CADENA M El Racismo Silencioso y La Superioridad de Los Intelectuales en El Peru 44 PP

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El racismo silencioso y la superioridad

de los intelectuales en el Perú

Marisol de la Cadena

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55
El problema racista tal como es entendido en África del
Sur o en algunas regiones meridionales de Estados Unidos,
no ha existido históricamente en el Perú (…), la ausencia,
o por lo menos, la disminución de esta clase de tensiones
otorga a nuestros países una superioridad sobre nuestros
vecinos del norte. La manumisión de los esclavos fue en
el Perú un hecho relativamente fácil. Todo ello no quiere
decir que no existían prejuicios ante los indios, los cholos
y los negros. Pero esos prejuicios no se hallan sancionados
por las leyes, y más que un hondo sentido racial, tienen un
carácter económico, social y cultural. El color no impide
que un aborigen, un mestizo o un negroide ocupe altas
posiciones si logra acumular fortuna o si conquista éxito
político. Pero a pesar de esos casos de buena suerte hay una
enorme distancia entre los pongos de una hacienda serrana
(…) y la gente cultísima y refinada de Lima, acostumbrada
a viajar por Europa, una distancia que no es racial, ni se basa
en el lugar de origen, sino corresponde a un estado de cosas
que cabe denominar histórico.
Jorge Basadre1

Tiempo atrás, Ruth Benedict sentenció que el racismo cien-


tífico constituía una creencia que solo podía ser estudiada en
términos históricos2. En ese artículo analizo el proceso históri-
co a través del cual los intelectuales peruanos forjaron una de-
finición de racismo que al mismo tiempo niega la existencia de
prácticas racistas en el Perú, tal como se puede leer en la exten-
sa cita inicial escrita por uno de los más prominentes historia-
dores peruanos. Este planteamiento surge del uso conceptual

1
Véase: Basadre (1961-1964), pp. 46 y 86.
2
Véase Benedict citado en: Biddis (1966), pp. 255-270.

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de las categorías “raza”, “cultura” y “clase”, las cuales estuvieron
presentes, a lo largo de este siglo, en los sucesivos proyectos pe-
ruanos de construcción de la nación. Como señalaré más ade-
lante, es significativo que estos intelectuales esgrimieran tales
categorías de un modo que estuvo muy vinculado a sus propias
identidades y trayectorias políticas.
Varios autores han señalado que los significados de “raza”
provienen de la lucha política3. En este trabajo propongo que
el mundo académico peruano moderno fue uno de los espa-
cios cruciales donde tuvo lugar una confrontación racial que
condujo a la definición peruana de “raza”. En términos con-
ceptuales, tal lucha implicó una polémica en torno al dilema
de si la raza debía ser definida en términos de las apariencias
externas (fenotipos), o mediante cualidades “internas” (moral,
inteligencia y educación). El debate enfrentó a los intelec-
tuales limeños contra sus pares provincianos, principalmen-
te serranos. El elemento central —aunque implícito— en la
discusión estuvo constituido por la identidad racial de estos
últimos, a quienes aquellos (consensualmente definidos como
“blancos”) juzgaban como inferiores, debido a su procedencia
serrana y al color marrón de la piel4. Una consecuencia de la
lucha fue el “silenciamiento” del fenotipo de los intelectuales
serranos, al ser considerados como “gente decente”, es decir,
como “blancos honorarios”5. La moderna alquimia racial fue
establecida al poner énfasis en la preminencia del estatus aca-
démico de los serranos antes que en sus cualidades fenotípicas.
Con el tiempo, esta práctica produjo una noción de “intelec-
tual” cuya superioridad era incuestionable y estaba legitimada

3
Véase: Gilroy (1987).
4
Acerca del surgimiento de los intelectuales provincianos en Lima, véase:
Cueto (1982).
5
He tratado el concepto de decencia en “The Political Tensions of Represen-
tations and Misrepressentations. Intellectuals of Latin American Anthropology 2 (1):
112-147.

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por su elevada educación. Tiempo después, este procedimiento
condujo a lo que denomino “racismo silencioso”; es decir, la
práctica de las exclusiones “legítimas” basadas en la educación
y la inteligencia., no obstante que, al mismo tiempo, se conde-
naba abiertamente cualquier determinismo biológico.
Construiré mi análisis postulando tres “periodos concep-
tuales”, los mismos que, en parte, se superponen cronológica-
mente. En el primer momento (aproximadamente entre 1910
y 1930), intelectuales progresistas y conservadores emplearon el
término “raza” como una categoría analítica central; sin embar-
go, rechazaron enfáticamente cualquier alusión a un determi-
nismo biológico y, en cambio, acuñaron una noción de raza en
la que prevalecían consideraciones morales. Durante el segun-
do periodo (1930-1960), tanto la intelligentsia oficialista como
la de oposición descartaron el empleo de la noción de “raza”
del universo de los conceptos científicos válidos. Los primeros
giraron hacia la noción de “cultura”, mientras que los otros eli-
gieron el análisis marxista de “clase” como la herramienta teó-
rica para el diagnóstico de los problemas del país y el planteo
de las soluciones. La retórica de clase —también inaugurada en
los treinta— alcanzó su máximo esplendor durante el tercer
periodo (1960-1980), cuando la oposición izquierdista rechazó
ambas categorías —raza y cultura— como “falsa conciencia”,
al tiempo que el estado adoptaba definiciones económicas para
clasificar a los peruanos.
La paradoja que devela este estudio es que, a pesar del
silencio académico y político en el que cayó la noción de
raza desde fines de la década del treinta, sentimientos jerár-
quicos y raciales excluyentes penetraron las relaciones sociales
y regularon las interrelaciones, incluso entre los intelectuales6.

6
La idea de “sentimientos raciales” es una paráfrasis conceptual de la noción
“estructura de sentimientos” entendida como “significados y valores vividos
y sentidos activamente”.Véase: Williams (1985), pp. 128-135.

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Cuando en términos retóricos, los términos “cultura” y “clase”
sustituyeron al de “raza” también extrajeron su legitimidad
política de la creencia en la superioridad social de una moral
“correcta”, la inteligencia superior, y la educación académica.
Durante el primer periodo estos rasgos fueron considerados
como atributos raciales, pero en los dos últimos fueron “natu-
ralizados” como atributos culturales o privilegios de clase. Al
rechazar la raza —definida en términos fenotípicos—, y al con-
siderar simultáneamente que las exclusiones surgían en forma
legítima de una distinción cultural “natural” o de jerarquía de
clase “inevitables”, los intelectuales cayeron en la trampa de un
discurso de racismo silencioso que continuo ateniéndose a la
definición de raza históricamente construida en el Perú, la mis-
ma que privilegió las cualidades “internas” sobre el fenotipo.
Antes que abolirla, insistiré, las nociones de “cultura” y “clase”
silenciosamente reprodujeron la versión peruana de raza acu-
ñada a finales del siglo pasado, e impulsaron la hegemonía de
prácticas racistas entre izquierdistas y conservadores.

Primer periodo
La lucha que definió la “raza”

Entre 1919 y 1930, el presidente del Perú, Augusto B. Leguía,


introdujo un discurso populista, en el cual, al igual que el mis-
mo personaje, devinieron controvertidos durante el ejercicio
de su mandato. Durante el “oncenio”, una creciente y poderosa
inteligencia provinciana y, sobre todo, serrana, desafió la supe-
rioridad de los limeños y cuestionó la concentración del poder
político en Lima, situación a la que denominaron centralismo.
Los provincianos, por el contrario, impulsaron el regionalismo:
la distribución de la representación estatal entre los represen-
tantes regionales (provincianos).

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En el Perú, la construcción cultural de la noción “raza” es-
tuvo inscrita de manera hegemónica en la geografía, y concibió
a los costeños (en particular limeños) como blancos, mientras
que definía a los serranos como “cholos” o “casi indios”. Emi-
lio Romero, un geógrafo puneño, recuerda sus primeros años
en Lima, cuando los limeños expresaban sin ambages sus pre-
juicios en contra de los serranos.

No podré olvidar mi vida limeña de entonces, año del


centenario de la independencia nacional. Las mañanas en
los patios Sanmarquinos, nos eran toda una recompensa
gloriosa a nuestras nostalgias, pero después del mediodía
desaparecieron los amigos limeños y las grandes figuras
creadas por nuestra fantasía (…) admirábamos a los gran-
des escritores y maestros de Lima, pero eran inalcanzables
constelaciones para nuestras vidas humildes (…).Tiempo
después,Víctor Andrés Belaúnde, siempre cordial, demó-
crata hasta el tuétano, nos hablaba de esa situación discri-
minatoria del provinciano diciéndonos que en Lima, el
que no tenía orgullo de ser limeño aspiraba por lo menos
a ser arequipeño7.

