Antologia Oeste 1

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La

revista norteamericana The Saturday Evening Post ha realizado la presente


selección escogiendo los mejores relatos del Oeste publicados en sus páginas
durante los últimos sesenta años. Las narraciones que contiene este volumen
presentan sin duda, un estilo cuidado, y resultan de lectura fácil y amena. Lo
que puedan tener en ocasiones de ingenuo, queda compensado por el colorido
del ambiente y la gran fuerza de atracción que tiene todo tema de acción
presentado con soltura. El asunto, la trama del episodio, que en ocasiones se
repite, ya lo conocemos: la inevitable caravana que se adentra por tierra
peligrosa, el no menos inevitable saloon, el linchamiento injusto, las
galopadas, las flechas que silban, los tiros, los puñetazos… y casi siempre
girando todo ello alrededor del eterno tema sentimental. Entre los autores
seleccionados figuran Bret Harte, Mark Twain, O’Henry y Jack London.

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AA. VV.

Antología de novelas del Oeste -


Vol. II
*
Antología de novelas del Oeste - 2

ePub r1.0
Titivillus 03.11.2019

Página 3
Título original: Antología de novelas del Oeste
AA. VV., 1962
Diseño de cubierta: Piolin

Editor digital: Titivillus
Coordinador de colección: Ignotus
ePub base r2.1

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Índice de contenido

Introducción

De cómo Santa Claus llegó a Simpson’s Bar (Bret Harte)

La suerte de Roaring-Camp (Bret Harte)

El socio de Tennessee (Bret Harte)

El idilio de Red-Gulch (Bret Harte)

Los expulsados de Poker-Flat (Bret Harte)

El entierro de Buck Fanshaw (Mark Twain)

Historia de un correo a caballo (Carlos Dickens)

La historia del «coroner» (William A. Baillie)

Vacaciones en el banco (Edwin Corle)

La novia llega a Yellow Sky (Stephen Crane)

Un hombre y… otros más (Stephen Crane)

La reforma de Calíope (O’Henry)

Los pastelillos de pimienta (O’Henry)

Milagro al atardecer (O’Henry)

La mina perdida (Thomas Allibone Janvier)

El cañón All Gold (Jack London)

La incursión de los navajos (Albert Pike)

Muerte en Dun River (Nina Mc. Cornack)

Dejad que la bandera ondee libremente (Phoebe y Todhunter Ballard)

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El perro (William Faulkner)

Los lazos de la camaradería (Philip Verrill)

El barril de sangre (Al Jennings)

Notas

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INTRODUCCIÓN

Podemos considerar que la novela del Oeste hace su aparición al


establecerse los colonos europeos en el actual territorio de los Estadas
Unidos.
Los primeros relatos de estos emigrantes son de carácter costumbrista.
La tipología básica del género salta a la literatura: indios, cazadores,
granjeros… Pero, al lograr la independencia, la nueva nación trata de
incorporarse a las corrientes románticas europeas, olvidando por tanto los
temas que le son propios. No obstante, en esta época, James Fenimore
Cooper escribe su serie de novelas protagonizadas por «Ojo de Halcón»,
contrafigura del explorador Daniel Boone.
Sorprende un poco que incluso en las obras de escritores típicamente
americanos, como Nathaniel Hawthorne, se prescinda por completo de la
situación «sui generis» del sector oeste de su territorio. La explicación de
este fenómeno se ha de buscar en la dificultad de desplazamiento existente en
la época y en la escasa importancia de estas tierras, débilmente pobladas por
los indios. Por las mencionadas razones, los americanos se encuentran tan
lejos de ellas como los habitantes de cualquier nación europea de sus
colonias.
De esta primera etapa americana, quedan varios libros de viajes por el
Oeste y algunos relatos, fruto todos ellos de la experiencia personal, como
los de Albert Pike, que recorrió la frontera, hasta Nuevo Méjico, entonces
parte de la república azteca.
Hasta que surge la fiebre del oro en California, en 1849, el interés de la
nación no se fija en los territorios del Oeste, arrebatados a Méjico en su
mayor parte. Los primeros westerns nacen del alud de emigrantes que
provocó este acontecimiento.
Al principio, en cierto modo, se basan también en experiencias
personales, puesto que los dos autores más destacados del momento, Mark
Twain y Bret Harte, habían vivido en California. El primero, tratando de

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hacer fortuna en las minas; el segundo, casi un adolescente, para reponer su
débil salud.
Muchos críticos literarios americanos acusan a ambos, aunque más al
segundo que al primero, de haber deformado la realidad, presentando un
Oeste falseado. Es muy probable que así sea, pero Bret Harte supo inyectarle
tanto vigor en sus relatos que, para todos los lectores, los mineros
californianos eran como él los describió. Prueba de ello es su manifiesta
influencia en los cultivadores del género que le han seguido. Asimismo,
quizás el léxico que emplea Mark Twain no coincida exactamente con el
usado en el Oeste, pero ya no es posible pensar en otro.
El interés que despertó en Europa la epopeya californiana hizo que
algunos escritores que conocían América, como Mayne Reid, Gustavo
Aimard y el mismo Carlos Dickens, probaran fortuna con este tema. Hasta el
vizconde de Chateaubriand lo toca en sus libros sobre la Luisiana y la
Florida.
Por el contrario, en los Estados Unidos se mantiene, durante muchos
años, en manos de Ned Buntline y otros colaboradores de revistas infantiles,
pese a los esfuerzos de auténticos escritores. Debía pasar algún tiempo aún
antes de la aparición del revalorizador del western: O’Henry. Hombre
oriundo de la costa atlántica que vivió en Tejas, como vaquero, según él
mismo nos dice, y que recorrió casi todo el Oeste.
En sus obras se advierte la influencia de Bret Harte y de Mark Twain. Del
primero toma el rudo e ingenuo sentido del honor; del segundo, su lenguaje
pintoresco y su ironía.
Una vez superadas las influencias europeas, el ambiente literario
americano estaba predispuesto para aceptar a un novelista verdaderamente
autóctono. Y lo acepta sin reservas.
O’Henry abre la puerta a otros escritores y periodistas que, habiendo
viajado por los territorios del Oeste, les dedican algunas de sus obras.
Los relatos correspondientes a este largo período, desde la Guerra Civil
a la de Cuba, están impregnados de un fuerte americanismo que, más tarde,
al contrastarlo con el mundo exterior, amargaría a la generación perdida.
Un americanismo que crea un sentido racista anglosajón frente a la América
española. Los escritores de esta época reflejan y comparten este sentimiento,
pese a seguir blandiendo la «bandera de la libertad de sus antepasados».
Hasta cierto punto dignificado, el western tuvo cultivadores de mejor
calidad, como Zane Grey, Peter B. Kyne, y otros, que lo hicieron ingresar en
el panorama literario.

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Desde entonces, los novelistas americanos no han podido prescindir de
él, han ido convenciéndose de que forma parte de su historia y, por tanto,
muchas firmas de prestigio, como William Faulkner, John Steinbeck, Howard
Fast, etc., han incluido en su temática un género que, hasta hace pocos años,
era considerado apto solamente para publicaciones infantiles.

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DE CÓMO SANTA CLAUS LLEGÓ A SIMPSON’S BAR

BRET HARTE

STABA lloviendo mucho en el valle del Sacramento. El North Fork[1]


E se había salido de madre y era imposible cruzar el Rattlesnake Creek[2].
Los pocos cantos rodados que señalaran el vado de verano en el cruce de
Simpson, desaparecían bajo una enorme extensión de agua que alcanzaba la
base de las montañas.
La diligencia ascendente tuvo que detenerse en casa de Granger; el último
correo fue abandonado y su jinete salvó la vida a nado.
«Una área», afirmaba el Sierra Avalanche con calculado orgullo local,
«tan grande como el Estado de Massachusetts, se halla, a estas fechas,
inundada». El tiempo no era mejor en la sierra.
El camino de la montaña estaba enfangado. Galeras que ni la fuerza física
ni el ingenio podían arrancar de los baches en que habían caído, obstruían la
carretera, y los tiros de caballos rezagados y las blasfemias mostraban el
camino de Simpson’s Bar[3].
Más allá, aislado e inaccesible, batido por la lluvia, azotado por un viento
furioso y amenazado por la subida de las aguas, Simpson’s Bar, en la
Nochebuena de 1862, colgaba como un nido de golondrina del rocoso
entablamento de rotos capiteles de Table Mountain[4] y temblaba ante la
borrasca.
A medida que la noche descendía sobre el campamento, unas luces
brillaron, a través de la neblina, desde las ventanas de las cabañas a ambos
lados del camino, surcado entonces por riachuelos desordenados que barrían
fuertes vientos.
Por fortuna, la mayoría de los vecinos estaban reunidos en el almacén de
Thompson, alrededor de una roja estufa, en la cual escupían silenciosamente
con tan ostensible y unánime acuerdo que suplía toda conversación.
Hacía ya mucho tiempo que los medios de entretenimiento se habían
agotado en Simpson’s Bar; la subida de las aguas suspendió las faenas

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normales de las minas y del río, y la subsiguiente falta de dinero y de whisky
quitaban el gusto hasta para el más ilegítimo recreo.
Mr. Hamlin había abandonado el campamento con cincuenta dólares en el
bolsillo, única cantidad que logró ahorrar de las grandes sumas que llevaba
ganadas en el lucrativo ejercicio de su ardua profesión.
—Si me pidieran —declaró más adelante— que señalara una bonita aldea
en donde un jugador retirado, a quien no le importase mucho el dinero,
pudiera ejercitarse a menudo y alegremente, respondería que Simpson’s Bar;
mas para un joven con una numerosa familia que dependa de su trabajo, no da
lo bastante.
Como la familia de Mr. Hamlin la formaban únicamente damas elegantes,
citamos esta observación, más para dar idea de su humor, que de sus deberes.
Los objetos inconscientes de tal sátira hallábanse reunidos esta noche con
indiferente apatía, engendrada por la pereza y el aburrimiento.
Ni el repentino resonar de los cascos de un caballo ante la puerta, les hizo
volver en sí.
Sólo Dick Bullen se detuvo en la tarea de vaciar su pipa y alzó la cabeza,
pero ningún otro demostró el menor interés hacia el recién llegado ni
manifestó conocerle.
Era una figura bastante familiar a los reunidos. En Simpson’s Bar le
llamaban «El Viejo».
Tendría el hombre unos cincuenta años; de cabello escaso y entrecano,
pero aún parecía de complexión fuerte y juvenil; su cara simpática y
complaciente tenía una aptitud casi como la del camaleón para adoptar el
matiz y el color de las opiniones y estados de ánimo de los que le rodeaban.
«El Viejo» acababa, sin duda, de dejar a unos compañeros muy divertidos,
así es que de pronto no se dio cuenta de la seriedad del grupo, limitándose a
golpear amistosamente la espalda al más próximo y sentarse después en una
silla desocupada.
—¡Acabo de oír la cosa mejor del mundo, muchachos! ¿Conocéis a
Smiley, el de allá abajo, Jim Smiley, el hombre más divertido del
campamento? Pues Jim nos estaba contando el cuento más gracioso de…
—¡Smiley es un imbécil! —interrumpió una voz sombría.
—Una rata apestosa —añadió otro, en tono sepulcral.
Siguió una pausa a estas declaraciones categóricas.
«El Viejo» lanzó una mirada rápida sobre el grupo. Luego, su rostro fue
transformándose poco a poco.

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—Es verdad —dijo, después de un momento de reflexión—, es realmente
una especie de rata y algo tiene de imbécil. No hay que negarlo.
Calló un instante, como en dolorosa meditación de la ignorancia y
estupidez del impopular Smiley.
—Mal tiempo, ¿verdad? —añadió engolfándose en la corriente de
sentimiento general—. Mala papeleta para los muchachos, y poco dinero
correrá esta temporada… Y mañana es Navidad.
Hubo un movimiento entre los concurrentes al anunciar esto, pero no se
traslució claramente si era de satisfacción o de disgusto.
—Sí —continuó «El Viejo» en el tono lúgubre que involuntariamente
adoptara en los últimos momentos—; sí, Navidad, y hoy es Nochebuena.
Mirad, chicos, se me ocurrió la idea, así de pronto, de que tal vez os gustaría
veniros a mi casa, y divertirnos un poco. Pero ahora supongo que no tendréis
ganas… ¿tal vez no os halléis en buena disposición? —añadió con simpática
actitud observando las caras de sus compañeros.
—No diré que no —respondió Tom Flynn, algo más animado—. Pero, ¿y
tu mujer, «Viejo»? ¿Qué dice ella?
«El Viejo» titubeó.
Las experiencias conyugales no habían sido felices para él, y el caso era
muy conocido en Simpson’s Bar.
Su primera esposa, una mujercita delicada y bonita, había sufrido viva y
secretamente las celosas sospechas de su marido, hasta que un día éste
convidó a su casa a todo el campamento para hacer patente su infidelidad.
Al llegar la partida, encontraron a la tímida e inocente criatura
apaciblemente ocupada en sus obligaciones domésticas y se retiraron
avergonzados y corridos.
Pero aquella sensitiva mujer no se repuso fácilmente del choque de tan
extraordinario ultraje.
Con dificultad recobró el aplomo preciso para dar suelta a su amante, del
armario en que estaba escondido, y escaparse con él. Para consuelo de su
esposo abandonado, le dejó un niño de tres años.
La actual consorte de «El Viejo» había sido su cocinera; era mujer
corpulenta, leal y agresiva.
Antes de que aquél pudiera contestar, Joe Dimmick expuso en breves
razones que la casa era de «El Viejo», y que, invocando el Poder Divino, si de
él se tratara convidaría a quien le pareciese, aun cuando haciéndolo pusiera en
peligro su salvación. Los Poderes del Mal, añadió, además, lucharían en vano
contra él.

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Todo esto dicho con una sequedad y vigor perdidos en esta traducción.
—Naturalmente… seguro… esto es —dijo «El Viejo» frunciendo también
el ceño—. No hay dificultad en ello. Es mi casa; he levantado todos sus
maderos por mí mismo. No le temáis, muchachos. Tal vez grite un poco,
como hacen las mujeres, pero volverá a las buenas.
«El Viejo» fiaba, para sus adentros, en la exaltación del licor y en el poder
de un valeroso ejemplo para sostenerse en semejante aprieto.
Dick Bullen, oráculo y cabeza de Simpson’s Bar, no había hablado aún.
Pero en aquel momento se quitó la pipa de los labios.
—«Viejo», ¿y cómo sigue tu hijo Johnny? Parecía algo enfermizo la
última vez que le vi en el camino tirando piedras a los chinos. Y, además, se
diría que no le interesaba mucho su tarea. Ayer pasó por aquí una tropa de
ellos, ahogados en el río, y pensé en Johnny. ¡Cómo los echará de menos!
¿No estorbaremos si está malo?
El padre, visiblemente afectado, no sólo por este cuadro patético de lo que
perdía Johnny, sino también por tan circunspecta delicadeza, se apresuró a
asegurarle que el niño estaba mejor y que un poco de fiesta podría animarle.
Entonces Dick se levantó y, desperezándose, dijo:
—Ya estoy. Enséñanos el camino, «Viejo». Allá vamos.
Y con un salto y su aullido característico, colocose en cabeza y se internó
en la noche.
Al atravesar el establecimiento, tomó del hogar un tizón ardiente, acción
que repitieron los demás de la partida, que le seguían de cerca dándose
codazos; y antes de que Thompson, el asombrado propietario del almacén, se
diera cuenta de la intención de sus huéspedes, la sala estaba ya desierta.
La noche era oscura como boca de lobo. A la primera ráfaga de viento las
improvisadas antorchas se extinguieron, y únicamente los rojos tizones,
oscilando en las tinieblas como fuegos fatuos, indicaban su camino.
Éste les conducía cañada del Pino arriba, a cuya entrada se alzaba, pegada
a la ladera, una ancha, pero baja cabaña con el techo de corteza de árboles.
Era el hogar de «El Viejo» y a la vez, entrada de la mina en que trabajaba
cuando trabajaba algo.
Aquí la comitiva se detuvo un momento por delicada deferencia al
anfitrión, que llegó jadeante desde la retaguardia.
—Puede que hicierais bien en aguardar un segundo aquí fuera, mientras
yo entro y veo si todo está en orden —dijo con una indiferencia que estaba
muy lejos de sentir.

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La indicación fue aceptada; la puerta se abrió y cerró tras del anfitrión, y
sus compañeros, pegándose de espaldas a la pared y cobijándose bajo el alero
del tejado, esperaron aguzando el oído.
Durante algunos momentos no se oyó más sonido que el gotear del agua y
el crujir de las ramas por encima de sus cabezas.
Al fin los mineros comenzaron a inquietarse y se fueron comunicando sus
suposiciones y sospechas, que pasaban de uno a otro.
—Apuesto a que para empezar ya le ha roto la cabeza.
—Le habrá metido en el túnel y allí le va a dejar enterrado.
—Debe tenerle en el suelo para sentársele encima.
—Probablemente está hirviendo algo para echárnoslo; apartaos de la casa,
muchachos.
Cabalmente en este momento crujió el pestillo, abriose despacio la puerta,
y una voz dijo:
—Entrad.
La voz no era la de «El Viejo», ni tampoco la de su mujer. Era una voz
infantil, cuyo débil timbre quebrantaba aquella ronquera antinatural, que sólo
pueden dar la vagancia y una prematura seguridad en sí mismo.
Levantábase hacia ellos la cara de un niño, una cara que podía haber sido
bonita y aun distinguida a no oscurecerla por dentro las maldades aprendidas
y la suciedad y la vida dura por fuera.
Envolvía sus hombros una manta, y sin duda acababa de levantarse de la
cama.
—Entrad —repitió— y no hagáis ruido. «El Viejo» está allí hablando con
madre —prosiguió señalando un cuarto adyacente que parecía ser una cocina,
desde la cual la voz de su padre llegaba en tono suplicante—. Déjame —
añadió refunfuñando y dirigiéndose a Dick Bullen, que le había cogido
envuelto en la manta y fingía quererle echar al fuego—. ¡Suéltame, maldito
viejo loco! ¿Oyes?
Así conjurado, Dick Bullen, reprimiendo la risa, dejole en el suelo,
mientras que los hombres entraron silenciosamente colocándose en derredor
de una larga mesa de toscas tablas que ocupaba el centro de la habitación.
Después Johnny encaminose gravemente hacia un armario y sacó varios
objetos que colocó sobre la mesa.
—Aquí hay whisky y bizcochos; arenques ahumados y queso. (En su
camino hacia la mesa dio un mordisco a este último.) Y azúcar. (Sacó con
mano muy sucia, un puñado.) Y tabaco. En la alacena encontraréis manzanas
secas; pero a mí no me gustan. Llenan demasiado. Ahí lo tenéis todo —

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terminó— y, ahora, adelante y no temáis: yo no hago ningún caso de la vieja.
No es nada mío. Hasta luego.
Se había retirado al umbral de un reducido cuarto, apenas mayor que un
armario, separado de la habitación principal por un tabique, y en cuyo oscuro
interior se veía ana pequeña cama.
Allí quedó un momento observando a los invitados, con los desnudos pies
que le salían por debajo de la manta, y movió la cabeza.
—¡Hola, Johnny! ¿No irás a acostarte otra vez? —dijo Dick.
—Sí voy —respondió el niño con decisión.
—¿Qué te pasa?
—Estoy malo.
—¿Cómo malo?
—Tengo fiebre. Y sabañones. Y reúma —contestó Johnny. Y desapareció
entre las sábanas. Después de una pausa momentánea, añadió desde la
oscuridad y al parecer debajo del cobertor—: Y bilis.
Hubo un silencio embarazoso. Los hombres se miraron entre sí y luego al
fuego.
A pesar del apetitoso banquete que se les presentaba, parecía que fueran a
caer de nuevo en el desaliento del almacén de Thompson, cuando la voz
quejumbrosa de «El Viejo», incautamente elevada, llegó desde la cocina.
—Seguro… Es mucha verdad… Claro que lo son. ¡Una cuadrilla de
holgazanes y borrachos vagabundos!… y ese Dick Bullen es el peor de todos.
No se les ha ocurrido más que venirse aquí, habiendo en casa un enfermo y
sin que tengamos provisiones… Ya se lo decía yo… «Bullen», le he dicho,
«¿es que estás borracho o loco para pensar en tal cosa?…» ¿Y a Staples?
«Pero hombre» le advertí «¿intentas convertir mi casa en un infierno,
teniendo a mi niño malo?» Pero quisieron venir, lo quisieron. Esto es todo lo
que puede esperarse de esa gentuza que tenemos en el campamento.
Una estertórea carcajada de los aludidos siguió a estas desafortunadas
palabras.
Sea que fuera oída en la cocina, o que la iracunda compañera de «El
Viejo» hubiese apurado todos los restantes modos de expresar su desprecio e
indignación, lo cierto fue que cerraron de súbito y con gran violencia una
puerta trasera.
Un momento después reapareció el anfitrión, ignorando por fortuna la
causa del último estallido de hilaridad y sonriendo dulcemente.
—La vieja decidió ir a pasar un rato con Mrs. Fadden —dijo a modo de
explicación y con aire indiferente, al sentarse a la mesa.

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Aunque parezca mentira, era necesario este adverso incidente para aliviar
el embarazo que la partida comenzaba a sentir, y su audacia natural se recobró
con el regreso del anfitrión.
No me propongo contar los chistes del banquete de aquella noche. El
curioso lector comprenderá que la conversación se caracterizó por la misma
exaltación intelectual, idéntico respeto mutuo, la meticulosa delicadeza, la
precisión retórica y similar coherencia lógica de pensamiento que distinguen a
parecidas reuniones masculinas en localidades más civilizadas y bajo
auspicios más favorables.
Como no había vasos no se rompió uno solo; ni se derramaron licores por
el suelo ni sobre la mesa, a causa de la escasez de este artículo.
Era casi medianoche cuando fue interrumpida la fiesta.
—Callad —dijo Dick Bullen alzando la mano.
Era la quejumbrosa voz de Johnny, desde su inmediato dormitorio.
—¡Oh, padre!
«El Viejo» se levantó apresuradamente y desapareció en el cuartito. Al
poco, regresó.
—El reúma le vuelve con fuerza —dijo— y necesita unas friegas.
Tomó de la mesa la damajuana de whisky y la sacudió. Estaba vacía.
Dick Bullen dejó su taza de hojalata con una risa forzada. Los demás
hicieron lo mismo.
«El Viejo» examinó el contenido y comentó más animado:
—Me parece que hay bastante. Esperadme un momento; vuelvo pronto.
Y desapareció de nuevo en el cuartito, llevándose una camisa de franela y
el whisky.
La puerta quedó entreabierta, y se oyó con claridad el siguiente diálogo:
—¿Dime, hijo mío, dónde te duele más?
—Unas veces aquí y otras ahí abajo; pero es más fuerte de aquí a aquí.
Frota recio, padre.
El silencio parecía indicar que «El Viejo» obedecía. Entonces Johnny
dijo:
—¿Pasas un buen rato ahí afuera, padre?
—Sí, hijo mío.
—¿Mañana es Navidad, no?
—Sí, hijo mío. ¿Cómo te sientes ahora?
—Mejor, frota un poco más abajo. ¿Y qué es Navidad? ¿Por qué es tal
fiesta?
—¡Oh, es un día!…

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Esta exhaustiva definición fue al parecer satisfactoria, pues hubo un largo
silencio, dedicado sin duda a las fricciones. Al fin Johnny insistió:
—Madre dice que, en todas partes menos aquí, la gente se dan cosas unos
a otros por Navidad. Dice que hay un hombre al que llaman Santa Claus,
¿comprendes? No un blanco, sino una especie de chino, que baja por la
chimenea en Nochebuena y da cosas a los niños —a los chicos como yo—.
¡Las mete en las botas! Eso… eso es lo que me quería hacer creer… ¿Vamos,
padre, dónde frotas? Estás a una milla del sitio… ¿Inventaría eso nada más
que para hacernos rabiar a ti y a mí?… No frotes ahí… ¿Qué dices, padre?
En el solemne silencio que de súbito parecía cernirse sobre la casa, se oía
claramente el murmullo de los cercanos pinos y el caer de las hojas en el
exterior.
—Vamos, no seas así, padre, pues pronto me voy a poner bueno. ¿Qué
hacen esos hombres ahí fuera?
«El Viejo» entreabrió la puerta y atisbó.
Sus huéspedes estaban sentados en buena armonía, con unas cuantas
monedas de plata y una flaca bolsa de piel de gamuza sobre la mesa.
—Estaban apostando sobre algo… algún juego. Ya se las arreglan —
contestó a Johnny, y volvió a sus fricciones.
—Me gustaría ser mano y ganar dinero —dijo reflexivamente el chico,
después de una pausa.
«El Viejo» repitió lo que a todas luces era un estribillo eterno, es decir:
que si Johnny quisiera esperar hasta que diesen con el filón, en la mina,
tendría mucho dinero, etc.
—Sí —dijo el niño—, pero no lo encuentras. Y que des con él o que yo lo
gane, es casi lo mismo. Todo es cuestión de suerte. Pero es muy extraño lo de
Navidad, ¿no te parece? ¿Por qué la llaman Navidad?
Tal vez por instintivo temor a que le oyeran sus huéspedes o por vago
sentimiento de incongruencia, la contestación de «El Viejo» fue tan baja, que
no alcanzó más allá del cuarto.
—Sí —dijo Johnny, con interés ya algo decaído—. He oído ya hablar de
Él. Bueno, basta, padre. No me hace, ni con mucho, tanto daño como antes.
Envúelveme bien en la manta. Así. Ahora —murmuró bajo la ropa— siéntate
a mi lado, hasta que me duerma.
Para asegurarse de la obediencia sacó una mano de la manta, y agarrando
por la manga a su padre, otra vez se dispuso a descansar. Durante algunos
momentos «El Viejo» esperó pacientemente.

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El insólito silencio de la casa excitó su curiosidad: con la mano libre, y sin
levantarse, abrió cautelosamente la puerta y miró a la sala.
Para su infinita sorpresa, estaba oscura y desierta.
Pero en aquel momento un leño que humeaba en el hogar se rompió, y a la
luz de su llamarada, pudo ver a Dick Bullen sentado junto a los amortiguados
tizones.
—¡Hola!
Dick se sobresaltó, púsose de pie y fue hacia él, medio tambaleándose.
—¿Dónde están los demás? —quiso saber «El Viejo».
—Han subido por la cañada a dar un paseo. Al momento vuelven por mí.
Les estoy esperando. ¿Qué miras tan fijamente «Viejo»? —añadió con risa
forzada—. ¿Te figuras que estoy borracho?
Podía habérsele perdonado al otro la suposición, pues los ojos de Dick
estaban húmedos y su cara encendida.
Se hizo el remolón, y se acercó a la chimenea. Bostezó, desperezose,
abrochó su chaqueta, y dijo riendo:
—El licor no anda tan abundante como para eso, «Viejo». No te levantes
—prosiguió, cuando éste hizo un movimiento para librar su manga de la mano
de Johnny—. No hagas cumplidos. Quédate donde estás; me voy en seguida.
Ya están aquí.
Golpearon suavemente en la puerta.
Dick Bullen abriola, con un ademán se despidió de su anfitrión y
desapareció.
«El Viejo» le hubiera seguido a no ser por la mano que, aún inerte, seguía
asida a su manga. Fácilmente se podía desprender de ella; era pequeña, débil
y flaca; pero quizá por ser pequeña, débil y flaca, «El Viejo» cambió de
parecer y aproximando aún más la silla a la cama, apoyó sobre ella la cabeza.
En esta actitud, le sorprendió el sueño.
La habitación fue oscilando, hasta desvanecerse ante sus ojos; reapareció,
se desvaneció de nuevo, oscureciose y le dejó dormido.
En tanto, Dick Bullen cerró la puerta y se reunió con sus compañeros.
—¿Estás listo? —indagó Staples.
—¡Listo! —dijo Dick—. ¿Qué hora es?
—Más de las doce —contestó el otro—. ¿Podrás hacerlo? Son casi
cincuenta millas entre ida y vuelta.
—Creo que sí —afirmó Dick brevemente—. ¿Dónde está la yegua?
—Bill y Jack la tienen ya en la encrucijada.
—Pues que la tengan un momento más.

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Volviose y entró otra vez silenciosamente en la casa.
A la luz de la goteante vela y del amortiguado fuego, vio que la puerta del
cuartito estaba abierta, se fue hacia ella de puntillas y observó.
«El Viejo», echado en su silla, roncaba, con las piernas extendidas, la
cabeza hacia atrás y el sombrero encajado hasta los ojos. A su lado, sobre una
estrecha cama de madera, yacía Johnny envuelto estrechamente en la manta,
que le tapaba todo, excepto una parte de la frente y algunos rizos
humedecidos por el sudor.
Dick Bullen avanzó un paso, titubeó y miró por encima del hombro la
desierta sala. Todo estaba en silencio.
Con repentina resolución, separó con ambas manos sus grandes bigotes, y
se inclinó sobre el dormido muchacho. Pero en el momento de hacerlo, un
travieso soplo de aire que le acechaba, giró en torbellino chimenea abajo,
reanimando el hogar y despidiendo una viva claridad, de la que Dick huyó
avergonzado.
Sus compañeros le esperaban ya en la encrucijada. Dos de ellos luchaban
en la oscuridad con un ser extrañamente deforme, el cual, a medida que Dick
se acercaba, tomó el aspecto de un enorme caballo amarillento.
Era la yegua. El animal no tenía bonita estampa. Desde su romo hocico
hasta sus alzadas ancas, desde su arqueado espinazo, oculto por las raídas y
tiesas machillas de una silla mejicana, hasta sus gruesas, rectas y huesudas
patas, no tenía una sola línea de gracia equina. En sus blancos ojos medio
ciegos, pero malignos, en su labio inferior colgante, en su monstruoso color,
no había más que fealdad.
—Bueno —dijo Staples—, cuidado con las herraduras, muchachos, y
¡arriba! ¡No olvides agarrar en seguida las crines, y asegúrate de poner el pie
en el estribo opuesto! ¡Arriba!
Saltó el jinete a la silla, pateó luchando el caballo, apartáronse
atropelladamente los espectadores, volaron sacudidas en círculo las
herraduras, retembló la tierra a los saltos del animal, sonaron las espuelas, y
partió «Jovita». Dick, desde las tinieblas, gritó:
—¡Bien va!
—¡A la vuelta no tomes el camino de abajo, a no ser que apremie el
tiempo! ¡No la detengas al descender la cuesta! Estaremos en el vado a las
cinco. ¡Adelante! ¡Hop! ¡Mula! ¡Anda!
Chispearon las piedras, crujió ruidosamente la grava del camino y Dick
desapareció.

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Canta, ¡oh musa!, ¡la cabalgada de Richard Bullen! Canta, ¡oh musa!, ¡los
caballerescos varones, las sagradas empresas, las valerosas hazañas, la caterva
de toscos rufianes, la terrible cabalgadura y grandes peligros de la flor de
Simpson’s Bar! Pero, desdeñosa se halla la musa… Nada quiere con este
agresivo animal ni con su andrajoso jinete, y debo seguirles a pie, en simple
prosa.
Era la una y sólo había alcanzado Rattlesnake-Hill[5]. En aquel intervalo
«Jovita» sacó a relucir todos sus resabios y puso en práctica todas sus mañas.
Tres veces tropezó. Dos veces alzó el romo hocico en línea recta con las
riendas, y resistiendo el freno y la espuela, echó a correr locamente a través
de los campos. Dos veces se puso de manos, y se dejó caer hacia atrás; y dos
veces el ágil Dick, ileso, recobró su asiento, antes de que ella se hubiese
repuesto sobre sus nerviosas piernas. Y una milla más adelante, al pie de una
prolongada colina, estaba Rattlesnake-Creek. Dick sabía que allí le esperaba
la principal prueba de su habilidad para lograr su empresa. Apretó los dientes
y encajó las rodillas en los costados de la yegua pasando de su táctica
defensiva a una violenta agresividad.
Mortificada y enfurecida, «Jovita» emprendió el descanso de la colina. El
artero Richard fingía detenerla tirando de las riendas y simulando gritos de
miedo.
Es por de más añadir que «Jovita» en seguida se lanzó a un desenfrenado
galope. Ni es preciso fijar aquí el tiempo empleado en el descenso; está
inscrito en las crónicas de Simpson’s Bar. Baste saber que al cabo de un
momento, tal como le pareció a Dick, la yegua chapoteaba en las inundadas
orillas de Rattlesnake-Creek.
Como esperaba Bullen, el empuje que «Jovita» había adquirido le impidió
titubear, y, sujetándola con firmeza para un gran salto, se lanzaron en medio
de la fuerte corriente. Unos momentos de lucha coceando y nadando, y Dick
pudo aspirar hondo en la orilla opuesta.
El camino desde Rattlesnake-Creek hasta Red Mountain[6] era bastante
llano.
Quizás el baño en el arroyo había templado su maligno ardor, o bien el
arte con que la condujeron hasta allí le había demostrado la superior pericia
de su jinete, pues «Jovita» ya no malgastaba sus energías en malas artes. Una
vez coceó con las piernas traseras, pero fue por la fuerza de la costumbre; otra
vez se espantó, pero a causa de una capilla recién pintada en el cruce de la
carretera.

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Canales, fosos, montones de grava, parcelas de fresca hierba, volaron bajo
sus ruidosos cascos. Empezó a resollar; una o dos veces tosió ligeramente,
pero no disminuyeron ni su fuerza ni su velocidad.
A las dos habían pasado Red Mountain y comenzaba el descenso a la
llanura. Diez minutos más tarde, el cochero de la rápida diligencia Pioneer fue
alcanzado y dejado atrás por un «hombre sobre un caballo pinto»; incidente lo
bastante excepcional para que se comentase.
A las dos y media Dick se alzó en los estribos y profirió una exclamación.
Las estrellas brillaban a través de rasgadas nubes, y frente a él, más allá de
la llanura, se veían dos agujas, una asta de bandera y una línea desigual de
objetos negros. Dick hizo tintinear las espuelas y blandió la riata, apretó el
paso «Jovita» y un momento después penetraron a la carrera en Tuttleville
para detenerse en la plaza del Hotel of all Nations[7].
Lo que ocurrió aquella noche en Tuttleville no forma precisamente parte
de esta historia. Pero sucintamente puedo referir, que en cuanto «Jovita» hubo
pasado a poder del soñoliento mozo de cuadra, a quien muy pronto sacudió el
sueño con un par de coces, Dick salió con el tabernero a dar una vuelta por el
dormido pueblo.
Brillaban aún las luces de algunas tabernas y casas de juego; pero evitaron
la tentación y se pararon ante una tienda cerrada, y por medio de insistentes
golpes en el escaparate y gritos estentóreos, hicieron levantarse de su cama al
propietario, obligándole a desatrancar las puertas de su almacén y a exponer
sus géneros. Estos actos los repitieron varias veces. Algunas los recibieron
con maldiciones, pero los más con interés y cierta buena disposición hacia su
demanda, y la entrevista terminó siempre con un brindis.
Eran las tres cuando acabó, y con un pequeño saco de goma impermeable,
atado con correas a la espalda, Dick volvió al hotel. Allí le acechaba la
Belleza. La Belleza opulenta en encantos, elegante en el vestir, persuasiva en
el hablar y española en el acento. No obstante la Belleza fue rechazada por el
hijo de las sierras, desaire mitigado, no obstante, por una sonrisa y su última
moneda de oro.
Montó a caballo después y emprendió su camino por la solitaria calle
hacia la llanura aún más solitaria, donde muy pronto la negra línea de casas,
las agujas y el asta de bandera, se fueron hundiendo de nuevo en la tierra
hasta perderse en la distancia.
La tempestad había cesado, el aire era penetrante y frío, las siluetas de los
cercanos mojones se percibían con claridad, pero eran las cuatro y media
cuando Dick alcanzó la capilla del cruce de la carretera.

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Para evitar la empinada cuesta había tomado un camino más largo y de
mayor rodeo, en cuyo lado viscoso «Jovita» se hundía a cada paso. Era un
mal comienzo para una dura ascensión de cinco millas; pero «Jovita» la
emprendió con su habitual, ciega e irrazonable furia, y media hora más tarde
alcanzó la extensa planicie que conducía a Rattlesnake-Creek. Otra media
hora y llegarían al arroyo. Dick soltó ligeramente las riendas sobre el cuello
de la yegua; excitola con un silbido y comenzó a cantar.
De repente se espantó «Jovita», y dio un salto que hubiera derribado a un
jinete menos hábil. Sujetándole las riendas se hallaba un hombre que había
saltado desde la cuneta y al mismo tiempo, en el camino, surgió otro jinete
envuelto en la sombra.
—¡Arriba las manos! —ordenó con un juramento la segunda aparición.
Dick sintió a la yegua temblar debajo de sí, como si fuera a desplomarse.
Sabía lo que esto significaba, y se preparó.
—Apártate, Jack Simpson, te conozco, maldito ladrón, déjame pasar, o…
No terminó la frase. «Jovita» se alzó de manos en el aire, con un salto
terrible, desprendiéndose del que la sujetaba con un movimiento de su rebelde
cabeza, y cargó violentamente contra el obstáculo que se le oponía.
Oyose una blasfemia, sonó un disparo, caballo y salteador rodaron por el
suelo y al momento «Jovita» estaba a cien yardas de distancia. Pero el brazo
derecho de su jinete, destrozado por una bala, colgaba inerte al costado.
Sin reducir la velocidad, pasó las riendas a la mano izquierda.
Poco después viose obligado a detenerse para apretar la cincha, aflojada
en el ataque. Esto, en su estado, le ocupó algún tiempo. No temía la
persecución pero, mirando al cielo, vio que las estrellas de Oriente palidecían,
y que los lejanos picos, perdida su espectral blancura, se destacaban ya con
sombrías tintas sobre un cielo que empezaba a aclararse.
El día llegaba.
Entonces, absorbido completamente por una sola idea, olvidó el dolor de
su herida y, montando de nuevo, cabalgó hacia Rattlesnake-Creek.
La respiración de «Jovita» era fatigosa. Dick vacilaba en la silla y el cielo
se aclaraba más y más.
Cabalga, Richard; corre, «Jovita»; detente, ¡oh día!
En el último trecho sentía un zumbido en los oídos. Era la debilidad por la
pérdida de sangre…
Cuando descendió de la colina, estaba deslumbrado y aturdido y no
reconoció el paisaje. ¿Había equivocado el camino o aquello era Rattlesnake-
Creek?

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Lo era. Pero el ruidoso arroyo que atravesara nadando algunas horas antes
se había desbordado, duplicando su volumen, y revolvíase entonces como
rápido e irresistible río entre Bullen y Rattlesnake-Creek.
Por vez primera, aquella noche sintió el corazón oprimido. El río, la
montaña, la temprana aurora, bailaban ante sus ojos. Los cerró para recuperar
el dominio de sí mismo. En aquel breve intervalo, por algún fantástico
proceso mental, el cuartito de Simpson’s Bar, y el grupo del padre e hijo
dormidos, surgieron ante él. Y abriéronse sus ojos; tiró su chaqueta, la pistola,
las botas y la misma silla, afirmó en su hombro el precioso paquete, y,
apretando los costados de «Jovita» con las desnudas rodillas arrojose al
amarillento río, al tiempo que gritaba.
Otro grito se alzó desde la orilla opuesta, mientras que la cabeza de un
hombre y de un caballo se mostraban por algunos momentos sobre la
batalladora corriente, para ser arrastrados luego por entre descuajados árboles
y arremolinados despojos.

«El Viejo» despertó sobresaltado.


El fuego se había extinguido en el hogar. La vela de la habitación interior
agonizaba y alguien sacudía la puerta. Abriola, pero dando un grito retrocedió
ante la empapada y medio desnuda figura que se tambaleaba en el umbral.
—¿Dick?
—¡Calla! ¿Despertó ya?
—No; ¿pero eres Dick?
—¡Calla, estúpido! ¡Dame un poco de whisky, aprisa!
«El Viejo» voló en su busca y volvió con… ¡una botella vacía! Dick
hubiera blasfemado, pero sus fuerzas no estaban a la altura de las
circunstancias. Tambaleose, se agarró del tirador de la puerta y, con una seña,
llamó a «El Viejo».
—Hay algo aquí, en ese saco, para Johnny. Quítamelo. Yo no puedo.
«El Viejo» desató la bolsa de goma y colocola ante su desfallecido
interlocutor.
—¡Ábrelo, pronto!
Lo hizo con dedos temblorosos. Contenía tan sólo unos pobres juguetes,
bastante baratos y toscos, pero relucientes de pintura y oropel.
Uno de ellos estaba roto; otro irremisiblemente estropeado por el agua; y
sobre el último había una mancha de sangre.
—No parece gran cosa, en verdad —balbució Dick con tristeza—. Pero es
lo mejor que hemos podido hacer. Tómales, «Viejo», y pónselos en los

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zapatos y dile… dile… dile, ya sabes… Sostenme…
«El Viejo» le recibió en sus brazos.
—Dile —añadió Dick, sonriendo débilmente—, dile que Santa Claus ha
venido.
Y así, manchado de lodo y sangre, casi desnudo, anonadado, andrajoso,
con un brazo colgando inerte al costado, Santa Claus llegó a Simpson’s Bar y
cayó desfallecido en el umbral de la primera puerta.
El albor de Navidad elevose dulcemente poco después, tiñendo los lejanos
picos con rosados tonos de inefable amor. Y contempló tan tiernamente a
Simpson’s Bar, que la montaña entera, como sorprendida en una acción
generosa, se sonrojó hasta los cielos.

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LA SUERTE DE ROARING-CAMP

BRET HARTE

OARING-CAMP[8] agitábase en conmoción. No a causa de una


R reyerta, ya que en 1850 no era esto motivo suficiente para reunir a todo
el campamento. Quedaron abandonados los fosos y hasta el almacén de Tuttle
contribuía con sus jugadores.
Todos los vecinos se habían reunido ante una tosca cabaña, situada en el
exterior del campamento. La conversación seguíase en voz baja, y se
mencionaba de vez en cuando el nombre de una mujer, nombre bastante
familiar allí: Cherokee Sal[9].
Cuanto menos hablemos de ella, mejor. Era una mujer grosera y,
desgraciadamente, muy pecadora, pero, al fin y al cabo, la única en todo
Roaring-Camp; y, en aquellos momentos, sufría la crisis suprema que más
necesita de los cuidados femeninos.
Disoluta, descarada e incorregible, padecía, sin embargo, un martirio cruel
incluso cuando se está debidamente atendida, y mucho más duro en absoluta
soledad.
La maldición de Eva había caído sobre ella en aquel completo aislamiento
que tan terrible debió hacer el castigo del primer pecado. Formaba tal vez
parte de la expiación de sus culpas, que en los momentos en que más falta le
hacían la ternura intuitiva y los cuidados de otras mujeres, sólo se encontrara
con las caras desdeñosas de sus compañeros. Sin embargo, creo que algunos
de los espectadores se hallaban afectados por sus sufrimientos. Sandy Tipton
consideraba que aquello era «muy duro para Sal», y conmovido con tal
reflexión, se sintió por un momento superior al hecho de tener escondidos en
la manga un «as» y dos triunfos.
Se comprenderá también lo insólito del caso. En Roaring-Camp solían
producirse fallecimientos, pero un nacimiento era cosa desconocida por
completo. Se había expulsado a varias personas, resuelta y terminantemente,

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sin ninguna probabilidad de regreso, pero ésta era la primera vez que en él se
introducía alguien desde los comienzos de su vida. De ahí la conmoción.
—Entra tú, Stumpy —dijo un prominente ciudadano conocido por
Kentuck, dirigiéndose a uno de los ociosos—. Entra ahí y mira lo que puedes
hacer, tú que tienes experiencia en estas cosas.
La elección no podía ser más acertada. Stumpy, en otros climas, había
sido cabeza nominal de dos familias. A la informalidad legal en ese preceder
se debió que Roaring-Camp, pueblo por demás hospitalario, le contase entre
sus miembros. La multitud aprobó la elección y Stumpy fue lo bastante sabio
para someterse a la voluntad de la mayoría. La puerta se cerró tras del
improvisado cirujano y comadrón, y todo Roaring-Camp se sentó en los
alrededores de la cabaña, fumó su pipa y aguardó el desenlace.
La asamblea contaba unos cien miembros; uno o dos de ellos verdaderos
fugitivos de la justicia, otros eran criminales y otros atrevidos hasta la
irresponsabilidad. Físicamente no dejaban traslucir el menor indicio sobre su
vida y carácter pasados. El más desalmado tenía una cara propia de un cuadro
de Rafael, con profusión de cabellos rubios; Oakhurst, el jugador, tenía el aire
melancólico y el ensimismamiento intelectual de un Hamlet; el hombre más
sereno y valiente apenas medía cinco pies de estatura, y era poseedor de una
voz dulce y ademanes tímidos y afeminados. El calificativo de «truhanes»,
aplicado en conjunto, constituía más bien una distinción que una definición.
Tal vez los detalles menores, como dedos de las manos y pies, orejas, etc.,
faltaban en el campamento; pero estas leves omisiones no le quitaban nada de
su fuerza colectiva. El hombre más fuerte de entre ellos, no tenía más que tres
dedos en la mano derecha; el más certero tirador un solo ojo.
Tal era el aspecto físico de los hombres congregados en torno a la cabaña.
El campamento se alzaba en un valle triangular entre dos montañas y un
río, y era su única salida un escarpado sendero que escalaba la cima de un
monte frente a la cabaña, camino entonces iluminado por la luna que se iba
elevando en el firmamento. La paciente podía verlo desde el tosco lecho en
que yacía. Podía ver cómo serpenteaba, cual un hilo de plata, hasta ir a unirse
en lo más alto con las estrellas.
En el exterior, un fuego de ramas carcomidas hacía más agradable la
reunión. Poco a poco reapareció la alegría natural de Roaring-Camp. Se
hicieron apuestas con respecto al resultado: tres contra cinco a que Sal saldría
bien de la cosa; además, también apostaron a que viviría la criatura y sobre el
sexo y el color de tez del presunto forastero. En medio de una animada
controversia oyose una exclamación de los que estaban más cerca de la puerta

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y todo el campamento calló para escuchar. Dominando el rumor del viento
que se agitaba entre los pinos, el murmullo de la rápida corriente del río y el
chisporroteo del fuego, oyose un grito agudo, quejumbroso, un grito que no se
parecía a nada de lo que hasta entonces se había oído en el campamento. Los
pinos cesaron de gemir, el río interrumpió su murmullo y el fuego dejó de
chisporrotear: parecía como si la naturaleza también se hubiese detenido para
escucharlo.
El campamento se puso en pie como un solo hombre. Alguien propuso
volar un barril de pólvora, pero prevalecieron más sanos consejos, y sólo se
acordó el disparo de algunos revólveres en consideración al estado de la
madre, la cual, debido a la tosca cirugía del campamento o a cualquier otro
motivo, se acababa por instantes. Antes de una hora, como si ascendiese por
aquel escarpado camino que conducía a las estrellas, salió para siempre de
Roaring-Camp, de su pecado y de su vergüenza. No creo que tal noticia
preocupase a nadie, a no ser por la suerte de la criatura.
—¿Podrá vivir ahora? —le preguntaron a Stumpy.
Su respuesta fue muy vaga. El único ser del mismo sexo de Cherokee Sal
que quedaba en el campamento, en condiciones de suplirla, era una burra.
Hubo sus dudas respecto a la capacidad de semejante nodriza, pero se hizo la
prueba, menos problemática que el antiguo tratamiento de Rómulo y Remo, y
al parecer igualmente satisfactoria.
En el arreglo de todos estos detalles, se invirtió aún otra hora. Por fin, se
abrió la puerta y la ansiosa muchedumbre, que ya se había formado en cola,
desfiló ordenadamente por el interior. Al lado del bajo lecho de tablas, sobre
el cual se dibujaba, vagamente perfilado, el cadáver de la madre envuelto en
una manta, había una mesa de pino. En ésta se veía una caja de velas, y
dentro, abrigado por una franela de un rojo chillón, estaba el recién llegado a
Roaring-Camp. Al lado de la caja de velas habían colocado un sombrero;
pronto se comprendió el motivo.
—Caballeros —dijo Stumpy, con una extraña mezcla de autoridad y de
satisfacción—, los caballeros tendrán la bondad de entrar por la puerta
principal, dar la vuelta a la mesa y salir por la puerta trasera. Aquéllos que
deseen contribuir con algo para el huérfano, encontrarán a mano un sombrero.
El primero entró con la cabeza cubierta, pero al echar una mirada en torno
suyo se descubrió, y así, inconscientemente, dio ejemplo al siguiente, pues en
tal comunidad de gentes las acciones buenas y malas son contagiosas. A
medida que desfilaba la comitiva, se dejaban oír los comentarios críticos,
dirigidos particularmente a Stumpy en su calidad de expositor.

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—¿Y es eso todo?
—El ejemplar es muy pequeño.
—¡Qué colorado está!
—¡Si no es más largo que un derringer![10].
No fueron menos característicos los donativos: una caja de rapé, de plata;
un doblón; un revólver de marina, montado en plata; un lingote de oro; un
hermoso pañuelo de señora, primorosamente bordado (de parte de Oakhurst,
el jugador); un alfiler de pecho, de diamantes; una sortija de diamantes; una
honda; una Biblia (dador incógnito); una espuela de oro; una cucharita de
plata (siento tener que decir que sus iniciales no coincidían con las del dador);
un par de tijeras de cirujano; una lanceta; un billete del banco de Inglaterra, de
cinco libras; y como unos doscientos dólares en polvo de oro y en monedas de
plata. Durante toda la ceremonia Stumpy mantuvo un silencio tan absoluto
como el de la muerta, que tenía a su izquierda, y una gravedad tan
indescifrable como la del recién nacido de su derecha.
Sólo un incidente rompió la monotonía de aquel extraño desfile.
Mientras Kentuck se inclinaba curioso sobre la caja de velas, la criatura se
volvió y, con un movimiento nervioso, le agarró un dedo y por un momento
lo retuvo con fuerza.
Kentuck puso la estupefacta cara de un imbécil. Algo parecido al rubor se
esforzó en asomar a sus mejillas, curtidas por el tiempo.
—¡Maldito pillete! —dijo, retirando el dedo, con mayor ternura y cuidado
de los que en él se podían esperar.
Al salir mantenía el dedo algo separado de los demás, examinándolo con
curiosidad.
Este examen provocó una original observación respecto a la criatura.
En efecto, parecía regocijarse al repetirlo.
—¡Se ha peleado con mi dedo! —le dijo a Typton, mostrando este órgano
privilegiado—. ¡Maldito pillete!
Eran ya las cuatro cuando el campamento se retiró a descansar. Ardía una
luz en la cabaña donde seguían velando; Stumpy no se acostó en toda la
noche, ni tampoco Kentuck; éste bebió a discreción y relató repetidamente su
aventura, terminándola siempre con el calificativo que aplicaba al recién
nacido; esto parecía ponerle a salvo de cualquier injusta acusación de
sensibilidad; Kentuck tenía las debilidades del sexo fuerte. Cuando se
hubieron acostado todos, fue hacia el río silbando con aire pensativo. Después
remontó la cañada, y pasó por delante de la choza silbando aún con
premeditado descuido. Descansó junto a un enorme árbol, rehízo su camino y

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otra vez pasó por la cabaña. En las cercanías del río se detuvo de nuevo,
retrocedió y llamó a la puerta.
Stumpy le abrió.
—¿Cómo va eso? —dijo Kentuck, mirando por encima de su interlocutor,
hacia la caja de velas.
—Todo marcha —contestó el otro.
—¿Ocurre algo?
—Nada.
Hubo una pausa, una pausa embarazosa. Stumpy continuaba con la puerta
abierta; Kentuck recurrió a su dedo, que mostró a su interlocutor.
—¡Se peleó con él ese maldito pillete! —dijo, y se retiró.
Al día siguiente Cherokee Sal tuvo la ruda sepultura que podía darle
Roaring-Camp: después, cuando su cuerpo hubo sido devuelto al seno del
monte, celebrose una reunión formal para discutir lo que debería hacerse con
su hijo. La resolución de adoptarle fue unánime y entusiasta. Pero a la vez se
levantó una animada discusión respecto a la posibilidad y manera de proveer
a sus necesidades. Fue de notar que los argumentos que se esgrimieron
carecían de aquellas agresivas características a que conducían, por lo general,
las controversias en Roaring-Camp. Typton propuso enviar la criatura a Red-
Dog[11], a cuarenta millas de distancia, en donde hallaría cuidados femeninos;
pero la desgraciada proposición se enfrentó con una firme y unánime
negativa. Viose claramente que no se tomaría en cuenta plan alguno que
significara separarse de la nueva adquisición.
—Además —dijo Tom Ryder—, aquella gente de Red-Dog lo cambiaría y
nos endosaría otro —dudas respecto a la honradez de los vecinos poblados
que prevalecía en Roaring-Camp, como en otros sitios.
La entrada de una nodriza en el campamento también encontró oposición.
Arguyose que no encontrarían una sola mujer decente que aceptara como
hogar Roaring-Camp, y añadió el orador que no les hacía falta ninguna de la
otra especie. Esta indirecta, poco caritativa para la difunta madre, por dura
que pareciese fue el primer síntoma de regeneración del campamento. Stumpy
nada dijo, tal vez por motivos de delicadeza no quiso intervenir en la elección
de su posible sucesor, pero, cuando le preguntaron, afirmó resueltamente que
él y «Jinny», el mamífero antes aludido, podían arreglárselas para sacar
adelante la criatura. Algo de original, descabellado y heroico había en este
plan, que gustó al campamento. Stumpy conservó su cargo, y se le envió a
Sacramento a por algunas prendas.

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—Cuidado —dijo el tesorero, poniendo en manos del mensajero un saco
de polvo de oro—, que sea lo mejor que se pueda encontrar; encajes, trabajos
de filigrana y puntillas… el precio no importa.
Por extraño que parezca, el niño salió adelante; tal vez el clima vigoroso
de la montaña compensó la insuficiencia maternal. La naturaleza amamantó
en su robusto pecho a este aventurero. En aquella limpia atmósfera de las
colinas, al pie de la sierra, en aquel aire vivo, impregnado de olores
balsámicos, halló mi reforzante vivificador que le servía de alimento, y quizá
también una química sutil que convertía la leche de burra en cal y fósforo.
Stumpy se inclinaba a creer que era esto último, junto con sus buenos
cuidados.
—Yo y la burra —decía— le hemos servido de padre y madre.
Y acostumbraba añadir, dirigiéndose al envoltorio mal pergeñado que
tenía ante sí:
—Nunca jamás te vuelvas contra nosotros.
Cuando el niño cumplió un mes, hízose evidente la necesidad de darle
nombre. Hasta entonces se le conocía como «el choto», «el niño de Stumpy»,
«el coyote» (alusión a sus facultades vocales) y aun por el tierno diminutivo
de «el maldito pillete». Pero comprendieron que todo esto resultaba muy vago
y poco satisfactorio. Los jugadores y los aventureros son supersticiosos: Mr.
Oakhurst declaró un día que la criatura había llevado la «suerte» a Roaring-
Camp. Y lo cierto era que, en los últimos tiempos, el campamento había sido
muy afortunado. Así pues, éste fue el nombre convenido, con el prefijo de
Tommy, para mayor claridad. No se hizo alusión alguna a la madre, y el padre
era por completo desconocido.
—Mejor es —dijo él filósofo Oakhurst— dar de nuevo las cartas, llamarle
la Suerte y comenzar bien el juego.
Por consiguiente se señaló día para el bautizo. El lector, que ya se habrá
hecho alguna idea acerca de la despreocupada irreverencia de Roaring-Camp,
puede imaginar lo que significaba esta solemnidad. El maestro de ceremonias
era un tal Boston, célebre bromista, y la ocasión parecía haberle sugerido
divertidas ocurrencias. Este ingenioso bufón pasó dos días preparando una
parodia del ceremonial de la Iglesia con algunas alusiones locales. El coro fue
convenientemente ensayado, y Sandy Typton debía actuar de padrino. Pero
después que la procesión llegó a la arboleda, con música y banderas al frente,
y la criatura fue depositada al pie de un simulado altar, Stumpy se adelantó
hacia la muchedumbre que aguardaba.

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—No es mi costumbre estropear las diversiones, muchachos —dijo
resueltamente el hombrecillo, haciendo frente a las miradas en él fijas—, pero
me parece que esto no está bien. Es jugar de mala ley contra el pequeño, eso
de mezclarle en bromas que no puede comprender. Y si es que ha de haber
padrino, quisiera saber quién tiene más derecho que yo.
Un profundo silencio siguió al discurso de Stumpy. En honor de todos los
bromistas sea dicho, que el primero en reconocer que tenía razón fue el
organizador del espectáculo, que de esta forma se vio privado de su éxito.
—Pero —añadió Stumpy rápidamente, aprovechando esta ventaja—,
estamos aquí para un bautizo y lo tendremos: Yo te bautizo, Tomás La Suerte,
según las leyes de los Estados Unidos y de California, y… en nombre de
Dios.
Era la primera vez que se mencionaba a Dios en el campamento. Esta
forma de bautizo era tal vez más risible que la que había concebido el
irreverente Boston pero, aunque parezca extraño, nadie reparó en ello, nadie
se rió. Tommy fue bautizado tan seriamente como lo hubiera sido bajo las
bóvedas de un templo cristiano, y lloró y fue consolado a la manera ortodoxa.
Y de esta manera continuó la obra de regeneración de Roaring-Camp.
Casi imperceptiblemente un cambio se fue operando en el campamento.
La cabaña destinada a Tommy La Suerte, o a La Suerte, como más
comúnmente se le llamaba, experimentó las primeras señales del progreso.
Fue escrupulosamente blanqueada, luego entarimada, adornada y empapelada.
La cuna de palo rosa acarreada durante ochenta millas sobre un mulo; como
decía Stumpy, mató al resto del mobiliario. De esta manera la rehabilitación
de la cabaña fue un hecho consumado. Los mineros que solían pasar el rato en
casa de Stumpy, para ver cómo seguía La Suerte, apreciaban el cambio. En
defensa propia, el establecimiento rival, el almacén, de Tuttle, se restauró con
una alfombra y un espejo. Las revelaciones de este último acerca de la
apariencia de Roaring-Camp tendieron a fomentar medidas más severas en el
aseo personal; además, Stumpy impuso una especie de cuarentena a aquéllos
que aspiraban al honor de tener a La Suerte en sus brazos. Fue una
mortificación para Kentuck, quien gracias al descuido de una varonil
naturaleza, y a las costumbres de la vida de la frontera, había llegado a creer
que la ropa era una segunda piel que, como la de la serpiente, sólo se
cambiaba cuando caía fuera de uso. Sin embargo, fue tan sutil la influencia
renovadora que, desde aquella fecha en adelante, apareció regularmente con
camisa limpia y la cara reluciente por las abluciones. Tampoco fueron
descuidadas otras leyes higiénicas, tanto morales como sociales. A Tommy, al

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que se suponía en permanente necesidad de reposo, no se le debía estorbar
con ruido alguno. La gritería y los aullidos que le habían ganado al
campamento su infeliz nombre, no fueron tolerados en las cercanías de la casa
de Stumpy. Los hombres conversaban en voz baja o bien fumaban con
gravedad india. La blasfemia quedó tácitamente prohibida de estos sagrados
lugares; y en todo el campamento la exclamación popular de «maldita sea la
suerte» o «maldita suerte» fue desechada, como si se la interpretase en sentido
personal. La música vocal se autorizó por suponérsele una cualidad calmante,
y cierta canción Man O’War[12], entonada por Jack, marino inglés, desertor de
las colonias australianas de S. M. Británica, se hizo popular como canto de
cuna. Era el relato lúgubre de las hazañas de la Aretusa, navío de 74 cañones,
cantado en tono menor, cuya melodía terminaba con un estribillo prolongado
al fin de cada estrofa: «A bo…o…ordo de la Aretusa». Era de ver a Jack
meciendo en sus brazos a La Suerte con el movimiento de un buque y
entonando esta canción marinera. Sea por el extraño balanceo de Jack, sea por
lo largo de la canción (tenía noventa estrofas, que se interpretaban
concienzuda y deliberadamente hasta el esperado final), el canto de cuna
causaba el efecto propuesto. En tales ocasiones los mineros se tendían bajo
los árboles, en el suave crepúsculo de verano, fumando sus pipas y
escuchando las melodiosas notas. Una vaga idea de que esto era la felicidad
pastoril fue extendiéndose por el campamento:
—Esta especie de cosa —decía Cockney Simons, gravemente, apoyado en
su codo— es celestial.
Debía recordarle a Grennwich[13].
En los largos días de verano, solían llevarse a La Suerte al valle de donde
Roaring-Camp extraía el oro. Allí, permanecía en una manta extendida sobre
ramas de pino, mientras los hombres trabajaban más abajo. El rudo ingenio de
los mineros acabó por decorar esta cuna con flores y arbustos olorosos, pues
cada cual iba llevándole matas de silvestre madreselva, azalea, o bien los
capullos pintados de las mariposas. Los mineros despertaron de repente a la
idea de la belleza y significación de muchas bagatelas que durante tanto
tiempo habían roto descuidadamente. Un pedacito de reluciente mica, un
fragmento de cuarzo de variado color o una piedra pulida por la corriente del
río, adquirieron nuevo atractivo y fueron guardadas cuidadosamente para La
Suerte. Maravillaba la multitud de tesoros que le brindaron los bosques y las
montañas.
Tommy, rodeado de juguetes como jamás los tuvo niño alguno en el país
de las hadas, vivía contento. Parecía aceptar su felicidad, pero dominaba en él

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cierta gravedad infantil, una luz contemplativa en sus grises y redondos ojos
que en ocasiones inquietaba a Stumpy. Era muy dócil y tranquilo. Cuentan
que una vez, habiendo caminado a gatas más allá de su corral o cercado de
ramas de pino entrelazadas que rodeaban la cuna, se cayó de cabeza por
encima del cerco, en la tierra blanda, y permaneció con las gordezuelas
piernas al aire, por lo menos durante cinco minutos, con una gravedad
inalterable. Le levantaron sin que protestase. Vacilo en recordar otros
ejemplos de su sagacidad, que desgraciadamente se basan tan sólo en el relato
de amigos interesados. Algunos de ellos no carecían de cierto tinte
supersticioso.
Cierto día Kentuck llegó en un estado de excitación que no le dejaba
respirar:
—Hace un momento —dijo— subí por la colina, y maldito sea mi pellejo,
si no hablaba con una urraca que se había posado sobre sus rodillas. Allí
estaban los dos tan desenvueltos y comunicativos como tú y yo, charlando
tranquilamente.
A todas horas, ya corriese a gatas por entre las ramas de los pinos o,
tumbado de espaldas, contemplase las hojas de los árboles, para él cantaban
los pájaros, brincaban las ardillas y se abrían las flores. La naturaleza fue su
nodriza y compañera de juego. Para él deslizaba entre las hojas doradas
flechas de sol que caían al alcance de su mano; enviaba brisas con aroma de
laurel y de resina; le saludaban familiarmente los altos árboles y zumbaban
soñolientas las abejas, y los cuervos graznaban, para adormecerle. Tal fue el
verano, edad de oro de Roaring-Camp.
Era un gran tiempo aquél, y La Suerte estaba con ellos. Los filones
rendían enormemente; el campamento estaba celoso de sus privilegios y
miraba con prevención a los forasteros; no se fomentaba la inmigración, y,
para hacer más perfecto su aislamiento, adquirieron el terreno del otro lado de
la montaña que cerraba el campamento. Esto, y una reputación de rara
destreza en el manejo del revólver, mantuvo inviolable el recinto de Roaring-
Camp. El correo, único eslabón que les unía con el mundo, contaba algunas
veces maravillosas historias del campamento. Solía decir:
—Allí arriba en Roaring, tienen una calle que deja atrás a todas las de
Red-Dog; adornan sus casas con emparrados y flores, y se lavan dos veces al
día; pero son muy duros con los forasteros y adoran a un crío indio.
Con la mejora del campamento les entró un deseo de mayores
perfeccionamientos; para la primavera siguiente se propusieron edificar un
hotel e invitar a una o dos familias decentes para que residiesen allí en favor

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de La Suerte, quien tal vez sacaría provecho de la compañía femenina. El
sacrificio que esta concesión al bello sexo costó a aquellos hombres, que eran
tenazmente escépticos respecto de su virtud y utilidad, sólo puede
comprenderse por su afecto a Tommy.
Algunos llegaron a oponerse, pero la resolución no se podía efectuar hasta
al cabo de tres meses, y la misma minoría cedió, sin resistencia, con la
esperanza de que sucediera algo que lo impidiese, y así efectivamente fue.
El invierno de 1851 se recordará por mucho tiempo en las colinas. Una
densa capa de nieve cubría los montes: cada riachuelo de la montaña se
convirtió en un río y cada río en un lago; las cañadas se transformaron en
torrentes desbordados que se precipitaban por las laderas de los montes,
arrancando árboles gigantescos y esparciendo sus arremolinados despojos a lo
largo de la llanura. Red-Dog fue inundado por dos veces, y Roaring-Camp se
sabía en peligro.
—El agua trajo el oro a estas hondonadas —dijo Stumpy—; ha estado
aquí una vez y volverá.
Y aquella noche el North-Forck[14] rebasó bruscamente sus orillas y barrió
el valle triangular de Roaring-Camp. En la irrupción del agua que arrebataba
árboles quebrados y maderas crujientes, y en la oscuridad que parecía
deslizarse con el agua e invadir lentamente el hermoso valle, poco pudo
hacerse para proteger el desparramado campamento. Cuando amaneció, la
cabaña de Stumpy, la más cercana a la orilla del río, había desaparecido. Más
arriba, en la hondonada, encontraron el cuerpo de su desgraciado propietario;
pero del orgullo, la esperanza, la alegría, La Suerte de Roaring-Camp, no se
halló ni rastro.
Regresaban ya con el corazón triste, cuando un grito lanzado desde la
orilla les detuvo; era una barca de socorro que navegaba contra corriente.
Dijeron que habían recogido a un hombre y a una criatura medio exánimes, a
unas dos millas más abajo. Acaso pudieran identificarles, si pertenecían al
campamento.
Les bastó una sola mirada para reconocer a Kentuck, tendido, y
cruelmente magullado, pero estrechando todavía en los brazos a La Suerte de
Roaring-Camp.
Al inclinarse sobre la pareja, extrañamente unida, vieron que la criatura
estaba fría y sin pulso.
—Ha muerto —dijo uno.
Kentuck abrió los ojos.
—¿Muerto? —repitió débilmente.

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—Sí, buen hombre, y usted también está muriendo.
Una sonrisa iluminó los ojos del desfallecido Kentuck.
—Muriéndome —repitió—, me lleva consigo. Digan a los muchachos que
me quedo con La Suerte.
Y el hombre fuerte, asiendo a la débil criatura, como el que se ahoga se
aferra en una paja, desapareció en el tenebroso río que corre para siempre
hacia el mar.

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EL SOCIO DE TENNESSEE

BRET HARTE

N O creo que supiésemos su verdadero nombre, pero, esta ignorancia no


nos causó el menor disgusto, puesto que en 1854 la mayor parte de la
gente de Sandy-Bar[15] se bautizó de nuevo.
Con frecuencia, los apodos se derivaban de alguna extravagancia en el
vestir, como en el caso de Dungaree-Jack, o bien de alguna peculiaridad en
las costumbres, como en el de Saleratus-Bill, así llamado por la enorme
cantidad de aquella materia química que echaba en su pan cotidiano, o bien de
algún desgraciado lapsus, como sucedió al Pirata de hierro, hombre dulce e
inofensivo, que obtuvo aquel título por su desgraciada pronunciación del
término «pirita de hierro». Puede que esto haya sido el principio de una tosca
heráldica; pero me inclino a pensar que, como en aquellos días el verdadero
nombre de un individuo descansaba únicamente en su deleznable palabra, no
se le daba importancia.
—Se llama usted Clifford, ¿verdad? —dijo Boston, dirigiéndose, con
soberano desdén, a un tímido recién llegado—. El infierno está lleno de tales
Cliffords.
Y en seguida presentó al desgraciado, cuyo nombre, por casualidad, era
realmente Clifford, como Parrot Charley[16], repentina y profana inspiración
que pesó sobre él para siempre.
Pero volvamos al Socio de Tennessee, a quien siempre conocimos por
este título; aunque más tarde nos enteramos de que existió como una
individualidad separada y distinta. Parece que en 1853 se marchó de Pocker-
Flats hacia San Francisco, con el propósito manifiesto de buscar mujer, pero
no fue más lejos de Stockton.
En aquel lugar se sintió atraído por una joven que servía la mesa en el
hotel donde se hospedaba. Una mañana le dijo algo que la hizo sonreír
halagada, romper con alguna coquetería un plato de pan tostado contra la seria
y sencilla cara de su interlocutor y replegarse luego a la cocina. La siguió, y

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pocos momentos después regresó cubierto por más pan tostado, pero
vencedor. Al cabo de ocho días se casaron ante un juez de paz y volvieron a
Pocker-Flats.
Comprendo que este episodio se podría aprovechar mejor, pero prefiero
narrarlo tal como corría por las cañadas y tabernas de Sandy-Bar, donde todo
sentimiento se modificaba por un fuerte sentido del humor. De su matrimonio
poco se supo hasta que Tennessee, que vivía entonces con su socio, tuvo un
día ocasión de decirle a la mujer algo que la «hizo sonreír halagada» y
retirarse llena de pudor, esta vez hasta Marysville, adonde la siguió Tennessee
y donde pusieron casa, sin la ayuda del juez de paz. El Socio de Tennessee
soportó la pérdida con sencillez y gravedad, según su costumbre, pero todo el
mundo se sorprendió cuando al volver Tennessee de Marysville sin la mujer
de su socio, porque ella había sonreído y marchado con otro, el Socio de
Tennessee fue el primero en estrecharle la mano y darle afectuosamente la
bienvenida. Los muchachos, que se habían reunido en la cañada para
presenciar el tiroteo, se indignaron, como es lógico. Su indignación hubiera
desembocado en el sarcasmo, a no ser por cierta expresión en los ojos del
Socio de Tennessee, que indicaba su falta de ganas de bromear. Era un
hombre grave, pero muy dado al detalle práctico, lo que le hacia desagradable
en ciertos momentos.
En tanto, el sentimiento público contra Tennessee iba aumentando en
Sandy-Bar. Era conocido como tahúr y se le suponía ladrón. Estas sospechas
alcanzaron igualmente a su socio; la continuada intimidad con Tennessee
después del citado asunto sólo podía explicarse por la hipótesis de
complicidad en el crimen. Finalmente, la culpa de Tennessee se hizo
manifiesta. Un día alcanzó a un forastero en el camino de Red-Dog[17]; éste
contó después que Tennessee le estuvo distrayendo con interesantes anécdotas
y recuerdos, pero que con poca lógica terminó la entrevista con las siguientes
palabras:
«Y ahora, joven, le voy a molestar pidiéndole el cuchillo, las pistolas y el
dinero. Verá usted, las armas podrían ocasionarle algún disgusto en Red-Dog,
y el dinero sería una tentación para los malintencionados.»
Creo que mencionó su dirección en San Francisco. Haré lo posible por
visitarle.
Hay que advertir que Tennessee poseía una vena humorística, que ninguna
preocupación comercial podía dominar por completo.
Ésta fue su última hazaña. Red-Dog y Sandy-Bar hicieron causa común
contra el proscrito. A Tennessee le cazaron casi como al oso de las montañas.

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Cuando le tendían las redes, en el Arcade Saloon[18], se lanzó desesperado a
través del bar descargando su revólver contra la muchedumbre, y así
consiguió llegar hasta el Girrly Cañón[19], pero al extremo de éste le detuvo
un hombre pequeño montado en un caballo. Se miraron un momento en
silencio. Ambos eran intrépidos; ambos seguros de sí mismos y muy
independientes, y ambos pertenecían a una civilización que en el siglo XVII se
hubiera calificado de heroica, pero que en el siglo XIX tan sólo se calificaba de
despreocupada.
—¿Qué llevas ahí? Descubre tu juego —dijo Tennessee, tranquilamente.
—Dos triunfos y un «as» —contestó el forastero con la misma
tranquilidad, mostrando dos revólveres y un cuchillo bowie[20].
—Paso —repuso Tennessee.
Y con este epigrama de jugador, tiró su inútil pistola y regresó a Sandy-
Bar con su aprehensor.
La noche era calurosa. La fresca brisa que de ordinario, al ponerse el sol,
descendía por la empinada montaña coronada de chaparrales, le fue negada
aquella noche a Sandy-Bar. El estrecho cañón se hallaba invadido por un
cálido y fuerte aroma a resina, y la madera podrida del campamento despedía
exhalaciones nauseabundas. La excitación del día y sus fieras pasiones
dominaban aún en el campamento. Las luces se agitaban sin descanso por las
orillas del río, y ni un solo reflejo en la oscura corriente les contestaba.
Por encima de la negra silueta de los pinos, en los balcones del viejo
desván del correo resplandecía la luz; y a través de sus ventanas sin cortinas,
los desocupados podían ver, desde abajo, las sombras de los que en aquel
momento decidían la suerte de Tennessee; y por encima de todo esto,
perfilándose sobre el oscuro firmamento, se alzaba impasible la lejana sierra,
coronada de las aún más lejanas e impasibles estrellas.
La causa de Tennessee se llevó tan lealmente como era de esperar de un
juez y de un jurado que se sentían hasta cierto punto obligados a justificar con
su veredicto las irregularidades del arresto y acusación. La ley de Sandy-Bar
era implacable, pero no vengativa. La excitación y el resentimiento personal
que motivaron semejante caza, habían terminado. Con Tennessee seguro en
sus manos, estaban dispuestos a escuchar impasibles la defensa; convencidos
de que iba a ser inútil, y no teniendo en su interior duda alguna, querían
conceder al preso las ventajas que pudieran surgir. Descansando en la
hipótesis de que debía ser ahorcado en virtud de principios generales, le
favorecían permitiéndole más amplio derecho del que su despreocupada
osadía parecía reclamar. El juez estaba más inquieto que el mismo preso,

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quien, indiferente para los demás, afectaba al parecer una lúgubre satisfacción
en la responsabilidad que creara.
—No tomo parte en este juego —era la contestación invariable, aunque
humorística, que daba a toda pregunta.
El juez, que era al propio tiempo su aprehensor, se arrepintió vagamente
de no haberle descerrajado un tiro aquella mañana; pero pronto desechó esta
flaqueza vulgar como indigna de su mente. Sin embargo, cuando sonó un
golpe a la puerta y se dijo que el Socio de Tennessee estaba allí para defender
al prisionero, fue admitido en seguida sin la menor disensión; tal vez los
miembros más jóvenes del jurado, para quienes los sucesos se prestaban a
graves reflexiones, le saludaran como un socorro. En verdad, no era una
figura imponente: bajo y fornido, con la cara cuadrada, tostado por el sol,
vistiendo una ancha chaqueta y pantalones listados y manchados por barro
rojizo; en cualquier circunstancia su aspecto hubiera parecido extravagante,
pero en la presente era hasta ridícula. Cuando se inclinó para dejar a sus pies
una pesada maleta de lona que llevaba dejó ver que la tela con que estaban
remendados sus pantalones fue destinada, originariamente, a un envoltorio
más modesto. Sin embargo, se adelantó con gravedad suma y, después de
haber estrechado con afectada cordialidad la mano de cuantos estaban en el
salón, enjugó su seria y perpleja cara con un pañuelo rojo de seda menos
oscuro que su tez, apoyó su robusta mano sobre la mesa, y se dirigió al
jurado:
—Pasaba por aquí —empezó, como excusándose—, y se me ocurrió
entrar a ver cómo seguía el asunto de Tennessee, mi socio. La noche es
sofocante. No recuerdo otra parecida en el campamento.
Calló un instante, pero como a nadie se le ocurrió impugnar esta
observación meteorológica, acudió por segunda vez al recurso del pañuelo, y
durante algunos momentos se enjugó con diligencia la cara.
—¿Tiene algo que decir en favor del preso? —preguntó, por fin, el juez.
—Eso es —dijo con evidente alivio—, vengo aquí como socio suyo. Le
trato desde hace cuatro años, en la comida y bebida, en el mal y en el bien, en
la prosperidad y en la adversidad. Sus caminos no son siempre los míos; pero
no hay en ese joven cualidad ni ha hecho calaverada que yo no sepa. Y usted
me pregunta, me pregunta usted, confidencialmente, de hombre a hombre, me
dice: «¿Sabe usted algo en su favor?». Pues yo digo, digo yo,
confidencialmente, de hombre a hombre: «¿Qué quiere que uno sepa de su
socio?».

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—¿Es esto todo cuanto tiene que explicarnos? —preguntó el juez
impaciente, previendo tal vez que una peligrosa simpatía humorística
humanizaría a la sala.
—Vamos a eso —continuó el Socio de Tennessee—. No seré yo quien
diga algo contra él. Y ahora veamos el caso. He aquí que a Tennessee le hace
falta dinero, que le hace mucha falta, y no le gusta pedirlo a su viejo socio.
Bueno; ¿pues qué es lo que hace Tennessee? Echa el anzuelo a un forastero y
lo pesca. Y vosotros le echáis el anzuelo y le pescáis a él; una partida
igualada. Yo apelo a usted, que es un hombre de recto criterio, y a todos
ustedes, señores, como hombres de recto criterio, si esto no es así.
—Preso —dijo el juez interrumpiéndole—. ¿Tiene alguna pregunta que
hacer a este hombre?
—¡No! ¡No! —continuó rápidamente el Socio de Tennessee—. Esta
partida la juego yo solo. Y para llegar de una vez al filón, esto es lo que hay:
Tennessee la ha jugado muy pesada y muy cara contra un forastero y contra
este campamento. Y ahora, ¿qué es lo justo? Unos dirán sus más, otros dirán
sus menos; en fin, aquí van 1.700 dólares, en oro, y un reloj. Es todo lo que
tengo, ¡y no hablemos más de esto!
Y antes de que mano alguna se pudiese levantar para evitarlo, había
vaciado ya sobre la mesa el contenido de la maleta de lona.
Por un momento estuvo su vida en peligro. Uno o dos hombres se
pusieron en pie en el acto, varias manos buscaron armas ocultas, y sólo la
intervención del juez pudo dominar la propuesta de «echarle por la ventana».
Tennessee se reía, y su socio, al parecer ignorante de la conmoción que
causaba, aprovechó la oportunidad para enjugarse otra vez la cara con el
pañuelo.
Cuando se restableció el orden y se hizo comprender al buen hombre, por
medio de enérgicas demostraciones, que la ofensa de Tennessee no podía ser
expiada con dinero, su fisonomía tomó un color más sanguinolento aún y los
que estaban cerca de él notaron que su ruda mano temblaba ligeramente sobre
la mesa. Titubeó un momento, antes de volver el oro a la maleta, como si no
hubiese comprendido del todo el elevado sentimiento de justicia que guiaba al
tribunal y temiese no haber ofrecido bastante. Luego se volvió hacia el juez,
diciendo:
—Esta partida la he jugado solo, sin mi socio.
Saludó al jurado e iba a retirarse, cuando el juez le llamó.
—Si tiene algo que decir a Tennessee, es mejor que lo haga ahora.

