Salomón de La Selva. La Guerra de Sandino o Pueblo Desnudo, 123 Pp.
Salomón de La Selva. La Guerra de Sandino o Pueblo Desnudo, 123 Pp.
Salomón de La Selva. La Guerra de Sandino o Pueblo Desnudo, 123 Pp.
O
PUEBLO DESNUDO
Antología mayor /Narrativa 35
CAPÍTULO I
1
"¡Orden de parar el fuego! ¡Orden de parar el fuego!
¡Orden de parar el fuego!".
Había que gritar hasta desgañitarse para que se pu-
diera oír. El fragor de los aviones hubiera sido de por sí
bastante para ensordecer toda la tierra. Añádase a eso el
tronar de las bombas. Bajaban chiflando las malditas y
donde caían hacían una explosión de rayo de centella que
se quedaba temblando el suelo como animal asustado.
Reventaban las condenadas levantando una fuente de te-
rrones y piedras —¡la pura laja hecha añicos!— y sólo
dejaban cada una un hueco. Allí era bueno esconderse y
parapetarse y darle recio a la balacera. Pero por lo mismo
era dificil trasmitir de hoyo a hoyo la voz de mando: dejar
de disparar y reconcentrarse todos al Cuartel General.
El fuego de los sandinistas se fue callando lenta-
mente del uno al otro sector del campo, en la redondez
del monte empinado, hasta hacerse silencio general. En
el "cuartel" no serían más de ciento treinta hombres los
que al fin se reunieron. Era en una hondonada larga sobre
la cumbre del cerro El Chipote, en un extremo de la cual
había hecho construir el Comandante en Jefe del Ejército
Libertador de Nicaragua una vasta enramada. A la altura a
que volaban los poderosos aviones de la marina norteame-
ricana no se distinguía el cobertizo con su techo de ramas.
36 Salomón de la Selva
—Muertos todos.
—¡Pregunto cuántos heridos hay!
—Cincuenta y uno, mi General.
—Vea, coronel Umanzor, que no se nos quede nin-
gún herido en el campo Mande a recogerlos a todos.
Pero vea bien que no me recojan muertos. ¡Repita la
orden!
El interpelado la repitió.
—¡Coronel Umanzor! Vaya a preparar todo para
cumplir esta orden. Ya lo llamaré para que la ejecute.
Umanzor se fue.
¡Coronel Estrada!
—¡Presente, mi General!
—Tome usted los nombres de los muertos de hoy y
apúntelos en el "Libro de los Inmortales".
Sí, mi General.
—¡Ejército! A formar, ¡form!
Había algunos heridos a quienes ya se les enfriaban
las heridas y comenzaban a quejarse. Apenas unos ochen-
ta hombres estaban ilesos.
—¡Ejército! ¡Firm! ¡Presenten..., arm!
La voz era de mando. Salía de una boca rasgada a la
que le hacían guardia erecta dos hondas arrugas laterales.
Salía de boca, pero venía de muy hondo, de más hondo
que el cuello, de más hondo que los pulmones, de más
abajo del estómago. Era una voz que hacía decir a sus sol-
dados: "¡Güebos de hombre, los de mi General!".
Antología mayor /Narrativa 39
2
Los aviones hicieron señas a los marinos de tierra,
significativas de que no quedaban rastros de vida en la
difícil cumbre. La zopilotera en las laderas del cerro lo
confirmaba.
Entre los yanquis no se había registrado ni una baja.
Algunos marinos se divertían disparando al blanco
sobre los zopilotes.
El enorme número de los pájaros les sorprendía a
todos.
—¿De dónde infierno viene tanto pájaro diablo?
—preguntó un altote.
—¡Pregúntamelo a mí, buddy! —le respondió un ca-
marada.
—¡Vienen desde Tejas! —exclamó otro—. Yo les
mandé aviso a Dallas de lo que íbamos a hacer con estos
hijos de perra.
—Pues ya que acabamos a los bandidos, que nos
regresen a casa pronto —comentó el que primero había
hablado— pues mi madre no me crió para prepararles de
cenar a esos pájaros feos.
