El Mundo Clasico PDF

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EL MUNDO

CLÁSICO
La epopeya de Grecia y Roma

ROBIN LANE FOX


Traducción castellana de
Teófilo de Lozoya y Juan Rabasseda-Gascón
CRÍTICA
BARCELONA

Título original:
The Classical World. An Epic History of Greece and Rome
Penguin Books
Diseño de la cubierta: Jaime Fernández
Ilustración de la cubierta: © Bridgeman
Realización: Atona, S.L.
© 2005 de la traducción castellana para España y América:
CRÍTICA, S. L., AV. Diagonal 662-664, 08034 Barcelona
e-mail: [email protected]
www.ed-critica.es
ISBN: 978-84-8432-898-8
Depósito legal: B. 42.263-2007
2007. - Impreso y encuadernado en España por EGEDSA (Barcelona)
Para Martha

Solo, pues, en el rico viñedo encontrase a su padre que acollaba una


vid: una túnica sucia vestía de mal ver, con zurcidos; en torno a las
piernas llevaba malas grebas de buey por miedo a rasguños y heridas y
en las manos golubas, reparo de espinos; cubríase de un pellejo
cabruno. El dolor le arreciaba en el alma. Una vez que lo vio el divinal
pacientísimo Ulises de vejez consumido y tomado de pena, ocultóse bajo
espeso peral y dejó que fluyese su llanto...
Odiseo regresa a casa de su padre: HOMERO, Odisea, 24.226-234

Esta tumba de bien pulido metal contiene el cuerpo inerte del gran héroe
Zenódoto. Pero su alma halló en el cielo, donde está Orfeo, donde está
Platón, una sede sagrada digna de acoger a un dios. Fue en efecto un
valeroso caballero al servicio del emperador, ilustre, elocuente,
semejante a un dios; por sus palabras era una copia de Sócrates entre
los italianos. Legó a sus hijos una digna fortuna familiar al morir en edad
avanzada, aunque con pleno vigor, causando infinito dolor a sus nobles
amigos, a su ciudad y a sus conciudadanos.
Antología Palatina, 7.363, posiblemente compuesto por el propio
ADRIANO

NOTA DE LOS TRADUCTORES


Las versiones castellanas de las citas de obras clásicas que se incluyen en el
texto proceden siempre directamente de sus fuentes originales.
PRÓLOGO

Es todo un reto que le pidan a uno escribir una historia de casi novecientos
años, especialmente cuando los testimonios son tan fragmentarios y diversos,
pero es un reto con el que he disfrutado mucho. No he dado por supuesta en el
lector ninguna familiaridad con el tema, pero espero que tanto los que la tienen
como los que no la tienen se sientan atraídos y entretenidos por lo que me ha
dado tiempo a estudiar en estas páginas. Abrigo la esperanza de que dejen el
libro, como me ha pasado a mí, con la sensación de lo variada que resulta esa
historia, pero al mismo tiempo de cuánta coherencia puede llegar a tener.
Espero también que haya partes en las que deseen profundizar, sobre todo
aquellas (y no son pocas) que me he visto obligado a comprimir.
No he seguido la presentación temática convencional de la civilización clásica
que analiza en un solo capítulo un determinado tema («Un mundo marcado por
los géneros», «Cómo se ganaban la vida») a lo largo de mil años. Por motivos
teóricos he preferido adoptar una estructura de tipo narrativo. Yo creo que las
relaciones de poder cambiantes, profundamente modificadas por los
acontecimientos, alteraron también el significado y el contexto de casi todos
esos temas y que dichos cambios se pierden de vista si se toman atajos
temáticos demasiado cómodos. Mi enfoque lo adoptan también actualmente
algunas áreas de la teoría médica («Medicina basada en pruebas»), de las
ciencias sociales («teoría de la coyuntura crítica») y de los estudios literarios
(«análisis del discurso»). Mi decisión se debe más bien al duro método histórico
consistente en hacer preguntas a los testimonios, interpretándolos a la luz de lo
que son (no de lo que no son) con el fin de sacar más jugo a lo que dicen y
teniendo siempre en cuenta los puntos de inflexión y las decisiones cruciales
cuyos resultados se vieron determinados, pero no predeterminados, por su
contexto.
He tenido que tomar duras decisiones y hablar poco de algunas áreas que creo
conocer bastante bien. Una parte de mí sigue mirando hacia Homero, pero otra
mira hacia los jardines siempre verdes de las inmediaciones de Lefkadia, en
Macedonia, donde mi tumba abovedada, decorada con pinturas de mis tres
grandes caballos, rosas de sesenta pétalos, bailarinas bactrianas y mujeres
aparentemente de la mitología, espera a ser descubierta en 2056 por los
diligentes éforos del Servicio Griego de Arqueología. He decidido dedicar un
poco más de espacio al relato de una época trascendental, los años
comprendidos entre 60 y 19 a.C. y ello no sólo por la importancia que tienen
para el papel de mi presunto lector, el emperador Adriano. Son además
sumamente decisivos incluso para mi mirada postmacedonia. Corresponden
además en buena parte a la época en que fueron escritas las cartas de
Cicerón, esa recompensa inagotable para todos los estudiosos de la historia
del mundo antiguo.
Estoy extraordinariamente agradecido a Fiona Greenland por la experta ayuda
que me prestó con las ilustraciones. Lo que describen las ilustraciones de la
obra es en su mayoría responsabilidad mía. Estoy también muy agradecido a
Stuart Proffitt por los comentarios que realizó a la Primera Parte y que me
obligaron a repasarla, y a Elizabeth Stratford por su experta labor como
correctora del manuscrito. Y sobre todo estoy agradecido a dos ex discípulos
míos que convirtieron el manuscrito en disco, primero a Luke Streatfeildy sobre
todo a Tamsin Cox, cuya pericia y paciencia han sido un apoyo esencial para la
elaboración del presente libro.
ROBÍN LANE FOX New College, Oxford

Prefacio - ADRIANO Y EL MUNDO CLÁSICO

El consejo y el pueblo de los ciudadanos de Tiatira... [decidieron]:


Inscribir este decreto en una estela de piedra y colocarla en la Acrópolis
(de Atenas) para que quede patente ante todos los griegos cuántos
beneficios ha recibido Tiatira del más grande de los reyes... [Adriano]
benefició a todos los griegos en general cuando convocó, como regalo
para todos y cada uno de ellos, un consejo de todos los helenos en la
ilustrísima ciudad de Atenas, la Benefactora... y cuando, con ese fin, [los
romanos] aprobaron [por decreto] del senado [el] venerabilísimo
Panhelenion e individualmente [Adriano concedió] a las tribus y a las
ciudades una participación en ese venerabilísimo consejo...

Inscripción encontrada en Atenas con un decreto de ca. 119/20 d. C.


acerca del Panhelenion de Adriano

El «mundo clásico» es el mundo de los antiguos griegos y romanos, unas


cuarenta generaciones anterior a la nuestra, pero capaz aún de suponer un
reto al compartir con nosotros una misma humanidad. La palabra «clásico» es
de origen antiguo: deriva de la palabra latina classicus, que se aplicaba a los
reclutas de la «primera clase», la infantería pesada del ejército romano. Lo
«clásico», pues, es «lo de primera clase», aunque no lleve ya una armadura
pesada. Los griegos y los romanos tomaron prestadas muchas cosas de otras
culturas, iranios, levantinos, egipcios o judíos, entre otros. Su historia enlaza a
veces con esas otras historias paralelas, pero es su arte y su literatura, su
pensamiento, su filosofía y su vida política lo que con razón se considera «de
primera clase» en su mundo y en el nuestro.
En esta larga historia del mundo, dos períodos y dos lugares han pasado a ser
considerados particularmente clásicos: por un lado la Atenas de los siglos V y
IV a.C. y por otro la Roma que va desde el siglo I a.C. hasta el año 14 d. C, el
mundo de Julio César y luego de Augusto, el primer emperador romano. Los
propios antiguos tenían esta perspectiva. En tiempos de Alejandro Magno ya
reconocían, como seguimos haciendo ahora nosotros, que algunos
dramaturgos de la Atenas del siglo V a.C. habían escrito obras «clásicas».
Durante la época helenística (ca. 330-30 a.C.) los artistas plásticos y los
escultores adoptaron un estilo clasicizante que tomaba como modelo al arte
clásico del siglo V. Posteriormente Roma, a finales del siglo I a.C. se convertiría
en el centro de ese arte y ese gusto clasicizantes, mientras que el griego
clásico, especialmente el ateniense, era ensalzado por su buen gusto frente a
los excesos del estilo «oriental». Los emperadores romanos posteriores
respaldaron ese gusto clásico y, con el paso del tiempo, añadieron una nueva
época «clásica»: la era del emperador Augusto, el personaje que fundó su
Imperio.
Mi historia del mundo clásico comienza con un clásico preclásico, el poeta
épico Homero, al que los antiguos, como siguen haciendo los lectores
modernos, consideraban un caso singular. Sus poemas son las primeras
manifestaciones de la literatura griega que se conservan. A partir de ese
momento, estudiaré cómo evolucionó y qué representó la Grecia clásica de los
siglos V y IV a.C. unos cuatrocientos años después de la fecha (probable) en
que vivió Homero (ca. 730 a. C). Luego pasaré a Roma y al desarrollo de su
propio mundo clásico, desde César hasta Augusto (desde ca. 50 a.C. hasta 14
d. C). Mi historia termina con el reinado de Adriano, emperador romano de 117
a 138 d. C, justo la época inmediatamente anterior al primer testimonio que se
nos ha conservado del empleo del término «clásico» para calificar a los
mejores autores: lo encontramos en la conversación de Frontón, tutor de los
hijos del sucesor de Adriano en Roma. 1 Pero ¿por qué la decisión de
detenerme en Adriano? Un motivo es que la «literatura clásica» termina con su
reinado, del mismo modo que comienza con Homero: en latín, el poeta satírico
Juvenal es su último representante reconocido por todo el mundo. Pero este
motivo es más bien arbitrario, determinado por un canon que cuesta trabajo
admitir a los aficionados a leer a autores posteriores y a cuantos abordan a los
autores de los siglos IV y V d. C. con mentalidad abierta. Un motivo más
relevante es que el propio Adriano fue el emperador con unos gustos
clasicizantes más evidentes. Dichos gustos pueden apreciarse en los planes
que desarrolló para la ciudad de Atenas y en muchos de los edificios cuya
construcción patrocinó, así como en ciertos aspectos de su carácter personal.
Él mismo se inspiraba conscientemente en un mundo clásico, aunque en sus
tiempos lo que llamamos el «mundo romano» ya había sido pacificado y su
extensión era enorme. Adriano constituye además un hito porque fue el único
emperador que llegó a tener una visión de primera mano de todo ese mundo,
una visión que nos habría encantado compartir. Durante la década de 120 y los
primeros años de la de 130 emprendió varios grandes viajes por un imperio que
se extendía desde Gran Bretaña hasta el mar Rojo. Pasó algún tiempo en
Atenas, el centro clásico de ese imperio. Viajó en barco y a caballo, pues a sus
cuarenta y tantos años era un jinete experimentado que aprovechaba cualquier
ocasión que se le presentara de salir de caza. Llegó hasta territorios muy
lejanos del Imperio Romano que ningún ateniense «clásico» había visitado
nunca. Tenemos la posibilidad verdaderamente única de seguir su itinerario
porque poseemos las monedas especialmente encargadas para la ocasión que
se acuñaron para conmemorar sus viajes. Incluso en lugares que no tienen
nada de clásicos estas piezas constituyen un testimonio vivo del sentido que
tenían Adriano y sus contemporáneos de su admirado pasado clásico. 2
Esas monedas muestran una imagen personificada de cada provincia del
Imperio Romano de Adriano, al margen de que la región en cuestión hubiera
tenido o no una época clásica. Muestran a Germania, que de clásica no tuvo
nunca nada, como una guerrera con los pechos desnudos y a Hispania,
también carente de pasado clásico, como una dama recostada en el suelo:
lleva en sus manos una gran rama de olivo, símbolo del excelente aceite de
oliva español, y un conejo a su lado, pues de todos era sabido lo prolíficos que
eran los conejos españoles. Buena parte de España y la totalidad de Germania
habían sido desconocidas para los griegos de la primera época clásica, pero
las hermosas efigies representadas en estas monedas las ponen en relación
con el gusto clásico al mostrarlas con elegantes rasgos clasicizantes. Detrás
del gusto de Adriano y de los artistas de la «Escuela Adrianea» que diseñaron
esas imágenes se oculta un mundo clásico cuya existencia ellos mismos
reconocían. Dicho mundo se basaba en el arte clásico de los griegos de
cuatrocientos o quinientos años atrás, cuyas grandes manifestaciones podían
admirar a sus anchas los romanos porque sus antepasados las habían
expoliado y se las habían traído a sus propios hogares y ciudades.
Esos grandes viajes a Grecia o Egipto, a la costa occidental de Asia o a Sicilia
y Libia dieron a Adriano la oportunidad de contemplar una panorámica global
del mundo clásico. Se detuvo en numerosos grandes escenarios del pasado,
pero mostró una veneración especial por Atenas. La consideró ciudad «libre» y
la hizo beneficiaría de muchos regalos, uno de los cuales fue una gran
«biblioteca», con centenares de columnas de mármoles raros. Concluyó las
obras del magnífico templo dedicado al dios Zeus Olímpico, comenzadas seis
siglos antes, pero nunca acabadas. Fue seguramente Adriano el que fomentó
la nueva empresa del sínodo de todos los griegos, el Panhelenion, superando
en este terreno incluso a Pericles, el estadista ateniense de época clásica. 3 El
plan consistía en que se reunieran en Atenas delegados venidos de todos los
rincones del mundo griego, y en que en adelante se celebrara cada cuatro años
una gran fiesta de las artes y del atletismo. A los atenienses del pasado se les
atribuían proyectos panhelénicos, pero éste sería incomparablemente
grandioso.
Los que idealizan el pasado suelen no entenderlo: al querer restaurarlo, lo mata
con su cariño. Adriano compartía, desde luego, los gustos tradicionales de los
aristócratas y reyes griegos del pasado. Le encantaba la cacería lo mismo que
a ellos; adoraba a su caballo, el gallardo Borístenes, al que honró componiendo
unos versos con motivo de su muerte en el sur de la Galia; 4 y sobre todo amó
al joven Antínoo, en una espectacular manifestación de «amor griego». Cuando
el muchacho murió prematuramente, Adriano erigió en Egipto una nueva
ciudad en su honor y fomentó su culto como dios en todo el imperio. Ni siquiera
Alejandro Magno había hecho tanto por el hombre al que amó toda su vida,
Hefestión. Lo mismo que su característica barba, estos elementos de la vida de
Adriano se hallaban profundamente enraizados en la cultura griega de tiempos
pretéritos. Pero él nunca podría ser un griego clásico, pues eran muchas las
cosas que lo rodeaban que habían cambiado desde los tiempos de la Atenas
de los grandes clásicos, por no hablar de los del Homero preclásico.
El cambio más perceptible era la difusión de la lengua. Casi mil años antes,
durante la juventud de Homero, el griego había sido sólo una lengua hablada,
sin tan siquiera alfabeto, y únicamente la utilizaban los habitantes de Grecia y
de las islas del Egeo. También el latín había sido sólo una lengua hablada,
originaria de una pequeña región de Italia situada en los alrededores de Roma,
el Lacio. Pero Adriano sabía hablar y leer en ambas lenguas, aunque las dos
ramas de su familia procedían del sur de España y las tierras de su padre se
hallaban situadas al norte de la actual Sevilla, a miles de kilómetros de Atenas
y del Lacio. Los antepasados de Adriano se habían establecido en España en
calidad de italianos de lengua latina, en recompensa por los servicios prestados
en el ejército romano casi trescientos años antes de que él naciera.
Descendiente de una familia latinohablante, Adriano no era «español» en
ningún sentido cultural. Se había criado en Roma y era partidario del estilo
arcaico de la prosa latina. Como otros romanos cultos, hablaba también griego:
lo llamaban incluso «grieguito» debido a su acendrada pasión por la literatura
helénica. Así pues, lejos de ser español, Adriano era una prueba viviente de la
cultura clasicizante común que caracterizaba a la clase más refinada del
imperio. El centro de ese mundo estaba en las viejas cunas de las lenguas
griega y latina, pero se extendía mucho más allá de sus fronteras. Como no
habría podido hacer nunca Homero, Adriano tendría la posibilidad de pasar por
Siria y Egipto hablando griego y de viajar a tierras tan lejanas corno, Britania
hablando latín.
Su mentalidad clasicizante le permitía contemplar un mundo de unas
dimensiones muy distintas del de Homero. Durante la primera época clásica,
Atenas, en el culmen de su apogeo, habría llegado a tener tal vez 300.000
habitantes en todo su territorio, la región del Ática, contando a los esclavos. En
tiempos de Adriano, el Imperio Romano tenía (según se ha calculado) una
población de unos sesenta millones de habitantes, y se extendía desde Escocia
hasta España y desde España hasta Armenia. Ningún otro imperio, ni antes ni
después, ha dominado sobre un territorio tan extenso, pero, según nuestra
escala actual, la totalidad de su población no superaba la de la moderna Gran
Bretaña. Dicha población se concentraba en manchas dispersas, llegando
quizá a rondar los 8 millones de almas en Egipto, 5 donde el Nilo y la cosecha
de grano permitían sostener una densidad tan elevada, y quizá al menos un
millón en la megaciudad de Roma, que se alimentaba y sostenía también
gracias a las cosechas de cereales de Egipto y a las exportaciones
procedentes de este país. Fuera de estos dos puntos, había grandes franjas
del imperio de Adriano que estaban muy poco pobladas para lo que son
nuestros parámetros. No obstante, en todas las provincias se requerían
destacamentos del ejército romano para mantener la paz. Durante sus viajes,
Adriano concedió mercedes a muchas ciudades, pero también tenía que
gobernar grandes zonas en las que sólo había aldeas, no ciudades
clasicizantes. Cuando fue necesario, ordenó levantar murallas a lo largo de
grandes extensiones de terreno con el fin de mantener a raya a los pueblos que
habitaban más allá del Imperio, proyecto que desde luego no tenía nada de
clásico. El ejemplo más famoso es el Muro de Adriano, al norte de Gran
Bretaña, que iba desde Wallsend, cerca de Newcastle, hasta Bowness. Aquella
barrera maciza medía unos tres metros de espesor y más de cuatro de altura,
estaba en parte revestida de piedra, cada kilómetro y medio había un fuerte,
entre fuerte y fuerte se levantaban dos torreones de vigilancia, y en el lado
norte se abría un foso de tres metros de profundidad y nueve de anchura. Hubo
otros «Muros de Adriano», aunque en la actualidad ninguno sea tan famoso
como éste. En el norte de África, más allá de los montes Aures, en la actual
Tunicia, Adriano aprobó la construcción de largas extensiones de murallas y
fosos cuya finalidad era controlar los contactos con los pueblos nómadas del
desierto a lo largo de una frontera de casi doscientos cincuenta kilómetros. En
el noroeste de Europa, en Germania Superior, se dio perfecta cuenta del
peligro que representaba la región: «Para cortar el paso a los bárbaros erigió
grandes postes clavados profundamente en el suelo y atados unos a otros
formando una especie de empalizada». 6
La construcción global de murallas no había formado nunca parte del pasado
clásico. En los días de mayor auge de Atenas, por no hablar de la época de
Homero, no había habido nunca un gobernante como Adriano, un emperador,
ni un ejército permanente como el de Roma, de unos 500.000 soldados
repartidos a lo largo de todo el Imperio. En la época clásica de Roma, a
mediados del siglo I a.C. tampoco había todavía emperador ni ejército
permanente. Adriano era heredero de unos cambios trascendentales que
habían transformado la historia de Roma. Veneraba el pasado clásico de
Grecia y Roma y, allá donde fuera, visitaría sus grandes reliquias. ¿Pero
entendía el contexto en el que se había desarrollado, cómo había evolucionado
y cómo había surgido su propio papel de emperador?
Desde luego Adriano era famoso por su pasión por las «curiosidades» y su
estudio. 7 En el curso de sus viajes, subió a la cima del volcán Etna, en Sicilia, y
a otras montañas igualmente singulares, consultó antiguos oráculos de los
dioses, y visitó las maravillas turísticas del antiguo Egipto, periclitado hacía ya
mucho tiempo. Debido a esa mentalidad de turista, se convirtió además en una
especie de urraca cultural, que se apropiaba de todo lo que veía y luego lo
imitaba. De regreso en Italia, construyó cerca de Tivoli una villa de enormes
proporciones, compuesta por distintos elementos que aludían explícitamente a
los grandes monumentos culturales del pasado griego antiguo. La villa de
Adriano era un vasto parque temático que contenía edificios que evocaban
Alejandría y la Atenas clásica. 8
En esa villa, a la muerte de su amado Antínoo, se dedicaría a escribir su
autobiografía. No se conserva casi nada de ella, pero podemos suponer que
contenía cariñosos tributos a su joven amado y al mismo tiempo pasajes que
contribuyeran a enaltecer su propia imagen urbana. A Adriano le interesaba la
filosofía y tal vez, a la manera epicúrea, se consolara a sí mismo del temor de
la muerte. 9 Lo que no habría hecho habría sido analizar los cambios históricos
que pudieran ocultarse tras todo lo que había visto a lo largo de sus viajes,
desde Homero hasta la Atenas clásica, desde la magna Alejandría de Alejandro
Magno hasta el antiguo esplendor de Cartago (ciudad que fue rebautizada con
el nombre de Adrianópolis en su honor). Tomó como modelo al primer
emperador romano, Augusto, pero parece que nunca se preguntó cómo éste
había impuesto en Roma un gobierno de un solo hombre tras más de
cuatrocientos años de preciada libertad.
El presente libro pretende contestar a estas cuestiones para Adriano, y para los
numerosos herederos de esa devoción suya, para aquellos que viajan al
mundo clásico, contemplan los lugares clásicos y están dispuestos a reconocer
que existió una «época clásica», incluso frente a las afirmaciones de que ha
habido muchas más culturas en el mundo. Es una selección de cuestiones
significativas e interesantes y de lo que menos se habla en él es de los temas
que menos le habrían interesado a Adriano: de los diversos reinos griegos
surgidos tras la muerte de Alejandro Magno y, sobre todo, de los años de la
república romana comprendidos entre la destrucción de Cartago (146 a.C.) y
las reformas del dictador Sila (81-80 a. C). En cambio, la Atenas de Pericles y
Sócrates y la Roma de César y Augusto reclaman su máxima atención, como
puntales «clásicos» del pasado al que tan unido se sentía Adriano.
Los historiadores del propio imperio de Adriano no desconocían los cambios
que se habían producido desde aquellos tiempos. Algunos intentaron
explicarlos y sus respuestas no se limitaron a enumerar las victorias militares o
a los distintos miembros de la familia imperial de Roma. La historia del mundo
clásico es en parte la invención y el desarrollo de la propia historiografía. En la
actualidad, los historiadores intentan aplicar a la interpretación de esos
cambios sofisticadas teorías relacionadas con la economía y la sociología, la
geografía y la ecología, las teorías de clase y de género, el poder de los
símbolos o los modelos demográficos por poblaciones y grupos de edad. En la
Antigüedad, esas teorías nuestras no tenían una manifestación explícita o ni
siquiera existían. En cambio, los historiadores tenían sus propios temas
favoritos, entre los cuales destacaban especialmente tres: la libertad, la justicia
y el lujo. Nuestras teorías modernas pueden profundizar en esos temas
explicativos de los antiguos, pero no suplantarlos por completo. He decidido
destacar esos tres porque estaban en la mente de los actores de la época y
constituían un elemento importante de la forma que tenían de ver los
acontecimientos, aunque resulten insuficientes para nuestra manera de
entender los cambios históricos.
Cada uno de ellos es un concepto flexible cuyo radio de acción varía. La
libertad, por ejemplo, comporta elección y para mucha gente en la actualidad
implica autonomía o facultad de tomar decisiones independientes. La
«autonomía» es una palabra inventada por los griegos antiguos, pero para ellos
tenía un contexto político claro: empezó siendo la palabra empleada para
designar el autogobierno de una comunidad, un grado protegido de libertad
frente a un poder exterior que era lo bastante fuerte como para infringirla. La
primera aplicación de la palabra a un individuo que se conserva se refiere a
una mujer, Antígona, en el drama que lleva su nombre. 10 La libertad era,
además, un valor político, pero en todo momento se veía acentuada por el
estatus contrario, la esclavitud. A partir de Homero, todas las comunidades
valorarían la libertad frente a los enemigos, que, por lo demás, habrían querido
esclavizarlas. Dentro de una comunidad, la libertad se convirtió luego en un
valor de las constituciones políticas: cualquier otra alternativa era calificada de
«esclavitud». Ante todo, la libertad era el preciado estatus de los individuos que
se diferenciaban de los esclavos, susceptibles de ser comprados y vendidos.
Pero, al margen de la esclavitud, ¿en qué consistía la libertad de un individuo?
¿Requería libertad de palabra o libertad para adorar a los dioses que cada uno
quisiera? ¿Era la libertad de vivir como a cada uno le apeteciera, o
simplemente una libertad frente a cualquier injerencia? ¿Cuándo se convertía
la «libertad» en perverso «libertinaje»? Estas cuestiones ya habían sido
estudiadas en tiempos de Adriano, que, entre todos sus súbditos, fue aclamado
como libertador y como dios por los griegos.
El concepto de justicia había sido discutido igualmente. Los gobernantes,
empezando por el propio Adriano, se arrogaban el título de justos, e incluso en
tiempos de Homero se hablaba de comunidades «justas» idealizadas. ¿Estaba
la justicia en manos de los dioses o la cruda realidad era que la justicia no era
un valor determinante de las relaciones de las divinidades con los mortales?
Los filósofos se habían preguntado desde hacía mucho tiempo qué era la
justicia. ¿Era «dar a cada uno lo que se le debe» o era recibir cada individuo su
merecido, quizá como consecuencia de su comportamiento en una vida
anterior? ¿Era justa la igualdad? Y en tal caso, ¿qué clase de igualdad? ¿Lo
«mismo para todos y cada uno» o una «igualdad proporcional», que variaba
según la riqueza y la clase social de cada individuo? 11 ¿Qué sistema la
garantizaba? ¿Uno de leyes aplicadas por jurados de ciudadanos elegidos al
azar, o bien uno de leyes aplicadas y creadas por un solo juez, acaso un
gobernador o incluso el propio emperador? Adriano dedicó gran parte de su
energía a juzgar y atender peticiones, y ésa es la faceta a través de la cual lo
conocemos mejor. Se conservan algunas respuestas a ciudades y súbditos de
su imperio que los interesados se encargaron de conmemorar en
inscripciones. 12 Otros decretos suyos han sobrevivido en diversas colecciones
latinas de dictámenes legales. Existe incluso una colección aparte de
«dictámenes» de Adriano, que son las respuestas dadas por el emperador a
diversos peticionarios y que fueron reunidas en forma de ejercicios escolares
para su traducción al griego. 13 En la época clásica griega, ni Pericles ni
Demóstenes habían contestado a las peticiones de nadie ni habían dado
respuestas que tuvieran fuerza de ley.
Lo mismo que la justicia y la libertad, el lujo era un término con una historia
muy flexible. ¿Dónde empieza exactamente el lujo? Según la novelista Edith
Wharton, el lujo es la adquisición de algo que no se necesita, ¿pero dónde
acaban las «necesidades»? Para la diseñadora de modas Coco Chanel, el lujo
era un valor más positivo, cuyo contrario, solía decir, no es la pobreza, sino la
vulgaridad; en su opinión «el lujo no es ostentoso». Desde luego es un
concepto que invita a utilizar dobles raseros. A lo largo de la historia, desde
Homero hasta Adriano, fueron aprobadas leyes destinadas a limitarlo y los
pensadores lo consideraron algo muelle o corruptor o incluso subversivo desde
el punto de vista social. Pero las variedades del lujo y su demanda fueron
multiplicándose a pesar de las voces levantadas en su contra. En torno al lujo
podemos escribir toda una historia de los cambios culturales facilitada por la
arqueología, que nos proporciona pruebas de su extensión, ya sean las
cuentas de lapislázuli importadas del mundo prehomérico (por su origen, todas
ellas procedentes del nordeste de Afganistán) o de los rubíes de Oriente
Próximo importados a partir de la época de Alejandro (tras su análisis, se ha
demostrado que procedían en último término de Birmania, entonces
desconocida).
En tiempos de Adriano y su pasión por el clasicismo, las libertades políticas de
la pasada época clásica se habían visto muy mermadas. La justicia, a nuestros
ojos, se había vuelto menos justa, pero, en cambio, los lujos, desde los
alimentos al mobiliario, habían experimentado una gran proliferación. ¿Cómo
se habían producido esos cambios y cómo, en todo caso, se relacionaban unos
con otros? Habían tenido lugar en un ambiente marcado intensamente por la
política, pues el contexto de poder y de derechos políticos fue modificándose
de manera tumultuosa a lo largo de las generaciones, hasta un punto que sitúa
esta época al margen de los siglos de monarquía u oligarquía de gran parte de
la historia subsiguiente. Si se hace un estudio temático de esta época, por
capítulos dedicados al «sexo», «el ejército» o «la ciudad-estado», el período en
cuestión se ve reducido a una unidad estática falsa, y la «cultura» queda
desgajada de su contexto formativo, las relaciones de poder cambiantes y
contrapuestas. Por eso nuestra historia sigue el hilo de un relato cambiante,
dentro del cual esos tres temas principales tienen unas resonancias asimismo
cambiantes. A veces es una historia de grandes decisiones, tomadas por
individuos (varones), pero siempre en un escenario de miles de vidas
individuales. Algunas de esas vidas, ajenas a la «gran narración», las
conocemos por las palabras que se inscribieron en materiales duraderos, las
vidas de los atletas victoriosos o los orgullosos propietarios de caballos de
carrera cuyos nombres se conservan, la señora de la ciudad natal de Alejandro
Magno que escribió una maldición contra el amante que ella deseaba y contra
la muchacha a la que éste prefería, Tétima («¡Que no se case con otra más
que conmigo!»), o el infortunado propietario de un lechoncillo que había ido
corriendo junto al carro de su amo por la carretera de Tesalónica, para ser
atropellado en Edesa y perecer en un accidente en un cruce de caminos. 14
Decenas de personajes de este estilo salen a la luz cada año en las
inscripciones griegas y latinas recientemente estudiadas, cuyos fragmentos
exigen a los especialistas agudizar su talento al máximo, pero cuyo contenido
realza la diversidad del mundo antiguo. Desde Homero hasta Adriano, nuestro
conocimiento del mundo clásico no ha dejado de evolucionar, y el presente
libro es un intento de seguir sus puntos de mayor interés como Adriano, el gran
viajero global de aquel mundo, no pudo seguir nunca.

Primera parte - EL MUNDO GRIEGO ARCAICO

En la Grecia continental (y estamos tratando de la tradición continental),


la época arcaica fue un tiempo de extrema inseguridad personal. Los
diminutos estados con exceso de población estaban sólo empezando a
superar la miseria y el empobrecimiento que habían dejado tras de sí las
invasiones dorias, cuando surgieron nuevas dificultades: la crisis
económica del siglo VII arruinó clases enteras, y fue seguida, a su vez,
por los gran des conflictos políticos del VI que convirtieron la crisis
económica en asesina lucha de clases ... Tampoco es accidental que
sea en esta época cuando la ruina que amenaza a los ricos y poderosos
se convierte en un tema tan popular para los poetas...
E. R. DODDS, The Greeks and the Irrational (1951), 54-55

La íntima relación personal que mantenían las clases más elevadas de


la época supuso una fuerza tremenda que facilitó la rapidez
verdaderamente pasmosa con que se produjeron los cambios
introducidos por aquel entonces; en el ámbito intelectual parece que la
clase alta no se arredró ante prácticamente ninguna novedad. Con una
apertura mental y una falta de prejuicios sorprendente fue el sostén de la
expansión cultural que subyace a los grandes logros de la época clásica
y de gran parte de la civilización occidental posterior. La superstición y la
magia de la primitiva Época Oscura se abrieron paso hasta los tiempos
plenamente históricos ... Ese pasado, ejemplificado en la épica, no fue
repudiado en sus aspectos más fundamentales, pero los escritores, los
artistas y los pensadores se sintieron perfectamente libres para explorar
y ensanchar sus horizontes. La causa inmediata fue sin duda alguna el
dominio de la vida que ejercía la aristocracia.

CHESTER G. STARR, The Economic and Social Growth of Early


Greece, 800-500 BC (1977), 144

Capítulo 1 - LA ÉPICA HOMÉRICA

Así habló [Príamo] y le infundió [a Aquiles] el deseo de llorar por su


padre. Le tocó la mano y retiró con suavidad al anciano. El recuerdo
hacía llorar a ambos: el uno a Héctor, matador de hombres, lloraba sin
pausa, postrado ante los pies de Aquiles; y Aquiles lloraba por su propio
padre y a veces también por Patroclo...
HOMERO, Ilíada 24.507-511

En el año 125 d. C, durante su viaje a Grecia, Adriano se detuvo en el oráculo


más famoso de la Hélade, Delfos, y planteó a su dios la pregunta más difícil:
¿Dónde había nacido Homero y quiénes eran sus padres? Los propios
antiguos habrían dicho: «Empecemos por Homero», y hay muy buenas razones
para que también una historia del mundo clásico empiece por él.
No es que Homero pertenezca a «los albores» de la presencia de los griegos
en Grecia ni a los orígenes de la lengua griega: pero para nosotros es un buen
comienzo porque sus dos grandes poemas épicos, la Ilíada y la Odisea, son los
primeros textos griegos de gran extensión que se conservan. En el siglo VIII
a.C. (época en la que la mayoría de los especialistas datan la vida de Homero),
tenemos los primeros testimonios del empleo del alfabeto griego, el utilísimo
sistema de escritura en el que se conservaron sus poemas. El ejemplo más
antiguo existente hoy día data de la década de 770 a.C. y, con pequeñas
variaciones, ese mismo alfabeto sigue utilizándose hoy día para escribir el
griego moderno. Antes de Homero habían sucedido muchas cosas en Grecia y
en el Egeo, pero durante los cuatro siglos anteriores a su época no se había
utilizado la escritura para nada (excepto en mínima proporción en Chipre). La
arqueología es la única fuente de nuestros conocimientos sobre este período,
una auténtica «edad oscura» para nosotros, aunque no tuviera nada de
«oscura» para los que vivieron en ella. Los arqueólogos han avanzado mucho
en los conocimientos que ahora podemos tener de esta época, pero la
escritura, basada en el alfabeto, proporciona al historiador una nueva
multiplicidad de testimonios.
No obstante, los poemas de Homero no son historia y no hablan de su propia
época. Tratan de héroes míticos y de sus hazañas en la guerra de Troya y
después de la conclusión de este conflicto, que los griegos se imaginaban que
había tenido lugar en Asia. Había existido, en efecto, una gran ciudad llamada
Troya («Ilion») y es posible que se hubiera producido realmente una gran
guerra como ésa, pero el Héctor, el Aquiles y el Odiseo de Homero no son
personajes históricos. Para los historiadores, el valor de esos grandes poemas
es bastante distinto: ponen de manifiesto un conocimiento de un mundo real, el
trampolín desde el cual podemos imaginar un mundo épico de leyenda aún
más grandioso, y son el testimonio de unos valores que se dan por supuestos,
pero que también se manifiestan directamente. Nos hacen pensar en los
valores de su primitivo público griego, dondequiera que estuviera y fueran
quienes fuesen los que lo integraran. Ponen ante nosotros asimismo los
valores y la mentalidad de muchos otros hombres posteriores pertenecientes al
que sería nuestro mundo «clásico». Y es que los dos grandes poemas
homéricos, la Ilíada y la Odisea, fueron en todo momento las grandes obras
maestras. Fueron admirados desde los tiempos de su autor hasta la época de
Adriano e incluso hasta el fin de la Antigüedad de forma ininterrumpida. Los
episodios de la guerra de Troya que se cuentan en la Ilíada, la cólera de
Aquiles, su amor por Patroclo (que no se dice abiertamente que tuviera un
carácter sexual) y la muerte de Héctor siguen estando entre los mitos más
famosos del mundo, mientras que los relatos de la Odisea acerca del regreso
de Odiseo a su patria, su esposa Penélope, los Cíclopes, Circe y las Sirenas
siguen formando parte de los primeros años de muchas personas. La Ilíada
culmina con un gran momento de dolor humano y de tristeza compartida,
manifestado en la entrevista de Aquiles y el anciano Príamo, cuyo hijo ha
perecido a manos del primero. La Odisea es la primera representación
conocida de la nostalgia, a través de la añoranza de Odiseo, que desea
regresar a su tierra natal. La obra nos ofrece casi al final un encuentro con la
dolorosa vejez, cuando Odiseo llega a la casa de su anciano padre Laertes,
que continúa trabajando tenazmente en su huerto y no puede creer que su hijo
siga vivo.
Los poemas describen un mundo de héroes que «no son como los mortales de
ahora». A diferencia de los griegos de la época de Homero, sus héroes llevan
fabulosas armaduras, gozan abiertamente de la compañía de los dioses, que
adoptan forma humana, utilizan armas de bronce (no de hierro, como los
contemporáneos de Homero) y van en carro al campo de batalla, donde luego
combaten a pie. Cuando Homero describe una ciudad, habla de un palacio y un
templo unidos en una misma construcción, aunque ambos edificios nunca
coexistieron en el mundo del poeta ni de su público. Desde luego ni él ni su
audiencia consideraban ese «mundo» épico básicamente suyo, sino un poco
más grandioso. No obstante, sus costumbres y su marco social,
particularmente los de la Odisea, parecen demasiado coherentes para ser sólo
la confusa invención de un poeta. Se ha sostenido la existencia de una realidad
subyacente tras la comparación del «mundo» de los poemas con otras
sociedades más recientes carentes de escritura, por ejemplo la de la Arabia
preislámica o la de las tribus de Nuristán, al nordeste de Afganistán. Existen
semejanzas en la práctica, pero las comparaciones globales de este tipo son
difíciles de controlar, y el método más convincente consiste en defender el uso
de la realidad que hacen los poemas comparando algunos aspectos de los
mismos con contextos griegos posteriores a la época de Homero. Las
analogías en este sentido son muchísimas, desde la costumbre del intercambio
de regalos, que sigue siendo tan importante en las historias de Heródoto (ca.
430 a.C.) hasta los modelos de oraciones o de ofrendas a los dioses, que
persisten en la práctica religiosa griega a lo largo de toda la historia, o los
valores e ideales que configuran las tragedias griegas compuestas en la Atenas
del siglo V . En consecuencia, leer a Homero no es sólo verse arrastrado por el
pathos y la elocuencia, por la ironía y la nobleza: es entrar en un mundo social
y ético que resultaba conocido a la mayor parte de los grandes personajes
griegos posteriores a él, ya hablemos del poeta Sófocles o de aquel gran
amante de Homero que fue Alejandro Magno. En la Atenas clásica de finales
del siglo V , el general Nicias, hombre acaudalado y de talante conservador,
obligaba a su hijo a estudiar de memoria los poemas homéricos. Es indudable
que no era el único de los jóvenes de su clase que Participaba de ese
aprendizaje: el noble desdén de los héroes por las Multitudes probablemente
siguiera vivo en muchos de ellos.
Homero, pues, siguió siendo importante en el mundo clásico que se desarrolló
más tarde. No obstante, se dice que el emperador Adriano prefería a un oscuro
poeta erudito, Antímaco (ca. 400 a. C), que escribió una vida de Homero.
Empezando por Homero podemos corregir la travesura de Adriano; lo que no
podemos es responder a su pregunta acerca de los orígenes del poeta.
Por mucho que el dios de Delfos conociera la respuesta, sus profetas desde
luego no la revelaron. En todo el mundo griego había ciudades que afirmaban
ser la patria natal del poeta, pero en realidad no sabemos nada de su vida. Sus
poemas, la Ilíada y la Odisea, fueron compuestos en un dialecto poético
artificial que se adaptaba a su complejo verso, el hexámetro. La lengua de los
poemas hunde sus raíces en los dialectos que reciben el nombre de «griego
oriental», pero un poeta habría podido aprenderla en cualquier sitio: era una
herramienta de trabajo de los poetas que componían sus obras en hexámetros,
no una modalidad de griego hablado habitualmente. Es más sugestiva la tesis
que sostiene que cuando la Ilíada utiliza símiles de la vida cotidiana, a veces
hace referencia a lugares o comparaciones específicas del mundo del «griego
oriental», correspondiente a la franja costera de Asia Menor. Esas
comparaciones tenían que resultar familiares a su público. Quizá el poeta y sus
primeros oyentes vivieran realmente allí (en la actual Turquía) o en cualquiera
de las islas adyacentes. Más tarde, ciertas tradiciones relacionarían a Homero
con la isla de Quíos, parte de cuya costa es fielmente descrita en la Ilíada.
Otras tradiciones lo relacionaban con Esmirna (la actual Izmir), situada enfrente
de Quíos, ya en el continente asiático.
La cronología de Homero también ha sido muy discutida. Muchos siglos
después, cuando los griegos intentaron datar su figura, la situaron en fechas
que coinciden con las nuestras, entre ca. 1200 y ca. 800 a.C. Estas fechas eran
demasiado tempranas, pero nosotros sabemos, cosa que los teóricos griegos
no podían saber, que los poemas homéricos hacían referencia a unos lugares y
palacios incluso más antiguos, con una historia anterior al año 1200 a.C.
Describen la antigua Troya y hacen alusión a lugares concretos de la isla de
Creta: en la Grecia continental hablan de un mundo de reyes en Micenas o
Argos, hogar de Agamenón. La Ilíada ofrece un extenso y detallado «catálogo»
de las ciudades griegas que enviaron tropas a Troya; empieza con la zona
situada en las inmediaciones de Tebas, en el centro de Grecia, e incluye varios
topónimos desconocidos en el mundo clásico. Los arqueólogos han recuperado
los restos de grandes palacios en Troya (donde las excavaciones más
recientes están ampliando nuestras ideas acerca de las dimensiones del lugar),
en Creta y en Micenas. Recientemente han encontrado también cientos de
tablillas escritas en Tebas. Podemos datar esos palacios en fecha muy antigua,
los de Creta en la época «minoica» (ca. 2000-1200 a.C.), y los de la Grecia
continental en la «micénica» (ca. 1450-ca. 1200 a.C.). En realidad, en la
actualidad podemos afirmar que tal vez fuera Tebas, y no Micenas, el centro de
ese mundo. 15 En esa época «micénica» el griego era hablado ya ampliamente
y escrito en un sistema de escritura silábica por escribas que trabajaban en los
palacios. En ese mismo período los griegos también viajaban ya a Asia, pero,
que sepamos, no realizaron ninguna gran expedición militar. Gracias a la
arqueología sabemos hoy día de la existencia de una época de esplendor ya
perdido, pero Homero no habría podido conocerla en detalle. El «catálogo» de
la Ilíada es la única excepción. Aun así, el poeta disponía sólo de relatos
orales, en los cuales, después de quinientos años, no se reflejaba ni una sola
de las realidades sociales. Unos cuantos detalles micénicos acerca de
determinados lugares y objetos habían quedado enclavados en expresiones
poéticas que Homero había heredado de sus predecesores analfabetos. Los
años de formación de sus grandes relatos heroicos fueron probablemente ca.
1050-850 a.C. cuando la escritura se había perdido y no existía todavía el
alfabeto griego. En cuanto al mundo social de los poemas, se basaba en una
época más próxima a la de Homero (ca. 800-750 a.C.): el «mundo» de sus
poemas es bastante distinto de todo lo que puedan sugerir la arqueología o los
testimonios de los escribas de los antiquísimos palacios «micénicos».
En la actualidad, las fechas que dan los especialistas para Homero varían entre
ca. 800 a.C. y ca. 670 a.C. La mayoría, empezando por mí, optaría por ca. 750-
730 a.C. y desde luego sería anterior al poeta Hesíodo (fl. 710-700 a.C.): al
menos estamos casi seguros de que la Odisea es posterior a la Ilíada, cuya
trama argumental presupone. ¿Pero hubo un Homero o dos, uno para cada
poema? Los textos que ahora leemos probablemente fueran objeto de arreglos
y añadidos en algunos pasajes, pero al menos existió un único poeta
monumental que realizó esa labor. La trama principal de cada poema es
demasiado coherente para que hayan evolucionado a lo largo de los siglos
como una especie de «Homero del pueblo», cual si de una bola de nieve se
tratara- Los recitadores profesionales o rapsodas siguieron ejecutando los
Poemas en la Grecia arcaica, pero es indudable que ellos no crearon el grueso
de las obras. En mi opinión, esos recitadores, a diferencia de Homero, habían
memorizado los versos que recitaban: se habían aprendido de memoria un
texto que se remontaba a la época del poeta principal. No creo que el propio
Homero escribiera sus poemas: fue, pienso yo, un verdadero poeta oral,
heredero de otros poetas analfabetos anteriores. Sin embargo, fue el primer
poeta «épico» de verdad, el que concentró sus larguísimos cantos en torno a
un solo hilo conductor. Sus antecesores, como sus sucesores de menor talla,
habrían cantado un episodio tras otro, sin tener nunca el don de la unidad a
gran escala que poseía Homero. Es posible incluso que tengamos la trama de
uno de esos poemas orales anteriores a Homero, cuyo protagonista es el héroe
Memnón, oriundo de la oscura Etiopía. Si originalmente el personaje principal
era él, el canto heroico griego más antiguo que se conoce habría tratado de un
héroe negro.
Durante el siglo VIII empezó a difundirse por el mundo griego el nuevo invento,
el alfabeto. No fue creado para escribir los grandes poemas de Homero, pero
fue utilizado (probablemente por sus herederos cuando él estaba todavía vivo)
para conservarlos. Eran tan buenos que disponer de un texto fijo de ambas
obras habría dado lugar a muchas ganancias en el futuro. En tal caso, buena
parte de lo que se nos ha conservado probablemente sea la versión dictada por
el propio autor. Los poemas son bastante largos (15.689 versos la Ilíada, y
12.110 la Odisea), pero es muy poco verosímil que alcanzaran esa extensión
sólo durante el proceso de dictado por el propio poeta, emprendido con el fin de
asegurar su conservación. Eran asimismo demasiado extensos para haber sido
compuestos para su ejecución en el curso de un banquete, pues se necesitan
dos o tres días para escucharlos en su integridad. Cabe suponer que fueran
compuestos inicialmente para alguna fiesta (se sabe que en época posterior las
fiestas griegas reservaban varios días para la celebración de certámenes
poéticos, incluso en tiempos de Adriano). 16 Tal como se nos han conservado,
no están dirigidos a ninguna familia de mecenas ni a ninguna ciudad-estado en
concreto. Una gran fiesta encajaría perfectamente con ese aspecto
«panhelénico» general: quizá a un Homero, famoso por haber ganado ya
numerosos premios, se le concediera vía libre en una de esas fiestas, sin tener
que competir con ningún rival.
Los dos poemas, las primeras grandes manifestaciones de la literatura griega,
abordan ya los temas del lujo, la libertad y la justicia. Homero no utiliza la
palabra empleada posteriormente en griego para «lujo» (truphel), ni ningún otro
término que exprese su desaprobación. Antes bien, adorna su grandioso
mundo épico con descripciones de lujosos palacios de oro, plata y bronce.
Habla de maravillosas labores de plata de Levante, de esclavas habilidosas en
la talla del marfil, de collares de cuentas de ámbar, de tejidos y decenas de
hermosas túnicas, todo un precioso almacén de objetos de valor. Los tesoros
de las arcas donde los nobles guardaban sus vestidos se han perdido, pero por
lo demás podemos comparar algunos de esos artículos de lujo (aunque no los
palacios de fantasía) con los hallazgos arqueológicos cada vez más
numerosos, sobre todo con los que han aparecido en contextos de los siglos IX
y VIII a.C. Los héroes y los reyes de Homero no están «corrompidos» por el
lujo: luchan en inolvidables combates a muerte por su honor, y, como Odiseo,
son capaces de realizar con sus propias manos trabajos prácticos de la vida
cotidiana. Los lujos que los rodean son objetos aislados que causan verdadero
asombro. Da la impresión de que ni Homero ni su público nadan «hoy día» en
la abundancia y el lujo, pero que dan por supuesta su existencia en un
exquisito mundo de reyes.
Algunos lujos resultan muy atractivos para las mujeres retratadas en los
poemas: los collares de ámbar son especialmente tentadores. Cuando son
vendidas como cautivas, las mujeres también pueden convertirse en artículos
de lujo y llegar a costar veinte bueyes. Pero en general los poemas representan
a la mujer con una cortesía que es bastante distinta de la sañuda visión que de
ella tienen los pequeños labradores en la poesía casi contemporánea de
Hesíodo. En la Odisea, Penélope y Odiseo expresan realmente su amor, como
una pareja que lograr al fin reunirse; el gran dolor de Laertes, el padre de
Odiseo, es la reciente muerte de su esposa. Es totalmente incierto, por tanto,
que los griegos nunca imaginaron que un hombre pudiera amar a su mujer ni
que el «amor romántico» en el mundo griego sea siempre el amor de un
hombre por otro hombre. La épica homérica constituye un emotivo tributo a la
felicidad conyugal. También Hesíodo reconoce el valor de una buena esposa, a
pesar de que sea bastante rara, pero es él, no Homero, el que describe a la
primera mujer, Pandora, como causa involuntaria de las penalidades y las
enfermedades que en adelante tendrán que sufrir todos los hombres mortales.
La libertad constituye asimismo un valor trascendental para los personajes de
ambos poemas. En una ocasión, en un pasaje incomparable, Héctor se
imagina el momento en que pueda celebrarse la libertad, se levante la «crátera
de la libertad», llena indudablemente de vino, y Troya sea «libre», una vez
derrotados sus enemigos. Por otro lado, está el «día de la esclavitud» que
arrebata al hombre casi todos sus poderes. 17 La «libertad», pues, es una
«libertad de...»: de los enemigos que puedan matar Y esclavizar a una
comunidad, y de la «esclavitud», la condición de absoluto sometimiento en la
que los hombres son comprados y vendidos como objetos. También en la
poseía de Hesíodo se supone que los esclavos forman parte del estilo de vida
del campesino helénico, y en griego hay numerosas palabras para designarlos.
No podemos señalar ningún tiempo anterior a la época clásica en el que no
existiera entre los griegos la esclavitud, la posesión de unos seres humanos
por otros.
Los héroes, a menudo reyes, pueden llegar a quejarse de otro rey o autoridad,
pero no ansían verse «libres» de la monarquía. Dan por descontada su libertad
de hacer lo que quieran ante su propio pueblo. Los nobles podrían ser
esclavizados y vendidos por un enemigo, pero no les preocupa la idea de estar
«esclavizados» a la voluntad de otro noble dentro de su comunidad. Tampoco
están interesados en apoyar la libertad de palabra de todo el mundo dentro de
dicha comunidad ni en conceder una libertad igualitaria a todos los que no
pertenecen a su clase. En el mundo de la épica no hay ninguna asamblea
pública en la que se depositen votos, ni se celebran reuniones porque haya
derecho a celebrarlas, independientemente de que quiera o no convocarlas un
rey o un noble. En la Ilíada, cuando Odiseo reúne al ejército griego habla con
amabilidad y respeto a los reyes y a los «varones eminentes». Cuando ve a un
hombre del pueblo que, como es propio de esa gente, «grita» de forma
desaforada, le da un empujón con su bastón y le dice en tono grave que se
siente y espere a que hablen los que son mejores que él. Cuando el insolente
Tersites se atreve a insultar y criticar al rey Agamenón, Odiseo lo golpea con su
cetro y hiere a aquel deslenguado feo y deforme y al que puede aplicarse
cualquier calificativo menos el de heroico. Al verlo, la concurrencia de soldados
estalla en una «dulce carcajada», aunque también se sienten «indignados»: por
lo que se sienten «indignados» es por la desfachatez de aquel hombre
lenguaraz y feo y por todo el jaleo que ha organizado, no por la forma en que lo
ha golpeado el héroe. 18 Los poemas presentan el dominio indiscutible de una
aristocracia heroica. No fueron compuestos como reacción ante un mundo real
en el que ese dominio estaba siendo puesto en entredicho.
No obstante, la justicia también es un valor en su mundo, como ejemplifican los
remotos «abios», un pueblo «justo» que habita al norte de Ilion y hacia el que el
dios Zeus desvía la mirada para no seguir viendo la guerra de Troya. El rapto
de la bella Helena, esposa de Menelao, por París supone un quebrantamiento
de la ley de la hospitalidad y los dioses acabarán castigándolo. En la Odisea,
los dioses prefieren explícitamente la justicia a las iniquidades de los hombres;
en la Ilíada se dice que Zeus envía violentas tormentas otoñales para castigar a
«los hombres que en la plaza dictan sentencias torcidas abusando de su poder
y destierran la justicia sin ningún miramiento». 19 Sólo en una ocasión vemos un
proceso de justicia humana en acción e, independientemente de cómo
entendamos lo que está pasando, apunta a otras posibilidades que no son la
voluntad autocrática de un héroe. En el canto XVIII de la Ilíada Homero imagina
por nosotros las maravillosas escenas que el dios herrero Hefesto labra en el
escudo de Aquiles. En una parte de éste, aparecen representados dos
individuos que litigan por la «pena» que debe aplicarse por la muerte de un
hombre. La multitud los jalea y tiene que ser contenida por los heraldos. En
asientos de piedra bien pulidos están reunidos los ancianos que participan en
el proceso. «En medio de ellos había dos talentos de oro en el suelo, para
regalárselos al que pronunciara la sentencia más recta». 20
Los detalles de esta escena de justicia en acción siguen estando oscuros y, por
lo tanto, son objeto de controversia. ¿Discuten los litigantes sobre si debe
pagarse o no un precio por la muerte del hombre? Se dice que quieren obtener
el fallo de un árbitro u «hombre entendido», pero entonces ¿qué pintan los
ancianos en el proceso? Parece que Homero representa a los ancianos
portando los «cetros de los heraldos»: ¿Son los ancianos que luego se
adelantan y pronuncian sentencias «uno tras otro»? Pero si es así, ¿quién es el
«hombre entendido»? Parece que los circunstantes animan unos a una parte y
otros a otra: ¿Es quizá el grupo el que decide con sus gritos qué anciano es el
«entendido» y el que ha pronunciado la mejor sentencia? Los litigantes
tendrían entonces que aceptar la opinión del orador agraciado con el favor del
pueblo. Este, a su vez, recibiría los «dos talentos de oro» expuestos en medio
de la asamblea.
No aparece ni un solo rey en la escena y por lo tanto da la impresión de ser
una invención de Homero basada en el modelo de algún acto presenciado por
él mismo en su propia época, en la que ya no existía la monarquía. Un
asesinato era un acontecimiento espectacular, de interés evidente para el
pueblo en general. La presencia del pueblo y su ruidosa participación son
seguras en esta escena de administración de justicia, que es la más antigua
conservada en griego. El público de Homero seguramente reconocería los
detalles, pero un logro de los tres siglos siguientes sería el sometimiento de
este proceso a leyes escritas y a jurados formados por gente corriente. Como
veremos, los «dos talentos» serían debidamente quitados de en medio de
estos procedimientos tanto en Atenas y otras muchas ciudades griegas como
también, al menos en teoría, en los procesos judiciales de Roma.

Capítulo 2 - LAS COLONIAS GRIEGAS

Esto pactaron y prestaron juramento en este sentido, los que se


quedaron aquí [en Tera] y los que se echaron a la mar con el fin de
fundar la colonia, y lanzaron maldiciones tanto contra los que se
establecieran en Libia como contra cuantos se quedaran aquí si no
cumplían el pacto y no se atenían a él. Fabricaron figurillas de cera y las
quemaron y conjuntamente hombres y mujeres, muchachos y doncellas,
repitieron la maldición, de suerte que quien no se atuviera al pacto y
rompiera el juramento se derritiera y fuera aniquilado como las figurillas,
él, sus descendientes y sus bienes, y que a quienes se atuvieran al
pacto y respetaran el juramento, tanto si emigraban a Libia como si se
quedaban en Tera, les fuera todo bien, a ellos y a sus descendientes.

Juramento de los colonos que fundaron Cirene, ca. 630 a.C. (según la
inscripción reproducida en ca. 350 a.C.)

En los poemas de Homero el principal contexto social de los héroes en sus


respectivas patrias es el palacio. En tiempos de Homero, si lo datamos
después de ca. 760 a.C. ya no podían encontrarse en Grecia esos palacios.
Los últimos edificios de aquel esplendor épico habían sido los de la lejana
época «micénica» y habían tenido un violento final enea. 1180 a.C.
Hay indicios, sin embargo, de un contexto social distinto, especialmente en la
Odisea: lo que ahora llamamos la polis o «ciudad-estado» o «estado de
ciudadanos». Cuándo surgió exactamente la polis sigue siendo una cuestión
muy discutida debido a la falta de testimonios, si exceptuamos los que nos ha
proporcionado hasta ahora la arqueología. Algunos estudiosos modernos
verían en ella la heredera directa de las grandes fortalezas amuralladas de la
época micénica, en torno a las cuales (según esta tesis) se habrían reagrupado
los supervivientes formando un nuevo tipo de comunidad. Otros verían en ella
una iniciativa posterior, un elemento más de una recuperación más
generalizada de los niveles de población, riqueza y organización a lo largo del
siglo IX a.C. Otros, a su vez, la retrasarían incluso más, proponiendo que las
primeras poleis habrían sido fundadas en una nueva fase de colonización en
ultramar: al enfrentarse a la necesidad de empezar de nuevo, esos colonos
habrían inventado un nuevo tipo de organización social, la «ciudad-estado»,
que habría comenzado en Sicilia hacia 730 a.C.
La definición de polis es también bastante vaga, variando entre «asentamiento»
y «comunidad», usos que están los dos bien atestiguados en Grecia. El sentido
distintivo de la polis, en mi opinión, es el de «estado de ciudadanos»: El líder
del grupo de investigación más reciente que se ha especializado en ella la
define como «una pequeña comunidad de ciudadanos sumamente
institucionalizada y con capacidad de autogobierno, cuyos integrantes viven
con sus mujeres y sus hijos en un centro urbano y su hinterland, junto con otros
dos tipos de población: los extranjeros libres (a menudo llamados «metecos») y
los esclavos...». 21 Esta definición nos recuerda acertadamente que una polis no
era una «ciudad» (podía incluso ser pequeñísima) y que no era simplemente un
centro urbano: su población estaba repartida por un territorio rural que podía
incluir numerosas aldeas (el territorio de los atenienses contaba en ca. 500 a.C.
con unas ciento cuarenta aldeas de ésas). Hace hincapié asimismo en las
personas, los «ciudadanos», más que en su territorio. Curiosamente, una polis
podía perdurar en este sentido aun cuando estuviera fuera de su territorio
original: durante unos cuarenta años, en el siglo IV a.C. los hombres de Samos
estuvieron desterrados de su isla natal, pero siguieron presentándose a sí
mismos como «los samios». O digamos más bien que eso era lo que hacían los
hombres: las mujeres vivían en poleis y con frecuencia era importante el hecho
de que pertenecieran a una familia de ciudadanos, pero ellas no eran
plenamente ciudadanas con derechos políticos.
Si subrayamos el sentido de la palabra polis como comunidad, podemos ir
siguiendo los cambios que experimentaron los derechos políticos de su
población masculina: en el siglo IX a.C. un «ciudadano» no tenía desde luego
los mismos derechos que aquellos de los que gozaban muchos en el siglo V
a.C. (época clásica). Los temas de la «libertad» y la «justicia» desempeñan un
papel importante en esos cambios. Esencialmente, la polis era una comunidad
de guerreros, varones que tenían la obligación de luchar por ella. Una vez más,
se producirían cambios en lo tocante a quién luchara más y a la forma en que
lo hiciera: los «varones de la polis» no eran sólo guerreros y a menudo ni
siquiera estaban demasiado dotados para la guerra, pero la mayoría de ellos
tendrían que enfrentarse a la probabilidad de combatir en una o dos batallas
por su polis. En los cambios experimentados por los estilos de lucha, el «lujo»
desempeñaría a veces cierto papel.
En mi opinión, las poleis surgieron en momentos distintos en los distintos
rincones de Grecia, pero desde luego lo hicieron antes de la década de 730
a.C. y lo más probable es que se formaran ca. 900-750 a.C. En tiempos de
Adriano, esto es mil años después, se calcula que las «ciudades-estado» de
tipo polis albergaban a unos 30 millones de personas, la mitad
aproximadamente de la población que, según se cree, tenía el Imperio
Romano. La combinación de una ciudad principal, un territorio rural y unas
cuantas aldeas seguiría siendo la tónica general, aunque los derechos políticos
de los habitantes de esos tres elementos variaran con el tiempo y también de
un lugar a otro. Si Adriano hubiera echado cuentas, le habrían salido
probablemente unas 1.500 poleis, aproximadamente la mitad de las cuales se
encontraban en lo que actualmente es Grecia, Chipre y la costa de Asia Menor
(hoy Turquía). Estas 750 poleis eran en su mayoría ciudades-estado de la
época clásica de los griegos. Las otras habían sido fundadas en territorios que
iban desde España hasta el noroeste de la India (en tiempos de Alejandro).
Durante los siglos IX y VIII a.C. los griegos de Grecia y de las islas del Egeo
establecieron muchas más aldeas en los territorios de las que cada vez con
más frecuencia podríamos identificar como poleis. Fue un proceso de
colonización local, no de migración a larga distancia. Más tarde, a partir de ca.
750 a.C., varias de esas poleis empezaron a enviar colonos a nuevas poleis en
ultramar. La colonización en ultramar fue un aspecto constante de la civilización
griega: en tiempos de Adriano, como en la actualidad, vivían más griegos fuera
del territorio de Grecia, pobre y disperso, que los que vivían en él. Ya en los
tiempos de los palacios micénicos los griegos habían viajado a Sicilia, al sur de
Italia, Egipto y la costa de Asia, estableciéndose incluso en el aplazamiento de
lo que luego sería Mileto. 22 Más tarde, ca. 1170 a.C. el fin de las ciudades-
palacio habría llevado a algunos emigrantes a establecerse en Oriente y en
particular en Chipre. Posteriormente, quizá ca. 1100-950 a.C. nuevos
emigrantes originarios de la costa este de Grecia cruzaron el Egeo, y unos se
quedaron en las islas que pueblan este mar, mientras que otros se
establecieron en la costa occidental de Asia Menor. Estos griegos orientales
fijaron su residencia en lugares que luego se convertirían en poleis
mundialmente famosas, como Éfeso o Mileto. La arqueología demuestra que
uno de esos emplazamientos, Esmirna, tenía murallas y mostraba ya claros
signos, a mi juicio, de ser una polis allá por 800 a.C.
El «mundo griego», pues, había ido cambiando su radio de acción
considerablemente, incluso antes de la época en que vivió Homero. En el siglo
VIII a.C. no existía ningún país llamado simplemente «Grecia». ni siquiera un
país con las fronteras nacionales de la Grecia actual: en Homero, el nombre
actual de Grecia, Helias, Hélade, designa sólo una zona concreta de Tesalia.
Sin embargo, había una lengua griega común hablada en muchos lugares que
se dividía en unos cuantos dialectos (los más significativos son tres: eolio,
jónico, y dorio): la comunicación entre los hablantes de los distintos dialectos
griegos no constituía un problema significativo. Detrás de cada polis griega
había asimismo unas agrupaciones similares, las phulai, término que solemos
traducir de manera harto equívoca por «tribus». Una vez más, la uniformidad
de estas phulai es curiosamente mayor que su diversidad: en las comunidades
dóricas existían tres «tribus» particulares, mientras que en las jonias había
cuatro. Resulta sorprendente que cuando los griegos cruzaron el Egeo y
emigraron a la costa de Asia Menor a partir de ca. 1100 a.C. se llevaran
consigo el dialecto concreto que predominaba en la zona de «Grecia» que
habían ocupado hasta entonces y reprodujeran también las mismas «tribus». A
los modernos especialistas, en medio de las confusiones étnicas de nuestra
época, les gusta plantear la cuestión de si existió o no una «identidad griega»
y, si en efecto existió, cuándo lo hizo. En la «época oscura», antes de Homero,
los griegos tenían todos ellos más o menos los mismos dioses y hablaban una
lengua bastante similar. Al enfrentarse a nuestra pregunta postnacionalista
típicamente moderna: «¿Sois griegos?», tal vez habrían vacilado, pues
probablemente ellos no la habrían formulado nunca en unos términos tan
tajantes. Pero básicamente habrían respondido que sí, pues eran conscientes
de tener rasgos culturales comunes como la lengua y la religión. En la época
micénica, algunos reinos orientales escribían ya acerca de los «Ahhijawa» de
allende los mares, sin duda alguna los «aqueos» del mundo griego. 23 En los
poemas homéricos, esos pueblos ya son «panaqueos»; la «grecidad» no es
una invención tardía, posthomérica.
Entre ca. 900 y 780 a.C. sin embargo, la actividad colonizadora de los griegos
en ultramar ya no resulta tan evidente. Lo que no cesó en ningún momento
fueron los viajes de los griegos, justamente lo que Homero nos cuenta de su
héroe Odiseo y sus compañeros. En su caso se trata del accidentado viaje de
regreso por mar a su patria desde Troya, pero resulta sorprendente que los
peregrinos no intenten nunca establecer una colonia por el camino (aunque
muchas poleis griegas de Occidente afirmarían más tarde, erróneamente, que
eran el emplazamiento de tal o cual lugar de «cuento de hadas» por el que
habían pasado los héroes en su ajetreada travesía). El viaje de Odiseo fue
«pre-colonial». Gracias a la arqueología, sabemos hoy día bastante más
acerca de los verdaderos viajeros «pre-coloniales» que se movieron de un lado
para % otro en tiempos de Homero e incluso antes. Procedían sobre todo de
las islas griegas del Egeo oriental, situadas tentadoramente cerca de los reinos
más civilizados del Oriente Próximo. En los siglos IX y VIII a.C. Creta, Rodas y
las colonias griegas de Chipre fueron importantes puntos de arranque para
esos viajes, pero, a juzgar por la cerámica griega que acompañaba a los
viajeros, los asentamientos más importantes se encontraban en la isla de
Eubea, frente a la costa oriental de Grecia. Los historiadores griegos de época
posterior olvidaron el alcance de esos viajes asiáticos de los eubeos y los
arqueólogos han empezado a seguirles la pista de manera continuada
únicamente en los brillantes estudios realizados durante los últimos cuarenta y
cinco años. Actualmente podemos rastrear las escalas realizadas por esos
eubeos en la costa de Chipre y de Levante, incluida la gran ciudad de Tiro (ya
en ca. 920 a. C): en Israel se ha encontrado una copa euboica, cerca del mar
de Galilea, en un contexto que probablemente date de ca. 900 a.C.
Esos viajes dieron lugar, una vez más, a colonizaciones propiamente dichas.
En ca. 780 a.C. podemos detectar la presencia de griegos de Eubea entre los
primeros ocupantes de una pequeña colonia costera, Al Mina, al norte de Siria.
Poco después, los eubeos aparecen en el otro extremo del Mediterráneo
griego, como visitantes de la costa oriental de Sicilia y como colonos de la isla
de Ischia, en la bahía de Nápoles. En Ischia, una serie de excelentes
excavaciones han convertido su asentamiento en el punto crucial de los
estudios modernos, pero cabe suponer que con anterioridad los eubeos
establecieran estaciones intermedias en el estrecho de Otranto, entre el
sudeste de Italia y la actual Albania. Los eubeos también se establecieron en la
costa del norte de África, como atestiguan los nombres antiguos de algunas
islas situadas frente al litoral de Tunicia. Los metales, especialmente el cobre y
el estaño, con los que se fabrica el bronce, eran uno de los atractivos de esos
viajes de los eubeos tanto a Oriente como a Occidente. A cambio, llevaban su
cerámica pintada (copas, tinajas y platos, aunque, según los testimonios de
que disponemos en la actualidad, a Occidente no llevaran platos). Quizá
también sacaran beneficio del transporte de productos de otros lugares de
Grecia menos emprendedores. Puede que también llevaran consigo vino, que
tal vez transportaran en pellejos. Desde el siglo V a.C. el vino griego era
importado en grandes cantidades a Levante: en el siglo XIX d. C. el volumen de
las importaciones de vino griego de Eubea, concretamente de la ciudad de
Koumi (la antigua Cumas), hasta Estambul seguía siendo considerable.
Sicilia, Libia, Chipre y Levante eran puntos de contacto de los eubeos antes de
ca. 750 a.C. y todos estos lugares son famosos como escenario de las
actividades y contactos de los héroes que viajan en los poemas de Homero. En
su camino hacia el oeste, los eubeos y otros griegos se detendrían también en
la isla de Itaca, la patria de Odiseo en Homero. Los viajes de los griegos del
siglo IX y de mediados del VIII fueron importantes, pues, para algunos detalles
relacionados con los viajes marítimos que aparecen en la poesía homérica. La
propia Eubea fue el escenario de otro gran acontecimiento poético, ca. 110 a.
C: la victoria de Hesíodo (a juicio de la mayoría de los especialistas, más joven
que Homero) en un certamen poético con una obra que probablemente fuera
su Teogonía o «Nacimiento de los Dioses». Como correspondía al público que
otorgaba el premio, el poema hablaba ampliamente sobre unas leyendas
tomadas acaso por los eubeos de los pueblos que conocieron en Oriente en el
curso de sus viajes. Pues en tiempos de Homero y Hesíodo los griegos no
viajaban desde luego a tierras desiertas, y por supuesto no eran los únicos que
surcaban los mares. Los levantinos a los que los griegos llamaban «fenicios»
(«la gente de la púrpura», por su habilidad en la fabricación de cierto tinte de
este color) también cruzaban el Mediterráneo de un extremo a otro. En ca. 750-
720 a.C. esos fenicios habían llegado por el oeste hasta la costa del sur de
España e incluso habían pasado el estrecho de Gibraltar. También ellos habían
ido hasta allá atraídos por los metales preciosos, en especial por los filones de
plata del lejano oeste. El ejemplo de los fenicios probablemente espoleara a los
griegos a reanudar la colonización en ultramar, en vez de limitarse a hacer
viajes de ida y vuelta. Entre mediados y finales del siglo IX a.C. los «fenicios»
de Tiro y Sidón ya habían fundado dos «nuevas ciudades» en tierras extrañas,
que llamaron «Kart Hadasht». Una era la actual Lárnaca, junto al lago de sal
que lleva su nombre, en la costa de Chipre; la otra «Kart Hadasht» (que
nosotros llamamos «Cartago») se hallaba en el cabo Bon, en la actual Tunicia.
Sesenta años aproximadamente después de la fundación de esas «nuevas
ciudades» fenicias, también los griegos se establecieron en Occidente, en la
isla de Ischia, donde había asimismo presencia levantina; desde allí, los
colonos griegos se trasladaron a la costa de la Península Italiana y fundaron
Cumas, dándole el nombre de una polis de Eubea que ya conocemos. A partir
de mediados de la década de 730 dio comienzo un torrente de fundaciones de
colonias griegas en la fértil costa oriental de Sicilia: estas colonias suponen a
todas luces una nueva fase de la historia de la emigración griega. Mientras
tanto, las zonas más alejadas del Mediterráneo occidental, incluida España y
el» norte de África, eran colonizadas por los fenicios: probablemente se
desarrollara una rivalidad creciente entre fenicios y griegos y desde el siglo VI
a.C. el Mediterráneo occidental sería considerado cada vez con mayor celo por
los fenicios su coto privado, en especial por los que se habían establecido en
Cartago. Los griegos, en cambio, se asentaron en las costas del sur de Italia y
de la moderna Albania. En su órbita del Egeo, continuaron colonizando las
costas del norte, el litoral de Macedonia y la península Calcídica (uno de cuyos
tres dientes es el Monte Athos). Se adentraron incluso en el inhóspito mar
Negro, algunos de cuyos ríos eran ya conocidos por Hesíodo: con el tiempo,
esos centros se desarrollarían hasta convertirse en poleis, probablemente al
principio sólo en la costa meridional, pero luego también más al norte. El norte
de África y Egipto también atrajeron el interés de los griegos. En ca. 630 a.C.
un pequeño grupo de helenos se había establecido en Libia, en la comarca
extraordinariamente fértil de Cirene. En Egipto, otros habían empezado ya a
colonizar el brazo occidental del Delta del Nilo. En el arco de dos siglos el
mapa de Grecia se había transformado por completo, especialmente desde que
las primeras colonias establecidas en una región empezaron a fundar colonias
secundarias en esa misma zona. En 550 a.C. podían contarse más de sesenta
grandes colonias griegas en ultramar, desde el sudeste de España hasta
Crimea, y casi todas ellas pervivirían en forma de poleis durante siglos.
Por entonces nadie escribía libros de memorias ni de historia, y por lo tanto
cualquier estudio de los motivos del establecimiento de esas colonias tiene que
recurrir a fuentes escritas muy posteriores, que suelen añadir a su relato
elementos típicos del cuento popular y la leyenda. Con demasiada frecuencia
aluden a una «sequía», indicio de cólera divina, como causa de la emigración.
Había también historias de aventuras fortuitas, intervenciones divinas o incluso
invitaciones enviadas a los griegos por los gobernantes del país de destino de
los emigrantes. En términos más generales, podemos presumir que los
informes acerca de la existencia de buenas tierras y vecinos fáciles de
conquistar llegaron a Grecia con los primeros piratas y comerciantes griegos
que empezaron a pisar el territorio de Sicilia, Italia o la costa meridional del mar
Negro desde ca. 110-140 a.C. En su tierra natal, las comunidades griegas
estaban dominadas por pequeñas aristocracias que controlaban la mayor parte
de la tierra y se beneficiaban de ella; desde luego la necesitaban si querían dar
pasto a sus numerosos caballos, habida cuenta de la extraordinaria importancia
de estos animales. En las comunidades griegas más abiertas al exterior
probablemente se produjera también un aumento apreciable de la población
entre mediados y finales del siglo VIII. Ese aumento no tendría por qué haber
supuesto un incremento notable del número total de habitantes: como siempre,
las familias griegas habrían contado con la muerte de muchos de sus hijos (la
mitad o más de todos los nacimientos, según los cálculos más modernos),
mientras que los supervivientes que sobraran seguramente fueran expuestos
en la mayoría de las comunidades. En el mejor de los casos, los niños
expuestos eran recogidos y criados como esclavos en otro lugar. Pero desde
luego la distribución de los niños supervivientes entre las distintas familias
debió de ser muy desigual. Las familias menos prolíficas podían hacerse con
un hijo y heredero de sus bienes por medio de la adopción, pero aun así, las
más prolíficas tendrían siempre un hijo o dos de sobra. Éstos no habrían
llegado a la edad adulta para convertirse en menesterosos obligados a andar
errantes: oficialmente las familias griegas siempre dividían sus haciendas entre
los hijos, pero extraoficialmente los herederos varones podían seguir viviendo
de la hacienda familiar si accedían a compartir su explotación hasta la siguiente
generación. Pero es indudable que la existencia de mejores oportunidades en
tierras lejanas habría resultado muy atractiva a muchos hijos de esas familias.
Como siempre, habría habido además unos cuantos individuos impopulares
entre los aristócratas y unos cuantos agitadores potenciales entre las clases
humildes. Cuando llegaran noticias de la existencia de buenas tierras en el
extranjero, a la clase dirigente le habría parecido interesante elegir a un líder
noble, reunir de manera voluntaria u obligatoria a unos cuantos colonos no
deseados y enviarlos a buscar fortuna lejos de su comunidad. Muy de vez en
cuando se habla de alguna sacerdotisa emprendedora que colaboró en el
establecimiento de una colonia ultramarina, pero probablemente las mujeres
griegas se quedaran por lo general en su tierra. En Libia y en la costa del mar
Negro se recordaba cómo los primeros colonos griegos habían tomado por
esposas a mujeres de la región. Aquí, como indudablemente en muchos otros
sitios, los futuros ciudadanos de las colonias griegas debieron de tener unos
orígenes étnicos mixtos.
Incluso en la década de 730 a.C. esas colonias ultramarinas eran empresas
oficiales. Los nombres de los fundadores griegos fueron recordados, entre
otras cosas porque seguirían siendo celebrados en las «fiestas de los
fundadores». La marcha y la llegada de los colonos iban acompañadas además
de ritos religiosos. Antes de partir, se pedía el consejo de los dioses griegos en
alguno de sus oráculos. La pregunta más habitual era si convenía más irse o
quedarse; aun cuando la empresa saliera mal, los participantes en ella sabrían
que la alternativa habría sido peor. La fuente de consejos más importante era el
santuario del dios Apolo en Delfos, aunque el oráculo establecido en esta
localidad fuera un culto relativamente reciente en la Grecia central (no anterior
a ca. 800 a.C). En Asia Menor, ciudades fundadoras de colonias, como por
ejemplo Mileto, recurrieron a un oráculo más cercano, a saber el del santuario
de Apolo en Dídima.
Las poleis fundadoras dejaban en sus colonias una impronta que a menudo se
nos hace patente. Fundadores y colonos gozaban a veces de derechos de
ciudadanía recíprocos en la comunidad de origen y en el nuevo asentamiento,
pero incluso cuando no era así, a menudo podemos deducir los orígenes del
principal grupo de ciudadanos fundadores sin que nos ayude la
correspondiente leyenda de fundación. Y es que los nombres propios
escogidos por los colonos, el calendario adoptado en la colonia, las costumbres
sociales, y los cultos religiosos revelan su lugar de origen. Estos colonos no
eran los viajeros y comerciantes ocasionales de la época «pre-colonial», y los
motivos de su envío oficial en busca de nuevas tierras rara vez eran
comerciales. Al llegar a su destino, los colonos griegos a veces expulsaban a
los nativos que residían en las inmediaciones, cosa que difícilmente habrían
hecho unos presuntos comerciantes. En ocasiones oímos hablar incluso del
reclutamiento oficial de colonos en la metrópoli y de la prohibición
(absolutamente impensable en el caso de unos mercaderes) de regresar a ella
durante varios años. En un caso, se nombraron «honderos» que recibieron la
orden de apostarse en la costa de la polis fundadora con la memorable misión
de rechazar a pedradas a los colonos que intentaran volver a su patria. 24
Fundamentalmente, la colonización en ultramar venía a atajar la posibilidad de
que se desarrollaran disturbios en la ciudad de origen que desembocaran en
una exigencia de reforma de la distribución desigual de la tierra. En la
metrópoli, una pequeña clase de nobles poseía la mayor parte de la tierra
disponible y cobraba «cánones» a los propietarios de las demás tierras. En una
colonia nueva, los colonos más humildes podían quizá gozar de un mayor
grado de libertad y de una sensación de vida más justa que la que habían
conocido en su patria. En torno a la colonia solía haber unos pocos extranjeros
casi indefensos que podían ser sometidos y utilizados como mano de obra
forzosa: esos esclavos disponibles sobre el terreno probablemente atenuaran
las exigencias impuestas a los griegos de clase más humilde. Una nueva
colonia ofrecía también la posibilidad de planificar y diseñar la disposición del
emplazamiento: algunas colonias del sur de Italia y de Sicilia constituyen los
testimonios más antiguos que conocemos de planificación urbana. Los templos,
la «plaza o centro de reunión» (ágora), el altar a la diosa del Hogar y,
posteriormente, los espacios para hacer ejercicio físico y pruebas de atletismo,
serían algunos de los sellos característicos de cualquier colonia griega. En casi
toda Sicilia, el sur de Italia y Libia, serían las tierras de cultivo lo que
definitivamente fueran a buscar los colonos. Sin embargo, fueron más
numerosos aún los griegos que a finales del siglo VII salieron de Grecia con el
fin de establecer colonias a orillas del mar Negro, sobre todo en la costa norte,
particularmente hostil. Hasta allí, con un clima y unas condiciones que nada
tenían que ver con las de Grecia, probablemente los atrajeran también los
recursos de la zona, entre otros el grano de Crimea, fácil de exportar. El acceso
al interior del país por vía fluvial sin duda alguna sería también importante,
entre otras para las colonias griegas de la costa del sur de Francia (ca. 600-550
a. C), una de las cuales fue Masilia (la actual Marsella), no lejos de la
desembocadura del Ródano. Más al oeste, en la costa de España, una nueva
colonia recibió descaradamente el nombre de «Mercado», Emporion (de donde
viene su actual nombre, Ampurias). En Egipto, algunos griegos decidieron
establecerse en el Delta del Nilo, en una polis llamada Náucratis que les
concedió en ca. 570 a.C. el faraón reinante, deseoso de que no se dispersaran
por sus tierras. Había además griegos que iban y venían e intercambiaban sus
productos por las riquezas de Egipto, empezando por el grano y la sosa
utilizada para lavar la ropa.

Algunas «metrópolis», como Corinto o Mileto, fueron fundadoras prolíficas, e


indudablemente las clases dirigentes de una y otra ciudad se dieron perfecta
cuenta de que les convenía que determinadas zonas fueran colonizadas por
sus conciudadanos o por aliados potenciales, sobre todo para asegurarse las
rutas comerciales de la zona y el acceso a las fuentes de valiosos productos.
Lo que impresiona en todos los casos es la capacidad de adaptación de los
colonos griegos. A diferencia de los «caballeros» británicos, carentes por
completo de sentido práctico, que se establecieron en Jamestown, en la costa
de Norteamérica, o de los españoles pendencieros que dejó Colón en La
Española, todos los griegos, plebeyos y aristócratas por igual, como Odiseo y
sus compañeros, se pusieron manos a la obra y obtuvieron unos resultados
prácticos excelentes. No se conoce ninguna colonia que fracasara por
incompetencia.
Una consecuencia evidente de esta colonización fue la difusión de , la lengua y
la escritura griega. El alfabeto griego debía en realidad su origen a los viajes de
los helenos a ultramar: procedía del estudio atento que realizaron aquellos
viajeros de la escritura de sus vecinos fenicios en Oriente Próximo,
probablemente ca. 800-780 a.C. Su inventor fue algún eubeo que viajara a
Chipre, Creta o el norte de Siria. Este alfabeto fue adaptado luego por otros
pueblos no griegos, los frigios en Asia y los etruscos en Italia, que lo utilizaron
para representar por escrito sus propias lenguas. Como los griegos viajaban
con su alfabeto, el resultado fue un incremento enorme de la difusión del griego
escrito, leído y hablado por todo el Mediterráneo. Muchos siglos después,
Adriano sería un beneficiario de esta circunstancia durante sus viajes.
Se produjo asimismo un notable aumento de los lujos conocidos. Las nuevas
colonias griegas ocupaban muchos paisajes y microclimas nuevos que poseían
riquezas naturales especiales, más valiosas que las de Grecia. Se descubrió
que las llanuras del norte de Italia y las estepas situadas al norte del mar Negro
producían magníficas razas de caballos. Junto a la bahía de Nápoles, en las
tierras húmedas que rodeaban Cumas se cultivaba un lino excelente que podía
ser tejido para fabricar lienzos finos y buenas redes de caza. 25 En Libia, y más
concretamente en Cirene, los colonizadores descubrieron un lugar
especialmente idóneo para la producción de azafrán, una riqueza muy preciada
de la isla de la que procedían, Santorini, y que tenía muchísimo valor para la
fabricación de tintes, perfumes y para usos culinarios. 26 Descubrieron también
una valiosa planta llamada «silfio», con la que comerciaban en ultramar. El
silfio probablemente estuviera emparentado con alguna variedad de hinojo,
pero su identidad exacta sigue siendo objeto de discusión. 27 Por otra parte,
había carencias importantes: en Sicilia no había minas de plata, en la ribera
norte del mar Negro no había olivos, y en la costa meridional de este mismo
mar no había sal. Las especialidades y deficiencias locales fomentaron los
vínculos comerciales entre las distintas colonias, no sólo con la metrópoli, sino
también a través de las importantes redes establecidas entre unas y otras.
Allí donde había un suelo fértil, regado por buenos ríos, se desarrollaron, como
bien es sabido, muchas de esas nuevas colonias. El lujo de Acragante (la
actual Agrigento), al sudeste de Sicilia, llegó a hacerse famoso y en su
momento de máximo esplendor (ca. 420 a.C.) se dice que en ella residían casi
200.000 inmigrantes no ciudadanos. 28 Los griegos que habitaban en ella eran
célebres por sus «lujosas» piscinas, y por los cisnes y aves canoras que tenían
como mascotas. Pero más famosa aún fue la colonia griega de Síbaris, en el
sur de Italia, fundada ca. 720 a.C. y que prosperó continuamente hasta su
destrucción en ca. 510 a.C. Su gentilicio, «sibarita», sigue siendo el término
proverbial para designar al amante del lujo. Se ha sugerido que la población de
la fértil llanura de Síbaris probablemente llegara a los 500.000 habitantes en su
momento de mayor apogeo (ca. 550 a. C): de ser así, el lugar habría dejado
pequeñas a Esparta o al Ática, zonas en las cuales concentran su atención
actualmente la mayoría de los especialistas en la historia de la Grecia
arcaica. 29 Más tarde se contarían anécdotas maravillosas acerca del
refinamiento de sus habitantes, como pretexto para explicar su destrucción. Se
dice que los sibaritas habían prohibido la presencia de gallos en la ciudad
porque los molestaban mientras dormían; inventaron los orinales, que llevaban
consigo a los simposios (fiestas en las que sólo se bebía); concedían premios a
los mejores cocineros; enseñaban a los caballos de los destacamentos de
caballería a bailar al son de la flauta (posiblemente una especie de número de
circo); y fueron los griegos de Síbaris los que inventaron lo que hoy día
llamamos baños turcos.
Vistos desde la perspectiva de los nativos, los primeros colonos griegos tenían
más bien pocas cosas nuevas o deseables que llevar a sus colonias, excepto la
poesía, la cerámica pintada, el atletismo y su utilísimo alfabeto. Querían a toda
costa aceitunas para su dieta y a menudo introdujeron por primera vez en
muchas regiones el olivo. También querían tener vino, pero con mucha
frecuencia este producto ya había llegado antes de que lo hicieran ellos. A
través de los primeros contactos de los etruscos con la costa del sur de
Francia, el primer vino que se bebió en este país fue «italiano». A mediados del
siglo V , sin embargo, un griego del cabo de Antibes escribió dos versos en una
piedra negra tallada en forma de pene: «Soy el señor Placentero, servidor de la
sagrada diosa Afrodita». 30 La primera persona que en Francia dejó constancia
de su valía como gran amante fue, por lo tanto, un griego.
El contacto con tantos pueblos no griegos, desde España hasta Crimea, no
habría venido sino a exacerbar el sentido que pudieran tener los colonos de su
identidad de griegos. Tendrían asimismo un profundo concepto de afinidad con
las lejanas poleis griegas que habían fundado sus ciudades. En ca. 650 a.C.
encontramos por primera vez la palabra panhellenes, «todos los griegos
juntos»; en ca. 570 los residentes griegos de Náucratis, en el Delta del Nilo,
tenían un templo especial, el «Helenion». A lo largo y ancho del Mediterráneo,
la colonización había contribuido a reforzar la identidad griega subyacente de
los colonos. Dentro de este contexto, el orgullo griego local era por supuesto
muy fuerte. Cuando Adriano visitó la colonia griega de Cirene, en el norte de
África, alabó a sus ciudadanos por hacer referencia a su reacción con la
antigua Esparta y a los oráculos del dios Apolo que habían guiado hasta allí a
los primeros colonos. 31 Esos oráculos tenían por entonces siete siglos y medio
de antigüedad, y la relación con los espartanos se suponía que era todavía
más antigua. Pero los cireneos seguían enorgulleciéndose de todo ello: el
mundo griego ampliado fue configurándose por medio de esos mitos de
parentesco y afinidad, dentro de un sentido de «helenidad» que compartían
tanto las colonias como las poleis madres.

Capítulo 3 - LOS ARISTÓCRATAS

Feliz el que posee hijos queridos, caballos de pezuña sin hendir, perros
de caza y un huésped en tierra extraña...
SOLÓN, F23 (West)

Buscamos, oh Cirno, carneros, asnos y caballos de buena raza, y todo el


mundo quiere que se apareen con hembras de pura sangre; en cambio,
a un hombre noble no le importa casarse con una villana, hija de un
villano, con tal que le lleve muchas riquezas.
TEOGNIS (ca. 600-570 a.C), vv. 183-186

En lo que hoy día llamamos Grecia, las metrópolis de esas colonias no eran
sociedades «sin Estado». Ya en el siglo VIII a.C. esas poleis autóctonas tenían
magistrados y consejos de gobierno capaces de decretar y coordinar el
establecimiento de una colonia en el extranjero. Podían asimismo imponer
multas y diezmos, concluir tratados de paz y declarar guerras. Pero los
hombres que las dirigían pertenecían todos a una clase muy reducida: los
pequeños grupos que la integraban tenían nombres aristocráticos, como, por
ejemplo, los Eupátridas, la casta de los atenienses nobles, o los Baquíadas,
nombre de la familia más destacada de Corinto. Sus actitudes sociales y su
estilo de vida constituían en su mundo la imagen predominante del poder:
modelaron incluso a su imagen y semejanza la idea que los griegos tenían de
sus dioses. En el monte Olimpo, los dioses de Homero consideran a los
mortales más o menos como los aristócratas, en el mundo de Homero,
consideraban a sus inferiores desde el punto de vista social. A medida que fue
cambiando el pensamiento moral de los griegos, cambiaron también sus ideas
acerca de los dioses, pero las aficiones culturales de los primeros aristócratas
persistieron durante siglos. Mil años después, incluso el emperador Adriano
seguía siendo heredero suyo en muchos aspectos de su vida.
La palabra «aristocracia» es de origen griego, pero no aparece en los textos
que se nos han conservado hasta el siglo V a. C: tal vez fuera acuñada
entonces, en contrapartida a la «democracia» de la gente corriente. Pero, como
sucede a menudo en la historia de Grecia, la ausencia de un término general
para designar una cosa no es desde luego ninguna prueba de que no existiera
esa cosa. En los poemas homéricos, determinados caudillos griegos son ya
«los mejores» (aristoi) por su familia y por su cuna. En muchas ciudades-
estado griegas las familias dirigentes tenían gentilicios exclusivos (los
«Nelidas» o los «Pentélidas»), y en el Ática el nombre de la casta dirigente, los
«Eupátridas», significaba «los descendientes de buenos padres». Los
aristócratas se diferenciaban de los demás, incluso los que sólo eran ricos, por
descender de otros nobles aristócratas. En los siglos VIII y VII esos clanes y
castas eran desde luego aristocráticos, incluso antes de que se pusiera en uso
la palabra «aristocracia».
En cualquier sociedad, particularmente en una sociedad precientífica, las
familias nobles corren el riesgo de la infertilidad. En las ciudades-estado
griegas, la adopción estaba permitida, era una ficción social de importancia
trascendental, y, cuando la riqueza pasó a estar en manos también de
individuos que no eran nobles, el matrimonio con una novia rica, aunque no
fuera de familia aristocrática, podía devolver el brillo a un linaje noble. De ese
modo, pues, la nobleza podía mantenerse decorosamente durante
generaciones. Pero hasta el momento, ninguno de los hallazgos suministrados
por la arqueología de la Grecia arcaica confirma la existencia en el país de
familias enteras con un largo historial de esplendor noble ininterrumpido. Por
tanto, la existencia de verdaderos aristócratas en la Grecia del siglo VIII ha sido
puesta en entredicho por algunos historiadores modernos que se basan en
«testimonios materiales». ¿Las comunidades griegas serían acaso más
igualitarias entre ca. 850 y ca. 720 a.C., y estarían regidas por «grandes
hombres» o «jefes» locales sólo de carácter temporal? Sin embargo, la
arqueología no es la mejor guía para responder a este tipo de cuestiones, pues
el esplendor de un aristócrata residía en la posesión de unos bienes que no
podrían sobrevivir para la posteridad, es decir tejidos, metales susceptibles de
ser fundidos y reutilizados, y sobre todo caballos.
La postura más antigua y más convincente entre los historiadores es la de que
tras la época de los reyes «micénicos» o durante los desórdenes de lo que
llamamos la «época oscura» temprana (ca. 1100-900 a.C.) determinadas
familias de la Grecia continental se establecieron con grandes posesiones de
tierras en los antiguos territorios de sus reyes y príncipes. Esas familias quizá
fueran poderosas ya en tiempos de los antiguos reyes, o incluso tal vez fueran
los descendientes de la estirpe real. Los que conservaron su poder apelaban a
sus antepasados y a veces hacían remontar su linaje hasta algún dios o héroe.
Controlaban también determinados cultos de los dioses en el territorio de su
comunidad y se transmitían hereditariamente el cargo de sacerdotes de esas
divinidades dentro de la familia. No eran una «casta sagrada»: la posesión de
tierras era su rasgo distintivo fundamental y el sacerdocio constituía
simplemente uno más de esos privilegios. Cuando se formaron las poleis o
ciudades-estado (allí donde se formaron), esas familias superiores se hicieron
con su dominio. En ca. 750 a.C. los que poseían la mayor parte de las tierras y
ostentaban esos sacerdocios eran llamados los «mejores» o los «buenos» o
los de buena cuna (de ahí el nombre «Eupátridas»). En casi todas las
comunidades griegas, las familias aristocráticas o gene ocupaban la cúspide de
los grupos integrados por sus inferiores desde el punto de vista social,
formando pirámides de dependencia las más conocidas de las cuales son las
«hermandades» o «fratrías». Dichas fratrías no fueron un invento del siglo VIII,
sino que en ellas se agrupaban los varones (en mi opinión, todos los varones)
de los primitivos cuerpos de ciudadanos griegos. Los que no eran nobles o
«buenos» eran simplemente «malos» o «malvados». Desde fecha muy
temprana, los aristócratas griegos inventaron un vocabulario muy expresivo
para designar lo que era socialmente incorrecto.
La vida de un aristócrata comportaba la ejecución de proezas y la ostentación,
pero también acarreaba una serie de obligaciones y responsabilidades. Eran
los nobles los que tomaban las decisiones relativas a la declaración de guerra y
a la conclusión de tratados, y los que dirigían los combates. En la actualidad,
consideramos a los aristócratas unos simples aficionados, pero, una vez en
acción, los aristócratas de la Grecia arcaica de aficionados no tenían nada.
Eran combatientes extraordinarios en la guerra y esperaban obtener la debida
recompensa en forma de botín y de premios. Los héroes de Homero luchan a
pie en duelos memorables, artísticamente estilizados con espadas y lanzas «de
larga sombra». Los aristócratas de verdad podían intervenir en esas «batallas
de campeones», pero, a diferencia de los héroes de Homero, también
combatían a lomos de sus amados caballos. Montaban sin espuelas y no
utilizaban pesadas sillas de cuero (a lo sumo, una manta acolchada), y los
caballos ni siquiera llevaban herraduras, aunque el clima seco del país les
ayudaba a endurecer sus pezuñas. Los testimonios literarios y artísticos de la
caballería griega arcaica son tan escasos que algunos historiadores modernos
han llegado incluso a poner en duda su existencia. Pero en los textos literarios
de época posterior tenemos atestiguados muchos centenares de caballos en
algunas de las primeras ciudades-estado griegas, y desde luego no eran
criados sólo para las competiciones ni para ser utilizados en la agricultura: no
existía todavía un tipo de aparejo lo bastante eficaz para que los caballos
pudieran tirar de cargas pesadas. A caballo, un noble podía dispersar y
perseguir con facilidad a los grupos de combatientes a pie de clase humilde,
deficientemente armados, que iban a la guerra acompañando a otros nobles.
Las mujeres de la nobleza, en cambio, nunca montaban a caballo. Eran
sacerdotisas, objeto de disputa (si eran ricas y hermosas), y madres, sin que
tuvieran nunca ningún poder político.
En las ciudades-estado situadas a orillas del mar, los nobles tenían también
una estrecha relación con los grandes navíos. Indudablemente eran sus
propietarios; quizá en su juventud combatieran alguna vez en ellos o hicieran
incursiones de saqueo en compañía de una tripulación de subordinados e
inferiores jerárquicos. Se trata de una cuestión sobre la cual, hasta la fecha,
carecemos de información precisa. Sin embargo, ya en el siglo VIII, vemos
escenas de barcos de guerra provistos de dos filas de remeros pintadas en
algunas vasijas de loza fina, propias de personas aristocráticas. Los barcos de
guerra probablemente fueran responsabilidad de los nobles, y en las primeras
ciudades-estado su coordinación dependía incluso de un tipo especial de
magistrados (los naukraroi). Con el tiempo, evolucionaron hasta convertirse en
el buque de guerra griego por excelencia, la trirreme, impulsada por tres hileras
de remeros y provistas de un espolón de metal en la proa. Los buques de
guerra fenicios probablemente sirvieran de inspiración a los griegos y, en mi
opinión, este hecho ya se había producido a finales del siglo VIII a.C. (el gran
historiador Tucídides pensaba lo mismo, aunque muchos autores modernos
ajustan la fecha que él ofrece y la sitúan a finales del siglo VIl o incluso en el
VI). Las trirremes no eran barcos mercantes (ningún estado griego poseía una
«marina mercante»). Podían navegar a una velocidad de siete nudos por hora
y, como luego veremos, las condiciones a bordo eran terribles. Como los
marineros necesitaban agua constantemente, solían navegar siempre cerca de
la costa, pero aún así podían llegar a hacer 130 (o incluso 180) millas marinas
al día. Los nobles nos han dejado una imagen de sí mismos que los presenta
como grandes amantes de los caballos, pero en Corinto o Eubea, o en islas
como Quíos y Sanios, eran grandes señores con la vista puesta en el mar.
En tiempos de paz, se suponía que el noble debía hacer de árbitro en las
disputas y dictar sentencias. Al comienzo de la Teogonía, el poeta Hesíodo (ca.
710 a.C.) nos da una idea de lo que era uno de estos aristócratas en acción. El
noble pronuncia «palabras persuasivas y complacientes», y de sus labios salen
«melifluas palabras». Dicta «rectas sentencias» con «discernimiento» y puede
poner fin «sabiamente» a un «pleito por grande que sea». En otra obra, sin
embargo, Los trabajos y los días, el poeta reprende a esos mismos nobles que
«devoran regalos» recibidos a modo de soborno. 32 Pero los ideales también
son importantes: la persuasión, la perspicacia y cierto grado de amabilidad ante
los litigantes que hayan causado o sufrido cualquier daño. Al no haber leyes
escritas, era mucho lo que dependía del criterio o de la falta de criterio del
noble: los «regalos» eran un medio frecuente de influir en él.
Esos jueces cuasi divinos eran muy respetados, pero no recibían honores
igualmente cuasi divinos: más bien presidían los ritos y las ofrendas
presentadas a los dioses de su comunidad. Su papel de sacerdote no requería
ningún tipo de conocimiento religioso especial. El sacerdote pronunciaba una
oración en público cuando iba a sacrificarse un animal a un dios, mientras que
un ayudante mataba a la bestia en su lugar. No existía ninguna preparación
especial, de modo que las esposas e hijas de los nobles podían actuar también
como sacerdotisas. Un sacerdote o una sacerdotisa, a menudo vestidos con
bonitos trajes, repartía luego entre los asistentes al sacrificio la correspondiente
ración de carne, acto que tenía una importancia capital. Salvo en el caso de las
piezas de caza, el sacrificio religioso era la principal ocasión de comer carne
que tenían los griegos. El sacerdote se quedaba además con la piel del animal
sacrificado, privilegio muy valioso, pues ésa era la principal manera de
proveerse de cuero que tenía la comunidad.
Los aristócratas monopolizaban asimismo las magistraturas de sus
comunidades. En Corinto, los Baquíadas monopolizaban todos los cargos; en
una ciudad más rústica como Elide, Aristóteles recordaría más tarde que
«estando el gobierno en manos de unos pocos, eran muy pocos los que
llegaban a ser del consejo, por ser vitalicios los noventa consejeros y por ser la
elección por línea dinástica». 33 En el Ática, la región que conocemos mejor, las
magistraturas estaban reservadas a los miembros de la casta noble de los
Eupátridas. Había nueve magistraturas, y cualquier noble probablemente
pudiera aspirar a ocupar todas ellas, excepto la de rango más elevado, por un
período de un año cada vez. Después de ejercer un cargo, el noble ateniense
se convertía en miembro vitalicio del prestigioso consejo del Areópago. La vida
política en el consejo de su ciudad-estado y los centros públicos de reunión
constituía la verdadera savia de la existencia para casi todos los aristócratas:
poseemos un hermoso tributo a este tipo de vida en la obra de Alceo, poeta y
aristócrata, que se vio privado de ella durante algún tiempo cuando fue
condenado al destierro en el campo hacia 600 a.C.
La retórica no existía aún como teoría formal, pero es indudable que las
autoridades tenían que demostrar su eficiencia a la hora de hablar en público.
Ya en Homero, el don de palabra era admirado en un noble, por ejemplo en
Odiseo, de cuyos labios caían en público las palabras «parecidas a invernales
copos de nieve». Algunos de los discursos más hermosos de toda la literatura
griega los encontramos en la obra prerretórica de Homero. 34 Las grandes
acciones de un aristócrata no se limitaban a juzgar y hablar. También se le
enseñaba a bailar, cantar, y a tocar instrumentos musicales, especialmente el
aulos, parecido a nuestro moderno oboe. El noble aprendía además a montar a
caballo, aunque sin espuelas, y a manejar la espada y la lanza, pero podía
también componer versos y superar en ingenio a cualquiera en el transcurso de
una fiesta. Era perfecto en muchos terrenos en los que los modernos críticos
de este tipo de figura no suelen serlo. Pero incluso en tiempos de paz casi
todas las formas de dar salida a aquellas dotes tenían un componente de
agresividad y competitividad. Habitualmente, el aristócrata era aficionado a la
caza, a matar sobre todo liebres, pero también zorros, ciervos y jabalíes.
Algunas de esas cacerías se realizaban a caballo, pero la caza de la liebre
solía hacerse a pie, pues las presas eran acosadas con perros hasta hacerlas
caer en redes cuidadosamente dispuestas al efecto. Los esclavos colaboraban
en la colocación de las redes, pero los aristócratas jóvenes eran los que
intervenían personalmente en la cacería. La persecución de la presa era un
entretenimiento, y si lo que se trataba de cazar era un jabalí, podía resultar
incluso peligrosa, por lo que la consecución de semejante proeza era muy
admirada.
El aristócrata que estaba físicamente en forma participaba también en las
competiciones atléticas, el mayor legado que haya dejado la aristocracia griega
a la civilización occidental. Las investigaciones de los eruditos griegos de
época posterior fijaban el inicio de los Juegos Olímpicos en nuestro año 776
a.C. y desde luego podemos pensar que su apogeo se produjo en el siglo VIII,
aunque debemos ser muy cautos a la hora de ofrecer una datación demasiado
precisa de sus inicios. Durante algún tiempo, las Olimpíadas tuvieron que
enfrentarse a la rivalidad de otros juegos instaurados por los estados vecinos
del sur de Grecia (el Peloponeso), pero en ca. 600 a.C. su radio de acción era
ya «panhelénico», carácter que mantuvo durante casi mil años. Las mujeres,
sin embargo, no tenían derecho a asistir como espectadoras a los certámenes,
en los que los participantes competían desnudos (las mujeres tenían también
unos pequeños «juegos» aparte, para ellas solas, celebrados en honor de la
diosa Hera). Las principales competiciones eran la carrera, el pugilato, distintos
tipos de lanzamiento y la lucha. En esta última casi no había restricciones, y en
el pugilato los contendientes llevaban correas atadas a las muñecas, pero no
los guantes provistos de clavos que introdujeron posteriormente los romanos.
Los vencedores llegaban a infligir graves heridas a sus rivales, sobre todo en la
«victoria total» (pankration), especialidad en la que las patadas eran sólo uno
más de los violentos recursos que tenían a su disposición los luchadores. Los
contendientes, independientemente de su posición social, no se andaban con
remilgos. Rompían dientes, piernas, orejas y huesos, ocasionalmente hasta el
punto de ocasionar la muerte a sus rivales. El término «caballerosidad» estaría
en este contexto totalmente fuera de lugar.
Esos deportes y competiciones constituyen un legado aristocrático por tres
razones. La participación en las pruebas atléticas probablemente nunca
estuviera limitada a los aristócratas, pero éstos (como podemos constatar por
las descripciones de los juegos que hace Homero) fueron a todas luces
quienes establecieron las normas y es muy verosímil que resultaran
vencedores durante los primeros años: disponían de más tiempo libre para
entrenarse y de mayores recursos para costearse una dieta saludable. Y lo que
es más importante, la aristocracia patrocinaba la celebración de certámenes
atléticos durante los funerales de los nobles, creando así la infraestructura de
juegos locales en la que se apoyarían luego las Olimpíadas. Pero sobre todo,
los nobles dominaban las pruebas olímpicas más espectaculares, que ellos
mismos habían inventado: las carreras de caballos y de carros. Estas pruebas
contribuyeron a difundir la fama de los grandes juegos deportivos por todo el
mundo: los aristócratas griegos son los héroes fundadores de los hipódromos y
de las carreras de caballos, legados que han resultado tan duraderos como la
«democracia» o la «tragedia». Los nobles eran los propietarios de los mejores
caballos, aunque solían contratar a especialistas para que los montaran y
condujeran los carros: uno de los héroes de la historia de Grecia al que menos
atención se ha prestado ha sido al caballo Ferenico, que ganó tres grandes
juegos en un lapso de doce años (entre mediados de la década de 480 y
finales de la de 470 a. C).
La cultura de las proezas y los trofeos estaba relacionada también con la vida
amorosa. El amor que se expresaba con mayor libertad era el que un hombre
profesaba a un joven de su mismo sexo, entre otras cosas porque el ejercicio
del atletismo se llevaba a cabo sin ropa y fomentaba así la admiración por el
cuerpo masculino desnudo y el contacto directo con él. Y es que los hombres
de noble cuna no sólo eran los «mejores» o los «buenos», sino los «bellos», los
hermosos (kaloi), como si poseyeran explícitamente el monopolio de la
apostura. «Ser hermoso» era lo mismo que «ser bueno». Con el tiempo, los
certámenes de belleza masculina se convertirían en un elemento característico
de los juegos locales, en Atenas o en Tanagra de Beocia, por ejemplo, donde
al muchacho vencedor se le permitía pasear alrededor de las murallas de la
ciudad con un carnero vivo sobre los hombros en honor del dios Hermes
Portador del Carnero. Los muchachos eran especialmente «agradables», como
señalaba Homero, en su más tierna adolescencia, cuando aparecía en sus
mejillas la primera pelusa. En la cerámica pintada se conmemoraría a menudo
esa hermosura suprema: un hombre mayor con barba aparece cortejando a un
adolescente, tocándole los genitales o practicando con él el coito intercrural.
Incluso en una cultura de «efebofilia» (amor por los muchachos adolescentes),
dejó su impronta el ideal del atleta desnudo. Como no tardaría en ejemplificar la
escultura, los jóvenes particularmente hermosos eran los que tenían una figura
atlética: hombros anchos, cintura muy estrecha, nalgas prominentes y muslos
firmes. No se dio nunca el culto romántico del intelectual de aspecto aniñado,
pálido y frágil: en la cerámica pintada, la anatomía de las doncellas es
presentada con los rasgos propios de un muchacho. Los púgiles o los
luchadores excepcionalmente musculosos se considerarían demasiado
fornidos para resultar deseables; el ideal sería más bien el del pentatleta en
perfecta forma, hábil en todos los terrenos, incluido el lanzamiento de jabalina.
Esa actividad sexual se inscribe en un contexto en el que los muchachos, en
casi todas las ciudades-estado, dejaban de recibir una educación formal una
vez cumplidos los catorce años: a partir de esa edad, rebosantes de hormonas,
se dedicaban sobre todo a la práctica del ejercicio físico y a las competiciones
atléticas en las pistas de lucha llenas de hombres desnudos o, llegado el caso,
en «gimnasios» especiales, institución que las aristocracias de la Grecia
arcaica han legado también a sus imitadores modernos del mundo occidental.
Los hombres de mayor edad suspiraban al contemplar toda aquella belleza
juvenil entre nubes de polvo. Cuando cortejaban a un muchacho, los adultos no
se recreaban en la ostentación machista de su virilidad, en la que el «honor» y
la «masculinidad» debían demostrarse forzando y penetrando a un varón
inferior y no dejándose penetrar por nadie. Por lo general, los detalles prácticos
de las relaciones amorosas se nos ocultan, pero la asociación de ese tipo de
actividades con los valores «mediterráneos» de «honra» y «deshonra» no es
más que un prejuicio moderno. Existían unos lazos, a menudo tiernos, entre el
deseo sexual y la cultura de los regalos y las proezas físicas. En la cerámica
pintada, sobre todo en la del siglo VI a.C. vemos escenas en las que aparece
un hombre adulto, un cazador, trayendo del campo a su joven amado liebres,
venados y otros trofeos. En este sentido, la caza y los obsequios amorosos van
de la mano. Lo normal era que el hombre adulto cortejara al adolescente: una
cultura competitiva de persecución y de hombres dadivosos, enfrentados no
con un amante «inferior», sino unos con otros, rivalizando entre sí por los
favores amorosos de un muchacho. No es de extrañar que haya tantas
anécdotas de época tardía que achacan muchas disputas políticas a
enfrentamientos por el amor de un adolescente. Los rivales no solían ser
«homosexuales» exclusivamente: los griegos no tenían el concepto de
«naturaleza homosexual». Y esos rivales no representaban sólo una
contracultura. La mayoría de ellos se casaban y mantenían relaciones sexuales
con sus esposas, con esclavas y cortesanas: lo único que ocurría es que a
veces las tenían también con varones. El cortejo de una heredera noble podía
comportar también el enfrentamiento de los nobles que pretendían su mano,
pues todos ellos rivalizaban por obtener el favor (y la fortuna) del padre de la
joven. Pero el cortejo homoerótico era más efímero y por eso se repetía una y
otra vez en la vida de un hombre: sus cambios y sus alternativas eran
proclamados a los cuatro vientos, convirtiéndose en uno de los temas favoritos
de la poesía. En sus fiestas, los hombres no se recostaban en los lechos a
escuchar poesías en alabanza de sus esposas o del amor conyugal.
La caza, el cortejo del ser amado y el atletismo no son actividades que dejen
tras de sí restos arqueológicos sólidos. Antes bien, las principales reliquias de
la vida aristocrática son los fragmentos de su cerámica pintada, elaborada en
múltiples formas y estilos especializados. El escenario propio de esta cerámica
era mayormente la estilizada fiesta de bebedores llamada symposion que
celebraba un grupo de hombres después de cenar. Supuestamente, sus
orígenes se remontarían a mediados del siglo VIII. 35 En el symposion o
banquete se reunía un grupo de unos doce aristócratas aproximadamente,
recostados en lechos. Bebían vino mezclado con agua en copas provistas de
un «pie» corto, lo que les permitía mover el vaso entre los dedos y hacer que el
vino y el agua quedaran bien mezclados. Las fiestas más refinadas
comportaban también la recitación de poemas y la interpretación de canciones,
así como juegos de adivinanzas y competiciones dialécticas. Las mujeres
estaban excluidas de ellas, pero la música solía correr a cargo de esclavas que
tocaban la kithara o lira.
A pesar de estar mezclado con agua, el vino acababa produciendo sus efectos
y el sexo estaba siempre a flor de piel. En efecto, se ha dicho que uno de los
motivos de que para cenar los antiguos se recostaran en lechos en vez de
sentarse a la mesa era la mayor facilidad que suponía un sofá para practicar el
sexo durante la velada. La mayor habilidad de un simposiasta se manifestaba
en el juego del kottabos, especialmente famoso en Sicilia, en el que los
jugadores, recostados en el lecho, iban tirando gotas de vino de una copa
colgada de un palo o una estaca. Se cree incluso que, cuando tiraba, cada
jugador exclamaba: «Fulanito de tal es hermoso», pronunciando el nombre de
su chico preferido o el de algún muchacho de reconocida belleza. Los
participantes se tocaban unos a otros durante la fiesta; también podían asistir a
ella cortesanas y, según cierta teoría, el ganador de las apuestas o del kottabos
recibía en premio, para su satisfacción sexual, a alguna de las esclavas que
amenizaban la velada con su música. 36
El symposion entre varones era uno de los elementos del perfecto entramado
que constituía la vida de un noble, pero no era la clave de todo. Como el hecho
de impartir justicia, es un recordatorio de que no toda la vida de los aristócratas
era despiadadamente competitiva (o «agonal», término derivado del griego
agón, que significa «lid, disputa»), como si su único objetivo fuera derrotar y
humillar a los rivales. Los buenos consejos, las buenas maneras, y la
camaradería fueron en todo momento tan valorados como las virtudes más
«combativas»: el ideal aristocrático era complejo y tenía muchas facetas.
Cuando nos sentimos más generosos, pensamos que los aristócratas actuales
están por encima de toda competencia y que son demasiado magnánimos por
naturaleza para preocuparse por titulillos de poca monta o cualquier ganancia
sórdida. Pensamos que no tienen nada de mundanos, y que tal vez son los
mejores a la hora de planificar la explotación de una finca modélica. La
jardinería paisajística o la jardinería en general no estaban desde luego entre
los intereses que, según nuestras fuentes, tenían los aristócratas de la Grecia
arcaica. En el Ática, las «fincas» de los nobles eran consideradas excelentes si
no sobrepasaban las 20 hectáreas más o menos. 37 En otros lugares, quizá en
la espaciosa Tesalia, los aristócratas tal vez poseyeran unas fincas más
grandes, que explotaban por medio de humildes siervos, pero las propiedades
de cientos de hectáreas o más, como las de los modernos duques, es muy
improbable que existieran ni siquiera en esta región. No obstante, la riqueza de
un noble estaba para ser gastada y ostentada, especialmente en el esplendor
de sus bodas y funerales, que todo el mundo podía contemplar. Los
aristócratas utilizaban asimismo objetos hermosamente elaborados para
señalar sus enterramientos: al principio utilizaron grandes vasijas de cerámica
decorada y posteriormente, desde finales del siglo VIl a.C. estatuas y relieves
esculpidos. Para entonces, gracias a la reanudación de los contactos con
Egipto, los artesanos griegos habían aprendido el arte de realizar grandes
esculturas antropomórficas de piedra: para satisfacer a sus patronos
aristocráticos, empezaron a introducir innovaciones con el fin de representar el
equilibrio y la proporción de la figura humana. La escultura se convirtió así en
otra marca de identificación del estatus nobiliario. Se erigían estatuas en honor
de «difuntos especiales», de vencedores en pruebas atléticas, o de mujeres
que habían prestado sus servicios en el culto de alguna divinidad. Las
inscripciones contribuían a personalizar esas estatuas y a darles un nombre,
aunque se tratara de representaciones de mujeres. No obstante, las estatuas
de atletas eran representaciones de personajes famosos y por tanto eran
personalizadas a veces directamente como cuasi retratos. Como observaba el
gran especialista en historia de la antigua Grecia, Jacob Burckhardt, «el retrato,
en este caso, comienza en gran medida con la figura de cuerpo entero,
necesariamente desnuda, y nunca volvería a tener ese origen en ningún otro
lugar del mundo. El atleta constituye un género artístico antes de que existan
estatuas de políticos o guerreros, por no hablar de poetas». 38
Ese aumento del lujo no supuso ningún motivo de decadencia entre las clases
más elevadas. Antes bien, fomentó la emulación y desde luego no excluyó
nunca el afán de obtener beneficios. Bien es verdad que ningún aristócrata
desearía nunca ser un «hombre de negocios» a tiempo completo. Los
comerciantes, como los artesanos, que trabajaban todo el día eran
despreciados y considerados vulgares por los autores griegos que muestran
una tendenciosidad a favor de la clase alta: por lo pronto, según decían,
mentían constantemente. En la historia de Grecia de época posterior, los
comerciantes de los que tenemos constancia son casi en su totalidad no
ciudadanos dentro de su comunidad, y desde luego ninguno pertenece a la
clase alta. No obstante, la oportunidad de obtener riquezas era demasiado
buena como para dejarla escapar. Incluso los aristócratas tenían hijos jóvenes
capaces de embarcarse temporalmente y encabezar una incursión de saqueo
(o de «comercio») en tierras extranjeras: contempladas desde otro punto de
vista, aquellas audaces aventuras tenían tanto de piratería como de comercio
convencional. Aunque no había ningún noble que se «dedicara» al comercio,
cualquiera de ellos podía siempre «aprovecharse» del comercio utilizando
agentes de condición servil y subordinados para botar sus naves, comercializar
el excedente de sus explotaciones agrícolas y hacer negocios en ultramar a
cambio de metales y materiales preciosos. 39 En este tipo de productos se
basaría cada vez más la ostentación de los nobles en su patria. Pues la
ostentación, no la dádiva astuta e intencionada, constituía el uso primordial que
el aristócrata hacía de su riqueza: en la clase alta, los regalos no se hacían
sólo con objeto de recibir otros regalos a cambio. Con motivo de funerales y
bodas, en el seno de la familia o ante el conjunto de la comunidad agradecida,
los nobles hacían generosas dádivas, sin pensar siempre en la «reciprocidad»
que Hesíodo, a un nivel social más bajo, recordaba que debía tener presente
en todo momento el pequeño agricultor astuto. Incluso en los poemas de
Homero un noble «intercambia» regalos con otro una sola vez. Por el contrario,
la ostentación de riqueza por parte de los nobles y el intercambio de regalos
intensificaban la competencia, pues los «mejores» tenían que estar a la altura
de los «mejores». En numerosos lugares del mundo griego no cabía esperar
que los que sólo vivían de las rentas y de los réditos de la agricultura siguieran
siendo los «mejores» por mucho tiempo.