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Por primera vez, aquella noche, se encontraron los ojos del preso y los de
su extraño abogado. Tennessee mostró sus blancos dientes, con franca
sonrisa, y al decir:
—¡Hemos perdido, viejo! —le tendió la mano.
—Como pasaba por casualidad —dijo— entré sólo para ver cómo seguían
las cosas.
Después dejó caer pasivamente la mano que le tendieron, añadiendo que
«la noche era calurosa», se enjugó de nuevo la cara con el pañuelo, y se fue.
Aquellos dos hombres no se encontraron más en vida. El inaudito insulto
de haberle propuesto un soborno a un juez de la ley de Lynch[21], la cual,
aunque fanática, débil o estrecha, era por lo menos incorruptible, excluyó de
un modo irrevocable de la mente de aquel personaje mítico, toda vacilación
respecto al destino de Tennessee; y al amanecer, estrechamente escoltado, se
le condujo a la cima de Narley’s Hill, donde debía encontrar su fin.
De cómo lo arrostró, de cuán sereno estaba, de cómo se negó a declarar
cosa alguna, de cuán legales eran las disposiciones del comité, de todo se trató
debidamente en el Red-Dog Clarion[22], con la añadidura de una
amonestación moral a modo de lección para todos los futuros malhechores.
Pero no se describía allí la belleza de aquella mañana de verano, la santa
armonía de la tierra, del aire y del cielo, la vida que rebosaba de los libres
bosques y montes, el alegre renacimiento, las divinas promesas y, sobre todo,
la serenidad infinita de la Naturaleza, porque no formaba parte de la lección
social. Y, sin embargo, después de que el insignificante acto se hubo
consumado y de que una vida, con sus poderes y responsabilidades, hubo
salido de aquella cosa deforme que colgaba entre la tierra y el cielo, los
pájaros cantaban aún, las flores se abrían y el sol resplandecía tan alegremente
como antes. Quizás el Red-Dog Clarion tuviera razón.
El Socio de Tennessee no se encontraba en el grupo que rodeaba el
lúgubre árbol; pero cuando los asistentes nos volvimos para dispersarnos,
atrajo nuestra atención la presencia de un carricoche tirado por un burro y
parado en el borde del camino. Al acercarnos, reconocimos a la venerable
«Jenny» y el vehículo de dos ruedas propiedad del Socio de Tennessee, y que
éste empleaba para extraer las tierras de su placer[23]. Algunos pasos más allá
el propietario en persona, sentado bajo un castaño, enjugaba el sudor de su
amoratado rostro.
A las preguntas que le hicieron, dijo que había ido allí por el cuerpo del
difunto, si el Comité se lo permitía; que no quería apresurar las cosas; podía

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esperar, ya que aquel día no trabajaba; y cuando los señores hubiesen
concluido con el difunto, se lo llevaría.
—Si alguno de los presentes —añadió a su manera sencilla y seria—
gusta tomar parte en el funeral, puede venir.
Tal vez fuera por una de tantas humoradas que, como ya he indicado, eran
características de Sandy-Bar, tal vez por algo mucho mejor, el caso es que las
dos terceras partes de los desocupados aceptaron en seguida la invitación.
Era ya mediodía, cuando el cuerpo de Tennessee fue puesto en manos de
su socio. Al acercarse el carro al árbol fatal, observamos que contenía una
tosca caja oblonga, hecha al parecer con tablas de la acequia, medio rellena de
cortezas y ramillas de pino. Adornaban el vehículo recortes de sauce y lo
perfumaban flores de castaño. Cuando el cuerpo estuvo depositado en la caja,
el Socio de Tennessee lo cubrió con una lona embreada, montó gravemente en
el estrecho pescante delantero, y con los pies colocados sobre las varas, arreó
al asno.
El carro avanzó lentamente, con aquel paso decoroso que, aun en
circunstancias menos solemnes, le era habitual a «Jenny».
Los mineros, medio por curiosidad, medio por broma, pero todos de buen
humor, marcharon, a ambos lados del carro; unos delante, otros detrás del
sencillo ataúd. Pero sea por la estrechez del camino o por algún inesperado
sentimiento de decoro, a medida que adelantaba el carro, el acompañamiento
se retrasaba en parejas, guardando el paso y tomando el aspecto de una
solemne procesión. Jack Folinsbee, que al principio simulaba tocar una
marcha fúnebre en un imaginativo trombón, desistió de proseguirla, por no
hallar simpática acogida. Faltole acaso la aptitud del verdadero humorista que
sabe divertirse con sus propias gracias.
El camino atravesaba el Grimby Cañón, revestido a aquella hora de
sombrío y fúnebre ropaje. Los capeches, escondiendo los pies en el rojizo
terreno, guarnecían la senda como en fila india, y sus inclinadas ramas
parecían echar una extraña bendición sobre el féretro que pasaba. Una liebre,
sorprendida en flagrante holgura, sentose sobre las patas traseras, rebullendo
entre los helechos del borde del camino, mientras desfilaba el cortejo. Las
ardillas se apresuraron a ganar las ramas más altas para atisbar, desde allí, en
seguridad y, los gayos azules, tendiendo las alas, revoloteaban a la delantera,
como exploradores, hasta que se alcanzaron los arrabales de Sandy-Bar y la
solitaria cabaña del Socio de Tennessee.
Aun visto en mejores circunstancias, no hubiese sido aquél un lugar
alegre. El emplazamiento poco pintoresco, la tosca y fea silueta y los groseros

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detalles que distinguen las construcciones del minero californiano, se unían
allí a la tristeza de la ruina. A pocos pasos de la cabaña, se extendía un burdo
cercado que, en los cortos días de felicidad matrimonial del Socio de
Tennessee, había servido de jardín, pero que, entonces, cubrían por completo
los helechos. A medida que nos aproximamos al cercado, nos sorprendimos
viendo que, lo que habíamos tomado por un reciente intento de cultivo, era
sólo la tierra sobrante de una tumba abierta.
La carreta se había detenido ante el cercado; el Socio de Tennessee
rehusando las ofertas de ayuda, con el mismo aire de confianza que había
demostrado en todo, cargó con la caja y la depositó, por sí solo, en la poco
profunda fosa. Clavó después la tabla que servía de tapa, y subiéndose al
montículo de tierra que se alzaba al lado, descubriose y se enjugó lentamente
la cara con el pañuelo. Los curiosos comprendieron que eran estos los
preliminares de un discurso, y se sentaron en troncos de árbol y rocas,
quedando a la expectativa.
—Cuando un hombre —comenzó a decir pausadamente el Socio de
Tennessee— ha estado corriendo en libertad todo el día, ¿qué es natural que
haga? Pues volverse a casa. Y suponiendo que no pueda volver a casa por sí
mismo, ¿qué es lo que debe hacer su mejor amigo? ¡Pues llevarle a ella! Y
aquí tenéis a Tennessee que ha estado corriendo en libertad, y de sus
peregrinaciones le traemos a casa. —Calló, bajose a coger un fragmento de
cuarzo, lo frotó pensativo contra la manga y prosiguió—: ¡No es la primera
vez que me lo he cargado a la espalda como ahora habéis visto; no es la
primera vez que lo he traído a esta cabaña, cuando no era capaz de valerse por
sí mismo; no es la primera vez que yo y «Jenny» le hemos esperado allá
arriba, para recogerle y traerlo a casa cuando no podía hablar, ni me
reconocía! Y hoy que es el último día… ya veis… —Interrumpiose otra vez y
frotó el cuarzo contra la manga—. Ya veis que el caso es duro para su socio…
Y ahora, señores —añadió bruscamente, recogiendo una pala de largo mango
—, se acabó el funeral; les doy gracias y… Tennessee se las da también por la
molestia que les hemos causado.
Resistiendo cuantas ofertas de ayuda se le hicieron, comenzó a llenar la
tumba dando la espalda al gentío que, después de algunos momentos de
indecisión, se retiró lentamente. Al doblar la pequeña cresta que ocultaba
Sandy-Bar, algunos, al mirar hacia atrás, creyeron ver al Socio de Tennessee,
terminada ya su obra, sentado sobre la fosa, con la pala entre las rodillas y el
rostro oculto en su rojo pañuelo de seda; pero otros arguyeron que, a tal

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distancia, no era posible distinguir la cara del pañuelo, y este punto quedó
indeciso.
En la calma que siguió a la agitación febril de aquel día, el Socio de
Tennessee no fue olvidado. Una investigación secreta le libró de la supuesta
complicidad en el crimen de Tennessee, pero no de cierta sospecha acerca de
su lucidez mental. Sandy-Bar hizo caso de conciencia al visitarle ofreciéndole
varios regalos toscos, aunque bien intencionados. Pero desde aquel día fatal,
su ruda salud y enorme fuerza parecieron declinar visiblemente; y al
comenzar la estación de las lluvias, cuando las hojillas de hierba iban
asomando por entre el pedregoso montículo que cubría la tumba de
Tennessee, se metió en cama.
Cierta noche, cuando los pinos que rodeaban la cabaña, sacudidos por la
tempestad, arrastraban sus esbeltas ramas por encima del techo, y a lo lejos se
oían el rugido y los embates del tumultuoso río, el Socio de Tennessee alzó la
cabeza de la almohada, diciendo:
—Ya es hora. Voy a buscar a Tennessee; engancharé a «Jenny».
Y se hubiera levantado de la cama de no habérselo impedido su criado.
Forcejeando, sin embargo, continuó en su singular delirio:
—¡Cuidado, «Jenny»! ¡Quieta, vieja! ¡Qué oscuro está! Cuidado con los
baches, y cuida también de él, vieja. Sabes que a veces, cuando está borracho,
cae como un tronco en mitad del camino. Ve, pues, en derechura hasta el pino
de allá arriba, en la colina. ¡Bueno… ya te lo dije!… ¡ahí está!… viene hacia
aquí… solo… sereno… ¡Cómo brilla su rostro! ¡¡Tennessee!! ¡Socio!
Y así se encontraron.

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EL IDILIO DE RED-GULCH

BRET HARTE

ANDY[24] había bebido. Hallábase tumbado, bajo una mata de azaleas,


S casi en la misma actitud en que había caído algunas horas antes. El
tiempo transcurrido desde entonces no lo sabía, ni le importaba. El tiempo
que transcurriría antes de que decidiera levantarse era para él cosa igualmente
indefinida e indiferente. Una filosofía tranquila, nacida de su situación física,
se extendía por su ser, y lo saturaba.
El espectáculo de un hombre borracho, y de este hombre borracho en
particular (duéleme decirlo), no ofrecía en Red-Gulch la novedad suficiente
para atraer la atención. A primera hora de aquel día, un humorista del lugar
había erigido, junto a la cabeza de Sandy, un cartel que llevaba esta
inscripción: «Resultado del aguardiente Mac Corkle; mata a una distancia de
cuarenta yardas.» Pero imagino que ésta como otras muchas de las sátiras
locales, era personal, y se refería más a la bajeza del medio que a la
inmoralidad del resultado. Aparte de esta chistosa excepción, nadie molestó a
Sandy. Un mulo extraviado comiose las escasas hierbas de su alrededor,
mientras olía curiosamente al hombre tendido; un perro vagabundo, con
aquella profunda simpatía que siente la especie por los borrachos, después de
lamer sus empolvadas botas se había acurrucado a sus pies, y yacía allí
guiñando un ojo a la luz del sol.
En tanto, las sombras de los pinos dieron poco a poco la vuelta hasta
llegar al camino. Pequeñas ráfagas de polvo rojizo, levantadas por el paso de
los caballos de tiro, se dispersaban en sucia lluvia sobre el hombre acostado.
El sol descendió más y más, y Sandy permanecía inmóvil; pero entonces el
reposo de este filósofo fue interrumpido, como el de otros filósofos que han
sido, por la intrusión del sexo enemigo de la filosofía.
Miss Mary, como la llamaban los alumnos que acababa de despedir de la
cabaña de madera, con pretensiones de colegio, situada al extremo del pinar,
daba su paseo de tarde. Unas flores de insólita belleza atrajeron su mirada

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desde un arbusto de azaleas al otro lado de la carretera; la cruzó para
arrancarlo, teniendo que atravesar las ráfagas de polvo encarnado, no sin
sentir cortos y terribles estremecimientos de asco, y hacer alguna
circunvolución felina. De repente, tropezó con Sandy.
Damos por descontado que profirió aquel corto grito stacatto de su sexo.
Pero cuando hubo pagado este tributo a la debilidad física, volviose más
atrevida y se paró un momento —a unos seis pies de distancia del monstruo
tendido—, recogiendo con la mano sus blancas faldas, en actitud de correr. Ni
un ruido, ni un movimiento se produjeron bajo la mata. Con su menudo pie
derribó entonces el satírico cartel, murmurando: «¡Animales!», epíteto que
probablemente, en aquel momento, clasificaba a la población masculina de
Red-Gulch. Miss Mary, poseída de ciertas nociones rígidas, no apreciaba
debidamente la expresiva galantería por la que el californiano es tan
justamente celebrado de sus hermanas californianas. Como recién llegada que
era, tenía tal vez muy bien merecida la reputación de ser muy «tiesa».
De pie, como estaba, observó también que los inclinados rayos solares
calentaban la cabeza de Sandy, más de lo que ella juzgó saludable, y que su
sombrero estaba tirado en el suelo. Cogerlo y colocárselo sobre la cara era
obra que requería algún valor, sobre todo teniendo, como tenía, abiertos los
ojos. Sin embargo, lo hizo y emprendió la retirada. Pero al mirar hacia atrás,
sorprendiose al ver el sombrero lejos de donde lo había dejado, y a Sandy
sentado y murmurando algo entre dientes.
La verdad era que Sandy, en las tranquilas profundidades de su mente,
estaba persuadido de que los rayos del sol le eran benéficos y saludables.
Desde la niñez se había opuesto a echarse con el sombrero puesto, pensando
que sólo los rematadamente locos llevaban siempre sombrero, y que su
derecho a despojarse de él, cuando le diese la gana, era inalienable. Tal fue la
íntima representación de su conciencia. Desgraciadamente su expresión
externa era confusa y se limitaba a la repetición de la siguiente frase:
—¡El sol está bien!, ¿qué hay?, ¿qué hay, sol? ¡Bueno!
Parose miss Mary y, sacando nuevo valor de la ventajosa distancia que la
separaba de él, le preguntó si le faltaba algo.
—¿Qué ocurre? ¿Qué hay? —continuó Sandy, con voz sonora.
—¡Hombre horrible! —dijo miss Mary exasperada—. ¡Váyase a su casa!
Sandy se levantó tambaleándose. Medía seis pies de estatura; miss Mary
temblaba. Sandy avanzó con ímpetu algunos pasos y luego se paró.
—¿Por qué me he de ir a casa? —preguntó de repente, con mucha
gravedad.

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—Para tomar un baño —contestó miss Mary lanzando una ojeada a su
sucia persona.
De repente, con infinito asombro por parte de miss Mary, Sandy se quitó
la levita y el chaleco, tirolos al suelo, se arrancó las botas y, con la cabeza
hacia delante, se arrojó precipitadamente cuesta abajo, en dirección al río.
—¡Santo cielo! ¡Este hombre va a ahogarse! —dijo miss Mary.
Y entonces, con femenina inconsecuencia, echó a correr hacia el colegio y
se encerró con llave.
Aquella noche, mientras estaba sentada a la mesa con su patrona, la mujer
del herrero, se le ocurrió a miss Mary preguntarle, con gazmoñería, si su
marido se emborrachaba alguna vez.
—Abner —contestó reflexivamente Mrs. Stidger—, dejad que lo piense:
Abner no ha estado chispo desde las últimas elecciones.
Miss Mary hubiese querido preguntarle si en tales ocasiones le gustaba
tenderse al sol y si un baño frío era perjudicial, pero esto hubiera provocado
una explicación que no tenía deseos de dar. De manera que se contentó con
abrir sus grandes ojos, sonriendo a Mrs. Stidger, bello ejemplar de la
eflorescencia del sudoeste, y después dejó de lado el asunto. Al día siguiente
escribió a su mejor amiga de Boston:
«Me figuro que la parte de esa comunidad que se emborracha es aún la
menos digna de objeción. Por descontado, querida, me refiero a los hombres.
No sé de nada que pueda hacer tolerables a las mujeres.»
Antes de una semana, miss Mary olvidó este episodio; pero sus paseos de
la tarde tomaron inconscientemente otra dirección.
Observó que todas las mañanas un fresco ramo de flores de azaleas
aparecía sobre su pupitre, lo cual no era extraño, puesto que los niños
conocían su afición por las flores, y mantenían siempre adornado su pupitre
con anémonas, heliotropos y lupinos; pero, al interrogarles, manifestaron
ignorar el origen de las azaleas.
Algunos días después, Johnny Stidger, cuyo pupitre estaba próximo a la
ventana, fue acometido de repente por una risa espasmódica, al parecer
inmotivada, y atentatoria a la disciplina escolar. Todo cuanto miss Mary pudo
averiguar fue que había visto a alguien que miraba por la ventana; y ofendida
e indignada salió de su colmena para librar batalla al entrometido. Al volver
la esquina de la escuela encontró al borracho, a la sazón completamente
sereno, avergonzado a más no poder y con cara de delincuente.
Dado su estado de ánimo, miss Mary hubiese sacado de estos hechos una
ventaja femenil si no hubiera percibido, algo confusa también, que el hombre,

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a pesar de algunas leves señales de pasada disipación, tenía un aspecto
agradable; era una especie de rubio Sansón, cuya sedosa barba, de color de
trigo, jamás había conocido el filo de la navaja del barbero, ni de las tijeras de
Dalila. De manera que la punzante frase que bailaba en la punta de su lengua
expiró en sus labios y se limitó a recibir una tímida excusa con altiva mirada,
recogiéndose la falda como para evitar el peligro de contagio.
Cuando volvió a la clase, sus ojos se posaron sobre las azaleas. Y
entonces se echó a reír y todos los alumnos rieron también, y sin saber por
qué se sintieron muy felices en aquel momento.
Poco después de esto y en un día caluroso, sucedió que dos chicos
pernicortos se cayeron en el umbral de la escuela, cuando llevaban un cubo de
agua que habían transportado laboriosamente desde la fuente. La compasiva
miss Mary cogió el cubo y echó a andar hacia la fuente. Al pie de la cuesta
una sombra cruzó el camino y un brazo cubierto por una camisa azul la alivió
con destreza, pero suavemente, de su carga. Miss Mary sintiose a la vez
confusa y enojada.
—Si hiciera esto con frecuencia para usted mismo —dijo con despecho al
brazo azul, sin dignarse elevar los ojos hacia su posesor—, le irían las cosas
mucho mejor.
Ante el silencio sumiso que siguió se arrepintió de su frase. Al llegar a la
puerta le dio las gracias tan expresivamente que Sandy tropezó. Los niños
rieron, miss Mary rió también, hasta que el color acudió débilmente a sus
pálidas mejillas. Al día siguiente apareció un barril al lado de la puerta y con
igual misterio cada mañana lo encontraban lleno de agua fresca de la fuente.
No eran éstas las únicas delicadas atenciones que recibía esta joven
superior.
El hereje Bill, cochero de la diligencia Slumgullion, famoso en la
localidad, por su galantería en ofrecer siempre el asiento del pescante al bello
sexo, había exceptuado de esta atención a miss Mary, y bajo el pretexto de
que tenía costumbre de blasfemar en las cuestas, cedía la mitad de la
diligencia para ella sola. Jack Hamlin, jugador de oficio, después de un
silencioso viaje en la misma diligencia que la maestra, arrojó una botella a la
cabeza de un colega por haberse atrevido a pronunciar su nombre en una
taberna. La muy emperifollada madre de un alumno, cuya paternidad era
dudosa, se paraba a menudo frente al templo de esta astuta vestal, sin
atreverse jamás a penetrar en su sagrado recinto, contenta con adorar a la
sacerdotisa desde lejos.

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Con tales incidentes, desconocidos para ella, discurrió sobre Red-Gulch la
monótona procesión de cielos azules y soles deslumbrantes, de cortos
crepúsculos y noches estrelladas. Miss Mary se aficionó a pasear por los
bosques apacibles y solitarios. Tal vez creía, como miss Stidger, que los
balsámicos olores de los pinos hacían bien a sus pulmones, pues lo cierto era
que su tosecilla iba siendo menos frecuente y su paso más firme; tal vez había
aprendido la eterna lección que los pacientes pinos jamás se cansan de repetir
a oídos ya atentos, ya indiferentes; así es que un día organizó Mary una
excursión campestre hacia Buck-eye-hill y llevó a los niños.
Lejos del empolvado camino, de las cabañas, del clamoreo de
locomotoras impacientes, del barato lujo de los aparadores, del color chillón
de la pintura y de los vidrios de colores y del ligero barniz a que el
barbarismo se adapta en tales localidades, ¡cuán infinito desahogo era el suyo!
Pasado el último montón de roca triturada y arcilla, cruzando la última zanja,
¡cómo abrían sus largas filas de árboles para recibirles, los hospitalarios
bosques! ¡Con cuánta alegría los niños inundaron el aire de risas! Miss Mary,
la mujer felinamente desdeñosa, corrió como una codorniz al frente de su
nidada hasta que, brincando, riendo, despeinada y sin sombrero se topó de
pronto con el malaventurado Sandy.
No es necesario indicar aquí las explicaciones y disculpas que siguieron.
Sin embargo, aparentemente miss Mary había entablado con anterioridad
algunas relaciones con el ex borracho. Baste decir que fue aceptado como uno
más en el grupo; que los niños, con la pronta inteligencia que la Providencia
da a los débiles, reconocieron en él a un amigo y jugaron con su rubia barba,
largo y sedoso bigote, tomándose grandes libertades como acostumbran los
seres débiles. Pero cuando encendió una hoguera y les enseñó otros secretos
de la vida de monte, su admiración no conoció límites.
Después de dos ociosas y felices horas de locuras, hallose Sandy tendido a
los pies de la profesora, contemplando su rostro, mientras ella, sentada en la
pendiente de la cuesta, tejía coronas de laurel y de heliotropo. Su posición era
muy parecida a la que tenía cuando se encontraron por vez primera. Creo que
Sandy estaba vagamente convencido de que debía hacer algo extraordinario
para conseguir el amor. Sé que deseaba con vehemencia hacer algo, matar un
oso, partir el cráneo a un salvaje o sacrificarse de cualquier manera por
aquella profesora de rostro pálido y ojos grises. Me gustaría presentarle en
una situación heroica, con gran dificultad contengo mi pluma en este
momento, pero me abstengo de introducir semejante episodio porque estoy
convencido de que, generalmente, nada de esto ocurre, en semejantes

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ocasiones. Espero que la más bella de mis lectoras perdonará la omisión
recordando que, en una crisis verdadera, el salvador es siempre algún
forastero poco interesante, o bien un antirromántico agente de orden público.
Así permanecieron allí sentados en plácida calma, mientras los picos
carpinteros charlaban sobre sus cabezas y las voces de los niños llegaban
amortiguadas desde una hondonada cercana.
Lo que dijeron, poco importa. Lo que pensaron —que podría ser
interesante— no se traslució.
Los curiosos picos carpinteros sólo pudieron saber que miss Mary era
huérfana; que salió de la casa de su tío para ir a California, en busca de salud
e independencia; que Sandy era huérfano también; que llegó a California en
busca de aventuras, que había llevado una vida de agitación desordenada, y
que trataba de reformarse; y otros detalles que, desde el punto de vista de los
picos carpinteros, debían considerarse estúpidos. Pero con semejantes
bagatelas pasó la tarde; y cuando los niños se reunieron otra vez y Sandy, con
una delicadeza que la maestra comprendió perfectamente, se despidió de ellos
en los arrabales del pueblo, pareciole aquel día el más corto de su monótona
existencia.
A medida que el largo, y árido verano marchitó las plantas hasta la raíz, el
Colegio de Red-Gulch —para emplear una frase local— se secó también. Un
día más y miss Mary sería libre, o por lo menos Red-Gulch no la vería en toda
una estación. Sentada y sola en la escuela, con la mejilla descansando en su
mano, los ojos medio cerrados, mecíase en uno de aquellos ensueños, a que
—con peligro de la disciplina escolar— se entregaba con frecuencia en los
últimos tiempos. Tenía la falda llena de musgo, helechos y otros recuerdos
silvestres y tan preocupada se hallaba con estos y con sus propios
pensamientos, que le pasó desapercibido un suave golpear en la puerta, o
quizá lo relacionó con un lejano recuerdo de picos carpinteros. De pronto,
volvió a la realidad y, sobresaltada, se dirigió a abrir la puerta.
En el umbral estaba una mujer cuya apariencia desenfadada formaba
extraño contraste con su ademán tímido e irresoluto.
Miss Mary reconoció al primer golpe de vista, a la dudosa madre de su
discípulo anónimo. Contrariada quizá, tal vez enojada, la invitó fríamente, a
entrar; arreglose instintivamente sus blancos puños y cuello, y recogió
castamente su falda. Tal vez fue este motivo de que la turbada forastera,
después de dudar un momento, dejase al lado de la puerta su vistosa
sombrilla, y se sentara en el extremo opuesto de un largo banco. Su voz, al
comenzar, era ronca.

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—Dicen que usted se va mañana a la Bahía, y no podía dejarla marchar
sin venir a darle las gracias por su bondad para con mi Tommy.
Según dijo miss Mary, Tommy era un buen chico y merecía algo más que
el pobre cuidado que ella podía dispensarle.
—¡Gracias, señorita, gracias! —dijo la mujer, sonrojándose a través de los
afeites, que Red-Gulch llamaba maliciosamente su «pintura de guerra», y
procurando en su confusión, acercar el largo banco a la maestra—. ¡Le doy
las gracias por esto! Porque aunque yo sea su madre, no hay muchacho más
dócil y cariñoso, ni mejor que él. Y…, a pesar que yo no soy quien para
decirlo, no existe maestra más paciente, más bondadosa, más comprensiva
que la que él tiene.
Miss Mary, sentada muy peripuesta detrás de su pupitre, con una regla al
hombro, abrió sus ojos grises, pero nada contestó.
—Ya sé que las mujeres como yo no le pueden agradar —prosiguió,
rápidamente—. No debía tampoco estar aquí, a mitad del día, pero vengo a
pedirle un favor, no para mí, sino para mi pobre niño.
Animada por el interés que vio en los ojos de la joven maestra, y juntando
sobre las rodillas sus dos manos, enguantadas de color de lila, prosiguió en
voz baja:
—Ya ve usted, señorita, nadie más que yo tiene derecho sobre el niño y
yo no soy la persona indicada para educarle. Pensé vagamente, el año pasado,
enviarle a la escuela de Frisco; pero, cuando se habló de traer aquí una
maestra, esperé hasta que la vi a usted. Y entonces creí la cosa arreglada por
algún tiempo… ¡Ah, señorita, la quiere tanto! Si pudiera oírle hablar de usted,
si él pudiera pedirle lo que ahora le pido yo, no sabría usted negárselo. Es
natural —continuó rápidamente con una voz que tembló entre orgullosa y
humilde—, es natural que la admire; su padre, cuando lo conocí era un
caballero, y es forzoso que el niño me olvide tarde o temprano… de manera…
que no voy a llorar por esto. Pues bien, vengo a pedirle que se encargue de
Tommy. Vengo a… pedirle que… se lo lleve.
Se había levantado y, postrándose de rodillas a los pies de la maestra, le
retenía una mano entre las suyas.
—Tengo mucho dinero y todo es para usted y para él. Póngalo en un buen
colegio, donde pueda verle y ayudarle a… a… a olvidar a su madre. Haga con
él lo que le parezca; lo peor que haga será bueno, comparado con lo que
aprenderá si se queda conmigo. Aunque sólo le aparte de esta vida, de este
pueblo, de su hogar de vergüenza y de pena. ¿Lo hará? ¡Sé que lo hará! ¿No
es verdad? No debe negarse. Y cuando haya crecido le dirá el nombre de su

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padre, el nombre de Alejandro Morton, a quien llaman aquí Sandy. ¡Miss
Mary, contésteme! ¿Se llevará a mi hijo?
Miss Mary se levantó y, a la luz del crepúsculo, llegó hasta la ventana
abierta; allí permaneció en pie apoyada contra el marco, con los ojos fijos en
los últimos rosados matices que desaparecían por occidente. Todavía quedaba
algo de aquella luz en su pura y tersa frente, en su blanco cuello, en sus finas
manos entrelazadas; pero todo desapareció poco a poco. La mujer se había
acercado a ella.
—Sé que se necesita tiempo para decidirlo. Aquí esperaré toda la noche;
pero no puedo marcharme sin que me responda. ¿Se lo llevará? Lo veo en
vuestra cara. Lo veo en vuestros ojos, miss Mary. ¡Se llevará a mi hijo!
El último rayo del crepúsculo se reflejó en los ojos de miss Mary con algo
de su gloria, fluctuó, apagose y desapareció. El sol se había puesto en Red-
Gulch. En el silencio, la voz de miss Mary sonó agradablemente.
—Me llevaré al niño; envíemelo esta noche.
La madre alzó hasta sus labios el borde de la falda de miss Mary. Hubiera
sepultado su ardiente cara en sus virginales pliegues, pero no se atrevió, y se
puso en pie.
—¿Ese hombre conoce vuestra intención? —preguntó de repente miss
Mary.
—No; ni le interesa. Ni siquiera ha intentado conocer al niño.
—Vaya a verle en seguida, ahora. Dígale lo que acaba de hacer. Dígale
que me llevo a su hijo, y que jamás debe ver… ver… otra vez al niño.
Dondequiera que vaya, él no debe ir; dondequiera que me lo lleve, él no debe
seguir. Bueno, márchese ya. Estoy cansada y… me queda aún mucho que
hacer.
Juntas fueron hasta la puerta. En el umbral la mujer se volvió.
—Buenas noches.
Se hubiera echado a los pies de miss Mary; pero en aquel momento la
joven le tendió sus brazos y estrechó, por un breve instante, contra su puro
pecho a la pecadora mujer; después la empujó y cerró con llave la puerta.

Con un repentino sentimiento de responsabilidad, el hereje Bill tomó, a la


mañana siguiente, las riendas de la diligencia Slumgullion. La maestra era
uno de sus pasajeros.
Al entrar en la carretera, obediente a una agradable voz del interior,
refrenó los caballos y esperó respetuosamente mientras Tommy saltaba del
coche al mandato de miss Mary.

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—Aquella mata, no, Tommy, la otra.
Tommy sacó su cuchillo nuevo y cortando una rama de una alta mata de
azalea, volvió con ella hacia miss Mary.
—¿En marcha ya?
—En marcha.

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LOS EXPULSADOS DE POKER-FLAT

BRET HARTE

C UANDO Mr. John Oakhurst, jugador profesional, puso el pie en la


calle Mayor de Poker-Flat, en la mañana del día 22 de noviembre de
1850, tuvo el presentimiento de que desde la noche anterior se había
efectuado un cambio en la atmósfera moral. Dos o tres hombres que
conversaban entre sí, gravemente, callaron cuando se acercó, al tiempo que
cambiaban miradas significativas. Reinaba en el aire una tranquilidad
dominguera. Esto en un campamento poco acostumbrado a la influencia del
domingo, parecía de mal agüero; sin embargo, la cara tranquila y hermosa de
Oakhurst no reveló el menor interés por estos síntomas. ¿Tenía conciencia
acaso de alguna causa que lo determinaba? Ésa ya era otra cuestión.
«Deduzco que van tras de alguno —pensó—; tal vez tras de mí.»
Metió en su bolsillo el pañuelo con que sacudiera de sus botas el rojizo
polvo de Poker-Flat y, con entera calma, desechó de su mente toda otra
conjetura.
Y es lo cierto que Poker-Flat andaba tras de alguno. Recientemente había
sufrido la pérdida de algunos miles de dólares, de dos caballos de valor y de
un ciudadano conspicuo, y en la actualidad pasaba por una crisis de virtuosa
reacción, tan ilegal y violenta como cualquiera de los actos que la provocaron.
El comité secreto había resuelto liberar a la ciudad de todas las personas
indeseables. Esto se hizo, de un modo irrevocable, respecto de dos hombres
que colgaban ya de las ramas de un sicómoro, en la hondonada; y de un modo
temporal con el destierro de otras varias personas poco gratas. Siento tener
que decir que algunas de éstas eran señoras; pero en descargo del sexo, debo
advertir que su inmoralidad era profesional, y que sólo ante un vicio tal y tan
patente se atrevía Poker-Flat a erigirse en juez.
Razón tenía Oakhurst al suponer que estaba él incluido en la sentencia.
Algunos miembros del comité habían insinuado la idea de ahorcarle, como

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medida ejemplar y procedimiento seguro de reembolsarse, a costa de su
bolsillo, de las sumas que les ganara.
—Es contra toda justicia —decía Sim Wheeler—, dejar que ese joven de
Roaring-Camp, extranjero por sus cuatro costados, se lleve nuestro dinero.
Pero un imperfecto sentimiento de equidad, emanado de los que había
tenido la buena suerte de limpiar en el juego a Oakhurst, acalló las mezquinas
preocupaciones locales.
Mr. Oakhurst recibió el fallo con filosófica calma, tanto más meritorio por
cuanto tenía sospecha de las vacilaciones de sus jueces. Era demasiado buen
jugador para no someterse a la fatalidad. Para él la vida era un juego de azar y
reconocía el tanto por ciento usual en favor del que daba las cartas.
Un piquete de hombres armados acompañó a la deportada maldad de
Poker-Flat hasta las afueras del campamento. Además de Mr. Oakhurst,
reconocido como hombre extremadamente resuelto, y para intimidar al cual se
había tenido cuidado de armar la escolta, formaban la partida de expulsados
una joven conocida familiarmente por la «Duquesa», otra mujer que se había
ganado el título de «madre Shipton», y el tío Billy, sospechoso de robar
filones y convicto borracho. La cabalgata no motivó comentario alguno de los
espectadores, ni la escolta dijo la menor palabra. Sólo cuando alcanzaron la
hondonada que marcaba el último límite de Poker-Flat, el jefe habló
brevemente en relación con el caso: quedaba prohibido el regreso a los
expulsados, bajo pena de muerte.
Después, cuando se alejaba la escolta, los sentimientos reprimidos se
manifestaron en algunas lágrimas histéricas por parte de la «Duquesa» en
injurias por la de «madre Shipton» y en blasfemias que, como dardos
envenenados, lanzaba el tío Billy. Sólo el filosófico Oakhurst permanecía
silencioso. Oyó tranquilamente los deseos de «madre Shipton» de sacar el
corazón a alguien, las repetidas afirmaciones de la «Duquesa» de que se
moriría en el camino y también las alarmantes blasfemias que al tío Billy
parecían arrancarle las sacudidas de su cabalgadura. Con la obligada
galantería de los de su clase, insistió en cambiar su propio caballo llamado
«El Cinco», por la mala mula que montaba la «Duquesa»; pero ni aun esta
acción despertó simpatía alguna entre los de la partida. La joven arregló sus
ajadas plumas con cansada coquetería; la «madre Shipton» miró de reojo con
malevolencia a la poseedora de «El Cinco», y el tío Billy incluyó a la partida
toda en una anatema general.
El camino de Sandy-Bar, campamento que en razón de no haber
experimentado aún la depuradora influencia de Poker-Flat, parecía ofrecer

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algún atractivo a los emigrantes, iba por encima de una escarpada cadena de
montañas, y exigía a los viajeros una larga jornada. En aquella avanzada
estación, la partida pronto salió de las regiones húmedas y templadas de las
colinas, al aire seco, frío y vigoroso de las sierras. La senda era estrecha y
dificultosa; hacia el mediodía, la «Duquesa», dejándose caer de la silla de su
caballo al suelo, manifestó su resolución de no continuar adelante, y la partida
hizo alto.
El lugar era singularmente salvaje e imponente. Un anfiteatro poblado de
bosques, cerrado en tres de sus lados por rocas cortadas a pico en el desnudo
granito, se inclinaba suavemente sobre la cresta de otro precipicio que
dominaba el valle. Era, sin duda, el punto más a propósito para un
campamento, si hubiera sido prudente acampar. Pero Mr. Oakhurst sabía que
apenas habían hecho la mitad del viaje a Sandy-Bar, y la partida no estaba
equipada ni aprovisionada para detenerse. En pocas palabras hizo observar
esta circunstancia a sus compañeros, acompañándolas de un comentario
filosófico sobre la locura de tirar las cartas antes de acabar el juego. Pero
estaban provistos de licores, que en esta contingencia suplieron la comida y
todo lo que les faltaba. A pesar de sus protestas no tardaron en caer bajo la
influencia de la bebida en mayor o menor grado.
El tío Billy pasó rápidamente del estado belicoso al de estupor; aletargose
la «Duquesa» y la «madre Shipton» se echó a roncar. Sólo Mr. Oakhurst
permaneció en pie, apoyado contra una roca, contemplándoles
tranquilamente. Mr. Oakhurst no bebía; esto hubiera perjudicado a una
profesión que requiere cálculo, impasibilidad y sangre fría; en fin, para
valernos de su propia frase, no «podía permitirse este lujo». Mientras
contemplábala sus compañeros de destierro, el aislamiento nacido de su
oficio, de las costumbres de su vida y de sus mismos vicios le oprimió
profundamente por vez primera. Apresurose a quitar el polvo de su traje
negro, a lavarse las manos y cara y a practicar otros actos característicos de
sus hábitos de extremada limpieza, y por un momento olvidó su situación. Ni
por una vez sola se le ocurrió la idea de abandonar a sus compañeros, más
débiles y dignos de lástima que él; pero, sin embargo, echaba de menos
aquella excitación que, extraño es decirlo, era lo que determinaba la tranquila
impasibilidad por la cual era conocido Contemplaba las tristes murallas que se
elevaban a mil pies de altura, cortadas a pico, por encima de los pinos que le
rodeaban, el cielo cubierto de amenazadoras nubes y, más abajo, el valle que
se hundía ya en la sombra, cuando oyó de repente que le llamaban por su
propio nombre.

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Un jinete ascendía poco a poco por la senda. En la franca y animada cara
del recién venido reconoció Mr. Oakhurst a Tom Simson, llamado el
«Inocente» de Sandy-Bar. Lo había encontrado hacía algunos meses en una
partidita, ganó al cándido joven toda su fortuna, que ascendía a unos cuarenta
dólares. Luego que terminó la partida, Mr. Oakhurst se retiró con el joven
especulador detrás de la puerta y allí le dirigió la palabra.
—Tom, eres un buen muchacho, pero no sabes jugar ni por valor de un
centavo; no lo pruebes otra vez.
Devolviole su dinero, le empujó suavemente fuera de la sala de juego y
así hizo de Tom un amigo incondicional.
El saludo juvenil y entusiasta que Tom dirigió a Mr. Oakhurst recordaba
esta acción. Iba, según dijo, a tentar fortuna a Poker-Flat.
—¿Solo?
Completamente solo, no: a decir verdad (aquí se rió), se había escapado
con Piney Woods. ¿No recordaba ya Mr. Oakhurst a Piney Woods, la que
servía la mesa en el «Hotel de la Templanza»? Tenía relaciones con ella hacía
tiempo ya, pero el padre, Jake Woods, se opuso; de manera que se escaparon
e iban a Poker-Flat a casarse y ¡aquí estaban! ¡Qué fortuna la suya de
encontrar un sitio donde acampar en tan grata compañía!
Todo esto lo dijo rápidamente el «Inocente», mientras que Piney,
muchacha de quince años, rolliza y de buena presencia, salía de entre los
pinos, donde se ocultaba ruborizándose y se adelantaba a caballo hasta
ponerse al lado de su novio.
Poco solía preocuparse Mr. Oakhurst de las cuestiones sentimentales y
aún menos de las de conveniencia social, pero instintivamente comprendió las
dificultades de la situación. Sin embargo, tuvo suficiente aplomo para largar
un puntapié al tío Billy, que ya iba a soltar una de las suyas, y el tío Billy
estaba bastante sereno para reconocer en el puntapié de Mr. Oakhurst un
poder superior que no toleraría bromas. Después, se esforzó en disuadir a
Tom de que acampara allí, pero fue en vano. Le objetó que no tenían
provisiones ni medios para establecer un campamento; pero por desgracia el
«Inocente» desechó éstas razones asegurando a la partida que iba provisto de
un mulo, cargado de víveres, y que había descubierto además como una tosca
imitación de choza cerca de la senda.
—Piney podrá ocuparla con Mrs. Oakhurst —dijo el «Inocente»,
señalando a la «Duquesa»—. Yo ya me arreglaré.
Fue preciso un segundo puntapié de Mr. Oakhurst para impedir que
estallase la risa del tío Billy, que aun así hubo de retirarse a la hondonada para

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recobrar la seriedad. Allí confió el chiste a los altos pinos, golpeándose
repetidas veces los muslos con las manos, entre las muecas, contorsiones y
blasfemias que le eran propias. A su regreso halló a sus compañeros sentados
en amistosa conversación alrededor del fuego, pues el aire había refrescado en
extremo y el cielo se encapotaba. Piney estaba hablando animadamente con la
«Duquesa», que la escuchaba con un interés y atención que no demostrara
desde hacía tiempo. El «Inocente» discurría con igual éxito junto a Oakhurst y
a la «madre Shipton», que estaba amable.
«¿Acaso es esto una estúpida partida de campo?», dijo el tío Billy para sus
adentros con desprecio, contemplando el silvestre grupo, las oscilaciones de
la llama y los animales atados, en primer término.
De repente una idea se mezcló con los vapores alcohólicos que
enturbiaban su cerebro. Y, al parecer, la idea era chistosa, pues se golpeó otra
vez los muslos y se metió un puño en la boca para contenerse.
Poco a poco las sombras se deslizaron montaña arriba y una ligera brisa
cimbreó las copas de los pinos y aulló a través de sus largas y tristes avenidas.
La cabaña en ruinas, toscamente reparada y cubierta con ramas de pino, fue
cedida a las señoras. Al separarse, los novios cambiaron un beso tan puro y
apasionado, que el eco pudo repetirlo por encima de los oscilantes pinos. La
frágil «Duquesa» y la cínica «madre Shipton» estaban, probablemente,
demasiado asombradas para burlarse de esta última prueba de candor y se
dirigieron hacia la choza. Atizaron otra vez el fuego; los hombres se tendieron
delante de la puerta, y pocos momentos después dormían todos.
Mr. Oakhurst tenía el sueño ligero; antes de apuntar el día despertó aterido
de frío. Mientras removía el moribundo fuego, el viento que soplaba entonces
con fuerza llevó a su mejilla algo que le heló la sangre: la nieve. Levantose
sobresaltado con intención de despertar a los que dormían, pues no había
tiempo que perder; al volverse hacia donde debía estar tendido el tío Billy, vio
que éste había desaparecido. Una sospecha acudió a su mente y una maldición
salió de sus labios. Corrió hacia donde habían atado los mulos; ya no estaban
allí.
Las sendas desaparecían rápidamente bajo la nieve.
Por un momento, Mr. Oakhurst quedó aterrado; pero pronto volviose
hacia el fuego, con su serenidad habitual. No despertó a los dormidos. El
«Inocente» descansaba tranquilamente, con una apacible sonrisa en su rostro
cubierto de pecas, y la virginal Piney dormía entre sus frágiles hermanas,
como custodiada por guardianes celestes. Mr. Oakhurst, echándose la manta
sobre los hombros, se atusó el bigote y esperó la mañana. Vino ésta poco a

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poco, envuelta en neblina y en un torbellino de copos de nieve que cegaba y
confundía. Lo poco que podía ver del paisaje parecía transformado como por
encanto. Tendió la vista por el valle y resumió el presente y el porvenir en
cuatro palabras: «Bloqueados por la nieve».
Un escrupuloso inventario de las provisiones que, afortunadamente para la
partida, estaban almacenadas en la choza, por lo que escaparon a la rapacidad
del tío Billy, le dio a conocer que, con cuidado y prudencia, podían sostenerse
aún otros diez días.
—Se entiende —dijo Mr. Oakhurst sotto voce al «Inocente»—, si queréis
tomarnos a pupilaje; si no (y tal vez haréis mejor en ello), esperaremos que el
tío Billy regrese con provisiones.
Por algún motivo desconocido, Mr. Oakhurst no dio a conocer la infamia
del tío Billy, y expuso la hipótesis de que éste se había extraviado del
campamento en busca de los animales que se habían escapado sin duda
alguna. Echó una indirecta acerca de lo mismo a la «Duquesa» y a la «madre
Shipton», que, como es natural, comprendieron la defección de su asociado.
—Dándoles el más pequeño indicio descubrirán también la verdad
respecto de todos nosotros —añadió con intención— y no conviene asustarles
por ahora.
Tom Simson no sólo puso a disposición de Mr. Oakhurst todo lo que
llevaba, sino que parecía disfrutar ante la perspectiva de una reclusión
forzosa.
—Haremos un buen campamento para una semana, después se derretirá la
nieve y partiremos cada cual por su camino.
La franca alegría del joven y la serenidad de Mr. Oakhurst se
comunicaron a los demás. El «Inocente», por medio de ramas de pino,
improvisó un techo para la choza, que no lo tenía, y la «Duquesa» contribuyó
al arreglo del interior con un gusto y tacto que hicieron abrir grandes ojos de
asombro a la joven provinciana.
—Ya se conoce que estáis acostumbrada a casas hermosas en Poker-Flat
—dijo Piney.
La «Duquesa» se volvió rápidamente para ocultar el rubor que teñía sus
mejillas, aun a través del colorido postizo de las de su profesión, y la «madre
Shipton» rogó a Piney que no dijese aquellas cosas. Pero cuando Mr.
Oakhurst regresó de su penosa e inútil exploración en busca del camino, oyó
el sonido de una alegre risa que el eco repetía en las rocas. Algún tanto
alarmado parose pensando en el aguardiente, que con prudencia había
escondido.

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—Sin embargo, esto no suena a aguardiente —dijo el jugador.
Pero hasta que a través del temporal vio la fogata y en torno de ella al
grupo, no se convenció de que todo ello era una broma de buena ley. Yo no sé
si Mr. Oakhurst había ocultado su baraja con el aguardiente como objeto
prohibido a la comunidad, lo cierto es que, valiéndome de las propias palabras
de la «madre Shipton», no se habló una sola vez de cartas durante aquella
velada. Casualmente pudo matarse el tiempo con un acordeón que Tom
Simson sacó solemnemente de su equipaje.
A pesar de algunas dificultades en el manejo de este instrumento, Piney
logró arrancarle una melodía recalcitrante, acompañándola el «Inocente» con
un par de castañuelas. Pero la pieza que coronó la velada fue un rudo himno
de misa campestre que los novios, entrelazadas las manos, cantaron con gran
vehemencia y a voz en grito. Temo que el tono de desafío del coro y el aire
del Covenanter y no los motivos religiosos que encerraba, fueron la causa de
que acabaran todos por tomar parte en el estribillo:

Estoy orgulloso de servir al Señor,


y me obligo a morir en su ejército.

Los pinos oscilaban, la tempestad se desencadenaba sobre el miserable


grupo y las llamas de la hoguera se lanzaban hacia el cielo como en
testimonio del voto.
A medianoche calmó la tempestad; los grandes nubarrones se corrieron y
las estrellas brillaron centelleando sobre el dormido campamento. Mr.
Oakhurst, a quien sus costumbres profesionales permitían vivir durmiendo lo
menos posible, compartió la guardia con Tom Simson de modo tan desigual,
que cumplió casi por sí solo este deber. Excusose con el «Inocente» diciendo
que muy a menudo se había pasado sin dormir una semana entera.
—¿Pero haciendo qué? —preguntó Tom.
—El póquer —contestó Mr. Oakhurst, sentenciosamente—. Cuando un
hombre llega a tener una suerte loca, antes se cansa la suerte que uno. La
suerte —continuó el jugador, pensativo— es cosa extraña. Todo lo que se
sabe de ella es que forzosamente debe variar. Y el descubrir cuándo va a
variar, es lo que os forma. Desde que salimos de Poker-Flat hemos dado con
una vena de mala suerte. Os reunís con nosotros y os pilla de medio a medio.
Si tenéis ánimo para conservar los naipes hasta el fin, estáis salvado.
Llegó el tercer día y el sol, a través de las blancas colgaduras del valle, vio
a los desterrados repartirse las reducidas provisiones para el desayuno. Por
una singularidad de aquel montañoso clima, los rayos del sol difundían

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benigno calor sobre el paisaje de invierno, como arrepentido de lo pasado;
pero al mismo tiempo descubrían la nieve apilada en grandes montones
alrededor de la choza. Un mar de blancura sin esperanza de término,
desconocido, sin senda, tendíase al pie del peñasco en que se acogían estos
náufragos de nueva especie. A través del aire maravillosamente claro, el
humo de la pastoril aldea de Poker-Flat se elevaba a muchas millas de
distancia. La «madre» lo vio y desde la más alta torre de su fortaleza de
granito lanzó hacia aquélla una maldición final.
—Me siento mejor —dijo confidencialmente a la «Duquesa»—. Haz la
prueba de salir allí y maldecirles, y lo verás.
Después se impuso la tarea de distraer a la criatura, como ella y la
«Duquesa» tuvieron a bien llamar a Piney. La novia del «Inocente» no era
una polluela, pero las dos mujeres se explicaban de esta manera consoladora y
original que no blasfemara y fuese honesta.
Volvió la noche a cubrir el valle con sus sombras.
Junto a la vacilante fogata del campamento se elevaban y descendían las
notas quejumbrosas del acordeón con prolongados gemidos e intermitentes
sacudidas. Pero como la música no alcanzaba a llenar el penoso vacío que
dejaba la insuficiencia de alimento, Piney propuso una nueva diversión:
contar cuentos. Mr. Oakhurst y sus compañeros no deseaban relatar aventuras
personales, y el plan hubiera fracasado también a no ser por el «Inocente».
Algunos meses antes había hallado por casualidad un tomo desaparejado de la
ingeniosa traducción de la Ilíada, por Mr. Pope. Propuso, pues, relatar en el
lenguaje corriente de Sandy-Bar los principales incidentes de aquel poema,
cuyo argumento dominaba, aunque con olvido de los versos. Aquella noche
los semi-dioses de Homero volvieron a pisar la tierra. El pendenciero troyano
y el astuto griego lucharon entre el viento, y los inmensos pinos del cañón
parecían inclinarse ante la cólera del hijo de Peleo. Mr. Oakhurst escuchaba
con apacible fruición; pero se interesó especialmente por la suerte de As-
quiles, como el «Inocente» persistía en denominar a Aquiles, el de los pies
rápidos.
Así, con poca comida, mucho Homero y el acordeón, transcurrió una
semana sobre las cabezas de los desterrados. Otra vez les abandonó el sol y
otra vez los copos de nieve de un cielo plomizo cubrieron la tierra. Día tras
día les estrechó cada vez más el círculo de nieves hasta que los muros
deslumbrantes de blancura se levantaron a veinte pies por encima de sus
cabezas. Hízose más y más difícil alimentar el fuego; los árboles caídos a su
alcance, estaban sepultados ya por la nieve. Y, sin embargo, nadie se

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lamentaba. Los novios, olvidando tan triste perspectiva, se miraban en los
ojos uno de otro, y eran felices. Mr. Oakhurst se resignó tranquilamente al
mal juego que se le presentaba ya como perdido. La «Duquesa», más alegre
que de costumbre, se dedicó a cuidar a Piney; sólo la «madre Shipton», antes
la más fuerte de la caravana, parecía enfermar y acabarse. A medianoche del
décimo día llamó a Oakhurst a su lado:
—Me voy —dijo con voz quejumbrosa de debilidad—. Pero no digáis
nada; no despertéis a los corderitos; tomad el lío que está bajo mi cabeza y
abridlo.
Mr. Oakhurst lo hizo así. Contenía intactas las raciones recibidas por la
«madre Shipton» durante la última semana.
—Dadlas a la criatura —dijo, señalando a la dormida Piney.
—¿Os habéis dejado morir de hambre? —exclamó el jugador.
—Así se llama esto —repuso la mujer con voz moribunda.
Acostose de nuevo y, volviendo la cara hacia la pared, se fue
tranquilamente.
Aquel día enmudecieron el acordeón y las castañuelas, y se olvidó a
Homero.
Cuando el cuerpo de la «madre Shipton» fue entregado a la nieve, Mr.
Oakhurst llamó aparte al «Inocente» y le mostró un par de zuecos para nieve
que había fabricado con los fragmentos de una albarda vieja.
—Hay todavía una probabilidad contra ciento de salvarla, pero es hacia
allí —añadió señalando a Poker-Flat—. Si podéis llegar en dos días, está
salvada.
—¿Y vos? —preguntó Tom Simson.
—Yo me quedaré.
Los novios se despidieron con un largo abrazo.
—¿También os vais vos? —preguntó la «Duquesa» cuando vio a Mr.
Oakhurst, que parecía aguardar a Tom para acompañarle.
—Hasta el cañón —contestó.
Volviose repentinamente y besó a la «Duquesa», dejando encendida su
blanca cara y rígidos de asombro sus temblorosos miembros.
Volvió la noche, pero no Mr. Oakhurst. Trajo otra vez la tempestad y la
nieve arremolinada. Entonces la «Duquesa», avivando el fuego, vio que
alguien había apilado silenciosamente contra la choza leña para algunos días
más. Las lágrimas acudieron a sus ojos, pero las ocultó a Piney.
Las mujeres durmieron poco. Al amanecer, al contemplarse cara a cara
comprendieron su común destino. No hablaron; pero Piney, sintiéndose la

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más fuerte, se acercó a la «Duquesa» y la enlazó con su brazo. En esta
posición se mantuvieron todo el resto del día. La tempestad llegó aquella
noche a su mayor furia, destrozó los pinos protectores e invadió la misma
choza.
Hacia el amanecer no pudieron ya avivar el fuego, que se extinguió
lentamente.
A medida que las cenizas se apagaban, la «Duquesa» se acurrucaba junto
a Piney y por fin rompió aquel silencio de tantas horas.
—Piney, ¿puedes rezar aún?
—No, hermana —respondió Piney, dulcemente.
La «Duquesa», sin saber por qué, sintiose más aliviada. Apoyó su cabeza
sobre el hombro de Piney y no dijo más. Y así, reclinadas, prestando la más
joven y pura su pecho como apoyo a su pecadora hermana, se durmieron. El
viento, como si temiera despertarlas, cesó. Copos de nieve arrancados a las
largas ramas de los pinos, volaron como pájaros de blancas alas y se posaron
sobre ellas mientras dormían. La luna, a través de las desgarradas nubes,
contempló lo que fue antes campamento. Pero toda impureza humana, todo
rastro de dolor terreno había desaparecido bajo el inmaculado manto tendido
misericordiosamente desde lo alto.
Durmieron todo aquel día, y al siguiente no despertaron cuando voces y
pasos humanos rompieron el silencio de aquella soledad. Y cuando una mano
piadosa separó la nieve de sus marchitas caras, apenas podía decirse, por la
paz igual que ambas translucían, cuál era la que había pecado. La misma ley
de Poker-Flat lo reconoció así y se retiró dejándolas todavía enlazadas una en
brazos de la otra.
A la entrada de la garganta, sobre uno de los mayores pinos, hallose un
dos de bastos clavado en la corteza, con un cuchillo de caza. Contenía la
siguiente inscripción, trazada en lápiz con mano firme:


AL PIE DE ESTE ÁRBOL YACE EL CUERPO DE
JOHN OAKHURST,
QUE DIÓ CON UNA VENA DE MALA SUERTE EL
23 NOVIEMBRE 1850
Y ENTREGÓ SU RESTO EL 7 DICIEMBRE 1850

Y frío y sin pulso, con un revólver a su lado y una bala en el corazón,


todavía tranquilo como en vida, yacía bajo la nieve el que a la vez había sido

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el más fuerte y el más débil de los expulsados de Poker-Flat.

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EL ENTIERRO DE BUCK FANSHAW

MARK TWAIN

A LGUIEN ha dicho que para conocer a fondo a una comunidad debe


observarse el estilo de sus entierros y saber a qué clase de hombres se
dedican los más lujosos.
No se podría determinar cuál era la clase de hombres que se enterraban
con mayor pompa en aquella época heroica, si al distinguido filántropo o al
conocido matón; posiblemente estas dos grandes capas de la sociedad
honraban por igual a sus ilustres fallecidos. Por tanto, el filósofo a quien he
citado habría tenido que ver dos entierros representativos en Virginia City
antes de formar una idea sobre la ciudad.
Cuando Buck Fanshaw dio su último suspiro, el sentimiento de tristeza
fue general. Estaba considerado como uno de nuestros más prominentes
ciudadanos; tenía un lujoso saloon y además «había matado a su hombre», y
no por motivos particulares, sino por defender a un desconocido que se veía
abrumado por el número de sus contrincantes. Estaba casado con una moza
casquivana de la que hubiera podido separarse sin las formalidades de un
divorcio. Tenía un alto cargo en el cuerpo de bomberos y era un verdadero
Warivick[25] en la política. Cuando falleció, un profundo dolor conmovió a
toda la ciudad, pero en especial a sus más bajos estratos.
La investigación dio como resultado que Buck Fanshaw, en una crisis de
delirio a causa de un pernicioso tifus, había tomado arsénico, se había
disparado un tiro en el pecho, rebanado la garganta y luego se había arrojado
a la calle desde la ventana del cuarto piso, rompiéndose el cuello. Después de
arduas deliberaciones, el jurado, entristecido y apenado, pero sin permitir que
el dolor les nublara la mente, dio el veredicto de que la muerte de Fanshaw
había sido natural y «por voluntad divina». ¿Qué haría el mundo sin jurados?
Se iniciaron grandes preparativos para el entierro y los funerales. Todos
los vehículos de la ciudad fueron requisados, los saloons guardaron un
respetuoso luto, la bandera de la ciudad y la del cuerpo de bomberos fueron

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izadas a media asta, mientras que sus miembros en pleno, luciendo uniforme
de gala y con las bombas cubiertas por negros crespones, debían acompañar a
la fúnebre comitiva.
Debo hacer observar que en el país de la plata todos los pueblos de la
tierra estaban representados por alguno de sus aventureros, y cada uno de
ellos había traído consigo la jerga especial de su país. Por consiguiente, no
había idioma en el mundo más rico, enérgico y con más diversos y
encontrados modos de expresión que el que se hablaba en Nevada, excepto
quizás el de California en los primeros tiempos de la fiebre minera. Hasta los
oradores sagrados debían decidirse a emplear jeringonza en sus sermones si
querían que sus fieles les entendieran frases como «seguro que sí», «no,
apuesto a que no», «los irlandeses quedan excluidos» y otras parecidas
estaban siempre en labios de todos, salían a relucir inesperadamente y sin
guardar la menor relación con el tema que se debatía en aquel instante.
Una vez concluida la investigación por la muerte de Buck Fanshaw, los
hombres de pelo en pecho celebraron una asamblea pública; pues en esta
costa del Océano Pacífico, no había acontecimiento que no diera lugar a una
reunión pública, con objeto de que la voz popular pudiera manifestarse. Se
tomaron varios acuerdos relacionados con el entierro y quedaron nombradas
varias comisiones, entre ellas una, compuesta por un solo hombre, que recibió
el encargo de buscar un cura para la oración fúnebre.
Scotty Briggs, el único componente de esta comisión, fue a visitar al
eclesiástico. Éste era un amable y delicado mozo del Este que acababa de salir
del seminario y que desconocía completamente los usos y costumbres de la
población minera. Cuando, años más tarde, refería las incidencias de su
conversación con Scotty valía la pena escucharlo.
Scotty Briggs era un valentón de carácter resuelto y decidido, cuya
indumentaria en las grandes solemnidades, como ahora que actuaba en
nombre del Comité, consistía en un casco de bombero y una camisa de franela
rojo-escarlata; el revólver pendía de un ancho cinturón de cuero; llevaba
echada al brazo su chaqueta y los bajos de sus pantalones se escondían dentro
de unas altas botas de montar. No es, pues, de extrañar que su aspecto
contrastara de un modo extraordinario con el del pálido y desmedrado joven
teólogo. Podemos decir, de paso, que Scotty era hombre de ardiente corazón y
capaz de todo con tal de ayudar a un amigo. Jamás tomó parte en una pelea si
razonablemente podía mantenerse al margen y todas en las que intervenía
eran motivadas por asuntos en los que él, personalmente, no tenía nada que
ver, y en las que se mezclaba tan sólo para prestar mano fuerte al más débil.

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Hacía ya años que Buck Fanshaw y Scotty eran amigos inseparables,
habiéndose ayudado lealmente en muchas peleas y aventuras. Por ejemplo, se
contaba de ellos que en cierta ocasión, al ver a varios mozos forasteros
enzarzados en descomunal pelea, se quitaron rápidamente la chaqueta y se
lanzaron al combate poniéndose al lado de la parte más débil. Cuando después
de una victoria conseguida no sin esfuerzo y desperfectos miraron a su
alrededor para ver lo que había sido de sus protegidos, se encontraron con que
éstos se habían retirado bonitamente por el foro llevándose como recuerdo las
chaquetas de sus protectores.
Pero volvamos a la visita de Scotty al predicador. El semblante de Scotty
reflejaba profunda tristeza, a tono con las circunstancias de su fúnebre
encargo. Sin más ceremonia, tomó asiento frente al reverendo, depositó su
casco de bombero bajo las narices del párroco, precisamente encima del
borrador de un sermón que éste estaba concluyendo de escribir, se secó el
sudor de la frente con un enorme pañuelo de roja seda y lanzó un profundo
suspiro a guisa de introducción apropiada al triste asunto que se le había
encomendado. Se atragantó y los ojos se le humedecieron; sin embargo, se
dominó con un poderoso esfuerzo de voluntad y dijo con una voz
verdaderamente sepulcral:
—¿Es usted el tipo que maneja el terno evangélico?
—¿Que si yo…? Usted perdone… Temo no haberle entendido.
Scotty dejó escapar un doloroso sollozo y otro suspiro aún más profundo
que el primero.
—Mire —dijo—. Nos encontramos en un apuro, y los muchachos piensan
que puede aliviarnos cargar con usted. Es decir, en el caso de que yo apunte
bien y esté hablando con el patrón del taller de aleluyas.
—Yo soy el pastor que tiene a su cuidado el rebaño cuyo redil está en la
casa de al lado.
—¿El qué?
—El consejero espiritual de una pequeña comunidad de creyentes cuyo
santuario está tocando a mi domicilio.
Scotty se rascó la cabeza, calló unos instantes y murmuró al fin:
—Me ha ganado usted, socio. No puedo ver sus cartas. Hay que correr el
cubo.
—¿Cómo?… Dispénseme, pero ¿qué fue lo que dijo?
—Me parece que rumbeamos mal. No fumamos la misma pipa. Pero verá:
Uno de nuestros muchachos ha echado el completo, y quisiéramos despedirlo

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dignamente; por eso he venido aquí, para reclutar alguien que pueda
soplarnos la música adecuada.
—Mi querido amigo, cada vez comprendo menos el sentido de sus
palabras. Todo lo que dice me resulta enteramente incomprensible. ¿No
podría usted expresarse de un modo más sencillo? Al principio creía haber
comprendido lo que deseaba, pero ahora he vuelto a caer en la oscuridad. ¿No
le parece que la cosa iría mucho más rápida si usted se limitara a concretar los
hechos sin dificultar su comprensión con el empleo de imágenes y alegorías?
Hubo otro largo y embarazoso silencio. Después observó Scotty:
—No puedo servir más: paso.
—¿Cómo?
—Me ha matado el juego, socio.
—No comprendo lo que usted quiere decir.
—Ese farol no lo he visto, y tengo que resignarme.
El párroco se reclinó sobre el respaldo de su silla completamente
anonadado, y Scotty apoyó la cabeza en la mano con aire meditativo; sin
embargo, pronto levantó de nuevo los ojos y dijo con aire desolado pero lleno
de confianza:
—Ahora ya sé cómo vendérselo. Lo que necesitamos es un buen
fabricante de sermones, ¿comprende?
—¿Un qué?
—Un fabricante de sermones. Un párroco.
—¿Por qué no me lo ha dicho desde el principio? Yo soy el eclesiástico…
el párroco.
—¡Bravo, esto sí que es hablar bien! Me ve perdido en el túnel y se
descuelga como un hombre. ¡Chóquela!
Tendió su poderosa mano por encima de la mesa y estrujó la débil y
delicada del predicador con cordial y efusivo apretón.
—Ahora ya seguimos buen rumbo, socio —prosiguió—. Vamos a
empezar otra vez y si desbarro algo no haga caso, porque estamos pasando un
gran disgusto; verá, uno de los muchachos se ha ido al pozo.
—¿Se ha ido adónde?
—Al pozo; que ha tirado la esponja, ¿comprende?
—¿Tirado la esponja?
—Sí, volcado el cubo.
—Ah, ¿quiere usted decir que se ha marchado al misterioso país del cual
ningún caminante ha regresado jamás?
—¿Regresar? No, apuesto que no. Él está muerto, socio.

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—Sí, sí, ya comprendo.
—¿De veras? Temí que empezara a perder el rumbo otra vez. Bueno, pues
él vuelve a estar muerto…
—¿Vuelve a estar muerto? ¿Acaso se había ya muerto antes alguna otra
vez?
—¿Muerto antes? ¡No! ¿Cree usted que un hombre tiene tantas vidas
como los gatos? Pero seguro que el pobre muchacho está completamente
muerto. ¡Ojalá yo no hubiese llegado nunca a vivir este día! Un amigo mejor
que Buck Fanshaw no lo hay en el mundo. Le conocía hasta de espaldas, y
cuando conozco a un hombre y le aprecio, le doy hasta la cantimplora, ¿me
oye? Puede echárselo al pecho que no encontrará un hombre más macho en
las minas. Jamás dejó Buck Fanshaw a ningún amigo en la estacada. Pero
ahora, todo ha concluido. Han podido más que él.
—¿Quiénes, pues?
—¿Quién ha de ser?… la muerte. Sí, sí; no hay más remedio, debemos
renunciar a él. Es un mundo bien perverso este en que vivimos, ¿no es
verdad? Pero, socio, era todo un luchador. Debía haberle visto cuando se
disparaba. Era un macho del sombrero a las botas con un cristal en el ojo.
Bastaba escupirle en la cara y darle espacio, de acuerdo con su fuerza, y era
estupendo ver cómo se cambiaba de piel y entraba de cabeza. Era el peor hijo
de cuatrero que jamás respiró. Socio, entraba de lleno. Era en eso peor que los
indios.
—¿En qué?
—Al disparar. Al aguantar. Luchando, ¿comprende? Y no tenía
miramientos con… nadie. Perdóneme, amigo, por haber estado a punto de
soltarle un taco, pero, verá, estoy como un potro cuando lo ensillan por
primera vez. Pero hemos de conformarnos; su cuenta está saldada. Bueno, si
usted quiere ayudarnos a plantarle…
—¿Debo asistir a las exequias y pronunciar la oración fúnebre?
—Exequias… sí, sí. Ese es nuestro juego. Vamos a hacerlo en grande. Él
en vida no era avaro, y en su entierro no debe economizarse nada en absoluto.
Ataúd con incrustaciones de plata y seis banderas enlutadas sobre la carroza
fúnebre; en el pescante, un negro de librea y sombrero de copa… ¿qué le
parece todo esto para empezar? Y también nos ocuparemos de usted, socio.
Vamos a colocarle bien. Pondremos un coche a su disposición, y si desea algo
más, no tiene más que soplarlo y lo tendrá al instante. En la casa mortuoria, le
prepararemos un estrado. ¡Y no tenga usted miedo! Sople bien fuerte en su
trompeta, aunque no venda una escoba. Pinte a Buck tan macho como pueda,

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pues todo aquel que le haya conocido le dirá que era el hombre mejor de las
minas; no tema exagerar. Allí donde se llevaba a cabo alguna injusticia,
acudía en seguida a remediarla. Si la ciudad está tranquila y en paz, a él debe
agradecerlo. Yo estaba presente cuando una vez apaleó a cuatro «greasers»[26]
en once minutos. Cuando se trataba de restablecer el orden y calmar los
ánimos, no esperaba que nadie acudiera para ayudarle, sino que ponía
inmediatamente manos a la obra. No quería saber nada de los católicos: su
lema era: «Los irlandeses quedan excluidos», pero, sin embargo, defendió
igualmente sus derechos en cierta ocasión cuando unos indeseables ordinarios
quisieron hacer excavaciones mineras en el cementerio católico, y dejó
aquello bien limpio. Yo lo vi con mis propios ojos.
—Su acto fue meritorio, por lo menos su intención, si no el modo cómo se
llevó a cabo. ¿Tenía el difunto alguna creencia religiosa? Es decir… ¿sentía
que dependía de una potencia superior a la humana y que debía conformarse
con sus designios?
Nueva meditación.
—Me ha tumbado de nuevo. ¿No podría repetirme la pregunta más
despacio?
—Quiero decir solamente, para expresarme con más claridad, si él estaba
en relación con alguna comunidad que se mantuviera apartada de los intereses
mundanos, que se dedicase al sacrificio en bien de la moralidad.
—Ha errado; pruebe por otro camino, socio.
—¿Cómo dice?
—Es usted demasiado para mí, ¿sabe? Nada más meter la izquierda me
hace comer hierba. En cuanto baraja, saca triunfo; pero yo no estoy de suerte.
Empecemos la partida de nuevo.
—¿Qué? ¿Empezar otra vez?
—¡Eso es!
—Bueno, pues… era él un buen hombre y…
—¡Alto!… ya estoy. No haga apuestas hasta que vea mis cartas. ¿Un buen
hombre, dice usted? Socio, no hay bastantes palabras para él. Era el mejor
hombre de… Si usted le hubiese conocido le habría querido igual que yo.
Podía descalabrar a cualquier gandul de su tamaño en toda América. Fue él
quien, en las últimas elecciones, apaciguó los disturbios antes de que
empezaran, y todos dijeron que nadie más que Buck habría podido hacerlo. Se
paseó con una bandera en una mano y una trompeta en la otra. Catorce
hombres hubieron de ser retirados de la plaza en menos de tres minutos.
Deshizo el tumulto antes de que nadie pudiera empezar la juerga. Mi amigo

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no suspiraba más que por la paz, y quería paz a toda costa; no toleraba los
desórdenes. Socio, su muerte es una gran pérdida para la ciudad. A los
muchachos les agradaría mucho si usted le hiciera la justicia de decir todo
esto de Buck. Una vez, cuando los «micks»[27] apedrearon las ventanas de la
escuela dominical metodista, Buck Fanshaw, por su propia iniciativa, cerró el
saloon, tomó un par de «seis tiros» y estuvo protegiendo el edificio. Decía:
«Los irlandeses quedan excluidos». Y así fue. ¡Era el más macho de todas las
montañas! No habría quien pudiese correr más de prisa, saltar más alto, pegar
más fuerte y beber más que él en diecisiete condados. No olvide esto, socio;
los muchachos le aplaudirán calurosamente. Después también puede usted
decir que él jamás se sacudió a su madre.
—¿Que nunca sacudió a su madre?
—Eso, sí. Cualquiera puede decírselo…
—¿Por qué había de hacerlo? Hubiese sido horrible.
—Eso digo yo también, pero hay quien lo hace.
—¡Oh, no! ¡Nadie que tenga un átomo de honradez!
—Y sin embargo… algunos que no son tan malos como todo esto lo han
hecho…
—A mi entender, todo hombre que ose levantar la mano contra su
madre…
—Alto ahí, socio. Ha tirado la pelota fuera de la red. Lo que yo quise
decir es que él no trató jamás de sacudirse a su madre, dejarla abandonada,
¿sabe usted? Ni mucho menos. Le había regalado una casa para que viviera,
un campo de cultivo y mucho dinero; siempre se preocupó de ella y se
aseguró de que nada le faltara. Y cuando su madre pescó la viruela se quedó a
su lado cuidándola sin dejarla día ni noche… ¡Que me condene si no es
verdad! Perdone este juramento, pero salió tan de pronto que no lo pude
evitar. Me ha tratado como a un caballero, socio, y no soy hombre que le
ofenda intencionadamente. Es usted bueno, de verdad. Es usted todo un tipo.
Me ha sido muy simpático, socio, y a todo el que opine lo contrario le voy a
arrear. Le daré tal paliza, que va a creerse que es un cadáver del año pasado.
¡Venga, chóquela usted!
Estrechó otra vez efusivamente la mano al párroco, y se alejó.
El entierro se efectuó tal como los «muchachos» deseaban. Jamás se había
visto en Virginia City otro igual. Todos los comercios cerraron sus puertas,
los instrumentos de viento lanzaban al aire la armonía de tristes marchas, la
carroza fúnebre estaba cubierta por negros crespones, las banderas a media
asta. En la luctuosa comitiva figuraban nutridas formaciones de militares,

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bomberos, miembros de sociedades secretas en uniforme, bombas de incendio
enlutadas, coches con delegaciones de las autoridades y ciudadanos ocupando
toda clase de vehículos o bien a pie. Este grandioso desfile atrajo una ingente
multitud de espectadores que se agolpaban por las callas, ventanas y hasta
sobre los tejados. Aun después de muchos años, cuando se quería ponderar en
Virginia City el fausto y la grandiosidad de un espectáculo, se tomaba el
entierro de Buck Fanshaw como punto de comparación.
Scotty Briggs marchaba detrás del féretro formando parte de la
presidencia del duelo. Cuando terminó la oración fúnebre y se hubo rezado la
última plegaria por el alma del difunto, dijo, en voz baja y con profunda
emoción:
—Amén. Los irlandeses quedan excluidos.
Éste había sido el lema favorito del difunto y Scotty lo repetía en aquel
momento, probablemente para honrar la memoria de su desaparecido amigo.
En los años que siguieron se distinguió Scotty Briggs por el hecho de ser
el único entre todos los matones de Virginia City que hizo gala de
sentimientos cristianos, dedicándose a la enseñanza de la Religión. El hombre
que por propio impulso e innata hidalguía había tomado siempre partido en
favor de los débiles para defenderlos contra sus enemigos, podía llegar a ser
un magnífico miembro de la comunidad cristiana. Su conversión no
disminuyó ni su valor ni su generosidad; por el contrario, les dio una
dirección más inteligente al tiempo que encontraba otro amplio campo en su
nueva actividad. ¿Es de extrañar que su clase dominical progresara mucho
más que las otras? No lo creo. Hablaba a los cachorros de minero, en un
lenguaje que ellos entendían muy bien.
Un mes antes de su muerte tuve la suerte de poderle escuchar mientras
explicaba a su clase la bella historia de José y sus hermanos, de memoria, sin
mirar el libro. Dejo al lector que imagine él mismo la impresión que las
ardientes palabras salidas de la boca del celoso maestro, en su extraña jerga,
producían en los pequeños escolares, que le escuchaban con admirada
atención, pendientes de sus labios, y ni él ni ellos sospechaban siquiera que la
narración bíblica estaba sufriendo una interpretación que habría asombrado a
José y a sus hermanos si hubieran podido oírla.

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HISTORIA DE UN CORREO A CABALLO

CARLOS DICKENS

H ABÍA llegado la hora de la salida del despacho y todos nos


apresuramos a coger los sombreros de sus correspondientes perchas;
los libros estaban cerrados y los papeles bajo llave. La tarea del día había
terminado.
El cajero, hombre encanecido en el trabajo, se aproximó a mí con aire
oficioso.
—Mr. Walford —dijo—, ¿me haría el favor de quedarse un momento?
¿Quiere usted pasar por aquí? Los jefes desean hablarle.
Para el buen viejo Job Wigintow, los amos eran seres sagrados; había
estado al servicio de la empresa durante un cuarto de siglo, llevando sus
funciones con una fidelidad y un respeto ejemplares. Job Wigintow, el
empleado más antiguo de la casa, era inglés, como yo. Job había llevado los
libros de los señores Spalding y Haussermann durante varios años, en
Filadelfia, y había seguido a sus principales a California, cuando, cinco años
antes, decidieron establecerse en San Francisco.
Los jóvenes oficinistas, en su mayoría franceses y americanos, le tenían
cierta manía al viejo y honrado cajero. Pero él y yo fuimos siempre buenos
amigos; durante los cuatro años en que estuve empleado en la casa,
experimenté un sincero respeto por las leales cualidades de Job Wigintow. No
obstante, lo que tan ceremoniosamente acababa de decirme no dejó de
embarazarme un poco:
—¿Esos señores desean hablarme? —balbucí, sintiendo que los colores
me subían a la cara.
El viejo Job hizo un signo afirmativo. Después tosió y limpió sus lentes
con cuidado; yo había notado, a despecho de mi turbación, que el cajero
estaba triste y pensativo; en su voz se revelaba la emoción y su mano
temblaba. Cuando se puso los lentes, en sus ojos azules brillaban dos
lágrimas.

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Seguí a Job hasta la sala interior donde los negociantes se reunían de
ordinario durante el trabajo, pensando en lo que podría haber ocurrido para
que me llamasen de un modo tan inesperado. En otros tiempos yo había
tenido relación más personal con mis principales; pero desde hacía tres meses,
aquella intimidad, sobre todo con el asociado principal, se limitaba a los
asuntos de trabajo. Esto no quiere decir que la estimación de mis jefes hubiese
disminuido. No era así. Mi comportamiento seguía siendo el mismo, pero ya
no encontraba la cordial acogida de antes.
Esta frialdad parcial comenzó el día en que yo me atreví a revelar al rico
negociante que amaba a su hija única y que ella me correspondía. Mientras yo
decía esto, Emma Spalding estaba confusa y enrojecía sonriendo al escuchar
mis palabras. Nuestro amor existía desde mucho tiempo atrás; entonces los
dos éramos muy jóvenes. Habíamos visto la luz del día en el mismo hogar,
teníamos las mismas ideas, y, en fin, por todo, exceptuando la riqueza,
estábamos hechos el uno para el otro. Además, habitábamos juntos en un país
extranjero y entre extranjeros.
Nos habían permitido vernos frecuentemente, leer versos, cantar dúos.
Emma no tenía madre que la protegiese contra el asedio de los pretendientes
pobres. El señor Spalding era un hombre altivo que, por exceso de orgullo, no
tenía ninguna desconfianza. Nosotros pasamos, como ocurre en miles de
parejas, de la amistad al amor. La idea de que Emma iba a tener una dote
considerable no había influido en mí; era solamente amor, un amor puro y
desinteresado. Hablé a Emma, sin reflexionar que merecía un falso juicio de
Mr. Spalding y que éste sería implacable para el pobre subordinado que se
había atrevido a fijar los ojos en su hija.
Debo hacer justicia a Mr. Spalding; rechazó mi proposición en los
términos todo lo amables y corteses que las circunstancias le permitieron.
Pero no por esto quedé menos deprimido. Una profunda tristeza se apoderó de
mí y analicé el proyecto de abandonarlo todo, de llevar una vida excéntrica e
inútil, pero después deseché este pensamiento, porque me pareció una postura
cobarde. De este modo, conservé mi empleo, pero dejé de visitar a mi
principal en calidad de amigo. Mi dolor se aliviaba al pensamiento de que, por
lo menos, respiraba el mismo aire que Emma y que obtenía una mirada de sus
ojos azules y tristes, cuando iba a la iglesia, aunque estuviésemos tres meses
sin cambiar palabra.
Consideren, pues, mi sorpresa cuando Job Wigintow me dijo que me
presentase a mi jefe. El corazón me latía con fuerza cuando el viejo cajero
empujó la puerta con suavidad. ¿Qué querrán? ¡Yo, que me había abstenido

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escrupulosamente de presentarme ante él…! ¿Acaso iban a decirme que la
pretensión formulada por mí era poco conveniente para un servidor y que
debían cesar toda clase de relaciones entre nosotros?
Encontré a aquellos señores en el gran despacho, decorado al estilo
español, tapizado con cuero incrustado en oro.
Mr. Spalding, un hombre alto, enjuto, de cabellos blancos, paseaba
nerviosamente. Mr. Haussermann, un alemán, estaba sentado ante una mesa
atestada de papeles y pronunciaba de vez en cuando palabras de extrañeza,
con aire perplejo. El cajero entró conmigo y cerró la puerta.
—¡Ah!, mein Himmel[28] —murmuró Mr. Haussermann, que era un
hombre grueso y robusto—. ¡Ah! —dijo con marcado acento alemán—. Sería
mejor no haber nacido, antes de ver estas cosas.
Job Wigintow lanzó un gemido de sincera simpatía. Comprendí al instante
que se trataba de algo malo y también que no tenía relación con mi amor por
Emma. Hay siempre un espectro terrible que hiere la imaginación de las
inteligencias inferiores de una casa de comercio: la bancarrota. Pero los
principales siempre habían sido prudentes. Tuve tiempo de reflexionar. El
señor Spalding interrumpió su paseo, se aproximó bruscamente a mí y me
estrechó las dos manos.
—Jorge —me dijo con voz emocionada—, desde hace algún tiempo yo no
soy bueno para usted que, en cambio, siempre se ha mostrado un buen amigo.
Después enrojeció y cesó de hablar. Yo miraba a Mr. Haussermann, pero
éste tenía un aire tan extraño, sentado en su sillón y murmurando frases en su
idioma nativo, que comprendí que no debía esperar ninguna explicación.
Aseguré a Mr. Spalding, en el tono más natural que me fue posible, que
nuestra estimación mutua había sobrevivido a nuestra intimidad, que yo
seguía siendo un amigo sincero para él y para su familia y que estaba
dispuesto a probarlo en cualquier ocasión.
—Eso es lo que yo suponía, eso es lo que suponía —respondió con aire
satisfecho—. Es usted un buen muchacho, Jorge. Por esto me dirijo a usted en
este día… cuando… ¡Pero no importa!
—Siempre he proclamado —exclamó Mr. Haussermann— que Walford
era un excelente muchacho.
Aun cuando Mr. Haussermann había vivido un cuarto de siglo entre
anglosajones, no lograba hablar la lengua inglesa con toda corrección. Su
vida, fuera de las horas de despacho, la pasaba en compañía de alemanes.
Podía gozar con ellos de una conversación típicamente alemana, del vino del
Rin y del café de su país natal.

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No llegaría jamás al fin de mi entrevista si repitiera las frases
entrecortadas y vagas del más joven de los dos asociados y las observaciones
de Job Wigintow.
El cajero compartía los sentimientos de su principal como hubiese podido
hacerlo un perro fiel. Era digno de toda confianza: tan discreto como la noche
y tan honrado como el día. En cuanto a los cálculos, a la teneduría de libros y
a tener bien cerrada la caja, era un verdadero mecánico.
Mr. Haussermann era un aritmético admirable. Podía descubrir un error de
medio centavo en un problema de millones. Su escritura era magnífica. No
obstante, debía su posición actual en el comercio, no a su talento, sino a los
florines que había heredado y al espíritu y a la energía de su socio inglés. Al
fin, el jefe de la casa me relató la siguiente historia, entrando en detalles que
yo ya conocía: «Él no tenía más que dos hijos: Emma y Adolfo; su esposa
había fallecido durante el viaje a Filadelfia. Todo su cariño se había
concentrado en sus dos hijos. Desgraciadamente, Adolfo se portaba mal; era
insaciable y pródigo. La pensión que su padre le daba, la gastaba entre
jugadores y jockeys. Míster Spalding, hombre severo con todo el mundo, era
demasiado indulgente con su hijo. El joven era de aspecto agradable y
carácter simpático. Había sido el preferido de su madre. Muerta ésta, iba de
mal en peor. Contraía deudas enormes y andaba en malas compañías».
Yo sabía todo esto, porque Adolfo era empleado de la casa, es decir, tenía
este título, pues casi nunca comparecía en el despacho; pero ignoraba que
hubiese robado a su padre para satisfacer una deuda de honor. Había
falsificado la firma de Spalding-Haussermann en un bono[29] de treinta mil
dólares, pagaderos a la vista. Incluso llegó a apoderarse, en el despacho de su
padre, de una cartera que contenía una gruesa suma, que entregó a cierto
individuo que tenía tratos con la empresa, junto con el bono.
—Ese bribón ha partido ya para el Norte —dijo míster Spalding—; el
martes último se marchó por la ruta de Panamá. Sin duda usted le conoce,
porque era muy popular en toda la ciudad.
—¡Es Joram Nechlow, «el doctor Joram Nechlow»! —exclamé yo,
acordándome del rostro moreno y espiritual del joven, que tenía un lenguaje
brillante y había dirigido un periódico en San Francisco.
—Sí, es el doctor Nechlow —respondió Mr. Spalding con una sonrisa
amarga—. Creo que ha tomado un grado imaginario en el ejército; dice que es
coronel. Ejercía una gran influencia sobre mi hijo y tengo la seguridad de que
es él quien ha tenido la culpa de que me robase. No me cabe la menor duda de
que mi hijo no se hubiera atrevido a hacerlo por su cuenta.