44 Salomón de la Selva
3
Las tortillas se habían acabado en la enramada de El
Chipote. Había masa lista para "echar" más en los coma-
les, pero como el General había prohibido que se pren-
diera fuego, las tortilleras holgaban. De café en esencia
Antología mayor /Narrativa 51
4
Del valle al pie de El Chipote hasta a San Rafael
era jornada de dos días en buena bestia. Se podría hacer
el recorrido en menos tiempo pero sólo que se fuese a
Antología mayor / Narrativa 59
5
La llegada de Peño alegró al campamento converti-
do en cuartel de inválidos.
66 Salomón de la Selva
—¡¿Qué?!
—Vamos los tres, pues.
—Entendete con el coronel.
Estrada miró a la Felicitas, contento de ver el coraje
de que rebosaba la joven hembra. Era un bello ejemplar de
india. Vestía las amplias faldas plegadas que le llegaban
hasta rozar el suelo. el huipil tallado, sin mangas, en el que
se anunciaban con sabrosa agresividad los pezones erec-
tos de sus macizos pechos. Iba descalza y cuando andaba
el cuerpo todo se le ondulaba excepto los hombros que se
mantenían perfectamente nivelados. El movimiento suyo
de caderas hacía bailar las faldas; y la cabeza, perfecta-
mente erguida en todo momento y sin asomo de meneo,
formaba un contraste con el vaivén de las caderas que era
como la melodía de una canción con el acompañamiento
de guitarra. Sobre la recta nuca un tanto basta, le colgaba
una gruesa trenza de cabello negro, liso, amarrada con una
tira de trapo rojo en el cabo.
Ve —le dijo Estrada que le conocía el temple—, po-
dés hacer tu gusto pero te ponés los calzones que te trajo
el capitán Peño.
—¡No voy! —respondió la Felicitas, y se retiró en-
fadada.
—¡Malhaya si me meto a contrariar órdenes de mi
General! —exclamó Estrada—. El hombre es templado.
Por menos afusiló a Mejía.
—Mejiíta quería quitarle el mando...
—¿Y cuándo afusiló a Avellán?
—¡El gordo Avellán era un traidor manipulado por
otra persona!
Antología mayor /Narrativa 69
CAPÍTULO II
1
Moncada era de aquellos para quienes el más eleva-
do grado de amistad consiste en la compañía para beber.
En sus días de pobreza, en la época cuando fue perdiendo
trago a trago la vergüenza; el pundonor, el pudor, mejor
dicho; se arraigó en él ese concepto de hombre primitivo.
Atormentado por el deseo alcohólico, veía un benefactor
sólo en quien le facilitara de beber. Llegó a adquirir la
sórdida esplendidez del ebrio consuetudinario. Era capaz
de cualquier bajeza con tal de obtener dinero y luego, con
ese dinero mal habido, costearles la borrachera a un grupo
cualquiera a quienes les abría en pampa las puertas de su
corazón. Quien se negaba a aceptarle la copa se granjeaba
su malquerencia. Así, mientras los hombres normales tie-
nen razonables fundamentos en que basan la amistad que
piden y que dan, para Moncada la base única de ese víncu-
lo humano era el aguardiente. De partir y compartir el pan,
no sabía nada. De la comunión en ideas, en sentimientos,
menos aún. Y así como un individuo suele, mediante dife-
rencias de trato, manifestar el grado de amistad que le liga
con sus diversos semejantes, así Moncada solía significar
el lazo con sus prójimos mediante la calidad de la bebida.
