.
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Dos de las mujeres de la Hermandad Roja se habían deslizado detrás de las
cortinas del altar. Ahora reaparecieron, trayendo entre las dos a un niño pequeño que
luchaba y se defendía, un niñito desnudo y regordete que pateaba y oponía toda la
resistencia que le permitían sus fuerzas, gritando a su papá y a su mamá que
acudiesen a librarlo de sus captores.
En las gradas del altar se detuvieron; una de las mujeres sostuvo al niño por las
manos, mientras la otra aferraba los pequeños pies, estirando el cuerpo lo más
posible. El diácono y el subdiácono se habían adelantado…
Yo cerré los ojos e incliné la cabeza, pero, no pude cerrar mis oídos, y así oí la
voz del sacerdote rojo:
—Hic est enim calix sanguinis mei («este es el cáliz de mi sangre»), sentí el olor
del incienso, fuerte, acre, dulce y repentinamente nauseabundo, que subía a mi
cerebro como alguna maldita droga del Oriente, y oí el gemido que aumentaba
lentamente de volumen, el largo gemido que terminó en una especie de balido
sofocado.
Sabía de qué se trataba. Aunque yo no era católico, había asistido a misas con
amigos católicos demasiadas veces para ignorarlo. El sacerdote había pronunciado las
palabras sagradas, y en las iglesias el diácono vertía vino y el subdiácono agua en el
cáliz. Pero esta no era una iglesia, este era un templo consagrado al demonio, y lo que
se mezclaba con el vino en el cáliz no era agua…
Un amargo recuerdo de mi infancia me llegó de pronto a través de los años:
cuando tenía cinco años me habían regalado un corderito, y durante todo el verano yo
había jugado y amado al pequeño animal suave y lanudo. Pero llegó el otoño, y con él
el momento del sacrificio…, aquel balido ahogado y agonizante. ¡Aquel grito de
angustia extrema que la sangre ahogaba!
Otro sonido se elevó. El sacerdote rojo estaba nuevamente salmodiando, aunque
ahora en un lenguaje nuevo e incomprensible para mí. Era una lengua sonora y rica,
pero había algo en ella que desentonaba: sílabas que hubieran sido de noble cadencia
se retorcían extrañamente al final.
Y entonces otra voz, una voz odiosamente gutural, con una nota de diabólica risa
gorgoteante, respondía al sacerdote, en la misma extraña lengua. Se alzaba y caía,
cloqueaba y gorgoteaba en forma obscena, y aunque su volumen no era grande,
parecía llenar el lugar como el rumor de los truenos llena un cielo de verano. Sentí
que el sudor cubría mi frente. Por suerte, mis atacantes me habían hecho sentar, pues
si no, me hubiera desplomado. Tan seguro como que mi corazón golpeaba locamente
contra las costillas, sabía en ese momento que la voz del mal encarnado era la que
resonaba en la habitación encortinada. ¡Yo oí, con mis propios oídos, al Demonio
respondiendo a su adorador!
Las dos sacerdotisas de trajes escarlata se adelantaron, una desde cada lado del
altar. Cada una de ellas llevaba un pesado aguamanil de bronce cincelado, y aun a la
vacilante luz de las velas pude ver que las figuras que adornaban los cuencos eran de
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un horror indescriptible, representando a animales, hombres y mujeres en gestos de
inimaginable obscenidad. El diácono y el subdiácono los tomaron de manos de las
mujeres, y se inclinaron ante el sacerdote, que cayó de rodillas con los brazos abiertos
y la cabeza echada hacia atrás por un instante, y luego se levantó y tomó el cáliz de
sobre el pecho, suavemente palpitante, del altar humano, y lo extendió delante de sí,
mientras una tercera monja roja avanzaba trayendo en sus manos extendidas una
extraña tetera de plata.
Digo una tetera, porque eso es lo que parecía cuando la vi por primera vez. En
realidad eran un jarro de plata pulida, muy brillante, en forma de pavo real rampante,
con la cola desplegada y la cresta erguida, y el largo cuello muy estirado. El pico del
ave formaba el pico del extravagante jarro, y una abertura en forma de embudo, en la
espalda del animal, entre las alas, servía para introducir en él los líquidos.
