Cuentos de Misterio - Tere Valenzuela PDF

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La

casa de Sirenia no es como todas las demás, en ella suceden cosas


inexplicables: los muebles cambian de lugar, se escuchan ruidos extraños y la
enorme bugambilia del patio parece bailar sola. ¿Qué es lo que guarda esta
extraña propiedad? Descubre cómo Sirenia, sus padres y hermanos invitan al
travieso fantasma de Don Fede a ser parte de la familia en "Nuestro querido
fantasma". Ayuda a unos atrevidos chicos a descubrir el misterioso secreto
que esconde la antigua casa colonial en "La momia de la casa roja".
Estas y otras historias te harán pasar agradabls momentos de suspenso y
emoción en Cuentos de misterio y aventuras para niños. ¿Alguna vez has
sentido miedo? ¿Te has preguntado por qué suceden cosas extraordinarias en
tu casa, vecindario y escuela? Si es así, te invitamos a sumergirte en la
aventura de este mundo literario.

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Tere Valenzuela

Cuentos de misterio
y aventuras para niños
Misterio y Diversión - 4

ePub r1.0
Unsot 18.07.2019

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Título original: Cuentos de misterio y aventuras para niños
Tere Valenzuela, 2003
Ilustraciones: Tere Valenzuela

Editor digital: Unsot
ePub base r2.1

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Introducción

¿Alguna vez has escuchado hablar de los fantasmas? ¿Eres de las personas
que no le tienen miedo a nada? Pues si es así, ésta es una invitación a que te
deleites a través de la lectura de este tomo de cuentos.
Varias tazas de misterio, muchos kilos de aventura, fantasía e imaginación
y una pizquita de terror es lo que Tere Valenzuela ha cocinado
ingeniosamente en este banquete de historias, donde tú eres el invitado de
honor.
La mayoría de las narraciones de esta obra tienen un elemento del gusto
de los jóvenes lectores: El suspenso, mismo que es característico de las obras
policíacas o de terror. Lo imposible, lo que se encuentra más allá de nuestra
realidad, o lo que nos invita algunas veces a convertirnos en detectives
deseosos por descubrir un misterio.
Tere Valenzuela ha creado para este tomo una serie de personajes que,
habitando en el plano de la cotidianidad, conviven con seres fantásticos o de
otras dimensiones. Los relatos están amenizados con un humor blanco y sano.
En ellos aparecen habitaciones u objetos encantados, pasajes subterráneos,
carreteras misteriosas y animales extraños. Conocerás al espíritu “chocarrero”
de un señor llamado Federico, que deambula en una casa antigua, en el cuento
llamado “Nuestro querido fantasma”. En la historia de “La momia de la casa
roja”, un grupo de amigos se lanzan a la aventura para descifrar el secreto que
guarda tras sus vendajes carcomidos el cuerpo momificado de una bella
joven, hija de un conde millonario en la época del México colonial.
Las carreteras también guardan secretos fantásticos y muchas veces
inexplicables. Esto ha sido aprovechado por Tere para crear una interesante
historia que realmente pondrá “la piel de gallina” al lector: “Misterio en la
carretera”.
Cuatro historias, cuatro misterios para descifrar es la divertida y
emocionante propuesta de la autora en este apetitoso banquete literario.

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Nuestro querido fantasma

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En una ocasión en que tuvimos que hacer una maqueta para la materia
de Geografía, la maestra nos dividió en equipos para hacer el trabajo. Nos
tocó juntas a mi amiga Claudia y a mí con Sirenia, una compañera del salón
que no conocíamos mucho. Ella ofreció su casa para hacer la maqueta y
quedamos de vernos ahí el sábado próximo. Ese día nos llevó el papá de
Claudia y él mismo pasaría por nosotras esa tarde, porque también íbamos a
comer ahí.
Toda la mañana estuvimos trabajando duro en nuestro proyecto, cortando,
pegando, pintando; y nos quedó muy bien.
—Ya lávense las manos, porque vamos a comer —dijo la mamá de
Sirenia, una señora muy simpática y risueña.
Nos aseamos y luego le ayudamos a disponer la mesa. Llegaron los
hermanos de Sirenia y su papá; todos nos sentamos. Sólo quedó una silla
desocupada a mi lado.
—Esa silla es la de don Federico —me dijo la hermanita de Sirenia, y toda
la familia intercambió miradas y sonrisitas.

