El Último Tiro (Antes, La Hormiga de Oro)

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EL ÚLTIMO TIRO

Ya no le quedaban muchas oportunidades. De hecho, le quedaban pocos intentos de


triunfar, antes que la senitud lo alcanzase definitivamente.

Su vida había transcurrido en bares y templetes, en juegos, licor y mujeres. En su


derrotero amasó fortuna, varias veces, las cuales, más rápido que conseguirlas, las
despilfarró.

Ahora, despreciado por su familia, con ya bastantes canas floreando sus vellosidades,
bien pasados los cincuenta, deprimido andaba. Preocupado, arruinado, solo,
desprestigiado, sin oficio cierto, sin techo donde abrigarse, con apenas dos o tres
personas en el pueblo que de él se compadecían, se enfrentaba a la cruel realidad de una
vejez mendiga.

¡Qué cosas!... De contradicciones estamos hechos. Este hombre, que a falta de


inteligencia anteponía tenacidad, que a falta de estudio le sobraba “olfato” para hacer
dinero, era capaz de derribar montañas, de construir ciudades, de acarrear toneladas de
materias y de ganar dinero, y así mismo, lo botaba, lo volvía nada, lo convertía
rápidamente en recuerdo. “Muy trabajador, pero muy mala cabeza”; este podría ser su
mejor epitafio.

Tenía que resolver su situación. Necesitaba intentarlo de nuevo, antes que sus fuerzas
terminasen de abandonarlo, pero, qué hacer. En el transcurso de su vida había ejercido
muchos oficios. Tal vez de simple guachimán le sería suficiente para mantenerse, para
comer y abrigarse. Como mandadero tendría para comer. También pasó por su mente
regresar a la escena como albañil; en eso pagan bien; aún tenía fuerzas.

Pero no, no quería resignarse. Aún tenía, al menos, una oportunidad de volver a triunfar,
antes que sus fuerzas lo dejasen para siempre. Su espíritu inquieto y su tenacidad, lo
empujaban a emprender una nueva aventura: ¡el Oro!... Ir tras él, de nuevo. Conocía
muy bien el oficio. Antes varias veces lo hizo. Antes varias veces salió rico,
“embombao”, de la selva. ¿Por qué no, una vez más?

Recordó de un remoto lugar por donde una vez pasó. Recordó las “pistas” que ese lugar
mostraba en abundancia. Recordó cómo llegar. Un lugar no conocido, solitario, donde
podría trabajar sin presiones y sin temores a alborotar una “bulla”. Apostó a ese sitio. El
problema era cómo llegar y cómo subsistir mientras “se embombaba”. Necesitaba
recursos.

El hombre planeando expediciones era bueno. Pasaje, comida y herramientas; esos eran
sus asuntos a resolver. Sabía que no tenía ya el crédito de otros tiempos. Sabía que no
contaba con amigos ciertos. Tendría que ingeniárselas. Se enroló una semana en una
construcción; habló con las únicas personas que en el pueblo sentían algún afecto por él;
rogó y hurtó.

Del pueblo salió un día cargado de escasas, pero inteligentes provisiones. Sus
herramientas, un pico, una pala, un hacha, un machete, dos pimpinas, un tobo, cincuenta

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metros de cuerda, muchos fósforos; un plato para comer, una cuchara, un cuchillo y una
olla; un cedazo y una batea minera. Apenas un litro de diesel, pues su lumbre la
obtendría de aceites de árboles. Una escopeta “prestada” con cincuenta tiros. Una
hamaca. La muda de ropa que llevaba puesta más dos shorts y dos franelas. De
comestibles llevaba solo una caja de latas de sardina, mucha sal y medio saco de casabe
molido; pero se le ocurrió la ingeniosa idea de llevar semilla de maíz y palos de yuca, lo
cual, junto a la cacería, le aseguraba una larga estadía.

