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capítulo tercero

LA ARGUMENTACIÓN PROBABLE O “PERSUASIVA”

I. introDucción

En el capítulo anterior se abordó el tema del razonamiento o argumentación


necesaria o demostrativa. Se vio que la tendencia de la lógica moderna ha
sido separar, en ese tipo de razonamiento, la materia y la forma que lo cons-
tituyen. Su forma o estructura, al ser rigurosamente deductiva, garantiza la
corrección del razonamiento, en el sentido de que si las premisas son verda-
deras, la conclusión necesariamente será verdadera.
Existen, en cambio, otras formas de razonamiento o argumentación
que no se entienden realmente sin la materia que les es propia; su racionali-
dad no es apreciable o evaluable más que cuando se estudian integralmente,
sin aislar la forma de la materia. Estos argumentos suelen estudiarse en la
llamada “lógica material” o “lógica informal” que algunos llaman “teoría
de la argumentación”, que aquí hemos llamado también “argumentación
probable o persuasiva”, y que, en el esquema de Santo Tomás de Aquino en
comentario a Aristóteles, quedan incluidos en la llamada “lógica inventiva”
o “lógica tópica”. Este tipo de argumentación engloba tanto a la retórica
como a la dialéctica.1
Más arriba hemos destacado lo que diferencia a estos dos modos de ar-
gumentación, de la argumentación demostrativa. Vale la pena ahora notar
los matices propios de cada una de estas disciplinas: dialéctica y retórica.

II. la argumentación Dialéctica

Al comienzo de su obra sobre la dialéctica, los Tópicos, Aristóteles declara:


“El fin de este tratado es encontrar un método con cuyo auxilio podamos
formar toda clase de silogismos sobre todo género de cuestiones, partiendo de
proposiciones simplemente probables, y que nos enseñe, cuando sostenemos
1 E incluso, según algunos autores muy posteriores a Aristóteles, abarcaría también a la

poética.

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una discusión, a no adelantar nada que sea contradictorio a nuestras propias


aserciones” (Tópicos, 100a, 16-20).
Estas palabras destacan tres características definitorias de la dialéctica:
a) No está restringida a tratar sobre un género específico de asun-
tos, sino que puede argumentar acerca de todo tipo de cuestiones. Esta
característica la habíamos mencionado ya anteriormente, al presentarla
como una de las principales diferencias de la dialéctica —y de la retóri-
ca— con respecto a la ciencia y la argumentación demostrativa.
b) Se basa en proposiciones simplemente probables. En este punto,
según se expuso más arriba, se entiende “probable” como lo plausible,
lo verosímil, lo que parece aceptable a todos o a la mayoría o, al menos,
a los expertos en el tema en cuestión. Así, “probable” no se entiende
aquí como una probabilidad estadística, sino como la adhesión de los
interlocutores a las proposiciones presentadas: eso es lo que determina si
puedo, o no, usar una proposición como premisa para una determinada
argumentación; como dicen Beuchot y González (1993, p. 38):

En ambos tipos de argumentación [analítica y tópica] se supone la verdad


de los principios o premisas, pero en la inferencia analítica esa verdad de las
premisas es evidente (de manera lógica, no necesariamente empírica), y en la
inferencia tópica la verdad de las premisas es pragmática o por convención
(pues sólo se puede utilizar una premisa si es aceptada por el interlocutor en
el diálogo o debate).

c) Es un método para desarrollar argumentos. En esto coincide con la


lógica analítica, pero mientras que esta última se deriva de axiomas eviden-
tes (ya sea que se trate de una evidencia material o de una de tipo formal)
y se ayuda de reglas de inferencia, en la dialéctica —lo mismo que en la
retórica— no hay axiomas, sino sólo reglas de inferencia: sus reglas de infe-
rencia son los así llamados “tópicos” (de ahí el nombre de “argumentación
tópica” que se aplica a los argumentos de la dialéctica y de la retórica).
Los tópicos son “reglas” o “recetas” de inferencia, aplicables a una gran
variedad de asuntos, para proceder conforme a ciertos “patrones” argumen-
tativos. Estos tópicos son lo que antiguamente se llamaba “lugares comu-
nes”, término que, sin embargo, ha perdido su significado originario, pues
actualmente se entiende por “lugar común” algo así como una opinión tri-
llada e insustancial; por eso, para evitar confusiones, ahora se prefiere usar
el término “tópico” para designar a estos esquemas argumentativos.
Los tópicos no constituyen un conjunto cerrado de elementos, sino que
siempre es posible, en cada ocasión particular, idear nuevos tópicos. Ade-

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ARGUMENTACIÓN Y LENGUAJE JURÍDICO 39

más, como su estructura no es al modo de leyes absolutas, necesarias e inva-


riables, sino de “estrategias argumentativas”, no exigen ser usados exacta-
mente de la misma manera cada vez; no son recetas inflexibles que haya que
seguir al pie de la letra, sino “bosquejos” argumentativos que, para llegar
a buen fin en cada caso, requerirán de la habilidad y dominio del arte por
parte del orador o sujeto que está argumentando.
El que los tópicos puedan ser empleados en distintos asuntos, lo vemos
ejemplificado en el “tópico del más y el menos” que presenta Aristóteles en
los Tópicos, 137b, 14-17 y, de manera más clara, en la Retórica: “Si al que más
conviene el predicado, no lo posee, es evidente que no lo poseerá aquel al
que conviene menos” (Retórica II, 23, 1397 b, 15).
El ejemplo que da Aristóteles es: “Si ni los dioses lo saben todo, desde
luego que menos los hombres” (idem), y este mismo esquema es perfecta-
mente aplicable en nuestros días en argumentos como: “Si ni siquiera los de
su mismo partido político lo apoyan, mucho menos los de otros partidos”.
Otro ejemplo de tópico es el de los “contrarios”, que consiste en: “mirar
si para un término contrario existe un predicado contrario, y hay que negar,
si no existe, y hay que afirmar, si existe” (Retórica II, 23, 1397 a, 7-10).
Aristóteles ofrece como ejemplos de empleo de este tópico los siguien-
tes: “ser temperante es bueno porque es dañoso ser intemperante” (ibidem),
y, también, “si la guerra es causa de los males presentes, con la paz es preciso
que se corrijan” (ibidem).
Como el “tópico” o “lugar” constituye el esquema de nuestra argu-
mentación, es primordial encontrar el más adecuado para defender nuestra
postura:2 los tópicos son la parte fundamental en la argumentación dialécti-
ca (y retórica), por eso los antiguos tratadistas dedicaron tantos esfuerzos a
reunir y clasificar los tópicos conocidos o más usados en su época.
Para hacer más evidente que los tópicos no constituyen leyes absolutas,
podemos considerar, por un lado, el hecho de su “evolución”: los tópicos van
cambiando con el tiempo; puede encontrarse en ellos una génesis y evolución
a lo largo de la historia.3 Por otro lado, los tópicos pueden entrar en pugna en-
tre sí —cosa que no sucedería si fueran leyes absolutas y necesarias. Existen,
incluso, épocas en las que los tópicos que están más en boga contradicen a los
tópicos de épocas anteriores.4 Sin ir tan lejos, dos tópicos contrarios pueden,