Con sus íntimos bebía guaro. En casa de sus íntimos pedía
guaro. Cuando sus íntimos lo visitaban, les ofrecía gua-
ro. El champán no le gustaba. Por eso lo había rechazado
en la Casa Presidencial y había pedido whisky. Y aunque
Antología mayor /Narrativa 77
2
El capitán Peño llegó molido a San Rafael. Allí rei-
naba la confusión. La iglesia del pueblo estaba convertida
en hospital de sangre, y atestada de heridos. Los vecinos
habían sido lanzados de sus casas con muebles y cala-
ches, y la soldadesca extranjera ocupaba toda habitación
disponible. La casa que llamaban el Cabildo, donde las
autoridades del país antaño habían tenido sus oficinas,
servía ahora de cuartel general de los invasores quienes
se habían incautado también del aparato telegráfico allí
instalado. Arrojados de sus domicilios los sanrafaeleños
improvisaban en plena calle cobertores donde guarecer-
se, y arrimaban piedras para hacer sus fuegos de cocina.
Espantando perros, amarrando cerdos chillones para que
no se fuesen a espantar, correteando gallinas, arrimando
trastos, preparando de comer, aquí y allá una madre dando
de mamar, un chiquillo en cuclillas cagando, un anciano
inconmovible sentado en pleno suelo, con las rodillas re-
cogidas y casi pegadas al pecho y la cabeza gacha, miran-
do al suelo. De grupo en grupo iba y venía el Tata Cura,
lanzado él también de la casa cural frente a la cual tenía
amarrada una chancha enorme que amamantaba a cuatro
pequeños cerdos rubios y nalgoncitos.
Antología mayor /Narrativa 85
Sí, hijo.
Pues usted sabe que es allí mismo onde la gente
saca su agua de beber.
Ya te entiendo. ¿Pero qué puedo hacer? Aquí me
ves, en la calle yo también. Estos gringos son protestan-
tes, y me venís a decir que Sandino anda con mexicanos.
A yo que soy cura pecador, ¿qué camino me queda? Ex-
piar mis culpas. Si me quedo, reviento, que estos machos
me llevan al mear y al bote. Si me voy onde Sandino me
lleva candanga.
¡Óigame, padre!
—A ver, hijo.
—¡Váyase con Sandino!
—¡Ave María Purísima! Me afusilan los mexicanos.
Le digo que no.
El Tata Cura se quedó mirando a Peño un largo
rato.
—Ve le dijo —, a mí no me engañás. Vos sos san-
dinista...
¡Cállese, padre!
—Confesá la verdad. A mí no me andés con gua-
yabas.
—El General necesita gente, necesita mulas...
¡ Ajá!
—¡Ora móntese!
El cura saltó al lomo de una mula. No estaban los
animales amarrados. Peño haló del hocico al animal y le
puso jáquima.
—¡Agárrese bien, padre; que si no, nos lleva el
diablo!
Peño con un chicote de marino les dio cuerazos a
las bestias. Todas se pusieron alerta, se volvieron ariscas.
A todo esto Peño fumaba. Era un chapiollo que le había
dado el cura. Se lo arrancó de la boca y se lo pegó en la
grupa a la mula del cura que coceó al instante y salió dis-
parada, las demás mulas detrás.
El estrépito súbito de la estampida llamó la atención
de todos. Ya la mulada estaba al otro lado del polvazal de
los derrumbes. Alguien disparó al aire. A todo vuelo huían
los animales. La figura del cura se veía haciendo maro-
mas. En un santiamén se perdió el tropel.
CAPÍTULO III
1
¡La mulita parda del General Sandino ensillada con
la montura plateada que le habían mandado los comunistas
de México! No se había quedado sandinista sin examinar
la hoz y el martillo cruzados que relucían en los estribos.
Sandino les había explicado el símbolo.
—No puede ser nuestro —les había dicho—. La hoz
no la usamos nosotros. Nosotros usamos el machete. So-
mos de la América Central. En México sí he visto que
usan la hoz. Nuestro símbolo debe representarnos.
—Adoptemos un machete y un martillo, General
—había dicho el coronel Estrada.
—Dos machetes cruzados y un martillo en el medio
—respondió Sandino, y esa fue la bandera sandinista, con
los símbolos en negro sobre campo rojo.
Los marinos que habían visto flotar el pabellón, ha-
bían dicho que era de piratería: una calavera entre dos ti-
bias cruzadas.