Capítulo 4 - LOS DIOSES INMORTALES

Y he aquí que existe una virgen Dike, hija de Zeus, , digna y respetable
para los dioses que habitan el Olimpo; y siempre que alguien la ultraja
injuriándola arbitrariamente, sentándose al punto junto a su padre Zeus
Cronión, proclama a voces el propósito de los hombres injustos para que
el pueblo pague la loca presunción de los reyes...
HESÍODO, LOS trabajos y los días, 256-261

Anaxipo pregunta a Zeus Naos y a Dione por la descendencia masculina


de su esposa Filista ... ¿a qué dios conviene que eleve mis plegarias
para tener más suerte y éxito en mi objetivo?
Pregunta al Oráculo de Dodona, inscripción sobre una lámina de plomo.
En los poemas de Homero, la imagen predominante es que no hay vida más
allá de la muerte. En el mundo subterráneo, las «almas» de los héroes viven
una existencia sombría, revoloteando como murciélagos, aunque en general,
en la épica, carecen de poder para influir en los acontecimientos terrenales y,
por supuesto, no tienen facultad alguna para salir del mundo de los muertos.
Esta magnífica visión de la condición humana realza el patetismo de la vida de
un héroe. Somos lo que hacemos; la fama alcanzada en vida es nuestra
inmortalidad. Hasta que Aquiles no incinera a su querido Patroclo, el difunto no
puede entrar por fin en la casa de Hades. De modo que el espíritu de Patroclo
aparece de noche ante Aquiles para pedirle que celebre los últimos ritos:
«Dame también la mano, lo pido por piedad. Pues ya no volveré a regresar del
Hades cuando me hagáis partícipe del fuego». 40 Aquiles tiende sus brazos
hacia él, pero la imagen de Patroclo se ha desvanecido «como el humo»:
Aquiles no volverá a verlo nunca más.
Pocos aristócratas, si es que los hubo, compartieron esta visión poética de la
muerte que con tanta intensidad realza el patetismo de la épica y sus
legendarias opciones. Por toda Grecia los nobles honraban a héroes locales
bastante distintos entre sí, en la creencia de que su cólera y su favor seguían
influyendo localmente en el mundo de los vivos: este culto lógicamente no
estaba en consonancia con la idea predominante en la poesía homérica que,
por lo tanto, no fue la que lo inspiró. Es probable que muchos de esos hombres
esperaran para sí bastante más que una vida después de la muerte entre
sombras como la de un murciélago; tal vez una vida en los «Campos Elíseos»,
en los remotos confines del mundo, con algunos de los juegos y competiciones
que habían conocido en vida, o, si no, algún tipo de castigo (al menos para sus
enemigos) por los malos actos cometidos aquí en la tierra. La vida homérica
era «de este mundo», pero en algún rincón de su mente pocos griegos de los
siglos VII y VI a.C. habrían estado tan seguros como los héroes homéricos de
que eso era todo.
A comienzos del siglo VI a.C. un himno post-homérico imagina para nosotros
cómo los dioses disfrutan de «la cítara y el canto» en el monte Olimpo. Se nos
cuenta que las musas, «respondiéndole todas a una con hermosa voz, cantan
de los dioses los dones inmortales y de los hombres los sufrimientos, cuantos
sobrellevan por causa de los dioses inmortales, y cómo pasan la vida
inconscientes y sin recursos y no pueden hallar ni remedio de la muerte, ni
protección de la vejez». 41 Lo mismo cabe decir de la «justicia» y el «amor» en
el cielo: la vida es como es, y a los dioses les gusta simplemente oír hablar de
ella en contraste con la tranquilidad propia de su inmortalidad, del mismo modo
que en la tierra los aristócratas escuchan cantos acerca de las penalidades de
las gentes de clase humilde.
Es de nuevo una imagen de una dureza magnífica; pero también una imagen
que los griegos no habrían estado tan dispuestos a sostener a lo largo de sus
«inconscientes» vidas. Los griegos eran politeístas y reconocían la existencia
de muchos dioses. Los poemas de Homero habían hablado principalmente de
doce divinidades (a los que menos se menciona es a Dioniso y Deméter), pero
los «doce» dioses del Olimpo eran una convención poética, y en la vida real
había cientos de ellos. Los títulos y los atributos vinculaban a los dioses con un
lugar o una función concretos (Zeus Eleuterio con la libertad, Apolo Delio con la
isla de Délos) y los acercaban especialmente a sus adoradores locales: en el
Ática están atestiguadas al menos diez «variedades» de Atenea. Fuera del
círculo homérico, había dioses que eran incluso más próximos, el tipo de
divinidades que encontramos en los calendarios de culto locales de las aldeas
del Ática o los dioses de los cultivos y de las labores agrícolas propios de la
gente corriente. En los túmulos funerarios y en algunos lugares especiales
estaban también los héroes no homéricos, personajes semidivinos cuya cólera
potencial era absolutamente imprevisible: sólo en el Ática había cientos de
esos héroes, y los atenienses mantenían las debidas relaciones ellos. Pues, en
todos los niveles de una comunidad, los distintos grupos sociales griegos
contaban con dioses o héroes concretos, como, por ejemplo, los grupos de
cazadores macedonios que se « encomendaban a «Heracles el cazador», o las
fratrías del Ática que invocaban aun dios o héroe local, a «Zeus Fratrio» o a
Áyax o simplemente al «héroe protector de los depósitos de sal». Dioses y
héroes estaban estrechamente vinculados a la infraestructura social, así como
al territorio y las ciudadelas de cada ciudad-estado. En las calles y fuera de las
casas de muchas ciudades griegas (Atenas es el caso mejor conocido) había
columnas de piedra, o «hermas», que tenían la cabeza de una divinidad en la
parte superior y un órgano sexual masculino en erección en la inferior.
Probablemente fueran una advertencia, una forma de recordar que debían
evitarse las malas acciones («ve con tiento, o serás penetrado»). 42 Con el paso
del tiempo, la gente culta comenzó a considerarlas bastante ridículas, y fue así
como una famosa noche de 415 a.C. un grupo de jóvenes listos procedió a su
mutilación, posiblemente con la intención de asustar a la gente más sencilla,
para que creyera que los dioses iban a oponerse a su inminente campaña
naval a Sicilia. De hecho, esa gente humilde se volvió contra los arrogantes
«mutiladores de hermas» y los sometió a juicio.
Los dioses, en conjunto, eran imaginados más amables que crueles, aunque su
crueldad podía ser espectacular. Cuanto más aleatoria era su justicia —al
enviar, por ejemplo, un castigo al cabo de muchos años por la mala acción
cometida por un antepasado—, más divina se consideraba. Pues los dioses
también tenían su escala de valores: esperaban que se cumplieran los
juramentos, que los extranjeros fueran respetados y que no se contaminara sus
templos. Cuando sucedía una gran desgracia, los griegos solían buscar una
explicación en los dioses y en el pasado, una forma de dar sentido al mundo
que nunca desapareció entre la mayoría de ellos a lo largo de su historia
«clásica» posterior. En la poesía y los oráculos de época arcaica, esta creencia
en el castigo divino se hace particularmente patente, pero incluso por aquel
entonces la gente no se veía oprimida por lo que podemos denominar temor
sacro. Durante la mayor parte del tiempo su religiosidad era pasiva, limitándose
a unas pocas ofrendas habituales y sin mostrar la preocupación indebida. Sólo
en una situación crítica, bien fuera personal o colectiva, dicha religiosidad se
volvía activa, y por lo tanto la creencia en la justicia divina durante años o
generaciones fue una manera de encontrarle sentido a las desgracias graves.
Hasta que no se producía esa situación crítica, «primero actuar, luego
encontrar una explicación» era una forma de no perder la perspectiva; otra
consistía en intentar obtener el favor de un dios antes de arrostrar los peligros
de una empresa. Si ésta fracasaba, podía ser que la divinidad invocada no
fuera la debida, o que en aquella ocasión no hubiera estado dispuesta a
«involucrarse».
Estos dioses y héroes no se limitaban a morar en el cielo, disfrutando de que
las musas se recrearan al contemplar el sufrimiento humano. Los griegos vivían
la vida con un fuerte sentido de la presencia potencial en ella de los dioses, en
el clamor de las tormentas o las penalidades de una enfermedad, en las nubes
de polvo del campo de batalla o en distantes colinas, sobre todo con el sol del
mediodía. Como dice Homero, «los dioses no se aparecen a todos los
hombres», pero resultaban más fácilmente accesibles de noche, en sueños.
Pues, a medida que fueron multiplicándose las esculturas pintadas, los griegos
empezaron a ver cómo a su alrededor las representaciones de las divinidades
llenaban sus espacios públicos: por la noche, las imágenes, obra de sus
artesanos, parecían «erguirse a su lado como socorredores manifiestos». Los
himnos corales, los poemas, los cuentos infantiles, las conversaciones durante
las fiestas, todo contribuía a esa reciprocidad nocturna. Aludían con mucha
frecuencia a los dioses y a sus apariciones en la tierra, y a sus hazañas en los
relatos con diversas variantes, los muthoi, que un poco a la ligera
denominamos «mitos». Al igual que los nobles, la mayoría de los dioses
representados en esos relatos y esculturas se caracterizaban por una
hermosura y una gracia deslumbrantes: «eran unos personajes maravillosos;
sus proezas y sus amoríos eran tan apasionantes como los de una estrella del
celuloide». 43 Como las superestrellas, se decía que dioses y diosas habían
hecho el amor ocasionalmente con simples mortales, siendo el mejor ejemplo
Poseidón, que ocultó, para hacer suya, a la doncella de sus deseos bajo la
cresta de una ola purpúrea. 44 Como las estrellas cinematográficas, los dioses
podían enamorarse de un muchacho (como Zeus se enamoró de Ganímedes, o
Apolo del desventurado Jacinto), y sus amantes de sexo femenino no siempre
eran vírgenes. Pero, a diferencia de los astros del celuloide, los dioses siempre
dejaban embarazada a su amante. Si hacían el amor con ella dos veces
seguidas, tenía gemelos, aunque también se le ordenaba: «guarda en secreto
mi nombre para ti». 45
La presencia potencial de esos dioses se hacía sentir más vivamente con
motivo de las celebraciones, cuando sus estatuas salían de los templos,
construidos para que las divinidades pudieran utilizarlos como lugar de
residencia. Los demás días del año los visitantes podían encontrar un templo
abierto y acceder a su interior para contemplar la imagen de un dios. Lo que no
hacían era sentarse dentro del santuario y participar con un sacerdote en un
servicio. No había una Iglesia politeísta, ni ningún tipo de preparación especial
o aprendizaje básico teológico para ser «sacerdote» o «sacerdotisa». Los
principales cultos carecían de escrituras sagradas: los textos religiosos eran
una característica distintiva de los cultos minoritarios «secretos». La esencia
del politeísmo consistía en rendir honor a los dioses con la esperanza de recibir
su favor o de apaciguar y prevenir su cólera divina. Se les podía rendir honores
en forma de tortas, primicias o libaciones de vino o miel. Pero principalmente
mediante la ofrenda de animales sacrificados en los altares para la ocasión, ya
fueran aves, ovejas, lechones (que costaban unas tres dracmas), o bien una
res, la ofrenda más costosa (costaba «noventa dracmas»). 46 Había «dioses
subterráneos», en honor de los cuales las libaciones y la sangre eran
derramadas en el suelo y los animales sacrificados era quemados en su
totalidad (ése es el origen de nuestro término «holocausto»). Y estaban los
olímpicos y los dioses «de lo alto», con los que se compartía la carne del
animal. Los dioses disfrutaban del humo y recibían principalmente la grasa y
los huesos (aunque a Afrodita no le gustaban los cerdos, excepto en la ciudad
semigriega de Aspendo). Los mortales se quedaban astutamente con la carne
para comérsela.
Esos sacrificios venían a subrayar la línea divisoria que separaba a los
mortales de los seres inmortales y, aunque cualquier persona podía ofrecerlos,
generalmente se llevaban a cabo en cultos pagados por grupos sociales, sobre
todo por la comunidad o ciudad-estado. Cada ciudad-estado tenía un
calendario de fiestas anuales, que variaban de un lugar a otro, pero en todas
partes los difuntos, las cosechas y la fecundidad humana eran los fenómenos
imprevisibles cuyo buen estado constituía la razón fundamental de esa
actividad cultual. Los ciudadanos no tenían la obligación de asistir a los ritos,
que eran oficiados por un sacerdote o una sacerdotisa, y el día de la
celebración se repartían a menudo carne o pequeños regalos simbólicos entre
la multitud. Además, había fiestas dedicadas especialmente a la mujer. En el
calendario ático, las Tesmoforias (que alcanzaron gran difusión en el mundo
griego), en honor de Deméter y la Doncella (Perséfone), eran celebradas
exclusivamente por respetables mujeres casadas. Éstas pasaban con sus
sacerdotisas tres días, en el curso de los cuales ofrecían lechones en sacrificio
y durante un día, al menos, practicaban el ayuno sentadas sobre esteras en el
suelo, y dedicaban otra jornada a ofrecer sacrificios en honor del «buen Parto».
La abstinencia sexual antes y después de las fiestas era requisito
indispensable. En las Haloas, en cambio, las mujeres del Ática llevaban
reproducciones de órganos sexuales masculinos y femeninos, y se colocaban
ante ellas tortas con esas mismas formas, mientras, según se decía, las
sacerdotisas las incitaban entre susurros a cometer adulterio. Al margen del
calendario civil, las mujeres también celebraban a veces unas curiosas fiestas
en honor de Adonis, el hermoso joven amado de Afrodita. Los ritos
comportaban el precipitado cultivo de una serie de plantas en macetas,
lamentos con el pecho desnudo y, según parece, un sentimiento de que el
divino Adonis constituía el amante ideal al que esas «desesperadas amas de
casa» no habían podido encontrar en la figura típica del marido griego. Un
rasgo recurrente de esas fiestas era la suspensión del «tiempo normal» y las
normas sociales, bien mediante la breve inversión de la realidad cotidiana (el
«mundo se ponía al revés»), bien mediante la puesta en marcha de una rutina
excepcional. La inversión y la excepcionalidad se hacían más patentes en los
cultos del impetuoso Dioniso, el dios del vino, el desarrollo y las fuerzas
dadoras de vida. A menudo era representado con vestidos de mujer, como un
ser asexuado rodeado de ménades y de los animalescos sátiros, con sus
descomunales miembros viriles. No podemos negar la algazara y los «estados
de enajenación» que en la vida real acompañaban al culto de Dioniso, ni decir
que la participación de las mujeres quedaba limitada a la danza, como si sólo
fueran los hombres los que bebieran vino. De hecho, las mujeres bebían,
ejecutaban bailes extáticos y (en Macedonia) sujetaban serpientes entre sus
manos; a veces adoraban a Dioniso en «plena» naturaleza salvaje, incluso en
lo alto de los montes. Sin embargo, en la vida real, probablemente los
adoradores de ambos sexos nunca se dedicaron a abrir en canal animales
vivos (y mucho menos a un esclavo) como indican los mitos y el drama. El de
Dioniso formaba parte de los cultos cívicos de las ciudades-estado, aunque sus
ritos fueran ejecutados principalmente por mujeres: esos ritos «salvajes»
proyectaban la imagen de que las mujeres eran «salvajes» e «irracionales» (los
lamentos en los funerales, actividad típicamente femenina, proyectaban una
imagen similar). Luego, cuando acababa el culto, concluía el breve período
festivo de liberación, y volvían a reinar las estrictas normas de comportamiento
habituales (controladas por los varones): como bien demostraban esas fiestas,
aquellas mujeres «irracionales» tenían verdadera necesidad de un hombre
sobrio a su lado. Pero Dioniso, pese a ser bien conocido en Grecia desde
época muy antigua, siguió siendo una divinidad potencialmente exótica. Así
pues, los mitos lo presentaban como un invasor extranjero procedente de
tierras «irracionales», bárbaras, de Tracia, de Lidia, o incluso de la India (donde
tiempo después Alejandro Magno y sus soldados creyeron encontrar
verdaderos rastros de los orígenes del dios). De hecho, Dioniso no era en
absoluto un intruso, ni siquiera «más joven» que los sobrios y racionales dioses
olímpicos. Se trataba de un antiguo miembro del panteón griego, pero su
desenfreno se vio propiciado por esos mitos e imágenes de lujo «oriental».
Los rituales con ese tipo de referencias contrapuestas se ponían de manifiesto
en los calendarios de todas las ciudades-estado, y, en este sentido, la
«religión» se entrelazaba con la «política»: cada vez con mayor frecuencia los
ciudadanos votaban la concesión de fondos para los cultos, nombraban a sus
sacerdotes mediante sorteos o elecciones y sancionaban decretos que velaban
por la conservación y el buen estado de sus templos. No era que la «política»
se viera en cierto modo determinada siempre por la «religión», ni que las leyes
fuesen verdaderamente «sagradas». Por el contrario, la polis no era una
comunidad religiosa, organizada simplemente para el culto o la veneración de
los difuntos: se trataba de una comunidad de ciudadanos cuyas reuniones
políticas iban precedidas por una serie de plegarias u honras religiosas, pero
cuyos debates, decisiones y conflictos tenían un carácter político independiente
y trataban acerca de los medios y los fines humanos objeto de discusión. Se
apelaba más bien a los dioses como «socorredores». A lo largo del presente
libro, debemos pensar que las ciudades-estado y los ejércitos griegos honraban
repetidamente a esos «socorredores», ocasiones que permitían que la multitud
se reuniera en las calles, se suspendiera la actividad pública e incluso se
retrasara la marcha de los soldados: casi no se conocían los ateos. Los
ciudadanos estaban obligados a reconocer la existencia de los dioses de su
ciudad (según parece, sólo muy pocos filósofos no lo hicieron), pero por otro
lado el único límite importante consistía en que no debían adorar a un dios raro
que negara la necesidad de culto de los demás dioses. Hasta que los griegos
no entraron en contacto con los judíos y los cristianos, ni siquiera se planteó el
problema de este tipo de divinidad exclusivista. «La libertad de culto», por lo
tanto, no fue una libertad por la que los griegos tuvieran que combatir hasta la
muerte unos contra otros. La «tolerancia» religiosa tampoco supuso para ellos
un motivo de enfrentamientos. Como buenos politeístas, los griegos aceptaban
muchos dioses, y los dioses que encontraban en el extranjero eran
normalmente venerados y entendidos como los dioses propios, aunque en una
variante local distinta. Los únicos intentos importantes de prohibir cultos
«privados» los encontramos en las páginas de aquel revisionista político que
fue el filósofo Platón. Como el resto de su horrible ciudad ideal, dichos intentos
fueron ignorados en la vida real por todos los demás griegos.
La religión griega tampoco era simplemente una «religión de polis». Además
del calendario de cultos públicos, las familias observaban cultos domésticos en
sus propiedades (especialmente en honor de Zeus «de las propiedades») y en
sus hogares (en Alejandría de Egipto, el «buen daemon» o serpiente alcanzaría
gran popularidad). Los miembros de una familia también celebraban
conjuntamente cultos presididos por el padre, como podemos observar en
relieves escultóricos de carácter votivo, que los representan haciendo su
ofrenda. Pues al margen de los cultos públicos se desarrolló también una
floreciente cultura de votos personales a los dioses por parte del individuo, bien
fuera con la esperanza de obtener un favor, bien en agradecimiento por la
obtención del mismo. El individuo hacía voto de celebrar sacrificios, erigir
estatuas o incluso templos, por no hablar de la infinidad de estatuillas de yeso y
terracota que han aparecido en las excavaciones de los santuarios,
especialmente en algunos centros de culto de los griegos occidentales. Esos
votos eran realizados con fines terrenales, como, por ejemplo, la concepción de
un hijo, un parto feliz, el triunfo en el amor, la victoria o las ganancias y
especialmente la recuperación de una enfermedad: los dioses estaban
considerados verdaderos sanadores por muchos, incluso por los médicos más
cultos. La divinidad que recibía un voto no debía ser obligatoriamente un dios
del panteón de la ciudad. La poesía de Hesíodo contiene grandes alabanzas a
los poderes y funciones de la diosa Hécate, con la que su familia tal vez entrara
en contacto en el curso de sus viajes: 47 no se conoce ningún culto de Hécate
en su polis de Beocia ni en sus tiempos ni en época posterior. El concepto de
«voto» en pago de un favor podía fácilmente desembocar en una «maldición»
para perjudicar a otro individuo, a un rival en el amor, en una competición o
incluso en la política democrática. Las maldiciones también seguían un ritual
preciso y, pese a su naturaleza siniestra, pretendían asimismo conseguir que
los dioses se interesaran en un objetivo personal, lo mismo que los votos o las
plegarias convencionales.
Las plegarias a menudo hacen hincapié en la esperanza de reciprocidad que
se oculta tras buena parte de los regalos que se hacían los propios griegos,
excepto (en mi opinión) los que se intercambiaban aristócratas. Este patrón se
daba por sentado en las relaciones sociales del mundo de los mortales, por lo
que era proyectado a la esfera de lo divino: «Zeus, si alguna vez te ofrecí un
sacrificio de tu agrado, concédeme...». No se trataba de sobornar, sino de
continuar las relaciones con un ser superior divino quien, al igual que un
superior social, podía a veces (pero no siempre) intervenir. El adorador nunca
sabía cuándo estaría dispuesto a hacerlo y cuándo no.
No obstante, tenía la ocasión de conocer las órdenes y los deseos de los
dioses: los expertos podían observar el vuelo de las aves o las entrañas de un
animal sacrificado para interpretar los presagios poco corrientes. En este tipo
de contextos era posible descubrir la voluntad de los dioses. Una vez más, es
probable que muchas de las decisiones de los individuos del mundo clásico
fueran precedidas por plegarias o ritos de adivinación. Los dioses no eran
meros espectadores u «oyentes»: también se comunicaban, aunque fuera de
una manera indirecta.
Al margen de los sueños, esas comunicaciones eran más factibles en
determinados templos, sobre todo en los santuarios oraculares en los que
profetas y profetisas «hablaban» en nombre de los dioses. En el siglo V ni la
reputación del más famoso de ellos, el de Delfos, estaba ya establecida:
posteriormente se diría que sus sacerdotes habían sido emigrantes venidos de
Creta, tradición que yo mismo acepto, al menos quizá hasta su expulsión a raíz
de la Guerra Sagrada de ca. 590 a.C. 48 En determinados días favorables una
sacerdotisa respondía en Delfos en nombre de los dioses a las preguntas
formuladas por los visitantes. Para ello normalmente debía estar inspirada, tal
vez tras ingerir miel tóxica fresca y masticar «daphne» (sería incorrecto pensar
que esta planta era «laurel» no tóxico). 49 Las respuestas se daban en prosa o
en hexámetros (con la ayuda de los sacerdotes), pero, siendo Apolo el dios que
era, a menudo resultaban ambiguas o desconcertantes. Así pues, se hacía
necesaria la inteligencia humana, y con frecuencia la divinidad sólo decía:
«Más valdría que...». Por mal que salieran las cosas, se vería que las
alternativas habrían sido peores.
En la época aristocrática se produjo en el mundo griego un florecimiento
espectacular de los centros oraculares, no sólo el de Delfos, sino también el de
Dodona, en el noroeste de Grecia, o los de Dídima y Claros, en la costa
occidental de Asia, entre otros. Probablemente buena parte de las consultas
oraculares estuvieran ligadas a las preocupaciones cotidianas de la gente:
¿con quién es mejor que me case?, ¿de quién es la culpa?, ¿cómo tener hijos?
Pero todos esos santuarios también ofrecían una ratificación externa de las
decisiones más importantes tomadas por una ciudad, un sello de aprobación
divina que servía para tranquilizar y exculpar a la reducida y turbulenta clase
dirigente de la comunidad que formulaba la pregunta. Con el tiempo, la
democracia tendería a ofrecer un sello propio plenamente autorizado. Luego
también los oráculos se convertirían en un recurso de la comunidad para
afrontar determinadas cuestiones relacionadas con innovaciones en materia de
culto o temores de insólita cólera divina: permitirían que un dios se expresara
sobre asuntos que fueran competencia de los propios dioses. En la época de la
aristocracia sirvieron además de apoyo para las propuestas de establecer
nuevos asentamientos en el extranjero o de introducir cambios importantes en
el ordenamiento político. A su vez, el resultado de esas empresas vino a
realzar su prestigio: «no cabe la menor duda de que al principio la colonización
fue más responsable del éxito de Delfos, que Delfos del éxito de la
colonización». 50

Capítulo 5 - TIRANOS Y LEGISLADORES

Pues mis promesas las cumplí, con ayuda de los dioses, y fuera de ellas
no cometí locuras ni me place obrar por medio de la violencia de la
tiranía, ni que los «buenos» posean igual porción de nuestra fértil tierra
patria que los malvados...
Solón, F 34 (West)

En medio del esplendor que los rodeaba, los aristócratas tenían una idea de
«ciudad justa». Ya la poesía de Hesíodo había imaginado una para ellos, no un
lugar teórico y utópico, sino una ciudad de «sentencias rectas», 51 en la que
reina la paz y el hambre está ausente. En ella gobernarían naturalmente los
nobles, dando su libertad por descontada. No escribieron de esa libertad en los
escasos poemas e inscripciones que se nos han conservado porque en su
memoria viva no se habían liberado ni habían reafirmado esa libertad
arrebatando el poder a su antiguo rey. Tampoco había una clase humilde
políticamente activa que amenazara con poner límites a su libertad o con
someterlos. La única esclavitud que temían era la esclavización a manos del
enemigo en la guerra, peligro que se cernía tanto sobre ellos individualmente
como sobre todo el conjunto de su comunidad.
No obstante, en la década de 650 a.C. el monopolio político que ostentaban las
camarillas de aristócratas empezó a resquebrajarse. La primera «edad de la
revolución» del mundo comenzó en Grecia, en Corinto concretamente, y se
extendió a las comunidades vecinas. 52 Los aristócratas podrían ser calificados
de «monarcas» (mounarchoi), pero a partir de 650 aproximadamente serían
sustituidos en ocasiones por un solo gobernante, por un verdadero «monarca»,
en el sentido que hoy día damos a este término. Los griegos de la época
llamaban a ese nuevo monarca turannos, «tirano», y durante más de un siglo
florecieron este tipo de «tiranías» en muchas comunidades griegas. Hasta
nosotros han llegado algunos relatos espectaculares acerca de su
comportamiento, los primeros cotilleos griegos que se nos han conservado, y
unos cuantos restos significativos de arquitectura, meros fragmentos de los
imponentes templos de piedra que construyeron. Uno de los más grandes, el
santuario de Zeus Olímpico en Atenas, tenía tales dimensiones que sólo pudo
ser acabado por Adriano, seis siglos y medio después de que comenzaran sus
obras en 515 a.C.
Lo que no sabía Adriano era que el término turannos era una palabra que los
griegos habían tomado de una lengua extranjera hablada en Asia occidental, el
lidio. Hacia 680 un usurpador, Giges, se había atrevido a asesinar a los últimos
miembros de una dinastía bien establecida de reyes de Lidia. Los dioses no lo
castigaron, y Giges llegó incluso a consultar el oráculo griego de Delfos para
pedir consejo. Treinta años después los griegos utilizaban una palabra de
origen lidio para designar a un tipo similar de gobernantes usurpadores, que se
habían hecho con el poder en numerosos estados de la propia Grecia.
¿Pero por qué se vino abajo el monopolio de los aristócratas? Sin duda tiene
que ser relevante el hecho de que a comienzos del siglo VIl, y con toda
seguridad en ca. 670 a.C., tengamos constancia de que se había producido un
famoso cambio en la táctica militar que dio paso al característico estilo
«hoplita». Los soldados de infantería llamados «hoplitas» utilizaban un escudo
de grandes proporciones, de casi un metro de diámetro, que sujetaban por
medio de una doble empuñadura situada en la parte interior y que protegía el
flanco izquierdo del combatiente desde el mentón hasta las rodillas. Una vez en
formación, el escudo del guerrero situado a su lado le permitía proteger el
flanco derecho, dejándole así la mano derecha libre para utilizar la lanza o bien
una espada corta en los combates cuerpo a cuerpo. Un casco de metal y una
coraza también de metal o de tela acolchada servían para proteger la cabeza y
el cuerpo, como hacían con las piernas las grebas también de metal, al
principio un elemento extra de carácter opcional; todo este equipo permitía a la
formación permanecer firme frente a los dardos y proyectiles del enemigo. Se
desarrollaron nuevos tipos de combate distintos del habitual hasta entonces, y,
lo que es más importante, el tipo de caballería predominante en Grecia dejó de
ser capaz de desbaratar las líneas de soldados de infantería pesada, siempre y
cuando la formación se mantuviera firme. Los jinetes nobles pasaron a tener
una importancia secundaria y en adelante su mayor utilidad consistiría en
perseguir al adversario cuando los hoplitas rompieran las líneas de la infantería
pesada enemiga. Asimismo perdieron importancia los grandes campeones
nobles y sus duelos singulares: los aristócratas dejaron de ser los protagonistas
de los combates librados en el campo de batalla.
En este cambio de táctica de la infantería, el elemento decisivo fue la doble
empuñadura situada en el interior del escudo, que permitía al guerrero sujetar
un elemento defensivo tan voluminoso con un solo brazo. Existen testimonios
suficientes que relacionan su introducción en la Grecia continental con la
ciudad de Argos, donde los nuevos combatientes eran admirados con el título
de «aguijones de la guerra», defensores de los griegos. 53 Sin embargo, la
nueva empuñadura del escudo y varios otros elementos de la armadura griega
quizá se originaran con anterioridad en Asia occidental y constituyeran parte
del equipo bélico de los carios, un pueblo no griego, y de sus vecinos, los
jonios, al servicio de los reyes de Lidia en los destacamentos de infantería. El
jefe militar de esos soldados tal vez fuera Giges. También entre los argivos la
adopción de la táctica hoplita es atribuida de manera bastante convincente a un
individuo, Fidón, antiguo rey de Argos. Es preciso que la innovación fuera obra
de un individuo, pues ninguna aristocracia habría estado dispuesta a introducir
un nuevo estilo de lucha que socavaba de manera tan evidente el poder de los
nobles. Fidón de Argos, ca. 670 a.C., fue casi contemporáneo de Giges y
probablemente copiara a los orientales y siguiera su ejemplo. Una vez que los
argivos empezaron a luchar como hoplitas, sus vecinos del resto de Grecia no
tuvieron más remedio que imitarlos; una necesidad semejante obligaría más
tarde a la clase militar de los turcos otomanos a utilizar las armas de fuego,
aunque fuera a regañadientes.
La nueva táctica de los hoplitas tuvo unas consecuencias sociales comparables
a la adopción de la lanza y de la formación de combate por el poderoso jefe
zulú Shaka Zulú en Sudáfrica hace apenas 150 años. Los hoplitas no
supusieron la creación de un orden social aparte, «el ejército»: los nuevos
soldados eran los ciudadanos que se congregaban cuando eran llamados a las
armas. Sólo que ahora los pequeños terratenientes podían asociarse
empuñando las armas y colocándose en formación para defender sus bienes o
asolar los de otros sin tener que depender de unos adalides pertenecientes a la
aristocracia. No constituían una nueva clase, sino una clase ya existente que
había adquirido una nueva conciencia de clase. Pues la nueva táctica supuso a
todas luces un cambio, el de la «seguridad en la multitud». El sólido casco de
metal dificulta en gran medida la visión lateral del guerrero. El gran escudo, con
su doble asa, constituye también un armatoste que impide maniobrar con
agilidad en el combate cuerpo a cuerpo fuera de la formación. Las
reconstrucciones de todo este armamento me convencen de que la
introducción de la nueva táctica requería una sólida formación para que las
armas resultaran eficaces. Los primeros vasos pintados que representan a los
hoplitas los muestran a veces llevando además una o dos lanzas: tal vez al
principio las primeras filas utilizaran armas arrojadizas de este tipo, pero a mi
juicio su representación constituye sólo una convención artística. No obstante,
durante los tres siglos siguientes, la formación de hoplitas alineados en
apretadas filas constituiría la modalidad de combate por tierra predominante
entre los griegos. Sus integrantes, los ciudadanos, se ejercitaban en los
gimnasios públicos y en las pistas de lucha, pero, excepto en Esparta, su
adiestramiento bélico en campos militares sería muy limitado. Para los
soldados de primera fila, en cualquier caso, una batalla constituía una
experiencia terrible, que culminaba en el «empujón» (óthismos) contra la
formación de hoplitas contraria (no existe ninguna descripción completa de los
detalles de una batalla de hoplitas, por lo que su desarrollo habitual sigue
siendo objeto de debate).
Evidentemente estas nuevas tácticas tuvieron consecuencias para la estructura
de fuerzas y de poder del propio Estado. No podemos asegurar que «allí donde
hubiera hoplitas habría tiranos y se produciría una quiebra del gobierno
aristocrático». Lo que podemos deducir es que sin este cambio militar no
habría habido tiranos. Nadie se habría atrevido a liquidar a la nobleza, la
principal fuerza de combate de la comunidad. Los hoplitas, por tanto, fueron un
requisito indispensable para la aparición de la tiranía griega, pero no
supusieron una condición suficiente.
Una causa concomitante de este cambio fue la división y el desorden cada vez
mayores que reinaba entre los propios aristócratas. Las aristocracias eran
marcadamente vulnerables a la lucha de facciones. ¿Por qué una familia noble
iba a ceder el paso a otra, si teóricamente todos los nobles tenían un esplendor
análogo? A medida que se desarrollaron la vida y el ocio en los centros
urbanos, con sus campos de lucha, sus reuniones del consejo y sus salones
para la celebración de largas fiestas de bebedores, fue habiendo cada vez más
espacio para el intercambio de insultos entre las pandillas de nobles rivales y
para el resentimiento entre aquellos a los que no había sido concedido un
determinado honor o una determinada magistratura. Como ocurriera en las
ciudades de la Italia medieval, el desarrollo de la vida urbana intensificó los
contactos diarios entre las familias nobles, con el consiguiente incremento de la
violencia y las luchas de facciones. Los nobles tenían libertad para decir todo lo
que se les antojara, pues todavía no había leyes fijas contra la calumnia ni el
maltrato físico. Incluso en sus fiestas de hombres solos, los symposia, los
ánimos eran exacerbados fácilmente debido a la ingestión de vino, por muy
aguado que estuviera, y por la recitación de poemas de elogio o de censura
personal. Por las noches los grupos de jóvenes simposiastas acababan
convirtiéndose en pandillas de borrachos o kómoi, semejantes a las que
acompañaban al dios Dioniso. Salían en busca de esclavas dedicadas a la
prostitución (hetairai) o incluso a rondar a alguna mujer o algún muchacho al
que consideraran deseable a la puerta de su casa, cerrada a cal y canto. Esas
ruidosas salidas solían ir acompañadas también de poemas, pudiendo
desencadenarse peleas y pendencias por el camino. Los nobles formaban
grupos de «compañeros» íntimos o hetaireiai, que celebraban cenas y se
divertían juntos, sólidamente enfrentadas a otras hetaireiai de su misma
ciudad-estado. Cualquier familia noble podía por otra parte apelar a sus leales
de condición inferior, pertenecientes a la fratría dominada por su clan: estas
«hermandades» estaban localizadas con frecuencia en torno a la residencia de
una determinada familia noble, en las zonas rurales de la polis.
En las comunidades griegas más accesibles, abiertas al mar, esos motivos de
tensión social se vieron complicados por los efectos económicos del constante
incremento de las colonias griegas en ultramar. Los intercambios entre las
comunidades helénicas se multiplicaron, tanto entre los nuevos asentamientos
como entre las colonias y su comunidad «patria». Los beneficios obtenidos
gracias al incremento del comercio y a las incursiones de saqueo fueron a
parar en su mayor parte en un principio a los aristócratas, que habitualmente
eran los que sufragaban este tipo de empresas. Como consecuencia, entraron
en el circuito social artículos de lujo y objetos de distinción todavía más
exquisitos. Algunos de los mejores (marfil, lino o plata) procedían de fuentes de
abastecimiento en el extranjero perfectamente localizadas, mientras que otros
fueron elaborados por los artesanos de las ciudades-estado para sus paisanos
de clase alta, cuyo poder adquisitivo era cada vez mayor. Los nuevos niveles
de lujo y ostentación alcanzados suponían una importante fuente de división.
Ningún noble podía consentir que se le considerara menos magnífico que otro
durante mucho tiempo. En las bodas y los funerales, el esplendor de la familia
se veía expuesto a la opinión pública y cuanto más «lujoso» fuera un noble,
más tendrían que esforzarse los demás en estar a su altura.
Con la intensificación de la lucha de facciones y de la rivalidad social, el viejo
ideal noble de «grupo de iguales» se hizo añicos y dio paso a la violencia y al
desorden. Esa división en facciones tuvo otras consecuencias todavía más
graves. Los ciudadanos de clase inferior seguían recurriendo a los nobles para
obtener sentencias justas y decisiones prudentes, pero las luchas de facciones
y las enemistades personales acabarían por distorsionar la administración de
los oficios públicos y los veredictos pronunciados por los nobles. Para estar a la
altura de sus iguales, un noble podía también imponer unas condiciones más
severas a los individuos dependientes de su persona en el ámbito local o a
aquellos que recurrían a él para pedirle préstamos o ayuda en momentos de
crisis.
Se produjo además una ligera difusión de la riqueza. Los aristócratas no podían
seguir monopolizando los beneficios procedentes del comercio exterior ni frenar
los efectos de sus espectaculares dispendios. A su vez, dieron lugar a la
aparición de nuevos rivales que pusieron en entredicho su preeminencia. Al no
dudar en gastar alegremente para aumentar su prestigio, la riqueza derrochada
por ellos fue pasando a lo largo de la pirámide social en virtud del «efecto
multiplicador» tan conocido por los economistas modernos. No sólo fue que las
personas no nobles se volcaron en la actividad comercial, sino que la demanda
de los nobles enriqueció a los propietarios de artesanos cualificados de
condición servil y a los proveedores de los nuevos y costosos «artículos de
lujo». A medida que iba diversificándose el gasto de los nobles, empezaron a
surgir ricos que no eran nobles, acaso apenas una decena de familias al
principio en cada comunidad, que desde luego no constituían una «clase
media» comercial. Pero si podían prosperar gracias a su arte, ¿por qué no iban
a poder ostentar una magistratura de prestigio, lo mismo que cualquiera de los
miembros de la casta más noble?
Unos sesenta años antes Hesíodo había exhortado a los nobles de su localidad
a no dictar sentencias torcidas, no fuera que el dios Zeus lanzara un rayo
contra toda la comunidad. Homero había comparado las tormentas del otoño
con el castigo de los dioses por la violencia y las sentencias torcidas en el
centro de reunión o plaza pública (agora). Pero en aquellos momentos la
táctica militar estaba cambiando, y las constantes injusticias y los desórdenes
provocados por la lucha de facciones podían ser contrarrestados por medios
humanos. Como consecuencia de una determinada ofensa, un aristócrata,
acaso un comandante en tiempos de guerra, podía incitar a los ciudadanos a
adoptar el nuevo estilo de armamento de los «hoplitas», expulsar a los
aristócratas más pendencieros, y erigirse él mismo en gobernante de la ciudad.
De ese modo ponía fin a la lucha de facciones, «enderezaba las cosas» y
dominaba las rivalidades cada vez más graves de la alta sociedad. Los tiranos
son, por tanto, los primeros gobernantes conocidos que aprobaron leyes
destinadas a limitar la rivalidad en la ostentación del lujo. El motivo principal de
esas medidas no era que resultara más conveniente desviar los costes de
dichos artículos de lujo hacia usos públicos en beneficio de la comunidad. El
lujo era motivo de división entre la clase alta y una amenaza además para la
preeminencia del tirano.
Los cargos «con servicio deficiente» de una comunidad constituían asimismo
una fuente de quejas y de discrepancias. En las comunidades de la Grecia
arcaica no había muchos puestos distinguidos, pero a medida que la riqueza
fue filtrándose a los estratos más bajos, fueron más los individuos que
empezaron a considerarse dignos de desempeñarlos. Los candidatos
despechados, como siempre, eran fuente de disturbios y los «hombres
nuevos» excluidos, pero convencidos de su valía, constituían otra. De ese
modo los tiranos abrieron las altas magistraturas de la comunidad y la
pertenencia al consejo de gobierno a un número mayor de familias, empezando
por los individuos ricos y capacitados que no eran de noble cuna. Se
convirtieron en los árbitros de la mayoría de los honores y de los privilegios
sociales, y también, en último término, de los juicios civiles. Mientras tanto, la
elección política para el desempeño de las magistraturas quedaría reducida
simplemente a una mera «selección». En el ámbito de la política interior, los
rivales molestos eran asesinados o desterrados, y en el de la política exterior,
los tiranos se encargarían de desencadenar guerras fronterizas perfectamente
gratuitas contra otros tiranos vecinos, corriendo el riesgo de un fracaso militar.

En resumen, los tiranos contribuyeron a frenar las ambiciones y las banderías


en constante aumento mediante un último acto de ambiciosa bandería: su
propio golpe de Estado. Habitualmente dicho acto comportaba derramamiento
de sangre y, como los tiranos consideraban su poder propiedad hereditaria de
su familia, su dominio solía pasar a la segunda generación. Irremediablemente,
muchos de esos herederos eran menos discretos o estaban menos
capacitados que sus progenitores. Circularon historias asombrosas acerca de
Periandro, el segundo tirano de Corinto (cómo hizo el amor con el cadáver de
su esposa, cómo arrojó al mar a unos individuos que regentaban un burdel,
etc.), o de Fálaris de Sicilia (cómo asaba a sus enemigos dentro de un gran
toro de bronce: la anécdota quizá fuera inspirada por las esculturas de bronce
del tirano que aún se conservaban). La tiranía se caracterizaba por ser
básicamente ilegítima, y los ciudadanos más observantes de la legalidad eran
perfectamente conscientes de sus deficiencias. Al cabo de unas décadas del
establecimiento de los primeros tiranos, algunas comunidades griegas habían
empezado ya a buscar maneras alternativas de resolver las tensiones. Su
opción preferida sería recurrir a las leyes decretadas por los legisladores de la
época.
Entre los aristócratas ya había habido algunos legisladores, pero la crisis social
y política de mediados del siglo VII y comienzos del VI a.C. les ofreció un
nuevo campo de acción. La primera legislación griega conservada en una
inscripción que poseemos procede de Dreros, en Creta (probablemente de ca.
650 a. C). Limitaba el desempeño prolongado indebidamente de la principal
magistratura civil, precisamente el tipo de «desorden» que podía dar lugar a la
tiranía. En Atenas, en la década de 620, estallaron las luchas de facciones a
raíz del fracaso de un aspirante a tirano cuyo golpe de Estado, apoyado desde
el exterior, fracasó. Con el fin de restaurar la armonía social, un noble, Dracón,
se encargaría de redactar unas leyes que fueron fijadas por escrito y expuestas
públicamente, y merecieron el calificativo, nunca mejor aplicado, de
«draconianas». En 594 a.C. de nuevo en Atenas, otro aristócrata, Solón, tuvo al
alcance de la mano la tiranía. Pero Solón prefirió «reunir al pueblo», 54 en su
calidad de principal magistrado electo para aquel año, y redactar unas leyes de
gran alcance, que regulaban todo tipo de cuestiones, desde las disputas por las
lindes de las propiedades hasta la excesiva ostentación de riqueza con motivo
de bodas y funerales, los insultos provocativos a los antepasados difuntos de
un individuo o los sacrificios que debían hacerse al año según el calendario
religioso.
Solón es el legislador mejor conocido y más admirable de la Grecia arcaica.
Fue además poeta y defendió sus reformas en sus vigorosos versos. A Solón
debemos la primera afirmación que se nos ha conservado en el sentido de que
el conflicto que desemboca en tiranía es «esclavitud»: la libertad, por tanto, era
un valor que los ciudadanos debían estimar y por el que valía la pena luchar,
no sólo frente al enemigo externo, sino también dentro de la propia
comunidad. 55 La tiranía agudizaba en los hombres el sentido de lo que habían
perdido. Para evitar caer en ella, Solón creó un segundo consejo junto al
monopolio del consejo del Areópago que ejercían los nobles, y puso las
magistraturas al alcance de los ricos de toda el Ática, no sólo de aquellos que
tenían noble cuna. Como es de todos sabido, abolió los «cánones» que debían
pagar a los señores nobles los terratenientes más humildes del Ática. A cambio
de la «protección» de un noble, los terratenientes habían tenido que pagarle
una sexta parte de su cosecha; los individuos que no eran de noble cuna eran
los propietarios de la tierra en cuestión y podían comprarla y venderla, pero la
«cuota» seguía vinculada a la parcela, independientemente de quién la
comprara. Solón describe gráficamente en sus versos cómo liberó la «negra
tierra» arrancando los mojones en los que estaba registrado aquel antiguo
«canon». 56 También la tierra había estado «esclavizada anteriormente»: ahora,
gracias a Solón, era libre.
Probablemente esos «cánones» habían sido cobrados de manera abusiva por
los nobles del Ática desde los turbulentos años de la «época oscura». En 594
a.C. muchos de los que tenían que pagarlos eran los nuevos hoplitas, que, por
consiguiente, ya no dependían de los nobles para gozar de seguridad militar.
Esos tributos se habían vuelto injustos, y hasta los propios nobles se mostraron
de acuerdo en abolirlos. Para ellos, lo fundamental era que Solón no fuera más
lejos y repartiera las tierras de los ricos entre los más pobres: las propiedades
de los nobles quedaron intactas. Lo que hizo Solón fue prohibir la mala práctica
que suponía el hecho de que el acreedor exigiera la propia persona del
prestatario como garantía de sus deudas. Esas deudas eran en su mayoría de
poca monta y a corto plazo, pero suponían para el deudor un riesgo añadido en
caso de impago, real o supuesto: no existía la idea de «seguridad subsidiaria»
y como la garantía (la propia persona del deudor) era más valiosa, podía
resultar tentador para el acreedor extinguir injustamente el derecho a amortizar
la deuda. De ese modo, las deudas daban lugar a la esclavización
absolutamente inadmisible de un ateniense por otro. Solón amplió además la
actuación de la justicia concediendo a terceros el derecho a acusar a un
delincuente, aunque no tuvieran nada que ver con el delito. Promovió asimismo
la «ciudadanía activa» al creer en una justicia abstracta, impersonal,
sustentada por la ley escrita, no por su propia tiranía.
En otro tiempo, los estudiosos de este período, familiarizados con los profetas
del Antiguo Testamento, atribuían esa preocupación griega por la «justicia» y la
«equidad» al centro profético de Grecia, el oráculo de Delfos. Se creía que las
profecías deificas inspiraron ese nuevo «imperio de la ley» y la repugnancia
moral por la tiranía. En realidad, es probable que Solón interviniera en una
«Guerra Sagrada» con el fin de librar a Apolo Deifico de un clero considerado
injusto y demasiado torticero. Los legisladores como Solón no pretendían tener
inspiración divina ni que los dioses les hubieran concedido el don de la
profecía. Antes bien, se enfrentaban a las crisis sociales en la creencia de que
las leyes humanas podían superarlas y que, renunciando todos a parte de sus
intereses, los protagonistas de dichas crisis podían lograr cierta cohesión en un
nuevo orden sostenible.
La «legislación» de Solón tuvo mucha importancia tanto por su envergadura
como por su minuciosidad, hecho que desde luego la hace merecedora del
calificativo de «código». Podemos compararla con la colección de leyes que
tenemos mejor atestiguada en cualquier comunidad griega, a saber, la
inscripción pública de las leyes de la ciudad cretense de Gortina, de ca. 450
a.C. 57 Algunas de esas leyes eran nuevas o recientes, pero otras eran mucho
más antiguas, contemporáneas de las de Solón. No habían ido aumentando
año tras año, como si cada magistrado anual hubiera ido añadiendo de forma
rutinaria algún detalle a las leyes heredadas de sus antepasados: en las
ciudades-estado griegas los magistrados anuales no publicaban las sentencias
dictadas durante su mandato a modo de corpus legal cuando abandonaban el
cargo. Estas leyes fueron reunidas seguramente en un solo texto por decisión
pública. En Gortina, creo que fueron nombrados unos «comisarios para la
redacción de las leyes», con el fin de reunir las normas ya existentes y hacer
públicos sus hallazgos.
Esas leyes cretenses abordaban cuestiones muy peliagudas relacionadas con
las herencias, que también interesaron a Solón en el Ática: las herencias son
fuente de desigualdad social y de posibles tensiones, especialmente dentro de
la clase alta. En general, las penas impuestas por las leyes a los delitos
variaban muchísimo según la clase social a la que perteneciera el individuo. Si
un hombre libre violaba a una esclava de su casa, debía pagar una multa unas
cien veces inferior a la que se imponía al esclavo que violara a una persona de
condición libre. Las leyes de Gortina admitían la existencia de «siervos»
semilibres (llamados woikeis) y de «inferiores» (apetairoi),s excluidos de las
pandillas de ciudadanos libres que se reunían a cenar. La codificación de estas
leyes no suponía libertad ni igualdad para todas las personas que estaban bajo
su amparo.
Solón reconoció y mantuvo las diferencias de clase social. Sin embargo,
declaró libres a todos los atenienses y en adelante los únicos esclavos
legítimos del Ática serían extranjeros. ¿Pero qué pasa entonces con las
relaciones entre el «pueblo» ateniense y la nueva «clase alta» de los nobles y
ricos que Solón había reconocido? Solón frustró las esperanzas de los
atenienses que deseaban una «repartición igual» de la tierra del Ática y la
redistribución de la propiedad. El «pueblo» o demos, nos dice, tenía sus
«cabecillas», pero probablemente no pertenecían a los estratos más pobres,
como si hubieran estado abiertamente enfrentados a los ricos en un conflicto
de clase. Lo más probable es que fueran pequeños terratenientes, hombres
pertenecientes a los nuevos escuadrones de hoplitas, el tipo de individuos que
habían apoyado a los tiranos en otras ciudades. Tradicionalmente, incluso
antes de Solón, los ciudadanos del Ática habían sido clasificados de la
siguiente manera: los que poseían un caballo, los que poseían una «yunta» de
bueyes y los que no poseían ni una cosa ni otra y tenían que trabajar para otros
(los thétes). Los hoplitas del Ática eran los propietarios de una yunta, los
individuos que poseían desde aproximadamente «tres hectáreas de tierra y dos
vacas» hasta más o menos unas cinco o seis hectáreas. 58 Según los
parámetros actuales eran pequeños propietarios, por no decir muy pequeños.
Solón liberó a aquellas gentes de la obligación de pagar a los nobles un
«canon» que ya estaba trasnochado, pero no redistribuyó las tierras ni los
bienes entre ellos ni concedió a la clase más baja (la de los thétes) plena
participación en el poder político. A su juicio, semejante privilegio no estaba en
consonancia con su estado.
Por consiguiente, al igual que los tiranos, los legisladores no fueron los
promotores activos de una clase humilde unificada. Restablecieron el «orden»
y la «justicia», pero la cultura dominante en sus comunidades siguió siendo la
realizada por los aristócratas. Durante toda la época de los tiranos en Grecia se
abrió aún más de hecho el espacio dejado a la gloria y al afán de emulación de
los nobles. En 570 a.C. existían otras cuatro grandes fiestas con sus
correspondientes juegos atléticos, que rivalizaban con las Olimpíadas. Los
Juegos Píticos de Delfos fueron establecidos en 590 como un certamen
gimnástico financiado con el botín de una guerra, probablemente la Guerra
Sagrada que acababa de concluir; más tarde incluirían además un famoso
certamen musical. Los Juegos ístmicos (iniciados en 582) probablemente
celebraran el fin de la tiranía en Corinto. El tirano que seguía reinando por
aquel entonces en la vecina Sición entró en liza fundando (también en 582) sus
propios juegos Píticos locales; sus enemigos de una ciudad cercana, Cleonas,
ayudados por los de Argos, fundaron entonces los Juegos Nemeos (en 573). A
lo largo y ancho de todo el mundo griego, se inauguró una cultura de la
«celebridad», una cultura no de grandes guerreros, sino de grandes
deportistas, poetas y músicos. En cambio, no existen «celebridades» en el
mundo descrito en el Antiguo Testamento ni en las monarquías del Oriente
Próximo. Los griegos inventaron el desfile de la victoria para sus atletas, lo que
nosotros llamaríamos la «ceremonia de gala». Las ciudades acogían con
entusiasmo y recompensaban a los vencedores cuando regresaban a su patria,
y se contaban hermosas historias en torno a las proezas de aquellas
celebridades y su triste decadencia posterior (debido a la vejez, no a las
drogas). El pancraciasta Timantes se ejercitaba a diario tensando un arco de
enormes dimensiones, pero cuando dejó de entrenarse, no pudo seguir
haciéndolo y no encontró mejor solución que el suicidio. No obstante, se cuenta
que se mató arrojándose a una pira, como el gran héroe de los luchadores,
Heracles. 59
Los individuos que alcanzaban la victoria en estos juegos eran proclamados
vencedores en nombre de sus respectivas ciudades. El público congregado en
el estadio, procedente de todos los rincones de Grecia, presenciaba su
momento de gloria, y para el tirano de una determinada ciudad resultaba
mortificante no poder atribuirse semejante éxito. El triunfo era cosa de los
jóvenes, y los poetas aristocráticos se recreaban en las efímeras glorias de la
juventud. Las proezas estaban asimismo llenas de riesgos, pero el riesgo era
algo que el hombre noble aseguraba no temer. En la política como en la guerra,
en los juegos y en el mar, la época arcaica fue testigo de una oleada constante
de vencedores y perdedores. Se cuenta que el legislador lesbio Pitaco, que fue
un «sabio», dedicó en un templo de su isla natal una escalera, símbolo de los
inevitables altibajos de la fortuna. 60
Las familias de los tiranos tenían, de hecho, una ventaja: controlaban unas
rentas mucho más elevadas que las de casi cualquier otro noble rival de su
comunidad. Los mismos tiranos que legislaban contra el lujo pernicioso podían
permitirse construir grandes templos en los estilos recién inventados de la
arquitectura en piedra, copiada de Egipto. No todos esos templos eran
proyectos viables: uno de los más grandes, en la isla de Samos, fue
comenzado pero nunca concluido, al estar emplazado en un terreno demasiado
inestable. Pero en Corinto o Atenas, los templos y edificios de los tiranos son
los primeros que siguen impresionándonos. En las ciudades-estado situadas en
el lugar apropiado, los tiranos desarrollaron también un invento anterior, la
trirreme, y construyeron grandes flotas. Con el tiempo, la marina contribuiría a
reforzar la moral y el sentido de identidad común de sus conciudadanos. Al
mismo tiempo que regulaban el exceso de ostentación en las bodas, los tiranos
celebraban magníficos certámenes entre los pretendientes de sus hijas. A
diferencia de ciertos aristócratas, no fueron famosos por cultivar la poesía, pero
fueron mecenas de poetas y artistas, y dispensaron su patrocinio a las fiestas
de sus ciudades. Siguieron esforzándose en superarse unos a otros al modo de
los viejos aristócratas, cuyo lema era: «Todo lo que tu hagas, lo hago yo
mejor». La verdad es que los tiranos necesitaban deslumbrar a los nobles entre
los cuales seguían viviendo; esa preeminencia era para ellos más importante
que el fomento de la «identidad cívica» entre los miembros de sus ciudades-
estado que no pertenecían a la nobleza. Antes de que hubiera tiranos, los
aristócratas ya habían dispensado su patrocinio a los poetas, los artesanos, y
las empresas navales de carácter comercial o de saqueo. Pese a no tener un
programa popular, los tiranos se esforzaron por obtener más de lo mismo. En
consecuencia, la primera época de revolución política no fue una época de
nueva «cultura del pueblo»; por el contrario, los valores de los aristócratas
duraron más que el monopolio político ostentado por ellos.

Capítulo 6 - ESPARTA

Además era capaz, como cualquier otro, de preocuparse de que su


ejército tuviera víveres y de proporcionárselos, y conseguía infundir en
los presentes la idea de que había que obedecer a Clearco. Y lo lograba
por la firmeza de su carácter. Tenía un aspecto que infundía temor y la
voz áspera; castigaba siempre con rigor y era a veces colérico, hasta el
punto de que en ocasiones se arrepentía. Castigaba por convicción,
pues consideraba que ningún provecho se obtenía de un ejército
indisciplinado ... Así pues, en los momentos difíciles los soldados
preferían obedecerlo precisamente a él y no elegían otro jefe. Decían
que su aspecto temible aparecía entonces sereno entre los demás
rostros, y su severidad era firmeza contra los enemigos, de manera que
le veían como la salvación y no ya como objeto de temor. Pero cuando
salían del peligro y podían pasar a las órdenes de otro, muchos lo
abandonaban, pues no tenía atractivo y siempre era duro y cruel, de
modo que los soldados se comportaban con él como niños con el
maestro.
Jenofonte, Anábasis, 2.6.9-11

En el siglo VII a.C. la libertad, la justicia y el lujo eran en realidad agentes


activos de los cambios políticos. La búsqueda del «lujo» diferenciaba
verdaderamente de las demás a las clases altas de las comunidades griegas, y
lo que hizo que se aprobaran leyes que lo limitaran no fueron precisamente
banales razones moralizantes. La exclusión política de los que no eran nobles y
la solución torticera de los pleitos dieron lugar a la exigencia de una justicia
impersonal que se pone perfectamente de manifiesto en las reformas
emprendidas por Solón y los valores que se ocultaban tras ellas. Solón también
abogó por la libertad, entendida como la liberación de la esclavitud impuesta
por un tirano y de la «esclavización» de tener que pagar como ciudadano
«cánones» a un superior. Después de las reformas de Solón, todos los
ciudadanos de Atenas vieron garantizada su libertad individual frente al acoso
de cualquier conciudadano. Podían recurrir a los tribunales, incluso como
terceros, para denunciar a quien se comportara de forma violenta y abusiva
(demostrando hubris), y tenían prohibido esclavizar a un conciudadano. Por ley,
tenían garantizada una «libertad» trascendental «frente a...» individuos de
rango superior tan arrogantes como el Odiseo de la Iliada.
No obstante, es en la Esparta de esa época donde la libertad, la justicia y el
lujo fueron el desencadenante de los cambios más significativos. Durante
siglos, la vida de los espartanos se vería condicionada por los resultados de
esos cambios. En el invierno de 125 el propio Adriano visitó Esparta y, según
se dice, elogió los «valores espartanos». 61 Al igual que otros turistas, asistió a
las celebraciones y los juegos protagonizados por los muchachos espartanos y
probablemente viera la brutal flagelación a la que eran sometidos los jóvenes
corredores participantes. Seguía siendo una ciudad sumamente singular con un
célebre pasado, pero ni el emperador romano ni los hombres de su época
sabían realmente cómo y por qué se habían originado los «valores
espartanos». Resulta muy difícil penetrar el secretismo de Esparta porque las
leyendas sobre esta ciudad, el «espejismo espartano», ensombrecen casi
todos los testimonios que han llegado a nuestras manos, desde el siglo IV a.C.
en adelante. El concepto de una Esparta idealizada ha sido la utopía con mayor
influencia de toda la historia, una influencia que se ha dejado sentir en diversas
generaciones de pensadores políticos, desde Platón hasta Rousseau, pasando
por Tomás Moro.
A diferencia de la mayoría de las comunidades griegas, la antigua Esparta
conservó la realeza, pero a diferencia de todos los antiguos estados que se
conocen (con la excepción del país de los jázaros, a orillas del mar Negro, en el
siglo VIII d. C), no estaba gobernada por un único rey, sino por dos al mismo
tiempo. Estos reyes tenían responsabilidades religiosas que otros estados
griegos repartían entre los sacerdotes: se ponían al frente de sus tropas en la
guerra y cuando morían recibían un sepelio sumamente ceremonioso. Las
aldeas y pueblos que conformaban Esparta eran también muy singulares:
carecieron de murallas a lo largo de toda su historia. Como señaló el historiador
Tucídides, nadie en el futuro habría podido deducir el gran poder que adquirió
Esparta de los insignificantes restos físicos de la ciudad. Su ordenamiento
político abarcaba una gran variedad de estatus sumamente singulares. Estaban
los espartiatas «iguales», «inferiores», los llamados mothakes y «los que viven
alrededor» (operioikoi, que habitaban en los pueblos y aldeas de la región, no
en las ciudades principales). También estaban los ilotas («cautivos»), que eran
propiedad de la comunidad; trabajaban la tierra y entregaban la mitad de sus
cosechas a los espartiatas, pero no podían ser comprados ni vendidos como
los esclavos de otras ciudades. Además, para los teóricos antiguos, el estatus
de los ilotas se situaba «entre el del esclavo y el del hombre libre». En cuanto a
los niños de Esparta, los varones de las familias espartiatas (ciudadanos
espartanos) eran sometidos a partir de los siete años a un espantoso
adiestramiento de carácter obligatorio. Había numerosas singularidades en la
sociedad espartana que dejaban atónitos a los forasteros. Varios hermanos
espartiatas podían acabar compartiendo una misma esposa (en mi opinión,
cuando se trataba de una heredera); las muchachas, por su parte, también se
ejercitaban en la carrera, la lucha y otros deportes, algunos de los cuales
debían practicar desnudas (supuestamente con el fin de prepararlas para
engendrar hijos sanos y en forma). Todos los espartiatas varones comían
colectivamente en grupos o comensalías, y tomaban platos muy sencillos, entre
otros el famoso caldo negro. El respeto por los superiores y las opiniones de
los demás camaradas espartanos era una parte esencial de los valores
sociales de esas comensalías.
Los espartiatas adultos apreciaban las declaraciones sucintas y las imágenes
verbales expresivas. Incluso los que sabían redactar unas cuantas palabras no
veían la necesidad de escribir extensamente ni de utilizar libros para su propio
enriquecimiento. Su restringido código de elocuencia encajaba con una
sociedad sumamente conservadora y ordenada. Por encima de todo, el sistema
estaba concebido para el adiestramiento militar, hasta tal punto que el fracaso
del espartano en el campo de batalla iba seguido con frecuencia por su
suicidio. Es comprensible que los trabajos arqueológicos realizados en el
emplazamiento de la Esparta arcaica hayan sacado a la luz millares de
pequeñas estatuillas de plomo de guerreros hoplitas, figuritas de bronce de
bailarinas que se levantan la falda (o «mimkhiton») por encima de la rodilla y
grandes relieves de caliza, en los que aparecen representadas pequeñas
figuras acercándose a otras sentadas de mayores dimensiones, sin duda
héroes que eran objeto de veneración. Las estatuillas de guerreros y bailarinas
aluden a la educación que recibían los espartanos, mientras que los relieves
ponen de manifiesto el gran respeto, ya célebre incluso en la antigüedad, que
sentían los espartanos por los dioses y los héroes. Pero destaca la ausencia
entre ellos de algunos dioses del panteón griego: no se sabe, por ejemplo, que
los espartanos tuvieran un culto dedicado a Dioniso. El dios de la ebriedad y de
la libertad desordenada se encontraba en el extremo opuesto del varonil control
espartano.
La sociedad espartana nunca fue estática, y los antiguos cometieron un error
cuando atribuyeron toda su constitución a un único primitivo legislador, Licurgo.
Cuando intentaron, al cabo de muchos años, datar la época de ciertos
personajes del pasado lejano con una cronología oficial, situaron a Licurgo en
el período correspondiente a ca. 800-770 a.C. Sin embargo, hoy día se pone en
entredicho incluso su existencia, y con razón. La mayoría de las leyes que
reformaron la sociedad espartana fueron sancionadas, en mi opinión, en ca.
640 a.C. y tenían por objeto abordar temas tan básicos como la libertad, la
justicia y el lujo, esto es, las razones fundamentales que dieron lugar a la
aparición de tiranos y legisladores en el resto del mundo griego de la época.
A finales del siglo VIII los espartanos, con sus dos reyes, no siguieron los
pasos de otros griegos, y no se embarcaron en la empresa de establecer una
serie de asentamientos en el extranjero. En cambio, incorporaron una quinta
aldea, Amidas, a las cuatro ya existentes, las obai. También acogieron a
grupos de exiliados procedentes de Asine, el asentamiento costero de su gran
rival, la vecina ciudad de Argos. También conquistaron tierras de Mesenia, el
estado vecino independiente que estaba separado del oeste de Esparta por
una cadena montañosa. Los reyes espartanos asignaron entonces las tierras
conquistadas a sus ciudadanos-guerreros. La asignación fue llevada a cabo de
forma selectiva y desigual, y probablemente fueran las agitaciones que ésta
desencadenó, la causa de que, supuestamente en 706 a.C. los espartanos
decidiesen establecer su única colonia de ultramar, la ciudad de Tarento (la
moderna Taranto) en el sur de Italia. Más tarde, la leyenda atribuiría
erróneamente este hecho a la promiscuidad de las espartanas durante la
ausencia de sus esposos, que combatían en la guerra: se contaba que cuando
éstos regresaron tuvieron que expulsar a los hijos bastardos fruto del adulterio
de sus mujeres.
Esas migraciones de sus aldeas natales fueron de distinta naturaleza y, sin
duda alguna, controvertidas; según se dice, fue después de esos
acontecimientos cuando los reyes de Esparta buscaron en el oráculo de Delfos
la aprobación de una reforma constitucional. Las treinta y ocho palabras de la
respuesta oracular (que recogería posteriormente Aristóteles) reciben el
nombre de «Gran Rhetra» (o «pronunciamiento»), pero son sumamente
oscuras, y su interpretación es muy controvertida. Desde luego reconocen la
existencia formal de un consejo de ancianos, que más tarde sería llamado
Gerusia. A este consejo, formado por varones de más de sesenta años, se le
encomendaba la responsabilidad oficial de preparar las cuestiones que debían
plantearse ante «el pueblo»: este papel oficial de comité preparatorio ha sido
calificado acertadamente de importante contribución a las técnicas de
gobierno. 62 A continuación se exponían las propuestas ante el «pueblo», y,
según la interpretación más plausible del texto, el derecho soberano del
«pueblo» era definido como el derecho a decir «sí» o «no» a dichas
propuestas. Si había miembros del «pueblo» que hablaban de alguna otra cosa
que no fuera la moción presentada ante ellos, el consejo de ancianos tenía
derecho a «reservarla» y simplemente a someter a votación su propuesta
original (incluso en la antigüedad la traducción de esas palabras griegas
resultaba difícil de entender, pero en mi opinión «reservar» significaba en ese
griego arcaico «pedir el parecer»). 63
El «pueblo», o demos, estaba constituido por los ciudadanos espartanos,
únicamente varones. Como colectivo, parece que era en último término el
depositario del poder o kratos, una primera anticipación de lo que
posteriormente sería la palabra demokratia («democracia»). Sin embargo, este
poder popular dependía de las decisiones a las que previamente hubieran
llegado un consejo de ancianos y dos reyes, y era ejercido exclusivamente en
el contexto protocolario de una asamblea militar. ¿Era esa libertad política una
concesión a un pueblo espartano que simplemente había cambiado a la táctica
del nuevo ejército hoplita y se veía nuevamente capaz de defenderse en la
guerra? En mi opinión, el cambio político de Esparta tuvo lugar antes de que se
produjera el cambio militar con la consiguiente adopción del estilo hoplita.
Conviene más bien considerarlo una consecuencia de la singularidad más
característica de Esparta, la existencia de dos reyes. Durante las disputas
surgidas en las décadas anteriores, entre ca. 730 y 705, los reyes y sus
partidarios probablemente tuvieran puntos de vista dispares acerca de
determinadas decisiones conflictivas y no llegaran a un acuerdo. En la llíada de
Homero, este tipo de enfrentamientos entre dos grandes héroes regios,
Agamenón y Aquiles, es irreconciliable y queda puesto de manifiesto ante el
ejército griego: los soldados se enteran de lo que ocurre sólo porque el rey
Agamenón manifiesta su desacuerdo en presencia de todos. En Esparta, sin
embargo, las reformas políticas exigían que las decisiones fueran sometidas a
los ciudadanos de pleno derecho en asambleas públicas regulares que debían
celebrarse a intervalos establecidos oficialmente. Esa reforma política favoreció
la eunomia, el gobierno ordenado de los ciudadanos bajo el imperio de la ley.
Eunomia no era una nueva palabra espartana ni un término abstracto para
indicar una nueva constitución. 64 Ya había sido utilizada por Homero: el estado
espartano reformado permitió que floreciera un viejo ideal.
No obstante, aproximadamente un siglo antes de Solón, los espartanos habían
inventado lo que hoy día llamaríamos derechos políticos para la ciudadanía, y
los ciudadanos de Esparta eran hombres libres porque ejercían dichos
derechos. Su sentido de la libertad se veía reforzado por dos contrastes
característicos de su sociedad: uno frente a los ilotas oprimidos, y otro frente a
los habitantes de las localidades periféricas que eran catalogados como
periecos (perioikoi). Los periecos combatirían posteriormente en el ejército
espartano, cultivaban diversas artes y oficios y construían y tripulaban navíos
para Esparta. Pero no podían participar ni votar en las asambleas de los
espartanos. Tal vez nos parezca injusto, pero en la década de 670 Esparta ya
era elogiada por un poeta que la visitó, Terpandro, quien decía que «florece allí
de juventud el brío, la dulce musa y la justicia franca». 65 Con el tiempo, la
justicia se convirtió en la actividad de más magistrados espartanos y de jueces
especialmente nombrados al efecto. Había unos magistrados populares, los
éforos, que prestaban sus servicios durante un año y se dedicaban a juzgar las
causas interpuestas por los ciudadanos de Esparta, incluidas las relacionadas
con los contratos civiles. El poder judicial de los reyes estaba más limitado,
aunque tenía un mayor alcance en las campañas militares. Por lo demás, los
casos castigados con la pena capital eran remitidos al consejo de ancianos.
Incluso un rey podía ser sometido a juicio en Esparta, pero únicamente ante los
éforos, el consejo y el otro rey. Lo que nunca se desarrolló en Esparta fue el
gran jurado popular elegido por sorteo entre los ciudadanos corrientes, como
en Atenas. La justicia espartana nunca fue «democrática»; y a los magistrados
y consejeros de la ciudad nunca se les exigieron responsabilidades mediante
un proceso formal por cuestión de principios durante el desempeño de sus
funciones o con posterioridad. En alguna ocasión los malhechores acabaron
ante los tribunales, pero la falta de «responsabilidad» obligatoria constituyó una
de las principales diferencias con el sistema de Atenas, donde este principio
llegó a tener una gran difusión.
Fue entre ca. 680 y 660 cuando el ejército espartano cambió al nuevo estilo
hoplita de combate, sobre todo para hacer frente a sus vecinos «hoplitas», los
argivos. En 669, sin embargo, los argivos infligieron una grave derrota a los
espartanos, y en la década de 650 los territorios de Mesenia conquistados por
Esparta se sublevaron. Los sanguinarios poemas de Tirteo, poeta espartano,
incitaban a los soldados de Esparta a poner todavía más empeño en el campo
de batalla para conseguir recuperar Mesenia: las tropas espartanas seguirían
cantando esos versos durante su marcha en el curso de numerosas campañas
posteriores.
A finales de la década de 640, la vecina Mesenia había sido conquistada
finalmente por el ejército de Esparta, y todo su territorio estaba disponible para
ser distribuido entre los vencedores. Por entonces, los espartanos eran
perfectamente conscientes del nuevo tipo de «tiranía» que desde mediados del
siglo VIl había sido instaurado en Corinto y en otros lugares del norte; no hay
duda de que conocían los conflictos y el derramamiento de sangre que ese
sistema había provocado. Como dueños y señores de Mesenia, no podían
correr el riesgo de implantar una tiranía tan turbulenta en Esparta, de modo que
decidieron conciliar las rivalidades sociales y reparar la «injusticia» competitiva
que podían dar lugar a su implantación. Así pues, introdujeron reformas
sociales y económicas en el marco político existente de su Gran Rhetra. En mi
opinión, por lo tanto, las principales leyes sociales fueron sancionadas ya en
ca. 640, siendo concebidas como una verdadera «alternativa espartana a la
tiranía». Sus autores quedaron posteriormente fusionados en la figura del
legendario legislador Licurgo, y sus nombres pasaron al olvido; sin embargo,
son los primeros legisladores de la Grecia arcaica que realizaron una labor
realmente exhaustiva.
Esas leyes obligaban a todos los varones espartanos a someterse al
entrenamiento que habría de formarlos como soldados y ciudadanos. Por
primera vez en la historia, nos encontramos ante una educación obligatoria
para el conjunto de una clase social. A la edad de siete años, los niños
abandonaban sus familias y tenían que aprender a caminar descalzos, a dormir
a la intemperie o sobre duros jergones y a «robar» como si se tratara de una
misión arriesgada. En cuestión de comida, seguían una dieta verdaderamente
«espartana». Su progresión se realizaba por grupos de edad perfectamente
definidos, sometidos a la autoridad de unos «prefectos» mayores que ellos. En
cada estadio, se hacía una selección por competitividad. Cuando alcanzaban
los veinte años, unos cuantos eran elegidos para convertirse en «caballeros»
(hippeis) del cuerpo de guardia del rey; a los que no pasaban la selección se
les invitaba a luchar y a juzgar a los elegidos, en un proceso que se repetía
todos los años. Esos «caballeros» no tenían nada que ver con los hippeis de la
caballería de otros estados griegos: una caballería superior desde el punto de
vista social habría sido contraria al ideal espartano de «grupo de iguales» bien
compacto. Formaban un grupo selecto de trescientos individuos encargados de
proteger a los reyes y de combatir como soldados de élite. Por lo tanto, los
caballeros fueron sin duda los «300 campeones» que en 546 se enfrentaron a
otros trescientos argivos previamente seleccionados en el curso de una célebre
competición y, sobre todo, fueron los trescientos guerreros de fama mundial
que en 480 a.C. lucharon contra todo el ejército persa en las Termopilas. Cada
año, los cinco miembros más veteranos de este cuerpo que hubieran
sobrevivido eran nombrados «benefactores». A diferencia de los de otras
ciudades griegas, esos benefactores espartanos no efectuaban donaciones
económicas directas, sino que eran funcionarios policiales cuyo cometido
consistía en vigilar la conducta ciudadana dentro y fuera de la ciudad.
Desafortunadamente, los caballos no formaban parte de la vida de los
caballeros espartanos.
Los varones jóvenes que eran ciudadanos de nacimiento eran elegidos por los
miembros de las «comensalías» para formar parte de su grupo, aunque un
único voto en contra podía excluir al candidato. Una vez elegido, debía
contribuir a los gastos y necesidades de la comensalía junto con los demás
miembros. Las relaciones sexuales eran frecuentes entre los integrantes de
esas sociedades masculinas, pero no constituían un requisito legal u obligatorio
como estadio imprescindible de la iniciación de un ciudadano a la plena edad
viril. Los miembros jóvenes de esas «comensalías» eran animados a recorrer
los campos para cazar animales que sirvieran de alimento al grupo y vigilar a
los ilotas subordinados. Tenían órdenes de matar a todos los que causaran
problemas: con el tiempo, los magistrados anuales de Esparta, los éforos,
declararían la guerra a los ilotas, de modo que el asesinato de cualquiera de
ellos estaba «justificado».
Los varones espartanos adultos tenían la obligación de casarse,
probablemente entre los veinte y los treinta años, y se esperaba que
engendraran hijos, los futuros guerreros, y que se encargaran de su larga
educación, al igual que habían hecho sus progenitores con ellos. Sus esposas
debían de ser mujeres jóvenes hijas de ciudadanos de pleno derecho, tal vez
de unos dieciocho años de edad, adiestradas en la carrera, la danza y otros
deportes. Las bodas eran ocasiones en las que ambos sexos tenían asignados
unos papeles curiosamente insólitos. El hombre fingía que raptaba a su mujer
de la casa paterna; a continuación los criados de la familia de la joven cortaban
a ésta el pelo corto para indicar su cambio de estatus, y la ayudaban a ponerse
un manto y unas sandalias de hombre. La joven aguardaba en el interior de
una habitación en penumbra la llegada de su esposo, que llevaba el pelo largo,
y juntos consumaban la unión, causando evidentemente las mínimas molestias
a las expectativas homoeróticas de su marido y la vida de comensalía entre
hombres solos. La finalidad era engendrar hijos varones sanos y fuertes: las
fuentes antiguas, escritas por no espartanos, afirman que por principio los
recién nacidos débiles y deformes eran abandonados en Esparta.
Este sistema tan coherente servía para preparar a los varones como soldados-
ciudadanos, miembros de un colectivo que recibía expresamente el título de
«grupo de iguales». Dicho sistema no era una reliquia heredada de un antiguo
pasado tribal: fue impuesto y generalizado de forma deliberada para evitar el
peligro de la tiranía, tan frecuente en la época. Cuando los forasteros intentaron
explicarse el fenómeno espartano de los «iguales» (los homoioi), se
encontraron con la naturaleza precisa de la problemática de su «igualdad».
Aducían que todas las tierras de Esparta y Mesenia pertenecían al Estado y
que la propiedad privada estaba prohibida entre los verdaderos «iguales».
Efectivamente, existían tierras de propiedad estatal, pero quizá sólo en el
territorio original de Esparta, y es probable que una vez, y sólo una vez, se
asignaran lotes de iguales dimensiones en calidad de «primeras parcelas» a
los ciudadanos-soldados tras conquistar Mesenia en la década de 640. Esas
tierras, sin embargo, podían ser compradas, vendidas y legadas a los
herederos, a diferencia de una «propiedad estatal». Por otro lado, hecha la ley
hecha la trampa, y las posesiones cedidas a una hija podían salir de la familia
cuando la joven contraía matrimonio. Así pues, fue inevitable que las
muchachas con propiedades se casaran con el pretendiente con más tierras, y
que luego la pareja intentara no engendrar demasiados hijos entre los que
dividir la superioridad económica recientemente adquirida. En consecuencia,
las tierras fueron concentrándose en muy pocas manos por medio de un
sistema de control de natalidad y de acumulación de herencias. Éste fue un
proceso que otras ciudades-estado griegas, incluida Atenas, trataron de regular
con firmeza. Al final contribuiría en Esparta a un declive del número de
ciudadanos varones capaces de sufragar su educación y su permanencia en
las comensalías. Se dice que había unos nueve mil espartiatas «iguales»
cuando comenzó el sistema (ca. 640 a. C). En ca. 330 el número de espartiatas
había quedado reducido a menos de mil: la esterilidad no fue la causa de
semejante declive.
La esencia del austero sistema de los espartanos fue adoptada para permitir
que siguiera existiendo en Esparta una ciudadanía absolutamente «hoplita» sin
correr el riesgo de que un aspirante a tirano diese un golpe de Estado. De
forma implacable, el sistema pretendía poner coto al lujo, fuente en todo
momento de divisiones, hasta el punto que más tarde intrigaría a ciertos
teóricos políticos, especialmente a Rousseau. Los espartanos nunca tomaron
una vía intermedia para llegar a una cohesión social que los tiranos y
legisladores de otros lugares trataron de conseguir mediante la aprobación de
leyes poco sistemáticas contra la extravagancia y los excesos.
Lo que en la década de 640 había parecido una serie de medidas «modernas»
de precaución, siguió vigente en Esparta y llegó a ser considerada un sistema
especialmente arcaico y singular por los forasteros de época posterior. Objetos
como las pesas de hierro utilizadas por los espartanos no habían tenido nada
de peculiar en la década de 640, antes de la acuñación de monedas, pero se
convirtieron en artículos extremadamente raros a partir de ca. 520 a.C. cuando
la moneda empezó a ser utilizada de forma generalizada por otras ciudades-
estado de Grecia. A pesar de las fantasías de ciertos teóricos políticos
posteriores (como Karl Marx o los propagandistas nazis), Esparta nunca llegó a
convertirse en un Estado totalmente colectivista. De hecho, siguieron dándose
las excentricidades características de la propiedad privada, y antes de que
pasara mucho tiempo «todos los espartiatas eran iguales, pero algunos eran
más iguales que otros». A partir de mediados del siglo VI se puede hablar de la
existencia de una minoría espartana acaudalada, propietaria de tiros de
caballos increíblemente costosos. A partir de mediados del siglo V , a lo largo
de varios años de guerras y crisis continuas, tenemos constancia de que
miembros destacados del «grupo de iguales» ganaron deslumbrantes premios
con sus caballos y carros tanto en Olimpia como en otros lugares. En
respuesta, se cuenta que el rey Agesilao II incitó a su hija a financiar la
participación de un tiro de caballos ganador en Olimpia para demostrar a los
espartiatas que las victorias en las competiciones de carros eran cosa de
afeminados.
Los espartanos siguieron viviendo, sin embargo, libres de los tiranos y de los
perniciosos derramamientos de sangre que habrían acabado con su dominio
sobre las tierras conquistadas de Mesenia. No dejaron de disfrutar de las
fiestas en honor de los dioses, de las competiciones (incluidas las carreras de
caballos) y de las ocasiones que invitaban al canto y a la danza coral: sus
jóvenes cantaban y bailaban una inolvidable Canción de Doncellas (compuesta
por el poeta Alemán durante su visita a Esparta en ca. 610 a.C), y los hallazgos
de máscaras de yeso realizados en el santuario de Artemisa ponen de
manifiesto que los varones también ejecutaban danzas rituales, llevando
máscaras de «joven» o feas máscaras de «viejo» en el curso de una
representación cuya naturaleza desconocemos. No obstante, a ojos de
Aristóteles la sociedad espartana era como un campamento militar, y de hecho
no se equivocaba. En mi opinión, los varones de Esparta adquirieron su
derecho de decisión en las cuestiones políticas en ca. 700 a.C. pero no porque
se hubieran convertido en un nuevo ejército hoplita con poder y autoridad.
Unos cincuenta años más tarde, sin embargo, ejercían este derecho en el
marco de una sociedad cuyo principal objetivo era la victoria en los campos de
batalla. Las competiciones, e incluso las danzas de sus doncellas, estaban
concebidas para fomentar la participación de individuos sumamente ambiciosos
y con un óptimo estado físico: la burla era uno de los grandes y fortalecedores
instrumentos sociales en Esparta, incluida (según se cuenta) la burla de los
ilotas a los que se les obligaba a andar de acá para allá de manera absurda
cuando estaban bebidos.
La innovación que perduró en Esparta fue su ejército profesional de hoplitas
con adiestramiento permanente, muy superior a los de los demás estados
griegos, formados por ciudadanos convertidos en hoplitas ocasionales con
escasa preparación. Durante siglos los espartanos marcharon en formación,
ataviados con sus mantos púrpura, al son de los flautistas y de los versos
marciales de Tirteo. De sus vecinos, los argivos, que habían tenido un papel
tan destacado en Homero como súbditos del rey Agamenón, habría cabido
esperar que dominaran el sur de Grecia. Pero los espartanos supieron
responder con su ejército profesional perfectamente adiestrado y una
constitución que siguió adaptándose después de caer en algún que otro error
ocasional. Los argivos carecían de un sistema así. Los reinos de Oriente
Próximo tampoco contaban con una sólida infantería propia bien preparada y a
mediados del siglo VI a.C. cuando quisieron reunir un ejército de soldados
perfectamente armados y adiestrados, fue a la lejana Esparta a la que
recurrieron. El rey Creso de Lidia no dudó en enviar importantes regalos con el
fin de alcanzar una alianza militar con Esparta, y el faraón de Egipto mandó un
peto de fino lino de su país, una verdadera maravilla, entretejido con hilos de
oro y con bordados de figuras, en el que cada hilo estaba compuesto de 360
hebras (una pieza igual fue enviada al templo de Atenea en Lindos, en la isla
de Rodas; era de la misma densidad, y fue verificada por el meticuloso
gobernador romano, Muciano, en ca. 69 d. C: tras analizar sus fragmentos,
afirmó haber contado 365 hebras por hilo, ofreciendo tal vez una cifra
equivocada para dar una equivalente a los días del año). 66 Estos presentes
pretendían atraer a Esparta a un mundo menos rígido y arcaizante en su
conjunto, las colonias de los griegos jonios en las islas del Egeo y en Asia
Menor.

Capítulo 7 - LOS GRIEGOS ORIENTALES

Mi corazón está apesadumbrado, mis piernas no me llevan, Otrora tan


ligeras en el baile, cual jóvenes gacelas. A menudo lo lamento, ¿pero
qué puedo hacer? ¿No envejecer? Eso es algo imposible para un mortal.
Dicen por cierto de Titono que la Aurora, con sus rosados brazos, Se
sintió herida de amor por él y se lo llevó a los confines de la tierra, Pues
era hermoso y joven, pero, pasado el tiempo, la canosa vejez se
apoderó de él
Pese a que su esposa era inmortal...
SAFO, Papiro de Colonia, restaurado y publicado por vez primera en
2004

Apatorio a Leanacte... Mis propiedades han sido asaltadas por


Heraclides, hijo de Eóteris. En tus manos está hacer que no pierda mis
bienes. Pues yo dije que eran tuyos y Menón dijo que se los habías
confiado a él... y también dijo que los bienes que estaban en mi posesión
son tuyos. De ese modo, si presentas los documentos escritos en
pellejos (probablemente, cuero) a Heraclides y Tatee, tus bienes [serán
recuperados...?]...
Carta escrita en alfabeto jónico sobre hojalata por Amatorio (nombre
jónico) ca. 500 a.C. y encontrada en Olbia, colonia fundada por griegos
de Mileto en la costa norte del mar Negro (hasta la fecha sólo se
conocen otras cinco cartas griegas escritas sobre hojalata, datables en
ca. 540-500; ésta se publicó por primera vez en 2004)

Al otro lado del Egeo, en la costa occidental de Asia y en las islas adyacentes,
los griegos orientales tienen fuertes razones para proclamarse los grandes
campeones culturales del mundo griego arcaico. Muchas modernas historias de
Grecia no dan esa impresión: los griegos de Jonia han sido clasificados no ya
como grandes campeones, sino incluso como meros «secuaces». Uno de los
motivos es que los lugares en los que habitaban han sido mucho menos
estudiados por la arqueología que otros sitios y que, al estar situados en
muchos casos en la actual Turquía, no han estado tanto en el punto de mira de
los «filhelenos» modernos y de sus embajadas y escuelas, establecidas en
Atenas.
En mi opinión, Jonia y los griegos orientales de los siglos VIII al VI a.C.
habrían hecho sentir a los habitantes de la Grecia continental decididamente
burdos y poco refinados. El uso que hacían de la lengua era muy superior. En
el terreno de la poesía, entre ellos habían surgido algunos de los precursores
orales de Homero (o al menos así lo indica el dialecto tradicional del gran
poeta) y casi con toda seguridad el propio Homero. Habían exportado a la
Grecia continental el género poético de la elegía y habían inventado además
muchos de los metros y géneros de la poesía lírica. Los metros utilizados por
dos genios de la isla de Lesbos, el noble Alceo y la poetisa Safo, dieron un
nuevo ritmo y brillantez a sus canciones, como intentarían reproducir después
los poetas de Roma y, más tarde aún, los ingleses en sus estrofas «sáficas» y
«alcaicas». Cuando empezaron a escribirse textos en prosa (ca. 520 a.C.), fue
el dialecto jónico el encargado de abrir el camino. Los jonios recibirían además
un tributo especial en la poesía griega a través del Himno a Apolo de Délos
(supuestamente de ca. 670-650 a.C), cuyo autor anónimo es probable que
fuera jonio. Con sus largas túnicas hasta los pies, nos dice, los jonios llegaban
con sus «hijos y castas esposas» a complacer a Apolo con el «pugilato, la
danza y el canto», en una de las competiciones que celebraban en Délos. 67
«Quien se halle presente cuando los jonios están reunidos, podría decir que
son inmortales y están exentos por siempre de la vejez», y «deleitaría su ánimo
al contemplar los varones y las mujeres de hermosa cintura y los raudos
bajeles y sus múltiples riquezas». Por aquel entonces los atenienses, por no
hablar de los espartanos, habrían ofrecido un espectáculo mucho menos
impresionante. Se trata de un tributo bellísimo; las visitas de los jonios a Délos
ofrecen una imagen poética que en la actualidad sigue encantando a los ojos
de nuestra mente.
Y no es que los griegos orientales fueran un pueblo entregado a la molicie. En
el continente, las amplias llanuras de Asia resultaban muy apropiadas
para la caballería y fue allí donde, durante los siglos VII y VI, pudieron
verse algunos de los mejores jinetes de Grecia. En tierra, los «hombres
de bronce» jonios, es decir los hoplitas, ya habían resultado útiles para
Egipto en ca. 665: los griegos orientales fueron los primeros en adoptar
la nueva táctica y protagonizar la «revolución hoplita». 68 Sin duda alguna
estuvieron también en la vanguardia de la guerra de trirremes. El empleo
más antiguo de esta palabra que se conserva es de cuño greco-oriental
y data de la década de 540 a.C. y aunque los isleños siguieron utilizando
los viejos navíos de «cincuenta remos», el número y la habilidad de las
trirremes jonias (353 en total) que tenemos atestiguadas en 499 a.C. no
podrían haber sido fruto de sólo unas cuantas décadas de experiencia.
Fuera del campo de batalla, los griegos orientales llevaban también una vida
elegante, a menos que ocuparan el último escalón de la pirámide social. Su lujo
era conocido en todas partes y sus perfumes y sus túnicas finamente tejidas
eran tan sutiles que llegó a decirse que habían contribuido a «relajar» su moral.
En algunas ciudades (tenemos noticias específicamente de Colofón, en la
costa asiática), acudían unos mil jonios o más a su centro de reunión, vestidos
con suntuosas túnicas largas de púrpura. Los hombres se peinaban con un
moño alto y utilizaban broches de oro para sus vestidos; en cuanto a las
mujeres, probablemente no sea una casualidad el hecho de que las cortesanas
más famosas de la época fueran griegas orientales. Incluso su gastronomía era
más interesante que las de los demás griegos. El clima, tan caluroso para
nosotros, se consideraba envidiable, y debido al contacto con el vecino reino de
Lidia tenían higos para exportar, avellanas para hervir y una variedad de
cebollas más blancas de lo habitual. Gracias al contacto con el Oriente Próximo
desarrollaron en arquitectura su característico orden «jónico», elegantemente
decorado, con sus capiteles de hermosas volutas. Desarrollaron también la
moneda, originalmente invento lidio. Pese al brillante futuro que tenía por
delante, la invención de la moneda no supuso al principio ningún cambio de
mentalidad ni ninguna transformación económica. Con anterioridad, las
ciudades-estado griegas ya habían utilizado cantidades debidamente medidas
de metal como unidad de valor. La moneda lo único que hizo fue dividir esas
piezas y darles una forma más adecuada; al principio no se acuñó para ser
utilizada como la calderilla cotidiana, sino que se fabricó con una aleación
preciosa de oro y plata llamada electrón. Las ciudades-estado tenían cada una
un sistema de pesos y medidas distinto, circunstancia que dificultó la adopción
inmediata de la moneda como forma de aprovisionamiento interestatal de
dinero. La moneda se convirtió así en un instrumento útil, pero no modificó sin
más ni más el horizonte de la economía griega ni la mentalidad de los helenos,
ni justifica un repentino nuevo boom de «crecimiento» del mundo greco-
oriental.
A comienzos del siglo VI a.C. la voz más destacada entre los griegos orientales
no sería la de un remero de trirreme ni la de un acuñador de moneda, sino la
de Safo. Se trata de la única mujer del mundo griego arcaico cuyas palabras
podemos leer, y no tuvo rival hasta la aparición en el siglo IV a.C. de la poetisa
Erinna, de la cual conocemos también sólo algunos fragmentos. Safo
constituye el único testimonio del amor y el deseo entre mujeres que poseemos
de los griegos arcaicos, y de ella deriva nuestro término «lesbiana» (pues nació
y vivió en la isla de Lesbos). Sólo se conservan algunos fragmentos de su
poesía, y recientemente se ha descubierto y publicado en 2004 un papiro que
contenía un nuevo fragmento en el que se lamenta de la vejez. Puede que
vuelvan a aparecer más, pero los textos que poseemos en la actualidad
sugieren un contexto fascinante. Diversas mujeres entran y salen de la vida de
Safo, que expresa su amor por ellas y un profundo sentimiento por su marcha,
en especial por Anactoria, que abandonó Lesbos para «brillar» entre los lidios.
¿Qué contexto social da por supuesto la poesía de Safo? Las fuentes antiguas
y muchos autores modernos la han convertido en la directora de una escuela
de jóvenes doncellas. Es más probable que fuera una poetisa de una familia
bien relacionada (se dice que fue madre de una hija), que compartía canciones,
danzas y poemas con otras damiselas y mujeres que llegaran a Lesbos de
visita. Algunos de sus poemas tal vez estuvieran destinados a ser ejecutados a
coro en ocasiones formales, y otros desde luego eran cantos de boda; la parte
«lesbiana» de su poesía era ejecutada sin duda alguna por mujeres, pero no
necesariamente en una fiesta religiosa. Como demuestran los poemas,
diversas mujeres abandonarían después la compañía de Safo, para casarse o
tal vez para seguir a sus maridos. Pero Safo es la gran poetisa del deseo, del
«corazón agitado» y los síntomas físicos que acompañan al amor dulce-
amargo. Ese lenguaje delata algo más que una mera amistad, por estrecha que
ésta pudiera ser; la autora siente realmente deseo por aquellas mujeres,
Anactoria, Gongila o Atis, y expresa ese deseo por medio de refinadas
analogías tomadas del mundo de la naturaleza. Safo es la poetisa con una
visión más perspicaz de las flores: describe a una recién casada diciendo que
tiene un «pecho como una violeta»; y no se refiere a la violeta azul, sino a la
violeta blanca natural de su isla, el llamado «pensamiento de Lesbos», cuyos
pétalos tienen el delicado color de la piel femenina. 69
Los ires y venires de Safo y sus amigas no resultan tan fáciles de imaginar en
la Atenas regulada por Solón o en la Esparta reformada, donde ninguna
espartana podía «casarse fuera». Pero el propio hermano de la poetisa había
viajado también mucho (tuvo amores en Egipto con una famosa prostituta
griega) y, comparados con la mayoría de los atenienses, por no hablar de los
beocios, los griegos orientales habían visto mucho más mundo que cualquiera
de ellos. El principal motivo de sus viajes era el comercio, y la supuesta
«barrera» existente en las ciudades-estado griegas entre el comercio y la
propiedad de la tierra era casi insignificante para los griegos orientales de clase
alta: los nobles de esta región eran perfectamente conscientes del volumen de
ganancias que había en ultramar y de la necesidad de llevar a cabo
importaciones deseables procedentes de los variadísimos paisajes y
sociedades no griegos que los rodeaban. En el complejo entramado de las islas
del Egeo resulta difícil creer que todos los miembros varones de la clase de los
terratenientes renunciaran por motivos sociales a la actividad cotidiana del
comercio y el intercambio de productos. A partir de mediados del siglo VIl
(como muy tarde), los milesios empezaron a establecer docenas de colonias en
la costa meridional y septentrional del mar Negro, llegando hasta Crimea con el
fin (seguramente) de acceder a sus abundantes recursos de grano y de otro
tipo. Desde ca. 630 a.C. los milesios ocuparon también un lugar prominente en
la reanudación de los contactos griegos con Egipto, país asimismo rico en
grano. En ca. 600 a.C. los griegos orientales del promontorio de Focea se
habían establecido ya en el Mediterráneo occidental, fundando Masilia
(Marsella), junto a la desembocadura del Ródano. Recalaron incluso en el sur
de España, tan rica en plata, y costearon el litoral del norte de África. En ca.
550-520 a.C. los griegos orientales estaban ya familiarizados con las
sociedades no mediterráneas de los nómadas escitas (más allá del mar Negro),
Egipto y las riberas del Nilo, y de las curiosas tribus del norte de África. Estos
tres lugares, Escitia, Egipto y Libia, seguirían siendo en todo momento para los
autores griegos orientales del siglo V importantes puntos de contraste con sus
propios modos de vida. Pero los comerciantes y colonos jonios ya los habían
descubierto y convertido en tema de conversación mucho tiempo atrás. Un
viajero originario de esta parte oriental de Grecia, Aristeas, llegó incluso hasta
las estepas de Asia central y describió lo que había visto en un poema.
Imaginaba qué habría contado un nómada escita acerca de la impresión que
pudieran haberle causado las naves y el mar si hubiera escrito una «carta» a
su país de origen. 70
No es, por tanto, sorprendente, que el primer intento griego de trazar un mapa
del mundo fuera de un milesio. Anaximandro (ca. 530 a.C.) representaba el
continente europeo y el asiático como si tuvieran el mismo tamaño y estuvieran
rodeados exteriormente por el océano. Otro milesio, el erudito y aristócrata
Hecateo, lo perfeccionó (ca. 500 a.C.) y escribió un Circuito de la tierra que
exponía los nombres de los lugares conocidos: las citas que se nos han
conservado de esta obra nos permiten seguir la pista de los conocimientos
adquiridos por los viajeros jonios a lo largo de las costas del norte de África y
del sur de España. Los viajes no eran su único contacto con los bárbaros
extranjeros. En el Mediterráneo occidental, cada vez con más frecuencia a
partir de la década de 540 a.C. los etruscos y los cartagineses lucharían
denodadamente para frenar los intentos de los griegos de establecer colonias
en sus respectivas áreas de influencia. En Asia, por otra parte, las ciudades
griegas orientales se habían visto amenazadas constantemente por guerreros
extranjeros, primero por nómadas procedentes del norte (los cimerios, a
mediados del siglo V n), luego por los prósperos reyes de Lidia, entre otros
Giges (ca. 685-645 a.C.) y Creso (ca. 560-546 a.C), y en último término por los
persas, que aparecieron procedentes del este a mediados del siglo VI a.C. En
546, el gran rey de Persia, Ciro, conquistó Lidia y sus generales se apoderaron
de las ciudades griegas de Asia. Seguirían controlándolas durante casi la
totalidad de los doscientos años siguientes.
La vida sencilla y dura de los hombres de las tribus persas se contraponía al
lujo, los vestidos de púrpura y la molicie de los griegos orientales, y con el
tiempo se recurriría a esa contraposición para explicar la derrota de los griegos
a manos de aquellos bárbaros. Una ciudad, sin embargo, firmó tratados con los
lidios y con los persas y prosperó gracias a unos y a otros: Mileto; y se
recordaba que el vecino oráculo de Apolo en Dídima había dicho «toda la
verdad» al conquistador, el rey Ciro de Persia. Es en Mileto, durante los años
en que estuvieron vigentes los tratados especiales firmados por la ciudad con
los reyes orientales (ca. 580-500 a. C), donde tenemos noticia por primera vez
de un nuevo invento griego: la filosofía. Y cuando hablamos de la filosofía nos
referimos también en parte al primer pensamiento científico del mundo.
Se cuenta que Tales de Mileto predijo correctamente un eclipse de sol en 585
a.C; que Anaxímenes hacía remontar todas las cosas a un elemento tan
sencillo como el aire; y que Anaximandro proponía una curiosa teoría de los
orígenes del hombre y de los animales. La vida, sostenía Anaximandro,
empezó en un elemento acuático y a medida que fue secándose el mundo,
fueron desarrollándose los animales terrestres. Como el hombre necesitaba
una crianza más larga, los primeros humanos nacieron envueltos en cortezas
espinosas de unos progenitores con forma de pez, y esas cortezas los
protegían durante largo tiempo. Estos pensadores no llevaron a cabo
experimentos ni pruebas aleatorias. No razonaban a partir de observaciones
repetidas una y otra vez. Su derecho a ser considerados científicos se basa en
los intentos que llevaron a cabo de ofrecer explicaciones generales de algunos
aspectos del universo sin apelar a los dioses ni a los mitos. Ningún pensador
aparte de ellos había expuesto semejantes teorías en ninguna otra parte, y por
primera vez podemos aplicar pruebas de lógica formal a la secuencia de sus
argumentos. ¿Por qué surgieron estos pensadores, y por qué surgieron allí?
La predicción del eclipse que hizo Tales se basaba sin duda en los datos
astronómicos que se habían encargado de recoger durante siglos los
babilonios. El propio Tales viajó a Egipto; y las conquistas llevaron a los iranios
a Asia occidental. Cuando Heráclito, pensador efesio (ca. 500 a. C), postuló la
existencia de una «lucha» oculta tras la aparente unidad del mundo, puede que
sus ideas se inspiraran en las teorías de la «lucha» cósmica habituales entre
los persas establecidos en Jonia, que seguían las doctrinas del profeta
Zoroastro. El contacto con los pensadores «orientales» supuso un estímulo
importantísimo para aquellos inteligentes griegos de Asia. Pero también
resultaron muy estimulantes los viajes y sus propias observaciones. Quizá
parezca absurdo oír decir que Tales afirmaba que «todo es agua», pero su
propia ciudad, Mileto, se encuentra situada a orillas del río Meandro, que ha ido
depositando tantos sedimentos que la ciudad se encuentra actualmente ahora
a varios kilómetros de distancia del mar. En el Delta del Nilo, Tales pudo ver y
observar exactamente ese mismo proceso: esto es, cómo el agua iba creando
una gran masa de tierra. Puede que tras los intentos de explicar el mundo
realizados por otros pensadores griegos se oculten analogías cotidianas con
los procesos culinarios y la alfarería.
Los viajes no bastaron para crear la «ciencia». Aquellos pensadores vivían
también en comunidades que se mantenían unidas gracias a la existencia de
leyes impersonales. En consecuencia, solían explicar también el universo a
partir de la existencia de una ley, y las metáforas de «justicia» y
«compensación» a veces son muy importantes para ellos a la hora de explicar
lo que es el cambio. No obstante, resulta demasiado vago atribuir el
«nacimiento del pensamiento científico» a la existencia de la comunidad de
ciudadanos o polis en el mundo griego. Los primeros pensadores no discutían
sus teorías con el hombre corriente de sus comunidades. Pero reaccionaban
unos ante las opiniones de otros, que conocían a través de los libros. En este
sentido, esa libertad de reacción era posible debido al hecho trascendental de
que las comunidades griegas no eran gobernadas por reyes y de que en ellas
los sacerdotes tenían un papel muy restringido y no dogmático, en clara
diferencia con los monarcas y sacerdotes que encontramos en los viejos reinos
del Oriente Próximo. Aquellos pensadores griegos primitivos no eran ateos
(parece que uno de ellos, Jenófanes, sostenía incluso la existencia de «un solo
dios» supremo entre otros muchos), pero sus teorías del universo tampoco
eran teorías religiosas. No eran el tipo de ideas que podían surgir en aquellas
sociedades en las que los sacerdotes determinaban lo que era la «sabiduría»
en esta materia y los reyes debían ser adulados y obedecidos.
Es posible que debamos situar en el mundo de los griegos orientales el texto
griego en prosa más citado y admirado, el llamado «Juramento Hipocrático». 71
Los médicos siguen poniendo en tela de juicio sus principios o apelando a
ellos, pero dentro de la medicina griega era sólo el «juramento» que hacía una
minoría de profesionales. No hay razón alguna para atribuírselo al gran
Hipócrates, el maestro griego de medicina más famoso de la época arcaica,
relacionado con la isla de Cos, uno de los centros más importantes del mundo
greco-oriental. Como ocurre con el propio Hipócrates (probablemente un
médico de comienzos o mediados del siglo V ), la fecha de su redacción se
desconoce, pero la moral que se oculta tras él y sus ideales han sido
considerados durante siglos todo un tributo a la «ciencia griega». Como «texto
fundacional», sus palabras han sido interpretadas erróneamente por los que
apelan a él. Es citado incluso por los que desaprueban la eutanasia con el fin
de reforzar su postura. Lo que exige en realidad es que los médicos juren que
no prestarán ayuda a los envenenadores, no que no prestarán ayuda a los que
deseen que los ayuden a morir. Los médicos modernos siguen admirando
mayoritariamente la cláusula que se manifiesta en contra del acoso sexual a los
pacientes, mujeres y hombres, aunque el juramento griego protegía también a
las personas de los esclavos; no se muestran tan favorables con el juramento
que prohibe facilitar pesarios a las mujeres para «ayudarles a abortar». Las
cláusulas que obligan al médico a compartir los propios medios de vida con su
maestro de medicina y a no propalar los rumores escuchados en la vida
cotidiana, fuera de las horas de trabajo, descalificarían del halo de observancia
del Juramento Hipocrático incluso a los modernos galenos que más admiración
dicen sentir por él.
Hoy día los restos materiales más relevantes del mundo de los griegos
orientales proceden casualmente del mundo griego occidental. En un texto de
época muy posterior se nos ha conservado la descripción de una admirable
túnica, teñida de púrpura y fabricada para un tal Alcístenes, habitante de la
lujosa ciudad de Síbaris, en el sur de Italia. 72 Tenía unos seis metros de largo,
y su tejido mostraba imágenes de dos lugares de Oriente, Susa y Persépolis,
sede ceremonial del Gran Rey de Persia. Debió de ser fabricada a finales del
siglo VI (la ciudad natal de Alcístenes, Síbaris, fue destruida en 510 a.C), pero
sobrevivió y tuvo una larga historia, pues fue vendida por una elevada suma de
dinero a un tirano de Sicilia y acabó en Cartago. Como las escenas
representadas tenían que ver en parte con los dioses griegos, es indudable que
sus orígenes eran helénicos. La respuesta al enigma no puede ser sino que , la
prenda fue fabricada en Mileto, la mayor de las ciudades de los griegos
orientales, y que fue encargada por un individuo de Síbaris, ciudad occidental,
y concretamente de Italia, con la que Mileto mantenía una relación muy
especial. El texto que la describe nos permite atisbar los amplios horizontes
que tenía ante sí el artista que la confeccionó, un milesio que sabía de la
existencia de los grandes palacios persas, situados a miles de kilómetros al
este, que dibujó la primera imagen griega de Persépolis poco después de la
construcción de sus palacios, y que vendió el producto de su labor a un griego
occidental de Italia, a miles de kilómetros del Imperio Persa, pero también
dentro de la órbita de Mileto.
En la década de 540, cuando los ejércitos persas conquistaron la parte
occidental de Asia, los griegos de la pequeña ciudad de Focea decidieron huir.
Embarcaron a sus mujeres e hijos, las estatuas y todas las ofrendas de sus
santuarios «a excepción», según dice el historiador Heredóte, «de las de
bronce o mármol y de las pinturas», 73 y zarparon rumbo a Occidente. Durante
las décadas siguientes es sólo en Occidente donde podemos captar todavía un
último eco del estilo de pintura de los griegos orientales, concretamente en
Tarquinia, en la costa del mar Tirreno, a unos ochenta kilómetros al norte de
Roma. Allí fueron enterrados los nobles etruscos en unas tumbas
impresionantes, a modo de casas subterráneas, con las paredes estucadas y
cubiertas de pinturas figurativas. Tarquinia fue la ciudad etrusca en la que a
finales del siglo VIl nació Tarquino Prisco, que la abandonó para convertirse en
rey de Roma, lo mismo que sus descendientes. A partir de ca. 540 a.C. el estilo
de las pinturas funerarias de los nobles etruscos revela que Tarquinia había
acogido a grandes artistas helenos originarios del mundo greco-oriental. Ese
estilo se pone de manifiesto en unas obras maestras perfectamente en
consonancia con el gusto de sus patronos etruscos: aquellos emigrantes
griegos pintaron escenas de caza de patos, banquetes y actividades
deportivas, un reflejo exquisito de su talento greco-oriental trasladado a un
Occidente que supo adaptarse a él y admirarlo.

Capítulo 8 - HACIA LA DEMOCRACIA

Sin embargo, la [opinión] de Histieo de Mileto era contraria a la suya,


alegando que en aquellos momentos cada uno de ellos era tirano de una
ciudad gracias a Darío; y que, si el poderío de este último quedaba
aniquilado, ni él podría imperar sobre los milesios, ni ninguna otra
persona sobre sus respectivas ciudades, pues cada ciudad preferiría
adoptar un régimen democrático antes que vivir bajo una tiranía.
HERÓDOTO 4.137, a propósito de lo acontecido en un puente que
cruzaba el Danubio, ca. 513 a.C.

Cuando Ciro, rey de los persas, y sus generales alcanzaron el litoral occidental
de Asia Menor en 546 a.C. en calidad de nuevos conquistadores, los
espartanos le hicieron llegar por barco un mensajero portando un
«comunicado» (otra «Gran Rhetra» espartana), «prohibiéndole que causara
daño a cualquier ciudad de territorio griego porque ellos no iban a permitirlo». 74
A los ojos de Esparta, había una clara línea divisoria entre Asia y Grecia (en la
que se incluía sin duda todo el Egeo), y la libertad de esta última les
preocupaba seriamente.
En Grecia, el período comprendido entre 546 y ca. 520 a.C. sería el de la gran
supremacía del poder espartano. Sus guerreros ya habían derrotado a sus
poderosos enemigos del sur de Grecia, los argivos y los arcadios, y habían
obligado a las ciudades vencidas de Arcadia a jurar que iban a «seguir a los
espartanos donde fuera que fuesen». 75 En el campo de batalla los soldados
espartanos, perfectamente adiestrados, se habían visto alentados por tener a
su lado al gran héroe mítico Orestes, hijo de Agamenón. En la década de 560
a.C. se creyó que sus enormes huesos habían sido hallados en Arcadia por un
espartano muy prestigioso que los trasladó a la ciudad, trayendo así el poder
del héroe a Esparta, aunque probablemente se tratara de los huesos de un
enorme animal prehistórico que los espartanos, como otros griegos, pensaron
que pertenecían a uno de sus héroes de raza sobrehumana («Orestesaurus
Rex»).
A los espartanos también les ayudó el hecho de que en el siglo VI a.C. las
tiranías desaparecieron en la mayor parte de Grecia. En numerosas ciudades-
estado, los hijos o los nietos de los primeros tiranos fueron mucho más duros y
tuvieron un comportamiento más cuestionable que sus predecesores, siendo
recordados en diversas anécdotas curiosas, entre las cuales destacaban las
relacionadas con su vida sexual. Se contaba incluso que Periandro, tirano de
Corinto, había insultado a un joven amante preguntándole si ya se había
quedado embarazado de él. La frágil cultura competitiva del amor homoerótico
constituyó sin duda una fuente de insultos y venganzas, pero no fue la única
causa de los disturbios que se produjeron. Los tiranos se habían hecho con el
poder en una época de lucha de facciones entre los aristócratas de las clases
dirigentes, después de que la reforma militar de los hoplitas hubiera alterado el
equilibrio de poder existente entre nobles y no nobles. Al cabo de dos o tres
generaciones, esa reforma militar había quedado plenamente asentada, y las
antiguas familias nobles pudieron por fin unirse para desplazar a los tiranos.
Los soldados espartanos eran un aliado conveniente para derrocar a un
régimen tiránico que había dejado de tener su razón de ser. Se pensaba que
Esparta tenía la «alternativa más estable a cualquier tiranía» 76 en su sistema
político y social, cuya naturaleza, sin embargo, los forasteros no llegaban
realmente a comprender. Así pues, los espartanos solían recibir la invitación de
grupos de nobles descontentos cuando éstos pretendían derrocar una tiranía.
La influencia de Esparta, «la liberadora», se extendió a lo largo y ancho de
Grecia. Con un ojo puesto en las ambiciones que abrigaban los persas en el
Egeo y las estrechas relaciones que mantenían con sus lejanos parientes de
Cirene («Esparta Negra»), en el norte de África, desde 550 hasta ca. 510 los
espartanos ampliaron efectivamente sus intereses en el Mediterráneo. Cuado
uno de sus reyes, Dorieo, fue obligado a abandonar Esparta (ca. 514 a.C.)
primero marchó a Libia acompañado por un ejército de partidarios y más tarde
se dirigió al sur de Italia y Sicilia, donde murió intentando conquistar el extremo
noroccidental de la isla, ocupado por los fenicios.
Las tiranías habían sido contempladas como una «esclavitud» por los
ciudadanos descontentos, y por lo tanto su derrocamiento fue celebrado como
una verdadera «liberación». Cuando cayó el régimen tiránico en la isla de
Samos (ca. 522), se instituyó un culto a «Zeus de la Liberación», destinado a
tener una larga historia. La liberación, en este caso, significaba la liberación de
los ciudadanos de los gobiernos arbitrarios. Pues, en una polis, los ciudadanos
varones no habían pasado a interesarse por el valor de la libertad forzados por
los esclavos de condición no libre o por las mujeres que protestaban por
aquello que no tenían. La libertad se había convertido en un valor esencial
debido a la experiencia vivida por los «varones de una polis» durante las
«esclavizantes» tiranías que se habían prolongado demasiado tiempo y ya no
eran bien recibidas. Sin embargo, los magistrados y los procedimientos de una
ciudad-estado no se vieron nunca suspendidos, ni siquiera bajo una tiranía.
Posteriormente, importantes principios de la vida política en libertad de los
griegos, incluso durante la democracia, remontarían sus orígenes a los siglos
VIl y VI a.C. la época de la aristocracia y de la tiranía. La duración de las
magistraturas civiles estaba limitada por la ley: los magistrados salientes
debían ser investigados, aunque fuera de una manera bastante superficial,
cuando concluían su mandato. Los procedimientos legales también
evolucionaron, y en algunos estados se puso en vigor el uso del «sorteo» para
la elección de cargos públicos. Los nombres que figuraban en esos sorteos
eran seleccionados previamente, sin duda con la aprobación del tirano. Entre
ca. 650 y ca. 520 se produjo un desarrollo continuo del «Estado». En los
regímenes democráticos posteriores, esos procedimientos experimentarían una
expansión y serían aplicados por el conjunto de los ciudadanos varones. Pero
no surgieron de la nada, como si los tiranos y los nobles hubieran gobernado
de forma autocrática.
Por lo demás, la tiranía tampoco era la única forma de gobierno existente fuera
de Esparta. Durante todo el siglo VI a.C. los regímenes tiránicos fueron
sustituidos continuamente o su implantación fue evitada por todos los medios;
no obstante, esta centuria fue en Grecia un período de constantes
experimentos políticos en las instituciones ciudadanas compuestas por
varones. Algunas comunidades (como Corinto o Cirene) cambiaron el número y
el nombre de sus «tribus»; vieron, al igual que otras ciudades, cómo los tiranos
eran sustituidos por regímenes de base más amplia. En Cirene,
aproximadamente en 560 a.C. los poderes de los monarcas reinantes fueron
limitados por un legislador, invitado a desplazarse hasta allí desde Grecia; la
reforma no supuso ningún derramamiento de sangre. En la década de 520, tras
un período de agitaciones internas en Mileto, los extranjeros que intervinieron
como árbitros concedieron incluso poderes políticos a aquellos ciudadanos que
tenían las explotaciones agrícolas más importantes. A finales de siglo habían
empezado a acuñarse términos políticos nuevos. Las ciudades-estado
comenzaron a insistir en la autonomía, o autogobierno, un grado de libertad
política que les permitiera gestionar sus asuntos internos, controlar sus
tribunales, dirigir sus elecciones y tomar resoluciones de carácter local. Durante
los siglos posteriores se pondría en tela de juicio y se redefiniría
constantemente dónde debía empezar y acabar ese grado de libertad.
Originalmente la exigencia de autonomía surgió sólo debido a la existencia por
aquel entonces de poderes externos lo bastante fuertes como para infringirla.
En términos absolutos, constituía la segunda mejor manera para que una
ciudad-estado alcanzara la plena libertad, lo que incluía la libertad en materia
de política exterior. Las fuentes que han llegado a nuestras manos aluden por
primera vez a la autonomía en el sentido de la preocupación de las
comunidades greco-orientales ante el poder mucho mayor ostentado por los
reyes persas. Este contexto encajaría muy bien con la invención del concepto
en cuestión.
Además de la autonomía, los ciudadanos de una comunidad también exigirían
la isonomia, lo que tal vez cabría definir como «igualdad legal», sin especificar
si se trataba de igualdad ante la ley, o igualdad a la hora de administrar esa ley.
Este término aparece por primera vez atribuido a las propuestas políticas que
siguieron al fin de la tiranía en la isla de Samos, en aproximadamente 522 a.C.
Una vez más, el contexto encaja perfectamente con la idea, dando a entender
que la isonomia era un término para indicar la libertad tras el resentimiento
provocado por la «esclavitud» de la tiranía. El valor principal de esta palabra
probablemente fuera el de justicia igualitaria para todos los ciudadanos tras los
favoritismos y caprichos personales de los tiranos; no era un concepto
necesariamente democrático, pero podría llegar a serlo. Pues los años de
tiranía a menudo habían supuesto el debilitamiento del poder de la nobleza
local. En diversas ciudades-estado algunos nobles habían sufrido el exilio, y en
su ausencia, o a raíz de la restricción de su poder, el «pueblo» (demos) había
tenido buenas razones para aprender a solucionar las disputas locales por su
cuenta. A mediados del siglo VI también había habido signos de una
solidaridad obstinada en varias ciudades-estado entre sectores de la población
que no eran ni nobles ni acaudalados. Se cuenta incluso que en Mégara, en
560 a.C. aproximadamente, el pueblo obligó a los acreedores a devolver los
pagos de todos los intereses a sus deudores. ¿Pero quién era exactamente el
«pueblo»? ¿Los agricultores propietarios de pequeñas (tal vez minúsculas)
parcelas? ¿Los que combatían como hoplitas? El término no tenía por qué
hacer referencia exclusivamente al conjunto de ciudadanos varones, incluidos
los de las clases inferiores.
En 510 llegó a su fin una de las últimas grandes tiranías de Grecia, la de los
Pisistrátidas de Atenas. Durante los seis años anteriores los ataques por parte
de algunas familias nobles atenienses habían debilitado el control ejercido por
la segunda generación de esta familia de ti ranos. Tras sobornar a la
sacerdotisa de Delfos, los nobles atenienses exiliados consiguieron que los
oráculos de «Apolo» solicitaran la intervención de Esparta para acabar con la
tiranía. En 510 a.C. lo lograron, tras un primer intento fallido. A partir de
entonces los atenienses tendrían que gobernarse de una manera muy distinta.
Durante dos años las familias nobles de Atenas continuaron compitiendo unas
con otras en el marco de lo que quedaba de la constitución de Solón: en el
marco de oposición al régimen tiránico, acordaron, según parece, aprobar una
ley en virtud de la cual ningún ciudadano ateniense podía ser torturado en el
futuro. Se trataba de una normativa sintomática de la existencia de un nuevo
sentido de «libertad». La familia aristocrática de los Alcmeónidas había sido la
noble pionera en la expulsión de los tiranos atenienses, pero en la primavera
de 508 a.C. no consiguió obtener la magistratura suprema para uno de los
suyos. Era necesaria una medida drástica si querían recuperar el favor de la
ciudad, de modo que probablemente fuera en julio o agosto, coincidiendo con
la toma de posesión del nuevo magistrado rival, cuando el estadista más viejo y
experto de la familia, Clístenes, propuso en medio de una asamblea pública
que se cambiara la constitución y que, en todas las cuestiones, el poder
soberano residiera en el conjunto de los ciudadanos varones adultos. Fue un
momento magnífico, la primera propuesta de democracia de la que se tiene
constancia, el ejemplo más perdurable que hayan dado los atenienses al
mundo.
Como San Pablo, Clístenes conocía desde dentro el sistema que tan
astutamente subvirtió: él mismo había sido magistrado supremo de Atenas
durante el régimen de los tiranos, diecisiete años atrás. Proponía cambiar el
papel y la composición de algunas de las entidades más características de
Atenas. En su discurso probablemente hablara de un consejo y una asamblea
(que habían funcionado desde los tiempos de Solón, a veces conjuntamente),
de las tribus y los demos (los pequeños pueblos y aldeas del Ática, que ya
sumaban 140) y de los «tercios» o trittyes (entidades que habían formado parte
durante mucho tiempo de la organización del Ática). En el ámbito local, propuso
introducir una novedad, a saber, la elección de unos funcionarios locales o
«demarcos» («gobernadores de un demo») encargados de presidir las
asambleas de las aldeas o demos y de sustituir el papel desempeñado desde
tiempo inmemorial por la nobleza local. Proponía que los ciudadanos varones
se empadronaran en un demo, y que a continuación fueran asignados, demo
por demo, a uno de los treinta «tercios» nuevos, que, a su vez, los vincularía a
una de las diez tribus recientemente establecidas. El número de tribus y
«tercios» debía incrementarse (según un «sistema decimal»), pero la esencia
de toda la propuesta parecía maravillosamente clara y lógica. Hasta entonces,
el grupo de mayor rango del Ática había sido el de los antiguos magistrados
que formaban el respetado consejo del Areópago y prestaban de por vida sus
servicios en él. No les tocó más remedio que asistir impávidos al discurso
populista de Clístenes y escuchar sus palabras. En 508 a.C. casi todos ellos
eran individuos desacreditados desde el punto de vista político, antiguos
magistrados que en las últimas décadas habían sido «seleccionados» por los
odiados tiranos. Su principal preocupación era evitar que su pasado los llevara
al exilio.
Las propuestas de Clístenes suponían una novedad apasionante. Desde las
reformas de Solón, un segundo consejo civil (distinto del Areópago) había
contribuido al gobierno de los atenienses y en ocasiones, tras deliberar, había
llevado ciertos asuntos ante una asamblea de ciudadanos ampliada. No
sabemos nada acerca de los poderes que tenía este consejo ni de los
miembros que lo integraban, pero es muy poco probable que la mayoría de los
asuntos que tratara llegasen siempre a la asamblea. Clístenes proponía ahora
que todas las decisiones importantes de la ciudad tuvieran que pasar
obligatoriamente por una asamblea popular. Algunas de las escasas
inscripciones con decretos de los atenienses correspondientes a las décadas
inmediatamente posteriores a 508 empiezan de forma tajante con la siguiente
frase: «Pareció bien al pueblo». En el futuro, los miembros del consejo también
deberían ser elegidos entre todos los ciudadanos varones mayores de treinta
años, y no se tiene constancia de que se impusieran restricciones de clase o de
posesión de tierras. En la democracia ateniense de época posterior, un
individuo sólo podía ser elegido para formar parte del consejo en dos ocasiones
a lo largo de su vida, y en mi opinión esta norma también fue aprobada en 508
a.C. En una ciudad con tal vez veinticinco mil ciudadanos varones de más de
treinta años, prácticamente todos ellos podían esperar ahora ser miembros del
consejo durante un año de su vida. Las implicaciones eran obvias, y al igual
que su público, Clístenes veía perfectamente cuáles eran.
También las veía su principal oponente, el magistrado supremo de aquel año,
Isagoras, quien inmediatamente solicitó la intervención de Esparta, ante lo cual
el astuto Clístenes optó por abandonar el Ática. Los espartanos invadieron la
región, e Isagoras les entregó una lista con los nombres de más de setecientas
familias, que fueron mandadas al exilio. Esta lista constituye un ejemplo
apasionante del conocimiento minucioso que una facción de aristócratas podía
llegar a tener acerca de sus rivales. El objetivo de los espartanos invasores era
colocar en el poder a Isagoras y a sus partidarios como una reducida oligarquía
que les fuera favorable, pero los miembros del consejo existente (cuatrocientos,
como había establecido Solón) se opusieron enérgicamente. Los espartanos,
Isagoras y sus seguidores respondieron ocupando la Acrópolis, tras lo cual los
demás atenienses, «se solidarizaron con el consejo» (aunque diversos
especialistas no están de acuerdo con esta traducción del griego), 77 se unieron
y los sitiaron. La actitud de resistencia cuajó entre los ciudadanos, y cuando los
espartanos invasores se rindieron, nadie pudo detener el progreso de las
propuestas de Clístenes, el origen del incidente. La ofensa que supuso la
invasión espartana hizo que a los ojos de todos aquellas propuestas resultaran
más atractivas. A comienzos de la primavera Clístenes se encontraba de nuevo
en el Ática, y las reformas propuestas pudieron ser votadas y entraron en vigor.
Ahora había una alternativa a la tiranía mucho mejor que el sistema de Esparta.
La palabra «democracia» no aparece atestiguada en ninguno de los textos de
antes de mediados de la década de 460 que han llegado a nuestras manos,
pero es un término muy simple que habría podido ser acuñado sobre la
marcha.
La versión ateniense se basaba en la férrea voluntad participativa de todos los
ciudadanos. En 508 menos de una quinta parte del conjunto de ciudadanos
habitaba en la «ciudad» de Atenas: muchos de ellos tenían que trasladarse a
pie hasta la capital y alojarse en casas de amigos cuando debían desempeñar
algún cargo o asistir a una reunión. Durante una décima parte del año, una
fracción del consejo, el órgano «rector» más visible de los atenienses, debía
quedarse incluso en la ciudad en alerta permanente. No obstante, siguió
habiendo ciudadanos disponibles para integrar cada año un consejo de
quinientos miembros. Las asambleas, al menos cuatro cada mes, también se
reunían en la ciudad, aunque normalmente se esperara la asistencia de más de
seis mil individuos cuando iba a tratarse una cuestión de importancia. Con el
tiempo, el procedimiento de inspección de todos los miembros nuevos del
consejo, antes y después del desempeño de sus funciones, quedó establecido
de forma similar a la investigación, todavía bastante superficial, de los
magistrados. Después de ca. 460 a.C. un ateniense que prestara sus servicios
en el consejo durante un año, tendría que enfrentarse al breve examen previo
de otros 509 participantes en los asuntos públicos. Como bien ha observado
un gran especialista moderno en la historia de la democracia ateniense, M. H.
Hansen, «para nuestra forma de pensar, debía de ser una cosa mortalmente
aburrida; el hecho de que los atenienses lo hicieran año tras año durante siglos
demuestra que su actitud ante este tipo de rutinas tuvo que ser muy distinta de
la nuestra. Es evidente que disfrutaban de la participación en sus instituciones
políticas como un valor en sí mismo». 78
Después de casi cuarenta años de tiranía, y tras siglos de dominio de la
nobleza, semejante entusiasmo no era de extrañar. Entre 510 y 508 los
atenienses habían temido por encima de todas las cosas una vuelta a la lucha
de facciones aristocráticas que había dado lugar a los derramamientos de
sangre de las décadas de 560 y 550. A partir de ahora no habría más
burócratas, ni detestables «ministerios», ni siquiera abogados especializados:
l'état, c'est nous, todos los ciudadanos varones adultos de Atenas. Visto desde
una perspectiva moderna, seguían produciéndose notables exclusiones: «todos
los ciudadanos» no significaba «todos los residentes». Los habitantes que no
eran de origen ateniense (los metecos o metoikoi, el término para distinguir a
los que vivían lejos de su patria), los objetos no humanos de propiedad (los
numerosos esclavos) y el sexo sin capacidad de raciocinio (las mujeres)
estaban clara y específicamente excluidos. Estas exclusiones se daban en
todos los sistemas políticos de los estados griegos. Pero la novedad residía en
que ahora todos los ciudadanos varones estaban incluidos por igual en el
sistema. A partir de entonces, un ciudadano varón podría formar parte del
consejo, ser nombrado por sorteo para ocupar una magistratura menor o asistir
a una gran asamblea para emitir su voto o incluso (si tenía el valor suficiente)
pronunciar un discurso acerca de los temas básicos cotidianos, de la
conveniencia de emprender o no una guerra, o de quién debía sufragar
determinados gastos o quién era merecedor de recibir honores y quién no. En
los temas controvertidos, podría alzar la mano para que su voto fuera
contabilizado. En Esparta, en el curso de la elección de los magistrados, a los
espartiatas reunidos sólo se les pediría que gritaran al oír el nombre de su
candidato favorito, y las autoridades decidirían cuál había sido el más
aclamado. Incluso Aristóteles consideraba que este espectáculo parecía un
juego de chiquillos. Por su parte, en Atenas cada ciudadano varón valía un
voto, y nada más que uno, ya fuera simple mozo de cuerda, cabrero o refinado
aristócrata. Al tener que elegir y evidenciar así las predilecciones, la gente no
tardó en aprender a reflexionar y a tomar posiciones después de informarse
debidamente. La consecuencia sería un gobierno al que podría llamarse
cualquier cosa menos gobierno del populacho.
El peligro más bien residía en que el líder de una opción frustrada intentara
volver a presentar una propuesta ante la asamblea para conseguir su
aprobación, negándose a aceptar su derrota. Con suma brillantez, Clístenes
propuso que una vez al año los atenienses votasen si deseaban celebrar un
«ostracismo». Si el resultado de la votación era . afirmativo, con más de seis
mil asistentes, podían votar utilizando un cascote (un ostrakon) con el nombre
del ciudadano que quisieran proponer, con la esperanza de que fuera el que
apareciese en la mayoría de los ostraka y de ese modo fuese condenado a un
destierro de diez años para que aprendiera a moderarse. Tendría que marchar
sabiendo que la mayoría había estado en su contra, y por lo tanto debiendo
descartar cualquier esperanza de efectuar un contragolpe; a su regreso no
sería más que un «hombre del pasado». El ostracismo era un proceso
puramente político en su intención y en su ejecución: no derivaba de ninguna
creencia religiosa ni de la necesidad de expulsar a un individuo «contaminado»
o a un «chivo expiatorio». Debido a su naturaleza totalmente política, pasó a
convertirse en una importante válvula de seguridad durante aproximadamente
los siguientes setenta años de la política ateniense. Daba también por supuesto
que un elevado número de ciudadanos de Atenas sabía leer o al menos podía
encontrar a alguien que leyera por ellos. Sin embargo, en muchas sociedades,
saber leer no requiere saber escribir. Pues bien, conocemos anécdotas acerca
de ostraka que fueron escritos en serie para que los votantes se los llevaran y
pudieran utilizarlos: el número cada vez mayor de ese tipo de fragmentos que
está llegando a nuestras manos pone de manifiesto que algunos de ellos
fueron escritos por la misma mano y pertenecen a una misma vasija. Esta
forma de organización no indica necesariamente que se pretendiera engañar o
manipular a los ignorantes: aunque no supieran escribir, podían leer lo que
tenían en sus manos. Los fragmentos de cerámica conservados contienen
algunos comentarios increíblemente rudos contra determinados sinvergüenzas,
que apelan a los prejuicios personales y a los escándalos cual si fueran los
titulares de prensa de la época. En algunos aparecen incluso dibujos
sarcásticos. Por supuesto, no encontramos nada similar en Persia, Egipto,
Cartago o cualquier monarquía.
Con dos breves interrupciones, esa democracia evolucionó y fue el régimen de
gobierno ateniense durante más de ciento ochenta años. Desde nuestra
perspectiva, era notablemente directa. No se trataba en absoluto de una
«democracia representativa» que eligiera delegados locales para que
«representaran» a sus votantes o sus propias carreras y prejuicios. Toda su
preocupación consistía en poner coto a los bloques de poder o a las facciones
que pretendieran imponer su voluntad, con el fin de llegar a una fragmentación,
no a una representación. En opinión de muchos autores modernos, el uso del
sorteo fue el sello distintivo de la democracia ateniense; en realidad, no se
tiene constancia de que Clístenes introdujera ninguna novedad en la
asignación de los cargos por sorteo. Como práctica griega, el uso del sorteo
tenía en cualquier caso una larga tradición anterior a la democracia, por no
hablar de su empleo como sistema de reparto equitativo entre hermanos
coherederos. Tampoco fueron abolidos los requisitos de propiedad en el caso
de los altos magistrados de la democracia: éstos debían ser elegidos, pero sólo
entre candidatos que poseyeran una cantidad importante de bienes. Por lo que
sabemos, esos magistrados, así como los miembros del consejo, todavía no
cobraban remuneración alguna. Pero lo importante era que la duración de su
cargo estaba limitada a un año y que no constituían un «gobierno» con un
«mandato» concebido por ellos mismos. El poder residía en la asamblea, y en
esa asamblea cada ciudadano era un voto, y sólo uno.
A nuestros ojos, esa democracia era más justa que cualquier otra constitución
anterior en el mundo. No obstante, la administración de la justicia no
experimentó cambio alguno: los casos se presentaban ante los magistrados,
que se encargaban de juzgarlos, y sólo en un tipo determinado de acusaciones
había la posibilidad de apelar ante una institución popular más amplia. Es
evidente que Clístenes no basó sus propuestas en la reforma judicial ni en
tribunales nuevos. Así pues, a los ojos de un observador moderno, ¿hasta qué
punto era justo el sistema? La utilización de esclavos seguía siendo un
fenómeno generalizado; las mujeres estaban totalmente excluidas de la
política; los emigrantes constituían una categoría aparte y no podían aspirar a
la ciudadanía alegando unos cuantos años de residencia en el Ática. Lo
importante es más bien que, en todo el mundo antiguo, la concesión de voto a
todos los ciudadanos varones por igual, tanto a campesinos como a nobles, no
tenía prácticamente parangón (aunque existiera en Esparta), y su combinación
con un consejo popular de tipo rotatorio y una asamblea con casi poder
absoluto para aprobar o rechazar mociones no tenía precedentes, al menos por
lo que sabemos.
De acuerdo con los testimonios de los que disponemos hasta la fecha, los
atenienses fueron los primeros en dar el paso hacia la democracia. Ninguna
fuente bien informada de la época indica que hubiera otra ciudad en Grecia que
se rigiera por un sistema semejante. En el sur de Italia, sin embargo, los
arqueólogos han propuesto la ciudad griega de Metaponto como precursora.
En 550 a.C. aproximadamente, se construyó en ella un gran edificio circular
con un aforo para casi ocho mil personas. Las investigaciones realizadas han
sugerido que el territorio de la ciudad estaba de hecho dividido en parcelas
iguales, quizá también unas ocho mil. Con el tiempo, las casas que formaban
las calles de la ciudad fueron construidas en un estilo repetitivo y con
dimensiones parecidas. Tal vez Metaponto tuviera un gobierno «igualitario» de
un tipo determinado antes de 510 a.C. quizá una oligarquía ampliada, pero no
tenemos constancia de que los propietarios de esas tierras fueran los
ciudadanos, ni de que el edificio circular fuera utilizado para la celebración de
asambleas políticas, por no hablar del voto igualitario de todos los varones,
incluidos los campesinos. No hay ninguna prueba de la existencia de una
democracia anterior a la ateniense.
A diferencia de muchos ciudadanos griegos, especialmente los de ultramar, los
atenienses contaban con una gran ventaja: habían vivido durante siglos en el
mismo territorio. Sus agolpamientos sociales y sus cultos locales permitieron
que tuvieran una infraestructura singularmente fuerte, así como un sentido de
comunidad que Clístenes supo capitalizar. Este político no atacó la propiedad
privada ni pretendió una redistribución de la riqueza. Tal vez su «familia» en
concreto ganara cierta ventaja a consecuencia de la minuciosa distribución de
los ciudadanos en las nuevas tribus, pero se trataba de una ventaja en un
escenario nuevo y distinto. Clístenes trajo una nueva justicia, el voto para todos
los ciudadanos varones por igual, y las bendiciones de una nueva libertad, la
participación política. La justicia también llegaría a las unidades locales del
conjunto de la comunidad, los numerosos demos, que se verían lógicamente
influenciados por el nuevo sistema de la ciudad.
Alarmados, los vecinos no democráticos de Atenas intentaron invadir su
territorio y acabar con el nuevo sistema democrático, pero los ciudadanos
atenienses, inspirados por un nuevo entusiasmo, forzaron su retirada en dos
frentes a la vez. Sus victorias fueron consideradas, justamente, un triunfo de la
libertad que todos ellos compartían: la libertad de palabra. 79 Ahora, en
principio, no había ninguna restricción que estableciera quién podía formar
parte del nuevo consejo o hablar en la asamblea. La «libertad» en cuestión no
era la libertad de la injerencia del Estado, ni la libertad del acoso de unos
superiores sociales o de unos magistrados sin control. No se trataba de una
zona reservada, protegida simplemente por unos «derechos civiles». Desde
Solón, en 594 a.C. ya había quedado abolida la facultad que tenían los
atenienses de rango superior de esclavizar a los ciudadanos corrientes. Ahora,
en cambio, los varones atenienses tenían el único derecho que realmente
importaba, el de votar en todas las cuestiones relevantes de la ciudad. Su
nueva libertad era una «libertad para...», por la que valía la pena luchar. De los
campos de batalla a los que se dirigieron para defenderse, los atenienses
regresaron con centenares de prisioneros por los que pidieron lucrativos
rescates y fértiles tierras: se hicieron cuatro mil parcelas con el territorio
conquistado a los caballeros de la hostil Eubea, otrora campeones de las
empresas marítimas de la Grecia arcaica. Las ganancias fueron cuantiosas, y
probablemente fueran repartidas entre los atenienses más humildes, un punto
más a favor de la nueva democracia; los grillos con los que los cautivos fueron
encadenados estuvieron expuestos en la Acrópolis de Atenas durante años.
Los atenienses que perecieron en el curso de esas primeras batallas
«democráticas» probablemente fueran honrados con un nuevo privilegio, un
enterramiento en el nuevo cementerio público. Pero el combate había sido
duro, y los nuevos atenienses democráticos llegaron incluso a enviar
legaciones a oriente, al gobernador persa de Sardes, con el fin de encontrar
aliados en aquellos años de crisis. Mejor un persa lejano, debieron de pensar,
que una oligarquía de tipo espartano. Cuando los embajadores de Atenas
aceptaron someterse al monarca de los persas y ofrecieron los símbolos de «la
tierra y el agua», sus conciudadanos, reunidos en una asamblea democrática,
los consideraron «totalmente culpables» y censuraron con dureza su
conducta. 80 Quince años después, su nueva libertad democrática se vería
gravemente puesta a prueba por aquellos aliados persas que se habían
buscado.