2 Véase Aristóteles: Tópicos, 155b, 5.


3 Cfr. Curtius (1948 [1955], pp. 122-159).
4 Perelman hace esta interesante observación: “...cabe destacar que a cada lugar se le

podría oponer un lugar contrario: a la superioridad de lo duradero, que es un lugar clásico,


se le podría oponer la de lo precario, lo que sólo dura un instante y que es un lugar román-
tico. De ahí la posibilidad de caracterizar las sociedades, no sólo por los valores particulares

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incluso, coexistir, si pensamos, por ejemplo, en los esquemas argumentativos


que están detrás de cada uno de estos refranes populares: “quien no arriesga,
no gana”, y “más vale pájaro en mano, que ciento volando”, los cuales, evi-
dentemente, aconsejan comportamientos contrarios.
d) La dialéctica, como su nombre lo dice, es un método dialógico. Aris-
tóteles menciona explícitamente que las enseñanzas de este método son para
“cuando sostenemos una discusión”, y a lo largo de los Tópicos hace referen-
cia continua a los papeles del hablante y de su interlocutor, ya que “ninguna
indagación de este género se hace sino suponiendo un interlocutor”.5
El planteamiento mismo de la cuestión por discutir se presenta ya, en
la dialéctica, de manera idónea para comenzar el diálogo de dos posturas
contrarias; la pregunta es siempre si un determinado predicado conviene, o
no, a un determinado sujeto; por ejemplo: “¿es el hombre un animal racio-
nal, o no lo es?”, en contraste, podríamos decir que una manera no dialéc-
tica de plantear la cuestión sería: “¿cuál es la esencia del hombre?” Nótese
cómo el primer modo de plantear la cuestión favorece la presentación de
las dos posibles posturas contrarias: la que sostiene el “sí” y la que apoya el
“no”. Tan esencial a la dialéctica es esta consideración de ambas posturas
contrarias que Aristóteles la recomienda incluso en los momentos en que
no se esté realmente frente al adversario,6 como un medio para profundizar
en nuestros propios argumentos, así como para prever y refutar mejor los
argumentos del contrario:
Es preciso además comparar las cosas paralelas escogiendo los argumentos
propios para formar la antítesis; porque esto da gran facilidad para ceñir al
adversario, y al mismo tiempo ayuda mucho para refutar, cuando puede sos-
tenerse a la vez que la cosa es o no es de tal manera. Por este medio se pone
uno tanto más en guardia contra la admisión de los contrarios (Aristóteles,
Tópicos, 163b, 4-10).

Y no sólo para la discusión en sí misma, sino también para el descubri-


miento de la verdad, es de gran utilidad este método “dialógico” que con-
sidera tanto las razones que apoyan nuestra postura, como las razones que
apoyan la postura contraria o distinta a la nuestra:

que obtienen su preferencia, sino también por la intensidad de la adhesión que le conceden
a tal o cual miembro de una pareja de lugares antitéticos” (Perelman et al. (1989 [1994], p.
147).
5 Aristóteles, Tópicos, 155b, 10.
6 Cfr. Tópicos, 163b, 3.

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Por lo demás no es para el conocimiento y para la reflexión verdaderamente filosófica, un


débil instrumento el poder abrazar o haber abrazado ya de una ojeada todo lo que resulta
de ambas hipótesis; porque entonces no resta más que escoger una de ellas. Mas para eso
es preciso haber sido favorecido por la naturaleza; y esta dichosa y natural
disposición para la verdad consiste en poder escoger lo verdadero y huir de lo
falso (Tópicos, 163b, 10-15).

Es por esto que la dialéctica es útil no sólo para la vida práctica, sino
también para la ciencia, pues nos deja en mejores condiciones para cono-
cer las premisas propias del conocimiento científico. En efecto, en cierto
sentido, la proposición dialéctica tomaría la función de una hipótesis por
comprobar, y gracias a que se dialoga —se argumenta en un sentido y en
otro— sobre un asunto se llega a una proposición universal, aplicable en la
ciencia.7
Sin embargo, este avanzado ejercicio de argumentación dialéctica no es
factible, de entrada, a todo tipo de persona; si bien la dialéctica busca ser un
método para tratar cualquier género de asuntos, no por ello busca tratarlos
con cualquier género de personas. A diferencia de la retórica, en la cual el
interlocutor puede ser, incluso, “gente sencilla”, la dialéctica está reservada
para interlocutores con cierta preparación en el arte de argumentar:

No se ha de discutir con todo el mundo ni ejercitarse con el primero que llega;


porque hay gentes con quienes necesariamente no se pueden hacer sino ma-
los razonamientos. Contra un adversario que se vale de todos los medios para
evadirse, también es justo emplear todos los medios para sentar el silogismo,
pero esto no siempre es honroso. Y he aquí por qué no es conveniente discutir
con el primero que llega, porque entonces se ve uno forzado a hacer malos
razonamientos, y los que se ejercitan de esta manera no pueden menos de dis-
cutir con las formas propias de una disputa o altercado (Tópicos, 164b, 8-15).