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Pregunté a Mr. Spalding, con la mayor delicadeza posible, cómo había
podido obtener estos informes.
A lo que parecía, Adolfo, agotado por la vida que llevaba, se hallaba
postrado en cama desde la partida de su amigo.
—Está entre la vida y la muerte —añadió el padre con voz trémula—, y
durante el delirio ha confesado su culpa. Emma, que estaba velándole, lo oyó
delirar y me llamó. Yo he oído, de labios de mi hijo, del que me sentía tan
orgulloso, el relato de la forma en que se realizó el hecho.
Vaciló. Yo veía caer las lágrimas de sus ojos. Procuraba disimular la
contracción de su rostro arrugado. Poco a poco se fue tranquilizando.
Después, expuso el proyecto que había forjado. Este proyecto demostraba su
firmeza habitual, su carácter animoso. Ante todo y necesariamente, había que
salvar la reputación de la casa. El valor de la suma que se arriesgaba a perder
no era nada en comparación a la vergüenza que podría caer sobre el nombre
de los Spalding. Era necesario, costase lo que costase, que este acto
deshonroso quedase oculto. No faltaba más que presentar el bono y negociar
los billetes para que todo se descubriese. Pero ¿cómo impedir al cómplice que
cobrase los beneficios de su acción? Había partido apresuradamente para
Nueva York, y por la vía más corta, la de Panamá. Perseguirle era imposible,
y esperar la salida de otra embarcación no daría ningún resultado.
Yo me acordé del «Pony Express», que era el más veloz. Este era el
medio por el cual nosotros, residentes en California, podíamos comunicarnos
rápidamente con el mundo civilizado. Le sugerí este remedio.
El señor Spalding movió la cabeza.
—No —dijo—, no conseguiríamos nada. Yo podría enviar un despacho
para evitar que pagasen el bono. También podría hacer que detuvieran a
Nechlow cuando llegue a Nueva York, pero esto daría lugar a sospechas y el
asunto se publicaría en los periódicos antes de que transcurriese una semana.
No —continuó—, no tengo más que una esperanza, una probabilidad; es
necesario que envíe una persona en quien tenga entera confianza. Soy
demasiado viejo para ir yo mismo. Es preciso que esa persona se apresure a
dirigirse a Nueva York por el camino peligroso de las montañas. Debe llegar
a Nueva York antes que Nechlow y arrancarle esos papeles, ya sea valiéndose
de la violencia o bien de una estratagema. Jorge Walford, usted es el hombre
a quien yo he elegido para esta arriesgada misión.
—¿Yo, señor?
Me quedé como el que ve visiones. Semejante a un panorama, se
desarrollaba ante mí el largo camino que hacía poco habían explorado. Era un

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camino lleno de peligros. Todo lo que había oído decir acerca de los viajes
por la pradera, del hambre, del fuego, de los asaltos de los animales feroces y
de los enemigos humanos, aun menos misericordiosos, acudía a mi memoria.
El pensamiento de la gran distancia, de las fatigas inimaginables que debían
soportarse, de la barrera glacial de las Montañas Rocosas, que se extendían a
través del camino como si quisieran cerrar el paso a los hombres
presuntuosos, todo esto me amedrentó.
Aunque no sea menos valeroso que otro, aquello me atemorizaba hasta tal
punto que lo notó el mismo Mr. Haussermann, pues suspiró, y dijo:
—¡Bueno! ¿Y qué haremos nosotros?
—Mr. Walford —intervino Spalding—, yo no quiero disimular con usted.
Lo que le pido es que emprenda un viaje que trae consigo grandes riesgos y
fatigas. Le pido, incluso, que exponga su vida por salvar el honor de la casa y
el de mi familia. Pero, naturalmente, no le pediré semejante cosa sin
proponerle una recompensa proporcionada. Atiéndame —añadió al notar en
mí un movimiento negativo—; no es dinero lo que pienso ofrecerle. Vuelva
usted con éxito y entrará como asociado en la empresa Spalding y
Haussermann, y antes de tres meses, si usted y Emma piensan como antes…
Sentí una gran alegría al oír a mi principal.
—Señor —le respondí—, iré de muy buena gana y tendré un verdadero
placer en ello.
—Es lo que se llama un buen muchacho; estaba seguro de que aceptaría
—exclamó el alemán, frotándose las manos de júbilo.
—¿Cuándo cree que estará dispuesto para partir? —preguntó el señor
Spalding.
—En seguida, señor; dentro de media hora, si usted quiere.
—Bien, dentro de una hora —dijo, sonriendo ante mi entusiasmo—.
Dentro de una hora Bodessan estará a la puerta con el coche y los mejores
caballos. Es necesario que ahorre sus fuerzas tanto como sea posible. Le daré
una buena cantidad de dinero; gástelo liberalmente, hasta con prodigalidad, y
en el camino no escatime ni los caballos ni el oro. Sacrificaría a gusto la
mitad de mi fortuna por que estuviese ya en Nueva York. Es usted un
embajador con carta blanca, Jorge, y su talento y su valor nos traerán el éxito
sin duda alguna. Ahora, prepárese para ponerse en camino.
Yo no parecía muy decidido a salir de la habitación.
—¿Tiene usted algo más que decirme? —me preguntó el comerciante con
buen humor.
—Sí, señor; ¿no podría hablar un instante con Miss Spalding?

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—Está cuidando a su hermano —respondió el anciano algo turbado—.
¡Pero sea! Tiene usted razón: la verá antes de partir.
Me parece que fui de un salto desde el almacén a la casa en que habitaba.
No tardé más de diez minutos en arreglar todos mis asuntos. Maravilla pensar
lo que un hombre puede hacer en diez minutos cuando es presa de una gran
exaltación. Cargué mi revólver, puse alguna ropa en un saco de viaje y
regresé a casa de Mr. Spalding a toda velocidad. Éste me dio nuevas órdenes,
presentándome un grueso paquete de monedas de oro y de plata, así como
otro de billetes de banco, y me dijo que debía guardar los billetes hasta el
momento en que llegase al mundo civilizado. Pues era necesario que hiciese
regalos en monedas de plata a las tribus nómadas medio civilizadas del Oeste.
Seguía hablándome Mr. Spalding cuando Bodessan, uno de los principales
empresarios de coches de San Francisco, hizo detener sus caballos españoles
a la puerta. Después, el comerciante subió las escaleras para volver
acompañado de Emma. La encontré pálida y delgada, pero tenía los ojos
brillantes y sus palabras estaban llenas de gracia. Su presencia me dio valor y
la resolución de cumplir mi deber o morir en el empeño.
Nuestra entrevista fue corta; solamente se cruzaron algunas palabras
murmuradas apresuradamente, algo así como una renovación de nuestros
antiguos votos. La tomé en mis brazos y la besé en la frente. Un momento
después, partía.
Me senté al lado de Bodessan, que chasqueó el látigo, y los caballos
avanzaron por la calle al galope. Abandonamos la ciudad, y bien pronto nos
encontramos siguiendo la carretera a todo correr.
Bodessan había sido bien pagado; conducía sus fogosos caballos y con la
brida suelta. Me pareció que nuestra partida era alegre y que se efectuaba bajo
buenos auspicios. Tenía el corazón henchido de esperanza. El criollo francés,
sentado a mi lado, era un buen compañero. Cantaba canciones del Canadá,
silbaba, acariciaba los caballos y hablaba continuamente.
—¿El señor va a las praderas? —me preguntó—. ¡Ay! ¡Qué bien! Las
praderas son muy interesantes, mucho… Pero el señor debe tener cuidado al
llegar; no debe alejarse mucho de los soldados, porque, o los bandidos, o los
indios, le arrancarían la cabellera.
Aquel hombre creía que me iba a Salt-Lake[30] por negocios, e imaginaba
que viajaría con una caravana bajo la protección del ejército. ¿Qué hubiera
pensado al saber que me proponía cruzar solo aquel enorme país?
Mi viaje por las fronteras del oeste de California no tuvo nada especial
que me obligue a detenerme en detalles. Gastando mucho dinero, continué mi

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camino casi siempre en vehículos destartalados y, a veces, a caballo. Dormía
de cuando en cuando, durante la noche, si es que el coche en que iba no me
traqueteaba mucho.
En varias ocasiones no pude convencer de ningún modo a los conductores
americanos de que cruzaran una carretera pedregosa durante los vientos;
entonces restablecía mis fuerzas por un reposo inevitable. Pero al canto del
gallo me disponía a continuar el camino. Estaba contento, porque pensaba que
todo lo que debía hacer era un juego de niños comparado con la recompensa
que me esperaba.
Mr. Spalding sabía que yo montaba muy bien a caballo, que era diestro en
el manejo de las armas y que tenía un temperamento animoso. No me habían
educado para un despacho. Mi padre era muy rico, pero en la época de su
muerte ya se había arruinado. Entonces me fue preciso combatir contra la
desgracia.
Anteriormente yo tuve caballos de carrera en Oxford, y amaba
apasionadamente los deportes. Tenía por costumbre hacer mucho ejercicio.
Aquel era el momento de utilizar mi entrenamiento.
Me había metido en una empresa llena de peligros. Tal vez muriese de
hambre en el desierto o pereciese, víctima de la ferocidad de algún indio; la
fiebre o la sed podían quitarme la vida o quizás llegase demasiado tarde a
Nueva York. No dejaba de pensar con amargura que Joram Nechlow
avanzaba hacia el Este a toda velocidad de un gran vapor. Esta sola idea me
hacía, saltar con violencia sobre las tablas del coche, como si esto pudiese
apresurar la, marcha ¡Ah! ¡Cómo rogaba a Dios que los vientos contrarios
retrasaran el viaje del buque!
Llegué a Carson-City[31], en la frontera del desierto, y allí hice un
pequeño alto con objeto de prepararme lo mejor posible para llegar con
seguridad al fin de mi viaje. Sabía ya que la parte del camino más peligrosa y
difícil se encontraba entre California y las colonias de los morriones[32]. Una
vez pasado el territorio de Utah, me hallaría a salvo de las flechas de los
salvajes.
Carson-City estaba llena de emigrantes que volvían de sus viajes; de
buscadores de oro que iban a los Estados atlánticos, cargados con sus tesoros;
de mercaderes que habían vaciado sus carros en los mercados californianos.
Aquellas buenas gentes esperaban la escolta regular de las tropas bajo cuya
vigilancia debían viajar. Era imposible, dadas las circunstancias que habían
provocado mi viaje, ir tan lentamente. Compré un saco de piel de buey secada
al sol, un caballo americano, una brida muy fuerte y una silla mejicana. Este

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último objeto lo adquirí de un vendedor americano que pareció extrañarse
mucho ante la idea de que yo tuviese que atravesar solo la pradera.
—Es usted valiente, señor, pero debería dormir aquí otra noche, con
objeto de reflexionar sobre lo que va usted a hacer. Esos indios le arrancarán
la cabellera, tan seguro como que la manteca sale del cerdo. Si no quiere
creerme, vaya a preguntárselo a cualquier otro.
Me arrastró a una especie de taberna donde había una multitud de
hombres y mujeres, franceses y españoles, alemanes, americanos y mulatos,
que rodeaban a un jinete de cabellos negros. Vestía éste un traje semimilitar,
que le hubiera dado el aire de un comandante de plaza, de no llevar una
camisa de franela roja y un sombrero mejicano. Tenía las facciones duras; el
trabajo constante y el tiempo no le habían dejado más que huesos y músculos;
calzaba botas con espuelas y hacía restallar un látigo, mientras que hablaba
alegremente con la multitud que reía de su ingenio, de un modo que
demostraba ser el favorito de todos. En efecto, se trataba de uno de los
caballistas del «Pony Express», siempre dispuestos a partir con la valija de la
correspondencia en cuanto llegaba de San Francisco.
—Sí, coronel; sí, queridas niñas —decía—, tengo un verdadero disgusto
en abandonaros, pero el deber me llama. Si los indios me atrapan…
—¿Atraparle a usted, Shem? ¿Es que se puede atrapar a una veleta? —
exclamó uno de sus admiradores.
—Cierto —dijo Shem con aire modesto, pero no exento de fanfarronería
—, los muy bribones ya lo han intentado una o dos veces, pero se han
encontrado con la horma de su zapato. Shem Grindrod no es lo que ellos se
figuran. Cuando un hombre se ha criado en Kentucky es difícil arrancarle los
cabellos.
Su mirada se fijó en mí, y me dijo:
—Señor forastero, muy buenos días.
—Shem —dijo el traficante de caballos—, aquí tiene usted a un caballero
que desea atravesar solo la pradera a caballo; ¿qué opina usted?
—¡Ah, ah! ¡Eso es lo que yo llamo verdadero coraje en un señorito!
Forastero, me temo que encontrará usted serpientes en el camino. Desde ahora
le aseguro que le robarán su caballo o que se lo van a comer los lobos y que
se quedará sin comida más de una vez, eso si no tiene un encuentro con los
indios.
Conocía demasiado bien a los americanos para hacer mucho caso de lo
que me decía Shem. Evidentemente, me había tomado por un presuntuoso que
quería probar a meterse en la boca del león, y trataba de hacerme desistir.

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Conseguí que nos apartásemos un poco de los demás y hablásemos un rato.
Le expliqué que tenía imperiosos motivos para salir en seguida, y que si
quería ayudarme le pagaría generosamente. Shem me replicó que tal cosa era
contraria a todas las reglas de su compañía, y que lo mejor sería que esperase
una caravana.
No esperé nada y partí el mismo día. Todos los habitantes de Carson-City
lanzaban exclamaciones irónicas al verme pasar, a caballo, por las calles de la
ciudad, meneando la cabeza como si estuvieran delante de alguien que va a
suicidarse.
Cabalgué tan aprisa como me fue posible. Mi caballo era fuerte, uno de
esos animales criados en Kentucky o en Tennessee, y tenía suficiente
resistencia para llegar a la pradera. Era bastante fácil encontrar el camino
durante el día. Me constaba que había una especie de carretera hecha por las
innumerables caravanas que continuamente cruzaban aquellos parajes.
El primer día hice varias millas; entre los arroyos que afluyen al río
Carson; los había de todos tamaños y muchos de ellos proporcionaban
grandes riquezas a los agricultores del territorio.
Tomé dos inquebrantables resoluciones; economizar tanto como fuese
posible mi provisión de carne de buey, y rechazar todos los ofrecimientos
hospitalarios. Continué mi camino, descansando de cuando en cuando, y seguí
aquella pista tanto tiempo como me lo permitió la luz de la luna. Llevé mi
montura hasta los últimos límites de sus fuerzas. Después, al cerrar la noche,
descabalgué y lo até de modo que pudiese comer. Me acosté envuelto en
mantas, con la silla por almohada, y no tardé en dormirme.
Me desperté sobresaltado, en medio de las tinieblas. En un principio no
me acordé siquiera de dónde estaba. Me habían despertado los movimientos
bruscos de mi caballo, que no debía encontrarse muy cómodo. Oí que algo se
revolvía entre las altas hierbas y un ruido de pasos, tal como si unos perros
estuviesen husmeando por allí. ¿Perros? Allí no hay perros. Eran lobos. Mi
caballo temblaba y estaba empapado en sudor. Mi vida dependía de su
seguridad. No había encendido fuego, temiendo que la luz atrajese alguna
partida de indios, y los lobos se reunían a nuestro alrededor como las moscas
se agrupan en torno a la miel. No sentí miedo porque el lobo de América
difiere mucho del gris de las selvas alemanas o de los blancos del Pirineo.
Pero mi pobre caballo estaba en peligro, y su espanto era una probabilidad
menos en favor del viaje. Me levanté y, a ciegas, comencé a buscar leña.
Afortunadamente estaba en un lugar donde abundaban la hierba y los arbustos
y en el que los gigantescos algodoneros extendían sus ramas sobre las orillas

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de los arroyos. Bien pronto llegué a un matorral del que cogí tanta leña como
pude, y encendí una hoguera con alguna dificultad, el rocío había dejado sus
huellas y la madera húmeda exhalaba nubes de humo negro; tardé, por tanto,
en conseguir que brillase la llama.
Durante todo aquel tiempo estuve dando gritos y golpeando mi taza de
hierro blanco contra el cañón de mi revólver, para intimidar a los lobos;
además, tenía que tranquilizar a mi pobre caballo, que tiraba fuertemente de la
cuerda con que estaba atado.
Por fin, se elevó una titubeante llama que iluminó un pequeño espacio de
la pradera, en el que pude ver, muy próximos a mí, algunos animales; los más
pequeños, los más tímidos, pero al mismo tiempo los más feroces de los lobos
americanos.
Arrojé un tizón ardiente entre ellos, obligándoles a guarecerse entre las
tinieblas durante una media hora; al fin se alejaron definitivamente y oí sus
aullidos, cada vez más lejanos.
Después de la desaparición de los lobos, mi caballo se tranquilizó un
poco. Yo volví a mis mantas y a mi descanso, no sin antes haber puesto una
gran brazada de leña en el fuego.
Me despertó un frío terrible. El fuego se había apagado. Un cielo gris se
extendía sobre mi cabeza. Las estrellas habían adquirido ese tinte pálido que
nos anuncia el alba. La hierba de la pradera se veía agitada en salvaje
confusión. El viento del Norte soplaba violentamente. El viento que hace su
aparición todos los años al concluir la mala estación; penetrante y glacial,
pero yo lo saludé con alegría porque era desfavorable al barco que atraviesa a
las aguas americanas con Joram a bordo.
Al levantarse el sol en aquel cielo azul y pálido, la naturaleza tomó un
aspecto más alegre, y el cielo se hizo más agradable a medida que disminuía
el frío.
Continué mi viaje siguiendo las huellas de los grandes carros; pero
empecé a darme cuenta de que mi caballo no era ya el animal fogoso que
piafaba de un modo tan alegre cuando abandonamos Carson-City, el día
anterior. Ciertamente había exigido mucho de él. Su paso se hizo tan lento
que me alarmé. ¿Qué hacer? Disponía de mucho dinero, pero el dinero no
proporciona un talismán en el desierto. Entre el sitio en que me encontraba y
el lago Salado no existía siquiera una sola hacienda.
La única probabilidad de agenciarme una montura de refresco era
encontrar a alguien que quisiera vendérmela, y esto era poco probable. Iba
reflexionando amargamente acerca de mi situación, cuando oí los pasos

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ligeros de un caballo que galopaba detrás de mí. Volví la cabeza y pude ver a
un jinete que iba alegremente sobre su montura. Su traje, entreabierto, dejaba
ver una camiseta de franela roja y su sombrero mejicano iba adornado con un
cordón de oro. Una carabina pendía del arzón de la silla y a la espalda llevaba
un saco de provisiones. Era mi amigo del día anterior: Shem Grindrod.
—¡Buenos días, forastero! —exclamó alegremente—. Por lo visto no le
han producido mucho miedo las historietas de los indios que ayer le conté; no
obstante, son tan ciertas como el Evangelio. Su caballo no parece estar muy
bien, señor; se conoce que ha galopado mucho.
Seguimos juntos nuestro camino durante algún tiempo. El caballo de
Shem animaba al mío, que sacaba fuerzas de flaqueza. Encontré al llanero
mucho más amable que el día anterior. Me dijo bruscamente que respetaba a
un individuo que sabía demostrar que era todo un hombre, pero que lo que
más detestaba en el mundo era al señorito que se daba aires de valiente.
Mi manera de montar a caballo me había conquistado la estimación de
Grindrod; simpatizó cordialmente conmigo al comprender que yo estaba
completamente resuelto a atravesar aquel desierto.
—Tiene usted un buen caballo, señor, pero me temo que esté demasiado
fatigado. Ahora, escúcheme; lo mejor que puede hacer es comprarse otro a la
primera ocasión que se le presente. Pronto pasarán cazadores y no sería
extraño que le vendieran uno. Conserve siempre esa pistola, y si se encuentra
con los indios conserve también la calma, no pierda ni una bala; cada trocito
de plomo es una vida. Hasta la vista, y buen viaje.
Shem dirigió su caballo hacia una de las estaciones del «Pony Express»,
un pequeño fuerte solitario, rodeado por una empalizada que encerraba una
especie de guarnición de correos y una cuadra con caballos. Contemplé con
tristeza el fuerte y la empalizada y, después, espoleé mi cansada montura para
proseguir mi fatigoso viaje. Sabía que al mediodía iba a llegar a otra estación
del mismo género y allí podría pedir víveres de refresco y albergue, en el caso
de que su caballo estuviese fuera de combate; vi cómo mi amigo Shem,
montado sobre un buen potro, se alejaba por la llanura, saludándome con la
mano. Le miraba con envidia, mientras volaba como una flecha y desaparecía
a lo lejos.
Afortunadamente, poco después encontré un grupo de hombres blancos.
Eran tres cazadores que regresaban de Oregón con una buena provisión de
pieles sobre sus mulos. Iban todos montados en «ponies» indios y uno de
ellos conducía con un lazo un caballo fuerte y bien formado, cuyos ojos
brillaban y cuyas anchas narices armonizaban bien con sus miembros, fuertes

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y nerviosos. Era un tipo de potro salvaje. No hacía aún dos meses que lo
habían cazado en las llanuras; pero lo habían adiestrado lo bastante para que
se pudiera montar.
Entré en tratos con el cazador; le di a cambio mi cuadrúpedo cansado,
pero siempre de más valor que el «mustang», todavía medio salvaje. Añadí
cuatro saquitos de oro; el arreglo nos convino a los dos, y sus ojos brillaban
de placer.
—Permítame que le dé un consejo —dijo el cazador cuando puse el oro en
su mano, morena y dura—. Mantenga los ojos muy abiertos durante el
camino, y no permita que esos malditos indios le atrapen. Hay señales que
indican que andan cerca. Allá abajo, cerca del arroyo, he visto las huellas de
un mocasín. Los indios no vienen jamás por este lado con buenas intenciones.
No olvide lo que le digo; desconfíe de los «utalisis» y de los «shoshones»,
que son aún peores; en cuanto a los «ashoshomes», Dios le ayude, coronel, si
le pillan solo. Esos son los indios, ya lo sabe usted.
—Estaría más tranquilo si tuviese usted un buen rifle, con el cañón
rayado, sobre el hombro, señor —me dijo otro, mientras yo montaba a caballo
—; un rifle es muy útil. No hay nada que los indios teman tanto como un buen
rifle de cinco pies de largo.
Me despedí de aquellos nuevos amigos que me desearon cordialmente un
buen viaje, aunque les pareciese imposible que un hombre sin experiencia
pudiera cruzar solo aquel desierto. Mi caballo marchaba bien; la tierra se
volvía más seca y la hierba no era tan alta. No se encontraban tantos valles
empantanados ni tantos arroyos caudalosos. No tuve ningún nuevo encuentro,
ni ninguna aventura, si se exceptúa una vez que mi caballo metió una pata en
un agujero y rodamos los dos por el suelo; pero no nos lastimamos ni el uno
ni el otro; afortunadamente tenía la brida muy fuerte, y a esto se debió que no
perdiese mi montura.
Creía ver a cada instante algo que aparecía en el horizonte. Ignoraba si se
trataría de indios, de búfalos, o de potros salvajes. Tras haber recorrido
muchas millas, llegué a un sitio donde el camino daba una vuelta brusca,
sobre una larga extensión de terreno cortado por un arroyo bastante grande y
sombreado por bosques de altos algodoneros. Allí encontré huellas de los
cascos de un caballo que debía haber pasado poco antes, porque la hierba
pisoteada aún no se había enderezado. Oí un crujido y después unas salvas…
Eran detonaciones de rifles y resonaban en el bosque; ruido mezclado con
gritos en los que se distinguía la voz terrible de los pieles rojas; gritos de
guerra y de sangre. Me lancé entre los árboles y allí vi al pobre Shem,

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ensangrentado, sobre la silla, rodeado de un grupo de seis o siete indios, todos
a caballo, y con sus horribles penachos. La cantidad de sangre que Grindrod
perdía le hizo desvanecerse. Pero se había portado valerosamente, a pesar de
que tenía tres flechas clavadas en el cuerpo. Un salvaje estaba tendido a sus
pies, en la agonía de la muerte. Mi llegada cambió el aspecto del combate.
Dos disparos de mi revólver echaron a tierra a un bárbaro pintado de ocre
amarillo que se lanzaba contra Shem, armado de un «tomahawk». Esto fue
suficiente para derrotarlos y ponerlos en precipitada fuga porque, sin duda,
me tomaron por la avanzadilla de alguna partida de cazadores. Huyeron a
gran velocidad a través de la llanura.
Llegué a tiempo para impedir que Shem cayera al suelo. Le bajé con
cuidado de la silla, mientras él murmuraba con voz débil.
—Gracias, señor; a usted le debo mi cabellera.
Quiso continuar hablando, pero la voz le falló, y se desvaneció en mis
brazos.
Tenía una manta, un saco y una botella de metal suspendidos del arzón de
la montura; destapé la botella y vertí unas gotas de licor en su boca; después,
con ayuda de mi corbata y del pañuelo, probé a vendarle las heridas, tras de
haber intentado vanamente extraerle las flechas. Dos de sus heridas eran poco
profundas y más dolorosas que graves. Pero la tercera era definitiva, pues la
flecha había penetrado en el costado, aunque la hemorragia pasara inadvertida
en comparación de los torrentes de sangre que salían de las otras.
Pronto el llanero se repuso lo suficiente para abrir los ojos. Me conmovió
la expresión de agradecimiento que leí en su mirada. ¡Pobre muchacho! ¡Sin
duda había recibido muy pocos testimonios de bondad en su vida vagabunda!
—¿Sufre usted mucho? —le pregunté—. Beba un poco de este licor y le
dará fuerzas para que sigamos hasta el fuerte.
—Señor, de todas maneras le doy las más sinceras gracias; pero todo será
inútil —contestó Shem después de haber bebido un poco de whisky—. No
tengo ya remedio. Un hombre que se ha batido en los combates de la frontera
desde el día en que pudo sostener un rifle, no tiene necesidad de que un
médico le diga si va a morir. ¡Oh, no! Yo no pido eso. No puedo hacerme
ilusiones.
Shem tenía razón. Su rostro acusaba un cambio terrible y estaba pálido
como la muerte. Sus labios se movían convulsivamente. Sus ojos habían
adquirido aquella mirada extrañamente encendida, aquel brillo agitado y
aquella expresión que parece implorar y que no se nota más que en los que

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están próximos a morir. Intenté detener la sangre que le manaba del brazo y le
supliqué que no se desanimase.
—No vale la pena de que se moleste usted hablando, señor —dijo Shem
respirando con dificultad—; ya veo que la muerte me llama; he sentido el
dolor frío y punzante que ha seguido a esta maldita herida. Me estoy
desangrando por dentro y esto significa el fin; todos los médicos de todos los
países iban a serme tan útiles como los mejores cirujanos del Paraná. Pero
usted, señor, ha privado a esos malditos perros de mi cabellera; la querían
para bailarla alrededor en su maldita aldea. ¡Dios mío, cómo se burlarán sus
mujeres cuando vean que vuelven con las manos vacías!
La respiración le faltó y tuvo que hacer grandes esfuerzos para continuar.
—¡Está bien! ¡La desgracia de unos es la dicha para otros! Escúcheme,
señor, va a tener usted lo que yo no podría darle ni por amistad ni por dinero;
tome la valija de la correspondencia, siga hasta la estación y entréguela a
aquellas gentes, diciéndoles lo que ha ocurrido. Vendrán en seguida y quizá
me entierren antes de que los lobos se coman mi cadáver; otro correo ocupará
mi puesto; dígales también que mi deseo al morir era que le diesen un caballo
en cada estación y que le permitiesen que siguiera usted su camino con el
correo. La compañía no se disgustará por esta violación de la regla, en vista
de que ha salvado la valija; esto sin hablar de mi cabellera.
No podía continuar. Me sentí emocionado al pensar que aquella criatura
moribunda tenía tan poco egoísmo como para preocuparse de mí, que aquel
hombre medio salvaje y sin educación trataba de que mi viaje fuese rápido y
seguro, mientras que su respiración se hacía cada vez más difícil y le
temblaban los blancos labios. Le di algunas gotas de whisky, rogándole que
me dijese si deseaba que comunicase su última voluntad o sus últimos deseos
a algún amigo o a algún pariente.
—Hay una joven que vive en la ciudad de Hampton —dijo Shem con voz
casi ininteligible—; la hija de un traficante en mulas; Ruth. ¡Oh! Es una
lástima que se aplazase la boda, porque la compañía concede pensiones a las
viudas de sus empleados. El padre de Ruth ha tenido desgracias en el
comercio, y no le hubiera ido mal recibir unos cuantos dólares cada año.
Le pregunté el nombre de su prometida asegurándole que la casa Spalding
y Haussermann haría todo cuanto fuera posible por ella, en el caso de que el
servicio que me iba a prestar me ayudase a cumplir mi misión.
—Se llama Ruth Moss —respondió con voz débil— y creo que era una
flor demasiado delicada para un salvaje como yo. Asiste a la iglesia
regularmente y escribe muy bien.

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Después me rogó que enviase a Ruth cierto lazo que no recuerdo si había
recibido de ella como prueba de cariño o si él se lo había quitado.
Sea lo que sea, en uno de sus bolsillos encontré el lazo, envuelto con
exquisito cuidado. Pero una mancha de sangre había ensuciado la seda azul: la
flecha estuvo a punto de rasgar aquel símbolo de amor. Shem me rogó
también que me acordase de él al pasar por la estación de Bound-Poud, entre
Fort Bridge y Red-Crech, y me suplicó que le dijese a su anciano padre,
Amos Grindrod, que había muerto como un hombre.
—Me temo que éste sea un golpe mortal para el viejo —murmuró el
llanero, cuyos ojos semicerrados se velaban—, pero estará contento de saber
que no me han arrancado los cabellos. Dígale que he sido muerto por un
grupo de «shoshomies» de Búfalo Rabioso. ¡El chacal! ¡Las veces que le he
invitado a beber! Sin embargo me odiaba. ¡Ahora debe de sentirse satisfecho,
pero que se guarde de ponerse al alcance del rifle de Amos Grindrod!
A Shem le preocupaba saber si el indio contra quien yo había disparado
estaba muerto y cuál era la divisa pintada en su cuerpo. Cuando le describí el
ocre amarillo, listado de blanco, me dijo que debía tratarse del pequeño
Nebau, uno de los mejores tiradores de Búfalo Rabioso. El otro indio estaba
pintado de rojo y de negro y los dos eran cadáveres.
Después, Shem me preguntó con timidez si tendría la bondad de recitarle
«un poco de las Sagradas Escrituras». Me dijo que no había ido con
frecuencia a la iglesia, pero que Ruth era piadosa y su madre tenía
sentimientos muy cristianos. Me arrodillé a su lado y le incorporé la cabeza
mientras pronunciaba en alta voz una oración sencilla y corta, como las que se
enseñan a los niños. Oí la voz ronca del moribundo que repetía las palabras
una o dos veces. De pronto le sobrevino un fuerte estremecimiento. ¡Pobre
Shem! Falleció antes de terminar su oración.
Una hora más tarde me dirigí a la estación, montado en mi caballo y
conduciendo el de Shem por la brida.
—¡Ah! ¡Deténgase! ¡Deténgase! O le pego un tiro tan cierto como me
llamo Brudshard —gritó una voz severa.
Por una tronera del fuerte solitario vi el largo cañón de un rifle, que me
apuntaba, y obedecí.
—¡Trae uno de nuestros caballos! —exclamó una segunda voz—: Debe
haberlo robado; ¿quién es usted?
—Soy un amigo —exclamé—, un viajero. Déjenme entrar y lo explicaré
todo.

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Uno de ellos comprendió que decía la verdad. Otro insinuó que podía ser
yo un proscrito o un indio blanco[33], y que quizá deseara que se abriese la
puerta de la fortaleza para dar entrada a los pieles rojas. Otro opinó que lo
más prudente sería disparar contra mí. En América es la mayoría la que gana,
y la mayoría decidió que debían admitirme. Todos tuvieron una gran sorpresa
y un dolor sincero cuando les conté la muerte de su compañero.
Tres hombres recogieron en seguida sus rudos utensilios y suspendieron
de sus hombros los largos rifles. Se prepararon para dirigirse al lugar en que
quedara el cadáver del infortunado joven, con objeto de enterrar sus restos
según las costumbres de la frontera; con gran instinto de la disciplina, alguien
se apresuró a ensillar su caballo con la intención de llevar a su destino la
valija de la que el pobre Shem no se había desprendido más que con la vida.
De todo el grupo, el correo era el más afectado. Hubiera preferido ser de los
que iban a enterrar los restos de su antiguo camarada, pero esto le era
imposible; él estaba de turno, decía con los ojos llenos de lágrimas, y tenía
que cumplir con su deber. Se preparaba tan de prisa como le era posible.
Aventuré mi petición. Con aire tímido y torpe, les rogué que me dieran
autorización para conseguir un caballo en cada estación, y les hice saber, con
tanta modestia como fue posible, que había sido yo el que había salvado la
correspondencia. Los hombres quedaron embarazados y me observaban
minuciosamente; después reflexionaron sobre mi demanda. El que me había
tomado por un renegado blanco me examinó de nuevo y dijo bruscamente:
—¿Cómo podemos saber que no nos ha largado una serie de embustes?
¡Tal vez fue él quien mató a Shem para procurarse otra montura!
—¡Cállate! —dijo una voz de trueno, llena de indignación. Era la voz del
correo que iba a llevar la correspondencia.
—Debería darte vergüenza ese lenguaje; aquí tienes a un hombre que es
tan honrado como el primero, que se ha batido al lado del pobre Shem, que ha
salvado su cráneo, que nos ha traído la valija de la correspondencia y aún te
atreves a insultarle con tu sucia lengua. Fíjate en su caballo, no está cansado;
además, nos trae el de Shem y tienes el valor de decir que ha asesinado a un
cristiano blanco. ¡Eso es vergonzoso!
—Sí, sí, es vergonzoso —gritaron los otros dos—. ¿Has visto a algún
maldito renegado que mirase frente a frente a un hombre, con aire atrevido y
leal? Este señor es honrado, y si alguna vez tiene necesidad de amigos en un
rudo combate, nosotros seremos sus hombres.
Los tres me dieron un cordial apretón de manos. Había que aprovecharse
de la ocasión; por consiguiente, hice un llamamiento enérgico pidiéndoles que

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me proporcionasen caballos y les afirmé que toda mi dicha, mi porvenir y el
de muchas personas dependían de la rapidez de mi viaje. Me escucharon con
benevolencia; pero cuando terminé con estas palabras: «Shem también lo ha
deseado así a la hora de su muerte, y me ha rogado que os lo dijese», quedó
todo solucionado. Mi enemigo murmuró algo de lo que solamente pude
distinguir la frase «bonitas palabras»; después habló de la violación del
reglamento. Pero el correo le interrumpió afirmando ante todos que si la
compañía se quejaba de esta infracción después de los servicios prestados por
el forastero demostraría ser una administración abominable y él, por su parte,
no la serviría más.
—Venga —añadió—, venga usted, señor; voy a darle un caballo; ya ha
perdido bastante tiempo y es preciso que lo recupere. Venga conmigo a la
cuadra y elija el que más le guste. Aquí tiene usted un «mustang», al cual su
silla le irá como una segunda piel. Pídale a Jonás que le proporcione pan,
porque le aseguro que no encontrará muchos hoteles. Cargue su revólver,
coronel; tome una botella de whisky. Tenga cuidado con ese potro, señor,
porque muerde un poco. Nosotros le guardaremos el suyo hasta su regreso, si
es que vuelve por aquí. Hasta la vista, amigo.
El correo, impaciente, terminó sus preparativos y se lanzó sobre la silla,
hizo un molinete con su rifle y partió a todo galope. Yo le seguí tan aprisa
como me fue posible, despidiéndome de los que se quedaban y de los que
estaban a punto de partir para el sitio donde el pobre Shem quedó tendido
junto a sus enemigos color de cobre. El «mustang» mosqueado de gris era
grueso y perezoso, comparado con el nervioso «pony» que montaba mi guía.
Tardé bastante en alcanzarlo. Avanzábamos con una rapidez extraordinaria.
—Haga usted marchar de prisa a su caballo, coronel —gritaba el correo
—; llevamos mucho retraso. No le amenace usted; dele con la espuela, porque
ese animal es muy atrevido. Tenga cuidado con esas tierras pantanosas donde
crecen esos juncos. Si su caballo pisara ese terreno, se hundiría hasta el cuello
y usted se quedaría ahí. Adelante, señor, atraviese usted ese arroyo; ya sé que
un caballo del Paraná no puede saltar como uno de los Estados Unidos, pero
no importa.
Me pareció que Dennis gritaba y ponía su montura al galope para calmar
sus excitados nervios. Me convencí de que así era porque, después de haber
cabalgado juntos a la mayor velocidad posible durante seis o siete millas, el
correo dejó su potro a un paso constante y moderado.
—Bien, señor —dijo—, ahora podemos ir más despacio, me he
tranquilizado un poco. Quizá no me crea, coronel, pero he estado a punto de

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hacer una tontería. Verdad es que conocía al pobre Shem desde hace mucho
tiempo. No éramos más altos que las coles y ya jugábamos juntos en la aldea
de Pegwotte, cerca de Utaca, en el viejo Kentucky.
Bluck decidió que debíamos dirigirnos hacia el Oeste, y eligió él mismo la
dirección.
—Bien tristes son las noticias que hemos de darle al viejo Amos. Es muy
anciano pero bastante fuerte, y ahora está en Bound-Poud, para hacer el
comercio de pieles. Preferiría que fuese otro el que tuviera que
comunicárselo.
El correo se quedó silencioso durante algún tiempo, y no habló más que
cuando yo hice un elogio bien merecido del valor de Shem. Le dije que le
había encontrado rodeado de siete indios. Los ojos del hombre de la frontera
brillaron con una mirada llena de altivez.
—Era un muchacho valeroso, señor; yo presencié su primer combate.
Ocurrió al mediodía. También tenía a los indios por enemigos; tres contra
uno. Puedo decir que aquello no fue un juego de niños, señor.
El correo abrió su ancho pecho, las narices se le dilataron y sus labios
enrojecieron cuando se acordó del terrible encuentro.
Dennis era mucho más fuerte que Shem; alegre y menos ligero, pero no
faltaba en su carácter cierta poesía ruda y franca. Me dijo que conocía a la
prometida de Shem; que era una muchacha muy bonita y que era difícil
encontrar una joven semejante en la frontera, donde todas tenían aire de gato
salvaje.
Quizá su dulzura y su piedad habían conmovido a Shem. Bluck hablaba
con sentimiento y con una profunda convicción del disgusto que esperaba al
anciano Amos Grindrod, que era un cazador de mucha fama, por su habilidad
y por su valor tanto en la guerra y en la caza.
—Estas noticias acortarán los días del viejo, señor; pero menos mal que
no vive la madre, porque adoraba de tal modo a Shem, que solamente con que
tuviese mal en un dedo, temblaba como una gallina a la que van a quitar sus
polluelos. Era una buena mujer, y cuidó a mi madre cuando ésta estuvo
enferma de las fiebres.
El honrado Dennis tenía demasiada delicadeza instintiva para demostrar la
menor curiosidad por el objeto de mi viaje; tanto en esto, como en otras
muchas cosas, tenía bastante más tacto que muchas personas que se visten
elegantemente y llevan botas lustradas. No obstante, me dio varios buenos
consejos:

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—Sobre todo vaya usted tranquilo —decía—, no se atormente, coronel;
tiene usted demasiado calor en las mejillas; cuando le he estrechado las
manos, ardían como un pedazo de tela quemada. Me parece que hace bien al
no beber whisky, aunque para mí sea un consuelo. Pero si tuviera usted un
acceso de fiebre, iba a retrasarle mucho: no se atormente, pues. Duerma tanto
como sea posible. En cuanto a los indios, no es muy probable que ataquen a
dos hombres blancos cuando se den cuenta de que no somos más que dos
corderillos a los que pueden cazar al lazo. Con las caravanas de emigrantes es
ya otra cosa, porque a los demonios rojos les gusta mucho el botín, y no son
los soldados quienes pueden evitarlo. El rencor es lo que ha hecho que Búfalo
Rabioso atacara al pobre Shem, porque éste le dio un latigazo un día en el
fuerte Bridgow, cuando el indio estaba borracho con el whisky que algunos
traficantes sin escrúpulos le habían vendido. Esos indios no perdonan jamás.
Guárdese usted de ellos, señor, sobre todo cuando llegue el paso de las
montañas. Los indios que van pintados de negro sólo buscan los caballos y las
ropas, pero los otros quieren además las cabelleras.
Recibía los buenos consejos de mi compañero, procurando continuar el
viaje con tanta sangre fría como me era posible. Descansaba cada vez que
cambiábamos de caballo, aunque la verdad es que en esto no invertíamos más
de cinco minutos. Parece imposible el efecto benéfico que sobre mí hacía un
sueño de cinco minutos. Más de una vez mi compañero me dijo:
—Coronel, le va venciendo el cansancio; cierre los ojos si quiere y deme
las riendas; yo conduciré los dos caballos.
A decir verdad, aquella silla amplia convenía admirablemente a un jinete
que se encontraba en mi estado. Una vez me dormí profundamente. Al
despertarme me sentí sostenido por el fuerte y potente brazo de mi conductor,
que galopaba a mi lado desde hacía mucho tiempo y que llevaba las dos
bridas con la mano izquierda.
—Le he dejado que durmiese, coronel —me dijo—, porque imagino que
esto le repondrá un poco.
En la pradera, como en todos los sitios, he comprobado que los buenos
sentimientos eran la regla y los malos la excepción. Pero las fatigas resultaban
mayores de todo lo que puede imaginarse.
Continuamos nuestro camino, de día y de noche, unas veces bajo el sol
ardiente y otras con un viento helado del Norte. Cruzamos arroyos, pantanos
o llanuras interminables. Vastas extensiones de matorrales, horizontes azules,
colinas y peñascos pasaban volando por nuestro lado. Galopábamos siempre,
y llegamos por fin a un sitio donde la hierba larga había sido sustituida por

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otra, corta y dura; la hierba que tanto gusta a los bisontes. El agua era cada
vez más escasa y las plantas salvajes sustituían a los floridos arbustos de los
primeros días. De vez en cuando, los cascos de nuestros caballos se hundían
en una tierra blanca, cubierta por una capa de sal cristalizada que relucía bajo
los rayos del sol. Vimos pocos indios y menos caza aún. Esta última había
sido ahuyentada por las continuas caravanas de emigrantes.
Me es imposible dar una idea justa de aquel interminable viaje, del estado
de mis miembros, de mis dolores, de mis músculos rígidos. Aún podría menos
hacer comprender cuánto sufrí por la tensión continua de mi espíritu, que me
fatigaba el cerebro tanto como el cansancio del cuerpo.
No olvidaré nunca la tarde en que llegamos a Salt-Lake City, la capital del
territorio de Utah y la nueva Jerusalén de los mormones. Desde allí tenía que
dirigirme a las regiones más civilizadas.
Con gran sorpresa mía, advertí que el personal de la estación del correo de
Salt-Lake City era mucho más desconfiado y rudo que todos los que había
visto en las anteriores. Eran gentiles[34] en medio de una población fanática,
dominada por aquella extraña creencia cuyo estandarte ha sido enarbolado en
las soledades del Oeste.
No tardé mucho en saber el motivo de su aire receloso.
—¿Dónde está Jack Hudson? —preguntó Dennis tan pronto se cambiaron
los primeros saludos.
—¿Quién lo sabe? —respondió el hombre a quien se había dirigido—. Yo
no sé nada. Seth me ha dicho que se fue a la ciudad. Si esto es así, no ha
vuelto aún: esto es todo lo que sé.
—¿Cuándo se marchó, Seth? —preguntó el correo.
—Pues hará cosa de dos días —respondió el aludido sin dejar de picar
tabaco con un cuchillo—, antes de la puesta del sol.
—Estoy seguro de que no ha desertado: Jack es demasiado leal para hacer
una cosa así —opinó el correo en tono desconfiado.
—¡Desertado! ¡Oh, no! Pero hay algo que debe hacerse constar, y es que
no ha vuelto.
El correo contempló fijamente el rostro de Seth con una mirada
significativa y levantó lentamente el índice. Seth hizo un signo de
asentimiento.
—Cuanto menos se diga de esto, mejor —añadió observándome,
intranquilo.
—¡Bah! El coronel no dirá nada; puedes hablar delante de él como delante
de mí —exclamó el correo—. ¿Crees que en todo eso tienen algo que ver los

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sanguinarios mormones?
—¡Chist! ¡Chist! Nos cortarán el cuello a todos —advirtió el hombre de
más edad, que se mostraba muy alarmado—. Quizá nos oiga alguno de esos
bribones.
Miró por la ventana y hacia la puerta, para cerciorarse de que nadie le
estaba escuchando.
—Lo había olvidado —se excusó Seth—, pero dime todo lo que sepas de
Jack Hudson. Me temo —añadió en voz muy baja— que se haya ido para
siempre. Estaba muy inquieto por su hermana Nelly Hudson, que se había
unido a los mormones el invierno pasado, en Illinois, de donde aún no ha
vuelto.
—¡Vaya! ¡Vaya! —dijo el correo—, yo también lo he oído decir.
—Esto es lo que yo creo —continuó Seth—. Jack habrá conseguido que lo
destinen a una estación desde donde le sea más fácil buscar a su hermana y
devolverla a su religión y a su casa. Ya podéis suponer que los mormones no
se habrán conformado.
—Lo temo también —convino Dennis.
—De modo que Seth y yo opinamos —siguió el más viejo del grupo—
que Jack ha dado un mal paso, y que a estas horas será un «shanssip».
—¡«Shanssip»! —repetí yo—, ¿y qué es eso?
El hombre me miró sorprendido.
—¡Cómo! ¿No ha oído usted hablar nunca de «shanssip», forastero?
Tanto peor para usted. ¿Tampoco ha oído hablar de los «damstes»?
Era cierto; tenía algunas vagas referencias de aquella policía secreta del
país de los mormones, de aquellos feroces fanáticos que tan ciegamente
obedecían a su profeta.
—Vamos; así tiene usted razón al creer que su camarada…
—Reposa bajo la bóveda salada de uno de esos lagos que hay por aquí
cerca, y no estará solo. Faltan muchas personas que jamás han vuelto a
California. Seguirán allí hasta el día del Juicio, cuando el lago Salado
devuelva a sus muertos.
Pregunté yo si no podría hacerse un llamamiento a los jefes mormones.
—Sería inútil, coronel; suponga usted que mañana voy a casa de
Brigham[35] o de Kimball, o de otro cualquiera de sus grandes hombres,
ancianos, ángeles, sacerdotes o lo que sea, y le preguntó: «¿Jack Hudson?».
Brigham habla muy bien y acabaría marcándome; y quizás algún otro me
obsequiara con un vaso de whisky que me produciría la muerte. Tanto es así,
que no me extrañaría nada que el recaudador de contribuciones que mandó el

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gobierno hubiese muerto de este modo, después de tomar un refresco en casa
del ángel de Badger. Créame usted, una cosa así es peligrosa y muy expuesta.
Eso es tan verdad como que hemos de morir. La semana última, al pasar
por delante del gran lago, vi el rostro inmóvil de una mujer muerta en el
fondo.
Seth parecía muy inquieto durante este discurso. Se levantó bruscamente,
maldiciendo en voz baja, y abrió la puerta con precaución para saber si
alguien había estado escuchando.
—Yo creo —dijo— que haríamos mejor en no hablar de estas cosas.
Estamos fuera de la protección del gobierno. Los mormones son muy astutos
y se diría que tienen oídos en todas partes. Si tuviesen una ligera idea de lo
que estamos diciendo, el coronel no vería jamás Nueva York y yo no volvería
a mi casa de Montgomery.
A mí no me preocupaba, después de una interminable carrera a la luz de la
luna, encontrarme al despuntar el día cerca de los límites de los mormones. El
resto del viaje transcurrió con escasos incidentes. Las fatigas eran las mismas,
pero ya no había peligro. Atravesamos un camino sembrado por blanqueados
huesos de caballos y mulas; aquí y allá, los pequeños montículos de turba
marcaban el último sitio en que había comido un emigrante con su mujer y
sus hijos, destinados a no llegar jamás a la tierra de promisión. Los víveres
abundaban mucho más. Se encontraba agua con mayor facilidad que cuando
los expulsados mormones emprendieron su famosa marcha a través del
desierto, que llenaron de tumbas. Estuvimos a punto de ser enterrados por la
nieve al cruzar las Montañas Rocosas, pero éste fue el último riesgo.
Ya habíamos cumplido el deber de comunicar al anciano Amos la muerte
de su hijo y de entregarle el trozo de cinta manchado de sangre, para que lo
devolviera a su prometida. El anciano intentó recibir aquella terrible noticia
con el estoicismo de los indios entre los que había pasado la mayor parte de
su vida. Y expresó viva alegría al oír que Shem había muerto como un
hombre de Kentucky debe morir: con gran valor. Pero algunos momentos
después, su naturaleza fue vencida. Las facciones del anciano se
transformaron, las lágrimas corrieron por sus rugosas mejillas, mientras decía
sollozando:
—¡Shem, mi querido hijo Shem! ¡Yo era quien debía morir, y no tú!
El viaje agotador había concluido, y pronto aparecieron los tejados de una
villa. Descabalgué alegremente, y estreché con júbilo las callosas manos del
correo de la Compañía Pony Express, dejándole muy preocupado al examinar
los cabalísticos signos de un billete de diez dólares que le entregué. Alquilé

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un coche de dos caballos y partí inmediatamente. Bien pronto lo cambié por
otro mejor, que me prestó muy buenos servicios, hasta oír los relinchos de ese
buen potro de vapor: la locomotora. Tomé el billete para el tren. ¡Qué lujo,
qué delicia viajar así después de un largo recorrido sobre la silla! Dormí de tal
manera que desperté la curiosidad de más de un viajero acerca de mis
negocios y posición.
Había enviado un telegrama a Nueva York.
«¿Vapor “Californian”, ha llegado ya?»
La respuesta fue más breve aún:
«No.»
Me sentí muy animado.
Mis fatigas no habían sido vanas; podía esperar encontrarme en Nueva
York antes que el doctor. Pero no por esto estaba ganada la partida. Aún me
faltaban los papeles, los documentos.
El tren se detuvo y oí decir:
—Marsha ¿saltamos aquí? ¿Esto es Nueva York, marsha? Alguien me
cogió del brazo, mientras otro mantenía un farol delante de mi cara; eran un
criado y el revisor del tren.
—Voy al Metropolitan Hotel —les dije—; necesito un coche, pero no
tengo equipaje. ¿Saben si ha llegado el vapor «Californian»?
—Sí, señor, ha llegado —dijo un vendedor de periódicos—, aquí traigo
todas las noticias. Tengo The Tribune y The Times.
Compré un periódico y busqué en seguida la lista de viajeros
desembarcados: tanto en polvo de oro, tanto en lingotes, un distinguido
visitante europeo, el director de una compañía minera, la señora Constantini,
los coroneles Joram Nechlow, etc.
El conductor del coche era, como de costumbre, un irlandés y,
afortunadamente, podía confiar en él. A aquellas horas todo estaba cerrado.
Me condujo al almacén de un judío que se dedicaba al comercio de ropas.
Adquirí trajes nuevos, camisas, una maleta, me corté la barba y el cabello. De
tal modo me transformé, que el cochero conducía al Metropolitan Hotel a un
caballero distinguido y limpio en lugar del californiano con camisa de franela
sucia que antes le había alquilado.
Al llegar al hotel pedí cortésmente al dueño que me dejase ver la lista de
viajeros antes de alquilar una habitación. El nombre de Nechlow estaba
inscrito en el libro.
Tenía el presentimiento de que se alojaría en aquel hotel, porque se lo
había oído elogiar muchas veces.

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Subí las escaleras lentamente.
Después me retiré para reflexionar lo que debía hacer, y confieso que me
sentía confuso.
Nechlow, sin duda, se dirigiría al banco a la mañana siguiente para
presentar el falso bono y quizá para ingresar los billetes. Tenía que impedirlo;
pero ¿cómo? ¿Debía dirigirme a la policía y pedir su ayuda? No, no era esto
lo que me habían encargado; además, nada iba a conseguir. Nechlow disponía
de medios para presentarse como inocente, y a mí me tomarían por un falso
acusador. Después pensé en ponerme frente a él resueltamente y obligarle a
que me devolviese lo que era propiedad de la casa, con una pistola si era
preciso. Pero éste era un medio demasiado violento para adoptarlo en uno de
los mejores hoteles de Nueva York. No sabía qué hacer.

¡Dios mío, cómo olía a quemado! ¡El aire era sofocante, denso! ¡Todo lo
invadía el humo! ¡El fuego había hecho presa en la casa!
Salté de la cama y me vestí apresuradamente. «Muchas veces la desgracia
de unos es la dicha para otros.» Cuando tocaban las campanas para advertir a
los viajeros, yo pensé en Joram Nechlow.
—¡Fuego! ¡Fuego!
Esta terrible palabra despertó a todos los que dormían. Nubes de humo
negro invadieron rápidamente los corredores, junto con lenguas de fuego,
semejantes a serpientes de plata. Se oían lamentos y se abrían las puertas con
violencia. Hombres, mujeres, niños, a medio vestir, salieron a toda prisa de
sus habitaciones, lanzando gritos horribles. Todos huían, menos yo. Mi único
pensamiento era encontrar la habitación de Joram, de la que conocía la
disposición y el número. Sabía que estaba exponiendo mi vida, pero la
recompensa merecía aquel riesgo. Estaba casi ahogado por el humo, pero
continué mi camino. De pronto, alguien que iba medio vestido tropezó
conmigo. Aquel hombre lanzó un grosero juramento. Era Joram Nechlow. No
me reconoció y se lanzó hacia delante, no pensando más que en salvarse.
¿Llevaría sus papeles? Me pareció que no. Estaba casi seguro de que no los
llevaba encima. Continuaban, pues, en su habitación, cuya puerta entreabierta
casi no me dejaba ver el humo. Seguí hacia delante. El aire enrarecido me
hacía llorar y la respiración resultaba difícil. Pero nada hubiera podido
detenerme. Las ropas y el escritorio estaban en el mismo sitio en que
Nechlow los dejara. La caja, aparecía abierta, pero no contenía ningún papel.
En la maleta tampoco estaban. ¡Me había arriesgado inútilmente! ¡Emma no
sería mi esposa! El humo me ahogaba y el fuego, que ya calentaba de un

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modo insoportable, había llegado hasta la cama. Las cortinas iban
desapareciendo en medio de grandes llamas amarillentas. Las lenguas sutiles
del incendio casi me rodeaban; debía huir o perecer.
Oía, en la calle, el ruido de las bombas de incendio y las exclamaciones de
la multitud; después, el estruendo del agua arrojada con violencia contra la
casa, mientras se hacían esfuerzos prodigiosos para extinguir el fuego.
Salía vacilante, cuando vi una cartera de piel de Rusia medio abierta; en
su terror, Joram la había abandonado. Las cortinas inflamadas cayeron sobre
mí en fragmentos; mis manos estaban llenas de quemaduras, pero logré
apoderarme del objeto precioso y lo abrí.
¡Sí! Los bonos y los billetes estaban allí; los deposité en mi bolsillo.
Abandoné la habitación y conseguí retroceder lo avanzado, luchando contra el
fuego del corredor; el agua había debilitado hasta cierto punto las llamas, y
los bomberos tenían la seguridad de extinguir el incendio en poco tiempo.
Casi asfixiado, quemado, pero con el corazón palpitante de orgullo, bajé
las escaleras llenas de humo y de gente. Al llegar a la calle, me desmayé.

… … … … … …

Ya nada más tengo que contar. Soy uno de los socios de la empresa.
Emma es mi mujer y su hermano se ha regenerado por completo, pero vive en
otro país. La casa Spalding, Haussermann y Cía., concedió una pensión a la
pobre muchacha que debía casarse con Shem.

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LA HISTORIA DEL «CORONER»

WILLIAM A. BAILLIE-GROHAM

A verdad es —iba diciendo el viejo Dr. Potts, coroner[36] de Los


L Ángeles, a su amigo el juez Van Snyder, mientras recorrían el depósito
de cadáveres—, la verdad es que los coroners de San Francisco no saben en
realidad cómo llevar su negocio y sacarle todo el partido posible; no saben
cómo hacerlo medrar, por así decirlo.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el juez, un poco asustado.
—Que no saben sacarle a un cadáver todo el dinero que puede extraerse
de él. Digamos que no saben llevar el asunto científicamente. Nosotros
hacemos esas cosas muchísimo mejor.
—¿Sí, eh?
—Sí. Por ejemplo, hace unos meses, murió aquí un chino, a fuerza de
fumar opio; el caso ocurrió en los suburbios y, por supuesto, yo llegué allí y
formé y tomé juramento a un jurado antes de que el cadáver se quedase frío; y
citando testigos y tomando declaraciones y todo eso, al llegar la noche tenía
una cuenta contra el condado, por un total de 96,50 dólares.
—Más de lo que valía el chino, diría yo —comentó el juez.
—Espere. Aquella misma noche llevé el cuerpo al laboratorio e hice que
me lo embalsamaran y lo dejaran dispuesto para lo que se pudiera terciar.
Bueno, tres noches después, hubo una buena pelea en el campamento indio de
Digger y yo corté la celestial coleta, entrelacé en el pelo unas cuantas plumas
y escondí el cuerpo bajo un arbusto, no muy lejos de allí. Le encontraron en
seguida, claro, y salió la información en los periódicos y, como el jurado no
pudo ponerse de acuerdo sobre la tribu a que pertenecía el difunto, yo formé
otro —casi el doble de honorarios, ¿comprende?— y envié a los periódicos un
artículo muy elocuente, porque, como usted sabe, es siempre un buen sistema
llevarse bien con los periodistas.
—¿Cuánto sacó?

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—La especulación iba ya por alrededor de los 240 dólares. Luego esperé
hasta que un grupo de emigrantes «dagos»[37] pasó por la ciudad, y al día
siguiente encontraron a uno de ellos tirado en medio de la carretera, muerto
de una enfermedad del corazón. ¿Comprende usted? Era el mismo cuerpo,
con un gran sombrero de fieltro, unas botas raídas y los bolsillos llenos de
macarrones. Creo que en aquella ocasión saqué de los contribuyentes unos
170 dólares más. Entonces lo guardé cuidadosamente durante una semana y
luego metí el cuerpo en una caja de embalaje, que fue hallada en el
departamento de objetos no reclamados, en la estación del ferrocarril. El
asunto apareció en los periódicos como «El caso del asesinato misterioso», y
las pesquisas duraron diez días. Veamos, creo que, cuando llegamos al final
del asunto, la suma subía a 445,50 dólares. ¿Qué le parece?
—Es la cosa más extraordinaria…
—Pero esto no es nada, mi querido amigo, nada. No he llegado todavía a
la mitad de lo que vale el chino. Cuando salí de casa, acababa de dejarlo
cuidadosamente colgado de las ramas superiores de un árbol, en el bosque que
hay a la salida de la población; todo él vestido de negro, con un viejo
telescopio en el bolsillo de la chaqueta y unas gruesas gafas verdes colgadas
de la nariz. ¿Ha captado ya mi idea, verdad?
—No, en realidad no la he captado.
—Esta vez será un aeronauta, ¿comprende? Expedición científica, de
origen desconocido, cae desde un globo aerostático. Todo ello idea mía.
Espléndida, ¿no es verdad? El cuerpo está ya un poco pachucho, ya lo sé, pero
¿qué quiere que haga en este endiablado clima de Los Ángeles, tan insano? Y
espero enviar el cadáver a la mujer, y las hijas, en París; aunque tenga que
telegrafiarles primero para eso. No, amigo mío; puede usted estar seguro de
que esos coroners metropolitanos carecen de empuje, de intrepidez, de
inventiva.
De mala gana, el doctor dejó de hurgar especulativamente a un difunto y
permitió que el juez se lo llevase a beberse unas copas.

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VACACIONES EN EL BANCO

EDWIN CORLE

T OM Lobo, cuyo verdadero nombre era Zorro Gris, llegó hasta la puerta.
La puerta, que, según él tenía sabido, estaba siempre abierta a ciertas
horas, aparecía cerrada. La mente de Tom Lobo, absolutamente falta de
imaginación, no vio nada extraño en aquel inesperado cambio en los
acontecimientos. Permaneció allí, bajo el sol brillante y no hizo nada. Estaba
pensando: «Esta puerta está cerrada, luego no puedo entrar». Fue hasta la
acera y allí se quedó, mirando al edificio.
Pensó que era un edificio muy blanco y muy bonito. Pensó que tenía en
los cristales unas letras de oro, muy bonitas. Pensó que hacía un día caluroso
y bonito. Pensó que le gustaría beberse un vaso de cerveza.
Y así se estuvo Tom Lobo delante del First National Bank de la pequeña
ciudad de Coachella, esperando. Varios comerciantes y rancheros pasaron por
delante, y algunos hicieron comentarios sobre el banco. Si Tom Lobo se
hubiera molestado en escuchar, hubiera oído algunas frases: «Hasta que
consigan poner en orden las cosas», «Los cheques no valen un comino»,
«Roosevelt», «Congreso», «Talegas de dinero», «Abrirán dentro de tres días»,
«No abrirán en tres meses». Pero él no escuchaba. Estaba pensando que era
un edificio muy bonito.
Charley Joe llegó calle abajo. Él y Tom Lobo se dijeron buenos días con
la vista, sin dirigirse la palabra uno a otro. Charley Joe fue hasta la puerta del
edificio. No se sintió muy sorprendido cuando la halló cerrada; ni siquiera se
le ocurrió atisbar lo que pasaba dentro, como hubiera hecho un hombre
blanco. Se dirigió hacia donde estaba Tom Lobo. Charley Joe llevaba unos
pantalones azules y una camisa gris, sin corbata. Tom Lobo llevaba unos
pantalones viejos azul oscuro y una camisa gris, sin corbata. Apenas había
diferencia entre ellos, salvo que Tom Lobo llevaba un sombrero blanco y
sucio, de la variedad llamada «Panamá», mientras que Charley Joe no llevaba

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sombrero. Charley Joe sacó una pipa del bolsillo de su camisa y la llenó de
tabaco.
—Cerrado —dijo Tom Lobo.
—Mmm —respondió Charley Joe.
Rascó una cerilla y encendió la pipa.
—Buen tabaco —dijo Tom Lobo.
—Mmm —respondió Charley Joe.
Permanecieron en silencio durante unos minutos. Los dos parecían
perfectamente cómodos y no hacían el menor esfuerzo para buscar un motivo
de conversación. Después de un rato, se hizo evidente para ellos que los
hombres blancos que iban al banco volvían muy excitados, al encontrarlo
cerrado. Muchos levantaban la voz, hacían preguntas y hablaban muy de
prisa.
—¿Por qué el banco cerrado? —preguntó Charley Joe.
—No sé —repuso Tom Lobo.
—A lo mejor John Agua Blanca sabe —dijo Charley Joe.
—A lo mejor —concordó Tom Lobo.
Aquello acabó con la cuestión del banco, por el momento. Después de
otro rato de fumar en silencio, dijo Charley Joe:
—Tengo un caballo nuevo.
—¿Y el viejo? —preguntó Tom Lobo.
—Muerto —dijo Charley Joe.
Entonces Ojo Negro, que había estado sentado a la sombra, cerca de la
estación de mercancías, avanzó calle abajo. Ojo Negro era un indio muy
viejo, con la cara llena de arrugas y el pelo gris. No era tan alto como Charley
Joe o Tom Lobo, pero se suponía que era muy inteligente. Los tres hombres
se saludaron sin decir ni una palabra. Ojo Negro no fue a la puerta del banco.
Solamente miró hacia ella, y a dos rancheros que pasaban por delante y que
iban haciendo aspavientos y asegurándose, nerviosamente, a sí mismos, que
«todo estaba O. K.». Los rancheros se subieron a un camión «Ford» y
arrancaron. Apareció otro hombre blanco. Éste dio unos golpes en la puerta y
hasta echó una ojeada por las ventanas.
—Banco no trabaja —comentó Ojo Negro.
—Mmm —convinieron Tom Lobo y Charley Joe.
—Charley Joe tiene caballo nuevo —dijo Tom Lobo.
—Caballo viejo muerto —añadió Charley Joe.
—Mmm —comentó Ojo Negro.

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Los tres guardaron silencio. Se volvieron y contemplaron la ciudadela del
sistema económico de hombre blanco. Los habitantes de la ciudad charlaban
en grupos y se afanaban arriba y abajo. Parecían aterrorizados. «The First
National Bank of Coachella», decían las letras doradas de las ventanas. La
información apenas era necesaria. Aquél era el único banco de Coachella, e
incluso de todo el valle de Coachella. Era el único banco en un radio de
setenta y cinco millas. Pero los indios no leían el impresionante rótulo, ni
tampoco los nombres de los ejecutivos, pintados en la puerta. Sólo estaban
mirando al banco, sencillamente.
—¿Por qué el banco cerrado? —preguntó Charley Joe.
—¿Por qué, Ojo Negro? —preguntó Tom Lobo.
—No sé —asintió Ojo Negro.
—Banco tiene dinero. Vi dinero allí, ayer —dijo Tom Lobo.
—Seguro, banco tiene dinero —corroboró Charley Joe—. Puse dinero en
él.
—A lo mejor John Agua Blanca sabe —dijo Ojo Negro.
—A lo mejor —añadió Tom Lobo.
Y así esperaron, mientras la mañana se iba pasando y el sol del desierto se
iba haciendo más ardiente y brillante, a medida que se acercaba el mediodía.
John Agua Blanca no llegaba. Pero Tony Gee sí llegó. Tony Gee trabajaba en
un rancho datilero, o «jardín» datilero, como se les llamaba por allí, no muy
lejos de Indio. Tony Gee era un indio próspero, pero no era una autoridad
reconocida, como lo era John Agua Blanca. John Agua Blanca había sido
amigo del viejo Higuera, John e Higuera; John era el indio más sabio, al estilo
del hombre blanco, en todo el desierto del Colorado. Higuera tenía reputación
de haber sido uno de los exploradores de Fremont y de haber matado a cinco
hombres. Nadie sabía si tal cosa era cierta, ni nadie se preocupaba demasiado
de ello, porque Higuera John estaba muerto. Pero su sabiduría le sobrevivió
en la persona de John Agua Blanca. Cuando alguien quería saber algo se
dirigía a John Agua Blanca. Por eso, John Agua Blanca sabría, naturalmente,
por qué estaba cerrado el banco y por qué los rancheros parecían tan
excitados. Lo que había que hacer era esperarlo. No obstante, la llegada de
Tony Gee, a mediodía, trajo un fragmento de explicación.
Tony Gee llegó a la ciudad conduciendo su «Ford», tan viejo que parecía
una carraca. Subió la calle dando bandazos y paró ante la acera. Tony se
sentaba muy tieso en su asiento, llevaba el volante con las dos manos y los
codos muy separados del cuerpo. Conducía su cacharro con una dignidad
ridícula. Lo dejó en el borde de la acera y fue hasta la puerta del banco. Tony

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Gee llevaba unos pantalones de pana polvorientos, una camisa gris, sin
corbata, y un sombrero de paja. Saludó a sus amigos con un gesto y éstos le
devolvieron el saludo.
Tony Gee se paró ante la puerta del banco y estudió muy seriamente un
letrero que había en la puerta. Ninguno de los otros se había fijado en él.
«El banco cerrado por vacaciones —deletreó—. Hasta el próximo lunes.
Por orden del Gobernador.»
Tony Gee meditó sobre el mensaje. Revolvía en su mente el significado
del aviso. El gobernador del hombre blanco había dicho que cerraran el
banco. Su dinero estaba en el banco. El gobernador había dicho que él no
podía tocar su dinero. Vagamente, se preguntaba por qué. No se sentía
belicoso, pero sí extrañado. Él había trabajado para el hombre blanco y
ganado honradamente su dinero. Le habían dicho que pusiera su dinero en el
banco del hombre blanco. Y ahora el gobernador decía que él no podía tocar
el dinero que había ganado. Tony Gee no podía comprender aquello. Se
volvió hacia los tres hombres de la acera. Los tres le estaban mirando. Él
sabía que ellos no sabían leer el letrero.
—El banco cerrado —dijo Tony Gee.
—¿Por qué? —preguntó Tom Lobo.
Tony Gee esperó un largo rato. Quería conseguir verlo claro él mismo,
antes de explicárselo a los demás.
—El banco cerrado porque el hombre lo ha dicho.
—¿Qué hombre?
—El hombre grande dice el banco cerrado.
—¿Por qué banco cerrado? —preguntó Ojo Negro.
Tony Gee no estaba acostumbrado a tantas preguntas. Ni tampoco estaba
muy seguro del terreno que pisaba. Sentía un poco de miedo, a causa de Ojo
Negro.
—Banco cerrado —insistió.
Luego ya no dio más explicaciones, sino que procedió a liar un cigarrillo.
Ninguno de los otros tres hombres dijo nada. Un hombre blanco, en el lugar
de Tony Gee se habría sentido violento, hubiese dado alguna excusa y se
hubiera ido. Pero Tony Gee se refugió en el estoicismo. El banco estaba
cerrado. Sus amigos sabían que estaba cerrado. Y él también lo sabía. Y les
había dicho que el letrero lo llevaba escrito. Aquello era todo lo que se podía
decir sobre el caso. Fumó su cigarrillo en silencio. Los cuatro permanecieron
juntos y esperaron.
—John Agua Blanca lo sabe —dijo Tom Lobo al cabo de un rato.

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—Quizá —repuso Tony Gee.
—En otros tiempos Higuera John lo sabía todo. Ahora John Agua Blanca
lo sabe —hizo notar Charley Joe, desarrollando una línea de pensamiento
completa, cosa absolutamente inusitada.
—Quizá —repitió Ojo Negro.
John Agua Blanca había estado acampando, durante unos días, cerca de
La Quinta. Había estado cortando madera de yuca y trabajando duramente.
Llegó a Coachella a las dos de la tarde. Vio al grupo de hombres delante del
banco, pero no se preocupó de ellos. Tenía quehacer en la ciudad. Quería
comprar una nueva pala y una hacha pequeña para arrancar las matas de
muérdago del desierto, que eran parásitas de la yuca. Pero antes que nada
tenía que ir al banco para sacar dinero. Era muy rico, tenía casi cien dólares
en el banco y se sentía muy orgulloso de ello. Le gustaba ir al banco. Era algo
más profundo que mera vanidad; era orgullo y estimación propia. El grupo le
observó mientras se acercaba a la puerta y se quedaba parado ante ella. Ni
siquiera John Agua Blanca pudo ir más allá.
Leyó el letrero.
«El banco estará cerrado por vacaciones, hasta el próximo lunes, por
orden del gobernador.»
Lo leyó varias veces. Aparte de que el banco estaba cerrado, no
significaba gran cosa para él. Él quería una pala y una hacha pequeña. Su
dinero estaba en el banco y si pudiera entrar, sabía lo que había que hacer
para que el cajero le diera dinero. Pero no había ningún cajero dentro. El
banco estaba vacío. Su dinero estaba encerrado. Aquello era algo que jamás
había ocurrido hasta entonces. Verdaderamente, no lo comprendía.
Pensando profundamente, se dirigió hacia los hombres que le estaban
aguardando. No le hicieron ninguna pregunta; respetaban su experiencia y
esperaban a que hablase. Él sabía que se esperaba de él que aclarase la
cuestión, pero lo primero que tenía que hacer era comprenderla él mismo.
Permanecieron todos juntos, en grupo compacto, mirándose y mirando hacia
el banco.
—El banco cerrado —empezó John Agua Blanca, como si estuviera
revelando al mundo una noticia nueva. Hubo una pausa de expectación. John
Agua Blanca no parecía estar dispuesto a hablar más.
—¿Por qué? —preguntó Ojo Negro. Estaba disfrutando, y su pregunta era
un poco acusadora. Era el único entre ellos que no tenía dinero en el banco.
No tenía dinero en ninguna parte.
—¿Por qué? —repitió.

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—Banco cerrado, porque gobierno dice cerrado. Gobierno dice cerrado y
por eso banco cerrado. Gobernador del gobierno cierra banco porque él
puede. Y cierra hasta lunes.
—¿Y por qué cierra el banco? —preguntó Tom Lobo.
John Agua Blanca lo meditó. Había oído hablar, vagamente, de quiebras
en los bancos.
—Quizá banco cerrado porque no tiene dinero. No sé. Quizá no hay
dinero en el banco.
Tony Gee no estuvo de acuerdo en eso.
—Sí hay dinero en el banco —dijo—. Yo he traído dinero al banco. Tom
Lobo ha traído dinero al banco. Charley Joe ha traído dinero al banco. Mucho
dinero en el banco.
—Seguro. Mucho dinero en banco —añadió Ojo Negro.
La primera teoría de John Agua Blanca cayó por los suelos. Él no tenía
imaginación creadora y por eso se sintió incapaz de formar otra. Todos se
callaron y esperaron a que siguiera adelante. John Agua Blanca no se
preocupó. Si él no podía contestar una pregunta la culpa era de la pregunta. Se
encogió de hombros y repitió, sencillamente:
—Banco cerrado.
Sus amigos se sintieron decepcionados. Esperaban mayor información.
Hacía ya más de tres horas que sabían que el banco estaba cerrado. Y todo ese
jaleo del gobernador y el gobierno les sonaba a palabrería y nada más. Sin
embargo, John Agua Blanca era John Agua Blanca, y si él no podía explicar
las cosas mejor, posiblemente era porque no tenían otra explicación. John
Agua Blanca había sido amigo de Higuera John, y aquello era bastante para
mantener su prestigio. Permanecieron allí, desamparados, esperando nuevas
ideas. Contemplaron cómo los rancheros y las gentes de la ciudad se iban
poniendo nerviosos y eran presa de pánico, y cómo corrían y se precipitaban
de acá para allá, hablando alto y empleando muchas palabras.
John Agua Blanca le estaba dando vueltas en la cabeza al asunto. Se decía
que lo razonable era que el banco tuviese dinero, ya que, como sus amigos
habían observado, todos ellos tenían dinero en él, excepto Ojo Negro. Por lo
tanto el dinero estaba allí. Aquello ya era algo.
Entonces John Agua Blanca fue de lo general a lo particular, a su propio
caso. Antes de que pudiera ponerse a trabajar otra vez, necesitaba una pala y
una hacha. Aquello era un hecho. Para comprarlas necesitaba el dinero que
estaba en el banco. Aquello era otro hecho. Para conseguir el dinero tenía que

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hacer ciertas transacciones con el banco. Aquél era el hecho básico, del cual
dependía todo lo demás. Todo dependía de que abrieran el banco.
Los otros indios seguían líneas de pensamiento similares, pero sus ideas
no eran tan claras y ordenadas como las de John Agua Blanca. Suponían que
tenía que pasar algo, pero qué era lo que tenía que pasar, eso no lo sabían.
Pero con la llegada de John Agua Blanca las cosas llegarían a una crisis. Su
opinión siempre sería su opinión.
—¿Qué hacemos, John? —preguntó Ojo Negro, hablando por la mayoría.
John Agua Blanca lo consideró. Se puso a pensarlo sin que la expresión
de su cara cambiara lo más mínimo. Pensó en la yuca, la pala, el hacha, el
dinero y la apertura del banco. Todo dependía de la apertura del banco. La
manera de obrar del hombre blanco a veces era un enigma. No había que tener
muy en cuenta sus engañosos procedimientos. Aceptación y paciencia era el
método de llevarlos que producía menos molestias. El hombre blanco abriría
el banco un momento u otro. A lo mejor dentro de una hora, quizás el lunes
próximo, o el año próximo. Precisamente en aquel momento muchos hombres
blancos y algunas de sus mujeres estaban yendo y viniendo frente a la puerta
cerrada del banco. Todos ellos hablaban continuamente. Muchas de las
palabras no las entendía John Agua Blanca. Parecían presa de una gran
excitación, y gesticulaban y sudaban más de lo que parecía necesario. John
Agua Blanca creía que no tenían nada que ver en todo aquello. No tenía idea
de lo que estaba pasando en el mundo de los blancos, y la única solución
parecía ser una evasiva aceptación a cualquier cosa que el hombre blanco
quisiera hacer. Entonces llegó a la conclusión que iba a determinar la política
a seguir.
—Quizás el banco abierto cualquier momento —dijo John Agua Blanca
—. Nosotros esperar.
Y por eso los cinco indios se sentaron en la acera, al calor del sol, y
esperaron.

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LA NOVIA LLEGA A YELLOW SKY

STEPHEN CRANE

E L gran expreso avanzaba con tal lentitud en sus movimientos que,


mirando por la ventanilla, parecía que era la llanura de Texas la que se
iba deslizando hacia el Este. Vastas extensiones de hierba, oscuros espacios
salpicados de cactus, pequeños grupos de casas de madera, bosques de árboles
jóvenes y esbeltos, todo corría hacia el Este, hacia más allá del horizonte,
hacia el precipicio.
Una pareja de recién casados había tomado el tren en San Antonio. La
cara del hombre estaba enrojecida por los días y días pasados bajo el sol y los
vientos y, consecuencia directa de su traje nuevo, negro, sus manos se movían
constantemente, de la más concienzuda de las maneras. De vez en cuando,
dirigía una respetuosa mirada hacia su propia indumentaria. Estaba sentado,
con una mano en cada rodilla, como un hombre que esperase turno en la
barbería. Sus miradas destinadas a los otros pasajeros eran tímidas y furtivas.
La novia no era demasiado bonita, ni tampoco muy joven. Llevaba un
vestido azul cachemira, con pequeños adornos de terciopelo aquí y allá y
abundante cantidad de botones de acero. Continuamente movía la cabeza a
ambos lados para contemplar sus mangas «puff», muy altas, huecas y tiesas;
era evidente que le molestaban. También saltaba a la vista que había guisado
muchas veces y que esperaba seguir haciéndolo. El sonrojo producido por el
descarado escrutinio a que la sometieron algunos de los viajeros cuando subió
al coche, no concordaba con aquel semblante ingenuo de aspecto plácido, casi
vacío de toda emoción.
Sin duda se sentían felices.
—¿Nunca habías estado en un coche-salón antes de ahora? —preguntó él
sonriendo.
—No, nunca —contestó ella—. Es fantástico ¿verdad?
—Estupendo. Y luego, dentro de un rato, iremos al comedor y nos
daremos un banquete. La mejor comida del mundo. Cuesta un dólar.

