Lirael de Garth Nix PDF

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 1630

¿Quién es Lirael?

Catorce años han


pasado desde que la Abhorsen
Sabriel ahyuentara al malvado
Kerrigor más allá del noveno portal y
ayudara a restaurar al rey
Touchstone al trono del Reino
Antiguo. Lirael se ha educado entre
las Clarvis, aunque nunca se ha
sentido verdaderamente hija suya.
No tiene el don de la clarividencia,
derecho de nacimiento de las
Clarvis, y la muchacha se siente
diferente, insegura de su identidad.
Acompañada de su fiel amiga, la
Perra Canalla, y bajo la creciente
amenaza de un mal milenario, Lirael
debe embarcarse en una misión
desesperada. En sus manos está el
destino del Reino Antiguo.
Garth Nix

Lirael
Abhorsen-2

ePub r1.0
fenikz 19.11.13
Título original: Lirael
Garth Nix, 2001
Traducción: Celia Filipetto

Editor digital: fenikz


ePub base r1.0
Para Anna, mi familia y amigos
Prólogo

A quel verano hizo un calor muy


húmedo y los mosquitos
pululaban por todas partes
tras abandonar las tierras donde se
habían criado, en las orillas pobladas de
juncos a los pies del monte Abed. Los
pajarillos de ojos brillantes descendían
en picado entre las nubes de insectos y
comían hasta hartarse. Más arriba, las
aves de presa volaban en círculo para
devorar, a su vez, a los pajarillos.
Había un lugar cerca del lago Rojo
donde no llegaban los mosquitos ni los
pájaros, donde no crecía la hierba ni
ningún ser vivo. Una colina baja, a poco
más de tres kilómetros de la orilla
oriental. Un montículo de tierra y
piedras compactadas, una zona inhóspita
y extraña, rodeada de pastizales y de los
verdes bosques que trepaban las colinas
cercanas.
El montículo carecía de nombre. Si
en algún mapa del Reino Antiguo lo
había tenido, ese mapa ya no existía. En
otra época, las granjas que había por
aquella zona siempre estaban separadas
por una distancia no menor a una legua.
Y la gente que había vivido allí no
osaba siquiera dirigir la vista hacia
aquella extraña colina y mucho menos
hablar de ella. El pueblo más cercano
ahora era Borde, una precaria aldea que,
pese a no haber vivido días de fortuna,
seguía albergando la esperanza de que
llegasen. La gente del pueblo de Borde
sabía que lo más sensato era no
acercarse a la orilla oriental del lago
Rojo. Hasta los animales del bosque y la
pradera evitaban acercarse al montículo,
el instinto los mantenía alejados de
cuantos se encaminaban hacia aquel
lugar.
Como el hombre que estaba de pie
en las lindes del bosque, donde las
colinas se fundían con la lisa orilla del
lago. Un hombre delgado, de cabellos
ralos, enfundado en un traje armadura de
cuero que lo cubría entero, de los
tobillos a las muñecas. Empuñaba en la
izquierda una espada desenvainada, la
hoja en equilibrio sobre el hombro. La
mano derecha reposaba sobre la
bandolera de cuero que llevaba cruzada
sobre el pecho. Siete morrales colgaban
de la bandolera, el más pequeño no
mayor que un pastillero, el más grande,
del tamaño de su puño. De los morrales
pendían unos mangos de madera.
Mangos de negro ébano sobre los que
los dedos del hombre se movían como
arañas por una pared.
Cualquiera que hubiese estado
presente habría sabido que los siete
mangos de ébano correspondían a otras
tantas campanas y eso, a su vez, le
habría permitido identificar al hombre
por el oficio, pero no por el nombre. Era
un nigromante y llevaba las siete
campanas de su oscuro arte.
El hombre bajó la vista, contempló
el montículo durante un rato y comprobó
que ese día no era él la primera persona
que había estado allí. Al menos dos se
encontraban en la colina desnuda y en el
aire flotaba un calorcillo que sugería la
presencia de otros seres menos visibles.
El hombre consideró la posibilidad
de aguardar hasta el anochecer, pero
sabía que no tenía esa alternativa. No
era su primera visita al montículo. En lo
más profundo, aprisionado en las
entrañas de la tierra, había mucho poder.
Había acudido desde el otro extremo del
Reino respondiendo a su llamada que lo
convocaba ese día del solsticio de
verano. Seguía llamándolo en ese
preciso momento y no podía hacer otra
cosa que responder.
Conservaba algo de orgullo y
voluntad como para no echar a correr el
último tramo que lo separaba del
montículo. Tuvo que emplear todas sus
fuerzas, pero cuando sus botas rozaron
la tierra desnuda, al pie de la colina, lo
hicieron con parsimonia, sin asomo de
prisa.
Conocía a una de las personas que
había allí, es más, esperaba encontrarla.
El anciano, último del linaje que había
servido a la cosa agazapada bajo el
montículo, hacía de puente entre el
poder que la ocultaba a las miradas de
las brujas que, desde su cueva de hielo,
todo lo veían. El hecho de que el
anciano fuese el último y que a su lado
no hubiese ningún aprendiz llorón
resultaba tranquilizador. Llegaría el
momento en que la cosa aquélla ya no
necesitaría ocultarse bajo tierra.
La otra persona allí presente era
desconocida. Se trataba de una mujer, o
algo que en otros tiempos había sido una
mujer. Llevaba una máscara de bronce
deslustrado y las pesadas pieles de los
bárbaros del Norte. Innecesarias e
incómodas con el calor que hacía… a
menos que su propia piel no notara el
sol, sino otra cosa. Lucía varios anillos
de hueso en las manos cubiertas de
guantes de seda.
—Tú eres Hedge —dijo la extraña.
El hombre se mostró sorprendido
por la fuerza electrizante que desprendía
la voz de aquella mujer. Tal como había
sospechado, se trataba de una hechicera
de la magia libre, pero era más
poderosa de lo que había imaginado. La
mujer conocía su nombre, o al menos
uno de ellos, el más humilde, el nombre
que en los últimos tiempos había usado
con mayor frecuencia. Él también era un
hechicero de la magia libre, como todos
los nigromantes.
—Un siervo de Kerrigor —
prosiguió la mujer—. Veo la marca que
llevas en la frente, pese a que tu disfraz
destila ingenio.
Hedge se encogió de hombros y se
tocó la frente, donde llevaba lo que
parecía ser una marca del Gremio. Ésta
se partió en dos y se le cayó como una
costra dejando al descubierto una fea
cicatriz que serpenteó debajo de su piel.
—Llevo la marca de Kerrigor —
aclaró él sin alterarse—. Pero Kerrigor
no está. La Abhorsen lo ató y ha estado
preso estos últimos catorce años.
—Ahora me servirás a mí —dijo la
mujer con un tono que disuadía de toda
protesta—. Dime cómo puedo comulgar
con el poder que yace debajo del
montículo. Él también se someterá a mi
voluntad.
Hedge hizo una reverencia para
disimular la sonrisa. ¿Acaso aquella
situación no recordaba la manera en que
él había llegado al montículo en los días
que precedieron a la caída de Kerrigor?
—Hay una piedra en el lado
occidental —dijo él señalando con la
espada—. Hazla girar y encontrarás un
estrecho túnel subterráneo de abrupta
caída. Sigue por el túnel hasta
encontrarte con una pesada losa que
bloquea el paso. Notarás que la base de
la piedra rezuma agua. Prueba el agua y
percibirás la fuerza de la que hablas.
No mencionó que el túnel era obra
suya, producto de cinco años de trabajo,
ni que el agua que rezumaba era la
primera señal visible de una lucha por
la libertad que llevaba ya más de dos
siglos.
La mujer asintió. La delgada línea de
pálida piel que bordeaba la máscara no
permitía adivinar expresión alguna,
como si la cara que se ocultaba tras ella
fuese tan fría como el metal. Se volvió
entonces para lanzar un hechizo y, por la
abertura de la boca de la máscara, con
cada palabra salió una nube de humo
blanco. Cuando terminó, dos criaturas
que habían estado tendidas a sus pies
confundiéndose casi con la tierra, se
levantaron. Dos seres humanos de una
delgadez extrema, cuyas carnes y huesos
de fuego azulado fluían como la bruma.
Se trataba de seres elementales de la
magia libre, a los que los humanos
llamaban siseantes.
Hedge los observó con atención y se
lamió los labios. Podía ocuparse de uno
de ellos, pero no de los dos sin revelar
unas fuerzas que, por el momento,
prefería mantener ocultas. El anciano no
le iba a servir de nada. Seguía ahí
sentado, murmurando, haciendo de
conducto viviente de una parte de la
fuerza oculta bajo la colina.
—Si al anochecer no he vuelto —
anunció la mujer—, mis siervos te
despedazarán en cuerpo y alma, si
llegaras a buscar refugio en la Muerte.
—Esperaré aquí —contestó Hedge
acomodándose sobre la tierra pelada.
Ahora que conocía las instrucciones
de los siseantes, ya no representaban una
amenaza. Dejó la espada, volvió la
cabeza hacia el montículo y apoyó la
oreja contra el suelo. Alcanzó a oír el
susurro constante de la fuerza
subterránea que traspasaba todas las
capas de tierra y piedra, pese a que sus
propios pensamientos y palabras no
conseguían penetrar la prisión. Más
tarde, si fuera necesario, entraría en el
túnel, bebería del agua y abriría la
mente para enviar sus pensamientos de
vuelta al fondo, a través del hilillo de
agua del ancho de un dedo, que había
conseguido traspasar las siete defensas
mágicas lanzadas tres veces. A través de
la plata, el oro y el plomo; el serbal, el
fresno y el roble y la séptima defensa de
hueso.
Hedge no se molestó en ver cómo se
alejaba la mujer, ni se movió cuando
oyó rodar la enorme piedra, aunque se
trataba de una hazaña que superaba las
fuerzas de cualquier hombre normal o de
varios hombres normales.
Cuando la mujer regresó, Hedge se
encontraba de pie en el centro mismo
del montículo mirando en dirección al
Sur. Los siseantes estaban cerca, pero no
se movieron al ver que su ama volvía a
subir a lo alto. El anciano seguía
sentado en el mismo sitio, farfullando
hechizos o tonterías, Hedge no logró
precisarlo. No se trataba de ninguna
magia que él conociera, aunque en la
voz del viejo notaba la fuerza de la
colina.
—Os serviré —dijo la mujer.
Su voz había perdido todo vestigio
de arrogancia aunque no de fuerza.
Hedge vio tensarse los músculos del
cuello de la mujer cuando ésta
pronunció las palabras. Él sonrió y
levantó la mano.
—Se han alzado pilares de piedra
del Gremio demasiado cerca de la
colina. Los destruirás.
—Eso haré —convino la mujer,
bajando la cabeza.
—Eras una nigromante —prosiguió
Hedge.
En los años pasados, Kerrigor había
atraído hacia él a todos los nigromantes
del reino y los había convertido en sus
subalternos. Algunos seguían vivos,
pero esta mujer nunca había sido sierva
de Kerrigor.
—Hace mucho de eso —dijo la
mujer.
Hedge notó el débil aleteo de la vida
en el interior de aquel cuerpo sepultado
bajo las pieles encantadas y la máscara
de bronce. Aquella bruja era vieja, muy,
pero muy vieja, lo cual no constituía una
ventaja para una nigromante que debía
recorrer el reino de los muertos. El río
de frías aguas tenía especial
predilección por aquéllos que tras eludir
sus garras repetidamente habían
sobrepasado el límite de años.
—Volverás a empuñar las campanas,
vas a necesitar muchos muertos para la
tarea que te espera —diciendo esto,
Hedge se desabrochó la bandolera y se
la pasó con cuidado, tratando de que las
campanas no sonaran. Él poseía otro
juego de siete, el que le había
arrebatado a un nigromante menor
aprovechando el caos generado tras la
derrota de Kerrigor. Para recuperarlas
hubo de correr ciertos riesgos porque
estaban guardadas en la zona principal
del reino largo tiempo reclamada por el
rey y su reina Abhorsen. Sin embargo,
no las necesitaba para sus planes
inmediatos, además, no podía llevarlas
donde tenía intención de ir.
La mujer aceptó las campanas pero
no se puso la bandolera. Tendió la mano
derecha con la palma hacia arriba. En
ella brillaba una chispita, una astilla
metálica que despedía un fuego blanco.
Hedge tendió a su vez la mano y la
astilla saltó sobre ella para instalarse
debajo de la piel sin hacerlo sangrar.
Hedge se la acercó a la cara y notó la
fuerza del metal. Luego cerró despacio
los dedos y sonrió.
Aquella esquirla de arcano metal no
era para él. Era una semilla, una semilla
que se podía sembrar en muchos suelos.
Hedge le tenía reservado un lugar
especial, una almáciga fértil donde
pudiera crecer y dar frutos. Aunque tal
vez sería preciso que pasaran muchos
años antes de que pudiese sembrarla
donde más daño pudiera causar.
—¿Y tú? —inquirió la mujer—.
¿Qué haces?
—Voy al Sur, Chlorr de la Máscara
—respondió Hedge, demostrándole así
que sabía su nombre y muchas cosas más
—. Al sur de Ancelstierre, al otro lado
del Muro. Al país donde nací, aunque
por espíritu no soy hijo de esas tierras
de impotentes. Tengo mucho que hacer
allí y en otros lugares. Tendrás noticias
mías cuando te necesite. O si recibo
noticias que me disgusten.
Se dio media vuelta y se alejó sin
pronunciar ni una palabra más. Los amos
no suelen despedirse de sus sirvientes.
EL REINO
ANTIGUO
Decimocuarto año de la
restauración del rey
Touchstone I
Un cumpleaños
fastidioso

esde lo más profundo del sueño, Lirael


sintió que alguien le acariciaba la frente.
Una mano tierna y suave recorría su piel
D
afiebrada. Notó que sus labios
esbozaban una sonrisa. Aquel
contacto le resultaba
delicioso. El sueño cambiaba
entonces y la muchacha arrugó la frente.
El contacto de la mano ya no era tierno y
amoroso, sino áspero y rudo. Ya no era
fresco, sino caliente… La quemaba.
Despertó. Tardó un instante en darse
cuenta de que se había aferrado a la
sábana y que había estado tumbada boca
abajo sobre la colcha de tela basta. La
lana era muy áspera. La almohada estaba
en el suelo. La funda había sido
arrancada en el curso de alguna
pesadilla y colgaba del respaldo de la
silla.
Lirael echó un vistazo a la pequeña
alcoba pero no apreció otras señales de
daño nocturno. La cómoda sencilla de
pino pulido estaba en su sitio y el
pasador de acero opaco seguía echado.
El escritorio y la silla continuaban en el
otro rincón. Su espada de prácticas
colgaba detrás de la puerta, metida en su
vaina.
Seguramente aquélla había sido una
noche relativamente tranquila. En
ocasiones, en medio del sueño cargado
de pesadillas, Lirael se levantaba y
echaba a andar, hablaba, sembraba el
caos. Aunque nunca salía de su alcoba.
De su preciado cuarto. No quería ni
pensar en lo que sería la vida si
llegaban a obligarla a regresar a las
habitaciones colectivas.
Cerró otra vez los ojos y prestó
atención. Reinaba el silencio, lo cual
indicaba que debía de faltar bastante
para el toque de campana. Tocaba todos
los días a la misma hora para que las
Clarvis se levantaran de la cama y
recibieran el nuevo día.
Lirael apretó los ojos con más fuerza
e intentó dormirse otra vez. Quería
recobrar la agradable sensación que le
había producido aquella mano en la
frente. Aquella caricia era lo único que
recordaba de su madre. Había olvidado
su cara y su voz, pero conservaba vivo
el recuerdo del fresco contacto de
aquella mano.
Hoy necesitaba aquel contacto con
desesperación. Sin embargo, la madre
de Lirael se había ido hacía mucho
llevándose con ella el secreto de la
paternidad de la muchacha. Se había
marchado cuando Lirael tenía cinco
años, sin decir una sola palabra, sin una
sola explicación. Tampoco hubo
explicaciones después, sólo las noticias
de su muerte: un mensaje confuso
procedente del lejano Norte, recibido
tres días antes de que Lirael cumpliera
los diez.
En cuanto se ponía a pensar en aquel
asunto, ya no había manera de que
volviera a dormirse. Como hacía todas
las madrugadas, Lirael ya no intentó
mantener los ojos cerrados. Los abrió y
miró el techo durante un rato. La piedra
seguía tal cual estaba la noche anterior,
fría y gris, con algunas vetas rosadas.
La marca del Gremio
correspondiente a la luz resplandecía
cálida y dorada en la piedra. Había
brillado con mayor fuerza cuando Lirael
despertó y se avivó más cuando la
muchacha sacó los pies de entre las
sábanas y tanteó el suelo con la punta de
los dedos en busca de las chinelas. La
residencia de las Clarvis contaba con la
calefacción de las fuentes termales y de
la magia, pero el suelo de piedra estaba
siempre frío.
—Hoy cumplo catorce años —
susurró Lirael.
Ya tenía puestas las chinelas, pero
no hizo ademán de ir a levantarse.
Desde que había recibido el mensaje de
la muerte de su madre pocos días antes
de cumplir los diez, todos sus
aniversarios posteriores sólo habían
traído consigo el presagio de nuevas
fatalidades.
—¡Catorce! —repitió Lirael no sin
cierta angustia en la voz.
Cumplía catorce años y, según los
cánones del mundo que había más allá
del Glaciar de las Clarvis, ya era una
mujer. No obstante, debía seguir
llevando la túnica azul de las niñas,
porque las Clarvis señalaban el paso a
la edad adulta no por los años, sino por
el don de la visión.
Lirael volvió a cerrar los ojos y los
apretó con fuerza mientras se obligaba a
ver el futuro. Todas las chicas de su
edad tenían el don de la visión. Muchas
niñas más pequeñas vestían la túnica
blanca y la diadema de ópalos. Nunca se
había visto a nadie que, al cumplir los
catorce años, no le llegara el don de la
visión.
Lirael abrió los ojos: de visiones,
nada. Sólo veía su sencilla alcoba, una
imagen borrosa a causa de las lágrimas.
Las enjugó de un manotazo y se levantó.
—Sin madre, sin padre y sin don de
la visión —dijo mientras abría el
armario y sacaba una toalla.
Se trataba de una conocida letanía.
La repetía a menudo pese a que le
producía siempre una terrible punzada
de pena en el estómago. Era como
hurgar en una muela picada con la punta
de la lengua. Dolía, pero era incapaz de
contenerse. La herida formaba ya parte
de ella.
Algún día, quizá, la portavoz de los
nueve días la mandaría llamar. Entonces
despertaría y diría: «Sin madre, sin
padre, pero tengo el don de la visión».
—Tendré el don de la visión —
masculló Lirael para sus adentros, abrió
la puerta y recorrió de puntillas el
pasillo que llevaba a los baños.
Las marcas del Gremio fueron
encendiéndose a su paso llevando el día
allí donde había oscuridad. Las demás
puertas de la Residencia de Jóvenes
seguían cerradas. En otros tiempos,
Lirael solía llamar entre risas a todas
ellas para invitar a las demás huérfanas
que vivían allí a que fueran a bañarse.
De aquello hacía muchos años.
Antes de que a todas les fuera dado el
don de la visión. En la época en que
Merell, tutora de las jóvenes, había
dirigido a sus niñas con mano blanda.
Kirrith, la tía de Lirael, era ahora la
nueva tutora. En cuanto oía un ruido,
salía de su habitación con la bata de
rayas blancas y granate para ordenar
silencio y respeto por los mayores que
descansaban. No escatimaba
reprimendas a Lirael por el hecho de
que fuese su sobrina. Al contrario.
Kirrith era el polo opuesto de Arielle, la
madre de Lirael. Estaba a favor de las
normas, la tradición, la obediencia.
Kirrith nunca habría abandonado el
glaciar para irse a quién sabe dónde y
regresar siete meses más tarde con una
hija. Lirael lanzó una mirada iracunda a
la puerta de Kirrith. En realidad, su tía
nunca había hecho comentario alguno.
De pequeña, Lirael se fue enterando de
detalles de la vida de su madre por las
conversaciones de sus primas más
cercanas. En aquellas conversaciones
comentaban que no sabían qué hacer con
una niña tan rara.
Lirael volvió a lanzar una mirada
colérica al pensar en aquello. La rabia
que llevaba dentro se negaba a
marcharse, siguió acompañándola
incluso después de haberse frotado la
cara con piedra pómez en la bañera
llena de agua caliente. El choque del
agua fría cuando se zambulló en el
estanque largo logró al fin borrarle la
expresión ceñuda.
La frente de Lirael volvió a
arrugarse cuando se peinó delante del
espejo comunitario del vestuario, anexo
al estanque largo. El espejo era un
rectángulo de acero plateado, de más de
dos metros de alto y tres de ancho, un
tanto desazogado en los bordes.
Promediada la mañana, ante él iban a
peinarse al mismo tiempo hasta ocho de
las catorce huérfanas que vivían en la
Residencia de Jóvenes.
Lirael detestaba compartir el espejo,
porque no hacía más que destacar otra
de las diferencias. La mayoría de las
Clarvis tenían el pelo rubio, los ojos
claros y la piel morena que, tras la
exposición al sol en las laderas del
glaciar, adquiría un tono castaño intenso.
En comparación con ellas, Lirael se veía
como un hierbajo pálido entre hermosas
flores. Ella nunca se ponía morena, la
piel blanca se le quemaba al contacto
con el sol y tenía los ojos negros y el
pelo más negro aún.
Estaba segura que se parecía a su
padre, quienquiera que hubiese sido.
Arielle nunca había revelado su nombre,
una vergüenza más con la que su hija
tuvo que cargar. Las Clarvis solían
quedarse preñadas de los hombres que
las visitaban, pero no tenían por
costumbre abandonar el glaciar para
encontrarlos, tampoco ocultaban sus
nombres. No se sabía por qué, pero casi
siempre parían niñas. Niñas rubias, de
piel castaña y ojos azules o verdes.
Lirael era una excepción.
Sola, delante del espejo, la
muchacha se olvidó de todo. Se
concentró en la tarea de peinarse,
cuarenta y nueve cepilladas a cada lado.
Se sentía algo más esperanzada. Quizás
ése sería el día. Un decimocuarto
cumpleaños marcado por el mejor de los
regalos. El don de la visión.
Aun así, a Lirael no le apetecía
desayunar en el refectorio central. La
mayoría de las Clarvis comían allí, y
ella tendría que compartir mesa con
niñas tres o cuatro años menores,
destacando como un cardo en un parterre
de flores primorosamente cuidadas. Un
cardo vestido de azul. Todas las
muchachas de su edad iban de blanco y
ocupaban las mesas destinadas a las
Clarvis coronadas y reconocidas.
Lirael atravesó dos pasillos
silenciosos, bajó dos escaleras de
caracol que descendían en direcciones
opuestas y llegó al refectorio inferior.
Era el lugar donde comían los
mercaderes y los suplicantes que
acudían a ver a las Clarvis para que les
predijeran el futuro. Las únicas Clarvis
allí presentes eran las encargadas del
turno de cocina y las camareras.
O casi las únicas. Había otra que
Lirael esperaba encontrar. La portavoz
de los nueve días. Al descender los
últimos peldaños, Lirael se imaginó la
escena. La portavoz bajaba la escalinata
principal, golpeaba el gong y hacía una
pausa para anunciar que la guardia de
los nueve días la había visto a ella, a
Lirael, cuando la coronaban con la
diadema de ópalos, la había visto tras
conseguir por fin el don de la visión.
El refectorio inferior no estaba muy
concurrido esa mañana. Sólo tres de las
sesenta mesas estaban ocupadas. Lirael
se dirigió a la cuarta, lo más lejos
posible de las demás, y apartó el banco.
Prefería sentarse sola, aunque no se
encontrara entre Clarvis.
Dos de las mesas estaban ocupadas
por mercaderes, probablemente de
Belisaere; hablaban a voz en cuello de
las importaciones de pimienta en grano,
jengibre, nuez moscada y canela que
habían traído del extremo norte y
esperaban vender a las Clarvis. Era
evidente que alababan sin recato la
calidad de las especias que anunciaban
con el propósito de que sus comentarios
llegasen a oídos de las Clarvis de la
cocina.
Lirael olisqueó el aire. Era posible
incluso que lo que decían fuese cierto.
El aroma del clavo y la nuez moscada
que despedían los sacos de los
mercaderes era intenso, agradable.
Lirael lo interpretó como un buen
presagio.
La tercera mesa la ocupaban los
guardias de los mercaderes. Aunque se
encontraran en el interior del Glaciar de
las Clarvis, seguían llevando los
coseletes compuestos de escamas
entrelazadas y tenían las espadas
envainadas debajo de los bancos.
Seguramente pensaban que los bandidos,
o algo peor, podían seguir sin problemas
el estrecho sendero que bordeaba el
desfiladero del río y derribar la puerta
que daba al vasto complejo de las
Clarvis.
No era menos cierto, sin embargo,
que habrían sido incapaces de ver la
mayor parte de las defensas. El sendero
del río estaba plagado de marcas del
Gremio para ocultar y cegar, y debajo de
las lajas se escondían los enviados de
bestias y guerreros que, a la menor
amenaza, se levantarían en armas. Por
otra parte, el sendero cruzaba el río no
menos de siete veces, por medio de
puentes estrechos de antigua
construcción, en apariencia tallados en
piedra. Puentes de fácil defensa, debajo
de los cuales pasaba el río Renegado,
que era lo bastante profundo y rápido
para impedir el paso a los muertos.
En las paredes del refectorio menor
también había magia del Gremio en
estado latente, y enviados que dormían
en la áspera piedra labrada del suelo y
el techo. Aunque las marcas del Gremio
eran muy tenues, Lirael alcanzaba a
verlas y a desentrañar los
encantamientos que formaban. Los
enviados eran los más difíciles de
descifrar porque sólo estaban claras las
marcas que les daban origen.
Evidentemente, también había marcas
bien visibles, las que iluminaban la
estancia y todos los rincones de los
dominios subterráneos de las Clarvis
estaban metidas en la piedra de la
montaña, cerca de la masa helada del
glaciar.
Lirael escrutó el rostro de los
visitantes. Se habían quitado el yelmo y
llevaban el cabello cortado casi al cero,
por lo que se podía comprobar que
ninguno de ellos tenía la marca del
Gremio en la frente. Por lo tanto, era
casi seguro que no percibían la magia
que los rodeaba. Siguiendo un impulso,
Lirael se apartó el flequillo demasiado
largo y se palpó la marca. Al tocarla,
latió levemente, y la invadió la
sensación de estar conectada, de
pertenecer al gran código del Gremio
que describía el mundo. Aunque
careciera del don de la visión, al menos
era algo parecido a una maga del
Gremio.
Los guardias de los mercaderes
deberían confiar más en las defensas de
las Clarvis, pensó Lirael, mientras
volvía a observar a hombres y mujeres
armados. Uno de ellos la sorprendió
observándolos; sus miradas se cruzaron
un momento y la muchacha apartó la
vista. En ese breve instante, vio a un
joven con la cabeza más rapada que sus
compañeros, en cuya calva reluciente se
reflejaba la luz de las marcas del
Gremio del techo.
Pese a que intentó no hacerle caso,
Lirael comprobó que el guardia se
levantaba y se acercaba a ella, el
coselete de escamas demasiado grande
para alguien que no completaría su
desarrollo hasta varios años más tarde.
Lirael arrugó el entrecejo cuando lo vio
acercarse e intentó ocultar más la cara.
Por el mero hecho de que de vez en
cuando las Clarvis eligieran pareja entre
los visitantes, algunos pensaban que
toda aquélla que bajara al refectorio
inferior lo hacía porque iba a la captura
de un hombre. Era una idea
particularmente arraigada entre los
jóvenes de dieciséis años.
—Disculpa —dijo el guardia—.
¿Me puedo sentar?
Lirael asintió de mala gana; el chico
se sentó y una infinidad de escamas
tintinearon sobre su pecho como una
cascada de metal.
—Me llamo Barra —dijo él
alegremente—. ¿Es la primera vez que
bajas?
—¿Cómo? —preguntó Lirael,
intrigada y tímida—. ¿Te refieres al
refectorio?
—No —contestó Barra riéndose e
indicando con un amplio ademán el
espacio a su alrededor—. Me refiero al
Glaciar de las Clarvis. Es la segunda
vez que vengo, de manera que si
necesitas que alguien te guíe… Aunque
supongo que tus padres vendrán a
menudo a comprar y vender.
Lirael apartó la mirada y notó que
las mejillas se le teñían de rojo. Trató
de pensar en una respuesta cortante,
pero lo único que le vino a la cabeza fue
que los forasteros sabían que no era una
verdadera Clarvi. Hasta los más tontos,
canijos y ataviados con trajes que
parecían sonajeros como el que tenía
enfrente.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó
Barra sin percatarse del sonrojo ni del
terrible vacío que había crecido en el
fuero interno de la muchacha.
Lirael tragó saliva, se humedeció los
labios, pero las palabras se resistieron a
salir. Tenía la impresión de carecer de
nombre y de identidad. Ni siquiera se
atrevía a mirar a Barra porque los ojos
se le habían llenado de lágrimas, y para
disimular había clavado la vista en la
pera a medio comer que tenía en el
plato.
—Yo sólo quería saludarte —dijo
Barra la mar de incómodo cuando el
silencio se fue prolongando.
Lirael asintió; sobre la pera cayeron
dos lagrimones. No levantó la mirada ni
intentó enjugarse las lágrimas. Siguió
allí sentada, con los brazos caídos,
inútiles, como su voz.
—Lo siento —se disculpó Barra al
tiempo que se levantaba ruidosamente.
Escudada tras un mechón protector,
Lirael lo vio regresar a su mesa. Cuando
el chico estuvo a unos metros de
distancia, uno de los hombres hizo un
comentario en voz baja, casi inaudible,
Barra se encogió de hombros y el resto
de los hombres y algunas mujeres se
echaron a reír.
—Es mi cumpleaños —susurró
Lirael mirando el plato, con voz
desconsolada—. No debo llorar el día
de mi cumpleaños.
Se levantó, pasó por encima del
banco con torpeza, recogió el plato y el
tenedor y los llevó al ventanuco que
comunicaba con la antecocina, poniendo
mucho cuidado de no mirar a los ojos a
ninguna de sus primas que trabajaban
allí.
Seguía con el plato en la mano
cuando una de las Clarvis bajó la
escalera principal y con la varita de
punta metálica golpeó el primero de los
siete gongs que había al pie de los siete
escalones. Lirael se quedó paralizada y
cuantos se encontraban en el refectorio
interrumpieron sus conversaciones al
ver a la Clarvi descender y golpear uno
por uno los gongs restantes
arrancándoles distintas notas que se
fundieron en una sola antes de volver a
quedar en silencio.
La Clarvi se detuvo en el último
escalón y levantó la varita. A Lirael le
dio un vuelco el corazón y notó un nudo
en el estómago. Era tal y como lo había
imaginado. Tan idéntico a lo que había
imaginado que tenía la certeza de que no
eran imaginaciones suyas, sino el inicio
de la visión.
Tal como indicaba su varita, Sohrae
era la actual portavoz de los nueve días,
que anunciaba cuándo la guardia veía
algo de interés público para las Clarvis
o el reino. Y lo más importante era que
la portavoz, también anunciaba cuándo
la guardia había visto a la niña que
acababa de adquirir el don de la visión.
—Aquí y ahora proclamo —
proclamó Sohrae y su voz clara llegó
hasta el último rincón del refectorio y
las cocinas—, que la guardia de los
nueve días tiene el placer de anunciar
que el don de la visión ha despertado en
nuestra hermana…
Sohrae inspiró hondo antes de
continuar; Lirael cerró los ojos porque
sabía que pronunciaría su nombre.
«Tengo que ser yo, tengo que ser yo —
pensó—. Dos años más tarde de lo
habitual pero tengo que ser yo porque
hoy es mi cumpleaños. Tengo que
ser…».
—Annisele —dijo Sohrae.
Se dio media vuelta y subió las
escaleras golpeando ligeramente a su
paso los gongs cuyos sonidos se unieron
al suave coro de voces de los visitantes.
Lirael abrió los ojos. El mundo no
había cambiado. No tenía el don de la
visión. Todo continuaría como hasta ese
momento. Lamentablemente.
—¿Me das el plato, por favor? —le
pidió la prima invisible apostada detrás
del ventanuco de la antecocina—. ¡Ah,
pero si eres tú, Lirael! Creía que era un
visitante. Será mejor que te des prisa y
subas, querida. En breve comenzará el
despertar de Annisele. Ya sabes que ésta
es la última parada de la portavoz.
¿Cómo es que se te ha ocurrido venir a
comer aquí?
Lirael no le contestó. Soltó el plato,
cruzó el refectorio como una sonámbula
rozando con los dedos las esquinas de
las mesas al pasar. Como una letanía, la
voz de Sohrae le daba vueltas en la
cabeza.
—El don de la visión ha despertado
en nuestra hermana Annisele. Annisele.
Annisele sería quien luciera la túnica
blanca y la diadema de plata y ópalos,
mientras Lirael tendría que conformarse
otra vez con ponerse su mejor túnica
azul, el uniforme de las niñas. La túnica
a la que ya no le quedaba dobladillo de
tantas veces como se la habían alargado.
La túnica que todavía le venía
demasiado corta.
Annisele había cumplido los once
hacía diez días. Pero el día de su
cumpleaños no sería nada comparado
con éste, el de su despertar.
Los cumpleaños no significaban
nada, pensó Lirael, poniendo
mecánicamente un pie delante de otro
mientras subía los seiscientos escalones
que llevaban del refectorio inferior al
camino del oeste, y que continuaba por
el sendero hasta llegar a los doscientos
escalones que la separaban de la puerta
trasera de la Residencia de Jóvenes.
Contó todos los escalones sin mirar a
nadie a los ojos. Lo único que vio fue el
vaivén de las túnicas blancas y el brillo
que desprendían las chinelas negras
cuando todas las Clarvis entraron en
tropel en el Gran Salón para rendir
honores a la niña que acababa de unirse
a las filas de quienes veían el futuro.
Al llegar a su cuarto, Lirael se
encontró con que no había podido
disfrutar de ninguna de las pequeñas
alegrías que suelen acompañar un
cumpleaños. Todas se habían apagado
como una vela. Era el día de Annisele,
pensó Lirael. Debía hacer lo posible y
alegrarse por su prima. Debía pasar por
alto la pena inmensa que le rompía el
corazón.
Un futuro Perdido

L irael se dejó caer en la cama y


trató de sobreponerse a la
desesperación. Debía vestirse
para asistir a la ceremonia del despertar
de Annisele. Pero cada vez que
intentaba incorporarse, algo le impedía
continuar y volvía a sentarse. En ese
momento le resultaba imposible
levantarse. Sólo atinaba a revivir lo
ocurrido en el refectorio inferior,
cuando no había oído pronunciar su
nombre. No obstante, logró apartar la
mente de aquellos pensamientos y
concentrarse en el futuro inmediato en
lugar del pasado. Lirael tomó una
decisión. No asistiría a la ceremonia del
despertar de Annisele.
Era altamente improbable que la
echasen de menos, aunque cabía la
posibilidad de que alguien fuera en su
busca. Esta idea le dio las fuerzas
necesarias para levantarse de la cama y
buscar lugares donde ocultarse. Debajo
de la cama era lo acostumbrado, pero en
la parte inferior del catre de Lirael no
había demasiado espacio, además,
estaba llena de polvo, puesto que
llevaba varias semanas sin cumplir con
las normas de limpieza.
Pensó un momento en el armario. Su
forma de caja desnuda de madera de
pino le recordaba un ataúd puesto de
pie. No era la primera vez que lo
pensaba. Siempre había tenido lo que
sus primas consideraban una
imaginación morbosa. Ya de pequeña le
gustaba interpretar dramáticas escenas
de muerte de relatos famosos. Hacía
años que había dejado de hacer teatro,
pero nunca había dejado de pensar en la
muerte. Sobre todo en la suya.
—La muerte —musitó Lirael,
temblando al oír la palabra.
La repitió en voz más alta. Una
palabra sencilla, una forma sencilla de
evitar las cuestiones que la acosaban.
Quizá pudiera faltar a la ceremonia del
despertar de Annisele, pero seguramente
le sería imposible no asistir a las que
vendrían después.
Si se suicidaba, pensó Lirael, no se
vería obligada a ver que las niñas cada
vez más pequeñas que ella conseguían el
don de la visión. Entonces no se vería
obligada a estar entre un puñado de
crías vestidas con túnicas azules. Niñas
que la miraban de reojo durante la
ceremonia del despertar. Lirael había
visto muchas veces aquella mirada y
reconocía el miedo que había en ella.
Temían parecerse a Lirael, estar
condenadas a que les faltara lo único
que importaba de verdad.
Tampoco se vería obligada a
aguantar a las Clarvis que la miraban
con cara de lástima. Las que siempre la
paraban para preguntarle cómo estaba.
Como si las palabras pudiesen describir
sus sentimientos. O como si aun
disponiendo de palabras, Lirael pudiese
contarles lo que se sentía al tener
catorce años sin haber recibido el don
de la visión.
—La muerte —volvió a musitar
Lirael, saboreando las palabras.
¿Qué otra salida le quedaba?
Cuando era más pequeña siempre había
abrigado la esperanza de que un día le
llegase el don de la visión. Pero ya tenía
catorce años. ¿Dónde se había visto
nunca una Clarvi de catorce años sin el
don de la visión? La vida nunca le había
parecido tan desesperante como ese día.
—Es lo mejor que puedo hacer —
declaró Lirael, como si estuviese
informando a una amiga de una decisión
vital.
Su voz sonaba confiada, pero en el
fondo no estaba tan segura. El suicidio
era algo impropio de las Clarvis. Si se
quitaba la vida, sería como confirmar de
manera irrefutable que no tenía nada que
ver con aquel ambiente. Tal vez fuese la
mejor solución. ¿Cómo iba a hacerlo?
Lirael desvió la vista hacia donde
guardaba la espada de prácticas en su
vaina, detrás de la puerta. Era de acero
blando y estaba desafilada. Podía
dejarse caer sobre la punta, pero
entonces sufriría una muerte lenta y
dolorosa. Además, oirían sus gritos y
acudirían en su auxilio.
Tal vez existiera un encantamiento
que le cortara el aliento, le secara los
pulmones y le cerrara la garganta. Pero
no lo encontraría en sus libros de texto,
el cuaderno de ejercicios titulado Magia
del Gremio y el índice de marcas del
Gremio, que descansaban sobre la mesa,
a unos pasos de distancia. Tendría que
investigar en la Gran Biblioteca para
encontrar semejante encantamiento y
además, ese tipo de magia estaría
cerrada a cal y canto por los hechizos.
Solo le quedaban dos medios
razonablemente accesibles para acabar
con todo: el frío y la altura.
—El glaciar —susurró Lirael.
Era la solución. Subiría por la
escalera del monte Estrella cuando todo
el mundo estuviera en la ceremonia del
despertar de Annisele y desde lo alto se
arrojaría al hielo. Con el tiempo, si
alguien se molestaba en buscarla,
encontrarían su cuerpo roto y congelado,
entonces se darían cuenta de lo difícil
que era ser una Clarvi sin el don de la
visión. Los ojos se le llenaron de
lágrimas al imaginar a la multitud
silenciosa presenciando el
levantamiento de su cuerpo y su traslado
al Gran Salón, el azul de su túnica
infantil convertido en blanco por el
hielo y la nieve que lo cubrían.
Alguien llamó a la puerta e
interrumpió su morbosa ensoñación.
Aliviada, Lirael se puso en pie de un
salto. Daba la impresión de que, para
variar, la guardia de los nueve días la
había visto. La habían visto subir al
glaciar y tirarse de cabeza, y por eso
habían enviado a alguien para impedir
ese futuro, para decirle que algún día
conseguiría el don de la visión y que
todo saldría bien.
Se abrió la puerta antes de que
Lirael pudiera decir «pase». Ese detalle
bastó para que se diese cuenta de que no
se trataba de una guardiana de los nueve
días, preocupada por su seguridad. Era
la tía Kirrith, tutora de las jóvenes. Más
tutora que tía, porque trataba a Lirael
como a todas las demás, y porque nunca
le demostraba el afecto que podía
esperarse de una tía.
—¡Por fin te encuentro! —atronó
Kirrith sin venir a cuento, con ese tono
falsamente alegre que resultaba tan
irritante—. Te busqué a la hora del
desayuno, pero era tal la aglomeración
que no di contigo. ¡Feliz cumpleaños,
Lirael!
Lirael miró a Kirrith y el regalo que
le ofrecía. Un paquete grande y
cuadrado, envuelto en papel azul y rojo,
espolvoreado de oro. Un papel
precioso, la verdad. Era la primera vez
que la tía Kirrith le hacía un regalo.
Lirael lo achacaba a que ella tampoco
aceptaba regalos, pero en el fondo, tenía
la sensación de que la cuestión era otra.
La cuestión era dar, no recibir.
—Vamos, vamos, ábrelo —la invitó
Kirrith—. Falta poco para la ceremonia
del despertar. ¡Quién iba a decir que le
tocaría a la pequeña Annisele!
Lirael cogió el paquete. Era blando
y bastante pesado. En un periquete, la
idea de quitarse la vida desapareció por
completo, vencida por la curiosidad.
¿Qué sería el regalo?
Cuando volvió a palpar el paquete,
tuvo un terrible presentimiento. A todo
correr hizo un agujero en una esquina
del papel y descubrió el tono azul
delator.
—Es una túnica —dijo Lirael, pero
las palabras parecían provenir de otra
persona muy lejana—. Una túnica de
niña.
—Sí —dijo Kirrith, esplendorosa
con su túnica blanca y la diadema de
plata y ópalos firmemente sujeta sobre
el pelo rubísimo—. Con el estirón que
has pegado, la que llevas hace mucho
que te viene corta y eso, querida mía, es
poco apropiado…
Siguió hablando, pero Lirael no la
escuchaba. De repente, todo se volvió
irreal. La túnica que sostenía en sus
manos. La tía Kirrith que no paraba de
cotorrear. Todo.
—¡Venga, vístete! —la animó Kirrith
alisándose los pliegues de la túnica.
Era una mujer alta y corpulenta, una
de las Clarvis más altas. A su lado,
Lirael se sentía muy pequeñita y sucia,
comparada con los metros y metros de
blanca túnica de su tía. Clavó la vista en
aquella blancura y volvió a pensar en el
hielo y la nieve.
Estaba sumida en sus pensamientos
cuando Kirrith le dio una palmada en el
hombro.
—¿Qué? —preguntó Lirael al darse
cuenta de que no se había enterado de lo
que había dicho Kirrith.
—¡Que te vistas! —repitió tía
Kirrith. Arrugó la frente y la diadema se
le bajó proyectando una sombra sobre
sus ojos—. Sería de muy mala
educación que llegásemos tarde.
Como una autómata, Lirael se quitó
la túnica vieja y se puso la nueva. Era
de grueso lino, tan nueva que estaba
tiesa, de manera que tuvo dificultades
para ponérsela y tía Kirrith tuvo que
tirar de ella hacia abajo. Cuando
consiguió meter los brazos por las
mangas y acomodarse bien la prenda
bien a la altura de los hombros,
comprobó que le llegaba a los tobillos.
—El largo suficiente para que sigas
creciendo —observó tía Kirrith,
satisfecha—. Es hora de irnos.
Lirael miró desde arriba el vasto
mar de tela azul que le cubría el cuerpo
entero y pensó que jamás llenaría
aquella prenda. Tía Kirrith debía de
pensar que su sobrina nunca vestiría de
blanco para la ceremonia del despertar,
porque tenía túnica para treinta y cinco
años.
—Ve tú, que enseguida te sigo —
mintió pensando en la escalera del
monte Estrella, en los acantilados y en el
hielo que la esperaba—. Voy a ir al
lavabo.
—Muy bien —dijo Kirrith y salió al
pasillo—. ¡Pero date prisa! ¡Piensa en
lo que diría tu madre!
Lirael la siguió y dobló a la
izquierda, hacia el cuarto de baño más
cercano. Kirrith dobló a la derecha
dando palmas para meterles prisa a tres
niñas de ocho años que, sofocando las
risas, se iban poniendo las túnicas por la
cabeza sin dejar de caminar.
Lirael no tenía idea de lo que habría
dicho su madre sobre nada. Ya le habían
dado mucho la lata con Arielle cuando
era pequeña, antes de que acabara
convertida en una extraña con la que
nadie quería meterse. Las Clarvis solían
buscar amantes ocasionales entre los
visitantes del glaciar y no era raro que a
veces los encontraran fuera. Pero jamás
había dejado de inscribirse a los padres
de los niños.
La madre de Lirael había
contribuido a que su hija fuera una
extraña cuando, impulsada por alguna
visión de la que nada había dicho a las
demás Clarvis, se marchó del glaciar
abandonando a la pequeña de cinco
años. Años más tarde, tía Kirrith le
contó a su sobrina que Arielle había
muerto sin darle nunca más detalles. A
Lirael le habían llegado varias teorías,
incluida la que sostenía que Arielle
había sido envenenada por rivales
celosas de la corte de algún señor de
poca monta de las heladas tierras del
Norte o devorada por las fieras. Al
parecer, trabajaba como vidente, un
oficio que, según las Clarvis, estaba
muy por debajo de la gente de su sangre.
El dolor de la pérdida de su madre
quedó encerrado en el corazón de
Lirael, pero no tan profundamente para
que no aflorara a veces a la superficie.
Tía Kirrith era experta en traerlo
siempre a colación.
Cuando Kirrith y las tres niñas
amonestadas desaparecieron, Lirael
regresó a su cuarto y se puso la ropa de
calle: una abrigada chaqueta de lana
grasienta por la lanolina, un gorro de
doble fieltro con orejeras, chanclos
impermeables, guantes forrados de piel
y anteojos de cuero con lentes ahumados
de cristal verde. Una vocecita en su
interior le decía que era una tontería
llevar tanta ropa para ir al encuentro de
su muerte, pero otra vocecita insistía en
que eso no era motivo para que no fuese
vestida como estaba mandado.
Como todas las zonas habitadas de
los dominios de las Clarvis tenían
calefacción de vapor transportado por
una tubería desde las fuentes termales,
Lirael envolvió en el abrigo toda la ropa
de lana y demás complementos. Al subir
la escalera del monte Estrella entraría
en calor y no tendría necesidad de
vestirse tanto. Como último gesto de
desafío, se quitó la túnica nueva y la tiró
al suelo. Decidió ponerse las prendas
más neutras utilizadas por las Clarvis
cuando trabajaban en la cocina o la
antecocina del refectorio inferior, una
camisa larga, de algodón gris, que le
llegaba a las rodillas, sobre unas calzas
de lana azul. El conjunto se completaba
con un mandil de loneta, pero la
muchacha decidió dejarlo.
Se hacía raro bajar con sigilo por el
camino del Norte sin nadie a la vista.
Normalmente, aquella vía tan transitada
estaba llena de Clarvis que iban o
venían de la guardia de los nueve días o
se ocupaban de alguna de las infinitas
tareas más mundanas de la comunidad.
El Glaciar de las Clarvis era en realidad
una pequeña aldea, muy extraña, eso sí,
puesto que la actividad principal de sus
habitantes era observar el futuro. Mejor
dicho, tal como las Clarvis se veían
obligadas a aclarar constantemente a los
visitantes, los numerosos futuros
posibles.
En la encrucijada del camino del
Norte con el Zigzag, Lirael se cercioró
de que nadie la observaba. Dio unos
cuantos pasos por la primera vuelta del
Zigzag y buscó un agujerito negro, a la
altura de la cintura. Cuando dio con él,
de la cadena que le colgaba del cuello
sacó una llave. Todas las Clarvis tenían
llaves como aquélla para abrir la
mayoría de las puertas normales. La
puerta del monte Estrella se usaba muy
de vez en cuando, pero Lirael creía que
no precisaba de una llave especial.
Alrededor del agujero de la
cerradura no había señales de puerta
alguna hasta que Lirael metió la llave y
le dio dos vueltas. Del suelo se elevó
una suave línea plateada que poquito a
poco fue dibujando en la piedra una
entrada con su puerta.
Lirael abrió la puerta de par en par.
La recibió una ráfaga de aire frío que la
obligó a cruzarla a toda prisa. Si por ahí
cerca había más gente, lo primero que
notarían sería la brisa helada. Las
Clarvis podían vivir en una montaña
medio oculta tras un glaciar, pero el frío
no les hacía una gracia especial.
La puerta se cerró en cuanto Lirael
la hubo cruzado y las líneas plateadas
que marcaban su contorno se
desdibujaron lentamente. Frente a ella
partía una escalera que subía en línea
recta. Las marcas del Gremio que había
en lo alto desprendían una luz más débil
que la de los salones principales. Las
contrahuellas eran más altas de lo
habitual, detalle que Lirael no recordaba
de la excursión que había hecho con sus
compañeras de curso años antes, cuando
todos los escalones le habían parecido
altísimos. Hizo una mueca al empezar a
subir pues sabía que los músculos de las
pantorrillas no tardarían en dolerle a
causa de esos quince centímetros de
más.
Una barandilla de bronce llegaba
hasta los primeros cien escalones, donde
la escalera continuaba en vertical. Lirael
se agarró con fuerza al subir y notó el
frescor del metal. Como tenía por
costumbre, empezó a contar los
escalones; el ritmo regular borró
momentáneamente las imágenes mentales
en las que se veía precipitándose por
una infinita ladera helada.
Apenas se dio cuenta de que la
barandilla se interrumpía y de que los
escalones se dirigían hacia adentro,
hacia la larga espiral que la conduciría a
la cima del monte Estrella. Frente a éste
se alzaba su hermano, el monte Ocaso, y
entre los dos sostenían el glaciar. En
otros tiempos, el glaciar había tenido un
nombre propio que ya nadie recordaba.
Durante siglos todos se referían a él con
el nombre de las Clarvis, por ser ellas
quienes vivían justo en lo alto, y en
ocasiones, debajo de él. Con el paso de
los años, la denominación pasó a
designar también al Reino de las
Clarvis, de manera que la enorme masa
de hielo y las residencias de piedra eran
conocidos con el topónimo de Glaciar
de las Clarvis, como si formaran una
unidad.
No era costumbre de las Clarvis
elegir sus moradas tan cerca del glaciar.
Llevaban siglos viviendo en la montaña,
siguiendo los túneles dejados por las
larvas taladradoras, una especie en
extinción, o practicando sus propias
excavaciones por medios físicos o
mágicos.
Entretanto, el glaciar había seguido
su inexorable deslizamiento valle abajo,
en dirección a las montañas que
sujetaban sus bordes. El hielo
desgastaba y rompía la piedra y el
glaciar se mostraba indiferente a la
destrucción de los túneles de las Clarvis
producida por su recorrido.
Lógicamente, las Clarvis veían por
dónde discurría el loco avance del
glaciar, pero eso no había servido para
poner freno a la ambición de los
constructores de otras épocas. Era
evidente que habían calculado que las
extensiones excavadas por ellos
durarían al menos tres o cuatro
generaciones, tiempo suficiente para que
la obra mereciera la pena.
Lirael pensó en todos aquellos
constructores y se preguntó por qué
habrían edificado la escalera con
escalones tan incómodos y tan altos. A
medida que iba avanzando, ni siquiera el
recuento mecánico de escalones logró
mantener su fantasía a raya. Empezó a
imaginar el aspecto que tendría Annisele
en ese preciso instante. Tal vez estuviera
de pie, en las primeras filas de los
niños, en el Gran Salón, la única silueta
blanca en medio de un mar azul. Echaría
a andar hacia el otro extremo
percatándose apenas de las infinitas
filas de Clarvis vestidas de blanco,
sentadas en las veintiuna filas de bancos
distribuidos a ambos lados del salón
durante metros y metros. Los bancos
estaban hechos de caoba antigua, con
cojines de seda que se cambiaban cada
cincuenta años con bastante ceremonia.
En el extremo opuesto del Gran
Salón se encontraría la portavoz de los
nueve días, y quizá también algunas de
las guardianas, si sus obligaciones lo
permitían. Estarían todas de pie,
alrededor del pilar del Gremio que se
elevaba del suelo del salón como un
solitario menhir surcado por todo tipo
de marcas cambiantes y refulgentes que
formaban la carta en la que se describía
cuanto existía en el mundo, lo visto y lo
no visto. Y en el pilar del Gremio, tan
alto que nadie podía alcanzarla, salvo la
portavoz con su varita de punta metálica,
estaría la diadema de la nueva Clarvi, la
plata y los ópalos reflejarían las marcas
del Gremio del pilar de piedra.
Lirael pugnó por levantar los pies y
subir un escalón más. Annisele no se
cansaría durante el paseo de unos pocos
cientos de pasos en los que estaría
flanqueada de caras sonrientes. Y
cuando le colocaran la diadema en la
cabeza, se oirían el tumulto de las
Clarvis al ponerse de pie y los vítores
cuyo eco se propagaría por todo el salón
y más allá. El despertar de Annisele,
auténtica Clarvi, señora de la Visión.
Por todos aclamada.
Qué diferencia con Lirael que, como
de costumbre, se encontraba sola, sin
que nadie reparara en ella. Sintió ganas
de llorar, pero se limpió las lágrimas de
un manotazo. Cien escalones más y
llegaría a la puerta del monte Estrella.
Después de entrar por la puerta y cruzar
la amplia terraza que había enfrente,
Lirael se detendría en el borde del
glaciar y miraría hacía el fondo, donde
se encontraba la helada muerte.
Papelonaves

L irael se detuvo a descansar en lo


alto de la escalera del monte
Estrella hasta que ya no aguantó
más el frío de la piedra. Se puso
entonces la ropa de abrigo y al
colocarse los anteojos, el mundo se tiñó
de color verde. Por último, sacó una
bufanda de seda del bolsillo del abrigo,
se cubrió con ella la nariz y la boca y se
bajó las orejeras del gorro.
Vestida de esa guisa podía muy bien
haber pasado por una de las Clarvis. No
se le veían ni la cara ni el cabello ni los
ojos. Tenía exactamente el mismo
aspecto que cualquiera de las Clarvis.
Cuando encontraran su cuerpo, no
sabrían de quién se trataba hasta que no
le quitasen el gorro, la bufanda y los
anteojos.
Sería la última vez que Lirael
tendría el mismo aspecto que las demás
Clarvis.
Delante de la entrada que llevaba de
la escalera al hangar de las papelonaves
y a la puerta del monte Estrella, la niña
vaciló. Tal vez no fuese demasiado tarde
para regresar, para poner como excusa
que le había sentado mal el desayuno y
que se había visto obligada a quedarse
en su cuarto. Si se daba prisa, era casi
seguro de que estaría de regreso antes
de que todas saliesen de la ceremonia
del despertar.
El problema era que si regresaba,
las cosas seguirían igual. Allá abajo no
le quedaban esperanzas, decidió Lirael,
y ya que había llegado hasta allí, podía
aprovechar para ver los acantilados. Ya
tomaría una decisión cuando estuviese
allí.
Volvió a sacar la llave y con
movimientos torpes, a causa de los
guantes, abrió la puerta. Esta vez se
trataba de una puerta visible, pero con
custodias mágicas. Lirael notó cómo
fluía la magia del Gremio y pasaba a
través de la llave, de la piel de sus
guantes y de ahí a sus manos. Al
principio se puso tensa, pero cuando el
efecto se le fue pasando, se relajó. No
se sabía qué era lo que custodiaba el
encantamiento, aunque estaba claro que
no sentía interés alguno por ella.
Detrás de la puerta hacía más frío
aún, pese a que Lirael seguía en el
interior de la montaña. La amplia
estancia donde se encontraba era el
hangar de las papelonaves, donde las
Clarvis guardaban sus aviones mágicos.
Tres de ellos dormían. Tenían más bien
aspecto de gráciles canoas, con alas y
colas de halcón. Lirael sintió el impulso
de tocar a uno, para ver si el tacto era
realmente como el del papel, pero se
abstuvo de hacerlo. Las papelonaves
estaban hechas materialmente de miles
de hojas de papel reforzado. En su
fabricación intervenía una buena dosis
de magia, por eso, esos vehículos aéreos
tenían cierta capacidad de sentir. Los
ojos pintados en la parte frontal de la
nave más cercana, de tonos verdes y
plateados, podían parecer como
dormidos, pero apenas alguien la tocara,
se iluminarían. Lirael no tenía ni idea de
cómo reaccionaría la nave después.
Sabía que se controlaban mediante
marcas del Gremio silbadas, y que ella
sabía silbar, aunque desconocía las
marcas y las técnicas especiales que
éstas requerían.
Lirael pasó de puntillas delante de
las papelonaves y fue hasta la puerta del
monte Estrella. Era enorme: tenía el
ancho suficiente para dar paso a treinta
personas y dos papelonaves, y casi
cuadriplicaba la altura de la muchacha.
Por suerte, no tuvo que molestarse
siquiera en abrirla, porque en el extremo
izquierdo de la puerta había una
portezuela. Tras una breve maniobra con
la llave y unas cuantas caricias al
encantamiento de custodia, la portezuela
se abrió y Lirael salió.
El frío y el sol acudieron ambos a su
encuentro, el primero era lo bastante
intenso para traspasar todas las capas de
ropa que llevaba encima, y el último, lo
bastante resplandeciente para forzarla a
entornar los ojos, pese a la protección
de los anteojos.
Era un hermoso día de verano. Allá
abajo, en el valle, pasado el glaciar,
haría calor. Donde ella se encontraba
hacía mucho frío, sobre todo por la brisa
que, tras recorrer el glaciar, seguía
montaña arriba.
Delante de Lirael había una terraza
ancha, anormalmente plana, tallada en la
ladera de la montaña. Medía unos cien
metros de largo por cincuenta de ancho,
y la nieve y el hielo en gruesos bloques
se amontonaban a su alrededor en
profundos ventisqueros. Sin embargo, un
leve manto de nieve cubría apenas la
terraza. Lirael sabía que se mantenía así
por obra de los enviados del Gremio,
sirvientes creados por medios mágicos
que, armados de palas y rastrillos, se
ocupaban de limpiar aquella expansión
durante todo el año, sin importarles el
tiempo que hiciese. No había ninguno a
la vista, pero la magia del Gremio que
los ponía en marcha acechaba debajo de
las piedras que cubrían el suelo. En el
extremo más alejado de la terraza, la
montaña acababa en un profundo
precipicio. Lirael miró en esa dirección
y sólo vio el cielo azul y las suaves
volutas de algunas nubes. No le quedaba
más remedio que cruzar la terraza y
mirar hacia abajo para poder ver la
mole del glaciar, trescientos metros más
abajo. Sin embargo, no la cruzó. Se
limitó a imaginar lo que ocurriría si
saltaba. Si se lanzaba con el impulso
suficiente, caería libremente hacia el
hielo que la estaría esperando y
encontraría así un rápido fin. Pero si el
impulso no llegaba a ser suficiente,
golpearía contra los salientes de las
rocas, nueve o diez metros más abajo y,
desde allí, seguiría rodando la distancia
que le quedaba y, a cada impacto, se
rompería los huesos uno por uno.
Lirael se estremeció y apartó la
vista. Ahora que se encontraba allí, y
que sólo una caminata a paso vivo la
separaba del precipicio, ya no estaba tan
segura de que eso de quitarse la vida
fuese tan buena idea. Por desgracia,
cada vez que intentaba pensar en un
futuro posible, se sentía débil,
paralizada, como si todos los caminos
que se le ofrecían estuviesen cerrados
por muros altísimos, imposibles de
escalar.
Se obligó a dar unos cuantos pasos
por la terraza para echar aunque más no
fuera un vistazo al precipicio. Sin
embargo, las piernas no parecían
obedecerla porque la llevaron a recorrer
todo el largo de la terraza sin acercarse
del lado del precipicio.
Media hora más tarde, regresó a la
puerta del monte Estrella, después de
haber recorrido cuatro veces toda la
longitud de la terraza sin el coraje de
acercarse siquiera al precipicio que
había en el otro extremo. Lo máximo que
se atrevió a hacer fue acercarse a la
abrupta caída situada al final de la
terraza, desde donde despegaban las
papelonaves. Se trataba de una caída de
apenas treinta metros, por una de las
caras menos escarpadas de la montaña
que no llegaba al glaciar. Pese a ello,
tampoco se había atrevido a acercarse
más que a varios metros del borde.
Lirael se preguntó cómo harían las
papelonaves para lanzarse desde allí.
Nunca las había visto despegar ni
aterrizar y durante un buen rato estuvo
imaginando cómo sería. Evidentemente,
se deslizarían por el hielo y, en un punto
determinado, se lanzarían hacia el cielo,
¿pero dónde sería exactamente?
¿Necesitarían realizar una larga carrera,
como los pelícanos azules del río
Renegado, o se elevaban raudas como
halcones?
Estas preguntas no hacían sino
aumentar la curiosidad de Lirael por
saber cómo funcionaban realmente las
papelonaves. Consideraba la
posibilidad de observar más de cerca
una de las que descansaban en el hangar
cuando advirtió que la motita negra que
acababa de ver en lo alto del cielo no
era producto de su imaginación ni una
nubecilla que presagiara tormenta. Era
una verdadera papelonave aprestándose
a aterrizar.
Al mismo tiempo oyó el rugido
profundo de la puerta del monte Estrella
que comenzaba a abrirse. Se volvió a
mirar hacia la puerta y luego otra vez
para ver la papelonave, sacudiendo la
cabeza con desesperación. ¿Qué iba a
hacer?
Podía cruzar la terraza a la carrera y
lanzarse al precipicio, pero la idea ya
no la seducía. Había superado el
momento de más negra desesperación, al
menos temporalmente.
También podía retirarse a un lado de
la terraza y ver cómo aterrizaba la
papelonave, pero se arriesgaba a recibir
una severa reprimenda de tía Kirrith,
por no mencionar los meses de trabajo
extra en la cocina que podían caerle. O
cualquier otro castigo desconocido
todavía peor.
Otra posibilidad que le quedaba era
esconderse y mirar. Al fin y al cabo, lo
que quería era ver aterrizar una
papelonave.
Todas estas alternativas pasaron
veloces por su mente y sólo tardó un
instante en decidirse por la última.
Lirael corrió hacia un montículo de
nieve, se sentó encima y empezó a
enterrarse como pudo. Al cabo de poco,
quedaron borrados los indicios de su
presencia, salvo el camino de huellas
que recorrían la nieve hasta su
escondite.
Lirael visualizó la carta del Gremio,
buscó en su eterno fluir y sacó las tres
marcas que precisaba. Una tras otra
adquirieron brillo en su mente hasta
llenarla por completo e impedirle
pensar en otra cosa. Las dibujó en la
boca y luego las sopló en dirección a las
huellas que había en la nieve.
El hechizo partió de la muchacha en
forma de bola de aliento helado que fue
creciendo hasta alcanzar el ancho de un
brazo. Echó a rodar por el sendero
borrando las huellas de Lirael.
Concluida su misión, la bola se dejó
arrastrar por el viento, y el aliento y las
marcas del Gremio se esfumaron.
Lirael levantó la vista con la
esperanza de que quien viajara en la
papelonave no hubiese notado la extraña
nubecita. La aeronave estaba más cerca,
la sombra de sus alas se proyectó sobre
la terraza cuando voló una vez más en
círculo perdiendo altura en cada pasada.
Lirael entrecerró los ojos; lo veía
todo más oscuro a causa de los anteojos
y la nieve le cubría casi toda la cara. No
alcanzaba a distinguir bien quién viajaba
en la papelonave. El color de ésta no era
como el de las Clarvis sino rojo y
dorado, los colores de la Casa Real.
¿Sería un mensajero? Existía una
comunicación fluida entre el rey de
Belisaere y las Clarvis; con frecuencia,
Lirael había visto mensajeros en el
refectorio inferior. Aunque
habitualmente no llegaban en
papelonave.
Unas notas silbadas, cargadas de
fuerza, llegaron hasta Lirael. Durante un
instante sintió náuseas y tuvo la
sensación de que también estaba
volando y que debía ponerse a favor del
viento. Entonces vio aproximarse otra
vez la papelonave y virar en dirección
al viento para terminar recorriendo la
terraza y detenerse envuelta en una nube
de nieve, muy cerca del escondite de
Lirael, tan cerca que la muchacha temió
lo peor.
Dos personas bajaron de la cabina
de mando con movimientos cansados y
estiraron brazos y piernas. Iban
envueltos en tantas pieles que Lirael no
logró saber si eran hombres o mujeres.
Por el tipo de ropa no eran Clarvis, eso
estaba claro. Una llevaba un abrigo de
marta negro y plateado; la otra, uno de
una piel color rojizo que Lirael no
reconoció. Y los anteojos tenían lentes
azules en vez de verdes.
La del abrigo rojizo buscó en el
interior de la cabina de mando y sacó
dos espadas. Lirael pensó que él —
estaba casi segura de que era un hombre
— entregaría la otra, pero se ató las dos
al ancho cinturón de cuero, una a cada
costado.
Lirael llegó a la conclusión de que
la otra persona, la del abrigo negro y
plateado, era una mujer. Se lo indicaba
la forma en que se sacudía los guantes y
apoyaba la palma de la mano en el
morro de la papelonave, como una
madre que comprueba si su hijo tiene
fiebre tocándole la frente.
La mujer buscó entonces en la
cabina de mando y sacó una bandolera
de cuero. Lirael alargó el cuello para
ver mejor e hizo caso omiso de la nieve
que se le metía por el cuello. Al
reconocer lo que había en los morrales
de la bandolera, soltó un grito ahogado
que estuvo a punto de delatarla. Siete
morrales, el más pequeño tenía el
tamaño de un pastillero, y el más grande
medía como la mano de Lirael. Por cada
morral asomaba un mango de caoba. Los
mangos de las campanas, las campanas
cuyos badajos eran silenciados por el
cuero. Fuera quien fuese aquella mujer,
llevaba las siete campanas de los
nigromantes.
La mujer se cruzó la bandolera sobre
el pecho y sacó la espada. Era más larga
que la utilizada por las Clarvis. Y más
antigua. Desde su escondite Lirael notó
la fuerza que despedía. Era la magia del
Gremio que irradiaban la espada y esas
dos personas.
Y las campanas, advirtió Lirael,
porque gracias a ellas la muchacha supo
quién era aquella persona. La
nigromancia era magia libre, y estaba
prohibida en el reino, igual que las
campanas utilizadas por los
nigromantes. Exceptuando las empleadas
por una sola mujer. La encargada de
deshacer las maldades pergeñadas por
los nigromantes. La mujer que enviaba a
los muertos al descanso definitivo. La
mujer que reunía en su persona la magia
libre y la del Gremio.
Lirael se echó a temblar, y no era
por el frío, cuando se dio cuenta de que
se encontraba a escasos metros de la
Abhorsen. Hacía años, la legendaria
Sabriel había rescatado al príncipe
Touchstone, convertido en piedra, y los
dos juntos habían derrotado a Kerrigor,
criatura perteneciente a los muertos
mayores, que había estado a punto de
destruir el reino. Y se había casado con
el príncipe cuando éste se convirtió en
rey y juntos habían…
Lirael volvió a mirar al hombre y se
fijó en las espadas y en la forma en que
se ponía cerca de Sabriel. Cuando se
dio cuenta de que debía de ser el rey
casi le da un desmayo. ¡El rey
Touchstone y la Abhorsen Sabriel
estaban allí, delante de ella! Y los tenía
tan cerca que podía incluso dirigirles la
palabras… si fuera lo bastante valiente.
No lo era. Se hundió más en la nieve
sin importarle el frío y la humedad y
esperó a ver qué ocurría. Lirael
desconocía las reglas del protocolo, no
sabía si tenía que hacer una reverencia
ni cómo dirigirse al Rey y a la
Abhorsen. Y lo peor de todo, no sabía
cómo explicar su presencia en ese lugar.
Una vez terminaron de equiparse,
Sabriel y Touchstone se acercaron y
hablaron en voz baja, sus caras casi se
rozaban. Lirael aguzó el oído, pero no
oía nada. El viento se llevaba sus
palabras en dirección contraria. Sin
embargo, estaba claro que esperaban
algo… o a alguien.
No tuvieron que aguardar mucho.
Lirael volvió despacio la cabeza hacia
la puerta del monte Estrella procurando
no mover la nieve apretada a su
alrededor. Un reducido grupo de Clarvis
salía por la puerta y cruzaba la terraza a
toda prisa. Estaba claro que venían
directamente de la ceremonia del
despertar, porque casi todas se habían
puesto la capa o el abrigo encima de las
túnicas blancas, y casi todas lucían
todavía las diademas.
Lirael reconoció a las dos que
abrían la comitiva, las gemelas Sanar y
Ryelle, impecable paradigma de la
Clarvi perfecta. Su visión era tan fuerte
que casi siempre estaban en la guardia
de los nueve días, de manera que Lirael
se cruzaba con ellas muy de vez en
cuando. Las dos eran altas e
increíblemente hermosas; el sol
reflejado en sus rubias cabelleras
arrancaba destellos más brillantes que
las diademas.
Las seguían otras cinco Clarvis.
Lirael las conocía vagamente y, si la
apuraban, hasta podía recordar cómo se
llamaban y qué relación de parentesco
las unía a ella. Como mínimo eran
primas terceras, pero sabía que todas
estaban dotadas de un fuerte sentido de
la visión. Si todavía no formaban parte
de la guardia de los nueve días, tal vez
mañana pasaran a engrosar sus filas, o
tal vez ya lo habían hecho la semana
anterior.
En pocas palabras, eran siete de las
Clarvis más importantes del glaciar.
Todas ellas ocupaban cargos corrientes,
además de encargarse de su trabajo
visionario. La pequeña Jasell, por
ejemplo, que cerraba la fila, era la
administradora jefa, responsable de las
finanzas internas de las Clarvis y de su
banco central.
Además, eran las últimas personas
con las que Lirael deseaba encontrarse
en un lugar donde le era vedado estar.
Un destello en la nieve

M ientras Sanar y Ryelle


dirigían del cortejo, Lirael
pensó que las vería hacer
lo que se suponía que marcaba el
protocolo cuando estás ante el rey y su
reina, que a su título de soberana
sumaba el honor de ser la Abhorsen.
Sin embargo, Sabriel y Touchstone
no esperaron a ser recibidos según las
normas protocolarias. Salieron al
encuentro de Sanar y Ryelle y, tras
haberse calzado los anteojos en la frente
y quitado las bufandas, las abrazaron y
las besaron en ambas mejilla. Una vez
más, Lirael se inclinó hacia adelante
para escuchar mejor lo que decían. El
viento seguía soplando en dirección
contraria, pero había amainado un poco,
de manera que le llegaba parte de la
conversación.
—Dichosos los ojos que os ven,
primas —dijeron Sabriel y Touchstone
con una sonrisa.
Ahora que al fin les veía las caras, a
Lirael le pareció que estaban muy
cansados.
—Os vimos anoche —dijo Sanar, o
tal vez fuera Ryelle, Lirael no estaba
segura—. Pero tuvimos que adivinar la
hora por el sol. Espero que no os
hayamos hecho esperar mucho.
—Apenas unos minutos —comentó
Touchstone—. Lo suficiente para estirar
las piernas.
—Sigue sin gustarle mucho esto de
volar —dijo Sabriel sonriendo a su
marido—. No confía en el piloto.
Touchstone se encogió de hombros,
lanzó una carcajada y respondió:
—Con la práctica vas mejorando.
Lirael tuvo la impresión de que no
se refería únicamente a pilotar
papelonaves. Era como si entre
Touchstone y Sabriel hubiese una
especie de lazo secreto. Compartían
algo invisible, algo que contribuía a que
los ojos de Sabriel estuvieran siempre
risueños.
—En la visión que tuvimos no os
quedabais —continuó Sanar—. Supongo
que no nos equivocamos, ¿verdad?
—En efecto —contestó Sabriel y sus
ojos se ensombrecieron de repente—.
Hay problemas en el Oeste y no
podemos entretenernos. Sólo lo
suficiente para recibir vuestro consejo.
Si es que tenéis alguno que darnos.
—¿Otra vez el Oeste? —preguntó
Sanar dirigiendo una mirada preocupada
a Ryelle, al tiempo que las Clarvis que
iban detrás de ella daban muestras de
inquietud—. No llegamos a ver todo el
Oeste. Hay algún poder que sólo nos
permite brevísimos atisbos. Sin
embargo, sabemos que será del Oeste de
donde partirán los problemas. De modo
que muchos futuros muestran fragmentos
de esos problemas, pero no los
suficientes para lograr una
interpretación útil.
—También hay muchos problemas
en el presente —dijo el rey con un
suspiro—. En los últimos diez años he
levantado seis pilares del Gremio
alrededor de Borde y el lago Rojo. Sólo
quedan dos en pie, y ya no dispongo de
tiempo para reparar los otros. Iremos
hacia allí ahora e intentaremos poner fin
al problema actual, sea cual fuere, pero
no abrigo demasiadas esperanzas de que
lo consigamos. Sobre todo si es lo
bastante fuerte para sustraerse a la
visión de las Clarvis.
—No siempre es la fuerza la que
oscurece nuestra visión —observó una
de las Clarvis, la mayor de las allí
presentes—. Ni siquiera el mal. Hay
poderes sutiles que desvían nuestra
visión por motivos que sólo podemos
adivinar; por otra parte, no olvidemos el
hecho de que vemos demasiados futuros,
durante espacios brevísimos. Tal vez, lo
que nos enceguece cerca del lago Rojo
no sea más que eso.
—Si lo es, entonces también rompe
los pilares de piedra con la sangre de
los magos del Gremio —dijo
Touchstone—. Y atrae a los muertos y a
la magia libre como nada en el mundo.
En todo el reino, la región del lago Rojo
y de las estribaciones del monte Abed es
la que más se resiste a nuestro gobierno.
Hace catorce años Sabriel y yo
prometimos reconstruir los pilares rotos
y volver a fundar las aldeas para que la
gente pudiera continuar con sus vidas y
sus oficios, sin temor a los muertos y a
la magia libre. Lo hemos conseguido
desde el Muro hasta el desierto del
Norte. Pero no conseguimos derrotar a
lo que fuere que se nos opone en el
Oeste. Dejando de lado el propio pueblo
de Borde, esa parte del Oeste continua
siendo el páramo en que Kerrigor la
convirtió hace doscientos años.
—Las obligaciones del reino te
dejan exhausto —dijo de repente la
Clarvi anciana y tanto Touchstone como
Sabriel asintieron.
Sin embargo, mantenían las espaldas
erguidas y, pese a que reconocían su
cansancio, no daban señales de rechazar
la carga.
—No tenemos descanso —le
comentó Touchstone—. Siempre surgen
problemas, algún peligro que sólo el rey
o la Abhorsen pueden resolver. A
Sabriel le toca la peor parte, porque
todavía quedan muchos muertos en el
extranjero, y demasiados imbéciles
dispuestos a abrirle más puertas a la
muerte.
—Como el que está sembrando la
confusión cerca de Borde —dijo Sabriel
—. Al menos eso dicen los mensajes.
Una nigromante o hechicera de la magia
libre, una que lleva una máscara de
bronce. Porque se trata de una mujer,
según nos informan, y en compañía de
vivos y muertos arrasan las haciendas y
granjas desde Borde hacia el Este, y
llegan incluso hasta el pueblo del Roble.
Sin embargo, no hemos tenido noticias
vuestras. Seguramente lo habréis visto,
¿no?
—Rara vez vemos nada cerca del
lago Rojo —contestó Ryelle frunciendo
el ceño con preocupación—. Aunque
normalmente no tenemos problemas en
las zonas más alejadas de ese punto. En
este caso, lamento no haberte advertido
de lo ocurrido, pero no puedo ofrecerte
guía alguna para lo que vendrá.
—Una compañía de la guardia partió
a caballo desde Qyrre —dijo
Touchstone—. Tardarán al menos tres
días en llegar. Nosotros tenemos
pensado estar en el pueblo del Roble
por la mañana.
—Con suerte, el cielo estará
despejado —añadió Sabriel—. Si los
informes son ciertos, esta nigromante
tiene bajo su control a muchos braceros
muertos. Tal vez los suficientes para
atacar un pueblo al abrigo de la noche o
en un día muy nublado.
—Creo que si fuera a producirse un
ataque al pueblo del Roble, lo veríamos,
vamos, estoy casi segura —dijo Ryelle
—. Y no hemos visto nada.
—Es un alivio —dijo Touchstone,
aunque Lirael notó que no las creía del
todo.
Ella misma estaba asombrada,
porque nunca había oído comentar que
el don de la visión pudiera quedar
bloqueado, ni que hubiese algún lugar
que las Clarvis no pudiesen ver.
Exceptuando el otro lado del Muro que
rodeaba Ancelstierre, claro está, pero
eso era distinto. En Ancelstierre no
funcionaba ningún tipo de magia, ni
menos cuando te ibas muy al sur del
Muro. Eso contaban las leyendas. Lirael
no conocía a nadie que hubiese estado
en Ancelstierre, aunque se rumoreaba
que Sabriel se había criado allí.
El viento comenzó a soplar con más
fuerza mientras Lirael reflexionaba
sobre lo que acababa de oír, de manera
que se perdió parte del diálogo
siguiente. Sin embargo, vio que las
Clarvis hacían una reverencia y que
Sabriel y Touchstone les indicaban que
se levantaran.
—¡No os pongáis formales conmigo!
—exclamó Touchstone—. Es imposible
que lo veáis todo, del mismo modo que
es imposible que nosotros lo
abarquemos todo. De algún modo, hasta
ahora nos hemos arreglado y seguiremos
haciéndolo.
—«Seguiremos haciéndolo» es el
lema de este año y de los precedentes —
dijo Sabriel con un suspiro—. Por
cierto, más nos vale que giremos la
papelonave y volvamos a emprender
vuelo. Quiero pasar por la Casa Real de
camino al pueblo del Roble.
—¿Para pedirle consejo a…? —
inquirió Ryelle. Y el resto de su
pregunta no llegó a oídos de Lirael
porque una ráfaga de viento se la llevó
lejos. La muchacha se inclinó un poco
más procurando no mover la nieve que
le cubría el gorro.
Sabriel le contestó algo, pero Lirael
sólo consiguió enterarse de las últimas
palabras.
—… sigue durmiendo gran parte del
año gracias a Ratina… —Se perdió las
frases siguientes cuando todos se
arremolinaron alrededor de la
papelonave y la giraron en sentido
contrario. Lirael se estiró lo más posible
haciendo que la nieve cayera de su cara.
La enfurecía verlos y oír palabras
sueltas sin poder entender el sentido
general. Por un momento se sintió
tentada de lanzar un encantamiento para
mejorar su sentido del oído. Había visto
referencias a este tipo de hechizos, pero
no conocía las señales necesarias.
Además, Sabriel y los demás advertirían
casi con toda certeza la presencia de
magia del Gremio. El viento amainó de
pronto y Lirael volvió a oír con claridad
—. Siguen en la escuela, en Ancelstierre
—decía Sabriel respondiendo a una
pregunta que le había formulado Sanar
—. Vendrán para las vacaciones. Dentro
de tres…, no, de cuatro semanas. Si
logramos salir con bien de esta
emergencia, es posible que lleguemos a
tiempo al Muro para recibirlos.
Habíamos planeado pasar unas semanas
juntos en Belisaere. Aunque me temo
que se produzcan nuevos contratiempos
que reclamen la presencia de al menos
uno de nosotros y entonces tendrán que
regresar.
A Lirael le pareció que decía estas
últimas palabras con tristeza.
Touchstone debió de pensar lo mismo,
porque la tomó de la mano para
infundirle ánimos.
—Al menos allí están a salvo —le
dijo, y Sabriel asintió dejando entrever
una vez más el cansancio.
—Los hemos visto cruzar el Muro,
aunque puede tratarse de la próxima vez,
o de la siguiente —afirmó Ryelle—.
Ellimere se parece… se parecerá mucho
a ti, Sabriel.
—Por suerte —observó Touchstone
echándose a reír—. Aunque a mí se
parece en otras cosas.
Lirael se dio cuenta de que hablaban
de sus hijos. Sabía que tenían dos. Una
princesa más o menos de su misma edad
y un príncipe algo menor, aunque no
sabía exactamente cuántos años le
llevaba. Se notaba que Sabriel y
Touchstone se preocupaban mucho por
ellos y que los echaban de menos. Eso la
hizo pensar en sus padres, que no se
preocuparon demasiado por ella.
Recordó otra vez el tacto fresco y suave
de aquella mano. No obstante, su madre
la había abandonado y a lo mejor su
padre ni siquiera se había enterado de su
nacimiento.
—Será reina —dijo un voz muy
gruesa que sacó a Lirael de sus
pensamientos—. No será reina. Puede
que sea reina.
Era una de las otras Clarvis, una
anciana que hablaba con la voz de la
profecía y veía algo muy distinto del
montón de hielo donde había clavado la
vista. Lanzó un grito ahogado y dio un
traspié tendiendo las manos para
amortiguar la caída.
Touchstone reaccionó de inmediato,
la cogió antes de que tocara el suelo y
volvió a ponerla en pie. La mujer se
balanceó algo insegura, la mirada
enloquecida y soñadora.
—Un futuro lejano —dijo con una
voz a la que le faltaba el extraño timbre
de la profecía—. Un futuro en el que tu
hija Ellimere era mayor que tú ahora y
reinaba como reina. Pero también vi
muchos otros futuros posibles, uno al
lado del otro, en los que no hay más que
humo y cenizas y el mundo es pasto de
las llamas y la destrucción.
Un escalofrío recorrió a Lirael de
pies a cabeza al oír lo que la anciana
Clarvi predecía. Había tanta convicción
en su voz, que Lirael llegó incluso a ver
las ruinas desoladas. ¿Pero cómo podía
el mundo ser pasto de las llamas y la
destrucción?
—Futuros posibles —intervino
Sanar, aparentando calma—. Muchas
veces recibimos atisbos de futuros que
jamás serán. Ésa es parte de la carga
que supone tener el sentido de la visión.
—Pues entonces me alegro de no
estar dotado de él —dijo Touchstone,
mientras dejaba que Sanar y Ryelle se
ocuparan de la temblorosa Clarvi.
Levantó la vista hacia el sol y luego
miró a Sabriel que le hizo un gesto
afirmativo con la cabeza—. Cuánto lo
siento, hemos de partir aprovechando el
viento.
Sabriel y él sonrieron al percatarse
de la rima espontánea; volvieron la
cabeza para no delatarse y desde su
escondite, Lirael fue la única que los
vio. Touchstone se quitó las espadas y
las guardó en la cabina de mando e hizo
otro tanto con la de Sabriel. La
Abhorsen se quitó la bandolera con las
campanas y la depositó con suavidad,
tratando de no agitarlas. Lirael se
preguntó por qué se habrían molestado
en sacarlas, si iban a quedarse tan poco
tiempo. Cayó entonces en la cuenta de
que vivían tan inmersos en el peligro
que para ellos era como un acto reflejo
tener las armas a mano. Igual que los
guardias de los mercaderes que había
visto esa mañana en el refectorio. Saber
que la Abhorsen y el rey no se fiaban de
la protección de las Clarvis obligó a
Lirael a pensar que ella también estaba
desarmada. ¿Qué iba a hacer si llegaban
a atacarla cuando todos se hubiesen
marchado? No estaba segura de que su
llave abriese desde fuera la portezuela.
Al subir, ni siquiera había pensado en
ese detalle.
Lirael apartó la vista de la
papelonave y se dejó invadir por el
pánico cuando imaginó que pasaba la
noche ahí fuera y una garra monstruosa
la arrastraba por la nieve. La
perspectiva de una muerte no deseada no
la seducía nada. En ese instante, un
movimiento brusco captó su atención.
Sabriel, ya instalada en la papelonave,
estaba señalando. ¡Señalaba
directamente hacia el escondite de
Lirael en la nieve!
—Será mejor que investiguéis qué
es ese destello verde —sugirió Sabriel.
Sus palabras se oyeron bien nítidas por
primera vez—. Creo que lo que hay
sepultado debajo es inofensivo, pero
nunca se sabe. Adiós, primas de las
Clarvis. Espero que volvamos a vernos
pronto y que podamos quedarnos un
poco más.
—Y nosotras esperamos ser de más
ayuda —dijo Sanar mirando hacia donde
Sabriel le indicaba—. Y que veamos
con más claridad, tanto en el Oeste
como debajo de nuestras propias
narices.
—Adiós —se despidió Touchstone
agitando la mano desde la parte
posterior de la papelonave.
Sabriel silbó una nota pura cargada
de magia. El silbido se elevó en el
viento haciéndolo rolar y bajar para que
levantara la papelonave y la deslizara
por la terraza. Sabriel y Touchstone
saludaron con la mano; la nave roja y
dorada salió despedida al final de la
terraza, y se perdió de vista.
Lirael contuvo el aliento y luego
inspiró aliviada al comprobar que la
papelonave surcaba el cielo. Volando en
círculos se fue elevando más y más,
luego viró al Sur y siguió viaje a toda
velocidad, cuando Sabriel invitó al
viento a que soplara por la cola.
Lirael se quedó mirando un segundo
y luego trató de hundirse más en la
nieve. A lo mejor la tomaban por una
nutria de los hielos. Sin embargo,
aunque desapareciera en el montón de
nieve, sabía que de nada iba a servirle.
Las siete Clarvis avanzaban hacia su
escondite con cara de pocos amigos.
Una oportunidad
inesperada

irael no supo muy bien cómo


consiguieron regresar tan deprisa al
hangar de las papelonaves. Sabía que la
L
habían aferrado más manos de las que
correspondían a siete personas y
que la hicieron recorrer la nieve
a empellones, con lo que el
trayecto le resultó más incómodo que si
la hubiesen dejado caminar sola.
Durante unos instantes creyó que estaban
muy, pero que muy enfadadas con ella.
Se dio cuenta entonces de que en
realidad tenían frío y querían meterse
dentro de una vez por todas.
Una vez en el interior del hangar,
quedó claro que aunque las Clarvis no
estaban realmente furiosas, tampoco se
las veía encantadas de la vida. Le
arrancaron el gorro, los anteojos y la
bufanda sin miramientos, tirándole del
pelo si hacía falta, y entonces se
encontró con siete caras moradas de frío
que la miraban desde arriba.
—La hija de Arielle —dijo Sanar,
como quien nombra una planta o una flor
entresacada de una relación—. Lirael.
No figura en la lista de turnos de la
guardia. Por tanto, todavía carece del
don de la visión. ¿Es así?
—Pu… pues… sí —tartamudeó
Lirael.
Nadie la había mirado nunca con
tanta fijeza; además, siempre que podía,
trataba de no hablar con nadie, sobre
todo con las Clarvis hechas y derechas.
Las Clarvis importantes la ponían
nerviosa incluso cuando no había hecho
nada de lo que avergonzarse. Y ahí
delante tenía a siete de ellas
dedicándole toda su atención. Deseó que
la tierra se la tragara para reaparecer
luego en su cuarto.
—¿Por qué te escondías ahí fuera?
—preguntó la Clarvi anciana. Lirael
recordó de pronto que se llamaba
Mirelle—. ¿Por qué no estás en la
ceremonia del despertar?
Su voz no tenía ni una pizca de
calidez, era fría y autoritaria. Lirael
recordó algo tarde que aquella anciana
de cabellos grises y cara coriácea era,
además, la comandante de las tropas de
asalto de las Clarvis, encargadas de
cazar y patrullar por los montes Estrella
y Ocaso, el glaciar y el valle del río. Se
encargaban de todo, desde viajeros
perdidos hasta bandidos de pocas luces
y fieras acechantes. Era mejor no
meterse con ellas.
Mirelle le repitió la pregunta; Lirael
no atinaba a contestarle. Los ojos se le
llenaron de lágrimas, pero consiguió que
no rodaran por sus mejillas. Cuando
creyó que Mirelle estaba a punto de
emprenderla a sacudones con ella para
arrancarle la respuesta y frenar las
lágrimas, dijo lo primero que le vino a
la cabeza.
—Es mi cumpleaños. Hoy cumplo
catorce años.
No supo por qué extraña razón
aquello era justamente lo que debía
decir. Todas las Clarvis se relajaron y
Mirelle dejó de aferrarla por los
hombros. Lirael dio un respingo. La
anciana la había apretado con fuerza
suficiente para dejarle morados.
—De manera que has cumplido
catorce años —dijo Sanar, mucho más
amable que Mirelle—. ¿Y estás
preocupada porque la visión no ha
despertado en ti?
Lirael asintió sin atreverse a hablar.
—A algunas nos llega tarde —
prosiguió Sanar mirándola con ojos
cálidos y comprensivos—. Ten en cuenta
que cuanto más tarda, más fuerte
despierta. A Ryelle y a mí no nos llegó
hasta los dieciséis. ¿No te lo había
dicho nadie?
Lirael abrió los ojos como platos y
por primera vez su mirada se encontró
con la de la Clarvi. ¡Dieciséis años!
¡Imposible!
—No puede ser. —La sorpresa y el
asombro se le notaban en la voz—. ¿A
los dieciséis?
—Sí —dijo Ryelle sonriendo y
prosiguiendo la conversación donde
Sanar la había dejado—. A los dieciséis
años y medio, para ser exactas.
Pensamos que nunca nos llegaría. Pero
llegó. Imagino que no podías soportar el
tener que asistir a otra ceremonia del
despertar. Por eso subiste hasta aquí,
¿verdad?
—Sí —contestó Lirael esbozando
una tímida sonrisa.
¡Dieciséis años! O sea que todavía
le quedaban esperanzas. Le entraron
ganas de repartir abrazos entre todas,
incluida Mirelle, y de bajar la escalera
del monte Estrella a todo correr,
gritando de alegría.
De repente, su plan de quitarse la
vida le pareció increíblemente estúpido,
y su gestación, algo del pasado remoto.
—Gran parte de los problemas que
tuvimos entonces se debían a que nos
pasábamos todo el tiempo pensando en
que carecíamos del don de la visión —
comentó Sanar, a quien no se le habían
escapado las señales de alivio
reflejadas en el rostro de Lirael y en la
postura de su cuerpo—, y por eso no
formábamos parte de la guardia y no
recibíamos adiestramiento en el uso de
la visión. Y a nosotras tampoco nos
gustaba hacer turnos extra en la lista de
tareas.
—No, la verdad —se apresuró a
decir Lirael. ¿A quién iba a apetecerle
limpiar lavabos o fregar platos más de
lo necesario?
—No era habitual que se nos
asignara un puesto antes de los
dieciocho años —prosiguió Ryelle—.
Pero lo pedimos, y la guardia acordó
que desempeñáramos un trabajo
adecuado. Pasamos a formar parte del
personal de vuelo de las papelonaves y
aprendimos a pilotarlas. Ocurrió en la
época que precedió el regreso del rey,
cuando todo era mucho más peligroso e
inestable, de manera que volamos con
muchas más patrullas y llegamos mucho
más lejos que ahora.
»Al cabo de un año de vuelos, la
visión despertó en nosotras. Podía haber
sido un año horrible, como lo había sido
el anterior, en el que esperamos sentadas
a que nos viniera el don, pero estábamos
demasiado ocupadas para pensar
siquiera en ello. ¿Crees que un trabajo
adecuado podría ayudarte a ti también?
—¡Sí! —contestó Lirael con fervor.
Si le asignaban un trabajo fijo ya no
se vería obligada a llevar la túnica
infantil, podría vestirse con el uniforme
de las Clarvis trabajadoras. También
podría alejarse de las niñas más
pequeñas y de tía Kirrith. A lo mejor,
dependiendo de la tarea que fuese,
incluso cabía la posibilidad de que la
eximieran de participar en las
ceremonias del despertar.
—La cuestión es, ¿qué trabajo se
ajustaría más a ti? —caviló Sanar—.
Creo que nunca has aparecido en
nuestras visiones, de manera que por ahí
no conseguiremos ninguna ayuda. ¿Hay
algún destino que te interese
especialmente? ¿Las tropas de asalto?
¿El personal de vuelo de las
papelonaves? ¿La oficina de comercio?
¿El banco? ¿Obras públicas? ¿La
enfermería? ¿La central térmica?
—No tengo ni idea —dijo Lirael,
repasando mentalmente la gran variedad
de trabajos que hacían las Clarvis,
además de las tareas comunitarias.
—¿Qué se te da mejor? —preguntó
Mirelle. Miró a Lirael de arriba abajo,
midiéndola sin ningún complejo, para
comprobar si podía reclutarla para las
tropas de asalto. Levantó ligeramente la
nariz en el aire, en clara señal de que el
potencial de Lirael no daba para grandes
alegrías—. ¿Qué tal manejas la espada y
el arco?
—No muy bien —contestó Lirael
sintiéndose culpable y pensando en
todas las prácticas a las que había
faltado en los últimos tiempos para
encerrarse en su cuarto a lamerse las
heridas—. Lo que mejor se me da, creo
yo, es la magia del Gremio. Y la música.
—Tal vez las papelonaves serían la
solución —dijo Sanar. Frunció el ceño y
miró a sus compañeras—. Aunque me
parece a mí que todavía eres demasiado
joven. Las papelonaves pueden llegar a
ser una mala influencia.
Lirael observó de reojo a las
papelonaves y no pudo contener un
ligero estremecimiento. Le gustaba la
idea de volar, pero las papelonaves le
daban un poco de miedo. Resultaba un
tanto espeluznante que estuviesen vivas
y tuvieran su propia personalidad. ¿Qué
pasaría si se veía obligada a hablar todo
el tiempo con una de ellas? Si ya le
gustaba poco hablar con la gente, con las
papelonaves, mucho menos aún. Tras
sopesar ese detalle, Lirael dedujo cuál
sería el trabajo en el que tendría menos
contacto con la gente y dijo:
—Me gustaría trabajar en la
biblioteca.
—La biblioteca —repitió Sanar, un
tanto contrariada—. ¡Huy! Puede ser
peligrosa para una chica de catorce
años. Y bien mirado, también para una
mujer de cuarenta.
—Sólo en parte —adujo Ryelle—.
Sólo los niveles antiguos.
—No se puede trabajar en la
biblioteca sin haber pasado por los
niveles antiguos —comentó Mirelle con
tono sombrío—. Al menos una
temporada. A mí no me haría ninguna
gracia recorrer ciertas zonas de la
biblioteca.
Lirael las escuchaba preguntándose
por lo que estarían hablando. La Gran
Biblioteca de las Clarvis era un lugar
inmenso, pero nunca había oído
mencionar los niveles antiguos.
Conocía muy bien el plano general
del edificio de la biblioteca. Tenía
forma de concha de nautilo, un túnel
continuo que descendía en una espiral
cada vez más cerrada hasta el corazón
de la montaña. Esa espiral principal era
una rampa sinuosa muy larga que
conducía desde las cimas más altas de la
montaña hasta más abajo del suelo del
valle, a varios cientos de metros de
profundidad.
De la espiral principal partían
incontables corredores, habitaciones,
vestíbulos y extrañas salas. Muchas de
ellas albergaban los registros escritos
de las Clarvis, en su mayoría
documentos con las profecías y visiones
de generaciones de videntes. Aunque
también archivaban libros y documentos
de todos los rincones del reino. Libros
de magia y misterio, sabidurías antiguas
y modernas. Pergaminos, mapas,
hechizos, pócimas, inventarios,
historias, cuentos reales y sabe el
Gremio qué más.
Además de todas esas obras
escritas, la Gran Biblioteca albergaba
otras cosas. En ella había antiguos
arsenales con armas y armaduras que
llevaban siglos sin utilizarse, pero que
conservaban el mismo brillo y el mismo
olor que si fueran nuevas. Había salas
llenas de extrañísimos objetos que nadie
sabía cómo utilizar. En algunas salas
había maniquíes completamente
ataviados con las prendas que llevaban
las Clarvis de antaño y con los trajes
más diversos de los bárbaros del Norte.
Había invernaderos atendidos por los
enviados, alumbrados con marcas del
Gremio que lucían como soles. Había
habitaciones completamente oscuras,
que se tragaban la luz y a los incautos
que osaban entrar en ellas sin
preparación alguna.
Lirael había visto algunas zonas de
la biblioteca en compañía de sus
compañeras de curso, durante visitas
cuidadosamente guiadas. Siempre había
anhelado trasponer aquellas misteriosas
puertas, pasar detrás de los rojos
cordones que, a manera de barreras,
impedían adentrarse en los corredores o
túneles donde sólo se permitía el paso a
las bibliotecarias autorizadas.
—¿Por qué quieres trabajar allí? —
preguntó Sanar.
—Po…, porque es interesante —
tartamudeó Lirael, sin saber a ciencia
cierta cómo debía contestar.
No quería reconocer que la
biblioteca sería el mejor sitio donde
ocultarse de las demás Clarvis. Y en lo
más recóndito de su cabeza, no olvidaba
que en la biblioteca podría encontrar un
hechizo para poner fin a su vida. Pero no
para utilizarlo ahora, claro, porque
sabía que algún día recibiría el don de
la visión. Sino para más tarde, si los
años iban pasando sin que el don
llegase, viendo crecer en su interior la
más negra de las desesperaciones, como
le había ocurrido esa mañana.
—Es interesante —repitió Sanar—.
Aunque debes tener presente que la
biblioteca encierra cosas peligrosas,
conocimientos nocivos. ¿No te inquieta?
—No lo sé —contestó Lirael con
toda franqueza—. Depende de qué se
tratara. Pero me gustaría mucho trabajar
allí. —Tras una pausa, añadió en voz
muy baja—: Quiero estar ocupada en
algo, como dijiste, y olvidarme de que
no tengo la visión.
Las Clarvis se apartaron de Lirael y
formaron un corro apretado del que la
muchacha quedó excluida y se pusieron
todas a cuchichear. Lirael las observaba
con creciente inquietud, consciente de
que en su vida estaba a punto de ocurrir
algo trascendental. El día había sido
horrible, pero ahora volvía a abrigar
esperanzas.
Las Clarvis hicieron silencio. Lirael
las miró a través de la abundante
cabellera, contenta de que le cubriera la
cara. No quería que notasen las ganas
inmensas que tenía de que la dejaran
trabajar.
—Como hoy es tu cumpleaños —
dijo Sanar—, y dado que consideramos
que es lo mejor, hemos decidido que, tal
como pides, te pondremos a trabajar en
la biblioteca. Mañana por la mañana, te
presentarás ante Vancelle, la
bibliotecaria jefa. Si ella no te
considera inadecuada por algún motivo,
pasarás a desempeñarte como auxiliar
tercera de la bibliotecaria.
—¡Gracias! —exclamó Lirael. La
voz le salió como un ronquido, de
manera que tuvo que repetir—: Gracias.
—Una cosa más —le dijo Sanar
acercándose tanto que Lirael tuvo que
levantar la vista para mirarla a los ojos
—. Hoy has oído conversaciones de las
que no deberías haberte enterado. Es
más, has presenciado una visita que
nunca se produjo. La estabilidad de un
reino es algo frágil, Lirael, algo que se
pierde con facilidad. En otros lugares,
en otras circunstancias, Sabriel y
Touchstone no hablarían con tanta
franqueza.
—No diré nada a nadie —prometió
Lirael—. En realidad, hablo muy poco.
—No lo recordarás —dijo Ryelle,
que ya se había situado detrás de la
muchacha para realizar el encantamiento
que llevaba preparado en el hueco de la
mano.
Antes de que Lirael pudiese pensar
siquiera en contestarle, una cadena de
brillantes marcas del Gremio cayó sobre
su cabeza y se ciñó a su frente.
—Al menos hasta que no sea preciso
que recuerdes —continuó Ryelle—.
Recordarás todo lo que has hecho hoy
menos la visita de Sabriel y Touchstone.
Ese recuerdo quedará borrado y será
reemplazado por el de un paseo en la
terraza y un encuentro casual con
nosotras. Como te vimos preocupada,
conversamos sobre la posibilidad de un
trabajo y sobre cuándo llega el don de la
visión. Así es como has conseguido el
nuevo puesto, Lirael. Así lo recordarás
y de ningún otro modo.
—Sí. En la biblioteca —contestó
Lirael cuyas palabras se fueron
desprendiendo de sus labios con mucha
lentitud, tanta que parecía borracha o
muy, muy cansada—. Mañana me
presentaré ante Vancelle.
Auxiliar tercera de la
bibliotecaria

a bibliotecaria jefa disponía de un


amplio despacho revestido de roble, un
escritorio muy largo cubierto de libros,
L
papeles y una gran bandeja de bronce
con el desayuno de esa mañana a
medio terminar. Sobre el
escritorio había también una
larga espada desenvainada, con la hoja
de plata y la empuñadura muy cerca de
la mano de la bibliotecaria.
Lirael se plantó delante del
escritorio e inclinó la cabeza mientras
Vancelle leía la nota de Sanar y Ryelle
que le acababa de entregar la muchacha.
—Y bien —dijo la bibliotecaria, y
su profunda voz de mando hizo que
Lirael diera un brinco—. ¿Así que
quieres ser bibliotecaria?
—S…, sí —tartamudeó Lirael.
—¿Y das la talla? —preguntó la
bibliotecaria.
Acarició la empuñadura de la
espada; por un instante, Lirael pensó que
Vancelle iba a empuñarla y a dar unos
estoques al aire para comprobar si se
asustaba.
Lo cierto era que Lirael ya estaba
asustada. La bibliotecaria le daba miedo
aunque no llevara espada. Su rostro no
dejaba entrever sentimiento alguno, y se
movía economizando al máximo las
fuerzas, como si en el momento menos
pensado fuera a estallar en una reacción
violenta.
—¿Das la talla? —preguntó la
bibliotecaria.
—Pues… no… no lo sé —susurró
Lirael.
La bibliotecaria abandonó su lado
del escritorio con tanta rapidez que
Lirael no supo bien si había pestañeado
y se había perdido el momento en que
ocurrió.
Aunque Vancelle era apenas más alta
que Lirael, daba la impresión de
erguirse encima de ella con toda su
imponencia. Tenía los ojos azules y
brillantes y su pelo suave y reluciente
era del color grisáceo habitual, como la
ceniza más fina que queda al enfriarse
los leños del hogar. Llevaba los dedos
llenos de anillos y en la muñeca
izquierda lucía una pulsera de plata con
siete esmeraldas y nueve rubíes
engarzados. Era imposible adivinar su
edad.
Lirael tembló cuando la
bibliotecaria le tocó la marca del
Gremio que llevaba en la frente. La notó
brillar y sintió la piel ardiendo, luego
vio su luz reflejarse en los anillos y la
pulsera.
La bibliotecaria permaneció
impasible cuando tocó la marca del
Gremio de Lirael. Apartó la mano y
volvió a ocupar su sitio detrás del
escritorio. Una vez más, acarició la
empuñadura de la espada.
—Nunca hemos aceptado a una
bibliotecaria que no hubiese aparecido
como tal en nuestras visiones —dijo,
inclinando la cabeza, como quien está a
punto de colgar un cuadro y no acaba de
decidirse dónde—. Aunque lo cierto es
que tú no has aparecido en las visiones
de nadie, ¿verdad?
A Lirael se le secó la boca. Incapaz
de hablar, asintió con la cabeza. Notó
que la oportunidad que acababan de
darle se le escapaba de las manos. El
perdón, la oportunidad de trabajar, de
ser alguien…
—De manera que eres un misterio
—prosiguió la bibliotecaria—. Pero no
hay mejor lugar para el misterio que la
Gran Biblioteca de las Clarvis, y es
mejor ser bibliotecaria que parte de la
colección.
De entrada, Lirael no la entendió.
Luego, la esperanza volvió a renacer en
ella y, tras recuperar el dominio de su
voz, preguntó:
—¿Quieres decir que… que doy la
talla?
—Sí —contestó Vancelle, la
bibliotecaria jefa de la Gran Biblioteca
de las Clarvis—. Das la talla y puedes
empezar ahora mismo. La bibliotecaria
auxiliar Ness te dirá lo que tienes que
hacer.
Lirael se marchó envuelta en una
nube de felicidad. Había sobrevivido a
la dura prueba. La habían aceptado.
¡Sería bibliotecaria!
La bibliotecaria auxiliar Ness se
limitó a recibir a Lirael con desdén y a
remitirla a la bibliotecaria auxiliar
primera Roslin, que le dio un beso
distraído en la mejilla y la mandó a ver
a la bibliotecaria auxiliar segunda Imshi,
de apenas veinte años, a la que
acababan de ascender, por lo que había
dejado de llevar el chaleco de seda
amarillo para lucir el rojo que
correspondía a su nueva jerarquía.
Imshi se llevó a Lirael al vestidor,
una habitación inmensa, llena de
equipos, armas y objetos varios
utilizados por las bibliotecarias, desde
cuerdas para escalar a bicheros. E
incontables decenas de chalecos de la
biblioteca, de distintas tallas y colores.
—Las auxiliares terceras llevan el
amarillo, las segundas, el rojo, las
primeras, el azul, la suplente, el blanco
y la jefa, el negro —le explicó Imshi
mientras ayudaba a Lirael a ponerse el
chaleco amarillo nuevecito encima de la
ropa de trabajo—. Pesa más de lo que
parece, ¿verdad? Se debe a que está
confeccionado con lona forrada de seda.
Así dura más. Este silbato va prendido a
la solapa, aquí, de manera que
inclinando la cabeza puedas soplar por
él, aunque te sujeten los brazos. Usarás
el silbato sólo si de verdad precisas
ayuda. Si oyes que alguien lo ha
utilizado, corre hacia el sonido y haz lo
que esté en tu mano para ayudar.
Lirael cogió el silbato, un simple
tubito de bronce y lo prendió con las
presillas de la solapa destinadas a tal
fin. Tal como Imshi le había explicado,
para soplar por él no tenía más que
inclinar la cabeza. ¿Pero a qué se
referiría Imshi? ¿Qué era lo que podía
sujetarla de los brazos?
—Claro que el silbato sólo sirve si
alguien lo oye —continuó Imshi,
entregándole a Lirael algo que, a
primera vista, tenía aspecto de pelota
plateada. Mediante señas le indicó que
lo guardara en el bolsillo superior
izquierdo de su nuevo chaleco—. Para
eso tienes el ratón. Es automático sólo
en parte, de manera que deberás
acordarte de darle cuerda una vez al
mes, y el hechizo debe renovarse todos
los años durante el solsticio de verano.
Lirael echó un vistazo al pequeño
objeto de plata. Era un ratón con patitas
mecánicas, dos rubíes brillantísimos
hacían de ojos y llevaba una llavecita en
el lomo. Notó el calorcillo producido
por el hechizo del Gremio que yacía en
estado latente en su interior. Dedujo que
el encantamiento se encargaría de
activar el mecanismo automático en el
momento adecuado y enviarlo donde
hiciera falta.
—¿Qué es lo que hace? —preguntó
Lirael sorprendiendo un poco a Imshi.
La muchacha no había abierto la
boca desde que las habían presentado y
se había quedado allí plantificada, con
el pelo tapándole la cara. Imshi ya la
había catalogado como una de las
contrataciones excéntricas de la jefa,
pero a lo mejor todavía quedaban
esperanzas. Lo cierto es que a la
muchacha se la notaba interesada.
—Consigue ayuda —contestó Imshi
—. Si estás en los niveles antiguos o en
algún lugar donde te parezca que nadie
oirá el silbato, echa el ratón al suelo y
pronuncia o dibuja la marca activadora,
que ahora mismo te enseño. Cuando esté
activado, correrá al salón de lectura y
dará la alarma.
Lirael asintió y se apartó el pelo de
la cara para examinar el ratón más de
cerca, le pasó el dedo por el lomo
plateado. Cuando Imshi se puso a hojear
un índice de marcas del Gremio, Lirael
sacudió la cabeza y guardó el ratón en el
bolsillo correspondiente.
—Ya conozco la señal, gracias —
dijo en voz baja—. La vi en el hechizo.
—¿Ah, sí? —dijo Imshi, otra vez
sorprendida—. Debes de ser buena. Yo
apenas consigo encender una vela o
calentarme las manos cuando estoy ahí
fuera, en el glaciar.
«Amiga —pensó Lirael—, pero tú
tienes el don de la visión. Ya eres una
Clarvi».
—De todos modos, tienes el silbato
y el ratón —dijo Imshi siguiendo con su
trabajo—. Aquí tienes el cinturón y la
funda, y ahora veré cuál de las dagas es
la más afilada. ¡Ay! Con ésta te valdrá,
creo yo. Ahora debemos registrar el
número en el libro y tienes que firmar
por el material que acabo de entregarte.
Lirael se abrochó el ancho cinturón
de cuero y se ató la funda a la cadera y
el muslo. La daga que iba dentro medía
como su antebrazo y tenía la hoja
delgada y muy afilada. Era de acero con
un baño de plata y la hoja estaba
cubierta de marcas del Gremio. La
muchacha les pasó el dedo suavemente
para comprobar cómo reaccionaban. Se
calentaron al contacto de su dedo y
Lirael las identificó como las señales
para romper y desenmarañar, muy útiles
contra las criaturas de la magia libre.
Las habían puesto allí hacía unos veinte
años, en sustitución de las antiguas, que
se habían gastado. Las actuales durarían
otros diez años, pues al colocarlas no
las habían dotado de grandes poderes ni
habilidades. Lirael pensó que ella lo
haría mejor, pese a no ser especialmente
experta en realizar encantamientos sobre
objetos no animados.
La muchacha apartó la vista de la
daga y comprobó que Imshi la esperaba
expectante, con la pluma en la mano,
inclinada sobre el voluminoso libro
diario encuadernado en cuero, atado con
una cadena al escritorio de la entrada
del vestidor.
—El número —dijo Imshi—. Está
en la hoja.
—Ah —dijo Lirael.
Colocó la hoja de lado hasta que las
marcas del Gremio desaparecieron y vio
el metal desnudo y la letra y el número
grabados por medios convencionales.
—L2711 —dijo Lirael y luego
enfundó la daga.
Imshi anotó el número, mojó la
pluma en la tinta y se la pasó a Lirael
para que firmase.
En el diario, entre las líneas trazadas
con tinta roja, constaban el nombre de
Lirael, la fecha, su cargo de
bibliotecaria auxiliar tercera y una lista
de todos los objetos que le habían
entregado, claramente asentados por
Imshi. Lirael leyó la lista pero no firmó.
—Aquí pone una llave —dijo
cautelosamente levantando la pluma
para que la gota de tinta que amenazaba
con formarse no cayera sobre el papel.
—¡Ay, es verdad, la llave! —
exclamó Imshi—. ¡La apunté pero luego
se me ha olvidado!
Se fue hasta uno de los armarios de
la pared, lo abrió y hurgó en su interior.
Finalmente, sacó una ancha pulsera de
plata con esmeraldas engarzadas,
idéntica a la que ella llevaba en la
muñeca. La abrió y se la colocó a Lirael
en la muñeca derecha.
—Tendrás que ver a la jefa para que
despierte el hechizo que lleva dentro —
le explicó Imshi, y le indicó a Lirael
cómo dos de las siete esmeraldas de su
propia pulsera se llenaban de brillantes
marcas del Gremio—. Abrirá entonces
las puertas adecuadas en función de tu
trabajo y tu cargo.
—Gracias —dijo Lirael
lacónicamente.
Notaba el hechizo en la plata, las
marcas del Gremio se ocultaban en las
profundidades del metal a la espera de
fluir hacia el interior de las esmeraldas.
Adivinó que, en realidad, había siete
hechizos, uno por cada esmeralda.
Aunque ignoraba cómo sacarlos a la
superficie y hacer que funcionaran. Ese
tipo de magia escapaba a sus
conocimientos.
Diez minutos más tarde, cuando
Vancelle la tomó de la muñeca y lanzó
un encantamiento que no era hablado ni
ofrecía otras marcas identificables, ni
llevaba firma ni dibujo, tampoco logró
salir de su ignorancia. Fuera lo que
fuese, el encantamiento iluminó una sola
esmeralda dejando las seis restantes en
la oscuridad. Eso, dijo Vancelle, bastaba
para abrir las puertas más corrientes,
más que suficiente para una
bibliotecaria auxiliar tercera.
Lirael tardó tres meses en deducir
cómo despertar los cuatro siguientes
hechizos de su pulsera; los
correspondientes a la sexta y séptima
esmeraldas se le resistieron y
continuaron sumidos en el misterio. Sin
embargo, se cuidó mucho de no
despertar los hechizos adicionales de
golpe, pues precisó de un mes más para
crear la ilusión de la pulsera tal como se
suponía que debía ser, para lucirla
encima de la verdadera y ocultar el
brillo de las esmeraldas que, en
realidad, no debían estar iluminadas.
Fue por pura curiosidad como se puso a
elaborar los encantamientos de las
llaves. Cuando se puso a investigar, no
tenía intención de activarlos, sólo la
impulsaba el afán averiguar su
funcionamiento, no era más que un mero
ejercicio intelectual. Sin embargo, eran
tantas las puertas, las trampillas, los
portales, las rejas y los candados y tan
interesantes, que le resultó imposible no
preguntarse qué había detrás. Una vez
que los hechizos de la pulsera quedaban
activados, le resultó muy difícil no
pensar en utilizarlos.
Su trabajo diario contribuyó a
hacerla caer en la tentación. Gran parte
de las tareas manuales recaían en los
enviados del Gremio que se ocupaban
del transporte de materiales entre el
salón de lectura principal y los estudios
de los eruditos, pero las
comprobaciones, los registros y la
catalogación corrían por cuenta de
personas como ella. En general, las
bibliotecarias principiantes. Había,
además, artículos muy especiales o
peligrosos que había que ir a buscar en
persona, muchas veces en grupos de
bibliotecarias armadas. A Lirael nunca
le tocaba formar parte de estas
estimulantes expediciones a los niveles
antiguos. Ni le iba a tocar hasta tanto no
consiguiera el chaleco rojo de las
auxiliares segundas, para lo cual debían
pasar al menos tres años.
En el desempeño de sus atribuciones
normales, recorría a menudo pasillos de
aspecto interesante, vetados a la entrada
por la habitual cuerda roja, o puertas
que la atraían, casi como si estuviesen
diciéndole: «¿Cómo puedes pasar
delante de mí todos los días sin sentir
deseos de trasponerme?».
Toda entrada de aspecto vagamente
interesante estaba cerrada sin excepción
y en ella no servían ni el encantamiento
de la llave original ni la única
esmeralda reluciente de la pulsera de
Lirael.
Salvo la prohibición de acceder a
las zonas interesantes, la Gran
Biblioteca respondía a casi todas las
esperanzas de Lirael. Le asignaron un
pequeño estudio propio. En él apenas
había espacio para estirar los brazos y
sólo contenía un estrecho escritorio, una
silla y varios estantes. Pero era un
refugio, un lugar donde podía estar sola,
al abrigo de las intromisiones de tía
Kirrith. Estaba pensado para la
concentración y el estudio, en el caso de
Lirael, de libros de formación para
bibliotecarios principiantes: Las normas
del bibliotecario, Bibliografía esencial
y El gran libro amarillo: encantamientos
sencillos para auxiliares terceras. Había
tardado un mes en aprender cuanto
precisaba de esos volúmenes.
De manera que, con gran disimulo,
se dedicó a tomar en préstamo cuantos
libros caían en sus manos, como El libro
negro de la bibliomancia, que una
bibliotecaria suplente olvidó incluir en
una lista de devoluciones. Y dedicó
mucho tiempo a analizar los
encantamientos de su pulsera,
abriéndose camino poquito a poco a
través de las complejas cadenas de
señales del Gremio hasta dar con los
símbolos activadores.
Al principio, a Lirael la había
guiado la curiosidad y la satisfacción
que le producía descifrar la magia que,
por su edad, no le correspondía conocer.
Con el tiempo, comenzó a darse cuenta
de que disfrutaba aprendiendo magia del
Gremio por puro gusto. Y cuando
estudiaba las señales y las combinaba
para formar hechizos, se olvidaba de sus
problemas y del hecho de que no
disponía aún del don de la visión.
Aprender a ser una verdadera maga
del Gremio también la mantenía ocupada
cuando las demás bibliotecarias o sus
compañeras de la Residencia de
Jóvenes se dedicaban a las actividades
de tipo social.
Al principio, las demás
bibliotecarias, en especial, la decena
larga de auxiliares terceras, habían
tratado de mostrarse amables con ella.
Pero todas eran mayores que Lirael y
poseían el don de la visión. Por tanto, la
muchacha creía no tener nada de qué
hablar con ellas, por eso no abría la
boca y procuraba ocultarse detrás del
mechón de cabello. Al cabo de un
tiempo, dejaron de invitarla a que se
sentara con ellas durante el almuerzo, a
las partidas vespertinas de tabore y a las
reuniones nocturnas en las que se
dedicaban a criticar a sus mayores
mientras tomaban una copa de vino
dulce.
De manera que Lirael volvió a
encontrarse sola pese a estar rodeada de
gente. Se repetía para sus adentros que
lo prefería de ese modo, aunque le
resultaba imposible negar la punzada de
dolor que sentía en el corazón cuando
veía pasar grupos risueños de jóvenes
Clarvis y comprobaba con qué facilidad
conversaban y disfrutaban de la amistad.
Lo pasaba peor todavía cuando
mandaban llamar a grupos enteros para
que se unieran a la guardia de los nueve
días, algo que comenzó a ocurrir cada
vez con mayor frecuencia durante los
primeros meses de trabajo de Lirael. La
muchacha estaba de pronto en el salón
de lectura, apilando libros, o
escribiendo en uno de los registros,
cuando aparecía una mensajera de la
guardia con las fichas de marfil con las
que se convocaba a su receptor a acudir
al observatorio. En algunas ocasiones,
decenas de Clarvis que en ese momento
se encontraban en el salón de lectura
abovedado recibían una ficha. Sonreían,
soltaban alguna palabrota, hacían
muecas o la aceptaban con estoicismo.
Seguía entonces una actividad frenética,
todas interrumpían su trabajo, echaban
la silla hacia atrás, guardaban libros y
papeles bajo llave en los cajones de sus
escritorios o los devolvían a los estantes
y luego sorteaban las mesas antes de
salir en tropel por las puertas.
Al principio, Lirael se sorprendió de
que convocasen a tantas, y se sorprendió
aún más al ver que algunas de ellas
regresaban al cabo de horas o de pocos
días, en lugar de los nueve
acostumbrados que daban nombre a la
guardia. Pensó que se debía a alguna
peculiaridad de las bibliotecarias y que
por eso convocaban a tantas de golpe,
aunque no para todo el período; la
cuestión era que no le apetecía preguntar
a nadie para salir de dudas, de manera
que tardó un tiempo en conocer el
verdadero motivo, cuando oyó por
casualidad a dos auxiliares segundas
que cuchicheaban en la sala de
encuadernación.
—Me parece bien que llamen a
noventa y ocho. Pero de ahí a convocar
a ciento noventa y seis e ir aumentando
el número hasta llegar a las setecientas
ochenta y cuatro de ayer es el colmo de
la ridiculez —dijo una de las auxiliares
segundas—. Lo cierto es que en el
observatorio cabíamos todas. ¡Pero
ahora se habla de que llamarán a mil
quinientas sesenta y ocho! O sea casi
todas, creo yo. Además, no parece que
engrosar la guardia contribuya a mejorar
más las cosas que las habituales
cuarenta y nueve. Yo no le veo ninguna
diferencia, la verdad.
—A mí no me importa especialmente
—contestó la otra auxiliar segunda
mientras encolaba cuidadosamente la
cubierta rota de un libro—. Cambiar de
tercio viene bien, además, cuando la
guardia es tan nutrida, la cosa acaba
antes. Pero es un aburrimiento cuando
tenemos que tratar de concentrarnos
hacia donde no vemos nada. Me
pregunto por qué las altas instancias no
reconocen que nadie es capaz de ver
nada alrededor de este estúpido lago y
sanseacabó.
—Porque no es tan sencillo —la
interrumpió una suplente de voz adusta
echándoseles encima como un enorme
gato blanco sobre dos ratones regordetes
—. Todos los futuros posibles están
conectados. El hecho de no ver dónde
comienzan los futuros constituye un
problema importante. ¡Deberíais
saberlo, y también deberíais saber que
no se habla de lo que ocurre en la
guardia!
Pronunció la última frase al mismo
tiempo que echaba una mirada colérica a
su alrededor. Pese a que Lirael estaba
medio oculta detrás de una enorme
prensa, notó que iba especialmente
dirigida a ella. Al fin y al cabo, todas
las demás personas presentes en la sala
eran Clarvis hechas y derechas, y
reunían todas las condiciones para
formar parte de la guardia de los nueve
días.
Las mejillas se le enrojecieron de
vergüenza e incomodidad mientras
reunía todas sus fuerzas para girar las
manivelas de bronce del tornillo con que
se apretaba la prensa. Poco a poco, a su
alrededor, la conversación prosiguió su
curso, pero ella no prestó atención y se
concentró en la tarea que tenía entre
manos.
Fue entonces cuando decidió
despertar la magia latente en su pulsera
y utilizar el encantamiento que había
ideado para ocultar el brillo de las otras
esmeraldas.
El hecho de que no pudiera formar
parte de la guardia en el observatorio no
le impedía explorar la biblioteca.
Más allá de la puerta
del sol y la luna

