Laodicea I

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Laodicea I: Un Dios de Certezas y una

Iglesia Tibia (Apocalipsis 3:14-22)


Texto base: Apocalipsis 3:14-22

Introducción a la ciudad de Laodicea


Como punto de partida, es importante estar atentos a las características que tenía la ciudad en el tiempo en que
el Señor Jesús dirigió la carta a la iglesia, ya que, como hemos visto en las cartas anteriores, el Señor
frecuentemente utiliza elementos característicos de la ciudad para ejemplificar algunas realidades espirituales
de la iglesia que se emplazaba allí. Entonces, aprender sobre la ciudad de Laodicea nos ayudará a entender
mucho mejor y más profundamente lo que Jesús escribió a esta congregación.

La ciudad de Laodicea estaba ubicada a 69 km al sureste de Filadelfia. Era la puerta de entrada a Éfeso, y
hasta mediados del s. III a.C. se le conocía como Dióspolis (la ciudad de Zeus). Alrededor del año 250 a.C. el
gobernante sirio Antíoco II conquisto la ciudad y le puso por nombre Laodicea, en honor a su esposa Laodice.

Los romanos convirtieron la ciudad en un centro judicial y administrativo, y construyeron un sistema de


carreteras en el que Laodicea se encontraba en una encrucijada. Esto la hizo volverse un centro comercial
importante, aumentar en tamaño y conseguir riqueza e influencia. Dentro de sus productos principales estaba
el préstamo de dinero, la lana con la cual se fabricaban ropas costosas y la invención de un colirio eficaz para
los ojos.

Fue una ciudad destruida más de una vez por terremotos, pero sus recursos le permitían volver a levantarse.
De hecho, en una oportunidad rechazaron la ayuda económica romana, argumentando que tenían suficientes
recursos, e incluso ayudaron a levantar las ciudades vecinas.
Por otra parte, fue el destino de centenares de familias judías trasladadas a la región por Antíoco III. Se
calcula que la población de judíos libertos era de 7.500. Sin embargo, es extraño que en la carta a los
laodicenses no se haga ni una mención a los judíos, que habían sido tan hostiles a las iglesias de Esmirna y
Filadelfia. Esto hace suponer que la predicación de los laodicenses resultaba inofensiva y tolerable para los
numerosos judíos de la ciudad.

Esta percepción toma fuerza si vemos que tampoco eran una iglesia resistida por los gentiles, como lo fue
Pérgamo, ni hubo en ella falsos profetas destacados como los de la doctrina de los nicolaítas, Balaam o
Jezabel.

La iglesia de Laodicea estaba libre de problemas y persecuciones, tenían una vida pareja, regular, sin los
peligros relacionados con predicar el Evangelio, ni los estragos provocados por los falsos maestros, una
iglesia acomodada en lo material, que disfrutaba de la riqueza de la ciudad.

Jesús no pronunció ni una palabra de alabanza o de consideración hacia esta iglesia, en sus obras no había
nada digno de destacar.

Por último, el suministro de agua de Laodicea llegaba desde la ciudad de Hierápolis, a una distancia de unos
10 km, por medio de un acueducto subterráneo. La fuente contenía aguas termales, lo que hacía que al llegar a
Laodicea, la temperatura del agua fuera tibia y algo turbia. Estas aguas tenían valor medicinal, pero eran
repulsivas al viajero sediento que buscaba refrescarse.

Como veremos, las características de la ciudad se verán reflejadas en la carta, lo que nos dice que el Señor
Jesús está plenamente consciente de las circunstancias que nos rodean y de las peculiaridades del lugar en que
vivimos. Él sabe quiénes somos, conoce nuestras obras y las condiciones cotidianas en que nos encontramos.
En cuanto a la iglesia de Laodicea, se cree que su fundador fue Epafras, colaborador del Apóstol Pablo. En
Col. 4:13 vemos que el Apóstol escribió una carta a esta iglesia, que debía compartirse con la escrita a la
iglesia en Colosas.
Saludo y presentación

Como ocurre en las 6 cartas anteriores, el Señor comienza presentándose, con títulos que revelan su carácter y
sus atributos.