—¿Te podrías pasar a la silla de al lado? —me pidió muy amablemente la


señora. Yo obedecí pensando que se trataba de algún miembro de la familia

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que iba a llegar después, aunque sentí que algo raro pasaba. Miré a Claudia y
ella sólo encogió los hombros como diciendo “no sé de qué se trate”. Pues
terminamos de comer y nadie más llegó. Agradecimos la deliciosa comida
que la mamá de Sirenia había preparado y nuestra compañera nos invitó a su
cuarto para descansar un rato y escuchar algo de música.
Ya en la habitación nos pusimos a platicar y, de repente, en medio de la
conversación, Claudia, que es muy curiosa, preguntó:
—¿Y quién es don Federico, Sirenia?
—Es el fantasma de la casa —contestó ella, como si le hubieran
preguntado cualquier cosa.
—¡Un fantasma! —exclamamos Claudia y yo muy asombradas.
—Sí —dijo Sirenia, y agregó con tono misterioso—: ¿Quieren que les
cuente la historia?
—¡Claro que sí! —dije yo muy animada.
Y Claudia, con un aire de incredulidad, también le pidió que nos platicara.
Y ella empezó su relato.
—Pues hace como tres años nos cambiamos a esta casa. Es antigua y
había estado deshabitada por mucho tiempo, así que lucía muy abandonada.
Lo primero que hicimos fue limpiar, había mucho polvo y telarañas. En el
patio se había acumulado un montón de hojas secas de esa planta que ahora se
ve tan linda y florida.
Desde la habitación en donde estábamos, se podían ver por la ventana
algunas ramas con preciosas flores moradas; eran de una bugambilia.
Sirenia se acomodó en el sillón donde estaba sentada y continuó.
—Como la casa no es muy grande y mi papá nos propuso que nosotros la
pintáramos, nos gustó la idea, sonaba divertida. Así que después de algunas
reparaciones que hicieron unos albañiles, la familia completa se puso a pintar.
El primer día avanzamos mucho y al retirarnos mi papá comentó:
—Cuando terminemos de pintar, voy a cortar esa planta. Está muy
crecida, ocupa mucho espacio.
Y mi mamá dijo:
—Sí, y además está tan seca la pobre, que tira muchas hojas.
Al día siguiente, cuando llegamos a continuar nuestra labor de pintores,
encontramos los botes de pintura abiertos y su contenido derramado en el
piso; todo era un batidillo de colores.

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—¡Alguien se metió a la casa! —dijo alarmada mi mamá.
Y mi papá cuestionó:
—¿Sólo a derramar pinturas?
Porque había herramientas y otras cosas de valor que, de haber entrado
algún ladrón, se hubiera llevado, en lugar de andar entreteniéndose en
derramar pinturas.
—Sería un gato —opiné yo, pero tampoco parecía buena explicación,
porque no había huellas de patas felinas en el piso… Lo que sí había eran
hojas secas de la bugambilia.
—El viento no pudo meterlas —dijo mi mamá intrigada—, dejamos todo
cerrado. ¡Qué raro!
El incidente nos extrañó a todos y no pudimos darle una buena
explicación, pero no nos impidió seguir con nuestro trabajo.
Terminamos de pintar hasta el día siguiente y mi papá sacó la escalera al
patio para cortar la planta. Empezó a cortar con el serrote las ramas altas, pero
no pudo concluir su tarea porque las espinas le hicieron rasguños y heridas.
—Parece como si la planta se hubiera defendido —comentó mi mamá
mientras lo curaba.

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Mis hermanos intentaron seguir cortando, pero la hoja de la herramienta
se rompió, a pesar de ser muy resistente.
Pues la bugambilia se quedó en su sitio y nosotros nos cambiamos.
Estábamos todos muy contentos porque teníamos más espacio que en el
departamento donde vivíamos antes. Pero desde la primera noche que
pasamos aquí empezamos a oír cosas raras.
—¿Qué andabas haciendo en la cocina como a las tres de la madrugada?
—preguntó en la mañana mi mamá a Eduardo, mi hermano mayor.
—¿Yo? —dijo él, asombrado—. Pensé que tú te habías levantado a
prepararle su biberón a Mati (nuestra hermanita), porque yo también oí
ruidos.
—¿Entonces no eras tú, hijo? Pero si escuché claramente que alguien
silbaba. Era esa melodía que estuviste ensayando en la tarde. (Mi hermano
toca el clarinete).
Ahí quedó el asunto y todos nos fuimos a nuestras ocupaciones. Pero a la
noche siguiente yo fui la que escuché, entre sueños, ruidos extraños en la
planta baja. Abrí la puerta de mi cuarto con temor y casi grito del susto
porque el cuarto de mis hermanos está enfrente y Félix, mi otro hermano,
estaba asomándose al pasillo en ese momento.
—Ven. Vamos a ver —me dijo en voz baja y juntos fuimos por la escalera
alumbrándonos con una lámpara de mano que él llevaba.

—Mejor le hablamos a mi papá —opiné yo a medio camino, porque tenía


mucho miedo.
—No seas miedosa —me dijo—. Además, vas conmigo.

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Él presume de muy valiente, pero cuando vio aquella sombra meterse
atrás del refrigerador, se subió las escaleras corriendo y me dejó sola en
medio del comedor y a oscuras. Por fortuna entraba algo de la luz de la luna y
pude encontrar el interruptor de la lámpara.
Cuando la encendí ya venía bajando mi papá.
—¿Qué haces aquí, Sirenia? —me dijo.
—Es que oímos ruidos y…
—Ve a dormir, hija, yo reviso.
De repente el aparato de sonido se encendió solo y se escuchó música a
todo volumen. Mi papá y yo nos llevamos un sustazo. Y cuando él quiso
apagarlo no pudo. Después, de golpe, se apagó solo y la lámpara también; nos
quedamos a oscuras y mi papá me llevó a mi cuarto.
—A veces las casas viejas ya tienen mal sus instalaciones eléctricas y
pasan cosas raras, pero no hay por qué asustarse —me dijo mientras me
arropaba, pero yo noté en su voz que él estaba también muy impresionado por
lo que nos acababa de ocurrir.
—Otras noches también escuché ruidos, pero ya no me levanté. Me tapaba
la cabeza con la almohada.
Un día escuché que mi papá le decía con tono preocupado a mi mamá:
—Yo creo que vamos a tener que cambiarnos. Estas cosas que pasan…
Y otro día vi a mi mamá, que había estado dándole de comer a mi
hermanita en la cocina, cómo salía de pronto al patio y muy molesta decía
como al aire:
—Si hay en esta casa alguien que desee echarnos, sepa que no lo logrará;
hemos trabajado mucho en ella y nos vamos a quedar.
Después entró como si nada y siguió dándole su papilla a Mau. Cuando
me vio, dijo:
—No me veas como si estuviera loca, hija, lo que pasa es que toda la
mañana alguien me ha estado desatando el delantal.
Una tarde, al volver de la escuela, encontré a mi papá revolviendo todo en
la sala y hablando solo. Así hace cuando no encuentra algo.
—¡Yo no sé por qué cambian las cosas de donde uno las deja! ¡Aquí dejé
anoche mi calculadora!
Mi mamá le ayudó en su búsqueda y yo también. En eso estábamos
cuando llegó mi hermano.
—¡Mamá, me pusiste una calculadora en medio del pan! —fue lo primero
que dijo, muerto de risa, al abrir la puerta de la calle.