La disputa dialéctica es un ejercicio arduo, no apto para personas sin


ningún entrenamiento, pero los frutos de tal ejercicio pueden ser abundan-
tes, pues no sólo se extienden al ámbito práctico de las discusiones que en-
tablamos con los demás, sino que, como se ha dicho, gracias a la consi-
deración racional de las distintas posturas posibles en torno a una misma

7 Dice Aristóteles (Tópicos, 101a, 33-35): “Es útil, en fin, [la dialéctica] para procurarnos

la adquisición filosófica de la ciencia, porque pudiendo discutir la cuestión en ambos senti-


dos, veremos más fácilmente lo que es verdadero y lo que es falso. Además, con el auxilio de
este método, podremos conocer los elementos primitivos de los principios de cada ciencia”.

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cuestión, nos prepara para avanzar en el terreno ya no de la simple opinión,


sino del verdadero conocimiento.

III. la argumentación retórica

También basada en los tópicos, pero con un grado menor de proba-


bilidad, se encuentra la argumentación retórica. Aristóteles define al arte
retórico como “la facultad de considerar en cada caso lo que cabe para
persuadir”,8 de donde podemos destacar, cuando menos, tres características:

1) La retórica puede tratar cualquier género de asuntos, no se limita a


estos o aquellos casos, sino que “en cada caso” considera los medios
para persuadir.
2) Gira en torno a la persuasión; busca que el auditorio acepte las tesis
presentadas. Aquí entra en juego una distinción fundamental: no hay
que confundir la verdad de los razonamientos con nuestra adhesión
a ellos. Los distintos grados de aceptación subjetiva de una tesis no
siempre son proporcionales con su verdad o con su grado de probabi-
lidad. Lo que interesa en este tipo de argumentación no son tanto los
procedimientos para demostrar la validez de los enunciados, como
los mecanismos que provocan la adhesión de las personas a ellos; en
otras palabras, la persuasión.
3) Es una “facultad” de “considerar”, esto es, “un hábito de contemplar
con la inteligencia” los medios para persuadir; no se trata, pues, de per-
suadir a cualquier precio, sino de una consideración metódica de los
elementos para persuadir que pueden darse en cada situación.
Ahora bien, el método retórico, aunque paralelo a la dialéctica, no es
en todo igual a él; mientras que la argumentación dialéctica se dirige pri-
mordialmente a la inteligencia del interlocutor, la argumentación retórica
se dirige al hombre entero: inteligencia, voluntad, pasiones, emociones. Por
lo mismo, en este arte no pueden considerarse sólo las razones que apoyan
una tesis, sino también los sentimientos de quien ha de juzgar acerca de la
tesis, y el modo en que se presenta el sustentante frente a sus oyentes, es
decir, importa mucho tanto el argumento en sí mismo, como las pasiones
o sentimientos de los oyentes y la manera en que ellos perciben al orador:
“Y puesto que la retórica existe para juzgar (ya que también se juzgan los
consejos, y el veredicto es juicio), es necesario que se mire no sólo cómo el discurso

8 Aristóteles, Retórica, I, 2, 1355 b, 25.

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(argumento) sea demostrativo y digno de fe, sino también cómo ha de presentarse uno mis-
mo y ha de disponer al juez”.9
De acuerdo con esto, los argumentos conforme al arte son, en opinión
de Aristóteles, el argumento por el discurso mismo, el argumento por el ca-
rácter del orador y el argumento por moción de las pasiones en el oyente.
El argumento por el carácter del orador consiste en decir el discurso
de tal manera que el orador parezca fidedigno.10 Ello representa un impor-
tante paso hacia la persuasión, pues “a las personas decentes les creemos
más y antes, y sobre cualquier cuestión en general”.11 La apariencia ética
del orador viene a ser como una carta de presentación ante su auditorio y
Aristóteles menciona, en concreto, tres características que debe mostrar en
su carácter el buen orador:
De que sean por sí dignos de fe los oradores, tres son las causas, porque tres
son las causas por que creemos, fuera de las demostraciones. Y son las si-
guientes: la prudencia, la virtud y la benevolencia, porque los oradores come-
ten falsedad acerca de las causas en que hablan o dan consejo, ya por todas
estas causas, ya por alguna de ellas.12

Cómo hacer manifiestas estas características del orador es algo que re-
quiere de arte y método, pues la forma de hacerlo depende en gran medida
del auditorio al cual se dirige el orador, así como del tema a tratar.
Por otra parte, el argumento por movimiento de las pasiones en el oyen-
te consiste en saber conducir al auditorio hacia la pasión o emoción que más
convenga al orador en el momento de decir su discurso, pues “no concede-
mos igual nuestra opinión con pena que con alegría, ni con amor que con
odio”.13 Al principio de su Retórica, Aristóteles había criticado a los tratadis-
tas anteriores porque le habían dado demasiada importancia a las pasiones
del oyente. Parecería que ahora él cae en el mismo error, pero no es así. En
efecto, lo que el estagirita atacaba de tales autores no es el que se ocuparan
de los sentimientos o emociones del oyente, sino el que, dedicándose por
completo a este tipo de retórica “psicológica”, dejaran de lado la teoría del
entimema, que es donde, propiamente, ha de residir la argumentación retó-
rica. Al hacer esto, estaban poniendo en el centro del discurso algo que, en
realidad, era exterior: “...andan tratando en lo más acerca de cosas exterio-

9 Ibidem, 1377 b, 22-25 (las cursivas son mías).


10 Ibidem, I, 2, 1356 a, 5.
11 Ibidem, I, 2, 1356 a, 6-8.
12 Ibidem, II, 1, 1378 a, 6-11.
13 Ibidem, I, 2, 1356 a, 14-17.