Ser arequipeño significaba ser el menos serrano entre los


serranos porque, si bien el departamento de Arequipa se en-
cuentra en la sierra sur, este tiene una amplia área costeña. Al
igual que con la categoría “raza”, la disputa regionalismo versus
centralismo también fue inscrita en la geografía, y reprodujo
la polémica en torno a la supuesta inferioridad de los inte-
lectuales provincianos y la superioridad de los limeños. Con-
firmando el punto más alto del debate político, José Carlos
Mariátegui, el fundador del marxismo peruano, consideró que
“El Regionalismo (…) más que un conflicto entre la capital

7
Véase: Romero (s/f).

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y las provincias denuncia un conflicto entre el Perú costeño y
español (sinónimo de blanco) y el Perú serrano e indígena”8.
El primer periodo llegó a su fin cuando Leguía fue des-
tituido por Luis Sánchez Cerro, un coronel del ejército quien,
de acuerdo al historiador Jorge Basadre, fue un “cholo piurano,
(que parecía) un mayordomo”9. Con este golpe de estado, el de-
bate perdió su ímpetu inicial y muchos de los intelectuales que
lo sostuvieron dejaron sus provincias de origen y se trasladaron a
Lima donde ingresaron a trabajar en instituciones del gobierno.
¿Qué fue lo que sucedió durante esos once años, que
permitió que intelectuales de clase media, antes despreciados,
accedieran a posiciones centrales previamente ocupadas por
aristócratas limeños? Es obvio que las características físicas y
sociales del nuevo gobernante no explica la incorporación de
intelectuales provincianos a cargos importantes. Es más, salvo
durante el primer momento de la dictadura, estos intelectua-
les no apoyaron a Sánchez Cerro. Por el contrario, el apoyo a
este gobernante, de “aspecto acholado”, provino de un grupo
de la aristocracia, que era antagónica a Leguía y, ciertamente,
estaba en desacuerdo con las propuestas provincianas a favor
del regionalismo. La explicación de la influencia de los acadé-
micos serranos no puede encontrarse únicamente en la esfe-
ra política, sino en su intersección histórica con las creencias
académicas peruanas, y en las maneras como estas intercalaron
con las identidades sociales de los intelectuales, las cuales, du-
rante la década de los 20, fueron inexorablemente consideradas
“raciales”. Debido a que nunca existió una definición preci-
sa de raza en Europa —ni en ningún otro lado—, la noción
era extraordinariamente maleable, un receptáculo perfecto de
las subjetividades10. Por lo tanto, es fundamental considerar los

8
Véase: Mariátegui (1968), p.164.
9
Véase: Basadre (1981), p. 24.
10
Acerca de los debates conceptuales durante el siglo xx en torno a la

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sentimientos sociales que sustentan el desarrollo de las nocio-
nes de raza dominantes en el Perú.
A finales del siglo pasado y, con mayor énfasis, a inicios de
siglo, en el Perú, como en el resto de Latinoamérica, la noción
de política científica ganó popularidad11. Imbuidos de la idea de
que el conocimiento científico evitaría los errores cometidos
por militares y caudillos, una nueva generación de intelectua-
les se autoproclamó como la de los políticos que construirían
exitosamente la nación. La noción científica no fue singular al
Perú; pero la peculiaridad del caso peruano reside en el víncu-
lo establecido entre exaltación del conocimiento científico, la
educación y la noción prevaleciente de raza.
No obstante su ambigüedad conceptual, la noción de
“raza” fue omnipresente en toda Latinoamérica, tiñendo a toda
disciplina y artística. Es más, a finales del siglo pasado, la raza
era un componente crucial de los proyectos de construcción
de la nación12. Adoptando el positivismo, los académicos pe-
ruanos le asignaron a la educación científica un poder capaz
de transformarlo todo, especialmente la raza. Javier Prado, un
importante filósofo positivista, al ser nombrado decano de la
Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos declaró en
su clase magistral que “el hombre hoy por la educación trans-
forma el medio físico y la raza13”. La creencia en el potencial
todopoderoso de la educación se entretejía con el idealismo (o
espiritualismo), otra influyente corriente intelectual presente
en el Perú14. Los representantes del idealismo reconocieron la
importancia de la educación, pero no de cualquier educación.

definición de “raza”, véase: Mosse (1978), Gould [1966] (1981), Banton


(1987), Stepan (1982), Barkan (1992),Young (1995), entre muchos otros.
11
Véase: Hale (1984) y Rama (1996).
12
Véase: Graham (1990), pp. 71-113, y Skidmore (1993), entre otros.
13
Véase: Prado (1909), p. 52. Citado en Cueto (1982), p. 4.
14
Acerca del idealismo y positivismo en el Perú, véase: Sobrevilla (1996).

62
El mejor tipo de aprendizaje era aquel que contribuía al en-
grandecimiento moral de la gente. Uno de los más influyentes
personajes de este pensamiento, Alejandro A. Deustúa creía que
solo una sola élite intelectual podía conducir el país hacia el
progreso. De manera notable, creía que la cualidad suprema de
esta elide era su inigualable calidad moral15.
Al fusionar implícitamente creencias positivistas acerca de
la educación con la “moral” idealista, la nueva generación de
intelectuales suscribió una difusa noción de “raza”, la misma
que rechazaba explícitamente las diferencias biológicas defi-
nitivas, mientras que aceptaba como jerarquías raciales las di-
ferencias “intelectuales” y “morales” presentes entre los grupos
de individuos16. Por cierto, los estándares para medir estas di-
ferencias eran arbitrarios y, de hecho, fueron establecidos por
las élites.
El conflicto racial unió a los serranos —a pesar de sus dis-
crepancias políticas— para impulsar su igual estatura (sino supe-
rioridad) en relación a los limeños. Para contrarrestar su supuesta
inferioridad racial, los serranos esgrimieron una versión sexuada
del “racionalizado” trasfondo geográfico. Asociaron la blancura
limeña con el supuestamente femenino y benigno clima del
paisaje costeño. La siguiente cita al respecto es muy elocuente:

Entumecida por la ondulante sensualidad del océano,


el cielo y el clima tropical, la costa ha criado solamente
individuos débiles y, como el griego Lesbios, ha tembla-
do frente al rudo y masculino vigor de la sierra. La costa
ha sido la señora de cada conquista, la partera de todas

15
Véase: Cueto (1982), p. 8.
16
Es obvio que esto no fue inventado por los intelectuales peruanos.
Blumenbach, en el siglo xviii, ya había recorrido a las ideas acerca de
cualidades mentales y morales en su conceptualización de la raza. Véase:
Gould [1966] (1981), p. 410.

63
las exóticas creaciones, ha deformado los contornos del
ser nacional17.

Si el ser intelectuales convertía a los serranos en pares con


los limeños, aquellos devenían en superiores al emascular a los
residentes costeños. Empleando una retórica sexuada para con-
trarrestar la altanería racial de los limeños, los serranos lograron
su lugar en la política del país. Al finalizar el periodo eran po-
líticos de renombre que afirmaron tanto sus orígenes serranos
como su conocimiento intelectual para justificar sus posicio-
nes. Consideren la siguiente cita:

Los limeños se sienten superiores al serrano por el solo


hecho de haber nacido en la capital (…) los hechos están
demostrando que actualmente en la sierra existen inte-
lectuales capaces de desempeñar con lucidez cualquier
puesto alto que se les confíe en la alta política o en la
administración pública18.

Sin lugar a dudas, el periodo finalizó con la victoria de un


selecto grupo de serranos que demostró tener los atributos in-
telectuales para conducir el país. Afirmando su elevado estatus
intelectual, los académicos serranos desplazaron la definición de
“mestizos” de sí mismos (y de su aspecto físico) a unos “otros” ig-
norantes e inmorales. Esto silenció las referencias de los limeños
al fenotipo de los intelectuales serranos y, por último, apuntaló la
definición de raza que privilegia la inteligencia y moral innatas y
la educación adquirida como los rasgos que la definen. El definir
la “raza” mediante cualidades bio-morales internas concordaba
con las ideas igualitarias promovidas por la peculiar combinación
de liberalismo y una fuerte inclinación católica, que caracteriza

17
Véase: El Sol, 17 de noviembre, 1921, p. 2.
18
Véase: El Sol, 20 de enero, 1929.

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a las modernizadoras élites limeñas y provincianas. Sin embargo,
ignorar el color de la piel no significó cancelar la raza o los sen-
timientos raciales. Expresando artísticamente esta sutileza, la cita
inicial de Basadre señalaba: “el color no impide que un aborigen,
un mestizo o un negroide ocupe altas posiciones si logra acumu-
lar fortuna o si conquista éxito político”. El color de la piel no era
un obstáculo para el ascenso social si los individuos demostraban
tener habilidades intelectuales adecuadas. Si bien el condicionar
el ascenso a su excelencia era, de hecho, discriminatorio, no lo
era de manera explícita. Por lo tanto, no era considerado racista,
ni tampoco lo fue el hecho que el color de la piel y las etique-
tas raciales llegaran a ser adheridas a personas “incompetentes”,
mientras las identidades de los intelectuales fueron gradualmente
disociadas de ellas. Esta absolución se filtraría en las retóricas cul-
turales clasistas, como se establecerá en las siguientes secciones.