Capítulo 9 - LAS GUERRAS MÉDICAS

Una vez concluido el banquete, y mientras los asistentes bebían a


discreción, el persa [Atagino] que con él compartía el diván le preguntó,
expresándose en griego, que de dónde era, a lo que Tersandro le
respondió que era de Orcómeno. «Pues mira —le dijo entonces el
persa—, ya que has compartido conmigo mesa y brindis, quiero dejarte
un testimonio de mi perspicacia, para que, prevenido de antemano,
puedas adoptar personalmente la decisión que más te convenga. ¿Ves a
esos persas que asisten al banquete? ¿Recuerdas al ejército que hemos
dejado acampado a la orilla del río? En breve plazo comprobarás que,
de entre todos ellos, los supervivientes son sólo unos cuantos.» Y, al
tiempo que manifestaba ese comentario, el persa se deshacía en llanto.
Entonces Tersandro, perplejo ante su afirmación, le dijo: «¿Pero es que
no hay que comunicarle estas impresiones a Mardonio y a los persas
que le siguen en rango?» «Amigo —respondió el persa a sus palabras—
, lo que por voluntad divina se ha de cumplir, no está al alcance del ser
humano evitarlo; de ahí que nadie quiera prestar oídos ni a quienes
proclaman hechos dignos de crédito. Y, aunque esto que te digo lo
sabemos muchos persas, seguimos adelante, pues somos prisioneros
de lo ineluctable. Por eso, la peor angustia del mundo estriba en tener
conciencia de muchas cosas pero no poder controlar ninguna.»
HERÓDOTO 9.16, acerca del banquete [symposion] que persas y
tebanos celebraron antes de la batalla de Platea (479 a.C.)

Cuando comenzó el siglo VI a.C. los persas habitaban en un reino sin


importancia situado al sudeste de la moderna Shiraz, en la región del Fars, en
Irán. Es muy poco probable que los griegos, los egipcios, los judíos o los
levantinos hubieran oído hablar hasta entonces alguna vez de ellos. Los persas
tenían contactos con la corte más civilizada de Susa, capital de los reyes de
Elam, con los que limitaban por el oeste, pero su sociedad era tribal y su
riqueza seguía basándose principalmente en sus rebaños. Cuando subía al
trono, su rey bebía leche agria y masticaba hojas de terebinto. Ningún persa se
tomaba la molestia de aprender a leer y a escribir. Sus valores eran mucho
más sencillos: decir la verdad, montar a caballo y disparar el arco.
Entre las décadas de 550 y 520 a.C. los persas conquistaron todo Oriente
Próximo desde Egipto hasta el río Oxo. Aprovecharon el descontento existente
en varios de los grandes reinos vecinos, la ausencia total de una oposición
nacionalista popular, y la dureza de su propio estilo de combate, en el que
utilizaban el arco y la lanza, tanto a pie como a caballo. Susa, Sardes,
Babilonia y Menfis cayeron en manos de aquellos invasores que no habían
visto nunca una ciudad, y menos aún ciudades de tanto esplendor como
aquéllas. En 530, su gran rey Ciro murió durante la conquista de una tribu de
Asia Central, más allá del río Oxo. El historiador griego Heródoto afirmaba que
conocía al menos siete versiones persas de la muerte de Ciro, pero la que
decidió contar no tenía la solemnidad de las otras. Cuenta que la adversaria de
Ciro, Tomiris, reina de la tribu de los maságetas, lo acusó de ser un
«sanguinario» insaciable. 81 Cuando el soberano persa perdió la vida luchando
contra el ejército enemigo, Tomiris llenó un odre de sangre y, una vez
localizado el cadáver de Ciro en el campo de batalla, metió su cabeza en él
odre para que así se saciara verdaderamente de sangre.
Al igual que los griegos, los persas adoraban a muchos dioses, excepto una
pequeña minoría que seguía las doctrinas dualistas de un profeta y reformador,
Zoroastro (de datación incierta, pero que tal vez viviera en ca. 550-520 a.C).
Fueran a donde fueran, adoraban a los dioses del país, no por «tolerancia»,
sino por prudencia. Cuando Ciro conquistó Babilonia en 539, se presentaron
ante él numerosos grupos de peticionarios en busca de su favor para los cultos
que los reyes babilonios habían deshonrado hasta entonces. Entre ellos se
encontraba un grupo de desterrados de Oriente Próximo que le pidieron
permiso para reconstruir en su país natal el templo de su divinidad protectora y
recuperar sus objetos de culto. Esos postulantes eran los judíos deportados a
Babilonia unos cincuenta años antes. Ciro les concedió el permiso solicitado,
como podemos comprobar en la Biblia leyendo el comienzo del libro de Esdras,
y así los judíos regresaron a Judea para honrar a su dios, Yavé. Con el tiempo,
desarrollaron en su patria el culto del Templo que seguiría teniendo una
importancia primordial en la religión judía durante casi seis siglos. Al igual que
los griegos, que ignoraban por completo la existencia de Judea, tampoco Ciro
tenía idea de las tremendas consecuencias que iba a tener su decisión, una de
las muchas que tomó en Babilonia. Su ayuda concedió a los devotos
adoradores de Yavé la primacía entre el resto de los judíos de Judea, y sin ella
«Dios» habría seguido siendo el objeto de culto de una minoría.
También en Asia occidental los generales de Ciro se mostraron abiertos a los
requerimientos de numerosos solicitantes. Entre ellos había griegos de las
ciudades-estado greco-orientales que llegaban dispuestos a ofrecerles la
rendición y a veces, como los judíos desterrados de Babilonia, portando
oráculos favorables de los dioses de su , país. Los persas no tenían ni la más
remota idea de lo que era la ciudadanía ni la libertad política. A diferencia de
los griegos, nunca habían pasado por una reforma militar hoplita y las ciudades
no eran desde luego lo suyo. Según se cuenta, Ciro describió el ágora o plaza
del mercado de las ciudades griegas como un lugar al que acudía la gente a
contar mentiras y a engañarse unos a otros con sus juramentos. 82 Los nobles
persas preferían las «torres» y parques (paradeisos, de donde procede nuestra
palabra «paraíso») de su país, en los que podían plantar árboles y cazar
animales salvajes a caballo (en sus sellos de piedra podemos verlos
alanceando salvajemente zorros con una especie de tridente).
Se ha recurrido en muchas ocasiones al «lujo» para explicar la rapidez de sus
conquistas. Se dice que las ciudades griegas de Asia Menor se habían relajado
debido a su excesiva afición a los perfumes y los refinamientos, y que por eso
capitularon ante los rudos guerreros persas. En realidad, se produjo una
valerosa resistencia: el «lujo» no tuvo nada que ver con la derrota de los
griegos y los persas vencieron debido a la superioridad de sus recursos
humanos y al arte, aprendido en el Oriente Próximo, de acumular montones de
tierra ante las murallas de las ciudades para superarlas. Algunos griegos
orientales huyeron a Occidente con el fin de escapar de los conquistadores. Y
no es que fueran torpemente «helenocéntricos», como sospecharían hoy día
los críticos de tendencias multiculturalistas. Los conquistadores persas
colocaron a algunos de sus súbditos de países más remotos como tropas de
guarnición y los establecieron como colonos con el fin de someter toda Asia
Menor; algunas tribus del mar Caspio fueron obligadas a trasladarse al oeste
para nutrir la población de nuevos asentamientos llamados, por ejemplo,
«Campos de Ciro» o «Villa-Darío». Los persas no tenían tradición de gobierno
provincial e infligían los castigos más salvajes imaginables a sus presuntos
enemigos. En la inscripción conmemorativa de su ascensión al trono, el rey
Darío hace públicas las cifras exactas, por lo demás altísimas, de los
«oponentes» a su usurpación, entre los cuales había muchos nobles a los que
mandó empalar. Los métodos de castigo persas eran realmente brutales, y
entre ellos estaba la mutilación de la nariz y las orejas de los «rebeldes».
No obstante, el soberano afirmaba que hacía justicia con equidad. «Soy amigo
de la rectitud», aseguraba Darío en su «versión oficial» de la historia de su
reinado. «No soy amigo de la iniquidad. No es mi deseo que el hombre débil
sufra las iniquidades que puedan hacerle los poderosos... ni de que el
poderoso sufra las iniquidades de los débiles.» 83 El rey, además, no se dejaba
vencer por la cólera: «No soy de temperamento acalorado. Cualquier cosa que
haga que se desencadene mi cólera, la mantengo firmemente bajo control con
mis pensamientos. Gobierno firmemente mis [impulsos]». El problema radicaba
en que lo habitual era más bien lo contrario: la «justicia» venía determinada por
lo que interesara o dejara de interesar al soberano. No hubo nunca una nueva
«ley persa» impuesta a la totalidad de su imperio en expansión. A lo sumo, en
determinadas provincias se hicieron compilaciones de leyes locales que eran
aplicadas luego sólo en esos lugares como «legislación del rey». En ca. 512-
511, después de una campaña más allá del mar Negro, Darío, rey de Persia,
llegó a Sardes y sentó sus reales a las afueras de la ciudad: fueron muchos los
que acudieron a presentarle directamente peticiones y solicitudes de todo tipo,
entre otros algunos tiranos de las ciudades greco-orientales cuyo poder se
tambaleaba. Fue aquél un momento trascendental de la historia de Grecia, la
primera ocasión en la que un soberano que gobernaba toda una región
helénica (Jonia) era accesible a los ambiciosos peticionarios griegos y se
sentaba ante ellos a impartir justicia. No sólo permanecieron vigentes durante
siglos en el ámbito local algunos de los privilegios otorgados por Darío a
determinados santuarios griegos, sino que la presencia del monarca en la zona
es el primer caso conocido de dispensación de justicia por el sistema de
petición a un soberano y respuesta de éste, modelo que se impondría unos
ciento sesenta años más tarde tras la llegada de los reyes de Macedonia. Y
perduraría durante siglos tras la llegada al poder de los emperadores romanos.
Como conquistadores, los persas cobraban tributos en toda Asia, acumulando
metales preciosos sin acuñar en sus remotos palacios reales. Se apoderaron
también de numerosas tierras para formar sus grandes latifundios provinciales.
Se ha pensado, a su vez, que las conquistas pusieron a los persas en contacto
con el lujo y que corrompieron a los rudos hijos de su austero país natal. Como
carecían de vida cortesana, es indudable que imitaron la de los pueblos
conquistados. Sus reyes empezaron a llevar espléndidas túnicas, a usar
cosméticos, y a servirse de dignatarios de la corte, símbolos heredados de sus
predecesores en Irán, los reyes medos. Según Heródoto, los griegos
enseñaron a los persas la pederastia, en el palacio o tal vez en unos ambientes
tan favorables al desarrollo del erotismo entre hombres como son el ejército y
la marina, para los que fueron reclutados numerosos griegos: la belleza física
quizá explique la promoción en la corte persa de determinados favoritos
griegos. Pero el sexo y el lujo no suponen la falta de ambición., El lazo de unión
del que verdaderamente carecían los persas era la libertad política, valor
genuinamente griego que se vería amenazado cada vez más por la monarquía
persa.
La solución que solieron dar los persas al problema planteado por las ciudades
griegas de Asia Menor fue gobernarlas por medio de un tirano de su confianza
o de alguna pequeña camarilla: fieles a sus valores, los persas concedían con
frecuencia a esos individuos el poder como recompensa a los «servicios
prestados» a los intereses del rey. En ca. 510 a.C. Darío I había conseguido
incluso la sumisión del rey de los macedonios, al norte de Grecia, más allá del
monte Olimpo. Es probable que en adelante la presión sobre Grecia hubiera
seguido intensificándose de todos modos, pues los sucesivos soberanos
persas habrían intentado aumentar su gloria y extender sus dominios a
expensas de los griegos. Pero dicha presión se vio precipitada, en cualquier
caso, debido a una clara secuencia de represalias mutuas. En 499 a.C. los
griegos de Asia Menor se rebelaron contra la dominación persa que habían
venido soportando desde hacía casi cincuenta años. Esta rebelión ha sido
llama la «Sublevación de Jonia», aunque requirió la valerosa participación de
otros griegos de Asia además de los jonios, y en ella intervinieron también
algunos reyezuelos de Chipre. Contó además con el apoyo de un valeroso
pueblo no griego, los carios, que habitaban al sudoeste de Asia Menor. Dos de
los líderes griegos más destacados de la sublevación probablemente jugaran,
en el mejor de los casos, un doble juego y no perdieran de vista la posibilidad
de hacer carrera al servicio de los persas y de ocupar un lugar elevado en el
sistema de progresivas recompensas en especie que comportaba dicho
servicio. Pero en casi todas las ciudades jonias, la mayoría de los ciudadanos
aspiraban a una cosa muy distinta y para ello sólo necesitaban que se les
presentara la ocasión: la democracia, como la que había en Atenas desde
hacía nueve años. Esa sublevación continuada y las batallas que a lo largo de
ella se produjeron harían que arraigara aún más ese deseo entre los
principales actores griegos del drama.
Cuando dio comienzo la sublevación, los participantes griegos se reunieron en
una asamblea conjunta celebrada en el santuario central de los jonios, el
Panionio, en el monte Mícale, un promontorio situado frente a la isla de Samos.
La unidad era muy frágil y con el tiempo hubo algunas poleis de la zona que
adoptaron una conspicua actitud de «neutralidad», entre ellas la importante
ciudad de Éfeso. Al cabo de cinco años, quedó patente que el pleno de la flota
persa, tripulada por marineros expertos de origen levantino, era demasiado
fuerte en un combate abierto para los remeros griegos y sus trirremes. También
en Chipre se dieron señalados ejemplos de lealtad a la causa griega frente a
los persas, pero no se consiguió ningún éxito duradero. Es en esta isla en la
que pueden verse todavía los principales restos de la sublevación, a saber el
impresionante talud de asedio que levantaron los persas para superar las
murallas de la ciudad de Pafos y la gran tumba de Kourion, que probablemente
perteneciera, lo mismo que el «tesoro» anexo que ha sido excavado, a uno de
los principales participantes en la aventura, el rey Estesánor, que traicionó a la
causa rebelde y se pasó a los persas.
Al principio, la rebelión de los griegos orientales recibió el apoyo de dos
comunidades de la madre patria, Eretria, en la isla de Eubea, y Atenas.
Haciendo ostentación de la fuerza de su «parentesco» con los primeros
colonos griegos de Jonia, los atenienses enviaron una flotilla al mando de un tal
Melancio (cuyo nombre evocaba al del héroe jonio Melanto). Cuando la
revuelta fue aplastada finalmente en 494 a.C. sería inevitable la venganza de
los persas contra Atenas y Eretria. Y se produciría en dos oleadas, la segunda
mayor que la primera (participaron en la operación cinco millones de hombres,
según la posterior tradición griega) y daría lugar a cinco batallas
importantísimas: Maratón (490), en la que los atenienses derrotaron a los
persas que habían llevado a cabo una incursión de saqueo por tierra en el
Ática; las Termopilas (480), donde 300 valerosos espartanos intentaron impedir
la entrada en la Grecia Central a toda la fuerza invasora persa, acaso unos
250.000 hombres; Salamina (480), en la que destacó la participación de los
marinos atenienses y corintios en la confrontación naval más grande que se
conoce en toda la historia antigua; Platea (479), en la que la infantería (los
hoplitas) de Esparta desempeñaría un papel trascendental en la derrota de lo
que quedaba de las fuerzas terrestres persas en suelo griego; y Mícale (479),
donde un general espartano y otro ateniense obtuvieron la victoria final frente a
las costas de Asia Menor, después de perseguir a la flota persa a través del
Egeo.
Para las grandes batallas navales, los atenienses aprobaron una movilización
casi total. Su flota de trirremes había multiplicado su volumen apenas tres años
antes, gracias al sabio empleo que habían hecho del nuevo filón encontrado en
las minas de plata del Ática. Decenas de miles de atenienses se metieron en
las naves recién construidas (200 por trirreme), dispuestos a arriesgarlo todo
en medio del calor, el sudor y el caos de las batallas a golpe de espolón que
iban a librar contra la experimentada flota fenicia. Realmente no podemos
imaginar lo intensa que pudo llegar a ser aquella experiencia ni la
transformación que , supondría para muchos. Incluso la reconstrucción de un
trirreme ha significado años de pericia y de discusiones académicas y todavía
nadie puede explicarse cómo podían ser guiados los remeros ni cómo podía
seguirse un plan general en medio del fragor de la batalla. En la trirreme
reconstruida hoy día fue preciso utilizar altavoces pues «la longitud del casco...
y la presencia de 170 cuerpos humanos absorbiendo el sonido... hacían que las
voces dadas al máximo volumen sólo se oyeran a una distancia
correspondiente a la tercera parte de la longitud total del barco». Por lo demás,
se comprobó que el mejor método era el canturreo de una melodía bien
conocida por la totalidad de la tripulación. «Por desgracia, no hay testimonios
claros de que los antiguos griegos canturrearan en el sentido en que lo
hacemos nosotros, ni en alta mar ni en tierra firme.» 84
Fue una desgracia, de la cual no puede echarse la culpa a nadie, que en
aquella empresa naval los persas que participaron en las principales invasiones
no supieran nadar. Desde luego fue una estupidez que el rey Jerjes no
interceptara los barcos cargados de grano procedente del mar Negro con
destino a Grecia que encontró en el camino, o que no enviara barcos a
conquistar Citera, la isla situada frente a las costas de Esparta, desde la cual
habría podido atacar el territorio de los espartanos. Vistos retrospectivamente,
ambos errores serían reconocidos por los griegos, que sabían el peligro que
habrían podido entrañar. Sólo una pequeña parte de las tropas invasoras
«persas» eran verdaderamente persas. Su caballería era excelente, pero el
ejército principal había sido reclutado entre los súbditos del imperio y cuando
resultó más eficaz fue cuando emprendió grandes proyectos con participación
de mano de obra forzada. Durante tres años, se abrió un canal de casi un
kilómetro de longitud a través del monte Athos para favorecer el avance de las
tropas persas hacia Grecia. Los obreros trabajaban a golpe de látigo, bajo la
experta supervisión de ingenieros fenicios, y la parte que se ha conservado de
las obras ha sido examinada y verificada recientemente in situ. Se montó un
curioso puente de barcos atados con maromas de esparto para hacer pasar a
las tropas del Gran Rey por el Helesponto. En 490 y en 480 los caballos fueron
transportados por vía marítima en barcos, mediante la utilización de
«remolques flotantes» inventados, según se dice, por los griegos de Samos.
Se afirma que en 490 los valerosos atenienses que participaron en Maratón
fueron «los primeros... que se atrevieron a fijar su mirada en la indumentaria
médica [oriental] y en los hombres ataviados con ella, ya que, hasta aquel
momento, sólo oír el nombre de los medos causaba pavor entre los griegos». 85
Incluso un griego como Heródoto (el autor de estas palabras) respetaría el
«espíritu y el brío» de los persas, iguales a los de los helenos; de lo que
carecían, opina el gran historiador, era de buenas armaduras, de
conocimientos y de experiencia (sophia). Desde luego, las sólidas filas de
soldados de infantería pesada de los griegos, los hoplitas, tuvieron una
importancia trascendental por tierra. En Maratón, los hoplitas atenienses fueron
los primeros en cargar «a la carrera», a lo largo de casi un kilómetro y medio (o
al menos eso dijeron). En Platea, en 479, los sólidos escuadrones de
espartiatas resultaron decisivos frente a los persas, provistos de armaduras
ligeras, que arremetieron contra ellos en grupos trágicamente pequeños. La
espléndida caballería persa disponía de caballos que, según había demostrado
la experiencia, eran incluso más veloces que los caballos tesalios, orgullo de
los griegos en las diversas competiciones deportivas. Sus jinetes llevaban a
veces pesados trajes de metal, pero desde luego tampoco ellos podían cargar
contra una formación de hoplitas que aguantara a pie firme. Tampoco los
famosos arqueros persas pudieron atravesar con sus flechas tanta armadura
de metal. Los hoplitas espartanos podían incluso moverse marcha atrás en
formación, como si se retiraran: en Platea, aquella maniobra resultó
trascendental. En las Termopilas, los 300 espartanos la utilizaron de manera
menos formal en la estrechez del desfiladero y acabaron lanzándose sobre los
bárbaros y luchando con ellos a dentelladas. En Maratón, la «carrera» de los
atenienses también supuso indudablemente una táctica de choque terrible,
haciendo caer a los persas en la trampa de una batalla de hoplitas, como el
historiador americano Victor Hanson ha intentado visualizar: «El espantoso
fragor causado por el formidable avance a casi quince kilómetros por hora de
los hoplitas griegos... y las insólitas dimensiones y la forma abombada de sus
escudos contribuyeron a dar la sensación de que tenían una protección total en
los últimos minutos de la carrera... Cualquiera que tropezara o que cayera
herido corría el riesgo de ser pulverizado por el avance de los hombres de la
retaguardia, cegados por el polvo y el empuje de los cuerpos». 86 Pero ese
terror era el que los derechos de ciudadanía y la libertad política de los griegos
podían soportar.
A pesar del gran número de desertores y traidores griegos, muchos estados
helénicos acordaron en 481 a.C. formar una «Liga Helénica» cuyos
representantes debían reunirse en Corinto para decidir las cuestiones más
importantes de la guerra. En el curso de la invasión, la «experiencia» griega se
puso de manifiesto en algunas estratagemas sumamente artificiosas, aunque
ninguna tanto como las de Temístocles, el, gran político ateniense. En
septiembre de 480 a.C. mientras la flota persa se hallaba anclada en Eubea,
hizo grabar en las rocas unas inscripciones con mensajes en los que incitaba a
desertar a los contingentes de griegos orientales (suponía, por tanto, que entre
ellos debía haber individuos que sabían leer). En Salamina, antes de la
decisiva batalla naval de finales de septiembre de 480, envió un mensaje falso
al rey persa por medio del anciano preceptor de sus hijos, Sicino, dando a
entender que la flota griega pretendía huir y salir de la estrechez de la bahía.
Sicino era un esclavo, probablemente bilingüe, originario de Asia, y su
intervención tuvo tres consecuencias. Convenció a los persas para que
dividieran su flota en cuatro partes, dos de las cuales levaron anclas con el fin
de bloquear las salidas más irrelevantes de la bahía. Hizo que los marineros
persas permanecieran a los remos toda la noche, por si los griegos intentaban
una maniobra de escapatoria nocturna, de modo que al amanecer se
encontraban agotados. Y además hizo que los buques de guerra más pesados
de los persas entraran por la mañana en la parte más estrecha de la bahía,
persuadidos de que, al llegar, descubrirían que la mayor parte de los griegos
había huido. Pero no era así; en realidad se encontraban todos allí y rompieron
el ala izquierda de los persas, atrapándolos en la parte más estrecha de la
bahía, donde su superioridad numérica no les servía de nada. El ardid de
Temístocles fue en último término la causa de la victoria griega.
Si los persas hubieran vencido en Grecia, la libertad de los griegos se habría
visto coartada y, con ello, se habría frenado el progreso político, artístico,
dramático y filosófico que ha servido de luz y de guía a la civilización
occidental. Los sátrapas habrían gobernado Grecia y dispensado justicia
personalmente; unos cuantos traidores y colaboracionistas griegos habrían
progresado y, a lo sumo, los persas habrían cenado reclinados en divanes y
habrían fomentado y contemplado los juegos atléticos de los griegos, aunque
sus reyes nunca se habrían atrevido a participar en ellos por miedo a perder, y
para los persas de pro, el ejercicio físico con el cuerpo desnudo (por excitante
que resultara) era algo vergonzoso y totalmente fuera de lugar. En 480 muchos
valerosos griegos y sus familias perecieron por la libertad, no por la esclavitud.
La posteridad ha recordado a varios de ellos, a Piteas de la isla de Egina, que
murió en una batalla naval después de recibir tantas heridas que el enemigo
recogió su cadáver en su nave para rendirle honores; o a Aristodemo de
Esparta, el único superviviente del glorioso grupo de 300 «caballeros»
espartanos que combatieron en las Termopilas y que, avergonzado por
semejante deshonra, realizó tantas proezas al año siguiente en la batalla de
Platea, abandonando temerariamente su puesto en la formación, que su falta
quedó redimida por completo. Para conmemorar las victorias, fue erigida en
Delfos en honor del dios Apolo una columna en la que había tres serpientes
enroscadas de bronce y una inscripción con los nombres de los treinta y un
estados griegos agradecidos. Entre ellos, merecieron un elogio especial los
espartanos que combatieron en Platea y los atenienses. En 490, en la primera
ronda de batallas contra los invasores persas, los atenienses vencieron en
Maratón. En el invierno de 481-480 tomaron por propia iniciativa la decisión de
evacuar su ciudad y abandonarla, seguidos de sus perros, que los
acompañaron nadando. Desde la lejanía, pudieron ver el gran sacrilegio
perpetrado por los persas, el incendio y la destrucción de los templos de la
Acrópolis. Durante dos temporadas consecutivas permanecieron fuera de su
territorio, pero, a pesar de todo, desoyeron las ofertas de llegar a un acuerdo
que les hizo el rey de los persas y continuaron luchando valerosamente en
Salamina, Platea y Mícale. El oráculo de Delfos, en cambio, se puso de parte
de los invasores y después tendría que inventar toda clase de historias acerca
de la protección «divina» de que había gozado para explicar por qué los
persas, en realidad amigos suyos, no lo habían saqueado.
El motivo de la guerra fue la libertad de los griegos, pero la contraposición entre
la justicia y el lujo de unos y otros se mezcló con los recuerdos que de ella
quedaron. Los persas eran capaces de mostrar una crueldad terrible,
decapitando y empalando los cuerpos de los muertos, castrando a los
muchachos y, como sucedió con Jerjes, ordenando desollar a un padre que
había realizado un intento de «fuga». Luego la piel del individuo fue tensada
para que sirviera de asiento del sillón desde el cual impartía justicia el rey.
Estas anécdotas suponían toda una ofensa para los valores griegos de
austeridad, modestia y justicia. El refinamiento de los invasores haría asimismo
una gran impresión y sería recordado en algunos episodios sumamente
curiosos. Un soldado de caballería persa tenía una armadura hecha
completamente de oro; los animales de la caballería persa comían en pesebres
de bronce macizo; por otra parte, al término de la batalla de Platea, la
concubina griega de un noble persa se adornó toda ella con joyas de oro y
ordenó hacer lo mismo a sus criadas con el fin de obtener su perdón del
comandante de los griegos. En este mismo enfrentamiento los griegos tomaron
como despojos una asombrosa cantidad de objetos de oro y plata, entre ellos
vestidos maravillosamente bordados. Parte de esos despojos fueron robados
por los ilotas de los espartanos, pero años más tarde siguieron encontrándose
objetos preciosos en los campos circundantes. Aunque sólo fuera por una vez,
en 479 el joven general espartano Pausanias ordenó a los cocineros y
panaderos de Jerjes que había hecho prisioneros que le prepararan un
magnífico banquete oriental y que lo dispusieran en la antigua tienda del rey.
Mandó luego que prepararan también un banquete a la espartana. Esa parca
comida fue la que sirvió a sus huéspedes en medio de las viandas de los
persas. Se cuenta que Pausanias, rodeado del suntuoso mobiliario con
incrustaciones de oro y plata, comentó en tono jocoso ante sus invitados
griegos la insensatez del rey, quien, pese a disponer de tan ricos medios de
vida, había venido desde tan lejos para invadir Grecia y arrebatarles los suyos,
que eran tan míseros.
Los vestidos, las joyas, y los objetos de oro que los griegos pudieron
contemplar fueron calificados de demostración de molicie y «afeminamiento».
En el arte ateniense de época posterior, en la cerámica pintada y en el teatro,
los bárbaros orientales aparecerían representados en esos términos
«orientales». Pero dicha representación no era una nueva «invención» griega
de los bárbaros, a raíz de la victoria obtenida sobre ellos. Los griegos de
Occidente y de Oriente ya se habían anticipado a ella, empezando por la
descripción que nos ofrece Homero de un cario de «lengua bárbara» que iba
vestido con un traje bordado de oro «como una doncella» (el término bárbaros
aludía al extraño sonido «barbar» de las lenguas no griegas). 87 Antes bien,
algunos viejos estereotipos se vieron reforzados por el sorprendente triunfo de
los helenos. Los bárbaros perdedores serían presentados como «esclavos» de
un único señor, su rey (de hecho, los reyes de Persia llamaban a sus súbditos
sus «inferiores», término que los griegos tradujeron por «esclavos»). En
cambio, los griegos libres estaban curtidos debido a la pobreza de su tierra.
Según se cuenta que le dijeron a Jerjes, los espartanos eran hombres libres
que conocían un solo señor, sus leyes.
En último término, los vencedores fueron los dioses y los héroes o semidioses
griegos. Al parecer, habían estado presentes en el terrible fragor de la batalla;
su propia multiplicidad contribuía a mantener alta la moral. Si las oraciones y
los sacrificios a uno no eran eficaces, siempre cabía la posibilidad de probar
suerte con otro. Entre los persas, en cambio, había seguidores del
zoroastrismo que creían en dos poderes enfrentados, el bien y el mal, y cuando
las cosas no salían como esperaban, parecía que no había quien detuviera al
principio del mal, Ahrimán. Se erigieron monumentos conmemorativos de la
victoria en honor de los dioses en los grandes centros atléticos de los griegos,
Olimpia, Delfos y el Istmo. En la espléndida celebración de la victoria de 479, el
rey espartano Pausanias, guerrero de treinta y pocos años, realizó un sacrificio
a Zeus Eleuterio, «Zeus de la Libertad», en el ágora de la pequeña y valerosa
ciudad de Platea. Es la celebración de la victoria más conmovedora de toda la
historia antigua.
Los testimonios de la guerra siguen apareciendo sin cesar, y no cabe duda de
que se encontrarán más. En 1959 se descubrió un texto de la que parece la
propuesta de evacuación de Atenas presentada por Temístocles en 481-480,
reproducido en una inscripción hallada en el emplazamiento de la antigua
Trecén: se trataba de una copia de época posterior, prueba de la fama que
había seguido teniendo el acontecimiento. 88 En 1971 se descubrió otra
inscripción en Platea, cuyos ciudadanos ayudaron a los atenienses en Maratón
en 490 y asistieron al gran sacrificio de Pausanias tras la batalla celebrada en
sus inmediaciones en 479. Este texto atestigua la existencia casi dos siglos
después de los hechos de un culto a «Zeus Libertador y la Concordia de los
griegos» y de un certamen atlético que los helenos seguían celebrando en
honor de «los valientes que combatieron contra los bárbaros por la libertad de
los griegos». 89 Los juegos de la «libertad» siguieron siendo populares y para
nosotros las «tumbas» y los «héroes» han adquirido una significación aún
mayor. En 1992 se recuperaron a partir de un papiro mutilado varios
fragmentos de una elegía del gran poeta Simónides: se compara en ella a
Pausanias, el comandante de los espartanos en Platea, con el héroe Aquiles, el
protagonista de la guerra de Troya contra los bárbaros según Homero. 90 En
Atenas, durante los años noventa del pasado siglo, aparecieron en el curso de
unas obras más fragmentos de una inscripción erigida en honor de los valientes
caídos en Maratón. Otra inscripción ha venido a demostrar ahora que
pertenecían a un cenotafio especial levantado en el centro de la ciudad
semejante al erigido en Maratón en honor de los atenienses muertos en la
batalla. 91 Durante siglos, los atenienses siguieron venerando ambos
monumentos; sus famosas Oraciones Fúnebres empezaron a ser pronunciadas
por un orador elegido especialmente para la ocasión junto al cenotafio de la
ciudad.
Seis siglos después de que sucedieran los hechos, los griegos que se
encargaban de los cultos de Platea eran además sacerdotes del culto del
emperador Adriano, el «Panheleno». La libertad de los griegos había
cambiado, pero la fama de los días gloriosos de 480 seguía aún viva bajo el
dominio del Imperio Romano. La continuación de esa fama se debió sobre todo
a las Historias de Heródoto, el autor que ha conservado para nosotros el relato,
los valores y los momentos decisivos del triunfo de los griegos. Al amanecer del
terrible día del mes de septiembre en que tuvo lugar la batalla de Salamina fue
Temístocles, nos cuenta Heródoto, el que pronunció el mejor discurso: todo él
«consistió en contraponer lo más noble y lo más vil que realmente puede darse
en la naturaleza y en el temperamento del ser humano; y, tras dar por
concluida su intervención con una exhortación a que, de las dos alternativas,
optaran por la mejor, dio la orden de que se embarcaran». 92 No se recuerda en
ningún momento que Jerjes pronunciara un discurso parecido, y podemos tener
la seguridad de que la libertad era la esencia de la alternativa ofrecida por
Temístocles. La libertad fue una causa decisiva de la victoria de los griegos.

Capítulo 10 - LOS GRIEGOS DE OCCIDENTE

¡Otorga, te suplico, Crónida, que en pacífico


Hogar se contenga el fenicio y de los tirsenos
El grito de guerra, ya que ha visto
El orgullo gimiendo en sus naves delante de Cumas!
Cuáles dolores sufrieron domeñados por el Señor de Siracusa,
Que de las naves de rumbos veloces al mar
Les arrojó a su juventud.
A Hélade librando de esclavitud gravosa.
PÍNDARO, Pítica, 1.71-75 (470 a.C.)

Que un difunto no sea enterrado ni incinerado dentro de la ciudad. Que


no se haga más que lo siguiente: que la leña de la pira no se pula con un
hacha. Que las mujeres no se arañen las mejillas ni entonen lamentos
durante el funeral... Y no debe utilizarse oro [en la sepultura]. Ni siquiera
si [al difunto] le han atado los dientes con oro. Pero si es enterrado o
incinerado con ese oro, que no sea considerado un delito.
Tabla X de la Ley de las XII Tablas de Roma (451-450 a.C.)

A la amenaza de los persas a la libertad griega se sumó otra procedente del


Mediterráneo occidental. Las colonias griegas de la zona se habían
multiplicado desde que se llevaran a cabo los primeros asentamientos en el
este de Sicilia a finales del siglo VIII a.C. pero en 480, el año de la batalla de
Salamina, el sector griego de la isla fue invadido por un gran ejército bárbaro
capitaneado por Cartago. Las razones de su llegada fueron debidas en parte a
una iniciativa griega. Un gobernante heleno de la isla, que acababa de ser
derrocado, había solicitado, junto con su cuñado, la ayuda de los amigos
cartagineses. A los cartagineses no hacía falta que los azuzaran demasiado.
Poco antes el tirano griego de Siracusa, Gelón, había intentado persuadir a los
helenos de Grecia de unirse a él para atacar la zona cartaginesa de Sicilia.
Incluso les había prometido que con ello obtendrían nuevas oportunidades
mercantiles, en un claro llamamiento a una guerra griega por razones
comerciales. Pero había también una dimensión persa en todo este asunto. En
480 se dijo que los persas estaban instigando a los cartagineses a atacar Sicilia
e impedir que los griegos de la isla pudieran acudir en ayuda de la propia
Grecia. Cartago estaba vinculada con la campaña persa porque era la colonia
de la ciudad levantina de Tiro, y los marineros de esta ciudad prestaban
fielmente sus servicios en la flota persa contra Grecia.
Se cuenta que, en respuesta, llegó a la isla un ejército de 300.000 bárbaros,
pero que los griegos de Sicilia le infligieron una tremenda derrota en Himera, en
la costa norte. A Gelón de Siracusa se le atribuyó una estratagema sumamente
ingeniosa, muy parecida a la de Temístocles, que consiguió engañar a los
generales cartagineses cuando éstos interceptaron una carta en la que se les
pedía ayuda. Con la victoria se consiguió también la muerte del general
cartaginés Amílcar, quien probablemente se arrojara a una pira en llamas
durante un sacrificio religioso, y la libertad griega quedó a salvo. El poeta
Píndaro dice acertadamente que con aquella victoria se libró «a Grecia de una
pesada esclavitud»: esa esclavitud fue impuesta, en cambio, a los bárbaros
vencidos. 93 Un número ingente de cartagineses fueron distribuidos como
cautivos entres las ciudades helenas de Sicilia. Se cuenta que en Acragante
(Agrigento), muchos ciudadanos compraron hasta 500 prisioneros cada uno
para utilizarlos como esclavos. Los esclavos fueron empleados en las canteras
de piedra y en la construcción de nuevos templos para los dioses: en
Acragante se erigió un templo gigantesco de Zeus (cuyas ruinas son todavía
visibles). Como vemos a menudo en la historia de la antigüedad, la adquisición
masiva de cautivos o fugitivos en tiempos de guerra suponía la transformación
más efectiva de una economía local. En occidente, la esclavización de los
bárbaros favoreció la consecución de nuevos niveles de esplendor y lujo entre
los griegos.
El emperador Adriano visitó Sicilia dos veces, y en la primera ocasión subió a lo
alto del Etna, el volcán, para contemplar desde allí el amanecer del que se
«decía que era como un arco iris». 94 Muchos griegos ya habían estado allí
antes que él, empezando por el poeta Píndaro, que compuso una maravillosa
oda en honor de Hierón, el tirano griego fundador de la nueva ciudad de Etna
en la década de 470. El poema revela un conocimiento de primera mano, sin
duda del propio Píndaro, del volcán y sus laderas durante una erupción.
Cuando Adriano visitó Sicilia, la isla llevaba ya más de tres siglos bajo dominio
romano, y probablemente el emperador no conociera con exactitud su pasado
turbulento.
La dinámica de los griegos de occidente era compleja. Los fenicio-cartagineses
se habían asentado ya en el oeste de Sicilia como mínimo a comienzos del
siglo VIII a.C. Los primeros emigrantes llegados a la isla siguieron ocupando
otras zonas, especialmente el interior, donde habitaban los sículos; a partir del
siglo VIII también los griegos se establecieron en el este y en el sur,
principalmente en la costa. Los dos sectores no estaban segregados; había
cartagineses viviendo en las ciudades griegas de Sicilia, del mismo modo que
había griegos sicilianos viviendo al otro lado del mar, en Cartago. Las
principales redes tendidas por los griegos de la isla no estaban dirigidas hacia
África, sino hacia otras ciudades griegas, a saber, las que se habían fundado
en las vecinas islas Eolias y en el sur de Italia. Con el tiempo esta región sería
conocida como la Magna Grecia.
Es evidente que la zona tenía la grandeza y la extravagancia propias de un
«Nuevo Mundo»: Lampedusa, el gran novelista siciliano moderno, llama a
Sicilia la América de la Antigüedad. A mediados del siglo VI a.C. las colonias
griegas ya contaban con ostentosos templos dedicados a sus dioses, como
podemos comprobar en Selinunte, al suroeste de la isla: hoy día todavía
pueden admirarse diversas columnas a medio esculpir en las gigantescas
canteras de piedra situadas a varios kilómetros de la acrópolis hasta donde los
pilares eran transportados sobre enormes rodillos de madera. En Sicilia, como
comentaría más tarde un discípulo de Platón, los griegos incluso celebraban
dos comidas importantes al día. 95 Los deliciosos poemas de Píndaro
compuestos para sus patronos sicilianos elogian las ricas tierras de labor de la
isla, las cosechas y los rebaños, así como los magníficos edificios de reciente
construcción. Píndaro evoca el floreciente paisaje de Camarina, en 456 a.C.
donde se «aglutina el bosque de firmes moradas a lo alto erigido, llevando del
desamparo a la luz a este pueblo de ciudadanos». 96 Había también un
comercio muy lucrativo, sobre todo entre la costa siciliana y la bárbara Cartago.
Tanto por tierra como por mar, muchos terratenientes de Sicilia obtenían lo
mejor de los dos mundos.
Desde el establecimiento de sus primeros asentamientos en la década de 730
a.C. los colonos griegos habían seguido fundando nuevas ciudades a medida
que fueron sintiéndose más seguros. Esas subcolonias también estaban
emplazadas en excelentes tierras de labranza, una gran cantidad de las cuales
(aproximadamente doscientos cincuenta kilómetros cuadrados) se encontraban
en el suroeste, en Selinunte. El especialista en historia de los griegos de
occidente más importante de los últimos tiempos, T. J. Dunbabin, quien por
cierto era neozelandés, comparaba a esos colonos con «la dependencia
cultural casi absoluta... de la que tanto se precian los habitantes de las
primitivas colonias de Norteamérica». 97 ¿Se limitaron simplemente a crear más
de lo mismo?
Los principales rasgos de su historia hasta ca. 460 a.C. nos resultan familiares,
pues son parecidos a los de Grecia propiamente dicha. Se desencadenaron
guerras entre las ciudades griegas de occidente y también entre los griegos y
muchos pueblos no griegos de la isla. No hubo inventos militares «de
occidente», ni tampoco ningún experimento político realmente novedoso: no
había ningún consejo común siciliano, ni tampoco fiestas comunes. Los
acontecimientos más pan-«siciliotas» probablemente fueran las carreras de
caballos, pero ni siquiera sabemos dónde se celebraban sus grandes
concentraciones. Siguiendo el patrón de la madre patria, había milicias
ciudadanas de hoplitas provistos de armaduras y excelentes soldados de
caballería (los caballos proliferaban en las fértiles tierras situadas a la ribera de
los ríos, como las de Tesalia, la única región de Grecia de esas
características). Hubo tiranos, y más tarde democracias que los sustituyeron.
La principal diferencia fue cronológica. Los grandes tiranos de Sicilia
aparecieron en Siracusa y Gela en 505 a.C., aproximadamente (cuando los
atenienses acababan de adoptar la democracia). Las democracias sustituirían
con frecuencia a los tiranos de occidente, pero este fenómeno no se verificaría
hasta la década de 460 (en Asia Menor la democracia ya había inducido a los
griegos orientales a sublevarse en ca. 500). Tenemos en la actualidad
testimonios escritos encontrados en Sicilia de las reformas mediante las cuales
la ciudad-estado de Camarina, cuyo poder había aumentado en los últimos
años, adaptó sus unidades sociales en 460 a.C. aproximadamente. Pero esas
reformas llegaron unos cincuenta años más tarde que las introducidas por
Clístenes en el Ática, con las que guardaban bastante similitud. 98
Los griegos de occidente también fueron tradicionales en materia de religión.
Adoraban a los mismos dioses de Grecia y los asociaban a mitos parecidos.
Algunos de esos mitos han aportado varios testimonios bastante claros de las
creencias que se tenían acerca de la vida de ultratumba, y hasta hace poco
esas especulaciones recibían vagamente la denominación de «órficas» (por
Orfeo, que logró salir del infierno) y eran consideradas una innovación de los
griegos de occidente. Nuevas evidencias han demostrado que no eran
características de occidente, sino que también habían alcanzado una gran
difusión en Grecia. Una inscripción muy importante, datada en ca. 450 a.C. nos
permite conocer varios rasgos de la religiosidad cotidiana en la gran colonia
griega de Selinunte: explica las maneras en que la gente puede purificarse de
la presencia de un espíritu hostil, percibido por la vista o por el oído, mediante
el sacrificio de una oveja adulta y la ejecución de diversos rituales. 99 No
muestra signo alguno de una «ilustración de occidente», y no parece una
respuesta a una extraña crisis.
Las ciudades griegas de occidente habían sido creadas «desde arriba», esto
es, mediante la distribución de tierras a los colonos por parte de sus líderes.
Este estilo de colonias se basaba menos en una infraestructura de aldeas y
núcleos diseminados por las zonas rurales que muchos asentamientos de la
madre patria surgidos «desde la base»: en los territorios de una ciudad siciliana
probablemente se diera más el fenómeno del terrateniente rico y absentista.
Sin embargo, este modelo no fue la causa principal de los disturbios políticos.
Al igual que en la madre patria, la dinámica que los provocó fue la lucha de
facciones entre los miembros de una clase alta competitiva y la acumulación de
cada vez más riquezas en unas pocas manos, junto con los cambios
introducidos en la táctica militar y el continuo resentimiento popular por la
corrupción de la justicia. Los tiranos de occidente no fueron más «populistas»
que las clases altas sobre las que se impusieron: se dice que los tiranos de
Siracusa consideraban a la gente humilde un «objeto de convivencia
inadecuado».
Por supuesto, dada la extensión de la red tendida por los griegos, se
produjeron también algunas innovaciones. Los griegos de Sicilia inventaron un
juego de sobremesa, el kottabos, consistente en derramar gotas de vino de una
copa; fueron los primeros en representar una forma limitada de drama cómico;
y a ellos se les atribuye un tipo especial de carro, predecesor de los carros de
fiesta y de boda pintados que más tarde serían característicos de la vida y la
ópera siciliana. 100 A juzgar por las pinturas que aparecen representadas en
ciertas vasijas, las mujeres de la Magna Grecia probablemente utilizaran ropas
más transparentes que las de Grecia propiamente dicha, pero ni unas ni otras
emplearon lo que llamamos ropa interior.
Esas innovaciones no constituían un nuevo tipo de cultura, sino que formaban
parte de una ya existente, bien segura y orgullosa de sí misma. Los griegos de
occidente empezaron a recoger cada vez con mayor asiduidad sus propios
recuerdos y hazañas. Hacían ostentación de ellos en la madre patria, pero no
como sí fueran los obsequiosos parientes pobres. En los siglos VIII y VII los
exvotos procedentes de Italia y del occidente griego ya eran muy notables en el
gran santuario de Olimpia. Entre ellos había armas, probablemente para
agradecer a los dioses las victorias obtenidas por los griegos de occidente
sobre otros griegos o sus vecinos no griegos. En el siglo VI a.C. una importante
terraza de Delfos se convirtió en el emplazamiento de una serie de edificios
para albergar diez lujosos «tesoros», cinco de los cuales fueron financiados por
griegos de occidente. Los occidentales también demostraron su valía como
propietarios de caballos de carreras y en las competiciones del circuito del
atletismo griego. Por lo tanto no debe sorprendernos que los tiranos de las
ciudades griegas de Sicilia dedicaran cascos, trípodes y estatuas en Olimpia y
Delfos durante la década de 470. Ellos también querían hacer alarde de sus
triunfos en los juegos y de sus proezas en el campo de batalla contra los
bárbaros. Con esa seguridad en sí mismos, los occidentales recibieron a los
legados griegos de la madre patria que fueron enviados a Sicilia en busca de
auxilio durante la crisis de la invasión persa de 480. Como condición para
brindar su ayuda, el tirano de Siracusa exigió el mando conjunto de fuerzas
griegas que iban a combatir contra Persia. Citando el papel que habían
desempeñado en la guerra de Troya de Homero, los legados atenienses
rechazaron la proposición. Fue una respuesta efectiva, pues en aquellos
tiempos tan remotos las ciudades griegas sicilianas ni siquiera existían.
Desde la perspectiva de la antigua Grecia y el Egeo, occidente era
simplemente un refugio apropiado para «comenzar de nuevo» cuando todas las
otras alternativas habían fracasado. Los perdedores de los cambios políticos
sobrevenidos en Grecia emigraban a occidente para fundar una nueva
comunidad, o para apoderarse de una de las ya existentes. Los refugiados
griegos que abandonaron Jonia cuando esta región fue conquistada por los
persas llevaron su talento para la filosofía al sur de Italia y fundaron una
colonia, Elea (a unos 65 kilómetros al sur de Paestum), que alcanzó gran
notoriedad por su forma sutil de enfocar determinadas cuestiones relacionadas
con la verdad y el conocimiento. En la bahía de Nápoles, en ca. 521 a.C. unos
refugiados de Samos pertenecientes a la aristocracia fundaron un lugar
llamado «Gobierno Justo» en claro contraste con la tiranía imperante en su
patria (posteriormente, ya en tiempos de los romanos, se convertiría en el
importante puerto de Puteoli, la actual Pozzuoli). Habían sido precedidos por
algunos discípulos del filósofo Pitágoras, que en ca. 530 a.C. se instalaron en
el sur de Italia, especialmente en Crotón. Sin embargo, no todos los emigrantes
fueron tan justos como el admirable Cadmo, que llegó a Sicilia tras renunciar a
su tiranía en la isla de Cos, «simplemente por su apego a la justicia». 101 En ca.
514 uno de los dos reyes de Esparta, Dorieo, fue expulsado por su hermano y
llegó a occidente con una cuadrilla de aventureros. Acompañado de sus
seguidores, intentó primero ayudar en la guerra que se habían declarado dos
ciudades del sur de Italia; más tarde invadió el extremo de Sicilia ocupado por
los cartagineses en la creencia de que con ello no hacía más que «reclamar el
legado del heroico Heracles». Dorieo murió, y unos cuantos de sus seguidores
se retiraron a la costa del sur de la isla donde encontraron un premio de
consolación tras fundar otra «Heraclea», en el emplazamiento de una ciudad-
estado griega ya existente.
A medida que iban llegando nuevos exiliados de Grecia y que los griegos ya
establecidos en occidente se sentían más seguros, sus vecinos no griegos
vieron cómo se alteraba su tranquilidad. En 570 aproximadamente los colonos
griegos de Cirene, en Libia, obtuvieron una victoria espectacular sobre los libios
y los egipcios y abrieron el camino para el establecimiento de una nueva serie
de asentamientos griegos en el norte de África. Sin embargo, en ca. 560 los no
griegos recuperaron parte de lo que habían perdido, y a partir de entonces los
griegos de occidente dejarían de triunfar en todos los frentes. Entre 560 y 510,
aproximadamente, fallaron los intentos de establecer nuevos asentamientos
griegos en occidente, en Córcega, en el oeste de Sicilia y cerca de la colonia
fenicia del norte de Libia. En occidente había muy pocos espacios
completamente vacíos que ocupar. Además, con el paso de los siglos Cartago
había ganado confianza en sí misma desde que fuera fundada por levantinos: a
finales del siglo VI el tratado firmado con Roma que ha llegado a nuestras
manos pone de manifiesto cómo Cartago intentaba limitar el acceso de los
romanos a sus costas. Los griegos de occidente, por lo tanto, siguieron siendo
simplemente una «etnia» más en medio de otras muchas. Como tantos otros,
remontaron el litoral occidental de Italia, pero los santuarios situados fuera de
las colonias costeras de la zona ya se habían convertido en el destino de otro
tipo de visitantes y mercaderes: la presencia de fenicios y etruscos era notable,
y desde hacía tiempo ambos pueblos estaban interesados en fomentar sus
relaciones.
En efecto, el siglo VI a.C. fue una época de especial esplendor para las familias
que dominaban las ciudades etruscas. Como podemos comprobar en
Tarquinia, les gustaba beber en vasijas de cerámica pintada procedente de
Grecia, dispensar su mecenazgo a escultores y pintores griegos e incluso imitar
el estilo de los hoplitas y, probablemente, de los soldados de caballería griegos.
Pero no debemos considerarlos meros deudores pasivos de los griegos; por el
contrario, escogieron y adaptaron conscientemente aquello que se les ofrecía.
Además, eran muy agresivos. En la bahía de Nápoles, en la década de 470, los
«tiranos» griegos de Siracusa tuvieron que intervenir para proteger las
ciudades griegas de la zona ante la inminencia de una gran invasión bárbara
capitaneada por los etruscos. Muy poco tiempo después los griegos de Sicilia
colaboraron en la fundación en la zona de una «Ciudad Nueva» (Neápolis, la
moderna Nápoles). El trazado regular de sus calles sigue siendo visible en la
actualidad, incluso en medio de la jungla de la ciudad moderna. «Ciudad
Nueva» no estaba situada muy al sur de otro famoso emplazamiento, Roma:
¿Hasta qué punto se integró, si es que llegó a hacerlo, la futura «ciudad
eterna» en aquel crisol de griegos occidentales que la rodeaba?
La historia de la Roma primitiva sigue siendo objeto de encendidas disputas,
escepticismo e inventiva por parte de los especialistas. Es evidente que las
fuentes latinas fueron elaboradas, o inventadas, muchos siglos después, de
modo que los historiadores modernos dependen básicamente de la
arqueología. En las cuestiones relacionadas con los cambios políticos y la
diversidad étnica, los testimonios arqueológicos suelen ser ambiguos o
irrelevantes. Lo importante aquí es hacer hincapié en que desde el siglo VIII
a.C. a partir de la época de Homero, Roma no fue una comunidad extraña, sin
contacto con las modas del mundo que la rodeaba. Los hallazgos
arqueológicos demuestran con claridad que algunos levantinos «fenicios» y
algunos griegos (probablemente eubeos) habían visitado la zona remontando la
corriente del Tíber. Pues los romanos no estaban suficientemente bien
abastecidos para quedarse cómodamente en el interior de la península: como
con tanto acierto se ha indicado, Roma carecía de fuentes próximas de ese
producto tan necesario para los animales y el hombre, la sal. Las salinas, las
únicas que había en el oeste de Italia, se encontraban en la desembocadura
del Tíber, en su margen norte. Con el tiempo, tradicionalmente a mediados del
siglo VIl a.C. se abrió una «ruta de la sal» (la Vía Salaria) que iba de Roma a
Ostia y llegaba hasta la desembocadura del río, sin duda con la intención de
tener al alcance de la ciudad los depósitos de sal. 102 Mientras tanto en Roma
las chozas que formaban la ciudad empezaron a ser sustituidas por casas;
había un espacio público, el «Foro», que estaba pavimentado; en 620 a.C.
aproximadamente, los arqueólogos detectan que tuvo lugar una
«transformación urbana», en la que influyó de manera notable la cultura
etrusca, así como las migraciones que se produjeron desde las ciudades de
Etruria. Este período fue seguido (como cuenta la tradición más sólida) por el
reinado de una serie de monarcas etruscos, los Tarquinos (tradicionalmente
616-509 a. C).
Los griegos de occidente que visitaron la comunidad romana en aquella época
probablemente encontraran una sociedad que no les resultaba totalmente
desconocida. Hasta finales del siglo VI a.C. Roma estuvo gobernada por una
monarquía, aunque no hereditaria. La sociedad estaba organizada en clanes (o
gentes) y «tribus», y había treinta unidades de carácter local (curiae) que
cualquier griego habría supuesto que eran semejantes a las hermandades o
fratrías de su ciudad. Durante el siglo VI y comienzos del V la organización
social también sufrió una transformación en varios aspectos que recuerda en
general la experimentada por las comunidades griegas. El número de tribus de
Roma aumentó, y el ejército romano se reorganizó. A finales del siglo VI se
puso fin a la monarquía (como sucediera con las tiranías en el mundo griego), y
unos magistrados elegidos anualmente asumieron la autoridad del nuevo
Estado. Al cabo de pocas décadas se producirían agitaciones populares por el
endeudamiento y el acceso a las tierras; se tuvieron que hacer concesiones al
sector de la población que los griegos habrían llamado demos, o «pueblo». En
la década de 450 a.C. tuvo lugar incluso la publicación de un código de leyes
(las famosas Leyes de las XII Tablas de Roma), del mismo modo que las
ciudades-estado de la Grecia arcaica publicaron a veces sus propias
legislaciones. La normativa romana incluía la prohibición de los matrimonios
mixtos entre los patricios nobles y los no patricios (que muchos aristócratas
griegos habrían aplaudido). Abordaban cuestiones como las deudas y la
adopción, el matrimonio y las herencias, tan importantes también para las
comunidades griegas. Según los preceptos de este corpus legislativo, a los
niños que nacían con graves deformaciones se les debía matar
inmediatamente (los espartanos se habrían mostrado totalmente de acuerdo
con la medida), pero lo que resultaba singular (como observarían más tarde los
griegos) era el poder excepcional concedido al jefe de una familia romana
sobre todos sus integrantes, incluidos los niños. Mientras viviera el padre, los
hijos no tenían ningún derecho de Propiedad: podían incluso ser asesinados
por su progenitor, el paterfamillas. Esta autoridad extrema del padre no era
utilizada en la práctica, pero posteriormente seguiría siendo un elemento
importante del respeto romano por la tradición.
En las leyendas que más tarde se contaron acerca de este período, las
relaciones de Roma con el mundo exterior aparecen como mucho más
estrechas. De los últimos tres reyes de Roma, se contaba que el primero
(empezó a gobernar en 616 a.C.) fue Tarquino, un emigrante de la ciudad
etrusca de Tarquinia: su padre había sido un aristócrata griego de Corinto
llamado Demarato, que había sido expulsado por el primer tirano de su ciudad
(ca. 657) y se había visto obligado a comenzar una nueva vida en Italia. El
segundo rey etrusco de Roma fue el célebre Servio Tulio (578-535 a.C. según
la tradición), que sería recordado por sus orígenes humildes (era hijo de un
esclavo) y una relación especial con los dioses; probablemente fuera un
guerrero etrusco llamado Mastarna en su lengua. Fue él quien introdujo una
reforma fundamental de las tribus y quien vinculó las «centurias» del pueblo
romano a la asamblea del pueblo. Las reformas de Servio presentan una clara
similitud con las emprendidas por los primeros reformadores griegos que
cambiaron la estructura de las «tribus» de sus ciudades-estado a lo largo del
siglo VI a.C. Incluso la primera publicación de unas leyes romanas tuvo que ver
con los griegos. La tradición posterior cuenta que a finales de la década de 450
Roma envió embajadores para que estudiaran las leyes de las ciudades
griegas, concretamente las de Atenas, las llamadas «leyes de Solón». En
efecto, la palabra utilizada en las Doce Tablas para «castigo» (poena) deriva
del griego (poiné); sin duda la razón no fue el contacto con Atenas, sino el que
mantenía Roma con algunas de las comunidades griegas del sur de Italia de
reciente fundación. Sin embargo, fue una precisión exclusivamente romana
especificar que un deudor que no pagara y hubiese contraído deudas con
varias personas debía ser cortado en trozos que se repartirían entre sus
acreedores.
En ca. 500 a.C. la comunidad romana probablemente contara con unos 35.000
ciudadanos varones, y su control territorial ya se extendiera por el sur hasta
Terracina, a orillas del mar, a unos 65 kilómetros de Roma. Aunque es posible
que el número de sus ciudadanos varones fuera superior al del Ática de la
época, desde el punto de vista cultural seguía siendo una ciudad humilde sobre
la que únicamente más tarde las leyendas proyectarían un fuerte rechazo del
«lujo». En cambio, se pondrían de relieve los valores de la «libertad» y la
«justicia». Las reformas de Servio suscitaron la admiración de los romanos de
época posterior como fuente de la «libertad»: en su momento la libertad más
ardientemente deseada fue sin duda la liberación del gobierno monárquico de
un rey. La liberación de los reyes seguiría siendo el valor político de todos los
nobles romanos, hasta mucho después de que se pusiera fin a la monarquía.
Los nobles romanos, no el pueblo, derrocaron al último «rey» tiránico en 510-
509 a.C. en una época en la que los aristócratas de la mayoría de las ciudades
griegas ya habían destronado a sus tiranos.
Lo que vino después, sin embargo, fue una clara demanda de justicia por parte
del pueblo. Se cuenta que en 494 a.C. tal vez en el curso de una leva militar,
una parte de la población humilde (la plebe) se retiró a una colina de las
afueras de Roma e «hizo secesión» de sus superiores en un momento en que
su ayuda como soldados resultaba imprescindible. Una de sus preocupaciones
era protegerse frente a los abusos y la opresión física de los poderosos, el
mismo tipo de abusos a los que Solón había puesto fin en el Ática cien años
antes. Así pues, . la defensa de esos intereses fue asignada a un nuevo tipo de
magistrados, los llamados «tribunos de la plebe». En adelante, a la menor
«petición de ayuda» por parte de un individuo, estos funcionarios inviolables
podían interponerse físicamente entre el ciudadano agraviado y su opresor. La
tradición posterior aseguraba que por aquel entonces se hizo más onerosa la
carga de las deudas y los cánones que había que pagar, pues a continuación
surgió la exigencia de nuevos repartos de tierras. En términos generales, esas
exigencias también les habrían resultado familiares a los observadores griegos.
En la década de 450 la recopilación y la publicación de las leyes vinieron a
responder a una nueva demanda de justicia tanto por parte de la clase dirigente
de Roma como por parte de las clases inferiores. En Atenas, en la década de
620, la publicación de las primeras leyes escritas de la ciudad se debió a una
presión social parecida.
En la Roma arcaica, por lo tanto, podemos detectar ciertos aspectos de la
dinámica que precipitó también los cambios que se produjeron en muchos
lugares de la Grecia arcaica. Por supuesto, los romanos hablaban su propia
lengua «bárbara», el latín, adoraban a sus propios dioses, y siguieron su
camino sin la guía de los griegos. Si realmente visitaron Atenas para estudiar
su legislación, los atenienses desde luego no dejaron constancia de ello. Roma
no era de su interés. Lo que nos interesa a nosotros, sin embargo, es la Atenas
que esos romanos supuestamente visitaron.

Segunda parte - EL MUNDO GRIEGO CLÁSICO

Entre los griegos, era habitual que hubiera individuos decididos a


sobresalir entre los demás, y el concepto de poder personal adquirió una
gran importancia; según las circunstancias, entre esos individuos había
desde los más fieles servidores de la polis a los que cometían los
mayores delitos contra ella. Esa misma polis, con su desconfianza y sus
estrictas ideas de igualdad por un lado, y sus grandes expectativas de
integridad (arete) por parte del individuo por otro, indujo a algunos
hombres de talento a seguir esa vía, que podía llevarlos a desarrollar
una ambición temeraria y posiblemente a la megalomanía. Incluso
Esparta, que intentó mantener a los individuos potencialmente de mayor
talento dentro de los rigurosos límites de su, utilidad para el Estado, lo
único que consiguió fue generar una raza de hipócritas despiadados; ya
en el siglo VI encontramos al terrible Cleómenes, y luego en el V a
Pausanias y por fin a Lisandro. Podemos discutir si esa evolución resultó
beneficiosa o no para las poleis, y si en cualquier caso fue evitable o no;
pero en definitiva, el mundo griego da la impresión de haber poseído una
inmensa riqueza de genio para bien y para mal.
JACOB BURCKHARDT, Historia de la cultura griega (1898, según la
traducción inglesa de Sheila Stern, 1988)

«La vigilancia eterna es el precio de la libertad.» Es indudable, pero,


como todas las verdades de Perogrullo, ésta también nos proporciona
muy poca utilidad práctica. ¿Vigilancia frente a quién? Una respuesta
sería hacer depender la propia defensa de la apatía pública, del político
entendido como héroe. He intentado defender la tesis de que ésta es
una manera de preservar la libertad a través de su castración, que hay
más esperanzas en la vuelta al concepto clásico del gobierno como
esfuerzo continuado de educación de las masas. Seguirá habiendo
errores, tragedias, o juicios por impiedad, pero también podrá producirse
una vuelta de la alienación generalizada a un verdadero sentido de
comunidad. La condena de Sócrates no es toda la historia de la libertad
en Atenas.
M. I. FINLEY, Democracy Ancient and Modern (1973), 102-103
Capítulo 11 - CONQUISTA E IMPERIO

«No me sublevaré contra el pueblo de los atenienses ni con engaños ni


con traición de ningún tipo, ni de palabra ni de obra. Ni me uniré a nadie
en la rebelión y si alguien se subleva, lo denunciaré a los atenienses.
Pagaré a los atenienses el tributo que logre convencerles [que me
corresponde] y como aliado seré tan bueno y tan fiel como me sea
posible. Ayudaré al pueblo de los atenienses y lo defenderé si alguien
hace algo en contra del pueblo de los atenienses, y obedeceré al pueblo
de los atenienses.» Este juramento deberá tomarse a todos los calcidios
adultos, sin excepción. Quien no preste este juramento, perderá sus
derechos de ciudadanía y sus bienes serán confiscados.
Tratado entre los atenienses y Calcis, 446-445 a.C.

Para Megacles, hijo de Hipócrates, y para su caballo también...


Inscripción sobre un fragmento de vasija, con voto en contra del noble
ateniense Megacles (Cerámico, Óstrakon 3015, publicado en 1994)

Megacles, hijo de Hipócrates


Con el dibujo de un zorro corriendo. Otro fragmento de vasija del mismo
estilo. El zorro (alopex) es una alusión del votante al demo de Alopece,
al que pertenecía Megacles, y a la doblez «de espesa cola» de éste, ya
que el zorro se asociaba con la traición y la simpatía por los persas. Por
consiguiente,
Megacles debía salir corriendo de la ciudad...
(Cerámico, Óstrakon 3.815)

Las victorias de los griegos sobre los bárbaros persas y cartagineses tuvieron
que ver a todas luces con los tres grandes temas de nuestro libro. Tanto
cartagineses como persas poseían mucha más riqueza que los griegos de
cualquier ciudad-estado y su nivel de «lujo» era igualmente superior. Se
propusieron acabar con la libertad política de los helenos y, si se hubieran
alzado con la victoria, habrían sustituido la justicia de éstos por la suya. Pero el
lujo no fue el principal motivo de su fracaso. Más bien fue la libertad el valor
fundamental que se escondía tras las victorias de los griegos, y fue la falta de
libertad como fuerza impulsora el motivo fundamental del fracaso del ejército
persa y de las tropas mercenarias cartaginesas. También fueron importantes
las innovaciones militares introducidas por los griegos, los hoplitas provistos de
armaduras metálicas, especialmente los espartanos, y las naves atenienses
recién construidas. Pero todo esto tuvo también que ver con una serie de
valores subyacentes. En 650 a.C. la introducción de los hoplitas tuvo que ver
con la exigencia de justicia que luego se encargarían de atender tiranos y
legisladores. La fuente suprema de hoplitas sería el sistema espartano y éste
también abordaría el problema de los excesos causados por el lujo y la
necesidad de permanecer «libres» de la tiranía.
Un tema distinto, que se repetiría con la posterior ascensión de Macedonia, fue
el oportuno descubrimiento de una importante fuente de metales preciosos: la
plata del Ática. En Sicilia no existía ninguna fuente local de plata, pero la
victoria de los sicilianos no se debió a la construcción de una nueva flota. La de
los atenienses sí, y para ello la plata fue fundamental: los nuevos suministros
de este precioso metal, recién extraído de las minas o adquirido por medio de
la conquista, eran muy importantes para las relaciones de poder entre los
estados antiguos. Enriquecían a los estados, mucho más que el aumento de la
actividad manufacturera o que el desarrollo generado por la exportación. Pero
los filones de plata debían ser explotados y para ello el suministro de esclavos
de los atenienses era crucial, pues la mano de obra esclava permitía la rápida
extracción del metal. Por otra parte, las naves, una vez construidas,
necesitaban remeros comprometidos y en este sentido la peculiar estructura de
clases de los atenienses también tendría mucha importancia. Todos los
ciudadanos, incluidos los de clase humilde, estaban dispuestos a participar y
luchar por la libertad democrática que habían adquirido recientemente. Al
carecer de democracia, los espartanos no habrían podido movilizar nunca una
cantidad tan grande de ciudadanos. En cambio, diversas comunidades griegas
gobernadas por aristocracias u oligarquías de base más o menos amplia se
pusieron traicioneramente del lado de los persas. Hubo algunas excepciones,
entre otras los corintios, pero uno de los motivos de que los griegos
«medizaran» fue que los nobles persas les parecían a muchos más
convenientes que el peligro de instauración de una democracia hostil en sus
ciudades.
Así pues, los condicionamientos de clase desempeñaron un papel destacado
en las victorias de los griegos, lo mismo que la inesperada afluencia de riqueza
(la plata) y una racha constante de buena suerte (las condiciones
meteorológicas en el mar). Por supuesto también tuvieron que ver los valores
de los griegos y las ambiciones civiles derivadas de ellos. Pues las victorias de
los helenos sobre los invasores bárbaros tuvieron unas consecuencias muy
distintas en el este y en el oeste. En Occidente, la derrota de los cartagineses
hizo que éstos se quedaran sólo con la esfera de «dominio» (epikrateia) que
tenían en la parte occidental de Sicilia. Los griegos de la isla no hicieron ningún
intento de vengarse de la propia Cartago en el norte de África. En Oriente, en
cambio, los griegos se lanzaron a la ofensiva. Los integrantes de la Liga
Helénica habían prestado juramento de formar una alianza en los siniestros
días del avance de los persas, alianza que se amplió para emprender unas
«guerras helénicas», secuela de las «guerras médicas».
El objetivo declarado era castigar a los persas por los sacrilegios cometidos en
Grecia (el incendio de templos, especialmente en Atenas) y liberar a los griegos
de Oriente que se encontraban aún bajo su dominio. Al principio, cualquiera
habría supuesto que los persas regresarían al poco tiempo con la intención de
vengarse. Fue precisa otra victoria griega en 469 a.C. en la desembocadura del
río Eurimedonte, al sur de Asia Menor (en el actual golfo de Antalya) para
disuadir a una gran flota oriental que pretendía reconquistar el mar para el rey
de Persia. La liberación de los griegos orientales fue por lo demás bastante
desigual. Algunas ciudades-estado griegas de Asia Menor seguían en manos
del rey de Persia incluso a mediados de la década de 460. La liberación, sin
embargo, siempre que se producía, suponía un gran cambio: muchos griegos
orientales fueron liberados del dominio de tiranos y sátrapas a cambio de una
modesta contribución anual al tesoro de los aliados griegos. Se produjeron
asimismo reiterados intentos de liberar Chipre, que los reyezuelos griegos
locales vieron con buenos ojos, pero los fenicios siguieron encastillados en la
«Ciudad Nueva» de Citio, en la costa sudoccidental de la isla. Esos intentos
dieron comienzo heroicamente en 478, pero en el curso de otro posterior, en
459 a.C. las fuerzas aliadas griegas fueron distraídas por una solicitud de
ayuda proveniente de un príncipe rebelde del vecino Egipto. Si hubieran podido
desgajar Egipto del Imperio Persa, habrían conseguido un logro espectacular,
sobre todo de cara al suministro de grano y a la economía de los griegos de la
madre patria. A la hora de la verdad, la gran expedición griega a Egipto fracasó
estrepitosamente después de una campaña de cinco años de duración. En 450
fracasó también un nuevo intento de liberar Chipre y la isla fue cedida
finalmente al rey de Persia a cambio de un pacto en virtud del cual las naves
persas no podrían volver a entrar en el Egeo y las ciudades griegas de Asia
Menor dejarían de pagar tributo y de estar dominadas por los persas. Esta
«paz» fue breve, pero en cualquier caso supuso un gran logro. Las ciudades
griegas de Oriente pagaban ahora un tributo anual a los atenienses en vez de
al rey de Persia, pero estaban libres, al menos en teoría, de la intervención
política de los bárbaros.
En el Occidente griego, el triunfo obtenido sobre las tropas cartaginesas en 480
vino seguido de una década de esplendor, no para la democracia, sino para los
tiranos de Sicilia. Las grandes familias de tiranos estaban emparentadas entre
sí debido a las alianzas matrimoniales, de modo que las principales tensiones
políticas fueron las que se desencadenaron entre los integrantes de dichas
familias: podemos ver una prueba de esas diferencias incluso en la obra de
arte en honor de uno de esos tiranos más famosa que se conserva, el Auriga
de Delfos. Curiosamente, en la inscripción dedicatoria el nombre de un
hermano fue cambiado y sustituido por el de otro. En la madre patria, sin
embargo, los años de castigo contra Persia coincidieron con una opción política
muy concreta, a saber, la continuación de la división entre dos estilos distintos
de vida griega: la rigurosa oligarquía del grupo militar de los iguales de Esparta
y la democracia cada vez más segura de sí misma de los atenienses. Sin
demasiada contundencia, los espartanos calificaban a los gobiernos
favorecidos por ellos en otras ciudades de «isocracias» (gobierno de iguales),
en contraposición con el orgullo de los atenienses y su sistema de gobierno
totalmente diferente, la democracia. 103 Con el fin de apaciguar a sus aliados,
desde ca. 506 a.C. los reyes de Esparta se habían visto obligados a aceptar la
discusión previa de todas las guerras que creyeran conveniente emprender en
un sínodo conjunto.
Ante la presencia de los persas en Grecia, sin embargo, las dos potencias
habían dejado a un lado sus diferencias. De 478 a 462 los atenienses dirigieron
la Liga Helénica por mar, y los espartanos por tierra, pues éstos carecían de
una flota debidamente adiestrada y de moneda con que pagarla. No podían
tampoco arriesgarse a utilizar como remeros y combatientes a sus siervos, los
ilotas. Se encontraron con graves problemas en numerosos frentes. Sus reyes
fueron procesados en Esparta debido a sus fracasos militares o por las quejas
que suscitaba su política. Incluso el joven regente, Pausanias, héroe de las
guerras médicas, fue destituido y procesado. Entre los griegos meridionales
que se encontraban en la órbita de Esparta, la oposición de los arcadios, a las
puertas mismas de Laconia, siguió viva en todo momento; la democracia
empezó a infectar a importantes aliados del Peloponeso; y en 465 estalló una
gran sublevación de la población servil, los ilotas. Los espartanos no serían los
únicos que tuvieran problemas. En Occidente, a finales de la década de 460 las
ciudades helénicas también tuvieron que hacer frente a una importante guerra
contra los sículos, pueblo no griego que vivía en su vecindad, al pie del Etna. El
conflicto se prolongó hasta 440 y creó un héroe sículo, el caudillo Ducetio, que
fundó una colonia permanente, Kale Akte («Costa Bella»). Pero a diferencia de
los sículos, los ilotas de Esparta eran griegos oprimidos, y por eso la
prolongada guerra de los espartanos contra sus siervos fue el más peligroso de
estos dos conflictos. Al cabo de tres años, en virtud de los pactos de la Liga
Helénica, los espartanos pidieron ayuda a los atenienses, considerando útiles
las virtudes de Cimón, uno de sus generales, en la guerra de asedio. Aquella
petición supuso un importante punto de inflexión. Al cabo de poco tiempo de su
estancia en Esparta, los soldados atenienses se dieron cuenta de una realidad
muy embarazosa: que los espartanos, supuestamente libertadores, como ellos,
de Grecia, estaban reprimiendo a otros griegos, sus vecinos los mesenios.
Muchos no se habían dado cuenta de esta realidad en lo concerniente a los
«ilotas». Los espartanos despidieron entonces a los atenienses que habían
venido en su auxilio, temerosos de su audacia y de su capacidad de provocar
una revolución. Este gravísimo desaire supuso la ruptura de la Liga Helénica y
no tardó en desencadenar en Grecia la guerra entre «los atenienses y sus
aliados», que fue en lo que se convirtió la antigua Liga, y «los espartanos y sus
aliados», lo que llamamos actualmente la «Liga del Peloponeso». A su vuelta,
los atenienses condenaron al ostracismo a Cimón por pro espartano, adoptaron
una serie de reformas que fortalecieron los principios democráticos de su
constitución, y aceptaron la alianza de unos antiguos aliados de Esparta, los
megarenses, y de un enemigo tradicional (Argos) de esta misma ciudad.
Durante casi catorce años persistiría la guerra entre los atenienses y, en
particular, unos aliados de Esparta, los corintios, que tenían un gobierno
oligárquico.
Los espartanos vivieron unos años verdaderamente angustiosos mientras duró
la sublevación de los ilotas en su tierra. Rara vez pudieron acudir en auxilio de
sus aliados, ni siquiera cuando éstos atravesaron momentos de verdadero
apuro. Abrigaban además el temor de que los atenienses influyeran y
controlaran el santuario de Delfos y manipularan una vez a la sacerdotisa de
Apolo para que pronunciara oráculos a su favor. Al final, los espartanos
pudieron contraatacar en Grecia central y en 446 se firmó un tratado de paz de
treinta años de duración entre atenienses y espartanos y sus respectivos
aliados. Pero desafortunadamente una parte de la opinión pública de Esparta
seguía insatisfecha, y el joven rey y un consejero responsables de la firma del
acuerdo tuvieron que partir para el exilio.
En Atenas, en cambio, aquellas décadas fueron testigo de un nuevo
dinamismo. Las artes de la pintura, el dibujo y la escultura habían empezado a
cambiar en Atenas ya antes de la invasión de los persas y el saqueo de la
ciudad en 480 a.C. El paso a un estilo clásico severo no se vio interrumpido por
aquel terrible trastorno, y durante los años victoriosos de posguerra sus
cultivadores recibieron, para mayor satisfacción suya, nuevos encargos
importantes. Del mismo modo, también antes de 480 habían sido
representadas algunas tragedias, pero es de las décadas siguientes de las que
datan los primeros dramas completos que conocemos, las obras maestras de
Esquilo (los Persas fue estrenada en 472). Políticamente, los años que
siguieron a la gran victoria de Maratón en 490 pusieron también de manifiesto
una nueva polarización. Durante la década de 480 el pueblo empezó a utilizar
contra ciertos nobles destacados el mecanismo inventado por Clístenes, el
ostracismo. En muchos de los cascotes de vasija conservados, se acusaba a
los candidatos de «medizar», esto es, de favorecer a los persas, actitud que los
acontecimientos de 490 habían convertido en un delito inequívoco. En 487, el
acceso a la máxima magistratura anual, el arcontado, fue ampliado (entre otras
obligaciones, los arcontes presidían los procesos de ostracismo y el
trascendental recuento de los «votos»). En 486 las comedias pasaron a formar
parte de los festivales dramáticos: con el tiempo se burlarían de numerosos
políticos y personajes particulares, signo (lo mismo que los ostraka
personalizados) de una libertad democrática cada vez mayor.
Detrás de ese fermento político se escondían verdaderas diferencias de
planteamientos y de opciones que iban en contra de los miembros de las
clases altas de Atenas. Los ostracismos son un síntoma del cambio producido
en la cultura política. Por un lado estaban los que simplemente «se
encontraban viviendo en una democracia», hombres de noble cuna que
valoraban las proezas atléticas y la pericia en el terreno militar, que apreciaban
la palestra panhelénica de los Juegos Olímpicos, que hablaban como si tal
cosa de «todos los griegos juntos» con sus amigos nobles de otras ciudades, y
que veían en monumentos y artistas una fuente de gloria personal, mientras
pensaban que las cosas todavía podían arreglarse políticamente en virtud de
su propio prestigio ante un público respetuoso. En la Atenas de la década de
470 el paladín de este tipo de hombres fue Cimón, el hijo del gran Milcíades, el
general que más hizo para que los atenienses vencieran en Maratón. El mundo
de Cimón era el viejo mundo de gloria panhelénica que cometía el error de no
preocuparse por la mayoría de los griegos, ante los cuales brillaba. Es el
mundo que encontramos representado en su máximo esplendor en los
epinicios del poeta Píndaro, que a menudo compuso sus odas para personajes
de la clase a la que pertenecía Cimón. «Pero esto me duele», decía Píndaro en
el poema que dedicó al noble aristócrata ateniense Megacles, «que la envidia
sea la recompensa de las cosas hermosas.» 104 La cuadriga de Megacles había
vencido en los juegos de Delfos, pero el pueblo de Atenas lo había condenado
al ostracismo y había decretado su destierro por diez años.
Por otra parte, eran los hombres de noble cuna los que habían visto, desde los
tiempos de Clístenes, que la oleada popular iba a dar lugar irremisiblemente a
una nueva era democrática. La influencia política no podía amañarla uno solo
con la ayuda de unos cuantos amigos y correligionarios o mediante una serie
de juiciosos matrimonios entre miembros de la clase alta: debía uno ganársela
y rendir cuentas públicamente de ella ante una audiencia de iguales. Era
preciso poner coto a los espartanos, hostiles a la libertad de sus ilotas, tan
griegos como ellos, y no se les podía tener confianza. La nebulosa retórica
«panhelénica» suponía un pobre apoyo a la libertad democrática de Atenas.
Temístocles, el gran vencedor de S alamina, quizá fuera el que se dio cuenta
con más rapidez del modo en que podía evolucionar el futuro, entre otras cosas
porque en el curso de una «gira triunfal» en 479 a.C. llegó a visitar Esparta: los
espartanos le regalaron el «carro más hermoso» y le dieron escolta durante el
viaje de vuelta, pero mientras se dirigía hacia el norte en el «coche» de la
victoria indudablemente debieron de acumularse en su cabeza pensamientos
muy lúgubres. 105 Condenado al ostracismo a finales de la década de 470, se
trasladó de nuevo al sur cruzando el Istmo y contribuyó a provocar la disidencia
política entre algunos aliados de los espartanos: más tarde, en ca. 466-465 se
vio obligado a huir de Grecia refugiándose finalmente en Asia Menor por
cortesía de su antiguo enemigo, el Gran Rey de Persia.
En Atenas, el testigo pasó a manos de otros individuos deseosos de desafiar la
supremacía de la vieja guardia, de acabar con el venerable consejo del
Areópago, de someter al gobierno a rendición de cuentas y de ponerlo
plenamente al alcance del pueblo. En 463-462, cuando Cimón regresó
humillado tras haber rechazado los espartanos su ayuda contra los ilotas, la
asamblea ateniense dio su beneplácito a la concesión de nuevas libertades
democráticas. Se aprobaron cambios muy significativos en los procedimientos
judiciales. En adelante, cuando abandonaran su cargo, los magistrados podrían
ser vetados por el gran consejo del pueblo, no por el amable consejo del
Areópago, la mayoría de cuyos miembros se habrían mostrado
condescendientes con ellos por pertenecer a su clase. Los magistrados
dejarían de tener un poder de decisión fundamental en los procesos judiciales
de Atenas. En adelante, tras una vista preliminar, deberían trasladar la causa a
alguno de los numerosos tribunales populares, integrados por varios
centenares de individuos elegidos anualmente entre 6.000 ciudadanos
atenienses. Aquélla fue una victoria sin precedentes de la justicia popular
impersonal. A partir de entonces, ser un ateniense activo equivaldría a estar
dispuesto a formar parte de un jurado, a asistir a las sesiones, a escuchar los
alegatos y a veces a abuchear a los que los hacían, mientras los oradores, esto
es, los propios interesados, dirimían sus pleitos, unos de carácter civil y otros
de carácter criminal, durante horas y horas. Los «abogados» estaban
totalmente fuera de lugar.
Esos cambios hacia un tipo de gobierno y de justicia cada vez más popular
resultaban muy desagradables para la minoría anticuada de los habitantes del
Ática. En 458-457, mientras un ejército espartano se hallaba en las
proximidades, un pequeño grupo de atenienses desafectos intentaron incluso
traicionar a su ciudad y entregarla a los enemigos. La primavera de 458 fue
precisamente el momento en que se estrenó la única gran trilogía de tragedias
que se nos ha conservado, la Orestíada de Esquilo. En la última obra de la
serie, el poeta incluye un comentario implícito acerca de la reciente limitación
de los poderes del Areópago, aprobándola (en mi opinión), pero dando a
entender al mismo tiempo que «ya estaba bien». Significativamente, teniendo
en cuenta que era el año 458, Esquilo incluye además un llamamiento pidiendo
que la discordia civil se mantenga alejada de los atenienses.
Aunque la Liga Helénica se había propuesto liberar a los griegos orientales, el
imperio ateniense se benefició enormemente durante la generación
correspondiente a los años ca. 490-ca. 440. En 479 fueron construidos a toda
prisa unos fuertes muros defensivos con el fin de proteger la ciudad y
conectarla con el mar. Los espartanos, tan poco eficientes en la guerra de
asedio, no tardarían en lamentar su existencia. Posteriormente, las campañas
«panhelénicas» contra los bárbaros continuarían conquistando puntos del
mapa de capital importancia para los intereses económicos de Atenas, sobre
todo con vistas al suministro de grano importado por vía marítima desde Egipto
y en particular de Crimea, en la ribera norte del mar Negro. Al principio los
aliados (y en mi opinión también los atenienses) pagaban un tributo Tesoro
común, pero desde mediados de la década de 450 el Tesoro fue trasladado a
Atenas por motivos de «seguridad». Lo que había sido el pago colectivo de un
esfuerzo bélico se convirtió en un tributo pagado únicamente por los aliados:
siguió vigente incluso tras la firma de la frágil «paz» acordada con el rey de
Persia en 450-449. Desde el primer momento, la defección de los aliados
griegos había estado prohibida por considerarse contraria a los juramentos
prestados por los miembros de la Liga Helénica. No obstante, empezaron a
producirse algunas y a partir de la década de 440 las medidas de represión
tomadas por los atenienses fueron vistas cada vez más como actos de
«sometimiento» o incluso de «esclavitud». Utilizando una vivida metáfora, se
decía que los aliados de los atenienses en la guerra de liberación se habían
convertido en «esclavos» del poderío de Atenas. Al principio, los delegados de
la Liga se reunían y votaban en asambleas conjuntas; pero en la década de
440, como muy tarde, dejaron de celebrarse dichas asambleas.
Los máximos beneficiarios del poderío creciente de Atenas fueron los propios
atenienses. Por muchos motivos, fue posible una mayor opulencia en el estilo
de vida propio de su ciudad. Uno muy importante fue la captura de un tesoro de
los persas en 480-479. Importantes trofeos orientales empezaron a entrar en el
tesoro ateniense, entre ellos el trono portátil de Jerjes. A pesar de los
comentarios despectivos acerca de la «molicie» y el excesivo esplendor de los
persas, los atenienses ricos reaccionaron favorablemente ante los estilos de
ropas y las joyas, los delicados tejidos y las armaduras preciosas que pudieron
contemplar entre el botín arrebatado a los invasores persas. Los zapatos
blandos y cómodos pasaron incluso a llamarse en Atenas zapatillas «persas».
Los máximos beneficiados fueron los caballos griegos. Los invasores habían
introducido en Grecia la rica «hierba meda» o alfalfa, que llegó, según se dice,
con el ejército de Darío en 490: 106 puede que las semillas llegaran con el
forraje de la caballería. Esta excelente «hierba azul» procedente de las cuadras
de Media se convirtió en un cultivo habitual destinado a la alimentación de los
caballos en el rico suelo griego.
Otra nueva fuente de artículos de lujo fueron las importaciones por vía
marítima, que contaban ahora con al ayuda del poderío naval cada vez mayor
de Atenas en el extranjero. No es que los atenienses se hicieran con el control
directo de las fuentes de aprovisionamiento en ultramar, como si fueran
colonias «imperiales»: era más bien que el incremento de la población urbana
de Atenas y la importancia de la ciudad se convirtieron en un imán inevitable
para los mercaderes dedicados a exportar los mejores productos. De Cartago
llegaban alfombras y almohadones; del Helesponto pescado, y de Rodas higos
de calidad excelente; llegaban para su venta todo tipo de productos de lujo, y
entre otras muchas cosas grandes cantidades de esclavos para su utilización
en las minas de plata del Ática, en las casas de los ciudadanos particulares, e
incluso en pequeñas explotaciones agrícolas. Por aquel entonces las casas de
los atenienses ricos eran magníficas y estaban espléndidamente decoradas.
Por desgracia no se conserva ninguna, pero podemos hacernos una idea de
las pinturas existentes en su interior por las escenas representadas en la
cerámica pintada. En público, las diferencias exageradas en el vestir tal vez
fueran moderadas, al menos las diferencias entre la indumentaria de las clases
altas y la de las más humildes. Pero a partir de ca. 460 desapareció el rechazo
de la vida elegante por parte de las clases altas en una época de democracia
cada vez mayor. 107
En Siracusa, la introducción y el abuso de cierta modalidad de «ostracismo» en
la década de 450 fue la causa, según se dice, de que los dignatarios de clase
alta se retiraran a una vida privada llena de lujos. En Atenas no ocurrió nada
parecido. Incluso antes de que comenzara la democracia en 508 a.C. los
ciudadanos ricos ya habían tenido la obligación de costear determinados
servicios onerosos o «liturgias» (leitourgiai), con las que se sufragaba una parte
de las fuerzas navales del Estado, los espectáculos de las fiestas y la
preparación de los coros de las obras dramáticas. Buena parte del esplendor
cultural de Atenas dependería de esas contribuciones «voluntarias». A medida
que fue desarrollándose la vida cultural de los atenienses durante la
democracia, el prestigio y el honor alcanzados mediante el desempeño de una
liturgia serían cada vez mayores. Los ricos, pues, sentirían un profundo orgullo
cívico por la preeminencia cada vez mayor de su ciudad, independientemente
de lo que pudieran pensar acerca de su constitución: la presión de sus iguales
los induciría a hacer generosas donaciones para las liturgias y a no poner en
evidencia a su familia ni en peligro su fama dando un espectáculo pobre.
Cualquiera que intentara escaquearse y no realizar la liturgia que le tocara
sería mirado con malos ojos por los miembros de su propia clase. En esas
muestras de ostentación de carácter cultural, los ricos disfrutaban de la gloria a
la que el «gobierno de la chusma» había puesto fin en la asamblea política.
Incluso los atenienses condenados al ostracismo seguían deseosos de
regresar a su patria y de tener una nueva oportunidad de brillar en la ciudad-
estado por la que fundamentalmente sentían un gran amor.
En la década de 440 se habían firmado alianzas entre los atenienses y más de
doscientas comunidades griegas, constituyéndose así el «imperio» más
poderoso de la historia de Grecia que se conoce. En los textos de la época
oímos hablar sobre todo de la «esclavización» de los miembros de la Liga por
parte de Atenas y de la arrogancia de ésta, aunque se asegura también que
garantizaba más libertad y justicia para los griegos de la que pudiera llegar a
suprimir. La mayor parte de los Estados que integraban el imperio vieron cómo
se desarrollaban en su seno conflictos internos entre los partidarios del
gobierno democrático y los que preferían un régimen oligárquico. Los
atenienses nunca intervinieron sin ser llamados para imponer o exportar su
democracia a un Estado aliado estable. Antes bien, tanto ellos como los
partidarios de la democracia existentes en las ciudades aliadas-súbditas sabían
que el poder de Atenas era el apoyo más sólido que tenía el pueblo para
establecer un régimen popular. El tributo pagado a Atenas era bajo y
negociable y, en un Estado democrático aliado es muy probable que incluso los
ricos votaran a favor de éste en la mayor parte de los casos. Incluso tras la
firma de la frágil paz de 449 a.C. la amenaza que suponían Persia y los
sátrapas de Asia Menor distaba mucho de haberse disipado. Mientras tanto, los
barcos atenienses impedían el desarrollo de la piratería en el mar y aseguraban
una defensa contra los persas en caso de crisis, y todo por un tributo anual
relativamente bajo. Los partidarios de Atenas en las ciudades aliadas se
hallaban protegidos por un derecho de apelación judicial ante cualquier
condena importante que se les impusiera en su patria; podían exigir la
celebración de un juicio en Atenas, y al mismo tiempo los atenienses podían
trasladar cualquier pleito que los afectara a ellos o a sus aliados a sus propios
tribunales de justicia. Los tribunales atenienses no siempre se ponían de parte
de los litigantes de su propia nacionalidad: comparados con el sistema de
justicia de una pequeña ciudad aliada, los grandes jurados populares de
Atenas eran incorruptibles y su experiencia era cada vez mayor.
A través de ese «imperio», el poder, las finanzas y el esplendor público de
Atenas sufrieron una transformación completa: las reservas de tributo fueron
acumulándose en la ciudad y gracias a ellas el pueblo pudo aprobar la
reconstrucción de los templos en ruinas de la Acrópolis con el máximo
esplendor. A partir de 449, la erección de un Partenón completamente nuevo
vino seguida de la edificación de una imponente puerta de entrada a la
Acrópolis, de la construcción de más templos y de la fabricación de algunas
estatuas asombrosamente grandes y lujosas de la diosa Atenea: todas estas
obras hicieron de la colina una de las maravillas artísticas del mundo. Son
todos ellos monumentos definitorios del «arte clásico» y aunque fueron
construidos con el tributo de los aliados, seguramente serían los visitantes
procedentes de los estados de la Liga los que quedaran más maravillados con
lo que había llegado a hacerse con una pequeña parte del dinero que habían
pagado. Como en la actualidad, habría también algunos que protestaran y se
mostraran pesimistas, pero en la Antigüedad ni siquiera éstos podrían olvidar
que la alternativa que tenían los estados miembros de la alianza de Atenas era
sufrir probablemente la venganza de los persas o un golpe de Estado brutal por
parte de los sectores oligárquicos de sus ciudades. La mayor parte de las
veces el peor enemigo de un aliado era otro aliado, un oligarca de la propia
ciudad o una polis vecina que sentía por ella un odio inveterado. En casi todas
partes la mejor alternativa que tenían a su alcance era, en opinión de muchos,
la obediencia a Atenas. Tampoco los atenienses se hacían demasiadas
ilusiones. También ellos podían sacar provecho a título individual, por ejemplo
adquiriendo tierras en los estados aliados, intrusión que más tarde sería causa
de un resentimiento generalizado (aunque no siempre justificado). Los
principales políticos atenienses sostendrían abiertamente la tesis de que su
imperio era «como una tiranía». 108 Y en efecto, en cierto modo lo era, pues
tendía a eliminar a los personajes más destacados de las ciudades aliadas y a
favorecer el gobierno del pueblo. Pero esa «tiranía» ofrecía también juicios
justos a sus amigos, libertad respecto a Persia y libertad también frente a las
asechanzas de los grupos oligárquicos que tenían el dinero y la habilidad
suficiente para suprimir los derechos políticos y la libertad de sus
conciudadanos.

Capítulo 12 - UN MUNDO CULTURAL GRIEGO EN PROCESO DE CAMBIO

Asimismo, los verás [a los atenienses] manteniendo la democracia en


eso mismo que sorprende a algunos, que otorga, en toda ocasión, más
poder a los de baja condición, a los pobres y a los partidarios del pueblo
que a las personas importantes. Pues, lógicamente, si se favorece a los
pobres, a los partidarios del pueblo y a las personas más débiles, como
son muchos los favorecidos de esa forma, engrandecen la democracia.
Mas si se favorece a los ricos y a las personas importantes, los
partidarios fomentan una fuerte oposición contra ellos mismos. En todo
el mundo la clase privilegiada es contraria a la democracia...
«El Viejo Oligarca», 1.4 (probablemente en 425 a.C.)

