Sobre Héroes y Villanos, Historia y Literatura
Sobre Héroes y Villanos, Historia y Literatura
Sobre Héroes y Villanos, Historia y Literatura
Pablo Rocca
(Universidad de la República)
1
Notas para la exposición sobre historia y novela histórica. Congreso Nacional de Profesores de Historia,
Paysandú, Uruguay, 12 de octubre de 2002.
practicantes del discurso de la historia no podían tomar muy en serio, que en el mejor de
los casos tolerarían como un juego literario, una afirmación sin trascendencia, sin
efectos en la propia labor historiográfica en cuanto tal. En Uruguay a fines de 1988
aparecieron tres novelas, de manera ilustrativamente simultánea, aunque no concertada:
Bernabé, Bernabé, de Tomás de Mattos; Hombre a la orilla del mundo, de Milton
Schinca y Los papeles de los Ayarza, de Juan Carlos Legido. Los cimientos del
inconmovible mundo de la novela histórica, según el modelo decimonónico al amparo
de la filosofía positivista, que junta u homologa lo ocurrido con la verdad, estos
cimientos que venían moviéndose con vigor desde la aparición en 1962 de El siglo de
las luces, de Alejo Carpentier –por más que en aquel momento nadie la interpretó en
cuanto “novela histórica”– se sacudieron con más fuerza, en 1974, con la publicación de
Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos. En Uruguay hubo que esperar hasta ese límite
último de la década del ochenta para que el basamento se resquebrajara.
El vasto corpus latinoamericano que prosperó desde el texto de Carpentier, y que
Seymour Menton ha llamado, sin mucho esfuerzo imaginativo, “Nueva novela
histórica”, tiene una serie de peculiaridades que tanto Menton como otros críticos y
teóricos de la literatura contemporánea vienen estudiando con esmero en la última
década y pico, entre los que se destaca muy especialmente Noé Jitrik. Una de esas
características, tiene que ver con la desacralización de los héroes patrios o regionales.
En buena medida, la novela histórica que podría llamarse “clásica”, la que en América
Latina se dispara, a imitación de Walter Scott y de Stendhal, a comienzos del siglo XIX,
prefiere la ficcionalización de los ciudadanos comunes o de los tipos sociales estimados
representativos del colectivo social. De todos modos, hay que remarcarlo, los sujetos
políticos más destacados están allí, oficiando como un soporte de los valores
fundamentales, salvo cuando son demonizados, como el Rosas de José Mármol en
Amalia. Más que a esos representantes del “pueblo”, tomados como casos ejemplares y
modélicos, a la novela que se escribe hacia fines del siglo XX le interesa trabajar –la
observación corresponde a Menton– con el retrato sui generis de “las personalidades
históricas más destacadas”.2
Me interesa plantear el problema del héroe y del villano, es decir, el lugar de la
ética y, en consecuencia, la significación posible de este binomio en el discurso social,
su peso en la ideología oficial y en la alternativa –si es que esta comparece–, la
2
La nueva novela histórica de la América Latina, 1979-1992, Seymour Menton. México, F.C.E., 1993:
43.
correlación posible entre historia y ficción. Sin desmedro del uso de otros ejemplos y de
las consiguientes interpolaciones, me detendré en un caso delicado, el de Fructuoso
Rivera y los charrúas, a partir de algunos textos de dos autores: Lanza y sable y el relato
“La cueva del tigre”, de Eduardo Acevedo Díaz, un narrador fundamental que hace su
obra al filo del novecientos y, por otra parte, Bernabé, Bernabé, de Tomás de Mattos,
tanto la edición de 1988 como la que el autor llama “versión definitiva”, publicada en
2000. Con todo, antes de entrar en algunos aspectos del tema elegido, convendría
proponer algunas cuestiones teóricas ineludibles al objeto de trabajo.