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—¿Tanto? —gritó la novia—. ¿Cuesta un dólar? Pero eso es demasiado…
para nosotros… ¿verdad, Jack?
—En este viaje no, por lo menos. Vamos a hacer las cosas bien hechas.
Más tarde, él habló de los trenes:
—¿Ves? Hay más de mil millas de un lado a otro de Texas, y este tren
corre a lo largo de ellas, sin pararse más que cuatro veces.
Hablaba con el orgullo de un propietario. Le señalaba con el dedo los
deslumbradores accesorios del coche; y ella abría los ojos de par en par, al
contemplar el terciopelo que parecía de verde césped; el brillo del latón, la
plata y los cristales; la madera, que relucía oscura y brillante, como la
superficie de un charco de aceite. A cada lado, unas figuras de bronce y, en
lugares convenientes, en el techo, había frescos verde y plata.
En la imaginación de los recién casados, todo cuanto les rodeaba reflejaba
la gloria de su matrimonio; celebrado aquella mañana en San Antonio. Aquél
era el marco de su nuevo estado; y la cara del hombre, en particular, exultaba
con un júbilo que le hacía aparecer ridículo ante los ojos del camarero negro.
Dicho individuo le contemplaba de vez en cuando, desde lejos, con una
divertida mueca de superioridad. En otras ocasiones se burlaba de ellos con
tal habilidad que ni se daban cuenta de ser objeto de sus burlas. Astutamente,
adoptaba ínfulas de gran señor, de forma insuperable. Resultaba molesto, pero
ellos apenas se daban cuenta; y olvidaban rápidamente la cantidad de viajeros
que les lanzaban miradas de burlesco placer. Desde siempre, su situación ha
producido en la gente una gran diversión.
—Llegaremos a Yellow Sky a las 3,42 —dijo él, mirándola tiernamente a
los ojos.
—¿Sí? —dijo ella como si fuera la primera noticia que recibía sobre el
asunto.
El demostrar sorpresa a todo cuanto dijera el marido, era lo que
consideraba propio de la amabilidad de una esposa. De un bolsillo, sacó un
pequeño reloj de plata y lo sostuvo ante sí con gesto de profunda atención; la
cara del marido reciente resplandeció.
—Se lo compré a un amigo, en San Antonio —dijo él, alegremente.
—Son las doce y cuarto —repuso ella, mirándole con una especie de
coquetería tímida y desmañada.
Un viajero, al observar aquella escena, se sintió sardónico a más no poder
y se guiñó el ojo a sí mismo, a través de uno de los numerosos espejos.
Por último, se dirigieron al salón comedor. Dos filas de camareros negros,
con resplandecientes uniformes blancos, les recibieron con el interés y

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también la ecuanimidad de los que ya están advertidos de antemano. Los
enamorados se sentaron en la mesa que atendía un camarero que parecía
sentir un gran placer en aconsejarles en la elección de la comida. Los
contemplaba como una especie de piloto paternal, con la cara radiante de
benevolencia. Aquel patrocinio, mezclado con la deferencia habitual, pasó
desapercibido para ellos y, sin embargo, cuando volvieron a su coche,
llevaban reflejada en la cara una sensación de alivio.
Hacia la izquierda, a millas de distancia, bajo una ladera púrpura, se
distinguía la cinta de neblina que marcaba el curso por donde discurría el río
Grande. El tren avanzaba en ángulo y, en el vértice estaba Yellow Sky. A
medida que la distancia que los separaba de Yellow Sky se iba acortando, el
marido se dejaba ganar por una preocupación. Sus manos dejaron de moverse,
y en algunas ocasiones incluso parecía distraído y ausente cuando la novia se
apoyaba en él y le hablaba. La verdad es que Jack Potter estaba empezando a
sentir la sombra de un hondo pesar que le oprimía como una losa de plomo.
Él, el jefe de policía de Yellow Sky, un hombre conocido, querido y temido
en su rincón, una persona prominente, se había ido a San Antonio para
encontrarse con una muchacha a la que creía que amaba y allí, después de las
súplicas de rigor, la había inducido a casarse con él, sin consultar con Yellow
Sky. Y ahora llevaba a la novia ante una comunidad que era ajena a todo
aquel asunto.
Naturalmente, la gente de Yellow Sky se casaba cuándo y cómo quería, de
acuerdo con la costumbre general; pero Potter había formado tal opinión
sobre su deber para con sus amigos, o sobre lo que ellos creían que era su
deber, o sobre un acuerdo tácito entre los hombres en esas cosas, que tenía la
sensación de que su conducta había sido vergonzosa. Había cometido un
crimen terrible. En San Antonio, a solas con aquella muchacha y espoleado
por un violento impulso, había ido más allá de las conveniencias sociales. En
San Antonio era un hombre amparado por la oscuridad; prescindir de todos
los deberes que impone la amistad resultaba muy fácil en una ciudad lejana.
Pero la hora de Yellow Sky —la hora de la claridad— se acercaba.
Sabía muy bien que allí su matrimonio era una cosa muy importante; un
acontecimiento al cual sólo podría superar el incendio del nuevo hotel. Sus
amigos no se lo perdonarían. Frecuentemente había pensado en la
conveniencia de advertirles por telégrafo, pero una especie de cobardía se
apoderó de él. Le dio miedo hacerlo. Y ahora el tren le arrastraba corriendo
hacia unas escenas de asombro, alegría y reproches. A través de la ventanilla,

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lanzó una mirada a la masa de neblina que se acercaba lentamente hacia el
tren.
En Yellow Sky había una especie de banda de música que tocaba
desmañadamente, para delicia de la población. Cuando se acordó de ella se
rió sin ganas. Si sus conciudadanos llegaran a sospechar que llegaba él,
acompañado de la novia, le irían a esperar a la estación con la banda de
música y le escoltarían hasta su casa de adobes, entre gritos, risas y
parabienes.
Resolvió que tendría que obrar con rapidez y astucia para engañarlos y
llegar a su casa. Una vez a salvo en aquella ciudadela, podía enviar una
especie de boletín verbal y no mezclarse entre sus conciudadanos hasta que
empezasen a olvidar y amainara un poco la efervescencia del entusiasmo.
La novia le dirigió una mirada ansiosa.
—¿Por qué estás preocupado?
Él volvió a reírse.
—No estoy preocupado, mujer; solamente pensaba en Yellow Sky.
Ella enrojeció, comprendiendo.
Un sentido de culpabilidad mutua invadió sus mentes, haciendo que su
ternura aumentara. Se miraron uno a otro y en sus ojos brillaba una suave
dulzura. Pero Potter seguía riendo con aquella risa nerviosa y el rubor de la
novia parecía permanente.
El traidor a los amistosos sentimientos de Yellow Sky contemplaba
atentamente el paisaje.
—Ya casi estamos llegando —dijo.
En aquel momento entró el mozo del tren y anunció la proximidad del
hogar de Potter. Llevaba un cepillo en la mano y, con todos sus aires de
superioridad olvidados, cepilló el traje nuevo de Potter, suavemente. Dio una
propina al mozo, como había visto que hacían los demás, pero su gesto fue
tan torpe como los de un hombre herrando a su primer caballo.
El mozo cogió el equipaje y se dirigió hacia la plataforma del coche. En
aquel preciso momento las dos locomotoras y la larga hilera de coches se
paraban ante la estación de Yellow Sky.
—Las locomotoras siempre toman agua aquí —dijo Potter con una voz
tan triste y oscura como si estuviera anunciando una muerte. Antes de que el
tren parase del todo, recorrió con la vista el andén y se sintió feliz y
sorprendido de no encontrar más que al jefe de estación, que con aire
apresurado y ansioso, se dirigía hacia los tanques de agua. Cuando el tren se

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detuvo, el mozo bajó primero y colocó un pequeño escabel, para que ellos lo
hicieran con más comodidad—. Vamos, muchacha —dijo Potter roncamente.
Mientras le ayudaba a bajar, los dos se rieron con tono falso. Cogió la
maleta que llevaba el negro y ofreció el brazo a su esposa, para que se
apoyase. Mientras se alejaban rápidamente, echó una ojeada atrás y vio que
estaban descargando los dos baúles; y también que el jefe de estación, allá
lejos, cerca del vagón de equipajes, se había vuelto y se dirigía hacia ellos a
toda prisa y braceando. Se echó a reír al ver el primer efecto que su feliz
matrimonio causaba en Yellow Sky. Agarró firmemente el brazo de su mujer
y ambos echaron a correr. Detrás quedó el mozo de estación, con una sonrisa
burlona.

El expreso de California, de los Ferrocarriles del Sur, llegaría a Yellow


Sky veinte minutos después. En el Weary Gentlemen Saloon estaban seis
hombres. Uno era viajante de comercio y hablaba por los codos; tres eran
tejanos que no tenían ganas de hablar en aquellos momentos, y dos eran
pastores mejicanos, que por sistema no hablaban nunca en el Weary
Gentlemen Saloon. El perro del dueño del bar estaba echado en la ancha
acera, cerca de la puerta, con la cabeza entre las patas; de vez en cuando
echaba soñolientos vistazos en torno, como acostumbrado a recibir patadas
con relativa frecuencia. Más allá de la polvorienta calle había unos pastos de
tan maravillosa apariencia, en medio de las arenas que se abrasaban al sol,
que producían dudas en la mente; tenían el mismo aspecto de las esteras de
falso césped que se usan en los teatros para representar praderas. En el rincón
más fresco de la estación, un hombre, en mangas de camisa, estaba sentado en
una mecedora y fumaba su pipa. La fresca corriente del río Grande corría
cerca de la ciudad y más allá, al otro lado del río, podía verse un vasto espacio
cubierto de yucas, color verde ciruela.
Exceptuando al excitado viajante de comercio y sus compañeros, Yellow
Sky dormitaba. El viajante se apoyaba indolentemente en el bar y contaba
cosas con la seguridad de un bardo que ha llegado a una región nueva.
—… Y en el momento en que el viejo se caía por las escaleras, con el
ramo en la mano, la vieja subía con dos cubos de carbón y, naturalmente…
La historia del viajante quedó interrumpida por la repentina aparición de
un joven en la puerta del bar. El joven gritó:
—¡Scratchy Wilson está borracho y siente flojera en las dos manos!
En el acto, los dos mejicanos vaciaron sus vasos de golpe y
desaparecieron por la puerta lateral del bar.

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El viajante, ignorando lo que aquello significaba, contestó alegremente:
—Muy bien, viejo, supongamos que sea así; ven y bébete una copa de
todos modos.
Pero la información había hecho mella en todos; eso resultaba obvio, y el
viajante no pudo menos de observarlo y pensar que debía ser importante.
Todo había adquirido de pronto cierto aire de solemnidad.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó asombrado.
Sus tres compañeros hicieron un gesto, dispuestos a soltar un elocuente
discurso, pero el joven de la puerta se les adelantó:
—Quiere decir, amigo —contestó mientras cruzaba la habitación—, que
la ciudad será un sitio poco sano durante las próximas dos horas.
El dueño del bar fue hacia la puerta, la cerró y atrancó; luego fue a las
ventanas y les puso gruesos postigos de madera, que también atrancó.
Inmediatamente, cayó sobre el lugar una severa penumbra parecida a la de
una iglesia. El viajante les contemplaba a todos, uno tras otro.
—Pero díganme —gritó—. ¿Por qué todo esto? ¿Creen ustedes que habrá
una lucha a balazo limpio?
—No sé si habrá pelea o no —le contestó sombrío un hombre—; pero
desde luego habrá balazos… unos cuantos balazos.
El joven que había traído la noticia agitó las manos en el aire.
—¡Oh! Habrá pelea y muy pronto, si alguien quiere. Cualquiera que
quiera pelea no tiene más que salir a la calle. La pelea está allí, esperando.
El viajante parecía oscilar entre la curiosidad de forastero y el temor del
peligro personal.
—¿Cómo dijo que se llamaba? —preguntó.
—Scratchy Wilson —le contestaron a coro.
—¿Y matará a alguien? ¿Qué piensan ustedes hacer? ¿Ocurre esto con
frecuencia? ¿Suele ponerse furioso periódicamente? ¿Podrá romper la puerta?
—No; no puede romper la puerta —replicó el dueño del bar—. Lo ha
intentado ya tres veces. Pero cuando llegue será mejor que se tire al suelo,
forastero. Es condenadamente seguro que en seguida disparará contra ella, y
una bala puede atravesarla.
Desde aquel momento el viajante mantuvo su mirada fija en la puerta.
Todavía no había llegado el momento de tirarse al suelo pero, como medida
de precaución previa, se fue deslizando hacia la pared.
—¿Matará a alguien? —volvió a preguntar.
Los hombres soltaron una risa baja y ronca, ante la pregunta.

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—Él anda por ahí, dispuesto a disparar, dispuesto a dar disgustos. No se
saca nada bueno provocándole.
—Pero ¿qué hacen ustedes cuando se presenta un caso así? ¿Qué hacen
ustedes?
Un hombre contestó:
—Bueno, él y Jack Potter…
—Pero —le interrumpieron— Jack Potter está en San Antonio.
—¿Quién es ése? ¿Qué tiene que ver con esto?
—Es el jefe de policía de aquí. Sale a la calle y pelea con Scratchy cuando
se pone violento.
—¡Uf! —dijo el viajante, levantando las cejas—. ¡Vaya un trabajito que
tiene!
Las voces habían ido descendiendo en intensidad hasta quedar en
murmullos. El viajante tenía ganas de hacer muchas más preguntas que iban
brotando de su creciente ansiedad; pero cuando intentaba hacerlas, los
hombres le miraban con irritación y le conminaban a guardar silencio. Todos
eran presa de una tensa expectación. En la penumbra del bar brillaban sus
ojos mientras permanecían escuchando los sonidos de la calle. Un hombre le
hizo señas al dueño y este último, moviéndose como un duende, le tendió un
vaso y una botella. El hombre llenó el vaso de whisky hasta el borde y volvió
a poner la botella en el mostrador, sin hacer el menor ruido. Vació el vaso de
un solo trago y se volvió de nuevo hacia la puerta, en el más estricto silencio.
El viajante observó que el dueño del bar había sacado un «Winchester» de
debajo del mostrador. Un poco más tarde vio que le llamaba por señas, y
entonces cruzó la habitación de puntillas.
—Será mejor que se venga usted conmigo detrás del mostrador.
—No, gracias —contestó el viajante, sudando—; prefiero quedarme
donde pueda hacer una rápida salida por la puerta trasera.
El propietario insistió amable pero perentoriamente. El viajante le
obedeció y cuando estuvo sentado en una caja, con la cabeza por debajo del
nivel del mostrador, un bálsamo descendió sobre su alma al contemplar los
varios accesorios de cobre y cinc, que convertían el lugar en algo parecido a
una cámara blindada. El dueño del bar se sentó a su lado en otra caja.
—¿Sabe usted? —susurró—. Este Scratchy Wilson es un enigma cuando
tiene una arma en la mano… un verdadero enigma; y cuando se lanza así por
el sendero de la guerra los demás nos escondemos en nuestros agujeros…
naturalmente. Es el último de un antiguo grupo de muchachos que solían
colgar a la gente aquí, a lo largo del río. Cuando está borracho es un

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verdadero terror. Cuando está sereno es normal… amable y sencillo…
incapaz de hacer daño a una mosca… el muchacho más simpático de la
ciudad. Pero cuando se emborracha… ¡uf!
Hubo una pausa y luego continuó:
—Me gustaría que Jack Potter hubiera vuelto de San Antonio. Hirió a
Wilson una vez… en la pierna… y le sabría manejar muy bien y acabar con
esta chifladura.
En aquel momento sonó un disparo a lo lejos, seguido de tres gritos
salvajes. Aquello estableció un lazo de unión entre los hombres que
permanecían en la oscuridad del bar. Se oyó el ruido de unos pasos y los
hombres se miraron unos a otros.
—Ahí llega —dijeron.

Un hombre vestido con una camisa de franela de color castaño, de las que
confeccionan las mujeres judías de la parte este de Nueva York y que
generalmente se usan como elementos decorativos, dobló la esquina y empezó
a andar por el medio de la calle principal de Yellow Sky. En cada mano
llevaba un revólver de color negro azulado. Gritaba de vez en cuando y sus
gritos resonaban en la ciudad, que parecía desierta, y volaban sobre sus
tejados, con un volumen tal que era difícil relacionarlos con la potencia vocal
de un hombre. Era como si la soledad que le rodeaba formase una bóveda de
tumba en torno a él; aquellos gritos feroces resonaban contra una muralla de
silencio. Sus botas eran rojas, con adornos de charol, como las que usan los
chiquillos de la región montañosa de Nueva Inglaterra que, en el invierno, se
deslizan por los campos en trineo.
La cara del hombre estaba enrojecida por la rabia engendrada por el
whisky. Sus ojos giraban en todas direcciones, agudos, penetrantes y al
acecho, buscando tras todas las ventanas y puertas cerradas. Andaba con
movimientos insinuantes y felinos, como un gato. De vez en cuando, bramaba
amenazadoras advertencias. Los enormes revólveres que llevaba en la mano
parecían livianos como pajas y podía moverlos con la rapidez del rayo; con el
dedo meñique de cada mano, repiqueteaba sobre las culatas. El cuello abierto
de su camisa dejaba ver los tendones de su garganta, que se tensaban y se
hundían, se tensaban y se hundían, al compás de la pasión que le dominaba.
Las únicas voces que se oían en la ciudad eran sus terribles bravuconadas; el
pueblo parecía esperar, tras las paredes de adobes, a que pasara aquella
molestia del medio de la calle.

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No hubo oferta alguna de pelea… ni una sola oferta. El hombre clamaba
al cielo, nadie parecía oírle. El hombre rugía, echaba espumarajos de rabia y
movía los revólveres en todas direcciones.
El perro del dueño de Weary Gentlemen Saloon, ignorante del desarrollo
de los acontecimientos, seguía dormitando frente a la puerta de su amo. Al ver
al perro, el hombre se paró y levantó un revólver en gesto humorístico. Y el
perro, al ver al hombre, se levantó de un salto y empezó a andar, en diagonal,
con la cabeza baja y rezongando. El hombre gritó y el perro emprendió un
galope. Cuando ya iba a doblar la esquina, sonó un disparo, un silbido y algo
chocó contra el suelo. El perro aulló, dio media vuelta, aterrorizado, y galopó
de nuevo, en dirección contraria. Otro estampido, otro silbido y la arena saltó
ante sus propios ojos. Medio loco de miedo, el perro volvió a girar y echó a
correr como animal en pena. El hombre se reía, con los cañones de sus armas
en los labios.
Por fin el hombre se sintió atraído por las puertas cerradas del Weary
Gentlemen Saloon. Fue hacia allí y dando golpazos con el revólver, pidió que
le dieran de beber.
La puerta no se movió, entonces el hombre cogió un pedacito de papel del
suelo y lo clavó en la puerta, con un cuchillo. Luego volvió la espalda al
popular establecimiento y se fue al otro lado de la calle; giró sobre sus
tacones, rápida y ágilmente, y disparó contra el papel; lo falló por un
centímetro; juró y se alejó. Luego disparó a sus anchas contra las ventanas de
su mejor amigo. El hombre estaba jugando con la ciudad; la ciudad era su
juguete.
Pero nadie se atrevía a hacerle frente. El nombre de Jack Potter, su
antiguo antagonista, cruzó por la mente del hombre y llegó a la conclusión de
que sería muy divertido ir a casa de Potter y, a fuerza de bombardearlo,
inducirle a salir a pelear con él. Se movió en la dirección a que le llevaba su
deseo, cantando un himno apache para la ceremonia del escalpelo.
Al llegar a su destino, la casa de Potter tenía el mismo aspecto de firmeza
y quietud que las otras que le rodeaban. Tomando posiciones estratégicas, el
hombre aulló un desafío, pero la casa le contempló como si fuera un gran dios
de piedra. No dio señales de vida. Después de una espera prudencial, el
hombre lanzó nuevos desafíos, mezclados con epítetos encantadores.
Y entonces tuvo lugar el espectáculo de un hombre hundiéndose más y
más en una rabia cegadora, ante una casa impenetrable. Rugía como el viento
aúlla en el invierno, en las praderas del Norte. Desde lejos el ruido que hacía
debía parecer el de un tumulto, el de una pelea de doscientos mejicanos.

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Cuando lo necesitaba, descansaba un rato para respirar o para volver a cargar
los revólveres.

Potter y su mujer se dirigían hacia su casa, tímidamente y con bastante


rapidez; de vez en cuando se reían, avergonzados, en voz baja.
—Es la próxima calle, cariño —dijo él, por último.
Unieron sus esfuerzos, avanzando un poco inclinados, como contra un
fuerte viento. Potter iba a levantar el dedo para señalarle la casa desde lejos
cuando, al volver la esquina, se dio de manos a boca con el hombre de la
camisa de color castaño que estaba cargando febrilmente un gran revólver. En
el mismo instante el hombre tiró el revólver al suelo y, con la velocidad de un
rayo, sacó otro de la pistolera y apuntó al pecho del novio.
Hubo un silencio. La boca de Potter parecía ser la tumba de su lengua.
Instintivamente soltó el brazo con que llevaba asida a la mujer y dejó la
maleta en el suelo. En cuanto a la novia, su cara se había puesto tan
amarillenta como un vestido de algodón viejo. Parecía la esclava de algún rito
espantoso, contemplando la aparición de una serpiente.
Los hombres se miraron uno a otro a una distancia de tres pasos. El del
revólver sonrió con una ferocidad tranquila y nueva.
—¡Intenta apoderarte de mí! —decía—. ¡Anda, inténtalo!
Los ojos parecían írsele a salir de las órbitas. Potter inició un movimiento
y el hombre adelantó el revólver.
—¡No! No lo hagas, Jack Potter. No muevas ni un dedo hacia tu revólver.
No muevas ni una pestaña. Ha llegado el momento de que ajustemos cuentas
tú y yo y voy a hacerlo a mi manera, sin consentir que nada se interponga a
esto. Si no quieres que te meta una bala en el cuerpo atiende a lo que te digo.
Potter contempló a su enemigo.
—No llevo armas encima, Scratchy —dijo—. Te digo la verdad, no llevo
armas.
Se sentía fuerte y firme pero, en un rincón de su mente, veía el coche-
salón: el terciopelo verde, que parecía de césped, el brillo de la plata y los
cristales; la madera, que brillaba oscura, como la superficie de un charco de
aceite… toda la felicidad de su matrimonio, el marco de su nuevo estado.
—Ya sabes que no rechazo una pelea cuando es necesario, Scratchy
Wilson; pero ahora no llevo ninguna arma encima. Tendrás que disparar tú
solo.
La cara de su enemigo se puso lívida. Avanzó un paso y agitó el revólver
violentamente, ante el pecho de Potter.

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—No me digas que no llevas armas, cachorro. No me sueltes una trola
como ésa. Nadie, en todo Texas, te ha visto nunca así. No. No me tomes por
un niño. —En sus ojos brilló un relámpago y su pecho se hinchó como un
globo.
—No te tomo por un niño —contestó Potter. Sus pies no habían
retrocedido ni un milímetro—. Te considero un maldito loco. Te estoy
diciendo que no llevo armas y es la verdad. Si piensas matarme hazlo de una
vez; puede que no tengas otra ocasión como esta.
Todas aquellas razones empezaban a hacer mella en la rabia de Wilson; se
sentía más calmado.
—Si es verdad que no llevas armas, ¿por qué no las llevas? —se burló—.
¿Ibas a la escuela dominical?
—No llevo armas porque acabo de llegar de San Antonio, con mi esposa.
Me he casado —explicó Potter—. Si hubiera sabido que al volver a casa con
mi mujer iba a encontrar idiotas como tú rondando por ahí las llevaría; no lo
dudes.
—¡Casado! —exclamó Scratchy, sin llegar a comprenderlo del todo.
—Sí, casado. Me he casado —dijo Potter, claramente.
—¿Casado? —repitió Scratchy, fijándose, al parecer por primera vez, en
la mujer que estaba al lado de Potter—. ¡No! —gritó. Parecía una criatura a la
que dejan echar un vistazo a otro mundo. Retrocedió un paso y el brazo que
sostenía el revólver se aflojó—. ¿Ésta es tu esposa? —preguntó.
—Sí; ésta es.
Hubo otra pausa.
—Bueno —dijo por fin Wilson, lentamente—. Supongo que ahora ya se
ha acabado todo.
—Ya se ha acabado todo, como tú dices, Scratchy. Ya sabes que no he
sido yo quien buscaba camorra.
Potter cogió la maleta.
—Bueno, ya he dicho que se acabó, Jack —dijo Wilson, mirando al suelo
—. ¡Casado!
No es que se sintiera caballeroso; era, sencillamente, que en presencia de
aquel acontecimiento imprevisto se desorientó como un chiquillo que está
aprendiendo a dar los primeros pasos. Recogió el revólver que estaba en el
suelo, metió las dos armas en su pistolera y se fue. Sus botas dejaban enormes
huellas, en forma de embudo, en la dura arena.

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UN HOMBRE Y… OTROS MÁS

STEPHEN CRANE

O SCUROS mezcales se extendían de horizonte a horizonte. No había ni


una casa ni un jinete que hicieran pensar en la proximidad de una
ciudad o un poblado. Era un mundo despoblado y desierto. A veces, sin
embargo, en días en que la niebla estaba ausente, una forma azulada
indistinta, semejante a un velo fantasmal, aparecía en el Sudoeste, y un pastor
reflexivo podía acordarse de que existían montañas.
En el silencio de aquella llanura, el simple y repentino ruido de una
cacerola de estaño al caer podía producir un estremecimiento instintivo en un
hombre de nervios de acero. El cielo aparecía siempre sin tacha, el paso de las
nubes era desconocido; pero algunas veces un pastor podía ver, varias millas
más allá, la polvareda levantada por las patas de otro rebaño.
Bill estaba guisando su comida, inclinado sobre el fuego. En un instante,
algo, tal vez un vislumbre de extraño color, entre los arbustos, hizo que
volviera rápidamente la cabeza. Se levantó en seguida y, poniendo las manos
sobre sus ojos a modo de pantalla, se quedó quieto, vigilante. Por fin vio a un
pastor mejicano que avanzaba hacia él.
—¡Hola! —saludó Bill.
El mejicano no contestó y siguió avanzando hasta que estuvo a unas
veinte yardas. Allí se paró y, doblando los brazos, se irguió en forma afectada,
como un villano de comedia. Su sarape le tapaba la parte inferior de la cara y
el ancho sombrero ensombrecía su frente. Al llegar allí tan misterioso y
siniestro como una aparición, ponía en evidencia que su intención era parecer
misterioso y siniestro.
La pipa del americano colgaba descuidadamente en una esquina de su
boca; la colocó en la posición debida y levantó en el aire su sartén.
Observaba, con evidente sorpresa, al mejicano.

Página 119
—¡Hola! José —repitió—. ¿Qué pasa?
El mejicano habló con fúnebre solemnidad:
—Bill, tienes que irte de los pastos. Queremos que te vayas de los pastos.
No nos gusta, ¿entendido?; no nos gusta.
—¿De qué estás hablando? —inquirió Bill—. ¿Qué es lo que no os gusta?
—No nos gustas tú aquí, ¿entendido? Demasiados. Tú tienes que irte. No
nos gusta. ¿Entendido?
—¿Entendido? No; no sé a dónde quieres ir a parar. —Los ojos de Bill
giraban asombrados y su boca estaba abierta—. ¿Que tengo que irme? ¿Irme
de las pastos? ¿Por qué?
El mejicano abrió su sarape con sus pequeñas manos amarillentas;
entonces en su cara brilló una ligera sonrisa cuidadamente amenazadora.
—Bill —dijo—. Vete.
Bill bajó los brazos hasta que la sartén le dio en las rodillas. Por último se
volvió hacia el fuego.
—¡Vamos, rata amarilla y gruñona! —gritó, por encima del hombro—.
Tus amigos no pueden echarme de aquí. Tengo el mismo derecho que
cualquiera de ellos.
—Bill —contestó el otro en tono vibrante, moviendo la cabeza y
avanzando un pie—. O te vas o te mataremos.
—¿Quién?
—Yo… y los demás. —El mejicano se golpeó el pecho.
Bill reflexionó un rato y luego dijo:
—No tenéis ninguna licencia especial para echarme de aquí y no me
moveré ni una yarda. ¿Entendido? Tengo mis derechos y los defenderé,
aunque supongo que como soy el único hombre blanco en estos contornos
nadie estará dispuesto a ayudarme a daros una paliza. Y ahora escucha: si tus
amigos tratan de asaltar el campamento, me cargaré al cincuenta por ciento de
los que se presenten, eso es seguro. Y otra cosa: si yo fuera tú, procuraría
permanecer en la última fila hasta que hubiera cesado el tiroteo. Porque
pondré especial empeño en atravesarte el pecho de un balazo.
Dicho esto despidió al mejicano con un gesto.
El mejicano movió los brazos con estudiada indiferencia.
—Ah, muy bien —respondió. Luego, en un tono de profunda amenaza
añadió—: Te mataremos si no te vas. Ellos lo han decidido.
—¿Lo han decidido, eh? Bueno, pues diles de mi parte que se vayan al
infierno.

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II

Bill había sido propietario de una mina en Wyoming. Entonces se le


consideraba un gran hombre, un aristócrata, que poseía crédito ilimitado en
los saloons, allá abajo, en la quebrada. Tenía tal influencia social que podía
interrumpir un linchamiento, o informar a un hombre indeseable de los
particulares méritos de algún lugar geográfico remoto. No obstante, los hados
hicieron estallar el globo con que habían permitido que jugara Bill y, en una
noche, cambió su suerte. Éste es el momento de informar al mundo de por qué
Bill consideraba insignificantes todas las calamidades de la vida al
compararlas con lo sucedido en una noche, en que recibía tres reyes, con
criminal regularidad, cada vez que su oponente tenía póquer.
Más tarde se convirtió en vaquero y se sintió terriblemente desgraciado,
precisamente porque antes había sido un aristócrata. Por entonces, lo único
que le quedaba de su anterior esplendor era su orgullo, o su vanidad; cosa que
es preferible no conservar. Mató al capataz del rancho en una estúpida
discusión a propósito de cuál de los dos era un embustero, y el tren de
medianoche se lo llevó hacia el Este.
Se convirtió en guardafrenos de la Unión Pacific y ganó grandes honores
en la guerra contra los vagabundos que durante muchos años devastaron los
bellos ferrocarriles de nuestro país. Siendo él mismo una criatura con mala
suerte, practicaba toda clase de crueldades contra otras criaturas con mala
suerte. Era tan fiero su talante que los truhanes entregaban en el acto
cualquier moneda e incluso el tabaco que pudiera hallarse en su posesión; y si
después él les daba una patada y les echaba del tren era sólo porque aquella
traición estaba admitida en la guerra contra los vagabundos. En una famosa
batalla que tuvo lugar en Nebraska, en 1879, hubiera alcanzado una distinción
perdurable, sin la intervención de un desertor del ejército de los Estados
Unidos. Se hallaba a la cabeza de una heroica y avasalladora carga que
realmente acabó con el poder de los vagabundos en la región durante tres
meses; había ya derribado a cuatro truhanes con su llave inglesa, cuando una
piedra lanzada por un ex tercera base del equipo de la compañía F[38] le dejó
tumbado en la pradera y luego le forzó a una larga estancia en el hospital de
Omaha. Cuando se recuperó, buscó un empleo en otra compañía de
ferrocarriles y lavó y restregó vagones en innumerables cocheras. En
Michigan se dejó llevar de nuevo por la ira. El conductor número 419 estaba
en el vagón de cola, a dos pasos de la nariz de Bill, y le llamó embustero. Bill
le pidió que emplease términos más suaves. Al capataz del rancho, Tin Can,
no le había hecho semejante advertencia, le mató sin más. Volvió a verse

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perseguido, esta vez por venganza de la compañía, hasta que cambió de
nombre. Esa máscara es como la oscuridad, en que gusta de trabajar el ladrón.
Se convirtió en matón de una casa de juego en el Bowery, en Nueva York.
Allí todas sus peleas tuvieron el mismo éxito que las que había llevado a cabo
contra los vagabundos, en el Oeste. Se ganó la total admiración de los cuatro
muchachos que estaban detrás del gran bar resplandeciente. Era un hombre
cubierto de honores. Faltó muy poco para que matara a Bad Hennessy, el
cual, a decir verdad, tenía más reputación que habilidad, y su fama corrió a
todo lo largo y lo ancho de Bowery.
Pero si se deja que un hombre considere las peleas como parte de su
trabajo, irá creciendo en él la idea de que su trabajo consiste precisamente en
armar broncas. Este proceso se produjo en la mente de Bill precisamente en el
orden en que aquí queda descrito. Si dejáis que crezca en la mente de un
hombre tal idea, la derrota se cierne sobre él, desde caminos y circunstancias
desconocidos.
Una noche de verano llegaron tres marineros del U.S.S. Seattle y se
sentaron en el salón, bebiendo y ocupándose de los asuntos del prójimo,
amigablemente. Bill estaba orgulloso por haber sacudido a tantos ciudadanos
y, de pronto, se le ocurrió que la charla, en voz alta, de los marineros era una
ofensa. Por tanto se fue hacia ellos y les advirtió que aquel salón era la florida
morada del silencio y la paz. Los marineros le miraron sorprendidos y, sin un
momento de pausa, le enviaron a un lugar peor que cualquiera de los que
conocen los fogoneros. Bill cogió a uno de ellos y lo echó a la calle, por la
puerta lateral, antes que los demás tuvieran tiempo de evitarlo. En el callejón
lateral hubo una corta refriega, con muchos enérgicos epítetos flotando en el
aire, y luego Bill volvió al salón. Tenía la frente fruncida por la rabia y se
pavoneaba como un gallito de pelea. De detrás del mostrador, cogió una de
las barras de atrancar la puerta y fue hacia la entrada principal, dándose aires
de importancia, para evitar que los marineros volvieran a entrar.
El estado de ánimo de los marineros no es para describirlo. Se reunieron
en la calle y ninguno de ellos habló, pero actuaron al unísono. Los hombres
de tierra hubieran necesitado una discusión de tres años para llegar a
semejante unanimidad. En silencio, e inmediatamente, cogieron un gran
madero que se hallaba a mano; uno de ellos se puso delante para guiarles y los
otros dos detrás, para producir la fuerza impulsora; dieron una estupenda
arremetida con el ariete improvisado y, como los asirios, asaltaron el salón
por la puerta principal.

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Extrañas y mil veces extrañas son las leyes de los hados. Bill, con su aire
engallado y su gruesa barra metálica estaba en aquel momento ante la puerta
como la personificación de la victoria; su orgullo estaba en su cénit; y en
aquel mismo instante el atroz ariete le embistió, dándole de lleno en la boca
del estómago y Bill se desvaneció como la niebla. Las opiniones difieren en
cuanto al lugar a que le envió el impulso del madero, pero según parece fue al
sudoeste de Texas, donde se convirtió en pastor.
Los marineros cargaron tres veces contra el espejo frontal del bar y
cuando acabaron parecía que había sido objeto de la atención de una
compañía rural contra incendios, en el desempeño de sus funciones.

III

Mientras su amigo mejicano se alejaba alegremente, Bill, con semblante


pensativo, volvió a su sartén y al fuego. Después de comer, sacó el revólver
de su vieja y desvencijada pistolera y examinó todas sus piezas. Era el
revólver con que dio muerte al capataz y también el que había usado en todas
sus refriegas. Bill le tenía un gran cariño, porque su lealtad era muy superior a
la de un hombre, un caballo o un perro. No hacía preguntas ni de orden social
ni moral; obedecía indistintamente a un santo o a un asesino. Era las garras
del águila, los colmillos del león, el veneno de la serpiente. Cuando lo sacaba
de su pistolera se convertía en un seguro colaborador que daba siempre a
donde él apuntaba, aunque apuntara a una moneda de un penique colocada a
varios metros de distancia. Como quiera que fuese, era su más preciada
posesión y, allí, en el sudoeste de Texas, no la hubiera cambiado ni por un
puñado de rubíes.
Durante la tarde siguió con su acostumbrada monotonía de descanso y
trabajo, con el mismo aire de profunda meditación. El humo del fuego con el
que preparó su cena se elevaba entre el sombrío mar de mezcales, cuando su
instinto de hombre de las praderas le advirtió que la quietud y la desolación
habían sido invadidas otra vez. Vio la silueta de un jinete, inmóvil, negra,
contra la palidez del cielo. La silueta llevaba sarape, sombrero y unas
enormes espuelas mejicanas. La figura empezó a moverse hacia el
campamento y la mano de Bill se dirigió hacia el revólver.
El jinete se acercó y Bill pudo observar que el hombre tenía marcados
rasgos americanos y que su piel era demasiado rosada para pertenecer a un
cara mejicana. El puño de Bill se aflojó.
—¡Hola! —saludó el jinete.

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—¡Hola! —contestó Bill.
El jinete avanzó un poco más.
—Buenas tardes —dijo, sin soltar las riendas.
—Buenas tardes —contestó Bill, sin demostrar excesiva cortesía.
Durante un momento, se miraron en una forma que no resulta descortés en
las praderas, donde siempre se está en peligro de toparse con ladrones de
caballos o turistas.
Bill vio a un tipo que no pertenecía a la pradera. El joven llevaba vestidos
mejicanos caros. Los ojos de Bill recorrieron toda la vestimenta para ver si
ocultaba algo, pero no halló nada. A pesar de su indumentaria, estaba claro
que el hombre procedía de alguna lejana y oscura ciudad del Norte. Había
quitado los enormes estribos de su silla mejicana y los había sustituido por
estribos ingleses, y llevaba los pies echados hacia delante de forma que el
acero le apretaba estrechamente en los tobillos. Los ojos de Bill, al pasar
revista al forastero, cayeron sobre los estribos e, inmediatamente, sonrió
amistosamente. Ningún oscuro propósito podía anidar en el corazón inocente
de un hombre que cabalgaba de aquella forma en la pradera.
En cuanto al forastero, vio a un andrajoso individuo con una maraña de
pelo sobre la cabeza y en la barba y con una cara color de ladrillo, debido al
sol y al whisky. Vio un par de ojos que al principio parecían los de un lobo
mirando a otro lobo y luego se volvieron como los de un niño.
Evidentemente, era un hombre que había asaltado muchas veces las murallas
de hierro de la ciudadela del éxito y que ahora, a veces, se valoraba a sí
mismo como el conejo valúa sus proezas.
El forastero sonrió afablemente y se apeó del caballo.
—Supongo, señor, que me dejará acampar aquí, esta noche.
—¿Eh? —dijo Bill.
—Supongo, señor, que me dejará acampar aquí, esta noche, con usted.
Durante un momento, Bill pareció demasiado asombrado para hablar.
—Bueno —contestó, con una voz inhóspita—. No creo que éste sea un
buen sitio para acampar esta noche.
El forastero se volvió y le miró atónito.
—¿Qué? ¿No quiere que me quede? ¿No quiere que acampe aquí?
Los pies de Bill se arrastraron desmañadamente y su vista se fijó en un
cactus.
—Bueno, verá usted, señor —dijo—. Me gustaría mucho su compañía,
pero… ya ve usted, algunos de estos mejicanos de por aquí van a echarme de
los pastos esta noche; y aunque me encantaría la compañía de un hombre, no

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puedo permitirle que se meta en la danza, ya que no tiene nada que ver en este
jaleo.
—¿Que le van a echar de los pastos? —gritó el forastero.
—Bueno; dicen que lo van a hacer.
—Y… ¡Santo Cielo!… ¿Cree usted que le matarán?
—No lo sé. No puedo decírselo hasta después. Ya sabe, cuando un
hombre está solo, como yo, y asaltan su campamento, generalmente le meten
una buena cantidad de plomo en el cuerpo antes de que pueda defenderse. Se
quedan por ahí alrededor y esperan una buena oportunidad, que llega muy
pronto. Por supuesto, un hombre solo, como yo, tiene necesariamente que
dejar la vigilancia en algún momento. Puede que le cojan dormido y puede
que el hombre se canse de esperar y mate a uno o dos de ellos a plena luz del
día, sólo para acabar de una vez. Una vez oí contar una historia así. Es
demasiado fuerte para un hombre… tener una banda detrás.
—¿Y van a asaltar su campamento esta noche? —exclamó el forastero—.
¿Cómo lo sabe? ¿Quién se lo ha dicho?
—Un muchacho vino y me lo dijo.
—¿Y qué va a hacer usted? ¿Luchar?
—No veo qué otra cosa podría hacer —contestó Bill sombríamente,
mirando todavía al cactus.
Hubo un silencio. De pronto el forastero lanzó un grito de asombro:
—¡En la vida había oído nada semejante! ¿Cuántos son ellos?
—Ocho —contestó Bill—. Y escúcheme; no va usted a sacar nada bueno
rondando por aquí, y haría muy bien en desaparecer de estos alrededores antes
de que anochezca. No necesito ayuda en esta lucha. Comprendo que el hecho
de que apareciera por aquí precisamente hoy no me da derecho alguno a
pedirle ayuda, y lo mejor que puede usted hacer es largarse cuanto antes.
—Bueno, pero, en el nombre del Cielo, ¿por qué no va usted a avisar al
sheriff? —exclamó el forastero.
—¡Oh, infierno! —dijo Bill.

IV

Grandes nubes, ardientes como brasas, brillaban en el cielo, por el Oeste;


en el Este, una niebla de plata se extendía sobre la cárdena oscuridad de la
llanura.
Finalmente, cuando salió la luna y lanzó sobre los arbustos sus rayos
fantasmales, el fuego del campamento brilló como la púrpura, mientras las

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llamas danzaban alegremente entre las ramas de los mezcales. El silencio se
llenó con el coro del fuego, una vieja melodía que seguramente lanza al aire el
mensaje de la inconsecuencia de las tragedias individuales. Un mensaje que
se repite en el bramido del mar, en el argentino acento del viento que sopla
entre los trigales, en el sedoso roce de las ramas de los abetos.
Nada se movía en el rojizo espacio que iluminaba el fuego del
campamento y los rayos de la luna no mostraron cosa viviente entre los
arbustos. No había aves nocturnas que cantaran la lasitud del silencio que
pesaba sobre la pradera.
El rocío daba a las sombras una calidad de terciopelo que hacía que el aire
se pareciera mucho al agua. Las ramas, las hojas, que se hallan siempre
dispuestas a gritar cuando la muerte se aproxima a los descampados,
permanecieron silenciosas, engañadas por aquellos cuerpos sinuosos que
avanzaban deslizándose con la agilidad de una serpiente. Se dirigían hacia el
último rincón, donde ningún resplandor de fuego pudiera descubrirles y allí se
quedaron parados, intentando localizar a su presa.
Un romance cuenta la historia de una cueva profundamente cavada en la
tierra, donde, al entrar, no se ve más que los ojillos amenazadores de las
serpientes, mirando fijamente. Si un hombre se adentra de noche en los
bosques de arbustos, no considerará necesario que se le ericen los cabellos; le
bastará, para expresar su terror, con la sensación de la mano helada de la
muerte posándose en su nuca y el temblor de sus rodillas.
Dos de aquellas siluetas se acercaron una a la otra y en la oscuridad surgió
un rostro, sonriendo plácidamente, con los tiernos sueños del asesinato.
—El muy loco se ha dormido junto al fuego. ¡Dios sea loado!
Los labios del otro se abrieron en una mueca de cariñosa apreciación por
el loco y su terquedad. Se hicieron unas señales en la oscuridad y en seguida
se iniciaron una serie de ruidos de cuerpos que se arrastran, mezclados con
abundantes pausas en las que no se oía nada más que las respiraciones
precipitadas.
Un arbusto se erguía al borde del círculo de luz, procedente del fuego del
campamento, que proyectaba hacia atrás su larga sombra y por fin, llegó
detrás del arbusto. Entre sus ramas, los hombres contemplaron, con gran
satisfacción, una silueta envuelta en una manta gris, tendida en el suelo. La
sonrisa feliz desapareció en seguida, para dar lugar a la tranquila serenidad
del trabajo. Dos hombres levantaron sus armas y, apuntando a través de las
ramas, apretaron el gatillo al mismo tiempo.

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El ruido de la explosión retumbó sobre el mezcal solitario, como si las
armas quisieran informar al mundo entero, y, cuando el humo se disipó, el
grupo apiñado detrás del árbol vio que la figura envuelta en la manta se
retorcía. Ante el espectáculo estallaron en un coro de carcajadas y se
levantaron, más alegres que un grupo de juerguistas. Se felicitaban, haciendo
gestos, y entraron despreocupadamente en el círculo de luz.
Entonces estalló de pronto una nueva carcajada, procedente de un lugar
desconocido. Era una terrible carcajada de burla, odio y ferocidad. Parecía
demoníaca. Una carcajada que les laceró, dejándolos inmóviles, en medio de
su alegre algazara. Podían haberse confundido con un fantasmagórico grupo
de cera; la luz del moribundo fuego iluminaba sus amarillentas caras
reflejándose en sus ojos, vueltos hacia la oscuridad, esperando algo terrible y
desconocido.
El bulto bajo la manta gris ya no se movía; pero si todos, con el cuchillo
en las manos, se dirigían antes hacia él, ahora habían retrocedido y los brazos
se elevaban al cielo, como si esperasen que la muerte descendiera de las
nubes.
Aquella carcajada había enajenado sus mentes y, por un momento, ni
siquiera se les ocurrió huir. Estaban prisioneros de su propio terror. Luego, de
pronto, la retardada decisión llegó y, gritando alocadamente se volvieron y
echaron a correr. En aquel instante brilló una rojiza llamarada en la oscuridad
y uno de los hombres lanzó un amargo quejido, se tambaleó y cayó al suelo.
El silencio volvió al desierto. Las cansinas llamas iluminaban débilmente
el bulto cubierto por la manta y el cuerpo del merodeador. Cantaba el antiguo
coro del fuego, la vieja melodía que lleva el mensaje de la inconsecuencia de
las tragedias humanas.

—Ahora está usted peor que antes —decía el joven forastero, con la voz
ronca por el temor.
—No, no lo estoy; llevo uno de ventaja —dijo Bill.
Después de un rato de reflexión, el forastero añadió:
—Bueno, pero quedan siete más.
Se aproximaban al campamento, lentamente, con muchas precauciones. El
sol empezaba a enviar sus primeros rayos sobre el desierto. Las hojas más
altas y las ramas prominentes brillaban bajo la luz dorada, mientras las
sombras, bajo los mezcales, eran aún azul oscuro.

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De pronto el forastero lanzó un grito de espanto. Había llegado a un lugar
desde donde, a través de un claro en la espesura, se podía ver la cara del
hombre muerto.
—¡Demonio! —dijo Bill, que, en aquel instante, acababa de verlo—. Al
principio creí que era José. Y hubiera sido extraño, después de lo que le dije
ayer.
Siguieron su camino, el forastero remoloneando y quedándose atrás, Bill
haciendo alarde de una gran curiosidad.
Los amarillos rayos del sol naciente acariciaban las oscuras facciones del
mejicano muerto y daban a su cara un efecto inhumano, que le hacía parecer
una triste máscara de latón. Una de sus manos yacía descuidadamente sobre la
rama de un cactus.
Bill fue hacia él y estuvo mirándole, respetuosamente.
—Conozco a este hombre; se llama Miguel. Es…
Los nervios del forastero debían estar tan tensos como cuerdas de violín;
su cuerpo parecía no tener columna vertebral, sino sólo un largo conducto
vacío.
—¡Cielo Santo! —exclamó, muy agitado—. No hable así.
—¿Cómo? —preguntó Bill—. Sólo he dicho que se llamaba Miguel.
Después de una pausa, el forastero añadió:
—Sí, ya lo sé; pero… —agitó las manos en el aire—. Hable más bajo, o
algo así; no sé. Todo este asunto me saca de quicio, compréndalo.
—¡Oh, bueno! —replicó Bill, aceptando la extraña manera de ser del otro.
Pero, en seguida, estalló violentamente y en voz alta en la más profana de las
maneras; los juramentos brotaban de su boca, igual que brotan las chispas de
la yesca.
Estaba examinando el contenido del envoltorio de la manta gris y había
sacado a la luz, entre otras cosas, su sartén. Ahora no era más que un aro de
hierro con un mango; los disparos de los mejicanos se habían concentrado
sobre ella. Una arma mejicana se carga, generalmente, con pedazos de hierro,
aros de estufas, tubos de cañerías, herraduras viejas, pedazos de cadenas,
manijas de ventanas, pernos y pedazos de traviesas del ferrocarril, badajos de
campanas y cualquier otra clase de chatarra que pueda hallarse a mano.
Cuando una de esas cargas alcanza a un hombre en algún órgano vital es
lógico que le produzca una gran impresión; un utensilio de cocina es de
suponer que no resista al asalto de semejante mezcla de cosas extrañas.
Bill levantó la destrozada sartén volviéndola de un lado y de otro. Juró y
maldijo hasta que se dio cuenta de la desaparición del forastero. Un momento

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después le vio acercarse con su caballo, entre los arbustos. En silencio y
malhumorado, el joven empezó a ensillar el animal. Bill dijo:
—Vaya ¿ya ha decidido largarse?
Las manos del forastero ataban, desmañadamente, la hebilla del pecho. En
una ocasión protestó irritado, culpando a la hebilla del temblor de sus dedos.
En otro momento se volvió para contemplar la cara del muerto, bajo la luz del
sol de la mañana. Por último gritó:
—Ya sé que éste es un cochino asunto… más cochino no podría ser…
pero, como quiera que sea, ese hombre me pone fuera de mí —volvió la
cabeza para mirarlo otra vez—. Parece que todo el tiempo esté llamándome…
hace que me considere un asesino.
—Pero —replicó Bill, asombrado—, usted no disparó, amigo: fui yo
quien lo mató.
—Ya lo sé; pero tengo esa sensación, de todos modos. No puedo
soportarlo.
Bill meditó un rato; luego dijo, tímidamente:
—Amigo, usted es un hombre educado, ¿verdad?
—¿Qué?
—Usted es lo que la gente llama un hombre… culto, ¿no es eso?
Era evidente que el joven, perplejo, iba a hacer una pregunta, pero le
interrumpieron los estampidos de unas armas; brillaron unos fogonazos y el
aire se llenó de silbidos agudos, como producidos por una caldera de vapor.
El caballo del forastero emprendió una corta carrera, convulsiva, resoplando
salvajemente, en una mortal angustia, luego se cayó sobre las rodillas, se
levantó de un salto y huyó en la alocada carrera precursora de la muerte, que
los hombres que han visto morir a un caballo bravío conocen muy bien.
—Esto es lo que pasa cuando uno se pone a discutir tonterías —gritó Bill,
de mal humor.
Se había tirado al suelo, de frente a la espesura de donde procedía el
tiroteo. Pudo ver el humo que se elevaba sobre las copas de los árboles.
Levantó el revólver; el cañón del arma apuntó hacia delante, brillando como
la cabeza de una serpiente. En su cara se dibujó una ligera sonrisa, cínica,
maligna, mortal, de una ferocidad que hizo que al mismo tiempo se le
enrojeciera la cara y dos ascuas brillaran en sus ojos.
—¡Hola, José! —dijo amigablemente, con acento satírico—. ¿Habéis
vuelto a cargar vuestros trabucos?
El silencio había vuelto a la pradera. Los rayos de sol bañaron el mar de
mezcales, pintando las neblinas del Oeste con débiles tonos rosados, y en lo

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alto volaban grandes pájaros, en dirección al Sur.
—Venid aquí —dijo Bill, dirigiéndose al paisaje—, y os daré algunas
lecciones de tiro. Esa no es manera de disparar.
No recibió respuesta alguna, y entonces empezó a inventar epítetos y
lanzarlos a la espesura. Era un maestro en el arte del insulto, y además
rebuscó en su memoria, para sacar a la luz imprecaciones marchitas desde los
días de Bowery. La ocupación le divertía y de vez en cuando se reía, a pesar
de lo incómodo que estaba con el pecho aplastado contra el suelo.
Por último, el forastero, tendido también en el suelo, muy cerca de él, dijo
cansadamente:
—Se han ido.
—No lo crea —replicó Bill, serenándose rápidamente—. Están ahí
todavía… todos ellos.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque lo sé. No nos dejarán tan pronto. No levante la cabeza o le
darán, eso es seguro.
Sus ojos, mientras tanto, no habían abandonado el escrutinio de la
espesura.
—Están ahí, no le quepa duda y no lo olvide. Y sino escuche —de nuevo
levantó la voz—: ¡José! ¡Ojo, José! ¡Habla, hombre! Quiero tener un poco de
charla. ¡Eh, tú, tunante amarillo, habla!
Una voz burlona, que Venía de los arbustos, dijo:
—¿Señor?
—¿Lo ve? —Bill se volvió a su aliado—. ¿Qué le estaba diciendo? Toda
la camada. —De nuevo levantó la voz—. Oye, José, ¿no empiezas a cansarte?
Sería mejor que os fuerais, tú y tus compañeros, y descansarais un poco.
La respuesta fue una repentina y furiosa retahíla en español, elocuente y
llena de odio, que atraía sobre Bill todas las calamidades del mundo. Era
como si alguien hubiera abierto una jaula llena de gatos salvajes. Los espíritus
de todas las venganzas que habían soñado, quedaron sueltos y llenaron el aire.
—Están en un atolladero —susurró Bill—, o no comprendo por qué no
disparan.
Empezaba a sentirse fastidiado. Sus enemigos escondidos le llamaron
nueve formas distintas de cobarde; le dijeron que era un hombre que sólo
sabía batirse en la oscuridad, un bebé que huía incluso de las sombras de
aquellos nobles caballeros mejicanos, un perro que sólo sabía ladrar.
Describieron la hazaña de la noche anterior y le informaron de la ruin ventaja
que había conseguido sobre sus enemigos. En fin, que, con total sinceridad, le

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dotaron de todas las cualidades que él, no menos honradamente, creía poseer.
Se podía notar cómo le herían las frases mientras yacía en el suelo,
acariciando el revólver.

VI

Se ha dicho que los hombres hacen las cosas más desesperadas, bajo los
impulsos de una emoción casi tan plácida como los pensamientos de un
clérigo de pueblo en una tarde de domingo. Pero, en realidad, en esos
momentos, dan la sensación de que han cambiado su corazón por el de una
pantera.
—¡Por Dios! —Bill habló como si tuviera la garganta llena de polvo—,
voy a lanzarme sobre ellos de un momento a otro.
—¡No se mueva! —gritó el forastero, firmemente—. ¡No se mueva ni una
pulgada!
—Bueno —dijo Bill, echando un vistazo a los arbustos—, bueno.
—¡Baje la cabeza! —volvió a gritar el forastero, pálido de alarma.
Sonaron unos disparos. Bill profirió un ronco gruñido y, por un momento,
se apoyó, jadeando, en los codos, mientras los brazos le temblaban como
hojas. Luego se irguió, como un enorme y sangriento espíritu de venganza,
con la cara enrojecida por la excitación. Los mejicanos se acercaban
rápidamente y en silencio.
La acción que se desarrolló en los momentos siguientes fue tan rápida
como el rayo y al forastero le pareció que vivía una pesadilla. La lucha cuerpo
a cuerpo, no le parecía real. Su mente se hallaba lejos, en las profundas
sombras de más allá de las estrellas. Y por eso, la lucha, y la parte que tomó
en ella, tuvieron para el forastero la calidad de un cuadro solamente esbozado:
pies que se arrastran, disparos, gritos, caras hinchadas, abotagadas, parecidas
a máscaras, entre el humo; todo ello parecía una pesadilla en la noche.
Y sin embargo, algunas escenas eran tan vívidas a pesar de su
incoherencia, que permanecieron para siempre en su memoria.
Mató a un hombre.
Y, lo que aún era más, de pronto sintió por Bill, aquel oscuro pastor, una
profunda forma de idolatría. Bill estaba muriéndose y la dignidad ante la
postrer derrota y la superioridad al borde de la sepultura eran la última postura
del pastor perdido.

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VII

El forastero se sentó en el suelo y se limpió el sudor y las manchas de


pólvora de la frente. Sonreía, con la sonrisa dulce e idiota de un mendigo
viejo, mientras contemplaba a tres mejicanos tambaleándose y cojeando en la
distancia. Observó que el único de ellos que aún poseía un sarape no tenía
nada de la grandeza de un español embozado, sino que más bien parecía una
figura caricaturesca de una postal.
Los mejicanos se volvieron para mirarle y él levantó el revólver. Durante
un rato permanecieron quietos, muy juntos, lanzándole maldiciones.
Por último se levantó, anduvo unos pasos y se paró para aflojar las
grisáceas manos de Bill, que aún estaban asidas a la garganta de un enemigo.
Tambaleándose un poco, como si estuviera borracho, se quedó unos
momentos mirando la cara inmóvil.
Le asaltó un repentino pensamiento; empezó a buscar por el suelo, con
ojos tristes, hasta que dio con su manta, de alegres colores, tirada en medio de
la espesura y manchada con las huellas de muchas pisadas. La limpió
cuidadosamente y luego volvió y la colocó sobre el cuerpo de Bill. De nuevo
permaneció a su lado, inmóvil, con la boca abierta y la misma mirada estúpida
en los ojos. De pronto sintió un estremecimiento de espanto y miró
salvajemente a su alrededor.
Había llegado cerca de la espesura cuando se paró de pronto, presa de una
profunda conmoción. Un cuerpo contorsionado yacía en el sendero.
Lentamente, con gran cautela rodeó el cuerpo. Por un momento, los árboles,
inclinándose y susurrando, con las ramas vueltas hacia la escena que dejaba
detrás, se mecieron suavemente en el silencio y la paz de la soledad.

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LA REFORMA DE CALÍOPE

O’HENRY

C ALÍOPE Catesby estaba de nuevo en un período de depresión. El tedio


se había apoderado de él. La tierra (en especial la parte conocida con el
nombre de Quicksand) no era para Calíope otra cosa que una pestilente
congregación de vapores. En estas circunstancias, el filósofo puede buscar
consuelo en la meditación; la gran dama halla solaz en las lágrimas; el débil
habitante de la costa atlántica despotrica contra las cuentas de sombreros de
su mujer. Tales recursos eran insuficientes para los habitantes de Quicksand.
Calíope, sobre todo, sentíase inclinado a expresar su fastidio de acuerdo con
su temperamento.
Por la noche, Calíope había dado señales de inminente depresión de
espíritu. Aplicó un puntapié a su propio perro en el vestíbulo del Hotel
Occidental y se negó a pedir disculpas. Estuvo distraído y quisquilloso.
Mientras anduvo por la calle alargó las manos en procura de ramas de
mezquite y mascó las hojas enfurecido. Esto era un siniestro presagio. Otro
síntoma alarmante para quienes conocían los distintos matices de su carácter,
fueron su cortesía excesiva y una tendencia manifiesta a usar frases
ceremoniosas. Cierta ronca melifluidad ocupó en su voz el lugar habitual de
sus tonos arrastrados. Una urbanidad peligrosa caracterizaba sus modales.
Luego, su sonrisa se volvió torcida, un poco inclinado hacia arriba el lado
izquierdo de la boca; y Quicksand se puso en guardia.
Al llegar a este punto, Calíope empezaba a beber. Finalmente, a eso de la
medianoche, se le veía camino de su casa, saludando a todos cuantos
encontraba con cortesía exagerada pero inofensiva. Todavía no estaba en su
punto peligroso la melancolía de Calíope. Solía sentarse junto a la ventana del
cuarto que ocupaba encima de la barbería de Silvestre y se ponía a cantar
baladas lúgubres y desentonadas hasta la mañana, acompañándose con
rasgueos de una guitarra de metálicos sones. Más magnánimo que Nerón, ésta

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era la forma en que avisaba a Quicksand de los trastornos municipales que le
tocaba en suerte sufrir.
Fuera de sus crisis, Calíope Catesby se comportaba como hombre
tranquilo y amable; tranquilo hasta la indolencia y amable hasta la
insignificancia. Lo menos que podríamos decir es que era un vago y un inútil;
lo más, que era el terror de Quicksand.
Su ocupación visible era algo más o menos subordinado a la cuestión
bienes raíces; acompañaba forasteros engañados, en un auto, para que viesen
lotes de terreno y propiedades rurales. Era oriundo de uno de los estados del
Golfo; y daban amplia evidencia de su origen su metro ochenta de estatura, el
ritmo arrastrado de su manera de hablar y las expresiones dialectales que se
mezclaban en su conversación.
Y, sin embargo, después de amoldarse a algunas costumbres del Oeste,
este lánguido borracho y vago, buscador de rincones sombreados en los
algodonales y plantíos del Sur, cobró fama de matón entre hombres que
habían dedicado sus vidas enteras al estudio consciente del arte de la
truculencia.
A las nueve, en la mañana siguiente, Calíope estuvo en sus cabales.
Inspirado por sus propias melodías bárbaras y el contenido de la jarra, se
hallaba en condiciones de conquistar nuevos laureles en pugna con los ceños
desafiantes de Quicksand. Rodeado y cruzado por todas partes de cintos con
cartucheras, muy adornados y con revólveres, y bien librado por dentro, se
lanzó a recorrer la calle principal de Quicksand. Demasiado caballeroso para
tomar por sorpresa la ciudad mediante una salida silenciosa, se detuvo en la
primera esquina y lanzó su grito característico, aquel aullido espantoso y
desvergonzado, que tanto recordaba el órgano a vapor, llamado «Calíope»,
del cual había heredado el apelativo que suplantaba su nombre bautismal. Al
grito siguieron tres disparos de revólver del 45, destinados a templar el arma y
probar la puntería. Un perro amarillo, propiedad del coronel Swazey, dueño
del «Occidental», cayó, emitiendo su gruñido de despedida. Un mejicano que
cruzaba la calle frente al almacén de la fachada azul, llevando en la mano una
botella de kerosen, sintió el estímulo necesario para emprender una repentina
y veloz carrera sin soltar el cuello de su botella hecha añicos. Tembló la
nueva veleta dorada de la residencia de dos pisos, color azul y limón, que
tenía el juez Riley; batió las alas y quedó pendiente de una astilla la que fue
orgulloso instrumento de las brisas.
La artillería estaba muy bien. La mano de Calíope era firme. Habíase
apoderado del hombre el éxtasis de la batalla, aunque ligeramente amargado,

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al ver que sus triunfos debían limitarse al minúsculo mundo de Quicksand.
Calle abajo fue Calíope disparando a diestra y siniestra. Los vidrios caían
como granizo; los perros huían; los pollos volaban espantados; y voces
femeninas, chillando, expresaban preocupación por jovencitos que andaban
en la calle. A intervalos el estruendo era perforado por el «stacatto» de los
revólveres del terror, y los ahogaba periódicamente el temible grito que tanto
conocía Quicksand.
Los frecuentes malos humores de Calíope eran días de fiesta legal en
Quicksand. Con anticipación al momento los dependientes de comercio, en
todo lo largo de la calle principal, bajaron las persianas y cerraron las puertas.
Los negocios se paralizaron. La calle era de Calíope, y mientras avanzaba por
ella, advirtiendo la ausencia de oposición y las pocas oportunidades que se le
ofrecían, su enojo aumentó perceptiblemente. Pero unas cuatro manzanas más
lejos se hacían activos preparativos para corresponder dignamente al amor
que Calíope sentía por el intercambio de cumplidos.
La noche anterior numerosos habían acudido presurosos a la oficina de
Buck Patterson, el sheriff, para ponerle sobre aviso de la inminente erupción
caliopiana. Ya era mucho lo que aquel funcionario había exigido de su propia
paciencia, tratando de ser condescendiente con las acciones del perturbador.
En Quicksand se enjuiciaban con bastante indulgencia las naturales
ebulliciones de la naturaleza humana. Con tal de que las vidas de los
ciudadanos más útiles no fuesen desperdiciadas a tontas y a locas, o que no se
estropease en demasía la propiedad privada, sin necesidad, el sentimiento de
la comunidad era adverso a toda aplicación estricta de la ley. Pero las
explosiones de Calíope habían sido demasiado frecuentes y violentas para
caer bajo la clasificación de «descanso espiritual y saludable».
Buck Patterson estaba aguardando en su pequeña oficina aquel aullido de
preliminar, expresión de la tristeza de Calíope. Al percibirlo se puso de pie y
se ajustó a la cintura los revólveres. También se levantaron de sus asientos
dos agentes y tres ciudadanos, que habían probado ya las cualidades
comestibles del fuego, dispuestos a hacer frente a las pesadas expansiones de
Calíope.
—¡Duro contra ese individuo! —dijo Buck Patterson, trazando las líneas
generales de la campaña—. No se entretengan hablando con él. Hagan fuego
en cuanto tengan blanco. Manténganse a cubierto y dispárenle. Es un inútil.
Creo que esta vez le toca a él poner los pies en alto. Enfréntenlo con las
piernas muy abiertas, muchachos. No se descuiden demasiado, porque donde
Calíope pone el ojo pone la bala.

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Buck Patterson, alto, musculoso y de rostro solemne, con su brillante
chapa de sheriff de la ciudad en el pecho, clavada en su camisa de franela
azul, dio a sus secuaces las instrucciones necesarias para la masacre de
Calíope. El plan consistía en llevar a cabo la derrota del Terror de Quicksand
sin pérdidas por parte de la patrulla atacante, si era posible.
Calíope, desconocedor de estos proyectos, seguía avanzando por la calle,
cañoneando a diestra y siniestra, cuando de pronto advirtió que lo esperaban.
El sheriff y uno de los agentes aparecieron tras de unos cajones de
mercancías, a pocos pasos de él y abrieron el fuego. Al mismo tiempo el resto
de la delegación, dividida, lo acribilló desde las callejas laterales, en las
cuales maniobraban cautelosamente después de una vuelta muy bien
ejecutada.
La primera andanada aflojó el gatillo de uno de los revólveres de Calíope,
le arrancó muy limpiamente un pedacito de la parte inferior de una oreja e
hizo estallar un cartucho de su cinturón, que por cierto le chamuscó las
costillas. Animado con ese inesperado tónico a su depresión espiritual,
Calíope ejecutó una nota de fortísimo de sus registros superiores, y devolvió
el fuego como si fuese el eco. Los defensores de la ley se apartaron
rápidamente a un lado al ver el relámpago, pero demasiado tarde para evitar
que uno de los agentes recibiese una bala en el hombro y la mejilla del sheriff
quedara sangrando a causa de una astilla que se desprendió del cajón tras el
cual se parapetaba.
Y entonces Calíope hizo frente con gran estilo a las tácticas del enemigo.
Eligiendo con rápida mirada el lado desde el cual le había venido el fuego
menos seguro, lo invadió con velocidad redoblada, abandonando el centro de
la calle, falto de protección. Con rara astucia, la fuerza opositora situada en
esa dirección (uno de los agentes y dos valerosos voluntarios) esperó, oculta
tras de barriles de cerveza, hasta que Calíope pasó junto a su escondrijo, y
entonces lo atacaron por la espalda. Al instante mismo los reforzaron el
alguacil y otro de los civiles, y entonces Calíope advirtió que para prolongar
con éxito las delicias de la controversia debía encontrar alguna manera de
reducir las ventajas de sus adversarios. Su mirada se posó en una construcción
que parecía responder a esta promesa, siempre que lo dejasen llegar hasta allí.
No muy lejos estaba la pequeña estación ferroviaria, consistente en un
sólido edificio de madera, de diez por veinte pies, asentada sobre una
plataforma que se elevaba cuatro pies del suelo. Por todos lados habían
ventanas. Aquello era una especie de baluarte para un hombre tan mal situado
frente a fuerzas superiores.

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Calíope emprendió audaz y rápida carrera, perseguido a muy corta
distancia por la humeante patrulla del sheriff. Alcanzó sano y salvo su
reducto; pero el encargado de la estación escapó por una ventana, igual que
una ardilla, en el preciso instante en que le vio entrar como un bólido por la
puerta.
Patterson y sus colaboradores se detuvieron bajo la protección de un
montón de madera y celebraron consultas. En la estación se hallaba un
hombre dispuesto a todo, que de nada se asustaba y que llevaba consigo
metralla en abundancia. En un trecho de veinticinco metros a cada lado de la
estación había una extensión de terreno desnudo y abierto. No cabía duda de
que quien intentase meterse en aquellos lugares sería detenido por las balas de
Calíope.
El sheriff estaba resuelto. Había decidido que Calíope no volvería a
despertar el eco de Quicksand con sus estridentes gritos. Lo había declarado
así. Oficial y personalmente se sintió obligado a poner un amortiguador en
aquel instrumento de discordia. El piano desafinaba mucho.
Cerca de allí había una vagoneta de mano, utilizable para el transporte de
cargas pequeñas. Se hallaba al lado de un cobertizo lleno de fardos de lana,
consignación de un rancho de ovejas. El sheriff y sus hombres apilaron tres
pesados bultos de lana sobre la vagoneta. Buck Patterson, escudado tras ella,
emprendió la marcha hacia el fortín de Calíope, lentamente. Los ayudantes,
muy separados, estaban prevenidos para atrapar al fugitivo apenas se
exhibiese, en su esfuerzo por repeler el escalofriante símbolo de la justicia
que se le venía encima.
Sólo una vez dio Calíope señales de vida. Disparó desde una ventana y
algunas partículas de lana saltaron de la carretilla. Los tiros con que
contestaban los representantes de la autoridad golpeaban contra los marcos de
las ventanas. No hubieron pérdidas en ninguno de ambos bandos.
El sheriff estaba demasiado ocupado en conducir su acorazado rodante
para advertir la proximidad del tren matutino antes de llegar a pocos pies de la
plataforma. Por el otro lado se acercaba el convoy. Sólo se detenía un minuto
en Quicksand. ¡Qué excelente oportunidad para Calíope! No tenía más que
salir por la otra puerta, subir al tren, y listo…
Abandonando su trinchera, Buck, con el revólver preparado, subió los
escalones velozmente, y entró en la estación abriendo la puerta con un
vigoroso empujón. Los miembros de su séquito oyeron un tiro disparado
dentro, y luego se hizo el silencio.

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Poco después abrió sus ojos el herido. Tras un lapso en blanco, pudo de
nuevo ver, oír, sentir y pensar. Revolviendo los ojos, se vio acostado en un
banco de madera. Inclinose sobre él un hombre alto, que llevaba en el pecho
una chapa donde decía «sheriff de la ciudad» y cuyo semblante denotaba
extrañeza. Una mujercita vestida de negro, de cara arrugada y ojos
centelleantes, sostenía un pañuelo húmedo contra una de sus sienes. Estaba
procurando fijar estos hechos en su mente, al tiempo en que los relacionaba
con acontecimientos pasados, cuando la mujer empezó a hablar.
—¡Muy bien, amigo! Es usted un hombre fuerte. La bala ni siquiera le
tocó. Le rozó apenas el lado de la cabeza y lo paralizó, más o menos, durante
un rato. No es la primera vez que pasa. Concusión creo que lo llaman.
Wadkins solía matar ardillas de ese modo, rozándolas. A usted lo han rozado,
pero estará curado en menos que canta un gallo. Quédese quieto un poco más,
y deje que le moje la cabeza. Usted no me conoce, por supuesto, y no es raro
que no me conozca. He venido de Alabama en ese tren para ver a mi hijo.
Grande, mi hijo, ¿verdad? ¡Caramba! Nadie diría que en tiempos fue un niño,
¿no es cierto? Éste es mi hijo, señor.
Volviéndose a medias, la vieja levantó la mirada en dirección al hombre
que se hallaba de pie, iluminado su rostro cansado con una sonrisa de orgullo
y de asombro. Alargó una mano venosa y encallecida, y tomó la del hijo.
Luego, dirigiendo una sonrisa emocionada al hombre postrado, siguió
humedeciendo el pañuelo en la jofaina de metal de la salita de espera y se lo
aplicó dulcemente a la sien.
—No he visto a mi hijo —siguió diciendo— en estos últimos años. Un
sobrino mío, Elkanah Price, es conductor de uno de estos trenes, y me
consiguió un pase libre para venir aquí. Puedo quedarme toda una semana, y
después viajar de vuelta con el mismo pase. Imagínese, ahora que mi hijo ha
llegado a funcionario, sheriff de toda una ciudad. Viene a ser como comisario,
¿no es cierto? Ignoraba que tuviese tanta importancia; no me lo dijo en
ninguna de sus cartas. Claro, pensaría en el miedo de su anciana madre al
figurarse el peligro que debía correr. Pero, ¡cualquier día! Yo nunca fui
asustadiza. ¿De qué sirve asustarse? Cuando bajé del tren oí revólveres que
atronaban, y vi humo que salía de la estación, pero seguí andando sin
preocuparme. Luego me pareció que mi hijo estaba junto a una ventana. Lo
conocí en el acto. Me recibió en la puerta, y me abrazó tanto que casi me
ahoga. Y ahí estaba usted, señor, tirado en el suelo, como muerto, y se me
ocurrió que viésemos si podíamos hacer algo en su ayuda.

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—Creo que me puedo levantar —dijo el afectado por la concusión—. Ya
estoy bien.
Y se sentó, algo débil aún, reclinado en la pared. Era un hombre
corpulento, de buena osamenta y muy estirado. Sus ojos, penetrantes y firmes,
parecieron detenerse en la contemplación del hombre que se erguía tan quieto,
junto a él. Su mirada se apartó de la cara que estudiaba y se posó en la chapa
de sheriff.
—Sí, se le va a pasar todo —continuó la anciana, acariciándole la mano
—, si no se le ocurre armar escándalos de nuevo y dar lugar a que la gente se
enfrente con usted. Mi hijo me habló de ello, señor, mientras usted estaba
inconsciente en el suelo. No achaque a entrometimiento el que una mujer, que
tiene un hijo de su edad, le hable del asunto. Y no guarde rencor a mi hijo por
haber tenido que dispararle. Un funcionario debe aplicar la ley, porque es su
obligación; y los que se comportan mal y viven mal tienen que atenerse a las
consecuencias. No la tome con mi hijo, señor; él no tiene la culpa. Siempre ha
sido un buen chico. Cuando niño, era bondadoso, obediente y muy educado.
¿Me permite, señor, que le aconseje no hacer más lo que ha hecho hoy? Sea
bueno, deje la bebida y viva en paz con Dios y el mundo. Apártese de las
malas compañías, trabaje honestamente y duerma bien.
La mano, enguantada en mitones negros, de la anciana que plañía, rozó
suavemente el pecho del hombre a quien hablaba. Muy seria y muy ingenua
parecía su cara de vieja y ajada. Estaba allí, con su descolorido vestido negro
y su bonete antiguo, próxima al fin de su vida, como un epítome de
experiencia mundana. El hombre a quien hablaba miraba fijamente por
encima de su cabeza, contemplando al hijo de la anciana.
—¿Qué dice, sheriff? —preguntó—. ¿Cree que el consejo es acertado?
¿No sería oportuno que el sheriff hablase y expresase su opinión?
El hombre alto se movió torpemente. Durante un instante tocó con el dedo
la chapa que tenía sobre el pecho; después rodeó con un brazo el cuello de la
anciana, apretándola contra sí. Ella lo envolvió con la inconfundible sonrisa
de una madre de sesenta años, y acarició la mano grande y morena con sus
dedos torcidos, metidos en el guante, al tiempo que su hijo hablaba.
—Mi opinión —dijo, clavando la mirada en los ojos del otro— es que si
yo estuviera en su lugar, seguiría el consejo. Si fuera un individuo borracho y
violento, sin vergüenza ni esperanza, lo aceptaría. Si estuviese en su lugar, y
usted en el mío, yo diría: «Sheriff, estoy dispuesto a jurar que si me da una
ocasión, abandonaré mis andanzas, dejaré los enredos y las armas y no
cometeré más locuras. Seré un ciudadano útil, trabajaré, no haré más

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tonterías. Si Dios me ayuda.» Eso es lo que yo le diría si usted fuese el sheriff
y yo estuviese en su lugar.
—Fíjese qué bien habla mi hijo —expresó la anciana dulcemente—.
Óigalo, señor. Prometa portarse bien y no le causará ningún daño: Hace
cuarenta años su corazón latía junto al mío, y desde entonces no ha dejado de
latir dignamente.
El hombre se puso en pie, probando sus piernas y estirando los músculos.
—Entonces, si usted estuviese en mi lugar y dijera eso, y yo sheriff,
respondería: «Vaya en paz y haga todo lo posible por cumplir con su
promesa.»
—¡Caramba! —exclamó la anciana repentinamente inquieta—. ¿Cómo he
podido olvidar mi baúl? Vi un hombre poniéndolo en el andén en el mismo
instante en que advertí la cara de mi hijo en la ventana, y se me fue de la
cabeza por completo. Hay ocho potes de dulce de membrillo que hice yo
misma, y por nada del mundo quisiera perderlos.
Se marchó con pasitos breves y nerviosos, ágil y anhelante, y entonces
Calíope Catesby habló a Buck Patterson:
—No he podido evitarlo, Buck. Por la ventana la vi llegar. Ella no sabía
una sola palabra de la vida que llevo. Me faltó valor para mostrarme ante ella
tal como soy, inútil e indeseable, perseguido por la comunidad. Tú estabas en
el suelo donde te había dejado mi disparo, igual que si te hubieras muerto. De
pronto se me ocurrió; te quité la chapa y me la clavé en el pecho,
adjudicándome tu reputación. Le conté que yo era el sheriff y tú el terror del
pueblo. Ahora puedes tomar de nuevo la chapa, Buck.
Temblaba la mano de Calíope cuando empezó a quitarse el disco de metal
de la camisa.
—¡Despacio! —dijo Buck Patterson—. Deja esa chapa donde está,
Calíope Catesby. Que ni siquiera se te ocurra quitártela hasta el día en que tu
madre se marche de aquí. Serás sheriff de Quicksand mientras ella se
encuentre en el pueblo. Yo me ocuparé de hablar con la gente y te aseguro
que nadie le revelará el secreto. Y una cosa, cabeza de chorlito, truhán y
perdido, convendría que siguieras el consejo que me has dado a mí. Yo no
dejaré de aprovechar una parte también.
—¡Buck! —exclamó Calíope—. Si no tuviese confianza en que puedo…
—¡Calla! —replicó Buck—. Ya vuelve.

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LOS PASTELILLOS DE PIMIENTA

O’HENRY

E stábamos ocupados en un rodeo con el ganado del rancho «Triángulo-


O», junto a las riberas del Frío, cuando una rama saliente de un arbusto
seco se enredó a mi estribo de madera haciéndome caer del caballo. Sufrí una
luxación en un tobillo y tuve que permanecer en reposo toda una semana.
Al tercer día de mi forzada ociosidad, me arrastré como pude hasta el
furgón-cocina. Allí me quedé, indefenso, bajo el fuego graneado de la
conversación de Judson Odom, el cocinero del campamento. Jud era
monologuista por naturaleza, y el destino, con su torpeza acostumbrada, le
había dedicado a una profesión donde rara vez encontraba auditorio.
Por lo tanto, yo fui el maná en el desierto de la obligada taciturnidad de
Jud.
Por otra parte yo sentía el capricho, usual en los enfermos, de comer algo
que no entrara en los ámbitos del rancho común. Me acometían visiones de la
cocina materna,

honda como el amor primero


y de recuerdos engarzada.

Pregunté, pues:
—¿Sabes hacer pastelillos, Jud?
Jud soltó su revólver de seis tiros, con cuya culata se preparaba a
machacar un trozo de carne de antílope, y me miró de una manera que casi me
pareció amenazadora. La expresión suspicaz de sus claros ojos azules no
permitía creer otra cosa.
—Escucha —dijo, con sincera, aunque no excesiva cólera—, ¿hablas de
buena fe o para molestarme? ¿Te ha contado algún peón algo de mí y de los
pastelillos?

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—No, Jud —respondí francamente—. He hablado sin segunda intención.
He tenido ese capricho y creo que daría mi jaco y su montura a cambio de
unos cuantos pastelillos bien tostados, con mucha manteca y recién salidos
del fuego, al estilo de Nueva Orleáns. ¿O es que hay algo especial respecto a
los pastelillos?
Jud se suavizó al advertir que yo no había querido formular alusión
alguna. Sacó de su cajón del furgón-cocina varios misteriosos paquetes y
cajitas de lata y comenzó a disponerlos junto al lugar donde yo me había
recostado. Yo miraba cómo ponía todo en orden y deshacía los nudos de las
cintas que sujetaban diversos mazos de papeles.
—Como haber —dijo Jud— no hay nada propiamente dicho, salvo la
lógica exposición de los hechos conectados con la Cañada de la Mula
Atollada y con la joven Willella Learight. No tengo inconveniente en
referírtelo.
»Yo trabajaba entonces para el viejo Bill Toomey, en el rancho San
Miguel. Un día se me antojó comer conservas en cantidad. De modo que
monté a caballo y me dirigí a la tienda del tío Emsley Tefair, en la
Encrucijada de Pimienta, junto al Nueces.
»Hacia las tres de la tarde até mi caballo a un árbol y anduve a pie los
veinte pasos que me separaban del establecimiento del tío Emsley. Me
acerqué al mostrador. Emsley estaba allí.
»Momentos después me hallaba provisto de un cucurucho de galletas y de
una cuchara de largo mango. Tenía ante mí varias latas de albaricoque, piña,
cereza, e incluso legumbres verdes. El viejo Emsley se afanaba abriendo las
latas. Yo me sentía como Adán poco antes del exilio producido por la
manzana. Y mientras hundía mis espuelas en el suelo, junto al mostrador, y
manejaba mi cuchara de veinticuatro pulgadas de longitud, se me ocurrió
mirar a través de la ventana que comunicaba con el patio del viejo Emsley.
»Allí había una muchacha muy atractiva. Estaba hilando y contemplaba,
al parecer divertida, mi manera de despachar los productos de las fábricas
conserveras.
»Me levanté y entregué mi instrumento —mixto, de pala y cuchara— al
viejo Emsley.
»—¿Quién es esa muchacha? —le pregunté.
»—Mi sobrina Willella Learight, que ha venido de Palestina para pasar
una temporada conmigo. ¿Quieres que te la presente?
»Palestina es Tierra Santa —reflexioné mientras le daba vueltas a una
fórmula para colarme en el corral—. Seguramente hay ángeles en Pales…

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»Y, en voz alta, dije al anciano:
»—Tío Emsley, me satisfaría mucho ser presentado a su sobrina.
»El viejo me llevó al patio e hizo las oportunas presentaciones.
»Nunca me he sentido tímido ante las mujeres. Jamás he comprendido por
qué algunos hombres capaces de derribar un árbol antes de almorzar y de
afeitarse a oscuras, se sienten torpes, desazonados y sudorosos cuando se
hallan en presencia de un vestido de mujer con la mujer dentro. Al cabo de
ocho minutos Willella y yo hablábamos con tanta confianza como si fuésemos
primos segundos. Ella se burló de la cantidad de fruta en conserva que yo
había comido, y yo, impertérrito, le devolví la broma recordándole cierta
dama, llamada Eva, que armó el más increíble de los enredos por empeñarse
en probar cierta fruta en el Paraíso.
»—Por cierto —añadí— que eso sucedió en Palestina, ¿no?
»Yo procedía con tanta facilidad como si se tratase de echarle el lazo a un
becerrillo de un año.
»De este modo adquirí un trato cordial con Willella Learight, y esa
cordialidad fue acentuándose a medida que pasaba el tiempo. La muchacha
estaba en la Encrucijada de la Pimienta para reponer su salud, que era muy
buena, y para gozar del clima, que era un cuarenta por ciento más caluroso
que el de Palestina.
»Yo acudía a verla una vez a la semana. Pero luego se me ocurrió que si
duplicaba el número de mis visitas podría verla dos veces más que hasta
entonces.
»Una semana resolví efectuar un tercer viaje. Y aquí es donde entran en
juego los pastelillos y lo demás.
»Al atardecer, mientras permanecía ante el mostrador, con un albérchigo y
dos melocotones en la boca, le pregunté al viejo Emsley dónde estaba su
sobrina.
»—Ha salido a dar un paseo con Jackson Bird, el pastor de ovejas de la
Cañada de la Mula Atollada.
»Sin querer, me tragué los huesos del albérchigo y de los dos
melocotones. Comprendí que, en mi ausencia, alguien quería empuñar las
riendas de mi negocio.
»Salí y me dirigí al árbol donde había dejado atado mi caballo.
»—Willella —cuchicheé al oído del animal— ha salido a pasear con Jack
Bird, la mula alquilona de la Cañada de las Ovejas. ¿Has entendido, amigo
mío, tú que haces honor a tus jaeces cuando galopas?