ese a haber despertado los


encantamientos adicionales de su
pulsera, a Lirael le resultaba difícil
P
explorar las zonas que antes le habían
estado vedadas. Siempre había
demasiado trabajo o demasiadas
bibliotecarias pululando por ahí.
Después de los primeros dos intentos en
los que, con el corazón en la boca, había
estado a punto de realizar un
descubrimiento delante de puertas
prohibidas, Lirael decidió posponer su
investigación hasta el momento en que
hubiese menos gente o pudiera
escaparse con facilidad del trabajo.
La primera oportunidad verdadera
se le presentó casi cinco meses después
de haberse puesto el chaleco amarillo de
auxiliar tercera. Estaba en el salón de
lectura, clasificando los libros que
serían devueltos por los enviados que
formaban un corro a su alrededor, y de
cuyas siluetas envueltas en la oscuridad
sólo se veían las manos fantasmales,
producto de la magia del Gremio. Se
trataba de enviados bastante sencillos,
sin funciones superiores, que adoraban
su trabajo. A Lirael también le caían
bien, porque con ellos no tenía
necesidad de hablar y porque no le
hacían preguntas. La muchacha se
limitaba a entregar los libros adecuados
al enviado que correspondía y éste se
los llevaba para su zona donde los
colocaba en el anaquel asignado.
Lirael reconocía sin ningún esfuerzo
a los enviados, habilidad muy valiosa
puesto que los signos bordados en sus
cogullas solían quedar oscurecidos por
el polvo o estaban tan descosidos que no
había manera de descifrarlos. No tenían
nombres oficiales, sólo respondían a la
descripción de sus responsabilidades.
Aunque la mayoría disponía de motes,
como Pequeño, encargado de Cuentos de
Viajes, AD, o Adoquín, que se ocupaba
de la colección de geología.
Lirael le estaba entregando a
Pequeño un volumen especialmente
grande, pesado y difícil de manejar,
encuadernado en cuero que llevaba
repujado un camello de tres gibas,
cuando llegó la mensajera de la guardia.
Lirael no le prestó mucha atención,
porque sabía que a ella no le iba a tocar
ninguna ficha de marfil. Después
advirtió que la mensajera se detenía
delante de todos los escritorios y
hablaba con todas, y oyó elevarse a sus
espaldas el murmullo de las
conversaciones. Con disimulo, Lirael se
metió el pelo detrás de las orejas y
escuchó con atención. Al comienzo, el
murmullo resultaba poco claro, pero a
medida que la mensajera se fue
aproximando, Lirael captó las palabras
«mil quinientas sesenta y ocho» y se dio
cuenta de que las repetía sin cesar.
Por un momento se sintió perpleja;
acto seguido, cayó en la cuenta de que
debía de tratarse de lo que las auxiliares
segundas habían comentado. La
convocatoria de mil quinientas sesenta y
ocho Clarvis a la guardia, una
concentración del don de la visión sin
precedentes.
Aquello exigiría que marcharan casi
todas las bibliotecarias en funciones,
según calculó Lirael, con lo que ella
gozaría de una oportunidad de oro para
emprender su excursión secreta. Fue la
primera vez que Lirael contemplaba a la
mensajera repartir las fichas y en lugar
de rendirse al desánimo y a la
autocompasión, como solía hacer, se
sintió embargada por el entusiasmo. En
ese momento deseaba que convocaran a
la guardia a absolutamente todas y cada
una de sus compañeras. Procurando
disimular su alegría, Lirael se aventuró
a salir de detrás del escritorio para
comprobar si la mensajera se había
olvidado de alguien. Pues no, de
ninguna. A Lirael le resultó
extrañamente difícil respirar mientras
esperaba que alguien se acordara de
decirle lo que debía hacer… o no hacer.
Ninguna de las bibliotecarias con las
que solía trabajar estaba allí. Imshi
brillaba por su ausencia. Lirael supuso
que la mensajera se la habría topado por
el camino y había aprovechado para
entregarle una ficha.
Deseó con todas sus fuerzas que se
marcharan todas y se puso a clasificar
los libros con concentrada ferocidad,
como si no le importara cuanto ocurría a
su alrededor. Los enviados se mostraron
encantados y se movían más deprisa;
apenas uno acababa de recoger su pila
de libros, el siguiente pasaba a ocupar
el primer lugar de la fila.
Finalmente, el último chaleco
reluciente brilló en el hueco de la puerta
y se perdió de vista. Más de cincuenta
bibliotecarias despachadas en menos de
cinco minutos. Lirael sonrió y, al
depositar el último libro con un golpe
seco, decepcionó al enviado que
esperaba una pila entera.
Tras dejar diez minutos de margen,
por si había alguna rezagada, bajó por la
espiral principal. Más o menos a medio
kilómetro de la superficie, en lo
profundo de los niveles antiguos, se topó
con una puerta que le inspiraba especial
curiosidad y que quería investigar
primero. La superficie de madera, que
lucía un emblema con un sol radiante
asomando entre las nubes, era bastante
corriente, salvo por ese detalle. Se
trataba de un disco dorado del que
partían los rayos de arriba a abajo.
(Como era de esperar, una cuerda roja,
fijada a ambos extremos con sellos de
cera en los que resaltaba el símbolo del
libro y la espada de la bibliotecaria
jefa, impedía el paso.
Hacía ya bastante tiempo que Lirael
había logrado averiguar cómo poner fin
a aquel fastidio. Sacó del bolsillo del
chaleco un trocito de alambre con dos
mangos de madera y lo sostuvo cerca de
la boca. Acto seguido pronunció tres
señas del Gremio, un encantamiento
sencillo para calentar metal. Cuando el
alambre estuvo al rojo vivo, seccionó
rápidamente los sellos y los ocultó junto
con la cuerda en un agujero que había en
la pared del corredor, lejos de la luz.
Llegó entonces la prueba definitiva.
¿Lograría su pulsera abrir la puerta o
serían necesarios los dos
encantamientos que faltaban y que ella
no había podido descifrar?
Sostuvo la pulsera tal como le
habían enseñado y la agitó delante de la
puerta. Las esmeraldas comenzaron a
emitir destellos, pasando a través del
hechizo enmascarador con que las había
cubierto y la puerta se abrió de par en
par sin hacer ruido.
Lirael pasó y la puerta se cerró
despacio. Se vio en un pasillo corto y se
sintió momentáneamente desorientada
por la brillante luz de su extremo. Era
imposible que aquel pasillo llevase al
exterior. Se encontraba en el centro de la
montaña, a miles de metros bajo tierra.
Pestañeó varias veces por efecto de la
luz y avanzó aferrando la empuñadura de
la daga con una mano y el ratón
mecánico de emergencia con la otra.
El corredor no conducía al exterior,
pero Lirael comprobó cómo se había
dejado inducir a error. Se abría a una
amplia cámara, más grande que el Gran
Salón. En el techo altísimo, a decenas de
metros del suelo, las marcas del Gremio
brillaban con la intensidad del sol. En el
centro de la estancia se alzaba un
frondoso roble, con todo el follaje,
como si fuera verano, y sus ramas
proyectaban sombra sobre un estanque
sinuoso. La caverna entera estaba llena
de flores. Flores rojas. Lirael se inclinó
y cortó una, sin estar del todo segura de
que no se tratase de una ilusión. Pero no,
era real. No vio magia alguna, sólo el
tallo crujiente entre los dedos. Una
margarita roja en plena floración.
Lirael la olió y estornudó cuando el
polen se le metió en la nariz. En ese
instante notó el profundo silencio
reinante. La enorme caverna podía
imitar el mundo exterior, pero el aire
estaba demasiado en calma. No soplaba
la brisa y no se oía nada. Ni pájaros, ni
abejas alegres y ajetreadas entre tanto
polen. Tampoco había animalitos que se
acercaran al estanque a beber. No se
veía nada vivo, salvo las flores y el
árbol. A diferencia del sol, las luces del
techo no despedían calor. En aquel lugar
había la misma temperatura que en el
resto del reino deshabitado de las
Clarvis, la misma humedad proveniente
de la red de tuberías que conducían el
agua calientísima desde los géiseres y
los vapores acumulados en lo más
profundo.
Por más hermosa que le pareciera la
caverna, no dejaba de decepcionarla.
Lirael se preguntó si aquello era cuanto
iba a descubrir en su primera
expedición. Fue entonces cuando reparó
en otra puerta, más bien una especie de
celosía, en el extremo opuesto de la
caverna.
Tardó diez minutos en llegar a ella,
más de lo que había calculado. Intentó
no pisar demasiadas flores en el trayecto
y dio todo un rodeo para no acercarse al
estanque ni al árbol. Por si acaso.
La celosía impedía el paso a otro
corredor que iba hacia la oscuridad en
lugar de hacia la luz. La celosía, una
simple reja metálica, portaba el
emblema de una luna plateada en lugar
de un sol. Un cuarto creciente, con las
puntas más aguzadas y largas de lo
habitual o de lo que podía considerarse
estéticamente agradable.
Lirael miró a través de la celosía y
contempló el pasadizo que había detrás.
Sin saber por qué, le recordó el silbato
que llevaba en el chaleco y le hizo
pensar en cosas que la agarraban de los
brazos. De todas maneras, en ese lugar
el silbato iba a servirle de poco, y de
inmediato, la muchacha se dio cuenta de
que el ratón le serviría todavía menos,
porque en ese momento, en el salón de
lectura no quedaba nadie que pudiera oír
su chirrido de alarma.
Dejando de lado los peligros
desconocidos, no había motivos
aparentes para no intentar abrir al menos
la celosía. Lirael agitó el brazo y las
esmeraldas volvieron a resplandecer,
sin embargo, la celosía no se abrió.
Dejó caer la mano, se apartó el cabello
de los ojos y frunció el ceño. Estaba
claro que aquella celosía sólo respondía
a hechizos superiores. A continuación
oyó un clic y la hoja derecha de la
celosía se abrió poco a poco, apenas lo
suficiente para permitir que Lirael se
colara. Para dificultar más las cosas, la
luna en cuarto creciente asomaba por el
espacio abierto y sus puntas quedaban a
la altura del cuello y las ingles de
Lirael.
La muchacha miró la estrecha
abertura y analizó la situación. ¿Y si del
otro lado la esperaba algo horrendo? Se
repitió que no tenía nada que perder. El
miedo y la curiosidad pugnaron en su
interior durante un momento. Y ganó la
curiosidad.
Dejándose llevar por este último
impulso, Lirael sacó el ratón del
bolsillo y lo dejó en el suelo, entre las
flores. Si algo llegaba a torcerse al otro
lado de la celosía, le quedaba siempre
el recurso de gritar la señal del Gremio
que lo activaba y el ratón emplearía sus
taimados y ratoniles recursos para llegar
hasta el salón de lectura. Aunque fuese
demasiado tarde para salvar a Lirael,
podía servir de advertencia a las demás.
Según comentarios de sus superiores y
compañeras de trabajo, no era
infrecuente que las bibliotecarias
ofrecieran sus vidas en beneficio de
todas las Clarvis, ya fuese por exceso de
trabajo o en el curso de peligrosas
investigaciones o en actos contra
peligros desconocidos hasta entonces y
descubiertos en la colección de la
biblioteca. Lirael consideraba que el
principio de sacrificio se adaptaba a
ella perfectamente, porque las demás
Clarvis poseían el don de la visión y por
eso debían continuar con vida mucho
más que ella.
Después de dejar el ratón en el
suelo, Lirael sacó la daga y se coló por
la celosía entreabierta. Apenas le
quedaba espacio para pasar, y las puntas
de la luna eran afiladas como cuchillas,
pero consiguió colarse sin que su ropa y
su persona sufrieran daño alguno. Ni se
le ocurrió pensar que un hombre o una
mujer completamente desarrollados
habrían sido incapaces de lograrlo.
El corredor estaba muy oscuro, de
modo que Lirael pronunció un sencillo
hechizo del Gremio para producir luz y
lo dejó fluir en su daga. Levantó ésta
ante ella a manera de linterna, aunque no
alumbraba demasiado. Una de dos, o el
hechizo le había salido algo torcido o
había algo que interfería con él.
Además de oscuro, era evidente que
el corredor no estaba conectado con las
tuberías geotérmicas de las Clarvis,
porque hacía un frío que pelaba. El
polvo se levantaba a cada paso y volaba
en el aire formando extraños dibujos. La
muchacha creyó que a lo mejor se
trataba de señales del Gremio que ella
desconocía.
Al fondo del corredor se abría una
pequeña estancia rectangular.
Sosteniendo bien alta la daga, Lirael
alcanzó a ver sus rincones en sombra
plagados de leves marcas del Gremio,
marcas tan viejas que casi habían
perdido su luminosidad.
La magia flotaba por la estancia,
magia del Gremio antiquísima y extraña
que no comprendía y que le causaba
miedo. Las señales eran vestigios de un
encantamiento increíblemente antiguo,
ya senil y roto. Pese a ello, ahora estaba
formado apenas por unos cuantos cientos
de marcas inconexas dibujadas en el
polvo.
Sin embargo, de aquel hechizo se
conservaba lo suficiente para que Lirael
se inquietara aún más. Flotaban en el
aire señales para confeccionar ataduras
y prisiones, para levantar protecciones y
advertencias. Pese a estar roto, el
hechizo intentaba cumplir con su
objetivo.
Peor aún, Lirael se dio cuenta de
que, no obstante las marcas fueran muy
viejas, el encantamiento no se había
apagado sin más, tal como había creído
en un principio. Lo habían roto hacía
poco, algunas semanas o quizá meses.
En el centro de la estancia había una
mesa baja de piedra negra y lustrosa,
una losa que recordaba vagamente un
altar. Ésta también estaba cubierta de
restos de algún encantamiento o hechizo
poderoso. Las marcas del Gremio fluían
por su tersa superficie, buscando
eternamente conectarse con alguna
marca maestra del Gremio que las
uniera a todas. Pero la marca maestra ya
no estaba allí.
La mesa lucía siete pequeños
plintos, dispuestos en fila. Tallados en
una especie de hueso blanco luminoso,
todos estaban vacíos menos uno. El
tercero por la izquierda tenía en lo alto
un pequeño modelo o estatuilla.
Lirael vaciló. No lograba descifrar
qué era, pero no quería acercarse más. Y
mucho menos sin tener más datos sobre
los hechizos que se habían roto allí.
Se quedó donde estaba un rato,
observando las marcas y escuchando.
Nada cambió, la estancia continuaba
sumida en el silencio. Un paso más al
frente, pensó Lirael, no podía suponer
una gran diferencia, le permitiría ver lo
que había en el tercer plinto y luego
retrocedería.
Se acercó más y levantó la luz.
En cuanto puso el pie en el suelo, se
dio cuenta de su error. Notó el suelo
raro, poco firme. Se abrió una raja
tremenda y los dos pies traspasaron el
panel de cristal oscuro que había
confundido con la continuación del
suelo.
Lirael se precipitó hacia delante,
asida firmemente a su daga. Su mano
izquierda cayó sobre la mesa e
instintivamente aferró la estatuilla.
Golpeó con las rodillas el borde donde
se unían el cristal y la piedra y un dolor
punzante la recorrió toda hasta llegarle a
la coronilla. El cristal le había dejado
muchos cortes en los pies y sentía un
fuerte escozor.
Bajó la vista y vio algo peor que
vidrios rotos y cortes en los pies, algo
que la impulsó a moverse al instante sin
reparar en el daño que los fragmentos de
cristal podían causarle.
El vidrio era la tapa de una especie
de trinchera larga, con forma de ataúd,
que contenía algo en su interior. Algo
que al principio parecía una mujer
dormida y desnuda. Tras un momento de
horror, Lirael vio que sus antebrazos
eran tan largos como sus piernas,
curvados hacia atrás y rematados en
grandes garras, como los de las mantis
religiosas. La cosa abrió los ojos
dejando ver el fuego plateado que ardía
en su interior, unos ojos brillantes y
terribles que Lirael jamás había
imaginado.
Lo peor de todo era el hedor que
flotaba en el aire. La delatora
pestilencia metálica de la magia libre,
que le dejó a Lirael un regusto agrio en
la boca y la garganta y le revolvió el
estómago.
La criatura y Lirael se movieron al
mismo tiempo. La muchacha echó a
correr hacia el corredor mientras la cosa
tendía sus horripilantes garras para
atraparla. No lo consiguió, y el monstruo
soltó un chillido enfurecido,
completamente inhumano, que impulsó a
Lirael a correr como si en ello le fuera
el alma, pese a tener cortes en los pies.
Antes de que el grito se hubiese
apagado, Lirael inspiró tan hondo a
causa del miedo, que a pesar de lo
estrecho de la abertura, logró colarse
por la celosía y todavía le sobró sitio.
Al llegar al otro lado, se volvió y agitó
la pulsera gritando:
—¡Ciérrate! ¡Ciérrate!
La celosía no se cerró y la criatura
apareció de pronto ante ella y coló una
pierna y uno de sus asquerosos brazos.
Por un instante Lirael creyó que el bicho
no lograría superar las puntas afiladas
de la luna, pero de repente se adelgazó,
se hizo más largo, su cuerpo era
maleable como la arcilla blanda. Sus
ojos plateados echaban chispas, abrió la
boca dejando ver hileras y más hileras
de dientes blancos y se lamió los labios
con una lengua grisácea cubierta de
rayas amarillas, como una sanguijuela.
Lirael no se detuvo a mirarla. Se
olvidó del ratón de emergencia. Se
olvidó de no acercarse al estanque y el
árbol. Corrió y corrió en línea recta,
pisoteando las flores, haciendo saltar
por los aires una nube de pétalos de
margarita.
Y corrió y corrió pensando que en
cualquier momento una garra ganchuda
caería sobre ella dejándola fuera de
combate. En el corredor exterior no
aminoró la marcha y frenó justo a tiempo
para no acabar estampada contra la
puerta. Agitó la pulsera y, en cuanto la
puerta se entreabrió apenas, se coló
dejándose todos los botones del
chaleco.
Una vez al otro lado, agitó la pulsera
otra vez y contempló la abertura con los
mismos ojos desorbitados y enfermos de
expectación del ternerillo que ve
acercarse al lobo.
La puerta dejó de abrirse y, poco a
poco, empezó a cerrarse de nuevo.
Lirael suspiró y cayó de rodillas con la
sensación de que iba a vomitar. Cerró
los ojos un instante y oyó un golpecito
que no se parecía en nada al que hacían
las puertas al cerrarse.
Abrió los ojos y por una abertura de
apenas un dedo de ancho vio asomar un
garfio curvado, largo como su mano, con
aspecto de pertenecer a un insecto. Le
siguió otro… y la puerta comenzó a
entreabrirse. Lirael acercó la boca al
silbato y el eco de su agudo silbido se
oyó a lo largo de toda la espiral. Pero
no había nadie que lo oyera, y cuando
metió la mano en el bolsillo donde
guardaba el ratón, encontró una extraña
estatuilla de piedra suave en lugar del
cuerpo plateado y conocido del ratón.
La puerta se agitó y la abertura
aumentó, la criatura estaba consiguiendo
vencer el hechizo que intentaba
mantenerla cerrada. Lirael clavó la vista
en ella sin saber qué hacer. Miró
nerviosamente a ambos extremos del
corredor, como si por ahí fuera a llegar
una ayuda inesperada.
No tuvo esa suerte y en lo único que
atinó a pensar fue en que debía impedir
que aquel engendro llegase a la espiral
principal. Le vinieron a la mente las
palabras de las bibliotecarias sobre el
sacrificio y las imágenes de su triste
ascenso por la escalera del monte
Estrella de hacía apenas unos meses.
Ahora que la muerte se convertía en algo
probable, se dio cuenta de que deseaba
fervientemente seguir viva.
Pese a todo, Lirael sabía lo que
debía hacer. Se concentró y buscó la
ayuda del Gremio. De allí, del infinito
fluir, extrajo todas las señales que
conocía para romper y destruir, para
quemar y hacer saltar por los aires, para
bloquear, impedir y cerrar. Le inundaron
la mente, más brillantes y cegadoras que
cualquier luz, tan fuertes que apenas
lograba dominarlas para tejer con ellas
un hechizo. No supo cómo, pero
consiguió manejarlas a su antojo y
juntarlas en una sola marca maestra, una
señal muy poderosa que nunca antes se
había atrevido a utilizar. Cuando el
hechizo estuvo dispuesto, contenido
apenas por su voluntad, Lirael tuvo el
gesto más valiente de su vida. Con una
mano tocó la puerta, con la otra, el
garfio de la criatura y pronunció la seña
maestra del Gremio para lanzar el
hechizo.
Al pie de la quinta
escalera trasera

l pronunciar el hechizo, un aliento de


fuego recorrió la garganta de Lirael. De
su mano derecha partió una blanca
A
llamarada que alcanzó a la criatura; su
izquierda liberó una fuerza
titánica que cerró la puerta
con estrépito. La muchacha
salió despedida hacia atrás, empezó a
rodar y cayó golpeando el suelo de
piedra con la cabeza, siguió un terrible
sonido seco y luego todo fue oscuridad.
Cuando volvió en sí, Lirael no tenía
ni idea de dónde se encontraba. Notaba
como si le hubiesen traspasado el
cráneo con un hierro candente. Además,
notaba la cabeza mojada y la garganta le
dolía como si estuviese incubando una
gripe monumental. Durante un momento
pensó que estaba enferma, en cama, y
que pronto vería a tía Kirrith o a una de
las otras chicas inclinada sobre ella con
una cuchara de reconstituyente de
hierbas. Entonces se dio cuenta de que
lo que tenía debajo era piedra fría y no
un colchón, y de que estaba
completamente vestida.
Con mano vacilante se tocó la
cabeza y al mirarse los dedos descubrió
por qué la tenía mojada. Contempló la
sangre brillante y se sintió recorrida por
un escalofrío y una náusea insoportable
que partía de los pies y le subía a la
cabeza. Intentó pedir ayuda, pero le
dolía demasiado la garganta. No lograba
articular más sonido que una especie de
zumbido entrecortado.
Recordó entonces lo que había
intentado hacer y le dio tal ataque de
pánico que se olvidó de la náusea.
Intentó levantar la cabeza, pero le dolía
muchísimo, optó entonces por volverse
de lado para ver la puerta.
Estaba cerrada y no se veía rastro
alguno de la criatura. Lirael clavó la
vista en la puerta hasta que las vetas de
la madera se tornaron borrosas y dudó
de que estuviese realmente cerrada y de
que la criatura hubiese desaparecido.
Cuando tuvo la plena certeza de que
estaba cerrada, volvió la cabeza hacia el
otro lado y vomitó, la bilis agria le
quemó todavía más la garganta dolorida.
Después se quedó tumbada, sin
moverse, tratando de acompasar la
respiración y de calmar el corazón
desbocado. Tras otro examen cuidadoso
comprobó que la sangre de la cabeza
comenzaba a coagularse, de modo que
dedujo que la herida no sería grave. La
garganta le ardía cada vez más, dañada
por haber pronunciado una seña del
Gremio para la que carecía de la fuerza
y la experiencia necesarias. Intentó decir
unas palabras, no consiguió más que
emitir un susurro ronco.
Se miró entonces los pies y
comprobó que más que cortes se había
hecho muchos rasguños y que los
zapatos tenían tantos agujeros que
habían pasado a ser sandalias. En
comparación con la cabeza, los pies
estaban estupendamente, de modo que
intentó levantarse.
Tardó unos cuantos minutos en
conseguirlo pese a que se apoyó en la
pared. Necesitó cinco minutos más para
agacharse, recoger la daga e introducirla
en su funda.
Después de tanto movimiento, se
quedó de pie un rato, hasta que se sintió
lo bastante firme para examinar la
puerta. Estaba bien cerrada, no se veía
ninguna rendija. Lirael notó que su
hechizo, junto con el candado mágico, la
mantenían cerrada. Nadie podría entrar
ni salir sin romper el encantamiento de
Lirael. Incluso la bibliotecaria jefa
necesitaría de su ayuda para levantar o
romper el hechizo.
Al pensar en la jefa, Lirael empezó a
recoger todos los botones sueltos que
logró encontrar y puso otra vez la cuerda
roja y los sellos que atravesaban la
puerta, aunque le costó un triunfo lanzar
el encantamiento para calentar la cera.
Cuando hubo terminado, avanzó unos
pasos hacia la espiral principal, pero
tuvo que sentarse porque se sentía muy
débil y no logró seguir.
Se dejó caer y entró en un estado de
semiinconsciencia que le impidió pensar
en nada, analizar la situación. Estuvo
sentada durante mucho tiempo, tal vez
una hora, al cabo de la cual, surgió en su
interior una especie de resistencia
natural que le permitió percatarse del
lugar y el estado en que se encontraba.
Ensangrentada, magullada, con el
chaleco roto y sin botones, sin el ratón
de emergencia. Para todo aquello
necesitaba una explicación. La pérdida
del ratón le recordó la estatuilla. No
atinaba a coordinar los movimientos de
las manos, se sentía más torpe que de
costumbre, aunque tras insistir un poco,
consiguió sacarse del bolsillo la figurita
de piedra y colocársela sobre el regazo.
Se trataba de un perro tallado en un
trozo de esteatita gris azulada, agradable
al tacto. Tenía pinta de tratarse de un
perro bastante fiero, de orejas
puntiagudas y hocico afilado. Al mismo
tiempo intentaba disimular una mueca
afable y por la comisura de la boca le
asomaba la lengua.
—Hola, perrito —susurró Lirael con
voz tan débil y ronca que ni ella misma
se oyó.
Le gustaban los perros, aunque en
las alturas del glaciar no había ninguno.
Las tropas de asalto disponían de
perreras cerca de la gran puerta, donde
guardaban sus perros de labor, y en
ocasiones los visitantes llevaban sus
perros a las habitaciones de invitados y
el refectorio inferior. Lirael siempre
saludaba a los canes que iban de visita,
incluso cuando eran enormes perros
lobos de pelaje manchado, con collares
de púas. Ellos siempre la aceptaban de
buen grado, a veces incluso mejor que
sus propios amos, que se molestaban
cuando Lirael hablaba con los chuchos y
no con ellos.
Lirael asió con fuerza la estatuilla
del perro y se preguntó qué debía hacer.
¿Debía contarle a Imshi o a alguna
bibliotecaria de rango superior lo de la
cosa que estaba suelta en la cámara del
campo de flores? ¿Debía reconocer que
había despertado los otros hechizos de
las llaves que contenía su pulsera?
Siguió allí sentada durante un tiempo
que pareció un siglo mientras iba
dándole vueltas a las ideas y le rascaba
la cabeza al perro como si se tratara de
un animal de carne y hueso. Tal vez lo
mejor era que dijese la verdad,
concluyó, pero entonces, con toda
seguridad, perdería su puesto… y la
idea de regresar a las clases de las niñas
y a la odiada túnica azul le resultó
insoportable. Volvió a jugar con la idea
de que la muerte podía ofrecerle una
salida, pero la realidad se impuso y, al
recordar que había estado a punto de ser
despedazada por los garfios de la
criatura, el suicidio le pareció menos
atractivo que antes.
«No, no me voy a quitar la vida»,
decidió Lirael. Se había metido en un
buen lío y tendría que salir de él.
Averiguaría qué era aquella criatura,
aprendería cómo derrotarla y se
emplearía a fondo en conseguirlo. Hasta
que llegara ese momento, aquella cosa
no podría escapar, o eso esperaba.
Además, nadie lograría entrar en la
cámara, de manera que no resultaría un
peligro para las demás bibliotecarias.
Sólo le quedaba encontrarle una
explicación al corte de la cabeza, los
pies plagados de arañazos, el ratón
extraviado, la voz ronca y su aspecto
caótico. Conseguiría solucionarlo todo
con un único y brillante plan. Pero la
muchacha no disponía de ese plan.
—Ya puestos, será mejor que
empiece a caminar, a ver si así se me
ocurre algo —le susurró a la estatuilla
del perro.
Notaba un extraño alivio cuando le
hablaba al perro y lo tenía en la mano.
Se fijó en la forma en que estaba
sentado, con la cola enrollada alrededor
de las patas traseras, la cabeza alta y las
patas delanteras estiradas, como si
esperara a su ama.
—Ay, si pudiera tener un perro de
verdad —añadió Lirael soltando un
gruñido, poniéndose en pie y echando a
andar despacio hacia el corredor
espiralado.
Tras unos cuantos pasos, se detuvo,
miró la estatuilla y, de pronto, una idea
alocada comenzó a tomar forma. Podía
crear un enviado del Gremio en forma
de perro, uno bien complejo que ladrara
y todo. Sólo necesitaba consultar La
creación de enviados y tal vez Creación
y dominio de seres mágicos. Ambos
volúmenes estaban guardados bajo
llave, pero Lirael sabía dónde
encontrarlos. Podía incluso hacer que el
enviado tuviese el mismo aspecto que la
preciosa estatuilla del perro.
Lirael sonrió ante la idea de tener un
perro todo para ella. Un verdadero
amigo, alguien con quien pudiera hablar
y que no le hiciera preguntas ni le
llevara la contraria. Un compañero
adorable y cariñoso. Se metió la
estatuilla en el bolsillo del chaleco y
avanzó a trompicones.
Tras recorrer cien metros dejó de
pensar en cómo crear un enviado y
empezó a preocuparse por cómo iba a
averiguar la naturaleza de la criatura de
la sala de las flores. En la biblioteca
había bestiarios, le constaba, pero dar
con ellos y obtenerlos en préstamo sería
tarea complicada.
Siguió pensando en ello durante
otros cientos de metros hasta que se dio
cuenta de que tenía un problema más
urgente. Debía encontrar una explicación
para justificar sus heridas y la pérdida
del ratón sin contar demasiadas
mentiras. Lirael sabía que le debía
mucho a la biblioteca y no quería que su
relato fuera un completo embuste.
Además, se consideraba incapaz de
mentir, sobre todo si la bibliotecaria
jefa la sometía a un interrogatorio
despiadado.
Lo más complicado era justificar la
pérdida del ratón. Se detuvo en seco
para poder pensar con más claridad y se
sorprendió al comprobar que el cuerpo
le exigía descansar. En circunstancias
normales, se pasaba todo el santo día
dando vueltas por la biblioteca,
subiendo y bajando la espiral y las
escaleras, entrando y saliendo de las
salas. En ese momento apenas lograba
moverse si no se empleaba a fondo y
ponía toda su voluntad.
Para explicar la herida de la cabeza
podía decir que se había caído, pensó
Lirael mientras se tocaba otra vez el
corte. Ya no le sangraba, pero tenía el
pelo enredado y lleno de sangre reseca y
notaba cómo le iba aumentando el
chichón.
Una caída interminable en la que
había gritado sin parar explicaría por
qué se había quedado ronca. Los
botones se le habían saltado también
durante la caída y cuando por fin dejó de
caer, descubrió que el ratón ya no estaba
en su bolsillo.
Por una escalera, decidió Lirael.
Una caída por una escalera lo explicaría
todo. Especialmente si alguien la
encontraba al pie de esa escalera,
entonces no tendría que dar muchas más
explicaciones.
Al cabo de nada se le ocurrió que la
quinta escalera trasera que unía la
espiral principal y la Residencia de
Jóvenes era el sitio más adecuado para
sufrir un accidente. De camino podía
incluso coger un vaso de agua de la
fuente monumento en memoria de Zally.
Lógicamente, tenían prohibido llevarse
los vasos, pero sería una ventaja
adicional. Daría a ellas, especialmente a
tía Kirrith, un motivo para regañarle y
así, nadie repararía en otras faltas más
graves. Y el vaso roto explicaría por
qué tenía los pies llenos de rasguños.
Sólo le restaba llegar hasta allí sin
ser vista. Si había que guiarse por las
últimas y nutridísimas guardias, la de las
mil quinientas sesenta y ocho estaría a
punto de terminar.
Había una relación clara entre el
número de componentes de una
determinada guardia y su duración. La
normal, formada por cuarenta y nueve
Clarvis, duraba nueve días, de ahí su
nombre. Pero cuando participaba más
gente, las Clarvis regresaban mucho
antes. En la guardia más reciente, las
Clarvis se habían ausentado menos de un
día.
Cuanto más se acercaba a la
Residencia de Jóvenes, mayor era el
peligro de cruzarse con las pequeñas,
que no formaban parte de la guardia.
Lirael decidió que si se encontraba con
alguien, se dejaría caer, fingiría haberse
desmayado y cruzaría los dedos para no
despertar demasiado la curiosidad de
nadie.
No se topó con nadie hasta
abandonar la espiral, recogió el vaso de
agua en la fuente de Zally, cruzó las
puertas de piedra permanentemente
abiertas del rellano de la quinta
biblioteca y llegó a la quinta escalera
trasera. Era una estrecha escalera de
caracol, no muy utilizada, pues sólo
comunicaba la biblioteca con el lado
occidental de la Residencia de Jóvenes.
Lirael subió los primeros escalones
con paso cansado y llegó hasta donde la
escalera comenzaba a girar hacia
adentro. Allí tiró el vaso y dio un
respingo cuando se rompió. A
continuación tuvo que decidir dónde
echarse para que pareciera que había
dado un traspié de verdad. Se mareó y
tuvo que sentarse. Cuando se vio
sentada, consideró bastante lógico
apoyar la cabeza en el escalón de arriba
protegiéndose con el brazo.
Sabía que debía colocarse
artísticamente en el rellano de abajo
para dar la impresión de que había sido
víctima de una aparatosa caída, pero
todo le resultaba muy difícil, la fuerza
que la había impulsado hasta ese
momento se había esfumado. No lograba
ponerse en pie. Le resultaba más fácil
rendirse al sueño, el hermoso sueño
donde los problemas no la
atormentarían…
Lirael se despertó al oír que una voz
la llamaba con insistencia y unos dedos
le tocaban el cuello para tomarle el
pulso. En esta ocasión volvió en sí
bastante deprisa, con una mueca al notar
otra vez el dolor.
—¡Lirael! ¿Puedes hablar?
—Sí —susurró la muchacha, la voz
muy débil, extrañamente ronca.
Estaba desorientada. Lo último que
recordaba era que se había tumbado en
los escalones y ahora estaba tendida en
el suelo. Descubrió que se encontraba en
el rellano y que daba la impresión de
haber sufrido una caída mucho más
convincente que la que ella había
programado. Al perder el conocimiento
debía de haber caído escaleras abajo.
Una bibliotecaria auxiliar primera,
identificada por su chaleco azul, se
inclinaba sobre ella y la miraba
fijamente. Lirael parpadeó y se preguntó
por qué aquella mujer tan rara le agitaba
la mano delante de los ojos. Al final, no
era una mujer rara. Se trataba de
Amerane, con quien había trabajado
varios días en el curso del último mes.
—¿Qué ha pasado? —preguntó
Amerane, con tono preocupado—. ¿Te
notas algo roto?
—Me he dado un golpe en la cabeza
—musitó Lirael llenándosele los ojos de
lágrimas. Hasta ese momento había
contenido el llanto, pero ahora no podía
parar de llorar, el cuerpo se le
estremecía todo por más que se
esforzara en evitarlo.
—¿Te notas algo roto? —repitió
Amerane—. ¿Te duele algo más aparte
de la cabeza?
—N…, no —sollozó Lirael—. No
me he roto nada.
Amerane no parecía fiarse de lo que
Lirael le decía, porque le iba palpando
los brazos y las piernas y le presionaba
las manos y los pies. Y como Lirael no
gritó y Amerane tampoco notó crujidos
raros de los huesos ni chichones
anormales, la ayudó a levantarse.
—Venga —le dijo, amable—. Te
llevaré a la enfermería.
—Gracias —murmuró Lirael al
tiempo que rodeaba con el brazo los
hombros de Amerane y apoyaba en ella
casi todo el peso.
Metió la otra mano en el bolsillo y
aferró con fuerza el perrito de piedra
buscando consuelo en la suavidad de su
tacto, mientras Amerane la llevaba a la
enfermería.
Criaturas de Nagg

A l principio, Lirael creyó que


en la enfermería le darían el
alta al cabo de un día. Pero
habían pasado ya tres desde su caída y
apenas atinaba a hablar, estaba
completamente exhausta y sin ganas de
levantarse. Pese a que el dolor de
cabeza y de garganta fue remitiendo, el
miedo fue en aumento y le restó
energías. El miedo al monstruo de ojos
plateados y garras ganchudas que
imaginaba esperándola en medio de las
margaritas rojas. El miedo a que se
enteraran de sus faltas y le quitaran el
puesto en la biblioteca. El miedo al
miedo mismo, un círculo vicioso que la
dejaba sin fuerzas y llenaba de
pesadillas sus escasas horas de sueño.
La mañana del cuarto día, la
curandera jefa rechinó los dientes y
frunció el ceño al comprobar que la
paciente no mejoraba. Convocó a otra
curandera para que examinara a Lirael,
que se dejaba hacer pacientemente. Las
dos mujeres decidieron en voz alta, para
que Lirael se enterara, que no tendrían
más remedio que pedirle a Filris que
bajara de su cuarto de los sueños.
Lirael se revolvió nerviosa al oír el
diagnóstico. Filris era la enfermera y la
Clarvi viva más anciana. Desde que
Lirael había nacido, Filris se había
pasado casi todo el tiempo en su cuarto
de los sueños y, probablemente,
trabajando en la enfermería, aunque
Lirael nunca la había visto en ninguna de
las dos ocasiones en que las
enfermedades de la infancia la habían
llevado a buscar ayuda médica.
Jamás había visto a ninguna de las
Clarvis realmente viejas, las que
alcanzaban la edad necesaria para
retirarse a un cuarto de los sueños
propio. Debían recogerse en esas
habitaciones porque con la edad, el don
de la visión se hacía cada vez más
difícil y enviaba infinidad de imágenes
en fragmentos cada vez más pequeños,
imposibles de controlar, ni siquiera
concentrando los poderes del hielo y de
la guardia de los nueve días. No era
infrecuente que algunas de las Clarvis
más ancianas percibieran únicamente
estos futuros fragmentados y fuesen
incapaces de mantener el nexo con el
presente.
Sin embargo, cuando Filris llegó una
hora más tarde, lo hizo sola y estaba
claro que no necesitaba ayuda alguna
para moverse en el mundo corriente.
Lirael la observó llena de desconfianza:
ante ella vio una mujer bajita y menuda,
de cabello blanco como la nieve de las
cumbres del monte Estrella, la piel
apergaminada de su rostro permitía
adivinar una delicada maraña de venas
que se confundían con las arrugas
propias de la edad avanzada.
Examinó a Lirael de pies a cabeza,
sin abrir la boca, mientras sus manos
enjutas le iban indicando que se moviera
como ella quería. Al final, se entretuvo
un buen rato revisándole la garganta,
mientras una suave luz producto de la
magia del Gremio flotaba a escasos
centímetros de la boca abierta de Lirael.
Cuando Filris dio por concluida la
revisión, mandó a la curandera que se
marchara y se sentó junto a la cama de la
muchacha. El silencio las envolvió a
ambas; en la sala no había nadie más.
Las otras siete camas estaban vacías.
Al cabo de un rato, Lirael hizo un
ruido que no llegaba a parecerse ni a un
sollozo ni a un carraspeo. Se apartó el
pelo de la cara y su mirada se encontró
con los ojos azules de Filris.
—Así que tú eres Lirael —dijo
Filris—. La curandera me dice que te
caíste por las escaleras. Pero a mí me
parece que lo que te hiciste en la
garganta no fue gritando. Para ser
sincera, me sorprende que sigas viva.
No conozco a ninguna Clarvi de tu edad,
y a muy pocas mayores que tú, capaces
de pronunciar semejante marca sin ser
consumidas por ella.
—¿Qué? —soltó Lirael con voz
ronca—. ¿Cómo lo sabes?
—Por experiencia —contestó Filris
secamente—. Llevo más de un siglo
trabajando en esta enfermería. No eres
la primera Clarvi a la que veo padecer
los efectos producidos tras emplear
magia que les viene grande. Siento
curiosidad por saber cómo te hiciste
estas otras heridas al mismo tiempo,
sobre todo porque los restos que te
extrajeron de los pies son cristal puro, y
está claro que no pertenecen a los vasos
de la fuente de Zally.
Lirael tragó saliva y no dijo palabra.
El silencio volvió a instalarse entre
ambas. Filris esperó pacientemente.
—Perderé el puesto —murmuró
Lirael al fin—. Me mandarán de vuelta a
la Residencia.
—No —dijo Filris tomándola de la
mano—. Lo que me cuentes ahora no
saldrá de aquí.
—He sido una estúpida —reconoció
Lirael con un hilo de voz—. He dejado
que escapara una cosa. Una cosa
peligrosa… peligrosa para todas las
Clarvis.
—¡Vamos! —exclamó Filris—. No
será tan mala si en los últimos cuatro
días no ha hecho nada. Además, todas
las Clarvis son muy capaces de cuidar
muy bien de la comunidad. Eres tú la
que me preocupa. Dejas que el miedo te
impida recuperar la salud. Vamos a ver,
empieza por el principio y cuéntamelo
todo.
—¿Seguro que no le vas a decir
nada a Kirrith? ¿Ni a la jefa? —preguntó
Lirael, desesperada. Si Filris llegaba a
contárselo a alguien, adiós al trabajo en
la biblioteca, se quedaría sin nada. Sin
nada de nada.
—Si te refieres a Vancelle, no le
diré nada —contestó Filris. Le dio una
palmadita en la mano y añadió—: No se
lo contaré a nadie. Sobre todo porque
llego a la conclusión de que debería
haber venido a verte hace mucho, Lirael.
No tenía idea de que fueras algo más
que una niña… y ahora cuéntame. ¿Qué
fue lo que pasó?
Poco a poco, con la voz tan débil
que Filris tuvo que acercarse más,
Lirael se sinceró. Le habló de su
cumpleaños, de su incursión a la terraza,
de su encuentro con Sanar y Ryelle, de
cómo había conseguido el empleo y de
cuánto le había ayudado el trabajo. Le
habló a Filris de como había despertado
los hechizos de la pulsera, de las puertas
del sol y de la luna. Su voz se apagó
todavía más a medida que fue
describiendo el horror que había
encontrado en el ataúd con tapa de
cristal. Y le habló también de la
estatuilla del perro. De cómo había
pugnado por subir la espiral y de los
planes que había trazado mientras su
mente deliraba. Y le contó también lo de
su caída simulada.
Hablaron durante más de una hora;
Filris le hizo muchas preguntas que le
permitieron sacar a relucir todos los
temores, las esperanzas y los sueños de
Lirael. Al terminar su confesión, la
muchacha se sintió en paz, ya no tenía
miedo, se había quitado de encima el
dolor y la angustia acumulados que tanto
la habían oprimido.
Cuando Lirael se calló, Filris le
pidió que le ensañara la estatuilla del
perro. La muchacha sacó el perrito de
piedra de debajo de la almohada y se lo
entregó de mala gana. Le había tomado
mucho cariño, era el único objeto que le
había proporcionado cierto consuelo, y
temía que Filris se lo quitara o le
ordenase devolverlo a la biblioteca.
La anciana cogió la estatuilla y la
sostuvo en el hueco de ambas manos de
modo que sólo el morro del perro
asomaba entre los dedos marchitos. Lo
miró fijamente durante largo rato, luego
lanzó un profundo suspiro y se lo
devolvió a la muchacha. Lirael lo cogió,
sorprendida por el calor que había
absorbido la piedra de las manos de la
anciana. Filris siguió inmóvil y callada
hasta que Lirael se incorporó en la cama
y llamó su atención.
—Lo siento, Lirael. Te agradezco
que me hayas dicho la verdad. Y que me
hayas enseñado la estatuilla del perro.
Ha tardado mucho en llegar, tanto que
llegué a pensar que me había perdido en
el futuro y que estaba demasiado loca
para verla convertida en realidad.
—¿A qué te refieres? —preguntó
Lirael, llena de inquietud.
—Vi tu perrito hace mucho tiempo
—contestó Filris—. Cuando mi don de
la visión no se había nublado. Fue lo
último que vi de forma completa, sin
fragmentarse. Vi una mujer muy, pero
muy vieja que sostenía con fuerza un
perrito de piedra entre las manos y lo
miraba fijamente. Tardé muchos años en
darme cuenta de que esa anciana era yo.
—¿Y a mí también me viste? —
preguntó Lirael.
—Sólo me vi a mí —respondió
Filris con toda calma—. Me temo que
eso significa que no volveremos a
vernos. No sabes cómo me habría
gustado a derrotar a la criatura que has
liberado, con mis consejos, aunque no
con mis actos, porque me temo que será
necesario que te ocupes de ella lo antes
posible. Los seres de esa ralea no
despiertan porque sí o sin algún tipo de
ayuda. También me gustaría ver a tu
enviado perro. Lamento que no sea
posible. Y más que nada lamento no
haber vivido demasiado en el presente
estos últimos quince años. Debí haberte
conocido antes, Lirael. Es un defecto de
las Clarvis, a veces tendemos a
olvidarnos de las personas, hacemos
caso omiso de sus problemas, porque
sabemos que todo pasa.
—¿A qué te refieres? —preguntó
Lirael.
Era la primera vez que se sentía
cómoda hablando con alguien sobre sí
misma, sobre su vida. Supo que aquella
charla tan fructífera era una muestra
tentadora de la intimidad de la que
disfrutaba todo el mundo y que no se
repetiría, porque daba la impresión de
que ella estaba predestinada a no tener
nada de lo que las demás Clarvis daban
por sentado.
—Todas las Clarvis reciben el don
de ver algún presagio de su propia
muerte, aunque no la muerte en sí, nadie
sería capaz de soportar esa carga. Hace
casi veinte años me vi a mí misma y a tu
perro y con el paso del tiempo, descubrí
que se trataba de la visión que predecía
el fin de mis días.
—Pero yo te necesito —dijo Lirael,
implorante y llorosa, abrazándose a la
mujer menuda—. ¡Necesito a alguien!
¡No puedo continuar yo sola!
—Claro que puedes. Y lo harás —
dijo Filris con fiereza—. Haz de tu
perro un compañero, haz que sea el
amigo que necesitas. ¡Debes aprender
más sobre la criatura que has liberado
para derrotarla! Explora la biblioteca.
Recuerda que aunque las Clarvis ven el
futuro, son otros quienes lo construyen.
Presiento que serás una de sus artífices y
no una vidente. Debes prometerme que
será así. Prométeme que no te rendirás.
Prométeme que nunca abandonarás la
esperanza. ¡Sé la artífice de tu futuro,
Lirael!
—Lo intentaré —susurró Lirael
notando fluir en su interior la fuerza
feroz de Filris—. Lo intentaré.
Filris la aferró de la mano con una
fuerza que Lirael no creyó posible en
unos dedos tan delgados y viejos. Besó
a Lirael en la frente transmitiéndole el
cosquilleo de la energía a través de la
marca del Gremio, un cosquilleo que la
recorrió toda hasta abandonarla por la
planta de los pies.
—Nunca intimé demasiado con
Arielle, ni con su madre —dijo Filris en
voz baja—. Me pasa por ser demasiado
Clarvi, por estar demasiado en el futuro.
Me alegro de no haber perdido la
oportunidad de hablar contigo. Adiós,
tataranieta mía. ¡Recuerda tu promesa!
Tras despedirse, se marchó de la
sala con la espalda erguida, orgullosa,
de manera que alguien que desconociese
su edad, jamás habría adivinado que
había trabajado en esas salas durante
más de un siglo ni que había vivido casi
medio siglo más.
Lirael no volvió a ver a Filris.
Como muchas otras, lloró durante la
ceremonia de despedida celebrada en el
salón, olvidándose del disgusto que le
causaba la nueva túnica azul, apenas
reparó en que les llevaba una cabeza a
las demás niñas y a muchas de las
Clarvis de blanco traje en las cuales el
don había despertado hacía muy poco.
No sabía a ciencia cierta en qué
medida lloraba por Filris o por ella
misma, que había vuelto a quedarse
sola. Parecía predestinada a no tener
amigos íntimos. Sólo incontables primas
y una tía.
Sin embargo, Lirael no olvidó las
palabras de Filris; al día siguiente
regresó a su trabajo pese a que todavía
no había recuperado del todo la voz y
cojeaba ligeramente. Una semana más
tarde, sin que nadie se enterara,
consiguió hacer copias de La creación
de enviados y de Enviados ejemplares
en setenta días, pues le resultó muy
difícil sacar de su vitrina cerrada con
llave el ejemplar de Creación y dominio
de seres mágicos. Con los bestiarios
también tuvo problemas; todos los que
logró encontrar estaban atados con
cadenas a los anaqueles. Los hojeaba
cuando no había nadie a la vista, pero
sin éxito inmediato. Comenzaba a ser
evidente que tardaría cierto tiempo en
averiguar con exactitud de qué criatura
se trataba.
Siempre que podía, pasaba delante
de la puerta del sol resplandeciente con
el fin de comprobar si su hechizo seguía
en pie, sujetando la puerta, los goznes y
la cerradura a la piedra de alrededor. En
esas incursiones, el miedo despertaba
siempre en su interior, y en ocasiones,
creía oler el hedor corrosivo de la
magia libre, como si el monstruo
esperase agazapado al otro lado de la
puerta, separado de ella únicamente por
la delgada barrera de la madera y los
hechizos.
Entonces recordaba las palabras de
Filris y regresaba a toda prisa a su
estudio, donde se ponía a trabajar en la
transmisión del perro o a hojear el
último bestiario descubierto, para
comprobar si en él se describía una
criatura con forma de mujer, ojos de
fuego plateado y garras de mantis
religiosa, una criatura movida por la
magia libre, la maldad y un hambre
insaciable.
A veces se despertaba en plena
noche, presa siempre de la misma
pesadilla en la que veía abrirse la
puerta; la imagen se disipaba en cuanto
comenzaba a luchar por abandonar los
brazos del sueño. De haberle sido
posible, habría comprobado la puerta
con mayor frecuencia, pero después de
la guardia de las mil quinientas sesenta y
ocho, la bibliotecaria jefa había dado
órdenes estrictas de que las
bibliotecarias bajaran a los niveles
antiguos de dos en dos, de manera que
resultaba más complicado colarse sin
ser descubierta y regresar. La guardia no
había visto nada concluyente, según oyó
decir Lirael, pero las Clarvis estaban
visiblemente preocupadas por algo que
ocurría cerca de sus dominios. La
biblioteca no fue el único departamento
que tomó medidas de precaución: se
formaron más patrullas con las tropas de
asalto para vigilar el glaciar y los
puentes, los equipos de las tuberías de
vapor también trabajaban en grupos de
dos y, por primera vez desde la
Restauración, se cerraron con llave
muchas de las puertas y pasillos
interiores.
Lirael examinó la puerta que daba a
la sala del campo de flores algo así
como cuarenta y dos veces en setenta y
tres días antes de que pudiera dar con un
bestiario en el que apareciera descrita la
criatura. En esas diez semanas de
inquietud, estudio y preparación, había
pasado revista a once bestiarios y
realizado gran parte del trabajo
preliminar necesario para crear la
transmisión del perro.
En realidad, tenía en la cabeza esa
transmisión cuando por fin encontró una
mención del monstruo. Calculaba
cuándo iba a poder lanzar el siguiente
conjunto de hechizos al tiempo que abría
el librito encuadernado en rojo titulado
simplemente Criaturas de Nagg. Lo
hojeó sin esperar nada y con el rabillo
del ojo descubrió un grabado que
reproducía justo lo que buscaba. El texto
explicativo dejaba claro que
quienquiera que Nagg fuese o hubiese
sido, se había topado con el mismo
monstruo que Lirael había liberado del
ataúd con tapa de cristal.
Algo más alto que un hombre de gran
estatura, adopta en general la forma de
una mujer bonita, aunque su silueta tiene
mucha gracia. Con frecuencia, en lugar
de antebrazos, el stilken está dotado de
potentes garras o pinzas. La boca adopta
casi siempre apariencia humana hasta
que se abre y deja al descubierto dobles
filas de dientes finos y afilados como
agujas. Estos dientes pueden ser de
color plateado brillante o negros como
la noche. Los ojos del stilken también
son plateados y en ellos arde un extraño
fuego.
Lirael se estremeció al leer la
descripción y la cadena que sujetaba el
libro al anaquel se movió con ella
produciendo un sonido metálico. Miró
velozmente a su alrededor para
comprobar si alguien la había oído y
acudiría a inspeccionar los anaqueles.
Sólo percibió el ruido de su propia
respiración. Aquella sala se usaba muy
rara vez; en ella se guardaba una
colección de oscuras memorias
personales. Lirael había ido hasta allí
sólo porque en el salón de lectura
aparecía una referencia cruzada a
Criaturas de Nagg en la que el libro
estaba catalogado como una especie de
bestiario.
Intentando reprimir los temblores,
siguió leyendo, y las palabras fueron
ocupando sólo una parte de su mente,
porque la otra luchaba con la idea de
que ahora que había adquirido el
conocimiento que buscaba, debería
enfrentarse al stilken y derrotarlo.
El stilken es un ser
elemental de la magia libre por
lo que los materiales terrenales
como el acero no pueden
dañarlo. Tampoco puede tocarlo
la carne humana, pues la
sustancia de la que está hecho
es contraria a la vida. Un
stilken sólo puede ser destruido
con magia libre, por obra de un
hechicero más poderoso que él
mismo.

Lirael hizo una pausa, tragó saliva


nerviosamente y luego leyó la última
línea. «Sólo puede ser destruido con
magia libre». Releyó la frase una y otra
vez. Pero ella no podía practicar la
magia libre. No estaba permitido. La
magia libre era demasiado peligrosa.
Incapaz de que se le ocurriera nada,
Lirael siguió leyendo y, al comprobar
que el libro seguía ofreciendo más
datos, lanzó un largo suspiro de alivio.

Sin embargo, pese a que su


destrucción es competencia
única de la magia libre, es
posible sojuzgar al stilken con
magia del Gremio y encerrarlo
en un recipiente o botella de
metal o cristal reforzado (el
cristal corriente es demasiado
frágil para estos menesteres) o
en el fondo de un pozo seco que
luego habrá de cubrirse con
una piedra.
Yo he emprendido esta tarea
echando mano de los hechizos
que indico más adelante. Pero
advierto a cuantos lean estas
páginas que estos hechizos
vinculantes o de sojuzgamiento
poseen una fuerza tremenda,
pues se basan en al menos tres
de las marcas maestras del
Gremio. Sólo un gran adepto,
algo que yo no soy, se atrevería
a utilizarlos sin la ayuda de una
espada encantada o una varita
de serbal, cargada con el
primer círculo de siete marcas
para vincular los elementos y,
en el caso del fuego y el aire,
también el segundo círculo,
todo ello unido por la marca
maestra…

Lirael volvió a tragar saliva y de


repente notó la garganta inflamada. La
notación empleada por Nagg se refería a
la misma marca maestra que la había
quemado a ella. Lo peor de todo era que
no conocía el segundo círculo de marcas
para vincular el fuego y el aire, y no
tenía ni idea de cómo se podían meter en
una espada o una varita de serbal. Y si
con eso no bastaba, tampoco sabía
dónde encontrar una planta de serbal.
Cerró el libro despacio y volvió a
dejarlo en el anaquel tratando de no
agitar la cadena. Por un lado, se sentía
contrariada. Había conseguido averiguar
de qué criatura se trataba, pero todavía
le faltaba mucho por aprender. Por el
otro, sentía alivio por no tener que
enfrentarse al stilken. Al menos de
momento.
Dispondría de tiempo para crear la
transmisión del perro. Entonces contaría
con algo… Tendría a alguien con quien
hablar de todo aquello. Aunque no
pudiese contestarle ni ayudarla.
Día de perros

S e tardaba cuatro horas en lanzar


el hechizo definitivo para crear
la transmisión del perro, de
modo que Lirael tuvo que esperar otra
oportunidad en que la mayoría de las
bibliotecarias estuviesen ausentes. Si la
interrumpían durante la elaboración, el
trabajo de los meses anteriores se iría al
garete y la red de encantamientos del
Gremio, unidos por delicadas
conexiones, se desintegraría en sus
marcas componentes en lugar de quedar
unida por el hechizo definitivo.
La ocasión llegó antes de lo que
Lirael esperaba, porque estaba claro que
fuera lo que fuese que las Clarvis
intentaban ver, continuaba negándoseles.
Lirael oyó a otras bibliotecarias
cuchichear algo acerca de las exigencias
del observatorio, y estaba claro que la
guardia de los nueve días volvía a
aumentar de tamaño y comenzaba con
noventa y ocho. Ahora, cada vez que se
convocaba una nueva guardia más
amplia, Lirael se fijaba bien en la hora
de la convocatoria y a qué hora
regresaban las Clarvis. Cuando entre el
considerable número de voces
discordantes que se alzaron en el salón
de lectura, convocaron a las mil
quinientas sesenta y ocho, calculó que
dispondría al menos de seis horas.
Tiempo suficiente para acabar de
conformar la transmisión.
En su estudio, la estatuilla del perro
seguía sentada en el escritorio y
observaba con semblante benigno los
preparativos de Lirael.
La muchacha le habló mientras
cerraba la puerta con un hechizo: su
grado de veteranía no le daba derecho a
disponer de llave que atrancara la
entrada.
—Ha llegado el momento, perrito —
dijo alegremente acariciando el morro
de piedra del perro con la punta del
dedo.
Se sorprendió al oír su propia voz,
no por la ronquera que aún persistía,
sino porque le sonó extraña y
desconocida. En ese momento cayó en la
cuenta de que llevaba dos días sin
pronunciar palabra. Las demás
bibliotecarias ya se habían
acostumbrado a sus silencios; en los
últimos días no se había visto en la
necesidad de entablar conversaciones
que no pudiera despachar con un
movimiento afirmativo o negativo de la
cabeza o sencillamente cumpliendo al
instante con la tarea que le encargaban.
Guardaba la transmisión del perro a
medio hacer debajo de su escritorio,
envuelta en un trozo de tela. Lirael la
sacó, le quitó la tela con cuidado,
dejando al descubierto el marco que
había construido para iniciar el hechizo.
Lo acarició y notó el calorcillo de las
marcas del Gremio que fluían perezosas
por los retorcidos alambres de plata que
formaban el armazón de un perro. Se
trataba de un animal pequeño, de unos
treinta centímetros de altura; el tamaño
dependía de la cantidad de alambre de
plata que Lirael podía conseguir sin
despertar sospechas. Además, estaba
convencida de que el envío pequeño
sería algo más sensato que uno grande.
Quería un amigo que le resultara
cómodo, no un perro muy grande para
ser un enviado guardián.
Además del armazón de alambre de
plata, la silueta del perro tenía dos ojos
hechos con botones de azabache y una
nariz de fieltro negro, todos ellos
elementos ya imbuidos de marcas del
Gremio. También disponía de una cola
confeccionada con pelo de perro
trenzado que ella misma se había
encargado de cortar sin ser vista a los
canes visitantes que encontraba en el
refectorio inferior. La cola ya estaba
preparada con marcas del Gremio,
marcas que definían en cierta medida
cómo debía ser el animalito.
La última parte del hechizo exigía
que se sumergiera en las cartas del
Gremio y arrancara varios miles de
marcas dejándolas fluir a través de su
cuerpo para que de allí pasaran al
armazón de alambre de plata. Marcas
que describían un perro con pelos y
señales, y marcas que le darían una
apariencia de vida, aunque no vida real.
Cuando el hechizo estuviese
terminado, el alambre de plata, los
botones de azabache y el pelo de perro
trenzado desaparecerían para ser
reemplazados por un perrito del tamaño
de un cachorro, un ser de carne
hechizada. Tendría aspecto de perro
hasta que una se acercara lo bastante
para ver las marcas del Gremio que lo
componían, pero no podría tocarlo.
Cuando se tocaba a los enviados, era
como hundir la mano en agua: la piel
cedía al tacto y envolvía la mano de
quien la tocaba haciéndole sentir el
hormigueo y el calorcillo de las marcas
del Gremio.
Lirael se sentó con las piernas
cruzadas cerca del modelo de alambre
de plata, comenzó a vaciar la mente
inspirando despacio e hinchando el
vientre para que el aire le llegase hasta
el fondo de los pulmones.
Se disponía a sumergirse en las
cartas del Gremio y a dar inicio al
encantamiento, cuando vio por el rabillo
del ojo el perrito de piedra sentado
encima de su escritorio. Tenía un
aspecto solitario, daba la impresión de
sentirse excluido. Obedeciendo a un
impulso, Lirael se levantó y cuando
volvió a sentarse lo colocó sobre su
regazo. La pequeña talla se inclinó un
poco, pero permaneció erguida, mirando
de frente la copia de alambre de plata
que la reproducía.
Lirael inspiró unas cuantas veces
más y volvió a comenzar. Había
apuntado las marcas que necesitaba con
los caracteres taquigráficos empleados
por todas las magas para escribir las
marcas del Gremio. Esos apuntes
estaban junto a ella, en una pila
ordenada. Comprobó que las primeras
marcas fluían con facilidad y las
siguientes acudían como si se eligiesen
solas. Una tras otra, las marcas fueron
abandonando la corriente del Gremio
para meterse en su cabeza, salir a toda
velocidad, entrar en el perro de alambre
de plata y en forma de relámpago
dorado.
A medida que las marcas iban
surcando su cuerpo, Lirael se hundió
más y más en un estado de trance que
sólo le permitía percibir las cartas del
Gremio y las marcas que la llenaban. El
relámpago dorado se convirtió en un
puente de luz que partía de sus manos
abiertas y llegaba hasta los alambres de
plata aumentando por momentos la
intensidad de su brillo. Deslumbrada,
Lirael cerró los ojos y se deslizó hacia
la Frontera del sueño, la consciencia
apenas despierta. Entre las marcas que
le llenaban la mente, las imágenes se
movían incesantes. Imágenes de perros,
muchos perros, de todas las razas,
colores y tamaños. Perros ladrando.
Perros corriendo a buscar un palito.
Perros que se negaban a correr.
Cachorrillos que daban los primeros
pasos vacilantes. Perros viejos que
temblaban al incorporarse. Perros
contentos. Perros tristes. Perros
famélicos. Perros gordos, soñolientos.
Las imágenes siguieron apareciendo
hasta que Lirael tuvo la sensación de
que había alcanzado a ver a casi todos
los perros que algún día habían sido.
Las marcas del Gremio continuaban
fluyendo por su mente con una fuerza
arrolladora. Hacía rato que había
perdido la noción de adonde debía
llegar, de qué marcas seguían. La luz
dorada era demasiado brillante para
permitirle ver qué porción del envío
estaba hecha.
Y las marcas seguían fluyendo.
Lirael se dio cuenta de que no sólo no
sabía hasta qué marca había llegado,
sino que ni siquiera conocía las que le
pasaban por la cabeza. Marcas extrañas,
abstrusas, que salían de ella a raudales
para entrar en el enviado. Marcas
poderosas que sacudían su cuerpo al
abandonarlo, expulsando de su mente
cuanto encontraban a su paso.
Desesperada, Lirael intentó abrir los
ojos para comprobar lo que hacían las
marcas, pero el brillo era cegador y
quemaba. Intentó ponerse de pie para
dirigir el flujo de marcas hacia la pared
o el techo. Sin embargo, su cuerpo
parecía haber quedado desconectado del
cerebro. Lo sentía todo, pero las piernas
y los brazos no la obedecían, como si
intentara despertar de un sueño.
Las marcas continuaron fluyendo
hasta que a Lirael le llegó el terrible e
inconfundible hedor de la magia libre y
entonces supo que algo se había torcido
de la peor manera posible.
Intentó gritar; de su boca no salió
sonido alguno, sólo marcas del Gremio
que abandonaban sus labios en dirección
de la luz dorada. De la punta de sus
dedos también partían al vuelo marcas
del Gremio que flotaban delante de sus
ojos haciéndole derramar lágrimas que
al caer se transformaban en vapor.
De Lirael, de sus lágrimas y de su
boca abierta en un grito emergieron más
y más marcas. Eran como enjambres de
brillantes mariposas que, en un vuelo
interminable, cruzasen la cancela de un
jardín. Pese a que miles y miles de
marcas se lanzaron hacia el fulgor, el
olor de la magia libre se intensificó y en
el centro mismo del fulgor dorado se
formó una luz blanca y crepitante, tan
intensa, que penetró los párpados
cerrados de Lirael hasta clavársele en
los ojos rebosantes de lágrimas.
Inmovilizada por el torrente de magia
del Gremio, Lirael no pudo evitar que la
luz blanca fuera cobrando fuerza y se
impusiera al fulgor dorado de las
marcas en movimiento. Supo que había
llegado el fin. Ignoraba qué era lo que
había hecho, pero era muchísimo peor
que liberar un stilken, era tan grave que
no alcanzaba a comprenderlo. Lo único
que sabía era que las marcas que
pasaban ahora a través de su cuerpo
eran más antiguas y más poderosas que
nada de lo que había visto en su vida.
Aunque la magia libre que crecía ante
ella le perdonara la vida, las marcas del
Gremio la dejarían convertida en un
montón de huesos chamuscados.
Cayó entonces en la cuenta de que no
le dolía nada. Una de dos, o era presa de
una conmoción y ya había empezado a
morirse, o las marcas no le estaban
haciendo daño. Cualquiera de ellas la
habría dejado seca si hubiese intentado
utilizarla normalmente. Sin embargo,
varios cientos de marcas la habían
traspasado en tropel y seguía vivita y
coleando. ¿O no?
Asustada de la idea de no seguir con
vida, Lirael concentró las pocas
energías que le quedaban en la
respiración y en ese mismo instante, el
tremendo flujo de marcas se detuvo.
Notó que la conexión con el Gremio se
cortaba cuando la última marca saltó en
dirección de la masa hirviente de luz
blanca y dorada que había sido su perro
de alambre de plata.
Recuperó el aliento con una fuerza
tan inusitada que perdió el equilibrio y
cayó de espaldas. En el último momento
se aferró del borde del estante, que a
punto estuvo de caérsele encima. Sin
embargo, el estante aguantó firme en su
sitio y ella consiguió volver a sentarse,
dispuesta a utilizar el aire de los
pulmones para gritar.
Aquel grito estaba destinado a morir
antes de nacer. Allí donde la magia libre
y las marcas del Gremio se habían
enfrentado con sus fulgores destellantes
y sus remolinos había un globo de la
negrura más profunda que ocupaba el
espacio donde estaban antes el perro de
alambre y el escritorio. El asqueroso
hedor de la magia libre había
desaparecido, reemplazado por una
especie de olor animal húmedo que
Lirael no consiguió identificar.
Una estrella diminuta apareció sobre
la negra superficie del globo, seguida de
otra y otra más, hasta que dejó de ser
negra para convertirse en una especie de
cielo tachonado de estrellas. Lirael lo
miró fijamente, cautivada por la multitud
de astros. Se hicieron cada vez más
brillantes hasta que la muchacha tuvo
que parpadear.
En el instante en que cerró los ojos,
el globo desapareció dejando un perro
en su sitio. No se trataba del enviado del
Gremio de un cachorro simpático y
adorable, sino de un chucho negro y
marrón que le llegaba hasta la cintura y
parecía real como la vida misma, sobre
todo por los dientes impresionantes. No
tenía ninguna de las características de
los enviados. La única pista de su origen
mágico era el grueso collar que llevaba
ceñido al cuello: en él nadaban infinidad
de marcas del Gremio que Lirael no
había visto nunca.
El perro era una representación
exacta, en tamaño natural, de la
estatuilla de piedra. Lirael observó
primero al animal y luego se miró el
regazo.
La estatuilla había desaparecido.
Levantó otra vez la vista. El perro
seguía allí, rascándose la oreja con la
pata trasera, concentradísimo, con los
ojos entornados. Estaba calado hasta los
huesos, como si hubiese estado nadando.
De repente, dejó de rascarse, se
levantó, se sacudió produciendo una
lluvia de agua sucia que cubrió a Lirael
y mojó todo el estudio. Acto seguido,
caminó con paso tranquilo hasta la
muchacha, petrificada de miedo, y le
lamió la cara con una lengua que
pertenecía a un perro de verdad y no a
una imitación fabricada con la magia del
Gremio. Al no obtener respuesta alguna,
el animal sonrió y anunció:
—Soy el Perro Canalla. O la Perra
Canalla, si te pones detallista. ¿Cuándo
me sacas a pasear?
La marca de la espada
adecuada

l paseo que Lirael y la Perra Canalla


dieron ese día fue el primero de muchos,
aunque la muchacha nunca recordara con
E
exactitud adonde iban ni las
conversaciones que mantenía
con su mascota. Lo único que
recordaba era que sentía el
mismo aturdimiento que cuando se había
golpeado la cabeza, aunque sin hacerse
daño.
Poco importaba que no lo recordase,
porque la Perra Canalla nunca
contestaba de verdad a sus preguntas.
Lirael repetía entonces las mismas
preguntas en otras ocasiones y obtenía
otras respuestas distintas aunque no
menos evasivas. Las más importantes,
«¿Qué eres? ¿De dónde vienes?», tenían
una amplísima gama de contestaciones,
algunas de las cuales eran «Soy la Perra
Canalla» y «de otro lugar», y
ocasionalmente otras tan elocuentes
como «Soy tu perra» y «Dímelo tú… Al
fin y al cabo, el hechizo fue obra tuya».
La perra tampoco quería o no podía
contestar a preguntas sobre su propia
naturaleza. En muchos sentidos se
parecía a un perro de verdad, con la
diferencia, eso sí, de que hablaba. O al
menos ésa fue la impresión que dio al
principio.
Las dos primeras semanas
estuvieron juntas, la perra dormía en el
estudio de Lirael, debajo del escritorio
de recambio que la muchacha se había
visto obligada a sustraer de un estudio
desocupado cercano al suyo. Nunca
supo qué había ocurrido con el anterior,
puesto que después de la súbita
aparición de la perra, se había esfumado
sin dejar rastros.
La perra comía lo que Lirael robaba
del refectorio o de las cocinas. La
sacaba a pasear cuatro veces al día por
los corredores y las habitaciones menos
frecuentadas que conseguía encontrar; el
ejercicio era enervante, aunque de un
modo u otro, la perra siempre se las
arreglaba para ocultarse a último
momento, en cuanto se acercaba alguna
Clarvi. También era discreta en otros
sentidos, siempre escogía los rincones
oscuros y solitarios para hacer sus
necesidades y nunca dejaba de avisar a
Lirael que había dejado por ahí sus
regalitos, aunque su amiga humana se
negara a olerlos.
De hecho, exceptuando el collar con
marcas del Gremio y la peculiaridad de
que hablaba, la Perra Canalla tenía
todo el aspecto de ser un chucho
mestizo, de gran tamaño y orígenes
extraños.
Aunque no lo era. Lirael regresó
sigilosamente a su estudio una noche,
después de cenar, y se encontró a la
perra leyendo en el suelo. Hojeaba un
voluminoso libro gris, que Lirael no
reconoció, con una pata, una pata que se
había hecho más larga y se había
dividido en tres dedos muy flexibles.
La perra levantó la vista del libro y
descubrió a su supuesta ama petrificada
en el umbral. Lirael sólo atinó a
recordar que el libro de Nagg decía que
la forma del stilken era fluida y que la
criatura de manos ganchudas se había
estirado mucho hasta adelgazarse para
poder pasar a través de la puerta
custodiada por la luna en cuarto
creciente.
—Eres un producto de la magia libre
—le soltó Lirael al tiempo que metía la
mano en el bolsillo del chaleco para
sacar el ratón mecánico y buscaba con
los labios el silbato prendido a la
solapa.
Esta vez no cometería ningún error.
Pediría ayuda de inmediato.
—Pues nada de eso —protestó la
perra, irguiendo las orejas enfurecida,
mientras la pata volvía a su tamaño
normal—. ¡Y desde luego no soy ningún
producto! Formo parte del Gremio tanto
como tú, aunque tengo propiedades
especiales. ¡Fíjate en mi collar! Y desde
luego no soy un stilken ni ninguno de sus
varios centenares de variantes.
—¿Qué sabes de los stilkens? —
preguntó Lirael sin entrar en el estudio,
con el ratón preparado en la mano—.
¿Por qué los has mencionado justo a
ellos?
—Leo mucho —contestó la perra
con un bostezo. Olisqueó el aire y sus
ojos se encendieron, llenos de
expectación—. ¿Qué me has traído, un
hueso de jamón?
Lirael no le contestó, se limitó a
enseñarle el paquete envuelto en papel
que aferraba con la mano izquierda y
había ocultado a su espalda hasta ese
momento.
—¿Cómo has sabido que estaba
pensando en un stilken? Y por cierto,
todavía no tengo la certeza de que no
seas uno de ellos, o algo peor.
—¡Tócame el collar! —protestó la
perra adelantándose relamiéndose el
morro.
Era evidente que la conversación no
le resultaba tan interesante como la
perspectiva de comer.
—¿Cómo has sabido que estaba
pensando en un stilken? —repitió Lirael
pronunciando cada palabra despacio y
con énfasis.
Levantó el hueso de jamón por
encima de la cabeza mientras hablaba y
observó cómo la perra seguía el
movimiento con la cabeza. Era evidente
que una criatura producto de la magia
libre no estaría tan interesada en un
hueso de jamón.
—Lo adiviné, porque últimamente
piensas mucho en los stilkens —contestó
la perra señalando con la pata los libros
que había sobre el escritorio—. Estás
estudiando todo lo que hace falta para
sojuzgarlos. Además, ayer escribiste
catorce veces la palabra «stilken» en
una hoja que después quemaste. Quedó
calcada en el papel secante y de ahí la
leí. Y he olido tu hechizo en la puerta de
abajo y al stilken que acecha detrás ella.
—¡Has salido sola! —exclamó
Lirael.
Olvidó entonces el temor que le
inspiraba no conocer la naturaleza
exacta de la perra y, hecha una furia,
entró y cerró de un portazo con tanto
ímpetu que se le cayó el ratón, pero no
el hueso de jamón.
El ratón rebotó dos veces y fue a
aterrizar cerca de las patas de la perra.
Lirael contuvo el aliento, consciente de
que estando la puerta cerrada, el ratón
tardaría bastante en salir, en caso de que
ella precisara ayuda. Pero la perra no
parecía peligrosa, al contrario, resultaba
más fácil hablar con ella que con la
gente… exceptuando a Filris, que ya no
estaba.
La Perra Canalla olisqueó el ratón
con ahínco, luego lo apartó empujándolo
con el morro y se concentró nuevamente
en el hueso de jamón.
Lirael suspiró, recogió el ratón y se
lo guardó en el bolsillo. Desenvolvió el
hueso y se lo dio a la perra que, de
inmediato, lo aferró entre los dientes y
lo depositó en un rincón, debajo del
escritorio.
—Ésa es la cena —dijo Lirael
frunciendo la nariz—. Más vale que te la
comas antes de que empiece a oler.
—Lo sacaré más tarde para
enterrarlo en el hielo —contestó la
perra. Vaciló un instante e inclinó la
cabeza un poco antes de añadir—:
Además, aunque no tengo necesidad de
comer, lo hago porque me gusta.
—¿Cómo? —dijo Lirael,
enfadadísima—. ¿O sea que he estado
robando comida para nada? Si llegan a
pescarme me…
—¡Para nada, no! —la interrumpió
la perra acercándose sigilosa a la
muchacha, dándole un ligero cabezazo
en la cadera y mirándola con ojos
suplicantes—. Para mí. Y lo bien que me
sabe. Anda, tócame el collar.
Comprobarás que no soy un stilken, ni
un margrú, ni un siseante. Y ya que estás,
aprovecha para rascarme el cogote.
Lirael vaciló, pero la perra se
parecía tanto a los canes amistosos a los
que acariciaba cuando visitaban el
refectorio, que su mano se movió casi
automáticamente hacia el lomo del
animal. Notó su calidez, la suavidad de
su pelambre y empezó a rascarle la
columna vertebral en dirección al
cogote. La perra se estremeció y
murmuró:
—Un poquito más arriba. Más a la
izquierda. No, más abajo. ¡Aaah, qué
gustito!
Lirael tocó entonces el collar con
dos dedos y por un instante sintió como
si la hubieran lanzado fuera del mundo.
Sólo veía, oía y percibía marcas del
Gremio, estaba rodeada de ellas, como
si hubiese caído en el interior del
Gremio mismo.
Acto seguido, volvió a verse dentro
de sí misma, mareada y temblorosa. Sin
saber cómo, se dio cuenta de que estaba
rascando con ambas manos a la perra
justo debajo de la mandíbula.
—El collar —dijo Lirael al
recuperar el equilibrio—. Tu collar es
como un pilar del Gremio…, un medio
para entrar en el Gremio. Pero cuando te
estabas formando vi magia libre. Tiene
que estar en alguna parte… ¿o no?
Guardó silencio, pero la perra no le
contestó hasta que Lirael dejó de
rascarla. Volvió la cabeza, se levantó de
un salto y lamió a Lirael en la boca
abierta.
—Necesitabas una amiga —dijo la
perra, mientras Lirael escupía y se
limpiaba la boca primero en una manga,
luego en la otra—. Por eso vine. ¿No te
parece bastante? Sabes que mi collar es
del Gremio y sea yo lo que quiera que
fuera, él se ocupará de poner freno a mis
actos, aunque me empeñara en hacerte
daño. Oye, ¿tú y yo no tenemos que
acabar con un stilken?
—Sí —contestó Lirael.
Obedeciendo a un impulso, se
inclinó y se abrazó al cuello de la perra
notando la calidez de su pelambre; el
suave hormigueo de las marcas del
Gremio contenidas en el collar traspasó
la fina tela de su camisa.
La Perra Canalla se dejó hacer con
paciencia, luego resopló y movió las
patas en el sitio. Lirael la entendió
enseguida, era algo que había visto
hacer a los perros que iban de visita, y
la soltó.
—Ahora bien —anuncio la perra—.
Hay que deshacerse del stilken lo antes
posible, antes de que salga y se dedique
a soltar cosas peores o las deje entrar de
fuera. Supongo que habrás conseguido lo
necesario para sojuzgarlo, ¿no?
—No, al menos si te refieres a las
cosas que Nagg menciona: una varita de
serbal o una espada cubierta de marcas
del Gremio…
—Sí, sí —se apresuró a afirmar la
perra, antes de que Lirael pudiera
recitar la lista entera—. Ya lo sé. ¿Por
qué no has conseguido esos elementos?
—Pues porque no suelen estar
tirados por los rincones —contestó
Lirael, a la defensiva—. Pensé que
podía servirme una espada normal a la
que le pusiéramos las…
—¡Llevaría meses! —la interrumpió
la perra, que había empezado a pasearse
con aire pensativo—. Yo calculo que
ese stilken conseguirá superar el hechizo
que dejaste en la puerta dentro de unos
días.
—¿Cómo? —gritó Lirael. Y
después, en voz más baja, repitió—:
¿Cómo? ¿Quieres decir que está
escapando?
—No tardará en hacerlo —le
confirmó la perra—. Creía que ya lo
sabías. La magia libre es capaz de
corroer tanto las marcas del Gremio
como la carne. Supongo que cabría la
posibilidad de que renovases el hechizo.
Lirael negó con la cabeza. La
garganta no se le había terminado de
curar del todo tras haber utilizado la
marca maestra. Era demasiado
arriesgado volver a pronunciarla sin
haberse recuperado del todo. Y menos
sin la fuerza adicional de una espada
mágica del Gremio… y eso la devolvía
al problema del principio.
—Entonces tendrás que pedir
prestada una espada —sentenció la
Perra Canalla mirando seriamente a su
ama—. Imagino que nadie tendrá la
varita que hace falta. El serbal no es
precisamente algo que abunde en el
mundo de las Clarvis.
—Me parece que las espadas con
hechizos de sojuzgamiento tampoco lo
son —protestó Lirael encogiéndose en
la silla—. ¿Por qué no puedo yo ser una
Clarvi corriente y moliente? Si tuviera
el don de la visión, no estaría dando
vueltas por la biblioteca y metiéndome
en líos. Si alguna vez llego a adquirir el
don, juro por el Gremio que no volveré
a explorar en mi vida.
—¡Uh! —dijo la perra con una
expresión que Lirael no entendió pese a
tener toda la pinta de estar cargada de
sentido—. Puede ser. En cuanto a las
espadas, estás equivocada. Dentro de
estos muros hay unas cuantas espadas
cargadas de poder. La capitana de las
tropas de asalto tiene una, la guardia del
Observatorio tiene tres…, mejor dicho,
una es un hacha, pero su acero contiene
los mismos encantamientos. Más cerca
de casa, la bibliotecaria jefa también
posee una. Se trata de una espada
antiquísima y famosa cuyo nombre,
Sojuzgadora, describe muy bien su
función. Nos vendrá como anillo al
dedo.
Lirael lanzó a la perra una mirada
tan perdida que el animal dejó de
pasearse, carraspeó y dijo:
—Pon atención, Lirael. He dicho
que te equivocabas al decir que…
—Ya he oído lo que has dicho —le
espetó Lirael—. ¡Te has vuelto
completamente loca! ¡No puedo robarle
la espada a la jefa! No se desprende de
ella en ningún momento. ¡Seguro que no
se separa de ella ni para dormir!
—En efecto —contestó la perra con
tono petulante—. Lo he comprobado.
—¡Estás como una regadera! —
gimió Lirael, tratando de no respirar tan
deprisa—. ¡Por favor, te lo ruego, ni se
te ocurra meterte en las habitaciones de
la bibliotecaria jefa! ¡Ni en ninguna otra
parte! ¿Qué pasaría si te vieran?
—No me ha visto nadie —contestó
la perra alegremente—. Como iba
diciéndote, la jefa guarda la espada en
su dormitorio, pero no se mete en la
cama con ella. La deja en un pedestal,
bien a mano. Puedes tomarla prestada
cuando esté dormida.
—Ni hablar —respondió Lirael
negando con la cabeza—. No pienso
colarme en la habitación de la jefa.
Prefiero enfrentarme al stilken sin
espadas.
—Entonces morirás —dijo la Perra
Canalla muy seria—. El stilken se
beberá tu sangre y así se hará más fuerte.
Se esconderá en los niveles más bajos
de la biblioteca y luego se dedicará a
salir de vez en cuando para capturar
bibliotecarias, se apoderará de ellas de
una en una, se las zampará en algún
rincón oscuro donde nadie encontrará
nunca los huesos. Se buscará aliados,
criaturas atadas a los niveles más
subterráneos de la biblioteca y abrirá
las puertas para que entre el mal que
acecha fuera. Debes sojuzgarlo, pero no
lo conseguirás sin la espada.
—¿Y si tú me ayudaras? —preguntó
Lirael.
Debía existir un modo de pasar por
alto a la jefa, alguna forma de no utilizar
las espadas. Sustraerle el acero de
Mirelle a los del Observatorio no sería
empresa más sencilla que quitársela a la
jefa. Ni siquiera sabía con exactitud
dónde estaba el Observatorio.
—Ya me gustaría —contestó la perra
—. Pero se trata de tu stilken. Tú lo
dejaste salir. Eres tú quien debe afrontar
las consecuencias.
—O sea que no me ayudarás —
concluyó Lirael con tristeza. Por un
momento había abrigado la esperanza de
que la Perra Canalla entrara en acción
y lo arreglara todo. Al fin y al cabo se
trataba de una criatura mágica dotada,
tal vez, de ciertos poderes. Aunque, al
parecer, no los suficientes para plantarle
cara a un stilken.
—Te aconsejaré —dijo la perra—.
Cuando haga falta. Ahora bien, deberás
encargarte tú misma de tomar prestada
la espada y realizar el hechizo de
sojuzgamiento. Posiblemente esta noche
sea un momento tan bueno como otro
cualquiera.
—¿Esta noche? —preguntó Lirael
con un hilo de voz.
—Esta noche —confirmó la perra—.
Cuando den las doce, la hora en que
deberían dar comienzo las aventuras de
este tipo, entrarás en la alcoba de la
bibliotecaria jefa. La espada está a la
izquierda, pasado el armario que, cosa
extraña, está lleno de chalecos negros.
Si todo sale bien, podrás devolverla
antes del amanecer.
—Si todo sale bien —repitió Lirael
sombríamente recordando el fuego
plateado que ardía en los ojos del
stilken y aquellas garras temibles—.
¿Crees que… crees que debería dejar
una nota por si… por si no sale todo
bien?
—Sí —contestó la perra borrando
de un plumazo la última pizca de
confianza que sentía Lirael—. Sí. Buena
idea.
Cómo entrar en la
guarida de la
bibliotecaria jefa

uando el gran reloj hidráulico del


C
refectorio central marcaba las doce
menos cuarto de la noche,
Lirael abandonó su escondite
en el mostrador donde se
servía el desayuno y trepó por un
conducto de ventilación hasta la Vía
Angosta, desde donde se accedía a la
Vistasur y a las habitaciones de
Vancelle, la bibliotecaria jefa.
Por si llegaba a cruzarse con
alguien, Lirael se puso el uniforme de
bibliotecaria, y además, llevaba un
sobre dirigido a la jefa. Un grupo
reducido de bibliotecarias trabajaba
toda la noche, aunque en ese turno nunca
recurrían a auxiliares terceras como
Lirael. Si la detenían, Lirael podía
aducir que iba a entregar un mensaje
urgente. De hecho, en el sobre llevaba la
nota que había escrito por si acaso, en la
que alertaba a la jefa de la presencia del
stilken.
No se encontró con nadie. Nadie
bajó por la Vía Angosta, digna de su
nombre, porque era tan estrecha que en
ella no cabían dos personas una al lado
de la otra. Se utilizaba muy rara vez,
porque si alguien venía de frente, la
Clarvi más joven debía volver sobre sus
pasos, desandando a veces toda su
extensión, de más de medio kilómetro.
La Vistasur era más ancha y mucho
más arriesgada para Lirael porque
muchas de las habitaciones de las
Clarvis veteranas daban a esta amplia
expansión. Por suerte, las marcas que la
iluminaban con tanta intensidad durante
el día, por las noches se convertían en
un débil fulgor que proyectaba pesadas
sombras que la muchacha aprovechaba
para ocultarse.
Sin embargo, la puerta que daba a
las habitaciones de la jefa estaba
brillantemente iluminada por una
especie de aro de marcas del Gremio
distribuidas alrededor del emblema del
libro y la espada tallada en la piedra,
junto a la entrada.
Lirael lanzó una torva mirada a las
luces. Por enésima vez se preguntó qué
estaba haciendo. Tal vez lo mejor que
debería haber hecho meses atrás, cuando
se había metido en el atolladero en el
que se encontraba, era confesarlo todo.
Entonces, alguien se habría encargado
del stilken…
Algo le rozó la pierna impulsándola
a dar un salto y a lanzar un grito
aterrado. Se contuvo al constatar que se
trataba de la Perra Canalla.
—Pensé que no ibas a ayudarme —
susurró cuando la perra se alzó en las
patas traseras e intentó lamerle la cara
—. ¡Bájate, idiota!
—No voy a ayudarte —dijo la perra
alegremente—. He venido a observar.
—Estupendo —bufó Lirael, tratando
de sonar sarcástica. En el fondo, se
sentía satisfecha. En cierto modo, la
presencia de la perra hacía que la
guarida de la bibliotecaria jefa le
resultara menos amenazante.
—¿Cuándo va a pasar algo? —
preguntó la perra al cabo de un
momento, al comprobar que Lirael
seguía vigilando la puerta desde las
sombras.
—Ahora —respondió Lirael con la
esperanza de que pronunciando la
palabra encontraría el valor para
empezar—. ¡Ahora!
Cruzó el corredor en diez grandes
zancadas, aferró el pomo de bronce de
la puerta y empujó. A las Clarvis no les
hacía falta cerrar con llave las puertas
de sus alcobas, de manera que Lirael no
esperaba encontrar resistencia alguna.
La puerta se abrió, Lirael entró y la
perra se coló delante de ella.
La muchacha cerró la puerta sin
hacer ruido y se dio media vuelta para
explorar el cuarto. Era como una sala de
estar, dominada por las estanterías
distribuidas en tres paredes, y se veían
varias butacas cómodas y una escultura
alta y delicada de una especie de
caballo plano, tallado en piedra
translúcida.
A Lirael le llamó la atención la
cuarta pared. Era un ventanal inmenso,
del suelo al techo, del cristal más
transparente y limpio que había visto en
su vida.
Por la ventana Lirael veía el valle
del Renegado extenderse hacia el Sur;
hacia el fondo, la cinta ancha y plateada
del río brillaba bajo la luz de la luna.
Fuera la nieve caía blanda; los
copos daban vueltas en el aire y
descendían bailando de mil formas por
las laderas de la montaña. Y no se
pegaban a la ventana ni dejaban en ella
marca alguna.
Lirael dio un respingo y se apartó al
ver una sombra oscura pasar rauda en
medio de la nieve que caía. Se dio
cuenta de que se trataba de una lechuza
que volaba hacia el valle en busca de
algún bocado.
—Hay mucho por hacer antes de que
amanezca —susurró la perra, con ganas
de charla, mientras Lirael seguía
mirando por la ventana, paralizada por
la cinta plateada que se alejaba
serpenteando hacia el horizonte y por el
extraño paisaje bañado de luna que se
perdía en la distancia.
Más allá del horizonte se extendía el
reino propiamente dicho: la gran ciudad
de Belisaere, con todas sus maravillas,
abierta al cielo y rodeada de mar. El
mundo entero, el mundo que las demás
Clarvis veían en el hielo del
observatorio, estaba allá fuera, pero de
él sólo sabía lo que había leído en los
libros o aprendido de las anécdotas que
contaban los viajeros en el refectorio
inferior.
Por primera vez Lirael se preguntó
qué trataban de ver las Clarvis allá fuera
durante sus prolongadas guardias.
¿Dónde se encontraría el lugar que se
resistía a ser penetrado por la visión?
¿Qué futuro se estaba gestando allí,
incluso mientras ella contemplaba el
paisaje?
En el fondo de su mente tuvo la
sensación de haber estado allí antes, una
especie de recuerdo fugaz. Aunque no
sacó nada en limpio, continuó como en
trance, mirando el mundo exterior.
—¡Queda mucho por hacer! —
repitió la perra en voz algo más alta.
Lirael se apartó a regañadientes de
la ventana y se concentró en la tarea que
tenía entre manos. La alcoba de la jefa
tenía que encontrarse después de la sala.
¿Pero dónde estaría la puerta? No veía
más que la ventana, la puerta exterior y
los estantes…
Lirael sonrió al descubrir que al
final de un estante asomaba el picaporte
de una puerta en lugar de libros. Si a
alguien podía ocurrírsele disimular una
puerta detrás de un estante, ese alguien
era la jefa.
—Encontrarás la espada en el
pedestal, a la izquierda —susurró la
perra, que de repente se mostró un tanto
ansiosa—. No abras demasiado la
puerta.
—Gracias —dijo Lirael tanteando
con mucha delicadeza el picaporte para
comprobar si la puerta cedería tirando o
empujando de él o girándolo—. Creía
que no ibas a ayudarme.
La perra no contestó, porque en
cuanto la muchacha posó la mano en el
picaporte, la estantería entera se
desplazó, dejando un hueco enorme.
Lirael consiguió a duras penas aferrar
con firmeza el picaporte para impedir
que se desplazara del todo, y tuvo que
tirar para dejar una rendija lo bastante
amplia para colarse.
El dormitorio estaba en penumbras,
la única parte iluminada por la luz de la
luna era la alcoba exterior. Lirael asomó
la cabeza despacio y esperó un momento
para que sus ojos se acostumbraran a la
oscuridad, mientras aguzaba el oído
para captar ruidos o el movimiento
repentino de alguien que despierta en
mitad de la noche.
Tras unos minutos, logró ver la mole
desdibujada de la cama y percibió la
respiración acompasada de alguien
dormido, aunque no supo bien si la oía
de verdad o se la imaginaba.
Tal como había dicho la perra, junto
a la puerta había un pedestal. Una
especie de jaula metálica redonda,
abierta por arriba. Pese a la escasa luz,
Lirael alcanzó a ver que Sojuzgadora
estaba allí, metida en su vaina. La
empuñadura se encontraba a pocos
centímetros del borde del pedestal, al
alcance de la mano, aunque debería
situarse justo al lado de él para levantar
la espada lo suficiente para sacarla de la
jaula. Se agachó un poco y respiró
hondo. El aire del dormitorio parecía
más denso, más oscuro, empalagoso,
como si conspirara contra ladrones
como Lirael.
La perra la miró y le hizo un guiño
para darle coraje. Pese a todo, a Lirael
empezó a latirle el corazón más y más
deprisa a medida que cruzaba la puerta y
empezaba a notar un frío cargado de
misterio.
Tras dar unos cuantos pasos
sigilosos se plantó delante del pedestal.
Lo tocó con ambas manos y luego
avanzó con suavidad para aferrar la
espada debajo de la empuñadura, justo
donde empezaba la vaina.
Los dedos de Lirael tocaron apenas
el metal, la espada lanzó un silbido
bajito y las marcas del Gremio de la
empuñadura comenzaron a brillar. Lirael
la soltó de inmediato y se encorvó
encima del arma tratando de ocultar la
luz y amortiguar el sonido con el cuerpo.
No se atrevió a darse la vuelta. No
quería ver a la jefa despierta y
enfurecida.
No oyó ningún arranque súbito de
cólera, ni su voz severa le exigió saber
qué hacía allí.
Despareció de sus ojos la imagen
borrosa y rojiza y logró ver otra vez en
la oscuridad. Aguzó el oído e intentó oír
por encima del tamborileo de su
corazón.
Calculó entonces que el silbido y la
luz no habían durado ni un segundo. Pese
a ello, estaba claro que Sojuzgadora
elegía quién podía o no podía
empuñarla.
Lirael reflexionó un momento, luego
se inclinó hacia adelante y susurró tan
despacito que casi, casi ella tampoco se
oyó.
—Sojuzgadora, te tomaré prestada
por esta noche, necesito que me ayudes a
someter a un stilken, una criatura
producto de la magia libre, prometo
devolverte antes del amanecer. Lo juro
por el Gremio cuya marca llevo.
Se tocó la marca del Gremio de la
frente y dio un respingo al ver que se
iluminaba de pronto alumbrando el
pedestal. Luego tocó la guarda de
Sojuzgadora con los dos dedos de antes.
No silbó y las marcas de su
empuñadura se limitaron a desprender
un leve fulgor. Lirael estuvo a punto de
dar un suspiro, pero lo reprimió para no
delatarse.
La espada salió del pedestal sin
hacer ruido y la muchacha tuvo que
levantarla muy por encima de la cabeza,
para sacar la punta del interior de la
jaula; pesaba mucho. No sabía que fuese
tan larga ni que pesara casi el doble que
su pequeña espada de prácticas, además,
era tres veces más larga. Demasiado
para atar la vaina al cinturón, a menos
que se ajustara éste a la altura de las
axilas, de lo contrario, la punta rozaría
el suelo al caminar.
Aquella espada no había sido
forjada para una muchacha de catorce
años, concluyó Lirael, mientras salía y
cerraba la puerta con mucho cuidado. En
ese momento, la cabeza no le daba para
pensar nada más elaborado.
No vio señales de la Perra Canalla.
Lirael miró a su alrededor y no encontró
nada lo bastante grande para que la
perra se ocultara, a menos que se
hubiese encogido y metido debajo de
una de las sillas.
—¡Eh, perrita! ¡Ya la tengo!
¡Vámonos! —siseó Lirael. Nadie le
respondió. La muchacha esperó un
minuto entero, aunque a ella le pareció
mucho más tiempo. Fue hasta la puerta
exterior, se asomó y aguzó el oído para
ver si oía pasos en el corredor. Regresar
a la biblioteca con la espada sería la
parte más complicada de la empresa. Si
llegaba a cruzarse con alguna de las
Clarvis, le resultaría imposible ofrecer
una explicación creíble.
Como no oía nada, salió con sigilo.
Cuando la puerta se cerró con un
chasquido, Lirael vio una sombra larga
surgir delante de ella y el miedo la
recorrió de pies a cabeza. Se trataba,
una vez más, de la Perra Canalla.
—¡Me has dado un susto tremendo!
—susurró Lirael mientras se ocultaba en
las sombras y bajaba por la segunda
escalera trasera que la llevaría
directamente hasta la biblioteca—. ¿Por
qué no me esperaste?
—Porque no me gusta esperar —
contestó la perra, trotando detrás de su
ama—. Además, quería echar un vistazo
a las habitaciones de Mirelle.
—¡No! —exclamó Lirael más alto
de lo que hubiera deseado. Se inclinó
sobre una rodilla, se metió la espada
debajo de la axila y agarró a la perra de
la mandíbula inferior—. ¡Te dije que no
entraras en las habitaciones de la gente!
¿Qué haremos si a alguien se le ocurre
pensar que eres una amenaza?
—Soy una amenaza —farfulló la
perra—. Cuando quiero. Además, ya
sabía que ella no estaba. Olí que no
estaba.
—Por favor, te lo suplico, no te
metas en ningún sitio donde puedan
verte —le pidió Lirael—. Prométemelo.
La perra intentó apartar la vista,
pero Lirael la aferró con firmeza de la
mandíbula. Al final masculló algo que
quizá contuviese la palabra «promesa».
En vista de las circunstancias, la
muchacha tuvo que conformarse con eso.
Poco después, al bajar a hurtadillas
por la segunda escalera trasera, Lirael
recordó la promesa que le hiciera a
Soguzgadora. Le había jurado que la
devolvería a la alcoba de Vancelle antes
del amanecer. ¿Y si no lo conseguía?
Abandonaron la escalera y bajaron
por la espiral principal hasta llegar casi
a la puerta de la habitación del campo
de flores. Cuando la divisó, Lirael se
detuvo de golpe. La perra, que se
encontraba a unos cuantos metros detrás
de ella, se le acercó al trote y le lanzó
una mirada interrogante.
—Perrita, sé que no me ayudarás a
luchar contra el stilken —dijo Lirael con
cuidado—. Pero si no logro someterlo,
quiero que cojas a Sojuzgadora y
vuelvas a ponerla en la alcoba de
Vancelle. Antes de que amanezca.
—La llevarás tú misma, ama —dijo
la perra llena de confianza, casi con un
gruñido. Luego vaciló y, con tono más
suave, añadió—: Pero si fuera
necesario, haré lo que me pides. Te lo
prometo.
Lirael asintió en señal de
agradecimiento, incapaz de articular
palabra. Recorrió los últimos metros
que la separaban de la puerta. Al llegar,
comprobó que llevaba el ratón mecánico
en el bolsillo derecho del chaleco y la
botellita plateada en el izquierdo.
Desenvainó a Sojuzgadora y, por
primera vez, la blandió como un arma,
poniéndose en guardia. Las marcas del
Gremio de la hoja se encendieron como
una brillante hoguera al percibir al
enemigo, y Lirael notó la fuerza latente
de la magia que portaba la espada.
Sojuzgadora había derrotado a muchas
criaturas extrañas, lo sabía, y eso la
llenaba de esperanza, hasta que recordó
que quizás era la primera vez que la
esgrimía una muchacha que no tenía ni
idea de lo que hacía.
Antes de que semejante pensamiento
la paralizara, Lirael tendió la mano y
rompió el hechizo que mantenía la
puerta cerrada a cal y canto. Tal como
había dicho la perra, el encantamiento
había sufrido la corrosión de la magia
libre, una corrosión tan profunda que el
hechizo se desmoronó en cuanto la
muchacha lo tocó y susurró una orden.
Y entonces hizo un movimiento de
muñeca. Las esmeraldas de la pulsera se
encendieron y la puerta se abrió con un
crujido. Lirael se dispuso a recibir el
ataque violento del stilken… pero no
ocurrió nada.
Con paso vacilante, cruzó el umbral
frunciendo la nariz por si captaba el
hedor de la magia libre, y abrió los ojos
como platos tratando de buscar algún
indicio que delatara la presencia de la
criatura.
A diferencia de lo ocurrido en su
visita anterior, al fondo del corredor no
brillaba ninguna luz, sólo se percibía un
fulgor fantasmagórico que teñía todos
los colores con distintos matices de gris.
En alguna parte, el stilken acechaba en
la penumbra. Lirael levantó la espada
bien alta y entró en la cámara haciendo
crujir las flores bajo sus pies.
La Perra Canalla la seguía a diez
pasos de distancia; los pelos del lomo
erizados formaban una cordillera en su
espalda y del fondo del pecho le subía
un gruñido contenido. Encontraron allí
rastros del stilken, aunque su olor estaba
algo difuminado. Se ocultaba en alguna
parte, dispuesto a atacar por sorpresa.
La perra estuvo a punto de decir algo.
Pero entonces recordó que Lirael debía
derrotar sola al stilken. Se echó con la
panza pegada al suelo y se quedó
mirando a su ama que avanzaba entre las
flores hacia el árbol y el estanque
donde, sin duda, estaría emboscado el
stilken.
De Stilkens y magias
extrañas

n la amplia cámara de las flores, el


silencio recibió a Lirael con su
misteriosa profundidad. Aparte del
E
suave crujido de sus pasos al pisar las
margaritas, no se oía nada más.
Poco a poco, dando vueltas
en redondo cada tres o cuatro
pasos para asegurarse de que nada la
atacaría por la espalda, Lirael cruzó la
caverna y llegó a la puerta de la luna en
cuarto creciente. Seguía entreabierta,
pero la muchacha no osó entrar por
temor a que el stilken la encerrara
dentro en caso de que siguiese oculto en
el campo.
El árbol es el escondite más
probable para la criatura, pensó Lirael,
y se imaginó al stilken enroscado a una
rama como una serpiente. Oculto entre
las verdes hojas, sus ojos plateados
seguirían cada uno de sus movimientos.
Bajo la extraña luz, el roble no era
más que una gran mancha en sombras. El
stilken podía incluso ocultarse detrás
del tronco y dar vueltas a su alrededor
para que el árbol se interpusiera entre él
y la muchacha. Lirael no apartaba la
vista del roble y abrió los ojos todo lo
posible, como si así pudieran captar más
luz. Nada se movía, de modo que
comenzó a caminar hacia el árbol, con
pasos cada vez más cortos mientras el
estómago se le iba encogiendo de
miedo.
Tan concentrada estaba en el árbol
que chapoteó en el borde del estanque
antes de darse cuenta de que había
llegado hasta él. Las ondas brillantes,
que reflejaban la falsa luz de la luna, se
expandieron un momento y de inmediato
el agua volvió a ser un espejo inmóvil.
Lirael retrocedió, sacudió los pies y
empezó a bordear el estanque.
Empezaba a ver el roble con más
claridad, a distinguir las hojas y las
ramas, aunque persistían grandes
manchas de sombra que podían ser
cualquier cosa. Cada vez que apartaba
la vista del roble, creía ver movimientos
en la oscuridad.
Decidió que había llegado el
momento de alumbrarse, aunque al
hacerlo, delataría dónde estaba. Se
zambulló en el Gremio y las señales
necesarias comenzaron a fluir en su
mente y se perdieron en cuanto el stilken
surgió de improviso del estanque, a su
lado, y atacó con sus feroces garras.
De alguna forma, Sojuzgadora las
recibió con una lluvia de blancas
chispas envueltas en vapor y una
estocada que a punto estuvo de
dislocarle el hombro a la muchacha.
Retrocedió a trompicones lanzando un
grito de furia guerrera y de pánico, e
instintivamente se puso en guardia.
Volaron más chispas y el agua rebulló
cuando el stilken contraatacó; sus garras
fueron rechazadas apenas a tiempo por
Lirael y Sojuzgadora.
Sin detenerse a reflexionar, Lirael se
replegó en dirección al roble. De su
cabeza desaparecieron todos sus
conocimientos de hechizos para someter
y vincular así como el contacto que la
unía al Gremio. Lo único que importaba
en ese momento era sobrevivir, colocar
la espada en el sitio adecuado para
impedir el asalto asesino del monstruo.
La bestia golpeó bajo, a la altura de
las piernas. Lirael atajó el golpe y se
sorprendió al comprobar que los
músculos, no del todo adiestrados en
esas lides, tomaban las riendas. Lanzó
una estocada directa al torso de la
criatura. La punta de Sojuzgadora dio en
el blanco y le abrió un tajo en el vientre
del que partió una nube de chispas que
dejaron el chaleco de Lirael como un
colador.
Pese a todo, el stilken no parecía
malherido, sólo furioso. Atacó otra vez
y cada embate de sus garras obligaba a
Lirael a retroceder varios pasos. La
muchacha agitaba con desesperación a
Sojuzgadora, y con cada estocada sentía
que se le sacudían todos los huesos del
cuerpo. El peso de la espada comenzaba
a debilitarla. Nunca había sido una
buena espadachina y jamás lo había
lamentado… hasta ese momento.
Retrocedió un poco más, con el pie
notó una ligera resistencia, dio entonces
un paso más amplio de lo necesario y
acabó metida en un agujero. Lirael
perdió el equilibrio y cayó de espaldas
justo cuando una garra afilada cortaba el
aire a escasos centímetros de su
garganta.
En la caída, el tiempo pareció
detenerse. El golpe de parada que
acababa de lanzar salió demasiado
abierto cuando empezó a girar los
brazos como un molino de viento para
recuperar el equilibrio. Las garras del
stilken continuaron cortando el aire,
cada vez más cerca de la muchacha, a
punto de alcanzarla a la altura de la
cintura.
Lirael cayó con un golpe seco y
apenas notó el dolor. De inmediato
volvió a rodar hacia un lado, y en una
fracción de segundo descubrió que
acababa de tropezar en un hueco entre
dos raíces y que el suelo estaba plagado
de ellas y se le hundían en el cuerpo.
A medida que rodaba y veía tierra,
flores, el techo allá en lo alto y sus luces
del Gremio como estrellas lejanas, más
tierra, más flores, el cielo artificial,
Lirael esperaba en todo momento captar
los ojos plateados del stilken y sentir el
dolor ardiente de sus garfios. Pero no
los vio y el golpe mortal no llegó nunca.
A la sexta rodada se detuvo y se lanzó
hacia adelante, y los abdominales le
dieron un tirón dolorosísimo cuando se
puso en pie de un salto.
Sojuzgadora seguía firme en su mano
y el stilken trataba de sacar el garfio
izquierdo de donde se le había
enganchado, a bastante profundidad, en
una de las raíces principales del roble.
Lirael dedujo enseguida que la garra
había errado el golpe y en lugar de
clavarse en la presa, se había hundido
en la raíz.
El stilken la miró, los ojos plateados
echaban chispas y del fondo de su
garganta partió un horrible glugluteo. Su
cuerpo comenzó a cambiar, el peso pasó
de la pata izquierda, atrapada en la raíz,
al lado derecho del cuerpo. Se volvió
más rechoncho y los músculos se
movieron debajo de la piel,
aparentemente humana, como babosas en
una hoja en dirección de la pata
atascada. Antes de que acabara aquella
operación, comenzó a tirar tratando de
soltarse para ir tras Lirael.
La muchacha sabía que aquélla era
su oportunidad y no debía
desaprovechar esos pocos segundos. Las
marcas del Gremio refulgieron en la
hoja de Sojuzgadora cuando Lirael las
invocó para unirlas a otras extraídas de
las cartas del Gremio. Necesitaba cuatro
marcas maestras, pero para utilizarlas,
antes debía protegerse con marcas
menores.
Sojuzgadora la ayudó y, poco a
poco, las marcas fueron formaron una
cadena en su mente, mientras el stilken
glugluteaba y haciendo fuerza iba
desenterrando el garfio centímetro a
centímetro. El roble daba la impresión
de estar tratando de mantener atrapada a
la criatura, al menos eso creyó notar
Lirael con aquella parte de su cerebro
no concentrada en el hechizo del
Gremio. Le llegaron la crepitación y los
crujidos del árbol mientras pugnaba por
mantener cerrado el corte de su raíz
principal y evitar que la garra se
liberara.
La última marca fluyó en Lirael con
gracia, sin esfuerzo. Dejó que el hechizo
saliera y notó su fuerza bullirle en la
sangre y en la médula de todos los
huesos mientras se fortificaba contra las
cuatro marcas maestras que debía
pronunciar.
La primera de estas marcas maestras
floreció en su mente en el preciso
instante en que el stilken consiguió
arrancar el garfio atascado en medio de
un descomunal gemido del roble y una
lluvia de savia blancoverdosa. Pese a
estar rodeada del encantamiento
protector, Lirael no dejó que la marca
maestra se demorara demasiado en su
mente. La lanzó fuera obligándola a
recorrer la hoja de Sojuzgadora, donde
se extendió cual mancha de brillante
aceite hasta que se encendió y la espada
quedó envuelta en doradas llamas.
El stilken, que ya se disponía a
atacar, intentó apartarse. Demasiado
tarde. Lirael dio un paso al frente y
Sojuzgadora salió impulsada en una
brillante parada que atravesó el cuello
de la bestia. El fuego dorado ardió
lanzando por el aire estelas de chispas
como la cola de un cohete; la criatura
quedó inmovilizada, a escasa distancia
de la muchacha, sus garras a punto de
aferrarla de ambos lados.
Lirael invocó la segunda marca
maestra que también recorrió la espada.
Al llegar al cogote del stilken,
desapareció. Poco después, la piel de la
criatura comenzó a resquebrajarse y a
arrugarse proyectando una luz
blanquísima y cegadora a medida que el
cuerpo se le iba cayendo a pedazos.
Poco después, el stilken había perdido
su apariencia semihumana para
convertirse en una columna informe de
intensísima luz blanca traspasada por
una espada.
La tercera marca maestra abandonó
a Sojuzgadora y penetró la columna. Al
instante, lo que quedaba del stilken fue
menguando más y más hasta convertirse
en una mancha de luz de pocos
centímetros de diámetro en la que
Sojuzgadora quedó clavada.
Lirael sacó la botella de metal del
bolsillo del chaleco, la puso en el suelo
y utilizó la espada para meter dentro los
restos del stilken. Sólo entonces retiró el
acero, lo dejó a un lado y le puso el
corcho a la botella. Poco después, la
selló con la cuarta marca maestra que se
enroscó al corcho y la botella con un
destello.
La botella dio unos cuantos brincos,
se retorció en la mano de Lirael y luego
se quedó quieta. La muchacha se la
guardó otra vez en el bolsillo y se sentó
al lado de Sojuzgadora con la
respiración entrecortada. Todo había
terminado. Había conseguido dominar al
stilken. Ella sólita.
Se echó hacia atrás y dio un respingo
al notar infinidad de sitios doloridos en
la espalda y los brazos. Un breve fulgor
en algún lugar cerca del árbol captó su
atención. Al instante volvió a estar
alerta, la mano se acercó rápida a
Sojuzgadora y los dolores pasaron al
olvido. Levantó la espada y fue a
investigar. No podía tratarse de otro
stilken. ¿O acaso había escapado en el
último momento? Revisó la botella;
estaba completamente sellada. ¿No
habría parpadeado por una fracción de
segundo en el preciso momento en que
acudía a ella la cuarta marca?
La luz volvió a brillar suave y
dorada cuando Lirael se acercó y
suspiró con alivio. Tenía que tratarse de
magia del Gremio, de manera que estaba
a salvo. El fulgor salía del agujero en el
que había tropezado.
Cautelosa, Lirael metió en él la
punta de Sojuzgadora y apartó un poco
de tierra. Comprobó que el fulgor
provenía de un libro encuadernado en
pieles o una especie de cuero peludo.
Utilizando la espada como palanca, sacó
el libro. Había visto al árbol tratar de
retener al stilken, no quería que la
agarrara a ella también.
Cuando logró separarlo de las
raíces, levantó el libro. Las marcas del
Gremio de la cubierta le resultaban
familiares, un encantamiento lo mantenía
limpio y libre de lepismas y polillas.
Lirael se metió el grueso volumen
debajo del brazo y en ese momento cayó
en la cuenta de que estaba empapada en
sudor, cubierta de tierra y pétalos de
flores, completamente exhausta y llena
de morados. El chaleco era el único con
desperfectos permanentes: estaba tan
lleno de agujeros allí donde habían
caído las chispas que daba la impresión
de haber sufrido el ataque de polillas
incendiarias.
La perra se levantó de entre las
flores y salió al encuentro de su ama
cuando ésta se dirigió hacia la salida.
Llevaba la vaina de Sojuzgadora en la
boca y no la soltó cuando Lirael envainó
el acero.
—Lo he conseguido —dijo Lirael—.
He sometido al stilken.
—Uy, Uy, Uy —dijo la perra
levantándose sobre las patas traseras.
Depositó la espada con cuidado y
añadió—: Sí, señora mía. Sabía que lo
conseguirías. Con razonable certeza.
—¿Ah, sí? —Lirael se miró las
manos, empezaban a temblarle. Y a
continuación le tembló todo el cuerpo y
tuvo que sentarse hasta que se le pasara.
Apenas notó el cuerpo caliente de la
perra apoyado contra su espalda ni los
lametones en la oreja con que pretendía
infundirle coraje.
—Yo devolveré la espada —se
ofreció la perra cuando Lirael dejó de
temblar—. Descansa aquí hasta que
vuelva. No tardaré nada. Estarás a
salvo.
Lirael asintió con la cabeza, incapaz
de articular palabra. Le dio unas
palmaditas en la cabeza a su mascota, se
echó encima de las flores y se dejó
envolver en su aroma al tiempo que
notaba la suavidad de los pétalos contra
la mejilla. Su respiración se fue
haciendo más acompasada, parpadeó
dos o tres veces y… cerró los ojos.
La perra esperó hasta estar segura de
que Lirael se había dormido. Soltó un
ladrido breve. Salió de la boca del can
acompañado de una marca del Gremio
que flotó en el aire, encima de la
muchacha dormida. La perra inclinó la
cabeza y la miró con ojo experto.
Satisfecha, levantó la espada con sus
poderosas mandíbulas y salió a paso
vivo, rumbo a la espiral principal.
Cuando Lirael despertó era de día, o
al menos la luz de la caverna volvía a
ser brillantísima. Por un instante tuvo la
impresión de que había una marca del
Gremio encima de su cabeza, pero era
evidente que se trataba de un sueño,
porque cuando despertó del todo y se
incorporó, no vio nada.
Se notaba muy entumecida y le dolía
todo el cuerpo, pero no se encontraba
peor que al día siguiente de uno de los
exámenes anuales de esgrima y boxeo.
El chaleco ya no tenía arreglo, menos
mal que disponía de otros de repuesto;
por lo demás, no veía más signos físicos
de su combate con el stilken. Nada que
precisara de una visita a la enfermería.
La enfermería… Filris. Lirael se sintió
triste de no poder contarle a su
tatarabuela que había logrado derrotar al
stilken.
Además, a Filris le habría gustado la
Perra Canalla, pensó Lirael, y echó un
vistazo al animal que descansaba cerca
de ella. Estaba ovillada, la cola
enroscada a las patas traseras le llegaba
casi al hocico. Roncaba con suavidad y
de vez en cuando se movía
espasmódicamente, como si soñara que
perseguía liebres.
Lirael iba a despertar a la perra
cuando notó que el libro le daba un
toquecito. Con más luz descubrió que no
estaba encuadernado en pieles o cuero
sino que la cubierta era una especie de
entablillado unido por un tejido de punto
bien cerrado, algo muy extraño, la
verdad.
Lo levantó, lo abrió por la carátula y
antes de leer la primera palabra, adivinó
que se trataba de un libro de poderes.
Todo él estaba saturado de magia del
Gremio. El papel estaba cubierto de
marcas, lo mismo la tinta y las puntadas
del lomo.
La carátula rezaba simplemente Con
piel de león. Lirael pasó la página con
la esperanza de encontrar un índice,
pero comenzaba directamente en el
primer capítulo. Empezó a leer después
de las palabras «Capítulo uno», pero las
letras se volvieron borrosas y brillantes.
Parpadeó, se restregó los ojos, y cuando
volvió a mirar la página en ella se leía
«Prólogo», aunque estaba segura de no
haber pasado la página. Volvió hacia
atrás y ahí estaba otra vez la carátula.
Lirael frunció el ceño y siguió
hojeando. Seguía diciendo «Prólogo».
Antes de que la palabra volviera a
transformarse en otra, se puso a leer.