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Félix había estado a punto de comerse una torta muy rara. Mi papá
recobró su calculadora y nosotros nos reímos, pensando que mi mamá por
distracción la había puesto en el almuerzo de mi hermano.
—¡Yo no haría eso; todavía no estoy tan loca! —decía ella entre riendo y
en serio—. Yo creo que debe ser obra del “bromista” de la casa.
Mi mamá se refería a nuestro fantasma, y tenía razón, porque durante
varios días a partir de entonces, estuvimos sufriendo por no encontrar nuestras
cosas en su lugar.
La licuadora amanecía debajo de mi cama y mis zapatos no estaban ahí
sino dentro del refrigerador; los lentes de Eduardo, después de buscarlos por
todos lados, los encontramos en la azucarera; mis libros iban en el portafolios
de Félix y los de él en mi mochila. Un día no pudimos salir de casa porque las
llaves no aparecían. Nunca sabíamos qué iba a suceder.
Con el tiempo ya le achacábamos todo a nuestro fantasma, hasta lo que
seguramente no hacía:
—¡Me reprobaron en Física! —dijo un día Félix—. De seguro fue por
culpa del fantasmón de la casa.
Todos renegábamos por tener que soportar una presencia no deseada y sin
poder deshacernos de ella.
Una tarde yo estaba trazando un dibujo en la mesa del comedor, porque
debía hacerlo grande y no me cabía el papel en mi escritorio. Mi mamá veía la
tele con mi hermanita en la sala. Mati Estaba aprendiendo a caminar y hacía
paseitos desde el sillón, donde estaba con mi mamá, hasta venir conmigo; yo
le hacía un cariñito y ella volvía. Después de un rato yo no advertí que ya no
venía, estaba concentrada en lo que hacía, y mi mamá de repente se dio
cuenta de la ausencia de Mati.
—¿Dónde está la niña? —me preguntó alarmada.
Las dos volvimos la vista a la cocina porque allá se oían los balbuceos de
Mati, y alcanzamos a ver cómo jalaba un trapo y se le venía encima una jarra
de vidrio.
Corrimos para tratar de evitar que le cayera encima, pero un segundo
antes de que eso ocurriera vimos a la niña levantarse por el aire, como si
“alguien” la hubiera apartado del peligro.
La jarra se hizo pedazos en el piso y mi hermanita fue depositada
suavemente a un lado.
Mamá y yo nos quedamos un instante paralizadas y con la piel erizada por
haber visto aquel prodigio, Mati empezó a llorar y mi mamá la cargó y la
abrazó. Después murmuró:

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—Gracias.
Por la ventana de la cocina que da al patio, vimos a la bugambilia mecerse
con el viento. Cayeron muchas de sus hojas y, como si trataran de unirse para
formar un cuerpo, se sostuvieron en el aire por unos segundos y luego
bagaron hasta el piso.

Mi papá y mis hermanos se conmovieron mucho cuando les platicamos lo


sucedido. Todos nos sentíamos agradecidos.
—Así que nuestro fantasma cuidó a la nena —dijo mi papa dándole un
beso a Mati—. Pues nosotros cuidaremos lo que a él parece importarle
mucho: la bugambilia.
Le compramos abono, le removimos la tierra y le pintamos con cal su
tronco, para que ya no se le subieran unas horribles hormigas que la tenían
muy maltratada. Y la planta en poco tiempo se llenó de retoños.
Las travesuras se acabaron, y mi mamá, como un recuerdo a nuestro
querido fantasma, desde entonces le deja su silla cuando comemos.
—¿Y por qué le dicen don Federico? —pregunté.
—Es que una vecina le platicó a mi mamá que aquí había vivido un señor
con ese nombre, que era un ancianito muy alegre y bromista a quien le
gustaban mucho las plantas; así que supusimos que sería él.