El capitán Peño estaba lelo mirando la mulita. En
una nalga el animal tenía un raspón, por eso lo habían lle-
vado al hospital donde le habían untado yodo.
—¿Conocer esta mula? —le preguntó a Peño el in-
térprete.
Antología mayor /Narrativa 97
No, mi patrón.
—Es de Sandino.
—¿De Sandino?
—Si. Ahora del coronel Hatfield.
Peño miró a Hatfield.
Usted ir en esta mula y traer todas otras mulas.
¿Entiende? le dijo el intérprete a Peño.
—Si, mi patrón.
Usted no venir atrás montado en esta mula, ¿en-
tiende?
Si, mi patrón.
—¿Cuánto tiempo para venir atrás?
¡Quién sabe, mi patrón!
—Bien. Usted venir pronto posiblemente, ¿entiende?
Necesito mecates, mi patrón. Para amarrar aque-
llas bestias.
—Muy bien.
Y dos monturas más, mi patrón, para no venirme
en pelo.
—¡Dos monturas! ¡No necesita más una, hombre!
—¿Y el Tata Cura?
—¡Ah! Verdad, verdad...
—¿Y de comidita, patrón?...
¿Para Tata Cura también?
98 Salomón de la Selva
—También.
Ala mulita del General Sandino le cargaron dos mon-
turas más con sus sudaderos y demás aparejos de montar.
En las espaldas le amarraron a Peño una mochila repleta
de galletas, de carne en lata y otras exquisiteces de la des-
pensa de la oficialidad. A la grupa pusieron dos botellones
térmicos. Hatfield y el intérprete casi se reían de los ojos
que pelaba el nicaragüense enteco, greñudo, descalzo y
haraposo. Haraposo, por más que de El Chipote hubiera
salido con la mejorcita indumentaria del Ejército Liberta-
dor de Nicaragua.
—¡Pobre diablo! exclamó Hatfield— ¡A ver si se
le olvidan los siete pesos!
—Por lo menos esta vez añadió el intérprete co -
2
Washington había hecho representaciones diplomáti-
cas a México. El embajador mexicano le había asegurado
a míster Kellogg que "particulares quizás, motu propio,
pudieron haber salido de México para pelear en Nicara-
gua", pero que grupo armado ninguno había ido con la re-
presentación nacional mexicana al hermano país, estando
como estaba México "en paz con el pueblo nicaragüense".
La cola de la nota mexicana llevaba ponzoña: "Las úni-
cas tropas extranjeras que hacen la guerra en Nicaragua,
como es notorio ante la faz del mundo, son las de los Es-
tados Unidos".
La casa Morgan, capitana de Wall Street, insistía en
que entre Washington y México no hubiesen mayores en-
redos. Los abogados hispanoparlantes de la Electric Bond
and Share habían tenido conversaciones importantes con
102 Salomón de la Selva
3
—Vea, padre, no le tenga miedo a mi General. Pero
si quiere un consejo, quítese la sotana.
—¡No fregués! Me quedo en camisola y si agarro
pulmonía me viene doble. Estoy empapado en sudor.
—Pero en ninguno de los güebos le pasaría nada,
¿verdad mi padre? Digan lo que quieran, ¡usted es hom-
bre! Mire que yo no ando con cuentos. A los cochones no
los puedo ver ni pintados. Ya le dije que no los perdoné
a míster Navas y su fiador. Pues óigame ahorita que en la
cara de cualquiera yo digo que usted es un tayacán. Pero
mejor fuera que cuando se desmonte no me lo veyan so-
tanudo. Eso es todo.
—Si me seguís jorobando, me devuelvo.
—¡Lo guindan los yanquis!
El Tata Cura no alcanzaba a cerciorarse de si Peño
hablaba en serio o en guasa. Iban por una encajonada pol-
vosa, muy serenos en las mulas yanquis, trotando a paso
de camino. Peño halaba de un mecate la mulita parda del
General Sandino. La recua seguía detrás.
—¡ Sos que ni la casimpulga! —exclamó exasperado
el clérigo—. Capaz te creo de hacerme comer ñaña.