Distinguiéndose del mestizo

A mediados de los veinte, los intelectuales serranos emparen-


taron el regionalismo con el indigenismo, un discurso político
muy maleable empleado tanto por políticos izquierdistas como
liberales19. En términos amplios, el Indigenismo fue un movi-
miento social intelectual que pretendió forjar una nación pe-
ruana enraizada en la tradición prehispánica, la supuesta fuente
de la cultura nacional. Sus principales exponentes fueron inte-
lectuales serranos para quienes el indigenismo produciría una
transformación espiritual en el campo que, a su vez, conduciría
a una unificada y renovada cultura-raza, extensa de colonialismo
y enraizada en sentimientos nacionales. Esta fue el fundamento
propuesto sobre el cual se podría construir la nación peruana.

19
Acerca del Indigenismo véase: Rénique (1991), Poole (1997), Cadena
(1995).

65
Siguiendo preceptos idealistas y en oposición a la determi-
nista en términos biológicos, que señalaba que las razas produ-
cían la cultura, la noción subyacente al proyecto Indigenista fue
que la cultura podía transformar la raza. Impulsaron manifes-
taciones artísticas que representaban temas incaicos o el paisaje
serrano y su gente; sintonizando con el impulso científico de
su tiempo también inspiraron la investigación arqueológica en
lugares pre-hispánicos y la investigación etnológica en las co-
munidades rurales. Por último, la defensa indigenista de la “raza
india” consistió en impulsar campañas de alfabetización y el
mejoramiento de las condiciones laborales de los indios sin, no
obstante, “alterar” el “alma”, considerada el elemento que más
profundiza “la cultura”.
Durante el gobierno de Leguía, la élite serrana empleó el
Indigenismo para forjar su propio espacio como intelectuales
presentes en la escena política central20. Si bien sus promotores
percibieron el Indigenismo como un proyecto descolonizador,
similar a los existentes en otros lugares, los intelectuales se-
rranos empuñaron el Indigenismo para definirse a sí mismos
en términos raciales vis-a-vis a los otros habitantes que ellos
intentaban controlar21. Debido a que la definición local de la
raza enfatizó la inteligencia como el rasgo que la definía, al
resaltar sus logros académicos, el Indigenismo representó una
doctrina académica que los hacía iguales a los limeños. En este
proceso, esta definición desmarcaba su fenotipo mestizo e im-
plícitamente los “blanqueaba” o, por lo menos, silenciaba las
referencias a sus “características somáticas”22. Eventualmente
esta dinámica demarcará a todos los intelectuales en términos

20
Véase: Sánchez (1975), pp.128-133.
21
Acerca de las construcciones intelectuales y estatales de la dicotomía y
otros, véase: Callaway (1993), y Stoler (1992), pp. 319-352.
22
Acerca de la no marcabilidad de la blancura véase: Frankenberg (1993);
Williams B.(1989).

66
raciales, a la par que desplazaría las etiquetas raciales (“mestizo”
e “indio”) hacia los “otros” estudiados por ellos. Así, los inte-
lectuales serranos no marcados ingresaron a participar de la ca-
tegoría bio-moral de “gente decente”, reservada para describir
a las élites. Obviando las similitudes fenotípicas, los académicos
de piel marrón (o plenamente serranos) se disociaron de aque-
llos marcados, en términos raciales, como gente del pueblo,
etiqueta social reservada para los “otros”: indios y mestizos.
Crucial para el desmarcado de los intelectuales serranos,
fue su propio rechazo del mestizaje. Subyacente a esta actitud
estuvo la idea de que las razas tenían sus lugares propios (y a sus
correspondientes ocupaciones), los que si eran violados condu-
cían a la degeneración23. Eso también sirvió como telón de la
definición de los Indos como una “raza de agricultores” cuyo
ambiente ideal era el ayllu, por entonces definido como una
colectividad social rural orgánicamente vinculada a la tierra.
Aplicada a la idea de mestizo, la idea de un “lugar racial propio”
produjo un despreciable personaje regional: un indio deforma-
do que ha abandonado el paraíso del ayllu y la agricultura, su
actividad inherente. El ideólogo indigenista más prominente,
Luis E.Valcárcel, desdeñosamente denominó a los pueblos rura-
les como “poblachos mestizos”. Ahí, el indio desertor adquiría
una incipiente alfabetización, la cual podía emplear para abusar
de su raza. En la ciudad, carente de las herramientas morales e
intelectuales para ganarse la vida, los indios sobrevivían como
mendigos. Si tenían éxito, devenían en vagabundos que vivían
a expensas de sus convivientes. Consideremos la descripción
hecha por Valcárcel de un poblacho mestizo y de los mestizos,
el tipo racial que supuestamente floreció en tal ambiente:

23
En relación con estos aspectos del pensamiento racial véase: Leys Stepan
(1985).

67
Hórrida quietud de los pueblos mestizos. Por el plazón
deambulaba con pies de plomo el sol del medio día. Se
va después, por detrás de las tapias, de los galpones, de la
iglesia a medio caer, del caserón destartalado (…) Gu-
sanos perdidos en las galerías subcutáneas de este cuer-
po en descomposición que es el poblacho mestizo, los
hombres asoman a ratos la superficie; el sol los ahuyente,
tornan madrigueras. ¿Qué hacen los trogloditas? Nada
hacen. Son los parásitos, son la carcoma de este pudri-
tero (…) El señor del poblacho mestizos, el leguleyo, el
“kelkere” (…) el leguleyo es temido y odiado en secreto
(…) Explota por igual a blancos y aborígenes. Prevaricar
es su función. Como el gentleman es el mejor producto
de la cultura blanca, el leguleyo es lo mejor que ha creado
el mestizaje24.

Los ayllus, los supuestos lugares propios de los indios, eran


la otra cara de la moneda. De acuerdo a Valcárcel:

Los ayllus respiran alegría. Los ayllus alientan belleza


pura. Son trozos de naturaleza viva. La aldehuela india se
forma espontáneamente, crece y se desarrolla con los ár-
boles del campo, sin sujeción a plan; las casitas se agrupan
como ovejas de rebaño (…) silba el pastorcillo; ladra el
perro custodio (…) abajo la oscilación de las chakitajillas
viriles, desflorando la virginidad cada año recuperada de
los maizales25.

La creencia indigenista respecto a la transformación es-


piritual del campo era compatible con las ideas acerca de la
“superioridad” de la pureza racial versus la “inferioridad” de

24
Véase:Valcárcel (1925), p. 44.
25
Ib., p. 37.

68
la hibridez26. Aquella era equivalente a la laboriosidad, virili-
dad y belleza moral; la otra era comparada con la ociosidad,
la indolencia y fealdad moral. Dados sus potenciales orígenes
mezclados y, por tanto, su posible identificación como híbridos,
las conjeturas indigenistas pueden parecer paradójicas.
Los intelectuales provincianos no se consideraban a sí
mismos como mestizos o indios si bien compartían el feno-
tipo con quienes ellos consideraban tipos raciales inferiores.
La construcción cultural de la raza en los andes peruanos no
consideraba los rasgos fenotípicos como marcadores raciales27.
En cambio la “raza” era el resultado de la posición so-
cial relativa del individuo indicada por su ingreso y ocupa-
ción, pero eventualmente modelada por el origen geográfico.
Los indios estuvieron asignados a los ambientes de montañas,
mientras que los residentes de los valles bajos fueron conside-
rados como mestizos. Así, a mayor altitud geográfica del origen
de una persona, menos su estatus social relativo y mayor su
cercanía a la indianidad. No obstante, esta posición podía ser
modificada mediante el entrenamiento académico. La vida de
Alfonso Núñez Buitrón, un conocido médico puneño, ilustra
de manera elocuente tanto la demarcación geográfica de raza
como la influencia de la educación en la definición de la raza
de los individuos. También retrata la intranquilidad social que
el difuso estatus racial producía en sus vidas de intelectuales
serranos:

26
Indigenistas de diversas tendencias políticas coincidieron con el rechazo
de la hibridez. Por ejemplo Valcárcel y José Ángel Escalante, ardientes leguiis-
tas y antileguiistas, respectivamente, coincidieron en su rechazo a la hibridez
y a los mestizos, los que de acuerdo al último de ellos “habían manchado el
contexto racial” del país.Véase: Escalante (1975), pp. 39-51.
27
De acuerdo a Peter Gose, la definición colonial de “raza” ya se había
referido a las diferencias religiosas internas para definir la identidad de los
individuos.Véase: Gose (1996).