Capitalizando una larga reflexión sobre historia y discursividad que, en rigor, se
potenció con el estructuralismo en los años sesenta y, en particular, con un texto
fundacional de Roland Barthes (“El discurso de la historia”), Hayden White en su
ensayo “La poética de la historia”, afirma que
El historiador hace, desde esta óptica, una “metahistoria”, esto es, construye una
forma particular de historia de acuerdo con los modelos configuradores por los que ha
optado. Partiendo de estos supuestos, la conclusión a que llega White es evidente: en la
medida en que es un narrador, el proceso de trabajo del historiador no difiere mucho del
que puede afrontar el novelista. Uno y otro tienen que seleccionar documentos, elegir
episodios, excluir varios de estas mismas series y, sobre todo, crear un relato. Ejercer la
escritura. Esta secuencia de pensamiento es retomada por Linda Hutcheon en su libro A
Poetics of Posmodernism. History, Theory, Fiction (New York/London, 1988), en el
que se corrobora que una de las modalidades del nuevo discurso historiográfico y
ficcional, de uno y de otro –aclárese–, es el de la recuperación de figuras marginales o
excéntricas, de olvidados y postergados tras los relatos sobre las “grandes
personalidades” que, hasta comienzos del siglo XX, marcaban el compás de la historia,
tendencia también visible en paradigmas narrativos como La guerra y la paz, de Tolstoi.
3
Incluido en Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México, F.C.E., 1992:
13-46.
La cuestión no es sólo compleja, por más que en los últimos tiempos ha
adquirido ribetes de vulgarización fácil y aun de trivialización, sino que también es
crucial para los días que corren y, desde luego, para la dupla historia/ficción o, más
restrictamente, historia/novela. ¿Un problema de límites o un problema de fueros? Al
postular la existencia de una filosofía sustancialista de la historia y otra analítica, Arthur
Danto arriba, en primera instancia, a que el problema central es que “el pasado se
encuentra significativamente limitado por nuestra ignorancia del futuro”.4 Por tanto:
vemos lo pasado en función de nuestras claves presentes y, a la vez, lo utilizamos como
una apuesta para la construcción de un futuro. En segunda instancia, Danto se opone al
distingo entre descripción e interpretación:
“La historia es una [...] en el sentido de que no existe nada que uno pueda denominar
una descripción pura, contrastándola con algo diferente que se denomine
interpretación. Hacer historia sin más es emplear una concepción abarcadora que, en
términos de Beard, vaya más allá de lo dado” (“Historia y crónica”, en op. cit.: 58)
4
“Filosofía de la historia substantiva y analítica”, Arthur Danto en Historia y narración. Barcelona,
Paidós, 1989: 52. (Traducción de Eduardo Bustos).
de Mattos ni, menos aún, de los de Acevedo Díaz. Pero esto ocurre, cada vez más.
Porque en este proceso, lo central no sería tanto la estrategia productiva de los
discursos, la posición del narrador, los sujetos representados, sino, desde la narración de
la historia y la narración literaria de referente histórico, lo importante sería el lugar que
adopta algo que llamaré “pedagogía del discurso”. Lo fundamental sería, justamente, la
estrategia a seguir por las derivaciones de este discurso, por sus postulaciones, por los
efectos a corto y largo plazo de esa pedagogía que no logra desprenderse, en ningún
caso –pero menos aún en un texto metahistoriográfico–, de una ética y una política. Este
es un asunto central en ocasión de la lectura de un texto de estas características que se
postula en una dimensión ficcional.
¿Existe un límite admisible o es posible crear o recrear el personaje histórico y la
situación que fuere? Hayden White o Michel Foucault, para sólo poner dos casos del
new historicism, pueden analizar el fenómeno de historia y discursividad con el
distanciamiento que ofrece estar situado en una cultura que no tiene un contacto casi
íntimo con su pasado más inmediato, que no tiene la necesidad agobiante de ese pasado
para lanzarse hacia adelante. Correspondería preguntarse si desde América Latina es
posible hacer lo mismo. En otros términos: ¿hasta dónde es legítimo que un discurso
que se presenta como “literario” que, si algo es, busca un efecto estético más allá de
cualquier fidelidad a un referente, haga del héroe un traidor, y del traidor un héroe?