Las mulas yanquis iban inquietas. Tábanos y ga-
rrapatas se aferraban a su piel. Las colas recortadas, que
104 Salomón de la Selva
4
Cansado como estaba, Peño no pudo reprimir su
buen humor al llegar al campamento de El Chipotón.
—¡Los que se quieran casar, aquí les traigo al pa-
dre! ¡A ver muchachos valientes y jóvenes hermosas! ¡A
Antología mayor /Narrativa 113
si no tratas de alcanzar
el verdadero tesoro?
¡La niña que yo más quiero,
aquella a quien tanto adoro,
la niña por quien yo muero,
ese es mi mayor tesoro!
Mientras el panameñito cantaba, Peño no le quitaba
los ojos a la Felicitas. La llama de la lumbre le hacía bri-
llar las mejillas a la muchacha.
5
El coronel Umanzor envió correo. Se podía reclutar
gente. El alemán no les pagaba. Lo malo es que cerca, en
Jinotega, había un resguardo yanqui que podía caerle en-
cima a la expedición que fuera por el café.
Aconsejaba atraerse al enemigo por el lado de Estelí
hasta que la faena del café estuviera concluida.
Sandino convocó a Consejo de Guerra. Explicó el
plan detalladamente: Ferrara iría con una escolta de los
sanrafaeleños a ponerse a las órdenes del coronel Uman-
zor y llevar el café de la "Germania" a la frontera donde
esperaba el coronel Estrada. Él, Sandino, con una patrulla
de veteranos, se apostaría por el zanjón del Bejuco entre
Jinotega y Estelí, hacia donde el capitán Peño debía enga-
tuzar y guiar a los yanquis.
Había que distraer a ese lado a las tropas invasoras
que había en Jinotega.
—Para mientras la América Latina se restriega los
ojos y ve claro, necesitamos sostener la lucha nosotros
Antología mayor /Narrativa 127
solos —dijo . Hay que coger ese café, hay que venderlo,
hay que comprar armas. Se nos viene encima el invierno
con sus aguaceros. Son meses ganados. Pero cuando amai-
nen las lluvias el yanque se arrojará sobre nosotros como
una hiena, a desbaratarnos a como haya lugar. Mas si conta-
mos con maquinitas, le vamos a dar un revolcón que sacuda
a la América y asombre al mundo. Por manera que nada hay
tan importante como esta maniobra de llevarse al yanque
hacia Estelí. Yo me jugaré la vida atacando al enemigo en
el zanjón del Bejuco, y si nos va bien, nos apuntamos otra
victoria. ¿Está usted dispuesto, capitán Peño?
—Usted sabe, mi General que si me pide la vida, se
la doy.
—A mí no, capitán. Todos somos hermanos, todos
somos iguales. Yo soy sólo un hombre pasajero como los
demás. ¡A la América Latina! ¡A ella sí! Por esto es que
le pido.
—Yo hago todo lo que usted me mande, General.
—El plan que tengo es certero pero exige de usted
un sacrificio romano. Si usted se les presenta a los yan-
ques sano y salvo, lo ejecutan.
Sería mi suerte, mi General.
—Usted debe decirles que lo atacaron los mexicanos
y le robaron las mulas.
Sí, mi General.
—Que se lo llevaron preso.
Sí, mi General.
Que están por el lado de Estelí en un paraje que
usted conoce.
128 Salomón de la Selva
—Sí, mi General.
—Que de allí se fugó usted.
—Sí, mi General.
—Pero si está usted ileso, no se lo creen.
No, mi General.
—Usted irá impedido.
Sí, mi General.
—Usted pedirá que lo venguen, que ataquen a los
mexicanos.
Sí, mi General.
—Usted dirá que los llevará a su guarida.
—Sí, mi General.
—Pero si renquea, no sirve de guía.
—No, mi General.
—¡Capitán Peño, le pido que se deje cortar una
mano!
—¡General!
—Que enseñe cómo lo mutilaron. Entonces le cree-
rán.