(v. 14) Vemos que el Señor usa 3 títulos: El Amén, el Testigo Fiel y Verdadero; y el Principio de la Creación
de Dios.

A. El Amén: “Amén” es una palabra hebrea. Significa “ciertamente”, “en verdad”, “así sea”,
“verdaderamente”. (to amén = la certeza). Proviene de raíz de tres letras hebrea, que significa “firme”,
“confiable”, “confirmado”, “fiel”, “creer” (verbo).

Se trata de una palabra muy usada y familiar para quienes adoraban al Dios de las Escrituras, desde antiguo.
Está presente en varios idiomas de la región del medio oriente, con palabras muy similares entre sí,
incluyendo el árabe.

Veamos, por ejemplo, un ejemplo de su uso:

“¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel, desde siempre y para siempre!» Y todo el pueblo respondió: «Amén»,
y alabó al Señor” (1 Cr. 16:36).

Refirámonos muy brevemente a cómo esta palabra es tratada en la Biblia:

 Los 4 evangelios terminan con “amén”, y lo mismo ocurre con el Apocalipsis. Es muy utilizado
también para finalizar los salmos.

 Jesús usó la palabra amén como nunca antes se había usado: lo usó para introducir una frase, es un
“amén” inicial, sin relación a algo dicho anteriormente (“De cierto, de cierto os digo”). Esto no tiene paralelo
en la literatura hebrea.

 No supone solo la respuesta a una verdad en el sentido de estar de acuerdo con ella. Implica asumir
que un juramento o maldición es válido, y también asumir las consecuencias de ese juramento o maldición.
Es, por así decirlo, un consentimiento o compromiso con lo que se escucha, un ‘sí’ enfático.

 Este pasaje es el único en que la palabra “amén” se usa como un título para describir a Jesús.

 Se aplica el título a Dios, llamándolo “Dios de verdad” (lit. “amén”) en Is. 65:16: “Cualquiera que en
el país invoque una bendición, lo hará por el Dios de la verdad; y cualquiera que jure en esta tierra, lo hará por
el Dios de la verdad. Las angustias del pasado han quedado en el olvido, las he borrado de mi vista”. Se trata
de un Dios absolutamente veraz y confiable, en cuyo nombre los juramentos y las bendiciones se cumplen sin
sombra de duda.

 Se relaciona con Cristo en otro pasaje, en el que se muestra que Cristo es el cumplimiento, la
seguridad, la veracidad y la certeza de las promesas. “Pues tantas como sean las promesas de Dios, en El
todas son sí; por eso también por medio de Él, Amén, para la gloria de Dios por medio de nosotros” 2 Co.
1:20.

B. El Testigo Fiel y Verdadero: el Señor Jesús ya se había presentado con este título al principio de libro de
Apocalipsis (1:5). Se puede considerar una interpretación o una ampliación de su título “el Amén”. Esto
porque los términos “fiel” y “verdadero” son ambos traducciones de la palabra hebrea “Amén”.
Estos términos “fiel y verdadero” se utilizan de nuevo en Ap. 19:11 para referirse al jinete que monta un
caballo blanco, y que viene a consumar su victoria final sobre sus enemigos.

Casi al terminar el libro, en Ap. 22:6, dice “Estas palabras son fieles y verdaderas”.

Lo que se está diciendo en este pasaje, entonces, es que todo lo que Jesús dice es indudablemente verdadero.
Él no dice nada que tenga siquiera un viso de falsedad o de error. Es completamente confiable y veraz.