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El timbre de la puerta nos volvió a la realidad. Era el papá de Claudia, que
venía por nosotras.
Ella me comentó en voz baja mientras bajábamos la escalera:
—Yo creo que Sirenia nos contó mentiras. ¿Tú crees que los fantasmas
existan?
Nos despedimos, dimos las gracias y salimos de aquella casa.
—Papá, Sirenia nos dijo que tienen un fantasma —dijo Claudia mientras
subíamos al automóvil.
—Eso no es cierto —dijo el señor riendo—. Les tomaron el pelo.
El coche arrancó y nos fuimos.
Me dejaron en casa y ellos siguieron su camino rumbo a la suya, que está
muy cerca.
—Poco tiempo después recibí una llamada telefónica. Era Claudia. Casi
no podía escuchar su voz porque se oía mucho ruido, como si hubiera fiesta
desde donde me llamaba:
—¡Aquí está! ¡Se vino con nosotros! —decía asustadísima.
—¿Quién? —le pregunté.
—¡Él! ¡Don Federico!
—¡Cómo! ¿Por qué dices eso?
—Porque el aparato de sonido se ha encendido solo, no lo podemos
apagar y mi papá anda flotando en el aire al ritmo de la música. ¡Además, se
escucha que alguien anda silbando!
Pues desde ese día la casa de mi amiga ya no ha sido la misma de antes,
como podrán imaginarse. Así que tengan cuidado al ir de visita a un lugar en
donde tengan un fantasma, porque puede irse con ustedes a su casa.

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La momia de la casa roja

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Todos en el pueblo conocíamos la casa, le decíamos “La casa roja”
porque la piedra con la que está hecha es de ese color. Mi abuelo, que en sus
tiempos fue albañil, me dijo que a esa piedra se le llama tezontle. Bueno, pues
la casa es muy vieja.
—¡Viejísima! —dice mi abuela—. Cuando yo nací ya estaba ahí.
Mi maestra, que se llama Ana Elia, y es la maestra más guapa de toda la
escuela, me dijo que la casa esta es muy antigua, que fue construida en la
época del Virreinato.
—Tiene más de trescientos años —dijo.
—Claro qué en aquel entonces lucía hermosa y no estaba hecha una ruina
como ahora —también dijo mi maestra.
Pero hace unos meses vinieron personas a verla, luego vinieron otras a
medirla y luego otras a dejarla muy compuesta.
—¡Quedó chulísima! —dijo mi abuela.
Yo me di cuenta perfectamente de todo el meneo porque vivo atrás de esta
casa; de hecho, la ventana de mi cuarto da a uno de sus patios traseros. Es que
mi pueblo es curioso, tiene calles a un nivel y otras a otro.
Le pusieron un letrero muy galano que dice: “La casa de los condes”. Y
después de haber estado tan solitaria, fea y abandonada, ahora la visitan todo
el tiempo turistas y lugareños.
Se volvió museo de sitio.
Mi maestra me explicó que eso quiere decir que ahí se exhiben los objetos
encontrados en el lugar.

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—¡Se hallaron una momia! —nos dijo Ángel un amigo, cuando andaban
componiendo la casa. Él también vive por ahí, somos vecinos, así que de
inmediato fuimos para ver a la tal momia.
—Ahora no pueden pasar —nos dijo un señor—. Vengan cuando se abra
el lugar al público.
Pues eso hicimos. En cuanto se inauguró el museo, fuimos Ángel, Cosío,
otro amigo y vecino, y mi hermana, que siempre quiere andar de pegoste
conmigo.
Había muchas cosas en vitrinas. Otras nada más tenían un cordón para
impedir que se acercara la gente. Vimos varias habitaciones con sus muebles,
grandes sillones, unas mesotas y cuadros; retratos del conde y su familia.
Nosotros lo que queríamos ver, más que nada, era a la momia.
Por fin llegamos a donde estaba. Era una habitación muy pequeña en el
sótano de la casa. Tenía poca iluminación y en la puerta de aquel cuartito
estaba un cordón que impedía el paso. Un señor, sentado ahí, al lado de la
entrada, cuidaba.
—Parece que está respirando —dijo Ángel al verla.
Mi hermana se paró sobre la punta de sus pies para acercarse un poco más
sin rebasar el cordón. Ángel, al verla tan quieta, le dio un empujoncito. Ella se
asustó y gritó, todos nos reímos.
—¡Niños, guarden silencio! —nos dijo el vigilante.
—¿Por qué no nos deja entrar para verla de cerquita? —le preguntó
Camila.
—Porque podrían llegar a tocarla, y si hicieran eso se morirían —contestó
el señor muy serio.
Claro que nosotros no le creímos y nos reímos.

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Él, para convencernos de que decía la verdad, nos empezó a contar una
leyenda, la cual yo ya había oído alguna vez en casa. Mi abuela contaba que
la hija del conde había sido una muchacha hermosísima y que él la celaba
mucho, al punto de que decía: “El que toque a mi hija, se muere”.
La leyenda también contaba que la joven enfermó y murió, y que todos
los criados, doctores y parientes que la habían atendido habían muerto al poco
tiempo de que ella falleció.
—Pero no debe de haber sido por una maldición —me explicó al día
siguiente en la escuela mi maestra querida. Me dijo que en aquel tiempo había
epidemias mortales, que no contaba la gente con vacunas ni medicinas tan
efectivas como ahora; que quizá la muchacha había padecido algún mal
contagioso y por eso los que tuvieron contacto con ella también habían
muerto, por la enfermedad.
Lo que ella me dijo sonaba muy lógico, no cabía duda de que mi maestra
era un genio además de ser tan bonita; lástima que tuviera veinticinco años y
yo apenas once y medio.
—¿Entonces ella fue la hija del conde? —preguntó mi hermana al
vigilante, ahí en el museo.

