Venus Negra
Venus Negra
Venus Negra
ebookelo.com - Página 2
Angela Carter
Venus negra
ePub r1.1
Titivillus 23.08.2019
ebookelo.com - Página 3
Título original: Black Venus
Angela Carter, 1985
Traducción: Teresa Gottlieb
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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CUENTOS
Venus negra
El beso
Pedro y el lobo
El niño de la cocina
Sobre la autora
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VENUS NEGRA
Tristes; tristísimas, esas tardes de un rosa humo, un malva humo de fines de otoño,
tan tristes como para partir el corazón. El sol se va alejando del cielo entre rápidas
capas de nubes chillonas; la angustia se adueña de la ciudad, una sensación de
amargo dolor, nostalgia por aquello que nunca llegamos a conocer, angustia por el
paso del año, época de inútiles anhelos, estación inconsolable. En Estados Unidos la
llaman the Fall («la caída»), lo que hace pensar en «la caída del hombre», como si el
fatal drama del robo primigenio del fruto debiera repetirse una y otra vez, con la
constancia de un ciclo, en la misma época del año en que los escolares salen a robar
en los huertos, evocando, en las imágenes más cotidianas, a cualquier niño, a todos
los niños que, puestos a optar entre la virtud y el conocimiento, siempre elegirán el
conocimiento, el camino más arduo. Aunque no sabe lo que significa esa palabra,
«dolor», la mujer suspira, sin causa definida.
Los callejones se van cubriendo con suaves círculos de bruma que se elevan
desde el río perezoso, como exhalaciones de un espíritu exhausto, y se escurren a
través de las grietas que hay en los marcos de las ventanas, de modo que los
contornos de su apartamento alto y solitario oscilan y se diluyen. En tardes como
éstas, todo se ve como si los ojos fueran a estallar en lágrimas.
La mujer suspira.
Era como un piano en un país donde a todos les hubieran cortado las manos.
En esos días tristes, en esas horas melancólicas, cuando el cuarto se hunde en el
crepúsculo, él, en lugar de encender la lámpara, de servir un par de copas, de crear un
ambiente acogedor, repite divagando: —Pequeña, déjame llevarte de regreso a tu
tierra, a tu isla encantadora, indolente, donde el loro enjoyado se mece en el árbol
cubierto de esmalte y tú puedes hacer crujir la caña de azúcar entre los dientes
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fuertes, blancos, como cuando eras niña, mi pequeña. Cuando lleguemos allá,
rodeados por el ritmo de las palmeras, bajo las flores púrpuras, te amaré hasta la
muerte. Regresemos allá y viviremos juntos en una casa con techumbre de paja y una
galería rebosante de enredaderas floridas; y una niñita con un corto vestido blanco y
una cinta amarilla de raso en la trenza encrespada, hará ondular un enorme abanico de
plumas sobre nuestras cabezas, agitando el aire lánguido mientras nos mecemos en
una hamaca, de un lado a otro…, el barco, el barco nos espera en el puerto, mi
pequeña. Mi mono, mi gatita, mi mascota…, imagínate lo delicioso que sería vivir
allí…
Pero, en días como ése, mordisqueados por la helada y el malhumor, ella no es
gatita ni mascota; más bien parece un viejo cuervo de plumas gastadas, hecha un
nudo desdichado junto al fuego humeante que atiza con golpes rencorosos. Tose y
refunfuña, no deja de sentir frío, siempre hay una corriente de aire que le corroe la
nuca o le pellizca los tobillos.
¿Marcharse adónde? ¡No allá! La costa de un amarillo relumbrante y el azul
chillón del cielo pintarrajeado con colores brillantes y sin matices sacados
directamente del pomo, con perspectivas angulosas como en un dibujo infantil,
duelen los ojos al mirar. Ciudades devastadas. Lo único que se puede comer son
plátanos verdes y ñames y brochetas de carne dura de cabra. Jeanne tirita con un
gesto teatral, tan brusco que el ofendido gato huye de su regazo. De todos modos,
odia al gato. No puede mirarlo sin sentir deseos de estrangularlo. Le gustaría beber
algo. Un ron estaría bien. Retuerce un manuscrito desechado que saca del canasto de
papeles para encender su cigarro de tabaco negro, pequeño y maloliente.
La noche se acerca con pasos apagados y por las ventanas pasan flotando nubes
prodigiosas, esas nubes fantasmales que se ven con una nitidez sobrenatural cuando
no hay luz. Las ventanas no han escapado a los caprichos del dueño de casa; en todos
los rectángulos, excepto los superiores, hizo colocar vidrios empañados para que los
reclusos tuvieran una imagen ininterrumpida del cielo, al igual que si vivieran en la
barquilla de un globo como aquel en el que su amigo Nadar logró ascensos triunfales.
Impulsado por una ráfaga de viento como el que ahora sacude las tejas por sobre
sus cabezas, este hermoso apartamento con tapetes persas, una mesa de nogal en la
que los Borgia servían veneno, sillones tallados en cuyas patas bulbosas rostros del
cinquecento fingen sonreír, la costra de falsos Tintorettos en las paredes (él es un
perito infatigable, pero demasiado joven aún para tener ese sexto sentido que permite
reconocer un engaño); invitado por las misteriosas corrientes celestes, este camarote
bien equipado se soltará de las amarras que lo unen a la calle y se elevará, partirá,
para precipitarse veloz por la oscura bóveda nocturna, enredando en sus cuerdas a
una luna mínima e incipiente, rozando una estrella al elevarse, y nos depositará…
—¡No! —dice ella—. ¡No en esa maldita selva de los loros! ¡Por amor a Dios, no
me lleves de vuelta a las Indias por la ruta de los esclavos! ¡Y echa al maldito gato,
antes de que se cague en tu querida Bokhara!
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Eso tienen en común: ninguno de los dos tiene patria, aunque a él le gusta fingir
que ella es dueña de una mansión extraordinaria en las profundidades de un océano
azul, la obliga a tener un hogar lo tenga o no lo tenga, no puede creer que ella esté tan
desposeída como él… Sin embargo, nunca se sienten tan bien juntos como cuando
piensan en huidlos dos esperan que sople el viento que los ha de llevar a un lugar
milagroso, a una tierra feliz, lejana, muy lejana, la tierra del encantador reposo y del
placer.
Después de una o dos copas, ella deja de toser, se pone un poco más afable,
acepta soltarse los cabellos y le permite jugar con ellos, como a él le gusta. Y, si no la
domina su innata indolencia —porque es capaz de arrellanarse en el cuarto oscuro,
como en un trance vegetal, durante horas de horas, durante días, junto al fuego
humeante—, a veces lanza la colilla del cigarro al fuego y se deja convencer de
quitarse la ropa y bailar para papá, que, como ella reconoce de mala gana si se ve
obligada a hacerlo, es un buen papá, le compra cosas lindas, le otorga el ocasional
puñado de hachís, la mantiene alejada de la mala vida.
Noches de octubre, de lunas nuevas, frágiles, cuando la tierra oculta con su
sombra a la resplandeciente cómplice de asesinos, para que todo sea aún más
misterioso; en una noche como ésa, se podría haber dicho que la luna era negra.
La danza, que a él le gustaba tanto que bailara y que había creado especialmente
para ella, consistía en una serie de poses voluptuosas; era un baile perfecto para un
cuarto privado de un burdel, pero elegante, él prefería que ella ondulara rítmicamente
en lugar de dar saltos y estirar una pierna. Le gustaba que se pusiera todos sus
brazaletes y sus abalorios para bailar, ella se cubría con todas las joyas tintineantes
que él le había regalado, vidrios, nada que pudiera vender porque lo hubiese vendido.
Al mismo tiempo, iba tarareando una melodía criolla, le gustaban las canciones con
letras procaces en las que se hablaba de lo que había hecho la mujer del zapatero para
Mardi Gras o del tamaño de la herramienta legendaria de un pescador, pero papá no
prestaba atención a lo que cantaba su sirena, clavaba los ojos rápidos, brillantes y
oscuros fijos en su piel cubierta de adornos como si el hijo de puta estuviera en un
auténtico trance.
—Hijo de puta —le dice casi con ternura, pero él no la escucha.
A la luz del fuego, proyectaba una sombra alargada. Era una mujer inmensamente
alta, parecida a esas hermosas mujeres gigantescas que, cien años más tarde,
decorarían los escenarios del Crazy Horse o del Casino de París con sus taparrabos
brillantes y los pezones cubiertos de lentejuelas, divinamente altas, con el color y la
textura de la gamuza. ¡Josephine Baker! Pero Jeanne nunca se caracterizó por la
vivacidad y la exuberancia. Su principal característica era un lánguido resentimiento
ante todo aquello que no se pudiera comer, beber o fumar, es decir, quemar. El
consumo, la impetuosidad, ésa era su vocación.
Jeanne bailó toda la erótica danza de papá con irónico malhumor, observando
fascinada, hastiada, cómo los arabescos en que se reflejaban las múltiples ristras de
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cuentas de vidrio que él le había regalado iban dejando huellas en el techo. Jeanne
parecía la fuente de la luz pero ésa era una ilusión; sólo resplandecía porque el fuego
moribundo se reflejaba en los regalos que él le había hecho. La mirada de él la
iluminaba, pero su sombra la hacía aún más negra de lo que era, su sombra podía
eclipsarla por completo. Es imposible saber con certeza si Jeanne tenía o no un buen
corazón debajo de la piel; había sido criada en la escuela de la vida dura, y
demasiados golpes pueden terminar por arrancarle el corazón a cualquiera.
Aunque Jeanne no tenía ninguna tendencia a la introspección, a veces, mientras
serpenteaba por la habitación oscura y ligera que tironeaba de sus amarras, ansiosa
por lanzarle a los aires en búsqueda de esa Citerea adorada por los poetas, se
preguntaba qué diferencia había entre bailar desnuda ante un solo hombre que le
pagara y bailar desnuda ante un grupo de hombres que pagaran. Tenía la impresión de
que, de alguna manera, en esa diferencia residía la moral. Sus maestras en la escuela
de la vida dura, es decir, las otras chicas que bailaban en el cabaret, donde, en su
decimosexta primavera, había gruñido con voz desentonada las mismas obscenidades
criollas que ahora tarareaba, le explicaron que las dos cosas eran absolutamente
diferentes y, a los dieciséis años, su mayor anhelo era ser mantenida; es decir, que
alguien la mantuviera alejada de la mala vida. La prostitución era un mero problema
de cantidad; de que pagara más de uno a la vez. La prostitución era mala. Ella no era
una chica mala. Cuando se acostaba con cualquier otro hombre que no fuera papá, no
permitía jamás que le pagara. Era una cuestión de honor. De fidelidad. (En esas
conjeturas éticas se ocultaba un brote de ironía, aunque su amante suponía que era
promiscua simplemente porque era promiscua).
Sin embargo, después de vivir con él varias temporadas de locura en las nubes, a
veces se preguntaba si había hecho lo que tenía que hacer. Si de todas maneras iba a
tener que bailar desnuda para ganarse la vida, ¿por qué no hacerlo por dinero contante
y sonante y ganar lo suficiente para mantenerse a sí misma? ¿Ah? ¿Ah?
Pero la sola idea de emprender una nueva carrera la hacía bostezar. Dar vueltas y
vueltas alrededor de las madames y los teatros de variedades y todo eso; demasiado
esfuerzo. ¿Y cuánto podía cobrar? Sólo tenía una muy vaga noción de su valor de
uso.
Bailó desnuda. Los collares y los pendientes tintineaban. Como siempre, una vez
que levantaba el culo y comenzaba a bailar, se divirtió bastante con el baile. Casi
sentía afecto por él; tema suerte de qué fuera joven y guapo. Lo malo era que su
situación económica fuera inestable, que fumara opio, que garabateara papeles, que…
En ese «que» dejó de preocuparse.
Pensando con resolución en su buena suerte, extendió las manos, hacia su amante,
le enseñó en un gesto rápido los dientes brillantes —los molares ya no eran más que
unos restos negruzcos, pero los caninos afilados seguían siendo tan blancos como los
de un vampiro— y lo invitó a bailar con ella. Pero él nunca lo hacía, nunca. Tenía
cierto temor a arrugarse la camisa o resquebrajar el cuello o algo por el estilo, aunque
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a veces, cuando estaba drogado, llevaba el ritmo con las palmas. A Jeanne le gustaba
que lo hiciera. Lo sentía como un reconocimiento. Después de algunas copas, se
olvidó por completo de lo otro, aunque algo suponía, por supuesto. Las chicas solían
recitar la horrible letanía de los síntomas cuando estaban juntas en el camarín, con
voz apagada y temerosa, y miraban de reojo el espejo que les revelaría su futuro, en
el que no veían sus caras rubicundas sino sus calaveras pintarrajeadas.
Cuando estaba sola, bebiendo algunas copas frente al fuego, pensando en eso, esa
idea la hacía lanzar una horrorosa carcajada de bruja, como si ya fuera la bruja en la
que se iba a convertir divirtiéndose con una broma siniestra a expensas de esa cosa
hermosa y con pústulas secretas que aún era. En Walpurgisnacht, la joven bruja se
jactaba ante la vieja: —Montando desnuda un macho cabrío, muestro mi cuerpo
joven y hermoso. —¡Cómo se reía la bruja vieja!
—¡Ya te vas a pudrir! —Me voy a pudrir, pensaba Jeanne, y se reía. En esa risa de
malévolo cinismo senil se había convertido Jeanne, esa criatura hecha para el placer,
pero ¿no era acaso la sífilis el destino emblemático de una criatura hecha para el
placer y el precio que había que pagar por la abominable mezcla de corrupción e
inocencia que esa hija del sol había traído consigo desde las Antillas?
Jeanne había logrado librarse de todos los males y llegar a París sin nada peor que
costras, desnutrición y tiña. Por eso, era un chiste de mal gusto que, varios siglos
antes de su nacimiento, la diosa azteca Nanahuatzin hubiera derramado un cuerno de
la abundancia repleto de sillas de ruedas, gafas oscuras, muletas y píldoras de
mercurio en los barcos de los conquistadores que transportaban su botín desde el
Nuevo Mundo al Viejo; era la venganza del continente violado, que se perpetraba en
los lechos de Europa. Con toda inocencia, Jeanne había seguido el rastro de
Nanahuatzin a través del Atlántico, pero no llevaba consigo una venganza erótica:
quien la contagió fue el primerísimo de todos sus protectores. El hombre en el que
había confiado para que la sacara de allí; hubiera bastado con eso para hacer reír a un
caballo, pero Jeanne era fatalista, indiferente.
Se echó hacia atrás hasta que la enorme melena de oveja negra, su pelo suelto, se
desparramó sobre el tapete. Era una acróbata ágil, capaz de convertir su espalda en un
arco iris de caoba. (Fíjense en los pies grandes, las manos anchas y fuertes, que bien
podrían haber sido manos de enfermera). Si él era un experto en la belleza, ella era
una experta en las más intensas humillaciones, pero siempre había sido demasiado
pobre cómo para darse el lujo de reconocer una humillación como tal. Tenía que
aceptar lo que le dieran. La curva de la espalda era tan pronunciada que un niño
pequeño podría haber pasado por debajo. La sangre le retumbó en los oídos.
En esa posición alcanzaba a ver en el rectángulo superior de la ventana, que él
había dejado con el vidrio al descubierto, la hoz de la luna, de contornos tan claros
como si estuviese pegada en el cielo. Era una luna del tamaño del recorte de una uña;
se alcanzaba a divisar el borde impreciso del resto de su superficie, oculta por la
sombra de la Tierra como si ésta hubiese estado atrapada entre los dos extremos de
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las garras brillantes de la luna, de modo que se podría haber dicho que la luna
sostenía al mundo en sus brazos. Una estrella de un fulgor excepcional colgaba de su
gancho inferior, sujeta por un lazo tenso e invisible.
Después de terminar su paseo excretor por el muelle, el gato de basalto, el orgullo
del hogar, gemía desde el otro lado de la puerta para que lo dejaran entrar
nuevamente. El poeta dejó entrar a Minino. El gato saltó a los brazos que lo
esperaban e inundó el apartamento con un ronroneo de felicidad. La muchacha pensó
en estrangular al gato con los dedos de los pies largos y ágiles pero, con la
benevolencia que le daba el ejercicio de su sensualidad, pronto empezó a reír al verlo
acariciar al gato con los mismos gestos, las mismas caricias que solía hacerle a ella.
Perdonó al gato por estar vivo; tenían mucho en común. Se enderezó con un sonido
nasal y se desplomó en el tapete, frotándose los tendones acalambrados.
Él le dijo que bailaba como una serpiente y ella respondió que las serpientes no
podían bailar: no tenían piernas, y él dijo con ternura: eres una idiota, Jeanne; pero
ella sabía que él nunca había llegado a ver una serpiente, nadie que hubiera visto
moverse a una serpiente —a ese sistema rápido de golpes transversales que coletea
como un látigo, dejando una onda serpenteante sobre la arena, con terrible rapidez—;
si él hubiera visto moverse a una serpiente, nunca habría dicho algo parecido. Dejó
escapar un bufido y se contempló los pechos sudorosos; le hubiera gustado darse un
baño de todos modos, le preocupaba un poco la constante secreción vaginal que olía a
ratón, algo nuevo, algo de mal agüero, algo espantoso. Pero no había agua caliente,
no a esa hora. —Pueden subir agua caliente si la pagas. Era su turno de mostrarse
malhumorado. Siguió limpiándose las uñas.
—Crees que no necesito lavarme, porque no se me ve la mugre.
Pero apenas empezó a lanzar los primeros dardos de un ataque de arpía que
podría haber prolongado durante una hora tensa, estridente, o más, si hubiese querido,
perdió el interés por hacerlo. La invadió una súbita indiferencia. ¿Qué más da?, todos
nos vamos a morir, bien podríamos estar muertos ya. Acercó las rodillas al mentón y
se encogió frente al fuego, mirando fijamente las cenizas. Su rostro se inmovilizó en
un hosco resentimiento. El gato se le acercó silencioso, como a propósito, añadiendo
un toque de satánica fascinación, de modo que se podría haber imaginado que los dos
sostenían un mudo diálogo con los espíritus malignos de las llamas. Mientras el gato
la dejara en paz, ella también lo dejaría en paz. Estaban solos. El ensimismamiento de
cada cual, del gato y de la mujer, era algo tan íntimo que el poeta se sintió derrotado y
se retiró a curiosear en sus estantes esos volúmenes excepcionales, preciosos, los
misales decorados, esos incunables, esos libros comprados en tiendas especiales,
libros que condenaban sólo por abrirlos. Se dedicó a alimentar su sexualidad
despertada con tanta dificultad hasta que ella estuviera dispuesta a reconocerla
nuevamente.
Él piensa que ella es una copa llena de oscuridad; si la inclina, dejará escapar una
luz negra. No es Eva, sino la fruta prohibida, ¡y él se la ha devorado!
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Extraña diosa, oscura como las noches,
de perfume mezclado de tabaco y benjuí,
artificio de un obi, el Fausto de la selva,
maga de flancos de ébano, niña de negras medianoches.
Nadie parece saber en qué año nació Jeanne Duval, aunque el año en que conoció
a Charles Baudelaire (1842) está registrado con precisión, como también están bien
documentadas las biografías de sus otras amantes, Aglaé-Josephine Sabatier y Marie
Daubrun. Además de Duval, Jeanne usó también los apellidos Prosper y Lemer, como
si su nombre no hubiera tenido ninguna importancia. Lo que sí se desconoce es su
origen; en diferentes libros se habla de Mauricio, en el océano Índico, o de Santo
Domingo, en el Caribe; pueden elegir entre esos dos extremos del mundo. (Su pays
d’origine es menos importante que el de un vino). Mauricio parece ser una
posibilidad elegida al azar, basándose en el hecho de que Baudelaire vivió algún
tiempo en esa isla durante su frustrado viaje a la India en 1841. Santo Domingo,
llamado «La Española» por Colón, y que hoy se conoce como República Dominicana
(país de agitada historia), limita con Haití. Allí, Toussaint l’Ouverture encabezó una
exitosa revuelta de esclavos contra los franceses dueños de plantaciones en la época
de la Revolución Francesa.
Aunque en 1794 la Asamblea Nacional abolió por unanimidad la esclavitud en
todas las colonias francesas, Napoleón volvió a implantarla en la Martinica y
Guadalupe, pero no en Haití. Los esclavos de esas islas no se emanciparon
definitivamente hasta 1848. Sin embargo, se solía conceder la libertad a las amantes
africanas de los residentes franceses y a sus hijos, y los matrimonios entre personas
de distintas razas eran bastante comunes. Así surgió una población criolla de clase
media; a esa clase pertenecía Josefina, que se convirtió en emperatriz de Francia al
casarse con el mismo Napoleón.
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Es poco probable que Jeanne Duval perteneciera a esa clase si provenía
efectivamente de la Martinica, lo que, como al parecer era francófona, no deja de ser
una posibilidad.
Él escribió un comentario en Mon Coeur Mis à Nu: «Del odio que siente la gente
por la belleza. Ejemplos: Jeanne y la señora Muller». (¿Quién era la señora Muller?).
En la calle, los niños le lanzaban piedras a esa mujer tan alta y hechicera que,
cuando estaba borracha, se tambaleaba con esa dignidad vulnerable y tímida del
borracho que siempre invita a la burla y que siempre mantenía erguida la azorada
cabeza con su enorme cascada de cabellos sueltos con tanto orgullo como si apoyara
en ella un gran tiesto que contuviera todas las aguas del Leteo. Probablemente él la
haya conocido cuando lloraba porque los chicos de la calle le estaban lanzando
piedras y le gritaban «negra puta» o algo aún peor y le salpicaban los hermosos
volantes blancos de su crinolina con puñados de barro sacados de las acequias, donde
pensaban que debía estar por ser una puta que tenía la osadía de aventurarse hasta la
tienda de la esquina para comprar cigarros o un ordinaire o ron, con aire orgulloso,
como si fuera la emperatriz de todas las Áfricas.
Pero Jeanne era una emperatriz destronada, un miembro de la realeza en el exilio,
porque ¿no la habían privado acaso de las múltiples riquezas de todas esas tierras?
Le habían robado las puertas de bronce de Benin; los pechos de hierro de las
amazonas de la corte del rey de Dahomey; la esotérica sabiduría de la gran
universidad de Tombuctú; la urbanidad de las encantadoras ciudades del desierto ante
cuyas murallas revoloteaban los jinetes que recibían la noche con trompetas del doble
de largo de sus cuerpos. La Abisinia de santos negros y leones sagrados no alcanzaba
a ser una leyenda para ella. No sabía ni un ápice de aquellas sabanas en que los
hombres luchaban con los leopardos. Habían extirpado de sus recuerdos el magnífico
continente del que provenía su piel. La habían privado de su historia, era una
auténtica hija de la colonia. Esa colonia —blanca, arrogante— la había engendrado.
Su madre se había marchado con los marineros y su abuela la crió en un solo cuarto
con una cama cubierta de andrajos.
Su abuela le había contado: —Nací en el barco en el que murió mi madre y la
echaron al mar. Se la comieron los tiburones. Me amamantó una mujer de otra tierra
que había tenido un hijo que nació muerto. Y no sé nada de mi padre ni sé dónde me
concibieron, ni en que costa ni en qué circunstancias. Mi madre adoptiva murió poco
después de una fiebre que le dio en la plantación. Dejaron de amamantarme. Fui
creciendo.
Sin embargo, Jeanne conservaba una herencia negativa; si alguien trataba de
obligarla a hacer lo que no quería, si alguien trataba de destruir esa pepita acerada de
libre albedrío que se manifestaba en letargo, podría comprobar cómo había agotado la
paciencia de los misioneros y, de esa manera, había llegado a heredar ni tan siquiera
la autocompasión, sólo los veintinueve latigazos autorizados por la ley.
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La abuela de Jeanne hablaba el dialecto criollo, patois, ninguna otra lengua, lo
hablaba mal y se lo enseñó mal a Jeanne, que hizo todo lo posible por transformarlo
en un buen francés cuando llegó a París y empezó a combinarlo con palabras
grandilocuentes, pero lo convertía en un revoltijo, no ponía ningún empeño en ello,
por supuesto. Era como si le hubiesen cortado la lengua y le hubieran cosido otra que
no correspondía a la boca. Por lo tanto, se podría decir no que Jeanne no
comprendiera la lapidaria y convulsa serenidad de los poemas de su amante, sino que
para ella era un constante insulto. Se los recitaba por horas de horas y ella sufría, se
enfurecía y se irritaba al escucharlos, porque la elocuencia de él negaba su propio
idioma. La aturdía, y su aturdimiento era más profundo aún porque se manifestaba en
un parloteo violento, repleto de recriminaciones y reclamos llenos de errores
gramaticales que no iban dirigidos tanto a su amante —porque sentía bastante cariño
por él— como a su propia situación, a esa chica negra ignorante y terriblemente boba,
buena para nada; corrección: buena para una sola cosa, aunque las espiroquetas ya
fueran abriéndose paso aceleradamente a lo largo de su médula mientras acarreaba
todo el peso del olvido en su testa de amazona.
El más notable poeta de la alienación se encontró por casualidad con la perfecta
extraña; su unión era perfecta. En el fondo del corazón, él debe de haberlo sabido.
Jeanne conocía bien al albatros. Una valva de concha la había transportado totalmente
desnuda a través del Atlántico; apretaba un enorme puñado de rizos contra el pubis.
Los albatros ataban a los ventarrones mecedoras que los pequeños querubines negros
empujaban para que ella se hamacara.
Un albatros puede dar la vuelta al mundo en ocho días, si no se aleja de las
tempestades. Los marineros insultan a los pájaros; les dicen todo tipo de epítetos por
lo torpes que son en tierra, pero el viento, ¡ah!, el viento es su elemento; su dominio
del viento es absoluto.
Allá abajo, allá lejos, donde las nalgas del mundo vuelven a perder su redondez,
si se sigue bajando hacia el sur se llega al reino de los fríos eternos que es el
comienzo y el fin de nuestra vida en esta tierra, a esas cadenas de montañas de hielo
donde los vientos aúllan y rugen con un bramido de toro y donde no vive nadie, sólo
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el augusto pingüino con su levita parecida a la tuya, papá, el pingüino sumiso y digno
de cariño, que no se parece a ti, y que equilibra un precioso huevo entre las patas
mientras su querida esposa sale a pasear y se divierte todo lo que alguien puede
divertirse en la Antártida.
Si papá fuera como un pingüino, seríamos tanto más felices; no hay espacio para
dos albatros en esta casa.
El viento es el elemento del albatros, así como la domesticidad es el del pingüino.
En el tormentoso paralelo cuarenta y en el furibundo paralelo cincuenta, donde los
fuertes vientos soplan sin cesar de oeste a este entre las cimas más remotas de los
continentes habitados y la pesadilla azul de los hielos inhospitalarios, esos enormes
pájaros se deslizan encantados hacia el sur, muy al sur, tan al sur como para poner de
cabeza al irreal sur del poeta, con selvas plagadas de loros y playas deslumbrantes;
allá abajo, en el sur; la monocromía flemática y los pájaros que jamás levantan vuelo
son el único público de los prodigiosos aérielistes que viven en el ojo de la tormenta,
como los burgueses, papá, sentados muy modosos y tranquilos con los huevos junto a
las patas mientras observan a artistas como nosotros que desafían a la muerte en el
trapecio.