«La confección de pieles del


Gremio», leyó:

… permite a las magas


adquirir algo más que la
apariencia de una bestia o una
planta. Una piel del Gremio
correctamente tejida, colocada
de la forma estipulada, otorga a
las magas la forma deseada,
con todas las peculiaridades,
percepciones, limitaciones y
ventajas de esa forma.
Este libro es un tratado
teórico del arte de confeccionar
pieles del Gremio, un manual
práctico para portadoras de
formas principiantes, un
compendio completo de pieles
del Gremio, incluidas las de
león, caballo, sapo
saltimbanqui, paloma gris,
fresno y gran variedad de otras
formas utilísimas.
El estudio disciplinado y
minucioso de este curso teórico
dotará a las magas aplicadas de
los conocimientos necesarios
para confeccionar una primera
piel del Gremio en un plazo de
tres a cuatro años.

—Sí que es útil ese libro —dijo la


perra que acababa de despertarse e
interrumpió la lectura de su ama
metiendo el hocico entre las páginas y
exigiéndole sin lugar a dudas que la
rascara entre las orejas.
—Mucho —convino Lirael, tratando
de seguir leyendo con la perra encima
aunque sin ningún éxito—. Parece ser
que si estudio este manual
ordenadamente, dentro de tres o cuatro
años podré adoptar otra forma.
—Dieciocho meses —bostezó la
perra, soñolienta—. Dos años si eres
perezosa. Aunque lleves una piel del
Gremio, no cambias tu propia forma.
Asegúrate de empezar por una piel del
Gremio que te sirva para explorar. Ya
sabes, una que te permita colarte por
agujeritos y cosas así.
—¿Por qué? —preguntó Lirael.
—¿Por qué? —repitió la perra con
incredulidad al tiempo que apartaba la
cabeza de la mano de su ama—. ¡En este
lugar hay montones de cosas para ver y
oler! ¡Niveles enteros de la biblioteca
en los que nadie ha puesto los pies
desde hace siglos, milenios! Cuartos
llenos de antiguos secretos cerrados con
llave. ¡Tesoros! ¡Conocimientos!
¡Diversión! ¿No querrás ser una auxiliar
tercera de la bibliotecaria toda tu vida?
—No exactamente —contestó Lirael
con frialdad—. Quiero ser una Clarvi
hecha y derecha. Quiero tener la visión.
—Bueno, a lo mejor encontramos
algo que despierte en ti el don —
sentenció la perra—. Sé que tienes que
trabajar, pero quedan muchos ratos
libres que no debemos desperdiciar.
¿Qué podría ser mejor que caminar por
sitios donde nadie ha pisado desde hace
miles de años?
—Supongo que puedo intentarlo —
convino Lirael.
Su imaginación ya se había echado a
volar tras oír las palabras de la perra.
Había muchas puertas que deseaba abrir.
Estaba el extraño agujero en la piedra,
por ejemplo, justo donde la espiral
principal termina abruptamente…
—Además —añadió la perra
interrumpiendo los pensamientos de
Lirael—, en este lugar hay fuerzas que
quieren que utilices el libro. Algo liberó
al stilken y la presencia de la criatura ha
despertado otros embrujos. El roble no
habría soltado el libro, si no hubieses
estado decidida a tenerlo.
—No, supongo —admitió Lirael.
Le disgustaba la idea de que el
stilken recibiera ayuda para escapar de
su prisión. Eso significaba que había una
fuerza superior del mal que estaba en los
niveles antiguos o que algún poder
venido de lejos podía meterse en el
Glaciar de las Clarvis, pese a las
defensas mágicas.
Si en la biblioteca había algo como
el stilken, algún ente muy poderoso de la
magia libre, Lirael consideraba su deber
encontrarlo. Tenía la opinión de que al
haber derrotado al stilken, sin quererlo
había dado el primer paso para asumir
la responsabilidad de destruir cualquier
otra cosa como aquella criatura que
pudiese amenazar a las Clarvis.
La exploración llenaría sus horas
muertas y la distraería. Lirael se dio
cuenta entonces de que en los últimos
meses ya no pensaba tanto en las
ceremonias del despertar, ni en el don
de la visión. Crear a la perra y descubrir
cómo derrotar al stilken habían
mantenido su mente muy ocupada.
—Aprenderé a hacer una piel del
Gremio útil —declaró—. ¡Y
exploraremos, perrita!
—¡Estupendo! —dijo la perra; para
celebrarlo soltó un ladrido cuyo eco
resonó en toda la caverna—. Será mejor
que te des prisa, que te laves y te
cambies, antes de que Imshi se pregunte
dónde estás.
—¿Qué hora es? —preguntó Lirael,
sorprendida.
Alejada de los inaplazables golpes
de silbato de Kirrith en la Residencia de
jóvenes y de los toques del reloj del
salón de lectura, había perdido la noción
de la hora. Calculaba que estaba a punto
de amanecer porque ya empezaba a tener
sueño.
—Serán más o menos las seis y
media de la mañana —contestó la perra
después de levantar la oreja como si
estuviese escuchando un carrillón lejano
—. Minuto más, minuto menos…
Se quedó con la palabra en la boca
porque Lirael había echado a correr a
trompicones y ya estaba lejos. La perra
suspiró y en cuatro saltos con los que
estiró el cuerpo entero, alcanzó a su ama
antes de que llegara a la puerta.
ANCELSTIERRE
Año Reino Antiguo
Decimocuarto año de la
restauración del rey
Touchstone I
Príncipe Sameth

A más de mil kilómetros al sur


del Glaciar de las Clarvis,
veintidós muchachos jugaban
al críquet. En el Reino Antiguo, al otro
lado del Muro, situado a cincuenta
kilómetros al Norte, estaban a finales
del otoño. Aquí, en Ancelstierre, el final
del verano traía consigo días luminosos
y cálidos, perfectos para la final del muy
disputado Campeonato Juvenil por el
Trofeo, en el que participaban los
alumnos de los dos últimos cursos de
dieciocho escuelas.
Era el último over del partido, sólo
quedaba una pelota por lanzar y con tres
carreras había que ganar el turno de
lanzamiento, el partido y el campeonato.
Al bateador que le tocaba darle a la
última pelota le faltaba un mes para
cumplir los diecisiete años y un
centímetro para pasar del metro ochenta.
Tenía el pelo castaño oscuro lleno de
rizos apretados y unas características
cejas negras. No era guapo, lo que se
dice guapo, pero llamaba la atención y
los pantalones de franela blancos le
sentaban de maravilla. Claro que ya no
estaban tan almidonados y planchados
como al empezar el partido, porque al
cabo de setenta y cuatro carreras del
equipo, sesenta de las cuales se debían
al bateador, habían quedado
completamente empapados de sudor.
Un nutrido público llenaba las
gradas del campo de críquet de Bain, un
público más nutrido de lo normal para
tratarse de un partido juvenil y viniendo
uno de los equipos de la cercana
Escuela Dormalan. Casi todos los
espectadores habían ido a ver al
bateador alto y joven, no porque fuera
más habilidoso que el resto del equipo,
sino porque era un príncipe. Para ser
más exactos, era un príncipe del Reino
Antiguo. Bain no sólo era el pueblo más
próximo al Muro que separaba
Ancelstierre de aquella tierra de magia y
misterio, sino que hacía diecinueve años
también había padecido la incursión de
los muertos, derrotados con la ayuda de
los padres del bateador, sobre todo de
su madre.
El príncipe Sameth era consciente de
la curiosidad que despertaba en los
habitantes de Bain, pero no permitió que
eso lo distrajera. Concentró toda la
atención en el lanzador que se
encontraba en el otro extremo del punto
de lanzamiento, un temible muchacho
pelirrojo cuya fuerza al lanzar le había
permitido ganar tres wickets. Aunque
daba la impresión de estar un poco
cansado, y su último over había sido
algo irregular, pues había permitido que
Sam y su bateador, Ted Hopkiss, bateara
la pelota a la otra punta del campo en su
afán por conseguir las últimas y vitales
carreras. Si el lanzador no recuperaba
las fuerzas y la precisión del principio,
pensó Sameth, tenía una oportunidad.
Cuidado, el lanzador no parecía tener
prisa, flexionaba despacio el brazo con
el que bateaba y miraba las nubes que
surcaban el cielo.
El tiempo era un factor de
distracción, pero sólo para Sameth.
Hacía unos minutos que se había
levantado un viento. Soplaba
directamente del Norte trayendo consigo
la magia recogida en el Reino Antiguo y
el Muro. Como reacción, la marca del
Gremio que Sameth llevaba en la frente
le producía un cosquilleo y aumentaba
su percepción de la muerte. Desde
luego, su fría presencia no se notaba con
excesiva intensidad donde él estaba.
Pocos habían muerto en el punto de
lanzamiento del campo de críquet, al
menos en época reciente.
El lanzador emprendió por fin su
carrera y la pelota rojo brillante salió
aullando en dirección del punto de
lanzamiento y rebotó hacia arriba
cuando Sameth dio un paso al frente
para recibirla. El bate de sauce chocó
contra el cuero produciendo un potente
crujido y la pelota salió disparada por
encima del hombro izquierdo de Sameth.
Subió y subió formando un arco por
encima de los fielders que corrían, en
dirección a las gradas, donde un hombre
de mediana edad saltó del asiento en una
exhibición de su maña algo olvidada
para el críquet y la agarró. ¡Seis tantos!
Sameth notó que la boca se le
ensanchaba en una sonrisa al oír que el
público de las gradas aplaudía con
fervor. Ted se le acercó a la carrera para
estrecharle la mano y balbució algo,
luego se vio estrechando la mano a los
jugadores del equipo contrario y a un
montón de gente más mientras se abría
paso hacia las casetas. Entre un apretón
de manos y el siguiente, levantó la vista
para ver el marcador que continuaba
cambiando. Había conseguido sesenta y
seis not out, su mejor marca personal y
un final apropiado para su trayectoria en
el críquet escolar. Probablemente de
toda su trayectoria en el críquet, pensó,
al recordar que faltaban apenas dos
meses para que regresara al Reino
Antiguo. Al norte del Muro no se jugaba
al críquet.
Su amigo Nicholas fue el primero en
felicitarlo cuando llegó al vestuario.
Nick era fantástico como lanzador con
efecto, pero batear ya no se le daba tan
bien y como fielder era un desastre. Con
frecuencia desconectaba, como si
entrara en un sueño, y se ponía a
analizar un insecto del suelo o alguna
nube con forma rara en el cielo.
—¡Has estado genial, Sam! —
exclamó Nick estrechándole la mano con
fuerza—. Otro trofeo más para el viejo
Somersby.
—Muy pronto, Somersby será tan
viejo que pasará a la historia —contestó
Sam sentándose en un banco y
empezando a desatarse las espinilleras
—. Tiene gracia, ¿eh? Nos pasamos diez
años quejándonos del lugar y cuando
llega el momento de largarnos…
—Sí, ya lo sé, ya lo sé —dijo Nick
—. Por eso deberías venir conmigo a
Corvere, Sam. La universidad es más de
lo mismo. Olvida tu miedo al futuro…
La frase quedó interrumpida cuando
el resto del equipo entró en tropel a
estrecharle la mano a Sameth. Hasta el
señor Cochrane, entrenador y profesor
de educación física de Somersby famoso
por su irascibilidad, se dignó a darle
una palmada en el hombro y a declarar:
—Magnífico espectáculo, Sameth.
Una hora más tarde, estaban todos en
el autobús escolar, empapados por el
chaparrón repentino que había traído
consigo el viento del norte. Los
chubascos se iban alternando con los
claros que duraban pocos minutos. Por
desgracia, el último chubasco los había
pillado justo cuando cruzaban el camino
hacia el autobús.
El viaje a Somersby era en dirección
sur por el camino de Bain y duraba tres
horas. Por ello los pasajeros del autobús
se sorprendieron cuando, justo a las
afueras de Bain, el conductor abandonó
el camino principal y enfiló por una
carretera comarcal de un solo carril.
—¡Eh, chofer, pare! —exclamó el
señor Cochrane—. ¿Dónde diablos cree
que va?
—Por un desvío —contestó
brevemente el hombre, apenas sin mover
los labios. Sustituía a Fred, el chófer
habitual de la escuela, que el día
anterior se había fracturado el brazo en
una pelea por un polémico campeonato
de dardos—. El camino de Bain está
inundado a la altura de Armas del
Criquetista.
—Muy bien —dijo Cochrane; su
ceño fruncido indicaba que no estaba tan
de acuerdo como aparentaba—. Qué
cosa más rara. Juraría que no ha llovido
tanto. ¿Está seguro de que conoce otro
camino?
—Sí, jefe —afirmó el hombre y en
su cara de comadreja se vio algo
parecido a una sonrisa—. El puente de
Beckton.
—En mi vida lo había oído nombrar
—dijo Cochrane con desdén—. En fin,
supongo que sabrá lo que hace.
Los muchachos no prestaron
demasiada atención a la conversación ni
al camino. Llevaban levantados desde
las cuatro de la mañana para poder
llegar a Bain a tiempo, y se habían
pasado el día entero jugando al críquet.
La mayoría de ellos, incluido Nick, se
pusieron a dormir. Sameth se mantuvo
despierto, todavía le duraba el
entusiasmo por los seis tantos
ganadores. Contemplaba por la
ventanilla cómo caía la lluvia sobre el
campo. Dejaron atrás una serie de
granjas colonizadas en cuyas ventanas se
veía el cálido fulgor de la luz eléctrica.
Los postes del telégrafo, al costado del
camino, pasaban raudos, como la cabina
de teléfono roja cuando cruzaron el
pueblo a toda velocidad.
Pronto dejaría atrás todo aquello. La
tecnología moderna como el teléfono y
la electricidad no funcionaban al otro
lado del Muro.
Diez minutos más tarde, dejaron
atrás un paisaje que Sameth tampoco
vería al otro lado del Muro. Un gran
campo lleno de cientos de tiendas, la
colada puesta a secar en todas las
cuerdas tensoras disponibles y un aire
general de desorden. El autobús aminoró
la marcha al pasar y Sameth vio que en
la puerta de la mayoría de las tiendas se
amontonaban mujeres y niños
contemplando tristemente la lluvia. Casi
todos ellos llevaban la cabeza cubierta
con pañuelos o sombreros azules, que
los identificaban como refugiados
sureños. Más de diez mil recibían
cobijo temporal en lo que el Corvere
Times describía como «las lejanas
regiones norteñas del país», en clara
referencia a su proximidad al Muro.
Aquél debía de ser uno de los
campamentos de refugiados que habían
surgido en los últimos tres años, dedujo
Sameth, al reparar en la triple
alambrada de acordeón que rodeaba el
campo y en los policías que montaban
guardia en la entrada mientras la lluvia
caía a raudales sobre sus yelmos y los
chubasqueros azul oscuro.
Los sureños huían de una guerra que
libraban cuatro estados del lejano Sur,
al otro lado del Mar Hendido que
bañaba Ancelstierre. La guerra había
comenzado tres años antes, a raíz de una
pequeña rebelión en la Autarquía de
Iskeria que, contra todo pronóstico,
resultó un éxito. Aquella rebelión se
había convertido en una guerra civil en
cuyos bandos opuestos se vieron
implicados los países vecinos de
Kalarime, Iznenia y Korrovia. Sameth
sabía que había por lo menos seis
facciones en guerra, entre las cuales
estaban las fuerzas del autócrata
iskeriano, los primeros rebeldes
anarquistas, los tradicionalistas
apoyados por Kalarime y los
imperialistas korrovianos.
Tradicionalmente, Ancelstierre se
mantenía neutral cuando el Continente
Sur estaba en guerra y confiaba a su
marina de guerra y su cuerpo de
aviación la tarea de mantener los
problemas al otro lado del Mar
Hendido. Sin embargo, la guerra había
alcanzado gran parte del continente y en
ese momento, el único lugar seguro para
los no combatientes era Ancelstierre.
Ancelstierre era así el destino
elegido por los refugiados. A muchos les
impedían la entrada en alta mar o en los
principales puertos, pero por cada barco
que regresaba, una embarcación menor
recalaba en algún punto de la costa
ancelstierrana donde descargaba los
doscientos o trescientos refugiados que
habían viajado en ella apretados como
sardinas.
Muchos más morían ahogados o de
inanición, pero eso no disuadía a los
demás.
A la larga, terminaban cayendo en
las redadas que se organizaban para
perseguirlos y eran conducidos a los
campamentos temporales. En teoría, a
partir de ese momento, reunían los
requisitos para convertirse en
inmigrantes de la Mancomunidad de
Ancelstierre, pero en la práctica, sólo
los que tenían dinero, contactos o
aptitudes útiles llegaban a obtener la
ciudadanía. Los demás se quedaban en
los campamentos de refugiados hasta
tanto el gobierno ancelstierrano
encontrara la manera de enviarlos de
vuelta a sus países de origen. El
recrudecimiento de la guerra y la
confusión que traía aparejada no
contribuían en nada a que quienes habían
huido regresaran voluntariamente. Los
intentos de deportaciones masivas
culminaban siempre en huelgas de
hambre, disturbios y todo tipo de
protestas.
—Tío Edward dice que el tal
Corolini quiere enviar a los sureños a
tus pagos —comentó Nicholas con voz
soñolienta cuando, al disminuir la
marcha el autobús, despertó—. Al otro
lado del Muro. Aquí no hay sitio para
ellos, dice, mientras que en el Reino
Antiguo sobra.
—Corolini es un agitador populista
—contestó Sameth, citando el editorial
del Times.
Su madre, que estaba al frente de
gran parte de la diplomacia del Reino
Antiguo con Ancelstierre, tenía una
opinión todavía más dura sobre ese
político que, desde los comienzos de la
guerra del Sur había adquirido cada vez
más importancia. Lo consideraba un
ególatra peligroso, capaz de cualquier
cosa con tal de conseguir el poder.
—No sabe de lo que habla. Morirían
todos en las Tierras Fronterizas. No es
seguro.
—¿Qué problema hay con que se
vayan para allá? —preguntó Nick.
Sabía que a su amigo no le hacía
gracia hablar del Reino Antiguo. Sam
siempre decía que no se parecía en nada
a Ancelstierre y que Nick no lo
entendería. Casi nadie conocía a fondo
esa zona, y en las bibliotecas existía
poca información importante que Nick
hubiera visto. El ejército mantenía la
Frontera cerrada y eso era todo.
—Hay… animales y… y cosas
peligrosas —le contestó Sameth—. Ya
te lo he dicho. Las armas, la electricidad
y esas cosas no funcionan. No se parece
en nada a…
—Ancelstierre —lo interrumpió
Nicholas con una sonrisa—. La verdad
es que no me faltan ganas de ir a verte
en las vacaciones para comprobarlo con
mis propios ojos.
—Ojalá pudieras venir —dijo
Sameth—. Me hará falta ver una cara
amiga después de seis meses en
compañía de Ellimere.
—¿Y cómo sabes que no es a tu
hermana a quien quiero ir a visitar? —
preguntó Nick con una mirada lasciva.
Sam nunca hablaba bien de su
hermana mayor. Iba a comentar algo
más, pero las palabras se le helaron en
la boca cuando miró por la ventanilla.
Nick también miró.
El campamento de refugiados había
quedado atrás hacía rato para dar paso a
un bosque bastante cerrado. A lo lejos,
la bola del sol, desdibujada por la
lluvia, colgaba encima de las copas de
los árboles. Ellos eran los únicos
asomados a las ventanillas del lado
izquierdo del autobús y el sol debería
haber estado a la derecha. Iban en
dirección norte, y ya llevaban un buen
trecho. En dirección Norte, hacia el
Muro.
—Será mejor que avise a Cockers
—dijo Sameth, que ocupaba el asiento
del pasillo.
Se había levantado para dirigirse a
la parte delantera del autobús cuando el
motor comenzó a resoplar y el vehículo
dio un bandazo que casi echó al suelo a
Sam. El conductor lanzó una maldición y
redujo las marchas, pero el motor siguió
resoplando. El conductor renovó las
maldiciones y entonces aceleró con tanto
ímpetu que el quejido del motor
despertó a cuantos seguían dormidos. Y
entonces se apagó. Las luces interiores y
los faros se apagaron y el autobús acabó
deteniéndose del todo.
—¡Señor Cochrane! —gritó Sam
imponiéndose al repentino alboroto que
hicieron sus compañeros al despertar—.
¡Nos dirigimos al Norte! Creo que
estamos cerca del Muro.
Cochrane, que escudriñaba por su
ventanilla, se volvió en el mismo
instante en que Sam pronunció su
nombre, se plantó en el pasillo y su
imponente mole bastó para hacer callar
a los muchachos que tenía más cerca.
—¡Calma! —ordenó—. Chorradas,
Sameth. Volved a vuestros asientos. Iré a
ver qué…
Se interrumpió bruscamente cuando
oyó al conductor cerrar de golpe la
puerta tras haberse bajado del autobús.
Todos los muchachos se asomaron a las
ventanillas pese al rugido de Cochrane,
y comprobaron que el conductor saltaba
el murete que bordeaba el camino y
echaba a correr entre los árboles como
si lo persiguiese un enemigo mortal.
—Pero ¿qué diablos pasa aquí? —
gritó Cochrane volviéndose para mirar
por el parabrisas.
Estaba claro que lo que había
asustado al conductor a él no le parecía
tan terrible, porque abrió la puerta de
acceso de pasajeros y salió bajo la
lluvia al tiempo que sacaba el paraguas.
En cuanto se apeó del autobús, todos
corrieron a la parte delantera. Desde el
lugar que ocupaba en el pasillo, Sam fue
el primero en llegar. Se asomó y lo
primero que vio fue que una barrera
atravesaba el camino y junto a ella un
enorme cartel rojo. No se leía bien a
causa de la lluvia, pero de todas
maneras sabía lo que ponía. Todas las
veces que había vuelto al Reino Antiguo
a pasar las vacaciones, había visto
carteles idénticos. Los carteles rojos
indicaban el comienzo de la Frontera, la
zona militar que el ejército
ancelstierrano había delimitado justo
frente al Muro. Más allá de esos
carteles, los bosques a ambos lados del
camino desaparecían para dar paso a
una franja de algo menos de un
kilómetro, plagada de plazas fuertes,
trincheras e interminables vallas de
alambre espino que se extendían desde
la costa este a la oeste.
Sam recordaba exactamente lo que
decía el cartel. Fingiendo tener una vista
de lince que le permitía ver a través del
parabrisas empañado, recitó la
advertencia desconocida por los demás,
pero que él sabía de memoria. Era
importante que ellos también la
conocieran.

MANDO
FRONTERIZO
EJÉRCITO DEL
NORTE
Queda terminantemente
prohibido salir de la
zona fronteriza.
Se disparará sin previo
aviso a toda persona que
intente cruzarla.
Los viajeros autorizados
deberán presentarse en el
Cuartel General del
Mando Fronterizo.
SE RECUERDA A TODOS
QUE SE DISPARARÁ SIN
PREVIO AVISO.

En el silencio que siguió a su fingida


lectura, todos se pusieron muy serios.
De inmediato surgió un torrente de
preguntas que Sam no contestó. Creía
que el conductor había huido por el
miedo que le causaba estar tan cerca del
Muro. ¿Y si los hubiese llevado hasta
allí adrede? ¿Y por qué había huido de
los dos policías militares tocados con
gorra roja que habían abandonado su
garita para acercarse?
La familia de Sameth tenía muchos
enemigos en el Reino Antiguo. Algunos
eran humanos, y en Ancelstierre pasaban
muy bien por inofensivos. Algunos no lo
eran, y contaban con el poder suficiente
para cruzar el Muro y bajar hacia el Sur,
hasta allí mismo. Sobre todo en días en
que el viento soplaba del norte.
Sin molestarse en ponerse el
impermeable, Sam se bajó del autobús
de un salto y corrió hacia donde los dos
policías militares acababan de
encontrarse con el señor Cochrane. O
más bien hasta donde el sargento de la
policía militar le chillaba a Cochrane.
—Haga bajar a todos del autobús y
hágalos retroceder lo más rápido
posible —le gritó el sargento—. Corran
lo más lejos posible y luego caminen.
¿Entendido?
—¿Por qué? —inquirió el señor
Cochrane, irritado. Como la mayoría de
profesores y el personal de Somersby,
no era del Norte, y no sabía nada del
Muro, la Frontera o el Reino Antiguo.
Siempre había tratado a Sameth como
trababa al otro príncipe de la escuela, un
albino del lejano país de Karshmel,
como un niño adoptado que no acababa
de pertenecer a la familia.
—¡Limítese a obedecer! —le ordenó
el sargento. Sameth lo notó nervioso.
Llevaba la funda del revólver abierta y
no paraba de echar miradas furtivas
hacia los árboles. Como la mayoría de
los soldados apostados en la Frontera,
aunque a diferencia de todas las demás
unidades del ejército de Ancelstierre,
también llevaba una especie de espada
larga, casi una bayoneta, colgada de la
cadera izquierda y una cota de malla
cubría su traje de campaña color caqui,
aunque lucía la gorra roja de policía
militar en lugar del yelmo con
protección de barrotes en nariz y cuello,
propio de la plaza fuerte de la Frontera.
Sam se dio cuenta de que ninguno de
ellos lucía en la frente la marca del
Gremio.
—Ésa no es una explicación válida
—protestó Cochrane—. Insisto en
hablar con un oficial. ¡No permitiré que
mis chicos vayan por ahí corriendo bajo
la lluvia!
—Será mejor que obedezcamos al
sargento —sugirió Sam, acercándose
por detrás—. Hay algo en el bosque… y
se está acercando.
—¿Y tú quién eres? —preguntó el
sargento, desenfundando la espada.
El soldado de primera que estaba a
su lado lo imitó al instante y comenzó a
rodear al muchacho. Los dos miraban la
frente de Sam y la marca del Gremio que
asomaba apenas debajo de su gorra con
la inscripción «Críquet XI».
—El príncipe Sameth del Reino
Antiguo —contestó Sam—. Sugiero que
llame al mayor Dwyer, de los
Exploradores o al general Tindall del
Mando Central y les diga que estoy
aquí… y que hay por lo menos tres
braceros muertos ocultos en el bosque.
—¡Por las barbas de mi abuelo! —
exclamó el sargento—. Sabíamos que
este viento no traería nada bueno.
¿Cómo habrán…? En fin, da igual.
Harris, vuelva a toda prisa al puesto
fronterizo y advierta al cuartel general.
Avíseles que tenemos aquí al príncipe
Sameth, a un puñado de colegiales y al
menos tres intrusos de categoría A.
Utilice una paloma y el cohete.
Seguramente el teléfono estará
estropeado. ¡Dese prisa!
El soldado de primera clase
desapareció antes de que el sargento
terminara de cerrar la boca y justo
cuando Cochrane intervino.
—¡Sameth! ¿De qué estás hablando,
si puede saberse?
—No tengo tiempo de explicárselo
—contestó Sam.
Percibía la presencia de braceros
muertos, cuerpos dotados de espíritus
convocados entre los difuntos, se
movían en el bosque, paralelos al
camino. No daban la impresión de haber
notado la presencia de seres vivos, en
cuanto lo hicieran, los tendrían encima.
—Hay que sacar de aquí a todo el
mundo… y alejarnos del Muro lo más
posible.
—Pero… pero… —soltó Cochrane.
La impertinencia de uno de sus
muchachos, que se atrevía a darle
órdenes nada menos que a él, lo hizo
enrojecer de rabia y asombro. Habría
dicho algo más, si el sargento no hubiese
empuñado el revólver y le hubiese
mandado con toda calma:
—Sáquelos de aquí ahora mismo,
señor, o le meto un disparo entre ceja y
ceja.
Los muertos son
muchos

inco minutos más tarde, todo el equipo


estaba bajo la lluvia, en mitad del
camino, corriendo en dirección al Sur.
C
Siguiendo el consejo de Sameth, se
habían armado con bates de
críquet, los palos con punta
metálica y las pelotas usadas
en los partidos. El sargento de la policía
militar corría con ellos, su revólver
desenfundado continuaba acallando las
protestas de Cochrane.
Entre bravatas y jaleos, al principio,
los muchachos se lo tomaron a broma. A
medida que oscurecía y la lluvia caía
más tupida, se calmaron. Las bromas
cesaron por completo cuando a sus
espaldas oyeron cuatro disparos en
rápida sucesión, seguidos más lejos de
un grito angustiado.
Sameth y el sargento se lanzaron una
mirada cargada de miedo, una mirada en
la que se adivinaba que, para su
desgracia, sabían qué estaba pasando.
Los disparos y el grito debían de venir
del soldado de primera clase Harris,
que había vuelto al puesto fronterizo.
—¿Hay algún arroyo u otra corriente
de agua por aquí cerca? —jadeó
Sameth, consciente de la cantinela de
advertencia que, desde la infancia, venía
oyendo sobre los muertos.
El sargento negó con la cabeza, sin
pronunciar palabra. No dejaba de mirar
por encima del hombro y de correr, con
el peligro de perder el equilibrio. Poco
después de haber oído el grito, vio lo
que buscaba y se lo indicó a Sameth:
tres bengalas con paracaídas flotaban en
dirección al suelo, pocos kilómetros
más al Norte.
—Parece que Harris consiguió al
menos soltar la paloma —resopló—. O
tal vez, el teléfono funcionaba, igual que
la pistola. Pronto enviarán a la
compañía de reserva y un pelotón de
Exploradores, príncipe Sameth.
—Eso espero —contestó el
muchacho.
Percibía a los muertos; los seguían
por el camino y se acercaban
rápidamente. Daba la impresión de que
allá adelante no había ni esperanza ni
seguridad en ninguna parte. Ni una
granja o granero de construcción sólida,
ni un arroyo cuya agua corriente los
muertos no pudieran cruzar. El camino
proseguía un trecho e iba a terminar en
un sendero hundido, más oscuro y más
cerrado, el lugar perfecto para una
emboscada.
En el instante en que estos
pensamientos pasaban por la cabeza de
Sam, el muchacho advirtió que el
sentido que le permitía percibir a los
muertos había cambiado. Al principio se
desorientó, hasta que descubrió lo que
pasaba. En algún lugar de la oscuridad
que los rodeaba, en el camino
flanqueado de altos terraplenes, frente a
ellos, acababa de alzarse el espíritu de
un muerto. Y peor aún, se trataba de un
espíritu reciente, escapado hacía poco
del Reino de la Muerte. No eran
espíritus de muertos obstinados que
habían conseguido cruzar la Frontera.
Eran braceros muertos, resucitados en el
lado ancelstierrano del Muro por un
nigromante. Eran controlados por la
mente del nigromante, y por eso,
resultaban mucho más peligrosos que los
espíritus delincuentes.
—¡Alto! —aulló Sam; su grito se
impuso al repiqueteo de la lluvia y de
pasos en el asfalto—. Están delante de
nosotros. ¡Debemos abandonar el
camino!
—¿Quiénes están delante de
nosotros, muchacho? —gritó Cochrane,
perdiendo otra vez los estribos—. Ya
está bien de sandeces…
Enmudeció al ver una silueta que
salía a trompicones de las sombras,
delante de ellos, y se plantaba en mitad
del camino. Era humana o lo había sido,
de sus brazos colgaban restos de carne y
la cabeza era casi, casi un cráneo
reseco, las cuencas de los ojos, dos
negros y profundos hoyos y una hilera de
dientes brillantes. No cabía duda alguna,
estaba muerta; el olor a podrido que de
ella se desprendía, mataba el aroma
suave de la lluvia. Al avanzar iba
soltando terrones de tierra, prueba
patente de que acababa de salir de la
sepultura.
—¡A la izquierda! —gritó Sam—.
¡Todos a la izquierda!
A su grito, los muchachos, hasta ese
momento inmóviles y silenciosos,
brincaron por encima de la tapia de
piedra que flanqueaba el camino.
Cochrane fue el primero, se precipitó
hacia ella lanzando el paraguas a un
lado.
La cosa muerta se movió también y
echó a correr desmañadamente al notar
la presencia de la vida que tanto
ansiaba. El sargento se apoyó en la tapia
y esperó hasta tenerla a tres metros.
Entonces, con el pesado revólver
calibre 455 apuntó al torso de la criatura
y descargó todas las bailas, cinco
disparos en rápida sucesión,
acompañados de un suspiro de alivio al
comprobar que el arma funcionaba.
La criatura se detuvo y cayó de
espaldas, pero el sargento no esperó.
Llevaba en la Frontera el tiempo
suficiente para saber que no tardaría en
levantarse. Las balas detenían a los
braceros muertos, aunque sólo si las
criaturas eran despedazadas. Las
granadas de fósforo blanco resultaban
más efectivas, las dejaban reducidas a
cenizas, siempre y cuando funcionaran.
Las pistolas, las granadas y otras armas
corrientes de la tecnología militar
ancelstierrana tendían a fallar cuanto
más cerca del Muro y del Reino Antiguo
se utilizaban.
—¡Subamos la colina! —gritó Sam,
señalando a una elevación del terreno
que tenían delante, donde el bosque
raleaba.
Si conseguían llegar hasta allí, al
menos tendrían la ventaja de ver desde
lo alto cualquier cosa que se acercase.
Echaron a correr y a sus espaldas se
elevó un grito discordante, inhumano, un
sonido como de fuelles rotos pisoteados
de repente por un montón de pies, más
chillido que grito. Sam sabía que aquel
grito partía de los pulmones resecos de
un bracero muerto. Sin embargo,
provenía de algún lugar situado más a la
derecha de donde se encontraba el
muerto viviente que el sargento había
eliminado. Al mismo tiempo, presentía a
otros moviéndose a diestro y siniestro,
rodeando la colina.
—Allá abajo hay un nigromante —
dijo sin dejar de correr—. Y calculo que
habrá muchos cadáveres, muertos no
hace mucho.
—Un camión lleno de sureños… se
salió del camino por esta zona hará algo
así como mes y medio —dijo el sargento
hablando a toda prisa en cuanto
terminaba de tomar aliento—. Hubo
diecinueve muertos. Todo un misterio…
adonde se dirigían…, en fin…, que el
coadjutor de Archell no… no los
quiso… en el crematorio del Ejército,
tampoco… así que los enterraron junto
al camino.
—¡Estúpidos! —gritó Sameth—.
¡Estamos demasiado cerca del Muro!
¡Deberían haberlos incinerado!
—Malditos cagatintas burócratas —
resopló el sargento agachándose con
agilidad para evitar una rama—. Las
disposiciones prohíben sepultar a nadie
dentro de la… Frontera. Pero aquí
estamos fuera… ¿me comprende?
Sameth no contestó. Empezaron a
subir la colina y había que ahorrar
aliento. Notaba la presencia de al menos
doce braceros muertos a sus espaldas, y
tres o cuatro desplegados a ambos
lados. Percibía también algo, una
presencia, probablemente un nigromante,
en la zona donde los cuerpos estaban
enterrados…, mejor dicho, donde habían
sido enterrados.
En la cima de la colina la arboleda
desaparecía, quedaban apenas unos
cuantos arbolillos raquíticos a merced
del viento. Faltaban pocos metros para
llegar a lo alto y el sargento les ordenó
que se detuvieran.
—¡Acercaos todos! ¿Falta alguno?
¿Cuántos…?
—Dieciséis, incluido el señor
Cochrane —dijo Nick, que era una luz
para los cálculos. Cochrane le lanzó una
mirada colérica, pero no dijo nada,
inclinó la cabeza y trató de recuperar el
aliento—. Están todos.
—¿Cuánto tiempo tenemos, príncipe
Sameth? —le preguntó el sargento a Sam
al tiempo que ambos miraban hacia los
árboles de abajo.
La lluvia arreciaba y la noche caía
veloz; apenas se veía.
—Tendremos a los dos o tres
primeros encima dentro de pocos
minutos —contestó Sameth
sombríamente—. La lluvia los demorará
un poco. Habrá que derribarlos y
atravesarlos con palos para que no se
muevan. Nick, organiza a todos en
grupos de tres. Dos bateadores y alguien
que sujete los palos. No, Hood…, ve
con Asmer. Cuando vengan, yo los
distraeré con un… bueno, los distraeré.
Los bateadores deberán golpearlos con
todas sus fuerzas y sin pérdida de
tiempo, a la altura de las rodillas, y
después, clavarles palos en brazos y
piernas.
Sameth calló al ver que uno de sus
compañeros observaba el palo de
madera de setenta y cinco centímetros de
largo con el pincho metálico en la punta.
Por la expresión del muchacho, quedaba
claro que era incapaz de verse clavando
aquello a nada.
—¡No son personas! —gritó Sam—.
Están todos muertos. Si no lucháis
contra ellos, nos matarán. ¡Pensad en
ellos como en animales salvajes y no
olvidéis que luchamos por nuestras
vidas!
Uno de los muchachos se echó a
llorar, las lágrimas silenciosas rodaron
por sus mejillas. Sam creyó en un primer
instante que era lluvia, hasta que reparó
en la desesperación y el terror más
absoluto que destilaba la mirada de su
compañero.
Iba a decirle unas cuantas palabras
para infundirle ánimos cuando Nick
señaló colina abajo y gritó:
—¡Ya vienen!
Tres braceros muertos salieron de
entre los árboles, haciendo eses como
borrachos, los brazos y las piernas
despendolados. El choque había
destrozado sus cuerpos, pensó Sam, al
tiempo que calculaba cuánta fuerza
tendrían, el que estuvieran tan
maltrechos era una buena noticia:
avanzaban con mucha torpeza, medio
descoyuntados.
—Nick, tu equipo se ocupará del
que está a la izquierda —ordenó,
hablando deprisa—. Ted, el tuyo se
encargará del que está en el medio, y el
de Jack, del que está a la derecha.
Apuntadles a las rodillas y clavadles los
palos en cuanto los tengáis en el suelo.
No dejéis que os agarren, son mucho
más fuertes de lo que parecen. Los
demás, y por favor, también ustedes,
sargento y señor Cochrane, manténganse
a distancia y ayuden a los equipos que
se vean en dificultades.
—¡A sus órdenes! —contestó el
sargento.
Cochrane se limitó a asentir sin abrir
la boca, la vista clavada en los braceros
muertos que iban acercándose. Era la
primera vez, desde que Sam tenía
memoria, que el entrenador no se ponía
rojo como un pimiento. Estaba pálido,
casi tanto como la asquerosa carne
descolorida de los muertos que se
aproximaban.
—Esperad que os dé la orden —
gritó Sam.
Buceó en las profundidades en busca
del Gremio. En casi todo el territorio de
Ancelstierre era imposible lograrlo, sin
embargo, estando cerca del Muro, no
sería imposible, le costaría lo suyo, eso
sí, como tratar de zambullirse en la parte
más honda de un río.
Sameth dio con el Gremio y aquel
contacto familiar lo reconfortó; sintió
que su permanencia y su totalidad lo
vinculaban a todo lo existente. Invocó
las señales que necesitaba, las retuvo en
la mente mientras formaba sus nombres
para pronunciarlos. Cuando todo estuvo
dispuesto, estiró el brazo derecho
separando tres dedos de la mano para
señalar a las criaturas muertas que se
aproximaban.
—¡Anet! ¡Calew! ¡Ferhan! —rugió
Sam.
Las marcas del Gremio salieron de
sus dedos en forma de relucientes
cuchillas plateadas que cruzaron
silbando el aire a tanta velocidad que
ningún ojo humano fue capaz de seguir
su curso. Cada una de ellas golpeó a un
bracero muerto abriéndole en las carnes
putrefactas un agujero del tamaño de un
puño. Los tres se tambalearon, uno de
ellos cayó al suelo agitando brazos y
piernas como un escarabajo patas
arriba.
—¡Demonios! —exclamó uno de los
muchachos que estaba cerca de Sam.
—¡Adelante! —gritó Sam.
Los colegiales avanzaron lanzando
un rugido de guerra y revoleando las
improvisadas armas. Sam y el sargento
los siguieron, pero Cochrane atacó en
solitario, bajó corriendo la colina en
ángulo recto respecto de los demás.
Todo fueron gritos, bates levantados
en el aire y asestados con fuerza, el
sonido amortiguado de los palos al
traspasar la carne muerta y clavarse en
la tierra empapada.
Sam lo vivió todo en una especie de
extraño frenesí; los sonidos, las
imágenes y las emociones se
amalgamaron de tal forma que no tuvo
certeza de lo que realmente ocurría.
Salió de la intensa furia y se vio
ayudando a Druitt el menor a clavar un
palo en el antebrazo de una criatura que
se revolvía en el suelo. Pese a tener
ambas piernas sujetas, siguió luchando,
rompió uno de los palos y a punto estuvo
de soltarse, hasta que los muchachos del
equipo de reserva intervinieron
certeramente colocándole una piedra
encima del brazo suelto.
Cuando retrocedió y se enjugó la
cara empapada de lluvia, Sam comprobó
que todos daban vivas. Todos menos él,
porque notaba la presencia de más
muertos que venían por el camino, por el
otro lado de la colina. Tras un rápido
examen comprobó que sólo quedaban
tres palos y que dos de los cinco bates
se habían roto.
—¡Retroceded! —ordenó, acallando
los vítores—. Vienen otros. Mientras
retrocedían, Nick y el sargento se
acercaron a Sam. Nick fue el primero en
preguntar en voz baja:
—¿Y ahora qué hacemos, Sam?
¡Esas cosas siguen moviéndose! Dentro
de media hora se habrán soltado.
—Ya habrán llegado las tropas de la
Frontera —masculló Sam, al tiempo que
echaba una rápida mirada al sargento,
que asintió con la cabeza—. Los que me
preocupan son esos otros que están
subiendo ahora. Lo único que se me
ocurre es…
—¿Qué? —inquirió Nick al
comprobar que Sam se interrumpía en
mitad de la frase.
—Son todos braceros, por tanto,
carecen del libre albedrío de los
muertos de verdad —contestó Sam—.
Además, son de confección reciente. Los
espíritus que los albergan hacen lo que
el nigromante les ordene, de manera que
no son ni poderosos ni listos. Si lograra
dar con el nigromante que los controla,
tal vez podría hacer que se atacaran
entre ellos o que dieran vueltas en
círculos. Con un poco de suerte, incluso
consigo que algunos regresen al reino de
los muertos.
—¡Pues entonces, a buscar al
nigromante ése! —pronunció Nick con
firmeza. Pese a que la voz no le tembló,
no pudo evitar echar una mirada
nerviosa colina abajo.
—No es tan sencillo —comentó
Sam, pensativo. Concetraba gran parte
de su atención en los braceros muertos
cuya presencia notaba por doquier.
Habría unos diez en el camino y otros
seis ocultos en el otro lado de la colina.
Ambos grupos comenzaron a formar en
filas irregulares. Estaba claro que el
nigromante se disponía a lanzarlos a
todos al ataque desde ambos flancos.
—No es tan sencillo —repitió Sam
—. El nigromante está allá abajo, en
alguna parte, al menos físicamente.
Aunque lo más seguro es que en realidad
se encuentre en el Reino de la Muerte,
donde habrá dejado su cuerpo protegido
por un hechizo o algún tipo de
guardaespaldas. Para llegar a él, tendré
que adentrarme en el Reino de la
Muerte… y no dispongo de espada, ni
de campanas, ni de nada.
—¿Adentrarte en el Reino de la
Muerte? —preguntó Nick elevando la
voz media octava. Iba a decir algo más,
pero bajó la vista y contempló a los
braceros empalados y se calló.
—Ni siquiera tengo tiempo de
levantar un escudo protector en forma de
diamante —rezongó Sam a media voz.
En realidad nunca había ido solo al
Reino de la Muerte. Siempre lo había
hecho acompañado de su madre, la
Abhorsen. Deseó con toda el alma que
estuviera allí para ayudarlo. Pero no
estaba, y a él no se le ocurría otra
solución. Podía salvarse solo, aunque
jamás se permitiría dejar atrás a sus
compañeros.
—Nick —dijo, tomando una
decisión—. Voy a adentrarme en el
Reino de la Muerte. Mientras esté allí,
no veré ni sentiré nada en este mundo.
Mi cuerpo parecerá congelado, de modo
que necesito que tú, con la ayuda del
sargento, me vigiles lo mejor posible.
Pienso regresar antes de que los muertos
hayan llegado hasta aquí; si no lo
consiguiera, tratad de detenerlos.
Lanzadles pelotas de críquet, cualquier
cosa que tengáis a mano. Si no conseguís
detenerlos, agarradme del hombro, pero
no me toquéis nada más que el hombro.
—De acuerdo —contestó Nick.
Estaba intrigadísimo y tenía miedo,
pero le tendió la mano. Sam se la
estrechó mientras los demás muchachos
los miraban con curiosidad o
contemplaban la lluvia. Sólo el sargento
se adelantó y le entregó a Sam su espada
por la empuñadura.
—Le hará más falta que a mí,
príncipe Sameth —dijo. Y como si le
leyera el pensamiento al muchacho,
añadió—: Ojalá estuviera aquí su
señora madre. Buena suerte, mi señor.
—Gracias —dijo Sam
devolviéndole la espada—. Por
desgracia, sólo me sirve una espada
encantada. Quédesela.
El sargento asintió y recuperó la
espada. Sam adoptó la postura de
defensa de los boxeadores y cerró los
ojos. Tanteó en busca del límite entre la
vida y la muerte y lo encontró sin
tropiezos; experimentó la extraña
sensación de la lluvia deslizándose por
la nuca al tiempo que el frío tremendo
del Reino de la Muerte, donde nunca
llovía, le daba en la cara.
Concentrando toda su fuerza de
voluntad, Sam empujó en dirección al
frío para que su espíritu se adentrara en
el reino de los muertos. A continuación,
sin previo aviso, se encontró allí, y notó
el frío en todo el cuerpo, no sólo en la
cara. Abrió los ojos como platos, vio la
luz grisácea y monótona del Reino de la
Muerte y notó en las piernas que la
corriente del río tiraba de él. De lejos le
llegó el rugido de la Primera Puerta y se
estremeció.
Entretanto, en el reino de los vivos,
Nick y el sargento comprobaron de
repente que el cuerpo de Sam se ponía
rígido. De la nada surgió una niebla que,
cual enredadera, se enroscó a sus
piernas. Ante sus ojos, vieron su cara y
sus manos cubrirse de escarcha, una
capa helada que la lluvia no conseguía
disolver.
—No sé si creer en lo que veo —
susurró Nick apartando la vista de Sam
para observar a los muertos que se
aproximaban.
—Más te vale dar crédito a tus ojos
—dijo el sargento sombríamente—.
Porque creas o no en ellos, te matarán.
En el reino de la
Muerte

xcepto por el rugido lejano de la


cascada que indicaba dónde se
encontraba la Primera Puerta, en el
E
Reino de la Muerte todo era silencio.
Sam se quedó quieto, muy cerca
del límite con la vida,
escuchando y mirando
atentamente. La extraña luz grisácea, que
parecía achatar las figuras y distorsionar
la perspectiva, no permitía ver a mucha
distancia. Sólo distinguía el río, de
aguas negrísimas, salpicadas por la
blanca espuma de los remolinos que se
formaban alrededor de sus rodillas.
Sam echó a andar con cautela por el
borde de la muerte, luchando contra la
corriente que intentaba tragárselo y
llevárselo lejos. Calculó que el
nigromante también estaría cerca de la
Frontera con el reino de los vivos,
aunque el muchacho no tenía ninguna
duda de que estuviese yendo en la
dirección correcta para dar con él… o
con ella. El muchacho carecía de la
habilidad necesaria para saber en qué
lugar de aquel vasto reino de los
muertos se encontraba en relación con la
vida, lo único que tenía claro era dónde
estaba el punto que iba a permitirle
regresar a su cuerpo.
Se movía con más cautela que la
última vez que había estado allí. Había
sido el año anterior, en un recorrido
hecho con su madre, la Abhorsen. Ahora
que iba solo y desarmado, la sensación
era completamente distinta. Si bien era
cierto que silbando y batiendo palmas
podía ejercer cierto control sobre los
muertos, sin las campanas le sería casi
imposible dominarlos y expulsarlos.
Seguramente se trataba de un mago del
Gremio con unas habilidades más que
notables, pero el nigromante podía muy
bien ser un adepto de la magia libre, en
cuyo caso, Sam se encontraría en franca
desventaja.
La única táctica posible era
acercarse sigilosamente a su enemigo,
pescarlo desprevenido, algo que sólo
era posible si el nigromante estaba
concentrado por completo en buscar y
someter espíritus muertos. Sam se dio
cuenta de que lo peor de todo era que al
avanzar en ángulo recto contra la
corriente hacía mucho ruido. Por más
que intentara ir despacio, le resultaba
imposible silenciar el chapoteo.
Además, se trataba de una tarea ardua,
tanto física como mentalmente, pues el
río tiraba de él y le llenaba la cabeza de
sensaciones de cansancio y derrota. Qué
fácil sería tumbarse y dejarse llevar por
la corriente, no tenía ninguna
posibilidad de vencer…
Sameth frunció el ceño y se obligó a
seguir avanzando y a expulsar de su
mente aquellos pensamientos morbosos.
Como seguía sin encontrar señales del
nigromante, comenzó a preocuparse de
que su enemigo no estuviese en el Reino
de la Muerte. A lo mejor estaba en el
reino de los vivos, ordenando a los
muertos que atacaran. Sam tenía la
certeza de que Nick y el sargento harían
lo imposible por proteger su cuerpo,
pero estarían indefensos frente a la
magia libre del nigromante.
Por un instante, Sam pensó en
regresar, y fue entonces cuando un leve
sonido lo obligó a centrarse en la
muerte. Oyó una nota suave, purísima,
que al principio parecía venir de muy
lejos, pero que avanzaba a toda
velocidad hacia él. Vio entonces las
ondas que acompañaban el sonido,
ondas que se movían en ángulo recto con
respecto a la corriente del río… ¡e iban
directamente hacia él!
Sam se tapó las orejas con las manos
y apretó con fuerza. Conocía aquel
llamado prolongado y clarísimo.
Provenía de Kibeth, la tercera de las
siete campanas. Kibeth, la caminante.
La nota solitaria se deslizó entre los
dedos de Sam y penetró en sus oídos
llenando su mente con su fuerza y su
pureza. Luego cambió y se convirtió en
una serie de sonidos casi idénticos.
Juntos formaron un ritmo que recorrió el
cuerpo de Sam, llegó a sus miembros e
hizo palpitar un músculo aquí, otro allá,
impulsándolo hacia adelante, contra su
voluntad.
Desesperado, Sam intentó fruncir los
labios para silbar un hechizo defensivo
o producir incluso un ruido al azar que
pudiera interrumpir la llamada de la
campana. Imposible, las mejillas no le
respondían, y las piernas comenzaron a
chapotear en el agua llevándolo a toda
prisa hacia el lugar de donde provenía
el sonido, hacia quien tañía la campana.
Demasiado deprisa, porque el río
tuvo así ocasión de aprovecharse de la
súbita torpeza de Sam. La corriente
cobró fuerza enredándose entre los pies
del muchacho, tiró de una de sus
piernas, lo hizo tambalear tumbándolo
como un bolo. El príncipe Sameth se
hundió estrepitosamente en las aguas.
Los mil puñales del frío atravesaron su
cuerpo entero.
La llamada de Kibeth se interrumpió
entonces, pero lo mantuvo sujeto, como
un pez al anzuelo. Kibeth intentó
llevarlo de vuelta pese a que la
corriente pugnaba por retenerlo en sus
garras. Sam luchó por mantener la
cabeza despejada, por tomar aire antes
de tragar agua. Los efectos de la
campana y la corriente eran demasiado
fuertes, lo obligaron a enzarzarse en una
pelea en la que había perdido el control
de su cuerpo. Pese a que ya no oía a
Kibeth, se estremecía de pies a cabeza,
recorrido por la tremenda fuerza de la
Primera Puerta, la cascada que se lo
tragaba llevándolo cada vez más hacia
lo hondo, cada vez más cerca.
Sam hizo un esfuerzo sobrehumano y
consiguió sacar la cabeza a la superficie
y tomar aire. En ese instante, oyó que el
rugido de la puerta se elevaba en un
crescendo. Estaba demasiado cerca, lo
sabía, en cuestión de instantes la
corriente lo arrastraría hasta el otro lado
de la puerta. Desprovisto de las
campanas, sería presa fácil de
cualquiera de los habitantes del segundo
recinto. Aunque lograra huir de ellos,
probablemente estaba ya demasiado
débil para resistirse a la corriente. Sería
arrastrado hasta llegar a la Novena
Puerta, y al trasponerla, lo estaría
esperando la muerte definitiva.
Fue entonces cuando algo lo aferró
de la muñeca izquierda y notó que se
detenía de repente mientras el río bullía
y se arremolinaba imponente a su
alrededor. Sam estuvo a punto de
resistirse a quien lo rescataba, temía que
se tratara de alguna extraña criatura,
pero se impuso su temor al río, además
era tal su desesperación por respirar que
no pensó en otra cosa. Pataleó hasta
hacer pie y entonces tosió con fuerza
para expulsar el agua que se le había
metido en los pulmones.
Notó entonces que de la manga le
brotaba una nube de vapor y que la
muñeca le ardía. Lanzó un grito. El
miedo que le provocaba su captor
volvió a apoderarse de él; no se atrevía
a mirar para comprobar de quién… o de
qué se trataba.
Sam levantó la cabeza despacio.
Estaba en poder del nigromante al que el
muchacho había planeado pillar por
sorpresa. Se trataba de un hombre
enjuto, medio calvo, que vestía una
armadura de cuero, reforzada con placas
esmaltadas en rojo y, cruzada sobre el
pecho, llevaba una bandolera con
campanas.
En el Reino de la Muerte, la magia
libre aumentaba su estatura,
envolviéndolo en un gran manto de
sombra y fuego y la oscuridad avanzaba
cuando él lo hacía, transformando su
presencia en algo terrible y cruel. Al
tocar a Sam, aquella criatura le había
dejado un brazalete de ampollas; ahora
lo miraba echando llamas por las
cuencas de sus ojos.
En la mano izquierda sujetaba una
espada con la que apuntaba al cuello de
Sam, la hoja afilada a escasos
centímetros de su garganta. Una serie de
lenguas de fuego recorrían el acero
moviéndose como el mercurio y cayendo
a la superficie del río, donde seguían
ardiendo hasta acabar arrastradas por la
corriente.
Sam volvió a toser, no porque
tuviera necesidad, sino para disimular
su intento de recurrir al Gremio. En
cuanto estableció contacto, la espada se
acercó más y el humo acre del acero
encantado lo obligó a toser de verdad.
—No —dijo el nigromante con una
voz que destilaba magia libre y un
aliento que apestaba a sangre reseca.
Sam trató por todos los medios de
buscar una salida. No podía establecer
contacto con el Gremio ni enfrentarse a
puño limpio a la espada. Para colmo de
males, estaba paralizado, como si su
brazo hubiese quedado inmovilizado
para siempre en la garra ardiente del
nigromante.
—Regresarás a la vida y me
buscarás —le ordenó el nigromante, la
voz queda y dura, llena de confianza.
Sam comprobó que lo que oía no
eran sólo palabras. Sintió la obligación
de hacer exactamente lo que el
nigromante le pedía. Se trataba de un
hechizo de la magia libre, un hechizo
que no estaría completo hasta que no
quedara sellado con el poder de
Saraneth, la sexta campana. Y en ese
momento tendría Sam su oportunidad,
porque el nigromante se vería obligado
a soltarlo o a envainar la espada para
empuñar la campana.
«Ay, que me suelte —deseó Sam con
todas sus fuerzas, tratando de no tensar
demasiado los músculos para no delatar
sus intenciones—. Que me suelte, que
me suelte».
El nigromante optó por envainar la
espada y sacar con la mano derecha la
segunda campana en tamaño. Saraneth,
la que sojuzgaba. Con ella vincularía a
Sam a su voluntad, aunque era muy raro
que quisiera que el muchacho regresara
al mundo de los vivos. Los nigromantes
no sentían un especial interés por los
siervos vivos.
La mano que sujetaba a Sam no se
abrió un ápice. El dolor era intenso, tan
intenso que se hacía insoportable y el
muchacho decidió borrarlo de su mente.
De estar viéndose los dedos, habría
creído que le había quemado la mano a
la altura de la muñeca hasta haberla
separado del cuerpo.
El nigromante abrió con cuidado la
bolsa en la que guardaba a Saraneth.
Antes de que sujetara la campana por el
badajo para sacarla, Sam se lanzó hacia
atrás y cruzando las piernas en tijera,
enganchó al hombre por la cintura.
Cayeron los dos a las aguas heladas;
el nigromante despidió una enorme nube
de vapor en cuanto tocó el líquido
elemento. Sam quedó debajo y el agua le
llenó la boca y la nariz y llegó a sus
pulmones. Pese al frío, notó un ardor en
los muslos, pero no aflojó la llave. El
nigromante se retorcía para soltarse;
Sam entreabrió los ojos bajo el agua y
comprobó que el nigromante era una
silueta de fuego y oscuridad, más
monstruosa y mucho menos humana que
antes.
Con la mano que le quedaba libre,
Sam tiró con fuerza de la bandolera del
nigromante tratando de coger una de las
campanas. Al tocarlas, le resultaron
extrañas, los mangos de ébano eran
ásperos y cortantes, muy distintos de la
caoba suave, cargada de marcas del
Gremio, con la que estaban hechos los
mangos de las campanas de su madre.
Sus dedos no conseguían sujetar ni un
solo mango, sus piernas iban cediendo
poco a poco ante la fuerza descomunal
del nigromante, que seguía asiéndolo sin
piedad de la muñeca… Sam se había
quedado sin aliento.
La corriente se avivó
envolviéndolos a ambos en un
vertiginoso torbellino hasta que Sam no
supo ya qué más hacer para respirar.
Fueron arrastrados hasta caer por la
cascada de la Primera Puerta.
La cascada les dio mil vueltas y se
encontraron en el segundo recinto donde
Sam no consiguió seguir sujetando al
nigromante. El hombre deshizo la llave
de Sam y le dio un codazo en el
estómago que le hizo soltar el poco aire
que le quedaba en los pulmones
produciendo una explosión de burbujas.
Sam trató de devolver el golpe, pero
estaba tragando agua en vez de aire y se
había quedado sin fuerzas. El
nigromante lo soltó y se alejó de él,
moviéndose en el agua como una
serpiente; a partir de ese momento, el
muchacho no tuvo más meta que luchar
por su vida.
Poco después, Sam llegó a la
superficie y tosió con furia tragando
tanta agua como aire. Al mismo tiempo y
pese a la corriente, hizo lo imposible
por mantener y por localizar a su
enemigo. Abrigó una chispa de
esperanza cuando comprobó que no
había señales del nigromante y que se
encontraba cerca de la Primera Puerta.
En el segundo recinto no era fácil
calcular las distancias, pues la luz
poseía una particularidad que impedía
ver más allá de lo que tocabas.
No obstante, Sam distinguía la
espuma de la cascada y cuando avanzó a
trompicones, tocó el agua corriente de la
Primera Puerta y no le quedó más que
recordar el hechizo que le permitiría
cruzarla. Estaba escrito en El libro de
los muertos, que había empezado a
estudiar el año anterior. Pensó en el
grueso volumen y ante sus ojos brillaron
las páginas y las palabras del hechizo de
la magia libre, dispuestas para que él las
pronunciara.
Abrió la boca… y dos manos
ardientes lo agarraron de los hombros
lanzándolo de cabeza al río. Esta vez no
tuvo ocasión de contener la respiración;
su grito, convertido en burbujas y
espuma, apenas alteró el fluir del río.
El dolor lo obligó a volver en sí. El
dolor en los tobillos, la extraña
sensación en la cabeza. Tardó un instante
en darse cuenta de que seguía en el
Reino de la Muerte, aunque cerca de la
Frontera con la vida. Y de que el
nigromante lo sujetaba cabeza abajo por
los tobillos, mientras Sam seguía
soltando agua por la nariz y las orejas.
El nigromante volvía a hablar,
pronunciaba palabras poderosas que se
elevaban alrededor de Sam como aros
de acero. El muchacho notó cómo lo
aprisionaban y fue consciente de que
debía resistirse. Era inútil. Apenas
podía mantener los ojos abiertos, e
incluso ese mínimo esfuerzo exigía de
toda su energía y su voluntad.
El nigromante seguía hablando; sus
palabras iban tejiendo una trama
alrededor de Sam hasta que comprendió
al fin lo único importante: el nigromante
lo devolvía a la vida y aquel hechizo
vinculante tenía por finalidad que él
hiciese lo que le ordenaban.
El hechizo vinculante carecía de
importancia. Nada importaba más que
regresar al reino de los vivos. Le daba
igual que, una vez estuviese de vuelta,
tuviera que seguir los terribles designios
del hechicero. Estaría otra vez en el
reino de los vivos…
El nigromante le soltó un tobillo y
Sam se balanceó como un péndulo; su
cabeza rozó apenas la superficie del
agua. El hechicero parecía haberse
vuelto muchísimo más alto, porque no
levantaba demasiado el brazo. Aunque
tal vez, pensó Sam pese al embotamiento
que le producían el dolor y el asombro,
cabía la posibilidad de que él hubiera
encogido.
—Me buscarás en el reino de los
vivos, allí donde el camino se hunde y
las tumbas yacen abiertas —le ordenó el
nigromante.
El hechizo se apoderó de Sam con
tanta firmeza que se sintió como una
mosca atrapada en una telaraña. Todavía
faltaba el sello de Saraneth. Sam se
revolvió al ver aparecer la campana,
pero su cuerpo ya no lo obedecía.
Intentó invocar al Gremio y en lugar del
agradable consuelo del flujo incesante
de marcas, se sintió envuelto en un
inmenso torbellino de fuego, una
vorágine que amenazaba con quemarle
la mente, tal como había ocurrido con su
cuerpo.
Saraneth sonó, profunda, clara, y
Sam lanzó un grito. El instinto lo ayudó
a dar con la única nota que desentonara
con la campana. El grito se impuso al
tono imperioso de Saraneth y la
campana se quebró en la mano del
nigromante, su toque transformado en un
sonido agudo y ronco. El nigromante lo
soltó de inmediato y trató de sujetar el
badajo con la mano, porque las
campanas que tañían desafinadas tenían
consecuencias desastrosas para quien
las empuñaba.
Cuando la campana calló al fin, el
nigromante se concentró otra vez en el
muchacho. No lo encontró por ninguna
parte, y además, era imposible que la
corriente lo hubiese sustraído de su vista
tan deprisa.
Nicholas y el
Nigromante

am regresó al reino de los vivos donde


fue recibido por el seco tableteo de las
ametralladoras y un paisaje en blanco y
S
negro teñido por el brillo descarnado de
las bengalas con paracaídas que
caían lentamente en medio de la
lluvia.
El hielo se resquebrajó al primer
movimiento del muchacho; en la
escarcha que cubría su ropa se formaron
extraños dibujos. Sam dio un paso al
frente y cayó de rodillas, llorando de
dolor y angustia, mientras con los dedos
arañaba el barro en busca del
reconfortante cobijo de la vida.
Poco a poco adquirió consciencia de
los brazos que lo sostenían y de la gente
que hablaba. No oía bien, porque las
palabras del nigromante continuaban
repitiéndose en su mente, ordenándole lo
que debía hacer. Intentó decir algo pese
a que le castañeaban los dientes por el
frío y, sin darse cuenta, imitó el ritmo de
los disparos.
—Nigromante… El camino se… se
hunde… cerca… cerca de las tumbas —
murmuró entrecortadamente, sin saber
bien a quién se dirigía ni qué estaba
diciendo.
Alguien lo agarró de la muñeca y
Sam soltó un grito; el dolor lo
encegueció mucho más que las bengalas
que como flores seguían abriéndose en
lo alto del cielo. Y tras el brillo, se hizo
la oscuridad. Sam perdió el
conocimiento.
—Está herido —dijo Nick al ver las
marcas de dedos y las ampollas en la
muñeca de su amigo—. Se ha quemado.
—¿Qué? —preguntó el sargento.
Un ese momento miraba ladera
abajo, veía cómo la roja estela de las
balas trazadoras describía arcos a ras
del suelo en la base de la colina y a lo
largo del camino. De vez en cuando, una
de estas estelas iba seguida de un súbito
estallido, una especie de soplo y la luz
cegadora del fósforo blanco. No cabía
duda de que las tropas de la Frontera se
abrían paso con brío hacia donde
estaban el sargento y los muchachos. Al
sargento le preocupaba la forma en que
los artilleros cruzaban el fuego a la
derecha y a la izquierda del camino.
—Sam se ha quemado —contestó
Nick, incapaz de apartar los ojos de las
marcas moradas que su amigo tenía en la
muñeca—. Tenemos que hacer algo.
—Ya lo creo —dijo el sargento,
como si de repente perdiera coraje al
ver que la última bengala se apagaba—.
Los soldados de allá abajo están
empujando hacia aquí a los muertos…
Deben de pensar que ya estamos
acabados, porque no ponen ningún
cuidado. Si no nos largamos, pronto nos
dispararán a nosotros también.
Como para corroborar el
comentario, otra bengala describió un
arco en lo alto y la ráfaga repentina de
una trazadora cruzó por encima de sus
cabezas como un trallazo. Todos se
agacharon y el sargento gritó:
—¡Poneos a cubierto! ¡A cubierto
todos!
Bajo la luz de la nueva bengala,
Nick vio unas negras siluetas salir de
entre los árboles e iniciar el ascenso de
la colina; por el paso desgarbado no
cabía duda de lo que eran. Al mismo
tiempo, uno de los muchachos situado al
otro lado de la colina gritó:
—¡Vienen por detrás! Un montón
de…
Sus palabras quedaron ahogadas por
los disparos de las ametralladoras y los
prolongados estallidos rojizos de las
trazadoras que hacían impacto en los
muertos, traspasándolos muchas veces.
Se retorcían, se tambaleaban con cada
disparo, pero no se detenían.
—Han conseguido enfilarlos hacia
la colina —dijo el sargento—. Llegarán
aquí antes de que las balas los
despedacen. Lo he visto otras veces. Las
balas nos despedazarán a nosotros
también.
Hablaba despacio, casi
mecánicamente; Nick advirtió que el
sargento había perdido la capacidad de
pensar, que tenía el cerebro saturado por
la situación de peligro y que no sabía
cómo reaccionar.
—¿No podemos hacerles alguna
señal a los soldados? —gritó por
encima de otra descarga.
Las negras siluetas de los muertos y
las brillantes estelas de las trazadoras,
hipnótico instrumento del destino,
avanzaban hacia ellos a un ritmo
inexorable, lentas, pero imparables.
La línea de una trazadora se acercó
peligrosamente a ellos y las balas
rebotaron en las piedras y la tierra,
pasaron silbando por encima de la
cabeza de Nick. Se agazapó más en el
barro, tiró de Sam para acercarlo a él y
cubrir con su cuerpo a su amigo
inconsciente.
—¿No podemos hacerles señas? —
repitió Nick desesperado, la voz
amortiguada, la boca llena de tierra.
El sargento no le contestó. Nick miró
hacia donde estaba el hombre y lo vio
tumbado, inmóvil. Se le había caído la
gorra ribeteada de rojo, su cabeza yacía
en un charco de sangre, una masa negra
bajo la luz de las bengalas. Nick no supo
bien si seguía respirando.
Vacilante, tocando el barro, tendió la
mano hacia el sargento mientras su
mente se llenaba de imágenes de balas
incrustándosele en el hueso. Rozó con
los dedos algo metálico, la empuñadura
de la espada del sargento. En otras
circunstancias habría retirado la mano,
pero en ese momento, alguien a su
espalda lanzó un grito, un grito tan
aterrado que aferró el acero con un
movimiento convulsivo.
Se dio media vuelta y vio perfilarse
a lo lejos a uno de sus compañeros;
luchaba con una silueta mucho más
grande. Lo tenía agarrado por el cuello y
lo agitaba como quien prepara un batido
de leche.
Sin pensar en que podía alcanzarlo
una bala, Nick se levantó para ayudar.
Al hacerlo, otros compañeros lo
imitaron y destrozaron al bracero muerto
con bates, palos y piedras.
Segundos después, lo tenían en el
suelo y empalado, aunque no habían sido
lo suficientemente rápidos para salvar a
su víctima. Harry Benlet tenía el cuello
roto y nunca más volvería a conseguir
tres metas en un solo partido, ni a saltar,
por el puro placer de hacerlo, los
bancos de la sala de exámenes en
Somersby.
La lucha con el bracero los había
llevado a lo alto de la colina, desde
donde Nick vio que los muertos
avanzaban por ambos flancos. Sólo los
que venían por la ladera del frente eran
derribados por los disparos. Vio desde
dónde tiraban los soldados y logró
distinguir algunos grupos. En la colina
más cercana había varias ametralladoras
y al menos cien soldados caminaban
entre los árboles a ambos flancos del
camino.
Nick contemplaba el panorama
cuando una descarga de balas trazadoras
se elevó de pronto en dirección a ellos.
Llegó a trescientos metros de distancia y
se interrumpió de repente. Con la lluvia
que caía, resultaba difícil ver con
claridad a tanta distancia, pero Nick
dedujo que quien disparaba había
parado para recargar la ametralladora o
cambiar el trípode de sitio, porque
divisó a varios soldados moviéndose
deprisa, era evidente que habían visto un
blanco: las siluetas perfiladas en lo alto
de la colina.
—¡Moveos! —gritó, se agazapó y se
lanzó colina abajo.
Deslizándose como un fardo por un
tobogán, los demás lo siguieron como
locos y se detuvieron cuando varios de
los muchachos chocaron haciendo caer a
los demás.
Poco después, una bala trazadora
pasó por encima de sus cabezas y la
cima de la colina estalló provocando
una ola expansiva cargada de agua,
barro y balas que rebotaban.
Nick se agachó instintivamente pese
a haber llegado casi al final de la
ladera. En ese mismo instante, descubrió
tres hechos horripilantes: que había
dejado atrás a Sam, casi al otro lado de
la colina, que no tenía manera alguna de
hacerles señales a los soldados para que
no les disparasen, y que aunque
siguiesen en movimiento, los muertos les
darían alcance antes de que los soldados
hubiesen acabado con ellos.
En cuanto Nick se dio cuenta de
aquella terrible realidad, una energía y
una determinación inusitadas se
apoderaron de él y fue tal la claridad de
su pensamiento que no daba crédito a su
reacción.
—Ted, dame las cerillas —ordenó,
porque conocía el gusto de Ted por
fumar en pipa, pese a que lo hacía fatal
—. Los demás, traedme todo lo que esté
seco y arda. ¡Papel, lo que sea!
Sus compañeros se apiñaron a su
alrededor, entusiasmados de poder hacer
algo al fin. Aparecieron cartas, barajas
sobadas y, tras cierta vacilación, las
páginas arrancadas de un cuaderno que,
hasta ese momento había contenido lo
que su propietario consideraba su prosa
inmortal. Y como guinda del pastel, un
botellín de brandy aportado por el más
inesperado de todos, Cooke el menor,
que respetaba las normas a rajatabla.
Las tres primeras cerillas se
apagaron con un ruido siseante en cuanto
las tocó la lluvia y la ansiedad de todos
se disparó hasta llegar a las nubes. Ted
utilizó la gorra para cubrir la cuarta. Se
encendió sin problemas y el papel
empapado en brandy ardió la mar de
bien. Una fogata de llamas anaranjadas,
con los toques azules del brandy, cobró
vida tiñendo de color el monótono
paisaje atravesado por una sucesión
aparentemente infinita de bengalas con
paracaídas.
—Estupendo —dijo bruscamente
Nick—. Ted, ¿por qué no vas con Mike
hasta donde dejamos a Sam y lo traéis
hasta aquí sin levantaros demasiado
para que no os vean? No os acerquéis a
la cima. Y no le toquéis las muñecas,
que las tiene quemadas.
—¿Y tú qué vas a hacer? —preguntó
Ted tras cierta vacilación, mientras las
balas trazadoras seguían volando sobre
la colina y las granadas de fósforo
blanco estallaban a lo lejos. Era
evidente que tenía miedo de ir, aunque
no pensaba reconocerlo.
—Intentaré encontrar al nigromante,
el hombre que controla todo lo que está
pasando —contestó Nick, blandiendo la
espada—. Sugiero que los demás os
pongáis a cantar, para que el ejército
sepa que los que estáis junto a la fogata
sois personas de verdad. Además,
tendréis que mantener a raya a las
criaturas, entretanto, intentaré que me
sigan las que están más cerca.
—¿Que cantemos? —inquirió Cooke
el menor. Parecía tranquilo,
probablemente porque se había tomado
la mitad del botellín antes de entregarlo
—. ¿Y qué vamos a cantar?
—La canción del colegio —contestó
Nick por encima del hombro
dirigiéndose colina abajo—. Es la única
que se sabe todo el mundo.
Para mantenerse fuera del alcance de
las ametralladoras, Nick rodeó la colina
para descender en dirección a los
muertos, que se encontraban ahora
detrás de su posición original. Mientras
corría, agitó la espada por encima de la
cabeza y gritó palabras sin sentido que
quedaron ahogadas por el tableteo
constante de las ametralladoras.
Había cubierto la mitad de la
distancia que mediaba entre él y los
braceros más cercanos cuando los
muchachos empezaron a cantar lo
bastante alto para imponerse al fragor de
la batalla, con un volumen mucho mayor
de lo que el maestro de coro de
Somersby jamás hubiera soñado.
A Nick le iban llegando frases
sueltas de la letra mientras amagaba
hacia la izquierda, delante de los
braceros, para acabar saliendo
disparado hacia la derecha y dirigirse
hacia los árboles y el camino.
«Sigue el camino del honor…».
Aminoró el paso para no tropezar
con un tronco. Entre los árboles había
una mayor oscuridad, la luz de las
bengalas que brillaba en lo alto quedaba
oculta por el follaje. Nick se arriesgó y
echó un vistazo a sus espaldas; se sintió
aterrado y contento a la vez al
comprobar que por lo menos algunos de
los muertos habían virado en redondo y
lo seguían. El terror es la más fuerte de
las emociones; lo impulsaba a correr
entre los árboles más deprisa de lo que
el sentido común aconsejaba.
«Juega por el puro placer de
jugar…».
La letra de la canción del colegio se
interrumpió cuando Nick abandonó el
refugio de los árboles, plantó ambas
manos en una pared de piedra, saltó por
encima, cayó unos dos metros y se
encontró en el camino hundido. La
espada salió disparada de su mano y él
aterrizó sobre el asfalto amortiguando la
caída con las manos, que le quedaron en
carne viva.
Se quedó tumbado en el camino,
para recuperarse y luego empezó a
incorporarse. Estaba a gatas cuando notó
que alguien se encontraba ante él. Unas
botas de cuero con rodilleras metálicas
taconearon al acercársele.
—De modo que has venido como te
he ordenado, aunque no traes a Saraneth
para sellar la promesa —dijo el hombre.
La voz de aquel hombre poseía la
extraña cualidad de apagar todos los
demás sonidos que llenaban los oídos de
Nick. Los disparos, las explosiones de
las granadas, el canto…, todo
desapareció. Sólo se oía aquella
tremenda voz, una voz que le inspiraba
un terror indescriptible. Nick había
empezado a levantar la cabeza cuando el
hombre le habló, pero enseguida tuvo
miedo de mirarlo. Su instinto le decía
que se trataba del nigromante en cuya
busca se había lanzado de forma tan
atolondrada. Se limitó a fijar la vista en
el suelo, la visera de la gorra de críquet
le ocultaba la cara impidiéndole ver una
mirada que intuía terrible.
—Levanta la mano —le ordenó el
nigromante. Las palabras atravesaron el
cerebro de Nick como hierros
candentes. El muchacho se arrodilló
despacio, como si rezara con la cabeza
inclinada, y tendió la mano derecha
ensangrentada.
El nigromante acercó la mano
despacio, con la palma hacia fuera, y
tocó la del muchacho. Nick pensó que
iban a darse un apretón de manos y en
ese mismo instante le vino a la mente las
marcas de las serias quemaduras que
tenía Sam en las muñecas. ¡Eran marcas
de dedos! Fue incapaz de reaccionar. Su
cuerpo estaba paralizado por la fuerza
de las palabras del nigromante.
La mano del nigromante se detuvo a
pocos centímetros, algo temblaba bajo
la piel de la palma, como un parásito
que trataba de salir. Y quedó libre. Era
una fina lámina de metal plateado que,
poco a poco, se dirigió hacia la mano
abierta de Nick. Quedó suspendida en el
aire un segundo y luego dio un brinco.
Nick notó cómo le golpeaba la
palma, penetraba en su piel y se perdía
en su torrente sanguíneo. Lanzó un grito,
su cuerpo se arqueó, presa de las
convulsiones y, por primera vez, el
nigromante le vio la cara.
—¡Tú no eres el príncipe! —aulló el
nigromante. Levantó la espada cortando
el aire y la bajó hacia la muñeca de
Nick. El acero se detuvo a menos de un
centímetro de su blanco mientras las
convulsiones cesaban y el muchacho lo
miraba con calma, sosteniéndose la
mano contra el pecho.
En el interior de la mano, la lámina
de arcano metal avanzaba por los
complejos senderos de las venas del
muchacho. A este lado del Muro, no
tenía tanta fuerza, aunque la suficiente
para llegar a su destino final.
Alcanzó el corazón de Nicholas
Sayre un momento después y allí quedó
alojada. Al cabo de otro momento, el
muchacho comenzó a despedir por la
boca nubecillas de espeso humo blanco.
Hedge esperó mientras observaba el
humo. La nubecilla se disipó
repentinamente y Hedge sintió que el
viento rolaba al Este y que eso hacía que
sus fuerzas mermasen. Oyó el taconeo de
botas con tachuelas avanzar por el
camino y el zumbido de una bengala
disparada al cielo.
Hedge tuvo un instante de
vacilación, saltó el Muro de contención
con asombrosa destreza y se perdió
entre los árboles. Agazapado detrás de
los troncos, observó a los soldados que
se acercaban con cuidado al muchacho
desmayado. Algunos iban armados de
fusiles con bayonetas y había dos que
portaban ametralladoras ligeras Lewin.
Esas armas no constituían peligro alguno
para Hedge, sin embargo, otros soldados
del grupo llevaban espadas con las
brillantes marcas del Gremio y escudos
con el símbolo de los Exploradores de
la Frontera. Estos hombres lucían
marcas del Gremio en la frente y eran
magos experimentados, pese a que el
Ejército negaba su existencia.
Hedge lo sabía, eran muchos, los
suficientes para apresarlo. Casi todos
sus braceros muertos habían
desaparecido, o bien inmovilizados de
un modo que no acababa de comprender,
o devueltos al Reino de la Muerte
cuando los cuerpos ocupados
recientemente quedaban demasiado
dañados para seguir albergándolos.
Hedge parpadeó, mantuvo los ojos
cerrados un brevísimo instante, único
gesto por el que reconocía que su plan
se había ido al garete. No obstante,
había conseguido pasar cuatro años en
Ancelstierre y poner en marcha otras
tramas. Pronto volvería por el
muchacho.
Hedge huyó al abrigo de la
oscuridad mientras los camilleros
recogían a Nick; un joven oficial
convenció a los colegiales que seguían
en la colina de que de verdad podían
parar de cantar; Ted y Mike procuraron
contarle a Sam, que a duras penas se
tenía en pie, lo que había ocurrido
mientras un médico del ejército le
revisaba las quemaduras de las muñecas
y las piernas y preparaba una inyección
de morfina.
La mano de un padre
todo lo cura

l hospital de Bain era relativamente


nuevo, lo habían construido seis años
antes, cuando desde el Sur había llegado
E
un aluvión de reformas del sistema
hospitalario. En esos seis años
había muerto mucha gente en el
hospital y se encontraba lo
bastante cerca del Muro para que el
sentido de la muerte de Sam continuara
alerta. Debilitado por el dolor y la
morfina que le daban para calmarle los
dolores, Sam era incapaz de abstraerse
de su sentido de la muerte. Estaba
siempre presente, como una sombra, le
metía en los huesos su frío amargo
haciendo que su cuerpo estuviera
sumido en un estremecimiento perpetuo
y que los médicos le aumentaran la
medicación.
Soñaba con criaturas incorpóreas
que vendrían del Reino de la Muerte
para terminar lo que el nigromante había
empezado y no conseguía despertar de
esos sueños. Cuando por fin lo lograba,
muchas veces veía a ese mismo
nigromante acercarse a él y entonces se
ponía a gritar y no paraba hasta que la
enfermera, que era en realidad quien se
le estaba acercando para ponerle otra
inyección, le daba más morfina y así
volvía a empezar el ciclo de pesadillas.
Sam estuvo cuatro días en este
estado, recuperando la conciencia para
volver a perderla, sin llegar nunca a
despertar del todo ni perder su sentido
de la muerte y el temor que llevaba
aparejado. A veces, alcanzaba la lucidez
suficiente para reparar en que Nick
estaba en la cama de al lado, con las
manos vendadas. En ocasiones se decían
alguna cosa, pero no era una
conversación de verdad, porque Sam no
contestaba a lo que le preguntaban ni
seguía el hilo de lo que Nick le decía.
Al quinto día todo cambió. Sam
volvió a caer en las garras de una
pesadilla que tenía lugar, una vez más,
en el Reino de la Muerte; se veía frente
a un nigromante que era muchas cosas a
la vez, en el agua, debajo del agua,
encima del agua. Sam echaba a correr,
se caía y se ahogaba, tal como había
ocurrido, y entonces lo aferraban de la
muñeca… pero en esta ocasión no lo
aferraban de la muñeca, sino del
hombro, y notaba una sensación fresca y
reconfortante. Esa mano que lo asía lo
ayudaba a salir de la pesadilla y lo
hacía volar hasta un cielo lleno de sol y
de marcas del Gremio.
Cuando Sam abrió los ojos vio la luz
por primera vez sin esa calidad
nebulosa que le daba a todo la morfina y
la sensación de vértigo. Notó unos
dedos que le tomaban el pulso en el
cuello; no tuvo necesidad de levantar la
vista para saber que eran los dedos de
su padre. Touchstone se encontraba junto
a su cama, con los ojos cerrados,
mientras pronunciaba un conjuro
curativo sobre el cuerpo de su hijo; con
un destello, las marcas salían de sus
dedos y entraban en Sam.
El muchacho miró a Touchstone y
agradeció que su padre tuviera los ojos
cerrados y no viera la trágica expresión
de alivio reflejada en la cara de su hijo
ni las lágrimas que el muchacho se
apresuró a enjugar de un manotazo. La
magia del Gremio le infundía calor por
primera vez en muchos días. Sam notaba
cómo las marcas iban eliminando los
medicamentos de su torrente sanguíneo y
se encargaban de calmarle el dolor
producido por las quemaduras. Sin
embargo, para alejar el miedo a la
muerte había bastado la presencia de su
padre. El muchacho seguía sintiendo el
reino de los muertos aunque lejano y
amortiguado, y ya no tenía miedo.
El rey Touchstone I concluyó el
hechizo y abrió los ojos. Unos ojos
grises como los de su hijo, pero los del
rey estaban llenos de preocupación y en
ellos se reflejaba el cansancio. Poco a
poco apartó la mano del cuello de Sam.
Estuvieron a punto de abrazarse pero
Sam vio que en la sala del hospital
había dos médicos, cuatro miembros de
la guardia de Touchstone y dos oficiales
del ejército de Ancelstierre, además de
un nutrido grupo de policías, soldados y
oficiales ancelstierranos que, desde el
corredor, espiaban por la puerta. De
modo que Sam y Touchstone se limitaron
a agarrarse de los brazos mientras el
muchacho se incorporaba en la cama. La
fuerza con la que Sam se sujetaba y su
renuencia a soltarlo indicaban cuánto se
alegraba de volver a ver a su padre.
Los dos médicos se quedaron de una
pieza al ver que Sam había vuelto en sí;
uno de ellos echó un vistazo a la hoja
clínica colgada a los pies de la cama,
para confirmar que el paciente había
estado varios días recibiendo
inyecciones endovenosas de morfina.
—¡Francamente imposible! —
comenzó a decir el médico hasta que la
fría mirada de uno de los guardias de
Touchstone lo convencieron de que su
opinión no era imprescindible.
Un leve ademán lo convenció de que
su presencia tampoco era
imprescindible y retrocedió en dirección
a la puerta.
Al igual que el rey, los guardias
lucían ternos de un sobrio gris oscuro,
para no alarmar las delicadas
sensibilidades de los ancelstierranos. El
efecto no acababa de quedar del todo
logrado porque también llevaban
espadas, ocultas con poco disimulo
entre las gabardinas enrolladas.
—El séquito —dijo Touchstone
secamente, al ver que Sam miraba a la
gente que ocupaba el corredor—. Les
dije que venía como un hombre más, a
ver a mi hijo, pero parece que hasta para
eso necesito escolta oficial. Espero que
te sientas con fuerzas para cabalgar. Si
nos quedamos mucho más, acabaré
arrinconado por alguna comisión o por
los políticos, seguro.
—¿Cabalgar? —preguntó Sam.
Repitió la pregunta dos veces, porque
tenía la garganta tan débil que al
principio no le salían las palabras—.
¿Voy a dejar el colegio antes de terminar
el trimestre?
—Sí —contestó Touchstone en voz
baja—. Te quiero en casa. Ancelstierre
ya no es un refugio seguro. La policía de
aquí detuvo al conductor de tu autobús.
Lo sobornaron con denarios de plata del
Reino Antiguo. Uno de nuestros
enemigos ha encontrado la manera de
trabajar a ambos lados del Muro. O al
menos ha encontrado la manera de gastar
dinero en Ancelstierre.
—Creo que estoy en condiciones de
cabalgar —dijo Sam, frunciendo el ceño
—. Quiero decir, no sé si me queda
alguna herida. La muñeca me duele…
Se interrumpió y se miró la venda.
Las marcas del Gremio continuaban
moviéndose alrededor del vendaje,
rezumaban de sus poros como una
especie de sudor dorado. Sam se dio
cuenta de que lo estaban curando,
porque la muñeca le dolía muy poco,
cuando antes el dolor había sido
insoportable, y las quemaduras leves en
muslos y tobillos habían desaparecido.
—Ya te podemos quitar la venda —
dijo Touchstone empezando a
desenrollarla. Mientras lo hacía, inclinó
la cabeza hacia su hijo y le susurró—:
No has sufrido daños físicos graves,
Sam. Aunque noto que tienes una herida
en el espíritu que tardará en curarse,
porque no está en mi mano sanarla.
—¿A qué te refieres? —preguntó
Sam, preocupado. De repente volvió a
sentirse niño, un niño muy alejado del
príncipe adulto que se suponía que debía
ser—. ¿Y mamá no podría curarme?
—No lo creo —contestó Touchstone,
posando la mano en el hombro de Sam.
Bajo la luz del hospital, los nudillos le
brillaron, plagados de las pequeñas
cicatrices blancas dejadas por años de
práctica con la espada e incontables
peleas—. Aunque no sé decirte cuál es
su naturaleza, lo único que puede
decirse es que está ahí. Deduzco que por
haberte internado en el reino de los
muertos sin estar preparado y sin contar
con la protección adecuada, un
fragmento de tu espíritu te ha sido
absorbido. No muy grande, pero lo
suficiente para que te sientas más débil
o más lento… en una palabra, menos tú
mismo. Con el tiempo lo recuperarás.
—No debí hacerlo, ¿verdad? —
murmuró Sam, mirando a su padre a la
cara en busca de alguna señal de
severidad o de reproche—. ¿Está mamá
enfadada conmigo?
—En absoluto —dijo Touchstone,
sorprendido—. Hiciste lo que
consideraste necesario para salvar a
otros. Fue muy valiente por tu parte y al
hacerlo, seguiste las mejores tradiciones
de ambas ramas de la familia. A tu
madre lo que más le preocupa eres tú.
—¿Entonces por qué no ha venido?
—preguntó Sam sin poder contenerse.
Era una pregunta petulante y en
cuanto cerró la boca, deseó no haberla
hecho.
—Al parecer, un mordacis se ha
metido en el cuerpo de un barquero de
Oldmond —le explicó Touchstone
pacientemente, igual que había
explicado tantas de las ausencias
necesarias de Sabriel a lo largo de la
infancia de Sam—. Recibimos noticia
de su presencia cuando estábamos
llegando al Muro. Montó en la
papelonave y fue a enfrentarse a él. Se
reunirá con nosotros en Belisaere.
—Si es que no le sale un viaje a
alguna otra parte —dijo Sam aun a
sabiendas de que el tono empleado era
amargo y que se comportaba como un
crío.
Pero podía haber muerto y, al
parecer, eso no era motivo suficiente
para que su madre fuera a verlo.
—A menos que reclamen su
presencia en alguna otra parte —
convino Touchstone con toda la calma
de que fue capaz.
Sam sabía que su padre estaba
haciendo un gran esfuerzo por no perder
los estribos, porque por sus venas corría
sangre de antiguo guerrero y Touchstone
temía dejarse llevar por ella. La única
muestra de esa furia la tuvo Sam una
vez, cuando un falso embajador de uno
de los clanes del Norte intentó apuñalar
a Sabriel con un tenedor de servir,
durante una cena de gala en palacio.
Rugiendo como una bestia enfurecida,
Touchstone levantó por los aires al
bárbaro, que medía metro ochenta, lo
lanzó por encima de la mesa y lo hizo
aterrizar sobre el cisne asado. Aquel
arrebato asustó más a los allí presentes
que el intento de asesinato, en especial,
porque a continuación, Touchstone
intentó levantar el doble trono y
arrojárselo al hombre. Por suerte, no lo
consiguió y al final, Sabriel pudo
calmarlo acariciándole la frente
mientras su marido tiraba con furia de la
base de mármol del trono.
Sam recordó aquel episodio justo
cuando vio que su padre entornaba los
párpados un segundo y en su frente se
dibujaba una arruga.
—Lo siento —murmuró—. Sé que
no le queda más remedio porque es la
Abhorsen.
—Sí —dijo Touchstone, y Sam
intuyó los profundos sentimientos que le
inspiraban a su padre las muchas y
frecuentes ausencias que exigía la lucha
de Sabriel contra los muertos.
—Entonces será mejor que me vista
—sugirió Sam sacando las piernas de la
cama. En ese momento reparó en que la
cama de al lado estaba vacía y hecha.
—¿Dónde está Nick? —preguntó—.
Estaba aquí internado, ¿no? ¿O también
lo soñé?
—No lo sé —respondió Touchstone,
que había conocido al amigo de su hijo
en sus anteriores visitas a Ancelstierre
—. Ya no estaba cuando yo llegué.
¡Doctor! ¿Ocupaba Nicholas Sayre esta
cama?
El médico se acercó a toda prisa.
Ignoraba quién era aquel visitante
extraño, pero era a todas luces
importante, ni quién era el paciente,
puesto que el Ejército había insistido en
mantener el secreto y utilizar sólo los
nombres de pila. Deseó en ese momento
no haber oído el apellido del otro
paciente, puesto que Sayre le sonaba.
Sin embargo, el Ministro Supremo no
tenía un hijo de esa edad, de manera que
podía tratarse de algún pariente, lo cual
era un alivio.
—El paciente Nicholas X —dijo,
recalcando la «X»—, fue entregado ayer
a los representantes de sus padres. Sólo
había sufrido una ligera conmoción y
algunas escoriaciones.
—¿Dejó algún mensaje? —preguntó
Sam, sorprendido de que su amigo no
hubiese intentado comunicarse con él de
algún modo.
—No lo creo… —comenzó a decir
el médico, pero se vio interrumpido por
una enfermera que se abrió paso entre
las filas de uniformes de color azul,
caqui y gris del corredor.
Era muy joven y bonita, tenía una
cabellera pelirroja que la cofia
almidonada no conseguía ocultar del
todo.
—Ha dejado una carta, majestad —
dijo con el acento característico del
Norte.
La muchacha era oriunda de Bain,
por eso sabía bien quiénes eran Sam y
Touchstone, mal que le pesara al
médico, que cogió la carta que la chica
le tendía con un bufido y se la entregó a
Sam, que la abrió inmediatamente.
Al principio, Sam no reconoció la
letra, pero luego supo que pertenecía a
Nick, aunque el tamaño era mucho
mayor de lo habitual y los trazos menos
regulares. Tardó un momento en deducir
que se debía a que Nick había escrito la
carta con las manos vendadas.

Querido Sam:
Espero que pronto estés
recuperado y puedas leer estas
líneas. Al parecer, yo me he
recobrado casi del todo, aunque
debo reconocer que los
acontecimientos de nuestra
noche poco corriente están
envueltos en una nebulosa.
Imagino que no te habrás
enterado de que se me metió en
la cabeza que debía ir tras ese
nigromante al que te fuiste a
perseguir no sé dónde. Por
desgracia, entre la oscuridad,
la lluvia y el paso en exceso
vivo, no conseguí otra cosa que
caer al camino hundido y
perder el conocimiento. Los
médicos dicen que fue una
suerte que no me rompiera los
huesos, aunque me han salido
unos morados la mar de
interesantes. ¡No guardo
ninguna esperanza de que las
debutantes de Corvere estén tan
dispuestas a echarles un vistazo
como la enfermera Moulin!
Entiendo que el Ejército ha
conseguido dar con tu padre y
que vendrá para llevarte a casa,
así que no acabarás el
trimestre. Diría que yo tampoco
me voy a molestar en
terminarlo, puesto que ya tengo
plaza en Sunbere. No será lo
mismo sin ti, ni sin el pobre
Harry Benlet. Ni sin Cochrane,
si me apuras. A la mañana
siguiente lo encontraron a cinco
kilómetros de donde nos pasó
todo, al parecer, murmuraba
cosas ininteligibles y echaba
espumarajos por la boca. Me
imagino que lo habrán
internado en el Hospital
Especial de Smithwen. Deberían
haberlo hecho hace años, claro.
Por cierto, estaba pensando
que podría ir a visitarte a tu
misterioso Reino Antiguo antes
de empezar la universidad la
primavera que viene. Debo
reconocer que mi interés
científico se vio azuzado por
esos cadáveres aparentemente
animados y la exhibición de eso
que hiciste, que no tengo la más
remota idea de lo que es. Estoy
seguro de que lo consideras
magia, pero confío en que todo
pueda explicarse aplicando
correctamente el método
científico. Espero ser yo quien
encuentre esa explicación,
claro. Teoría sobre la irrealidad
de Sayre. O ley de la
explicación mágica de Sayre.
El hospital es un
aburrimiento, sobre todo si tu
compañero de sala es incapaz
de mantener una conversación.
Así que tendrás que perdonarme
si me voy por las ramas. ¿Por
dónde iba? Ah, sí, los
experimentos en el Reino
Antiguo. Deduzco que el motivo
por el que no se ha llevado a
cabo antes una investigación
científica en toda regla es por
culpa del Ejército. ¿Quieres
creer que nada menos que un
coronel y dos capitanes vinieron
a verme ayer para que les
firmara una declaración por la
que admitía conocer la Ley de
Secretos Oficiales y por la que
me comprometía a no hablar ni
escribir nada sobre los
recientes y extraños
acontecimientos ocurridos
cerca de la Frontera? Olvidaron
prohibirme el uso de la lengua
de los signos, de modo que,
cuando vuelva, espero poder
informar a un periodista sordo.
No lo haré, claro está. Al
menos hasta que tenga algo
mejor que contarle al mundo…,
algún descubrimiento realmente
grande.
Los oficiales querían que tú
también firmaras, pero como no
estabas para burocracias, se
limitaron a esperar y a pelearse
entre ellos. Entonces les
expliqué que ni siquiera eras
ciudadano de Ancelstierre. Eso
les dio que pensar y se fueron al
pasillo a conferenciar con el
teniente al mando de la guardia.
Algo me dice a mí que la mano
derecha no se entera de lo que
hace la izquierda, puesto que
estos tipos eran del
Departamento de Asuntos
Jurídicos de Corvere y los del
corredor pertenecían al Cuerpo
de Exploradores de la Frontera.
Tuve ocasión de comprobar
algo muy interesante, que estos
últimos profesan esa peculiar
religión tuya, y llevan la marca
de casta o lo que quiera que
lleven en la frente. Me apresuro
a advertirte, sin embargo, que
la sociología está entre mis
intereses.
Bueno, me despido ya. Los
ancianos de mis padres han
enviado a una especie de
subsecretario privado del
supersecretario del chambelán,
más o menos uno de esos
personajes que forman parte de
la comisión asesora de
reconocido prestigio, para que
viniera a recogerme y llevarme
a la corte de Amberne. Al
parecer, mi padre está
demasiado ocupado con el
problema de los refugiados
sureños, las cuestiones que le
plantean en la Cámara y demás,
y tío Edward necesita su
apoyo… y bla, bla, bla… como
de costumbre. Y mi madre,
probablemente estaba
ocupadísima con sus cenas
benéficas o alguna otra
actividad apasionante. Te
escribiré pronto para que
organicemos mi visita. Espero
tenerlo todo a punto dentro de
un par de meses, a lo sumo tres.
¡Ánimo!

NICK, EL MISTERIOSO
PACIENTE X

Sam dobló la carta con una sonrisa.


Al menos Nick había pasado por la
terrible experiencia de aquella noche sin
sufrir verdaderos daños y con el sentido
del humor intacto. Era muy propio de él
que los muertos no hubiesen hecho más
que despertar su interés científico en
lugar de azuzar sus miedos.
—¿Todo en orden? —preguntó
Touchstone, que esperaba
pacientemente. Sam comprobó que casi
la mitad de los allí presentes habían
perdido todo interés y se habían retirado
al final del corredor, para no ser vistos y
charlar a sus anchas.
—Padre —dijo Sam—, ¿me has
traído ropa? Todo el equipo de la
escuela estará destrozado.
—Dadme la bolsa, por favor —dijo
Touchstone—. Los demás podéis salir,
si no os importa.
Como dos rebaños de ovejas a los
que les cuesta mezclarse, la gente que
quedaba en la sala intentó salir al mismo
tiempo que los del corredor intentaban
ayudar complicándolo todo mucho más.
Al final, todos acabaron fuera, salvo
Damed, el principal guardaespaldas de
Touchstone, un hombrecito delgado que
se movía a una velocidad alarmante.
Damed le entregó una maleta compacta
antes de salir y cerrar la puerta.
En la maleta había ropa
ancelstierrana obtenida, como la de
Touchstone y los guardias, en el
consulado del Reino Antiguo en Bain.
—Por ahora ponte esto —le sugirió
Touchstone—. En la Frontera nos
cambiaremos. Llevaremos ropa más
cómoda y práctica.
—Coselete y yelmo, botas y espada
—dijo Sameth quitándose la bata del
hospital por la cabeza.
—Sí —dijo Touchstone. Tras una
vacilación, agregó—: ¿Te molesta? Si te
apetece, podrías ir al Sur. Yo tengo que
volver al Reino. En Corvere podrías
estar a salvo…
—¡No! —gritó Sam.
Quería estar con su padre. Deseaba
llevar el peso del coselete, tocar el
pomo de la espada con la palma de la
mano. Por encima de todo, quería estar
con su madre en Belisaere. Porque sólo
entonces se sentiría verdaderamente a
salvo de la muerte… y del nigromante
que seguramente en ese mismo instante
esperaba en las frías aguas del río a que
Sam regresara.
Las ideas de Ellimere
sobre la educación de
un príncipe

ras dos semanas de esforzada cabalgata,


T
mal tiempo, comida no muy buena y
dolores musculares hasta
volver a adaptarse a la
montura, Sam llegó a la gran
ciudad de Belisaere para encontrarse
con que su madre no estaba. Sabriel
había pasado y había vuelto a
marcharse, requerida para hacer frente a
un presunto hechicero de magia libre y
jefe de unos bandidos, que atacaba a los
viajeros en el extremo norte del camino
de Los Clavos.
Un día más tarde, partió también
Touchstone a caballo, para asistir a una
sesión del Tribunal Supremo de
Estwael, donde un antiguo y encendido
enfrentamiento entre dos nobles familias
había desembocado en asesinatos y
secuestros.
En ausencia de Touchstone,
Ellimere, la hermana mayor de Sam, que
le llevaba catorce meses, actuaba en
calidad de corregente junto con Jall
Oren, el canciller. En realidad se trataba
de un formalismo, pues Touchstone rara
vez viajaba a más distancia que la
cubierta en un par de días por un halcón
mensajero, pero era un formalismo que
afectaría enormemente a Sam, porque
Ellimere se tomaba su responsabilidad
muy a pecho. Y creía que uno de sus
deberes como corregente era enmendar
los puntos flacos de su hermano menor.
Touchstone llevaba apenas una hora
fuera de casa cuando Ellimere fue en
busca de Sam. Dado que el rey se había
marchado al amanecer, Sam seguía
durmiendo. Se había recuperado de sus
heridas físicas, aunque todavía no
acababa de ser el de siempre. Se
cansaba con mayor facilidad que antes y
buscaba la soledad de los pasillos. Las
dos semanas que había pasado
levantándose antes del alba y
cabalgando hasta la caída del sol,
acompañado por el humor bullanguero y
campechano de los guardias, no habían
contribuido a que se sintiera menos
exhausto ni más sociable.
De manera que no le sentó nada bien
que, justo la primera mañana que tenía
para dormir un rato más, Ellimere fuera
a despertarlo abriendo de par en par la
ventana y retirándole las mantas. En el
Reino Antiguo el invierno había
comenzado varios días antes y hacía
francamente fresquito. La brisa del mar
que entraba a raudales por la ventana
podía calificarse, sin temor a errores,
como gélida, y los débiles rayos del sol
no hacían más que deslumbrar a Sam.
—¡Despierta! ¡Levántate! ¡Arriba!
—exclamó alegre Ellimere, con su voz
sorprendentemente profunda y cantarina
para ser mujer.
—¡Vete! —gruñó Sam, tratando de
recuperar las mantas.
Siguió un breve tira y afloja del que
Sam desistió cuando una de las mantas
se rasgó por la mitad.
—Mira lo que has hecho —dijo Sam
con amargura.
Ellimere se encogió de hombros. Se
suponía que era guapa, algunos hasta la
consideraban hermosa, pero Sam no
sabía apreciarlo. Por lo que a él
respectaba, Ellimere era la peste
personificada. Al nombrarla corregente,
sus padres la habían elevado a la
categoría de monstruo.
—He venido a hablar de tu agenda
—dijo Ellimere.
Se sentó al pie de la cama, con la
espalda erguida y las manos
entrelazadas regiamente sobre el regazo.
Sam vio que llevaba un tabardo fino,
con mangas acampanadas, de paño rojo
y dorado, encima del vestido de lino de
estar por casa; una especie de diadema
medio fastuosa le sujetaba la larga
cabellera negra peinada con esmero.
Dado que su atuendo habitual eran las
ropas de cuero para la caza y que
llevaba el pelo recogido de cualquier
manera para que no le cayera en la cara,
el aspecto que presentaba en ese
momento no era buen presagio para el
deseo de informalidad de Sam.
—¿Mi qué? —preguntó Sam.
—Tu agenda —repitió Ellimere—.
Seguro que tienes pensado pasar la
mayor parte del tiempo trasteando en ese
pestilente taller tuyo, pero me temo que
antes están tus deberes para con el
Reino.
—¿Qué? —preguntó Sam.
Se sentía cansadísimo y no tenía
fuerzas para afrontar aquella
conversación. Sobre todo porque entre
sus planes figuraba pasar la mayor parte
del tiempo en su taller de la torre. En los
últimos días, a medida que se acercaba
más y más a Belisaere, habían ido
aumentando sus ansias de disfrutar de la
soledad y la paz de su taller, con las
herramientas ordenadas en la pared,
encima de la cómoda con cajoncitos
llenos de materiales útiles como
alambre de plata o feldespato. Había
conseguido sobrevivir a la última parte
del viaje soñando con los nuevos
juguetitos y artilugios que construiría en
aquel remanso de calma y recuperación.
—El reino debe ser lo primero —
reiteró Ellimere—. La moral del pueblo
es muy importante y todos los miembros
de la familia deben contribuir a
mantenerla bien alta. Como único
príncipe, debes…
—¡No! —exclamó Sam, dándose
cuenta de repente de lo que su hermana
se proponía.
Saltó de la cama, la camisa de
dormir se le infló a la altura de las
piernas, y miró con rabia a su hermana,
hasta que ésta se puso en pie para
contemplarlo con aire de suficiencia. No
sólo era más alta que él, sino que tenía
la ventaja de llevar zapatos.
—Sí —dijo Ellimere, severa—. Se
celebra el Festival del Solsticio de
Verano. Harás el papel de pájaro del
amanecer. Mañana comienzan los
ensayos.
—¡Pero si faltan todavía cinco
meses! —protestó Sam—. Además, no
quiero ser el condenado pájaro del
amanecer. ¡El traje debe de pesar como
una tonelada y tendría que llevarlo
durante una semana entera! ¿No te ha
dicho papá que estoy enfermo?
—Me ha dicho que había que
mantenerte ocupado —dijo Ellimere—.
Y como nunca has bailado en el papel de
pájaro, te harán falta cinco meses de
práctica. Además, también está la
actuación al final del Festival de
Invierno, y para eso faltan apenas seis
semanas.
—No tengo piernas para ese papel
—masculló Sameth pensando en las
medias amarillas con ligas que había
que llevar debajo del plumaje dorado
del pájaro del amanecer—. Búscate a
otro con dos piernas como troncos de
árbol.
—¡Sameth! Te guste o no, vas a
bailar en el papel de pájaro —sentenció
Ellimere—. Ya es hora de que hagas
algo útil. Además, todas las mañanas, de
diez a una, deberás asistir junto a Jall a
las sesiones del Tribunal Inferior, y
harás prácticas de esgrima dos veces al
día con la guardia, y luego, tienes que
venir a almorzar… Nada de pedir que te
suban la comida a ese taller roñoso. Ah,
y para que aprendas perspectiva,
trabajarás con los galopillos los
miércoles alternos.
Sam lanzó un gemido y se tumbó en
la cama. Lo de las clases de perspectiva
era idea de Sabriel. Un día cada dos
semanas, Ellimere y Sam debían trabajar
en algún lugar de palacio, supuestamente
como la gente corriente. Aunque
resultaba muy difícil que, pese a que
fregaran platos y lustraran suelos como
el que más, los sirvientes olvidaran que,
al día siguiente, Sam y Ellimere
volverían a ser el príncipe y la princesa.
La mayoría de los sirvientes se
enfrentaban a la situación simulando que
Sam y Ellimere no estaban presentes; las
únicas excepciones eran la señora
Finney, la halconera, que les gritaba
como a todo el mundo. De manera que la
clase de perspectiva consistía en un día
de trabajo muy monótono, hecho en un
silencio y un aislamiento extraños.
—¿Y tú qué harás para las clases de
perspectiva? —preguntó Sam, pues
sospechaba que ahora que Ellimere era
corregente, aprovecharía para pasarlas
por alto.
—Trabajaré en los establos.
Sam resopló. El trabajo en los
establos era muy fatigoso, sobre todo
porque implicaba pasarse el día entre
montañas de estiércol. Aunque a
Ellimere le encantaban los caballos y
todo lo relacionado con ellos, de manera
que era muy probable que no le
importase.
—Mamá dijo también que debías
estudiar esto.
Ellimere se sacó un paquete
voluminoso de la manga. De inmediato
no resultaba reconocible, estaba
envuelto en un hule y atado con un trozo
de bramante grueso y peludo. Sam
tendió la mano hacia él y en cuanto sus
dedos tocaron el envoltorio, notó un frío
tremendo y la repentina presencia de la
muerte, pese a los hechizos y
encantamientos entretejidos en las
piedras preciosas que llevaba
incrustadas y que, según se suponía,
debían impedir todo intercambio con ese
frío reino.
Sam apartó la mano y se refugió en
el otro extremo de la cama; el corazón le
latía con fuerza y el sudor le humedeció
la cara y las manos.
Conocía el contenido de paquete en
apariencia inofensivo. Era El libro de
los muertos. Un pequeño volumen,
encuadernado en cuero verde, con
broches de plata deslustrada. Cuero y
plata cargados de magia protectora.
Marcas para someter y cegar, para
cerrar y apresar. Sólo quienes poseían
un talento innato para la magia libre y la
nigromancia eran capaces de abrir el
libro, y sólo un mago incorrupto del
Gremio podía cerrarlo. Era un
compendio de todas las tradiciones de la
nigromancia y la contranigromancia
reunida por cincuenta y tres Abhorsen a
lo largo de un milenio y mucho más,
porque su contenido no era nunca el
mismo sino que cambiaba según el
capricho del propio libro. Sam había
leído algunas partes en compañía de su
madre al lado.
—¿Qué te pasa? —preguntó
Ellimere, llena de curiosidad, porque
Sam se puso cada vez más pálido y
empezó a castañetear los dientes.
Depositó el paquete al pie de la
cama, se acercó a su hermano y le tocó
la frente.
—Estás frío —dijo, sorprendida—.
¡Helado!
—Estoy enfermo —masculló Sam
con un hilo de voz. El miedo le cerraba
la garganta. El miedo a que el libro lo
lanzara al reino de los muertos, el miedo
a verse otra vez bajo las aguas del frío
río, el miedo a ser arrastrado más allá
de la Primera Puerta…
—Métete otra vez en cama —le
ordenó Ellimere, en un arranque de
amabilidad—. Llamaré al doctor
Shemblis.
—¡No! —gritó Sam, al recordar al
médico de la corte y sus métodos
inquisitivos y curiosos—. Se me pasará.
Déjame solo un rato.
—Está bien —aceptó Ellimere,
cerró la ventana y ayudó a su hermano a
remeter lo que quedaba de las mantas—.
Si piensas que así te vas a librar de
interpretar al pájaro del amanecer, estás
equivocado. Tendrás que hacer el papel,
a menos que el doctor Shemblis diga que
estás gravísimamente enfermo.
—No lo estoy —dijo Sam—. Dentro
de unas horas me habré recuperado.
—¿Y qué te ha pasado a ti, si puede
saberse? —preguntó Ellimere—. Papá
no me dio demasiados detalles; tampoco
tuvimos tiempo para conversar. Me
comentó que habías ido al reino de los
muertos y que te metiste en líos.
—Más o menos eso fue lo que pasó
—murmuró Sam.
—Menos mal que no me ocurrió a
mí. —Ellimere cogió el paquete, lo
sopesó con curiosidad y lo lanzó junto a
Sam—. Me alegro de no tener aptitudes
para eso. ¡Imagínate que tuvieras que ser
rey y yo la Abhorsen! De todos modos,
me alegro de que ya hayas empezado a
pasearte por la muerte, porque en estos
momentos, a mamá le vendría de perlas
que la ayudaran, y le serás más útil así
que perdiendo el tiempo con tus trastos.
Y ten en cuenta que pensaba pedirte que
me hicieras dos raquetas de tenis, de
modo que a lo mejor no debería
quejarme. No consigo que nadie
entienda lo que quiero, y llevo sin jugar
un partido desde que dejé Wyverley.
Podrías hacerme unas, ¿verdad?
—Sí —contestó Sam, aunque no
pensaba en el tenis sino en el libro que
estaba a su lado, y en el hecho de que
era el Abhorsen en ciernes.
Todo el mundo esperaba que
sucediera a Sabriel. Tendría que
estudiar El libro de los muertos. Tendría
que volver a recorrer el Reino de la
Muerte y enfrentarse al nigromante… o a
cosas peores, si es que las había.
—¿Seguro que no quieres que llame
a Shemblis? —insistió Ellimere—.
Estás más blanco que un papel. Haré que
te suban una manzanilla, y creo que no
hace falta que empieces con el programa
hasta mañana. Mañana te sentirás mejor,
¿no?
—Eso creo —dijo Sam.
La proximidad del libro lo dejaba
petrificado. Ellimere le echó otra
mirada que contenía partes iguales de
preocupación, aburrimiento e irritación.
Giró en redondo y salió dando un
portazo.
Sam se quedó en la cama tratando de
respirar acompasadamente. Notaba la
presencia del libro a su lado, como si
fuera un ser vivo. Una víbora enroscada,
al acecho, esperando algún movimiento
suyo para atacar. Permaneció largo rato
tumbado, escuchando los ruidos de
palacio que subían flotando hasta su
alcoba en la torre, colándose incluso a
través de la ventana cerrada. El santo y
seña que daban los guardias en la
muralla; la conversación espontánea de
quienes cruzaban el patio y se
encontraban mientras iban a sus
ocupaciones; el entrechocar de las
espadas en el campo de prácticas que
estaba más allá del Muro interior. Y por
encima de todos aquellos ruidos, el
estrépito constante de las olas del mar.
Belisaere era casi una isla, y el palacio
estaba construido sobre una de sus
cuatro colinas, en la porción noreste. La
alcoba de Sam se encontraba en la torre
del acantilado, más o menos a media
altura. Pese a la distancia que separaba
la torre de la costa, en el curso de las
tempestades invernales más enfurecidas,
no era infrecuente que el rocío salobre
mojara su ventana.
Un criado le llevó una infusión de
manzanilla e intercambiaron unas pocas
palabras, aunque Sam no tenía ni idea de
lo que le dijo. La infusión se enfrió, el
sol siguió su curso por el cielo hasta que
cruzó de un extremo a otro de la ventana
y el aire volvió a enfriarse.
Y al final, Sam se movió. Con manos
temblorosas, se obligó a recoger el
paquete. Cortó el bramante con el
cuchillo que guardaba enfundado en la
cabecera de la cama y le quitó
rápidamente el hule sabiendo que, si se
detenía, sería incapaz de continuar.
Allí estaba, era El libro de los
muertos, el cuero verde brillaba como si
estuviese recubierto de sudor. Los
broches de plata que lo mantenían
cerrado estaban empañados, habían
perdido su lustre. Se aclararon cuando
Sam los miró y volvieron a empañarse,
aunque él no les había echado el aliento.
Había una nota, una sola hoja de
papel de bordes desiguales que llevaba
una sola marca del Gremio y el nombre
de Sam, escrito con la caligrafía de
trazos firmes e inconfundibles de
Sabriel.
Sam cogió la nota y utilizó el hule a
manera de guante para ocultar el libro
debajo de la cama. No soportaba verlo.
Todavía no.
Rozó entonces la marca del Gremio
del papel y la voz de Sabriel sonó en su
mente. Le habló deprisa, y por los
demás sonidos de fondo, Sam dedujo
que le había escrito el mensaje
inmediatamente antes de partir en su
papelonave para combatir a los muertos.