69
En la parcialidad de Jasana mientras los vecinos lo llama-
ban misti (…) en la capital de la provincia de Azángaro lo
llamaban indio… y después que se educó lo consideraron
misti. En Puno, en el colegio de San Carlos lo calificaban
de indio provinciano y luego cuando llegó a triunfar lo
consideraron misti. En Lima fue considerado como serra-
no y provinciano (…) en la universidad de Arequipa lo
llamaron indio y chuño, para luego acceder a una catego-
ría social igual a la de sus compañeros, y cuando regresó
a Puno y a su pueblo no hubo quien lo llamara indio28.

Las probabilidades de que un académico pudiera ser iden-


tificado como mestizo o indio durante su vida eran altas. De-
pendía de su lugar de origen, ubicación, y el nivel de su for-
mación intelectual. Para evitar ser etiquetados como mestizos,
los académicos serranos redefinieron la categoría. Definieron el
mestizaje como una hibridez cultural y la señalaron como una
degeneración. En un discurso público, el indigenista de piel
marrón, Luis E.Valcárcel dijo:

Todavía poseemos la maravillosa lengua de los fundado-


res del Gran Imperio (…) pero la labor destructiva de los
vencedores la continúa desgastando, al punto de reducir
su vocabulario a la vez únicamente un ciento de palabras,
haciéndole más mestizada cada día, haciéndola perder su
individualidad filológica. Nuestro proyecto consiste en
cultivar el quechua puro que aún se conserva en algunos
lugares y es cultivado por muchos individuos ilustrados29.

28
Véase: Tamayo (1982), p. 399. La palabra misti designa a un “afuerino” de
la comunidad indígena. El término se aplica tanto para los mestizos sociales
como para los blancos sociales. Chuño es una papa deshidratada, un alimento
de consumo básico elaborado en las partes más altas de la sierra andina.
29
Véase: El Sol 30 de julio de 1919.

70
La declaración de Valcárcel se opone a los sentimientos
raciales de los limeños dominantes cuya certeza cultural acer-
ca de la “blancura”, que supuestamente heredaron de los co-
lonizadores españoles, les predispuso a considerar el fenotipo
como el marcador de los mestizos. Desde el punto de vista
de los limeños, los individuos como Valcárcel tenían fenotipos
híbridos. Pero las apariencias fueron consideradas insignifican-
tes de acuerdo a la definición idealista de raza de este últi-
mo, que intelectuales y herederos de la cultura inca pura, no
eran mestizos. Más aún, en el caso particular de los cusqueños,
el presentarse como los portadores de la pureza de la lengua
quechua les confirió un rasgo tangible de su, de otro modo,
intangible supuesta pureza cultural. Al oponerla al quechua
común (híbrido) hablado por la plebe, aclararon la falta de
nitidez regional entre las élites y los plebeyos que provenían
de su fenotipo compartido. Sin duda, al hablar de educación,
erudición y pureza cultural, hablaban acerca de clase social y
sobre diferencias económicas. Sin embargo, a inicios del siglo
xx, “la raza” proporcionaba el terreno semántico clave para
establecer las jerarquías sociales30.
Los miembros serranos de la élite necesitaron distanciarse
a sí mismos de las clases bajas y, así, indigenistas o no, consi-
deraron a los mestizos como individuos desubicados, quienes
no podrían alcanzar una educación adecuada. La ausencia de
alusiones a rasgos físicos es una característica recurrente de la
descripción indigenista de los mestizos, quienes, son más bien
retratados empleando referencias a sus deficiencias tanto en
quechua como en castellano, su ignorancia, malas maneras,
gusto social deplorable, y de hecho su inmoralidad. Tanto en
términos regionales como nacionales esta definición distin-
guió a los intelectuales de piel marrón de los cholos ignorantes,

30
He tomado prestada la frase “el terreno semántico clave” de Bentall y
Knight (1993).

71
redefiniendo en términos académicos la taxonomía racial do-
minante basada en fenotipos.
Además de resolver una interrogante personal, la propues-
ta de los serranos en contra de la hibridez coincidía con la cre-
ciente contra-reacción a las ideas conservadoras, que propusie-
ron el entrecruzamiento de los indígenas con razas de la costa
e inclusive extranjeras, para crear mestizos y mejorar la estirpe
nacional31. José Carlos Mariátegui, por ejemplo, escribió:

Esperar la emancipación indígena de un activo cruzamien-


to de la región aborigen con inmigrantes blancos es una
ingenuidad antrosociológica, concebible solo en la mente
rudimentaria de un importador de carneros merinos32.

Mariátegui, al igual que Valcárcel también adhirió a teorías


de generación racial para definir el mestizaje como un esta-
do de ignorancia. En el mestizo encontraba “impresión e hi-
bridismo (…) que se traduce por un oscuro predominio de
sedimentos negativos en una estagnación sólida y morbosa”33.
Suscribir las teorías de la degeneración tenía una sola conse-
cuencia crucial que puede ayudar a entender las discrepancias
entre los indigenismos peruano y mexicano. En síntesis, los
políticos mexicanos liderados por Manuel Gamio y José Vas-
concelos (cuyas propias identidades raciales probablemente no
estaban en juego en México) rechazaron las nociones de pu-
reza racial, y creían en las cualidades positivas de la hibridez34.
Con este fundamento teórico, el estado mexicano implementó
un proyecto nacional que impulsó el mejoramiento de la raza
mediante el mestizaje cultural. En el Perú, por el contrario,

31
Véase: Portocarrero (1995).
32
Véase: Mariátegui (1968) [1928], p. 34.
33
Véase: Mariátegui (1928).
34
Véase: Gamio y Vasconcelos (1926).

72
el predominio rechazo indigenista a la hibridez condujo a un
proyecto de construcción de la nación en el que la “asimilación
de la raza india” y la promoción del mestizaje no eran solucio-
nes viables35. Esta constituyó una diferencia fundamental entre
los indigenistas (definidos en términos amplios) y el proyecto
nacionalista competidor impulsado por los así llamados Arie-
listas (por el Ariel de Enrique Rodó), un grupo conservador
conducido por Víctor Andrés Belaúnde36. Al defenderse de las
acusaciones de sentimientos antiindios, Belaúnde escribió:

(…) [hace veinte años] fervorosamente sostuve que la


cuestión indígena envolvía al problema fundamental del
Perú y que nuestra imperiosa misión histórica era asimilar
definitivamente la raza aborigen a la civilización contem-
poránea (…) [hoy] creo que el indio es la base de la nacio-
nalidad y que reposando sobre él nuestra vida económica
es justo que participe en nuestra vida espiritual37.

Conservadores y progresistas como Belaúnde y Mariátegui,


coinciden en una definición de raza que subordinaba la biología
a la “fuerza del espíritu”. También consideraron que el legado
de los incas merecía respeto y que la “inferioridad racial” de los
indios requería una atención política y un “mejoramiento”. La
discrepancia crucial entre ambos fue la forma, el lugar y la orien-
tación con que concebían la consecución de este mejoramiento.
Belaúnde y sus seguidores consideraron que la ciudad española,
como una “fuente de mestizaje social, centro comercial agrícola,

35
En relación con el indigenismo mexicano, véase: Alan Knight (1990).
36
En contra de su mentor, en 1920 incluso Víctor Raúl Haya de la Torre se
opuso al proyecto “asimilacionista” (sin embargo, Haya de la Torre cambiaría
de opinión en la década de los 30). Véase: Haddos (1989). Acerca de la in-
fluencia de Rodó en los intelectuales latinoamericanos, véase: Hale (1984), p.
42.Véase, también: El Sol (Cusco) 17 de enero, 1928.
37
Véase: Belaúnde (1964) y Mariátegui (1929).

73
foco de actividad industrial y núcleo religioso y cultural”, era el
ambiente ideal para educar e incorporar al indio a la dominante
“vida espiritual”38. Los indigenistas, por el contrario, propusieron
que la regeneración de la “raza india” debía tener lugar en su
“hábitat natural”. El rechazo a la inferioridad de los indios re-
quería que se mantuviera en su supuesto lugar propio. De acuer-
do a Mariátegui:“En su medio nativo, mientras la emigración no
lo deforme, (el indio) no tiene nada que envidiar al mestizo”39.
Este desacuerdo (también inscrito en la geografía), fue
central para la definición histórica del racismo peruano. Si bien
ambas tendencias estuvieron cargadas de pensamiento racial,
los progresistas consideraron la elección de los conservadores
de la ciudad española como el ambiente propicio para la reden-
ción del indio, como la aniquilación de la cultura indígena. La
posición no indigenista penetró la cultura académica/política
como sinónimo de racismo, equivalente a sentimientos anti in-
dios. Por el contrario, la propuesta progresista (vista como pro
india) estuvo eximida de la acusación de racista, a pesar de que
implicaba privilegiar la pureza racial/cultural en contra de la
hibridez. Considerando el rechazo frontal inicial de raza, su
antipatía frente al mestizaje podría parecer una contradicción,
pero no lo era. Lo que Mariátegui rechazó fue la influencia
terminal de la biología en la raza, su antipatía frente al mesti-
zaje podría parecer una contradicción, pero no lo era. Lo que
Mariátegui rechazó fue la influencia terminal de la biología en
la raza, punto de vista que representaba por entonces una visión
progresista. El rechazo conceptual de “raza” no fue histórica-
mente posible durante su vida. Lo sería pocos años después.