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»El caballo, a su manera, lloró. Había sido criado como caballo de
vaquero y despreciaba a los que sostenían sobre sus lomos a despreciables
pastores.
»Retrocedí unos pasos y pregunté al tío Emsley:
»—¿Dice usted que Willella salió con un pastor?
»—Sí —corroboró Emsley—. Ese pastor, del cual has debido oír hablar
(¿pues quién no ha oído hablar de Jackson Bird?), posee ocho secciones de
pastos y cuatro mil de las mejores cabezas de ganado merino que pacen al sur
del Círculo Polar Ártico.
»Salí del almacén y me senté a la sombra de un peral silvestre.
Inconscientemente me lanzaba arena contra las botas y monologaba en torno
al pajarraco que lucia como plumaje el apellido de Jackson.
»Jamás se me había ocurrido antes causar daño alguno a un pastor de
ovejas. Un día vi a uno leyendo una gramática latina y no se me pasó por las
mientes el agredirle. No me enfurecían, como solían enfurecer a los demás
vaqueros. No me parecía justo atacar a esos pobres hombres, que comen
sentados a la mesa, llevan zapatos, y hablan de cosas cultas. Siempre los
había dejado tranquilos, como quien deja tranquilo a un conejo. Cambiaba
con ellos unas palabras corteses, si las encontraba, y hablaba del tiempo, pero
nunca los convidaba al saloon. No me parecía razonable ser violento con un
pastor. Y he aquí que, por ser bondadoso y dejar vivir a aquella gente, uno de
ellos se dedicaba a salir de paseo con Willella Learight…
»Regresaron a eso de la una, parando a la puerta del viejo Emsley. El
pastor ayudó a apearse a Willella y, durante un rato, los dos permanecieron
cambiando frases agudas e ingeniosas. Luego, Jackson montó a caballo, se
quitó la especie de puchero invertido que llevaba en la cabeza y se dirigió
hacia el rancho de los carneros. Ya entonces me había sacudido yo la arena de
las botas y separado de la sombra del peral silvestre. A media milla de
distancia le alcancé.
»Yo hubiera dicho, en principio, que aquel hombre tenía los ojos
encarnados; pero no era así. Los tenía de un color azul claro, sólo que sus
pestañas eran rojizas y su cabello de color de arena, y esto creo que describe
su traza bastante bien. Como cuidador de ovejas no podía ser más que un
hombre manso. Llevaba al cuello un pañuelo de seda amarilla y calzaba
zapatos de lazo.
»—Buenas tardes —le dije—. En este momento cabalga usted al lado de
un individuo al que llaman Judson Tiro Seguro, porque jamás marra un

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disparo. Cuando hallo a un forastero me gusta presentarme a mí mismo; sobre
todo, porque no me agrada estrechar las manos de espíritus impalpables.
»—Encantado de conocerle, Judson —respondió el hombre—. Yo soy
Jackson Bird, de la Cañada de la Mula Atollada.
»En aquel momento divisé a no sé qué pajarraco que apretaba una
tarántula con el pico, y a un buitre que se regodeaba con los miembros de un
conejo, al lado de un sauce. Disparé y acabé con los dos, sólo para mostrar al
tipo mi puntería.
»—Por regla general —expliqué— de cada tres tiros mato dos pájaros.
Cualquiera diría que se ponen a propósito en mi camino.
»—Tiene usted buena puntería —respondió Bird, sin inmutarse—. Pero
usted mismo confiesa que no siempre acierta al tercer disparo. A propósito,
Judson, ¿verdad que las lluvias de la semana pasada serán muy beneficiosas
para los pastos?
»—Willie —repuse, acercando mi caballo al suyo—, sus desconcertantes
padres le pusieron el nombre de Jackson, pero no pasa de ser usted un Willie
vulgar. Dejemos de conversar sobre la lluvia y los elementos y prescindamos
de parlotear como los papagayos. Es una mala costumbre la que tiene usted de
salir a pasear con las jóvenes de Pimienta. Por menos que eso he visto servir
pajaritos asados para la merienda. Miss Willella —continué— no desea anidar
entre los vellones de lana de ningún pajarete de la rama jacksoniana. Ahora,
¿renuncia usted a volver por aquí, o prefiere enfrentarse con Tiro Seguro,
quien le da de antemano la certidumbre moral de hacerle unas honrosas
exequias fúnebres?
»Jackson Bird se sonrojó primero y, luego, rió.
»—Está usted engañado, Judson —aseveró—. Yo he paseado algunas
veces con la joven Willella, pero no con el propósito que usted se imagina. Mi
objetivo es puramente gastronómico.
»Eché mano a mi revólver.
»—Si un indecente coyote —empecé— pretende alardear de que…
»—Espere un minuto —repuso Bird—, o al menos hasta que me explique.
¡Si viera usted mi rancho por casualidad! Yo cocino y yo remiendo y zurzo
mi ropa. Todo el placer que obtengo de criar ovejas consiste en comer. ¿Ha
probado usted, Judson, los pastelillos que prepara Willella?
»—¿Yo? No —repuse—, ni nunca creí que entendiese de asuntos
culinarios.
»—Pues sus pastelillos —siguió el pastor— parecen animados por los
ambrosíacos fuegos de Epicuro. Yo daría dos años de vida por conseguir la

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receta de esos pastelillos. Y por eso la visito con frecuencia, mas hasta ahora
no he conseguido que me dé la fórmula. Parece que es un secreto que guarda
celosamente la familia desde hace setenta y cinco años. Va pasando de
generación en generación, pero nunca se transmite a los extraños. Si
consiguiese la receta, yo prepararía esos magníficos pastelillos en mi rancho.
»Bird concluyó:
»—¡Y sería feliz!
»—¿Me asegura —insistí— que lo que busca usted son los pastelillos y
no la mano que los prepara?
»—Desde luego —respondió Jackson—. Miss Learight es una muchacha
extraordinariamente gentil, pero yo puedo asegurarle que mis intenciones no
van más allá de lo gastro…
»Interrumpió la frase viéndome llevar la mano a la funda de la pistolera, y
concluyó:
»—… No van más allá de conseguir esa receta culinaria.
»—No parece usted mal hombre —dije, procurando mostrarme razonable
—. Me había hecho a la idea de dejar huérfanas a sus ovejas, pero por ésta
vez le permitiré marchar. En fin, aténgase a los pastelillos y déjese de
sentimientos, no sea que haya cantares en su rancho y no pueda usted oírlos.
»—Para convencerle de mi sinceridad —repuso el pastor— voy a pedir su
ayuda. Puesto que Willella Learight y usted son íntimos amigos, acaso ella
haga en su favor lo que no ha hecho en el mío. Si me proporciona una copia
de la fórmula de esos pastelillos, le doy mi palabra de no volver a visitarla.
»—Eso es justo —dije, estrechando la mano de Jackson Bird—. Haré lo
que pueda y tendré mucho gusto en servirle.
»Él picó espuelas camino de la Piedra, hacia la Mula Atollada, y yo me
dirigí hacia el Noroeste, en busca del rancho de Bill Toomey.
»Cinco días después tuve oportunidad de hacer otro viaje a Pimienta.
Willella y yo pasamos una tarde muy agradable en casa del tío Emsley. Ella
cantó y atormentó el piano con unos fragmentos de ópera. Yo hice unas
imitaciones de los sonidos que emite una serpiente de cascabel, hablé del
nuevo método que empleaba Snaky McFee para despellejar las reses, y relaté
un viaje a San Luis que había hecho tiempo atrás.
»Parecía que cada vez nos estimábamos más. Yo pensaba que si Jackson
se decidía a emigrar todo podría solucionarse. Recordé su promesa para el
caso de que yo le consiguiese la fórmula de los pastelillos. Quizá lograse
procurársela, y entonces, si después hallaba a Bird fuera de la Mula Atollada,
le haría saber lo que era bueno.

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»Así, a eso de las diez, sonreí y dije a Willella:
»—Si algo hay que me guste más que encontrar un corzo a tiro en una
pradera, es comer unos buenos pastelillos rebozados con melaza.
»Willella dio literalmente un salto sobre el taburete del piano y me miró
con curiosidad.
»—Realmente —respondió— es un manjar muy rico. ¿Cómo se llamaba
esa calle de San Luis donde perdiste el sombrero?
»—La Avenida de los Pastelillos —insistí, con un guiño, para darle a
entender que estaba enterado del secreto de la familia y que no me dejaría
sacar del corral fácilmente—. Vamos, Willella —añadí—, la idea de que
sabes preparar unos pastelillos maravillosos me da vueltas en la cabeza como
las ruedas de un carro. Ea, empieza a explicarme la receta: una libra de harina,
ocho docenas de huevos, etc. ¿Cuál es el catálogo de los reconstituyentes?
»—Perdóname un momento —murmuró Willella.
»Y se puso de pie. Pasó a la trastienda y el tío Emsley no tardó en
aparecer llevando una vasija con agua. Volviose para buscar un vaso y vi que
ceñía un revólver del cuarenta y cinco en la cadera.
»—¡Gran Dios! —exclamé para mí—. ¿Qué familia es ésta que defiende
sus recetas de cocina con armas de fuego? Cosas más graves he visto que no
se han dirimido de tal manera.
»—Bebe esto —mandó el tío Emsley, alargándome el vaso—. Has
cabalgado hoy en demasía y estás excitado. Procura calmarte y pensar en
otras cosas.
»—Pero la receta de esos pastelillos, tío Emsley… —balbucí.
»—No estoy tan enterado como otras personas —respondió el viejo—.
Presumo que todo se reducirá a un poco de levadura, sal, harina de maíz,
huevos, manteca y leche, como de costumbre. ¿Va el viejo Bill a enviar sus
panales este año a Kansas City como todas las primaveras?
»Tales fueron todos los informes que sobre los pastelillos pude recoger
aquella noche. No me maravilló que Jackson Bird encontrase difícil la tarea.
Dejé, pues, de tratar del asunto y hablé con Emsley de las características de
las caracolas marinas y de los ciclones. Willella apareció, nos dio las buenas
noches y yo me fui a tomar el fresco camino del rancho.
»Una semana después, cuando yo me acercaba a Pimienta, encontré a
Jackson Bird, que dejaba el lugar. Nos paramos en el camino para cambiar
unas palabras intrascendentes.
»—¿Ha conseguido ya los detalles de la receta? —inquirí.
»—Todavía no —repuso—. No he tenido el menor éxito. ¿Y usted?

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»—He hecho lo que he podido —dije francamente—. Pero eso parece tan
difícil como hacer salir de su cubil a un perro de las praderas hostigándole
con una cáscara de avellana. Por la forma en que la guardan, esa receta debe
ser algo extraordinario.
»—Voy a tener que renunciar a mi empeño —murmuró Jackson, con un
tono abatido, que me produjo compasión—. Y, sin embargo quisiera conocer
el modo de preparar esos pastelillos para comerlos en la soledad de mi
rancho. A veces me despierto, en el silencio de la noche, pensando en lo
bonísimos que son.
»—Insista en conseguir la fórmula —le aconsejé—, y yo haré lo mismo.
Ya verá cómo uno u otro echamos el lazo al cuello de esa misteriosa receta
antes de poco. Hasta la vista, Jackson.
»Como se ve, por esta vez los dos nos hallábamos en excelentes y
pacíficas relaciones. Convencido de que él no andaba detrás de Willella, yo
miraba con mejores ojos a aquel pastor de cabello color de tierra. Para
satisfacer las ambiciones de su apetito me esforzaba en obtener de Willella la
fórmula de sus pastelillos. Pero siempre que mencionaba tal palabra, la
mirada de los ojos de la muchacha adquiría una expresión ausente. En seguida
procuraba cambiar de conversación. Y si yo insistía, ella se internaba en la
trastienda y era reemplazada por el tío Emsley, siempre con su cántaro de
agua y su lanzaobuses al costado.
»Un día llegué al establecimiento llevando un ramo de azules verbenas
que había cogido, entre otras plantas silvestres, en la pradera del Perro
Envenenado. El tío Emsley me miró entornando un ojo y me preguntó:
»—¿Ya lo sabes?
»—¿El qué?
»—Que Willella y Jackson Bird se casaron ayer en Palestina. Esta mañana
he recibido carta de ellos.
»Dejé caer las flores en una caja de galletas. La noticia alcanzó mis oídos,
descendió a lo largo del lado izquierdo de mi camisa y me llegó hasta los pies.
»—¿Quiere repetirme eso otra vez, tío Emsley? —rogué—. Acaso no le
haya entendido bien. ¿Decía que las novillas últimas pesadas dan 480, o…?
»—Digo que Jackson y Willella se casaron ayer —repitió el viejo Emsley
—, y que se han marchado a Wacao y a las cataratas del Niágara en viaje de
bodas. ¿Es posible que no te dieses cuenta de que Jackson Bird estaba
haciendo el amor a Willella desde el día que la llevó a pasear?
»—¡Entonces —prorrumpí, dando un aullido— todo lo que me hablaba de
los pastelillos era una farsa! ¿No es cierto?

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»Al oír mencionar los pastelillos el tío Emsley dio un paso atrás.
»—Alguien ha estado fastidiándome con ese cuento de las empanadillas
—barboteó—, pero yo averiguaré la verdad.
»—Me parece que está usted enterado de todo. Hable, o vamos a tener
aquí un alboroto más que regular.
»Salté por encima del mostrador y me lancé sobre el tío Emsley. Quiso
echar mano a su revólver, pero lo tenía en un anaquel y no lo alcanzó por una
distancia de dos pulgadas. Le cogí por la pechera de la camisa y le acorralé en
un rincón.
»—Explíqueme lo de los pastelillos —dije— si no quiere que le haga
picadillo y le convierta a usted en pastel. ¿No es cierto que su sobrina hacía
unos pastelillos exquisitos?
»—Ni ella los hacía, ni yo he visto uno en mi vida —repuso el viejo—.
Pero cálmate, Jud, cálmate. Estás excitado y la lesión que recibiste en la
cabeza creo que conturba tu inteligencia. No pienses más en los pastelillos.
»—Déjese de lesiones en la cabeza, tío Emsley —dije—. La única lesión
que siento, por el instante, es una que afecta a mis instintos vengativos.
Jackson Bird me aseguró que, si visitaba a Willella, era por motivos
puramente gastronómicos; esto es, con el objeto de obtener una receta para
hacer excelentes pastelillos. Me pidió que le ayudara a conseguir una lista de
los ingredientes. Así lo hice, con el resultado que usted ve. De manera que ese
tipo se ha burlado de mí, ¿no?
»—No me tires tanto de la camisa —contestó el viejo—, y te lo explicaré
todo. Reconozco que, según parece, Jackson Bird se ha mofado de ti. Al día
siguiente al de su paseo con Willella vino y nos dijo a ella y a mí que
tuviésemos cuidado contigo cuando nos hablases de pastelillos. Aseguró que,
estando tú una vez en el campamento, guisando no sé qué aves, un tipo te dio
un golpe en la cabeza con una sartén. A juicio de Jackson, cuando te excitas o
te sientes dolido por algo, la lesión de la cabeza se te reproduce y te causa una
especie de delirio en el que no haces más que soñar con pastelillos. Pero
añadió que, si lográbamos desviar la conversación, no habría peligro en
tratarte. De modo que Willella y yo hicimos en tu favor todo lo que pudimos.
En cualquier caso —concluyó el tío Emsley— veo que Jackson Bird es un
hombre astuto.»
Mientras Jud narraba su historia había ido combinando diestramente
diversas partes de los contenidos de sus latas y tarros. Y, por último, me
ofreció el producto de sus esfuerzos.

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Era un par de pastelillos calientes, de un espléndido color tostado. Me los
sirvió en una bandeja de hojalata. De un recóndito lugar del furgón sacó una
pella de excelente manteca y un frasco de dorado jarabe.
—¿Hace mucho que ocurrieron esas cosas? —le pregunté.
—Tres años —dijo Jud—. Los dos viven ahora en la Mula Atollada. No
he vuelto a verles. Se asegura que Jackson Bird ha puesto muy elegante su
rancho, con mecedoras y cortinas en las ventanas. Por lo visto ya estaba
preparándolo todo mientras se burlaba de mí con lo de los pastelillos. Para mí
el asunto ha terminado, pero los peones no hacen más que tomar el caso a
chacota.
—¿Y estos pastelillos responden a la famosa receta?
—¿No te digo —impacientose Jud— que no había tal receta? Pero como
los compañeros claman siempre por pastelillos, yo los hago según una
fórmula que recorté de un periódico. ¿Qué te parecen?
—Deliciosos —dije—. ¿No comes tú alguno, Jud?
Pareciome percibir un sofocado suspiro.
—No los probaré en toda mi vida —respondió Jud.

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MILAGRO AL ATARDECER

O’HENRY

J unto a un puente que, sobre un río internacional, forma la frontera de los


Estados Unidos, cuatro hombres armados observaban atentamente, desde
dentro de un jacal, a la gente que a intervalos iba llegando del territorio
mejicano.
La noche anterior, Bud Dawson, propietario del saloon Top Notch[39],
había expulsado violentamente a Leandro García, acusándole de haber
quebrantado las normas por las que se regía su establecimiento. García señaló
un plazo de veinticuatro horas para que se le diese una satisfacción personal
por la ofensa inferida.
El mejicano, si bien bastante fanfarrón, era asimismo muy valeroso y por
lo menos una de estas cualidades le había granjeado el respeto de todos los
habitantes de ambas orillas del río. Junto con una partida de jinetes que le era
muy adicta, solía entretenerse impidiendo que las poblaciones de aquellos
contornos se muriesen de tedio.
El día que García señalara para su venganza coincidía en el lado
americano con una feria de ganado, una corrida de toros y una barbacoa[40]
que organizaron los colonos más antiguos. Consciente de que el mejicano era
hombre de palabra y considerando prudente mantener la paz mientras se
celebraban aquellos festejos, el capitán McNulty[41], jefe de la compañía de
Rurales de guarnición en aquella localidad, destacó a un teniente y a tres
hombres en la entrada del puente. Sus instrucciones eran de impedir la llegada
de García, fuese acompañado o solo.
Aquella tarde casi no había tráfico por el puente. Los Rurales, ocultos en
el interior del jacal, juraban en voz baja mientras se iban secando la frente con
sus pañuelos.
Durante una hora nadie cruzó el puente a excepción de una vieja envuelta
en su rebozo, que arreaba un burro cargado de haces de leña.

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De improviso, sonaron a lo lejos, en la calle del pueblo, tres disparos,
cuyos estampidos retumbaron claramente en el aire tranquilo.
Los cuatro rurales, que hasta entonces habían constituido otras tantas
imágenes de la indolencia, parecieron recobrar vida bruscamente, pero sólo
uno de ellos se movió; los otros contemplaron, anhelantes pero sin esperanza,
al cuarto que entonces se ceñía la canana. Todos sabían que cuando el
teniente Bob Buckley estaba al mando no permitía que nadie interviniese en
una reyerta antes de que él lo hubiese hecho.
El ágil, enjuto y moreno oficial no varió la expresión de su melancólico
semblante. Se ajustó la hebilla y luego se colocó los revólveres de seis tiros en
las fundas. Por último, con la misma parsimonia que una jovencita que da los
últimos toques a su atuendo, empuñó el «Winchester» y se encaminó a la
puerta. Antes de salir, recordó a sus subordinados que no abandonasen la
vigilancia sobre el puente y se internó en el camino que conducía a la calle
Mayor.
Los tres rurales recobraron su forzada inercia y se sumieron de nuevo, en
sus amargos comentarios.
—A veces se habla —gruñó Broncho Leathers— de tipos que se han
casado con el peligro, pero si Bob Buckley no ha cometido bigamia,
comprometiéndose además con todos los jaleos del mundo, estoy dispuesto a
reconocer que soy el hijo de una marrana.
—Lo más extraordinario —intervino Nueces Kid— es que Bob no tiene la
menor preparación para estas cuestiones. Sale con bien de ellas sin
explicación posible. Todo hombre que haya de manejar un revólver o una
escopeta debe recibir un adiestramiento previo si quiere que después de una
acción su nombre figure entre los supervivientes.
—Buckley se comporta de un modo tan solemne —comentó un tercer
rural, procedente del Este y cargado de estudios—, que a veces dudo de su
espontaneidad. Aunque no comparto su sistema, diría que lucha, como
Tibaldo, con arreglo a principios matemáticos.
—Me parece que pegar tiros y barajar números… —objetó Bronco.
—Quizá la trigonometría… —insinuó Nueces Kid.
—No te creía tan enterado —comentó satisfecho el del Este—. Sin
embargo, puedo muy bien equivocarme, porque Buckley parece rechazar
deliberadamente toda ventaja de su parte. Esto ya es desafiar la suerte, sobre
todo cuando hay que vérselas con cuatreros y forajidos que si pueden te
tienden una emboscada por la espalda. Buckley piensa demasiado y quiere
imitar a Horacio. Cualquier día le harán dar el gran salto.

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—Bueno, aquí nos ha dejado —añadió Kid bostezando— para impedir
que esos mejicanos crucen el puente. De todos modos, cualquier día
tendremos que enfrentarnos con ellos.
—Lo que sí aseguro —resumió Bronco— es que Bob Buckley es el tipo
más templado de la cuenca del río Grande. ¡Por Sam Huston! Cuidado con
ese bicho.
Y aplastó un escorpión de un culatazo. Los tres rurales recobraron su
lastimosa melancolía.
Bob Buckley había sabido guardar muy bien su secreto. Aquellos
hombres, compañeros desde hacía dos años en cuantas reyertas y escaramuzas
surgían a lo largo del río Grande, le alababan casi con fanatismo, sin
comprender que Bob era el más completo cobarde físico que pudieran
imaginar. Ni sus amigos ni sus enemigos le atribuían otra cosa que un valor
extraordinario. Pero, preciso es repetirlo, de continuo le aquejaba una
cobardía física que sólo mediante un sobrehumano esfuerzo de voluntad
lograba disimular. Castigándose moralmente, cual un monje que se flagela
para obtener el perdón de sus pecados, Bob se lanzaba al combate a ciegas,
confiando en que la costumbre haría que algún día se viera curado de la
despreciable dolencia que le atormentaba. Pero sus muchas y sucesivas
pruebas no le proporcionaron alivio alguno y su rostro, antes tan jovial y
animado, habíase tornado profundamente melancólico.
Mientras en la frontera admiraban sus hazañas, que se comentaban en los
periódicos y corrían de boca en boca por los ranchos y poblados, el corazón
de Buckley parecía agonizarle en el pecho. Sólo él conocía la horrible
opresión que le acometía ante el peligro, la sensación de sequedad en la boca,
la debilidad que sentía en la columna vertebral, el tormento de los nervios
desquiciados, todos los síntomas inequívocos de su enfermedad afrentosa.
Uno de los rurales de su compañía tenía la costumbre de entrar en fuego
con una pierna cruzada sobre el pomo de la silla, un humeante cigarrillo
colgando de la comisura de los labios y contando chistes de su invención.
Buckley hubiera dado la paga de un año para llegar a ser aquel despreocupado
muchacho. Éste le dijo en cierta ocasión:
—Teniente, cuando usted ataca parece que va a asistir a un entierro. Claro
que —añadió, alzando como con un brindis su jarrillo de latón— en eso
terminan siempre nuestras operaciones.
La mentalidad de Bob Buckley era la de un auténtico yanqui[42] con
algunas características del Oeste. Persistía en infligir a su rebelde cuerpo
cuantos castigos le fuera posible y, por tanto, aquella bochornosa tarde

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resolvió dirigirse, pese a las violentas protestas de sus miembros, al lugar
donde se había producido la alarma que amenazaban la paz y la seguridad del
Estado.
Dejó otras dos manzanas de edificios y alcanzó el saloon de Top Notch.
Allí distinguió signos de una reciente refriega. Unos espectadores curiosos se
aglomeraban ante la puerta, pisoteando con sus zapatos numerosos
fragmentos de la luna de un escaparate. En el interior, Buckley se encontró a
Bud Dawson con una bala en el hombro. Pero el comerciante no le daba
mucha importancia a esto y, por el contrario, sollozaba, literalmente, al pensar
que no había podido devolverle el golpe al que le pegó el tiro.
Al ver entrar al teniente, Bud se apresuró a darle detalles de la devastación
ocurrida.
—De no haberme confiado, Bob, me habría adelantado a él. Pero se
presentó aquí vestido de mujer y me largó un balazo. Ni siquiera pensé en el
revólver, imaginando que se trataría de Betty Chihuahua, de Mrs. Atwater o
de alguna de las chicas del Mayfield. Ni siquiera me acordaba de ese maldito
García hasta que…
—¡García! —exclamó Buckley—. ¿Y cómo demonios consiguió llegar
hasta aquí?
El camarero tomó al teniente por el brazo y le condujo hasta la puerta. Allí
estaba amarrado un borrico gris que comía pacientemente la hierba, junto a la
cloaca, y llevaba en los lomos varios haces de leña. En el suelo se veían un
rebozo negro y un vestido de mujer.
—Con eso vino disfrazado —explicó Bud, que se resistía a que le curasen
la herida—. Estaba seguro de que era una mujer hasta que pegó un aullido y
me encañonó.
Añadió entonces el camarero:
—Sé escapó por la calle de al lado. Como iba solo, seguramente se
esconderá hasta la noche en espera de que su partida venga a buscarle. Tal vez
le encuentre en ese jacal próximo a la estación donde vive su amiga Pancha
Sales.
—¿Qué armas llevaba? —quiso saber el rural.
—Dos revólveres de seis tiros, con las culatas incrustadas de perlas, y un
cuchillo.
—Entonces, guárdame esto, Billy —respondió el teniente.
Y le tendió su rifle al camarero.
Sin duda alguna era una actitud quijotesca, pero Bob Buckley se
comportaba así. Otro hombre, incluso más valiente que Bolo, habría reunido

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fuerzas para perseguir a García; Buckley, por el contrario, tenía como norma
no entrar nunca en fuego llevando ventaja sobre su adversario.
En su fuga, el mejicano había dejado tras de sí una estela de puertas
cerradas y de aceras desiertas, pero la gente volvía a asomarse a la calle desde
sus escondrijos, dando por seguro que algo grave había pasado. Muchos de
los vecinos, que conocían al teniente, le indicaban con júbilo el camino
seguido por García.
Buckley, al iniciar la persecución, comenzaba a sentir la habitual
sequedad en la garganta, el frío sudor que le empapaba la frente y la sensación
vergonzosa de que el corazón se le iba hundiendo cada vez más abajo del
pecho.

El correo de la mañana del Ferrocarril Central Mejicano llegó con un


retraso de tres horas y no logró enlazar con el I. & G. N. al otro lado del río.
Los pasajeros que se dirigían a los Estados Unidos debieron, con muchas
quejas, resignarse a pasar la noche en aquel villorrio híbrido de dos razas y
dos naciones, porque no había otro tren hasta la mañana siguiente. Les
disgustaba el retraso porque dos días más tarde comenzaban la gran feria y las
carreras de caballos de San Antonio. San Antonio era, por aquella época, una
especie de rueda de la fortuna cuyos radios se llamaban Ganado, Lana, Juego
y Carreras de Caballos. En tales y venturosos días los rancheros jugaban a
cara o cruz en las aceras con monedas que llevaban grabada una águila doble,
y distinguidos caballeros ganaban o perdían en sus partidas de cartas pilas de
monedas tan altas como lo permitiese la ley de la gravedad. Abundaban, por
tanto, quienes despilfarraban el dinero y quienes lo recogían. Por ese motivo,
los titiriteros y demás artistas ambulantes afluían a San Antonio. Se habían
levantado ya dos circos enormes y estaban en camino varias docenas de otras
diversiones de menor importancia.
Junto a las construcciones de adobes se había detenido un vehículo
particular, que dejó por la mañana el tren mejicano y que, a causa de lo
irregular de las comunicaciones, debería seguir en enojosa inmovilidad hasta
que llegara el convoy del día siguiente.
En otros tiempos, aquel vehículo fue una diligencia, pero sus ocupantes, e
incluso el cochero tocado con una alta chistera, no lo sospechaban siquiera
gracias a una perfecta transformación. La pintura, unos dorados y ciertos
detalles menudos, libraban al coche de la menor sospecha de que
anteriormente hubiese estado al servicio del público. Unas cortinas de blanco
encaje velaban discretamente sus ventanillas. En el pescante ondeaba al

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viento la bandera mejicana. En la parte trasera se veía el pabellón de fajas y
estrellas, y un pequeño tubo de chimenea, que sugería placeres culinarios, y
daba al conjunto la sensación de estar ocupado por gente adinerada y amiga
de las comodidades.
Quien examinase los resplandecientes costados del vehículo vería,
ocupando toda la extensión del coche, un letrero singular, en unas letras
doradas y azules que revelaban audacia, altivez y genio. El letrero decía:
«ALVARITA, REINA DE LAS SERPIENTES».
Aquel vehículo, después de una jira triunfal por las principales ciudades
de Méjico, se dirigía a San Antonio, donde Alvarita, según rezaban los
anuncios, debía exhibir «un maravilloso dominio y un intrépido mando sobre
las más venenosas serpientes, manejándolas con suma facilidad y haciéndolas
silbar y enroscarse, ante el temor de más de mil enmudecidos espectadores».
Los alrededores de la estación se veían bastante solitarios. Era un barrio
mísero y poco hospitalario y lo poblaban los detritus de casi cinco naciones.
Sus construcciones se limitaban a tiendas de campaña, jacales y ramadas. La
única distracción posible era armar alborotos, frecuentemente con la
colaboración de forasteros. Más allá del villorrio, crecía, en una hondonada
del terreno, un bosquecillo que, desde lejos, casi ocultaba la población. Por el
centro de la arboleda fluía un riachuelo que se perdía en el abrupto cañón del
río Grande.
En aquel perdido lugar se veía obligado a permanecer durante varias horas
el imponente vehículo de la reina de las serpientes.
La portezuela delantera estaba abierta. Aquella parte había sido
transformada en gabinete de recepción. Allí, los admirados y enamorados
periodistas podían escuchar y traducir al mejor estilo periodístico las
musicales declaraciones de Alvarita. De la pared pendían un retrato de
Abraham Lincoln y la fotografía de unas colegialas. El suelo se hallaba
cubierto por una mullida alfombra y sobre un frágil soporte había un jarro de
agua con hielo. En una mecedora de mimbre, descansaba Alvarita leyendo el
periódico.
Era un tipo puro de española. Algunas quizá lo considerasen andaluz, pero
en mi opinión era más bien vasca. Un combinado en diamante de fuego y
sombras. El cabello era como las uvas rojizas contempladas a medianoche.
Los ojos, almendrados y oscuros, inquietaban por la fijeza de su mirada. En
su semblante, altanero y decidido, brillaba una insolencia que aumentaba su
animación. Y para confirmar el encanto real de aquella mujer era suficiente
mirar los carteles blancos, verdes y amarillos que anunciaban sus actuaciones.

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Allí aparecía con su ropaje profesional. Resultaba irresistible con sus encajes
negros y sus cintas amarillas. En cada uno de sus brazos se enroscaba una
serpiente azul. Otra, rodeándole por dos veces la cintura y una el cuello,
dirigía la cabeza hacia la de Alvarita. Grandes mayúsculas advertían al
público que se trataba de «Kuku», la pitón asiática de once pies de
longitud[43].
Se apartó la cortina que dividía en dos el vehículo y una mujer entrada en
años y ajada, que estaba mondando una patata, preguntó:
—¿Estás ocupada, Alvarita?
—Leo el periódico, mamá. Fíjate. Parece mentira que esa descolorida de
Matilde Price, con su melena de estopa, haya conseguido la mayoría de votos
del News. ¡Mira que proclamarla la muchacha más hermosa de Gallípoli![44].
¡Nunca lo hubiese creído!
—De estar tú presente no lo habría logrado. Para otoño habremos
regresado. Estoy cansada de danzar por el mundo dando exhibiciones con las
serpientes. Pero no es eso lo que venía a decirte. La serpiente grande se ha
vuelto a escapar. He buscado por todo el coche, sin encontrarla. Hará cosa de
una hora que debió marcharse. Recuerdo que oí unos silbidos y supuse que
andarías tú con ella.
—¡Esa vieja pícara! —exclamó la reina, dejando el periódico—. Es ya la
tercera vez que se nos escapa. Jorge no cierra nunca bien la caja. Me parece
que «Kuku» le asusta. Voy a tener que irla a buscar.
—Vete pronto, no sea que le hagan daño al animalito.
Los dientes de la reina brillaron en una sonrisa desdeñosa.
—No te preocupes. Como vean a «Kuku» echarán a correr y no pararán
hasta comprarse bismuto. Por aquí cerca hay un arroyo y es posible que esté
dándose un baño. Ya la encontraré.
Poco después, Alvarita saltó del vehículo, dispuesta a iniciar la búsqueda.
Llevaba el hermoso cabello negro peinado a la última moda. Su inmaculada
camisa, de blanca pechera, era un alivio para la vista en medio de aquel
desierto quemado por el sol. Un sombrero de paja, de corte masculino,
coronaba su abundante moño. Y bajo la desdeñosa, redonda y provocativa
barbilla lucía una corbata de hombre, anudada a un cuello duro, igualmente
masculino. Enarbolaba una sombrilla de seda blanca, ribeteada de auténtico
encaje amarillo.
Por el traje, Alvarita recordaba Gallípoli, pero sus ojos sólo podían
pertenecer a Valladolid o a Sevilla, con el acompañamiento de castañuelas,
rejas, mantillas, serenatas, emboscadas, raptos y otros productos locales[45].

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—¿No te preocupa ir sola, Alvarita? —indagó con ansiedad la reina
madre—. Por ahí andan sueltos muchos tipos peligrosos. Quizá sería mejor
que…
—No he visto a nadie que me preocupe, mamá. Y no me asusta la gente.
Los hombres mucho menos. No te inquietes. Volveré tan pronto como haya
encontrado a «Kuku».
El árido terreno se veía cubierto de espeso polvo. Alvarita encontró en
seguida las huellas dejadas por la serpiente. A través de la estación, el rastro
seguía por una calleja, hacia el arroyo, tal como Alvarita imaginara. La calma
que reinaba por todas partes hacíale suponer que nadie habría aún reparado en
su formidable visitante. El calor obligaba a todos a permanecer en sus casas.
De los zaguanes salían risas o el sonido deprimente de una armónica mal
tocada. Algunos niños mejicanos, sentados a la sombra, suspendieron sus
juegos para contemplar a Alvarita. De vez en cuando, una mujer atisbaba
desde el quicio de una puerta, para ocultarse en seguida, deslumbrada por la
sombrilla de seda.
Después de un centenar de pasos, dejando ya a un lado los linderos de la
población, Alvarita se encontró en un lugar donde crecían aislados matorrales.
A continuación venía el bosque que sombreaba el arroyo. De cerca, más que
un bosque semejaba un parque público, impresión reforzada por los papeles y
latas de conserva que dejara la gente que allí iba a merendar.
Alvarita remontó el curso del arroyo, entre la seudosalvaje vegetación. En
la ancha franja de fina arena que bordeaba el cauce de agua se hallaban
pruebas del paso del reptil. La fresca corriente atraía a la pitón, que sin duda
no andaba muy lejos.
Tan segura se sentía Alvarita de su proximidad que por unos momentos se
detuvo, para recostarse en una gruesa liana que rodeaba el tronco de un sauce
enorme. Para alcanzarlo, la reina tuvo que dejar el sendero y subir un
empinado desnivel.
En torno suyo se alzaban altos y poblados árboles. Las flores amarillas de
unas retamas exhalaban un perfume dulce y penetrante. Una brisa suave
refrescaba la pequeña hondonada por la que corría el arroyo. Se percibía el
vago aroma de hojas caídas y húmedas.
Alvarita se quitó el sombrero, se deshizo el moño y comenzó a peinarse la
espesa cabellera en dos trenzas negras y largas.
Desde las sombrías profundidades de un grupo de siemprevivas, dos ojos
brillantes observaban a la joven. Allí se encontraba «Kuku», enroscada
cómodamente. «Kuku», la gran pitón, la pitón magnífica, de hocico plateado,

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con sus once pies de longitud, se ocultaba, mirando a su ama sin hacer
movimiento ni ruido alguno que pudiera delatarla. Quizá previera su próxima
captura, pero debía querer prolongar el goce de la libertad. Después del calor
sufrido en el coche, era delicioso descansar entre las hierbas, aspirando el olor
de la corriente y sintiendo la tierra bajo la moteada piel. Muy pronto, la reina
iba a encontrar a la serpiente y ésta, indefensa como un gusano en manos de
su dueña, debería volver a su angosto cofre en la pequeña casa sobre ruedas.
Alvarita oyó cómo crujía la arena a su espalda. Volvió la cabeza y pudo
divisar a un corpulento y bronceado mejicano, de expresión decidida y cruel,
que la observaba con ojos turbios.
—¿Qué quiere usted? —preguntó tan claramente como se lo permitían los
cinco alfileres que tenía entre los dientes.
Y siguió peinándose mientras le contemplaba con claro desprecio.
El mejicano no le quitaba la vista de encima. Mostró los dientes en una
torcida sonrisa.
—No voy a hacerle ningún daño, señorita —advirtió.
—De eso puede estar bien seguro —repuso ella, retorciendo una de sus
trenzas—. Y ahora creo que le conviene marcharse.
—Antes tiene usted que besarme. Pero no le causaré ningún daño.
Con otra sonrisa, el mejicano se dispuso a escalar el repecho donde se
hallaba Alvarita. Ésta, poniéndose en pie de un brinco, tomó una piedra del
tamaño de un coco.
—¡Vamos, fuera de aquí, mestizo sinvergüenza! —ordenó secamente.
—Soy un hidalgo —afirmó él, rechinando los dientes—. No tengo sangre
negra. Pero ese insulto te costará caro. Menos mal que eres muy bonita.
Dio un par de zancadas, para escalar el repecho, pero la piedra, lanzada
por un brazo, en modo alguno débil, le alcanzó en el pecho. El hombre
retrocedió, tambaleándose, y en aquel momento descubrió algo que le hizo
olvidarse de la belleza de la muchacha.
Alvarita volvió la cabeza para ver lo que había despertado la atención del
mejicano. Vio a un hombre alto, de cabello oscuro. Su semblante curtido y
bien afeitado tenía una expresión melancólica. Avanzaba por el sendero y se
hallaba aún a unos veinte pasos de distancia. El mejicano llevaba la canana
con las revolverás vacías. Se había dejado los «colts» en casa de Pancha y al
comenzar a seguir a Alvarita los olvidó por completo.
Echó instintivamente mano a las fundas vacías, pero al comprobar que no
tenía armas, abrió los brazos en un elocuente ademán de resignación
típicamente latino. Después, quedó en el sendero, inmóvil como una roca. El

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recién llegado, al advertir la situación en la que se encontraba el mejicano, se
soltó la canana con las armas y la arrojó al suelo.
—¡Muy bien! —aprobó Alvarita, con los ojos brillantes.

Cuando Bob Buckley arrojó sus revólveres (según el código de conducta


que su mente imponía a sus débiles nervios) y se acercó a su enemigo se
sentía casi ahogado por aquella náusea de abyecto temor que tan familiar le
era. La respiración le brotaba sibilante de los pulmones. Los pies le pesaban
como si fueran de plomo. Tenía la boca seca como el polvo. El corazón
congestionado le latía contra las costillas. El caluroso día de junio le parecía
entonces frío como en noviembre. Pero seguía adelante, espoleado por su
exigente orgullo, que le hacía sobreponerse a la flaqueza de la carne.
Poco a poco, iba disminuyendo la distancia entre los dos hombres. El
mejicano seguía esperando, siempre inmóvil. Cuando los dos antagonistas
estaban separados apenas por dos pasos, unas piedrecillas cayeron a los pies
del teniente.
Éste, alzó la vista con cautela. Unos ojos oscuros, dulces, brillantes,
fieramente tiernos, coincidieron con los del rural y sostuvieron su mirada.
Acababan de encontrarse el corazón más osado y el más medroso de río
Grande y en silencio se transmitían un inescrutable mensaje. Alvarita, sentada
aún en la liana, se inclinaba hacia delante. Los altos matorrales le llegaban al
pecho. Se apoyaba una mano en el seno. Tenía los labios entreabiertos y su
rostro expresaba el mayor de los asombros. Y sus pupilas, fijas en las de
Buckley, ejecutaron, sin duda por medio de algún fluido sutil, un auténtico
milagro. Así como la chispa entre dos nubes provoca la descarga eléctrica, así
los rayos de los ojos de Alvarita infundieron en Bob el complemento de
virilidad que le faltaba, mientras la muchacha, al transmitírselo, perdiéndolo
ella, adquiría una gracia femenina.
El mejicano, saliendo de su aparente apatía, tiró de su cuchillo. Buckley
arrojó a tierra su sombrero. Reía como un niño que prevé una diversión. Sin
armas, se adelantó, cuando García le acometía.
El encuentro concluyó con tanta presteza que casi decepcionó al teniente.
En vez de asestar el tradicional golpe de abajo arriba, García se lanzó a fondo.
Buckley, aprovechando una remota posibilidad de vencer, aferró con fuerza la
muñeca de su enemigo. Luego, le asestó un gancho, tan catastrófico para los
mestizos, que no suelen tener la mandíbula recia. El mejicano cayó al suelo y
hundió la cabeza entre unos espinos. El teniente, alzando los ojos, contempló
a la reina de las serpientes.

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Alvarita descendió hacia el sendero.
—Celebro mucho —dijo Buckley— haber llegado a tiempo.
—Estaba muy asustada —susurró Alvarita.
Ninguno de los dos oyó el largo y apagado silbido de la serpiente pitón.
En el lenguaje de las bestias tal sonido debía expresar sin duda la humillación
que el animal sentía al ver a aquella temblorosa y ruborosa muchacha que era
su dueña y que hasta entonces consideró fuerte poderosa y temible.
En aquel momento llegaban las autoridades de la población, a todo galope
de sus caballos. Buckley les entregó al postrado perturbador de la paz pública.
Muy maltrecho, le colocaron a la grupa de una de las monturas. Pero Buckley
y Alvarita quedaron en el mismo lugar.
Lentamente, echaron a andar. El teniente volvió a ceñirse la canana con
los revólveres. Con deliciosa timidez, ella le pidió que le dejara tocar el largo
cañón del enorme «colt», entre exclamaciones de infantil entusiasmo, en ella
desconocido.
La barranca por la que surcaba el arroyo comenzaba a llenarse de las
sombras del crepúsculo. A lo lejos, donde desembocaba el amplio cañón de
río Grande, se divisaba un panorama inundado por el esplendor del
crepúsculo.
De pronto, un grito de horror escapó de los labios de Alvarita. Retrocedió
para refugiarse entre los protectores brazos de Buckley. ¿Qué monstruo
provocaría el final del reinado de la antes indomable reina?
Por el sendero avanzaba una oruga; una horrorosa oruga de casi dos
pulgadas. «Kuku» quedaba vengada, pues había asistido a la abdicación de la
reina de las serpientes. Y puesto que la reina abdicó, ¡viva la reina!

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LA MINA PERDIDA

THOMAS ALLIBONE JANVIER

E N la parte alta del valle de Río Grande, cerca de la sierra de la Sangre


de Cristo, hubo en tiempos una mina llamada La Mina de los Padres,
porque se decía que perteneció a los Padres del Monasterio de Santa Clara.
Entre las muchas ricas minas de plata, ésta, al parecer, era la más rica.
Pero su rastro se ha perdido; si una vez existieron planos de ella, han
desaparecido, y los años han cubierto de malezas los caminos que a ella
llevaban. No obstante, el recuerdo de La Mina de los Padres, subsiste; vive en
la mente de los hombres de la región, como una leyenda, aunque ninguno de
ellos la haya visto.

No hay más bella perspectiva en toda la hermosa tierra que un día fue el
reino de Nueva España, que el panorama que, al ponerse el sol, se ve desde
Santa Clara mirando hacia el Oeste, a lo largo del valle de Río Grande. La
ciudad —una simple hilera de casitas de adobe, agrupadas en torno a la vieja
iglesia y al monasterio medio en ruinas— se yergue cerca de un pequeño
promontorio, último de las estribaciones de la cadena de montañas y colinas
de la sierra de la Sangre de Cristo. Las montañas forman un baluarte con
torres, a cada lado del valle, y se extienden, en magnífica perspectiva, hacia el
Oeste, con sus picos irguiéndose, azul-gris, contra el brillante azul-gris del
cielo del atardecer. Y allá, hacia el sol poniente, el cielo toma un tinte
violento, luego se hace rosado, luego de un rojo muy rico y suave y por fin de
un brillante carmesí que parece salpicar el cielo de ígneas llamaradas de oro.
Y, en seguida el sol deja de verse, su caída es completa e inmediata, el gran
castillo que es la montaña de San Ildefonso alza las oscuras y agudas líneas de
sus almenas contra el deslumbramiento de luz y de color, más allá. Al pie de
las montañas, como si fuera el camino real que conduce a la poterna del
castillo señorial, el río Grande discurre suavemente entre sus bajas márgenes,
reflejando en su rápida corriente el dorado resplandor del cielo de la tarde.

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Cada noche existe un renovado placer en la contemplación de aquellos
magníficos resplandores, de aquel cuadro perfecto, recién salido de la mano
de Dios.
A Techita, sentada en un rincón, en una piedra, bajo los muros del antiguo
monasterio, le gustaba enormemente contemplar aquel cuadro que le regalaba
Dios; recrearse en su esplendor creciente, a medida que el sol descendía más
allá de la montaña de San Ildefonso, y en la aparición de los ricos coloridos
por todo el cielo del Oeste; ver cómo se desvanecía su gloria cuando el sol se
hundía aún más detrás de las lejanas montañas, y la armonía de color iba
muriendo lentamente. Y luego, cuando la noche llegaba y la gris oscuridad
inundaba el cielo desde el Oeste y sólo en el Este quedaban aún unos tintes
tenues, le gustaba ir poco a poco hacia la oscura iglesia y allí, ante un viejo
cuadro de la dulce Santa Clara, rezar y ofrecer una pura acción de gracias.
Y su acción de gracias fue aún más ferviente cuando, al salir de la iglesia,
bajo el crepúsculo, vio a Juan a la puerta de su pequeña casita en un rincón
del viejo monasterio y distinguió, incluso en la media oscuridad, un
resplandor amoroso en sus ojos. Y, sin embargo, junto con la alegría de saber
que Juan le amaba, entraron los tormentos en el corazón de Techita. Porque
en aquella vieja ciudad mejicana, los dos jóvenes estaban viviendo una
historia tan vieja como la vida humana misma: la historia de un amor sin
esperanzas.
Un forastero que llegara a Santa Clara —por lo menos un forastero que
procediera del bárbaro país del Norte— no hubiera visto grandes diferencias
entre Pedro, el padre de Techita, y el enamorado Juan. Ese forastero,
suponiendo que se tomase la molestia de pensar algo sobre ellos, los hubiera
«clasificado» a los dos, según esa brusca e incorrecta manera de ser de los
americanos, como un par de pobretones mejicanos; y, si hubiese llevado sus
pensamientos más allá, se hubiera preguntado cómo se las arreglarían los dos
para mantener unidos el alma y el cuerpo. Pero en lo que a Pablo se refiere,
pensar aquello hubiera sido ir demasiado lejos. En realidad el viejo Pablo era
un hombre rico; media milla de la mejor tierra a lo largo del río era suya; suyo
era, también, el gran rebaño de cabras que todas las madrugadas volvía al
corral; y suyo el rebaño de vacas que pastaban en la mesa negra, a una media
docena de leguas más allá, hacia el Norte; y en sus graneros había una gran
provisión de cebada, frijoles y trigo.
¡Y Juan no tenía ni tierras, ni cabras ni ningún ganado! Todo cuanto
poseía en la tierra eran las pocas cosas de su ajuar doméstico, en la pequeña
casita que el Padre, apiadándose de él le había permitido hacer en un rincón

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del monasterio. Todas sus riquezas eran su cuerpo, joven y fuerte, su limpio
corazón y sus manos.
La verdad era que el apuesto Juan había venido al mundo marcado con la
peor de las suertes. Cuando no era más que un chiquillo, una terrible epidemia
de viruela atacó a la ciudad de Santa Clara y en un solo mes, su padre y su
madre, junto con media población de la ciudad, fueron enterrados en una
fosas cavadas apresuradamente. Y era un muchacho cuando su vieja tía, que
le había cuidado desde entonces, murió también y le dejó solo, para luchar en
la vida. Fue entonces cuando el bondadoso Padre le buscó un hogar en el
rincón del monasterio, abandonado desde mucho antes por sus antiguos
habitantes, y que se estaba cayendo a pedazos, completamente en ruinas. Y
allí llevaba viviendo doce años o más, arreglándoselas para salir adelante,
ayudando al Padre en los oficios de la iglesia, pastoreando cabras y trabajando
en el campo en la temporada de barbecho. El Padre, que tenía un gran
corazón, quería mucho al solitario muchacho, y éste, bajo sus cuidados, se
había convertido en un prodigio de saber. ¡Juan sabía leer! Y, lo que aún era
más asombroso, sabía firmar con su nombre y rodearlo, además, con una
rúbrica más floreada y confusa que la de cualquier otro mejicano de la región.
Pero a pesar de sus extraordinarios conocimientos, era el más pobre de los
pobres.
No tenía, por tanto, nada de extraño que su amor por Techita fuera sin
esperanzas. Pablo era un viejo astuto, a pesar de su aspecto soñoliento, y muy
sagaz para todo lo que fuera hacer dinero. La mayor ambición de su vida era
que su hija (que era hija única, ya que Pablito y la madre de Pablito murieron
un mismo día, durante aquellas terribles viruelas) se casara con un hombre
rico. Desde hacía uno o dos años, cuando en Techita empezó a desarrollarse
su femineidad, los comadreos de la ciudad afirmaban que el solemne viejo
don José, que poseía una gran hacienda en Abiqui, era el marido que Pablo
tenía pensado para Techita. Pero había algunos que decían —susurrándolo
muy bajito, porque a don Pablo era más prudente no ofenderle— que entregar
a Techita a semejante fantoche era un crimen. Y otros, aún más audaces,
declaraban que a Juan y a Techita, la más gallarda pareja de todo el valle, los
había creado el buen Dios el uno para el otro, y que debían ser marido y
mujer. Aquellos murmullos jamás llegaron a oídos de Pablo; y si hubiesen
llegado, se hubiera reído de ellos, como de chismes de comadres, tan natural
le parecía que la riqueza de su hija emparejara con mayor riqueza; lo absurdo,
para él, hubiera sido la idea de casar a su hija con aquel pastor y labrador que
era Juan.

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Aquello era lo que conturbaba a Techita, que conocía bien a su padre y le
temía, y lo que hacía que su corazón le doliera en el pecho al saber el amor
que Juan sentía por ella y el que ella, a su vez, sentía por él. Y muy a menudo,
cuando estaba de rodillas en la iglesia, a la caída del día, pedía a la gentil
Santa Clara que ablandara el corazón de su padre, para que la felicidad fuera
posible para ella y para su amado. Pero el tiempo pasaba y no ocurría ningún
cambio que abriese el camino que deseaba seguir; y cada mes que pasaba, a
medida que se iba haciendo mujer, se acercaba más y más el momento en que
debía convertirse en la mujer de don José.
Así estaban las cosas cuando el valle se llenó de asombro por la repentina
llegada de americanos procedentes del Norte no como un ejército en son de
guerra, como habían aparecido treinta y tres años atrás, sino como un ejército
dispuesto a construir la vía del ferrocarril. Qué ferrocarril podía ser aquél, las
gentes del pueblo —cuyos medios de locomoción se reducían a sus propias
piernas, a las patas de sus burros y a algunos pesados carros de madera— lo
ignoraban en absoluto; pero como era una invención de los americanos, no
cabía duda de que sería algo malo. Y cuando sus canalillos de riego, que tanto
apreciaban, fueron descalzados y sus campos quedaron baldíos, cualquier
duda que pudiera quedar sobre la maldad del ferrocarril se disipó por
completo; aquello era una abominación. Y, cuando al empezar a construirse el
ferrocarril, una variada horda de endiablados americanos —asesinos y
malhechores, la vanguardia de toda la truhanería que se vierte sobre cualquier
región recién abierta del Oeste— cayeron sobre la ciudad, destruyendo la
tranquila paz de la región, el odio por sus enemigos de antaño volvió y se hizo
más amargo e intenso; tanto más intenso cuanto que, instintivamente, se
sentían incapaces de resistir a la avalancha.
La oleada de gentes que les invadió fue realmente impresionante, porque
ahora que el ferrocarril había abierto el camino hacia allí, la fama que desde
antiguo gozaba la sierra de la Sangre de Cristo de encerrar grandes riquezas
volvió a sonar, y, por todas partes, las montañas se cubrieron de campamentos
de buscadores. Una vez más revivió la leyenda de la Mina de los Padres, y,
en más de un campamento, los corazones latieron más de prisa y la
respiración se hizo entrecortada al oír contar de nuevo la historia de las
maravillosas riquezas. Otra vez se buscaron, con la misma afanosidad y con
más maña que durante los doscientos años anteriores; y de nuevo fue una
búsqueda infructuosa. Uno detrás de otro, los buscadores de minas
abandonaron la empresa, dándola por imposible, o se conformaron con
hallazgos de menor importancia, hasta que sólo quedó un hombre dispuesto a

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seguir adelante en su empeño. Ese hombre perseveró en el propósito que le
había llevado hasta allá, desde los Estados.
Dick Irving llevaba siempre a cabo lo que se había propuesto. Estando en
Pueblo, la ciudad de Colorado, en el valle del Arkansas, se encontró con un
viejo soldado de la columna de Price, que había luchado en la región de Taos
a Santa Fe, en 1847, y que, terminada la guerra, se había casado e instalado en
la tierra contra la que había luchado. Todavía quedan no pocos de esos
soldados, repartidos por la región, al norte de Santa Fe. Aquel soldado le
contó a Irving una historia tan maravillosa sobre la Mina de los Padres, que
Dick, inmediatamente, vendió sus intereses en la «Rattling Meg» de Leadville
y una semana después estaba en la Sangre de Cristo, trabajando con su equipo
de exploración.
—¡Encontraré esa mina o moriré en la empresa! —le había dicho a su
antiguo socio, en Leadville; luego añadió, acariciando la culata de su cuarenta
y cinco—: ¡Y si alguien se me ha adelantado, le pegaré un tiro y pasaré por
encima de sus pretensiones!
Y Dick Irving era un hombre que, en esa clase de asuntos, cumplía
siempre su palabra.

Techita se sentó en su rincón, en la piedra junto al muro del monasterio y


contempló la puesta de sol; su corazón tenía una terrible pesadumbre. Por fin
había ocurrido la catástrofe que llevaba tanto tiempo esperando: su padre
acababa de decirle que ya había llegado el momento de que se convirtiera en
la esposa de don José. No se dejó conmover por sus súplicas; interrumpió sus
palabras, diciendo ásperamente:
—Es mi voluntad —y la dejó a solas con su desesperación.
Aquella noche no había belleza para ella en la puesta de sol y cuando el
esplendor del ocaso se perdió en el cielo, Techita se dirigió de la
semipenumbra del crepúsculo a la oscuridad de la iglesia, con los ojos
inundados de lágrimas. Se arrodilló ante el cuadro de la Santa, como tenía por
costumbre, pero de sus labios no salieron las plegarias. ¿Para qué iba a rezar?
¿No le había ya suplicado una y otra vez, con toda la fe de que era capaz, para
que la librase de lo que acababa de pasar? La Santa estaba demasiado alta, en
el cielo… ¡Ah! ¡Ojalá estuviera ella también a salvo, en el cielo!
Arrodillada allí, en el suelo desnudo, ante el cuadro de la Santa, pensaba
con angustia en la vida de felicidad que iba a perder y en la de dolor y tristeza
que debería soportar en adelante. Mientras permanecía arrodillada, mirando
resueltamente la dulce cara de la Santa, que brillaba en medio de la oscuridad

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gracias al último rayo de sol que le daba de lleno, a través de la ventana que
había bajo el tejado, Techita creyó ver una mirada de amorosa compasión en
los dulces ojos, y, en los tiernos labios, una sonrisa de piedad; y olvidando sus
dudas, volvió a tener esperanza en la Santa, en su poder para ayudarla y para
convertir su tristeza en alegría. Techita sintió que invadía su alma un suave
estremecimiento de felicidad.
—¡Techa!
La muchacha se puso a temblar y, por un momento, su corazón dejó de
latir, pues creyó que, en verdad, la Santa le había hablado. Pero luego
comprendió que la voz que había pronunciado su nombre quedamente era la
de Juan.
—¿Estás aquí, Techa? Tengo que hablar contigo. Tengo que decirte algo
que te va a llenar de alegría.
Ella le contestó con un leve suspiro, mientras se levantaba rápidamente,
con alegre esperanza de que la promesa que encerraban la mirada y la sonrisa
de la Santa se iban a convertir en realidad.
—¡Techa mía, escúchame! El buen Dios se ha apiadado de nuestros
sufrimientos y la barrera que se interponía entre nosotros ya no existe. Ha
ocurrido algo maravilloso que me ha convertido en un hombre mil veces más
rico que tu padre. Por la gracia de Dios, he encontrado la antigua Mina de los
Padres, que desapareció hace tanto tiempo. Soy rico, más rico de lo que se
pueda imaginar. Y rico, sobre todo, porque ahora tú también serás mía.
Entonces Juan le contó la historia extraordinaria que había cambiado su
suerte. Un rincón de su vivienda en el antiguo monasterio, el rincón en que se
hallaba la chimenea triangular, llevaba mucho tiempo en estado ruinoso. El
derrumbamiento acababa de tener lugar y entre los cascotes había aparecido
un rollo, cuidadosamente envuelto, con los planos de la antigua mina. Allí los
había escondido alguien poco antes de caer muerto, en un día de agosto de
hacía doscientos años, cuando los indios Pueblo se levantaron en armas contra
sus amos.
Los planos estaban amarillentos por los años, y el dibujo, que antes fuera
negro, había palidecido, pero aún estaba claro el diseño y era perfectamente
inteligible: mostraba el lugar donde estaba emplazado el monasterio, el largo
y angosto camino que subía hacia las montañas desde el arroyo de San Pedro
y el emplazamiento de la mina propiamente dicha, a una legua o poco más, al
final del sendero. Para alguien que conociera bien la región, y Juan la
conocía, el plano era clarísimo. Juan había llevado a las cabras un centenar de
veces a la ladera de la montaña debajo de la cual yacía la mina. No había duda

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ninguna sobre su descubrimiento. ¡Había hallado la Mina de los Padres y era
suya!
Con el corazón latiendo apresuradamente, Techita escuchó la maravillosa
historia de su buena fortuna y a medida que escuchaba su alma se iba
inundando de alegría. Sabía que sólo la riqueza de don José era lo que había
impulsado a su padre; ahora no había temor de que rechazase a Juan, con su
fortuna incomparablemente mayor. La felicidad la envolvía, sobre todo,
porque ahora aquella felicidad era segura. En ferviente acción de gracias, se
arrodilló de nuevo ante el cuadro de Santa Clara, e hizo que Juan se
arrodillara también junto a ella; como sus corazones estaban demasiado
henchidos para que pudieran expresarse en palabras, hicieron silenciosa
oración de gracias por la felicidad que, por intercesión de la dulce Santa
Clara, les había concedido la Misericordia y el Amor de Dios.
Sin embargo, mientras estaba arrodillada, la duda y el temor asaltaron el
alma de Techita. Mezclada con su sangre española, tenía sangre de la raza
Pueblo, la de aquellos paganos que trabajaron en las minas en tiempos
pasados. Y como junto a la fe cristiana sentía, si no fe, un temor reverencial
por los dioses paganos de los Pueblo, había recordado de pronto la profecía de
que la maldición de los dioses de los indios Pueblo caería sobre quien hallase
la Mina de los Padres.
Apoyados en la puerta de la iglesia, mientras la luna salía sobre las
montañas del este, brillando fantasmalmente sobre ellos, Techita habló de sus
temores, pero Juan, lleno de alegría ahora que sus tribulaciones habían
acabado, se rió suavemente y ahuyentó sus temores.
—Nosotros somos buenos cristianos, Techa mía —le dijo—, y nuestro
Dios y los santos nos guardan. ¿Qué necesidad tenemos de temer a unos
dioses falsos, que murieron hace mucho tiempo?
Pero mientras así hablaba sintió él también una extraña sensación de
temor, porque por sus venas corría igualmente sangre de los indios Pueblo. Se
dominó, sin embargo, con un esfuerzo. Bajo la tenue luz que les iluminaba,
Techita no notó el súbito cambio que se había operado en sus facciones
cuando dejó de hablar, y se sintió confortada por sus palabras. Era cierto,
pensó, que los santos benditos eran sus defensores contra las fuerzas del mal
y, además, estaba segura ahora de que la gentil Santa Clara le había prometido
su poderosa ayuda. Por tanto, tenía un sólido fundamento donde descansar su
fe y su esperanza. Y, sin embargo, mientras se dirigía lentamente a su casa, la
asaltaron vagas premoniciones de nuevos desastres; toda su esperanza en la
felicidad futura no fue bastante para ahuyentar sus negros pensamientos.

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Dick Irving estaba extrañado. Creía, y con mucha razón, que todo lo que
él no supiera sobre prospecciones no valía la pena de tenerse en cuenta. Y, sin
embargo, se hallaba ante un problema de prospección que le dejaba atónito y
que, para decirlo con sus propias palabras, le asombraba de la «manera más
endiablada».
Lo más espinoso de la cuestión, lo que le tenía fuera de sí, era la
procedencia de aquel pedazo «flotante» que había encontrado en el arroyo de
San Pedro. Cuando descubrió aquel pedazo de roca tan curioso, el corazón se
le puso a dar saltos y la boca se le hizo agua. En el curso de su larga
experiencia en prospecciones jamás había encontrado nada que, por su
riqueza, pudiera parecerse ni de lejos a lo que tenía en las manos; era más rico
que los mejores carbonatos de Leadville, que la mejor plata rojiza de
Gunnison. A ojo de buen cubero calculó que la vena de donde procedía aquel
pedazo debía producir no menos de mil onzas diarias; lo cual representaba
muchos más millones de los que podía imaginar de una sola vez, sin sentir
mareos.
Pero lo malo era que el principio del prodigioso descubrimiento fue
también el final. El pedazo de roca era como la huella del pie en la isla de
Robinson; estaba solitaria… No había rastro ninguno de su procedencia.
Estaba seguro de que en el arroyo no había más, porque estuvo cerca de un
mes allí, levantando cuidadosamente todas las piedras y escudriñando todas y
cada una de las grietas de la rocosa ladera. Empezaba a sentirse como loco.
Su reputación de buscador estaba en juego. Sabía que muy cerca, al alcance
de la mano, en los flancos de una de las dos montañas que le rodeaban como
torres, había una mina cuyo descubrimiento le proporcionaría una fortuna
fabulosa, y que si no la encontraba perdía la mayor oportunidad de su vida…
Y cada día aumentaba en él la descorazonadora sensación de que iba a
perderla.
Sabía, naturalmente, que su casi única oportunidad era seguir el rastro del
pedazo suelto; ésa era la razón de que hubiera pasado un mes trabajando en el
arroyo. Cuando aquello le falló empezó a buscar en las montañas mismas; era
una búsqueda desesperada, pero también la única posibilidad que le quedaba.
Empleó en ello otro mes, y después se sintió casi dispuesto a declararse
vencido; a confesar que, por una vez, había buscado la mina por todo
alrededor, sin tener siquiera la menor sospecha de dónde podía hallarse. En
una ocasión, es cierto, y por un momento, tuvo ciertas esperanzas. En un
pequeño cañón en el que era muy difícil entrar porque grandes masas de rocas
desprendidas de las laderas, más arriba, habían obstruido casi la entrada,

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encontró una roca cuya superficie era idéntica a la del pedazo suelto que había
hallado. El borde estaba extrañamente partido por la mitad por un montón de
rocas grises, corroídas por la erosión. Irving nunca se había encontrado ante
una formación como aquélla y si hubiera sido geólogo hubiera hallado allí
muchas cosas de interés; pero como simple buscador de minas, el examen de
la roca le resultó completamente desilusionante. Había, claro, trazas de
mineral, pero ni el menor indicio de aquella, inagotable riqueza que él sabía
tenía que haber en la roca de donde procedía el pedazo que se hallaba en su
poder. Finalmente dio una patada furiosa a la roca, juró contra su mala suerte
y estupidez con una fluidez y riqueza de vocabulario que sólo pueden
adquirirse en largas temporadas de estancia en campamentos mineros, y luego
se alejó, hoscamente.
La fe que Dick Irving tenía en su instinto de buscador, y que empezaba a
desvanecerse rápidamente, se hubiera fortalecido de saber que era el arte del
hombre y no un capricho de la naturaleza el que le había desviado de su
camino. Mientras estaba maldiciendo de su mala suerte y estupidez, la Mina
de los Padres se hallaba bajo sus pies. Sólo con que hubiera apartado a un
lado la roca en que se apoyaba hubiera descubierto —estropeada por el moho,
pero aún reconocible— una cabeza de martillo, redondeada por el largo uso.
Y eso hubiera bastado a su rápida inteligencia para comprender que había
hallado la rica presa que jurara hacer suya, cuando salió hacia el Sur.
La tarde siguiente del día en que Juan contara a Techita su gran
descubrimiento, volvió a encontrarla de nuevo en la puerta de la iglesia para
decirle que todo había ido bien en su búsqueda por las montañas y que, en
verdad, había encontrado la mina perdida desde tanto tiempo atrás. En prueba
de la veracidad de sus palabras, le enseñó una cabeza de martillo cubierta de
herrumbre y moho, la misma que Dick Irving, a pesar de toda su inteligencia,
no había sabido encontrar.
—Dios ha sido muy bueno con nosotros, Techa mía —le dijo, mientras se
arrodillaban los dos al pie del cuadro de Santa Clara iluminado por la dulce
penumbra del atardecer, que se filtraba por la ventana—.
Misericordiosamente, se ha apiadado de nuestro dolor y por mediación de
nuestra querida Santa nos ha dado consuelo y esperanza. Ahora todo nos
saldrá bien. Tú padre hubiera rechazado, ciertamente, entregarte a Juan, el
pastor de cabras; pero al señor don Juan, propietario de la Mina de los Padres,
no le dirá que no. Y tú serás mía, Techita. Y durante toda nuestra vida, llenos
de amor y felicidad, daremos gracias y veneraremos a la dulce Santa que nos
ha librado del dolor y nos ha dado la dicha. Y oye, pequeña mía —siguió

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diciendo alegremente, después de un rato en que permanecieron con las
manos apretadas unidas y los ojos fijos en el cuadro de la Santa—. ¡He
encontrado la mina y ninguna maldición ha caído sobre mí! Aquello no era
más que un miedo tuyo sin fundamento. Los santos son fuertes y velan por los
que tienen fe en ellos.
Pero de nuevo, mientras hablaba, Juan sintió que un estremecimiento de
temor le recorría el cuerpo.
El mismo temor pesaba en el corazón de Techita y las palabras animosas
de Juan no lograban tranquilizarla. Por el gran amor que sentía hacia él,
estuvo a punto de pedirle que olvidara el tesoro que había hallado; que ella
prefería sacrificarse, en aras de amor, y casarse de acuerdo con la voluntad de
su padre. Aquella horrible desgracia sería mejor que el daño que pudiera
sobrevenirle a su amado.
A lo largo de toda la noche oscura, Techita se sintió oprimida por el temor
y cuando al fin se quedó dormida, tuvo terribles pesadillas. Tanto despierta
como dormida, la obsesionaba el pensamiento de que en medio de su felicidad
iban a aparecer la desolación y el dolor.
La brillantez del sol, cuando al fin llegó el nuevo día, no fue bastante para
disipar sus negras premoniciones; un gran desfallecimiento se apoderó de su
ánimo; le agobiaba la convicción de que las desgracias que iban a ocurrir
estaban muy cerca. No le cabía duda de que cualquiera que fuera ese dolor, le
llegaría a través de Juan. Juan, se decía, debía haber ido a las montañas, en
busca de la mina. Si él estuviera en el pueblo en los campos cercanos,
trabajando, ella se habría atrevido a afrontar el enfado de su padre y se
hubiera ido con él… tan firme era su convicción de que una fuerza maligna
iba a traer el mal sobre Juan.
El día transcurrió lentamente y cada hora que pasaba aumentaba su
nerviosidad y temor. Y, al fin, cuando llegaron las pesadas horas del mediodía
y toda la ciudad se entregó al sueño, no pudo vencer su impulso de ir a su
encuentro; de luchar con él contra el peligro, cualquiera que fuera, de
defender su vida; de morir con él, si era preciso. Techita salió de su casa,
atravesó la ciudad dormida y se dirigió resueltamente al arroyo de San Pedro;
en su corazón crecía el valor al pensar en su amado Juan.

Aquel día también Dick Irving fue a las montañas. En su interior


reconocía que había llegado al límite de la resistencia y se dijo que aquél sería
el último día de su locura. Tuvo que confesarse que, por aquella vez, se había
metido en una empresa mayor de lo que podía abarcar; y lo que más le

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desesperaba era que el pedazo suelto de roca que llevaba en el bolsillo le
había convencido plenamente de que todo lo que le habían contado sobre la
Mina de los Padres era cierto. Él sabía que la mina existía en algún lugar,
más allá del arroyo de San Pedro, y sabiéndolo así, cada vez que pensaba en
los desesperados esfuerzos que había llevado a cabo para encontrarla, sin
haber alcanzado el éxito, rechinaba los dientes de rabia.
Se decía a sí mismo que era una completa tontería llevar a cabo aquella
última expedición, ya que estaba convencido de que sólo le reportaría otro
fracaso. Pero era un trabajador concienzudo —concienzudo en cuanto a
buscador, se entiende— y no se sentía satisfecho de volver al norte sin echar
otro vistazo al promontorio de rocas en el pequeño cañón. Aquél era el único
lugar de las montañas en donde había encontrado unas rocas de idéntica
constitución; y aunque su primera inspección le convenció de que la cantidad
de mineral hallado no se podía comparar con el pedazo que llevaba en el
bolsillo, el hecho de haber fracasado rotundamente en todos los otros sitios le
empujó a inspeccionar aquel lugar de nuevo. Más aún, el cuidadoso estudio
que había hecho del lugar le había demostrado que el cañón era el más
verosímil lugar de procedencia del pedazo suelto. Si no fuera por la masa de
rocas de la embocadura del cañón, estaría casi seguro de que dicho especimen
procedía de allí. Aquella masa de rocas en la boca del cañón le fastidiaba
enormemente. En todos los años que llevaba haciendo prospecciones, jamás
había visto una cosa igual. Si tal cosa no le hubiera parecido ilógica, hubiera
dicho que las rocas habían sido partidas deliberadamente y dejadas caer desde
lo alto del risco, no por la naturaleza, sino por la mano del hombre. Cuanto
más daba vueltas a lo extraña que era aquella barrera y lo extraño que era
también el grupo de rocas partidas en la pared del cañón, más se despertaba su
interés. Había en el lugar algo raro que le atraía y determinó volverlo a ver.
Por supuesto, como se decía a sí mismo, en medio de una serie de juramentos
escogidos dedicados a su propia insensatez, no encontraría nada allí y sería
sólo una búsqueda a lo tonto. Pero a pesar de todo, con la cansina
perseverancia que le caracterizaba, se decidió a llevar a cabo el pesado
vagabundeo arroyo arriba y luego por la montaña, más allá.
Era una pesada caminata, no había duda, y como no veía razón por la que
valiera la pena apresurarse, andaba despacio y haciendo muchas paradas.
Aquella no era su manera de trabajar normal, pero su moral estaba en baja
forma e iba alimentando sombríos pensamientos, que quitaron a sus pasos la
ligereza de costumbre. A cualquiera le produce poquísima satisfacción pensar
que durante dos meses ha tenido casi al alcance de la mano una inmensa

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fortuna y que iba a perderla, después de todo. Dick Irving, cuya manera de ser
no era precisamente suave, se hallaba en un estado de sorda rabia; rabia
contra su mala suerte, contra él mismo y contra todo el mundo. Sólo una pelea
hubiera podido confortarle un poco. Se sentiría bastante consolado de sus
malaventuras si pudiera descargarlas sobre las espaldas de cualquier otro.
Las sombras que descendían sobre el arroyo fueron aumentando y
entonces se dio cuenta de que el día tocaba a su fin. Como tenía intención de
acampar en el cañón la cosa no le preocupó en absoluto, pero aceleró sus
pasos. El sol estaba cerca de su ocaso cuando empezó a subir por la masa de
rocas que tapaba la embocadura del cañón. Afortunadamente para sus
propósitos el cañón miraba hacia el oeste y todo él estaba envuelto en una
llamarada de suave luz procedente de los rayos horizontales del sol poniente.
Mientras trepaba por la barrera de roca oyó un ruido seco que le hizo
quedarse inmóvil, como si hubiera recibido un golpe; precavidamente, dio un
vistazo por encima de la cresta de la barrera y lo que vio hizo que toda la
sangre se le agolpara en el corazón y le corriera luego, como fuego, por las
venas. Porque el sonido que había oído era el de un pico contra la roca y lo
que vio era un hombre, a menos de cien yardas de él, trabajando en la pared
del cañón. Si era cierto que allí estaba la mina, había llegado tarde; otro
hombre le había tomado la delantera.
Afortunadamente, el otro no había oído los ruidos que él hiciera al trepar
por las rocas y así, por lo menos, él era dueño de la situación. Adoptó una
cómoda postura para observar y poder ver sin ser visto y estudió
cuidadosamente el terreno. Evidentemente, el hombre llevaba varias horas
trabajando y lo había hecho de firme: el suelo, al lado de la pared del cañón,
estaba cubierto de pedazos de roca, en todas direcciones. Dick no pudo menos
de sentir admiración instintiva por los músculos que habían hecho todo el
penoso esfuerzo que aquel trabajo implicaba. Aquello era casi todo lo que se
había hecho; pero era bastante. Porque allí, claramente definida en el borde de
la roca, se hallaba la cuadrada boca de un antiguo pozo. ¡La Mina de los
Padres, perdida desde hacía doscientos años, había sido descubierta!
A medida que Dick se daba cuenta de la situación, la rabia que había
sentido todo el día llegaba a la culminación. Se sentía al rojo blanco por la
pasión y, no obstante, tan tranquilo como una mañana de junio. Allí no había
más que una cosa que hacer y estaba dispuesto a ello.
—¡Sólo un greaser[46] después de todo! —murmuró—. La idea de un
condenado greaser dueño de la Mina de los Padres es absurda —añadió
desdeñosamente, escupiendo en el suelo.

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Apuntó el revólver cuidadosamente, pero midió con la vista la distancia y
decidió que era demasiada para la seguridad del tiro. Ya que el trabajo tenía
que hacerse, no quería hacer una chapucería. Y además, como se dijo
prudentemente, puede que hubiera alguien por los alrededores del cañón. Con
esas juiciosas consideraciones, descendió silenciosamente de la barrera de
rocas, procurando quedar siempre a cubierto tras los grandes pedruscos. Una
vez en el cañón, le fue fácil deslizarse de peña en peña hasta que llegó detrás
de dos enormes piedras y, por una ranura entre ellas, apuntó hacia el hombre,
a una distancia menor de doce yardas.
Juan había dejado de trabajar por un momento y se apoyaba en el mango
de su pico. Sobre él y a su alrededor brillaba la llamarada rojiza de los últimos
rayos del sol. Su rostro tenía expresión de cansancio y sus músculos parecían
distendidos; pero por encima del cansancio, su cara resplandecía de alegría e
incluso en la postura de su cuerpo fatigado había ganado el gran premio de su
vida: por fin se sabía vencedor del hado. En su felicidad, expresó sus
pensamientos en palabras:
—¡Tachita mía: el tiempo de la alegría ha llegado para nosotros!
Y mientras decía aquellas palabras, el agudo chasquido del revólver de
Dick Irving resonó entre las rocosas paredes del cañón y Juan cayó al suelo,
tendido sobre el recién abierto pozo de la Mina de los Padres, con una bala en
el corazón. En aquel instante el sol se puso tras las paredes de roca y toda la
parte inferior del cañón quedó sumida en la oscuridad, mientras en la parte
alta el día era aún claro.
A través del cañón, mezclándose con el eco del disparo, sonó un grito, un
lamento de mortal agonía, cargado con el peso de toda una vida de amargo
dolor; un grito desolado de desesperación, que hizo que la cara bronceada de
Dick Irving se pusiese pálida y que sintiera un estremecimiento en lo más
profundo de su duro corazón; y mientras se preguntaba, tembloroso, de dónde
venía aquel terrible grito, Techita llegó corriendo desde la barrera de rocas y
se acercó al cuerpo de su amado.
Su figura, vista en la penumbra del cañón y a través del humo de la
pólvora, que flotaba ante la rendija entre los dos riscos, se divisaba
confusamente entre la oscuridad de las rocas de la pared. Dick sólo pudo
distinguir su forma; no pudo ver su cara, desencajada por el dolor y la
desesperación de ver morir a su amor. Levantando sus manos al cielo,
exclamó aquella figura, con la voz enronquecida por la emoción:
—La maldición se ha cumplido… la maldición de los indios Pueblo.

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Dick estaba satisfecho de cómo se había resuelto el asunto y sus dedos se
rebelaban ante la idea de tener que hacer otro trabajito de aquellos. Pero, por
otra parte, su sentido común le decía que las cosas se habían puesto de una
forma que ya no había más remedio que proseguir, que era demasiado tarde
para echarse atrás.
—La situación más desagradable con que he topado en mi vida —se dijo
mientras sacaba dos balas de su cinturón y las deslizaba en las cámaras vacías
de su revólver. Después, en un estallido de indignación, exclamó—: ¡Maldita
sea! Después de todo, no es culpa mía. ¿Por qué no podía avisar que era una
mujer? —Y luego, cuando los nervios se le calmaron un poco, añadió, más
animadamente—: Bueno, después de todo, no eran más que un par de
greasers. ¡Menuda ganga ha sido para mí el venir hoy, justo a tiempo de
salvar la mina!

La gloria de la puesta del sol se derramó lentamente por el oeste.


Elevándose contra el esplendor rojo dorado, los baluartes almenados de la
montaña de San Ildefonso montaban la guardia. En lo alto, el cielo azul-gris
lanzaba rayos de oro; en las rápidas aguas del río Grande, jugaban luces rojas
y doradas; todo el cielo y la tierra, bajo él, parecían mezclarse en una sinfonía
rojo y oro. Luego se desvaneció todo el esplendor, hasta que no quedó nada
más que una tenue luz rosada en el lejano este, detrás de las distantes
montañas.
En la tranquila iglesia donde colgaba el cuadro de Santa Clara reinaba la
soledad; en el cañón, allá en la montaña, reinaba la muerte. Sobre toda la
tierra cayó la noche, oscureciendo la silenciosa iglesia, oscureciendo el
silencioso cañón.

La Lucky Whack Minning Company, como el propio Dick declaraba —y


tenía buenas razones para saberlo, porque era el presidente de la compañía y
vivía en el Este, llevando un tren de vida que demostraba que tenía montones
de dinero en alguna parte—, era un éxito rotundo. Producía diariamente dos
mil onzas… y había millones en perspectiva.