Sam:
Espero que te encuentres
bien y que sepas perdonarme
por no estar a tu lado en estos
momentos. Por el último
mensaje que tu padre me envió
con un halcón, sé que estás en
condiciones de cabalgar de
vuelta a casa, pero que el
encuentro que tuviste en el
reino de los muertos, ha sido
para ti una durísima prueba. Sé
lo que significa. Y estoy
orgullosa de que te arriesgaras
a adentrarte en el Reino de la
Muerte para salvar a tus
amigos. No sé si yo me atrevería
a hacer lo mismo que tú sin mis
campanas. Ten por seguro que
el paso del tiempo se encargará
de reparar el daño sufrido por
tu espíritu. Está en la
naturaleza de la muerte el
tomar, y en la de la vida, el dar.
Tu valentía me ha
demostrado que ha llegado el
momento de que inicies
formalmente tu preparación
como Abhorsen en ciernes. Es
algo que me enorgullece y me
entristece a la vez, porque
significa que te has hecho
mayor. Son muchas las cargas
del cargo de Abhorsen. Una de
las más pesadas de sobrellevar
es el hecho de que estemos
condenados a perdernos gran
parte de la vida de nuestros
hijos…, de tu vida, Sam.
He ido retrasando tu
aprendizaje porque quería que
siguieses siendo el niñito cuyo
recuerdo surge tan fácilmente
en mi memoria. Sé que hace
muchos años que has dejado de
ser ese niño, que ahora eres un
muchacho y que debo tratarte
como a tal. Para ello, debo
reconocer tu herencia y el papel
esencial que vas a desempeñar
en el futuro de nuestro reino.
Gran parte de esa herencia
se encuentra entre las páginas
de El libro de los muertos, que
ahora tienes en tus manos. Has
estudiado conmigo algunas de
sus páginas, pero ha llegado el
momento de que domines todo
su contenido, en la medida en
que esto es posible. No cabe
ninguna duda de que en estos
días he necesitado de tu ayuda,
pues se ha producido un extraño
renacer de los problemas, tanto
por parte de los muertos como
por parte de los seguidores de
la magia libre, y soy incapaz de
dar con la fuente de ninguno de
ellos.
A mi regreso, seguiremos
hablando de este asunto, por
ahora quiero que sepas que
estoy orgullosa de ti, Sameth.
Tu padre también. Bienvenido a
casa, hijo.
Con todo cariño,

MAMÁ.

Sam dejó caer la hoja sobre la


almohada. El futuro, tan brillante cuando
aquella pelota de críquet había descrito
un arco sobre las gradas permitiéndole
anotar seis puntos, se presentaba ahora
muy negro.
Una puerta con tres
señales

ara celebrar su decimonoveno


cumpleaños, Lirael y la Perra Canalla
decidieron embarcarse en una
P
exploración especial, aventurarse por el
agujero irregular de la pálida
piedra verde donde la espiral
principal de la Gran Biblioteca
se interrumpía abruptamente.
El agujero era demasiado pequeño
para que Lirael pasara por él, de modo
que la muchacha confeccionó para la
ocasión una piel con marcas del Gremio.
En los años transcurridos desde que
encontrara el libro Con piel de león,
había aprendido a hacer tres pieles del
Gremio. Las había elegido con sumo
cuidado por sus ventajas naturales. La
nutria de los hielos era pequeña y ágil, y
le permitía moverse por lugares
estrechos y cruzar fácilmente
extensiones cubiertas de hielo y nieve.
El oso bermejo era más grande y mucho
más fuerte que la forma natural de
Lirael, y su grueso pelaje la protegía del
frío y de los ataques. El búho bramador
le permitía volar y evitaba que la
oscuridad fuese un obstáculo, aunque
todavía no había ensayado el vuelo fuera
de las grandes salas de la biblioteca,
que nunca quedaban del todo a oscuras.
Las pieles del Gremio tenían, sin
embargo, ciertos inconvenientes. La
nutria de los hielos veía sólo en tonos de
gris, su perspectiva se mantenía pegada
al suelo e inducía un gusto por el
pescado que a Lirael le duraba hasta
varios días después de haberse quitado
la piel. El oso bermejo tenía poca vista
y llevar su piel ejercía en la muchacha
el efecto adverso de convertirla en un
ser malhumorado y goloso, efecto que le
duraba incluso tras dejar de utilizarla.
El búho bramador servía de poco a
plena luz del día; cuando Lirael se
quitaba su piel, los ojos le lloraban por
efecto de las brillantes luces del salón
de lectura. No obstante, estaba contenta
con el resultado general de las pieles
del Gremio, con la elección hecha, y se
sentía orgullosa de haber aprendido a
conjurar tres pieles del Gremio en
menos tiempo del que indicaba Con piel
de león. El mayor inconveniente era el
tiempo que llevaba prepararlas y
ponérselas. En circunstancias normales,
Lirael tardaba cinco horas o más en
preparar una piel del Gremio, otra hora
en doblarla como debía para que le
durara un par de días en el morral o el
bolso, y por lo menos media hora para
ponérsela. En ocasiones, toda la
operación se prolongaba más, en
especial con la piel de la nutria de los
hielos, porque era mucho más pequeña
que Lirael. Era como meter el pie en un
calcetín en el que sólo cabía el dedo
gordo, con la ventaja de que el calcetín
se iba estirando a medida que el pie se
encogía. Calibrar el procedimiento
resultaba una operación difícil; tanto
cambiar y encogerse acababa por
provocar náuseas y mareos a la
muchacha.
En el día de su cumpleaños, en vista
de que el agujero de la piedra tenía
menos de sesenta centímetros de
diámetro, la única forma que le serviría
era la de la nutria de los hielos. Lirael
empezó a ponérsela mientras la Perra
Canalla escarbaba el agujero. Al
parecer, con eso conseguía hacerse más
larga y más delgada hasta convertirse en
un perro salchicha como los que las
reinas de los pastores Rasseli llevaban
alrededor del cuello, tal como había
visto Lirael en su libro de viajes
favorito.
Al cabo de varios minutos de
frenética actividad con las patas
traseras, la perra desapareció. Lirael
lanzó un suspiro y siguió tratando de
embutirse la piel del Gremio. La perra
tenía un serio problema con las esperas,
y a Lirael la ofendió un poco el hecho de
que el can no aguardara siquiera el día
de su cumpleaños y que no la dejara
entrar primero. En realidad, no esperaba
que lo hiciese. Para Lirael, su
cumpleaños era la fecha más detestada
del año, el día en que la obligaban a
recordar todas las cosas malas de su
vida.
Ese año, como había ocurrido con
todos sus aniversarios, se había
despertado sin el don de la visión.
Aquello se había convertido en un viejo
agravio, en una cicatriz imborrable,
enterrada en lo más hondo de su
corazón. Lirael había aprendido a no
mostrar el dolor que le causaba, ni
siquiera a la Perra Canalla, con la cual,
por otra parte, compartía todos sus
pensamientos y sus sueños.
Lirael tampoco pensaba suicidarse,
como había decidido al cumplir los
catorce años, y como había considerado,
si bien fugazmente, a los diecisiete.
Había conseguido forjarse una vida que,
aunque no ideal, resultaba satisfactoria
en muchos sentidos. Seguía viviendo en
la Residencia de Jóvenes, y allí
continuaría hasta que, al cumplir los
veintiuno, le asignaran su propia alcoba;
sin embargo, como se pasaba casi todas
las horas del día en la biblioteca,
conseguía sustraerse en gran parte a las
intromisiones de Kirrith. Desde hacía
mucho tiempo, Lirael había dejado de
asistir a las ceremonias del despertar y a
los demás actos oficiales en los que el
protocolo mandaba lucir la túnica azul,
que ella tanto odiaba, símbolo evidente
de que no era una Clarvi con todas las
de la ley.
Se vestía con el uniforme de
bibliotecaria, incluso para desayunar, y
le había dado por cubrirse la cabeza con
una bufanda blanca, como hacían
algunas de las Clarvis más ancianas. De
esa manera ocultaba la cabellera negra
y, con el uniforme, nadie dudaba de
quién era, incluso entre los visitantes del
refectorio inferior.
La semana anterior a su cumpleaños,
las prendas de trabajo se habían visto
muy mejoradas cuando le cambiaron el
chaleco amarillo por otro rojo,
orgulloso símbolo de que Lirael había
sido ascendida a auxiliar segunda de la
bibliotecaria. El ascenso fue bien
recibido, aunque no estuvo exento de
dificultades, pues la carta oficial con la
cual se lo comunicaban, llegó de forma
inesperada, a últimas horas del día. En
la carta, Vancelle, la bibliotecaria jefa,
felicitaba a Lirael y le indicaba que a la
mañana siguiente haría una breve
ceremonia en el curso de la cual
despertarían otro hechizo de la llave que
llevaba en la pulsera y le enseñarían
ciertos encantamientos «acordes con las
responsabilidades y funciones de
segunda auxiliar de bibliotecaria en la
Gran Biblioteca de las Clarvis».
Por tanto, Lirael había pasado la
noche en su estudio, sin pegar ojo, para
poner a dormir los hechizos de las
llaves que ella ya se había encargado de
despertar en su pulsera y evitar así que
se descubriesen sus incursiones
prohibidas. Por desgracia, resultaba más
difícil ponerlos a dormir que
despertarlos. Tras muchas horas de
intentos fallidos, a las cuatro de la
madrugada, sus quejas desesperadas
despertaron a la perra, ésta echó un
poco de aliento a la pulsera, devolvió
los hechizos extra a su estado latente y
sumió a Lirael en un sueño tan profundo
que a punto estuvo de perderse la
ceremonia.
El chaleco rojo era un regalo de
cumpleaños por adelantado, al que
seguirían otros cuando llegara la fecha
señalada. Imshi y las otras jóvenes
bibliotecarias que trabajaban más
estrechamente con Lirael le regalaron un
portaplumas flamante, un bastoncillo de
plata con cabezas de búhos grabadas en
cuyo extremo llevaba dos pequeñas
garras en las que se podían introducir
todo tipo de plumines de acero. Iba en
una caja forrada de terciopelo que
despedía un dulce aroma a sándalo y
hacía juego con un tintero antiguo de
cristal verde aluminio, con reborde de
oro, adornado de runas que nadie sabía
leer.
Tanto el portaplumas como el tintero
constituían un comentario tácito sobre el
muy arraigado hábito de Lirael de hablar
lo menos posible. Siempre que podía,
escribía una nota. En los últimos años,
apenas había pronunciado más de diez
palabras seguidas y, con frecuencia, se
pasaba días enteros sin hablar con otros
seres humanos.
Evidentemente, las demás Clarvis
ignoraban que Lirael se resarcía de tanto
silencio en sus largas conversaciones
con la Perra Canalla. En ocasiones, sus
superiores le preguntaban por qué no le
gustaba hablar, a lo que Lirael no sabía
contestar. Lo único que sabía era que
conversar con las Clarvis le recordaba
todos aquellos asuntos que le estaban
vedados. Las conversaciones de las
Clarvis estaban plagadas de referencias
a la visión, eje central de sus vidas. El
silencio era para Lirael una forma de
protegerse del dolor, aunque no fuese
consciente del motivo.
Durante el té organizado con motivo
de su cumpleaños en la sala de
reuniones para jóvenes bibliotecarias,
una estancia informal en la que se solían
entablar animadas conversaciones
salpicadas de risas, Lirael se limitó a
pronunciar un «gracias» y a sonreír,
aunque fue una sonrisa acompañada de
ojos llorosos. Sus compañeras eran muy
amables. Aun así eran primero Clarvis y
luego bibliotecarias.
El último regalo lo recibió Lirael de
la Perra Canalla, que le dio un beso
enorme. Y como los besos perrunos se
componían de enérgicos lengüetazos en
la cara, la joven bibliotecaria se alegró
de abreviar la manifestación de buenos
deseos dándole la tarta que había
sobrado en el té.
—Es lo único que recibo, un beso
perruno —masculló Lirael. Ya se
encontraba medio metida dentro de la
piel de nutria de los hielos y le faltaban
todavía diez minutos para poder correr
tras su amiga. Lirael no lo sabía, pero
había muchas otras personas que habrían
deseado darle un beso de cumpleaños. A
lo largo de los años, varios jóvenes de
la guardia y algunos mercaderes que
visitaban con asiduidad a las Clarvis se
habían fijado en ella con creciente
interés. Ella les dejaba bien claro que se
encontraba muy bien sola. Estos
admiradores también habían notado que
la muchacha no hablaba, ni siquiera con
las Clarvis que cubrían el turno de
cocina. De manera que se limitaban a
observarla, y los más románticos
soñaban con el día en que se les
acercara y los invitara a subir a su
alcoba. Otras Clarvis lo hacían de vez
en cuando, pero Lirael no. Seguía
comiendo a solas y los soñadores
seguían soñando.
Lirael casi nunca reflexionaba sobre
el hecho de que a los diecinueve años
nadie la hubiera besado. Lo sabía todo
sobre la teoría del sexo, porque había
seguido las clases obligatorias de la
Residencia de Jóvenes y había leído los
libros de la biblioteca. Pero era
demasiado tímida para acercarse a
ninguno de los visitantes, ni siquiera a
los que veía con frecuencia en el
refectorio inferior, y además, había
pocos Clarvis del sexo opuesto.
Con frecuencia, oía de pasada a las
otras jóvenes bibliotecarias cuando
hablaban sin tapujos de los hombres, a
veces incluso con lujo de detalles. No
obstante, estaba claro que aquellas
relaciones no eran tan importantes para
las Clarvis como el don de la visión y su
trabajo en el Observatorio, y Lirael
juzgaba las cosas con las mismas
normas que sus compañeras. La visión
era lo más importante, lo que venía en
primer lugar. Cuando tuviese el don de
la visión, ya pensaría en hacer lo mismo
que las demás Clarvis, invitar a un
hombre a cenar en el refectorio superior
y a dar un paseo por el jardín perfumado
y después… tal vez a su cama.
En realidad, a Lirael ni se le pasaba
por la cabeza que pudiera gustarle a
ningún hombre como les ocurría a las
Clarvis de verdad. Como en todo lo
demás, la muchacha pensaba que una
Clarvi de verdad siempre resultaría más
interesante y atractiva que ella.
Fuera del trabajo, Lirael también
seguía un camino diferente al de otras
jóvenes Clarvis. A las cuatro de la
tarde, finalizado el turno en la
biblioteca, la mayoría se marchaba a la
Residencia de Jóvenes o a sus
habitaciones, o a uno de los refectorios,
o a las zonas de recreo donde se reunían
las Clarvis, como el jardín perfumado o
la escalinata del sol.
Lirael siempre iba en dirección
opuesta, bajaba del salón de lectura
hasta su estudio y despertaba a la Perra
Canalla. Con el ascenso le habían dado
un nuevo estudio en el que disponía de
una habitación más grande con un
pequeño cuarto de baño en el que había
un váter y lavabo con agua fría y
caliente.
Cuando terminaba de despertar a la
perra y de acomodar los distintos
objetos que tiraban al suelo con el
efusivo saludo, Lirael y su mascota
esperaban hasta la reunión del turno
nocturno de guardia, cuando todas las
bibliotecarias de guardia se juntaban
brevemente en el salón principal de
lectura para el reparto de tareas. Y así,
libres de toda mirada indiscreta, Lirael
y la Perra Canalla bajaban
sigilosamente la espiral principal y
pasaban a los niveles antiguos, por
donde las demás bibliotecarias rara vez
aparecían.
A lo largo de los años, Lirael había
conseguido conocer a fondo los niveles
antiguos y muchos de sus secretos y
peligros. También había ayudado a otras
bibliotecarias sin que ellas se enteraran.
Al menos tres de ellas habrían muerto si
Lirael y la Perra Canalla no se
hubiesen ocupado de varias criaturas
desagradables que habían logrado
colarse en la biblioteca.
—¡Vamos! —gritó la perra,
asomando la cabeza por el agujero.
Lirael ya tenía puesta la piel de
nutria, pero notaba la barriga rara. Tenía
un aspecto distinto y no conseguía saber
por qué. Se volvió para mirarla y rodó
por el suelo.
—Ya veo que estás contenta con el
nuevo chaleco —le dijo la perra con un
bufido.
—¿Cómo? —preguntó Lirael.
Se sentó e inclinó la cabeza para
mirarse la barriga peluda. Tenía un tono
de gris distinto del normal, aunque ella
no recordaba haberla cambiado.
—Las nutrias de los hielos no tienen
la barriga rojiza, mi querida auxiliar
segunda de bibliotecaria —le informó la
perra—. ¡Vamos!
—Ah —dijo Lirael.
Nunca antes había cambiado el color
de su piel. Aunque había que reconocer
que aquello denotaba un dominio
inconsciente de la confección de pieles
del Gremio. Sonrió y salió corriendo
detrás de la perra. Siempre habían
querido averiguar qué se ocultaba al
fondo de aquel pasadizo, pero por un
motivo u otro, nunca habían tenido
ocasión. Ahora iban a descubrir lo que
se escondía en el otro extremo de la
espiral principal.
—El túnel se ha desmoronado —
anunció la Perra Canalla, meneando la
cola de una manera que restaba
importancia a la aparente seriedad de la
noticia.
—¡Ya lo veo! —le soltó Lirael.
Estaba irascible, sobre todo porque
llevaba las dos últimas horas embutida
en la piel de nutria de los hielos. La piel
del Gremio empezaba a resultarle muy
incómoda, como una prenda muy sudada
que se te pega donde no debe. No había
nada que le hiciera olvidar la
incomodidad, porque el agujero situado
en el extremo de la espiral principal
había resultado muy aburrido. Al cabo
de un trecho se ensanchaba, pero por lo
demás, se limitaba a seguir un curso
zigzagueante, con avances y retrocesos
carentes de intersecciones, cámaras o
puertas interesantes.
Descubrieron entonces que
terminaba en una pared derruida de
hielo que les impedía continuar.
—No hace falta que rezongues, mi
ama —contestó la perra—. Además, hay
una forma de cruzarla. El glaciar ha
proseguido su avance, no hay duda, pero
seguro que alguna larva taladradora ha
abierto un paso. Si subimos, es muy
probable que demos con uno de esos
túneles por donde cruzar al otro lado.
—Perdona —se excusó Lirael
lanzando un suspiro al tiempo que
encogía los hombros de nutria con un
movimiento que recorría el resto de su
largo cuerpo cubierto de blanca piel—.
¿A qué esperas, pues?
—Ya casi es la hora de comer —
dijo la perra remilgadamente—. Te
echarán de menos.
—Di más bien que echas de menos
la comida que robo para ti —protestó
Lirael—. Nadie me echará de menos.
Además, no te hace falta comer.
—Pero tengo ganas —protestó la
perra, paseándose de un lado al otro y
evitando con destreza los trozos de hielo
desprendidos del espolón del glaciar
que les impedían seguir avanzando por
el túnel.
—Limítate a encontrar el camino,
por favor —le ordenó Lirael—. Utiliza
tu famoso olfato.
—A la orden, mi capitana —dijo la
perra, resignada. Empezó a escalar la
pared derruida de hielo derritiendo las
zonas donde clavaba las uñas—. La
larva taladradora está justo allá arriba.
Lirael subió a saltos tras su perra,
disfrutando de la ágil sensación de ser
una nutria de los hielos. Cuando se
quitara la piel del Gremio, el recuerdo
de aquella sensación la haría tropezar y
caminar haciendo eses durante unos
minutos, hasta que su mente volviera a
conectar con unos músculos diferentes.
La Perra Canalla se había puesto a
escarbar en el agujero de la larva
taladradora, un hoyo perfectamente
cilíndrico de casi un metro de diámetro
que atravesaba el centro mismo de la
barrera de hielo. Se trataba de una
perforación de tamaño medio. Las
grandes medían más de tres metros de
diámetro. Las larvas habían pasado a ser
una rareza en todos sus tamaños. Lirael
era probablemente uno de los pocos
habitantes del Glaciar de las Clarvis que
había visto una.
De hecho, había visto dos, con un
intervalo de varios años. En ambas
ocasiones, la perra las había olfateado
primero, y eso les había permitido a la
muchacha y a su mascota apartarse a
tiempo de su camino. Las larvas no eran
peligrosas, al menos de forma
intencionada, pero eran de reacciones
lentas y sus múltiples mandíbulas
rotativas se tragaban cuanto encontraban
a su paso: hielo, piedras, seres humanos
de reflejos lentos.
La perra dio un resbalón que no la
hizo retroceder como le habría ocurrido
a un can de verdad. Lirael notó que las
uñas de su mascota habían crecido el
doble para permitirle agarrarse al hielo.
Definitivamente algo que ningún chucho
de verdad era capaz de hacer, pero hacía
tiempo que Lirael se había resignado a
la idea de que no sabía muy bien qué era
su perra. No había duda de que había
nacido de la combinación de marcas del
Gremio y magia libre, sin embargo,
Lirael no estaba dispuesta a meditar
demasiado al respecto. Fuera lo que
fuese, la perra era la única amiga fiel
que tenía, y a lo largo de los últimos
cuatro años le había demostrado lealtad
en cientos de ocasiones.
Pese a sus orígenes mágicos, el olor
de su mascota era idéntico al de un
chucho de verdad, pensó Lirael,
especialmente cuando la Perra Canalla
estaba mojada. Como en ese momento,
cuando la nariz fruncida de nutria que
lucía Lirael iba pegada a las patas
traseras y la cola de la mascota,
mientras la seguía a través de la
perforación. Por suerte, el túnel no era
largo, y a Lirael se le olvidó el tufillo de
la perra en cuanto comprobó que faltaba
poco trecho para que el túnel llegara a
su fin. Vio el fulgor del techo, producto
de la magia del Gremio, y una especie
de pared azulejada.
—La habitación es antigua —
anunció la perra, al salir disparadas de
la perforación y caer sobre las baldosas
azules y amarillas del suelo.
Las dos se quitaron el hielo con tres
o cuatro sacudidas; Lirael imitó a su
perra y se meneó de la cabeza a los pies.
—Es cierto —reconoció Lirael,
reprimiendo el impulso de rascarse con
fuerza el cuello.
La piel del Gremio empezaba a
perder pelo e iba a necesitarla para
regresar a través de la perforación y el
túnel. Cerró con fuerza las garras de las
patas delanteras e intentó concentrarse
en la sala, tarea harto difícil con vista de
nutria porque su campo visual era
diferente y no veía los colores.
Una serie de marcas del Gremio
destinadas a crear luz iluminaban la
estancia desde el techo, aunque Lirael se
dio cuenta en seguida de que estaban
algo apagadas y que llevaban
encendidas mucho más tiempo del
habitual para las de ese estilo. En un
rincón había un escritorio de madera
rojiza al que le faltaba la silla. En una
de las paredes, cubierta de estantes
vacíos, había puertas de cristal
cerradas. Las marcas del Gremio para
repeler el polvo se movían sin cesar en
toda su superficie, como lustrosas
manchas de aceite en el agua.
En la pared más alejada se veía una
puerta de la misma madera rojiza,
tachonada de estrellas y torres de oro y
llaves de plata. Las estrellas de oro
tenían siete puntas, el emblema de las
Clarvis, y la torre era la divisa del
reino. Lirael ignoraba qué representaba
la llave de plata, aunque no se trataba de
un símbolo infrecuente. Muchas
ciudades y pueblos utilizaban la llave de
plata como divisa en sus escudos de
armas.
La muchacha notaba que la puerta
desprendía un poder mágico
considerable. Las marcas del Gremio
destinadas a cerrar y proteger corrían
parejas a las vetas de la madera, en la
que había otras marcas más que
describían algo que Lirael no alcanzaba
a comprender.
Olvidados los picores, empezó a
caminar hacia ella para comprobar de
qué se trataba, pero la perra se interpuso
en su camino, como quien pone freno a
un cachorrillo entusiasmado.
—¡Alto! —gañó—. Está protegida
por un guardián transmitido que vería en
ti únicamente a una nutria de los hielos y
te mataría. Debes aproximarte con tu
aspecto normal y permitir que sienta que
tu sangre es pura.
—Ah —dijo Lirael, se echó en el
suelo y dejó reposar la delgada cabeza
sobre las patas delanteras, los ojos
relucientes clavados en la puerta—. Si
vuelvo a adoptar mi aspecto normal,
tardaré gran parte de la noche en hacer
una nueva piel del Gremio. Nos
perderemos la cena… y las rondas de
medianoche.
—Hay ciertas cosas por las que vale
la pena perderse la cena —sentenció la
perra con tono profético.
—¿Y las rondas, qué? —preguntó
Lirael—. Será la segunda vez esta
semana. Aunque sea mi cumpleaños, me
caerá doble turno en la cocina…
—A mí me gusta que te den doble
turno en la cocina —contestó la perra,
lamiéndose los belfos, tras lo cual, le
dio un lengüetazo en la cara a su ama,
por si acaso.
—¡Aaaj! —exclamó Lirael.
No se decidía; seguía pensando no
sólo en el doble turno en la cocina, sino
en el sermón que le soltaría su tía
Kirrith.
Desde el fondo, la puerta de las
estrellas, las torres y las llaves la
llamaban…
Lirael cerró los ojos y pensó en la
secuencia de marcas del Gremio que le
permitirían deshacerse de la piel de
nutria; su mente se zambulló en el flujo
del Gremio, donde se apoderó de una
marca por aquí, de un símbolo por allá,
y con ellos tejió un conjuro. Pocos
minutos más y volvería a ser la Lirael de
siempre, la de la larga melena negra y
alborotada que tanto la diferenciaba de
sus primas rubias y castañas, la del
mentón más afilado que las redondas
caras de sus parientes, la de la piel
blanquísima que jamás se bronceaba, ni
siquiera con la intensa luz del sol
reflejada en el glaciar, la de los ojos
castaños, tan distintos de los azules o
verdes de las Clarvis…
La Perra Canalla contempló su
transformación; la piel de la nutria de
los hielos brilló recorrida por marcas
del Gremio que se enroscaron y reptaron
hasta convertirse en un torbellino de luz
que giró y giró, cada vez más reluciente
y veloz, hasta desaparecer. En su lugar
surgió una joven con el ceño fruncido y
los ojos cerrados con fuerza. Antes de
abrirlos, se pasó las manos por el
cuerpo, para comprobar si llevaba el
chaleco rojo, la daga, el silbato y el
ratón mecánico para las emergencias. Al
quitarse alguna de sus anteriores pieles
del Gremio, las ropas de Lirael habían
caído a trozos tras descoserse todas sus
piezas como por arte de birlibirloque.
—Bien —dijo la Perra Canalla—.
Ahora veremos si podemos abrir la
puerta.
Detrás de la puerta de
madera y piedra

irael avanzó dos pasos en dirección a la


puerta de madera roja y se detuvo al
comprobar que la magia del Gremio
L
llameaba y bullía ante ella y que el
marco despedía una intensa luz
amarilla que le obligó a inclinar
la cabeza y entrecerrar los ojos.
Cuando levantó la vista, plantado
delante de la puerta vio a un enviado del
Gremio, una criatura de carnes y huesos
mágicos, conjurada para un fin
específico. No se trataba de uno de los
ayudantes pasivos de la biblioteca, sino
de un guardián con forma humana,
aunque mucho más alto y corpulento que
cualquier hombre real, ataviado con una
cota de malla plateada, un yelmo de
acero con la visera baja, que le ocultaba
el rostro forjado por el hechizo. Inmóvil
como una estatua, estaba en guardia, con
la espada empuñada apuntando a
escasos centímetros del cuello de Lirael.
A diferencia de la carne y los huesos
mágicos de los enviados, sus armas o
herramientas siempre eran tangibles. En
ocasiones, tal como sospechaba Lirael
en el caso de la espada que la apuntaba,
eran incluso más duras, más afiladas y
más peligrosas que si hubiesen sido
forjadas en acero.
El enviado mantuvo la espada
tendida unos segundos, sin un solo
temblor. Acto seguido, con un
movimiento tan veloz que Lirael ni se
percató, la punta del acero rozó la
garganta de la muchacha causándole un
corte diminuto del que recogió una sola
gota de sangre.
Lirael reprimió un grito de asombro,
pero no se movió por temor a que
volviera a herirla. Conocía gran parte de
las tradiciones referidas a los enviados,
pues había seguido estudiándolos
incluso después de haber creado a la
perra. Sin embargo, no lograba precisar
con exactitud el verdadero fin de éste.
Por primera vez desde su enfrentamiento
con el stilken, sintió mucho miedo, y el
temor atávico a que la magia del Gremio
se hubiera torcido de algún modo le heló
los huesos.
El enviado levantó otra vez la
espada y Lirael dio un respingo, incapaz
de dominar el miedo. El guardia no
hacía más que permitir que la gota de
sangre se deslizara poco a poco por el
canal de la espada, como un chorrito de
aceite, sin dejar rastro en el acero
producto del Gremio. Al cabo de un
tiempo que se hizo eterno, la gota llegó a
la empuñadura y se extendió por la
guarda como la mantequilla sobre las
tostadas.
A espaldas de Lirael, la Perra
Canalla soltó una mezcla de suspiro y
ladrido al ver que el enviado hacía la
venia con la espada y se desintegraba,
los símbolos del Gremio que le habían
dado cuerpo se transformaron en volutas
que volaron por el aire y
desaparecieron. Poco después, del
enviado no quedaba rastro alguno.
Lirael se dio cuenta de que llevaba
un rato conteniendo el aliento y soltó el
aire con un soplido. Se palpó el cuello
esperando notar la desagradable
humedad de la sangre. No encontró
nada. Ni cortes, ni el más leve rasguño
en la piel.
La perra le dio un golpecito con el
morro a la altura de la rodilla. Pasó a su
lado, se volvió y le sonrió.
—Muy bien, has pasado esa prueba
—dijo—. Ahora puedes abrir la puerta.
—No estoy segura de querer hacerlo
—respondió Lirael, pensativa, sin dejar
de palparse el cuello—. Tal vez
deberíamos regresar.
—¡Qué dices! —exclamó la perra,
irguiendo las orejas con incredulidad—.
¿Y no ver lo que hay detrás? ¿Desde
cuándo has adoptado la filosofía del «yo
no me meto en esto»?
—Podía haberme rebanado el cuello
—dijo Lirael con la voz temblona—.
Estuvo a punto.
La Perra Canalla puso los ojos en
blanco y, exasperada, se dejó caer sobre
las patas delanteras.
—Estaba poniéndote a prueba, para
asegurarme de que en tus venas fluye la
sangre adecuada. Eres hija de las
Clarvis, ninguna criatura producto del
Gremio podría hacerte daño. No
obstante, como el gran mundo está lleno
de peligros, será mejor que vayas
haciéndote a la idea de que no debes
rendirte ante lo primero que te dé un
susto.
—¿Soy hija de las Clarvis? —
susurró Lirael con los ojos llenos de
lágrimas. Llevaba todo el año
conteniendo la pena, pero el día de su
cumpleaños le costaba mucho más. Ya
no podía reprimirla. Se agachó y abrazó
a la perra haciendo caso omiso del tufo
a humedad que despedía su pelambre—.
He cumplido diecinueve años y todavía
no tengo el don de la visión. No me
parezco al resto de las Clarvis. Cuando
ese enviado sacó la espada, de pronto
me di cuenta de que lo sabía. Sabía que
no soy una Clarvi y por eso iba a
matarme.
—Pero no lo hizo, porque eres una
Clarvi, so tonta —contestó la perra con
el mejor de los tonos—. Ya sabes lo que
les pasa a los perros de caza, de vez en
cuando, en alguna carnada sale uno con
las orejas caídas o el lomo marrón en
vez de dorado. Pero siguen formando
parte de la jauría. Lo que te pasa a ti es
que has salido con las orejas caídas.
—¡Pero soy incapaz de ver el futuro!
—gritó Lirael—. ¿Aceptaría la jauría al
perro sin olfato?
—Tú tienes olfato —dijo la Perra
Canalla lamiendo la mejilla de la
muchacha—. Además tienes otros dones.
Como magas del Gremio, las demás no
te llegan ni a la altura del zapato, a que
no.
—No —musitó Lirael—. Pero la
magia del Gremio no cuenta. Lo que
cuenta para una Clarvi es la visión. Sin
ella, no soy nada.
—Bueno, a lo mejor puedes
aprender otras cosas —la animó la perra
—. Podrías pensar en algo distinto…
—¿Como qué? ¿Las labores de
bordado? —pronunció Lirael con tono
monótono y deprimido apoyando la
cabeza en los brazos mojados de
lágrimas—. Ya puesta, ¿por qué no me
sugieres que me dedique a la
talabartería?
—Te estás compadeciendo de ti
misma —sentenció la perra sin asomo
de lástima en la voz—, y sólo hay una
manera de lidiar con eso.
—¿Cuál? —preguntó Lirael con
resentimiento.
—Ésta —dijo la perra y le dio un
mordisco en la pierna.
—¡Ay! —chilló Lirael poniéndose
en pie de un salto y tropezando con la
puerta—. ¿Por qué me has mordido?
—Porque das pena —dijo la perra
mientras Lirael se frotaba la pantorrilla
donde se notaban las marcas de los
dientes en las calzas de lana—. Ahora
estás enfadada. Vamos mejorando.
Lirael le echó una torva mirada a su
perra pero no le contestó, porque no se
le ocurría nada que decir que no pudiera
interpretarse como una reacción
malhumorada. Además, se acordó de
que cuando había cumplido los
diecisiete, otro perro le había
obsequiado un mordisco y no tenía
ningún deseo de añadir otra cicatriz a su
haber.
La perra la miraba fijamente, con la
cabeza ladeada y las orejas tiesas;
esperaba una respuesta. Lirael sabía por
experiencia que, si hacía falta, su perra
era capaz de quedarse horas así sentada,
y decidió que era mejor dejar de
compadecerse. Estaba claro que su
mascota no tenía la menor idea de lo
importante que era para su ama tener el
don de la visión.
—Bueno… ¿cómo la abro? —
preguntó Lirael.
Sin darse cuenta, se había quedado
apoyada en la puerta para mantener el
equilibrio después del salto provocado
por el mordisco. Notaba la magia del
Gremio fluir por la madera, cálida y
rítmica bajo la palma de la mano, se
movía despacio, en contrapunto con el
pulso que le latía en la muñeca y el
cuello.
—Empuja —sugirió la perra
acercándose para oler la rendija que
había entre la puerta y el suelo—.
Probablemente el enviado ha descorrido
el cerrojo.
Lirael se encogió de hombros, puso
las palmas de las manos sobre la puerta
y, por extraño que parezca, en un
momento de distracción, los remaches
metálicos se habían movido. Antes
estaban mezclados, y ahora se habían
distribuido siguiendo tres esquemas
clarísimos, aunque no tenían un
significado especial. Lirael no estaba
segura de cuáles eran los símbolos que
cubrían las palmas de sus manos, aunque
notaba que le dejaban una marca en la
piel.
La muchacha notó que los remaches
metálicos también estaban impregnados
de símbolos del Gremio. Ignoraba qué
representaban exactamente, pero era
evidente que la puerta era una obra
maestra de la magia, resultado de largos
meses de encantamientos de alto vuelo,
combinados con el trabajo magistral de
artesanos del metal y la madera.
Empujó una vez y la puerta crujió.
Empujó con más fuerza y, de repente, se
plegó como un acordeón separándose en
siete paneles diferentes. Lirael no se dio
cuenta de que mientras sucedía todo
esto, uno de los tres símbolos
desapareció por completo dejando sólo
dos tipos de remaches. La puerta
despidió de pronto una descarga de
magia del Gremio que fluyó a través de
Lirael. La muchacha la notó en su
interior, sintió una felicidad
embriagadora que no conocía desde que
la Perra Canalla había llegado para
poner remedio a su gran soledad. Inundó
cada poro de su piel, brilló en su aliento
y… desapareció dejándola débil y
palpitante, apoyada contra el marco. Las
señales dejadas por los remaches en sus
manos desaparecieron antes de que
Lirael las viera y dedujese qué
significaban.
—¡Uf! —resopló, sacudiendo la
cabeza mientras con una mano buscaba
distraídamente el reconfortante
corpachón de su perra—. ¿Qué ha
pasado?
—Pues… que la puerta te ha
saludado —contestó la perra, se apartó
de su ama y la precedió, decidida,
golpeteando con las uñas los primeros
escalones de un tramo de escaleras que
se hundía en la montaña.
—¿Cómo que me ha saludado? —
preguntó Lirael. La cola levantada de la
perra se perdió de vista en una vuelta de
la escalera de caracol—. ¿Cómo es
posible que una puerta sea capaz de
saludar a nadie? ¡Espérame! ¡Que me
esperes te digo!
La Perra Canalla se caracterizaba
por su pertinaz desobediencia, no cedía
nunca, ni siquiera a las súplicas, pero se
detuvo veinte escalones más abajo.
Había muy pocas marcas del Gremio
para la iluminación y los escalones
estaban cubiertos de un musgo
renegrido. Era evidente que hacía mucho
tiempo que por allí no pasaba nadie.
Miró a Lirael en cuanto la vio llegar,
continuó el descenso y volvió a dejar
entre ambas una distancia de veinte
escalones y a perderse de vista, aunque
Lirael seguía oyendo el golpeteo de sus
patas contra el suelo.
La muchacha suspiró y fue bajando
más despacio, pues no se fiaba de
aquellas escaleras cubiertas de musgo.
Más adelante había algo que no le hacía
ni pizca de gracia y notaba un
desasosiego que le oprimía y que no
lograba precisar del todo. Era como una
desagradable presión que se hacía más
insoportable a medida que bajaba.
La perra la esperó, al menos un
instante, en ocho ocasiones más antes de
que llegaran al final de las profundas
escaleras. Lirael calculó que estarían
como a cuatrocientos metros por debajo
de la montaña, una profundidad a la que
no habían llegado antes. No había allí
intrusiones de hielo, y ese detalle no
hizo más que aumentar su sensación de
extrañeza. Aquel lugar no se parecía a
ningún otro del dominio de las Clarvis.
Además, cada vez estaba más
oscuro; cuanto más descendían, las
marcas del Gremio para la iluminación
se iban apagando hasta convertirse en
puntitos que titilaban aquí y allá. Tras
observar las marcas, la muchacha
dedujo que quienes habían construido
aquella escalera habían empezado desde
abajo. Las marcas situadas en lo más
hondo eran más antiguas, llevaban siglos
sin ser sustituidas.
Normalmente, la oscuridad no le
suponía problema alguno, pero ahí
abajo, en las profundidades de la
montaña, era diferente. Lirael invocó
una luz, dos brillantes marcas del
Gremio para la iluminación que se
prendieron en el pelo, y sus dos haces
temblorosos alumbraron el descenso.
Al final de las escaleras, la perra la
esperaba rascándose la oreja delante de
otra puerta producto de la magia del
Gremio. En este caso era de piedra y
llevaba unas letras esculpidas, letras
grandes, talladas con pericia,
pertenecientes al alfabeto medio, así
como los símbolos sólo visibles para un
mago del Gremio.
Lirael se acercó más para leerlas,
retrocedió, volvió a la escalera y quiso
salir corriendo. La perra se enredó entre
sus piernas y le hizo tropezar. La
muchacha cayó y perdió el control del
hechizo de la luz, las brillantes marcas
se apagaron y volvieron a penetrar en el
eterno fluir del Gremio.
Aterrorizada, tanteó la oscuridad
hacia donde creía que se encontraban
los escalones. Sus manos tocaron
entonces la nariz húmeda y blanda de la
perra y percibió un débil fulgor
espectral que delineaba la silueta de su
mascota.
—Vaya, qué lista eres —dijo la
perra en la oscuridad acercándose a su
ama para ladrarle bajito en la oreja—.
Supongo que no te habrás acordado
ahora mismo de que te dejaste un pastel
en el horno, ¿eh?
—La puerta —susurró Lirael sin
hacer el menor esfuerzo por
incorporarse—. Es de una sepultura. De
una cripta.
—No me digas.
—Tiene mi nombre escrito —añadió
la muchacha entre dientes.
Siguió una larga pausa tras la cual la
Perra Canalla dijo:
—¿Me estás sugiriendo que alguien
se tomó la molestia de construirte una
cripta hace cosa de mil años por si a ti
se te ocurría algún día pasarte por aquí a
que te diera un oportuno ataque al
corazón?
—No…
Otra larga pausa tras la cual la perra
dijo:
—Suponiendo que se trate de verdad
de la puerta de una cripta, ¿me permites
que te pregunte si el nombre Lirael es
tan poco común?
—Bueno, creo que a mí me llamaron
así en recuerdo de una tía abuela mía y
antes que ella hubo otra…
—De manera que si se trata de una
cripta, probablemente pertenezca a una
Lirael que existió hace mucho —sugirió
la perra con amabilidad—. Ahora bien,
¿qué te hace pensar que se trata de la
puerta de una cripta? Si no recuerdo
mal, en la puerta había dos palabras. Y
la segunda no tenía nada que ver con
«sepultura» ni con «cripta».
—¿Cuál era esa segunda palabra
entonces? —preguntó Lirael
levantándose con esfuerzo al tiempo
que, con las manos tendidas para
dibujarlas en el aire, buscaba las marcas
del Gremio que le darían luz.
No recordaba haber visto la segunda
palabra, aunque no quería reconocer
ante la perra que no lo había hecho a
causa de la fuerte impresión que se
había llevado al descubrir que se trataba
de una cripta. Esa sensación, unida al
hecho de que había leído su nombre, le
hicieron sentir un pánico tal que no atinó
a hacer más que buscar el modo de salir,
de regresar a la seguridad de la
biblioteca.
—Algo muy distinto —contestó la
perra, satisfecha, cuando la luz surgió de
la punta de los dedos de Lirael y cayó
limpiamente sobre la puerta.
En esta ocasión, Lirael observó
atentamente las letras talladas mientras
pasaba la mano por los huecos
profundos de la piedra. Leyó y releyó
las palabras con el ceño fruncido, como
si no consiguiera unir las letras y darles
un sentido.
—No lo entiendo —dijo al fin—. La
segunda palabra pone «sendero». «¡El
sendero de Lirael!».
—Bueno, en ese caso deberías
trasponer la puerta —dijo la perra sin
inmutarse ante aquellos signos—.
Aunque no seas la Lirael dueña del
sendero, eres una Lirael, lo cual, según
mis normas, es una excusa bastante
buena…
—Cállate ya, Perra Canalla —le
ordenó Lirael mientras pensaba.
Si aquella puerta era el inicio de un
sendero que llevaba su nombre, debían
de haberla construido miles de años
antes. Algo no del todo imposible,
porque las Clarvis solían tener visiones
de futuros tan lejanos. O posibles
futuros, como ellas mismas los
llamaban, puesto que el futuro era, en
apariencia, como un arroyo con muchos
ramales que se separaban y convergían
para volver a separarse. Gran parte del
adiestramiento de las Clarvis, al menos
por lo que Lirael sabía, consistía en
deducir cuál de los futuros era el más
probable… o deseable.
Sin embargo, la idea de que las
Clarvis de hacía mucho tiempo habían
visto a Lirael no acababa de resultar
aceptable, porque las Clarvis del
presente no podían ver el futuro de
Lirael y nunca habían podido verlo.
Sanar y Ryelle le habían contado que
incluso cuando la guardia de los nueve
días intentaba verla, no recibía señal
alguna. El futuro de Lirael era
impenetrable, igual que su presente.
Ninguna Clarvi había conseguido nunca
tener una visión de ella, ni siquiera por
casualidad y de refilón, en la que
apareciera en la biblioteca, o dormida
en su cama a un mes vista. Otra
diferencia más, era incapaz de ver y de
ser vista.
Si ni siquiera la guardia de los
nueve días podía verla, pensó Lirael,
¿cómo era posible que las Clarvis de
hacía mil años supieran que un día ella
iba a llegar hasta allí? ¿Y por qué iban a
construir no sólo la puerta sino la
escalera? Lo más probable era que ese
sendero hubiese recibido el nombre de
algún antepasado suyo, alguna otra
Lirael de hacía mucho, mucho tiempo.
Y así pensando, ya no se sintió tan
mal por tener que abrir la puerta. Se
inclinó hacia adelante y empujó con
ambas manos la piedra fría. La magia
del Gremio fluía también por aquella
puerta, pero no entró en ella, si no que
se limitó a latir contra su piel. Era como
un perro viejo tumbado junto al fuego
del hogar, contento de que lo acaricien
sin tener que manifestar su alegría.
La puerta cedió poco a poco, se
resistía a que la empujaran, el roce de
piedra sobre piedra produjo un sonoro
chirrido. La ráfaga de aire frío que salió
del otro lado agitó el pelo de Lirael e
hizo bailar las luces del Gremio. Lirael
percibió también un olor a humedad y la
extraña y opresiva sensación que la
había asaltado en las escaleras cobró
más fuerza, como esa molestia sorda que
precede el futuro y lancinante dolor de
muelas.
Detrás de la puerta se abría una
amplia sala que se extendía hacia arriba
y hacia afuera dando la sensación a
quienes en ella entraban de encontrarse
ante un espacio infinito, más allá del
halo de luz que la rodeaba. Una caverna
inconmensurable en la oscuridad.
Lirael entró y miró hacia lo alto,
hacia la oscuridad, hasta que le dio
tortícolis y sus ojos se acostumbraron
poquito a poco a la penumbra. Una
extraña luminiscencia, que no provenía
de las luces mágicas del Gremio,
brillaba formando charcos
desperdigados y llegaba tan alto, que el
fulgor más lejano era como la bruma
distante y envolvente de los cielos
estrellados. Lirael siguió mirando hacia
arriba y se dio cuenta de que se
encontraba en el fondo de una grieta
profunda que llegaba casi hasta la
cumbre del monte Estrella. Miró hacia
ambos lados y comprobó que estaba
parada en una ancha cornisa y que la
grieta continuaba hundiéndose más y
más en la oscuridad más negra, tal vez
llegara incluso hasta las mismas raíces
del mundo. Entonces fue cuando
reconoció el lugar, porque sólo sabía de
un abismo tan estrecho y tan hondo. Allá
arriba, muy alto, se extendían varios
puentes cubiertos. En muchas ocasiones,
Lirael había cruzado el abismo casi sin
saberlo y nunca había notado su terrible
profundidad.
—Conozco este lugar —dijo Lirael
con un hilo de voz que, no obstante,
emitió un eco—. Estamos en el fondo de
la Sima, ¿no? —Tras una vacilación,
agregó—: El lugar donde entierran a las
Clarvis.
La Perra Canalla asintió sin
pronunciar palabra.
—Tú lo sabías, ¿no? —prosiguió
Lirael, sin bajar la cabeza.
No las veía, pero sabía que la parte
más alta de las paredes de la Sima
estaban plagadas de cuevas y que cada
una de ellas albergaba los restos
mortales de una Clarvi desaparecida.
Generaciones de difuntas
cuidadosamente guardadas en aquel
cementerio vertical. Por extraño que
pudiera parecer, notaba la presencia de
las sepulturas o de los muertos que las
ocupaban… o algo.
Su madre no estaba allí, porque
había muerto sola en algún país del
extranjero, lejos de las Clarvis,
demasiado lejos para que pudiesen
devolver su cuerpo. Sin embargo, Filris
sí que descansaba allí, como las demás
Clarvis que Lirael había conocido.
—Es una cripta —dijo la muchacha
mirando a la perra con aire severo—.
Lo sabía.
—En realidad es más bien un osario
—la corrigió la perra—. Entiendo que
cuando una Clarvi ve su propia muerte,
la bajan con una cuerda hasta la cornisa
que le toca, la depositan allí y ella
misma cava su propia…
—¡Imposible! —la interrumpió ella,
horrorizada—. Sólo saben cuándo les
sobrevendrá la muerte hasta cierto
punto. Y Pallimor y los jardineros son
quienes suelen ocuparse de preparar las
cuevas. Tía Kirrith dice que es de muy
mala educación cavar tu propia cueva…
Se interrumpió de repente y susurró:
—¿Perrita? ¿Estoy aquí porque me
han visto morir y tengo que cavar mi
propia cueva porque soy una
maleducada?
—Tendré que pegarte un mordisco
descomunal si continúas con esas
tonterías —gruñó la perra—. ¿A qué
viene esa repentina preocupación por
morirte?
—Porque es algo que noto, me rodea
—masculló Lirael—. Sobre todo en este
lugar.
—Eso se debe a que las puertas que
conducen al Reino de la Muerte se
encuentran entreabiertas precisamente
donde han fallecido muchos, o donde
hay muchos enterrados —le explicó la
perra con aire ausente—. La sangre se
mezcla un poco, de manera que siempre
hay Clarvis con una percepción especial
de la muerte. Es lo que tú sientes. No
debes asustarte por ello.
—No estoy asustada, de verdad —
dijo Lirael, intrigada—. Es como un
dolor o los picores, siempre me
impulsan a hacer algo. A rascarme. A
buscar el modo de que se me pase.
—¿Por casualidad no sabrás algo de
nigromancia?
—¡Claro que no! Eso es magia libre.
Está prohibida.
—No necesariamente. En el pasado,
las Clarvis han tenido sus escarceos con
la magia libre y algunas siguen
teniéndolos —dijo la perra
distraídamente. Había encontrado el
rastro de algo y estaba olisqueando con
vigor alrededor de los pies de su ama.
—¿Quién ha tenido sus escarceos
con la magia libre? —preguntó Lirael.
La perra no le contestó y siguió oliendo
alrededor de los pies de Lirael—. ¿Qué
hueles?
—Magia —dijo la perra, levantando
la cabeza un instante y volviendo a
olisquear alejándose en un círculo cada
vez mayor—. Magia muy, pero muy
antigua. Aquí, oculta en las
profundidades del mundo. ¡Es muy, pero
muy… aaay!
Sus últimas palabras concluyeron en
un gañido cuando una llama repentina
saltó de la Sima llenándolo todo de luz y
calor. A Lirael la cogió totalmente
desprevenida, retrocedió de un salto y
cayó en la abertura de la puerta. Al cabo
de un instante, la perra cayó encima de
su ama desprendiendo un perceptible
olor a chamuscado.
Dentro de la pared de fuego
comenzaron a percibirse unas formas,
siluetas humanoides que flexionaban
brazos y piernas en medio de las llamas.
Las marcas del Gremio rugían y fluían
en el infierno rojo, azul y amarillo a tal
velocidad que Lirael no podía
descifrarlas. Las siluetas salieron
entonces de las llamas; eran guerreros
hechos de fuego que blandían espadas
relucientes, al rojo vivo.
—¡Haz algo! —ladró la perra.
Lirael se quedó allí, viendo avanzar
a los guerreros, hechizada por las llamas
que despedían sus cuerpos. Todos ellos
formaban parte de un gran conjuro del
Gremio, según pudo comprobar, se
trataba de un enviado poderosísimo
formado por muchas partes. Un guardián
transmitido, como el que había en la
puerta de madera roja…
Lirael se levantó, le dio una
palmadita en la cabeza a su mascota y
salió andando en dirección del fuego
atroz y los guardianes con sus espadas
llameantes.
—Soy Lirael —dijo, dotando a sus
palabras de las marcas del Gremio
destinadas a la verdad y la elocuencia
—. Una hija de las Clarvis.
Sus palabras flotaron un momento en
el aire, cortando el crepitar de los
abrasadores enviados. Entonces, los
guardianes levantaron las espadas a
manera de saludo y una oleada de calor
aún más intenso partió de ellos privando
de aire a los pulmones de Lirael. La
muchacha se ahogó, tosió, retrocedió
y… perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, la Perra
Canalla se disponía a lamerle la cara.
Por enésima vez, a juzgar por el grosor
de la capa de saliva acumulado en la
mejilla de Lirael.
—¿Qué ha pasado? —preguntó
mirando a su alrededor.
Ya no había fuego, ni guardianes
llameantes, sino pequeñas marcas del
Gremio destinadas a la luz que titilaban
alrededor de ella como estrellitas.
—Que cuando te saludaron te
dejaron sin aire. Creo que quienquiera
que haya creado a esos enviados
esperaba que la gente se identificara
desde la puerta —sugirió la perra,
probando a darle otro lametazo que fue
prudentemente frenado—. Aunque
también cabe la posibilidad de que se
tratara de enviados tontos de remate.
Sea como fuere, al menos uno de ellos
tuvo la deferencia de soltar este puñado
de lucecitas. Ah, por cierto, se te ha
quemado parte del pelo.
—¡Maldita sea! —exclamó Lirael
mientras se examinaba las puntas
chamuscadas de los cabellos que
asomaban debajo de la bufanda—. Tía
Kirrith lo notará, seguro. Tendré que
decirle que me incliné encima de una
vela o algo así. Hablando de Kirrith,
será mejor que volvamos.
—¡Todavía no! —protestó la perra
—. Y menos después de tanto esfuerzo.
Además, las luces señalan un sendero.
¡Mira! Por ahí debe de ser. ¡El Sendero
de Lirael!
Lirael se incorporó y miró hacia
donde señalaba la perra en su clásica
postura: una pata delantera en el aire y
el hocico apuntando al frente. No cabía
duda, ahí delante había un sendero de
titilantes lucecitas del Gremio, a lo
largo de la cornisa que conducía hasta el
lugar donde la Sima se estrechaba en
una oscuridad de muy mal agüero.
—Deberíamos regresar —dijo sin
mucho entusiasmo.
El sendero de luces seguía allí,
llamándola. Los enviados la habían
dejado pasar. Del otro lado debía de
haber algo que merecía la pena
descubrir. A lo mejor hasta podía
tratarse de algo que la ayudaría a
conseguir el don de la visión, pensó,
sintiéndose impotente ante aquel anhelo,
ante la débil esperanza que seguía
latiendo en su corazón. Los años que
había pasado investigando en la
biblioteca no le habían servido de
mucho. A lo mejor, allí, en el antiguo
centro del Reino de las Clarvis, eso
podía cambiar.
—Andando, vamos —dijo
levantándose con esfuerzo y soltando un
gemido. De momento, sólo había
conseguido una cabellera chamuscada y
una colección de morados—. ¿Qué
esperas?
—Ve tú adelante —le respondió la
perra—. Me sigue doliendo el hocico
por culpa de esos estúpidos guardianes
llameantes.
El sendero de luces se internaba por
la cornisa, la Sima se estrechaba y las
paredes de piedra se cerraban sobre
ella, hasta que bastó con que Lirael
estirara la mano para pasar los dedos
por la piedra húmeda y fría que se
alzaba a ambos lados. Dejó de tocarla
cuando descubrió que la luminiscencia
era producto de un hongo húmedo que
hacía brillar la punta de sus dedos y olía
a coles podridas.
A medida que la cornisa se iba
estrechando, comenzó también a
descender hacia el interior de la
montaña y un frío húmedo acabó con la
quemazón de la cara de Lirael. Se oía
también un sonido, como un rugido
profundo que hacía vibrar el suelo, le
penetraba por los pies y cobraba
intensidad a cada paso. Al principio,
Lirael pensó que se lo imaginaba, que
tal vez formara parte de aquello que la
perra llamaba su percepción de la
muerte. Entonces se dio cuenta de qué se
trataba: era el rugido incesante de aguas
impetuosas.
—Debemos de estar cerca de un río
subterráneo o algo así —sugirió la
muchacha, elevando la voz para hacerse
oír por encima del ruido del agua.
Como la mayoría de las Clarvis,
apenas sabía nadar, y su experiencia con
los ríos se limitaba a los impresionantes
torrentes del deshielo que todas las
primaveras recorrían el glaciar.
—Estamos a punto de llegar —dijo
la perra que, gracias al fulgor del
sendero flanqueado de estrellas,
alcanzaba a ver hasta muy lejos—.
Como dijo el poeta:

Río veloz que naces en la noche


profunda,
y avanzas para captar la luz de
este mundo.
Tus ropajes son fría escarcha y
negrura,
los enemigos del Reino sentirán
su mordedura.
Hasta que el Renegado a su
fuerza dé rienda suelta
en todos y cada uno de los
recovecos del delta.

—Humm… me parece que se me ha


olvidado un verso. A ver, a ver… «Río
veloz…».
—¿El nacimiento del Renegado está
por allí? —preguntó Lirael señalando el
frente—. Yo creía que no era más que
agua del deshielo. No sabía que tuviera
un nacimiento.
—Hay un manantial —contestó la
perra tras una pausa—. Un manantial
más viejo que Matusalén. En el centro
mismo de la montaña, en la oscuridad
más profunda. ¡Detente!
Lirael obedeció y con una mano se
agarró instintivamente al pliegue de piel
suelta que tenía su perra justo detrás del
collar.
Al principio no entendió por qué la
Perra Canalla le había pedido que se
detuviera, hasta que le obligó a dar unos
cuantos pasos cautelosos. Tras recorrer
esa corta distancia, el sonido del río se
convirtió como por arte de encanto en un
rugido atronador y el rocío frío cayó
sobre su cara como una bofetada.
Habían llegado a la orilla, el
sendero seguía estrechándose hasta
convertirse en un puente resbaladizo de
piedra mojada que se extendía veinte
pasos o más, hasta acabar en otra puerta.
El puente carecía de barandillas y tenía
poco más de medio metro de ancho. Su
estrechez y las aguas veloces que fluían
allá abajo indicaban claramente que
había sido construido como barrera
contra los difuntos. Nada que estuviese
muerto cruzaría por allí.
Lirael miró el puente, la puerta y la
corriente oscura e impetuosa y sintió una
mezcla de pánico y fascinación. El
movimiento constante del agua y el
rugido incesante ejercían un efecto
hipnótico, pero al final consiguió apartar
la vista. Miró a la perra y pese a que el
estruendo del río casi ahogó sus
palabras, logró exclamar:
—¡No pienso cruzar por ahí!
La perra no le hizo ni caso y Lirael
quiso repetir lo que acababa de decir,
pero las palabras se negaron a salir de
su boca cuando comprobó que las patas
de la perra habían crecido casi al doble
de su tamaño y se habían aplanado. Al
mismo tiempo, el can había adoptado un
aire petulante.
—Sólo falta que te hayan salido
ventosas —gritó la muchacha
estremeciéndose de asco ante aquella
idea—. Como un pulpo.
—Ni más ni menos —le gritó la
perra y al levantar una pata produjo un
ruido de succión tan fuerte que Lirael lo
oyó pese al rugido del río—. Este
puente tiene una pinta de lo más
traicionera.
—Ni que lo digas —se desgañitó
ella volviendo a mirar el puente.
Estaba claro que la perra tenía toda
la intención de cruzar; con la ayuda de
sus patas dotadas de ventosas, recorrer
el puente pasaría de ser imposible a
algo meramente peligroso, según dedujo
Lirael. Lanzó un suspiro, se inclinó, se
quitó los zapatos sin dejar de pestañear
a causa del abundante rocío que flotaba
en el aire. Se ató los cordones de las
botas de cuero suave al cinturón y pisó
con decisión la piedra. Estaba muy fría;
Lirael se sintió más tranquila al notar
que la superficie era bastante rugosa,
detalle que se le había escapado por la
falta de luz suficiente y que le permitiría
agarrarse mejor.
—Me pregunto a quién querrían
impedir el paso los que construyeron
este puente —comentó, y pasando los
dedos por debajo del collar de su
mascota notó el cosquilleo reconfortante
de la magia del Gremio y el cuerpo
firme y seguro de la perra.
Apenas habían dado el primer paso
cuando Lirael expresó su segundo
pensamiento, aunque sus palabras no
pudieron oírse a causa del fragor del
río.
—O la salida.
El poder de un rey

L a puerta situada al final del


puente se abrió en cuanto Lirael
la tocó. Una vez más, comprobó
que la magia del Gremio fluía por su
cuerpo, pero el tacto no era amable
como el de la puerta superior, tampoco
se trataba del reconocimiento tranquilo
del portal de piedra que daba entrada a
la Sima. Esta puerta procedió a efectuar
más bien un precavido examen, seguido
del reconocimiento inmediato, no
necesariamente amable.
En cuanto la puerta se abrió, Lirael
sintió temblar a la perra y se preguntó
por qué, hasta que percibió el
característico olor corrosivo de la
magia libre. Provenía de allá adelante y
estaba recubierto de magia del Gremio
que la contenía y la frenaba.
—Magia libre —susurró Lirael,
titubeante.
La perra siguió avanzando y
arrastrando a su ama. Lirael la siguió
muy a su pesar y cruzaron la puerta.
En cuanto Lirael traspuso el umbral,
la puerta se cerró con un ruido seco. El
rugido del río se interrumpió al instante.
Y se apagó la luz del sendero con
marcas del Gremio. Estaba oscuro, más
oscuro que ninguna oscuridad de las que
Lirael había conocido hasta ese
momento, una oscuridad genuina en la
que de golpe resultaba difícil incluso
imaginar la luz. La negrura se cernió
sobre Lirael y le hizo dudar de sus
sentidos. Sólo la piel tibia de la perra
bajo su mano le decía que seguía de pie,
que la estancia no había cambiado y que
el suelo no se había inclinado.
—No te muevas —susurró la perra y
Lirael notó que un hocico le rozaba
rápidamente la pierna, como si la
advertencia hablada no bastase.
El olor de la magia libre se hizo más
potente. Lirael se tapó la nariz con una
mano e intentó no respirar, mientras con
la otra buscaba en el bolsillo del
chaleco el ratón mecánico para
emergencias, y no precisamente porque
ese dispositivo tan ingenioso fuese
capaz de encontrar la forma de salir de
allí y regresar a la biblioteca.
La muchacha notó también que la
magia del Gremio comenzaba a
formarse: unas potentes marcas flotaban
en el aire como motas de polen, su luz
interior algo apagada. Sintió que la
magia libre y la del Gremio trabajaban
juntas, se enroscaban a su alrededor
tejiendo algún encantamiento que no
lograba identificar.
El miedo se le instaló en el
estómago y comenzó a subir desde allí
hasta paralizarle los pulmones. Quería
respirar, tomar aire y soltarlo para
calmarse con el ritmo acompasado de su
propio aliento. Mas el aire estaba denso
de extraña magia, magia que ella no
podía, o no quería respirar.
Y entonces un montón de luces
chisporrotearon en el aire, pequeñas
bolas luminosas y frágiles formadas por
cientos de espinas relucientes, como los
frutos sedosos y brillantes del diente de
león, danzaron al compás de una brisa
que Lirael no lograba sentir. Con las
luces, el efecto venenoso de la magia
libre disminuyó permitiendo que la
magia del Gremio adquiriese más
fuerza, momento en el que Lirael
aprovechó para inspirar con cautela.
Bajo la luz de extraños colores y
cambios constantes, Lirael vio que se
encontraba en una estancia octogonal.
Una habitación amplia, pero no de fría
piedra tallada, como era lógico esperar
en aquel lugar del corazón de la
montaña. Las paredes estaban tapizadas
con un delicado dibujo de estrellas
doradas, torres y llaves de plata. El
techo era de yeso y reproducía un cielo
nocturno, preñado de gruesos
nubarrones tormentosos que avanzaban
hacia siete estrellas brillantísimas.
Lirael notó que bajo sus pies desnudos
había una alfombra azul, suave y cálida,
tras la humedad y el frío del puente.
En el centro de la habitación, una
mesa de madera de secuoya y patas
rematadas en pies de tres dedos lucía en
solitario esplendor. Sobre su superficie
pulida había tres artículos alineados:
una cajita metálica del tamaño de la
palma de la mano, algo que parecía una
zampona metálica y un libro de cuero
azul oscuro con broches plateados. La
mesa o quizá los artículos que había
sobre ella eran el centro de atracción de
la magia, porque las luces proyectadas
por los frutos de diente de león eran allí
más abundantes y creaban el efecto de
una niebla luminosa.
—Pues venga, vete ya —dijo la
perra, sentándose sobre las patas
traseras—. Parece que por fin
encontramos lo que estábamos
buscando.
—¿A qué te refieres? —preguntó
Lirael con recelo e inspirando
profundamente varias veces para
calmarse.
Ya se sentía bastante segura, pero en
aquella habitación había mucha magia
que le resultaba desconocida y no tenía
ni la más remota idea de para qué servía
ni de dónde venía. Y todavía notaba en
la boca y en la lengua el sabor de la
magia libre, como un regusto a hierro
que no acababa de marcharse.
—Las puertas se han abierto a ti. El
sendero se ha iluminado para ti. Los
guardianes de este lugar no han acabado
contigo —dijo la perra acariciando con
el hocico frío y húmedo la palma de su
ama. Miró a Lirael con aire cómplice y
añadió—: Lo que ves en esa mesa debe
de estar destinado a ti. Lo cual significa
también que no está pensado para mí.
Así que me quedaré aquí sentada. No,
mejor me tumbaré. Despiértame cuando
sea hora de marcharnos.
Dicho lo cual, la perra se estiró a
sus anchas, bostezó y se tumbó en la
alfombra. Cómodamente acostada de
lado, agitó la cola varias veces y
después, según todos los indicios, se
quedó profundamente dormida.
—¡Perra Canalla! —exclamó
Lirael—. No puedes dormirte ahora.
¿Qué hago si ocurre algo malo?
La perra abrió un ojo y moviendo
apenas la mandíbula, contestó:
—Me despiertas, claro.
Lirael contempló a la perra dormida
y luego se acercó a la mesa. El stilken
era lo peor que se había encontrado en
la biblioteca. Sin embargo, en los
últimos años había hallado otros seres
peligrosos, criaturas malignas, antiguos
encantamientos del Gremio que se
habían deshecho o se habían vuelto
impredecibles, trampas mecánicas e
incluso encuadernaciones de libros
envenenadas. Todos ellos formaban
parte de los gajes del oficio de una
bibliotecaria, pero no eran nada
comparados con lo que tenía delante en
ese momento. Fueran lo que fuesen
aquellos artículos, estaban dotados de
una férrea protección y de magia mucho
más fuerte y poderosa que la que Lirael
había visto jamás.
Lirael percibió también que, fuera
cual fuese la magia concentrada en aquel
lugar, era muy antigua. Las paredes, el
suelo, el techo, la alfombra, la mesa,
incluso el aire de la estancia estaban
saturados con capa sobre capa de
marcas del Gremio, algunas de ellas con
una antigüedad de mil años. Las notaba
moverse por todas partes, mezclarse,
cambiar. Cuando cerró los ojos un
momento, la estancia le pareció casi,
casi un pilar de piedra del Gremio, una
fuente de magia del Gremio más que un
lugar sobre el que habían echado
muchos hechizos.
Aquello no era posible, al menos
por lo que ella sabía…
De sólo pensarlo notó que se
mareaba y por eso, Lirael abrió los ojos.
Las marcas del Gremio fluían sobre su
piel, se metían en su aliento, navegaban
por sus venas. La magia libre flotaba
entre las marcas. Las luces de los frutos
del diente de león se dirigieron hacia
ella como zarcillos, se enroscaron
suavemente alrededor de su cintura y
tiraron y tiraron de ella hasta llevarla a
la mesa.
La magia y las luces le provocaron
mareos, la aturdieron, como si acabara
de despertar de un sueño. Lirael luchó
por mantenerse serena, pero la
sensación era agradable, no encerraba
amenaza alguna. Dejó dormir a la perra
y despacio, muy despacio, avanzó
envuelta en luz.
De repente se encontró ante la mesa,
sin recordar haber cruzado el espacio
que antes la separaba de ella. Tenía las
manos apoyadas sobre su superficie
fresca y pulida. Como cabía esperar de
una auxiliar segunda de bibliotecaria, lo
primero que hizo fue coger el libro,
acariciar el broche de plata que lo
mantenía cerrado y leer el título
estampado en relieve en letras plateadas
sobre el lomo: Libro del recuerdo y el
olvido.
Lirael abrió el broche, notó también
la magia del Gremio de la que estaba
hecho y las marcas que se perseguían
por la superficie plateada para hundirse
en el metal. Marcas para vincular,
marcas para cerrar, marcas para quemar
y destruir.
El broche estaba ya abierto cuando
descifró lo que significaban las marcas y
comprobó que nada le había ocurrido,
que seguía indemne. Con cuidado, abrió
la cubierta y pasó la portada, el papel
crujiente y finísimo tenía un tacto
fantástico y las hojas pasaban
fácilmente. En las páginas había marcas
del Gremio puestas allí en el momento
de fabricar el papel. Y había magia
libre, canalizada y obligada a guardar su
lugar. En el cartón y el cuero de la
cubierta había magia de los dos tipos, e
incluso en la cola y las puntadas del
lomo.
Sin embargo, eran las letras mismas
las que contenían más magia, las más
poderosas. Lirael había visto libros
parecidos, aunque menos poderosos,
libros como Con piel de león. Era una
obra que nunca se terminaba de leer,
porque su contenido variaba según las
necesidades, a capricho de su hacedor
original, o para adaptarse a las fases de
la luna o a los cambios de estaciones. El
contenido de algunos libros era
imposible de recordar hasta que no
ocurrían ciertos hechos.
Invariablemente, se trataba de un acto de
amabilidad por parte del creador del
libro, porque ese contenido trataba casi
siempre de cosas cuyo recuerdo podía
llegar a convertirse en una verdadera
carga.
Las luces bailaron alrededor de la
cabeza de Lirael cuando se puso a leer y
la sombra de su pelo se movió sobre las
hojas. Leyó la primera página, luego la
siguiente, y la que venía después. Lirael
no tardó en terminar el primer capítulo
mientras con la mano iba pasando las
páginas cada pocos minutos. A sus
espaldas, el aliento pesado y soñoliento
de la perra servía de contrapunto al
ritmo lento con que volvía las páginas.
Horas más tarde o incluso días, porque
Lirael había perdido la noción del
tiempo, pasó la que parecía ser la última
página y cerró el libro. En realidad, se
cerró solo con un chasquido del broche.
Lirael se apartó al oír el chasquido,
pero no se alejó de la mesa. Cogió la
zampona, siete tubitos de plata de
diferentes tamaños: el más pequeño
como su propio meñique, el más grande
como su mano. Se llevó la zampona a
los labios pero no sopló. No eran lo que
parecían. En el libro estaba escrito
cómo la habían hecho, y cómo se
utilizaba; Lirael había aprendido,
además, que las marcas del Gremio que
se movían en la plata no eran más que
una capa que ocultaba la magia libre
agazapada en su interior.
Tocó las flautas, una por una, de la
menor a la mayor, y susurró sus nombres
hasta que volvió a dejar el instrumento
sobre la mesa. Cogió entonces el último
artículo, la cajita metálica. También era
de plata y llevaba unos bonitos grabados
así como las marcas del Gremio. Estas
últimas se parecían a las del libro y
amenazaban con toda suerte de
desgracias a quien se atreviera a abrirla
sin contar con sangre auténtica. No daba
más detalles sobre cómo tenía que ser la
sangre, pero Lirael pensó que si el libro
se había abierto para ella, la caja
también lo haría. Rozó el pasador y
retrocedió un poco al notar el calor de
la magia libre que ardía en su interior.
La caja siguió cerrada. Le cruzó por la
cabeza la idea de que a lo mejor el libro
estaba equivocado o que había leído mal
las marcas o que por sus venas no corría
sangre auténtica. Cerró los ojos y
presionó con fuerza el pasador.
Nada terrible sucedió, pero la caja
se estremeció bajo su mano. Lirael abrió
los ojos. La caja se había abierto en dos
mitades unidas por una bisagra. Una
especie de espejito de mesa.
Lirael lo abrió del todo y lo colocó
en forma de uve invertida sobre la mesa.
Por un lado era de plata y por el otro
llevaba algo que la muchacha no logró
describir. Allí donde los espejos
muestran una superficie brillante, se
veía un rectángulo opaco… como un
vacío. Un trozo de la oscuridad más
negra, un retal hecho con la ausencia
total de luz.
En El libro del recuerdo y el olvido
había leído que se denominaba espejo
oscuro y una somera descripción de
cómo se usaba. Sin embargo, el espejo
oscuro no funcionaba en esa habitación,
ni en ninguna parte del mundo de los
vivos. Sólo se utilizaba en el reino de
los muertos y Lirael no tenía ninguna
intención de visitarlo, aunque en el libro
contuviese una explicación detallada
para poder regresar. El Reino de la
Muerte era terreno de los Abhorsen y no
de las Clarvis, pese a que el uso
peculiar del espejo oscuro estuviese
probablemente relacionado con el don
de la visión de estas últimas.
Lirael cerró el espejo oscuro con un
chasquido y lo dejó sobre la mesa, sin
retirar la mano de él. Permaneció
inmóvil durante un buen rato, pensando.
Luego lo cogió y se lo metió en el
bolsillo izquierdo del chaleco, junto con
un plumín, un trozo de bramante
encerado y un lápiz enano a fuerza de
sacarle punta. Tras un instante más de
vacilación, cogió la zampona y la
guardó en el bolsillo derecho, donde
tenía el ratón mecánico. Por último
cogió El libro del recuerdo y el olvido y
se lo metió debajo del chaleco.
Fue hasta donde dormía la Perra
Canalla. Era hora de que ambas
hablaran muy en serio sobre lo que
estaba ocurriendo. El libro, el espejo
oscuro y la zampona llevaban allí mil
años o más, esperando en la oscuridad a
que llegase alguien que las antiguas
Clarvis sabían que llegaría.
Esperando en la oscuridad a que
llegase una mujer llamada Lirael.
Esperándola a ella.
Una estación
turbulenta

l príncipe Sameth temblaba en la


estrecha plataforma defensiva situada en
la segunda torre más alta de palacio.
E
Pese a que vestía su capa de pieles más
gruesa, el viento conseguía
penetrarla, pero él no estaba de
humor para lanzar un hechizo
del Gremio destinado a darle abrigo. En
el fondo, le apetecía pillar un resfriado,
porque así conseguiría eludir el
programa de adiestramiento que
Ellimere le había impuesto.
Estaba en la plataforma de defensa
por dos motivos. El primero, porque
quería vigilar, pues tenía la esperanza de
ver regresar a su padre o a su madre. El
segundo, porque quería evitar a Ellimere
y a cuantos se empeñaban en organizarle
la vida.
Sam echaba de menos a sus padres
no sólo porque podían librarlo de la
tiranía de Ellimere. La cuestión era que
siempre surgían asuntos que requerían la
atención de Sabriel y que la llevaban a
recorrer el reino de un extremo al otro
en su papelonave roja y dorada. Aquél
era un mal invierno, según había oído
Sam comentar a más de uno, con mucha
actividad de los muertos y de las
criaturas de la magia libre. Sam siempre
se estremecía al oír estos comentarios,
porque era consciente no sólo de que la
gente clavaba en él la vista sino de que
debía estudiar El libro de los muertos
para prepararse a ayudar a su madre.
Debería estar estudiando en ese
preciso instante, pensó sombríamente,
pero siguió con la vista clavada en la
lejanía, más allá de los tejados llenos de
escarcha y del humo que salía de miles
de chimeneas acogedoras.
No había abierto el libro ni una sola
vez desde que Ellimere se lo entregara.
El tomo verde y plateado seguía a buen
recaudo en un armario de su taller.
Pensaba en él todos los días, y lo
miraba, pero no conseguía armarse de
valor para leerlo. De hecho, se pasaba
las horas, que en teoría debía dedicar al
estudio, tratando de encontrar el modo
de contarle a su madre que no podía
hacerlo. No podía leer el libro ni
enfrentarse a otro viaje al Reino de la
Muerte.
El programa de Ellimere dedicaba
dos horas al estudio del libro, o al
«Preparatorio para Abhorsen», como lo
llamaba su hermana, pero Sam no leía
nada. Empleaba ese tiempo en escribir
un discurso tras otro en los que intentaba
explicar sus sentimientos y sus temores.
Cartas a Sabriel. Cartas a Touchstone.
Cartas a ambos. Cartas que acababan,
indefectiblemente, en la chimenea.
—Se lo contaré a mi madre —
anunció Sam al viento.
Lo dijo en voz baja por si el
centinela que ocupaba el otro extremo
de la torre lo oía. Los guardias ya
pensaban que como príncipe dejaba
mucho que desear. No quería que,
además, lo tuvieran por un príncipe
loco.
—No, mejor se lo cuento a mi padre
y así él puede decírselo a mi madre —
añadió tras una breve reflexión.
Por desgracia, Touchstone había
regresado de Estwael y no llevaba en
palacio más que unas horas cuando tuvo
que volver a cabalgar hacia el Sur, al
fuerte de la guardia del monte
Barhedrin, al norte del Muro. Habían
llegado noticias de que los
ancelstierranos dejaban a los grupos de
refugiados sureños cruzar el Muro y
establecerse en el Reino Antiguo, o en
realidad, dejaban que los mataran las
criaturas o la gente salvaje que
merodeaba por las Tierras Fronterizas.
Touchstone había ido a investigar si
aquellas noticias eran ciertas, a
comprobar qué tramaban los
ancelstierranos y a salvar a los sureños
que siguieran con vida.
—Estúpidos ancelstierranos —
masculló Sam pegándole una patada al
Muro, con tan mala sombra que resbaló
en la piedra helada, perdió pie y se
golpeó el codo en la pared.
—¡Aaay! —exclamó agarrándose el
brazo—. ¡Maldita sea!
—¿Se ha hecho daño, mi señor? —
preguntó el guardia, que acudió a la
carrera sin caerse, pues sus botas con
tachuelas se agarraban mejor al suelo
que las zapatillas de piel de conejo de
Sam—. No querrá usted romperse una
pierna, ¿verdad?
Sam lo miró ceñudo. Sabía que el
hecho de que tuviese que interpretar al
pájaro del amanecer en el baile
constituía una fuente interminable de
diversión para los guardias. Las risitas
mal disimuladas de los guardias y la
facilidad con la que Ellimere practicaba
su futuro papel de corregente con gracia
y autoridad, al menos delante de todos
menos de su hermano, no contribuían a
reforzar la autoestima de Sam.
La torpeza del muchacho en los
ensayos del papel del pájaro del
amanecer para el Festival de Invierno y
el del Solsticio de Verano era uno de los
muchos aspectos en los que demostraba
que como miembro de la realeza estaba
muy por debajo de su hermana. En los
bailes le resultaba imposible fingir
entusiasmo; con frecuencia, en las
sesiones del Tribunal Inferior se
quedaba dormido y aunque sabía que era
un espadachín competente, no se sentía
lo bastante seguro para aumentar su
destreza midiéndose con los guardias.
Tampoco le iba demasiado bien en
las clases de perspectiva. Ellimere
siempre se lanzaba a la tarea asignada
con todas sus fuerzas y trabajaba como
una fiera. Sam hacía justo lo contrario,
se quedaba embobado mirando el aire y
preocupándose por su confuso futuro y,
con frecuencia, se quedaba tan absorto
que dejaba de hacer lo que le habían
mandado.
—¿Se ha hecho daño, mi señor? —
repitió el guardia.
Sam pestañeó. Otra vez en las
mismas. Se había quedado embobado
mirando el aire.
—No, no me he hecho daño, gracias
—contestó flexionando los dedos
enguantados—. He resbalado y me he
dado un golpe en el codo.
—¿Ha visto algo interesante ahí
fuera? —preguntó el guardia.
Sam se acordó de su nombre, se
llamaba Brel. Era un guardia bastante
amable, no era de los que reprimía una
sonrisa cada vez que Sam pasaba con el
traje del pájaro del amanecer.
—No —contestó Sam.
Y volvió a mirar el interior de la
ciudad. El Festival de Invierno
comenzaría al cabo de pocos días. La
construcción de la Feria de la Escarcha
se encontraba en pleno apogeo. La Feria
de la Escarcha consistía en una inmensa
carpa, del tamaño de una ciudad,
montada sobre la superficie helada del
lago Loesare, donde se organizaban
desfiles de carrozas, y había actores,
bufones y malabaristas, músicos y
magos, exposiciones y todo tipo de
juegos, por no mencionar los puestos
con manjares de todos los rincones del
Reino Antiguo y de más allá. El lago
Loesare abarcaba más de treinta
hectáreas del valle central de Belisaere,
pero la Feria de la Escarcha lo
superaba, pues se extendía incluso a los
jardines públicos de las orillas.
A Sam siempre le había gustado la
Feria de la Escarcha, sin embargo, esta
vez no le hacía mucha ilusión. No
lograba desprenderse de la sensación
fría y depresiva que lo embargaba.
—Lo divertido es la feria —dijo
Brel, dando palmas—. Parece que este
año el festival será estupendo.
—¿Ah sí? —comentó Sam
sombríamente.
El último día del festival tenía que
bailar y hacer de pájaro del amanecer.
Le tocaba portar el ramito verde de la
primavera y desfilar en último lugar en
la procesión del Invierno, detrás de
Nieve, Granizo, Aguanieve, Niebla,
Tormenta y Escarcha. Eran todos
bailarines profesionales montados en
zancos, de manera que no sólo se
alzaban amenazantes por encima del
pájaro del amanecer, sino que
contribuían a resaltar la falta de
experiencia de Sam.
La danza invernal era larga y
complicada, recorría los casi tres
kilómetros de tortuosos senderos de la
feria. Pero era mucho más larga, porque
había que retroceder constantemente
mientras los seis espíritus del invierno
se ocultaban del pájaro e intentaban
prolongar su estación quitándole el
ramito de la primavera que Sam llevaba
debajo del ala dorada o ponerle la
zancadilla con los zancos.
De momento llevaban dos ensayos
generales. Se suponía que los espíritus
del invierno no debían conseguir que el
pájaro tropezara, pero aunque lo
desearan con toda el alma, no podían
impedir que éste tropezara solo. Al final
del primer ensayo, el pájaro se había
caído tres veces, se había doblado el
pico en dos ocasiones y llevaba las
plumas muy alborotadas. El segundo
ensayo había sido aún peor, el pájaro
había chocado con Aguanieve
haciéndole caer de los zancos. La nueva
Aguanieve seguía sin dirigirle la
palabra.
—Dicen que cuanto más duras sean
las prácticas, mejor sale el baile —
comentó Brel.
Sam asintió y apartó la vista del
guardia. En el cielo no había señales de
que se aproximara ninguna papelonave
ni de que un escuadrón de jinetes llegara
por el camino del sur portando el
estandarte real. Era una pérdida de
tiempo buscar a sus padres.
Brel se llevó la mano enguantada a
la boca y tosió. Sam volvió a observar
al guardia cuando éste lo saludó con una
inclinación de cabeza y reanudó su
paseo por la plataforma defensiva
mientras la trompeta colgada de su
correa le golpeaba suavemente la
espalda.
Sam bajó. Llegaba tarde al siguiente
ensayo.
Brel se equivocaba cuando comentó
que los ensayos fallidos anunciaban un
baile bien ejecutado. Cuando llegó el
día, Sam no dejó de trastabillar y
tropezar en ningún momento, y sólo
gracias a la profesionalidad y la energía
de los seis espíritus, la danza no resultó
un completo desastre.
Tradicionalmente, después del baile,
todos los bailarines del festival cenaban
con la familia real en el palacio, pero
Sam prefirió no compartir mantel con
ellos. Habían hecho bastante por su
príncipe, y su príncipe había hecho lo
suficiente, como probaba su colección
de morados. Tenía la certeza de que
Aguanieve le había golpeado adrede con
el zanco. Era la hermana de la muchacha
que había derribado durante el ensayo.
En vez de asistir a la cena, Sam se
retiró a su taller, donde intentó olvidar
sus problemas dedicándose a construir
un juguete mágicomecánico
especialmente complicado e interesante.
Ellimere lo mandó a buscar con un paje,
pero el muchacho consiguió
desembarazarse de él y que lo dejaran
en paz, al menos por esa noche.
No tendría tanta suerte al día
siguiente ni en los sucesivos. Ellimere
no podía o no quería ver que la tristeza
de su hermano se debía a problemas
reales. De modo que la chica se limitó a
buscarle más tareas. Algo peor aún, con
la clara intención de una buena
muchacha que iba a ser capaz de
averiguar qué males aquejaban al
príncipe, comenzó a endilgarle a las
hermanas pequeñas de sus amigos.
Naturalmente, a Sam le caían fatal todas
las chicas que Ellimere le sentaba al
lado durante la cena o que, por esas
casualidades de la vida, pasaban por su
taller a enseñarle el cierre roto de un
brazalete para que lo arreglase. La
preocupación constante de Sam por el
libro y el regreso de su madre le dejaba
muy pocas fuerzas para cultivar
amistades y mucho menos amoríos.
De manera que se ganó la reputación
de estirado y distante, no sólo entre las
jovencitas que Ellimere le presentaba,
sino entre todas las personas de su edad
que vivían en palacio. Incluso de
aquellas con las que había hecho
amistad en años anteriores, cuando
regresaba a casa por vacaciones,
descubrieron que ya no disfrutaban con
su compañía. Atribulado por sus
problemas y ocupado con sus deberes
oficiales, Sam apenas cayó en la cuenta
de que los chicos de su edad lo eludían.
Hablaba un poco con Brel, porque
los dos se encontraban en la segunda
torre más alta, a las mismas horas. Por
suerte, el guardia no era muy
conversador y no daba la impresión de
que le molestaran los silencios de Sam
ni su tendencia a detenerse y quedarse
mirando la ciudad y el mar.
—Hoy es su cumpleaños —dijo
Brel, a primeras horas de una mañana
clara y fría.
La luna seguía en el cielo y lucía un
halo a su alrededor, algo que solo
ocurría en las noches más frías de
invierno.
Sam asintió. Como su cumpleaños
caía dos semanas después del Festival
de Invierno no pasaba de ser un
acontecimiento menor. Ese año seria
todavía menos espectacular a raíz de la
continua ausencia de Sabriel y
Touchstone, que sólo podían enviar
mensajes y regalos que, aunque elegidos
con cuidado, no contribuían a que Sam
se animara. En especial porque uno de
ellos era una sobrevesta con las llaves
plateadas del Abhorsen estampadas
sobre un campo azul, cuartelado con el
castillo dorado de la línea real sobre
campo rojo, y el otro era un libro
titulado Merchane y el sometimiento de
los seres elementales de la magia libre.
—¿Le han hecho buenos regalos? —
preguntó Brel.
—Una sobrevesta —contestó Sam
—. Y un libro.
—Ah —dijo Brel. Batió palmas
para ayudar a que le circulase mejor la
sangre—. Nada de espadas, ni de
perros, entonces.
Sam negó con la cabeza. No quería
ni una espada ni un perro, pero habría
recibido mucho mejor esos regalos que
los que le habían hecho.
—Seguro que la princesa Ellimere
le hará uno bueno —sugirió Brel tras
meditarlo un buen rato.
—Lo dudo —dijo Sam—. Lo más
probable es que me organice alguna
clase de algo.
Brel volvió a batir palmas, se quedó
quieto y luego oteó el horizonte de sur a
norte.
—Feliz cumpleaños —dijo una vez
concluyó el lento movimiento de cabeza
—. ¿Cuántos cumple? ¿Dieciocho?
—Diecisiete —contestó Sam.
—Ah —dijo Brel, y caminó hasta el
otro extremo de la torre donde volvió a
otear el horizonte.
Sam se fue para abajo.
Ellimere le había organizado una
fiesta de cumpleaños en el Gran Salón,
pero resultó algo deslucida, sobre todo
por el ánimo tristón de Sam. No quiso
bailar, porque era el único día que podía
negarse a hacerlo, y como se trataba de
su fiesta, eso significaba que nadie más
podía bailar. Se negó a abrir los regalos
delante de todo el mundo porque no le
apetecía, y se limitó a jugar con la
comida que le sirvieron: pez espada con
salsa de lima y pan con mantequilla, en
otros tiempos su plato preferido. De
hecho, se comportó como un mocoso
malcriado de siete años más que como
un muchacho de diecisiete. Sam lo
sabía, pero no podía evitarlo. Era la
primera vez en varias semanas que
conseguía desobedecer las órdenes de
Ellimere o, como ella las llamaba, sus
firmes sugerencias.
La fiesta terminó temprano y todos
se marcharon enfadados y de malhumor.
Sam se retiró a su taller haciendo caso
omiso de los cuchicheos y las miradas
de soslayo que lo acompañaron al salir
del salón. Le importaba un bledo lo que
pensaran de él, pese a que se sintió muy
incómodo al notar que Jall Oren
observaba su salida con los ojos
entornados. Al regreso de sus padres,
Jall se encargaría de informarles de los
puntos flacos del príncipe, si es que no
decidía antes hacerles una de sus
temidas recapitulaciones sobre el
comportamiento del joven príncipe.
Los sermones de Jall se convertirían
en algo sin importancia alguna cuando su
madre se enterara de la verdad sobre su
hijo. Sam no se atrevía a pensar qué
ocurriría después. No conseguía
imaginar lo que podía pasar ni cuál
podría ser su futuro. El reino debía
contar con un Abhorsen en ciernes y un
heredero real. Ellimere había dado
muestras de ser la heredera real
perfecta, de manera que Sam debía
ocupar el cargo de Abhorsen en ciernes.
La cuestión era que no podía. No es que
no quisiera, como todos pensaban. No
podía.
Esa noche, tal como había hecho en
cientos de ocasiones, Sam abrió el
armario situado a la izquierda de su
banco de trabajo y se armó de valor
para mirar El libro de los muertos. Ahí
estaba, en su estante, brillando con su
luz verde, cargada de malos presagios,
haciéndole sombra al suave fulgor de las
luces del Gremio del techo.
Tendió la mano como el cazador que
intenta acariciar al lobo con la vana
esperanza de que sea un perro fiel. Rozó
el broche de plata y las marcas del
Gremio que en él había, pero antes de
que pudiera hacer algo más, empezó a
temblar con violencia y la piel se le
puso fría como el hielo. El príncipe
Sameth trató de contener los temblores y
hacer caso omiso del frío, sin
conseguirlo. Apartó la mano, se acercó a
la chimenea, se sentó en el suelo y se
abrazó las rodillas, embargado por la
tristeza.
Al cabo de una semana de haber
cumplido años, Sam recibió una carta de
Nick. O más bien los restos de una carta,
porque había sido escrita en papel
elaborado a máquina. Como la gran
mayoría de los productos de la
tecnología ancelstierrana, el papel había
empezado a deteriorarse al cruzar el
Muro, y en ese momento, iba camino de
transformarse en sus fibras originales.
Sam le había dicho muchas veces a Nick
que utilizara papel hecho a mano, pero
su amigo no se daba por aludido.
Sin embargo, de la carta quedaba lo
suficiente para deducir que Nick le
solicitaba que le expidiese visados con
destino al Reino Antiguo para él y un
sirviente. Tenía intención de cruzar el
Muro en el solsticio de invierno y le
pedía a Sam que se reuniese con él en el
paso fronterizo.
Sam se alegró. Nick siempre
conseguía infundirle ánimos. Consultó el
almanaque para ver a qué época de
Ancelstierre correspondía el solsticio
de invierno del Reino Antiguo. En
general, el Reino Antiguo iba una
estación adelantado con respecto a
Ancelstierre, pero como se producían
extrañas fluctuaciones, se hacía
necesario comprobarlo bien con un
almanaque, sobre todo en el período de
los solsticios y los cambios de
estaciones.
En otros tiempos, los almanaques
comparativos del Reino Antiguo y
Ancelstierre, como el que Sam tenía
delante, eran muy difíciles de conseguir,
pero hacía unos diez años, Sabriel le
había prestado el suyo al impresor de la
Casa Real, que había vuelto a
componerlo para incorporar todos los
comentarios manuscritos y las notas al
margen puestas por Sabriel y los
anteriores Abhorsen. Había sido una
tarea larga y laboriosa. El resultado
final era estéticamente agradable, el tipo
de letra, claro, y el texto se distribuía
ordenadamente sobre el crujiente papel
de lino, pero el coste era ruinoso.
Sabriel y Touchstone seleccionaban con
cuidado a quién regalaban estos
almanaques. Sameth se sintió muy
orgulloso cuando le entregaron uno el
día en que cumplió los doce años.
Por suerte, el almanaque traía una
correspondencia exacta para el solsticio
de invierno, en lugar de una ecuación
que permitía hacer los cálculos tras ver
la posición de la luna en el cielo y
realizar otras observaciones. Esa fecha
en Ancelstierre correspondía al día de
los barcos en el Reino Antiguo, y a la
tercera semana de la primavera. Todavía
faltaban muchos días, pero al menos
Sam tenía un motivo para esperar con
ilusión que llegara ese momento.
Después de leer lo que quedaba de
la carta de Nick, el príncipe se sintió
algo más animado y empezó a llevarse
mejor con todos en palacio, menos con
Ellimere. Lo que restaba del invierno
transcurrió sin que sus padres regresaran
y sin que se produjesen tormentas
especialmente terribles ni las olas de
frío paralizante que a veces venían del
noreste, acompañadas de grupos de
ballenas extraviadas que no habían
sabido encontrar el mar de Saere.
Desde el punto de vista del tiempo,
aquél era un invierno especialmente
benigno, pero en la corte y en la ciudad,
la gente seguía diciendo que estaba
siendo bastante crudo. En aquella
estación surgieron por todo el reino más
problemas que en los últimos diez
inviernos, problemas como no se
conocían desde los inicios del reinado
de Touchstone. Los halcones mensajeros
partían constantemente de la torre de las
caballerizas y a la señora Finney se le
pusieron los ojos colorados, incluso más
irritables que lo habitual, porque sus
pequeñuelos, los halcones, se veían en
apuros para atender tanta demanda de
comunicaciones. Muchos de los
mensajes transportados por los halcones
hablaban de los muertos y de criaturas
de la magia libre. Buena parte de esos
mensajes resultaban ser falsos, pero por
desgracia otros eran ciertos y exigían la
presencia de Sabriel.
A Sam le inquietaban otras noticias.
Una carta de su padre le recordó
demasiado el terrible día que había
tenido en la Frontera, cuando los
sureños muertos habían atacado a su
equipo de críquet y él había tenido que
enfrentarse al nigromante en el Reino de
la Muerte.
Sam se llevó la carta a la segunda
torre más alta para leerla y meditar
sobre su contenido, mientras Brel se
paseaba a su alrededor. Leyó hasta tres
veces varios de los párrafos:

El ejército ancelstierrano,
supuestamente bajo las órdenes
del gobierno, ha permitido que
un grupo de «voluntarios»
sureños entren en el Reino
Antiguo por uno de los viejos
pasos fronterizos del Muro,
infringiendo así todos los
acuerdos firmados y todas las
reglas dictadas por el sentido
común. Evidentemente, Corolini
ha conseguido más apoyos, y
ésta sería una puesta a prueba
de su plan de enviar a todos los
sureños al reino.
He impedido lo mejor que
he podido que se produzcan más
cruces de la Frontera y he
reforzado la guardia en
Barhedrin. Por desgracia, no
hay garantías de que los
ancelstierranos dejen de
enviarnos más sureños, aunque
el general Tindall ha
manifestado que tardará en
poner en marcha las órdenes
oportunas y que nos avisará en
cuanto le sea posible.
En cualquier caso, ya han
cruzado algo más de mil
sureños y nos llevan al menos
cuatro días de ventaja. Al
parecer, fueron recibidos por
«guías locales», pero como al
Cuerpo de Exploradores de la
Frontera le estaba prohibido
escoltar refugiados, ni siquiera
sé si se trataba de hombres de
verdad.
Seguiremos en la brecha,
claro está, pero todo este asunto
me huele mal. Estoy seguro de
que al menos un hechicero de la
magia libre está implicado en
nuestro lado del Muro, y el paso
fronterizo utilizado por los
sureños es el más cercano al
lugar donde tú sufriste la
emboscada, Sameth.
El nigromante, pensó Sam mientras
doblaba la carta. Se alegró de que el sol
brillara en el cielo y de estar en palacio,
protegido por guardias y agua corriente.
—¿Malas noticias? —inquirió Brel.
—Noticias, a secas —contestó Sam
sin poder contener un escalofrío.
—Nada que el rey y la Abhorsen no
puedan solucionar —dijo Brel, con
plena confianza.
—Dondequiera que estén —musitó
Sam.
Guardó la carta en el bolsillo del
abrigo y se fue para abajo, a su taller,
para enfrascarse en mil tareas y detalles
que exigían toda su atención y la
destreza de sus manos.
Y a cada paso que daba se repetía
que debía abrir El libro de los muertos.
Para variar, la Abhorsen y
Touchstone regresaron una magnífica
tarde de primavera, mucho después de
que Sam hubiera bajado de la torre y de
que la guardia de Brel hubiese
terminado. El viento había rolado al
Este, el mar de Saere cambiaba de
color, del negro invernal al turquesa
estival, el sol seguía calentando pese a
hundirse en el Oeste y las golondrinas
que vivían en los acantilados robaban
lana para sus nidos de la manta rota de
Sam.
Sabriel fue la primera en llegar, su
papelonave pasó volando bajito sobre el
patio de práctica donde Sam sudaba la
gota gorda repasando en compañía de
Cynel, una de las mejores guardias, los
cuarenta y ocho movimientos de ataque y
defensa. La sombra de la papelonave los
sobresaltó a ambos y le permitió a
Cynel, que se recuperó rápidamente
mientras Sam se quedó como un
pasmarote, hacerse con el punto
definitivo.
Al muchacho le había llegado el día
decisivo, y todos los discursos y cartas
que había preparado se le filtraron del
cerebro, como si su contrincante le
hubiera perforado la cabeza en lugar de
asestarle una estocada triunfal y sonora
con la espada de madera en el casco
acolchado. Sam salió corriendo para
quitarse la armadura de prácticas justo
cuando las trompetas sonaban en la
Puerta Sur. Al principio pensó que
anunciaban la llegada de su madre, hasta
que oyó otras trompetas más lejanas, en
el Patio Occidental, donde debía de
haber aterrizado la papelonave. Por
tanto, las trompetas de la Puerta Sur
debían de estar anunciando la llegada
del rey, el único recibido con una
fanfarria.
En efecto, se trataba de Touchstone.
Sam se reunió con su padre veinte
minutos después en las dependencias
privadas de la familia, una amplia
estancia situada tres plantas más arriba
del Gran Salón, con una única ventana
alargada que daba a la ciudad en lugar
de al mar.
Sam entró y encontró a Touchstone
asomado a la ventana, contemplando
cómo se encendían las luces de su
ciudad. Brillantes luces del Gremio,
luces suaves de las lámparas de aceite,
temblorosas llamas de velas y fuegos.
Era el mejor momento para estar en
Belisaere, una cálida tarde de
primavera, a la hora en que se encienden
todas las luces.
Como de costumbre, Touchstone
tenía aspecto cansado, aunque le había
dado tiempo a lavarse y quitarse la
armadura y la ropa de jinete. Vestía una
bata de baño al estilo de Ancelstierre y
llevaba el cabello ensortijado todavía
húmedo tras el rápido baño. Al ver
entrar a Sam le sonrió y le estrechó la
mano.
—Tienes mejor aspecto, Sam —dijo
Touchstone, al notar los colores que
lucía su hijo tras la práctica de esgrima
—. Aunque me hubiera gustado que este
invierno te hubieses convertido también
en un buen escritor de cartas.
—Hum —dijo Sam.
En todo el invierno sólo le había
enviado a su padre dos cartas y unas
cuantas notas añadidas al final de
algunas remitidas por Ellimere, que era
una corresponsal mucho más fiable. Ni
las cartas ni las notas decían nada
demasiado interesante ni demasiado
personal. Sam había escrito algunos
borradores más profundos, pero al igual
que los dirigidos a su madre, habían ido
a parar a la chimenea.
—Papá, yo… —comenzó a decir
Sam, vacilante, y notó una profunda
sensación de alivio por atreverse al fin a
sacar el tema al que había estado
dándole vueltas todo el invierno—.
Papá, no puedo…
Antes de que pudiese continuar, la
puerta se abrió de par en par y Ellimere
entró como un vendaval. Sam cerró la
boca y la miró ceñudo, pero ella no le
hizo el menor caso, fue directa hasta
Touchstone y lo abrazó con ostensible
alivio.
—¡Papá! No sabes cómo me alegro
de que hayas vuelto —dijo—. ¡Y mamá
también!
—La familia feliz y unida —
masculló Sam entre dientes.
—¿Cómo dices? —preguntó
Touchstone con tono severo.
—Nada —contestó Sam—. ¿Dónde
está mamá?
—En el embalse —contestó su
padre. Enlazó por la cintura a Ellimere
con un brazo y con el otro agarró a su
hijo—. Vamos a ver, no quiero que os
preocupéis, pero ha tenido que ir a los
Pilares Mayores porque la han herido…
—¡La han herido! —exclamaron
Ellimere y Sam al unísono volviéndose
hacia su padre hasta que los tres
formaron un apretado círculo.
—No es grave —se apresuró a
aclarar Touchstone—. La mordió en la
pierna una especie de cosa muerta, no
pudo curarse cuando ocurrió y ahora se
le ha infectado la herida.
—¿Va a… va a…? —preguntó
Ellimere presa de ansiedad mientras se
miraba consternada una pierna.
Por la cara que puso, estaba claro
que le resultaba difícil imaginar a
Sabriel herida y no del todo dueña de sí
misma y de cuanto la rodeaba.
—No, no va a perder la pierna —
afirmó, decidido, el rey Touchstone—.
Ha tenido que bajar hasta los Pilares
Mayores del Gremio porque los dos
estábamos demasiado cansados para
realizar los encantamientos curativos.
Pero podemos acompañarla allá abajo.
Además, es el mejor lugar para que
podamos hablar tranquilamente y
celebrar una conferencia familiar.
El embalse donde se alzaban los seis
Pilares Mayores del Gremio constituía,
en muchos sentidos, el corazón del
Reino Antiguo. Era posible acceder al
Gremio, la fuente misma de la magia,
desde cualquier punto del Reino
Antiguo, pero la presencia de los pilares
corrientes facilitaba mucho la
operación, como si fuesen los conductos
que llevaban al Gremio mismo. Sin
embargo, daba la impresión de que los
Pilares Mayores del Gremio formaban
parte de éste, además de estar
relacionados con él. El Gremio contenía
y describía a todos los seres vivos y
todas las posibilidades, existía en todas
partes, pero su presencia se concentraba
mucho más en los Pilares Mayores, el
Muro y los linajes de la familia real, así
como en los Abhorsen y las Clarvis.
Cuando dos de los grandes pilares
fueron rotos por obra de Kerrigor, y la
familia real sufrió una aparente
dispersión, el Gremio quedó debilitado
y así, la magia libre y los muertos
camparon por sus respetos.
—¿No sería mejor celebrar la
conferencia aquí arriba, cuando mamá
haya realizado el hechizo? —sugirió
Sam.
Pese a la importancia que tenía para
el reino, el embalse nunca había sido
uno de sus sitios predilectos, ni siquiera
antes de que le tuviera tanto miedo a la
muerte. Los pilares de piedra mismos
ejercían un efecto reconfortante,
llegaban incluso a calentar el agua que
los rodeaba, pero el resto del embalse
era frío y horrendo. La madre y las
hermanas de Touchstone habían sido
asesinadas allí por Kerrigor, y mucho
más tarde, en ese mismo lugar, el padre
de Sabriel había encontrado la muerte.
Sam no quería ni pensar en lo que había
sido el mundo en la época en que hubo
dos pilares rotos y Kerrigor acechaba
allí dentro, envuelto en la oscuridad,
acompañado de sus bestias
nigrománticas y sus siervos muertos.
—No —contestó Touchstone que
tenía más motivos que su hijo para
temerle al embalse, pero lo había
perdido hacía años, durante su
prolongado esfuerzo por reparar los
pilares rotos con su propia sangre y
fragmentos de magia recordados a duras
penas—. Es el único lugar donde nadie
nos oirá, además, son demasiadas las
cosas que debéis saber, de las que nadie
más debe enterarse. Trae el vino,
Sameth. Lo necesitaremos.
—¿Vas a ir así? —preguntó Ellimere
cuando Touchstone se dirigió al banco
de la izquierda de la chimenea.
Se volvió mientras su hija le hablaba
y se miró la bata y las dos espadas que
colgaban del cinturón, se encogió de
hombros y siguió su camino. Ellimere
lanzó un suspiro, fue tras él y ambos
desaparecieron en la oscuridad detrás
del fuego.
Sam frunció el ceño, cogió la jarra
de barro llena con ponche de vino y
especias colocada cerca de la chimenea
para que se mantuviera caliente. Siguió
a su padre y a su hermana, con la mano
presionó la parte trasera del banco y las
marcas del Gremio llamearon cuando el
hechizo de defensa le permitió abrir la
puerta secreta. En cuanto la hubo
franqueado, oyó a su padre y a su
hermana bajar ruidosamente los ciento
cincuenta y seis escalones que
conducían al embalse, a los Pilares
Mayores del Gremio y a Sabriel.
Agua pura, piedra
antigua

l embalse era una amplia estancia


silenciosa, de piedra fría y aguas
gélidas. Los Pilares Mayores se alzaban
E
en su centro, envueltos en la oscuridad,
invisibles desde el descansillo,
donde la escalera de palacio se
hundía en el agua. Por el borde
del embalse se veían haces de luz
provenientes de las aberturas enrejadas
que había en lo alto proyectándose por
la superficie del agua lisa como un
espejo. Entre los haces luminosos se
elevaban altas columnas de mármol
blanco que, cual mudos centinelas,
aguantaban el peso del techo, situado a
casi veinte metros del suelo.
Como siempre, el agua era
transparente. Sam metió la mano para
ayudar a su padre a desatar la barcaza
amarrada al final de la escalera de
palacio. Mientras el agua se escurría
entre sus dedos, comprobó que las
marcas del Gremio destellaban
brevemente. Toda el agua del embalse
absorbía magia de los Pilares Mayores
del Gremio. Más cerca del centro, el
líquido elemento se componía de magia
más que de otra cosa y ya no estaba
frío… ni siquiera húmedo.
La barcaza era poco más que una
balsa con pomos dorados en cada
esquina. Había dos en el embalse:
evidentemente, Sabriel se había llevado
la otra. Estaría subida a ella, en el
centro, donde no llegaba la luz del sol.
Los Pilares Mayores brillaban con
millones de marcas del Gremio que se
movían sobre su superficie y en su
interior, aunque casi todo el tiempo se
trataba de un débil fulgor que no llegaba
a rivalizar con la luz filtrada del sol. Por
lo tanto, no verían el fulgor hasta
haberse acercado del todo y alejado del
borde bañado en luz, más allá de la
tercera fila de columnas.
Touchstone desató las amarras de su
lado, puso la mano en la tabla y susurró
una sola palabra. Las ondas encresparon
la superficie tranquila del agua cuando
él habló y la barcaza comenzó a alejarse
del descansillo. En el embalse no había
corrientes, pero la barcaza se movía
como si la hubiera, o como si unas
manos invisibles la empujasen por el
agua. Touchstone, Sam y Ellimere se
acurrucaron en el centro, moviéndose de
vez en cuando con el balanceo.
Sam se acordó de que sus tías y su
abuela, desaparecidas hacía mucho
tiempo, habían viajado al encuentro de
sus muertes del mismo modo. Tal vez
incluso en aquella misma barcaza, ahora
rescatada, reparada y remozada; habían
ido confiadas, hasta que sufrieron la
emboscada de Kerrigor. Aquel ser
despreciable les había rebanado el
cuello para recoger su sangre en un cáliz
dorado. Sangre de la realeza. Sangre
para romper los Pilares Mayores del
Gremio.
Sangre para destruir, sangre para
construir. Con sangre de la realeza
habían destruido los pilares y con sangre
de la realeza, la de su padre, habían
vuelto a construirlos. Sam miró a
Touchstone y se preguntó cómo lo habría
hecho. Había pasado muchas semanas de
duro trabajo en aquel lugar, él solo, y
todas las mañanas tomaba un cuchillo de
plata, producto de un hechizo del
Gremio, para volver a abrirse las
heridas en las palmas de las manos, las
mismas que el día anterior habían
cicatrizado. Heridas que habían dejado
unas líneas blancas y finas que iban
desde el meñique hasta la yema del
pulgar. Se cortaba las manos y
formulaba encantamientos de los que
apenas estaba seguro, encantamientos
terriblemente peligrosos para quien los
formulaba incluso cuando no existía la
carga y el riesgo adicional de los pilares
rotos.
A Sam le intrigaba especialmente el
uso de la sangre, la misma sangre que
corría por sus venas. Le parecía extraño
que su corazón palpitante estuviese
íntimamente relacionado con los Pilares
Mayores que se alzaban allá adelante.
Qué ignorante se sentía, en especial, en
todo lo relacionado con los grandes
secretos del Gremio. ¿Por qué se
consideraba que la sangre de la realeza,
de los Abhorsen y las Clarvis, era
distinta de la de las personas normales,
incluso de la de otros magos del
Gremio, y que bastaba para reparar o
estropear otros pilares menores? Los
tres linajes se conocían como grandes
cartas del Gremio, como los Pilares
Mayores que se alzaban allá adelante, y
el Muro. ¿Pero por qué? ¿Por qué su
sangre contenía magia del Gremio,
magia que las marcas extraídas del
Gremio, generalmente accesible, no
podían imitar?
A Sam siempre le había fascinado la
magia del Gremio, sobre todo le
encantaba hacer cosas con ella, pero
cuanto más la utilizaba, más se daba
cuenta de lo poco que sabía. En los
doscientos años de interregno se habían
perdido muchos conocimientos.
Touchstone había transmitido a su hijo
cuanto sabía, sin embargo, su padre
estaba especializado en magia guerrera,
no en hacer cosas ni en los misterios
más profundos. En el momento de
fallecer la reina, su padre era guardia
real, príncipe bastardo, no mago.
Después, pasó siglos prisionero en
forma de mascarón de proa de un barco,
mientras el reino se hundía en el caos
más absoluto.
Touchstone consiguió reparar los
Pilares Mayores porque, según dijo,
ellos mismos quisieron que los
rehiciesen. Al principio se había
equivocado muchas veces y había
sobrevivido por obra y gracia del apoyo
y la fuerza de los pilares, nada más. Aun
así, el esfuerzo le había llevado varios
meses y le había quitado varios años de
vida. Antes de proceder a la reparación,
el cabello de Touchstone no tenía hebras
de plata.
La barcaza pasó entre dos columnas;
Sam se fue acostumbrando a la extraña
penumbra. Divisó a lo lejos seis Pilares
Mayores, altos monolitos de color gris
oscuro, sus formas irregulares eran muy
distintas de las columnas suaves de
mampostería y sólo tenían un tercio de
su altura. Vio también la otra barcaza,
flotando en el centro del círculo
formado por los pilares. ¿Dónde estaba
Sabriel?
El miedo le oprimió el pecho. Sam
no veía a su madre y en lo único que
atinaba a pensar era en que el difunto
Kerrigor había recuperado su forma
humana para engañar a su abuela, la
reina, y conducirla a una muerte oscura y
sangrienta. Cabía la posibilidad de que
Touchstone no fuera de veras Touchstone
sino otra cosa que había adoptado su
aspecto…
Algo se movió en la barcaza, allá
adelante. Sam, que había contenido el
aliento de forma inconsciente, lanzó un
grito ahogado al pensar que todos sus
temores se estaban haciendo realidad.
Aquella cosa no tenía aspecto humano,
le llegaba más o menos a la cintura y no
tenía brazos, ni cabeza ni forma
reconocible. Donde debía haber estado
su madre se veía un trozo de oscuridad
cambiante…
Touchstone le dio una fuerte palmada
en la espalda. Inspiró hondo y aquella
cosa de la barcaza despidió una tenue
luz del Gremio y destelló en el aire
como una estrella permitiéndole ver que,
después de todo, se trataba de Sabriel.
Se había quedado tumbada, envuelta en
su capa azul y acababa de incorporarse.
La luz le brillaba sobre la cara y
comprobaron que los recibía con una
sonrisa. Sin embargo, no era la sonrisa
despreocupada y plena de la felicidad
completa; Sam la vio más cansada y
ajada que nunca. Su piel, siempre
pálida, se presentaba casi translúcida
bajo la luz del Gremio, y la cubría una
capa brillante de sudor. Se notaba que
sufría mucho. Por primera vez, Sam
descubrió canas en la cabellera de su
madre y la idea de que no era eterna, de
que un día envejecería, cayó sobre él
como una losa. Su madre no llevaba
puesta la bandolera, sino que la había
depositado a su lado: los mangos de
caoba de las campanas se encontraban a
prudente distancia, igual que la espada y
la mochila. La barcaza de Sam flotó
entre dos de los pilares y entró en el
círculo. Los tres pasajeros se
estremecieron. Notaron una súbita
descarga de energía y la fuerza de los
Pilares Mayores. Acto seguido, notaron
también que habían perdido parte del
cansancio. Sam se dio cuenta de que el
miedo y la culpa que lo habían
perseguido durante todo el invierno eran
sólo un vago recuerdo. Se sintió más
confiado, casi casi como el que había
sido siempre. Era una sensación que no
experimentaba desde aquel día en que se
había dirigido al punto de lanzamiento
para disputar el último partido de
críquet del Campeonato Juvenil.
Las dos embarcaciones se
encontraron. Sabriel no se levantó, se
limitó a tender los brazos. Un segundo
después, abrazaba a Ellimere y a Sam
con tanto entusiasmo que las barcazas
estuvieron a punto de hundirse con el
movimiento.
—¡Ellimere! ¡Sameth! Cómo me
alegra veros, no sabéis cuánto lamento
haber estado ausente todo este tiempo —
dijo Sabriel, aflojando el abrazo.
—Tranquilízate, mamá —dijo
Ellimere como si ella fuera la madre y
Sabriel la hija—. Tú eres la que nos
preocupa. Anda, deja que le eche un
vistazo a esa pierna.
Iba a levantar la capa, pero Sabriel
la detuvo en el mismo instante en que a
Sam le llegaba un horrendo tufillo a
carne podrida.
—No tiene buen aspecto todavía —
se apresuró a aclarar Sabriel—. Las
heridas causadas por los muertos se
infectan muy deprisa, por desgracia. Con
la ayuda de los Pilares Mayores he
lanzado sobre ella varios
encantamientos curativos y le he puesto
una cataplasma de feliac. No tardará en
mejorar.
—Esta vez —dijo Touchstone.
Se había mantenido alejado del
ovillo formado por Sabriel, Ellimere y
Sam, y miraba a su esposa desde lo alto.
—Vuestro padre está enfadado
conmigo porque cree que estuve a punto
de perder la vida —dijo Sabriel con una
sonrisa forzada—. Y la verdad es que no
entiendo su postura, sobre todo porque
creo que debería alegrarse de que no
fuera así.
Su comentario fue recibido en el más
absoluto de los silencios, hasta que Sam
preguntó tímidamente:
—¿Es muy grave la herida que te
hicieron?
—Mucho —contestó Sabriel dando
un respingo al mover la pierna. Debajo
de la capa, las marcas del Gremio
refulgieron y fueron visibles a través de
la gruesa lana. Tras un momento de
vacilación, Sabriel agregó—: Si no me
hubiera encontrado con tu padre al
regreso, tal vez no habría llegado hasta
aquí.
Sam y Ellimere se miraron
horrorizados. Durante toda la vida
habían oído contar historias de las
batallas y las victorias conseguidas con
gran esfuerzo por Sabriel. La habían
herido en otras ocasiones, pero nunca la
habían oído reconocer que podían
haberla matado; tampoco habían
considerado nunca que esa posibilidad
existiera, que era real. Se trataba de la
Abhorsen, capaz de entrar en el Reino
de la Muerte a su antojo.
—Pero he conseguido llegar y voy a
ponerme bien —dijo Sabriel con
firmeza—. De manera que no hay
necesidad de tantas alharacas.
—Te refieres a mí, supongo —dijo
Touchstone. Se sentó soltando un suspiro
y en seguida volvió a levantarse de mal
humor para acomodarse las espadas y la
bata y se sentó de nuevo.
—El motivo por el cual hago tantas
alharacas —aclaró—, es que me
preocupa que durante todo este invierno
alguien o algo pueda haber estado
organizando de forma deliberada y
astuta una serie de situaciones para
ponerte en peligro. Analiza los lugares a
los que tuviste que acudir, siempre había
más muertos de los que hablaban los
informes y criaturas mucho más
peligrosas…
—Touchstone —lo interrumpió
Sabriel tomándolo de la mano—.
Tranquilízate. Estoy de acuerdo contigo.
Y tú lo sabes.
—¡Bah! —masculló Touchstone,
pero no dijo nada más.
—Es cierto —prosiguió Sabriel
mirando a los ojos a Sam y a Ellimere
—. Existe un plan claro y no sólo en los
muertos sacados de sus tumbas con el
único propósito de tenderme
emboscadas. Creo que el número
creciente de seres elementales
producidos por la magia libre está
relacionado con lo mismo y con los
problemas que vuestro padre ha tenido
con los refugiados sureños.
—Casi seguro que es así —acotó
Touchstone con un suspiro—. El general
Tindall cree que Corolini y su Partido
Nuestro País reciben subvenciones en
oro desde el Reino Antiguo, aunque
carece de pruebas concretas. Dado que
Corolini y su partido mantienen ahora un
equilibrio de poderes en la Asamblea de
Ancelstierre, han conseguido que se
traslade a los sureños cada vez más al
Norte. También han dejado claro que su
objetivo último es que todos los
refugiados sureños acaben instalados al
otro lado del Muro, en nuestro reino.
—¿Por qué? —preguntó Sam—.
Quiero decir, ¿para qué? Al fin y al
cabo, la zona norte de Ancelstierre no se
caracteriza precisamente por estar
superpoblada.
—No lo sé bien —contestó
Touchstone—. Las explicaciones que se
oyen en Ancelstierre son pura basura
populista que apelan al miedo del
campesinado. De todos modos, tiene que
haber un motivo que impulse a alguien
de aquí a pagarles en oro, el suficiente
para comprar doce escaños en la
Asamblea. Me temo que ese motivo
tiene algo que ver con el hecho de que
no hemos conseguido encontrar más que
una veintena de las miles de personas a
las que obligaron a cruzar el mes pasado
y ninguna de ellas con vida. Las demás
se esfumaron…
—¿Cómo es posible que
desaparezca tanta gente? Seguramente
dejarían algún rastro —lo interrumpió
Ellimere—. Tal vez debería ir a…
—No —dijo Touchstone con una
sonrisa, divertido por la convicción de
su hija de que era capaz de hacer mejor
papel que él cuando se trataba de buscar
algo. La sonrisa se le borró de los
labios cuando siguió diciendo—: Esto
no es lo que parece, Ellimere. Esto es
cosa de la brujería. Tu madre cree que
los encontraremos cuando menos lo
deseemos y que cuando lo hagamos, no
estarán vivos.
—Ahí está el quid de la cuestión —
dijo Sabriel sombríamente—. Antes de
que sigamos analizando el problema,
creo que deberíamos tomar más
precauciones para que nadie nos oiga.
¿Touchstone?
Touchstone asintió y se puso en pie.
Desenvainó una de sus espadas y se
concentró. Las marcas del Gremio de su
espada comenzaron a brillar y a
moverse, hasta que toda la hoja se llenó
de luz dorada. El rey levantó la espada y
las marcas del Gremio saltaron hasta el
pilar mayor más cercano y se
esparcieron sobre él como fuego
líquido.
Nada ocurrió durante un instante. A
continuación, otras marcas captaron la
luz, y las llamas doradas se extendieron
hasta cubrir todo el pilar y ardieron
como un incendio desbocado. Otras
marcas saltaron al pilar siguiente hasta
que prendió fuego también y lo mismo
ocurrió con el siguiente hasta que los
seis Pilares Mayores quedaron
envueltos en llamas y de ellos salieron
torrentes de brillantes marcas del
Gremio que fueron a entretejer una
tracería de luces en forma de domo que
cayó sobre las dos barcazas.
Sam se asomó por la borda y
comprobó que el fuego dorado se había
esparcido incluso por debajo del agua
para formar un enloquecido laberinto de
marcas que cubrían el suelo del
embalse. Los cuatro quedaron envueltos
por una barrera mágica alimentada por
la fuerza de los Pilares Mayores. Se
sintió tentado de preguntar cómo se
hacía el encantamiento y cuál era su
naturaleza, pero su madre ya había
empezado a hablar.
—Ahora podemos hablar sin temor a
que nos escuchen, ni oídos humanos ni
de otro tipo —dijo Sabriel.
Tomó en las suyas las manos de Sam
y Ellimere y las apretó con fuerza, tanto,
que sus hijos notaron los callos de los
dedos y las palmas, resultado de tantos
años de empuñar la espada y las
campanas.
—Vuestro padre y yo tenemos la
certeza de que los sureños han sido
desplazados hasta el otro lado del Muro
para hallar la muerte a manos tic… a
manos de un nigromante que ha utilizado
sus cuerpos para albergar en ellos
espíritus muertos que le deben lealtad.
Sólo la brujería producto de la magia
libre explica cómo los cuerpos y los
demás rastros han desaparecido sin ser
vistos por nuestras patrullas ni por la
visión de las Clarvis.
—Yo creía que las Clarvis lo veían
todo —dijo Ellimere—. Bueno, casi
siempre se equivocan de fecha, pero ven
el futuro. ¿O no?
—En los últimos cuatro o cinco años
las Clarvis vienen comprobando que su
visión está nublada y que probablemente
siempre ha estado nublada en la zona
que rodea las costas orientales del lago
Rojo y el monte Abed —dijo Touchstone
con tono grave—. Se trata de una zona
amplia en la cual, no por casualidad,
nuestro mandato real no se sostiene.
Existe allí cierto poder que se opone
tanto a las Clarvis como a nuestra
autoridad, bloqueando la visión y
rompiendo los pilares del Gremio que
he erigido allí.
—¿No deberíamos convocar a las
bandas adiestradas y llevarlas, junto con
la guardia, hasta allí para solucionar el
asunto de una vez por todas? —protestó
Ellimere en el mismo tono que Sam
imaginó que había empleado cuando
estaba al frente del equipo de hockey del
Colegio Wyverley en Ancelstierre.
—No sabes dónde está ni qué es —
contestó Sabriel—. Cada vez que nos
disponemos a rastrear la zona en busca
de la fuente del problema, siempre
ocurre algo en otra parte. Hará unos
cinco años creímos haber encontrado la
raíz de este enojoso asunto en la batalla
del pueblo de Roble…
—La nigromante —la interrumpió
Sam, que se acordaba bien del episodio.
En los últimos meses había dedicado
mucho tiempo a meditar sobre los
nigromantes—. La de la máscara de
bronce.
—Sí. Chlorr de la Máscara —aclaró
Sabriel clavando la vista en la barrera
dorada; era evidente que le traía malos
recuerdos—. Era muy vieja y poderosa,
por ello supuse que las dificultades con
las que nos encontramos allí habían sido
obra suya. Aunque ahora no estoy
segura. Está claro que alguien más sigue
haciendo lo posible por ofuscar a las
Clarvis y causar problemas a lo largo y
a lo ancho del reino. En Ancelstierre hay
alguien que apoya a Corolini y es
posible que incluso las guerras de los
sureños. Una posibilidad es que se trate
del hombre que encontraste en el reino
de los muertos, Sam.
—¿El… el nigromante? —inquirió
Sam.
Su voz sonó como un patético pitido;
el muchacho se restregó
inconscientemente las muñecas y al
hacerlo, las mangas se le subieron
dejando ver las cicatrices de las
quemaduras.
—Debe de tener un poder inmenso si
es capaz de levantar a tantos braceros
muertos al otro lado del Muro —
contestó Sabriel—. Y si tiene tanto
poder, yo debería haber oído hablar de
él, pero no es así. ¿Cómo habrá hecho
para mantenerse oculto durante todos
estos años? ¿Cómo se ocultó Chlorr
cuando organizamos batidas en todo el
Reino entero tras la caída de Kerrigor y
por qué se mostró para atacar el pueblo
de Roble? Empiezo a preguntarme si no
habré subestimado a Chlorr. Incluso es
posible que consiguiera eludirme la
última vez que nos enfrentamos. La
obligué a cruzar la Sexta Puerta, pero yo
estaba tan exhausta que no la seguí todo
el trayecto hasta la Novena. Debería
haberlo hecho. Tenía un no sé qué de
extraño, algo más que la mácula habitual
que dejan la magia libre o la
nigromancia…
Se interrumpió, sus ojos recorrieron
el vacío con aire ausente. Tras
parpadear, añadió:
—Chlorr era vieja, lo bastante vieja
para que otros Abhorsen se hayan
cruzado con ella en el pasado y
sospecho que ese otro nigromante
también tiene muchísimos años. Sin
embargo, en la Casa Real no he
encontrado ningún registro que se refiera
a ellos. Cuántos datos se perdieron en el
incendio del palacio, y muchos más con
el simple paso del tiempo. Y aunque las
Clarvis lo guardan todo en esa Gran
Biblioteca suya, rara vez encuentran
algo útil en ella. Tienen la mente muy
fija en el futuro.
»Me encantaría echar un vistazo a mí
también, pero se trata de una tarea que
llevaría meses, incluso años. Creo que
Chlorr y ese otro nigromante estaban
conchabados y puede que todavía sigan
estándolo, si Chlorr ha sobrevivido. No
queda claro quién manda y quién
obedece. Temo también que
descubramos que no están solos. Sea
quien fuere o lo que quiera que actúa en
contra de nosotros, debemos
asegurarnos de que sus planes acaben en
agua de borrajas.
La luz fue mermando a medida que
Sabriel hablaba y el agua se lleno de
ondas como si una brisa indeseada
hubiese conseguido saltarse la
protección del dorado fulgor que
despedían los pilares.
—¿Qué planes? —preguntó Ellimere
—. ¿Qué es lo que esos seres… o esas
cosas… se proponen hacer?
Sabriel intercambió con Touchstone
una mirada cargada de incertidumbre
antes de contestar.
—Creemos que tienen pensado traer
a los doscientos mil refugiados sureños
al Reino Antiguo para… para matarlos
—susurró Sabriel como si temiera que,
pese a las precauciones tomadas,
alguien pudiera oírla—. Doscientas mil
muertes por envenenamiento en un solo
minuto con el fin de construir una
avenida hacia el reino de los muertos
que permita llegar a todos los espíritus
que vagan allí, desde el primer recinto
hasta el precipicio de la Novena Puerta.
Y así, reunir las huestes de muertos más
numerosas que jamás han hollado el
reino de los vivos. Unas huestes a las
que nos resultará imposible derrotar
aunque fuera posible que a ellas se
opusieran todos los Abhorsen que han
sido.
Una asamblea familiar