Su “guayare” iba a reventar. Además, llevaba una mochila sobre su pecho y un saco al
garete. Sólo alguien con su determinación sería capaz de una travesía en solitario por las
selvas de Imataca, portando tal maleta. Luego de tres horas de carretera, la camioneta de
pasajeros lo dejó en mitad de la nada, al borde del inconmensurable mar vegetal que
remontaba cerros y se perdía en la lejanía. Sin voltear a ver, sin nada de qué despedirse,
se introdujo en la selva donde prontamente desapareció.

Luego de cuatro días de extenuante andar, de abrir picas, de mal dormir colgado entre
árboles, de luchar contra las espinosas enredaderas, el fango y caudalosas quebradas, de
extraviarse un día completo, de trepar y bajar por crueles pendientes, creyó reconocer el
sitio de su memoria. ¡Por fin un descanso! Colgó su hamaca y dejó todo para comenzar
al día siguiente.

¡Solo en mitad de la montaña! ¡A la intemperie! Cosa tenebrosa, atemorizante, eso de


pernoctar solo en mitad de una selva. Cosa bien triste eso de vivir solo en mitad de la
selva, sin nadie con quien conversar, sin nadie a quien mirar, sin nadie que te haga
compañía. Bien dificultoso eso de hacer minería solo, un trabajo por demás difícil, de
mucho esfuerzo físico y muy riesgoso. Pagaba de esta manera la torpeza de su
irresponsable desentendida vida.

Convencido como estaba que ese era “el sitio”, comenzó a preparar lo que sería su
morada y dejó para después el trabajo minero propiamente. Sabía lo que le esperaba,
semanas y semanas, tal vez meses, de duro y agotador trabajo, antes de poder coronar su
aventura, por lo que primero deforestó, construyo rancho, aseguró una fuente de agua,
preparó un pedazo de tierra para agricultura y procedió a sembrar el maíz y la yuca.
Esto le llevó casi dos semanas.

Por fin comenzó su trabajo minero. Paso uno, explorar la quebrada cercana. La piqueteó
aquí y allá. Se concentró en ella buscando cochanos. La caminó de arriba abajo; sus
barrancos, sus recodos, sus cascadas. Levantó enormes rocas para extraer el ripio
sepultado. Extrajo paladas de grava y lodo que cernió; a los márgenes de la quebrada,
fue formando enormes cerros de material descartado. Sus días transcurrían bañado en
sudor y enchumbado de agua. Sus jornadas diarias de doce horas lo obligaban a
tumbarse en su hamaca, ya a oscuras, agotado y cubierto de lodo, para al día siguiente,
muy temprano, comer algo y repetir la faena… El maíz y la yuca, habían ya germinado.

Más de cuarenta días trabajó la quebrada. El maíz ya espigaba. Ni una grama había
colectado. Ya no quedaba sinuosidad de la cañada que no hubiese trabajado, por lo que
volteó su interés a la vega que estaba al otro lado de dicha quebrada. Tendría que
comenzar a deforestar primero, y luego a hoyar, en busca de veta o de bolsones de
cochanos.

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Y así se puso a hacerlo. Hacha y machete primero. Después, candela. Luego pico y pala.
Profundizó y profundizó, hasta que no pudo sacar más material de ese primer hoyo.
Veta, nada. Cochanos, tampoco. Abrió un segundo hoyo, donde “su olfato” le decía;
luego un tercero; un cuarto. Cinco metros de profundidad, luego seis; aumentó su riesgo
y bajó a ocho, y nada. Nada de nada. Los días y las semanas iban pasando. Cuatro
semanas más, ocho semanas más. La cosecha del maíz ya había pasado. Comió y
guardó semilla para resembrar. La yuca iba espléndidamente; en tres o cuatro meses
más podría cosecharla. Mientras tanto comería maíz y casabe molido, que todavía le
quedaba, pero su secreta esperanza era no llegar a comer de esa yuca, pues a la fecha de
su cosecha ya el debería estar embombao y fuera de ese solitario lugar.