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EL CAÑÓN ALL GOLD

JACK LONDON

A mitad del cañón, las paredes del desfiladero se separaban un poco y


mitigaban la aspereza de sus líneas para formar un pequeño escondrijo.
Allí todo era reposo. Incluso el pequeño arroyuelo olvidaba su turbulenta
caída y se paraba para formar un lago apacible. Un gamo de piel rojiza y
grandes astas dormitaba con las patas metidas en el agua, la cabeza ladeada y
los ojos entornados.
En un lado, se extendía una pequeña pradera, desde la orilla del lago hasta
el borde de la tosca pared. Más allá, una suave pendiente de tierra trepaba
hasta encontrar la otra pared. La pendiente estaba cubierta de césped y, entre
el césped, crecían muchas flores, formando manchas: naranja, púrpura y oro.
Mucho más allá se cerraba el cañón. Ya no había vista alguna. Las paredes se
juntaban abruptamente y el cañón terminaba en un caos de rocas cubiertas de
musgo y ocultas por una verde pantalla de enredaderas, plantas trepadoras y
ramas de árboles.
Pasado el cañón se elevaban colinas y picos, con laderas cubiertas de
pinos, muy lejanos. Y aún más lejos, como nubes en el límite del cielo, se
erguían blancos minaretes donde las nieves perpetuas brillaban eternamente
bajo los resplandores del sol.
La suciedad estaba ausente del cañón. Las hojas y las flores aparecían
limpias y virginales. El césped era de fresco terciopelo. Cerca del lago, había
tres álamos, cuyas pelusas, blancas como la nieve, caían sobre el césped,
revoloteando en el aire tranquilo. En la ladera, los capullos de un
manzanillo[47] llenaban el aire de olores primaverales, mientras las hojas,
llevadas por la experiencia, empezaban ya a volverse hacia arriba, para
protegerse del verano que se acercaba. En los espacios libres de la ladera
fuera de la sombra del manzanillo, se posaban las mariposas de los lirios.
Aquí y allá, el bufón de los bosques, el madroño, que cambia el color verde
pálido de su tronco por el rojo oscuro, exhalaba al aire la fragancia de sus

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grandes racimos de campanitas cerúleas. Las campanitas eran de color blanco
cremoso, muy parecidas a los lirios de los valles, y su perfume de la
primavera.
No había ni la menor ráfaga de viento; el aire parecía denso de tanto
perfume. Flotaba en el ambiente una dulzura que hubiera resultado
empalagosa si el aire hubiese sido pesado y húmedo. Pero era seco y ligero.
La atmósfera estaba bañada por el sol y embalsamada por el aroma de las
flores.
Alguna que otra mariposa iba de acá para allá, entre las manchas de sol y
sombra. Y sobre todo flotaba el runruneo sordo y adormecedor de las abejas,
golosas y sibaritas, que tropezaban unas con otras al acercarse a un bocado
apetitoso, sin perder por ello la compostura, como si estuvieran demasiado
ocupadas para enzarzarse en rudas descortesías. El riachuelo se deslizaba
plácido, serpenteando a lo largo del cañón. La voz del río era un soñoliento
susurro, interrumpido por largos silencios, y siempre iniciado de nuevo, al
despertar.
Todo cuanto se movía en el corazón del cañón lo hacía como si flotase.
Los rayos del sol y las mariposas flotaban entre los árboles. El zumbido de las
abejas y el murmullo del arroyo eran sonidos flotantes. Y todo ello, sonido y
color, parecía mecerse al unísono para formar un algo intangible, que era
como el espíritu del lugar. Era el espíritu de la paz que no tenía nada que ver
con el espíritu de la muerte. Espíritu de vida, de suave impulso, de quietud
que no era silencio, de movimiento que no era acción, de un reposo ágil sin
las violencias de la brega y el trabajo. El espíritu del lugar era el espíritu de la
vida pacífica, somnoliento por su tranquilidad, jamás turbado por rumores de
guerra.
El gamo de la piel rojiza y las enormes astas reconocía el señorío del
espíritu del lugar y dormitaba en el sombreado y fresco lago, con las patas
metidas en el agua. No parecía haber moscas que le molestasen y se sentía
lánguido y descansado. De vez en cuando, cuando el río se despertaba y
susurraba, sus orejas se movían; pero su movimiento era perezoso, porque de
antemano sabía que no se trataba más que del río que gruñía al descubrir que
se había dormido otra vez.
Pero hubo un momento en que las orejas del gamo se irguieron, tensas,
con repentina ansiedad, al percibir un sonido. Su cabeza se volvió hacia la
entrada del cañón. Su nariz, sensitiva y temblorosa, olfateó el aire. Sus ojos
no podían atravesar la verde pantalla por la que serpenteaba el río, pero hasta
sus oídos llegó la voz de un hombre. Era una voz pesada, que canturreaba

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monótonamente. Cuando el gamo oyó el áspero roce del metal contra la roca,
se levantó de un salto y cruzó el aire, desde el agua hasta la pradera, y sus
pezuñas se hundieron en el césped, mientras tendía de nuevo las orejas y
volvía a olfatear el aire. Entonces cruzó como a hurtadillas la pequeña
pradera, parándose de vez en cuando para escuchar, y desapareció al otro lado
del cañón, como un espectro, sin hacer el menor ruido.
El choque de las pesadas suelas herradas contra la roca se hizo más
audible y la voz del hombre aumentó de volumen. Estaba cantando y su
canción se hizo más clara a medida que se acercaba; pronto pudieron
entenderse las palabras:

Vuélvete y vuelve la cara.


No pises las dulces y alegres colinas.
(¡Estás desdeñando la fuerza del pecado!)
Observa, observa bien a tu alrededor.
Arroja al suelo el fardo de tus pecados.
(¡Te encontrarás con el Señor, en la mañana!)

El ruido producido por un hombre al trepar acompañó a la canción y el


espíritu del lugar huyó, a lomos del gamo de piel rojiza. La verde cortina se
partió en dos y un hombre asomó para echar un vistazo al prado, el lago y la
ladera. Era un hombre cauto; dio un vistazo general a toda la escena y luego
pasó revista a todos los detalles para ratificar la impresión general. Entonces,
y sólo entonces, abrió la boca y dio su aprobación, de forma vívida y
solemne:
—¡Por las almas del purgatorio! ¡Ten la bondad de fijarte en esto!
¡Árboles, agua, césped y una ladera! ¡El sueño de un minero y el paraíso
terrenal! ¡Fresco verdor para los ojos cansados! ¡Un rincón secreto y tranquilo
para el descanso de los exploradores!
Era un hombre de aspecto terroso, en cuya cara la genialidad y el humor
parecían ser los rasgos característicos. Sus facciones tenían una gran
movilidad y cambiaban constantemente, de acuerdo con sus pensamientos. El
pensamiento era un proceso visible en él, las ideas surcaban su cara como las
olas surcan un lago. Su pelo, ralo, largo y desaseado, tenía un color tan
indeterminado como su piel. Podría creerse que todo el color de su persona se
había concentrado en los ojos, que eran intensamente azules. Sus ojos eran,
además, alegres, con una mezcla de ingenuidad y asombro de niño y de calma
y confianza, fortaleza y resolución, nacidas de la experiencia de sí mismo y de
la experiencia del mundo.

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De la maraña de enredaderas y trepadoras, atrajo hacia sí un pico de
minero, una pala y una gamella para lavar oro.
Vestía unos pantalones descoloridos, una camisa de algodón, negra, y
calzaba unas botas de suelas claveteadas; se cubría con un sombrero cuya
extraordinaria deformidad y suciedad revelaban el rudo trato al que le habían
sometido los vientos, la lluvia, el sol y las humaredas de los campamentos.
Permaneció un rato de pie, dejando que sus ojos se llenaran de la soledad del
plácido escenario, inhalando sensualmente el aire tibio y dulce del cañón-
jardín. Sus ojos se entornaban hasta formar una estrecha raya intensamente
azul y riente; su cara resplandecía y su boca se curvó en una sonrisa, al
exclamar:
—¡Malvas y dientes de león; ah, qué bien huelen! Que me vengan a decir
de las rosas y de las fábricas de colonia. ¡Esto es mejor!
Tenía costumbre de hablar solo. Los inquietos rasgos de su cara podían
haber expresado cualquier pensamiento y sentimiento, pero la lengua los
traducía después, repitiendo, como un segundo Boswell.
El hombre se tumbó a la orilla del lago y bebió, lenta y largamente, de su
agua.
—Está buena —murmuró, levantando la cabeza y contemplando, a través
del lago, la ladera de la colina, mientras se secaba la boca con el dorso de la
mano.
La ladera atraía su atención. Tumbado sobre el estómago, estuvo
estudiando la formación de la colina, larga y cuidadosamente. Con ojo
experto la escudriñó desde abajo hasta el borde más alto de la pared del cañón
y vuelta hacia abajo otra vez, y más allá, hasta la orilla misma del lago. Se
levantó y obsequió a la ladera con una segunda inspección.
—Me gusta; parece buena —concluyó, mientras recogía su pico su pala y
la gamella.
Cruzó el río, más abajo del lago, saltando ágilmente de piedra en piedra.
Donde la ladera se hundía en el agua, recogió una paletada de barro y la puso
en la gamella. Se agachó sosteniendo el cacharro entre las dos manos y lo
sumergió parcialmente en el agua. Entonces imprimió a la gamella un
movimiento circular, que hizo que el agua fuera empapando todo el lodo y la
grava; las partículas más grandes y más ligeras salían a la superficie, y el
hombre, con un hábil gesto que inclinaba la gamella, las tiraba fuera, sobre la
orilla. Algunas veces, para hacer las cosas más de prisa, dejaba el cacharro en
el suelo y, con los dedos, quitaba las chinas y los trozos de roca.

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El contenido de la gamella iba disminuyendo rápidamente hasta que ya no
quedaron más que un lodo muy fino y diminutas partículas de grava. A partir
de entonces, el hombre trabajó cuidadosamente, poniendo gran atención. Se
trataba de un lavado muy bien hecho y él lavaba más y más, llevando a cabo
un escrutinio profundo y delicado. Por fin pareció que en la gamella no
quedaba más que agua; pero con un rápido movimiento semicircular, que hizo
que el agua cayera como lluvia sobre la margen del río, dejó al descubierto
una capa de arena oscura, en el fondo de la gamella. Tan ligera era la capa,
que parecía una raya de pintura. El hombre la examinó cuidadosamente. En
medio de ella había una chispita dorada; dejó que entrara un poco de agua por
el borde inclinado de la gamella y con un rápido movimiento la hizo girar en
el fondo, haciendo que la negra arena se removiera una y otra vez. Una
segunda chispa dorada fue la recompensa a sus esfuerzos.
El lavado se había vuelto verdaderamente minucioso… mucho más
minucioso de lo que era necesario para una búsqueda normal. El hombre
dividió la negra arena en pequeñas porciones y examinó cada porción
cuidadosamente, de forma que sus ojos vieron cada grano, antes de permitir
que se deslizaran hasta la orilla. Celosamente, partícula a partícula, fue
dejando que la arena se le escurriera entre los dedos. Una pepita dorada, no
mayor que la punta de un alfiler, apareció en la orilla, y él, manipulando en el
agua, la volvió a introducir en la gamella. Luego apareció otra pepita, y otra.
Grande era el cuidado con que las trataba. Como un pastor, vigilaba su rebaño
de pepitas, de forma que ni una sola pudiera escapársele. Por último no quedó
de la palada de barro más que el dorado rebaño. Lo contó y, después del
trabajo realizado, las tiró entre otro remolino de agua.
Sus ojos azules brillaban, cuando se levantó.
—Siete —murmuró en voz alta, haciendo hincapié en el número de
pepitas por las que había trabajado tanto—. Siete —repitió, con el énfasis de
quien quiere grabar algo en la memoria.
Permaneció quieto, de pie, un largo rato, examinando la ladera. En sus
ojos brillaba una curiosidad recién nacida y ardiente. Todo su aspecto
reflejaba exaltación y un anhelo muy parecido al del animal carnicero que
olfatea una presa cercana.
Anduvo unos pasos río abajo y volvió a cargar otra paletada de barro.
De nuevo empezó el cuidadoso lavado, la búsqueda celosa de las pepitas
doradas. De nuevo volvió a tirarlas al río. El dorado rebaño había disminuido:
—Cuatro, cinco —murmuró, y, por último—: Cinco.

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No pudo evitar el examinar otra vez la colina antes de recoger otra
paletada de barro, un poco más allá. El número de pepitas seguía
disminuyendo: «Cuatro, tres, dos, dos, una», fueron las cuentas que iba
grabando en su memoria, a medida que bajaba por el río. Cuando no apareció
ni una sola pepita, para premiar su esfuerzo, dejó su tarea y encendió un fuego
de ramas en el cual introdujo la gamella, manteniéndola allí hasta que tomó
un color negro azulado. Entonces la sacó y examinó cuidadosamente; movió
la cabeza con aprobación, contra un fondo de aquel color podía desafiar a la
más diminuta partícula dorada a que intentara eludirle.
Bajó un poco más por el río y volvió a cargar una paletada de barro. El
premio fue una sola pepita. La tercera paletada no contenía la menor porción
de oro. No se sintió satisfecho y volvió a cargar barro tres veces más,
cogiéndolo a un pie de distancia entre una y otra vez. Las tres veces la
gamella apareció sin oro, y el hecho, en lugar de contrariarle, le produjo
satisfacción. Su alegría iba creciendo en cada prueba, hasta que se levantó y
exclamó, lleno de júbilo:
—¡Que me aspen si no es esto lo que yo buscaba!
Volviendo adonde había empezado las operaciones, empezó a investigar
río arriba. Al principio el rebaño dorado crecía, crecía prodigiosamente:
«catorce, dieciocho, veintiuna, veintiséis», señalaban las cuentas que grababa
en su memoria. Justo al borde del lago, encontró la cantidad más elevada:
treinta y cinco.
—Casi lo suficiente para ahorrar —recalcó, como lamentándose, mientras
dejaba que el agua se llevara las pepitas.
En el cielo, el sol llegaba al punto más alto de su camino, pero el hombre
seguía trabajando. Gamella a gamella, río arriba, mientras la cuenta de los
resultados decrecía sin cesar.
—Es sencillamente maravilloso como se está portando esto —exclamó,
lleno de júbilo, cuando un cuidadoso examen dio como resultado una sola
pepita.
Y cuando no apareció ninguna en varias paletadas sucesivas, se levantó de
un salto y lanzó a la colina una mirada agradecida.
—¡Ah, Mr. Pocket! —gritó, como si se dirigiera a un auditorio invisible,
situado bajo la superficie de la ladera—. ¡Ah, Mr. Pocket; estoy llegando,
estoy llegando! Y es seguro que lo conseguiré. ¿Me oyes, Mr. Pocket? ¡Lo
conseguiré, tan seguro como que las berzas no son coliflores!
Se volvió y lanzó una calculadora mirada al sol que se posaba desde el
azul del cielo sin nubes. Entonces se dirigió hacia el fondo del cañón

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siguiendo la pista de los agujeros dejados por la pala al excavar en el barro.
Cruzó el río más abajo del lago y desapareció entre la verde pantalla de
vegetación. Pero todavía no pudo el espíritu del lugar volver allí, con su
quietud y reposo, porque la voz del hombre, cantando su burda canción,
dominaba aún el cañón, con aire posesorio.
Poco tiempo después volvió el hombre, acompañado del ruido de sus
zapatos herrados chocando contra la roca. El verde fondo de vegetación se
agitó violentamente hacia delante y hacia atrás, en las angustias del forcejeo.
La voz del hombre se elevó aguda, dura e imperativa. Un cuerpo pesado jadeó
y embistió. Hubo chasquidos, ruido de rasgaduras, plantas arrancadas y, entre
una lluvia de hojas, un caballo atravesó la cortina de hierbas. Llevaba un gran
fardo sobre el lomo y de él colgaban enredaderas rotas y plantas trepadoras
destrozadas. El animal contempló, atónito, el lugar a que le habían precipitado
y luego, bajando la cabeza hasta el césped, empezó a pastar tranquilamente.
Un segundo caballo apareció en escena, resbaló en el musgo de las rocas, pero
recuperó el equilibrio al apoyar las patas en la suave superficie de la pradera.
Nadie lo montaba, aunque iba ensillado con una silla mejicana, ajada y
descolorida por un largo uso.
—¡Puf! —dijo—. Hay que ver el hambre que tengo. Podría comerme
limaduras de hierro y aún pediría por favor una segunda ración.
Se puso en pie, y al hurgar en su bolsillo en busca de las cerillas sus ojos
estaban fijos en la colina, al otro lado del lago. Sus dedos cogieron la caja de
cerillas, pero la volvieron a soltar y la mano salió vacía del bolsillo. El
hombre titubeaba perceptiblemente. Contempló sus preparativos de comida y
volvió a contemplar la colina.
—Creo que volveré a hacer un par de pruebas —decidió al fin,
disponiéndose a cruzar el arroyuelo.
—Es una tontería, ya lo sé —murmuraba disculpándose—. Pero comer
una hora más tarde tampoco hace daño a nadie, creo yo.
A unos pocos pies de distancia de su primera prueba inició una segunda
línea. El sol empezaba a declinar por occidente, las sombras iban
aumentando, pero el hombre trabajaba. Empezó una tercera línea de pruebas.
Estaba cortando transversalmente la ladera a medida que subía. La parte
central de cada línea producía la mayor cantidad de pepitas, mientras que en
los extremos no salían muestras en la gamella. A mayor altura en la ladera las
líneas eran ostensiblemente más cortas. La regularidad con que iban
disminuyendo indicaba que en algún lugar la línea se convertía en un punto.
El dibujo se iba desarrollando en forma de «V» invertida.

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Era evidente que la meta del hombre era el vértice de la «V». Lo llamaba
«Mr. Pocket».
—¡Vamos, Mr. Pocket; sal ya de una vez! Sé amable y buen chico y sal de
una vez —gritaba, dirigiéndose al punto imaginario.
—Muy bien —diría un poco más tarde, con voz resignada, pero llena de
determinación—. Muy bien, Mr. Pocket; ya veo que tendré que llegar hasta
arriba y sacarte por los pelos. ¡Y lo haré, vaya si lo haré! —añadió un poco
más tarde, amenazadoramente.
Cada vez que llenaba la gamella bajaba al río a lavarla. A medida que
ascendía, el contenido de la gamella era más rico. Hasta que empezó a
guardar el oro en una caja de levadura en polvo, vacía.
Tan embebecido estaba en su trabajo que no se dio cuenta de la caída del
crepúsculo y la llegada de la noche. Hasta que no pudo distinguir el color de
la arena en el fondo de la gamella, no comprendió que el tiempo había
pasado. Entonces se levantó bruscamente. En su cara se pintó una expresión
de asombro y duda, mientras decía, en tono muy bajo:
—¡Que el diablo me llevé si no me he olvidado por completo de comer!
Atravesó corriendo el río, en medio de la oscuridad, y encendió el fuego
que tenía preparado. Tortas de sartén, tocino y frijoles recalentados
constituyeron su comida. Luego encendió la pipa y fumó largo rato, al calor
del rescoldo, escuchando los ruidos de la noche y contemplando los rayos de
la luna que bañaban el cañón. Después preparó su lecho, se quitó las pesadas
botas y se abrigó con las mantas, tapándose hasta la barbilla. Su cara parecía
muy blanca bajo la luz de la luna; tan blanca como la de un cadáver. Pero se
trataba de un cadáver que conocía su resurrección, porque el hombre se
incorporó repentinamente, apoyándose en el codo y lanzó una mirada a la
colina.
—Buenas noches, Mr. Pocket —murmuró, soñoliento—. Buenas noches.
Durmió toda la noche y mientras el cielo se teñía con las primeras luces
del alba. Le despertó un rayo de sol al caer sobre sus párpados cerrados;
entonces se incorporó de un salto y se mantuvo en pie, contemplando cuanto
le rodeaba, hasta que pudo establecer la continuidad de su existencia,
enlazando su presente con los días pasados.
El acto de vestirse consistió simplemente en meter los pies en las pesadas
botas. El hombre echó un vistazo al fuego y a la colina, dudó un momento,
pero venció la tentación y encendió el fuego.
—No te precipites, Bill; no te precipites —se amonestó a sí mismo—.
¿Qué necesidad hay de atosigarse? No vale la pena pasarse el día entero

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cansado y sudoroso. Mr. Pocket te esperará. No se escapará antes de que
hayas desayunado. Lo que ahora necesitas es algo fresco en tu menú. Así que
vamos a buscarlo.
En la orilla del lago cortó una rama corta y del bolsillo sacó un pedazo de
cuerda y una mosca aplastada, que en otros tiempos fue un magnífico
ejemplar.
—Puede que piquen a esta hora de la mañana —murmuró, mientras
lanzaba el anzuelo al lago. Un momento después gritaba alegremente—: ¿Qué
decía yo, eh? ¿Qué decía yo?
No tenía carrete, ni tampoco tenía afición a perder el tiempo; por eso,
dando un tirón muy fuerte, y rápido, sacó del agua una brillante trucha de diez
pulgadas. Otras tres más, cogidas en rápida sucesión, le proporcionaron un
suculento desayuno. Cuando se dirigía a los escalones formados por los
agujeros, ladera arriba, le asaltó un pensamiento repentino e hizo una pausa.
—Tal vez sería mejor que ocultase la entrada, río abajo —se dijo—.
Nunca se sabe quién puede andar curioseando por ahí.
Pero siguió subiendo cuesta arriba, pensando: «Verdaderamente, tendría
que tapar ese agujero.» La necesidad de tomar precauciones se le fue de la
imaginación y se puso a trabajar.
Al caer la noche se enderezó. Tenía la espalda entumecida del incesante
trabajo y, mientras se llevaba las manos a los hombros para darse masaje,
murmuró:
—Pero ¿cómo es posible? ¡Otra vez me he olvidado por completo de la
comida! Si no tengo cuidado iré degenerando hasta convertirme en un chalado
de los de dos comidas al día.
—Esto de las excavaciones es la peor cosa que he visto. Consigue que un
hombre se olvide de todo —murmuraba un poco después, mientras se metía
entre las mantas—. ¡Buenas noches, Mr. Pocket! ¡Buenas noches!
Se levantó con el sol, al día siguiente, y, después de un desayuno
precipitado, empezó a trabajar. Una especie de fiebre se iba apoderando de él
y el paulatino aumento de la riqueza en las gamellas no aliviaba su febril
estado. Sus mejillas estaban enrojecidas, con un rojo muy distinto del
ocasionado por el sol y la intemperie, y era insensible a la fatiga y al
transcurso del tiempo. Cuando llenaba de barro la gamella corría al río para
proceder al lavado; y no podía evitar el correr cuando subía de nuevo la
ladera, jadeando y tropezando como un novato, para llenarla otra vez.
Se hallaba ya a doscientas yardas del agua y la «V» invertida adquiría
proporciones claramente definidas. La anchura de la zona que contenía oro se

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estrechaba constantemente y el hombre trazaba, con la imaginación, las líneas
de la «V» hasta el punto en que debían encontrarse. El vértice de la «V» era
su meta y el hombre llenó la gamella muchas veces, hasta llegar a localizarlo.
—A unas dos yardas por encima del manzanillo y a una yarda a la derecha
—concluyó, al cabo.
Y entonces la tentación se apoderó de él.
—Es tan evidente como la nariz en medio de la cara —dijo.
Abandonó las exploraciones en la colina y trepó hasta el lugar
determinado, donde debía hallarse el vértice de la «V». Llenó la gamella y la
llevó colina abajo para lavarla: no contenía ni rastro de oro. Cavó
superficialmente. Cavó profundamente, llenando y lavando una docena de
gamellas, y no se vieron recompensados sus esfuerzos con la menor chispa de
oro. Se sintió furioso por haber sucumbido a la tentación y se zahirió a sí
mismo humildemente. Luego descendió un poco por la colina y continuó las
exploraciones donde las había abandonado.
—Lento pero seguro, Bill; lento pero seguro —rezongó—. El dejarse
llevar por la suerte no es tu estilo y ya va siendo hora de que te des cuenta de
ello. Sé sensato, Bill; sé sensato. Lenta pero seguramente es la única manera
de proceder. ¡Hazlo así! Y sigue así hasta el final.
A medida que el terreno de exploración disminuía, su profundidad iba en
aumento. El rastro del oro se iba hundiendo en la colina. Sólo a unas treinta
pulgadas bajo la superficie conseguía encontrar pepitas en la gamella. El lodo
que recogió a veinticinco pulgadas y a treinta y cinco pulgadas dio un
resultado negativo. En la base de la «V», al borde del agua, había encontrado
rastros de oro en las raíces del césped. Cuanto más subía más profundo se
hallaba el oro. El cavar un agujero de tres pies de profundidad para sacar
tierra para una prueba no era, en modo alguno, empresa cómoda; y menos
teniendo en cuenta que entre el hombre y el borde de la «V» quedaba aún un
número indeterminado de agujeros que cavar.
—¡Ah! ¡Cualquiera sabe a qué profundidad se encuentra! —suspiró, en un
rato de descanso, mientras se daba masaje con los dedos, en la dolorida
espalda.
Sintiéndose febril de deseo, con la espalda dolorida y los músculos
entumecidos, con el pico y la pala abriendo agujeros en la blanda tierra
oscura, el hombre siguió penosamente, colina arriba. Delante de él se extendía
la suave ladera cubierta de flores y aromatizada con su perfume. Detrás de él
no había más que devastación. Parecía como si una terrible erupción hubiera

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brotado en la suave piel de la colina. Su lento avance era como el de una
babosa, que va ensuciando la belleza con su viscoso rastro.
Aunque la creciente profundidad del oro aumentaba el trabajo del hombre,
la riqueza del contenido de las gamellas le servía de consuelo. Veinte
centavos, treinta centavos, cuarenta centavos, sesenta centavos, valía el oro
que aparecía en las gamellas. Al llegar la noche, lavó una gamella que
contenía polvo de oro por valor de un dólar, en una sola paletada de tierra.
—Supongo que sería demasiada suerte que no viniera nadie a echar una
inquisitiva mirada a mis pastos —murmuró, medio dormido, mientras se
subía las mantas hasta la barbilla.
De pronto se incorporó de un salto.
—¡Bill! —gritó ásperamente—. ¡Escúchame bien, Bill; escúchame! De
mañana por la mañana no pasa. Tienes que ver si hay alguien cerca de aquí.
¿Entendido? ¡Mañana por la mañana! No te olvides.
Se ladeó y lanzó una mirada a la colina.
—Buenas noches, Mr. Pocket —le dijo.
Por la mañana inició una marcha bajo el sol. Había desayunado muy
temprano y ahora trepaba por la pared del cañón. Al contemplar la perspectiva
desde lo alto se sintió en medio de la más completa soledad. Hasta donde
podía alcanzar su vista, cadenas y cadenas de montañas se elevaban y se
sobreponían unas a otras, hasta perderse a lo lejos. Hacia el Este, sus ojos,
saltando millas entre cordillera y cordillera, a través de muchas cordilleras,
llegaron a percibir los picos nevados de la Sierra… la cresta más alta, donde
el espinazo del mundo del Oeste se erguía contra el cielo. Hacia el Norte y el
Sur pudo ver distintamente los sistemas rocosos que se quebraban contra la
cordillera principal de aquel mar de montañas. Hacia el Oeste las montañas
desaparecían una detrás de otra, disminuyendo y convirtiéndose en suaves
colinas que, a su vez, descendían hasta el gran valle, invisible desde donde
estaba el hombre.
Y en todo aquel vasto panorama no pudo distinguir un solo hombre ni
señales de trabajo humano… salvo el destrozado pie de la colina, a sus
plantas. Estuvo mirando larga y cuidadosamente. En un momento, allá a lo
lejos, en su propio cañón, creyó ver una tenue columna de humo; volvió a
fijarse y decidió que no se trataba más que de la neblina que se levantaba del
cañón.
—¡Eh, tú, Mr. Pocket! —llamó, dirigiéndose al cañón—. Sal ya de ahí
dentro. ¡Ahora voy, Mr. Pocket, ahora voy!

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Las pesadas botas que llevaba puestas le hacían parecer tardo de
movimientos, pero se deslizó por el despeñadero abajo con la agilidad y la
gracia de una cabra montés. Una roca cedió bajo sus pies, al borde del
precipicio, pero no constituyó motivo suficiente para desconcertarle. Parecía
saber el tiempo exacto para que el deslizamiento de la piedra culminara en un
desastre y en ese lapso usó la piedra como escalón para ponerse a salvo.
Donde la tierra descendía tan verticalmente que era imposible permanecer de
pie más de un segundo él no dudaba siquiera, apoyaba firmemente los pies en
el difícil terreno, durante una fracción de segundo, y eso le daba ocasión de
poder saltar hacia delante. Incluso cuando apoyarse durante una fracción de
segundo estaba fuera de toda posibilidad, él no se arredraba; dejaba que su
cuerpo se columpiase durante un momento, agarrado a una raíz sobresaliente,
a alguna grieta o a alguna mata precariamente agarrada a la tierra. Por último,
dando un salto y un alarido salvajes, tomó la superficie del paredón por una
pista de deslizamiento y acabó el descenso entre varias toneladas de tierra y
grava arrastradas con su caída.
La primera gamella que llevó a lavar aquella mañana produjo oro bruto
por valor de dos dólares. Procedía del centro de la «V», a los lados la
disminución del oro era rapidísima. Las líneas de las excavaciones eran ya
muy cortas, las líneas convergentes de la «V» estaban a unas yardas de
distancia. El punto de enlace se hallaba a escasa altura por encima de él, pero
la veta se iba hundiendo más y más profundamente en la tierra. A primeras
horas de la tarde tenía que excavar hoyos de cinco pies de profundidad para
que las gamellas pudieran mostrar rastros de oro.
En realidad la veta de oro se estaba convirtiendo en algo más que una
simple veta: era una mina. Y el hombre resolvió volver atrás cuando hubiera
encontrado el pozo y trabajar todo el terreno. Pero la creciente riqueza de las
gamellas empezó a fastidiarle. A última hora de la tarde, el valor de las
muestras subía a tres y cuatro dólares. El hombre meneó la cabeza lleno de
perplejidad y miró hacia arriba, adonde el manzanillo marcaba,
aproximadamente, el vértice de la «V». Meneó la cabeza una vez más y dijo,
en tono de oráculo:
—Una de dos, Bill; una de dos. O Mr. Pocket fue derramándose aquí y
allá por toda la colina o Mr. Pocket es tan rico que a lo mejor no puedes
llevártelo todo contigo. Y sería una condenada vergüenza, ¿no es verdad? —y
chasqueó la lengua ante semejante dilema.
La noche le sorprendió en la orilla del lago, examinando cuidadosamente,
a pesar de la oscuridad, el contenido de una gamella, el cual representaba

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exactamente el valor de cinco dólares.
—Me gustaría tener una luz eléctrica para poder seguir trabajando —
murmuró.
Aquella noche le fue difícil conciliar el sueño. Cambió de posición
muchas veces y cerró los ojos firmemente para ver si conseguía dormir; pero
su sangre estaba agitada, y otras tantas veces abría los ojos y decía
cansadamente:
—Me gustaría que el sol saliera ya.
Por fin se quedó dormido, pero sus ojos se abrieron de nuevo con los
primeros albores de la aurora, y aún no había amanecido del todo cuando
acabó de desayunar. Empezó a trepar colina arriba, en busca del secreto lugar
de residencia de Mr. Pocket.
Al iniciar el trabajo sólo quedaba espacio para tres agujeros, tan estrecho
era ya el terreno aurífero y tan cerca se hallaba del manantial de aquel río de
oro que había estado siguiendo durante cuatro días.
—Ten calma, Bill; ten calma —se aconsejaba a sí mismo mientras cavaba
el último agujero, el vértice de la «V».
—Te tengo cogido, Mr. Pocket, y no te me podrás escapar —repetía una y
otra vez, mientras se hundía en el agujero, más y más profundamente.
Cuatro pies, cinco pies, seis pies, el hombre iba cavando su camino bajo la
superficie de la tierra. La excavación se iba haciendo cada vez más pesada. El
pico chocaba con la roca viva. El hombre la examinó: «Cuarzo maldito» fue
su conclusión mientras, con la pala, limpiaba el fondo del agujero de
partículas de tierra. Atacó al cuarzo con el pico haciendo saltar pedazos de
roca a cada golpe.
Metió la pala en la masa que se había soltado. Sus ojos captaron un
resplandor amarillo. Tiró la pala y se agachó sobre sus talones. Como el
agricultor deshace los terrones de tierra, en busca de patatas tempranas,
nuestro hombre, un pedazo de cuarzo en cada mano, los restregaba para
quitarles la suciedad.
—¡Por Sardanópolis! —gritó—. ¡Pedazos y pedazos! ¡Pedazos enteros!
Sólo uno de los trozos de roca que tenía en las manos era cuarzo; el otro
era oro puro, virgen. Lo colocó en la gamella y examinó otro pedazo; se veían
pocas manchas amarillas, pero, con sus poderosos dedos, el hombre quitó las
esquirlas del cuarzo deleznable hasta que sus manos no contuvieron más que
resplandeciente amarillo. Pedazo a pedazo, fue limpiándolos todos de su
suciedad y poniéndolos dentro de la gamella. Aquel pozo contenía un tesoro.

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En cuanto eliminaba el cuarzo de la roca, aparecía debajo el oro. De vez en
cuando arrancaba un pedazo de oro puro.
De pronto, el pico se clavó en el corazón mismo del oro, y saltaron los
pedazos, brillando como manojos de joyas amarillas, y el hombre enderezó la
cabeza y la movió hacia ambos lados para observar los maravillosos juegos de
luz.
—Hablemos de tus excavaciones en Too Much Gold[48] —resopló el
hombre, desdeñosamente—. Comparado con esto, aquello no valía más de
treinta centavos. Esta excavación es All Gold y desde ahora este cañón se
llamará así: All Gold[49]. ¡El cañón All Gold, por los diablos!
Seguía en cuclillas sobre sus talones y continuaba examinando los
fragmentos y metiéndolos en la gamella, cuando tuvo la premonición de un
peligro. Le pareció como si una sombra hubiera caído sobre él. Pero no había
sombra alguna. El corazón le dio un gran salto y siguió latiéndole con fuerza
contra el pecho. La sangre se le heló en las venas y sintió en su piel el roce de
su camisa empapada en un sudor frío.
No se levantó ni miró a su alrededor; no se movió siquiera. Estaba
considerando la naturaleza de la premonición que había tenido, tratando de
localizar la fuente de aquella misteriosa fuerza que le había advertido,
esforzándose en sentir la imperativa presencia de la cosa invisible que le
amenazaba. Existe una aura de cosas malignas, que se manifiesta por medio
de mensajeros demasiado sutiles para que los perciban ordinariamente los
sentidos; y él sentía esa aura, pero ignoraba por qué la sentía. Su sensación se
parecía a una nube que pasa delante del sol. Era como si entre él y la vida se
hubiera interpuesto algo oscuro, asfixiante y amenazador; una tenebrosidad,
por así decirlo, que absorbía la vida y traía la muerte… su muerte.
Cada una de las fibras de su ser le empujaban a incorporarse y enfrentar el
peligro invisible; pero su espíritu dominó el pánico y permaneció en cuclillas,
sosteniendo en la mano un pedazo de oro. No se atrevía a mirar a su
alrededor, pero ahora ya sabía que había algo detrás de él, sobre él. Fingió
estar muy interesado en el oro que tenía en la mano. Lo examinaba con aire
crítico, dándole vueltas y más vueltas, rascando toda partícula de suciedad. Y
todo el tiempo estuvo sintiendo que algo había detrás de él, contemplando el
oro por encima de su cabeza.
Sin dejar de fingir interés en el pedazo de oro que tenía en la mano,
escuchó intensamente y oyó el ruido de una respiración. Sus ojos miraron al
suelo, en busca de una arma, pero no vieron más que el oro, completamente
inútil en aquel momento de extrema ansiedad. Tenía el pico, que puede ser

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una arma, en caso de necesidad, pero aquélla no era la ocasión. El hombre
analizó su situación: estaba metido en un hoyo de siete pies de profundidad y
su cabeza no llegaba a la superficie de la tierra. Se hallaba en una trampa.
Todavía seguía agachado, apoyado en sus talones; conservaba su sangre
fría y era capaz de reflexionar; pero su mente, al considerar cada factor, no
hacía más que patentizarle lo desesperado de su situación. Siguió limpiando
de cuarzo los fragmentos que estaban en el suelo y tirándolos en la gamella.
No podía hacer otra cosa. Y, sin embargo, comprendía que, tarde o temprano,
llegaría un momento en que tendría que levantarse y afrontar el peligro que le
amenazaba por la espalda. Pasaron diez minutos y en cada uno de dichos
minutos comprendió que se iba acercando el momento en que tendría que
enderezarse, o si no —y su camisa volvió a empaparse de sudor frío, al
pensarlo—, tendría que recibir a la muerte allí donde estaba, agachado sobre
su tesoro.
Permaneció aún agachado, limpiando los fragmentos de oro y debatiendo
en su interior el sistema de salir de allí. Podría incorporarse de un salto y salir
del agujero para encararse con lo que le estaba amenazando desde lo alto, al
nivel del suelo. O podía levantarse lentamente, despreocupadamente, y fingir
que se encontraba por casualidad con la cosa que respiraba a su espalda. Su
instinto y cada una de las fibras de su cuerpo clamaban por el primer sistema
de salir alocadamente a la superficie. Su inteligencia, y su astucia también, se
inclinaban por el sistema lento y prudente. Y mientras estaba debatiéndose en
sus dudas, un estampido estalló en sus oídos. En el mismo instante recibió un
inesperado golpe en la espalda, en el lado izquierdo, y sintió como una
llamarada en la carne, en el sitio en que había recibido el impacto. Saltó en el
aire, pero, a mitad de camino, los pies le fallaron y se desplomó; su cuerpo
quedó arrugado, como una hoja marchita por un repentino calor, tendido con
el pecho sobre la gamella de oro y la cara entre la tierra y los fragmentos de
roca. Las piernas se le quedaron dobladas y torcidas, por lo reducido que era
el fondo del pozo, y se retorcieron convulsivamente varias veces. Su cuerpo
se sacudió como bajo los efectos de una violenta fiebre. Sus pulmones se
expansionaron lentamente, en un profundo suspiro; luego el aire fue exhalado
lenta, muy lentamente, mientras el cuerpo, también lentamente, iba
hundiéndose en la inercia.
Arriba, revólver en mano, un hombre le contemplaba desde el borde del
agujero. Durante un buen rato, estuvo observando el cuerpo tendido,
absolutamente inmóvil, allí abajo. Después, el forastero se sentó en el borde
del pozo, de forma que podía ver lo que ocurría dentro y dejar el revólver

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sobre sus rodillas. Metiéndose la mano en el bolsillo, sacó una delgada hoja
de papel oscuro y puso dentro un puñado de tabaco. La combinación dio
como resultado un cigarro oscuro y torcido, con los bordes vueltos hacia
dentro. Ni una sola vez apartó los ojos del cuerpo que yacía en el fondo del
pozo. Encendió el cigarro y aspiró el humo, saboreándolo con delicia mientras
se introducía en sus pulmones. Fumaba lentamente. Una vez se le apagó el
cigarro y volvió a encenderlo. Y durante todo el tiempo no dejó de estudiar el
cuerpo tendido en el suelo.
Al fin tiró la colilla, se puso de pie y se acercó al borde del pozo.
Apoyándose con una mano en cada orilla, pero sujetando el revólver con la
mano derecha, balanceó el cuerpo y se introdujo en el pozo. Cuando sus pies
estaban ya a una yarda del fondo, soltó las manos y se dejó caer.
En el instante mismo en que sus pies daban en el fondo, vio que el brazo
del minero se alzaba repentinamente y sintió en las piernas una sacudida tan
fuerte que le derribó. Debido a la posición adoptada durante el descenso, la
mano que sostenía el revólver quedó por encima de su cabeza; la bajó
rápidamente y, sin pararse a apuntar, apretó el gatillo. La explosión, en aquel
estrecho recinto, fue ensordecedora. El humo llenó el agujero, impidiendo la
visión. Sintió que su espalda chocaba con el suelo y que el cuerpo del minero
estaba encima de él, como un gato. En el momento mismo en que el minero se
le subía encima, el forastero torció el brazo derecho, para disparar y, también
en el mismo instante, el minero, con un rápido movimiento del codo, le dio un
golpe en la muñeca; el empujón apuntó el arma hacia arriba, y la bala hizo
impacto en la tierra blanda de las paredes del pozo.
En el instante siguiente el forastero sintió que el minero le retorcía la
muñeca: hubo una lucha feroz por el revólver; cada uno de los dos hombres
porfiaba por quedar sobre el cuerpo del otro. El humo que llenaba el agujero
se iba disipando. El forastero, que yacía sobre su espalda, empezó a verlo
todo borroso y de pronto quedó cegado por un puñado de barro, que su
antagonista le había tirado a los ojos deliberadamente. En el espasmo de la
sorpresa, el hombre dejó caer el revólver. Un instante después el forastero
sintió que una oscuridad arrolladora le invadía el cerebro.
Pero el minero siguió disparando una vez y otra, hasta que vació el
cargador del revólver. Luego tiró el arma y, con la respiración jadeante, se
sentó sobre las piernas del hombre muerto.
El minero se ahogaba y tenía que hacer esfuerzos para respirar.
—¡Cerdo roñoso! —jadeó—. ¡Acampar en mi camino y dejar que yo
hiciera todo el trabajo, para luego pegarme un tiro por la espalda!

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Hablaba casi llorando de rabia y extenuación. Miró a la cara del muerto;
estaba medio cubierta de barro y grava y era muy difícil distinguir sus
facciones.
—Nunca le había echado la vista encima hasta ahora.
El minero siguió con su escrutinio y, por último, murmuró:
—No es más que un ladrón vulgar y corriente, maldito sea. ¡Y me disparó
por la espalda! ¡Me disparó por la espalda!
Se abrió la camisa y se examinó el lado izquierdo, pecho y espalda.
—¡Sólo me atravesó y no es grave! —gritó, lleno de júbilo—. Si hubiera
apuntado bien… si hubiera apuntado bien yo estaría listo. ¡Pero tiró de
cualquier manera, con la mano en alto… el muy perro! ¡Yo sí que le dejé
tieso a él! ¡Le dejé tieso!
Con los dedos se examinaba el agujero que le había dejado la bala, y una
sombra de pesar cruzó por su cara.
—Esto puede ponerse más malo que el demonio —dijo—. Será mejor que
vaya a que me remienden.
Trepó a lo alto del agujero y bajó por la colina hasta su campamento.
Volvió media hora después llevando consigo el caballo de carga. Su camisa
abierta dejaba ver el desmañado vendaje con que había tratado de protegerse
la herida. Los movimientos de su mano izquierda eran lentos y torpes, pero no
había perdido el uso del brazo.
Pasó una tela bajo los brazos del hombre muerto, y así pudo arrastrarlo
fuera del pozo. Entonces empezó a recoger todo su oro. Trabajó firmemente
durante varias horas, haciendo pausas de vez en cuando para dar un descanso
a su hombro dolorido; cada vez exclamaba:
—¡Me hirió por la espalda, el cerdo roñoso! ¡Me hirió por la espalda!
Cuando todo su tesoro estaba recogido y cuidadosamente envuelto en
varias mantas, calculó su valor.
—¡Cuatrocientas libras, o yo soy un hotentote! —dedujo—. Digamos que
doscientas son de cuarzo y tierra… y esto da un resultado de doscientas libras
de oro. ¡Bill, despiértate! ¡Doscientas libras de oro! ¡Cuarenta mil dólares! ¡Y
todo es tuyo; tuyo!
Se rascó la cabeza con delicia y sus dedos tropezaron con un arañazo
desconocido. Fueron investigando a lo largo de unas pulgadas; era una
rozadura bastante ancha que le había hecho la segunda bala.
Se volvió furioso contra el hombre muerto.
—¿Querías el oro, no es eso? ¿Lo querías, eh? Bueno, pues vas a tener oro
de sobra; y te daré una tumba decente, además. Esto es mucho más de lo que

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tú hubieras hecho por mí.
Arrastró el cuerpo hasta el borde del hoyo y lo tiró dentro. El cuerpo
chocó en el fondo con un chasquido seco y la cara quedó vuelta hacia la luz.
El minero miró hacia abajo.
—¡Me heriste en la espalda! —le dijo acusadoramente.
Rellenó el agujero trabajando con el pico y la pala. Luego cargó el oro
sobre el caballo. Era demasiado peso para el animal y cuando llegaron abajo
trasladó parte de la carga al otro caballo. Aun así se vio obligado a abandonar
parte de sus pertenencias… el pico, la pala, la gamella, comida de sobra,
utensilios de cocina y otras cosas extrañas.
El sol estaba en su cénit cuando el hombre forzaba a los caballos a
atravesar la cortina de vegetación. Para trepar por los altos riscos, los caballos
tenían que luchar ciegamente contra la enmarañada masa de enredaderas y
trepadoras. Una vez el caballo de silla se cayó pesadamente y el hombre tuvo
que quitarle la carga para que pudiera levantarse. Antes de emprender el
camino de nuevo, el hombre volvió la cabeza entre las hojas y lanzó un último
vistazo a la colina.
—¡El cerdo asqueroso! —dijo, y desapareció.
Durante un rato hubo chasquidos de plantas rotas y arrastradas; los árboles
se movían hacia delante y hacia atrás, marcando el camino por donde pasaban
los animales. Se oyó luego el ruido de pesadas botas herradas chocando
contra la roca, y, de vez en cuando, una aguda voz, dando órdenes. Luego la
voz del hombre empezó a cantar:

Vuélvete y vuelve la cara.


No pises las dulces y alegres colinas.
(¡Estás desdeñando la fuerza del pecado!)
Observa, observa bien a tu alrededor.
Arroja al suelo el fardo de tus pecados.
(¡Te encontrarás con el Señor en la mañana!)

La canción iba haciéndose cada vez más y más lejana y, con el silencio,
volvió de nuevo al fondo del cañón el espíritu del lugar. El riachuelo volvió a
dormitar y susurrar; el runrún de las abejas se elevó, soñoliento. En el pesado
aire perfumado, volvieron a volar los blancos vulanos del álamo, tan blancos
como la nieve. Las mariposas revolotearon de acá para allá, entre los árboles,
y sobre todo ello brillaron los blandos rayos del sol. Sólo las marcas de las
herraduras en la pradera y la destrozada falda de la colina quedaron allí para

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dar fe del turbulento paso de la vida, que rompió la paz del lugar y lo
abandonó luego.

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LA INCURSIÓN DE LOS NAVAJOS

ALBERT PIKE[50]

E RA una fría mañana de finales de noviembre. Salí del angosto cañón


rocoso del valle, verdadero laberinto, por el cual había estado viajando
durante varias horas, y di al fin vista al pueblo de San Fernández, en el valle
de Taos. Por encima, por debajo y en derredor mío, no había más que nieve,
cuya blancura reluciente sólo interrumpían las siluetas oscuras de los pinos.
Debajo de mí, a la izquierda, medio cubierto de hielos, corría el claro
riachuelo que abastecía de agua a los habitantes del valle, a lo largo de cuyo
margen había ido discurriendo mi viaje. A derecha e izquierda, los riscos que
formaban las oscuras y escarpadas paredes del cañón se ensanchaban para
formar un espacioso anfiteatro. A los lados se extendía una tupida capa de
niebla, triste y azulada, por debajo de la cual brillaba la blancura de la nieve
y, por encima, el verde oscuro de los pinos. A la derecha, las montañas
seguían con otras aún más altas y escarpadas, cuyas cumbres, cubiertas de
inmaculada blancura, brillaban sobre el llano que se extendía a sus pies. Más
allá, hacia la derecha, había un gran claro, donde las montañas parecían
hundirse en el llano; y aún más allá, enfrente, se elevaban las soberbias
montañas que separaban la región de la ciudad de Santa Fe. Justo frente a mí,
con el triste color oscuro de sus edificios contrastando con la deslumbrante
blancura de la nieve, yacía el pueblecito, que presentaba un aspecto oriental,
con sus casas bajas y cuadradas, de muros de adobe y la iglesia con sus dos
torres rectangulares, también de adobe. Por el camino que llevaba al pueblo,
unos cuantos mejicanos, arropados en sus mantas de rayas, conducían a sus
garañones, sobrecargados de madera, en dirección al pueblo. Tal era el
aspecto del lugar, visto desde lejos. Al llegar al pueblo sólo se encontraba uno
unas cuantas callejas sucias, polvorientas y muchas casitas de adobe, todas
iguales.
Para un americano, la primera visión de un pueblecito de Nuevo Méjico
resulta siempre nueva y singular. Le da la sensación de haber sido trasladado

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a otro mundo. Todo es distinto, extraño y de una belleza exótica: los hombres
con sus pantalones de tela, vistosamente adornados con cordones, abiertos por
los lados hasta las rodillas y orlados, en los bajos, con una ancha banda de
tafilete; el chaleco de indiana; las botas de cuero labrado y bordado; el sarape,
o manta de rayas rojas y blancas; el sombrero de alas anchas, con un pañuelo
de seda negro arrollado en torno; los de clases más modestas, con el simple
atuendo de unos calzones de cuero hasta la rodilla, una camisa y el sarape; las
mujeres con trajes largos y un chal de seda o un mantón rojo sobre la cabeza.
Y añadido a todo ello, el habla española. Todo le hace pensar al americano
que ha llegado a un país extraño.
En la noche de mi llegada al pueblo, fui a un fandango. Vi a los hombres
y las mujeres bailando valses y bebiendo whisky juntos, mientras en una
habitación contigua se jugaba al monte. Es un extraño espectáculo el
fandango español. Señoras bien vestidas (ellos les llaman damas), meretrices,
ladrones, indios, mestizos… todos mezclados bailando el vals. Aquí un tipo
vestido andrajosamente con una camisa rota, calzones de cuero, largos
calcetines de lana y mocasines apaches daba vueltas por la sala, llevando
entre sus brazos a la encantadora señora de Pedro Vigil. Más allá un señor
estaba bailando con La Altegracia, que pagaba a su marido una pensión
regular para que se mantuviera lejos, apartado de ella, y que vivía con un
americano. Cuando empezaba a aburrirme, entre las figuras sin gracia y los
vestidos sin gracia de aquel fandango, vi a una mujer joven que me pareció de
una belleza excepcional. Era de estatura mediana, esbelta y bien formada.
Además de los delicados pies, gráciles caderas y ojos negros y penetrantes,
comunes a todas las mujeres del país, tenía un aire modesto y recatado, que
no se ve siempre entre las mujeres de Nuevo Méjico.
Me enteré, con gran sorpresa, que había estado casada varios años y que
ahora era viuda. Su cara tenía una expresión de suave y profunda melancolía
que me atrajo singularmente; pero cuando, una semana después, dejé Taos y
volví a Santa Fe, la olvidé por completo.
Entre mis conocidos de Santa Fe se encontraba en particular un americano
llamado L… Llevaba muchos años en el lugar, gozaba de gran influencia
entre la gente y era persona de gran inteligencia. De sus defectos,
cualesquiera que fueran, no tengo nada que decir. Fue él quien, unos días
después de mi llegada y cuando ya la viuda era sólo un recuerdo borrado en
mi memoria, me contó la historia que voy a repetirles a continuación. Se la
contaré a ustedes en las mismas palabras de L., en la medida de lo posible.

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Cierta o no, así es cómo me la contó y así es cómo yo se la cuento a mis
lectores.
—Ya sabe usted —empezó—. Que llevo varios años en este país. Hace
unos seis u ocho, me encontraba en Taos, por cuestión de negocios, estaba
alojado en casa de un viejo amigo, Dick Taylor. Una noche en que me había
acostado muy tarde me despertó Dick repentinamente por la mañana, a
primera hora, sacudiéndome por los hombros y diciendo:
»—Despiértate, hombre, despiértate y vístete si quieres ver algo inusitado.
»Medio dormido, me levanté y empecé a vestirme. Mientras tanto, oí un
inmenso clamor en la calle. Gritos, juramentos, aullidos y lamentos sonaban
en todas direcciones. Sabía que era inútil preguntarle la explicación de todo
aquello al parsimonioso Dick; por tanto acabé de vestirme tranquilamente, y,
tomando mi rifle, le seguí a la calle. Durante un rato, me sentí como perdido,
incapaz de comprender lo que pasaba. Los hombres corrían alocadamente;
algunos llevaban fusiles que parecían tan grandes como mosquetones, otros
arcos y flechas y unos pocos lanzas. Las mujeres iban también de acá para
allá, con los negros cabellos flotando al aire, arrastrando los pies desnudos
por el polvo de las calles. Entre ellas se veían algunas muchachas indias, con
sonrisas reprimidas y mal disimulado aire de triunfo. Hombres, mujeres y
niños parecían confiar, más que en sus armas, en el poder del Señor y de los
santos. Todos los invocaban fervorosamente, diciendo: “¡Dios bendito!
¡Virgen purísima!”, y suplicaban a todos los santos del calendario, sobre todo
a Nuestra Señora de Guadalupe, que les ayudaran y asistieran. Un grito, por
fin, me hizo comprender lo que pasaba: “¡Los malditos y bandidos Navajos!”.
Los Navajos les habían robado, penetrando en el valle y llevándose todas las
manadas y rebaños, sin dejar ni uno. Éste era el motivo de la general
consternación. Si usted viera a los Navajos apreciaría cómo se parecen más a
los indios del sur de la república de Méjico que cualesquiera otros. Son de
aspecto miserable. Cultivan el trigo; tienen grandes rebaños de corderos y
manadas de caballos; también hacen mantas, que venden a los españoles. Los
principales de entre ellos tienen gran número de siervos bajo su mando y su
organización social es, al parecer, patriarcal. Algunas veces eligen un jefe
para todo el pueblo; pero incluso así, a veces le obedecen y a veces no, según
les place. Viven a tres jornadas de aquí, hacia el Oeste, y la tribu se compone
de unas diez mil almas. Como casi todas las otras tribus indias, tienen su
hechicero, que intercede por ellos ante el Gran Espíritu, por medio de
extraños ritos y ceremonias.

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»A través del tumulto, nos dirigimos hacia las afueras del poblado
siguiendo apresuradamente a casi todos los hombres. Aún no se divisaba nada
en el llano que se extendía desde el pie de las colinas que circundaban el
valle. Se habían reunido unos cincuenta mejicanos, irregularmente armados.
Detrás de ellos iban una docena de americanos con sus rifles, todos
manteniendo su sangre fría, pues los hombres que van a las praderas son
valientes. Algunas mujeres iban de un lado a otro, exhortando a sus maridos a
pelear valientemente y alabando a los “señores americanos”. Llevábamos
esperando una media hora cuando el enemigo apareció ante nuestra vista,
avanzando desde el Oeste y dirigiéndose hacia el cañón; iban conduciendo
numerosos rebaños y, aparentemente, eran unos cien hombres. Cuando
llegaron a cerca de media milla de donde estábamos se dividieron; unos se
quedaron con el botín y los otros, todos montados, cayeron sobre nosotros.
Como por ensalmo desaparecieron todas las mujeres. Rápidamente nos
tendimos en el suelo y esperamos la carga. Los indios ofrecían un curioso
aspecto mientras avanzaban contra nosotros, con sus espléndidos caballos, sus
escudos adornados con plumas y pieles y sus trajes de piel de ciervo, sin teñir.
Cuando se fueron acercando, cada uno de nosotros levantó su arma y, en el
momento oportuno, disparó; cinco o seis cayeron de sus sillas y fueron
recogidos inmediatamente por sus camaradas, que volvieron grupas y se
alejaron lo más de prisa que pudieron. Los americanos que, como yo mismo,
no tenían deseos de tomar demasiada parte en las luchas de los mejicanos,
cargamos las armas con perfecta calma y permanecimos contemplando a los
indios, mientras se reunían con los que guardaban el botín y se disponían a
dirigirse hacia el cañón. Los mejicanos trataron de convencernos para que
montáramos y los persiguiéramos, pero nosotros, o por lo menos yo,
estábamos ya más que satisfechos. En efecto, nadie se preocupó de
perseguirles, y ya parecía que los indios iban a poder marcharse tranquilos
con su botín cuando de pronto cambió la escena. Unos sesenta indios Pueblo,
de Taos, que son una tribu civilizada y ciudadanos de la república,
aparecieron de pronto tras las montañas, corriendo a toda velocidad hacia la
embocadura del cañón. Ofrecían aquellos hombres un magnífico aspecto,
pues eran altos, iban muy bien montados y mostraban extraordinaria valentía.
Procedían de una docena de tribus diferentes, que hablaban también lenguas
distintas: Taos, Picuris, Poguaque, Tisuqui, Xemes, Santo Domingo, Pecos
(las dos últimas, no obstante y aunque viven separadas por una distancia de
cincuenta millas, hablan el mismo lenguaje), los San Ildefonso[51] y una o dos
más. Todas ellas tenían sus poblados cerca de allí. No es preciso alejarse más

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de sesenta millas de Santa Fe para encontrar alguno de ellos. Algunas de sus
ciudades eran antiguamente mucho más grandes que ahora —por ejemplo la
de la tribu Pecos, la mitad de cuya ciudad está ahora en ruinas—. La muralla
que originariamente rodeaba la ciudad está ahora distanciada del pequeño
poblado que queda en el centro. Este poblado ocupa una superficie de más de
cuarenta yardas por quince, y está compuesto de casas de adobe de tres o
cuatro pisos a los cuales se sube por unas escaleras de mano. Todo ello está
construido con vistas a la defensa. Un solo camino de una anchura de seis pies
conduce al poblado. Cuando los españoles llegaron por primera vez a El Paso
y fundaron Santa Fe, estas tribus se levantaron contra ellos. Por excepción, las
tribus Pecos y Santo Domingo permanecieron fieles a los españoles, y a causa
de ello fueron casi exterminados por los otros indios. En la tribu Pecos no hay
más que quince o veinte hombres. La tribu Santa Fe fue a las montañas y
desapareció, mezclándose tal vez con los Apaches. Otra tribu es la que indios
y españoles llaman Moctezuma; no sé si ese es el verdadero nombre o se lo
han dado los americanos; pero la última suposición parece improbable. Ésta
es también una tribu pequeña, llamada a desaparecer; viven en las montañas,
no lejos de Taos, y nunca se casan con miembros de otra tribu. Adoran a una
gran serpiente a la que, supongo, han arrancado los dientes, haciéndola
inofensiva. No hace mucho se perdió y fue hallada por unos indios del pueblo
Taos, que la reconocieron por unos adornos que llevaba. Avisaron a la tribu
Moctezuma y el hechicero fue a recogerla. Pero le estoy cansando a usted con
mi charla. ¿Sigo con la historia?
—¡Oh! —dije—. Siga hablando de los indios, primero.
—Como usted quiera. Parece ser que mantienen un fuego eterno en el
interior de una especie de cueva; cada año bajan allí a un hombre para que lo
cuide, y no ve el sol a lo largo de todo el año; los demás le envían comida y
agua. Yo no lo he visto, pero me lo han contado españoles dignos de todo
crédito. Entre esta región y el país de los Navajos se conservan ruinas de
vastos edificios de roca y adobes, que evidentemente fueron templos, a juzgar
por su situación aislada y la absoluta diferencia entre ellos y las otras ruinas
que hay por los alrededores. Uno de esos lugares está a dos días de caballo de
aquí, bajo una montaña en la cual, según se dice, hay tesoros escondidos.
Estos indios se diferencian notablemente de los nuestros, incluso de los
Eutaws (a los que los españoles llaman Llutas), de los Apaches y de los
Comanches. Sus danzas son muy airosas y considerablemente complicadas,
tan regulares como nuestras contradanzas, y mucho más bonitas que los
jarabes de esos vagabundos mejicanos. Pero están acompañadas por esos

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monótonos hu a ha hu a ha, que cantan todos los indios, por lo menos los que
yo he conocido. Debo decir también, que tienen muy poca de esa sentenciosa
gravedad y esa inflexible sobriedad que generalmente se les atribuye. Se ríen,
charlan y juegan. Lo mismo hacen todos los demás indios, a despecho de lo
que digan Mr. Cooper Heckewelder y otros. Los Osages juegan con sus hijos,
delante del hombre blanco, se ríen y gastan bromas; los Choctaws se ríen
tanto que a menudo parecen tontos; y usted buscaría en vano esa gravedad y
dignidad de que se habla en muchos libros. No quiero decir con esto que
nunca se pongan serios, pero, generalmente, un indio es el ser más alegre y
despreocupado del mundo. Pero estábamos hablando de la diferencia entre
estos indios y los nuestros. Éstos fabrican mantas de lana, Dios sabe desde
cuándo, y poseían, antes de que los españoles descubrieran este continente, un
profundo conocimiento del arte de la cerámica; prueba de ello son los
utensilios de cocina de loza y los jarros sin fondo, los cuales ponen unos
encima de otros, para formar chimeneas. Probablemente son una mezcla de
mejicanos (sean éstos de origen fenicio, egipcio o aborigen) y de indios del
Norte y del Este, las tribus más rudas y fieras. Los mejicanos, según mi
opinión, penetraron un buen día, Dios sabe cuándo, en los Estados Unidos y
fueron rechazados, dejando allí aquellas fortificaciones, jeroglíficos y otras
cosas muy curiosas de estudiar. Verosímilmente, se dirigieron hacia el Norte
y dejaron colonias en Nuevo Méjico; pero el frío les impidió que siguieran
adelante; no eran un pueblo acostumbrado a montañas y desiertos. Yo me
inclino a creer que eran de origen fenicio; como quiera que fuera, eran una
porción de la raza humana que vivía muy aislada, muy superior a los nativos
del Norte y completamente distanciada de ellos, así como de los de
California. En cuanto a la historia de que los Navajos tienen una parte de
Biblia galesa y un cáliz de plata[52], la considero pura imaginación. Pero es
cierto que tienen barba, que son más blancos que los indios que les rodean y
que hablan un lenguaje que nadie puede aprender, el cual es asombrosamente
parecido al galés, con sus impronunciables sonidos nasales y guturales. Y
después de decir todo esto de los indios, y —acabando así por donde empecé
— de los Navajos, seguiré con mi historia.
»Al ver a los Pueblo de Taos entre ellos y la embocadura del cañón, los
Navajos lanzaron un agudo grito de desafío y salieron a su encuentro.
Dejando unos pocos hombres al cuidado de los rebaños, los demás se
lanzaron al ataque, abriéndose como las varillas de un abanico. Cada hombre
disparó una flecha mientras se aproximaba. Fueron valientemente recibidos
por los Pueblo, con una descarga general de armas de fuego y flechas, y

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rechazados en todos los intentos. Durante la lucha, varios mejicanos montaron
en sus caballos y salieron con intención de unirse a los Pueblo, pero sólo dos
o tres llegaron a hacerlo; los otros se quedaron a respetable distancia. Al fin,
viendo que la situación empezaba a ser crítica, algunos Navajos se unieron a
los que estaban guardando los animales y empezaron a moverse en dirección
al cañón. Los demás se agruparon a unas cincuenta yardas y atacaron con
audacia desesperada contra un punto. Como los Pueblo no estaban preparados
par aquella maniobra, los Navajos atravesaron sus líneas y volvieron a atacar,
dispersando a sus enemigos. Casi dos tercios de los rebaños fueron
conducidos a través de las líneas. Mientras tanto, yo había montado a caballo,
acercándome a unas doscientas yardas de la escena de lucha. Observé a un
español alto y apuesto, de mediana edad, que se mostraba especialmente
activo en la pelea; había herido a un enorme y atlético jefe Navajo con su
lanza y vi que este último le seguía constantemente. Cuando aquel jefe creyó
que el rebaño estaba lo bastante cerca de la boca del cañón para considerarlo a
salvo, dio un grito agudo, y sus hombres se reagruparon. Pero el jefe se quedó
rezagado, para vengarse del español que le había herido. Le agarró con una
mano, arrancándole de su silla como si se tratara de un muchacho. Su cuchillo
brilló en el aire y distinguí cómo los músculos del español se contraían, para
relajarse luego. Al Navajo le bastó un instante para arrancarle el cuero
cabelludo; luego dio con él en tierra y toda su gente, con un aullido general,
huyó del lugar perseguida de cerca por los Pueblo. En su huida, los Navajos
consiguieron llevarse más de la mitad del ganado; quince de ellos murieron,
aunque los cadáveres se los llevaron sus camaradas. Los Pueblo tuvieron otras
tantas bajas.
»Así fue aquella lucha, señor mío, aquella incursión de los Navajos, que
hizo que yo entrara en contacto con la viuda de que antes hablábamos.
Entonces la señorita Ana María Ortega era una muchacha preciosa de catorce
años. No necesito cansarle haciendo su retrato, pues ya la conoce.
»Ana María era, en verdad, una muchacha envidiable; además de guapa,
era inteligente y rica; su casa era la mejor amueblada de Taos; sus sarapes
eran del mejor tejido, algunos de ellos procedían de Chihuahua y se hallaban
incluso tendidos por la habitación; las rosas que adornaban los muebles eran
de seda roja y las imágenes habían sido traídas de Méjico. Tenía también una
media docena de espejos y otros muchos adornos que sólo se encontraban en
los buenos apartamentos. La medalla que llevaba en torno al cuello, con una
imagen de San Pablo, era de oro auténtico. Poseía muchos trajes de indiana y
de seda, comprados todos a recién llegados de fuera, a muy altos precios; y

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sus diminutos pies iban siempre calzados. Eso era un gran lujo en aquellos
tiempos. Cuando yo la conocí, Ana María no tenía madre, y todavía estaba
guardando “luto” por ella. Toda su capacidad de cariño la había concentrado
en su padre. Y cuando el cuchillo del Navajo la dejó huérfana, imagino que
sintió, en aquel momento, que su único interés en la vida la había
abandonado. Eso era lo que parecía, por lo menos.
»Pero Victorino Alasi estaba enamorado de ella desde hacía mucho. Él
jamás pensó en otra, y le había hablado de su amor por lo menos un centenar
de veces. Pero un día apareció en el pueblo un joven trampero que hizo temer
a Victorino por su tesoro. Henry, o, como le llamaban más generalmente,
Hentz Wilson, era un terrible rival. Ana no sabía a quién preferir; la larga
amistad y el amor de Victorino quedaban casi sobrepujados por los marcados
rasgos americanos y el atractivo desenfado de Hentz. Su vanidad se sentía
halagada por el homenaje de un hombre del Norte, y Victorino corría el
peligro de perder a su novia. La decidida y franca manera de ser de Hentz, su
bravura, así como su saber, que, aunque limitado en su tierra, era
extraordinario para todos los habitantes de Nuevo Méjico, hacía suponer que
el padre también lo hubiera preferido. Justo antes de su muerte, cada uno de
ellos le había pedido por carta (tal era la costumbre) la mano de Ana María.
Quince días después de la incursión de los Navajos, cada uno de los amantes
recibió, como respuesta, otra carta en la que se decía que Ana María había
decidido entregar su mano a aquel de los dos que matara al asesino de su
padre. Y con eso los dos tuvieron que contentarse por el momento.
»Después de la incursión volví a Santa Fe. El teniente coronel de la
provincia, Viscara, estaba reuniendo un grupo de hombres para ir contra los
Navajos, en expedición de castigo por aquella y otras depreciaciones
cometidas últimamente contra distintos pueblos. Debía unirme a él con
urgencia, pues me había comprometido a ello. Fueron acudiendo voluntarios
y en el curso de pocas semanas la expedición estaba dispuesta para la marcha.
Nuestra unidad era un tanto abigarrada. Primero iba un cuerpo de tropas
regulares, todos ellos armados con mosquetes ingleses y lanzas. Luego venían
hombres sin uniformar y seguidamente un grupo de voluntarios locales, todos
ellos montados; algunos con lanzas, otros con viejos fusiles. Por último,
formaba un grupo de indios de diferentes tribus, con escudos, arcos y flechas;
eran, con mucho, las tropas más aguerridas que llevábamos y también los más
valientes. Entre la milicia de Taos distinguí al joven Victorino. Hentz había
también acudido voluntariamente a la expedición y dormía conmigo en la
tienda del teniente coronel.

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»Abandonamos la ciudad de Santa Fe en pleno verano y nos dirigimos
hacia el territorio de los Navajos. Fuimos por el camino de Xemes y, después
de cruzar el río Puerco, penetramos en las montañas de los Navajos. Topamos
con ellos, luchamos y salieron huyendo, llevándose consigo sus ganados de
cabras y ovejas. Como nos encontrábamos en un inmenso desierto de arena, y
no teníamos ya provisiones, nos vimos ante el dilema de alcanzarles o morir
de hambre. Llevábamos dos días sin beber ni un sorbo de agua y casi todos
los animales acusaban señales de agotamiento. Al tercer día, Viscara, quince
soldados y yo nos adelantamos al grueso del ejército (el cual había olvidado
decir que se componía de mil trescientos hombres). Viscara y sus hombres
iban montados, yo iba a pie. Creo que aquel día anduve setenta y cinco millas,
con los pies descalzos, sobre la ardiente arena.
—Viscara me dijo que anduvo usted treinta leguas.
—Viscara se equivoca y exagera. Poco antes de anochecer nos
encontramos con un gran grupo de Navajos y les atacamos. Les cogimos unos
doscientos corderos y trescientas cabras, que nos llevamos a donde estaba el
resto del ejército. Cuando caímos sobre ellos, los Navajos supusieron que era
el ejército entero el que les atacaba y no se atrevieron a plantarnos cara. Pero
supongo que a usted lo que le interesa es la batalla. Atacamos a los Navajos
cuando iban siguiendo, parte a pie, parte a caballo, el lecho de un torrente
seco. Su clásica manera de luchar consiste en cargar, disparar y retroceder, y
si ha visto usted una de sus cargas a caballo las ha visto todas.
»En medio de la lucha, vi a Victorino y a Hentz juntos, en la vanguardia
de uno de los grupos. Más que combatientes en la pelea parecían
espectadores. Los dos eran apuestos, pero de aspecto muy distinto. Victorino
tenía los ojos negros, era delgado, esbelto, y tenía andares felinos; y el duro
trabajo había fortalecido todos sus músculos. Hentz, por el contrario, era un
joven alto y bien proporcionado, de gran fortaleza y dinamismo, aunque
carecía de la agilidad felina de su rival; su piel era tan blanca que parecía
incluso afeminada y sus ojos azules quedaban un poco ensombrecidos por una
abundante cabellera castaña. Los dos parecían esperar que apareciera alguien
entre los enemigos, porque aunque de vez en cuando disparaban sus armas y
las volvían a cargar de nuevo, la mayor parte del tiempo permanecían
apoyados en sus rifles, mirando fijamente a los Navajos.
»De pronto se oyó un aullido salvaje y un grupo numeroso de Navajos
aparecieron corriendo por el lecho del río, todos ellos montados y
capitaneados por el gran jefe que había asesinado al padre de Ana María.
Entonces la pasividad de los dos rivales desapareció como por encanto. Hentz

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se llevó rápidamente el arma al hombro, la mantuvo preparada y fue
siguiendo atentamente los movimientos del jefe. Victorino hizo lo mismo.
Después de dar varias vueltas, descargando contra nosotros todas sus flechas,
el grupo de Navajos se dirigió, al fin, a donde estaban Hentz y Victorino.
Cuando el jefe estuvo próximo, Victorino apuntó cuidadosamente y disparó.
Un momento después los Navajos llegaban junto a ellos, para retroceder en
seguida, al igual como se retiran las olas desde la orilla. El jefe permanecía en
su silla; lanzó otro grito y volvieron de nuevo al ataque. Cuando estaban a
unas cien yardas Hentz levantó su rifle, apuntó y disparó. Los Navajos
siguieron avanzando; pero el jefe cayó sobre el cuello del caballo; éste,
asustado al parecer por el extraño peso del jinete, se lanzó alocado hacia
donde estaba Hentz, que corrió a su encuentro y le agarró por las bridas;
entonces saltó hacia un lado y el jefe herido perdió el equilibrio y cayó al
suelo. Libre del peso del jinete, el caballo atravesó corriendo nuestras líneas y
se perdió de vista en un momento. Los Navajos se precipitaron para recuperar
el cuerpo de su jefe y Viscara y yo corrimos en ayuda de Hentz. Pero ni la
poderosa culata del rifle de Hentz, con la que golpeaba a diestro y siniestro
con la fuerza de un gigante, tarea en la que yo le secundaba con todas mis
fuerzas, ni la espada de Viscara, ni el agudo cuchillo de Victorino que,
generosamente, había corrido también en ayuda de su rival, hubieran sido
bastante contra los Navajos si un grupo de indios Pueblo no hubiera atacado
por la espalda, derrotándoles. Inmediatamente, Hentz remató al jefe, que
estaba medio sepultado bajo una docena de Navajos, y le arrancó el cuero
cabelludo, que vale para los indios más que la vida.
»Después de la derrota que les inferimos en el desierto de arena, los
Navajos pidieron la paz y nosotros nos volvimos a Santa Fe. El pobre
Victorino cabalgaba siempre solo y no decía una palabra a nadie. Cuando al
principio había sido el más alegre de todos nosotros, ahora parecía
completamente apesadumbrado. Cabalgaba a solas, sin mirar a derecha ni a
izquierda, con las bridas sueltas sobre el cuello de su mula. Intenté consolarle
pero no me hizo caso; insistí de nuevo y entonces me dijo, sombríamente:
»—¿Cómo quiere que me anime? ¿Qué me queda en la vida? La he
perdido a ella, que es lo único que me importa. No puedo dejar de pensar que
si no hubiera sido por este maldito fusil viejo y porque otro hombre ha tenido
mejor puntería que yo… ¡Ay, señor!, déjeme solo, se lo suplico, y no intente
consolarme. Ya sé que volveré a ser feliz otra vez, pero será en la tumba.
¡Dios me perdone!, pero no me importaría que fuera pronto.

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»Mientras retrocedía hacia la cola de la expedición, donde generalmente
marchaba, Hentz se me acercó y me preguntó por el estado de ánimo del
joven mejicano. Le repetí cuanto me había dicho.
»Sin añadir una palabra, Hentz cabalgó hacia donde se hallaba Victorino,
se colocó junto a él, y le dio unas palmaditas en la espalda. Victorino le miró
con resentimiento, pero Hentz hizo caso omiso y empezó a hablar en un
español tan atrozmente malo, que no se comprende cómo pudo entenderlo el
pobre muchacho.
»—¡En! —dijo—. Tú quieres a Ana más que yo, ya lo sé, y la conoces
desde hace más tiempo y ella te echaría más de menos. Y, después de todo,
hubieras matado al jefe si hubieses tenido más suerte… y me ayudaste a
rescatar el cuerpo. Toma esto —añadió, entregándole la cabellera del jefe—,
y dame la mano.
»Victorino le estrechó la mano fuertemente, y cogiendo la cabellera la
guardó en su canana; luego se secó unas lágrimas de los ojos y corrió a
juntarse con sus camaradas. Y ésta es toda la historia de la incursión de los
Navajos.»
—¿Y qué fue de Victorino? —pregunté.
—Se casó con Ana María cuando ella se quitó el luto y, dos años después,
se murió de la viruela, en el territorio Snake. Pobre muchacho… tuvo poca
suerte.

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MUERTE EN DUN RIVER

NINA MC. CORNACK

Mis abuelos cruzaron la llanura y llegaron a Oregón en


1847. Allí nació mi padre en una cabaña de madera, cerca del
río de esta historia. Es una historia-leyenda del valle de
Willamette, en los primeros años del 1800. Mi padre vivió
hasta los noventa y cinco años, y a lo largo de su vida me la
contó muchas veces. Como no le gustaba el cotilleo, nunca me
dijo los verdaderos nombres de los personajes de esta
historia.

D UN River era un riachuelo pequeño y tranquilo, que apenas tenía fuerza


y que no hacía ruido. Se deslizaba plácidamente entre sus bajas orillas,
bordeadas de hierbas, bajo los sauces, en silencio, dejando oír sólo una
especie de lap lep al chocar con las arenas de la orilla. El lecho del río
también era arenoso, de forma que un carromato que cruzara el vado podía
verse arrastrado por la corriente de arena que se arremolinaba entre los radios
de las ruedas.
Ese era el estado normal del Dun River. Pero una vez al año el pacífico río
volvía a la vida. Esto ocurría en el aniversario del día en que Vinney Morgan
se ahogó. En tal día se levantaba de pronto el bramido de un gran torrente de
agua, como si una enorme obstrucción hiciera salir de madre al río. Esto no
duraba más que unos minutos. Mucha gente aseguraba haber oído aquel
rápido latir del corazón del río, pero nadie lo había visto. Los granjeros que
vivían lejos rehusaban creer tales cosas y dudaban de la cordura de los que las
creían. Desconfiaban sobre todo de Crazy Old Preston[53], que aseguraba
haber oído aquel ruido todos los años.
Tom Carter, un viejo de reconocida honradez, también aseguraba haberlo
oído, y afirmaba que era el alma de Vinney Morgan que se paseaba por el río
en busca de una paz que le había sido negada.

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La historia era siempre la misma; pasaba de boca en boca, de oído en
oído; algunos cotillas habían añadido pequeños detalles a la narración, y así,
poco a poco, llegó a convertirse en leyenda.
Los hechos eran estos: Andy y Vinney Morgan iban a la ciudad en el
carro y Vinney se había ahogado cuando cruzaban Dun River por el vado. La
habían empujado del carro o se había caído. Y Andy decía que se había caído.
Era un día tranquilo y neblinoso de finales de verano. Pero el tiempo no
influía nada en la extraña conducta del Dun River. En el aniversario exacto de
tal día, por calor, o sequedad o niebla que hiciera, el soñoliento río se
despertaba y rugía como un condenado.
Siempre había forasteros en el valle, dispuestos a oír la historia, a hacer
preguntas y a contárselas luego, excitados, a jóvenes y viejos. Para Tom
Carter, el cuento era el aliciente de su vida. Todos los días estaba dispuesto a
contárselo a cualquiera que quisiera escucharle; contarlo le dejaba satisfecho
para el resto del día. Sobre todo le gustaba hablar de ello con sus vecinos,
Martha y Joe Stevens. Martha era muy buena oyente, aunque siempre
defendía a Andy. Tom decía por centésima vez, como si se le acabara de
ocurrir:
—¡Apuesto a que Andy es tan culpable como el demonio! ¿Por qué no iba
a empujarla del asiento del carro? Por Dios, Martha, si yo tuviera al lado una
mujer tan vil como Vinney me hubiera comprado un carro especial, sólo para
que resultara más fácil.
—Tú no eres imparcial, Tom —decía Martha—. Nunca quisiste a Vinney.
—¿La quería alguien? Ni siquiera comprendo cómo aquellos dos
hombres, tan inteligentes como eran, la dejaron vivir con ellos para que les
amargara la existencia.
—Pero ella era casi como una hermana.
—¡Casi como una hermana! ¡Historias! ¡No tenían con ella ningún
parentesco ni ninguna obligación! —exclamó Joe.
—Bueno, alguien debía cuidar de una vieja solterona que no tenía donde
ir. —La carcajada de Tom fue larga, sonora y satisfecha—. Y esto no era
extraño, porque ningún hombre en todo el valle la miró dos veces… ¡Y con lo
escasas que están las mujeres!
Joe volvió a hablar:
—Pero tú no crees que Andy sea culpable, ¿verdad? A veces parece como
si no estuvieras muy seguro.
—¡Claro que no lo estoy! Lo que pasa es que a veces me pongo como
loco contra él.

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Con los años, los cuchicheos sobre la vileza de Vinney fueron
desapareciendo, pero la leyenda sobre Dun River se mantuvo, creció y ganó
en interés a medida que fueron llegando forasteros a la pequeña ciudad de
Deadwood.
Cuando llegó el nuevo sheriff, Tom Carter, que acababa de terminar la
labranza de primavera, se puso su traje de fiestas, se fue a la ciudad y corrió al
despacho del sheriff, en la cárcel nueva. Tenía un miedo horrible de no llegar
a tiempo de cazar al sheriff y contarle la historia antes de que lo hiciera otro
cualquiera.
Al llegar a la cárcel llamó con su manaza en la puerta que ostentaba la
señal de «Sheriff»; la empujó con el pie, entró y saludó:
—Buenos días, sheriff.
El sheriff Bart levantó la vista, se echó para atrás el sombrero de ala ancha
y contestó:
—Buenos días, Mr. Carter; entre. ¿Qué puedo hacer por usted?
Tom Carter era un hombre de voz muy suave y modales amables. Con sus
vestidos de granjero tenía un aspecto descuidado, pero las ropas de ciudad le
daban un aire digno y apuesto. Hizo una mueca y sus ojos brillaron bajo las
cejas.
—Llámeme Tom, sheriff; me gustar estar en relaciones amistosas con la
ley. Puede ser muy útil en cualquier momento.
El sheriff replicó:
—¿Intenta usted sobornarme? ¡Parece usted culpable! Siéntese, ¿quiere un
cigarro?
—No, yo mastico tabaco. He venido, pensando que a lo mejor le gustaría
saber algunas noticias.
—¿Noticias? Me extraña; estaba a punto de creer que jamás ocurría nada
aquí. Esto parece un funeral. Tendrían que poner lápidas en lugar de hitos.
¿Ocurre algo alguna vez, aquí?
—No. Ya no pasa nada; esto es más aburrido que un domingo por la tarde.
Pero hemos conocido días grandes, sheriff. He vivido en este valle el tiempo
suficiente para haber visto algunos crímenes, asistido a algún ahorcamiento y
todo eso. Incluso he visto una gran batalla contra los indios cerca de la charca
de Long Tom. Pero hay una tranquilidad enorme ahora. Se ganará usted su
dinero fácilmente, sheriff.
Cris Hardy, el ayudante del sheriff, entró en aquel momento.
—Puede que la ciudad recupere un poco de su reputación. Acabo de oír
que ha habido un asesinato en el condado de al lado.

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—Demasiado lejos para que nos sirva de algo —dijo Tom.
Se echó atrás en su asiento, cómodamente, y dejó el sombrero en el suelo.
Cortó un pedazo del paquete de «Honey Dew» que llevaba en el bolsillo y se
lo metió en la boca. Luego estiró sus largas piernas y arrastró hacia sí la
escupidera de latón, con el tacón de sus botas. Hizo una mueca.
—Podía haberle atinado, pero no valía la pena hacer la prueba, sheriff, ¿ha
oído hablar de Vinney? ¿Vinney Morgan, una dama solterona de vil
temperamento y peor cocina?
—No. No creo haber oído nada. Pero, después de todo, tenga en cuenta
que sólo llevo una semana aquí.
—Demonios —murmuró Tom—. Los chismosos de la ciudad deben
haberse callado por una vez. Me alegro de que se me haya ocurrido venir a
hacerle una visita; temía que se me hubieran adelantado. Creo que cada nuevo
sheriff tiene que conocer bien la ciudad de la que va a ser responsable. —Tom
masticó su tabaco tranquilamente durante un minuto, después empujó el
tarugo hacia el hueco de la mejilla y se incorporó en su silla—: ¿Dispone de
un poco de tiempo, sheriff? No son noticias frescas, sheriff; se trata de una
historia. Tiene usted que conocer la historia de Vinney y las cosas que
ocurrieron en Dun River.
—Adelante, Tom. Creo que tenemos todo el santo día por delante.
—Bien… —Las palabras de Tom siempre se hacían más lentas cuando
disfrutaba con lo que estaba diciendo—. Tiempo atrás, cuando Andy Morgan
era sheriff, vivía con su hermano Jason en la granja vecina a la mía. Todavía
siguen viviendo allí. Tenían una medio hermana, Vinney, odiosa a más no
poder y como ningún hombre en el valle quería cargar con ella, la dejaban
vivir con ellos. Se ocupaba de la cocina y de mantener la casa en orden. Los
dos hombres por poco se vuelven locos. Ella jamás hizo un guiso decente,
tenía el genio de un gato montés y por poco los mata de hambre. A Andy le
gustaba vivir en paz y por eso nunca discutía con ella, pero Jason un día ya no
pudo más y se fue a vivir a los establos y no volvió hasta que la vieja arpía se
largó. —Tom hizo una pausa, pensativo—. Andy era el mejor condenado
sheriff que tuvimos. —Bart abrió la boca, pero Tom se le adelantó—. No hay
la menor intención ofensiva en mis palabras. Además, tendrá usted tiempo de
sobra para comprobar su reputación. Una vez cogió a un par de ladrones de
caballos, los tuvo en la cárcel un mes, luego les ordenó que se largaran a otra
ciudad menos civilizada y que no volvieran nunca jamás. También les puso
una buena multa. Ellos odiaban a Andy y juraron volver.
—¿Y volvieron? —preguntó el sheriff.