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res al asunto, porque la odiosidad en la acusación y la compasión y la ira y


tales emociones del alma no afectan al asunto, sino al juez”.14
De esta manera, aunque con la “retórica psicológica” probablemente el
orador logre lo que se propone, sin embargo, su actuación es como una farsa,
pues, supuestamente, el objeto del discurso es dar razones acerca del asunto
en las cuales se apoye la deliberación, no discutir el sentir de cada uno.
A veces se ha calificado a Aristóteles de “ingenuo” cuando critica el uso
exagerado de esta “retórica psicológica” y destaca la importancia de los
entimemas en el discurso; sin embargo, no es que el filósofo ignorara la
enorme importancia que tiene la moción de los afectos para la persuasión,
pues, de hecho, él mismo dice: “Son las pasiones aquello por lo que los hombres
cambian y difieren para juzgar, y a las cuales sigue pena y placer; tales son la ira,
compasión, temor, y las demás semejantes, y sus contrarias”.15
Pero, precisamente por su fuerza, hay que insistir en hacer un uso
equilibrado de este recurso y no abusar de él. En otras palabras, la moción
de las pasiones debe usarse para apoyar los razonamientos, pero no para
sustituirlos.
El tercero y más importante de los argumentos conforme al arte retóri-
co es el llamado “argumento por el discurso mismo”. El objetivo central de
un discurso encaminado a la persuasión es comunicar al oyente las razones
por las cuales debería optar por aquello que se le propone. Por eso, si bien
los otros dos tipos de argumentos —por carácter del orador y por moción de
las pasiones en el oyente— son muy importantes, lo esencial es, en realidad,
el argumento por el discurso mismo. Este consiste en las razones que apor-
ta el orador para apoyar la postura sobre la cual intenta persuadir.
En comparación con los otros dos, el argumento por el discurso mismo
resulta la parte más “objetiva” y “racional” del discurso. Sin embargo, no
hay que exagerar este punto, pues no debe perderse de vista el hecho de
que no se habla aquí de una demostración matemática, sino de un discurso
retórico. Por ello, el orador, al idear sus razones o argumentos, no debe pre-
ocuparse solamente por la verdad de sus afirmaciones, sino también, y de
manera muy especial, por que éstas sean aceptables para sus oyentes. En el
terreno de la retórica, no basta con que un argumento sea válido en sí, sino
que es necesario que sea aceptado como tal por aquéllos a quienes se dirige.
El argumento por el discurso mismo tiene como centro la teoría del
entimema; los entimemas son “el cuerpo de la argumentación”,16 la parte
14 Ibidem, I, 1, 1354 a, 17-19.
15 Ibidem, II, 1, 1378 a, 20-23 (las cursivas son mías).
16 Ibidem, I, 1, 1354 a, 16.

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medular de cualquier discurso. Pero ¿qué es un entimema? Dicho en pocas


palabras, entimema es el silogismo retórico.
Recordemos que un silogismo es un razonamiento en el que, a partir
de ciertas proposiciones previamente conocidas, se puede inferir una nueva
proposición gracias a la relación que aquellas guardan entre sí.17 Pues bien,
un entimema o silogismo retórico es un “silogismo abreviado”, es decir, un
razonamiento al que se le ha suprimido una premisa, con el fin de hacerlo
más accesible al oyente.
Un aspecto esencial del arte de la persuasión es la referencia que hace
al oyente. Ahora bien, según Aristóteles, el auditorio al que está dirigido el
discurso retórico está conformado por “oyentes que no pueden inferir a tra-
vés de muchos grados, ni razonar tomándolo desde lejos”.18 Estas caracterís-
ticas de los oyentes deben tenerse muy en cuenta al construir el entimema,
pues ellas determinarán tanto la estructura del silogismo, como las premisas
de las cuales se deba partir.
En efecto, el hecho de que los oyentes “no puedan inferir a través de
muchos grados” significa que no pueden seguir razonamientos muy largos,
por ejemplo, aquellos que constan de muchas premisas o que explicitan to-
das y cada una de las conclusiones intermedias hasta llegar a la conclusión
final. Para que tales oyentes puedan entender un argumento será preciso
que éste sea corto, es decir, que los pasos argumentativos sean los menos
posibles, de tal manera que la distancia entre las premisas y la conclusión
final resulte mínima. Con objeto de lograr tal brevedad, es preciso suprimir
algunas premisas;19 esto constituye una característica típica del entimema, el
cual, por esta misma razón, es llamado “silogismo abreviado”.
Es importante aclarar, como hace Aristóteles, que la premisa por su-
primir en un silogismo retórico debe ser una bien conocida y aceptada por

17 Así, por ejemplo, gracias a la relación que se establece entre las proposiciones:

“Todos los hombres son mortales” y “Sócrates es hombre”, puedo inferir la conclusión:
“Sócrates es mortal”.
18 Aristóteles, Retórica, I, 2, 1357 a, 4-6.
19 De hecho, el significado etimológico “entimema” hace, en cierto modo, referencia

a esta ausencia de premisas explícitas, como dice Miguel Candel: “su sentido, «conclu-
sión basada en consideraciones subjetivas» (en thymôi), le sirve a Aristóteles para desig-
nar con tal término, nada esotérico en su lengua, el tipo de argumento sintético, basado
en indicios, que aquí analiza. Puede decirse también que se trata de un silogismo al que
le falta una premisa, cuya conclusión, por tanto, es más fruto de la intuición del que lo
expone o lo escucha que de la necesidad objetiva propia de la deducción” (Candel San-
martín, Miguel, Introducción, traducción y notas a los primeros analíticos de Aristóteles (nota 455),
Madrid, Gredos, 1988.