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fogosa, protestando primero, riéndose después, se fue con ellos, que vagaban por las
calles de madrugada, buscando algún lugar donde pudieran llevar a su trofeo a beber
otra copa y ella se puso a orinar en la calle, allí mismo, sin avisarles; no se escondió
en un callejón para hacerlo a solas; ni siquiera se soltó de su brazo, sino que se puso a
horcajadas sobre la acequia, con las piernas abiertas, y meó como si fuera lo más
natural del mundo. ¡Ah, las sorprendentes campanas chinas de esa cascada!
(En ese momento, su Lázaro se levantó y chocó con toda espontaneidad contra los
pantalones del poeta forrados como la tapa de un ataúd).
Jeanne se acomodó la falda con la mano que le quedaba libre mientras saltaba
sobre el charco que acababa de dejar, y él alcanzó a ver que se había manchado las
medias blancas en el tobillo. Su aterrorizada y exacerbada sensibilidad le hacía sentir
que el líquido era una especie de ácido orgánico que iba carcomiendo el tejido de
algodón, disolviendo las enaguas, el corsé, la camisa, el vestido que llevaba, la
chaqueta, de modo que ahora caminaba a su lado como un fetiche ambulante, salvaje,
obsceno, aterrador.
Él siempre usaba guantes de cabritilla rosa claro que le calzaban tan a la
perfección como los guantes de goma que usarían los ginecólogos años más tarde. Al
verlo juguetear con sus cabellos, ella se acordó serenamente de una amiga pelirroja
del cabaret que había hecho un corto noviciado en un burdel pero que abandonó la
prostitución al descubrir que gran parte de sus clientes sólo aspiraban a que les
permitiera eyacular en su espléndida melena digna de Ticiano. (¡Cómo se reían las
chicas con eso!). La pelirroja pensaba que, en general, esa porquería era menos
desagradable y más higiénica que el coito común y corriente, pero habría tenido que
lavarse los cabellos tan seguido que su corona, en realidad —era una pequeña criatura
de ojos estrábicos— su única gloria, iba a perder sus aceites esenciales y naturales.
Vendedora y artículo a la vez, la prostituta es su única inversión en el mundo y tiene
que cuidarse; la pelirroja bizca decidió no arriesgarse a malgastar su capital con tanta
imprudencia, pero Jeanne nunca tuvo ese carácter de comerciante, no creía
pertenecerse y se entregaba a todos salvo al poeta, al que respetaba demasiado para
ofrecerle un obsequio tan ambivalente a cambio de nada.
—Levántamela —dijo el poeta.
Los albatros son famosos por las travesuras con que se cortejan
en la época de celo. Se trata de bailes grotescos y torpes,
acompañados de grandes ceremonias, reverencias, picoteos y largos
gruñidos nasales».
Los pájaros del mundo, Oliver L. Austin Jr.
Los albatros no son buenos constructores de nidos. Les basta con una leve hendidura
en la tierra. O pueden ahuecar un pequeño montículo de barro. Sólo le hacen las más
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mínimas concesiones a la tierra. El poeta imaginaba el lecho de los dos, el nido del
albatros, como una residencia tan pasajera como ésa, en que la Suerte, la más
renombrada madame, hubiera encerrado juntos a esos dos extraños pájaros. En este
exilio pasajero todo es posible.
—Jeanne, levántamela.
¡Nada es fácil para este individuo! Convierte el coito en una representación digna
de la Comedie Française; lograr que eyacule es un drama en cinco actos con
entreactos de sainete y otros intermedios capaces de hacer llorar, y ¡cómo llora
después!, se siente avergonzado habla de su madre, pero Jeanne no puede recordar a
la suya y su abuela la regaló a un compañero de a bordo a cambio de un par de
botellas y 9 decía que estaba satisfecha con el negocio porque Jeanne ya estaba
empezando a meterse en líos y la ropa le iba quedando estrecha y comía demasiado.
Mientras desenmarañaban juntos la historia del pecado, el fuego se extinguió;
también la luna invernal, pequeña, blanca, brillante, que había en el rincón superior
izquierdo del rectángulo más alto de la izquierda, uno de los pocos sin empañar,
acompañada por su estrella satélite, recorrió el último tramo de su baja órbita en el
cielo oscuro. Mientras se esforzaba estoicamente por dar placer a su amante, como si
hubiera sido su campo de labranza, agotada por un esfuerzo que no recibiría
reconocimiento en este mundo, la luna y la estrella llegaron juntas al rectángulo
inferior de la derecha.
Si pudiesen verla, si no estuviera tan oscuro, les parecería la víctima de un robo;
sus ojos desolados son como abismos pero lo acuna en su regazo y lo consuela por
haberle revelado en su autodesprecio esos vestigios de naturaleza humana que le ha
dejado a ella en el cuerpo, por lo que la culpa amargamente, por lo que la exalta,
otorgándole la eternidad prometida por el poeta.
La luna y la estrella desaparecen…
Nadar dice que la vio alrededor de un año después de que Baudelaire muriera,
sordo, mudo y paralítico. El poeta, tan alejado de sí mismo al final que, en los últimos
meses antes de que el mal lo abatiera, cuando se vio reflejado en un espejo, hizo una
cortés reverencia, como si se tratase de un extraño. Le pidió a su madre que se
ocupara de Jeanne pero ella no le dio nada. Nadar dice que la vio renqueando por la
calle, con muletas, en dirección a una taberna; había perdido los dientes y, aunque
llevaba un trapo atado en la cabeza, alcanzó a darse cuenta de que su hermosa melena
había desaparecido. Su expresión habría aterrorizado a los niños. No se detuvo a
hablarle.
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Todos Sabemos que se pueden comprar dientes, que se pueden comprar cabellos.
Las mejores pelucas son las que se fabrican con el pelo que le cortan a las novicias en
los conventos.
El hombre se presentaba como su hermano, tal vez eran realmente hijos de la
misma madre, ¿por qué no? Ella no tenía la menor idea de lo que había ocurrido con
su madre, y este hermanastro hipotético, un mestizo de piel clara, apareció
inesperadamente en el momento preciso para hacerse cargo de sus caóticas finanzas
con la habilidad de un empresario nato, aunque a ella le hubiera dado lo mismo que
fuera Mefistófeles. Su hermano. Guardaron celosamente lo que el poeta había
alcanzado a darle a hurtadillas mientras agonizaba, cuando su madre no estaba
prestando atención. Cincuenta francos para Jeanne por aquí; treinta francos para
Jeanne por allá. El dinero se fue sumando.
Ella se sorprendió al descubrir cuánto valía.
A eso hay que añadirle la venta de un par de manuscritos, los que no había usado
para encender cigarros. Unos cuantos libros, sobre todo los que tenían floridas
dedicatorias. La venta de los gemelos y de cajones llenos de guantes de cabritilla
color rosa, casi sin usar. Su hermano sabía dónde deshacerse de ellos. Tiempo
después, cualquier recuerdo valioso del poeta, incluso sus torpes dibujos, se podían
vender por sumas increíbles. Le dejaron un portapliegos a un agente emprendedor.
Luciendo un vestido de tusor negro, con el rostro semiestragado pero compuesto
con esmero y oculto a medias por un velo favorecedor, Jeanne abandonó Europa
resoplando, en un barco de vapor que se dirigía al Caribe, como una respetable viuda
y, después de todo, no tenía siquiera cincuenta años. Podría haber sido la esposa
criolla de un funcionario público poco importante que regresaba a su patria después
de su muerte. Su hermano se le adelantó, para buscar el terreno que iban a comprar.
Ningún albatros interrumpió su viaje. Nunca pensó en la ruta de los esclavos,
salvo para comparar el cruce del Atlántico de su abuela con su agradable travesía. Se
podría decir que Jeanne se había encontrado a sí misma; había bajado de las nubes y,
con la ayuda de un bastón de marfil, caminaba perfectamente. El aire marino le sentó
bien. Decidió dejar de beber ron, excepto una copita antes de ir a acostarse, después
de hacer las cuentas.
Mírenla ahora, en los últimos años de su vida, vestida día a día de un negro
severo, apoyándose un poco en su bastón pero con la dignidad que sólo puede tener
alguien que ha logrado escapar de las garras de un león. Sale de la hermosa casa con
su galería cubierta de enredaderas.
—Buenos días, madame Duval —entona con zalamería el jardinero. ¡Qué dulce
sonido! Lleva al banco las ganancias de la noche anterior.
—Muchas gracias, madame Duval. —Apenas las saboreó por primera vez, se
convirtió en una glotona ávida de deferencias.
Hasta el final, cuando ya muy anciana sucumbe al dolor en los huesos y un
cortejo de chicas desoladas la acompaña al cementerio, seguirá dispensando a los
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miembros más privilegiados del gobierno colonial, a un precio razonable, la
verdadera, la auténtica, la genuina sífilis baudeleriana.
Los demás poemas de Les Fleurs du Mal que, según se supone, se refieren a Jeanne
Duval, se conocen como El ciclo de la Venus negra y entre ellos figuran «Las joyas»,
«La cabellera», «La serpiente que danza», «Perfume exótico», «El gato», «Te adoro
como adoro la bóveda nocturna», etc.
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EL BESO
Los inviernos del Asia central son sombríos y de un frío penetrante, los veranos
sudorosos y malolientes traen mosquitos, cólera y disentería, pero en abril el aire
acaricia como el roce de la piel de los muslos y el aroma de todos los árboles floridos
impregna el vaho sofocante de las letrinas de la ciudad.
Cada ciudad tiene su propia lógica. Imaginen una ciudad de líneas rectas,
geométricas, trazadas con las tizas de colores de un niño, en ocre, en blanco, en
terracota pálido. Las galerías bajas y claras de las casas parecen surgir de la tierra
blancuzca, rosada, como si hubieran nacido de ella en lugar de haber sido
construidas. Todo está cubierto por una capa delgada y arenosa de polvo, parecida al
polvillo que dejan las tizas en los dedos.
En contraste con esa palidez descolorida, las superficies iridiscentes de los
azulejos de cerámica que cubren los antiguos mausoleos son un embeleso para la
vista. Al mirarlo, el azul palpitante del Islam se convierte en verde. Bajo una cúpula
bulbosa en la que alternan el lapislázuli y el verde hoja, en una tumba de jade yacen
los restos de Tamerlán, el flagelo de Asia. Visitamos una ciudad realmente fabulosa.
Estamos en Samarkanda.
La revolución les prometió vestidos de seda a las campesinas de Uzbekistán y al
menos ésa fue una promesa que no dejó de cumplir. Las mujeres lucen túnicas de raso
liviano, rosa y amarillo, rojo y blanco, negro y blanco, rojo, verde y blanco, con
franjas difusas de colores que encandilan como una ilusión óptica, y se adornan con
joyas de vidrio rojo.
Da la impresión de que siempre anduvieran con el entrecejo fruncido porque se
pintan una gruesa línea negra que cruza las dos cejas sin dejar un espacio en el medio.
Se delinean los párpados con kohl. Su aspecto es impresionante. Dividen sus largos
cabellos en dos o tres decenas de trenzas arremolinadas. Las jóvenes usan pequeños
bonetes de terciopelo bordados con hilos de metal y abalorios. Las mujeres mayores
se cubren la cabeza con un par de pañuelos de lana con dibujos de flores, uno ceñido
sobre la frente, otro que cae suelto hasta los hombros. Nadie ha usado velo durante
sesenta años.
Las mujeres caminan con tanta resolución como si no vivieran en una ciudad
imaginaria. No saben que tanto ellas como los hombres cubiertos con turbantes,
chaquetas de cuero de oveja y botas son criaturas tan extraordinarias para los
extranjeros como un unicornio. Con todo su exotismo deslumbrante e inocente, viven
en abierta contradicción con la historia. No saben lo que yo sé acerca de ellas. No
saben que esta ciudad no es todo lo que hay en el mundo. Lo único que conocen del
mundo es esta ciudad, bella como una ilusión, en la que crecen lirios en las acequias.
En el salón de té, un loro verde picotea los barrotes de su jaula de mimbre.
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El olor del mercado es penetrante y agreste. Una chica con una raya negra sobre
las cejas rocía rábanos con el agua que va sacando de un vaso. A comienzos de año,
sólo se pueden comprar los frutos secos —albaricoques, melocotones, pasas— que
quedan del verano pasado, excepto unas pocas granadas, valiosísimas, arrugadas, que
conservan en aserrín durante el invierno y que ahora descansan abiertas en los
puestos para enseñar el húmedo nido de granates que hay en su interior. Las pepitas
saladas de albaricoque, aún más deliciosas que los pistachos, son una especialidad de
Samarkanda.
Una vieja vende calas. Hoy por la mañana, bajó de las montañas, donde los
tulipanes silvestres florecen como enormes burbujas sanguinolentas, y las tórtolas
engatusadoras anidan entre las rocas. A la hora del almuerzo, la mujer remoja
pedazos de pan en un tazón de leche cortada y mastica lentamente. Cuando haya
vendido las flores, regresará al lugar donde crecen.
Apenas parece vivir en lo temporal. O bien, es como si estuviera esperando que
Sherezada vea llegar el postrero amanecer y, después de su último cuento, se quede
en silencio. Entonces, la vendedora de calas podría desaparecer.
Una cabra mordisquea jazmines silvestres entre las ruinas de una mezquita
construida por la hermosa esposa de Tamerlán.
La esposa de Tamerlán comenzó a construirle esta mezquita para darle una
sorpresa, mientras él luchaba lejos en las guerras, pero cuando le avisaron que estaba
por regresar enseguida, todavía quedaba un arco sin terminar. Se dirigió directamente
a hablar con el arquitecto y le suplicó que se diera prisa, pero el arquitecto le
respondió que sólo terminaría su trabajo a tiempo si ella le daba un beso. Un beso, un
solo beso.
La esposa de Tamerlán no sólo era muy hermosa y virtuosa, sino también muy
astuta. Fue al mercado, compró una canasta de huevos, los hirvió y los pintó de doce
colores distintos. Hizo llamar al arquitecto al palacio, le mostró la canasta y le pidió
que eligiera un huevo y se lo comiera. Él eligió un huevo rojo. ¿Qué sabor tiene? El
sabor de un huevo. Le pidió que comiera otro.
Él eligió un huevo verde.
¿Qué sabor tiene este huevo? El mismo que el del anterior. Otro más.
Él se comió un huevo color púrpura.
Un huevo sabe igual que cualquier otro huevo, dijo, si los dos están frescos.
¿Ve usted?, dijo ella. Cada huevo parece distinto a los demás, pero todos tienen el
mismo sabor. Puede besar a cualquiera de mis criadas, la que prefiera, pero déjeme en
paz.
Está bien, dijo el arquitecto. Pero regresó poco después, llevando una bandeja con
tres escudillas y se podría haber pensado que las tres estaban llenas de agua.
Beba de estas escudillas, le dijo.
Ella tomó un sorbo de la primera, luego un sorbo de la segunda; pero cuando
bebió de la tercera empezó a toser y a escupir porque no contenía agua sino vodka.
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El vodka y el agua parecen iguales pero su sabor es muy distinto, dijo él. Y lo
mismo ocurre con el amor.
Entonces, la esposa de Tamerlán besó al arquitecto en los labios. Él regresó a la
mezquita y terminó el arco el mismo día en que el victorioso Tamerlán entró
cabalgando en Samarkanda con su ejército y sus estandartes y jaulas repletas de reyes
cautivos. Pero cuando fue a visitar a su esposa, ella se apartó de él porque ninguna
mujer puede regresar al harén después de haber bebido vodka. Tamerlán comenzó a
azotarla con un látigo hasta que ella confesó que había besado al arquitecto y
entonces él envió a los verdugos directamente a la mezquita.
Los verdugos encontraron al arquitecto en lo alto del arco y corrieron escaleras
arriba con los cuchillos desenvainados, pero cuando él los oyó acercarse le crecieron
alas y se fue volando hacia Persia.
Éste es un relato de contornos simples, geométricos, de colores tan puros como
las tizas de colores de un niño. La esposa de Tamerlán de este relato se habría pintado
una raya negra a lo ancho de la frente y habría recogido sus cabellos en decenas y
decenas de pequeñas trenzas, como cualquier otra mujer de Uzbekistán. Habría
comprado rábanos blancos y rojos en el mercado para prepararle la cena a su esposo.
Después de huir de él, probablemente se haya ganado la vida vendiendo en el
mercado. Tal vez vendía calas.
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NUESTRA SEÑORA DE LA MATANZA
Mi nombre no viene al caso porque en el Viejo Mundo usé varios, de los que ahora
no voy a hablar; también tengo un nombre que se puede llamar el de la selva, del que
no hablo nunca; y, ahora, también tengo el nombre que uso aquí, así que mi nombre
no tiene nada que ver conmigo ni mi vida tiene nada que ver con lo que soy. Pero vi
la luz por primera vez en el condado de Lancashire en la Vieja Inglaterra, en el año
16… de Nuestro Señor, mi padre era un pobre peón de una granja y mi mamá y él se
murieron de la peste cuando yo era una criatura, así que yo y mis hermanitas y mis
hermanitos que quedábamos vivos fuimos a dar a la parroquia y no sé qué habrá sido
de ellos, pero, en lo que a mí respecta, sabía coser un poco y limpiar así que a los
nueve o diez años me dejaron como criada para hacerle todo el trabajo a una anciana
que era de nuestra parroquia.
Esta anciana, la señorita se podría decir, no se casó nunca y después vine a
descubrir que era católica, aunque se lo tenía bien callado, y en una época había sido
mucho más rica que lo que era. Además, su padre, que quería tener un varón pero no
tuvo ningún otro hijo aparte de ella, le enseñó latín, griego y un poco de hebreo y le
dejó un enorme telescopio con el que miraba el cielo desde el tejado de su casa
aunque veía tan poco que tenía que imaginarse lo que no veía, porque decía que tenía
mala vista para las cosas de este mundo pero muy buena para las cosas del otro.
Muchas veces me dejaba echar una mirada a las estrellas, también, porque yo era su
única compañía, y me enseñó el alfabeto, como pueden ver, y me habría enseñado
todo lo que sabía si no hubiera hecho lo que hizo apenas llegué, que fue hacerme un
horóscopo, porque su padre le había dejado las cartas y los aparatos del zodíaco. Y,
después, me dijo que nunca en mi vida iba a necesitar el idioma de Homero, pero en
cambio me enseñó un poco de hebreo como para hablar, por lo que les voy a contar.
Porque las estrellas, que había consultado para su querida niña, como le gustaba
llamarme, le aseguraron que yo iba a hacer un largo viaje por el océano y que iba a
llegar al Nuevo Mundo y allá iba a tener un niño bendito que sería hijo de un hijo de
padres que nunca se subieron al Arca de Noé. Y, de esa consulta, en la que se había
dejado los ojos, llegó a la conclusión de que esos «hombres rojos de la selva» tenían
que ser la tribu perdida de Israel, así que me enseñó a decir «shalom» y las palabras
que quieren decir «amor» y «hambre» y muchas otras palabras que después me
olvidé, para que pudiera hablar con mi marido cuando lo conociera. Y si no hubiera
sido una chica juiciosa me habría revuelto la cabeza con todos sus disparates porque
estaba convencida de que las estrellas le habían dicho que me iba a convertir ni más
ni menos que en Nuestra Señora de los Hombres Rojos.
Porque me dice que ese país que hay al otro lado del mar se llama Virginia, y que
le pusieron ese nombre por la madre de Dios Todopoderoso, y que sus ríos salen
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directamente del Edén, así que, cuando convirtieran a los nativos a la verdadera fe
—«te encomiendo esa tarea, hija mía», y me larga una retahíla de avemarías—,
cuando eso sucediera, ¡ah!, entonces el mundo entero se iba a terminar y los muertos
iban a salir de sus ataúdes y todos los que lo merecieran se iban a ir al cielo y mi niño
iba a estar mirando todo desde arriba con una corona de oro en la cabeza. Entonces se
ponía a parlotear en latín y a persignarse. Pero nunca le dije a nadie que era católica
ni que se dedicaba a mirar el cielo, tampoco, porque la habrían colgado por hereje, la
habrían colgado por bruja a la pobre.
Un día la buena vieja se acuesta y no se levanta más y vienen sus primos y se
llevan todo lo que les parece que tiene algo de valor, pero no tienen un lugar para mí
en su casa así que me las tengo que arreglar sola.
Se me mete en la cabeza la idea de marcharme a Londres, porque se me ocurre
que allá me puede ir bien, y me largo por el camino, durmiendo en los graneros y en
los setos porque era una chica fuerte y el tiempo es bueno, en total cinco días.
Cuando llego a Londres, me robo mi primer pedazo de pan para no morirme de
hambre, y eso me lleva directamente a la perdición porque un caballero que me está
mirando cuando me meto el pedazo de pan en el bolsillo, en vez de ponerse a gritar y
a chillar, me sigue hasta que salgo a la calle, me agarra del brazo y me pregunta sí es
por necesidad o por inclinación que hago eso. Me pongo furiosa: —¡Por necesidad,
señor! —le digo, y él me dice que a una chica tan linda de Lancashire no tendría que
faltarle nada mientras el esté vivo y entonces me lisonjea y me engatusa para que me
vaya con él a una habitación con una cama en una posada donde lo conocen muy
bien. Cuando se da cuenta de que nunca había hecho eso antes, se pone a llorar; se
golpea el pecho porque le da vergüenza porque me pervirtió; me da cinco soberanos
de oro, nunca había visto tanto dinero junto en toda mi vida; y se va a la iglesia, por
lo menos eso es lo que me dice, para pedir perdón, y nunca más lo veo. Así que me
eché a la mala vida con mi primer pecado, que me trajo buena suerte, y la «chica de
Lancashire» se metió bien rápido en un buen negocio y se convirtió en «la puta de
Lancashire».
Si me hubiera gustado eso de ser una puta honrada, seguro que ahora andaría
vestida de seda paseándome en mi coche por Cheapside y nunca habría probado el
amargo pan del exilio. Pero se podría decir que apenas le eché el ojo a las monedas
que tenía ese hombre fue como si me hubiera enamorado de repente y aunque la
necesidad me convirtió en una ladrona, al principio, la codicia me hizo
perfeccionarme en ese arte y el trabajar de puta era como una «pantalla» para robar
porque mis clientes, que se ponían como ciegos con la lujuria y que muchas veces se
atontaban con licor, eran más fáciles de desplumar, así vivos, que un ganso muerto.
Lo que me hizo terminar en Newgate fue el reloj de oro que le saqué de la
pechera a un concejal de la ciudad, porque me peleé con la dueña de la casa por el
alquiler y, por despecho, ella presentó una denuncia al juez en nombre de él. Así que,
como decía mi señorita de Lancashire, atravesé el océano en un barco para ir a
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Virginia pero en un barco lleno de presidiarios. Me quemaron una mano para
marcarme, como hacen con los condenados, y me vendieron para cumplir mi condena
en una plantación durante siete años, y me dijeron que después de eso de nuevo iba a
ser una mujer libre.
Mi amo me tomó simpatía, porque todavía no tenía más de diecisiete años, y me
sacó de las plantaciones de tabaco y me puso en la cocina. Pero al capataz no le gustó
nada eso de que no me pudiera pegar más con el látigo, y me molestaba sin
misericordia, porque había sido una puta en Cheapside y no tenía que dármelas de
señorita honrada con él en Virginia. Cuando estoy sola en la casa, porque mi amo se
había ido a la iglesia un domingo por la mañana, el capataz me mete una mano en el
pecho y la otra me la mete por debajo de la falda y dice que lo voy a tener que hacer
quiera o no quiera. Yo agarro el cuchillo de trinchar y le corto de un tirón las dos
orejas, primero una, después la otra. ¡Qué horror!, tanta sangre como para cazar
jabalíes; él se pone a rugir, echa maldiciones, yo salgo corriendo al jardín con el
cuchillo en la mano, chorreando sangre.
El jardinero, que viene con una cesta llena de verduras, me ve tan aturdida que me
grita:
—¿Qué pasa, Sal?
—¡Hombre! —le digo yo—, es que el capataz trató de echárseme encima y le
corté las orejas y le habría cortado los huevos también.
El jardinero, que era un negro bonachón y un esclavo también y tema que
aguantar muchas veces el látigo del capataz, no puede dejar de reírse y me dice:
—Entonces, tienes que largarte a la selva, Sal, y ponerte en manos de la
misericordia de los indios salvajes. Porque si no te ahorcan.
Me da su pañuelo con un poco de comida y un yesquero que llevaba encima,
escondo todo en el bolsillo del delantal, y me escapo corriendo de la plantación, les
aseguro, así que además de todos mis delitos cometo el más horrendo: huir de la
esclavitud.
Soy muy andariega, como se habrán dado cuenta por lo que anduve desde
Lancashire a Londres, y cuando se hace de noche y me siento a comer el pedazo de
pan y el tocino que me dio el jardinero ya estoy a unas quince millas de la plantación
y el camino es difícil porque mi amo ha cortado los árboles del bosque para cultivar
tabaco. Mi plan es caminar hasta donde los ingleses ya no mandan, porque he oído
que también hay españoles y franceses en esta costa y, entonces, pienso que puedo
seguir trabajando en lo mío entre desconocidos porque lo único que necesita una puta
para trabajar es su propio cuerpo.
Tengo que decirles que yo no sabía ni una pizca de geografía y por eso se me
ocurrió que desde Virginia a Florida habría unos diez o doce días de camino, no más,
porque sabía que estaba muy lejos y no se me ocurría que nada podía quedar más
lejos que eso, porque entonces no sabía lo grande que son las Américas. En cuanto a
los indios, ¡vamos!, pensé, sí pude mantener a raya al capataz con mi cuchillo, con
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los indios no voy a tener ningún problema si me llego a encontrarlos, así que dormí
como un tronco bajo el cielo, por la mañana me guié por el sol, y seguí caminando.
En los arroyos había agua fresca y como era la época de las bayas me desayuné
con un poco de fruta, pero a la hora de la cena me empezaron a sonar las tripas y me
puse a buscar algo más consistente. Cuando vi que los matorrales estaban llenos de
animalejos y de pájaros que había visto nunca, pensé: «¿Para qué voy a pasar hambre
cuando… las puedo ingeniar?». Entonces até los cordones de los zapatos para hacer
una trampita y cogí un bicho chico, pardo y peludo, parecido a un conejo pero sin
orejas, lo degollé, le saqué la piel y lo tosté en la punta de mi cuchillo en un fuego
que hice con la bendita yesca queme había dado el jardinero. Lo único que me faltaba
era sal y un poco de pan.
Después de comer, me di cuenta de que los robles estaban llenos de bellotas en
esa época y se me ocurrió que podía molerlas entre dos piedras planas, con un poco
de esfuerzo, y hacer una especie de harina, como se hacía en casa cuando no había
nada. Me puse a pensar que podía mezclar esa harina con agua y hacer una masa.
Entonces podía hacer bollos y cocerlos en las cenizas de la fogata y tener pan para
comer con la carne. Y, si quería comer pescado un día viernes, como hacía mi
señorita en Lancashire, podría hacerle cosquillas a una de las muchas truchas que
había en el arroyo, que es algo que cualquier chica de campo sabe hacer y que es muy
parecido a meter la mano en el bolsillo de alguien. También se me ocurrió que si
ponía a secar moras al sol se mantendrían dulces por meses de meses. Cuando me
puse a hacer planes para tanto tiempo sobre mi comida, me dije: ¡vaya!, me las puedo
arreglar perfectamente en el bosque por una temporada, ¡aunque tenga que comer
carne sin sal!