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—Volvieron. Pero estoy adelantando acontecimientos. Un día Vinney
pidió a Andy que la llevara a la ciudad y, para ahorrarse una discusión, él la
llevó. Enganchó el tronco bayo a un carro nuevo que acababa de comprar.
¿Conoce usted Dun River, sheriff? Un riachuelo delicioso, que se desliza
blandamente entre sus orillas de arena.
—Sí. Lo vadeé ayer. Un lugar encantador.
—Y el lecho del río —añadió Tom—, es también arenoso y blando; se
agita fácilmente.
—Ya lo observé.
—Bueno, el día en que Andy y Vinney fueron a la ciudad Vinney se
ahogó, Andy contó que se había caído del asiento del carro. Aquél fue un día
aciago para Andy, porque lo escogieron también los dos bandidos para
aparecer de nuevo por la ciudad. Se enteraron en seguida de la noticia; el
hecho de que Vinney se hubiera muerto les tenía sin cuidado, pero vieron una
ocasión de vengarse de Andy, y empezaron a decir que Andy la había
empujado del asiento.
El sheriff le interrumpió:
—¿Pretende usted dar a entender que la palabra de dos bandidos, ladrones
de caballos, podía tener algún valor frente a la palabra del sheriff?
Tom se echó a reír:
—¿No está usted fanfarroneando un poco, sheriff?
El sheriff no contestó a esa pregunta, pero observó:
—Esos dos eran un par de sucios bandidos que trataban de aprovecharse
del apuro en que se hallaba metido Andy.
—Sí; eso fue lo que planearon. Cuando oyeron hablar de que Vinney se
había ahogado imaginaron que era la gran ocasión; se fueron al «Old Tiger
Bar» y empezaron a pagar a todo el mundo rondas de whisky y a hablar de la
culpabilidad de Andy.
—El mismo truco de siempre —dijo el sheriff—. El whisky gratis, en
cantidad suficiente, hace cambiar los sentimientos y consigue que unos
cuantos holgazanes se unan a los forajidos.
—Bueno; ellos charlaban sin parar. Decían que Andy era tan culpable
como el demonio y que tenía que pagar por eso. Personalmente, creo que
tenía que haberla ahogado hacía muchos años.
—¡No diga salvajadas que no siente, Tom! Siga con el cuento. —El nuevo
sheriff empezaba a sentir interés por la vieja historia de la ciudad cuya
brillante estrella acababa de estrenar—. ¿Qué dijo Andy? ¿Pudo probar su
inocencia?

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—Andy no era un hombre hablador. Llevó a Vinney a la ciudad porque
ella machacó y machacó pidiéndoselo. Quería lucirse por ahí con su sombrero
nuevo. A Andy le sacan de quicio las discusiones. Nada en el mundo le
apetecía menos que la compañía de Vinney (así me lo dijo él mismo), pero a
pesar de todo la llevó. Y cuando volvió, llevando a Vinney en el fondo del
carro, empapada como una rata, sólo dijo que había saltado del asiento del
carro.
El sheriff miró a Tom con una profunda expresión de asombro:
—¡Cómo! Nadie en su sano juicio saltaría del asiento de un carro
vadeando el Dun River.
Tom echó la cabeza hacia atrás y gruñó:
—Bueno, sheriff, pues ella lo hizo y eso prueba algo, ¿no cree?
El sheriff parecía estar de acuerdo, pero no dijo nada. Cris volvió en aquel
momento. El sheriff le preguntó:
—¿Hay alguna novedad, Cris?
Cris sacudió la pelada cabeza y se rascó las orejas, como hacía siempre
que quería pensar o iba a decir algo.
—El día más tranquilo de la historia, por lo que sé. Me dan ganas de hacer
algo.
Los lentos ademanes de Cris y su torpeza eran la causa de que Bart fuera
el nuevo sheriff.
—¿Hacer algo tú? Coge una silla y escucha. Tom me está contando un
hecho verídico que sucedió en Dun River con cierta hembra.
—¿Tom Carter una historia cierta? No lo crea, sheriff. —El ayudante
colgó el sombrero en un clavo de la desnuda pared, se aflojó la pistolera y
dejó caer su enorme peso en una silla, dispuesto a escuchar.
—Me estoy quedando sin resuello —dijo Tom—. ¿Qué les parece un
trago para reanimarme?
—Sabe muy bien que no hay whisky en una oficina de la ley. Y además no
necesita preparación.
Tom se levantó.
—Bueno, lo iré a buscar por mi propia cuenta. Voy un rato fuera a
refrescarme un poco el gaznate y en seguida vuelvo.
Salió al calor del mediodía, cruzó la polvorienta calle, llegó al «Old Tiger
Saloon», empujó los batientes con el codo, entró y puso un dólar de plata en
el mostrador.
—Dame todo su valor en whisky, y no me escatimes.
El encargado del bar le dio una botella y un vaso.

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—Juzga tú mismo —le dijo.
Tom se sirvió un dólar largo y se lo bebió de un trago.
—¿Más? —preguntó el del bar.
—Nanay, tengo prisa. Me espera un auditorio estupendo y se me
escabullirían.
—¿Estás volviendo a lanzar malas noticias por ahí?
—Nada de malas. La pura historia sólo.
—Siempre lo mismo, ¿no es eso?
Tom no contestó, sino que echó a correr por la calle. El sheriff y Cris
estaban aún allí, esperándole. Tom dijo:
—¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Vinney acababa de ahogarse… Bien, pues los
bandidos seguían pagando rondas de whisky…
—¿Cómo se llamaban esos bandidos?
—Lem y Truck. Truck era el jefe, el que decía lo que había que hacer. El
día en que enterraron a Vinney, Truck decidió ir al funeral. Lem le preguntó
por qué quería celebrarlo y Truck contestó: «Nada de celebrar; solamente
iremos por ahí, a echar un vistazo y decidir lo que haremos mañana». Y
además escucharon buena música, pues Jason tocó el órgano antes de que
hablara el predicador. Pero no adelantemos las cosas. Lem no podía creer que
Truck sintiera interés por la música. Preguntó: «¿El predicador va a hablar de
Vinney? ¿Y qué se le ocurrirá decir? Vamos a empezar a tiros, Truck; no
tengo ganas de escuchar a un predicador».
»—Nada de tiros, he dicho. Esto es un funeral con música y plática. No se
puede matar a un hombre en un funeral; es la clase de cosa que le quita
prestigio a uno.
El sheriff dijo:
—Me parece que está usted divagando un poco.
—Eso es exactamente lo que estoy haciendo. Y también le estoy dando
información.
Tom estuvo un rato pensando en los hechos pasados. Luego siguió
hablando:
—Era un día como éste. —Volvió a apuntar a la escupidera—. Un día de
verano… el tiempo más pacífico y tranquilo de todo el año. Supongo que
Vinney debió volverse loca, ¿no cree usted?
—No puedo decirlo —sonrió el sheriff—. No conocía a esa dama. Pero,
¿qué podía el río hacer, aparte de ahogarla?
—Como estaba diciendo, era un día plácido y cálido de verano, a finales
de septiembre. Todo el valle, desde Coburgs hasta la cordillera de la costa,

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por lo menos hasta donde llegaba la vista, estaba cubierto por una tenue
neblina. Tiempo propicio para incendios en los bosques. Los árboles parecían
grises y apenas se distinguían. A lo largo del río amarilleaban los álamos
jóvenes, junto al agua. Pude oír el tañido de un cencerro, a millas de distancia;
eran las vacas de Morgan dirigiéndose a los pastos. Yo iba a caballo al funeral
y me paraba de cuando en cuando para disfrutar del encanto de la mañana,
antes de que la vista de Vinney me estropeara todo el placer. ¡Qué día tan
maravilloso era! —Tom se extasió en sus recuerdos—. Un par de faisanes de
la China salieron volando por el camino, justo delante de mí, con gran
zumbido de sus alas, cuando los cascos de mi caballo estuvieron a punto de
pisarles; iban espantados y se escondieron entre los matojos. Me asustaron
tanto como ellos mismos lo estaban.
—Siga adelante con la historia, Tom —interrumpió el sheriff—.
Estábamos hablando de los funerales de Vinney y de los apuros de Andy. Y
son los apuros de Andy lo que me interesa.
—Ahí estábamos —reconoció Tom—. Pero me gusta disfrutar de la
naturaleza; soy uno de esos que la gozan con lo que los tipos de las montañas
llaman «un magnífico escenario». Todos los vecinos iban al funeral de
Vinney. El sendero estaba cubierto de polvo hasta donde llegaba la vista.
Algunos iban a caballo y se entretenían en hacer una carrera para alcanzar a
los carromatos y saludar a sus ocupantes a gritos, agitando el sombrero.
Parecía que iban a un «picnic» o a la semana de Feria del Estado. En la granja
de Andy había ya varios caballos atados a la valla. Los ladrones de caballos
estaban allí, rondando cerca del porche. Me quedé cerca de ellos, escuchando
sus cuchicheos. Lem estaba diciendo: «Matemos a Andy ahora y tendremos
un funeral doble»; pero Truck dijo: «Mañana hay tiempo de sobra. El juez es
más lento que el deshielo en lo alto del Missouri y le dará a Andy tiempo de
intentar defenderse y salvar el cuello. Pero se le puede confundir fácilmente, o
sea que trata de que tu historia parezca verosímil para que cuelguen a Andy».
Cris bostezó y se desperezó.
—Nunca había estado la ciudad tan condenadamente quieta. No podría
aburrirme más de lo que estoy, Tom, si no fuera por su historia; siga adelante
con ella, sea cierta o no. Por lo menos me mantiene medio despierto.
—No deje que los guiños de Cris le incomoden, Tom —dijo el sheriff—.
A mí me gusta su historia.
El interés de Tom pareció renovarse.
—¿Dónde estaba? —dijo—. ¡Ah, sí! Fisgando en lo que decían los
bandidos. La sala estaba atestada; todos cuchicheaban unos con otros. Ya sabe

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cómo se porta la gente en un funeral, aunque tengan interés personal en él.
Parece que un funeral sea el sitio indicado para ir a cuchichear. Podía ser que
estuvieran hablando de los bandidos, asustados por su presencia allí. Como
quiera que fuera, aquel era el día de Vinney; ella era el personaje más
importante allí. Martha dijo que le gustaría que Vinney pudiera verlo y
sentirse orgullosa de toda aquella gente pendiente de ella. Martha había
pasado todo el día en casa de Andy, trabajando, y se sentía exhausta. Pero,
por una vez, parecía que en casa de Vinney vivieran seres humanos. Oí decir
que también había arreglado a Vinney, pero no estoy seguro. La sala en donde
estaba Vinney esperando los acontecimientos era una gran habitación
cuadrada con una alfombra de flores rojas en el suelo. Había también una
estufa de hierro negra que daba al conjunto un aire solemne; pero en lugar de
fuego, había flores en la estufa y parecía una lápida. Después de un rato llegó
Jason y se puso a tocar el órgano y todo el mundo dejó de cuchichear para
escuchar. Jason era un hombre amante de la música de baile, sus pies siempre
seguían el compás. Incluso a la música de iglesia le daba cierto aire de baile;
parecía que ponía todo su corazón en ello. —Tom se calló y miró al sheriff—.
¿Me sigue usted?
—Claro, Tom. Pero espere un poco, de todos modos, mientras atizo el
fuego. —El sheriff removió y sacudió la estufa—. Todavía no lo acabo de
comprender. ¿Volveremos al río o no?
—Deme tiempo, sheriff. Estoy disfrutando con mi historia. Es la primera
vez, desde hace más de un año, que la cuento toda entera. Y es que ya la ha
oído todo el mundo, según parece. Bueno; el caso es que el Pastor llegó en
seguida, y su oración fúnebre por Vinney fue muy buena. Tuvo que haber
sudado de firme para discurrir todo aquello que dijo. Andy se estaba poniendo
nervioso y yo pensé que a lo mejor estaba oyendo lo que decían los hombres,
allá fuera.
Cuando todo acabó, casi todos los vecinos condujeron sus caballos hacia
el viejo cementerio de Mason Road; supongo que decidieron dedicar todo el
día a Vinney. Pero muchos de los que vivían en la ciudad se fueron a sus
casas, ansiosos de hallarse en sus cocinas, donde podían cenar tranquilamente
y hacer comentarios sobre el día. Los amigos de Andy dijeron que habría una
multitud en el juzgado al día siguiente.
Aquella noche, Jason y Joe decidieron ir a ver al juez y dejar sentadas
unas cuantas cosas antes de que fuera demasiado tarde. El juez Eider era
mucho más inteligente de lo que suponían los dos bandidos. Fue idea suya

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hacer el juicio al día siguiente por la mañana. Y dijo que harían bien en
conseguir pruebas o las cosas se pondrían mal para Andy.
Tom hizo una pausa para cortar otro pedazo de tabaco.
—Así se me suaviza la lengua —explicó—. Hubo muchas conversaciones
aquella noche, muchísimas. Muchos individuos no se acostaron o no pudieron
dormir si lo hicieron. Todos los amigos de Andy declaraban que no era
posible que hubiera matado a una mujer, ni siquiera Vinney. Como quiera que
fuera, no iban a dejar que colgaran a un hombre por falta de pruebas que le
salvaran el pellejo.
»Hacia las nueve de la noche o así, me llegué a ver si Martha y Joe habían
dejado de discutir. Martha estaba loca de angustia por Andy, y le decía a Joe:
»—Ya sabes tan bien como yo, Joe, que hablar de ahorcar en este valle es
como el fuego en la pradera, cuanto más tratas de evitarlo más aumenta.
»Joe también estaba preocupado.
»—Pero Martha —decía—, a lo mejor Andy lo hizo, en su imaginación,
por lo menos.
»—¡Tonterías! No se puede colgar a la gente por lo que lleva en la
imaginación, o estaría todo el bosque lleno de ahorcados.
»Aquella fue una noche de mucho movimiento, casi la última de esta clase
que hemos tenido por aquí. Cuando dejé a Martha y Joe fui a ver a Andy, pero
no quiso hablar; dijo que no necesitaba nada y que quería que le dejaran solo.
Me puse furioso y le dije: “Eres una vieja cabra testaruda; si te dejamos solo
puede que te rompas el cuello antes de la salida del sol”. Andy no hizo más
que fruncir el ceño, mirando a lo lejos. “No estoy preocupado, dijo, Jason lo
arreglará.” Comprendí que no valía la pena discutir con él, ni siquiera a
propósito de su propio cuello, y me fui al café de Joe, a ver si me reanimaba
un poco con una buena taza de café… Hombre, ésa es una idea, ¿qué me dice
de un poco de café, sheriff?
Cris se levantó. Puso un puñado de café en una negra cafetera, le añadió
agua y la puso en la chimenea.
—Espere usted un rato y pasará despierto dos noches seguidas. Y acabe
ya de una vez con la historia; la ciudad puede despertarse de un momento a
otro y me molestaría tener que perderme el final de los apuros de Andy.
—Puede que tenga razón. Bueno, pues, como iba diciendo, había
abandonado ya la idea de tratar de ayudar a Andy, pero cuando salí del café
de Joe, Jason salió a mi encuentro en la oscuridad y me llamó: «Vamos al
establo, Tom, dijo, tengo un trabajo para ti». Fuimos al establo de Stewart
Livery. Había una linterna brillando débilmente detrás de la puerta y allí

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estaba el tronco bayo de Andy, enganchado en el carro. Jason despertó al
mozo y le dijo: «Vístete, a lo mejor te necesitamos». El hombre, medio
dormido, se puso los pantalones y las botas y se vino fuera.
»—Subid al carro los dos; tenemos que hacer un recado.
»—¿Un recado, a estas horas de la noche? —pregunté yo—. ¿Qué recado?
¿Vamos a la ciudad?
»—Nanay. Sólo a mitad de camino. Vamos hasta el río.
»Yo estaba furioso:
»—¿Qué demonios vamos a hacer paseando por el país a estas horas de la
noche?
»—Una cita en el vado.
»—¿Una cita? ¿Con quién y para qué?
»—¡Oh! Tú, yo y Joe nos encontraremos con el herrero y el predicador.
»—¿El herrero y el predicador? ¿Y qué vamos a hacer con esta compañía
tan rara? —pregunté.
—Tom —interrumpió el sheriff—. Estoy aturdido. No entiendo nada de
todo esto.
—Eso nos pasaba a todos. Salimos del establo. La noche era negra como
el alquitrán. El mozo del establo murmuraba y trataba de permanecer
despierto. En el río se movían unos cuantos hombres que parecían fantasmas
envueltos en sábanas negras. Una linterna brillaba en el agua. Pude oír hablar
en voz baja mientras Jason conducía el carro hasta la orilla: «Agarraros bien,
vosotros dos, dijo; voy a cruzar.» Antes de que nos diéramos cuenta
estábamos a mitad de camino, en el vado. Unas linternas iban arriba y abajo;
alguien dijo: «Un poco hacia arriba, Jason; dirígete hacia los sauces, donde
está el tronco».
»Entonces el carro dio de pronto un topetazo, osciló y luego volvió a
asentarse sobre sus cuatro ruedas. Aunque faltaban horas para el alba, vi la luz
del día cuando oí la risa ahogada de Jason. Entonces comprendí lo que él y los
otros estaban intentando probar y pensaban demostrar al juez al día siguiente.
El sheriff escupió en la estufa; el salivazo chisporroteó y se evaporó.
—Ése es un pobre final para una historia. ¿Ahorcaron a Andy o no lo
ahorcaron? Me molesta la idea de que un verdadero sheriff pueda acabar así.
—No lo ahorcaron, sheriff, no se preocupe. Al día siguiente la Audiencia
estaba tan abarrotada que apenas se podía respirar. Los amigos de Andy
estaban delante; los ladrones de caballos, detrás. El juez no perdió el tiempo
repitiendo los hechos, ya conocidos: «Parece que algunos forasteros
indeseables en Deadwood quieren llevar a la cárcel a Andy Morgan. Todos

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deseamos un juicio rápido, pero éste se llevará a cabo de acuerdo con la ley y
con mi mejor opinión. Nos trasladaremos todos al río y el juicio tendrá lugar
en la misma escena del crimen, si es que lo hubo». Y así cargaron a los
jurados en un par de carros y el resto de las gentes les fuimos siguiendo. Ya
en el río, los jurados se instalaron en unos troncos cerca del vado y el juez
dijo: «Jason, conduzca usted el carro de Andy por el vado. Lleve a Tom y al
predicador con usted». Por eso volvimos a vadear el río como por la noche.
Jason nos advirtió, en voz muy alta: «Agárrense bien ustedes dos; hay rocas
aquí». Y cuando casi habíamos cruzado, igual que antes, el carro dio un
topetazo y se inclinó hacia un lado y por fin volvió a enderezarse. Jason hizo
que los caballos dieran media vuelta y cruzamos de nuevo el río con la arena
hasta media rueda. Parecía que el Dun River cantaba una cancioncilla de
contento.
»El jurado no tardó mucho en deliberar. Decidieron y declararon que
Vinney Morgan se había ahogado al caerse de un carro, mientras cruzaba el
Dun River por el vado. Después cada cual se fue a su casa. Andy se vino en el
carro, con nosotros. Se reía en la sombra y le preguntó a Jason:
»—¿Habéis estado muy ocupados esta noche, no? ¿Cuánto tiempo os
llevó?
»—Alrededor de un par de horas. —Jason sonrió—. Pero un cuello vale
todo ese tiempo, ¿verdad, hermano?
»—Claro. Pero, Jason, nadie nos creerá.
»—Sí; lo creerán. Lo contaremos tantas veces que algún día se convertirá
en historia y nadie vivirá lo suficiente para probar que no lo es.
»Por eso en el río no se oye más que el suave lap lap del agua contra la
orilla. Excepto en un día de septiembre en que se oye el bramido del torrente
de agua arrastrada por el viento. Una cosa es segura, afirma tercamente Crazy
Old Preston. Dice que una vez él incluso oyó un grito… lo cual es muy
posible, si una mujer fue empujada alguna vez desde un carromato.

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DEJAD QUE LA BANDERA ONDEE LIBREMENTE

PHOEBE Y TODHUNTER BALLARD

J ARBONE Todhunter tenía muy mala opinión de las mujeres. No conocía


a muchas, pero todas aquellas con las que había entrado en contacto
durante la guerra fueron mezquinas y le crearon complicaciones.
Tenía poco más de veinte años y era alto y delgado; tenía la cara larga y
afilada como la de un halcón y sus ojos, de un negro muy oscuro, podían en
ocasiones ser fríos y mordaces. Se sentía desilusionado; harto de guerra, había
vuelto a su tierra, Texas, con nada más que un caballo, una cuerda y una
pistola.
Era un hombre honrado, por lo menos de acuerdo con su propia
conciencia. Jamás se le hubiera ocurrido quitar dinero del bolsillo de otro ni
intentar sacar una carta de debajo de la baraja. Pero le dolía en el alma ver un
becerro sin marca de hierro, y solía remediarlo tan pronto como podía
encender un fuego para calentar su propio hierro.
Esta liberalidad de criterio le mantenía siempre en movimiento, y en dos
años recorrió casi todo el inmenso Estado, generalmente con alguien
siguiéndole de cerca.
Al principio viajaba siempre solo, porque nunca permanecía en una
localidad el tiempo necesario para hacerse amigos; por eso se quedó
gratamente sorprendido cuando Juan Rodríguez decidió unirse a él en sus
andanzas.
Rodríguez era un hidalgo, bien educado, hundido profundamente en la
literatura y el vino, que jamás se tomaba la molestia de explicar por qué él,
que podía vivir agradablemente en Méjico, cabalgaba sin rumbo por las
llanuras de Texas. Ni tampoco se le ocurrió a Jarbone preguntar. En la
sociedad que ellos frecuentaban, las preguntas eran consideradas poco
corteses.
En aquella noche oscura se encontraban los dos cabalgando, codo con
codo, hacia el Oeste, lo más de prisa que podían llevarles sus caballos de

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refresco. Detrás de ellos quedaba un jugador que había sido más rápido con
las cartas que con la pistola y la culpa de todo la tenía, por supuesto, una
mujer, que había metido en el juego al impresionable Rodríguez.
Siguiéndoles la pista iba un excitado grupo de ciudadanos que se habían
constituido ellos mismos en fuerzas ejecutivas de justicia, sin previo proceso
legal, y que ahora estaban tragando el polvo que Jarbone levantaba y
maldiciendo de la impulsividad que les había llevado a escuchar los gemidos
de la mujer del jugador difunto.
Jarbone no tenía miedo, pero estaba ya cansado.
—Como llevo observado desde hace tiempo —decía entre el sombrío
ruido de los cascos—, las mujeres son la fuente de todos los males y estoy
harto de tener que huir siempre. Voy a acabar con esto e instalarme donde no
haya mujeres.
—Eso es —contestó Rodríguez entre la oscuridad—. ¿Y dónde está
semejante sitio?
Jarbone había tenido ese punto en consideración.
—Estoy pensando en Méjico.
—Eso quiere decir que tendremos que separarnos. —El tono de Rodríguez
era pesaroso—. Cruzar el río no es bueno para mi salud.
—¿No serías bien recibido en tu propio país?
—Más o menos tan bien como tú en el tuyo después del tiroteo de esta
noche.
Jarbone sentía tener que dejar a su compañero, pero Texas se estaba
poniendo demasiado al rojo.
—Por lo menos —dijo—, vente conmigo hasta la frontera.
Juntos cabalgaron toda la noche y la mitad del día siguiente, y llegaron al
fin hasta el río que sirve de frontera a los dos países.
A pesar de que la salvación se hallaba enfrente de él, Jarbone no tenía
prisa ninguna en cruzar, imaginando, con razón, que los ciudadanos que los
perseguían habrían abandonado ya la caza. Se sentó y contempló la orilla
pensativamente, hacia arriba y hacia abajo. Rodríguez no decía nada, porque
la idea de la separación le tenía casi embargado de emoción. Vio que Jarbone
se enderezaba y dirigía su atención a la parte alta del río, llevándose al mismo
tiempo la mano a la pistolera.
—¿Qué has visto?
Jarbone habló despacio.
—Juan, ¿aquello que hay al final de la curva es una isla?
Juan miró hacia donde decía. Jarbone puso al caballo en movimiento.

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—Vamos a verlo.
Era una isla. Una tira alargada de arena, de unos cincuenta acres de
extensión, con un canal perfectamente definido a los dos lados, por donde las
aguas corrían tranquilamente.
—Éste es —dijo Jarbone, tomando una rápida decisión.
—¿Éste es qué?
—El sitio en que nos vamos a quedar. El mapa dice que los Estados
Unidos llegan, por el Sur, hasta este río y por eso la isla no está en los
Estados, y el mapa dice también que Méjico llega, por el Norte, hasta el río, y
por tanto la isla no está en Méjico.
Rodríguez le miró lleno de dudas.
—Los soldados y los funcionarios de la ley no entienden mucho de mapas
en estas tierras salvajes. Disparan primero y deciden la cuestión de
jurisdicción después. Y yo no ardo precisamente en deseos de que me peguen
un tiro.
—Si la isla estuviera deshabitada tendrías razón. Pero recuerda que tu país
y el mío están en paz. Construiremos un pequeño fuerte en la isla.
Supongamos que los mejicanos aparecen por la orilla lejana. Yo no tengo
rencilla ninguna con los mejicanos. Me exhibo. Izo la bandera americana.
Ellos se ponen muy contentos y se van.
—Sigue, te escucho —los ojos de Rodríguez empezaban a brillar.
—Supongamos que aparecen los americanos por la orilla del norte. Yo no
aparezco, pero como tú no tienes enemigos al norte de la frontera, izas la
bandera mejicana. Los americanos imaginan que la isla es parte de Méjico y
nos dejan en paz.
Juan se echó a reír.
—¿A qué estamos esperando? —Cruzaron a caballo el río y tomaron
posesión de sus dominios.
—Una cosa —dijo Jarbone, cuando construyeron su fuerte y su cabaña—.
Nada de mujeres en esta isla.
Juan estuvo de acuerdo. Juan era un hombre fácil de contentar, que no
apetecía nada mejor que sentarse al sol y contemplar a su camarada cargar
con los pesados maderos para la empalizada del fuerte.
Pasaron allí tres meses sin que ocurriera nada desagradable. Una vez pasó
cabalgando un destacamento de caballería procedente de Fort Davis y
saludaron a la bandera mejicana de Juan, y dos veces aparecieron mejicanos y
charlaron con Jarbone, que se hallaba bajo la protección de los colores
americanos.

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—Necesitamos víveres —dijo Jarbone una mañana—; y como sería muy
poco sensato por mi parte ir a El Paso, tienes que hacerlo tú.
Contempló cómo chapoteaba Juan por el canal del lado americano y luego
volvió alegremente a su trabajo, muy ajeno al peligro que amenazaba su
santuario desde el otro lado de la colina.
No lo sospechó siquiera hasta última hora de la tarde siguiente, cuando los
chirridos de protesta de ruedas girando sobre ejes resecos llenaron el aire
tranquilo. Prudentemente, se dirigió al fuerte, pero volvió la cabeza atrás y
ante sus ojos apareció el más lamentable convoy que viera en su vida, dando
bandazos por la ladera y forcejeando hacia la orilla del río.
Era un carromato, o lo que quedaba de él, arrastrado por una mula medio
muerta de hambre y un caballo miserable. La lona estaba rota y los listones
retorcidos.
Detrás cabalgaba Juan, con cierto aire reservón que se veía desde lejos, en
el asiento del carromato iba una muchacha con el pelo rubio, que llevaba las
riendas. Una rabia enorme se apoderó de Jarbone cuando el caballo y la mula
se atrafagaron río adentro arrastrando el temblequeante carromato por el agua
y luego sobre la arena de la isla y se pararon allí, resoplando y jadeando como
si hubiesen hecho el último esfuerzo.
Aquello era una traición y Jarbone ardía de rabia y enfado mientras se
dirigía hacia ellos, observando que su camarada tenía muy buen cuidado de
no mirarle.
La muchacha permanecía sentada, sosteniendo aún las riendas, como si
temiera que en cuanto las soltase el vacilante tronco se cayera al suelo,
muerto. A su lado había un hombrecillo viejo con la cara color de avellana y
un sombrero roto, entre cuyos agujeros escapaban mechones de cabellos
grises.
—Hola. —El hombrecillo saltó al suelo cuando Jarbone se acercó—.
Deberían ustedes arreglar ese vado. No es seguro ni para las personas ni para
los animales.
Los ojos acusadores de Jarbone se fijaron en su camarada y el mejicano se
irguió, incómodo, en su silla.
—Los encontré en el camino —dijo, defendiéndose—. Estaban casi
exhaustos. Necesitan descansar un día o así.
—Nos dirigimos a California —añadió el hombre de buen grado—. Si
desengancha usted a «Dolly» y a «Jefferson Davis» se echarán a descansar.
Yo no puedo hacer mucho trabajo; me duele atrozmente la espalda.

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Jarbone sabía que la muchacha le estaba mirando. Sus ojos azules le
recordaban a las siemprevivas y su cabello rubio tenía algo del brillo del sol.
Jarbone soltó los remendados jaeces. El arnés estaba atado con correhuelas de
cuero sin curtir, y por poco se le queda en las manos.
Detrás de él decía Juan en tono conciliatorio:
—Éste es Jarbone Todhunter, mi compañero, miss Milly. Jarbone, saluda
a Milly Graves y el abuelo Eaton.
—Es un placer, señor —dijo el viejo, extendiendo una mano dudosa.
Jarbone ignoró la mano. Contemplaba a la joven mientras bajaba
ágilmente por la rueda del carromato y le pareció leer hostilidad en sus ojos.
O a lo mejor era miedo. Se puso de puntillas y asió un rifle de la silla. Jarbone
lo miró y vio que era un Enfield, el arma inglesa que habían usado las tropas
confederadas.
—¿No se siente satisfecho de tenerme aquí? —Su voz era cálida,
profunda, un poco ronca.
Jarbone enrojeció; se sentía embarazado y eso sólo servía para aumentar
su enojo.
—No le impondremos nuestra presencia mucho tiempo —añadió ella.
Luego se volvió y se puso a hablar con Juan, haciendo caso omiso de
Jarbone, como si no tuviera importancia.
La miró con el ceño fruncido y luego arrancó el arnés del caballo de un
furioso tirón. Una vocecilla aguda dijo encima de él:
—Vas a hacer daño a «Dolly». Eso es lo que vas a hacer. —Jarbone miró
hacia arriba y vio una carita triangular, con los ojos negros más grandes que
había visto en su vida.
—¿De dónde has salido?
La niña, calculó, tendría seis o siete años, parecía descolorida y mal
alimentada y llevaba un vestido que lo habían lavado ya tantas veces que
había perdido todo color y no le llegaba más que a las delgadas y desnudas
rodillas.
Con la cabeza, ella señaló al interior del carromato.
—Estaba dormida. ¿Dónde estamos?
—En la isla Jarbone.
—¡Qué nombre tan raro! ¿Por quién se llama así?
—Por mí —contestó secamente, mientras tiraba del arnés de la mula y
empujaba a los dos animales con su sombrero, ya que estaban demasiado
cansados incluso para moverse e ir hacia donde la hierba crecía, lozana, en el

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extremo de la isla. Luego ayudó a bajar a la niña, y observó lo delgado que
estaba su cuerpecito.
—Debes ser muy importante —comentó la niña—, para tener toda una
isla.
Él no contestó, sino que se volvió para mirar a la muchacha y al viejo que
seguían a Juan hacia la cabaña. Tuvo la sensación de que le evitaban, de que
iban a desahuciarle; la premonición se convirtió en realidad cuando Juan
apareció llevando sus vestidos y mantas.
Jarbone dejó a la niña y fue hacia su compañero.
—¿Te has vuelto loco?
El mejicano parecía sentirse desgraciado.
—Jarbone; yo también he tenido hambre alguna vez.
—¿Y el hecho de que ella tenga una cara bonita no tiene nada que ver con
tu interés?
El mejicano enrojeció ligeramente:
—Están hambrientos. He mirado en el carromato. Tienen un poco de
harina, un poco de maíz y unos cuantos guisantes. ¿Te parece eso suficiente
para llegar a California?
Jarbone le sacudió los hombros con las manos.
—¿Te has olvidado ya de las molestias que te acarreó la última mujer con
que topaste? Si no hubiera sido por mí, yacerías a tres pies bajo tierra.
—No es necesario que me lo recuerdes. Pero ¿qué podía hacer? Estaban
en el camino, con un eje torcido. Y el viejo no sirve de gran cosa.
—Por su aspecto nunca ha debido servir de nada; parece un vagabundo
cualquiera. ¿Quién es la muchacha? ¿Su hija?
—La hermana de ella se casó con el hijo de él. La niña es hija de ambos.
Miss Milly y el viejo no tienen parentesco alguno.
—Sabes mucho de ellos.
—La niña me lo dijo. La dejé que montara en el caballo, delante de mí,
hasta que se cansó. Su padre murió en la guerra y su madre el año pasado. Su
tía se ocupa de ella, pero en Tennessee todo iba muy mal y por eso se van a
California a encontrarse con su tío.
—¿En ese carromato? ¿Solos? ¿No han oído hablar de los indios, y de que
hay que cruzar desiertos?
—Trata de hacérselo comprender a él; agita en el aire el rifle y se pone a
hablar de cuando disparaba a las ardillas en los árboles.
Jarbone gruñó.

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Una hora más tarde la joven les llamó a cenar. Jarbone no tenía ganas de
ir pero no sabía cómo rehusar, y además tenía hambre.
Entró en la cabaña y vio que ella había puesto sacos vacíos de harina
sobre la tosca mesa y colocado encima cinco platos. La miró mientras ella
servía los frijoles y cortaba lonjas de carne de la pierna de vaca que él había
puesto en adobo.
Los bizcochos estaban buenos, mejor que los suyos propios, e incluso los
frijoles tenían un sabor diferente. Jarbone tuvo que admitir que estaba un poco
cansado de sus propios guisos. Pero no le gustaba el aire de permanencia que
ella parecía demostrar. Escapó a la oscuridad de fuera tan pronto como le fue
posible y fingió dormir cuando llegó Juan y desenrolló sus mantas.
Lo primero que Jarbone vio cuando se levantó por la mañana fue el
caballo; estaba apoyado sobre un costado con el vientre hinchado, y antes de
llegar hasta él sabía ya que se había muerto.
Le miró furioso, y notó que se había caído sobre un saco de maíz que Juan
dejó allí descuidadamente. Empezó a sospechar que el descuido había sido
intencionado, para atrasar la salida de los viajeros.
Una sombra le hizo volverse, para encontrar a la joven a su lado,
silenciosa; vio que había lágrimas en sus ojos azules.
—«Dolly». —Se arrodilló al lado del animal muerto y le acarició la
cabeza—. «Dolly».
Jarbone la levantó, diciendo sin expresión:
—Vámonos.
La acompañó hacia el fuerte, observando cómo se agitaban sus hombros
bajo el descolorido vestido de algodón y sintiendo que su corazón se le
encogía con el sentimiento de responsabilidad que estaba creciendo en él.
—No se preocupe, señorita. Hay otros caballos.
Ella le miró entonces.
—No tenemos dinero.
Jarbone se sintió asombrado. Jamás se le había ocurrido la idea de que
alguien comprara un caballo, habiendo tantos sueltos por ahí.
—Yo le proporcionaré uno —le contestó.
Y se fue.
Estaba clavando la puerta de la empalizada del fuerte cuando oyó ruido a
sus espaldas. Por instinto, se agachó y se volvió como una flecha, llevándose
la mano al revólver. Luego sonrió bovinamente, porque la niña le estaba
contemplando.
—Ven aquí, pequeña. —Su voz era amistosa a causa del embarazo.

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Ella se acercó hasta donde estaba Jarbone.
—¿Qué haces?
—Estoy clavando la puerta.
—¿Para que no pueda entrar la gente del sheriff?
—¿El sheriff? —se sobresaltó Jarbone—. ¿Quién te ha dicho eso?
—Abuelo dice que sois forajidos y que estáis fuera de la ley. ¿Sois
forajidos?
Jarbone nunca se había molestado en pensar en eso.
—Bueno, exactamente no.
—¿Entonces por qué izáis la bandera mejicana cuando pasan los guerreras
azules y la bandera americana cuando se acercan los mejicanos?
—¿Quién te ha dicho eso?
—Juan. Me dijo montones de cosas. Me gusta Juan y a tía Milly también;
dice que tiene una sonrisa encantadora. Y también al abuelo, aunque no le
agradan los extranjeros.
—Ya.
—Yo aún tengo nuestra bandera. Era la de papá; sólo que le mataron. ¿Por
qué no estás tú en la guerra?
—Estuve. Nos vencieron.
—El abuelo dice que a uno no le vencen nunca, mientras no abandone.
Jarbone se acercó a la chiquilla.
—Mira, guapita; estás recordando cosas que no te van a hacer ningún
bien. Sería mejor que las olvidaras. Esa bandera tuya ya no representa nada;
es algo que ya no vale la pena recordar.
—¿Por eso es por lo que siempre pareces triste? Tía Milly dice que…
—Puede ser.
Les interrumpió la voz de la muchacha, llamándoles para desayunar. La
comida fue silenciosa; nadie se aventuró a hablar, excepto el abuelo, para
quejarse de que hubiera frijoles otra vez.
A Jarbone le hubiera encantado recordar al viejo chiflado que tenían
mucha suerte en poder comer frijoles otra vez, pero no se atrevió porque
cuando levantó la vista se encontró con que Milly le estaba observando.
Terminó su café apresuradamente y salió de la habitación. Cogió una pala
y cavó un gran hoyo en la arena. Luego tomó una cuerda y arrastró el cuerpo
del caballo muerto hasta el hoyo y volvió luego a rellenarlo de arena. Antes
de que terminara su trabajo, Milly estaba a su lado, mirándole.
Jarbone se enjugó la frente con el dorso de la mano, deseando que ella se
fuera. Había en su presencia algo que le estorbaba; pero en lugar de irse,

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Milly habló en voz muy baja.
—Usted procura evitarme.
Él enrojeció pero no dijo nada.
—¿Por qué?
—Bueno. —Jarbone tartamudeó un poco—. Creo que nunca me he
ocupado mucho de las mujeres.
Las mejillas de Milly se tiñeron de rosa, pero insistió:
—¿Qué tiene usted en contra de las mujeres? ¿Alguna de nosotras le ha
hecho daño?
Jarbone se sentía tan incómodo que apenas podía moverse; era algo que
jamás había contado a nadie, pero aquella muchacha tenía una manera de
mirar que hacía que un hombre se sintiera un gusano.
—Conocí una chica una vez —dijo—, allá en Austin, cuando no era más
que un muchacho. Y luego me fui a la guerra y cuando volví ella se había
casado con otro.
—¡Ah!, eso lo explica todo.
De pronto se sintió enojado contra ella, aunque no sabía exactamente por
qué.
—No lo explica. A las mujeres, quiero decir. Todas causan molestias, de
una forma o de otra. Y cuando ya las han causado, gritan y lloran y ya está. Y
el hombre tiene que pensar en arreglárselas como pueda.
—¿Teniendo dos banderas en su isla, por ejemplo?
—¿Qué hay de malo en eso?
—No es muy honrado pretender ser alguien que no se es.
—Honrado o no, es mejor que pretender ser cosas que a uno no le gustan.
A mí me hirieron, allá en el Norte, en Pennsylvania. Hubieran dejado que me
pudriera en la cárcel, pero me puse el uniforme azul de un hombre muerto y
llegué hasta el Sur. Sospecho que no fue muy honrado, pero para mí fue
bueno. Y por eso digo que un hombre tiene que saber salir de un caso
apurado. Y dice usted de la isla… —Estaba hablando más que nunca en su
vida pero, como quiera que fuera, parecía incapaz de pararse—. Cuando volví
a Texas las cosas estaban muy mal. Mi vieja había muerto y el rancho se
había ido al diablo y todo el país estaba dividido, la mitad de la gente no hacía
más que llorar porque habíamos perdido la guerra y la otra mitad eran una
pandilla de ladrones que vinieron a robarnos lo poco que nos quedaba. Por
eso busqué esta isla, y es mía y pienso mantenerla tal y como está.
—¿Lo cual quiere decir que no nos quiere aquí?

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Jarbone no los quería allí, aunque ella fuera la mejor cocinera que podía
recordar. Pero pensó en el carromato destartalado, en la única mula que les
quedaba, y en los comanches y en los apaches y dijo, débilmente:
—¿Tienen planeado quedarse?
Ella contestó en voz baja.
—Juan me ha pedido que me case con él.
—¿Casarse con Juan? —Jarbone adelantó la barbilla; nunca se había
sentido tan aturdido, desde que los federales le llevaron a Cemetery Ridge.
—¿Qué tiene eso de extraño? —Su voz tenía un ligero dejo porfiado—.
La gente se casa, ya lo sabe usted.
—Pero, cáscaras; no puede usted estar enamorada. Conoció a Juan
anteayer.
—No lo estoy. —Le miró fijamente, y sus ojos de siempreviva eran
profundos, remotos e irreales—. Se lo he dicho pero no le importa. Dice que
un hombre no debe guisar para sí solo. Y es muy bueno… no hay más que ver
su sonrisa… Y hay que pensar en mi sobrina y en el viejo… Y —sus labios
temblaron un poco—, y el caballo se ha muerto y no podemos irnos.
Se interrumpió y echó a correr. Jarbone comprendió que iba llorando
mientras se dirigía a la cabaña. Acabó de alisar la arena con disgusto. Aquello
demostraba lo que siempre decía: las mujeres no sabían cómo arreglárselas en
caso de necesidad.
La siguió con los ojos. Luego vio a Juan cerca del fuerte y avanzó hacia
él, con las piernas entumecidas. El mejicano rehuía su mirada, mientras se
acercaba, y fingía estar interesado en algo, más allá del río. Jarbone le dijo
secamente:
—Por fin has dejado que una mujer se interponga entre nosotros.
Rodríguez se rascó las orejas.
—Jarbone, Milly es una chica muy bonita, y necesita ayuda y, además, es
una buena cocinera.
—Nunca te quejaste de mis guisos.
Rodríguez lo echó a broma.
—Pero no puedo casarme contigo, Jarbone.
—No permitiré que permanezcan en la isla… esto es definitivo.
—Ya he pensado en ello —contestó Rodríguez—. Tienes que admitir que
la isla es mía también, en parte. Trazaremos una línea a todo lo ancho, en la
mitad de la isla. Tú puedes elegir entre la parte superior o la inferior.
Esperó la contestación de Jarbone, mirando todavía al río. Cuando el
silencio se prolongó, sin que su amigo hablara, se volvió para mirarle. Jarbone

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no se ocupaba de él. Jarbone estaba mirando fijamente la orilla americana,
donde, a lo lejos, se elevaba una nube de polvo entre la neblina.
—Juan, por ahí llegan molestias. Iza tu bandera y vete al fuerte.
Rodríguez miró hacia la orilla americana y luego se volvió para echar a
correr hacia la cabaña, donde guardaban las banderas, pero no había dado más
que un paso cuando se detuvo.
—Jarbone, amigo; mira hacia Méjico.
Por la orilla mejicana también se acercaba hacia el río una nube de polvo.
—Creo —dijo Rodríguez, disponiéndose a sacar su pistola—, que muy
pronto no vamos a tener isla que dividir.
Jarbone dijo rudamente:
—Corre. Coge las dos banderas y vente al fuerte.
Corrió hacia el interior del fuerte y se subió al saledizo que él mismo
había construido alrededor de la parte interior de la empalizada.
Allí, verificó los rifles, sombríamente, y se aseguró de que estuvieran
cargados; mientras tanto no quitaba ojo de las dos nubes de polvo.
Juan llegó corriendo, llevando las dos banderas; le seguían, a poca
distancia, el viejo, la niña y Milly. Ésta miró a Jarbone, que se hallaba, rifle
en mano, sobre la empalizada.
—¿Qué va a hacer usted?
—Espero que un bando llegue antes que otro —dijo con acento tenso—.
Si los americanos llegan los primeros puede que Juan consiga quitárselos de
encima antes de que vengan los mejicanos.
Ella contempló las dos nubes.
—Supongamos que no tiene esa suerte.
—Entonces lucharemos.
—Y nos matarán a todos.
—Puede usted coger al viejo y a la chiquilla y cruzar el río, por cualquier
lado. Ninguno de ellos les molestará.
Milly agarró a la chiquilla de la mano y echó a correr lejos del fuerte. Él
pensó, amargamente, que aquello era muy propio de una mujer. Ella había
aceptado casarse con Juan y en la primera dificultad salía huyendo.
La vio meterse en la cabaña y salir después, sin la niña, y llevando algo en
los brazos. Corrió hacia la entrada del fuerte; se paró ante el pedestal que
sostenía el asta de la bandera y ató la tela que llevaba. Luego tiró de la cuerda
y levantó la tela hasta la punta del asta.
Jarbone parpadeó, incrédulo. Las Estrellas y las Barras[54] flotaban
orgullosamente en el aire tranquilo; como impulsado por un recuerdo casi

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olvidado, saludó a la bandera.
Milly llegó a su lado; la voz de Jarbone no fue del todo firme cuando se
volvió a hablarle.
—Es una idea muy bonita —le dijo; y había cierta sombra de humedad en
sus ojos—. Pero no nos va a servir de ayuda. No cabe esperar protección de
una causa perdida.
—Juan y usted desaparezcan de la vista —replicó ella en un susurro— y
déjenme a mí llevar el asunto. —Se subió al saliente y le quitó el rifle de las
manos—. Váyanse de aquí —repitió, volviéndose hacia el río y manteniendo
el rifle como si supiera manejarlo.
Los mejicanos llegaron primero, corriendo río arriba, en su parte de costa;
quince hombres morenos, que miraron asombrados a la inesperada bandera.
El oficial avanzó hasta que los cascos de su caballo se hundieron en el agua.
Su inglés era muy bueno:
—Señora, nos gustaría cruzar y buscar unos caballos robados.
Ella tardó un poco en contestar, y cuando por fin habló su voz era grave,
tranquila y segura.
—Lo siento mucho, coronel, pero esta isla pertenece a los Estados
Confederados de América. Es la única parte de mi país que no se ha rendido.
Yo mando la posición y no puedo dejar que nadie venga a la isla.
Hubo una conferencia entre los mejicanos; era obvio que se hallaban
indecisos. Luego el oficial retrocedió hacia la orilla, diciendo con una rápida
sonrisa y un saludo con el sombrero:
—Señora, no la molestaremos puesto que vemos que tiene otros
visitantes. —Hizo un gesto hacia el Norte, donde un destacamento de
caballería estaba ya tan cerca que los uniformes azules eran claramente
visibles.
Se alejó rápidamente, con sus hombres, como si no quisiera ser testigo de
la batalla que él sabía que se iba a desarrollar. Jarbone estaba mirando
agazapado entre los maderos de la empalizada y maldijo en su interior al
contar diez hombres y un oficial en el grupo que se aproximaba.
—Arríe la bandera, rápido.
La muchacha le dirigió una mirada de reproche y anduvo a lo largo de la
barricada, para enfrentar a los invasores del Norte. Éstos se pararon a la orilla
del río y miraron a la bandera con ojos incrédulos.
Un oficial que lucía en las hombreras los emblemas de segundo teniente
penetró en el agua. Milly, tranquilamente, levantó el arma y disparó entre las
patas del caballo.

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El oficial se paró estupefacto y Milly le dijo, con voz serena:
—Soy Milly Graves, de Tennessee. Esta isla es mía y no forma parte de
los Estados Unidos, y yo izo la bandera que quiero.
Jarbone supuso que la respuesta sería una rociada de balas. En lugar de
eso, los polvorientos soldados lanzaron vítores entusiásticos, que fueron
aumentando de volumen, hasta que retumbaron sobre el agua. Incluso la joven
estaba asombrada y miraba a los soldados de caballería sin comprender. No
podía saber que la mitad de los soldados eran sudistas que habían preferido
aceptar el servicio en la frontera, en lugar de quedarse en la prisión federal.
La segunda mitad eran irlandeses, que siempre están dispuestos a lanzar
vítores, sobre todo a las chicas bonitas.
El joven oficial permaneció un momento indeciso, luego una luz iluminó
su rostro tostado. Levantó el sable en el aire y saludó a la bandera
gravemente. Luego volvió su caballo, trotó hasta la orilla y dio a sus hombres
la señal. Emprendieron el camino y mientras se alejaban en columna de a uno,
los sones de Dixie[55] llegaron a los oídos de los habitantes de la isla.
Jarbone se había quedado sin palabras. Milly le miró y sonrió gravemente,
pero su voz era un poco tensa.
—¿Sirve o no sirve una mujer en un caso de necesidad?
Él no contestó. Estaba allí, sencillamente, sin saber qué pensar. De pronto
ella se levantó y echó a correr hacia la cabaña. Después de un rato salió,
acompañada de la chiquilla, llevando en los brazos sus delgadas mantas. Se
paró, examinó el carromato, puso dentro las mantas y se dirigió al fuerte
andando lentamente.
—¿Puedo coger una hacha?
—¿Para qué necesita una hacha? —preguntó Jarbone, muy despacio.
—Tengo que quitar la espiga e intentar arreglar los ejes, para que la mula
pueda arrastrar el carro.
Él la miró estúpidamente.
—¿A dónde va?
—A California.
—Pero yo creía que iba a casarse con Juan.
Milly se volvió a mirar a Juan, que estaba al lado de Jarbone, y sonrió.
—Juan no me ama —dijo—. Iba a casarse conmigo para ayudarme y yo
deseaba huir de todo. Estaba acabada, vencida, o por lo menos así lo creía;
pero luego, cuando me sentí bajo la bandera, una nueva fortaleza creció en
mí.

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—Está usted loca —dijo Jarbone—. No puede irse sola. La mula no podrá
arrastrar el carro. Además están los indios. Y tiene que atravesar desiertos.
—Ya me las arreglaré —replicó ella, mirándole fijamente con aquellos
ojos azules.
De pronto Jarbone comprendió que lo haría, que ella era una de esas
personas que jamás aceptan la derrota. Y también comprendió que no quería
perderla.
—Me iré con usted —dijo.
Milly no se sorprendió; parecía saberlo de antemano.
—Como quiera —aceptó.
Jarbone miró a Juan. Juan estaba mostrando su maliciosa sonrisa.
—Todo está muy bien, amigo, lo comprendo. Lo he estado viendo venir
desde el principio. Tú me hacías demasiadas advertencias contra las mujeres.
Ven, vamos a elegir los caballos; te ayudaré a ponerles los arneses.
—Tú vendrás con nosotros.
—Sólo un poco de tiempo. No hay sitio para dos hombres en la vida de
una mujer. Cabalgaré con vosotros hasta El Paso, por si hay alguna molestia y
luego ¡vayan con Dios!
Uncieron al carromato los dos caballos más fuertes que tenían. Cargaron
en el carro todas las provisiones y abandonaron la isla. Jarbone conducía, la
muchacha se sentaba a su lado y el viejo y la niña iban dentro. Juan les
seguía, llevando el caballo de Jarbone.
Cuando vadearon el río, Jarbone miró hacia atrás y vio que habían
olvidado la bandera. Paró y quiso volver atrás, pero Milly negó con la cabeza.
—Déjala allí.
Jarbone permaneció indeciso; luego habló a los caballos y siguió adelante,
lentamente. Él también se había sentido vencido. Él también había tratado de
huir y esconderse. Pero comprendió que mientras aquella bandera ondease
libremente al viento no volvería a sentirse vencido jamás. Se dirigió hacia el
Oeste, hacia su nueva vida y, en lo que a Jarbone Todhunter se refería, la
bandera seguiría ondeando sobre la isla mientras él viviera.

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EL PERRO

WILLIAM FAULKNER

L A detonación le pareció a Cotton el ruido más formidable que jamás


hubiera oído; demasiado formidable para que pudiera oírse entero en un
solo instante. Su repercusión se prolongó por los alrededores, en la espesura y
en la penumbra del camino, mucho tiempo después de que el retroceso de la
carabina del calibre diez le hubiera dado en el hombro, como un martillazo;
mucho tiempo después de que se hubiese disipado la humareda de la pólvora
negra y de que el caballo, enloquecido, tras girar dos veces sobre sí mismo,
hubiera partido al galope y desaparecido a lo lejos, con los estribos vacíos
batiendo contra la silla, sin ocupante.
Aquella detonación había hecho demasiado ruido. Era absurdo,
inconcebible: una carabina que tenía desde hacía más de veinte años.
Permaneció aturdido, estupefacto, ofuscado, aplastado, por así decirlo, en la
maleza. Hubiera podido disparar un segundo tiro, pero ya era demasiado
tarde, puesto que el perro había desaparecido.
Entonces sintió la necesidad de huir, pero permaneció donde estaba. Se
había preparado desde la víspera: «Unos momentos después —se había dicho
— querrás ponerte a salvo. Pero no podrás irte; tendrás que acabar tu trabajo.
Tendrás que dejarlo liquidado. Será duro pero lo conseguirás. Tendrás que
quedarte quieto en el bosque y contar lentamente hasta que te sientas capaz de
acabarlo».
Y eso fue lo que hizo. Dejó el arma en el suelo y se sentó en el mismo
sitio donde antes había estado tendido sobre el vientre, detrás del tronco del
árbol. Empezó a contar despacio hasta que dejó de temblar y sus oídos
dejaron de percibir el estampido del tiro y el galope del caballo. Había
escogido bien el lugar; era un camino tranquilo por donde, durante meses, no
pasaba más que el caballo que acababa de huir. Era una vereda entre el
almacén Varner y la casa donde vivió el propietario del caballo; un sendero
discreto, que desaparecía bajo la hierba, que discurría a lo largo del río. Y allí

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estaban los dos hombres; uno escondido entre las malezas; el otro tendido en
el camino, con la cara contra el suelo.

Cotton era un viejo solterón. Vivía en una cabaña solitaria, situada al


borde del río, a unas cuatro millas de donde se hallaba en aquel momento.
Cuando llegó a su casa, era de noche. Sacó agua del pozo y limpió sus
botas. No estaban más manchadas de barro que de costumbre y él no se las
ponía más que en los días lluviosos; sin embargo, las limpió con cuidado.
Después se ocupó de la carabina, y la limpió también esmeradamente, cañón
y madera. No hubiera podido explicar la razón, puesto que jamás había oído
hablar de huellas digitales. Después cogió el arma, la llevó a la casa y la
colocó en su sitio.
Tenía la leña en la cabaña, algunas ramas nudosas de abeto casi
carbonizadas en su rincón de la chimenea. Encendió fuego en un hornillo de
arcilla, preparó su cena, se la comió y se dispuso a dormir. Dormía sobre un
montón de mantas, en el suelo. Atrancó la puerta, se quitó la chaqueta y se
acostó. Cuando el fuego se consumió era ya noche cerrada. Permaneció allí,
tendido en la oscuridad. No pensaba en nada; ni siquiera reaccionó cuando
oyó al perro. Todas las noches, solía oír a los perros, perros solitarios, que
vagabundeaban por su propia cuenta por el lecho del río, o jaurías que
perseguían a las ratas o a los gatos monteses.
Cotton había concentrado en el radio de cinco millas, desde su casa al
almacén Varner, todo lo que representaba su vida, sus costumbres, su
heredad. Conocía por sus ladridos a casi todos los perros, lo mismo que
reconocía las voces de casi todos los hombres. Conocía muy bien al perro que
ladraba. Aquel perro, el caballo del galope tendido, con los estribos colgantes,
y el propietario de los dos, perro y caballo, habían sido inseparables. Cuando
se veía a uno, podía deducirse que los otros dos estaban cerca.
El perro era pequeño, de carácter vagabundo, que se lanzaba ferozmente
sobre cualquiera que se acercase a la casa con una confianza en sí mismo y
una arrogancia que recordaban las de su mano. No era aquélla la primera vez
que Cotton había intentado matarle, pero ahora era cuando se daba cuenta,
plenamente, de que aún no había acabado con él: «Nunca he tenido suerte —
se dijo, tendido en su camastro—. Nunca. Si hubiera tenido el valor de
matarlo, de matar al perro…».
Cotton no tenía prisa en sentirse triunfante. Aún era demasiado pronto
para enorgullecerse, para considerarse libre. Todavía era demasiado pronto.
Se trataba de la muerte y Cotton no llegaba siquiera a concebir que un hombre

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pudiera crear esa irrevocable ruptura, con un solo gesto. Había olvidado
completamente el cadáver. Por eso permanecía tendido, agotado por la espera,
sin pensar en nada, escuchando al perro. Sus aullidos se dejaban oír a
intervalos regulares, sonoros, irreales, llenos de esa tristeza, de esa desolación
resignada que tienen los ladridos de los perros en la oscuridad.
Cotton se sentó impulsivamente en su camastro. «Tonterías de negros»,
pensó, para tranquilizarse. Había oído decir —ya que nunca frecuentó el trato
con los negros, a causa de la antipatía y la rivalidad económica que los
separaban de las gentes de su raza— que, de creer a los negros, los perros van
a aullar a los lugares donde acaban de enterrar a sus amos. «Son tonterías de
negros», seguía repitiendo mientras se ponía la chaqueta y las botas que
acababa de limpiar. Abrió la puerta. Del lecho oscuro del río, a los pies de la
colina donde se alzaba la cabaña, llegaban los ladridos del perro, lúgubres
como el doblar de las campanas. De un clavo cercano a la puerta descolgó una
cuerda y luego descendió la pendiente. El brillo de las luciérnagas flotaba
contra el muro tenebroso, de la espesura; de más allá de ese muro sombrío
llegaba el croar de las ranas. Cuando se adentró en el bosque, apenas podía
distinguir su propia mano. El suelo, donde posaba los pies, era viscoso,
cubierto de plantas trepadoras y zarzas, que tenían la perversidad de las cosas
inanimadas y parecían surgir de las tinieblas para atraparle con sus tentáculos
cubiertos de púas. Del espacio impenetrable y misterioso que se extendía
delante de él, se elevaban regularmente los ladridos del perro.
Anduvo en la dirección del sonido, entre el barro. El aire era fresco, pero
él estaba empapado en sudor. Hizo un poco de ruido, el perro se calló y
Cotton se lanzó hacia delante, los dientes secos, entre los labios secos, con las
manos crispadas tanteando hacia los aullidos que acababan de cesar, hacia el
pálido brillo fosforescente de los ojos del perro. Los ojos desaparecieron.
Cotton se paró, jadeante, encorvado, con la cuerda en la mano, buscando los
ojos. Maldijo del perro, violentamente, en voz baja. No se oía nada; todo era
silencio.
Avanzó sobre las manos y las rodillas, orientándose por las siluetas de los
árboles contra el cielo. Al cabo de un rato, herido por las zarzas que le
arañaban la cara, encontró una zanja poco profunda, que estaba llena de hojas
podridas. Cotton hundió los pies hasta los tobillos en algo que no era ni tierra
ni agua, en medio de la oscuridad, con los codos levantados a la altura de la
cara, para protegerse. Tropezó contra algo que no supo identificar, algo
blando al tacto. Cuando lo tocó, aquello lanzó un grito ahogado, parecido al
de un niño; Cotton dio un salto atrás y oyó cómo el animal huía

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precipitadamente. «No es más que una comadreja —se dijo—, sólo una
comadreja.»
Se limpió las manos en los muslos. Sus muslos estaban también
manchados de cieno; se limpió las manos en la camisa, a lo largo del pecho.
Al fin llegó hasta el cadáver y lo sujetó por los hombros. Anduvo hacia
atrás, a trompicones, arrastrándolo. De vez en cuando se paraba y se secaba
las manos en la camisa. Se paró al lado de un árbol, un ciprés podrido, hueco,
sin copa, de unos diez pies de altura, aproximadamente. Se había guardado el
rollo de cuerda bajo la camisa; la anudó en torno al cadáver y trepó al tronco.
Cotton no era un hombre corpulento, pero no obstante izó hasta él el cadáver,
a pulso, hasta que consiguió colocarlo atravesado sobre el agujero, como un
saco de harina a medio llenar. El nudo de la cuerda se había apretado; Cotton
sacó un cuchillo, cortó la cuerda y dejó que el cuerpo se deslizara en el
interior hueco del árbol podrido.
No se hundió mucho. Cotton le empujó, tanteando con las manos
alrededor para averiguar qué le retenía. Anudó la cuerda en torno a una rama
del árbol, agarró el otro extremo con la mano, se subió sobre el cadáver y
saltó encima de él, con los pies juntos. De pronto el cuerpo se hundió y él
quedó suspendido de la cuerda.
Intentó trepar por la cuerda, agarrándose con los dedos a las fibras
podridas, respirando un polvillo de madera en descomposición fino y
húmedo, parecido al rapé. Oyó crujir el muñón de rama en el que había
afirmado la cuerda y notó que empezaba a ceder. Dio un salto, sin punto de
apoyo alguno, agitando los pies y las manos para asirse a la madera podrida;
al fin lo logró, consiguió agarrar el borde, pero la madera se desmenuzó entre
sus dedos. Trepó encarnizadamente, sin conseguir elevarse ni una pulgada.
Sus labios estaban crispados sobre los dientes, sus ojos miraban fijamente al
cielo.
La madera dejó de desmigajarse. Cotton quedó suspendido de las manos y
recuperó el resuello. Se izó y se montó a horcajadas en el borde. Permaneció
así un momento; después descendió y se apoyó en el tronco hueco.
Cuando volvió a su cabaña estaba al límite de sus fuerzas. Jamás se había
sentido tan fatigado. Se paró ante la puerta. Las luciérnagas seguían
reluciendo a la orilla del bosque sombrío, los búhos ululaban y las ranas
continuaban croando con voz de bajo. «Nunca me había cansado tanto —se
decía, apoyándose contra la casa, contra la pared que él había edificado—.
Parece como si me hubieran hecho mal de ojo. Tener que trepar dentro del
tronco, y el ruido que hizo el disparo. Como si me hubieran cambiado por

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otro, sin darme cuenta; o me hubiesen llevado a otro país, donde los ruidos
fueran más fuertes y resultara más difícil trepar, sin que me diera cuenta.» Se
fue a acostar, se quitó las botas llenas de barro y la chaqueta y se tendió en el
catre. Era ya muy tarde. Lo comprendió al ver una estrella que aparecía en el
recuadro de su ventana.
Después, como si hubiera estado esperando a que Cotton se instalara
cómodamente, el perro volvió a ladrar. Tendido en la oscuridad, el hombre
oyó el primer ladrido, lúgubre, prolongado, profundo.

Cinco hombres vestidos con cazadoras de cuero, se acurrucaban contra el


almacén Varner. Cotton era el sexto. Estaba sentado en el escalón más alto,
con la espalda apoyada en el poste carcomido que sostenía el alero de madera
de la terraza. El séptimo estaba sentado en la única silla plegable. Se trataba
de un hombre grueso y plácido, en pantalones de algodón y camisa blanca, sin
cuello; fumaba una pipa de espiga de maíz. Era un hombre de edad madura, el
sheriff del condado. Todos estaban hablando de un tal Houston.
—No tenía motivos para largarse —decía uno—, para desaparecer. Para
mandar el caballo a su casa, con la silla vacía. No hay razón alguna. Era
dueño de su casa. Todos los años recogía buenas cosechas, estaba en mejor
posición que cualquiera en el condado. Y soltero, por si fuera poco. No tenía
por qué desaparecer. Y no se ha ido, podéis estar seguros. No sé qué habrá
hecho, pero no se ha ido.
—Yo no sé —dijo otro—. Nunca se puede saber lo que un tipo lleva en la
cabeza. Houston podía tener razones, que ninguno conocemos, para hacer
creer a las gentes que le ha pasado algo. Esto ha ocurrido otras veces.
Algunos hombres tienen sus razones para irse a Texas con otro nombre.
Cotton estaba sentado un poco por encima de sus líneas visuales, con la
cara escondida a medias bajo su sombrero, sucio y miserable. Estaba tallando
un bastón, en una rama de abeto.
—Pero un tipo no puede desaparecer sin dejar rastro —dijo un tercero—.
¿No es verdad, sheriff?
—No lo sé —respondió éste. Dejó la pipa de maíz y escupió en el suelo
—. No se puede saber lo que hará un hombre que tenga alguna molestia, salvo
que será algo en lo que nadie haya pensado; algo inesperado. Pero si se puede
llegar a saber lo que le está fastidiando, casi siempre se acaba por averiguar lo
que ha hecho.
—Houston era demasiado astuto para andar por ahí, contando sus planes
—añadió el que había hablado en segundo lugar—. Si hubiera tenido

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necesidad de desaparecer creo que sabríamos lo mismo que sabemos ahora,
poco más o menos.
—¿Y qué es lo que sabemos ahora? —preguntó el tercero.
—Nada.
—Eso es exacto —concluyó el tercero—. Houston era muy reservado.
—No era el único por aquí —repuso un cuarto.
La reflexión le pareció extraña a Cotton, tanto más cuanto el hombre que
la hizo había callado hasta entonces.
Cotton estaba sentado, apoyado contra el poste y con el sombrero echado
sobre la cara, de forma que nadie se la veía. Tuvo la impresión de que los ojos
se fijaban en él. Contempló las virutas que salían lentamente, limpiamente,
del bastón, bajo la hoja afilada del cuchillo. «Tendría que decir algo», pensó.
—No era más astuto que otro cualquiera —dijo.
Después sintió haber hablado. Por debajo del borde del sombrero podía
ver sus pies. Siguió tallando el bastón, atento al cuchillo, a las virutas que se
sucedían. «Es preciso que quede muy liso; no hay peligro de que se rompa.»
Luego habló; escuchando su propia voz:
—Se engallaba como si fuera el capitoste principal del condado. Azuzaba
a su perro contra el ganado de los demás.
Cotton tenía la impresión de sentir los ojos de los demás; seguía mirando
sus pies y las virutas que iba arrancando del bastón, lisas, delgadas,
deslizábanse suavemente bajo la hoja del cuchillo. De pronto pensó en el
disparo, en el ruido formidable que produjo, en la conmoción de su
repercusión. «A lo mejor me veo obligado a matarlos a todos», se dijo. Aquel
hombre tranquilo, con su cazadora ajada, su cara descarnada y sus dulces ojos
de enfermo, que con una mano falta de vigor labraba un bastón, estaba
soñando con matarles a todos. «No a ellos; sólo a su charla.» Su
conversación, las entonaciones que daban a las palabras y los gestos que
hacían le resultaban familiares: pero Houston también. Había conocido a
Houston toda la vida.
—Es como el perro —dijo Cotton, contemplando cómo el cuchillo subía y
cortaba otra viruta—. Un perro que comía mejor que yo. Yo trabajo y no
como tan bien como su perro. Si yo hubiera sido su perro, no hubiera…
Menuda suerte —acabó a bocajarro.
Pudo sentir sus miradas, graves, atentas.
—Siempre estaba molestando a Ernest —dijo el primero.
—Me explotaba —replicó Cotton, los ojos fijos en el imperturbable
cuchillo—. Explotaba a cuantos podía.

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—Era un hombre poseído de sí mismo —dijo el sheriff.
Cotton seguía pensando que no cesaban de mirarle, ocultos tras sus voces
indiferentes.
—Muy astuto también —repuso el tercero.
—No lo fue lo suficiente como para ganar a Ernest en aquel proceso del
cerdo.
—Es verdad. ¿Cuánto sacó Ernest del proceso? Nunca nos lo ha dicho,
¿no es verdad?
Sabían muy bien, se figuraba Cotton, cuánto había ganado. El cerdo entró
en su campo en el mes de octubre. Él lo encerró e intentó averiguar a quién
pertenecía. Pero nadie lo reclamó y él lo estuvo alimentando con su maíz
durante todo el invierno. En la primavera Houston reclamó el cerdo.
Acudieron a la justicia. El cerdo se le atribuyó a Houston, pero éste tuvo que
pagar la alimentación del animal durante el invierno, más un dólar de multa
por extravío de animales.
—Creo que eso sólo le importa a Ernest —dijo el sheriff, al cabo de un
rato.
De nuevo Cotton se oyó hablar a sí mismo.
—Un dólar —dijo, mirando sus nudillos, blancos, en torno al cuchillo—.
Un dólar —intentó poner silencio a sus palabras—. Después de todo lo que
me hizo…
—Los tribunales hacen cosas raras —dijo el sheriff—, en los asuntos de
poca importancia. Pero en los grandes, generalmente tienen razón.
Cotton seguía tallando, con perseverancia, con circunspección. «Te
gustaría irte ahora mismo —pensaba—, pero primero tienes que acabar. Si es
necesario, cuentas hasta ciento; luego terminas.»
—Todavía se oía al perro la noche última —dijo el tercero.
—¿Sí? —preguntó el sheriff.
—No ha vuelto a la casa desde el día en que el caballo volvió con la silla
vacía —prosiguió el tercero.
—Se dedicará a cazar, seguramente —comentó el sheriff—. Volverá
cuando tenga hambre.
Cotton seguía trabajando en su bastón; sus manos no temblaron.
—Los negros pretenden que un perro aúlla hasta que se descubre un
cadáver —declaró el segundo.
—Ya he oído eso —respondió el sheriff.
Unos instantes después un auto se paró ante ellos y el sheriff se subió en
él. El coche iba conducido por un policía.

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—Vendremos tarde a cenar —dijo.
El auto trepó por la colina; su ruido se apagó. El sol estaba a punto de
ponerse.
—No parece preocuparse mucho —comentó el tercero.
—¿Por qué iba a preocuparse? —replicó el primero—. Después de todo,
uno tiene derecho a ausentarse de su casa y marcharse de farra, sin decirle
nada a nadie.
—De todos modos, creo que hubiera desensillado al caballo —observó el
segundo—. Y ese perro. Ahí pasa algo. No ha vuelto a la casa desde entonces
y no tiene albergue: Y aúlla. Y no ha vuelto a la casa desde el martes. Ése fue
el día en que Houston se marchó del almacén a caballo.
Cotton fue el último en abandonar el almacén. Era ya completamente de
noche cuando llegó a su casa. Comió un poco de pan reseco, cargó su
carabina y se sentó ante la puerta abierta, permaneciendo allí hasta que el
perro empezó a ladrar. Entonces descendió la colina y penetró en el lecho del
río…
Los ladridos del perro le guiaron; al cabo de unos instantes el perro se
calló y él pudo verle los ojos. Por el momento no ladraba. A la rojiza luz del
fogonazo, vio al animal entero, en un vigoroso relieve; le vio en el momento
en que desaparecía de un salto, en medio de un remolino de tinieblas; pudo oír
el golpe sordo de su cuerpo, pero no lo pudo hallar. Buscó minuciosamente
por el lugar, lo recorrió en todos los sentidos, parándose para escuchar. Sin
embargo, él había visto que el fogonazo hirió al animal y le hizo retroceder.
Se alejó unos trescientos pies y llegó a una hondonada, en la oscuridad.
Tiró el arma, oyó el ruido ahogado de la caída, vio cómo se abría la superficie
del agua sombría y estuvo allí mirando hasta que la última onda se extinguió.
Después se fue a su casa y se metió en la cama.
Aunque sabía que ya no oiría al perro, no pudo dormir. «Está muerto»,
pensaba, tendido en la oscuridad, sobre un montón de mantas. «Lo vi caer
cuando los perdigones le dieron en el lomo. Hubiera podido contarlos. Está
muerto.» A pesar de todo, no podía dormir, ni sentía necesidad de dormir.
A la mañana siguiente no se sintió cansado, pero él sabía que esto nada
tenía que ver con el perro. La verdadera causa era la costumbre recién
adquirida de pasar las noches sentado en una silla, delante de la puerta,
contemplando las luciérnagas y escuchando a las ranas y los búhos.
Cotton se dirigió al almacén Varner. Era mediodía y no encontró a nadie
en la terraza, salvo al comisario, que se llamaba Snopes.
—Llevo dos días buscándole —dijo Snopes—. Entre usted.

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Cotton entró. El almacén olía a queso, a cuero y a tierra recién removida.
Snopes fue a la parte de detrás del mostrador y sacó de allí una carabina
cubierta de barro.
—Esto es suyo, ¿no? —preguntó—. Vernon Tull ha declarado que esta
carabina le pertenece a usted. Un negro la ha encontrado en la hondonada,
mientras cazaba ardillas.
Cotton se acercó al mostrador y contempló el arma. No la tocó, no hizo
más que mirarla.
—No es mía —dijo.
—Nadie por aquí, excepto usted, tiene de estos viejos Hadley de calibre
diez —replicó Snopes—. Tull asegura que es suya.
—No es la mía —repitió Cotton—. Tengo una como ésta, pero está en
casa.
Snopes levantó el arma. Examinó la culata.
—Dentro tiene un cartucho cargado y otro vacío. ¿De quién es, en su
opinión?
—No lo sé —respondió Cotton—. La mía está en casa.
Había ido al almacén a comprar provisiones y las compró: bizcochos
queso, una lata de sardinas. Todavía no era de noche cuando volvió a su casa,
pero abrió la lata de sardinas y cenó. Cuando se acostó ni siquiera se quitó la
cazadora. Se hubiera dicho que esperaba algo, que no se desvestía para
poderse levantar rápidamente y salir en seguida. Todavía seguía esperando
ese algo cuando la ventana se tiñó de gris, luego de amarillo y por fin de azul;
y cuando en el cuadro de la ventana vio, bajo el cielo fresco de la mañana,
una manchita negra, que planeaba. Antes de que el sol se levantase había tres,
luego siete.
Durante todo el día las contempló acercarse, volar en negros círculos
concéntricos, descender planeando, cada vez más bajas y por último
desaparecer detrás de los árboles. Suponía que se trataba del perro. «Habrán
terminado antes del mediodía, no era un perro muy grande», pensó.
Cuando llegó el mediodía no se habían ido, incluso había más, y siempre
descendían y desaparecían detrás de los árboles. «Es necesario que coma —se
dijo—. Con todo el trabajo que tengo esta noche.» Se acercó al hogar, se
arrodilló y cogió un tronco de abeto. Todavía estaba de rodillas cuando oyó
de nuevo el ladrido del perro, profundo, modulado, lúgubre, que resultaba
imposible no reconocer. Guisó su comida y comió.

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Con el hacha en la mano, Cotton descendió a través de su raquítico campo
de maíz. Los aullidos del perro le hubieran podido guiar, pero no necesitaba
guía alguna. Aún no había llegado al lecho del río cuando empezó a pensar
que era su olfato el que le había guiado. El perro seguía ladrando. No se
ocupó de él hasta que el animal, al oírle, se calló como había hecho las otras
veces. Una vez más, vio sus ojos. Llegó hasta el tronco del ciprés hueco y le
dio un hachazo. El hacha se hundió hasta el mango en la madera podrida.
Mientras hacía esfuerzos para arrancarla, algo silencioso y feroz salió de las
tinieblas, detrás de él, y le dio un golpe, como un sablazo. Cotton acababa de
arrancar el hacha; se volvió, sosteniéndola en la mano; sintió contra su cara el
aliento cálido del perro y oyó el entrechocar de sus dientes mientras, con la
mano libre, empujaba al animal. El perro saltó de nuevo; sus ojos relucían.
Cotton estaba de rodillas, con el hacha levantada con las dos manos, en aquel
momento. La abatió, no halló obstáculo, ni oyó nada. Vio los ojos del perro,
medio cerrados. Se inclinó hacia los ojos, pero éstos desaparecieron. Esperó
un momento, pero no oyó nada. Entonces se volvió al árbol.
Al primer hachazo, el perro se lanzó a él de nuevo, Cotton lo esperaba; se
volvió y envió un hachazo en la dirección de los dos ojos. Notó que el arma se
clavaba en algo y se le escapaba de las manos. El perro gimió; él le oyó
arrastrarse, huyendo. A cuatro patas, buscó el hacha hasta que la encontró.
Volvió a atacar la base del tronco, parándose entre golpe y golpe para
escuchar. Pero ni oía nada ni veía nada. Sobre su cabeza, las estrellas
declinaban lentamente; reconoció aquella que tenía la costumbre de ver, hacia
las dos de la madrugada, en el marco de su ventana. Volvió a atacar,
resueltamente, el tronco del árbol.
La madera estaba podrida. A cada golpe, el hacha se hundía hasta el
mango, como en arena o en barro. De pronto, Cotton se dio cuenta de que el
hedor no era imaginario. Dejó el hacha y empezó a arrancar la madera
podrida con las manos. El perro estaba a su lado; gemía. Cotton no se dio
cuenta de su presencia, ni siquiera cuando el animal, saltando por encima de
él, metió la cabeza por la abertura, aullando.
—Quita —decía Cotton, sin darse cuenta exacta de que se trataba del
perro.
Arrastró el cadáver. Torció la cara, con un rictus que dejaba al descubierto
sus dientes, reteniendo la respiración anhelosa y atormentada. Vio que el
perro se le subía a las piernas, metiendo otra vez la cabeza en la abertura y
aullando.

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Cuando sacó del todo el cadáver, Cotton se cayó de espaldas. Permaneció
tendido sobre la tierra húmeda, contemplando por encima de él una porción
de cielo estrellado. El perro aullaba sin descanso, en un tono lamentable.
—¡Cállate, bocazas! —dijo Cotton—. ¡Cállate!
El perro no le obedeció: «Pronto amanecerá», se dijo Cotton. «Es preciso
que me levante.»
Se levantó y dio una patada al perro. Éste se alejó un poco, pero en
cuando Cotton se inclinó para coger las piernas del cadáver y empezó a
retroceder, el perro se acercó de nuevo plañendo lastimeramente. Cotton se
paró para descansar, el perro volvió a ulular. El hombre volvió a darle una
patada. En seguida llegaron los primeros resplandores del alba; los árboles
surgieron, como espectros, de las miasmas de la noche. Entonces pudo ver al
perro con toda claridad; era un animal pequeño, delgado; tenía una larga
herida sangrante que le cruzaba la cabeza.
—Tengo que desembarazarme de ti —le dijo Cotton.
Sin dejar de mirar al perro, se agachó y cogió una rama caída. Estaba
podrida y cubierta de limo. La empuñó. Cuando el perro levantó el hocico
para aullar, le dio un golpe. El perro se volvió. Se lanzó contra el hombre sin
ladrar; Cotton le hirió de nuevo. Después, agarró el cadáver por los tobillos e
intentó correr.
Era casi de día cuando Cotton salió del bosque y llegó al río; el cauce
parecía una larga franja de algodón, aunque podía oírse el ruido del agua en
algún lugar, allá abajo. Hacía fresco allí; los bordes de la alfombra de niebla
se retorcían en volutas ondulantes. Cotton se agachó, levantó el cadáver y lo
lanzó al banco de niebla. En el momento en que el cuerpo desaparecía, lo vio;
observó la lenta gesticulación de tres miembros en lugar de cuatro y
comprendió entonces por qué le había costado tanto sacar el cadáver del
tronco. «Tendré que hacer otro viaje», se dijo. Oyó entonces un ligero
deslizamiento detrás de él. No tuvo tiempo apenas de volverse, el perro se
lanzó contra él, tirándole al suelo. Tendido sobre la espalda, Cotton le vio en
el aire, como un pájaro, y luego desapareció rápidamente en la niebla, con un
ladrido corto y ahogado.
Cotton se levantó, echó a correr, se cayó al suelo y volvió a levantarse. Ya
era completamente de día. Vio el tronco y el agujero negro que él había
abierto. A sus espaldas, oyó el deslizamiento rápido del perro. En el momento
en que el animal se lanzaba sobre él, tropezó, se cayó y el perro pasó volando
sobre él, con los ojos ardientes como dos brasas de cigarro. El animal giró
sobre sí mismo y se lanzó contra el hombre antes de que tuviera tiempo de

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levantarse. Cotton golpeó el hocico con sus manos desarmadas y volvió a
correr. Ambos llegaron al árbol al mismo tiempo. El perro volvió a atacarle y
le mordió en el brazo en el momento en que lo introducía en el árbol, para
coger el miembro que había quedado. Durante un momento, el perro saltó
contra sus piernas, luego desapareció.
Y entonces se oyó una voz que decía:
—Ya lo tenemos. Puedes salir, Ernest.