38
Véase: Belaúnde (1964).
39
Véase: Basadre et al.(1981), pp. 41-42.

74
Segundo periodo
La cultura esconde la raza: de indio a mestizo
y el indigenismo oficial

El segundo periodo se inicia en los años treinta y culmina a


finales de los sesenta. Empieza y termina con los dos golpes
militares, cada uno representando diferentes ideologías políti-
cas. Mientras el primero, conducido por el cholo Luis Miguel
Sánchez Cerro, obtuvo el apoyo de la mayor parte de los secto-
res conservadores; el segundo, bajo el liderazgo de Juan Velasco
Alvarado, representó el régimen más radical y progresista que
el país haya visto. A través de todo este periodo, el APRA fue la
principal oposición al gobierno.
La década de los treinta marcó una nueva era política en
el Perú cuando los recientemente fundados partidos populistas
(APRA y Partido Comunista) organizaron activamente al elec-
torado y a la oposición clandestina al Estado. En las eleccio-
nes presidenciales de 1931, los candidatos fueron Víctor Raúl
Haya de la Torre, un político provinciano costeño (fundador
del APRA), y Eduardo Quispe, un “puneño indígena”, repre-
sentante del partido comunista40. Ambos fueron derrotados por
Luis Sánchez Cerro, el primer presidente de apariencia cho-
la que recibió un apoyo incondicional de la aristocracia. De
acuerdo al historiador Jorge Basadre, para equilibrar su aspecto,
“los aristócratas limeños le señalaron cómo vestirse; los jóvenes

40
Además del APRA y del Partido Comunista, un frente político deno-
minado Unión Revolucionaria participó en las elecciones presidenciales de
1931. Estuvo liderado por Sánchez Cerro, quien fue elegido presidente de
apoyo de la vieja aristocracia. Fue asesinado en 1933, y Óscar R. Benavides
lo sucedió, gobernando hasta 1939. Benavides proscribió al APRA y al Par-
tido Comunista. Manuel Prada, un aristócrata, fue elegido y gobernó hasta
1945. Ese año ambos partidos salieron finalmente de la clandestinidad, para
ser vueltos a proscribir en 1948, por otro golpe de estado militar liderado por
Manuel A. Odría, quien gobernó hasta 1956.Véase: Kapsoli (1977).

75
aristócratas le elegían sus corbatas y zapatos, e incluso le permi-
tieron cortejar a las damas de la clase alta”41.
Durante este periodo, los intelectuales serranos ocuparon
importantes puestos académicos en Lima. Lo emblemático de
esta victoria fue el nombramiento, en 1930, de José Antonio
Encinas como rector de la Universidad de San Marcos, has-
ta entonces un bastión de limeños y aristócratas. Encinas era
un abogado puneño quien —al igual que Valcárcel— inspiró a
Mariátegui. Años más tardes describió así su victoria.

El castillo feudal que era San Marcos se derrumbó en


1930. Sobre sus ruinas comenzó a edificarse un nuevo
tipo de universidad en donde debía rendirse culto a lo
nuestro. La vieja Universidad anquilosada por prejuicios
clasistas había descuidado nuestra historia, nuestra geo-
grafía, nuestros problemas sociales y económicos. La nue-
va tuvo el propósito de abrir nuevos surcos. A ese deseo
que comenzó a cristalizarse se le calificó de “comunis-
mo”, apoyándose para ello en la inquietud política es-
tudiantil (…). Para impedir esta liberación que provenía
del elemento provinciano de la universidad, cerraron San
Marcos y montaron a sus puertas una guardia permanen-
te de soldados42.

Como es obvio, durante este periodo los intelectuales


continuaron siendo absorbidos por el proyecto de imaginar su
nación. No obstante, veladas referencias a la “raza” estuvieron
conspicuamente ausentes del vocabulario empleado para re-
ferirse a ella. Los intelectuales peruanos, adalides del rechazo
a los determinismos biológicos y raciales en América Lati-
na, se unieron al rechazo progresivo a la noción de raza que

41
Véase: Encinas (1945).
42
Véase: Encinas op. cit.
76
empezaba a imperar en el mundo. Esta tendencia marcó el pe-
riodo en términos internacionales; devino en consenso como
consecuencia de la Segunda Guerra Mundial43. Dados los an-
tecedentes idealistas prevalecientes en la academia peruana, los
intelectuales peruanos sutilmente reemplazaron la categoría
“raza” por la de “cultura”, la misma que más tarde sería co-
nocida como “identidad” en los círculos antropológicos espe-
cializados44. Aunque como grupos étnicos el nuevo concepto
continuó marcando a los “mestizos” e “indios”, la construcción
de “gente decente” —y sus definiciones como “blancos” reales
u honorarios— permaneció incuestionada.
Si durante el periodo previo el término “raza” se refirió a
“un término espiritual”, durante ese segundo periodo “el es-
píritu devino en la referencia misma”. Téngase en cuenta la
siguiente cita, perteneciente a Uriel García, y que utilizó como
párrafo introductorio a su libro El Nuevo Indio, el cual simboli-
zó un punto de quiebre en la ideología racial/cultural.

Nuestra época no puede ser el resurgimiento de las “ra-


zas” que en la antigüedad crearon culturas originales, ni
del predominio determinante de la sangre en el proceso
de pensamiento, y por lo tanto de la historia. Más bien
parece que hemos llegado al predominio del espíritu so-
bre la raza y la sangre45.

Las teorías acerca de la “pureza racial” perdieron supre-


macía. Fueron sustituidas por proyectos de mestizaje, los cua-
les, está de más decirlo, fueron concebidos por los intelectuales

43
Véase: Barkan (1992), pp. 271-341.
44
Véase: Montagu (1962), pp. 919-928 para una explicación de cómo el
término raza debería ser reemplazado por la noción de “etnicidad” en el
trabajo antropológico.
45
Véase: García (1930), p. 57.

77
como una condición espiritual de transición46. Impulsado por
los apristas, bajo la influencia de José Vasconcelos (quien ahora
era bienvenido), el mestizaje fue considerado como un proceso
indoamericano que promovía el aspecto indígena que supues-
tamente unificaba a las culturas americanas. En el Perú se en-
trelazaba muy bien con la retórica antiimperialista del APRA, y
devino en el proyecto de identidad que se oponía al programa
continental panamericano impulsado por los Estados Unidos47.
En este contexto político, los apristas y los opositores no apris-
tas lanzaron una defensa del mestizo, ahora representado como
el verdadero tipo peruano. Felipe Cossio del Pomar, un miem-
bro del partido aprista exiliado en México, escribió:

(…) el mestizo se desarrolla en un escenario invadido por


advenedizos europeizantes; avance lentamente hacia su
destino (…) con la expresión definida del hombre repre-
sentativo de un nuevo valor étnico48.

El mestizaje fue decididamente un discurso acerca del


“otro”. Aun cuando los académicos proclamaron para sí una
identidad chola (como fue el caso de los promotores del neoin-
dianismo cusqueño), lo hicieron desde su posición de intelec-
tuales, individuos no marcados que podían, por tanto, reclamar
cualquiera de las formas locales de cultura. Al igual que sus pre-
decesores indigenistas, los paladines del mestizaje impulsaron el
arte como la manifestación espiritual quinta-esencial. Sin em-
bargo, su impronta populista los condujo a promover específica-
mente el arte vernacular, sobre todo las artesanías y el folklore.

46
Mestizaje es una ley universal a la que escapan únicamente muy pocas
minorías de “raza pura”; es un estado transicional en el proceso espiritual de
América.Véase: Sivirichi (1938), p. 3.
47
Véase: Haddox (1989).
48
Véase: Cossio del Pomar (1940), p. 69-70.