Porque, me dije, tengo un arma y tengo fuego y el clima es agradable y la tierra
fértil; ¡seguro que en este paraíso terrenal no me voy a morir de hambre! Me puedo
hacer un refugio con ramas y quedarme aquí hasta que se olviden del lío del capataz
desorejado y entonces me puedo largar hacia el sur cuando se me antoje. Además,
para ser franca, estaba hasta las narices con la hediondez de la gente para que me
gustara la idea de volver muy rápido al mundo en un burdel de Florida. Pero se me
ocurrió que podía caminar un poco más, para no arriesgarme, y meterme más adentro
en la selva, para que ningún grupo de cazadores me pudiera encontrar y me fueran a
echar el laxo de nuevo. Eso sí que me daba mucho miedo y les puedo asegurar que
tema más miedo de los blancos, porque ya los conocía, que de los hombres rojos, que
en ese entonces no conocía todavía.
Así que seguí caminando otro día más, comiendo lo que encontraba sin ningún
problema; y otro día y entonces ya no oía más que los cantos de los pájaros; pero al
día siguiente oigo cantar a una mujer en un claro del bosque y veo que es una de las
de la tribu de los salvajes y se me ocurre matarla, antes que me mate a mí, pero
entonces veo que no lleva ninguna arma y que anda recogiendo hierbas y metiéndolas
en una bonita cesta. Entonces me echo a un lado para esconderme por si fuera una
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criada india del dueño de una plantación, aunque me parece que donde estoy nunca
anduvo nadie de mi tierra. Pero ella se da cuenta de que las hojas se mueven y salta
tan rápido como si hubiera visto un fantasma, tan rápido que deja caer la cesta y todas
las hierbas se desparraman.
No lo pienso ni un segundo y me abalanzo a recoger las hierbas como si estuviera
en Cheapside y corriera a ayudarle a una vendedora de fruta a la que se le cae su cesta
de manzanas.
La mujer ve la marca que tengo en la mano y gruñe para sus adentros, como si
supiera lo que eso significa y no me fuera a tener miedo por eso o, más bien, como si
no me tuviera miedo por eso pero, de todos modos, no le gusta mi cara. Se echa atrás
aunque recoge la cesta que le paso como si me fuera a dejar en el bosque. Pero ella
me impresiona, es una mujer guapa, no es roja sino de un maravilloso color oscuro y
se me ocurre abrirme el corpiño y mostrarle el pecho, para que entienda que, aunque
tengo la piel más clara, puedo amamantar igual que ella, y estira una mano y me toca
el pecho.
Era una mujer ni joven ni vieja vestida nada más que con una falda de cuero y
cuando vio mi corsé —porque todavía llevaba mi ropa de Inglaterra aunque toda
andrajosa— lanzó un gruñido y me hizo un gesto, tal como yo pensaba, porque los
indios no conocían esas barbas de ballena. Así que me saco el corsé y lo tiro a un
matorral y después de eso respiro mucho mejor. Entonces me pide, con un gesto
también, que le dé el cuchillo grande que llevo en el delantal. «Ahora sí que estoy
frita», pienso, pero igual se lo paso y ella se sonríe, aunque poco, porque esos
salvajes no son ni la mitad de expresivos que nosotros, y dice una palabra que yo
pienso que quiere decir «cuchillo». Repito la palabra y se lo enseño, pero ella niega
con la cabeza y pasa el dedo por la hoja, entonces yo digo, después de ella, «afilado».
O una palabra que en inglés podría ser «agudo». Y ésa fue la primera palabra del
idioma de los algonquinos que dije en mi vida, aunque no la última ni mucho menos.
Entonces, cuando veo que por la forma de su cuerpo parece que esta vieja no hubiera
tenido hijos y acordándome de la Reina Virgen de la que me hablaba la señorita, hago
la prueba y le digo «shalom». Repite muy amable la palabra pero me doy cuenta de
que para ella no quiere decir nada.
Me hace un gesto; ¿quiero irme con ella? ¡El capataz nunca me va a venir a
buscar entre los hombres rojos! Así que me marcho con ella al pueblo de los indios y
así, no de otra manera, es que me «llevaron» con ellos a pesar de lo que dice el
reverendo, que me llevaron a la fuerza, contra mi voluntad, arrastrándome del pelo, y
si eso es lo que él quiere creer, que lo crea entonces.
Tenían un pueblo limpio y bonito, con una empalizada de madera alrededor o una
valla, las casas eran de corteza de abedul y estaban rodeadas de jardines con unas
ramas que tenían calabazas y en el aire había un olor delicioso de la carne que
estaban cocinando, porque ya casi era la hora de la cena. Estaban guisando eso que
ellos llaman succotash en una gran marmita encima de una fogata y había una salvaje
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desnuda en cuclillas delante del fuego, de lo más tranquila, aventándolo con un
abanico de corteza de abedul. Alrededor del pueblo había unas plantaciones de tabaco
y de maíz muy cuidadas y había un río cerca. Pero no vi ni un solo animal, ni vacas ni
caballos ni pollos, porque no crían animales. La mujer me lleva a su cabaña, donde
vive sola ocupándose de sus cosas, y me da agua para que me lave y un montón de
plumas para que me seque, así que me siento bien reanimada.
Yo había oído que esos indios eran monstruos asesinos, y que tenían la costumbre
de comerse a los muertos, pero había unos críos hermosos, todos desnudos, jugando
en la tierra con sus muñecos, ¿cómo se iban a alimentar esos tesoros con carne de
muertos? Y mi «madre» india, porque yo la empecé a llamar «madre» al poco tiempo,
me aseguró que sus primos de más al norte asaban los muslos de los prisioneros y se
los repartían como en una ceremonia, así que se podría decir que eso era una comida
sacramental, que para honrar a los muertos se los engullían; y muchas veces discuto
con el reverendo por eso, yo le digo que la cena de los iroqueses no es más que una
misa de los salvajes. Y el reverendo me dice que yo viví tanto tiempo al lado de
Satanás que me acostumbré a lo que hace o que la misa de los beatos católicos no es
más que el festín de los iroqueses con todos bien vestidos.
Lo que yo digo es que lo único que comía con los indios es pescado o aves o
animales que cazaban, hervidos o asados, además de maíz guisado de distintas
maneras, judías, calabazas cuando es temporada, etc., y que esta comida es tan sana
que pocas veces se ve a alguien enfermo entre ellos y nunca vi allá a nadie que
estuviera tullido o que le dolieran las muelas o con los ojos rojos o encorvado de
viejo.
Como hacía calor, al principio me avergoncé cuando vi a todos los salvajes
desnudos, porque en esa época del año los hombres no llevaban más que un taparrabo
y las mujeres se echaban un trapo encima no más. Pero al poco tiempo no me llamó
más la atención y cambié mis enaguas por una piel que me dio mi madre y también
me dio un collar, con cuentas que hacen con conchas, porque me dijo que no había
tenido una hija propia a la que mimar hasta que el bosque le había dado ésta, y que
estaba agradecida a los ingleses por abandonarla.
La bondad de esta mujer no tenía límites y yo vivía en la cabaña con ella, que no
tenía marido porque era, como se podría decir, la partera de la tribu y todo el tiempo
tenía que andar preocupándose de las mujeres que estaban por tener críos. Y lo que
estaba haciendo en el bosque la primera vez que la vi era juntar hierbas para hacer
unas pociones que les quitaban el dolor a las mujeres cuando estaban pariendo o en
sus días.
¿Cómo vive esa gente ala que le dicen semisalvaje? Los hombres no se afanan
mucho, pasan todo el día descansando y sin hacer nada, salvo cuando salen a cazar o
cuando pelean con los enemigos, porque todas las tribus están peleando todo el
tiempo entre ellas y también con los ingleses; y el werowance, como lo llaman, que
no es el jefe o el que manda en el pueblo, aunque los ingleses dicen que sí, es el
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hombre que va adelante en las batallas, así que es más valiente que los generales
ingleses, que les dan órdenes a sus soldados desde atrás.
Lo que yo hacía era quedarme con mi madre india en su cabaña y ella me iba
enseñando las costumbres de los indios, como sentarme en cuclillas en el suelo para
comer la comida que ponía sobre uña estera delante de mi porque no tenía muebles.
Aprendí a curtir pieles y a hacerme vestidos con ellas, con piel de castor y de otros
animalejos, y a adornarlas con conchas y plumas. Tenía el estuche de costura en el
bolsillo del delantal y a mi madre le gustaron mucho las agujas de acero que tenía, y
también el yesquero, y se alegró mucho cuando le di todas esas cosas y decía que el
cuchillo era una cosa tan útil que era maravillosa, porque ellos no sabían cómo
trabajar los metales aunque las mujeres hacían buenas vasijas con barro del río y
después las cocían en una fogata y lo hacían muy bien, y ningún hombre tenía barba,
porque se las ingeniaban para afeitarse por todas partes con navajas de piedra.
Y tengo que reconocer que tenían unos cuantos rifles, porque poco antes de que
me instalara con ellos había venido un escocés que les dio rifles y licor a cambio de
vestidos con adornos, y no voy a decir nada de los efectos del licor, sólo que los
enloquece; pero, volviendo a los rifles, aprendieron muy rápido cómo había que
usarlos.
Cuando llegaba la época de la cosecha, sacaban el maíz, un maíz raquítico y muy
malo, diría yo, con unas mazorcas que eran apenas un poco más grandes que mi
pulgar, y hacíamos hoyos de dos metros o más en la tierra y ahí poníamos a secar y
guardábamos el maíz que no nos comíamos. Pero para hacer los hoyos había que
trabajar mucho porque las únicas palas y azadas que tienen son las que les roban a los
ingleses, así que nos arreglábamos con unos palos o con huesos de venados. Y si
alguna vez tuve una pelea con los de mi tribu fue porque los hombres no hacían nada
de este trabajo de agricultura, aunque es un trabajo pesado, sino que se van a pescar
al arroyo o a cazar venados o se ponen a bailar y a hacer otras ridiculeces que dicen
que sirven para que crezca el maíz.
Pero mi madre me dijo:
—No tiene nada de malo y así los hombres no se meten en esto.
Cuando empezó a cambiar el tiempo, yo ya parloteaba tan bien en el idioma de
los indios como si hubiera nacido hablándolo, aunque no tenía ni una palabra de
hebreo así que se me ocurre que mi señorita de Lancashire estaba equivocada cuando
decía que eran la tribu perdida de Israel, y, en cuanto a eso de convertirlos a la
verdadera fe, estaba tan ocupada con una cosa y con otra que nunca me puse a
pensaren eso. Y en cuanto a mi cara pálida, ya al final de la cosecha estaba tan oscura
como la de todos ellos y mi madre me tino el pelo con un tinte negruzco, así que se
acostumbraron a que estuviera ahí, entre ellos, y a los seis meses se podría decir que
la mujer que yo llamaba «mi madre» era mi propia madre y que yo era absolutamente
india, aunque mis ojos azules les seguían pareciendo extraordinarios.
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Pero a pesar de todo el cariño que nos temamos, yo habría seguido pensando en
marcharme a Florida cuando hiciera más frío, porque los hábitos y las costumbres
pesan mucho, si no me hubiera fijado en un guerrero de esa tribu que no tenía mujer
propia y él también se fijó en mí aunque nunca dice ni una sola palabra, pero parece
que durante todo ese tiempo lo que quiere es hacer lo que se debe conmigo, hasta que
al final mi madre me dijo: —Ese Nogal Alto que tú conoces quiere que seas su mujer.
—Nogal Alto es lo que quiere decir su nombre en inglés, un nombre tan común
entre ellos como podrían ser James o Matthew en Lancashire.
Y cuando oí eso me puse a llorar, porque él era un buen hombre.
—¿Cómo puedo ser la mujer de ese buen hombre, madre, cuando fui una mala
mujer en mi tierra?
—¿Una mala mujer? —me pregunta—. ¿Qué es eso?
Entonces le conté cómo me ganaba la vida en Cheapside y cómo resulta que era
una ladrona por vocación. Y en cuanto a eso de ser una puta, se sorprendió mucho
cuando le dije que los ingleses pagaban por lo que yo les vendía, porque las indias lo
dan sin pedir nada a cambio o no lo dan y cuando le digo que ya no soy virgen, se
pone a reír y me dice: —Si no sirvieras para nada, nadie te habría tomado. —Lo que
le duele es que haya sido ladrona, hasta que al final me dice:
—Mira, criatura, ¿tú robarías una escudilla o un cinturón de wampun o una túnica
de mi cabaña y te la guardarías y me la negarías?
—¿Cómo podría hacer eso, madre? —le digo—. Si necesitara algo, quizá lo
usaría y después se lo daría de nuevo como usted hace con las agujas y el yesquero y
el cuchillo. Y lo mismo haría con ése y con el otro… —le digo, hablando de nuestros
vecinos—. Y honestamente no hay nada en todo el pueblo que me haga sentir la
codicia de antes, y en cuanto a mi comida, si necesito comer algo, puedo comer de
cualquier marmita en las tierras de los indios porque ésa es la costumbre. Así que ni
el deseo ni la necesidad me pueden hacer robar aquí.
—Entonces eres una buena mujer a pesar de lo que crees, aquí, entre los indios, y
yo creo que vas a seguir siendo buena —me dice—. ¿Por qué no te casas con ese
joven?
Bueno, algunos hombres del pueblo, como el general y el cura, que lo llamo así
porque se preocupaba de las cosas de la religión, no tenía ni una mujer sino tres o
cuatro para labrarles las tierras y a mí eso no me gustaba, yo quería ser la única mujer
que viviera con mi marido, un capricho que tenía de los viejos tiempos y no podía
sacármelo de la cabeza, Y ella no entiende por qué, aunque nunca había sido la mujer
le ningún hombre, porque, como me decía guiñándome un ojo, no le gustaba mucho
el sexo y prefería estar con las mujeres.
—Somos muy honestos y muy decentes en esta cuestión del matrimonio como
para dejar que eso se entrometa entre una mujer y sus amigas —me dice—. Mientras
más mujeres tiene un hombre, más acompañadas están, más rodillas hay para mecer a
los niños y más trigo pueden plantar, así que todas viven mucho mejor juntas.
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Pero de todas maneras yo le digo que quiero ser su única mujer o que nunca me
voy a casar con él.
—Escúchame, criatura —me dice—. ¿Es que no me quieres?
—Sí, sí que la quiero —le digo—, con todo mi corazón.
—Entonces, si tu galán quisiera casarse con las dos, ¿me querrías menos por eso?
Agacho la cabeza y no le contesto nada porque me da miedo que le pida a mi
enamorado que se case con ella también, porque estoy tan loca por él que me cuesta
creer que otra mujer, por terca que fuera, no se iría con él si tuviera la mitad de las
posibilidades que tengo yo. Entonces me da una palmada en el culo y me grita:
—¿Ves, mi niña, qué terrible es eso de los celos, que incluso puede hacer que una
hija se pelee con su madre?
Pero después se ablanda cuando me ve llorar de avergonzada que estoy y dice que
es muy vieja y testaruda para pensar en casarse y, además, mi enamorado está tan
fascinado conmigo que se va a casar como yo diga al estilo inglés. Porque a ellos les
enseñan a querer a sus mujeres y a dejarlas hacer lo que quieran aunque se casen con
muchas, y si yo quiero trabajar como loca arando con mis dos manos mi pedazo de
tierra para plantar maíz, él no se va a meter en eso.
Nos casamos cuando la siembra del maíz, que celebran con un montón de cantos
y de bailes aunque somos las mujeres las que nos rompemos el espinazo sembrando.
Se cumple un año desde que llegué al pueblo, llega el invierno de nuevo y en la
primavera ya tengo una buena barriga porque dentro de poco le voy a dar a mi marido
un pequeño guerrero. Era maravillosa la ternura de mi marido, que se me acercaba
cuando el sol estaba muy fuerte y me hacía sudar y me cansaba y me ponía pesada y
de mal humor, tanto que muchas veces Juraba que quería estar de vuelta en
Inglaterra; pero él se aguantaba todo eso.
Entonces, en esa época, el general del pueblo llama a una asamblea para decidir
cómo pueden hacer todas las tribus de esta región para no Pelear más entre ellas y
formar un gran ejército para hacer que los ingleses vuelvan al lugar de donde
vinieron, pero, en cambio, algunos de los otros dicen que deberían firmar un tratado
con los ingleses contra las otras tribus que son sus enemigos naturales para conseguir
que los ingleses les den más rifles.
Pero yo les mando a decir con mi marido —las mujeres no van a esas asambleas
aunque tienen la costumbre de mandar recados con sus maridos—, les mando a decir
que para echar a los ingleses se necesitarían todas las tribus del continente, y que de
todos modos los ingleses sólo se marcharían para volver de nuevo con muchos más
hombres, porque están decididos a «poblar la colonia» conmigo y con otros pobres
diablos como era yo. Así que les digo sin rodeos que tienen que hacer una liga muy
importante, bien luchadora y bien armada, entre todas las tribus indias y no creerles
nunca ni una sola palabra a los ingleses porque todos los ingleses se convertirían en
ladrones si pudieran, y yo soy una prueba de eso, yo, que sólo dejé de ser una ladrona
cuando no había nada que robar.
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Pero nadie me hace caso y no se pueden poner de acuerdo sobre lo que tienen que
hacer para pelear, si es que deciden pelear, si atacar Annestown por la noche,
arrastrándose en cuatro patas como los osos, con sus arcos en la boca, o agarrar a los
ingleses uno por uno cuando salen a cazar por lugares solitarios, o salirles al
encuentro de frente como un ejército. Eso era lo que más les gustaba, porque era lo
más honorable, pero yo pensaba que era como meter la cabeza en la boca del lobo.
Algunos seguían pensando que los ingleses eran sus amigos porque eran el enemigo
de sus enemigos. Así que se pusieron a pelearse entre todos y no decidieron hacer
nada y eso me puso muy triste, porque estaba preñada y quería vivir en paz.
Anduve picoteando con mi palo puntiagudo en el sembradío de habichuelas hasta
el último momento, cuando me empezó a salir el agua y me voy corriendo al lado de
mi madre y, una hora después, me parece a mí porque ellos no tienen relojes ni nada
parecido, ya estaba ella lavándole la sangre a mi pequeño.
Al crío le ponemos un nombre que en nuestro idioma sería Pequeña Estrella
Fugaz, y se pueden reír de eso, pero es el nombre que le dan a los mejores hombres.
Y lo atamos a su tablilla a mi espalda para poder llevarlo en su canasto de corteza de
abedul, y estaba tan contenta con él como cualquier otra mujer hubiera estado. Y así
fue como lo que había previsto mi señorita de Lancashire se convirtió en realidad,
porque el padre de mi pequeño no venía de la tribu de Sem, Cam y Jafet, aunque su
madre se parecía más a María Magdalena, la prostituta arrepentida, que a la Virgen
María, a pesar de que el reverendo no cree nada de eso, porque es un hombre que
nunca está de acuerdo con nada, y no me deja hablar del tema.
Pero lo que pasó al final es que la corona del pequeño no resultó ser de oro, sino
de lágrimas.
Cuando se deshizo la liga de los algonquinos, los saqueos de los ingleses en los
pueblos del sur se hicieron cada vez peores pero nuestros guerreros los tuvieron a
raya por un tiempo. Los generales de esa región llamaron a una asamblea para decidir
si quedarse juntos para defender nuestros pueblos o retirarse, o sea, sacar las estacas y
las trampas y dejar nuestros campos para ir un poco más hacia el oeste, hacia nuevas
tierras, después de la cosecha, que ya estaba por llegar. Pero no querían hacer eso,
porque al oeste estaban los rechacrianos, una tribu muy luchadora, y no era fácil
pasar por sus tierras. Entonces mandaron a un grupo de guerreros para darle su
merecido a los ingleses, para empezar a hacerlo por lo menos, pero yo tenía mucho
miedo de que mi marido no fuera a volver.
Se pinta la cara de rojo y negro y el crío se pone a llorar cuando lo ve y por fin se
van pero vuelven todos, con las hachas llenas de sangre y varias cabelleras rubias que
cuelgan de lo alto del techo, al lado de unos peroles de cobre y de balas y de pólvora,
también del saqueo. Y, ¡ay de mí!, también ron.
Pero tengo que decir que, apenas vi los copetes de los ingleses, me alegré mucho
a pesar de que esos pelos y el mío eran del mismo color, pero el reverendo dice que
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soy buena y que Dios me va a perdonar por los pecados que cometí cuando estaba
con los indios.
Y en cuanto a la pólvora, Nogal Alto, mi marido, me contó que cuando los
ingleses se la dieron al general por primera vez, hace años, le dijeron, riéndose en
secreto entre ellos, que tenía que enterrarla, como el maíz para semilla, y esperar a
que aparecieran las balas. Y los indios les tenían inquina desde entonces, por burlarse
de ellos como si fueran niños que no sabían nada, cuando los ingleses se habrían
muerto de hambre si los hombres rojos no les hubieran enseñado a plantar maíz.
También trajeron un prisionero atado al barril de pólvora y se burlaban de él, y le
decían que iban a encender una mecha muy larga, y lo dejaron ahí en medio del
pueblo y lo trataban mal porque estaban borrachos y cuando beben un poco de licor
se ponen como demonios, eso tengo que reconocerlo.
—Querida —dice mi marido, que está totalmente sobrio porque se moría de
miedo de lo que yo le podía decir—, tengo que pedirte que hables con este individuo
en tu idioma, para que sepamos si los hombres de su pueblo se acordarán por fin de
algunos compromisos y tratados que hicimos o si quieren empujarnos a las tierras de
los rechacrianos, porque eso sería peor para nosotros, porque quedaríamos atrapados
entre los dos.
Al principio digo que no porque el inglés me da un poco de lástima, son muy
implacables con sus prisioneros y hacían una verdadera fiesta a costa de éste, con lo
que habían bebido y todo. Pero después me acuerdo de que una vez vi a este
individuo pavoneándose en el muelle de Annestown cuando iban bajando a los
prisioneros encadenados desde dentro del barco y ya no siento más lástima.
Cuando me oye hablar en inglés, grita: —¿Bendito sea Dios! —y en seguida me
dice que tengo que entregar a mis tribus a los blancos en nombre de Dios, el Rey de
Inglaterra, y me larga un perdón que no le pido cuando ve la marca que tengo en la
mano. Pero yo le muestro al crío y él me dice todo tipo de insultos, puta entre los
paganos, así que le entierro un palo puntiagudo en la barriga para enseñarle a
comportarse. Se pone a chillar pero no dice nada de los soldados o dónde pueden
estar; lo único que dice es que hay que arrojar a la semilla maldita fuera de esta tierra.
Entonces lo desatan del barril, porque no quieren desperdiciar pólvora en él, y lo
echan al fuego. Al poco rato ya está muerto.
Cuando le escarbo los bolsillos, veo que están llenos de monedas y todos los
niños se van a jugar al río haciendo rebotar las monedas de oro en el agua. Pero le
doy cuerda a su reloj y se lo regalo a mi marido en recuerdo del otro que le robé al
concejal.
—¿Qué es esto? —pregunta en su inocencia. En ese momento el reloj da las doce,
porque es mediodía, y él larga un chillido y lo deja caer, se rompe, las piezas y los
resortes quedan desparramados en la tierra, y mi marido, el pobre, que era un salvaje
supersticioso aunque era el hombre más bueno del mundo, empieza a sacudirse y a
temblar y dice que el reloj es «una mala medicina» y que es de mal agüero.
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Así que se fue a emborracharse con los demás. Yo miro todos los papeles que
tenía el caballero en los bolsillos y me doy cuenta de que acabamos de matar al
gobernador de toda Virginia y les digo eso, con muchas dudas, pero están tan
borrachos que no se puede razonar con ninguno hasta que duerman la borrachera;
pero antes de que empiece a salir el sol al día siguiente llegan los soldados a caballo.
Queman los campos de maíz maduro y le prenden fuego a la empalizada y nuestra
cabaña se quema también cuando explota la pólvora así que veo la matanza tan clara
como el día. A mi marido le atraviesan la cabeza de un balazo, estaba de pie y todo
atontado, lo había sacado de la cabaña cuando oí el primer estallido pero era un
hombre corpulento, no se les podía escapar. Y masacran a los pobres salvajes,
borrachos y medio dormidos. Tomo al crío en brazos y me voy y me escondo en el
espantapájaros que hay en el maizal, que es una plataforma con patas con un cuero
encima, así que me escapo.
Pero los soldados agarran a mi madre cuando va corriendo hacia el río con la
cabeza en llamas y, cuando ella me ve escapando, me grita: —¡Hija mal agradecida!
—Porque piensa que yo lo único que quiero es estar con los ingleses, y no es cierto,
no es cierto en absoluto. Entonces primero la violan y después la degüellan. Todo
pasa muy rápido, cuando sale el sol no quedan más que cenizas, cadáveres, viudas
que lloran a sus hijos muertos, soldados apoyados en sus rifles, muy satisfechos con
lo que acaban de hacer y la valentía con que vengaron al gobernador.
El crío se echa a llorar. Uno de esos brutos, cuando lo oye, se larga a correr entre
el maíz todo quemado y empuja el espantapájaros, le da un sólo golpe y yo me caigo
de espaldas, el crío se me escapa y se parte la cabecita en una piedra, larga un terrible
chillido, hasta la persona con el corazón más duro se habría abalanzado corriendo
donde estaba. Pero el soldado me pone una rodilla en la barriga y se empieza a
desabrochar los pantalones porque quiere violarme, tendría que haber teñido la fuerza
de diez hombres para sujetarme, pero inmediatamente deja esos horribles forcejeos,
sorprendido.
—¡Capitán! —grita—. ¡Venga a ver! Aquí hay una india de ojos azules, nunca
había visto una así.
Me agarra un buen mechón de pelo y me arrastra hasta donde esta el capitán de
esos buenos soldados lavándose las manos llenas de sangre en una palangana, de lo
más tranquilo, mientras sus hombres recogen los wampun y las túnicas como trofeos
de guerra. Me pregunta mi nombre y si hablo en inglés; después holandés; después
francés; y hace la prueba en castellano pero no le digo nada, salvo en el idioma de los
algonquinos: —Soy la viuda de Nogal Alto. —Pero no me entiende.
Al final descubren con una artimaña que no soy una mujer de sangre india,
porque uno de ellos agarra al crío, que está llorando a gritos en el maizal donde lo
habían dejado, y le acerca el cuchillo, como si le fuera a enterrar la hoja afilada a mi
pequeño.
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—¡No matarás! —le grito en inglés mientras los demás me sujetan para que no
me eche encima de él porque le habría sacado los ojos con mis propias manos. ¡Cómo
se reían cuando la india con plumas en la cabeza les grita en el acento vulgar de
Lancashire! Entonces, el capitán ve la marca que tengo en la mano y dice que soy una
«fugitiva» y que le van a poner a mi cabeza un precio mucho más alto que todo lo
que les van a dar por los indios. Y se burla de mí, dice que me van a hacer una marca
en la mejilla, me van a poner una «F» de «fugitiva» cuando lleguemos a Annestown,
para que no siga siendo la puta de los indios ni de nadie más. Pero todo lo que quiero
es que me deje usar su pañuelo, para mojarlo y lavarle al crío la herida que tiene en la
cabeza, y por fin se pone generoso y me lo da.
