Sobre Héroes y Villanos, Historia y Literatura

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SOBRE HÉROES Y VILLANOS1

Pablo Rocca
(Universidad de la República)

“Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso;


que la historia copie a la literatura es inconcebible”, escribe Borges en “Tema del
traidor y del héroe”, un cuento en el que un ídolo nacional de Irlanda, Fergus Kilpatrick,
es, al mismo tiempo, un conspirador. Y para redimirlo y, sobre todo, para construirlo
como mito nacional se conviene en armar una muerte violenta que lo dignificará para la
posteridad, como si fuera una representación teatral, como en un drama en el que el
personaje es él mismo y que se repetirá en las generaciones sucesivas y convertirá en
mito al personaje, en héroe al traidor, que antes de serlo fue héroe. Como en la
literatura.
Borges reitera, y no sólo en este cuento, que la literatura es, en puridad, lo
mismo que la historia. O, a la inversa, que la historia es lo mismo que la literatura. De lo
cual se deduce fácilmente que, en la línea del pensamiento idealista berkeleiano, la
historia no existe, la realidad es una ilusión, la identidad es una mera duplicación, una
esencia que se repite con rasgos accidentales: puestos sobre el cañamazo del tiempo, un
mero accidente para el idealista. Así en 1824 Kilpatrick fue Julio César, pero no tanto el
César de la literatura clásica latina, el de Cicerón o del poema de Marco Anneo Lucano,
sino el Julio César de la homónima pieza dramática de Shakespeare; y a su vez
Kilpatrick prefiguró a Lincoln, dado que murió a causa de un balazo en circunstancias
profundamente semejantes, y a su vez a John F. Kennedy, quien, por su parte, tuvo un
final que ya estaba prefigurado en el crimen que segó la vida del presidente uruguayo
Juan Idiarte Borda, el 25 de agosto de 1897 a la salida de un Te Deum.
Escribir en 1944 “que la historia copie a la literatura es inconcebible”, aunque
fuera dicho en un tono visiblemente paródico, era una provocación que entonces los

1
Notas para la exposición sobre historia y novela histórica. Congreso Nacional de Profesores de Historia,
Paysandú, Uruguay, 12 de octubre de 2002.
practicantes del discurso de la historia no podían tomar muy en serio, que en el mejor de
los casos tolerarían como un juego literario, una afirmación sin trascendencia, sin
efectos en la propia labor historiográfica en cuanto tal. En Uruguay a fines de 1988
aparecieron tres novelas, de manera ilustrativamente simultánea, aunque no concertada:
Bernabé, Bernabé, de Tomás de Mattos; Hombre a la orilla del mundo, de Milton
Schinca y Los papeles de los Ayarza, de Juan Carlos Legido. Los cimientos del
inconmovible mundo de la novela histórica, según el modelo decimonónico al amparo
de la filosofía positivista, que junta u homologa lo ocurrido con la verdad, estos
cimientos que venían moviéndose con vigor desde la aparición en 1962 de El siglo de
las luces, de Alejo Carpentier –por más que en aquel momento nadie la interpretó en
cuanto “novela histórica”– se sacudieron con más fuerza, en 1974, con la publicación de
Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos. En Uruguay hubo que esperar hasta ese límite
último de la década del ochenta para que el basamento se resquebrajara.
El vasto corpus latinoamericano que prosperó desde el texto de Carpentier, y que
Seymour Menton ha llamado, sin mucho esfuerzo imaginativo, “Nueva novela
histórica”, tiene una serie de peculiaridades que tanto Menton como otros críticos y
teóricos de la literatura contemporánea vienen estudiando con esmero en la última
década y pico, entre los que se destaca muy especialmente Noé Jitrik. Una de esas
características, tiene que ver con la desacralización de los héroes patrios o regionales.
En buena medida, la novela histórica que podría llamarse “clásica”, la que en América
Latina se dispara, a imitación de Walter Scott y de Stendhal, a comienzos del siglo XIX,
prefiere la ficcionalización de los ciudadanos comunes o de los tipos sociales estimados
representativos del colectivo social. De todos modos, hay que remarcarlo, los sujetos
políticos más destacados están allí, oficiando como un soporte de los valores
fundamentales, salvo cuando son demonizados, como el Rosas de José Mármol en
Amalia. Más que a esos representantes del “pueblo”, tomados como casos ejemplares y
modélicos, a la novela que se escribe hacia fines del siglo XX le interesa trabajar –la
observación corresponde a Menton– con el retrato sui generis de “las personalidades
históricas más destacadas”.2
Me interesa plantear el problema del héroe y del villano, es decir, el lugar de la
ética y, en consecuencia, la significación posible de este binomio en el discurso social,
su peso en la ideología oficial y en la alternativa –si es que esta comparece–, la