Los años comprendidos entre 460 y 420 son cruciales en la historia cultural de
la antigua Grecia. La tragedia floreció en el teatro de Atenas, como podemos
apreciar en las obras de los tres grandes poetas trágicos que se nos han
conservado (Esquilo, Sófocles y Eurípides). La comedia ateniense siguió el
mismo camino, combinando la música y la danza con chistes de carácter
político. El arte ateniense de este período constituye el máximo exponente del
«arte clásico». En la escultura y en la cerámica pintada la forma humana
adquiere un realismo idealizado; las proporciones son más equilibradas, las
posturas más seguras. El arte de esta época no es estático, pero sus mejores
ejemplos muestran un naturalismo contemplativo que en la antigüedad sólo se
dio en la cultura griega, y cuando apareció en otros lugares fue debido a ella. El
«arte clásico» no es siempre «severo» o «austero», calificativos que sólo
resultan apropiados para un sector del arte de la época «clásica» y que en
general se aplican porque las esculturas que han llegado a nuestras manos
han perdido los colores que las decoraban.
A partir de las guerras médicas se produjo además un notable progreso
intelectual en un mundo griego libre de invasores bárbaros. No se dio
predominantemente en Atenas, ni fue fruto de pensadores de esta ciudad. En
el occidente griego el «camino hacia la verdad» de la filosofía, con
implicaciones para el lenguaje y la realidad, fue explorado por Parménides en
un poema lleno de oscuras, aunque profundas, imágenes. El autor planteaba
problemas escépticos acerca de la realidad, abordados después por dos
pensadores, Demócrito y Leucipo, que postulaban la existencia de partículas
indivisibles («átomos», origen del término actual); sostenían incluso que esos
átomos se movían en espacios vacíos y que a través de la colisión se unían
para formar objetos más grandes. En un ámbito más terrenal, los síntomas y la
evolución de las enfermedades aparecen descritos con meticulosa observación
en un libro de medicina titulado Epidemias, escrito entre 475 y 466 a.C.
aproximadamente. 109 La obra en cuestión contiene una descripción exacta de
las paperas, incluidas las consecuencias, de todos conocidas, que tienen sobre
los varones jóvenes, como pudo apreciarse en la isla de Tasos (las mujeres se
infectaban con menos facilidad, circunstancia que dice mucho sobre la falta de
contacto directo entre los dos sexos ya desde edad temprana). Las
matemáticas también encontraron a su primer exponente teórico, Hipócrates de
Quíos. En Atenas el proyecto arquitectónico del templo del Partenón
combinaba unas proporciones exactas entre las partes y el todo con una serie
de ligeros ajustes para obtener efectos visuales de regularidad. En la década
de 440, varios pensadores anónimos, tal vez los primeros en Grecia oriental,
inventaron la teoría política y se adentraron en las vías abstractas que ésta
abría. Pero lo que fue más importante, empezó una nueva forma de
composición en prosa, la «investigación» (historiê) del pasado, lo que hoy día
llamamos historia.
A diferencia de los escritores acerca del pasado de las sociedades del Oriente
Próximo (incluidos los autores de las Sagradas Escrituras hebreas), el primer
representante de la «historia» que se nos ha conservado, Heródoto, escribe
descaradamente en primera persona, sopesando las evidencias y expresando
sus propias opiniones. Heródoto nació a comienzos del siglo V a.C. y llevó a
cabo su gran investigación acerca de los conflictos que enfrentaron a griegos y
persas al menos hasta los primeros años de la década de 420 a.C. Su ciudad
natal no fue Atenas, sino Halicarnaso, en el suroeste de Asia Menor, donde
coexistían la cultura griega y la no griega bajo el dominio vacilante del imperio
persa. Era de noble cuna, y en su familia ya había precedentes literarios. Se le
atribuyen diversos actos políticos contra un tirano de su patria que provocaron
su exilio en el extranjero. Al final se estableció en Turios, en el sur de Italia, una
ciudad cuya fundación a finales de la década de 440 fue planificada por los
atenienses en el antiguo emplazamiento de la lujosa Síbaris. En el mundo
griego, los historiadores solían acabar en el destierro, apartados del ejercicio
cotidiano de la política y del poder que resultaba mucho más interesante que
escribir un libro.
Heródoto se propuso contar y celebrar los grandes acontecimientos de las
guerras médicas. La empresa lo llevó a realizar largas digresiones, tanto
literarias como personales. Realizó grandes viajes para llevar a cabo su
«investigación» y descubrir la verdad en la medida de lo posible. Visitó Libia,
Egipto, el norte y el sur de Grecia e incluso Babilonia. No conocía ninguna
lengua extranjera y, por supuesto, carecía de convenientes manuales de
referencia provistos de fechas que situaran en tablas comparativas los
acontecimientos ocurridos en los distintos países. En el curso de sus viajes
observó un gran número de diversos objetos y monumentos con inscripciones,
pero no siempre describió correctamente todos sus detalles y tampoco se puso
a investigar los documentos conservados en los distintos lugares. Sin embargo,
dispuso de varias fuentes escritas, incluida una que tomó por una «lista» del
ejército de la gran invasión de Jerjes de 480 a.C. La mayoría de sus
testimonios fueron orales, esto es, lo que las gentes de los distintos lugares le
contaban cuando él les preguntaba. Con todo ello compuso un relato, aunque
él no fuera un simple narrador como los demás. De vez en cuando utiliza
fuentes escritas, sobre todo la obra (actualmente perdida) de su gran
predecesor, Hecateo de Mileto, más inclinado por los detalles «geográficos»
que por la «historia» política. Al parecer, se sirvió también del poema de
Aristeas, el griego que había viajado por Asia central en ca. 600 a.C. Heródoto
se mostró explícitamente crítico con muchas de las leyendas que él mismo
recogió de sus fuentes orales, pero que no pudo confirmar.
Heródoto ofrece contundentes interpretaciones personales de sus complejas
fuentes, relacionando unas con otras. Los grandes temas de la libertad, la
justicia y el lujo son sumamente importantes en su «investigación»: compartía
el punto de vista griego de que las batallas de 480-479 entre helenos y persas
habían sido una lucha por la libertad y por una vida bajo el imperio impersonal y
justo de la ley, y es sobre todo su historia la que las ha inmortalizado bajo ese
prisma. El discurso final de su «investigación» se recrea en las diferencias
existentes entre los persas, duros y pobres, que inauguraron una nueva época
de conquistas, y el lujo «muelle» de los pueblos que habitaban en las
«muelles» llanuras y se convirtieron en súbditos de otros. A ojos de Heródoto,
ciertas cuestiones de la vida humana eran evidentes: que «el orgullo precede a
una caída» y que el exceso de buena suerte conduce a una debacle, que una
conducta realmente ofensiva recibe a menudo su merecido castigo, que las
cosas humanas son muy inestables, que las costumbres de las diversas
sociedades son muy distintas unas de otras y que una parte del
comportamiento que tanto apreciamos, pero no su totalidad, tiene que ver, por
tanto, con la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Estos puntos de vista
siguen teniendo plena validez en nuestro mundo actual.
Sin embargo, Heródoto también reconoce que los dioses participan de modo
activo en los asuntos de los mortales y que a través de los oráculos hablan
efectivamente a los hombres. Los sueños y las visiones tienen una gran
importancia para los personajes de su historia: es consciente de que algunos
contemporáneos suyos se niegan a aceptar la verdad de los oráculos, y se
indigna ante esta actitud. Reconoce, como hacían los oráculos, que los dioses
puedan castigar a un individuo por las malas acciones cometidas por uno de
sus antepasados. En esencia, esta creencia en la «culpa hereditaria» se asocia
fundamentalmente con la idea de una «época arcaica» (siendo por otra parte el
adjetivo «arcaico» un término aplicado en la historia del arte a las esculturas y
pinturas anteriores al estilo clásico, más «humano», que se impuso a partir de
la década de 490). Así pues, los conceptos del «merecido castigo» y lo
«inevitable» siguen siendo dos fuerzas independientes en la manera de escribir
y de pensar de Heródoto. Pero coexisten con una amplia variedad de motivos
humanos, incluidos el rencor y la codicia, pasiones en las que él es todo un
experto. Heródoto también sabe relacionar la evolución de una comunidad con
su emplazamiento geográfico, sus leyes y costumbres y su aumento de
población. Pero más a menudo elabora sus reflexiones en términos humanos y
personales.
Los resultados son sorprendentes por la amplitud de su alcance y su variedad
humana. Al igual que los colonos y los viajeros greco-orientales del siglo
anterior, Heródoto reconoce que Libia, Egipto y el mundo de los nómadas
escitas son la antítesis extrema del mundo de los helenos. Elabora digresiones
acerca de esas tres culturas, a la vez que retoma debidamente su tema
principal, esto es, la expansión persa, que también afectó a esos pueblos.
Muestra un gran interés por otras culturas, por sus prácticas matrimoniales, por
cuestiones como la salud y la dieta de su población, sus ritos religiosos y sus
formas de enterramiento. Especialmente cuando habla de Egipto, razona con
lógica a partir de los testimonios que posee, aunque tiende a considerar el
mundo egipcio un extremo opuesto a Grecia, y por lo tanto no sabe entenderlo.
Como se han perdido tantos debates y escritos de los griegos orientales
correspondientes al período comprendido entre ca. 480 y 460 a.C. nos vemos
obligados a comparar a Heródoto con otros autores posteriores, y en
consecuencia hacemos que parezca más «moderno» de lo que probablemente
les pareciera a sus contemporáneos. Sus puntos de vista religiosos y su
lenguaje indicarían lo contrario, al igual que sus opiniones políticas, pues
Heródoto simpatizaba con el ya trasnochado mundo «panhelénico» propio de la
aristocracia griega internacional, como, por ejemplo, Cimón y compañía. Para
éstos, los enemigos eran la traición, la violencia espontánea y las clases
inferiores: las guerras que estallaron entre los estados griegos a partir de la
década de 460 fueron un resultado extremadamente lamentable. Pese a
admirar la libertad, Heródoto no dejó de ser crítico con la democracia: en sus
«investigaciones» los espartanos suelen ser vistos con muy buenos ojos.
Como cabría suponer, Heródoto visitó Atenas, probablemente en 438-437 o
poco antes (a juzgar por un comentario acerca del camino de entrada a la
Acrópolis de la ciudad). Se cuenta incluso que la Asamblea acordó por votación
concederle un cuantioso premio en metálico por su Historia. Conversó con
importantes personajes de Atenas, aunque ya había pasado de los cincuenta
años. A comienzos de la década de 430, era habitual que las generaciones
más jóvenes de la ciudad se dedicaran a elaborar teorías abstractas acerca del
poder y las relaciones interestatales, pero no era la manera que tenía Heródoto
de ver el mundo. Tampoco lo era el nuevo interés por la teoría política, aunque
Heródoto ya había descrito un ejemplo del mismo, en el sesudo «debate»
supuestamente celebrado entre los persas en 522 a.C. en torno a los méritos
de las distintas constituciones, incluida la democracia; era una ingeniosa
falsedad, pero el viejo historiador creía en ella. 110 Esta nueva y aguda
perspicacia está en la base del acelerado cambio que se produjo en las
expectativas intelectuales y culturales de las grandes personalidades de
Atenas.
Las victorias sobre los persas y luego los años de expansión del imperio habían
contribuido a reafirmar la autoestima de los atenienses y su confianza en la
democracia. ¿Hasta qué punto, pues, era la cultura de la Atenas visitada por
Heródoto una cultura democrática, inspirada por la igualdad de un sistema
político basado en el voto paritario del pueblo? Ni que decir tiene que no se
trataba de una sociedad igualitaria. Desde el punto de vista cultural, seguía
siendo un lugar en el que la clase alta disfrutaba de la caza y cultivaba sus
escarceos sexuales con regalos y apasionadas declaraciones a jóvenes
adolescentes siempre volubles. Las escenas de caza y los «regalos de amor»
de los cazadores desaparecen de la cerámica pintada ateniense a partir de 470
aproximadamente, pero esta circunstancia se debe sólo a un cambio de gustos
en lo referente a la decoración de las piezas de alfarería; no es indicio de un
nuevo sentimiento de discreción ni de una falta de franqueza ante aquellos
viejos entretenimientos aristocráticos. Al anochecer los varones de posición
elevada seguían reuniéndose en grupos para cenar y beber copiosamente en
sus «salas de los hombres» y entonaban los aristocráticos cantos
antipopulistas del pasado. Pero en la nueva época del «gobierno de la
chusma», ¿es posible que estuvieran a la defensiva aquellos anticuados
symposia. Una serie de copas áticas que ha suscitado numerosas
controversias, datada en los primeros años del siglo V , muestra escenas en las
que aparecen hombres vistiendo ropas afeminadas, aparentemente como si se
tratara de travestís. Han sido interpretadas como un reflejo de la vida social de
una clase alta que había adoptado ese estilo de travestismo como síntoma de
«ansiedad», en un momento en que su supremacía se veía en peligro. Pero es
evidente que el estado de ansiedad no era el propio de los aristócratas
atenienses de la época. Pensaban que a la larga, sólo tendrían que esperar
que volviera a presentárseles su momento político. Mientras tanto, en el terreno
militar, seguían siendo miembros indispensables de la caballería, que incluso
los demócratas más comprometidos estaban dispuestos a aumentar,
multiplicando por seis el número de sus componentes, y a concederle un
«seguro de reembolso» con fondos públicos por cada caballo registrado que el
guerrero de clase alta perdiera en el campo de batalla. Es probable que esas
escenas de travestismo representen simplemente alguna fiesta organizada en
honor de Dioniso.
En otro conjunto de copas vemos a los jóvenes en una actitud distinta, como
propietarios de exóticas panteras y cazando leopardos. Estos escandalosos
jóvenes de posición social elevada no muestran la menor «ansiedad»: incluso
en la época democrática la vida cultural del teatro y las fiestas seguía
dependiendo del bolsillo de los varones de clase alta. Además, en la
infraestructura social del Ática pocas cosas habían cambiado desde los
tiempos de los aristócratas del siglo VI a.C. Si Heródoto hubiera pedido a un
varón ateniense que se identificase, el hombre en cuestión habría dado el
nombre de su padre y su demo, como establecían las reformas de Clístenes.
Pero también habría dicho cuál era su «fratría», o «hermandad», como en los
viejos tiempos, y sólo después, si acaso, habría indicado su pertenencia a una
de las diez nuevas tribus de la democracia. Incluso en tiempos de la
democracia las familias aristocráticas conservaban un significativo poder de
veto sobre los candidatos a ingresar en una «hermandad».
A comienzos de la década de 430 Heródoto habría conversado con jóvenes
atenienses de noble cuna, individuos que aún se consideraban los «buenos»
frente a los «malos» del vulgo. De manera bastante evidente, aquellos hombres
esperaban que la democracia desapareciera simplemente un día, pero entre
480 y 430 las conquistas en el extranjero y el enorme aumento de los aliados
de Atenas y de su tributo sirvieron para compensar mientras tanto su
descontento. Los beneficios del imperio atenuaron las tensiones de clase
existentes entre ricos y pobres. El imperio trajo consigo nuevas tierras y
ganancias en el extranjero para los atenienses de las dos clases sociales y,
como bien sabían los ricos, la seguridad de ese imperio estaba cimentada en
los pobres y en sus duras jornadas manejando los remos. Por imprescindible
que fuera la caballería para combatir a los «cerdos» tebanos y sus jinetes o a
los grupos de espartanos que se dedicaban al saqueo de los campos, los
caballos, como subraya Homero en la Odisea, no tenían utilidad alguna en las
islas de ultramar. Para el «imperio insular» lo importante era la trirreme. Así
pues, durante muchos años sería habitual la presencia en el mar de flotas de
cien naves o más. Aunque parte de sus remeros eran extranjeros asalariados,
el grueso estaba compuesto por atenienses de clase humilde que habían
acumulado más años de experiencia que cualquier posible enemigo. En las
expediciones que se emprendían en pleno verano, esos remeros mostraban
una resistencia muy superior a cualquier individuo de nuestros tiempos. En una
recreación de este tipo de naves realizada recientemente, los remeros tenían
que ingerir un litro de agua por cada hora de trabajo al remo (los remeros
actuales de una trirreme habrían necesitado por tanto casi dos mil litros de
agua para una jornada de trabajo de diez horas, mientras que una trirreme
antigua no podía transportar grandes provisiones de agua). «Casi toda el agua
consumida», cuentan los modernos recreadores de la trirreme, «era eliminada
a través del sudor, y los remeros apenas sentían la necesidad de orinar. Buena
parte de ese sudor caía goteando sobre los hombres que ocupaban la hilera
inferior, lo que resultaba verdaderamente desagradable para ellos. El mal olor
de la bodega era tan penetrante, que debía fregarse con agua salada al menos
una vez cada cuatro días (aunque los antiguos atenienses probablemente
fueran más tolerantes)». Para mantenerse fresco, el cuerpo debe evaporar
fluidos, de modo que «la ventilación se hace absolutamente necesaria, pero
rara vez resulta suficiente para la inferior de las tres hileras». 111 Ninguno de los
«dechados de virtudes» de la nobleza habría durado mucho en medio de aquel
espantoso calor. Los que podían hacerlo fueron en último término los creadores
del imperio, y no tenía sentido alguno calificarlos de «chusma naval» y esperar
que no tuvieran derecho a voto cuando regresaran a la patria.
Para nosotros la característica principal de la cultura ateniense que conoció
Heródoto es que se trataba de una sociedad esclavista. Había unos cincuenta y
cinco mil ciudadanos varones adultos que poseían entre ochenta y ciento
veinte mil seres humanos, «objetos» que podían comprar y vender. Estos
esclavos (casi todos ellos no griegos) eran fundamentales para la economía de
Atenas, pues trabajaban en las minas de plata (a menudo en el interior de
galerías increíblemente estrechas) y en los campos de labranza, donde las
comedias de la época nos los presentan como un elemento habitual de los
bienes de cualquier familia ateniense de clase modesta. Al parecer, el precio de
los esclavos sin experiencia solía ser bajo, pues la oferta era abundante debido
a las guerras y a las incursiones de saqueo llevadas a cabo en los territorios
bárbaros de Tracia y del interior de Asia Menor. La mano de obra esclava
barata era el principal pilar de las diferencias de clase entre los atenienses más
acaudalados y de su capacidad de adquirir artículos de lujo. Sin embargo, es
probable que Heródoto no se hubiera fijado indebidamente en este aspecto de
la vida de Atenas. Los esclavos eran andrapoda, esto es, «animales con pies
de hombre»; y estaban presentes en todas las comunidades griegas que
investigó. El historiador nunca dudó de la justicia de esta realidad.
Para muchos de nosotros resulta también sorprendente la ausencia de
participación política de las mujeres de condición ciudadana. Los atenienses, al
igual que los demás griegos, se aseguraron de que las mujeres no tuvieran
derecho a voto; ni siquiera podían testificar en nombre propio ante un tribunal.
Tenían limitada excepcionalmente la capacidad de comprar o vender; no
podían elegir con total libertad a su futuro esposo y, sobre todo, siempre
estaban sometidas al poder de un varón, su «guardián» o kyrios. Estas normas
tenían por objeto su «protección» aunque las mujeres modernas las ven desde
un punto de vista muy distinto). Contempladas desde una perspectiva más
general, cabe preguntarse hasta qué punto el estatus de una mujer ateniense
se diferenciaba en la vida cotidiana del de un esclavo. A diferencia de este
último, la mujer nunca podía escapar de su condición. No obstante, aportaba al
matrimonio una dote susceptible de ser restituida, mientras que un esclavo era
adquirido por un importe que no era reembolsable. El relativo grado de libertad
de una mujer dependía fundamentalmente de su clase social por nacimiento o
matrimonio. Las mujeres humildes trabajaban efectivamente en el campo a la
vista de todos (tenían sus propias canciones de cosecha, y había un grupo, las
llamadas poastriai, que se dedicaban a segar los prados y probablemente a
arrancar las malas hierbas), 112 pero, como ocurre en muchas sociedades
modernas, la visibilidad de la mujer fuera de casa no constituía en absoluto un
indicio de igualdad social. No se sentaban en las calles para disfrutar de un rato
de ocio, ni acudían a beber a un local ni paseaban por los espacios públicos
con más frecuencia o asiduidad que las mujeres bereberes del Marruecos
actual que trabajan duramente en los campos, regresan a casa cruzando la
aldea y se ponen a cocinar, a tejer y a cuidar de sus hijos en el interior de sus
hogares. En el Ática, las familias respetables mantenían en cualquier caso
encerradas a las mujeres en su casa, dedicadas a tareas domésticas como
tejer e hilar. «Las compras» se dejaban a los esclavos, aunque una mujer libre
podía salir de su hogar para ir a coger agua de una fuente pública: oímos
hablar de un «agora de las mujeres», o mercado, pero era un lugar en el que el
hombre podía comprar a una mujer como esclava o como objeto de sus
placeres. Cuando en su gran Oración Fúnebre Pericles decía a las viudas de
guerra atenienses que no se mostraran «inferiores a su naturaleza» y que se
hablara de ellas lo menos posible, no estaba manifestando una opinión
puramente personal. Las atenienses respetables desempeñaban un papel
importante como sacerdotisas en algunos cultos celebrados en su ciudad en
honor de los dioses. Pero las barreras políticas eran infranqueables. No
pertenecían a ninguna fratría, aunque sus padres querían desde luego que
contrajeran matrimonio con un pretendiente que fuera ciudadano de Atenas.
Así pues, a partir de 451 la ciudadanía de un varón ateniense dependería de
que tuviera un padre ciudadano y una madre hija también de ciudadano. Pero
este nuevo requisito no supondría para la mujer una nueva libertad de acción.
Simplemente garantizaba que las hijas de los atenienses no se casaran, salvo
raras excepciones, con extranjeros ni se quedaran solteras, lo que las habría
convertido en una carga para sus hermanos y para su padre. En público la
mujer ateniense casada seguía siendo «la esposa de»; la utilización de su
propio nombre habría implicado que se trataba de una prostituta.
A finales de la década de 340 encontramos a un orador ateniense recordando a
un jurado compuesto por ciudadanos que «a las 'cortesanas' [hetairaí] las
tenemos por placer, las concubinas por el cuidado cotidiano del cuerpo, y las
esposas para procrear legítimamente y tener un fiel guardián de los bienes de
casa». 113 Se esperaba que los miembros del jurado, a diferencia de algunos de
sus lectores modernos (de Inglaterra, pero no de Francia), tomaran estas
palabras al pie de la letra. Por supuesto, algunos esposos amaban a sus
mujeres, pero el orador Lisias, un residente extranjero, amó a su hetera
(hetaira) lo suficiente como para iniciarla en los cultos mistéricos de Eleusis
para su propio bien después de la muerte (no obstante, se consideraba una
muestra de ser un «tipo exigente» el hecho de que, cuando la hetera lo besaba,
el hombre le preguntara si lo hacía sinceramente, de corazón). Los varones
atenienses que podían permitirse los tres tipos de mujeres habrían estado de
acuerdo con el orador en cuestión, añadiendo que en su juventud (y quizá
todavía) habían tenido a algún muchacho joven con fines competitivos, a modo
de idealización y para obtener un placer sexual rápido sin riesgos de embarazo.
Nunca tenían la oportunidad de conocer a una ateniense culta, pues en
ninguna escuela de Atenas las niñas recibían instrucción junto con los niños.
Ninguna mujer ateniense participaba en las discusiones mantenidas entre los
filósofos y sus discípulos, pues estaban reservadas únicamente a los varones.
Algunas aprendían en efecto a leer y a escribir; las heteras (hetairai) podían ir
un poco más allá, pero sólo como lo hacían muchas damas aristocráticas
eduardianas, esto es, escuchando las conversaciones de los hombres en las
fiestas y los banquetes. Sólo a los filósofos más excéntricos, como Pitágoras
en el occidente griego, se les atribuye haber tenido discípulas entre sus
oyentes habituales. Al igual que el vegetarianismo, era una señal del carácter
estrafalario de estos maestros.
En cambio, fuera de Atenas, la Historia de Heródoto está llena de relatos sobre
mujeres activas, sabias o vengativas, pero el ambiente en el que se desarrollan
normalmente es el de alguna familia de reyes (o de «tiranos»). En el escenario
—completamente distinto— de una comunidad democrática, las restricciones
de las mujeres atenienses de condición ciudadana probablemente impactaran
al historiador, pues contrastaban mucho con las de las espartanas, a las
cuales, como visitante, habría visto danzar desnudas. En cuanto a los
ciudadanos atenienses, es muy posible que a Heródoto le sorprendiera el
tiempo que dedicaban generosamente a las actividades de la democracia, a la
asamblea (unas cuatro veces al mes), al consejo anual (hasta dos veces en la
vida) y a los servicios como jurado en los tribunales de justicia (para los
integrantes de la lista anual de seis mil voluntarios). El historiador no parece
haber tenido en gran estima la sabiduría de una multitud democrática, pero
probablemente se viera obligado a respetar la dedicación de los ciudadanos.
Cuando visitó Atenas, la Acrópolis estaba siendo lujosamente reconstruida con
la ayuda de los tributos anuales que la ciudad recibía de sus aliados. Sin
embargo, una serie de comités elegidos públicamente se encargaba de
supervisar todas estas obras y de controlar los detalles de la responsabilidad
financiera en los que tanto hincapié hacía la democracia. Probablemente en su
Halicarnaso natal o en la aristocrática Tesalia no se llevaran a cabo
actuaciones tan minuciosas y públicas.
Sin embargo, la arquitectura y la escultura no constituían un himno a la
democracia. Un fuerte sentido de libertad política sostenía la visión , razonada
de aquellos artistas, pero no dio lugar a la aparición de «escultores políticos»:
no se llevaron a cabo representaciones de «grandes asambleas populares» ni
de «solidaridad dé masas». El friso maravillosamente esculpido del Partenón
no cantaba las glorias de la democracia. Mostraba elementos de la procesión
celebrada durante unas fiestas cuyos orígenes eran muy anteriores a
Clístenes: incluía la presencia del héroe mítico Erictonio, y, según una opinión
moderna, en una sección se representaba el sacrificio de las hijas del
legendario rey para salvar a la ciudad durante una guerra. A finales de la
década de 420 vinieron a sumarse las columnas en forma de figura femenina
del Erecteon, recientemente reconstruido, imagen famosísima de la Atenas
clásica. Pero es posible que dichas figuras representen a unas portadoras de
libaciones en honor del difunto Cécrope, el legendario rey de los atenienses
cuya tumba se hallaba a sus pies.
La vida religiosa de la ciudad también transcurría por unos canales que eran en
gran medida predemocráticos. Los atenienses, al igual que los demás griegos,
no tenían fines de semana festivos (ni siquiera observaban el sistema de
semanas), pero contaban con un calendario repleto de fiestas religiosas. En la
década de 430 había aproximadamente ciento veinte días de celebraciones
potenciales (los atenienses «tienen que celebrar más fiestas que otra ciudad
griega cualquiera», se quejaban los más críticos). 114 Buena parte de esas
festividades habían sido establecidas desde tiempos inmemoriales, y, en
muchos casos, las familias que suministraban los sacerdotes y sacerdotisas
seguían siendo los mismos linajes nobles del pasado predemocrático. Pocos
cargos religiosos se elegían por votación o por sorteo. En cambio, cualquier
ateniense, ya fuera varón, mujer o esclavo, podía ser iniciado en los
«misterios» religiosos del vecino santuario de Eleusis, rito secreto que ofrecía
la promesa de una vida feliz después de la muerte. Pero incluso este elemento
de la vida ateniense, el más abierto a toda la sociedad, tenía unos orígenes
mucho más antiguos que la democracia.
No obstante, la democracia imprimió dos marcas culturales evidentes: una en
la oratoria, y otra en el teatro. Las grandes reuniones de la asamblea y los
nuevos tribunales de justicia con sus grandes jurados abrieron un nuevo radio
de acción a una sutil oratoria tanto cívica como forense. No se conoce nada
parecido en un estado griego no democrático, aunque por desgracia no se nos
ha conservado ningún testimonio ateniense de primera mano hasta el año 399
a.C. Después de las guerras médicas se inició también la costumbre de
pronunciar una gloriosa Oración Fúnebre por parte de un orador
cuidadosamente elegido en alabanza de los caídos en la guerra y de su ciudad.
El más famoso de esos discursos es el atribuido a Pericles, pronunciado en el
invierno de 431-430 a.C. Tampoco tenemos constancia de este tipo de
discursos en ningún estado no democrático.
Las relaciones existentes entre la democracia y la tragedia han sido puestas
muy de relieve en los estudios culturales recientes, pero no son en absoluto
directas. De hecho, los jueces de los certámenes dramáticos no eran elegidos
por sorteo (para evitar posibles sobornos), aunque la elección por sorteo no era
exclusiva de los demócratas. Este teatro habría sido más «democrático» si
todos los ciudadanos hubieran recibido un subsidio estatal que les permitiera la
adquisición de las entradas, pero los inicios de esta práctica, que finalmente se
instauró en Atenas, siguen siendo objeto de controversia (a mi juicio la fecha
más probable de su introducción es la década de 440), y según todas las
opiniones, incluso las de los más optimistas, las entradas gratuitas empezaron
a dispensarse cuando las tragedias ya llevaban cincuenta años de esplendor.
Incluso cuando estuvieron al alcance de todo el mundo, no es en absoluto
seguro que las mujeres pudieran asistir a los espectáculos. Pero, aunque este
subsidio contribuyera a ampliar la clase social del público, no por ello el teatro
era «democrático» por naturaleza ni inconcebible excepto como creación
democrática. La principal fiesta en honor del dios Dioniso había sido instaurada
en tiempos de los tiranos, en la década de 530 a.C. y había empezado con un
sencillo programa de cantos y danzas. Es evidente que fue expandiéndose bajo
todo tipo de gobiernos, hasta un punto (al que se llegó en la época
democrática) en el que unos mil varones de condición ciudadana participaban
cada año con canciones y bailes en los espectáculos corales. Probablemente
las tragedias se habrían representado en cualquier caso bajo un sistema
político diferente: al fin y al cabo eran dramas que exploraban los conflictos
morales y religiosos, pero no a través de argumentos de la vida cotidiana, sino
en relatos míticos del pasado «monárquico». Ni que decir tiene que la tragedia
ática floreció sin problemas cuando fue compuesta o representada para
públicos no democráticos del extranjero. De haber optado por una oligarquía de
(por ejemplo) unos seis mil ciudadanos en 508, los atenienses seguramente
habrían reunido un público suficiente para fomentar los concursos dramáticos
(es muy probable que el público «democrático» a menudo no superara en
cualquier caso los quince mil espectadores, no todos los cuales eran siempre
ciudadanos).
Heródoto vería que aquellos certámenes dramáticos iban precedidos por
sacrificios religiosos y la exhibición del tributo imperial llevado a Atenas por los
portadores de tributos aliados. Todos esos «extras» eran elementos muy
apropiados del programa porque la ocasión era sumamente importante y de
carácter público, la celebración anual más relevante de Atenas. Pero las obras
que se representaban a continuación no eran, por lo tanto, rituales religiosos, ni
exhibiciones o exploraciones de una ideología democrática o imperial. Tenían
como escenario el pasado mítico de la monarquía, exploraban problemas de la
familia y la comunidad, relaciones sexuales, temas religiosos y el
temperamento de los héroes. Conmovían al público, cuya mente y cuyas
emociones se dejaban llevar por las peripecias morales extremas narradas en
las obras y los complejos cantos y danzas de los coros. Pero no confirmaban ni
ponían en tela de juicio un «ethos democrático» en los espectadores, ni
pretendían dar una lección de lo que son los deberes cívicos, como si fueran
una larga «Marsellesa». Las tragedias que han llegado a nuestras manos
habrían podido perfectamente ser compuestas y representadas sólo ante una
oligarquía de atenienses ricos. La forma que tiene la tragedia de presentar la
naturaleza divina y humana, especialmente la de los grandes héroes, era
maravillosamente cruda y sobrecogedora. Emocionaba profundamente al
público y ampliaba sus horizontes, aunque al cabo de dos días tal vez quedara
todo en el olvido.
No obstante, podemos encontrar un posible vínculo con la democracia en cierto
aspecto formal de algunas tragedias que se han conservado. A partir de la
década de 460, en un tribunal democrático, los oradores atenienses debatían
los hechos buenos y malos de un caso ante los ciudadanos que componían el
jurado. En las tragedias, empezó a desarrollarse por entonces una larga
escena de debate a mitad de la obra (el agón), en la cual los personajes
discutían un tema ante el público de ciudadanos, muchos de los cuales eran
miembros de un jurado que disfrutaban de un descanso. Este tipo de escena
llegó a desarrollarse tanto en el teatro sin duda como respuesta a las
experiencias vividas en los tribunales de justicia por los ciudadanos que
asistían a las representaciones. Por otro lado, sólo había una forma artística
verdaderamente democrática: la comedia política. En ella se satirizaba y
atacaba jocosamente a los políticos atenienses más prominentes. Ni que decir
tiene que no habría podido aparecer en una oligarquía restringida y
desconfiada, y cuando a partir de 322 la democracia cayó bajo el control de los
generales macedonios, los dramaturgos próximos a la oligarquía resultante
prefirieron representar obras que fueran inofensivas «comedias de situación»
despersonalizadas.
Para nosotros, la comedia democrática ateniense está dominada por el único
genio de este género que se nos ha conservado, Aristófanes (activo entre las
décadas de 420 y 380), pero sus propios comentarios, así como los de otros,
indican que las obras de un rival suyo de más edad, Cratino, constituyen una
de las pérdidas más lamentables de toda la literatura de la Antigüedad. El
humor de Aristófanes se manifiesta a través de brillantes equívocos y juegos de
palabras, de alusiones groseras y de carácter sexual (algunas de las cuales
todavía siguen sin entenderse) y llega a su punto culminante en la fantasía, en
la parodia, en los chistes acerca del propio drama y en una brillante, pero
despiadada, invectiva o sátira personal. La combinación de ingeniosa
obscenidad y dulces y agitados cantos corales que caracteriza su obra es única
en toda la producción dramática que ha llegado a nuestras manos. Es a través
de él como mejor podemos captar el admirable grado de conciencia de sí
mismos que tenían los atenienses. Las comedias de Aristófanes poseen una
maravillosa capacidad de adentrarse en divertidos experimentos mentales
acerca de los papeles de uno y otro sexo y de las relaciones entre hombre y
mujer (sus argumentos resultan aún más divertidos si pensamos que todos los
personajes eran interpretados por hombres). También muestran una gran
crueldad en lo tocante a los esclavos o a las chifladuras de los filósofos (una de
sus comedias más famosas, Las nubes, contiene un comentario realmente
agresivo sobre Sócrates y su influencia).
Los argumentos de las comedias de Aristófanes probablemente surgieran de
determinados relatos nuevos o de declaraciones públicas de la época que se
nos han perdido, y no del interés por cuestiones «abstractas» que nos resulta
tan familiar en las sátiras modernas de Brecht. Las obras que han llegado a
nuestras manos, sin embargo, abarcan todo tipo de temáticas, desde una
sincera esperanza de paz en tiempos de guerra, hasta una huelga de sexo por
parte de las mujeres con el fin de conseguirla, y el clásico intento de encontrar
y hacer volver de la muerte al mejor poeta trágico. Al igual que Aristófanes,
otros comediógrafos de su época fueron capaces de realizar casi cualquier tipo
de subversión jocosa. En 423 a. C., una obra del viejo Cratino, La botella,
presentaba al autor casado con la Comedia, que quería divorciarse de él
porque Cratino se preocupaba más de emborracharse que de ella. 115
Lamentablemente, no conocemos otros detalles de esta prometedora parodia
de uno mismo. En 421 Éupolis estrenó incluso una obra cuyo coro estaba
dividido en dos mitades, la de los ricos y la de los pobres, y cuyo argumento
era una sátira de un líder político muy popular, presentado como un eunuco-
esclavo del pueblo ateniense, que era presentado a su vez como su amo
«persa». 116 Las veleidosas mentes de los atenienses de la época eran capaces
de subvertir casi cualquier realidad de la vida social y política para reírse de
ella: la libertad es, ante todo democrática, y la prueba de su existencia es si en
ella es política y culturalmente posible o no una figura como la de Aristófanes.
Él es el verdadero síntoma de una época clásica.
Si Heródoto hubiera estado en Atenas en la primavera de 438a.C, habría
podido disfrutar con Alcestis, la deliciosa tragedia de Eurípides, estrenada ese
mismo año. Habría entrado con toda facilidad en la forma en que el autor
planteaba los dilemas y el amor de una mítica pareja de reyes, guiada por el
amable patrocinio de Apolo. Indudablemente se habría reído también con las
procaces comedias estrenadas aquel año, aunque una parte de su
personalidad habría pensado que iban demasiado lejos. Sin embargo, sus
propias «investigaciones» le habrían recordado que conocía decenas de
«dramas» trágicos mucho más recientes, que le habían sido referidos como
conflictos reales entre padres e hijos, maridos y esposas de todo el mundo, o
entre dioses y mortales, entre personajes como Giges, rey de los lidios, o el
pastor del norte de Grecia Evenio, que había sido cegado, o Hermotimo, el
quiota, que se había vengado de su espantosa castración haciendo víctima de
un acto igualmente cruel al hombre que lo había castrado y a sus hijos. Fuera
de Atenas, había muchos relatos de griegos de carne y hueso del pasado
reciente que contenían el germen de las tragedias de la vida real. Al no
disponer de las exhaustivas investigaciones llevadas a cabo por Heródoto, los
atenienses descubrieron aquel germen, lo ensombrecieron y profundizaron en
él, pero sólo en el mundo de los mitos y las leyendas.

Capítulo 13 - PERICLES Y ATENAS

Porque, entre las ciudades actuales, la nuestra [Atenas] es la única que,


puesta a prueba, se muestra superior a su fama, y la única que no
suscita indignación en el enemigo que la ataca, cuando éste considera
las cualidades de quienes son causa de sus males, ni, en sus súbditos,
el reproche de ser gobernados por hombres indignos. Y dado que
mostramos nuestro poder con pruebas importantes, y sin que nos falten
los testigos, seremos admirados por nuestros contemporáneos y por las
generaciones futuras, y no tendremos necesidad ni de un Homero que
nos haga el elogio ni de ningún poeta que nos deleite de momento con
sus versos, aunque la verdad de los hechos destruya sus suposiciones
sobre los mismos; nos bastará con haber obligado a todo el mar y a toda
la tierra a ser accesibles a nuestra audacia, y con haber dejado por
todas partes monumentos eternos en recuerdo de males y bienes
[fracasos y éxitos].
PERICLES en la Oración Fúnebre pronunciada en 431-430, según
Tucídides 2.41.2-3

Desde la década de 450 hasta 429 el político ateniense más famoso fue
Pericles, hasta tal punto que este período suele denominarse actualmente la
época de la «Atenas de Pericles». El emperador Adriano conocía
perfectamente el ejemplo de Pericles. Entre los favores especiales que
concedió a Atenas, quizá modelara el papel otorgado a la ciudad en su
«Panhelenion» sobre el proyecto que los biógrafos habían atribuido al propio
Pericles. El gran político ateniense ha seguido siendo motivo de inspiración en
el mundo moderno. En 1915, durante la guerra contra Alemania, en los
autobuses de Londres se mostraba una traducción de las bellas palabras
acerca de la libertad pronunciadas en la Oración Fúnebre que se le atribuye.
El verdadero Pericles es un personaje más esquivo. Nació a mediados de la
década de 490; su padre, Jantipo, era noble y su madre pertenecía a la familia,
también noble, pero no exenta de controversia, de los Alcmeónidas. De joven,
su carácter se vio configurado por dos cambios trascendentales: la nueva
preeminencia de Atenas, alcanzada como consecuencia del papel que
desempeñó en la derrota de los invasores persas, y la creciente seguridad en
sí misma de la democracia desde su establecimiento a raíz de las reformas de
Clístenes en 508 a.C. Los atenienses, ajuicio de Pericles, eran especiales,
como reconocían incluso los demás griegos, aunque fuera a veces a
regañadientes. La democracia era por aquel entonces el marco más idóneo
para que un político hiciera carrera y la idea de que pudiera desaparecer no era
más que una fantasía de los «mejores». Durante la juventud de Pericles, allá
por la década de 480, fue cuando se intensificó la actividad popular, con la
oleada de ostracismos que vinieron a demostrar que el pueblo ateniense podía
por votación expulsar de sus asambleas incluso a los individuos de más noble
linaje. En 489, el padre de Pericles ya se había aprovechado de la opinión
pública para llevar ante un tribunal popular ni más ni menos que a Milcíades, el
héroe de Maratón. En las asambleas, como pretendía Clístenes, el voto
mayoritario del pueblo era el que decidía lo que se debía hacer. Por
consiguiente, quien lograra ganarse la confianza del pueblo podía ser más
eficaz que cualquier aristócrata anticuado, por valiente que se hubiera
mostrado en la guerra y en los certámenes atléticos, y por bien relacionado que
estuviera en el mundo griego en general.
Esa confianza sólo podía ganarse a través de la oratoria, proponiendo a la
asamblea medidas que resultaran atractivas y que se viera que podían
funcionar. Los éxitos políticos habían empezado a no depender de la palabra
escrita y de su difusión. Según se cree, los decretos aprobados por la
asamblea eran expuestos a la vista de todo el mundo en tablones recubiertos
de cal en el agora, para que «quien quisiera» pudiera echarles una ojeada. A
mi juicio, eran más los atenienses que sabían leer que los que sabían escribir,
pero es probable que la mayoría de los miembros de la asamblea no se hubiera
tomado nunca la molestia de leer un texto literario. Siempre podía encontrarse
a alguien que le leyera a uno el decreto expuesto y que se lo recitara a los
menos capacitados, pero si Pericles hubiera basado su campaña en la
publicación de manifiestos escritos, probablemente hubiera perdido a la mayor
parte de los votantes: en Atenas, los escritos de carácter político estaban
reservados a los teóricos y a los simpatizantes de la oligarquía, que no
formaban parte precisamente de la corriente general seguida por la política. La
circulación de los libros en forma de rollos o volúmenes, las escenas de lectura
y de escritura representadas en la cerámica pintada ateniense, y los textos de
las obras maestras de la retórica ejecutadas oralmente que ahora leemos y
admiramos son una prueba de los hábitos cultos que tenía únicamente una
pequeña minoría ilustrada. 117 La cultura política era oral.
Las dos lecciones que aprendió Pericles en su juventud, es decir, la
preeminencia de Atenas y el papel público que podían desempeñar todos y
cada uno de los varones adultos de la ciudad, determinarían su visión política.
La prueba suprema que poseemos de sus palabras y sus hechos se encuentra
en las historias de un contemporáneo y admirador suyo, bastante más joven
que él, Tucídides (nacido en ca. 460-455 a.C). Tucídides veneraba la oratoria
de Pericles, su inteligencia aplicada con absoluta frialdad, su inmunidad a los
sobornos y a la corrupción, y su capacidad (así opinaba el joven Tucídides) de
controlar y dirigir al pueblo veleidoso de modo que entre los atenienses la
política se convirtiera en «el gobierno de un solo hombre». 118 A juicio de
Tucídides, también era importante el hecho de que Pericles fuera «uno de los
nuestros», es decir un aristócrata que además era un general valeroso y
capacitado. Pero la opinión del historiador está en contradicción con la del
filósofo Platón, mucho más convincente, a pesar de haber sido expresada una
generación después de la muerte de Pericles.
Platón, que no era ningún demócrata, insistía en que Pericles había sido un
«demagogo» adulador que había dirigido a los atenienses al desastre y los
había corrompido. No se le podía eximir de culpa en la derrota final de los
atenienses a manos de los espartanos en la posterior guerra del Peloponeso.
Otros autores posteriores intentarían conciliar estas dos opiniones
contrapuestas afirmando que Pericles había empezado siendo un
«demagogo», como lamentaba Platón, pero que luego había alcanzado la
superioridad olímpica que el joven Tucídides tanto admiraba. El recuerdo
personal más sugerente de Pericles que se nos ha conservado procede de un
autor de su época, aunque no ateniense, el siempre cordial Ion de Quíos.
Cuando conoció a Pericles, encontró que su trato era «presuntuoso y algo
vanidoso, y que con sus jactancias se combinaba un gran desdén y desprecio
por los demás». 119 Otros atenienses famosos, entre ellos el poeta trágico
Sófocles, eran más del gusto de Ion.
Debemos deducir que Pericles era consciente de que tenía unos proyectos y
unas responsabilidades nada comunes. Se dice que era un político de ideas
singulares que sólo sabía seguir la calle que conducía de su domicilio al centro
político de la ciudad. Se afirma también que evitaba las ocasiones sociales
siempre que le era posible: la política popular era un asunto serio que le
ocupaba a uno todo su tiempo. Entre sus mejores amigos estaban algunos
intelectuales que visitaron Atenas, gentes como el teórico de la música Damón
o el filósofo Anaxágoras, que sacaba de quicio a la gente comente al afirmar
que el «dios» sol era sólo una bola de materia incandescente. Cuando Pericles
se relajaba, lo hacía no con su esposa, de la que se divorció amistosamente,
sino con su famosa amante, Aspasia, que había llegado a Atenas procedente
de la elegante ciudad greco-oriental de Mileto. Se nos cuenta que Aspasia era
toda una autoridad en las artimañas de las casamenteras y en los secretos de
cómo ser una buena «esposa». Los poetas cómicos de Atenas obtuvieron
grandes éxitos afirmando que indujo a Pericles a emprender varias guerras en
el extranjero, que fue su maestra de oratoria y filosofía, que le proporcionaba
muchachas jóvenes, y que dirigía un burdel; en una parodia judicial, se asegura
incluso que era culpable de «impiedad» hacia los dioses. La posteridad ha
querido imaginarla presidiendo un salón de buen tono en medio de
conversaciones inteligentes, pero en realidad no sabemos nada de ella. Con
deliciosa malicia, Platón le atribuiría más tarde una elocuente «Oración
Fúnebre» elaborada por ella misma en alabanza de Atenas. 120 De ese modo se
burlaba de las Oraciones Fúnebres pronunciadas en la realidad por Pericles,
una de las cuales fue inmortalizada por Tucídides en su Historia de la guerra
del Peloponeso. Al menos podemos afirmar que Pericles amaba realmente a
Aspasia. Es el primer hombre en la historia del que se dice que daba siempre
un beso apasionado a su amante cada mañana cuando se iba a trabajar y otro
por la noche cuando regresaba a casa. 121 Ninguna fuente lo relaciona con
ningún tipo de interés homoerótico por los mancebos.
Si la vida familiar de Pericles no tenía nada de particular y sus hijos fueron más
bien lerdos y mediocres, ¿qué tenía de Pericles lo que llamamos la «Atenas de
Pericles»? El gran político fue elegido general y este nombramiento se repitió
año tras año durante la década de 430: no obstante, era sólo uno más de los
diez que se escogían anualmente.
No ocupaba ninguna posición especial y sus éxitos públicos dependían de su
capacidad retórica en las grandes asambleas públicas. Es evidente que la suya
era sólo una voz más entre las de los líderes más importantes, algunos de los
cuales respaldaron varias de sus propuestas. Nunca podía decidir nada solo ni
imponer su parecer, como hace actualmente un presidente de gobierno en su
consejo de ministros. No obstante, hay un hilo conductor característico en todo
lo que conocemos acerca de los atenienses desde finales de la década de 450
hasta ca. 430. Fue indudablemente Pericles quien supo ponerlo en palabras y
quien ayudó al pueblo a decidir aquello que deseaba sin saberlo y que nunca
habría sido capaz de expresar de forma tan clara.
En política exterior, los atenienses no se limitaron sólo (según parece) a seguir
las líneas marcadas por Pericles. Como éste, eran fieles herederos de
Temístocles. En 450-449 a.C. se firmó una paz con el rey de Persia, tal como
habría deseado el viejo Temístocles; en las décadas de 440 y 430 se
aprobaron asimismo los tratados de alianza solicitados por los griegos de
Occidente e incluso un general ateniense desarrolló durante algún tiempo sus
actividades en Nápoles: existen indicios —aunque desde luego sólo son
indicios— de que también a Temístocles le interesó el ámbito de los griegos de
Occidente. En Grecia, Pericles era recordado por haber hecho un comentario
verdaderamente digno de Temístocles: según declaró, «veía ya acercarse la
guerra desde el Peloponeso». 122 Quería decir que los espartanos eran el
enemigo y para que el comentario en cuestión tuviera sentido tuvo que hacerlo
mucho antes de que se desencadenara la funesta guerra que dio comienzo en
431. Mientras tanto, si la expansión ateniense ponía nerviosas a las ciudades
del norte del Peloponeso aliadas de Esparta, que las pusiera. Como había
demostrado el ejemplo de Temístocles, siempre cabía la posibilidad de
derrocar los gobiernos pro espartanos existentes en dichas ciudades e incluso
de inducirlas a pasarse al bando de Atenas. Pericles había conocido la lenta
guerra desencadenada en Grecia contra los espartanos y sus aliados entre 460
y 446. Quizá este suceso le convenciera de la posibilidad que tenían los
atenienses de refugiarse detrás de sus inexpugnables Muros Largos, obra de
Temístocles, y de resistir las invasiones por tierra de los espartanos. Allí podían
sobrevivir perfectamente gracias a su supremacía naval, legado asimismo de
Temístocles, y por ese conducto podían disponer siempre de grano de
importación. Además, si se aliaban con la vecina y amistosa ciudad de Mégara,
podían bloquear el fácil acceso que tenían los espartanos al territorio del Ática:
habrían podido «salirse con la suya» sin necesidad de librar ninguna batalla
campal. Si los espartanos intentaban asolar el Ática, la caballería se lanzaría
sobre ellos y los expulsaría. Durante los años de Pericles se multiplicaron por
seis los integrantes de la caballería y se elaboró un nuevo plan de
«aseguración» de los animales. 123 Pericles no era ningún partidario
empedernido de la clase baja.
La insistencia firme y razonada de Pericles en esta estrategia comportaba algo
nuevo y más profundo que el oportunismo de Temístocles en la escena
internacional. Cuando otro noble ateniense, Calías, logró firmar contra todo
pronóstico un tratado de paz con Persia en 449, Pericles respondió
convocando un congreso de los griegos en Atenas para discutir la
reconstrucción de los templos arruinados de la Acrópolis, la celebración de
nuevos sacrificios a los dioses y el uso libre y pacífico de los mares. Lo que
aquello quería decir era que los aliados de Atenas iban a seguir pagando
tributo a los atenienses para sufragar todos esos gastos, a través del
mantenimiento de una Liga Helénica cuyo centro iba a ser Atenas. Como es de
suponer, Esparta se negó a asistir al congreso, pero en 449 empezaron las
obras de los nuevos templos de la Acrópolis de Atenas, financiadas por el pago
ininterrumpido del tributo. La paz con Persia fue presentada como una
«victoria», y de ese modo el nuevo programa de edificaciones pudo soslayar el
juramento prestado anteriormente por los atenienses de que no iban a
reconstruir nunca los templos destruidos. Para Pericles, Atenas era el gran
centro del mundo griego libre y por eso se había convertido merecidamente en
el adalid de tantos aliados griegos. Pericles mostró una obstinación asombrosa
respecto a la necesidad de mantener la alianza o «Imperio» de los atenienses.
Todos los intentos de rebelión fueron sofocados: todos los súbditos del
«Imperio», dice Tucídides en la semblanza que nos ofrece de Pericles,
reconocían que no eran «gobernados por hombres indignos». 124 Los
atenienses debían «amar» a su ciudad y su poder. Atenas era admirable por su
nueva belleza, por el carácter de sus habitantes y su gracia excepcional, sus
dotes y su tolerancia mutua (los esclavos no eran, al fin y al cabo, más que
objetos). Con un grado de probabilidad variable, podemos atribuir a Pericles la
presentación de múltiples propuestas en beneficio de sus conciudadanos. A
partir de 448 a.C, fueron enviados colonos a establecerse en nuevos
asentamientos y a ocupar nuevas tierras en el territorio de los súbditos de
Atenas: la propuesta probablemente fuera de Pericles. Los colonos pertenecían
en su mayoría a las clases más pobres y arrendando nuevas tierras en el
extranjero pudieron acceder a un nivel de vida más alto y mejor. Desde
comienzos de la década de 450 los atenienses que prestaban servicio en los
numerosos tribunales de justicia de la ciudad cobraban un pequeño salario por
hacerlo: esta gratificación del Estado se debió a una iniciativa de Péneles. Con
el tiempo, todos los atenienses recibirían la cantidad de dinero necesaria para
comprar las «entradas» a los espectáculos teatrales y a los actos celebrados
con motivo de las grandes fiestas de la ciudad: el origen de la medida es objeto
de debate, pero, a mi juicio, es probable que el responsable de su introducción
fuera Pericles.
La definición de lo que era la ciudadanía ateniense se vio asimismo restringida
por consejo suyo. A propuesta de Pericles, sólo podían ser ciudadanos
atenienses los hijos de un ciudadano ateniense y de una mujer ateniense. Esta
ley de Pericles era de aplicación para el futuro, y afectaría sólo a los niños
nacidos a partir de 451 a.C. de modo que contó con suficiente apoyo popular
para que votaran a su favor los que por aquel entonces ya eran ciudadanos.
Probablemente, como hemos visto, su principal objetivo fuera animar a los
atenienses a casarse con mujeres de Atenas, y la cuestión se haría todavía
más urgente cuando numerosos atenienses recibieran nuevos terrenos en el
extranjero en arriendo o para su explotación. Pericles se dio cuenta de que las
familias no iban a estar dispuestas a quedarse con las hijas solteras mientras
sus hijos varones se casaban con mujeres extranjeras: la mayor restricción de
los requisitos necesarios para gozar de la ciudadanía ateniense iría además en
consonancia con el sentido de identidad colectiva de los ciudadanos.
Todas estas innovaciones llevaban implícita la idea de que los ciudadanos de
Atenas eran especiales, de que todo varón adulto era capaz de desempeñar
una labor política responsable, de que debían ser recompensados por ello, y de
que las artes contribuyen a honrar a los dioses y a civilizar a sus beneficiarios.
El propio Pericles desempeñó un destacado papel en la comisión encargada de
supervisar los espléndidos nuevos edificios de la Acrópolis. Fue amigo íntimo
del gran escultor Fidias y fue identificado con la gestión adecuada del programa
de nuevas construcciones. Por indicación suya, el peplo que las doncellas
atenienses tejían para la diosa Atenea sería llevado en procesión a su nueva
«casa», el Partenón, para ser colgado a modo de gigantesco telón detrás de la
nueva estatua de la diosa, de tamaño colosal, esculpida por Fidias. 125 Al pie de
la Acrópolis Pericles propuso además construir un edificio especial, el Odeón,
sostenido por un bosque de columnas. La nueva construcción se convirtió en
escenario de los certámenes musicales celebrados durante las grandes
festividades, aunque los poetas cómicos sostienen que era una manifestación
de vanidad, cuyo modelo era la tienda que los atenienses habían arrebatado a
Jerjes, el rey de los persas.
Entre ca. 560 y 510 los tiranos atenienses habían desarrollado la idea de una
Atenas más grandiosa; por primera vez encontramos ahora una visión
destinada a los ciudadanos atenienses. Hasta ese momento, no tenemos
constancia de que ningún político de Atenas, ni siquiera Clístenes, hubiera
mantenido relaciones con filósofos e intelectuales. A diferencia de los
aristócratas de otros tiempos, Pericles no pidió que se compusieran poemas ni
otros textos en su honor: ni siquiera intentó que se pusiera su nombre en
ninguna inscripción en aquellos edificios considerados propiedad de toda la
ciudadanía. Su idea era la de una nueva comunidad, perfeccionada por el
poder y por la participación igualitaria de todos los varones atenienses. Sus
contactos con los intelectuales lo llevaron a relacionarse incluso con
Protágoras, el filósofo que fue invitado, según afirman fuentes de época
posterior, a escribir las leyes de la nueva colonia de Turios, en el sur de Italia,
fundada a instancias de Pericles. Tanto en el campo de la música como en el
de la teoría política, en el uso de la oratoria o de la pura razón, Pericles hizo
gala de una nueva claridad intelectual. Todo ello era consecuencia de la nueva
hegemonía alcanzada por los atenienses en su tiempo, que llevó a su ciudad a
numerosos hombres dotados de gran inteligencia, experiencia y talento,
atraídos por el nuevo poder de Atenas y las compensaciones que podían
obtener. Ni sus amigos ni él creían en la vieja monserga arcaica, es decir en el
deseo de los dioses de castigarlos por los remotos pecados de sus
antepasados. Ahora poseían una nueva claridad clásica.
En aquellos ambientes, la «cólera» aleatoria de los dioses no constituía una
«explicación convincente de las desgracias»: los descendientes no serían
considerados responsables de los crímenes de sus antepasados. Esta
concepción más clara de la responsabilidad constituye para nosotros el sello de
identificación del cambio de la época arcaica a la clásica. En Atenas, Pericles y
sus amigos tenían esa idea, pero lo importante para nuestro concepto de
cambio es el hecho de que la tuvieran unos pocos, no el de que la mayoría
restante de la población de la «Grecia clásica» siguiera acariciando las viejas
ideas arcaicas. En el Occidente griego, los ciudadanos de Selinunte seguían
temiendo a los «espíritus vengadores» que habitaban entre ellos; los de Cirene,
creían en una leyenda acerca de la «cólera» de Apolo, que explicaba la
fundación de su ciudad, y no dudaban en celebrar ritos destinados a calmar sus
temores de contaminación. En Locros, los habitantes de la ciudad seguían
enviando anualmente un grupo de vírgenes a Troya para expiar el «pecado»
cometido por sus antepasados en la época mítica de los héroes. 126 La época
de Pericles no fue una época de ilustración generalizada en Grecia, sino un
período en el que los intelectuales y su pensamiento ilustrado empezaron a
florecer alrededor de un líder político que tenía unas ideas semejantes a las
suyas.
Podemos percibir algunas de esas ideas en la Oración Fúnebre pronunciada
por Pericles en 430 a.C. que Tucídides nos ofrece utilizando sus propias
palabras, aunque afirma que se ciñe «lo más posible» a la «esencia de lo que
realmente se dijo». Tras las hermosas declaraciones de Pericles, podemos
captar también una respuesta a las críticas que se le hacían en su época.
«Amamos la belleza con sencillez y el saber sin relajación.» En nuestra
democracia —continúa diciendo—, cualquier hombre, independientemente de
cuál sea su origen, puede aportar su . granito de arena, pero los atenienses
son tolerantes con la vida privada de sus conciudadanos y no se guardan
resentimiento unos a otros si actúan guiados por su gusto personal. La libertad
impregna toda la vida, tanto pública como privada, de los atenienses, pero es
una libertad bajo el imperio de la ley. La libertad de los atenienses no es
«libertinaje». No obstante, el individuo que se niega a participar en la vida
pública es un «inútil». 127 En cuanto a las mujeres, no tienen ese tipo de
participación. El discurso concluye con una breve mención a la «virtud
femenina» de las que se han quedado viudas. Es aconsejable que sus
«virtudes o defectos anden lo menos posible en boca de los hombres», que no
llamen la atención y lleven una vida lo más modesta posible. Pero «si no os
mostráis inferiores a vuestra naturaleza, vuestra reputación será grande»,
dando a entender, por tanto, que su naturaleza no es desde luego la mejor.
Hace una «exhortación puramente negativa a que no den muestras de tener
una limitación innata». En esta ocasión, como en tantas otras, Pericles
verbaliza lo que su público, aunque no la mayoría de los lectores modernos,
daba por descontado. Para los varones, el ideal no es «el esplendor público y
la miseria privada». No es ninguna deshonra ser pobre, pero sí lo es no intentar
escapar de la pobreza en primer lugar. Durante toda la década de 430, los
poetas cómicos de Atenas y sus rivales políticos intentaron burlarse de
Pericles, de Aspasia y de su círculo de amigos intelectuales y artistas,
empeñándose incluso en llevarlos a los tribunales. El Pericles «olímpico»,
afirmaban los comediógrafos, estaba dominado por su amante: empezó la
guerra con Esparta —¿por qué no?— para evitar el escándalo: tenía incluso
una «cabeza acebollada». 128 Como la cebolla, en la antigua Grecia, era una
flor que nacía de un bulbo redondeado y liso, el significado del chiste es que
Pericles tenía la cabeza redonda y calvicie prematura. Se decía que con mucha
frecuencia llevaba casco en público, quizá para recordar los servicios prestados
ininterrumpidamente como general, pero también para disimular la calva. La
sátira cómica y los procesos son una prueba de la libertad en defensa de la
cual él mismo hablaba con tanta admiración. El público adoraba el humor «de
prensa amarilla» de los poetas, pero es la visión de Pericles la que ha
sobrevivido, y no la suya.

Capítulo 14 - LA GUERRA DEL PELOPONESO

Los [cinco] jueces lacedemonios decidieron que lo justo era atenerse a


su pregunta, de si habían recibido de los píateos algún servicio en esta
guerra... de nuevo, pues, haciéndolos comparecer uno a uno, les
formularon la misma pregunta de si habían prestado algún servicio a los
lacedemonios y a sus aliados durante esta guerra, y cuando contestaban
negativamente, los conducían a la muerte, sin hacer ninguna excepción.
TUCÍDIDES 3.68.1, sobre la conclusión del sitio de Platea en 427 a.C.

Durante las tres últimas décadas del siglo V a.C. los atenienses y los
lacedemonios [espartanos], con sus respectivos aliados, estuvieron en guerra.
Este conflicto, conocido como la guerra del Peloponeso, acaso constituya una
prueba evidente del fracaso político de los antiguos griegos. Más de veinte
años de enfrentamientos, con unos siete de «tregua inestable» entre medias,
causaron la muerte a decenas de miles de griegos (quizá la mitad de la
población masculina de Atenas), supusieron la destrucción de hogares y
bosques, así como un elevado coste en dinero y en hombres. La guerra sólo se
resolvió gracias a la ayuda prestada por el rey de Persia a los espartanos, a
cambio de la cual se exigió el abandono de las ciudades griegas de Asia Menor
y la vuelta de éstas a la esfera de influencia persa. Según dicen los propios
observadores de los hechos, la guerra acrecentó la crueldad de los hombres.
Se dieron actos espectaculares de fiereza por parte de unos y otros, entre ellos
la matanza de prisioneros perpetrada por los generales espartanos o el
exterminio, tras ser debidamente advertidos de lo que les podía caer encima,
de los habitantes de la isla de Melos por los atenienses, cuando éstos se
negaron a integrarse en su imperio. El tema de la libertad tuvo un papel
tristemente destacado a lo largo de todo el conflicto. Al principio la retórica de
los espartanos prometió a los aliados esclavizados de los atenienses esa
libertad, pero que más tarde se vio brutalmente traicionada por los
acontecimientos. Los griegos orientales de Asia fueron entregados al rey de
Persia como súbditos tributarios, mientras que las comunidades del Egeo se
vieron sometidas al gobierno de odiosas dictaduras pro espartanas, las
decarquías o «gobiernos de diez hombres», claramente favorables a los
lacedemonios.
Esta guerra y toda su crueldad no fueron inducidas por la religión o el
nacionalismo: no hubo cruzadas ni genocidios. Pero, eso sí, lo que estaba en
juego eran verdaderos principios, no se trataba de matar por matar. A primera
vista, parece que fue sólo un conflicto de poder. La guerra estalló como
consecuencia de la expansión imparable del poder de los atenienses, sobre
todo cuando empezó a centrarse específicamente en las oportunidades
abiertas en Sicilia y el Occidente griego. Durante la década de 430, esas
ambiciones sobre territorios extranjeros despertaron cada vez más la alarma de
una importante aliada de Esparta, Corinto, metrópoli de Siracusa, el Estado que
dominaba Sicilia. Corinto tenía también importantes colonias en la costa del
noroeste de Grecia, situadas en la ruta natural de las naves de guerra que se
dirigieran a Occidente. En este angustioso marco, los corintios no estaban
dispuestos de ninguna manera a conceder el beneficio de la duda a las
ambiciones de Atenas. Las sospechas se intensificaron a raíz del choque
diplomático que se produjo a propósito de la colonia corintia de Corcira (la
actual Corfú). Los legados corintios advirtieron que, si los espartanos no iban a
la guerra y se oponían a las actitudes intervencionistas de los atenienses,
abandonarían la alianza de Esparta, acto que habría expuesto al Peloponeso a
un peligro mucho mayor de subversión y a la consiguiente quiebra de la
hegemonía espartana sobre la península. Se desencadenó así una serie de
acontecimientos en el curso de los cuales los atenienses no llegaron nunca a
romper técnicamente el tratado vigente con los espartanos y sus aliados,
firmado en 446. Pero si sus ambiciones no hubieran ido más allá del área
cubierta por este tratado, la presión en pro de la guerra no habría aumentado
hasta el punto que lo hizo. La gota que colmó el vaso fue el decreto de Mégara,
vecina de Corinto y aliada de los espartanos. Los atenienses promulgaron un
decreto de carácter comercial contra ella, en virtud del cual se prohibía a los
megarenses la entrada en el mercado de Atenas y acceder a los puertos de
sus numerosos aliados. No cabe duda de que con esa medida se pretendía
desestabilizar indirectamente la oligarquía que gobernaba en Mégara, sin
declarar de hecho la guerra. Si Atenas lograba que los megarenses instauraran
un gobierno democrático, éstos pasarían seguramente a engrosar el número de
sus aliados. Las recientes guerras desencadenadas entre 460 y 446 habían
demostrado qué aliados tan estratégicos habrían podido llegar a ser, pues
habrían permitido cerrar los pasos de montaña a los invasores espartanos y
bloquear la ruta natural de las invasiones del Ática.
Más de quinientos años después, el emperador Adriano todavía encontró
recuerdos de este famoso conflicto. Cuando visitó Mégara, descubrió que
últimamente, ya durante su reinado, los megarenses seguían negando la
entrada en sus casas a los atenienses y sus familias, , enemigos ancestrales
suyos. Detrás de esas disputas territoriales se ocultaba algo más fundamental,
a saber, la completa diferencia de estilos de vida, de cultura y de mentalidad
existente entre los atenienses de Pericles y los espartanos, con los que en
aquella época se habían alineado los megarenses. Adriano habría debido
recordar que durante la década de 430 los espartanos clásicos continuaron
aplastando y ocupando el territorio vecino de Mesenia, y manteniendo el severo
estilo de vida impuesto por sus legisladores allá por el siglo VII a.C. En torno a
sus territorios, caracterizados por la vulnerabilidad, los reyes y los ancianos de
Esparta se esforzaron por mantener un cordón de oligarquías fieles, en las que
un número relativamente pequeño de ciudadanos gobernaba con firmeza a los
demás y les negaba los derechos políticos. Atenas, en cambio, era la gran
democracia, la sede de una cultura que podríamos calificar como la «educación
de Grecia». El pensamiento, el teatro, las artes, el variado estilo de vida que
todavía admiramos en ella eran características típicamente atenienses o tenían
su centro en Atenas. Los espartanos no se fiaban de los atenienses, por temor
a que se infiltraran en su territorio y acabaran con el cordón protector de
aliados del que dependía su modo de vida. ¿Qué habría pasado si el escaso
número de oligarcas que gobernaban en las ciudades aliadas del norte del
Peloponeso, y sobre todo en Corinto, hubieran tenido el valor de abandonar a
Esparta y unirse a la liga de los atenienses, navegantes como ellos? Cuarenta
años más tarde, había ya demócratas desarrollando sus valerosas actividades
entre los aliados de Esparta en el Istmo, incluso en Corinto. Junto con los
atenienses, habrían podido organizar una expedición imparable a Sicilia, al sur
de Italia y aún más allá. Con los griegos de Sicilia como aliados, habrían podido
atacar luego el objetivo más lejano de las ambiciones de Atenas, Cartago. La
dependencia de tropas mercenarias que tenía Cartago probablemente la habría
hecho sucumbir; la comunidad helénica establecida en la ciudad habría
ayudado a los aliados griegos, y Cartago, la alternativa más rica y más
poderosa al estilo de vida de los griegos que había en el Mediterráneo, se
habría sometido. Los valores de Atenas, la democracia y la prosperidad,
habrían florecido desde el norte de África hasta el mar Negro. Los atenienses
más brillantes habrían encontrado en el extranjero una nueva vía de escape
para su talento. Alcibíades, el extravagante aristócrata, el héroe bajo sospecha
del público ateniense, habría encajado estupendamente como gobernador de
una Cartago ateniense, rodeado del oro, las hermosas doncellas y las famosas
alfombras de la ciudad.
En cambio, los años de la guerra se convirtieron en un período de
estancamiento sombrío y pernicioso. En 431 a.C. la opinión pública de Grecia
esperaba una rápida rendición de los atenienses, pero éstos, siguiendo el
consejo de Pericles, se retiraron tras los Muros Largos, demasiado fuertes para
el escaso dominio que tenían los espartanos de la guerra de asedio. Pericles
había hablado de «aguantar hasta la victoria», pero un hombre tan inteligente
como él sin duda tenía en mente más de un plan de supervivencia. La flota
ateniense estaba integrada por unos trescientos navíos de guerra y todavía
disponía de excelentes tripulaciones perfectamente adiestradas (aunque a
veces prestaran también servicios como remeros algunos «auxiliares» de
condición servil). Seguía dominando los mares, colaborando en la importación
de productos alimenticios para la ciudad y ayudando a mantener la seguridad
entre los aliados de Atenas. La capacidad naval de los espartanos, por el
contrario, era mínima y además carecían de dinero para construir y mantener
unos barcos de calidad superior. Tenían a su servicio ilotas, pero no disponían
de ciudadanos libres de clase humilde dispuestos a servir como remeros. Su
mayor fuerza radicaba en la guerra tradicional por tierra, llevada a cabo por su
espléndida infantería de hoplitas, que marchaban al son de la música, cantando
todavía los repelentes versos de Tirteo, con sus mantos de púrpura flotando al
viento.
La estrategia de Pericles comportaba dejar a los espartanos hacer lo poco que
pudieran hacer, mientras los atenienses continuaban presionando a
megarenses y corintios, decisivos desde el punto de vista táctico. Si uno de
ellos o los dos se pasaban al bando de los atenienses, acaso con un régimen
democrático, los espartanos tendrían cortado el paso al Ática. Mientras tanto, el
éxito de los espartanos en su afán de subvertir a los aliados de los atenienses
siguió siendo muy limitado, entre otras cosas debido a que el sistema político
vigente en Esparta y la rudeza de casi todos sus generales constituían una
alternativa muy poco agradable. El impacto de los espartanos se notó
principalmente en las invasiones anuales del Ática, durante las cuales se
dedicaban a talar los árboles y a quemar las cosechas. Nadie era capaz de
vencerlos en una batalla campal, y los atenienses se negaban a plantarles cara
a campo abierto, limitándose a acosar con su caballería, recientemente
ampliada, a los destacamentos que realizaban alguna incursión de saqueo o
salían en busca de forraje. Los aliados de Esparta no podían permanecer
mucho tiempo en el Ática: en sus ciudades no tenían una mano de obra como
los ilotas, y por lo tanto debían regresar a ellas para recoger la cosecha con
sus propias manos.
Pericles no había provocado la guerra, pero como disponía de una estrategia
racional para deshacerse de los espartanos, había exhortado a los atenienses
a no ceder a las presiones diplomáticas previas al estallido del conflicto. Su
razonamiento era impecable, pero se vio frustrado por la casualidad. Sin que
nadie se lo esperara, los atenienses fueron víctimas de una peste
(probablemente tifus) y Pericles fue uno más de los que perecieron a
consecuencia de ella. Deseosos de conservar la preeminencia política, sus
seguidores propusieron una estrategia cada vez más activa, entre otras una
medida muy poco propia de Pericles: la realización de una primera expedición
a Sicilia, fuente de aprovisionamiento de grano de Corinto y de los aliados de
Esparta. Aun así, los fracasos de Atenas no echaron por tierra el modelo básico
de actuación ideado por Pericles: los espartanos no podían vencer y por lo
tanto acordaron en 421 a.C. firmar una tregua que los dejaba sin ningún
verdadero triunfo del que poder jactarse y sin popularidad entre sus aliados.
Los acontecimientos bélicos nos ofrecen una visión fascinante de la debilidad
de la cultura y la sociedad de Esparta. El número de los guerreros espartiatas
estaba ya en declive y los periecos, los «habitantes de alrededor», empezaron
a ser utilizados para rellenar las unidades de infantería que hasta entonces
habían estado formadas exclusivamente por espartanos. Desde el punto de
vista financiero el Estado espartano era débil (seguía negándose a acuñar
moneda) y por mar, sus jefes militares eran incompetentes. En 425 fue
introducida una caballería genuinamente espartana, pero fue un fracaso. Una
vez fuera de su ciudad, los gobernadores espartanos eran en su mayoría
hombres odiosos, educados para ser implacables, carentes por completo de
tacto, con una marcada tendencia a las aventuras homoeróticas con sus
súbditos y un uso excesivo del autoritarismo militar. Ningún ejército griego salía
de campaña sin una clara conciencia de que los dioses eran quienes vigilaban
y guiaban su actuación, pero los espartanos eran especialmente conscientes
de ello. Como todos los ejércitos griegos, respetaban la posible cólera de «los
dioses y los héroes locales», pero ese respeto alcanzaba unas cotas
extraordinarias. Tenían un sentido muy elevado de lo que era la cólera divina y
del «castigo» en que podía incurrir cualquier espartano que pecara contra los
dioses. No era sólo que «detrás de un ejército espartano iba un rebaño de
distintos animales sacrificiales, listos para ser utilizados en cualquier momento
para comprobar cuál era la voluntad de los dioses». Antes de abandonar su
país, los espartanos realizaban un característico «sacrificio de cruce de la
frontera» y no dudaban en retirarse si los auspicios les eran desfavorables. Al
igual que otros generales en campaña, los reyes de Esparta y los oficiales de
mayor rango podían utilizar a veces a los dioses, los auspicios y el calendario
de fiestas religiosas anuales como factores flexibles, cuyas reglas podían ser
quebrantadas o soslayadas. Pero eran muy conscientes de esas
manipulaciones si los hechos demostraban que su decisión no había sido la
acertada. En mayor medida que las de sus adversarios atenienses, las
actividades de los espartanos se hallaban limitadas por el temor a los dioses.
En 415, seis años después de la firma inicial de la paz, los atenienses
decidieron atender la solicitud de ayuda remitida por algunos griegos de Sicilia
y otros aliados de la isla y enviaron una gran flota a la zona, con la esperanza
de dominar Occidente. La empresa estuvo a punto de salir bien, pero se vio
frustrada sobre todo debido a la pericia y a la potencia de su principal enemigo
en la isla, Siracusa. Los atenienses no habían mandado en sus barcos caballos
ni soldados de caballería suficientes para hacer frente a un enemigo
particularmente poderoso en este campo. Un año después la expedición
terminó en un desastre total para los atenienses y su marina. Aun así los
espartanos tardaron mucho en aprovecharse de aquel regalo inesperado. En
septiembre de 411, tuvieron la mejor oportunidad de alzarse con la victoria
cuando una flota ateniense fue derrotada cerca de las costas de Eubea y se
produjo una profunda escisión en el pueblo de Atenas a consecuencia de un
intento de golpe de Estado antidemocrático. Pero una vez más los espartanos
desperdiciaron la ventaja que se les había presentado. Al año siguiente hacían
de nuevo proposiciones de paz, oferta que, según se dice, repitieron cinco años
después.
Entre los espartanos, los últimos años de la guerra, de 411 a 404, estuvieron
marcados por su continua incompetencia naval y las carreras de dos de los
desalmados más crueles de la historia de Grecia, el brutal Clearco y el
despiadado Lisandro. Para los atenienses, a pesar del fracaso de Sicilia y del
violento golpe de estado de 411, fueron sorprendentemente unos años de
extraordinario vigor cultural. En los tensos primeros meses de 411 se
estrenaron dos de las obras maestras del poeta Aristófanes, Lisístrata y Las
Tesmoforias, en las cuales se juega cómicamente con el tema de los papeles
sexuales (y en la segunda además con el personaje de Eurípides, el autor de
tragedias). Utilizando la «nueva música» al gusto ateniense, Eurípides supo
llevar el coro trágico a extremos nunca alcanzados y estrenó además una de
sus obras maestras, una brutal reelaboración del mito de Orestes. Más tarde se
retiraría a Macedonia, donde compuso su mejor obra, Las bacantes, con su
historia de resistencia primero y luego de sumisión al poder del dios Dioniso.
Los escultores de la ciudad realizaron también una de las obras maestras de la
época clásica, las imágenes de la victoria y la procesión de reses para el
sacrificio representadas en el friso del templo de Atenea, diosa de la Victoria
(Nike), cuyas obras habían sido concluidas poco antes. 129 Y para colmo, el
anciano Sófocles, afectado por el papel que había desempeñado
involuntariamente en el golpe de Estado de 411, estrenó sus dos mejores
tragedias, a pesar de haber sobrepasado ya los ochenta años: Filoctetes, sobre
el tema del engaño, y Edipo en Colono, la obra que mejor expresa la
grandiosidad del «temperamento heroico». Los ciudadanos siguieron
polarizados en dos frentes, los simpatizantes de la oligarquía y los demócratas
convencidos, pero las tensiones no pudieron doblegar el genio de sus grandes
artistas.
La victoria final de los espartanos en 404 a.C. se debió en gran medida a la
nueva flota que les financiaron los persas y a la táctica cruel y agresiva de su
nuevo líder, Lisandro. Se vio favorecida también por la actitud de los propios
atenienses, cuyo extremismo los llevó a desterrar e incluso a ejecutar a sus
mejores generales a resultas de procesos iniciados por motivaciones políticas.
En 404 el «segundo equipo» de generales atenienses fue derrotado en una
batalla naval en el Helesponto, dejando desguarnecida la ruta marítima de la
que dependían las importaciones de grano de la ciudad. Los atenienses
tuvieron que entregar su flota, demoler los Muros Largos y aceptar el
establecimiento de una oligarquía muy estricta, respaldada por los espartanos.
Se dice que sus vecinos, los tebanos y los corintios, insistieron en que se
destruyera por completo la ciudad.
Los más de veinte años de guerra intermitente vieron a lo sumo cinco grandes
enfrentamientos. No obstante, se produjeron más de cien choques menores a
lo largo y ancho de todo el mundo griego. Casi todas las regiones guardarían
recuerdos de momentos de grandísima dificultad, en los que su libertad se vio
amenazada y en los que los habitantes del país se expusieron a todo tipo de
peligros con tal de asegurar su inmunidad y su supervivencia. En toda Grecia,
remeros sudorosos, soldados de caballería (que todavía montaban sin estribo),
e incluso buceadores llevaron hasta el extremo la capacidad de aguante del ser
humano. Los éxitos menores de los primeros años de la guerra fueron
conmemorados por una serie de trofeos o pequeños monumentos locales a la
victoria, pero vista desde la distancia, aquella incoherente situación de
estancamiento no habría llegado nunca a parecer demasiado significativa para
nuestro conocimiento de la Antigüedad griega. Al carecer de testimonios
importantes, nos habría costado muchísimo trabajo reconstruirla a partir de las
inscripciones (cuya datación depende a veces de frágiles conjeturas en torno al
estilo en particular en que fueron talladas en la piedra) y de las referencias
indirectas contenidas en la comedia ática. El suceso tiene una importancia tan
duradera para el conjunto de la humanidad debido al historiador, superviviente
del conflicto, que nos lo cuenta, el aristócrata ateniense Tucídides; su obra,
inacabada en el momento de su muerte, llega hasta el año 411 a.C.
Tucídides había nacido en el seno de una familia noble en ca. 460-455 a.C. y
estaba emparentado con Cimón, la antítesis desde el punto de vista político de
Pericles. A pesar de todo, fue este último el que se convirtió en su ídolo y su
líder ideal, pues era la voz predominante en Atenas cuando el joven Tucídides
pudiera empezar a asistir a las asambleas por su cuenta. A finales de la
década de 440, parecía que la hegemonía de Pericles había puesto coto a los
posibles excesos de la democracia y de la asamblea ante la cual pronunciaba
sus discursos. A ojos del joven, pues, se trataba de una verdadera «edad de
oro»: por su familia, por sus simpatías y por su mentalidad Tucídides no era
demócrata. Habla en tono despectivo de los sucesores de Pericles de
tendencias más populistas (los individuos «más violentos», que pretendían
ocultar sus fechorías prolongando la guerra, o simplemente «malas personas»).
Sus preferencias políticas iban hacia una oligarquía restrictiva que debía quitar
de en medio a más de la mitad de los electores atenienses («el mejor gobierno
que han tenido los atenienses... al menos en mi tiempo»). 130 La ignorancia, las
disputas y la incompetencia del «pueblo», afirma, fueron las causas
fundamentales del fracaso de la expedición a Sicilia. Otros, más imparciales,
habrían echado la culpa a la debilidad y las vacilaciones del principal general,
Nicias. Pero para Tucídides, Nicias era «uno de los nuestros», un hombre rico,
aunque no perteneciera a la nobleza, que posteriormente sería recordado como
un personaje «que nunca hizo nada... por el partido democrático». 131 Nicias
recibe de Tucídides un último tributo de gloria, que refuta el modelo habitual
seguido por el autor para elogiar a los hombres que hicieron algo grande, y no
a aquellos que fracasaron, a pesar de sus buenas intenciones.
Tucídides valoraba mucho la precisión, la «exactitud», utilizando la nueva
palabra para designar dicho concepto que se había puesto de moda en griego:
A la hora de recoger información, demuestra un conocimiento admirable de los
problemas que comportan los falsos recuerdos, y de la necesidad de una
«investigación laboriosa». 132 También había reflexionado detenidamente
acerca de los problemas que supone el establecimiento de una cronología.
Ante todo, eliminó a los dioses como explicación del curso seguido por los
acontecimientos. Cuando tenía veintitantos años es muy posible que escuchara
una charla del viejo «investigador», Heródoto, o incluso que lo conociera
cuando éste viajó a Atenas. Es muy probable que su predecesor le pareciera
sorprendentemente ingenuo, poco crítico y (sin duda alguna) supersticioso. No
hay el menor indicio de que escribiera su obra teniendo en mente ante todo la
«investigación» de Heródoto. La obra de éste no era tanto un modelo cuanto un
«galimatías» (en su opinión). Asombrosamente seguro de sí mismo,
consideraba su enfoque, totalmente distinto del de su antecesor, como un
medio de escribir una «adquisición para siempre».
Los sueños y las profecías, la simple sabiduría de los «sabios consejeros», la
creencia en que todo el que va demasiado lejos acaba sufriendo una justa
venganza y el castigo divino: Tucídides excluía todos estos elementos básicos
de la obra de Heródoto, del mismo modo que excluía las explicaciones basadas
en maldiciones o causas divinas. Él no tenía nada que ver con la creencia
«arcaica» en que la persona debía sufrir por las malas acciones de sus
antepasados: en una ocasión en la que Heródoto veía cómo se manifestaba la
justicia divina en acción, Tucídides ni siquiera habla de ello y da sólo una
explicación política. 133 Era partidario de un nuevo realismo más perspicaz. Le
fascinaba el abismo que separa expectativas y resultados, intenciones y
realidad. Al igual que le fascinaban las malas relaciones existentes entre la
justicia y los intereses personales, la realidad del poder y los valores de la
honestidad. Era consciente de la diferencia que había entre la verdad y la
argumentación retórica. Sabía que lo que los hombres decían en público no era
lo que hacían en la práctica. Los espartanos empezaron prometiendo la
«liberación» del mundo griego, y luego traicionaron el valor de la libertad.
Tucídides no es ningún cínico, no es un hombre que atribuya siempre motivos
egoístas e indignos a los actores del drama. Era más bien un hombre realista,
pues había aprendido la dura lección de que en las relaciones interestatales,
los más fuertes dominan siempre que pueden, una realidad de la vida que
otros, declarándose fieles a la justicia, deciden por su cuenta y riesgo
oscurecer o pasar por alto. El se percataba de que una «política exterior ética»
es una trivialidad vana.
Su Historia de la guerra del Peloponeso constituye un relato sumamente
penetrante sobre la libertad y la justicia y los límites prácticos que encuentran
ambas en la vida real. El lujo le preocupaba menos: estaba dispuesto a admitir
que un individuo combinara la astucia y el éxito en la vida pública con la
perversión y los excesos en la vida privada. Veía ejemplificada esta posibilidad
en su pintoresco amigo Alcibíades, durante la única fase verdaderamente
valiosa (411-407) de su dilatada carrera política en Atenas. El objetivo explícito
de Tucídides era enseñar a sus lectores, pero lo que pretendía enseñar no era
cómo abordar un problema militar o un reto en el campo de batalla. Tucídides
admiraba la sabiduría práctica, las sutiles improvisaciones de un genio político
como Temístocles o la longitud de miras y la (discutible) constancia de Pericles.
Esas cualidades y sus representantes debían ser emulados. Pero también
deseaba exponer en toda su crudeza, a través de la palabra y la acción, la
realidad amoral de la política entre los Estados, las distorsiones verbales de los
portavoces diplomáticos y de los líderes de las distintas facciones, y la
espantosa violencia desencadenada por la revolución política «mientras la
naturaleza humana siga siendo la misma». Su diagnóstico resulta
perfectamente reconocible todavía en la actualidad.
Murió probablemente a comienzos de la década de 390 a.C. antes de concluir
su historia: el relato se interrumpe con los sucesos de 411a.C. no con la derrota
de 404, que ya se prevé. Las etapas de composición de los ocho libros que
poseemos nos recuerdan que la obra no fue escrita de una vez: debemos tener
en cuenta ajustes finales de los puntos de vista del autor. No obstante, por las
partes que se nos han conservado sin acabar podemos ver que la exposición
de los hechos desnudos de la vida de la política de facciones y de las
relaciones entre los Estados no es un relato crudo e inhumano. El autor ofrece
una brillante descripción de la peste mortal que asoló Atenas a partir de 430,
una verdadera obra maestra de observación. Ante todo, no se caracteriza por
las alusiones a causas divinas, aunque sus admiradores griegos más
perspicaces darían posteriormente este tipo de explicaciones al hablar de
pestes similares en sus respectivas obras. Al mismo tiempo, describe la
psicología y los sufrimientos humanos de los actores del drama, y lo hace con
la comprensión de una víctima: Tucídides simplemente nos dice, con la
sobriedad de un noble, que también él padeció la peste. Su análisis humano es
mucho más profundo que la recopilación diaria de los síntomas externos de la
enfermedad realizada por el más «científico» de los autores griegos de tratados
de medicina. Del mismo modo, su estudio de las luchas de facciones está
escrito con una compasión sincera por la difícil situación de los que quedaron
atrapados entre los extremistas. Expresa una sincera preocupación por los
valores de la simple honradez. A través de sus discursos, pero también , desde
el punto de vista de su relato, Tucídides pone de relieve la fuerza de los
sentimientos y los sufrimientos de los actores del drama, y nos invita a
comprender qué era ser uno de ellos en aquellos tiempos. Debemos entender
la manera de ser del mundo, nos dice; pero según da a entender, esa manera
de ser es tristísima, lamentable. El maestro del realismo es también consciente
de su contexto, emocionalmente perturbador.
Los propios antiguos reconocían que Tucídides era la cumbre de la
historiografía, por duro y difícil que pudiera parecer su estilo. Apenas treinta
años más joven que Heródoto, pertenecía a una generación que no había
vivido ninguna revolución tecnológica, ningún cambio repentino en su geografía
ni en su vida material. Pero su forma de presentar a los hombres de su tiempo
pertenecía, desde el punto de vista intelectual, a un universo mental
completamente distinto. Como Heródoto y tantos otros historiadores griegos,
escribió su obra en el destierro, lejos de su ciudad natal, pero no sin haber
escuchado los debates desarrollados en la ciudad-estado más poderosa de
Grecia, no sin haber participado en ellos o haber aprendido de ellos, pues
incluso sirvió durante un breve período como general. Se formó y se fortaleció
en el centro del poder, en Atenas, en un ambiente en el que por primera vez se
estaba enseñando teoría política, en el que las generalizaciones en torno a la
psicología humana eran tema de conversación habitual entre los miembros de
su clase, y en el que el poder y el ejercicio del mismo eran temas de
apasionado interés. Atenas era su Nueva York, mientras que Turios era el
Buenos Aires de Heródoto. En su Historia de la guerra del Peloponeso
Tucídides afirma haberse atenido «lo más fielmente posible a la esencia de lo
que en realidad se dijo» cuando presenta los discursos de algunos selectos
contemporáneos. Aunque en este sentido a menudo se le traduce mal,
Tucídides rechaza la exactitud literal, pero afirma que se atiene con la mayor
fidelidad posible a la realidad. Lo que se deduce de estas palabras es que a
menudo se ha atenido efectivamente con mucha fidelidad a ella. El estilo de
esos discursos puede que a veces sea del propio Tucídides, pero su galería de
oradores nos permite escuchar las voces de un nuevo realismo articulado, el
estilo de la generación que constituía su propio contexto personal. A través de
ellos y de la perspectiva implícita de Tucídides, la guerra del Peloponeso sigue
siendo la guerra más instructiva de toda la historia de la humanidad.

Capítulo 15 - SÓCRATES

Al entrar, en efecto, encontramos a Sócrates recién desencadenado, y a


Jantipa —que ya conoces— que llevaba en brazos a su hijito y estaba
sentada a su lado. Conque, en cuanto nos vio Jantipa, se puso a gritar,
como acostumbran a hacer las mujeres: «¡ Ay, Sócrates, por última vez
te hablarán tus amigos y tú a ellos!». Al punto Sócrates, dirigiendo una
mirada a Critón le dijo: «Critón, que alguien se la lleve a casa».
PLATÓN, Fedón 60ª

Pero ya es hora de marcharnos, yo a morir y vosotros a vivir. Quién de


nosotros se dirige a una situación mejor es algo oculto para todos,
excepto para el dios.
Palabras del «Sócrates» de Platón al jurado,
Apología 42a

Como tributo a la Atenas clásica, la villa de Adriano contenía un «Liceo», una


imitación del santuario en el que había enseñado y conversado el más célebre
de todos los atenienses. No era rico ni apuesto. No escribió nunca un libro ni
nunca recibió premio alguno. El propio oráculo de Delfos lo declaró el hombre
más sabio de Grecia, pero debemos añadir que era sabio porque conocía su
propia ignorancia. Su estilo de impartir enseñanza consistía, al parecer, en una
sucesión de Preguntas y respuestas, a través de las cuales ponía de manifiesto
las opiniones contradictorias de sus interlocutores. Sirvió de fuente de
inspiración al menos a dos comedias atenienses que giran en torno a su figura,
a un conjunto de textos acerca de sus supuestos «Diálogos», a una acusación
de bigamia y a una serie de recuerdos compilados por Jenofonte, el sobrio a la
vez que primoroso escritor ateniense, con el fin de demostrar que había
adorado sinceramente a los dioses y había sido contrario al mantenimiento de
relaciones sexuales con muchachos. Pero sobre todo, fue la fuente de
inspiración de las obras escritas por su discípulo, Platón. A través de todas
estas obras determinó el futuro de toda la filosofía occidental.
Y, sin embargo, en la primavera de 399 un gran jurado de ciudadanos
atenienses lo condenó a muerte. Sócrates, afirmaba la acusación, «no
reconoce a los dioses que reconoce la ciudad», introduce nuevas
«divinidades», y «corrompe a la juventud». 134 Después de pasar un mes en la
cárcel, murió bebiendo una copa de cicuta. La condena de un anciano de
setenta años gordinflón y excéntrico que había impartido sus enseñanzas en
Atenas durante casi cuarenta viene a recordarnos que la democracia más
perfecta del mundo no era liberal, tolerante ni partidaria de la libertad personal
en todos los terrenos.
Sócrates había nacido en Atenas en ca. 470 a.C. en el seno de una familia
humilde, hijo de un albañil y, al parecer, una vulgar partera. Era
sorprendentemente feo, y tenía la nariz aplastada, barriga, labios gruesos y
ojos saltones que daban vueltas cuando hablaba. Era maravillosamente
desaliñado, llevaba un manto raído y a veces ni siquiera se molestaba en
ponerse sandalias. Sus prioridades eran otras, y se cuenta que se quedaba
absorto en sus reflexiones, olvidándose de todo lo que lo rodeaba. No obstante,
estaba casado con Jantipa que, según Jenofonte, era una mujer de un carácter
endiablado: «Precisamente por eso», hace decir a Sócrates, «también yo,
queriendo tener trato y alternar con hombres, me he procurado esta mujer,
convencido de que si puedo soportarla a ella, fácilmente podré tratar a todos
los demás hombres». 135 Tuvo tres hijos varones, ninguno de los cuales llegó a
nada especial. Demostró además su capacidad de aguante y su valentía
participando al menos en tres campañas fuera de Atenas como soldado de
infantería, en una de las cuales salvó la vida al controvertido «niño bonito» de
la ciudad, el joven aristócrata Alcibíades. Durante sus últimos años, fue
miembro del consejo en un momento verdaderamente crítico y se opuso a la
cruel propuesta de condenar a muerte a los generales atenienses por medio de
una votación en bloque. Para ser miembro del consejo no tuvo más remedio
que ser escogido por sorteo: estaba dispuesto, por tanto, a cumplir con su
obligación y hacer lo que le mandara la democracia, aunque en sus
conversaciones afirmaba que el sorteo era un sistema estúpido de gobernar un
Estado. Dos años más tarde, después de un brutal golpe de Estado en la
ciudad, se opuso a otra orden indigna, la de detener a un meteco y darle
muerte. Ciudadano leal en todo momento, Sócrates no hizo el menor intento de
escapar cuando estaba en la cárcel a la espera de ser ejecutado por la
democracia recién restaurada.
Una consecuencia de sus actividades es el hecho de que ahora nos
planteemos el «problema de Sócrates». Los testimonios acerca de su persona
son tendenciosos en dos sentidos. O bien son hostiles y satíricos, o bien se
manifiestan enteramente a su favor e idealizan su figura, como hacen sus
discípulos Platón y Jenofonte. Si era de familia humilde y no cobraba, ¿cómo
hacía para vivir y dedicarse día tras día a hacer preguntas a todo el que se le
ponía delante (especialmente jóvenes de noble cuna)? No lo sabemos, pero,
como a tantos académicos despistados, le gustaban los buenos banquetes y se
dice que aguantaba el vino de maravilla. Le gustaban también los jóvenes
hermosos y de buena familia: ¿Cobraba dinero o había encontrado alguna
fuente de ingresos que sus admiradores se han encargado de hacernos pasar
desapercibida? Entre sus seguidores hay dos discípulos que adoptaron
posturas diferentes ante el lujo. Uno se oponía a él y centra su atención en el
Sócrates «ascético», descalzo, mientras que el otro apoyaba el «placer» y lo
consideraba el bien supremo, como el Sócrates que disfrutaba de una mesa de
banquete elegantemente dispuesta. Siglos más tarde, un cristiano, san Agustín,
señalaba el «efecto» contradictorio de Sócrates a este respecto. Parece que le
gustaba pasar una buena velada, enriquecida con el esplendor de los
atenienses de clase alta, pero no era ésa su ambición ni la medida de su valía.
Sócrates planteaba ante todo preguntas relacionadas con los valores y la ética.
La justicia y sus ventajas eran indudablemente una de esas preguntas y
Sócrates intentaría encontrar una definición clara del concepto en cuestión, con
el fin de solucionar los casos discutidos. No enseñaba «valores» confirmados
por la religión, pero discutía a partir de esas premisas. Posteriormente se
creería, erróneamente, que decía que sólo sabía que no sabía nada. Por el
contrario, él afirmaba que carecía de sabiduría. A diferencia de un carpintero o
de un zapatero experto en su oficio, no tenía un conjunto de conocimientos que
pudiera transmitir a otros sistemáticamente demostrándolos en la práctica.
Sabía algunas cosas, pero no conocía ningún sistema. La importancia de todas
esas preguntas radicaba en que había otros en Atenas que afirmaban haber
encontrado ese conocimiento acerca de nuevos temas a cual más interesante.
Sócrates es recordado, especialmente por Platón, por su ironía o modestia
burlona. Y lo más importante es que la practicaba como un miembro más del
grupo de los intelectuales en general. Desde la década de 440 Atenas se había
convertido en un imán para una serie de pensadores y maestros extranjeros
que transformaron los horizontes de la juventud de la ciudad: hacia 420
podemos hablar con toda justicia de un abismo generacional entre padres e
hijos. No se trataba de un abismo absoluto, pues también algunos viejos
escuchaban las nuevas enseñanzas, pero desde luego se produjo un cambio
real y perceptible en la forma de razonar y de argumentar de los atenienses.
Algunos pensadores enseñaban el arte de hablar; otros tenían ideas muy
radicales acerca de los dioses, afirmando incluso que eran una invención del
hombre por motivos sociales. Seguían enseñando astronomía, geometría y las
ciencias que habían empezado a ser cultivadas en Jonia; Hipias, del que se
burla Platón, llegó incluso a elaborar una cronología del pasado. Diferenciaban
además lo que era «natural» de lo que era «convencional», planteando así una
cuestión trascendental para la ética y la sociedad humana: Protágoras
sostenía, según Platón, que algunas convenciones podían ser de hecho
naturales, pues el hombre es un animal social por naturaleza. Para los que se
encontraban dentro de su círculo mágico, las charlas de aquellos personajes
resultaban apasionantes. El diálogo de Platón titulado Protágoras capta el
interés que despertaban las visitas de uno de aquellos grandes hombres. Los
oyentes acuden como moscas a la selecta mansión de un rico aristócrata,
Calias, y se quedan a dormir en cualquier rincón con tal de oír sus palabras.
Los pensadores siempre hacen reír y en 425 a.C. dos comedias atenienses
distintas arremetieron contra Sócrates. La más conocida, Las nubes de
Aristófanes, satiriza al personaje presentándolo como un sofista que enseña
que existen dioses nuevos que llevan nombres tales como Caos o Torbellino, y
niega que el trueno y el rayo sean instrumentos del castigo de Zeus. Sócrates
regenta un «Pensadero» y cobra por enseñar a sus discípulos la manera de
hacer que los argumentos injustos prevalezcan sobre los justos. Sus
excentricidades científicas significan que los dioses habituales ya no son
«moneda corriente» para él. Sus discípulos aprenden a comportarse de
manera inmoral. Hacen trampas, se conducen injustamente y pegan incluso a
sus ancianos padres. Al final de la obra, uno de estos progenitores pide que
quemen el «Pensadero» diciendo: «¿Con qué propósito ofendíais a los dioses
y escudriñabais las posaderas de la Luna? Persigue, golpea, dispara. Por mil
razones, pero sobre todo por una: pues sabes que ofendían a los dioses». 136
Parece que Aristófanes acudía a cenas a las que asistía también Sócrates y
que gastaba bromas con él. Sin embargo, el trato social puede ser compatible
con el desprecio y la burla en privado, sobre todo cuando uno de los
contertulios es un intelectual. Quizá algunos de los espectadores y lectores de
Aristófanes fueran tan refinados como alguno de los académicos modernos
especializados en él que consideraran la exagerada agresividad del padre
agraviado de la obra un simple chiste más. Pero la mayoría de ellos
seguramente la entendieran al pie de la letra.
Esos ataques se inscribían en un contexto más amplio. En la década de 430
parece que había sido aprobado en Atenas un decreto en virtud del cual la
impiedad se convertía en delito y quedaban incursos en juicio sumarísimo
«quienes no creyeran en cuestiones divinas o enseñaran doctrinas sobre las
cosas de lo alto». 137 La democracia no toleraba el ateísmo, pero fue precisa
una crisis o algún tipo de maniobra política para que se convirtiera en una
cuestión importante en los tribunales de justicia. En 415 a.C. poco antes de que
zarpara la desafortunada expedición de los atenienses a Sicilia, un grupo
organizado de gamberros mutiló los falos en erección de las hermas situadas
en las calles de Atenas. Por temor a que se produjera un golpe de Estado, el
pueblo procesó a los sospechosos y descubrió incluso a otros que habían
profanado en sus casas el secreto de los ritos mistéricos de Eleusis, por los
que tanta devoción sentían los atenienses. Entre los culpables había jóvenes
de noble cuna, la mayoría de veintitantos o treinta años, que probablemente
habían recibido las enseñanzas de los intelectuales. El profanador más
espectacular de los Misterios de Eleusis fue Alcibíades, hombre de gran talento
perteneciente a una familia noble, sumamente apuesto y afectado al hablar,
cuya audacia y cuya presencia en la escena política eran deseadas por todos.
Era además el discípulo más famoso de Sócrates y, según la opinión de
muchos, también uno de sus amantes.
En la primavera de 399 el proceso que se abrió contra Sócrates fue por
«impiedad» y las acusaciones presentadas contra él reflejaban la sátira
desarrollada en la comedia de Aristófanes. Se decía que introducía «nuevos
dioses», cosa que no era delito en sí misma, excepto si los «nuevos» dioses
excluían el culto de los dioses tradicionales de la ciudad. Se afirmaba que las
supuestas divinidades científicas de Sócrates hacían precisamente eso, y él
mismo era conocido por apelar a la guía de una «divinidad interior» que, según
Platón, le prohibía hacer determinadas cosas y, según Jenofonte, le daba
también órdenes en sentido positivo. La consecuencia implícita de todo ello era
el ateísmo, y además Sócrates «corrompía a la juventud».
Según nuestra mentalidad, «corrupción» supone acoso sexual. Evidentemente
esta cuestión tenía mucho que ver con la reputación de Sócrates, aunque
Aristófanes la pasara por alto. Las protestas de Platón y Jenofonte en este
sentido son demasiado insistentes. El Sócrates de Jenofonte reconoce que
siempre está «enamorado de alguien», 138 pero deplora los actos
homosexuales: reprende a un ateniense que está a punto de realizar uno y lo
critica por comportarse como un lechoncillo que se restriega contra una piedra.
El Sócrates de Platón reconoce que le excita aunque sólo sea atisbar el cuerpo
de un muchacho hermoso por debajo de su túnica. Platón lo absuelve además
enfáticamente del delito de haber mantenido relaciones sexuales con
Alcibíades: éste lo deseaba, nos dice el filósofo, pero se supone que Sócrates
se durmió castamente en sus brazos. La vida social de Sócrates está llena de
amantes y pasiones homoeróticas: una pieza singular de sus conocimientos
personales era desde luego el dios del amor.
Para los jurados atenienses de 399 a.C. lo más importante era la influencia
moral ejercida por Sócrates sobre sus discípulos más famosos. Al rechazar a
los dioses aceptados por la mayoría, ¿no estaba acaso fomentando
abiertamente una conducta amoral? En este sentido algunos acontecimientos
recientes hablaban en contra suya. Su amado Alcibíades se había conducido
de modo ofensivo contra Atenas, desertando incluso y pasándose a los
espartanos. Su querido Cármides había acabado formando parte de la
abominable decarquía que había aterrorizado a Atenas durante la última fase
del golpe de Estado que se produjo al término de la guerra con el respaldo de
los espartanos. Critias, de rubia cabellera, siempre tan cariñoso, había
demostrado un comportamiento abyecto, siendo el cerebro oculto tras el
gobierno de los Treinta Tiranos, con el que había dado comienzo la ruina de la
ciudad y que había costado la vida a muchos atenienses inocentes.
En la primavera de 399 la amnistía vigente prohibía presentar acusaciones de
delitos políticos relacionados con aquellos horribles acontecimientos. Sócrates
fue acusado de otros crímenes, pero sus acusadores citarían las malas
compañías que había cultivado: aparentemente aquélla era la prueba definitiva
de su influencia inmoral e irreligiosa. Uno de los acusadores, Méleto, había
intentado ya procesar a Andócides, otro aristócrata muy impopular, acusándolo
de impiedad: probablemente sea el orador que pronunció un discurso
relacionado con este caso que ha llegado hasta nuestras manos y que está
lleno de fanatismo religioso. La maniobra se nos escapa, pero lo cierto es que
luego Méleto colaboró en el procesamiento de Sócrates. No es que las
doctrinas de Sócrates fueran favorables a la tiranía ni respondieran a la filosofía
política de una junta de dictadores: aunque pensaba que la utilización del
sorteo era una tontería, era perfectamente capaz de aguantarse y de conciliar
semejante opinión con la participación en la democracia. Sus amigos más
célebres estaban ya corrompidos antes de que él los conociera; habían sido
viciados por su familia y por su posición social, y Sócrates sólo fue culpable de
no convertirlos a la buena causa. La forma legal de su juicio dejaba al jurado la
posibilidad de elegir entre las penas propuestas por una y otra parte. La
acusación propuso la pena de muerte, y si Sócrates hubiera propuesto el
destierro o el pago de una , elevada multa, seguramente se habría salvado.
Pero no lo hizo, porque sabía que el juicio era injusto y suponía una burla de lo
que había sido toda su vida. A Platón debemos el sublime discurso de defensa
que el interesado no se tomó nunca la molestia de preparar. En él, «Sócrates»
se imagina que pasará la vida en el más allá disertando sobre filosofía con sus
discípulos. Ésa era, por supuesto, su misión, y como el más allá es eterno,
lógicamente se ahorraría el peligro de la fatiga y el aburrimiento que supone la
acción tutorial.

Capítulo 16 - LA LUCHA POR LA LIBERTAD Y LA JUSTICIA

Declaraciones como ésta deben hacerse de vez en cuando para asustar


y disuadir a los conspiradores. La población libre y las cosechas deben
ser llevadas a la ciudad, y el que lo desee puede coger y llevarse del
campo los bienes de todo el que desobedezca sin por ello recibir castigo
alguno ... No deben celebrarse reuniones de ningún tipo en ninguna
parte, ni de día ni de noche, y las que sean verdaderamente necesarias
tendrán lugar en la asamblea o en el consejo o en cualquier otro lugar
público. Ningún adivino debe realizar sacrificios en privado sin que haya
un magistrado delante. Los varones no deben reunirse a cenar ni
celebrar banquetes, sino que cada uno cenará en su casa, excepto en
caso de bodas o banquetes fúnebres, e incluso en estos casos el acto
debe ser notificado previamente a los magistrados.
ENEAS TÁCTICO, acerca de las medidas a adoptar durante el ataque
de un invasor, 10.3-5
(finales de la década de 350 a.C.)

Los cuarenta años más o menos que siguieron a la inesperada victoria de los
espartanos sobre los atenienses son un calidoscopio de guerras, alianzas en
continuo cambio y breves períodos de hegemonía de las distintas grandes
potencias de Grecia. Pero tras esa confusión aparente, los ideales de justicia y
libertad siguieron siendo defendidos apasionadamente e interpretados de
formas muy variadas. Algunas poleis menores se beneficiaron de la pérdida de
la hegemonía por parte de las distintas potencias. Fuera de Esparta y Atenas,
los ciudadanos de las demás comunidades griegas volvieron a tener el
protagonismo.
Desde el punto de vista cultural, la concentración del pensamiento, el teatro y
las artes en una sola gran ciudad, Atenas, se vio disminuida cuando el poder y
las finanzas de ésta dejaron de ser excepcionales a partir de 404 a.C.
Probablemente murieran la mitad de sus ciudadanos varones (que habrían
quedado reducidos en 403 a.C. a unos 25.000, en vez de los 50.000 o más que
había en la década de 440), pero el legado cultural de Atenas no murió. Dicho
legado siguió difundiéndose fuera del Ática, pues nunca dejó de ser la
«educación de Grecia», como lo había llamado Pericles. Los escultores que
habían trabajado en el grandioso programa de construcciones de la Acrópolis
de Atenas emigraron a las cortes de algunos mecenas dinásticos y se llevaron
consigo los secretos de su oficio. Las casas de las familias de la buena
sociedad del Ática habían sido decoradas con hermosas pinturas murales, pero
cuando estos patronos se eclipsaron, apareció una nueva escuela de pintores
que siguió sus pasos en Sición, ciudad del Peloponeso que había estado fuera
de órbita durante casi dos siglos. Los teatros, invención ateniense, empezaron
a aparecer por todo el mundo griego y en ellos se estrenarían las últimas obras
maestras de la dramaturgia ateniense como una parte más del repertorio. Los
nuevos dinastas de la época, los tiranos de Sicilia y los reyes de Macedonia,
compartirían su admiración por los grandes actores.
Surgieron además nuevos centros de éxito y prosperidad. En el norte de
Grecia, en la península Calcídica (cerca del actual monte Athos), empezó a
prosperar una poderosa liga de ciudades encabezada por Olinto, la ciudad
cuyo plan urbanístico y cuyos niveles de confort y de lujo son los mejor
conocidos de la historia de Grecia: el rey Filipo de Macedonia, el padre de
Alejandro Magno, arrasó la ciudad en 348 a.C. conservándola así para los
arqueólogos y convirtiéndola en una especie de precursora griega de
Pompeya. Como muchas otras ciudades del mundo griego, fue trazada
siguiendo un esquema perfectamente planificado desde el punto de vista
formal. Este esquema reticular, con bloques de edificios regulares, no fue un
invento ateniense (era conocido en las ciudades griegas de Occidente, por
ejemplo en Metaponto), ni fue necesariamente una creación o un reflejo de la
democracia. En Olinto apareció en la década de 430, pero puede que debiera
algo a un singular innovador del que también se había beneficiado
recientemente Atenas. Durante las décadas de 440 y 430 había sido
remodelada la zona situada detrás del puerto de la ciudad, el Pireo:
especialmente el agora de la localidad había sido diseñada por el excéntrico
Hipodamo, un extranjero originario de Mileto. Hipodamo era un teórico, un
soñador desde el punto de vista social, y un planificador, que creía en la
utilidad de las «zonas» y divisiones en el trazado de una ciudad; en 443 a.C.
fue invitado a trabajar en el plan urbanístico de la colonia enviada por los
atenienses a Turios. Quizá ejerciera una influencia especial debido al libro que
escribió acerca de sus teorías. Desde luego los arqueólogos han sacado a la
luz un plan regular en forma de parrilla en Rodas, donde también se dice que
trabajó Hipodamo. Ese tipo de planificación caracterizaría a numerosas
ciudades del siglo IV: uno de los casos más palmarios es el de la pequeña
localidad de Priene, en Asia Menor, que fue fundada de nuevo entre 350 y 330
a.C. La labor de Hipodamo en Atenas probablemente fuera importante por la
adopción de ese tipo de planificación, sobre todo si en su «libro» se analizaban
, esos principios: Atenas, sin embargo, no fue la responsable de la adopción
generalizada de dichos principios.
El fin del imperio ateniense disminuyó también el atractivo de Atenas como
meta de los viajes de los intelectuales. En este terreno la ciudad siguió siendo
importante, pero no ya fundamental. Aunque Platón, que vivió casi toda su vida
en Atenas, idealizaba los avances realizados recientemente en el terreno de las
matemáticas, el mayor matemático y astrónomo de la época, Eudoxo, apareció
en una población hasta entonces relegada, Cnido, en Asia Menor. En Atenas
las opciones más populares eran la retórica, esto es, el arte de hablar y de
escribir, y la filosofía. Durante muchos años, llegarían a Atenas discípulos de
todos los rincones del mundo griego deseosos de estudiar con el gran maestro
literario, Isócrates. No obstante, la prosa de Isócrates se resintió de su
alejamiento de la vida política activa; incluso en la actualidad, cuando las
analizan los ordenadores, sus obras tienen un ritmo tediosamente previsible.
Isócrates atacó a los que eran intelectualmente superiores a él, a los filósofos
que estudiaban con Platón. Se desencadenó una verdadera «guerra» en el
ámbito de la educación superior, pero Platón y luego Aristóteles serían, como
veremos, los vencedores.
Desde el punto de vista político, el principal acontecimiento de las primeras
décadas del siglo IV fue la reanudación de la brutal hegemonía de los
espartanos, a la que seguiría la ansiada caída de su principal base de poder. A
finales del siglo V , Lisandro ya había planteado graves cuestiones en torno al
problema de hasta dónde debía llegar la preeminencia de un individuo en el
grupo de los llamados «iguales» de Esparta. Había desafiado la oposición del
sistema al lujo y a las importaciones de riquezas del extranjero: en esta época
los perniciosos efectos del «lujo» se estudiaron sobre todo en relación con los
ideales espartanos. La «molicie» y la extravagancia personal eran
consideradas vicios sociales por los moralistas de la época. Constituían los
rasgos característicos de los déspotas (los titulares de los reinos de Chipre
eran ejemplos particularmente «malos») y socavaban de mala manera las
sociedades guerreras (la debilidad del Imperio Persa del siglo IV sería
achacada de modo harto superficial al «lujo»).
Gracias a los saqueos y las victorias de finales del siglo V , llegaron cientos de
talentos de plata a Esparta, cuyos ideales seguían siendo profundamente
contrarios a su incorporación. Otros tesoros fueron retenidos o controlados por
el propio Lisandro. Éste no sucumbió personalmente víctima del lujo; más bien
fue todo un maestro en el arte del soborno y de la corrupción de otros. Desde
406 a.C. diseñó sus peculiares versiones de «libertad» y de «justicia» para las
demás comunidades griegas. Sus planes comportaban el sometimiento de
ciudades enteras a decarquías o camarillas de diez hombres descaradamente
pro espartanos y antidemocráticos. Consecuencia de todo ello fue una
«incontable matanza de demócratas populistas de las ciudades»: Si esto
ocurrió en otros lugares, ¿qué no haría Lisandro a una Atenas derrotada? Se
dice que propuso la esclavización de toda la población de la ciudad, mientras
que un tebano, el odioso Erianto, llegó a exigir incluso que Atenas fuera
arrasada y que el Ática fuera convertida en terreno de pasto para las ovejas.
Tebas y Corinto insistían en la necesidad de destruir Atenas.
Durante los últimos años de la gran guerra, Esparta había contado con la
ayuda —desde 407 a.C. en adelante— de un joven príncipe persa, Ciro. Y en
cuanto acabó la guerra tuvo que ayudar a este Ciro en un auténtico intento de
fratricidio, la campaña que organizó para asesinar a su hermano Artajerjes, el
legítimo heredero del trono de Persia. Ciro fracasó en su intento y murió en
Mesopotamia en el otoño de 401, mientras combatía en el campo de batalla a
lomos de su indómito caballo Pasacas. En consecuencia, el soberano persa
que de ese modo había logrado sobrevivir pasó a considerar a Esparta su
principal enemigo en Grecia. Los espartanos no tardaron en tener problemas
también en Grecia. En 403, finalmente pactaron con los demócratas atenienses
que habían logrado sobrevivir, pero su hegemonía incontestable les alienó
rápidamente el apoyo de corintios y tebanos. Y así estos últimos iniciaron una
guerra contra Esparta aliándose precisamente con los atenienses, a los que
poco antes habían querido aniquilar; los aliados contaron con la asistencia en
barcos y dinero del rey de Persia, decididamente antiespartano. Esta guerra
supuso por lo menos el fin de Lisandro, que murió en el campo de batalla a
finales del verano de 395 en la Grecia central. Sus ambiciones habían llegado a
atemorizar incluso a sus compatriotas. A su muerte, se dice que se encontraron
en su casa los supuestos planes que había elaborado para reformar la
monarquía espartana. Se cuenta que resultaron demasiado persuasivos para
que el que los encontró, el rey Agesilao, se atreviera a leerlos en público, por lo
que fueron destruidos. Esta curiosa anécdota tuvo consecuencias para todas
las partes implicadas. 139
En el curso de esta nueva guerra, los atenienses dependieron básicamente de
la ayuda del rey de Persia, pero cuando su fortuna comenzó a renacer, se
lanzaron a hostigar los territorios de los persas en Asia Menor. A finales de la
década de 390 los atenienses empezaron a jugar fuerte: no dudaron en prestar
ayuda a los rebeldes de Chipre y de Egipto, como si quisieran resucitar las
ambiciones sobre Asia que habían acariciado en los buenos tiempos de 450.
Para recuperar el favor de los persas, los espartanos acordaron devolverles
Chipre y las ciudades griegas de Asia Menor: resultado de todo ello fue la firma
de un tratado espartano-persa, que dio lugar en términos más generales a la
«Paz del Rey» de 386 a.C. Después de esta grave traición a la libertad de los
griegos, los espartanos empezaron a abusar brutalmente del principio de
«autonomía» que habían ofrecido a Grecia según los términos de la Paz del
Rey. La «autonomía» era una especie de libertad, pero, como siempre, una
libertad con restricciones: se presuponía la existencia de una potencia externa
lo bastante fuerte como para saltársela a la torera. Los espartanos no tardaron
en poner en práctica esta definición. Arrasaron la ciudad vecina de Mantinea,
en Arcadia, que consideraban poco de fiar, afirmando que la «autonomía»
exigía su división en pequeñas aldeas.
Durante los quince años siguientes se demostró cuan acertada era la prudencia
mostrada por los grandes historiadores. La vieja creencia de Heródoto en el
«orgullo antes que la caída» se vio rápidamente confirmada por el eclipse de
Esparta, lo mismo que la clarividente idea de Tucídides de que en las
relaciones interestatales la «justicia» es el pretexto que ponen los débiles
cuando carecen de fuerza para hacer valer sus intereses. A pesar de la Paz del
Rey de 386, los espartanos efectuaron incursiones de saqueo gratuitas contra
Tebas y Atenas. Se trasladaron también al norte, respondiendo a la petición de
ayuda del rey de Macedonia, con el fin de restablecerlo en el trono. Todas
estas empresas tendrían repercusiones negativas para ellos. En 379 los
tebanos expulsaron a la guarnición impuesta por los espartanos y se volvieron
favorables a la democracia y decididamente antiespartanos. En la primavera de
377 los atenienses, a la sazón muy debilitados, empezaron a reclamar justicia y
a invitar a sus aliados griegos a unirse en una nueva «Confederación»
antiespartana que evitaría incurrir en los supuestos motivos de queja de los
tiempos del «imperio» de Atenas. La «Confederación» fue un gran éxito y al
cabo de dos años se habían integrado en ella más de setenta aliados. En
cuanto al rey de Macedonia, fue restaurado en el trono gracias a Esparta, pero
cuarenta años más tarde, Filipo I y luego Alejandro Magno mostrarían una
actitud claramente antiespartana; su diplomacia y sus campañas militares
contribuirían a aislar todavía más a Esparta dentro de Grecia. Vista la situación
retrospectivamente, los espartanos deberían haber hecho caso omiso a las
peticiones de ayuda de los macedonios.
Ninguna ciudad-estado de Grecia quería la guerra por la guerra, y la propia
hegemonía de los espartanos provocó su caída. La incursión realizada contra
el Pireo en la década de 370 ofendió muchísimo a los atenienses y además las
tropas espartanas continuaron desafiando a los tebanos, que les eran hostiles y
habían empezado a expandirse en el marco de su confederación de ciudades
vecinas. En 371 se produjo el punto de inflexión. Tras intentar detener una vez
más la expansión regional de Tebas, los espartanos perdieron en Leuctra una
batalla trascendental por tierra frente a la compacta formación en línea de los
tebanos. Uno de sus reyes quedó atrapado junto con su caballería delante de
la infantería, condenando a los espartanos a la peor derrota jamás sufrida. Más
tarde se diría que los dioses y los presagios habían sido contrarios a los
espartanos y que la batalla había tenido lugar en un sitio en el que los soldados
espartanos habían violado a unas hermanas en un pasado legendario. 140 De
ser así, las doncellas violadas habrían tomado justa venganza.
Las consecuencias fueron aprovechadas de inmediato por los ciudadanos de
las comunidades griegas del sur a las que Esparta había aterrorizado durante
siglos. En el verano de 370 el general tebano Epaminondas fue invitado a
cruzar el Istmo y pudo realizar así el sueño que durante tantos años habían
abrigado los enemigos de Esparta de invadir el propio territorio de Laconia. La
derrota de Esparta produjo dos grandes bienes. Los mesenios, sus vecinos,
lograron reagruparse por fin y formar una comunidad griega libre, estatus que
les había sido negado durante casi trescientos cincuenta años. Los tiempos de
su esclavitud, convertidos en ilotas, habían acabado y para subrayar el hecho
construyeron unas impresionantes murallas, sistema defensivo que los
espartanos habían odiado siempre. Mientras tanto, los arcadios decidieron
construir una nueva «Ciudad Grande» (Megalópolis), formada por la fusión
forzosa de las aldeas de la región. Hubo algunas protestas aisladas, pero la
«Ciudad Grande» se convirtió en el centro de otro sueño que había sido
acariciado durante mucho tiempo, la «Liga Arcadia». Los arcadios llevaban
intentando crearla desde hacía al menos ciento cincuenta años. Se integrarían
en ella las distintas ciudades de Arcadia, aunque las rivalidades y facciones
locales dificultaron su creación. La Liga debía celebrar una gran asamblea (la
«Miríada», de la que probablemente formaran parte todos los ciudadanos
varones de Arcadia); para los oligarcas arcadios, que durante tanto tiempo
habían contado con el apoyo de Esparta, supuso un gran disgusto. Durante
seis años la Liga constituyó una fuerza democrática al frente de un gran ejército
(los «Escogidos»), sostenido con las aportaciones de las ciudades miembros.
Después de 370 el poder de Esparta se vio seriamente perjudicado por la Liga,
en beneficio de una mayor justicia y una mayor libertad para casi todos sus
vecinos griegos, que durante tanto tiempo habían sufrido su dominación.
Como cabría esperar, Epaminondas fue honrado en la Arcadia que había
ayudado a liberar. Allí fue donde pudo admirar su tumba el emperador Adriano
en el curso del viaje que realizó por el sur de Grecia. Cerca de Mantinea,
Adriano contempló una columna en la que había tallada una serpiente y, según
le explicaron, el monumento había sido erigido en honor de la noble familia de
Epaminondas: el general rebano descendía de los nacidos de los dientes del
dragón que supuestamente sembró en los campos de su ciudad Cadmo, el
mítico fundador de Tebas. Indudablemente Adriano, amante de los mancebos,
admiró también la tumba situada en las proximidades, que conmemoraba al
joven amante de Epaminondas. Quizá descubriera también que las victorias del
héroe habían contado con la inestimable ayuda de una famosa unidad de
parejas homosexuales, el «Batallón Sagrado», compuesto por 300 soldados de
infantería unidos por lazos amorosos. Los méritos de los «soldados gays»
habían sido analizados por los griegos al menos desde los tiempos de
Sócrates. 141 Había habido ejemplos individuales entre los propios espartanos,
pero el Batallón Sagrado había hecho de la relación sexual entre varones una
necesidad.
Lo que no entendía Adriano era que los tebanos y Epaminondas no fueran los
campeones ideales en los que los griegos depositaran sus esperanzas de
libertad y de justicia. El resto de los helenos no permitió nunca olvidar a los
tebanos que sus antepasados se habían puesto ignominiosamente de parte de
los persas durante la invasión de 480 a.C. Recientemente habían destruido
incluso una ciudad griega situada en sus inmediaciones (Platea, en 373) y
luego habían causado daños a otras tres pertenecientes a su propia
confederación. Los tebanos no eran vistos por los atenienses con mejores ojos
que los espartanos, sus viejos enemigos, y además tenían la desventaja de
vivir mucho más cerca de las fronteras del Ática. Después de no pocas
vacilaciones, los atenienses abandonaron viejos prejuicios, pactaron con
Esparta en 369 a.C. y utilizaron esta alianza como contrapeso frente a los
tebanos durante toda la década de 360. La rivalidad entre ambos se puso de
manifiesto en el norte de Grecia (incluida Macedonia, fuente de la madera
necesaria para la construcción de barcos), en el Egeo (donde la flota tebana
intentó prestar apoyo a la oposición oligárquica a los atenienses), y en el sur de
Grecia. En 362 tuvo lugar la gran batalla de Mantinea, donde perdió la vida
Epaminondas, sin que del enfrentamiento saliera ningún claro vencedor,
dejando los asuntos de Grecia envueltos en la «confusión y la
incertidumbre». 142
Estas primeras décadas del siglo IV quizá den la impresión de haber sido un
fracaso teñido de melancolía, en el que los griegos no fueron capaces de
unirse a pesar de saber que tenían los mismos dioses, la misma lengua y eran
étnicamente homogéneos. Pero existían obstáculos muy fuertes para que se
produjera esa unidad, y la necesidad de paz no había desaparecido. Una y otra
vez se intentó llegar a un arreglo de la situación en Grecia, en un primer
momento con el apoyo del rey de Persia. Éste, Artajerjes II, tenía sus propios
motivos para querer la paz: necesitaba que los griegos estuvieran disponibles y
pudieran así servirle como mercenarios en sus repetidos intentos de
reconquistar Egipto, que se había sublevado. Cuando se vio que las
propuestas del soberano persa eran demasiado interesadas, los griegos
intentaron llegar a una «Paz Común» por su cuenta sin la intervención de los
bárbaros. Seguía habiendo una fe inquebrantable en el arbitraje como medio
de solucionar las ancestrales disputas de las comunidades griegas. Sin
embargo, a menudo lo que estaba en juego en aquellos conflictos eran
territorios muy valiosos, así como la mayor libertad (de los ciudadanos varones)
en una vida en democracia. Pues la democracia repartía de modo más
equitativo entre los ciudadanos las cargas financieras: ello significaba que
todos los ciudadanos varones fueran consultados antes de verse envueltos en
una guerra. En la oligarquía, podía decirse que las leyes eran «iguales» para
todos los ciudadanos, pero en la democracia era más probable que su
aplicación fuera igualitaria. Cuando Esparta, el baluarte de la oligarquía, se vino
abajo en el sur de Grecia, la democracia se hizo realidad en Arcadia, se ofreció
como alternativa en Acaya y se temió incluso su implantación en Corinto. En el
siglo IV la democracia no corría el riesgo de verse desacreditada o en
retroceso. Los teóricos de la política analizaron los méritos de una constitución
«mixta», como si pudieran mezclarse de algún modo ciertos elementos de la
aristocracia, la oligarquía y la democracia para aprovechar lo mejor de los tres
sistemas. Dichas teorías eran de hecho impracticables (un Estado o es
completamente democrático o no es democrático en absoluto) y no dejaron
huella alguna en la vida real. La verdadera democracia seguía suscitando
fortísimas pasiones políticas entre los ciudadanos. Durante la década de 370,
los demócratas de Argos llevaron a cabo unos actos terribles de
«apaleamiento», durante los cuales atacaron a los ricos de su ciudad y
causaron la muerte de 1.200 ciudadanos, que cayeron víctimas de la discordia
civil. Casi ciento cincuenta años después de que Clístenes propusiera la
instauración de la democracia para impedir la reanudación de las luchas de
facciones, la democracia era promovida a través de la lucha abierta entre las
clases. Y es que en esta época se produjo una verdadera lucha de clases entre
los ciudadanos. No se trataba de un enfrentamiento entre ciudadanos y
esclavos. Era una lucha entre ciudadanos pobres y ciudadanos ricos. Los
primeros utilizaban la democracia contra los segundos, pero lo que movía
aquellas luchas era un deseo auténtico de justicia, no sólo la ambición o el puro
deseo de venganza.
En medio de aquel desbarajuste, cabría pensar que disminuyera el respeto por
los dioses. En el siglo IV los escultores griegos dieron un paso muy audaz,
consistente en representar a las diosas como mujeres desnudas o al menos
con los senos al descubierto; y en el ámbito de las relaciones interestatales los
juramentos se quebrantaron de mala manera. Después de tanto jaleo en torno
al pasado mítico, ¿era posible realmente creer en los mitos? Pero lo cierto es
que siguió suponiéndose que los dioses tradicionales participaban en la
refriega tan activamente como siempre. Se les hacían votos y sacrificios antes
de la batalla y al término de ésta recibían, como de costumbre, una parte de los
despojos. Siguieron pronunciando oráculos por doquier, aunque el santuario de
Apolo en Delfos había quedado recientemente destruido como consecuencia
de un incendio y un terremoto en 373 a.C. No se produjo un aumento del
rechazo de la religión; hubo tanta flexibilidad como siempre en la manipulación
de las acciones y las decisiones de los hombres dentro de su marco divino.
Como de costumbre, los presagios de los dioses fueron interpretados de
múltiples maneras y aunque en las temporadas de las fiestas solían firmarse
treguas, no tiene nada de particular que fueran aprovechadas por los generales
de los distintos bandos. Se suponía que los tesoros de los templos eran
inviolables, a pesar de lo cual podían ser «tomados en préstamo» para
financiar una guerra, como había hecho la Atenas de Pericles cuando había
«tomado prestadas» las riquezas de la diosa Atenea para financiar la gran
guerra. En ninguno de los casos registrados cabe hablar de una nueva
irreligiosidad: más bien, dan a entender que el viejo marco divino seguía siendo
válido. De ese modo, lejos de convertirse en curiosas leyendas, los mitos y los
héroes del pasado siguieron presentándose como pretextos diplomáticos
convincentes y como motivos válidos para el establecimiento de alianzas entre
los estados griegos.

Para un espectador foráneo, el mayor cambio producido a partir de 370 fue la


desaparición de una sola polis o comunidad como centro de la vida política.
Pues, vistas superficialmente, da la impresión de que estas décadas fueron un
período de Ligas y Confederaciones, algo que Adriano habría comprendido
muy bien, pues posteriormente volvería a promover la creación de Ligas en
Grecia. Antes y después de la batalla de Leuctra, los espartanos contaron con
el apoyo de su «Liga de los peloponesios», cuyos integrantes eran gobernados
en su mayoría por cómodas oligarquías. A partir de 377, los atenienses
encabezaron su propia nueva gran confederación de aliados contra Esparta. En
la década de 370, los tebanos lograron dominar los votos del consejo de la
vieja Confederación Beocia, y en la de 360 es posible que imitaran a los
atenienses y emprendieran la creación de una nueva «Liga» para dar cabida a
los aliados que tenían fuera de Beocia. La decadencia de los espartanos
durante la década de 360 dio lugar a la creación de una nueva Liga en Arcadia
y de otras confederaciones en Acaya y Etolia; las antiguas ligas de Tesalia e
incluso de Epiro, en el noroeste de Grecia, se hicieron nuevamente visibles o
adquieren una mayor relevancia en los testimonios que han llegado hasta
nosotros. En conjunto, la existencia de estas ligas viene a refutar cualquier
tentación de ver este período como una prueba de la amenaza que suponían
las pequeñas ciudades-estado griegas en guerra. Como auténticas
confederaciones, la mayoría de estas alianzas estaban formadas por un
organismo central encargado de tomar las decisiones y diversas comunidades
menores que asimismo tomaban decisiones. En Arcadia, la asamblea o
«Miriada» se reunía en un edificio especial (el «Tersilio») y elegía unos
magistrados entre las comunidades que la integraban y que, en un principio,
sufragaban los gastos de la fuerza militar común, los «Escogidos». Los
atenienses, en cambio, discutían o votaban las propuestas presentadas a la
asamblea de ciudadanos por un «parlamento» aparte, integrado por delegados
de sus aliados. Los consejos representativos de estas confederaciones no
solían seguir la práctica democrática habitual en las asambleas de ciudadanos
de las distintas comunidades consistente en un hombre, un voto.
Sin embargo, no fueron los super-estados los que marcaron el final de la polis
como unidad política. Al igual que la asamblea ateniense, las asambleas de las
ciudades miembros de la Liga Arcadia o de la Confederación Beocia
continuaron reuniéndose y tomando decisiones. Siguieron temiendo la lucha de
facciones o el ataque de algún miembro de su confederación, especialmente el
de los tebanos, siempre tan agresivos. Los grandes pilares de la vida política
griega siguieron siendo los mismos y conservaron su vigor: los juramentos y los
magistrados civiles, los debates en torno a los nuevos ciudadanos y a la
contribución financiera que debía pagar cada individuo. En 363, al cabo de
apenas seis años de vida, la unidad de la Liga Arcadia se rompió debido a la
decisión que tomaron algunos magistrados de pagar al ejército de la
confederación con el dinero «tomado en préstamo» del santuario de Olimpia, y
no con las aportaciones pagadas por los estados miembros.
A través de los propios relatos de los historiadores antiguos, seguimos
conociendo esta época por los nombres de los personajes más famosos,
Epaminondas de Tebas o Jasón de Feras de Tesalia (activo en esta ciudad
hasta 370 a. C), o Agesilao de Esparta. Pero es un error ver a estos individuos
como signos de una nueva era de individualismo. Todos ellos desempeñaron
algún cargo en sus comunidades natales y siguieron estando sometidos a
rendición de cuentas. La «comunidad» no se vino abajo antes de la aparición
de los super-estados o de la nueva era de los grandes hombres. En el fondo, la
lucha siguió siendo una lucha por la libertad y la justicia y la interpretación de
una y otra, sin que hubiera una Atenas lo bastante rica para apoyar la opinión
de la mayoría ni una Esparta lo bastante fuerte para acabar con ella en su
propio beneficio.
Capítulo 17 - LAS MUJERES Y LOS NIÑOS

Cuando a una mujer se le mueve el vientre hacia arriba en dirección a la


cabeza, y tiene sensación de ahogo, le pesa la cabeza ... Un síntoma es
que la mujer se queja de dolores en las venas de la nariz y debajo de los
ojos y de que le invade una sensación de somnolencia, y cuando mejora
este estado, empieza a echar espuma por la boca.
Debemos lavarla de la cabeza a los pies con agua caliente y, si no
mejora, con agua fría... Ungir su cabeza con esencia de rosas y utilizar
vapores de olor agradable bajo su vagina, pero malolientes a la altura de
su nariz. Que coma col y beba zumo de col.
Textos Hipocráticos, Sobre las enfermedades de las mujeres 2.126 (s. IV
a.C.)

Pues mucho más suelen el varón y la mujer por causa de los hijos
arreglar las diferencias que entre ellos hayan surgido, que odiar a la
común descendencia por los daños que mutuamente se hayan causado.
DEMÓSTENES, discurso contra Beoto, 39.23 (348 a.C.)

