De Prada - Infierno
De Prada - Infierno
De Prada - Infierno
Cuando sea mayor (quiero decir, viejecito) me gustaría escribir una especie de Atlas del
infierno , en el que se compendiaran las distintas descripciones que la literatura nos ha
suministrado sobre este lugar abismal, desde Virgilio a Swedenborg, pasando por Dante
o Milton. Aunque este último, en El paraíso perdido, asegura que el infierno no se halla
en el interior de la tierra, sino a una distancia tres veces mayor que la que nos separa del
planeta más lejano (forma de ubicación demasiado difusa y dependiente de los avances
astronómicos), casi todos sus visitantes literarios convienen en situarlo -como su propio
nombre indica- en algún paraje subterráneo. Así lo entendieron los antiguos, que
localizaron su acceso principal en las proximidades del cabo Tenaro, donde Heracles
inició su periplo de ultratumba para raptar a Cerbero; por esta puerta, denominada
Averno, también transitaron otros héroes mitológicos, como el enamorado Orfeo,
conmemorado por Ovidio, o el errabundo Eneas, cuyas glorias cantó Virgilio. Algunos
hermeneutas, basándose en lecturas algo esotéricas del Génesis, afirmaban que las
raíces del Árbol de la Ciencia cobijan las alcobas del infierno, mientras que sus ramas
superiores sustentan el trono celestial.
Swedenborg sostiene que las ciudades terrestres poseen su doble en las alturas y su
triple en el abismo. Habría, pues, un Madrid celeste y otro Madrid infernal, en donde los
bienaventurados y los réprobos oriundos de esta ciudad podrían seguir recorriendo ad
aeternum sus calles y plazas. También existirían sendos Bilbaos empíreo y subterráneo,
sendas Zamoras, sendos Torrelodones, etcétera, para que ningún alma se sintiese
forastera en su destino de ultratumba. Esta versión urbana del infierno la corroboran San
Buenaventura, que lo comparó con Babilonia y, en cierto modo, el propio Dante, que
soñó, enclavada en los círculos quinto y sexto del infierno, la ciudad de Dite, excavada
de fosos fétidos y erizada de torres de fuego. Pero no faltan tampoco las visiones más
campestres del infierno, desde el bíblico valle de Josafat al pagano Orco, páramo
fustigado por las tempestades donde se congregaban las arpías, las gorgonas y las
hidras, faunas todas ellas poco recomendables.
Un infierno entendido como estado del alma , de tan monótono e inalterable, propicia la
adaptación del réprobo, que termina habituándose a sus tormentos, como el caminante
acaba habituándose a la china en el zapato; en cambio, un infierno físico, de
proporciones vastas y regiones siempre inexploradas, garantiza una provisión inagotable
de tormentos. Urge que alguien escriba un exhaustivo atlas del infierno, para compensar
tanta pachorra teológica.