Cuando me devolvieron al crío y lo empecé a amamantar, porque tenía hambre,
entonces me fui con los soldados, porque no me quedaba otro remedio, mi madre y
mi marido estaban muertos y, francamente, ya no era capaz de resistir. Y las indias
que quedaban vivas, a las que yo llamaba «mis hermanas», se iban arrastrando detrás
de nosotros, porque los ingleses querían mujeres y las mujeres querían pan y no
quedaba un solo guerrero vivo en esas tierras del Nuevo Mundo que ahora podrían
llamarse «un hermoso jardín en el que no han dejado ni una sola alma». Y por el río
que cruzaba ese paraíso terrenal lo que corría era sangre.
Las indias me echaban la culpa de lo que había pasado, decían que yo les había
traído mala suerte y que les había pagado con maldad todas sus bondades. Y yo lo
que tengo es una mezcla de dolor y de miedo porque me acuerdo del capataz al que le
corté las orejas, y pienso que todo esto va a terminar peor todavía cuando me lleven
de vuelta a donde está la justicia.
Llegamos a un lugar donde hay unas pocas casas y acaban de terminar de
construir una iglesia. —Aquí traemos una presa que le quitamos a Satanás —le dice
al reverendo el que mató a mi marido, y él me dice que tengo que darle gracias a Dios
por haberme liberado de los salvajes y pedirle al Buen Dios que me perdone por
alejarme de él. Yo le hago caso, me dejo caer de rodillas porque me doy cuenta de
que eso de arrepentirse es lo que se usa en estas tierras y mientras más arrepentida
parezca mejor me va a ir. Y cuando me preguntan cómo me llamo les digo el nombre
de mi señorita de Lancashire, que se llamaba Mary, y nunca digo otra cosa, así que
ahora vivo como si fuera su fantasma y todas sus profecías se cumplen, excepto que
ahora soy Nuestra Señora de la Matanza y mi hijo mestizo va a llevar la marca de
Caín, porque la cicatriz que tiene sobre el ojo izquierdo no se va a borrar nunca.
La esposa del reverendo sale de la cocina con un vestido viejo y me dice que me
cubra el pecho, por decencia, y el crío se pone a llorar y a llorar. Pero ella es una
buena persona y el reverendo también, y eso queda bien claro cuando les dicen a los
soldados que no me pueden llevar a Annestown y le ofrecen al capitán una buena
suma de dinero para que me deje quedarme con ellos, por mi hijo, que es inocente. El
capitán titubea y el reverendo le da otra guinea, el buen soldado se mete el dinero en
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el bolsillo y se marchan todos y el reverendo dice que va a bautizar a mi hijo con un
nombre de la Biblia, Isaac o Ismael u otro nombre por el estilo.
—¿No tiene un buen nombre ya? —le pregunto.
Pero el reverendo dice: —Pequeña Estrella Fugaz no es un buen nombre para un
cristiano.
—Y mi niño tiene que ser un cristiano bautizado para que su alma pueda entrar a
donde están los bienaventurados, aunque el pobrecito nunca va a encontrar a su padre
allí. ¿Y cuándo van a resucitar esos muertos y recibir justicia? Pero yo no le voy a
decir nunca el nombre que le dio el reverendo; y nunca le hablo en otro idioma que
no sea el de los indios cuando estamos los dos solos.
Después de un tiempo, empiezan a contar que dos años atrás, o más, los indios
entraron a escondidas en una plantación que había en el norte, asesinaron a un
capataz y raptaron a una chica que era esclava. El jardinero los vio cuando se la
llevaban arrastrándola por los cabellos rubios. Yo pienso que el jardinero debe de
haber ajustado alguna cuenta que tenía con eso, que tenga buena suerte, y si ellos
prefieren pensar que me llevaron prisionera, tienen mi permiso para pensar lo que se
les antoje, si eso les gusta, siempre que no se metan conmigo. Y no se meten
conmigo, porque el reverendo tiene mucho interés en salvar mi alma y su esposa le
tiene mucho cariño al crio, porque no tiene hijos, y también porque pagaron bastante
para que la ley no se meta con nosotros. Y me gano muy bien mi pan, porque hago
todos los trabajos duros, acarreo agua, corto leña.
Así que fregaba los suelos de la casa del reverendo, guisaba, lavaba la ropa y,
aunque el reverendo jura que han venido a construir la Ciudad de Dios en el Nuevo
Mundo, seguía siendo la misma criada que era en Lancashire y tampoco había un solo
lugar para una puta en la Cofradía de los Santos, por si hubiera llegado a tener el más
mínimo deseo de volver a trabajar en lo de antes. De todos modos, no podría haberlo
hecho, porque los indios me habían convertido para siempre en una mujer honrada.
Un día, la señora se me acerca y me dice: —Todavía eres joven, Mary, y Jabez
Mather dice que te podría tomar por esposa porque la suya se murió de una
hemorragia, pero no quiere al niño, así que me puedo quedar con él. —Pero nunca le
voy a dar a mi hijo, y nunca voy a aceptar a Jabez Mather por marido, ni a ningún
otro hombre; aquí me voy a quedar, sentada y llorando junto a los ríos de Babilonia.
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EL GABINETE DE EDGAR ALLAN POE
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Ignorando todo eso, la futura madre de Poe salta al escenario de la república
americana que acaba de salir del cascarón para cantar una balada del Viejo Mundo
disfrazada con los hermosos harapos de una gitana de ballet. Tenía el donaire de una
bailarina, voz aguda, rizos oscuros, mejillas rosadas, ¡qué linda muchacha! Y ojos
con un gesto inocente y conmovedor que llegaba al corazón, de modo que el público
oculto en una nube de humo se deshizo en vítores sentimentales e hizo sonar al
unísono sus palmas callosas. Una estrella acababa de nacer esa noche en el tosco
firmamento repleto de decorados y candilejas, pero estaba destinada a ser una estrella
fugaz; titiló fugazmente en el vacío, para luego precipitarse siguiendo la inevitable
trayectoria de un meteoro. Se subió a las tablas y se paseó por ellas.
Pero, mucho después de la pubertad, gracias a su pequeña estatura y a su figura
menuda, seguía interpretando papeles de niños, de astutos pequeños y parlanchines de
los dos sexos. Sin embargo, era la versatilidad personificada; también era capaz de
interpretar a Ofelia.
Tenía una voz dulce, susurrante y acariciadora, cualidades excelentes en una
mujer. Les puedo asegurar que cuando la delirante Ofelia repartía romero y ruda y
cantaba «…ya está muerto… y nunca más volverá», ni un solo espectador dejaba de
emocionarse. También tentó suerte con Julieta y Cordelia y, si había necesidad, era
capaz de interpretar a la más coqueta de las doncellas; no dejaba de sonreír ni siquiera
cuando la atormentaban las náuseas de los embarazos y ¡ah, qué deslumbrante era el
candor de esa sonrisa!
Primero irrumpió Henry, el mayor; luego el segundo, Edgar, que llegó haciendo
cabriolas a compartir las rodillas de su madre con los libretos y a mamar de su pecho
mientras memorizaba los parlamentos, pero ella no se equivocaba jamás, ni siquiera
cuando interpretaba dos papeles distintos en una misma noche, Ofelia o Julieta y,
además, por ejemplo, el Diablillo, el chico encantador del sainete, porque en esos
tiempos el público se negaba a marcharse del teatro después de una tragedia a menos
que los actores se cambiaran de ropa y volvieran al escenario a ofrecerles algo para
alegrarlos nuevamente.
Para interpretar al Diablillo tenía que disfrazarse de hombre. A continuación,
corría al camarín y se desabrochaba los primeros botones del chaleco para sacar un
pecho dolorido y repleto de leche con que calmar al pequeño Edgar, que ya se había
despertado con las rechiflas y los abucheos con los que celebraban su encarnación
excesivamente voluptuosa de un muchacho, y que también se ponía a llorar y a gritar.
Siempre había una jarra de cerveza amarga o una botella de whisky en el tocador.
Cuando Edgar no dejaba de llorar, empapaba una bola de algodón en whisky y se la
daba a chupar.
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El padre de sus hijos era un mal actor y sólo aparecía ocasionalmente llevando
una lanza en las muchas compañías en que ella trabajaba. Solía quedarse en el
camarín para cuidar a los pequeños. David Poe acercaba un vaso de ginebra pura a
los labios de Edgar para calmarlo. El Ángel de la Intemperancia, con los ojos
enrojecidos, se escapaba de la botella de licor y se arrellanaba en los pañales del
pequeño Edgar. Entretanto, en el escenario, el último de sus hijos, desde el útero, iba
hilvanando su piel y sus huesos lo mejor que podía bajo el corsé que mantenía
despierta la ilusión teatral de la cintura de cuarenta y cinco centímetros de la señora
Elizabeth Poe hasta el último momento, hasta el décimo mes.
Los aplausos estremecían el anfiteatro de madera. Como era una madre cariñosa
—porque no tenemos ningún motivo para creer lo contrario—, la señora Poe salía del
escenario pintado para apretujara sus tesoros sobre las rodillas mientras lágrimas de
cansancio iban dejando surcos en el colorete y salpicaban sus caritas demacradas. El
monótono estruendo de las peleas de sus padres finalmente lograba hacerlos dormir,
pero, en el útero, la criatura que aún no había nacido se tapaba las rudimentarias
orejas con sus manos transparentes en un gesto de terror.
(El solo hecho de nacer tal vez sea lo peor que pueda suceder).
Sin embargo, por fin nació esta última criatura, una tarde de julio en una pensión
barata para artistas en Nueva York después de muchas horas en una cama alquilada
mientras las moscas zumbaban contra los vidrios de las ventanas. Edgar y Henry
estaban cogidos de la mano sobre un jergón que había en el suelo. La comadrona tuvo
que usar un par de contundentes tenazas de hierro para sacar a esa cosita que se
negaba a nacer; por recato, habían cubierto la parte inferior del cuerpo de la señora
Poe con una sábana, de modo que los niños no vieron nada salvo a la comadrona que
blandía el espantoso instrumento y luego oyeron el chillido estridente de la recién
nacida en medio del silencio exhausto, semejante al sonido de un patín en el hielo, y
algo sanguinolento como un diente recién arrancado se retorció entre las pinzas de la
comadrona.
Era una niña.
David Poe pasó el sobreparto de su mujer en una taberna cercana, celebrando el
nacimiento de la niña. Cuando regresó y vio aquel revoltijo, vomitó.
Entonces, ante la mirada perpleja de sus hijos, el padre comenzó a desaparecer.
Dejó de ser. Simultáneamente, perdió sus contornos y empezó a oscilar en el aire. Era
una noche oscura. Mamá dormía en la cama con un capullo malva de carne en un
canasto colocado en una silla a su lado. El aire se estremecía con el comienzo de la
ausencia.
Él no les dijo una sola palabra a sus hijos, sino que siguió evaporándose hasta
desaparecer por completo, dejando detrás de sí en el cuarto, como prueba de que
había estado allí, sólo un charco de vómito en las tablas astilladas.
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Apenas se levantó, la mujer abandonada partió hacia Virginia con sus mocosos
chillones porque la habían contratado para una gira por el sur y no tenía dinero
ahorrado, así que lo único que comían sus hijos era el producto de su esfuerzo. Los
arrastró en un baúl a Charleston; a Norfolk; después nuevamente a Richmond.
Tosía. Se echaba más y más colorete en sus mejillas demacradas. —¡Mis hijos!, ¿qué
va a ser de mis hijos? —Los ojos le brillaban y pronto adquirieron un fulgor febril
que no era de este mundo. Poco después dejó de necesitar colorete; en las mejillas le
aparecieron manchas rojas más fuertes que el colorete mientras en la frente se
destacaban venas tan azules como las vetas del queso Stilton pero musculosas,
palpitantes, prominentes, elásticas. Cuando se colocaba la chaqueta y los pantalones
del Diablillo, ya no podía despertar la más mínima sensación de incredulidad y su
interpretación aturullada tenía algo de desesperado, de fatal, que fascinaba y
asombraba a los espectadores, que bien podrían haber imaginado que veían los
mismísimos rasgos de la muerte en su rostro. El espejo, ese amigo de las actrices, el
espejo mágico en el que contempla en qué se ha convertido, ya no reflejaba sino el
rostro de un cadáver.
El invierno húmedo y tenebroso del sur le da el golpe de gracia. Para su
despedida, viste la camisa de noche de Ofelia enloquecida.
El jinete fantasmal apareció cuando ella lo mandó llamar. Edgar miró por la
ventana y lo vio aparecer. Los cascos apagados de los caballos de tupidas colas
negras sacaban chispas a las piedras del camino. —¡Papá! —gritó Edgar; se le
ocurrió que su padre había recuperado su forma original en ese momento de extremo
peligro para llevarlos a todos a un lugar mejor, pero, al mirarlo más atentamente, a la
luz de la luna casi llena, vio que las cuencas de los ojos del jinete estaban llenas de
gusanos.
A los niños les explicaron que ella ya no podría salir nuevamente a saludar al
escenario por mucho que aplaudieran con entusiasmo su despedida. Los amantes del
teatro cubrieron la carroza con ramos de flores. «…Y que de su bella e inmaculada
carne broten fragantes violetas». (Nadie dejó de emocionarse). Los tres huérfanos
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fueron a dar al regazo de distintos protectores caritativos. Los tres dieron un último
beso a la mejilla fría como la arcilla; luego de besarse también, se separaron; Edgar
se separó de Henry; Henry, de la pequeña, que no se movía ni lloraba sino que estaba
quieta y con los ojos apretados. ¿Cuándo se encontrarían nuevamente? Las campanas
de la iglesia repicaron: nunca nunca nunca nunca nunca.
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Legado; las mujeres llevan en su interior un grito, algo que hay
que extraerles…, pero éste es el más débil de todos los recuerdos, que
se manifestará más adelante en un pavor impropio, de contornos
indefinidos, ante la sola posibilidad de una unión carnal.
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Seguramente solía caminar tambaleándose hacia el escenario
cuando el teatro estaba vacío y el telón bajo, de modo que todo
parecía un salón preparado para una sesión de espiritismo, esperando
el momento en que los ojos de los observadores crearan el misterio.
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Después de haber visto con sus propios ojos, a una edad tan impresionable, en qué
consiste el misterio del castillo —cuyos horrores son sólo cartón pintado pero te
aterrorizan—, fue testigo de otro misterio que le pareció aún menos comprensible.
De cuando en cuando, un gran obsequio, siempre que no abriera la boca; como
rogaba y suplicaba tanto, lo dejaban quedarse a un lado del escenario para mirar; la
criatura de ojos muy abiertos vio así cómo Ofelia podía, si era necesario, morir dos
veces por noche. Todos sus entierros eran prematuros.
Un par de figurantes musculosos llevan a mamá al escenario en el acto IV,
envuelta en un sudario, la depositan en el foso entre expresiones de dolor de todos los
involucrados, pero al final irrumpe en el escenario después de quitarse el polvo de las
ropas mortuorias y de retocarse el maquillaje de los ojos, para saludar junto con los
demás mortales resucitados que al final resultan estar, sin excepción, incluso el
mismísimo príncipe Hamlet, tan muertos como ella.
¿Cómo podía creer realmente, entonces, que ella no iba a volver a aparecer,
aunque, vistiendo el traje negro que le había dado el señor Allan por caridad, había
caminado tambaleándose detrás de su ataúd hasta llegar al cementerio? Sin lugar a
dudas, un buen día el cochero de aspecto fantasmal iba a reaparecer, bajarse del
pescante, abrir la puerta del coche de par en par y ella iba a descender luciendo el
camisón blanco con el que la había visto por última vez, aunque esperaba que
hubieran lavado la prenda entretanto porque la última vez que fe vio estaba toda
manchada con la sangre de una hemorragia.
Entonces, una constelación transparente se esfumaría en el cielo nocturno; los
átomos dispersos volverían a juntarse para convertirse en una mamá entera y perfecta
y él correría directamente a sus brazos.
Estamos a media mañana del siglo XIX. Edgar va creciendo bajo las negras
estrellas de los estados esclavistas. Se mantiene alejado de esa parte de las mujeres
que ocultaba la sábana. Se convierte en un hombre.
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Arrebataron el pezón de la boca llena de leche y lo metieron de vuelta en el
corpiño; el espejo ya no reflejaba a mamá, sino a una perfecta extraña. Él le ofreció la
mano; sonriendo como si estuviera en un trance, ella salió del marco.
—¡Mi amada, mi hermana, mi vida y mi novia!
No le incomodaba la extrema juventud de esta joven con la que se casaría poco
después; ¿no tenía acaso la misma edad que Julieta, apenas trece primaveras?
Las espléndidas trenzas que se alzaban en una grandiosa toca espectral sobre la
ancha frente tenían el mismo tono negruzco del cuervo de nunca jamás, tan negro
como los trajes cuyas costuras teñía con tinta la devota madre de ella para que no
revelaran ante el mundo lo gastados que estaban y, en ese entonces, vestía
constantemente de luto, como si estuviera preparado para el próximo funeral, con una
chaqueta negra abotonada hasta el cuello y sin traicionar jamás el luto riguroso ni
siquiera con el único destello de una pechera blanca. Algunas veces, cuando la madre
de su mujer no estaba en casa para lavar y almidonar su ropa blanca, ahorraba el
dinero del lavado y no usaba camisa.
Su largo cabello roza el cuello de la chaqueta de paño gastado por la pobreza.
¡Qué mirada tan triste tiene!; hay tanto dolor en sus escasas sonrisas que nadie puede
alegrarse al verlo sonreír y también hay tanta amargura que su sonrisa se podría
confundir con una mueca o un gesto horripilante, salvo cuando le sonríe a su joven
esposa, cuya frente parece una lápida. Entonces comienza a sonreír y sonreír con
tanta ternura póstuma como si ya viera la frase Amada esposa de.… grabada en su
frente.
Porque su piel era blanca como el mármol y se llamaba —¿pueden creerlo?—
Virginia, un nombre que armonizaba perfectamente con su nostalgia de expatriado y
también con la condición de ella, porque la joven esposa seguiría siendo virgen hasta
el día de su muerte.
¡Imagínense a esas criaturas libres de pecado compartiendo el mismo lecho! ¡Qué
tristeza!
Porque ¿no llegó ella a su lado envuelta en una dura coraza de tabúes, tabúes
contra la violación de menores, tabúes contra la violación de los muertos?; porque,
para no hilar muy delgado, ¿no parecía ella siempre un cadáver ambulante? Pero qué
hermoso, qué hermoso cadáver.
Y, además, ¿no es acaso un cadáver que no exige nada, ahorrativo, decorativo, la
perfecta esposa de un caballero venido a menos, sobre el cual siempre están a punto
de derrumbarse los cuatro muros de la paranoia?
Virginia Clemm. En el dialecto que se habla en el norte de Inglaterra, estar
«clemmed» significa tener mucho frío, «I’m fair clemmed». Virginia Clemm.
Ella trajo consigo una madre fuerte, resistente, esforzada, para que limpiara y
cocinara y llevara las cuentas y los sobreviviera, los sobreviviera a los dos.
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Virginia no era muy inteligente; de ningún modo era un trágico caso de desarrollo
interrumpido, como su verdadera hermana, su hermana desaparecida, cuya vida
transcurrió como un sueño de inexistencia en su hogar adoptivo, la vida de un vegetal
que se negaba constantemente a participar, un botón que nunca llegó a abrirse. (Sobre
ellos pesaba una maldición: Henry, el hermano, murió muy joven). Pero los lentos
años fueron pasando y Virginia siguió siendo la misma que a los trece años, una
cosita humilde cuyo carácter dulce era el único consuelo que él tenía y que nunca
dejó de cecear, incluso cuando empezó a ensayar el largo parlamento de la agonía.
Era tan liviana como un ánima. Se podría haber supuesto que jamás aplastaba una
brizna de hierba al atravesar el pequeño jardín. Cuando hablaba, cuando cantaba, ¡qué
dulce voz tema!; tenía siempre el arpa en la sala de la casita que su madre limpiaba y
lustraba hasta que todo lucía como un prendedor nuevo. Unos pocos invitados se
reunían allí para compartir la modesta hospitalidad de los Poe. La conversación de él
era chispeante, aunque las mujeres de la casa se ocupaban de que no se sirviera sino
té, puesto que todos conocían su terrible debilidad por el licor, pero Virginia servía
con una gracia tan natural que los cautivaba a todos.
Le rogaron que tocara algo en el arpa y cantara un par de baladas del Viejo
Mundo. Eddy asintió feliz: —¡Sí! —y ella rozó las cuerdas con manos blancas cuyos
dedos largos y delgados eran tan delicados, como de cera, que se podría haber
imaginado que era posible prenderles fuego para convertir esa mano en la mano
ardiente de la Gloria, capaz de sumir a todos los que estaban en la casa, excepto al
mago, en un sueño profundo y letal.
Ella canta:
Ella cierra los ojos. Cada una de sus pupilas encierra una llama.
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¿Quién se ha sentado sobre mi tumba?
¿Quién no me deja dormir?
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En el momento preciso, el rayo láser de la República lo fulmina.
Sus cenizas se dispersan en el aire.
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OBERTURA Y MÚSICA INCIDENTAL PARA SUEÑO
DE UNA NOCHE DE VERANO
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robles más fuertes y han tumbado también los olmos más débiles, que yacen
desparramados como borrachos y se enredan en los rizos de las hadas desgreñadas.
Truenos, relámpagos y, por la noche, enormes estrellas que caen y bombardean el
bosque… Este clima templado no tiene nada de templado, querida, le digo irritado a
tía Titania, pero ella culpa de todo a tío Oberón, que expresa su cólera con truenos y
hace llover cuando se masturba, lo que debe hacer casi siempre, pensando en mí,
seguramente. ¡En MÍ!
«…pues Oberón está enfurecido contra ella porque lleva de paje a un hermoso
doncel, robado a un monarca de la India. Jamás había poseído ella un objeto sustraído
tan encantador; y el celoso Oberón querría hacer al muchacho caballero de su
séquito…».
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verdiazules espantosos y paliduchos. Me aburren. Al pie de los árboles empapados y
cubiertos de flores como un papel de pared diseñado por William Morris en una casa
abandonada, para conservar mi equilibrio y mi salud mental, medito en la posición
yoga conocida como «El Árbol», es decir, parado en un solo pie.
Uniendo en mí la flecha y el blanco, la herida y el arco, la cuchara y la escudilla,
sostengo en la mano izquierda una flor de loto que luce ya un tanto ajada. Mi
serpiente se enrosca en el otro brazo.
Estoy absolutamente desnudo, y soy dorado y bipartido.
En mi rostro dorado, un gesto inmutable, arcaico. Excepto cuando…
¡ACHÍS!
Maldito virus occidental del catarro común…
¡ACHÍS!
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es ser condenados contra nuestra voluntad —o, aún peor, por propia decisión— a un
aislamiento perpetuo de la humanidad, a una catástrofe existencial, porque la selva es
tan infinitamente extensa como el alma humana.
Pero el bosque es finito, tiene límites; en el bosque os podéis perder a propósito,
por el placer de vagabundear, porque la pérdida pasajera de la orientación es como
una vacación de la que se regresa reanimado, con los bolsillos llenos de bayas, las
manos llenas de flores silvestres y la pluma de un pájaro ensartada en el sombrero.
Esa selva es un lugar embrujado; este bosque es un lugar embrujado.
Los mismos peligros que acechan en el bosque, todos esos medios audiovisuales,
contribuyen al placentero cosquilleo de un leve temor; el repentino chasquido de un
faisán que levanta vuelo, el choque aterciopelado de un búho, las rojizas pisadas de
un zorro, todo esto os puede dar un susto, pero aquí ni los diablillos ni los pérfidos
espíritus pueden intimidaros porque los bobos y los duendes ingleses no son más que
un reflejo de la fe secular en la bondad inherente de la naturaleza, una de las ventajas
de un clima templado. (¿Oíste eso, Hermio? Aquí no hay tigres relucientes, ni pitones
escamadas ni escorpiones con coraza). Desde que mataron al último lobo inglés, ya
no merodea entre los árboles ningún animal salvaje que pueda aterrorizarte. Todo es
dulce bajo esta luz que se filtra, donde Robin Wood, el espíritu de la fertilidad, acecha
en la sombra verdosa; éste es un bosque cordial con los amantes.
En realidad, se podría decir que el bosque es el jardín comunal de un pueblo, un
jardín casi tan intencionalmente silvestre como la «selva natural» de Bacon, en la que
todos los sapos lucen una joya en la cabeza y todas las flores tienen nombre, nada es
desconocido; esta selva no es ajena.
¡Y siempre hay algo para comer! Ésta es la verdulería de la Madre Naturaleza;
vinagrera para la sopa, setas, dientes de león y álsine para la ensalada, menta y
tomillo para sazonar, fresas y moras silvestres y, en el otoño, bayas en abundancia. En
un bosque inglés Nabucodonosor no habría tenido que conformarse con pasto.
El bosque inglés nos ofrece una imagen fugaz de un mundo verde, anterior al
pecado, un poco más cercano al Paraíso que el nuestro.
Éste es el bosque inglés donde nos encontramos con las conocidas hadas, los
torpes novios, los toscos artificios. Éste es el auténtico bosque de Shakespeare…,
pero no es el bosque de su época, que no sabía que era su época y, por lo tanto, no se
veía obligada a guardar las apariencias. No. El bosque que acabamos de describiros el
que nace de la nostalgia del siglo XIX, que desinfectó el bosque, que lo depuró de
todos los seres sombríos, repugnantes y primitivos con que lo había poblado la
superstición de antaño. O, más bien, que desnaturalizo y castró a esos seres hasta
hacerlos lucir exactamente como los que aparecen en las fotografías de personajes
imaginarios que tanto fascinaban a Conan Doyle. Es el bosque de Mendelssohn.
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«Entrad a estos bosques encantados…», ¿quién podría resistirse ante una
invitación tan fascinante?
Sin embargo, lo que ocurre es que quienes vivieron en la época victoriana no
dejaron los bosques precisamente en el mismo estado en que hubieran querido
encontrarlos.
Puck estaba fascinado hasta la obsesión con este exótico visitante. En cierto sentido,
se trataba de la atracción de los opuestos, porque, mientras el Hermio Dorado era
taaaaan suave, Puck era peludo. En esas frías noches de junio, Puck, cubierto con su
abundante pelambre, era el único que no pasaba frío. Velludo. Peludo. Sobre todo en
los muslos. (Y, mmmmm, en la palma de las manos).
Cuando está desnudo, es tan peludo como un caballo de Shetland y a veces
camina en cuatro patas. En esos casos, gimotea; o, si no, ladra.
Es un patán, el malévolo patán, y a veces finge ser el duende pardo del hogar al
que se le deja una escudilla de leche junto a la puerta, aunque, si os queréis librar de
él, hay que dejarle un par de pantalones; él considera que regalarle un par de
pantalones es un oprobio a su sexo, del que está muy orgulloso. Cubiertos por los
frondosos rizos del pubis, que tienen ese brillo de cosa frita de las tallas en madera de
Grinling Gibbons, podéis ver sus testículos, arrugados y maduros como nísperos.
A Puck le fascina jugar a la prestidigitación y al escondite. Tiene parientes en
todo el mundo: el puki de Islandia, el pixy de Devonshire, el fantasma de los Países
Bajos, todos son parientes de Puck y ninguno de ellos hace nada bueno. ¡Ese Puck!