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Él nos dijo que leyéramos la información que estaba escrita a un lado de
la puerta. En efecto, por ésta, nos enteramos de que se trataba de la heredera
del conde y de que había sido enterrada ahí mismo por orden de su padre. Las
condiciones del terreno, los minerales que tenía, habían conservado el cuerpo,
que además había sido preparado con substancias para qué se preservara.
¿De dónde vienen las malas ideas? No lo sé, pero sí sé que cuando llegan
y se meten en la cabeza de uno no se quieren ir, aunque uno las quiera alejar.
A la cabeza de mi amigo Ángel, llegó una mala idea unos días después
museo.
Veníamos hacia nuestras casas caminando, gozando la tarde y pateando
una lata vacía de refresco.
—Oigan, ¿y si tocáramos a la momia del museo? —dijo de pronto. Cosío
y yo nos quedamos callados.
—Nomás para ver qué pasa —dijo.
—Pues nada —le contesté.
—Pues sí —dijo Cosío—. Se trata de una leyenda.
Seguimos nuestro camino hablando de otras cosas. Pero al llegar a mi
casa, que está antes de las de mis amigos, Ángel insistió:
—Vamos a hacer lo que les dije, tengo un plan —nos dijo muy
entusiasmado.
Se le había ocurrido que, por la ventana de mi cuarto, bajáramos al museo
con una cuerda.
—Del patio al corredor hay un hueco arriba de un arco que podemos usar
—dijo también.
Cosío se animó y dijo que él tenía una cuerda larga, y se fue corriendo a
su casa para traerla.
A mí me atraía el plan no tanto por tocar a la dichosa momia, sino por
hacer algo aventurado con mis cuates.
—Mamá, ¿se pueden quedar a merendar y a dormir mis amigos? —
pregunté.
Ya sabía que me iba a decir que sí, pero siempre tengo que pedir permiso.
—Sí mi’jo —contestó sonriendo mi mamá.
Camila, mi hermana, llegaba en ese momento de la escuela.
—Vas a ver, Árturo, no me esperaste —me reclamó. Yo me hice el que no
oía. No me gustaba que quisiera andar conmigo y mis amigos todo el tiempo.
“Es una niña latosa”, pensaba yo.
Merendamos y luego vimos una película en la tele. Después dimos las
buenas noches y nos fuimos a mi cuarto.

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Al rato oímos que mi mamá mandó a dormir a Camila y ella también se
metió a su habitación. Esperamos un poco y luego pusimos el plan en marcha.
—Yo tengo una lámpara de mano —les dije a mis amigos, que ya estaban
amarrando la cuerda a la pata de mi cama. Como no alcanzaba, tuvimos que
agregarle mis dos sábanas.
—Está rete alto, son más de diez metros —dijo Cosío asomado por la
ventana.
Ángel fue el primero en bajar, luego bajó Cosío, y cuando yo ponía la
lampara en mi cinturón para estar preparado, entró al cuarto mi hermana.
—¿Qué hacen? —dijo, prendiendo la luz.
—¡Apágala! —le dije, haciéndolo yo. Teníamos que estar a oscuras y no
despertar ninguna sospecha, porque en el museo había vigilante nocturno y,
aunque estaba al frente de la casa, suponíamos que hacía rondas por todo el
edificio.

Camila es suspicaz, se dio cuenta de que algo sucedía y, claro, al no ver a


mis amigos y la ventana abierta con una cuerda, se imaginó lo que
tramábamos. No me quedó más remedio que llevarla conmigo porque
amenazó con avisarle a mamá.
Cuando bajé por la cuerda y llegué al patio, Ángel dijo:
—Vamos rápido adentro.
—Esperen, ahí viene Camila —es dije. Les conté brevemente lo que había
pasado y ellos también se resignaron.
—Ni modo —dijo Ángel—. A ver si no grita o se asusta y nos echa a
perder todo.

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Nos deslizamos por el hueco que, según el plan, nos pondría adentro y
luego fuimos sigilosos hasta el lugar en donde estaba el objeto de nuestra
aventura.
—¡Ahí está! —dijo Cosío al ver a la momia. Había un poco de luz que se
colaba del corredor contiguo. Mi lámpara sólo sirvió de apoyo.
—Tú tócala, tú primero —me dijo Ángel.
—Yo… traigo la lámpara —le dije.

Cosío dijo que él lo haría. Quitó el cordón y cruzó el umbral de la


pequeña habitación. Apenas había dado dos pasitos cuando se regresó.
—¡Me… me falta el aire! —nos dijo. Nos asustamos un poco. Camila se
cubrió la boca para no gritar.
—No sean miedosos —dije yo envalentonándome, y caminé hacia adentro
muy resuelto.
Yo creo que de nervios o por la penumbra tropecé y caí casi encima de la
momia. ¡Se vino sobre mí! Traté de sostenerla, pesaba. Volví la cara para
decirles que me ayudaran y sólo vi a mi hermana. Angel y Cosío habían
huido.

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Camila, a pesar de que estaba muy asustada, me ayudó a sostener aquella
momia.
“¡Esa es mi hermana!”, pensé con alivio, “no me dejó solo”.
Entre los dos tratamos inútilmente de colocarla en su sitio, pues no se
quedaba en pie.

—Oye, manito, mejor la dejamos en el piso —me dijo Camila en susurro.