[Aquí detengámonos un momento para una reflexión: El que Jesucristo se describa como “el Amén” y “El
Testigo Fiel y Verdadero”, nos debe llamar la atención. Para Cristo las palabras tienen importancia. Si Él
promete algo, lo cumple, si anuncia que hará algo, lo lleva a cabo. Esto es parte del carácter de Dios. Por
algo Jesucristo nos exhorta:
“Cuando ustedes digan “sí”, que sea realmente sí; y cuando digan “no”, que sea no. Cualquier cosa de más,
proviene del mal” (Mt. 5:37).
También dice:
“Pero yo les digo que en el día del juicio todos tendrán que dar cuenta de toda palabra ociosa que hayan
pronunciado” (Mt. 12:36).
El Señor no dice palabras porque sí, toda palabra suya tiene un propósito claro y se cumplirá. Pero a
nosotros nos da igual decir algo, fácilmente prometemos “oraré por ti”, “iré en la semana”, “estamos en
contacto”, “nos vemos en estos días”, “haré esto o aquello”; sin pensar en si podemos cumplirlo realmente
o no. Jesús nos llama a cuidar nuestro hablar y nuestro hacer, y a reflejar su carácter en nosotros.
Que en nuestra vida se refleje que nuestro Señor es el Amén, el Testigo Fiel y Verdadero].

C. El principio de la creación de Dios: más de alguno podría confundirse, y pensar que este texto se refiere a
que Cristo fue creado en un principio. Junto con los verdaderos cristianos de todas las edades, confesamos que
Cristo no es creado ni hecho, sino que es eterno al igual que el Padre.

La palabra griega que RVR 1960 traduce como “principio” es ἀρχή (arché), que significa entre otras cosas
‘primero’ o ‘principio’ en un sentido temporal (p. ej. ‘en el principio era el verbo’). Pero también tiene el
significado de origen, inicio; con lo que se estaría diciendo en este texto que Cristo es el originador, el autor,
el iniciador de la creación. Por otra parte, otro sentido claro de la palabra ἀρχή está relacionado con autoridad
y posición de privilegio. De hecho, la palabra “principado” en la Biblia, es la misma que la usada en este
pasaje , usándose también para magistrados y gobernantes. La versión NVI, por ejemplo, traduce este pasaje
de Apocalipsis diciendo: “el soberano de la creación de Dios”.

Ambos significados, es decir, el de originador y el de posición de autoridad, están unidos en Cristo, ya que al
ser el Creador de todas las cosas, es también la autoridad suprema de ellas. Lo que es coherente con otros
textos:
“Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” Jn. 1:3

“Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito [autoridad] de toda creación. 16 Porque en él fueron
creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos,
sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. 17 Y él es antes
de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (Col. 1:15-17).

Jesucristo, entonces, no sólo es plenamente confiable, veraz e infalible, sino que además es antes de todas las
cosas, es el que dio origen a todo lo que existe, y tiene autoridad sobre absolutamente todo. Todas las cosas le
pertenecen y existen para servirle a Él. Nadie en el mundo puede siquiera compararse a esta posición que
ostenta Jesucristo, nadie puede exhibir estos títulos, nadie puede igualar su autoridad ni discutir su completa y
total supremacía.

En Él todo se origina, y en Él todo se cumple. En Él todo se inicia, y en Él todo se consuma. Él es el


comienzo y el fin, el alfa y la omega, el principio y el amén. El que nunca falla, el que siempre cumple, el
firme, el que permanece, el que habla y es hecho, el que dice y no echa pie atrás, el que siempre lleva a cabo
lo que anuncia y lo que promete, el que tiene una voluntad clara y determinada, sin dobleces ni
contradicciones, cuyo propósito está determinado y se cumplirá.
Él es quien dice: “Yo anuncié, yo salvé, yo di a saber. Nunca hubo entre ustedes un dios ajeno. Así que
ustedes son mis testigos de que yo soy Dios. —Palabra del Señor. 13 »Yo soy Dios desde el principio. Nadie
puede librar a nadie de mi mano. Lo que yo hago, ¿quién puede impedirlo?»” (Is. 43:12-13, RVC).

El reproche
(vv. 16-17) Lo dicho sobre el Señor contrasta con la ambigüedad y la indefinición de la congregación de los
laodicenses. Donde el Señor es firme, ellos eran indeterminados; donde el Señor es confiable, ellos no eran de
fiar; donde el Señor cumple y da certezas, ellos eran ambiguos e indefinidos; donde el Señor es veraz, la
palabra de ellos no tenía valor, y ni siquiera tenía un significado claro.