2
La nueva novela histórica de la América Latina, 1979-1992, Seymour Menton. México, F.C.E., 1993:
43.
correlación posible entre historia y ficción. Sin desmedro del uso de otros ejemplos y de
las consiguientes interpolaciones, me detendré en un caso delicado, el de Fructuoso
Rivera y los charrúas, a partir de algunos textos de dos autores: Lanza y sable y el relato
“La cueva del tigre”, de Eduardo Acevedo Díaz, un narrador fundamental que hace su
obra al filo del novecientos y, por otra parte, Bernabé, Bernabé, de Tomás de Mattos,
tanto la edición de 1988 como la que el autor llama “versión definitiva”, publicada en
2000. Con todo, antes de entrar en algunos aspectos del tema elegido, convendría
proponer algunas cuestiones teóricas ineludibles al objeto de trabajo.
Capitalizando una larga reflexión sobre historia y discursividad que, en rigor, se
potenció con el estructuralismo en los años sesenta y, en particular, con un texto
fundacional de Roland Barthes (“El discurso de la historia”), Hayden White en su
ensayo “La poética de la historia”, afirma que

“El historiador se enfrenta con un verdadero caos de sucesos ya constituidos, en el cual


debe escoger los elementos del relato que narrará. Hace su relato incluyendo algunos
hechos y excluyendo otros, subrayando algunos y subordinando otros. Ese proceso de
exclusión, acentuación y subordinación se realiza con el fin de constituir un relato de
tipo particular. Es decir, cada historiador trama su relato”.3

El historiador hace, desde esta óptica, una “metahistoria”, esto es, construye una
forma particular de historia de acuerdo con los modelos configuradores por los que ha
optado. Partiendo de estos supuestos, la conclusión a que llega White es evidente: en la
medida en que es un narrador, el proceso de trabajo del historiador no difiere mucho del
que puede afrontar el novelista. Uno y otro tienen que seleccionar documentos, elegir
episodios, excluir varios de estas mismas series y, sobre todo, crear un relato. Ejercer la
escritura. Esta secuencia de pensamiento es retomada por Linda Hutcheon en su libro A
Poetics of Posmodernism. History, Theory, Fiction (New York/London, 1988), en el
que se corrobora que una de las modalidades del nuevo discurso historiográfico y
ficcional, de uno y de otro –aclárese–, es el de la recuperación de figuras marginales o
excéntricas, de olvidados y postergados tras los relatos sobre las “grandes
personalidades” que, hasta comienzos del siglo XX, marcaban el compás de la historia,
tendencia también visible en paradigmas narrativos como La guerra y la paz, de Tolstoi.

3
Incluido en Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México, F.C.E., 1992:
13-46.
La cuestión no es sólo compleja, por más que en los últimos tiempos ha
adquirido ribetes de vulgarización fácil y aun de trivialización, sino que también es
crucial para los días que corren y, desde luego, para la dupla historia/ficción o, más
restrictamente, historia/novela. ¿Un problema de límites o un problema de fueros? Al
postular la existencia de una filosofía sustancialista de la historia y otra analítica, Arthur
Danto arriba, en primera instancia, a que el problema central es que “el pasado se
encuentra significativamente limitado por nuestra ignorancia del futuro”.4 Por tanto:
vemos lo pasado en función de nuestras claves presentes y, a la vez, lo utilizamos como
una apuesta para la construcción de un futuro. En segunda instancia, Danto se opone al
distingo entre descripción e interpretación:

“La historia es una [...] en el sentido de que no existe nada que uno pueda denominar
una descripción pura, contrastándola con algo diferente que se denomine
interpretación. Hacer historia sin más es emplear una concepción abarcadora que, en
términos de Beard, vaya más allá de lo dado” (“Historia y crónica”, en op. cit.: 58)

Esto implica que es imposible la duplicación del pasado, su relación, digamos,


puramente especular. Una pretensión de este tipo, para utilizar otra imagen borgiana,
sería la de afrontar el mismo esfuerzo de representación fidelísima del mapa de un
territorio completo, tarea sólo posible en la medida en que el mapa calque ese entero
territorio, lo cual sólo puede arrojar un imposible absurdo. Sin embargo, no se puede
desconocer que la tarea del historiador, como lo recuerda Danto para quienes han
decidido –o preferido– olvidarlo, implica la relación de los hechos narrados con lealtad
al principio de lo real, es decir, contar lo que sucedió y contar “en el orden en que
ocurrieron, o en su defecto, permitirnos decir en qué orden ocurrieron”. No es esta la
tarea necesaria y suficiente de la novela histórica, sea clásica o nueva –pero sobre todo
esta última– y no sólo por la buscada invención de personajes que “realmente” no
ocurrieron, como Felisa en Acevedo Díaz, por poner un ejemplo al azar. No sólo por la
libre creación de diálogos que no pudieron ocurrir que, en todo caso, funcionan de modo
verosímil al servicio de lo narrado y con un grado de lealtad fuerte al referente, sino
porque –con distintos grados de aplicación– también es posible la alteración de los
hechos, la subversión de la cronología. No es el caso, sin embargo, del texto de Tomás

4
“Filosofía de la historia substantiva y analítica”, Arthur Danto en Historia y narración. Barcelona,
Paidós, 1989: 52. (Traducción de Eduardo Bustos).
de Mattos ni, menos aún, de los de Acevedo Díaz. Pero esto ocurre, cada vez más.
Porque en este proceso, lo central no sería tanto la estrategia productiva de los
discursos, la posición del narrador, los sujetos representados, sino, desde la narración de
la historia y la narración literaria de referente histórico, lo importante sería el lugar que
adopta algo que llamaré “pedagogía del discurso”. Lo fundamental sería, justamente, la
estrategia a seguir por las derivaciones de este discurso, por sus postulaciones, por los
efectos a corto y largo plazo de esa pedagogía que no logra desprenderse, en ningún
caso –pero menos aún en un texto metahistoriográfico–, de una ética y una política. Este
es un asunto central en ocasión de la lectura de un texto de estas características que se
postula en una dimensión ficcional.
¿Existe un límite admisible o es posible crear o recrear el personaje histórico y la
situación que fuere? Hayden White o Michel Foucault, para sólo poner dos casos del
new historicism, pueden analizar el fenómeno de historia y discursividad con el
distanciamiento que ofrece estar situado en una cultura que no tiene un contacto casi