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todos;20 de lo contrario, no se entenderá el razonamiento, o no conseguirá


la persuasión.
Así se ve como las características del auditorio (al cual Aristóteles con-
sidera formado por gente sencilla) determinan la estructura del entimema,
obligándolo a ser lo más breve posible.
Por otro lado, esas mismas características del auditorio también marcan
la pauta para conocer cuál es el tipo de premisas de las cuales se debe partir
en la argumentación. Éstas no deben ser demasiado abstractas y universa-
les, pues de ser así no podrían ser conocidas ni entendidas por los oyentes.
Para que ellos puedan captar y aceptar el argumento es necesario que éste
se haga a partir de premisas que les resultan familiares. De esta manera, el
criterio para elegir las premisas de un discurso retórico no debe ser la exac-
titud y evidencia de las premisas por sí mismas, sino el grado de evidencia
que esas premisas tengan para el oyente.21

IV. las partes De la retórica

Tradicionalmente se han considerado como partes del arte retórico a la in-


vención, la disposición, la elocución, la memoria y la acción, pues con ellas
cinco se conforma una actuación oratoria completa.
La retórica es el arte de considerar, en cada caso, lo que cabe para per-
suadir. A primera vista, esta reflexión sobre los medios para persuadir pare-
cería que se reduce a saber encontrar o elaborar argumentos convincentes;
pero, en realidad, la tarea es más compleja. En efecto, si bien la invención
de los argumentos (inventio) es la parte fundamental de la retórica, no basta
sólo con saber qué argumentos presentar, sino también en qué orden pre-
sentarlos para que logren su mejor efecto, lo cual corresponde a la dispositio.
Más aún, el hecho de saber qué argumentos aducir y en qué orden presen-
tarlos no implica, de suyo, el conocimiento de cuál es la manera lingüística
más conveniente de presentarlos; esto último corresponde a otra parte del
arte, que es la elocución (elocutio). Pero además de todo lo anterior, que co-
rrespondería a la realización o construcción del discurso, el orador necesita
de cierta preparación para su presentación en público. Para lo cual será
20 Así, por ejemplo, se podría decir: “Todos los hombres son mortales, por lo tanto

Sócrates es mortal”, donde la premisa “Sócrates es hombre” se puede omitir porque el


oyente ya la conoce y acepta.
21 La razón de esto la explica Aristóteles del siguiente modo: “queremos que se ha-

ble como estamos acostumbrados a oír hablar, y las cosas dichas de otro modo no nos
parecen lo mismo, sino, por falta de costumbre, más desconocidas y extrañas. Lo acos-
tumbrado, en efecto, es fácilmente conocible” (Metafísica II, 3, 995 a, 2-5).

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ARGUMENTACIÓN Y LENGUAJE JURÍDICO 47

necesario, por un lado, memorizar el discurso (memoria), lo cual no implica


necesariamente recordar letra por letra el discurso, sino que, en muchos
casos, bastará con tener presentes los puntos fundamentales y su correcta
secuencia. Por otro lado, también es conveniente saber en qué tono de voz
y con qué ademanes conviene más pronunciarlo, lo cual corresponde a la
acción (actio). Ahora veamos, con un poco más de detalle, en qué consiste
cada una de las partes del arte retórico.

1. La invención de los argumentos

La inventio consiste en idear o encontrar los argumentos que serán


expuestos a lo largo del discurso. Hay que buscar los datos que sean per-
tinentes al caso y que apoyen la opinión que se busca defender.
Al buscar los argumentos, el orador intentará que todas las opinio-
nes, creencias, esquemas de razonamiento, etcétera, en que se basa su
discurso, sean previamente aceptadas por la mayoría del auditorio, esto
es, debe procurar un acuerdo con el auditorio. Por supuesto, no es preci-
so que haya perfecto acuerdo en todo absolutamente; la mayoría de las
veces, el discurso se pronuncia precisamente por haber desacuerdo en
algún punto (que es sobre el cual el orador pretende hacer cambiar de
opinión al oyente, conforme a la suya). Pero, si bien casi todos los discur-
sos suponen una divergencia de opiniones, tal discrepancia será el punto
sobre el cual se discutirá y se intentará persuadir, pero no podría ser el me-
dio a través del cual se lograra la persuasión. En otras palabras, puede ha-
ber discrepancia en lo que se refiere a la conclusión (de ahí la necesidad
de probarla, que es lo que pretenderá hacer el orador), pero no puede
haber desacuerdo en las premisas, porque si éstas no son aceptadas por
el oyente, tampoco aceptará nada de lo que se deduzca de ellas; como
dice Perelman (1979 [1988], p. 144): “Ligar una argumentación con unas
premisas a las que sólo se concede una adhesión de pasada es tan desas-
troso como colgar un pesado cuadro en un clavo mal clavado en la pared.
Existe el riesgo de que se derrumbe todo”.
Ahora bien, existen distintas maneras en que puede darse una diver-
gencia entre orador y oyente. Así, por ejemplo, el auditorio podría no estar
de acuerdo en la verdad de los hechos que aduce el orador; o bien, podría
estar de acuerdo con los hechos, pero no con la valoración que de ellos hace
el orador, incluso podría aceptar todo lo anterior, pero rechazar el esquema
argumentativo (es decir, el “tópico”) que se utiliza en el discurso.

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48 GRACIELA FERNÁNDEZ RUIZ

Considérese la siguiente argumentación: “este es un buen jarabe


para la tos, pues de éste es del que toman los médicos”.
Existen aquí al menos dos puntos de posible desacuerdo:

i) El oyente podría no creer el dato de que ese es el jarabe que toman


los médicos.
ii) Podría desaprobar el esquema argumentativo que se utiliza: “si lo ha-
cen los expertos, entonces es bueno”, o bien: es bueno, pues lo hacen
los expertos (o “los que saben”).