Para los laodicenses, tanto como para los de Sardis, sólo tuvo palabras de reproche y ningún elogio.

Eran creyentes insípidos, sin compromiso, sin determinación, con los brazos caídos y la mirada perdida; no
por cansancio, sino por desinterés y apatía. Para ellos daba igual ser frío o caliente, daba lo mismo
consagrarse o no, vivir por Cristo o no, servir a los hermanos o no, de hecho ni siquiera habían falsos
maestros connotados entre ellos como los nicolaítas, los de Balaam o los de Jezabel, ¡Ni siquiera para eso
daban! No eran ni decididamente falsos ni decididamente celosos de la verdad, ni decididamente consagrados
ni entregados completamente al mundo; ¡No se podía decir nada de esto sobre ellos! Sólo que eran tibios,
moderados, como decimos en Chile, “ni chicha ni limonada”.

Simon Kistemaker, comentando este pasaje, dice “No tenían interés en ser testigos de Jesucristo, en vivir una
vida de servicio para el Señor, o en predicar y enseñar su evangelio para que avanzaran su iglesia y el reino.
Aunque tenían las Escrituras, eran apáticos, indiferentes y despreocupados en cuanto a las cosas del Señor”.

Los creyentes de Laodicea eran como el agua de su ciudad: tibia y repulsiva. Como dijimos, las fuentes
termales a 10 km enviaban agua a Laodicea, la que llegaba tibia y cargada de carbonato de calcio, lo que
producía un efecto nauseabundo en quienes al bebían. Esto contrastaba con la situación de Colosas, a 18 km
de Laodicea, donde el agua era fría, refrescante y limpia.

Nuevamente recurrimos al comentarista Kistemaker, quien dice: “Cristo no tiene ni un interés en un


cristianismo tibio, porque no vale nada”.

Una iglesia tibia, indefinida, ambigua; es una iglesia repulsiva para el Señor, es una congregación que Él
vomita de su boca, es una congregación que Él no puede tragar ni digerir y que sólo sirve para ser escupida.
Él no necesita a nadie. No le hacemos un favor siendo cristianos. Él vomitará de su boca a quienes quieren
tener un pie en el camino angosto y otro en el camino ancho, a quienes quieren lo mejor de Dios y lo mejor
del mundo, a quienes dicen seguir a Cristo pero quieren mantener los altares levantados a sus ídolos, a
quienes afirman vivir por Cristo pero no están dispuestos a pagar el precio de seguirlo. Él no tolera la
ambigüedad ni la indefinición, le resultan vomitivas y no las tragará.

Lamentablemente, en nuestros días abundan los laodicenses.

 Creyentes que dicen venir a la iglesia porque necesitan recibir, pero no están dispuestos a servir.

 Personas que quieren todos los beneficios de una congregación, como ser consolados, aconsejados y
enseñados, pero que no están dispuestos a trabajar y poner sus dones a disposición del Señor y de los
hermanos.

 Cristianos nominales que dicen creer en Jesús, pero que no quieren perder su reputación ante los
hombres, no están dispuestos a ser mal mirados como Jesús lo fue, ni despreciados, ni perseguidos, ni
insultados ni menospreciados como lo fue Jesús y nuestros hermanos.

 Personas que se identifican con la fe cristiana pero que no quieren crecer en el conocimiento de
Cristo y de su Palabra, ni quieren crecer en consagración por miedo a perder lo que aman en el mundo.
 Personas que se disgustan con quienes se guardan y santifican para el Señor, o con quienes los
exhortan a la fidelidad y la obediencia, acusándolos de graves y de fanáticos.
 Creyentes a quienes les gusta escuchar la Palabra del Señor, pero que a la hora de aplicarla a sus
vidas oponen toda clase de excusas y justificaciones; y se escudan en que su contexto los obliga, las
circunstancias los presionan.
Ejemplos abundan, y seguramente me he quedado muy corto.