Hacía más de cuatro meses que había llegado a ese sitio, el lugar de su esperanza, su
“último tiro” (que así lo había bautizado, “el último tiro”) el nicho de donde esperaba
resurgir cual ave fénix… Pero nada… Empezaba a desmoralizarse. La quebrada había
destrozado; la vega al otro lado del riachuelo la había socavado y volteado, inutilizada.
Y nada. Su preocupación empezaba a surtir efecto en su humanidad. Aparecieron
dolores, se manifestaron viejas heridas, cada día se sentía más agotado. La amibiasis
empezaba a hacer estragos en él.

Sentado sobre un tuco de madera, al lado de la improvisada mesa donde comía, pensaba
y maldecía, pensaba y se lamentaba. Mientras pensaba, maldecía y se lamentaba, se
puso a observar a un grupo de hormigas que de su mesa y del suelo a su alrededor
recogían las migajas de casabe que de su almuerzo caían. Se quedó abstraído
mirándolas. Algún secreto mecanismo mental lo identificó con estos animalitos; tal vez
se veía así en su futuro cercano, mendigando comida, recogiéndola del suelo.

Como fascinado se quedó observando a las negras hormigas. Las siguió en su andar con
la mirada. Las observaba ir cargadas y venir vacías por más comida. Su vista siguió el
trazo de ellas, la doble hilera de hormigas que iban y venían. Siguió mirándolas a lo
largo de su recorrido que llevaba hasta la entrada del hormiguero. A lo lejos, las veía
introducirse en el hoyo, cargadas con el casabe. También lograba distinguir que otras
hormigas salían de la madriguera, cargadas con algo, lo cual depositaban al pie del
pequeño cono que formaba la entrada del hormiguero.

Es corriente observar a las colonias de hormigas aseando y ampliando su casa; sacan


escombros y granos de arena, los cuales depositan cerca del hoyo de entrada. Pero esto
que sacaban las hormigas de “el último tiro”, tenía algo especial: ¡relucía a la luz del
mediodía!

Receloso a la vez de dubitativo, nuestro frustrado minero se acercó hasta la entrada del
hormiguero. Anduvo, sin darse cuenta, con mucho cuidado de no pisar a las hormigas.
Se inclinó sobre el orificio de entrada del nido, extendió su mano derecha y tomó entre
las puntas de sus dedos una muestra de aquel material que extraían los pequeños
insectos. Lo palpó, lo lamió, lo restregó entre sus dedos. ¡No podía creerlo! ¡Era Oro!
Oro granulado, casi en polvo.

Su cabeza contorsionaba de un lado a otro, su mundo daba vueltas, su mente entró por
un momento en shock. ¡Era increíblemente absurdo y afortunado! Regresó a su
cobertizo por el plato de peltre donde comía. Recogió con la cuchara aquel material y se
fue directo a revisarlo con más calma. No quedaban dudas, era oro.

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Esa noche no durmió. Su cabeza daba vueltas sin poder ordenar sus pensamientos.
Todavía incrédulo del hecho, una y otra vez revisaba el pequeño tesoro. Eran como
quince gramas. ¡Sorpresas de la vida! Fueron más de cuatro meses escarbando donde no
debía ¡resulta que dormía sobre la veta! Sí, la veta pasaba por “este lado” de la
quebrada; pasaba por el plan donde había construido su aposento y donde había
establecido sus cultivos, pero, la dirección de ella, su rumbo y su profundidad, eran
desconocidos.

Una primera opción era voltear toda esta vega tal cual había hecho antes con el otro lado
de la quebrada. Una operación que le demoraría otros varios meses y sin certidumbre de
tropezar con el filón. Pero su ingenio nato le dio, tal vez, una solución, más sencilla y
sabia: Alimentar a las hormigas y que ellas hiciesen el trabajo.

Al día siguiente no salió a faena y esperó, tirado en su hamaca, hasta que el sol
estuviese alto. Espolvoreó algo de casabe molido sobre la mesa y el piso y dio tiempo
por las hormigas, las cuales no demoraron en aparecer. Comenzó la procesión y al poco
rato también la operación de abrir más espacio dentro del hormiguero para poder
almacenar ese nuevo alimento y… ¡Eureka!... ¡Las hormigas acarreaban granos de oro
para fuera del hormiguero!