El contenido del cáliz, aumentado por rojos licores de los vasos que traían las
mujeres, se mezclaron en el jarro en forma de pavo real; calcule alrededor de un litro.
El sacerdote rojo apartó desdeñosamente el cáliz y levantó el nuevo recipiente por
encima de su cabeza, de modo que los pulidos lados y los ojos de rubíes reflejaron la
luz de los cirios del altar en una miríada de rayos.
—¡Viles, detestables malditos! —susurró roncamente De Grandin—. Han
mezclado sangre de inocentes, amigo mío: el vino que representa le précieux sang de
Dieu y la sangre de ese pequeño niño, que recogieron luego de cortarle la garganta,
hace un instante. ¡Parbleu, pagarán con las narices por esto si Jules de Grandin…
La voz del sacerdote rojo se alzaba en una invitación:
—Vosotros, los que os arrepentís sincera y verdaderamente de vuestras buenas
acciones, y os proponéis comenzar una nueva vida de maldad, acercaos y participad
de este profano sacramento, para la condenación de vuestra alma, devotamente,
arrodillados.
Toda la congregación se levantó, y los participantes se dispusieron en semicírculo
en tomo del altar. El sacerdote fue de uno a otro, introduciendo el pico hueco del
Pavo Real en cada boca abierta, vertiendo vino y sangre mezclados.
—¿Te das cuenta? —me llegó el susurro casi inaudible de De Grandin—. Lo han
estudiado todo para que sea un insulto hasta el fin. Se hacen la señal de la cruz al
revés, tienen el crucifijo colgado pies arriba, y cuando administran su diabólico
sacramento lo hacen comenzando por el vino, burlándose a la vez del rito anglicano y
del romano. Saligauds!
La ceremonia continuó hasta el ite missa est, cuando repentinamente el sacerdote
rojo tomó de la patena un puñado de rojas hostias triangulares y las arrojó al piso. La
escena que siguió sólo puede ser calificada de pandemónium. Quienes hayan visto a
un grupo de pilludos lanzándose a recoger los centavos arrojados por un transeúnte
juguetón, pueden imaginar cómo el público de adoradores de Satanás, togados y
encapuchados, lucharon y se arrastraron por el suelo, mordiendo y arañando, tratando
de aferrar el más mínimo fragmento de hostia que, una vez obtenido, se metían en la
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boca, masticaban ruidosamente, y luego escupían con exclamaciones de disgusto y
profiriendo groseros insultos.
Cuando los guardias que estaban detrás de nosotros se incorporaron a la salvaje lucha
por las hostias profanas, De Grandin se inclinó repentinamente hacia adelante, con
los hombros en tensión, enderezándose luego como un resorte que se suelta de
pronto. Ligero como una anguila, e igualmente musculoso, no necesitaba más que la
oportunidad para zafarse de las ligaduras que aprisionaban sus codos a los costados
del cuerpo.
—¡Rápido, amigos míos, apúrense! —murmuró mientras extraía su afilado
cuchillo Gurkha y cortaba nuestros lazos—. Debemos…
—Les gendarmes! (¡La policía!).
La puerta antiincendio se abrió violentamente, dando paso al guardián
encapuchado que se precipitó en el recinto, aullando su advertencia. Se volvió y la
cerró detrás de sí, y luego corrió sobre ella una gruesa cadena que cerró con un
impresionante candado.
—¡Ahí vienen les gendarmes! —repetía histéricamente.
El sacerdote rojo ladró una rápida orden, y como marineros bien entrenados al
sonido de la campana de alarma, media docena de satanistas se precipitaron hacia los
muros, volcaron las lámparas votivas y retrocedieron hacia el altar. Sus compañeros
ya habían desaparecido detrás de las cortinas que lo rodeaban.
—Qui est… —empezó Renouard, pero De Grandin lo interrumpió.
—¡Rápido, por sus vidas! —gritó, tomándonos de los codos y empujándonos
adelante.
