Pecado Estructural o Estructuras de Pecado

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¿Pecado estructural o estructuras

de pecado?
El pecado nunca es estrictamente privado

Es sabido que en las tradiciones más primitivas del Antiguo Testamento la


responsabilidad del pecado no recaía sobre los individuos, sino sobre la
colectividad. Los semitas, como ocurría en todos los pueblos tradicionales,
se caracterizaron por ese tipo de solidaridad que Durkheim calificó de
«mecánica». Los individuos se diluían en el clan o en la tribu como la gota
de agua en el océano, de modo que les parecía lógico ser premiados o
castigados «con toda su casa», tanto por el derecho civil como por Dios.
Recordemos aquello de «yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, que
castigo la iniquidad del padre en los hijos hasta la tercera y cuarta
generación de los que me aborrecen, pero demuestro mi fidelidad por mil
generaciones a todos los que me aman y guardan mis mandamientos» (Ex
20,5-6; cfr. Dt 5,9-10).

Ciertamente, en medio de aquel clima fue necesario que los profetas


insistieran en la responsabilidad personal de cada individuo Jer 31,29-30;
cfr. Ez 18. Pero nótese que esa atribución a los individuos se refiere más
bien a la responsabilidad del pecado que al pecado mismo. Desde la
primera página de la Biblia, con el pecado de Adán y Eva (Gén 3), hasta la
última, con la condena de Babilonia, «la gran ramera», en el Apocalipsis
(17,5) van siempre entremezclados el pecado personal y el pecado
colectivo. Recordemos, por ejemplo, que los anatemas de Jesús fueron
siempre colectivos (con la única excepción del caso de Herodes). Se
dirigieron a «esta generación» (Mt 11,16-19; 12,39-45; 16,4; Me 8,38; Le
11,49-51; 17,25; y par.), a los «escribas y fariseos» (cfr. Le 11,17-54 y
par.), a los «ricos» (Mt 19,23-24; Le 6,24; y par.), a los «gobernantes» Mt
20,25; y par.), etc.
Como decía aquel verso de J. Donne con el que Thomas Merton quiso titular
uno de sus mejores libros, los hombres no somos islas; y no lo somos ni
siquiera cuando pecamos. Todo pecado, por muy personal que sea, tiene
también una dimensión social.

Nuestra cultura, caracterizada por el individualismo y el encierro en lo


privado, necesita urgentemente redescubrir esa dimensión social del
pecado. Si se me permiten ciertas licencias del lenguaje, quizás no
demasiado precisas teológicamente pero expresivas, diría que el pecado
primero se socializa (consecuencias sociales del pecado), después
se organiza (pecado colectivo) y por último se automatiza (pecado
estructural).

Consecuencias sociales del pecado

Para bien o para mal, la mayor parte de nuestra jornada transcurre con
«los otros». Su conducta influye sobre la nuestra y la nuestra sobre la de
ellos. Muy pocas personas han conseguido darse un ideal y consagrarse a él
por sus solas fuerzas. Casi siempre otras personas vinieron en su ayuda; y
esto vale incluso para las existencias extraordinarias. Unas veces fue
decisivo el encuentro con alguien que encarnaba en mayor o menor medida
ese ideal; otras veces fue la lectura de un libro que alguien escribió y otros
pusieron en sus manos…

Pero, así como una influencia benéfica puede producir resultados


magníficos, hay también influencias negativas que pueden arrastrar hacia
el mal (…).

Oigamos cómo describió Juan Pablo II eso que hemos llamado


«consecuencias sociales del pecado»: «En virtud de una solidaridad
humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el pecado de
cada uno repercute en cierta manera en los demás. Es ésta la otra cara de
aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio
profundo y magnífico de la comunión de los santos, merced a la cual se ha
podido decir que “toda alma que se eleva, eleva al mundo”. A esta ley de la
elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso, de suerte que se
puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja
por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo
entero. En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y
secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel
que lo comete».

Como es lógico, si los pecados personales tienen siempre consecuencias


sobre los demás, nuestra responsabilidad no se limita al mal que hacemos
nosotros, sino que incluye también el mal que nuestra conducta invita a
hacer a los demás.