—¡Mi General!
Yo haría ese sacrificio, capitán Peño. ¡Es nuestra
salvación!
¡Sería mi suerte!
—¡Su mano honrada, capitán Peño!
—Sí, mi General.
Antología mayor /Narrativa 129
CAPITULO IV
1
Míster Eberhardt estaba abrumado. ¡Maldita inter-
vención! Acababa de recibir la visita del encargado de
negocios del Reich. La hacienda "Germania" había sido
saqueada por los bandoleros, la cosecha íntegra, dos mil
sacos de café, había sido robada. El mandador, Herr Ha-
gedorn, por hacer resistencia había sido atado a un árbol
y dado de palos. La casa de la hacienda estaba en escom-
bros. El presidente Adolfo Díaz declaraba que su gobier-
no, por convenio con los Estados Unidos, había delegado
toda responsabilidad en las fuerzas militares norteameri-
canas.
"Estúpidamente", le escribió míster Eberhardt a su
amigo el senador, "asumimos la responsabilidad por el
mantenimiento del orden. Stimson quiso que se desarmara
hasta la policía. Nuestros marinos tienen a su cargo hasta
las cárceles comunes. Es inaudito. A mi juicio, Nicaragua
tiene un fuerte caso que alegar al rehusar entenderse con el
reclamo alemán por el que nosotros tenemos que respon-
der. No queda más remedio que apoderarnos también del
tesoro de Nicaragua si no queremos que nuestra tesore-
ría cargue con la indemnización reclamada. Cada día que
pasa nos enredamos más. El sandinismo se extiende, como
es muy evidente, y cualquier día tendremos noticias de que
han asaltado y destruido las plantaciones bananeras".
Antología mayor /Narrativa 133
2
Peño y el Tata Cura habían salido con las suyas en
Jinotega. Los yanquis se horrorizaron al verles los muño-
nes horrendos todavía encostrados. Las gentes del lugar
se santiguaban. En todas partes se les dispensaba compa-
sión.
Cuando el primer mitin de los comisionados libera-
les para instar a todos los patriotas a votar por "el redentor
de Nicaragua", "el invicto general José María Moncada",
el Tata Cura y Peño habían sido objeto de apasionada pe-
roración. Se les exhibía como inocentes mártires. Se cul-
paba al Partido Conservador de haber desatado la plaga
del sandinismo sobre la nación.
Pedrón Altamirano era conservador. De estatura me-
diana, fornido, grueso de cuello, pesado de hombros, con
una voz como bramar de toro, era conocido y temido.
—Si yo pudiera había dicho —, no serían las ma-
nos sino los brazos completos lo que les machetearía a
todos los hijos de puta liberales.
Y como vociferaba sus amenazas y andaba armado
de machete, prominentes liberales del lugar habían pedi-
do a los marinos que lo encarcelaran. Los marinos habían
accedido. En su reducto lo había visitado Peño.
Antología mayor /Narrativa 135
—batiera
¡Quién nos un tiste! exclamaba uno.
—¡O que mi General nos dejara echarnos un trago!
—¿Y de dónde sacabas la cususa?
Vayan alerta a ver si cogemos un venado asustado
que destazar arriba —les decía Sandino, muy orondo en
su mulita parda.
Divisaron antes que a venado ninguno al sargento
Hemphill.
¡Es yanque!
Una docena de rifles se elevaron y sonó la descarga
casi unísona.
El caballito rodó por el suelo herido de las piernas y
el marino atravesado del hombro.
La avanzada sandinista topó con Peño y el Tata Cura.
Hubo abrazos jubilosos.
¡Ahora sí que nos dimos gusto!
¡Los yanques chillaban de espanto!
—¡Qué cachimbeada la que les dimos!
¡Nosotros bramábamos de rabia!
Cerca había un ojo de agua. El grueso de los sandi-
nistas pronto hizo presencia. Los prisioneros venían tra-
sereños.
Sandino también se regocijó de ver a Peño y al Tata
Cura.
¡Son las manos de ustedes que han hecho esto!