A las tiernas y diminutas criaturas que rondan alrededor de la Reina de las Hadas
no les gusta jugar con Puck porque es muy brusco y les rasga las alas pintadas cuando
juega a perseguirlas y les arranca las patas fantasmales a los mosquitos grises que
arrastran el minúsculo carruaje de Titania por los aires, besa a las chicas y las hace
llorar, se trepa a las obscenas espirales de dedalera rojo oscuro que coronan el lecho
de Titania y se balancea en ellas, agitando las gotas de lluvia y esparciéndolas en un
verdadero chaparrón que la hace despertar. ¡Malvado!
Puck no es más polimorfamente perverso que todas las demás partículas
submicroscópicas, sus compañeros, pero su sodomía y sus aires de ninfa y su afán de
restregarse y su tubofilia son particularmente repugnantes y odiosos y, en realidad,
hasta este papel se sonrojaría, se pondría tan rosado como una factura, si escribiera en
él alguna de las cosas que hace Puck en los cañaverales del río, porque, por ser
pariente lejano de Pan, ese dios perverso, cuando está de humor, se comporta de una
manera muy poco común en el bosque inglés, aunque bastante habitual en las
escuelas públicas de Inglaterra.
Por la orientación fálica de Puck, se reconoce que pertenece al séquito del rey
Oberón.
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El velludo Puck se enamoró del Hermio Dorado y solía ir a juguetear alrededor de
la hermosa estatua de carne a la luz de la luna, aunque, por suerte para el Hermio, no
podía ni acercarse a tocarlo porque Titania había colocado premeditadamente un
cordón sanitaire mágico en torno a su criatura adoptiva, de tal modo que él (o ella)
estaba, por decirlo así, en una vitrina invisible como la que podría ocupar, siglos más
tarde, en el Museo Victoria y Alberto. Puck se aplastó más de una vez su ya chata
nariz contra esta barrera transparente e intangible.
El Hermio retiró el pie izquierdo del abrigado nido de la entrepierna y lo apoyó en
el suelo. Con un solo movimiento, ligero y grácil, se apoyó en la otra pierna. Ni el
loto ni la serpiente que sostenía en los brazos cambiaron de posición.
Puck, aplastado contra el invento mágico de Titania, suspiró profundamente,
retrocedió un par de pasos y comenzó a masturbarse con gran brío.
¿Habéis visto alguna vez el semen de los duendes? Nosotros, los mortales, lo
llamamos baba de cuclillo.
Y así como ningún mortal efímero y de barro que vague por los bosques con pies
grandes y pesados, desparramando duendes que chillen como murciélagos
aterrorizados, podría escucharlos jamás, tampoco alcanzaría a ver al Hermio
perfectamente sereno, una estaca clavada e inmóvil como en un trance.
Y si llegarais a espiarlo, probablemente creeríais que el pequeño ídolo amarillo es
un talismán que se ha caído del bolsillo de un gitano o un amuleto que se ha
desprendido del brazalete de una muchacha, o un regalo salido de un bombón
sorpresa muy caro.
Sin embargo, si cogierais el hermoso objeto y lo sostuvierais en la palma de la
mano, sentiríais su tibieza, como si alguien lo hubiera estado abrazando antes de que
llegarais y acabase de soltarlo.
Y si lo observarais por un largo rato, veríais que las lentejuelas doradas de los
párpados se mueven.
En ese preciso instante, empezaría a soplar un viento extraño que arrasaría con el
bosque y todo lo que hay en él.
Lo mismo que ocurre con vuestras sombras, que pueden agrandarse y luego
contraerse hasta casi desaparecer para volver a henchirse, sucede con estas sombras,
estas burbujas etéreas que surgen de la tierra, estos «seres» a los que no se les puede
aplicar con toda propiedad el verbo «ser», porque, de acuerdo con el sentido que le
damos al término, en realidad no son. No pueden existir; no pueden proyectar una
sombra, porque ¿quién ha visto jamás la sombra de una sombra? Su existencia es
obligatoriamente dudosa, ¿creéis acaso en la existencia de los duendes? Su presencia
surge siempre, como jugando, del rabillo del ojo de quien los observa, de modo que
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tal vez nunca dejen de ser sino una imagen creada por la luz… El vivir así, a medias,
tan lejos del reconocimiento público, no contribuye en nada a que tengan cierta
consistencia visual. Por eso, pueden adquirir la forma que se les antoje.
Puck puede convertirse en lo que desee: en una banqueta de tres patas que le
permite hacer su famoso truco («resbalo por entre su nalgatorio, ella da bruces…»),
tan admirado en los primeros cursos de las escuelas primarias, cuando leen la obra en
voz alta porque es adecuada para los niños por tratarse de hadas; en un Fiat
minúsculo; en un piano de cola; ¡en cualquier cosa!
Salvo en el amante del Hermio Dorado.
En sus ratos de ocio, cuando no andaba ocupándose de los variados asuntos de su
amo, Puck se paseaba, con más deseos que esperanzas, en torno al círculo mágico del
Hermio, como un niño frente a una confitería, y llegó a la conclusión de que, para
aprovechar al máximo las posibilidades sexuales que le ofrecía, en caso de que
alguna vez desapareciera la barrera que los separaba —y, por poco posible que esto
fuese, el lema de Puck es «¡Siempre listo!»—, en caso de que llegara a producirse la
cópula entre él y el Hermio Dorado, la pareja del Hermio debería tener un equipo
similar al suyo para lograr una unión lo más satisfactoria posible.
Entonces Puck dedujo también que los atributos de la hipotética pareja del
Hermio tendrían que estar colocados en orden inverso a los del Hermio, para que
encajaran perfectamente y no hubiera que andar tanteando a ciegas; Puck, constante
espía inquisidor de las parejas de mortales que venían a jugar al animal con dos
espaldas en sitios que erróneamente suponían que eran lugares íntimos, se dio cuenta
de que las caricias planteaban irritantes complicaciones con las manos y que, por lo
tanto, todos los amantes que usan la diestra en realidad deberían tener amantes zurdos
para las escaramuzas iniciales, y que, cuando hizo el molde del ser humano, la Madre
Naturaleza no pensó en absoluto en las caricias, que son lo único que nos distingue de
los animales cuando nos comportamos como tales. Puck se esforzaba todo lo que
podía, se esforzaba una y otra vez, pero le era imposible conseguir lo que pretendía
aunque, después de tanto esfuerzo, por fin logró convertirse en una imitación perfecta
del Hermio y, de vez en cuando, solía adoptar la forma y la postura del Hermio y se
instalaba frente a él en el bosque, como un espejo viviente de la estatua viviente,
excepto por la impetuosa erección que el satiromaníaco de Puck era incapaz de
controlar cuando estaba ante su amado.
El Hermio mantenía su sonrisa inescrutable, excepto cuando estornudaba.
Pero todos ellos pueden hacerse muy grandes y luego encogerse hasta convertirse
nuevamente… en un punto, o en menos que un punto. Hasta el último de ellos está
hecho de esa sustancia elástica que es así por ser incorpórea. Pensad en la Reina de
las Hadas.
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Su mismo nombre, Titania, demuestra que desciende de los titanes, esa raza de
gigantes; y decir «desciende» puede ser, en un comienzo, un término bastante
adecuado para describir su decadencia cuando se manifiesta bajo algunos de sus
apodos: Mab o, en gales, Mabh, que gobierna a los demás seres diminutos, aunque
sea del tamaño de un solitario de un anillo de compromiso, tan infinitamente pequeña
como eran infinitamente grandes sus antepasados.
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La extraordinaria giganta se presentó con un búho en el hombro y un delantal
lleno de rosas y de bebés ruborosos que apenas se distinguían de las flores. Cogió al
Hermio, al hijo de su difunta amiga de la niñez. El Hermio se equilibraba en una
pierna sobre la palma de titania mientras sonreía con ese gesto inescrutable, aunque
demencial, de las esculturas eróticas hindúes.
—Mi señor no te poseerá jamás —gritó Titania—. ¡Jamás! ¡Te quedarás
conmigo!
En ese momento, estallaron los truenos; los cielos, que por un breve instante se
habían sellado, volvieron a abrirse con redoblada furia y todas las criaturas
empapadas que tenía Titania en el delantal tosían y estornudaban. En los capullos de
rosa, los gusanos despertaron con el estruendo y comenzaron a mordisquear.
Pero la reina ocultó al diminuto Hermio entre sus pechos como si fuese un
relicario y se fue empequeñeciendo hasta quedar del tamaño apropiado para deleitarse
con su sobrino o sobrina, como gustéis, en la penumbra de un cáliz de bellota.
—Pero no le puede poner los cuernos a su esposo, porque ya tiene cornamenta —
opinó Puck, adquiriendo nuevamente su forma original y brincando a través del claro
hasta los pies de su amo. Porque no es un corzo el que asoma la cabeza por entre las
ramas de los tojos para observar lo que sucede; Oberón tiene tantos cuernos como un
ciervo con diez puntas.
En la lista de objetos de utilería del Globe, junto con la máquina para hacer
truenos y las pieles de oso, figura un «manto para hacerse invisible». Eso nos permite
pensar que Oberón no debe ser visto mientras cavila, autoritario pero impotente, por
encima de la agitación apenas perceptible entre las hojas de roble del año anterior que
ocultan a su mujer y al dorado hueso de la discordia que se interpone entre los
primitivos amantes.
Oculta en lo alto de un seto de madreselvas empapado por la lluvia, una
minúscula criatura arrancaba una melodía tritónica, numinosa, profusamente
perfumada, de las flautas de Pan de la planta. La melodía se truncó cuando una
terrible tos estremeció al músico. Escupió la flema, que voló por los aires hasta que
su trayectoria se vio interrumpida por una prímula, en cuyo pétalo moteado se adhirió
la transparente pústula. Entonces, el ser infinitesimal siguió tocándola melodía.
La dorada piel del Hermio está hecha de oro batido pero la carne que hay debajo
de ella ha sido escabechada con pimienta negra, ají rojo, cúrcuma amarilla, clavo,
cilantro, comino, fenegreco, jengibre, macia» nuez moscada, pimienta inglesa,
cuscús, ajo, tamarindo, coco, semillas de tártago, hierba luisa, juncia y, por aquí y por
allá —¡puf!—, una pizca de asafétida. ¡Potente combinación! Si colocasen al Hermio
en una gran bandeja, aderezado con trozos de su propia piel, luciría como ese
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suntuoso plato, el moglai biriani, que se decora con capas; de oro comestible, según
dicen, para facilitar la digestión. Nunca se había olido nada tan deliciosamente
aromático como el Hermio en la verde y afable tierra inglesa, que aún sigue
soportando las monótonas coles hervidas de fines del medioevo. El Hermio es picante
y dulce como si lo hubieran remojado en sol y miel, pero Oberón ésta de color ceniza.
Puck, atormentado por no poseer al Hermio, arrancó una mandrágora y enterró su
prodigiosa herramienta en la hendidura de la reacia raíz, que daba inútiles alaridos de
pesar, pero el famoso bruto se salió con la suya.
¡Qué clima demencial! Llueve, diluvia; la tierra está malquistada consigo misma,
los brotes marchitos se desprenden del delantal de la reina y se pudren en el limo,
porque Oberón ha puesto fin a la reproducción. Pero Titania sigue apretando al
Hermio entre los senos que se le van marchitando y no va permitir que su señor se
lleve a la criatura ni tan sólo por un instante. ¿No le hizo acaso una promesa sagrada
a una amiga?
¿Qué quiere el Hermio?
El Hermio quiere saber qué significa «querer».
«Desconozco el concepto de deseo. Soy el hermafrodita único y perfecto,
paradigmático, que despierta deseo en hombres y mujeres pero que trasciende, el
objeto de emoción que permanece indiferente, la calma en el centro de la tormenta,
ejemplar y autosuficiente, comienzo y fin».
Titania, desalentada por el aspecto masculino del Hermio, introdujo un índice
vacilante en su orificio femenino. Esto lo aburre.
Oberón observaba cómo se estremecían las hojas de roble sin decir nada, porque
estaba atragantado de deseo reprimido por esa cosa dorada, indefinida y con un
perfume que le hacía agua la boca. Se quitó el disfraz invisible y se convirtió en un
gigante y comenzó a crecer hasta llegar al cielo oscuro que cubría el bosque, con los
brazos en jarras, ocultando la luna, cubierto solamente con sus botas altas y su
enorme taparrabo. La cornamenta musgosa no es ni siquiera la mitad de lo que lleva
en la cabeza, luce una corona de vértebras amarillentas de inmencionables
mamíferos, de la que se escapan sus negros cabellos lacios como la luz. Como ha
adquirido su aspecto maligno, lleva, además, un collar de calaveras sugerentemente
pequeñas, que podrían ser las calaveras de los niños que ha arrancado de cunas
humanas; no olvidéis que en alemán lo llaman «el rey de los elfos».
Se ha embadurnado la cara, el pecho y los muslos con carbón; Oberón, señor de la
noche y del silencio, del solemne silencio de la noche interminable, señor de las
sombras plutónicas. Sus largos cabellos nunca han conocido las tijeras; pero tiene
esta peculiaridad: ni un solo vello en las costillas ni el mentón, tampoco en las
canillas, y su cara es como un huevo con la excepción de las cejas, que se unen en el
medio.
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Francamente, ¿quién en su sano juicio confiaría un niño a este hombre?
Cuando Oberón se reanima un poco, deja que salga el sol y se cuelga del
taparrabo campanitas de plata que van haciendo ding dong cuando camina por aquí y
por allá y por todas partes, acompañado por esos hermosos tintineos que quedan
suspendidos, agitándose en el aire como figuritas por doquiera que pase.
Y si éste no es un personaje de sueños, entonces os habéis olvidado de vuestros
sueños.
¡ACHÍS!
Titania le limpió tiernamente la nariz al Hermio con el borde de su enagua, de la
que se desprenden las flores soltando las puntadas de los bordados y en la que las
frutas se pudren y se llenan de manchas y terminan por desintegrarse; si Oberón es el
Cuerno de la Abundancia, Titania es la Caldera de la Procreación y, a menos que él la
agite de vez en cuando con su larga varilla, la caldera deja de hervir.
Quédate cerca de mí y duerme, le dice Titania al Hermio. Mis hadas te cantarán
una canción de cuna mientras nos acurrucamos en mi colchón de hojas de amargón.
Las hadas cubiertas de barro empezaron a cantar obedientemente, a coro,
«Manchadas sierpes de doble lengua», pero se sentían tan débiles por la tos y los
estornudos y el dolor de garganta y los ojos llorosos y por la falta de aire y por todos
los demás síntomas de una feroz gripe que sus voces roncas se fueron apagando poco
a poco antes de llegar al verso sobre los orvetos y ya no quedó en todo el bosque otro
sonido que el golpeteo de las gotas sobre las hojas.
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PEDRO Y EL LOBO
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El aspecto de ese lobo lampiño lo fascinó de tal manera que habría perdido su
rebaño, tal vez se lo hubiesen devorado e indudablemente lo habrían golpeado sin
conmiseración por su descuido si las mismas cabras no hubieran levantado la cabeza,
oliendo el peligro, y se hubieran echado a correr, balando y gimoteando, de modo que
los hombres se acercaron disparando sus rifles y haciendo alboroto para alejar a los
lobos.
Su padre estaba tan furioso que era incapaz de escuchar lo que Pedro le decía. Le
dio unos cuantos golpes en la cabeza y lo mandó de vuelta a casa. Su madre
amamantaba al niño que había nacido ese año. Su abuela estaba sentada a la mesa,
desgranando guisantes y echándolos en una cacerola.
—Había una niña con los lobos, abuelita —dijo Pedro. ¿Cómo estaba tan seguro
de que era una niña? Tal vez por su cabellera tan larga, tan larga y tan exuberante—.
Una niñita que tenía más o menos mi edad, por su tamaño —dijo.
La abuela tiró una vaina vacía fuera de la casa para que se la comieran los pollos.
—Vi a una niñita que andaba con los lobos —dijo Pedro.
La abuela echó agua en la cacerola, se levantó de la mesa y colgó la cacerola con
guisantes de un gancho que había sobre el fuego. Esa noche no había tiempo pero, a
la mañana siguiente, muy temprano, ella misma llevó nuevamente al niño a la
montaña.
—Dile a tu padre lo que me dijiste.
Fueron a mirar las huellas de los lobos. En un pedazo de tierra mojada,
encontraron una huella que no se parecía a la de un perro y mucho menos a la pisada
de un niño, pero Pedro siguió reflexionando y preguntándose hasta que logró
descifrarla.
—Iba corriendo en cuatro patas con el trasero levantado…, por eso…, debe de
haber apoyado todo el peso del cuerpo en la planta del pie, ¿no es cierto?, con los
dedos bien abiertos, ¿ve usted?…, así.
Pedro andaba sin zapatos en verano, como todos los niños del pueblo; apoyó la
planta del pie en la huella, para mostrarle a su padre el rastro que dejaría si también él
caminara en cuatro patas.
—Si uno corre así no tiene que apoyar el talón. Por eso no hay huellas de talón.
Está claro.
Finalmente su padre fue reconociendo poco a poco la capacidad de deducción de
Pedro y miró al niño con una velada expresión de inquietud. Era un muchacho
inteligente.
La encontraron poco después. Dormía. Su columna se había vuelto tan flexible
que podía enroscarse en una perfecta C. Se despertó cuando los oyó acercarse y echó
a correr, pero alguien la atrapó con un lazo corredizo hecho en la punta de una
cuerda; el lazo se le apretó alrededor de la cabeza y se desplomó con los ojos
salientes y desorbitados. Una loba enorme, gris y enfurecida, surgió quién sabe de
dónde, pero el padre de Pedro la descuartizó de un disparo. La muchacha se habría
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ahogado si la anciana no le hubiera hecho apoyar la cabeza en su regazo para soltar el
nudo. La niña le mordió la mano a la anciana.
La niña se puso a arañar y se resistió hasta que los hombres le ataron las muñecas
y los tobillos con un cordel y la colgaron de un palo para llevarla al pueblo. Entonces
se aflojó. Dejó de gritar y chillar, aparentemente no podía hacerlo, sólo dejaba
escapar algunos sonidos apagados, guturales, que le salían del fondo de la garganta y,
aunque al parecer no sabía llorar, se le escurrían lágrimas por el rabillo de los ojos.
¡Estaba tan curtida por la intemperie! Toda la piel era de un tono oscuro y
brillante; ¡y qué sucia estaba! Cubierta de barro y de mugre. Y cada centímetro de la
piel oscura tenía marcas y costras de cientos de heridas provocadas por rocas y
espinas. Los cabellos se le arrastraban por la tierra mientras la llevaban en vilo;
estaban llenos de cardos y tan sucios que no se distinguía su color. Estaba tan cubierta
de gusanos que daba espanto. Hedía. Era tan delgada que le resaltaban todas las
costillas. El muchacho, sano, regordete, alimentado con patatas, era mucho más
grande que ella a pesar de ser un año menor, poco más o menos.
Iba trotando detrás de ella con una curiosidad solemne. La abuela caminaba
pesadamente a un costado, con la mano herida envuelta en su delantal. Cuando
dejaron caer a la muchacha en el piso de tierra de la casa de la abuela, a escondidas,
el niño le hundió el índice en las nalgas, por curiosidad, para ver cómo era su piel.
Tenía la carne tibia pero dura. Ni siquiera se crispó al sentir el roce. Había dejado de
resistir; yacía atada en el piso, fingiendo estar muerta.
La casa de la abuela tenía un solo cuarto grande que compartían con las cabras en
el invierno. Apenas la olió, el enorme gato ratonero de pelaje atigrado se escapó
siseando como un globo pinchado y se refugió en lo alto de la escalerilla que
conducía al pajar. En el caldero había una sopa humeante y la mesa estaba puesta. Ya
era hora de cenar aunque todavía estaba claro; la noche cae tarde en las montañas
estivales.
—Desátenla —dijo la abuela.
Al comienzo, su hijo se negó a hacerlo pero la anciana no iba a permitir que la
contradijeran, así que él cogió el cuchillo de cortar pan y cortó la cuerda que tenía la
niña alrededor de los tobillos. Lo único que hizo fue dar coces, pero cuando le cortó
la cuerda con que la niña tenía atadas las muñecas, fue como si hubiesen dejado
suelta a una fiera. Los que miraban huyeron corriendo de la casa, el resto de la
familia se precipitó a la escalerilla para subir al pajar pero Pedro y la abuela corrieron
a la puerta, para correr el pestillo e impedir que se escapara.
La niña atrapada arremetió contra todo lo que había en el cuarto. ¡Bang!, la mesa
cayó al suelo. ¡Paf, puf!, los platos de la mesa se hicieron añicos. ¡Bang, paf, puf!, el
aparador se derrumbó hacia adelante, sobre la dura loza que esparció al desplomarse.
El tonel de la harina fue a dar al suelo y la niña se puso a toser y a estornudar como
estornuda un niño, tal cual, y luego comenzó a dar saltos por todos lados, rebotando
en las piernas tensas de miedo en medio de una nube blanquecina, hasta que la harina
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se convirtió en una capa que cubría todo como un polvillo mágico que daba a todas
las cosas un aspecto extraordinario. Pasado el primer frenesí, se puso en cuclillas por
un instante, curioseando con la larga nariz, y luego empezó a lanzar ataques cortos y
rápidos, aquí y allá, dando tarascones y aullando y moviendo de un lado a otro la
azorada cabeza.
Nunca se enderezó; siguió agachada, apoyándose en las manos y la punta de los
pies, aunque en realidad su postura no era la de una persona agachada; porque se veía
que el estar en cuatro patas le resultaba tan natural como si hubiese hecho un pacto
diferente al que hemos hecho nosotros con la ley de gravedad, y también se notaba
cuán fuertes eran los músculos que había desarrollado en la montaña, cuán tensos
tenía los vibrantes arcos de los pies y que, en realidad, sólo usaba los talones cuando
se apoyaba en las caderas. Seguía gruñendo; y, de tanto en tanto, dejaba escapar unos
gruñidos de congoja roncos e insoportables. De los ojos desorbitados, lo único que se
alcanzaba a ver era el fondo banco, un tanto azulado, reluciente como la nieve.
Varias veces se fue de vientre, involuntariamente al parecer. La cocina olía como
un retrete, pero hasta sus excrementos eran distintos de los nuestros, restos de
alimentos crudos, extraños, inimaginables, repugnantes, mierda de Jobo.
¡Algo horrible!
Se tropezó con el hogar, golpeó la cacerola que colgaba del gancho y, al volcarse,
su contenido apagó el fuego. La sopa hirviente le quemó las patas delanteras. Se
estremeció de dolor. Apoyada en el trasero, sujetando la pata herida que colgaba
lastimosamente de la muñeca, lanzaba aullidos con una voz aguda, sollozante.
Hasta la anciana, que se había prometido querer a la niña de su difunta hija, sintió
temor al escuchar sus aullidos.
El corazón de Pedro dio un salto, un brinco, sintió que se desvanecía; no estaba
consciente de su propio miedo porque no podía apartar la vista de la hendidura del
sexo infantil de la niña, que, como estaba apoyada en la base de la columna,
alcanzaba a ver perfectamente. Ya había oscurecido todo lo que puede oscurecer en
esa época del año, es decir, no del todo; un hilillo de luna pendía del cielo claro en lo
alto de la chimenea, de modo que dentro de la casa no estaba oscuro ni había mucha
luz aunque el niño alcanzaba a divisar claramente el sexo de la niña, como si tuviera
una fosforescencia propia. Lo tema absolutamente cautivado.
Los labios de la niña se apartaban con los aullidos, así que le ofrecían, sin
intención, sin quererlo, la imagen de una serie de cajas chinas de carne acaracolada
que parecían abrirse una dentro de la otra hacia el interior de su cuerpo, atrayéndolo a
un lugar oculto, secreto, cuyo extremo no dejaba de escapársele en esa primera,
abrumadora, vertiginosa insinuación del infinito.
La niña aulló.
Y siguió aullando hasta que, desde las montañas, primero una sola, luego en una
compleja polifonía, le respondieron voces que hablaban su mismo lenguaje.
Siguió aullando, aunque en un tono menos dramático.
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Poco después, ya fue imposible para los habitantes de la casa ignorar que los
lobos iban descendiendo en manada sobre el pueblo.
Entonces la niña se tranquilizó, se desplomó, descansó la cabeza en las patas
delanteras de modo que sus cabellos se arrastraron en la sopa tibia y cerró su libro
prohibido sin la menor noción de haberlo abierto o de que estaba proscrito. Sus
pesados párpados se cerraron sobre los ojos oscuros, sanguinolentos. El rifle de la
casa colgaba de un clavo sobre el hogar, donde el padre de Pedro lo había dejado a su
regreso pero, cuando el hombre apoyó el pie en el primer peldaño de la escala para
bajar a coger su arma, la niña se levantó de un salto, gruñendo y enseñando los largos
caninos amarillentos.
Afuera, los aullidos se confundían con la agitada consternación de los animales
domésticos. Todos los demás lugareños estaban encerrados en sus casas.
Los lobos ya habían llegado a la puerta.
El muchacho cogió la mano sana de la abuela. Al comienzo, la anciana se quedó
inmóvil, pero reaccionó cuando su nieto le dio un fuerte tirón. La niña levantó la
cabeza con un gesto de sospecha, pero los dejó pasar. El muchacho empujó a su
abuela para que se subiera a la escala delante de él y luego la levantó detrás de ellos.
Lo dominaba un terror nervioso. Habría dado cualquier cosa para que el tiempo
retrocediese y así haber podido correr y dar un grito de alarma cuando vio a los lobos
por primera vez, para no haberla visto nunca.
La puerta se estremeció cuando los lobos la empujaron desde fuera y los tornillos
con que estaba sujeto el pestillo en el marco se soltaron, chirriaron y empezaron a
ceder. Al escuchar el chirrido, la muchacha dio un salto y comenzó a dar pasos
cortos, hacia atrás y hacia adelante, frente a la puerta. Los tornillos no tardaron
mucho en zafarse del marco. Los lobos se atropellaron unos a otros para entrar en la
casa. Desconcierto. Terror. El alboroto que se produjo en la casa era como todos los
vientos del invierno encerrados en una caja. Lo que más temían del exterior estaba
ahora adentro, junto a ellos. El bebé se puso a lloriquear en el pajar y su madre lo
aplastó contra el pecho como si los lobos fuesen a llevarse también a este niño; pero
la cuadrilla de salvamento sólo había venido a rescatar a su criatura adoptiva.
La casa quedó impregnada de un hedor insoportable, con huellas blancas de
harina por todas partes. La puerta rota se balanceaba rechinando sobre los goznes.
Desparramados por el suelo, quedaban los restos negruzcos de la leña que había
habido en el fuego ya apagado.
Pedro pensó que la anciana se iba a poner a llorar, pero parecía impasible. Pasado
el peligro, fueron bajando uno a uno por la escalerilla y, como si se hubieran liberado
de un hechizo que les imponía silencio, todos, con la excepción de la anciana muda y
el perplejo muchacho, comenzaron a hablar acaloradamente. Aunque ya era bien
pasada la medianoche, la nuera fue a sacar agua del pozo para limpiar la casa hasta
quitarle ese olor de animales salvajes que había quedado. Recogieron los objetos
rotos y los tiraron. El padre de Pedro reparó la mesa y el aparador con algunos clavos.