Las mujeres y los niños no se libraron de las guerras del mundo griego del siglo
IV a.C. Cuando su ciudad era tomada por asedio, su destino era morir o ser
vendidos como esclavos. Cuando se producía una invasión, tampoco había
piedad para los no combatientes. En 364 a.C. los tebanos capturaron y
vendieron como esclavos a todas las mujeres y niños que encontraron en la
pequeña ciudad de Orcómeno. Podemos comprender fácilmente por qué las
ciudades-estado intentaban enviar a sus mujeres y niños (así como todo el
ganado) a un lugar seguro en tiempos de guerra: en 431 a.C. los píateos
evacuaron a sus mujeres, niños y ancianos, mandándolos a Atenas antes de
que su ciudad sufriera el asedio que con tanto realismo describe Tucídides.
En mi opinión, dejando a un lado a los espartanos, el amor a los hijos y a la
familia constituía un valor importante de las polis griegas. Las modernas teorías
extremistas según las cuales lo que prevalecía era el interés de los padres y
siempre se dio un rechazo a dar cariño a unos hijos que tenían muchas
probabilidades de morir a edad temprana, se ven refutadas por las imágenes,
los textos y las obras teatrales de nuestras mejores fuentes, esto es, las de la
Atenas de los siglos V y IV a.C. A partir de finales del siglo V empiezan a
aparecer representaciones de un niño junto a uno de sus progenitores (aunque
en contadas ocasiones, lo admito) en la cerámica pintada ática. Hay una
profunda intensidad emotiva en numerosos relieves funerarios del Ática y en
las inscripciones dedicadas a niños fallecidos prematuramente. Es difícil no
apreciar la fuerza expresada en la pintura de un frasco de aceite ateniense con
decoración de figuras sobre fondo blanco, destinado a una tumba, que muestra
el patetismo y el amor paternal en la escena de un niño subido en la barca del
remero que lo ha de llevar al otro mundo y que extiende sus manos hacia una
madre que lo contempla con cariño desde la otra orilla. 143 Encontramos
representaciones de una madre observando a su hijito mientras éste se menea
contento en su trona o de un niño que avanza gateando hacia su madre,
mientras un hombre, seguramente su padre, lo contempla (a mi juicio, con
delectación). Estas y otras muchas escenas ponen de manifiesto la existencia
de un público que disfrutaba con los niños. No sólo aparecen las madres
representadas, sino también los padres, como se desprende con toda claridad
de los caracteres retratados por el irónico filósofo Teofrasto de Atenas, que
describe cómo el «hombre servil» es el que juega excesivamente con los hijos
de los demás, mientras que el «hombre locuaz» habla tanto que hasta sus hijos
lo llaman cuando llega la hora de acostarse para que les cuente algo y puedan
así dormirse con mayor rapidez. Por supuesto, había personas de todo tipo,
como ocurre en la actualidad. Cuando Aristófanes representa a Diceopolis, el
personaje que encarna a un tozudo campesino ateniense, mostrando interés
sexual por su propia hija, pretende que nos riamos de la perversidad de su
acción. También en público se esperaba que los padres fueran algo más que
unas figuras ausentes y poco cariñosas. El orador Esquines pudo atacar ante
un jurado ateniense a otro orador como él, Demóstenes, achacándole falta de
sensibilidad por la muerte de su hija: «el hombre que detesta a sus hijos, el mal
padre», dice, «nunca será un líder en el que su pueblo pueda confiar». 144 Se
daban por hecho una serie de cosas que un orador podía explotar.
En los hogares de los ciudadanos de Atenas, el padre decidía sobre la vida de
su hijo recién nacido: si aprobaba su existencia, al cabo de cinco días del
nacimiento corría alrededor de la chimenea de su casa con la criatura en
brazos, en una ceremonia llamada Anfidromía. A los diez días de vida, el niño
solía recibir su nombre. Aristóteles señala que los padres esperaban esos diez
días debido a que muchas criaturas morían en ese lapso de tiempo. Los
especialistas modernos estiman que la tasa de mortalidad infantil era realmente
elevada, llegando al cincuenta por ciento. Sin embargo, en algunos estados
griegos (aunque no en todos), el abandono de los hijos no deseados era una
práctica común. A veces, los niños expuestos eran recogidos por individuos
que los criaban como esclavos, de modo que los padres que querían
deshacerse de sus hijos solían dejarlos en lugares públicos, como si con ello
abrigaran la esperanza de que alguien los «encontrara»: la exposición de niñas
era más frecuente que la de niños.
Al igual que otras transiciones sociales, las etapas de la vida de un niño
ateniense pueden relacionarse con las fiestas de la ciudad. A los tres años, el
niño participaba durante un día en las Antesterias, las fiestas de febrero. Bebía
vino por primera vez, y han llegado a nuestras manos algunas copas utilizadas
en esas ocasiones en las que aparecen niños representados. Para los niños
varones pertenecientes a una familia de ciudadanos el principal acontecimiento
tenía lugar en otoño, durante las fiestas de las fratrías, o «hermandades», en
las que a su debido tiempo ingresarían en calidad de ciudadanos. Los padres
los llevaban consigo para presentarlos a los demás miembros de la fratría (y
para demostrar que eran hijos legítimos, no engendrados con una esclava).
Cuando el niño cumplía cinco o seis años, se realizaba un sacrificio llamado el
«menor», y más tarde, a los dieciocho o cuando se consideraba que tenía edad
suficiente, se celebraba otro con motivo del corte de su pelo. Así pues, vemos
que los contactos del joven varón con su fratría iban sucediéndose a lo largo de
la infancia y la adolescencia.
Lógicamente, los bastardos suponían un problema, que era mucho menos
grave cuando se trataba del hijo de dos ciudadanos nacido fuera del
matrimonio. Si la madre estaba casada, es probable que se intentara hacer
pasar a la criatura por hijo de su marido oficial; en caso contrario, la mujer
normalmente abortaba. Sin embargo, en una sociedad esclavista, era habitual
que los dueños de los esclavos o sus hijos varones mantuvieran relaciones
sexuales con esclavas; relaciones que tenían sus consecuencias. En estos
casos, si la joven no abortaba antes el fruto de esas uniones conservaba la
condición de su madre, convirtiéndose en esclavo. Las complicaciones
aumentaban cuando un ciudadano varón tenía un hijo con una meteca o
extranjera residente. Si la madre era una prostituta, era de esperar que la mujer
abortara (pues tener un hijo habría arruinado su carrera). En caso contrario, la
criatura habría pasado indudablemente a engrosar las filas de los metecos. En
efecto, los bastardos que tuvieran un solo progenitor ciudadano, no podían
ingresar en una fratría ni podían aspirar a la ciudadanía ateniense. No
obstante, se cuenta que disponían de un «gimnasio» especial para ejercitarse,
adjunto al templo de Heracles en Cinosarges, fuera de las puertas de la ciudad.
Los poetas cómicos suelen hacer chistes sobre este lugar, y probablemente
hayan distorsionado los testimonios que poseemos acerca de él. Heracles era
también bastardo, fruto de la unión de Zeus con una mortal. 145
Las niñas, independientemente de que fueran hijas legítimas o no, no eran
presentadas en las fratrías: nunca iban a ser ciudadanas de pleno derecho.
Algunas, sin embargo, podían aspirar a convertirse en servidoras de los dioses.
En este sentido, las más prestigiosas eran las arrhephoroi, cuatro niñas hijas
de ciudadanos con edades comprendidas entre los siete y los once años que
vivían en la Acrópolis al servicio de la diosa de la ciudad, Atenea, y que
probablemente ayudaran a tejer su gran peplo ceremonial. Estas niñas jugaban
ritualmente a la pelota, y luego iban y venían, portando unas misteriosas cestas
en la cabeza, a una capilla de Afrodita situada en el jardín de abajo, a la que se
llegaba a través de un pasadizo. Este rito estaba reservado a unas pocas
elegidas, mientras que todas las niñas nacidas en el seno de una familia de
ciudadanos (probablemente) participaban durante un tiempo en un espléndido
rito de transición llamado los arkteia. Entre los cinco y los diez años, las niñas
jugaban a ser «osas», posiblemente para simbolizar su naturaleza salvaje e
inmadura, que a su debido tiempo sería amansada por su marido tras contraer
matrimonio. Unas copitas dedicadas a Artemis permiten hacernos una idea de
lo que era ese ritual: las niñas aparecen representadas corriendo desnudas, y
podemos observar también la figura de un oso. El centro principal para la
celebración de este ritual era el templo de Ártemis en Braurón, al este del Ática,
en cuyo emplazamiento se han llevado a cabo los hallazgos de los testimonios
visuales que conservamos, aunque los particulares de la ceremonia siguen
siendo inciertos.
Después de pasar cuatro o cinco años jugando a las «osas», las niñas
atenienses solían contraer matrimonio. No recibían una educación formal en la
escuela (al menos, durante el período clásico), y lo poco que pudieran aprender
a leer, lo aprendían en su casa, de sus madres (tal vez) o, en las familias ricas,
de esclavos cultos: las niñas quizá se visitaran unas a otras por esa razón. Los
niños, en cambio, recibían una instrucción, que empezaba normalmente a los
siete años y que solía prolongarse hasta los catorce al menos; su educación
incluía aprender a escribir, a leer (incluida la lectura de los poetas), música y
atletismo. La ciudad-estado no proporcionaba maestros, pero las pequeñas
escuelas de pago probablemente fueran un elemento habitual en toda el Ática.
Las familias más adineradas contaban también con esclavos-tutores. A su
debido tiempo los muchachos se casaban, aunque solía recomendarse que el
varón contrajera matrimonio bastante tarde, entre los veinticinco y los treinta
años. Hasta alcanzar esta edad, los jóvenes podían dar rienda a sus hormonas
sirviéndose de prostitutas de condición servil, que cobraban todo tipo de
precios por sus prestaciones (en una escena cómica se da a entender que la
postura más barata es con la mujer inclinada, y la más cara con la mujer
encima) 146 . Podían satisfacer sus instintos con jóvenes esclavas del hogar
paterno o, si preferían una relación más permanente, con una cortesana-
esclava (que también podía ser compartida), y por supuesto también unos con
otros. En la cerámica pintada las escenas de sexo entre hombres que
predominan son las que involucran a un hombre de más edad con un
muchacho apenas púber. Lo que dan a entender es que los adolescentes se
sometían primero al sexo con un varón adulto, y que luego, cuando eran
mayores, hacían lo mismo con otros muchachos. Sin embargo, es muy
probable que la homosexualidad entre chicos de la misma edad fuera también
frecuente.
Para las mujeres ciudadanas de Atenas que se casaban jóvenes, la vida en el
seno de una familia adinerada era recoleta y protegida. Los «varones de la
polis» disponían de su «sala de los hombres» para celebrar sus banquetes
(symposia); las mujeres tenían sus «dependencias de las mujeres» en las que
pasaban buena parte del tiempo junto a sus hijos y esclavas. Ni que decir tiene
que las tradiciones no se relajaron en absoluto para las mujeres atenienses del
siglo IV. Seguían estando sometidas a la tutela de su pariente varón más
próximo (el importante kyrios) durante toda la vida; sus matrimonios y
segundos matrimonios estaban regidos por reglas muy estrictas de herencias
familiares, mientras que las transacciones económicas que podían realizar se
limitaban a contratos que no superaran el valor de unos cuantos kilos de
cebada. En mi opinión (y según algunas fuentes antiguas discutibles), tenían
permitida la asistencia a los certámenes dramáticos, pero no podían ejercer de
actrices desempeñando los papeles femeninos.
Sin embargo, las mujeres del Ática constituían una amplia y variada categoría.
No sólo había un gran número de viudas y de mujeres casadas en segundas
nupcias: existía la posibilidad de divorciarse, tanto para el hombre como para la
mujer. Estaba además la mayoría de mujeres casadas de condición ciudadana,
las pobres que se veían obligadas a trabajar. En el interior de sus hogares, las
atenienses respetables se dedicaban a hilar lana o a supervisar a la nodriza a
la que muchas de ellas encomendaban la crianza de sus pequeños. Solían
cubrirse el rostro con un velo fino, a juzgar por los numerosos términos
existentes en griego para indicar este tipo de prenda, aunque podían subírselo
o abrirlo hacia un lado. Las mujeres de clase humilde, sin embargo, trabajaban
fuera de casa, salían a la calle y no llevaban una vida de confinamiento.
Además de las ciudadanas, estaba también el mundo de las heteras (hetairai) o
cortesanas, que no tenía nada de romántico, pues esas mujeres eran
normalmente de condición servil. Del año 340 a.C. aproximadamente nos ha
llegado el único testimonio que nos revela vividamente sus entresijos, un
discurso pronunciado ante un jurado de Atenas contra las actividades y la
familia de una antigua prostituta, Neera. Nos muestra cómo los hombres
podían comprar participaciones en una hetera que les permitía utilizarla por
turnos (las heteras eran en su mayoría esclavas); se estipulaban contratos
similares también con muchachos de alquiler. Podemos disfrutar, aunque nos
parezcan exageradas, de las anécdotas más escandalosas que se cuentan en
el discurso, especialmente una que habla de una experiencia de sexo en grupo
en el curso de un banquete celebrado en un templo o santuario del sureste del
Ática. Los aspectos más notables del contexto son que el orador habla de
Neera dando directamente su nombre (en un discurso, una buena esposa
ateniense habría sido siempre la «esposa de») y que esta acusación
exageradamente retorcida y manipulada fue presentada contra una mujer que
pasaba de los cincuenta y que no guardaba ningún parecido con la «furcia»
desenfrenada de las insinuaciones del orador.
Todo era un intento por parte del acusador de humillar a un rival político que
estaba relacionado con Neera.
Ni siquiera de la Atenas del siglo IV nos han llegado testimonios de primera
mano acerca de las conversaciones entre marido y mujer. Al igual que los
niños, ni que decir tiene que las atenienses recibían el amor de sus maridos, y
el demi-monde escandaloso que se evoca para atacar a Neera no debe ser
considerado la norma habitual. Otras fuentes confirman lo mal visto que estaba
frecuentar una cortesana una vez casado, por no hablar del hecho de tener a
una de esas mujeres viviendo en el domicilio conyugal. Lo que desconocemos
es el tono que tenían las relaciones entre los cónyuges en el seno de su hogar:
¿eran las mujeres de clase alta realmente tan sumisas como dan a entender
los idealizadores textos escritos por los varones?
Está también el problema de determinar hasta qué punto ese prototipo de
mujer era el habitual en otras ciudades-estado griegas, al margen de Esparta,
por supuesto. Se cuenta que en Lócride, en el sur de Italia, las mujeres tenían
un poder efectivo y que podían heredar y legar a sus hijas (a mi juicio, este
«espejismo» de la Antigüedad es harto improbable). Un viajero que visitó
Grecia a mediados del siglo III a.C. cuenta cómo las mujeres de Tebas cubrían
su rostro con un velo, dejando visibles únicamente los ojos: encontramos
incluso ejemplos de esta costumbre en unas cuantas estatuillas de terracota
que representan mujeres, las llamadas «tanagras», halladas en Tebas. 147
¿Acaso los «cerdos beodos» (como los llamaban los atenienses) habían
impuesto a sus mujeres esa forma de vestir ya en el siglo IV a. C? El estricto
hincapié que hacían los atenienses en que un ciudadano tuviera que ser hijo de
padre y madre ciudadanos era sumamente importante para su sentido de
cohesión y de identidad cívica, aunque, por otro lado, no fuera la norma en la
mayoría de las demás ciudades-estado griegas. En el norte de Grecia sabemos
que había madres que parecían incluso menos «atenienses». En efecto, en el
reino moloso de Epiro conocemos dos decretos del siglo IV que conceden de
hecho la ciudadanía a una mujer: tal vez, al tratarse de una monarquía, este
estado tuviera criterios muy distintos. 148 En el vecino reino de Macedonia, las
relaciones existentes entre esposas, maridos e hijos tenían un carácter más
dramático.
Los monarcas macedonios practicaban la poligamia y, como veremos, su
historia se vio coloreada durante siglos por las consecuencias que de ello se
derivaron. En la década de 390 el soberano reinante, Amintas III, tomó una
segunda esposa, Eurídice, a la que se le atribuye, cuando menos, haber
atentado contra la vida de su esposo y haber cohabitado con la hija del mismo.
También se cuenta que asesinó a dos de sus tres hijos. 149 Estas historias tan
macabras indican como poco las posibles tensiones existentes en el seno de
una familia real polígama aunque ninguna de ellas está justificada ni en su
totalidad ni en parte. Pero lo cierto es que su tercer vástago vivió en el mundo
en el que circularon esos rumores. Era Filipo, futuro rey de Macedonia y padre
de Alejandro. Las tensiones familiares formaron parte de su formación en la
misma medida que afectaron a la de su hijo, y llegaron hasta límites
insospechados a ojos de cualquier ateniense, que sólo podía haberlas
comparado con la trama de una de sus tragedias.

Capítulo 18 - FILIPO DE MACEDONIA

Filipo despreciaba a las personas de orden y que se preocupaban de


sus bienes, pero alababa y honraba a los individuos extravagantes y a
los que gastaban el tiempo jugando a los dados y bebiendo ... Algunos
se afeitaban e iban sin barba a pesar de ser adultos, mientras que otros
tenían la osadía de montarse como animales y fornicar entre sí aunque
ya tenían barba. Solían llevar consigo a dos o tres prostitutos cada uno,
y ellos mismos prestaban ese tipo de servicios a otros. Con razón, pues,
habría dicho cualquiera no que eran los «compañeros del rey», sino
unos «compañeros de lecho» cualesquiera...
TEOPOMPO F225 B (Jacoby), tras la temporada que pasó en la Pella de
Filipo

Hasta la década de 350 se produjeron muchos cambios en las relaciones


mantenidas por los distintos estados griegos, pero no hubo ninguna gran
sorpresa proveniente de ningún rincón imprevisible. En menos de veinte años,
sin embargo, la libertad de los griegos tendría un nuevo señor, el rey de
Macedonia, cuyos dominios se extendían al norte de Grecia, más allá del
monte Olimpo. La inesperada hegemonía de Macedonia superó a la de la
Atenas de Pericles y perduraría a lo largo de más de ciento setenta años.
Sus comienzos no pudieron ser más poco prometedores. El creador de dicha
hegemonía, Filipo, entró en escena a la edad de veinte o veintitantos años en
calidad de regente de un príncipe todavía más joven.
Su hermano mayor había muerto en el campo de batalla (no, como decían
ciertos rumores, asesinado por su madre) y su reino fue invadido y saqueado
por bárbaros procedentes del noroeste. Las ciudades-estado griegas del sur ya
habían visto aquello con anterioridad: asesinatos entre miembros de la familia
real macedonia, disputas por la sucesión al trono, juramentos prestados y
quebrantados por monarcas acosados... Los macedonios habían tenido breves
destellos de poder, pero durante más de dos siglos ni un solo rey de
Macedonia había muerto de vejez tranquilamente en su cama. No obstante,
después de más de veinte años en el poder, el nuevo caudillo de los
macedonios, el rey Filipo, podía ponerse al frente de un ejército bien
adiestrado, en el cual había muchos tesalios y griegos de otros orígenes, y
obtener una victoria definitiva sobre las principales ciudades-estado de Grecia,
incluida Atenas. En 338 a.C. su poder se extendía desde las riberas del
Danubio hasta el sur de Grecia. Impuso entonces una paz muy restrictiva a sus
«aliados» griegos y emprendió incluso una invasión del Imperio Persa. Su
construcción de la nueva Macedonia supuso el acto más rápido y más notable
de creación de una potencia que se produjo en toda la Antigüedad.
En el siglo IV a.C. Macedonia tenía su centro en una ciudad, palacio y capital a
la vez, situada en la llanura, Pella, pero constituía un conjunto de pequeños
reinos cuyas familias reinantes habían seguido a veces su propia línea de
actuación independiente. Los griegos del sur, que les eran hostiles, habían
llamado a menudo a sus soberanos «bárbaros», y el «dialecto macedonio» que
hablaba la gente sencilla del país resultaba muy difícil de entender para
muchos griegos. Los «macedonios» se distinguían a veces a sí mismos,
incluso en listas oficiales, de los «helenos». 150 No obstante, la familia real
afirmaba que descendía de Argos y remontaba su llegada al país a ca. 650
a.C., como si hubiera huido al norte al llegar la era de los tiranos y de la guerra
de hoplitas en Grecia. Semejante afirmación resulta bastante dudosa, pero en
ca. 500 a.C. su rey Alejandro I había obtenido permiso, después de un
cuidadoso escrutinio, para competir en los Juegos Olímpicos, la participación
en los cuales estaba limitada únicamente a los griegos. ¿Cuál era, pues, la
verdad? ¿Eran griegos los macedonios o no?
Durante los últimos treinta años se han encontrado cada vez más testimonios
del patrocinio dispensado por los macedonios a las bellas artes y a la artesanía
griega. Los textos ya nos decían que los reyes macedonios del siglo V habían
acogido en su reino a los desterrados griegos. Fueron asimismo mecenas de
grandes poetas griegos, como Píndaro y Eurípides, y contrataron a los grandes
pintores de la época: tras los últimos hallazgos arqueológicos, hoy día
podemos añadir a esa lista a un escultor importante, Calimaco. Los reyes y los
cortesanos de Macedonia deseaban indudablemente ser vistos como griegos.
Pero el patrocinio no convierte en griego a un patrono. No obstante, también se
ha producido una renovación de los estudios de la onomástica macedonia, de
los nombres de los meses del calendario macedonio, y de algunas palabras
raras del «dialecto macedonio» que han llegado hasta nosotros. Se han
descubierto además varias inscripciones personales en contextos del siglo IV,
que empiezan a permitirnos relacionar el «dialecto macedonio» con el que era
hablado habitualmente en el noroeste de Grecia. Una de las inscripciones
griegas más antiguas de Macedonio, descubierta recientemente, es una
maldición escrita por o para una mujer de Pella que invoca a los dioses para
que castiguen un fenómeno eterno de la conducta humana, es decir el
comportamiento mezquino de un hombre en cuestión de amores. 151 El
«antepasado común supuesto por todos» del reino era el legendario Macedón,
hijo, según la genealogía griega, del dios Zeus. En la primitiva capital y sede de
la dinastía, Egas (la actual Vergina), los monarcas macedonios celebraban
unos juegos Olímpicos de ámbito local en el transcurso de las fiestas de Zeus.
Cerca de la frontera meridional del reino, en Dión, celebraban además un
festival musical y cultural en honor de las Musas. 152 Dentro de los distintos
reinos, los titulares de los mismos habían contraído a veces matrimonio con
mujeres «bárbaras», es decir, no griegas: se decía, tal vez con razón, que la
propia madre de Filipo había sido bárbara. Pero la cultura y la lengua
predominante de los monarcas y de sus cortesanos era indudablemente el
griego.
En la educación de Filipo hubo dos elementos significativos. De joven, fue
enviado como rehén a Tebas, a la sazón la potencia militar hegemónica en
Grecia. Se dice que un destacado general tebano fue su amante. Pero Filipo
pasó también algún tiempo como rehén en la bárbara Iliria. Dispensó su favor
personal a artistas, actores y oradores griegos, aunque, según se cuenta, su
madre no aprendiera a leer y a escribir hasta la madurez; recientemente hemos
encontrado algunas inscripciones griegas, bellamente grabadas en su nombre,
en Egas, la capital dinástica de los macedonios. Filipo, en cualquier caso,
cultivó también la amistad de reyes y aliados bárbaros, que respondieron
debidamente a sus extravagantes demostraciones de fuerza y de generosidad.
Entre aquellos amigos, era habitual recompensar con una copa de oro al aliado
bárbaro que cortaba la cabeza de un enemigo en el campo de batalla: «copas
por cabezas» no había sido nunca la manera de proceder de los griegos
clásicos. 153 Algunas tradiciones macedonias eran también decididamente
primitivas. En el pasado, un varón no podía usar cinturón si no había matado a
un enemigo en el campo de batalla. Todavía en su época, cuando salía de
caza, Filipo no podía recostarse en su lecho para comer hasta no haber
matado un jabalí. Al igual que sus predecesores en el trono, pero a diferencia
de los griegos de su tiempo, era polígamo. En tres años tuvo cuatro «esposas»
en su palacio y acabó teniendo siete, tres de las cuales eran bárbaras, es decir,
no griegas. Una de ellas, Audata, se hizo famosa como guerrera en el campo
de batalla e instruyó en las artes marciales a su valiente hija, Cínane. Filipo
solía enfrentar a unas esposas con otras, del mismo modo que, en la esfera
pública, se dedicó a enfrentar entre sí a las grandes potencias griegas. Su
último devaneo, el que tuvo con la joven macedonia Cleopatra (llamada
también Eurídice), supuso la división de la familia real y supuestamente le
costó la vida. Entre los sensacionales hallazgos de tumbas decoradas con
pinturas efectuados en el cementerio real de Egas ha aparecido una doble
tumba, a todas luces la de Filipo, en la que fueron depositados sus restos
incinerados y los de una mujer joven, quizá la reina Cleopatra. Los visitantes
griegos, entre ellos el historiador Teopompo, que estuvo algún tiempo en
Macedonia por esta misma época, contaban acerca de este cementerio
escabrosas historias de venganza: en la actualidad poseemos en las tumbas
recientemente descubiertas la base real a partir de la cual se desarrollaron
esos rumores no comprobados.
La imagen de sí mismos que tenían los reyes y los nobles era griega, pero
también podían caracterizarse como «macedonios», postura que sus éxitos
militares vendrían a reforzar. Embajadores de todos los rincones del mundo
griego acudían cada vez en mayor número a la Pella de Filipo, y los legados de
Atenas llegaron incluso a reconocer su talante excepcional. Por aquel entonces
Filipo había perdido un ojo durante el asedio de una ciudad, una de las muchas
heridas a las que sobrevivió su extraordinaria fortaleza física a lo largo de
veinte años de carrera, entre otras la rotura de las dos clavículas. No obstante,
los visitantes atenienses se hacen lenguas de su gran apostura, de su
excelente memoria, de su hospitalidad y del talento demostrado en los
banquetes. Filipo tenía el encanto de un hombre cultivado, que combinaba con
su singular valor en el campo de batalla y una generosidad impulsiva, dotes
todas ellas propias de una vida cortesana que conservaba cierta faceta salvaje.
Probablemente fuera en Macedonia donde el poeta Eurípides escribiera su
obra maestra, Las bacantes, la tragedia dedicada a la figura del dios Dioniso.
En la corte, el estreno de esta obra debió de tener un eco clamoroso, entre
otros motivos porque la principal esposa de Filipo, Olimpíade, solía coger entre
sus manos, según se dice, serpientes vivas (hoy día poseemos pruebas de un
culto local de Dioniso protagonizado por las mujeres, como atestigua una cinta
de oro recientemente hallada en Macedonia que lleva una inscripción en
griego). 154 Se dice asimismo que en las cenas Filipo brindaba con sus invitados
en grandes copas en forma de cuerno, modeladas probablemente a imitación
de los cuernos de buey de las estepas de Europa. Se contaban también
leyendas acerca de mujeres que danzaban encima de la mesa, de látigos y de
repulsivos griegos desterrados que se dedicaban a jalear aquellas juergas
nocturnas.
Evidentemente, Filipo se vio favorecido por las dificultades de sus vecinos,
vencidos por la edad. Los ancianos reyes bárbaros que lo rodeaban decidieron
firmar la paz con él y luego legaron sus reinos divididos a unos herederos
debilitados: Filipo pudo así conquistar uno a uno todos estos territorios. Primero
en Tesalia y luego en Grecia central fue invitado también a tomar partido en las
luchas políticas que asolaban a las comunidades griegas. Durante los tres
primeros años de su gobierno, mostró las ambiciones tradicionales de los
anteriores monarcas macedonios, como correspondía a un joven príncipe que
reinaba como regente rodeado de nobles de más edad y experiencia. Luego,
en un año espléndido para él (356 a. C), tuvo un hijo varón (Alejandro), derrotó
a una coalición de enemigos bárbaros, y conquistó una ciudad-estado griega
vecina (Potidea). Obtuvo además una prestigiosa victoria con su caballo en los
juegos de Olimpia, e hizo ostentación de su estatus acuñando una serie de
monedas de plata en las que aparecía montado a caballo con la mano
levantada. Fundó incluso una nueva ciudad, llamada como él, la famosa
Filipos, a orillas del río Nesto, hasta la que hizo avanzar la frontera oriental de
su reino.
Los nuevos conflictos surgidos entre los griegos lo llevaron entonces a
trasladarse a Grecia central y a «salvar» simbólicamente el oráculo de Delfos,
que se veía amenazado. Allí, Filipo aprovechó la invitación de los helenos, que
estaban en guerra unos con otros. Tras ser rechazados en la vecina Eubea en
357 a.C., los tebanos habían emprendido una guerra gratuita contra los
focidios, amigos desde tiempo inmemorial de Atenas. Como los focidios
opusieron resistencia y tomaron prestado el tesoro del santuario de Delfos, los
tebanos los calificaron de «ladrones de templos» y consiguieron aliarse con
Tesalia, antigua enemiga de Fócide, para aquella guerra «sagrada». Pero
después de empezar la guerra, los tebanos no supieron acabarla y terminaron
pidiendo a su antiguo rehén, Filipo, que viniera en su ayuda. Aquella petición
resultaría desastrosa para la libertad de Grecia. En la primavera de 352 a.C. las
victorias obtenidas en Grecia central permitieron a Filipo obtener un apoyo
enorme entre los tradicionalistas de Tesalia, que lo nombraron incluso
«presidente» de su confederación: tuvo así a su disposición las rentas de
Tesalia, pero la ganancia más importante era la que representaba la caballería
del país, formada por miles de soldados. Con su típica disposición en forma de
rombo, la caballería tesalia seguiría siempre con lealtad a Filipo y a su hijo
Alejandro, hasta que éste prescindiera de sus servicios en 329 a.C. en el lejano
río Oxo, en Asia central.
Con el apoyo de Tesalia, Filipo venció en la «Guerra Sagrada» emprendida
contra los focidios por el sacrilegio que habían cometido, como si combatiera
en nombre del dios Apolo: los mercenarios cautivos de Fócide fueron ahogados
en el mar, para poner de relieve que eran enemigos contaminados. En 346
Filipo juró una paz y una alianza con los atenienses, prometiéndoles de paso
vagos «beneficios»: los ciudadanos más realistas no se dejaron engañar. No
deberíamos entender esta paz como la base ideada por Filipo para llegar a un
acuerdo permanente con las ciudades-estado griegas. Más bien tenía como
finalidad mantener en punto muerto los asuntos de Grecia mientras llevaba a
cabo otras grandes campañas en los territorios bárbaros de lliria (llegando
quizá hasta la actual Dubrovnik) y después de Tracia (la actual Bulgaria), hasta
la altura del Danubio. Mientras tanto, ante las ciudades-estado griegas, sus
embajadores siguieron afirmando que estaba dispuesto a atender sus quejas;
las declaraciones de «amistad» y las promesas de «beneficios» serían las
armas habituales de la diplomacia de Filipo. Al mismo tiempo, desde el verano
de 343 hasta 341 las propuestas recibidas de las facciones descontentas de las
ciudades griegas fueron recompensadas con dinero, armas e incluso
mercenarios. Entretanto Filipo fomentaba la idea de que en el sur de Grecia iba
a doblegar a los temidos y odiados espartanos. De ese modo, los vecinos de
Esparta se mostraron reacios a unirse a los que se le oponían, pues temían al
resurgimiento de Esparta más aún que a aquel desconocido «aliado»
macedonio.
Tras varias campañas importantes en Tracia, en la frontera oriental de su reino,
realizadas a partir de 342, las disputas políticas de las ciudades griegas
llevaron de nuevo a Filipo a Grecia central en 339-338. Sus antiguos aliados,
los tebanos, habían cambiado peligrosamente de bando y se habían puesto del
lado de los atenienses; desde 346 Filipo había tenido la prudencia de retener
varias plazas fuertes cerca de las Termopilas y de ese modo lo único que había
conseguido había sido desilusionar a la opinión pública de Tebas, pero el
ataque lanzado en 340 contra Bizancio, aliada de los tebanos, había
intensificado entre los griegos la oposición a los macedonios. En definitiva, se
produjo el resultado que siempre había temido Filipo, a saber, la formación de
una alianza entre Tebas y Atenas. No obstante, en la batalla de Queronea, en
agosto de 338, el soberano macedonio obtuvo su victoria más sonada,
«desastrosa para la libertad», sobre las tropas combinadas de Tebas y Atenas.
La diplomacia y los conflictos de los años 348-338 tuvieron una fascinación
duradera y sus consecuencias supusieron un punto de inflexión para la vida
cívica de Grecia y su marco de desarrollo, la libertad. Tras la victoria de 338,
Filipo respetó ostentosamente a Atenas (la ciudad conservaba todavía sus
inexpugnables Muros Largos), pero se mostró mucho más riguroso con Tebas.
A continuación declaró la guerra al Imperio Persa, que había sido su objetivo a
largo plazo, al menos desde finales de la década de 350. Supuestamente,
aquella guerra debía «castigar a los persas por las atrocidades cometidas en
480», sobre todo el incendio de los templos de Atenas, y «liberar» a las
ciudades griegas de Asia Menor. En 338-337, antes de trasladarse a Oriente,
Filipo impuso una paz y una alianza a los griegos, ofreciéndoles la «libertad»,
aunque muchos se mostraron reacios a aceptarla o escépticos respecto a sus
verdaderas intenciones.
Para facilitar su campaña en Asia, la publicidad del soberano macedonio
recordó astutamente la historia de los grandes años de panhelenismo de 478-
465, y Filipo creó una segunda «Liga Helénica», cuya sede, como ocurriera
anteriormente, fue Corinto. Esta vez Esparta quedó fuera de la alianza, para
mayor regocijo de sus enemigos del sur de Grecia. A ojos de éstos, la
«libertad» vigilada de Filipo era preferible al riesgo de un resurgimiento de
Esparta. Desde el punto de vista de Atenas, este tipo de mezquindad localista
estaba muy cerca de la traición. Pues la Liga Helénica de Filipo era mucho más
rigurosa que la que en la década de 470 habían acaudillado Atenas por mar y
Esparta por tierra. En las ciudades integradas en la Liga, se prohibieron
estrictamente los cambios de sistema político y las amenazas radicales de
repartos de tierras y de abolición de las deudas. Se creó un consejo de
delegados encargado de arbitrar las disputas suscitadas entre los estados
miembros, consagrando así en un tratado la vieja práctica griega del arbitraje
público. Pero se nombrarían también individuos «encargados de la seguridad
pública», eufemismo cuidadosamente ambiguo mediante el cual se designaba
a los hombres de Filipo: probablemente se refiriera a sus generales y al ejército
que dejó en Grecia. 155 Mientras tanto, los estados rebeldes serían castigados
como quisiera el líder macedonio.
Los notables éxitos obtenidos por Filipo en Grecia tuvieron mucho que ver a
todas luces con las trampas y las promesas, artificiosamente disfrazadas de
diplomacia. Envió repetidamente a los atenienses cartas llenas de vagas
promesas, declaraciones de autojustificación equívocas y, en último término, de
historia tendenciosa. Nunca hasta entonces ningún estado griego había dado
tantas explicaciones a otro a través de aclaraciones no pedidas. Detrás de sus
bellas palabras, Filipo contaba con unos recursos humanos cada vez más
fuertes; había ampliado las fronteras de Macedonia, y pudo así disponer de los
recursos de un reino recientemente unido cuya fuerza militar era mucho mayor
que la de los atenienses. Incrementó asimismo la fuerza de la caballería de su
reino estableciendo a macedonios, futuros soldados de caballería, en las ricas
tierras de pastos adquiridas en los humedales de su frontera oriental. Aumentó
incluso la resistencia de los animales de su caballería introduciendo nuevos
ejemplares de cría en las cuadras de su reino. Al final de su reinado su
caballería (que marchaba a la carga con la lanza en ristre) estaba formada por
más de 5.000 jinetes, cifra más de cinco veces superior a la que tenemos
atestiguada en el momento de su subida al trono. En las fronteras del noroeste
y del este, se anexionó también minas de oro y plata de fácil acceso. Los
hallazgos arqueológicos realizados en Macedonia llaman la atención antes
incluso del reinado de Filipo por el número de objetos de oro, esto es, por una
riqueza que supera la cantidad de oro encontrada en cualquier otro lugar de
Grecia. Las nuevas minas intensificaron este esplendor y transformaron la base
económica del reino. Sus consecuencias no tardarían en dejarse ver en las
soberbias monedas acuñadas por Filipo, pues por primera vez empezarían a
circular piezas de oro con la efigie de un monarca griego. Se convertirían en
uno de los recuerdos más duraderos de Filipo: pervivieron en copias de
segunda mano entre los bárbaros de Europa y continuaron siendo usadas
mucho después de su muerte en puntos de Occidente tan alejados como la
Galia.
Los otros recueros dejados por Filipo fueron las nuevas ciudades por él
fundadas y los cambios que introdujo en el ordenamiento social y militar de los
macedonios. En las fronteras del reino surgieron diversas «ciudades de Filipo»,
precursoras de las «Alejandrías» de su hijo. Varias de ellas se encuentran en
diversos emplazamientos fluviales en la actual Bulgaria (Plovdiv recuerda
todavía el nombre de Filipo). Estas nuevas ciudades reforzaron sus fronteras y
sus conquistas, mientras que las nuevas unidades militares, basadas en el
ordenamiento social recientemente instaurado, vinculaban más estrechamente
con el monarca a su ejército, que se vio dotado de un mayor equilibrio. Una
numerosa unidad de 3.000 «escuderos reales», invención de Filipo,
relacionaba la unidad perfectamente entrenada de los «Compañeros del Rey
de infantería» con los Compañeros del Rey de caballería, que actuaban en una
y otra ala de la formación flexible. Estos nuevos títulos honoríficos distinguían a
los reclutas que estaban al servicio del monarca y aunque las unidades
seguían comandadas por la nobleza local, ahora recibían un adiestramiento y
habían quedado fundidas en un solo ejército real. El símbolo de los
Compañeros del Rey de infantería era la lanza larga o sarissa, de madera de
cornejo, rematada en su parte posterior por otra punta de lanza; se sujetaba
con las dos manos y tenía una longitud de más de cinco metros.
Evidentemente Filipo meditó a fondo las cuestiones de táctica militar e inventó
un nuevo modelo de ejército que constituía una unidad singularmente variada y
equilibrada.
Lo curioso es que Filipo vinculó el nuevo ejército a su persona como rey sin
renunciar a ninguno de los poderes de la monarquía. Los reyes vecinos, en
cambio, habían visto cómo los suyos eran limitados por consejos y magistrados
fijos; Filipo siguió siendo un autócrata al que contribuyeron a engrandecer los
éxitos alcanzados y la capacidad de hacer a sus soldados regalos y
donaciones de las tierras conquistadas. Un rey macedonio debía ser un
hombre capaz de realizar proezas y grandes acciones singulares. Su pueblo
mostró una inquebrantable lealtad a la monarquía (ésta duró mucho más
tiempo que la democracia ateniense), pero la nobleza podía decidir en
cualquier momento que prefería a otro para ocupar el puesto de rey. Al margen
de su encanto y de sus dotes diplomáticas, Filipo tenía que ser un gran
guerrero y un gran cazador, hacer generosas donaciones y ser un gran
bebedor. Estas facetas eran las que hacían de un hombre un líder macedonio y
las que admiraba la corte. Así, pues, Filipo combatía en primera línea y
después de la batalla no dudaba en encabezar la incansable persecución a
caballo de los líderes fugitivos del enemigo. Las otras cualidades que
conocemos de él quedan perfectamente ilustradas por la arqueología, en la
tumba real doble de Vergina, un extraordinario fresco muestra algunas escenas
de caza en las que aparece él, los jóvenes Pajes del Rey y (seguramente)
Alejandro atacando a un león (por entonces estas fieras habitaban todavía en
Macedonia y sus proximidades). Hasta los perros de caza aparecen
representados con unos colmillos terribles. Frente a ellos vemos también las
presas de los cazadores macedonios, ciervos, osos y jabalíes. El soberbio
escudo ceremonial y el lecho de la cámara funeraria de Filipo estaban
decorados también con vigorosas escenas de cacerías a caballo. El ajuar
fúnebre contenía un carcaj de oro de un tipo que conocemos en la bárbara
Escitia: indudablemente era un regalo recibido por Filipo, del estilo de los que él
mismo solía hacer. Una serie de copas y grandes jarras y vasijas de plata, a
menudo hermosamente decoradas, atestiguan el destacado papel que tenía el
hecho de beber desaforadamente en las fiestas celebradas en las estancias del
palacio de Filipo.
Filipo se ganó la lealtad de sus hombres destacando en todas estas
actividades. En Macedonia tenía sus consejeros, especialmente los nobles que
constituían su séquito de Compañeros del Rey, pero no existía una
«constitución» formal: en su reino seguía siendo él el que, como monarca,
dispensaba una justicia personal en respuesta a los recursos o peticiones que
se le presentaran. Este modelo de justicia personal predominaría a lo largo de
las tres centurias siguientes bajo las sucesivas monarquías; y luego sería
seguido durante más de cinco siglos por los posteriores emperadores romanos.
Pero en Grecia lo vemos por primera vez con el rey Filipo de Macedonia. El
emperador Adriano tal vez conociera la anécdota que se cuenta de una
anciana que se acercó a él en uno de sus viajes: había venido sólo a pedir
justicia, pero Adriano se limitó a contestarle: «No me molestes». «Pues
entonces no seas rey», replicó la mujer. El emperador entonces no tuvo más
remedio que molestarse en oír su petición. 156 Lo que probablemente no supiera
el emperador es que esa misma anécdota se había contado a propósito de
varios soberanos anteriores que también dispensaban una justicia personal.
Como cabría esperar, el primero de quien se contó fue del rey Filipo de
Macedonia.

Capítulo 19 - LOS DOS FILÓSOFOS

Platón solía llamar a Aristóteles «el potrillo». ¿Qué quería decir con ese
apodo? Pues bien, de todos es sabido ' que los potrillos cocean a sus
madres cuando ya han mamado lo suficiente.
ELIANO (ca. 210 d.C), Historias curiosas 4.9

Aristóteles acusa a los viejos filósofos que pensaban que la filosofía


había llegado a la perfección gracias a sus esfuerzos y dice que eran o
muy tontos o muy vanidosos, pero que él mismo podía comprobar que,
como se habían llevado a cabo grandes avances en tan pocos años, la
filosofía podía estar acabada en poco tiempo.
CICERÓN, Disputaciones tusculanas 3.28.69

Filipo sería uno de los dos grandes fundadores del mundo clásico (el otro sería
Octaviano Augusto), pero su carrera coincidió con la de los dos hombres que
fueron los mayores pensadores de toda la Antigüedad: Platón y su discípulo,
Aristóteles. Platón acabó enseñando en Atenas, en los alrededores de la capilla
de un héroe, la llamada Academia (de donde deriva el término moderno
«académico»); parece que los que escuchaban sus enseñanzas no pagaban
por ello ni lo hacían a Puerta cerrada. Aristóteles enseñaba en las
proximidades de un santuario predilecto en otro tiempo de Sócrates, el Liceo.
Sus seguidores recibieron el nombre de Peripatéticos (término derivado de la
palabra griega que designa el paseo porticado). Ambas escuelas perduraron a
lo largo de ochocientos años y el pensamiento de sus fundadores volvió a
resurgir más tarde en Europa. En mi universidad de Oxford, el pensamiento de
Aristóteles ha sido enseñado y estudiado ininterrumpidamente durante más de
625 años.
Los dos filósofos estuvieron en relación con los dinastas griegos más
poderosos de su época. Platón visitó Sicilia con la intención de aleccionar a dos
tiranos de Siracusa, padre e hijo, llamados ambos Dionisio, y conversar con
ellos. Se publicó luego un libro con sus doctrinas, obra, al parecer de Dionisio
el Joven, que los discípulos de Platón rechazaron inmediatamente. Después de
estudiar con Platón en Atenas, Aristóteles vivió unos años en la corte de cierto
dinasta, Hermías, en el noroeste de Asia Menor, que había creado un círculo
de compañeros «filosóficos» y recibió los elogios de su huésped en un curioso
himno. Más tarde se trasladó a Macedonia, en cuya corte había trabajado como
médico su padre. En 343-342 a.C. fue elegido instructor del hijo de Filipo,
Alejandro, de modo que el hombre con mayor amplitud de miras del mundo
sería el maestro del que habría de convertirse en el mayor conquistador del
mundo. Cuando Alejandro subió al trono, Aristóteles regresó a Atenas para
dedicarse a la enseñanza durante otros trece años.
Platón era el más viejo de los dos. Nació en 427 a.C. y vivió casi hasta los
ochenta años, muriendo en 348 a.C. Fue además mejor escritor, y en mi
opinión es el mejor prosista de la literatura universal. Pertenecía a una familia
de clase alta de Atenas y no era demasiado joven con respecto a los hombres
de su ambiente que abrigaban la esperanza de que un día desapareciera de
una vez la democracia y que llegaron incluso a conspirar para conseguirlo. Fue
uno de los discípulos más célebres de Sócrates, cuyo famoso sistema de
preguntas acerca de cuestiones éticas, sobre la posibilidad de alcanzar el
conocimiento y el conocimiento de uno mismo, influyó poderosamente en la
composición de sus primeros diálogos. La ejecución de Sócrates y la
experiencia de las votaciones mayoritarias («gobierno de la chusma») no
contribuyeron en absoluto a hacer de Platón un demócrata. La democracia,
escribiría más tarde, es una «una organización política agradable, anárquica y
policroma, que asigna igualdad similarmente a los que son iguales y a los que
no lo son». Platón la detestaba. 157
No sólo en política iría a contracorriente de sus conciudadanos. Su filosofía se
basaba en una contraposición radical entre el mundo de la apariencia (real para
nosotros) y el mundo de la «realidad», cognoscible sólo para el filósofo
debidamente preparado e instruido durante más de quince años. Puede que
Platón y sus discípulos llevaran a cabo clasificaciones del mundo natural (el
mejor testimonio en este sentido es una comedia en la que se los parodia),
pero desde luego no eran empiristas. Lo que indudablemente admiraban eran
las nuevas ciencias de las matemáticas y la astronomía (aunque Platón no
realizó ninguna aportación duradera en estas dos ramas del saber, a pesar del
gran aprecio en que las tenía). Platón afirmaba que el alma es algo aparte del
cuerpo humano, que penetra en el cuerpo con el conocimiento de una
existencia anterior que luego podemos «recordar», y que después de la muerte
del cuerpo existen castigos y una nueva vida para las almas. Como es sabido,
postulaba la existencia de «ideas» que culminaban en una enigmática «idea del
bien», acerca de las cuales enseñó, si bien no llegó a publicar nunca un tratado
coherente sobre las mismas. Estas ideas se dice que son los tipos ideales que
constituyen la esencia de los objetos (camas, perros o caballos) y de las
cualidades (justicia, bien, sabiduría) existentes en el mundo que erróneamente
llamamos «real». Como lo universal respecto de lo particular, representan el
bien o la «perrunidad» manifestada en nuestro mundo.
Platón trató también una y otra vez las cuestiones del conocimiento, la creencia
y la explicación. ¿Qué es «conocer» una cosa? ¿Presupone el conocimiento de
su definición? ¿Cuál es la diferencia entre el conocimiento y la creencia que es
verdadera? ¿Cuál es el valor moral del conocimiento de sí mismo? ¿Es
realmente un conocimiento, ya que es el conocimiento de un objeto que no está
fuera del sujeto? ¿Es la virtud igual que cualquiera de las artes que los
artesanos expertos saben aplicar? Estas y otras cuestiones, en gran parte
perfeccionadas una y otra vez, se ocultan tras algunos de los escritos que los
filósofos siguen considerando más enigmáticos de toda la obra de Platón, y que
culminan con sus últimas obras maestras, el Teeteto y el Sofista. Incluso la
abstrusa teoría de las ideas sería objeto de la crítica del propio Platón, sobre
todo en su importante diálogo Parménides; achaca como defecto a esta teoría
que desemboca en una regresión infinita y plantea el famoso argumento del
«tercer hombre». Sobre todo en los diálogos de juventud, Platón oculta la
exposición de sus propios planteamientos tras la forma deliberadamente
escogida del diálogo. En ellos aparecen representados otros adversarios
jóvenes discutiendo con el Sócrates de Platón, que los confunde utilizando a
veces argumentos que a nosotros nos parecen sorprendentemente
inconsistentes. Según cierta teoría, lo que hace Platón es ejercitar
deliberadamente al lector de sus diálogos enfrentándolo a argumentos cuya
validez él no respalda personalmente. Este proceso nos ayuda a tonificar la
mente, preparándonos para futuros progresos. Desde luego, Platón no
presenta como propias las opiniones de los personajes que intervienen en sus
diálogos. El empleo de la forma dialogística y la dilatada evolución de sus obras
a lo largo de casi cuarenta años hace que convertir sus ideas en un sistema y
llamar a dicho sistema «platónico» constituya un grave error. Ya en la
Antigüedad, algunos lectores de época posterior así lo hicieron, afirmando que
no añadían nada nuevo al pensamiento de Platón. Su neoplatonismo era
radicalmente falso respecto a muchas de las cuestiones estudiadas por Platón.
En los diálogos tardíos, el Sócrates que anda siempre haciendo preguntas y
provocando a sus interlocutores desaparece, llevándose consigo su ingeniosa
ironía. El método socrático se convierte en una larga disquisición puesta en
labios de Sócrates (o del protagonista del diálogo), a la cual el interlocutor,
absolutamente hundido, sólo puede responder con timidez: «¿Cómo no,
Sócrates?». No obstante, Platón permite la exposición de algunas teorías
insólitas. En su república ideal, las mujeres deben participar del mismo sistema
de educación que los hombres. En una de sus últimas obras, las Leyes, los
castigos no sólo son una sanción merecida o un escarmiento, sino que en
ciertas circunstancias deben ser también curativos. Ese mismo Platón, sin
embargo, puede expresar opiniones absolutamente derogatorias acerca de la
inferioridad e irracionalidad de las mujeres; en sus obras de juventud mantiene
una postura relativamente positiva acerca de la pederastia, pero en las Leyes
es el primer autor griego conocido que califica las relaciones homosexuales
entre varones de antinaturales («Platón homófobo»); 158 se muestra inflexible al
afirmar que quienes propagan ideas ateas deben ser sancionados y, si lo
hacen utilizando el cinismo y el engaño, deben incluso ser condenados a
muerte. El Platón que con tanta brillantez convirtió a su maestro Sócrates en un
mártir elocuente cuando escribió una Apología póstuma para él, acabó
proponiendo unas leyes que habrían mandado a Sócrates a un centro de
reeducación. 159
Las obras de Platón insisten a menudo en un tema trascendental, a saber,
cómo deben gobernar los «mejores» para imponer la justicia en un Estado.
Aunque la de Platón fuera una voz tan opuesta a las posturas de sus
contemporáneos, la cuestión no podía ser más urgente en su época. Las
ciudades-estado y las Ligas existentes en sus tiempos se habían visto
desgarradas por los conflictos sociales y las guerras por la hegemonía; esta
situación alcanzó especial gravedad en Sicilia, región que él mismo llegó a
visitar, tras la caída de sus anfitriones, los despóticos tiranos de Siracusa. Para
Platón, la «libertad» política no constituía un asunto de interés primordial.
Desaprobaba la «libertad de vivir como a uno le dé la gana», que consideraba
mero «libertinaje», o sea la insaciable búsqueda del placer, rasgo típico del
gobierno de la chusma. Su estado ideal en la República o en las Leyes tenía
como finalidad proporcionar al individuo la mejor vida posible además de
perfeccionarlo. La idea liberal de limitar la intervención del Estado en la vida de
los ciudadanos no le preocupaba en absoluto. Obedecer sus leyes suponía
necesariamente hacerse bueno.
El lujo, en cambio, era otra cuestión. Como no tardarían en subrayar algunos
discípulos suyos, la preponderancia del lujo en Sicilia sorprendió sobremanera
a Platón y lo llevó a insistir en la necesidad de llevar una vida modesta. Al fin y
al cabo, una faceta de la imagen de Sócrates era su característica indiferencia
ante el placer y el rigor. Este tema fue puesto de relieve por Platón, que lo
trasladó a la vida de las comunidades políticas. En la República, la comunidad
«inflamada», que está mal gobernada (pero resulta bastante atractiva), es la
que se entrega al lujo y lo padece como si fuera una enfermedad. El lujo de los
divanes, el incienso y las prostitutas la aleja de la búsqueda de la justicia
basada en el autocontrol. Se trata de una faceta puritana constante del
pensamiento de Platón.
El tema de la justicia es absolutamente fundamental en él. En sus obras de
juventud, Sócrates suele preguntar a un joven interlocutor qué es exactamente,
pongamos por caso, el valor, o la piedad o el conocimiento. Con mucha
frecuencia, la gimnasia mental derivada de todo ese interrogatorio no llega a
ninguna conclusión: de lo que sí nos enteramos, sin embargo, es de que la
justicia es la salud mental que deriva a su vez del conocimiento de uno mismo
y que nos ayuda a mantener unas relaciones virtuosas con los demás. En la
República, la principal cuestión que se plantea es la naturaleza de la justicia. La
respuesta va perfilándose a lo largo de diez libros que concluyen con un mito
espléndido que permite responder a una pregunta especialmente difícil: ¿Por
qué debemos ser justos? Atribuido a un misterioso «Er, el armenio», el mito en
cuestión cuenta lo que le pasa al alma después de la muerte y cómo se le
asigna una nueva vida humana tras ser juzgada Por la anterior. El mito
constituye una respuesta muy hermosa, pero Poco plausible, a otra pregunta:
«¿Qué recompensa recibe la justicia?», frente a la injusticia que abriga la
esperanza de quedar impune. La definición general de justicia que da la
República tiene que ver con la compleja idea de que existe una naturaleza
tripartita en el alma, relacionada, a su vez, con la naturaleza tripartita del
Estado ideal. La justicia se manifiesta cuando todas las partes cooperan con
las demás por su propio bien y el del conjunto.
El problema es que las comunidades ideales de Platón sorprenden al lector
porque son potencialmente las más injustas. En la República, se supone que la
mejor comunidad será gobernada por los mejores, que habrán sido
debidamente educados y seleccionados para ejercer esta responsabilidad.
Habrá tres clases de individuos: los trabajadores, los guerreros y los
gobernantes filósofos. Los ciudadanos serán seleccionados para su integración
en una de ellas, pero sólo los gobernantes pasarán por un larguísimo proceso
de educación filosófica que culminará en el momento en el que alcancen el
conocimiento de las ideas y de la suprema idea del bien. Sin someterse a
ninguna prueba, ni a rendición de cuentas, ni al voto de la mayoría, lo único
que tenían que hacer era gobernar al resto de los ciudadanos. Más adelante,
en las Leyes, Platón admite que incluso los gobernantes deben tener alguna
ley a la que obedecer. Sin embargo, el problema está en que las leyes que el
extenso diálogo de este nombre propone son tan dictatoriales y represivas que
ningún griego de la época en sus cabales habría estado dispuesto a admitir
que semejante Estado fuera la comunidad «justa» en la que habría deseado
vivir. La República, lamentándolo mucho, había desterrado ya a los artistas, a
los poetas e incluso al «engañoso» Homero. Proponía que todos los bienes,
empezando por las mujeres, debían ser poseídos en común (Aristófanes había
hecho una parodia maravillosa de esta idea allá por 390, en mi opinión porque
había tenido muy pronto noticia de las nuevas teorías de Platón en este
sentido). Las Leyes multiplicaban además la represión al proponer un Consejo
Nocturno (imitado, en cualquier caso, en la Venecia del Renacimiento) y al
amenazar con el uso de la religión para asustar a los ciudadanos e impedirles
la práctica del sexo.
Aristóteles, discípulo de Platón, nació en Estagira, en el norte de Grecia, en
384 a.C. más de cuarenta años después que su maestro, y murió en 322 a.C.
Aunque se formó con Platón y compartía con él algunos planteamientos, fue un
pensador mucho más empírico, dotado de una singular capacidad para
elaborar clasificaciones y categorizaciones, y mucho más atento a la sabiduría
cotidiana aceptada por todos que necesitaba más un apoyo intelectual que una
total destrucción. Subrayó una y otra vez la existencia de excepciones y casos
particulares, frente a las generalizaciones globalizadoras. Empirista en todo
momento, abordó una enorme cantidad de temas e incluso si lo comparamos
con Platón, podemos decir que fue la inteligencia más asombrosa de la historia.
Los filósofos lo admiran por su sistema lógico, empezando por su estudio del
«sujeto» y el «predicado», y por sus notables obras de ética. Algunas de sus
ideas fundamentales han sido superadas en la actualidad, por ejemplo sus
teorías acerca de la percepción o la «teleología» omnipresente en sus estudios
de biología, mientras que a otras se les ha dado excesiva importancia, por
ejemplo a la distinción que establece entre «potencia» y «acto», los cuatro tipos
distintos de causa o sus elusivas teorías acerca de la sustancia. Pero la
capacidad de discernimiento y de deducción que utiliza en sus análisis resulta
sumamente productiva.
Aristóteles, sin embargo, no fue sólo un mero filósofo. Sus intereses teóricos
abarcaban también el estudio de la política, la poesía, especialmente la
dramática, o incluso las constituciones de 158 estados griegos distintos, una
empresa gigantesca que sin duda debió de basarse en las investigaciones
llevadas a cabo por distintos equipos de discípulos. Escribió sobre
meteorología, Sobre las colonias (para Alejandro Magno, su discípulo), sobre
las diversas partes de los animales, o sobre retórica. Recopiló incluso listas
cronológicas de los vencedores de los principales certámenes atléticos griegos.
El volumen de los temas que trató es asombroso. Sus tratados sobre temas
concretos no siguen los métodos deductivos de sus tratados más abstractos de
lógica, antes bien, el planteamiento empleado es que todas estas formas de
conocimiento, una vez entendidas, pueden llevarse tan lejos como convenga
siguiendo un razonamiento lógico y axiomático.
No obstante, Aristóteles es capaz de permitirse algunas creencias
alentadoramente mundanas o inexactas. Piensa que una obra de arte produce
placer cuando se parece al objeto que representa: tiene una opinión bastante
sencilla de lo que es un buen drama, que debería contener ingredientes tales
como equivocaciones (no una «imperfección moral»), reveses de fortuna o
escenas de reconocimiento. No le habrían gustado en absoluto ni Pinter ni
Beckett, pero le habría encantado la moderna definición de lo que es una
buena novela en la que el lector se pregunta constantemente: «¿Y ahora qué
va a pasar?». Confiaba demasiado en los documentos aparentemente
auténticos que utilizó en una de sus «Constituciones», la de los atenienses,
que es la que mejor conocernos: casi todos eran falsos. Sus teorías del cambio
y del deseable «punto medio» entre dos extremos distorsionaron sus opiniones
acerca de la historia de la Grecia primitiva. Al igual que Platón, veía los
conflictos políticos del pasado arcaico en términos horizontales, como conflictos
entre clases distintas: tanto Platón como él habían visto desarrollarse esos
conflictos en la Sicilia de su época. En el pasado generalmente habría sido más
apropiado utilizar un modelo vertical de conflicto entre los poderosos, que
habrían contado con el apoyo de sus subordinados. Pero incluso sus errores
resultan intrigantes. Al igual que Platón, creía en una época anterior de
civilización perdida: para Platón se trataba de la imaginaria «Atlántida», y para
Aristóteles del mundo anterior al gran diluvio. Creía que éste había destruido la
antigua civilización en las llanuras, pero que había habido algunos
supervivientes que habitaban en las montañas y conservaban la «sabiduría
antigua». Al ser gente sencilla, pastores y hombres por el estilo, la habían ido
distorsionando paulatinamente hasta convertirla en mitos. 160 Si Aristóteles
hubiera llegado a conocer a un pastor o a un leñador moderno, no habría
tenido más remedio que reconocer que la «sabiduría antigua» era sexista y
racista. Pero también creía que iba a producirse un segundo gran diluvio.
Para los no filósofos, sus obras más notables son las de biología o las de
historia natural. Estas obras maestras de observación datan de los años
previos a su viaje a Macedonia, especialmente de la temporada que pasó en la
isla de Lesbos. La fisiología de Aristóteles no siempre sigue las líneas
correctas, y aunque tenía una idea de la jerarquía de las especies naturales,
desconocía el concepto de evolución. No obstante, su trabajo de campo y sus
clasificaciones son verdaderamente asombrosos, e irían desde la soberbia
descripción del ciclo vital del mosquito hasta el brillante intento de comprender
el comportamiento del pulpo (empezando por el empleo que hace este animal
de los tentáculos para el sexo), o algunas agudas observaciones sobre los
elefantes. Dichas observaciones fueron perfeccionadas gracias a las
conquistas de los macedonios en Asia, pero, eso sí, nunca llegó a saber cuál
era el tamaño del pene del elefante ni cuánto tiempo solía vivir. Naturalmente
hay algunas deducciones muy curiosas: en su opinión, los hombres que tienen
el miembro más largo son menos fértiles, pues su esperma se «enfría» al tener
que recorrer un trayecto mayor. Sin embargo, en todo momento podemos
apreciar la asombrosa magnitud de su pensamiento empírico. El esperma de
los etíopes, continúa diciendo, no es negro, como suponen algunos griegos; lo
que a nosotros nos sorprende es cómo pudo llegar a determinarlo. 161
A Aristóteles le interesan menos los posibles efectos del lujo que la banalidad
de ganar dinero por ganar dinero. Para él, una vida buena y fe consiste en «la
actividad del alma de acuerdo con la excelencia», y en tener una cantidad
suficiente de «bienes externos», pero no más. Se ocupa de la libertad en sus
obras acerca del Estado ideal, y a este respecto es desde luego menos
autoritario que Platón. Aunque presenta la democracia extrema como un
intento censurable de ser libre para vivir como a uno le dé la gana, en una
caricatura de sus principios, admite como bueno el principio de que los
ciudadanos deben gobernar y ser gobernados sucesivamente. Considera, en
efecto, que un Estado debe ser un consorcio, común a todos los ciudadanos,
pero debido a la mala opinión que tiene de las masas incultas y carentes de
fortuna, incluidos los comerciantes, opta por una constitución que da cabida a
los agricultores y a los soldados, pero no a todos los ciudadanos pobres del
territorio. Sentía una atracción demasiado fuerte por la idea de constitución
«mixta», un ideal irrealizable de meros teóricos, y creía además que sería
mejor una constitución situada entre dos extremos contrapuestos, ya que se
encontraría a medio camino de uno y de otro, como si fuera el punto «medio».
Subestimaba la justicia, la estabilidad y el sentido común de los atenienses
democráticos, entre los cuales vivía, pero al menos no se apartó de ellos de un
modo tan poco atractivo como Platón y la alternativa que éste proponía.
Desde luego tenía su propia opinión acerca de los esclavos y las mujeres.
Algunos pensadores anónimos, probablemente en la Atenas de Sócrates,
habían afirmado ya que la esclavitud no estaba «en consonancia con la
naturaleza»; Aristóteles no opinaba lo mismo. Hay «esclavos por naturaleza»,
decía, incapaces de toda previsión, deliberación o sabiduría práctica. A veces
se refiere a ellos como si fueran animales. La mayoría de los esclavos que
pudiera ver Aristóteles en Atenas, en Asia Menor o en Macedonia,
probablemente fueran «bárbaros» no griegos, a los que él consideraba
inferiores por naturaleza: dice explícitamente que la existencia de esos
esclavos por naturaleza puede demostrarse en la teoría y en la práctica. 162 Sus
opiniones acerca de la esclavitud natural representaron graves problemas para
sus argumentos en muchos sentidos, pero no son sólo una consecuencia
superficial de sus teorías acerca del gobierno o de la familia. Aparentemente
las exigía lo que veía en su propia experiencia, del mismo modo que su visión
de la mujer explica su teoría de que es una versión defectuosa del «varón
político» racional: lo que él veía en la vida cotidiana eran seres incultos,
irracionales, que habitualmente se lamentaban en público. Aunque en la mujer
hay rastros de una fuerza racional, ésta es muy débil y «carece de
autoridad». 163 Por consiguiente, para los bárbaros y las mujeres la libertad es
un estado absolutamente inapropiado.
Para Aristóteles, la justicia constituye la verdadera naturaleza de la virtud y, al
igual que para Platón, es un asunto de interés primordial de su ética y su teoría
política. Como es habitual, Aristóteles distingue varios tipos de justicia y
aunque, curiosamente, no dice nada acerca de la justicia criminal, se ocupa
explícitamente de los conceptos de «igualdad» y equidad. Si los gobernantes
de un Estado son injustos con aquellos a los que gobiernan, el resultado,
afirma, será la discordia civil. Todos tenemos el mismo derecho a la justicia,
pero la justicia no consiste necesariamente en el derecho a recibir todos la
misma cantidad de algo. Para Aristóteles, la justicia «distributiva» reparte la
justicia con arreglo al «valor» del que la recibe: esta idea de justicia
proporcional no es en absoluto la idea de justicia que distribuye partes iguales
a todos los ciudadanos, esto es, la justicia que sustentaba la democracia
ateniense.
En la República de Platón, uno de los personajes de la obra, Adimanto, se
queja ante Sócrates de que la mayoría de los filósofos son raros o incluso
malvados, y de que hasta los mejores resultan inútiles en el gobierno. Platón y
Aristóteles tuvieron decenas de discípulos: ¿Pero tuvieron sus enseñanzas un
efecto político práctico? Lo importante en este sentido no es que las Leyes de
Platón sean completamente impracticables y que lo más probable es que
ningún Estado pudiera sobrevivir con ellas, ni siquiera uno muy pequeño en el
que hubiera el número ideal, según el propio autor, de ciudadanos propietarios
de tierras, 5.040. Antes bien, se cuenta que Platón intentó aplicar su filosofía a
la reforma de un Estado real en el curso de sus visitas —tres en total— a los
tiranos de Sicilia. La experiencia que tuvo con el brutal Dionisio el Viejo
seguramente determinara su curioso retrato del hombre «tiránico» insaciable
que aparece en su República, escrita poco después. Según se afirma, su
proyecto consistía en que el Estado fuera gobernado por las «mejores leyes»:
había que poner fin al lujo extraordinario de los ciudadanos de Siracusa, y el
gobernante, el tirano, debía adoptar la filosofía y parecerse a uno de los reyes-
filósofos de Platón. Conocemos todos estos intentos por la interesante Carta
VII que es, a todas luces, una ficción atribuida al gran filósofo, pero escrita con
toda seguridad por un discípulo suyo poco después de la muerte del maestro.
Tiene un carácter evidentemente apologético, pues pretende explicar las
reiteradas visitas de Platón a aquel tirano brutal y decir que había depositado
grandes esperanzas en el famoso Dión, tío del más joven de los dos tiranos.
Supuestamente, Dión se puso al principio de parte del proyecto de reformas
platónico, pero luego se desentendió de él arrastrado por algunos amigos
indeseables. Lo cierto es que Dión gobernó también de manera brutal cuando
accedió al poder en la década de 350, que asesinó a un político de la época
(hecho que comenta la Carta), que probablemente utilizó a Platón con la
esperanza de que sus bienes no fueran confiscados por los tiranos, y que fue
asesinado por un ateniense asustado que, curiosamente, también había
escuchado las enseñanzas de Platón en la Academia. Desde luego en ella no
se formó ningún futuro rey-filósofo.
No obstante, en Platón había indudablemente un deseo de aplicar sus ideas y
de llevar a cabo una reforma, y debemos hacer justicia a su interés por las
leyes y a su odio por la tiranía. Algunas fuentes posteriores le atribuyen
numerosos discípulos a los que pidieron, como le pidieron a él, que ayudaran a
redactar leyes para algunas ciudades-estado: no hay pruebas de que ninguno
de ellos lo hiciera realmente. También se atribuye a varios de ellos la comisión
de actos contra algún tirano reinante, incluso su asesinato. Es posible que tales
actividades sean ciertas. Efectivamente, dos antiguos discípulos de Platón
asesinaron a Cotis, el despótico rey de Tracia, en 359, y se cuenta que seis
años después otro mató a Clearco, un destacado tirano griego de Heraclea
Póntica, en la ribera meridional del mar Negro. 164 Se creía también que un
discípulo de Aristóteles, Calístenes, había alentado una conjura contra el
gobierno «tiránico» de Alejandro. Se cuentan varias leyendas acerca de este
tipo de actividades, pero la Academia no fomentó nunca la comisión de
asesinatos políticos y no sabemos hasta qué punto inflamaban el ánimo de
estos individuos los principios filosóficos. Es posible que hicieran lo que se les
atribuye, pero no instigados por Platón.
El legado más difícil llegó después de la muerte de Platón. Poseemos una carta
repulsiva atribuida a Espeusipo, su sucesor al frente de la Academia, dirigida al
rey Filipo de Macedonia, en la que con la mayor tranquilidad se asegura a éste
que la conquista violenta de tantos territorios de las ciudades griegas del norte
no es más que la recuperación de «lo suyo», de su herencia, como
demostrarían algunas referencias sumamente dudosas a los antiguos mitos.
Esta carta recoge algunas cuestiones diplomáticas de la época y demuestra
estar muy bien informada: parece una pieza de adulación auténtica del mayor
enemigo de la libertad griega durante los años 343-342 a.C. Constituye una
importante advertencia de que no debe permitirse a un filósofo inmiscuirse en
materia de asuntos exteriores.
Se dice que también un discípulo de Platón ayudó a Filipo a establecer su
dominio sobre Macedonia antes de su ascensión al trono. No sabemos nada
más al respecto, pero sí que en 322 a.C. cuando la democracia de Atenas
quedó a merced de los Diádocos, los sucesores victoriosos de Alejandro, los
atenienses escogieron al director de la Academia platónica, Jenócrates, para
que fuera como embajador a solicitarles que dispensaran un trato benigno a su
ciudad: Jenócrates era un extranjero residente, ni siquiera un ciudadano. Esta
intervención supone todo un hito, y a partir de ese momento fueron muchos los
filósofos a los que se encomendaron labores de embajada (anteriormente, los
atenienses habían preferido asignar esta función a actores teatrales). La
elección de Jenócrates seguramente viniera determinada por el hecho de que
la Academia gozaba de mucho respeto entre los «tiranos» de Macedonia; el
propio Alejandro había dispensado su favor a Jenócrates por dedicarle sus
cuatro libros Sobre la monarquía, aunque, por desgracia, no se han
conservado.
La participación de Aristóteles en este tipo de labores es incluso más segura.
Residió en la corte de Macedonia de 342 a 335 a.C. y fue maestro de
Alejandro. Poco antes de su llegada, Filipo había arrasado su ciudad natal,
Estagira, y la tradición que afirma que el filósofo convenció al monarca de que
accediera a reconstruirla parece en la actualidad más verosímil, pues los
arqueólogos han demostrado que hubo algunas obras de reconstrucción en la
ciudad durante el reinado de Filipo, si bien sólo en una pequeña zona. Es
posible también que el filósofo recibiera después de Alejandro fondos y
materiales para proseguir sus investigaciones. Su visita a Macedonia, por tanto,
no supuso una relación completamente estéril con los reyes.
Aristóteles desarrolló también estrechos vínculos con el principal general de
Filipo, Antípatro, y probablemente con su familia. Poseemos una versión de su
testamento, cuyo albacea debía ser Antípatro. Escribió incluso una obra titulada
Pretensiones justificadas, probablemente para reforzar las pretensiones de los
estados griegos del Peloponeso tras la rebelión capitaneada por Esparta que
Antípatro aplastó en 331-330 a.C. Cuando murió Alejandro y los atenienses se
sublevaron contra los macedonios, comprendemos por qué Aristóteles, amigo
de las máximas autoridades macedonias, se vio obligado a abandonar la
ciudad: fue acusado tendenciosamente de impiedad. Y decidió marcharse
diciendo que deseaba salvar a los atenienses de «pecar dos veces contra la
filosofía» (la primera vez habría sido la condena de Sócrates). Se cuenta
también que dijo que se «aficionó más a los mitos cuando se quedó solo». 165
Sin duda alguna tuvo algo que ver con la constante curiosidad de Alejandro por
el territorio asiático que estaba conquistando, pero parece que su influencia se
dejó sentir sobre todo en la transmisión de su extraña concepción de la
geografía. Aristóteles creía que el extremo del mundo era visible desde la
cordillera que hoy día llamamos del Hindú Kush, en Afganistán: como tantos
otros autores antiguos, Aristóteles la confundía con el remoto Cáucaso.
También pensaba que el río Indio rodeaba Egipto y que el actual Marruecos
estaba cerca de la India, pues en ambos países había elefantes. Esta visión del
mundo no pudo sino contribuir a reforzar la decisión del joven Alejandro de
extender sus conquistas hasta el fin del mundo. Según Aristóteles, la tierra
ocupa el centro del universo, y las afirmaciones de los astrónomos seguían
esta línea. 166
Su verdadera influencia política se dejó sentir después de su fallecimiento. La
admiración de Platón por las estrellas del cielo, el universo y un Dios supremo
sería heredada por la filosofía posterior: lo convertiría en el padre de una
corriente especial de la religión helenística. Los seguidores de Aristóteles, en
cambio, continuarían con el estudio sistemático de las leyes y las
constituciones. Es posible que sus consejos fueran muy importantes para los
primeros Ptolomeos en la Alejandría de Egipto, especialmente los que pudieran
dar acerca del establecimiento de la Biblioteca, el Museo o las leyes del reino.
Desde luego el estudio de las 158 constituciones llevado a cabo por Aristóteles
influyó en uno de los grandes poetas de Alejandría, Calimaco. Pero el impacto
más inmediato es el que produjo un discípulo de uno de los ex discípulos de
Aristóteles, el ateniense Demetrio de Fálero. En 317 a.C. los macedonios
acabaron con los intentos de resucitar la democracia emprendidos por los
atenienses y apoyaron el nombramiento de este Demetrio al frente de una
oligarquía restrictiva. Los pobres fueron privados del derecho de voto y en
adelante los ricos se vieron libres de la obligación de sufragar las onerosas
liturgias. Demetrio aprobó una serie de leyes que limitaban la ostentación del
lujo en los monumentos funerarios y autorizó el nombramiento de unos
«inspectores de las mujeres», cuyo cometido seguramente fuera el de poner
coto a la falta de moderación de las mujeres, entre otras la notable proliferación
de la prostitución. Es muy probable que sus motivos fueran de carácter ético y
que vinieran determinados por los valores aristotélicos de moderación y
comedimiento. Más tarde sería censurado, como no podía ser de otra forma,
por el lujo del que él mismo se había rodeado, entre otras cosas por el
supuesto empleo de maquillaje, por teñirse el pelo de rubio, y por aceptar la
erección de estatuas en su honor («360», según se dice). Entre sus amigos
había otros discípulos de Aristóteles, y defendió con la máxima urbanidad sus
hábitos elegantes y caballerescos. 167 Su gobierno duró diez años, hasta 307
a.C. pero cuando cayó y se reinstauró la democracia, los atenienses celebraron
su liberación con entusiasmo. La libertad había vuelto, y un tal Sófocles no
tardó en proponer que en el futuro se prohibiera a los filósofos impartir sus
enseñanzas en la ciudad, a menos que contaran con una autorización de la
democracia. 168 Los atenienses se mostraron compasivos, aunque la propuesta
era muy elocuente. Los demócratas odiaban a aquellos filósofos amigos de
reyes y de tiranos y sus insoportables concepciones del Estado ideal.

Capítulo 20 - LOS ATENIENSES EN EL SIGLO IV

Es capaz de comprar una escalerilla y hacerle un escudito de bronce al


grajo que tiene en su casa domesticado, a fin de que éste suba los
peldaños así equipado. En el caso de que sacrifique un buey, clava el
testuz en la misma entrada de la casa, después de haberlo adornado
con grandes cintas, con la intención de que los visitantes vean que ha
sacrificado tal res. Luego de haber participado en una procesión con los
caballeros, le da al esclavo todo el equipo para que lo lleve a casa, pero
se pasea por el agora luciendo con el manto y las espuelas puestas. Si
se le muere un perrito de Malta, le encarga una sepultura y una estelita,
y en ella hace grabar: «Rama, oriundo de Malta...».
TEOFRASTO, caricatura del Hombre de Pocas Ambiciones, llena de
detalles atenienses, Caracteres 21 (ca. 330-310 a.C.)

Lo más parecido a un Estado ideal que se dio en el mundo clásico no fue el


Estado de Platón ni el de Aristóteles, sino el de los atenienses de la época de
estos dos autores. Para nosotros dista mucho de ser un Estado ideal, pues era
todavía una sociedad esclavista que utilizaba como objetos quizá a cerca de
80.000 seres humanos. Pero los Estados ideales de los filósofos también
daban por descontada la esclavitud, aunque en sus Leyes Platón fue el primero
en pensar que la existencia de esclavos podía corromper a los dueños de esos
mismos esclavos.
No obstante, la Atenas del siglo IV ha sido juzgada muy mal. Ha sido
considerada decadente tras los años de gloria de la época de Pericles, apática
frente a Macedonia, e incluso inmoral por su constante apego al poder sobre
las demás ciudades-estado griegas. Para Jacob Burckhardt, era el síntoma de
una decadencia política más generalizada. «En todas partes», decía, «la
democracia alimentó un grado enorme de mala voluntad»; a su juicio, el
resultado de esta situación se puso de manifiesto en el «desprecio privado» por
las autoridades públicas, en la burla generalizada (a Burckhardt no le gustaba
la comedia personalizada), en el quebrantamiento de la ley, en la alabanza
exagerada de las glorias del pasado, y en la frecuencia con la que los hijos de
los notables salían mucho peores que sus padres. 169
Desde luego, la población de Atenas era mucho menor. Las pérdidas sufridas
durante la larga guerra del Peloponeso redujeron el número de ciudadanos a la
mitad, quizá tan sólo a unos 25.000 varones adultos en 403 a.C. Durante el
siglo IV esa cifra aumentó hasta los casi 30.000 varones adultos, pero no
seguiría estando muy lejos de los 50.000 que se calcula que había en la
década de 440. También las finanzas habían sufrido un bajón. El cambio más
importante que experimentó el Ática del siglo IV fue la pérdida de los ingresos
procedentes del antiguo imperio: en sus últimas fases, tales ingresos
ascendían a más de mil talentos anuales. Una por una, las «contribuciones» de
los estados miembros de la Confederación resucitada por los atenienses (a
partir de 377 a.C.) eran más pequeñas y su total era también menor. Asimismo
disminuyó la valoración oficial de las propiedades tangibles de los
contribuyentes ricos del Ática. Según se calcula, éstas ascendían a cerca de
10.000 talentos hacia 430 a.C. En 378, no llegaban a los 6.000.
Sin embargo, pese a su disminución, la ciudadanía mantuvo una estabilidad
admirable en esta época de violencia cívica y revolución generalizada. Los
atenienses del siglo IV no olvidaron los dos terribles golpes de Estado
oligárquicos que había sufrido su comunidad, uno muy breve en 411 y otro en
404-403 a. C: en la década de 350 los abuelos aún contaban a sus nietos
anécdotas sobre ambos acontecimientos. En mi opinión, la oligarquía se
convirtió sólo en una posibilidad teórica de unos cuantos teóricos, de los que
nadie hacía caso: después de recibir aquellos dos golpes, los atenienses
habían quedado escarmentados para siempre, incluso aquellos pertenecientes
a familias de clase alta que en el siglo V se habrían mostrado favorables a la
oligarquía. Una causa de que su cacareada Confederación tuviera tanto éxito,
integrándose en ella más de setenta miembros durante sus primeros doce años
He existencia, fue que los atenienses eran los verdaderos demócratas, como
demostraban los casi ciento cincuenta años de vigencia del sistema
democrático en su territorio. Cada vez con más frecuencia se autoproclamaban
amigos de los demócratas de otros lugares.
La infraestructura social y religiosa de la ciudad-estado seguía intacta. El
calendario de fiestas continuaba siendo el mismo, y constituía el marco del año
social de los atenienses: no hubo ninguna «crisis religiosa», y menos aún una
crisis religiosa provocada por el escepticismo de Sócrates. El derecho de
ciudadanía de un individuo continuaba dependiendo de que tuviera padre y
madre de origen ciudadano y las excepciones en beneficio de los extranjeros
siguieron siendo rarísimas. Incluso en sus lápidas funerarias, las inscripciones
de los ciudadanos atenienses se caracterizarían en todo momento por su gran
sencillez y moderación. Las fratrías seguían acogiendo en su seno a los
jóvenes ciudadanos (y verificando sus credenciales); los demos mantenían sus
asambleas y fiestas locales y, como pretendiera Clístenes, incluían a los
ciudadanos en alguna de las diez tribus. Como la población cambiaba de forma
irregular, se ajustaba el número de los consejeros anuales que debía elegir
cada demo para que todo encajara. Lo que no cambió fue la pertenencia de las
familias a su correspondiente demo (como refleja su nombre o «demótico»): en
la década de 330 a.C. esta denominación reflejaba todavía el lugar en el que
habían sido inscritos los antepasados del individuo en 508 a.C. Las leyes de
transmisión de bienes de la familia no sufrieron ninguna alteración,
permaneciendo tal como las redactara siglos atrás Solón. Las limitaciones a las
posibilidades de contraer libremente matrimonio de una «heredera» ateniense
no se relajaron nunca, aunque los poetas cómicos se rieran tanto a finales del
siglo IV de las descabelladas circunstancias a las que algunos casos extremos
podían dar lugar.
El ateniense del siglo IV que mejor conocemos nos ofrece indirectamente una
clara impresión de cuál era la fuerza de cohesión que tenía su sociedad y de
los valores de ésta. Apolodoro (nacido en ca. 394 a.C.) era hijo de un meteco
(emigrante); Pasión, un ex esclavo que había obtenido un premio rarísimo, la
concesión de la ciudadanía ateniense, por el papel desempeñado como
banquero de muchas grandes personalidades de la Atenas del siglo IV, y sobre
todo por las grandes obras de beneficencia realizadas para el Estado. Para sus
contemporáneos, Apolodoro siguió siendo un caso singular, como ponen de
manifiesto los numerosos discursos pronunciados por los atenienses a su favor
y en su contra. Demuestran la sensibilidad que tenían los atenienses de pura
cepa ante el griego hablado con acento extranjero, ante la jactancia, y ante los
arribistas que adquirían demasiada notoriedad pública. Se desarrolló toda una
industria consistente en «acabar con» Apolodoro siempre dispuesto a meterse
en pleitos y a presentar una querella tras otra, como el advenedizo que no
permite que se ponga en entredicho la posición que acaba de alcanzar. Por
otra parte, había otros atenienses que no estaban dispuestos a dejarlo en paz.
«Ha poco que el ratón prueba la pez», era la frase que solía pronunciarse en
tono jocoso acerca de su persona, en alusión a la fábula del ratón que cayó en
una tinaja de vino y descubrió que su contenido (como la ciudadanía de
Apolodoro) resultaba menos agradable de lo que se esperaba. 170
Los atenienses de esta época no constituían una sociedad «a cara
descubierta» en la que casi todos los ciudadanos se conocieran unos a otros:
30.000 varones adultos eran demasiados. Pero a todos les encantaba oír
elogios de su propia persona y ser considerados un caso especial, lo «mejor de
lo mejor». En los discursos de los oradores ante los tribunales de justicia y las
asambleas, todos los ciudadanos varones siguen apegados al lenguaje
utilizado otrora por los aristócratas. Ahora ellos son los verdaderos «dechados
de virtudes». 171 El único político que, según sabemos por sus propias palabras,
se había hecho a sí mismo, el orador Esquines, tiene buen cuidado, hablando
ante un tribunal ateniense, de asociar a su familia con el desempeño de nobles
tareas, con el hecho de haber servido en la caballería, etc. En semejante
compañía, Apolodoro, hijo de un ex esclavo, no podía ser más que un
personaje ridículo.
Pues, en efecto, no se desarrolló ninguna cultura popular surgida de la pérdida
del imperio que destruyera las formas culturales de la edad dorada del siglo V .
Antes bien, casi toda esa cultura se había iniciado con los nobles y se había
filtrado a las capas inferiores de la sociedad, incorporando de paso la comedia
(la única adquisición extra de origen no aristocrático) y la tragedia (según
parece). Los grandes certámenes atléticos seguían siendo muy apreciados en
toda el Ática y el público los contemplaba en el transcurso de un invento de la
nobleza, la fiesta de las Panateneas (fundada por los aristócratas en la década
de 560 a. C). Todas las clases por igual disfrutaban con las peleas de gallos y
quizá sea sólo una casualidad que en esta época oigamos hablar menos del
noble deporte de la caza de la liebre o el jabalí. Siguieron celebrándose las
hermosas fiestas de bebedores, los refinados symposia, en las casas en las
que había una elegante «habitación de los hombres» destinada a ese fin. Era
sólo la falta de espacio o de dinero lo que hacía que los atenienses pobres
bebieran en las tabernas y bodegas desperdigadas por la ciudad.
Culturalmente, sin embargo, ¿dónde están los grandes nombres del teatro y de
las artes? La pregunta resulta un tanto equívoca, pues era ya mucho lo que se
había hecho, y lo que siguió haciéndose se ha perdido en su mayor parte. Los
atenienses del siglo IV vivían felizmente, como seguimos haciendo muchos en
la actualidad, a la sombra de una arquitectura grandiosa: lo que no quiere decir
que ellos fueran también «sombras». La ciudad-estado conservaba sus
magníficos templos clásicos y sus estatuas en la Acrópolis y en diversos
lugares del Ática. La región no había sido saqueada ni arrasada (a pesar de los
deseos de los tebanos). Si la construcción de edificios religiosos en Atenas
disminuyó, podemos aducir una buena razón, y es que los atenienses contaban
ya con los templos más hermosos del mundo. La construcción de mansiones
elegantes no cesó en ningún momento, desde luego, como ponen de relieve
cada vez más a menudo los descubrimientos de los arqueólogos. Hacia 380 la
cerámica pintada al viejo estilo desaparece, pero la consecuencia de este
hecho no es ninguna ruina artística: las terracotas con figura de mujer, las
famosas «tanagras», hacen ahora su aparición en Atenas, de donde es posible
que fuera originario el género. A finales de la década de 370 tenemos por
primera vez noticias de un escultor que copiara una estatua del siglo V (la Paz
de Cefisódoto, que reproducía algunos aspectos de una obra del gran Fidias),
pero no puede decirse que esté muerta una tradición capaz de producir a un
Praxíteles (hijo del propio Cefisódoto). El siglo V a.C. había creado el «tipo
ideal» o canon de belleza masculina desnuda; en el siglo IV, Praxíteles creó el
que habría de convertirse en «tipo ideal» o canon de belleza femenina
desnuda: pechos pequeños, caderas anchas, rostro ovalado y, en general, un
tipo de cuerpo bien rellenito, no esa aberración famélica habitual en nuestros
días. La obra más famosa de Praxíteles dentro de este género es la Afrodita
desnuda que esculpió para Cnido, de una belleza tan erótica, según se dice,
que los varones que la contemplaban intentaban hacer el amor con ella.
Adriano colocaría una copia de la obra en su jardín, en un templo un poco
apartado en el que ocupaba una capilla de forma circular.
Debajo de la Acrópolis, el Teatro de Dioniso todavía no estaba en ruinas e
incluso en los años de extrema escasez financiera siguieron vigentes las
subvenciones concedidas a los ciudadanos atenienses para que pudieran
adquirir las entradas para los espectáculos. En 386 a.C. los actores trágicos
repusieron una tragedia antigua durante la fiesta de las Dionisias, y en la
década de 330 los tres grandes poetas trágicos del siglo V fueron honrados
con sendas estatuas en el curso de la remodelación del teatro ateniense. Las
grandes obras de los autores del siglo V son citadas a menudo ante los
tribunales de justicia por los oradores a partir de 360. Pero esas reposiciones
no implican una nueva época de esterilidad. Los mismos que citaban las obras
clásicas añoraban el honor de obtener un premio por la organización de un
coro. Los monumentos conmemorativos más notables por este hecho que se
conservan en Atenas datan de la década de 320, poco antes de que se
abolieran estas liturgias.
Lo que oscurece nuestra visión es el hecho de que la incesante marea de
nuevas tragedias estrenadas se ha perdido: no encajaban en el pequeño canon
impuesto posteriormente en Alejandría. Es indudable que se crearon nuevas
obras de excelente calidad, al menos según pensaba Aristóteles, que cita dos
que no han llegado a nuestras manos, un Linceo y un Alcmeón. La fuerza
inspiradora probablemente fuera Eurípides, pero la influencia de Platón y sobre
todo de Aristóteles tal vez fuera notable a partir de la década de 350. Uno de
los poetas trágicos más admirados fue Teodectes, un emigrante que se había
establecido en Atenas y mantenía relaciones de amistad con los filósofos; su
tratamiento de los personajes y sus discursos moralizantes seguramente fueran
un reflejo de ese tipo de amistades. Se compusieron incluso algunos dramas
históricos, no sólo en honor de mecenas que vivían fuera de Atenas, sino
también dentro de la ciudad si (como yo creo) Mosquión escribió para la
escena en el siglo IV. Entre sus obras se cita una titulada Temístocles y otra
sobre la muerte del tirano más conocido de Tesalia, Jasón de Feras. La
elección como argumento de este suceso acontecido en 370 a.C. habría sido
muy extraña para un dramaturgo de época muy posterior.
La «decadencia de la tragedia», pues, es sólo una realidad por lo que se refiere
a nuestra falta de testimonios. En el ámbito de la comedia, la opinión habitual
de que se produjo un período de estancamiento de casi sesenta años (380-320
a.C.) es también errónea. Ya al final de la dilatada carrera de Aristófanes, el
coro cómico se hallaba en vías de desaparición; no todas sus obras tienen un
carácter fuertemente personalizado, pero este género no estaba ni mucho
menos dejando de funcionar. Siguieron componiéndose decenas y decenas de
comedias, aunque nosotros sólo las conocemos de forma fragmentaria. La
resurrección de la comedia con Menandro a finales de la década de 320 es
sólo aparente. Así lo desmienten, entre otros, dos autores muy longevos:
Antífanes (activo ca. 385-ca. 332 a.C.) y Alexis (activo ca. 355-275 a. C), a
cada uno de los cuales se atribuyen más de doscientas cuarenta obras, y el
segundo continuó siendo admirado incluso en la época romana. Lo único que
ocurre es que en la actualidad no poseemos ninguna obra suya. Su joven
heredero, Menandro, se convertiría después en el maestro de la comedia
apolítica «de situación», con su plácido tratamiento de los personajes y de las
situaciones dramáticas. Sus comedias son una prueba, entre otras muchas, de
que los jóvenes atenienses de uno y otro sexo pertenecientes a familias de
ciudadanos se enamoraban apasionadamente y decidían contraer matrimonio
incluso sin el consentimiento de sus progenitores. A diferencia de lo que ocurre
en las comedias de Aristófanes, en las de Menandro no hay chistes ni
episodios de carácter homoerótico. En mi opinión, ese «buen gusto» es un
reflejo de quiénes eran los amigos de Menandro y de las inclinaciones políticas
del poeta: Menandro estuvo relacionado con Teofrasto, discípulo de Aristóteles,
y luego con el oligarca Demetrio, durante cuyo gobierno (317-307) floreció su
producción dramática. No hubo ninguna prohibición duradera de la comedia
política personalizada, pero aquel círculo superior de personajes «ilustrados»
no la hallaba de su gusto (como tampoco la hallaba de su gusto Jacob
Burckhardt). Así, pues, Menandro simplemente tenía mejor gusto (por
supuesto, los enredos homoeróticos seguían existiendo, pero los chistes sobre
este tipo de asuntos y sobre la sodomía resultaban sencillamente demasiado
groseros). Un autor de la época, Timocles, continuó escribiendo chistes
políticos personalizados, pero, según parece, apoyaba la dominación de los
macedonios y por lo tanto el blanco de sus invectivas y sus chistes resultaba
aceptable para la clase dirigente.
La democracia en el siglo IV no estuvo ni mucho menos en decadencia hasta
que los macedonios acabaron con ella a la fuerza en 322 a.C. Tras los terribles
golpes de Estado oligárquicos de finales del siglo V , el pueblo votó a favor de
su reforzamiento. Se introdujo el pago de un subsidio por asistir a la asamblea
(unos cuarenta días al año) para todos los ciudadanos, incluso en las épocas
de mayores dificultades financieras de mediados de la década de 390; las
subvenciones pagadas a los miembros de los jurados de los tribunales de
justicia y a los consejeros de servicio continuaron a ultranza (aunque, a
diferencia de las pagadas por la asistencia a la asamblea, su cuantía no subió
nunca). El total de los emolumentos pagados por los servicios prestados al
Estado probablemente ascendiera a casi cien talentos en la década de 340,
suma que se repartía entre un gran número de beneficiarios, en vez de ser
empleada para pagar a un grupo más reducido de funcionarios profesionales.
También se manifestó un interés democrático por los métodos de adopción de
nuevas leyes. Al final, el procedimiento acordado sería nombrar un cuerpo de
«comisarios de la ley» encargados de presentar informes o deliberaciones
sobre los distintos asuntos. Pero esos informes volvían a la asamblea del
pueblo y para que tuvieran fuerza legal debían ser votados por ella. No se
produjo en ningún momento una pérdida de la «soberanía popular». Tras los
violentos abusos de los oligarcas reformadores, se desarrolló una mayor
conciencia de la diferencia existente entre una «ley» y un simple «decreto»
adoptado en una asamblea pública. Esa conciencia podría ser utilizada contra
los enemigos políticos. El viejo sondeo de la opinión pública que suponía el
ostracismo había desaparecido allá por 417 a.C. (cuando Alcibíades se las
ingenió para distorsionar hábilmente el resultado de uno), y en su lugar, las
propuestas de los oradores se verían expuestas cada vez más a menudo a
procesos de «ilegalidad». Sin embargo, el recurso a este tipo de procesos
existía ya a finales del siglo V y, una vez más, no supuso ninguna derrota de la
«soberanía» popular. Las causas eran juzgadas por tribunales populares cuyos
miembros eran elegidos por sorteo entre todos los ciudadanos. No eran
competencia de ningún Tribunal Supremo independiente.
Al final, los habitantes del Ática seguirían siendo el único órgano soberano, que
se reunía en asamblea en la convicción de que «el pueblo puede hacer todo lo
que le parezca conveniente». Esas reuniones no eran simples ocasiones en las
que se juntaba un puñado de gente ignorante. La práctica incrementaba el
juicio político del ciudadano, y a juzgar por los discursos de los oradores o por
las referencias a los mismos que se nos han conservado, podía llevarse a la
asamblea todo un conjunto de temas de complicada diplomacia exterior para
que el pueblo adoptara una resolución al efecto. No había «gobierno», es decir
un grupo permanente de individuos que «movían» el cotarro: los consejeros
seguían cambiando cada año, y sus «deliberaciones» debían ser votadas por la
totalidad del pueblo. A partir de la muerte de Pericles se produjo una división
evidente entre los generales, encargados de los asuntos militares, y los
oradores políticos más prominentes. En el siglo IV esa división se hizo todavía
más patente, lo mismo que la propensión de los atenienses a procesar a los
generales que fracasaban en las expediciones en el extranjero. El pueblo era
muy susceptible y veía errores de gestión por todas partes, y de ese modo los
generales se dieron cuenta de que, por su propio bien, les convenía colaborar
con un orador político que los defendiera en la ciudad.
Esos oradores políticos debían su ascendiente a su capacidad de hablar y de
persuadir. «Los que tienen que ver con la política» empieza a ser la expresión
empleada para designar a un grupo perfectamente identificable, pero el Estado
no les pagaba por ello. Podían recibir «regalos» por los servicios prestados,
línea difícil de sostener cuando la aceptación de «regalos contra los intereses
del Estado» podía servir de justificación para su procesamiento por aceptar
sobornos. Algunos se hicieron famosos por determinadas particularidades.
Demóstenes, por ejemplo, se hizo célebre por sus opiniones acerca de la
política que se debía seguir frente a Macedonia y en el norte de Grecia:
disponía de contactos y de fuentes de información en la zona que lo mantenían
al corriente de todo. 172 Unos oradores hacían particular hincapié en las
finanzas, otros en la cuestión de Occidente, y otros en las importaciones de
grano, pero la cualidad más importante era en todo momento la misma: la
capacidad de persuadir a la asamblea y de establecer la credibilidad de lo que
cada uno proponía que se decretara. Los oradores necesitaban tener buenos
amigos y contactos activos, para empezar en el consejo, cuya composición
cambiaba cada año, pues era este organismo el que elaboraba el orden del día
de la asamblea. Indudablemente también era muy útil tener buenos contactos
en el ámbito local con los presidentes de los demos, que podían animar a los
ciudadanos a acudir a la asamblea a votar. Pero sin elocuencia y sin un buen
historial de persuasión, un orador enseguida se convertía en un don nadie. No
había ninguna habilidad nueva, ninguna tecnología especializada que sólo
dominaran «los que estaban metidos en política». Algunas veces disponían de
más información que otros, pero sobre todo eran los que sabían hablar y
convencer.
Este talento siguió siendo trascendental, aun cuando lo que determinó la
diferencia más importante respecto a la época de Pericles fueron las
circunstancias financieras. En el siglo V a.C. no se había sentido la necesidad
de hacer un presupuesto anual: las rentas provenientes del imperio eran por lo
general más que suficientes. En el siglo IV fue introducido y autorizado por la
ley un reparto anual de los ingresos; en virtud de esa distribución, había una
serie de fondos a los que se asignaba dinero con una finalidad concreta en
cada caso, «ejército», «fiestas», etc. (desde mediados de la década de 350 se
votó una ley para que este último fondo fuera además el beneficiario de
cualquier excedente anual que se produjera). Según esta ley de mediados de la
década de 350, los inspectores de este «fondo del teórico» tenían una
importancia especial, y veinte años después al frente del mismo habría un
comisario elegido cada cinco años: de ese modo, los atenienses llegaron a
tener una especie de ministro de Hacienda. 173
Al no contar con unos tributos del nivel de los que se cobraban en tiempos
pasados, se atribuyó un valor especial a los ingresos procedentes de las rentas
de los bienes del estado (incluidas las minas), los impuestos indirectos (entre
otros, los que gravaban las importaciones y los que debían pagar los residentes
extranjeros), y las multas (una tentación permanente). Ese dinero cubría los
costes de la administración básica del Estado, pero en una época de guerras
continuas se hizo más habitual el cobro de impuestos sobre el capital entre el
grupo perfectamente acotado de los ciudadanos más ricos, que estaban
obligados a pagarlo: esos impuestos afectaban a los «bienes visibles» y debían
ser pagados en metálico. Aunque sólo gravaban con un cinco por ciento los
bienes del individuo y no se cobraban todos los años, había que pagarlos
siempre y al cabo de varios años sin duda habrían supuesto un quebranto de
los recursos del contribuyente. También siguió vigente el desempeño de todas
las liturgias, que debían correr a cargo de los ricos: aparte de las liturgias
militares, cuyo número era variable, cada año había entre 100 y 120
«servicios» de ese estilo a los que era preciso atender. 174 No existía impuesto
sobre la renta, y menos aún impuestos adicionales, pero desde luego no fueron
buenos tiempos para los ricos de Atenas, sobre todo en las décadas más
difíciles de 390, 380, 360 y 350. En 378, la recaudación del impuesto sobre el
capital fue reformada, con la introducción de sindicatos cuyos miembros más
ricos debían pagar por adelantado. Este tipo de anticipos suponía una
verdadera carga para ellos, lo mismo que la necesidad de reembolsar las
sumas cobradas a los miembros menos ricos del sindicato. No obstante, las
crisis militares de las décadas de 350 y 340 vieron cómo se producía un
número considerable de «donaciones voluntarias», realizadas al margen de la
recaudación ordinaria de impuestos. Dichas donaciones eran propuestas en la
asamblea y se hacían cargo de ellas «donantes» voluntarios, que de ese modo
se ganaban la estima de sus conciudadanos. 175 Es evidente que el espíritu
cívico de los ricos de Atenas no había desaparecido y no se les puede echar a
ellos la culpa de que la ciudad no lograra derrotar a los macedonios.
Tampoco cambió drásticamente el perfil social de la ciudadanía: Los términos
«burguesía» y «clase media» siguen siendo inapropiados para referirnos a ella.
Continuó habiendo una clase alta acaudalada, tanto si incluimos en ella a los
800-1.000 individuos que eran capaces de servir en la caballería, como si
tenemos en cuenta también a los que odian formar parte de los 1.200
individuos necesarios cada año para afrontar los elevados costes que
acarreaba el «mando» de una trirreme. Los que podían pagar impuestos sobre
el capital no eran tan pocos, en mi opinión, como los integrantes de estos
grupos: en este colectivo entraban muchos más individuos, quizá unos 3.000-
4.000, teniendo en cuenta incluso los bienes relictos de los huérfanos. 176 A
juzgar por las oligarquías impuestas en 322 y 317 a.C. había otros 8.000-9.000
ciudadanos que poseían tierras y bienes suficientes para servir como hoplitas,
y que tenían, por tanto, entre unas 6 hectáreas de tierra y el mínimo requerido
de «tres hectáreas y una yunta de bueyes». En 403 a.C. al término de la
guerra, se cree que había unos 5.000 atenienses que no poseían ninguna
tierra. Probablemente el número de los que carecían de fincas se redujera
cuando la ciudad empezara a recuperarse, pero lo que no cambió fue el
modelo general de posesión de la tierra vigente en el Ática. Las haciendas más
grandes que se conocen en el siglo IV rondan las 30-40 hectáreas, aunque un
individuo rico podía poseer varias fincas de esas dimensiones.
Dentro del grupo de los más ricos se daba la susceptibilidad y el afán de
distinción propios de esta clase, y si sabemos más acerca de estos detalles es
porque los oradores y la comedia se burlan de ellos. Un individuo podía
desplazarse en un elegante carro tirado por caballos blancos, ir siempre muy
acicalado, o incluso tener un esclavo etíope y un monito como mascota.
Seguían celebrándose distinguidos banquetes (symposia), a los que ahora era
habitual que asistieran uno o dos individuos especialmente engreídos
acompañados de sus «asistentes personales» o «parásitos» (la palabra
parásitos significaba: «El que se sienta a la mesa al lado de uno»). 177 A finales
del siglo IV los poetas cómicos se burlan una y otra vez de esos obsequiosos
acompañantes que se ganaban la vida por medio del halago y de la adulación,
pero constituían sin duda una ridícula excepción. Se desarrolló también en todo
momento una dura polémica contra el «lujo», contra la moda de comer
pescados exóticos, el afán de adquirir las mejores frutas de importación, o el
empleo de elegantes copas de metal. Esta polémica derivó luego en otras en
torno a la disipación, el excesivo gasto en perfumes, las exigentes cortesanas
de la ciudad, o el juego. Este tipo de egoísmo y de falta de autodominio podía
ser utilizado luego contra la credibilidad de un orador político.
Desde una perspectiva más amplia, este comportamiento no supone una
manifestación exagerada de lujo, sobre todo si lo comparamos con la nueva
época de los conquistadores macedonios o las leyendas acerca de los
reyezuelos de Chipre. Aun así, ¿cómo aseguraban los atenienses ricos su
riqueza, por lo demás bastante limitada? Las explotaciones agrícolas, aunque a
menudo dispersas, eran la principal fuente de dicha riqueza, en un Estado en el
que no había impuestos de sucesión, ni impuestos sobre la renta ni una
inflación preocupante. Corno las liturgias y los impuestos sobre el capital se
pagaban en metálico, las tierras debían ser explotadas de manera intensiva
con cultivos que pudieran venderse fácilmente por dinero contante y sonante.
No existía una «agricultura de subsistencia», y en todos los niveles sociales la
moneda estaba muy difundida. 178 En las temporadas de más trabajo se
contrataban jornaleros ¿ara apoyar la mano de obra básica que tenía a su
disposición el propietario de las tierras, esto es, los omnipresentes esclavos.
Pues en el siglo IV no se produjo ninguna reducción del esclavismo y, lo mismo
que antes, la mayoría de los esclavos eran importados del extranjero. La
producción manufacturada también se basaba en los esclavos, que trabajaban
casi siempre en pequeñas unidades. A decir verdad, la economía ateniense se
resintió de las «copias» de productos atenienses realizadas en el extranjero,
como ocurre hoy día con las imitaciones de los artículos de lujo europeos
fabricadas en el Extremo Oriente. Esa impresión es equívoca y viene dada por
el principal tipo de objetos que ha recuperado la arqueología, a saber, la
cerámica pintada. Efectivamente, los estilos áticos fueron imitados por todo el
mundo, pero la cerámica pintada tenía una importancia marginal dentro de la
economía ateniense.
Lo más importante eran las minas de plata y la exportación de aceite de oliva.
Las minas eran propiedad del Estado, pero los ciudadanos las tomaban en
arriendo para su explotación, utilizando generalmente esclavos miserables. A
comienzos de la década de 360, el número de arrendamientos de minas que
conocemos había disminuido ligeramente, indicio acaso de una cautela
económica temporal entre los arrendatarios atenienses, pero esa tendencia
cambió de sentido durante las tres décadas siguientes (para mayor beneficio
del Estado, que cobró los correspondientes arrendamientos). Lo que nunca
decayó fueron las exportaciones de aceite de oliva, el principal producto
comercial que Atenas cambiaba por el trigo que los navieros (no todos
atenienses) traían en grandes cantidades de Egipto y sobre todo de Crimea (de
donde llegaban también pieles para fabricar cueros y calzado). El suelo del
Ática era bueno para el cultivo de la humilde cebada, pero no para el del trigo.
Este comercio de importación tan importante se sufragaba en buena parte con
las exportaciones de aceite de oliva (el olivo no se criaba bien en la ribera
septentrional del mar Negro) y probablemente también de plata en bruto,
exportada en lingotes desde las propias minas.
Los atenienses ricos arrendaban además sus tierras, y los ingresos
procedentes de esos arrendamientos constituían un elemento importante de
sus rentas anuales, entre otras cosas porque los metecos o extranjeros
residentes no tenían derecho a poseer fincas rústicas ni casas en el territorio
del Ática, y por tanto debían alquilar los lugares en los que vivían. Los ricos se
dedicaban asimismo al préstamo de dinero, aunque la mayor parte de los
préstamos efectuados en Atenas eran de poca cuantía y a corto plazo. Ante
todo, muchos de esos individuos acaudalados asumían los grandes riesgos de
los préstamos marítimos que se concedían a los navieros y mercaderes para
que pudieran financiar sus cargamentos o sus barcos. En este caso los
beneficios podían ser muy elevados, como mínimo de un treinta por ciento por
el breve tiempo que pudiera durar el viaje, pero también eran muy elevados los
riesgos: si la nave naufragaba, el prestamista lo perdía todo. Esos préstamos
no constituían una nueva especialidad ateniense: sus orígenes se remontaban
seguramente a la época arcaica. Pero eran muy importantes para la renta de
muchos atenienses ricos. Una sola embarcación o un solo cargamento podía
ser la garantía de varios préstamos diferentes, adelantados por varias personas
distintas. Constituían una verdadera especulación sobre el comercio que
permitía a navieros y mercaderes delegar responsabilidades y riesgos y
aumentar el volumen de la operación. No tenían nada que ver con los
«seguros», tal como los entendemos hoy día: no existía el concepto de prima,
pagada por adelantado para asegurar una eventual pérdida mayor. Como
muchos inversores actuales, los prestamistas asumían un riesgo total con la
esperanza de obtener mayores beneficios. En mi opinión, casi todos los
atenienses acaudalados estaban relacionados con la gente del puerto, el Pireo,
y su «mundo naviero». Pero no estaba bien visto socialmente que un
ciudadano se jactara de tener ese tipo de relaciones y por lo tanto los
testimonios en este sentido son muy sesgados. 179
Sin el tributo del imperio y sin los servicios que los tiempos del imperio habían
facilitado, ¿cómo podían sobrevivir el conjunto de la ciudad y la mayoría pobre
de la población sin que cundiera el descontento? Desde mediados de la
década de 360 la principal solución al problema resultaría más fácil: una vez
más, los ciudadanos atenienses se harían con tierras en otras ciudades-estado.
A mediados de la década de 360 empezaron a expulsar a los «traidores» pro
persas de la isla de Samos; más tarde volvieron a esta isla y a otros lugares
con el fin de apoderarse de más tierras de cultivo para los ciudadanos
atenienses. Los beneficiarios podían residir en esas nuevas fincas o darlas en
arriendo. A mediados de la década de 340 los «atenienses de Samos», como
sabemos que se llamaba este colectivo por una inscripción descubierta
recientemente, tenían un consejo rotatorio de 250 miembros, la mitad de los
que tenía el de Atenas, lo que implica que la población residente en la isla
sumaba varios miles de individuos. 180 Diez años antes, los oradores de Atenas
«solían decir [en la, asamblea] que conocían la justicia no menos que los
demás hombres, pero al mismo tiempo afirmaban que se veían obligados por la
pobreza del pueblo a ser injustos en su trato con otras ciudades». 181 Un buen
ejemplo de ello era Samos.
Ante sus aliados (los samios tal vez no lo fueran), esos mismos atenienses
habían prometido en 377 a.C. que no iban a apoderarse de más tierras para
establecer colonias en el extranjero. En la complejísima y cambiante política
exterior del siglo IV, los atenienses se habían visto obligados a tomar
decisiones muy difíciles: en la década de 390 habían tenido que firmar una
alianza con la odiada Tebas y con la no menos odiada Corinto, pero luego, en
369 a.C. tras las victorias obtenidas por los tebanos, habían optado por aliarse
con los espartanos, sus antiguos enemigos. En 357 a.C. los aliados integrados
en la confederación capitaneada por los atenienses también se sublevaron
contra ellos. Pero no podemos reconstruir los orígenes de esta sublevación
(¿se debió en parte a la acción de los oligarcas disidentes de los estados
aliados?) e incluso después de que se restaurara la paz la confederación de los
atenienses no se rompió. Una vez apaciguada la amenaza espartana de la
década de 370, la confederación había alcanzado su principal objetivo. Pero
siguió existiendo y los disparates cometidos no fueron todos, desde luego, obra
de los atenienses. A mediados de la década de 360 los tebanos conquistaron la
importantísima ciudad portuaria de Oropo, en la frontera del Ática. Como es
natural, los atenienses, deseosos de recuperarla, solicitaron la ayuda de sus
aliados en virtud del tratado que habían firmado con ellos. Ninguno de ellos
respondió a su llamada, y sería Filipo quien se encargara de devolverles la
plaza tras la victoria de 338 a.C.
Durante los años difíciles, los ciudadanos de Atenas conservaron, pues, la
estabilidad y su sistema democrático. En las obras que se nos han conservado
de los oradores atenienses, sólo tenemos un texto que se dirija a los
ciudadanos como si pobres y ricos tuvieran distintos motivos de descontento: lo
encontramos en la IV Filípica de Demóstenes (escrita probablemente en ca.
340 a. C), pero se centra sobre todo en el descontento de los ricos por los
pagos que deben efectuar para mantener a los pobres y su disgusto
(justificable) por los intentos de desviar sus bienes en beneficio de los
ciudadanos más pobres. 182 Se trata, al parecer, de una queja por los
fastidiosos acusadores, los odiosos «sicofantas» del Ática, que denunciaban a
sus conciudadanos con la esperanza de obtener una parte de sus bienes si el
caso prosperaba. Pero los «sicofantas» ya habían resultado odiosos en la
época de Pericles, no constituían ningún fenómeno nuevo (en Atenas no existía
un ministerio público o fiscalía), y en el siglo IV todavía se sentían frenados por
el riesgo de ser sancionados si perdían el pleito en los tribunales.
El buen ateniense, en cambio, se suponía que debía actuar de arbitro en las
disputas que sus conciudadanos pudieran someter a su consideración: a
menudo se buscaba y se practicaba un arbitraje informal, que era una forma
aceptada por todos de evitar que un litigio acabara en los tribunales de justicia.
Si un ciudadano era lo bastante rico, se esperaba también que en momentos
de necesidad colaborara en las liturgias, las «donaciones» voluntarias y las
recaudaciones extraordinarias en beneficio de sus conciudadanos. Los
oradores se encargaban de dramatizar los casos excepcionales y sus discursos
no deberían equivocarnos respecto al sólido núcleo de seriedad, cooperación y
espíritu cívico que haría que los atenienses del siglo IV fueran tan «clásicos»
como sus aplaudidos antepasados.
Lo que más ha perjudicado su reputación es una acusación inmerecida de
apatía, incluso de cobardía. Una vez más la acusación proviene de los
discursos de los oradores que han llegado a nuestras manos y que con mucha
frecuencia fustigan a sus oyentes y los exhortan a luchar, hasta el punto de que
el lector moderno llega a pensar que esos oyentes habían perdido el espíritu de
otros tiempos. Pero no era así; lo que había ocurrido más bien era que la
guerra y las finanzas habían cambiado. Para salvaguardar los intereses
atenienses era necesario llevar a cabo campañas navales en lugares distantes,
pero no había dinero Para pagar debidamente a marineros de condición
ciudadana. En cualquier caso, para las largas ausencias se prefería contratar a
marineros mercenarios, que se financiaban con los medios que podían
agenciar los generales destinados en el extranjero. No obstante, en los
momentos críticos los soldados atenienses seguirían arriesgando su vida: en
359 a.C en Macedonia, en la primavera de 352 contra Filipo en las Termopilas,
en 348 en Eubea y en el norte, y en 338 de nuevo contra Filipo (al que
estuvieron a punto de vencer) en la batalla decisiva de Queronea. Estas
expediciones no son directamente el tema de ninguno de los grandes discursos
sobre política exterior que se nos han conservado, pero dan testimonio del
compromiso cívico de los atenienses.
Entre esos discursos destacan las obras maestras de Demóstenes, el mayor de
los oradores atenienses. Aunque tardó en responder a la amenaza
representada por Filipo, Demóstenes fue después su adversario ateniense más
eficaz, desde ca. 350 a.C. hasta su valerosa muerte en 322. Con algunos
intervalos, la situación se prestó más a la paz y a los compromisos que a la
guerra abierta, como vio con claridad Demóstenes. Pero la mejor opción (como,
supuestamente, él mismo había reconocido hacía tiempo) para atenienses y
tebanos fue unirse frente a las injerencias de los macedonios. Cuando por fin
se produjo esa alianza, es indudable que la oratoria de Demóstenes siguió
inspirándola. Filipo se alzó con la victoria, pero los discursos de Demóstenes
en torno a la necesidad de defender la libertad frente a un rey al que, cada vez
más, veía como al enemigo de la democracia, supusieron también un triunfo.
En la Antigüedad no se escribió nunca la biografía de Filipo, pero durante más
de mil años los discursos de Demóstenes serían los textos que imitaran,
copiaran y aprendieran de memoria los hombres.

Tercera parte - LOS MUNDOS HELENÍSTICOS


La reconstrucción y la transformación del sistema burocrático de Oriente,
según un plan general y con unos objetivos definidos, deben ser
consideradas uno de los logros más sorprendentes del genio griego, así
como una evidencia de su flexibilidad y adaptabilidad.
M. I. Rostovtzeff, The Social and Economic History of the Hellenistic
World, Volumen II (1941), 1080.

Algunos historiadores han escrito acerca del equilibrio establecido por


los primeros Ptolomeos. Este hecho puede darse por comprobado si se
analiza del siguiente modo: Egipto era un país de aproximadamente
siete millones de nativos y unos cien mil inmigrantes. Estos últimos no
podían esperar pretender una proporción igual, y mucho menos mayor,
de los productos, a no ser que contribuyeran (o se considerara que
contribuían) con una proporción cualitativa mucho más considerable. El
poder crear esa ilusión dependía de la habilidad del estadista. (Ptolomeo
I) Sóter, y curiosamente (Ptolomeo III) Evergetes, lo consiguieron.
(Ptolomeo II) Filadelfo lo tuvo todo a su favor, pero insistió con demasía
en sus éxitos y desperdició los activos con los que contaba. Tras la
batalla de Rafia en 217 a.C. llegó un período de estéril estancamiento.
Sir Eric Turner, en The Cambridge Ancient History, volumen VII, P parte
(1984,2a edn.), 167.