Pecado colectivo

Lo que hemos llamado en el apartado anterior «consecuencias sociales del


pecado» era conocido ya por la casuística que caracterizó la moral católica
a partir del siglo XVI. Era el pecado de escándalo, que solía incluirse entre
los pecados contra la caridad del prójimo.

Más nuevo, en cambio, es el concepto de pecado colectivo, en cuyo


desarrollo tuvo un papel decisivo la experiencia de los crímenes nazis y las
bombas nucleares norteamericanas durante la II Guerra mundial.

Existen pecados que no se cometerían sin una complicidad compartida


entre un número de personas a veces muy elevado. El exterminio de los 6
ó 7 millones de judíos por los nazis es un ejemplo evidente, pero pueden
añadirse otros muchos, tales como la aprobación por un parlamento de una
guerra injusta o de una ley contraria a la dignidad humana, las acciones de
una organización terrorista, etc. El pecado colectivo no es una simple suma
o yuxtaposición de pecados individuales, sino que constituye una entidad
propia. El pecado colectivo es el pecado organizado que se comete entre
todos y al cual colabora cada uno con una acción aparentemente mínima,
pero que se completa con las acciones de los demás (…).

La responsabilidad de los pecados colectivos alcanza a todos aquellos que


los posibilitan con sus acciones o con sus omisiones, y nadie tiene derecho
a diluir su responsabilidad en el anonimato del conjunto o en la obediencia
a los dirigentes.

En consecuencia, cuando se comete un pecado colectivo, todos los


miembros de la colectividad deben hacer frente a las reparaciones que
exige la justicia, distribuyendo las cargas, a ser posible, en función de la
mayor o menor responsabilidad de cada uno.

Pecado estructural

No debemos identificar el pecado colectivo con el pecado estructural. El


pecado colectivo se refiere a un episodio concreto que exige una actuación
positiva de los distintos miembros del colectivo, mientras que el pecado
estructural es el resultado de un complejo mecanismo -lo que llamamos
«estructuras»- que fueron, ciertamente, establecidas por los hombres, pero
una vez consolidadas se levantan frente a sus autores como un poder
extraño que no pueden controlar; la historia del aprendiz de mago, en
definitiva.

Marx comprendió perfectamente hasta qué punto los hombres inmersos en


unas determinadas estructuras socio-económicas ven recortadas sus
posibilidades de actuación. En el prólogo a la primera edición de El
Capital escribió: «En esta obra, las figuras del capitalista y del terrateniente
no aparecen pintadas, ni mucho menos, de color de rosa. Pero adviértase
que aquí sólo nos referimos a las personas en cuanto personificación de
categorías económicas, como representantes de determinados intereses y
relaciones de clase.  Quien, como yo, concibe el desarrollo de la formación
económica de la sociedad como un proceso histórico-natural, no puede
hacer al individuo responsable de la existencia de relaciones de que él es
socialmente criatura, aunque subjetivamente se considere muy por encima
de ellas».

En efecto, el gerente de un banco, el director de una multinacional…


pueden tener incluso buenos sentimientos, llevar una vida personal íntegra,
pero cuando actúan como representantes de las respectivas instituciones,
no tienen más remedio que plegarse a las leyes del sistema (…).

Sin embargo, eso no nos exime de pecado puesto que esas estructuras no
han bajado del cielo. Las hemos establecido nosotros, o al menos las
mantenemos.

La Congregación para la Doctrina de la Fe definió las estructuras como «el


conjunto de instituciones y de realizaciones prácticas que los hombres
encuentran ya existentes o que crean, en el plano nacional e internacional,
y que orientan u organizan la vida económica, social y política. Aunque son
necesarias, tienden con frecuencia a estabilizarse y cristalizar como
mecanismos relativamente independientes de la voluntad humana,
paralizando con ello o alterando el desarrollo social y generando la
injusticia. Sin embargo, dependen siempre de la responsabilidad del
hombre, que puede modificarlas, y no de un pretendido determinismo de la
historia» (…).