íntimo con su pasado más inmediato, que no tiene la necesidad agobiante de ese pasado
para lanzarse hacia adelante. Correspondería preguntarse si desde América Latina es
posible hacer lo mismo. En otros términos: ¿hasta dónde es legítimo que un discurso
que se presenta como “literario” que, si algo es, busca un efecto estético más allá de
cualquier fidelidad a un referente, haga del héroe un traidor, y del traidor un héroe?
Después de todo, la singularidad del objeto hace a la configuración de un modelo. Ni
Foucault ni Hayden White, tuvieron la menor noticia sobre la novela histórica del siglo
XIX latinoamericano y, tampoco, seguramente, conocieron la de la actualidad. Salvo
que se crea que el modelo teórico sirve, sin mayores márgenes de error, para abarcar
cualquier forma de producción; salvo que se adhiera a esa posición inmanentista,
entonces habría que considerar con más cuidado la necesaria teorización sobre el objeto
latinoamericano, sin la cual no es posible discutir a fondo los problemas particulares y
las diversidades que esta presenta.
Un ejemplo tentador, un desvío, puede introducir alguna sugerencia. Hay una
canción del contemporáneo Cuarteto de Nos, “El día que Artigas se emborrachó”, que
armó un buen escándalo local cuando se editó hacia fines de los noventas. La visión que
se ofrece del caudillo en este texto responde, parodia y aun repudia la casi unánime
asunción de Artigas en cuanto héroe inmaculado de la orientalidad/uruguayidad, del
liberalismo, del socialismo o el precursor del militar magnánimo, según la versión a la
que uno quiera plegarse: “Se emborrachó /Pero como ningún libro nunca lo contó /por
eso ahora agárrense /se los cuento yo”. Antihéroe degradado, en esta canción irritante –
que dio lugar a la intervención coactiva del Estado cuando apareció en fonograma–,
Artigas se embriagaba sin tasa, después que “perdió la guerra”, como indica el
estribillo, y en esas condiciones deja embarazada a una prima “medio retardada”,
confunde a una linda “china” con su servidor el “negro Ansina”. Podría decirse que una
respuesta a esta letra es la recuperación de una esencialidad de la imagen que construyó
la historiografía tradicional y que, de algún modo, reside en cada uruguayo por obra y
gracia de la educación primaria: “Sos orgullo uruguayo/ tu grandeza no tiene fin/ los
gurises de esta tierra/ te recuerdan siempre así”. Eso predicó a lo largo de todo 2002
una cadena de octosílabos, que constituye la publicidad de la yerba “Canarias”. Como
se ve, los símbolos patrios también son adoptados por el mercado sin pudor. Pero el
rebajamiento del héroe o, a contracorriente, la exaltación mítica y aun mística, vienen de
muy lejos. La canción del “Cuarteto de Nos” puede encontrar un precedente hace más
de un siglo y medio. Se trata del “Cielito del blandengue retirado”, pieza publicada en
hoja suelta entre 1821 y 1823, según está catalogada en la Biblioteca Nacional, y así fue
recuperada por Lauro Ayestarán.5 Nada se sabe de su autor anónimo, salvo que no era
nada afecto al poder de los caudillos:

Sarratea me hizo cabo,


Con Artigas jui sargento,
El uno me dió cien palos,
Y el otro me arrimó ciento.

Su repulsa no se detiene ahí. Se transforma en furia que involucra a los hombres


de las ciudades que trabajan al servicio de los caudillos y sus insurrecciones:

Cielito, cielo que sí,


Oye cielo mis razones
Para amolar á los sonsos
Son estas regoluciones

Yo conozco á los Puebleros

5
“La primitiva poesía gauchesca en el Uruguay (1812-1851)”, Lauro Ayestarán, en Revista del Instituto
Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios, Montevideo, Nº 1, diciembre de 1949: 327-330.
Que mueven todo el enriedo,
son unos hijos de Puta,
Ladrones que meten miedo.
(Ayestarán, art. cit.: 328-329).

Este poema apela a la eficacia de la oralidad popular, a la cercana tradición del


cielito, forma inventada o reinventada –según como se mire– por Bartolomé Hidalgo,
para atacar de este modo brutal a los caudillos. Y para defender implícitamente el lugar
de la “civilización”: el progreso económico, la paz, la auspiciosa multiplicación del
capital. Pero, ¿a qué o quién defiende el “Cuarteto de Nos”? En principio, es claro, que
a ningún interés de clase concreto, a ningún sistema político. Es, en cierta forma, el
triunfo de la expresión de una anomia ideológica que cifra en la parodia el sentido
último de su mensaje, como el de tantas otras de sus canciones, como Charly García en
su revival del himno nacional argentino, dígase de paso. En el plano más visible se
reacciona contra la canonización unánime del héroe broncíneo. Si bien se mira, esa
canción oficia como un síntoma que no puede desoírse, en el que radica la gran
diferencia con su precedente el cielito anticaudillesco. Estamos ahora ante el
agotamiento de la capacidad redentora de un hombre que es todos los hombres, un
ideologema que parece carecer de sentido para las generaciones más nuevas que no
tienen fe, ni futuro venturoso a la vista, ni siquiera futuro, y que por eso mismo
responden con la desacralización y la ruptura, la puesta en el vacío.
“Detrás de nosotros no hay nada, un gaucho, dos gauchos, treinta y tres
gauchos”, escribió Juan Carlos Onetti en El pozo, en 1939. Y la frase no en vano ha
sido citada tantas veces en los últimos años, puesto que ha sido adoptada casi como un
lema de los que han perdido el futuro y, por lo tanto, no pueden encontrar sentido
alguno en el pasado. Ni siquiera en ese poncho protector de todas las variaciones que en
Uruguay se ha encarnado en Artigas.
Del otro lado, la canción que ayudó a competir a una marca de yerba en el duro
mercado de esta crisis, no contiene la menor alusión al grado militar de Artigas, cosa
que sí enfatiza, por ejemplo, la popular letra de Ruben Lena, “A Don José”, que no en
vano sirvió como cortina musical el 27 de junio de 1973, el día del golpe de Estado
militar. Porque hasta ese punto puede resemantizarse un texto en favor de intereses
contrapuestos al espíritu o la intención del creador y de sus intérpretes, pronto
perseguidos por el régimen que la usó el día de su bautismo. Aun así, “El héroe de mi
país”, predica una verdad incuestionable: “los gurises de esta tierra/ te recuerdan
siempre así”. Así, como gran héroe sin fin. Con un ajuste retórico menos mayestático y
hasta con arranques de criollismo ad usum (“gurises” y no “niños”, por ejemplo), parece
ser una versión posmoderna de un divulgado texto ufano del poeta batllista Ovidio
Fernández Ríos, un texto con el que se infligió el castigo de la interpretación in pectore
a muchas generaciones de estudiantes uruguayos: “El padre nuestro Artigas/ Señor de
nuestra tierra/ Que como un sol llevaba/ La libertad en pos/ Hoy es para los hombres/
El verbo de la Gloria/ Para la historia un genio/ Para la Patria un Dios”. El espíritu,
no la letra, no diverge mucho al de la cláusula con que concluye, apodícticamente, la
canción yerbatera: “Tu nombre es esperanza/ Tu camino, hay que seguir”. Los
antecedentes, es cierto, podrían multiplicarse e incluso se podría ir bastante más atrás
del previsible texto de Fernández Ríos o de los más complejos de Emilio Oribe (Artigas
y el astro) y de Sara de Ibáñez (Artigas), escritos a mediados de los años cincuenta. Se
podría remontar hasta 1911, cuando aparece la extensa y curiosa composición