Capítulo 21 - ALEJANDRO MAGNO

Envióle Darío una carta y personajes de su corte que intercediesen con


él para que, recibiendo diez mil talentos por los cautivos, conservando
todo el terreno de la parte acá del Eufrates y tomando en matrimonio una
de sus hijas, hubiese entre ambos amistad y alianza; lo que consultó con
sus amigos; y habiéndole dicho Parmenión: «Pues yo, si fuera Alejandro,
admitiría este partido»; «Yo también —le respondió— si fuera
Parmenión»; pero a Darío le escribió que sería tratado con la mayor
humanidad si viniese a él; mas si no venía, que iba al momento a
marchar en su busca.
PLUTARCO, Vida de Alejandro 29 A

La ascensión de Macedonia marcó el final de la época clásica al recortar la


libertad griega y colocar a los reyes y sus países en el centro del poder y de los
asuntos públicos de las ciudades-estado. El lujo, cada vez mayor debido a las
conquistas, caracterizaba ahora a la nueva clase dirigente y el grandioso estilo
espectacular de buena parte de su arte «helenístico» postclásico. La «Alianza
Helénica» de Filipo proclamaba la «libertad» y la «autonomía» de sus
integrantes. También afectaba a la administración de la justicia: las disputas
entre ciudades-estado debían ser resueltas a través de un arbitraje, y, por
medio de una «carta», el rey tenía la facultad de «aconsejar» el trato judicial
que merecían los traidores. Pero la libertad y la justicia no constituyen la
explicación del éxito de su Macedonia. Filipo y sus hombres no luchaban en
realidad por la libertad de los griegos: la proclamaron como un medio para
llegar a un objetivo, a saber, el aumento de su propio poder.
La ascensión de Filipo se explica mejor a través de sus innovaciones militares,
su talento personal como monarca absoluto y, una vez más, los dos grandes
agentes del crecimiento económico en la Antigüedad: las conquistas y el
acceso a nuevas fuentes de metales preciosos. Por medio de la conquista,
Filipo incrementó sus fuentes de mano de obra militar y transformó el perfil
social de su reino. Los macedonios estaban establecidos en fértiles tierras que
habían arrebatado a las ciudades libres griegas situadas en su frontera oriental;
así pudieron dedicarse a criar caballos y a organizar una nueva caballería. Los
prisioneros de guerra eran lleyados a Macedonia como esclavos, esto es, como
mano de obra para las minas que empezaban a explotarse y, sin duda, para los
campos cuyos propietarios podían de ese modo ser reclutados como soldados
de un ejército regular profesional que debía estar disponible todo el año. Había
además, como veremos más tarde en Roma, una estimulante serie de valores.
Al igual que sus súbditos, un rey macedonio era educado en la admiración de
la gloria ganada en los campos de batalla. Si la alcanzaba, seguía recibiendo el
apoyo incondicional de sus seguidores. En aquel mundo post-homérico
quedaba fuera de lugar gobernar siendo pacífico. Cuantas más tierras
conquistara un rey, más segura estaba su monarquía personal y más
numerosos eran los recursos que podían permitirle emprender nuevas
conquistas.
Todos estos valores serían hechos realidad por el recuerdo más famoso que de
sí dejó Filipo, su hijo Alejandro Magno, que llevó la dinámica de la gloria, el
triunfo y la conquista hasta extremos sin precedentes. Nacido en julio de 356,
Alejandro sucedió a su padre cuando éste fue asesinado en 336; cinco años
después, a los veinticinco, ya había derrotado a los grandes ejércitos del rey de
Persia en Asia y se había apoderado de los palacios y tesoros del Imperio
Persa que tenían una antigüedad de más de doscientos años. Con una riqueza
considerablemente superior a la de cualquier personaje conocido hasta
entonces de la historia de Grecia, se adentró en Oriente hacia la India, rumbo
al océano Exterior, que, según creía, rodeaba el mundo. Ningún griego había
visitado la India anteriormente, y, al igual que su preceptor, Aristóteles,
Alejandro subestimó las grandes dimensiones de ese país y su enorme
población. Como los conquistadores españoles, sus soldados penetraron en los
reinos de un mundo indio desconocido. Creían seguir los pasos del dios
Dioniso y del héroe Heracles. Encontraron elefantes y brahmanes, pero sólo
oyeron hablar de pueblos que vivían en las altas montañas, nuestra cordillera
del Himalaya, y que corrían con los pies vueltos hacia atrás. Pensaban que
esas gentes no podían sobrevivir a baja altura y que, por lo tanto, no podían ser
conducidos a su campamento: los soldados de Alejandro fueron los primeros
occidentales que oyeron hablar del fabuloso yeti, el abominable hombre de las
nieves de esas cimas. Cuarenta años atrás, sus progenitores habían sido los
peones de las guerras entre Atenas y Tebas.
Aristóteles, preceptor de Alejandro, pensaba que el extremo del mundo se
encontraba precisamente al otro lado de las montañas del Hindú Kush. Bajo las
lluvias torrenciales propias de la estación de los monzones, los hombres de
Alejandro se negaron a seguir adentrándose en la India y a continuar la
exploración, sobre todo porque comenzaron a llegarles noticias de un enorme
reino indio desconocido situado más allá, a orillas del Ganges. Alejandro se vio
obligado a retroceder, aunque al frente de un ejército que ahora contaba con
más de ciento veinte mil hombres, el más grande de toda la historia de
occidente, la mayoría de cuyos soldados eran indios, iranios y bárbaros, hasta
hacía poco enemigos suyos. En la desembocadura del río Indo, en lo que hoy
día es Pakistán, consiguió hacer un sacrificio al océano Exterior, como si se
hallara en el término meridional del mundo. Era un premio de consolación, e
inmediatamente emprendió el regreso a Babilonia, donde murió menos de dos
años después, a los treinta y dos años y diez meses de edad. No fue
envenenado, pero tal vez se infectara de malaria pocas semanas antes. Como
era de esperar, sus oficiales se echaron la culpa unos a otros, e incluso a los
discípulos de Aristóteles, de haberlo envenenado, propagando unos contra
otros este tipo de rumores en su lucha por la sucesión del gran conquistador.
Al igual que Alejandro, el emperador Adriano también hizo una ofrenda en
honor del océano Exterior, pero él la hizo en el norte del mundo, junto a la
desembocadura del río Tyne, en Britania, un lugar que Alejandro nunca
conoció. Adriano visitó la gran ciudad de Alejandro, Alejandría de Egipto, y el
mejor relato que ha llegado a nuestras manos sobre las campañas del joven
rey macedonio fue obra de uno de los gobernadores provinciales de Adriano,
Arriano, un astuto cazador, como su héroe. De haberlo deseado, es indudable
que Adriano habría Podido conocer muchas más cosas que nosotros sobre la
figura de Alejandro, pues por aquel entonces se conservaba un número mucho
mayor de obras históricas.
Como general, Alejandro seguiría siendo famoso en todo el mundo, aunque sus
conquistas fueron obra principalmente del ejército creado por Filipo. Su táctica
favorita en el campo de batalla era la que ya había adoptado Filipo: en
formación triangular, la caballería cargaba desde un ala, obligando al enemigo
a desplazarse hacia los lados para oponer resistencia, y a continuación se
daba media vuelta en formación en línea para atacar el centro del enemigo,
que la anterior maniobra había dejado desequilibrado. Acto seguido entraba en
acción la infantería en el centro, armada con las largas picas o sarissai, que,
según los observadores, eran movidas hacia arriba y hacia abajo cual las
espinas de un aterrorizador puerco espín. Las tropas de choque de Alejandro
estaban formadas por los escuderos del rey instaurados por Filipo, curtidos
soldados de infantería que supieron arremeter ferozmente contra los ejércitos
indios y sus elefantes aun cuando muchos de ellos, veteranos de Filipo, ya
habían superado los sesenta años de edad. Sobrevivieron a Alejandro y
siguieron siendo los soldados más mortíferos del mundo, una clara refutación
de nuestras ideas modernas sobre la «vejez». Incluso el plan de invadir Asia
fue de Filipo, al igual que lo eran los griegos expertos en artillería que
añadieron fuerza de torsión a las catapultas y que diseñaron máquinas y torres
de asalto todavía mayores para superar las murallas de las ciudades.
A diferencia de Filipo, Alejandro entendía que «Asia» era el (supuesto) extremo
oriental del mundo, y no simplemente una parte o la totalidad del imperio persa.
En su camino hacia Oriente, a diferencia de Filipo también, cosechó éxitos
extraordinarios por medio del asedio. No perdió nunca una batalla, y sus
campañas menores fueron verdaderas obras maestras de audacia y de
resistencia casi increíble. Alejandro era imparable en la cima de una montaña
de la India o solo en un bosque del Líbano. Siempre iba en primera línea al
frente de sus hombres, aunque esta costumbre tan inspiradora estuvo a punto
de costarle la vida en 325 a.C. en la India, cuando saltó la muralla de una
ciudad y cayó en medio de una multitud de aterrorizados arqueros enemigos.
Tomó la ciudad insular de Tiro tras construir un malecón en el mar; arrasó la
rebelde ciudad de Tebas, incómoda aliada de Filipo, y vendió a sus habitantes
como esclavos (al igual que hiciera su padre en muchas ciudades del norte de
Grecia). Una noche espectacular, animados por el vino, las mujeres y los
cánticos, Alejandro y sus hombres prendieron fuego a la capital ritual de los
persas, Persépolis, reduciéndola a cenizas. Sin embargo, el joven rey era
también extraordinariamente astuto. Era capaz de engañar a sus adversarios
con una serie de estratagemas; fue todo un maestro en lo que enseñan hoy día
los teóricos militares bajo el título de «maniobras dinámicas»; sabía dividir sus
fuerzas y coordinarlas en una campaña perfectamente planificada. Tenía la
suficiente sangre fría para asumir grandísimos riesgos, pero era a la vez lo
bastante inteligente para adaptarlos a los puntos débiles de sus sucesivos
enemigos. Asimismo facilitó su propio progreso utilizando un «barniz» político
adecuado. Filipo había presentado astutamente su invasión de Asia como una
campaña de venganza; Alejandro hizo público un «dossier» de cartas
intercambiadas con el rey de Persia, Darío, en las que «justificaba» su agresión
apelando a las anteriores agresiones e injerencias de los persas. Después de
tres años como vengador de las ofensas persas, se recicló presentándose ante
el mundo como el respetuoso heredero de Ciro, el primer gran soberano persa.
Tras este «barniz» se ocultaba su firme determinación desde el primer
momento de reinar en Asia y conservar sus conquistas.
El carácter audaz e impulsivo de Alejandro se debía en buena parte a su
extrema juventud. Este temperamento se vio favorecido, sin embargo, por dos
factores sumamente singulares. Su padre, Filipo, le había proporcionado una
buena educación griega, que compartió con los hijos de los nobles
macedonios, el cuerpo de Pajes Reales recientemente creado por Filipo, que
se convertirían en los principales puntales de Alejandro. Como buen pupilo de
Aristóteles, Alejandro leía los textos griegos, mandaba representar tragedias
griegas para entretenimiento de sus soldados durante la campaña de Asia y
compartía la fascinación que sentían sus hombres por el nuevo mundo que los
rodeaba y que a veces parecía evocar los antiguos mitos de los griegos. Pero
también supo modelarse tomando como referencia al héroe supremo de la
épica homérica, Aquiles. En Troya corrió desnudo hasta el lugar en el que
supuestamente se encontraba la tumba de Aquiles, mientras que su amante y
amigo, Hefestión, coronaba la tumba de Patroclo, el amado de Aquiles. Colocó
su copia de la Ilíada de Homero, con anotaciones de Aristóteles, en la arquilla
más preciosa que arrebató al rey de los persas. Cuando los atenienses le
enviaron un embajador llamado Aquiles, accedió a todas las peticiones de
aquéllos. Homero encontraría en Alejandro su mejor y más ardiente intérprete.
En la sociedad macedonia, esa rivalidad personal con un héroe homérico no
estaba del todo fuera de lugar. El rey gobernaba por las proezas realizadas
ante sus compañeros y, como había demostrado Filipo, tenía que conceder
regalos y esforzarse por hacerse estimar personalmente; el mundo heroico de
la épica de Homero no estaba tan lejos de los valores macedonios. Como si
fuera un héroe muy especial, Alejandro también llegaría a creer que había sido
engendrado por un dios.
Una vez más vemos que ya había precedentes griegos en este sentido: en la
familia real de Esparta, en la familia de tiranos de Siracusa e incluso, como
decían sus admiradores, en Platón el filósofo, el «hijo engendrado por
Apolo». 183 Alejandro hizo pública esta pretensión personal tras su visita a un
oráculo en el oasis de Siwah, en la frontera entre Libia y Egipto. El dios de
dicho oráculo, Amón, había sido consultado con frecuencia por los griegos con
anterioridad y era considerado una manifestación de Zeus; su sacerdote saludó
a Alejandro, nuevo monarca de Egipto, llamándolo «hijo de Zeus». Se contaba
que la madre de Alejandro, Olimpíade, ya había dado a entender que el padre
de su hijo era más que un simple mortal, idea que probablemente reforzaran en
ella las diferencias que al final la enfrentaron con su esposo, Filipo. No cabe la
menor duda de que Alejandro valoraba mucho su ascendencia divina. También
honró al dios cuando llegó, como premio de consolación, al «océano Exterior»,
es decir, al océano índico: se anunció que los sacrificios llevados a cabo en
este lugar se hacían «siguiendo en todo ello las indicaciones del oráculo de
Amón». 184 Parece, pues, que en Siwah, en 332-331, ya había preguntado al
dios a qué divinidades tenía que honrar cuando llegara al océano, el extremo
del mundo. Cuando planteó esta cuestión, a los veinticuatro años, todavía no
había derrotado al gran ejército persa. La pregunta dice mucho acerca de sus
prioridades y de la confianza en sí mismo que le ayudó a hacerlas realidad.
El papel-modelo de héroe y el parentesco divino fueron los pilares de la energía
innata de Alejandro y de su ambición sin límites. Ni que decir tiene que la tensa
relación que mantuvo con su padre, Filipo, acentuó también su infinito deseo de
sobresalir. Resultado de todo ello fue una conquista que cambió los horizontes
del mundo griego. En consecuencia, el ejército y el estilo militar de los
soberanos persas fueron reemplazados por el adiestramiento y las tropas
macedonias, como en un principio había previsto Filipo. Las celebraciones y los
ideales de la monarquía persa fueron sustituidos por el estilo personal de los
reyes macedonios. Al menos dieciséis ciudades nuevas fueron fundadas por
Alejandro en prometedores emplazamientos situados a lo largo y ancho de
Asia, si bien la tradición le atribuye, aunque de manera harto dudosa, muchas
más. Estas ciudades no fueron meros destacamentos militares, aunque
también creó asentamientos de este estilo. Fueron erigidas para nacerse
famosas, para gloria de su fundador, y por ello fueron emplazadas, cuando fue
posible, cerca de rutas que resultaran accesibles al comercio y los
intercambios. Una de esas ciudades conmemoraba al noble caballo de
Alejandro, Bucéfalo, que lo llevó durante más de diecisiete años; del mismo
modo, otra conmemoraba a su perro. Todas esas ciudades, pobladas con
colonos griegos, fueron centros de lengua griega en los que se daban los
típicos entretenimientos griegos, entre ellos los certámenes de atletismo y el
inevitable teatro. Pero en algunas de ellas también se estableció una población
local no griega. En cierta ocasión, en Sogdia, unos prisioneros rebeldes fueron
entregados como esclavos a los habitantes de una nueva Alejandría, pero en
otros lugares los nativos no griegos de la zona fueron incluidos como
voluntarios. El almirante Nearco, amigo íntimo de Alejandro, contaba que el
monarca fundó aldeas en Irán para que los nómadas se convirtieran en
«agricultores, y como así tendrían algo por lo que preocuparse, dejarían de
hacerse daño unos a otros». 185 Puede que el plan fracasara, pero no es desde
luego ningún anacronismo atribuir una visión «civilizadora» a algunas
fundaciones de Alejandro. Otros monarcas macedonios anteriores habían
perseguido unos fines parecidos con su patrocinio cultural y el establecimiento
de nuevas ciudades en la propia Macedonia, una región incivilizada y áspera.
Alejandro también había heredado de Filipo el objetivo de liberar a los griegos
de Asia. En menos de un año prácticamente lo consiguió, y fomentó las
democracias como alternativa a las oligarquías apoyadas por los persas. Las
ciudades griegas vieron cómo se abolía el pago de tributo, un privilegio único
en la historia de las relaciones de esas ciudades con un poder superior. La
libertad, en consecuencia, se convirtió en sinónimo de democracia en las
ciudades-estado griegas. En otros lugares, en el Asia Menor no griega, en
Babilonia, Egipto, Chipre o Sidón, Alejandro pudo capitalizar los recientes
motivos de queja contra la dominación persa y ofrecer como alternativa la
«libertad», en el sentido de autogobierno («autonomía»). Pero en estos lugares
heredó también el sistema fiscal y el afán de control absoluto de los reyes.
Fuera de los territorios de las ciudades griegas, la «tierra», como proclamaba
uno de sus primeros decretos, «la considero mía». 186 Sus gobernadores la
supervisaban, mientras que las tropas permanecían estrictamente en manos de
gobernadores griegos y macedonios. Seguía pagándose tributo como antes,
pero, a cambio, sus tropas y gobernadores se encargaban de mantener la paz
(o al menos eso esperaba él), y en la India lograron detener las guerras locales
existentes.
Así pues, en Asia se produjo un verdadero aumento de la libertad Para la
mayor parte de las ciudades griegas, pero para otros pueblos sólo hubo paz
tras una matanza y un sutil cambio de dueño: en Arabia o en la India, al igual
que en las zonas griegas de Asia Menor, Alejandro quedó plenamente
convencido de que, como poco, había concedido la «autonomía» incluso a los
no griegos. En Grecia, mientras tanto seguiría vigente la paz armada
establecida por Filipo entre los aliados griegos. Los griegos que buscaran
justicia amparándose en ella podían recurrir, como siempre, a árbitros locales o
a los tribunales de justicia de sus ciudades-estado: en teoría no había límite
para las penas, excepto el destierro, que dichos tribunales locales podían
imponer. Para solucionar las disputas entre las ciudades griegas, la Liga
Helénica también estaba facultada para imponer un arbitraje. La «justicia», por
lo tanto, dispuso de un nuevo marco en Grecia, aunque la libertad de las
«ligas» locales y las ciudades-estado se viera restringida por él. Por otro lado,
en Asia Menor las ciudades griegas siguieron utilizando sus propios tribunales,
pero siempre cabía la posibilidad de enviar una embajada ante el rey para
obtener un veredicto de instancia superior. Alejandro no había integrado las
ciudades griegas orientales en la Alianza Helénica de su padre. Les había
concedido personalmente la libertad, y a raíz de las convulsiones
constitucionales que se produjeron en esas ciudades, probablemente él mismo
decretara por carta un nuevo ordenamiento político. En el verano de 334
insinuó a la democracia restaurada en la isla de Quíos que iba a leer el nuevo
código de leyes que le acababan de proponer para verificar que no hubiera
nada en él que fuera contrario al futuro democrático de su población. En esas
ciudades, la cuestión de los desterrados y de su readmisión pacífica siguió
siendo objeto de su intervención personal; llegó a especificar incluso en una
carta que todos esos casos de destierro debían ser vistos por un jurado cuyos
miembros utilizaran «voto secreto». Como es de suponer, en el marco local de
las leyes de una ciudad «libre», los edictos que promulgó Alejandro por carta
adquirieron un poder irresistible.
En toda Asia, fuera de las ciudades griegas, las partes agraviadas podían
apelar a un gobernador local o a uno de los subordinados de Alejandro con la
esperanza de obtener una sentencia que pudiera ser ejecutada. Podían incluso
acceder al propio rey y aspirar a una sentencia que les resultara favorable
(necesitarían a un intérprete para presentar su caso). Así pues, en Asia la
justicia seguiría siendo administrada por los funcionarios locales del rey, igual
que antes. No se produjeron reformas judiciales ni se sancionaron nuevas
constituciones para sus súbditos no griegos, aunque en varios lugares (en los
que existía una tradición de leyes locales) Alejandro proclamó una vuelta a la
legislación anterior a los persas.
Sus conquistas ensancharon también el ámbito de las ganancias y el lujo más
allá de lo que cualquier griego hubiera podido soñar jamás. Mientras que los
ingresos de Filipo apenas habían bastado para organizar una invasión de Asia
Menor, los de Alejandro le permitieron las demostraciones de lujo más
ostentosas de toda la historia de Grecia. Se gastaban diez mil talentos,
aproximadamente diez veces los ingresos anuales de la Atenas de Pericles, en
una sola celebración, en una boda real o en un banquete. Sus compañeros
cenaban en lechos con patas de plata; se decía que había funcionarios que
poseían espléndidas redes de caza de más de un kilómetro de longitud; se
contaba incluso que Poliperconte, el serio y anciano funcionario de los tiempos
de Filipo, bailaba vestido con un manto de color azafrán y unas zapatillas. La
bebida siempre había corrido en abundancia en la corte macedonia, y con más
abundancia todavía llegó a correr en los últimos años de Alejandro. Había
veces en las que éste se pasaba la noche bebiendo hasta el amanecer. En el
curso de los funerales de un sabio indio de su corte, el ganador de una prueba
de resistencia a la bebida acabó trasegando varios litros de vino, mientras que
entre los perdedores, hubo algunos indios que perdieron la vida poco después.
Cuando Alejandro contrajo matrimonio con otras dos princesas de las casas
reales de Persia casi al final de su vida, la ocasión se conmemoró con lujosos
regalos, y la tienda de las audiencias reales fue ampliada y convertida en un
magnífico entoldado. Hasta sus mástiles eran de oro.
A su muerte, Alejandro estaba planeando nuevas conquistas en Arabia (cuya
envergadura probablemente subestimara), y es posible que también pensara
marchar contra Cartago y el norte de África, en Occidente. Sus objetivos, como
es de suponer, son objeto de controversia, pero en mi opinión decidió primero
dirigirse al extremo oriental del mundo; cuando sus tropas se opusieron a este
proyecto, optó por dirigirse al sur, a lo que él pensaba que era el extremo
meridional del mundo (el océano índico); cuando falleció estaba proyectando
una posible expedición al extremo septentrional (el mar Caspio) y seguramente,
por tanto, pensaba también en conquistar el extremo occidental (el Océano
Atlántico). Su «geografía» estaba sólo un poco menos equivocada que la de
Aristóteles, pero encajaba con sus ambiciones.
¿Cuál era la naturaleza sexual de Alejandro? Es indudable que no era
estrictamente homosexual. Durante sus once años de campañas, se casó con
la bactriana Roxana y con otras dos jóvenes persas, llegando a tener así tres
esposas en vez de las siete que tuvo su padre, Filipo. También tuvo un hijo con
una amante persa, y tal vez otro con una reina india, y en su corte corrieron
rumores de que se había pasado doce días en la cama con una «Reina de las
Amazonas» que había ido a visitarlo desde la región del mar Caspio. Ya en su
adolescencia había amado también a Hefestión, cuya muerte acontecida poco
antes de la suya lo sumió en un profundo dolor. Ni que decir tiene que hubo un
elemento sexual homoerótico en el amor que sintió por su «Patroclo», aunque
era un amor que iba más allá de lo meramente sexual. En Asia Alejandro
también mantuvo relaciones con un eunuco de la corte persa, Bagoas, que se
unió a él en 330 y fue nombrado almirante, el único extranjero, cuando la flota
de Alejandro emprendió el regreso por el río Indo en 326. El calificativo
moderno que más se ajusta a su vida sexual es el de «bisexual»: se cuenta
que Filipo se comportó del mismo modo, y las relaciones homoeróticas
formaban parte del estilo de vida de sus Pajes Reales. Como en la Atenas de la
época, en Macedonia la atracción sexual por un muchacho era algo que
cualquier hombre podía profesar abiertamente, sin que por ello se
desacreditara. No sabemos lo que pensaban al respecto los indios que lo
acompañaban.
Como hombre apasionado que era, Alejandro tuvo sus momentos de
embriaguez y sus ataques de cólera; todos ellos culminaron en una oscura
noche de finales de 328 a.C. cuando en el transcurso de una fiesta mató
personalmente a Clito, uno de los veteranos compañeros de su padre. Sin
ningún género de dudas, su vida estuvo salpicada de manchas morales; su
ambición también costó la vida de decenas de millares de indios que se
negaron a rendirse y prefirieron seguir siendo súbditos de sus reyes antes que
convertirse en súbditos de él; y su ejército saqueó los bienes y las provisiones
de infinidad de familias para poder alimentarse durante la campaña de Asia.
Sin embargo, tras la conquista inicial, no estuvo en la mente de Alejandro
seguir con los saqueos y la violencia para mantener sometidos a sus súbditos.
Tenía una magia que utilizaba personalmente ante los soldados que lo
amaban, y debemos hacer justicia también a esa magia, lo mismo que a la
extravagancia propia de su juventud. Fueron tales sus hazañas, los beneficios
que dispensó y su disponibilidad a otorgar favores que algunas ciudades
griegas le ofrecieron de manera espontánea «honores semejantes a los de los
dioses». A veces lo hicieron por la admiración que sentían por su persona o por
gratitud; otras con afán de adularlo. La dispensación de beneficios, en el
sentido de favores materiales, era importantísima para el concepto de dios que
tenían los griegos. Alejandro era tan capaz de dispensar beneficios como
cualquier dios Olímpico, mientras que sus hazañas, llevadas a cabo en lugares
tan distantes como la India, rivalizaban con la mayoría de las proezas
realizadas por esos mismos dioses. Ya habían existido con anterioridad cultos
divinos en honor de mortales que habían destacado por su poder y sus logros,
pero éstos se convirtieron en una práctica establecida entre los griegos debido
a las extraordinarias proezas de Alejandro. Él mismo, sin embargo, sabía
perfectamente que no era más que un mortal, por lo que siguió honrando a los
dioses inmortales y continuó obedeciendo sus oráculos. Su vida religiosa fue
siempre tradicional, enraizada en la práctica y los precedentes griegos.
Alejandro tuvo sobre todo un fuerte vínculo emocional con sus hombres;
vínculo que se mantuvo a pesar de las tormentas y los desiertos, de las heridas
y las fatigas y de los muchos momentos en los que él y sus generales se
hallaron perdidos, sin saber en qué punto del mapa se encontraban. Marcharon
juntos a pie contra ejércitos mucho más grandes que el suyo, y vieron
desiertos, ciudades, montañas y elefantes que no habían imaginado nunca en
su juventud. Algunos de sus hombres cabalgaron sin estribos y sin sillas, en
formación de cuña para cargar contra el enemigo en el campo de batalla, en
esos momentos de «todo o nada» en los que se decide la gloria, los que se
ganan a costa del adversario y se mantienen vivos en el recuerdo durante años
a través de relatos cada vez más espectaculares. Cuando Alejandro yacía
agonizante, «sus soldados estaban ansiosos por verlo; unos, porque querían
encontrarlo con vida; y otros, porque (como se había divulgado la noticia de
que ya había muerto) sospechaban que su guardia personal ocultara su
muerte; esto es lo que a mí al menos me parece. Lo cierto es que la mayoría
de sus hombres, llevados de la pena y la añoranza por su rey, presionaban
para poder ver a Alejandro. Decían que cuando el ejército había desfilado ante
él, estaba ya sin voz, y que saludaba a cada uno de sus hombres alzando la
cabeza con dificultad, fijando en cada uno de ellos sus ojos en señal de
reconocimiento». 187 Al igual que nosotros, los hombres de Alejandro se
quedaron sin saber exactamente qué planes rondaban la cabeza de su
soberano.

Capítulo 22 - LOS PRIMEROS SUCESORES DE ALEJANDRO

Cuando Seleuco vio que sus tropas estaban aterrorizadas, siguió


dándoles ánimo y les decía que no era propio de unos hombres que
habían participado en las campañas de Alejandro y habían sido
ascendidos por él debido a su valor, fiarlo todo en el poder y el dinero.
Debían utilizar la experiencia y los conocimientos, esto es, los medios
con los cuales también Alejandro había llevado a cabo sus grandes
hazañas, admiradas por todo el mundo ... Alejandro se le había
aparecido en un sueño a su lado, lo que indicaba a todas luces la
primacía que estaba destinado a alcanzar en el futuro, con el paso del
tiempo...
DIODORO 19.90, acerca de la retirada de Seleuco a Babilonia (312
a.C.)

El 10 de junio de 323 Alejandro murió en Babilonia. Por una singular


coincidencia, poseemos la tablilla en la que un escriba babilonio anotó el
suceso en un diario astronómico. «El rey murió», señala. «Las nubes...» 188
Ninguna de las fuentes griegas o romanas que han llegado a nuestras manos
menciona las nubes. Por el contrario, se explayan hablando de la enorme
hoguera de ambiciones personales que encendió la muerte del rey. Alejandro
no dejó designado ningún heredero, pero su esposa bactriana, Roxana, estaba
embarazada de seis meses. El difunto monarca tenía además un hermanastro,
Filipo Arrideo, que tenía ya treinta Y tantos años, pero este hijo del gran Filipo y
de una esposa tesalia era medio imbécil. Estaba ya urdiéndose la trama de una
lucha tremenda. El hijo que estaba por nacer iba a ser medio bárbaro y, como
el deficiente Arrideo, necesitaría tutores que ejercieran el poder real en su
nombre.
Así pues, la primera lucha que se desencadenó fue por la «tutela» de la estirpe
real. ¿Pero cuál de ellas? Desde 330 a.C. el joven Alejandro había practicado
la «inclusión» de persas y otros individuos de origen iranio en los puestos de
honor próximos a su persona, y finalmente hasta en las unidades más fieles de
su ejército macedonio, con el que había conquistado el mundo. Se había
casado con Roxana, una bactriana; había amado al eunuco Bagoas; había
adiestrado a 30.000 jóvenes iranios en el uso del armamento macedonio y los
había nombrado sus «Sucesores»; en una ceremonia espectacular, había
casado incluso a noventa y dos oficiales macedonios con esposas iranias (de
modo que los hijos de sus esposas y los de las esposas de Hefestión se
convirtieron en primos); con esa misma ocasión había hecho regalos a más de
10.000 soldados suyos que ya se habían «casado» con mujeres asiáticas. Esa
inclusión había ido más allá del simple reclutamiento de unidades de apoyo con
el fin de mantener el número de hombres de su ejército. Permitió el ingreso de
bárbaros en el glorioso regimiento de caballería de los Compañeros del Rey,
ennobleciendo a algunos. Alejandro no tenía necesidad de hacer nada de
aquello. El reclutamiento de los «hombres de Alejandro», al margen de sus
orígenes familiares y étnicos y de su formación, y su ingreso en una corte
abierta a todo el mundo y en el ejército del futuro, eran una prerrogativa del rey.
Se le atribuyen las siguientes palabras: «Zeus es por naturaleza padre de
todos», como decía Homero, pero «a los mejores los adopta como propios». 189
Eso mismo hizo Alejandro en un «imperio de los mejores». Algunos de sus
macedonios, sobre todo los más viejos, consideraban aquella política
detestable. No sentían el menor deseo de confraternizar con unos hombres a
los que en otro tiempo habían intentado matar. En cuanto murió Alejandro,
dieron rienda suelta a aquel odio.
Otros eran más flexibles, los más jóvenes y los amigos más íntimos, así como
los miembros de su caballería, capaces de acoger a cualquier individuo que,
como ellos, amara los caballos: estaban dispuestos a esperar que naciera el
hijo de Roxana. Mientras tanto, los macedonios de más edad y los veteranos
de infantería, unidos por su cerrado dialecto griego del norte, conspiraban a
favor de un heredero macedonio, hijo del difunto rey Filipo, aunque
mentalmente estuviera discapacitado. Se desencadenaron motines, tras los
cuales se llegó a una solución de compromiso: el hijo de Roxana compartiría el
trono con el deficiente mental, Filipo Arrideo. El defensor más destacado del
acuerdo fue Perdicas, confidente de Alejandro, un noble macedonio
perteneciente a un linaje de reyezuelos de las montañas. Tras la muerte de
Hefestión, Perdicas era el hombre al que Alejandro había destinado como
próximo «quiliarca» o segundo en el mando, al frente de la unidad de caballería
más respetada. Se dijo (posteriormente) que el propio Alejandro le había
regalado su anillo e incluso que le había encomendado la tarea de cuidar de
Roxana. Sobre este tipo de cuestiones proliferó mucha propaganda.
A los cinco días de la muerte de Alejandro, la antigua reina madre de Persia se
dejó morir de inanición, lamentando (según dijeron algunos) la muerte de
Alejandro, aquel que apenas ocho años antes había sido el enemigo declarado
de su hijo. Entre los macedonios surgió una complicación. Alejandro había
enviado a su respetado general Crátero , de vuelta a Macedonia con 10.000
veteranos de este país ya ancianos de cuyos servicios había decidido
prescindir. Crátero era sumamente conservador y no era partidario de la
«inclusión». Alejandro le había ordenado que se hiciera cargo de Macedonia
«como defensor de la libertad de los griegos», recordatorio de cuan diluido
estaba por aquel entonces este viejo ideal. 190 Debía sustituir asimismo al
anciano Antípatro, que había sido el general al mando de Grecia en ausencia
de Alejandro.
¿Qué órdenes de Alejandro pudo inventarse o atribuirse Crátero? En la
sociedad macedonia no había precedente ni sistema alguno de abordar este
tipo de crisis. La muerte prematura de un rey sin hijos había creado un vacío y
todo vacío debe llenarse de cualquier manera. Para apaciguar a los personajes
más ilustres, se inventarían rápidamente títulos honoríficos como el de
«guardián», «supervisor» o «quiliarca» (en el sentido de «sustituto»). En
Babilonia, también Perdicas afirmó haber encontrado los «últimos planes» de
Alejandro. Se los expuso a los soldados, sin duda con la intención de que
fueran anulados: es muy probable que él mismo y sus ayudantes, entre otros el
ingenioso secretario griego Éumenes, los inventaran en una noche de frenética
improvisación. Incluían proyectos arquitectónicos fantásticos; uno de ellos era
la construcción de un templo en Troya; otro, la erección en Macedonia de un
enorme túmulo «tan grande como una pirámide» en honor de Filipo. Se
añadieron además planes de conquistas en Occidente que llegaban hasta
Cartago y aun más allá. El objetivo era sin duda que los soldados los
escucharan respetuosamente, pero que los rechazaran. Los generales como
Crátero no podrían entonces apelar a unos «planes» distintos y pretender que
estaban autorizados por ellos a actuar como quisieran. ¿Pero era seguro que
los soldados iban a rechazarlos? Por consiguiente se añadió otro gran
proyecto: los «desplazamientos de población» entre Europa y Asia, para que
unos pueblos y otros vivieran en armonía por medio de los «matrimonios mixtos
y la asimilación». 191 Semejante plan era perfectamente creíble en un rey que
se había mostrado partidario acérrimo de la inclusión: los macedonios «asio-
escépticos» la consideraban terrible y rechazaron los «planes» tal como se
pretendía.
Roxana tuvo un niño (Alejandro IV), que nació en el mes de septiembre.
Mientras tanto, Perdicas asumió el mando en Asia junto con Antípatro, ya
septuagenario, un «hilo a punto de romperse», que estaba al frente de
Macedonia. 192 En veintidós años, el reino de Alejandro se fragmentaría todavía
más y quedaría repartido entre otros generales: su amigo de toda la vida,
Ptolomeo, obtendría Egipto; el comandante en jefe de la infantería, Seleuco,
Asia; su guardia de corps, Lisímaco, Tracia y el noroeste de Asia Menor; y el
impetuoso hijo de Antípatro, Casandro, Macedonia (al ser uno de los
Compañeros de Alejandro en Babilonia, se dijo incluso que Casandro había
ayudado a «envenenarlo»). Durante algún tiempo, otros grandes rivales se
pusieron al frente de sus soldados dispuestos a jugar fuerte: el robusto
Antígono, de poderoso físico, tuerto, provisto de una voz estentórea, el
veterano que había estado al mando de los ejércitos de Asia Menor durante la
larga marcha de Alejandro hacia Oriente; su flamante hijo, Demetrio, «valiente
como un héroe y hermoso como un dios, de una majestad tal que los extraños
iban tras él sólo para mirarlo»; 193 o el ingenioso Eumenes, que ni siquiera era
macedonio, sino griego, una especie de Odiseo culto que había hecho las
veces de secretario de Alejandro. Hasta 281 a.C. se sucedieron sin cesar las
guerras entre los grandes participantes en el juego y sus secuaces.
El primero de los que a la larga habrían de salir vencedores en mostrar sus
cartas fue Ptolomeo. Había conocido bien a Alejandro desde la infancia; había
sido nombrado incluso catador de la comida del rey (evidentemente un cargo
de mucha responsabilidad, en un mundo en el que los venenos estaban a la
orden del día). En Babilonia, obtuvo el título de gobernador de las ricas tierras
de Egipto, pero, una vez allí, no hubo quien lo moviera del país tras las
conquistas realizadas en su zona occidental (en Libia) y la posterior invasión de
Chipre. Su frontera más débil era la oriental, lo que lo llevó a invadir Siria en
varias ocasiones según un modelo de «guerras sirias» que mantendría
ocupados a sus sucesores durante más de cien años. Ptolomeo fundaría la
dinastía de su nombre, que reinó en Egipto durante trescientos años. Una de
sus jugadas más ingeniosas consistió en apoderarse del cadáver de Alejandro
cuando Perdicas se lo llevó de Babilonia en un coche fúnebre magníficamente
decorado. Se cuenta la anécdota de que Ptolomeo engañó a sus perseguidores
sustituyendo el cadáver del rey por el de otro individuo: debieron de salir en su
persecución, y por lo tanto es posible que parte de esta historia sea verdad.
Al principio, Ptolomeo guardó el cadáver de Alejandro en Menfis, la vieja capital
de Egipto. Pero luego lo trasladó a la desembocadura del Nilo, a Alejandría,
donde más tarde uno de sus sucesores, Ptolomeo IV, mandó construir un
magnífico mausoleo, el Sema, donde debían reposar los restos de Alejandro y
de todos los Ptolomeos difuntos. Los rumores de que se ha descubierto la
tumba de Alejandro continúan atrayendo al público, pero semejante hallazgo
supondría la recuperación de un gigantesco monumento dinástico bajo las
construcciones levantadas posteriormente en el centro de Alejandría. En
cuanto a su cadáver, continuó expuesto allí a la curiosidad de los visitantes,
uno de los cuales fue el primer emperador romano, Augusto, que (en 30 a.C.)
depositó una guirnalda de flores sobre la tapa de cristal del sarcófago. Se dice,
acaso retóricamente, que seguía expuesto al público en ca. 380 d. C, pero no
existen referencias concretas de visitantes que fueran a verlo desde 215 d.
C. 194 La tumba y el cadáver fueron destruidos casi con toda seguridad durante
alguna de las grandes revueltas populares que se produjeron en Alejandría.
Durante diecisiete años, los Diádocos o «sucesores» rivales evitaron adoptar el
título de rey, pero entonces murió el joven hijo de Alejandro (en 310) y poco
después Cleopatra, la peligrosa hermana del gran conquistador (en 308 a.C).
Antígono era el único de los Diádocos que tenía lo primero que tiene que tener
un monarca, esto es, un hijo prometedor, Demetrio: tras la gran victoria
alcanzada por el joven, Antígono adoptó por primera vez el título de rey,
consciente de que tenía un heredero digno. Sus rivales siguieron su ejemplo, y
entre ellos Ptolomeo en Egipto, aunque los escribas del país tardarían hasta
305 en calificarlo, además, de Faraón. Ptolomeo tuvo que pelear
denodadamente para sobrevivir, primero contra Perdicas, y luego contra
Antígono y su hijo. Desde 311, también él se había presentado como adalid de
la «libertad de los griegos»: en mayor medida que cualquier otro heredero de
Alejandro, necesitaba griegos para sus ejércitos y para su nuevo Egipto. En
cualquier caso, su invocación a la libertad no sería una invocación
comprometida con la democracia.
En Grecia, mientras tanto, muchos griegos ya se le habían adelantado.
Cuando tuvieron noticia de la muerte de Alejandro, se sublevaron, invitando a
sus compatriotas a «liberarse» de los «bárbaros» macedonios de un modo que
suponía la inversión de la vertiginosa invasión de Asia por parte de Alejandro. A
pesar de los valiosos triunfos obtenidos, los atenienses se vieron acorralados
tras las derrotas sufridas por mar, lo que provocó su capitulación. En 322 a.C.
tras más de ciento ochenta años de existencia, la democracia ateniense llegó a
su fin por obra de un conquistador, Antípatro. Los derechos políticos quedaron
confinados a los atenienses que poseyeran una cantidad moderada de bienes
o más; los de las clases más humildes serían deportados a las estepas de
Tracia.
Sólo las alternativas de las luchas de poder de los Diádocos permitieron a los
demócratas de Atenas restaurar su sistema de gobierno, primero brevemente
en 317 y luego de forma más duradera en 307. La «libertad» seguiría siendo un
slogan muy popular entre los griegos, pero últimamente se había convertido en
una expresión manida con la que jugaban los generales macedonios rivales.
Como ocurriera en tiempos de Filipo y de Alejandro, la libertad dependía de las
concesiones que hiciera el poderoso de turno. No obstante, siguieron
haciéndose concesiones de este tipo, unas veces para desestabilizar a un
general rival, y otras para asegurarse el favor de Grecia (y por ende, de
Macedonia) y atraer a colonos y soldados griegos hacia los nuevos reinos de
Asia. Se dejó, pues, a las ciudades-estado griegas cierto margen de maniobra,
pero no una libertad plena: a partir de 338 a.C. esto es, desde los tiempos de
Filipo, los atenienses habían dejado de controlar la importantísima ruta
marítima por la que pasaban sus importaciones de grano del mar Negro.
En Asia, las guerras se caracterizaron por seguir dos modelos bastante
insólitos: la falta de nacionalismo local y el respeto general por la preservación
de la monarquía y la legalidad, aunque los «reyes» fueran un deficiente mental
y un niño. Curiosamente, ningún pueblo de Asia se sublevó mientras duraron
las luchas por la sucesión. Numerosos soldados asiáticos siguieron incluso
prestando sus servicios en los ejércitos rivales de los generales macedonios.
Mientras tanto, los dos «reyes por compromiso», Filipo III y Alejandro IV,
siguieron siendo reconocidos como tales en las inscripciones públicas de las
ciudades griegas, en Babilonia y en Egipto; los diversos tesoros reales
permanecieron meticulosamente custodiados y sólo tendrían acceso a ellos los
que dispusieran de las debidas cartas de los reyes; siguieron predominando las
monedas con la efigie de los reyes y el calendario real (calculado por los años
de reinado de los monarcas), al menos hasta que Filipo el imbécil, fue
asesinado en el otoño de 317 a.C. y luego falleció el joven Alejandro IV (y
Roxana) en 310 a.C.
¿Por qué no se produjeron sublevaciones nacionales? Al principio, Alejandro
había ratificado en sus cargos a los gobernadores persas que Se le habían
rendido. Durante su ausencia, mientras estuvo en la India, algunos se
sublevaron, pero otros individuos de su misma nacionalidad colaboraron en su
captura o hicieron que se rindieran. No había solidaridad nacional, y los
macedonios tenían el monopolio de las fueras militares mejor adiestradas. La
percepción de la conquista variaría también según la clase social del individuo.
Para muchos de sus súbditos, la victoria de los macedonios apenas había
significado cambio aluno. Seguía exigiéndose el pago de tributos; y los
recaudadores loca-es continuaban acaparándolos. Incluso cuando se hacían
concesiones de tierras a nuevos beneficiarios, tenían que seguir cultivándolas
los mismos trabajadores del lugar. ¿Para qué, pues, sublevarse? ¿Para recibir
más de lo mismo bajo un nuevo nombre o bajo el de toda la vida? Las
conquistas de Alejandro en la India se perdieron al cabo de veinte años, pero
no debido al nacionalismo de los habitantes de la zona: uno e los generales de
Alejandro, Seleuco, se las cambió a Chandragupta, un nuevo caudillo militar
indio, originario del sur, por el increíble precio de 500 elefantes de guerra. Las
conquistas de Alejandro en Bactria permanecieron en manos greco-
macedonias durante más de ciento cincuenta años. En Babilonia, territorio
densamente poblado, Seleuco upo aprovecharse de los buenos recuerdos que
había dejado durante a etapa en que había ejercido como gobernador del país
desde la década de 320: en 312 a.C. se hizo de nuevo con el poder en la
región apoderándose básicamente en una fuerza de unos pocos centenares de
soldados de caballería tras realizar una audaz cabalgada desde Siria. En toda
Asia, los súbditos no griegos aceptaron de buen grado el dominio de os
macedonios o prefirieron sacar provecho de él aliándose con sus nuevos amos.
Dichos amos no sólo eran militares curtidos: estaban además dispuestos a
luchar denodadamente unos contra otros. A partir de las reformas introducidas
por Filipo, podemos ver en los macedonios una refutación de numerosos
estereotipos populares acerca de los soldados y la condición humana.
Combatían con lealtad a pesar de no tener ni derecho a voto ni una libertad
«republicana» que los inspirara. En el caos que se desencadenó a la muerte de
Alejandro, empezaron a manifestar su aprobación por un líder u otro en sus
asambleas militares, y de ese modo la consulta de su parecer se convirtió en
una necesidad habitual. Sin embargo, no consiguieron ninguna libertad
democrática y desde luego tampoco la pretendieron. Tampoco deseaban
retirarse y abandonar el ejército; los mejores soldados macedonios de
Alejandro en la India sobrepasaban en muchos casos los sesenta años, pero
continuaron luchando otros diez más, sin dejar de aterrorizar en ningún
momento a sus adversarios. Una vez muerto su señor, siguieron dispuestos a
luchar contra otros macedonios, sobre todo si tenían que atacar a los jóvenes
de la «nueva hornada» que nunca habían combatido al servicio del gran
Alejandro. A falta de un verdadero monarca hereditario que los comandara,
aquellos veteranos se pusieron al servicio de cualquiera que pudiera pagarlos y
defender sus posesiones y su impedimenta (incluidas las mujeres), que
representaban su capital mobiliario personal. Al principio, el respaldo de los dos
reyes por compromiso permitió a los generales rivales ganarse el favor de los
soldados, pero, una vez asesinados los dos jóvenes monarcas, los sucesores
de Alejandro no serían más que unos meros militares. Los Diádocos eran sólo
una generación de «condottieri afortunados», 195 mientras que Filipo y Alejandro
habían sido los verdaderos soberanos dinásticos del pueblo macedonio.
Por consiguiente, el recuerdo y el estilo de Alejandro fueron muy importantes
para sus futuros herederos. Naturalmente, mantuvieron el estilo de su ejército y
de su táctica, incluida la única innovación que introdujo el gran conquistador en
el modo de hacer la guerra de los griegos, esto es, el empleo de elefantes. Si
en algún momento se produjo una «carrera armamentística», fue sólo para
crear versiones más grandes de las mismas máquinas de guerra, naves o
torres de asedio utilizadas por Alejandro: en 306, el joven Demetrio llegó a
movilizar fabulosas torres de asedio, de 36 metros de altura, contra las
murallas de Rodas (pese a lo cual la ciudad resistió el sitio). En 318 fueron
utilizados incluso elefantes de guerra contra las murallas de las ciudades de
Arcadia, en Grecia: un indio experto en la materia enseñó a los defensores
griegos a esconder en el suelo, delante de las murallas de la ciudad, planchas
provistas de pinchos que se clavaban en la planta de los pies de los animales.
En Siria, Ptolomeo repitió seis años más tarde la misma estratagema en una
batalla campal.
Durante siete años la singular carrera de Éumenes, que ni siquiera era
macedonio, puso de manifiesto lo que tras la desaparición de Alejandro debía
representar un aspirante a líder. Aunque era un secretario, Éumenes fue
también un hábil general; pese a ser griego, era capaz de pasarse una noche
entera bebiendo (como un buen macedonio) en su campamento. ¿Cómo pudo
un individuo que ni siquiera era macedonio ponerse al frente de unos curtidos
soldados de esta nacionalidad? Éumenes tenía problemas para hablar su
dialecto, pero supo convencerles contándoles una sencilla fábula acerca de un
león, el tipo de relato recogido por última vez en nuestros libros de historia en el
mundo arcaico de los discursos contenidos en las «investigaciones» de
Heródoto. Al carecer de raíces macedonias, Éumenes necesitaba
forzosamente contar con cartas de reconocimiento de compromiso de los reyes
macedonios. Dichas cartas le permitieron reclamar dinero del tesoro: hicieron
incluso que lo siguieran los veteranos «Escudos de Plata», pues en ellas era
confirmado como hombre de los dos reyes. Cuando se le unieron algunas de
las grandes figuras de los tiempos de Alejandro, logró convencer
ingeniosamente a aquellos incómodos «iguales» de que accedieran a reunirse
con él en una tienda en la que se encontraba el trono del difunto rey. Sobre él
había sido colocado el cetro; todos reverenciaron a Alejandro como a un dios, y
tras deliberar, tuvieron la sensación de que «los seguía guiando un dios». Seis
años después de la muerte de Alejandro, todavía podían sentirse unidos ante
su presencia invisible.
La táctica de Éumenes era sólo un elemento más de una imitación a gran
escala del famoso monarca. Los fastuosos banquetes multirraciales de
Alejandro fueron reproducidos en Persia: se dice que sus sucesores imitaban
su voz e incluso la forma en que colocaba la cabeza. El menos poderoso de
todos ellos, Lisímaco, fue el que finalmente reprodujo en sus monedas de plata
el retrato más idealizado del difunto rey, con el aspecto de un joven dios. Lo
mismo que Alejandro, apasionado cazador, los Diádocos exponían los frutos de
sus proezas cinegéticas, afirmando que eran verdaderos «reyes leones»: se
cuenta que Perdicas arrancó a unos cachorros de león de su madriguera
utilizando únicamente las manos. Al igual que Alejandro, sus sucesores serían
objeto de cultos locales en las ciudades griegas esperanzadas o agradecidas,
sin exigir en realidad ser venerados como dioses. A medida que fue
aumentando su poder en Asia, Seleuco empezó a afirmar que un gran oráculo
griego lo había reconocido como el hijo engendrado por un dios, lo mismo que
Alejandro: el dios en cuestión era Apolo, y el oráculo el santuario de Dídima,
cerca de Mileto. Su esposa persa, Apama, fue inducida a dispensar su
patrocinio a dicho lugar, en el que de ese modo pudo erigirse un enorme
templo, el monumento más hermoso y de mayores dimensiones que se
conserva de comienzos del período helenístico. 196
En 302 a.C. había cinco reyes rivales, pero un año después quedaron
reducidos a cuatro cuando Seleuco derrotó al anciano Antígono y lo mató. El
territorio de la India había sido cedido, pero el resto del imperio de Alejandro
seguía estando bajo dominio griego. En 281 a.C. tras varios años de lucha, los
cuatro reyes quedaron reducidos a tres cuando Seleuco, todo un superviviente
de la época de Alejandro, mató a Lisímaco, que había sido guardia de corps del
antiguo rey, en el emplazamiento de una antigua colonia militar persa, la
«Llanura de Ciro» (Cirupedo), en Asia Menor. Desde 281 hasta los diversos
enfrentamientos con Roma, el mundo griego de Alejandro siguió dividido en los
tres reinos resultantes de este episodio: el de los Seléucidas en Asia (sin la
India), el de los Ptolomeos en Egipto, y el de los Antigónidas en Macedonia,
unido por medio de guarniciones y tratados a las distintas ciudades-estado y
«Ligas» de Grecia. Contemplada desde la distancia, esta división no tenía nada
de nueva. El imperio que había precedido al de Alejandro, el de los persas,
había tenido una y otra vez problemas con Egipto. Su poder sobre la India
había sido muy vago y nunca había logrado conquistar Grecia. La triple división
de los Diádocos, pues, era ya visible a comienzos del siglo IV a.C.
Durante los años de rivalidad de los dinastas, hubo un grupo social que
alcanzaría mayor preponderancia: las mujeres de la familia real y de la nobleza.
La hermana de Alejandro, Cleopatra, se quedó enseguida viuda, convirtiéndose
en un valioso premio para los ambiciosos Diádocos; hasta 316, su madre,
Olimpíade, siguió campando por sus respetos en el reino del que era originaria;
su sobrina Adea (nieta de Filipo), con sólo dieciséis años, demostró tener un
temple y una audacia en público digna de su aguerrida madre. Pero hubo
también otras grandes mujeres fuera de la familia real. La hija de Antípatro,
Fila, se hizo famosa por sus obras de caridad y su buen juicio, aunque tuvo que
soportar el matrimonio que se le impuso con el joven galán Demetrio. Una de
las bodas orientales organizadas por Alejandro menos prometedoras había
sido la de Amestris, sobrina de Darío, el antiguo rey de Persia, y el macedonio
Crátero, «asio-escép-tico» empedernido. Éste murió poco después de contraer
matrimonio sin haber mostrado el menor interés por su esposa, pero Amestris
se casó luego con el dinasta de una ciudad griega del mar Negro y, a pesar de
sus principescos orígenes persas, acabó como soberana de una ciudad-
estado.
Todos los honores —y desde luego con todo merecimiento— irían a parar a
Olimpíade. Tras regresar a Macedonia en 317, protegió a su nieto semi-
bactriano, el hijo de Roxana, y arremetió contra la vigorosa y joven Adea,
casada por entonces con el pobre Filipo III. En el otoño de 317, Olimpíade
propuso teatralmente a Adea que eligiera cómo prefería morir (por medio de un
puñal, una cuerda o el veneno), pero al cabo de un año ella mismo tuvo que
rendirse a sus enemigos tras el terrible asedio al que se vio sometida en la
ciudad costera de Pidna. Fueron los parientes de sus antiguas víctimas los que
tuvieron que encargarse de quitarle la vida: ni más ni menos que doscientos
soldados enviados con este fin se negaron a llevar a cabo la acción «por
respeto a su estirpe real». Su muerte sería digna de Clitemnestra, la
todopoderosa reina de la tragedia griega. Pero incluso este tremendo drama
quedaría en nada comparado con el protagonizado en Chipre por la terrible
Axiótea, reina de Pafos. En 312 a.C. hizo matar una a una a todas sus hijas en
el palacio de la ciudad antes de quitarse ella misma la vida; todo con tal de no
caer en manos de los agentes de Ptolomeo.
Durante estos mismos años oímos hablar en Grecia de destacadas cortesanas,
herederas de las grandes «señoras» de la corte de Alejandro. Ninguna fue más
célebre que Lamia, mujer ya madura, cuyas aventuras con Demetrio, el
príncipe libertador de Atenas, se convertirían en un tópico de conducta
ingeniosa y escandalosa a la vez, propia del teatro cómico. Se dice que en
Atenas algunas cortesanas escucharon las enseñanzas del afable filósofo
Epicuro; conocemos incluso los retratos de dos distinguidas poetisas griegas,
Mirto y Ánite. Pero estas mujeres tuvieron escasísima repercusión pública,
comparadas con otras féminas que desarrollaron sus actividades en los
palacios de los Diádocos.
Al elogiar a uno de los Ptolomeos, el poeta Teócrito citaba como una de sus
cualidades la de ser un «buen amante» (erótikos). 197 Lo cual no tenía nada que
ver con el hecho de ser un buen marido. En las familias de casi todos los
Diádocos, los reyes no sólo se enamoraban una y otra vez; en realidad solían
tomar una segunda esposa o incluso más, y engendrar varios grupos de hijos.
Su boda con Cleopatra, la séptima de sus esposas, había sido la causa del
asesinato de Filipo allá por 336, pero aun así, Alejandro dejó a su muerte tres
esposas persas: se dice que Roxana, la nueva «reina madre», se encargó de
envenenar inmediatamente a una de las otras dos viudas. Posteriormente, en
las familias de los Diádocos se agudizó el llamado «síndrome de la segunda
esposa», como si no se hubieran aprendido debidamente las lecciones del
pasado macedonio. Ptolomeo se casó con una hija de Antípatro, pero luego se
enamoró de una de las damas de compañía macedonias de su esposa y
también contrajo matrimonio con ella: los hijos de esta esposa más joven
serían los favoritos de Ptolomeo, desencadenándose así un grave conflicto
dinástico con los hijos mayores. Lisímaco cometió el mismo error y mató al hijo
que había tenido con una de sus esposas después de casarse torpemente con
otra. El caos familiar socavó su reinado y contribuyó a que Seleuco arremetiera
contra él. Casandro no tuvo mejor suerte, y Seleuco sólo se libró de la quema
tras decidir compartir el trono con su hijo y concederle la mano de una de sus
esposas: se dice que el joven estaba loco de amor por ella. Antígono el Tuerto
fue el único fiel al matrimonio, pero su hijo Demetrio lo superó casándose dos
veces y manteniendo numerosas aventuras con las cortesanas griegas más
famosas. Príncipe amante de la caza, nunca mató un león, pero hizo el amor a
una célebre prostituta llamada la «Leona» (nombre también de una postura
sexual).
En las grandes tragedias atenienses que indudablemente debieron de ver
aquellos macedonios, había escenas de nobles suicidios en el seno de familias
reales divididas por las infidelidades y las segundas nupcias. En las familias de
los Diádocos, lo que otrora fuera mito se hizo realidad. La nueva era de la
monarquía concedió el protagonismo a las mujeres en un escenario regio
inestable: la realidad resultaría más estremecedora que la ficción.

Capítulo 23 - LA VIDA EN LAS GRANDES CIUDADES

Para el esclavo que golpee a un hombre libre. Si un esclavo o una


esclava golpea a un hombre o a una mujer libre, reciba no menos de
cien latigazos ... Golpes intercambiados entre individuos libres. Si un
hombre o una mujer libre golpea a un hombre o a una mujer libre
iniciando injustamente el ataque, pagará cien dracmas
independientemente de que pierda el pleito.
Leyes de Alejandría, ca. 250 a.C. Dikaiomata, líneas 196 ss., 203 ss.

Timantes grabó esta pieza de lapislázuli en forma de


[estrella, Esta piedra semipreciosa persa que contiene oro, Para Démilo;
a cambio de un tierno beso la morena de
[negra cabellera Nicea de Cos lo recibió como regalo de amor.
POSIDIPO DE PELLA 5 (Austin-Bastianini), papiro publicado en 2001

Los siglos que siguieron a la muerte de Alejandro, es decir el período


comprendido entre 323 y 30 a.C. reciben el nombre de Época Helenística. En
su uso moderno, este término alude en primer lugar a la extensión de la lengua
y la cultura griega a las poblaciones no griegas de Oriente, lo que daría lugar a
unas formas mixtas no clásicas e implícitamente a la disgregación de las
mismas. En realidad, esa extensión había venido produciéndose desde mucho
antes de la época de Alejandro, alrededor de numerosas colonias griegas de
ultramar, por ejemplo de la isla de Chipre. El rasgo más característico de esta
época es la multiplicación de los reyes y de las cortes reales de lengua griega,
así como una nueva oleada de fundaciones de ciudades. En ellas la lengua
griega siguió siendo la dominante, aunque algunos de los nuevos súbditos
continuaran siendo bilingües. Los reyes, sus gobernadores y los colonos no
eran individuos investidos de ninguna misión religiosa: como prudentes
politeístas, a veces abrazaban el culto de las divinidades locales existentes
antes de su llegada. Pero «perfeccionaron» también zonas enteras del Oriente
Próximo, llevando a ellas la vida cultural griega que quisieron y cultivando unas
tierras, especialmente en Egipto, que hasta entonces habían permanecido sin
explotar. En la época postclásica en que vivimos, los historiadores modernos
se guardan muy mucho de imponer una interpretación «colonial» a sus
acciones. Debemos tener mucho cuidado al respecto, pero algunos reyes y
colonos, entre otros Alejandro y sus cortesanos, mostraron una actitud a todas
luces orientalizante respecto a Asia y la consideraron ineficaz o infrautilizada.
Tampoco supone ningún error atribuirles una fe en el esplendor y el poder
civilizador de su cultura griega. Los reyes de Macedonia, desde los tiempos de
Alejandro I, habían adoptado una actitud similar en su propio reino natal,
caracterizado por la tosquedad.
Cuando las conquistas de Alejandro llegaron a su fin, los tres principales reinos
de sus «Sucesores» siguieron su ejemplo como gran fundador de ciudades.
Los Diádocos de Asia, los Seléucidas, establecieron decenas de nuevas
ciudades, sobre todo en Siria y Mesopotamia. En Egipto, los Ptolomeos
añadieron sólo una ciudad a las ya existentes (Ptolemaide), pero hicieron de su
Alejandría la urbe más importante de su época. En Macedonia y Grecia
propiamente dicha, los Antigónidas fundaron también nuevas ciudades: la que
resulta más intrigante es la «Ciudad del Cielo» (Uranópolis), fundada por el hijo
de Antípatro, Alexarco, del cual se dice que se comparaba con el sol y que
envió una carta a la vecina ciudad de su hermano Casandro en una lengua
inventada. 198 Como todos nosotros, sus habitantes debieron de quedarse
boquiabiertos.
Adriano se encontraba en Siria, en una de esas grandes «nuevas ciudades»,
en la Antioquía de los Seléucidas, cuando recibió la noticia de su ascensión al
trono. Como su fundador, Seleuco, subió a la imponente montaña de
JebelAqra, el «Monte Sión» del paganismo antiguo, que domina la ciudad.
Aunque siguió dispensando sus favores a Antioquía y la proveyó de dinero para
la construcción de unas elegantes termas, Adriano visitó también Alejandría de
Egipto y disfrutó mucho más en ella. Honró incluso algunos elementos de esta
ciudad reproduciéndolos en el jardín acuático de su villa de Italia. Al igual que
los Diádocos, Adriano fundó también ciudades en las provincias orientales de
su imperio. Una de ellas conmemoraba una de sus espectaculares cacerías;
otra, «Antinoópolis», en Egipto, fue fundada en memoria de su amado Antínoo,
que había muerto en un lugar cercano en plena juventud.
Los elementos de continuidad en este sentido son muy numerosos y habrían
sido del gusto de Alejandro: él mismo fundó una ciudad en memoria de su
perro y seguramente habría fundado otra para su amante, Hefestión. Al igual
que Adriano, Alejandro y sus Diádocos fundaron también colonias militares en
Oriente. A diferencia de las colonias romanas de sus predecesores, las de
Adriano, Alejandro y sus Sucesores no estuvieron destinadas a soldados
retirados. Por el contrario, las familias propietarias de estas colonias seguían
obligadas a prestar servicio militar. Al principio las fundaciones no fueron muy
numerosas. La mejor conocida de ellas es Dura, a orillas del Eufrates, para la
que se calcula una población de unos 6.000 habitantes en su momento de
mayor apogeo. Los estudios más recientes, sin embargo, han demostrado que
su primitiva población era mucho más pequeña. 199
Las nuevas ciudades de Asia fueron desde un principio lugares mucho más
grandes. Alejandría de Egipto pronto contó con una población de más de
100.000 habitantes, y en el siglo II a.C. es posible que dicha población
ascendiera ya a más de 300.000. Antioquía, en el norte de Siria, y Seleucia, a
orillas del Tigris, eran también enormes. La vida en estos lugares se
desarrollaba a una escala muy distinta de la de la Atenas clásica, incluso en la
época de Pericles. Para situarlas en su contexto, podríamos compararlas con la
primitiva «Gran Ciudad», Megalópolis, en el corazón del Peloponeso, fundada
con tanto optimismo en la década de 360 para oponerse a la debilitada
Esparta. En 318, poco después de la muerte de Alejandro, tenía sólo 15.000
hombres capaces de prestar servicio militar, incluidos esclavos y extranjeros
residentes. 200 Los ejércitos permanentes de los Diádocos eran mucho
mayores, y su número lo engrosaban además mercenarios y colonos llamados
a filas. A menudo se desplegaban ejércitos de 60.000 soldados de infantería o
más, a pesar de los graves problemas que representaban el aprovisionamiento
y el transporte del importantísimo equipaje personal de los soldados, del que a
menudo formaban parte mujeres. La vida militar siguió estando a los mismos
niveles establecidos en tiempos del gran conquistador. Permaneció bastante
fiel a las unidades y formaciones básicas de Alejandro y su padre Filipo, pero la
maquinaria de asedio, las fortificaciones, las naves de guerra y los
monumentos a las victorias obtenidas, aumentaron en dimensiones y en
complejidad. El elefante de guerra, desconocido hasta los tiempos de
Alejandro, se convirtió en un elemento terrorífico habitual de los ejércitos de los
Diádocos. Los reyes de Grecia, Asia Menor y Levante, sobre todo, siguieron
manteniendo en el Egeo grandes flotas, de acuerdo en todo momento con sus
modelos de «gigantismo».
Con la ayuda de esos ejércitos al estilo de Alejandro, los Diádocos oprimieron
los territorios del antiguo Imperio Persa y extrajeron de ellos una gran cantidad
de tributos. La guerra era fundamental para la imagen de un soberano (diez de
los reyes Seléucidas murieron en campaña). Por otra parte, proporcionaba un
valiosísimo botín y era un elemento muy importante de la economía de los
monarcas, lo mismo que los impuestos recaudados anualmente, para sostener
un nivel de lujo palaciego muy superior al que los griegos, incluso los de Sicilia,
habían conocido hasta entonces. Aunque con anterioridad los observadores
habían echado la culpa al lujo de la caída de tal o cual ciudad del mundo griego
oriental u occidental, ese mismo lujo era utilizado ahora públicamente como
una manifestación del poder real. Esa utilización es un indicio del fin de la
época clásica de los siglos V y IV.
Los Diádocos mantenían enormes flotas de guerra en sus puertos, pero en
Egipto los propios reyes poseían naves de un lujo fantástico, palacios reales
flotantes de características muy superiores a los de cualquiera de los cruceros
que surcan modernamente el Nilo. Tenían minas en las que trabajaban
esclavos, y ellos mismos lucían muchas de las nuevas piedras preciosas de
Asia, una clasificación de las cuales escribió Teofrasto, el discípulo de
Aristóteles. Las damas macedonias habían sido siempre aficionadas a los
aceites y perfumes (en sus ciudades-palacio se han encontrado recientemente
grandes vasijas de cerámica destinadas a contener estos preciosos productos),
pero las reinas de la dinastía ptolemaica fomentaron la fabricación de nuevas
fragancias, por las que se hizo famosa su corte. La manifestación más
sorprendente de lujo tuvo lugar con motivo de la celebración de la fiesta familiar
de la dinastía, las Ptolomeas, que celebró Ptolomeo II de Egipto,
probablemente en el invierno de 275-274. 201 Una fantástica procesión de fieras
salvajes, cuadros vivientes, tesoros y soldados armados, desfiló por las calles
de Alejandría y luego por el estadio de la ciudad, donde pudieron admirarla los
espectadores cómodamente sentados. El festejo estaba relacionado asimismo
con los dioses, especialmente con Dioniso, con el cual se asociaban los
Ptolomeos. También pretendía honrar al difunto Ptolomeo I, amigo de
Alejandro, elevado él también últimamente a la categoría de dios. Uno de los
cuadros vivientes mostraba una gigantesca prensa de vino, en la que
trabajaban unos hombres disfrazados de Sátiros, y una personificación
escultórica del monte Nisa, lugar de nacimiento de Dioniso, que subía y bajaba
por medio de un mecanismo: había también mujeres disfrazadas de ménades
con coronas de hiedra entre sus cabellos serpentinos. Se distribuyeron más de
100.000 litros de vino entre la multitud congregada en las calles, y se soltaron
grandes cantidades de aves adornadas con cintas para que la gente las
cogiera y se las llevara a casa, sin duda para comérselas. Un mástil de más de
50 m de largo iba rematado por un falo gigantesco y más de dos mil hombres
arrastraban carrozas con alusiones a las posesiones griegas de los Ptolomeos
en el extranjero y a las conquistas de Alejandro en la India. Entre los animales
exhibidos había un oso blanco y un rinoceronte de dos cuernos; todos los
animales fueron mostrados al público, pero no se mató a ninguno. Unas efigies
del lucero de la mañana y del lucero de la tarde evocaban el paso del tiempo;
57.000 soldados cerraron la procesión.
Entre los muchos espectáculos y festejos que diera Alejandro, no llegó nunca a
organizar ninguno como éste. No había cuadros vivientes con alusiones
específicamente egipcias, pero la población no griega pudo participar de la
fiesta, pues ésta no dependía de que se entendiera o no la lengua griega. Lo
que contemplaron los egipcios fue una enorme manifestación de poder y de
esplendor, asociada a las imágenes de los dioses griegos. Los helenos que
estaban de paso por la ciudad podrían captar indudablemente las alusiones a
la compleja mitología de Dioniso, pero todos, independientemente de la lengua
que hablara cada uno, disfrutarían de tanta extravagancia y de los regalos
distribuidos generosamente, integrándose en la multitud que cerraba la marcha.
Enormes coronas de oro fueron expuestas en varias carrozas y a ellas se
sumaron las coronas de materiales preciosos donadas por los visitantes
griegos más importantes. Estos regalos estaban en consonancia con el coste
de un espectáculo que mostraba el poder y la generosidad de una familia real
capaz de permitirse el lujo de hacer que corrieran ríos de leche y vino por las
calles de su ciudad. Quizá también se celebraran fiestas reales de unas
proporciones semejantes en Antioquía, pero desde luego fue Alejandría la que
marcó la pauta. Al igual que Alejandro, los Ptolomeos construyeron unos
comedores sumamente lujosos y los llenaron con más lechos y muebles de los
que pudieran contemplarse nunca en un banquete griego clásico. Egipto era
célebre por sus flores, que se criaban durante todo el año: en un solo banquete
celebrado en la década de 250 a.C. se utilizaron más de trescientas guirnaldas
de flores para la decoración de la sala. 202 Ptolomeo II adornó incluso las
columnas del pórtico que rodeaba su comedor con pinturas que aludían al
teatro y a los grandes banquetes conocidos por la mitología.
Los años dorados de Alejandría fueron situados por sus contemporáneos a
mediados de la década de 240 a.C. los años de las «vacas gordas». Por aquel
entonces la ciudad resultaba impresionante. Había calles rectas (más tarde se
afirmarían que tenían unos 50 metros de anchura) distribuidas a lo largo y
ancho de un plano rectangular, siguiendo la orientación del viento más
favorable. Los barrios llevaban por nombre las letras del alfabeto (el «B» y el
«D» eran los principales barrios judíos). La calle mayor cruzaba una serie de
entoldados verdes y desembocaba ni más ni menos que en tres puertos
comunicados entre sí. Los reyes tenían magníficos palacios a orillas del mar; la
erosión marina sumergiría más tarde sus restos bajo el agua, pero las ruinas
han empezado a ser analizadas últimamente por los arqueólogos submarinos.
En un islote situado cerca del puerto se encontraba una de las «maravillas del
mundo», el gigantesco Faro de Alejandría. Recientes estudios han localizado
algunos de sus enormes sillares en el lecho marino y han demostrado que en la
base del monumento había dos estatuas colosales de un Ptolomeo y de su
esposa, al estilo de las de los antiguos faraones de Egipto. Por toda la ciudad
fueron erigidas de nuevo, a modo de decoración, piezas de la antigua escultura
egipcia como ésas. El faro fue dedicado no por un Ptolomeo, sino por un
cortesano griego establecido en el país, Sóstrato, lo bastante rico como para
sufragar las obras. Se cuentan anécdotas acerca de la hoguera que ardía en lo
alto del monumento para que sirviera de guía, e incluso del espejo que
reflejaba su luz, pero nadie ha sido capaz de hacer una reconstrucción
definitiva de su parte superior.
Esta maravilla de faro era evidentemente necesaria: se han localizado varios
naufragios en el lecho marino de las inmediaciones. Los palacios reales
albergaban otras dos maravillas menos mundanas: un «Museo» y una enorme
biblioteca. Los tiranos griegos del pasado habían competido entre sí por atraer
a sus cortes a artistas y poetas, y a uno de ellos, Polícrates de Samos, se le
atribuye haber reunido una biblioteca de libros raros. En Alejandría, la moda de
lo intelectual fomentó este tipo de ideas, especialmente debido a la labor de
Demetrio, el inmigrante ateniense seguidor de las doctrinas de Aristóteles. El
propio maestro había poseído una gran biblioteca y había fundado una
sociedad religiosa para los estudios de sus discípulos. Los ejemplos sentados
por Aristóteles encontraron entonces unos nuevos grandes patronos. Los
Ptolomeos utilizaron las bibliotecas para acumular todos los textos griegos
existentes. Obligaban a los visitantes que acudían a la ciudad provistos de
libros a que los entregaran para que fueran debidamente copiados e incluso
secuestraron las copias originales de las grandes tragedias que poseían los
atenienses. Se cuenta que la biblioteca más grande de los Ptolomeos, situada
en el interior de su palacio, llegó a tener casi 500.000 volúmenes. Los eruditos
elaboraron un catálogo y aunque los textos no eran accesibles al público para
su consulta, había una segunda biblioteca, en el templo del dios Serapis, más
pequeña y tal vez más accesible.
Los textos griegos antiguos y modernos hicieron de Alejandría, la ciudad de
tantos griegos excepcionales, el motor de toda la cultura griega. Al igual que las
procesiones reales, los libros contribuían a aumentar el poder y el prestigio de
los monarcas. Las grandes ciudades rivales no tardaron, pues, en participar
también en una enloquecida carrera por disponer de la mejor biblioteca. Había
una de grandes dimensiones en la capital de los Seléucidas, Antioquía.
Recientemente se ha descubierto un fragmento de un diálogo filosófico
inspirado en Platón, en un pergamino localizado entre los restos de la ciudad
griega de Ai Khanum, en la cuenca alta del río Oxo, en el moderno Afganistán;
la sala en la que se encontraba quizá fuera también la biblioteca de un
palacio. 203 En el siglo II a.C. los reyes rivales de Pérgamo, en Asia Menor,
fundaron su propia gran biblioteca. La monarquía pergamena rivalizaría en este
terreno con la de los Ptolomeos y cuando éstos intentaron cortarles el
suministro de papiro egipcio para fabricar sus libros, empezaron a utilizar pieles
de animales, los llamados «pergaminos». En último término, Adriano sería el
heredero de esta costumbre helenística. Fue un gran mecenas de las
bibliotecas, entre otras de la de Atenas, donde todavía puede admirarse el gran
plano de su biblioteca.
La demanda fomentó irremediablemente el fraude, lo mismo que se han
falsificado diversas «antigüedades» destinadas al tremendo poder adquisitivo
del moderno Getty Museum de Norteamérica. En Alejandría, los reyes
mantenían también un edificio cuyo contenido era lo verdaderamente
importante, una erudita «sociedad de las Musas», el primer museo del mundo.
Su activo estaba constituido por las personas, no por las antigüedades.
Destacados eruditos griegos se sintieron atraídos hacia él por la paga, la
comida gratuita y el acceso a la biblioteca situada en sus inmediaciones. Con el
tiempo, editaron y ordenaron los textos de los clásicos griegos, empezando por
los poemas de Homero. Entre ellos podríamos citar a algunos ilustres poetas
eruditos, por ejemplo al inmensamente docto Eratóstenes, que calculó la
circunferencia de la tierra casi con total exactitud, y a Euclides, el genio de las
matemáticas. El famoso libro de este último, los Elementos, exponía
definiciones, en su mayoría del propio autor, «postulados» y axiomas, y los
demostraba por medio de penetrantes argumentos basados sucesivamente
unos en otros. Siguen siendo admirados hoy día por el método utilizado. Por
desgracia, se sabe bastante menos de Aristarco, astrónomo originario de
Samos. Su obra sobre las «dimensiones y distancia del sol y de la luna» se nos
ha conservado, pero lo que lo hizo más célebre fue la teoría de que el sol
ocupa el centro del universo y la tierra gira a su alrededor rotando sobre sí
misma. Esta brillante nueva idea fue muy controvertida, pero quizá fuera
expuesta sólo como mera posibilidad, no como un «axioma» susceptible de
demostración. Entre comienzos y mediados del siglo III a.C. aquellos hombres
justificaron la reputación de Alejandría como capital del saber y de la ciencia.
Durante el siglo III a.C. también la medicina griega hizo sus mayores
progresos, debido a dos griegos emigrados a las grandes ciudades de los
reyes. En Antioquía, Erasístrato estudió las válvulas del corazón y expuso la
teoría de que la «respiración» pasa por las arterias. En Alejandría, Herófilo dio
un paso adelante sorprendente al descubrir los nervios, los ventrículos del
cerebro, los ovarios (aunque no entendió para qué servían) y muchas otras
cosas, además de escribir una obra admirable sobre el pulso. Se dice que los
Ptolomeos contribuyeron a que el conocimiento humano diera este gran salto
hacia delante poniendo a disposición de los eruditos a los prisioneros
condenados a muerte no sólo para experimentar con ellos la disección, sino
también la vivisección. El breve contacto de los médicos con la anatomía del
hombre vivo dio unos frutos no por crueles menos valiosos. La medicina
egipcia, en cambio, solía achacar todas las enfermedades al trasero, origen de
todos los males.
También Adriano visitó el Museo de Alejandría: como era habitual en él, insistió
en plantear a su personal residente preguntas que probablemente ellos no
podían responder. La presencia de eruditos dignificaba la imagen pública de los
Ptolomeos, pero ni siquiera entonces fueron fáciles las relaciones entre los
reyes y los «grandes talentos». Curiosamente, Alejandría no produjo ningún
historiador ni tampoco se desarrolló casi ningún filósofo a la sombra de la
familia real. Los Ptolomeos, en cambio, dieron lugar a ingeniosos cotilleos y sus
súbditos griegos les dieron apodos muy gráficos. Por supuesto tenían sus
rarezas, como podemos apreciar incluso hoy día por los retratos incluidos en
las vasijas de loza utilizadas en su culto. Como ha señalado la máxima experta
actual en la materia, podemos ver en ellas «generales, eruditos, esposas
rapaces y pacientes, muchachas nerviosas, seductores, comilones
compulsivos, y asesinos crueles. Así eran, como podemos comprobar, los
Ptolomeos y nos da la impresión de que podríamos reconocerlos todavía
andando por las calles porticadas de Alejandría». 204 Su «lujo» los delataba. Se
dice que algunos monarcas fueron exageradamente gordos, hasta el punto de
que debían disimular su obesidad con una túnica; dos individuos, a modo de
bastones ambulantes, debían sujetar a uno de ellos cada vez que ponía el pie
en el suelo. Pero incluso los reyes gordos podían ser despiadados. En 145 a.C.
el obeso Ptolomeo VIII arremetió contra los intelectuales de la ciudad, los
persiguió y expulsó de Alejandría a aquellos brillantes talentos. Las mentes que
piensan con independencia no están nunca verdaderamente seguras con un
rey.
En este contexto, la libertad no tenía la misma amplitud que había conocido en
la Atenas clásica. Los reyes mantenían a cortesanos y favoritos que dependían
absolutamente de ellos. En la primera década del siglo II a.C. después de una
crisis militar, recurrieron a una antigua costumbre macedonia y concedieron
incluso más «títulos honoríficos» a los miembros de su séquito con el fin de
adularlos. Durante los primeros años de existencia de Alejandría, los
ciudadanos griegos tuvieron un consejo y una asamblea. Lo mismo ocurrió en
otra ciudad nueva de Egipto, Ptolemaide. Pero el consejo de Alejandría fue
abolido más tare, probablemente a mediados del siglo II a.C. y en su asamblea
no vieron cabida nunca todos los varones residentes en la ciudad. En
Ptolemaide oímos hablar hacia 240 a.C. de «comportamientos desordenados»
en las reuniones públicas, especialmente durante las elecciones a las
magistraturas. Como consecuencia, los poderes sobre los asuntos públicos del
magistrado presidente fueron reforzados. En cuanto a Alejandría, la ciudad
contaba con un «inspector»; los ciudadanos estaban divididos por demos,
como en el Ática, pero los nombres de esos demos habían sido puestos en
honor de los Ptolomeos y de su dios, Dioniso. A partir de la década de 270 a.C.
la familia real fue honrada con un culto divino dinástico: se trataba de una
atadura muy útil para los numerosos cortesanos que se presentaban ante el rey
procedentes de comunidades griegas muy heterogéneas. La población no
ciudadana de Alejandría, de la que formaban parte los egipcios, ni siquiera
tenía el grado de libertad política restringida del que gozaban los ciudadanos
griegos. Desde 203 a.C. los egipcios de la ciudad participaron en
levantamientos contra el dominio de los Ptolomeos, hasta el punto de que el
«salvajismo» del «populacho» egipcio se hizo famoso entre los helenos que no
eran del país. Pero esas rebeliones a menudo se produjeron a favor o en
contra de un determinado príncipe de la familia de los Ptolomeos. La libertad no
era ni siquiera una promesa para los egipcios, y la «chusma» no se rebelaba
para conseguirla; lo hacía en el marco de un sistema monárquico que aceptaba
plenamente. 205
La justicia era supuestamente más accesible, tanto para griegos como para no
griegos. Los alejandrinos tenían tribunales de justicia en su ciudad, y dichos
tribunales estaban al servicio de todos sus habitantes, no sólo al de
determinados sectores de la ciudadanía griega. Conocemos bastantes detalles
acerca de su corpus de leyes reconocido por todos, entre otras las normas
relacionadas con el perjurio y las ventas: tienen que ver con las legislaciones
que conocemos en otras ciudades griegas más antiguas, empezando por
Atenas. También en este terreno, los discípulos de Aristóteles y sus
investigaciones quizá ayudaran a Ptolomeo I a redactar un nuevo código de
leyes. Pero los monarcas podían también instaurar otras leyes por decreto, y
esas «leyes» tenían preferencia sobre el código de la ciudad. Además de los
tribunales, había una serie de funcionarios reales que también administraban
justicia, cada uno según su recto saber y entender.
Fuera de Alejandría, en Egipto propiamente dicho, los tribunales de justicia
griegos y egipcios estaban al alcance tanto de griegos como de egipcios, y de
cada individuo dependía la clase de ley a la que prefería acogerse. Pero
también en este campo los edictos del rey tenían preferencia sobre todas las
demás normativas: en consecuencia, había la posibilidad de obtener una
sentencia dictada por el propio rey o por alguno de sus funcionarios, cuya
autoridad era superior a la sentencia de un tribunal local. Es en el Egipto
ptolemaico, pues, donde tenemos los mejores testimonios del cambio que,
desde Filipo, introdujo la dominación de los reyes macedonios en el mundo
griego clásico anterior a dicha dominación, esto es, la administración de la
justicia por medio de la sentencia de un individuo y la solicitud de la misma por
medio de peticiones escritas también de carácter individual. Las peticiones que
se nos han conservado en los papiros afectan incluso a los problemas más
íntimos de la vida familiar, como por ejemplo el caso de la hija ingrata que
había desatendido burdamente a la mujer que la había recogido y la había
criado como si fuera su madre, precisamente la reclamante. Según la madre, la
joven se había echado un novio, el «maricón» (literalmente), y había dejado de
cumplir las promesas que le había hecho con anterioridad. 206 Estas vividas
reclamaciones iban dirigidas al propio rey, pero por lo general no llegaban
nunca más allá de los funcionarios que estaban al frente de los diversos
distritos en que estaba dividido Egipto. Las excepciones eran las que lograban
atraer por fuerza la atención del monarca durante alguna de sus giras por los
templos y ciudades del país. En aquellas costosísimas ocasiones, como ambas
partes sabían, el soberano se veía expuesto a los azares del viaje real. En
octubre de 103 a.C. vemos cómo un Ptolomeo dice al gobernador de Menfis
que compruebe que la «amnistía» que acaba de conceder sea puesta en vigor
antes de su llegada. De lo contrario, el pueblo no cesaría de atosigarle con los
motivos de queja que pudiera tener. 207 La justicia había empezado a depender
del acceso a ella que tuviera el individuo, pero dicho acceso no podía estar al
alcance de cualquiera.

Capítulo 24 - IMPUESTOS Y TECNOLOGÍAS

Al rey Ptolomeo: saludos de Filotas, hijo de Pirsunte, adjudicatario de


una parcela militar de la gran ciudad de Apolo. Como aquí son
frecuentes las sequías, ahora y manifiestamente en este caso, quisiera
informarte, señor, de una máquina de la que tú no recibirás ningún daño,
y la tierra en cambio se beneficiará. Durante tres años, el río (Nilo) no ha
crecido, por lo que la sequía producirá una gran hambruna ... Pero a los
cincuenta días de la siembra seguirá de inmediato una cosecha anual
abundantísima en toda la Tebaida.
Papiro de Edfú n.° 8, quizá de ca. 250 a.C. cuyo autor pide que se le
paguen los gastos del viaje para mostrar a la corte su nueva maravilla
(¿tal vez una bomba para sacar agua?)

No había quien contemplara a aquellos desgraciados y no se


compadeciera de ellos y de la enorme miseria en que se hallaban. No se
muestra piedad ni respeto por nadie, ni por el enfermo, ni por el
mutilado, ni por el anciano, ni aun por la fragilidad de la mujer. Antes
bien, todos son obligados a golpes a seguir con su trabajo hasta que
mueren a consecuencia de los malos tratos sufridos en esa forzada
necesidad.
AGATÁRQUIDES (ca. 170-50 a.C), descripción de los esclavos de las
minas de oro del sur en tiempos de los Ptolomeos

Las guerras, las armadas y las fundaciones de ciudades de los reyes


helenísticos comportaron la utilización de cantidades ingentes de materias
primas, trabajadas y transportadas con notable maestría. Cuando se
enfrentaban en combate, los ejércitos reales tenían que alimentar y desplegar a
60.000 hombres o más por cada bando, cantidades muy superiores a las
empleadas en las batallas de época postclásica que se libraron en Occidente
hasta la Francia del siglo XVII. A menudo se utilizaban elefantes, que intrépidos
cazadores buscaban para los Ptolomeos en las costas de África oriental, dando
de paso nombre a los puntos de la «Región de los Cazadores de Elefantes» en
los que se detenían, y escribiendo luego libros sobre sus viajes. Los asedios
eran llevados a cabo con torres mucho más grandes que las utilizadas hasta
entonces y máquinas provistas de ruedas que alcanzaban casi los sesenta
metros de altura. Los reyes dispensaron su patrocinio a los ingenieros militares,
a Díades, el hombre que «puso sitio a Tiro y a otras ciudades con Alejandro», o
al asombroso Arquímedes, que prestó sus servicios en la corte del rey Hierón II
de Sicilia. ¿Realmente aquel mundo fue capaz de alcanzar un nivel tecnológico
tan elevado?
Fuera del campo de batalla, sin embargo, había lagunas increíbles. La fuerza
de tiro de las caballerías seguía bloqueada por la falta de un collar que no tirara
del cuello del animal y le impidiera respirar. Ningún texto, término lexical o
monumento indica la existencia de la carretilla. El transporte por vía marítima
era relativamente rápido e incluso resultaba barato en grandes cantidades
cuando, ya en la época romana, el cargamento de los barcos mercantes
ascendía a las 500 toneladas. Pero seguiría siendo más barato transportar en
barco materiales pesados en grandes cantidades desde un extremo a otro del
Mediterráneo que hacerlo a lo largo de 100 kilómetros por tierra, cuando no se
disponía de una vía fluvial.
Según la opinión de cierto autor, «la clave del estancamiento son las
actitudes», 208 en este caso los refinados perjuicios de una clase dirigente
griega que consideraba vulgar la tecnología aplicada, mientras que la
abundancia de esclavos hacía que la reducción de los costes de la mano de
obra resultara irrelevante. A los propietarios de grandes haciendas
probablemente les gustaran el atletismo, las carreras de caballos y el teatro,
¿pero de verdad estaban desvinculados por completo de las groseras
actividades relacionadas con la producción y el comercio, de las que se
ocupaban sus administradores de condición servil y sus agentes mientras ellos
se deleitaban con sus banquetes, disfrutaban de la poesía y se acicalaban para
gozar del sexo en la ciudad?
Los prejuicios caballerescos resultaban sin duda muy elocuentes entre los que
escribían bien. Platón se burlaba de las matemáticas aplicadas, y Plutarco (ca.
100 d. C.) afirma que Arquímedes no dejó escrita ninguna obra sobre ingeniería
aplicada porque la consideraba un arte «innoble y vulgar» frente al estudio
puramente teórico. 209 Pero en la sociedad antigua eran posibles muchas
actitudes distintas y los hombres no siempre practican lo que ellos mismos u
otros predican. Curiosamente, no conocemos los nombres de la mayoría de los
inventores de las máquinas y técnicas cuya existencia nos demuestran los
testimonios que poseemos. Pero es posible que Arquímedes, la única
excepción, viera las cosas de diferente manera que Platón o Plutarco.
No existía un concepto explícito de «crecimiento» entendido como un bien en sí
mismo, y ciertas tecnologías imperfectas quizá tardaran bastante o incluso
mucho tiempo en propagarse por los diversos reinos en los que se dividió por
esta misma época el mundo «clásico». El esclavismo, sin embargo, no
fomentaba de por sí el desprecio ni el estancamiento de la tecnología. Los
esclavos eran muy fáciles de adquirir en tiempos de guerra y los no griegos que
carecían de derechos de ciudadanía podían ser obligados a trabajar en
condiciones muy duras. El coste de la mano de obra, pues, no constituía un
problema grave, pero seguía valiendo la pena aumentar la producción con el fin
de convertirla en dinero contante y sonante que pudiera gastarse luego en
cualquier corte real, en el ejército o simplemente en llevar una vida refinada. En
el sur de los Estados Unidos el esclavismo no impidió a los propietarios de
esclavos invertir en nuevas tecnologías. Además, los esclavos podían también
introducir innovaciones: la taquigrafía y cierto sistema de calefacción de las
termas abovedadas son algunas de las innovaciones tribuidas a los esclavos
en los primeros tiempos del Imperio Romano. 210 Tampoco la vida en el campo
suponía una barrera a las innovaciones. Las técnicas de molienda del grano y
de prensado de las aceitunas experimentaron un desarrollo importante, aunque
de manera anónima. En Grecia, el tamaño y las proporciones de las piedras de
moler habían progresado mucho ya en el siglo V a.C. facilitando en gran
medida la abundancia de harina. Más tarde, probablemente en el siglo III a.C.
se introdujo la molienda por medio de parejas de piedras redondeadas, y la
costumbre de hacer girar las piedras mediante el uso de un cigüeñal, un eje y
un mango. También las prensas para la fabricación de aceite de oliva se
desarrollaron a partir de sencillas plataformas lisas provistas de rodillos de
piedra hasta adoptar el principio de rotación atestiguado antes de 350 a.C.
Estos cambios comenzaron a partir de unas bases muy simples de trabajo
lento, que, sin embargo, incrementaron la producción de alimentos. Existe una
estrecha interrelación entre esas innovaciones y el aumento de la población, y
a partir de la época helenística la capacidad de dar sustento a un número
mayor de personas se concentró en las grandes ciudades. También se
seleccionaron los animales dedicados a la cría, lo que explica la mayor calidad
de los huesos y músculos de los caballos que aparecen representados en las
monedas macedonias durante casi dos siglos (Filipo debió de quedarse con las
yeguadas y seleccionar y guardar los buenos sementales). Los griegos
introdujeron incluso en Egipto una raza mejor de cerdos. Se dio nombre a
nuevas variedades de frutos, previamente seleccionados y mejorados por
medio de injertos. El romano Plinio el Viejo (ca. 70 d. C.) conocía decenas de
tipos distintos de peras, ciruelas y manzanas, y consideraba que la técnica del
injerto había alcanzado su punto culminante porque «los hombres ya lo han
probado todo». 211 En este terreno, un genio anónimo podía transformar toda
una industria. Se seleccionaban las rosas para que florecieran dos veces al
año, multiplicando así por dos las cosechas con destino al comercio de flores y
pétalos y a satisfacer la gran demanda de artículos de lujo como los perfumes.
Las rosas con dos floraciones fueron la consecuencia del cruce deliberado de
la especie autóctona con la variedad fenicia. Ésta sigue siendo abundante en
estado silvestre en la costa meridional de Turquía, en la zona de la antigua
Cilicia, donde los colonos levantinos, no los griegos, probablemente se dieran
cuenta de su valor en fecha bastante temprana.
Tras la muerte de Alejandro, los soberanos griegos se enfrentaron a una serie
de paisajes no mediterráneos que les eran desconocidos y que tenían buenos
motivos para querer mejorar. Deseaban obtener la mayor cantidad posible de
tributos con los que sufragar el lujo y el esplendor de sus cortes, que venían a
justificar en parte su condición de reyes, y los gastos ocasionados por sus
ejércitos con los que sostenían las guerras suscitadas entre ellos. En Egipto,
los príncipes macedonios introdujeron el arrendamiento del cobro de tributos,
sistema en virtud del cual la recaudación de un determinado impuesto era
adjudicada en pública subasta a un contratista que lo abonaba por adelantado.
El que lograra quedarse con la concesión garantizaba el pago de la suma que
hubiera ofrecido, pero tenía libertad para recaudar más (o menos) dinero si
podía. Este sistema resultaba conveniente para los soberanos que necesitaban
una renta fiscal segura, cuyo montante anual era imprevisible.
Esos impuestos eran muy habituales en el Egipto helenístico porque los
Ptolomeos incrementaron sus rentas mediante una multiplicidad de tasas
individuales aplicadas a determinados tipos de bienes y transacciones. Había
un impuesto sobre la sal aplicado a todo hombre o mujer adulta, un impuesto
sobre el aceite, un impuesto sobre la sosa (esencial para el lavado de la ropa),
y muchísimos más. Se cobraban derechos de aduana a las mercancías
trasladadas de un nomo (que así se llamaban las divisiones administrativas del
país) a otro, e incluso a las que cruzaban la frontera del Alto Egipto (la zona
sur) y el Bajo Egipto (la zona norte). Los impuestos sobre las importaciones se
cobraban en numerosos puntos de entrada en el país, en los puertos del Delta
del Nilo, o en la frontera de Nubia. Se sabe que el montante de esos aranceles
podía ascender al veinticinco por ciento o incluso al cincuenta por ciento de la
mercancía, y había otro impuesto, el llamado «Peaje de la Puerta», que se
aplicaba a todas las importaciones que llegaban a Alejandría. Dentro de Egipto
sólo se admitían las monedas de los Ptolomeos, de modo que los visitantes
tenían que cambiar su dinero para que fuera acuñado de, nuevo al tipo de
cambio que conviniera naturalmente a los gobernantes. Había incluso un
impuesto sobre las exportaciones, lo que demuestra que «un concepto
bastante miope de beneficio inmediato para el Estado dominaba todos los
aspectos del comercio». 212
Como los reyes tenían el monopolio de varios artículos de consumo esenciales,
podría dar incluso la impresión de que los elevados impuestos aplicados a las
importaciones tenían por objeto fomentar la compra de los bienes producidos
dentro del país por los propios soberanos. Pero la vieja opinión de los
especialistas que veían en el Egipto helenístico una «economía teledirigida»,
marcada por objetivos de producción y de recaudación centralizados es
evidentemente errónea. Las nuevas interpretaciones de los complicados textos
de los papiros y la mejor comprensión de los que no están escritos en griego,
sino en lengua egipcia, han contribuido a cambiar los puntos de vista. Los
reyes poseían gran cantidad de tierras y también arrendaban muchas otras a
arrendatarios por el pago de una renta y a colonos militares a cambio de sus
servicios. Cobraban además impuestos sobre los productos del campo (hasta
casi la mitad de la producción anual). Sin embargo, no eran los dueños de todo.
Los templos seguían teniendo muchísimas tierras, y las fincas de los
particulares continuaban cambiando de manos, como podemos comprobar con
toda claridad por los documentos no griegos del Alto Egipto. No había objetivos
de producción anuales, establecidos por una burocracia centralizada. Desde
luego en el ámbito local se elaboraban listas de las tierras que estaban en
explotación, para su posterior envío a las instancias superiores. Los productos
que debían cultivarse también estaban previstos en parte, pero la realidad de
los cultivos sobre el terreno podía ser muy distinta. Se ha pasado de hacer
hincapié en un sistema «totalitario» a hablar de otro que intentaba dirigir las
operaciones y tenerlo todo registrado, pero que se hallaba supeditado con
demasiada frecuencia a las eventuales diferencias existentes entre los listados
y los deseos de los burócratas, y lo que realmente podían hacer los pequeños
agricultores, es decir, los que en verdad cultivaban la tierra.
Buena parte de las rentas anuales de los reyes seguía pagándose en especie:
los campesinos que pagaban sus impuestos de ese modo tenían que llevar
personalmente sus cereales a los graneros del Estado. Durante el período
persa, sabemos por un papiro que ha podido ser leído recientemente que ya se
cobraban derechos arancelarios sobre las importaciones llegadas al Delta del
Nilo. También se habían elaborado censos en Egipto e indudablemente los
impuestos que gravaban numerosos artículos eran ya tradicionales. Pero con
los Ptolomeos se produjeron cambios aún mayores. La recaudación de los
impuestos se «arrendaba» a contratistas. El impuesto sobre la sal era nuevo
(probablemente tuviera un precedente macedonio), lo pagaban tanto hombres
como mujeres, y además sólo podía abonarse en dinero contante y sonante.
Desde la década de 260, el impuesto sobre los huertos y los viñedos se llevaba
una «porción» (que podía ascender incluso a la sexta parte) del valor de la
cosecha, que iba destinada a sufragar el nuevo culto divino de la hermana (y
esposa a la vez) del Ptolomeo que ocupara el trono en cada momento. La
mayor parte de este impuesto se cobraba asimismo en dinero contante y
sonante. La moneda, por consiguiente, alcanzó una gran difusión en la vida
cotidiana de Egipto, incluso en las zonas rurales: en la totalidad del país su uso
probablemente fuera mínimo durante el período persa. El establecimiento de
soldados en explotaciones agrícolas también supuso una novedad,
adjudicándose a cada soldado de caballería una parcela de hasta 20
hectáreas. Pero sobre todo estaba la gran novedad que suponía la existencia
de Alejandría, que acaparaba productos agrícolas, tejidos y objetos de todo tipo
procedentes del Egipto rural. Se ha dicho que iban a parar a la ciudad más
mercancías procedentes de su hinterland, al cual estaba unida por medio de
canales y del propio Nilo, que las que llegaban a su puerto procedentes del
Mediterráneo.
Los reyes estaban interesados en mejorar los cultivos y en aumentar la
producción susceptible de gravámenes fiscales. No eran herederos pasivos de
un Egipto de la «edad de oro», en el que únicamente habían venido a sustituir
a los anteriores gobernadores persas. No todos los cambios que intentaron
llevar a cabo funcionaron, y por consiguiente también siguieron practicándose
las costumbres inveteradas de los agricultores egipcios, especialmente en el
sur. Pero se produjo también un nuevo intento de «desarrollo» en el sur y sobre
todo en el Fayyum, apenas a 400 km al sur de Alejandría. En el profundo sur,
los Ptolomeos llevaron a cabo campañas militares en la baja Nubia
posiblemente durante la década de 260 y posteriormente retuvieron y
explotaron las ricas minas de oro de la región. Entre 270 y 250 el Fayyum se
convirtió, como veremos, en una importante «zona de desarrollo», con una
hermosa nueva ciudad (Filadelfia), un gran embalse que permitía la práctica del
regadío en la comarca y la asignación de fincas de varios centenares de
hectáreas a importantes amigos del monarca y a cortesanos que intentaron
desarrollar una agricultura intensiva. Precisamente ¦ es de esta región de
donde procede la mayoría de los testimonios que poseemos acerca del empleo
de aperos de labranza y arados de metal, toda una novedad en la agricultura
egipcia. También se intentó introducir nuevos cultivos, a pesar del escepticismo
de los trabajadores egipcios. Arraigó el cultivo de un tipo especial de trigo de
verano, lo que permitió recoger una valiosísima segunda cosecha en los
terrenos en los que era posible el regadío. La harina de trigo destinada a la
fabricación de pan cambió a partir de entonces en todo Egipto.
Los objetivos y el alcance de estos cambios en concreto fueron muy variados:
¿Pero dieron lugar a innovaciones tecnológicas? En el sapientísimo Museo de
Alejandría los pensadores se dedicaron al estudio de la energía del aire
comprimido (la neumática), de un nuevo tipo de bomba de agua e incluso del
uso limitado de la máquina de vapor, que aplicaron a algunos juguetes
curiosos. No obstante, los nuevos estudios de sus obras técnicas han
demostrado que también en el siglo III se inventaron nuevos mecanismos
destinados a la elevación del agua, que eran movidos por fuerza animal o por
energía hidráulica, circunstancia que mejoró notablemente las posibilidades de
las técnicas de regadío. Resultarían muy valiosos en las nuevas explotaciones
agrícolas del Fayyum, donde era necesario «elevar» el agua del embalse
principal y de las acequias para poder mantener las dos cosechas anuales. Es
posible que también para la molienda del grano se utilizara energía hidráulica y
animal, mediante el empleo de ejes de rotación y de «palancas», mecanismos
que indudablemente fueron inventados entonces y aplicados a los juguetes
mecánicos alejandrinos. Todavía no tenemos testimonios de la existencia de
molinos de agua ptolemaicos ni del empleo extensivo de la energía hidráulica
para las labores de lavado, extracción y molienda del oro de los Ptolomeos. En
cambio, poseemos una vivida descripción del trabajo de los esclavos en las
minas de oro, obra de un cortesano, Agatárquides (ca. 170-150 a. C). En todo
momento hace hincapié este autor en el duro trabajo de algunos hombres y
mujeres, cautivos de guerra y delincuentes, que realizaban sus actividades
desnudos en medio de un calor sofocante «hasta que mueren a consecuencia
de los malos tratos sufridos en esa forzada necesidad». Los hombres y los
niños bajaban por las galerías de roca llevando una lámpara sujeta a la frente,
pero la única tecnología utilizada eran los músculos y el látigo.
El término «estancamiento» no sería el más acertado para describir el
desarrollo que aguardaría a la tecnología existente. En un momento
determinado antes de mediados del siglo I a.C. empezaron a utilizarse en el
mundo griego molinos de agua para moler el grano: tenemos noticias de ellos
por primera vez en un hermoso poema en el que se celebra que las esclavas
jóvenes pueden ahora dormir con suma placidez porque las Ninfas realizan sus
labores mecánicamente. 213 El molino de agua (pero todavía no el de viento)
continuó difundiéndose por todas las provincias del Imperio Romano, y cada
vez con más frecuencia aparecen testimonios arqueológicos de su existencia,
sin que se perciba ninguna «decadencia» durante el Bajo Imperio del siglo IV d.
C. Las enormes minas romanas del noroeste de España utilizaban también
esclavos, pero ahora tenemos pruebas contundentes del empleo de la energía
hidráulica aplicada al lavado y triturado del mineral. El empleo de molinos de
viento todavía no está atestiguado y la máquina de asedio más poderosa, el
trabuquete, tardaría todavía algún tiempo en ser transmitida a Occidente desde
China. Pero la teoría del supuesto «estancamiento» de la tecnología durante la
dominación romana y tardorromana no se tiene en pie.
Los antiguos, que tantos grandes logros alcanzaron, no protagonizaron ninguna
«Revolución Industrial». Se ha ofrecido una sola explicación excesivamente
simple de este hecho: su incapacidad de fabricar grandes calderas de metal
que les permitieran hacer un uso industrial de la energía hidráulica. Pero la falta
de «industria» no significa falta de tecnologías aplicadas, usadas a escala
regional, aunque no por ello con menos eficacia. En ca. 200 d. C. existía ya por
fin un tipo de arnés de caballo bastante perfeccionado, cuya utilización
conocemos en el norte de la Galia dominada por los romanos. Suele afirmarse
que era utilizado sólo a escala regional, pero permitía a las caballerías tirar de
la carga sin ahogarse. 214

Capítulo 25 - NUEVO MUNDO

En la India, afirma Megástenes, los brahmanes no comparten su filosofía


con las mujeres con las que se casan para que, si éstas son malas, no
pongan en conocimiento de los profanos ninguno de sus secretos
incomunicables, y si las mujeres son serias no abandonarán fácilmente a
sus maridos. Pues nadie que considere con desdén el placer y el rigor, la
vida y la muerte, está dispuesto a someterse a otra persona. Un hombre
serio y una mujer seria, en cambio, son personas así...
MEGÁSTENES (que visitó la India en ca. 320-300 a.C), citado en
Estrabón,Geografía 15.1.59

Durante largo tiempo, la casa de mis antepasados floreció


Hasta que la irresistible fuerza de las tres Moiras la arruinó...
De ese modo yo, Sofito... de la familia de Narato...
Conseguí dinero de otro, que supe multiplicar, y abandoné mi casa
Decidido a no regresar hasta no haber ganado un gran cúmulo de
riquezas. Ése es el motivo de que viajara a tantas ciudades para
comerciar y obtuviera una gran fortuna, sin daño.
Alabado por todos, ahora estoy de vuelta en mi patria, tras incontables
años
Y mi regreso fue una alegría para mis amigos...
De inmediato reconstruí la decrépita casa de mis padres
Con nuevos cimientos, haciéndola más grande y mejor...
Fragmento de la inscripción en verso que Sofito, hijo de Narato (nombre
no griego) puso en la estela que erigió en Kandahar, ca. 135 a.C.
(publicada por vez primera en 2004)

Después de Alejandro, la lengua griega se convertiría en la lengua del poder de


un extremo a otro del mapa, desde Cirene en el norte de África hasta el Oxo y
el Punjab en el noroeste de la India. Era la principal lengua de cultura, y no sólo
en la gran Alejandría. En lo que hoy día es Afganistán, a orillas del río Oxo, los
colonos griegos se asentaron y desarrollaron la gran ciudad de Ai Khanum.
Entre los primeros que llegaron a este lugar probablemente hubiera varios
veteranos de aquellos a los que Alejandro licenció en 329-328 a.C. Uno de
ellos tal vez fuera el mismísimo Cíneas que fue conmemorado como un héroe
en una capilla de dicha ciudad. Posteriormente esta construcción fue cubierta
de inscripciones con preceptos morales atribuidos a los antiguos Siete Sabios
de Grecia. Los había llevado hasta allí desde Delfos un tal Clearco, sin duda el
mismo que conocemos como discípulo de Aristóteles. Los dioses griegos
recibieron el culto de los nuevos colonos en algunos lugares muy remotos, pero
nunca se intentó imponerlos a los súbditos no griegos. Los griegos politeístas
veneraron también a algunos dioses de los que encontraron en Asia,
identificándolos con Heracles, su héroe, o a los que dotaron de algún elemento
con el que estuvieran familiarizados: colocaron tocados macedonios a una de
las figuras votivas predilectas de Asia, el potente jinete a lomos de su potente
caballo. 215
En el antiguo imperio persa, ya se había abierto un gran horizonte con el
arameo, la lengua utilizada por los secretarios a lo largo y ancho de todo su
territorio, desde Egipto hasta la India. Este horizonte no se esfumó con las
conquistas de Alejandro: la literatura aramea siguió teniendo un amplio espacio
propio, parte del cual sobrevive en numerosos relatos judíos incluidos en
Biblias cristianas, escritos durante la nueva época griega. Los griegos, sin
embargo, mostraron más interés por entender su inmenso nuevo mundo. En
tiempos de Alejandro, midieron sus caminos y luego colocaron «marcadores de
distancias» a lo largo de su recorrido. Buscaron minas y supieron comprender
su importancia; observaron la nueva flora y los nuevos frutos: se decía que un
nuevo tipo de trigo de Oriente era tan fuerte que cuando los macedonios lo
comían, reventaban. 216 Pero pese a todas esas observaciones locales,
generalmente Alejandro y sus hombres habían subestimado las dimensiones
de Asia, por lo que con frecuencia se encontraron perdidos. ¿Hasta qué punto
de Oriente se extendía la India? ¿Era el mar Caspio un lago salado? Estas
cuestiones empezaron a ser investigadas en las décadas que siguieron a su
muerte, cuando se llevó a cabo el viaje más notable que se realizó a occidente,
más allá de las tierras conquistadas por Alejando. Piteas, un griego oriundo de
Marsella, viajó al norte superando el golfo de Vizcaya, exploró la costa de Gran
Bretaña y habló de un grueso «pulmón» que le hizo frente: probablemente se
tratara de un banco de niebla en las latitudes septentrionales. 217 Piteas estaba
al corriente de los últimos descubrimientos astronómicos de los griegos, y llegó
muy al norte, como demuestran sus cálculos; tal vez se dirigiera a Noruega,
hacia el nordeste, en vez de hacia el noroeste, a las tierras deshabitadas de
Islandia. Escribió el relato de sus viajes, pero las meticulosas observaciones
que aparecen en su obra fueron consideradas increíbles por muchos críticos de
época posterior. Piteas había visto un mundo que Alejandro jamás había
imaginado.
Sería una equivocación pensar que los habitantes de las antiguas ciudades
griegas quedaron desorientados por esos nuevos horizontes o por las cortes
reales y los reinos cuya grandeza superaba la de sus propias instituciones
ciudadanas. Las décadas que siguieron a la muerte de Alejandro constituyen
un fértil período de la cultura y el pensamiento griegos, fruto directo de la época
clásica anterior. Volvemos a encontrar la comedia en los románticos relatos
«vodevilescos» de la vida familiar, escritos por el ateniense Menandro.
También en Atenas la filosofía desarrolló tres nuevas escuelas, las tres últimas
de importancia en la historia de la Antigüedad. En una de ellas, Epicuro discutió
profundas cuestiones de percepción, de objetivos éticos y de sensaciones: su
«Escuela del Jardín» no fue en absoluto el centro de búsqueda de placeres
epicúreos de la leyenda posterior. Zenón, originario de Chipre, escribió acerca
del Estado ideal, de las normas de conducta y de la naturaleza del
conocimiento y el deber: su «Escuela del Pórtico» (o Stoa) sería conocida
como la de los estoicos. Pirrón puso en entredicho los propios cimientos del
conocimiento y la verdad, y fundó la escuela escéptica. Para estos tres
filósofos, la libertad era una libertad del individuo, una libertad frente al miedo,
las pasiones o el engaño: no era una libertad de voto, como la que tiene un
ciudadano en una democracia libre.
Más tarde se diría que Pirrón había acompañado a Alejandro y que, tras ver
tantísimas cosas nuevas, había llegado a la conclusión de que no había nada
que pudiera ser conocido. De hecho, esos tres filósofos no reaccionaban contra
Alejandro, sino contra otros filósofos anteriores, especialmente al desafío que
había planteado Platón. El Estado ideal de Zenón era una respuesta a la
horrible utopía de Platón; Epicuro enlazaba con el escepticismo ya existente de
los pensadores griegos del siglo IV a.C. Los nuevos filósofos no proponían un
nuevo Estado global o un nuevo énfasis en el retiro personal y el relativismo
ético en un nuevo mundo multicultural. Pues, a su alrededor, todas las
comunidades cívicas griegas seguían siendo vigorosas. Las nuevas ciudades
fundadas en Asia no estaban habitadas por colonos desarraigados, perdidos en
un paisaje nuevo. Lo que sabemos de ellas es que su población mantenía la
unidad por medio de las prácticas habituales entre los griegos de los
matrimonios endogámicos o con determinados compatriotas de su propio
subgrupo civil. Las estructuras familiares se mantuvieron sólidas, y las
ciudades-estado, tanto las antiguas como las nuevas, no quedaron desunidas
por un nuevo «individualismo helenístico» ni por un ethos cosmopolita. En
honor a la verdad, no puede negarse que ahora tenían que soportar edictos
reales y hacer frente a la amenaza que suponían los ejércitos del rey o
determinadas monarquías «amigas» muy poco fiables. Pero los ciudadanos no
perdieron su arraigado sentido de comunidad y de compromiso político en el
ámbito local. Ya fuera en Macedonia, Siria o Egipto, seguían acudiendo a sus
exclusivos gimnasios, centros sociales que constituían un privilegio de los
ciudadanos. Los «gimnasios» ya no eran exclusivamente lugares donde
practicar desnudos el ejercicio físico. En ellos, los jóvenes oían hablar a los
maestros y tenían noticia de los acontecimientos culturales. Eran centros
neurálgicos de la vida civil, en los que se transmitían la erudición y los valores
griegos. Al margen de estos centros de adiestramiento, las fiestas civiles y los
juegos siguieron teniendo plena vigencia. En el siglo III a.C. se multiplicaron los
certámenes artísticos y atléticos en todas las ciudades griegas, incluidas las
asiáticas (con la excepción, curiosamente, de las de Siria). Una vez más, estas
ocasiones unieron a las ciudades-estado para la consecución de unos objetivos
griegos tradicionales en los que se celebraban valores también griegos.
De lo que carecían los griegos de las ciudades-estado era de un grado de lujo
personal comparable al de la sociedad real que rodeaba a los monarcas.
Conservamos una maravillosa carta escrita desde Macedonia, tal vez en 300
a.C. aproximadamente, en la que su autor, un macedonio llamado Hipóloco,
cuenta que había asistido a un banquete de bodas. 218 Describe para el
destinatario ateniense de la misiva el espectacular despliegue de oro y plata,
las flautistas y tañedoras de músicas («a mí me pareció que iban totalmente
desnudas, pero algunos dijeron que llevaban una túnica»), las tragafuegos y las
malabaristas (también desnudas), las enormes porciones de jabalí que se
sirvieron y las actividades del nieto de uno de los cortesanos de Alejandro más
dado a la bebida (el hijo de su niñera) que también ingirió gran cantidad de
alcohol y fue por ello recompensado con una copa de oro. Los veinte invitados
recibieron regalos de un valor increíble. «Te consideras un hombre feliz», dice
el autor a su amigo ateniense, «por escuchar las proposiciones de Teofrasto
[discípulo de Aristóteles] y por comer tomillo silvestre y esos exquisitos
panecillos. Pero nosotros nos hemos gastado una fortuna en una sola cena, y
estamos buscando casas, fincas o esclavos que comprar con nuestros
ingresos.»
En esa misma Atenas del destinatario de la misiva, podemos vislumbrar un
contraste parecido alrededor de un placer elemental de la vida: la jardinería.
Entre aproximadamente 310 y 290 a.C. el Teofrasto al que alude la carta con
tanto respeto escribió los dos textos que lo califican como padre de la botánica.
Teofrasto había escuchado los informes de los soldados de Alejandro; había
leído los libros de los primeros historiadores que relataron las conquistas de
Alejandro y describieron la curiosa flora que poblaba los nuevos territorios, pero
también había oído hablar de árboles de Sicilia y del sur de Italia, e incluso
había recogido diversos detalles acerca de los distintos hábitats de los árboles
del Lacio, en las proximidades de Roma. 219 No tenía ni idea de las propiedades
químicas del suelo, ni de la reproducción sexual de las plantas, aspecto que
constituye la base de las clasificaciones modernas. Pero observó
minuciosamente el mundo de las plantas, y no con meros especímenes
desecados, ni a través de los informes sobre plantas que pudiera
proporcionarle algún amigo o algún autor de época anterior. Teofrasto detalla
con precisión las flores y los frutos del cerezo tras una prolongada observación
a lo largo de las distintas estaciones. Establece las diferencias existentes entre
las peras silvestres y las cultivadas. Debió de haber estudiado todos estos
temas en su propio jardín, que más tarde legó en su testamento, especificando
que era el lugar en el que tenía que ser enterrado. Teofrasto es el primer
hombre que se enterró literalmente en un jardín. Llegó a cultivar dientes de
león, observando correctamente la cabeza de sus semillas, aunque las
encontró «amargas y no aptas para ser comidas». 220
En Egipto, al cabo de veinticinco años de su fallecimiento, podemos
adentrarnos en un mundo de plantas y jardinería muy distinto, organizado por
un hombre de alto rango, Apolonio, «ministro de finanzas» de Ptolomeo II.
Apolonio formaba parte del grupo de beneficiarios del rey que recibieron fincas
de casi tres mil hectáreas cada una en el Fayyum, la región arenosa situada a
unos cuatrocientos kilómetros al sur de Alejandría. En esta zona, Ptolomeo II
había fundado una nueva ciudad, Filadelfia, de plano rectangular, y en la que
había un teatro y un gimnasio público. El Fayyum fue cultivado, regado y
desarrollado por sus nuevos propietarios durante las décadas de 260 y 250. El
administrador de la finca de Apolonio era otro emigrante griego, Zenón, y los
documentos conservados que redactó nos adentran en el mundo tiránico e
insaciable de un «proyectista» que ha volcado todas sus energías en
transformar la naturaleza. En varias cartas de Apolonio se ordena que sean
plantados miles de viñedos en sus fincas, algunos de los cuales son injertos.
Las plantas debían ser transportadas en carros tirados por asnos hasta el
Fayyum para que las examinara Zenón, aunque los egipcios nativos se
burlaban de la ignorancia de aquellos intrusos griegos que no conocían su
forma tradicional de hacer las cosas. En cierta ocasión, los jardineros de la
finca del Fayyum amenazaron con fugarse y abandonar la propiedad. Pero
Apolonio era imparable: ordenó que desde una segunda finca situada en las
inmediaciones de la antigua capital de Egipto, Menfis, le fueran enviados a
Zenón numerosos esquejes de olivo, albaricoque y otros árboles a la finca del
Fayyum. La presencia de los griegos en Egipto incrementó el volumen de la
viticultura en el país (los egipcios siempre habían bebido cerveza). Tampoco
había en Egipto buenos olivos, un producto de primera necesidad para los
griegos, por lo que se inició el cultivo de plantas oleosas para cubrir esta
laguna, incluido el de semillas oleosas de adormidera: la adormidera tuvo una
breve etapa de producción masiva en la finca de Apolonio, pero, según parece,
no con el fin de utilizarla como narcótico. Para decorar su parque,
probablemente hubiera olivos silvestres de clase inferior (que tal vez se
enviaran a Zenón a millares), arbustos de laurel y montones de coníferas;
seguramente hubiera también rosales, destinados a la fabricación de perfumes
y a la fabricación de guirnaldas y otro tipo de ornamentos. Los demás
propietarios griegos de «tres mil hectáreas» hacían lo mismo, pese a que la
lentitud de los envíos, el riego artificial del terreno y los riesgos que suponían la
sal y la arena ponían en peligro la experimentación masiva de nuevos tipos de
agricultura que habían emprendido. Al cabo de veinticinco años la gran finca de
Apolonio volvería a manos de los reyes, sus dueños en último término, y las
masivas cosechas de adormidera desaparecerían. Los experimentos de
productos agrícolas de lujo se fragmentarían y seguirían el camino de otros
grandes proyectos de la historia de la jardinería.
No obstante, entre los documentos de Zenón encontramos testimonios de sus
gustos literarios, incluida una magnífica copia de la tragedia de Eurípides sobre
Hipólito, el joven cazador. Zenón escribía en un griego claro y cuidado,
buscando siempre la expresión más adecuada; amaba los perros y ese deporte
tan propio de un caballero, la caza. Uno de sus canes favoritos aparece en los
poemas cubierto de elogios por haber salvado a su dueño del ataque de un
jabalí: sus cartas aluden a diversos perros cazadores de gacelas que tuvo a lo
largo de su vida. Mientras que los reyes helenísticos seguían haciendo alarde
de sus hazañas cinegéticas, en Oriente, en Kandahar, otro expatriado griego
componía versos y erigía un monumento en honor de uno de sus canes que
había matado con arrojo a un animal salvaje. En esos nuevos paisajes y con su
nueva «caza mayor», el noble deporte de los héroes se convertiría en el
entretenimiento preferido de los comunes mortales más conspicuos. 221
Como era de suponer, esos griegos que habitaban en el extranjero observaron
a los pueblos nuevos y desconocidos que los rodeaban. Heródoto ya se les
había anticipado en este sentido, y los generales y subalternos del propio
Alejandro también se habían preocupado de recoger por escrito las
curiosidades que más les sorprendían de la sociedad india. Hubo siempre una
especie de tensión constante en este tipo de literatura. ¿Era la del lejano
Oriente una sociedad que debía idealizarse, como había sido idealizado Egipto
por Platón y el retórico Isócrates? Después de Alejandro, las legendarias
utopías griegas siguieron desarrollándose en lugares remotos, tanto del norte,
como del este, o en las islas del «océano» del sur. ¿O acaso Oriente debía ser
observado, investigado y comprendido? Pocos autores —si es que hubo
alguno— de los que escribieron acerca del nuevo mundo aprendieron
mínimamente las lenguas que en él se hablaban, pero estuvieron allí y
observaron, y ellos o sus informadores eran capaces de comunicarse entre sí
un poco en lengua griega.
En Bactria y en el nordeste de Irán, muchos de los nuevos colonos griegos
demostraron su tenacidad, incluso cuando se enteraron de que la muerte de
Alejandro no era la indicación de que había llegado la hora de regresar a su
patria en Grecia. En Ai Khanum, cerca del río Oxo, los colonos siguieron
utilizando el calendario macedonio durante más de ciento cincuenta años; en
Irán se bautizó con un nuevo nombre macedonio a la antigua ciudad de Susa;
unos versos de Eurípides, siempre los mismos, se utilizaban en los ejercicios
de las escuelas de Armenia y Egipto. En este último país los Ptolomeos
hablaban griego macedonio, pero no egipcio, y favorecieron a los maestros de
lengua griega eximiéndoles del pago del impuesto sobre la sal y a otros
hablantes de griego con diversas exenciones fiscales menores: su gobierno se
basaba en el griego. Sin embargo, la vieja idea de los estudiosos de una actitud
cerrada ante Oriente, próxima al apartheid, por parte de los griegos, es
demasiado exagerada. Los Ptolomeos y los Seléucidas nunca olvidaron sus
orígenes macedonios, pero en Egipto no era posible gobernar en la estrecha
franja de territorio situada al sur de Alejandría sin una actitud mínimamente
abierta ante la antiquísima cultura local. Al fin y al cabo, los grandes templos
egipcios y su clero seguían activos. En el reino de los Seléucidas, que se
extendía desde Siria hasta el este de Irán, el territorio era mucho más vasto, y
la inmensa mayoría de los cargos superiores de la corte, del ejército y de la
administración siguieron estando en manos de los griegos. En Mesopotamia,
sin embargo, los reyes Seléucidas adoptaron diversos títulos reales antiguos y
profesaron respeto por varios templos locales: Alejandro ya había hecho lo
mismo. Pero en general el estilo de monarquía de estos soberanos no se
caracterizó por una nueva apertura «multicultural». En Irán, Alejandro había
acabado con el complejo sistema de distribución de raciones de comidas y con
las costumbres cortesanas de los persas, y los Seléucidas nunca intentaron
recuperarlos. En Egipto, en cambio, seguía vivo en el clero del país un
poderoso ideal de monarquía. Este asociaba al faraón reinante con la felicidad
eterna y la fertilidad ordenada de la tierra. Supuestamente, los Ptolomeos se
inspiraron en esta cultura egipcia cuando observaron que se desarrollaba
paralelamente a la suya. Ellos mismos se abrieron a una o dos tradiciones
egipcias, y se ha sostenido, tal vez con acierto, que imitaron la antigua práctica
de los faraones de subvencionar el servicio de los médicos, gratuito para todo
el pueblo, mediante la exacción de un «impuesto especial para los médicos».
En las ciudades griegas de otras regiones, el consejo podía entrevistar y
nombrar a un «médico cívico» al que, sin embargo, debían pagar todos los
pacientes. Al margen de Egipto, ningún país mostró nunca interés alguno por
subvencionar la «sanidad pública».
En Egipto, el papel trascendental desempeñado por la cultura local en la
civilización del mundo fue subrayado muy pronto por una de las más preclaras
mentes griegas, Hecateo, un emigrante de Abdera que llegó a Egipto en los
primeros años del reinado de Ptolomeo I. Si bien seguía a Heródoto, Hecateo
afirmaba haber superado a su gran predecesor y haber consultado los propios
archivos egipcios. Sus descripciones de los antiguos edificios faraónicos son
curiosamente minuciosas y sus noticias sobre las antiguas leyes y costumbres
del país no son siempre ficticias. Elogiaba incluso a los antiguos faraones por
su acatamiento de las normas y la justicia, así como por la moderación de su
lujo personal. Sus prejuicios se hacen evidentes cuando los alaba por haber
mantenido a los artesanos al margen de la vida política: la visión que tenía
Hecateo del antiguo Egipto no era precisamente la de un demócrata. 222
Hecateo nos ofrece también un testimonio, probablemente el primero en lengua
griega, de un nuevo descubrimiento: los judíos. Tras la muerte de Alejandro, las
tropas de Ptolomeo habían entrado en contacto con este pueblo durante las
campañas de Siria, y Hecateo lo presenta como una rama de la civilización
egipcia. Simplemente se había corrompido, dice, por su imprudente legislador,
Moisés. Sin embargo, el retrato que hace de los judíos no es hostil o
antisemita. Cuando describe su idealizada sociedad sacerdotal, Hecateo alude
aparentemente a una frase de uno de los libros de la Biblia, el Deuteronomio.
Apenas un siglo más tarde, sus sucesores de Alejandría no serían tan
tolerantes: parte de su literatura señala el inicio del antisemitismo occidental.
En el este, mientras tanto, el nuevo foco de fascinación era la India. Durante la
invasión de 327-325 a.C. los oficiales de Alejandro habían visto muchas cosas
que les habían llamado la atención y que ningún griego había conocido hasta
entonces. En sus historias, describían los vestidos indios, el algodón del país,
las gruesas higueras de Bengala y los elefantes. Hasta ahí, fueron capaces de
realizar una observación acertada. Pero cuando intentaron explicar las
sociedades y las doctrinas indias, fueron víctimas de su ignorancia de la lengua
y de los estereotipos que llevaban consigo. Un sabio indio acompañó al ejército
de Alejandro, y se dice que intentó instruir a esos oficiales: quizá tengamos
incluso pruebas de sus enseñanzas sobre los astros y estaciones del año. Los
hombres de Alejandro lo llamaban «Cálano», aunque ése no era su verdadero
nombre indio. Se lo pusieron por el término de ponderación, kalé, que le
gustaba utilizar. Algunos pensaron que se trataba de un vocablo indio, pero es
muy probable que el hombre lo empleara para demostrar el poco griego que
conocía (kalé, en el sentido de «muy bonito, muy bien»). Así fue como
empezaron a llamarlo «Cálano», «Don Bonito». 223
Ante la más mínima prueba, los griegos creían «descubrir» aquí y allá
evidencias de la invasión de la India por parte de los dioses Dioniso y Heracles.
Los más imaginativos también veían huellas de una Esparta idealizada en las
costumbres de algunos reinos indios. Otros, de modo más tosco, explicaban lo
que veían a través de su sexismo masculino. Vieron cómo algunos pueblos
indios practicaban el suttee, esto es, la quema de la viuda en la pira funeraria
de su difunto marido. Los invasores atribuyeron esta práctica a la infidelidad y
la perfidia de las esposas indias. Los indios solían casarse con mujeres mucho
más jóvenes que ellos, y los griegos pensaban que esas esposas no tardaban
en querer envenenar a sus ancianos maridos para irse con amantes más
jóvenes. El suttee, por consiguiente, era una especie de medida disuasoria de
los maridos: si uno era envenenado, su mujer podía ser arrojada viva a las
llamas con él. De ese modo, controlaban a las mujeres. Esta explicación
probablemente fuera una invención gratuita de los hombres que llegaron con
Alejandro, y no estaba basada en ningún relato indio. 224
Al poco de fallecer Alejandro, Megástenes, un intrépido legado griego, se
adentró más en la India. También él combinó la observación con teorías
idealizadoras. Visitó la ciudad real de Palimbotra, a orillas del Ganges, un lugar
que incluso el mismo Alejandro había evitado, y ofreció un relato creíble acerca
de su aspecto, su arquitectura de madera y otras muchas características.
También distinguió siete órdenes en la sociedad india, que se mantenían
mediante un cerrado sistema de endogamia. Es probable que lo que intentara
describir fueran las castas indias. Decía que eran siete (no cuatro, su número
habitual), influenciado como estaba por su conocimiento de Heródoto, que
había supuesto la existencia de siete clases sociales en el antiguo Egipto.
Megástenes también escribió acerca de un personaje llamado «Budias»,
compañero, según creía, de Dioniso cuando éste invadió la India, y
posteriormente rey. Sin duda había oído hablar de Buda, y lo confundió con él.
No obstante, describe diversas costumbres funerarias de los indios, aunque no
habla de las grandes estupas budistas que tan famosas se harían más tarde.
Tal vez debamos confiar en él, y llegar a la conclusión de que las estupas
todavía no existían.
A finales del siglo IV a.C. las conquistas de Alejandro en la India habían sido
cedidas al guerrero Chandragupta: pero el horizonte que había abierto el joven
monarca macedonio no se cerró. En las Alejandrías y en las ciudades de los
Diádocos existentes en los territorios cercanos al Punjab siguió residiendo una
población de lengua griega que sabía leer y escribir. Pensando en ellos, el rey
indio Asoka mandó que sus edictos budistas fueran traducidos al griego y
grabados en inscripciones a mediados del siglo III a.C. Asoka conocía también
los nombres de todos los reyes helenísticos que había incluso en tierras tan
lejanas de la suya como Libia, y hablaba de ellos como «el mundo, mis
hijos». 225 A partir de la década de 240, los Diádocos que gobernaban Bactria
se proclamaron reyes independientes y, con el tiempo, imitarían a Alejandro y
emprenderían la reconquista del noroeste de la India. En tiempos del notable
rey Menandro (ca. 150-130 a.C), penetraron mucho más al este que Alejandro,
conquistaron más territorios indios y llegaron al río Ganges. La escultura griega
había comenzado a influir en las nuevas representaciones plásticas indias de
Buda: el propio Menandro, hombre increíblemente apuesto, sería recordado en
la tradición del budismo, y tal vez incluso llegara a convertirse a esta religión.
Como ocurriera con Egipto, los autores griegos que hablaron de la India
describieron un mundo extraño básicamente en los términos de las
costumbres, los mitos y las leyes que conocían en sus patrias. Más que de
imperialismo, cabría hablar de una profunda creencia, implícita en Homero, de
que, en general, todos esos pueblos se parecían bastante a los griegos. Los
helenos no los persiguieron ni intentaron «hacer una limpieza» por
considerarlos seres inferiores. A comienzos de 323 a.C. se presentaron ante
Alejandro varias embajadas en Babilonia, entre las cuales había, según se
dice, una legación de Roma. Sin embargo, parece que los historiadores de la
corte de Alejandro pasaron por alto la visita de aquellos romanos. Siempre que
Roma fuera estudiada por los autores griegos de esta época, sería vista
generalmente como una «ciudad griega», un punto de contacto más de los
griegos a lo largo de la costa occidental de Italia. 226 Por lo tanto, puede que el
pueblo más importante del futuro fuera investigado por los primeros seguidores
de Alejandro, pero fue el menos comprendido.