Después de todo, la singularidad del objeto hace a la configuración de un modelo. Ni
Foucault ni Hayden White, tuvieron la menor noticia sobre la novela histórica del siglo
XIX latinoamericano y, tampoco, seguramente, conocieron la de la actualidad. Salvo
que se crea que el modelo teórico sirve, sin mayores márgenes de error, para abarcar
cualquier forma de producción; salvo que se adhiera a esa posición inmanentista,
entonces habría que considerar con más cuidado la necesaria teorización sobre el objeto
latinoamericano, sin la cual no es posible discutir a fondo los problemas particulares y
las diversidades que esta presenta.
Un ejemplo tentador, un desvío, puede introducir alguna sugerencia. Hay una
canción del contemporáneo Cuarteto de Nos, “El día que Artigas se emborrachó”, que
armó un buen escándalo local cuando se editó hacia fines de los noventas. La visión que
se ofrece del caudillo en este texto responde, parodia y aun repudia la casi unánime
asunción de Artigas en cuanto héroe inmaculado de la orientalidad/uruguayidad, del
liberalismo, del socialismo o el precursor del militar magnánimo, según la versión a la
que uno quiera plegarse: “Se emborrachó /Pero como ningún libro nunca lo contó /por
eso ahora agárrense /se los cuento yo”. Antihéroe degradado, en esta canción irritante –
que dio lugar a la intervención coactiva del Estado cuando apareció en fonograma–,
Artigas se embriagaba sin tasa, después que “perdió la guerra”, como indica el
estribillo, y en esas condiciones deja embarazada a una prima “medio retardada”,
confunde a una linda “china” con su servidor el “negro Ansina”. Podría decirse que una
respuesta a esta letra es la recuperación de una esencialidad de la imagen que construyó
la historiografía tradicional y que, de algún modo, reside en cada uruguayo por obra y
gracia de la educación primaria: “Sos orgullo uruguayo/ tu grandeza no tiene fin/ los
gurises de esta tierra/ te recuerdan siempre así”. Eso predicó a lo largo de todo 2002
una cadena de octosílabos, que constituye la publicidad de la yerba “Canarias”. Como
se ve, los símbolos patrios también son adoptados por el mercado sin pudor. Pero el
rebajamiento del héroe o, a contracorriente, la exaltación mítica y aun mística, vienen de
muy lejos. La canción del “Cuarteto de Nos” puede encontrar un precedente hace más
de un siglo y medio. Se trata del “Cielito del blandengue retirado”, pieza publicada en
hoja suelta entre 1821 y 1823, según está catalogada en la Biblioteca Nacional, y así fue
recuperada por Lauro Ayestarán.5 Nada se sabe de su autor anónimo, salvo que no era
nada afecto al poder de los caudillos:
5
“La primitiva poesía gauchesca en el Uruguay (1812-1851)”, Lauro Ayestarán, en Revista del Instituto
Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios, Montevideo, Nº 1, diciembre de 1949: 327-330.
Que mueven todo el enriedo,
son unos hijos de Puta,
Ladrones que meten miedo.
(Ayestarán, art. cit.: 328-329).
7
Lanza y sable, Eduardo Acevedo Díaz. Montevideo, Biblioteca Artigas, Colección de Clásicos
Uruguayos, 1965: 153. (Prólogo de Emir Rodríguez Monegal). (1ª ed. 1914).
8
“La cueva del tigre”, Eduardo Acevedo Díaz, en Cuentos Completos, Montevideo, Ediciones de la
Banda Oriental, 1999: 55. (Edición crítica, prólogo, bibliografías y notas de Pablo Rocca). Originalmente
publicado en 1894.
9
“Exterminio de una raza. La Boca del Tigre”, Eduardo Acevedo Díaz, en Épocas militares en los países
del Plata. Buenos Aires, Martín García Librero-Editor, 1911: 419.
cuyo ganado consumen los indios a su arbitrio y, por cierto, en desmedro de los
intereses del capital; los compara a animales, a toros, en el momento de la resistencia
desigual y desesperada. Pero Rivera, que sí era un “civilizado”, un portador de los altos
valores de Occidente, se comporta como bárbaro en la medida en que se vale de la
astucia y el engaño: elude el camino del diálogo, del honor o, si se quiere, del
enfrentamiento franco. Se hace pasar por amigo ante sus enemigos; promete prosperidad
y ofrece muerte por la espalda. Para Acevedo Díaz la acción de Rivera es condenable
porque atenta contra altos valores (nobleza, sinceridad, ejercicio legítimo de la
violencia) y, también, porque destruye una tribu que había ayudado a construir la patria,
que había peleado con el “protocaudillo”, como lo llama en otras ocasiones.