Observemos más de cerca esta segunda posibilidad de desacuerdo: la


desaprobación del esquema argumentativo empleado. El esquema argu-
mentativo que se ve en este ejemplo es muy común, tanto, que sirve de
base a un argumento que ya goza de nombre propio: “argumento de auto-
ridad”. El recorrido inferencial que realiza la razón al utilizar este esquema
es de una premisa cuyo contenido sería, aproximadamente, “los expertos/
los sabios/los que saben... opinan/hacen/eligen X” podemos inferir, es de-
cir, sacar como conclusión, que “X es verdadera/buena/útil...”. Al estar en
desacuerdo con este esquema argumentativo lo que ocurre es, esencialmen-
te, que rechazamos el paso inferencial que incluye, es decir, no estamos de
acuerdo con el procedimiento de derivar esa conclusión a partir de esa
premisa (por más que, quizá, sí estemos de acuerdo con el contenido de
la premisa en sí misma). En ese último caso, lo que estaríamos rechazando
sería, pues, el tópico o esquema argumentativo utilizado por el hablante.
Los tópicos —de los cuales hablamos también en el apartado anterior y
presentamos varios ejemplos—, al ser esquemas argumentativos aplicables
a diversas materias, son como “almacenes” de recursos donde se pueden
hallar fácil y rápidamente los argumentos; por eso son tan importantes den-
tro de la inventio o elaboración de argumentos, pues los tópicos (del griego
topos, “lugar”) constituyen los lugares en donde se puede apoyar la argumen-
tación, los lugares de donde se sacan los argumentos. Por eso es conveniente,
para quien va a utilizar este tipo de argumentación, estar familiarizado con
los tópicos y desarrollar la habilidad para emplear el que sea más indica-
do en cada circunstancia y auditorio, o idear nuevos tópicos, pues éstos no
constituyen un conjunto cerrado de elementos; siempre es posible, en cada
ocasión particular, encontrar nuevos esquemas argumentativos. Además, los
tópicos no son leyes absolutas, necesarias e invariables, sino “estrategias ar-
gumentativas” que no exigen ser empleadas en todos los casos ni siempre
del mismo modo; no son recetas inflexibles que haya que seguir al pie de la

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ARGUMENTACIÓN Y LENGUAJE JURÍDICO 49

letra, sino “bosquejos” argumentativos que, para llegar a buen fin en cada
caso, requerirán de la habilidad de quien los esté utilizando.

2. La disposición de los argumentos

No sólo es necesario encontrar los argumentos convenientes para el asun-


to tratado (inventio), sino también saber disponerlos en un orden adecuado a
lo largo del discurso. En esto último consiste la dispositio.
Ya Platón hablaba de la organicidad que debe tener todo discurso; sus
miembros, al igual que un ser vivo, deben guardar una relación adecuada
entre sí y con el todo. Un buen discurso es como “un ser animado que tiene
cuerpo, cabeza y pies”.22 En la argumentación retórica, el orden en que se
acomodan los argumentos o razones, los distintos elementos del discurso, es
de gran importancia. Puede haber razones muy buenas que si no se dicen
en el momento apropiado pierden su fuerza persuasiva; es más, muchos ar-
gumentos requieren, para poder ser comprendidos, el conocimiento previo
de otros argumentos, los cuales, como es obvio, tendrán que ser expuestos
antes que aquellos. Mas aun, otros argumentos consisten enteramente en
ese orden determinado;23 de este último tipo es el argumento por gradación,
que consiste en una enumeración de elementos con intensidad ascendente
o descendente, por ejemplo, “existen mentiritas, mentiras, mentirotas y es-
tadísticas”. Es evidente que, si en este último caso no se respetara el orden
ascendente, no se entendería el mensaje que se busca comunicar.
Al planear el orden de lo que se va a decir, será muy útil tener en cuenta
que “las exigencias de la adaptación al auditorio son las que deben servir de
guía en el estudio del orden del discurso”.24 En su Ética a Nicómaco, Aristóte-
les, al deliberar sobre cuál sería la mejor metodología a seguir en su estudio,
llega a una conclusión muy semejante: “Lo incuestionable es que es preciso
comenzar partiendo de lo ya conocido. Pero lo conocido o conocible tiene
un doble sentido: con relación a nosotros unas cosas, en tanto que otras, ab-
solutamente; y siendo así, habrá que comenzar tal vez por lo más conocible
relativamente a nosotros”.25
Lo que es más evidente en sí mismo (es decir, absolutamente) no siempre
es lo más evidente para nosotros. Piénsese, por ejemplo, en la proposición “la

22 Platón, Fedro, 264 c.


23 Cfr. Perelman et al., 1989 [1994]: p. 745.
24 Ibidem, p. 765.
25 Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1095b, 2-4.

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50 GRACIELA FERNÁNDEZ RUIZ

droga causa un mal al hombre”. Seguramente esto es algo a lo que nadie,


en su sano juicio, se opondría. Sin embargo, la “evidencia” de la proposi-
ción en sí misma no asegura la evidencia de esa misma proposición para un
muchacho drogadicto, quien, al menos en el momento en que está bus-
cando la droga, es más bien la proposición contraria la que se inclinaría a
aceptar. De este modo, al dirigirse a él, quizá no habría que empezar por
hablar del mal de la droga y luego sacar consecuencias, sino, al revés, tomar
como punto de partida aquellos datos que a él, en su situación actual, le son
conocidos y aceptables y, a partir de ellos, construir la argumentación para
llevarlo a que él mismo concluya —es decir, que se persuada— del mal de
la droga.
Los elementos que se empleen en cada caso, quizá, serán los mismos,
pero, indudablemente, la dispositio, el orden en que se les presente, será un
factor importante para determinar el efecto que surtan. Una exigencia pri-
mordial de este orden será —como queda dicho— comenzar por lo más
conocido o cercano al oyente para que, a través de esto, pueda acceder a
argumentos más complicados o menos conocidos para él.
Por otro lado, así como existen argumentos que, para poder ser com-
prendidos o aceptados, requieren del conocimiento y aceptación de otros
argumentos previos, hay también conjuntos de argumentos que son más
“independientes” unos de otros, en el sentido de que no requieren forzosa-
mente la formulación de uno previo para que se pueda entender o aceptar
el que sigue. En estos casos, ¿cuál es el orden más conveniente? Puede haber
varias opciones;26 una de ellas es el orden de fuerza decreciente, en el cual,
como su nombre lo indica, se comienza enunciando los argumentos más
fuertes, para terminar con los más débiles. En cambio, el orden de fuerza
creciente es todo lo contrario: comienza con los argumentos más débiles y
poco a poco va aumentando la fuerza de la argumentación, lo cual provoca
mayor emoción en los oyentes.
Sin embargo, el orden más recomendado por varios de los mejores ora-
dores es el llamado “orden homérico o nestoriano”, el cual recibe su nom-
bre del hecho de que Homero, en su Ilíada, cuenta cómo Néstor agrupaba
en el centro de sus tropas a los más débiles y ponía en ambos extremos a los
más fuertes. De igual forma, en la retórica, el “orden nestoriano” consiste
en comenzar y terminar el discurso con los argumentos más fuertes y dejar
en medio los argumentos débiles.
Perelman y otros (1989 [1994], p. 753) argumentan la superioridad del
orden nestoriano u homérico de la siguiente manera:

26 Cfr. Perelman et al.: 1989 [1994], pp. 752-754.

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ARGUMENTACIÓN Y LENGUAJE JURÍDICO 51

El inconveniente del orden creciente reside en que la utilización, al principio


del discurso, de argumentos mediocres puede indisponer al oyente y hacer
que se muestre reacio a la tesis. El inconveniente del orden decreciente con-
siste en que deja a los oyentes con la última idea —a menudo la única que
permanece en su mente—, que puede ser desfavorable. Para evitar estos dos
escollos, se preconiza el orden nestoriano, destinado a poner de relieve, pre-
sentando, a la vez o en último lugar, los argumentos más sólidos y agrupando
los demás en el centro de la argumentación.

3. La elocutio

Una vez que se han elegido los argumentos que se van a utilizar, y el
orden en que se les dispondrá, procede la redacción del discurso. En esto
consiste la elocutio, en la elaboración lingüística del discurso. La elocutio sería
—como dice Curtius (1955, p. 110)— “el arte de la expresión”. Es a esta
parte del arte a la que le correspondería más propiamente aquella concep-
ción de la retórica como “arte de hablar con propiedad, embelleciendo la
expresión”; pero no hay que reducir todo el arte retórico a lo que sería, en
realidad, sólo una de sus partes.
No obstante la distinción que, con fines expositivos, se hace de las di-
versas partes del arte retórico, es importante insistir en la intrínseca relación
e interdependencia que hay en ellas, particularmente entre inventio, dispositio
y elocutio. Así como el orden en que se acomodan los argumentos (disposi-
tio) influye en la fuerza de los argumentos elegidos (inventio) y viceversa, de
manera semejante, la elocutio o elaboración lingüística del discurso influye
sobre las otras partes del arte y éstas sobre ella. El pensamiento se expresa
mediante las palabras, pero, según se haga esta expresión, el pensamiento
puede adquirir una diversidad importante de matices. La palabra es fruto
del pensamiento, pero, a su vez, éste, de alguna manera, se ve “afinado” por
la palabra. Por eso sostienen Perelman y otros (1989 [1994], p. 240) que “la
elección de los términos para expresar las ideas, pocas veces se produce sin
alcance argumentativo”. En gran medida, la elección de las palabras es par-
te del argumento mismo, y no sólo su expresión.
Existen cientos de maneras distintas para expresar un determinado
pensamiento. A primera vista podría parece que el valor de la frase sería el
mismo si se usan estas o aquellas palabras, o si se usan sus sinónimos, pero
para los efectos de la persuasión, las diversas formas de expresar una idea
pueden dar resultados muy distintos, porque estos diversos modos de expre-
sión no son “transparentes”, sino que llevan implícita una importante carga
argumentativa.

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52 GRACIELA FERNÁNDEZ RUIZ

En la formulación lingüística del discurso interviene no sólo la selec-


ción de las palabras, sino también la construcción de la frase, el estilo todo
de composición. Esto también tiene un efecto argumentativo; le da nuevos
alcances a los argumentos expresados. Para ejemplificar esto, Perelman y
otros (1989 [1994], pp. 247 y 248) citan y analizan dos pasajes de Bossuet
—en realidad, se trata de la primera y la segunda versión de un texto—
donde, en el fondo, se maneja el mismo argumento y, sin embargo, gracias a
la manera de expresarlo, en el segundo caso el argumento, adquiere nuevos
matices y mayor fuerza:
Primera versión: “Cuando se asiste a los funerales, o bien se oye hablar
de alguna muerte imprevista, se comenta...”.
Segunda versión: “En los funerales, sólo se oyen palabras de asombro,
porque aquel mortal ha muerto”.
Aunque la idea es la misma, el hecho de haber preferido expresarla
diciendo “un mortal que ha muerto”, en lugar de “una muerte imprevista”
o “un joven que ha muerto”, etcétera, le da una nueva perspectiva a la ar-
gumentación, pues no sólo la expresa, sino que, en alguna medida, la con-
figura. En la segunda versión de este pasaje de Bossuet salta a la vista con
más fuerza el argumento que se maneja: lo absurdo que es extrañarse por
la muerte de un mortal.
Dentro de la elocutio, otro factor importante para la mayor o menor
repercusión que pueden producir los argumentos es la elección del estilo
que se adoptará. Perelman et al. (1989 [1994]: pp. 245 y ss.) opinan que, por
ejemplo, un estilo neutro —en lugar de uno rebuscado o apasionado— da
a los oyentes la sensación de que todo lo que dice el orador es algo ya an-
teriormente aceptado por ellos, y por tanto no deben adoptar una actitud
suspicaz, sino de plena confianza.
Sin pretender mencionar todos los posibles alcances que para los efec-
tos argumentativos puede tener la elocutio o expresión lingüística del dis-
curso, estas indicaciones se han hecho sólo para destacar la idea de que las
partes del arte retórico —inventio, dispositio, elocutio, memoria y actio— están
íntimamente ligadas entre sí e influyendo unas sobre otras; por tanto, aquí
no es posible —ni sería de mucha utilidad— marcar con exactitud las fron-
teras entre ellas.