78
Durante este periodo florecieron nuevos escritores indi-
genistas como Ciro Alegría y José María Arguedas. Ambos eran
serranos. El primero perteneció al APRA; el segundo fue un
diletante político y uno de los más exitosos representantes de
esta era intelectual. Durante este periodo Arguedas fue un pro-
lífico escritor, así como un entusiasta promotor del folklore.
En 1944, en un artículo periodístico titulado “En defensa del
folklore musical andino”, declaró:

Las canciones folklóricas de los pueblos absolutamente


originales, de aquellos que no tienen otra música que la
folklórica, no pueden ser interpretadas por gente extraña
(…) solo el artista nacido en el pueblo, el que heredó el
genio del folklore, puede interpretarla y transmitirla a los
demás49.

El comentario de Arguedas se refería a la presentación de


una famosa intérprete limeña de canciones vernáculas, Empe-
ratriz Chávarri, cuyo nombre artístico quechua era Ima Súmac.
Arguedas calificó su interpretación de las canciones serranas
como una deformación de la música india.

Una joven que había crecido en Lima, cuya psicología


había sido moldeada bajo la influencia humana total de
los barrios de Lima (…) no podía estar en condiciones
más negativas para convertirse en intérprete de la música
india (…) ha deformado la canción india hasta hacer-
la accesible al sentido superficial, frívolo y cotidiano del
público de la ciudad50.

49
Véase: José María Arguedas en La Prensa, 19 de noviembre, 1944. Poste-
riormente publicado en: Arguedas (1976), pp. 233-234.
50
Loc. cit.

79
Por lo tanto, el llamado al “amestizamiento” estaba lejos
de ser unánime, tal como ilustra el comentario de Arguedas.
En la apreciación del escrito respecto a Ima Súmac, resuenan
ecos del viejo “purismo” indigenista combinados con nociones
de lugares raciales propios.Y estas no eran ideas marginales. En
1941, la Unión Panamericana impulsó la creación del Instituto
Indigenista Interamericano estableciendo su sede en México;
al crearse la rama peruana, Luis E. Valcárcel fue nombrado su
primer presidente. Más tarde, durante la misma década, este
académico fue nombrado Ministro de educación51.
Durante este periodo, el indigenismo a lo Valcárcel dejó
de lado su ímpetu opositor y llegó a ser la política oficial del
Estado, antagónica a la retórica promestizaje, la cual, por lo
tanto llegó a ser emblemática de las posiciones antigobiernistas
de manera fundamental con el APRA, si bien no era el único
grupo que las apoyaba. Desde su puesto de autoridad,Valcárcel
se opuso al mestizaje y, en particular, exhortó a los cusqueños
a “no ceder en su orgullo de Incas, no descender a la pueril
condescendencia del cholismo” en tanto este era un “estado
embrionario de evidente inferioridad, insipiencia y barbaris-
mo, una mezcla híbrida en la cual solo la desintegración ace-
lerada de lo colonial es percibida claramente”52. A pesar de los
cuarenta años transcurridos desde que concibiera su proyecto
indigenista, Luis E.Valcárcel mantuvo sus ideas acerca de la pre-
valencia de los “lugares propios” en la formación de los tipos
sociales.Tan tarde como en la década del 60, todavía considera-
ba al indio que emigraba a la ciudad como un “desertor de un
medio cultural originario”, quien al devenir en un mestizo en
términos culturales, vivía una vida urbana marginal y llena de

51
Véase:Valcárcel (1981), p. 339.
52
Valcárcel, "Hora del Hombre". Lima, junio de 1994. Citado en Varallanos
(1965).

80
resentimiento y frustración53. Parafraseando el estudio de Wal-
ter Benn Michael acerca de Melville Herzkovits (un contem-
poráneo estadounidense de Valcárcel), el supuesto culturismo
anticrista de los indigenistas solo podía ser articulado mediante
un compromiso con la identidad racial54. Cuando el terreno
semántico clave viró de “raza” a “etnicidad”, fueron eliminadas
las referencias explícitas a la biología. A pesar de ello, al igual
que el concepto moderno de “raza”, la frase “grupos étnicos”
presuponía conglomerados de personas que compartían una
cultura heredada (y subalterna). La herencia, el soporte consen-
sual de la “raza” en todo el mundo, permaneció para delimitar
a las “gentes” y sus “logros culturales”. “La raza, al ser relegada
al ámbito de la naturaleza, en contraste con la etnicidad, enten-
dida como identidad cultural, fue reificada como un fenómeno
distinto”, escribe Verena Stolcke55.Y yo añadiría: la “etnicidad”
sirvió para legitimar las jerarquías culturales “naturales”.
Bajo influencia de Valcárcel, el Instituto Indigenista Perua-
no asumió la filosofía “asimilacionista” interamericana desde
un punto de vista “purista”. En 1959 la rama peruana firmó
un acuerdo con el Instituto Indigenista de México para imple-
mentar un plan nacional de integración de la población abori-
gen. El plan la definió como “una nación con dos sociedades y
dos culturas, una de ellas la cultura nacional euroamericana y
la otra, la cultura indígena andina”56. También consideró que, si
bien la última tiene que ser mejorada, esta tarea debía evitar los
potenciales efectos negativos de la cholificación, la palabra lo-
cal para el mestizaje. Si bien la palabra “raza” estaba obviamente
ausente, esta solo fue sustituida de manera más evidente por un
concepto de cultura organicista (y ciertamente evolucionista). Al

53
Véase:Valcárcel (1964), pp. 9-15.
54
Véase: Benn Michael (1992).
55
Véase: Stocke (1993), pp. 17-37.
56
Véase: Ministerio de Trabajo y Asuntos Indígenas (1983), p. 57.

81
igual que la “raza” esta cultura era estática y ahistórica y, lo que
más, fue empleada para limitar a los individuos en entornos geo-
gráficos. En una versión original de la teoría cultural eugenésica,
Óscar Núñez del Prado, un antropólogo cusqueño, explicó que
el mejoramiento de los indios “debe evitar los aspectos nega-
tivos de cada cultura mientras trata de mantener aquellos más
eficientes en la fusión de ambas culturas”57. El proceso, continúa,
debe evitar la formación de cholos, considerados como indivi-
duos inseguros y atormentados que no podrían identificarse ple-
namente con ninguna de las dos culturas que formaron el Perú58.
En profundo contraste con los antigobiernistas abandera-
dos del mestizaje, el indigenismo oficial consideró a los cho-
los como tipos deformados que vivían en un ambiente cultu-
ral impropio. El debate entre pureza versus hibridez no había
desaparecido. Utilizando el aparato conceptual provisto por la
“etnicidad”, los intelectuales indigenistas del gobierno conti-
nuaron presentando a los cholos como tipos despreciables, hí-
bridos culturales desadaptados que han dejado el campo pero
sin poder sobrevivir en la ciudad. En este sentido, el indigenis-
mo purista peruano se parece estrechamente a las teorías sobre
la degeneración racial antiabolicionista de los Estados Unidos,
que consideraron la libertad como un “ambiente” no natural
para los antiguos esclavos negros, la que les causaría una rápida
degeneración59.
No debe sorprender que la ausencia retórica de la raza de
la escena académica no implicó la desaparición de los senti-
mientos raciales jerárquicos. La cita inicial de Basadre pertene-
ce a este periodo. Como él, los académicos peruanos definieron

57
Véase: Núñez del Prado (1970), p. 6. El proyecto comenzó en 1959 luego
de un convenio firmado entre la Universidad del Cusco y el Instituto Indi-
genista Peruano; ib., p. 29.
58
Ib., p. 6.
59
Véase: Leys Stepan (1985), p. 101.

82
el racismo como conspicuas relaciones de odio entre gente de
diferente cultura o color de piel. La comparación entre las re-
laciones raciales en los Estados Unidos y en el Perú fue un
componente en esta definición. “¿Por qué los norteamericanos
no aprenden de nosotros?”, se decía al comentar los disturbios
raciales en Oxford, Mississippi, durante la década de los se-
senta60. “La tolerancia racial” tenía espacio para sentimientos
raciales jerárquicos y creencias no igualitarias.