En ese momento comprendimos el pesado, nauseabundo olor a queroseno que
impregnaba el lugar. Las cortinas que cubrían los muros estaban evidentemente
empapadas en él de un extremo al otro, listas para arder incontrolablemente a la
menor chispa. Ya llameaban en donde las habían encendido las lámparas volcadas, y
el humo pesado y sofocante del petróleo quemado se extendía por la habitación como
un vapor mefítico. En un momento la habitación se convertiría en un infierno de
crepitantes llamas.
Al otro lado de la pesada puerta antiincendio oímos la perentoria orden de
Costello:
— ¡Abran aquí; abran, en nombre de la ley, o derribaremos la puerta! —y luego el
trueno de las cachiporras sobre los paneles de acero, e inmediatamente el tamborileo
staccato de balas de ametralladora sobre la barricada metálica.
Pero era demasiado tarde para esperar ayuda de ese lado, y lo sabíamos. La puerta
estaba atrancada y encadenada, y un surtidor de llamas vivas se alzaba ya en torno de
ella, pues las paredes de madera ardían, destacando la puerta de acero en un marco de
muerte.
—Pero era el único modo, mon vieux —explicó De Grandin pacientemente mientras
regresábamos a casa—. Su estrategia era perfecta. Si no hubiera sido por nuestra
buena suerte y este joven tan admirable, los hubiéramos perdido completamente.
Piensa un poco: cuando pusieron fuego a ese viejo edificio, ése ardió como paja. Aún
los bomberos están tratando inútilmente de apagarlo. Con él desaparecerá toda prueba
de sus malditos crímenes, los elementos de su culto secreto, y hasta los huesos de sus
pequeñas víctimas.
»Cuando el jefe cayó en nuestras manos no teníamos ni rastro de una prueba con
que detenerlo: no tenía más que negar todo lo que nosotros dijéramos y las
autoridades lo hubieran dejado en libertad, pues no había prueba alguna de lo que
hizo. ¡Desaparecidas, parbleu, completamente quemadas! Por supuesto. Pero las
circunstancias hicieron que matásemos a uno de sus compañeros. Voilá nuestra
oportunidad. Hubiéramos sido unos estúpidos si no la hubiéramos aprovechado. De
modo que conspiramos contra su vida. Como diría el buen Costello, le hemos puesto
la soga al cuello. Es ilegal, lo admito, pero es justo. Tú mismo sabes que él degolló a
un niño pequeño, y sin embargo, sabes también que no tenemos manera de probarlo.
El pequeño cadáver es ahora un montón de cenizas mezcladas con otras cenizas.
Cuántos otros como él puede haber es algo que ignoramos, pero por lo que nos dijo
mademoiselle Abigail sabemos que por lo menos uno.
»¿Y quedarán todos sin venganza? ¿Vamos a quedarnos quietos contemplando
cómo ese aborto del infierno, ese sacerdote de Satanás queda en libertad porque,
Corrimos de puntillas por el corredor del piso alto y nos detuvimos ante la puerta del
dormitorio. Luego De Grandin la abrió de un puntapié.
Alicia estaba acurrucada en la cama, apoyada medio erguida sobre un codo, y con
el otro brazo doblado colocado delante de su rostro, como para defenderse. El hábito
rojo que le habíamos echado encima al abandonar el templo del Demonio había
ASALTO AL ZOOLÓGICO DE
UN MAGNATE
Nos dirigimos a la Corte del condado, y De Grandin se encerró con el juez Glassford
en su despacho por unos pocos minutos.
—Tres bon —nos informó al reaparecer—. Aquí tengo la orden de exhumación.
Apresurémonos.
La nevada había cesado, pero una capa de nubes grises oscurecía el cielo, y a
través de ellas el sol brillaba débilmente, con un pálido resplandor amarillento,
mientras recorríamos el camino hacia el cementerio. Sólo las gentes de las clases más
pobres enterraban a sus muertos en Willow Hills; sólo los empresarios de pompas
fúnebres del tipo menos exclusivo vendían lotes o tumbas en ese lugar. La tumba de
Bazarov, sin marca alguna, estaba en la sección más pobre del mísero camposanto, un
breve peldaño más arriba de la fosa común.