Capítulo 26 - LA EXPANSIÓN DE ROMA

Lucio Veracio era un hombre desalmado y de una< brutalidad inmensa.


Para divertirse tenía por costumbre golpear el rostro de los hombres
libres con la palma de la mano. Solía llevar tras él un esclavo con una
bolsa llena de ases [moneda de poco valor] y, cuando abofeteaba a
alguien, ordenaba que dieran inmediatamente al injuriado veinticinco
ases, como disponen las Doce Tablas. Por eso los pretores decidieron
luego que esta norma debía ser abandonada e invalidada, y anunciaron
por medio de un edicto que nombrarían unos asesores que tasaran el
valor de las injurias.
FAVORINO (ca. 120-150 d. C), en Aulo Gelio, Noches Áticas 20.1.13,
sobre un cambio introducido en el primitivo código de leyes de Roma

Dejamos Roma en 451 a.C. en el momento de la aprobación de sus primeras


leyes, las Doce Tablas, y nos fijamos en ella principalmente en el contexto de
sus vecinos, los etruscos y los griegos de Occidente. El lugar en el que se
asienta Roma hacía mucho tiempo que estaba habitado, pero, como era
habitual en muchas ciudades del mundo de lengua griega, la Roma del siglo V
a.C. hacía remontar sus orígenes a un héroe fundador. En realidad, recordaba
a un fundador y a un visitante, y ambos héroes estaban en marcado contraste.
Uno era Rómulo, que, según se creía, había sido primero amamantado por una
loba y luego había sido criado por la esposa de un simple pastor. Como «rey
del pasado y del futuro», empezó siendo un proscrito, rasgo bastante frecuente
en las leyendas de fundadores y caudillos de muchas sociedades. Más
adelante, Rómulo mataría a su hermano Remo, detalle bastante menos
habitual en las leyendas.
Por otra parte, se creía que Roma había recibido la visita de un héroe errante,
el troyano Eneas, que, tras el saqueo de Troya, llegó a Italia y fundó la vecina
ciudad de Lavinio. Eneas era bien conocido en la poesía griega, empezando
por Homero, pero su relación con Roma no la tenemos atestiguada antes de
ca. 400 a.C. Por entonces este tipo de episodios estaban de moda en gran
parte de Occidente. Las ciudades no griegas del sur de Italia y de Sicilia
también aseguraban tener lazos similares con otros troyanos errantes. Aquella
asociación con Troya constituía para los pueblos no griegos marginados una
forma muy útil de entroncar con los respetados mitos del mundo griego. Para
los romanos, la «asociación troyana» se desarrolló a partir del hijo de Eneas y
resultaría muy útil cuando empezaran a tener tratos con los griegos de Grecia y
de Asia. 227
Leche de loba, exilio y fratricidio eran unos elementos muy poco habituales en
una prosapia noble. Pero comportaban una cosa muy importante: una política
de asilo excepcionalmente generosa. Se suponía que Rómulo había declarado
que su nueva Roma era un centro de asilo para todo el mundo. En Atenas, los
mitos y las tragedias presentaban también al héroe local Teseo como un rey
amable con los extranjeros, pero en Roma esa amabilidad comportaba una
disposición absolutamente desconocida en Atenas a conceder la ciudadanía a
los forasteros. La ciudadanía era concedida incluso a los esclavos de los
romanos cuando eran liberados formalmente por sus antiguos amos de
condición ciudadana. La liberación de los esclavos se convirtió en una práctica
frecuente en las casas romanas (no tanto en las explotaciones agrícolas), pero
en buena medida se debía a una razón bastante práctica. Muchos esclavos
compraban su libertad y seguían pagando o ayudando a sus antiguos amos
después de ser liberados. Para los amos, pues, resultaba más sensato liberar a
sus esclavos al cabo de cierto tiempo, que quedarse con ellos como un bien
perecedero. También resultaba beneficiada la comunidad: los hijos de los
esclavos, una vez liberados, podían ser reclutados como soldados de las
legiones romanas. Gracias a esta fuente tan abundante, los recursos humanos
del ejército romano aumentaron hasta superar con mucho a los de los ejércitos
de Atenas o Esparta, limitados legalmente a los individuos de condición
ciudadana.
No obstante, el sistema tardaría en dar sus frutos. Desde la década de 450
(época en la que fueron publicadas las leyes de las Doce Tablas en Roma)
hasta la de 350, es indudable que los romanos tuvieron que hacer frente a
dificultades de todo tipo. Hubo constantes tensiones políticas entre la
ciudadanía, se dieron años de malas cosechas, y muchos de sus vecinos del
Lacio reanudaron las hostilidades con ellos. Las últimas décadas del siglo V
fueron una época de migraciones generalizadas de otros pueblos de Italia,
especialmente de los procedentes de los Apeninos, en el interior del país.
Penetraron en las llanuras y en las tierras fértiles de la costa occidental de la
península y bloquearon la expansión de Roma en esa dirección. Los más
conocidos entre esos emigrantes son los samnitas del sur de Italia: sus
guerreros a caballo eran honrados en sus tumbas con elegantes pinturas
murales, que se han conservado en perfecto estado en la zona de Paestum. 228
Durante un siglo aproximadamente, de 460 a 360 a.C. fueron menos de diez en
total los años en los que Roma no estuvo en guerra. El momento más sombrío
tuvo lugar alrededor de 390 a.C. cuando los galos (procedentes en último
término del sur de Francia) invadieron el sur de Italia y asolaron la propia
Roma. Posteriormente se multiplicarían las leyendas en torno a este
acontecimiento, pero fue lo bastante grave para que los griegos, entre ellos
Aristóteles, se hicieran eco de él. 229 La anécdota más famosa cuenta que,
durante una incursión de saqueo en la propia Roma, los galos fueron
expulsados de la venerable colina del Capitolio cuando las ocas sagradas de la
diosa Juno, espantadas, se pusieron a graznar en plena noche. El valeroso
Manlio se dio cuenta y puso en fuga a los enemigos. En realidad, lo más
probable es que los galos siguieran adelante con su saqueo sin que nadie los
molestara. Los objetos sagrados de los cultos de Roma fueron escoltados para
su salvaguardia a la vecina ciudad etrusca de Cere (la moderna Cerveteri) en
compañía de las seis Vírgenes Vestales, las jóvenes servidoras de la diosa
virgen romana Vesta (el Hogar). Fue esta retirada, no el episodio de las ocas,
la que llegó a oídos de Aristóteles en Grecia. El día de la peor derrota de Roma
por los galos, el 18 de julio, siguió siendo en el calendario romano una jornada
nefasta en la que no se podía desarrollar ninguna actividad.
Después de esta crisis, un griego que visitó Roma hacia 370, precisamente en
tiempos de Platón, encontraría que la ciudad era un lodazal informe. Más tarde
los romanos explicarían la falta de planificación urbanística como consecuencia
de la precipitada reconstrucción de la ciudad tras el saqueo de los galos. En
realidad, era una característica endémica. A diferencia de Alejandría, Roma no
fue planificada nunca por ningún rey o legislador. Antes bien, evolucionó de
manera irregular, tanto en el terreno de la política como en el de la arquitectura.
La expulsión de los reyes a finales del siglo VI había dado lugar al inmediato
establecimiento de la república y a la división de los poderes de los reyes entre
los magistrados. Estos ocupaban su cargo durante un año y, según la mayoría
de los historiadores, los más importantes eran los dos cónsules que
gobernaban de manera colegiada. Según algunos, el consulado no estaba
reservado formalmente a la nobleza de los patricios, pero al principio lo
desempeñaron siempre patricios. Todo depende de cuánta confianza
depositemos en los fasti consulares, las listas de los cónsules elaboradas
posteriormente, pero aun así parece evidente que hubo períodos de
irregularidad, sobre todo durante los ochenta años aproximadamente que
siguieron a la aprobación de las leyes de las Doce Tablas. Con bastante
frecuencia los cónsules no fueron dos.
Aparte del pequeño grupo de los ex cónsules, había muchos otros ciudadanos
romanos a los que era preciso tener en cuenta, tanto en la urbe como en las
zonas rurales de los alrededores. Políticamente, la posición de la mitad de ellos
puede resumirse fácilmente. Como en el mundo griego, la mitad de la ciudad
de Roma, es decir las mujeres, no podía votar ni desempeñar ningún cargo
político. A diferencia de las atenienses, las romanas no podían ni siquiera ser
sacerdotisas de los dioses, a excepción de las seis Vírgenes Vestales. Las
mujeres de Roma estaban legalmente (lo mismo que sus hijos) en «poder» de
su padre o de su abuelo mientras éstos vivían y, cuando morían, pasaban de
inmediato (pero no así sus hijos) a estar bajo la tutela del pariente varón más
próximo. Como quizá más de la mitad de las mujeres de veinte años (según un
promedio bastante probable) ya no tenían padres ni abuelos vivos, la mayoría
de las mujeres adultas seguramente estuvieran bajo la tutela de alguien.
Cuando se casaban, la forma más habitual de matrimonio hacía que, como los
niños, pasaran a estar en «manos» de sus maridos. Pero incluso cuando
estaban bajo la «tutela» de alguien, podían poseer y heredar bienes (aunque
no pudieran disponer de ellos sin el consentimiento de su tutor). Cuando
estaban casadas, podían heredar los bienes de su marido cuando éste moría,
lo mismo que cualquiera de los hijos. Además, los maridos estaban la mayor
parte del tiempo combatiendo fuera y las mujeres tenían autoridad en su casa y
sobre sus hijos. Las formalidades legales excluían, al parecer, casi cualquier
tipo de acción independiente de la mujer, pero las leyendas de los primeros
tiempos de la República están llenas de anécdotas acerca de heroínas
valientes o castas (reflejo acaso de la realidad doméstica, sobre todo entre la
clase alta). Desde el punto de vista político, sin embargo, las mujeres eran
irrelevantes en la escena pública.
En ese terreno los personajes más importantes eran los componentes de la
pequeña minoría de varones que constituían el senado. Lo más probable es
que los senadores actuaran como consejeros de los reyes de Roma y tras la
expulsión de éstos, su consejo asesor sobreviviera convertido en el senado
romano, un conjunto de individuos ilustres, muchos de los cuales habían sido
magistrados. Podían asesorar a los titulares de los cargos públicos y resolver
las disputas surgidas entre ellos. La cuestión fundamental era decidir si los
individuos que no pertenecían a la nobleza debían ser admitidos en ese senado
o no. Como en las ciudades griegas del siglo VII a.C. la cuestión fue
agudizándose cada vez más, hasta que en ca., 300 a.C. se acordó que los
«mejores» serían seleccionados por sus méritos, no por su nacimiento. Al
principio, los «mejores» seguirían siendo de todos modos los hombres de noble
cuna. Cabe presumir que en un primer momento los senadores eran escogidos
por los cónsules, pero hacia 310 a.C. aproximada-ente esa selección pasó a
ser el cometido de dos censores elegidos anualmente. Aparte del senado,
estaba el pueblo en general, los ciudadanos de que dependía la actividad
militar de Roma. Había muchas razones ara que no fuera posible intimidarlos ni
fiarse de ellos, a diferencia de sus contemporáneos de la Macedonia de Filipo y
Alejandro, la infantería de los «Compañeros del Rey». La primera huelga
popular o seceión de Roma, acontecida en 494 a.C. no había sido olvidada por
la plebe y nada impedía que pudiera volver a producirse: las deudas serían
manteniendo a los pobres férreamente atados a sus superiores, iro
políticamente tenían espacio (aunque no demasiado) para manio-rar. Pues los
ciudadanos se reunían en asambleas (entre ellas un «con-lio de la plebe» al
que los patricios no podían asistir). Formalmente menos, todo varón adulto de
condición ciudadana tenía un voto en esas reuniones, y la soberanía recaía en
la mayoría de los ciudadanos reunidos en las asambleas que aprobaban las
leyes. Lo que decidía la mayoría se convertía en ley, sin más controles sobre
su legalidad ni su ilación con los estatutos existentes; en este sentido, la
asamblea de los romanos tenía incluso una capacidad mayor de legislar de
manera instantánea que la asamblea de la Atenas democrática de la época.
Sin embargo, las asambleas estaban organizadas como si su principal objetivo
fuera evitar la «tiranía» de la masa. La asamblea de las «tribus» (comicios
tributos) se reunía sobre todo para aprobar leyes, y en 332 a.C. fue dividida en
veintinueve «tribus» o distritos. El sistema de votación era de tipo
representativo, y cuando una mayoría de las veintinueve tribus había votado de
la misma manera, las demás no hacía falta ni siquiera que votaran. Los votos
así depositados servían sólo para establecer la mayoría dentro de cada
«bloque» tribal. Como los «bloques» eran de dimensiones muy distintas, era
posible que quienes votaran en contra de una ley fueran mucho más
numerosos que los que votaran a favor, pero la mayoría de los «bloques» hacía
que la ley quedara aprobada de todas formas.
La otra gran asamblea, los «comicios centuriados», era especialmente
importante porque en ella se elegía a la mayoría de los magistrados y se
juzgaban determinados casos. Estos comicios estaban organizados de una
manera todavía más astutamente calculada para impedir que la clase baja
consiguiera la mayoría. Los que carecían de propiedades estaban agrupados
en una sola centuria (de un total de 193) y, una vez más, muy pocas veces
tendrían oportunidad de votar. Los ricos, incluido el orden de los caballeros,
eran los primeros en votar y el voto mayoritario de sus centurias bastaba para
alcanzar una mayoría. Los cambios que en adelante pudieran introducirse en
este insólito sistema serían sólo de detalle.
Las asambleas de un tipo o de otro sólo podían ser convocadas y presididas
por un magistrado. Nadie más podía hablar y hasta finales del siglo II a.C. los
electores votaban a la vista de todo el mundo y, por lo tanto, podían ser
intimidados por los «solicitantes de votos». Los comicios tributos asignaban la
mayoría de los bloques de votos a los individuos que vivían fuera de la ciudad,
con la inevitable consecuencia, sin duda alguna buscada, de que sólo votaran
los ciudadanos de fiar y los más ricos, que tuvieran capacidad de trasladarse a
Roma. Estas asambleas eran organismos complejos y desde luego daban por
supuesto que «el pueblo» era el soberano. Pero esa soberanía se hallaba tan
sutilmente coartada que sólo unos pocos historiadores modernos insistirían en
calificar este sistema de democrático, al margen del contexto social jerárquico
(y de los astutos sobornos) dentro del cual se ejercía el derecho a voto.
Sin embargo, había ciertos visos de soberanía popular y de derechos del
pueblo en todo este sistema. El «pueblo» elegía efectivamente a sus
magistrados, entre otros a los tribunos que podían vetar las propuestas
inaceptables presentadas en cualquier asamblea pública. Los tribunos no eran
necesariamente de tendencias populares, pero tenían margen suficiente para
serlo si se atrevían. Había además un hecho irrebatible: el senado no podía
legislar. Podía aprobar propuestas informativas (consulta) y durante un tiempo
pudo vetar y vetó de hecho cualquier medida que fuera a presentarse a una
asamblea para ser convertida en ley. Pero los senadores no eran el «gobierno»
ni ningún asunto público era confiado durante años a ningún órgano
representativo de delegados o magistrados, elegido entre sus componentes.
Como los romanos no habían adoptado una constitución elaborada por un
legislador, somos nosotros los que buscamos una «constitución» romana en lo
que sólo era un puñado de costumbres, tradiciones y precedentes en constante
evolución. En el fondo del sistema que practicaban se hallaba una bestia
bicéfala, como algunos romanos dirían posteriormente: los venerables
senadores y el pueblo (oficialmente) soberano.
Al principio, las tensiones fueron contenidas dentro de los límites de un
ordenamiento social netamente estratificado. No obstante, las hubo y, en
consecuencia, los años comprendidos entre mediados del siglo V y mediados
del siglo IV han sido calificados por los historiadores —y con razón— como la
época de la «lucha de los órdenes sociales» de Roma. La lucha no se
desarrolló como un enfrentamiento extremo entre pobres y ricos: no hubo
demandas por parte de los pobres de redistribución de la propiedad privada,
como sucedió en algunas ciudades griegas de la vecina Sicilia por esa misma
época. Se corre en todo momento el riesgo de dar crédito a ciertas tradiciones
muy posteriores proyectadas de manera retroactiva a este período desde una
época de crisis muy posterior y que constituyen fundamentalmente el principal
tipo de testimonio que poseemos. No obstante, parece que la principal lucha
por la posesión de la tierra se desarrolló sólo por las «tierras públicas» que
eran anexionadas a través de la conquista a expensas de los vecinos de Roma.
Los romanos ricos explotaban estas tierras, pero no eran estrictamente suyas.
¿Debía restringirse ese uso en beneficio de otros ciudadanos?
Una importancia más inmediata tuvieron las luchas desencadenadas en torno a
las deudas y a los problemas de «libertad» con ellas relacionados. Lo que se
exigía no era, como en el mundo griego, la abolición de las deudas existentes.
Se trataba más bien de regular los modos en los que los deudores debían ser
tratados y frenar el acoso al que eran sometidos los pobres por sus superiores
desde el punto de vista social. Mucho más que en la Atenas democrática, la
«libertad» era valorada en Roma en sentido negativo, como «libertad frente a»
todo tipo de interferencia. Entre los senadores, la libertad más preciada era la
«libertad frente a» la monarquía o la tiranía, el gobierno de un solo hombre
frente al cual había surgido la república romana. Entre el pueblo, la «libertad»
más preciada era la «libertad frente al» acoso indiscriminado de individuos de
rango superior como los senadores. Pero existía también un tenaz sentido de la
«libertad de...» que tenían los ciudadanos romanos: libertad de legislar, libertad
de juzgar los casos de traición, y libertad de elegir a los magistrados. Esas
«libertades» se hallaban integradas en las asambleas existentes antes de que
la república sucediera en el gobierno a los reyes.
Había posibilidad de luchar por todas esas cuestiones, pero el peligro más
verosímil estaba en las iniciativas tomadas en el seno de la clase alta. Un
romano ilustre podía separarse de su clase y, para imponer su dominio, apelar
a la ayuda de los órdenes inferiores. Manlio, el héroe que se enfrentó a los
galos, fue acusado de seguir esa táctica tiránica. Como la riqueza no
permanecía estática en manos únicamente de unas pocas familias, se daban
también tensiones en los niveles más altos de la sociedad por el reparto de los
privilegios: entre las filas cada vez más nutridas de los ricos, ¿quién debía ser
elegible para ocupar las magistraturas y entrar en el senado? Poco a poco, los
nobles patricios fueron haciendo concesiones con el fin de mantener unida a la
clase dirigente, pero no porque los pobres, como clase, se sublevaran contra
ellos por este motivo.
Anteriormente los historiadores solían opinar que las luchas de Roma durante
esta época no tuvieron nada que ver con el mundo griego en general. En la
actualidad, se insiste justamente en lo contrario, y por buenas razones. En
efecto, se produjo una grave escasez de víveres que obligó a los romanos a
buscarlos en el exterior y a enviar legados al sur de Italia y a la Sicilia griega.
Hubo guerras contra los galos y otros pueblos emigrantes, pero en 396 a.C. los
despojos de la victoria romana sobre la vecina ciudad de Veyes fueron
enviados a Grecia y dedicados en Delfos: actuó como intermediaria Masilia
(Marsella), una ciudad greco-occidental con la cual tenía Roma importantes
contactos y que ya poseía su propio «tesoro» en el santuario de Apolo. 230
Hacia 340 se dice que el propio oráculo de Delfos fue consultado directamente
por los romanos y que la respuesta del dios fue que erigieran estatuas de dos
griegos famosos, el «más sabio» y el «mejor», en el espacio designado para
celebrar sus reuniones públicas. El griego más sabio era Pitágoras (bien
conocido en el sur de Italia y especialmente en Tarento), y el más valiente era
Alcibíades, el aristócrata ateniense (conocido por sus actividades en Sicilia y en
Turios, en el sur de la península). 231 En adelante, las efigies de aquellos dos
griegos contemplarían, según se cuenta, el desarrollo de los asuntos públicos
de Roma.
Durante la década de 320, las guerras de Alejandro y las de sus Diádocos no
afectaron a los romanos, aunque probablemente enviaran una embajada al
gran conquistador en Babilonia. Mucho más importantes fueron sus relaciones
con Cartago. Desde finales del siglo VI se habían firmado una serie de tratados
que regulaban el acceso de ambas potencias a las zonas de interés de una y
de otra. Estos tratados demuestran que las «luchas» de los romanos no
estaban tampoco al margen de los intereses en el norte de África. 232
Todos estos destinos fuera de su territorio (el sur de Italia, Sicilia, Cartago y
Grecia propiamente dicha) atraerían a los ejércitos romanos en el transcurso de
una sola generación, de 280 a 220 a.C. en una notabilísima explosión de
actividad bélica. Pero el preludio fue también notable. Entre 360 y 280 los
romanos resolvieron la mayor parte de sus tensiones políticas y llegaron a
dominar a los latinos que los rodeaban. Extendieron también su poder al rico
hinterland del golfo de Nápoles (a partir de 343) e incluso a la propia Nápoles
(en 326). La derrota sufrida en las Horcas Caudinas (321 a.C.) como
consecuencia de una emboscada de los samnitas no tardó en ser vengada
(320 a. C). En 295 los romanos se alzaron con la victoria en la importantísima
batalla de Sentino, en Umbría, que vino a confirmar el incremento de su poder
en el norte. La batalla es mencionada incluso por un remoto historiador griego,
Duris de Samos. 233
Todo este ir y venir de una punta a otra de Italia tuvo lugar durante los años en
que vivió Ptolomeo el macedonio, el amigo de Alejandro y fundador de la
dinastía real de Egipto que lleva su nombre. Es sumamente improbable que
Ptolomeo mencionara ni siquiera a Roma en su historia de Alejandro: los
grandes cerebros griegos de la Alejandría de su época se movían a unos
niveles totalmente distintos de los de los romanos. La expansión de Roma fue
obra de un pueblo que carecía de literatura y que aún no poseía un arte formal
de la oratoria. En Roma, Homero era todavía desconocido y Aristóteles habría
resultado absolutamente ininteligible. Las grandes artes de los griegos clásicos,
el pensamiento, el dibujo y las votaciones democráticas, no eran precisamente
los talentos por los que destacaban los romanos. No obstante, a pesar de su
sencillez y tosquedad, los romanos reformaron su ejército y abandonaron la
táctica «hoplítica», según se dice entre 350 y 330 a.C. las décadas en las que
la nobleza patricia hizo nuevas concesiones a los plebeyos. 234 Acabaron
asimismo con la liga política de sus vecinos latinos y uno a uno fueron
imponiendo a sus estados miembros distintos acuerdos.
Esta década (348-338 a.C.) tiene, por tanto, una importancia trascendental
para la historia antigua. En Macedonia, el rey Filipo II, el padre de Alejandro,
dio un nuevo equilibrio a su ejército y lo adiestró en un nuevo tipo de táctica. En
Italia, también los romanos emprendieron una revolución militar. De ella
surgieron tres grandes unidades de soldados de infantería dispuestos en una
formación flexible y armados de espadas y pesadas lanzas arrojadizas. Los dos
tipos de ejército que salieron de aquellas reformas dominarían respectivamente
Oriente y Occidente hasta que al fin se enfrentaran de forma decisiva en la
primera década del siglo II a. C; la mayor flexibilidad de los romanos acabó
imponiéndose, y la táctica empleada entonces se convertiría durante siglos en
la columna vertebral de sus ejércitos, los mismos que conquistaron el mundo
entero. En 338 a.C. año de importancia trascendental, Filipo derrotó a los
atenienses y a sus aliados griegos imponiéndoles una «paz y una alianza» que
marcó un límite decisivo a la libertad política de Grecia. Ese mismo año, Roma
imponía una serie de acuerdos de larga duración a sus vecinos del Lacio. Hizo
lo mismo en otros lugares de Italia, en las ciudades que fueron sometiéndosele
una detrás de otra. Los distintos grados de ciudadanía que concedió a aquellas
poblaciones italianas tendrían también un largo e importante futuro. Se
convirtieron en el modelo en el que se basarían posteriormente las relaciones
de Roma con las ciudades de todo el Imperio de Occidente.
Aquellos años de lucha romana se desarrollaron fuera del ámbito de la política
del mundo griego, pero los grandes temas de la justicia y el lujo ocuparían un
lugar tan destacado en la vida pública de los romanos como el de la «libertad».
En Roma, el antiguo marco de la justicia pública había sido relativamente
sencillo. Era mucho lo que se dejaba a la iniciativa individual y a la actuación de
la acusación particular, pero según las Doce Tablas (451 a.C), unos cuantos
delitos de capital importancia, entre ellos el asesinato y el robo, podían ser
juzgados también ante un magistrado. 235 En 367 a.C. se produjo un cambio
importante con la introducción de una nueva magistratura. Además de los dos
cónsules, se creó la figura del «pretor». A partir de ese momento los pretores
romanos se convirtieron en los principales supervisores de la justicia. Los
edictos que promulgaran mientras ocuparan el cargo tendrían un impacto
decisivo sobre el derecho romano; los pretores no legislaban, pero concedían
acciones legales a un número de casos civiles mucho más grande de los
previstos por las Doce Tablas. Los pretores sucesivos asumían los edictos de
sus predecesores, que fueron así aumentando por medio de añadidos
constantes; los edictos llenaban las lagunas existentes en el derecho civil,
dando lugar a la «equidad romana» del pensamiento jurídico posterior.
Dentro de este marco en expansión, la justicia romana se hallaba todavía
fuertemente condicionada por las relaciones sociales y por las grandes
discrepancias determinadas por la clase social. En la década de 320 una de las
mayores cargas que oprimían a los pobres, la esclavitud por deudas, se vio al
fin sujeta a restricciones legales. Como tal, este tipo de esclavización no
desapareció (como sucediera en Atenas a partir de las reformas de Solón de
594 a. C), pero en adelante cualquier acreedor romano sólo podría esclavizar al
deudor que no pagara tras obtener una sentencia en ese sentido de un tribunal
de justicia. Los ciudadanos, mientras tanto, disponían de un importante recurso
contra el acoso físico y el empleo descarado de la fuerza por parte de sus
superiores desde el punto de vista social. Dentro de Roma, podían «apelar» o
pedir ayuda en virtud del famoso derecho de provocatio. 236 Este derecho había
empezado siendo una petición informal de auxilio que cualquier ciudadano
podía hacer al pueblo en general. Adquirió un nuevo valor cuando fueron
instituidos los tribunos de la plebe en 494 a.C. Estos magistrados tenían
derecho a interponer su persona entre un agresor y su víctima, si un ciudadano
los «llamaba» en su auxilio dentro de la ciudad; los tribunos eran sacrosancti
(inviolables) por juramento y no podían ser agredidos sin que el daño que se
les infligiera fuera castigado. En ca. 300 a.C. la práctica de la apelación quedó
ulteriormente formalizada por la ley. El hecho de que alguien ejecutara a un
ciudadano que había pedido justicia pasó a considerarse un «delito infame».
Sin embargo, en los testimonios que han llegado a nuestras manos no se prevé
ningún castigo real para quien fuera lo bastante infame como para cometerlo, y
tampoco se pusieron fuera de la ley las palizas ni otros tipos de agresiones.
Para el pueblo, este derecho de «petición de socorro» o apelación, constituía la
piedra angular de la libertad. Para los senadores, la «libertad» tenía otras
connotaciones: igualdad entre los miembros de su grupo. Este ideal venía
sustentado por una tradición muy fuerte de rechazo del lujo. Los grandes
líderes romanos del pasado eran idealizados como simples agricultores,
hombres como Cincinato (de donde deriva el nombre de la moderna ciudad de
Cincinnati), que dejó durante un tiempo su arado para hacer las veces de
dictador de Roma. Curio Dentato (cónsul en cuatro ocasiones y con tres
triunfos en su haber) vivía sencillamente en una casita rústica y se cree que
rechazó el oro que le ofrecían los samnitas (que también fueron idealizados
como un pueblo duro y sencillo). La casita de Curio Dentato siguió siendo
venerada y a las afueras de Roma había un «Prado» que conmemoraba a
Cincinato. 237 También las romanas se suponía que se comportaban con
modestia y en este terreno tampoco faltaban ejemplos que subrayaran esos
valores, a la manera típica de Roma. Se contaban en todo momento leyendas
acerca de la virgen Tarpeya, que se dejó seducir al ver los brazaletes de oro
que lucían los sabinos, enemigos de Roma. 238 Se decía que en los primeros
tiempos las matronas romanas tenían prohibido incluso beber vino. Cuando
una romana intentó robar las llaves de la bodega, su marido la mató a
garrotazos, y semejante leyenda pretendía servir de escarmiento para otras.
Este ideal de austeridad no excluía el empleo del trabajo de los esclavos por
parte de los héroes ejemplares y sus sucesores. La mano de obra servil estaba
al alcance de todo el mundo en Roma, pues los cautivos de guerra y los
deudores que no pagaban eran esclavizados y podían ser adquiridos de
inmediato para su uso por los romanos ricos. Como en Atenas, nunca hubo en
Roma una «edad de oro» antes de la esclavitud. La posesión de esclavos,
pues, no era considerada un lujo desenfrenado; por el contrario, el lujo era
atribuido a las ciudades italianas rivales situadas al sur de la esclavista Roma,
donde se decía que ése era precisamente el motivo de su ruina. Según se
afirmaba, las más decadentes eran Capua (cerca de Nápoles), ciudad de
origen etrusco, y Tarento (la actual Taranto), hija desnaturalizada de su austera
fundadora, la severa Esparta. El amor de estas ciudades por los perfumes, los
baños y los adornos socavó, según la leyenda, su capacidad de resistencia y
de tomar sabias decisiones políticas. De hecho, todas estas ciudades marcaron
un hito importante en el avance de Roma hacia el sur de Italia. En 343, la
llamada de auxilio enviada por Capua hizo que los soldados romanos entraran
por primera vez en las fértilísimas tierras situadas a espaldas de Nápoles. En
284, el ataque de los romanos contra Tarento supuso en último término la
confirmación del poder de Roma entre las ciudades griegas del sur de Italia.
A lo largo de este avance por Italia, el poder de los romanos no dejó de resultar
atractivo para las clases altas de las ciudades que iban encontrando a su paso.
Los miembros de la clase alta, temerosos de sus propios inferiores, estaban
mucho más dispuestos a asociarse con las autoridades conservadoras
aparentemente sanas de Roma. En 343 la nobleza de Capua se echó en
brazos de Roma tras optar per la rendición voluntaria (o deditio). 239 Los
soldados romanos entraron en la ciudad y al año siguiente el estallido del
descontento entre las tropas de ocupación romanas se achacó al lujo
«corruptor» y a la «molicie» de Capua. En realidad, es probable que el
descontento también tuviera raíces políticas. Dio lugar a la aprobación en
Roma de nuevas concesiones a la plebe por parte de sus superiores: una
buena razón para hacer esas concesiones era que los plebeyos eran
necesarios como soldados.
En la década de 280 nuevas rivalidades locales llevaron a Roma todavía más
al sur de la península. En esta región, las ciudades griegas de dimensiones
considerables y con distinción cultural seguían considerándose «Magna
Grecia», pero se habían visto acosadas en todo momento por pueblos bárbaros
(no griegos) y por profundas rivalidades entre ellas. Roma no dudó en aceptar
la solicitud de ayuda enviada por la lejana Turios, el antiguo refugio de
Heródoto y además la ciudad fundada por los atenienses de Pericles. El
enemigo inmediato de Turios era un pueblo no griego, los lucanos, pero la
amistad con Turios comportaba tradicionalmente la hostilidad de otra ciudad
griega, Tarento, situada un poco más al norte. Tarento, antigua fundación
espartana, era por entonces una democracia rica y culta.
Al ponerse de parte de Turios, Roma se puso en contra de Tarento y luego
justificó su actitud con una campaña concertada de supuestas razones
históricas. Cuando los enviados romanos llegaron a Tarento se dice que fueron
ridiculizados en la asamblea celebrada en el teatro de la ciudad. Los
consejeros se burlaron de los embajadores romanos cada vez que alguno
cometía algún error al expresarse en griego, y un ciudadano llamado Filónides
llegó incluso, según se dice, a ensuciar con sus excrementos la toga del jefe de
la legación. 240 Los tarentinos consideraban a los romanos unos provocadores y
unos delincuentes. Algunos barcos romanos habían infringido un acuerdo
alcanzado previamente en virtud del cual no podían navegar más allá de un
punto determinado de la costa del sudeste de Italia. Y es que aquella zona de
la península de lengua griega tenía a sus espaldas una larga historia
diplomática. Cincuenta años antes del incidente de los romanos, Tarento había
pedido al cuñado de Alejandro Magno que la ayudara en un conflicto local (ca.
334-331 a. C), y puede que el acuerdo costero en cuestión se remontara a
aquella breve intervención. 241
Pues bien, Roma apeló al «ultraje» de los tarentinos y atacó la ciudad. La
intervención armada en el sur requería soldados bien dispuestos y, una vez
más, vemos que poco antes se hicieron en Roma importantes concesiones
políticas a la plebe, a la que pertenecían los soldados. Inmediatamente antes
de la intervención a favor de Tunos, se aprobó que las decisiones del concilio
de la plebe fueran vinculantes para todo el pueblo romano, incluida la nobleza.
Además, los senadores ya no podrían vetar las decisiones de los comicios
antes de que se acordara su adopción.
Esta norma trascendental para el futuro, la Ley Hortensia, fue aprobada en un
ambiente de constante resentimiento por parte de los deudores y lo más
probable es que no pareciera una concesión excesivamente peligrosa a ojos de
la clase gobernante de la época. Desde la década de 340 las magistraturas de
Roma habían ido abriéndose progresivamente a los individuos no
pertenecientes a la nobleza, y de ese modo se había formado una clase más
amplia de ex magistrados. Cuando esos mismos ex magistrados fueron hechos
senadores, se formó una clase gobernante de mentalidad homogénea
constituida por los nobles y los advenedizos acaudalados. A juicio de esa clase,
no había demasiado peligro en dar forma de ley a las decisiones «populares».
Los comicios «tributos» que las aprobaban se caracterizaban por un notable
desequilibrio que perjudicaba a la mayoría formada por los pobres de la ciudad.
Se reunían sólo cuando los convocaban los magistrados, y votaban únicamente
cuando se proponía algo a su consideración. Y los magistrados eran por lo
general hombres de confianza pertenecientes a la clase gobernante.
Debidamente espoleados, no obstante, los soldados romanos combatirían de
forma decisiva contra la antigua y civilizada Tarento. La aliada del pueblo
romano, la ciudad «ateniense» de Turios, ya no era una democracia, mientras
que sus enemigos, los tarentinos de origen «espartano», sí que eran por aquel
entonces una democracia. Volvió a salir a la palestra la vieja rivalidad de
Esparta y Atenas, pero esta vez lo haría en presencia de los romanos, y los
soldados de Roma serían la fuerza militar decisiva.

Capítulo 27 - LA PAZ DE LOS DIOSES

Cuando el legado llega a la frontera del país al que se presenta una


reclamación, se cubre la cabeza con el filum (es un velo de lana) y dice:
«Escucha, Júpiter; escuchad, fronteras de... (nombra al pueblo a que
pertenecen); que escuche el derecho sagrado. Yo soy el representante
oficial del pueblo romano; traigo una misión ajustada al derecho humano
y sagrado, que se dé fe a mis palabras». A continuación expone las
reclamaciones. Pone luego a Júpiter por testigo: «Si yo reclamo, en
contra del derecho humano y sagrado, que esos hombres y esas cosas
se me entreguen como propiedad del pueblo romano, no permitas que
jamás vuelva yo a mi patria». Recita esta fórmula cuando cruza la
frontera, la repite al primer hombre que encuentra, la repite al entrar en
la puerta de la población, la repite cuando está dentro del foro,
cambiando algunas palabras de la invocación y del texto del juramento.
Si no le son entregados los que reclama en el transcurso de treinta y tres
días (pues ésa es la cifra consagrada), declara la guerra con estas
palabras: «Escucha, Júpiter, y tú, Jano Quirino, y todos los dioses del
cielo, y vosotros, dioses de la tierra, y vosotros, dioses de los infiernos,
escuchad; yo os pongo por testigos de que tal pueblo (nombra al que
sea) es injusto y no satisface lo que es de derecho. Pero sobre esto
consultaremos a los ancianos en mi patria, a ver de qué modo vamos a
hacer valer nuestro derecho».
Livio 1.32.6, sobre el primitivo ritual que seguían los romanos para
declarar la guerra

Los contactos cada vez más estrechos de los romanos con el mundo griego no
serían un simple encuentro de mentalidades. Los romanos consideraban a los
griegos esencialmente frivolos, gentes aficionadas a hablar demasiado y a
pasarse de listos. Eran falsos y bastante poco de fiar en materia de dinero,
sobre todo cuando se trataba de sus propios fondos públicos. Entre los griegos,
los varones libres de condición ciudadana mantenían relaciones sexuales unos
con otros; los varones romanos se suponía que sólo mantenían ese tipo de
relaciones con esclavos y con individuos de rango inferior no romanos. Los
griegos se ejercitaban y competían desnudos en los juegos atléticos. Las
túnicas de los griegos dejaban el cuerpo libre, mientras que los romanos iban
envueltos en sus solemnes togas, que impedían bastante el movimiento. Los
banquetes o symposia de los griegos eran también muy distintos. Los romanos
daban cenas en las que la comida era el elemento fundamental y en ellas
participaban las mujeres libres de nacimiento, incluidas las casadas. En las
fiestas que celebraban los griegos las únicas mujeres que asistían eran
esclavas y de lo que se trataba era de beber vino después de cenar: los
asistentes eran todos varones libres, y la práctica del sexo era una posibilidad,
ya fuera con una esclava o entre ellos mismos. Durante el siglo III a.C. se
acuñó en latín una nueva palabra, pergraecari, «comportarse totalmente como
los griegos», refiriéndose al jolgorio y al desenfreno a los que invitaban las
fiestas de bebedores típicas de los helenos. La conversación de los romanos
era prosaica y fría: «Recitar versos griegos era para un romano semejante al
hecho de contar chistes verdes». 242
Los griegos amaban la belleza y (excepto los espartanos) la inteligencia. Les
encantaba también algo que habían inventado ellos, los famosos. Ninguna de
esas características era típica de los antepasados de los romanos. Éstos eran
partidarios de la «formalidad» firme y seria, la gravitas, que Cicerón
consideraba una virtud propiamente romana. 243 Cuando el tradicionalista Catón
escribió su historia de los orígenes de Italia, mostró una actitud tan contraria a
los famosos que omitió los nombres de todos sus grandes protagonistas. La
primera valoración extensa de las costumbres romanas escritas por un visitante
griego que se nos ha conservado, la obra del historiador Polibio (activo hacia
150 a.C), subraya la solemnidad de dos costumbres características de los
romanos. En los funerales de los hombres ilustres, el cadáver era conducido al
Foro y se pronunciaba un hermoso discurso conmemorativo en presencia de
una multitud emocionada. Los familiares llevaban además las máscaras
funerarias de los parientes muertos, fabricadas de cera; dichas máscaras, que
guardaban un parecido asombroso con el original, eran colocadas sobre los
vestidos de gala o bien eran portadas por actores. Eran un privilegio concedido
a los individuos que habían desempeñado alguna alta magistratura y se habían
hecho «conocidos» de todos, esto es nobiles (de donde nuestro término
«nobles»). La multitud contemplaba asombrada el esplendor de aquellas
procesiones familiares, y tras la ceremonia se añadía la máscara de cera del
difunto a la de los demás, que eran guardadas en la sala principal del domicilio
familiar. A juicio de Polibio, estos actos eran un modo de espolear a los
miembros más jóvenes de la familia a emular la gloria de sus antepasados. 244
El otro rasgo característico, siempre en opinión del citado autor, era la religión
romana. Era mucho más elaborada y tenía más importancia en la vida pública y
privada que en cualquier otra sociedad. Polibio pensaba que las clases altas de
Roma le habían dado tanta relevancia con el fin de aterrorizar a las clases
humildes por medio del temor religioso. La nobleza romana no habría visto la
religión de ese modo. Para ellos, los ritos religiosos servían para honrar y
aplacar a los dioses, y tenían por objeto preservar la importantísima «paz de
los dioses» y evitar la cólera divina. Eran conservados como la tradición
probada de sus antepasados, una tradición que había funcionado a lo largo de
los siglos y que no podía ser abandonada así como así. Mantenía a salvo a
Roma y a los romanos. Aquella tradición ancestral tenía «autoridad», un
elemento de la religiosidad romana que, según algunos, sigue vivo en la
«autoridad» que posee la tradición en la Iglesia Católica Romana.
La religión griega estaba llena de cuentos o «mitos» acerca de los dioses, pero
los mitos de los romanos habían sido poquísimos durante sus primeros siglos
de historia. El arte, especialmente la escultura, había dado forma a las ideas
que tenían los griegos de sus dioses sobrehumanos, pero el erudito romano
Varrón calculaba que no habían existido estatuas de los dioses de Roma hasta
ca. 570 a.C. No obstante, muchos de los principios básicos de la religión
romana eran análogos a los de la griega. Al igual que los griegos, los romanos
eran politeístas y adoraban a numerosos dioses. Las divinidades importantes
tenían nombres latinos (Júpiter, Juno, Marte o Minerva), pero podían ser
identificadas bastante fácilmente con las griegas (Zeus, Hera, Ares o Atenea).
Había además muchos otros dioses, como si todo aquello que pudiera salir rnal
tuviera un poder divino que lo explicara: las plagas de las cosechas (Robrígine,
el añublo), o el acto de abrir y cerrar las puertas (Jano, en sus diversos
aspectos). Pero tras los grandes dioses de la literatura griega podemos
encontrar divinidades familiares parecidas en los calendarios locales de los
demos o aldeas del Ática clásica.
Como en cualquier ciudad griega, el principal objetivo de un culto religioso era
contribuir al buen éxito de los asuntos mundanos, no librar a los ciudadanos del
pecado. Las ideas que tenían los romanos de la vida futura eran tan sombrías y
espectrales como las de los griegos, que posteriormente añadieron a las suyas.
La finalidad del culto religioso era honrar y aplacar a los dioses, y se llevaba a
cabo por medio de libaciones y ofrendas de animales y primicias en altares
rústicos. En el magnífico poema de Virgilio acerca de la vida en el campo, las
Geórgicas, podemos apreciar cuál era la ofrenda más sencilla, una guirnalda
de «amelo» sobre un altar de césped. 245 Lo mismo que en Grecia, el principal
acto de culto público era la matanza de un animal, cuya carne se comía
después en parte. Asistían al acto sacerdotes, pero en Roma éstos eran casi
siempre hombres que, de manera distintiva, llevaban la cabeza cubierta con un
velo durante la ceremonia. También lo mismo que en Grecia, se cultivaba
activamente un arte de la adivinación cuya finalidad era descubrir la voluntad
de los dioses. Las visceras de los animales sacrificados, el vuelo de los
pájaros, los prodigios y los portentos eran estudiados atentamente. En Roma,
dichas artes se caracterizaban por unas técnicas especiales, consecuencia del
legado etrusco recibido por la cultura romana. En las campañas militares o
antes de la celebración de una asamblea pública, el magistrado que presidía el
acto «tomaba los auspicios», es decir, buscaba algún indicio de los deseos de
los dioses, y se consultaba asimismo a un sacerdote llamado augur. A los
romanos les preocupaban particularmente los «prodigios», las cosas o
acontecimientos raros que pudieran parecer signos de comunicación de los
dioses. Un prodigio podía ser un niño que naciera con alguna deformidad, un
topo (supuestamente) provisto de dientes, o una aparente lluvia de sangre.
Había siempre adivinos y sacerdotes encargados de registrar e interpretar los
prodigios.
La adivinación, pues, era particularmente elaborada en Roma y los malos
augurios podían ser utilizados incluso para interrumpir una asamblea pública.
Durante sus andanzas por Italia a lo largo de los siglos IV y III a.C. los
generales romanos prestarían mucha atención a cualquier signo enviado por
los dioses para averiguar si sus relaciones con ellos eran buenas o no. Cuando
conocieron las teorías filosóficas griegas, algunos romanos empezaron a
reflexionar sobre la validez de esta pseudociencia: hubo muy pocos escépticos,
entre ellos Cicerón, pero incluso él se sintió encantado de que lo eligieran
augur y de respetar la tradición, por mucho que la mitad racional de su
personalidad supiera que la adivinación era falsa. Todos los romanos ilustres,
Sila, Pompeyo o Augusto, vivieron siempre con la idea de la presencia
potencial de los dioses. Durante las décadas de 50 y 40 a.C. la carrera de Julio
César se vio salpicada de prodigios, animales que se escapaban cuando
estaban a punto de ser sacrificados (dos veces en el curso de la guerra civil, en
49 y 48 a. C), y animales cuyas visceras tenían defectos (en España en 45, y
en febrero de 44, un mes antes de su asesinato). Él reinterpretó estas señales
de modo que le permitieran levantar los ánimos de sus tropas, pero nunca dudó
de que fueran algún tipo de señal.
Prodigios y portentos eran un aviso de la mala voluntad de los dioses; el
calendario público de cultos tenía por objeto evitar el mal y fomentar la
seguridad, la fertilidad y la prosperidad. Como en la Atenas clásica, la religión
personal de un individuo carecía de importancia para los ritos públicos: éstos,
en cambio, aseguraban el bienestar de cada romano en cuanto miembro de la
comunidad. Una vez más al igual que en Grecia, no había libros ni escrituras
sagradas: el «derecho» de los dioses o ius divinum era transmitido
principalmente a través de la tradición oral. Había sacerdotes que asistían a los
grandes rituales y que, en opinión de los griegos, estaban organizados en
«colegios» curiosamente especializados. Las principales oficiantes de género
femenino eran las seis Vírgenes Vestales, dedicadas al culto de Vesta, la diosa
del Hogar, a la que servían durante muchos años permaneciendo vírgenes
(aunque al final tenían libertad para abandonar el templo y contraer
matrimonio). Como en las ciudades griegas, las fiestas de Roma incluían
procesiones opompae (de ahí las «pompas» de Satanás de que hablan los
cristianos) y elaboradas oraciones e himnos. El respeto de los romanos por la
tradición suponía que si un sacerdote cometía un error mientras recitaba una
oración tradicional, el rito quedaba invalidado y tenía que ser repetido desde el
principio.
Al igual que en Grecia, existía al mismo tiempo una cultura del voto personal
que se hacía a un dios con la esperanza de obtener un favor o en
agradecimiento por los beneficios recibidos. A diferencia de los griegos, los
romanos escogían a veces como objeto de la ofrenda a seres humanos. Un
general podía hacer «voto» de ofrendar a sus enemigos a los dioses del
infierno (este rito fue utilizado en el sitio de Cartago en 146 a.C). En raras
ocasiones podía hacer voto de ofrendarse a sí mismo en el campo de batalla
por el bien de sus soldados. Se contaban leyendas acerca de tres individuos
que habían hecho un voto de este estilo, Decio Mure y dos descendientes
suyos, todos en el siglo III a.C. Más tarde, se contaba que habían dado permiso
a un soldado raso para que los sustituyera. 246
En sus casas y sus fincas rústicas, las familias también rendían cultos
religiosos a otras «divinidades menores», a los dioses de los cruces de
caminos o de las fronteras o a los dioses de la despensa de la casa (los
penates); el todopoderoso padre de familia era el encargado de ejecutar los
ritos. En público y en la intimidad del hogar, había además ritos en honor de los
muertos y de sus espectros invisibles. Ninguno de estos cultos habría
sorprendido a los griegos y, con el paso del tiempo, la religión romana
adquiriría una impronta griega cada vez más profunda. En efecto, su evolución
refleja las mismas influencias sobre la ciudad que hemos rastreado desde el
siglo VIl a.C: la época de los reyes, incluidos los reyes etruscos; la instauración
de la República; el papel de la plebe o gente sencilla; y los contactos cada vez
mayores con el mundo griego, concretamente con las ciudades griegas de Italia
y de Sicilia. El templo más importante de Roma, el de Júpiter Capitolino, databa
de los últimos tiempos de la monarquía. A diferencia de los últimos tiranos de
Atenas y su templo de Zeus, los reyes de Roma habían terminado
efectivamente su construcción. En 496 a.C. ya abolida la monarquía, se fundó
un importante templo de los dioses agrarios Ceres, Líber (Baco) y Libera: este
culto estaba influido indudablemente por los que recibían Deméter y Dioniso en
las ciudades griegas de Italia. El nuevo templo fue adoptado por la plebe como
centro religioso.
No hubo, pues, época alguna en la que los cultos romanos permanecieran
estáticos. Las cosas cambiaban, surgían nuevos templos y, en momentos de
crisis, un nuevo culto podía ser confirmado por los Libros Sibilinos, otra
importación «foránea» de carácter oracular. Esta colección de oráculos
originarios de Grecia había llegado a Roma, según la tradición, en tiempos de
los reyes etruscos. Pero junto a estos añadidos de la tradición, el calendario de
fiestas anuales de los romanos siguió evidentemente enraizado en el año
militar y agrícola, incluso cuando los meses habían dejado de coincidir con las
estaciones en las que se basaban. En marzo, era venerado especialmente el
dios de la guerra y de la juventud, Marte, pues era el mes en el que daba
comienzo el año militar. Un rito característico del mes de marzo consistía en la
larguísima danza ejecutada por doce jóvenes pertenecientes a la nobleza
patricia, escogidos entre aquellos cuyos padres estuvieran vivos, los Salios o
sacerdotes bailarines. Llevaban un traje característico, consistente en un manto
rojo y un casco cónico, y recorrían la ciudad bailando a través de una ruta
tradicional, con unos antiguos escudos de bronce que, según se decía, habían
sido modelados a partir de un origi nal caído del cielo. Cada noche, se detenían
en una casa determinada en la que se les ofrecía una suntuosa cena. Todo el
ritual duraba más de tres semanas.
El 14 de marzo se celebraba en Roma una espléndida carrera de caballos en el
Campo de Marte, y en contrapartida se celebraba otra en octubre, el mes en el
que los soldados limpiaban sus armas y las guardaban para el invierno. El 15
de octubre tenía lugar una carrera de carros en el Campo de Marte y uno de los
caballos ganadores (el de la izquierda del carro) era ofrecido en sacrificio al
dios. Se cortaba la cola del animal, que era llevada a toda prisa a la Regia o
Casa Real, situada en el Foro, para que la sangre goteara sobre las sagradas
cenizas del hogar. El 21 de abril siguiente, las cenizas teñidas de sangre se
mezclaban con las cenizas de unos fetos de ternero, y unas y otras eran
arrojadas a las hogueras ceremoniales de otras fiestas, las Pariles. Por otro
lado, también se cortaba la cabeza del caballo: dos de los barrios más
importantes de la ciudad competían por hacerse con ella, antes de que la
colgaran (según parece) en el exterior de la Regia, en el Foro. 247
Este rito del Caballo de Octubre tenía que ver con la guerra y con la fertilidad
de los campos, según los exegetas romanos. No obstante, es muy probable
que chocara a muchos griegos, que sin duda debían de considerarlo una
barbaridad. También habrían encontrado sorprendentes unas fiestas
celebradas a mediados de febrero, las Lupercales, en las que dos equipos de
jóvenes se enfrentaban en la cueva Lupercal, en el Palatino, asociada con la
loba que había amamantado a Rómulo y Remo. Sacrificaban una cabra y un
perro y se untaban la frente con su sangre. Comían y bebían abundantemente
en la cueva y a continuación salían corriendo medio desnudos, cubiertos sólo
con una piel de cabra, siguiendo un viejo itinerario a lo largo del Palatino.
Golpeaban a todo el que veían con la piel de cabra, en un rito que
supuestamente favorecía la fertilidad. No obstante, se conservó durante siglos,
haciéndose especialmente famoso gracias a Marco Antonio un mes antes del
asesinato de César; curiosamente siguieron celebrándose en la Roma cristiana
hasta el año 494 d.C, cuando el papa sustituyó la fiesta por la solemnidad de la
Purificación de la Virgen.
En el calendario público había muchísimas fiestas como éstas: fiestas en honor
de los difuntos en el mes de febrero (las Parentales, especialmente dedicadas
a los difuntos más ancianos), o los «carnavales» de diciembre, las Saturnales,
durante las cuales los papeles sociales eran invertidos durante un breve
espacio de tiempo, de modo que los dueños de los esclavos servían a sus
criados en su propia casa. En las ciudades griegas había también fiestas de
este estilo, del mismo modo que había fiestas de liberación y de diversión. En
Roma, las principales fiestas de este estilo eran las de Flora, en el mes de abril.
El último día de los juegos que las acompañaban, se soltaban por las calles
cabras y liebres, animales cargados de fuertes connotaciones sexuales. El
sexo y la fertilidad formaban parte de las referencias del rito, y en tiempos de
Julio César se ponían incluso en escena espectáculos de striptease en los
teatros de la ciudad. 248
El tradicionalismo era ante todo la imagen de sí misma que daba la religión
pública romana, pero la fiesta de Flora es, no obstante, una prueba del alcance
que tenían los añadidos e innovaciones. En esta fiesta no se incluyó una
semana de juegos hasta 238 a.C. durante un período de hambruna: la
celebración del certamen fue confirmada por los Libros Sibilinos. Estos libros
contenían una serie de oráculos griegos en verso, supuestamente
pronunciados por una profetisa, la Sibila, y eran guardados por una delegación
de quince respetables ciudadanos romanos. Las profecías eran a todas luces
de origen griego, pero confirieron una sanción divina a aquella innovación
religiosa romana. En 399 a.C. habían inducido a adoptar una modalidad de
«banquete celeste», conocido en el mundo griego, para el cual se disponían en
lechos unas cuantas estatuas de los dioses, como si fueran a celebrar un
festín. Durante la primera década del siglo III, como consecuencia de una
hambruna, apoyaron la introducción en Roma de Esculapio, el dios griego de
las curaciones. En tiempos de crisis, pues, los libros tendían a introducir
nuevos cultos griegos al núcleo duro de la tradición romana.
Las guerras, naturalmente, se hallaban bajo la tutela de los dioses y los
romanos las trataban de dos maneras distintas, cuando acababan y cuando
comenzaban. Con permiso del senado, podía concederse al general victorioso
la celebración de un «triunfo», en el transcurso del cual se le permitía
excepcionalmente entrar en el pomerio (el recinto sagrado de la ciudad) y en la
propia Roma al frente de sus tropas y del botín conquistado. Llevaba la cara
pintada de rojo durante toda la jornada, como Júpiter Capitolino; en la mano
portaba un cetro e iba vestido de manera especial. Se permitía a los soldados
gritarle obscenidades y hacer comentarios groseros acerca de su persona,
mientras que a su lado (según se dice) iba un esclavo que le susurraba al oído:
«Recuerda que sólo eres un hombre». La ceremonia venía a transgredir los
límites sociales normales en un solo día de «fiesta»: durante el «minuto de
gloria» que se le concedía, el triunfador era como un dios (o, según algunos,
como un rey). Subía al Capitolio y depositaba su corona de laurel en el regazo
de Júpiter. Su nombre era introducido entonces con todos los honores en los
anales públicos. Los generales que marcharon sobre Tarento seguramente
tendrían la esperanza de obtener un triunfo. Creían además que su guerra
estaba «justificada». Pue^un miembro del colegio sacerdotal de los feciales
debía de haberla declarado previamente de conformidad con unos ritos que,
según se creía, se remontaban a mediados del siglo VIl a.C. Los romanos,
como demostraba el rito, no luchaban sino «en defensa propia»:
tradicionalmente los feciales enviaban a un legado para que arrojara una lanza
al territorio enemigo. Se cuenta que en Tarento fueron infligidas suficientes
«injurias» a la tradición romana como para «justificar» una actuación en
defensa propia. Cuando Tarento recibió la ayuda de Pirro, rey de Epiro, en
Grecia, este territorio se hallaba demasiado lejos para que pudiera enviarse un
legado a arrojar la lanza en él. Por consiguiente, se cuenta que se obligó a un
cautivo de esa nacionalidad a comprar un campo en Roma para que los
sacerdotes pudieran declarar una «guerra justa» a ese territorio vecino. 249
En el mundo griego, la preocupación por la guerra «justificada» había sido
habitual desde hacía mucho tiempo, tanto entre los espartanos, como por parte
de Alejandro Magno o del filósofo Aristóteles. Los romanos no fueron los
inventores de la doctrina de la guerra justa: eran simplemente más
escrupulosos y ceremoniosos al respecto. Según la publicidad que
propagaban, sus éxitos en la guerra venían a confirmar que los dioses estaban
efectivamente de su lado. No tardarían en afirmar eso mismo ante las ciudades
griegas que encontraron a su paso. Pero primero los dioses tenían que
ocuparse de la justa oposición presentada por Tarento.

Capítulo 28 - LIBERACIÓN EN EL SUR

Después de esto, enviáronse legados a Pirro a tratar de los cautivos,


siendo uno de aquellos Gayo Fabricio... Tratóle Pirro con la mayor
consideración y procuró atraerle a que tomase una cantidad de oro ...
Rehusóla Fabricio ... Mas al día siguiente, queriendo dar un susto a
Fabricio, que no había visto nunca un elefante, dio orden de que cuando
estuvieran los dos en conversación hicieran que de repente se
apareciera por la espalda el mayor de ellos, corriendo la cortina. Hízose
así, y dada la señal, se corrió la cortina; el elefante, levantando la
trompa, la llevó encima de la cabeza de Fabricio, dando una especie de
alarido agudo y terrible. Volvióse éste con sosiego, y sonriéndose, dijo a
Pirro: «Ni ayer me movió tu oro, ni hoy tu elefante».
PLUTARCO, Vida de Pirro 20

El ataque de Roma a la ciudad-estado de Tarento supuso un auténtico hito en


el terreno militar. Para defenderse, los ciudadanos de Tarento intentaron
buscar ayuda al otro lado del mar Adriático por tercera vez en su historia
reciente y se la pidieron a un aventurero griego. A finales de la década de 330
habían recurrido al cuñado de Alejandro Magno en busca de socorro, y en 302
se habían dirigido a un rey de Esparta amante de los grandes riesgos. En esta
ocasión apelaron el rey Pirro de Epiro, región situada al noroeste de Grecia. En
la primavera de 280 Pirro se trasladó al sur de Italia e hizo que los romanos
tuvieran que enfrentarse por primera vez a unas tropas adiestradas en la
táctica con la que Alejandro Magno había conquistado el mundo. Trajo además
consigo otra de las novedades de Alejandro: los elefantes de guerra. Ningún
italiano había visto hasta entonces un elefante. La manada de Pirro estaba
compuesta por ejemplares «indios» de verdad, descendientes directos de los
animales de Alejandro, adquiridos en Macedonia.
A través de Tarento —hija de Esparta—, Roma y el mundo helenístico se
enfrentaron cara a cara. Pero Pirro suponía también una especie de salto atrás;
sería el último gran rival de los héroes de Homero que conociera la historia de
Grecia. Como Alejandro, se comparaba con Aquiles, su antepasado, y se
dispuso a participar en una nueva guerra de Troya contra los romanos,
«descendientes de los troyanos». Pirro resplandecía en la primera línea de
combate con su armadura de plata y su casco rematado por una corona (la
armadura de plata sería copiada posteriormente, ya en el siglo XV, como
alusión clásica, por el gran guerrero del Renacimiento italiano, el duque de
Urbino). Le gustaban los combates singulares y afirmaba que en una ocasión,
de un solo tajo, había partido en dos a un salvaje mercenario mamertino. Pero
Pirro no era sólo un bruto. Escribió un tratado de estrategia y un libro de
memorias, y posteriormente sería admirado por su habilidad en la guerra de
asedio y en la diplomacia. Hoy día, se recuerda al general cartaginés Aníbal
como el militar más famoso por el uso de elefantes de guerra. En realidad, Pirro
los utilizó en muchos más lugares, empezando por Italia, a lo largo de toda su
carrera. En Occidente sería él, y no Aníbal, el verdadero «rey de los elefantes».
Cuando Pirro llegó a Italia en 280 a.C. tenía ya treinta y nueve años, es decir
siete más de los que tenía Alejandro cuando murió. Las poblaciones griegas
descontentas del sur de Italia empezaron a unirse a él y, tras una sangrienta
victoria sobre las tropas romanas cerca de Heraclea, colonia de Tarento,
marchó incluso precipitadamente hacia el norte, en dirección a Roma, adonde
envió a un diplomático griego de su confianza, Cíneas, para que ofreciera un
pacto al senado romano. El encuentro fue memorable. El anciano Cíneas había
estudiado en su juventud con el máximo exponente de la retórica, Demóstenes.
Por primera vez, los senadores escuchaban a un verdadero orador educado en
Atenas, pero, para entenderlo, probablemente tuvieran que utilizar a un
intérprete, pues eran muy pocos los que entre ellos conocían el griego. Por su
parte, Cíneas quedó asombrado al ver la majestuosidad de su público (pensó
que el senado era un consejo de reyes). Sus ofertas fueron rechazadas
tajantemente, pero también se dice que comentó que el pueblo romano era
como un monstruo de múltiples cabezas cuyo número se renovaba sin
cesar. 250 Muchos de esos comentarios serían atribuidos posteriormente a
Cíneas por los romanos favorables a las relaciones con Grecia, pero si éste
fuera auténtico, Cíneas, discípulo de Demóstenes, habría emitido un juicio
mucho más sagaz sobre los recursos humanos que tenía Roma que sobre la
constitución romana.
Tras esta negativa, Pirro obtuvo otra victoria por lo pelos en 279 en Apulia, en
una batalla en la que los elefantes desempeñaron un papel trascendental. Se
cuenta que sólo cuando un soldado romancTde infantería cortó a uno la trompa
los romanos se dieron cuenta de que «aquellas fieras eran mortales». 251 No
obstante, siguieron aterrorizando a la caballería enemiga. Se cuenta que los
romanos dispusieron largas picas en unas carretas con el fin de hacer que se
desviaran, y que intentaron arrojar fuego contra los animales desde lo alto. Una
vez más, el número de bajas en uno y otro bando fue elevadísimo: «Si
vencemos otra vez a los romanos en una batalla [i. e., como ésta]», se dice que
comentó Pirro, «pereceremos sin remedio» 252 (de ahí nuestra expresión
«victoria pírrica»).
En 278 a.C, Pirro tuvo que enfrentarse a la siguiente elección: o regresaba a
Macedonia, donde los recientes acontecimientos le brindaban nuevas
esperanzas de obtener el trono, o se dirigía a Sicilia, como le aconsejaba el
matrimonio contraído recientemente con una joven siracusana de familia
principesca. Decidido en todo momento a defender a Tarento, prefirió marchar
a Sicilia. En Italia había prometido la «libertad» frente a Roma a las ciudades
griegas, aunque éstas se mostraran reacias a aceptarla. En Sicilia, prometió
también la «libertad» frente a los cartagineses, pensando tal vez en establecer
un reino unido en la isla y el sur de la península, cuyo soberano fuera él.
Durante tres años no mostró mayor compromiso con la verdadera libertad que
cualquier rey helenístico. Y sus esperanzas se vieron frustradas. Durante el
viaje de regreso a Italia, perdió varios elefantes de guerra y aunque obtuvo una
tercera victoria sobre los romanos en Benevento en 275, se trató de nuevo de
un choque muy sangriento, con numerosas bajas en uno y otro bando.
También en esta victoria los elefantes tuvieron gran importancia, hasta que una
elefanta recién parida salió corriendo enfurecida a defender a su cría (los dos
animales quizá fueran conmemorados artísticamente en un plato de la época
descubierto en Campania). Se cuenta que los romanos aterrorizaron a los
elefantes soltando entre ellos unos cerdos que se pusieron a gruñir de dolor
porque los soldados los cubrieron de grasa y les prendieron fuego. Así, pues,
Pirro dejó una guarnición en Tarento y se retiró a Grecia. Acabó luchando
primero en Macedonia y luego en Esparta y Argos. En Macedonia, adquirió
nuevos elefantes tras la victoria obtenida sobre el rey de este país, Antígono, y
marchó con ellos al sur de Grecia. En 272 a.C. mientras los elefantes
bloqueaban las puertas de Argos, le cayó una teja encima (arrojada por la
madre de un soldado argivo) y murió decapitado. Su cabeza fue llevada ante el
rey de Macedonia, que rechazó al portador de tan macabro presente, su propio
hijo, y lloró con una sensibilidad verdaderamente homérica por las pérdidas
sufridas en el pasado. Aquel acto supuso una típica demostración de
compasión entre príncipes helenísticos. La cabeza y el cuerpo de Pirro fueron
enterrados, pero el dedo gordo de su pie se conservó, indicio (según se dijo) de
sus cualidades divinas.
Cuando abandonó Sicilia, se afirma que Pirro dijo de ella que era la futura
«palestra [i. e., campo de lucha] de Roma y Cartago». 253 En un primer
momento, las dos ciudades habían reafirmado su antigua alianza frente al
nuevo invasor. Quince años más tarde se verían enzarzadas en una guerra, tal
como había predicho Pirro. Con diversas interrupciones, este conflicto duraría
más de sesenta años.
Cuando Pirro abandonó Italia, Roma recibió una curiosa nueva oferta de
Ptolomeo II, rey de Egipto. La victoria de Roma lo había impresionado, quizá
porque había prestado ayuda a Pirro en Epiro cuando empezó la guerra.
Entabló entonces una nueva amistad con los romanos, que fue sellada con
espléndidos regalos. A medida que Roma se vio envuelta cada vez más en los
asuntos del mundo griego en general, los sucesos acontecidos en Occidente
fueron despertando mayor interés en los historiadores griegos. El anciano
Jerónimo de Cardia, curtido veterano de los Diádocos, incluyó una digresión
acerca de la historia primitiva de Roma en la gran obra que escribió sobre las
guerras de los sucesores de Alejandro. Hablaba de Pirro, de las batallas que
libró en Occidente y de su muerte, basándose presumiblemente en las
memorias del propio monarca. En Atenas, el siciliano desterrado Timeo escribió
también sobre Pirro y afirmaba que Roma y Cartago habían sido fundadas las
dos el mismo año (según sus cálculos, en 814-813). Se equivocaba por
completo, pero la teoría se debía a la conciencia de que las historias de ambas
ciudades estaban a punto de chocar, a expensas del viejo Occidente griego.
Los romanos aprovecharon la marcha de Pirro para meter en cintura a las
ciudades griegas del sur de Italia que quedaban por someter. En 277 la ciudad
de Locros había acuñado unas monedas de plata en las que aparecía la
«Buena Fe» (la Fides romana) coronando la figura sedente de Roma. A
cambio, Locros seguramente esperaba que Roma le dispensara su confianza y
su protección. En realidad, los tiempos de la «Gran Grecia» libre del sur de
Italia estaban a punto de acabar. En 273, se estableció una colonia en
«Paestum», transformando lo que otrora había sido un asentamiento griego. En
272 los romanos se hicieron de nuevo con el control de la díscola Tarento. En
264 buscaron un pretexto para dar un paso más. Unos soldados mamertinos
bárbaros se habían adueñado de la ciudad griega de Mesina, al otro lado del
estrecho que lleva su nombre, en la isla de Sicilia, y a continuación, pidieron
astutamente ayuda a Cartago (que envió una guarnición) y apelaron a la
«Buena Fe» de Roma: pidieron auxilio a Roma frente a los numerosos
enemigos que se habían hecho en Sicilia, especialmente los griegos de
Siracusa. A pesar de los recelos del senado, los romanos aceptaron la llamada
de los mamertinos y pasaron a Sicilia por primera vez.
Este trascendental acto de agresión les supuso un aliado muy importante y un
enemigo aún mayor. El aliado era el griego de Sicilia Hierón, que se había
erigido poco tiempo atrás en rey de Siracusa. Al principio, Hierón expresó una
verdad que nadie se atrevía a decir: «Los romanos», afirmó, «se llenaban la
boca con la palabra "buena fe", pero desde luego no deberían proteger a
criminales como los mamertinos que desprecian por completo la "buena fe" y
son a todas luces hombres sin religión». Al empezar una guerra para
ayudarlos, los romanos demostraban «al mundo que utilizaban la "compasión
por los que están en peligro" como una tapadera de su codicia». En realidad,
«deseaban apoderarse de toda Sicilia». 254 Las razones y sinrazones de este
conflicto trascendental, la primera guerra púnica, no han sido expuestas nunca
con más claridad. Al cabo de un año, sin embargo, Hierón se había puesto del
lado de los romanos y permaneció leal a ellos durante casi cincuenta años.
Pudo jactarse ante sus visitantes romanos de unos niveles de esplendor regio
que desde luego no cabía esperar que ambicionaran. La culminación de tanta
suntuosidad sería una nave de recreo, llamada la Sir acusaría, que Hierón
envió a sus aliados, los Ptolomeos de Egipto. En el Nilo, los cruceros reales de
los Ptolomeos parecían palacios flotantes, pero Hierón los dejó atrás con una
nave espectacular a tres niveles de proporciones gigantescas. Contenía un
gimnasio, jardines, establos, y pavimentos de mosaico que ilustraban la lliada
de Homero en su totalidad. Sólo podría ser echada a la mar por medio de un
invento especial del gran Arquímedes, el ingeniero griego protegido por el rey.
Al invadir Sicilia, Roma se ganó un nuevo enemigo, Cartago. Esta ciudad tenía
desde hacía tiempo deseos de adueñarse de toda la isla, pero desde que
fracasaran las armadas que envió contra los griegos sicilianos en 480 (y de
nuevo en 410 a.C.) no había insistido en hacerlos realidad. Mientras tanto,
había seguido desarrollándose económica y políticamente en el norte de África.
Databa de hacía largo tiempo su presencia en el sur de España, zona
particularmente rica en metales; había intensificado asimismo su presencia en
su hinterland norteafricano, donde los cartagineses ricos explotaban fincas
agrícolas trabajadas por esclavos; y como había hecho con anterioridad,
seguía controlando el noroeste de Sicilia y también la isla de Cerdeña y sus
abundantes recursos mineros. En cuanto a sus tropas, se apoyaba
fundamentalmente en los mercenarios que contrataba en el norte de África
gracias a su excedente de riqueza: a decir verdad, llevó a cabo una verdadera
«privatización» de la guerra. Pero los mercenarios constituían siempre una
posible fuente de disturbios y en cualquier momento podían preferir seguir a
sus propios generales antes que obedecer al Estado cartaginés. La
constitución cartaginesa había desarrollado una serie de consejos y
magistraturas que servían de freno y de contrapeso a los intentos de golpe de
Estado de cualquier individuo, aunque contara con el apoyo de los
mercenarios. El propio Aristóteles había admirado su sistema. Hacia 260
muchos ciudadanos ilustres de Cartago eran hombres cultos. Uno de ellos
escribió una excelente obra bastante extensa sobre la agricultura (los romanos
la traducirían más tarde del púnico al latín). Otro relataba (sin duda
correctamente) el sorprendente viaje de Hanón de Cartago y su flota (acaso
hacia 400 a.C.) por el Atlántico, hasta llegar a las costas de África occidental,
más allá del Senegal. Se trataba de una empresa que excedía con mucho los
horizontes de cualquier romano, y en la que se había producido incluso el
encuentro cerca de la costa de África con una tribu de «mujeres» peludas a las
que los hombres de Hanón llamaron «gorilas» (origen del nombre que nosotros
utilizamos para designar al animal). 255
Situada como estaba cerca de la parte griega de Sicilia, Cartago había tenido
siempre una numerosa comunidad griega. Las mansiones de las familias ricas
de la ciudad eran famosas por sus hermosas alfombras, su oro y su derroche
de lujo, pero estaban abiertas también a los estilos helénicos. Exhibían
esculturas griegas de carácter ornamental para deleite de sus propietarios, que
a veces habían recibido incluso educación griega: no es de extrañar que una
generación más tarde el joven Aníbal tuviera un preceptor griego y que durante
su viaje lo acompañara un historiador de esta misma nacionalidad. La
«crueldad» y el carácter «traicionero» de Cartago eran legendarios entre sus
enemigos, a veces sin motivo. Sin embargo, los griegos también habían
observado atinadamente que los cartagineses conservaban la vieja cos
tumbre levantina de sacrificar niños a los dioses, especialmente en
tiempos de crisis. La arqueología de las necrópolis cartaginesas respaldan esta
observación, aunque probablemente sólo sea una elaboración griega el detalle
de que, mientras mataban a los niños, se tocaba música para amortiguar los
gritos de las madres. 256
La primera guerra púnica se desencadenó a raíz de la entrada ilegal de Roma
en Sicilia y se prolongó de 264 a 241 a.C. Fue el conflicto continuado más largo
de la historia clásica. Los hijos de la loba de Roma encontraron en Cartago un
digno rival, y ambos bandos se mostraron muy innovadores. Tras observar las
acciones de Pirro en Sicilia, los cartagineses habían añadido un arma nueva a
su ejército: el elefante de las selvas, que todavía se daba en algunas zonas del
norte de África (entre otras, como bien sabía Aristóteles, Marruecos). Como la
primera guerra púnica se centró en Sicilia, también los romanos se vieron
obligados a dar un paso audaz: la construcción de su primera gran flota. Se
apoyaron en la ayuda prestada por sus aliados griegos y del sur de Italia (y se
dice que utilizaron como modelo un barco de guerra cartaginés que lograron
capturar) y, una vez acabada su construcción, confiaron en buena medida su
mando a experimentados italianos de la costa. Por consiguiente, en 256 los
generales romanos tenían ya la confianza en sí mismos suficiente para
arriesgarse a realizar una travesía de cuatro días a mar abierto e invadir el
territorio norteafricano de Cartago. Pero la empresa fracasó, en parte porque
los cartagineses contaban como asesor militar con un experto espartano. El
general de los romanos fue el famoso Marco Atilio Régulo, al que hicieron
prisionero los cartagineses, aunque es una simple leyenda, propagada luego
por sus descendientes, la anécdota de que sus captores lo enviaron a negociar
a Roma, donde aconsejó a sus compatriotas que no hicieran ninguna
concesión, y que a continuación regresó a Cartago para enfrentarse
heroicamente a una muerte inevitable. En realidad, Régulo murió en la región y
su viuda torturó a dos prisioneros cartagineses en venganza. 257
Aquella larga guerra tuvo importantes consecuencias económicas. En Sicilia y
Cartago, los ejércitos romanos capturaron e hicieron esclavos a miles y miles
de individuos, muchos más de los que habían llegado a capturar nunca en
Italia. Esclavizaron incluso a toda la población de la refinada ciudad griega de
Acragante (Agrigento). Muchos de esos prisioneros fueron vendidos luego
como esclavos, pero como Acragante fue repoblada poco después, los demás
griegos probablemente rescataran a los antiguos habitantes de la ciudad en su
empeñó por salvarlos. No obstante, muchos de los restantes esclavos de
Acragante seguramente fueron conducidos a Italia, al igual que muchos
cautivos procedentes de Cartago, convertidos en botín de los romanos ricos. La
mayoría de esos esclavos habían trabajado ya en el campo y por consiguiente
se dedicarían también a la agricultura al servicio de los romanos.
Incrementarían así la capacidad de Roma de enviar a luchar en ultramar a
numerosos contingentes de soldados libres (que, de lo contrario, habrían tenido
que dedicarse a las labores agrícolas). Es indudable, por tanto, que los
romanos ricos, que ya utilizaban esclavos, se convirtieran así en una sociedad
esclavista a gran escala.
Cartago, en cambio, perdió la guerra tras la gran victoria naval obtenida por
Roma en 242-241 y se vio obligada a pagar una enorme indemnización. No
tuvo más remedio que evacuar Sicilia (después de quinientos años de
ocupación de varias partes de la isla), y se vio abocada a soportar una durísima
guerra en África contra los mercenarios extranjeros en los que hasta entonces
se había basado su ejército. Las condiciones de paz opresivas a menudo
fomentan la venganza, y eso fue lo que sucedió sobre todo cuando los
romanos se apoderaron fríamente de las valiosas posesiones de Cartago en
Cerdeña ya en la década de 230, cuando estaba llegando a su fin la guerra de
los cartagineses contra sus mercenarios africanos. En respuesta a aquella
acción, los miembros de una ilustre familia cartaginesa, los Barridas, se
trasladaron a España provistos de tropas y elefantes de guerra con la intención
de recuperar parte del prestigio perdido de su ciudad e indudablemente
también de comprobar hasta dónde podían llegar sus éxitos. Se cuenta que, al
partir, el padre, Amílcar Barca, hizo jurar ante un altar a su hijo, de sólo nueve
años, que «jamás sería amigo de los romanos». 258 Para que nos hagamos una
idea de la «perfidia» de Cartago, aquel niño, Aníbal, nunca traicionó el
juramento que su padre le obligó a prestar.
Durante casi veinte años (de 237 a 219) esta tropa cartaginesa realizó diversas
conquistas en el sur de España. Se fundaron dos nuevas ciudades en la
Península, Nueva Cartago (la actual Cartagena) y Bello Acantilado (quizá la
moderna Alicante). En 226, sin embargo, llegó a España una delegación
romana y dijo secamente al general cartaginés que «no cruzara el río Ebro»,
situado en la ruta que va por el nordeste del país a los Pirineos y por lo tanto,
en último término, en dirección a Italia. Pero como en Sicilia en 264, los
romanos se atuvieron a lo pactado aceptando la petición de ayuda enviada por
una ciudad situada bastante lejos, en el lado «cartaginés» del Ebro. En efecto,
una turbulenta facción de la ciudad no griega de Sagunto apeló a la «buena fe»
de Roma frente a sus enemigos pro cartagineses. Los romanos aceptaron la
solicitud de socorro y con ello desatarían un sinfín de justificaciones y
descargos por parte de los historiadores latinos de época posterior, dispuestos
a toda costa a dar por buena la actuación injusta de Roma. Desde la
perspectiva de Aníbal, la conducta de Roma constituía una injerencia
injustificable en un territorio que era suyo. AqueJla resolución había sido
tomada con el fin de apoyar a un grupo que había agredido a unos buenos
amigos de Cartago en una ciudad que no pertenecía legítimamente, ni mucho
menos, a Roma. Aníbal decidió, pues, poner sitio a Sagunto.
Roma no estaba, que digamos, en condiciones de afrontar un nuevo conflicto
de grandes proporciones. Había tenido que volcar su atención en los graves
problemas planteados por las turbulentas tribus galas del norte de Italia y en
219 distaba mucho de estar segura en ese frente. Estaba ocupada asimismo
con un plan de intervención al otro lado del Adriático, en Grecia. Sin embargo,
ninguna de estas distracciones la hizo vacilar en Occidente. Se dejaron oír
algunas voces de cautela en el senado, pero, como respuesta al asedio de
Sagunto por parte de Aníbal, los romanos decidieron enviar a Cartago una
embajada. Ninguno de los legados sabía hablar la lengua del país, pero uno de
ellos era bastante competente en la otra lengua de los senadores de Cartago,
es decir, el griego. «Aquí os traemos la paz y la guerra», dijo Fabio (que
pertenecía a una familia que hablaba el griego en la intimidad del hogar), y
haciendo con una mano un pliegue en su toga añadió: «Escoged lo que os
plazca». 259 Desde la perspectiva cartaginesa, ¿qué les iba ni qué les venía a
los romanos si uno de sus generales destacados en España atacaba a una
ciudad en defensa de unos amigos pro cartagineses, cuando no estaba atado
por ningún tratado en sentido contrario? Los cartagineses, por su parte,
respondieron al embajador que mejor escogiera él. Fabio alisó entonces el
pliegue de su toga y se decantó por la guerra.

Capítulo 29 - ANÍBAL Y ROMA

En el consejo esta dificultad se debatió ampliamente y uno de sus


miembros, llamado también Aníbal, por sobrenombre «el gladiador»,
hizo evidente que había sólo un único medio para poder llegar a Italia.
Aníbal pidió que lo expusiera y él contestó que era preciso enseñar al
ejército a comer carne humana, habituarle a ello. Aníbal fue incapaz de
oponerse razonadamente a la audacia y a la eficacia de esta idea, pero
nunca la tomó en serio y no intentó convencer a sus amigos.
POLIBIO 9.24

La segunda guerra púnica, que se desencadenó a raíz de estos


acontecimientos entre 218 y 202, tensó hasta el límite las energías de Roma,
asoló Italia y acabó transformando los recursos de Roma, su extensión y sus
ambiciones. Para nosotros, el héroe de esa guerra fue Aníbal, que apenas
tenía veintinueve años cuando dio comienzo y dejó boquiabiertos a los
romanos cruzando los Alpes y ofreciendo una vez más la «libertad», pero esta
vez los beneficiarios de esa oferta eran los habitantes de toda la Península
Italiana. No es de extrañar que su nombre fuera evocado luego por Napoleón
durante la campaña transalpina análoga que emprendió para «liberar» Italia.
Pero Aníbal sería recordado también por arrasar cuatrocientas ciudades y
causar la muerte de trescientos mil italianos. Su gran victoria en Cannas, en la
que perecieron cuarenta y ocho mil soldados enemigos, es estudiada todavía
en las academias militares de Occidente. Se calcula que la tasa de mortalidad
durante esta batalla fue de quinientos individuos por minuto. 260 Pero aun así,
no ganó la guerra. Resultaron más héroes que él todavía los generales
romanos: el noble Fabio Máximo, que supo convertir poco a poco la derrota en
victoria por medio de una campaña de aplazamiento y dolorosa devastación, y
el brillante y joven Escipión, que acabó invadiendo África y ganando la gran
batalla final de Zama en 202.
¿Habló acaso el padre de Aníbal a su hijo de la posibilidad de cruzar un día los
Alpes y vengar la anterior guerra (y la pérdida de Cerdeña) ante el estupor de
Roma? Tal vez, y tal vez los romanos tuvieran motivos para estar nerviosos,
especialmente cuando la zona septentrional de Italia, a los pies de los Alpes, se
vio tan agitada por las tribus galas. Pero aun así, Roma se encontraba a
muchos kilómetros de distancia y los territorios que controlaba sumaban unos
veinticinco mil kilómetros cuadrados. Tras las numerosas conquistas y tratados
que había hecho en Italia desde la década de 340, el número de los
ciudadanos adultos que tenía en Italia ascendía a más de 270.000,
incrementado por los de determinadas comunidades italianas. También podía
contar con los habitantes de otras comunidades de la península como aliados.
Los tratados firmados por los italianos con Roma no los obligaba al pago de
tributos, pero sí a suministrar soldados para las guerras de Roma y subvenir a
su mantenimiento. La cantidad de hombres suministrados por los aliados
italianos ascendía a más de seiscientos mil, que venían a sumarse al de los
ciudadanos romanos en constante aumento. Los terribles días de la década de
390, cuando unos cuantos galos lograron emigrar al sur y apoderarse del
Capitolio de la propia Roma, pertenecían a otra época: el ejército potencial de
Roma era enorme, muy superior a los 30.000-50.000 ciudadanos de los
tiempos de la dominación de la Atenas clásica.
Durante los veinte años anteriores, las conquistas cartaginesas en España
habían procedido con lentitud. No obstante, sería en España donde surgiera el
máximo adversario de Roma: el joven Aníbal cruzó el río Ebro en junio de 218
a.C. con cuarenta mil soldados y treinta y siete elefantes, sólo una parte del
ejército de los generales cartagineses. A continuación pasó los Pirineos y a
mediados de agosto había cruzado también el caudaloso río Ródano al norte
de Aviñón transportando los elefantes en balsas camufladas (aunque algunos
animales fueron presa del pánico y cruzaron a nado). Sus tropas eran muy
inferiores a la cantidad potencial de hombres que tenía a su disposición Roma,
y cuando emprendió la marcha hacia el norte siguiendo la ribera oriental del
Ródano, el general romano que observaba sus movimientos, Escipión,
probablemente no le atribuyera muchas probabilidades de llegar ni siquiera a
Italia. Los Alpes se elevaban ante él cerrándole el paso, pero Aníbal dobló
hacia el este y emprendió la ascensión, cruzando probablemente el Cenisio
(según algunos por el paso de Savine Coche, a unos 2.300 metros de altura) a
finales de octubre.
En los Alpes se dijo luego que utilizó vinagre caliente para volar las rocas que
le cortaban el paso (¿pero dónde habría encontradcrteña suficiente para
calentar la cantidad de vinagre necesaria para ello?). Los elefantes debieron de
ayudar a desembarazar de obstáculos el camino e indudablemente espantarían
a las tribus hostiles de la región. Cuando descendió a las llanuras que rodean
Turín tenía sólo veinte mil soldados de infantería y seis mil de caballería;
todavía no había perdido ningún elefante. Aunque su ejército había quedado
reducido a la mitad, logró ganar la primera escaramuza que tuvo con las tropas
romanas cerca del Po. Le siguió a finales de diciembre una aplastante victoria
sobre un cónsul romano y todo su ejército junto al río Trebbia (cerca de
Piacenza). Una clave de este éxito estuvo en el hecho de que logró doblar el
número de sus tropas reclutando a los galos del norte de Italia, contrarios a
Roma. Al principio habían dudado si debían unirse a él o no, pero se animaron
a hacerlo al ver sus primeros éxitos y ante las tácticas terroristas empleadas
con los que se negaron a ayudarle.
Con su ejército de mercenarios africanos, españoles y galos, Aníbal tuvo
conocimiento de que estaba urdiéndose un complot contra su vida, y se dice
que en el campamento llevaba varias pelucas para disfrazarse y pasar
desapercibido. 261 El disfraz habría de resultar complicado, pues perdió un ojo
mientras marchaba por los pantanos que circundan el río Arno. Para entonces
había perdido también casi todos sus elefantes: sólo sobrevivieron al crudo
invierno siete y de hecho Aníbal, el «general de los elefantes» más famoso de
la historia, no volvió a utilizarlos en el campo de batalla. Sin embargo, los pocos
(tal vez uno sólo) que tenía a sus órdenes seguirían siendo un símbolo: las
ciudades italianas que halló a su paso acuñaron monedas en las que aparecía
un elefante, incluso un elefante indio (cuidado por un negro): quizá lo adquiriera
a través del comercio con los Ptolomeos. De ser así, el animal habría sido uno
de los grandes viajeros de la Antigüedad, pues habría ido desde Egipto hasta
Italia. Quizá fuera uno llamado el Sirio, recordado como el más valiente en el
campo de batalla. Tenía sólo un colmillo entero: ¿Lo montaría Aníbal, que por
su parte tenía un solo ojo? En junio de 217, en el lago Trasimeno, en Etruria, el
único ojo que le quedaba seguía viendo las cosas con toda claridad: Aníbal se
aprovechó de la niebla y derrotó a otro cónsul romano y a un ejército todavía
mayor demostrando que era más listo que todos ellos.
Los mejores soldados de Aníbal eran los de caballería, que contaban varios
millares. Sus númidas del norte de África eran brillantes jinetes, capaces de
guiar a sus caballos sin bridas mediante el hábil uso de las riendas neck-rein.
Tenían una flexibilidad que las tropas montadas romanas e italianas no podían
igualar. Sería, pues, por los caballos por lo que se haría famosa la marcha de
Aníbal: cuando intentó llegar al litoral oriental de Italia, reanimó sus caballos
con el contenido de las bodegas de la región: los bañó en vino añejo italiano,
un tónico excelente para su piel. 262 Personalmente, Aníbal no era aficionado a
la bebida y su único lujo era la comida que consumía. Dejó incluso a su esposa
ibérica en Cádiz. Se sabe que hasta tres años después, cuando se encontraba
en Salapia, en el sur de Apulia, no sucumbió a los encantos de una mujer
italiana, y se trataba de una prostituta. 263
En agosto de 216 Aníbal obtuvo su mayor victoria en Cannas, en el sudeste de
Italia, lanzando los cincuenta mil soldados más o menos que tenía en esos
momentos contra un ejército romano mayor, formado probablemente por unos
ochenta y siete mil hombres. Una vez más, su caballería móvil y su ingenioso
orden de batalla se mostraron imbatibles. Tras un día de matanza, se cuenta
que un cartaginés llamado Maharbal instó a Aníbal a marchar directamente
contra Roma, situada a casi 400 km de distancia, donde habría podido cenar
«en el Capitolio al cabo de cuatro días». 264 Habría sido una sorprendente cena
multiétnica con vistas sobre el Foro, pero Aníbal se echó atrás. En cambio,
cosechó nuevos éxitos en el sur, sobre todo cuando logró arrancar a la
poderosa ciudad de Capua de la alianza con los romanos. Sus soldados
pasaron el invierno en esta ciudad, famosa desde hacía mucho tiempo por sus
ambientes lujosos, entre los cuales destacaban un palacio del consejo llamado
la «Casa Blanca», un gran mercado de perfumes y un tentador surtido de
mujeres y mórbidos lechos. Los moralistas dirían después que aquel invierno
en Capua lo corrompió, pero los «lujos» que con tanta frecuencia se mencionan
no fueron en realidad la raíz de sus problemas.
Estos fueron fundamentalmente de carácter político. Al entrar en Italia Aníbal
había proclamado la libertad. Su lucha, según decía, no era contra Italia, sino
contra Roma. Los prisioneros romanos fueron generosamente liberados. Del
mismo modo que había esperado sacar provecho de los galos, los enemigos
de Roma al norte del Po (en lo que hoy día llamaríamos el «norte de Italia»,
aunque no se llamaba así entonces), esperaba también privar a Roma de
muchos aliados y apoyos en todo el resto de Italia. Su hermano Magón fue
enviado al sur de la península para que activara el antiguo territorio personal de
Pirro y liberara también a las ciudades griegas. Se intentaría atraer a todas las
comunidades ganadas por Roma a lo largo de los siglos IV y III a.C. entre otros
Nápoles y Tarento. Se firmó incluso una alianza con el rey Filipo V de
Macedonia, en el norte de Grecia. Evidentemente Aníbal no actuaba como un
aventurero solitario, sin la aprobación del gobierno cartaginés de África: en 215
sus compatriotas lograron mandarle algunos elefantes más a través del sur de
Italia. El tratado con Filipo pone de manifiesto el apoyo oficial con el que
contaba. Tampoco pretendía arrasar Roma. El objetivo era dejarla con un papel
dentro de Italia, pero sin confederación, como si fuera posible hacer volver
atrás dos siglos a la historia. Ésa es en parte la razón de que Aníbal se negara
a marchar precipitadamente sobre el Capitolio de Roma después de la victoria
de Cannas.
Si Aníbal hubiera vencido, la historia hasta los tiempos de Adriano habría sido
completamente distinta. El cartaginés había oído hablar de Pirro; sabía hablar y
leer en griego y llevaba consigo a varios historiadores de esta nacionalidad. Sin
embargo, ¿se limitó a repetir los errores de Pirro? Se dice que éste fue un
brillante jugador de dados que no supo explotar los resultados; también de
Aníbal que sabía vencer, pero no sabía cómo utilizar una victoria. En realidad,
el cartaginés tenía más cosas a su favor. A diferencia de Pirro, contaba con el
pleno apoyo del gobierno establecido de su patria, que disponía de medios
para enviarle refuerzos desde África y desde España. Las victorias que
cosechó no fueron «pírricas»: fueron triunfos aplastantes exclusivamente
suyos. Ni Pirro ni Aníbal hicieron un uso decisivo de sus elefantes, pero el
cartaginés era un auténtico rey de la caballería, igual que Alejandro Magno.
Mientras que Pirro era un Aquiles homérico en el combate, Aníbal era un
consumado tramposo, más parecido a Odisea. Era un maestro de la
emboscada, de los astutos planes de batalla y de las cartas falsas. Llegó
incluso a atar teas encendidas de los cuernos de dos mil bueyes e hizo que
unos pastores los condujeran en dirección contraria a la de su ejército en plena
noche para que el enemigo confundiera las «luces» y la trayectoria seguida por
sus tropas. Al igual que Pirro, llegó a pocos kilómetros de Roma (en 211, en el
curso de una marcha de distracción en dirección al norte), pero en último
término, lo mismo que la de Pirro, la suya fue de nuevo una «liberación
traicionada». Incluso en el sur, hubo ciudades-estado griegas que no acabaron
nunca de ponerse completamente de su lado.
Tenía buenos motivos para estas vacilaciones. Fuera cual fuese la cultura
personal de Aníbal, sus soldados era en su mayoría bárbaros reclutados al
azar que tenían muy poco encanto para los griegos astutos y civilizados o
incluso para los latinos, los aliados más favorecidos de Roma. ¿Qué podía
significar realmente la «libertad» cuando la ofrecía un galo salvaje o un oligarca
cartaginés? Cuanto más tenía que esperar Aníbal, más devastación causaba
en las zonas rurales, y, por otra parte, sus represalias en las ciudades
capturadas podían ser terriblemente crueles. Pero sobre todo, el sur de España
quedó incomunicado con Italia gracias a la astucia de los generales cuyo
mando en la zona fue prorrogado. Desde el primer momento, allá por 217, los
dos viejos Escipiones, los generales romanos destacados en España, se dieron
cuenta de que debían mantener a sus tropas en la costa de la Península
Ibérica para impedir que llegaran más soldados a Aníbal. Si el estratega
cartaginés hubiera marchado precipitadamente sobre Roma después de
Cannas, habría encontrado el obstáculo de las murallas de la ciudad, muchos
ciudadanos supervivientes y duras luchas callejeras. ¿Pero podría haber
conseguido su propósito, lo mismo que los galos en 390 y sin la traición de las
ocas del Capitolio?
En el bando romano, se registraron terribles prodigios durante los años 218 y
217, como si los dioses quisieran hacer partícipe al pueblo de su inquietud: un
niño de seis meses gritó «¡Triunfo!» en las calles de Roma; en las ciudades de
Italia se creyó que el sol luchaba con la luna y se vieron unos escudos en el
cielo. 265 No obstante, como se cuenta que pronosticó Cíneas, el monstruo de
múltiples cabezas podía regenerar las que perdiera y seguir luchando. Sólo en
Italia, se sacaron otra vez al campo de batalla cien mil soldados de condición
ciudadana apenas un año después del desastre de Cannas, además de los de
España y los que andaban ya a bordo de una flota de ciento cincuenta navíos
diseminados por el Mediterráneo. En 214, un general romano, de la familia de
los Gracos, reclutó al menos a ocho mil esclavos y se los llevó consigo a
Benevento, escenario de una de las antiguas victorias «pírricas». Esta vez,
Graco consiguió una victoria decisiva sobre los cartagineses, causó gran
mortandad entre ellos, y los beneventinos, agradecidos, ofrecieron un generoso
banquete a sus soldados disponiendo para la ocasión las mesas en las calles
de la ciudad. Graco liberó a los esclavos y mandó pintar un cuadro con la
escena, en el que aparecían sus soldados-esclavos llevando a la cabeza
gorras o pañuelos blancos; más tarde dedicó esta curiosa obra de arte en el
templo de la Libertad en Roma. 266
Con el fin de hacer frente a la crisis, se llevaron a cabo ritos excepcionales.
Como se hiciera en la década de 220, fueron enterrados vivos en el Foro
Boario (el mercado de ganado), en el centro de Roma, una pareja de griegos y
una pareja de galos. Los sacrificios humanos no eran habituales en Roma, de
modo que se les dejó morir de forma natu ral. También se trajeron refuerzos
divinos, a la Venus del sector carta ginés de Sicilia y en 204 a la «Gran Madre»
(Cibeles) y su piedra ne gra, procedente de Pérgamo, en Asia Menor (resultó
que su culto era más salvaje de lo que los romanos se esperaban, con sus
cantos exóticos y sus sacerdotes castrados por decisión propia). Incluso las
mujeres aportaron su granito de arena, particularmente con himnos y
procesiones en honor de Juno durante los últimos estadios de la guerra: Juno
fue identificada con la diosa cartaginesa Astarté y los honores que se le
rindieron probablemente contribuyeran a hacer que se pasara al bando de los
romanos. 267
Tampoco el espíritu financiero de Roma se dejó vencer. Cuando empezó la
guerra, la ciudad ya no respondía a su viejo ideal de austeridad. En los
alrededores del Foro se amontonaban ya las tiendas de artículos de lujo,
elemento distintivo de la vida de Roma, cuyos habitantes eran en gran medida
una «nación de tenderos». No obstante, después de Cannas las mujeres
romanas donaron todas sus joyas para que fueran fundidas y contribuir así al
esfuerzo bélico (en el norte de África las mujeres hicieron lo mismo, pero fueron
las africanas que ayudaron a los mercenarios en su sublevación contra
Cartago). Los impuestos de los ciudadanos romanos fueron doblados y los
ricos aceptaron incluso la obligación de pagar de su propio bolsillo a las
tripulaciones de los barcos de guerra. En medio de la crisis se introdujo una
nueva moneda de plata, el denario; seguiría formando parte del sistema
monetario romano durante siglos. Por supuesto, seguía habiendo terreno
abierto para el fraude de los que contrataban el suministro de víveres para los
ejércitos en campaña, pero se desarrolló también un verdadero «espíritu de
Dunkerque». El senado se negó incluso a rescatar a los romanos hechos
prisioneros por Aníbal, incluso a los nobles, porque el dinero pagado por el
rescate habría contribuido a fortalecerlo.
En 215, cuando todavía era posible enviar refuerzos (elefantes incluidos) a
Aníbal desde África en barco, las posibilidades de victoria a largo plazo de
Roma eran muy escasas. En el sur de Italia, la mayoría de Tarento se había
puesto de parte de Cartago, sin duda porque aún se tenía memoria de la cruel
conducta de los romanos con la ciudad allá por 280. Y lo que es más
importante, el rey Hierón había muerto en Sicilia y Siracusa había hecho
defección del bando romano. Pero a partir de 214 a.C. la flota romana retendría
una porción lo suficientemente grande en la costa de Italia como para impedir
que llegara a sus enemigos más apoyo extranjero. A partir de ese momento, el
control del mar por parte de Roma se revelaría trascendental, tanto en Italia
como en España. Por tierra, mientras tanto, Fabio Máximo insistía en la
estrategia de arrasar los campos de cultivo y evitar la batalla en los términos
planteados por Aníbal. Los cartagineses empezaron a sentirse acorralados.
Para los romanos, el año 212-211 supuso un punto de inflexión. En España,
sus generales, los dos viejos Escipiones, perecieron en una misma derrota
militar, pero su hijo y sobrino, el joven Publio Sulpicio Escipión, adelantó la
carrera política habitual y no tardó en ser nombrado general cuando tenía sólo
veintitantos años. Demostró ser un genio audaz, al que adoraban las tropas y
también (según se dice) los dioses. En Italia, mientras tanto, el hábil Fulvio
Flaco reconquistó Capua y le impuso un feroz castigo. Pero sobre todo en
Sicilia, el general Claudio Marcelo, tan riguroso como experimentado, atacó a la
rebelde Siracusa. La ciudad no pudo ser salvada ni siquiera por la habilidad de
Arquímedes, el famoso ingeniero griego originario de la isla; la anécdota de que
fabricó unos espejos gigantescos para quemar con sus reflejos los barcos
atacantes de los romanos no es más que una leyenda. Como en Capua, los
romanos saquearon la ciudad con una brutalidad increíble. Cargamentos
enteros de maravillosas obras de arte griegas fueron transportados en barco a
Roma. Por primera vez, una gran ciudad griega sufrió la brutalidad de los
descendientes enfurecidos de la loba, aunque se cuenta que Marcelo intentó
moderar su conducta. 268
Aníbal pudo aún hacer algunas emboscadas eficaces y todavía en 208 los dos
cónsules murieron en acción cada uno en un extremo de Italia. En el verano de
207, uno de sus hermanos logró por fin llevarle a Italia refuerzos (y nuevos
elefantes) desde España. Sin embargo, sus mensajes fueron interceptados y
los romanos lo derrotaron en el curso de un rápido contraataque en la costa
oriental de Italia, cortándole el paso a la altura del río Metauro, en Umbría.
Aquélla fue la última oportunidad de los cartagineses y, al no poder recibir más
refuerzos, Aníbal se convertiría en una especie de llaga molesta en la punta de
la bota de la Península Italiana. En 205 el joven Escipión se trasladó a Sicilia,
adiestró a una tropa de caballería y luego tuvo la audacia de cruzar a África en
204. Durante su campaña en España, había estrechado los lazos de amistad
con un príncipe norteafricano que le resultaría útilísimo, el númida Masinisa.
Como Hierón en Sicilia, Masinisa prestaría apoyo a Roma durante casi
cincuenta años. En suelo africano, su caballería resultaría una aliada
trascendental y en 202 Aníbal (que había podido al fin salir del sur de Italia)
sufrió una derrota decisiva. Había logrado reunir ochenta elefantes africanos,
pero, como los de Pirro, acabaron saliendo en estampida y causando más
daños a sus dueños que a los romanos, aunque el padre de Aníbal había
inventado un método consistente en clavar lanzas en los cráneos de los
animales que salieran huyendo despavoridos y empezaran a cargar contra sus
propios cuidadores.
Tanto en Cartago como en Roma, las cosas no habían resultado fáciles para la
política belicista ni para los generales. Aníbal tuvo siempre enemigos, y en
Roma el sistema había tenido que dar pruebas de gran flexibilidad. Pues, en
efecto, la «lucha de los órdenes» no había , cesado con la derrota de Pirro. En
principio, las decisiones del pueblo en Roma eran ahora vinculantes y había
senadores ambiciosos/dispuestos a llevar este sistema por unos derroteros
más «populares». No obstante, a la hora de afrontar la crisis las «tradiciones»
romanas demostraron ser bastante adaptables. Se reclutaron esclavos como
soldados; se nombró un dictador, y luego, cosa que no había ocurrido nunca
hasta entonces, dos a la vez; cuando el conservador Fabio Máximo impugnó a
un candidato electo al consulado apelando a irregularidades de carácter
religioso, se le permitió (sólo por esta vez) sustituirlo por el individuo que él
propuso. Incluso el gran Escipión se saltó el reglamento y fue nombrado
directamente general de un ejército después de desempeñar sólo un cargo
político de rango inferior, llegando a ser saludado como «rey» por sus soldados
en España (como buen romano, rechazó la oferta). Mirando las cosas
retrospectivamente, el historiador griego Polibio situaba el mejor momento de la
«constitución» romana en la época del desastre de Cannas. Examinada más
atentamente, lo cierto es que aún se veía acosada por las contradicciones de
su propio desarrollo. Se salvó gracias a su flexibilidad y a su capacidad
suprema de absorber novedades y hacer excepciones.
Las consecuencias de la segunda guerra púnica han sido muy estudiadas por
los historiadores modernos, pero lo cierto es que su impacto sobre Italia fue
muy duradero. Ninguno de los aliados más inmediatos de Roma, las ciudades
latinas, se pasó a Aníbal, pese al hastío de la guerra provocado por las infinitas
llamadas de Roma al reclutamiento de nuevas tropas. Como en otros lugares,
las clases altas de la región prefirieron la protección y el apoyo bien conocidos
de Roma antes que la perspectiva de libertad para sus clases humildes, sobre
todo si contaban con el respaldo de los salvajes galos y los cartagineses. En el
sur de Italia, la defección de la población y su paso al bando de Cartago fueron
más evidentes, pero Roma se vengó ferozmente de su deslealtad. La
prolongada presencia de Aníbal en el sur de la Península supuso un gran peso
para la agricultura de la región y causó una gran devastación. En represalia,
Roma confiscó una porción considerable del territorio y lo convirtió en tierras
públicas. Los campesinos sufrieron enormes pérdidas en muchos lugares, o se
refugiaron en las ciudades. Los romanos ricos explotarían luego estas nuevas
tierras públicas por medio de esclavos, el principal fruto obtenido de la
conquista militar. En algunas zonas del sur, el «legado de Aníbal»
probablemente significara un cambio a largo plazo de las explotaciones
agrícolas y de la utilización de la tierra; el aprovechamiento de los rebaños de
ganado mayor y menor se incrementó superando a la actividad agrícola, y en
adelante los animales serían apacentados por esclavos, no por campesinos
libres. 269
En cuanto a Cartago, la derrota significó tener que entregar sus elefantes de
guerra y prometer no volver a adiestrar ningún animal más: los paquidermos
desaparecieron de su ejército, mientras que los que aún quedaban vivos fueron
enviados a Roma para dar mayor lustre al triunfo espectacular celebrado por el
joven Escipión. La pérdida de la guerra no dio lugar a la total decadencia
urbana de Cartago, pero la obligó a pagar unas indemnizaciones mucho
mayores a sus vencedores, los romanos. Convirtió asimismo a Aníbal en el
primer guerrero global de la historia. Durante más de treinta años estuvo fuera
de Cartago, combatiendo en España, en los Alpes, y por fin en Italia. Las
condiciones de paz definitivas de Roma no obligaban a Cartago a entregarlo
personalmente; el sistema político cartaginés siguió funcionando y Aníbal
desempeñó el cargo de magistrado encargado de su reforma. Hasta seis años
después no fue obligado a abandonar la ciudad, y en esta ocasión debido a las
instigaciones de sus enemigos cartagineses. Supuestamente era demasiado
popular. Se dirigió a Oriente, donde se puso al servicio del segundo mayor
adversario de Roma, el rey Antíoco III, de la dinastía Seléucida, en Asia Menor
y en Grecia. Tras un primer desvío por Siria, acabó prestando sus servicios
primero en Armenia y luego en Bitinia (en el noroeste de la actual Turquía),
donde se le atribuyen proyectos de fundación de nuevas ciudades, que él
mismo ayudó a diseñar. Finalmente, a los sesenta y siete años, fue
envenenado en la corte de Bitinia debido al temor a las represalias que infundió
en los cortesanos la llegada de una embajada romana. Se descubrió que el
viejo general cartaginés se había construido una especie de fortaleza con siete
galerías subterráneas, un verdadero bunker para el enemigo más poderoso de
Roma. No se había apoderado de botines ni riquezas para sí mismo.
Análogamente, cuando su vencedor, Escipión, murió, se descubrió que su casa
era un sencillo fortín provisto de torreones, con una sala de baño oscura y
anticuada. 270 Los dos habían sido dignos adversarios uno de otro, pero el
recuerdo de Aníbal seguiría inquietando a Roma. Muchos años después, ya en
la última década del siglo I d. C, se dice que un senador romano guardaba
como un tesoro una serie de mapas del mundo y de discursos de los grandes
reyes y generales del pasado, y que tenía dos esclavos domésticos a los que
había puesto el nombre de Aníbal y Magón. 271 Aquello fue motivo suficiente
para que el receloso emperador romano que ocupaba el trono lo mandara
ejecutar.

Capítulo 30 - DIPLOMACIA Y DOMINACIÓN

Pero al tender naturalmente los más poderosos a oprimir cada vez con
más dureza a los sometidos, ¿acaso —dijo— nos conviene colaborar
con los deseos de nuestros dominadores, sin ponerles trabas, para
saber por experiencia muy pronto qué son las órdenes más rigurosas o
bien, por el contrario, debemos combatir con todas nuestras fuerzas
aquellas intenciones y contrariarlas todo lo que [podamos?]. Y si nos dan
órdenes [ilegales,] pero nosotros se lo echamos en cara, debilitaremos
algo sus arranques y mitigaremos la aspereza de su poder, sobre todo
porque los romanos tienen en mucha estima, al menos hasta ahora,
como tú mismo reconoces, Aristeno, la observancia de juramentos y
pactos, y su lealtad para con los aliados.
FILOPEMEN, Polibio 24.13

Los magistrados y generales romanos de aquellos años épicos eran hombres


que llevaban la vida militar en los huesos. Todos ellos tenían que haber hecho
diez años de servicio militar antes de ser elegibles para un cargo. Todos los
magistrados eran caballeros, esto es, eran capaces de servir a su patria a
lomos de un caballo que estaba debidamente registrado y era mantenido con
fondos públicos. En tiempos de los reyes, los costes del mantenimiento de los
animales de la caballería romana habían sido sufragados generosamente por
las viudas y las solteras de la ciudad. Durante la República, también los
huérfanos estaban sujetos a esta contribución. La idea de que el Estado
mantuviera a los caballos había sido copiada de las ciudades-estado griegas.
Algunos romanos, como los Escipiones o los Fabios, eran jinetes consumados,
un requisito de la vida de la República Romana que nuestros estudios
modernos de la oratoria y los programas políticos de la época suelen pasar por
alto.
A aquellos guerreros a caballo no les asustaban los mares que rodean Italia: el
Adriático ya había sido cruzado por los ejércitos romanos antes de que Aníbal
invadiera la península. Las primeras victorias de éste habían coincidido con
importantes acontecimientos en Grecia y Asia, el mundo de los sucesores de
Alejandro. El año 217 vio acciones en todos los frentes. En Italia, Aníbal obtuvo
su contundente victoria del lago Trasimeno, pero en Asia, el rey Ptolomeo IV y
un ejército bien entrenado (del que formaba parte la infantería egipcia) obtuvo
una importante victoria en Rafia, al sudoeste de Gaza, sobre el ejército de los
Seléucidas comandado por el rey Antíoco III. En Grecia, a finales del verano de
217, se reunieron los embajadores helenos para discutir la continuación de la
guerra que enfrentaba desde hacía años a los Estados griegos. En aquellos
momentos, los que estaban en el candelera eran los Ptolomeos, debido a la
victoria que habían obtenido a mediados de junio. No obstante, un orador
advirtió del peligro que suponían los romanos, esos «nubarrones que ahora se
levantan en Occidente». 272 Treinta años después, los «nubarrones» romanos
habrían estallado sobre Grecia y el imperio de los Seléucidas en Asia
occidental. Los Ptolomeos, en cambio, habían perdido numerosas fortalezas y
bases por todo el Mediterráneo y aún habrían de debilitarse más debido a las
revueltas desencadenadas en el propio Egipto.
El ímpetu con el que los romanos entraron en Grecia y Asia fue notabilísimo.
Mantenían una buena amistad con los Ptolomeos desde la década de 270,
cuando acabó la guerra con Pirro, y por esa razón no enviaron sus ejércitos a
Grecia. Antes bien, desde la década de 280 habían establecido colonias en la
costa oriental de Italia y naturalmente de ese modo el Adriático se convirtió en
una importante zona de actividad para los colonos y sus socios. Al otro lado del
mar se hallaban las tribus ilirias, a cuyas espaldas había una larga historia de
incursiones de saqueo. En la década de 230 se habían unido para formar un
reino más cohesionado y por tanto las quejas acerca de la «piratería» de los
ilirios podrían ponerse en relación con el reconocimiento de su autoridad en la
zona. En 229 fue enviado un contingente de tropas romanas al otro lado del
Adriático con el fin de respaldar las quejas de los mercaderes de Italia. La
actuación de los romanos se debió una vez más a la petición de socorro de los
griegos, en esta ocasión los habitantes de la isla de Isa, en el Adriático. 273
Tras una breve campaña, se concedió un triunfo a los cónsules que habían
dirigido las operaciones. La noticia de las victorias romanas sobre los
«bárbaros» ilirios fue cuidadosamente publicitada entre los Estados griegos,
incluida Atenas, que habían permanecido a la expectativa. Poco después se
desencadenó una segunda guerra «ilírica» que vino a recortar los flecos
dejados por la primera y que puso a Roma más directamente en contacto con
el rey de Macedonia, el joven Filipo V. En 215 los romanos descubrieron que
este mismo monarca había ofrecido su alianza ni más ni menos que a Aníbal,
con la posibilidad de enviar refuerzos de Macedonia a Italia. Semejante
descubrimiento bastó para garantizar la reanudación de las actividades bélicas
de Roma en Grecia.

El ámbito para las injerencias era muy grande. Durante cerca de cien años las
ciudades-estado griegas habían permanecido bajo el control de los reyes de
Macedonia. Había habido períodos de guerra, durante los cuales algunas, entre
ellas Atenas, habían luchado por la «libertad», pero semejantes iniciativas
habían solido contar con la ayuda de algún rey macedonio rival, como, por
ejemplo, los Ptolomeos de Egipto. La dominación macedonia continuó vigente,
obteniendo rentas de los Estados que la soportaban y apoyándose en las
guarniciones establecidas en puntos estratégicos de Grecia, según el modelo
instituido por Filipo II. Dentro de este marco general, la política de poder había
seguido unas direcciones que Demóstenes o cualquier diplomático del siglo IV
habrá entendido rápidamente. Las «ligas» de esa época habían incrementado
su fuerza, en especial la Liga Etolia, al oeste de Grecia, y la Liga Aquea, cuyo
centro estaba ahora en Sición, al norte del Peloponeso. Dentro de las
ciudades-estado, seguía habiendo las divisiones y facciones de costumbre
entre los líderes favorables a la democracia y los partidarios de la oligarquía.
En la década de 220 se produjo el período de terror más largo de la historia de
Grecia, con una Esparta reformada y agresiva capitaneada por unos reyes
especialmente capacitados, primero Agis y luego Cleómenes. La perspectiva
de una nueva dominación espartana bastó para que la Liga Aquea volviera a
alinearse al lado del rey de Macedonia y diera un nuevo giro a la guerra con los
demás bloques de poder griegos.
Los romanos podrían, pues, alinearse al lado de una liga u otra, responder a
las llamadas de auxilio de una u otra facción de las ciudades-estado divididas,
o incluso desafiar directamente a los reyes de Macedonia. Por lo pronto les
preocupaba la presencia de Aníbal en Italia y de momento los pasos que dieron
en Grecia fueron torpes y mal aconsejados. En 212-211 firmaron una alianza
con los etolios, la potencia dominante en Delfos, en el centro de Grecia, pero
también la menos civilizada de todas las comunidades políticas griegas. No era
cuestión de que Roma ofreciera a los griegos sometidos a Macedonia o
cualquier otro dominador la «libertad», ni siquiera la liberación. Los etolios
retendrían todas las ciudades tomadas durante la guerra, mientras que los
romanos se quedarían con todo el botín transportable que pudieran obtener,
entre otras cosas grandes cantidades de esclavos. Otros griegos considerarían
este tipo de pacto entre ladrones una modalidad de acuerdo bárbaro y propio
de extranjeros. 274
Durante más de diez años Aníbal y España tuvieron distraídos a los romanos,
pero en 200 éstos se vieron de nuevo con las manos libres y volvieron a Grecia
con todas sus fuerzas. Habrían vuelto de todas formas, pero en aquel momento
pudieron poner como pretexto útil el hecho de que el rey Filipo de Macedonia
había atacado a los aliados de Roma en el Egeo oriental. En el otoño de 200
los atenienses se habían unido al bando de los romanos (permanecerían fieles
durante más de cien años), y en 197 las flexibles legiones romanas, junto con
más de 2.000 soldados de caballería, obtuvieron una importante victoria sobre
las formaciones tradicionales de Macedonia en Cinoscéfalas, en Tesalia. Roma
pudo así hacer pública una solución para los asuntos griegos. El estilo de
tratado relámpago firmado anteriormente con los etolios sería abandonado, y
los romanos no mostrarían el menor favoritismo por sus antiguos aliados, a
pesar de la ayuda que les habían prestado en Cinoscéfalas: los etolios
quedarían de hecho muy dolidos por aquel desprecio. Por el contrario, el
general al mando del contingente romano, Flaminino, proclamó la «libertad de
los griegos». No sólo era una libertad en el marco de la cual determinados
puntos clave de Grecia iban a continuar ocupados por guarniciones (esta
«libertad» limitada era bien conocida desde los tiempos de Filipo II, allá por la
década de 330). Suponía una libertad también para esos mismos puntos clave.
Flaminino tenía una sensibilidad muy poco habitual para los intereses de los
griegos. El anuncio se hizo en los Juegos ístmicos de 196 y fue acogido con un
aplauso tan clamoroso por parte de los griegos que, según dijeron algunos,
muchos pájaros cayeron muertos del cielo. 275
Aun así, el horizonte de los romanos no se limitaba a los griegos de Grecia.
Habían empezado ya a hacer alusiones en público al estatus de las ciudades
griegas de Asia y Europa que se hallaban bajo el dominio de los Seléucidas.
Astutamente también en ellas se presentaron a sí mismos como si intervinieran
en ayuda de sus amigos. Pues, en efecto, en Asia Menor, cerca del
emplazamiento de Troya, había otros «troyanos» como ellos, y un poco más al
sur estaban sus viejos «amigos», los Ptolomeos. Éstos habían perdido hacía
poco todo un conjunto de bases griegas en Asia Menor, y llegó a decirse
incluso que estaban en peligro debido al «pacto secreto» concluido entre Filipo
V de Macedonia y el soberano Seléucida Antíoco III. Con el fin de fomentar
esta imagen, los romanos hicieron pública su convicción de que, como
demostraban sus éxitos, los dioses estaban de su parte y sus campañas en el
extranjero estaban justificadas.
En 192 los etolios, disgustados con la situación, invitaron al alarmado rey
Antíoco III a pasar de Asia a Grecia con un ejército. En cualquier caso, los
romanos ya habían decidido emprender una campaña directamente contra él,
que debía llevarse a cabo en Oriente, en sus territorios históricos. Primero
obtuvieron una inteligente victoria en las Termopilas, de heroico recuerdo, en el
centro de Grecia, y obligaron a Antíoco a regresar a Asia. En el invierno de
190-189, los legionarios obtuvieran la victoria final en la batalla de Magnesia,
en Asia Menor. El territorio de los Seléucidas quedó así «liberado» tras ciento
cincuenta años de dominación griega desde los tiempos de Alejandro Magno,
otro «libertador». Pero buena parte de aquél sería entregado poco después a
los amigos de Roma; el sur a los habitantes de la isla de Rodas, y el noroeste
al rey Eumenes, que había establecido su capital en Pérgamo. Los intereses de
los Ptolomeos no fueron sencillamente tenidos en consideración.
Por su parte, los romanos recibirían en concepto de indemnización la inmensa
suma de 15.000 talentos, que debía ser pagada a plazos. También Cartago les
pagaba anualmente cantidades sustanciosas y en los famosos 15.000 talentos
no se incluía el abundante botín capturado en Asia. Las finanzas públicas de
Roma experimentaron una transformación total. Al mismo tiempo, su poderío
económico se vio reforzado por el aumento del número de romanos
establecidos simultáneamente en el norte y el sur de Italia. Los años
comprendidos entre 200 y 170 fueron testigos de una nueva oleada de colonias
romanas en Italia, que se extendieron hasta las ricas tierras de cultivo del norte,
en las proximidades del Po. Se ha calculado que fueron enviados cerca de cien
mil colonos a explotar casi medio millón de hectáreas; en estos años dio
comienzo la historia «romana» de grandes ciudades modernas de Italia, como
Parma o Bolonia. 276 Las colonias eran una buena salida para los ciudadanos
pobres de Roma, que constituían una posible fuente de tensiones sociales en
la ciudad. Una vez más, asistimos a una transformación clásica de una
economía antigua, cuyas rentas y riquezas se vieron multiplicadas por la
guerra, y en la que el establecimiento de colonias modificó el perfil social del
Estado conquistador.
Tras las victorias de Roma en Grecia, vino la justicia, por así decir, para los
griegos en una nueva época de proclamación de la «libertad». El senado y los
generales romanos se dieron cuenta de que con demasiada frecuencia
recurrían a ellos los Estados griegos que buscaban una justicia imparcial y un
arbitraje territorial de sus propias diferencias internas. Los romanos recibían
una y otra vez este tipo de solicitudes, pero cuando tomaban una decisión, ésta
a menudo difería bastante de lo que en un principio se había creído que eran
sus inclinaciones. Esta incoherencia resultaba conveniente para la nueva
política romana consistente en aprovecharse de la debilidad de los griegos y de
sus luchas internas. Uno tras otro, sus antiguos amigos y beneficiarios griegos
se sintieron decepcionados ante las respuestas de Roma a sus peticiones:
Rodas, el rey Eumenes de Pérgamo, y finalmente, en el Peloponeso, la
importantísima Liga Aquea. Peligrosamente, algunos romanos empezaron a ser
recordados por sus estallidos de «cólera» cuando trataban con los griegos y
sus asuntos. 277 Se produjo un nuevo cambio de simpatías. Hasta finales del
siglo III a.C. las democracias habían conocido una difusión relativa por las
ciudades griegas. A partir de 196, los romanos empezaron a favorecer a los
que se declaraban amigos suyos en las ciudades y pensaron que estos
individuos habrían venido mejor a sus intereses frente a la inconstancia de un
populacho poco de fiar. Esos amigos solían ser los ciudadanos ricos,
partidarios del «orden», y no los gobiernos populares. No es ninguna
coincidencia que en muchas ciudades-estado griegas surgieran grandes
«benefactores» cada vez más dominantes, a medida que empezaran a ponerse
trabas y contrapesos a la democracia, primero en las poleis de fundación más
reciente, y luego en las viejas «metrópolis» de Grecia. 278 Los romanos
combinaron el papel de «gendarmes del mundo mediterráneo» con la clara
conciencia de que eran la fuerza más poderosa y de que podían actuar más o
menos como les pareciera conveniente. Por lo tanto, se trataba de una
combinación peligrosa también para sus «aliados» del extranjero y los vecinos
de éstos.
Entre 168 y 146 Roma ejerció su poder imperiosamente contra los enemigos
que le quedaban, el rey de Macedonia (Perseo, en 168), los Seléucidas de
Oriente Próximo (Antíoco IV, en 165), las tribus de la costa dálmata (156) y la
Liga Aquea en Grecia y lo que quedaba del territorio de Cartago en el norte de
África (146 a. C). El más importante de estos enfrentamientos fue el que
supuso la derrota de los macedonios y el fin del poder ejercido por éstos
durante casi dos siglos. En 179 el trono de Macedonia había pasado a manos
de Perseo, un príncipe de treinta y tantos años, cuya brillantez y energía
perturbaron inmediatamente a los observadores romanos. Estaba casado
además con una princesa de la familia de los Seléucidas. Anunció el
establecimiento de condiciones favorables para los deudores en Grecia y atrajo
de nuevo hacia Macedonia las peticiones de socorro de muchos griegos a los
que las acciones de Roma habían contribuido a empobrecer cada vez más. Las
sospechas que despertó en los romanos se intensificaron durante la década de
170, y culminaron en la decisión de declararle la guerra a finales de 172. La
embajada final enviada por los romanos no hizo más que confundir a Perseo y
hacer que retrasara sus preparativos al darle a entender, traicioneramente, que
quizá pudiera llegar a un acuerdo con Roma. Incluso algunos romanos
criticaron el cinismo de aquellas negociaciones diplomáticas.
Durante los dos años siguientes, los generales romanos destacados en Grecia
no tuvieron, ni mucho menos, un comportamiento más digno. La opinión
pública griega tuvo que ser apaciguada antes de que en 168 llegara un gran
ejército romano al frente de un cónsul, Emilio Paulo, descendiente del mismo
cónsul que fuera derrotado por Aníbal en Cannas. En la costa del sudeste de
Macedonia se enfrentaron las dos potencias en una batalla en la escarpada
región montañosa del Olimpo. El ejército de Perseo era casi tan grande como
el de Alejandro en Gaugamela, pero un destacamento romano logró efectuar
un brillante movimiento por sus flancos atravesando dos pasos de montaña
situados al oeste, desalojando a dos guarniciones macedonias y amenazando
de repente al ejército de Perseo con rodearlo. Esa maniobra trascendental fue
dirigida por el yerno del gran Escipión: posteriormente engrandecería su éxito
en el relato que escribió de su acción.
Perseo se retiró, con Emilio Paulo pisándole los talones, y se quedó de una
pieza al ver que el ejército macedonio se hallaba una vez más situado en una
estrecha llanura al sur de Pidna. Los subordinados de Emilio Paulo deseaban
atacar de inmediato, pero el cónsul prefirió esperar y estudiar a su adversario:
posteriormente comentaría en los banquetes celebrados en Roma que la
falange macedonia, con sus largas lanzas puntiagudas, era «la cosa más
terrible» que había visto en su vida. La batalla dio comienzo el 22 de junio,
después de un eclipse de luna, y los romanos casi perdieron la posición en el
primer asalto por el centro. Las largas picas de la falange atravesaban los
escudos de sus soldados de infantería y hacían retroceder el centro de la
formación, pero entonces se puso de manifiesto su tradicional debilidad en el
combate cuerpo a cuerpo que se desencadenó a continuación. Sus filas
empezaron a romperse, permitiendo a la infantería romana penetrar en su
formación y desenvainar sus espadas, mucho más largas que los puñales que
utilizaban los soldados macedonios. La carnicería fue espantosa, pereciendo,
según se cuenta, 20.000 macedonios. Mientras tanto, los embates de la
caballería macedonia por los flancos fracasaban, en parte debido a los
elefantes que llevaban los romanos, y en parte también porque sus propios
elefantes fueron mutilados por una sección romana especializada en anular la
efectividad de los paquidermos.
Perseo salió huyendo, pero posteriormente fue capturado y conducido ante
Emilio Paulo, que le propinó una lección antes sus jóvenes oficiales acerca de
la inestabilidad de la fortuna que el propio Heródoto habría aprobado. Los
palacios macedonios fueron saqueados, obteniéndose de la rapiña una
cantidad ingente de colmillos de marfil, anécdota que nos recuerda cuántos
elefantes habían sido criados en la llanura en otro tiempo pantanosa situada en
las cercanías de Pella. Perseo y sus hijos fueron conducidos a Roma y
obligados a desfilar como humildes cautivos en el triunfo que marcó el fin del
poder de la monarquía macedonia: Emilio Paulo se quedó con el contenido de
la gran biblioteca griega del rey. El reino fue dividido en los cuatro distritos que
lo componían, pero los macedonios no estaban acostumbrados al más mínimo
grado de democracia. Al cabo de poco tiempo se sublevaron capitaneados por
un nuevo pretendiente a la corona.
Los años siguientes, los que van de 168 a 146 a.C. fueron considerados por un
agudo observador griego, el historiador Polibio, una auténtica época de
«turbulencias y revoluciones». 279 Desde luego los romanos no daban cuartel a
aquellos a los que declaraban enemigos suyos. En 149 hicieron pública su
decisión de disolver la Liga Aquea, que tan larga historia tenía a sus espaldas,
y en 146 hicieron efectiva su promesa, destruyendo además la antigua ciudad
de Corinto. Ese mismo año, arrasaron por completo lo que quedaba de Cartago
(los años del pago de indemnizaciones habían acabado poco tiempo antes). Ya
en 168, el vencedor de Pidna, Emilio Paulo, había tomado terribles represalias
contra los habitantes de Epiro, en el noroeste de Grecia, que habían ayudado a
sus vecinos los macedonios. El senado decretó que setenta ciudades del Epiro
fueran saqueadas y, en consecuencia, cerca de ciento cincuenta mil individuos
fueron brutalmente vendidos como esclavos. Asimismo fueron trasladadas a
Roma enormes cantidades de obras de arte griego, junto con un número
ingente de objetos de oro y plata. Después de tanto horror, resulta difícil admitir
que Roma pudiera experimentar un cambio a peor. 280
En menos de setenta años, entre el desastre de Cannas, acontecido en 216, y
la destrucción de Cartago en 146, los romanos se habían convertido en la única
superpotencia del Mediterráneo. Las consecuencias de esa situación resultan
muy instructivas. Los romanos esperaban ahora «obediencia» absoluta a las
órdenes que dictaban por propia iniciativa; los generales romanos estaban
acostumbrados a ejercer el «mando» (imperium) como magistrados en Roma.
Cuando declaraban una guerra (como, por ejemplo, en 156 a.C.) tenían mucho
cuidado y ponían un pretexto «justo» para consumo de la opinión pública,
aunque los verdaderos motivos fueran otros. Ateniéndose a esos pretextos, los
historiadores modernos han sostenido a veces que Roma se vio arrastrada
paulatinamente a inmiscuirse en los asuntos griegos, que sus ataques fueron
por lo general en defensa propia y que, como no convirtió inmediatamente en
nuevas provincias los territorios conquistados, no se fijó desde un principio el
objetivo de explotarlos. En contra de esta interpretación pueden aducirse
fascinantes problemas de cronología y otros testimonios, aparte de las
opiniones de los contemporáneos de los hechos de las que tenemos noticias.
Esos especialistas pasan además por alto importantes elementos de la
mentalidad romana y del consiguiente complejo de gloria y de obtención de
beneficios que se desarrolló en la sociedad de Roma; los generales ambiciosos
tenían prisa por ponerse a la altura de los antepasados de su familia que
habían tenido sus mismas ambiciones, y su objetivo era hacerse con un buen
botín y celebrar un triunfo. Resulta más convincente atribuir a los romanos
audacia en sus designios y cada vez menos escrúpulos a la hora de hacer
realidad esos designios valiéndose de la traición y la agresión descarada.
Algunos romanos observan de hecho una «sabiduría nueva» entre los políticos
de la década de 170 a.C. que consistía en decir mentiras manifiestas y suponer
que «el poder tiene razón». 281 Según algunos, esa «sabiduría nueva» fue sólo
una intensificación de la práctica ya existente. El éxito de Roma en Grecia y en
Asia Menor se basó sobre todo en la enorme superioridad de sus recursos
humanos y la táctica militar flexible que fue adoptada antes de 320 y que ya
había sido probada contra Cartago. El comportamiento mostrado con sus
enemigos en Grecia durante aquellos lúgubres años resulta menos
sorprendente para los que empiezan por estudiar su anterior comportamiento
en la Sicilia griega en 212-211. Para explotar sus conquistas no necesitaba
convertirlas en provincias delimitadas territorialmente. Su dominio podía ser
menos directo, aunque dudemos en llamarlo todavía directamente «imperio»,
tal como entendemos hoy día este término.