Tercer periodo
La clase silencia a la raza y a la cultura

Algunos intelectuales marxistas emergentes abrazaron el in-


digenismo —y su inspiración idealista— durante la década
de 1920. Entre ellos se encontraba el eminente pensador José
Carlos Mariátegui, quien recibió el estímulo de los paladi-
nes liberales del indio, como Luis E. Valcárcel y José Antonio
Encinas y el socialista Hildebrando Castro Pozo. Las ideas de
Mariátegui dominaron el panorama del movimiento social iz-
quierdista peruano. Activo durante el periodo cuando la “raza”
prevalecía como un concepto analítico, él no intentó sustituir-
la, sino que buscó temperar los determinismos biológicos y
morales introduciendo, en su análisis, un componente econó-
mico. Citando La Theorie du Materialism Historique de Bukunin,
Mariátegui rechazó “la naturaleza fija de las razas” y, a cambio,
propuso que las razas se modificaban de acuerdo a las condi-
ciones materiales que las rodeaban. El grado de desarrollo de
las fuerzas productivas —y no la naturaleza— determinaban
las razas61. En el caso específico del Perú y el resto de países

60
Véase: Pitit-Rivers (1965), p. 64. Sobre el tema, ver también Wade (1992).
61
Esta idea, y lo referido al pensamiento de Mariátegui sobre raza que
presentó aquí se pueden revisar en “Problema Latinoamericano de las razas

83
andinos, esto implicaba que “la evolución natural (de la pobla-
ción indígena) ha sido interrumpida por la vil opresión de los
blancos y mestizos y ha retrocedido a la condición de tribus
agrícolas dispersas62.
Antes que racial, Mariátegui pensó que el problema era
“social y económico, pero la raza tiene un rol en él y los me-
dios para confrontarlo”. El socialismo podía y debía “transfor-
mar el componente racial en un elemento revolucionario”. Las
similitudes raciales eran útiles para desarrollar la conciencia de
clase entre los oprimidos. Los campesinos indios, pensaba él,
solo escucharían a miembros de su propio grupo. “Siempre
desconfiarían de blancos y mestizos. Asimismo, blancos y mes-
tizos difícilmente se autoimpondrían la tarea de llegar al medio
indígena para instruirlos en ideas clasistas”63.
La concepción de Mariátegui sobre las “fuerzas producti-
vas” incluía al “ambiente”, cuyo elemento central estaba cons-
tituido por las “relaciones de producción”. En el Perú, los “am-
bientes” que albergaron salariales capitalistas fueron las fábricas,
minas y haciendas. En esos lugares, inmersos en relaciones de
producción asalariadas, los trabajadores comprenderían la opre-
sión, desarrollarían la conciencia de clase y liquidarían los pre-
juicios raciales. La conciencia de clase podía inclusive redimir
a los mestizos y negros, los cuales eran considerados por este
eminente pensador como tipos raciales abyectos: “en el mesti-
zo, solo la conciencia de clase destruiría el habitual desprecio
y repugnancia que siente frente al indio”64. También escribió:
“La industria, la fábrica, el sindicato, redimen al negro de su

en América Latina”, un documento presentado en la Primera Conferencia


Comunista Latinoamericana en 1929, en Buenos Aires, Argentina. Fue
publicado en Mariátegui (1981), pp. 21-86.
62
Ib., p. 25.
63
Ib., pp. 45, 33 y 44, respectivamente.
64
Ib. p. 32.

84
domesticidad. Borrando entre los proletarios las fronteras de la
raza, la conciencia de clase eleva al negro”65.
Sin embargo, la mayor parte de la población oprimida es-
taba constituida por indios; por lo tanto, la redención de la raza
representaba la imperativa meta social y política del socialis-
mo66. Esta fue la razón por la que el marxismo de Mariátegui
incorporó el indigenismo. Inspirado por Valcárcel y Encinas, y
coherente con su esquema económico y ambiental de la raza/
cultura, afirmó: “la raza indígena es una raza de agricultores.
El pueblo inkaiko (sic) era una raza de campesinos dedicados
ordinariamente a la agricultura y el pastoreo”. La tarea de me-
jorar la raza india tenía que lograrse preservando, al mismo
tiempo, esta simbiosis histórica entre los individuos y la tierra,
porque “retirar (al indio) de la tierra es variar profunda y peli-
grosamente ancestrales tendencias de la raza”67. Más aún, estas
tendencias ancestrales contenían “gérmenes de socialismo” en
la comunidad campesina indígena, un organismo vivo que ha
sobrevivido los siglos coloniales, demostrando así “la vitalidad
del comunismo indígena que impulsaba a los aborígenes a di-
versas formas de cooperación y asociación”68. Las ideologías
colectivistas y cooperativistas eran inherentes a la raza india,
y constituían la expresión empírica de un espíritu comunista:

65
Véase: Mariátegui (1929). Este escritor no ocultó el disgusto que sintió
frente a los negros. Apelando a nociones de “lugares raciales propios” justificó
sus sentimientos raciales argumentando que los negros no eran represen-
tativos del Perú auténtico que definía como indio. Los negros, decía, han
convivido con los españoles por siglos y tienen en la sangre inclinaciones
españolas. Sin ningún reparo, Mariátegui escribió sobre “los negros”. “Cada
vez que se han mezclado con los indígenas los han convertido en bastardos,
transmitiéndoles (a los indios) su domesticidad amorosa y su morbosa y ex-
trovertida psicología”; véase: Mariátegui (1968) [1928], pp. 264-5.
66
Véase: Mariátegui (1981), p. 32.
67
Véase: Mariátegui (1968) [1928], p. 33.
68
Ib., pp. 67-68.

85
“La comunidad responde a este espíritu. Es su órgano”69. La
propiedad colectiva inscrita en el ambiente produjo un espíritu
colectivo, que no estaba sino a un paso de ser llamado concien-
cia de clase. La comunidad indígena, en su versión moderna de
cooperativa agrícola, podría potencialmente resolver la situa-
ción de atraso de los indios.
Durante este periodo los izquierdistas no proclamaron ex-
plícitamente la inferioridad de la cultura indígena. Sin embar-
go, sus agendas políticas subordinaron las diferencias raciales/
culturales a la lucha de clases. Hugo Blanco fue un famoso
organizador de sindicatos cusqueño, y uno de los pocos mar-
xistas locales que reconocieron que la opresión indígena no era
“simplemente económica”. Sin embargo, Blanco subordinó la
dominación cultural “al problema de la tierra”. “Pero la lucha
cultural india, con toda su riqueza, es tan solo una parte de toda
la revolución peruana. Existe, pero no hay razón para exagerar
su importancia (…)”70. Admitió que la importancia de la cultu-
ra solo era ansilar, Blanco fue una de las voces aisladas entre los
izquierdistas. Similarmente, estuvo solo en su identificación de
los indios como revolucionarios.
A diferencia de Blanco, la mayoría de intelectuales creían
que los indios eran “incapaces de crear liderazgo debido a que
dependen emocionalmente del antiguo orden”71. Por el contra-
rio, identificaron a los líderes campesinos como cholos. Durante
los sesenta, un connotado intelectual peruano, Aníbal Quijano,
expuso en una conferencia de manera conclusiva: “no existe
liderazgo indio en el movimiento campesino en este momento.
Aparece solo por excepción, y solo de manera totalmente aisla-
da, y el líder indio está él mismo en proceso de cholificación”72.

69
Ib., p. 68.
70
Véase: Blanco (1972), pp. 133-134.
71
Véase: Quijano(1978) [1965], p. 148.
72
Véase: Rochabrún (1972), p. 60.

86
Las anteriores declaraciones transmitían una definición de
indios como analfabetos, tarados rurales necesitados de la con-
ducción de “clases” más educadas para sobrevivir en una socie-
dad dominada por el mundo escrito. Las clases más educadas
eran —por lo menos— “cholos”. Las afirmaciones de Quijano
y sus sentimientos raciales fueron moldeados por las creencias
de los intelectuales de fin de siglo acerca del rol de la educa-
ción en la transformación de la configuración racial del país y
la nación, para crear diferencias sociales entre los individuos. Si
en los años veinte, los intelectuales serranos habían eludido su
fenotipo mestizo mediante el acceso a la educación académica,
en este tercer periodo los intelectuales “exaltaron” a los líderes
campesinos alfabetos redefiniéndolos como cholos, y desco-
nociendo su indianidad. En los sesenta, las etiquetas de iden-
tidad estuvieron cargadas con referencias a estadios culturales
o grados de conciencia de clase que obviamente conllevaban
la marca del anterior pensamiento evolucionista bio-moral. El
conocimiento racional, “inteligencia”, y la educación formal
(rasgos de un estado superior de desarrollo social) fundaban
legítimamente las diferencias sociales.
Al público, no solo porque era un político desconoci-
do, sino también porque —en términos “radicales”— no
pertenecían a ningunas de las categorías empleadas en la vida
diaria o académica, para clasificar a los peruanos de “reales”. La
“foraneidad racial de Fujimori lo expuso el escenario abierto de
los peruanos socialmente blancos y, en particular, al de su com-
petidor Mario Vargas Llosa y sus seguidores. Pero lo que es más
importante, esta foraneidad contribuyó a dar término al silencio
cultural en torno a la “raza”, silencio sostenido por sus miem-
bros más conspicuos, hasta entonces prevaleciente en las esferas
políticas y académicas peruanas. Ser japonés (o chinito como
el mismo se identificaba) impidió que Fujimori silenciara su
fenotipo y pasara implícitamente como “blanco”, una estrategia
disponible para intelectuales y políticos no blancos prominentes.