L as palabras de Sabriel fueron


recibidas por el silencio, un
silencio que no terminaba nunca,
mientras todos imaginaban las huestes
de doscientos mil muertos y Sam hacía
lo imposible por quitárselas de la
cabeza. Unas hordas de difuntos, un
enorme mar de cadáveres tambaleantes,
sedientos de vida, que abarcaban todo el
horizonte, y marchaban inexorables
hacia ellos…
—No será así, claro —dijo
Touchstone interrumpiendo las terribles
imaginaciones de Sam—. Nos
aseguraremos de que nada de eso
ocurra, de que los refugiados no crucen
el Muro. Sin embargo, no podemos
detenerlos desde nuestro lado. El Muro
es demasiado largo y en él hay
demasiadas puertas rotas y muchos
pasos fronterizos antiguos en el otro
lado. Deberemos asegurarnos de que los
ancelstierranos no los envíen hacia aquí.
Por tanto, vuestra madre y yo hemos
decidido viajar a Ancelstierre. Iremos
en secreto para no despertar sospechas,
para no provocar alarmas. Nos
dirigiremos a Corvere y negociaremos
con su gobierno; se trata de una misión
que seguramente llevará varios meses.
Eso significa que dejaremos el reino en
vuestras manos.
La revelación fue recibida por otro
prolongado silencio. Ellimere se mostró
muy pensativa aunque tranquila. Sam
tragó saliva varias veces y dijo:
—¿A qué… a qué te refieres
exactamente?
—Por lo que respecta a nuestros
amigos y enemigos, me habré marchado
a una misión diplomática con los jefes
bárbaros en su Parada Sur, y Sabriel se
dedicará a sus asuntos de la misma
forma misteriosa a la que nos tiene
acostumbrados —contestó Touchstone
—. En nuestra ausencia, Ellimere
seguirá ejerciendo de corregente junto
con Jall Oren… Al parecer todo el
mundo parece haberse acostumbrado a
ellos. Sameth, tú la ayudarás. Lo más
importante de todo es que deberás
continuar estudiando El libro de los
muertos.
—A propósito, tengo algo para ti —
agregó Sabriel antes de que Sam pudiera
intervenir. Empujó la mochila hacia él
haciendo un esfuerzo evidente—. Mira
en lo alto.
Sam la abrió despacio. De pronto se
sintió muy mal; sabía que debía hablar
en ese momento o callar para siempre.
La mochila contenía un paquete envuelto
en hule. Sameth lo sacó con parsimonia
porque se le habían helado las manos y
las notaba insensibles. Se le nubló la
vista y oía a Sabriel como si le hablara
desde otra habitación.
—Las encontré en la Casa Real… o
mejor dicho, los enviados las dejaron
allí. No sé de dónde las habrán sacado
ni por qué lo han hecho ahora. Son muy,
muy antiguas. Tan antiguas que no
dispongo de datos sobre quién fue su
primer usuario. Se lo habría preguntado
a Zapirón, pero continúa durmiendo…
—Menos cuando pesqué ese salmón
el año pasado —intervino Touchstone,
enfadado.
Zapirón era el espíritu protector de
la Abhorsen que tenía forma de gato y
estaba sometido al hechizo vinculante de
Ranna, la adormecedora, la primera de
las siete campanas. Había despertado
apenas cinco o seis minutos en casi
veinte años, en tres ocasiones, para
robar y comer el pescado que
Touchstone había capturado.
—Zapirón no va a despertarse —
prosiguió Sabriel—. Pero como yo
tengo las mías, está claro que éstas son
para el Abhorsen en ciernes.
Enhorabuena, Sam.
Sam asintió sin decir palabra; el
paquete seguía sin abrir sobre su regazo.
No le hacía falta ver su contenido para
saber que el hule arrullado envolvía las
siete campanas con el hechizo del
Gremio que todo Abhorsen debía llevar.
—¿No vas a abrir el paquete? —le
preguntó Ellimere.
—Luego —contestó Sam con voz
ronca.
Intentó sonreír pero sólo le salió una
mueca forzada. Sabía que Sabriel lo
miraba aunque no se atrevió a levantar
la vista.
—Me alegra de que hayan llegado
las campanas —dijo Sabriel—. La
mayoría de los Abhorsen que me
precedieron trabajaron con sus
sucesores, a veces durante años, y
espero que tú y yo podamos hacerlo.
Según Zapirón, mi padre le enseñó a su
tía durante casi un decenio. No sabes la
de veces que habré deseado haber
tenido la misma oportunidad.
Hizo una nueva pausa tras la cual se
apresuró a agregar:
—A decir verdad, necesitaré que me
ayudes, Sam.
Sam asintió, incapaz de hablar, las
palabras de la confesión que tenía
preparada se le secaron en la boca. El
cargo le correspondía por derecho de
nacimiento, tenía el libro y las
campanas. Evidentemente, no le restaba
más que poner empeño y leer el libro, se
dijo, tratando de superar el terror que le
anudaba el estómago. Se convertiría en
el Abhorsen en ciernes hecho y derecho
que todos esperaban y necesitaban. No
le quedaba otra alternativa.
—Haré todo lo posible —dijo
atreviéndose finalmente a mirar a los
ojos a Sabriel.
Su madre le sonrió con tanta
satisfacción que se le iluminó la cara y
luego lo abrazó.
—Tengo que marchar a Ancelstierre
porque conozco sus costumbres mejor
que tu padre —dijo Sabriel—. Buena
parte de mis antiguas amigas de la
escuela son ahora influyentes o se han
casado con hombres que lo son. No
quería partir sin saber que aquí hay un
Abhorsen para proteger a la gente del
ataque de los muertos. Gracias, Sam.
—Pero yo no… —gritó Sam sin
poder contenerse—. No estoy
preparado. No he terminado el libro y
además…
—Estoy segura de que sabes más de
lo que crees —lo animó Sabriel—. En
cualquier caso, ahora que la primavera
está en su apogeo, habrá pocos
problemas. Los arroyos y los ríos llevan
toda el agua del deshielo y de las lluvias
propias de la estación. Los días se
alargan. En esta época de la primavera y
durante el verano nunca se producen
amenazas importantes por parte de los
muertos. Como mucho tendrás que
ocuparte de algún bracero delincuente o
tal vez de algún mordacis. Tengo total
confianza en ti, sabrás arreglártelas.
—¿Qué me dices de los sureños
desaparecidos? —preguntó Ellimere con
una mirada muy elocuente que no dejaba
dudas sobre la confianza que le tenía a
Sam—. Novecientos muertos constituyen
una amenaza importante.
—Deben de haber desaparecido en
la zona del lago Rojo, de lo contrario,
las Clarvis los habrían visto —dijo
Sabriel—. De manera que seguirán
confinados allí por las riadas
primaverales. Iría hasta allí a ocuparme
de ellos en primer lugar, pero la
situación realmente peligrosa está en
Ancelstierre, donde se encuentran los
demás sureños. Habrá que confiar en las
crecidas de los ríos y en ti, Sam.
—Pero… —comenzó a protestar el
muchacho.
—Te advierto que el nigromante o
los nigromantes que se oponen a
nosotros no deben tomarse a la ligera —
prosiguió Sabriel—. Si se atreven a
enfrentarse a ti, debes luchar contra
ellos en el mundo de los vivos. No
vuelvas a pelear contra ninguno de ellos
en el reino de los muertos, Sam. Fuiste
muy valiente cuando lo hiciste, y muy
afortunado. También deberás poner
especial cuidado al usar las campanas.
Como sabrás, te pueden obligar a
internarte en el reino de los muertos o
engañarte para que lo hagas. Utilízalas
sólo cuando estés seguro de que has
aprendido bien las lecciones del libro.
¿Me lo prometes?
—Sí —contestó Sam.
Apenas le quedaba aliento para
pronunciar esa única palabra. Sin
embargo, cuando lo hizo, estaba cargada
de alivio porque en cierta manera
acababan de concederle una especie de
aplazamiento. Con toda probabilidad
conseguiría vencer a los muertos
menores sólo con magia del Gremio. Su
determinación de convertirse en un
Abhorsen hecho y derecho no había
logrado ahuyentar el miedo que seguía
anidado en su corazón; cuando tocó el
envoltorio con las campanas, sus dedos
seguían helados.
—Muy bien —dijo Touchstone—.
Me pregunto si vosotros, que habéis
estudiado allí, tenéis alguna idea sobre
cómo tratar a los ancelstierranos. El tal
Corolini, por ejemplo, el jefe del
Partido Nuestro País. ¿Podría ser
oriundo del Reino Antiguo? ¿Qué
opináis?
—No es de mi época —contestó
Ellimere, que había terminado sus
estudios hacía un año y daba la
impresión de considerar que su estancia
en Ancelstierre era historia pasada.
—No tengo ni idea —respondió Sam
—. Salía mucho en los diarios, antes de
que yo me fuera, pero no decían nada de
sus orígenes. Mi amigo Nicholas tal vez
sepa algo, y creo que podría echarnos
una mano. Como ya sabrás, su tío es el
Ministro Supremo Edward Sayre. Nick
vendrá a visitarme el mes que viene
aunque es posible que consigas verlo
antes de que emprenda el viaje.
—¿Va a venir? —preguntó
Touchstone—. Me sorprende que lo
autoricen. El ejército lleva años sin
expedir permisos, exceptuando los de
los refugiados, que fueron un montaje
político en el que el ejército no tuvo voz
ni voto.
—Nick sabe ser muy convincente —
dijo Sam recordando los diversos
apuros en los que Nick había conseguido
meterlo en la escuela y de los que muy
pocas veces había conseguido sacarlo
después—. Le pedí a Ellimere que le
sellara un visado por nuestra parte.
—Lo envié hace siglos —aclaró
Ellimere lanzándole una mirada
insidiosa a su hermano—. Todavía
quedan personas eficientes en el reino.
—Bien —dijo Touchstone—.
Resultará un contacto útil. Será
importante que una de las familias
ancelstierranas que ocupa el gobierno
compruebe que no nos inventamos las
historias que circulan sobre el reino. Me
aseguraré de que el puesto de la Guardia
de Barhedrin le proporcione una escolta
desde el Muro. Las negociaciones se
verían seriamente afectadas si
perdiéramos al sobrino del Ministro
Supremo.
—¿Con quién estamos negociando?
—preguntó Ellimere—. Al fin y al cabo,
a los de Corvere les encanta fingir que
no existimos. Siempre me vi en la
necesidad de convencer a las estiradas
chicas de ciudad de que el reino no era
un invento mío.
—Dos cosas —contestó Sabriel—.
El oro y el miedo. Disponemos de una
modesta dotación de oro que, sin
embargo, podría alcanzar para inclinar
la balanza, si va a parar a los bolsillos
adecuados. Y hay muchos norteños que
se acuerdan de cuando Kerrigor cruzó el
Muro. Intentaremos convencerlos de que
volverá a ocurrir si mandan a los
refugiados sureños hacia el Norte.
—¿No podría ser Kerrigor? —
preguntó Sam—. Quiero decir, ¿no
podría ser él quien está detrás de todo?
—No —contestaron Sabriel y
Touchstone al unísono. Se miraron; era
evidente que recordaban el terrible
pasado y lo que Kerrigor había intentado
hacer, tanto en el Reino Antiguo como en
Ancelstierre.
—No —repitió Sabriel—. Fui a
verlo cuando visité la Casa Real. Está
dormido para siempre bajo el hechizo
de Ratina, encerrado en el sótano más
hondo, sometido por todas las marcas de
defensa mágicas que tu padre y yo
conocemos. No se trata de Kerrigor.
—Sea quien sea o lo que sea, nos
ocuparemos de ellos —dijo Touchstone
con tono potente y regio—. Los cuatro
nos encargaremos de que así sea. Por
ahora, sugiero que bebamos vino
caliente con especias y hablemos de
asuntos mejores. ¿Qué tal ha ido el
Festival de Invierno? Sam, ¿te había
contado que bailé el papel del pájaro
del amanecer cuando tenía tu edad?
¿Qué tal te fue?
—Me he dejado las copas —dijo
Sam entregándole la jarra todavía tibia.
—Beberemos de la jarra —dijo
Sabriel poco después al ver que nadie
contestaba la pregunta de Touchstone.
Cogió la jarra y, con mano diestra, se
echó un chorro de vino al gollete—. Ah,
qué delicioso. Cuéntame, Sam, ¿qué tal
tu cumpleaños? ¿Pasaste un buen día?
Sam contestó mecánicamente, sin
percatarse casi de las intervenciones
mordaces de Ellimere. Estaba claro que
sus padres no habían hablado todavía
con Jall, de lo contrario, las preguntas
habrían sido muy distintas. Sintió alivio
cuando sus padres se centraron en
Ellimere y la hicieron rabiar con sus
comentarios sobre su habilidad para el
tenis y la cantidad de jovencitos
interesados en aprender ese nuevo
deporte. Estaba claro que los cotilleos
sobre su hermana habían viajado más
deprisa que las nuevas sobre los puntos
flacos de Sam. Volvió a ser el centro de
la conversación cuando Ellimere lo
acusó de negarse a fabricar más
raquetas, una verdadera pena, porque no
había nadie que las hiciera tan bien
como él; Sam aprovechó la ocasión para
prometerle que le haría una docena y
con eso consiguió escurrir el bulto otra
vez.
Los demás siguieron charlando, pero
el negro futuro pesaba sobre ellos como
una losa. Sameth no dejaba de pensar en
el libro y en las campanas. ¿Qué haría si
llegaban a convocarlo de verdad para
rechazar una incursión de los muertos?
¿Qué haría si al frente de esa incursión
estaba el nigromante que lo había
torturado en el Reino de la Muerte? Peor
aún, ¿qué pasaría si se trataba de un
enemigo más poderoso, tal como Sabriel
temía? De repente se atrevió a soltar:
—¿Y si… y si este enemigo no
estuviera detrás de Corolini? ¿Y si
tramara algo más en vuestra ausencia?
Sus padres y su hermana, que
comentaban el episodio ocurrido en el
curso de una recepción vespertina en
honor del alcalde de Sindle, en el que
Heria se había pisado el vestido y, al
tropezar, había caído en brazos de Jall
Oren, lo miraron llenos de asombro.
—Si así fuera, estaremos a una
semana de viaje de aquí, a lo sumo diez
días —contestó Sabriel—. Un halcón
mensajero a Barhedrin, un jinete hasta la
Frontera, un telegrama desde allí o
desde Bain a Corvere y un trayecto en
tren de vuelta a Bain… tal vez menos de
una semana. Creemos que sea lo que sea
lo que trame este enemigo, como tú muy
bien lo has llamado, debe de implicar a
gran número de muertos. Las Clarvis han
visto muchos futuros posibles en los que
todo nuestro reino queda reducido a un
desierto, habitado únicamente por
muertos. ¿Qué otra cosa sería capaz de
producir ese efecto sino la
concentración que sospechamos? Sólo
sería posible matando a todos esos
pobres refugiados desprotegidos.
Nuestra gente está demasiado bien
protegida. En cualquier caso,
exceptuando Belisaere, en todo el reino
no hay doscientas mil personas en un
solo lugar. Y mucho menos doscientas
mil sin una sola marca del Gremio.
—No sé qué otra cosa podría ser —
dijo Sam resoplando—. Lo que sí me
gustaría es que no te marcharas.
—El cargo de Abhorsen constituye
una gran responsabilidad —comentó
Sabriel en voz baja—. Comprendo que
te cueste afrontarla, incluso
compartiéndola conmigo. Pero es tu
destino, Sam. ¿Es el caminante quien
escoge el camino, o el camino el que
escoge al caminante? Tengo la plena
certeza de que lo harás bien. Pronto
volveremos a estar juntos y a hablar de
tiempos más felices.
—¿Cuándo partes? —preguntó Sam,
incapaz de disimular que abrigaba la
esperanza de que surgiese alguna
demora que le permitiera hablar con
Sabriel al día siguiente, conseguir que lo
ayudara con El libro de los muertos, a
superar el miedo que lo paralizaba.
—Mañana al amanecer —contestó
Sabriel de mala gana—. Siempre y
cuando la herida haya cicatrizado lo
suficiente. Tu padre cabalgará con la
embajada real a las tierras de los
bárbaros del Norte y yo volaré al Oeste.
Mañana por la noche haré el camino
inverso para recogerlo y volaremos al
Sur, hasta la Casa Real, para tratar de
consultar otra vez con Zapirón, y desde
allí iremos a Barhedrin y al Muro. Con
suerte, este itinerario nos permitirá
confundir a los espías que puedan estar
siguiéndonos.
—Nos gustaría quedarnos más
tiempo —dijo Touchstone con tristeza
mientras contemplaba a su pequeña
familia, a la que conseguía reunir en
contadas ocasiones—. Pero como de
costumbre, el deber nos llama… y
debemos acudir.
Una carta de Nicholas

E sa noche, Sam abandonó el


embalse con la jarra de vino
vacía, una bandolera de
campanas, el corazón apesadumbrado y
mucho que meditar. Ellimere fue con él,
pero Sabriel se quedó porque debía
permanecer hasta el amanecer dentro del
círculo de los Pilares Mayores del
Gremio y así acelerar su curación.
Touchstone también se quedó; los dos
jovencitos comprendieron que sus
padres deseaban estar a solas. Tal vez
para hablar de los puntos flacos de su
hijo, pensó Sam mientras subía las
escaleras con dificultad llevando el
paquete de campanas en la mano.
Cuando estuvieron ante los
aposentos de Ellimere, su hermana le
dio las buenas noches en tono amistoso,
pero Sam no se fue a la cama. Subió otro
tramo de escaleras hasta su taller de la
torre y pronunció la palabra que hizo
encender las luces del Gremio. Colocó
las campanas en otro armario distinto
del que contenía el libro y cerró la
puerta para no verlas más, aunque no
consiguió quitárselas de la cabeza.
Después, sin mucho entusiasmo, trató de
continuar trabajando en el jugador de
críquet, combinación de mecánica y
magia del Gremio, un bateador de
quince centímetros de alto. Tenía
pensado confeccionar dos equipos para
hacerlos competir, sin embargo, ni la
magia ni la mecánica acababan de
satisfacerlo.
Alguien llamó a la puerta. Sam no
contestó. Si se trataba de un sirviente,
insistiría o acabaría marchándose. Si se
trataba de Ellimere, entraría como un
vendaval.
Volvieron a llamar, se oyó un
bisbiseo y, acto seguido, Sam sintió que
deslizaban algo debajo de la puerta y
unos pasos que bajaban la escalera, en
el suelo había una bandeja de plata y en
ella una carta completamente arrugada.
A juzgar por el estado en que se hallaba,
debía de venir de Ancelstierre y
seguramente sería de Nicholas.
Sam suspiró, se puso los guantes de
algodón blancos y cogió unas pinzas.
Abrir una de las cartas de Nick tenía
más de ejercicio forense que de otra
cosa. Recogió la bandeja, la llevó a su
mesa donde las marcas del Gremio
brillaban con más intensidad y se puso a
despegar el papel y a colocar los trozos
podridos en orden.
Media hora más tarde, cuando el
reloj de la Torre Gris daba las doce
campanadas de medianoche, la carta
estaba lista para ser leída. Sam se
inclinó sobre ella y el ceño se le fue
frunciendo a medida que leía.

Querido Sam:
Gracias por conseguirme el
visado para el Reino Antiguo.
No sé por qué vuestro cónsul en
Bain se mostró tan reticente a
otorgármelo. Menos mal que
eres príncipe y consigues lo que
te propones. De este lado no he
tenido problema alguno. Mi
padre llamó a tío Edward y éste
utilizó todas sus influencias.
Prácticamente nadie de Corvere
sabía que se podía obtener un
permiso para cruzar la
Frontera. En fin, supongo que
esto viene a demostrar que
Ancelstierre y el Reino Antiguo
no son tan diferentes. Todo es
cuestión de tener los contactos
adecuados.
En cualquier caso, mi
intención es partir mañana
desde Awengate, y si los
trasbordos de trenes no fallan,
llegaré a Bain el sábado y
cruzaré el Muro el día 15. Sé
que me anticipo a la fecha
convenida, de manera que no
podrás ir a recibirme, pero no
iré solo. He contratado a un
guía, un ex explorador del Paso
Fronterizo con quien me topé en
Bain. Y lo digo literalmente. Él
cruzaba el camino para evitar
una manifestación de los
seguidores del Partido Nuestro
País, chocamos y casi me
voltea. Fue un encuentro
casual, la verdad, el hombre
conoce el Reino Antiguo como
la palma de su mano. Me
confirmó también algo que he
leído sobre el curioso fenómeno
denominado «celada de rayos».
Él lo ha visto y no me cabe duda
de que es digno de ser
estudiado.
De manera que creo que
iremos a echarle un vistazo a
esa celada de rayos de camino a
tu indudablemente encantadora
capital de Belisaere. Por cierto,
a mi guía no pareció
sorprenderle lo más mínimo que
yo te conociera. ¡Tal vez la
realeza lo deje tan frío como a
algunos de nuestros ex
compañeros de estudios!
En cualquier caso, la celada
de rayos se produce,
aparentemente, cerca de un
pueblo llamado Borde que, si no
me equivoco, se encuentra cerca
de la ruta al Norte que
seguiremos para llegar a ti.
¡Sería de agradecer que en tu
tierra confiaran en los mapas
normales y no en la memoria
casi mística ayudada por
papeles en blanco!
Tengo muchas ganas de
verte en tu entorno natal, casi
tantas como de investigar las
curiosas anomalías de tu Reino
Antiguo. Por sorprendente que
parezca, es muy poco lo que se
ha escrito sobre este asunto. La
biblioteca del colegio sólo
dispone de unos pocos textos
antiguos, altamente
supersticiosos, y en la de
Radford tampoco disponen de
mucho más. En los periódicos
tampoco se habla de este
asunto, salvo de pasada, cuando
Corolini desvaría en las
reuniones de la Asamblea sobre
la posibilidad de enviar a
«indeseables y sureños» a lo
que él llama «el extremo
Norte». ¡Espero ser la
avanzadilla de lo que, según sus
términos, es un «indeseable»!
Todo lo referido al Reino
Antiguo parece estar rodeado
por una conspiración de
silencio, de modo que estoy
seguro de que un joven y
ambicioso científico como yo,
encontrará muchas cosas por
descubrir y revelar al mundo.
Espero que te hayas
recuperado por completo. Yo no
acabo de estar fino, he tenido
dolores en el pecho, según
parece, debidos a una especie
de bronquitis. Y aunque resulte
increíble, se agudizan cuando
me encuentro más al Sur, en
Corvere no había modo de
soportarlos, probablemente se
debe a que allí el aire es pura
suciedad. He pasado este último
mes en Bain y casi no los he
notado. Sin duda, tendré
ocasión de mejorar todavía más
en tu Reino Antiguo, donde el
aire debe de ser absolutamente
impoluto.
En cualquier caso, espero
verte pronto, un abrazo de tu
fiel amigo:

NICHOLAS SAYRE

P. D. No me creo que
Ellimere mida casi dos metros y
pese ciento veinte kilos. Me lo
habrías comentado antes.

Sameth dejó la carta sobre la mesa


poniendo cuidado de no romper lo poco
que quedaba de ella.
Cuando terminó de acomodarla,
volvió a leerla con la esperanza de que
las palabras hubiesen cambiado. No
podía ser que Nick cruzara hacia el
Reino Antiguo acompañado de un solo
guía que, seguramente, sería de poco
fiar. ¿Acaso no se daba cuenta de lo
peligrosas que eran las Tierras
Fronterizas que rodeaban el Muro?
Sobre todo para un ancelstierrano que
carecía de marca del Gremio y de dones
para la magia. Nick ni siquiera podría
comprobar si su guía era un hombre de
verdad, un portador contaminado del
Gremio o un engendro de la magia libre
con poderes suficientes para cruzar la
Frontera sin que lo detectasen.
Sam se mordió los labios mientras
meditaba sobre todo aquello,
visiblemente preocupado y, tras
consultar su almanaque, comprobó que
el quince había sido hacía tres días, de
manera que Nick ya debía de haber
cruzado el Muro. Por tanto, era
demasiado tarde para ir a recibirlo,
incluso en papelonave, y para buscar un
halcón mensajero y enviarlo con ordenes
para la guardia. Nick disponía de un
visado para él y un sirviente, de manera
que no lo detendrían en el puesto de
Barhedrin. En esos momentos debía de
estar en las Tierras Fronterizas, en
dirección a Borde.
¡Borde! Sam se mordió el labio con
más fuerza. El pueblo de Borde se
encontraba demasiado cerca del lago
Rojo y se trataba de la región donde la
nigromante Chlorr había destruido los
pilares y donde en ese momento se
ocultaba el enemigo para pergeñar sus
planes contra el reino. ¡Era el peor lugar
al que Nick podía haberse dirigido!
En ese instante llamaron a la puerta.
Sam interrumpió sus pensamientos y se
mordió el labio con tanta fuerza que notó
el sabor de la sangre. Irritado, gritó:
—¡Sí! ¿Quién es?
—¡Yo! —contestó Ellimere entrando
como una tromba—. Espero no
interrumpir alguno de tus procesos
creativos.
—No —contestó Sameth con
cautela.
Señaló con un leve ademán su banco
de trabajo y se encogió de hombros para
darle a entender a su hermana que no
había avanzado nada en sus inventos.
Ellimere miró a su alrededor con
interés, pues Sam tenía por costumbre
echarla en cuanto intentaba entrar.
Sameth había recibido la pequeña
habitación de la torre al cumplir los
dieciséis y desde entonces la utilizaba
con frecuencia. En ese momento, los dos
bancos de trabajo estaban repletos de
herramientas de joyero y muchos otros
útiles que a la muchacha le resultaban
desconocidos. También vio dos figuritas
de jugadores de críquet, delgados
lingotes de oro y plata, rollos de
alambre de bronce, unos cuantos zafiros
desperdigados y una pequeña fragua
humeante construida en lo que había
sido el hogar de la habitación.
Todo el cuarto estaba impregnado de
magia del Gremio. Las imágenes
diluidas que dejaban las marcas del
Gremio en el aire brillaban por todas
partes, se deslizaban lentas por las
paredes y el techo y se apelotonaban al
lado de la chimenea. Era evidente que
Sameth no estaba creando joyas para
adornar trajes, ni las raquetas de tenis
prometidas.
—¿Qué estás haciendo? —inquirió
Ellimere, llena de curiosidad.
Algunos de los símbolos del
Gremio, o mejor dicho, los pálidos
reflejos que de ellos quedaban, eran
sumamente poderosos. Se trataba de
marcas que ella misma no se habría
atrevido a utilizar.
—Cosas —contestó Sameth—. Nada
que pueda interesarte.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó
Ellimere. Surgió entre ambos la
consabida oleada de resentimiento.
—Juguetes —le soltó Sam,
levantando el pequeño bateador que, de
repente, revoleó el bate diminuto y luego
volvió a su inmovilidad de antes—.
Estoy construyendo juguetes. Sé que no
se trata de una ocupación a la altura de
un príncipe y que debería dormir para
poder mañana enfrentarme descansado a
mis clases de baile y las sesiones del
Tribunal Inferior, pero… no logro
conciliar el sueño —concluyó con tono
cansado.
—Yo tampoco —dijo Ellimere, más
amable. Se sentó en la otra silla y
añadió—: Estoy preocupada por mamá.
—Dijo que se pondría bien. Los
Pilares Mayores la sanarán.
—Esta vez. Necesita que la ayuden
con su trabajo, Sam, y tú eres el único
que puede hacerlo.
—Ya lo sé —dijo Sam. Apartó la
vista y contempló la carta de Nick—. Ya
lo sé.
—En fin —prosiguió Ellimere,
incómoda—, sólo quería decirte que
estudiar para ser el Abhorsen es lo más
importante, Sam. Si necesitas más
tiempo, no tienes más que decírmelo y te
reorganizo enseguida los horarios.
Sam la miró con cara de sorpresa.
—¿Quieres decir que no
dedicaríamos tantas horas al pájaro del
amanecer y a esas fiestas vespertinas
con las tontas de las hermanas de tus
amigos?
—Oye, que no son… —comenzó a
protestar Ellimere, se lo pensó mejor,
inspiró hondo y dijo—. Sí. Ahora las
cosas han cambiado. Ahora sabemos lo
que está pasando. Yo también dedicaré
más tiempo a la guardia. Y a
prepararme.
—¿Prepararte? —preguntó Sam con
nerviosismo—. ¿Tan pronto?
—Sí —contestó Ellimere—. Aunque
mamá y papá salgan airosos en la misión
de Ancelstierre, habrá problemas. Quien
esté detrás de todo esto no esperará
sentado a que nosotros desbaratemos sus
planes. Algo pasará y debemos estar
preparados. Tú debes estar preparado,
Sam. Es cuanto quería decirte.
Se levantó y se marchó. Sam se
quedó mirando el vacío. No tenía a
quien recurrir. Se había convertido en un
verdadero Abhorsen en ciernes. Debía
contribuir a luchar contra el enemigo,
fuera quien fuese. Es lo que todos
esperaban de él. Todos dependían de él.
Incluido Nicholas. Debía ir en busca
de Nicholas, salvar a su amigo antes de
que se metiera en líos, porque nadie más
podría hacerlo.
Y en un abrir y cerrar de ojos, Sam
sintió una gran determinación, una
valentía que no quiso analizar a fondo.
Su amigo estaba en peligro y él debía
salvarlo. Estaría alejado de El libro de
los muertos y de sus deberes
principescos durante pocas semanas. Tal
vez consiguiera encontrar a Nick
rápidamente y ponerlo a salvo, en
especial, si lo autorizaban a llevar
consigo a una decena de hombres de la
Guardia Real. Como había dicho
Sabriel, no había demasiadas
posibilidades de que los muertos
hicieran mucho con los deshielos en
curso.
En su fuero interno, una vocecilla le
decía que en realidad estaba huyendo.
Pero él se encargó de acallarla con otros
pensamientos más importantes y ni se
molestó en buscar en los armarios donde
estaban guardados el libro y las
campanas.
Una vez tomada la decisión, Sam
sólo se dedicó a pensar en cómo lograr
lo que se proponía. Ellimere nunca lo
dejaría marchar, estaba seguro. De
manera que debía pedirle permiso a su
padre, lo cual implicaba levantarse
antes del amanecer para ver a
Touchstone en sus aposentos.
Sam se decide

P ese a sus buenas intenciones,


Sam se quedó dormido y no
pudo ver a Touchstone antes de
que éste emprendiera su viaje. Con la
intención de encontrarlo en la Puerta
Sur, bajó a la carrera la Colina de
Palacio y recorrió la ancha Avenida de
las Estrellas flanqueada de árboles, así
denominada por los pequeños soles
incrustados en los adoquines. Dos
guardias corrían a su lado, sin perder el
ritmo no obstante llevaran el peso de los
plaquines de cota de malla, los yelmos y
las botas.
Sam acababa de ver a los últimos
componentes de la escolta de su padre
cuando oyó las aclamaciones de la
multitud y un repentino toque de
trompetas. Subió de un salto a un carro
detenido en la calle y miró por encima
de las cabezas. Llegó justo a tiempo
para ver a su padre cruzar la gran puerta
de Belisaere, la capa roja y dorada se
agitó a su espalda, sobre la grupa del
caballo, el sol del amanecer se reflejó
en su yelmo con coronas grabadas antes
de que se perdiera en la oscuridad de la
puerta.
El rey iba precedido y seguido de
guardias reales a caballo, ochenta
hombres y mujeres altísimos, cuyas
brillantes cotas de malla asomaban por
los cortes verticales de las sobrevestas
rojas y doradas. Sam sabía que al día
siguiente los guardias continuarían viaje
hacia el Norte y que alguno de ellos se
disfrazaría de Touchstone, Entretanto, el
rey volaría hacia el Sur, a Ancelstierre,
en compañía de Sabriel para tratar de
impedir la matanza de doscientos mil
inocentes.
Sameth siguió contemplando la
escena incluso después de que el último
guardia hubiera cruzado la puerta y que
el tráfico hubiese recuperado la
normalidad; incontables personas,
caballos, carromatos, burros, carretillas
de mano, mendigos, pasaron ante el sin
que notaran su presencia.
No había alcanzado a Touchstone y
ahora debería decidir por su cuenta.
Cuando dio media vuelta, fue al
centro del camino y empezó a caminar
en dirección contraria al tropel que salía
de la ciudad; iba con la mirada ausente.
Gracias al espacio creado a su
alrededor por dos guardias corpulentos
evitó chocar con varios viandantes.
En cuanto Sameth tuvo la idea de ir
en busca de Nicholas, notó que ya no
podía detenerse. Estaba seguro de que la
carta era real. Sam era el único que
conocía a Nick lo suficiente para
seguirle el rastro, el único que tenía con
él un vínculo de amistad que permitiría
el libre fluir de la magia investigadora.
El único capaz de salvarlo de los
problemas que se estaban gestando
alrededor del lago Rojo.
Sin embargo, eso implicaba que Sam
debía abandonar Belisaere y sus
deberes. Sabía que Ellimere jamás iba a
darle permiso.
Estos pensamientos con sus
múltiples variaciones bullían en su
mente mientras él y sus guardias pasaron
debajo de uno de los inmensos
acueductos que abastecían la ciudad de
agua pura del deshielo. Los acueductos
habían demostrado su utilidad no sólo
para ese fin. Sus aguas caudalosas
constituían una defensa contra los
muertos, en especial, durante los dos
siglos de interregno.
Sameth pensaba también en eso al
oír el bramido profundo del acueducto
que discurría encima de su cabeza,
sintió un súbito remordimiento de
conciencia. Entre sus deberes estaba el
de defender a su pueblo de los muertos.
Abandonó la fresca sombra del
acueducto y enfiló la Avenida de las
Estrellas antes de emprender el
empinado ascenso del Camino del Rey,
lleno de cambios de rasantes, que
conducía a la Colina de Palacio.
Seguramente Ellimere estaría
esperándolo en palacio; esa mañana
ambos debían asistir a una audiencia del
Tribunal Inferior. Su hermana luciría una
tranquilidad y un temple pasmosos con
su toga blanquinegra y el cetro de marfil
y la varita de azabache utilizados en el
hechizo de comprobación de la verdad.
Se mostraría disgustada al ver que Sam
se presentaba sudoroso, sucio, sin el
traje adecuado ni los instrumentos
necesarios, pues sus varitas habían
desaparecido, aunque el muchacho
recordaba vagamente haberlas visto
rodar debajo de su cama.
El Tribunal Inferior. Los deberes del
festival de Belisaere. Las raquetas de
tenis. El libro de los muertos. Todo esto
se agolpó dentro de él como una
inmensa y negra ola que amenazaba con
tragárselo.
—No —susurró y se detuvo tan de
sopetón que los dos guardias estuvieron
a punto de chocar con él—. Iré, iré esta
noche.
—¿Cómo ha dicho, mi señor? —
preguntó Tonin, la más joven de los dos
guardias.
Tenía la edad de Ellimere y eran
amigas desde el primer día en que
jugaron juntas cuando eran niñas.
Siempre formaba parte de su escolta en
las raras incursiones a la ciudad, y
Sameth tenía la certeza de que informaba
a su hermana de todos los movimientos
del príncipe.
—Eeh… Nada, nada, Tonin —
contestó Sameth sacudiendo la cabeza
—. Estaba pensando en voz alta.
Supongo que esto de levantarme antes
del amanecer no es para mí.
Tonin y el otro guardia se lanzaron
una mirada tolerante a espaldas del
muchacho y continuaron avanzando.
Ellos siempre se levantaban antes del
amanecer.
Sameth ignoraba lo que pensaban sus
guardias, entretanto, terminaron de
ascender la colina y entraron en el patio
fresco en cuyo centro había una fuente, y
desde el cual se accedía al ala oeste de
palacio. No obstante, había visto la
mirada que habían intercambiado e
intuyó que consideraban que no reunía
las condiciones necesarias para ser
príncipe. Sospechaba que gran parte de
los habitantes de la ciudad pensaban
igual. Resultaba irritante para alguien
que había sido la estrella de la escuela
en Ancelstierre. Allí había destacado en
todo lo importante. En críquet en verano;
en rugby en invierno. Y había sido el
primero de la clase en química y uno de
los mejores alumnos en las demás
asignaturas. Sin embargo, en su propia
tierra no conseguía hacer nada bien.
Los guardias lo dejaron delante de
sus aposentos, pero Sam no se puso
enseguida la toga de juez ni hizo ademán
de utilizar el lavamanos y el aguamanil
dispuestos en una especie de nicho
embaldosado que le servía de cuarto de
baño. El palacio, reconstruido con
austeridad tras haber quedado devastado
en un incendio, no contaba con tuberías
de vapor ni sistema de agua caliente
como la Casa del Abhorsen. Sam había
diseñado una instalación de este tipo y
algunas de las obras originales seguían
sepultadas bajo la Colina de Palacio,
pero no tenía tiempo para investigar los
principios mágicos y de ingeniería
necesarios para que funcionaran.
—Iré —declaró una vez más ante el
cuadro de la pared que representaba una
agradable escena de la siega. Los
segadores y los campesinos que
empuñaban las horquillas no
reaccionaron cuando añadió—: La
cuestión es… ¿cómo?
Se paseó por la habitación. No era
demasiado grande, de manera que hubo
de recorrerla unas veinte veces antes de
tomar una decisión, al llegar ante el
espejo de plata que colgaba en la pared,
a la derecha de su cama de armazón de
hierro.
—Seré otra persona —dijo—. El
príncipe Sameth se quedará aquí. Seré
Sam el viajero que vuelve para reunirse
con su banda después de buscar
tratamiento médico para su enfermedad
en Belisaere.
Sonrió al decirlo y se miró en el
espejo. La imagen del príncipe Sameth
lo miró a su vez, resplandeciente con su
jubón rojo y dorado, la blanca camisa de
lino mojada de sudor, los pantalones de
cabritilla color tostado y las botas de
caña alta y suelas doradas. Y coronando
el fino traje regio, una cara agradable
que en el futuro alcanzaría una
hermosura estatuaria, aunque Sameth no
era consciente de ello. Demasiado joven
y franco, decidió. A su cara le faltaban
los rasgos que da la experiencia.
Precisaba una cicatriz o el puente de la
nariz roto o algo por el estilo.
Mientras se miraba, buscaba en el
infinito fluir del Gremio y recogía una
marca aquí, un símbolo más allá, para
unirlos en una cadena que forjó
mentalmente. Así los mantuvo hasta
elegir, señalándola con el índice, la
marca del Gremio definitiva que flotaba
ante sus ojos; todas las marcas salieron
a borbotones para quedar suspendidas
en el aire y formar una reluciente
constelación de símbolos mágicos.
Sameth los observó atentamente y
comprobó el encantamiento antes de dar
un paso al frente y meterse en el dibujo
brillante. El hechizo relució con fuerza
al tocar su piel y la marca del Gremio
de su frente chisporroteó despidiendo
lenguas de fuego dorado que surcaron su
cara.
Cerró los ojos mientras el fuego
envolvía los símbolos del hechizo e hizo
caso omiso del cosquilleo que sentía
debajo de los párpados y de la urgente
necesidad de estornudar. Permaneció así
varios minutos hasta que el cosquilleo
desapareció. Lanzó un estornudo
explosivo, inhaló con mucha fuerza y
abrió los ojos.
El espejo le devolvió el reflejo de
las mismas ropas y de un hombre con
una corpulencia parecida. Pero la cara
había cambiado. Quien lo miraba era
Sam el viajero, un hombre que
recordaba al príncipe Sameth pero que
era varios años mayor que él, con un
bigote bien cortado y una perilla. El
color del cabello también era distinto,
más claro, más lacio y más largo en la
nuca.
—Mejor. Mucho mejor. Sameth…
mejor dicho, Sam —le hizo un guiño a
su reflejo y empezó a desvestirse. Lo
más sensato era llevar la vieja ropa de
caza y algunas camisas y calzones
sencillos. Se compraría una capa en la
ciudad. Y un caballo. Y una espada,
pues no convenía que llevase el acero
producto de la magia del Gremio que su
madre le había regalado al cumplir los
dieciséis. No le añadiría atractivo y
resultaba demasiado reconocible.
Sin embargo, sí podía llevar algunas
de las cosas de su propia creación,
pensó mientras se quitaba las botas de
una patada y desenterraba del armario
otras de caña altísima, de cuero negro
bastante gastado, pero en buenas
condiciones.
Al pensar en su taller de la torre le
resultó imposible no recordar El libro
de los muertos. Tenía clarísimo que no
se lo llevaría. Sólo le restaba subir
corriendo las escaleras, recoger unas
cuantas cosas, incluida la pequeña
reserva de nobles de oro y denarios de
plata y entonces podría partir.
El problema radicaba en que no
podía subir al taller con el aspecto que
tenía en ese momento. Debía, además,
hacer algo que disipara las sospechas de
Ellimere, de lo contrario, lo
perseguirían y lo obligarían a regresar.
Lo obligaría a regresar por la fuerza,
imaginó, pues los guardias no tendrían
problema alguno en obedecer las
órdenes de la princesa Ellimere en lugar
de las del príncipe.
Suspiró y se sentó en la cama con las
botas en la mano. Empezaba a
comprender que aquella huida, o mejor
dicho, aquella operación de rescate iba
a exigir más preparación de la que había
calculado. No le quedaba más remedio
que construir un enviado temporal del
Gremio que fuese un doble razonable de
él mismo e inventarse alguna situación
especial de manera que Ellimere no se
fijara en él demasiado de cerca.
Podía decir que debía estudiar un
pasaje especialmente difícil de El libro
de los muertos que lo obligaba a
encerrarse en su taller durante tres días
o algo por el estilo, para contar así con
cierto margen para su misión. Con eso
no quería decir que fuera a abandonar
los estudios para convertirse en
Abhorsen. Simplemente necesitaba un
respiro, y era más importante dedicar
tres semanas a rescatar a Nicholas que
emplearlas en el estudio; de todas
maneras, cuando regresara podía
recuperar el tiempo perdido.
Incluso si Ellimere le pedía a las
Clarvis que investigaran sobre su
paradero, un margen de tres días sería
suficiente. Suponiendo que su hermana
dedujera lo ocurrido al tercer día y
enviara un halcón mensajero a las
Clarvis, pasarían al menos dos días
antes de que éstas contestaran. En total
cinco días.
Para entonces habría cubierto la
mitad del camino que lo separaba del
pueblo de Borde. O la cuarta parte,
supuso, tratando de recordar con
exactitud a qué distancia se encontraba
el pueblecito del lago Rojo. Debía
hacerse con un mapa y echarle un
vistazo a la última edición de la Guía
utilísima para comprobar dónde podía
hacer una parada en el camino.
Vaya, antes de escapar debía realizar
al menos una decena de cosas, pensó
Sam dejando caer las botas y
poniéndose otra vez en pie delante del
espejo. Para empezar, debía deshacerse
de su atractivo si no quería que sus
propios guardias lo detuvieran.
¿Quién iba a pensar que emprender
una aventura iba a resultar tan
complicado?
Desanimado, comenzó a deshacer el
encantamiento del Gremio con el que se
había disfrazado, dejó que las marcas
que lo constituían se disolvieran y
regresaran al lugar de donde habían
salido. En cuanto terminara, subiría a la
habitación de la torre y comenzaría a
organizarse. Siempre y cuando Ellimere
no lo interceptara y se lo llevara al
Tribunal Inferior.
Sam el viajero

E llimere interceptó a Sam, de


modo que perdió el resto del día
en el Tribunal Inferior:
sentenciaron a un ladrón que intentó
mentir pese a que el hechizo de la
verdad le teñía la cara de amarillo
brillante cada vez que de su boca salía
una mendacidad; actuaron de árbitros en
la disputa por unos inmuebles en la que
se ponían a prueba las verdades
absolutas, pues todas las partes
implicadas habían muerto, y en el juicio
rápido a una serie de delincuentes
menores que confesaron de inmediato
con la esperanza de que el hecho de no
tener que ser sometidos a hechizo alguno
mejorara el punto de vista del tribunal y,
finalmente, asistieron al largo y aburrido
alegato de un abogado que, al final, no
resultó relevante, pues se basaba en un
fundamento de derecho anulado hacía
más de diez años por una de las
reformas de Touchstone.
Sin embargo, durante la noche
ningún deber oficial exigió su presencia,
pese a que en la cena, Ellimere se las
ingenió, una vez más, para sentar al lado
de Sam a la hermana menor de uno de
sus miles de amigos. Para sorpresa de la
princesa, Sam se mostró conversador y
afable, detalle que contribuyó a que
durante unos días, Ellimere defendiera a
su hermano cada vez que otras
muchachas se quejaban de su frialdad.
Tras la cena, Sam le dijo a Ellimere
que se encerraría durante tres días a
estudiar un encantamiento que exigía
total concentración. Le comentó que se
llevaría agua y provisiones de las
cocinas, que estaría en sus aposentos y
que nadie debía molestarlo. Ellimere
recibió la noticia sorprendentemente
bien, lo cual hizo que Sam se sintiera
fatal. Pero ni siquiera eso consiguió
frenar su entusiasmo; las largas horas
que dedicó a la creación de un enviado
muy simple de si mismo no
disminuyeron la expectación que lo
embargaba. Pasada la medianoche,
cuando lo terminó, visto desde la puerta,
el enviado se le parecía bastante, aunque
desde otros ángulos carecía de
profundidad. Y si se le hablaba, sólo
gritaba «¡Vete!» y «Estoy muy ocupado»
imitando bastante bien su voz. Concluida
la creación del enviado, Sam fue a su
taller y recogió su dinero en efectivo y
algunas de las cosas que había hecho y
que podrían resultarle útiles durante el
viaje. No miró en los armarios, que se
alzaban como guardianes y lo miraban
con desaprobación desde los rincones
de su cuarto.
Sin embargo, soñó con ellos cuando
por fin se metió en la cama. Soñó que
volvía a subir las escaleras, que abría
los armarios, que se ponía la bandolera
con las campanas, que abría el libro y
leía palabras que se incendiaban para
después apoderarse de él y transportarlo
al Reino de la Muerte, donde lo
sumergían en el río helado y no podía
respirar… Despertó dando manotazos y
patadas, las sábanas enrolladas al cuello
le cortaban la respiración. El pánico se
apoderó de él y luchó hasta que se dio
cuenta de donde estaba y el corazón dejó
de latirle frenéticamente. A lo lejos, un
reloj dio la hora y a continuación se
oyeron los gritos del sereno, que
anunciaba que todo estaba en orden.
Eran las cuatro. Apenas había dormido
tres horas y sabía que no volvería a
conciliar el sueño. Había llegado el
momento de lanzar sobre sí mismo el
hechizo del atractivo. El momento de
que Sam el viajero se marchara. Todo
estaba oscuro cuando Sam salió a
hurtadillas de palacio en los momentos
frescos que preceden el amanecer.
Protegido por los encantamientos del
silencio y la invisibilidad, bajó las
escaleras, pasó delante del puesto de la
guardia del Patio Suroeste y recorrió el
corredor que bajaba en pendiente a los
jardines. Eludió a los guardias que
marchaban entre los rosales de la terraza
inferior y salió por un portón cerrado a
cal y canto mediante hechizos y
refuerzos de acero. Por suerte, había
robado la llave del candado y el portón
lo reconoció por su marca del Gremio.
Fuera, en el sendero que conducía al
Camino del Rey, se echó las alforjas al
hombro y, al notarlas tan pesadas, se
preguntó sobre la conveniencia de
repasar otra vez su contenido para
desprenderse de algunos objetos, porque
las pobres estaban llenas a reventar. No
se le ocurrió nada que pudiera dejar
atrás, además, llevaba sólo lo esencial:
una capa, camisas limpias, pantalones y
calzones, un costurero pequeño, una
bolsa con jabón, artículos de tocador y
una navaja que apenas usaría, un
ejemplar de la Guía utilísima, fósforos,
zapatillas, dos lingotes de oro, un trozo
de tela impermeable con el que
improvisar una tienda, una botella de
coñac, una buena ración de cecina, una
hogaza de pan, tres tortas de jengibre y
unos cuantos dispositivos de creación
propia. Además de lo que cargaba en las
alforjas, llevaba un sombrero de ala
ancha, un bolsito atado al cinturón y una
daga bastante anodina. La primera
parada la haría en el mercado central
para hacerse con una espada y luego
pasaría por la Feria Equina, en el
Campo de Anstyr, donde compraría un
caballo.
Al salir del sendero y enfilar el
Camino del Rey para unirse al nutrido
tropel de hombres, mujeres, niños,
perros, caballos, mulas, carros,
mendigos y demás cosas que avanzaban
por él, Sam sintió que se animaba de un
modo increíble, algo que llevaba años
sin ocurrirle. La misma sensación de
alegría y expectación que había tenido
de niño cuando le daban vacaciones
imprevistas. Libre de responsabilidades,
con permiso para divertirse, correr,
gritar, reír.
Y Sam rio, ensayó una carcajada
grave más acorde con su nueva
personalidad. Le salió forzada, una
especie de gorjeo, pero no le importó.
Se retorció el bigote creado con los
hechizos del Gremio y apuró el paso. A
la aventura y a rescatar a Nicholas.
Tres horas más tarde había perdido
gran parte de su euforia del amanecer.
Su disfraz de viajero contribuía a que no
lo reconocieran, pero no lo ayudaba
para llamar la atención de los
mercaderes y los vendedores de
caballos. Los viajeros no tenían fama de
buenos clientes, pues rara vez
comerciaban con dinero, preferían el
trueque de bienes y servicios.
Además hacía un calor inusual para
esa época de la primavera, con lo cual
la compra de la espada en el mercado
atestado se convirtió en una operación
desagradable y sudorosa en la que cada
segundo parecía durar una hora.
El regateo para conseguir montura
fue peor aún; enjambres de moscas por
todas partes que se posaban en los ojos
y las bocas de hombres y bestias sin
distinción. Con razón, pensó Sameth, el
rey Anstyr había mandado, siglos atrás,
que la Feria Equina se montara a cinco
kilómetros de la ciudad. La feria había
dejado de organizarse durante el
interregno, para volver a florecer en el
reinado de Touchstone. Las cuadras
permanentes, los corrales y los ruedos
de subasta ocupaban algo más de dos
kilómetros cuadrados, y en los
pastizales que rodeaban la Feria Equina
propiamente dicha había siempre lotes
de caballos. Naturalmente, encontrar el
caballo que querías comprar entre una
oferta tan variada llevaba un tiempo
considerable y las pujas por los mejores
caballos se disparaban hasta las
estrellas. A la feria acudía gente de
todos los rincones del reino e incluso
bárbaros del Norte, sobre todo en esa
época del año.
Pese al amontonamiento, las moscas
y la pugna permanente, Sameth salió
bastante airoso de sus dos ajetreadas
compras. De su cadera colgaba una
larga espada, sencilla pero práctica, con
el dedo rozaba la áspera empuñadura de
piel de tiburón. Una yegua zaina algo
nerviosa lo seguía; la rienda impedía
que el animal se rindiera a la neurosis.
No obstante, parecía bastante sana y
fuerte, no llamaba demasiado la atención
y no había resultado demasiado cara.
Sam le daba vueltas a la idea de
llamarla Tonin, como su guardia menos
apreciada, pero llegó a la conclusión de
que aquello era una chiquillada
vengativa. El dueño anterior le había
puesto el enigmático nombre de Retoño
y con eso bastaba.
Tras abandonar el hedor y la
multitud de la Feria Equina, Sam montó
y condujo a Retoño a través del tropel,
abriéndose paso entre carros y
buhoneros, asnos con alforjas de mimbre
vacías que salían de la ciudad y otros
con las alforjas llenas que se dirigían a
ella, grupos de obreros que iban a
sustituir a los que colocaban adoquines
en el camino, así como todos los
viandantes anodinos que pululaban por
ahí. No se había alejado mucho de la
ciudad cuando lo adelantó un mensajero
del rey montado en un purasangre negro
que en las pujas habría alentado a los
compradores a licitar como posesos, y
más tarde, pasaron cuatro guardias a una
velocidad que sólo podía mantenerse si
se contaba con monturas frescas en
alguna posada del camino. En ambas
ocasiones, Sam se encogió en la silla y
se caló el sombrero hasta las cejas para
que le tapara la cara, pese a que el
atractivo mágico no había desaparecido.
Con la ayuda de la Guía utilísima,
Sam había decidido ya cuál iba a ser su
primera parada. Había tomado ya la Vía
Angosta, la que cruzaba el istmo y unía
Belisaere con tierra firme pues no había
otra manera de ir. Después proseguiría
por el camino en dirección sur, hacia
Orquire. Había sopesado la posibilidad
de dirigirse hacia el Oeste, a Sindle, y
de allí al río Renegado, donde podía
tomar una barca hasta Qyrre. Sin
embargo, la Guía utilísima mencionaba
una posada muy buena en Orquire donde
servían la famosa gelatina de anguila. Y
Sam tenía debilidad por la gelatina de
anguila y no veía por qué no podía
llegar al pueblo de Borde por la ruta
más agradable.
A partir de Orquire no tenía
demasiado claro cuál sería la ruta más
agradable. El Gran Camino del Sur
seguía la costa este durante buena parte
de su recorrido, pero para llegar al
pueblo de Borde había que dirigirse
hacia la costa oeste. De manera que
tarde o temprano debía desviarse hacia
allí. Tal vez le convendría incluso dejar
los caminos reales, como los llamaban,
y desde Orquire desviarse a campo
traviesa, confiando en hallar caminos y
sendas menos transitados que lo llevaran
en la dirección correcta. El peligro de
esa ruta radicaba en las riadas de
primavera. Los caminos reales contaban
en su mayoría con buenos puentes, pero
las rutas rurales carecían de ellos y en
esa época algunos vados podían resultar
impracticables.
En cualquier caso, todavía le
quedaba tiempo para decidirlo y no
debía preocuparse hasta salir de
Orquire. El pueblo se encontraba a dos
días a caballo, podía dedicarse a pensar
qué haría durante el trayecto o bien esa
noche, cuando se hospedara en alguna
posada.
Sin embargo, la planificación de la
siguiente etapa del viaje fue lo último en
lo que pensó Sameth cuando por fin
llegó a una aldea y a una posada que
podía considerarse lo bastante alejada
de Belisaere para detenerse en ella.
Había cabalgado sólo siete leguas, el
sol ya se ponía y él estaba exhausto. La
noche anterior había dormido muy poco
y el dolor de espalda y de muslos le
recordaba que ese invierno apenas se
había dedicado a la equitación.
Cuando vio el cartel oscilante que
proclamaba que la posada se
denominaba «El perro risueño», sólo
atinó a darle una propina al mozo de
cuadra para que cuidase de Retoño y a
dejarse caer en la cama de la mejor
habitación.
Se despertó varias veces en el curso
de la noche, la primera para quitarse las
botas y la segunda para vaciar la vejiga
en el orinal con la tapa rota que la
posada le había proporcionado con
esmero. En la tercera ocasión, despertó
cuando alguien llamaba insistentemente
a la puerta y los primeros rayos de sol
se colaban por las persianas.
—¿Quién es? —rezongó Sameth
levantándose de la cama para ponerse
las botas. Tenía las articulaciones
entumecidas y se sentía fatal, sobre todo
porque había dormido con la ropa
puesta y apestaba a caballo—. ¿Es el
desayuno?
Por toda respuesta siguieron
llamando. Sin dejar de refunfuñar,
Sameth fue a la puerta esperando
encontrarse con el tonto del pueblo
sonriéndole y sosteniendo la bandeja del
desayuno. Mas no fue eso lo que vio
sino dos hombres corpulentos que, sobre
las corazas de cuero, lucían el fajín rojo
y dorado típico del cuerpo de policía
rural.
A uno de ellos, a todas luces el más
veterano, se le notaba la autoridad en el
gesto adusto y en la plata del cabello
mal cortado. También llevaba una marca
del Gremio en la frente, de la que
carecía el joven ayudante que lo
acompañaba.
—Soy el sargento Kuke y éste es el
agente Tep —anunció el hombre del
cabello de plata rozando a Sameth con
brusquedad al entrar.
Su acompañante lo imitó, cerró la
puerta y la atrancó.
—¿Qué queréis? —preguntó Sam
con un bostezo.
No era su intención ser grosero, pero
ignoraba por completo que aquellos
hombres estuvieran interesados en él y
habían llamado a su puerta por decisión
propia y no por azar. Su única
experiencia anterior con el cuerpo de
policía rural la había tenido al ver
desfilar a sus agentes o al pasar revista
con su padre en alguna comisaría.
—Queremos algunos datos —dijo el
sargento Kuke tan cerca de Sam que éste
se percató de que el aliento le olía a
ajos y de las marcas que le habían
quedado tras afeitarse recientemente la
barba que le cubría el mentón—.
Empezando por su nombre y su
condición.
—Me llamo Sam y soy viajero —
contestó Sameth sin quitarle la vista al
agente que se había retirado a un rincón
del cuarto para examinar la espada del
muchacho, apoyada en las alforjas.
Por primera vez, Sameth notó la
punzada de la aprensión. Tal vez esos
agentes no fueran tan zoquetes como él
creía. Tal vez descubrieran quién era.
—No es frecuente que un viajero se
hospede en una posada del camino. Y
mucho menos en la mejor de sus
habitaciones —señaló el agente
apartándose de la espada y las alforjas
de Sam—. Tampoco es frecuente que dé
al mozo de cuadra un denario de plata.
—Tampoco es frecuente que el
caballo de un viajero no lleve marcas ni
símbolos del clan en las crines —añadió
el sargento, hablando como si Sam no
estuviera allí—. Y sería mucho menos
frecuente toparse con un viajero que no
llevase un tatuaje de su clan. ¿Le
encontraremos uno a este muchachito si
lo revisamos? Aunque quizá sea mejor
que empecemos a mirar en esas bolsas,
Tep. Fíjate si encontramos algo que nos
indique ante quién estamos.
—¡No podéis revisar mis cosas! —
exclamó Sam, indignado.
Avanzó hacia el agente y se paró en
seco al notar el pinchazo del acero a
través de la camisa de lino, justo encima
del ombligo. Bajó la vista y comprobó
que el sargento Kuke empuñaba con
firmeza una daga.
—Podría decirnos quién es en
realidad y qué trama —dijo el sargento.
—¡No es asunto tuyo! —exclamó
Sam echando la cabeza hacia atrás con
franco desdén.
Al hacerlo, el mechón que le cubría
la frente se movió dejando ver la marca
del Gremio.
Kuke lanzó una advertencia, apuntó
la daga al cuello de Sam y con el brazo
derecho lo inmovilizó. De todos los
temores que podían preocupar a los
agentes, el portador de una marca del
Gremio falsa o corrupta era el peor,
porque sólo podía tratarse de un brujo
de la magia libre, de un nigromante que
hubiera adoptado forma humana.
Casi al mismo tiempo, Tep abrió una
de las alforjas y sacó una bandolera de
cuero oscuro, una bandolera con siete
morrales tubulares con tamaños que
oscilaban entre el de un pastillero a un
bote grande. Por los morrales asomaban
los mangos de caoba oscura: no cabía
ninguna duda sobre el contenido de la
bandolera. Eran las campanas que
Sabriel le había enviado a Sameth. Las
campanas que él había cerrado bajo
llave en su taller y que no había metido
en el equipaje.
—¡Campanas! —exclamó Tep, y fue
tal el susto que se llevó que saltó hacia
atrás y las dejó caer, como si acabara de
meter la mano en un nido de serpientes.
No se percató de las marcas del
Gremio que se amontonaban sobre la
bandolera y los mangos.
—Un nigromante —murmuró Kuke.
Y Sam percibió el terror en su voz;
notó que el sargento ya no lo sujetaba
con tanta fuerza y que la daga se alejaba
de su garganta al temblar repentinamente
la mano que la sujetaba.
En ese mismo instante, Sameth
imaginó dos marcas del Gremio, las
extrajo del flujo incesante como un
pescador experto escoge su pieza del
cardumen reluciente. Dejó que las
marcas impregnaran su aliento y las
sopló al tiempo que se lanzaba al suelo.
Una marca dio en el blanco, dejando
ciego a Tep. Sin embargo, Kuke debía
de ser un mago menor del Gremio,
porque contrarrestó el hechizo con un
encantamiento de protección general; al
encontrarse las dos marcas del Gremio,
el aire se llenó de chispas y destellos.
Antes de que Sam pudiera
levantarse, Kuke lanzó una estocada y la
llaga se hundió en la pierna del
muchacho, justo encima de la rodilla.
El grito de Sam se unió a la bulla
organizada por Tep que, desesperado,
tanteaba el aire en busca de asidero, y a
los bramidos de Kuke, que no cesaba de
repetir a voz en cuello «nigromante» y
«socorro». Con eso acudirían todos los
agentes en kilómetros a la redonda y
cuantos guardias estuvieran en el
camino. E incluso los ciudadanos de a
pie, aunque sólo los más valientes, pues
se trataba de un nigromante.
Tras la primera sorpresa producida
por el dolor, cuando tuvo la impresión
de que la cabeza iba a partírsele, Sam
hizo lo que le habían enseñado para
salvar la vida en caso de un intento de
asesinato. Dibujó mentalmente varias
marcas del Gremio, dejó que crecieran
en su garganta y como un rugido, lanzó
un hechizo mortal contra cuanto ser vivo
y desprotegido hubiera en el cuarto.
Las marcas abandonaron su boca en
forma de chispa incandescente, saltaron
sobre los dos agentes con fuerza
descomunal. Se hizo un silencio
instantáneo porque Kuke y Tep cayeron
al suelo, cual marionetas sin hilos.
Sam se incorporó con dificultad y la
atrocidad de lo que acababa de hacer se
hizo patente por encima del dolor. Había
dado muerte a dos hombres de su
padre…, a sus propios hombres. Ellos
se habían limitado a cumplir con su
trabajo. El trabajo que él temía realizar.
Proteger a la gente de los nigromantes y
de la magia libre y de todo lo que…
No quiso pensar más. El dolor
volvía a recorrerle la pierna y sabía que
debía alejarse. Aterrorizado, recogió
sus cosas, metió las malditas campanas
en las alforjas, se colgó la espada al
cinto y salió.
Sin saber cómo, consiguió bajar las
escaleras y, un momento después, se vio
en la sala, rodeado de gente que lo
miraba fijamente al tiempo que se
arrimaba a las paredes. Sostuvo
aquellas miradas, con firmeza
enloquecida, salió cojeando y dejando
huellas ensangrentadas en el suelo.
Al llegar a la cuadra, ensilló a
Retoño. La yegua respiraba
agitadamente, con los ollares muy
abiertos y los ojos blancos de miedo
tras haber olido sangre humana. La
acarició con gesto mecánico para
calmarla, sus manos se movían sin tener
él conciencia alguna de lo que hacía.
Después, en un tiempo que podía
haber sido de un año o de unos pocos
minutos, Sam montó, espoleó a Retoño,
pasó del trote al medio galope y,
mientras ocurría todo esto, notaba que la
sangre le bajaba por la pierna como
agua tibia llenándole la bota hasta
rebosar por el borde superior de la
caña. En el fondo de su mente, una voz
le gritaba que se detuviera para curarse
la herida, pero había otra más poderosa
que la hacía callar y lo impulsaba a
seguir huyendo, huyendo de la escena
del crimen.
Instintivamente se dirigió al Oeste,
con el sol naciente a su espalda. Durante
un buen trecho fue zigzagueando para
dejar una pista falsa, luego enfiló un
sendero recto, campo traviesa, en
dirección a la negra extensión del
bosque que tenía enfrente, a poca
distancia. No le quedaba más que
alcanzarlo y allí podría ocultarse,
ocultarse y curarse la herida.
Sam llegó al fin a la sombra
reconfortante de los árboles. Se adentró
en el bosque cuanto pudo y se dejó caer
del caballo. Una punzada le recorrió
toda la pierna. Los árboles comenzaron
a dar vueltas ante sus ojos y sintió
náuseas. La luz de la mañana había
virado del amarillo al gris, como un
huevo cocido en exceso. No lograba
concentrarse en el hechizo curativo. Las
marcas del Gremio se le escurrían de la
cabeza. Se resistían a alinearse como
debían.
Todo resultaba muy arduo. Era más
fácil dejarse llevar. Caer en un dulce
sueño, dejarse llevar, a la deriva hasta
la muerte.
Lástima que él conocía la muerte,
conocía sus fríos dominios. Comenzaba
a caer en la helada corriente del río. De
haber tenido la certeza de que la
corriente iba a tragárselo y arrastrarlo
hasta la cascada de la Primera Puerta y
de allí hasta las siguientes, se habría
dado por vencido. Más sabía que el
nigromante que lo había quemado lo
estaba esperando en el Reino de la
Muerte, esperaba a un Abhorsen en
ciernes demasiado incompetente para
gobernar su propio fin. El nigromante se
apoderaría de él, de su espíritu, y lo
sometería a su voluntad, lo utilizaría
contra su familia, contra su reino…
El miedo creció en Sam mucho más
angustiante que el dolor. Buscó otra vez
las marcas del Gremio para la
curación… y las encontró. Un calorcillo
delicioso creció en sus manos
debilitadas y de ellas pasó a la pierna
filtrándose por el pantalón negro y
mugriento. Notó cómo se difundía el
calor hasta llegar al hueso, sintió que la
piel y los vasos sanguíneos se iban
reparando mientras la magia lo devolvía
todo a su debido estado.
Sin embargo, había perdido
demasiada sangre en poco tiempo, por
lo que el encantamiento no consiguió
sanarlo del todo. Intentó incorporarse y
no pudo. Reclinó la cabeza y el lecho de
hojas le hizo de almohada. Hizo un
esfuerzo por mantener los ojos abiertos.
No lo consiguió. El bosque comenzó a
dar vueltas y más vueltas hasta que todo
fue oscuridad.
El observatorio de las
Clarvis

a Perra Canalla se despertó de mala


gana y dedicó unos cuantos minutos a
estirar las patas entumecidas, a bostezar
L
y a abrir y cerrar los ojos. Como broche
de oro del ceremonial, se
sacudió y fue hasta la puerta.
Lirael se quedó donde estaba,
con los brazos cruzados sobre el pecho
y el gesto severo.
—¡Perra Canalla! ¡Tengo que
hablar contigo!
La perra se mostró sorprendida,
echó las orejas hacia atrás con un
movimiento súbito.
—¿No deberíamos volver a casa a
toda prisa? Es más de medianoche. Las
tres de la madrugada, para ser exactos.
—¡No puede ser! —exclamó Lirael
olvidando al instante su necesidad de
conversar—. ¡Imposible! ¡Será mejor
que nos demos prisa!
—Aunque si quieres que hablemos
—aclaró la perra sentándose sobre las
patas traseras e inclinando la cabeza en
la actitud perfecta de quien está
dispuesto a escuchar—, como yo digo
siempre, no hay mejor momento que el
momento presente.
Lirael no le contestó. Corrió a la
puerta y al pasar al lado de la perra la
agarró del collar obligándola a
levantarse.
—¡Aay! —gañó la perra—. ¡Estaba
de broma! ¡Me daré prisa!
—¡Vamos, vamos! —exclamó la
muchacha, y primero empujó la puerta y
luego tiró de ella, operación harto difícil
porque no tenía picaporte ni pomo—.
¿Cómo se abrirá, si puede saberse?
—Pídeselo —contestó la perra sin
inmutarse—. No tiene sentido que
empujes.
Lirael soltó un bufido frustrado,
inspiró hondo y haciendo un gran
esfuerzo dijo:
—Por favor, ábrete, puerta.
La puerta dio la impresión de
pensárselo un rato y luego, muy
despacio, comenzó a entreabrirse hacia
la muchacha dándole apenas tiempo para
apartarse. El rugido del río entró por la
rendija acompañado de una brisa helada
que alborotó el cabello chamuscado de
Lirael. El viento llevaba consigo algo
más, algo que llamó la atención de la
perra, aunque Lirael no supo de qué se
trataba.
—Hum —dijo la perra irguiendo una
oreja hacia la puerta y el puente
iluminado por obra de la magia del
Gremio que estaba más allá—. Gente.
Clarvis. Posiblemente alguna tía.
—¡La tía Kirrith! —exclamó Lirael,
y el miedo le hizo dar un brinco.
Miró en derredor buscando
afanosamente una salida. No la había,
sólo podría regresar por el puente
resbaladizo bañado por las aguas del
río. En ese preciso momento vio en el
precipicio brillantes luces del Gremio,
luces opacadas por la niebla y el rocío
producidos por las aguas impetuosas.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
Y el eco de su pregunta se propagó
por la estancia ocupando el espacio
donde debía estar la respuesta. Lirael se
volvió rápidamente pero no vio señales
de la Perra Canalla. Había
desaparecido.
—¿Perrita? —susurró Lirael; sus
ojos buscaban en vano, anegados en
lágrimas—. ¿Perrita? No me abandones
ahora.
No era la primera vez que la perra
se esfumaba en cuanto aparecían
testigos; cada vez que lo hacía, Lirael
temía en secreto que su única amiga no
regresara nunca más. Ese mismo miedo
se apoderó de ella, se sumó al terror que
le provocaba lo que acababa de saber y
notó que se le cerraba el estómago.
Temía los conocimientos secretos que
sentía bullir y retorcerse dentro del libro
que llevaba debajo del brazo. Eran
conocimientos que no deseaba poseer
porque no eran propios de las Clarvis.
Una lágrima solitaria resbaló por su
mejilla y la enjugó de un manotazo. No
iba a darle a su tía Kirrith el gusto de
que la viera llorar e inclinó la cabeza
para contener el llanto. La tía Kirrith
siempre ponía cara de esperar lo peor
de Lirael, como si en el fondo deseara
que cometiese el peor de los delitos y
pensara que su sobrina jamás llegaría a
nada. Lirael creía que la actitud de su tía
obedecía al hecho de que ella no era una
Clarvi normal, aunque una voz en su
interior le recordaba que la tía Kirrith
trataba así a cuantos no encajaban en sus
estúpidas normas.
Lirael mantuvo la cabeza
orgullosamente inclinada hacia atrás
hasta haber puesto un pie en el puente;
entonces tuvo que mirar abajo, hacia la
niebla densa y turbia y las aguas
caudalosas. Sin la tranquilizadora
compañía de su perra y de sus
prodigiosas patas con ventosa, el puente
se extendía ante ella como la peor de sus
pesadillas. Lirael dio un paso,
trastabilló y comenzó a balancearse. Por
un instante, creyó que iba a caer y el
miedo le hizo ponerse a cuatro patas. El
libro del recuerdo y el olvido cambió de
posición al moverse ella y a punto
estuvo de salírsele de la camisa, donde
lo llevaba metido. Lirael lo acomodó
otra vez y siguió gateando por la
estrecha pasarela.
Ir a gatas exigía toda su
concentración, de modo que no levantó
la vista hasta haber llegado casi al otro
lado. En ese momento tuvo plena
conciencia de que llevaba el pelo
chamuscado y la ropa empapada por el
rocío, que continuaba cayendo sobre el
puente. Y de que iba descalza.
Cuando por fin levantó la cabeza,
sofocó un grito y saltó como un conejillo
asustado. Las manos providenciales de
dos de las Clarvis más próximas a ella
la salvaron de una caída potencialmente
nefasta en las caudalosas y frías aguas
del río Renegado.
Esas manos pertenecían, además, a
las personas que la habían asustado y de
quienes Lirael jamás habría imaginado
que fueran en su busca: Sanar y Ryelle.
Como de costumbre, se las veía
tranquilas, hermosas y sofisticadas.
Llevaban el uniforme de la guardia de
los nueve días, las largas cabelleras
rubias recogidas en elegantes redecillas
de pedrería y los largos vestidos
blancos salpicados de estrellitas
doradas. También portaban varitas de
marfil y acero, indicativas de que eran
la voz conjunta de la guardia. Ninguna
de las dos parecía haber envejecido un
solo día desde que, al cumplir catorce
años, Lirael las había conocido por
primera vez en la terraza. Seguían
siendo cuanto Lirael creía que debía ser
una Clarvi.
Todo lo que ella no era.
Más atrás había un tropel de Clarvis.
Algunas de rango, incluida Vancelle, la
bibliotecaria jefa y otras componentes
de la guardia de los nueve días. Lirael
las contó rápidamente y se dio cuenta de
que se encontraba ante todas las
componentes de la guardia de los nueve
días. Cuarenta y siete, colocadas en
formación, detrás de Sanar y Ryelle,
blancas siluetas en la oscuridad del
precipicio.
La ausencia de tía Kirrith era el peor
de los augurios. Significaba que lo que
la muchacha acababa de hacer era digno
de un castigo mucho peor que trabajo
extra en la cocina. Lirael no lograba
imaginar siquiera qué tipo de castigo
podía exigir la presencia de toda la
guardia. Nunca había oído comentar que
hubiesen abandonado alguna vez el
Observatorio, y mucho menos todas
juntas.
—Levántate, Lirael —le ordenó una
de las gemelas.
Lirael se dio cuenta entonces de que
seguía a gatas, sostenida por las dos
Clarvis. Se levantó con cuidado,
tratando de no mirar a nadie a los ojos, a
esos ojos azules y verdes que, con toda
certeza, reparaban en lo pardo que eran
los de Lirael.
Las palabras se le agolparon en la
cabeza, pero la garganta se le cerró en
cuanto fue a pronunciarlas. Tosió,
tartamudeó y por fin consiguió susurrar:
—Yo… yo no pretendía venir aquí.
Pero… ocurrió. Y ya sé que me salté la
cena… y las rondas de medianoche. Lo
compensaré de alguna manera…
Se interrumpió al ver que Sanar y
Ryelle se miraban y se echaban a reír.
La carcajada tenía un sonido amable,
sorprendido incluso, pero ni una pizca
de sorna, tal como ella había temido.
—Al parecer hemos iniciado la
tradición de encontrarte en sitios raros
el día de tu cumpleaños —dijo Ryelle, o
tal vez fuera Sanar, mientras miraba el
libro que Lirael había ocultado en la
camisa y la zampona plateada que
asomaba brillante por el bolsillo de su
chaleco—. No te preocupes por las
rondas ni por la cena. Al parecer, esta
noche has reclamado una especie de
derecho de nacimiento, uno que llevaba
mucho tiempo esperando tu llegada.
Todo lo demás carece de importancia.
—¿A qué derecho de nacimiento te
refieres? —preguntó Lirael.
El derecho de nacimiento de toda
Clarvi era el don de la visión, y no un
trío de extraños dispositivos mágicos.
—Sabes que nunca sola entre las
Clarvis has aparecido en las visiones —
comenzó a decir la otra gemela—. Ni
por asomo, al menos hasta ahora. Mas
hace una hora, nosotras, es decir, la
guardia de los nueve días, vimos que
estarías aquí y también en otro lugar.
Ninguna de nosotras sospechaba
siquiera la existencia de este puente y de
la habitación que hay más allá. Sin
embargo, está claro que mientras las
Clarvis de hoy no te hemos visto en las
visiones, las Clarvis de hace mucho te
vieron lo suficiente para preparar este
lugar y los objetos que llevas. De hecho,
para iniciarte.
—¿Iniciarme en qué? —preguntó
Lirael, asustada por ser de pronto el
centro de atención—. ¡Yo no quiero
nada! Lo único que quiero es… es ser
normal. Tener el don de la visión.
Sanar, porque fue Sanar quien había
hablado en último lugar, miró a la
jovencita y notó su dolor. Desde el
último encuentro, cinco años antes, tanto
ella como su hermana habían vigilado de
cerca a Lirael y sabían más de su vida
de lo que su joven prima sospechaba.
Escogió muy bien las palabras.
—Lirael, el don de la visión puede
llegarte en el futuro y puede que cuanto
más tarde te llegue más fuerte sea. Sin
embargo, por ahora te han sido dados
otros dones, dones que estoy segura son
urgentemente necesarios en el reino. Y
como cuantas pertenecemos a este linaje
recibimos dones, también cargamos con
la responsabilidad de utilizarlos bien y
con sabiduría. Cuentas con el potencial
de un gran poder, Lirael, pero me temo
que también te verás sometida a duras
pruebas.
Hizo una pausa, contempló la densa
nube de niebla que subía a espaldas de
Lirael y la vista se le nubló, al tiempo
que la voz se le tornaba más profunda,
menos amistosa, más impersonal y
extraña.
—Te enfrentarás a muchas pruebas
en un sendero que permanece oculto,
pero jamás olvidarás que eres hija de
las Clarvis. No tendrás el don de la
visión, pero recordarás. Y al recordar,
verás el pasado oculto, el que encierra
los secretos del futuro.
Lirael se estremeció al oír aquellas
palabras, pues Sanar había hablado con
la verdad de la profecía y sus ojos
brillaban con una luz extraña y fría.
—¿A qué te refieres con eso de
duras pruebas? —preguntó Lirael,
cuando los últimos ecos de las palabras
de Sanar quedaron ahogados por el
rugido del río.
Sanar sacudió la cabeza y sonrió, la
visión acababa de terminar. Incapaz de
hablar, miró a su hermana, que siguió
diciendo:
—Cuando te vimos aquí esta noche,
también te vimos en otro lugar, en un
sitio que llevamos años y años
intentando ver sin conseguirlo —dijo
Ryelle—. En el lago Rojo, en una barca
de juncos. El sol brillaba alto en el
cielo, por tanto sabemos que será en
verano. Te vimos bastante parecida a
como eres ahora, de manera que
sabemos que estarás allí el verano
próximo.
—Contigo habrá un muchacho —
prosiguió Sanar—. Un hombre enfermo
o herido, un hombre que nos pidieron
que buscásemos para el rey. No sabemos
bien dónde está ahora, ni cómo ni
cuándo irá al lago Rojo. Está rodeado
de fuerzas que impiden nuestra visión, y
su futuro está envuelto en tinieblas. Lo
que sí sabemos es que se encuentra en el
centro mismo de un terrible peligro. Un
peligro que lo afecta no sólo a él, sino a
todas nosotras y al reino. Y estará allí
contigo, en la barca de juncos, en pleno
verano.
—No entiendo —musitó Lirael—.
¿Qué tiene eso que ver conmigo? Me
refiero al lago Rojo, a ese hombre y a
todo lo demás. ¡Sólo soy auxiliar
segunda de la bibliotecaria! ¿Qué tengo
yo que ver con todo eso?
—No lo sabemos —contestó Sanar
—. Las visiones son fragmentarias, y
una nube negra se extiende como tinta
derramada sobre las páginas de los
posibles futuros. Lo único que sabemos
es que ese hombre es importante, para
bien y para mal, y que te hemos visto
con él. Creemos que debes marcharte
del glaciar. Debes viajar hacia el Sur y
buscar la barca de juncos en el lago
Rojo y a ese hombre.
Lirael se quedó mirando a Sanar,
que seguía moviendo los labios, pero no
oía lo que le estaba diciendo, sólo le
llegaba el rugido del río. El sonido del
agua cuyos torrentes indómitos pugnaban
por abandonar la montaña, por alejarse,
por llegar a tierras lejanas,
desconocidas.
«Me echan —pensó—. No tengo el
don de la visión, y como ya soy mayor,
me echan…».
—También hemos tenido otra visión
en la que aparece ese mismo hombre —
decía Sanar cuando Lirael volvió a
prestarle atención—. Ven, te lo
enseñaremos para que lo conozcas
cuando llegue el momento y para que
sepas el peligro que se cierne sobre él.
Aunque no aquí… Debemos subir al
Observatorio.
—¡El Observatorio! —exclamó
Lirael—. Pero si yo no… si todavía no
he pasado el despertar…
—Ya lo sé —dijo Ryelle,
conduciéndola de la mano—. Te resulta
difícil atisbar los deseos de tu corazón
cuando no eres dueña de ellos. Si el
peligro no fuera tan grave o si alguna
otra pudiera llevar la carga, no
insistiríamos tanto. Si la visión no
tuviese que ver con ese lugar que tanto
se nos resiste, probablemente podríamos
mostrártelo en otro sitio. En este
momento, sin embargo, necesitamos del
poder del Observatorio y de la fuerza de
la guardia entera.
Retrocedieron a lo largo del
precipicio; Lirael iba sin protestar,
flanqueada de Sanar y Ryelle. La
muchacha se percató de lo que la perra
había llamado su sentido de la muerte,
una especie de presión de todas las
Clarvis fallecidas y enterradas en toda
la extensión del precipicio, pero le hizo
mayor caso. Era como si alguien que
estuviese muy, pero muy lejos, te
llamara. La pobre Lirael sólo atinaba a
pensar que la estaban echando. Que
volvería a quedarse sola, porque la
Perra Canalla no la acompañaría.
Incluso cabía la posibilidad de que la
perra no pudiese existir fuera del
Glaciar de las Clarvis, como les ocurría
a los enviados, que eran incapaces de
huir de sus ataduras.
A mitad del camino que bordeaba el
precipicio, en dirección a la puerta por
la que había salido, Lirael se sorprendió
de ver un largo puente de hielo tendido
sobre las profundidades. Las Clarvis
regresaban por él y se metían en la
profunda cueva cuya entrada se abría al
otro extremo como una boca inmensa.
Ryelle se percató de que la muchacha la
miraba y le explicó:
—Hay muchos caminos que permiten
entrar y salir del Observatorio cuando
es preciso. Este puente se disolverá en
cuanto hayamos cruzado todas.
Lirael asintió con aire ausente.
Siempre se había preguntado dónde se
encontraba realmente el Observatorio y
muchas veces había tratado de dar con
él. En incontables ocasiones había
fantaseado con llegar hasta él y
encontrar allí el don de la visión. Todas
sus fantasías quedaban ahora destruidas.
Al otro lado del puente, la boca de
la cueva las condujo hacia un túnel
bastante empinado, construido a golpe
de pico y pala. Recorrerlo era tarea
ardua y cuando al fin dejó de subir,
Lirael estaba acalorada y sin aliento.
Ryelle y Sanar se detuvieron y la
muchacha se secó el sudor de los
párpados antes de mirar a su alrededor.
Habían dejado atrás la piedra y estaban
rodeadas sólo de hielo, hielo azul donde
se reflejaban las luces del Gremio que
portaban las Clarvis. Habían llegado al
centro mismo del glaciar.
Tallada en el hielo se abría una
puerta, flanqueada por dos guardias
vestidas con cotas de malla y protegidas
por escudos que lucían la estrella
dorada de las Clarvis. Las caras adustas
se veían a través de los yelmos abiertos.
Una de ellas llevaba un hacha brillante,
cubierta de marcas del Gremio; la otra,
una espada que relucía más que las luces
proyectando sobre el hielo diminutos
reflejos. Lirael clavó la vista en las
guardias, porque era evidente que se
trataba de Clarvis, pero no las conocía,
algo que le pareció imposible. En el
glaciar vivían menos de tres mil Clarvis
y ella no había salido de allí en toda su
vida.
—Te veo, portavoz de los nueve
días —dijo la mujer del hacha, en un
tono extraño y formal—. Puedes entrar.
Mas la que va contigo no ha pasado por
el despertar. Según nuestras antiguas
leyes, le está vedado presenciar las
costumbres secretas.
—No seas tonta, Erimael —la
regañó Sanar—. ¿De qué antiguas leyes
me estás hablando? Ésta es Lirael, la
hija de Arielle.
—¿Erimael? —susurró Lirael
escudriñando el rostro severo,
enmarcado por los nítidos bordes del
yelmo.
Erimael se había alistado en las
tropas de asalto hacía seis años y desde
entonces no se la había vuelto a ver.
Lirael llegó a la conclusión de que había
muerto en un accidente y que se había
perdido su despedida, del mismo modo
que se había perdido tantas otras
ceremonias en las que era obligado
llevar la túnica azul.
—Las leyes son claras —insistió
Erimael con la misma voz severa,
aunque Lirael vio que tragaba saliva
nerviosamente—. Soy la guardia del
hacha. Deberá ir con los ojos vendados
si quieres que pase. Sanar bufó y se
volvió hacia la otra mujer para
preguntarle: —¿Y qué opina la guardia
de la espada? ¿No me dirás que estás de
acuerdo?
—Por desgracia, sí —contestó la
otra mujer. Lirael se había dado cuenta
de que era mucho mayor—. La letra de
la ley es estricta. Los invitados deben
llevar los ojos vendados. Se considera
invitado a todo aquél que no sea una
Clarvi que ha pasado por el despertar.
Sanar suspiró y se volvió hacia
Lirael. La muchacha ya había inclinado
la cabeza para esconder su humillación.
Poco a poco, se desató el pañuelo que le
cubría la cabeza, lo dobló en una banda
estrecha, se cubrió los ojos y se lo ató.
Detrás de la suave oscuridad de la tela,
lloró en silencio y la venda se empapó
con sus lágrimas.
Sanar y Ryelle la cogieron otra vez
de la mano y Lirael notó su compasión
en cuanto la tocaron. No le importaba.
Aquello era peor que lo que le había
ocurrido a los catorce años, cuando se
quedó sola ahí de pie, con la túnica azul,
sufriendo la vergüenza pública de no ser
una Clarvi. Ahora la identificaban de
manera irrevocable como una extraña.
Ni siquiera como una Clarvi en
potencia. Apenas una invitada.
Sólo hizo dos preguntas mientras
Ryelle y Sanar la conducían a través de
lo que parecía un pasadizo complicado,
una especie de dédalo.
—¿Cuándo debo partir?
—Hoy —contestó Ryelle mientras
hacía detener a Lirael y la preparaba
para otra curva pronunciada
empujándola suavemente por el codo
hasta enfilarla en la dirección correcta
—. Es decir, lo antes posible. Te están
preparando una barca. La hechizarán
para que te lleve corriente abajo por el
Renegado hasta Qyrre. Desde allí
podrás conseguir que algunos agentes de
policía o incluso la guardia te escolten
hasta Borde, un pueblo situado sobre el
mismo lago Rojo. Debería ser un viaje
rápido y sin incidentes, aunque
desearíamos poder ver parte de él antes.
—¿Debo ir sola?
Lirael no veía nada, pese a ello notó
que Sanar y Ryelle se miraban mientras
acordaban en silencio quién iba a
hablar. Al final, Sanar dijo:
—Así has sido vista, de manera que
temo que así es como tendrás que ir.
Ojalá fuera de otro modo. Nosotras te
llevaríamos volando, pero todas las
papelonaves han sido vistas en otra
parte, de manera que tendrás que ir por
el río.
Sola. Sin la compañía de su única
amiga, la Perra Canalla. Ya no le
importaba nada de nada lo que pudiera
pasarle.
—Cuidado, que vienen unos
escalones —le advirtió Ryelle parando
otra vez a Lirael—. Son unos treinta,
creo. Y luego estaremos en el
Observatorio y podrás quitarte la venda.
Lirael bajó mecánicamente los
escalones junto con las gemelas.
Causaba una gran desazón no poder ver
por dónde caminabas y algunos de los
escalones parecían más bajos que otros.
Para colmo de males, por todas partes
se oía un ruido extraño, una especie de
crujido, y de vez en cuando, como unos
murmullos o conversaciones
amortiguadas.
Al fin llegaron a la planta baja y
avanzaron una decena de pasos. Sanar la
ayudó a quitarse la venda.
Lo primero que notó Lirael fue la luz
y el espacio, luego las filas apretadas de
Clarvis, silenciosas, erguidas, con sus
blancas túnicas que provocaban aquel
crujido tan inquietante. Se encontraba en
el centro de una inmensa cámara tallada
en el hielo, una inmensa cueva casi de la
misma dimensión que el Gran Salón, tan
conocido y tan odiado. Las luces de la
magia del Gremio brillaban por todas
partes, arrancando destellos a las
infinitas facetas del hielo de manera que
no había un solo punto oscuro.
Lirael bajó la vista instintivamente
en cuanto estuvo ante las demás Clarvis
para no tener que verles las caras. Al
espiar disimuladamente detrás del largo
flequillo chamuscado, comprobó que no
se fijaban en ella. Todas miraban hacia
arriba. Las imitó y descubrió que el
techo en ángulo era una inmensa y única
plancha de hielo claro como si se tratara
de una enorme ventana opaca.
—Sí —dijo Sanar al comprobar que
Lirael miraba atentamente—. Ahí es
donde concentramos nuestra visión para
que todas las visiones fragmentadas se
unan en una sola y todas podamos ver.
—Creo que podemos empezar —
anunció Ryelle echando una mirada a las
apretadas y silenciosas filas de Clarvis.
Estaban presentes casi todas las
Clarvis que habían pasado por el
despertar, unidas en una guardia de mil
quinientas sesenta y ocho. Se
dispusieron en series de círculos cada
vez más amplios, alrededor de la
pequeña zona central ocupada por
Lirael, Sanar y Ryelle, como un extraño
huerto concéntrico de árboles blancos
que dieran frutos de plata y ópalo.
—¡Comencemos! —gritaron Sanar y
Ryelle, levantaron las varitas y las
entrechocaron como espadas.
Lirael dio un salto cuando todas las
Clarvis allí reunidas lanzaron un grito al
unísono que se le metió en los huesos.
—¡Comencemos!
Todas a una, las Clarvis de los
círculos más próximos se tomaron de las
manos, como en un ejercicio de
instrucción militar. Y así fueron
haciendo todos los círculos, como una
onda expansiva que partía del centro
hasta la última fila del Observatorio;
después volvieron a la inmovilidad
primitiva.
—¡Veamos! —gritaron Sanar y
Ryelle, entrechocando otra vez las
varitas.
En esta ocasión, Lirael ya estaba
preparada para el grito que siguió, pero
no para el encantamiento que vino
después. Las marcas del Gremio
brotaron del suelo de hielo, subieron y
pasaron a través de las Clarvis del
primer círculo en tal cantidad que,
cuando comenzaron a rebosar, fluyeron
hacia el círculo siguiente y así hasta
llegar al último. Fluían como una espesa
niebla dorada por los cuerpos y los
brazos de las Clarvis.
Lirael contemplaba embobada cómo
la magia iba creciendo y pasando de un
círculo a otro, la vio enroscarse a los
cuerpos de sus primas. Veía las marcas
del Gremio, sentía la magia en su
corazón galopante, estaba sedienta de
ella, aunque la notaba ajena, fuera de su
alcance, como si no hubiese existido
antes ninguna otra magia del Gremio.
Las Clarvis del círculo más exterior
se soltaron de las manos y levantaron
los brazos hacia el techo helado y
altísimo. Las marcas salieron flotando
de ellas y saltaron hacia arriba como
polvo dorado atrapado en un haz de luz.
Al tocar el hielo, se extendieron como si
fueran una espléndida pintura y el hielo
una tela en blanco, ansiosa por cobrar
vida.
Los restantes círculos hicieron lo
propio hasta que la magia conjurada
cubrió el inmenso techo de infinitos
remolinos cargados de marcas del
Gremio. Todas clavaron allí la vista,
extasiadas; Lirael comprobó que movían
los ojos, como si estuviesen viendo
algo. Por más que se esforzara, ella no
veía nada, nada más que el remolino de
magia del que no entendía una sola
marca.
—Mira —le dijo Ryelle en voz baja,
y la varita que tenía en la mano se
convirtió de pronto en una botella de
brillante cristal verde.
—Aprende —dijo Sanar, y con la
varita dibujó algo en el aire, sobre la
cabeza de Lirael.
Acto seguido, Ryelle vertió el
contenido de la botella sobre Lirael. Al
menos en apariencia. Sin embargo,
mientras el líquido se extendía sobre su
cabeza, la varita de Sanar lo transformó
en hielo. Una plancha de hielo puro y
transparente, que colgaba
horizontalmente en el aire, sobre la
cabeza de Lirael.
Sanar dio unos golpecitos con su
varita sobre la plancha de hielo y de ella
brotó un fulgor de un tono azul profundo
muy tranquilizador. Otro golpecito, y el
azul se dirigió a los bordes. Lirael miró
a través de él y mientras miraba,
comprendió que aquella extraña plancha
de vidrio suspendida en el aire la
ayudaba a ver lo que las Clarvis veían.
Los dibujos carentes de sentido que se
habían formado en el techo de hielo
comenzaban a adquirir un significado.
Cientos, tal vez miles de pequeñas
imágenes se unían para formar una
mayor, como los rompecabezas con los
que jugaba de pequeña.
La imagen resultante era la de un
hombre erguido con un pie sobre una
piedra. Eso fue lo que Lirael empezó a
ver. El hombre miraba algo que estaba
más abajo.
Llena de curiosidad, Lirael estiró el
cuello para ver mejor. Notó un leve
mareo y a continuación le pareció que
caía hacia arriba, a través de la plancha
de hielo azul y que llegaba al techo y
entraba en la visión. Siguieron destellos
azules, notó algo frío al tacto que la hizo
estremecer y… ¡se vio en el lugar de la
imagen!
Estaba junto al hombre. Oía la
respiración entrecortada y ruidosa,
como de asmático, de aquel hombre,
olía su sudor, notaba el calor y la
humedad del día estival.
Y notaba el sabor venenoso de la
magia libre, más fuerte y más
abominable de lo que jamás había
imaginado, más fuerte incluso que el que
recordaba de su encuentro con el stilken.
Tan fuerte, que sintió un regusto a bilis
en la garganta y tuvo que tragar saliva
para no vomitar. Tan fuerte, que vio
bailar ante sus ojos una serie de
puntitos.
Nicholas y la fosa