estructurada en versos endecasílabos La Leyenda del Patriarca (Canto a Artigas), de
Ángel Falco (Montevideo, Orsini Bertani), un poeta que por lo menos hasta cinco años
antes, en 1907, era anarquista, y de los que no temen mezclarse entre las multitudes y
salir mal parados de los enfrentamientos con la policía. 6 Sin embargo, en el poema de
1911, su Artigas no difiere en absoluto del que acababa de pergeñar Zorrilla de San
Martín en La Epopeya de Artigas (1910). Dice Falco: “Artigas era el Genio iluminado/
Que tuvo la profética locura;/ El noble General de las derrotas/ Triunfantes [...]” (op.
cit.: 22).
El caso Rivera es más simple y más complejo, antes que nada por la peripecia
del personaje real: jefe de Artigas y luego del ocupante lusobrasileño y luego de la
insurrección de 1825, y más tarde primer presidente constitucional –momento en que
encabezó el exterminio de los charrúas–, y poco después insurrecto contra el gobierno
de Oribe y pronto, por ello, primera figura de uno de los bandos hoy llamados
“históricos” o “tradicionales”. Esto sin contar sus idas y vueltas durante la Defensa de
Montevideo, la prisión en Brasil, el retorno, el nuevo exilio, el reingreso al país que
frustró la muerte. Nunca más ajustado el lugar común que en este caso: una vida de
novela, más aventuresca, por cierto, que la de sus compadres Lavalleja u Oribe. O,
6
Según informa Carlos Zubillaga, en 1907 Falco fue herido en un enfrentamiento con la policía y,
posteriormente, detenido, acusado de ser un instigador de una manifestación violenta contra la Legación
de España a causa del fusilamiento del anarquista Ferrer en la península. Véase Poesía social del 900,
Carlos Zubillaga (comp.). Montevideo, Colihue-Sepé, 2000. Para 1911 Falco se había incorporado al
batllismo, según me informa el profesor Carlos Demasi.
mejor: una psicología de novela, la del héroe o el villano, depende de cómo se lo vea.
Por eso entró con mayor éxito en el territorio de la narrativa y entró por la puerta
grande, por la obra de Acevedo Díaz, quien lo hace participar en todas las novelas de su
ciclo histórico (Ismael, Grito de Gloria, Nativa y Lanza y sable, publicadas entre 1888 y
1914), reservándole en la última un entero capítulo. “Proteo” lo llama, el del cambio
perpetuo, el de lo inasible, lo lábil y, por lo tanto, aquello en que no se puede confiar –
según las ideas de Acevedo Díaz– para construir una nación sólida y bien dirigida.
También lo hace participar en uno de los textos más interesantes del siglo XIX, al que
Acevedo Díaz elabora como crónica histórica en base a los apuntes de su abuelo el
general Antonio Díaz: “La boca del tigre”, al fin insertado como capítulo VIII y último
de su libro Épocas militares de los países del Plata (1911). Antes lo había reescrito en
cuanto narración breve, con visos de ficción, estableciendo una leve, pero significativa,
alteración titular: “La cueva del tigre”. Es la historia de la operación masacre de los
charrúas en el norte del país. Rivera encabeza el operativo. Y así como Acevedo Díaz,
apelando a un narrador en tercera persona que todo lo gobierna, había dicho en Lanza y
sable que don Frutos presidió “el primer desgobierno de la República”,7 en el desenlace
de “La cueva del tigre” echa mano a una frase lapidaria: “Esta fue la última hazaña
charrúa, provocada por un acto de barbarie del presidente Rivera”.8 En la crónica
omite la responsabilidad del presidente, o la generaliza a toda la fuerza que este
encabeza o, mejor, al partido que representa: “Esta fue la última hazaña charrúa,
provocada por un acto de condenable barbarie”.9 “Acto de barbarie” o “acto de
condenable barbarie”; el sustantivo no es inocente. Los civilizados (Rivera y el ejército
uruguayo) se enfrentan a los bárbaros (los charrúas), dicho sea en términos de
Sarmiento tan poco cuestionados durante todo el siglo XIX. Al bárbaro corresponde la
violencia irracional, el apartamiento de la convivencia armónica, la tozuda
determinación de estancarse en el tiempo contra todo avance en las costumbres y la
sociabilidad. Eso, el charrúa, al que Acevedo Díaz en ninguna ocasión idealiza, ni
siquiera juzga como un “otro” en sí mismo respetable: los llama “horda sombría” y
“banda formidable” poniéndose, hábilmente, en el punto de vista de los estancieros,