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Los vecinos salieron de sus casas estupefactos; los lobos no se habían llevado ni un
pollo de los gallineros, no habían robado un solo huevo.
Trajeron cerveza para beber a la luz de las estrellas y aguardiente de patatas, y
bocadillos, porque el alboroto les había abierto el apetito. La espantosa noche terminó
en una gran fiesta, pero la abuela se negó a comer y a beber y se fue a acostar apenas
quedó limpia su casa.
Al día siguiente, fue al cementerio y se sentó un rato junto a la tumba de su hija,
sin rezar. Luego regresó a casa y se puso a picar una col para la cena, pero tuvo que
dejar de hacerlo porque la mano herida se le había empezado a infectar.
Ese invierno, en los meses de descanso que imponía la nieve, después de la
muerte de la abuela, Pedro le pidió al cura del pueblo que le enseñara a leer la Biblia.
El sacerdote aceptó encantado; Pedro era el primero de sus fieles que expresaba algún
interés en aprender a leer.
Pedro se convirtió en un muchacho muy devoto, tan devoto que su familia estaba
alarmada e impresionada. Sus hermanos menores se burlaban de él y le decían «San
Pedro», pero no por ello dejaba de escaparse cada vez que tenía un momento libre
para ir a rezar a la iglesia. En Cuaresma ayunaba hasta quedar en los huesos. El
Viernes Santo se flagelaba. Era como si se culpara por la muerte de la anciana, como
si creyera que había traído a la casa la infección mortal que se la había llevado. Lo
consumía una imperiosa necesidad de expiación. Todas las noches leía atentamente
su libro a la débil luz de la vela, buscando en él un indicio que lo condujera a la
gracia, hasta que su madre le gritaba que se durmiera.
Pero, como para burlarse de los cuatro evangelistas que invocaba noche a noche
para que protegieran su cama, las pesadillas lo torturaban constantemente. No dejaba
de darse vueltas y de moverse en el jergón crujiente de paja que compartía con dos de
sus hermanos menores.
Encantado con la precoz inteligencia de Pedro, el cura empezó a enseñarle latín.
Pedro iba a verlo siempre que el cuidado del rebaño se lo permitía. Cuando cumplió
catorce años, el cura les dijo a sus padres que debería entrar en el seminario que había
en un pueblo del valle para llegar, también él, a ser sacerdote. Como tenían muchos
hijos, le cedieron uno a Dios, dado que sus libros y sus rezos lo habían convertido en
un extraño. Cuando las cabras bajaron de los elevados pastizales antes del invierno,
Pedro se marchó. Era el mes de octubre.
Al cabo del primer día, llegó a orillas de un río que corría desde la montaña hacia
el valle. Las noches ya eran frías; se hizo una fogata, rezó, comió el pan y el queso
que su madre le había puesto en un morral y durmió lo mejor que pudo. A pesar de su
ansiedad por entrar de lleno en el límpido mundo de expiación y devoción que lo
esperaba, se sentía inquieto y agitado por motivos que no podía explicarse.
Con la primera luz del día, esa luz que apenas disipa las tinieblas como una
cascara de huevo arrojada en un líquido turbio, bajó al río a beber agua y lavarse la
cara. Era tal la quietud que bien podría haber sido el único ser viviente.
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La hembra tenía los antebrazos, las piernas y el sexo cubiertos con un espeso
pelaje y los cabellos le caían de tal manera alrededor de la cara que no se alcanzaban
a distinguir sus rasgos. Estaba en cuclillas en la otra ribera. Daba lengüetazos en un
agua tan malva que parecía ir bebiendo la luz del alba con tanta rapidez como iba
apareciendo, aunque el aire palideció mientras él la miraba. Soledad y silencio;
absoluta quietud.
Jamás podría haber comprendido que ese reflejo debajo de ella, en el río, era
suyo. No sabía que tenía rostro; nunca había sabido que tema un rostro y, por eso, su
rostro era el espejo de una conciencia distinta de la nuestra, así como su desnudez, sin
inocencia ni ostentación, era la de nuestros padres, antes del pecado. Su cabellera era
tan espesa como la de Magdalena en el desierto y, sin embargo, el arrepentimiento
escapaba a su capacidad de comprensión.
Las palabras se convertían en polvo bajo el peso de su mudez.
Un par de cachorros salieron rodando de entre los arbustos, dándose de golpes.
No les prestó atención.
El muchacho empezó a temblar y a estremecerse. Sentía aguijones en la piel.
Tenía la sensación de que estaba hecho de nieve y de que podía derretirse. Murmuró
algo, o sollozó.
Ella levantó la cabeza al oír el sonido apagado por el ruido del río y los cachorros
lo oyeron también, dejaron de retozar y corrieron a esconder las atemorizadas cabezas
en su costado. Pero, después de un instante, ella decidió que no había nada que temer
e inclinó nuevamente el hocico, acercándolo a la superficie del agua, que le empapó
los cabellos y se los esparció alrededor de la cabeza.
Cuando terminó de beber, retrocedió un par de pasos, sacudiéndose el agua. Los
cachorros apegaron los labios a sus pechos colgantes.
Pedro no pudo evitarlo y se echó a llorar. No había llorado desde el funeral de la
abuela. Las lágrimas le corrían por las mejillas y salpicaban la hierba. A tropezones,
dio un par de pasos en dirección al río con los brazos abiertos, decidido a cruzar a la
otra orilla para acompañarla en su maravillosa y secreta gracia, impulsado por un
acceso de éxtasis casi visionario. Pero su prima se asustó al ver el súbito movimiento,
le arrebató las tetas a los cachorros y se alejó corriendo. Los cachorros la siguieron
correteando y dando chillidos. Ella corría en cuatro patas, como si fuese la única
manera de correr hacia lo alto, de internarse en el laberinto resplandeciente del
inconcluso amanecer.
Cuando el muchacho se recuperó, se secó las lágrimas con la manga, se quitó las
botas empapadas y se secó los pies y las piernas con el faldón de la camisa. A
continuación, comió algo que tenía en el morral, casi sin darse cuenta de qué era, y
siguió caminando hacia el pueblo; pero ¿qué iba a hacer ahora en el seminario?
Porque ahora sabía que no había nada que temer.
Sintió el vértigo de la libertad.
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Llevaba las botas atadas por sobre el hombro. Le pesaban. Se preguntó si debería
tirarlas pero, cuando llegó a un camino empedrado, tuvo que ponérselas, aunque
todavía estaban húmedas.
Los pájaros se despertaron y comenzaron a cantar. Lo sorprendió el sol frío,
racional; rayaba el día con todo su alborozo y la montaña ya había quedado a sus
espaldas. Miró por sobre el hombro y vio que, a la distancia, la montaña empezaba a
adquirir una forma aplastada y bidimensional. Ya se iba convirtiendo en un paisaje,
en la tarjeta comprada de prisa como un recuerdo de la infancia en una estación de
tren o un puesto fronterizo, el recorte de un periódico, la instantánea que luego
mostraría en pueblos desconocidos, ciudades desconocidas, en otras tierras que, en
ese momento, no podía imaginar, cuyos nombres aún no conocía, en lugares donde
diría, en idiomas extraños: —Allí pasé mi niñez. ¡Imagínense!
Se dio media vuelta y se quedó contemplando largo rato la montaña. Había vivido
allí catorce años pero nunca antes la había visto como podía verla alguien que no la
hubiese conocido casi como algo propio, de modo que, por primera vez, vio la
simplicidad primitiva, vasta, espléndida, desolada y cruel de la montaña. Al
despedirse de ella, la vio convertirse en un extensísimo decorado, en el extraordinario
telón de fondo de un viejo cuento popular que hablaba de una niña amamantada por
lobos, tal vez, o de lobos amamantados por una mujer.
Entonces, resueltamente, volvió la cara hacia el pueblo y comenzó a caminar a
trancos hacia adelante, hacia otro cuento. «Si miro otra vez hacia atrás», pensó con un
último jadeo de temor supersticioso, «me voy a convertir en una columna de sal».
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EL NIÑO DE LA COCINA
«Nacido entre bambalinas», eso es lo que dicen cuando un actor se cría mamando la
leche de su madre mezclada con maquillaje para el teatro y si hubiera un equivalente
culinario de esta frase entonces seguro que me lo merecería, porque ¿no me
concibieron acaso mientras se cocinaba un soufflé. Un soufflé de langosta, muy
distinguido, veinticinco minutos a horno tibio.
Y era el primer soufflé en toda su carrera de cocinera que le habían pedido a mi
mamá que cocinara; el que lo pidió era un duque francés, un huésped del señor y la
señora, mi mamá estaba encantada porque eran muy pocos los fins becs que
asomaban las narices en nuestra casa, ni siquiera durante las dos semanas de la «gran
cacería de urogallos», cuando los peces gordos llegaban en bandadas a cobrar sus
presas emplumadas de los aires. Mucho menos en esa época. Tenían el paladar como
una suela de zapato. «Es como echar margaritas a los cerdos», diría mi mamá cuando
mandaba de mala gana al comedor los veinticuatro platos preparados con todo
esmero, aunque los cerdos habrían dado muestras de tener un paladar más exquisito.
Les aseguro, la casa de campo inglesa, ¡sí!, un buen lugar para comer; pero solamente
cuando el señor y la señora ne sont pas chez eux. Los empleados son los que
mantienen el pabellón en alto.
Porque la señora no quería ni mirar nada que no fueran ostras y uvas sobre hielo
tres veces al día, porque tema una sensibilidad muy refinada, mientras que el señor no
probaba ni un bocado hasta que se ponía el sol porque se había quemado la lengua
con curry cuando andaba dando órdenes en alguna parte de Poonah. (Se me ocurre
que esos indios, por despecho, le echaban demasiado picante a su forraje. ¡Ah, la
venganza de los cocineros puede ser terrible!). Y los cazadores de urogallos lo único
que querían eran emparedados para empezar, emparedados a continuación, y más
emparedados después, emparedados, emparedados, emparedados, y las caderas les
abultaban cada vez más, ¡ah, sí!, y a empujarlos con el líquido ámbar, ¿y quién va a
saber qué gusto tienen?
Así que mi mamá se esmeró todo lo que pudo con ése, su primer soufflé de
langosta, mandó al chico que afila cuchillos que se fuera en su bicicleta hasta el mar,
a varias millas de aquí, para ir a buscar el bicho y después lo cocinó vivo, chillaba
que daba lástima y trataba de escaparse de la cacerola, etc., etc., así que mí mamá ya
estaba toda agitada antes de empezar siquiera a separar las yemas de las claras.
Entonces, en el momento en que se inclinaba sobre el fogón para mezclar la
harina con la mantequilla, un par de manos la agarraron por la cintura. Al principio,
pensó que era una broma de uno de los sirvientes y meneó las enormes caderas para
quitárselo de encima mientras le echaba las yemas a la salsa. Pero cuando le mezcló
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la langosta cortada en trocitos, todo perfecto, sintió que las manos se aventuraban
más arriba.
En ese momento fue cuando le echó demasiada pimienta. Siempre se lamentaba
de eso.
Y cuando empezó a vaciar las tambaleantes claras batidas que tenía en el cuenco,
sabe Dios qué habrá hecho él pero el caso es que ella larga todo dentro de la fuente y,
rindiéndose, dice:
—¡Al diablo!
Mete el soufflé en el horno; la puerta se cierra de un golpe.
Corramos un tupido velo.
—Pero mamá —le supliqué muchas veces—, ¿quién era ese hombre?
—Pero por Dios, hijo —me decía—. Nunca se me ocurrió preguntar. Lo único
que pensaba era que con el golpe que le había dado a la puerta del horno se me iba a
desinflar el soufflé.
Pero no. El soufflé se elevó como un globo y, apenas dio un rotundo golpe con su
copete dorado en la puerta del horno, mi mamá atravesó el velo que corrimos
discretamente sobre esta escena de pasión, arreglándose el delantal, para extraer ese
manjar extraordinario entre los ¡oh! y ¡ah! de todos los de la cocina, unos cuarenta y
cinco en total. Aunque en realidad no era un manjar tan extraordinario. El único rival
digno de un cocinero es el que come lo que él cocina. El ama de llaves trae
personalmente el plato del duque y lo larga sobre la mesa. Dijo «trop de cayenne» y
echó todo al fuego —anuncia con una sonrisa de satisfacción. Es un modelo de
refinamiento y tiene una manera muy especial de hablar. Cuando tiene hipo, hasta
pronuncia la c de cada «hic». Mi mamá llora de vergüenza.
—Lo que necesitamos aquí es un chef eugopeo, ¡hic!, para mejorar le ton —
amenaza el ama de llaves mientras le lanza a mi mamá una mirada asesina y salé
dando un portazo porque mi mamá es una chica sencilla de Yorkshire capaz de hacer
maravillas con las manos pero no hay lugar para dos reinas en esta colmena, el ama
de llaves la odia. Y el ama de llaves vive soñando con importar un Carême o un
Soyer con bigotes de guía para que le haga croquembouches y milly filly, que están
tan de moda.
—Porque ¿no es Alberlin el chef de los estimados Devonshire, y Crépin, el de la
duquesa de Sutherland? Y también está Labalme, que trabaja para el duque de
Beaufort, doncherno… y la reina, bendita sea, tiene a su Ménager… mientras
nosotros tenemos que conformarnos con esta vaca gorda que no dice más que
vulgaridades de Yorkshire y que nunca se quita las zapatillas de fieltro…
Fui concebido en una mesa de cocina y nací en el suelo de la cocina; no me
recibieron con salvas pero, lo que es mucho más apropiado, lo que anunció mi
llegada fue un ¡pam!, ¡pam!, ¡pam! de todas las sartenes, una verdadera descarga de
fusilería de timbales de cocina con fondo de cobre; y el alegre redoble de los
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cucharones en las tapas de los platos; y hasta los perros de los mangos de los asadores
se pusieron a ladrar: «¡Guau, guau!».
Por ser, como ustedes mismos pueden calcular, unos tres meses antes de octubre y
como el señor y la señora están en Londres, el ama de llaves conserva ella sola las
buenas costumbres, se sienta en su sala a beber el mejor té negro en su taza de
porcelana de Meissen y le añade sensatamente unas pocas gotas de ron de las botellas
que tienen encerradas, pero ella se ha hecho una copia de la llave en sus largos ratos
de ocio. Cuando su criada, que ella tiene para que le lleve y le traiga y le lama las
botas, le está echando un poco de ron en la taza de té, abajo se desata un infierno,
como si una orquesta china hubiera empezado a tocar sus instrumentos de madera, y
sus xilófonos, golpes, alboroto.
—¿Qué demonios, ¡hic!, están haciendo esas porquerías? —declama el ama de
llaves con un tono señorial y melodioso, dándole un golpe rápido pero contundente a
la criada para sonsacarle el chisme.
—¡Oh, madamísima! —balbucea la pobre criadísima—. Es el crío de la cocinera.
—¡¿El crío de la cocinera?!
Dada la corpulencia de mi mamá, que es inmensa, tan redonda como la letra «o»
de la palabra «obesa», y la gran lealtad y el afecto que le tenían los que trabajaban en
la cocina, el ama de llaves no tenía idea de que yo estaba por llegar pero, en medio de
su rabieta, también se alegró de enterarse de eso porque se le ocurría que de esa
manera podría quitarle el trabajo a mi mamá debido a mi llegada inesperada y
entonces podría darle matraca al señor y la señora para que consiguieran un individuo
melindroso y untado con pomada para hacer chaud-froid y gelée y adularla. Baja
corriendo las escaleras, con un aire imponente pero sin mucho equilibrio debido al
ron con un poco de té que sorbe todo el día, con la criada que corre delante de ella
para abrir la puerta de par en par.
¡Qué espectáculo se encuentra! Rafael podría haberlo dibujado, si hubiera vivido
en Yorkshire en esa época. Mi mamá, coronada de sonrisas, sentada como una reina
en su trono sobre un saco de patatas y al pecho su crío envuelto en un trapo para
hacer morcilla recién hervido y con toda la cuadrilla de la cocina rodeándola en
actitud de adoración, cada cual blandiendo un utensilio y haciendo sonar los
cucharones con aire festivo, la primera nana de su seguro servidor.
Pero, por desgracia, mi nana degenera rápidamente en unos pocos golpes y
campanilleos cuando el ama de llaves les echa a todos la más ¿ría de sus miradas.
—¿Qué, hic, es esto?
—Un chico regordete —canturrea mi mamá, plantando un sonoro beso en la
tierna frente apretada contra su mullido pecho.
—¡Fuera de esta casa! —grita el ama de llaves—. ¡Hic! —agrega.
Pero ¡qué estrépito y qué clamor provoca con su orden!; como si hubiera
colocado una bomba en una quincallería, porque todos los presentes (salvo mi mamá
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y yo) arremeten contra sus improvisados instrumentos con renovado ímpetu, mientras
cantan al unísono:
—¡El niño de la cocina! ¡El niño de la cocina! ¡No puedes echar al niño de la
cocina!
Y eso es lo que pasó; ¿a quién más puedo considerar como mi progenitor sino a
ese lugar tan glotón que, si no me engendró, de todos modos hizo que me
engendraran? Ni una sola de las fregonas ni el más insignificante de los pinches era
capaz de recordar quién o qué se acercó a mi mamá esa mañana del soufflé, cuando
todos los ayudantes estaban haciendo emparedados, pero parece que un ser rollizo
andaba merodeando por ahí, atraído a la cocina como un fantasma a la oscuridad; —
¿no tendrá un criado con costumbres parecidas a las suyas ese duque tan dado a la
buena mesa? Sin embargo, su figura se derritió como gelatina al calor del fogón.
—¡El niño de la cocina!
La cuadrilla de ayudantes armó tal batahola que el ama de llaves se tuvo que
marchar para reanimarse con otra copita de ron en su sala porque, ante la posibilidad
de un motín en medio de las cacerolas, descubrió que tema poco valor y se fue a
esconder malhumorada a sus habitaciones.
Mis primeros juguetes fueron coladores, varillas para batir y tapas de cacerolas.
Me bañaban en la enorme sopera en la que servían la sopa de tortuga. No cocinaron
salmón hasta que aprendí a andar a gatas, porque, en vez de cuna, ¿qué había sino la
marmita para el salmón? Y la guardaban muy alto en la repisa de la chimenea para
que pudiera dormitar ahí, cómodo y abrigado, donde no corría peligro, aquietado por
los deliciosos aromas y los apetitosos sonidos de los preparativos de la comida, y me
pasé arrullando toda mi primera infancia allí, en lo alto de la cocina, como si hubiera
sido el dios del hogar allá arriba, en mi pequeño altar.
Y, en realidad, ¿no tiene algo de sagrado una gran cocina? Esas bóvedas de piedra
teñidas de hollín allá lejos, sobre mi cabeza, de donde cuelgan los jamones y las
ristras de cebollas y los puñados de hierbas secas, que se parecen a los pendones
desplegados en las naves de las iglesias antiguas. Las banderas imperturbables y
rumorosas que dos veces al día restriegan de rodillas los devotos. El brillo
resplandeciente de hileras e hileras de recipientes de metal que cuelgan de ganchos o
reposan en sus estantes hasta que alguien los necesita, como cálices que esperan la
celebración del sacramento de la comida. Y el fogón como un altar, sí, un altar,
delante del que mi mamá se inclinaba en perpetua reverencia, con una orla de sudor
sobre los labios y las mejillas encendidas.
Cuando tema tres años, me dio harina y manteca y ahí mismo inventé el hojaldre.
Como era muy pequeño para manejar el rodillo de amasar, me sube en los hombros
para que vea cómo estira la masa en el mármol y después me planta en el suelo para
que corte solo las tartaletas, por las mejillas le corren lágrimas de alegría al ver mi
precocidad, como premio me deja meterla cuchara en el dulce de ciruela y lamerla. A
los tres años y medio, ya soy capaz de hacer bollos improvisados y, después de eso,
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ya no hay nada que me detenga. Me sienta en una banqueta alta para que pueda
revolver la salsa, me envuelve en su delantal, que me da tres vueltas alrededor del
cuerpo, me lo remete en la cintura para que no tropiece en él y me caiga de cabeza en
mi primera salsa holandesa. Y así es como me convierto en su acólito.
No me resultó nada difícil aprender a leer y escribir. Las letras las aprendí así: la
A de asperges au beurre fondue (aunque nunca, por mi madre, con sauce bâtarde); la
B de boeuf, budín de carne con un puding Yorkshire que burbujea patrióticamente por
debajo en la grasera; la C de castañas, de carrottes, chouxfleur, camembert y todo lo
demás, hasta llegar a zabaglione, aunque a veces me pregunto para qué sirve la X si
no aparece en ningún abecedario de cocina.
Y me mantengo tan apegado a la cocina como un croûte a un pateo la mayonesa a
un huevo. Al principio, me sube a la banqueta para alcanzar las cacerolas; después a
un balde boca abajo; después me apoyo en mis dos pies. Va pasando el tiempo.
La vida en esa aislada mansión es como un plácido arroyo, sólo se convulsiona
una vez al año y sólo por dos semanas, pero con esa agitación basta, la caza de
urogallos, cuando vienen todos de la ciudad para que nos tiremos de los pelos entre
todos nosotros.
El señor y la señora creen que su llegada es la verdadera y única justificación de
nuestras vidas, la época más importante del año para nosotros, cuando los sirvientes,
que, por lo que ellos se imaginan, viven hibernando el resto del año, se despiertan
como la Bella Durmiente cuando aparece el príncipe, pero, en realidad, nos
arreglamos tan bien sin ellos durante los otros once meses y medio que Su llegada es
una interrupción periódica de nuestra rutina. Trabajamos sin parar durante los quince
días de su estancia, con tan poco entusiasmo como gente bien nacida que se viera
obligada por la pobreza a recibir inquilinos en su casa y, en cuanto a la haute cuisine,
olvídense de ella: emparedados, emparedados, emparedados; lo único que quieren
son emparedados.
Y nunca, nunca más, nadie pide un soufflé, de langosta o de cualquier otra cosa.
Mi mamá siempre se pone un poco triste en la temporada de cacería, caprichosa,
ausente y, aunque nadie se lo pide, todos los años prepara su soufflé de langosta de
todos modos, manda al chico que afila los cuchillos a buscar la langosta, la hierve
viva, bate los huevos, hace la mezcla con miga de pan, etc., etc., etc., como si cocinar
esa cosa fuera un rito mágico que pudiera desenterrar del pasado el gran signo de
interrogación de cuya entrepierna salió su hijo para que, quizá, pueda mirarlo bien de
frente a la cara, esta vez sí. O quizá tenía otros motivos. Pero nunca explicó nada. En
el momento preciso era capaz de preparar el soufflé más etéreo, más sabroso que
jamás honrara una langosta; pero nadie venía a comerlo y nadie de la cocina tenía el
valor de hacerlo tampoco. Así que quince veces en total le echaron el soufflé a las
gallinas.
Hasta que, un hermoso día de octubre, cuando la niebla se elevaba sobre los
páramos como el vapor de un consomé y los urogallos comían abundantemente por
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última vez como condenados a muerte, la vigilia de mi mamá se vio por fin
recompensada. Los invitados están por llegar y oímos el lánguido y nostálgico
gemido del acordeón cuando por el camino, rodeado de lys de France, se acerca un
simón dando tumbos.
Cuando se entera de eso, mi mamá empieza a temblar, se pone toda aturdida,
tiene que sentarse en el mármol de las tartaletas mientras yo, ¡ahí, yo me dispongo a
conocer a mi hacedor, porque ya ha llegado la edad en que un muchacho se interroga
más por su padre.
Pero ¿qué es esto? ¿Quién entra corriendo a la cocina para llevarse el cajón con
hielo que pidió el duque para meter las botellas que trajo sino un muchacho imberbe
de mi misma edad o menor? Y aunque mi mamá trata de preguntarle qué pasó con
otro hipotético criado que, en cierta ocasión, pudiera haberle hecho temblar las manos
de tal manera que no se midió con la pimienta, él asegura que no le entiende el acento
de Yorkshire, mueve la cabeza de un Jado a otro, hace gestos de no entender.
Entonces, por tercera vez en toda su vida, mi mamá lloró.
La primera vez lloró de vergüenza porque había echado a perder un plato.
Después lloró de alegría cuando vio a su hijo darle forma a una masa. Y ahora llora
por una ausencia.
Pero de todos modos manda al chico de los cuchillos a buscar una langosta,
porque está decidida a celebrar su rito de otoño, aunque sea como una manera de
resucitar su esperanza o como se prepara carne asada para después de un entierro. Y,
haciéndome cargo de la situación, recurro al camino más corto, al montaplatos, y
subo a preguntarle yo mismo al duque dónde están sus sirvientes.
El duque, que descansa antes de la cena mientras descorcha una que otra botella,
está envuelto en un batín acolchado de terciopelo parecido a los abrigos que les
ponen a los perros de muy buena raza, calentándose los pies bien metidos en unas
zapatillas de tafilete, frente al fuego y cantándose canciones en su propio idioma. Y
en mi vida había visto un hombre más gordo, podría haberle regalado unos cuantos
kilos a mi mamá y no haberse dado ni cuenta. Es tan gordo como la letra «o» de
«redondo». Le desconcierta la aparición de este joven chef entre los paneles de
madera de la pared, pero es demasiado caballero como para expresar su asombro con
un salto o un brinco; me pregunta con toda amabilidad qué deseo y, en mi mejor
francés culinario, mi petit pois de français, tartamudeo:
—El valet de chambre que acompañó al señor (garni de) hace muchos años, la
última vez que vino…
—¡Ahí, Jean-Jacques —dice rápidamente—. Le pauvre —agrega.
Lanza una triste mirada escondiendo el mentón.
—Une crise de foie. Hélas, il est mort.
Me pongo blanco como una endibia. Como un perfecto caballero, me ofrece un
reconfortante trago de champaña traída de allá lejos, de sus propias bodegas, no
confía en el paladar calcinado del señor, y siento cómo se me erizan los pelos del
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pecho mientras me baja burbujeando. Reavivado con otra botella, que el duque
comparte conmigo con esa natural afabilidad democrática que es la característica de
los auténticos aristócratas, le cuento todo lo que sé de las circunstancias en que me
concibieron, cómo su difunto criado cortejó y conquistó a mi mamá mientras
cocinaba un soufflé de langosta.
—Recuerdo perfectamente ese soufflé —dice el duque—. El mejor que haya
comido. Mandé felicitar al chef por intermedio de la concierge, pero le aconsejé,
como un gourmet exigente, que no le echara tanta pimienta la próxima vez.
¡Así que ésa es la historia! ¡La asquerosa ama de llaves sólo le dio la mitad del
recado!
Entonces le cuento la conmovedora historia de cómo desde entonces, todos los
años, en la temporada de caza, mi mamá prepara un soufflé de langosta (se me ocurre
a mí) en recuerdo de Jean-Jacques, y nos tomamos otra botella de champaña en
memoria del difunto hasta que el duque, dando muestras de toda la emoción de que es
capaz una delicada sensibilidad, dice entre lágrimas varoniles:
—Te diré qué voy a hacer, jovenzuelo, mientras tu maman me prepara
nuevamente el famoso soufflé de langosta: yo mismo, como tributo a mi antiguo
criado, voy a bajar…
—¡Oh! —balbuceo—. El señor es demasiado generoso.