De Mattos no sólo se fundamenta en estos textos de Acevedo Díaz, sino que,
además, sigue a pie juntillas las indicaciones de este que, después de todo, no son sino
convicciones compartidas desde mediados del siglo XIX. El Rivera de Tomás de
Mattos, como el de Acevedo Díaz, es el baqueano, el gran conocedor de la mentalidad
criolla, el simpático, el “que sabía leer mejor que nadie las emociones”.10 Es Proteo. Y
es, también de modo claro en una discusión entre Josefina y Narbondo que define el
territorio ideológico de la novela, el culpable del “exterminio de una raza”, acusación
que sostiene con firmeza Josefina. Claro que, al margen de estas coincidencias
sustanciales, hay una diferencia no menos importante en la voz narrativa elegida por
uno y por otro: de la tercera persona se pasa a la primera y, además, el narrador elegido
es una mujer del siglo XIX, otra voz excluida, como se ha repetido con razón innúmeras
veces. Esto no es más que un simulacro que, en todo caso, le permite establecer cierta
supuesta imparcialidad ante ese épico mundo masculino, al tiempo que le permite
horadar otros planos del diálogo entre ficción y realidad. Ya no estamos en el esfuerzo
empecinado de construir una nación ordenada y jerárquica, como creía Acevedo Díaz,
sino en un país de 1988 que sale de una dictadura feroz, que se enfrenta a sus
consecuencias éticas ineludibles y que dividieron a la sociedad, las del juicio o la
absolución a los militares culpables de otra forma de la barbarie. Tanto en Acevedo
Díaz como en de Mattos hay una escapatoria a este estigma de la República que se
mancha de sangre a poco andar. Para Acevedo Díaz esta puede ser la afirmación
constante y empecinada de lo que en el prólogo a Lanza y sable llama la “sociabilidad”
nacional, en base al orden, el respeto a las instituciones, la sujeción a una autoridad
limpia y legítima. Artigas se le aparece, en ese plan, según lo visualiza en Ismael, como
10
Bernabé, Bernabé, Tomás de Mattos. Montevideo, Banda Oriental, 1988: 155.
el único capaz de sujetar la sociabilidad en ciernes, la de un conjunto inarticulado de
seres analfabetos. Para de Mattos, el prócer encarna la justicia económica, único camino
firme para que una comunidad viva en armonía. Esta lectura estaba implícita en la
complicidad de Artigas con los indios en la versión original de 1988, y el hecho de que
no se hiciera expresa irritó a Washington Lockhart, quien desde las páginas del
semanario Brecha, y en cartas a otros medios, acusó a de Mattos de no condenar a
Rivera y de tratar a Artigas –asumiendo la voz de los personajes decimonónicos que
hablan en la novela– como bandolero y contrabandista. En la versión de 2000 de Mattos
parece aceptar esa sugerencia que Lockhart hiciera pública con bastante violencia, o
parece querer saldar su más alto respeto a la figura de Artigas. Un ejemplo lo prueba. En
1988 cerraba el diálogo sobre lo gratuito o inevitable de la masacre charrúa con palabras
de Narbondo, en las que descalifica a Artigas porque se retira al Paraguay y, con eso, se
le hace fácil quedarse con las manos limpias. En la versión de 2000 agrega dos párrafos.
Me limitaré a transcribir parte del primero, el que interesa a efectos de la rectificación
que califica la posición del propio autor, quien no quiere, ahora, dejar espacio a ninguna
duda sobre su posición y su interpretación del pasado:
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12
Notas sobre literatura, Theodor Adorno. Madrid, Ariel, 1962. (Traducción de Manuel Sacristán).
[1958].
13
“Tesis de filosofía de la historia”, Walter Benjamin, en Ensayos escogidos. Buenos Aires, Sur, 1967:
45. (Versión castellana de H.A. Murena).