El superintendente y dos trabajadores de uniforme esperaban junto a la fosa, pues
De Grandin había telefoneado a la oficina del cementerio apenas obtenida la orden de
exhumación. Echando una rápida mirada escrutadora a los papeles que le tendía el
pequeño francés, el superintendente hizo una seña a los trabajadores polacos.
—Andando —ordenó simplemente— y apúrense.
Fue bastante lúgubre observarlos, mientras cavaban en la tierra arcillosa y helada.
El suelo estaba congelado y casi tan duro como piedra, y los picos golpeaban en él
con un sonido metálico. Luego de un buen rato, sin embargo, el sonido del metal
sobre madera nos advirtió que habíamos llegado cerca del fin de nuestra tarea. Un par
de fuertes cables fueron bajados y asegurados en torno a la caja que contenía el ataúd,
y a una orden del superintendente los hombres tiraron de ellos, arrastrando hasta la
superficie su extraña carga. Un par de mangos de azadones fueron apoyados
John querido:
Cuando recibas esta carta yo ya me habré marchado a cumplir con el destino
establecido para mí desde el principio de los tiempos. No trates de seguirme y
por favor no pienses en mí, salvo como pensarías afectuosamente en alguien que
ha muerto, pues yo he muerto para ti. He abandonado para siempre toda idea de
matrimonio contigo o con cualquier otro hombre, y te libero de tu compromiso.
Tu anillo te será devuelto, y que puedas algún día colocarlo en el dedo de una
joven que pueda retribuir tu amor, es el deseo de
Alicia.
—No puedo… ¡No creo que lo diga de veras! —exclamó el joven—, Alicia y yo
nos conocemos de niños, y hemos estado enamorados desde la primera vez que ella
se recogió el cabello, y…
—Tiens, amigo mío —interrumpió De Grandin contemplando el mensaje—. ¿Por
casualidad ha pasado usted algún tiempo en el campo?
—¿Eh? —respondió Davisson, sorprendido por la pregunta, sin relación alguna.
—Su oído es excelente, creo. ¿No va usted a responder a mi pregunta?
—Pues…, este…, por supuesto, he estado en el campo. Pasé prácticamente todos
los veranos en una granja cuando era niño, pero…
—Tres bon —respondió el pequeño francés riendo—. Piense un poco: ¿no vio
usted al maldito Bazarov dirigir a sus lobos para apoderarse de su novia? Pero seguro.
Y, ¿no evitó él lastimarle a usted, satisfaciéndose con alejarlo de la escena mientras
raptaba a mademoiselle Alicia? Por supuesto. Y sin embargo, ¿no habría sido fácil
para él ordenar a su manada de lobos que le arrancaran de la montura y lo mataran?
Usted mismo lo ha dicho. Muy bien, entonces, pasemos a sus recuerdos del campo,
por favor.
»Habrá observado usted cómo proceden los granjeros para llevar a su ganado al
Ningún extranjero intenta cruzar por aquí hacia la selva, pero franceses
informan un centenar devueltos desde Konakry punto llegadas a Monrovia
alcanzan cifras sin precedentes punto investigación en marcha.
Symmes
Supt.
La repentina oscuridad del trópico había caído sobre nosotros hacía rato cuando,
siendo casi medianoche según el cuadrante luminoso del reloj de Ingraham,
alcanzamos el borde de un gran claro, en cuyo extremo más lejano se elevaba
abruptamente una colina. Detrás de la elevación se alzaba una luz rojiza, como si una
docena de casas de madera ardieran al mismo tiempo.
—Silencio. Treinta azotes al que haga el menor ruido —dijo Ingraham cuando
nos detuvimos al borde de la selva—. Preparen esos cañones. Calen las bayonetas.
»Sargento, tome dos hombres y adelántese. Si se le acerca alguien dispárele
inmediatamente. Nosotros cargaremos apenas oigamos un disparo.
Pasaron veinte minutos, media hora, luego cuarenta y cinco minutos, sin que
oyéramos un disparo y sin que el sargento Bendigo o sus acompañantes dieran
señales de vida.