A mí se me ocurrió una idea mejor. Ahí cerca estaba una banca y la
acostamos en ella.
Luego nos salimos a toda prisa porque oímos pasos, de seguro del
vigilante que iba a hacer su ronda.
Cosío y Ángel ya habían subido y nos ayudaron a trepar más rápido
jalando la cuerda.
Estaban avergonzados de habernos dejado. Yo lo entendí, total, miedosos
somos todos a veces.
Mi hermana y yo les contamos en dónde habíamos dejado a la momia y
todos nos reímos bajito, luego platicamos en voz baja un rato y por fin nos
venció el sueño.
Al día siguiente empezó a correr el rumor de que “la momia de la casa del
conde se había cansado de estar parada y se acostó”.
—Pobrecita, se merecía un descanso, ¿no? —comentaba la gente y reían.
Hasta salió una nota en el periódico: “Unos chistosos entraron al museo
de sitio para hacer la macabra broma”, decía el artículo.
No supieron quiénes fueron, qué bueno.
Después de unos días, Camila me dijo algo temerosa.
—¿Nos vamos a morir, manito?

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—¡Claro que no! —le contesté—. Y en caso de que viniera la calaca por
ti, no te preocupes, yo la acuesto a dormir para que no te lleve —le dije, y nos
reímos.
Luego pensé que era muy padre tener una hermana tan solidaria, que no
rajaba, una mamá tan amorosa y una maestra guapa que me sacaba de tantas
dudas. ¡Qué bueno que hay en el mundo tantas señoras, muchachas, ancianas
y niñas!

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Misterio en la carretera

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E
— l domingo vamos a ir a un lugar muy bonito que les va a encantar —
nos dijo mi papá un día—. Está algo lejos, pero vale la pena; es un balneario.
Yo estaba muy chico entonces y no sabía muchas cosas, entre ellas qué
era un balneario. Pues aquel domingo me enteré.
El balneario era un lugar con varias albercas que tenían agua calientita,
muy sabrosa.
—Así brota de la tierra, no la calientan —dijo mi mamá—. Les llaman
aguas termales.
Además de las albercas, había jardines, juegos, columpios, resbaladillas y
cosas así. Tenía canchas para Jugar diferentes deportes, en fin, un sitio
divertidísimo.
Mis hermanos y yo jugamos, nadamos, reímos y nos asoleamos. Había
mucha gente que se la pasaba tan bien como nosotros.

También comimos con apetito voraz. Habíamos llevado una gran canasta
con tortas riquísimas, ensalada, fruta y refrescos.
Estábamos tan felices en el balneario que se pasó el tiempo volando.
Cuando el sol se empezó a meter, mi mamá nos llamó.
—Ya es tarde, debemos irnos —dijo a mi papá.

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Él también pensó que era conveniente, porque estábamos lejos de casa y
habría que tomar carretera.
—Además, el camino no está en muy buenas condiciones y me parece que
va a llover —dijo.
A nosotros, los niños, no nos pareció la idea, queríamos quedarnos más
tiempo; pero obedecimos.
Ya en el auto y con el vaivén del camino me empezó a dar mucho sueño.
Miré a mi hermanito que ya iba dormido en los brazos de mamá, y a mi
hermana también la había vencido el sueño.
No sé cuánto tiempo dormí, se me hizo mucho. Cuando desperté ya estaba
totalmente oscuro, llovía y el auto estaba detenido. Con la luz de un
relámpago vi que estábamos en la orilla de la carretera.
—¿Qué pasó, mamá? —pregunté al ver que mi papá estaba afuera.
—Se detuvo el auto y no arranca —dijo ella.
Vi que papá algo hacía detrás de la tapa del cofre del coche. Al poco
tiempo regresó adentro empapado y con cara de preocupación.
—Creo que es el distribuidor —dijo—. Hace tiempo que anda fallando.
Debí revisarlo antes de salir.
Mi mamá, que siempre trataba de mantener la serenidad en los apuros, le
dijo que se calmara, que podíamos pedir ayuda.
—Podemos hacer señales a algún auto que pase —dijo. Pero casi no
pasaban automóviles, era una carretera poco transitada.
Y los que pasaban no se detenían, aunque mi papá les hacía señas
desesperadas.
—La lluvia se hizo más fuerte. Dentro del auto se escuchaba el golpeteo
de las gotas sobre el techo y las ventanillas.
Mi hermanito empezó a llorar porque le dolía la piel, se había asoleado
demasiado. A mí también me ardía la espalda por la misma razón y a la pobre
de mi hermana le dolía el estómago y se quejaba lloriqueando.
—Pero te empeñaste en comer casi media sandía e dijo mi mamá,
mientras buscaba en su bolso alguna pastilla para darle.
—En un momento nos vamos a casa, ya verán; cálmense —decía tratando
de consolarnos. Ella también estaba preocupada.
Mi papá volvió a abrir la tapa del cofre y trataba de nuevo de arreglar el
desperfecto, sin éxito.
De pronto vimos que se acercaba un vehículo, y con asombro y gusto
vimos también que se detenía.

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Era un camioncito antiguo, muy destartalado, como si hubiera sufrido un
accidente y no lo hubieran arreglado. Un señor de bigotes grandes, muy
sonriente, se bajó y fue con papa. Usaba una chamarra a cuadros y una gorra
muy curiosa, con orejeras.
—¿Qué pasó, amigo? ¿En qué le puedo ayudar? —oí que dijo.
Con la luz de otro relámpago vi que en la portezuela de aquel vehículo
estaba escrito: “Patricio Olivares e hijo. Frutas y verduras. Mercado Central,
local 5-B”.

Con una cadena que traía el señor sujetaron la defensa de nuestro coche al
camión y nos remolcó a una población cercana, que era a donde él se dirigía.
Ya era noche cuando llegamos al pueblo y no había ningún taller
mecánico abierto. Pero nos quedamos en un hotelito muy cómodo.
Al día siguiente, muy temprano, mi papá llevó el carro a componer y
luego nos dispusimos a regresar a casa.
—Sería bueno ir a agradecer todos al señor que nos ayudó anoche —dijo
mi mamá.