Un concepto no tan nuevo como podría parecer

Muchos teólogos -que llamaremos «conservadores» para entendernos- se


han opuesto al concepto de «pecado estructural» argumentando que sólo
puede darse el nombre de «pecado» a aquello que procede de la voluntad
libre del sujeto. Seguramente no cayeron en la cuenta de que con ese
razonamiento se incapacitaban a sí mismos para hablar del pecado original.
Si admitimos, de acuerdo con la teología más tradicional, que el pecado
mortal es la primera forma de culpabilidad, lo mismo cuando hablamos del
«pecado original» que cuando lo hacemos del «pecado estructural», lo
hacemos en un sentido analógico. Los llamamos «pecado» porque son fruto
del pecado y arrastran a nuevos pecados, introduciéndonos en una
situación objetiva de desamor y, por lo tanto, de alejamiento de Dios.
Conviene aclarar que la noción de «pecado estructural» no es tan nueva
como podría parecer. Equivale en cierto modo a una noción tan central en
el cuarto Evangelio como es el «pecado del mundo» (recordemos aquello
de que Jesús es «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo»: Jn
1,29). Comentando esa frase, el famoso escriturista Léon-Dufour dice:

Juan se anticipa «a la toma de conciencia planetaria que se ha hecho corriente


en nuestros días; (…) habla ante todo del estado de ruptura en que se
encuentra la humanidad entera delante de Dios. Este texto se sitúa, no ya en el
nivel de la existencia pecadora individual, sino en el de un desorden que afecta
a la sociedad humana de la que formamos parte. (…) Parece referirse a una
potencia que actúa, anónima en cierto modo, y que resulta de la proliferación y
de la interacción de innumerables rechazos -conscientes o inconscientes,
diríamos nosotros-, opuestos a la vida que el Creador propone a la criatura. (…)
Pues bien, dice el Bautista, Dios viene por medio de aquel que es el signo vivo
de su perdón para “quitar el pecado del mundo”».

Como puede observarse, la descripción coincide prácticamente con la que


hemos hecho del pecado estructural.

Recepción por el magisterio de la Iglesia

Fueron los obispos latinoamericanos quienes, primero en Medellín y


después en Puebla, introdujeron una constelación de conceptos más o
menos próximos al pecado estructural. Es lógico, viviendo como viven en
un continente profundamente marcado por las injusticias más sangrantes.
La influencia del lugar social desde donde se hace teología es muy grande.
Igual que en América Latina -donde todavía hoy existe una profunda
religiosidad- no podría haber nacido aquella moda inconsistente que fue la
«Teología de la muerte de Dios», tampoco las sociedades opulentas eran el
lugar más idóneo para desarrollar la noción de pecado estructural.

Los documentos de Medellín (1968) hablaron de «realidades que expresan


una situación de pecado» y «pecados cuya cristalización aparece evidente
en las estructuras injustas». En el Documento de Puebla (1979) las
referencias son mucho más abundantes: «situación de pecado social» (n°
28), «sistema marcado por el pecado» (n° 92), «estructuras creadas por
los hombres en las cuales el pecado de sus autores ha impreso su huella
destructora» (n° 281), «pecado social» (n° 482,487,1.032), etc.
Especialmente importante me parece la siguiente afirmación: «Son muchas
las causas de esta situación de injusticia, pero en la raíz de todas se
encuentra el pecado, tanto en su aspecto personal como en las estructuras
mismas» (n° 1.258).

Cuatro años después, el Documentum laboris del Sínodo de los Obispos de


1983 afirmaba: «La inclinación al mal, que permanece después del pecado
original y se agrava con los pecados actuales, ejerce su influjo en las
mismas estructuras sociales que en cierto modo están marcadas por el
pecado del hombre. Se trata de una situación objetiva de carácter social,
político, económico, cultural, contraria al Evangelio; de ella ha de responder
la persona porque tiene su origen en la libre voluntad humana, individual o
de los hombres asociados entre sí. En este sentido se habla con razón del
pecado social que algunos llaman “estructural”».