—¡Por san Harry, estoy casi decidido a atacar! —farfulló Ingraham—. Pueden
haber liquidado a Bendigo, y…
—No, señor, aquí está Bendigo —murmuró una voz, y una forma se irguió
repentinamente ante nosotros—. Bendigo ha bebido caldo de serpiente, y puede
moverse en las sombras sin ser visto.
—Maldito sea, si puede —concordó el inglés—. ¿Qué pasa?
—No terminan de charlar allá —replicó el sargento—. Hay muchos hombres
sentados alrededor, como los viejos en el consejo, y miran una fiesta que hacen los
otros. Creo que debemos ir rápidamente.
—Yo también lo creo —afirmó el oficial—. Atención, adelante con la bayoneta
calada. No disparen hasta que yo dé la señal. Paso ligero, ¡march!
Cruzamos el claro, trepamos por la empinada barranca cubierta de hierba, y nos
detuvimos en la altura. Ante nosotros, como en un escenario, se presentaba un
espectáculo como nunca me lo había imaginado, ni siquiera en mis fantasías más
Y luego la danza. Delgada como era, con sus huesos casi descarnados, su figura
parecía, sin embargo, más bien esbelta que flaca, cuando se inclinaba y se retorcía,
giraba y saltaba, hasta que se detuvo, haciendo girar sus estrechas caderas y su
Finalmente, mirando fijamente hacia adelante, levantó ambas manos por encima
de la cabeza y gritó:
Lentamente el sacerdote rojo ascendió hacia el santuario. Una de las monjas rojas se
quitó el hábito, desgarrando la seda y la gasa como en un verdadero éxtasis de prisa,
y, desnuda y blanca, ascendió rápidamente las gradas y se tendió sobre el cojín
escarlata. Colocaron el cáliz y la patena sobre sus pechos marcados y el sacerdote
rojo se prosternó ante el altar viviente, y luego se volvió, se inclinó dando la espalda
al santuario, se santiguó al revés con la mano izquierda y luego, alzándose, hizo el
gesto de bendecir a la congregación, con la mano izquierda en alto.
Un silencio largo y profundo siguió, tan profundo que podíamos oír claramente el
silbido de la resina que se quemaba en las lámparas, y cuando un soldado se movió a
mi lado, incómodo, el rumor de los botones de su chaqueta contra el pasto llegó a mis
gritó el sacerdote rojo, y apenas terminaba cuando de cada lado del altar se adelantó
corriendo una fila de mujeres envueltas en velos rojos, cada una de las cuales llevaba
en las manos un par de pinzas de madera, en la punta de la cual centelleaba y relucía
un cubo de piedra al rojo. Indudablemente estaban al rojo vivo: podíamos ver el
humo y hasta alguna lengua de llama que se elevaba al incendiarse las pinzas de
madera a su contacto.
Las mujeres depositaron en la arena su carga de fuego, formando un reluciente
sendero de piedras incandescentes de unos cuatro metros de largo, que llevaba
directamente a las gradas del altar.
Y ahora la figura extraña y bárbara, con la cabeza coronada de cuernos, había
llegado a la brillante mancha que señalaba el lugar en que la bailarina suicida se había
desangrado hasta morir, y sus blancos pies se cubrían de horrendas manchas rojas, sin
que se alterara en lo más mínimo el ritmo de sus pasos. Y ya llegaba al camino de
piedras ardientes, y apretaba contra ellas sus delicados pies, pero su marcha no se
detuvo ni se apresuró: parecía ser indiferente tanto al fuego como a la sangre.
Al llegar al escalón inferior del altar se detuvo por un instante, no por miedo o duda,
sino al parecer examinando el lugar en busca de la mejor manera de ascender la
Vestía un inmaculado traje kaki, perfecto desde el casco de corcho hasta la punta de
las botas recién lustradas. Su chaqueta de lino y sus breves pantalones de algodón
parecían acabados de salir de manos de la planchadora, y por el modo como
balanceaba el delgado bastón con puño de plata que pendía de su codo izquierdo se
hubiera pensado que estaba listo para un paseo por el parque más bien que
enfrentando el riesgo de una muerte terrible y casi segura.
