De Prada - Infierno

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Infierno

Juan Manuel De Prada

Juan Manuel De Prada


Desde hace algún tiempo, a los teólogos (¡y hasta a los mitrados!) les ha dado la
ventolera de decir que el infierno no es un lugar físico, sino un estado del alma .
Afirmación que tal vez tenga sentido referida a ese estadio intermedio de la vida de
ultratumba que se extiende desde la muerte hasta la resurrección de la carne; pero que,
desde luego, referida a un estadio posterior, es una inconsecuencia y una majadería,
pues si hay resurrección de la carne, tiene que haber lugares físicos donde los
resucitados retocen de gozo o se retuerzan de dolor (otra cosa es que no se crea en la
resurrección de la carne, pero para ese viaje teológico no hacen falta las alforjas de los
lugares físicos y los estados del alma ). Por fortuna, la consideración del infierno como
lugar físico sigue ejerciendo una poderosa subyugación sobre la imaginación humana,
irreductible a las monsergas de los teólogos, gracias sobre todo a las aportaciones
literarias que han tratado de imaginar o reconstruir un paraje que el Apocalipsis
denomina, sucinta pero muy gráficamente, lago de fuego y azufre .

Cuando sea mayor (quiero decir, viejecito) me gustaría escribir una especie de Atlas del
infierno , en el que se compendiaran las distintas descripciones que la literatura nos ha
suministrado sobre este lugar abismal, desde Virgilio a Swedenborg, pasando por Dante
o Milton. Aunque este último, en El paraíso perdido, asegura que el infierno no se halla
en el interior de la tierra, sino a una distancia tres veces mayor que la que nos separa del
planeta más lejano (forma de ubicación demasiado difusa y dependiente de los avances
astronómicos), casi todos sus visitantes literarios convienen en situarlo -como su propio
nombre indica- en algún paraje subterráneo. Así lo entendieron los antiguos, que
localizaron su acceso principal en las proximidades del cabo Tenaro, donde Heracles
inició su periplo de ultratumba para raptar a Cerbero; por esta puerta, denominada
Averno, también transitaron otros héroes mitológicos, como el enamorado Orfeo,
conmemorado por Ovidio, o el errabundo Eneas, cuyas glorias cantó Virgilio. Algunos
hermeneutas, basándose en lecturas algo esotéricas del Génesis, afirmaban que las
raíces del Árbol de la Ciencia cobijan las alcobas del infierno, mientras que sus ramas
superiores sustentan el trono celestial.

Swedenborg sostiene que las ciudades terrestres poseen su doble en las alturas y su
triple en el abismo. Habría, pues, un Madrid celeste y otro Madrid infernal, en donde los
bienaventurados y los réprobos oriundos de esta ciudad podrían seguir recorriendo ad
aeternum sus calles y plazas. También existirían sendos Bilbaos empíreo y subterráneo,
sendas Zamoras, sendos Torrelodones, etcétera, para que ningún alma se sintiese
forastera en su destino de ultratumba. Esta versión urbana del infierno la corroboran San
Buenaventura, que lo comparó con Babilonia y, en cierto modo, el propio Dante, que
soñó, enclavada en los círculos quinto y sexto del infierno, la ciudad de Dite, excavada
de fosos fétidos y erizada de torres de fuego. Pero no faltan tampoco las visiones más
campestres del infierno, desde el bíblico valle de Josafat al pagano Orco, páramo
fustigado por las tempestades donde se congregaban las arpías, las gorgonas y las
hidras, faunas todas ellas poco recomendables.

Aunque la iconografía cristiana ha querido pintarnos el infierno como una especie de


fragua perpetua donde los réprobos se abrasan sin posibilidad de refresco, los paganos
concibieron un infierno con una cuenca hidrográfica que para sí quisieran los partidarios
del trasvase Tajo-Segura. Recordemos, sin afán exhaustivo, el Río de los Lamentos,
cuya corriente se habría formado por acopio de las lágrimas de los condenados; el
Aqueronte, de aguas lentas y amargas; el Leteo, del que abrevaban los muertos para
olvidar su existencia terrestre; y la laguna Estigia, que hizo invulnerable a Aquiles y
cuyas aguas quebraban el hierro y los metales. Un infierno sin consistencia geográfica
resulta, definitivamente, mucho menos amedrentador que este vasto lugar soñado por
los poetas.

Un infierno entendido como estado del alma , de tan monótono e inalterable, propicia la
adaptación del réprobo, que termina habituándose a sus tormentos, como el caminante
acaba habituándose a la china en el zapato; en cambio, un infierno físico, de
proporciones vastas y regiones siempre inexploradas, garantiza una provisión inagotable
de tormentos. Urge que alguien escriba un exhaustivo atlas del infierno, para compensar
tanta pachorra teológica.

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