Esta tibieza es repulsiva, su sabor es imposible de mantener en la boca, porque es el sabor de la hipocresía, de
la cobardía, de la rebelión disfrazada de obediencia, esa obediencia a medias, esa obediencia parcial, que no
es obediencia en absoluto sino insubordinación; que dice “sí” con la boca, pero con los hechos dice “no”, que
dice “te sigo, maestro”, pero que a la primera oportunidad huye a escondidas, que se presenta como fe, pero
detrás de la máscara esconde incredulidad y dudas; es la cobardía imitando a la valentía, la hipocresía
imitando a la devoción, la profanación imitando a la consagración, el “no quiero” que pretende sonar como
“amén”.

La tibieza pretende mezclar los manjares del banquete con los desperdicios del basural, el agua del manantial
con los desechos de la alcantarilla, la fragancia del perfume con el apestoso olor de una cloaca. Quiere tomar
con una mano a Cristo y en la otra sostener lo que ama del mundo, pensando que podrá tener ambas cosas a la
vez. Quiere entrar por la puerta angosta cargado de equipajes del mundo, que solo cabrían por la puerta ancha,
pero que no pasan por el estrecho marco de la angosta.

La iglesia de Laodicea, como dicen Rudwick y Green, “… se había vuelto ineficaz porque, al creer que
estaban bien dotados espiritualmente, sus miembros habían cerrado la puerta dejando fuera a su verdadero
proveedor”.

Como veremos la próxima semana, era una iglesia que estaba satisfecha de sí misma, que se sentía rica, que
se creía saciada, pero había sacado del mapa a Cristo. No tenemos elementos para suponer que era una iglesia
inmoral, pero no hay nada más peligroso que una moralidad sin Cristo, porque nos lleva a pensar que lo que
importa es ser buenos, pero lo relevante es glorificar a Cristo y hacer buenas obras porque Él nos capacita
para ellas, no por nuestras fuerzas.

Reflexión Fina
Detengámonos un momento antes de juzgar severamente a los laodicenses. ¿Cuánto de Laodicea hay en
Iglesia Bautista Gracia Soberana? ¿Cuánto tienes de laodicense?

La tibieza espiritual está evidenciando un corazón que no ha sido impactado por el Evangelio. Cristo, el Hijo
de Dios, quien era con Dios y era Dios, se hizo hombre, se vistió de sirviente y de humillación, fue tentado en
todo pero no pecó, sino que obedeció a Dios para regalarnos su obediencia perfecta; y pagó el precio por
nuestros pecados, que era la ira eterna de su Padre derramada sobre su Santo Ser. Resucitó al tercer día, y
ascendió para llevarnos con Él y compartir su reino con nosotros.

¿Cómo permanecer tibios ante esto? ¿No es ese un terrible y despreciable pecado? ¿El Hijo de Dios murió por
nosotros y permaneceremos como si nada?

El Apóstol Pablo describe lo que debe ser nuestra actitud: “El amor de Cristo nos obliga [constriñe, mueve
poderosamente a actuar], porque estamos convencidos de que uno murió por todos, y por consiguiente todos
murieron. 15 Y él murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por
ellos y fue resucitado” (2 Co. 5:14-15).

¿Arde tu corazón por el Señor, o estás lánguido e inerte como un cadáver? ¿Se inflama tu corazón por servir a
Cristo, por servir a su Cuerpo que es la Iglesia, o todo esto es una carga para ti, y haces todo lo posible por
evadirla? ¿Has sido impactado por el Evangelio, de tal manera que quieres renunciar a ser el señor de tu vida,
y ahora quieres vivir para Cristo, el Rey? ¿Amas al Señor? ¿Hay en ti algún afecto hacia Cristo o es
simplemente un ícono como lo sería Ghandi o Luther King? ¿Es tu Salvador o sólo un referente?
“Despiértate, tú que duermes, Y levántate de los muertos, Y te alumbrará Cristo” (Ef. 5:14).
¡Que no seas hallado tibio, porque serás vomitado! Que el amor de Cristo haga de tu corazón un fogón
encendido para su gloria.

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