—Pardonnez-moi, messieurs, mesdames —se inclinó cortésmente hacia el grupo
de hombres y mujeres que rodeaba el altar—, pero esta boda no puede seguir
adelante. No, debe detenerse, ya, inmediatamente.
La expresión de la cara del sacerdote rojo era casi cómica. Sus grandes ojos tristes
estaban abiertos hasta que parecía que no tuvieran párpados, y una gris palidez
cadavérica se extendió por sobre sus arrugas.
—¿Quién se atreve a oponerse? —preguntó, recuperando su aplomo con
dificultad.
—Parbleu —respondió el pequeño francés con una sonrisa—, el Imperio
Británico y la República de Francia, y en tercer lugar, aunque no por ello menos
importante, monsieur, nada menos que Jules de Grandin.
—¡Imbécil atrevido! —el sacerdote casi aullaba.
—Pero seguro —De Grandin se inclinó, como agradeciendo un cumplido—,
l’audace, encore dell’audace, toujours de l’audace; ése soy yo.
La Novia del Diablo había alcanzado el escalón superior del altar, mientras se
desarrollaba este diálogo. Absorta en el trabajo de ascender los escalones, no se había
Ahora estaban ya sobre nosotros, y podíamos ver perfectamente las marcas de pintura
sobre las caras, así como las que adornaban los brillantes escudos y sus collares de
huesos de dedos humanos, que resplandecían en la oscuridad. Nos superaban en
proporción de uno a diez, y aunque los houssas se mantenían en sus puestos con
perfecta disciplina, sabíamos que podía pasar un cuarto de hora antes de que el último
de nosotros cayera ante la avalancha de cuerpos y lanzas.
—Basonnette au canon… chargez! —resonó una voz a nuestra izquierda, seguida
por el agudo sonido de un silbato a la derecha, y medio centenar de gendarmes
senegaleses de chaquetas azules se lanzaron sobre el flanco izquierdo de nuestros
atacantes, mientras que otros tantos lo hacían por la derecha, con bayonetas que
brillaban a la luz de las balas, y sus rostros negros enloquecidos por la rabia asesina y
relucientes de sudor.
Ahora los gritos de los leopardos sonaban con un timbre diferente. Convertidos de
cazadores en presa, se aguantaron a pie firme, como su prototipo animal, pero los
senegaleses los atacaban por la espalda, acometiéndolos sin piedad con sus bayonetas
de dieciocho pulgadas, y a su frente Ingraham les cerraba el paso con sus houssas.
Finalmente un hombre leopardo arrojó su flecha al suelo, y en un instante todos
los que quedaban en pie lo imitaron, quedando con las manos vacías.
—Faire halte! —ordenó la voz de Renouard, enfundando su pistola y abriéndose
camino entre las filas de cautivos.
—Monsieur le capitaine —saludó a Ingraham formalmente—, lamento
enormemente las circunstancias que nos obligaron a invadir su territorio, y aquí
mismo le ofrezco mis excusas, pero…
—Y yo las acepto, viejito querido —le interrumpió el inglés, echándole el brazo
por los hombros y sacudiéndolo afectuosamente—. Pero quisiera que me diera un
consejo en un asunto de mayor importancia.
—Mais certainement —respondió cortésmente Renouard—. El asunto en
discusión es… —se detuvo expectante.
—¿A estos revoltosos los fusilamos o los colgamos? —terminó Ingraham,
—Amados hermanos, nos encontramos aquí reunidos ante los ojos de Dios y a la
vista de todos, para unir a este hombre y esta mujer en sagrado matrimonio —leyó el
capitán del Libro de Plegarias—. Si alguien conoce una justa razón por la que este
matrimonio no deba ser legalmente consagrado, que lo diga ahora, o bien que refrene
su lengua para siempre.
—Sí, pardieu, que hable… y se enfrente a la muerte a manos de Jules de Grandin
—murmuró el pequeño francés, metiéndose una mano debajo de la chaqueta, donde
su pistola automática reposaba en su funda de cuero.