4. Memoria y actio

Las dos últimas partes del arte retórico son la memoria y la acción. Para
la elaboración del discurso en cuanto tal, éstas son de mucha menor impor-
tancia que la inventio, dispositio y elocutio. La razón de esto ya se ha mencionado

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anteriormente, y no es difícil de ver: memoria y acción sólo entran en jue-


go en aquellos discursos que realmente se dicen frente a un público; en las
argumentaciones escritas su utilidad es poca. Sin embargo, el orador que
tenga que pronunciar su discurso frente a un auditorio sin contar con una
buena dicción y pronunciación, ni con un tono adecuado y, además, sin re-
cordar aquello que había escrito en el papel, está, sin lugar a dudas, destina-
do al fracaso. Por ello los antiguos recomendaban poner empeño en cierta
memorización del discurso (memoria) y en la preparación de la actuación en
público (actio).
La memoria es una facultad que en más de una ocasión ha sido menos-
preciada. Algunos la llaman “la inteligencia de los tontos”; lo cierto es que
si alguien dice saber muchas cosas, pero no se acuerda de ninguna, quizá
no le serán de mucha utilidad sus conocimientos. Algo similar habría que
decir del orador que escribe grandes discursos, pero los olvida al momento
de tener que pronunciarlos en público. Existen muchas estrategias que los
maestros de oratoria suelen recomendar para facilitar la memorización del
discurso; por ejemplo, relacionar cada una de las partes del discurso con
las partes de alguna otra cosa que nos sea muy conocida, o poner señales
o claves que, con una palabra o con una imagen, nos recuerden toda una
idea, etcétera. Sin embargo, hay que tener presente que, más que cualquier
enlace arbitrario de ideas, lo que mejor puede ayudar a la memorización de
un discurso es su buena ordenación. Una conexión lógica y bien dispuesta
entre los pensamientos ayudará a pasar ágilmente de uno a otro, sin dudas,
retrasos ni tartamudeos.
Además de la memorización del discurso, para lograr una buena pre-
sentación en público se requiere que el orador tenga un adecuado manejo
de la voz y los ademanes. Lo anterior pertenece a la actio (actuación en pú-
blico), en la cual algunos incluyen también los gestos del orador y hasta su
vestimenta.
No hay que descuidar este punto. Sin una buena actio, aun el discurso
más brillante perderá gran parte de su fuerza. No sin razón Demóstenes la
consideraba como la parte principal de la oratoria, y Quintiliano, recordan-
do que Hortensio, en su tiempo, fue tenido como el príncipe de los oradores,
supone que seguramente esto se debía al dominio que tenía de la actio, pues,
en realidad, sus escritos no muestran tanta maestría.
Para terminar este apartado, podemos observar que, evidentemente,
no todas las partes del arte son igualmente importantes. A simple vista se
aprecia que la memoria y la acción son, en este arte, partes secundarias,
pues no corresponden propiamente a la elaboración del discurso. De hecho,
al dar un breve vistazo a la historia de la retórica, se encontrarán muchos

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54 GRACIELA FERNÁNDEZ RUIZ

retóricos que no han utilizado estas dos partes, porque no acostumbraban


hablar en público (recuérdese, por ejemplo, el oficio de los logógrafos, con
el cual comenzaron su carrera muchos de los rétores antiguos). Por otra
parte, tampoco la dispositio será igualmente necesaria en todos los casos,
pues cuando el discurso es muy corto27 no se necesita mucho esfuerzo para
saber cómo ordenar sus partes. En cambio, lo que no puede faltar en ningún
discurso son la inventio y la elocutio, pues todo discurso consta de ciertos argu-
mentos que son expresados por medio de palabras. ¿Cabría establecer aún
una jerarquía entre inventio y elocutio? En muchas épocas de la historia se ha
considerado que es la elocución, es decir, la elaboración lingüística del dis-
curso, la parte fundamental del arte retórico (de hecho, es común llamar a la
retórica “el arte de la elocuencia”). Vista así, la retórica parecería reducirse
a un hablar con propiedad, embelleciendo la expresión de los pensamien-
tos. Esta concepción es muy peligrosa, pues puede degenerar —como, de
hecho, ha ocurrido— en considerar a la retórica un puro ornato de palabras
huecas, sin ideas.
Más favorable a la retórica es la concepción que de ella tiene Aristóteles:28
“la retórica es la facultad de considerar, en cada caso, los medios para per-
suadir”. El estagirita ponía como centro del arte retórico la elaboración de
los argumentos persuasivos; todo lo demás, si bien necesario, quedaba en
un segundo plano. Nada distinto podía esperarse de “el padre de la lógica”.
Ahora bien, el hecho de que se haga una distinción y se establezca una
jerarquía en las diversas partes de la retórica no debe conducir a una sepa-
ración de las mismas. Hay que saber distinguir sin separar, y unir sin con-
fundir. Las distintas partes del arte retórico no deben verse como eslabones
independientes añadidos sucesivamente a una misma cadena. No se puede
decir: “ya están los argumentos, ahora hay que ordenarlos y luego expre-
sarlos y adornarlos, etcétera”. Es verdad que de antemano se pueden tener
pensados los puntos principales del discurso, pero el discurso como obra
acabada debe ser una perfecta fusión de forma y contenido; tan perfecta,
que —idealmente—no deberían ser discernibles la una del otro. Cada una
de las partes se da en cada uno de los momentos: el argumento influye en el
orden y modo de expresión del discurso, pero también el orden de las ideas
y el cómo se les expresa lingüísticamente influyen en la configuración de la
idea o argumento.

27 Podría reducirse, incluso, a una sola frase, como ocurre frecuentemente en el terreno

de la publicidad.
28 Junto con muchos otros autores, desde luego, entre los cuales cabe mencionar a Quin-

tiliano (s. I [1942], proemio), quien afirma: “Digo, pues, que en las palabras debe ponerse
cuidado, pero en los pensamientos singular esmero”.

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