87
En marcado contraste estuvo Mario Vargas Llosa, claro re-
presentante de la tradicional blanca dominante, los contempo-
ráneos herederos de Víctor Andrés Belaúnde, el intelectual an-
tiindigenista de las tempranas décadas del siglo. En un irónico
giro histórico, que se remonta a inicios de la guerra,Vargas Llosa
adoptó gradualmente lo que subsistía del indigenismo, incluyen-
do la definición de Valcárcel y Mariátegui de los indios como
campesinos, y sus creencias de que la migración los transformaba
cultural/racialmente en mestizos. Reprodujo, por lo tanto, ideas
que limitaban la “cultura” a los “lugares propios”. Permite citarlo:

Los campesinos indios viven de una manera tan primitiva


que la comunicación es prácticamente imposible. Es solo
cuando se trasladan a las ciudades que tienen la oportuni-
dad de confundirse con el otro Perú. El precio que deben
pagar por la integración es el de una alta renuncia a su
cultura, a su lenguaje, a sus creencias, a sus tradiciones, y
costumbres, y la adopción de la cultura de sus antiguos
amos. Después de una generación se convierten en mes-
tizos.Ya no son más indios (…).

Pero aún lo más irónico, Vargas Llosa compartió las ense-


ñanzas de Valcárcel y Mariátegui con Antonio Díaz Martínez,
uno de los líderes de Sendero Luminoso. Díaz Martínez empleó
la cultura y clase, geográficamente determinadas, para definir
a los “campesinos” como aquellos agricultores que sientan tal
“amor, apego y gratitud por la Pacha Mama, que fueron inca-
paces de romper sus lazos con ella”. Al igual que el escritor de
derecha, creía que “el choque entre las ciudades occidentaliza-
das y las comunidades indígenas… previno la modernización
tecnológica de la comunidad, la cual (en cambio) recurrió a sus
principios mágicos y convencionales de su propia cultura”73.

73
Véase: Vargas Llosa (1999), p. 49.
88
Al llegar a los noventa, el liderazgo intelectual de Sende-
ro Luminoso y Vargas Llosa, los extremos del espectro político
peruano, compartían un crudo evolucionismo que establecían
diferencias inconmensurables entre la “sociedad indígena” y la
que tenía que ser constituida bajo cada uno de sus proyectos.
Ambos, de manera similar, veneraban el conocimiento racional
como el principio fundador de sus proyectos. La creencia en la
inferioridad del conocimiento indígena preracional de manera
incuestionable y absoluta subordinada a “esa” sociedad dentro
de sus paradigmas sociales e intelectuales.
Ambos líderes, en tanto productos históricos de la vida
académica peruana, creyeron ciegamente en una incuestiona-
ble superioridad de sus personas, como consecuencia de su co-
nocimiento académico. Sendero Luminoso expresaba esta idea,
sin reparo, en su lema “encarnar el pensamiento Gonzalo”74.
Con esta metáfora Abimael Guzmán expresaba su superioridad
intelectual y les decía a sus militantes que al encarnar sus ideas
obtendrían el potencial para transformarse a sí mismos en el
ser superior que el dominio del “conocimiento” había hecho
de él. Vargas Llosa alardeaba de su superioridad intelectual en
una desdeñosa evaluación del éxito populista de su alguna vez
contendiente electoral:

El régimen por Alberto Fujimori en 1992 es la opresión


política de un país informalizado, de cultura chicha (…)
al que el exceso de inmoralidad política reinante volvió
amoral y de un pragmatismo político a prueba de princi-
pios… en el ingeniero Fujimori los informales percibie-
ron a uno de los suyos.

La comparación entre la “informalidad” y la “carencia


de educación” en la cita anterior es de una arrogancia obvia,

74
Gonzalo era el nombre de guerra de Abimael Guzmán.

89
donde “cultura chicha” —la etiqueta actual para designar la
cultura vernácula contemporánea— se ubica en una posición
inferior frente a la cultura “real”. Pero lo que es más intrigante,
es el reavivamiento en los noventa de los antagonismos de los
años veinte entre serranos y costeños, evidentes en la evalua-
ción que hace Vargas Llosa del Perú contemporáneo como la
“mescolanza, confusión, amalgama, entrevero que resulta de la
convivencia forzada de millones de peruanos de origen serrano
con la gente de la costa o con los habitantes occidentalizados
de las ciudades andinas”75.
Al igual que los intelectuales de principios de siglo, tanto
Guzmán como Vargas Llosa apelaron a los poderes “naturales”
del conocimiento científico para descalificar y subordinar le-
gítimamente a los menos privilegiados culturalmente y a la
clase menos favorecida. La definición conceptual positivista/
idealista de raza que los modernos marxistas y liberales acu-
ñaron en los veinte, ha llegado a ser, en los posmodernos años
ochenta, parte de la cultura viva de los propios intelectuales. La
definición idealista de raza, transformada en una “cultura” li-
mitada geográficamente, estuvo implícitamente presente en las
últimas versiones marxistas y liberales de los proyectos políticos
peruanos. Es más, sin saberlo, fue compartida por sus promoto-
res, Abimael Guzmán y Vargas Llosa, quienes, como herederos
de los intelectuales peruanos de mediados de siglo, también
expresaron su superioridad empleando vocabularios deraciali-
zados de clase y cultura respectivamente. Su innovación como
intelectuales de finales de siglo fue su creencia (también com-
partida) en la naturalidad de la violencia en el Perú. En este
aspecto, la frase repetida por Abimael Guzmán “salvo el poder
todo es ilusión” es notable, así como el fundamentalismo de
clase que expresa. Menos conocida es la igualmente infame
frase de Vargas Llosa: “La violencia étnica existe en cualquier

75
Mario Vargas Llosa, El País, julio, 1990.

90
sociedad que, como la nuestra, alberga diferentes culturas y tra-
diciones”76. Si la frase de Guzmán expresó el fundamentalismo
de clase, la expresión de Vargas Llosa puede ser considerada
como fundamentalismo cultural, o la presuposición de que los
humanos son inherentes etnocéntricos, incapaces de comuni-
carse interculturalmente y que, por tanto, las relaciones inter-
culturales son hostiles por naturaleza77.
Por cierto, ambos proyectos extremistas expresaron lo que
algunos analistas de las formas europeas contemporáneas de ex-
clusión han calificado como “racismo sin raza” o fundamenta-
lismo cultural78. Sin embargo, sea que se basen en una retórica
de clase o cultura, las contemporáneas prácticas intelectuales
discriminatorias peruanas no se derivan (tal como Stolcke ha
remarcado para el caso europeo) de concepciones del siglo xix
en torno al Estado-nación que excluyó a los nacionales “autén-
ticos” de los asimilados. Por el contrario, el silencioso racismo
peruano reconoce el derecho de todo peruano de pertenecer
a la nación. No obstante, también sitúa a los individuos en una
escala diferenciada de acuerdo a su capacidad intelectual y su
conocimiento académico. Esta justificación descansa en un su-
puesto evolucionista que privilegia el conocimiento racional
sobre la así llamada sabiduría preracional. La retórica culturalista
opone el conocimiento científico a la cultura “folklórica” o in-
dígena, mientras que el discurso de clase propone la “conciencia
de clase” como la forma superior de conocimiento racional.
El racismo silencioso presupone que los intelectuales en-
carnan (como en el lema de Sendero Luminoso) estas formas
superiores y, de este modo, están legítimamente destinados al
liderazgo político. Devino en silencio a través de la sedimen-
tación histórica de retóricas de exclusión que naturalizaron

76
Ib. 331.
77
Véase: Stolcke (1995), p. 6.
78
Véase: Stolcke (1995); Balibar (1991), pp. 31-48; Gilroy (1987).

91
exitosamente las jerarquías sociales mediante el uso de los con-
ceptos de raza, cultura o clase. La idea persistente en los tres pe-
riodos fue que las diferencias era heredadas y, por tanto, histó-
ricamente inevitables. A lo largo de todo el siglo, la promesa de
igualdad futura justificó la desigualdad presente. El giro desde
“raza” a “cultura” y “clase” en los discursos —tanto académicos
como de la vida diaria— no han significado el fin de la discri-
minación. Más bien, la discriminación es actualmente legitima-
da por el énfasis liberal en el poder redentor de la “educación”,
tal como lo fue en los años veinte, cuando prevalecieron las
creencias científicas en la raza. Aunque ya no están asociados
(necesariamente) con ella, los sentimientos de superioridad in-
telectual que subyacen al concepto moderno de raza, se han
filtrado en los discursos raciales jerárquicos. Sin embargo, el
tomar distancia de la raza, les han provisto a los intelectuales de
una reconfortante dosis de “alivio” de culpa racista, sin erradi-
car el racismo, el cual cohabita ahora con la discriminación de
género, clase y origen geográfico. La hegemonía de jerarquías
educacionales hace que el “racismo” sin raza, no solo sea posi-
ble, sino también, virtualmente invulnerable.

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