Fue un párrafo tan polémico que las intervenciones durante el Sínodo


aludieron con frecuencia a ese tema, bien fuera a favor o en contra, y Juan
Pablo II, en su exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio
etpaenitentia (2-XII-1984), decidió pronunciarse sobre el mismo:
«Cuando la Iglesia habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados
sociales determinadas situaciones o comportamientos colectivos de grupos
sociales más o menos amplios, o hasta de enteras naciones y bloques de
naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la
acumulación y la concentración de muchos pecados personales. Se trata de
pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de
quien, pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o, al menos, limitar
determinados males sociales, omite el hacerlo (…). Por lo tanto, las verdaderas
responsabilidades son de las personas. Una situación -como una institución, una
estructura, una sociedad- no es, de suyo, sujeto de actos morales; por lo tanto,
no puede ser buena o mala en sí misma. En el fondo de toda situación de
pecado hallamos siempre personas pecadoras. Esto es tan cierto que, si tal
situación puede cambiar en sus aspectos estructurales e institucionales por la
fuerza de la ley o -como, por desgracia, sucede muy a menudo-, por la ley de la
fuerza, en realidad el cambio se demuestra incompleto, de poca duración y, en
definitiva, vano e ineficaz, por no decir contraproducente, si no se convierten
las personas directa o indirectamente responsables de tal situación».

Como puede verse, esos párrafos animaban poco a hablar de pecado


estructural, especialmente por esa frase un tanto sorprendente de que las
estructuras no pueden ser buenas o malas «en sí mismas». Si eso
significase que las estructuras son indiferentes  desde el punto de vista
ético, no se entendería cómo la Iglesia pudo haber condenado
determinados sistemas e ideologías como malos en si mismos (quizás la
condena más famosa fue la del comunismo ateo por Pío XI).

Sin duda, lo que quiso decir el papa Wojtyla es que las estructuras no son
buenas o malas ‘por sí mismas’, las hacemos buenas o malas los hombres.
Lo que quiso decir…y lo que dijo, según pude comprobar unos meses
después, cuando apareció el texto oficial de la Exhortación en Acta
Apostolicae Sedism.(…)
Por desgracia, la deficiente traducción al castellano de la Políglota Vaticana
contribuyó a dar la impresión de que el documento papal consideraba
doctrinalmente peligroso hablar de «pecado estructural» o «estructuras de
pecado», y ése fue el clima dominante hasta la aparición, tres años
después, de la Sollicitudo rei sociales (…).

La Sollicitudo rei socialis emplea nada menos que diez veces esa expresión
y llega a decir que no se puede alcanzar una comprensión profunda de la
realidad sin hablar de «pecado» y «estructuras de pecado» (en el próximo
apartado nos preguntaremos por qué Juan Pablo II prefirió hablar de
«estructuras de pecado» en vez de «pecado estructural»); es decir, que la
expresión «estructuras de pecado» no sólo es legítima sino imprescindible.
La novedad resulta todavía más significativa porque, según las
informaciones disponibles, el capítulo 5o de la Encíclica, donde aparece
dicha expresión, fue introducido personalmente por el Papa tras la lectura
del primer borrador que había preparado el P. Tadeusz Styczen.

¿«Pecado estructural» o «estructuras de pecado»?

En el tercer capítulo de la Encíclica, dedicada a analizar la situación del


«mundo contemporáneo», Juan Pablo II denunció la existencia de unos
«mecanismos económicos, financieros y sociales, los cuales, aunque
manejados por la voluntad de los hombres, funcionan de modo casi
automático, haciendo más rígidas las situaciones de riqueza de los unos y
de pobreza de los otros». Más tarde, en el capítulo quinto, dedicado a hacer
una «lectura teológica de los problemas modernos», califica dichos
mecanismos de «estructuras de pecado», puesto que se oponen al plan de
Dios, que es el destino universal de los bienes.

Lo característico de las estructuras de pecado es, por tanto, que «funcionan


de modo casi automático», por utilizar la expresión de Juan Pablo II. Y
precisamente vimos que ésa es la característica decisiva del pecado
estructural. ¿Por qué, entonces, el Papa prefirió hablar de «estructuras de
pecado»; una expresión que en aquel momento era mucho menos
frecuente que la de «pecado estructural», aunque a partir de dicha Encíclica
se ha vuelto dominante en la teología católica?

En mi opinión, el Papa quiso evitar que pasáramos del moralismo ingenuo


de ayer a un estructuralismo deshumanizante que privaría al hombre de
cualquier protagonismo histórico para reservárselo en exclusiva a las
estructuras sociales, que se convertirían así en nuestro chivo expiatorio. De
hecho, es cierto que poco a poco se ha ido desvaneciendo el sentimiento de
culpa personal y se ha generalizado la condición «feliz» de los humanos que
ya rara vez sienten la necesidad de arrepentirse porque ven el mal fuera de
ellos, en «las estructuras», lo cual blanquea mucho las conciencias.