7
Lanza y sable, Eduardo Acevedo Díaz. Montevideo, Biblioteca Artigas, Colección de Clásicos
Uruguayos, 1965: 153. (Prólogo de Emir Rodríguez Monegal). (1ª ed. 1914).
8
“La cueva del tigre”, Eduardo Acevedo Díaz, en Cuentos Completos, Montevideo, Ediciones de la
Banda Oriental, 1999: 55. (Edición crítica, prólogo, bibliografías y notas de Pablo Rocca). Originalmente
publicado en 1894.
9
“Exterminio de una raza. La Boca del Tigre”, Eduardo Acevedo Díaz, en Épocas militares en los países
del Plata. Buenos Aires, Martín García Librero-Editor, 1911: 419.
cuyo ganado consumen los indios a su arbitrio y, por cierto, en desmedro de los
intereses del capital; los compara a animales, a toros, en el momento de la resistencia
desigual y desesperada. Pero Rivera, que sí era un “civilizado”, un portador de los altos
valores de Occidente, se comporta como bárbaro en la medida en que se vale de la
astucia y el engaño: elude el camino del diálogo, del honor o, si se quiere, del
enfrentamiento franco. Se hace pasar por amigo ante sus enemigos; promete prosperidad
y ofrece muerte por la espalda. Para Acevedo Díaz la acción de Rivera es condenable
porque atenta contra altos valores (nobleza, sinceridad, ejercicio legítimo de la
violencia) y, también, porque destruye una tribu que había ayudado a construir la patria,
que había peleado con el “protocaudillo”, como lo llama en otras ocasiones.
De Mattos no sólo se fundamenta en estos textos de Acevedo Díaz, sino que,
además, sigue a pie juntillas las indicaciones de este que, después de todo, no son sino
convicciones compartidas desde mediados del siglo XIX. El Rivera de Tomás de
Mattos, como el de Acevedo Díaz, es el baqueano, el gran conocedor de la mentalidad
criolla, el simpático, el “que sabía leer mejor que nadie las emociones”.10 Es Proteo. Y
es, también de modo claro en una discusión entre Josefina y Narbondo que define el
territorio ideológico de la novela, el culpable del “exterminio de una raza”, acusación
que sostiene con firmeza Josefina. Claro que, al margen de estas coincidencias
sustanciales, hay una diferencia no menos importante en la voz narrativa elegida por
uno y por otro: de la tercera persona se pasa a la primera y, además, el narrador elegido
es una mujer del siglo XIX, otra voz excluida, como se ha repetido con razón innúmeras
veces. Esto no es más que un simulacro que, en todo caso, le permite establecer cierta
supuesta imparcialidad ante ese épico mundo masculino, al tiempo que le permite
horadar otros planos del diálogo entre ficción y realidad. Ya no estamos en el esfuerzo
empecinado de construir una nación ordenada y jerárquica, como creía Acevedo Díaz,
sino en un país de 1988 que sale de una dictadura feroz, que se enfrenta a sus
consecuencias éticas ineludibles y que dividieron a la sociedad, las del juicio o la
absolución a los militares culpables de otra forma de la barbarie. Tanto en Acevedo
Díaz como en de Mattos hay una escapatoria a este estigma de la República que se
mancha de sangre a poco andar. Para Acevedo Díaz esta puede ser la afirmación
constante y empecinada de lo que en el prólogo a Lanza y sable llama la “sociabilidad”
nacional, en base al orden, el respeto a las instituciones, la sujeción a una autoridad
limpia y legítima. Artigas se le aparece, en ese plan, según lo visualiza en Ismael, como
10
Bernabé, Bernabé, Tomás de Mattos. Montevideo, Banda Oriental, 1988: 155.
el único capaz de sujetar la sociabilidad en ciernes, la de un conjunto inarticulado de
seres analfabetos. Para de Mattos, el prócer encarna la justicia económica, único camino
firme para que una comunidad viva en armonía. Esta lectura estaba implícita en la
complicidad de Artigas con los indios en la versión original de 1988, y el hecho de que
no se hiciera expresa irritó a Washington Lockhart, quien desde las páginas del
semanario Brecha, y en cartas a otros medios, acusó a de Mattos de no condenar a
Rivera y de tratar a Artigas –asumiendo la voz de los personajes decimonónicos que
hablan en la novela– como bandolero y contrabandista. En la versión de 2000 de Mattos
parece aceptar esa sugerencia que Lockhart hiciera pública con bastante violencia, o
parece querer saldar su más alto respeto a la figura de Artigas. Un ejemplo lo prueba. En
1988 cerraba el diálogo sobre lo gratuito o inevitable de la masacre charrúa con palabras
de Narbondo, en las que descalifica a Artigas porque se retira al Paraguay y, con eso, se
le hace fácil quedarse con las manos limpias. En la versión de 2000 agrega dos párrafos.
Me limitaré a transcribir parte del primero, el que interesa a efectos de la rectificación
que califica la posición del propio autor, quien no quiere, ahora, dejar espacio a ninguna
duda sobre su posición y su interpretación del pasado:

“Que te conste que yo, en la oportunidad de plantearle esos cuestionamientos,


no había mencionado a Artigas. Fue él [Narbondo], por sí, y por razones que imagino,
quien lo evocó. Porque no es casual, a mi juicio, que la disgregación de los charrúas
coincida con las nuevas asignaciones –y hasta devoluciones– de tierras que le quitaron
toda legitimidad a los títulos de propiedad emanados del gobierno artiguista y que
desarticulaba por completo su plan de privilegiar a los más infelices”11.

“Genocida”, pintó una mano anónima en un grafito sobre la plataforma que


sostiene el monumento al primer presidente emplazado en Tres Cruces, justo debajo de
la inscripción que estampa su nombre; “Viva el general Rivera”, pintó Ricardo Storm en
un ángulo de su retrato del caudillo datado en 1989, quizá como reinvindicación del jefe
criollo a raíz del amplio debate que no lo favoreció en los meses que se sucedieron a la
publicación de Bernabé, Bernabé. ¿Cuál es el límite? ¿O caben las dos posibilidades?
Al fin de cuentas, si se piensa en personajes como Rivera, “que la historia copie
a la literatura”, contrariamente a lo que deja caer Borges, no es tan inconcebible. Y
menos raro es, aun, que la literatura se sirva de la historia, a veces para mejor borrarla,
11
Bernabé, Bernabé, Tomas de Mattos. Montevideo, Alfaguara, 2000: 69.
otras para sacudir el polvo a los mitos y perturbar un poco más allá de lo que la
prudencia partidaria indica. Otras tantas veces, para reforzar mitos y prejuicios o
construir nuevas dimensiones de estas dos opciones. Digámoslo claramente: cualquier
operación es posible, puede, incluso, ser válida y hasta estéticamente óptima, pero sea
como sea siempre será una operación ideológica que involucrará una visión del mundo,
una idea de la justicia, de la libertad. De eso habla, también y quizá más que ninguna
otra forma discursiva, la novela histórica. Los personajes puestos en movimiento y en el
cuadro de un emprendimiento colectivo buscan algo, representan algo más allá del mero
artificio literario. Theodor Adorno pensaba que “las obras de arte son exclusivamente
grandes por el hecho de que dejan hablar a lo que oculta la ideología”;12 pero no
siempre son grandes y dejan hablar, muy a menudo, a la ideología, al prejuicio, al clisé,
a un cuadro de valores estable, dispuesto a inclinarse a venerar el pasado o a
escarmentarlo. De pronto, como propuso Walter Benjamin en la sexta de sus luminosas
“Tesis de la filosofía de la historia”, ocurre que “ni siquiera los muertos estarán a salvo
del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer”.13 Quién es el
enemigo, quién el héroe o el villano es algo que, con las cartas a la vista –también con
las de la literatura que camina sobre la cornisa de la metahistoria– habrá que debatir
todo aquel que intervenga en el examen de la vida social.

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PABLO ROCCA (Montevideo, 1963). Profesor de Literatura Uruguaya y Latinoamericana en la


Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Universidad de la República, Montevideo,
Uruguay), en régimen de Dedicación Total. Responsable del Programa de Documentación en Literaturas
Uruguaya y Latinoamericana de la mencionada casa de estudios. Ejerce la crítica cultural en diversos
medios montevideanos y del extranjero desde 1985. Ha colaborado con artículos de su especialidad en
diversas revistas (Nuevo Texto Crítico, Revista Iberoamericana e Hispamérica, EEUU; Casa de las
Américas, La Habana; Revista de la Biblioteca Nacional, Montevideo, etc.). Entre sus libros puede
mencionarse: 35 años en Marcha (Crítica y literatura en el semanario Marcha y en Uruguay), 1991;
Horacio Quiroga, el escritor y el mito, 1996; Historia de la literatura uruguaya contemporánea, 1996-
1997, codirección con Heber Raviolo; Enseñanza y teoría de la literatura en José Enrique Rodó, 2001, la
compilación El Uruguay de Borges. Borges y los uruguayos, 2002 y Poesía y política en el siglo XIX (Un
problema de fronteras), 2003.

12
Notas sobre literatura, Theodor Adorno. Madrid, Ariel, 1962. (Traducción de Manuel Sacristán).
[1958].
13
“Tesis de filosofía de la historia”, Walter Benjamin, en Ensayos escogidos. Buenos Aires, Sur, 1967:
45. (Versión castellana de H.A. Murena).

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