Otras quince gramas ese día. Y al otro día, quince más… y quince más… y quince más.
El hombre se estaba embombando; el éxito tocaba a su puerta de nuevo y esta vez, de la
manera más inverosímil. Tal vez los días más felices de su vida. Mientras, tendido
esperaba por la conclusión diaria del trabajo de las hormigas, su cabeza se extasiaba de
gozo, su imaginación volaba, sus recuerdos juveniles resurgían. Hacía planes, sacaba
cuentas, realizaba compras imaginarias, se veía dándole dinero a los más necesitados,
rescataba su diseño mental de nueva casa, no conseguía seleccionar el modelo de
camioneta que adquiriría… Incluso se propuso enmendar su vida, enseriarse, regresar al
hogar, reunir a su familia y darles, en forma de oro, la felicidad que antes les negó.

Los días pasaban, el oro se acumulaba. Ya por su cabeza no revoloteaban tantas cosas;
decisiones había ya tomado… solo entorpecidas por cierta oscuridad espiritual. Se
dedicó esos días, mientras los laboriosos animalitos hacían el trabajo por él, a recuperar
su estado físico; quería verse bien cuando regresase al pueblo. Hasta la amibiasis,
milagrosamente, había desaparecido; tal es el poder de la mente. Al cabo de un mes “de
cosecha”, tenía reunidas más de 400 gramas de mineral de oro; una pequeña gran
fortuna, suficientemente holgada para iniciar sus planes de reconquista social.

Metió en su mochila solo su mejorcita franela y su cuchillo, por si le tocaba defenderse.


En latas vacías de sardina empotró el mineral aurífero, y también para la mochila.
Agarró el machete y emprendió su triunfal retorno. Su plan general era llegar al pueblo,
vender su oro, rescatar su vieja cuenta bancaria y depositar su capital allí, comenzar a
gastar en ropa, nuevas herramientas, provisiones y otros enseres necesarios para
regresar a la faena en el último tiro. Su plan incluía presentarse ante su familia
triunfalmente y ganarse la indulgencia y el perdón de ellos, a punta de oro. Estaría no
más de dos semanas en el pueblo, para regresar a “su mina” y proseguir
enriqueciéndose.

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Este “era” su plan, hasta que toco acera en el pueblo. De inmediato se transformó. Sí,
vendió el oro y depositó el dinero en su cuenta; fue la única parte del plan que cumplió.
Tarjeta de débito en mano, comenzó a gastar…y a parrandear. El sinvergüenza no pasó
por donde su familia; se la pasó bebiendo, comiendo y mujereando. Al cabo de un mes
estaba arruinado de nuevo; apenas le alcanzó para comprar unas pocas provisiones,
entre ellas un fardo completo de casabe molido y para costear su pasaje hasta la entrada
de la selva. Esta vez ni granos de maíz llevó. Su remordimiento no era mucho, ya que
estaba seguro en traer más oro próximamente y confiaba en que, en esa segunda
oportunidad, sí pondría en práctica su plan. Regresó pues al monte sin mayor
preocupación.

De vuelta en el último tiro, desplegó su estrategia del casabe molido y… ¡Eureka de


nuevo! Las hormigas, en agradecimiento o por obligación, no se sabe, comenzaron a
devolverle oro molido, otra vez. Al cabo de un mes, otras 400 gramas y otra vez para el
pueblo… y otra vez despilfarró la fortuna.

El ciclo lo repitió cuatro veces. Entrar, conseguir que las hormigas trabajasen para él,
amasar casi medio kilo de oro, salir y despilfarrar lo hecho, con el agravante que, con
cada salida gastaba más y más, pues ahora había incorporado entre sus aficiones los
juegos de mesa y las apuestas. A tal punto llegó que en sus dos últimas salidas la fortuna
que llevaba no le alcanzaba para sus gastos y empezó a endeudarse con gente peligrosa.