Fue una victoria total.
142 Salomón de la Selva
—¿Verdad?
—Lo está viendo. Así peleamos, contra ustedes.
¿Tanto nos odian? ¿Por qué?
—¡¿Por qué?! ¿No sabe usted lo que es patria? ¿No
sabe lo que es honor? ¿No sabe lo que es libertad?
Sí, pero usted es un bandido.
—En el otro mundo tal vez cambie usted de opi-
nión.
¿Qué quiere decir?
—Que aquí hay bestias para cargar los rifles. Ya no
necesitamos a sus soldados.
—¿Nos va a soltar?
Los voy a fusilar.
¡Somos prisioneros de guerra!
—¿De guerra? ¿De cuándo acá? Si nos hicieran gue-
rra: ¿no vendría la Cruz Roja? ¿No recogerían nuestros
heridos? ¿No enterrarían nuestros muertos?
—Pero no es humano fusilarnos. Somos hombres.
¡Tenemos familiares!
—¿Y nosotros? ¿Somos fieras? ¿Sus aeroplanos tie-
nen piedad?
—¡No es culpa mía!
—Lo sé. Lo sé muy bien. Por eso los fusilaremos a
ustedes sin odio.
—¡Oh, no!
144 Salomón de la Selva
3
En Managua, a pesar de las historias que circulaban
abultadas sobre las depredaciones sandinistas, se vivía en
confianza. La marinería yanqui inundaba la ciudad. No-
che a noche se sucedían los bailes en los clubes sociales,
las parrandas en los barrios de prostíbulo que habían sur-
gido al margen de la intervención. Corría dinero como en
campamento de mineros en tiempo de bonanza. Después
de los aciagos años de guerra civil, cuando todo se man-
tenía cerrado y el comercio languidecía, la intervención
resultaba una lluvia de mayo reverdecedora de los cam-
pos. Los trenes llegaban llenos a Managua. Las fondas
se multiplicaban. Las señoritas de la aristocracia mana-
güense se disputaban el amor de los alféreces llegados de
Annapolis para vigilar las elecciones. Casa Colorada, el
pintoresco hotel tradicional para las lunas de miel, situado
a pocas millas de Managua sobre fresca elevación de las
148 Salomón de la Selva
—¡Embajador!
Por encima de todos los ministros.
—¡lobero!
—Andá y decíselo a Feland.
—¿Le digo que vos decís eso?
—Decile que así dice el derecho internacional.
—¡Me has salvado! —le dijo Benard a de la Selva—.
Feland está encantado. Quiere la cosa por escrito.
Dice que lo vayás a ver, que cuando querrás te manda su
auto.
—Ve, Julito, sabé ser ladilla, jodido. ¡No hay animal
más calladito que ése! Sólo pica. Así sé vos.
—¡Si a nadie se lo he dicho!
—Escuchá, voy a redactar una consulta con los cua-
tro puntos que te expliqué ayer, y se la llevás a Chamorro
que la firme como expresidente de la República y ex mi-
nistro en Washington y Europa. Que te la firme Cuadra
Pasos, ex ministro de relaciones exteriores, y tu tío Salva-
dor Castrillo Knox.
—¡Tu cuñado!
—No tengo amistad con él. Su padre fue un gran
patriota, como el tuyo fue un sabio, pero todo está dege-
nerado en Nicaragua.
—¿Firmarán?
—¡Claro que firman! Salvador porque sabe que así
es, los otros porque ahora que suba Moncada quieren te-
ner a Feland que los defienda.
154 Salomón de la Selva
4
En Managua hacía una noche espléndida. De las
sierras soplaba un aire fresco que acariciaba a la ciudad
indigna y rizaba la superficie plácida del lago. En los
salones del Gran Club se daba fastuoso baile en honor
de la señora de Feland, recién llegada. Eberhardt no
asistió.
En El Chipotón las veladas eran largas. Llovía noche
y día. Cabrerita se hacía una sola pieza con su guitarra
criolla de cuerpo esbelto:
156 Salomón de la Selva