Inmediatamente salgo corriendo hacia la cocina y me encuentro a mi mamá que
acaba de empezar a hacer la bechamel Poco después, mientras la mantequilla se
derrite como se derritió el corazón del duque cuando le conté la historia, la puerta de
la cocina se abre de par en par y el mismísimo duque entra de puntillas. Debo decir
que nunca hubo una pareja tan perfecta por el tamaño de los dos. Toda la cuadrilla de
la cocina mira hacia otro lado, por respeto a ese momento romántico, pero yo mismo,
el artífice de todo esto, no puedo dejar de echar una mirada.
Él se le acerca por detrás, con el índice sobre los labios para pedir cautela y
silencio y extiende los brazos y, lentamente, muy lentamente, con una delicadeza y un
tacto infinitos, deja que una mano se aventure a lo largo de su cadera. Podría haber
sido una mosca que se posara en su trasero. Mi mamá menea ligeramente las caderas,
como una yegua en el campo, impasible, y echa la harina. El mismo duque se
estremece un poco. Un gesto como el de un niño en una confitería le cruza el rostro
más bien borbónico. Trata de mirar por encima del hombro de mi mamá para ver qué
está haciendo con la batterie de cuisine, pero su embonpoint se lo impide.
Quizá como un ardid, o como un auténtico tributo a su ampuloso encanto, con
una gracia inmensa y gigantesca, le da una palmada en el trasero.
Mi mamá larga un suspiro tan fuerte como para hacer volar lejos las claras a
punto de nieve, pero como es una gran artista, nunca le tiembla el pulso, ni una sola
vez, mientras echa las yemas. Y cuando las manos del duque se pierden más arriba, ni
una pizca de agitación hace temblar la cuchara.
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Porque, tienen que comprender, es el momento de echarlos condimentos. Y, esta
vez, echa exactamente la cantidad precisa de pimienta. Ni un grano más. ¡Viva! Este
soufflé va a ser… Adorno el círculo que acabo de hacer con el índice y el pulgar y le
largo un beso.
Las claras se vuelcan sobre la mezcla; la cuchara se agita rápida y ligera, como un
pájaro que ha caído en un cepo. Vacía todo en la fuente del soufflé.
Él da un respingo.
Y, entonces, mi mamá grita: —¡Al diablo! —Apartándose del libreto, esgrime su
cuchara de palo como un garrote, la levanta y ¡pum!, golpea al duque en la cabeza
con una fuerza enorme. Él se desploma en las baldosas con un débil gemido.
—¡Toma! —grita mi mamá sobre el cuerpo desplomado. Y mete el soufflé en el
horno con gran brío.
—¿Por qué lo hiciste? —le grito.
—¿Hubieras preferido que me echara a perder el soufflé? ¿No estuvo a punto de
estropearse la vez pasada?
El muchacho de los cuchillos y yo levantamos al duque de las baldosas y le
damos palmaditas en la cara, le mojamos las sienes con un trapo de cocina empapado
en chablis frío, finalmente mueve los párpados y vuelve en sí.
—Quelle femme! —murmura.
Mi mamá, inclinada frente al fogón con un cronómetro en la mano, ni siquiera lo
mira.
—Tenía miedo de que le echara a perder el soufflé, —explico, avergonzado a más
no poder.
—¡Qué celo!
El hombre parece muy impresionado. Mira a mi mamá como si nunca se fuera a
cansar de contemplarla. Se levanta con toda la vivacidad que puede un hombre de su
tamaño, atraviesa a trancos la cocina y cae de rodillas a sus pies.
—Te ruego, te imploro…
Pero mi mamá no deja de mirar el horno.
—¡Listo!
Abre la puerta de un golpe y saca al mismísimo rey de los soufflés que extiende
las alas angelicales a lo ancho de la cocina mientras se eleva del plato en el que sólo
lo mantiene la fuerza de gravedad. Todos los presentes (unos cuarenta y siete: la
cuadrilla de la cocina y yo, más el duque) aplaudimos y damos vítores.
El ama de llaves se pone como loca de rabia cuando mi mamá se marcha en el
simón a la cocina suntuosa y auténticamente francesa del duque, pero se consuela
pensando que ahora puede convencer al señor y a la señora de que le traigan un
nuevo chef tan extraordinario como Soyer o Carême para que se atuse los bigotes en
dirección a ella y le haga tarta Saint-Honoré para su cumpleaños y la complazca con
frecuentes babas au rhum. Pero… yo soy el único hijo de la cocina de mi mamá y
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ahora me toca recibir mi herencia; además, ¿a quién se va a quejar el ama de llaves?
¿No soy acaso el más joven chef francés (nacido en Yorkshire) de toda esta región?
¿No soy acaso el hijastro del duque?
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LOS CRÍMENES DE FALL RIVER
Canción infantil
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También se ha atado una gruesa sabanilla de lino entre las piernas porque está
menstruando.
Así, con toda esa ropa, de mal humor y con náuseas, en medio de ese calor
enloquecedor, con el vientre dolorido, calentará una plancha en un hornillo y
planchará pañuelos con la plancha caliente hasta que llegue la hora de bajar al sótano,
adonde guardan la leña, a coger el hacha con la que siempre la adorna nuestra
imaginación —«Lizzie Borden con un hacha»—, así como siempre imaginamos a
santa Catalina girando en la rueda, el emblema de su pasión.
Dentro de poco, tan arropada como miss Lizzie, aunque con prendas menos
delicadas, Bridget, la joven criada, echará queroseno en una hoja arrugada del
periódico de anoche y en algunos trozos de leña. Cuando el fuego esté listo, preparará
el desayuno; el fuego la seguirá sofocando luego, mientras lave.
Enfundado en un traje de sarga que con sólo mirarlo una vez bastaría para dar
salpullido de calor, el viejo Borden recorrerá la ciudad sudorosa buscando dinero
como un cerdo que olfatea trufas, hasta regresar a casa a media mañana para acudir a
una apremiante cita con el destino.
Pero nadie se ha levantado todavía; aún es temprano, antes de que suene la sirena
de la fábrica, es la perfecta quietud de la canícula, con el cielo ya blanco, la luz sin
sombras de Nueva Inglaterra, que parece un rayo lanzado por el ojo de Dios, y el mar,
blanco, y el río, blanco.
Si hemos olvidado casi por completo la incomodidad de la picazón, la opresión de
las prendas antiguas y el efecto corrosivo que provocaba en los nervios esa perpetua
incomodidad, también hemos olvidado misericordiosamente los olores del pasado, los
hedores domésticos: la piel mal lavada, la ropa interior que se cambiaba muy de
cuando en cuando, las bacinillas, los cubos para desperdicios, los excusados con
malos desagües, la comida a medio pudrir, los dientes mal cuidados; y las calles no
huelen mejor que el interior de las casas, la omnipresente acidez de la orina y la bosta
de caballo, las alcantarillas, el súbito hedor de descomposición que sale de las
carnicerías, el horror amniótico de los pescaderos.
Tendrían que empapar el pañuelo en agua de colonia y apretarlo contra las
narices. Tendrían que rociarse con violeta de Parma para que su olor, digno de un
local donde se embalsaman cadáveres, encubriera el hedor de carne descompuesto
que los acompaña constantemente. Aborrecerían el aire que respiran.
Cinco personas duermen en una casa de Second Street, en Fall River. Dos viejos y
tres mujeres. El primer viejo es dueño de todas las mujeres, por matrimonio,
paternidad o contrato. Su casa es tan estrecha como un ataúd y así es precisamente
como se hizo rico: antes era empresario de una funeraria pero en los últimos tiempos
ha diversificado sus actividades en varias direcciones y todas ellas le dan rentas
extremadamente satisfactorias.
Pero, al observar la casa, a nadie se le ocurriría que es un hombre próspero y de
éxito. Su casa es angosta, incómoda, pequeña y vulgar —«sencilla», se podría decir
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con afán de adular— y la misma Second Street conoció tiempos mejores años atrás.
La casa de los Borden —miren la placa de bronce junto a la puerta, en la que han
grabado «Andrew J. Borden» en letras ondulantes— está separada de las casas de los
lados por unos pocos metros de césped. A la izquierda hay un establo, en desuso
desde que vendió el caballo. Al fondo crecen algunos perales, cargados de frutas en
esta época del año.
Esta mañana, como lo ha dispuesto el destino, sólo una de las señoritas Borden
duerme en la casa paterna. Emma Lenora, la hija mayor, se ha marchado por algunos
días a una ciudad cercana, para disfrutar de la brisa marina y, por lo tanto, se librará
de la matanza.
Pocos miembros de su clase social se quedan en Fall River durante los cálidos
meses de junio, julio y agosto, pero también es cierto que pocas personas de su
misma clase social viven en Second Street, en la parte baja de la ciudad donde el
calor se condensa como la niebla. A Lizzie también la invitaron a otra ciudad, a una
casa de verano junto al mar a la que iba a ir un grupo de alegres muchachas pero,
como si lo hubiese hecho a propósito para mortificar su cuerpo, como si hubiera
tenido asuntos urgentes que atender en la ciudad vacía, como si un embrujo maléfico
la retuviera en Second Street, Lizzie no se marchó.
El otro viejo es un pariente lejano de Borden. No vive aquí; ha venido de visita,
está de paso, es un espectador casual, no tiene ninguna importancia.
Hay que dejarlo fuera de la historia.
Aunque su presencia en la casa condenada es innegable desde el punto de vista
histórico, la descripción de este apocalipsis doméstico debe ser cruda y la trama debe
simplificarse al máximo para que tenga el mayor efecto simbólico posible.
Excluyamos a John Vinnicum Morse de la historia.
Un viejo y dos de sus mujeres duermen en la casa de Second Street.
El reloj del ayuntamiento zumba y masculla el prolegómeno de la primera
campanada de las seis y el reloj despertador de Bridget da un solidario salto y un
golpecito cuando el minutero titubea en la hora; el pequeño mazo da un sacudón
hacia atrás, a punto de golpear la campana que hay en lo alto del reloj, pero los
párpados húmedos de Bridget no tiemblan de premonición mientras yace envuelta en
un camisón pegajoso de franela bajo una sábana liviana en un catre de hierro, de
espaldas, como le enseñaron las buenas monjas en Irlanda durante su niñez, por sí
muriera por la noche, para darle menos trabajo al empleado de la funeraria.
En general es una buena chica, aunque a veces tiene reacciones imprevisibles y
entonces le responde a la señorita, a veces, y se ve obligada a confesarle al cura el
pecado de la impaciencia. Abrumada por el calor y las náuseas —porque todos los
habitantes de la casa se despertarán enfermos esta mañana— volverá a acostarse más
tarde en esta cama estrecha. Mientras trata de aprovechar unos pocos instantes más de
descanso allá arriba, abajo se desatará el infierno.
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Un rosario de cuentas de vidrio oscuro, una imagen de la Virgen comprada en una
tienda de portugueses y pegada en un cartón, una fotografía de su solemne madre en
Donegal cubierta con manchas de mosca, todo eso está apoyado en la repisa de la
chimenea que, pese a los duros inviernos de Massachusetts, jamás han encendido. Un
baúl estropeado de aluminio que hay a los pies de la cama contiene todos los bienes
terrenales de Bridget.
Junto a su cama hay una silla dura en la que reposan una palmatoria, cerillas, el
reloj despertador que resuena en todo el cuarto con un golpeteo doble y metálico,
porque Bridget y su señorita suelen decir en broma que la muchacha es capaz de
dormir a pesar de cualquier ruido, realmente cualquier ruido, de modo que necesita el
despertador y, además, las sirenas de las fabricas que están a punto de sonar, que en
este mismo instante están a punto de sonar.
En una palangana de pino astillado hay una jarra y una jofaina que no usa jamás;
¿cómo va a acarrear un balde de agua hasta el segundo piso nada más que para
enjuagarse? Si en el fregadero de la cocina hay agua suficiente…
El viejo Borden no considera que sea necesario bañarse. No cree en la inmersión
total. Renunciar a sus aceites naturales sería como privar a su cuerpo de algo.
Un espejo cuadrado sin marco refleja en ondas arrugadas una jabonera
resquebrajada y cubierta de polvo en la que hay varias horquillas negras de metal.
En los claros rectángulos de los visillos de papel se agitan las hermosas sombras
de los perales.
Aunque Bridget dejó la puerta del cuarto entornada con la vana esperanza de
atraer una leve brisa, todo el aire viciado del día anterior se ha acumulado en su
buhardilla. Un pedazo de lechada descascarillada cuelga del techo, donde una mosca
gimotea melancólicamente.
La casa está impregnada de olor a sueno, ese olor semidulzón y pegajoso que se
adhiere a todo. Quietud, absoluta quietud; nada se mueve en toda la casa, salvo la
mosca que pasea su zumbido. Quietud en la escalera. Una quietud que se ciñe contra
los visillos. Quietud, una quietud mortal en el cuarto de abajo, donde el señor y la
señora comparten el lecho matrimonial.
Si las cortinas estuvieran descorridas o si la lámpara estuviera encendida, se vería
con más claridad la diferencia que hay entre este cuarto y la austeridad del cuarto de
la criada. Aquí hay un tapete salpicado de flores de colores crudos, aunque es un
tapete vulgar y más bien vistoso; en el papel de las paredes hay flores malva, ocre y
cereza fuerte, aunque el papel ya estaba gastado cuando llegaron los Borden. Una
cómoda con otro espejo que distorsiona las imágenes; no hay ningún espejo en esta
casa que no deforme los rostros en su reflejo. Sobre la cómoda, un paño bordado con
nomeolvides; sobre el paño, un peine de hueso con tres dientes de menos, en el que
han quedado enredadas algunas canas, un cepillo con base de madera teñida de negro
y varias esterillas de encaje en las que descansan cajitas de porcelana con horquillas,
redes para el pelo, etc. Él peluquín que la señora Borden se coloca en la cabeza
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semicalva durante el día está enroscado como una ardilla muerta. Pero no hay rastros
de la presencia del señor Borden en esta habitación, porque él tiene su propio cuarto
de vestir, al que se llega a través de esa puerta, la de la izquierda…
¿Qué pasa con la otra puerta, la que está al lado de ésta?
Esa puerta conduce a la escalera posterior.
¿Y esa tercera puerta, semioculta detrás de la cabecera de la pesada cama de
caoba?
Si no estuviera cerrada con llave, conduciría a la habitación de la señorita Lizzie.
Una peculiaridad de esta casa es la cantidad de puertas que hay en cada
habitación y otra de sus peculiaridades es que todas las puertas están siempre cerradas
con llave. Una casa llena de puertas cerradas que sólo conducen a otras habitaciones
con más puertas cerradas con llave porque, tanto arriba como abajo, todas las
habitaciones se comunican unas con otras como en un laberinto de pesadilla. Es una
casa sin pasadizos. Ninguna parte de la casa se ha librado de convertirse en el
territorio personal de uno de sus habitantes; es una casa que no tiene espacios
compartidos, espacios comunes entre una habitación y otra. Es una casa donde la
intimidad de cada cual está tan unida a la de los demás como si la hubieran sellado
con cera en un documento legal. Al cuarto de Emma sólo se puede llegar a través del
cuarto de Lizzie. La habitación de Emma no tiene otra puerta. Es un callejón sin
salida.
La costumbre de los Borden de echarles cerrojo a todas las puertas, por fuera y
por dentro, se remonta a aquella vez, hace algunos años, poco antes de que Bridget
llegara a trabajar con ellos, en que alguien entró a robar a la casa. Un desconocido
entró por la puerta de servicio cuando Borden y su mujer estaban de viaje, uno de los
pocos viajes que hicieron juntos; él la había subido a un coche ligero y habían
enfilado hacia la granja que tenían en Swansea para asegurarse de que su inquilino no
lo estaba estafando. Las muchachas se quedaron en casa, en sus cuartos, dormitando
en sus camas o arreglando dobladillos descosidos o asegurando botones sueltos o
escribiendo cartas o pensando en hacer obras de beneficencia para los pobres que lo
merecieran o mirando al vacío.
No puedo imaginar qué más podrían hacer. Me resulta imposible imaginar qué
pueden hacer las muchachas cuando están solas.
Emma es mucho más enigmática que Lizzie, porque sabemos mucho menos sobre
ella. Es un espacio en blanco. No tiene vida propia. La puerta de su cuarto sólo
conduce al de su hermana.
Evidentemente, el llamarlas «muchachas» es una fórmula de cortesía. Emma tiene
cuarenta y tantos años; Lizzie, treinta y tantos, pero, como no se casaron; viven en la
casa de su padre, donde siguen prolongando una ficticia y dilatada niñez.
Cuando los dueños de casa estaban de viaje y mientras las muchachas dormían o
se dedicaban a alguna otra cosa, uno o varios desconocidos subieron de puntillas por
la escalera del fondo hasta el cuarto matrimonial y robaron el reloj y la cadena de oro
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de la señora Borden, su collar de coral y el brazalete de plata de su lejana niñez y un
rollo de dólares que el viejo Borden tenía escondido bajo la ropa interior limpia, en el
tercer cajón de la cómoda al lado izquierdo. El intruso trató de forzar la cerradura de
la caja fuerte, ese bloque de hierro negro sin un solo detalle notorio que parecía el
tajo de un matadero o un altar firmemente instalado junto a la cama, del lado donde
dormía el viejo Borden, pero habría necesitado una palanca para abrir la caja fuerte
como correspondía y en cambio echó mano a un par de tijeras de uñas que estaban a
su alcance sobre la cómoda, de modo que la caja no se abrió.
A continuación, el intruso meó y cagó sobre la colcha de la cama de los Borden,
arrojó al piso el montón de objetos desordenados que había sobre la cómoda y que se
hicieron añicos, irrumpió en el cuarto de vestir del viejo Borden y se ensañó
maléficamente con su traje funerario que colgaba en el oscuro armario lleno de bolas
de naftalina, usando las mismas tijeras de uñas con que había tratado de abrir la caja
fuerte (partidas en dos ya y que quedaron abandonadas en el piso del armario), se fue
a la cocina, rompió las vasijas de barro donde guardaban la harina y la melaza y luego
garabateó un par dé obscenidades en la ventana de la sala con un jabón que había
siempre junto al fregadero.
¡Qué desastre! Lizzie miraba consternada la ventana de la sala; había oído el leve
golpeteo de la puerta mosquitera, que oscilaba indolentemente aunque no corría brisa.
¿Qué hacia de pie, cubierta solamente con su corsé, en medio de la sala de estar?
¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Se había deslizado escaleras abajo cuando oyó
sacudírsela puerta? No sabía. No se acordaba.
Esto fue lo que ocurrió: se había encontrado de pronto en la sala, con un jabón en
la mano.
Luego había vuelto a sus cabales y sólo entonces se puso a gritar y a chillar.
—¡Auxilio! Nos han robado. ¡Auxilio!
Emma bajó y la tranquilizó, como la hermana mayor había tranquilizado siempre
a la pequeña desde su infancia. Fue Emma quien limpió el tapete de la sala de estar,
quitándole la harina y la melaza que Lizzie había arrastrado sin darse cuenta desde la
cocina con los pies desnudos en su trance de sonámbula. Pero no se encontraron
rastros de las joyas ni de los billetes que faltaban.
No puedo describirles cómo afectó el robo al viejo Borden. Lo desconcertó por
completo; quedó estupefacto. En realidad, el robo fue como una violación. Era un
hombre violado. El robo le arrebató su confianza, inquebrantable hasta entonces, en
la integridad inherente de las cosas.
El robo conmovió de tal manera a los miembros de la familia que rompieron el
habitual silencio que guardaban entre ellos para hablar del tema. Evidentemente
culpaban a los portugueses, pero a veces también le echaban la culpa a esos
franchutes de Canadá. Su indignación no cedió en absoluto y no disminuyó con el
paso del tiempo, pero el blanco de su cólera variaba de acuerdo con su humor, aunque
siempre blandían el dedo acusador contra los extranjeros y los recién llegados que
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vivían en las horrorosas viviendas de la empresa a unas pocas sórdidas calles de
distancia. No siempre sospechaban de los extranjeros de piel oscura; a veces
pensaban que el culpable bien podría ser uno de los obreros de las hilanderías que
acababan de llegar de la desvergonzada Lancashire, del otro lado del océano, porque
un propietario de casas en los barrios bajos tiene pocos amigos entre los delincuentes.
Sin embargo, la señora Borden también contempla la posibilidad de que haya sido
un poltergeist, aunque no conoce la palabra; lo que sí sabe es que la menor de sus
hijastras es excéntrica y que, si quisiera, podría hacer saltar los platos sólo por
fastidiar. Pero el viejo adora a su hija. Probablemente haya sido entonces, después de
la conmoción provocada por el robo, cuando decidió que ella necesitaba cambiar de
aire, una dosis de brisa marina, una larga travesía, porque fue después del robo
cuando la mandó a hacer un largo viaje de turismo.
A partir del robo, le echaban siempre tres cerrojos a la puerta principal y a la
puerta de servicio cuando salía uno de los habitantes de la casa aunque solo fuera al
jardín a llenar una canasta con peras caídas en la época de las peras o si la criada salía
a colgar un poco de ropa recién lavada o si el viejo Borden salía, después de la cena,
a mear bajo un árbol.
A esa época se remontaba la costumbre de cerrar con llave las puertas de todas las
habitaciones, por dentro cuando alguien estaba adentro o por fuera cuando alguien
estaba afuera El viejo Borden le echaba llave a la puerta de su cuarto cuando salía por
la mañana y dejaba la llave a la vista de todos en la repisa de la cocina.
El robo hizo que el viejo Borden se diera cuenta de lo volátil que era la propiedad
privada. Desde entonces, se entregó a una orgía de inversiones. Prefería invertir el
dinero que le sobraba en ladrillos y argamasa, porque ¿quién puede huir con una
manzana de casas?
En esa misma época vencieron simultáneamente varios contratos de alquiler en
una calle del centro de la ciudad y Borden le echó el guante a las casas. Era dueño de
la manzana La hizo demoler. Hizo planes para construir el edificio Borden, un
edificio con tiendas y oficinas, de ladrillos oscuros y piedras de un color canela
profundo, con adornos de hierro forjado, que podría darle una eterna cosecha de
buenos alquileres intraspasables, y ese monumento, como el de Ozymandias,
perduraría mucho después de su muerte…, y, de hecho, aún sigue en pie, cuadrado e
imponente, el edificio Andrew Borden, en South Main Street.
No está mal para el hijo de un vendedor de pescado, ¿verdad?
Porque, aunque Borden es un antiguo apellido de Nueva Inglaterra y el clan de los
Borden era dueño de gran parte de Fall River, nuestro Borden, el viejo Borden, estos
Borden, no provenían de una rama acaudalada de la familia. Había distintas clases de
Borden y él era hijo de un hombre que vendía pescado fresco de casa en casa en una
cesta de mimbre. La tacañería del viejo Borden era producto de la pobreza pero se
había intensificado con la riqueza, porque la frugalidad tiene un significado diferente
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para los pobres; no les da alegría, para ellos es estrictamente un problema de
necesidad. ¿Quién ha oído hablar de un avaro sin dinero?
Arisco y enjuto, este hombre humilde que ha triunfado por su propio esfuerzo
tiene pocos placeres. Su vocación es la acumulación de capital.
¿Cuál es su pasatiempo favorito?
Precisamente ése: pisotearle la cabeza a los pobres.
Andrew Borden comenzó siendo un empresario de funeraria, y la muerte,
reconociendo en él a un cómplice, fue generosa. En la ciudad de los husos, pocos
llegaban a viejos; los niños que trabajaban en las hilanderías se morían con particular
frecuencia. Cuando era empresario de funeraria, ¡no!…, ¡no es cierto que les cortara
los pies a los cadáveres para que cupieran en un surtido de ataúdes que había
comprado más baratos como desechos de la Guerra Civil! ¡Ése era un rumor que
habían echado a correr sus enemigos!
Con la ganancia que le dejaron los ataúdes, compró algunas casas de vecindad y
también obtuvo una buena ganancia a costa de los que seguían vivos. Compró
acciones en las hilanderías. Después invirtió en uno o dos bancos y comenzó a
obtener ganancias del mismísimo dinero, que es la forma más pura de lucro.
Lo que le da más placer son los juicios hipotecarios y los desahucios. Nada le
gusta más que una usura de poca monta. Ya está a medio camino hacia su primer
millón.
Por la noche, para ahorrar queroseno, se sienta a oscuras, sin una sola lámpara
encendida. Riega los perales con su orina; no hay que desperdiciar nada, no hay que
desear nada. Apenas lee los periódicos, los corta en perfectos cuadrados y los guarda
en el retrete del sótano para que todos se limpien el culo con ellos. Lamenta la
pérdida de los excelentes desechos orgánicos que se van por el inodoro. Le gustaría
cobrarles alquiler hasta a las cucarachas que hay en la cocina. Y, sin embargo, esto no
lo ha hecho engordar; la llama pura de su pasión le ha derretido la carne, los huesos
se le pegan a la piel de tanta tacañería. Tal vez haya conservado los modales de su
primer oficio, porque camina con la augusta dignidad de una carroza fúnebre.
Quien veía al viejo Borden caminando por la calle en dirección a él sentía de
inmediato un respeto instintivo por la muerte, de la que parecía ser el enjuto
embajador. Y también hacía pensar en el notable triunfo ante la naturaleza que había
sido, ante todo, que lográramos erguirnos y caminar en dos pies en lugar de hacerlo
en cuatro patas. Porque se mantenía derecho con tanta dificultad que recordaba
constantemente a todos los que lo observaban desplazarse que el andar erguido no es
algo natural, sino un triunfo de la voluntad sobre la fuerza de gravedad, la
encarnación del poder del espíritu sobre la materia. Su columna es como una vara de
hierro, no algo con lo que haya nacido sino algo forjado; es imposible imaginar la
columna del viejo Borden encogida dentro del útero de su madre en la enorme C del
feto; camina como sí sus piernas no tuviesen articulaciones ni en la rodilla ni en el
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tobillo, de modo que sus pies retumban en la tierra que se estremece como los golpes
de un alguacil en una puerta.
Tiene una barba blanca como un barboquejo, ya anticuada en esa época. Parece
que se hubiera comido los labios. Está en paz con su Dios porque ha aplicado su
talento como la Biblia le ordena.
Pero no piensen que no tiene ninguna debilidad. Como el viejo Lear, su corazón
—y, más aún, su talonario de cheques— se convierte en masilla en las manos de su
hija menor. En el dedo meñique —no alcanzan a verlo, porque está bajo la colcha—
lleva un anillo de oro, no un anillo de boda sino un anillo de la escuela secundaria,
una alhaja singular para un avaro tan extraordinariamente misántropo. Se lo dio su
hija menor cuando terminó sus estudios y le pidió que lo usara, siempre, así que
siempre lo lleva puesto, y se lo llevará a la tumba, a la que ella lo va a enviar más
tarde, esta misma mañana de este día candente.
Duerme cubierto de pies a cabeza con un camisón de franela que se coloca sobre
la ropa interior de manga larga y con un gorro de franela, dándole la espalda a la que
ha sido su mujer durante treinta años, que también le da la espalda.