La cabeza de partido del condado estaba a catorce millas de allí. Se


trasladaron en un viejo Ford. En el asiento trasero iban sentados Cotton y el
sheriff, encadenados uno a otro por las esposas. Tenían que recorrer dos
millas antes de llegar a la carretera principal. Hacía calor; eran las diez de la
mañana.
—¿Quiere cambiar de asiento para protegerse del sol? —le ofreció el
sheriff.
—Estoy bien así —contestó Cotton.
A las dos tuvieron un pinchazo. Cotton y el sheriff se sentaron bajo un
árbol mientras que el chófer y el otro policía atravesaban un campo y volvían
al cabo de un rato con un jarro de cristal lleno de leche y algunos alimentos
fríos. Comieron, repararon el neumático y emprendieron el viaje de nuevo.
Cuando estuvieron a cuatro o cinco millas de la ciudad, empezaron a
encontrar carretas y coches que volvían del mercado que se había celebrado
aquel día. Los tiros de las carretas avanzaban lentamente hacia sus casas,
entre la inevitable polvareda que siempre levantaban. El sheriff saludaba a la
gente con la mano izquierda.
—Llegarán a su casa a la hora de cenar —dijo—. ¿Qué te pasa, Ernest?
¿Estás mareado? Espera, Joe; párate un momento.
—Sacaré la cabeza —dijo Cotton—. No se preocupen.
El coche siguió su camino. Cotton asomó la cabeza por la abertura en V
de la armazón que sostenía la capota. El sheriff levantó el brazo para que
Cotton pudiera moverse.
—Vamos —dijo Cotton—. Ya estoy bien.
El coche continuó corriendo. Torciendo un poco la cabeza, consiguió
meter el cuello en el ángulo de hierro en forma de V, los lados de dicho
ángulo apretándole firmemente en los maxilares, detrás de las orejas. Volvió a
cambiar de posición hasta que la cabeza quedó muy apretada contra el ángulo.
Luego levantó bruscamente las piernas sobre la portezuela, procurando que
todo el peso del cuerpo pendiera del cuello aprisionado. Pudo oír el crujido de

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sus vértebras; experimentó una especie de rabia contra su propia solidez;
luego se debatió contra las sacudidas de las esposas y las manos que le
agarraban.
Le tendieron en la cuneta. Le mojaron con agua la cara y la boca, aunque
no pudo beber. Se sentía incapaz de hablar. Quiso jurar y juró en silencio.
Después le metieron otra vez en el coche y le llevaron por la calle de asfalto,
donde los niños, vestidos con trajecitos de colores vivos, jugaban en las
aceras umbrosas; donde, en el largo crepúsculo del verano, los hombres y las
mujeres volvían a sus casas, para cenar, para sentarse ante sus platos llenos de
buenos alimentos y ante sus tazas de café.
En la cárcel llamaron a un médico para que lo cuidara. Cuando el médico
se fue, llegó hasta sus narices un aroma de comida guisándose en algún lugar:
jamón, pan caliente y café. Estaba tendido en un camastro de campaña: el
último rayo de un sol cobrizo, deslizándose a través de la estrecha ventana,
dibujaba las sombras de los barrotes, al otro lado de la pared, por encima de
su cabeza. Su celda estaba cerca del pasillo donde se hallaban los presos de
menor importancia, los que estaban en la cárcel por pequeños delitos, o para
poder comer caliente tres veces al día. Una escalera llevaba del entresuelo
hasta el interior de aquella celda colectiva. En aquel momento estaba ocupada
temporalmente por un grupo de negros de un equipo móvil que trabajaba en
las grandes carreteras y estaban presos por vagabundeo, por haber vendido un
poco de whisky o por haber ganado, a los dados, diez o quince centavos. Uno
de los negros estaba ante la ventana que daba a la calle, insultando a alguien,
allí abajo. Los otros charlaban entre ellos, con sus voces cálidas,
murmurantes, dulces y monótonas. Cotton se levantó, fue a la puerta de su
celda y se agarró a los barrotes contemplando a los negros.
—Todo… —empezó a decir, pero su voz no emitió el menor sonido. Se
llevó la mano a la garganta y emitió un ruido seco, como un graznido, que
hizo que cesase la charla de los negros, que le contemplaron haciendo girar
los ojos.
—Todo iba muy bien —dijo Cotton—, hasta que empezó a partirse en
pedazos. Hubiera podido darle su merecido al perro. —Se sujetaba la
garganta, su voz era rasposa, seca, carraspeante—. Pero empezó a deshacerse
en pedazos…
—¿Quién, él? —preguntó uno de los negros.
—Todo hubiera ido bien —insistió Cotton—, pero empezó a deshacerse
en pedazos…
—Tú, blanco, cállate ya; no nos cuentes cuentos como ése.

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—Todo hubiera ido muy bien —repitió Cotton con un cuchicheo, con la
voz ronca.
Luego volvió a fallarle la voz por completo. Se agarraba a los barrotes con
una mano y su garganta con la otra, mientras los negros le contemplaban, en
grupo compacto, con los ojos blancos y graves. Después, como de común
acuerdo, se dieron media vuelta y se precipitaron al fondo de la celda, hacia la
escalera. Cotton oyó el ruido de pasos lentos y luego le dio en el olfato el olor
de comida. Se agarró a los barrotes, tratando de ver la escalera.
—¿Van a dar de comer a esos negros antes de dar de comer a un blanco?
—exclamó, al oler el jamón y el café.

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LOS LAZOS DE LA CAMARADERÍA

PHILIP VERRILL MIGHELS

L OS resoplidos, frotamientos y temblores de las máquinas, en la media


noche, cantaba los febriles anales del campamento minero de
Goldenville. Pero sus cantos caían en oídos sordos, ya que Bronson, sentado
en su cabina, trataba de aceptar, lentamente, las consecuencias que
sobrevendrían si aquello que le acababa de decir su compañero era cierto.
La luz de la vela iluminaba su camisa de franela, sus pantalones
descoloridos y sus viejas y arrugadas botas y revelaba en su cara rasgos de
vigorosa y joven masculinidad, más elocuentes aún por el cansancio con que
el duro trabajo del día le había marcado. Su rostro reflejaba algo más que
cansancio, reflejaba congoja.
Larry Mott permanecía silencioso ante él, contemplándolo. Durante un
momento, sintió una punzada de dolor al ver el efecto que había producido en
el confiado Bronson la mentira que el amor y los celos le habían impulsado a
decir. Pero se le había metido en la cabeza la loca idea de que si Bronson
quedaba eliminado, se produciría un cambio y ella… ella tendría… debería
olvidar que Bronson había existido. En aquel momento, Mott contemplaba su
recuerdo, veía su belleza, su dulce rostro, rojo como la púrpura por el
arrobamiento, a medias confesado, que le causaban las atenciones de
Bronson.
Observó todas las fases del sufrimiento de su camarada. Bronson no
levantó la cabeza, ni cuando habló.
—No —dijo, después de una larga reflexión—, no… Procuraré no
volverla a ver. Será mejor.
Mott permaneció callado.
—Quieren que empecemos nuestras prospecciones —añadió Bronson,
después de otra pausa—. De manera que tendremos que salir por la mañana
temprano.

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Mott sintió que se le aceleraban los latidos del corazón. Muchos de sus
amigos mineros se adentraron en las montañas y no habían vuelto.
—¿A dónde iremos? —preguntó.
—No me importa adónde, Larry —replicó Bronson desmayadamente—.
Yellow Buttes, Iron Valley o las colinas de Death-Trap… lo mismo me da.
—«Lost Gold»[56] está en las colinas de Death-Trap[57] —sugirió Mott.
—Y no hay agua —añadió el compañero.
La cara de Mott enrojeció, como si le hubieran detectado un pensamiento
siniestro, pero la mirada de Bronson se fijaba en el suelo.
—Nadie sabe si hay agua o no —contestó Larry— y, desde luego, oro sí
hay.
—¡«Lost Gold»! —dijo Bronson amargamente—. ¡«Lost Gold» que
nunca encontraré!… Larry puede que las colinas de Death-Trap sea el mejor
sitio, en lo que a nosotros concierne. Vamos a probar suerte.
De nuevo los latidos apresurados hicieron saltar el corazón de Larry.
—Muy bien —dijo—. Saldremos mañana, muy temprano.
No pudo rehusar estrechar la mano que le tendía Bronson, pero puso
especial empeño en no encontrarse con los ojos de su compañero.

Montañas en cónclave; montañas tan numerosas como olas en el mar;


montañas por todas partes, prodigiosamente bordeadas de rocas,
increíblemente desnudas, sin un árbol, en su estéril desolación. Viejo,
abrupto, arrugado era el mundo en aquel lugar por donde pasaban Mott y
Bronson, hollando terreno virgen.
¡Qué insignificantes parecían las tres criaturas vivientes —Bronson, su
compañero y el borriquillo gris cargado con mantas, provisiones y los útiles
de trabajo— andando entre aquellos cataclísmicos gigantes de la tierra! No
eran más que ilusiones creadas por las palpitaciones del aire caliente.
El día era terriblemente cálido. No había más que calor, calor, calor, por
cualquier parte hacia donde el hombre se pudiera volver. La superficie del
suelo abrasaba; el sol caía despiadadamente, como si entre él y la tierra no se
interpusiera el velo de la atmósfera; las rocas reflejaban sus rayos, irradiando
calor, incesantemente, de colina en colina; la arena parecía ceniza ardiente. La
sequedad de la atmósfera podía palparse en el aire. Todo el vasto universo de
aquella ajada superficie del planeta parecía desecada. En las raquíticas
malezas cantaban algunas cigarras, como si quisieran prolongar el calor en las
vibraciones sonoras. Unos lagartos, negros y brillantes, yacían en los
fragmentos de rocas, jadeando en el intenso calor.

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La cañada por la que estaban subiendo los hombres era estrecha, tortuosa.
Bronson iba delante. De pronto, se paró, se echó el sombrero hacia atrás y
contempló las desnudas colinas bajo el aire estremecido.
Estaban a quince millas de la corriente de agua más próxima. No habían
hecho más que penetrar en la zona en la cual, según se creía, había oro en
abundancia. Contra su voluntad, Bronson sintió terror ante ella.
—Larry —dijo—, lo más sensato sería acampar en el primer sitio
apropiado que encontremos y empezar las excavaciones allí mismo, por las
tardes, cuando refresca, y en las madrugadas.
—Voy a beber agua —dijo Mott, y dirigiéndose al burro quitó el tapón de
un pequeño barril, que transportaba, y llenó su cantimplora de agua tibia.
—Debemos administrar el agua lo mejor posible —advirtió Bronson—.
Sólo hemos traído la suficiente para un par de días.
—Si no bebo me moriré —contestó Mott, y se bebió por lo menos una
pinta, cuando un solo trago hubiera bastado.
—Acamparemos en el primer sitio bueno que encontremos —repitió su
compañero, y emprendió la marcha de nuevo.
Durante media hora caminaron cuesta arriba, en silencio. Dos veces más
bebió Mott, pródigamente. A decir verdad, le era necesario porque, para
animarse un poco, había bebido una gran dosis de whisky de un frasco que
llevaba escondido en el bolsillo. Además, odiaba aquellas horribles colinas, le
asustaba el lugar. Aborrecía el calor, las privaciones y el sentirse encerrado
entre aquellas desoladas montañas. Su mente enloquecida no pensaba más que
en huir hacia Goldenville… y en huir solo. Hora tras hora, día tras día, había
estado pensando en la desnuda región, confortándose con un solo
pensamiento: ¡vaya un sitio para acabar con un compañero!
Bronson seguía avanzando, buscaba ansiosamente un lugar aceptable
donde acampar.
Se hallaban ya a diecinueve millas del agua que dejaron atrás y, tanto los
hombres como el burro, estaban exhaustos. Al fin llegaron a una profunda
garganta en el fondo de la cual el saliente de un risco daba fresca sombra.
Hicieron alto allí. Bronson empezó a descargar el burro, dejando las mantas y
los bultos en el suelo.
—Creo que queda muy poca agua en el barril —dijo, mientras levantaba
en el aire la preciada provisión—. Has debido beber más de la cuenta.
—¡Oh, hay suficiente —contestó Mott—; no te preocupes!
Su compañero no contestó nada. Simplemente, determinó que a la mañana
siguiente tendrían que volverse y abandonar las colinas de Death-Trap.

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Prepararon la cena y la comieron muy temprano. La oscuridad reinaba en
la garganta mientras el sol aún brillaba en los picos del oeste. Hacia las siete
prepararon los camastros, y a las nueve, Bronson, que estaba rendido, se
durmió profundamente.
Mott permaneció despierto. Durante una hora esperó; su locura le
calentaba más y más el cerebro. Por último se levantó, abandonando sus
mantas pausadamente, escuchando, con el corazón en un puño. La respiración
de Bronson era regular y pesada, ¡qué espantoso silencio rodeada al mundo!
Sin hacer ruido, el hombre se dirigió hacia la carga que se hallaba en el
suelo. Sentía la boca seca por la sed y el nerviosismo. Bebió y después llenó
su cantimplora y unos frascos, que guardó en sus bolsillos. De nuevo se paró
a escuchar. Bronson dormía como un chiquillo.
Cuando ya tuvo guardada su provisión de agua, Mott, deliberadamente,
derramó la que sobraba y colocó el barril sobre la mancha de humedad, en el
suelo, para que pareciera que se había volcado.
El sudor le empapaba la frente. Bebió otra vez y, serpenteando como un
ladrón, fue hacia la estaca en donde estaba amarrado el burro y la arrancó del
suelo. Arrastrando la cuerda, se llevó silenciosamente al animal fuera del
campamento y lo condujo a una hondonada, en la ladera cercana. De nuevo
sintió remordimientos, pero su locura los acalló. Casi al mismo tiempo que
los remordimientos le asaltó la pasión. No quería que Bronson pudiera
disponer siquiera del burro. Con la culata de su pesado revólver lo derribó y
cuando se volvió para marcharse el animal yacía muerto en el suelo, sin
ninguna señal de violencia en el cuerpo. Si Bronson lo encontraba allí, podría
pensar en cientos de accidentes fortuitos, sin sospechar la traición.
Como un criminal, Mott volvió a la base de la roca, donde su compañero
seguía durmiendo. Estremecido por el horror de las cosas que había hecho, el
hombre se metió entre sus mantas y permaneció despierto, esperando el
amanecer.
Mil veces, antes de que la noche terminara, podría haber recuperado su
propio aprecio, intentando arreglar lo que había desarreglado. El silencio
llenaba su espíritu de pavor; la fe y la confianza que Bronson le demostraba le
pesaban en el ánimo. El pensamiento de la llegada del día y el descubrimiento
eran como una pesadilla. Por fin cayó en un inquieto sopor, del que se
despertó febril, luchando con una horrible horda de demonios que poblaban
sus sueños. El cielo empezaba a palidecer por el Este.
La luz del día despertó a Bronson, que inmediatamente se levantó del
camastro. Mott estaba escuchando, mientras permanecía quieto, fingiendo

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dormir. Oyó que su compañero se levantaba y oyó la exclamación de asombro
y preocupación al darse cuenta de la ausencia del burro.
—¡Larry! —llamó Bronson—. ¡Larry!
Mott se incorporó y se restregó los ojos.
—¡Hola! —le contestó.
—El burro ha desaparecido…, se ha escapado. No comprendo cómo ha
podido arrancar la estaca.
Con muy bien fingido enojo, Mott saltó del camastro, maldiciendo al
animal copiosamente.
—No puede haber ido muy lejos —dijo Bronson—; pero con todas estas
rocas no podremos encontrar su rastro. Tendremos que buscarlo a ciegas.
El rápido éxito de sus planes hizo que aumentara la locura, la astucia y la
determinación de Mott.
—¿Vamos a desayunar? —preguntó.
—El estómago puede esperar —replicó su camarada—. Será mejor que
busquemos al burro primero, antes de que el sol empiece a achicharrar las
colinas.
—Muy bien —convino Mott, controlando la tensión de sus nervios con un
violento esfuerzo—. Tú busca hacia arriba y yo buscaré hacia abajo del
cañón. El primero que lo encuentre que dispare un tiro al aire como señal.
—No puede haber ido muy lejos, con toda aquella cuerda colgándole del
cuello —repitió Bronson—. Espero que lo encontremos antes de que haga
demasiado calor.
Con ojos brillantes de emoción, Mott contempló a su compañero, mientras
se cargaba a la espalda la cantimplora medio vacía. Si impulsado por la sed,
después de trepar por las colinas, consumía la escasa provisión de agua que
llevaba, no habría poder en la tierra que pudiera mantenerle vivo para recorrer
aquellas diecinueve millas de rocas y precipicios que separaban el
campamento de la corriente de agua más próxima, en el camino de
Goldenville.
Sin sospechar nada, Bronson echó a andar garganta arriba. Durante un
rato, después de su marcha, Mott permaneció en el campamento. Sintió un
débil impulso de llamarle, de darle por lo menos una oportunidad de salvar la
vida. Luego, todo el ciego y loco amor que le dominaba se apoderó de él con
más fuerza que nunca. Seleccionando rápidamente unas cuantas provisiones
de la carga empezó a andar tan de prisa como pudo, siguiendo el camino por
el que había llegado. Sabía que tenía provisión suficiente de agua para llegar
al salto, y que Bronson carecía de ella.

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En la hora y media que Mott llevaba andando, acompañado de su traición,
el sol había salido sobre las desnudas crestas y estaba otra vez abrasando al
mundo con sus despiadados rayos.
El hombre andaba ahora con menos prisas. Con frecuencia, hacía pausas
para beber agua del segundo de los frascos; el otro, que ya estaba vacío, lo
tiró Empezaba a desesperarse, mientras contemplaba las montañas sin vida.
En toda la perspectiva que se extendía ante él no había nada que recordase
haber visto anteriormente. Y sin embargo, era absurdo creer que se había
equivocado de dirección. Recordaba haber trepado y descendido por un gran
número de colinas, con su compañero.
¡Qué calientes se estaban poniendo las rocas y la tierra! Bebió toda el
agua que le quedaba en el frasco y lo tiró a su espalda. Empezó a trepar por la
pendiente que tenía delante. El aire estaba cargado por el zumbido del calor,
donde zanganeaban las cigarras. Una ligera neblina ondulante se levantaba de
las colinas. Llegó a la cumbre y empezó a descender por la otra ladera. De
pronto, se encontró en una hondonada donde por poco cae al suelo, al tropezar
con el cuerpo muerto de un animal…, el pequeño borriquillo gris, muerto
donde él mismo le había derribado.
El hombre retrocedió, tambaleándose, al verlo. Durante un momento no
pudo creer en esta realidad. ¿Cómo podía estar allí aquella carroña? Un
sentimiento de horror se fue apoderando de él. ¡No había hecho más que dar
vueltas en redondo y ahora se hallaba a pocas yardas del campamento!
La frente se le empapó en sudor; se sintió febril. El agua que le quedaba
no sería suficiente para llevarle fuera de aquel odioso mundo de rocas y
colinas, a menos que corriese con todas sus fuerzas. Trató de pensar…, de
trazar un plan. Puesto que el burro estaba allí, el campamento quedaba justo
encima y el camino para volver al mundo exterior estaba un poco a la
derecha.
Trepó por las colinas. Al volver un recodo en la odiosa pendiente de
granito y piedras se paró y lanzó un grito desmayado.
Allí, bajo la deslumbrante luz en la hondonada, yacía el cuerpo del burro.
Mott creyó volverse loco. ¡Apenas le quedaba agua y había vuelto a andar
en círculo otra vez! Las colinas parecían girar en torno suyo, en el aire
trémulo. ¡Y el canto de las cigarras era tan horriblemente monótono,
persistente, burlón! Un pensamiento acudió a su cerebro: ¡Bronson! ¡Bronson
podría salvarle!
Trepó corriendo por la desnuda ladera, bajo el calor, y se lanzó luego
cuesta abajo, al otro lado de la vertiente. A medida que andaba giró hacia

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delante, buscando la peña saliente bajo la que acamparon. No pudo ver peña
alguna. Corrió más y más. Sentía los labios tumefactos. Bebió de su
cantimplora, con febril ansiedad.
Por último recordó la señal que habían convenido hacer cuando alguno de
ellos encontrara al burro. Sacó el revólver de su pistolera y disparó al aire
todos los tiros.
Siguió corriendo, jadeante, lanzando desesperadas miradas a las desiertas
montañas, parándose solamente para beber. Volvió a cargar y disparar su
revólver repetidas veces y el arma empezó a recalentarse insoportablemente.
Los disparos sonaban en el aire con sobrecogedoras detonaciones que el eco
repetía de colina en colina; no obstante, no había respuesta. El silencio,
enturbiado por el pesado canto de las cigarras, volvía al morir el eco del
disparo.
Anduvo desatinadamente, alejándose del campamento cada vez más.
Llegó el momento en que bebió el último sorbo de agua. Y aún siguió
corriendo hacia adelante, colina arriba, colina abajo. Disparando al aire el
aborrecido revólver, como un loco.
Cuando un disparo de contestación sonó a lo lejos, hacia la izquierda, se
sintió tan desvalido como un chiquillo. Intentó gritar, llamar a Bronson por su
nombre, pero tenía la garganta reseca y su resistencia le había abandonado.
Sólo pudo bajar, dando tumbos, la ladera por donde había sonado el disparo.
Disparando y cargando el arma tan de prisa como podía, fue señalando su
camino. Cuando al fin vio a su compañero, se derrumbó en el suelo.
Un momento después Mott estaba mojándose los labios en el agua de la
cantimplora de Bronson. Y eran los brazos de Bronson los que le ayudaban a
ponerse de pie.
—Procura animarte, Larry —decía—; tenemos que volver al campamento
y a la sombra.
El único deseo de Mott era huir de aquel lugar.
—¿Llegaremos hasta el salto de agua? —preguntó, lleno de pánico—.
¿Podrás llevarme hasta allí?
Ni siquiera trataba de ocultar su terror, su desesperación.
—No lo sé —contestó Bronson—. Tal vez podamos, cuando se ponga el
sol y refresque un poco. Volví al campamento y me encontré con que tú no
estabas allí, y por eso salí a buscarte. El agua del barril se ha volcado.
Mott contestó con un gruñido; la sensación de culpabilidad le impidió otra
respuesta. Algo parecido a un estremecimiento de horror ante su propia

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ceguera y locura le recorrió todo el cuerpo. Sufrió por la humillación de
tenerse que dejar llevar por Bronson, cuando éste mismo flaqueaba.
Con un sentido de la orientación tan certero como el de los indios,
Bronson escogió el camino más corto para llegar a la peña de la garganta.
Estaba a una distancia de más de dos millas. No podía hacer grandes
progresos porque el espantoso calor había aumentado y la colina por la que
estaban trepando era muy empinada. En media hora no avanzaron más que
una milla. Por entonces su estado empezaba a ser desesperado.
Juntos llegaron a un declive rocoso, salpicado de manchas negras de
fuego que tuvieron lugar en pasadas centurias. Ni la más raquítica planta
podía crecer en aquel terreno tan erosionado. Con pesada lentitud treparon por
la ladera de más allá. La cresta parecía arder y estremecerse por el calor
insoportable. Al otro lado había un valle y en el fondo, entre la arena, parecía
crecer algo de vegetación.
Los dos hombres descendieron hacia aquel lugar. De pronto se pararon al
borde de un saliente, a una altura de seis u ocho pies y contemplaron con
incredulidad lo que tenían delante. A unos quince pies más abajo, brillando al
inexorable resplandor del sol, yacía una límpida charca de agua.
Durante un momento, Mott creyó que había perdido el juicio. ¡Aquello no
podía ser cierto! Bronson, que estaba más sereno, creyó en la presencia de un
espejismo, o cualquier cosa, salvo que aquello pudiera ser una realidad. Y de
pronto un estremecimiento de horror le recorrió todo el cuerpo.
Alrededor de la charca, el espectáculo era espantoso: esqueletos y
carroñas de pájaros, conejos, coyotes. Un gato montés, muerto recientemente,
yacía sobre el lomo, con las garras al aire, contorsionadas en una actitud de
tortura, mudo testigo de la lucha desesperada contra la muerte. Una ardilla se
doblaba contra el suelo, con la cabeza medio enterrada en la arena; el
implacable destructor la había hecho su presa para siempre.
El horror que se apoderó de Bronson le hizo sentir vértigos. Luego, eran
ciertas las historias que alguna vez había oído sobre aguas emponzoñadas por
ácidos naturales, vomitados por cavernas envenenadas desde el fondo de la
tierra. Todos aquellos relatos acudieron a su mente. Aquellas osamentas
retorcidas, silenciosas, contaban la más espantosa de las historias con sus
posturas torturadas. La muerte, en una serie de posturas fantasmagóricas,
había dejado petrificadas a las criaturas que llegaban allí confiadas, huyendo
de la abrasadora desolación, para aplacar la sed en aquel fingido oasis. El
hombre se sintió helado por el espanto.

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Pero Mott sólo tenía ojos para el agua. Su razón, no mayor que la de una
ardilla hambrienta, arrastraba a sus músculos. Lanzó un grito de alegría
delirante y empezó a correr locamente hacia la charca.
Durante un momento, Bronson no comprendió lo que intentaba su
compañero. Luego se dio cuenta del alcance de su locura.
—¡Larry! ¡Larry! —voceó—. ¡No la toques! ¡Está envenenada!
¡Representa la muerte!
Pero Mott no se paró. Bronson le contempló mientras corría con los
brazos extendidos, dispuesto a lanzarse a la charca y hundir la cabeza en el
brebaje mortal.
—¡Larry! —gritó otra vez.
En una repentina decisión, saltó del saliente de granito, echó a correr para
alcanzar a su compañero y se lanzó contra él con todo su peso y violencia.
Mott se derrumbó bajo la embestida, pero se levantó casi inmediatamente.
—¡Déjame beber! —gritó, con voz espesa—. ¡Déjame beber!
—¡No! ¡Es venenosa! ¿No comprendes que es venenosa? ¡Mira todos
esos cadáveres!
—¡Agua! ¡Es agua! —le interrumpió Mott. Se dirigió, tambaleándose,
hacia el pozo.
Bronson también deseaba salvajemente un largo trago. Sabía que su
compañero se sentía como si ardiera, pero luchó contra él, para mantenerlo
apartado de la charca mortal.
Mott le golpeó, enloquecido. Falló el golpe y Bronson le cogió entre sus
brazos. Pero la fuerza de Larry era la de un maníaco. Lucharon bajo el terrible
calor del sol, aumentado por el reflejo de las rocas. Avanzaban dando traspiés,
hacia la emponzoñada corriente, y retrocedían luego, forcejeando y jadeando
roncamente.
La locura con que Mott se empeñaba en llegar al agua crecía y crecía.
Maldecía enérgicamente entre violentos jadeos. Su cara parecía diabólica.
Agarró a su compañero y le empujó para atrás. Cuando se iba a lanzar sobre
él chocó con una piedra. Estuvo a punto de caerse; sus músculos se aflojaron.
Instantáneamente, Bronson le dio un puñetazo en la barbilla. Se derrumbó en
el suelo, sin sentido, junto a un coyote.
Luchando por recobrar la calma, Bronson permaneció al lado de su
camarada, apretándose la garganta con las manos, jadeante la respiración.
—El agua… te mataría… Larry —dijo.
No se atrevió a humedecer los labios de Mott con el agua que aún
quedaba en su cantimplora, no fuera que recobrase el sentido e intentara de

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nuevo beber el agua de la charca; bebió él un poco y luego, recurriendo a la
última reserva de fuerzas, que empezaban a fallarle, arrastró el cuerpo inerte
llevándoselo de aquel horrible lugar. Llegó por fin a un saliente de roca y,
bajo la pequeña sombra que proyectaba, dejó a su camarada tendido en la
arena.

La escasa provisión de agua que aún quedaba entre los hombres y la


muerte se redujo todavía un poco cuando Mott abrió los ojos. Se sentía débil y
sin embargo tenía cierta energía muscular, que el calor parecía aumentar.
Apenas había acabado de levantarse cuando empezó a maldecir a su camarada
y a pedir que Bronson le llevara a la charca de agua envenenada.
Bronson le oía amenazar, exigir y suplicar sin hacer un solo movimiento.
—Larry, no seas loco —le dijo—. Te mataría en quince minutos, o antes.
—¡Un trago de agua vale la pena de eso! —contestó Mott, con la voz
enronquecida—. ¡De todos modos voy a morir! ¡Es mejor acabar cuanto
antes! ¡Quiero beber!
—Si nos quedamos aquí y esperamos que llegue la noche, puede que
podamos salvar la vida —trató de explicarle Bronson, que estaba sufriendo
atrozmente, no sólo por la sed, sino a causa de los esfuerzos que había hecho.
Añadió—: Es nuestra única oportunidad.
Mott le lanzó una mirada furiosa. Si se sintiera capaz de afrontar las
montañas a solas, hubiera matado a Nick Bronson allí mismo, cogido la
cantimplora de agua y huido de aquel lugar… Pero perderse, como le había
ocurrido antes, y perecer a solas… El solo pensamiento le hacía enloquecer.
—¡Nunca saldremos de aquí! —gritó—. ¡Nunca saldremos de aquí!
Bronson no contestó. Distraídamente paseaba los dedos por el borde de la
roca a cuya sombra se hallaban. Era cuarzo deleznable. Un pedazo de roca se
le quedó en la mano. Lo miró, sin poner especial atención a lo que hacía.
Luego se lo tendió a Mott, con una sonrisa difusa, que más parecía una
mueca.
—Un material rico —le dijo—. Hemos encontrado el yacimiento de «Lost
Gold».
Durante un momento Mott contempló las amarillas partículas de metal,
brillando entre el cascajo, y luego maldijo de nuevo. Maldijo del oro, de las
montañas, del mundo. Maldijo de sí mismo y maldijo a su compañero. El
calor sofocante, la desolación del paisaje, las despiadadas colinas, llenaban su
ánimo de terror y desesperación.

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—¡Oro! —gritó—. ¡Oro! ¡Oro! ¡Oro!… ¡Cuando lo que yo necesito es
agua!
—Te daré un sorbo —dijo Bronson—; y luego, Larry, por amor de Dios,
siéntate y estate quieto…, o no podrás salir de aquí esta noche.
—¡Un sorbo! —contestó Mott—. ¡Un sorbo!
Lo bebió y se tumbó en el suelo.
Permanecieron allí durante una hora viendo cómo se estrechaba la cinta de
sombra, a medida que el sol subía más y más hacia el meridiano. Las
radiaciones de las rocas y la arena eran insoportables. La casi visible
atmósfera inició una danza vertiginosa. Salir de allí era correr a echarse en
brazos de la muerte; esperar era invitarla a llegar de una forma lenta.
—Dentro de un cuarto de hora no tendremos sombra —dijo Bronson por
último—. No podemos quedarnos aquí.
—¡Vamos! —replicó Mott con su voz pastosa—. ¡Vámonos!
—No podemos ir muy lejos.
—¡Vámonos! ¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Mott.
—Larry —contestó Bronson—. Aún nos queda una pequeña esperanza…
a mí… o a ti. No podemos quedarnos aquí hasta esta noche y no podemos
llegar los dos hasta donde haya agua potable. Empezamos esta aventura como
camaradas… vamos a afrontarla también como camaradas.
Mott dijo:
—¿Y bien?
Bronson le miró con ingenua afección en la mirada.
—Debe haber agua suficiente para una persona, si la usa cuidadosamente
—dijo—. Y es mejor que se salve uno a que los dos perezcamos. Echémoslo a
suerte, Larry; el que gane se lleva la cantimplora y se va a casa.
Mott le miró salvajemente durante un rato, luego la astucia cambió la
expresión de sus ojos En el fondo de su mente apareció un cuadro de
Goldenville. ¡Goldenville y agua! ¡Goldenville y agua! ¡Goldenville y la vida!
Pero un repentino miedo a perderse de nuevo destruyó todos sus sueños.
—Si yo gano… no sabré encontrar el camino —contestó, roncamente.
—Yo te lo explicaré de forma que no puedas perderte —replicó su
camarada—. ¿Qué te parece?
El corazón de Larry latía desacompasadamente. ¡Aquella cantimplora! Y
el calor le estaba enloqueciendo.
—Muy bien —dijo—. Lo echaremos a suerte a las pajas. El que saque la
más larga gana.

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Presa de excitación se volvió de espaldas y preparó, laboriosamente, dos
briznas de hierba que cogió de uno de los raquíticos matojos; las dos pajas
tenían el mismo tamaño. Volvió la cara y miró a su compañero.
Bronson estaba pálido, pero Mott lo estaba mucho más.
—No podemos hacer nada mejor, ¿verdad Larry? —dijo Nick.
—No —murmuró Mott—. Y es mejor no volverse atrás. ¡Después de todo
fue idea tuya!
—Así es —replicó su amigo.
Durante un momento, se miraron los dos, en silencio. Mott tendió las dos
manos; entre los dedos de cada una asomaba una de las pajitas.
—Elige —dijo, roncamente.
Bronson apoyó su mano en el brazo de Larry…, el izquierdo.
—Ésta —fue lo único que dijo.
Mott, con ojos febriles, no apartaba la mirada de su camarada, mientras,
astutamente, rompía la paja de Bronson, con un ligero movimiento.
—Cógela —murmuró.
Bronson tiró de ella; el pedazo que había quedado apenas tenía una
pulgada de largo.
—Ésta es la otra —dijo Larry. Y mientras los febriles ojos de Bronson se
fijaban en la otra paja, casi de dos pulgadas de largo, Mott, rápidamente, tiró
al suelo el pedacito que tenía en la mano que su camarada había elegido.
Una palidez aún mayor se extendió, durante un momento, por las
facciones de Bronson.
—Está muy bien, Larry —dijo—. Me alegro por ti.
Cogió la cantimplora que llevaba colgada del hombro y se la entregó a su
compañero. Luego, concisamente, le explicó el camino que debía seguir para
salir de la cordillera de Death-Trap.
—No te bebas el agua demasiado de prisa, viejo —le instruyó—.
Enjuágate sólo la boca y trágate el agua sólo cuando comprendas que
realmente no tienes más remedio. Me gustaría retenerte aún un rato, pero
tienes que irte en seguida… Adiós.
Le estrechó fuertemente la mano, como su última despedida.
—¿Qué vas a hacer tú? —murmuró Mott, roncamente.
—Me las arreglaré lo mejor que pueda —contestó Bronson sonriendo
suavemente—. Si la cosa se pone muy mal… conozco el camino de la charca
envenenada. Vete, no pierdas el tiempo… Y no te olvides de tener cuidado
con el agua.

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Mott, por el momento, no sentía nada, más que el peso de la cantimplora
en su hombro. ¡Goldenville y Agnes… Goldenville y la vida! Gritaba su
cerebro entumecido. Estrechó la mano de su camarada pero no se atrevió a
mirarle a los ojos.
—Adiós —le dijo, y empezó a andar por el tortuoso sendero de roca y
piedras.
En la cresta de la colina desde donde iba a ver por última vez a su
camarada, Mott se paró y se volvió.
A través de las olas de vaho que el calor producía, entre las rocas
auríferas, vio a Bronson, mirándole serenamente. Levantó un brazo y lo agitó.
¡Qué horriblemente solo parecía! ¡Qué horriblemente caliente era todo
aquel horno de las montañas! ¡Y Bronson no tenía agua! La mente de Larry se
estremecía. ¡Bronson no tenía agua!
De pronto, algo le sacudió en el fondo. Algo le estaba invadiendo todo su
ser. Memorias de la infancia, con Bronson como compinche; recuerdos, de
cuando ya eran hombres, del cariño y abnegación de Bronson; todos los
recuerdos de su vida acudieron a su corazón, arrebatadoramente. De pronto se
vio a sí mismo con toda su perfidia, su egoísmo y su culpa. Y los lazos de
camaradería rehusaron romperse.
—¡Oh, Nick… no puedo!… ¡no puedo! —gritó en voz alta, preso de una
repentina angustia. Corrió como un loco, desandando el camino. Llevaba la
preciosa cantimplora en las manos, tendidas hacia adelante—. ¡No puedo! —
repetía—. ¡Nick, te he engañado! ¡Te he engañado, te he engañado!

A pesar del cambio que se había operado en sus sentimientos, Mott sólo
se sentía capaz de confesar el último engaño, el de la trampa al jugarse el
agua. No podía revelar sus anteriores traiciones. Una infantil ansiedad de
demostrarle a Bronson su afección, una ansia de sentir su amistad, un miedo
atroz a sentirse odiado, menospreciado, aborrecido, le ponían un sello en los
labios. Sólo podía pensar, en una especie de plegaria, que Dios le había dado
una ocasión para redimirle, antes de que el momento hubiera pasado para
siempre.
Sólo pudo decir a su camarada que le había engañado sin piedad. Le
suplicó que se llevase el agua y se fuera…, que le dejara allí, con el destino
que se había ganado. Le sacudían los sollozos y jadeaba con una penosa
sequedad.
Aquello era más de lo que Bronson podía soportar. No se sentía capaz de
coger el agua y marcharse para ponerse a salvo. Su cariño por Larry había

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aumentado mil veces bajo la impresión del momento.
—Larry —dijo—. Larry, anímate, viejo. Vámonos juntos y hagamos el
último esfuerzo. —Le tendió la mano, que Mott agarró ansiosamente.
—Nick —le contestó, con su voz pastosa—. No vale la pena que intente
salvarme. Estoy perdido…, eso es todo. Si caigo…, vete. Tú puedes salvarte,
lo sé…, podrías, si no fuera por mí.
El cielo parecía arder enteramente en sus ojos enloquecidos. Un millón de
chispas de mica brillaban entre las rocas. Exhaustos antes de empezar y
sufriendo a causa de la sed, los dos camaradas empezaron, no obstante, a
andar lentamente por la colina que se alzaba ante ellos. La cantimplora, con
su escasa provisión de agua recalentada, iba vaciándose alarmantemente, a
pesar del fanático deseo de economizar que se había apoderado de los dos.
Se arrastraron por la desnuda pendiente, descendiendo hacia una
depresión y luego a lo largo de un túnel donde el aire parecía azotarlos entre
las llamaradas del sol.
—Larry… echa un buen trago… o te vas a desvanecer —dijo Bronson,
hablando con dificultad—. Bébetela toda… no representaría gran diferencia…
ahora.
Mott la rechazó.
—Cuanto antes acabe… mejor —contestó, sonriendo con sus labios
tumefactos. No obstante, levantó un brazo y señaló a lo lejos—: Sombra —
dijo.
Un gran saliente de la roca se proyectaba tanto hacia delante que ni el sol
de mediodía podía alcanzar una franja de sombra bajo la roca. Hacia allí se
dirigieron los dos, tambaleándose. Estaba a medio camino de la ladera, no
obstante, y ésta era empinada. Antes de que pudieran llegar al refugio,
Bronson se cayó al suelo, inconsciente.
Mott vació la última ración de agua en la garganta de su compañero,
sintiendo una especie de alegría febril. Bronson se recobró parcialmente. Mott
le arrastró y le ayudó a ponerse de pie. En un desesperado y frenético esfuerzo
sobrehumano, consiguieron por fin llegar al refugio de sombra.
Mott se derrumbó en el acto. Se cayó de bruces, sin hacer el menor ruido.
Bronson se tumbó a su lado, en la arena. El cielo era como, un monstruo
despiadado que lanzaba mortíferos rayos de sol.
Al cabo de un poco Bronson se recuperó ligeramente en la relativa
frescura de la sombra y comprendió de pronto que Mott había caído en un
estupor del que tal vez no se recuperaría. Su compañero estaba desahuciado;

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él también estaba desahuciado. Cerró los ojos; sus pensamientos no eran más
que una vaga masa de calor y furia.
No supo cuanto tiempo estuvo en aquel estado inconsciente. De pronto se
dio cuenta con cierta impaciencia de que la vida podía mantenerse incluso en
un individuo acabado, que está sufriendo atrozmente. Luego comprendió que
había algo que estaba estimulando a su cerebro para que recobrara la
actividad.
Se trataba de un sonido.
De algún lugar, entre el horrible calor y la desolación, venía una tenue
nota, como un silbido. Una sola nota, que se repetía de vez en cuando, en
rápido staccato.
Por un momento sintió que el pulso se le aceleraba; luego sonrió con
amargura, haciendo una mueca. No se trataba más que de un efecto del
delirio.
Pero el sonido se repetía. Su sangre corrió alocadamente por sus venas
cuando reconoció el sonido. ¡Era el canto de una codorniz!
Si las gotas de un chaparrón hubieran empezado a caer en el suelo su
excitación no hubiera sido mayor.
¡Una codorniz en semejante sitio! ¡La pequeña viajera marrón… allí! ¡Y
con la lengua lo suficientemente húmeda como para poder silbar!
Era mediodía, la hora en que la codorniz se llega a beber. ¡Debían de
conocer alguna corriente!
Con un estremecimiento nervioso en todo su cuerpo, Bronson se puso de
pie y salió de la sombra, con sus sentidos a flor de piel, dispuesto a encontrar
el lugar de donde provenía la dulce llamada.
Se repitió otra vez. Venía del fondo de la cañada, más allá de la roca.
Silenciosamente, con grandes precauciones, el hombre se arrastró por la
recalentada arena y empezó a descender por el cañón. El sol caía sobre él con
su implacable resplandor. Se sintió desfallecido antes de abandonar el refugio.
Toda su fortaleza le había abandonado, a causa de la sed. Se cayó repetidas
veces, pero volvía a levantarse. La llamada de la codorniz cesó. Retorció los
labios, desesperadamente, en un esfuerzo por imitar la llamada. No salió ni un
sonido de su garganta. De nuevo se cayó en la arena. Arrastrándose con las
manos y las rodillas, sobre ardientes trozos de roca, reunió toda la fuerza que
pudo hallar en su cuerpo para imitar el canto de la codorniz.
Tres… cuatro notas, en claro staccato, salieron de sus labios.
Desde una elevación de tierra y rocas, un pequeño peregrino dio la
respuesta.

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Una última esperanza inundó el pecho del hombre. Se levantó otra vez y
con un esfuerzo sobrehumano avanzó, dando traspiés, subió la pendiente y
por fin su vista alcanzó a ver una mancha de vegetación. Un sauce enano y
reseco extendía sus hojas sobre el lecho de la cañada, dando una sombra
apenas perceptible.
Bronson hubiera llorado, de quedarle algo de humedad en el cuerpo.
Cegado por las vibraciones del aire caliente, se lanzó como un demente hacia
el sauce, espantando a media docena de codornices que había en las ramas,
mientras daba traspiés en la hierba y se caía de bruces contra el suelo.
Como un loco, se arrastró hacia el sauce, buscando entre la arena un rastro
de agua.
Bajo el sauce, la arena ardía. Bajo la triste hierba había apenas un sombra
de humedad, donde un pájaro podía conseguir una limpia gota, de cristal; pero
el sol y la arena, celosos, absorbieron toda el agua con insaciable afán.
Bronson hundió la cabeza en la húmeda tierra y respiró profundamente.
Estaba mojada… y era más dulce que el vino.
Con los dedos escarbó en la arena, desenterrando una raíz del sauce. El
hoyo que hizo se llenó de agua, pero la grava la absorbió antes de que sus
labios llegasen a tocarla. Excavó otra vez frenéticamente, pero el hoyo era
demasiado superficial y el calor evaporaba las gotas.
—¡Si por lo menos hubiera sombra! —decía el hombre, desesperado.
Con el nuevo vigor que le nacía de la esperanza, arrancó las desmedradas
hierbas y las colocó, formando una especie de tienda, en el sitio mojado.
Una y otra vez, hundía la cabeza en el agujero y conseguía por lo menos
respirar sin que el aire le quemara los labios. Pero la sombra que había
formado no podía, le pareció, hacer que el agua volviera a rezumar. Volvió a
trabajar para conseguir una protección más eficaz.
—Esta noche el agua goteará —se decía repetidamente—. Esta noche.
Bajo la pequeña sombra, la arena empezó a refrescarse, al cabo de una
hora. Una gota de agua tembló en el extremo de la raíz descubierta y cayó
sobre la tierra. Bronson lanzó un grito desesperado; luego colocó la
cantimplora debajo de la raíz y esperó.
Una segunda gota tembló y cayó dentro de la cantimplora. La tercera y la
cuarta también fueron recogidas. Como una madre vigilando a su hijo,
Bronson permaneció bajo el sauce mirando una a una las gotas cristalinas que
se deslizaban de la raíz.
Pasó una hora antes de que tuviera suficiente para llevársela a Larry, que
estaba inconsciente en la sombra de la roca. Por entonces Bronson había

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recobrado mucha de su fortaleza. Corrió hacia el peñasco y tuvo la alegría de
reanimar a su camarada lo suficiente para que pudiera mantenerse en pie.
Luego fueron los dos juntos al pie del sauce, donde hundieron la cabeza
alternativamente para humedecer los labios con las gotas que iban cayendo, y
respirar entre la humedad de la arena.
Durante toda la tarde, el sol y la ardiente grava lucharon con los hombres
por las gotas de agua. Durante toda la tarde cantó la cigarra; durante toda la
tarde ardió aquel horno desolado.
Pero las sombras se fueron deslizando silenciosamente hacia el Este y el
crepúsculo descendió, por fin, sobre el mundo, como una dulce presencia. En
la noche las rocas aún irradiaban calor, pero el aire era fresco y el goteo del
diminuto manantial aumentó. A las doce las estrellas iniciaron su majestuosa
procesión sobre el mundo de montañas.
—Las cantimploras están llenas —dijo Bronson—. Mañana por la mañana
podremos ponernos a salvo.

Eran dos hombres harapientos y destrozados los que aparecieron en el


camino que llevaba a Goldenville, cuando uno de aquellos cálidos y secos
días llegaba a su fin. Las privaciones habían labrado profundas arrugas en sus
rostros. El sufrimiento aún los tenía entre sus garras, aunque cierta luz de
alegría resplandecía en los ojos de Bronson.
Casi habían llegado al campamento minero. Los resoplidos y los
temblores de las máquinas sonaban en el aire con una dulzura inconcebible.
¡Allí estaba el hombre!… ¡El hombre, con su tumultuosidad y sus voces,
llenas de vida!… ¡El hombre, y por tanto los hogares!
Larry Mott sentía su corazón enfermo de dolor, incluso cuando un grito de
alegría se escapó de los labios de su camarada. Se había sacrificado y sufrido
silenciosamente queriendo compensar un poco las ruindades que había
cometido. Pero ahora le faltaba la más dura y cruel de todas las pruebas: tenía
que luchar consigo mismo y contar toda la verdad.
—Nick —dijo roncamente, haciendo una pausa en el camino—. Nick…
hay algo que creo que te tengo que decir. Me has traído a casa… me has
salvado la vida… has sido un buen camarada todo el tiempo. Pero no querrás
volver a estrecharme la mano… nunca más… cuando te diga lo que hice.
—Pero, Larry, ¿qué te pasa? —contestó Bronson—. Si te refieres a
cuando echamos el agua a suertes…
—No… No hablo de eso —le interrumpió Mott—. Es aún peor. Te mentí,
Nick, antes de que empezáramos la expedición. Te mentí sobre Agnes. Agnes

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te ama. Yo estaba celoso… loco… cualquier cosa baja y despreciable.
Esperaba que te decidieras a ir a las colinas de Death-Trap y cuando llegamos
allí, al peñasco, maté al burro, derramé el agua y traté de huir de las montañas
y dejarte para que murieras allí. Todo lo hice por mi amor loco. ¡Y la sigo
amando aún! No puedo evitar amarla, Nick, con todo mi mezquino corazón;
pero… ¡Dios sabe que también quiero a mi camarada! Tenía que decírtelo…
ahora que ya estamos en casa… ¡Pero tú no querrás volver a mirarme!
Se apoyó en un gran pedrusco que había al lado del camino y escondiendo
la cara entre los brazos empezó a sollozar convulsivamente.
Bronson le miró de forma extraña, mientras la confesión le iba penetrando
lentamente en el cerebro. Luego se acercó y apoyó una mano en el hombro de
Larry.
—Somos compinches —dijo—. No lo olvides, Larry, no lo olvides.
Somos mejores amigos que nunca. Yo hubiera hecho lo mismo, tal vez.
Además ya todo ha pasado. Ven, dame la mano y olvidémoslo todo. Ya pasó,
viejo, como aquel día en las colinas… Aquel atroz día en que encontramos el
yacimiento de «Lost Gold».
Un poco después, cuando volvieron a andar hacia el poblado, el pobre
Mott se atrevió a decir:
—No se lo digas a Agnes, por favor. Espero que algún día me dejará que
seamos amigos.

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EL BARRIL DE SANGRE

AL JENNINGS

N 1875, Dog Town[58], en el Estado de Nuevo Méjico apenas era más


E que un ensanche de la vieja carretera que, procedente de Raton
Station[59], corría hacia el Este, para irse a perder en el desierto.
Lo que la gente llamaba Dog Town se componía de un puesto de correos,
ruinoso; una antigua posta de relevos de la antigua «Star Route», sin caballos;
una forja; unos almacenes, donde la gente de los ranchos iba a aprovisionarse
de todo lo que podía necesitar; y una media docena de casas de adobes,
habitadas por peones mejicanos y esparcidas aquí y allá, en los alrededores,
sin orden ni concierto. Simples cabañas levantadas sobre el espeso tapiz de
hierba que recubría el suelo en aquella región desolada de la pradera salvaje.
A unas quinientas yardas de los almacenes, hacia el Este, se levantaba
aislada, al borde de la pista que algunos habitantes de Dog Town calificaban
pomposamente de Calle Mayor, una casa de dos pisos. En un gran letrero
cuadrado, sujeto a dos gruesos pilares muy rectos pero desiguales, se leía,
escrita en letras rojas, la inscripción: «El Barril de Sangre». Era el nombre del
establecimiento, pues aquella casa, aquella casa siniestra, sombría y
provocadora, que se elevaba sobre la línea del horizonte bajo el sol naciente,
era el garito, la cantina y el saloon de la localidad. Allí, según la época del
año y el flujo y reflujo de los acontecimientos ocurridos en la pradera, una
partida de perdidos, una banda de degenerados, un grupo de desesperados
iban a entregarse a locas orgías, a partidas que duraban día y noche, mientras
les quedaba algún dinero que gastar.
Al caer la noche, los clientes de «El Barril de Sangre» anunciaban su
llegada por el rápido galope de sus caballos, que se paraban en seco ante la
puerta, dando casi con el vientre en el suelo y encabritándose; por los gritos
estridentes que lanzaban los jinetes, de ojos brillantes y garganta seca, que
saltaban de la silla sobre las maderas sonoras del porche, por los fogonazos y
las detonaciones que herían la noche y que salían, como vomitados, de las

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bocas de los revólveres que los fieros muchachos llevaban en la mano y
descargaban al aire, o contra las botellas de los estantes, cuando entraban en
el saloon.
Eran muy raras las noches que no terminaban en una violenta lucha a
pistola, resultado de una partida de póker entre aficionados de baja estofa, de
algún viejo rencor, de un ajuste de cuentas entre vaqueros del condado, de
alguna rivalidad antigua o de una venganza entre vagabundos que se
encuentran. En aquellas ocasiones, bajo la luz grisácea del alba, se abría la
puerta posterior del local y un cuerpo inerte, y a veces dos y tres, salía
despedido hacia afuera y quedaba tirado en el suelo, sobre la tupida hierba.

Cuando llegué a la ciudad por primera vez, en el otoño de 1875, «El Barril
de Sangre» estaba regido por Miss Dollie Madison, que era la propietaria del
local desde hacía poco tiempo.
Dollie era una rubia de unos dieciocho años y, desde luego, no debía pesar
más de ciento veinticinco libras[60]. Iba encaramada sobre altísimos tacones,
pero aún así no llegaba a los cinco pies; su figura y su cara eran frágiles y
graciosas y sus ojos claros eran tan azules como el agua de un lago de las
montañas. Sus cabellos eran una masa de bucles de oro rojizo y su piel —
brazos, cara, manos—, era suave y blanca.
Todos los vaqueros del condado estaban enamorados de Dollie. Iban a
verla desde cincuenta millas a la redonda, pero ninguno la acosaba demasiado
ya que Dollie no quería a ninguno. Un antiguo crupier de «Faraón», que
frecuentaba «El Barril» y con el que yo, a veces, echaba un trago, me puso al
corriente inmediatamente. Aquel charlatán me confió en voz baja:
—La gacela es una de las personitas más bellas que he visto, ¿verdad? ¡Y
además es honesta, fíjate! Ten mucho cuidado, tiene el alma de fuego y el
corazón de hielo…
Seis u ocho semanas antes de mi llegada, «El Barril de Sangre» pertenecía
aún a un tal Link Cawthorne. Según me habían dicho, el tal Cawthorne era un
indeseable pero bastante guapo. Era un tipo de más de seis pies, que pesaba
unas doscientas cincuenta libras[61]. Tenía los hombros muy anchos y todo su
aspecto reflejaba fuerza. Sus ojos eran oscuros, fríos y penetrantes, y sus
cabellos, abundantes y negros, que él llevaba largos y rizados, le caían sobre
la espalda. Su vestido era típico: el que llevaban en aquella época las gentes
de su especie, los desperados[62] o sea: los jugadores y los asesinos, lo cual
viene a ser todo uno, ya que los seres de esa especie son tan hábiles con las
cartas como con las pistolas. Añadid un sombrero de ala ancha y estupenda

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calidad, una camisa blanca con pliegues en la pechera, y un pañuelo flojo, una
levita, un chaleco largo y un pantalón a cuadros, metido bajo largas botas de
cuero blando y tacones altos y tendréis la imagen exacta de la indumentaria de
esa clase de gentes a condición, naturalmente, de que no os olvidéis del
accesorio indispensable a todos los habitantes de la pradera: un cinturón de
cuero ceñido a la cintura, bajo el chaleco, del cual pende, batiendo en las
caderas, un abultado estuche del que sobresale la culata, de nácar y adornada
con apliques de plata, de un magnífico revólver «Colt» 45, de seis balas.
Cómo pudo Miss Dollie Madison, una criatura tan frágil, adquirir los
derechos de propiedad de un lugar de tan mala fama como «El Barril de
Sangre», cuyo legítimo propietario, aquel demonio de Link Cawthorne, era un
asesino cínico cuyo solo nombre inspiraba terror y cuya presencia hacía
estremecer de pánico, es una historia tan característica de las circunstancias
particulares y de la vida y costumbres que teníamos entonces en el Salvaje
Oeste, en medio de las soledades de la pradera, que voy a tratar de contarles
este drama heroico, brutal, rápido y directo.

Pues bien, una tarde, cerca ya de la caída de la noche de un caluroso día


del mes de julio, la desvencijada diligencia semanal, tirada por dos matalones
lamentables, se paró, con gran rechinamiento de ruedas y entre una espesa
nube de polvo, ante los únicos almacenes de Dog Town.
Alto, delgado, seco, curtido por el sol, los ojos extrañamente claros, de un
azul mortecino, y el mostacho amarillento por el jugo de tabaco, el conductor
enrolló las riendas en la manivela del freno, se levantó, extendió los brazos,
tan largos que parecía que no se iban a acabar, y bostezó largamente antes de
tirar al suelo la valija de la correspondencia. Después de hacer esto, como al
descuido, se instaló en su asiento lo más cómodamente que pudo, se metió
una nueva porción de tabaco en la boca, se caló el sombrero, tomó una actitud
de reposo y se puso a contemplar, con aire descorazonado, la monótona
extensión de la pradera. Los dos pencos, las colas raídas como escobas, la
cabeza baja, las patas abiertas, sudorosos y cansados, ni siquiera tenían
fuerzas para quitarse de encima los torbellinos de sucias moscas verdes que se
abatían sobre sus flancos húmedos.
Transcurrió un tiempo bastante largo antes de que una mano separara las
cortinas de cuero y de que apareciera una cara de hombre en la ventanilla de
la diligencia.
—Condenado, maldita carroña del diablo, pedazo de gandul, ¿qué estás
esperando?

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—Que salga usted de la diligencia —respondió el cochero, sin moverse.
—¡Infierno y condenación! ¿Y no podías decirlo?
El conductor, sin cambiar ni en una pulgada su indolente postura, volvió a
contestar:
—No se me ha ocurrido, señor.
—¡Por menos de diez centavos te mataría! —gritó el viajero, furioso.
Esta vez el cochero volvió la cabeza. Su pálida mirada cayó sobre su
furibundo interlocutor.
—Señor —dijo—, si tuviera los diez centavos le juro que se los daría. El
matasanos me dijo, hace pocos días, que estoy medio muerto y yo no tengo
valor para acabar con la otra mitad. O sea, que si quiere usted hacer el
trabajito de balde hágalo y en paz. ¡Eh, baje de una vez y que el diablo se lo
lleve!…
—¡Link, Link!
Una dulce voz femenina llamaba desde el interior.
—Link, te lo suplico, no te pelees con ese pobre hombre. Será mejor que
me ayudes a bajar; me estoy ahogando aquí dentro.
—¿Y qué? ¿A qué esperas? ¡Vamos! No tienes más que saltar un poco,
tontita.
Sin la menor suavidad, Link Cawthorne ayudó a Dollie Madison a bajar
de la diligencia. La joven alzó hasta él sus ojos húmedos pero no dijo nada y
Cawthorne se fue hacia la parte trasera del vehículo para desatar las cuerdas
que sujetaban la maleta de Dollie Madison, en el inmenso portaequipajes.
—¡Al diablo con todos esos nudos!
Cawthorne estallaba de rabia.
Sacando un cuchillo del bolsillo, rompió las cuerdas y, cargado con la
maleta de Dollie, se dirigió hacia el almacén para beber un poco.
—¡Pobre Link! —murmuró Dollie—. Debe estar muy cansado. Jamás le
había oído jurar antes de ahora.
Y, después de un segundo de vacilación, Miss Madison le siguió.

Dollie sentía cierta inquietud.


Por eso, después de dar tres pasos, se paró y dirigió la mirada en torno
suyo. Una profunda decepción se pintó en sus infantiles rasgos. Tenía razón al
decepcionarse, ya que Dog Town no le ofrecía nada.
Ante su almacén para rancheros se apilaban cajas vacías y restos de
embalajes de todas clases, formando un estercolero casi mayor que el propio
edificio. Las casuchas esparcidas por allí tenían un aspecto poco acogedor al

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contraluz de poniente. En primer plano, en el medio mismo de la calzada
sembrada de latas de conservas vacías y desfondadas, que reflejaban, a ras del
suelo, el último rayo de sol, una bandada de chiquillos desarrapados y medio
desnudos chillaban de puro placer mientras lapidaban a quemarropa a dos
cabras viejas atadas de las patas a un pilar, que se contorsionaban y hacían
esfuerzos desesperados por desasirse y escapar de sus perseguidores.
Dollie buscaba, en vano, con la vista, un campanario, o algo parecido, que
le indicase el emplazamiento de una iglesia, de una simple capilla o de alguna
casa un poco más austera y respetable que aquellas cabañas ruinosas, donde
un ministro de la religión pudiera celebrar la ceremonia del matrimonio; al no
ver nada que ni de lejos recordase a Dios, ni un atrio, ni un porche, ni siquiera
una simple cruz hecha con dos trazos de pintura sobre la pared de una granja,
fue presa de una vaga angustia y sintió que se apoderaba de ella la
incertidumbre y la duda.
¿Por qué Link no la había llevado directamente a su rancho, del cual le
había hablado tanto: una gran casa blanca edificada en un bosquecillo de
acacias, frente a un bello río…? En su pensamiento, Dollie volvió a ver, allá
en el Sur, edificada bajo palmeras, la casita de su abuela que acababa de
abandonar y donde habían transcurrido los años de su infancia y su vida
joven. Desde la muerte de sus padres, víctimas de una epidemia de fiebre
amarilla, había vivido allí. ¿Por qué había escuchado a Link?… Sentada en la
terraza, bajo el claro de luna, turbada por la enervante atmósfera del perfume
de los jazmines de Virginia, que se abrían a la noche, había dado oídos, cada
vez con más complacencia, a sus tiernas proposiciones. Cuando Link iba a
verla secretamente, le hacía grandiosas descripciones de su rancho; le hablaba
con entusiasmo de sus caballos y de las innumerables cabezas de ganado que
pastoreaban libremente en sus campos del lejano Oeste… ¿Cómo pudo creer
aquellas bellas palabras? Ahora comprendía muy bien que nada era cierto.
Pero Link le había prometido…
Un pesado suspiro hinchó el pecho de la joven.
… ¿Su Link un embustero?… Pero él iba a llevarla a su casa y llamar a
un… No, no se había equivocado, era imposible… Link…
Absorta en sus pensamientos, Dollie no se dio cuenta de que Link
Cawthorne había vuelto sobre sus pasos y estaba de pie detrás de ella,
mirándola, silencioso y sarcástico, con una perversa expresión en sus ojos. Al
volverse, Dollie tuvo un brusco sobresalto y sintió remordimientos de las
dudas que la habían asaltado.

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—¡Oh, Link! —exclamó, enrojeciendo confusa—, ¡no sabía que estabas
ahí!
—¿En qué pensabas, Doll? —preguntó él.
—¡Link, nunca, hasta ahora, me habías llamado Doll! —dijo, con la
sonrisa en los labios, y añadió, zalamera—: Dime Link, tú me quieres
¿verdad?
—Te he preguntado en qué pensabas.
La sonrisa se borró de los labios de Dollie y sintió que se le hacía un nudo
en la garganta. Le puso una mano en el hombro y se apretó contra él:
—Cariño, —confesó—, me sentía un poco decepcionada y estaba
pensando…
Cawthorne la separó brutalmente y declaró:
—Pues es inútil que te pongas a pensar ahora. Te darás cuenta de la
situación y muy pronto. ¡Anda, déjate de lloriqueos y ven!
Se volvió de espaldas y, sin más, echó a andar. Dollie, aturdida y
estupefacta, le siguió mansamente.
Dejaron atrás la ciudad. Se alejaban. Sus sombras, desmesuradamente
alargadas por los rayos de sol muy bajos en el crepúsculo, les precedían en la
carretera, se mezclaban y separaban a ratos, se pisoteaban.
Dollie andaba.
Avanzaba sin pensar en nada y sin ver nada. La violencia de la conmoción
la había insensibilizado, por así decirlo. No sufría. Había olvidado las duras
palabras. Simplemente avanzaba, a trompicones, por el camino. Mil cosas
confusas se entremezclaban en su espíritu. De pronto se dio cuenta de que,
desde hacía un buen rato, su atención se concentraba solamente en los
pequeños remolinos de polvo que se formaban bajo las botas de Link. ¡Qué
cosa tan rara! ¿Los altos tacones curvados? No. Las largas espuelas
estrelladas, al hundirse en el polvo de la carretera, levantaban a cada paso
pequeñas espirales grises, que se desvanecían apenas formadas, a causa de la
refrescante brisa del atardecer, procedente de las nevadas cumbres de la
cordillera de los Greenhorns, allí a lo lejos, sobre la raya del horizonte, a
millas y millas de distancia, al otro lado de la pradera.
Mientras tanto la noche había caído completamente y cuando Link
Cawthorne se paró de pronto, Dollie se encontró ante un edificio alto y
sombrío.
El viento, que entonces soplaba con más fuerza, balanceaba un letrero
suspendido entre dos pilares, ante la casa.

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Dollie tardó mucho en poder descifrar la diabólica inscripción que se
balanceaba sobre su cabeza y tuvo necesidad de leer y releer varias veces las
letras rojas que, según los golpes de viento, le saltaban a la vista o, como Link
Cawthorne, le volvía la espalda; no lograba llegar a comprender ni la
presencia, ni el sentido, ni la importancia de aquellas trágicas palabras: «El
Barril de Sangre».
Una mala música de baile —un clarinete, un violín y una corneta de
pistones— salía, a intervalos, del interior de la casa, acompañada de ruido de
pies que se arrastraban siguiendo el ritmo y de un estruendo de voces, gritos y
aullidos.
Se abrió una puerta y la joven sintió que la cogían por la muñeca y la
arrastraban al interior del saloon.
La puerta se cerró ruidosamente, detrás de Dollie.

En la sala, intensamente iluminada, las parejas giraban bajo las lámparas


colgadas de las vigas del techo. El aire sobrecargado de la sala de baile era
irrespirable. Olía a petróleo, a perfumes baratos, a serrín, a whisky, a cuero, a
grasa de cordero, a sudor. A causa del humo de las pipas y de un polvillo que
se levantaba del suelo, apenas podían verse las caras, estragadas e irritantes,
idiotizadas o excitadas, de los hombres pesados y torpes a causa de sus botas,
sus espuelas, los revólveres que les batían en las caderas, los grandes
sombreros y las groseras camisas de colorines, que bailaban llevando entre
sus brazos a mujeres, vestidas todas de forma muy parecida, con faldas cortas
y brillantes que dejaban al descubierto las piernas, bien o mal formadas.
Mujeres jóvenes o viejas, que se apretujaban, se bamboleaban, hacían
muecas, se pasmaban por todo, lanzando pequeños grititos mimosos y que
tenían también las caras parecidas, pintadas, embadurnadas, impúdicas.
El baile se paró cuando Cawthorne entró en la sala llevando a Dollie de la
mano y le dio un empujón que la lanzó hacia la escalera que conducía al piso
superior.
—¡Salud y buenas noches a todo el mundo! ¡Estoy encantado de volveros
a ver! ¿Qué, os divertís, amigos y compañeros? ¡Estoy contento de haber
vuelto! —exclamó Link Cawthorne, el patrón de «El Barril de Sangre».
Pero nadie le respondió y todas las miradas se dirigieron hacia la joven
que permanecía, postrada, al pie de la escalera.

Hubiera podido oírse el vuelo de una mosca.

Página 270
Dollie Madison comprendió que todas las miradas convergían en ella.
Entonces levantó la cabeza, se irguió y les hizo frente, porque era una
muchacha orgullosa y no quiso demostrar ante aquella gentuza la vergüenza
que la consumía.
Cawthorne, rabioso, se sintió palidecer. Aquel silencio con que le habían
acogido le ofendió como una injuria mortal. Era para él una afrenta
inimaginable, peor que un latigazo recibido en público: «¡Asquerosos!… ¡Ni
uno solo me ha saludado!… ¡Me la pagarán los muy cerdos!…», se decía,
fuera de sí. Veía rojo y su furor era tan grande que unos terribles
estremecimientos le recorrían la espina dorsal.
—¡Anda, sube! —gritó colérico, agarrando a Dollie por el brazo y
poniendo el pie en el primer escalón.
En aquel momento, una de las mujeres tuvo un acceso de rabia y se puso a
gritar en medio del silencio que se había hecho intolerable y monstruoso:
—¡Ay, Dios mío, otra más!… ¡No está bien, chiquita, no está bien!…
¡nooo… noooo!…
—¡Eh, cállate estúpida, él te matará! —murmuró una sucia y vieja
borracha sacudiendo a su camarada, que se debatía.
Cawthorne se volvió.
Contempló a la multitud. Su boca se contrajo. Sentía la necesidad de
matar; no podía contenerse. Dejó a Dollie y avanzó, tres, cuatro pasos. Luego
se paró. Buscaba a alguien con la mirada. Volvió a avanzar, empujando a la
gente que le rodeaba. Con los hombros, rechazaba a los hombres y a las
mujeres, daba codazos, pateaba los pies. Juraba. Necesitaba una víctima, una
víctima escogida y no una de aquellas desgraciadas que rodeaban,
aterrorizadas, a la histérica que había, gritado.
Cuando abrió «El Barril», Link Cawthorne dejó bien establecida su
reputación, matando la primera noche a Bart Rhodes, un perdonavidas,
fanfarrón y descreído, de su misma ralea. Durante una pelea a propósito de
una mujer, lo dejó seco en el acto, de un balazo en el corazón. Aquella noche
comprendió que debía dar un espectáculo sangriento para reafirmar su
autoridad. ¡Él era el patrón, qué diablo! Debía imponerse más que nunca, o su
casa se hundiría. Por eso, mientras avanzaba entre los bailarines, los
bebedores y los jugadores, buscaba a un hombre y, si era posible, un hombre
duro, para provocarlo. Los escudriñaba a todos, paseando la vista en redondo.
Y su aspecto era tan terrible que se fue haciendo un vacío a su alrededor a
medida que avanzaba.

Página 271
De pronto su mirada chocó con la de un hombre de gran talla que se
hallaba en el bar, apoyado tranquilamente, con los brazos metidos entre el
mostrador y la barra y que le observaba con aire desafiante, contemplándole
tranquilamente, mientras se acercaba a él.
Cawthorne sintió como un chispazo eléctrico e inmediatamente su odio se
concentró en aquel hombre. Conocía su reputación; se trataba de Jim Stanton,
el gerente del rancho «101», el más grande de Colorado.
La elección estaba hecha, su cólera desbordaba. Link Cawthorne se
dirigió hacia el hombre, pero, para gran estupefacción de los asistentes,
Cawthorne se paró en seco en su camino. Tal vez por primera vez en su vida,
se le vio vacilar a las claras. Una cobardía secreta acababa de deslizársele en
el corazón y de darle un golpe bajo.
Era que, en lo profundo de su alma, y como cada uno de los espectadores,
Link Cawthorne sabía bien que el hombre apoyado en el bar, que no se movía
y que parecía reírse de él, desdeñarle, escondía, bajo su descuidada
apariencia, una destreza de primer orden. Tirando a ojo, con el revólver
apoyado en la cadera, Stanton hacía diana en cada tiro. Jim era el tirador más
rápido de la pradera y célebre desde los pastos de Colorado hasta la frontera
de Canadá.

Cuando Cawthorne soltó su brazo, Dollie Madison se volvió, asombrada,


y le siguió con los ojos mientras atravesaba la barahúnda. Ella fue la primera
en adivinar el terror intenso que hacía dudar a aquel gran cobarde. No le quitó
la vista de encima y notó el tic nervioso que le torcía la boca y le crispaba la
cara. Le vio luego encabritarse, empujar con los brazos a aquellos que le
estorbaban el paso, cargar como un toro, pararse de pronto a un paso del
desconocido y entonces le vio tender la mano a aquel hombre y le oyó decir:
—No le conocía, Jim Stanton, pero he oído hablar mucho de usted. Es un
gran honor para mí tenerle en mi casa.
Jim Stanton, sin moverse en absoluto, con los brazos detrás de la barra,
pero mirando fijamente, con sus claros y limpios ojos los furibundos de su
interlocutor, le respondió, con la voz más tranquila del mundo:
—Cawthorne, yo jamás estrecho la mano de un individuo de su especie y
siento haber venido esta noche a su baile. No me gustan los hombres que
hacen trampas en el juego y que pervierten a las mujeres.
La sangre se le subió a la cabeza, sus bellos rasgos se contrajeron y
Cawthorne murmuró:
—¡Dios mío, Stanton, está usted loco! ¿Es que anda buscando pelea?

Página 272
—No, señor; no pensaba en ello. Pero si, por azar, quiere usted vengar su
honor, tómese la molestia de coger ese bonito revólver que brilla bajo su
levita y le saltaré la tapa de los sesos limpiamente.
Los hombros de Cawthorne se curvaron. No se atrevía a dar la cara; bajó
los ojos.
—Creo, Mr. Stanton, que prefiero dejarme de historias esta noche. Estoy
muy cansado; acabo de llegar de un viaje. Pero si usted…
—Como usted quiera, señor —le interrumpió Stanton.
Jim se enderezó y, deliberadamente, volvió la espalda a su adversario para
pedir al barman otro whisky.
Cawthorne se batió en retirada. Se dirigió hacia Dollie lentamente. Todo
el mundo le observaba; nadie osaba hablar a su paso. Al llegar a la escalera se
llevó la mano al revólver pero la dejó caer de nuevo. Durante un buen rato,
pareció dudar lo que iba a hacer. El silencio reinante le hería y se encogió de
hombros. Por último levantó los ojos hasta Dollie y leyó en la cara de la
joven, pálida y semejante a la de una muerta, la expresión del más profundo
desprecio.
—¡Ven, tú! —le dijo, mientras la empujaba para hacerla subir al otro piso.

En el piso superior, Cawthorne abrió una puerta que daba a la escalera.


Dollie se encontró en una pequeña habitación con Cawthorne, que había
entrado detrás de ella.
La habitación estaba amueblada con una cama, una cómoda, una
mecedora y un sofá desfondado. Sobre el lecho, clavados en la pared, había
unos grabados, atestados de manchas de moscas, en los que aparecían
bailarinas de saloon.
Cawthorne fue a colocarse delante de la cómoda, vació de un trago un
vaso de agua y se puso a contemplar su capa en un espejo desportillado
apoyado en la pared. Seguía muy pálido; su emoción estaba lejos de haber
cedido. Jamás podría olvidar la afrenta que le habían inferido, la vejación que
aquel puerco, aquel desgraciado, aquel maldito ladrón de ganado le había
hecho sufrir. «… Que vaya con cuidado ese perro maldito; le arrancaré la piel
a ese hijo de…», gruñía entre dientes, sintiendo que se despertaba su antiguo
instinto de fiera. De pronto su cólera estalló sobre Dollie, silenciosa e
inmóvil:
—No te quedes ahí, plantada como una botella vacía y no me mires como
una imbécil. ¿Me oyes? ¡Anda, arregla tus cosas! ¡Guárdalas en esa cómoda!

Página 273
—Pero Link… Link… —Dollie hablaba haciendo un esfuerzo, ya que los
sollozos la ahogaban—. ¡Yo no quiero quedarme aquí!
Cawthorne se echó a reír.
—¡Eh! —rugía—. ¡Eh! ¿Y qué crees tú que me importa eso, pobre tonta?
Anda; que no tolero que me replique nadie. ¿Crees que porque ese cerdo de
vaquero me haya dado en el hocico vas a desafiarme tú? ¡Vamos, muévete, si
no quieres que te espabile!
Mientras hablaba, Cawthorne se quitó el cinturón y colocó su pesado
revólver sobre la cómoda. Después se despojó de la levita y fue a sentarse a
los pies de la cama, cuando oyó el clic de su arma; se levantó a la velocidad
del rayo, recibió un disparo a bocajarro y sintió que la bala le atravesaba el
cuerpo. Su cara se crispó. Una mancha roja, que iba creciendo rápidamente,
empapó su bella camisa. Se llevó la mano izquierda al pecho, buscando un
punto de apoyo…, por último se desplomó como una masa, de cara contra el
suelo.
Inmediatamente empujaron la puerta desde fuera y la habitación se llenó
de curiosos.
De pie, en medio de la habitación, impasible, teniendo aún en la mano, tan
delicada, el gran revólver de culata de nácar, Dollie declaró:
—Me mintió; por eso le he matado…
Aquella sola y única explicación fue suficiente. No se hizo encuesta
alguna. El veredicto fue unánime. Los curiosos que se habían arremolinado en
el cuarto se constituyeron en jurado. Todos estuvieron de acuerdo en declarar,
ante el cuerpo aún caliente de su seductor, que Miss Dollie Madison había
obrado «en legítima defensa».

Despuntaba el alba.
Abajo, en la sala desierta, el encargado del bar, que había hecho el papel
de presidente en el improvisado jurado, se afanaba detrás del mostrador.
Preparaba una hilera de vasos destinados a los hombres que habían echado
fuera el cuerpo de la víctima de la breve tragedia. Cuando Jim Stanton y
algunos otros habituales del establecimiento volvieron a entrar por la puerta
trasera, el encargado del bar les sirvió de beber e interpeló a Stanton con aire
satisfecho:
—Vaya, Stanton, de modo que ahora tenemos otro patrón en «El Barril de
Sangre»; y que es un patrón extraordinario, ¿eh? Me parece que la jovencita
de allí arriba es aún más rápida que tú, ¿no crees? Y en vista de eso tienes que

Página 274
pagar, como multa, una ronda ¿hace? De una bala al corazón, la chica ha
mandado a Link Cawthorne a los infiernos.

Página 275
Notas

Página 276
[1] Afluente del Norte. <<

Página 277
[2] Arroyo de la Serpiente de Cascabel. <<

Página 278
[3] Barra arenosa de Simpson. <<

Página 279
[4] Monte de la Meseta. <<

Página 280
[5] Colina de la Serpiente de Cascabel. <<

Página 281
[6] Monte rojo. <<

Página 282
[7] Hotel de Todas las Naciones. <<

Página 283
[8] Campamento aullador. <<

Página 284
[9] Sally la cheroky. Cheroky es una tribu del Este. <<

Página 285
[10] Pistola muy pequeña y de dos disparos. <<

Página 286
[11] Perro Rojo. <<

Página 287
[12] Man O’War. Navío de guerra en inglés. <<

Página 288
[13] Barrio popular de Londres. <<

Página 289
[14] Afluente del Norte. <<

Página 290
[15]
Bar, barra arenosa que cierra un río. En California se establecían
campamentos en las proximidades de estos lugares. Sandy es diminutivo de
Alejandro. <<

Página 291
[16] Carlitos el Papagayo. <<

Página 292
[17] Perro Rojo. <<

Página 293
[18] Salón, o café, de las Arcadas. <<

Página 294
[19] Cañón del Oso Gris. <<

Página 295
[20] Arma y herramienta inventada por Jim Bowie, héroe de la independencia

tejana. Su tamaño era mayor del normal en los cuchillos y tenía una amplia
cruz en la empuñadura para impedir que la mano ge deslizara sobre la hoja.
<<

Página 296
[21] Charles Lynch, juez de paz de un condado de Virginia, estableció el

principio, en el siglo XVIII, de que una multitud puede tomarse la justicia por
su mano. De aquí surgió el término linchamiento. <<

Página 297
[22] Pregón de Perro Rojo. <<

Página 298
[23] Yacimiento de oro. <<

Página 299
[24] Alejandro. <<

Página 300
[25] Militar y hombre de Estado inglés, del siglo XVI, a quien llamaban el

«hacedor de reyes». <<

Página 301
[26]
Literalmente «grasientos», nombre dado a los mestizos de indio y
mejicano. <<

Página 302
[27] Irlandeses. <<

Página 303
[28] «Cielo mío,» en alemán. <<

Página 304
[29] En aquella época, bono equivalía a pagaré. <<

Página 305
[30]
Ciudad del lago Salado, capital del entonces territorio de Utah, hoy
Estado. <<

Página 306
[31] Ciudad de Carson, capital del entonces territorio de Nevada, hoy Estado.

<<

Página 307
[32] El territorio de Utah. <<

Página 308
[33] Se llamaban indios blancos a los blancos que, aclimatados a vivir entre los

pieles rojas, hacían causa común con ellos contra los colonos. <<

Página 309
[34]
Los mormones daban ese apelativo de origen bíblico a quienes no
compartían su religión. <<

Página 310
[35] Brigham Young, jefe de la religión mormona, después de la muerte de su

fundador y profeta Joseph Smith. Fue quien les condujo a través del desierto y
de la llanura, desde sus primeros establecimientos del Este a los actuales de
Utah. <<

Página 311
[36] Cargo existente en la jurisprudencia anglosajona encargado de esclarecer

las causas de las muertes. <<

Página 312
[37] Nombre despectivo que se da entre los anglosajones a los meridionales.

<<

Página 313
[38] En los equipos de pelota base, del que cada unidad del Ejército tenía uno,

el tercera base, por ser el más alejado, debía ser quien tuviera más fuerza para
lanzar la pelota y más tino para dar en el blanco. <<

Página 314
[39] Top Notch, «última Muesca». <<

Página 315
[40] Fiesta campestre donde se come carne asada al aire libre y sobre brasas.

<<

Página 316
[41] El capitán McNulty fue, efectivamente, uno de los reorganizadores de los

Rurales de Tejas, concluida la guerra civil. Su actuación en aquel revuelto


Estado fue tan eficaz que se ha convertido en uno de los héroes tejanos. <<

Página 317
[42] Yanqui, corrupción india de english, con la que se conocía a los primeros

colonos de América. Cuando la Guerra de la Independencia, los ingleses


dieron este calificativo a los colonos y durante la guerra civil se extendió a
todos los del Norte. En América distingue a los habitantes de Nueva
Inglaterra. <<

Página 318
[43] Unos 3 metros y 30 centímetros. <<

Página 319
[44] No se trata de la ciudad turca, sino de otra situada en la costa atlántica y

de idéntico nombre. <<

Página 320
[45] Como puede verse, la información que sobre España tenía O’Henry era a

través de las obras de Próspero Merimée. <<

Página 321
[46] Nombre despectivo que en U. S. A. dan a los hispanoamericanos. — (N.

del T.) <<

Página 322
[47] Árbol americano de fruto venenoso. — (N. del T.) <<

Página 323
[48] Demasiado oro. <<

Página 324
[49] Todo oro. — (N. del T.) <<

Página 325
[50] El autor, hombre de letras y explorador americano, visitó el territorio de

Nuevo Méjico cuando aún pertenecía a la república azteca; este relato fue
escrito hacia 1831. Faltaban casi 15 años para que los Estados Unidos lo
anexionaran por la fuerza. Cuando el autor habla de españoles se refiere a
mejicanos de raza blanca, para distinguirlos de los mestizos e indios. Hemos
preferido conservar su léxico para que el relato no perdiera espontaneidad. <<

Página 326
[51] Los Abiqulu. — (N. del A.) <<

Página 327
[52] El príncipe Madoc, del País de Gales, se alejó de su patria hacia 1168,

para no tomar parte en una guerra civil. Con una flota partió hacia el Oeste y
al cabo de unos años regresó afirmando haber hallado un país próspero en el
que había fundado una colonia. Zarpó con una nueva expedición y nada más
se supo de él. Han querido encontrarse sus huellas entre los indios de los
Estados Unidos. <<

Página 328
[53] «Crazy Old» significa viejo chiflado. — (N. del T.) <<

Página 329
[54]
Bandera de los sudistas. No debe confundirse con Estrellas y Fajas,
bandera de los del Norte, y actual de los Estados Unidos. <<

Página 330
[55] Canción que se convirtió en una especie de himno sudista. — (N. del T.)

<<

Página 331
[56] Oro Perdido. (N. del T.) <<

Página 332
[57] Trampa Mortal. (N. del T.) <<

Página 333
[58] Ciudad del perro. <<

Página 334
[59] Estación de Ratón. <<

Página 335
[60] Unos cincuenta kilos. <<

Página 336
[61] Unos cien kilos. <<

Página 337
[62]
Corrupción de desesperado. Se daba este calificativo a quienes no
reconocían otra ley que la suya, apoyada por las armas. <<

Página 338

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