E ra joven. Lirael calculó que


tendría más o menos su misma
edad. Diecinueve o veinte años.
Y estaba enfermo. Era alto; iba
encorvado, como si el dolor le clavara
los dientes en el centro mismo del
cuerpo. El pelo rubio, mal cortado y
limpio, le formaba mechones húmedos.
Rojas las mejillas, gris el contorno de
los ojos y los labios. Los ojos azules,
sin brillo. En una mano sostenía unos
anteojos oscuros con las patillas sujetas
con alambre y uno de los cristales
verdes rajados.
Estaba de pie sobre una especie de
montículo de tierra suelta, los ojos
miopes miraban hacia abajo, hacia una
fosa honda, un agujero enorme en el
suelo. De la fosa abierta, o de lo que en
ella había, irradiaba la magia libre que
provocaba la náusea de Lirael. Notaba
las ondas que partían de la tierra
abierta, frías, tremendas, sentía que se le
metían en los huesos, le hacían rechinar
los dientes.
Era evidente que la fosa había sido
cavada hacía poco. Era casi tan ancha
como el refectorio inferior, en el que
cabían cuatrocientas personas. Por sus
bordes reptaba un sendero que se perdía
en las negras profundidades. Lirael no
conseguía calcular cuan honda era, pero
pudo ver que había gente que subía
cargada de cestas llenas de tierra y
piedras y volvía a bajar de vacío. Eran
personas lerdas, cansadas, que a Lirael
le resultaron raras. Vestían ropas sucias
y hechas jirones; pese a ello, Lirael
comprobó, tanto por el corte como por
el color, que no se parecían a nada de lo
que había visto. Y todos llevaban
sombreros azules o restos anudados de
pañuelos azules.
Lirael se preguntó cómo diablos
lograban trabajar entre los efectos
corrosivos y contaminantes de la magia
libre; fue entonces cuando los miró con
más atención. Reprimió un grito de
asombro e intentó retroceder, pero la
visión la mantuvo en su sitio.
No eran personas. Eran muertos. Los
sentía ahora, sentía el frío de la muerte
muy cerca. Esos trabajadores eran
braceros muertos, sometidos a la
esclavitud por voluntad de un
nigromante. Los sombreros azules
ocultaban las cuencas vacías de los
ojos, los pañuelos azules impedían que
las cabezas en descomposición se
cayeran a pedazos.
Lirael contuvo el asco y las arcadas
y desvió la vista hacia el joven que
estaba a su lado, temerosa de que
pudiese ser el nigromante y de que la
viera. Mas no llevaba marca del Gremio
en la frente, ni íntegra ni envilecida por
la magia libre. Tenía la frente despejada,
cubierta de gotas de sudor, sucias por
haberse mezclado con el polvo que
flotaba en el aire, y no veía que llevase
campanas.
El muchacho levantaba la cabeza,
miraba al cielo y sacudía un objeto
metálico que tenía en la muñeca. Una
especie de ritual, pensó Lirael. Y
enseguida sintió pena por él y unas
ganas irreprimibles de acariciarle el
cuello, justo debajo de la oreja, con la
punta de los dedos. Tendió la mano pero
recordó dónde estaba cuando el chico
habló.
—¡Maldita sea! —masculló—. ¿Por
qué no funciona nada? Bajó el brazo
pero siguió mirando hacia arriba. Lirael
también miró y vio las nubes
tormentosas que comenzaban a
amontonarse en el cielo. Siguieron
algunos relámpagos, pero ni soplaba
brisa fresca ni olía a lluvia. Calor y
relámpagos.
Y sin previo aviso, un rayo cegador
cayó en la fosa e iluminó las negras
profundidades con un destello
incandescente. En ese instante, Lirael
vio a cientos de braceros muertos que
cavaban, cavaban con herramientas si
las tenían, y si no, con las manos
putrefactas. No reaccionaron ante la
caída del rayo, que carbonizó a varios,
ni ante los truenos ensordecedores que
siguieron casi de inmediato.
Al cabo de unos segundos, siguió
otro rayo que, en apariencia, cayó en el
mismo lugar. Y luego otro, y otro más,
con profusión de truenos que sacudieron
la tierra bajo los pies de la muchacha.
—Cuatro en aproximadamente
cincuenta segundos —dijo el hombre
para sí—. Aumenta la frecuencia.
¡Hedge!
Lirael no entendió la última palabra
hasta que un hombre salió con paso
majestuoso de la fosa y saludó. Un
hombre delgado y medio calvo, ataviado
con armadura de cuero y placas
protectoras de acero, lacado en rojo y
oro en cuello, codos y rodillas. Una
espada pendía de su costado y una
bandolera con campanas le cruzaba el
pecho, los mangos de negro ébano
asomaban por los morrales rojos. En la
madera y el cuero se movían marcas del
Gremio pervertidas que dejaban a su
paso un espejismo de fuego.
Pese a la distancia, hedía a sangre y
a metal candente. Debía de ser el
nigromante al que servían los braceros
muertos, o uno de los nigromantes,
porque había muchísimos muertos. Sin
embargo, no era él la fuente de magia
libre que quemaba los labios y la lengua
de Lirael. Algo mucho peor que él yacía
oculto en las profundidades de la fosa.
—¿Sí, amo Nicholas? —contestó el
hombre.
Lirael comprobó que con un ademán
despedía a los dos braceros muertos que
lo seguían y los mandaba regresar a las
sombras, como si no deseara que nadie
los viese muy de cerca.
—Los rayos caen más seguidos —
observó el muchacho.
Y Lirael supo entonces que era
Nicholas. ¿Qué clase de hombre sería?
¿Cómo era posible que el nigromante lo
llamara amo pese a no llevar marca del
Gremio?
—Debemos de estar cerca —agregó
con voz ronca—. Pregunta a los hombres
si esta noche harán un turno extra.
—¡Claro que lo harán! —gritó el
nigromante riéndose de algo que sólo a
él le hacía gracia—. ¿Quieres bajar?
Nicholas negó con la cabeza. Tuvo
que carraspear varias veces antes de
contestar a gritos:
—Me siento… me siento mal otra
vez, Hedge. Me voy a echar en mi
tienda. Iré después. Pero deberás
llamarme si encuentras algo. Será
metálico, creo. Sí, metálico y reluciente
—continuó con los ojos clavados en un
punto frente a él, como si lo estuviera
viendo—. Dos hemisferios metálicos y
brillantes, más altos que un hombre.
Debemos encontrarlos pronto. ¡Muy
pronto!
Hedge hizo una leve reverencia,
pero no contestó. Salió del todo de la
fosa y se dirigió a la montaña de
escombros en la que estaba Nicholas.
—¿Quién está a tu lado? —preguntó
Hedge señalando.
Nicholas miró hacia donde señalaba,
pero sólo vio la luminiscencia de los
relámpagos y la imagen de los
hemisferios brillantes, la imagen que
veía cuando estaba despierto, como si la
llevara marcada a fuego en el cerebro.
—Nadie —murmuró clavando la
vista en Lirael—. Nadie. Qué cansado
estoy. Pero será un gran
descubrimiento…
—¡Espía! ¡Arderás a los pies de mi
amo!
De las manos del nigromante
saltaron miles de llamas que cubrieron
el suelo, llamas rojas que despedían un
humo negro y asfixiante.
Subieron veloces la montaña de
escombros como un incendio
incontrolado, en dirección a Lirael.
Al mismo tiempo, la muchacha vio
que Nicholas clavaba en ella la vista.
Tendió la mano a manera de saludo y
dijo:
—¡Hola! Supongo que serás otra
alucinación. La muchacha notó entonces
que unas manos tiraban de ella y la
devolvían al Observatorio en el instante
preciso en que el fuego llegaba al sito
donde había estado y se elevaba como
una estrecha columna destructiva
despidiendo un humo negrísimo.
El hielo se rompió y Lirael parpadeó
varias veces. Cuando abrió los ojos, se
vio de pie, entre Ryelle y Sanar, rodeada
de fragmentos rotos, la cabeza y los
hombros cubiertos de trocitos de hielo
azul.
—Has visto —dijo Ryelle. No era
una pregunta.
—Sí —contestó Lirael,
tremendamente inquieta tanto por la
experiencia de la visión como por lo
que había visto—. ¿Es eso lo que se
siente cuando tienes el don de la visión?
—No exactamente —contestó Sanar
—. En general, vemos como breves
fogonazos, fragmentos mezclados que
pertenecen a muchos futuros diferentes.
Se unen durante la guardia. Sólo aquí, en
el Observatorio, conseguimos unificar la
visión. E incluso entonces, la única
persona que lo ve todo es la que ocupa
el lugar donde estás tú ahora.
Lirael pensó en lo que acababa de
escuchar, estiró otra vez el cuello y el
hielo se le coló por la camisa. El techo
alto volvía a ser una extensión de hielo.
Volvió a mirar hacia abajo y vio que
todas las Clarvis se marchaban sin
pronunciar palabra ni mirar atrás. Las
del círculo más externo habían
desaparecido sin que ella se percatara, y
en ese momento, las que seguían en
orden salían en fila india por otra
puerta. «El Observatorio parece contar
con muchas salidas —pensó Lirael—,
muy pronto saldré yo por una de ellas y
no volveré jamás».
—¿Qué se espera de mí? —preguntó
Lirael obligándose a pensar en la visión.
—No lo sabemos —dijo Ryelle—.
Llevamos años intentando ver las
inmediaciones del lago Rojo sin éxito
alguno. Y así, de repente, te hemos visto
a ti en la habitación de abajo, la visión
que te hemos mostrado y después, un
pequeñísimo atisbo en el que aparecías
en una barca, en medio del lago,
acompañada de ese hombre. Todas esas
visiones guardan relación entre sí, está
claro, pero no hemos visto nada más.
—Ese hombre llamado Nicholas es
la clave —dijo Sanar—. Y en cuanto
des con él creemos que sabrás lo que
debes hacer.
—¡Pero está con un nigromante! —
exclamó Lirael—. ¡Están desenterrando
algo terrible! ¿No deberíamos
contárselo a la Abhorsen?
—Le hemos enviado mensajes, pero
la Abhorsen y el rey se encuentran en
Ancelstierre, donde confían en poder
impedir un problema que probablemente
también guarde relación con eso que has
visto en la losa. También hemos dado
parte a Ellimere y a su corregente, y es
posible que tomen medidas, auxiliados
por el príncipe Sameth, el Abhorsen en
ciernes. Hagan lo que hagan, lo que sí
sabemos es que a ti te ha tocado buscar
a Nicholas. Ya sé que la reunión de dos
personas en un lago te parecerá poca
cosa. Pero es el único futuro que veo en
este momento. Todo lo demás se nos
resiste, permanece oculto, de modo que
ésta es nuestra única esperanza de evitar
el desastre.
Lirael asintió, pálida como un papel.
Eran demasiadas cosas, estaba exhausta
y ya no podía aceptar más emociones.
Lo que sí estaba claro era que, al
parecer, no la echaban, sino que debía
hacer algo importante, no sólo por el
bien de las Clarvis, sino por el del reino
entero.
—Ahora deberemos prepararte para
el viaje —agregó Sanar cuando notó lo
fatigada que estaba Lirael—. ¿Hay algo
personal que desees llevar contigo o
algo especial que podamos ofrecerte?
Lirael negó con la cabeza. Quería a
la Perra Canalla aunque, al parecer, eso
no era posible puesto que las Clarvis no
la habían visto. A lo mejor su amiga se
había esfumado para siempre cuando el
encantamiento que le había dado origen
se encontró con algún contratiempo y
desencadenó su fin.
—Mi equipo para salir, supongo —
murmuró tras pensárselo mucho—. Y
unos cuantos libros. Supongo que
también debo llevarme las cosas que
encontré.
—En efecto —dijo Sanar, curiosa
por saber exactamente de qué se trataba.
Pero no se lo preguntó porque Lirael
no tenía ganas de hablar de esas tres
cosas porque suponían una complicación
más. ¿Por qué se las habían dejado?
¿Para qué le servirían en el mundo
exterior?
—También debemos equiparte con
arco y espada —dijo Ryelle—. Como
corresponde a la hija de una Clarvi que
emprende un viaje.
—La esgrima no se me da muy bien
—comentó Lirael con un hilo de voz,
atragantándose al oír que la llamaban
«hija de una Clarvi». Llevaba tanto
tiempo deseando oír aquellas palabras
que ahora le sonaban huecas—. Pero
manejo bien el arco.
Se cuidó mucho de contarles que su
destreza en el manejo del pequeño arco
laminado utilizado por las Clarvis se
debía a que practicaba disparando a las
ratas de la biblioteca con flechas
desmochadas para no dañar los libros. A
la Perra Canalla le encantaba ir a
buscar las flechas, pero las ratas no eran
plato de su devoción, a menos que
Lirael se las preparara en salsa con
hierbas aromáticas, cosa a que la
muchacha, evidentemente, se negaba.
—Espero que no te hagan falta las
armas —dijo Sanar. Sus palabras
resonaron con fuerza en la enorme
caverna de hielo. Lirael se estremeció.
Tuvo la impresión de que la esperanza
que abrigaba Sanar sería del todo inútil.
De repente hacía frío. Casi todas las
Clarvis se habían marchado; las mil
quinientas en bloque, en pocos minutos,
como si jamás hubiesen estado allí. Sólo
quedaban las dos guardias armadas que
vigilaban desde el fondo del
Observatorio. Una portaba una lanza; la
otra, un arco. A Lirael no le hizo falta
acercarse para saber que aquéllas
también eran armas poderosas
impregnadas de magia del Gremio.
Sabía que se habían quedado para
asegurarse de que le vendaran otra vez
los ojos. Apartó la vista, se quitó la
bufanda, la dobló despacio, como
midiendo cada movimiento. Se la colocó
sobre los ojos, se la ató a la cabeza y
esperó muy tiesa a que Sanar y Ryelle la
cogieran de los brazos.
—Lo sentimos —dijeron Sanar y
Ryelle al unísono.
Daba la impresión de que se
disculpaban no sólo por la venda sino
por toda la vida de Lirael.
Cuando llegaron a su pequeña
habitación, cerca de la Residencia de
Jóvenes, Lirael llevaba más de
dieciocho horas sin dormir ni probar
bocado. Se caía de cansancio, de modo
que Sanar y Ryelle siguieron
sosteniéndola. Estaba tan exhausta que
ni siquiera se dio cuenta de la presencia
de tía Kirrith hasta que ésta no la recibió
con un abrazo inesperado, repentino,
muy apretado.
—¡Lirael! ¿Qué has hecho ahora? —
exclamó tía Kirrith, y su voz retumbó
encima de la cabeza de su sobrina,
firmemente asida al cuello de su tía—.
¡Eres demasiado joven para salir al
mundo!
—¡Tía! —protestó Lirael, tratando
de soltarse, incómoda de que la tratasen
como a una niña delante de Ryelle y
Sanar.
Era muy propio de tía Kirrith
intentar abrazarla cuando a ella no le
apetecía y no hacerlo cuando necesitaba
una demostración de afecto.
—La historia de tu madre vuelve a
repetirse —decía Kirrith, al parecer
dirigiéndose tanto a las gemelas como a
Lirael—. Se marchará a saber dónde y
se meterá en todo tipo de líos con vete a
saber quien. Y hasta es posible que
vuelvas…
—¡Basta ya, Kirrith! —le ordenó
Sanar, sorprendiendo a Lirael.
Jamás había oído a nadie hablarle a
Kirrith en ese tono. Su tía se mostró
francamente sorprendida, porque soltó a
Lirael e inspiró muy hondo, con cara de
ofendida.
—No puedes hablarme en ese tono,
San…, Ry…, quienquiera que seas —
dijo al fin tía Kirrith, tras inspirar hondo
varias veces—. ¡Soy tutora de las
jóvenes y soy la que lleva aquí la voz
cantante!
—Y nosotras, de momento, somos la
voz de las Clarvis —contestaron Sanar y
Ryelle al unísono, levantando las varitas
que llevaban en la mano—. Nos han
conferido los poderes de la guardia de
los nueve días. ¿Acaso pones en tela de
juicio nuestro derecho, Kirrith?
Kirrith las miró, trató de inspirar
más hondo aún sin conseguirlo y soltó un
sonoro resuello como el sapo al que
aplastan de un pisotón, que delataba, a
todas luces, de una manera de reconocer
la autoridad de las gemelas, aunque no
fuera suficientemente digna.
—Busca las cosas que quieres
llevarte, Lirael —sugirió Sanar, dándole
un toquecito en el hombro—. Pronto
deberemos bajar a la barca. Kirrith,
¿qué te parece si hablamos un momento
fuera?
Lirael asintió con gesto cansado y se
dirigió al arcón donde guardaba la ropa,
mientras las otras salían y cerraban la
puerta. Sin mirar, metió la mano en el
interior. Tocó algo duro y con los dedos
lo aferró antes de haber echado un
vistazo a lo que era; cuando lo hizo,
lanzó un grito de sorpresa al
reconocerlo. Se trataba de una figura de
la perra tallada en esteatita, la que había
encontrado en la cámara del stilken, la
que había desaparecido al
materializarse la Perra Canalla.
Lirael la apretó contra su pecho un
instante y una luz de esperanza se abrió
paso a pesar del cansancio. No era la
perra, pero era una señal de que podía
volver a invocarla. Sonriendo metió la
estatuilla en el bolsillo de un chaleco
limpio y se aseguró de que el hocico de
esteatita no asomara por ningún lado.
Metió el espejo oscuro en el mismo
bolsillo, la zampona en el otro y pasó El
libro del recuerdo y el olvido a un
bolsito para llevar al hombro que
parecía hecho a medida para contenerlo.
Guardó el ratón mecánico de emergencia
en un rincón del arcón y metió también
el silbato. Donde iba a ir no le servirían
de nada.
Mientras se desvestía y se lavaba a
toda prisa, dando gracias de que al
cumplir los dieciocho le hubieran
asignado un cuarto más amplio y un
lavabo sencillo, Lirael consideró la
posibilidad de cambiarse por completo
de ropas y llevar algo que no la
identificara como Clarvi. Sin embargo,
cuando llegó el momento de vestirse,
volvió a ponerse el uniforme de trabajo
de auxiliar segunda de la bibliotecaria.
Al fin y al cabo eso es lo que era. Se
había ganado el derecho a lucir el
chaleco rojo. Nadie podía quitárselo,
aunque no fuese una Clarvi hecha y
derecha.
Acababa de doblar alguna ropa
limpia y de envolverla en la capa y
estaba sopesando la utilidad que podía
tener, a finales de primavera, el grueso
abrigo de lana, cuando llamaron a la
puerta y enseguida apareció Kirrith.
—No quería decir nada
desagradable sobre tu madre —se
explicó Kirrith desde la puerta, algo más
contenida—. Arielle era mi hermana
pequeña y le tenía mucho cariño. Pero
era extravagante, no sé si me explico.
Además, tenía una tendencia increíble a
meterse en líos. Si no era una cosa, era
otra… En fin… no ha sido fácil, con mi
puesto de tutora y la obligación de meter
a todas en cintura. A lo mejor no te he
demostrado… En fin, resulta difícil
cuando no puedes ver cómo se sienten o
cómo se sentirán los demás con respecto
a ti. Lo que quiero decirte es que yo
quería a tu madre… y que también te
quiero a ti.
—Ya lo sé, tía —contestó Lirael, y
sin mirar atrás lanzó el abrigo dentro del
arcón.
Apenas un año antes habría dado lo
que fuese por escuchar esas palabras,
por sentir que encajaba en aquel
ambiente. Ahora era demasiado tarde.
Se marchaba del glaciar, lo dejaba como
había hecho su madre hacía años,
cuando abandonó a su hija, al parecer,
sin pensárselo dos veces.
Aquello era ya cosa del pasado,
pensó Lirael. «Me lo echaré a la
espalda, empezaré mi historia de cero.
No me hace falta saber por qué mi
madre se fue ni quién era mi padre. No
me hace falta saberlo», se repitió. «No
me hace falta saberlo».
Al mismo tiempo que murmuraba
esas palabras entre dientes, no
conseguía sacarse de la cabeza El libro
del recuerdo y el olvido, guardado en el
bolso que pendía de su hombro, ni la
zampona y el espejo oscuro, ocultos en
los bolsillos del chaleco.
No le hacía falta saber qué había
ocurrido en el pasado. Siempre había
estado sola entre las Clarvis por culpa
de su incapacidad para ver el futuro, y
ahora estaba sola también en otro
sentido. A raíz de una perversa
inversión de todas sus esperanzas y de
todos sus sueños, le había sido
concedido exactamente lo opuesto de lo
que había deseado con todo su corazón.
Porque con el espejo oscuro y los
conocimientos recientemente adquiridos
era capaz de ver el pasado.
Una voz entre los
árboles

culto a unos pocos cientos de metros de


las lindes del bosque, el príncipe
Sameth yacía, tendido como un muerto,
O
despatarrado, allí donde había caído del
caballo. Llevaba una pierna
cubierta de sangre reseca y
en algunas hojas de los
arbustos que se mecían al compás de la
brisa se apreciaban manchas de sangre
renegrida. Sólo acercándose mucho a él
se notaba que seguía respirando.
Mostrándose menos neurótica de lo
esperado, Retoño pastaba pacíficamente
en las inmediaciones. De tanto en tanto
erguía las orejas y levantaba la cabeza,
pero a lo largo de todo el día siguió
masticando imperturbable.
Al final de la tarde, cuando las
sombras comenzaron a descender de los
árboles hasta extenderse y juntarse en el
suelo, la brisa se avivó aliviando los
efectos del caluroso día de primavera.
Acarició a Sam cubriéndolo en parte de
hojas, ramitas, telarañas viajeras,
cuerpos de escarabajos muertos, hierbas
ligeras como plumas.
Una hoja de hierba quedó prendida a
su nariz haciéndole cosquillas. Lo
acariciaba primero de un lado, luego del
otro, sin desprenderse. Como resultado
de estos movimientos, a Sameth empezó
a picarle tanto la nariz que al final soltó
un estornudo.
Sam se despertó. Al principio creyó
estar padeciendo la resaca de una
tremenda borrachera. Tenía la boca
reseca y el aliento le olía fatal. La
cabeza se le partía de dolor y las
piernas le dolían todavía más. Creyó
entonces que debía de haber perdido el
sentido en el jardín de vete a saber
quién; una situación de lo más penosa.
Sólo se había emborrachado de aquella
manera en una ocasión anterior y
entonces había jurado que jamás
repetiría la experiencia.
Se disponía a dar voces, y en el
mismo instante en que el graznido reseco
y patético abandonaba sus labios,
recordó lo ocurrido.
Había matado a dos agentes de
policía. Hombres que intentaban cumplir
con su deber. Hombres con familia y
esposas. Con padres, hermanos e hijos.
Esa mañana seguramente habían salido
de sus casas sin la perspectiva de una
muerte repentina. En ese mismo instante,
sus esposas estarían esperando que
regresaran a tiempo para la cena.
No, pensó Sameth, incorporándose
para mirar sombríamente la luz roja del
sol poniente que se filtraba entre el
follaje. La pelea había sido a primeras
horas de ese día. Las esposas ya sabrían
que sus maridos no regresarían nunca
más.
Poco a poco, se irguió cuanto pudo y
se sacudió las hojas y las ramitas de la
ropa. También tuvo que tragarse la
culpa, al menos de momento. La
supervivencia así lo exigía.
En primer lugar, debía cortarse la
pernera del pantalón para examinar la
herida. Recordó vagamente haber
lanzado el encantamiento que, sin duda,
le había salvado la vida, pero la herida
seguía fresca y podía abrirse otra vez.
Debía vendársela, porque carecía de la
fuerza necesaria para lanzar otro hechizo
curativo.
Después, se incorporaría como
fuese. Se pondría de pie, cogería a la
fiel Retoño y se adentraría aún más en el
bosque. Le sorprendía que la policía
local aún no hubiese descubierto su
paradero. A menos que hubiese
conseguido dejar un rastro más confuso
de lo que creía o que estuviesen
esperando la llegada de refuerzos para
iniciar la búsqueda de quien
consideraban un nigromante asesino.
Si los agentes de policía, o lo que
era mucho peor, la guardia, llegaban a
encontrarlo en ese momento, tendría que
decirles quién era, decidió Sam. Eso
supondría regresar a Belisaere cubierto
de oprobio y ser juzgado por Ellimere y
Jall Oren. Sólo le quedaba por recorrer
la senda de la vergüenza y la infamia. La
otra alternativa que tenía ante sí era
ocultar de forma deshonrosa su terrible
crimen.
Ambas situaciones eran intolerables.
Imaginaba la decepción reflejada en las
caras de sus padres y no podía
soportarlo. Sin duda, sacarían a relucir
su incapacidad para ser el Abhorsen en
ciernes y eso los volvería locos.
Lo mejor era desaparecer. Internarse
en el bosque y esconderse hasta
completar su recuperación para
proseguir luego camino al pueblo de
Borde con una nueva fisonomía creada
por medios mágicos, porque estaba
seguro de que Nick seguía necesitando
su ayuda. Al menos eso sí podía hacerlo.
Era imposible que Nick estuviese en un
brete peor del que él mismo se
encontraba.
Resultó más fácil tomar las
decisiones que ponerlas en práctica.
Retoño se apartó de él con los ollares
dilatados en cuanto intentó sujetarlo por
las riendas. No le gustaban el olor a
sangre ni los gruñidos de dolor que
soltaba Sam de vez en cuando al apoyar
sin querer todo el peso del cuerpo en la
pierna herida.
Al final consiguió llevarla hasta una
especie de rincón sin salida, donde tres
árboles le impidieron continuar
reculando. Montar fue otra odisea. En
cuanto subió la pierna notó una punzada
de dolor que lo hizo boquear.
Sam se enfrentaba a un nuevo
problema. Oscurecía raudamente y no
tenía idea de adonde ir. La civilización y
cuanto ésta ofrecía estaban hacia el Este,
el Norte y el Sur, pero no se atrevía a
enfilar hacia allí sus pasos hasta no
haber recuperado fuerzas suficientes
para elaborar otro encantamiento con el
que cambiar su aspecto y el de Retoño.
Hacia el Oeste, el bosque se presentaba
lleno de senderos de dudoso uso y
destino. Tal vez encontrara en el corazón
del bosque algún poblado o casas
solitarias, pero no era prudente
acercarse a ellos.
Lo más preocupante era que sólo
llevaba una cantimplora con agua del
día anterior, un mendrugo de pan y un
trozo de cecina, las provisiones para
emergencias en caso de que entre
posada y posada se le despertara el
apetito. Había dado buena cuenta de las
tortas de jengibre durante el viaje.
Se puso a llover; el viento había
empujado las nubes desde el mar y caía
un chaparrón breve que hizo maldecir a
Sam. El muchacho se afanó con las
alforjas tratando de sacar la capa. Si
encima de las heridas que tenía, llegaba
a pillar un resfriado, no habría manera
de predecir cómo acabaría. Seguramente
en una sepultura del bosque, pensó con
amargura, y ni siquiera cavada por
manos humanas. Apenas un montón de
desechos arrastrados por el viento,
entrelazados por la hierba que crecería
alrededor de sus lastimosos huesos.
Imaginaba este futuro tan deprimente
cuando, al tirar de la capa, en lugar de
lana, sus dedos tocaron cuero y frío
metal. Retiró la mano al instante, la
punta de los dedos se le había congelado
y teñido de azul. Al darse cuenta de lo
que era se dobló sobre la perilla de la
silla de montar y soltó un sollozo
cargado de miedo y desesperación.
El libro de los muertos. Lo había
dejado en su taller, pero se había negado
a quedarse allí. Como las campanas.
Jamás conseguiría deshacerse de ellos,
ni siquiera estando herido y solo en ese
bosque tenebroso. Lo seguirían para
siempre, hasta el mismo Reino de la
Muerte.
Iba a rendirse a la desesperación
cuando de la oscuridad de los árboles
surgió una voz.
—¿Un principito perdido llorando
en el bosque? Vaya, te suponía con
muchas más agallas, príncipe Sameth.
Aunque cierto es que a veces me
equivoco.
La voz ejerció en Sameth y en
Retoño un efecto electrizante. El
príncipe se irguió en la silla, lanzó un
grito de dolor e intentó desenfundar la
espada. Retoño, tan sorprendida como
su amo, emprendió un medio galope
zigzagueante entre los árboles, sin
detenerse ante las ramas bajas ni pensar
en su amo.
Caballo y jinete avanzaron en medio
del ruido de ramas partidas, gritos y
relinchos. Cubrieron así unos quinientos
metros hasta que Sameth consiguió
dominar a Retoño y dirigirla hacia el
lugar de donde provenía la voz.
Pese a todo, logró desenfundar la
espada. Ya casi se había puesto el sol;
en la oscuridad creciente, los troncos de
los árboles parecían manchas
cenicientas que aguantaban las ramas de
las que colgaban las hojas como
pesados racimos negros. La persona… o
la cosa que había hablado podía muy
bien acercársele con sigilo, pero
prefería enfrentarse a ella antes que
acabar despedido de la silla a golpe de
ramas.
La voz tenía un timbre poco natural.
El príncipe Sameth notaba en la boca un
regusto a magia libre y mucho se temía
que fuera obra de aquella voz. Y notaba
también algo más. No se trataba de una
criatura muerta…, no, no era eso.
Aunque podía ser un stilken o un margrú,
seres elementales, hijos de la magia
libre que de tanto en tanto, sedientos de
vida, salían en su busca. Deseó haber
leído el libro que le habían regalado por
su último cumpleaños, el de Merchane,
un tratado sobre sometimiento de estos
seres.
Se oyó un crujido de hojas en el
árbol más cercano y Sam dio un brinco y
levantó la espada poniéndose en
guardia. Retoño piafaba, no se
descontrolaba de milagro, porque su
amo la presionaba fuertemente con las
rodillas. Era tanto el esfuerzo, que las
punzadas de dolor le subieron a Sam por
el costado, pero no aflojó.
Algo se movía, no cabía duda, subía
por el tronco… Allí estaba…, no, por
allí no, más allá. Saltaba de rama en
rama, a sus espaldas. Tal vez fueran más
de uno…
Desesperado, Sam intentó bucear en
el Gremio para extraer las señales
necesarias con las que urdir un ataque
mágico. Estaba demasiado débil, la
herida era demasiado reciente, el dolor,
demasiado agudo. No conseguía
mantener unidas mentalmente las
señales. No recordaba el hechizo que
quería evocar.
Tal vez con las campanas, pensó en
el colmo de la desesperación, intentar
nuevos movimientos. Por desgracia,
ignoraba cómo utilizar las campanas
contra los muertos, por no mencionar a
los seres de la magia libre. Le tembló la
mano sólo de pensar en la posibilidad
de usarlas y se acordó de la muerte. Al
mismo tiempo, nació en él una fiera
determinación. Por más que la mala
suerte se hubiese ensañado con él, no
tiraría la toalla ni se dejaría morir. Tenía
miedo, no lo negaba, pero era príncipe
de la familia real, hijo de Touchstone y
Sabriel, vendería su vida al precio más
alto que le permitieran sus fuerzas.
—¿Quién se dirige al príncipe
Sameth? —gritó; las palabras resonaron
ásperas en el bosque sumido en la
penumbra—. ¡Déjate ver antes de que te
lance un hechizo que te destruya por
completo!
—Resérvate el teatro para los que se
dejan amendrentar por las fantasmadas
—contestó la voz, esta vez acompañada
del destello de dos brillantes ojos
verdes que, desde lo alto de una rama,
encima de la cabeza de Sam, captaron
los últimos rayos de sol—. Y puedes
considerarte afortunado de que no sea
más que yo. Has ido dejando detrás de ti
sangre suficiente para convocar a un par
de hormagantes.
Tras pronunciar el discursillo, un
gatito blanco saltó del árbol, se impulsó
desde una rama baja y aterrizó a
prudente distancia de las pezuñas de
Retoño.
—¡Zapirón! —exclamó Sam,
mirándolo de reojo, con mareante
incredulidad—. ¿Qué haces tú aquí?
—Buscarte —dijo el gato—.
Debería resultarle claro como el agua
incluso al más zopenco de los príncipes.
El leal siervo de la Abhorsen, ese soy
yo. Dispuesto a hacer de canguro sin
previo aviso. En donde sea. Sin ningún
problema. Anda, baja de ese caballo y
prepara una fogata, no sea que de veras
haya hormagantes rondando por aquí.
Supongo que no habrás tenido la
previsión de traer algo que comer,
¿verdad?
Sameth negó con la cabeza y se
sintió recorrido por una corriente que no
podía considerar lo bastante positiva
para calificarla de alivio. Zapirón era un
siervo de la Abhorsen, pero también era
un ser producto de la magia libre,
dotado de un antiguo poder. El collar
rojo que llevaba, incrustado de marcas
del Gremio, y la campana en miniatura
que de él colgaba, eran los signos
visibles del poder que lo había
engendrado. En otros tiempos había sido
Saraneth, la sojuzgadora, la que tañía en
ese collar. Desde que Kerrigor fuera
derrotado, la campana que mantenía
sometido a Zapirón era una pequeña
Ranna. Ranna la adormecedora, la
primera de las siete campanas.
Sameth prácticamente no había
hablado nunca con Zapirón, puesto que
el extraño felino sólo había estado
despierto en una ocasión cuando el
príncipe visitó la Casa de la Abhorsen y
de eso hacía diez años. Como hizo en la
ocasión más reciente, el gato se había
despertado el tiempo suficiente para
robarle a Touchstone el salmón que
acababa de pescar y le había dirigido
unas cuantas palabras al niño de siete
años que contemplaba atónito cómo el
gato «eternamente durmiente» se
apoderaba de un pescado tan grande
como él, dispuesto en una bandeja de
plata.
—No lo entiendo —murmuró
Sameth desmontando de su yegua con
mucho cuidado—. ¿Te ha enviado mi
madre a buscarme? ¿Cómo consiguió
despertarte?
—La Abhorsen —contestó Zapirón
cuando por fin dejó de limpiarse la pata
a lametazos con aire majestuoso— no
tuvo que ver directamente en ello. Como
llevo tanto tiempo unido a esta familia,
sencillamente me entero de cuándo se
requieren mis servicios. Por ejemplo,
cuando aparece un nuevo juego de
campanas, sugestivo de que un Abhorsen
en ciernes está listo para heredarlas.
Tras despertarme, me limité a seguir las
campanas.
»Mas no fue el regreso de las
campanas de Cassiel lo que me arrancó
del sueño —prosiguió Zapirón, pasando
a limpiarse la otra pata—. Ya estaba
despierto. Algo ocurre en el reino. Se
están desvelando cosas que llevaban
mucho tiempo dormidas, o las están
desvelando y las olas provocadas por su
despertar han llegado hasta la Casa de la
Abhorsen, porque todo lo que despierta,
amenaza a la Abhorsen…
—¿De qué se trata exactamente? —
lo interrumpió Sam, presa de ansiedad
—. Mi madre dijo que temía que algún
mal antiguo planeara cosas terribles.
Pensé que podía tratarse de Kerrigor.
—¿Tu tío Rogir? —inquirió Zapirón,
como si acabaran de mencionarle a un
pariente excéntrico y no al temible
adepto y muerto mayor en el que
Kerrigor había acabado convirtiéndose
—. Ranna lo tiene mucho mejor atado
que a mí. Duerme en las profundidades
del más profundo sótano de la Casa de
la Abhorsen. Y allí seguirá durmiendo
hasta el final de los tiempos.
—Ah —suspiró Sam, aliviado.
—A menos que lo que se está
desperezando lo despierte también —
añadió Zapirón, pensativo—. Y ahora
explícame por qué mi viaje de placer a
Belisaere y mi visita a sus justamente
famosas lonjas de pescado se han visto
de pronto interrumpidos por la excursión
hasta este bosque. ¿Dónde crees que vas
y por qué vas hacia allí?
—Voy en busca de mi amigo
Nicholas —le explicó Sam notando que
los verdes ojos de Zapirón lo
traspasaban en busca de las razones más
profundas que el muchacho se empeñaba
en ocultarse a sí mismo.
Desvió la vista y con unas ramas y
varios puñados de hojarasca formó un
montoncito al que prendió fuego
frotando contra la bota uno de los
fósforos que llevaba.
—¿Y quién es Nicholas? —preguntó
Zapirón.
—Un ancelstierrano, amigo mío del
colegio. Me tiene preocupado porque el
pobre no tiene ni idea de lo que es esto.
Ni siquiera cree en la magia del Gremio,
ni en ningún otro tipo de magia, por
cierto —comentó Sam mientras echaba
ramas más gruesas al fuego—. Piensa
que todo tiene una explicación
científica, como en Ancelstierre. Pese a
que los muertos nos atacaron cerca de la
Frontera, se negó a aceptar que no hay
más explicación que la magia. Es muy
tozudo. Cuando se le mete una idea entre
ceja y ceja, no cambia de parecer hasta
que no se lo pruebas mediante las
matemáticas o algo que considere
aceptable. Y en Ancelstierre es
importante, porque se trata del sobrino
del Ministro Supremo. Lo digo porque
tal vez sepas que mis padres se disponen
a negociar…
—¿Y dónde está el tal Nicholas? —
lo interrumpió Zapirón entrecerrando los
ojos.
Sameth vio un instante las llamas
reflejadas en ellos antes de que el gato
entornara los párpados y se estremeció.
En los ojos de algunas criaturas muertas,
esas llamas no se percibían como un
reflejo.
—Debía esperarme para que me
reuniera con él en el Muro, pero ya lo ha
cruzado. Al menos es lo que me decía en
su carta. Contrató a un guía y de camino
a Belisaere pensaba ir en busca de una
antigua leyenda llamada «celada de
rayos» —prosiguió Sameth echando un
tronco al fuego—. No sé de qué se trata
ni cómo se enteró de su existencia; al
parecer, se encuentra en el pueblo de
Borde. Y, como no podía ser de otra
manera, es justo donde mis padres
piensan que se encuentra el enemigo.
Su voz se fue apagando poco a poco
cuando se dio cuenta de Zapirón no daba
muestras de estar escuchándolo.
—La celada de rayos, cerca del lago
Rojo —masculló Zapirón entrecerrando
los ojos—. El rey y la Abhorsen están
en Ancelstierre, tratando de impedir que
una gran multitud encuentre la muerte.
Un amigo del Abhorsen en ciernes, un
príncipe, si así puede llamársele, al otro
lado del Muro. Las Clarvis ciegas sólo
ven visiones en las que la ruina es
completa… Esto no presagia nada
bueno; tantas relaciones no pueden ser
mera coincidencia. La celada de rayos.
No he oído precisamente ese nombre,
pero algo se mueve… El sueño se
apodera de mi memoria y la embota…
A medida que Zapirón hablaba, su
voz se iba suavizando, se transformaba
en una especie de ronroneo. Sam esperó
a que el gato dijera algo más y entonces
cayó en la cuenta de que el ronroneo se
había convertido en ronquido. Zapirón
se había quedado dormido.
Sam se estremeció, aunque no de
frío, y echó más leña al fuego, porque su
calor lo reconfortaba. Había dejado de
llover, o en realidad nunca se había
puesto a llover del todo. Cuatro gotas y
un ligero descenso de la temperatura. No
eran buenas noticias para Sam, que
habría preferido encontrarse bajo una
lluvia torrencial. Los últimos días había
hecho un calor fuera de lo común para
esa época del año, un calor de pleno
verano a finales de la primavera, y
chaparrones aislados que no llegaban
nunca a ser tormentas de verdad.
Aquello significaba que los torrentes de
primavera se quedarían secos antes de
tiempo. Y que los muertos podían viajar
a su antojo a lugares distantes al no
verse confinados por las corrientes de
agua.
Miró otra vez a Zapirón y pegó un
salto al comprobar que un ojo brillante
lo vigilaba y en él se reflejaba la luz del
fuego, mientras el otro seguía
firmemente cerrado.
—¿Cómo te has hecho la herida? —
ronroneó el gato en voz baja, y sus
palabras se confundieron con el crepitar
del fuego.
Hablaba como si ya conociera la
respuesta pero quisiera, no obstante,
confirmar algún aspecto.
Sam se puso rojo, agachó la cabeza
y entrelazó las manos en actitud de
plegaria.
—Me peleé con dos agentes de
policía. Me tomaron por un nigromante.
Las campanas… —su voz se apagó,
tragó saliva.
Zapirón siguió mirándolo fijamente
con aquel ojo sardónico, era evidente
que quería oír más.
—Los maté —susurró Sam—. Con
un hechizo mortal.
Se hizo un largo silencio. Zapirón
abrió el otro ojo y bostezó; la boca
rosada dejó al descubierto unos dientes
blanquísimos y afilados.
—Idiota. Eres peor que tu padre. La
culpa, la culpa, otra vez la culpa —dijo
reprimiendo a duras penas el bostezo—.
No los mataste.
—¡Cómo! —exclamó Sam.
—No puedes haberlos matado —
insistió Zapirón dando varias vueltas
sobre sí mismo para aplastar las hojas y
hacerse una yacija más cómoda—.
Tratándose de siervos que han prestado
juramento a la Corona, un encantamiento
especial del monarca los protege incluso
de los hijos díscolos de éste. Pero ojo,
de haberse tratado de cualquier otro
inocente, lo habrías fulminado. Qué
torpeza la tuya, mira que usar ese
hechizo…
—No lo pensé —dijo Sam,
inexpresivo.
Sintió un alivio enorme de no ser un
asesino. Ahora podía enfadarse sin
problemas con Zapirón por tratarlo
como a un colegial atolondrado.
—No hace falta que lo digas, porque
se nota a la legua —convino Zapirón—.
Además, todavía no has empezado a
pensar. Si hubiesen muerto, lo habrías
notado. Eres el Abhorsen en ciernes, que
el Gremio nos ampare.
Sam se tragó la respuesta airada al
darse cuenta de que el gato tenía toda la
razón. No había sentido la muerte de los
policías. Zapirón seguía observándolo
con los ojos entrecerrados, como si no
le tuviese ninguna confianza.
—Una espiral tras otra —murmuró
el gato—. Una pulga tras otra, los
idiotas traen al mundo más idiotas…
—¿Qué?
—Hum, estoy pensando —murmuró
Zapirón—. Deberías intentarlo tú
también, para variar. Despiértame por la
mañana. Es posible que te cueste un
triunfo.
—Sí, mi señor —dijo Sam con todo
el sarcasmo de que fue capaz.
Zapirón ni se inmutó, parecía
profundamente dormido.
—Siempre me he preguntado por
qué papá decía que a ti las botas te
venían pequeñas —agregó Sam,
estirando la pierna para comprobar si el
vendaje estaba bien.
No añadió que a los siete años, al
llegar a la escuela de Ancelstierre,
había señalado un dibujo de El gato con
botas y en voz alta había repetido algo
que había oído a su padre decirle a
Sabriel: «A tu puñetero gato las botas le
vienen pequeñas». Aquélla había sido
también la primera vez que le pusieron
el gorro de burro y lo mandaron al
rincón. «Puñetero» era una palabra
vulgar, desterrada del vocabulario
tenido por aceptable para los jóvenes
caballeritos del Colegio de Estudios
Primarios Thorne.
Zapirón no se molestó en contestar.
Sam le sacó la lengua y, saltando sobre
la pierna sana, arrastró un pedazo de
tocón medio podrido y lo echó al fuego.
El tocón ardería hasta el amanecer,
aunque por las dudas, rompió algunas
ramas de las que había tiradas por el
suelo y las amontonó a su lado.
Se acostó, con la espada a mano y la
silla de Retoño a manera de almohada.
Hacía una noche cálida, no precisó
taparse con la capa ni con el maloliente
sudadero de Retoño. La yegua dormitaba
no lejos de su improvisada cama; la
había maneado para impedir que
emprendiera alguna de sus nerviosas
aventuras. Zapirón dormía junto a Sam,
con más aspecto de perro de caza que de
gato.
Por unos instantes, Sam pensó en
velar y montar guardia, pero tenían tan
pocas fuerzas que ni siquiera podía
mantener los ojos abiertos. Además, se
encontraban en el corazón del reino,
cerca de Belisaere. Al menos en los
últimos diez años, aquellos parajes
habían sido seguros. Por ventura, ¿qué
podría alterar esa calma?
Muchas cosas, pensó Sam, mientras
el sueño libraba una batalla contra su
percepción de los sonidos más sutiles
que flotaban en el bosque nocturno. Las
palabras enigmáticas de Zapirón lo
habían dejado muy preocupado, y seguía
catalogando potenciales horrores y
asociándolos a los ruidos cuando el
cansancio se apoderó de él y se quedó
dormido.
Lo despertó la caricia del sol que se
filtraba a través del espeso dosel de los
árboles. El fuego seguía ardiendo y el
humo se elevaba en el aire dibujando
volutas hasta que Sam se incorporó,
entonces cambió de dirección y le fue
directo a la cara.
Zapirón seguía dormido, enroscado
en una apretada bola blanca, casi
sepultado en las hojas.
Sam bostezó e intentó ponerse en
pie. Se había olvidado de la herida de la
pierna, que ahora notaba tan agarrotada
que se dejó caer al suelo soltando un
grito de dolor. Al oírlo, Retoño dio un
brinco hasta donde se lo permitieron las
maniotas y puso los ojos en blanco. Sam
comenzó a murmurarle palabras
cariñosas para calmarla al tiempo que
se apoyaba en un robusto arbolito para
ponerse de pie.
Zapirón no se despertó ni en ese
momento ni más tarde, siguió durmiendo
plácidamente hasta que Sam hubo
terminado de vendarse la herida y lanzar
un pequeño hechizo del Gremio para
calmar el dolor y mantener a raya la
infección. El gato siguió durmiendo
incluso cuando Sam sacó algo de pan y
cecina con los que desayunó
frugalmente.
Cuando terminó de comer, Sam
cepilló a Retoño y luego la ensilló. Sólo
le quedaba tapar los restos de la fogata,
por lo que decidió que había llegado la
hora de soportar otra dosis de insultos
del mordaz felino.
—¡Zapirón! ¡Despierta!
El gato ni se movió. Sam se acercó
un poco y volvió a gritar:
—¡Despierta!
Pero a Zapirón no se le movió ni un
pelo del bigote.
Al final, cogió al gato del collar y lo
sacudió despacio. Aparte de notar el
zumbido y la interacción de la magia
libre y la del Gremio, nada ocurrió.
Zapirón siguió durmiendo.
—¿Qué tengo que hacer para que te
levantes? —preguntó Sam, mirándolo
desde arriba.
Esta aventura, o este rescate, para
ser más precisos, se le estaba yendo de
las manos. Apenas llevaba tres días
fuera de Belisaere y ahí estaba, apartado
del camino principal, herido y en
compañía de un ser producto de la
magia libre que podía llegar a
convertirse en muy peligroso. Su
pregunta le planteó otra que había
tratado de evitar: ¿Qué iba a hacer
ahora?
No esperaba respuesta a ninguna de
las dos preguntas, pero al cabo de un
momento, el gato, en apariencia
dormido, soltó una contestación
apagada:
—Ponme en la silla de montar.
Despiértame cuando encuentres algo
decente para comer. A ser posible,
pescado.
—De acuerdo —contestó Sam
encogiéndose de hombros.
Levantar al gato sin mover la pierna
herida resultó tarea difícil, pero al final
lo consiguió. Acunó a Zapirón en el
hueco del antebrazo y con delicadeza lo
depositó en la alforja izquierda, después
de comprobar que no fuera la que
contenía las campanas y El libro de los
muertos. No le hacía gracia la idea de
que los tres estuvieran juntos, aunque no
conocía ningún impedimento para que se
reunieran.
Al final, Zapirón quedó
cómodamente instalado, asomando
apenas la cabeza.
—Cabalgaré con rumbo al Oeste por
este bosque, luego a campo traviesa
hasta el bosque de Sindle —le explicó
Sam acomodando el estribo y metiendo
en él el pie, listo para montar—.
Cruzaremos el bosque de Sindle hasta el
río Renegado. Seguiremos su curso
hacia el Sur hasta que consigamos una
barca que nos lleve a Qyrre. Desde allí
no deberíamos tardar mucho en alcanzar
el pueblo de Borde y, con un poco de
suerte, encontraremos a Nick enseguida.
¿Te parece buen plan?
Zapirón no le contestó.
—De modo que nos pasaremos uno
o dos días en este bosque —continuó
Sam mientras reunía fuerzas para tomar
impulso y montar. Le gustaba hablar en
voz alta de sus planes, de esa manera se
le hacían más reales y sensatos. Sobre
todo cuando Zapirón dormía y no podía
criticárselos—. Cuando abandonemos el
bosque, seguro que encontramos una
aldea o un campamento de carboneros o
algo así. Nos venderán lo que
necesitemos hasta cruzar el bosque de
Sindle. Probablemente, una vez allí, nos
encontremos con leñadores o gente por
el estilo.
Dejó de hablar para montar y tuvo
que reprimir un grito de dolor. La herida
de la pierna no le molestaba tanto como
el día anterior, pero seguía dando la
lata. Y estaba un poco mareado, como si
tuviese la cabeza en una nube. Tendría
que ir con cuidado.
—Por cierto —dijo, azuzando a
Retoño para que echara a andar—,
anoche me diste la impresión de que
sabías algo sobre la celada de rayos que
Nick fue a buscar. No te hizo ni pizca de
gracia oírla nombrar, pero te quedaste
dormido antes de contarme nada más.
Me preguntaba si tiene algo que ver con
el nigromante…
—¿Un nigromante? —fue la
respuesta inmediata que maulló Zapirón
saltando de la alforja y acurrucándose
delante de Sam mirando en todas las
direcciones mientras se le erizaban los
pelos del lomo.
—Que no está aquí. Decía que
empezaste a hablar de la celada de rayos
y que me preguntaba si tenía que ver con
Chlorr de la Máscara o el otro
nigromante, el que… bueno, el otro al
que me enfrenté.
—¡Uff! —le soltó Zapirón con aire
sombrío volviendo a meterse en la
alforja.
—¡Dime algo, pues! —exigió Sam
—. ¡No puedes pasarte el día
durmiendo!
—¿Ah, no? —preguntó Zapirón—.
Puedo pasarme un año entero
durmiendo. Sobre todo cuando no hay
pescado, un detalle del que has olvidado
ocuparte.
—¿Qué es la celada de rayos? —
exigió saber Sam, tirando suavemente de
las riendas para que Retoño se desviara
más hacia el Oeste, por un sendero bien
trillado.
—Ni idea —contestó Zapirón en voz
baja—. Pero no me gusta nada como
suena. Una celada de rayos. ¿Una
cosechadora de rayos? Es imposible que
se trate de…
—¿De qué? —preguntó Sam.
—Probablemente no sea más que
una coincidencia —dijo Zapirón medio
amodorrado mientras los ojos se le
volvían a cerrar—. A lo mejor tu amigo
sólo va a ver un sitio donde los rayos
caen con más frecuencia de la debida.
Aunque aquí hay en juego ciertos
poderes, poderes que detestan cuanto
está relacionado con el Gremio, los
linajes y los pilares. Barrunto
confabulaciones y planes pergeñados
desde tiempos inmemoriales, Sameth.
No me gusta nada. No me gusta nada de
nada.
—¿Y entonces qué hacemos? —
inquirió Sam, presa de la ansiedad.
—Buscar a tu amigo Nick —susurró
Zapirón con voz cada vez más apagada,
muy amodorrado—. Antes de que tu
amigo encuentre… lo que quiera que
busque.
«Cuando el muerto
echa a andar, corriente
de agua has de buscar».

mpulsado por el alarmante


I
presentimiento de Zapirón, Sam espoleó
a Retoño con todas sus fuerzas y
abandonó el bosquecillo sin nombre
antes de lo calculado, la noche del
primer día; a continuación, cruzó las
verdes colinas y los campos labrados.
Aquella región formaba parte de las
Tierras del Centro del Reino Antiguo, un
ancho cinturón salpicado de pequeñas
aldeas, granjas y rebaños de ovejas, que
se extendía hacia el Oeste casi hasta
llegar a Estwael y Olmond. Aparte de
Sindle, en el Norte no había más
poblados hasta Yanyl, a veinte leguas de
la margen derecha del Renegado.
Aquella región, mayormente despoblada
durante el interregno, había conseguido
recuperarse con rapidez bajo el reinado
de Touchstone, pero seguía contando con
muchos menos habitantes que en el
período de apogeo del reino.
Dado que su anterior disfraz le
resultaba más bien una carga, Sam
deshizo el hechizo del Gremio con el
que se había convertido en viajero y
recuperó su apariencia normal. Retoño
estaba bien como iba, las patas cubiertas
de barro y un aspecto de lo más
corriente. El joven príncipe distaba
mucho de parecer lo que era, debido a la
ropa sucia y mojada de sudor, y
resultaba difícil ver en él al Sam al que
todos estaban habituados. Se había
inventado una historia en caso de que le
preguntaran algo. Diría que era el hijo
menor de un capitán de la guardia
mercante de Belisaere, en viaje desde el
Norte, para visitar a un primo cerca de
Chasel, que iba a emplearlo como
criado.
Se cambió otra vez la venda y
consiguió calzarse los pantalones de
recambio, para que las manchas de
sangre no delataran que lo habían
herido. No consiguió disimular la
cojera, aunque con el sombrero tuvo
mejor suerte, porque había sufrido la
humillación de que le cortaran el ala por
la mitad, con lo cual tapaba menos la
cara y llamaba menos la atención.
Nada más salir del bosque, llegaron
a un pueblo, o más bien un caserío,
porque sólo contaba con siete casas. No
obstante, cerca de allí había un pilar del
Gremio. Sam notaba su presencia, en
algún punto, detrás de las casas. Sintió
la tentación de acercarse y utilizarlo
para que lo ayudara a preparar otro
hechizo curativo más potente, pero de
ese modo llamaría la atención de los
habitantes del caserío.
No había posadas. Y pese a que
conseguir una cama mullida era vana
esperanza, se las arregló para comprar
algo de pan casi fresco, un conejo recién
guisado y varias manzanas dulces a una
mujer que llevaba un carro lleno de
provisiones a su granja.
Zapirón durmió todo el tiempo que
duró el regateo, oculto debajo de la
solapa de la alforja, atada con un nudo
flojo, lo cual era un alivio. Sam no tenía
la más remota idea de por qué el gato
blanco viajaba con él. Lo mejor era no
preguntárselo siquiera.
El príncipe Sameth siguió
cabalgando hasta que se hizo de noche y
Retoño comenzó a meterse en el barro
que cubría los lados de lo que, al
parecer, era un camino. No se veía nada.
Echó mano de la magia del Gremio para
confeccionar una luz y encontraron un
almiar con un hueco en un lado y lo
usaron como refugio. Zapirón siguió
durmiendo, ajeno al hecho de que Sam
quitara las alforjas y parte del barro de
sus botas y de su cabalgadura.
El muchacho intentó despertarlo
para preguntarle más cosas sobre la
celada de rayos. La campana que
mantenía hechizado a Zapirón
funcionaba a las mil maravillas y su
tañido soñoliento se oía cada vez que el
gato se movía como si fuera a
despertarse. La miniatura de Ranna
conseguía incluso que a Sam le entrara
modorra cuando se acercaba demasiado
a ella, así que se echó al lado del gato,
se acomodó lo mejor que pudo y se
quedó dormido.
El día siguiente fue más o menos
como el primero. Como era lógico,
teniendo en cuenta la delgada yacija de
paja en la que había dormido, a Sam no
le costó nada levantarse antes del
amanecer y obligar a Retoño a cabalgar
a un ritmo más rápido de lo que a la
yegua le agradaba.
Poca gente se cruzó en el camino de
Sam, si es que a aquello podía
llamársele camino, porque apenas
alcanzaba la categoría de sendero de
tierra batida; el muchacho habló poco
con esas personas aunque lo hizo con
amabilidad y dulzura, por temor a que lo
descubriesen. Decía lo suficiente para
no llamar la atención cuando compraba
comida o preguntaba cuál era la mejor
manera de cruzar el bosque de Sindle y
llegar al Renegado.
Se llevó un susto mayúsculo en una
aldea, donde se había detenido a
comprar algo de grano para Retoño y
una bolsa de cebollas y pastinacas para
él. Dos agentes de policía se acercaron
a caballo sin aminorar el paso, lo
saludaron y enfilaron hacia el Este. Al
parecer, no había comenzado a correr la
noticia de que un peligroso nigromante
anduviera suelto ni de que un príncipe
hubiera desaparecido, o eso, o él no
tenía aspecto de ser ni lo uno ni lo otro.
Fuera cual fuese el motivo, Sam se
sintió agradecido.
A rasgos generales, fue un viaje sin
incidentes, aunque muy cansado. Sam
pasaba gran parte del tiempo pensando
en Nick, en sus padres y en sus propios
defectos. Y esos pensamientos lo
llevaban siempre al enemigo. Cuanto
más pensaba, más se convencía de que
el nigromante que le había causado las
quemaduras era el artífice de los
problemas que aquejaban al reino.
Aquel nigromante tenía poderes
suficientes, lo había demostrado al tratar
de atrapar y dominar a Sam.
Sobre todo, Sameth no dejaba de
darle vueltas a lo que debía hacer y a lo
que podía ocurrir. Imaginó varias
situaciones horrendas y, por más que se
estrujaba los sesos, no se le ocurría cuál
podía ser la mejor manera de
solucionarlas si llegaban a hacerse
realidad. A medida que transcurrían los
días, imaginaba cosas peores y
aumentaba su convicción de que
Nicholas debía de haberse topado con
algo maligno en la celada de rayos. Tal
vez con la muerte.
A los cuatro días de su encuentro
con los policías, Sam llegó a lo alto de
una colina desde donde divisó las
verdes lindes umbrías del antiguo
bosque conocido con el nombre de
Sindle. Parecía más grande, más
sombrío y más abandonado que el
bosquecillo donde había encontrado a
Zapirón. Los árboles eran más altos, al
menos los que él veía en las lindes, y no
alcanzaba a distinguir sendero alguno.
Sam contemplaba el bosque pero sus
pensamientos estaban muy lejos de allí.
La situación de Nick le pesaba como una
losa, lo mismo que la presencia de El
libro de los muertos y las campanas. Se
trataba de cosas que ahora estaban
íntimamente relacionadas, porque la
cuestión era que si Sam quería rescatar a
Nick, si su amigo se encontraba en
aprietos, la única esperanza que le
quedaba era convertirse en un hábil
Abhorsen. Si el enemigo se había
apoderado de Nick, probablemente lo
utilizaría para chantajear al Ministro
Supremo de Ancelstierre y poner trabas
al plan con que Sabriel y Touchstone
querían impedir la matanza de los
sureños, la consiguiente invasión de los
muertos y la posible caída del Reino
Antiguo y…
Sam lanzó un suspiro y volvió la
mirada hacia las alforjas. Su
imaginación estaba desbocada. Fuera
cual fuese la situación, debía hacer un
esfuerzo supremo para leer el libro y ser
un salvador y no un simple idiota que
cabalgaba derechito hacia el desastre, la
muerte o la esclavitud.
Cabía siempre la posibilidad de que
Zapirón mintiera. Sam sospechaba del
gato y recordaba vagamente que el
felino jamás abandonaba la Casa de la
Abhorsen sin la Abhorsen. Cierto era
que Sabriel no podía habérselo llevado
a Ancelstierre en su misión diplomática
y cabía la posibilidad de que le hubiera
otorgado la libertad de salir de la casa.
Por otra parte, Sabriel guardaba el
anillo con que podía controlar al ser de
la magia libre en que Zapirón podía
convertirse en caso de que fallara el
hechizo vinculante que lo dominaba. Si
la criatura que Zapirón llevaba dentro
llegaba a soltarse, mataría a cuanto
Abhorsen se cruzara en su camino. En
este caso, a Sam. Sabriel no habría
dejado salir al gato sin asegurarse al
mismo tiempo de que le llevara el anillo
a Sam.
A lo mejor, el hecho de que su madre
no estuviese en Ancelstierre, al otro
lado del Muro, había permitido a
Zapirón hacer lo que le venía en gana.
O tal vez Zapirón había sido
sobornado por el enemigo con el fin de
guiar a Sameth hacia la muerte…
Concentrado como iba en sus
amargos pensamientos y en manejar a
Retoño lo mejor posible a medida que
bajaban la colina, el frío
estremecimiento que le recorrió la
espina dorsal lo pilló por completo
desprevenido. En ese mismo instante,
sintió que lo vigilaban. Algo muerto lo
vigilaba.
Raudo acudió a su memoria el
antiguo poemita que tantas veces le
habían hecho repetir cuando era niño:
Cuando los muertos echan a
andar,
corrientes de agua has de
buscar.
Porque del agua el muerto huye,
sea ancho río o cazo que bulle.
A falta de agua, busca el fuego.
Si ambos fallan, se acabó el
juego.

Y mientras iba repitiendo


mentalmente los versos, Sam miró el
sol. Le quedaba algo más de una hora de
luz. Acto seguido, buscó agua corriente,
un arroyo o un río, y vio un reflejo
plateando entre las sombras, cerca de
las lindes del bosque. A mayor distancia
de la que hubiera deseado.
Espoleó a Retoño en esa dirección y
notó que el miedo crecía en sus entrañas
recorriéndole hasta el último músculo.
No veía a la criatura muerta, pero estaba
cerca. Notaba su espíritu como quien
siente la palma de una mano húmeda y
pegajosa. Para colmo, debía de tener
mucha fuerza, de lo contrario no se
habría arriesgado a salir antes de
ponerse el sol.
A Sam se le doblaron las rodillas,
reflejo de la urgente necesidad de atizar
a Retoño para que echara a galopar. Por
desgracia, hubo de contenerse, porque
seguían bajando la colina por terreno
accidentado. Si Retoño llegaba a caer
sobre él, quedaría atrapado y sería presa
fácil del muerto…
No. Lo mejor era no pensar en eso.
Volvió a observar los alrededores y
entrecerró los ojos cuando su mirada
topó con la bola rojiza y amarilla del sol
en el horizonte. La criatura se
encontraba en algún lugar a sus
espaldas…, no…, a su derecha.
Sam estaba al borde de la histeria
cuando constató que las criaturas eran
dos, tal vez más. Debían de ser los
braceros fantasmas que se escabullían
entre las piedras, al amparo de las
sombras, y lo hacían con tanto sigilo que
era imposible verlos hasta que se
lanzaban al ataque.
Tanteó la alforja y la abrió. Si no
lograba llegar a tiempo hasta una
corriente de agua, las campanas serían
su única defensa contra los braceros
fantasmas. Ridícula defensa, puesto que
no sabía cómo usarlas correctamente y
podían volverse en su contra.
Notó otro muerto que se movía; el
corazón le dio un vuelco al comprobar
la velocidad de aquella cosa. Se plantó
a su lado y Sam seguía sin verlo. ¡Se
plantó a su lado a plena luz del sol!
Levantó la vista. Una mancha negra
rondaba el aire, encima de su cabeza,
imposible que las flechas la alcanzaran.
Detrás de ella había otra y más arriba,
otras más.
No se trataba de braceros fantasmas.
Sino de cuervos sanguinarios. Y donde
había dos, había muchos más. Los
cuervos sanguinarios se creaban siempre
en bandadas; eran cuervos corrientes y
molientes a los que se mataba en una
ceremonia ritual y se les infundía
fragmentos de un único espíritu muerto.
Guiados por esa única inteligencia rota,
aquellas bolas de carne podrida y
plumas volaban impulsadas por la fuerza
de la magia libre… y mataban por obra
y gracia de su número.
Sam oteó el horizonte con
detenimiento y no vio a más de dos. Era
evidente que ningún nigromante iba a
malgastar su poder para crear sólo un
par de cuervos sanguinarios. Eran
fáciles de eliminar siempre que no
atacaran en bandada. Una estocada
acabaría con un solo cuervo, pero hasta
el más hábil de los guerreros podía ser
derrotado por cien de ellos si atacaban a
la vez porque sus picos buscaban los
ojos y el cuello. No tenían la costumbre
de salir cuando hacía sol. El hechizo que
les daba vida sufría la erosión del calor
y la luz, del mismo modo que el viento
hacía pedazos su forma física.
A menos que, pensó Sam, en lugar de
utilizar la vitalidad de un solo espíritu
muerto para crear una bandada de cien,
se hubiesen limitado a repartirla nada
más entre dos y se tratara,
efectivamente, sólo de dos cuervos
sanguinarios. Si era así, durarían mucho
más y serían más fuertes pese al sol.
También podían ser utilizados para
hacer algo más que atacar.
Como vigilar, pensó con tristeza, al
comprobar que los dos pajarracos
evitaban acercársele. Se mantenían
encima de él, volando en círculos lentos,
probablemente marcando su posición
para que al caer la noche los muertos se
abalanzaran sobre él.
Como confirmación de sus
pensamientos, uno de los cuervos
sanguinarios, el que estaba más lejos,
soltó un graznido burlón y ronco, e
impulsado más bien por la magia que
por el batir de las alas, salió volando
hacia el Sur dejando caer plumas
podridas.
Con toda seguridad se trataba del
mensajero y estaba claro que el otro era
el vigilante, encargado de seguirle el
rastro al príncipe desde lo alto del
cielo.
Por un momento consideró la
posibilidad de lanzarle un hechizo
destructivo, pero estaba demasiado lejos
y seguramente los cuervos debían de
contar con instrucciones precisas para
eludirlos. Además, Sam seguía
debilitado por la herida de la pierna.
Sabía que debía conservar los poderes
cuando cayera la noche.
Sin despegar los ojos de aquella
negra mancha, el príncipe espoleó a
Retoño para que continuara avanzando.
Desde donde se encontraba, el arroyo no
parecía llevar mucha agua, pero le
ofrecería cierta protección. Tras una
breve vacilación, sacó la bandolera con
las campanas y se la colocó. El peso de
las campanas y su poder le pesaban
sobre el pecho causándole una enorme
fatiga, quitándole el aliento. Si ocurría
lo peor, procuraría utilizar las menores,
echando mano de las lecciones recibidas
de su madre. Aquellas lecciones habían
sido apenas una introducción a los
estudios que había abandonado. A
Ranna, al menos, la podía sacar sin
temor a verse arrastrado contra su
voluntad al reino de los muertos.
Una voz rezongona no dejaba de
repetirle en su fuero interno que era
demasiado tarde para sacar El libro de
los muertos y aprender algo más sobre
el derecho que había heredado al nacer
y que ahora podía salvarle la vida. Pese
a todo, el miedo a ser atacado por los
muertos no era lo bastante profundo para
imponerse al que le inspiraba el libro.
Si lo leía, podía muy bien darse el caso
de que acabara en el Reino de la
Muerte. Era mejor luchar contra los
muertos en el reino de los vivos, con sus
escasos conocimientos, que enfrentarse
a ellos en el país de los muertos.
Sam creyó oír una risita burlona a
sus espaldas que no se parecía a la de
Zapirón. Se volvió, la mano
instintivamente cogió la espada, pero no
vio nada. Sólo al gato que seguía
durmiendo en una alforja y El libro de
los muertos en la otra. Sam soltó la
empuñadura, humedecida por el sudor
de sus dedos temblorosos, y volvió a
mirar en dirección del arroyo. Si el
lecho era liso, cabalgaría siguiendo la
corriente hasta donde pudiera. Con
suerte, lo llevaría en dirección oeste
hasta el Renegado, un río caudaloso que
ni siquiera los muertos mayores se
atrevían a cruzar.
Desde allí, le dijo una voz cobarde
en su interior, podría llegar en barca
hasta la Casa de la Abhorsen. Donde
estaría a salvo. A salvo de los muertos,
a salvo de todo. ¿Qué sería entonces, le
preguntaba otra voz, del pobrecito Nick,
de sus padres, del reino? Ambas voces
callaron cuando Sam se concentró en
cabalgar colina abajo, a lomos de
Retoño, hacia la prometida seguridad
del arroyo.
Sam perdió de vista al cuervo
sanguinario cuando las sombras de los
árboles y la noche engulleron los
últimos rayos de luz. Seguía notando la
presencia del espíritu muerto que había
bajado un poco, envalentonado por la
oscuridad.
Aunque no tanto para acercarse al
agua corriente que borboteaba a ambos
lados del improvisado campamento de
Sam. El arroyo había resultado un
pequeño chasco y una prueba patente de
que los deshielos de la primavera
comenzaban a mermar. Apenas tenía
diez metros de ancho y era tan poco
profundo que permitía vadearlo. No
obstante, menos daba una piedra y Sam
había encontrado un pequeño islote,
apenas una estrecha franja de arena, por
cuyos costados el agua discurría veloz.
Ya había encendido una fogata,
puesto que no tenía sentido ocultarse con
el cuervo sanguinario volando en
círculos en lo alto del cielo. Para que su
campamento fuese lo más seguro posible
sólo le quedaba conjurar un rombo
protector del tamaño suficiente para
contenerlo a él, a su caballo y la fogata.
Si las fuerzas le bastaban, pensó
Sam, mientras obligaba a Retoño a no
moverse. Después de pensárselo mejor,
se quitó la bandolera con las campanas,
que cada vez se le hacía más pesado
llevar. Luego, cojeando un poco se
plantó delante de Retoño, adoptó la
postura para lanzar el hechizo,
desenvainó la espada y la extendió al
frente. Manteniendo así la pose, inspiró
hondo cuatro veces para oxigenar al
máximo su cuerpo cansado.
Buscó entonces las cuatro marcas
cardinales del Gremio con las cuales
crear los vértices del rombo protector.
En su mente tomaron cuerpo los
símbolos necesarios, extraídos del flujo
incesante del Gremio.
Para que no cambiasen, se concentró
en ellos conteniendo el aliento, y sobre
la arena, frente a él, trazó el perfil de la
primera marca, la marca del este.
Cuando hubo terminado, la marca del
este grabada en su mente bajó por su
acero en forma de lengua de fuego
dorado y llenó de luz el perfil
depositado sobre la arena.
Sam fue cojeando hasta situarse
detrás de Retoño, más allá de la fogata,
y dibujó la marca del sur. Cuando ésta
cobró vida, de la marca del este partió
una línea de fuego amarillo en dirección
a ella y se formó una barrera
impenetrable para los muertos y el
peligro físico. Como todo su afán era
proseguir con el hechizo, Sam no miró
su obra. Si llegaba a fallar en ese
momento, el rombo quedaría
incompleto.
Sameth había conjurado muchos
rombos protectores en su vida, pero
nunca estando herido y exhausto. Cuando
se encendió la última marca, la
correspondiente al Norte, el muchacho
soltó la espada y se dejó caer sin
resuello sobre la arena mojada.
Impulsada por la curiosidad, Retoño
volvió la cabeza para mirar a su amo,
pero no se movió. El príncipe pensó en
la posibilidad de inmovilizarla con un
hechizo para impedir que se saliera sin
querer del rombo, pero la yegua se
quedó quieta. A lo mejor era porque olía
al cuervo sanguinario.
—Por lo visto estamos en peligro —
le dijo al oído a Sam una voz soñolienta.
El muchacho se incorporó y vio que
Zapirón salía, no sin grandes esfuerzos,
de la alforja, depositada al lado del
fuego y de una pila, quizás insuficiente,
de leña húmeda.
Sam contestó que sí con la cabeza
porque se había quedado
momentáneamente mudo. Apuntó al
cielo, en el que empezaba a titilar alguna
que otra estrella solitaria y la enorme
franja blanca dejada por un cirro en
forma de cola de caballo. Altas en el
cielo, hacia el Sur, también se veían
nubes negras en las que crepitaban los
relámpagos, pese a que no había señales
de lluvia.
Del cuervo sanguinario no se veía ni
una sola pluma putrefacta, pero Zapirón
parecía saber lo que Sam le indicaba
con el dedo. El gato se incorporó sobre
los cuartos traseros, olisqueó el aire y
con una pata cazó distraídamente un
mosquito gigante que, con toda
seguridad, acababa de darse un festín
con Sam.
—Un cuervo sanguinario —dijo—.
Sólo uno. Sí que es raro.
—Ha estado siguiéndonos —dijo
Sam aplastando de un manotazo varios
mosquitos que le habían aterrizado en la
frente—. Había dos, pero el otro se fue
volando. Hacia el Sur. Seguro que para
recibir órdenes. ¡Malditos insectos!
—Esto es obra de un nigromante —
convino Zapirón olisqueando otra vez el
aire—. Me pregunto si él… o ella…
estará buscándote a ti en concreto. O si
es pura mala suerte de un viajero
díscolo.
—Podría tratarse del mismo que me
atrapó antes, ¿no? —preguntó Sam—.
No sé… Sabía dónde estábamos mi
equipo de críquet y yo…
—Es posible —respondió Zapirón
siguiendo con la vista clavada en el
cielo—. Es bastante extraño que por
aquí haya cuervos sanguinarios o que un
nigromante menor se atreviera a
atacarte, a menos que actuase con el
apoyo de una fuerza rectora. No cabe
duda de que estos cuervos son más
atrevidos de lo que les corresponde por
naturaleza. ¿Has pescado algo para mí?
—No —contestó Sam, sorprendido
por la manera súbita en que el gato
había cambiado de tema.
—Qué desconsiderado —apuntó
Zapirón olisqueando el aire—. No me
quedará más remedio que pescármelo yo
mismo.
—¡No! —gritó Sam incorporándose
—. ¡Romperás el rombo! No tengo
fuerzas para volver a conjurarlo. ¡Aay!
¡Que el Gremio maldiga a estos
mosquitos!
—No lo romperé —dijo Zapirón,
fue hacia la marca del oeste y con
cuidado sacó la lengua. La marca soltó
un fogonazo blanco que deslumbró a
Sam.
Cuando por fin consiguió ver,
Zapirón estaba del otro lado, inclinado
sobre el agua, atento, con una pata
levantada como un oso pescador.
—Será fanfarrón —masculló Sam.
Se preguntó cómo lo habría
conseguido el gato. El rombo seguía
intacto, las líneas de fuego mágico
ardían sin pausa entre el brillo de las
marcas cardinales. Sólo faltaba que el
rombo ahuyentara también a los
mosquitos, pensó el muchacho, y de un
manotazo estampó a los que se le habían
posado en el cuello convirtiéndolos en
manchas sangrientas. Estaba claro que
en la lista de daños físicos contra los
que protegía el hechizo no se incluían
sus picaduras. Sonrió de pronto al
recordar algo que había metido en su
bolsa.
Estaba sacando ese objeto de la
alforja cuando la marca del oeste volvió
a soltar un fogonazo; era Zapirón que
regresaba al interior del rombo. El gato
llevaba en la boca dos truchas pequeñas;
la luz de la fogata y el fulgor del Gremio
se reflejaban en las escamas de los
pescados arrancándoles destellos
irisados.
—Éste lo puedes asar —dijo
Zapirón, depositando el pescado más
pequeño al lado del fuego—. ¿Qué es
eso?
—Un regalo para mi madre —
contestó Sam, orgulloso, y luego
depositó en el suelo una rana mecánica
con piedras preciosas incrustadas,
dotada de un interesante detalle
anatómico: unas alas de bronce
cubiertas de delicadísimas plumas—.
Una rana voladora.
Zapirón miraba con interés mientras
Sam acariciaba el lomo de la rana y ésta
comenzaba a brillar por obra de la
magia del Gremio, al tiempo que el
enviado encerrado en el cuerpo
mecánico despertaba del sueño. Abrió
un ojo turquesa, luego el otro, los
párpados de oro, finos como el papel, se
retiraron hacia atrás. Acto seguido, batió
las alas; las plumas descaradas
chocaron entre sí.
—Muy bonito —dijo Zapirón—.
¿Hace algo más? —La rana voladora se
encargó de contestar la pregunta. Saltó
de pronto en el aire, sacó una lengua
roja, larga y vibrátil, con la que atrapó
varios mosquitos desprevenidos.
Batiendo con furia las alas y
describiendo una espiral, persiguió a
otros insectos, dio buena cuenta de ellos
y aterrizó satisfecha a los pies de Sam.
—Coge insectos —explicó Sam no
sin cierta satisfacción—. Se me ocurrió
que a mi madre podría serle útil, dado
que se pasa mucho tiempo en las
ciénagas persiguiendo muertos.
—La has hecho tú —dijo Zapirón,
mientras observaba a la rana voladora
que, dando otra vez saltos y haciendo
mil piruetas, volvía a perseguir a sus
presas—. ¿El invento es todo tuyo?
—Sí —contestó Sam, cortante, y
esperó alguna crítica a su trabajo.
El felino no abrió la boca, se limitó
a observar las acrobacias aéreas de la
rana: sus ojos verdes no se perdían un
solo movimiento. Luego clavó la vista
en Sam y el muchacho se puso nervioso.
Intentó sostenerle la mirada, pero tuvo
que apartarla… Fue entonces cuando de
pronto cayó en la cuenta de que había
muertos por ahí cerca. Muchos muertos
que se acercaban a ojos vistas.
Zapirón también notó su presencia,
evidentemente, porque se levantó de un
salto, siseó y los pelos del lomo se le
erizaron formando una cresta. Retoño
también los olió y se estremeció. La
rana voladora se metió volando en las
alforjas.
Sam escudriñó la oscuridad,
haciendo visera con la mano porque le
molestaba la luz del fuego. La luna se
había ocultado detrás de una nube, pero
el agua reflejaba el fulgor de las
estrellas. Sentía la presencia de los
muertos pululando en el bosque, pero la
oscuridad entre las ramas de los añosos
árboles era muy profunda. No se veía
nada.
Sólo se oían el murmullo de las
hojas, el chasquido de las ramas y, de
vez, en cuando, alguna pisada, mientras
incesante, como música de fondo,
sonaba el borboteo constante del arroyo.
Fuera lo que fuese que estuviese
acercándose, al menos tenían forma
física. Podía tratarse de braceros
fantasma. O de glims, o de mordacis, o
de cualquiera de las muchas especies de
muertos menores. No percibía nada más
poderoso, al menos por el momento.
Su naturaleza era desconocida, pero
estaba claro que había al menos una
docena a ambos lados del arroyo. Sam
se olvidó del cansancio y la cojera y
recorrió el rombo para comprobar las
marcas. El agua corriente no era lo
bastante profunda y caudalosa, por tanto,
apenas conseguiría disuadir a los
muertos. El rombo sería su verdadera
protección.
—Tal vez haya que renovar las
marcas antes del amanecer —comentó
Zapirón viendo que el muchacho
inspeccionaba el rombo—. No las has
conjurado muy bien que digamos.
Deberías dormir un poco antes de
volver a intentarlo.
—¿Cómo voy a dormir? —susurró
Sam, bajando instintivamente la voz,
como si evitar que los muertos lo oyeran
fuera a cambiar algo.
Ya sabían dónde estaba. Y él ya
percibía su olor, el hedor a carne
putrefacta, a moho de sepulcro.
—No son más que braceros —dijo
Zapirón mirando hacia el exterior del
rombo—. Es probable que no ataquen
mientras dure el rombo.
—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó
Sam, secándose el sudor de la frente y,
de paso, quitándose varios mosquitos
aplastados.
Le pareció ver a los muertos…, altas
formas entre los troncos oscuros de los
árboles. Cadáveres horribles,
destrozados, obligados a regresar a la
vida, sometidos a los caprichos de un
nigromante. Despojados de su
inteligencia, perdida toda humanidad,
dotados sólo de una fuerza descomunal,
impulsados por un ansia insaciable de la
vida que ya no tenían. De la vida de
Sam.
—Podrías ir a su encuentro y
enviarlos de vuelta al reino de los
muertos —sugirió Zapirón y empezó a
comerse el segundo pescado por la cola.
Sam no lo había visto zamparse el
primero—. Tu madre lo haría —añadió
el gato con malicia al ver que Sam no
respondía.
—Yo no soy mi madre —repuso
Sam con la boca reseca. No hizo ademán
de recoger las campanas, pese a que
notaba su presencia allí, depositadas
sobre la arena, y sentía su llamada.
Querían que las utilizaran para luchar
contra los muertos. Casi todas podían
convertirse en un peligro para quien las
tañera, eran potencialmente traicioneras.
Tendría que usar a Kibeth para
conseguir que los cadáveres dirigieran
sus pasos de regreso al reino de los
muertos, y no era nada improbable que
el resultado fuera justamente el contrario
y quien acabara allí fuera él.
—¿Es el caminante quien escoge el
camino, o el camino el que escoge al
caminante? —preguntó Zapirón de
pronto, los ojos fijos otra vez en la cara
sudorosa de Sameth.
—¿Qué? —preguntó el príncipe,
distraído. Esa misma frase se la había
oído a su madre, pero ni entonces ni
ahora le encontraba sentido—. ¿Y eso
qué significa?
—Significa que no has terminado de
leer El libro de los muertos —contestó
Zapirón con un tono rarísimo.
—Bueno, no, todavía no —contestó
Sam, desconsolado—. Voy a terminarlo,
lo que pasa es que yo…
—También significa que estamos en
un brete —lo interrumpió Zapirón
mirando ahora la oscuridad circundante
—. ¡Yo creía que a estas alturas sabrías
lo suficiente para protegerte!
—¿Qué ves? —preguntó Sam.
Oyó que algo se movía corriente
arriba, ramas que se rompían, piedras
que caían al agua.
—Aquí llegan los braceros
fantasmas —contestó Zapirón
sombríamente—. Dos de ellos se
escudan detrás de los árboles. Dirigen a
los braceros para que construyan un
dique en el arroyo. Supongo que
atacarán en cuanto el agua deje de
correr.
—Ojalá… ojalá fuera un Abhorsen
como está mandado —susurró Sam.
—¡A tu edad deberías serlo! —
exclamó Zapirón—. Supongo que habrá
que arreglarse con lo que sabes, Por
cierto, ¿dónde está tu espada? Con un
acero que no esté encantado no podrás
atravesar ni cortar la materia de la que
están hechos los braceros fantasmas.
—La dejé en Belisaere —contestó
Sam, tras una vacilación—. No creí
que… No sabía lo que hacía. Pensé que
a lo mejor Nick estaba metido en un lío,
pero no en algo tan gordo.
—Ése es el problema de criarse
como un príncipe —gruñó Zapirón—.
Siempre esperas que los demás te
saquen las castañas del fuego. O te
vuelves como tu hermana, y te piensas
que sin tu intervención nada funciona. Es
un milagro que sirváis para algo.
—¿Qué puedo hacer ahora? —
preguntó Sam humildemente.
—Nos queda cierto margen antes de
que el caudal del agua disminuya —
contestó Zapirón—. Debes intentar dotar
de magia a tu espada. Si eres capaz de
hacer una rana como ésa, estoy seguro
de que no te resultará complicado.
—Sí —dijo Sam, desanimado—.
Eso sé hacerlo. —Se concentró en la
espada, hurgó una vez más en las cartas
del Gremio en busca de las marcas
correspondientes al filo y la disolución,
magia que haría estragos en la carne de
los muertos y en los espíritus.
Con gran esfuerzo obligó a las
marcas a meterse en la hoja y las vio
escurrirse sobre el metal, despacio,
como un chorro de aceite que lo empapa
todo.
—Eres hábil —observó el gato—.
Muy hábil. Me recuerdas a… No
consiguió terminar la frase; un grito
terrible surcó la noche, acompañado de
un frenético chapoteo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó
Sam dirigiéndose hacia la marca del
norte, con la espada ya encantada en
alto.
—Un bracero —contestó Zapirón
riéndose entre dientes—. Se ha caído en
el agua. Quien controla a estos muertos
está muy lejos, mi señor. Y estos
braceros fantasmas son débiles y muy
torpes.
—Entonces no todo está perdido —
susurró Sam. El curso del arroyo no
pareció verse muy afectado por el dique
que iban construyendo corriente arriba,
y el rombo seguía brillando con fuerza.
Tal vez no ocurriera nada antes del
amanecer.
—Al contrario —dijo Zapirón—. Al
menos esta noche. Pero mañana la noche
volverá a caer, y pasado también, y así
hasta que lleguemos al río Renegado.
¿Qué harás entonces?
Sam seguía sin saber qué contestar
cuando el primer bracero fantasma echó
a correr gritando como un poseso, se
metió en el agua y fue directo hacia el
rombo soltando chispas plateadas en la
noche.
A la carrera hacia el río

E l amanecer llegó despacio por


las lindes del bosque de Sindle;
la luz tiñó primero las copas de
los árboles y tardó lo suyo en colarse
entre las ramas e iluminar las sombras
oscuras del suelo. Se abrió paso al fin
tras perder en el camino todo su calor y
convertirse en un fulgor verdoso y
diluido, que sólo consiguió hacer
retroceder las sombras sin eliminarlas
por completo.
El sol alcanzó el islote de Sameth y
su protección mágica mucho más tarde
de lo que el muchacho habría deseado.
El fuego se había apagado hacía rato y,
tal como Zapirón había presagiado,
mucho antes de que comenzara a clarear,
Sam se había visto obligado a renovar el
rombo protector, echando mano de unas
reservas de energía que ignoraba poseer.
Y con la luz llegó la prueba
fehaciente de lo ocurrido durante la
noche. El lecho del arroyo estaba casi
seco, el dique construido por los
muertos corriente arriba seguía en pie.
Alrededor del islote había seis
cadáveres destruidos por obra y gracia
de la magia del Gremio: cascarones
abandonados por los muertos cuando la
protección mágica del rombo había
quemado tantos nervios y músculos que
los cuerpos quedaban inservibles.
Receloso, Sam clavó en ellos los
ojos hinchados y enrojecidos y observó
cómo los rayos de sol iban reptando por
los hediondos restos. Se había fijado
especialmente en la manera en que los
espíritus muertos abandonaban los
cuerpos, como las serpientes al mudar la
piel, pero en medio de la confusión de
sus ataques suicidas, no supo a ciencia
cierta si se habían ido todos. Todavía
podía quedar alguno merodeando por
allí, dosificando sus fuerzas, soportando
el sol, con la esperanza de que Sam se
confiara demasiado y saliera de los
límites del rombo.
El príncipe Sameth notaba la
presencia de algunos muertos, pero con
toda probabilidad se trataba de braceros
fantasmas, refugiados durante el día en
las madrigueras de los conejos o las
nutrias, ocultos en la tierra negra, debajo
de las piedras, donde debían estar.
Finalmente, el sol salió en todo su
esplendor iluminando el lecho del
arroyo y entonces Sam dejó de sentir la
presencia de los muertos, aunque el
cuervo sanguinario seguía firme en su
puesto de vigilancia, volando en
círculos allá en el cielo. Suspiró
aliviado, se estiró tratando de que se le
pasara el calambre del brazo en que
empuñaba la espada y el dolor de la
pierna herida. Estaba exhausto, pero
vivo. Al menos durante un día más.
—Será mejor que prosigamos viaje
—sugirió Zapirón, que había dormido
gran parte de la noche, ajeno al alboroto
producido por los braceros fantasmas al
intentar romper el rombo.
Tenía pinta de volver a quedarse
dormido en cualquier momento.
—Si el cuervo sanguinario es tan
tonto como para acercarse más, mátalo
—añadió con un bostezo—. Eso nos
dará ocasión de escapar.
—¿Y con qué quieres que lo mate?
—preguntó Sam, agobiado. Aunque el
cuervo sanguinario se acercara más,
Sam estaba demasiado cansado para
lanzar un hechizo del Gremio, para
colmo, no llevaba arco ni flechas.
Zapirón no le contestó. Había vuelto
a dormirse, ovillado dentro de la
alforja, listo para que lo pusieran a
lomos de Retoño. Sam suspiró y se
obligó a continuar ensillando su
cabalgadura. Entretanto, le daba vueltas
al problema que representaba el cuervo
sanguinario. Tal como Zapirón había
dicho, si continuaba siguiéndolos, otros
muertos sabrían dónde encontrarlos. Y
entonces, tal vez tendría que enfrentarse
a uno de los muertos mayores, o a un
mordicante, o a una legión de muertos
menores. Sam debía pasar al menos las
dos noches siguientes en el bosque y, a
medida que transcurrieran las horas,
estaría más y más cansado y sin fuerzas
para conjurar un rombo protector…
«Sin embargo —pensó, mirando el
lecho seco del arroyo y los cientos de
guijarros maravillosamente redondeados
—, tengo fuerzas para poner la marca de
la puntería en una piedra y hacerme una
honda con la camisa de recambio que
llevo». Incluso sabía cómo utilizarla.
Jall Oren se había empeñado siempre en
adiestrar a los herederos del trono en el
manejo de todo tipo de armas.
Por primera vez en muchos días, una
sonrisa asomó al rostro de Sam
borrando el cansancio. Levantó la vista.
Ahí estaba, el cuervo sanguinario volaba
en círculos aunque más bajo que el día
anterior, envalentonado porque Sam no
disponía de arco ni flechas y por su
evidente incapacidad de hacer nada
bien. La posibilidad era bastante remota,
pero una piedra con un encantamiento
del Gremio podría salvar la distancia.
Sin dejar de sonreír, Sam se
arrodilló, disimuladamente cogió varias
piedras y arrancó las mangas a la camisa
de recambio. Decidió que dejaría que el
cuervo sanguinario los siguiera un buen
rato, para que fuera animándose más. Y
entonces pagaría por espiar a un
descendiente del Reino Antiguo.
Sam condujo a Retoño en dirección
oeste, por el lecho del arroyo, hasta
llegar a otro curso de agua más grande,
donde tuvo que elegir hacia dónde
seguir viaje. Corriente arriba, hacia el
noreste o corriente abajo, hacia el
Suroeste.
En el cruce tuvo un momento de
vacilación, se ocultó detrás de Retoño
para que no lo viesen mientras lanzaba
una marca sobre la piedra y la colocaba
en la honda improvisada. Al ver que
Sam titubeaba, el cuervo sanguinario
voló en círculos más bajos para ver bien
qué rumbo tomaba. El agua corriente del
arroyo más caudaloso disuadió al
pajarraco y se veía que esperaba a que
el muchacho regresara sobre sus pasos.
Sam esperó a tenerlo lo más cerca
posible. Entonces se apartó de Retoño y
la honda zumbó encima de su cabeza. En
el momento justo gritó un «¡Aaah!» y
soltó la piedra.
El cuervo sanguinario sólo tuvo un
instante para reaccionar, pero como era
torpe, el sol lo deslumbraba y, además,
era un muerto viviente, voló derechito
en dirección de la piedra y cuando ésta
hizo impacto, en el cielo se produjo una
explosión de plumas, huesos resecos y
trocitos de carne putrefacta.
Con gran satisfacción primero, e
inmensa alegría después, Sam contempló
la caída de la asquerosa criatura. El
amasijo de plumas se esparció por el
arroyo salpicando agua a diestro y
siniestro, y el fragmento del espíritu
muerto que iba dentro fue raudamente
desterrado al lugar de donde había
salido. Y cuando esto ocurría, los demás
fragmentos del mismo espíritu eran
arrastrados de vuelta al reino de los
muertos. De modo que los cuervos
sanguinarios que lo compartían caerían
en picado, inexplicablemente, allí donde
estuvieran.
Tras el desplome del cuervo
sanguinario, el príncipe Sameth no sintió
ya la presencia de más muertos en las
inmediaciones. A esas alturas del día,
los braceros fantasmas estarían bien
escondidos. La inteligencia que los
gobernaba a distancia podía adivinar
que Sam enfilaría por el arroyo que fluía
hacia el Suroeste, en dirección al
Renegado, pero no lo sabría con certeza,
por lo que cabía la posibilidad de que
se viese en la necesidad de dividir sus
fuerzas, en cuyo caso, aumentarían las
posibilidades de huir del muchacho.
—Tenemos una posibilidad, Retoño
—anunció Sam alegremente
conduciendo a su yegua hacia una senda
utilizada por los animales, que corría
paralela al arroyo—. Está claro que
tenemos una posibilidad.
Sin embargo, a medida que avanzaba
el día, la esperanza se fue mostrando
esquiva con Sam, y cuando la marcha se
hizo más lenta y difícil, se vio obligado
a desmontar y seguir a pie. El arroyo se
había hecho mucho más profundo y
rápido, pero también más estrecho,
apenas tres o cuatro zancadas de ancho,
por lo que resultaba imposible
recorrerlo ni levantar un campamento
protegido por ambos lados.
El sendero también se había
estrechado y estaba lleno de maleza.
Para avanzar, Sam tuvo que cortar ramas
bajas, arbustos y zarzamoras. Las manos
se le llenaron de rasguños y heridas
sangrantes que atraían a las moscas
sedientas. Y por la noche, serían un
reclamo para los muertos. Olían la
sangre a kilómetros de distancia, y si era
fresca, llegaban más deprisa.
A última hora de la tarde, Sam
empezó a desesperarse. Estaba
completamente exhausto. Esa noche, la
construcción del rombo protector iba a
quedar descartada. En cuanto intentara
visualizar las marcas, se dormiría, y los
muertos encontrarían su cuerpo
indefenso tendido en el suelo.
Era tanto su cansancio que tenía los
sentidos embotados, se le cerraban los
ojos, lo veía todo borroso y el ruido de
los cascos de Retoño le llegaba
amortiguado, era apenas un suave
susurro que la yegua arrancaba al suelo
indulgente del bosque.
Sumido en esa especie de letargo,
tardó varios segundos en darse cuenta de
que los cascos de Retoño producían, de
repente, un sonido más fuerte, y que la
fresca luz verde del bosque había dado
paso a algo más brillante, más intenso.
Miró hacia arriba, parpadeó y comprobó
que habían llegado a un amplio claro. El
claro tendría, sin exagerar, unos cien
pasos de ancho, se abría en el bosque de
sureste a noroeste y continuaba en
ambos sentidos hasta donde alcanzaba la
vista. En sus bordes crecían arbolitos
jóvenes, pero el centro estaba desnudo y
un camino adoquinado lo dividía en dos.
Sameth echó una mirada al camino y
luego hacia el sol, que había quedado
prácticamente oculto a la vista bajo el
umbroso techo del bosque.
—Faltan dos, tal vez tres horas para
que anochezca —masculló dirigiéndose
a Retoño, mientras ajustaba el estribo y
montaba—. Hoy has tomado tu buena
ración de avena, ¿no es así, Retoño? Por
no hablar de lo ligera que has ido, al no
tener que cargar conmigo. Ahora tendrás
que devolverme el favor, porque vamos
a cabalgar.
Le entró la risa al pensar en una
expresión que había visto en las
sesiones de cinematógrafo del Somersby
Orpheum de Ancelstierre.
—¡Vamos a cabalgar, Retoño! —
repitió—. ¡A cabalgar como el viento!
Una hora y media más tarde, Retoño
ya no corría como el viento, sino que iba
al paso, le temblaban las patas, tenía los
flancos empapados en sudor y echaba
espuma por la boca. Sam no estaba en
mejor forma, volvía a andar, para
permitirle a su yegua que se recobrara.
No sabía a ciencia cierta si le dolía más
la pierna o el trasero.
Pese a todo, y gracias a la presencia
providencial de aquel camino, habían
recorrido seis o siete leguas. No se
trataba de uno de los caminos reales,
sino que había sido construido y
convenientemente drenado hacía mucho
tiempo, por lo que resultaba bastante
practicable. Subieron una cima
empinada por la que el camino discurría
en línea recta, sin curvas. Cuando
llegaron a lo alto, Sam levantó la
cabeza, con la esperanza de divisar el
río Renegado antes de que el día tocara
a su fin. Según sus cálculos, la cabalgata
le había permitido ahorrar un día de
viaje a pie por el bosque, de manera que
debían de estar cerca del río. Debían de
estar cerca del río…
Se puso un momento de puntillas,
pero no vio nada. Aquella cima era un
incordio, pues estaba plagada de alturas
engañosas y molestas hondonadas.
¡Seguramente vería el Renegado de un
momento a otro!
¡Patatac! ¡Patatac! Los cascos de
Retoño resonaron al golpear el camino,
con tanta fuerza como el corazón
desbocado de Sam, pero mucho más
despacio. Impulsado por una mezcla de
miedo y esperanza, el corazón de
Sameth latía veloz.
Más adelante se alzaba la cima
propiamente dicha. Sam avanzó un poco
más, tratando de ver, pero el sol, aquella
enorme bola roja que se hundía por el
Oeste, se ponía justo enfrente de él
deslumbrándolo.
Entornó los párpados, casi cerró los
ojos e hizo visera con la mano para
volver a mirar… y allá, debajo del sol,
divisó la gruesa cinta azul, que soltaba
destellos anaranjados hacia el cielo.
—¡El Renegado! ¡Ay! —exclamó
Sam cuando se golpeó el dedo gordo del
pie al tratar de superar la cima. Hizo
caso omiso del dolor momentáneo. Allá
estaba el río caudaloso cuyas aguas
mantendrían alejados a los muertos. ¡El
río que sería su salvación! El único
inconveniente, pensó entonces, presa del
pánico, era que todavía se encontraba a
media legua de distancia y que ya caía la
noche. Y con ella habían llegado los
habitantes del Hades. No muy lejos, tal
vez delante de él, había tres muertos
vivientes. El camino por el que
transitaba se juntaba con el camino de
sirga del Renegado; desde allí lo
estarían vigilando.
Lo peor de todo, pensó, mirando el
río, era que no había planificado
estrategia alguna para cuando lo hubiese
alcanzado. ¿Y si no encontraba allí ni
barcas ni balsas?
—Date prisa —le dijo Zapirón, a
sus espaldas, desde su refugio en el
interior de la alforja. Fue tal la sorpresa
de Sam que dio un brinco y asustó a
Retoño—. Debemos ir hacia el molino y
buscar cobijo allí.
—Yo no veo ningún molino —dijo
Sam dubitativo, y volvió a hacer visera
con la mano.
No divisaba ninguno de los detalles
que rodeaban el río. Le ardían los ojos
por la falta de sueño, notaba en ellos
como una arenilla y se sentía tan torpe
como un bracero muerto.
—Claro que hay un molino —le
contestó Zapirón, cortante.
Dando un brinco que sobresaltó al
príncipe, salió de la alforja para subirse
al hombro de su compañero de viaje y
añadió:
—La rueda no da vueltas… Con
suerte estará abandonado.
—¿Por qué? —preguntó Sam, medio
adormilado—. ¿No sería mejor que
hubiera gente? Conseguiríamos comida y
agua…
—¿Y que los muertos se dieran un
banquete con el molinero y su familia?
—lo interrumpió Zapirón—. No
tardarán en dar con nosotros… si no lo
han hecho ya.
Sam no contestó, se limitó a animar
a Retoño con una palmada en el cogote.
Pensó que a lo mejor no la cansaba tanto
si se levantaba apoyándose en los
estribos. Rogó en silencio porque su
yegua consiguiera cubrir aquella
distancia, pues si se veía obligado a
andar el resto del trayecto, dudaba
mucho que pudiera llegar.
Como de costumbre, Zapirón estaba
en lo cierto. Sameth notó la proximidad
de los muertos; al levantar la mirada vio
en lo alto del cielo dos motitas negras
surgiendo de la noche que avanzaba por
el Este, el nigromante que los dirigía
contaba con un buen surtido de cuervos
sanguinarios. Y siempre que aparecía un
cuervo, no tardaban en llegar otros
desde el hades, enviados por su amo en
busca de su presa.
Zapirón también vio a los cuervos
sanguinarios y le susurró a Sam al oído:
—Ahora ya no hay duda. Esto es
obra de un nigromante que te tiene
especial ojeriza, príncipe Sameth. Sus
sirvientes te seguirán dondequiera que
vayas, y ese malvado utilizará a todas
las criaturas del reino de los muertos
para conducirte a tu fin.
Sam tragó saliva. El eco de aquel
funesto presagio resonó en sus oídos,
venía cargado de la magia libre
contenida en la silueta del gato posado
sobre su hombro. Palmeó con fuerza en
la grupa a su yegua para que se lanzara
al galope. Acto seguido, dijo lo primero
que se le cruzó por la cabeza:
—Zapirón, cierra la boca.
Retoño se desplomó a menos de un
cuarto de legua del molino, consumida
por el último trecho cubierto al galope y
el peso muerto de Sam, de pie en los
estribos. El muchacho consiguió bajarse
a tiempo para no quedar aplastado
debajo de su cabalgadura. Zapirón saltó
de su hombro y se alejó lo más posible.
—Reventada —dijo Zapirón con
brío, sin mirarla, sus ojos verdes
escrutaban con insistencia la noche—.
Se están acercando.
—¡Ya lo sé! —gritó Sam
apresurándose a retirar las alforjas de su
cabalgadura y a echárselas al hombro.
Se inclinó para acariciar la cabeza
de Retoño, pero el animal no respondió.
Tenía los ojos en blanco, vueltos casi
por completo hacia atrás. Sam empuñó
las riendas y trató de hacerla levantar,
pero la yegua no hizo nada por
colaborar y el muchacho estaba
demasiado débil para obligarla.
—¡Date prisa! —le rogó Zapirón,
paseándose alrededor—. Ya sabes lo
que debes hacer.
Sam asintió y volvió la vista atrás,
hacia donde estaban los muertos
vivientes. Eran muchos. Una legión de
muertos, siluetas oscuras que se movían
torpemente, agolpándose en la
oscuridad. Sus amos los habían sacado a
la fuerza de algún osario lejano y los
habían obligado a caminar incluso bajo
el sol. Avanzaban lentos, pero
implacables. Si el príncipe Sameth se
entretenía un minuto más, caerían sobre
él como ratas sobre un perro extenuado.
Sacó la daga y palpó el cuello de
Retoño. El pulso de la arteria principal
latió débil e irregular bajo sus dedos.
Posó la punta de la daga en la arteria,
pero no la hundió.
No puedo —murmuró—. Podría
recuperarse.
—¡Los muertos se beberán su sangre
y se darán un banquete con su carne! —
exclamó Zapirón—. Este animal te ha
servido fielmente, no debes hacerle eso.
¡Clávale la daga!
—No puedo arrebatar una vida.
Aunque se trate la de una yegua, ni
siquiera por piedad —dijo Sam
levantándose vacilante—. Me di cuenta
después de… después de lo ocurrido
con los agentes de policía. Esperaremos
juntos.
Zapirón siseó y dando un salto, se
plantó sobre el cogote de Retoño y con
una pata trazó una línea de fuego blanco
que lo recorrió de lado a lado. Durante
un momento, nada ocurrió. Luego, la
sangre comenzó a manar a borbotones
salpicando las botas de Sam y cayendo
en olas calientes sobre su cara. Retoño
dio los últimos estertores… y murió.
Sam la sintió morir y apartó la
cabeza, incapaz de mirar el oscuro
charco que se fue formando debajo del
animal.
Algo le rozó las espinillas. Zapirón,
que lo incitaba a ponerse en marcha.
Cegado, el muchacho se dio la vuelta y
caminó con dificultad hacia el molino.
Retoño estaba muerta y Sam sabía que
Zapirón había hecho lo único que era
posible. Aun así, le parecía mal.
—¡Deprisa! —insistió el gato,
bailando alrededor de los pies de
Sameth, una mancha blanca en la
oscuridad.
El príncipe Sameth oía a los muertos
a sus espaldas, el entrechocar de huesos,
el rechinar de las secas rodillas
dobladas en ángulos imposibles. El
miedo se encargó de borrar el cansancio
de un plumazo impulsándolo a moverse,
pero el molino parecía muy, muy lejos.
Tropezó y a punto estuvo de caer, sin
saber cómo, recuperó el equilibrio y
siguió adelante. La herida de la pierna le
daba unos pinchazos que le llegaban a la
cabeza, ayudándolo a despejarse.
Aunque su yegua ya no existiera, no
había motivos para que él la siguiera al
Reino de la Muerte. El cansancio le
había hecho acariciar por un momento la
idea de dejarse estar.
Allá adelante se alzaba el molino,
construido en el poderoso río Renegado,
con el saetín, la compuerta y la rueda
enclavados en la orilla. No tenía más
que llegar al saetín, abrir la compuerta y
el molino contaría con la defensa
perfecta del agua corriente desviada
desde el río.
Se arriesgó y echó una mirada por
encima del hombro y volvió a tropezar,
sorprendido por la negrura, la
proximidad y el número de los muertos.
Eran más que una legión, avanzaban en
filas desde todas las direcciones, los
más próximos se encontraban a poco
más de quinientos pasos. Sus caras
cadavéricas parecían bandadas de
polillas flotando espectrales bajo la luz
de las estrellas.
Muchos muertos lucían restos de
bufandas y sombreros azules. Sam se los
quedó mirando. ¡Eran cadáveres de
sureños! Probablemente se tratara de los
que su padre había intentado encontrar.
—¡Corre, idiota! —gritó Zapirón
lanzándose a la carrera delante de él.
Los muertos que venían detrás se
dieron cuenta, al fin, de que su presa
podía escapar. Los músculos chirriaron,
súbitamente obligados a cobrar
velocidad, y las gargantas sin vida
lanzaron extraños y secos gritos de
guerra.
Sam no miró más. Oía sus pesados
pasos, el ruido de succión de la carne
podrida, forzada a superar incluso sus
límites mágicos. Sam echó a correr, el
aliento le quemaba la garganta y los
pulmones, notaba fuertes pinchazos por
todo el cuerpo.
Consiguió llegar al saetín, un canal
estrecho y profundo, con los muertos
pisándole los talones. Cuatro pasos más
y cruzó las tablas del sencillo puente;
una vez del otro lado, le dio una patada
y lo lanzó al saetín. Pero el canal estaba
seco, de modo que los primeros
braceros muertos se tiraron de cabeza y
empezaron a trepar por el otro lado.
Detrás venían más braceros, fila tras
fila, una marea de muertos, imposible de
contener.
Desesperado, Sam corrió a la
compuerta y la rueda que la subiría para
dejar entrar las aguas rugientes del
Renegado en el saetín, donde cubrirían a
los muertos que habían conseguido
colarse.
La rueda estaba herrumbrada y la
compuerta, atascada. Sam empujó la
rueda de hierro con todo el peso de su
cuerpo, hasta que se partió dejándole en
la mano un trozo de la estructura
herrumbrada.
El primer bracero muerto consiguió
izarse por el saetín y fue hacia él. Estaba
oscuro, muy oscuro, pero Sam alcanzaba
a distinguirlo. En otro tiempo fue
humano, pero la magia que lo había
devuelto a la vida le había
contorsionado el cuerpo como siguiendo
los caprichos de un artista enloquecido.
Los brazos le colgaban por debajo de
las rodillas, la cabeza ya no estaba a
continuación del cuello sino que
reposaba sobre los hombros, y la boca
se abría hacia arriba ocupando el sitio
donde antes estaba la nariz. Detrás de
ese horror venían más, otras siluetas
deformes que salían del saetín subiendo
la escalera formada por las palas de la
rueda del molino.
—¡Por aquí! —ordenó Zapirón,
dando un coletazo, y entró de un salto
por la puerta del molino.
Sam intentó imitarlo, pero el bracero
muerto le impedía el paso, la boca
esquelética sonreía burlona y llena de
dientes, sus largas manos extendidas, los
dedos esqueléticos arqueados, listos
para aferrado.
Sam sacó la espada y lo atravesó
con un hábil movimiento. Las marcas del
Gremio grabadas en la hoja refulgieron,
una nube de chispas púrpuras surgió en
plena noche a medida que el metal
encantado se introducía en la carne
muerta.
El bracero retrocedió, quebrado
aunque no derrotado, con un brazo
colgando de una fina articulación. Sin
sacar la espada, Sam lo empujó para
apartarlo de sí y, acto seguido, asestó
dos estocadas a otros tantos muertos que
se le habían acercado. Se dio la vuelta,
frenó de un tajo limpio al que intentaba
sorprenderlo por la espalda y se retiró
al interior del molino.
—¡La puerta! —escupió Zapirón
desde algún lugar a sus pies.
Sam tanteó la madera y con
desesperación aferró el borde de la
puerta y la cerró con fuerza en las
narices de los muertos. Zapirón saltó
hacia arriba, su pelambre rozó la mano
de Sam, y un golpe seco le indicó al
muchacho que el felino acababa de bajar
la tranca. La puerta estaba cerrada, de
momento.
No se veía nada. La oscuridad era
total, sofocante. Sam ni siquiera
alcanzaba a divisar el blanco y brillante
pelaje de Zapirón.
—¡Zapirón! —gritó el muchacho. Su
voz destilaba pánico.
Aquella palabra se vio de pronto
ahogada por un gran estrépito: los
braceros muertos se abalanzaban contra
la puerta. Eran demasiado lerdos para
buscar un tronco y usarlo de ariete.
—Aquí estoy —contestó el gato,
más tranquilo que nunca—. Tantea el
suelo.
Sam obedeció más deprisa de lo que
le hubiese gustado reconocer; sus dedos
aferraron a Zapirón por el collar, obra
de la magia del Gremio. Tuvo un
momento de duda atroz, pensó que sin
querer le había arrancado el collar.
Luego, el gato se movió, la miniatura de
Ranna tintineó y el chico supo que el
collar seguía en su sitio. El sonido de
Ranna desencadenó una ola de
somnolencia que envolvió a Sam, pero
aquello no fue nada comparado con el
alivio de saber que el collar seguía
firmemente ceñido al cogote del gato.
Estando los muertos tan cerca como
estaban, y con la puerta a punto de ceder
a los constantes embates, haría falta algo
más que una miniatura de Ranna para
que le entrara sueño.
—Por aquí —ordenó Zapirón, una
voz incorpórea en la oscuridad.
Sam notó que se movía y lo siguió
rápidamente, con todos los sentidos
concentrados en la puerta que dejaban
atrás.
Zapirón se dio media vuelta de
repente; Sam continuó andando y su
espada golpeó contra algo duro, rebotó y
no le dio en toda la cara porque
consiguió reaccionar a tiempo; envainó
y a punto estuvo de cortarse. Tendió la
mano para palpar con qué había
chocado.
Descubrió otra puerta, una puerta
que debía conducir al río. Le llegaba el
rumor del agua corriente, apenas audible
en medio de los golpes de los braceros
muertos al lanzarse contra la entrada. El
ruido reverberaba hasta alcanzar la
parte alta del molino. Pese al alboroto,
no habían conseguido pasar; Sam
agradeció en silencio al molinero por
haber hecho una construcción tan sólida.
Con manos temblorosas dio con la
tranca y la levantó; buscó luego la
argolla con que se abría el candado. Le
dio una vuelta, se resistió, le dio otra
vuelta, presa del pánico. ¿No estaría la
puerta cerrada por fuera?
A sus espaldas, los goznes
chirriaron, cedieron al fin y la otra
puerta cayó hacia adentro. Los braceros
muertos se precipitaron hacia el interior,
soltando gritos roncos, ecos inhumanos
de los gritos de triunfo de los vivos.
Sam le dio otra vuelta a la argolla y
la puerta se abrió de pronto. Y él cayó
despatarrado hacia adelante por unas
escaleras que daban a un estrecho
embarcadero. Aterrizó sobre éste con un
golpe seco y notó un dolor agudo en la
pierna herida, pero no le hizo caso. ¡Por
fin había llegado al Renegado!
Y otra vez veía, no muy bien, pero
veía gracias a las estrellas y su reflejo
en el agua. Delante de él, a pocos pasos,
fluía el río caudaloso. Vio una bañera de
latón, era enorme, de las utilizadas para
bañar a varios niños de una tacada, lo
bastante espaciosa como para que un
adulto cupiese en ella bien repantigado.
Nada más verla, Sam fue hacia ella, la
empujó hasta el río y la sujetó con una
mano para que no se la llevara la
corriente mientras echaba dentro la
espada y las alforjas.
—Retiro lo dicho —comentó
Zapirón metiéndose en la bañera de un
salto—. No eres tan tonto como pareces.
Sam quiso contestarle, sus labios se
negaron a obedecerlo. Se metió en la
bañera sin soltarse del último escalón en
que acababa el embarcadero. La bañera
se hundió de forma alarmante, pero una
vez sentado dentro, quedaban unos
cuantos centímetros de obra muerta.
Cuando dio un impulso para
enfilarla hacia el centro de la corriente,
un ramillete de muertos asomó por la
puerta. El primero retrocedió espantado
ante la proximidad de tanta agua
corriente, los que venían detrás, sin
embargo, continuaron empujando y el
bracero cayó hacia la improvisada
embarcación.
La criatura muerta lanzó un grito
agónico al tiempo que intentaba subir las
escaleras a saltos; por un instante aquel
grito sonó como si proviniera de un
vivo. Tratando de encontrar asidero,
agitó las manos mientras caía; lo único
que consiguió fue cambiar de dirección
y acabar zambulléndose en las aguas del
Renegado. Los gritos se perdieron en la
distancia, envueltos en un fulgor de
chispas plateadas y fuego dorado.
No terminó dentro de la improvisada
embarcación por un margen escaso de
dos palmos. La ola del impacto estuvo a
punto de llenar la bañera. Sam
contempló los momentos finales de la
criatura, se fijó en los muertos que
habían quedado como congelados en la
puerta, en lo alto de las escaleras, y notó
en su interior un alivio enorme.
—Asombroso —dijo Zapirón—.
Hemos conseguido escapar. ¿Qué haces?
Sam dejó de retorcerse y en silencio
le enseñó el trozo de jabón arrugado y
reseco por el sol sobre el que acababa
de sentarse. Apoyó la cabeza y se agarró
de los bordes para disfrutar del dulce
río que los había salvado.
—De hecho —añadió Zapirón—,
creo que hasta podría felicitarte.
Sam no le contestó. Se había
quedado dormido.
EL REINO
ANTIGUO
Decimocuarto año de la
restauración del rey
Touchstone I
La exploradora

L a barca se encontraba amarrada


a un muelle subterráneo que
Lirael conocía, aunque sólo lo
había visitado una vez, hacía muchos
años. Estaba construido en uno de los
extremos de una amplia caverna; por el
opuesto, abierto al mundo, entraba el sol
a raudales. Debajo del muelle, las aguas
del Renegado bullían vigorosas. Una fila
de carámbanos atravesaba la boca de la
caverna y daban testimonio de la
presencia del glaciar, un poco más
arriba, igual que los trozos de hielo y la
nieve que crujía de vez en cuando.
Había varias barcas amarradas; el
instinto le dijo a Lirael que la
embarcación curvada y estrecha, de un
sólo mástil, era la suya. Llevaba
grabada en la popa una paloma colipava
y lucía un mascarón de proa arqueado
que representaba a una mujer con los
ojos desmesuradamente abiertos.
Aquellos ojos parecían apuntar en
dirección a Lirael, como si la barca
supiera quién iba a ser su siguiente
pasajero. La muchacha creyó por un
momento que el mascarón de proa le
había guiñado un ojo.
Sanar señaló hacia la embarcación y
le dijo:
—Ésa de ahí es la Exploradora. Te
llevará sin tropiezos hasta Qyrre, río
abajo. Ha hecho ese viaje en mil
ocasiones o más, de ida y vuelta, a favor
o en contra de la corriente. Conoce bien
el río.
—No sé navegar —dijo Lirael,
nerviosa, al notar que las marcas del
Gremio se movían silenciosas por el
casco, el mástil y las jarcias. Se sintió
pequeña y tonta. Estaba fatigada y ver el
mundo exterior que se extendía más allá
de la boca de la caverna le produjo unas
ganas inmensas de ocultarse en un rincón
y echarse a dormir—. ¿Qué tendré que
hacer?
—Son pocas las cosas de las que
deberás ocuparte —respondió Sanar—.
La Exploradora lo hará casi todo sola.
Tú tendrás que izar y arriar la vela y
timonear un poco. Te enseñaré a hacerlo.
—Gracias —dijo Lirael.
Subió a la barca detrás de Sanar y se
agarró de la borda porque la
Exploradora se mecía bajo sus pies.
Ryelle les pasó la mochila, el arco y la
espada de Lirael, y Sanar le enseñó
dónde guardarlo todo: un arcón forrado
de tela impermeable en la bodega de
proa de la embarcación. La espada y el
arco iban metidos en unas cajas estancas
situadas a ambos lados del mástil, para
que estuvieran más a mano.
Sanar le enseñó entonces a Lirael
cómo izar y arriar la única vela mayor
triangular de la embarcación y cómo se
movía la botavara. La Exploradora se
ocuparía de orientar la vela, le explicó
Sanar, y guiaría la mano de Lirael
cuando la posara en la caña del timón.
Lirael podía incluso dejar que se
gobernara sola en caso de emergencia,
pero la barca prefería notar el contacto
humano.
—Esperamos que no encuentres
ningún peligro durante el viaje —dijo
Ryelle, cuando por fin terminaron de
mostrarle a Lirael la barca—.
Normalmente, el camino del río es
bastante seguro hasta Qyrre. Aunque no
estamos ahora seguras de nada.
Desconocemos la naturaleza de lo que
se oculta en la fosa que viste y sus
poderes. Por si acaso, lo mejor será que
por la noche eches el ancla en el río en
lugar de bajar a tierra o que amarres en
una isla. Río abajo hay muchas. De
Qyrre en adelante, deberás buscar la
ayuda que puedan prestarte los agentes
de la Policía Real. Aquí tienes una carta
que les mandamos en calidad de
portavoz. Con suerte, también estarán
presentes algunos miembros de la
guardia, y a lo mejor la Abhorsen habrá
regresado de Ancelstierre. Hagas lo que
hagas, debes asegurarte de viajar desde
Qyrre a Borde acompañada de un
nutrido grupo, armado hasta los dientes.
Lamento decirte que no tenemos más
consejos que darte para el resto del
trayecto. El futuro está nublado; a ti sólo
te vemos en el Lago Rojo, no vemos más
imágenes, ni antes, ni después.
—Resumiendo, eso significa que
debes tener mucho cuidado —dijo
Sanar. Sonrió sin poder disimular el
ceño fruncido por la preocupación—.
Recuerda que éste es sólo uno de los
posibles futuros que vemos.
—Tendré cuidado —prometió
Lirael.
Instalada ya en la barca y a punto de
partir, estaba que se la comían los
nervios. Por primera vez iba a salir a un
mundo no delimitado por el hielo y la
piedra, y tendría que ver a muchos
forasteros y hablar con ellos. Peor aún,
iba a enfrentarse al peligro, a un
enemigo del que no sabía nada, casi sin
preparación alguna. Ni siquiera su
misión estaba clara. Debía encontrar a
un joven, en medio de algún lago, un día
de ese verano. ¿Y si conseguía encontrar
a Nicholas y sobrevivir a todos los
peligros inminentes? ¿La admitirían las
Clarvis de vuelta al glaciar? ¿Y si no le
permitían regresar nunca más?
Al mismo tiempo, Lirael estaba llena
de entusiasmo, notaba una sensación de
liberación ante la posibilidad de
alejarse de una vida que le resultaba
agobiante, aunque le costara
reconocerlo. Ahí tenía a la Exploradora
y el sol que brillaba más allá, y el
Renegado que fluía hacia aguas que ella
sólo conocía a través de los libros.
Llevaba consigo la estatuilla de la perra
y la esperanza de que su mascota
regresara. Y estaba en misión oficial, se
disponía a hacer algo importante. Casi
como una verdadera hija de las Clarvis.
—Será mejor que te lleves esto,
quizá te haga falta —dijo Ryelle
envegándole un monedero de cuero,
repleto de dinero—. Al administrador le
gustaría que trajeras los recibos, pero yo
creo que ya bastantes preocupaciones
tienes como para acordarte de eso.
—Antes de despedirnos, veamos si
sabes izar la vela tú sola —prosiguió
Sanar. Sus ojos azules parecían llegar a
lo más profundo de Lirael y percibir los
temores que la muchacha ni siquiera se
había atrevido a mencionar—. El don de
la visión no me permite percibir
imágenes futuras, pero estoy segura de
que volveremos a vernos. Y recuerda
que, tengas o no el don de la visión, eres
una hija de las Clarvis. ¡No lo olvides!
Que la suerte esté de tu parte, Lirael.
La joven asintió, incapaz de articular
palabra, y haló de la driza para levantar
la vela, que colgó lacia, pues el muelle
de la caverna estaba demasiado
resguardado y no llegaban allí los
vientos.
Ryelle y Sanar le hicieron una
reverencia y luego soltaron las amarras
de la Exploradora. La veloz corriente
del Renegado acogió la barca y la barra
del timón se movió bajo la mano de
Lirael, incitándola a gobernar a la
impaciente embarcación y conducirla
hacia río abierto, al mundo soleado.
Lirael volvió la vista atrás una vez,
y cuando pasaron de la sombra de la
caverna al sol, los carámbanos
tintinearon por encima de su cabeza.
Sanar y Ryelle seguían de pie en el
muelle. La saludaban con la mano;
entretanto, el viento hinchó la vela de la
Exploradora y despeinó la cabellera de
Lirael.
«Me he ido», pensó Lirael. Ya no
podía regresar, y menos con la corriente
en contra. La corriente del río mantenía
a flote la barca, y la corriente del
destino mantenía a flote a Lirael. Ambas
la llevaban a lugares desconocidos.
El río se ensanchaba en el punto
donde la fuente subterránea se unía a él,
alimentado por los lagos de montaña
formados por el deshielo, y los cientos
de arroyuelos que fluían zigzagueantes
como capilares recorriendo todo el
Glaciar de las Clarvis. Sin embargo,
sólo en el canal central, de unos
quinientos metros de ancho, había
calado suficiente para navegar, porque a
ambos lados de la zona navegable, el
Renegado perdía profundidad, y se
contentaba con cubrir apenas millones
de guijarros, redondeados por la
paciente labor del agua.
Lirael inspiró el aire cálido, con
olor a río, y sonrió al notar que el sol le
calentaba la piel. Según lo prometido, la
Exploradora avanzaba hacia la parte
más rápida del río, mientras la escota
mayor se aflojaba imperceptiblemente
hasta que se encontraron con el viento
del norte a popa. Lirael se tranquilizó un
poco al comprobar que la Exploradora
sabía cuidarse sola. Si hasta resultaba
divertido, correr impulsadas por la
brisa, mientras la proa levantaba una
fina nube de rocío al cortar el oleaje
provocado por el viento y la corriente.
Lo único que necesitaba la muchacha
para que aquel momento fuese perfecto
era la presencia de su mejor amiga, la
Perra Canalla.
Buscó la estatuilla de esteatita en el
bolsillo del chaleco. Encontraría
consuelo con sólo tenerla en la mano,
porque era imposible realizar el hechizo
antes de llegar a Qyrre donde debía
conseguir el alambre de plata y los
demás materiales.
En lugar del tacto fresco y suave de
la piedra palpó tibia pelambre de perro
y lo que sacó del bolsillo fue una oreja
puntiaguda que le resultaba muy
familiar, seguida por un trozo
redondeado de cráneo y la otra oreja. A
todo esto siguió de inmediato la cabeza
entera de la Perra Canalla, demasiado
voluminosa para caber en el bolsillo…
como no habría cabido tampoco el resto
del cuerpo.
—¡Aay! ¡Qué apreturas! —gruñó la
perra, sacando con esfuerzo una de las
patas delanteras y contoneándose como
una loca.
Por increíble que pudiera ser,
apareció luego otra pata, y a
continuación salió el can entero y, tras
dejarle a Lirael las calzas cubiertas de
pelos, se dio la vuelta y la obsequió con
un lengüetazo entusiasmado.
—¡Por fin estamos en camino! —
ladró alegre, la boca abierta para
aspirar la brisa, la lengua colgando—.
Iba siendo hora. ¿A dónde vamos?
Lirael tardó en contestar. Se limitó a
abrazar con fuerza a la perra y a inspirar
dos o tres veces profunda y rápidamente
para no echarse a llorar. Su mascota
esperaba impaciente, ni se le ocurrió
lamer la oreja que tenía más cerca.
Cuando la muchacha consiguió
calmarse, la perra repitió la pregunta.
—Mejor pregunta para qué vamos
adonde vamos —aclaró Lirael, mientras
metía la mano en el bolsillo del chaleco
y comprobaba que al salir, la perra no se
hubiera llevado el espejo oscuro. Lo
raro era que el bolsillo ni siquiera había
cedido, ni parecía haberse ensanchado.
—¿Acaso importa? —inquirió la
perra—. Nuevos olores, nuevos sitios,
nuevos lugares en los que mear… Con
perdón de sus castos oídos, capitana.
—¡Perra Canalla! Deja ya de
alborotar de esa manera —le ordenó
Lirael.
La perra no obedeció del todo, se
sentó a los pies de su ama, pero siguió
moviendo la cola y a cada ratito lanzaba
mordiscos al aire.
—Ésta no es otra de nuestra
expediciones normales, como las que
tuvimos en el glaciar —le explicó Lirael
—. Tengo que encontrar a un hombre…
—¡Bien! —la interrumpió la Perra
Canalla, dando un salto y cubriéndola
de lametazos—. Ya era hora de que te
quedaras preñada.
—¡Perra Canalla! —protestó
Lirael, obligándola a sentarse otra vez.
¡No se trata de eso! El hombre es de
Ancelstierre e intenta… pues intenta
desenterrar algo antiquísimo, creo.
Cerca del lago Rojo. Se trata de algo de
la magia libre y es tan poderoso que
consigue que me entren ganas de vomitar
incluso cuando Ryelle y Sanar se
limitaron a enseñármelo a través de una
visión. Y había un nigromante que me
vio y los relámpagos no dejaban de caer
en el agujero del suelo…
—No me gusta nada eso que me
cuentas —dijo la perra, poniéndose
seria de repente. Dejó de menear la
cola, miró a Lirael a los ojos y se puso a
olisquear el aire—. Será mejor que me
lo expliques todo. Empieza por el
principio, desde el momento en que las
Clarvis fueron a buscarte allá abajo.
Lirael asintió; le ofreció un repaso
de cuanto las gemelas le habían dicho y
le describió la visión que habían
compartido con ella.
Cuando hubo terminado, el
Renegado se había convertido en el río
poderoso conocido por todos en el
reino. Tenía más de ochocientos metros
de ancho y era muy profundo. En el
centro, el agua era clara, de un azul tan
intenso que permitía ver los peces
plateados del fondo.
La perra se sentó, posó la cabeza en
las patas delanteras y se puso a
reflexionar muy concentrada. Lirael
observaba sus ojos castaños, fijos en un
punto lejano.
—No me gusta —dijo el can al cabo
de un rato—. Te envían a enfrentarte al
peligro y nadie sabe a ciencia cierta lo
que está pasando. Las Clarvis no ven
claramente, el rey y la Abhorsen ni
siquiera están en el reino. El agujero del
suelo que se traga los relámpagos me
recuerda a algo muy, pero muy malo… y
por si eso fuera poco, está el nigromante
ése.
—Supongo que podríamos ir a otro
lugar distinto —comentó Lirael no sin
cierto asomo de duda, inquieta por la
fuerte reacción de su mascota.
La perra la miró sorprendida y
exclamó:
—¡Ni se te ocurra! Tienes un deber
que cumplir. No me gusta, pero habrá
que apechugar. Yo no he dicho nada de
abandonar.
—No —convino Lirael queriendo
aclarar que ella no había sugerido
siquiera que abandonaran. Sólo estaba
expresando una posibilidad.
Pero prefirió olvidarse del tema.
—Esas cosas que te dejaron en la
habitación —dijo la perra tras un largo
silencio—, ¿sabes cómo usarlas?
—Es posible que no estuvieran
siquiera destinadas a mí —adujo Lirael
—. Las encontré por casualidad.
Además, no las quiero.
—Los mendigos podrán elegir el día
que quieran dejar de pedir —dijo la
perra.
—¿Y eso qué quiere decir?
—No tengo ni idea —contestó la
perra—. ¿Sabes o no usar las cosas que
te dejaron?
—Verás, he leído El libro del
recuerdo y el olvido —contestó Lirael
sin excesivo entusiasmo—. De manera
que supongo que la teoría me la sé…
—Deberías practicar —sentenció la
perra—. Nunca se sabe, a lo mejor se
requiere mucha pericia.
—Pero tendré que internarme en el
reino de los muertos —protesto Lirael
—. No lo he hecho nunca. Ni siquiera
estoy segura si debería hacerlo. Soy una
Clarvi. Debería ver el futuro, no el
pasado.
—Lo que deberías hacer es utilizar
esos regalos que te han dado —dijo la
perra—. Imagínate cómo te sentirías si
me regalaras un hueso y yo no me lo
comiera.
—Sorprendida —contestó Lirael—.
Lo cierto es que a veces los entierras en
el hielo.
—Pero tarde o temprano acabo
comiéndomelos —dijo la perra—.
Cuando me llega la hora.
—¿Cómo sabes que ha llegado mi
hora? —preguntó Lirael con suspicacia
—. Es más, ¿cómo sabes siquiera para
qué sirven mis regalos?
—Te lo he dicho, ¿verdad? He leído
mucho. Es lo que pasa cuando vives en
una biblioteca —dijo la perra
contestando en primer lugar a la segunda
pregunta—. Allí, más adelante hay un
montón de islas. Una de esas islas
podría ser el lugar perfecto para hacer
una parada. Puedes usar el espejo
oscuro cuando lleguemos a una de ellas.
Si algo te siguiera al salir del Reino de
la Muerte, podemos subir a la barca y
alejarnos.
—Si algo muerto me ataca, querrás
decir —aclaró Lirael. Era el verdadero
peligro. En el fondo, tenía ganas de
pasar revista al libro. Lo que no le
apetecía nada era internarse en el reino
de los muertos para poder hacerlo. El
libro del recuerdo y el olvido enseñaba
a ir y aseguraba que podía regresar.
Pero… ¿y si estaba equivocado? La
zampona estaba muy bien, a su manera,
porque podía utilizarse por si misma
para protegerse de los muertos. Al fin y
al cabo constaba de flautas que
respondían a los mismos nombres que
las siete campanas empleadas por los
nigromantes. Tenían un solo
inconveniente: no eran tan poderosas
como las campanas y en cierto pasaje
del libro se decía que «aunque suelen
ser el instrumento propio de los
recordadores, Abhorsen en ciernes las
utilizan con cierta frecuencia hasta tanto
puedan dominar las campanas». Ese
simple comentario bastaba para quitarle
a las zamponas el encanto que pudieran
tener. Aunque este instrumento no fuese
tan poderoso como las campanas el
libro daba a entender en cierto modo
que su poder bastaba para velar por su
seguridad. Siempre y cuando supiera
utilizarlo adecuadamente, claro, porque
ella sólo se sabía la teoría. No obstante,
había una cosa que le interesaba ver
especialmente…
—Debemos llegar a Borde lo antes
posible —dijo con parsimonia—.
Aunque imagino que podríamos
tomarnos unas horas libres. Antes
necesito dormir un rato. Cuando
despierte, atracaremos en una isla, si
hay alguna cerca. Luego… luego me
internaré en el reino de los muertos y
rebuscaré en el pasado.
—Así me gusta —aprobó la perra
—. Me vendrá bien un paseo.
Recordadora