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A mi papá le pareció buena idea, pero no le había preguntado su nombre
ni sabía dónde localizarlo.
Yo le dije lo que había leído en la portezuela del camión y todos me
felicitaron por mi don de observación. Yo me sentí muy orgulloso.
El mercado era pequeño y no nos costó trabajo encontrar el sitio que
buscábamos.
Nos detuvimos y bajamos del coche frente a una accesoria en donde
descargaban manzanas.
—¿El señor Patricio Olivares? —preguntó mi papá a uno de los
muchachos que cargaban las cajas con la fruta.
Él gritó:
—Patrón, lo buscan.

Un hombre joven con bigotes salió del fondo del negocio, y sonriente se
acercó a nosotros algo extrañado.
—¿En qué les puedo servir? —dijo.
Mi papá le explicó el motivo de nuestra, visita.
—Y sólo deseamos agradecer de nuevo la ayuda que nos brindó su papá,
supongo —dijo mama.
El hombre ya no sonreía, tenía el rostro pálido.
—Mi papá falleció en un accidente de carretera hace veinte años —dijo
muy serio. Luego nos platicó que muy cerca del lugar en donde nuestro coche
se descompuso, su padre había sufrido una volcadura fatal y perdió la vida.
Nos mostró una foto del señor y, en efecto, lo reconocimos; era el mismo que
la noche anterior habíamos visto.

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Nos fuimos de ahí desconcertados: Subimos al auto y en el camino de
regreso a casa íbamos callados, cada quien con sus pensamientos. De repente
mi hermana preguntó, algo asustada:
—Mamá, ¿fue un muerto el que vimos anoche?
—Fue un alma buena —contestó ella, y luego nos pidió que dijéramos una
plegaria por el ser que nos había ayudado—. Sea del mundo que sea —dijo.

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Los perros de la bruja

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Daniel y Juan se acababan de cambiar a ese barrio, su papá había
conseguido un préstamo bancario para comprar la casa en donde ahora
estaban viviendo. Su mamá había dicho:
—No le hace que nos apretemos el cinturón, con tal que tengamos algo
propio en dónde vivir.
La casa no era muy grande ni muy bonita, pero era nueva y Juan estaba
contento porque tenía un cuarto para él solo; Daniel tenía el suyo.
—Lo malo es que ahora estamos lejos —dijo el papá.
Y sí, la colonia estaba en las orillas de la ciudad, un poco aislada y cerca
había una barranca, en donde tiraban basura. También ahí había algunas
casuchas hechas con láminas de cartón. En una de ellas vivía una anciana que
decían que era bruja. A la gente le daba miedo aquella mujer que siempre
andaba con un perro negro, muy fiero. Daniel y Juan lo escucharon aullar la
primera noche que pasaron en su nueva casa y casi no pudieron dormir. En
esa misma barranca vivían dos muchachos como de 18 o 20 años; vagos,
rufianes. A uno de ellos le decían “El Alebrije”, por su atuendo estrafalario,
sus tatuajes y un penacho de pelo sobre su cabeza rapada que pintaba de color
rojo. Al otro le decían “El Patillas”.
—Hay que tener cuidado con esa gente de allá abajo —le había dicho una
vecina a la mamá de Juan y Daniel—. A los de la esquina ya les robaron.

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A la señora le dio temor aquel comentario y pensó que esa gente de la
barranca era una amenaza para su familia. Pero en aquel lugar vivían también
personas decentes, trabajadoras, para quienes la pobreza no era pretexto para
delinquir. Estaban, por ejemplo: Margarita, Esteban y Selene, tres jovencitos
huérfanos que iban a la escuela después de trabajar, y su mamá Catalina, que
lavaba ropa; don Crisóstomo, que era muy buen albañil; Arturo, que vendía
gelatinas, y su hermano Samuel, que era plomero, y sus hijos David y
Jonathan, que eran tan estudiosos que tenían beca en la escuela; María
Obdulia, que era trabajadora doméstica; y así una docena más de personas
honestas, con ganas de vivir bien.
Pero volvamos con Juan y Daniel. Ellos iban a la misma escuela. Juan iba
en primero de secundaria y su hermano en quinto año de primaria. Ahora,
para llegar allá, debían levantarse una hora más temprano que antes y tomar
una pesera y camión. Su mamá ya no podía llevarlos hasta la escuela, como
antes hacía, porque debía trabajar para ayudar con los gastos de la nueva casa,
pero los llevaba a la parada del pesero.
—Vayan con cuidado, quédense cerca de la puerta, no se separen, si
alguien los molesta quítense de ahí.
Y así, les daba el montón de consejos cuando se despedía de ellos.
Una tarde Juan estaba afuera de su casa con su patineta. Pasaron “El
Alebrije” y “El Patillas”, le preguntaron algo y luego se quedaron
conversando. La mamá de Juan los vio por una ventana y no le gustó la facha
de aquellos dos muchachos.
—¡Hijo, ven a ayudarme! —gritó desde adentro de la casa. Juan se
molestó, no le gustaba que su mamá le gritara cuando estaba con alguien.