Son el señor y la señora Jack Pratter personificados: él, alto y enjuto como un
juez que dicta sentencias de muerte; ella, una bolita de masa redonda y rebosante. Él
es un avaro y ella es una glotona, una aficionada a comer a solas, el más inocente de
todos los vicios y, no obstante, la sombra o reverso del vicio que tiene él, porque a él
le gustaría engullirse el mundo entero o, como eso no es posible, porque la suerte no
le ha dado una mesa tan grande como para colmar sus ambiciones, es un Napoleón
mudo, sin gloria, que no sabe lo que podría haber hecho porque nunca ha tenido la
oportunidad de hacerlo; como nunca ha tenido acceso a todo el mundo, le gustaría
engullirse la ciudad de Fall River. Pero ella, bueno, con toda calma, ella se va
atiborrando sin descanso, ¿no es cierto?; siempre está mordisqueando algo, rumiando
tal vez.
No es que eso le dé gran placer; no es una aficionada a la buena mesa que se pase
la vida meditando en la exquisita diferencia que hay entre una mayonesa aderezada
con unas pocas gotas de vinagre de Orleans y una mayonesa preparada con un
chorrito de jugo de limón recién exprimido. No. Abby nunca aspiró a unto ni nunca
se le ocurriría hacerlo aunque tuviera la posibilidad; a ella le basta con la simple
glotonería y renuncia a todos los matices de sensualidad de los caprichos. Como no
saborea ni un solo bocado de lo que come, sabe que su incesante glotonería no es un
pecado.
Allí están los dos, juntos en la cama, la personificación viviente de dos de los
siete pecados capitales, pero él sabe que su avaricia no es un pecado porque nunca
gasta dinero y ella sabe que no es glotona porque toda la comida con que se atraganta
le produce dispepsia.
Abby tiene una cocinera irlandesa, y la mano de Bridget, que es inculta pero
eficiente, satisface todas sus exigencias. Pan, carne, col, patatas… Abby estaba hecha
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para la comida pesada que le había dado forma. Bridget lanza descuidada y
alegremente sobre la mesa las comidas hervidas, pescado hervido, gachas de harina
de maíz, budín de maíz, tortas de maíz, bizcochos.
Pero ¡ah, esos bizcochos!, los bizcochos sí que son la debilidad de Abby.
Bizcochos de melaza, bizcochos de avena, bizcochos de pasas. Pero cuando agarra un
bizcocho de chocolate pegajoso, que rezuma chocolate, tiene la perturbadora
sensación de que casi se ha excedido, de que el pecado puede estar a la vuelta de la
esquina si su estómago no empieza a palpitar de inmediato como la mala conciencia.
Su camisón de franela es igual al de su esposo, excepto por el volante caído de
franela alrededor del cuello. Pesa noventa kilos. No mide más de un metro cincuenta.
La cama se hunde bajo su peso. Es la misma cama en la que murió la primera mujer
de él.
Anoche, los dos tomaron aceite de castor, debido al malestar que los mantuvo
despiertos y vomitando toda la noche antes de hacerlo; el copioso producto de sus
purgas llena hasta el borde las bacinillas que hay debajo de la cama. El olor hace
palidecer al de una cloaca.
Duermen espalda contra espalda. Se podría colocar una espada en el espacio que
queda entre el viejo y su mujer, entre la columna del viejo, la única cosa dura que le
ha ofrecido jamás, y el trasero de ella, suave, tibio, enorme. Las purgas los han
agotado. Sus rostros lucen de un color verde putrefacto en el cuarto oscuro, con las
cortinas corridas, en el que el aire es demasiado espeso para que vuele una mosca.
La menor de las hijas sueña al otro lado de la puerta cerrada. ¡Miren a tabella
durmiente!
Ha echado hacia atrás la sábana de arriba y la ventana está abierta de par en par,
pero afuera, esta mañana, no sopla ni una mísera brisa que agite deliciosamente la
alambrera. El sol brillante da de lleno en el visillo, de modo que la luz color de lino
nos revela que Lizzie se ha ido a dormir vestida como para una importante recepción,
luciendo un hermoso camisón con volantes de muselina blanca almidonada y cintas
de satén rosa claro entretejidas en los ojalillos del encaje, porque ¿no son éstos acaso
los «atrevidos años noventa» en todo el mundo salvo en el austero Fall River? ¿Los
lustrosos vapores de la compañía Fall River no encarnan acaso todo el despilfarro de
esta Edad Dorada con sus camarotes de caoba y llenos de candelabros? ¿No se alejan
acaso de Fall River rumbo a otros lugares donde, sin excepción, se vive la Belle
Époque? En Nueva York, en París, en Londres, saltan los corchos de las botellas de
champaña; en Montecarlo la banca ha quebrado, las mujeres se desvanecen sobre un
crujiente merengue de enaguas en busca de placer y de dinero, pero en Fall River no.
¡Oh, no! Por eso, en la inmutable intimidad de su cuarto, por su propio placer, Lizzie
se pone un hermoso camisón digno de una muchacha acaudalada, aunque vive en una
casa vulgar, porque también es una muchacha acaudalada.
Pero es una muchacha fea.
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Tiene el borde del camisón doblado por encima de las rodillas, porque su sueño es
agitado. El pelo claro, seco, rojizo, que la estática hace chisporrotear, se escapa de la
trenza que se hace para dormir y se riza y se retuerce en la almohada cuadrada, a la
que se aferra boca abajo, con una mejilla sobre la funda almidonada en la que se
apoyó hace algunas horas en busca de un poco de frescura.
Lizzie no era un diminutivo cariñoso sino el nombre con que la bautizaron. A su
padre se le ocurrió que, como siempre la llamarían Lizzie, ¿para qué incomodarla con
un largo Elizabeth, decadente y caprichoso? Avaro en todo, incluso le redujo el
nombre a la mitad antes de dárselo. Así que ése fue su nombre, Lizzie, austero y sin
adornos, y, además, la pobre quedó huérfana de madre a los dos años.
Ahora tiene treinta y dos y, no obstante, la memoria de esa madre que no puede
recordar sigue siendo una constante causa de dolor —Si mamá no hubiera muerto,
todo habría sido diferente.
¿Cómo? ¿Por qué? ¿En qué sentido? No hubiese sido capaz de responder estas
preguntas, sumida como estaba en la nostalgia por un amor desconocido. Sin
embargo, ¿es posible que su madre la hubiera querido más que su hermana Emma,
que prodigaba a la pequeña los tesoros acumulados en el corazón de una solterona de
Nueva Inglaterra? ¿Hubiera sido quizá diferente porque su verdadera madre, la
primera señora Borden, que sufría inexplicables y terribles accesos de ira, podría
haber atacado con el hacha al viejo Borden por su propia iniciativa? Pero Lizzie ama
a su padre. Todos están de acuerdo en eso. Lizzie adora al padre que la idolatra y que,
después de la muerte de su madre, se consiguió otra mujer.
Los pies desnudos se le crispan apenas, como las patas de un perro que sueña con
conejos. Su sueño es liviano y escaso, está plagado de horrores difusos y amenazas
imprecisas que no puede definir ni describir una vez que despierta. El sueño abre
dentro de ella las puertas de una casa alborotada. Pero sólo sabe que duerme mal y
esta última noche sofocante también ha dormido a saltos, con vagos malestares y los
retortijones de sus dolores femeninos; el aire de su cuarto tiene la aspereza metálica
de la sangre menstrual.
Anoche se escapó de la casa para visitar a una amiga. Estaba agitada; no dejaba
de retorcer con nerviosismo los frunces de la parte delantera de su vestido.
—Tengo miedo de que…, de que alguien… haga algo —dijo Lizzie—. La señora
Borden… —y en ese momento bajó la voz y recorrió con la vista todo el cuarto pero
sin mirar a la señorita Russell—, la señora Borden…, ¡oh!, ¿se imagina usted? ¡La
señora Borden piensa que alguien está tratando de envenenarnos!
Generalmente le decía «madre» a su madrastra, por obligación, pero, después de
un altercado sobre asuntos de dinero que tuvieron después de que su padre le cedió a
su madrastra la mitad de unas casas que tenía en los barrios bajos, Lizzie siempre
hablaba, con fría escrupulosidad, de «la señora Borden», cuando se veía obligada a
hablar de ella, y también le decía «señora Borden» en la cara.
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—Anoche la señora Borden y mi pobre padre se sintieron muy mal. Los escuché a
través de la pared. Tampoco me he sentido bien en todo el día, me he sentido muy
rara. Tan… rara.
—Porque tenía accesos de sonambulismo. Desde su niñez había tenido «curiosos
accesos» cómo, según la costumbre de la época y del lugar, llamaban a esos extraños
deslices, a esos trances inesperados e involuntarios, a esos instantes de inconexión.
Esos momentos en que la mente deja de funcionar. La señorita Russell se apresuró a
tratar de encontrar una explicación razonable; le avergonzaba hablar de los «curiosos
accesos». Todos sabían que las muchachas Borden no tenían ningún rasgo extraño.
—¿Será algo que comiste? Tiene que haber sido algo que comiste. ¿Qué
comieron en la cena de anoche? —preguntó la señorita Russell solícitamente.
—Pez espada recalentado. Lo cocinaron para el almuerzo, pero no pude comer
mucho. Después Bridget recalentó lo que sobraba para la cena, pero tampoco comí
mucho, apenas un bocado. La señora Borden se comió todo lo que quedaba y limpió
el plato con su pedazo de pan. Se relamió los labios, pero después se sintió mal toda
la noche. (Nótese el tono de satisfacción).
—¡Ay, Lizzie! ¡Con el calor que hace, con este calor insoportable. ¡Pescado
recalentado! ¡Ya sabes lo rápido que se descompone el pescado con este calor!
¡Bridget no les tendría que haber dado pescado recalentado!
Lizzie también estaba en los días más difíciles del mes; su amiga se daba cuenta
por su mirada cansada y vidriosa. Sin embargo, su delicadeza le impedía hablar de
eso. Pero ¿cómo se le podía haber ocurrido a Lizzie que perversas fuerzas externas
asediaran a todos los habitantes de la casa?
—Ha habido amenazas —siguió diciendo Lizzie sin remordimientos, con los ojos
clavados en las inquietas puntas de los dedos—. Usted sabe que mucha gente odia a
mi padre.
Eso es innegable. La señorita Russell guarda un cortés silencio.
—La señora Borden se sentía tan mal que llamó al médico y papá lo insultó, le
gritó y le dijo que no le iba a pagar a un médico cuando tema un buen aceite de castor
en casa. Le gritó al médico y todos los vecinos lo escucharon y me sentí tan
avergonzada… ¿Sabe? Lo que pasa es que hay un hombre… —y en ese momento
agachó la cabeza, mientras las pestañas cortas y suaves le golpeteaban en los pómulos
—, es un hombre moreno, con un aire, sí, un aire cadavérico, señorita Russell, un
hombre moreno que se aparece frente a la casa a horas muy extrañas, de improviso,
en la mañana temprano, tarde por la noche; cuando esa espantosa oscuridad no me
deja dormir, si levanto el visillo y miro a hurtadillas, lo veo a la sombra de los
perales, en el jardín, un hombre moreno… Tal vez le eche veneno a la leche, por la
mañana, después de que el lechero llena el tarro. Quizás envenene el hielo, cuando
viene el repartidor.
—¿Cuánto hace que lo ves? —le preguntó la señorita Russell con la debida
consternación.
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—Desde… el robo —dijo Lizzie y de pronto miró a la señorita Russell de frente
con un gesto triunfal. ¡Qué ojos tan grandes tenía!; saltones pero velados. Y sus
manos bien cuidadas seguían retorciendo la parte delantera del vestido como si
estuviese tratando de descoser el frunce.
La señorita Russell sabía, simplemente sabía, que ese hombre moreno era una
invención de Lizzie. De pronto, perdió la paciencia; ¿qué era eso de ver hombres
morenos bajo su ventana? Pero era amable y siguió tratando de encontrar una manera
de calmarla.
—Pero Bridget ya está levantada cuando vienen el lechero y el repartidor de hielo
y en la calle hay mucho movimiento también; ¿quién se va a atrever a echarle veneno
a la leche o a la cubeta del hielo cuando la mitad de los que viven en Second Street
puede verlo? ¡Ay, Lizzie!, es este verano espantoso, este calor, este calor
insoportable, lo que nos pone a todos de mal humor, nos pone nerviosos y
malhumorados, nos hace sentir enfermos. ¡Es tan fácil imaginarse cosas con este
clima terrible que echa a perder la comida y nos agusana la mente…! Yo creía que
tenías planes de viajar, Lizzie, de ir a la costa. ¿No piensas tomarte algunos días de
vacaciones en la costa? ¡El aire del mar se llevaría todas esas fantasías absurdas!
Lizzie no asiente ni niega, sigue absorta en el frunce. ¿No tiene que preocuparse
acaso de asuntos importantes en Fall River? ¿No había ido a la botica esa misma
mañana para tratar de comprar un poco de ácido prúsico? Pero ¿cómo puede
explicarle a la señorita Russell que se siente dominada por una imperiosa necesidad
de quedarse en Fall River y asesinar a sus padres?
Lizzie fue a la botica que había en la esquina de Main Street con la intención de
comprar ácido prúsico, pero nadie se lo quiso vender y volvió a casa con las manos
vacías. ¿Era posible que todos esos comentarios sobre veneno en la casa donde todos
vomitaban le hubiesen hecho pensar en un veneno? Según la autopsia, no había
rastros de veneno en el estómago de sus padres. No trató de envenenarlos; sólo se le
había ocurrido hacerlo. Pero no había podido comprar veneno. Le habían negado la
posibilidad de usarlo; ¿qué podía estar tramando entonces?
—Y ese hombre moreno… —siguió diciéndole a la señorita Russell, que la
escuchaba de mala gana—, ¡ay, he visto el reflejo de la luna en un hacha!
Nunca logra recordar sus sueños cuando despierta; sólo recuerda que no durmió
bien.
Su cuarto es cómodo y amplio, en comparación con lo pequeña que es la casa.
Además de la cama y la cómoda, hay un sofá y un escritorio; no sólo es su habitación,
sino también su sala de estar y su oficina, porque sobre el escritorio hay pilas de
libros de contabilidad de distintas organizaciones de beneficencia alas que dedica su
abundante tiempo libre. La Misión de las Flores y las Frutas, bajo cuyos auspicios
visita a los ancianos indigentes en los hospitales y les lleva regalos; la Liga de
Templanza de las Mujeres Cristianas, en cuyo nombre solicita firmas para presentar
peticiones contra el demonio de la bebida; la Labor Cristiana, que quién sabe qué
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será… Ésta es la edad de oro de las buenas obras y Lizzie participa en todo tipo de
comités con gran entusiasmo. ¿A qué se dedicarían las hijas de los ricos si
desaparecieran los pobres?
También está el Fondo para la Cena de Acción de Gracias de los chicos que
venden periódicos y la Asociación de Amigos de los Caballos y la Asociación China
de Conversión; ninguna clase social y ningún grupo escapa a su despiadada caridad.
El escritorio, el tocador, el armario, la cama, el sofá. Pasa todo el día en este
cuarto, yendo de un opaco mueble a otro en círculos circunscritos, fijos, planetarios.
Le fascina su privacidad, le fascina su cuarto, se encierra bajo llave todo el día. En un
estante, unos cuantos libros: Los héroes de las misiones, El poema del comercio, Las
aventuras de Katy. En las paredes tiene fotos enmarcadas de sus amigas de la escuela
secundaria, con dedicatorias sentimentales, y, embutida en un marco, una postal con
un gatito negro que asoma la cabeza a través de una herradura. Una acuarela de la
costa de Cape Cod pintada con la conmovedora incompetencia de un aficionado. Uno
que otro monocromo de obras de arte, una madonna de Della Robia y la Mona Lisa,
que compró en los Uffizi y en el Louvre, respectivamente, cuando estuvo en Europa.
¡Europa!
¿No recuerdan lo que hizo Katy a continuación? La heroína de la novela partió en
un buque de vapor rumbo al viejo y brumoso Londres, al elegante y fascinante París,
a las asoleadas y antiguas Roma y Florencia; ante los ojos de la heroína, Europa se va
revelando como una serie de interesantes imágenes proyectadas con una linterna
mágica en una pantalla gigantesca. Todo es tangible e irreal a la vez. La Torre de
Londres, clic. Notre-Dame, clic. La Capilla Sixtina, clic. Luego se apagan las luces y
está nuevamente a oscuras.
De ese viaje sólo conserva los recuerdos más discretos, la madonna, la Mona
Lisa, reproducciones de objetos de arte consagrados por la aprobación universal del
buen gusto. Si regresó con una maleta llena de recuerdos con un rótulo que decía
«Para no olvidar jamás», escondió la maleta debajo de la misma cama en la que había
soñado con el mundo antes de partir a conocerlo y en la que, una vez de vuelta en
casa, había seguido soñando, aunque el sueño no se había transformado en una
experiencia real sino en un recuerdo, que es sólo otra forma de soñar.
Dice con añoranza: —Cuanto estuve en Florencia…
Y luego se corrige con fruición; —Cuando estuvimos en Florencia…
Porque gran parte, en realidad la mayor parte, de la satisfacción que le dio el viaje
se debió al haber partido de Fall River con un selecto grupo de hijas de respetables y
acaudalados dueños de hilanderías. Lejos de Second Street, pudo codearse con esa
capa de la sociedad de Fall River a la que pertenecía por el derecho que le otorgaban
un apellido antiguo y una riqueza recién adquirida pero de la que, cuando estaba en
casa, quedaba excluida por las múltiples extravagancias de su padre. Compartiendo
cuartos, compartiendo camarotes, compartiendo literas, las muchachas viajaron juntas
en un alegre corrillo signado ya por la fatalidad, porque éstas eran las muchachas que
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nunca se iban a casar y toda la alegría que la variedad y la emoción del viaje podrían
haberles dado perdía por adelantado su valor porque sabían que estaban devorando lo
que podría haber sido su propia torta de bodas, gastando lo que, de haber tenido
suerte, tendría que haber sido su dote.
Todas las muchachas andaban por los treinta y tenían el privilegio de viajar y de
conocer mundo antes de resignarse a la magra soltería en Nueva Inglaterra; pero era
un caso típico de «míralo y no lo toques». Sabían que no debían dejar que el mundo
les ensuciase las manos o les arrugase los vestidos. Pero su afectuosa camaradería
durante el viaje tenía cierto aire resuelto y decidido, como si trataran valerosamente
de aprovechar al máximo lo que era un premio de consolación.
Fue un viaje amargo en cierto sentido, amargo; y fue un viaje de ida y vuelta, que
terminó en el mismo lugar amargo donde había comenzado. De vuelta en casa; la
casa estrecha, todas las habitaciones cerradas con llave como en el castillo de Barba
Azul, y la madrastra gorda, pálida, a la que nadie quiere, sentada en medio de la
telaraña y que no se ha movido ni un solo centímetro mientras Lizzie estuvo de viaje
pero que está más gorda que antes.
La madrastra la abrumaba como un conjuro.
Los exiguos espacios cotidianos se abren a otros espacios exiguos y a muebles
viejos y nunca hay nada que se pueda esperar con ansiedad, nada.
Cuando el viejo Borden escarbó en sus bolsillos para pagar el viaje de Lizzie a
Europa, en lo alto de la pirámide Dios parpadeó tratando de comprender, pero ningún
despilfarro es desmesurado cuando se trata de la hija menor del avaro, que es la única
persona alocada de la casa y que, aparentemente, puede conseguir lo que desee,
tirarlos dólares de plata de su padre al río haciéndolos rebotar en su superficie, si se le
antoja. Él paga puntualmente todas las cuentas de las modistas y ¡a ella le gusta tanto
vestirse bien! Es una adicta a la elegancia. Todas las semanas él le da tanto dinero de
bolsillo como lo que gana la cocinera y Lizzie da a los pobres que lo merecen lo que
no gasta en adornarse.
El viejo le daría a Lizzie cualquier cosa, todo lo que existe bajo el verde sello del
dólar.
Le gustaría tener un animalito regalón, un gatito o un cachorro, le encantan los
animalitos y los pájaros también, pobres criaturas desvalidas. Durante todo el
invierno, llena hasta el borde el comedero. Antes tenía algunas palomas buchonas en
el establo vacío, esas que parecen rehiletes y que hacen «vru cru» con la suavidad de
una nube.
Las fotografías que quedan de Lizzie Borden muestran un rostro difícil de
contemplar, como si uno no supiera nada de su vida; lo que sucedió después proyecta
una sombra sobre su cara o bien uno ve las sombras que proyectan los hechos que
ocurrieron más adelante… Hay algo terrible, algo siniestro en ese rostro de
mandíbula sobresaliente, rectangular, y en esos ojos insanos de las santas de Nueva
Inglaterra, ojos de una persona que no escucha…, ojos de fanática, se podría decir si
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uno no supiera nada de su vida. Si estuvieran revolviendo en una caja de fotos
antiguas en una tienda de trastos viejos y encontraran este rostro singular, sepia,
desteñido, que se yergue sobre el cuello apretado de los años noventa, al verlo
podrían murmurar: —¡Qué ojos tan grandes tienes! —como le dijo la Caperucita al
lobo, pero tal vez ni siquiera se detendrían a mirar su foto y a observarla con más
detención porque, por sí solo, no es un rostro que llame la atención.
Pero tan pronto como el rostro tiene un nombre, apenas se la reconoce, cuando se
sabe quién es y qué hizo, su cara se convierte en el rostro de una persona poseída, y
obsesiona, se lo mira una y otra vez, exuda misterio.
Esta mujer, con esa mandíbula de un asistente de campo de concentración, y esos
ojos…
En su vejez usaba quevedos y, en realidad, con el paso de los años, dejó de tener
ese brillo insano en la mirada o bien quedaba oculto bajo los espejuelos, en caso de
que haya sido un brillo insano en primer lugar, porque ¿no es cierto que todos
escondemos en algún sitio fotos en las que parecemos lunáticos asesinos? Y, en esas
primeras fotografías de su juventud, no luce tanto como una lunática asesina sino
como una persona terriblemente sola, que ignora la cámara en cuya dirección esboza
una vaga sonrisa, de modo que no nos sorprendería enterarnos de que es ciega.
Sobre la cómoda hay un espejo en el que se observa a veces cuando el tiempo se
quiebra bruscamente en dos y se contempla con una mirada ciega, clarividente, como
sí fuese otra persona.
—Lizzie está extraña hoy día.
En esos momentos, esos momentos irremediables, Lizzie podría haber alzado la
cara hacia una luna acongojada y haber aullado.
Otras veces, se contempla mientras se arregla los cabellos y se prueba vestidos. El
espejo deformante refleja su imagen con la temblorosa fidelidad del agua. Uno tras
otro, se pone vestidos y se los quita. Se mira cuando no tiene puesto más que el corsé.
Se da palmaditas en el pelo. Se toma las medidas con una cinta para medir. La pone
tirante. Se da palmaditas en el pelo. Se prueba un sombrero, un sombrerito, un
elegante sombrero de paja sin ala. Lo atraviesa con un alfiler. Baja el velo. Lo sube.
Se quita el sombrero. Le entierra el alfiler con una fuerza que desconocía. Pasa el
tiempo y no sucede nada. Dibuja el contorno de su cara con un gesto inseguro, como
si estuviera pensando en quitarse las vendas del alma, pero aún no ha llegado el
momento de hacerlo; todavía no está preparada para que la vean.
Es una muchacha que tiene la calma del mar de los Sargazos.
Tenía a sus palomas en la buhardilla que había en lo alto del establo en desuso y
las dejaba comer semillas en la palma acopada de la mano. Le gustaba sentir el suave
rasguño de sus picos. Las palomas murmuraban «vru cru» con infinita ternura. Les
cambiaba el agua todos los días y limpiaba las capas de excrementos, pero al viejo
Borden le empezaron a fastidiar sus arrullos, lo exasperaban, nadie hubiese
imaginado que pudiera exasperarse, pero él decía que sí y una tarde cogió la hachuela
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que había sobre el montón de leña, en el sótano, y las degolló de un solo golpe, eso
fue lo que hizo.
A Abby se le antojó hacer un pastel con las palomas degolladas pero Bridget, la
criada, se opuso enérgicamente, ¡¿qué?! ¿Hacer un pastel con las queridas tórtolas de
la señorita Lizzie? ¡¡¡Jesús, María y José!!!, exclamó con su típica vehemencia,
¿cómo podía ocurrírseles tal cosa? ¡Tan nerviosa que es la señorita Lizzie con todas
sus rarezas! (La criada es la única persona con algo de sensatez que hay en la casa, no
cabe duda). Cuando Lizzie volvió a casa después de haber estado leyendo un tracto a
una vieja en un asilo, en nombre de la Misión de las Flores y las Frutas, Bridget le
dijo: —Dios la bendiga, señorita Lizzie. —Había sangre y plumas por todas partes.
Lizzie no llora, no está en ella hacerlo, es agua mansa, pero, cuando algo la
conmueve, la cara le cambia de color, se le encienden las mejillas, se le cubren de un
rubor intenso, furibundo, con manchas rojas. El viejo adora a su hija hasta la idolatría
y le compra todo lo que desea, pero de todos modos asesinó a sus palomas porque su
mujer quería engullírselas.
Así lo ve Lizzie. Así lo interpreta. Ya no puede soportar la imagen de su
madrastra comiendo. Cada bocado que come la mujer le evoca un «vru cru».
El viejo Borden limpió la hachuela y la volvió a dejar en el sótano, junto a la leña.
Ya menos colorada, Lizzie bajó a inspeccionar el arma asesina. La tomó en las manos
y la sopesó.
Eso ocurrió algunas semanas antes, al comienzo de la primavera.
Mientras duerme, se le crispan los pies y las manos; los nervios y los músculos de
este complejo mecanismo no se relajan, jamás se relajan, es una sola contracción, un
solo espasmo, está tan tensa como las cuerdas de un arpa eolia rozadas al azar por
ráfagas de aire que tocan melodías que no se parecen a nuestras melodías.
Cuando el reloj del ayuntamiento da la primera campanada, la sirena de la
primera fabrica larga su estridente silbido y luego, en otro tono, otra sirena, otra, otra
y otra, la hilandería Metacomet, la hilandería Americana, la hilandería Mechanics…
hasta que todas las hilanderías de la ciudad entonan al unísono un solo himno de
perentorio llamado y la muchedumbre atropellada oscurece los calurosos callejones
donde viven los obreros de las fabricas, ¡apresúrense!, ¡corran!, a los telares, a los
carretes, a los husos, a los talleres de teñido, como si fuesen lugares de culto,
hombres y mujeres también, y niños, la gente oscurece las calles, el cielo se
ensombrece cuando las chimeneas empiezan a arrojar humo, comienza el estrépito, el
golpeteo, el matraqueo de las hilanderías.
El reloj de Bridget da un salto y se estremece sobre la silla, a punto de que suene
la alarma. El día, este día fatal para los Borden, tiembla a punto de comenzar.
Afuera, en lo alto, en el aire ya quemante, ¡miren!, el ángel de la muerte se ha
posado en la cumbrera.
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ANGELA OLIVE CARTER, de soltera Angela Olive Stalker (Eastbourne, Sussex,
1940 - Londres, 1992), fue una periodista y novelista británica.
Sus obras más conocidas suelen considerarse como pertenecientes a la literatura
fantástica. Sus innovadores procedimientos narrativos y sus frecuentes referencias
intertextuales la relacionan con el postmodernismo anglosajón. Gran conocedora de
la lengua y la literatura francesas, existe en su obra una importante deuda con el
surrealismo, así como con autores franceses como Sade o Bataille.
Dos de sus obras han sido llevadas al cine: la novela La juguetería mágica, en 1987;
su relato En compañía de lobos, en una película homónima, en 1984.
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