L irael se encontraba junto a la


Perra Canalla, en el centro de
una isleta, rodeada de árboles y
arbustos raquíticos que no crecían más
por culpa del suelo rocoso. El mástil de
la Exploradora se alzaba detrás de ellas,
a apenas treinta pasos de distancia,
indicándoles donde estaba el refugio si
se veían obligadas a huir de algo que
saliera del reino de los muertos. Con el
fin de prepararse para entrar en ese
helado reino, Lirael se colgó al cinto la
espada que las Clarvis le habían dado.
Se le hizo extraño notar su peso en la
cadera. Llevaba el ancho cinto de cuero
firmemente apretado a la parte baja de
la barriga, y la espada, si bien más larga
y pesada que la de prácticas, le pareció
familiar, aunque era la primera vez que
la tocaba. De haberla visto antes, habría
recordado la elegante empuñadura de
plata y el pomo de bronce con una
piedra verde incrustada.
Lirael llevaba la zampona en la
mano izquierda; observó que las marcas
del Gremio se movían por los tubos de
plata, entrelazándose con la magia libre
oculta en ellos. Analizó cada una de las
flautas y recordó lo que decía el libro
sobre ellas. Su vida podía depender de
que supiera cuál de las flautas usar.
Respirando con dificultad, recitó los
nombres en voz alta para fijarlos en la
mente y demorar lo más posible su
entrada en el reino de los muertos.
—La primera y la más débil es
Ranna —comenzó a recitar Lirael como
si tuviera la página correspondiente de
El libro del recuerdo y el olvido
grabada con claridad en la mente—.
Ranna, la adormecedora, hará dormir a
cuantos la oigan.
—La segunda es Mosrael, la
despertadora. Una de las campanas más
peligrosas, transmite ese peligro a
cualquier cosa. Su sonido de sierra hace
que el flautista se interne más en el reino
de los muertos al tiempo que conduce a
quien la escucha al mundo de los vivos.
—La tercera es Kibeth, la
caminante. Kibeth ofrece libertad de
movimientos a los muertos o bien los
obliga a ir por donde quiera el flautista,
pero Kibeth suele llevar la contraria y
puede conseguir que el flautista camine
hacia donde no quiere ir.
—La cuarta es Dyrim, la habladora,
de melodioso tono. Dyrim devuelve el
habla a los muertos que hace mucho se
han quedado mudos, sin voz, o bien dota
de sentido a las palabras olvidadas.
Dyrim también suele hacer callar a
quienes hablan por hablar.
—La quinta es Belgaer, la
pensadora, capaz de devolver el
raciocinio y la memoria, así como todas
las pautas utilizadas en vida. Mas si cae
en manos irresponsables, lo que hará es
borrarlas. Belgaer es una fuente
problemas. Siempre intenta sonar a su
antojo.
—La sexta es Saraneth, conocida
también como la sojuzgadora. Saraneth
habla con la voz profunda de la fuerza y
encadena a los muertos a la voluntad de
quien la usa.
Lirael hizo una pausa antes de
recitar el nombre de la séptima y última
flauta, la más larga. Al tocarla, su
superficie plateada desprendía un río
eterno que metía el miedo en el cuerpo.
—Astarael, la afligida —susurró
Lirael—. Si se toca como es debido,
Astarael enviará a cuantos la oigan a lo
más profundo de la muerte. Incluido al
flautista. Echa mano de Astarael sólo
cuando no te quede otro recurso.
—Adormecedora, despertadora,
caminante, habladora, pensadora,
sojuzgadora y plañidera —repitió la
perra haciendo una pausa en la
operación de rascado profundo de una
oreja—. Aunque las campanas estarían
mejor. Esas flautas de la zampona son
para que los niños practiquen.
—¡Chsss! —ordenó Lirael—. Me
estoy concentrando.
Sabía que no le convenía preguntarle
a la Perra Canalla cómo había
aprendido los nombres de las flautas.
Con toda probabilidad, aquel can
increíble había leído a escondidas El
libro del recuerdo y el olvido, mientras
Lirael dormía.
Una vez se hubo preparado
mentalmente para usar la zampona, o al
menos algunas de las flautas que la
componían, Lirael desenvainó la espada
y vio dos cosas: que las marcas del
Gremio se movían por la hoja plateada y
que ésta llevaba una inscripción.
Levantó la espada para que le diese la
luz y leyó en voz alta:
«Las Clarvis me vieron, los
constructores del Muro me hicieron, mis
enemigos me recuerdan».
—Se trata de la espada hermana de
Sojuzgadora —observó la perra y, llena
de interés, la tocó con el hocico—. No
sabía que la tuvieran. ¿Cómo se llama?
Lirael movió la espada para
comprobar si había algo escrito en el
otro lado de la hoja, pero al hacerlo, la
primera inscripción cambió, las letras
brillaron y se dispusieron de otra
manera.
—Nehima —leyó Lirael—. ¿Qué
significa?
—Es un nombre —fue la insulsa
respuesta de la perra. Al ver la
expresión de Lirael, inclinó la cabeza a
un lado y añadió—: Viene a significar
algo así como «no me olvides». Lo
irónico es que Nehima lleva mucho
tiempo relegada al olvido. De todos
modos, mejor una espada que un bloque
de piedra. Se trata, sin duda, de una de
las reliquias de la familia. Me sorprende
que te la hayan dado.
Lirael hizo que sí con la cabeza, sin
pronunciar palabra porque sus
pensamientos regresaban otra vez al
glaciar y a las Clarvis. Ryelle y Sanar le
habían entregado la espada sin
demasiada ceremonia. Los constructores
del Muro la habían forjado, de modo
que debía de tratarse de uno de los
tesoros más importantes de sus
hermanas.
Un golpecito en la pierna le recordó
el asunto que tenía entre manos,
parpadeó para contener las lágrimas y se
concentró con toda el alma, tal como
indicaban las instrucciones de El libro
del recuerdo y el olvido. Supuestamente
debía sentir la muerte y luego
ingeniárselas para entrar en su reino.
Resultaba más sencillo en los sitios
donde había muerto mucha gente, o
donde la habían enterrado, pero en
teoría, debía funcionar en cualquier
parte.
Lirael cerró los ojos para
concentrarse mejor y se le arrugó el
ceño. Sintió la presencia de la muerte
como una presión helada en el rostro.
Empujó en esa dirección y notó que el
frío le traspasaba los pómulos y los
labios, y se le filtraba en las manos
extendidas. El efecto era muy extraño
porque seguía notando el calorcillo del
sol en el cuello.
Y el frío aumentó más y más a
medida que iba subiéndole por los pies
y las piernas. Notó que le daban unos
golpecitos en las rodillas, unos
golpecitos que no tenían nada que ver
con esos otros, los suaves con los que la
Perra Canalla la sacaba de algún
despiste. Era como si una corriente la
aferrara, una corriente fuerte que quería
arrastrarla y hundirla.
Abrió los ojos. Las aguas de un río
fluían entre sus piernas, pero no se
trataba del Renegado. Era un río negro y
opaco, y en él no había señales ni de la
isla, ni del cielo azul, ni del sol. La luz
era grisácea, grisácea y apagada hasta
donde alcanzaba a ver, un horizonte
completamente plano.
Lirael se estremeció y no era sólo
por obra del frío: había conseguido
penetrar en el reino de los muertos.
Lejos, en la distancia, se oía el ruido de
una cascada. Según había leído en el
libro debía de tratarse de la Primera
Puerta.
El río tiró de ella otra vez y, sin
pensarlo dos veces, se dejó llevar unos
cuantos pasos. Las aguas la arrastraron
con más fuerza y el frío le caló hasta el
último hueso. Qué fácil sería dejar que
aquel helor se difundiera por todo su
cuerpo, qué fácil sería tumbarse y
dejarse llevar por la corriente…
—¡No! —gritó dando un paso atrás.
El libro advertía contra este
fenómeno. La fuerza del río no estaba
solo en la corriente. Lirael debía luchar
contra el impulso de echarse a nadar y
adentrarse en el Reino de la Muerte,
contra las ganas irresistibles de
tumbarse y dejarse llevar por la
corriente.
Por suerte, el libro también estaba
en lo cierto respecto de otro aspecto
más ventajoso: notaba el camino de
regreso a la vida, su instinto le decía
exactamente hacia dónde dirigir sus
pasos para regresar, lo cual no dejaba
de ser un alivio.
Aparte del rugido lejano de la
Primera Puerta, Lirael no percibía que
en el río hubiese más actividad. Escuchó
con atención, tensa, el cuerpo vigilante,
dispuesto a retroceder de inmediato.
Nada, ni un leve oleaje.
El sentido que le permitía detectar la
muerte le envió una llamada de atención,
y echó un rápido vistazo a ambas
márgenes del río. Por un instante creyó
ver que algo se movía en la superficie;
debajo del agua, una delgada línea
oscura se adentraba en el reino de los
muertos. Y tal como vino, se marchó; la
muchacha no vio ni sintió nada. Un
minuto más tarde, ni siquiera estaba
segura de haberla visto.
Lanzó un suspiro y envainó la
espada con cuidado, guardó la zampona
en el bolsillo del chaleco y sacó el
espejo oscuro. Allí, en el primer recinto
de la muerte, alcanzaba a atisbar una
mínima parte del pasado. Para abarcar
mucho más, tendría que seguir andando,
cruzar la Primera Puerta, e incluso era
posible que tuviese que internarse más
allá. Sin embargo, en ese momento, su
plan era hacer un repaso a los últimos
veinte años.
El clic que siguió al abrir el espejo
sonó como un estruendo y su eco se
propagó por las negras aguas. Al oírlo,
Lirael dio un respingo. Le siguió un
sonoro chapoteo, a espaldas de la
muchacha, que la hizo lanzar un grito.
Saltó instintivamente adentrándose
en el Reino de la Muerte, cambió el
espejo a la mano izquierda y desenvainó
la espada, todo antes de que tuviera
conciencia siquiera de lo que hacía.
—Soy yo —dijo la Perra Canalla
golpeando el agua con la cola—. Me
aburría de esperar.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —
susurró Lirael, envainando la espada
con mano temblorosa—. ¡Me has dado
un susto de muerte!
—Te he seguido —contestó la perra
—. No es más que un paseo algo
distinto.
Lirael se preguntó por enésima vez
cuál era la naturaleza exacta de la Perra
Canalla y hasta dónde llegaban sus
poderes. Y como no había tiempo para
conjeturas, siguió adelante, porque El
libro del recuerdo y el olvido advertía
que en el reino de los muertos no había
que permanecer mucho tiempo en el
mismo sitio pues eso podía llamar la
atención de las cosas que pululaban por
ahí. Cosas con las que Lirael no deseaba
encontrarse.
—¿Quién vigilará mi cuerpo si estás
aquí? —preguntó Lirael con tono de
reproche.
Si en el mundo de los vivos llegaba
a ocurrirle algo a su cuerpo, no le
quedaría más remedio que seguir el
curso del río o convertirse en una
especie de espíritu muerto que vaga por
toda la eternidad y trata de regresar a la
vida en el interior de un cuerpo ajeno. O
transformarse en una sombra que para
mantenerse alejada del reino de los
muertos se ve obligada a beber la sangre
y la vida de otros.
—Ya sabré si alguien intenta
acercarse a él —le contestó la perra
oliendo el río—. ¿Y si nos adentramos
un poco más?
—¡Ni hablar! —le soltó Lirael—.
Utilizaré el espejo oscuro aquí mismo.
¡Y tú te vuelves ahora mismo! ¡Estamos
en el reino de los muertos, Perra
Canalla, no en el glaciar!
—Cierto —masculló la perra. Miró
a su ama con ojos suplicantes y agregó
—: Pero nos encontramos nada más que
en la Frontera de la muerte…
—¡Te vuelves ahora mismo! —le
ordenó Lirael indicándole el camino.
La perra abandonó la mirada
suplicante, puso los ojos en blanco para
mostrar su desaprobación y se marchó
con el rabo entre las patas. Un segundo
después, desapareció y regresó otra vez
al mundo de los vivos.
Lirael no le prestó más atención;
abrió el espejo y lo levantó a la altura
del ojo derecho. «Concéntrate en el
espejo con un ojo solo —decía el libro
—, y contempla el mundo de los muertos
con el otro, no vaya a ser que la
desgracia caiga sobre ti».
Comentario atinado, donde los
hubiera, pero nada práctico, pensó
Lirael, mientras intentaba fijar la vista
en dos cosas distintas a la vez. Después
de un momento, la superficie opaca del
espejo comenzó a aclararse y la
oscuridad se iluminó. En lugar de verse
reflejada, Lirael comprobó que miraba a
través del espejo y que lo que veía no
era el frío río de la muerte, sino más
allá. Vio un remolino de luces, luces que
Lirael identificó como el paso del sol
por el cielo; el astro rey pasaba a tal
velocidad que apenas se percibía como
un trazo luminoso, además, realizaba un
recorrido inverso al habitual.
Presa del entusiasmo, comprobó que
así era como comenzaba la visión. A
continuación debía pensar en lo que
quería ver. Empezó a hacerse una
imagen mental de su madre; para ello,
más que de sus propios recuerdos,
mezcla de imágenes borrosas de la
infancia y sentimientos sitos en lo más
recóndito del alma, echó mano del
dibujo a carbón que su tía Kirrith le
había dado hacía muchos años.
Sin apartar de la mente la imagen de
su madre, habló infundiendo a su voz las
marcas del Gremio aprendidas en el
libro, símbolos de influencia y dominio
que obligarían al espejo oscuro a
mostrarle lo que deseaba.
—A mi madre la conocí poco —dijo
Lirael, levantando la voz para
imponerse al murmullo del río—. A mi
padre no lo vi nunca y me gustaría
conocerlo a través del velo del tiempo.
Ahora mismo.
El paso veloz de los soles en sentido
contrario al habitual se fue haciendo más
lento mientras hablaba, y Lirael notó que
algo la empujaba hacia la imagen del
espejo hasta que, ante sus ojos, un solo
sol cobró forma y la encegueció. Y
entonces la luz desapareció y llegó la
oscuridad.
Poco a poco, la oscuridad fue
menguando y Lirael vio la imagen de un
cuarto superpuesta a la del río de la
muerte que percibía con el otro ojo.
Ambas imágenes eran borrosas, como
vistas a través de las lágrimas, pero no
estaba llorando. La muchacha parpadeó
varias veces sin conseguir ver con
mayor claridad.
Ante sus ojos se presentaba un
cuarto amplio, en realidad se trataba de
un salón con un ventanal en un extremo,
cuyo cristal no era transparente, sino una
mancha borrosa multicolor. Lirael
percibió que la ventana irradiaba una
especie de magia, pues los colores y
dibujos mutaban, aunque no alcanzaba a
verlos con toda claridad.
Una mesa larga, de madera clara y
brillantísima, ocupaba el largo de la
sala. Sobre ella había todo tipo de
objetos de plata: candelabros con velas
de cera de abeja de nítidas llamas
amarillas, saleros y molinillos de
pimienta, salseras y soperas y muchos
ornamentos que Lirael no había visto en
su vida. En una bandeja había un pato
asado, a medio trinchar, y todo
alrededor, infinidad de platos con otros
manjares.
A las cabeceras había dos personas,
de modo que Lirael tuvo que entrecerrar
los ojos para verlas mejor. Una de esas
personas era un hombre; estaba sentado
en una silla de respaldo alto, como una
especie de trono. Pese a que vestía una
sencilla camisa blanca y no llevaba joya
alguna, tenía el porte y las maneras de
alguien de autoridad. Lirael frunció el
ceño y movió un poco el espejo oscuro
por si conseguía ver algo mejor. La
estancia se llenó de arco iris y, aparte de
eso, nada cambió.
Existían encantamientos específicos
para afinar la visión, sin embargo,
Lirael no quería utilizarlos aún por
temor a que saliesen mal y la imagen
desapareciera del todo. Se concentró
entonces en la otra persona. La veía con
más claridad que al hombre.
Era Arielle, su madre, la hermana
menor de Kirrith. Su hermosura se
destacaba bajo la suave luz de las velas;
la larga cabellera, rubia y brillante, le
caía cual cascada sobre la espalda del
vestido de exquisita tela azul salpicado
de estrellas doradas. Sobre el profundo
escote lucía un collar de zafiros y
diamantes.
Lirael se concentró y la visión del
pasado se hizo más clara cerca de las
dos personas y más borrosa en el resto,
como si el color y la luz aumentaran allí
donde ella clavaba el ojo. Al mismo
tiempo, la imagen del río de la muerte se
fue nublando. Comenzó a percibir
sonidos, como si escuchara a dos
personas que conversaban a medida que
iban acercándose a ella. Hablaban
utilizando giros distinguidos que en el
glaciar no se oían nunca. Era evidente
que no se conocían bien.
—Bajo este techo he oído infinidad
de cosas extrañas, señora —decía el
hombre mientras se servía más vino y
despedía con un ademán a un enviado
sirviente que había empezado a
atenderlo—. Mas ninguna tan extraña
como ésta.
—No es algo que yo haya buscado
—replicó la mujer.
Aquella voz le sonó extrañamente
familiar a Lirael. ¿Cómo era posible que
la recordara? Apenas tenía cinco años
cuando Arielle la abandonó. Entonces se
dio cuenta de que aquella voz le
recordaba la de Kirrith. Aunque era
mucho más dulce que la de su tía.
—¿Y ninguna de vuestras hermanas
en la visión ha visto lo que decís de mí?
—preguntó el hombre—. ¿Ninguna de
las que forman la Guardia de los nueve
días?
—Ninguna —contestó Arielle,
inclinando la cabeza para ocultar el
rubor que le subía por el cuello.
Lirael observaba la escena llena de
asombro. ¡Su madre estaba avergonzada!
La Arielle de su visión no era mucho
mayor que ella. Parecía incluso más
joven.
El hombre dio muestras de estar
pensando lo mismo, porque dijo:
—Mi esposa murió hace dieciocho
años y mi hija debe de tener vuestra
edad. No me son desconocidas las…
las…
—¿Imaginaciones de las jovencitas?
¿Los caprichos pasajeros de la
juventud? —lo interrumpió Arielle
mirándolo a los ojos, enfadada—. Tengo
veinticinco primaveras, mi señor, no soy
una ingenua virgen que lucha por su
caballero. ¡Soy una hija de las Clarvis y
no habría venido hasta aquí para yacer
con un hombre que podría ser mi padre
de no haberlo visto en una visión!
El hombre dejó la copa sobre la
mesa y sonrió, arrepentido, pero la risa
no alegró su mirada cansada.
—Os pido que me disculpéis,
señora. En realidad, he oído el sonido
de la profecía cuando me hablasteis por
vez primera, pero la aparté de mi mente.
Mañana debo marcharme de aquí para
arrostrar infinidad de peligros. No
dispongo de tiempo para pensar en el
amor y es de todos sabido que no soy un
padre perfecto. Y aunque mañana no
tuviera que marcharme y pudiera
entretenerme aquí con vos, el hijo que
de esa unión saldría vería a su padre en
contadas ocasiones.
—No se trata de amor —dijo
Arielle en voz baja, mirándolo a los
ojos—. Y para engendrar a una hija
basta una noche sola, no hace falta un
año con todas sus noches. Y así ocurrirá,
porque la he visto. En cuanto a vuestra
ausencia, me temo que durante mucho
tiempo no tendrá ni padre ni madre.
—Habláis de una certeza —dijo el
hombre—. Sin embargo, las Clarvis
suelen ver muchos hilos que el futuro tal
vez teja de uno u otro modo.
—En este caso sólo veo un hilo, mi
señor —dijo Arielle tomando la blanca
mano del hombre entre las suyas, muy
morenas—. He venido hasta aquí,
impulsada por las visiones que me han
sido dadas por un linaje, del mismo
modo que a vos os impulsa el vuestro.
Así está escrito, primo. Tal vez podamos
al menos disfrutar de nuestra única
noche prescindiendo de otras razones.
Retirémonos a vuestros aposentos.
El hombre vaciló, su mano
descansaba abierta sobre la mesa.
Entonces rio, se llevó la mano de
Arielle a los labios y la besó con
suavidad.
—Disfrutaremos de nuestra noche —
dijo levantándose de la silla—. No sé
qué significa ni qué futuro estaremos
atando aquí con firmeza ¡Estoy cansado
de responsabilidades y preocupaciones!
¡Como vos decís, mi querida prima,
retirémonos a mis aposentos!
Se abrazaron y Lirael cerró el ojo
derecho; la embargó una gran
incomodidad, rayana en la vergüenza. Si
seguía mirando, tal vez viera el
momento en que fue concebida, la sola
idea la hacía sonrojar. Pese a haber
cerrado el ojo, la visión continuó allí
hasta que se diluyó con las lágrimas de
la muchacha.
En el fondo de su corazón había
abrigado la secreta esperanza de que la
visión le mostrara algo más, alguna
indicación de que sus padres habían
compartido un amor secreto, de que ella
era producto de un vínculo
inquebrantable. Al parecer no era así,
ella no era más que el producto de una
única y fugaz unión, una unión que
estaba predestinada o que era el
resultado de las locas fantasías de su
madre. Lirael no sabía qué era peor. Por
otra parte, seguía sin tener una idea
clara de quién era su padre, aunque
algunas de las cosas que había visto y
oído resultaban muy sugestivas y exigían
mayor reflexión.
Cerró el espejo con un golpe seco y
lo guardó en el morral que llevaba
colgado del cinto. Fue entonces cuando
se dio cuenta de que el rumor de la
Primera Puerta había cesado. Algo
estaba atravesando la cascada, algo
proveniente de las profundidades del
reino de los muertos.
Un morador de la
Muerte

egundos después de que Lirael se


percatara del silencio de la Primera
Puerta, se reanudó el sonido de la caída
S
del agua. Aquello que la había acallado,
había cruzado ya la cascada y se
encontraba en el primer recinto
del Reino de la Muerte. Con
Lirael.
La muchacha escudriñó la lejanía sin
ver nada que se moviera. La luz grisácea
y lo plano del río dificultaba mucho
calcular las distancias y no tenía la más
remota idea de si la Primera Puerta
estaba tan cerca como sonaba. Sabía, sin
embargo, que el velo de neblina en que
iba siempre envuelta servía para
distinguirla, pero la muchacha no lo
veía.
Para curarse en salud, Lirael
desenvainó la espada, sacó la zampona y
avanzó varios pasos en dirección al
reino de los vivos, hasta que estuvo lo
bastante cerca del límite para notar su
calor en la espalda. Debía cruzar ya la
Frontera, lo sabía, pero una curiosidad
temeraria la mantenía atenazada e
inmóvil donde estaba: sentía el loco
impulso de ver, aunque fuese
brevemente, a un morador de la Muerte.
Cuando por fin contempló sus
primeras señales, su curiosidad se
esfumó como por arte de encanto para
dar paso al pavor. Algo se acercaba
bajo el agua, no sobre ella; el oleaje
formaba una uve cuyo vértice se dirigía
hacia ella, velozmente contra la
corriente. Algo grande y oculto, trataba
de sustraerse a los sentidos de Lirael.
No había notado su presencia y reparó
en el oleaje de casualidad, por su
exceso de celo.
De inmediato, volvió a tantear en
busca de la vida, pero en ese mismo
momento, la uve estalló dando paso a
una silueta envuelta en llamas y
oscuridad. Sostenía una campana, una
campana que tañía destilando poder, un
poder que la clavaba en la Frontera
misma entre la vida y la muerte.
Lirael supo que aquella campana era
Saraneth, la reconoció cuando su sonido
le traspasó los huesos y luchó contra los
músculos palpitantes de la muchacha. Se
trataba, sin embargo, de una versión
rudimentaria de Saraneth, no ligada a la
magia del Gremio, como ocurría con la
zampona de Lirael o las campanas de la
Abhorsen. En aquel instrumento había
más poder que arte. Debía de tratarse de
la campana de un brujo practicante de la
magia libre. ¡De un nigromante!
La muchacha percibió la voluntad de
quien tañía la campana, supo que
intentaba dominar su espíritu; era una
fuerza implacable, llena de odio, que
conseguía derrotar la inútil resistencia
de la muchacha. Lirael vio entonces a
quien tañía la campana, lo vio con toda
claridad, pese al vapor que lo envolvía,
como si se tratara de un hierro candente
lanzado al río.
Se trataba de Hedge, el nigromante
aparecido en la visión que las gemelas
le habían enseñado. La magia libre le
permitía emitir un calor abrasador,
capaz de acabar incluso con el frío de la
muerte.
—¡Arrodíllate ante tu amo! —le
ordenó Hedge avanzando hacia ella a
grandes zancadas, con la campana en
una mano y una espada negra que
despedía llamas líquidas en la otra.
Su voz era ronca y cruel y sus
palabras despedían fuego y humo.
La orden del nigromante golpeó a
Lirael como un azote; notó que las
rodillas se le doblaban, que las piernas
no la sostenían. Hedge la tenía bajo su
dominio, el tono profundo y dominante
de Saraneth seguía resonando en sus
oídos, el eco se propagaba en su mente,
era un sonido que no lograba quitarse de
la mente.
Hedge se acercó más, la espada
levantada por encima de la cabeza;
Lirael sabía que no tardaría en caer
sobre su cuello desprotegido. Ella
también empuñaba la espada, las marcas
del Gremio ardieron como soles
dorados cuando Nehima reaccionó con
rabia ante el inminente ataque de la
magia libre. Pero el brazo con el que
empuñaba la espada, trabado a la altura
del codo por obra del enemigo, había
quedado inmovilizado por la fuerza
terrible de la campana.
Lirael intentó desesperadamente
infundirle movimiento a su brazo, mas
no lo consiguió. Trató entonces de
bucear en el fluir del Gremio, sacar de
él un hechizo para derribar al
nigromante con dardos de plata o fuego
dorado.
—¡De rodillas! —le ordenó otra vez
el nigromante.
La muchacha se arrodilló y las frías
aguas del río la golpearon en el
estómago y el pecho, dándole la
bienvenida con su abrazo que pronto
sería eterno. Los músculos del cuello se
movieron con una serie de estímulos y
se tensaron como cuerdas mientras se
resistía al impulso de inclinar la cabeza.
Descubrió entonces que si cedía un
poco, podría bajar la cabeza lo
suficiente para acercar los labios a la
zampona que seguía sosteniendo entre
los dedos helados de la mano izquierda.
Se dejó llevar a toda prisa, los labios
tocaron la plata con increíble fuerza; la
muchacha no supo siquiera cuál de las
flautas sonaría. En el peor de los casos
sería Astarael, pero daba igual, porque
se llevaría consigo al nigromante hasta
las profundidades de la muerte.
Sopló con todas sus fuerzas,
haciendo acopio de la poca voluntad que
le quedaba, procuró que la nota sonara
clara y que su eco obligase a batir en
retirada el tañido de la campana del
nigromante.
Fue Kibeth la que sonó y su voz
golpeó a Hedge justo cuando se disponía
a asestar la estocada para decapitar a la
muchacha. Le envolvió los pies con un
ardid lleno de picardía, haciéndolo girar
en redondo. La estocada se perdió en el
aire, por encima de Lirael, y a partir de
ese momento, Kibeth hizo que Hedge
caminara y bailara como un borracho
perdido y se dirigiera retozando hacia la
Primera Puerta.
Aunque sorprendido por la
intervención de Kibeth, la voluntad de
Hedge y la intervención de Saraneth
consiguieron mantener inmovilizada a
Lirael pese a que la muchacha intentaba
lanzarse de vuelta al reino de los vivos.
Notaba los brazos y las piernas pesadas
como fardos, el río quería tragársela
como si de arenas movedizas se tratara.
Empujó y tiró para soltarse y avanzar
hacia el mundo de los vivos, pensó en su
pasado, en la Perra Canalla, en todo lo
que amaba.
Al final, como si la cuerda invisible
que la mantenía atada se hubiera roto,
Lirael salió despedida hacia adelante,
hacia la luz del sol y la brisa fresca,
aunque antes de que eso ocurriera, el
nigromante se despidió de ella con unas
palabras tan frías y amenazantes como el
mismo río de la Muerte.
—¡Sé quién eres! ¡No podrás
ocultarte! ¡Te voy a…!
No llegó a terminar de proferir su
amenaza; sus últimas palabras se
perdieron cuando Lirael volvió a tomar
plena posesión de su cuerpo y sus
sentidos se reacomodaron al mundo de
los vivos. Tal como advertía el libro,
llevaba hielo y escarcha hasta en el
último pliegue de su ropa. Y de la nariz
le colgaba incluso un carámbano. Al
arrancárselo sintió un daño tremendo y
estornudó.
—¿Qué era eso? —ladró la perra,
prácticamente bajo los pies de Lirael.
Estaba claro que había percibido el
ataque a su ama.
—Un… un nigromante —contestó
Lirael estremeciéndose de los pies a la
cabeza—. El mismo… el de la visión…
que las Clarvis me mostraron. Hedge.
¡Ha… ha estado a punto de matarme!
La perra gruñó desde el fondo de la
garganta y Lirael notó entonces que su
mascota había crecido, le llegaba hasta
el hombro y tenía unos dientes mucho
más grandes y afilados.
—¡Sabía que debía haberme
quedado contigo, amita!
—Sí, sí —farfulló Lirael.
Seguía sin poder hablar apenas,
respiraba entrecortadamente, atenazada
por el miedo. Sabía que el nigromante
no podía seguirla, porque para ello
debía regresar al cuerpo que había
dejado en el reino de los vivos. Por
desgracia, la pequeña flauta Kibeth no
conseguiría hacerlo llegar muy lejos.
Aquel ser disponía de la fuerza
necesaria para regresar y enviar
espíritus muertos en busca de la
muchacha. A los llamados sin cuerpo.
—Enviará algo a buscarme.
¡Debemos marcharnos de aquí!
La perra volvió a gruñir pero no
opuso resistencia y fue tras su ama
cuando ésta recorrió la isla pedregosa,
sin otra idea en mente que regresar de
inmediato a la Exploradora. Se colocó a
espaldas de Lirael, de modo que cada
vez que la muchacha se volvía para
mirar nerviosamente, ahí estaba la Perra
Canalla, interponiéndose entre su ama y
el peligro.
Poco después, a salvo en las rápidas
aguas del Renegado, Lirael se desplomó
en el fondo de la barca, abrumada por la
reciente experiencia, con una mano
posada sobre el timón. La Exploradora
era de fiar, sabía encontrar el rumbo.
—Con qué gusto le habría arrancado
el cuello a mordiscos a ese nigromante
—dijo la perra después de permitir que
su ama suspirara y temblara durante
varios minutos—. ¡Así se habría
acordado de mis dientes!
—Creo yo que no se habría dado
cuenta si le hubieses arrancado el cuello
a mordiscos —dijo Lirael, temblorosa
—. Parecía más muerto que vivo. «Sé
quién eres», me dijo —añadió la
muchacha en voz muy baja, mirando el
cielo, para que el sol le diera en toda la
cara, notando su bendito calor en los
labios y la nariz helados—. ¿Cómo es
posible que me conozca?
—La magia libre carcome a los
nigromantes —dijo la perra al tiempo
que encogía para adoptar un tamaño
menos beligerante, más a pie para la
conversación—. El poder que intentan
ejercer, la magia libre que quieren
dominar, acaba devorándolos. Ese poder
reconoce tu linaje. Él se refería a eso
cuando te dijo que sabía quién eras.
—No me gusta nada la idea de que
me conozcan fuera del glaciar —dijo
Lirael estremeciéndose otra vez—. Que
sepan quién soy. Es posible que ese
nigromante esté ahora con Nicholas, en
el reino de los vivos, de manera que
cuando por fin localice a Nicholas,
encontraré al nigromante. Como el
insecto que se acerca a la araña para
encontrar a la mosca.
—Ésos son problemas de mañana —
dijo la perra, tratando de tranquilizarla
sin conseguirlo demasiado—. Al menos
hemos conseguido salir con bien de los
de hoy. Aquí, en el río, estamos a salvo.
Lirael asintió y siguió pensando.
Tras un momento se incorporó y tocó a
su perra debajo de la quijada y
alrededor de las orejas.
—Oye, Perra Canalla —comenzó a
decir, sin saber cómo continuar—, tú
estás hecha de magia libre, puede que en
mayor proporción que la magia del
Gremio de tu collar. ¿Por qué no te…
por qué no eres… por qué no eres como
el nigromante?
La perra suspiró a su manera,
lanzando un sustancioso buuf que hizo a
Lirael a fruncir el ceño. La perra inclinó
la cabeza hacia un gesto para meditar la
contestación.
—En el principio, todo era magia
libre, espontánea, en estado puro, sin
canalizar. Después se creó el Gremio,
que tomó gran parte de la magia libre y
puso en ella orden, la sujetó a
estructuras, la ató a los símbolos. La
magia libre que se mantuvo separada del
Gremio es la correspondiente a la
nigromancia, los stilkens, margrús,
siseantes, analems y demás criaturas
malignas, engendros y espíritus
protectores de los brujos. Es la magia
aleatoria que persiste fuera del Gremio.
También existe la magia libre que
contribuyó a crear el Gremio sin ser
insumida por éste —prosiguió la perra
—. Esa magia libre difiere por completo
la otra que se negó a participar en la
creación del Gremio.
—Hablas del principio —dijo
Lirael, que no estaba del todo segura de
haber entendido bien—. ¿Cómo pudo
ocurrir antes del Gremio, si no tiene
principio ni fin?
—El Gremio tiene un principio —
contestó la Perra Canalla—. Incluido el
Gremio. Te lo digo de buena fuente,
porque yo estaba cuando nació, cuando
los Siete decidieron crear el Gremio y
las Cinco se entregaron a su creación.
En cierto modo, tú también estuviste
presente, mi ama. Eres descendiente de
las Cinco.
—¿De las cinco grandes marcas del
Gremio? —preguntó Lirael, fascinada
por esta información—. Recuerdo que
había un poema al respecto. Tal vez uno
de los primeros que memorizábamos de
pequeñas.
Se acomodó mejor, entrelazó las
manos a la espalda, adoptando sin darse
cuenta la postura del recitado aprendida
en la infancia.

Cinco marcas del Gremio ciñen


la tierra.
Grandes son los misterios que
ellas encierran.
La primera está en la gente que
lleva corona.
La segunda, en quienes a los
muertos no perdonan.
La tercera y la quinta son
piedra y argamasa.
La cuarta lo ve todo en el agua
fría que pasa.

—Sí —dijo la perra—. Buen poema


para que lo aprendan los cachorrillos.
Las grandes marcas constituyen la
piedra angular del Gremio. Tanto los
linajes, como el Muro y los pilares del
Gremio provienen del sacrificio original
de las Cinco, que infundieron su poder a
los hombres y mujeres que fueron tus
antepasados. Algunos de ellos, a su vez,
transmitieron ese poder a la piedra y a
la argamasa, cuando se consideró que la
sangre, por sí sola, se diluía con
demasiada facilidad o podía pervertirse.
—Vamos a ver, si las Cinco se…
digamos que se disolvieron en el
Gremio, ¿qué pasó con los otros dos? —
preguntó Lirael, asimilando la
información con el ceño fruncido. En
todos los libros que había leído se decía
que el Gremio había existido siempre y
siempre existiría—. Dijiste que fueron
Siete quienes decidieron crear el
Gremio.
—Comenzó con los Nueve —
contestó la Perra Canalla en voz baja
—. Nueve que eran los más poderosos,
que poseían el raciocinio y la
providencia que los colocaba por
encima de las decenas de miles de seres
de la magia libre que pugnaban por
existir sobre la faz de la tierra. Sin
embargo, de esos Nueve, sólo Siete
estuvieron de acuerdo en crear el
Gremio. Uno decidió hacer caso omiso
de la obra de los Siete, pero al final
acabó siendo sometido para que sirviera
al Gremio. El Noveno se resistió y fue
derrotado a duras penas.
—O sea, el número ocho y el
número nueve —dijo Lirael contando
con los dedos—. Sería más fácil de
entender si tuvieran nombres en lugar de
números. De todos modos, todavía no
me has explicado lo que ocurrió con…,
a ver…, con el seis y el siete. ¿Por qué
no pasaron a formar parte de las grandes
marcas o cartas del Gremio?
—Contribuyeron con gran parte de
su poder a la formación de los linajes,
pero no pusieron en ello todo su ser —
contestó la perra—. Sospecho que
porque a lo mejor estaban menos
cansados de la existencia consciente, de
la existencia individual. Querían
continuar, de un modo u otro querían
continuar. Creo que deseaban ver lo que
pasaba. Y los Siete si tenían nombres.
Se los recuerda con las campanas y las
flautas como la que llevas en tu cinto.
Cada una de esas campanas y las flautas
de la zampoña que llevas en tu cinto.
Cada una de esas campanas contiene
parte del poder original de los Siete, el
poder que existía antes de la creación
del Gremio.
—¿No serás tú… no serás tú uno de
los Siete, verdad? —preguntó tras un
silencio cargado de ansiedad.
No conseguía hacerse a la idea de
que uno de los creadores del Gremio
que más poder que hubiese entregado, se
hubiese rebajado a ser su amiga. Ni que
siguiera siendo su amiga una vez
revelado su altísimo rango.
—Soy la Perra Canalla —contestó
el can lamiendo la cara de su ama—.
Una pizca, un resto que quedó del
principio, regalado al Gremio. Y
siempre seré tu amiga, Lirael. Lo sabes
de sobra.
—Supongo —contestó Lirael,
dubitativa. Abrazó con fuerza a la perra
y apretó la cara contra su cuello cálido
—. Yo también seré siempre amiga tuya.
La perra dejó que Lirael siguiera
abrazándola, pero tenía las orejas
levantadas y escuchaba lo que ocurría en
el mundo que las rodeaba. El hocico no
dejaba de olisquear el aire, tratando de
captar parte del olor que había salido
del reino de los muertos junto con
Lirael. Un olor inquietante, que la perra
esperaba se debiera a su imaginación y
sus recuerdos de antaño, porque no se
trataba sólo del olor de un nigromante
humano, por poderoso que fuera. Era
mucho, pero mucho más antiguo y más
aterrador.
Lirael dejó de abrazar a su mascota
cuando ya no aguantó más el tufo a
humedad que desprendía, y entonces,
regresó junto a la caña del timón. La
Exploradora seguía gobernándose sola,
pero Lirael notó la reacción de
bienvenida y reconocimiento cuando las
marcas del Gremio florecieron en su
mano, cálidas y reconfortantes después
del frío de la muerte.
—Es probable que dentro de unas
horas veamos el trasbordador Sindle —
comentó Lirael con el ceño fruncido,
mientras recordaba los mapas que había
enrollado, desenrollado, catalogado y
reparado en biblioteca—. Vamos a buen
ritmo…, ¡hemos recorrido al menos
veinte leguas!
—Hacia el peligro —aclaró la perra
yendo hasta la popa para tenderse a los
pies de Lirael—. No lo olvidemos,
amita.
Lirael asintió y otra vez se puso a
pensar en el nigromante y en el reino de
los muertos. En ese momento, bajo aquel
sol delicioso, a bordo de la barca que
navegaba alegremente río abajo, aquello
le parecía irreal. Sin embargo, cuando
ocurrió había sido más que real. Y si las
palabras del nigromante eran ciertas, no
sólo la conocía, sino que tal vez supiera
donde iba. En cuanto abandonara el
curso del Renegado, se convertiría en
una presa relativamente fácil de los
sirvientes muertos del nigromante.
—Tal vez debería confeccionarme
una piel con la magia del Gremio —dijo
—. La de un búho bramador, por si
acaso.
—Buena idea —contestó la perra
arrastrando las palabras. Tenía la
mandíbula apoyada sobre el pie de
Lirael y babeaba muchísimo—. Por
cierto, ¿viste algo en el espejo oscuro?
Lirael vaciló. Lo había olvidado.
Por un instante, el ataque del nigromante
había borrado de su mente la visión del
pasado.
—Sí.
La perra esperó que su ama siguiera
hablando, pero la muchacha guardó
silencio. Al final, levantó la cabeza y
dijo:
—O sea que ahora eres una
recordadora. La primera en los últimos
quinientos años, si no me equivoco.
—Supongo que sí —dijo Lirael, sin
mirar a los ojos a la Perra Canalla. No
quería ser una recordadora, el nombre
que en el libro se daba a quien veía el
pasado. Ella quería ver el futuro.
—¿Y qué es lo que viste? —inquirió
la perra.
—A mis padres. —La muchacha se
sonrojó al recordar lo cerca que había
estado de ver a sus padres haciendo el
amor—. A mi padre.
—¿Quién era?
—No lo sé —respondió Lirael, con
aire preocupado—. Creo que si viera un
retrato suyo, lo reconocería. O si viera
la estancia donde se me apareció. De
todas maneras carece de importancia.
La perra bufó para darle a entender
que a ella no la engañaban así como así.
Claro que tenía importancia, y mucha,
pero Lirael no quería hablar del asunto.
—Mi familia eres tú —dijo Lirael
rápidamente al tiempo que abrazaba
brevemente a su mascota.
A continuación, fijó la vista en la
distancia, en las aguas brillantes del
Renegado. La perra era, en realidad, su
única familia, incluso más que las
Clarvis con las que había pasado toda su
vida.
Le habían demostrado que nunca
llegaría a ser una de ellas, pensó
mientras se ajustaba el pañuelo a la
cabeza, y recordó entonces el tacto de la
seda sobre los ojos. Si alguien es de tu
familia, no vendas los ojos a tus hijos.
Un baño en el rio

L irael siguió el consejo de Sanar


y Ryelle y pasó la primera noche
fuera del glaciar de las Clarvis
anclada al abrigo de una isla larga y
estrecha, en el centro del Renegado,
rodeada de más de cuatrocientos metros
de aguas profundas y caudalosas.
En cuanto amaneció, después de
desayunar avena, una manzana, una torta
canela más bien dura y varios tragos de
agua clara del río, Lirael levantó el
ancla, la guardó y llamó a la perra con
un silbido. Se volvió a nado desde la
isla, donde había dejado su canino en
recuerdo de los perros que pudieran
visitarla algún día.
Acababan de levar el ancla y
comenzaban a ponerse a favor del viento
cuando de repente la Perra Canalla se
puso tiesa y señaló hacia la orilla al
tiempo que soltaba un aullido de
advertencia.
Lirael agachó la cabeza para ver por
debajo de la botavara y con la vista
siguió la dirección que señalaba con la
pata la Perra Canalla hasta un objeto
situado a trescientos metros corriente
abajo. Al principio, la muchacha no
distinguió de qué se trataba, parecía
algo metálico sobre la superficie del río
y reflejaba el sol de la mañana. Cuando
por fin lo reconoció, con más atención
para confirmar su conclusión inicial.
—Parece una bañera —dijo
despacio—. Y dentro va un hombre.
—A todas luces se trata de una
bañera —convino la Perra Canalla—.
Y de un hombre. Hay algo más… Será
mejor que tengas una flecha preparada,
amita.
—Da la impresión de estar
desmayado. O muerto —contestó Lirael
—. ¿No deberíamos seguir navegando y
dejarlos atrás?
Se limitó a dejar el timón al mando
de la Exploradora, sacó el arco y lo
tensó. Envainó a Nehima y extrajo una
flecha del carcaj.
La Exploradora parecía compartir el
deseo de cautela de la Perra Canalla,
porque se mantuvo a distancia de aquel
objeto. La bañera navegaba mucho más
despacio que ellas, impulsada sólo por
la corriente. Pero con el viento dándole
de lleno en la manga, la Exploradora era
bastante más rápida y podría adelantar a
la extraña embarcación si pasaba por su
lado describiendo un arco y proseguía
su rumbo.
Seguir su rumbo era lo que Lirael
deseaba. No quería tener nada que ver
con extraños, si no era absolutamente
necesario. Aunque tarde o temprano, se
vería obligada a tratar con otras
personas y el pobre hombre parecía en
dificultades. Seguramente si se había
aventurado a navegar por el Renegado
en aquella bañera metálica tan poco
fiable no había sido por voluntad
propia.
Lirael frunció el entrecejo y se caló
el pañuelo casi hasta los ojos, para que
la cara no le quedara tan al descubierto.
Cuando se encontraban a cincuenta
metros escasos y a punto de rebasar la
bañera, coloco una flecha en el arco
pero no la disparó. El hombre no se
había dado cuenta de la aproximación de
la Exploradora, porque no se había
movido siquiera. Estaba tumbado de
espaldas en la bañera, los brazos le
colgaban de los costados y tenía las
rodillas flexionadas. Lirael vio junto a
él la empuñadura de una espada y en el
pecho llevaba algo…
—¡Campanas! ¡Es un nigromante! —
exclamó Lirael, tensando el arco.
Aquel hombre no se parecía a
Hedge, pero un nigromante era un
nigromante y estaba claro que eran
peligrosos. Atravesarlo con una flecha
suponía ganar en tranquilidad. A
diferencia de los siervos muertos, los
nigromantes no tenían pavor al agua
corriente. Con toda seguridad, éste
fingía estar herido para hacerla caer en
la trampa.
Se disponía a disparar la flecha
cuando la perra ladró de repente:
—¡Espera! ¡No huele como los
nigromantes!
Sorprendida, Lirael dio un brinco y
al dispararse, la flecha surcó el aire
pasando a menos de un palmo por
encima de la cabeza del hombre. De
haberse incorporado, le habría dado en
la garganta o en un ojo, matándolo al
instante.
La flecha describió un arco
descendente y cayó al agua, lejos de la
bañera, justo cuando un pequeño gato
blanco asomaba entre las piernas del
hombre, se subía a su pecho y bostezaba.
Aquello provocó la inmediata
reacción de la Perra Canalla, que se
puso a ladrar como una posesa e intentó
lanzarse al agua. Lirael apenas atinó a
bajar el arco y a aferrar a su mascota
por la cola antes de que se lanzara por
la borda.
La Perra Canalla meneaba la cola
con tanta alegría y a una velocidad tal
que Lirael se las vio y se las deseó para
que no se le escurriera de las manos. La
muchacha no consiguió determinar si
aquello era una nuestra de amistad o de
entusiasmo ante la perspectiva de
perseguir al gato…
Con tanto barullo, el hombre de la
bañera acabó por despertar. Se
incorporó despacio, medio adormilado,
mientras el gato avanzaba con paso
inseguro para instalarse sobre su
hombro. Al principio el hombre miraba
hacia el lado opuesto de donde venían
los ladridos; luego se volvió hacia la
barca y, de inmediato, echó mano de la
espada.
Lirael cogió otra vez el arco y
preparó otra flecha. La Exploradora
puso proa al viento de modo que
aminoraron la marcha, con lo que Lirael
contó con la estabilidad necesaria para
disparar.
El gato habló entonces, alternando
las palabras con los bostezos.
—¿Qué haces aquí?
Lirael dio un brinco de sorpresa
pero consiguió que no se le cayera la
flecha. Se disponía a contestar cuando
advirtió que el gato se dirigía a la Perra
Canalla.
—¡Put! —contestó la perra—. Yo
juraría que alguien tan taimado sabría la
respuesta a esa pregunta. ¿Cómo te
llamas ahora? ¿Y quién es ese golfillo
de aspecto lamentable que va contigo?
—Me llaman Zapirón —contestó el
gato—. Casi todo el tiempo. ¿Y a ti qué
nombre…?
—Este golfillo de aspecto
lamentable sabe hablar por sí mismo —
lo interrumpió el hombre, airado—.
¿Quién o qué eres tú? ¡Y tú, muchacha!
Ésa es una de las barcas de las Clarvis,
¿no? ¿La has robado?
La Exploradora dio un bandazo al
oír el insulto y Lirael apretó con fuerza
el arco, mientras subía despacio la mano
derecha a la cuerda. Se trataba de un
golfillo arrogante que, para colmo, era
más joven que ella ¡Y llevaba campanas
de nigromante! Aparte de ese detalle,
era bastante apuesto, otro punto en
contra, por lo que a ella respectaba. Los
hombres apuestos siempre eran los que
se le acercaban en el refectorio, seguros
de que ella no se atrevería a rechazar
sus atenciones.
—Yo soy la Perra Canalla —
contestó el chucho con toda tranquilidad
—. Compañera de Lirael, hija de las
Clarvis.
—Así que te ha robado a ti también
—gruñó Sam, sin pensar siquiera en lo
que decía. Le dolía todo el cuerpo, y
llevar a Zapirón montado en el hombro
era sumamente incómodo e irritante.
—Yo soy Lirael, hija de las Clarvis
—anunció Lirael, muy solemne, la rabia
se impuso a su habitual sentimiento de
ser una impostora—. ¿Y tú quién eres o
qué eres, aparte de un grosero
insoportable?
El hombre, en realidad, el
muchacho, la miró fijamente hasta que a
Lirael se le subieron los colores y tuvo
que agachar la cabeza y ocultarse tras el
flequillo y el pañuelo. Sabía muy bien lo
que estaba pensando de ella.
Era imposible que fuese hija de las
Clarvis. Las Clarvis eran altas, rubias y
elegantes. Aquella muchacha… en
realidad, aquella mujer… tenía el
cabello oscuro y llevaba un atuendo
raro. Su chaleco rojo brillante no se
parecía en nada a las blancas túnicas
salpicadas de estrellas que distinguían a
las Clarvis y que él había visto en
Belisaere. Tampoco hacía gala de
aquella confianza distante de las
videntes que siempre lo habían puesto
nervioso cuando se las encontraba por
casualidad por los pasillos de palacio.
—No tienes aspecto de ser hija de
las Clarvis —dijo remando en la bañera
para acercarse más. La corriente estaba
alejándolo de la Exploradora y tuvo que
hacer un esfuerzo por mantenerse en el
sitio—. Pero supongo que aceptaré lo
que me dices.
—¡Detente! —le ordenó Lirael
levantando el arco—. ¿Quién eres? ¿Y
por qué llevas campanas de nigromante?
Sam se miró el pecho. Se había
olvidado de que llevaba puesta la
bandolera. Se dio cuenta entonces de lo
fría que estaba y de la fuerte presión que
ejercía contra su pecho dificultándole la
respiración.
Se desabrochó la bandolera mientras
intentaba inventarse una respuesta nada
concluyente, pero Zapirón se le
adelantó.
—Bienhallada, señora Lirael. Este
golfillo, tal como lo ha definido tu
sirviente con tan buen tino, es su
majestad el príncipe Sameth, el
Abhorsen en ciernes. Por eso lleva las
campanas. Pasemos ahora a asuntos más
serios. ¿Podrías tener la bondad de
rescatarnos? La embarcación personal
del príncipe Sameth no es de las que
tengo por costumbre utilizar, y sé que él
está más que dispuesto a conseguirme un
pescado antes de mi siesta de la mañana.
Lirael miró a la Perra Canalla con
aire inquisitivo. Sabía quién era el
príncipe Sameth. ¿Pero por qué diablos
estaba el segundo hijo del rey
Touchstone y de la Abhorsen Sabriel
flotando en una bañera en medio del
Renegado, a leguas de la civilización?
—Es un príncipe real, sin duda —
sentenció la Perra Canalla olisqueando
el aire—. Huelo su linaje. Además está
herido… eso lo vuelve irritable. No es
más que un muchacho impetuoso. Pero
del otro, de Zapirón, debieras cuidarte.
Lo conozco desde hace mucho tiempo.
Es el siervo de los Abhorsen, es verdad,
pero es producto de la magia libre, a los
que es preciso someter a algún vínculo.
No sirve por voluntad propia ni se te
ocurra nunca quitarle el collar.
—Supongo que tendremos que
recogerlos —dijo Lirael en voz baja,
con la esperanza de que la Perra
Canalla le llevara la contraria. Pero la
perra se limitó a mirarla con aire
divertido, y Exploradora había decidido
por ellas moviendo un poco la caña del
timón y la barca empezó a dirigirse muy
despacio hacia la bañera. Lirael lanzó
un suspiro y guardó el arco y sacó la
espada, por si la Perra Canalla se había
equivocado. ¿Y si el príncipe Sameth
fuese en realidad un nigromante y no el
Abhorsen en ciernes?
—Deja la espada a un lado —le
gritó Lirael—. Y tú, Zapirón, siéntate
debajo de las piernas del príncipe.
Cuando nos pongamos a vuestro
costado, no os mováis hasta que os lo
ordene. —Sam no contestó enseguida.
Lirael vio que le susurraba algo al gato
y se dio cuenta de que mantenía una
conversación similar a la que ella
acababa de tener con la Perra Canalla.
—¡De acuerdo! —gritó Sam después
de escuchar al gato y dejando la espada
en el fondo de la bañera, junto con las
campanas.
Cuando se acercaron, Lirael se dio
cuenta de que estaba afiebrado; las
mejillas encendidas, los ojos hundidos,
así lo indicaban. Zapirón se lanzó con
elegancia de los hombros del príncipe y
desapareció debajo del burile de la
bañera. La improvisada embarcación
siguió su rumbo girando en la corriente.
La Exploradora también avanzó,
cortando el viento para poder colocarse
de lado.
Barca y bañera chocaron con un
fortísimo sonido metálico. Lirael se
sorprendió de comprobar lo hundida que
iba, desde lejos no parecía tan
sumergida. El príncipe la miró ceñudo,
pero fue fiel a su palabra y no se movió.
Lirael tendió la mano izquierda y le
tocó la marca del Gremio que llevaba en
la frente, con la espada dispuesta para
lanzar una estocada en caso de que la
marca fuera falsa o estuviera corrupta.
Sin embargo, sus dedos notaron el
conocido calorcillo que desprendían las
genuinas marcas del Gremio cuando
brillaban con fuerza. Pese a lo que la
Perra Canalla le había contado, el
Gremio parecía ser eterno, no tener
principio ni fin. Tras un momento de
duda, Sam alargó el brazo y estando la
punta de la espada tan cerca, esperó a
que le diesen autorización. Lirael asintió
y entonces el muchacho le tocó la frente
con dos dedos, y la marca del Gremio se
encendió con una luz muy intensa, más
brillante que la del sol reflejado en el
río.
—Supongo que puedes salir de la
bañera —dijo Lirael, rompiendo el
silencio.
Volvía a estar muy nerviosa ante la
perspectiva de tener que compartir la
barca con un extraño. ¿Qué iba a hacer
si le daba por hablar todo el rato o si
intentaba besarla o algo así? La verdad
era que no parecía estar en condiciones
de intentar nada. Bajó la espada y lo
agarró de la mano para ayudarlo a
levantarse al tiempo que fruncía la nariz.
Desprendía un tufo a sangre, suciedad y
miedo; era evidente que hacía tiempo
que no se lavaba.
—Gracias —masculló Sam
deslizándose por la borda como pudo,
pues tenía las piernas tan entumecidas
que apenas le respondían. Lirael vio que
aguantaba el dolor estoicamente
mordiéndose los labios. Cuando pasó
las piernas por encima de la borda,
inspiró hondo y dijo—: ¿Me… me harás
el favor de coger mi espada, las
campanas y las alforjas? Me temo que
apenas puedo moverme.
Lirael lo hizo al instante. Recogió en
último lugar las alforjas. Cuando las
tuvo en la mano, la bañera se ladeó y
uno de los extremos quedó un instante
bajo el agua. Se enderezó un poco y
siguió flotando en el río aunque un poco
más hundida. Una ola pequeña chocó
con cierta fuerza contra un extremo y la
bañera ya no consiguió mantenerse a
flote, se dio la vuelta y, como un extraño
pez plateado, se hundió en las aguas
claras.
—Adiós, mi brava embarcación —
murmuró Sam mientras la veía
descender hacia las oscuras
profundidades.
Se dejó caer y soltó un suspiro,
mezcla de dolor y de alivio. Zapirón
había saltado justo cuando la bañera
comenzó a llenarse y en ese momento
estaba frente a la Perra Canalla, tan
cerca que sus hocicos casi se rozaban.
Así siguieron, mirándose fijamente, pero
Lirael sospechaba que estaban
comunicándose de una manera
desconocida para sus amos humanos. Y
esa manera no era del todo cordial. Los
dos tenían los pelos erizados y la Perra
Canalla gruñía por lo bajo con un
sonido que le salía del fondo del pecho.
Lirael se ocupó de las maniobras de
la Exploradora para volver a colocarla
corriente abajo, agachándose debajo de
la botavara cuando ésta se movió. La
barca casi no precisaba de ayuda, pero
era mejor dedicarse a gobernarla que
hablar. Cuando hubo terminado, el
silencio se hizo opresivo. Los dos
animales seguían hocico contra hocico.
Al final, Lirael se vio en la obligación
de decir algo. Deseó con todas sus
fuerzas encontrarse de vuelta en la
biblioteca para poder escribir una nota
en lugar de hablar.
—¿Qué… hum…, qué fue lo que te
pasó? —le preguntó a Sam, que se había
tendido cuan largo era en el fondo de la
embarcación—. ¿Por qué estabas en esa
bañera?
—Es largo de contar —dijo Sam
débilmente. Intentó sentarse para verla
mejor, pero la cabeza no le respondió y
fue a golpear contra un banco de bogar
—. ¡Aay! Pero resumiendo mucho,
podría decirse que huía de las
atenciones de los muertos, y la bañera
era la única embarcación disponible.
—¿De los muertos? ¿Cerca de aquí?
—preguntó Lirael estremeciéndose al
recordar su encuentro con la muerte.
Con el nigromante Hedge. Había
calculado que aquel ser despreciable
estaría cerca del lago Rojo, en el reino
de los vivos, como indicaba la visión.
Aunque aquello tal vez no hubiese
ocurrido aún. Era posible que en ese
momento Hedge se encontrara muy cerca
de allí…
—A varias leguas río arriba, anoche
—contestó Sam, palpándose alrededor
de la herida con la punta de un dedo.
Seguía tierna y se notaba tensa
contra la pernera del pantalón, síntoma
evidente de que, debido a su cansancio
extremo, el hechizo para contener la
infección había fallado.
—Tiene mal aspecto —comentó
Lirael, mirando la mancha oscura que
había dejado la sangre al secarse en la
pernera del pantalón—. ¿Te la hizo el
nigromante?
—¿Mmm? —inquirió Sam, notando
que estaba a punto de perder otra vez el
conocimiento. Apretar la herida no
había sido buena idea—. Por suerte, el
nigromante no tuvo nada que ver. Los
muertos obedecían órdenes prefijadas y
la verdad es que no lo hicieron con
demasiada eficacia. Esta puñalada es de
antes.
Lirael pensó un momento, sin saber
bien qué decirle. Se sentía intimidada, al
fin y al cabo, estaba ante un príncipe
real y un Abhorsen en ciernes.
—Lo digo porque ayer luché contra
un nigromante —dijo al fin.
—¿Cómo? —dijo Sam, incrédulo, y
se sentó del todo pese a las náuseas—.
¿Un nigromante? ¿Aquí?
—No exactamente —dijo Lirael—.
Estábamos en el reino de los muertos.
No sé dónde se encontraba él
físicamente.
Sam lanzó un gemido y cayó otra vez
hacia atrás. Esta vez Lirael lo notó a
tiempo y consiguió sostenerle la cabeza.
—Gracias —masculló Sam—.
¿Era… era flaco, calvo y llevaba
refuerzos metálicos rojos en los codos?
—Sí —susurró Lirael—. Se llama
Hedge. Quería cortarme la cabeza.
Sam tosió y se volvió hacia la
borda, tenía los músculos del cuello muy
tensos. Lirael consiguió apartar las
manos a tiempo antes de que vomitara.
El muchacho se quedó un rato con la
cabeza fuera de la borda y luego se echó
agua en la cara.
—Perdona —dijo—. Son los
nervios. ¿Y dices que luchaste contra
ese nigromante en el reino de los
muertos? Pero tú eres una Clarvi. Las
Clarvis no se internan en el reino de los
muertos. Quiero decir, nadie lo hace,
salvo los nigromantes y mi madre.
—Yo sí —farfulló Lirael y volvió a
sonrojarse—. Porque… porque soy una
recordadora. Tuve que ir hasta allí para
encontrar algo en el pasado.
—¿Qué es una recordadora? ¿Qué
tiene que ver el pasado con la muerte?
—preguntó Sam.
Sentía que deliraba. Una de dos, o
Lirael estaba como una cabra o él no
conseguía entender lo que le decía.
—Me parece a mí —dijo la Perra
Canalla interrumpiendo su
comunicación hocico a hocico con el
gato—, que mi ama debe curarte la
herida, joven príncipe. Después,
podremos empezar por el principio.
—Eso puede llevar un buen rato —
dijo Zapirón, asomado por la borda,
mientras buscaba peces sin mucha
convicción.
La forma en que los dos animales se
movían indicaba que durante la muda
conversación que habían mantenido el
gato había quedado en segunda posición.
—¿A ti también te quemó el
nigromante? —susurró Sam.
—No —respondió Lirael,
sorprendida—. ¿Por qué, a quién
quemó?
Ahora la confundida era ella. Sam
no contestó. Parpadeó una vez y luego
cerró los ojos.
—Será mejor que le cures la herida,
amita —sugirió la Perra Canalla.
Lirael suspiró, exasperada, sacó el
cuchillo y cortó la pernera del pantalón.
Al mismo tiempo, buceó en el flujo del
Gremio y rescató las marcas de un
hechizo que limpiaría la herida y
repararía el tejido.
Las explicaciones tendrían que
esperar.
El libro de los muertos

L as explicaciones tuvieron que


esperar casi todo el día, porque
Sam no despertó hasta que la
Exploradora varó sola en un banco de
arena y Lirael levantó campamento en la
isla que había al lado. Mientras cenaban
pescado asado, tomates secos y galletas,
se contaron sus respectivas historias.
Lirael se sorprendió de lo fácil que le
resultaba hablar con él. Era casi, casi
como conversar con la Perra Canalla.
A lo mejor se debía al hecho de que no
era una Clarvi, pensó.
—De manera que has visto a
Nicholas —dijo Sam resoplando—. Y
se encuentra en compañía de ese
nigromante, el tal Hedge. Están
desenterrando un terrible objeto de la
magia libre. Imagino que debe de
tratarse de la celada de rayos de la que
me hablaba en su carta. Esperaba, tonto
de mí, que todo fuese producto de una
coincidencia. Que Nick no tuviera nada
que ver con el enemigo, que su viaje al
lago Rojo estuviese motivado realmente
por algo interesante de lo que se había
enterado.
—No, no lo vi por mí misma —
aclaró Lirael de mala gana, no fuera ser
que le pidiera luego que utilizara su
supuesto don de la visión para averiguar
más cosas—. Sino que me mostraron la
visión. Fue precisa una guardia de más
de mil quinientas Clarvis para ver los
alrededores de la fosa. No supieron
precisar cuándo fue… o cuándo será. A
lo mejor todavía no ha ocurrido.
—Calculo que no debe de llevar
mucho tiempo en el reino —comentó
Sam con poca convicción—. Aunque yo
diría que en este momento ha llegado ya
al lago Rojo. Y la excavación que viste
pudo empezar sin él. Los muertos que
llevan gorros y pañuelos azules deben
de ser los refugiados sureños, los que
cruzaron el Muro hace más de un mes.
—Según la otra visión de las
Clarvis, dentro de muy poco encontraré
a Nicholas en el lago Rojo —aclaró
Lirael—. Pero no quiero llegar sin estar
preparada. Y menos si Hedge lo
acompaña.
—La situación se agrava por
momentos —dijo Sam quejumbroso
mientras se agarraba la cabeza con
ambas manos—. Habrá que mandarle un
mensaje a Ellimere. Y… no sé…,
conseguir que mis padres regresen de
Ancelstierre. Aunque ahí todavía tienen
que solucionar el problema de los
sureños. A lo mejor podría viajar mi
madre y dejar que mi padre se ocupara
de eso…
—Creo que las Clarvis ya han
enviado mensajes —dijo Lirael—. La
cuestión es que no saben tanto como
nosotros, de modo que será mejor que
las avisemos. Entretanto, algo tendremos
que hacer, ¿no? El rey y la Abhorsen
tardarán todavía en enterarse de la
situación y más en regresar.
—Supongo —dijo Sam, sin
entusiasmo—. Ojalá Nick me hubiese
esperado en el Muro.
—Es probable que no le quedara
más remedio —dijo la Perra Canalla
que escuchaba atentamente ovillada a
los pies de su ama.
Zapirón estaba cerca, con las patitas
extendidas cerca de los restos del fuego
en el que habían hecho la comida,
rodeado de espinas de pescado. En
cuanto terminó de dar cuenta de la cena,
se durmió sin prestar la menor atención
a la conversación de Sam y Lirael.
—Es probable —convino Sam
mientras se miraba distraídamente las
cicatrices de las muñecas—. Ese
nigromante, el tal Hedge, debe… debe
de haberse apoderado de él cuando
estuvimos en la Frontera. Después de
aquel incidente no volví a ver a Nick.
Sólo nos escribimos. No me queda más
que seguir buscando a ese tonto
redomado.
—Tenía cara de enfermo —dijo
Lirael sorprendida de que el recuerdo
hubiera traído tanta preocupación. Nick
le había tendido la mano y la había
saludado…—. Enfermo y confundido.
Yo creo que estaba afectado por la
magia libre, pero que no sabía lo que
estaba pasándole.
—Nick nunca entendió nada de lo
que pasa aquí, ni aceptó jamás la idea
de que la magia funciona —dijo Sam
con la vista clavada en las brasas.
Con los años, las ideas de Nick
respecto de la magia se habían hecho
más firmes, si cabe, y no terminaba
nunca de cuestionar los conceptos
nacidos de ella ni de preguntar por qué
las cosas eran como eran. Nunca había
aceptado nada que estuviese en abierta
contradicción con su comprensión de las
fuerzas de la naturaleza y la mecánica
que hacía funcionar el mundo.
—Yo no entiendo Ancelstierre —
comentó Lirael—. He leído cosas, es
muy posible que se trate de otro mundo.
—A mí siempre me pareció menos
real que éste —dijo Sam, sin apartar la
vista del fuego, como si no estuviera
escuchando. Contemplaba las chispas
que salían volando y trataba de contar
cuántas se elevaban con cada ráfaga—.
Como un sueño muy vivido, aunque algo
deslavazado y desteñido, como una
acuarela de colores muy diluidos, más
suaves, pese a que tienen luz eléctrica,
máquinas y todo lo demás. Supongo que
era debido a que en la escuela casi no
había magia, porque estábamos
demasiado lejos del Muro. A veces
conseguía tejer sombras y hacer algunos
trucos con la luz, pero sólo cuando
soplaba viento del norte. Muchas veces,
al no poder bucear en las marcas del
Gremio, sentía como si una parte de mí
estuviera dormida.
Quedó en silencio, los ojos clavados
en las brasas. Al cabo de un momento,
Lirael dijo:
—Volviendo a lo que tenemos que
hacer. Yo voy a Qyrre, donde debería
reunir a un grupo de agentes de policía o
de la Guardia Real para que me escolten
hasta el pueblo de Borde. Lo que pasa
es que parece que Hedge ya sabe que
existo… que existimos…, de manera
que no parece que sea la mejor idea del
mundo. Tengo que ir al lago Rojo, pero
no tan a la vista de todos. Sería muy
tonto de mi parte amarrar en el
embarcadero de Qyrre y desembarcar,
¿no?
—Sin duda —convino la Perra
Canalla, mirando fijamente a su ama,
orgullosa de las conclusiones que
acababa de sacar—. Hedge desprendía
un tufo, un olor a poder lo bastante
fuerte para que yo lo captara cuando
Lirael logró huir de él. Creo que es algo
más que un nigromante. Da igual lo que
sea, lo que está claro es que es muy listo
y que hace mucho que se prepara para
atacar el reino. Contará con secuaces
tanto entre los vivos como entre los
muertos.
Sameth siguió callado. Apartó la
vista del fuego y frunció el ceño al ver
que Zapirón seguía durmiendo. Ahora
que estaba claro que Nicholas se
encontraba en las garras del enemigo,
Sam no sabía qué hacer. En la seguridad
de su cuarto de la torre, acudir al rescate
de Nicholas le había parecido una buena
idea, pero más simple, sin tantas
complicaciones.
—No podemos ir a Qyrre —dijo
Sam—. Se me ocurre que podríamos ir a
la Casa… la Casa de la Abhorsen.
Desde allí puedo enviar halcones
mensajeros y podemos… bueno,
conseguir cosas para el viaje.
Camisones. Una espada mejor para mí.
—Y allí estaríamos a salvo —dijo
la perra lanzándole a Sam una penetrante
mirada.
El muchacho apartó la vista, incapaz
de sostener la mirada de la Perra
Canalla. Era como si le leyera el
pensamiento, como si conociera sus
secretos más íntimos. En su fuero interno
se producía una dura batalla entre dos
voces: una le decía que siguiera
adelante; la otra le decía que no sería
capaz de continuar. Era tanta la tensión
del momento que le entraron ganas de
vomitar. Fuera donde fuese, no podía
huir de sus deberes de Abhorsen en
ciernes, y muy pronto, se descubriría
que no era más que un impostor.
—Me parece una buena idea —dijo
Lirael—. Está en los Despeñaderos
Largos, ¿verdad? Desde allí iremos
hacia el Oeste, manteniéndonos alejados
de los caminos. ¿Hay caballos en la
Casa? Yo no sé montar, pero podría
ponerme una piel del Gremio y tú…
—Mi yegua ha muerto —la
interrumpió Sam y se puso pálido de
repente—. ¡No quiero otro caballo!
Se levantó con brío; se internó
cojeando en la oscuridad, llegó a orillas
del Renegado y se puso a observar sus
olas plateadas y su vasta extensión
oscura. Alcanzaba a oír a Lirael y a esa
criatura con forma de perro, tan
parecida a Zapirón que resultaba
inquietante; hablaban de él en voz muy
baja y no entendía nada, aunque sabía
que él era el tema de conversación;
sintió vergüenza.
—¡Es un malcriado! —susurró
Lirael, enfadada. No estaba
acostumbrada a ese tipo de
comportamientos. En sus exploraciones
había hecho lo que quería, sin embargo,
en la biblioteca, se había sometido a la
estricta disciplina y a la cadena de
mando. Era cierto que Sam le había
dado información muy útil, pero por lo
demás, era un incordio—. Intentaba
idear algún tipo de plan. A lo mejor
deberíamos dejarlo por aquí.
—Está atribulado —reconoció la
Perra Canalla—. Además, se ha visto
sometido a unas pruebas durísimas que
han superado todo lo imaginable… Está
dolido y tiene miedo. Irá mejorando
conforme pasen los días.
—Eso espero —dijo Lirael.
Ahora que sabía más sobre
Nicholas, la celada de rayos y los
ataques sufridos por Sam a manos de los
muertos, se dio cuenta de que toda ayuda
era poca. Tanto para ella como para el
reino.
—Al fin y al cabo, es su trabajo —
añadió la muchacha—. Él es el
Abhorsen en ciernes. ¡Yo tendría que
estar en el glaciar, tan ricamente,
mientras él se ocupa de Hedge o lo que
quiera que pulule por ahí!
—Si el palpito de la Abhorsen y el
rey sobre los planes de Hedge resultara
ser cierto, nadie podrá estarse tan
ricamente, como dices tú —le hizo notar
la Perra Canalla—. Y cuantos
pertenecen al linaje, deben defender el
Gremio.
—¡Ay, perrita mía! —exclamó Lirael
con tono plañidero, abrazándose a su
mascota—. ¿Por qué todo tiene que ser
tan difícil?
—Porque sí —dijo la Perra
Canalla ladrándole en la oreja—.
Descansa, el sueño te ayudará a no ver
las cosas tan complicadas. El nuevo día
traerá nuevas experiencias, nuevos
olores.
—Imposible que el sueño ayude en
nada —protestó Lirael, no obstante, se
acomodó en el suelo y arrastró la
mochila para usarla de almohada.
Hacía demasiado calor para taparse
con la manta y pese a que soplaba la
leve brisa del río, venía cargada de
humedad, de mosquitos y jejenes. El
verano no había empezado aún, al menos
según marcaba el calendario del reino,
pero el tiempo hacía y deshacía a su
antojo, sin hacer caso de las mediciones
del hombre. Y no había señales de que
la lluvia refrescante fuera a llegar.
Lirael aplastó un mosquito y se
volvió al comprobar que Sam regresaba
y hurgaba en sus alforjas. Sacaba algo,
un objeto destellante. La muchacha se
incorporó al ver que se trataba de una
rana con piedras preciosas incrustadas.
Una rana alada.
—Discúlpame por haberme
comportado mal —murmuró Sam
depositando la rana alada en el suelo—.
Ella se encargará de ahuyentar a los
mosquitos.
A Lirael no le hizo falta preguntar
cómo lo hacía. Porque la rana saltó
acrobáticamente hacia atrás y utilizó la
lengua para zamparse dos mosquitos
muy grandes y repletos de sangre.
—Ingenioso —dijo la Perra
Canalla medio adormilada al tiempo
que asomaba la cabeza del cómodo
agujero que había excavado para dormir.
—La hice para mi madre —dijo Sam
con tono de compadecerse a sí mismo
—. Es lo único que se me da bien.
Construir cosas.
Lirael asintió mientras veía cómo la
rana causaba estragos en la población de
insectos del lugar. Se movía con
agilidad, las alas de bronce batían tan
deprisa como las de un colibrí,
produciendo un sonido suave, como el
del viento al agitar unos postigos
cerrados a cal y canto.
—Zapirón tuvo que matarla —dijo
Sam de pronto, mirando el fuego—. Me
refiero a Retoño, mi yegua. La hice
correr tanto que reventó. No fui capaz de
asestarle el golpe de gracia. Zapirón
tuvo que cortarle el cogote para
asegurarse de que los muertos no la
mataran y se hicieran más fuertes.
—No da la impresión de que hubiera
otra salida —comentó Lirael, incómoda
—. No sé, lo digo porque tú no podías
hacer nada más.
Sam guardó silencio y siguió
contemplando las pocas brasas rojas que
quedaban e iban cambiando de forma y
de color pasando del naranja al negro,
del negro al rojo. Le llegaba el
murmullo amortiguado del Renegado y
la respiración jadeante de la Perra
Canalla. La presencia de Lirael, allí
sentada, a tres palmos de distancia, a la
espera de que dijese algo, era algo
palpable.
—Debería haberla matado yo —
susurró Sam—. Pero tuve miedo. Miedo
de la muerte. Siempre le he tenido
miedo a la muerte.
Lirael calló, cada vez más
incómoda. Nadie le había hecho nunca
una confesión tan personal, y menos en
esas circunstancias. Se trataba del hijo
de la Abhorsen, del Abhorsen en
ciernes. Era imposible que temiera a la
muerte. Era como si una Clarvi tuviera
miedo del don de la visión. Le resultaba
imposible imaginar algo semejante.
—Estás cansado y herido —dijo al
fin—. Deberías dormir. Mañana te
sentirás mejor.
Sam se volvió y la miró, pero no
levantó la cabeza, no se atrevía.
—Tú entraste en el reino de los
muertos —masculló Sam—. ¿Tuviste
miedo?
—Sí —reconoció Lirael—. Pero me
limité a hacer lo que decía el libro.
—¿Qué libro? —preguntó Sam y se
estremeció pese al calor—. ¿El libro de
los muertos?
—No —contestó Lirael. Era la
primera vez que oía mencionar El libro
de los muertos—. Me refiero a El libro
del recuerdo y el olvido. Trata del reino
de los muertos sólo porque las
recordadoras se ven obligadas a
adentrarse en él para ver el pasado.
—Primera noticia que tengo de él —
farfulló Sam. Miró sus alforjas como si
se tratara de sacos llenos de veneno, a
punto de reventar—. Se supone que
debo estudiar El libro de los muertos,
pero ni siquiera soporto tenerlo ante mi
vista. Intenté dejarlo en mi cuarto, pero
me siguió. Igual que las campanas. Me
es imposible alejarme de él, pero
tampoco me atrevo a mirarlo. Y tal
como están las cosas, seguro que voy a
necesitar el libro y las campanas para
salvar a Nick. ¡Qué injusto es todo! ¡Yo
nunca pedí ser el Abhorsen en ciernes!
«Yo tampoco pedí que mi madre me
abandonara a los cinco años, tampoco
pedí ser una Clarvi sin el don de la
visión», pensó Lirael. El príncipe
Sameth era algo inmaduro para sus años
y, como la Perra Canalla había dicho,
estaba cansado y herido. Que tuviera el
ataque de autocompasión en paz. Si a la
mañana siguiente seguía hundido, la
Perra Canalla podía pegarle un buen
mordisco. Con Lirael había funcionado.
En lugar de decir lo que pensaba,
Lirael tocó la bandolera que estaba junto
a Sam.
—¿Te importa si les echo un vistazo
a las campanas? —preguntó, notaba la
fuerza que destilaban pese a encontrarse
inactivas—. ¿Cómo se usan?
—Lo explica El libro de los muertos
—contestó de mala gana—. Lo que
ocurre es que no se puede practicar. Hay
que utilizarlas de verdad, cuando llega
el momento. ¡No! Por favor…, no las
saques.
—Tendré cuidado —dijo Lirael,
sorprendida de su reacción. Había
palidecido, en la oscuridad, su cara
parecía más blanca, y temblaba—. Ya se
algo sobre ellas, porque se parecen a las
flautas de mi zampona.
Sam retrocedió unos pasos, presa
del pánico. Si a la muchacha llegaba a
caérsele una campana, o si tañía alguna
sin querer, los dos acabarían siendo
arrojados al reino de los muertos. La
sola idea le producía terror. Por otra
parte, algo en su interior lo impulsaba a
dejar que la chica cogiera las campanas,
como si al hacerlo se rompiera el
vínculo que lo ataba a ellas.
—Bueno, creo que puedes echarles
un vistazo —dijo—. Si te apetece.
Lirael asintió, pensativa, mientras
acariciaba los suaves mangos de caoba
y el cuero fino, cubierto por una capa de
cera de abeja. Notó un súbito impulso
de ponerse la bandolera y adentrarse en
la muerte para probar las campanas. En
comparación, las flautas de su zampona
eran de juguete.
Sam la observaba acariciar las
campanas y tembló de pies a cabeza, al
recordar lo frías y pesadas que le habían
parecido cuando se las había colocado
sobre el pecho. El pañuelo que cubría la
cabeza de Lirael se deslizó hacia atrás
dejando al descubierto su larga
cabellera negra. Al ver aquella cara
iluminada por el fuego y la luz reflejada
en aquellos ojos, Sam se sintió la mar de
raro. Tuvo la sensación de que la había
visto antes. Pero era imposible, porque
él nunca había visitado el glaciar y ella
nunca había salido de allí hasta ese
momento.
—¿Me dejas que le eche un vistazo a
El libro de los muertos? —preguntó
Lirael, incapaz de disimular el
entusiasmo.
Sam la miró con fijeza, como si se
hubiese quedado con la mente en blanco.
—El libro de los muertos podría
de… de… destruirte. —Ya estaba, los
nervios lo traicionaban, volvía a
tartamudear—. No hay que tomárselo a
la ligera.
—Ya lo sé. No sé explicártelo, pero
siento que debo leerlo.
Sam reflexionó. Las Clarvis eran
primas de la familia real y de la
Abhorsen, por tanto, suponía que Lirael
tenía todo el derecho a hacerlo por
pertenecer al linaje. Al menos eso
bastaba para que no los destruyera a los
dos en un abrir y cerrar de ojos.
Además, había estudiado El libro del
recuerdo y el olvido, aunque él no tenía
ni idea de qué trataba, pero quedaba
claro que tras su lectura, se había
convertido en una especie de
nigromante, al menos en lo referente a
viajar al Reino de la Muerte.
—Lo tienes ahí —dijo bruscamente
señalando la alforja correspondiente.
Sam se quedó un instante en
suspenso, luego retrocedió hasta situarse
a más de diez pasos de la fogata, más
cerca del río; la Perra Canalla y
Zapirón quedaron entre él y Lirael… y
el libro. Se acostó y, muy resuelto, miró
para otro lado. No quería ver el libro.
Su rana voladora fue tras él y en un
periquete limpió de mosquitos la zona
donde estaba su yacija. Oyó a sus
espaldas el ruido que hicieron las
correas de la alforja cuando las
desabrocharon. Se vio luego el brillo
suave de la luz del Gremio, seguido del
chasquido de los broches de plata… y el
susurro de las páginas. No hubo
explosiones, ni llamas destructivas.
Sam dejó de contener el aliento,
cerró los ojos y trató de dormirse. Al
cabo de pocos días llegarían a la Casa
de la Abhorsen. Estaría a salvo. Se
quedaría allí. Lirael podía seguir sola.
«Lo que pasa —le dijo su
conciencia antes de que se durmiera del
todo—, es que Nicholas es amigo tuyo.
A ti te corresponde ocuparte de los
nigromantes. Tus padres esperan que
seas tú quien se enfrente al enemigo».
Puente de arriba

A la mañana siguiente, Sam se


sentía mucho mejor. Al menos
físicamente. La magia
curativa de Lirael había contribuido en
gran medida a esa mejoría. Sin embargo,
seguía con el ánimo por los suelos,
nervioso por el peso de las
responsabilidades.
Por su parte, Lirael sentía el cuerpo
cansado, pero la mente muy despierta.
Se había pasado la noche leyendo El
libro de los muertos; amanecía cuando
llegó a la última página y no se dio
cuenta porque el calor que despedía el
antiguo volumen contribuyó a que las
frías horas nocturnas pasaran veloces.
Había olvidado ya gran parte del
libro. La muchacha sabía que lo había
leído entero, al menos había leído todas
las páginas que había vuelto. Sin
embargo, no tenía una idea exacta del
texto en su conjunto. El libro de los
muertos exigía muchas relecturas, pues
con cada una de ellas ofrecía algo
nuevo. En cierto sentido, era consciente
de que aquella obra reconocía la
ignorancia de la lectora y le había
dejado entrever lo mínimo para que
pudiera comprenderlo. Además, el libro
le había planteado más preguntas sobre
la muerte y los muertos que las que le
había respondido. O tal vez había
respondido a muchas de ellas, pero no
recordaría la respuesta hasta que no
llegara el momento.
Lo único que le quedó grabado en la
mente fue la última página. Contenía una
sola pregunta.

¿Es el caminante quien escoge


el camino, o el camino el que
escoge al caminante?

Pensó en aquella pregunta mientras


hundía la cabeza en el río para tratar de
despejarse, se ataba el pañuelo y se
alisaba el chaleco sin dejar de pensar en
ella. Le costó separarse de las campanas
y El libro de los muertos. Al final los
guardó otra vez en las alforjas de Sam
aprovechando que él terminaba de hacer
sus abluciones en otro lugar del río,
detrás de los arbustos ralos que crecían
en un islote.
Cargaron todo en la barca sin
decirse una sola palabra, sin hacer
ningún comentario sobre el libro o las
campanas, y por supuesto, tampoco
hablaron de la confesión que Sam le
hiciera la noche anterior. Lirael izó la
vela de la Exploradora y emprendieron
viaje, río abajo; los acompañó el ruido
de fondo producido por el golpeteo de
la lona cuando la muchacha recogió la
escota mayor, unido al rumor de la
corriente al rozar la quilla. Todos
parecían coincidir en que era demasiado
temprano para conversar. En especial
Zapirón, que ni siquiera se había
molestado en despertarse y que fue
llevado a bordo.
Cuando navegaban a buen ritmo,
Lirael partió en trozos más pequeños
algunas de sus tortas de canela, grandes
como un plato, y las repartió. La Perra
Canalla se comió su ración de un
bocado y medio, pero Sam se quedó
mirando la suya con recelo.
—¿Me arriesgo a partirme un diente
o me limito a chupar mi trozo hasta que
me sobrevenga la muerte? —preguntó al
tiempo que intentaba sonreír.
Era evidente que se sentía mejor,
pensó Lirael. Mejor esa actitud que el
recital plañidero de la noche anterior.
—La tercera posibilidad es que me
la des a mí —sugirió la Perra Canalla
sin apartar la vista de la mano que
sostenía la torta.
—Ni hablar —dijo Sam, le dio un
mordisco e intentó masticarlo. Luego
tendió la mitad sin comer y con la boca
llena dijo—: Pero te doy lo que me
queda si me dejas echarle un vistazo a tu
collar.
No terminó la frase y la Perra
Canalla ya había dado un salto al frente,
se había tragado la torta y había
apoyado la mandíbula sobre el regazo
de Sam para que éste pudiera ver lo que
quería.
—¿Para qué quieres ver el collar de
la Perra Canalla? —preguntó Lirael.
—Lleva marcas del Gremio que no
había visto en mi vida —contestó Sam
cuando se disponía a tocar el objeto de
su curiosidad.
Parecía hecho de cuero y llevaba
grabadas las marcas del Gremio.
Cuando lo rozó con los dedos, Sam se
dio cuenta de que no era de cuero, ni
mucho menos. Estaba hecho
exclusivamente de marcas del Gremio,
un mar de marcas en eterno fluir. Tuvo la
sensación de que si hiciera presión, la
mano entera se le hundiría en el collar y,
llegado el caso, acabaría zambulléndose
en él. En aquella inmensa balsa de
magia encontró muy pocas marcas del
Gremio conocidas.
De mala gana, apartó la mano y,
siguiendo un impulso, le rascó la oreja a
la Perra Canalla. Al tacto parecía un
can como todos, de la misma manera que
Zapirón parecía un gato. Sin embargo,
los dos eran seres cargados de magia.
En el caso de Zapirón, llevaba un collar
en el cual había un hechizo vinculante de
enorme potencia; el collar de la Perra
Canalla era diferente, era casi, casi
como si formara parte del propio
Gremio. Al tacto se parecía mucho a un
pilar del Gremio.
—¡Qué gustito! —suspiró la perra
mientras la rascaba—. Un poquito más
abajo, en el lomo, ahí, ahí. ¡Qué gustito!
Sam obedeció y la Perra Canalla se
estiró mientras la rascaban, demostrando
su deleite. Lirael se quedó mirándolos;
de repente cayó en la cuenta de que era
la primera vez que veía a la perra en
compañía de otra persona, porque
siempre desaparecía cuando aparecía
alguien.
—Algunas de las marcas del Gremio
que llevas en el collar me resultan
conocidas —dijo Sam por comentar
algo, mientras rascaba a la perra y
contemplaba los juegos de luz del sol de
la mañana sobre el agua.
Iba a hacer otro día caluroso, y él no
tenía sombrero. Debió de perderlo al
caer por las escaleras del molino que
llevaban al embarcadero.
La perra no le contestó, se limitó a
retorcerse para guiar la mano de Sam a
los sitios donde le picaba.
—Aunque no recuerdo dónde las he
visto —continuó Sam dejando de rascar
a la perra para concentrarse. No sabía
para qué servían, pero los había visto en
alguna parte. No era en un grimorio ni en
un pilar del Gremio, sino en algún
objeto, en algo sólido—. No fue en el
collar de Zapirón, porque ésas son
distintas.
—Piensas demasiado —gruñó la
Perra Canalla—. Sigue rascándome.
Debajo de la mandíbula también.
—Para ser una sierva de las Clarvis,
eres una perra muy exigente —observó
Sam. Miró a Lirael y añadió—:
¿Siempre se porta así?
—¿Cómo? —preguntó Lirael a su
vez distraídamente.
Se había puesto a pensar otra vez en
El libro de los muertos. Le costaba un
enorme esfuerzo prestar atención a lo
que Sam le decía. Por un momento deseó
encontrarse de vuelta en la Gran
Biblioteca, donde nadie le dirigía la
palabra a menos que fuera estrictamente
indispensable.
Sam repitió la pregunta; antes de
contestar, Lirael le echó un vistazo a la
perra.
—Normalmente es mucho peor. Si
no da la lata para pedir comida, la da
para que la rasques. Es incorregible.
—Por algo me llaman la Perra
Canalla —observó la mascota de Lirael
con aire petulante al tiempo que
meneaba el rabo—. Y no perra a secas.
Será mejor que dejes de rascarme,
príncipe Sameth.
—¿Por qué?
—Porque huelo gente —contestó la
perra y, con un esfuerzo inmenso, se
incorporó—. Hay gente detrás de esa
curva.
Sam y Lirael miraron en esa
dirección sin apreciar señales de que
hubiera asentamientos ni embarcaciones
en el río. El Renegado describía en ese
punto una amplia curva y las riberas
formaban altos riscos de piedra rosada
que impedían ver con claridad.
—Y también oigo como un rugido —
añadió la perra, temblorosa, con las
orejas erguidas, desde su puesto en la
proa.
—¿Como un rugido de cascadas? —
preguntó Lirael, nerviosa. Confiaba en
la Exploradora pero no le hacía ninguna
gracia tener que sortear cascadas en su
barca, ni en ninguna otra.
Sam se puso a su lado, se sujetó de
la botavara para no perder el equilibrio
e intentó ver el horizonte. Si había algo,
estaba oculto detrás de la curva.
Observó otra vez las riberas y notó que
se elevaban hasta formar verdaderos
acantilados; el río se estrechaba y más
adelante tendría apenas unos pocos
cientos de metros de ancho.
—¡Vale, no pasa nada! —dijo, y al
ver la cara de asombro de Lirael tras oír
la expresión ancelstierrana, aclaró—:
No te preocupes, está todo en orden.
Llegamos al Cañón de Puente de Arriba.
El río se estrecha mucho y se vuelve
muy torrentoso, aunque no tanto como
para impedir la navegación. En esta
época del año, baja menos caudaloso,
de modo que no iremos a mucha
velocidad.
—Ah, Puente de Arriba —dijo
Lirael, con gran alivio. Había leído
acerca del pueblo y había visto un
aguafuerte coloreado a mano—. En
realidad navegaremos debajo del
pueblo, ¿no?
Sam asintió, pensativo. Había estado
en el pueblo de Puente de Arriba una
sola vez, hacía más de diez años, con
sus padres. Entonces habían viajado por
tierra, no por el Renegado, pero
recordaba que Touchstone le había
indicado dónde estaban los guardacostas
que patrullaban río arriba, y la balsa que
flotaba más allá de Puente de Arriba,
donde el río volvía a ensancharse. No
sólo mantenían esa parte del Renegado
libre de piratas sino que cobraban peaje
a los comerciantes. Con toda certeza,
Ellimere ya habría dado órdenes a los
guardacostas de que lo escoltaran hasta
el puerto y lo devolvieran a Belisaere.
Sería una manera de ponerse a
salvo, pensó, y entonces la
responsabilidad de lo que ocurriera
luego recaería en Ellimere. El problema
era que tendría que enfrentarse a la
discusión con los agentes de policía y
eso demoraría todo intento de rescatar a
Nick. Por otra parte, estaba seguro de
que si eso ocurría, Lirael seguiría sin él.
—Pasamos por debajo, ¿no? —
repitió Lirael.
—¿Cómo? —preguntó Sam, que
seguía sin saber qué hacer—. Sí…
claro. Será mejor que me acueste y me
tape con una manta antes de que
avistemos el pueblo.
—¿Por qué? —preguntaron Lirael y
la Perra Canalla al unísono.
—Porque es un príncipe que ha
hecho novillos —bostezó Zapirón
avanzando unos pasos y levantándose
sobre las patas traseras para ver el
horizonte—. Se escapó y su hermana
quiere que vuelva para asistir al
Festival de Belisaere a interpretar el
papel de tonto del verano o algo por el
estilo.
—El pájaro del amanecer —lo
corrigió Sam, muerto de vergüenza,
mientras se ocultaba por debajo de los
imbornales.
—¡Cuándo me dijiste que habías
partido de Belisaere en busca de
Nicholas, pensé que era porque tus
padres te habían mandado! —exclamó
Lirael adoptando, sin querer, el mismo
tono que empleaba cuando regañaba a la
Perra Canalla—. Igual que las Clarvis
me enviaron a mí. ¿Quieres decir que no
tienen ni idea de lo que estás haciendo?
—Pues… no —contestó Sam, manso
como un corderito—. Aunque es muy
probable que mi padre haya adivinado
que he ido a encontrarme con Nick. Si es
que se han enterado de que me he ido.
Depende del lugar de Ancelstierre en
donde estén. Pero pienso explicárselo
todo cuando le enviemos mensajes. El
único problema es que cabe la
posibilidad de que Ellimere haya
ordenado a la guardia y a la policía que,
si pueden, me devuelvan a Belisaere.
—Lo que faltaba —dijo Lirael—.
Contaba con que me serías de utilidad si
necesitábamos pedir ayuda por el
camino. Pensé que un príncipe real…
—Todavía puedo ser de utilidad…
—aventuró Sam, pero en ese momento
doblaron la curva y la Perra Canalla
soltó un ladrido de advertencia.
En mitad del río, un guardacostas
estaba amarrado a una boya de
considerable tamaño; se trataba de una
galera de gran eslora, con treinta y dos
remos y vela con aparejo en cruz. En
cuanto la Exploradora asomó por la
curva del río, un marinero soltó amarras
y otros izaron la vela roja que lucía la
torre dorada del servicio real.
Sam se agachó todavía más y se tapó
la cara con la manta. Algo le rozó la
mejilla cuando se acomodó y empezó a
pensar que a lo mejor había sido una
rata. Acto seguido vio que Zapirón
también se había metido debajo de la
manta.
—No tiene sentido que les demos
motivos para que se pregunten qué hace
un gato aristocrático compartiendo la
cubierta con una perra sarnosa —
susurró Zapirón al oído de Sam, bajo el
calor sofocante de la manta—. ¿Tú crees
que harán lo mismo que los guardias de
las ciudades cuando revisan los
carromatos cargados de paja para ver si
hay contrabando oculto?
—¿Qué es lo que hacen? —murmuró
Sam, a su vez, aunque tenía la sensación
de que prefería no saberlo.
—Traspasarlo todo con lanzas para
asegurarse de que entre la paja no haya
nada… o nadie —contestó Zapirón, con
aire ausente—. ¿Te importa si me meto
debajo de tu brazo?
—No harán nada así —dijo Sam,
convencido—. Porque verán que ésta es
una embarcación de las Clarvis.
—¿Estás seguro? Todo es posible…
Al fin y al cabo, Lirael no tiene pinta de
Clarvi, ¿o tú le ves pinta de Clarvi? Si
tú mismo sospechaste que había robado
la barca.
—Callaos de una vez —ladró la
Perra Canalla muy cerca del oído de
Sam.
A continuación, el muchacho notó
que se acomodaba a su lado, encima de
la manta. Volvió a moverse cuando
Lirael alisó la manta para que
parecieran equipaje en lugar de cuerpos.
Transcurrieron diez minutos sin que
nada pasara. Zapirón se durmió otra vez
y la Perra Canalla se apoyó con más
fuerza contra Sam. El muchacho
descubrió que aunque sólo veía el revés
de la manta, oía todo tipo de sonidos en
los que antes no había reparado: el
crujido del casco hecho de tablas, el
chapoteo de las olas cuando la proa las
cortaba, el leve murmullo de las jarcias,
el traqueteo de la botavara cuando
pusieron proa al viento y se detuvieron.
Entonces oyó otro ruido, el sonoro
chapaleteo de muchos remos que
bogaban al compás y una voz que
gritaba:
—¡Con tesón, sin cesar, a bogar y a
cantar, con tesón, sin cesar… remos
arriba y adentro!
Siguió un grito tan fuerte y cercano
que Sam estuvo a punto de dar un
brinco.
—¡Ah, del barco! ¡Identifique la
embarcación y el puerto de destino!
—La Exploradora, barca de las
Clarvis —contestó Lirael, pero el ruido
de la corriente ahogó su voz. La
muchacha gritó entonces y se sorprendió
de la fuerza de sus pulmones—. La
Exploradora, barca de las Clarvis.
Vamos a Qyrre.
—Ah, sí, conozco la Exploradora —
dijo la voz, en un tono menos formal—.
Y es evidente que ella conoce la mano
de quien la gobierna, señora…, de
manera que puede pasar. ¿Hará un alto
para subir al pueblo?
—No —contestó Lirael—. Vengo en
representación de las Clarvis y me urge
seguir viaje.
—Sin duda, sin duda —dijo el
capitán del guardacostas haciéndole una
reverencia a Lirael desde su
embarcación, separada de la
Exploradora por un corredor de agua de
apenas doce metros—. Se avecinan
problemas, seguro. Será mejor que se
mantenga lejos de las riberas, pues
hemos recibido noticias de la presencia
de criaturas muertas. Como en los viejos
tiempos, antes del regreso del rey.
—Tendré cuidado —gritó Lirael—.
Gracias por la advertencia, capitán.
¿Puedo seguir viaje?
—Pase, amiga mía —gritó el
guardia haciéndole señas con el brazo.
Con ese movimiento, los remos
volvieron a caer en el agua y los
hombres comenzaron a bogar con fuerza
desde sus bancos. La timonel orientó el
timón y el guardacostas se alejó
cortando la corriente con la proa. Lirael
vio brillar algo metálico debajo del
agua cuando la galera se alzó; comprobó
que se trataba de un largo ariete de
acero. El guardacostas contaba con los
medios necesarios para hundir cualquier
embarcación que no se detuviera tras
recibir la correspondiente advertencia.
Cuando pasaron, uno de los guardias
miró a Lirael con cara rara, y la
muchacha vio que llevaba la mano a la
cuerda del arco. Los demás ni se
molestaron en echarle un vistazo, y al
cabo de un rato, el guardia de aspecto
extraño se alejó dejando en la muchacha
una sensación de incomodidad. Por un
instante creyó haber percibido el olor
metálico de la magia libre. Miró a la
perra y comprobó que su mascota
también se había fijado en el mismo
guardia y tenía el pelo del lomo erizado.
Sam escuchaba el rítmico susurro
producido por los remos al alelarse la
galera y la voz, cada vez más
amortiguada, del cómitre.
—¿Se han ido?
—Sí —contestó Lirael, con calma
—. Pero mejor que sigas escondido.
Todavía no los hemos perdido de vista y
estamos llegando a Puente de Arriba.
Uno de ellos me ha dado mala espina. Y
me llegó el olor de la magia libre, como
si no se tratara de un hombre de verdad.
—No puede tratarse de alguien
producto de la magia libre —adujo Sam
—. El río baja con mucha agua.
—A diferencia de los muertos, no
todos los seres producidos por la magia
libre sienten aversión al agua —dijo
Zapirón—. Sólo los que tienen sentido
común.
—El gato está en lo cierto —añadió
la perra—. El agua corriente no
constituye impedimento alguno para
aquéllos que pertenecen a la Tercera
Línea o para cualquier ser dotado de la
esencia de los Nueve. No espero que
haya nada de eso por aquí, pero sí que
olí algo de esa ralea a bordo del
guardacostas, príncipe Sameth. Algo que
de hombre tenía sólo la apariencia. Por
fortuna, no se atrevió a revelar su
presencia ante tanta gente. No obstante,
debemos mantenernos alerta.
Sam suspiró y logró resistir a la
tentación de apartar un poco la manta.
Ante la inminencia del peligro, le
resultaba difícil seguir tumbado en la
oscuridad. Además, nunca había visto
Puente de Arriba desde el agua y, según
decían, se trataba de uno de los
espectáculos más maravillosos del
reino.
Lirael así lo creía. Pese a que la
corriente se hacía cada vez más fuerte,
se alegró de que la Exploradora se
gobernara sola para que ella pudiera
contemplar el paisaje con la boca
abierta.
Puente de Arriba fue en sus orígenes
un inmenso puente natural de piedra,
apoyado en lo alto de las paredes del
cañón, y al fondo, a más de ciento
cuarenta metros de profundidad,
discurrían las aguas impetuosas del
Renegado. A lo largo de los siglos, el
esplendor natural del puente se vio
complementado por las construcciones
del hombre. El primero de los edificios
erigidos allí fue un castillo, edificado
aprovechando la ventaja de la
protección ofrecida por las profundas
aguas que fluían allá debajo. No había
criatura muerta capaz de acercarse a sus
murallas, pues para ello, debían cruzar
la veloz correntada.
Aquel lugar resultó una gran
atracción en los años que duró el
interregno, cuando la mayoría de los
pilares del Gremio, erigidos en el reino,
habían sido rotos, y las aldeas que
dependían de ellos para su protección,
arrasadas, con lo cual los muertos y sus
seguidores tuvieron las manos libres
para hacer y deshacer a su antojo. En
pocos años, el castillo primigenio se
rodeó de casas, posadas, almacenes,
molinos, forjas, talleres, establos,
tabernas y todo tipo de edificios. Gran
parte de estas nuevas construcciones se
cavaron en el mismo puente, pues la
piedra tenía decenas de metros de
espesor. El puente, por su parte, medía
más de kilómetro y medio de borde a
borde, aunque no era muy largo; según la
leyenda, una flecha disparada por el
famoso arquero Aylward Pelonerni
había conseguido cubrir la distancia que
mediaba entre los acantilados oriental y
occidental.
Lirael contemplaba extasiada
aquella extraña metrópolis cuando oyó
un grito de mujer que, aparentemente,
provenía del mascarón de proa de la
barca. En ese mismo instante, se le
escapó de la mano la barra del timón y
la Exploradora se desvió a babor. Acto
seguido, la botavara se deslizó con un
movimiento violento, la barca se escoró
tanto, que por estribor, el alcázar se
hundió casi del todo en el río y la
cubierta se llenó de agua.
Sam acabó lanzado contra la
barandilla de estribor. Sin saberse
como, Zapirón y la Perra Canalla
acabaron encima de él junto con un
montón de bultos más: el agua le caía
copiosamente.
El muchacho sacó las manos de
debajo de la manta, tanteó desesperado
la borda e intentó agarrarse de la
barandilla, pero sus manos sólo se
encontraron con agua a raudales.
Entonces, Sam se dio cuenta de que la
Exploradora se había escorado tanto que
estaba a punto de volcar. Luchó
denodadamente para desembarazarse de
Zapirón, la Perra Canalla, los bultos y
la manta, al tiempo que gritaba:
—¡Lirael! ¡Lirael! ¿Qué ocurre?
Debajo del puente