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Una mañana de sábado, día en que la familia podía levantarse tarde y
desayunar a gusto, la mamá de Juan y Daniel vio que le faltaba queso para los
ricos chilaquiles que preparaba y mandó a Daniel a la tiendita del barrio. De
camino hacia allá, él se encontró con aquella anciana que decían que era
bruja. Iba ella con su perro y al tratar de bajar una banqueta pisó una piedra
suelta y resbaló. Los que pasaban cerca no se atrevían a ayudarla a levantarse,
por el temor que le tenían o porque no les importaba su apuro.
—Permítame ayudarla —dijo Daniel, cambiando el temor por la
compasión, y la tomó del brazo. El can le mostró los fieros colmillos y le
gruñó.
—¡Quieto, perro tonto! —dijo la mujer con voz potente y luego con
dulzura se dirigió al niño—. Gracias Daniel, eres gentil y bueno. Un día yo te
voy a ayudar también.
Con una sonrisa en su boca desdentada se fue, dejando al niño con la
sorpresa de que ella sabía su nombre.
En una ocasión la mamá no pudo llevarlos a la parada del pesero, y ello se
fueron solos. Ahí ya estaban “El Alebrije” y “El Patillas”. Juan le dijo a
Daniel que se fuera él solo a la escuela; y otras veces pasó lo mismo. Daniel
no sabía qué hacer, quería decirle a su mamá pero no quería ser tachado de
rajón.
—Oye, viejo, me preocupa Juan —dijo una noche la mamá a su esposo—.
Se anda juntando con esos vagos de la barranca, y a veces llega tarde.
—Voy a hablar con él un día de éstos —dijo el señor a punto de dormir.
Ahora trabajaba tanto para pagar el préstamo que, apenas ponía la cabeza
en la almohada, se dormía.
Pero no habló con su hijo, porque a veces él llegaba muy tarde y Juan ya
estaba dormido, y otras veces se iba tan temprano que Juan aún no despertaba.
El asunto se olvidó.
Pero una tarde llegó una patrulla de policía a la casa.
—¿El señor Pedro Serrano vive aquí? —dijo el uniformado.
A la mamá de Juan se le oprimió el corazón al verlo dentro de aquel auto
policiaco junto con “El Alebrije” y “El Patillas”.
El dinero que estaba destinado para pagar la mensualidad del préstamo,
sirvió para que a Juan no se lo llevaran aquellos policías.
—¡Yo no hice nada malo, mamá! —decía llorando Juan—. ¡Estábamos
nada más ahí, en la calle!
—¡Fumando cochinadas!
—¡No, mamá, eran cigarros de tabaco!

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Eso no era lo que habían dicho los policias. ¿A quién creerle?
—Eso pasa por andar con malas compañías, Juan —dijo el papá enojado y
preocupado—. A veces sólo por juntarse con alguien que tiene mala fama, lo
juzgan a uno.
Juan prometió no volver a frecuentar a aquellos muchachos. Y lo cumplió.
Pero los malandrines ya habían planeado, meterse a robar a la casa del
muchacho, porque Juan, creyéndolos sus amigos, les había platicado cosas
como: dónde guardaban esto y aquello, que si tenían un aparato nuevo, que a
qué horas iba su mamá a entregar sus costuras acompañada de Daniel, que si a
éste le acababan de regalar un reloj muy padre, porque había pasado con 10
de calificación a sexto año, etc. Le habían sacado mucha información para su
maldito provecho.
Una tarde, ya anocheciendo, creyendo que la casa estaba sola, entraron a
ella el par de cacos. Empezaron a tomar todo lo que habia de valor. Pero no
sabían que Daniel estaba enfermo y que por eso no había acompañado a su
mamá. Cuando el niño los vio entrar a su cuarto se asustó y aquellos dos
maleantes se sorprendieron; pero de inmediato uno de ellos sacó una navaja.
—¡Si gritas, te rajo! —dijo el infeliz.
—¡Dame tu reloj! —dijo el otro. Daniel se lo entregó y ellos salieron de la
habitación. Entonces escuchó una discusión de la que sólo entendía palabras
sueltas.
—…Nos vio… nos conoce…
—…Y ¿qué hacemos?…
Cuando vio que se abría de nuevo la puerta de su habitación, tembló. Pero
en el momento en que aquellos dos avanzaban amenazantes sobre él, una
sombra apareció detrás de los rufianes. La mancha negra se fue definiendo y
se convirtió en un perro enorme con las fauces aterradoras y los ojos como de
fuego. Los malandrines palidecieron al verlo y salieron corriendo de la casa.
Daniel se desmayó.

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—Habrá que llamar a la policía —dijo el papá cuando llegó y le contaron
lo sucedido.
—Me da miedo —dijo la mamá—. Ya ves que en menos de lo que entran
a la cárcel salen, y luego se quieren vengar. Además, aquí está todo, no se
llevaron nada; bueno, sólo el reloj de Daniel.
—Eso del perro que contaste, hijo, te lo debes haber imaginado, por la
fiebre que tienes. Ya duérmete —le dijo su papá a Daniel, mientras lo
cobijaba.
Tres días después el niño ya estaba bien de salud y, al ir a la tiendita, se
encontró de nuevo a la anciana. Ahora iba acompañada por tres perros: uno
muy curioso con tantos pelos debajo de sus orejas que se diría que traía
patillas, y el otro con la piel más rara que Daniel había visto: tenía pelos de
varios colores, como manchas en todo el cuerpo, y sobre la cabeza un copetito
rojizo. La mujer sonrió a Daniel mientras deslizaba en su mano el reloj que le
habían robado, y él también sonrió muy contento.

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