Desesperado por su situación, harto de él mismo y asustado, no tanto por el monto de lo


que debía sino por quiénes eran sus acreedores, cometió en su quinta entrada lo que
sería su penúltima estupidez. No conforme con lo que a diario le entregaban las
hormigas, quiso acelerar el proceso… desbarató el hormiguero, queriendo llegar a la
veta.

Sí. Se dirigió a la entrada de la cueva y con su pico se puso a excavar, convencido en


que así le llegaría directo a la veta, siguiendo el micro túnel de las hormigas. Excavó y
excavó, sin importarle que las pobres hormigas huían despavoridas en todas direcciones,
hasta que llegó a una multi ramificación de la madriguera; el micro túnel de las
laboriosas hormigas se ramificaba en decenas de galerías… ¿a cuál seguir?... En este
punto el hombre enloqueció y, con más ahínco, pero sin razonamiento alguno, aceleró
su excavación, hasta que, extenuado, cayó de rodillas ante el malogrado antiguo
hormiguero.

En esa posición, rodillas en tierra, el pico en sus manos, sudoroso y llorando, percibió
un movimiento que venía desde abajo del hormiguero; la tierra suelta de su excavación,
se movía. Era la hormiga reina que venía saliendo. Era una hormiga enorme y dorada.
Ante su vista, la reina del hormiguero extendió sus alas y partió volando… Era el fin.

Cinco años después, una expedición técnica geológica pasó por el lugar; venían desde
lejos marcando una transecta. Cosas del destino, el ingeniero jefe del equipo era su hijo,
a quien nunca prestó cuidado alguno y menos, amor. Los geólogos se tropezaron con el
derruido rancho y, dentro, sentado sobre un tuco de madera, reclinado sobre la boca de
una escopeta la cual, a su vez, se apoyaba en el piso, consiguieron el esqueleto de un ser
humano, un hombre que, en apariencia, se había volado la cabeza de un disparo.
Revisaron el lugar, y como no consiguieron más cartuchos de escopeta sin detonar en el
sitio, concluyeron que ese disparo mortal se realizó con el último tiro que quedaba.

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Revisaron los alrededores también y tomaron nota de la enorme demolición del
hormiguero, la vega volteada al otro lado y de la quebrada desguazada. Cómo no había
rastro de más seres humanos, concluyeron que el suicida había sido un coloso
trabajando.

Por sentido cristiano decidieron enterrar la osamenta. El ingeniero jefe de la cuadrilla


mandó abrir una sepultura y ofició el entierro de quien, sin imaginarse siquiera, fue su
padre. Ya por retirarse del lugar, uno de los trabajadores de la expedición, preparó una
cruz de palos y, con un raro humor, usando una tablilla de la antigua improvisada mesa
del rancho le escribió un epitafio: ¡Muy trabajador, pero sin buena cabeza!

Concluidas las exequias, la expedición se abocó a su trabajo. Terminaron de instalar


campamento y se ocuparon de lo suyo: explorar detalladamente ese punto. Dos días de
trabajo fueron suficientes para descubrir que estaban parados sobre la veta de oro más
rica que habían conseguido en sus casi tres meses de recorrido ¡era impresionantemente
rica!

Ciertamente la veta, que descendía de la serranía adyacente, pasaba por el plan donde
estaba instalado el viejo rancho derruido ¡pasaba justo debajo de este! Literalmente, el
malogrado minero, muy trabajador pero muy mala cabeza, dormía sobre una de las
mayores fortunas en oro de toda la región ¡y pasaba a menos de medio metro de
profundidad bajo el rancho y su hamaca! De hecho, si hubiese enterrado el poste de
madera que servía de columna esquinera de su rancho, treinta centímetros más allá, se
habría tropezado con la exuberante veta aurífera… ¡Cosas del destino!

Años después se instalaba en ese lugar una de las minas de oro más grandes del país. La
llamaron “El Último Tiro”.
IS2C
Chaguaramas, Monagas. Abril de 2017

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