L irael estaba demasiado ocupada


tratando de subirse otra vez a la
barca y no pudo contestar. La
botavara le había dado de lleno en el
hombro lanzándola por la borda antes de
que tuviera siquiera ocasión de
enterarse de lo que ocurría. Por fortuna,
había logrado agarrarse de la barandilla
y, sin soltarse, contempló con pavor
cómo el casco de la Exploradora se
alzaba sobre ella a tal altura que, con
toda certeza, la embarcación acabaría
dando una vuelta de campana y
atrapando a Lirael debajo.
Con la misma rapidez con la que se
había escorado, la Exploradora se
enderezó y el bandazo repentino
catapultó a Lirael de vuelta a bordo,
donde aterrizó encima de la maraña
formada por la manta, Sam, la Perra
Canalla, Zapirón, un variado surtido de
bultos y mucha agua.
Al mismo tiempo, la Exploradora
pasaba debajo de Puente de Arriba,
dejando atrás la luz del sol e
internándose en la extraña y suave
penumbra, mientras el Renegado entraba
caudaloso en el inmenso túnel formado
por el puente de piedra, allá en lo alto.
—¿Qué pasa? —barbotó Sam
desembarazándose de la manta.
Lirael ya estaba al timón,
completamente mojada, y con una mano
aferraba algo que sobresalía de la popa.
—Creí que la Exploradora se había
vuelto loca —dijo Lirael—. Hasta que
vi esto.
Sam dio unos pasos hacia atrás
echando maldiciones contra la manta
que seguía enredada a sus piernas.
Debajo de Puente de Arriba no reinaba
la oscuridad propiamente dicha, porque
la luz entraba por ambos extremos, pero
se trataba de una luz rara, como la del
sol cuando penetra despacio la niebla
suave y difuminada por el agua. La
Perra Canalla se abalanzó hacia su ama
para ver de qué se trataba; tras olisquear
el aire, Zapirón se dirigió con paso
silencioso hacia la popa, donde
comenzó la larga y ardua tarea de
secarse a lengüetazos.
La perra vio lo que Lirael sostenía
antes que Sam y se puso a gruñir, en el
costado de babor de la popa había un
agujero astillado, justo por debajo de la
regala, donde Lirael estaba sentada
antes de que la Explotadora la derribara
con la botavara. La muchacha sostenía
en la mano una flecha de ballesta,
causante del agujero. La varilla estaba
pintada de blanco y en el extremo
llevaba plumas de cuervo.
—¡Un poco más y te alcanza! —
exclamó Sam al tiempo que metía los
dedos por el agujero.
—No me ha dado gracias a la
Exploradora —dijo Lirael acariciando
con ternura la caña del timón—. Fíjate
lo que le ha hecho a mi pobre
embarcación.
—Te habría atravesado de lado a
lado aunque llevases armadura —dijo
Sam sombríamente—. Es una flecha de
guerra, no un dardo de punta cuadrada
de los utilizados en cacería. El disparo,
muy bueno. Demasiado bueno para
considerarse natural.
—Probablemente vuelvan a
intentarlo cuando hayamos cruzado… o
antes —dijo Lirael y, alarmada, miró
hacia arriba y vio la mole de piedra—.
¿Sabes si hay alguna abertura allá en lo
alto?
—No tengo ni idea —respondió
Sam.
Siguió la mirada de la muchacha y lo
único que vio fue una superficie
uniforme de piedra amarilla. Sin
embargo, el puente se encontraba a
cientos de metros encima de sus cabezas
y había poca luz. Era posible que
existiera cierto número de oscuras
aberturas que él no alcanzaba a
distinguir.
—No veo ninguna, amita —gruñó la
perra estirando el cogote—. Pero con
esta corriente habremos cruzado en
pocos minutos.
—¿Sabes cómo proyectar una
defensa mágica contra flechas? —le
preguntó Sam a la muchacha.
La corriente los impulsaba a gran
velocidad y el arco brillante y soleado
del otro extremo del puente se
aproximaba raudamente.
—No —contestó Lirael, nerviosa—.
Tal vez debería saberlo. Lo cierto es que
falté a muchas clases sobre el arte de la
lucha.
—De acuerdo —dijo Sam—. ¿Qué
tal si cambiamos de sitio? Yo me sentaré
aquí y timonearé con una defensa contra
flechas a la espalda. Tú espera con el
arco preparado para responder al
ataque. Zapirón…, tú eres el que tiene
mejor vista…, vigila a Lirael.
—De eso puede ocuparse la Sabuesa
Siniestra o como se llame —declaró
Zapirón desde la popa—. Yo tengo que
seguir durmiendo.
—¿Y si la defensa no funciona? —
protestó Lirael—. Ya te han herido…
—Funcionará —dijo Sam avanzando
hacia Lirael, de manera que la muchacha
no tuvo más remedio que dejarlo pasar
—. Practicaba todos los días con los
guardias. Sólo una flecha o dardo
encantados pueden atravesarla.
—¿Y si estuviera encantada? —dijo
Lirael al tiempo que con diestros
movimientos cambiaba la cuerda mojada
del arco por otra que guardaba en un
paquete impermeable.
La flecha blanca y negra no despedía
aroma de magia, aunque eso no
significaba que la siguiente no estuviese
encantada.
—Tendría que ser más fuerte que la
defensa —dijo Sam, confiado, mucho
más confiado de lo que se sentía en
realidad.
Había levantado defensas contra
flechas en muchas ocasiones, pero nunca
en el curso de un enfrentamiento real.
Touchstone le había enseñado el hechizo
cuando Sameth contaba apenas seis años
y las flechas utilizadas para comprobar
la solidez de la defensa eran casi de
juguete y las puntas iban acolchadas con
tiras de tela hechas con pijamas viejos.
Más tarde, había pasado la prueba con
flechas de punta roma. Sus defensas
nunca se habían visto sometidas a
dardos de guerra capaces de perforar
una plancha de acero de tres
centímetros.
Sam se sentó al timón y se puso de
cara a la popa. Buscó entonces las
marcas del Gremio que precisaba. Casi
siempre usaba la espada para dibujar la
defensa en el aire, pero le habían
enseñado que, llegado el caso, las
manos también servían.
Lirael observaba cómo movía con
destreza las manos y los dedos mientras
las marcas del Gremio comenzaban a
brillar en el aire. Quedaron allí
suspendidas, reluciendo, a poca
distancia del arco descrito por la punta
de los dedos. Tal vez en otras cosas Sam
no supiera desenvolverse muy bien,
pensó la muchacha, pero estaba claro
que se trataba de un mago del Gremio
muy poderoso. Temía a los muertos y al
Reino de la Muerte, pero no era
cobarde. A ella no le habría hecho
ninguna gracia sentarse allí, con la sola
protección de un hechizo, a esperar que
llegase la afilada punta de un dardo de
ballesta disparado a una velocidad letal.
Se estremeció. De no haber sido por la
Exploradora, probablemente estaría
muerta o desangrándose debajo de los
imbornales.
A Lirael se le contrajo el estómago
de sólo pensarlo y puso especial
atención al ajustar la flecha en la cuerda
del arco. Fuera quien fuese el asesino
oculto, Lirael haría todo lo posible
porque no hiciese más que un disparo.
Sam terminó de describir el círculo
completo de la defensa contra flechas
pero siguió acurrucado en la popa.
Movía las manos y trazaba marcas del
Gremio que salían volando de sus dedos
para unirse al círculo luminoso que se
alzaba detrás de él, por encima de su
cabeza.
—No puedo parar, tengo que seguir
invocándolo —dijo, jadeante—. Es una
desventaja. ¡Prepárate! Saldremos en
menos que…
De repente se encontraron bajo la
luz del sol y Sam se encogió
instintivamente para no ser un blanco tan
evidente.
Arrodillada junto al mástil, la vista
clavada en lo alto, Lirael se quedó
deslumbrada durante un instante. El
asesino aprovechó ese segundo para
disparar. El dardo voló certero. Lirael
dio el grito de alarma, pero el sonido no
había salido todavía del fondo de su
garganta cuando el dardo de negras
plumas se estrelló contra la defensa… y
desapareció.
—¡Deprisa! —exclamó Sam con un
hilo de voz; el esfuerzo de mantener la
defensa mágica se le notaba en la cara y
el pecho agitado.
Lirael buscaba al de la ballesta. Allá
arriba había muchas ventanas y
aberturas, tanto en la piedra del puente
como en los edificios consumidos
encima de él. Y gente en todas partes, en
las ventanas, en los balcones, acodadas
en las barandillas, de pie en plataformas
atadas con cabos a las paredes de
yeso… Imposible encontrar al autor del
disparo.
Entonces la perra se acercó a Lirael,
levantó la cabeza y aulló. Fue un aullido
espectral y agudo cuyo eco surcó el
agua, subió por las paredes del paso y
recorrió el pueblo entero.
En todas partes, la gente paró en
seco y se puso a observar con atención.
Excepto en una ventana situada a media
altura. Lirael vio que alguien abría de
par en par el postigo y con una mano
aferraba una ballesta.
Estiró la cuerda y disparó justo
cuando el hombre se ponía en pie, pero
una leve brisa desvió la flecha
haciéndola describir un arco más abierto
y clavarse en la pared, justo encima de
la cabeza de su enemigo. Mientras
Lirael preparaba otra flecha, el asesino
se montó sobre el alféizar de la ventana
donde a duras penas mantenía el
equilibrio.
La perra inspiró hondo y aulló otra
vez. El asesino soltó la ballesta para
taparse los oídos con los dedos, pese a
lo cual, el sonido siguió perforándole
los sesos y, sin darse cuenta, avanzó un
paso y perdió por completo el
equilibrio. Desesperado, intentó inclinar
el cuerpo hacia el interior de la
habitación, pero las piernas no le
respondieron. Poco después, caía como
un bólido detrás de la ballesta y en un
santiamén cubrió los ciento cuarenta
metros que lo separaban del agua.
Mientras bajaba, continuaba tapándose
los oídos con los dedos y moviendo las
piernas pese a que bajo los pies no
hubiera más que aire.
La perra dejó de aullar cuando el
cuerpo del asesino golpeó el agua con
estruendo; Sam y Lirael dieron un
respingo al notar su muerte. Observaron
cómo las ondas se fueron alejando del
lugar del impacto hasta tocar la quilla de
la Exploradora y desaparecer.
—¿Qué has hecho? —preguntó
Lirael mientras guardaba con cuidado el
arco.
Era la primera vez que veía y sentía
morir a alguien. Sólo había asistido a
las ceremonias del adiós en las que la
muerte era algo distante, disimulado por
la tradición y los ritos.
—Lo obligué a caminar —gruñó la
perra, sentándose en las patas traseras,
la pelambre del lomo erizada—. Te
habría matado, amita.
Lirael asintió y le dio un rápido
abrazo a la perra. Sam las observaba
cauteloso. El aullido era un compendio
de magia libre, sin una pizca de magia
del Gremio. La perra parecía mansa y
fiel a su dueña, pero a él no se le
olvidaba lo peligrosa que podía llegar a
ser. Además, había algo en el aullido
que le resultaba familiar, cierta magia
con la que había estado en contacto pero
que no lograba definir.
Al menos el caso de Zapirón era
simple. Era una criatura producto de la
magia libre, vinculada y contenida
mientras llevara el collar. La perra, en
cambio, era una mezcla de las dos
magias, dotada de libre albedrío, y eso
era algo de lo que Sam no había oído
hablar en su vida. Por enésima vez
deseó que su madre estuviera allí.
Sabriel conocería con exactitud la
naturaleza de la perra, estaba seguro.
—Será mejor que volvamos a
cambiar de sitio —sugirió Lirael con
urgencia—. Allá delante hay otro
guardacostas.
Sam se ocultó veloz enfrente de la
perra, que lo miró y le sonrió dejando al
descubierto unos dientes largos, afilados
y muy blancos. El muchacho hizo el
esfuerzo de retribuir la sonrisa y
recordó el consejo que le dieran cuando
era niño: nunca dejes que los perros se
enteren de que les tienes miedo…
—¡Aagh! ¡Cuánta agua hay aquí! —
protestó, y con un sonoro chapoteo se
acostó y se tapó con la manta empapada
—. Debería haber achicado cuando
estábamos en el túnel.
Se disponía a cubrirse la cara con la
manta cuando vio a Zapirón que seguía
sentado en la proa concentrado en su
aseo.
—¡Zapirón! —le ordenó—.
Escóndete tú también.
El gato le echó una elocuente mirada
al agua que se agitaba alrededor de las
piernas de Sam y sacó la lengua rosada.
—Está muy mojado para mi gusto —
dijo—. Además, el guardacostas nos
detendrá, seguro. Habrá recibido el
aviso desde el pueblo después de la
canina y fanfarrona demostración de
talento vocal… aunque con un poco de
suerte, a lo mejor no se enteran de lo
que ha sido. De manera que ya puedes ir
sentándote.
Sam lanzó un gruñido y se incorporó
en medio de más chapoteo.
—Haber avisado antes de que me
echara —dijo con amargura, cociendo
una taza de latón y empezando a achicar.
—Sería conveniente que pasáramos
sin que nos detuvieran —comentó la
Perra Canalla, olisqueando el aire—.
Es posible que en este guardacostas
haya más enemigos ocultos.
—Allá delante hay más sitio para
maniobras —comentó Lirael—. Lo que
no sé es si bastará para evadir el
guardacostas.
En la ribera izquierda del río se
encontraba el puerto principal de Puente
de Arriba. Doce embarcaderos de
distinta longitud se internaban en el río,
en su mayoría llenos de barcos
mercantes cuyos mástiles formaban una
selva de palos desnudos. Detrás de los
embarcaderos había un muelle excavado
en la piedra del cañón, una larga terraza
atestada de bultos, a la espera de ser
trasladados a las bodegas de los barcos
o al pueblo. Detrás del muelle se veían
varias escaleras que subían por la cara
del acantilado hasta llegar al pueblo
entre los cables de las grúas que
utilizaban para subir infinidad de cajas y
cofres, barriles y balas.
La orilla derecha del río estaba
despejada, a excepción de algunos
barcos mercantes que los precedían,
corriente abajo, y el guardacostas, que
ya iniciaba la maniobra de desatraque.
Si conseguían adelantar el guardacostas
y mantenerse delante, nada los
detendría.
—Llevan al menos veinte arqueros
en ese barco —dijo Sam con cierta
reserva—. ¿Crees que nos dejarán
adelantarlos sin más?
—Supongo que depende de cuántos
agentes del enemigo vayan a bordo, si es
que llevan alguno —contestó Lirael
izando la vela maestra y orientándola
para que la barca tomara más velocidad
—. Si son guardias de verdad, no van a
dispararles a un príncipe real ni a una
hija de las Clarvis, ¿no te parece?
—Habrá que comprobarlo, supongo
—masculló Sam, al que no se le ocurría
ningún plan alternativo. Si los guardias
eran verdaderos guardias, lo peor que
podía ocurrir era que a él lo
devolviesen a Belisaere. Si no lo eran,
lo mejor era mantenerse lo más lejos
posible de ellos—. ¿Y si el viento deja
de soplar?
—Haremos que sople otro silbando
—dijo Lirael—. ¿Se te dan bien los
hechizos meteorológicos?
—No están a la altura de las
exigencias de mi madre —contestó él.
Los hechizos meteorológicos se hacían
silbando las marcas del Gremio, y él era
un silbador mediocre—. Aunque es
posible que consiga que el viento sople.
—Un plan nada brillante, incluso
para las exigencias de tu madre —
comentó Zapirón, que observaba cómo
el guardacostas izaba la vela
disponiéndose a interceptarlos—. Lirael
no tiene aspecto de hija de las Clarvis.
Sameth parece un espantajo, no un
príncipe real. Y el capitán de ese
guardacostas tal vez no reconozca la
Exploradora. De manera que aunque
sean guardias de verdad, es altamente
probable que nos obsequien con una
lluvia de flechas si intentamos
adelantarlos. Personalmente, no tengo
ningún interés en convertirme en
acerico.
—No nos queda otra salida —dijo
Sam en voz baja—. Aunque dos o tres
de ellos sean enemigos, nos atacarán. Si
logramos conjurar el viento suficiente,
quizá logremos mantenernos fuera del
alcance de sus arcos.
—¡Fantástico! —rezongó Zapirón—.
Mojado, helado y lleno de agujeros.
Otro día de diversión en el río.
Lirael y Sam se miraron. La
muchacha inspiró hondo. Las marcas del
Gremio llenaron su mente y dejó que le
fluyeran hasta los pulmones y la garganta
donde describieron círculos. Y entonces
silbó y las notas puras saltaron al cielo.
En respuesta al silbido, el río se
oscureció a sus espaldas. El agua se
llenó de olas y espuma blanca que
empujaron a la Exploradora y su vela
expectante.
Segundos después, el viento les dio
de lleno. La barca se escoró un poco y
adquirió velocidad, las jarcias sumaron
su silbido ante la súbita presión.
Zapirón manifestó su desdén con un
siseo y abandonó la proa de un salto
cuando una nube de rocío envolvió el
sitio que había ocupado un momento
antes.
Lirael siguió silbando y Sam la
secundó; el hechizo meteorológico de
ambos consiguió que el viento soplara
detrás de la aleta de la Exploradora
alejándola del guardacostas, cuya vela
seguía mustia y desinflada.
El guardacostas, sin embargo, estaba
dotado de remos y expertos bogantes. El
cómitre apuró el ritmo, los remos se
hundieron a mayor velocidad, la galera
se lanzó a interceptar la Exploradora y,
antes de que su proa se hundiera en el
agua espumosa, el brillante metal de su
ariete destelló bajo el sol.
Magia libre y carne de
verraco

starán a tiro de flecha dentro de


–E unos instantes —les advirtió
lúgubremente Zapirón calculando
con cierta dosis de cinismo primero la
distancia de la galera y luego la
proximidad de la orilla derecha—. Nos
veremos obligados a nadar para salvar
la vida.
Lirael y Sam se miraron
preocupados, reacios a reconocer en voz
alta que el gato tenía razón. Pese al
viento conjurado por el hechizo y a que
su embarcación cruzaba rauda el río, la
galera era más veloz. Se acercaron a la
costa hasta donde se atrevieron y lo
malo era que se estaban quedando sin
espacio para maniobrar.
—Será mejor que nos quedemos al
pairo y nos arriesguemos a que entre los
guardias haya enemigos —dijo Sam
recordando vivamente que había herido
a dos agentes de policía—. No quiero
que nos disparen porque nos tomen por
contrabandistas o algo así, y desde luego
que no deseo hacer daño a ningún
guardia. Cuando se enteren de quién soy,
les ordenaré que te suelten. ¡Quién sabe,
a lo mejor tengo suerte! Es posible que
Ellimere no haya ordenado mi
detención.
—No lo sé… —comenzó a decir
Lirael, carcomida por la desazón.
Existía una ligera posibilidad de que
lograsen escapar. Pero cuando se
disponía a concluir la frase, la perra
ladró interrumpiéndola.
—¡No! ¡Llevan a bordo al menos
tres o cuatro criaturas producto de la
magia libre! ¡No debemos detenernos!
—A mí me huele bien —dijo
Zapirón estremeciéndose cuando otra
nube de rocío cubrió la proa—. Aunque
claro, yo no tengo un olfato tan fino
como el tuyo. Sin embargo, como veo
que media docena de arqueros se
aprestan a disparar, es posible que hayas
olido algo después de todo.
Sam comprobó que Zapirón estaba
en lo cierto. El guardacostas iniciaba la
maniobra para cruzarse en su camino y
seis arqueros formaban en la cubierta de
proa con las flechas dispuestas. Era
evidente que pensaban disparar primero
y hacer las averiguaciones pertinentes
después.
—¿Son humanos los arqueros? —
preguntó Sam a toda prisa. La Perra
Canalla olisqueó el aire otra vez y
contestó—: No lo sé. Creo que la
mayoría lo son. Pero el capitán, el del
sombrero de plumas, sólo tiene
apariencia de hombre. Es un engendro,
hecho de magia libre y carne de verraco.
Su olor es inconfundible.
—¡Debemos mostrarles a los
arqueros humanos a quién están
disparando! —exclamó Sam—. Debí
haber traído un escudo con el blasón
real. De tenerlo aquí conmigo, no se
atreverían a dispararnos, aunque les
dieran la orden de hacerlo.
—¿Cómo no se me ocurrió antes? —
gritó Lirael dándose una palmada en la
frente—. ¡Anda, coge!
—¡Qué! —aulló Sam, abalanzándose
hacia adelante para aferrar la caña del
timón que Lirael acababa de soltar—.
¿Qué hago? ¡No sé gobernar un barco!
—No te preocupes, la barca se
gobierna sola —le contestó Lirael a voz
en cuello al tiempo que se arrastraba
hacia el arcón situado en la bodega de
proa.
Debía recorrer algo más de diez
metros, pero a la muchacha le costaba un
triunfo avanzar, porque la Exploradora
estaba escorada en un ángulo imposible
y la barca no dejaba de elevarse y de
caer con un estrépito enervante a
intervalos regulares.
—¿Estás segura? —volvió a gritar
Sam.
Notaba la presión de la caña y tuvo
el convencimiento de que sólo la
firmeza con que la empuñaba impedía
que la embarcación virase de golpe y
fuera a parar a la orilla. Hizo la prueba
de separar los dedos un segundo,
dispuesto a tomar otra vez la caña de
inmediato. Nada ocurrió. La
Exploradora seguía su rumbo, la caña
del timón apenas se movía. Sam lanzó un
suspiro de alivio que se convirtió en una
tos ahogada cuando vio que del
guardacostas partía una serie de flechas
que se dirigían a él.
—Todavía están muy lejos —
comentó la Perra Canalla observando
con ojo experto el vuelo descrito por las
flechas hasta que éstas acabaron
hundiéndose en el agua a cuarenta
metros de distancia.
—Pronto los tendremos encima —
masculló Zapirón. Volvió a saltar para
encontrar un lugar más seco.
Cuando por fin lo había encontrado
cerca del mástil, un ligero desvío de la
caña del timón, cooperación de Sam,
hizo que la embarcación creara una ola
que bañó al felino de pies a cabeza.
—Te detesto —siseó Zapirón
dirigiéndose al mascarón de proa de la
barca mientras el agua se escurría entre
sus patas—. Al menos ese barco de
remos parece seco. ¿Por qué no dejamos
que nos capturen? Al fin y al cabo, sólo
a la Perra Canalla le huele a engendro
ese capitán.
—¡Están disparándonos, Zapirón! —
gritó Sam, que no sabía a ciencia cierta
si el gato estaba de guasa.
—Además del capitán, a bordo van
otros dos engendros —gruñó la perra,
cuya nariz seguía oliendo el aire con
vigor.
Sam comprobó que la Perra
Canalla aumentaba de tamaño y
adquiría un aspecto más fiero. Se
preparaba para luchar sin tener en
cuenta lo que Lirael hacía en la proa.
—¡Ya lo veo! —exclamó la
muchacha al tiempo que otra lluvia de
flechas iba en dirección a ellos.
En esta ocasión se hundieron en el
río a poco más de cuatro palmos de
distancia.
—¿Qué? —gritó Sam al tiempo que
buscaba entre las marcas del Gremio las
necesarias para construir defensa contra
las flechas, aunque no fuese efectiva
contra seis arqueros a la vez, y menos
cuando se sentía tan débil.
Lirael levantó un trapo negro y dejó
que ondeara al viento para que se viera
la brillante estrella plateada puesta en el
centro. El viento estuvo a punto de
arrancárselo de la mano, pero lo apretó
contra el pecho y regresó arrastrándose
al mástil.
—Es la bandera de la Exploradora
—gritó al tiempo que tiraba de la driza y
desenroscaba el pasador para meterlo
por el ojal que tenía la bandera—.
Estará izada en un periquete.
—¡No tenemos tanto tiempo! —
chilló Sam al ver que los arqueros iban
a disparar otra vez—. ¡Olvídate de
izarla y despliégala!
Lirael no le prestó atención. Fijó la
bandera a los puntos de sujeción,
enroscó los tornillos a una velocidad
que a Sam se le antojó eterna. El
muchacho estaba a punto de lanzarse a
agarrar la maldita bandera cuando Lirael
la soltó de repente y tiró de la driza en
el mismo instante en que otras cinco
flechas partían del guardacostas en
dirección a ellos.
La Exploradora reaccionó primero:
movió la caña del timón y puso proa al
viento. Perdió velocidad al instante; la
vela se agitaba y palmoteaba como si
estuviese aplaudiendo. Sam se agachó
como reacción y la caña del timón le dio
en la mandíbula con fuerza suficiente
para hacerle pensar que había sido
alcanzado por una flecha del enemigo.
La caña del timón volvió a su sitio y a
punto estuvo de darle otra vez al
muchacho cuando la barca retomó el
curso original.
Esos pocos segundos en que la
velocidad disminuyó resultaron de vital
importancia, según dedujo Sam, pues las
flechas que iban a darles de lleno
cayeron al agua a unos palmos de
distancia.
La gran estrella plateada de las
Clarvis ondeaba en lo alto del mástil
reluciendo al sol. Ya no cabía duda de
quién era el propietario de la
embarcación, pues la bandera no era
simplemente un trozo de paño sino que,
al igual que la Exploradora, estaba
saturada de magia del Gremio. Incluso
en la noche más negra, la insignia
estrellada de las Clarvis destacaba con
brillo fulgurante. Y allí, a plena luz del
día, su efecto era cegador.
—Han dejado de bogar —anunció la
Perra Canalla alegremente, cuando el
guardacostas fue perdiendo impulso y se
oyó un confuso entrechocar de remos.
Sam se relajó, permitió que los
bordes de la defensa contra las flechas
se desdibujaran; quería comprobar
cuántos dientes había perdido.
—Pero dos arqueros se disponen a
disparar —prosiguió la perra.
Sam lanzó un gemido y buscó
apresuradamente las marcas del Gremio
que acababa de soltar.
—Sí…, no… no, me he
equivocado… Otros cuatro los están
maniatando. El capitán grita y… ¡ha
revelado quién es!
Sam y Lirael miraron en dirección
del guardacostas. Vieron una maraña de
cuerpos en lucha, oyeron un griterío y el
entrechocar de armas. En el centro del
enredo surgió de pronto una blanca
columna de fuego; lanzó un rugido tan
fuerte que hizo que a la perra se le
arrugaran las orejas y que los demás
dieran un respingo. La columna se elevó
más de tres metros, se extendió hacia los
lados describiendo un arco y saltó por la
borda.
Por un instante, Sam y Lirael
pensaron que se hundiría en el agua y
desaparecería, pero en realidad
comenzó a rebotar sobre la superficie
del río como si el agua fuese una
mullida alfombra de césped. La columna
avanzó hacia ellos y, a medida que lo
hacía, se transformaba en otra cosa.
Dejó de ser un largo haz de fuego blanco
para convertirse en un verraco
gigantesco y llameante con colmillos
incluidos. Corrió en pos de la
Exploradora dando inmensos saltos que
levantaban una nube de agua, soltando
chillidos agudos, un sonido que
provocaba las náuseas de cuantos lo
oían.
Sam fue el primero en reaccionar.
Cogió el arco de Lirael y, en rápida
sucesión, disparó cuatro flechas a la
cosa que se les acercaba rauda. Todas
dieron en el blanco, con el único efecto
de arrancar una lluvia de chispas. Las
flechas ardieron y quedaron reducidas a
cenizas.
Sam se disponía a sacar otra flecha
cuando Lirael levantó la mano y gritó un
hechizo al viento. De los dedos de la
muchacha partió una red dorada que se
extendió más y más hasta cubrir el agua.
Se topó con el verraco justo cuando iba
a saltar y lo ató con cuerdas de fuego
dorado y rojo que apagaron parte del
brillo que despedía aquella criatura.
El verraco y la red se desplomaron
y, al desaparecer bajo la superficie del
río, el terrible chillido se interrumpió.
Las aguas del Renegado se cerraron
sobre el verraco; una nube de blanco
vapor se elevó con fuerza a una altura de
treinta metros. Al disiparse, no quedaron
señales ni de la red ni de la criatura de
la magia libre, sólo unos restos
pequeños de algo que parecía carne
podrida, bocados que no resultaban
apetecibles ni siquiera a las gaviotas
famélicas que volaban en lo alto del
cielo.
—Gracias —dijo Sam, cuando
quedó claro que ni guardacostas ni las
profundidades iban a soltar nada dañino.
Conocía el hechizo de la red mágica
utilizado por Lirael, pero no creyó que
funcionara contra algo tan poderoso.
—Me lo sugirió Zapirón —dijo
Lirael, sorprendida por la gratitud del
muchacho y por el hecho de que el
hechizo hubiese funcionado tan bien.
—Esos engendros son capaces de
moverse por el agua corriente, pero no
resisten la inmersión total —explicó
Zapirón—. Bastó con frenarlo apenas un
instante.
Echó una mirada picara a la perra y
añadió:
—Ahora sabéis que esta cánida no
es la única que conoce esas cosas. Y
ahora sí que tengo que echar una
siestecilla. ¿Puedo esperar que cuando
despierte me tengáis preparados unos
cuantos pescados?
Sam asintió con cara de cansado,
aunque no tenía ni idea de cómo iba a
conseguirlos. A punto estuvo de
acariciar a Zapirón, como hacía Lirael
con la perra. Algo en los verdes ojos del
felino hizo que su mano se detuviera
antes de haberse movido.
—Lamento que no se me ocurriera
antes lo de la bandera —dijo Lirael
mientras avanzaban a toda velocidad. El
hechizo del viento continuaba soplando
a popa aunque con menor fuerza—. Ahí
dentro hay un montón de cosas a las que
apenas les eché un vistazo cuando
partimos del glaciar.
—Me alegro de que te acordaras
cuando lo hiciste —dijo Sam; sus
palabras sonaron algo amortiguadas
porque las pronunció moviendo la
mandíbula para comprobar su estado. La
notaba entumecida, pero conservaba
todos los dientes—. El viento nos
vendrá muy bien. Deberíamos llegar a la
Casa mañana por la mañana.
—La Casa de la Abhorsen está
construida en una isla, ¿no? —preguntó
Lirael, pensativa—. ¿Y está justo antes
de la cascada donde el Renegado salta
los Despeñaderos Largos?
—Sí —contestó Sam mientras
pensaba en la estruendosa cascada y en
la gratitud que sentiría al poder contar
con su protección.
Entonces se le ocurrió que en lugar
de pensar en la cascada como un
elemento protector, Lirael se estaría
preguntando cómo llegar a la Casa sin
peligro de que la barca se precipitara
por ella.
—No te preocupes por la cascada
—le explicó—. Hay una especie de
canal detrás de la isla, donde la
corriente no es tan fuerte. Tiene por lo
menos una legua, lo único que debemos
hacer es tener la precaución de entrar en
él en el lugar adecuado y no
abandonarlo. No habrá problemas. Lo
hicieron los constructores del Muro.
Igual que la Casa. Se trata de una obra
maestra… Me refiero al canal. Intenté
hacer una maqueta utilizando la cascada
y los estanques de la segunda terraza de
palacio. Pero no me funcionó el
encantamiento para dividir la
corriente…
Dejó de hablar al darse cuenta de
que Lirael no le prestaba atención. Tenía
una expresión abstraída y sus ojos
estaban clavados en un punto, por
encima del hombro de Sam.
—No sabía que fuera tan aburrido
—dijo el muchacho con una sonrisa de
compromiso.
Sam no estaba acostumbrado a que
las muchachas bellas hicieran caso
omiso de él. De repente se dio cuenta de
que Lirael era guapa, potencialmente
hermosa. No había reparado en ese
detalle hasta ese momento.
Lirael dio un respingo, parpadeó y
dijo:
—Perdona. No estoy acostumbrada
a… Allá, en mi casa, la gente casi nunca
suele hablar conmigo.
—Por cierto, estarías mucho mejor
sin ese pañuelo —sugirió Sam. Era
realmente atractiva, aunque su cara tenía
algo que lo inquietaba. ¿Dónde la había
visto? A lo mejor se parecía a alguna de
las chicas que Ellimere le había
obligado a frecuentar en Belisaere—.
Me recuerdas a alguien. ¿Es posible que
haya conocido a alguna de tus hermanas?
Aunque no recuerdo haber visto nunca a
una Clarvi morena.
—No tengo hermanas —contestó
Lirael distraídamente—. Sólo primas.
Montones de primas. Y una tía.
—En la Casa podrás cambiarte. Mi
hermana tiene muchos vestidos.
Así tendrás ocasión de quitarte ese
chaleco —dijo Sam—. Lirael, ¿te
importa si te pregunto cuántos años
tienes?
Lirael lo miró, intrigada por la
pregunta, hasta que captó el destello de
sus ojos. Conocía esa mirada porque la
había visto en el refectorio inferior.
Apartó la vista y se subió el pañuelo
mientras pensaba en qué iba a decirle.
«Ojalá Sam pudiera ser como la perra»,
pensó la muchacha. Un amigo fiel, sin
las complicaciones del interés
romántico. Tenía que existir una manera
de cortar de raíz todas sus expectativas
sin necesidad de recurrir a algo tan
desagradable como vomitar o mostrarse
fea y poco atractiva.
—Treinta y cinco —contestó al fin.
—¡Treinta y cinco! —exclamó Sam
—. Vaya, perdona, quería decir que no
los aparentas… Pareces mucho más
joven…
—Ungüentos —dijo la perra con una
media sonrisa irónica que sólo Lirael
captó—. Afeites. Aceites del Norte.
Encantamientos de la apariencia. Mi
ama trabaja con ahínco para mantener su
juventud, príncipe Sameth.
—Ah —dijo Sam apoyado en la
barandilla de popa.
Espió disimuladamente a Lirael
tratando de descubrir alguna arruga, algo
que indicara su edad, sin ningún éxito:
parecía tener los mismos años que
Ellimere. Tampoco se comportaba como
una mujer tan mayor. Carecía de la
confianza y la extraversión necesarias.
Eso, para empezar. A lo mejor la clave
estaba en el hecho de que fuera
bibliotecaria, pensó Sam, al tiempo que
intentaba adivinar lo que intuía como
una silueta llena de curvas debajo del
ancho chaleco.
—¡Calla de una vez, Perra Canalla!
—ordenó Lirael, volviendo la cabeza
para que Sam no descubriera su sonrisa
—. Haz algo útil y ponte a vigilar que no
aceche ningún peligro. Yo también haré
algo de utilidad, prepararé una piel del
Gremio.
—A la orden, amita —gruñó la perra
—. Ahora mismo me pongo a vigilar.
La perra se estiró, bostezó y luego,
de un salto, se fue a la proa donde se
sentó justo debajo de la fina lluvia de
rocío con la boca abierta y la lengua
colgando. Era un misterio cómo
conseguía mantenerse erguida y firme,
pensó Lirael, aunque intuía, no sin cierto
repeluzno, que a lo mejor a la Perra
Canalla le habían salido ventosas en el
trasero.
—Loca. Completamente loca —dijo
Zapirón mientras observaba cómo se
empapaba la perra. El felino había
vuelto a ocupar su puesto, cerca del
mástil, donde había retomado la
delicada labor de secarse a lengüetazos
—. Claro que nunca tuvo un ápice de
cordura.
—¡Te he oído! —ladró la perra, sin
volverse a mirar atrás.
—Ya, ya, me lo figuraba —dijo
Zapirón, con un suspiro y siguió
lamiéndose el collar. Levantó la cabeza,
clavó en Lirael los ojos verdes, de
malvado brillo y añadió—: Supongo que
no puedo esperar que me quites el collar
para que me seque como es debido,
¿verdad?
Lirael negó con la cabeza.
—En fin, imagino que si el idiota del
pueblo que ves aquí se negó a hacerlo,
no había ninguna posibilidad de que tú
accedieras —gruñó Zapirón, inclinando
la cabeza hacia Sameth—. Si hasta me
entran ganas de haberme ofrecido yo
mismo. Así no me vería obligado a
emprender siempre estos bárbaros
viajes en barco.
—¿Y qué es lo que no te ofreciste a
hacer? —preguntó Lirael llena de
curiosidad.
El gato se limitó a sonreír. Una
sonrisa que reunía demasiadas
características del cazador carnívoro,
pensó Lirael. Luego movió la cabeza,
Ranna tintineó y se quedó dormido,
despatarrado al sol del mediodía.
—Ten cuidado con Zapirón —le
advirtió Sam, al ver que Lirael sucumbía
a la tentación de rascar la blanca barriga
del gato—. En su forma libre, no
contenida por el collar, estuvo a punto
de matar a mi madre. En tres ocasiones,
para ser exacto, desde que es la
Abhorsen.
Lirael apartó la mano justo en el
instante en que Zapirón abría un ojo y,
con las garras al descubierto, hacía un
rápido movimiento con la pata, un
movimiento engañosamente juguetón.
—Duérmete otra vez —dijo la perra
desde la proa, sin volverse a mirar,
convencida de que Zapirón la
obedecería.
Zapirón le hizo un guiño a Lirael y
durante un momento sus miradas se
encontraron. Después, cerró el verde ojo
de aguda vista y, en apariencia, se
durmió del todo mientras Ranna
tintineaba.
—Bien, ha llegado el momento de
confeccionarme una piel encantada —
dijo Lirael.
—¿Te importa si miro? —preguntó
Sam, entusiasmado—. He leído sobre
las pieles del Gremio, pero creía que se
trataba de un arte olvidado. Ni siquiera
mi madre sabe cómo hacerlas. ¿Qué
formas conoces?
—Sé hacer una nutria de los hielos,
un oso bermejo o un búho bramador —
contestó Lirael, más tranquila al
comprobar que a Sam se le había pasado
la vena romántica—. Si te apetece, mira,
pero no sé cuánto alcanzarás ver. En
esencia, se trata de largas y complejas
cadenas de marcas del Gremio y
combinaciones de hechizos que es
preciso retener en la cabeza todos a la
vez. De manera que no podré hablar ni
explicarte nada. Es posible que tarde
hasta que se ponga el sol. A
continuación tendré que doblarla de la
forma exacta para poder utilizarla
después.
—Fascinante —dijo Sam—. Una vez
completado el hechizo, ¿no has intentado
meterlo en un objeto para que la cadena
de marcas esté a tu disposición cuando
la necesites, sin tener que volver a
empezar desde cero?
—No —respondió Lirael—. No
sabía que fuera posible.
—Es difícil, pero no imposible —le
explicó Sam, entusiasmado—. Es algo
así como reparar un pilar del Gremio.
Es decir que tienes que usar un poco de
tu propia sangre para preparar lo que
vaya a contener el hechizo. Sangre real,
claro, aunque la sangre de las Clarvis o
de la Abhorsen funciona igualmente.
Debes poner mucho cuidado porque si te
equivocas… En fin, veamos antes tu piel
del Gremio. ¿Cuál vas a hacer?
—Un búho bramador —respondió
Lirael con un mal presentimiento. No le
hacía falta disponer del don de la visión
para saber que Sameth tenía ganas de
hacerle infinidad de preguntas—.
Tardaré aproximadamente cuatro horas
—añadió—. Y no debe interrumpírseme.
Sureños con un
Nigromante

l sol se ponía y su roja luz teñía la ancha


superficie del río. Pese al hechizo
meteorológico realizado momentos antes
E
por Sam y Lirael, se había levantado
viento y ahora soplaba con
fuerza desde el Sur. Pese a
navegar con el viento en contra,
la Exploradora continuaba a buen ritmo
virando en largas diagonales entre la
ribera derecha e izquierda.
Tal como Lirael había vaticinado,
Sam se dedicó a hacer preguntas sin
parar. Pese a sus interrupciones, la
muchacha había conseguido crear la piel
del Gremio de un búho bramador y
doblarla de la forma adecuada para su
posterior uso.
—Es fascinante —comentó Sam—.
Me gustaría aprender a hacer una.
—Me dejé Con piel de león en el
glaciar —respondió Lirael—. Pero
puedo prestártelo si alguna vez vas a
verme. Es de la biblioteca, aunque
imagino que te permitirán tomarlo
prestado.
Sam asintió. La perspectiva de
visitar el Glaciar de las Clarvis le
parecía muy remota. Formaba parte de
otra porción de un futuro que no se
imaginaba. Sólo pensaba en llegar al
refugio de la Casa.
—¿Podemos navegar de noche? —
preguntó.
—Sí —contestó Lirael—. Si la
Perra Canalla está dispuesta a pasarse
la noche en vela y montar guardia para
ayudar a la Exploradora.
—Muy dispuesta —ladró la perra.
No se había movido de su puesto en la
proa—. Cuanto antes lleguemos, mejor.
Este viento trae un hedor insoportable y
el río se ha quedado tan vacío que no
parece normal.
Sam y Lirael miraron a su alrededor.
Habían estado tan ensimismados en
preparar la piel del Gremio que ni
siquiera habían reparado en la total
ausencia de embarcaciones, aunque se
veían algunas amarradas cerca de la
orilla izquierda.
—No nos ha seguido nadie de
Puente de Arriba, y sólo nos hemos
cruzado con cuatro naves que venían del
sur —informó la perra—. No puede ser
normal en el Renegado.
—No —convino Sam—. Las veces
que navegué por este río siempre había
muchas embarcaciones. Incluso en
invierno. Deberíamos haber visto
algunas barcazas cargadas de madera
con dirección al Norte.
—Yo he visto una sola embarcación
en todo el día —dijo la perra—. Lo cual
significa que se han detenido y han
buscado refugio en alguna parte. Y las
barcas que he visto estaban amarradas
en los embarcaderos o a las boyas. Lo
más lejos posible de tierra.
—Debe de haber más muertos o de
esos engendros de la magia libre a lo
largo del río —dijo Lirael.
—Ya decía yo que mis padres no
deberían haberse marchado —comentó
Sam—. Si hubiesen sabido…
—Se habrían marchado de todos
modos —lo interrumpió Zapirón con un
bostezo. Se estiró y sacó la delicada
lengua rosada para saborear el viento—.
Como de costumbre, los problemas
vienen de todas partes, todos a la vez.
Algunos se dirigen hacia nosotros, me
temo que la cánida tiene razón. Esta
brisa hiede mucho. Despertadme si
estuviese a punto de ocurrir algo
desagradable.
Dicho lo cual, volvió a acostarse y a
ovillarse hasta formar una bola blanca.
—Me pregunto qué considerará él
desagradable —masculló Sam muy
nervioso.
Cogió la espada y la desenvainó a
medias para comprobar que seguían
vivas las marcas del Gremio que había
puesto en ella.
La perra volvió a olisquear el aire
mientras la barca ceñía por babor. Le
tembló el hocico y lo levantó más al
notar que el olor se hacía más fuerte.
—Magia libre —dijo al fin—. Viene
de la orilla derecha.
—¿De dónde exactamente? —
preguntó Lirael, haciendo visera con la
mano.
Con la puesta de sol resultaba difícil
distinguir nada hacia el Oeste. Lo único
que veía eran saucedales enmarañados
entre campos vacíos, unos cuantos
espigones improvisados y paredes de
piedra medio hundidas de las que
colgaban algunas nasas.
—No veo nada —contestó la perra
—. Sólo me llega el olor. Viene de allá,
río abajo.
—Yo tampoco veo nada —añadió
Sam—. Pero si la magia libre no está en
el río, podemos seguir navegando.
—También huelo gente —informó la
perra—. Gente asustada.
Sam no hizo comentarios. Lirael lo
miró y comprobó que se mordía los
labios.
—¿Podría tratarse del nigromante?
—le preguntó Lirael—. ¿Podría tratarse
de Hedge?
—Desde aquí no lo distingo —
contestó la perra—. El olor de la magia
libre es muy fuerte, por lo tanto, podría
tratarse de un nigromante. O tal vez de
un stilken o un siseante.
Lirael tragó saliva. Sabía cómo
someter a un stilken, puesto que contaba
con la ayuda de Nehima. Y también de
Sam, de la Perra Canalla y de Zapirón.
La idea, sin embargo, no le hacía gracia
alguna.
—Ya sabía yo que tendría que haber
leído ese libro —farfulló Sam. No
especificó de qué libro se trataba.
Siguieron callados un rato, mientras
la Exploradora continuaba avanzando
hacia la orilla derecha. El sol se
ocultaba rápidamente, apenas se veía la
mitad de su rojo disco. A medida que la
oscuridad se apoderaba de todo, las
estrellas comenzaron a titilar con fuerza
en el cielo.
—Será mejor… será mejor que
echemos un vistazo —dijo Sam al fin,
tras un esfuerzo evidente.
Se ajustó la espada al cinto pero no
hizo ademán de colocarse la bandolera
con las campanas. Lirael les echó un
rápido vistazo y deseó poder utilizarlas,
pero no le pertenecían. Era Sam quien
debía decidir qué hacer con ellas.
—Si amarramos en ese embarcadero
de ahí, ¿estaremos cerca? —le preguntó
Lirael a la perra.
La mascota asintió. La Exploradora
viró hacia el embarcadero sin necesidad
de recibir órdenes.
—¡Despierta, Zapirón! —dijo Sam
en voz baja. Con la oscuridad había
llegado también un profundo silencio.
No quería que el eco de su voz se
impusiera al borboteo de la corriente.
Zapirón no se movió. Sam insistió y
le rascó la cabeza.
—Se despertará cuando sea
necesario —dijo la perra. Ella también
hablaba en voz baja—. ¡Preparaos!
La Exploradora se deslizó con
movimiento experto hacia el
embarcadero al tiempo que Lirael
arriaba la vela. Sam desembarcó de un
salto, la espada en la mano, seguido de
cerca por la Perra Canalla.
Lirael fue tras ellos poco después.
Llevaba a Nehima desenvainada; las
marcas del Gremio de la hoja brillaban
en la penumbra.
La perra olisqueó el aire otra vez y
levantó una oreja. Los tres se quedaron
inmóviles. Escuchando. Esperando.
Hasta las hambrientas gaviotas
habían dejado de chillar. No se oía más
ruido que el de sus propias
respiraciones y el chapoteo del río
contra el embarcadero.
Y entonces un grito desgarrador
quebró el silencio. Como si se tratara de
la señal para que comenzara el alboroto,
siguieron aullidos ahogados, más gritos.
En ese mismo instante, Lirael y Sam
sintieron la muerte de varias personas.
Los hechos ocurrían lejos de allí, pese a
ello, los dos se estremecieron ante la
sorpresa de aquellas muertes que
comenzaron a producirse en cadena.
Percibían también algo más. Una
especie de fuerza que dominaba la
muerte.
—¡Un nigromante! —soltó Sam
retrocediendo.
—Las campanas —dijo Lirael
echando un vistazo a la barca.
Zapirón se había despertado; sus
verdes ojos brillaban en la oscuridad.
Esperaba junto a la bandolera con las
campanas.
—Vienen hacia aquí —anunció la
perra sin inmutarse.
El concierto de gritos y chillidos fue
acercándose. Lirael y Sam seguían sin
ver nada detrás de los saucedales. Y
entonces, a quinientos metros, río abajo,
un hombre surgió de repente de los
árboles y cayó al agua. Se hundió de
inmediato para volver flotando a la
superficie un poco más allá. Nadó unas
cuantas brazadas, se volvió de espaldas
para flotar, tal vez porque estuviera
demasiado cansado o muy herido para
continuar nadando.
Detrás de él, un cadáver chamuscado
y ennegrecido avanzó con movimientos
desmañados hasta la orilla, se detuvo y
soltó un aullido horrendo, como el
glugluteo de un pavo, al ver que se le
escapaba la presa. El pavor que le
provocaba la rápida corriente del río
contribuyó a que el bracero muerto
retrocediera y buscara el refugio de los
árboles.
—Vamos —dijo Lirael haciendo un
esfuerzo increíble para hablar.
Sacó la zampona y echó a andar. La
perra la siguió. Sam vaciló, se quedó
mirando fijamente la oscuridad.
Se oyeron más gritos entre los
árboles. Las palabras no se
comprendían, pero Sam sabía que
estaban desesperados y que eran gritos
de socorro. Se volvió y contempló las
campanas. Se encontró con los ojos de
Zapirón que lo miraban sin pestañear.
—¿Qué esperas? —preguntó el gato
—. ¿Que yo te dé permiso?
Sam negó con la cabeza. Estaba
paralizado; no atinaba a coger las
campanas ni a seguir a Lirael. La
muchacha y la Perra Canalla se
encontraban ya casi al final del
embarcadero. Sam sentía la presencia de
los muertos muy cerca, a menos de cien
metros; iban acompañados del
nigromante. Debía hacer algo. Era
preciso que actuara. Debía probarse a sí
mismo que no era un cobarde.
—¡Las campanas no me hacen falta!
—gritó echando a correr por el
embarcadero.
El golpeteo de sus botas sobre las
maderas se propagó en el silencio. Pasó
como una exhalación ante la sorprendida
Lirael y la perra y entró como una
tromba por el agujero abierto en el
saucedal.
En un instante dejó atrás los árboles
y se encontró en un cercado en
penumbras. Un bracero muerto se
abalanzó sobre él. Le cortó las piernas
con un tajo certero y lo apartó de una
patada. Antes de que volviese a
levantarse, le saltó por encima y siguió
corriendo.
El nigromante. Tenía que matar al
nigromante antes de que lo arrastrase al
mundo de los muertos. Tenía que matarlo
inmediatamente.
Notó en su interior que el calor
ardiente de la rabia acababa con el
miedo. Sam lanzó un grito enfurecido y
siguió corriendo.
Lirael y la Perra Canalla salieron
del saucedal a tiempo para presenciar la
carga de Sam. El bracero muerto que el
príncipe había partido en dos avanzó
hacia ellas, pero Lirael ya se había
llevado la zampona a los labios.
Escogió a Saraneth y sopló con fuerza
una nota purísima cuyos tonos
imperiosos detuvieron en seco al
bracero. Lirael pasó a Kibeth, un trino
de notas danzarinas lanzó hacia atrás al
cadáver y el espíritu que lo habitaba se
vio obligado a regresar al reino de los
muertos.
—Se ha ido —dijo la perra, y salió
trotando.
Lirael echó a correr también, aunque
no con el temerario abandono de Sam.
Todavía quedaba luz suficiente para
ver que treinta o cuarenta braceros
muertos habían rodeado a un grupo de
hombres, mujeres y niños. Era evidente
que los atacados habían intentado
refugiarse en el río y que no habían
conseguido llegar a destino. Habían
formado una rueda en cuyo centro
estaban los niños; era una última y
desesperada defensa.
Lirael sentía la presencia de los
braceros muertos… y de algo más, algo
extraño, mucho más poderoso. Sólo
cuando vio a Sam salir disparado
dejando atrás a los braceros y lanzando
un grito de guerra se dio cuenta de que
debía de tratarse del nigromante.
La gente también se puso a chillar y
a llorar a gritos. Dando gritos y alaridos
estremecedores, los muertos se lanzaron
sobre sus víctimas para destrozar sus
cuellos y arrancarles los miembros uno
por uno. Los garrotes y las ramas
afiladas golpeaban a los muertos, pero
quienes empuñaban tan improvisadas
armas no sabían cómo sacarles el mejor
partido, y además, el enemigo los
superaba en número.
Lirael vio que el nigromante
enfrentaba a Sam. Levantó las manos y
el olor a metal caliente de la magia libre
flotó en el aire inundándolo todo. De la
punta de aquellos dedos partió un
destello azul y blanco, cegador, que
estalló con fuerza y fue a golpear al
muchacho.
En ese mismo instante, los braceros
muertos soltaron un aullido triunfante y
se abrieron paso entre las filas de
valientes hombres y mujeres hasta entrar
en el círculo interior donde estaban los
niños.
Lirael echó a correr como si en ello
le fuera la vida. No sabía quiénes eran
aquellas personas a las que intentaba
salvar, pero era posible que llegara
demasiado tarde.
Sam vio que el nigromante levantaba
las manos y vio también el bronce que le
cubría la cara. Se lanzó al suelo
mientras las ideas le pasaban en tropel
por la cabeza. ¡Un rostro de bronce! ¡No
se trataba de Hedge, sino de Chlorr de
la Máscara, la criatura contra la que su
madre había luchado años atrás!
El rayo estalló muy cerca y no le dio
de lleno por escasos centímetros. El
calor que despedía era como una
bofetada; la hierba que había a sus
espaldas comenzó a arder.
Sam se detuvo para buscar en el
flujo del Gremio y extraer cuatro
marcas. Las dibujó con la mano que
tenía libre, moviendo los dedos con
tanta rapidez que era imposible
seguirlos. Un acero triangular y plateado
apareció de pronto en su mano. Antes de
que acabara de adoptar forma completa,
Sam lo lanzó.
El acero surcó el aire dando vueltas.
Chlorr lo esquivó sin esfuerzo alguno; el
acero continuó girando un poco más allá
pero luego dio la vuelta y volvió a la
carga.
Sam avanzó en el preciso instante en
que el acero golpeaba a la nigromante en
el brazo. El muchacho esperaba que la
estocada consiguiera cercenárselo. No
fue así. Sólo logró arrancar una
llamarada intensa, una nube de chispas y
chamuscar una manga.
—Idiota —gritó Chlorr levantando
la espada. El sonido de aquella voz hizo
que al príncipe Sameth se le erizara toda
la piel. El aliento de aquella mujer hedía
a muerte y a magia libre—. No llevas
las campanas.
En ese preciso instante Sam cayó en
la cuenta de que Chlorr tampoco llevaba
campanas. Tras la máscara tampoco
había ojos humanos. En las cuencas
ardía un fuego abrasador y por el
agujero de la boca salía una nube de
humo.
Chlorr había dejado de ser una
nigromante para convertirse en uno de
los muertos mayores. Sabriel había
conseguido acabar con su condición de
ser vivo.
Sin embargo, alguien la había traído
de vuelta.
—¡Corred! —gritó Lirael—.
¡Corred!
Se encontraba entre los últimos
cuatro supervivientes y los braceros
muertos que habían logrado resistir al
sonido de la zampona. Lirael había
soplado usando a Saraneth hasta ponerse
morada, pero eran demasiados y la
fuerza de la zampona no bastaba. Los
muertos que seguían en pie se mostraban
inmutables.
Lo peor de todo: los niños no
echaban a correr. Estaban tan asustados
que eran incapaces de reaccionar, ni
siquiera comprendían que los gritos de
Lirael iban dirigidos a ellos.
Un bracero muerto embistió y Lirael
le lanzó una estocada. La perra saltó
sobre otro y lo derribó. Pero un tercero,
una cosa bajita de mandíbulas alargadas,
consiguió burlar las defensas de ambas.
Se tiró encima de un niño que gritaba sin
cesar. Las mandíbulas se cerraron y el
grito cesó de inmediato.
Llorando de asco y rabia, Lirael se
volvió y le cortó la cabeza; Nehima
soltó un reguero de chispas plateadas
cuando entró en contacto con aquel
engendro. Pese a ello, el bracero muerto
continuó adelante, el espíritu que
llevaba dentro se mostraba indiferente al
daño físico. Lirael le asestó una
estocada tras otra, pero los dedos
muertos seguían aferrando a su víctima y
los dientes no dejaban de rechinar.
Sam paró otro golpe de la cosa que
en otros tiempos había sido Chlorr.
Tenía una fuerza descomunal y el
muchacho estuvo a punto de perder la
espada. Se le entumecieron la mano y la
muñeca y las marcas del Gremio que
había inscrito con tanto esfuerzo en el
acero fueron desdibujándose poco a
poco ante el poder de Chlorr. Cuando
desaparecieran del todo, el acero caería
con estrépito…
El príncipe Sameth retrocedió con
paso inseguro y echó una rápida mirada
a su alrededor. A lo lejos distinguió
apenas a Lirael y la Perra Canalla;
ambas luchaban contra por lo menos
media docena de braceros muertos.
Había oído antes el sonido de las flautas
de la zampona, las voces de Saraneth y
Kibeth, aunque su sonido era extraño y
muy distinto del de las campanas que él
conocía. Habían conseguido que gran
parte de los espíritus que animaban a los
braceros regresaran al reino de los
muertos, pero no ejercían efecto alguno
en Chlorr.
Chlorr volvió a atacar soltando
sonoros siseos. Sam se agachó. Con
desesperación intentaba pensar en lo que
podía hacer. Tenía que existir algún
hechizo, algo que la contuviera lo
suficiente para permitirle escapar…
Lirael y la perra atacaron a la vez y
derribaron al último bracero muerto.
Antes de que volviera a levantarse, la
Perra Canalla le ladró en la cara. Al
instante, perdió las pocas fuerzas que le
quedaban y quedó convertido en un
cadáver horrendo y deforme, despojado
de su espíritu.
—Gracias —jadeó Lirael.
Miró a su alrededor, a las grotescas
formas de los braceros muertos, a los
patéticos cuerpos de sus víctimas. Buscó
afanosamente entre los caídos, con la
esperanza de ver al menos a uno de los
niños. No había sobrevivido nadie. Las
únicas que seguían en pie eran ella
misma y la Perra Canalla. Cuerpos
sembrados por todas partes,
despatarrados en medio de charcos de
sangre. Los restos abandonados de los
braceros muertos se apilaban junto con
los cadáveres humanos.
Lirael cerró los ojos; el sentido que
le permitía percibir la muerte la aturdía.
Le confirmaba lo que sus ojos ya le
habían indicado.
No había supervivientes.
Se sintió enferma, la náusea le subía
por la garganta. Al inclinarse para
vomitar, oyó gritar a Sam. Se incorporó,
abrió los ojos y miró a su alrededor. No
veía a Sam, pero a lo lejos se elevaba
una hoguera de doradas llamas que
despedía una lluvia de chispas
blanquecinas. Podía haberse tratado de
fuegos artificiales, pero Lirael no se
dejó engañar. Aun así, tardó unos
segundos en deducir desde dónde venía
el grito de Sam.
Cuando por fin su mente obnubilada
se hizo cargo de la situación, se le
pasaron las ganas de vomitar. Saltó por
encima de los braceros muertos y sus
víctimas y echó a correr.
—¡Socorro! ¡Lirael! ¡Perra
Canalla! ¡Zapirón! ¡Que alguien me
ayude! —gritaba Sam.
La espada de Sam se rompió en el
último embate. Se había partido cerca
de la empuñadura dejándolo con un peso
muerto e inútil, despojado de todo
encantamiento.
Chlorr reía. Una risa extraña y
distante que salía del fondo de su
máscara, como si su eco resonara en el
interior de un pasillo lejano.
Se había hecho más alta y era
evidente que bajo los jirones de sus
ropajes lo que acechaba a Sam era un
ser oscuro y vil. Se acercó al muchacho
echando humo blanco por la boca y,
desde su altura descomunal, levantó otra
vez la espada. La hoja de su acero
despedía rojas lenguas de fuego que
dejaban caer gotas ardientes sobre el
césped.
Sam le lanzó a la cara la
empuñadura de la espada, retrocedió de
un salto y gritó:
—¡Socorro! ¡Lirael! ¡Perra
Canalla!
La espada cayó. Chlorr dio un salto
adelante que la llevó más lejos de lo que
Sam esperaba. La espada le rozó la
nariz. Asombrado, volvió a gritar:
—¡Zapirón! ¡Que alguien me ayude!
Lirael vio caer la espada de fuego
de la nigromante. Sam sucumbió al
golpe y el fuego rojo deslumbró a
Lirael.
—¡Sam! —gritó la muchacha.
De inmediato, la Perra Canalla
echó a correr dando grandes saltos en
dirección a Sam y la nigromante.
El pánico se apoderó
momentáneamente de Lirael cuando
creyó que Sam había muerto. Entonces
lo vio rodar a un lado, sano y salvo. La
nigromante volvió a levantar la espada y
a Lirael casi le estallan los pulmones al
tratar de acercarse a tiempo para hacer
algo. Pero no pudo. Se encontraba aún a
más de doscientos metros y de la mente
se le habían borrado todos los
encantamientos capaces de recorrer
aquella distancia y distraer al enemigo.
—¡Muere! —susurró Chlorr,
levantando la espada con ambas manos
por encima de la cabeza y apuntándola
directa hacia abajo.
Sam levantó la vista hacia el acero y
supo que no conseguiría apartarse a
tiempo. La nigromante era demasiado
rápida, demasiado fuerte. Alzó la mano
y trató de pronunciar una marca del
Gremio. La única que le vino a la mente
resultó del todo inútil, pues se trataba de
una marca que empleaba para hacer
juguetes.
La espada cayó.
Sam lanzó un grito.
La Perra Canalla ladró.
El ladrido llevaba dentro de sí una
marca del Gremio que golpeó a Chlorr
justo cuando bajaba la espada. Sus
brazos despidieron destellos dolados y
comenzaron a crepitar al tiempo que
infinidad de nubecillas de blanco humo
salían por otros tantos agujeritos. La
estocada que debería haber atravesado a
Sam se desvió y la espada se hundió en
la Tierra, tan cerca del muchacho que
las llamas lo quemaron a la altura de la
cadera.
La fuerza sobrenatural de Chlorr se
agotó con la estocada. La nigromante
pugnaba por desenterrar su acero
mientras la perra avanzaba hacia ella
gruñendo. La mascota de Lirael había
crecido hasta alcanzar el tamaño de un
león del desierto, con dientes y garras a
juego. Su collar se llenó de llamas
doradas, las marcas del Gremio
encerradas en el cambiaron de forma y
comenzaron a moverse en una danza
enloquecida.
La criatura muerta soltó la espada y
retrocedió. Sam se incorporó con mucho
esfuerzo justo cuando Chlorr se retiraba.
Apretó los puños, intentó recuperar la
compostura y prepararse para lanzar un
conjuro.
Lirael llegó un segundo después, sin
aliento. Respirando entrecortadamente,
se colocó detrás de la perra.
Chlorr levantó una mano fantasmal y
sus uñas proyectaron finísimas dagas
negras. Seguía despidiendo humo
blanco, pero los agujeros de su brazo se
habían cerrado. Dio un paso adelante y
la perra ladró otra vez.
Aquel ladrido llevaba dentro el
poder de la magia libre reforzado con
hechizos del Gremio. El collar de la
perra brilló con tanta fuerza que Sam y
Lirael tuvieron que cerrar los ojos.
Chlorr se estremeció y levantó las
manos para protegerse la cara. De su
máscara salió más humo blanco; bajo el
abrigo de pieles, su cuerpo comenzó a
transformarse. Se fue desmoronando y
sus ropajes comenzaron a caer a medida
que sus carnes fantasmales
desaparecían.
—¡Maldita seas! —chilló.
Las pieles cayeron al suelo y la
máscara de bronce se precipitó sobre
ellas. Una sombra oscura y densa como
la tinta se alejó de la perra y Lirael,
moviéndose más deprisa que ningún
líquido derramado.
Lirael iba a avanzar pero la perra se
interpuso en su camino.
—No —le dijo—. Déjala ir. Sólo la
he obligado a abandonar su cuerpo. Es
demasiado poderosa y no cuento con la
fuerza suficiente para enviarla de
regreso al reino de los muertos o
destruirla.
—Era Chlorr —dijo Sam, pálido y
tembloroso—. Chlorr de la Máscara.
Una nigromante a la que mi madre se
enfrentó hace años.
—Ahora forma parte de los muertos
mayores —aclaró Zapirón—. De los que
regresan de la Séptima o de la Octava
Puerta.
Sam dio un salto que lo impulsó a
varios metros del suelo. Miró hacia
abajo y vio a Zapirón sentado
mansamente junto a la espada de Chlorr,
como si hubiese estado allí todo el
tiempo.
—¿Dónde te habías metido? —le
preguntó Sam.
—Estaba por ahí, investigando,
mientras tú tomabas las riendas —le
explicó Zapirón—. Chlorr ha huido,
pero regresará. Hay más braceros
muertos a menos de dos leguas al Oeste.
Serán unos cien; los dirigen braceros
fantasmas.
—¡Cien! —exclamó Sam.
—¡Braceros fantasma! —dijo Lirael.
—Será mejor que regresemos a la
barca —sugirió el muchacho.
Observó la espada de Chlorr que
seguía vibrando, clavada en la tierra.
Las llamas ya no la recorrían, el acero
se había vuelto negro como el ébano y
en él se veían grabadas extrañas runas
que se agitaban con movimientos
convulsos provocándole unas nauseas
tremendas.
—Deberíamos destruirla —sugirió.
Notaba la cabeza embotada y le costaba
mucho ordenar las ideas—. Aunque…
no sé… no sé cómo hacerlo deprisa.
—¿Qué hacemos con toda esta
gente? —preguntó Lirael.
No se atrevía a llamarlos cadáveres.
Se resistía a creer que estuvieran todos
muertos. Había ocurrido de forma tan
súbita, en tan pocos minutos…
Sam contempló el campo y el cielo.
Había más estrellas y una luna en cuarto
creciente delgadísima. Bajo la fría luz
vio que muchos de los muertos llevaban
sombreros y pañuelos azules. Entre las
garras de uno de los muertos que Lirael
consiguió neutralizar con su zampona
había jirones de tela azul.
—Son sureños —observó, no sin
sorpresa.
Se acercó para ver de cerca uno de
los cadáveres, el de un muchacho rubio
que no tendría más de dieciséis años.
Los ojos de Sam reflejaron más asombro
que temor, como si no consiguiese creer
lo que veía.
—Son refugiados sureños. Supongo
que intentaban escapar.
—¿Escapar de qué? —preguntó
Lirael.
Antes de que nadie pudiese
contestar, una criatura muerta aulló en la
distancia. Poco después, cientos de
gargantas en descomposición repitieron
el grito hasta formar un coro.
—Chlorr ha llegado donde estaban
los braceros —dijo Zapirón con tono
urgente—. ¡Debemos marcharnos ya
mismo!
El felino se alejó. Sam se disponía a
ir tras él, pero Lirael lo aferró del
brazo.
—¡No podemos marcharnos! —
protestó la muchacha—. Si los dejamos
aquí tirados, alguien utilizará sus
cuerpos…
—¡No podemos quedarnos! —adujo
Sam—. Ya has oído a Zapirón. Son
demasiados para enfrentarnos a ellos.
¡Para colmo, Chlorr va a regresar!
—¡Debemos hacer algo! —exclamó
Lirael.
Miró a la perra. Seguramente ella la
ayudaría. Tenían que someter aquellos
cuerpos al rito de purificación o
vincularlos para que no pudiesen ser
utilizados con el fin de albergar
espíritus provenientes del reino de los
muertos.
La perra negó con la cabeza y dijo
con tristeza:
—No tenemos tiempo.
—¡Sam puede usar las campanas! —
protestó Lirael—. Debemos…
La perra le dio un empujoncito a
Lirael a la altura de las rodillas. La
muchacha dio un paso al frente, los ojos
se le llenaron de lágrimas. Sam y
Zapirón ya les llevaban bastante ventaja,
estaban cerca de los sauces.
—¡Date prisa! —le pidió la perra,
presa de la ansiedad, después de mirar
atrás.
Oía el entrechocar de huesos y
percibía el hedor de la carne en
descomposición. Los muertos se
acercaban a toda prisa.
Lirael comenzó a llorar
desconsoladamente al tiempo que
echaba a correr. Cómo habría deseado
ser capaz de correr más deprisa o de
utilizar mejor la zampona para salvar al
menos a uno de los refugiados.
Uno de los refugiados. Uno de ellos
había conseguido huir del acoso de los
muertos.
—¡El hombre! —exclamó Lirael al
tiempo que echaba a correr—. ¡El
hombre del río! ¡Tenemos que
rescatarlo!
Adiós a la exploradora

A pesar de contar con la ayuda


del finísimo olfato de la
Perra Canalla y de la visión
nocturna sin par de Zapirón, tardaron
casi una hora en dar con el sureño que
había conseguido llegar al río.
Seguía flotando sobre la espalda,
con la cara apenas asomada a la
superficie; no parecía estar respirando.
Cuando Sam y Lirael lo acercaron a la
barca, abrió los ojos y soltó un quejido
de dolor.
—No, no —susurró—. No.
—Agárralo —le pidió Lirael a Sam.
A toda prisa buscó en el Gremio y
extrajo varias marcas de las que
curaban. Pronunció sus nombres y las
atrapó en el hueco de las manos.
Quedaron allí encerradas, brillando y
despidiendo un reconfortante calorcillo,
mientras la muchacha buscaba las
heridas del hombre donde colocarlas
para que surtieran efecto inmediato.
Cuando el encantamiento quedó
completo, consiguieron sacar al hombre
del agua.
Tenía en el cuello una gran mancha
oscura de sangre reseca. Cuando Lirael
acercó la mano, el hombre se puso a
gritar y quiso soltarse, pero Sam lo
mantuvo firmemente asido.
—¡No! ¡Cuánta maldad!
Lirael apartó la mano, intrigada. El
hechizo que se disponía a lanzar era a
todas luces magia del Gremio. La luz
dorada brillaba con gran intensidad, no
despedía el hedor típico de la magia
libre.
—Es sureño —susurró Sam—. No
creen en la magia, ni siquiera en las
supersticiones en las que creen los
ancelstierranos y mucho menos en
nuestra magia. Para ellos debe de haber
sido una experiencia terrible cruzar el
Muro.
—Tierras al otro lado del Muro —
sollozó el hombre—. Él nos prometió
tierras. Dijo que podríamos construir
granjas, que tendríamos un lugar
propio…
Lirael trató de imponer otra vez el
hechizo, pero el hombre se puso chillar
y a forcejear para soltarse. El agua que
levantaba le cubrió varias veces la
cabeza, hasta que Lirael tuvo que apartar
la mano y dejar que el hechizo se
disolviera en la noche.
—Se está muriendo —dijo Sam.
Notaba cómo se escapaba la vida de
aquel hombre, sentía las frías manos
tratando de aferrarlo.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó
Lirael—. ¿Qué…?
—Están todos muertos —dijo el
hombre tosiendo. La brillante luz de la
luna les permitió ver que con el agua de
río escupía sangre—. En la losa.
Estaban muertos… y pese a ello hacían
lo que él les mandaba. Y el veneno…
Les dije a Hral y a Mortin que no
bebieran… Cuatro familias…
—Cálmate —le pidió Sam con
dulzura, aunque la voz estaba a punto de
quebrársele—. Han logrado… han
logrado escapar.
—Corrimos y los muertos nos
seguían —susurró el sureño. Le
brillaban mucho los ojos al ver algo muy
diferente de lo que veían Sam y Lirael
—. Corrimos día y noche. No les gusta
el sol. Torbel se torció el tobillo y yo
no… no pude cargar con él.
Lirael le acarició la cabeza. Al
principio, el hombre dio un respingo,
luego se relajó al ver que en las manos
de la muchacha no había ninguna luz
extraña.
—El granjero dijo que fuéramos al
río —prosiguió el moribundo.
—Lo has conseguido —dijo Sam—.
Estás en el río. Los muertos no cruzan
las corrientes de agua.
—Aaah —suspiró el hombre y, tras
expirar, se sumergió en ese otro río, el
que lo llevaría hasta la Novena Puerta y
al más allá.
Sam lo soltó poco a poco. Lirael
levantó la mano. El agua cubrió la cara
del hombre y la Exploradora se alejó.
—No hemos conseguido salvar ni a
uno solo —murmuró Lirael—. Ni a uno
solo.
Sam no contestó. Siguió sentado en
su sitio, con la mirada perdida fija en el
río iluminado por la luna.
—Ven aquí, Lirael —ordenó la
Perra Canalla con suavidad, desde su
puesto en la proa—. Ayúdame a montar
guardia.
Lirael obedeció; hizo un gran
esfuerzo por contener el llanto y le
temblaron los labios. Pasó por encima
de las bancadas, se dejó caer cerca de la
perra y la abrazó con fuerza. La Perra
Canalla aguantó sin decir nada al notar
que las lágrimas le mojaban la
pelambre.
Al cabo de un rato, Lirael aflojó el
abrazo y se quedó al lado de su mascota.
El sueño se apoderó de ella, un sueño
como los que te entran cuando, al final
de la batalla, has agotado todas las
fuerzas.
La perra se apartó un poquitín para
que Lirael estuviera más cómoda y
volvió la cabeza para mirar atrás,
torciendo el cogote de un modo en que
ningún otro can lo habría hecho. Sam
también estaba dormido, acurrucado en
la popa, mientras la caña del timón se
movía ligeramente por encima de su
cabeza.
Zapirón parecía dormido, en su sitio
habitual, cerca del mástil. En cuanto la
perra lo miró, abrió uno ojo verde
brillante.
—Yo también lo vi —dijo Zapirón
—. En la muerta mayor, esa tal Chlorr.
—Así es —dijo la perra, muy
preocupada—. Confío en que no tengas
problemas a la hora de recordar a quién
debes lealtad.
Zapirón no contestó. Cerró el ojo
despacio y en su boca se dibujó una
sonrisa contenida, misteriosa.
La Perra Canalla se pasó toda la
noche sentada en la proa, mientras
Lirael se revolvía inquieta, a su lado. En
las primeras horas silenciosas de la
madrugada dejaron atrás Qyrre, un
blanco puntito en la distancia. Pese a
que había sido su primer destino, la
Exploradora no intentó atracar.
Lirael tuvo un ligero ataque de
pánico al despertar y oír una cascada. A
esa distancia, sonaba como el zumbido
de infinidad de insectos; tardó un buen
rato en adivinar de qué se trataba.
Cuando lo hizo, el susto no se le pasó
hasta que se dio cuenta de que la
Exploradora se desplazaba muy
despacio en comparación con las ramas,
las hojas y demás restos flotantes
arrastrados a toda velocidad por la
corriente.
—Estamos en el canal, nos
aproximamos a la Casa de la Abhorsen
—le explicó la perra mientras la
muchacha se restregaba los ojos y se
estiraba en un vano intento por
desentumecerse.
Las muertes ocurridas la noche
anterior parecían cosa de un pasado
lejano. Aunque no tenían las cualidades
de los sueños. Lirael sabía que la cara
del último sureño, la mirada de alivio
de sus ojos cuando por fin tuvo la
certeza de que había escapado de los
muertos, la acompañarían por el resto de
sus días.
Estiró las piernas y aprovechó para
contemplar la inmensa masa de rocío
que se elevaba al caer el Renegado por
los Despeñaderos Largos. El río daba la
impresión de desaparecer envuelto en
una nube que envolvía los despeñaderos
y las tierras colindantes en un gigantesco
y ondulante manto blanco. Por un
instante, la niebla se abrió permitiéndole
atisbar una torre brillante y su tejado
cónico de rojas tejas en las que se
reflejaba el sol. Parecía un espejismo
rielando en medio de aquella nube, pero
Lirael supo que había llegado al fin a la
Casa de la Abhorsen.
A medida que se acercaban, Lirael
vio surgir en medio de la nube otros
tejados rojos pertenecientes a otros
edificios agrupados alrededor de la
torre. Y ya no vio más, porque toda la
isla donde estaba construida la casa se
encontraba rodeada de una tapia
encalada de más de diez metros de
altura por la que asomaban únicamente
los tejados rojos y las copas de algunos
árboles.
Sam se le acercó desde la proa y se
quedó a su lado, mirando al frente. Un
acuerdo tácito les impedía hablar de lo
ocurrido; el silencio entre ambos era una
pesada losa. Impaciente por decir algo,
Sam asumió el papel de guía.
—No lo parece, pero la isla es más
grande que un campo de fútbol. Verás, se
trata de un deporte que se practicaba en
la escuela, en Ancelstierre. Para que te
hagas una idea, la isla tiene casi
trescientos metros de largo por cien de
ancho. Hay un jardín, un huerto y la casa
misma. A la derecha se ven los
melocotoneros en flor. Por desgracia,
todavía no es tiempo de que den frutos.
Los melocotones de aquí son exquisitos,
sabe el Gremio por qué. Comparada con
palacio, la casa no es gran cosa, pero es
más grande de lo que parece, y contiene
infinidad de instrumentos. Es muy
distinta de tu glaciar, supongo.
—Por lo poco que he visto, me gusta
—dijo Lirael, sonriente, sin dejar de
mirar al frente.
Vio en la nube un tenue arco iris
cuyo arco se proyectaba por encima de
las blancas paredes y rodeaba la Casa
con un marco multicolor.
—Menos mal —masculló Zapirón
tras aparecer de repente junto a Lirael
—. Aunque debería advertirte sobre la
comida.
—¿Y la comida? —preguntó la
Perra Canalla lamiéndose el morro—.
¿Qué pasa con la comida?
—Nada —se apresuró a responder
Sam, con aire severo—. Los enviados
son muy buenos cocineros.
—¿Tenéis enviados que os hacen de
sirvientes? —preguntó Lirael, movida
por la curiosidad de conocer mejor las
diferencias entre la vida de la Abhorsen
y la de las Clarvis—. En el glaciar,
nosotras nos ocupamos de casi todo el
trabajo. Nos turnamos con las tareas,
sobre todo las de la cocina, aunque
algunas se especializan.
—Aquí no viene nadie más que mi
familia —contestó Sam—. Quiero decir
que no vienen los parientes lejanos, los
que pertenecen al linaje, como las
Clarvis. En realidad nadie tiene que
hacer nada porque los enviados son
muchos y siempre se muestran ansiosos
por ayudar. Yo creo que se aburren
cuando la casa está vacía. Todos los
Abhorsen crean nuevos enviados por lo
que tienden a multiplicarse. Algunos de
ellos tienen cientos de años.
—Miles —rectificó Zapirón—. La
mayoría está senil.
—¿Dónde desembarcamos? —
inquirió Lirael haciendo caso omiso de
los refunfuños de Zapirón. En la pared
norte no veía puertas ni embarcaderos.
—En el lado oeste —dijo Sam,
levantando la voz para imponerse al
creciente rugido de la cascada—.
Rodearemos la isla y llegaremos casi
hasta la cascada. Hay un muelle que
lleva a la Casa y una serie de pasaderas
conducen al túnel occidental. Fíjate, ahí
se ve la entrada del túnel, en la orilla.
Señaló una estrecha cornisa situada
en mitad de la ribera occidental, un
afloramiento de roca gris, casi de la
misma altura que la Casa. Si había allí
la entrada a un túnel, Lirael no la vio a
causa de la niebla, además se
encontraban a una distancia peligrosa de
la cascada.
—¿Me estás diciendo que las
pasaderas cruzan por ahí? —preguntó
Lirael, extrañada, mientras señalaba una
amplia extensión por la que la corriente
fluía impetuosa, en una zona que se
adivinaba muy profunda.
Lo peor de todo era que Sam le
había dicho que la cascada tenía más de
trescientos metros de altura. Si la
correntada llegaba a sacarlos del canal,
la Exploradora iría a parar a la cascada
en pocos segundos y la caída sería
mortal.
—Sí, las hay a ambos lados —gritó
Sam—. Conducen a las orillas y desde
ahí hay túneles que llevan al pie de los
despeñaderos. También puedes ir a
parar a las riberas del río y quedarte en
el llano, si lo prefieres.
Lirael tragó saliva y se quedó
mirando con cara de asombro el lugar
donde las pasaderas cruzaban de la Casa
a la orilla occidental. A duras penas
alcanzaba a verlas en medio del rocío y
los remolinos del agua. Deseó con todas
sus fuerzas no tener que utilizarlas y se
acordó de la piel mágica que llevaba
doblada en la bolsa donde guardaba El
Libro del recuerdo y el olvido. Estaba
lista para ser utilizada, por lo tanto,
podía ponérsela y volar transformada en
búho bramador, aullando todo el
trayecto.
Poco después, la Exploradora llegó
a las tapias encaladas. Lirael las miró;
trazó una línea imaginaria que iba del
palo de la embarcación hasta lo alto de
las tapias. No sabía cómo, pero vistas
de cerca parecían mucho más altas y en
ellas había unas curiosas marcas que la
cal recién aplicada no lograba ocultar.
Se trataba de las manchas típicas
dejadas por el agua al subir de nivel
hasta llegar casi a lo alto de aquellas
paredes.
Y en eso llegaron al embarcadero de
madera. La Exploradora topó
suavemente contra las defensas de
gruesa lona que había allí colgadas; el
sonido del topetazo, si lo hubo, quedó
ahogado por el estruendo de la cascada,
un estruendo tan ensordecedor que ponía
nervioso. Sam y Lirael descargaron
todos los pertrechos; mientras lo hacían,
se hablaban mediante gestos para poder
entenderse. El ruido atronador de la
cascada impedía toda comunicación y
Sam se vio obligado a gritarle a Lirael
al oído hasta dejarla casi sorda.
Cuando todo estuvo apilado en el
embarcadero, Zapirón se instaló encima
de la mochila de Lirael y la Perra
Canalla, alegre como una castañuela, se
dedicaba a beber el rocío con la boca
abierta. La muchacha le dio un beso en
la mejilla al mascarón de proa de la
Exploradora y le dio un empellón para
alejarla del embarcadero. Le pareció
ver que la cara tallada de la mujer le
guiñaba el ojo y que sus labios
esbozaban una sonrisa.
—Gracias —dijo mientras Sam, a su
lado, hacía una reverencia en señal de
respeto.
La Exploradora respondió agitando
la vela, dio media vuelta y empezó a
navegar río arriba. Sam, que observaba
con atención toda la maniobra, notó que
la corriente del canal había cambiado y
se dirigía hacia el Norte, en sentido
contrario al fluir del río. Una vez más,
se preguntó cómo era posible e intentó
idear la manera de ver los pilares del
Gremio hundidos en el fondo del río. A
lo mejor, si Lirael le enseñaba cómo
hacer una piel de nutria de los hielos
usando la magia del Gremio…
Notó que le daban una palmada en el
hombro y dejó de soñar despierto; dio
media vuelta y se puso a recoger las
alforjas y la espada. Se dirigió hacia la
puerta y la abrió. En cuanto la cruzaron,
el ruido de la cascada cesó casi por
completo; Lirael hubo de escuchar con
suma atención para captar un rugido leve
y lejano. Oyó entonces el canto de los
pájaros y el zumbido de infinidad de
abejas que, muy atareadas, volaban
hacia el melocotonero en flor. La bruma
dejó de envolver la Casa de la
Abhorsen, el sol brillaba intensamente y
secaba a toda prisa el rocío que había
mojado la cara y las ropas de la
muchacha.
Ante ella arrancaba un sendero de
ladrillo rojo, flanqueado de un prado
verde y un seto de arbustos con
ramilletes de flores amarillas de
extrañas formas. El sendero llevaba a la
puerta principal de la Casa que, pintada
en un alegre azul cielo, destacaba contra
la piedra encalada que la rodeaba. La
propia Casa tenía un aspecto de lo más
corriente. Se trataba de un edificio
amplio, de tres o cuatro plantas, más la
torre. Disponía también de un patio
interior, pues Lirael comprobó que los
pájaros entraban y salían de él. La casa
contaba con muchas ventanas, todas
ellas bastante amplias, parecía cómoda
y acogedora. Era evidente que la Casa
de la Abhorsen no era una fortaleza y
que su defensa había sido confiada a
otros medios que nada tenían que ver
con la arquitectura.
Lirael levantó los brazos hacia el sol
y aspiró el aire puro y el leve perfume
de los jardines mezclado con el aroma
de las flores, la tierra fértil y la hierba
verde. Se sintió invadida por una
sensación de paz y como si estuviera en
su propia casa, aunque aquello nada
tenía que ver con los túneles y las salas
cerradas del glaciar. Ni siquiera los
jardines de las amplias cámaras de su
hogar, con sus techos pintados y sus
soles plagados de marcas del Gremio,
eran capaces de reproducir la
inmensidad del cielo azul y el sol de
verdad.
Espiró despacio y se disponía a
dejar caer los brazos cuando notó en lo
alto del cielo una motita oscura. Poco
después, la motita se veía rodeada de
una nube negra formada por cosas más
grandes. Lirael tardó unos instantes en
percatarse de que la motita era un pájaro
que volaba en picado hacia ella y que
las motas más grandes también eran
pájaros, o cosas que volaban como aves.
En ese mismo instante, su sentido para
percibir la muerte le dio un toque de
atención y Sam lanzó un grito.
—¡Cuervos sanguinarios! ¡Persiguen
a un halcón mensajero!
—Están justo debajo de él —
observó la Perra Canalla estirando el
cuello—. ¡Intenta esquivarlos!
Observaron llenos de inquietud al
halcón mensajero mientras caía,
zigzagueando levemente para esquivar a
los cuervos sanguinarios. Pero eran
miles, y abarcaban una amplia zona, de
modo que el halcón no tuvo más remedio
que pasar por donde no estaban tan
apiñados. Plegó las alas y cayó más
deprisa, como una piedra lanzada desde
lo alto del cielo.
—Si consigue pasar, no se atreverán
a seguirlo —dijo Sam—. El río y la
Casa están demasiado cerca.
—¡Fuerza! —susurró Lirael y sin
apartar la mirada del pájaro, deseó con
toda el alma que fuera más deprisa.
La caída parecía eterna por lo que
dedujo que debía de estar muy, pero muy
alto. Y de repente, chocó contra la nube
negra, se produjo una explosión de
plumas y los cuervos sanguinarios
salieron despedidos en todas
direcciones, mientras otros volvían a
aparecer para cerrar los huecos que iban
dejando. Lirael contuvo la respiración.
El halcón no volvió a aparecer.
Siguieron llegando más cuervos
sanguinarios hasta que quedaron tan
apretados que empezaron a chocar entre
sí y sus cuerpos rotos fueron cayendo
como meteoros.
—Lo han cazado —dijo Sam en voz
baja. Luego gritó.
El pequeño pájaro pardo apareció
de repente entre la masa compacta de
cuervos sanguinarios. Y esta vez caía, en
apariencia, sin el control ni la
determinación que habían visto antes.
Unos cuantos cuervos sanguinarios
salieron del montón para perseguirlo;
tras recorrer una corta distancia dieron
media vuelta y comenzaron a ascender
en línea recta, repelidos por la fuerza
del río y la protectora magia de la Casa.
El halcón continuó su caída libre,
como si estuviese muerto o atontado.
Diez o quince metros antes de llegar al
jardín, desplegó de pronto las alas
interrumpiendo la caída el tiempo justo
para acabar posado a los pies de Lirael.
Se quedó allí tirado, el pecho le subía y
le bajaba agitadamente, y el plumaje
revuelto y la cabeza ensangrentada eran
prueba evidente del ataque de los
cuervos sanguinarios. Sin embargo, sus
ojos dorados seguían llenos de vida; el
halcón saltó sin dificultad al brazo de
Sam cuando éste se inclinó para
ofrecérselo de percha.
—Mensaje para el príncipe Sameth
—dijo con una voz que no era de ave—.
Mensaje.
—Sí, sí —dijo Sam con dulzura,
acariciándolo para que se tranquilizara y
atesando las plumas—. Soy el príncipe
Sameth. Habla.
El pájaro torció la cabeza hacia un
lado y abrió el pico. Lirael vio entonces
un atisbo de las marcas del Gremio, y
entonces comprendió que el halcón
llevaba un hechizo en el cuerpo, un
hechizo lanzado cuando todavía no había
salido del cascarón, para que fuera
creciendo con él.
—Sameth, eres un idiota, espero que
al llegar este mensaje estés en la Casa
—dijo el halcón mensajero, y su voz
volvió a cambiar. Parecía la de una
mujer.
Por el tono y la expresión de Sam,
Lirael supuso que se trataba de
Ellimere, la hermana del príncipe.
—Papá y mamá siguen en
Ancelstierre. Allí se han encontrado con
problemas mucho más graves de lo que
temían. Ya no existe ninguna duda de que
Corolini está bajo la influencia de
alguien del Reino Antiguo, su Partido
Nuestro País se ha hecho fuerte en la
Asamblea. Los traslados de refugiados a
zonas cercanas al Muro van en aumento.
Se comenta que hay muchas criaturas
muertas a lo largo de la orilla derecha
del río Renegado. Dentro de dos
semanas, convocaré a las bandas
adiestradas y marcharemos hacia el Sur,
en dirección a Barhedrin, junto con la
Guardia, para tratar de impedir que se
pasen al otro lado. No sé dónde estás,
pero papá dice que es de vital
importancia que encuentres a Nicholas
Sayre y lo devuelvas de inmediato a
Ancelstierre, porque Corolini asegura
que lo hemos secuestrado para utilizarlo
como rehén e influir así en el Ministro
Supremo. Mamá te envía todo su cariño.
Espero que puedas hacer algo realmente
útil, para variar…
La voz calló de repente, pues había
agotado la capacidad de la pequeña
mente del halcón mensajero. El ave pio
suavemente y comenzó a arreglarse las
plumas con el pico.
—Bueno, vamos a entrar y a
lavarnos —dijo Sam con cautela, aunque
seguía con la vista clavada en el halcón,
como si éste fuera a hablar otra vez—.
Los enviados te atenderán, Lirael. Si te
parece, hablaremos de todo esto durante
la cena.
—¡La cena! —exclamó Lirael—.
¿Cómo se te ocurre que podemos
esperar hasta la cena? Yo creo que
deberíamos hablar ahora mismo y que la
situación exige que partamos de
inmediato.
—Pero si acabamos de llegar…
—Cierto —convino Lirael—. Pero
los sureños y tu amigo Nicholas están en
peligro. El tiempo es un factor de vital
importancia.
—Sobre todo porque quien controla
a Chlorr y a los otros muertos sabe que
estamos aquí —gruñó la Perra Canalla
—. Debemos actuar de inmediato antes
de que quedemos sitiados.
Sam guardó silencio durante un
momento.
—De acuerdo —dijo brevemente—.
Nos reuniremos dentro de una hora para
almorzar y entonces… eh… decidiremos
lo que vamos a hacer.
Se fue sin más palabra, y al andar,
cojeó perceptiblemente, llegó a la puerta
y la abrió de un empellón. Lirael lo
siguió con más parsimonia, caminaba
con la mano posada en el lomo de la
perra. Zapirón avanzó al lado de ambas
durante un corto trecho y luego, usando
el lomo de la perra como trampolín,
saltó sobre el hombro de Lirael. La
muchacha dio un respingo cuando el
felino aterrizó, pero se tranquilizó al
comprobar que no había sacado las
uñas. El gatito se le enroscó con sumo
cuidado al cuello y se quedó dormido.
—Estoy muy cansada —comentó
Lirael al trasponer el umbral—. Pero no
podemos esperar, ¿verdad que no?
—No —gruñó la perra.
Al entrar en el vestíbulo, echó un
vistazo a su alrededor y olisqueó el aire.
No había señales de Sam, pero un
enviado se retiraba en ese momento
portando el halcón mensajero en la mano
enguantada, y otros dos enviados
esperaban al pie de la escalinata
principal. Vestían largas túnicas color
crema, las cabezas cubiertas por
amplias capuchas que ocultaban ante los
ojos del mundo que carecían de caras.
Sólo se les veían las manos, manos
pálidas, fantasmales, formadas por
marcas del Gremio que resplandecían de
vez en cuando al moverse.
Uno de ellos se adelantó, le hizo una
gran reverencia a Lirael y mediante
señas le indicó que lo siguiera. El otro
se fue derechito hasta la Perra Canalla
y la agarró del collar. Nadie habló, pero
tanto la perra como Zapirón parecieron
adivinar las intenciones del enviado. El
felino, pese a hacerse el dormido, fue el
primero en reaccionar. Saltó del cuello
de Lirael y se coló por la gatera que
había en la escalinata, dando muestras
de una agilidad y una rapidez de reflejos
que Lirael no le había visto nunca. La
perra tardó más en reaccionar, bien
porque era muy lenta, bien porque era
menos experta en evitar las atenciones
de los enviados de la Casa de la
Abhorsen.
—¡Un baño! —gañó indignada—.
¡No pienso darme un baño! Ayer, sin ir
más lejos, nadé en el río. ¡No me hace
falta bañarme!
—Claro que sí —dijo Lirael,
frunciendo la nariz. Miró al enviado y
añadió—: Por favor, asegúrate de que la
laven bien. Con jabón. Y que froten a
conciencia.
—Espero que al menos me
obsequies con un hueso cuando terminen
de lavarme —comentó la perra, abatida,
y se volvió a mirar a su ama con ojos
suplicantes cuando el enviado se la
llevaba.
Cualquiera hubiera dicho que la
llevaban a la cárcel, o a un sitio peor,
pensó Lirael. Pero le dio lástima y
corrió a darle un beso en el hocico.
—Claro que te daré un hueso, y un
almuerzo abundante. Yo también tomaré
un baño.
—Pero para los perros no es lo
mismo —protestó la Perra Canalla,
quejumbrosa, al tiempo que el enviado
abría la puerta que daba al palio interior
—. ¡A nosotros no nos gusta bañarnos!
—A mí sí me gusta —susurró Lirael,
mirándose la ropa empapada de sudor y
pasándose los dedos por las greñas
sucias. Por primera vez se dio cuenta de
que tenía manchas de sangre. La sangre
de inocentes—. Un baño y ropa limpia.
Lo que me hace falta.
El enviado volvió a hacerle una
reverencia y la condujo hasta la
escalinata. Lirael lo siguió, obediente,
disfrutando de cómo sonaban los
distintos chirridos que se producían a
medida que iban subiendo. «En la
próxima hora —pensó—, voy a
olvidarme de todo».
Pese a este firme propósito, mientras
seguía al enviado, iba pensando en los
sureños que habían intentado escapar
con tanto ahínco. Escapar de la fosa
donde sus compañeros habían sido
muertos y sometidos a la servidumbre.
La fosa que ella había visto, con
Nicholas de pie en lo alto de una
montaña de escombros, mientras un
nigromante y sus cadáveres vivientes,
ennegrecidos por el rayo, se afanaban
por desenterrar algo que Lirael tenía la
certeza de que jamás debería ver la luz
del día.
La casa de la Abhorsen

C uando Lirael volvió a bajar,


estaba limpia como una
patena. El enviado resultó
ser un fervoroso adepto de la esponja y
el agua caliente a raudales, proveniente
de las termas cercanas, supuso Lirael,
porque las primeras palanganas llegaron
acompañadas de un pestilente tufillo a
azufre, tal como ocurría a veces en el
glaciar.
El enviado le había preparado a
Lirael un traje muy elegante, pero la
muchacha no quiso ponérselo. Prefirió
utilizar el uniforme de bibliotecaria que
llevaba de recambio. Lo había llevado
durante tanto tiempo que sin él se sentía
rara. El chaleco rojo le daba al menos la
sensación de sentirse como una Clarvi
de verdad.
El enviado continuaba detrás de ella
con una sobrevesta doblada sobre el
brazo. Le insistió muchísimo para que se
la probara, y Lirael tuvo que emplearse
a fondo para explicarle que los chalecos
no combinaban nada bien con las
sobrevestas.
Otro enviado abrió la puerta de dos
hojas situadas a la derecha de la
escalinata justo cuando la muchacha
bajaba las escaleras. Unas manos
pálidas, obra de la magia, giraron los
pomos de bronce, y por un instante,
destacaron sobre el fondo oscuro de
roble cuando el enviado empujó la
puerta. Acto seguido, el enviado se
colocó a un lado e inclinó la cabeza
encapuchada; Lirael vio entonces el
salón principal. Ocupaba por lo menos
la mitad de la planta baja, pero lo que
primero le llamó la atención no fue sus
dimensiones. Al recorrer con la mirada
la habitación hasta la ventana de vitrales
con escenas de la construcción del
Muro, tuvo una fuerte sensación de
haberla visto antes. Vio entonces la
larga mesa pulida y brillante, la
cubertería de plata y la silla de alto
respaldo.
Lirael ya había visto aquella sala en
el espejo oscuro. Y en aquella ocasión,
en la silla estaba sentado el hombre que
había sido su padre.
—Ya estás aquí —dijo Sam a sus
espaldas—. Lamento haber llegado
tarde. No conseguí que los enviados me
dieran la sobrevesta que yo quería… Me
han traído una prenda de lo más rara.
Deben de estar volviéndose seniles,
como dijo Zapirón.
Lirael se dio media vuelta y
contempló la sobrevesta del muchacho.
Llevaba bordados los escudos con las
torres doradas del linaje real, pero
estaban cuartelados con un extraño
dispositivo que nunca había visto: una
especie de llana o pala, en hilos de
plata.
—Es la llana de los constructores
del Muro —le explicó Sam—. Hace
siglos que han desaparecido. Al menos
mil años… Oye, qué bonito pelo tienes
—añadió al comprobar que Lirael lo
observaba fijamente.
La muchacha no se había cubierto la
cabeza con el pañuelo. El pelo negro,
recién cepillado, le brillaba mucho y el
chaleco no llegaba a ocultar sus bonitas
formas. Era muy atractiva, aunque Sam
notaba en ella algo que lo intimidaba. ¿A
quién le recordaba?
El muchacho pasó junto al enviado
que le abría la puerta y estaba a punto de
llegar a la mesa cuando reparó en que
Lirael no se había movido. Seguía de
pie, en la entrada, mirando la mesa.
—¿Qué ocurre? —inquirió Sam.
Lirael no podía articular palabra. Le
hizo una seña al enviado que llevaba su
sobrevesta. Lirael la cogió y la desplegó
para ver los bordados.
Volvió a doblar la sobrevesta, cerró
los ojos, contó hasta diez en silencio, la
desplegó otra vez y volvió a mirarla.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Sam
—. ¿Te encuentras bien?
—Es que… es que no sé cómo
decirlo —comentó Lirael mientras se
desabrochaba el chaleco, se lo quitaba y
se lo entregaba al enviado que esperaba
a su lado.
Sam se sintió la mar de incómodo al
comprobar que la muchacha empezaba a
desvestirse, pero su asombro fue
mayúsculo cuando vio que se ponía la
sobrevesta y la alisaba con las manos.
Sobre un fondo cuartelado, la prenda
lucía las estrellas doradas de las Clarvis
combinadas con las llaves plateadas de
la Abhorsen.
—Debo de ser medio Abhorsen —
dijo Lirael con un tono que indicaba
claramente que apenas podía creer lo
que estaba diciendo—. De hecho, me
parece que soy hermanastra de tu madre.
Mi padre es tu abuelo. O sea que yo soy
tu tía. Bueno, al menos por parte de
padre. Lo siento.
Sam cerró los ojos unos instantes.
Luego los abrió, avanzó como un
sonámbulo hasta una silla y se sentó. Al
cabo de un momento, Lirael se sentó
frente a él. Y entonces el muchacho
habló.
—¿Eres mi tía? ¿Eres hermanastra
de mi madre? —Hizo una pausa—. ¿Y
ella lo sabe?
—Creo que no —murmuró Lirael,
otra vez presa de la inquietud.
Todavía no había tenido tiempo de
pensar sobre todas las repercusiones de
su nacimiento. ¿Cómo se sentiría la
famosa Sabriel al enterarse de un día
para el otro de que tenía una hermana? Y
tras una pausa, añadió:
—Seguro que no, o me habría
buscado hace tiempo. Yo lo deduje
utilizando el espejo oscuro. Quería
saber quién había sido mi padre. Viajé
hacia atrás en el tiempo y vi a mis
padres en esta misma sala. Mi padre
estaba sentado en esa silla. Sólo pasaron
una noche juntos, antes de que él se
marchara. Supongo que fue el año en que
murió.
—Es imposible —dijo Sam,
negando con la cabeza—. Eso fue hace
veinte años.
—Vaya —dijo Lirael sonrojándose
—. Te mentí… Sólo tengo diecinueve.
Sam la miró como dándole a
entender que si llegaba a hacerle una
revelación más, empezaría a darle
vueltas la cabeza.
—¿Cómo supieron los enviados que
debían darte esa sobrevesta? —le
preguntó.
—Yo se lo dije —contestó Zapirón,
levantando la cabeza desde una silla
cercana. Era evidente que había estado
durmiendo, porque en uno de sus
costados tenía la pelambre toda
aplastada.
—¿Cómo lo supiste? —inquirió
Sam.
—Llevo siglos al servicio de los
Abhorsen —contestó Zapirón mientras
se acicalaba—. De manera que estoy al
tanto de todo. En cuanto me di cuenta de
que Sam no era el Abhorsen en ciernes,
mantuve los ojos abiertos para ver si
aparecía otra de verdad, porque las
campanas no se habrían materializado a
menos que la llegada de la Abhorsen
fuese inminente. Y yo estaba aquí
cuando la madre de Lirael vino a ver a
Terciel, es decir, la anterior Abhorsen.
Por lo tanto, no tuve más que atar cabos.
Estaba claro que Lirael era la hija del
anterior Abhorsen y la Abhorsen en
ciernes para quien estaban destinadas
las campanas.
—¿Quieres decir que ella es la
Abhorsen en ciernes y no yo? —
preguntó Sam.
—¡No puede ser! —exclamó Lirael
—. Yo no quiero serlo. Soy una Clarvi.
Supongo que también soy una
recordadora, pero… ¡pero básicamente
soy una hija de las Clarvis!
La muchacha gritó las últimas
palabras cuyo eco se propagó por el
salón.
—Protesta todo lo que te apetezca,
pero el linaje no miente —dijo Zapirón
cuando el eco se hubo callado—. Eres
la Abhorsen en ciernes, y debes recoger
las campanas.
—¡Gracias al Gremio! —suspiró
Sam. Lirael vio que el chico tenía los
ojos llenos de lágrimas—. Al fin y al
cabo, no iba a saber utilizarlas como es
debido. Tú serás una Abhorsen en
ciernes mucho más adecuada, Lirael.
Piensa en la forma en que te adentraste
en el Reino de la Muerte armada de una
simple zampona. Te enfrentaste a Hedge
y saliste triunfante. Yo sólo conseguí una
buena quemadura y permití que
secuestrara a Nicholas.
—Soy hija de las Clarvis —insistió
Lirael, con una voz que hasta a ella le
pareció poco convincente.
La muchacha sólo había querido
averiguar quién era su padre. Ser la
Abhorsen en ciernes, y algún día, ojalá
lejano, la futura Abhorsen, era algo
mucho más difícil de digerir. Se vería
obligada a dedicar la vida entera a
perseguir y a destruir o enviar al
destierro a los muertos. Y a viajar por
todo el reino, con lo cual ya no iba a
poder llevar la vida de las Clarvis,
dentro de las fronteras del glaciar.
—¿Es el caminante quien escoge el
camino, o el camino el que escoge al
caminante? —musitó en cuanto la última
página de El libro de los muertos surgió
con gran nitidez en su mente. Entonces
cayó en la cuenta de otro detalle y
palideció—. ¿Entonces jamás tendré el
don de la visión? —preguntó en voz
baja.
Lirael era medio Clarvi, pero en sus
venas predominaba la sangre de los
Abhorsen. El don que con tantas ansias
había ansiado poseer, le quedaba
definitivamente vedado.
—No, jamás lo tendrás, mi ama —
dijo la Perra Canalla con toda
tranquilidad tras acercarse a la
muchacha y apoyar la cabeza en su
regazo—. Sin embargo, gracias a tu
herencia Clarvi, posees el don del
recuerdo, pues sólo los descendientes de
los Abhorsen y las Clarvis tienen la
capacidad de ver el pasado. Deberás
aumentar y perfeccionar esos poderes,
por ti, por el reino y por el Gremio.
—Nunca tendré el don de la visión
—murmuró Lirael pronunciando
despacio cada palabra—. Nunca tendré
el don de la visión…
Se abrazó al cuello de la perra
extrañamente limpia, ni siquiera notó
que su mascota olía a jabón, tal vez por
primera y única vez. No lloró. Tenía los
ojos secos. Sólo sentía frío; abrazar a su
perra no le daba el calor que tanto
ansiaba.
Sam la vio temblar, pero no se
movió de su asiento. Sintió el impulso
de acercarse y consolarla, pero no sabía
cómo. Y como no se trataba de una
muchacha, ni de una niña, sino de su tía,
no tenía idea de cómo comportarse. ¿Se
ofendería si intentaba darle un abrazo?
—¿Tan importante es para ti el don
de la visión? —preguntó—. Verás… —
prosiguió retorciendo la servilleta de
hilo—, siento… siento un alivio enorme
de no tener que ser el Abhorsen en
ciernes. Nunca quise estar dotado del
sentido de percibir la muerte, como
tampoco quise nunca adentrarme en el
Reino de la Muerte. Y aquella vez en
que lo hice, cuando el nigromante…
cuando me atrapó… quise morirme,
porque sentí que si me moría, habría
acabado mi suplicio. No sé cómo lo
conseguí, pero superé esa prueba, y nada
más superarla, supe que jamás podría
regresar al Reino de la Muerte. Todos
esperaban que siguiera los pasos de mi
madre, porque está claro que Ellimere
va a ser reina. Se me ocurrió pensar que
a ti te pasa lo mismo. Todas las demás
Clarvis tienen el don de la visión, de
modo que eso es lo único que importa,
aunque tú no lo quieras. Sería la única
manera de cumplir con las expectativas
de los demás, como en mi caso, ser el
Abhorsen en ciernes. La diferencia, en
mi caso, radica en que yo no quería ser
lo que ellos me tenían destinado y tú
sí… Bueno, me parece que estoy
desvariando. Perdona.
—Vaya, más de cien palabras
seguidas —observó Zapirón—. Y casi
todas tenían sentido. Príncipe Sameth,
todavía no eres un caso perdido. Sobre
todo porque tienes mucha razón. Es tan
evidente que Lirael es una Abhorsen que
el hecho de que quiera tener el don de la
visión debe considerarse nada más
como una peculiaridad de su crianza en
esa montaña ridículamente fría donde
viven las Clarvis.
—Quería tener la sensación de
encajar en alguna parte —dijo Lirael en
voz baja, acomodándose en el asiento.
Se sentía mal por la sorpresa de
haber perdido para siempre un sueño de
su niñez. Aunque en cierto modo, lo
sabía desde que le habían tapado los
ojos antes de permitirle entrar en el
Observatorio, o quizá desde que Sanar y
Ryelle se habían despedido de ella.
Había tenido el presentimiento de que su
vida iba a cambiar, de que nunca iba a
gozar del don de la visión, de que jamás
iba a ser una Clarvi de verdad. Trató de
convencerse de que al menos había
adquirido otro don, y aunque puso todo
su empeño, no conseguía deshacerse de
un terrible sentimiento de pérdida. Era
mucho mejor ser la Abhorsen en ciernes
que una Clarvi sin visión, un monstruo.
Deseó con toda el alma sentir con el
corazón lo que la mente le dictaba.
—Aquí encajas a la perfección —le
dijo Zapirón con toda franqueza, al
tiempo que con la patita blanca y rosada
indicaba todo el salón—. Soy el
sirviente más antiguo de los Abhorsen, y
me lo dicen las tripas. Los enviados
opinan igual. Fíjate cómo se amontonan
ahí, sólo para verte. Fíjate en las luces
del Gremio, toda vez que se colocan
encima de tu cabeza, brillan con más
fuerza. Esta casa y todos sus sirvientes
te dan la bienvenida, Lirael. Igual que la
Abhorsen, el rey y tu sobrina Ellimere.
Lirael miró a su alrededor y,
efectivamente, vio que en la puerta que
conducía a la cocina se había
amontonado una multitud de enviados.
Eran al menos cien, algunos tan viejos y
desvaídos, que apenas se les veían las
manos pues no eran más que un tímido
fulgor de luces y sombras. Mientras la
muchacha los miraba, todos ellos le
hicieron una reverencia. Lirael
respondió a su vez con otra reverencia y
notó que las lágrimas, pese a sus
esfuerzos por no llorar, las lágrimas le
bajaban por las mejillas.
—Zapirón está en lo cierto —ladró
la perra, apoyando con fuerza la quijada
en el muslo de su ama—. Eres quien
eres gracias a tu linaje, pero has de
recordar que no sólo has ganado el alto
cargo de Abhorsen en ciernes. Has
encontrado una familia que te acogerá
con todo el cariño.
—¡Sin duda! —exclamó Sam y,
dominado por el nerviosismo, se puso
en pie de un salto—. ¡No veo la hora de
ver la cara que pondrá Ellimere cuando
le diga que he encontrado a nuestra tía!
A mi madre le encantará. Tengo la
impresión de que siempre se sintió un
tanto decepcionada de que yo fuese el
Abhorsen en ciernes. Y a mi padre no le
queda ningún pariente vivo, porque se
pasó un montón de años aprisionado
como mascarón de proa en Hoyo
Sagrado. ¡Será magnífico! Te
organizaremos una fiesta de
bienvenida…
—¿No se te olvida algo? —lo
interrumpió Zapirón con un sarcástico
maullido. Tras lo cual siguió diciendo
—: Queda por solucionar el problemilla
de tu amigo Nicholas, los refugiados
sureños, el nigromante Hedge y el de la
excavación que están haciendo cerca del
lago Rojo para extraer vete tú a saber
qué.
Sam se calló, como si hubiera
perdido el habla, y se dejó caer en la
silla, perdido todo el entusiasmo.
—Así es —dijo Lirael casi sin
aliento—. De eso mismo deberíamos
ocuparnos ahora. Hay que pensar cómo
vamos a solucionarlo. Eso es lo más
importante.
—Después del almuerzo, porque
nadie puede pensar ni planificar nada
con el estómago vacío —interrumpió
Zapirón, secundado por un ruidoso y
hambriento ladrido de la Perra Canalla.
—Bueno, supongo que no habrá más
remedio que comer —convino Sam
haciendo una señal a los enviados para
que comenzaran a servir el almuerzo.
—¿No convendría que antes
enviáramos los mensajes a tus padres y
a Ellimere? —sugirió Lirael, aunque al
oler el delicioso aroma que venía de la
cocina, la comida adquirió una
importancia capital.
—Sí, convendría —convino Sam—.
Aunque no sé muy bien qué decirles.
—Cuanto sea preciso, supongo —
dijo Lirael. Le costaba mucho ordenar
los pensamientos. Le resultaba
imposible mirar las llaves plateadas
bordadas en su sobrevesta sin
experimentar un mareo y una ligera
náusea—. Debemos asegurarnos de que
la princesa Ellimere y tus padres sepan
lo que nosotros sabemos, especialmente
que Hedge está tratando de desenterrar
algo que más valdría que continuara
donde está, algo de la magia libre, y que
Nick es su prisionero, y que Chlorr ha
vuelto como espíritu de los muertos
mayores. Y deberíamos decirles que
vamos a buscar a Nick para rescatarlo e
impedir que el enemigo haga lo que
quiera que esté planeando.
—Supongo —convino Sam con poca
convicción. Bajó la vista hasta el plato
que el enviado acababa de ponerle
delante, pero era evidente que el objeto
de su atención no era el salmón
escalfado—. Es que… si no soy el
Abhorsen en ciernes, no voy a servir de
mucho. Y por eso estoy pensando si no
convendrá que me quede.
Sus palabras fueron recibidas por un
profundo silencio. Lirael lo miró de hito
en hito, pero el muchacho no levantó la
vista del plato. Zapirón siguió comiendo
con toda la tranquilidad del mundo,
mientras que la perra, sentada junto a su
ama, soltó un suave gruñido que vibró a
través de la pierna de ésta. Lirael siguió
observando a Sam y preguntándose qué
debía decirle. Para ella habría sido un
gran alivio poder escribir una nota,
entregársela y salir del salón. Pero ya no
era la auxiliar segunda de la
bibliotecaria de la Gran Biblioteca de
las Clarvis. Esa etapa había pasado, se
había esfumado junto con todo lo que
había definido su existencia y su
identidad anteriores. Los enviados se
habían ocupado incluso de hacer
desaparecer su chaleco de bibliotecaria.
Era ahora la Abhorsen en ciernes.
Ésa sería su tarea, pensó Lirael, y debía
llevarla a cabo adecuadamente. En el
futuro no volvería a fallar, como les
había fallado a los sureños en la ribera
del Renegado.
—No puedes quedarte, Sameth. No
se trata sólo de rescatar a tu amigo
Nicholas. Piensa en lo que Hedge intenta
hacer. Planea matar a doscientas mil
personas y liberar a todos los espíritus
del reino de los muertos para que se
abatan sobre el reino. Eso que está
desenterrando ha de formar parte de su
plan. Me resultará imposible
enfrentarme a él yo sola, Sam. Necesito
tu ayuda. El reino necesita de tu ayuda.
Tal vez ya no seas el Abhorsen en
ciernes, pero sigues siendo un príncipe
del reino. No puedes quedarte ahí, de
brazos cruzados.
—Es que… es que tengo miedo a la
muerte —sollozó Sam levantando las
muñecas quemadas para que Lirael viera
las cicatrices rojizas que destacaban
sobre la piel pálida—. Hedge me da
pavor… No puedo enfrentarme a él.
—Yo también tengo miedo —dijo
Lirael en voz baja—. Yo también temo a
la muerte y a Hedge y a miles de cosas
más. Pero prefiero tener miedo y hacer
algo antes que quedarme sentada a
esperar que ocurran cosas terribles.
—Atiende bien —dijo la perra,
levantando la cabeza—. La acción
siempre es lo mejor, príncipe Sameth.
Además, no hueles a cobarde, de manera
que no debes de serlo.
—En Puente de Arriba no te
escondiste del hombre de la ballesta —
añadió Lirael—. Ni del engendro que
llegó cruzando las aguas. Fuiste muy
valiente. Y estoy segura de que sea lo
que sea a lo que nos enfrentamos, no
será tan terrible como temes.
—Probablemente será mucho peor
—dijo Zapirón alegremente. Parecía
regodearse ante la humillación de Sam
—. Piensa que sería mucho peor
quedarte aquí sentado sin saber qué
ocurre. Hasta que el Renegado se llene
de muertos y Hedge venga andando por
el lecho seco del río a derribar la puerta
de esta casa.
Sam negó con la cabeza y murmuró
algo acerca de sus padres. Era obvio
que no deseaba dar crédito a las
negrísimas predicciones de Zapirón y
que se aferraba a la última esperanza.
—El enemigo ha puesto en
movimiento diversas piezas —comentó
Zapirón—. El rey y la Abhorsen intentan
contrarrestar lo que se cuece en
Ancelstierre. Deben conseguir a toda
costa impedir que los sureños crucen el
Muro, pero casi con toda seguridad, eso
sólo es uno de los tantos planes del
enemigo, y como es el más evidente,
seguro que se trata del menos
importante.
Sam clavó la vista en la mesa. Se
había quedado sin apetito. Al final,
levantó los ojos y le dijo a Lirael:
—¿Tú me consideras cobarde?
—No.
—Entonces, supongo que no lo soy
—dijo Sam, el tono más decidido—.
Aunque sigo teniendo miedo.
—¿Entonces me acompañarás?
¿Vendrás conmigo a buscar a Nicholas y
a Hedge?
Sam asintió. No se atrevía a hablar.
En el salón se hizo el silencio
mientras todos pensaban en lo que les
esperaba. Las circunstancias habían
cambiado transformadas por la historia,
el destino y la verdad. Ni Sam ni Lirael
eran los mismos de apenas minutos
antes. Los dos se preguntaron qué
significaría todo aquello y adonde los
conducirían sus nuevas vidas.
Los dos se preguntaron dónde y
cuándo acabarían esas nuevas vidas.
Epílogo

Q uerido Sam:
Te
siguiendo
escribo

costumbre de aquí, con una


la
pluma de oca, en un papel
grueso, de pésima calidad, que
chupa tinta como una esponja.
Mi estilográfica está tan
atascada que tendré que tirarla.
Y el papel que he traído se ha
estropeado. Creo que ha sufrido
el ataque de una especie de
hongo.
Tu Reino Antiguo es, sin
ninguna duda, enemigo de los
productos de Ancelstierre. Es
evidente que el nivel de
humedad del aire y la
proliferación de hongos locales
tienen unos efectos tan
abrasivos como en los climas
tropicales, aunque jamás habría
esperado nada parecido en
estas latitudes.
He tenido que cancelar gran
parte de los experimentos que
había pensado hacer a raíz de
los problemas con el equipo y
ciertos errores alarmantes en
mis planteamientos científicos
que habrían invalidado los
resultados. Lo achaco a la
enfermedad que vengo
padeciendo desde que crucé el
Muro. Una especie de fiebre
consume gran parte de mis
fuerzas y ha dado lugar a las
alucinaciones.
Hedge, el hombre que
contraté en Bain, ha resultado
ser un gran acierto. No sólo me
ha ayudado a establecer con
precisión el lugar donde se
encuentra la celada de rayos
tras un atento análisis de los
rumores y las divagaciones
supersticiosas que circulan por
estas zonas, sino que ha
supervisado la excavación con
un celo digno de encomio.
Al principio, nos costó
bastante contratar mano de
obra local, hasta que Hedge
tuvo la brillante idea de
recurrir a los internos de una
especie de lazareto o colonia de
leprosos. Los trabajadores de
allí están bastante capacitados
para llevar a cabo sus tareas,
pero sufren de unas
desfiguraciones asombrosas y
despiden un hedor insoportable.
Durante el día, van
completamente envueltos en
capas y harapos, y parecen
encontrarse mucho más a gusto
al caer el sol. Hedge los llama
«la cuadrilla nocturna», y debo
confesar que el nombre resulta
de lo más adecuado. Me
asegura que la enfermedad que
padece no es fácilmente
contagiosa, pero yo evito todo
contacto físico, por si acaso.
Resulta interesante señalar que
estos trabajadores comparten
con los sureños la afición por
los sombreros y las bufandas
azules.
La celada de rayos es tan
fascinante como esperaba.
Cuando dimos con ella la
primera vez, observé que los
rayos iban a incidir en una
pequeña loma o montículo con
una frecuencia superior a las
dos veces por hora, durante
varias horas, y que en lo alto se
producían tormentas eléctricas
casi todos los días. Ahora, a
medida que nos acercamos al
verdadero objeto enterrado
debajo, los rayos son todavía
más frecuentes y en lo alto, la
tormenta es casi constante.
Por lo que he leído —y
seguro que te reirás de mí,
porque resulta inusual en mí—
por lo que he soñado, creo que
la celada de rayos misma se
compone de dos hemisferios de
un metal desconocido,
enterrada unas veinte o treinta
brazas debajo del montículo
que, dicho sea de paso, era
completamente artificial y muy
difícil de excavar, pues había
sido construido con todo tipo de
materiales. Hasta con huesos,
imagínate tú. Ahora las
excavaciones avanzan mucho
más deprisa y espero que dentro
de unos días podamos realizar
nuestro descubrimiento.
Tenía pensado seguir viaje
hasta Belisaere para reunirme
contigo y suspender el
experimento unas cuantas
semanas. Pero mi salud está tan
deteriorada que lo más
prudente es regresar a
Ancelstierre, lejos de este aire
inclemente.
Llevaré conmigo los
hemisferios; he conseguido ya
que tío Edward me tramitara los
oportunos permisos de
importación. Creo que son
inusitadamente densos y
pesados, pero espero poder
transportarlos desde el lago
Rojo hasta el mar navegando
río abajo, y de allí, procederé a
un pueblecito al Norte de
Nolhaven, en la costa
occidental. Hay un aserradero
abandonado con el que me he
hecho para usarlo como
estación experimental. Timothy
Wallach, uno de mis
compañeros de estudios de
Sunbere, aunque él cursa
cuarto, ya debería estar allí,
preparando la Central
Productora de Rayos que he
diseñado para abastecer de
electricidad los hemisferios.
Resulta muy agradable, sin
duda, contar con medios
propios y parientes poderosos,
¿no te parece? Sin ellos, sería
dificilísimo conseguir nada. Te
adelanto, sin embargo, que
estoy seguro de que mi padre se
enfadará mucho cuando
descubra que me he gastado la
paga de todo un trimestre en
adquirir cientos de pararrayos
y kilómetros de alambre grueso
de cobre.
Pero habrá valido la pena
cuando lleve la celada de rayos
a mi estación experimental.
Estoy seguro de que en poco
tiempo conseguiré probar que
los hemisferios pueden
almacenar cantidades
incalculables de energía
eléctrica extraída de las
tormentas. En cuanto haya
resuelto el enigma de cómo
extraer otra vez la energía, sólo
me quedará reproducirlos a
menor escala y entonces
contaremos con una nueva
fuente de energía barata e
inagotable. ¡Las superbaterías
de Sayre suministrarán
electricidad a las ciudades e
industrias del futuro!
Como habrás podido
comprobar, mis sueños son
imparables y fluyen de una
manera desbordante. Es preciso
que vengas a frenarme un poco,
Sam, con tus criticas a mi
persona y mis habilidades.
De hecho, espero que
puedas venir a visitar mi
Central Productora de Rayos
cuando esté en pleno
funcionamiento. Anda, haz un
esfuerzo, si es posible, aunque
ya sé cuánto te disgusta cruzar
el Muro. Deduzco por mi última
conversación con tío Edward
que tus padres ya están en
Ancelstierre para discutir los
planes de Corolini destinados a
asentar a los refugiados sureños
en las tierras desiertas de
vuestro reino, cerca del Muro.
¿Crees que te seria posible,
cuando los visites, organizar un
viajecito para ver mi trabajo?
En cualquier caso, espero
verte pronto. Te saluda, tu leal
amigo:

NICHOLAS SAYRE

Nick dejó la pluma y sopló el papel.


No era necesario, pensó, mirando las
líneas borrosas por las que la tinta se
había extendido convirtiendo su
caligrafía en una burla.
—¡Hedge! —gritó, incorporándose
para contener el mareo y las náuseas que
lo asaltaron. Últimamente, reaccionaba
así con mayor frecuencia, sobre todo
después de concentrarse en algo. Estaba
quedándose sin pelo y tenía las encías
hinchadas. No podía tratarse de
escorbuto, porque su dieta era variada y
todos los días tomaba zumo fresco de
lima.
Se disponía a llamar otra vez a
Hedge cuando el hombre asomó por la
puerta de la tienda. Muy mal vestido,
como de costumbre, pero era muy
eficiente, como se podía esperar de un
ex sargento del Cuerpo de Exploradores
del Paso Fronterizo.
—Tengo una carta para enviar a mi
amigo, el príncipe Sameth —dijo Nick
doblando el papel varias veces y
sellándolo con una gota de cera de la
vela y la huella del pulgar—. ¿Puedes
ocuparte de que se despache por
mensajero o por cualquier otro de los
medios utilizados aquí? Envía a alguien
al pueblo de Edge, si fuera preciso.
—No te preocupes, mi amo —
contestó Hedge, con una sonrisa
enigmática—. Ya me ocuparé de todo.
—Bien —murmuró Nick.
Volvía a hacer calor, y el repelente
de insectos que había llevado no servía
de nada. No le quedaría otro remedio
que pedirle otra vez a Hedge que se
ocupara de mantenerlos a raya… aunque
antes debía resolver otro asunto siempre
presente: el estado de la fosa.
—¿Cómo marcha la excavación? —
preguntó Nick—. ¿A qué profundidad
hemos llegado?
—Según mis cálculos, veintidós
brazas —contestó Hedge entusiasmado
—. Pronto llegaremos.
—¿Ya está preparada la barcaza? —
preguntó Nick, incorporándose con
esfuerzo.
En realidad, tenía ganas de
acostarse, porque la tienda comenzó a
dar vueltas y la luz adquirió un extraño
tono rojizo, efecto que se debía, sin
duda, a sus propios ojos.
—Tengo que contratar a algunos
marineros —le dijo Hedge— porque la
brigada nocturna le teme al agua debido
a… a la enfermedad que la aqueja.
Aunque espero que pronto llegue la
nueva dotación. Todo está bajo control,
mi amo —añadió al ver que Nick no le
contestaba.
Sin embargo, en lugar de mirar a los
ojos al joven, tenía la vista clavada en
su pecho. Nick le sostuvo la mirada pero
sin ver y respiraba con mucha dificultad.
En el fondo sabía que iba a desmayarse,
tal como le ocurría a menudo delante de
Hedge. Lo invadía una tremenda
debilidad que no lograba controlar.
Hedge esperó lamiéndose los labios
con nerviosismo. A Nick le dio vueltas
la cabeza. Lanzó un gemido y parpadeó
con fuerza. Se sentó en la silla, muy
erguido.
Nick estaba inconsciente y en el
fondo de sus ojos había algo más, otra
inteligencia que había permanecido en
estado latente. De repente se puso a
cantar, acompañada por nubes de humo
blanco y acre que le iban saliendo por la
nariz y la garganta.

Antigua es la canción que


canto,
siete los diamantes del encanto.
¿Qué hicieron los siete con
apremio?
¡El delicado tejido del Gremio!
De principio a fin en la
urdimbre cinco.
Dos en la trama para sanar con
ahínco.
Eso hacen siete, ¿qué fue de los
nueve?
¿Y de los dos que brillar no
quieren?
El octavo en lo hondo se ocultó,
y presa de los siete acabó,
que le hicieron pagar lo que
hizo.
El noveno era fuerte,
y el destino quiso que luchara a
brazo partido.
Entonces Orannis, el retraído,
de toda luz fue despojado,
dividido en dos y enterrado en
la colina
que es un yermo donde nos
desea el mal eterno.
Al terminar la canción se hizo el
silencio; la voz entonó entonces los tres
últimos versos.
—En dos dividido y enterrado, en la
colina que es un yermo, donde nos desea
el mal eterno… Pero no es mi canción,
Hedge. El mundo sigue girando sin mi
canción. La vida que no ha probado mi
látigo se mueve libre como el viento. La
creación hace estragos sin el contrapeso
de la destrucción… y mis sueños de
fuego son sólo eso, sueños. Mas no
tardará el mundo en dormirse y entonces
no podrá soñar más sueño que el mío ni
oír más canción que la mía. ¿No es así,
mi fiel Hedge?
Fuera lo que fuese el ser que había
hablado, no esperó a que Hedge le
respondiera. Prosiguió su soliloquio
adoptando un tono diferente, más ronco,
y ya no cantaba.
—Destruye esa carta. Envía más
muertos a Chlorr y asegúrate de que
eliminen al príncipe. No debe llegar
hasta aquí. Intérnate en el Reino de la
Muerte y vigila a esa espía, hija de las
Clarvis. Si vuelve a ser vista, mátala.
¡Cava más deprisa… porque yo… yo
debo volver a estar entero!
Las últimas palabras fueron
pronunciadas con tanta fuerza que Hedge
salió lanzado contra la lona hecha
jirones de la tienda y se encontró en
medio de la oscuridad. Temiendo algo
peor, se asomó entonces por la lona
rasgada, pero quienquiera que fuese
aquel ser que había hablado a través de
Nick ya se había marchado. Sólo
quedaba un muchacho enfermo e
inconsciente que sangraba por la nariz.
—Te he oído, mi señor —musitó
Hedge—. Y como de costumbre, te
obedezco.
GARTH NIX, nacido en 1963 en
Melbourne, es un australiano autor de
novelas de fantasía para jóvenes
adultos, ente las que destacan las de la
serie Trilogía de Abhorsen, la serie The
seventh tower y la serie The old
kingdom. A menudo le han preguntado si
su nombre es un seudónimo, a lo que ha
respondido: «Creo que la gente me
pregunta porque suena como el nombre
perfecto para un escritor de fantasía.
Sin embargo, es mi verdadero nombre».
Nix se crio en Canberra. Después de
un período de trabajo para el Gobierno
de Australia, viajó por Europa antes de
regresar en 1983 para realizar una
licenciatura en escritura profesional
entre 1984 y 1986 en la Universidad de
Canberra. Trabajó en una librería
después de la graduación antes de
trasladarse a Sydney en 1987, donde
trabajó en el campo editorial. Fue
representante de ventas y publicista
antes de convertirse en editor senior de
Harper Collins. En 1993 comenzó a
viajar más lejos, a Asia, Oriente Medio
y Europa del Este hasta convertirse en
consultor de marketing a tiempo
completo y fundar su propia compañía,
Gotley Nix Evans Pty Ltd.
Además de su trabajo como
novelista de fantasía, Nix ha escrito una
serie de escenarios y artículos para el
campo del juego de rol, incluyendo las
de Dungeons & Dragons y de viajeros.
Éstos han aparecido en publicaciones
relacionadas, como la White Dwarf,
Multiverse y Breakout! También ha
escrito monografías, artículos y noticias
en el campo de la tecnología de la
información. Su trabajo aparece en
publicaciones como Computerworld, y
PCWorld.
Nix vive con su esposa Anna en
Sydney, Australia.

También podría gustarte