Esas «estructuras de pecado» -repite con insistencia Juan Pablo II- son
fruto de una acumulación de pecados personales. No cabe, por tanto,
disculparnos diciendo después que las estructuras «funcionan de modo casi
automático». Como explicó el Papa Wojtyla, las estructuras de pecado
existentes tienen su origen en unas «opiniones y actitudes opuestas a la
voluntad divina y al bien del prójimo» que hemos ido alimentando, entre
las cuales «dos parecen ser las más características: el afán de ganancia
exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder. A cada una de estas
actitudes podría añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión “a
cualquier precio”». Por tanto, la responsabilidad última es de las personas
que dieron origen a tales estructuras y las mantienen.

Seguramente por eso el Papa ha preferido hablar de «estructuras de


pecado» antes que de «pecado estructural» (…)

Nuestra responsabilidad ante las estructuras de pecado

Así, pues, una comprensión correcta de lo que significa el pecado


estructural, o las estructuras de pecado -en lo sucesivo emplearemos ya
esta expresión-, lejos de disminuir nuestra responsabilidad, la aumenta,
puesto que no sólo somos responsables de los pecados cometidos en
nuestras relaciones interpersonales, sino también de los cometidos por
mediación de las estructuras (…).

Pero no pensemos que esa responsabilidad se limita a los rectores del


mundo. Quien pretenda no robar ni matar en el mundo de hoy debe saber
que están robando y matando en los primeros eslabones de la cadena que
a él le trae confort y bienestar. Como decía un negro en una famosa novela
de Voltaire, después de contar los sufrimientos de su pueblo, «a este precio
coméis azúcar en Europa».

Ninguno estamos libres de responsabilidad ante las estructuras de pecado,


aunque ésta se reparta de manera muy desigual.

Existe un primer grado de responsabilidad, común a todos los que vivimos


en el Norte, porque eso supone, nolens volens [quieras que no],
aprovecharnos de las estructuras de pecado, aun cuando privada y
verbalmente las condenemos. Este primer grado de responsabilidad nos
obliga ya a «restituir», para lo cual existen diversos cauces: colaboración
con ONGD, comercio justo, etc.

Además existe una responsabilidad, diferente de unos individuos a otros,


que proviene de la participación efectiva de cada cual, bien sea por sus
acciones o por sus omisiones, en el establecimiento, mantenimiento o
fortalecimiento de las estructuras de pecado. La responsabilidad de los
gobernantes, por ejemplo, no es la misma que la del directivo de una
empresa, ni ésta es como la de un ama de casa. Nótese que esta
responsabilidad diversa depende no sólo de nuestras acciones, sino
también de nuestras omisiones.

Conversión personal y cambio de estructuras


El famoso político italiano Alcides de Gasperi recuerda un comentario que
escuchó más de una vez durante su adolescencia: «Sea bueno Ud., sea
bueno yo, seamos buenos la mayoría y será bueno el mundo». Y comenta:
«Quienes opinaban de ese modo no comprendían que la sociedad no es la
simple suma aritmética de los individuos».

Efectivamente, en la sociedad, además de la suma de los individuos,


existen unas estructuras de pecado a cuyas leyes deben plegarse los
individuos. Por eso no basta la conversión personal; es necesario también
cambiar las estructuras.

Es importante insistir en esto porque a menudo se ha acusado a la Doctrina


Social de la Iglesia de encerrarse en un moralismo ingenuo que ponía el
énfasis en la buena voluntad del hombre individual o colectivo ignorando
sus condicionamientos económicos o sociales (…).

«La Iglesia -escribió Pablo VI- considera ciertamente importante y urgente


la edificación de estructuras más humanas, más justas, más respetuosas
de los derechos de la persona, menos opresivas y menos avasalladoras;
pero es consciente de que aun las mejores estructuras, los sistemas más
idealizados se convierten pronto en inhumanos si las inclinaciones
inhumanas del hombre no son saneadas, si no hay una conversión del
corazón y de la mente por parte de quienes viven en esas estructuras o las
rigen» (…)

La conversión de los individuos y el cambio de las estructuras son, pues,


dos tareas que se exigen mutuamente.

(Luis González-Carvajal Santabárbara).

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