Cuarta parte - LA REPÚBLICA ROMANA


Entre el siglo III y el siglo II antes de nuestra era, Roma fue la ciudad de
Italia o incluso de Grecia que tuvo un gobierno más aristocrático ... Si el
senado por una parte estaba obligado a manipular a la multitud en
materia de asuntos internos, por otra era dueño y señor absoluto en lo
que concierne a los asuntos exteriores. Era el senado el que recibía a
los embajadores, el que concluía las alianzas, el que distribuía las
provincias y , las legiones, el que ratificaba las acciones de los
generales, el que determinaba las condiciones concedidas a los pueblos
conquistados: es decir, todas las actividades que en otros lugares
correspondían a la asamblea popular. Por consiguiente, en sus
relaciones con Roma, los extranjeros no tenían nada que hacer con el
pueblo. Sólo hablaba el senado, y se difundió la idea de que el pueblo no
tenía ningún poder. Ésa fue la opinión que un griego expresó ante
Flaminino: «En vuestra república», dijo, «sólo gobiernan los ricos, y todo
está supeditado a ellos».
N. D. FUSTEL DE COULANGES, La ciudad antigua (1864, según la
traducción inglesa de 1956)

Insisto en que en este sistema (el sistema político de la República


Romana tardía), un cargo público sólo podía obtenerse a través de una
elección directa en la cual tenían derecho a participar todos los
ciudadanos (varones adultos), incluidos los libertos, y toda la legislación
era por definición objeto de una votación popular directa. Siendo esto
así, resulta difícil entender por qué la República Romana no iba a
merecer una consideración seria no sólo como un tipo específico de
ciudad-estado antigua, sino como un caso especial de cierto grupo
relativamente pequeño de ejemplos históricos de sistemas políticos que
merecerían la etiqueta de «democracias».
FERGUS MILLAR, The Crowd in Rome in the Late Republic (2002)

Capítulo 31 - LUJO Y LIBERTINAJE

«No poseo ni casa ni vajilla ni una túnica cara, no tengo esclavos


costosos ni criada. Si tengo a mano algo que pueda utilizar, lo utilizo. Si
no lo hay, prescindo de ello. Por mi parte, considero que cada uno debe
usar y disfrutar de lo que tiene.» Y añade: «Me echan en cara que me
faltan muchas cosas. Pero yo a ésos les digo que no son capaces de
vivir sin ellas».
CATÓN EL CENSOR, en Aulo Gelio, Noches áticas 13 .24

Las conquistas de los romanos en Italia y posteriormente en Grecia se debieron


en parte a su habilidad militar y a sus valores, y en parte a la superioridad cada
vez mayor de sus recursos humanos y a su atractivo para las clases altas de
ambos países y para las facciones existentes en ellas. La obediencia a Roma
era el menor de los males políticos a juicio de unos individuos cuya posición y
cuyos bienes corrían el riesgo de serles arrebatados por sus propias clases
humildes o por los enemigos bárbaros que los rodeaban. Sin embargo, la
«libertad» sería después la oferta que aparentemente harían los romanos a los
distintos Estados de Grecia.
Cuando romanos y griegos se vieron abocados a mantener unas nuevas
relaciones, cada vez más estrechas, tuvo que producirse necesariamente un
conflicto de culturas. Los griegos interpretaron a todas luces los ofrecimientos
de «libertad» con un espíritu que los romanos, que aspiraban a encontrar
lealtad y agradecimiento, no compartían. En Roma, por otra parte, el contacto
cada vez mayor con las costumbres griegas dio nuevas alas a la vida romana
«tradicional». Hacia el año 200 a.C. eran bastante pocos los senadores que
sabían hablar en griego o que lo entendían: algunos historiadores modernos
conjeturan que la mitad del senado podía hacerlo, aunque, en mi opinión, se
trata de un cálculo exagerado. Durante siglos Roma había estado en contacto
con los artistas griegos, la religión griega y los hablantes de lengua griega y sus
conquistas en el sur de Italia la habían puesto frente a frente ante la cultura
griega. Pero hay muchos niveles de conocimiento de una lengua y existen
muchos grados de lo que llamamos «helenización». Poseer objetos y esclavos
griegos es una cosa; pensar en griego y admirar el fondo de la cultura griega
(sea lo que sea lo que entendamos por tal), otra muy distinta.
Indudablemente la cultura griega ya había empezado a dejar su impronta
transformadora en el latín. A partir de 240 más o menos la lengua latina había
comenzado a desarrollar su propia literatura, modelada directamente sobre la
griega (por lo pronto a partir de la Odisea). 282 Los primeros autores latinos
reflejan las consecuencias del avance militar de Roma hacia el sur a través de
Italia y fuera de ella: los primeros dramaturgos latinos, incluido Terencio,
proceden del sur de la Península Italiana, de lengua griega; el primer
historiador, el senador Fabio Píctor, se decidió a escribir una obra que explicara
la guerra con Cartago, y lo hizo en griego, directamente para un público griego.
El gran poeta cómico latino Plauto, que era originario del centro de Italia
(Umbría), también siguió modelos griegos. Pero sobre todo, el primer poeta
épico latino, Ennio, procedía de la punta de la bota de la Península Italiana y
hablaba otras dos lenguas, además del latín. Escribió en eruditas formas
poéticas griegas y compuso un poema épico notable en latín, los Anales, que
iban desde la guerra de Troya hasta el triunfo obtenido por su patrono, el
senador romano Fulvio Nobilior. A Nobilior se le concedió el triunfo por someter
a los antiguos aliados de Roma, los griegos de la Liga Etolia. Es indudable que
Ennio podía dejar correr su imaginación en torno a aquel triunfo acontecido mil
años después de la supuesta caída de Troya, que se databa con una erudición
mal orientada aproximadamente en el año 1180 a.C. 283
No obstante, toda esta literatura poética estaba escrita en latín. La que gozaba
de más audiencia, las comedias de Plauto, tenía un marcado tono latino en su
ambientación, incluso en las comidas de las que hablan, y en el papel asignado
a los libertos, mucho más pronunciado que en Grecia. ¿Con qué tipo de
«helenismo» estaría más relacionado un senador romano? No desde luego con
el helenismo clásico de un demócrata ateniense, que filosofaba acerca de
arduas cuestiones relacionadas con el conocimiento y la necesidad, que
aceptaba la igualdad de voto de los campesinos, y que suspiraba por la belleza
de un joven atleta. Ni con el esplendor de un monarca helenístico: los ideales
romanos podían asimilarse con más facilidad con los ideales espartanos de
austeridad y de pertenencia al grupo de los «iguales», pero ni su formación ni
su afán de riqueza eran desde luego los de un buen espartiata. No había
ningún elemento de la vida de un romano que se solapara con claridad con
ningún elemento de la vida griega. Lo que importa en la llamada «helenización»
de Roma es el contexto social y moral en el que fueron acogidas las
costumbres griegas: los romanos podían coleccionar obras de arte, poetas y
esclavos cualificados, pero no se convertían en verdaderos griegos por el mero
hecho de ser filhelenos, como tampoco eran básicamente franceses los
aristócratas rusos francófilos de Guerra y paz de Tolstói. En los círculos
romanos, los máximos exponentes del helenismo siguieron ocupando
socialmente el mismo lugar. Los poetas griegos se convirtieron sólo en clientes
de los romanos ricos; pero el «talento» del mundo griego introdujo en Roma
otras habilidades, otras artes y otros lujos, que llegaron en forma de esclavos y
de cautivos de guerra. En este sentido, el triunfo sobre Macedonia celebrado
en 167 ha sido considerado un punto de inflexión que introdujo en la sociedad
romana todo tipo de novedades, desde músicos griegos, hasta cocineros o
experimentadas prostitutas de esa misma nacionalidad. A partir de 160, los
burdeles utilitarios de las comedias de Plauto (ca. 200 a.C.) habrían parecido
un pobre sustitutivo de las artes de las nuevas cortesanas al estilo griego
establecidas en Roma. La práctica del sexo homoerótico «griego» se puso más
de moda entre los romanos, aunque siguiera estando mal vista entre
ciudadanos libres. Aquellos años de despertar cultural resultan fascinantes
debido a los retos tan grandes que impuso el nuevo contexto romano a los
artistas griegos inmigrantes. En febrero de 166, en el curso de los juegos por la
victoria sobre los ilirios, actuaron en un teatro portátil construido en el circo
romano unos famosos flautistas griegos y un coro de bailarines. Como su
repertorio artístico resultaba aburrido para los espectadores romanos, se les
dijo que lo animaran un poco parodiando una batalla. El coro obedeció y se
dividió en dos partes, tras lo cual saltaron al escenario cuatro púgiles
acompañados de unos individuos que tocaban la trompeta y el cuerno. Los
actores trágicos traídos de Grecia que esperaban su turno, tuvieron que
cambiar su espectáculo, hasta tal punto que el historiador griego Polibio,
probablemente uno de los asistentes al acto, ni siquiera es capaz de describir a
sus circunspectos lectores griegos lo que fue aquello. 284
Como no podía ser de otro modo, las nuevas modas y las nuevas
importaciones despertaron los tradicionales temores romanos ante el «lujo».
Durante los cincuenta años siguientes tenemos atestiguadas varias leyes que
intentaban limitarlo, aunque tampoco podemos decir que fueran las primeras de
la historia de Roma. Encajaban perfectamente con las actitudes romanas más
profundas. Las virtudes de la austeridad y la parsimonia eran admiradas en las
leyendas que se contaban acerca de los buenos tiempos pasados, es decir, la
época correspondiente a los siglos VII-IV a.C. Se esperaba que los padres de
familia romanos las emularan y educaran a sus hijos en la cultura de la
moderación. Los censores (magistratura doble), habían asumido la nueva tarea
de supervisar la moral pública: cuando se elaboraban periódicamente las listas
de los ciudadanos romanos, podían poner una «nota negra» («denigrar») a
todo aquel cuya conducta hubiera sido indecente. En la nueva era de
conquistas en Oriente habría muchas más cosas que censurar. El «lujo» era
calificado de «asiático» y «oriental», recuperándose así los viejos estereotipos
utilizados por los pensadores e historiadores griegos desde los tiempos de
Heródoto en adelante. Pero también había su parte de verdad en esos
estereotipos. El arte y la arquitectura, la metalurgia y las habilidades culturales
de la monarquía macedonia y de los reinos griegos de Asia estaban
infinitamente más avanzados que los toscos niveles del arte y la cultura
predominantes en Roma antes de 180. Estaba, además, el ejemplo constante
de Egipto, el lujo de cuyos reyes, los Ptolomeos, tenía fuertes connotaciones
de fantasía dionisíaca y de esplendor regio. En Roma, tan hostil al gobierno de
un solo hombre, semejantes extravagancias resultaban de todo punto
inaceptables.
Las leyes contra el lujo no fueron impuestas en esta época por las asambleas
del pueblo con el fin de frenar las extravagancias de la clase alta. Más bien
fueron algunos miembros del senado (no su totalidad) los que las
propusieron. 285 Un lujo muy temido era la excesiva largueza en el trato
dispensado a los invitados en los banquetes públicos. Era una muestra de
liberalidad, pero también un modo de atraerse demasiados partidarios del que
disponían los romanos que ostentaban cargos públicos. Las leyes intentaron
limitar también el consumo de demasiados productos de importación.
Naturalmente las leyes fueron impugnadas o simplemente desobedecidas, pero
se inscribían en un contexto más amplio de preocupaciones. Los triunfos
concedidos a partir de 180 dieron lugar a la celebración de grandes banquetes
públicos y también, como veremos, a la organización de nuevos «espectáculos
lúdicos» que suscitaban la inquietud de los rivales: en tres ocasiones, entre 187
y 179, los senadores intentaron limitar el dinero gastado en los juegos
circenses. Intentaron también prohibir la importación de animales para la
celebración de «cacerías» en la arena: un tribuno de la facción popular frustró
su plan. Las leyes intentaron limitar también los sobornos y regular los estadios
de la carrera política de cualquier individuo. Al igual que este oportunismo
político, el lujo podía intensificar la rivalidad en el seno de la clase alta en un
momento de explosión de las oportunidades. La crisis de las aristocracias de
las ciudades-estado griegas durante los siglos VIl y VI a.C. se reproduciría en
Roma, pero con unas armas de un alcance muchísimo mayor.
La voz más importante contra el lujo y las tensiones provocadas por él que se
dejó oír en Roma fue la del famoso Catón el Viejo, fragmentos de cuyas obras
en latín se nos han conservado. Catón hacía < hincapié en su «parsimonia y
austeridad» y en los años que había pasado trabajando la tierra entre sus
piedras «sabinas». 286 Pero desde luego Catón no era un campesino ni el
portavoz de los agricultores pobres: pertenecía a una familia italiana
acomodada. La carrera de Catón, iniciada en 217, se desarrolló hasta el año
149, y llegó a su punto culminante en 184, cuando fue nombrado censor y
mostró su famosa severidad incluso a algunos senadores romanos. La
posteridad lo presentaría como el más estricto de los tradicionalistas romanos,
pero el tradicionalismo de Catón era el conservadurismo de un arribista, de un
hombre nuevo hecho noble. Las costumbres de su vida familiar se harían
legendarias. Catón se retiraba a veces a la sencilla casa rústica que había sido
utilizada por Curio, cuya austeridad era ejemplar. Allí, su mujer amamantaba a
los hijos de sus esclavos, para transmitirles con la leche la lealtad a sus amos;
sencillos platos y vasos eran la vajilla que utilizaba habitualmente (no los vasos
de oro y plata de nuevas formas adquiridos en Grecia), y Catón tenía la
desagradable costumbre de liberar a los esclavos viejos o enfermos para que
no resultaran una carga para sus fincas. 287 Catón no era contrario al hecho de
ganar dinero: en su opinión, era una virtud que el individuo incrementara los
bienes que había heredado. 288 Tampoco detestaba el comercio, aunque
consideraba que era terriblemente arriesgado. Lo que odiaba era el préstamo
de dinero, pues era una actividad «antinatural» e infame. 289 Temía también las
consecuencias políticas de las ganancias mal obtenidas en las provincias. Por
este motivo, habló en contra de los senadores que en 167 a.C. quisieron atacar
la isla de Rodas, antigua aliada de Roma. 290
No es que Catón no tuviera simpatía por los griegos en cuanto tales. Como es
bien sabido, sus discursos y escritos arremetían contra sus actividades
intelectuales, su filosofía, su poesía y sus médicos. Eran «la raza más maligna
y desordenada», 291 defensora de la desnudez y la frivolidad; sus médicos
conspiraban para matar a los «bárbaros» romanos. La afición romana por los
ejemplos griegos, tan de moda en su época, era indecente, afirmaba Catón,
sobre todo porque tanto romanos como italianos tenían sus propios héroes del
pasado que eran igualmente grandes. Las quejas de Catón reflejaban la
creciente oleada de contactos de Roma con lo griego. Cuando en 155 a.C. los
atenienses enviaron a Roma a los directores de sus escuelas de filosofía en
una embajada, uno de ellos, el escéptico Carnéades, defendió un día la justicia
en la actividad política, y al día siguiente defendió la injusticia. A Catón le
asqueó tanto aquella actitud que pidió que los filósofos salieran
inmediatamente de Roma y que volvieran a corromper a la juventud de su
ciudad, no a la romana.
Sin embargo, la juventud de Roma se había dejado seducir por la inteligencia
de aquellos griegos. A lo que se enfrentaba Catón era a una ola imparable que
se acercaba a toda velocidad, y él era como una boya arrastrada por la resaca.
Había estudiado en Atenas: su obra Sobre la agricultura se basaba en fuentes
griegas, lo mismo que sus Orígenes, sobre los primeros tiempos de los pueblos
y las ciudades de Italia. Había utilizado en su provecho el marco general de los
griegos, pero odiaba sus alardes y su excesiva sutileza. Había además una
tremenda parcialidad en su actitud ante Cartago. Catón había servido en la
segunda guerra púnica y, cuando los cartagineses dejaron de pagar (en 151
a.C.) la indemnización que les había sido impuesta tras su derrota, se abrió un
debate en Roma acerca de las medidas que debían tomarse al respecto.
Catón, el veterano de los tiempos de Aníbal, se mostró partidario de destruir
Cartago por completo. Puso de relieve el peligro que corrían los romanos
exhibiendo en el senado un higo fresco «recién» cogido en Cartago, como si
esta ciudad se encontrara apenas a media hora de viaje de Roma. 292 Pero su
política de destrucción resultaba temible por una razón que debería haberle
hecho vacilar: si Roma se quedaba sin ningún enemigo extranjero al que temer,
¿no proliferarían aún más el «lujo» y la molicie? A pesar de todo, Cartago fue
destruida.
Contradicciones de este tipo siguieron planteándose al pensamiento romano
tradicional debido a la expansión del poderío romano en el extranjero. Las
ciudades griegas aliadas instituyeron cultos a Roma, concebida como una
diosa, e incluso trataban a los magistrados romanos como si fueran semejantes
a los cortesanos o a los príncipes que conocían en su mundo helénico de
reyes. Esos honores personales iban en contra de la libertad e igualdad de las
que se jactaban los miembros de la clase senatorial. Cuando la actitud de los
romanos se hizo más imperialista, su estructura social quedó retratada ante
ellos mismos por la actitud de un subordinado suyo a regañadientes, el rey
Prusias de Bitinia. 293 En torno al año 170, cuando unos legados romanos
llegaron a su corte, en el noroeste de Asia Menor, Prusias parodió la realidad
de su situación disfrazándose de liberto y presentándose como tal, es decir,
como una especie de verdadero servidor de los romanos. «Miradme a mí,
vuestro liberto», dijo, «pues quiero seros agradable en todo e imitar vuestras
costumbres.» Posteriormente Prusias viajó a Roma y, en una actuación
sublime, fue aún más allá cuando se presentó en el senado. «Salve, dioses
salvadores míos», exclamó prosternándose ante el umbral del edificio y ante
los senadores más ilustres congregados en su interior. Parecía realmente tan
despreciable que recibió una respuesta amistosa. Según algunos, lo ridículo
era que Prusias parodiaba irónicamente la imagen que de sí mismos tenían sus
arrogantes nuevos amos, los romanos.
Los desprecios de Roma podían incluso desencadenar choques de culturas
secundarios en lugares mucho más alejados. En la primavera de 168 el
monarca Seléucida Antíoco IV invadió por fin el territorio egipcio de sus rivales,
los Ptolomeos, sólo para ver cómo le cortaba el paso un altanero legado
romano. Obligado a retirarse, Antíoco celebró una fiesta en su ciudad de
Antioquía, con afán de emular las celebraciones de su victoria sobre
Macedonia que por esa misma época protagonizaron los generales romanos.
Siguiendo el nuevo estilo romano, Antíoco organizó un espectáculo de peleas
de animales salvajes, pero entonces sorprendió a sus invitados sirviéndoles
personalmente en una ostentosa demostración de amabilidad en el curso de un
suntuoso banquete real. 294 Un año más tarde, se detuvo en Judea, donde
atendió la petición presentada por una facción de los judíos de Jerusalén;
deseaban imponerse a sus adversarios y adoptar las costumbres griegas
abandonando de paso las prácticas judías tradicionales. Antíoco decidió
prestarles su apoyo, como si pretendiera calmar la cólera que lo dominaba tras
el reciente desaire sufrido en Egipto por parte de los romanos. 295
Consecuencia de todo ello fue una sublevación nacionalista protagonizada por
los otros judíos ultrajados y una sangrienta guerra (la «Rebelión de los
Macabeos»). A raíz de esa rebelión surgió un nuevo Estado judío poderoso y
una nueva teología del martirio de los judíos que perecieron en ella. Se dijo que
habían ido directamente al paraíso, y ésta es la primera mención que tenemos
de esta idea históricamente tan fecunda. 296
El choque de culturas queda personificado ante todo por el hombre al que
debemos buena parte de lo que sabemos acerca de los progresos de Roma
entre 220 y 146 a.C. el último gran historiador griego, Polibio, natural de
Megalópolis. Nació en el seno de una ilustre familia política de la Liga Aquea,
pero en 167 fue deportado a Roma junto con otros mil individuos, como rehén
sospechoso de hostilidad a los romanos. Siendo rehén, entabló amistad con
importantes romanos, entre otros con los jóvenes Escipiones (la caza era uno
de los lazos más importantes que los unían). Posteriormente realizó largos
viajes por España y Occidente, llegando a visitar incluso las costas de África
occidental. Una vez más, una de las grandes historias griegas sería escrita por
un exiliado. El proyecto original de Polibio consistía en escribir un libro de
historia hasta el año 167 a.C. pero decidió continuarlo porque vivió lo bastante
para ver las «turbulencias y revoluciones» de los años de dominación de
Roma. 297 Él mismo desempeñó un papel en ellos, ayudando a elaborar el
acuerdo impuesto por Roma a Grecia en 146 a.C. tras la brutal destrucción de
Corinto. A Polibio le resultaría difícil explicar su papel: había sido un
«compañero de viaje» de los romanos y había participado en las acciones de
éstos, cuando lo que habría cabido esperar era que se hubiera opuesto a ellas.
Polibio es el historiador de la Antigüedad con una visión más explícita de lo que
deberían ser y de lo que deberían hacer los historiadores. Al atacar a sus
antecesores (en beneficio de nuestro conocimiento de ellos) hace hincapié en
el valor de la «historia pragmática». 298 Se trata de la historia de los
acontecimientos y las acciones en la medida en que afectan a las ciudades, los
pueblos y las personas, y debe ser escrita por un individuo «pragmático»,
alguien que viaje a los lugares en cuestión, que entreviste a los protagonistas
de los hechos y estudie personalmente los documentos. Polibio es enemigo
declarado de los ratones de biblioteca como su erudito antecesor, Timeo. Hay
mucho de Tucídides en sus objetivos, excepto que, una vez más, la exclusión
de los dioses como explicación de la historia que hacía el ateniense resultaba
demasiado rigurosa para la mentalidad más sencilla de su admirador. A juicio
de Polibio, la derrota de los reyes de Macedonia y de Antíoco IV en un mismo
año (168) había sido una venganza por la brutal decisión tomada por sus
antecesores en ca. 200 de concluir un pacto en detrimento de Ptolomeo V de
Egipto, por entonces un niño. A Tucídides le habría encantado puntualizar que
esa «venganza» no era más que una coincidencia y que el «pacto» que
supuestamente había venido a vengar era casi con toda seguridad una
invención a la que los romanos habían dado una gran publicidad.
No obstante, Polibio busca explicaciones de los cambios y es bastante explícito
a la hora de formularlas. Según la mayoría de los expertos, lo que él dice
explícitamente es menos penetrante que lo que Tucídides deja implícito. Nos
obliga además a enfrentarnos a una ampulosa modalidad de griego politécnico.
Pero su visión desde un extremo y otro del Mediterráneo, desde España hasta
Siria, es un mérito que debemos atribuirle y su descripción de nuevos pueblos,
paisajes, mitos y recursos constituye un perfecto testimonio de mentalidad
griega helenística.
Sus observaciones acerca de los romanos resultan particularmente
importantes. En ellas tenemos, por fin, las impresiones de un griego culto que
vivió en Roma, aprendió un poco de latín y entabló amistad con algunos
romanos de la clase alta de aquellos años fascinantes. En las historias de
Polibio, los hablantes de griego califican a los romanos y su comportamiento de
«bárbaros». 299 Y no son «bárbaros» simplemente porque hablan una lengua
extranjera. Polibio presenta también las costumbres de los romanos como
extranjeras, como algo «suyo», no «nuestro», es decir, de los griegos. Los
romanos podían llegar a ser extraordinariamente salvajes: «En las ciudades
conquistadas por lo romanos», afirma Polibio, «se pueden ver con frecuencia
no sólo personas descuartizadas, sino perros y otras bestias». 300 Pero la
crueldad de los romanos era deliberada, a diferencia del estereotipo del
bárbaro «irracional», el individuo en el que se mezclan salvajismo y pánico.
Cuando compara a los romanos con otros pueblos que no sea el griego, Polibio
no los llama bárbaros.
Lo más curioso es que tiene las mismas ideas acerca del comportamiento de
los romanos de su época que expresaba el severo Catón el Viejo. También
para Polibio, la mayoría de los romanos sentía una afición desmesurada por
hacer dinero, como confirman las quejas y las máximas de Catón. Debido a su
educación griega, Polibio alaba la moderación, el patriotismo y el austero
dominio de uno mismo, cualidades que se ven respaldadas por la imagen
distorsionada que tenía de la antigua Esparta. En su contexto romano, Catón
pregonaba esos mismos valores. Los dos hombres se conocieron
personalmente, pero la semejanza de los valores que profesaban no se debe a
que la mayor inteligencia de Polibio modelara el pensamiento de Catón. Se
debe a una perspectiva análoga, formada independientemente. Un puente que
unía esos valores comunes era su apego por el griego sencillo de un escritor
clásico ateniense, Jenofonte, enemigo del lujo, admirador de la valentía y las
proezas militares, y adalid de la vida «moral», ejemplificada en otra afición que
tenían los tres en común, la caza.
También para Polibio el año 167 supuso un punto de inflexión debido a la
nueva oleada de «lujo» que desataron en Roma las conquistas obtenidas en
Grecia. Se lamentaba de que los jóvenes pagaran ahora «más de un talento»
por un amante adolescente; de manera análoga, Catón advertía al pueblo
romano que no tardaría en «ver un cambio a peor» en su constitución, cuando
los «mancebos hermosos sean vendidos por un precio mayor que el de las
tierras de labranza». 301 Polibio y Catón compartían la desaprobación del nuevo
«lujo» y la idea de que éste iba a contribuir a la decadencia política: en su
historia, Polibio se preocupa por reproducir, siempre que le es posible, la
esencia de lo que sus personajes dijeron realmente. Pero a diferencia de
Catón, tenía una teoría explicativa premonitoria, la idea de que las
constituciones se siguen unas a otras según un modelo cíclico inevitable, que
se repite a lo largo del tiempo. El año de la batalla de Cannas, Polibio creía que
la constitución romana había llegado a su punto culminante. En su opinión, no
se trataba de una constitución «mixta», que mezclaba distintos elementos de la
oligarquía, la democracia, etc. Antes bien, se encontraba en una fase
oligárquica, pero la mantenían en equilibrio ciertos elementos de la monarquía
y la democracia que hacían de contrapeso frente al cambio y la
degeneración. 302 Según la teoría de Polibio, ese cambio debía producirse
irremediablemente, y tenía que ver con los cambios introducidos en las
«costumbres» y la conducta de los ciudadanos: la oligarquía cambiaría y daría
paso a la democracia, la democracia degeneraría en el gobierno de la chusma
y de ahí se pasaría de nuevo a la monarquía, el punto de partida. Polibio siguió
escribiendo cuando ya era un anciano: se dice que murió a los ochenta y dos
años, esto es, a mediados de la década de 120, a consecuencia de la caída de
un caballo. Su sencilla teoría de los elementos constitucionales de Roma debía
más a su educación y a su marco de hombre griego que a la realidad romana.
¿Eran realmente los cónsules romanos tan «semejantes a reyes»? ¿Y dónde
estaba el papel democrático del «pueblo» en el sentido plenamente griego del
término? Como si fuera un griego trasplantado a la India, permitió que sus
teorías distorsionaran su comprensión de lo que iba viendo y oyendo. Pero sus
predicciones tendrían una particular resonancia durante los cien años
siguientes para la Roma que él conoció como residente extranjero.

Capítulo 32 - TURBULENCIAS EN EL INTERIOR Y EN EL EXTERIOR

Refiérese también que no fue Septimuleyo, amigo de Opimio, el que le


cortó a Gayo la cabeza, sino que, habiéndosela cortado otro, se la
arrebató al que quiera que fue, y la llevó para presentarla, porque al
principio del combate se había echado un pregón ofreciendo a los que
trajesen las cabezas de Gayo y Fulvio lo que pesasen en oro. Fue, pues,
presentada a Opimio por Septimuleyo la de Gayo, clavada en una pica, y
traído un peso, se halló que pesaba diecisiete libras y dos tercios;
habiendo sido hasta en esto Septimuleyo hombre abominable y
malvado, porque habiéndole sacado el cerebro, rellenó el hueco de
plomo.
PLUTARCO, Vida de Gayo Graco 17

Su sepulcro [de Sila] está en el Campo Marcio, y la inscripción se dice


haberla dejado él mismo, viniendo a reducirse a que nadie le había
ganado ni en hacer bien a sus amigos ni mal a sus enemigos.
PLUTARCO, Vida de Sila 38

Con Cartago destruida y Grecia atemorizada, habría cabido esperar que los
romanos emprendieran un dominio firme del Mediterráneo. Habían quitado de
en medio para siempre a los reyes de Macedonia; sus conquistas en Asia
Menor habían hecho un agujero enorme en el imperio helenístico más extenso,
el de los Seléucidas. Se habían entrometido de manera decisiva en los asuntos
de los Ptolomeos de Egipto: en 155 el joven Ptolomeo VIII había redactado
incluso un testamento legando todo su reino a Roma en caso de que no llegara
a engendrar un heredero legítimo. Como apenas tenía treinta años, el «legado»
era bastante hipotético, y probablemente sólo pretendiera asustar a los
enemigos que tenía en el propio Egipto. Pero fue el primer ejemplo de una
práctica que habría de tener un futuro muy importante y que posteriormente
actuaría en beneficio de Roma. El principal problema en perspectiva seguía
siendo España: a finales de la década de 150 fue preciso llevar a cabo una
serie de campañas en la Península Ibérica contra algunos insurgentes.
Se estaba formando también un sistema de control de las conquistas de Roma.
Durante el siglo II a.C. los romanos desarrollaron su dominio sobre los pueblos
y territorios conquistados enviando a ellos como gobernadores a magistrados
acompañados de ejércitos permanentes para que los ayudaran. Estos
individuos se convirtieron en el referente primordial de las apelaciones y
disputas de sus súbditos. Como siempre, muchos casos gravitaban en torno a
una nueva fuente de justicia que de repente se hacía accesible. Por otro lado,
sin embargo, algunos gobernadores veían nuevas posibilidades de
enriquecimiento personal, y sus abusos de poder estaban todavía regulados de
manera muy vaga. Hasta la década de 120, la pena máxima que podían sufrir
por el delito de «rapiña» («concusión») era tener que devolver aquello de lo
que se hubieran apoderado indebidamente. Las nuevas posibilidades de lucro
en las provincias tendrían consecuencias trascendentales para la capacidad de
competir por la supremacía en Roma que tuvieran algunos individuos.
La mayor parte de las guerras de Roma en el extranjero durante los siglos III y
II a.C. habían tenido motivos económicos: una consecuencia evidente de la
victoria para determinados romanos era la obtención de más esclavos y más
botín. Se produjo asimismo el consiguiente acceso (aunque a veces a través de
intermediarios muy activos) a nuevas tierras, al préstamo de dinero y otros
bienes en las provincias. Además colectivamente los romanos empezaron a
recibir con regularidad cada año el tributo de los territorios conquistados. Todo
ello empezó a partir de 210 a.C. en Sicilia, donde heredaron el sistema fiscal de
los anteriores monarcas. Después, en la primera década del siglo II, se impuso
un tributo anual en España; los pagos se extendieron luego a Grecia, Asia
Menor y el norte de África. A partir de 167, el control recientemente adquirido
sobre Macedonia y sus ricas minas permitió a los romanos abolir el impuesto
directo que hasta entonces se había cobrado a los ciudadanos romanos en
Roma y en Italia (los impuestos indirectos siguieron vigentes). Todavía no se
había implantado un único sistema fiscal uniforme en todas las provincias, pero
a partir de 146 se sabe que los súbditos de Roma en el norte de África tendrían
que pagar un impuesto sobre la tierra y también un impuesto sobre las
personas (capitación). Esos dos impuestos se convertirían en los principales
bastiones del sistema tributario romano a comienzos del Imperio: y seguían
siéndolo en tiempos de Adriano.
Esa nueva fortaleza financiera se veía confirmada por la obtención de botín y
por el cobro de multas e indemnizaciones de guerra: ¿Permitirían a los
romanos todas esas ganancias solventar algunas de las injusticias sociales
existentes en la propia Roma? De hecho, el período comprendido entre 146 y
80 a.C. vería estallidos de tensiones sociales y políticas extremas tanto en
Roma como en Italia. Más tarde, el historiador Salustio vería en el año 146 el
comienzo de una oleada de «disturbios y motines», combinados con la
corrupción. 303 La eliminación del temor exterior que suponía Cartago (opinaba
Salustio) había venido a empeorar todas las cosas. Conviene también recordar
que el establecimiento de nuevas colonias en Italia había cesado por completo
a partir de 170: los ciudadanos pobres ya no eran enviados fuera de Roma e
instalados en un nuevo hogar.
Vistas más tarde desde la posición ventajosa del emperador Adriano, las
tensiones de aquellos años probablemente parecieran sólo el preludio de otras
que serían todavía más importantes, la aparición en escena de Pompeyo y
Julio César en las décadas de 70 y 60, la consiguiente guerra civil y el fin
definitivo de la República libre. Estas crisis posteriores recibirán, pues, aquí un
tratamiento más extenso, pero para los historiadores, esos precursores (como
hoy día los consideramos) constituyen un fascinante calidoscopio. Las
combinaciones políticas que luego habrían de demostrarse tan peligrosas
empezarían ya a hacerse visibles en esta época, pero de alguna manera serían
superadas. Los generales conquistadores empezaron a disfrutar de mandos
prolongados en el extranjero y a aliarse en Roma con ciertos tribunos que
protegían sus intereses en la ciudad. En 147 a.C. el carismático Escipión
Emiliano fue elegido directamente cónsul sin haber desempeñado previamente
ninguna magistratura y luego fue elegido para un segundo consulado de
dudosa legalidad. Los populares empezaron a presentar sus mociones
directamente ante el pueblo, para convertirlas de inmediato en ley sin la previa
aprobación del senado; en respuesta a esta práctica, los reformistas políticos
empezarían a ser asesinados por sus adversarios senatoriales en el centro
mismo de Roma. En la segunda década del siglo I a.C. se desencadenaría por
primera vez una guerra civil en Italia y un patricio disgustado con la situación
marcharía directamente sobre Roma.
Durante estas décadas de intensas maniobras políticas dentro de la propia
Roma, se produjo una lucha incesante por retener y ampliar las conquistas
realizadas en las provincias. Las guerras continuaron en España, y más tarde
estallaron otras en el norte de África y en la Galia. En 88, el audaz rey
Mitridates del Ponto (en la costa meridional del mar Negro) fingió que pretendía
vengar los espantosos desmanes cometidos por los romanos en Grecia y Asia
Menor durante el siglo anterior emprendiendo una guerra contra ellos y
matando (según se dijo) a más de 80.000 romanos en Asia en un primer asalto,
acto de represalia verdaderamente descomunal. Más cerca de Roma, se hizo
realidad la peor pesadilla de toda sociedad esclavista: se produjeron grandes
sublevaciones y guerras de esclavos, que se prolongaron de 138 a 132 y luego
otra vez de 104 a 101. El motivo principal de éstas fue el empleo intensivo de
mano de obra esclava en Sicilia y en el sur de Italia, una consecuencia tardía
del «legado de Aníbal». Pero sobre todo, en el corazón mismo de Roma, sus
aliados (socii) italianos se levantaron en armas contra ella de 91 a 89 a.C.
Proclamaron incluso su propia «Italia» y crearon su propio senado. Acuñaron
monedas en las que aparecía un toro en celo embistiendo a una loba. 304 Las
interpretaciones de los objetivos de esta guerra social (de socii, «aliados»)
varían, pero la negativa a conceder a los aliados la ciudadanía romana (medida
propuesta y luego retirada en 95 a.C.) resultó trascendental. Las nuevas ofertas
de volver a ponerla en vigor sin duda alguna precipitaron el final del conflicto.
La libertad y la justicia tuvieron a todas luces mucho que ver en todas estas
turbulencias. «Libertad» era el grito que unía a los italianos rebeldes; con el fin
de parar los pies a Mitridates, los romanos proclamaron la libertad de sus
vecinos, los capadocios, en Asia. Mitridates, por su parte, era visto por los
griegos (incluidos los atenienses) como el «libertador» de la dominación
romana. En las luchas políticas desencadenadas en Roma, empezaron a ser
explotadas también la naturaleza bicéfala de la constitución romana y las ideas
distintas de libertad que tenían sus órdenes sociales. Desde la perspectiva
popular, una de las facetas de la libertad era la libertad del pueblo para aprobar
leyes sin consultar al senado. Según dicha perspectiva, el «pueblo» era libre
incluso de tomar decisiones acerca de asuntos que los senadores se habían
reservado tradicionalmente para sí mismos: las finanzas, la composición de los
tribunales de justicia y los jurados, la asignación de los mandos militares en las
provincias, o las formas en las que debían ser sancionados los gobernadores
senatoriales corruptos. Empezó a elaborarse una postura claramente popular,
que pasaba por alto esa «tradición» senatorial y que creó sus propios héroes;
los políticos que la ejemplificaban se convirtieron incluso para la plebe leal en
objetos de culto después de su muerte.
Una consecuencia de esa postura popular fue la reforma introducida en los
métodos de votación en Roma. Se puso en vigor el voto secreto, primero para
las elecciones (139 a.C), luego para los juicios públicos que no entrañaran
pena capital (137), y más tarde para la aprobación de las leyes (131-130 a.C).
De ese modo se reducía deliberadamente la posibilidad de intimidación de los
votantes: no se eliminó por completo, porque los electores todavía tenían que
ascender por una estrecha rampa antes de depositar su voto, y los «agentes
electorales» podían amenazarlos e intentar ver lo que cada votante había
escrito mientras hacía cola para votar. Al final, las rampas serían ensanchadas,
para dificultar la intimidación de los electores. En el mundo griego, en Atenas y
en otras ciudades, el voto secreto había sido el método utilizado para
determinados tipos de juicio, pero su aplicación a las votaciones legislativas fue
una innovación romana. Los descendientes de los reformadores ilustrarían los
cambios en las efigies de las monedas que acuñaron.
Esos cambios fueron el preludio de una turbulencia «popular» más seria. Los
grandes personajes de este episodio fueron Tiberio Graco (en 133) y luego su
singular hermano, Gayo. Pertenecían a una familia de rancio abolengo, pero el
problema que primero estimuló a Tiberio fue, al parecer, la pobreza y la
aparente despoblación de Italia: sus deseos de solucionarlo no los dictaba
únicamente la escasez de hombres para el ejército. Como consecuencia,
propuso la redistribución de las tierras públicas de Italia. A los terratenientes
ricos no se les permitiría ya usurparlas ni explotarlas en su propio beneficio: se
fijó un límite básico de unas ciento cincuenta hectáreas para cada terrateniente
(y quizá unas sesenta más por cada hijo), y de ese modo se dejaría libre una
cantidad significativa de parcelas en Italia para que unos comisarios las
repartieran entre los campesinos sin tierras de las zonas rurales. Las nuevas
parcelas, cuya superficie máxima era de unas ocho hectáreas, no podían ser
compradas ni vendidas por los beneficiarios. Ni la propuesta ni los problemas
eran nuevos, pero en esta ocasión la moción fue recibida con entusiasmo por
muchos de los que vivían en el campo fuera de Roma. Sin embargo, topó con
una fiera oposición de los senadores tradicionales. Como tribuno electo, Tiberio
las presentó directamente en la asamblea del pueblo y además invocó a la
soberanía de éste para deponer a otro tribuno que intentó vetar sus
propuestas. Este último altercado era bastante insólito, aunque Tiberio habría
podido citar un precedente, el del cónsul de 238 a.C. que construyó el templo
de «Júpiter de la Libertad» (hoy día llamado «de la Libertad») en la colina más
popular de Roma, el Aventino. El enfrentamiento con sus colegas vino seguido
de una feliz coincidencia, a saber, el legado del reino de Pérgamo que recibió
Roma. Tiberio trasladó esta cuestión financiera al pueblo para que tomara una
decisión, proponiendo además que parte de los fondos provenientes del legado
pergameno fueran dedicados a ayudar a sus nuevos colonos. Los senadores
tradicionalistas consideraban que las decisiones de carácter financiero eran
competencia del senado. Para remate, Tiberio decidió presentarse a las
elecciones de tribuno por segunda vez, con planes de reformas aún más
drásticas. Capitaneados por el Pontífice Máximo, sus enemigos senatoriales
hicieron que lo mataran en el propio Capitolio. Según dijeron, Tiberio pretendía
erigirse en rey, tenía en su casa el «manto de púrpura y la diadema» del rey de
Pérgamo, y en cierta ocasión, estando en el Capitolio, se había señalado la
frente, como si quisiera ceñirse en la cabeza la corona. 305 Su asesino, Escipión
Nasica, habría sido, por tanto, un libertador que actuaba en defensa de la
libertad.
Este pretexto constituía una tergiversación monstruosa: Tiberio no era rey y si
se señaló la cabeza, fue para indicar que su vida corría peligro. Su hermano
Gayo fue un genio político de mayor envergadura. El asesinato de su hermano
naturalmente le escocía, lo mismo que a otros: en 125 la efigie de la Libertad
aparece en las monedas de dos romanos, descendientes de legisladores que
habían contribuido a protegerla. Gayo fue elegido poco después tribuno (en
123 y en 122) y propuso la legislación más amplia que recordaban los
senadores. Se recogían en ella casi todos los motivos de queja del pueblo.
Preveía una distribución mensual de grano a precios subvencionados entre el
pueblo; creaba nuevos tribunales de justicia, encargados de juzgar los casos
de concusión, en los cuales ningún miembro del jurado podía ser senador y las
votaciones debían ser secretas: proponía además la constitución de jurados
mixtos en otros tribunales, con una preponderancia de los ciudadanos ricos no
pertenecientes al orden senatorial (los «caballeros» o equites, en el sentido de
aquellos que podían prestar servicio militar en la caballería). Debemos recordar
que antes de 123 a.C. los jueces y los consejeros que actuaban en la mayor
parte de los casos de derecho criminal y civil podían ser sólo senadores. Gayo
remató su gran reforma de la justicia romana haciendo que se aprobara una ley
en virtud de la cual ningún ciudadano romano podía ser condenado a muerte
«sin el mandato del pueblo». Esta ley aludía directamente al linchamiento de su
hermano, Tiberio, por los senadores. Aquella ampliación de los jurados
resultaba odiosa para los senadores y su dignidad, pero fue presentada por los
ponentes como una medida en pro de la «libertad igualitaria». Gayo propuso
también la privatización de la recaudación de impuestos en la rica provincia de
Asia, adjudicándosela a las compañías capaces de recaudar el tributo (y
asegurar sus beneficios), garantizando de ese modo que siempre se conocería
el importe de los ingresos antes de que se llevara a cabo la recaudación. Volvió
a sacar a colación el asunto de la asignación de tierras a los pobres
proponiendo el establecimiento de colonias romanas en las provincias (entre
otras, una en el emplazamiento de la antigua Cartago). En 125 uno de los
cónsules había hablado de la posibilidad de conceder la ciudadanía romana a
los aliados de Italia: la colonia anteriormente leal de Fregelas se había
sublevado, como si se sintiera defraudada, y estuvo a punto de ser destruida
por completo. Después de esta crisis, Gayo Graco propuso, al parecer, que se
concediera la ciudadanía romana a todos los pueblos de Italia (los detalles
concretos siguen siendo discutidos), permitiendo, no obstante, que quien
prefiriera conservar su independencia, optara sólo a ciertos privilegios
especiales.
La mayoría de sus leyes contenía una respuesta meditada a los problemas de
la injusticia y los abusos; se dijo después que Gayo Graco había dicho de sí
mismo que había «puesto un puñal en las costillas del senado». 306 Una lectura
atenta de su ley mejor conocida, la ley contra la «concusión», ha ayudado a
rebajar el tono de las teorías extremas acerca de su radicalismo: se asignaban
responsabilidades también a los nuevos jurados del orden ecuestre, que
debían ejercerlas a la vista del público. 307 Pero en principio, las sentencias de
este tribunal debían ser obra de los no senadores, a quienes el pueblo, y no el
senado, había confiado la tarea. Aquel desprecio a la supremacía senatorial
provocó un resentimiento atroz. En el torbellino político que siguió al doble
tribunado de Gayo, éste y sus partidarios (hasta unos 3.000) fueron
brutalmente asesinados. Los senadores se limitaron a declarar el Estado de
excepción y a instar a los cónsules a que defendieran la República e impidieran
que «se le hiciera daño». Esta medida recibe hoy día el nombre moderno de
«último decreto»: fue una innovación total y absoluta, una medida tomada por
los senadores para eliminar a aquellos que podían ser considerados (por ellos)
enemigos públicos. En los sesenta años siguientes podrían contarse entre sus
víctimas a algunos de los populares más notables. Uno de los atacantes de
Gayo, el cónsul Opimio, fue absuelto cuando fue procesado después del
suceso.
No obstante, los dos Gracos sentaron un precedente popular que no se
olvidaría. Los dos recibieron a su muerte culto divino por parte de sus
admiradores y el lugar en el que cayeron asesinados fue considerado sagrado.
Frente a ellos, se erigirían los senadores más «tradicionales», que se llamaban
a sí mismos los «buenos» o incluso los «mejores» (optimates). Después de
haberse visto con el agua al cuello, eran explícitamente hostiles a cualquier
cambio, a cualquier desafío a la supremacía del senado, a las ideas que
propugnaran que las cuestiones financieras o que fueran privilegio del senado
(y muchas otras) fueran planteadas directamente en una asamblea del pueblo y
convertidas en ley sin previa consulta y aprobación de los senadores. El
término «tradicionalistas» es una posible traducción de la denominación tan
elástica que se daban a sí mismos, optimates. Nunca se organizaron en un
partido concreto, pero, a partir de los Gracos, se produjo una clara división de
las posturas políticas entre los romanos ilustres. Una división que polarizaba
sus métodos políticos y los ideales que profesaban.
A Gayo no le habría sorprendido lo más mínimo que los caballeros (o equites) a
los que había asignado nuevas responsabilidades resultaran no ser del todo
admirables en el ejercicio de las mismas. Pero el siguiente reto personal a la
nobleza senatorial vino de un militar ambicioso, no de unos reformistas como
los Graco. Gayo Mario, de orígenes plebeyos, ejerció sucesivamente cinco
consulados seguidos (de 104 a 100). Se hizo eco de las acusaciones vertidas
contra los generales del orden senatorial, los «mejores», en el sentido de que
habían demostrado sobradamente su incompetencia haciendo la guerra en el
norte de África. Él puso fin a este conflicto, no sin su parte de fortuna, y luego
obtuvo una serie de victorias impresionantes en 102 y 101 contra dos temibles
tribus que habían emigrado desde la zona de Jutlandia al sur de la Galia
(Provenza) y el norte de Italia. Para vencer aquellas guerras, Mario tuvo que
adiestrar duramente a sus soldados: ya había empezado a reclutar legionarios
por primera vez entre todas las clases de ciudadanos romanos,
independientemente de cuántos fueran sus bienes. Esta novedad supondría
todo un hito por las repercusiones sociales que tendrían los servicios prestados
en los ejércitos de Roma. A partir de este momento, muchos reclutas del
ejército tendrían muchos más por lo que luchar y mucho menos por lo que
querer regresar. Esta innovación tendría unas consecuencias revolucionarias
durante los cincuenta años siguientes, aunque indudablemente Mario, en su
urgencia, no pudiera preverlas.
Mario fue un «héroe del pueblo», no un reformador popular, y gracias a sus
hazañas se ganó un alto grado de aceptación entre las mejores familias de
Roma a pesar de no tener orígenes senatoriales. Mientras tanto en Roma, el
testigo de las reformas de los Graco pasó al astuto Saturnino, que fue tribuno el
año 100. Empezó aliándose con Mario, pero luego se dedicó a proponer leyes
todavía más populares y de ese modo perdió el apoyo del gran general.
Saturnino acabó asesinado en el centro de Roma con la connivencia del propio
Mario: una vez más, una legislación popular terminó con un asesinato. A pesar
de todo, los disturbios políticos no desembocaron en anarquía. El mismo año
en que tuvo lugar esta crisis, sabemos por el testimonio de las inscripciones
que la asamblea del pueblo aprobó leyes muy detalladas y cuidadosamente
meditadas para continuar regulando el delito de concusión y fijando detalles
sobre la conducta que debían los gobernadores romanos en las provincias.
En 91 a.C. se desencadenó la guerra social contra los aliados italianos, y luego
en 88 otra contra el vengativo Mitridates en Asia. Estos dos conflictos
representaban una crisis de mucha más envergadura. Mario se había
manifestado en contra —cosa que no es de extrañar— de una propuesta
presentada de nuevo poco tiempo atrás a favor de la concesión de la
ciudadanía a todos los habitantes de Italia. A sus casi setenta años, intrigó para
que le fuera concedido el mando de la guerra en Asia. Pero los «mejores», los
senadores tradicionalistas, se lo adjudicaron a un formidable personaje de la
vieja nobleza patricia, Cornelio Sila. Sila había servido en el pasado como
oficial a las órdenes de Mario; era famoso por su estilo de vida disoluto, pero
como contaba con el respaldo de la familia que odiaba más a Mario, sería el
candidato evidente a obtener el apoyo de los «tradicionalistas». Su
nombramiento, sin embargo, fue anulado por un tribuno popular, Sulpicio, que
presentó la cuestión de la asignación de los mandos a la asamblea del pueblo y
consiguió que el nombramiento fuera a parar a Mario. Aquello suponía un duro
golpe al amor propio de Sila y una intromisión intolerable en un tipo de
decisiones que los senadores habían considerado tradicionalmente suyas.
Haciendo gala de un desdén terrible, Sila se apoyó en la lealtad de sus
soldados y dando media vuelta emprendió la marcha sobre Roma. Después
saldaría cuentas con sus enemigos, empezando por el tribuno Sulpicio, que fue
asesinado en el ejercicio de su cargo.
Esta conducta tenía el gusto amargo de una guerra civil. Sila se libró de las
consecuencias sólo porque inmediatamente zarpó rumbo a Grecia para
ponerse al frente de la guerra contra Mitridates, tarea que le había sido
asignada en un principio. En Grecia, incluso Atenas había roto con Roma y se
había puesto del lado de Mitridates tras un período de turbulencias políticas en
la ciudad. Sila tuvo el honor de ser el único hombre de la historia que marchó
sobre Roma y sobre Atenas, pues atacó el Pireo y algunos barrios de la ciudad
propiamente dicha. En Roma, su enemigo, Cornelio Cinna, fue elegido cónsul
para 87 y lo declaró fuera de la ley. No obstante, Sila prosiguió su viaje a Asia,
donde acabó firmando en 85 a.C. una paz bastante frágil con Mitridates. Para
sufragar los gastos, continuó asolando a su paso las ciudades griegas de Asia
Menor.
Mientras tanto, Cinna murió en Roma, tras lo cual Sila se rebeló y regresó
rápidamente a Italia para protagonizar una segunda guerra civil, en esta
ocasión más seria. Una vez más, mostró un extremado rigor con sus enemigos
(incluidos algunos de los italianos que acababan de recibir el derecho de
ciudadanía), pero, a pesar de todo, obtuvo una victoria decisiva en la Puerta
Colina de Roma. Aquello supuso un verdadero colapso de la República; vistas
las cosas retrospectivamente, podemos afirmar que fue un anuncio de lo que
luego sucedería durante la década de 40 a.C. y éste es el momento en el que
deberían empezar las historias de la «revolución romana». No obstante, una
vez obtenida la victoria, Sila hizo que lo nombraran dictador con el cometido de
«restaurar la república».
Las leyes que puso luego en vigor fueron muy detalladas y no siempre
extremistas, pero las más importantes tenían un carácter rotundamente
tradicionalista. En el fondo de todas ellas estaban la libertad y la justicia. En
interés de la justicia, Sila incrementó el número de los tribunales existentes,
añadiendo al menos otros siete, pero eliminó la «libertad igualitaria» de Gayo
Graco devolviendo en exclusiva a los senadores el derecho a formar parte del
jurado. Incrementó el número de senadores de 300 a 600 (los nuevos
miembros del senado eran todos partidarios suyos), pero también reguló los
grados inferiores de la carrera hacia el consulado: los individuos como Mario,
que ascendían directamente al cargo más alto, serían en adelante
considerados ilegales.
También se recortaron los poderes que tenían los censores de confeccionar la
lista del senado: ahora, todo el que ocupara una magistratura inferior, la
cuestura, se convertía automáticamente en senador.
Ante todo, Sila estableció a sus veteranos, que tanta lealtad le habían
demostrado durante sus años de rebelión, en parcelas de tierras confiscadas
en Italia; las ciudades de Fiésole y Pompeya fueron dos de las nuevas colonias
silanas. Y, maravilla de las maravillas, neutralizó el arma de los populares, el
tribunado, que se había opuesto a su primitivo nombramiento como general en
Asia. Decretó que los tribunos no pudieran proseguir su carrera y ocupar otras
magistraturas de prestigio; los individuos ambiciosos evitarían, por tanto,
desempeñar ese cargo. Abolió incluso el derecho que tenían los tribunos de
vetar (y probablemente también de proponer) leyes en las asambleas del
pueblo. Cabe suponer que no concedió al senado el derecho formal a vetar de
antemano cualquier propuesta de ley. Pero aun así, sus medidas supusieron
una reacción política asombrosa.
Las reformas menores de Sila no fueron extremas ni estaban mal pensadas.
Aprobó leyes que limitaban la libertad de los generales fuera de Italia, y que
permanecieron en vigor durante décadas. Lo mismo sucedió con la creación de
un tribunal civil encargado de juzgar los casos de «iniuria», delito definido como
el asalto o entrada violenta en una propiedad privada. Por medio de esos
tribunales, el marco mínimo de justicia existente en el viejo código de las Doce
Tablas quedaba completado. Sila había meditado cuidadosamente los detalles
que estaban mal organizados. Tras retrasar el reloj de los populares, cedió sus
poderes de dictador y, de manera totalmente inesperada, asumió el consulado
en el año 80. Había hecho realidad una visión conservadora de la república,
como si nunca hubieran existido personajes de la talla de Gayo Graco. A
continuación se retiró, y el año 79 murió de muerte natural, dejando a otros la
tarea de poner en tela de juicio su «restauración». Se le hicieron unos funerales
públicos, los primeros celebrados por un ciudadano romano que se conocen:
una larga procesión acompañó a su cadáver hasta el Foro, donde un orador
pronunció un discurso acerca de sus hazañas. Participaron unos actores
portando las máscaras de los antepasados de la familia; se dice que se
regalaron dos mil coronas de oro; su estatua fue tallada en la madera preciosa
de un árbol de especias. 308 Treinta y cinco años después, estos funerales
serían superados por los del siguiente dictador, el único más grande que Sila.
Sila, el joven disoluto, había acabado legislando contra los efectos perniciosos
del lujo. Pero lo más importante es el asombroso ejemplo que había sentado:
una defensa a ultranza de su propia «dignidad», respaldada por unos soldados
veteranos que le eran leales y una larga lista de asesinatos y de confiscaciones
de los bienes de sus enemigos en toda Italia. Después de esta breve, pero
firme revolución, fortunas enteras cambiaron de manos, pasando a menudo a
las de los agentes decididamente odiosos de Sila. Él mismo hacía hincapié en
los favores personales que le habían dispensado los dioses (especialmente
Venus, a la cual había encontrado en la ciudad, todavía bastante poco
conocida, de Afrodisias, en Asia Menor). Un profeta oriental le había dicho
también que alcanzaría la grandeza y que moriría en la cima de su fortuna.
Esta profecía era un motivo más para que, una vez cumplida su misión, aquel
dictador con las manos manchadas de sangre dimitiera y dejara a los
ciudadanos «mejores» del senado seguir adelante con lo que había puesto de
nuevo en sus manos.

Capítulo 33 - LOS TRIUNFOS DE POMPEYO

Gneo Pompeyo, general, después de treinta años de guerra, habiendo


derrotado, matado o sometido a 12.183.000 hombres, hundido o
capturado 846 barcos, puesto bajo la tutela de Roma a 1.538 ciudades y
colonias fortificadas y sometido las tierras que van desde el mar de Azov
al mar Rojo, cumplió su voto a la diosa Minerva según sus méritos.
Inscripción de Pompeyo en el templo que erigió a Minerva, votado en
septiembre de 62 a.C.

La reacción de Sila no se basó precisamente en el consenso. No obstante,


fueron precisos diez años de apasionadas disputas políticas para que sus
elementos más controvertidos fueran derogados. Esas disputas, como de
costumbre, tuvieron lugar al aire libre, en el Foro Romano, y recibieron distintos
apoyos en el espacio destinado a celebrar las elecciones, el Campo de Marte,
fuera del pomerio, el «recinto» formal de la ciudad. El Foro tenía una superficie
inferior a un kilómetro cuadrado y ya había visto acalorados disturbios políticos,
pero los treinta años siguientes traerían consigo unos enfrentamientos cuyos
momentos de mayor tensión serían más dramáticos que los que pudieran verse
en cualquier otra cancha política del mundo. Aunque las estatuas del sabio
Pitágoras y del valiente Alcibíades seguían contemplando desde sus
pedestales las asambleas públicas de los romanos, era el espíritu de
Alcibíades, el traicionero pero encantador aristócrata ateniense, el que estaba
más en sintonía con los acontecimientos. Durante la década de 70 a.C. los
senadores no hicieron un uso particularmente notable de la libertad que había
puesto en sus manos Sila. Al fin y al cabo, los senadores de Sila eran en su
mayoría hechuras suyas, mientras que los senadores anteriores, los más
tradicionalistas, habían sido asesinados por él al considerarlos opuestos a su
persona. Si esperaba que muchos miembros de ese senado ampliado por él
mismo fueran jueces honestos de los pocos generales senatoriales, porque
ellos no iban a alcanzar nunca un puesto tan elevado, se equivocaba. Las
acusaciones de corrupción y concusión proliferaron. Había puesto demasiado
poder en manos de unos hombres indignos de administrarlo: estaba además el
mal ejemplo que él mismo había dado con el empleo de la fuerza, la violencia y
la marcha sobre Roma. Pero en la década de 70 la República había
sobrevivido ya a tantas cosas que para los hombres que iban por entonces al
Foro y cuyas opiniones debemos imaginar, la muerte del sistema no era ni
mucho menos algo irremediable.
Y no es que los disturbios se limitaran a Roma y al Foro. En Italia, las tierras
concedidas por Sila a sus veteranos fueron reclamadas inmediatamente por los
terratenientes existentes y sus vecinos. Los antiguos soldados que se
establecían en sus pequeñas fincas no siempre encontraban la agricultura de
su gusto o a la altura de sus capacidades, aunque originalmente hubieran sido
reclutados en las zonas rurales: también ellos empezaron a contraer deudas
(Cicerón echaba la culpa de semejante situación al «lujo» con el que vivían).
En 77 a.C. apenas un año después de la muerte de Sila, el procónsul Emilio
Lépido marchó al frente de sus tropas contra Roma al enterarse de que el
senado intentaba quitarle el mando de la gran provincia que le había sido
asignada. Lépido había ostentado al mismo tiempo el mando en varios sectores
de la Galia a uno y otro lado de los Alpes, un precedente en el que tan
peligrosamente se basaría luego Julio César para promocionar su carrera. Pero
las tropas de Lépido no eran tan eficaces.
En España, por otra parte, un antiguo partidario de Mario, un caballero de gran
talento llamado Sertorio, encabezó una rebelión abierta contra la supremacía
de Sila. Tenía su propio senado alternativo y estaba dispuesto a reclutar
talentos españoles con tal de que estuvieran capacitados y a animarles a
aprender la lengua latina y las costumbres romanas. Los contrarios a la
supremacía de Sila en Roma podían ahora refugiarse en Occidente. Cuando la
posición de Sertorio fue rota por fin en 73, su vencedor, Pompeyo, quemó
prudentemente las cartas que aquél había recibido de destacados personajes
de Roma sin ni siquiera leerlas (al menos eso dijo él).
Nacido en septiembre de 106, Pompeyo tenía sólo treinta y tantos años, pero
evidentemente era un militar con el que había que contar. Sus antecedentes no
eran del todo alentadores. Su padre, Pompeyo Estrabón, había ocupado el
consulado en 89 a.C. y había combatido ferozmente contra los rebeldes del
norte de Italia durante la guerra social. Pero su carrera se había visto
manchada por su carácter traicionero y por las fundadas sospechas de que
había intentado aliarse con el líder rebelde, Cinna, al que supuestamente debía
combatir. Murió de muerte natural, pero su cadáver fue arrojado al arroyo
durante sus funerales: fue acusado también de sentir una tremenda codicia por
el dinero. Su hijo, Pompeyo, aprendería muy pronto todo lo que le hacía falta: la
necesidad de apoyo financiero y de popularidad, pero también la capacidad de
disimulo y el uso sin escrúpulos de unos soldados que se convertirían en el
ejército personal de su caudillo.
De momento, la preeminencia de Pompeyo todavía no había llegado. Era
mucho más preocupante el hecho de que en 73, en Italia, setenta y cuatro
gladiadores esclavos habían escapado de sus barracones de Capua y habían
empezado a plantar cara en la comarca vecina de las inmediaciones del
Vesubio, no lejos de Nápoles. Su líder era Espartaco, un tracio que
anteriormente había combatido en el ejército romano. Al cabo de poco tiempo
había atraído a su causa a más de setenta mil esclavos y pastores del sur de
Italia. Espartaco era un verdadero héroe, robusto, valiente y magnánimo. El
objetivo de sus seguidores no era atacar la esclavitud (al poco tiempo, ellos
mismos adquirirían esclavos), sino conseguir su propia libertad, preferiblemente
despué&xje saquear el país y obtener un buen botín. En 72 a.C. los hombres
de Espartaco derrotaron a los dos cónsules, pero al año siguiente su terrible
rebelión (formada acaso en aquellos momentos por 150.000 hombres) fue
aplastada ni más ni menos que por diez legiones. El movimiento de Espartaco
venía a reflejar las malas condiciones del campo y el uso extensivo de mano de
obra esclava, que eran habituales en buena parte del sur de Italia, situación
que se había visto intensificada por el «legado de Aníbal». Y el mismo año que
se produjo la rebelión de Espartaco, el rey Mitridates declaró otra vez la guerra
en Asia. Se había sentido provocado por la adquisición por parte de Roma del
reino vecino de Bitinia, en Asia Menor. Pasarían otros diez años antes de que
fuera derrotado definitivamente.
Descontento en el campo, un procónsul marchando contra Roma al frente de
su ejército, una gran guerra de esclavos y los grandes conflictos en España y
Asia (Sertorio y Mitridates llegaron incluso a ponerse en contacto durante algún
tiempo), a pesar de todo ello, la supremacía senatorial sobreviviría. Hasta el
año 75 no se derogó en parte la neutralización política del tribunado y hasta 70
a.C. no fueron abolidos por ley sus últimos elementos. Diez años es mucho
tiempo, y el total del número de ciudadanos había experimentado un
incremento enorme durante ese período, sobre todo debido a la incorporación
de los italianos, a los que recientemente se habían concedido los derechos de
ciudadanía. En el censo de 69 se registraron unos 910.000 ciudadanos varones
adultos, casi tres veces más que los que había hacia 13 0 a.C. La composición
de la ciudadanía también había variado notablemente. Incluso en Roma, eran
muy pocos los ciudadanos que tenían algún vínculo ancestral con los electores
de los siglos IV y III a.C; fuera de Roma, ya no había ninguno. Los nuevos
ciudadanos estaban repartidos entre el río Po al norte y la punta de la bota de
la Península Italiana al sur, y, en principio, cada uno de esos varones adultos
tenía un voto en las asambleas de Roma, independientemente de que
poseyeran fincas o no. 309 Si la mayoría de clase baja de este enorme
«electorado» repartido por toda Italia se hubiera hecho valer en Roma, o
incluso sólo con que la parte urbana correspondiente a dicha mayoría se
hubiera sublevado al unísono en la ciudad, ¿acaso no habrían sido restaurados
mucho antes unos símbolos tan importantes del populismo como los tribunos?
La respuesta a esta pregunta es que muy pocos de los integrantes de la clase
baja de Italia, si es que lo hacía alguno, votaba, y ni siquiera visitaba Roma. La
distancia disuadía a muchos, que vivían a cientos de kilómetros de la ciudad, y
el extraño sistema de votación existente neutralizaba a los demás. Los que lo
tenían más a mano porque residían en la ciudad se hallaban apiñados sólo en
cuatro de las treinta y cinco «tribus» que existían en aquellos momentos en la
asamblea encargada de aprobar las leyes. Una mayoría de las tribus decidía la
aprobación de una moción, y seguía siendo el voto por representación dentro
de cada tribu el que decidía el voto colectivo. Raras veces votaban todas las
«tribus», si es que alguna vez lo hacían, y la mayoría del total de los votos
depositados ni siquiera decidía nada (el sistema de «voto por representación»
impedía que la simple mayoría de votos fuera decisiva). En las otras treinta y
una tribus «rústicas», los votantes presentes en Roma solían ser los
«mejores», los hombres leales a las clases acaudaladas, aunque no estamos
muy seguros de cuántos italianos rústicos pobres habrían podido emigrar a
Roma y habrían intentado subsistir en la ciudad. Por encima de todo debemos
tener en cuenta el contexto en el que se llevaban a cabo este tipo de
asambleas: no tenían un calendario fijado de antemano a lo largo del año; las
propuestas sólo podían ser presentadas por un magistrado; y, como siempre,
ningún miembro del público podía hablar o presentar una propuesta alternativa.
Oímos hablar de arengas en reuniones públicas, en vez de en asambleas, de
grandes discursos ante la multitud en el Foro, de anuncios, de dibujos alusivos,
incluso, para influir en la opinión pública: ¿pero quién era ese «pueblo» o esa
«multitud»? En la ciudad, había muchos libertos todavía ligados por fuertes
vínculos de obligación a sus patronos. Los dueños de las pequeñas tiendas y
toda la industria de servicios dependían de la magnificencia de sus superiores;
los clientes y subalternos iban a primera hora de la mañana, como estaba
previsto, a la casa de los grandes hombres a presentarles sus respetos (y
probablemente éstos les dijeran que se presentaran en el Foro si ellos o
cualquier amigo suyo iban a lanzar ese día una arenga al «pueblo» desde
algún punto eminente del Foro). Cualquier emigrante de clase humilde
proveniente de cualquier punto de Italia formaría parte de ese estrato de
subordinados sociales. Las propuestas de ley eran anunciadas con varias
semanas de antelación, dando tiempo a sus partidarios y a sus oponentes a
que se pusieran en contacto con los hombres influyentes de su misma cuerda
dentro y fuera de la ciudad, y para movilizar a un número suficiente de ellos en
un número suficiente de las treinta y una tribus «rústicas» que votaban. Había
también bastante tiempo para «hacer campaña» y para todo lo contrario, esto
es, para el soborno organizado, según conviniera a los ricos. 310 Los votantes
humildes estaban de acuerdo con todo aquello y esperaban recibir los mejores
regalos a cambio de un voto «como es debido». En 70 encontramos por
primera vez en acción, antes incluso de que tuvieran lugar unos comicios, a
unos funcionarios competentes en la materia, los «repartidores» (divisores).
Por aquel entonces empezarían a ir a las casas de los distintos candidatos para
recibir el dinero por adelantado. Tenían que repartirlo antes de que se
celebrara la asamblea electoral y antes de que se depositara un número
suficiente de votos, pero no más.
Este contexto no implica que la vida política estuviera orientada en su totalidad
en una sola dirección, armoniosamente acordada por la clase alta. Dentro de
esa misma clase había dos claras posturas políticas alternativas, la «popular» y
la «tradicionalista», a las cuales se mantenían fieles y constantes a lo largo del
tiempo los individuos importantes. Éstos eran conocidos por dichas posiciones,
aunque no las asumieran ni las mantuvieran en el marco de unos «partidos»
políticos organizados. Las elecciones y la aprobación de las leyes tampoco
estaban en su mayoría amañadas de antemano por unas cuantas familias
poderosas siguiendo unas simples líneas marcadas por un clan o una facción.
La oratoria y el impacto que pudiera tener eran realmente importantes ante los
electores, lo mismo que la «estima» popular del orador: se daba una notable
interacción entre los líderes políticos y las multitudes congregadas en el Foro
ante las cuales actuaban. Pero el dinero y la «generosidad» importaban todavía
más. Las normas de Sila acerca del desempeño de las magistraturas habían
intensificado la competencia entre los que ocupaban los últimos peldaños del
escalafón por la obtención de los cargos más elevados, verdaderamente
escasos, y como consecuencia de todo ello la presión sobre los candidatos
más ambiciosos era mayor: veinte individuos competían anualmente por sólo
ocho preturas, el siguiente nivel de la escala. En la carrera por las
magistraturas, los candidatos tenían que obtener elevadísimas sumas en
calidad de préstamo (suministradas habitualmente por otros políticos) para dar
un buen espectáculo lo antes posible. Resultaba muy útil comprar una bonita
casa, preferiblemente en el Palatino o en la Vía Sacra, a pocos cientos de
metros del centro del Foro, y el nivel que se esperaba que tuvieran esas casas
había cambiado mucho desde mediados del siglo II a.C. Se esperaba después
que le asignaran a uno una provincia sustanciosa, para sacarle bien el jugo y
poder así pagar las deudas. En las provincias, podía uno alcanzar honores
militares y regresar a Roma para celebrar un magnífico triunfo público, con un
banquete ritual y unos juegos, financiados por lo que el sujeto en cuestión
hubiera podido sacar a los provinciales. Los espectáculos y banquetes de
celebración incrementaban el número de seguidores del individuo, lo que le
permitía abrigar la esperanza de alcanzar el honor supremo de un consulado y
luego un mando miliar todavía más importante. Los gastos se hacían mucho
mayores, lo mismo que los riesgos, pero el ruido de los aplausos y la
embriagadora sensación de ser considerado un personaje tan encumbrado
eran la savia vital de los grandes hombres con aspiraciones. El gran hombre
ideal debía combinar las cualidades militares con la oratoria y el dinero: en
caso contrario, tendría que sobornar a otros oradores para que hablaran por él,
y tomar dinero prestado.
Después de la muerte de Sila, pues, nunca fueron invocados ni rechazados con
más energía la justicia y el lujo. Los oradores, tanto si eran populares como si
no, podían apelar a las libertades del pasado remoto para respaldar sus
argumentos, y uno de los tribunos del año 73 fue Macro, que además era
historiador. Una versión posterior de un discurso suyo probablemente refleje la
línea de su argumentación. 311 Deseoso de restaurar la potestad de los tribunos,
hizo una vibrante llamada a la «libertad». El ordenamiento de Sila, afirmaba,
era en realidad una «perversa esclavitud»; el pueblo no debía ser engañado
por medio de distribuciones simbólicas de grano, reintroducidas hacía poco (a
un precio bastante bajo, según la mayoría de las opiniones, pero
probablemente sólo para unos 40.000 ciudadanos, es decir, una pequeña parte
de la población total de la Roma de la época). Las guerras de los senadores
nobles, insistía Macro, dependían del pueblo, que eran los soldados; que los
senadores combatieran solos, en España o en Asia, sin más ayuda que la de
las máscaras de sus antepasados. Pero Macro se quejaba también en su
discurso de la apatía del pueblo. Fuera de las reuniones públicas, los
ciudadanos parecían olvidarse de la «libertad». Este hecho también es
relevante; los atenienses democráticos, en cambio, no la olvidaron nunca. Y a
pesar de lo que dijera Macro, la plebe siguió suministrando soldados: Para
muchos, combatir suponía una alternativa mucho mejor que pelearse con la
vida cotidiana siendo un pequeño agricultor en Italia, corriendo el peligro de
convertirse en esclavo por no poder pagar las deudas contraídas con algún
vecino rico y más espabilado.
En cuanto a la justicia, los senadores abusaban descaradamente de su
monopolio de los jurados de los tribunales. Sin el freno de los jurados que no
pertenecían al orden senatorial, la corrupción se impondría todavía más: Sila
había promovido a nuevos hombres al rango deí senadores y éstos eran
todavía más proclives al soborno, pues necesitaban fondos para afrontar los
enormes gastos que comportaba el hecho de pertenecer al orden senatorial.
Tanto en Roma como en las provincias, los magistrados decretaban
exenciones para sus personas o las de sus amigos de las normas que
anunciaban en sus «edictos». Los gobernadores senatoriales eran
escandalosamente inmoderados y en general vivían en medio de un lujo
«vergonzoso». En el año 70, un pontífice máximo, el noble Mételo, celebró una
asombrosa cena de tres platos, cada uno de los cuales constaba de diez
manjares distintos, entre ellos siete tipos de mariscos raros y «tetas de cerda»
(prohibidas por la ley). El famoso orador Hortensio fue objeto de una invectiva
por cenar pavo real asado y regar con vino los plátanos de su jardín. 312 El
ilustre general Luculo poseía una villa tan extravagante, que sus enemigos
mostraron al pueblo un dibujo de ella cuando quisieron quitarle el mando. Más
adelante, el mismo Luculo introdujo en Roma el cerezo, proveniente de Asia, y
sus «jardines» (más bien una especie de parque) eran la envidia de toda la
ciudad. 313 Tanto Hortensio como Luculo fueron acusados de lo que se
consideraba el colmo de la extravagancia, a saber, tener piscinas o estanques
de peces exóticos.
Estos lujos privados resultaban particularmente escandalosos en una época en
la que los pocos repartos de grano subvencionado que se hacían no llegaban
ni siquiera para atender a las necesidades de los pobres, en la que el precio del
trigo era elevadísimo y en la que el suministro de este mismo producto se veía
gravemente perjudicado por la acción de los piratas del Mediterráneo. Las
denuncias del «lujo» no eran un simple slogan. Tras la restauración de la
potestad de los tribunos en 70 a.C. hasta sesenta y cuatro senadores fueron
expulsados del senado acusados de «indignos» por los censores nombrados
recientemente. Las purgas de Sila habían dado lugar a la entrada de
demasiados de esos individuos de medio pelo, ¿pero otros hombres mejores
habrían resistido a la tentación de una década de «libertad» senatorial? A
finales de 69 a.C. las extravagancias fueron limitadas una vez más por ley. Los
slogans de la época eran: «Gobierno de las provincias limpio», «No a los
favoritismos de los magistrados», y «Vida privada modesta». Eran unas
reacciones que aprovecharon los políticos «populares» rivales.
En el año 70 a.C. los últimos poderes que tenían anteriormente los tribunos
fueron restaurados por una singular pareja de cónsules. Uno de ellos, Craso,
era de familia noble, pero ya se había hecho inmensamente rico
aprovechándose sin duda de las confiscaciones efectuadas en tiempos de Sila.
Se había distinguido también por haber desempeñado importantes mandos
militares, entre otros contra Espartaco: había «diezmado» (ejecutado a uno de
cada diez hombres) a sus propias tropas por mostrarse reacias a combatir y
luego había crucificado a 6.000 esclavos rebeldes a lo largo de la principal vía
que conducía a Roma. Para obtener el consulado no había dudado en
disimular la antipatía que sentía por su colega, Pompeyo, una figura emergente
en aquellos momentos. Esa antipatía, sin embargo, era muy intensa. Al final de
la guerra contra Espartaco, Pompeyo había vuelto a Italia y había ayudado a
derrotar a parte de los esclavos fugitivos. No obstante, había sido a él, y no a
Craso, al que se había concedido la gloria del triunfo, en parte debido a las
victorias conseguidas fuera de Italia en nombre de Roma. Craso había tenido
que conformarse con una simple ovación. Durante la década de 50 los dos
hombres se verían obligados a echarse de nuevo uno en brazos de otro por
sus propias necesidades, pero sus relaciones personales nunca fueron fáciles.
De momento, Craso celebró sus éxitos ofreciendo una serie de magníficos
banquetes al pueblo.
A pesar de todo, la estrella era Pompeyo, que añadió a los festejos dos
semanas de juegos. Ya se le había concedido un triunfo (cuando sólo tenía
veintitantos años) y, sorprendentemente, todavía no era senador: era hijo de un
respetado cónsul, pero personalmente no era más que un caballero. Poco
antes de obtener el consulado, el erudito Varrón tuvo que escribir para él un
librito acerca del protocolo senatorial. No es que fuera del todo un hombre
inculto. Sabía griego; se interesaba por el vocabulario y la gramática latina,
honraría más tarde a un gran sabio iego inclinando ante él los símbolos de su
cargo, y en una ocasión liberó a un esclavo sin cobrarle nada impresionado por
su inteligencia, pero no era muy listo. Pompeyo se casó cinco veces: una de
ellas por razones políticas, desposando a una mujer que ya estaba
embarazada de, otro hombre. Pero sólo se divorció en dos ocasiones: su última
esposa, la que quería, fue la joven Cornelia, mujer notable aficionada al estudio
de las matemáticas y la filosofía, considerada una de las damas más cultas de
clase alta de finales de la República. Pompeyo era recordado con cariño
también por su antigua amante, una cortesana llamada Flora: la mujer refería
que nunca le había sucedido acabar de hacer el amor con él sin llevar la
impresión de sus dientes en los labios. 314
Fuera de la alcoba, la máxima virtud de Pompeyo estaba en sus do-s de
general. Había acudido en ayuda de Sila con tropas adiestradas en privado,
pero la brutalidad mostrada contra sus conciudadanos sería vivamente
recordada veinte años después como los actos de un «verdugo adolescente».
315
Posteriormente se le había dado el mando de un ejército contra los
enemigos de Sila en Sicilia y el norte de África. Fue allí donde sus tropas lo
aclamaron (y eso que tenía sólo veintitantos años) con el sobrenombre de
«Magno». Con su aspecto aniñado y sincero y su pelo cepillado hacia atrás, el
joven Pompeyo probablemente recordara al verdadero «Magno», Alejandro,
aunque sólo se lo pareciera a sus admiradores. Cuando murió Sila a
comienzos de 78, Pompeyo apoyó al principio el nuevo populismo de Lépido,
pero se hizo más famoso aún por contribuir a la derrota de éste cuando marchó
sobre Roma. Pompeyo se trasladó luego a España con el cometido de derrotar
también a Sertorio. Necesitó para ello seis años de dura lucha y conmemoró su
victoria erigiendo un trofeo en los Pirineos, rematado por una estatua suya con
una inscripción que decía que había conquistado 876 ciudades ni más ni
menos. Consecuencia de todo ello fue la concesión de un segundo triunfo, el
29 de diciembre de 71, la obtención del consulado de 70 y una enorme
popularidad ese mismo año por restaurar la plena potestad de los tribunos. A
sus treinta y seis años, Pompeyo ya había sabido pasarse astutamente de un
lado de la política al otro, demostrando que de momento era el general más
grande de Roma.
Tras su consulado no obtuvo ningún mando militar en las provincias.
Permaneció en Roma, pero más tarde se le concedieron dos controvertidos
mandos debido a que la votación fue remitida directamente al pueblo. El
primero, en 67 a.C. fue contra los piratas del Mediterráneo, para lo cual se le
entregó una enorme flota y poderes equivalentes a los de un gobierno
provincial: cumplió con su cometido en sólo tres meses, para mayor
agradecimiento del pueblo. Mientras tanto, el candidato de los senadores
tradicionalistas, Luculo, fracasó estrepitosamente en su tarea de acabar en
Asia con la guerra contra Mitridates. Luculo había demostrado una notable
habilidad diplomática e incluso había penetrado en Armenia, pero los enemigos
de su estilo «tradicional» hacían hincapié en sus escandalosos lujos y en la
lentitud de sus avances, y consiguieron que se enviara a Pompeyo a sustituirlo:
fue como si lo hubiera «enviado el cielo», llegaría a decir Cicerón. 316 Esta
guerra le llevó a Pompeyo cuatro años, y aun así no se acabó con el rey
Mitridates hasta que él mismo se quitó la vida (su famoso libro sobre remedios
contra los venenos fue traducido al latín por orden de Pompeyo). Como la
guerra se había extendido a otros reinos vecinos de Asia, Pompeyo se trasladó
más al sur y ganó varias victorias en Siria, el Líbano y en 63 a.C. en Judea. Allí,
las autoridades judías estaban divididas entre dos candidatos rivales para el
puesto de sumo sacerdote; primero uno de ellos, y luego el otro invitó a
Pompeyo a que lo ayudara, y éste finalmente decidió poner sitio al Monte del
Templo de Jerusalén. Entró incluso en el Sanctasanctórum del Templo, una
profanación escandalosa a ojos de los judíos. El territorio de éstos fue
reducido, obligado a pagar tributo y puesto definitivamente bajo el control de
Roma.
En Asia, Pompeyo demostró una gran astucia para la diplomacia duradera y
para el establecimiento de reinos manejables. 317 Sus conquistas de mediados
de la década de 60 a.C. marcan el comienzo del «Oriente Próximo Romano» y,
una vez más, supusieron una transformación de las finanzas públicas de
Roma. El tributo cobrado en las provincias casi se dobló y el botín obtenido y
las oportunidades para la inversión serían enormes. Pero Egipto seguía sin ser
conquistado, complejo, extraño, pero enormemente rico en grano y en oro.
Pasarían otros treinta y cinco años antes de que lo fuera.
Dos triunfos antes de cumplir los cuarenta eran ya demasiado para los más
envidiosos. En el primero, se dijo que Pompeyo había intentado entrar en la
ciudad conduciendo un carro tirado por elefantes, hasta que vio que la puerta
era demasiado estrecha. 318 Un tercer triunfo, a expensas del respetado Luculo,
habría resultado alarmante e intolerable. Una tradición inveterada de la
República decía que ningún individuo debía dominarla, y los senadores
tradicionalistas se movilizaron, como habría cabido esperar, contra el regreso
de Pompeyo. En enero de 62, sólo el veto interpuesto, en su calidad de tribuno,
por Catón el Joven, el principal exponente de los «tradicionalistas», impidió que
prosperara la moción presentada en su ausencia para que fuera nombrado
general encargado de acabar con los disturbios que asolaban Italia. En los
comicios se presentaron unos soldados armados para asegurarse de que era
aprobada la ley, pero uno de los tribunos tapó con la mano la boca al colega
encargado de presentar la moción e impidió que siguiera hablando cuando éste
intentó recitar la propuesta de memoria ante la asamblea. Pues bien, este
Catón era el joven famoso por su integridad y sus acendrados principios
conservadores: generalmente, dice Cicerón, se comportaba como si viviera en
«la República Ideal de Platón, y no en la de fango de Rómulo». 319 Era bisnieto
del riguroso Catón el Viejo, pero él también sabía jugar sucio cuando veía
amenazada su república. No obstante, se concedieron a Pompeyo varios días
de súplicas de agradecimiento, una corona de oro para que la luciera en
público en el circo, y, más tarde, un triunfo.
El regreso de Oriente del héroe fue menos feliz. Se divorció de su (tercera)
esposa por adulterio, pero no consiguió concertar una alianza matrimonial con
la flor y nata de la élite senatorial: el joven Catón se mostró inflexible
asegurando que debía seguir fuera de ella. La falta de talento como orador de
Pompeyo se ponía de manifiesto en las reuniones públicas. Otros asuntos de
carácter más local eran la comidilla de Roma y mientras tanto los senadores
mantenían a distancia a aquella superestrella imposible. Vistas las cosas
retrospectivamente, habrían debido hacerle un huequecito y aprender a convivir
con su gloria, que poco a poco habría ido eclipsándose. El problema estaba en
que tanta gloria resultaba insoportable. En septiembre de 61 Pompeyo celebró
por fin su triunfo sobre Oriente, el tercero de su carrera. Fue un espectáculo
nunca visto. Desfilaron ante la multitud los reyes sometidos y el botín obtenido,
incluido un antiguo Sumo Sacerdote de Jerusalén. En el espectáculo se vio
incluso un lince y varios babuinos. El segundo día, Pompeyo entró en la ciudad
en su carro adornado con joyas llevando a uno de sus hijos a su lado: la gente
comentó malévolamente que lucía el manto de púrpura del propio Alejandro.
Hizo su entrada el día mismo de su cumpleaños y desplegó un símbolo del
mundo, un globo: había triunfado ya sobre tres continentes distintos, África
(79), España (71) y Asia (61). Las monedas seguirían proclamando este
mensaje global. 320 Siempre a la defensiva, los senadores «tradicionales» se
negaron a ratificar los acuerdos que Pompeyo había hecho a título personal en
Oriente. Un año después de su triunfo, fue acusado de querer efectivamente
ceñirse la diadema real, como demostraba la venda blanca en forma de
diadema que llevaba en una pierna. En realidad, la venda la llevaba porque
tenía una úlcera. 321 Dos años después, los senadores «tradicionales» seguían
haciendo esperar a sus veteranos y no les permitían establecerse en las
parcelas de tierra que se les habían concedido como recompensa. Temían a
Pompeyo, ¿pero qué era exactamente lo que quería ahora aquel advenedizo?
Había llegado a la cima demasiado pronto y durante otros nueve años los
senadores, azuzados por Catón, seguirían sin permitir que la distancia que los
separaba se acortara. Mientras tanto Pompeyo buscaría amigos útiles por su
cuenta. Según sus contemporáneos, era esquivo y falso. Era más «un zorro
que un león» en la jungla de la política. «Suele decir una cosa y pensar otra»,
escribía el joven y agudo Celio a Cicerón, «pero su inteligencia no da de sí lo
suficiente para no dejar traslucir qué es lo que desea.» 322

Capítulo 34 - EL MUNDO DE CICERÓN

¿Y qué? Si incluso hago mejorar a César, cuyos vientos son ahora muy
favorables, ¿causo tanto perjuicio a la república? Más aún: si nadie me
detestara, si todos, como es justo, me apoyaran, no por ello habría de
esforzarme menos en probar la medicina que busca curar las partes
enfermas de la república antes que la que busca amputarlas. Mas ahora,
como aquella caballería que yo coloqué en la colina del Capitolio,
contigo como portaestandarte y dirigente, ha abandonado el senado y
nuestros dirigentes quieren tocar el cielo con el dedo si en sus piscinas
hay barbos que se acercan a su mano y no se preocupan de otras
cosas, ¿no te parece que seré de cierta utilidad si consigo4ísuadir a
quienes pueden hacer daño?
CICERÓN, Carta a Ático 2.1 (ca. 3 de junio de 60 a.C.)

Al igual que Pompeyo, Marco Tulio Cicerón era un novato en la escena política
de Roma. No sólo no triunfó antes de ser senador, sino que en su familia no
había habido senadores ni magistrados romanos, y la guerra no era
precisamente lo suyo. Había nacido (curiosamente como Mario) en Arpiño, una
ciudad situada en las colinas, a unos ciento veinte kilómetros al sudeste de
Roma, el mismo año que Pompeyo, es decir en 106 a.C. Era un «hombre
nuevo», cuyas raíces familiares se hundían en la pequeña nobleza rural, pero
sin máscaras funerarias dignas de ser lucidas en los salones de la familia. En
cambio, un estudioso moderno, admirador suyo, ha dicho de él que «acaso
fuera el hombre más civilizado que ha existido nunca». 323
Hoy día, Cicerón es conocido sobre todo por su vanidad y la obsesión por su
propia persona, su escaso juicio político y su costumbre de llamar a la masa de
los ciudadanos romanos la «hez» o el «rebaño», de calificar a la vida en las
provincias de «tedio insufrible», y de considerar a los griegos de su época
volubles y banales. Pero con él no bastan rápidos estereotipos como ésos: a
decir verdad, es el romano de aquellos años turbulentos al que realmente
tenemos la sensación de conocer.
Como otros de su clase por esos mismos tiempos, Cicerón había recibido una
esmeradísima educación, primero en Roma (donde estudió oratoria en las
mejores casas y también derecho junto a los grandes expertos del pasado), y
luego durante algunos años en Grecia, pasando incluso seis meses más o
menos en Atenas perfeccionando el griego y sus conocimientos de filosofía.
Uno de sus compañeros de estudio en Atenas, que tendría una importancia
crucial a lo largo de toda su vida, fue Pomponio Ático (más y mejor conocido
simplemente como Ático), con quien Cicerón, unos años más joven, había
entablado amistad ya en Roma. Una y otra vez, desde comienzos de la década
de 60 a.C. Cicerón escribiría brillantes cartas personales a Ático, que las
guardó en su casa y de ese modo han llegado milagrosamente a nuestras
manos a través de copias. Ático era un hombre de una clase social similar a la
de Cicerón, pero prefirió seguir siendo un simple caballero (eques) y no
emprender la carrera política. Lo mismo que Cicerón, prefería en política la
línea de la clase dirigente tradicional, pero era muy discreto al respecto. Era
famoso por su excelente gusto anticuado, incluso hasta en los muebles «de
época» de sus casas. Al igual que Cicerón, amaba los libros y la literatura y
asesoraba a su amigo en la compra de muebles y de obras de arte griegas. A
diferencia de Cicerón, mantuvo verdadera amistad con romanos de nobilísima
cuna y se las arregló para zafarse siempre de las crisis políticas y seguir siendo
amigo de un bando y de otro, manteniendo una encantadora neutralidad.
A diferencia de Ático, Cicerón se convertiría en el mejor orador romano. Con
una malignidad típica, se dice que Adriano no estaba de acuerdo con esta idea
y que prefería el latín abrupto de Catón el Viejo. Sencillamente, se equivocaba.
La oratoria permitió ante todo a Cicerón hacerse con un nombre: en la arena
política de Roma, la mejor forma que tenía un joven con aspiraciones de
hacerse notar en público era poner un pleito a un superior y ganarlo. Tras
varios éxitos iniciales, en agosto de 70 Cicerón se embarcó en el famoso
procesamiento del gobernador corrupto Verres (el juicio quedó interrumpido
durante los días de los juegos públicos que dio el joven cónsul Pompeyo con
motivo de su triunfo). En agosto de 70 el monopolio de los tribunales de justicia
de que gozaban los senadores estaba a punto de llegar a su fin, pero el ataque
de Cicerón constituyó un éxito memorable: la acusación venía respaldada por
casi ocho semanas de búsqueda de pruebas en Sicilia, la provincia asignada a
Verres. Como discurso de acusación, es uno de los pocos que han llegado a
nuestras manos, uno de los dos de este género escritos por Cicerón que se
han conservado, pero muestra unos méritos similares a los numerosos
discursos de defensa que compuso. Cicerón dominaba numerosos registros
distintos: el relato claro y conciso en los detalles, los períodos rítmicos de
carácter cíclico, las demostraciones de ingenio cómico, o la invectiva extrema.
Ante un jurado es el maestro del estilo confidencial que intenta distraer la
atención de los jueces de los puntos débiles de su argumentación. Sigue
siendo un modelo brillante para cualquier abogado en ejercicio que sea culto.
Los discursos que ahora podemos leer suelen ser versiones pulidas a posteriori
por el propio Cicerón para su publicación, y cuando resulta menos convincente
es cuando la distancia entre el estilo y el verdadero interés del autor por el caso
es demasiado grande. Pero hay también discursos políticos clásicos, como el
pronunciado en defensa del joven casquivano Celio, con sus maravillosas
descripciones de la vida lujosa y desenfadada de los jóvenes de Roma, o el
discurso en defensa de Milón, hombre a todas luces culpable de asesinato,
pero defendido por Cicerón con una deslumbrante lógica equívoca en un
tribunal en el que se presentaron unos soldados hostiles con el fin de
intimidarlo. Se ha achacado a menudo a Cicerón su falta de coraje y él mismo
admitía esta debilidad, pero tuvo mucho valor al embarcarse en este caso y
también fue valiente durante su último año de actividad política.
Ya sexagenario, al ver que se le negaba la «libertad» política durante la
dominación de Julio César, Cicerón se dedicó a escribir obras teóricas de
historia y acerca de la práctica de la oratoria, de religión y de filosofía. El fruto
de toda esa actividad es un tributo a la erudición acumulada a lo largo de los
años, que resulta fundamental para nuestra comprensión de la vida intelectual
de Roma. Cicerón mostró siempre una propensión hacia la postura
conservadora. Intelectualmente, rechazaba los supuestos poderes de
adivinación que afirmaban poseer algunos y que les permitían, según ellos,
conocer el futuro y la voluntad de los dioses. Pero era un firme defensor de la
religión tradicional cívica que había sido transmitida generación tras generación
y que formaba parte de las costumbres de los antepasados de Roma. Se sintió,
Por tanto, sumamente feliz cuando fue nombrado augur o adivino oficial en 53
a.C. aunque este cargo público comportaba tener que tomar los auspicios en
los que, intelectualmente, no creía. Entre los diversos tipos de filosofía griega
existentes, Cicerón se inclinó siempre por el escepticismo. Sus cartas
demuestran cuan variados eran los gustos filosóficos de sus contemporáneos
romanos, una generación para la cual el lenguaje de la ética y la investigación
filosófica constituían un elemento más de la vida cultivada, tan diferente de la
existente un siglo atrás. El escepticismo filosófico de Cicerón era de un tipo
anticuado, en consonancia con su conservadurismo natural.
Estos discursos y tratados forman parte de las credenciales de Cicerón para
ser considerado una mente civilizada. Pero esas credenciales se ponen de
manifiesto sobre todo en sus cartas. Constituyen un vestigio del pasado
absolutamente único, fueron escritas a lo largo de unos veinte años y forman
parte de la correspondencia de este ilustre romano que no siempre escribía
pensando en la publicación. En cierto modo, nos muestran los gustos y el estilo
de vida de Cicerón, su pasión por los libros, sus opiniones acerca de sus
esclavos, su familia (incluida su amada hija y su irritable hermano), sus
numerosas casas y lo que significaban para él. Lo vemos transido de dolor por
la muerte de su hija a la edad de treinta y pocos años, 324 su ruptura con
Terencia, su esposa por espacio de treinta años, escribiendo cariñosamente
acerca de su fiel Tirón, el secretario-esclavo al que concedió la libertad, o
lamentando el comportamiento de su último yerno, Dolabela. Cicerón poseía no
menos de ocho casas de campo en Italia, aunque la agricultura no estuvo
nunca entre sus intereses y la caza no lo atrajera en absoluto. Yendo de una a
otra, carecía por completo del apego al «hogar» propio de un hacendado
rústico, pero apreciaba el solaz que aquellos lugares le brindaban, sus
bosques, su emplazamiento y el «refugio» que suponían de las agitaciones
públicas. Pero poseía además varias casas en Roma, entre ellas una hermosa
residencia en el Palatino, encima del Foro, que era toda una manifestación de
su encumbramiento social. Su anterior propietario del orden senatorial la había
diseñado como una mansión expuesta a las miradas del público (la privacidad
no estaba entre las prioridades de los personajes socialmente destacados del
mundo romano). 325 Cicerón tomó prestado muchísimo dinero para comprarla,
en una época en la que los precios de las casas elegantes se habían
multiplicado por diez en sesenta años.
Las cartas nos permiten ver también los estados de ánimo cambiantes de su
autor, que pasa del júbilo a la desesperación. Nos muestran su preocupación
(que puede llegar a resultar sofocante) por sus jóvenes protegidos más
prometedores, su rechazo a permanecer ocioso y su mente excepcionalmente
cultivada. En junio de 59, durante el controvertido consulado de César, lo
encontramos en su casa de campo de Anzio, laboriosamente absorto en la
obra de geografía que había proyectado escribir y que debía basarse, cómo no,
en los maestros griegos helenísticos, y lamentándose de que el tema era
demasiado difícil para ser presentado de una manera atractiva. Oímos hablar
de los bosques de su esposa Terencia, del acceso que tenía a las bibliotecas
privadas de sus amigos (la de Ático era su principal punto de referencia) y su
constante combinación de vida pública y erudita. Estamos ante la vida de un
romano riquísimo, pero, eso sí, una vida muy próxima a la nuestra y civilizada
según nuestros criterios, mientras que el estilo de vida de un Pericles o un
Demóstenes no nos ha dejado este tipo de cartas (ni siquiera llegaron a escribir
nada parecido) y, aparte de unas cuantas anécdotas, se ha perdido por
completo para nosotros.
Cicerón es también el único padre romano cuyas relaciones con su hija
podemos seguir durante bastante tiempo. Como «padre de familia»,
paterfamilias, su hija Tulia estaba legalmente en su poder, pero Cicerón
expresa un afecto exagerado por ella llamándola su «puerto» y su «descanso»
de las innumerables dificultades públicas, fuente de «conversación y dulzuras».
Cuando la joven se casó por tercera vez, con apenas veintiséis años, su marido
no fue, desde luego, del gusto de su padre. Las opiniones de su hija pesaban,
pues, para él más de lo que las leyes y la costumbre habrían podido inducirnos
a pensar, rero, como es habitual, amándola a ella se amaba a sí mismo. Tulia
era «la hija más cariñosa, modesta e inteligente que puede tener un hombre», y
por lo tanto era «la viva imagen de mi rostro, de mis palabras y mis
pensamientos». 326 El cariño y el reflejo de sí mismo son rasgos distintivos de
Cicerón, y probablemente no podríamos encontrarlos hasta ese punto en
ningún otro padre de la época.
Pero esas cartas son más que testimonios de la «vida social» en general.
Tienen un ingenio, una afinidad indirecta con los grandes acontecimientos
públicos y una extraordinaria serie de comentarios cáusticos y bromas
personales. Con total desvergüenza, se recrean en los fracasos de los
personajes de la época, inmortalizados en los brillantes motes que les pone
Cicerón, «el Príncipe Árabe» (Pompeyo, señor de Oriente), «el Niño Bonito»
(su odiado Clodio, uno de cuyos nombres significaba precisamente
«hermoso»), «Ojos de Vaca» (la promiscua hermana de Clodio, Clodia), y
muchos más. Nos permiten vislumbrar, mejor que cualquier otro testimonio, lo
que significaba la libertad en el mundo de los senadores, y nos dejan con la
secreta añoranza de pertenecer a él. O mejor aún, constituyen la visión que
tenía un hombre de lo que sucedía a su alrededor y que con mucha frecuencia
interpreta como desearía personalmente que fuera. Existe un maravilloso
abismo entre la interpretación de Cicerón, a menudo centrada en sí mismo, y la
realidad que podemos atribuir con más plausibilidad a los peces gordos entre
los cuales nada. Sus juicios sobre los distintos personajes son a menudo
sorprendentemente equivocados, entre otras razones por su tendencia a
exagerar su propia importancia para los demás. Pero encontramos también
juicios agudos cuando sus esperanzas se han visto decepcionadas o no están
en juego; este hecho nos recuerda que tampoco él se engañaba totalmente.
Su carrera siguió una senda inolvidable, procurando no irse a pique en medio
de las luchas acerca de la «libertad» y la «justicia». Entre 70 y 60 a.C. empezó
a dejarse llevar por la corriente popular, manifestándose en 66 a favor de la
ampliación del mando de Pompeyo en Oriente o defendiendo a un tribuno de la
facción popular en un pleito. Pero se trataba de un populismo temperado por el
respeto que profesaba a la clase dirigente tradicional, y en 64, en una campaña
electoral muy poco distinguida, esa misma clase dirigente decidió apoyar la
sumisa candidatura de Cicerón al consulado. Fue elegido para tomar posesión
del cargo en enero de 63.
Para que fuera preparándose, su hermano menor, Quinto, le envió un «librito»
sobre la campaña electoral, un texto clásico sobre las estrategias que podían
permitir a un candidato ganar las elecciones en Roma. «Casi cada día, cuando
vayas al Foro», afirma Quinto, «debes repetirte lo siguiente: "Soy un novato;
busco el consulado; esto es Roma"». 327 Debía uno mantener el equilibrio entre
el trato de los personajes nobles e influyentes y la atención prestada a la
imagen popular de uno mismo, en la ciudad, en el resto de Italia, e incluso en
las grandes casas, en las que Cicerón (le advertía su hermano) debía
preocuparse de que los esclavos hablaran bien de él. Al carecer de contactos
familiares, Cicerón se tomó la molestia (como le advirtiera su hermano) de
enterarse de las dimensiones, el emplazamiento y la naturaleza de las fincas
que tuvieran en Italia todos los hombres importantes. Cuando pasaba de viaje
por un camino, se decía que era capaz de hablar con familiaridad acerca del
propietario de cada finca que atravesaba. Aquellos individuos podían
presentarse un día en Roma y demostrar que eran especialmente importantes
a la hora de «amañar» las asambleas electorales y legislativas. El manualillo de
Quinto da por supuesta la existencia de todo tipo de fascinantes «expertos en
el arte amañar», los «repartidores» (que sobornaban a bloques de posibles
electores), de «buenas compañías», de las cuales había ya cuatro grupos que
estaban «obligados» con Cicerón, y de «hombres de extraordinaria influencia,
que gracias a ti se han hecho o esperan hacerse con el control de los votos de
una tribu o una centuria ... pues, en estos tiempos, los expertos en elecciones
han elaborado un sistema, con todo el rigor y todos los recursos imaginables,
para conseguir lo que quieran de los hombres de su tribu». 328 Los consejos de
Quinto se referían a las elecciones, pero los individuos que podían «amañar»
los votos de una tribu en unas elecciones, podían también amañar
indudablemente los votos de esa tribu para unos comicios tributos en los que
se aprobara una ley. Quinto daba también por supuesto que había individuos
que podían amañar las «arengas» o alocuciones al pueblo. Tenía un truco
infalible para su hermano: no hablar de asuntos políticos en las calles ni en las
«arengas» públicas. Cuando tratara con «el pueblo», le aconsejaba cultivar la
«memoria para los nombres, una actitud enigmática, una atención constante,
generosidad, publicidad, un "bonito espectáculo", y promesas de ascensos en
el Estado». 329 En la Atenas clásica, un Pericles o un Demóstenes no habrían
engatusado a sus conciudadanos demócratas con esas artes típicamente
«italianas».
El año de su consulado, 63 a.C. supuso la cima de la carrera de Cicerón. Fue
una época de elevadísima tensión social y política, en buena parte achacable a
las consecuencias de las reformas de Sila y a la década de reacción. Los
individuos a los que Sila había establecido en explotaciones agrícolas
repartidas por toda Italia se veían acosados por las deudas y la incertidumbre
de que siguieran teniendo derecho a halarse dueños de sus tierras. En un nivel
más alto de la escala social, as reformas introducidas por Sila en la estructura
de la carrera política abían intensificado las rivalidades por la consecución de
las altas magistraturas: los competidores que salían de los puntos de partida
eran ada vez más numerosos, pero menos de la mitad de ellos llegaban a er
elegidos pretores, el primer gran obstáculo de la carrera. Estaban demás los
senadores destituidos, ansiosos de volver a estar en el canelero y de recuperar
la preeminencia que la «denigración» de los cenares les había hecho perder.
Concretamente en 63 estaban las incertidumbres acerca de las intenciones de
Pompeyo, ausente en Asia, y los mores de la violencia popular en Roma (el
grano seguía escaseando las «asociaciones» del pueblo acababan de ser
prohibidas en 64). Primero, Cicerón se opuso ingeniosamente a aprobar una
ley de corte popular sobre la asignación de parcelas a nuevos colonos en Italia,
y más tarde, en otoño, desenmascaró lo que consideró que eran los planes
sediciosos de un noble desesperado, Catilina, endeudado hasta las cejas como
consecuencia de sus fracasos electorales en la carrera hacia el consulado. Por
otro lado, se desencadenó una sublevación abierta en Etruria y además se
descubrió otra conjura en la ciudad, con el plan (según Cicerón) de causar
incendios, circunstancia que indudablemente debió de provocar el pánico de su
público urbano. Independientemente de que los juicios de Cicerón fueran
acertados o no, el peligro de asesinato, abolición forzosa de las deudas y golpe
de Estado era real. Los conspiradores fueron detenidos, pero en diciembre
Cicerón presidió en su calidad de cónsul la sesión del senado que tomó la
decisión fatídica de ejecutar a los ciudadanos arrestados. Se dejaron oír
algunas voces en contra, especialmente la de Julio César, pero la sentencia se
cumplió a pesar de que violaba el derecho fundamental que tenía todo
ciudadano romano de «apelar» y, desde la reforma de Gayo Graco, de tener un
juicio público ante el pueblo en caso de ser acusado de un delito que acarreara
la pena capital. No era ninguna excusa que Cicerón calificara precipitadamente
a las víctimas de «enemigos del pueblo». Fue también una desgracia que
varias de ellas mantuvieran vínculos de «amistad» con el ausente Pompeyo.
En cualquier caso, ufano por el éxito obtenido, Cicerón hizo circular los detalles
de su intervención en prosa y en verso, en latín y en griego. Pero su momento
de gloria se vio muy pronto ensombrecido por el trato que dispensó a los
ciudadanos detenidos: había permitido que se infringiera el principio de
«libertad». Sus enemigos arremetieron contra él tachándolo de «tirano»,
activando las profundas creencias en torno a la justicia y la legalidad de la
República. A través de las cartas de Cicerón, podemos observar cómo la
euforia de su vanidad se desinfló de la noche a la mañana. A comienzos de 62
escribió a Pompeyo, ausente, presentándose como un gran hombre lo mismo
que él, y como futuro consejero a su lado. Pompeyo ni siquiera se molestó en
contestarle. 330 En 63 Cicerón se había enfrentado al poderoso Craso (según
algunos, su enemistad venía de lejos) y además se había cruzado en el camino
preferido de un gran astro en ascenso, el joven Julio César. A finales de 62 se
atrajo, además, la enemistad del violento Clodio, entre otras cosas por
deshacer la coartada que éste había presentado con el fin de salir airoso en un
caso escandaloso que fue la comidilla de toda Roma. Después de utilizar a
Cicerón como les convino, los nobles se desentendieron de aquel molesto
«hombre nuevo». El consulado había otorgado a Cicerón una posición de
privilegio en el senado, pero sus constantes elogios a la labor realizada y el
escándalo en que se vio envuelto contribuyeron a apartarlo del centro de la
escena.
De las cuatro llaves necesarias para alcanzar el éxito en Roma, Cicerón sólo
tenía una: era un orador excelente, pero sus capacidades como militar eran
mínimas, su fortuna insuficiente, y sus contactos con amigos y familiares
nobles inexistentes. No obstante, aspiraba a ascender socialmente, y abrigaba
la esperanza ser acogido «en las altas esferas», en vez de tener que
construirse un círculo de hombres nuevos como él y ayudarles a ascender a su
lado. A finales de 60, cuando se formaron nuevas agrupaciones, podemos ver
en sus cartas que realmente creía que Julio César se había fijado en él para
que contribuyera a la reconciliación del gran Pompeyo y Craso y ayudara a
suavizar la situación. A decir verdad, Julio César encontraba a Cicerón de su
agrado: le gustaba su ingenio y su talento literario, y valoraba sus cualidades
como orador. Pero políticamente nunca lo tuvo en consideración. También
Pompeyo reconocía que Cicerón lo había ayudado a comienzos de la década
de 60, pero nunca fueron amigos de verdad. En cuanto a Craso, básicamente
lo detestaba.
Al año siguiente, 59 a.C. estos tres grandes hombres sellaron un pacto que no
podríamos decir que fuera precisamente de caballeros, en virtud del cual se
apoyarían mutuamente en sus necesidades políticas. En sus cartas podemos
comprobar que Cicerón tardó muchísimo en darse cuenta de la existencia de
este pacto, 331 y, cuando por fin manifiesta airadamente su opinión en contra de
los tres, a las pocas horas éstos desatan contra él la amenaza de su gran
enemigo, Clodio. Ni César ni Pompeyo intervendrían para salvarlo. En marzo
de 58 Cicerón prefirió abandonar Roma y sufrir un destierro voluntario antes
que aguardar a que Clodio, a la sazón tribuno de la plebe, lo procesara.
Anduvo errante lejos de Roma, que era su verdadera savia vital, reducido a la
miseria más absoluta y forzado a contemplar la posibilidad del suicidio. En
Roma, mientras tanto, con una ironía programática, su enemigo, Clodio, hizo
demoler inmediatamente la casa que Cicerón había adquirido con tanto orgullo
en el Palatino y consagró el solar como templo a la Libertad. Esa «Libertad»
era la libertad que tenía el pueblo «frente al» acoso y contra la cual había
atentado Cicerón al presidir las ejecuciones de los ciudadanos en diciembre de
63.
En septiembre de 57 ya estaba de vuelta en Roma, pues la estrella de Clodio
se había eclipsado y sobre todo porque Pompeyo había recuperado su energía
y se había dado cuenta del uso que podía hacer de Cicerón como orador
(Pompeyo no tenía desde luego el don de la palabra). Pero el regreso le costó
caro: Cicerón tuvo que ponerse inmediatamente a defender los intereses de
Pompeyo y una vez más, en 56, se engañó por completo respecto a las
intenciones de los tres grandes hombres. Nadie lo avisó de la renovación de su
«pacto de caballeros» hasta que fue un hecho. En consecuencia, sus
imprudentes protestas de independencia fueron una vez más silenciadas
rápidamente por el trío y él se vio forzado a colaborar con ellos si no quería
poner su vida en peligro; la colaboración significaba pronunciar los discursos
más humillantes en defensa de sus anteriores enemigos, los partidarios
políticos de los tres hombres que dominaban la situación. Para Cicerón, el
único rayo de luz existente en aquellos discursos era la ocasión que le
brindaron de recrearse de nuevo en su consulado del año 63: la reacción que
había suscitado fue un suceso del que nunca logró recuperarse
psicológicamente.
Las reacciones de Cicerón ante aquel rumbo político tan lleno de sobresaltos
constituyen el testimonio más vivo que tenemos del valor de la libertad según la
mentalidad de un individuo del orden senatorial que participó en los hechos.
Desde luego no significaba la libertad de la democracia; lo que significaba era
la «libertad frente al» dominio de otros y la «libertad de» los senadores como él
de ejercer su autoridad y su dignidad, conservando al mismo tiempo la
«igualdad» entre los miembros del grupo. La artera dominación de los tres
grandes hombres, César, Pompeyo y Craso, fue un desastre para él, sólo
preferible al destierro, que habría sido comparable con la muerte. En 54
escribió a su hermano en los siguientes términos: «Me atormenta, me
atormenta el hecho de que ya no sea nada la república, de que no sean nada
los tribunales de justicia ... No poder atacar a algunos de mis enemigos; y
haber tenido incluso que defender a otros». Pero sobre todo, «no poder dar
rienda suelta a mis opiniones ni a mi odio, y descubrir que César es el único
que me ama tanto como yo deseo». 332 Pero ese «amor» era sólo un amor
profesado por César desde la lejanía. Julio César (como veremos) tenía otras
ambiciones, y Cicerón no contaba mucho en ellas.
Uno de los recursos que tenía Cicerón a su alcance era retirarse y escribir
obras de teoría política ideal. A partir del año 54 se dedicó a escribir una obra
Sobre la república ideal y varios libros Sobre las leyes, obras que curiosamente
no abordaban las realidades ni los males de la República Romana de su época.
Como buen hombre hecho a sí mismo, defendía la visión del Estado que tenía
la clase dirigente tradicional: dicha visión implicaba la supremacía del senado,
frente a la soberanía nunca experimentada de las asambleas del pueblo. Los
decretos senatoriales, afirmaba, debían ser vinculantes y el senado debía ser
«dueño y señor» de la política pública: los senadores debían además
inspeccionar los votos que fuera a depositar el pueblo. El voto secreto era un
desastre: los senadores debían supervisar las votaciones y conceder sólo «una
apariencia de libertad» para preservar la «autoridad» de «los mejores». 333 Su
estado ideal reservaba un papel para los tribunos de la plebe, pero sus vagos
ideales de «concordia» entre senadores y caballeros y un «moderador»
ilustrado como jefe del Estado eran completamente irrelevantes para las crisis
por las que realmente estaba pasando su amada República. Los problemas de
la República radicaban en el poder de los jefes del ejército y de sus secuaces y
en los desórdenes sociales y económicos que les permitían retener con relativa
facilidad sus ejércitos y sus bandas de matones.
La otra respuesta que dio a la preeminencia de los dinastas fue escribir una
«historia interna» de los sucesos acontecidos desde mediados de la década de
60. 334 Por desgracia la obra se ha perdido, aunque Cicerón leyó en voz alta a
Ático partes de ella y comparó su tono con el del más maligno de los
historiadores griegos anteriores, Teopompo, contemporáneo de Filipo y de
Alejandro Magno. Sabemos, sin embar/ go, que en ella echaba la culpa a
Craso y a Julio César de unas conjuras políticas que, por lo demás,
dudaríamos en atribuirles a ellos: de los planes de golpe de Estado de 65 (en
su opinión, Craso había tenido un papel particularmente activo en ellos) y del
apoyo a Catilina, el popular desesperado, en 63. ¿Su libro eran sólo cotilleos
amargados, distorsionados por la visión retrospectiva? Se trata de uno de los
libros de la Antigüedad que más nos gustaría recuperar, pues es posible que
dijera verdades que Cicerón había tenido miedo de exponer en otro sitio,
además de airear otras teorías conspiratorias que resultaría interesantísimo
estudiar.
En 51 a.C. un Cicerón amargado vio cómo era enviado a Oriente en calidad de
gobernador de una provincia miserable, Cilicia, en el sur de Asia Menor
(aunque también formaba parte de ella Chipre, así como otros territorios del sur
de Asia). A través de sus cartas, tenemos la primera visión prolongada de lo
que eran las actividades de un gobernador romano fuera de Italia, dispensando
justicia en los asuntos locales de su provincia. 335 Cicerón realizó las habituales
giras judiciales por las principales ciudades de la provincia; publicó el sólito
«edicto» de toma de posesión, inspirado, sabiamente, en el de un admirado
predecesor, el jurista Escévola. En general, prefirió que la población local de
lengua griega arreglara sus disputas por su cuenta, pero si consideraba que
dichas disputas implicaban a ciudadanos romanos o a extranjeros, o tenían que
ver con aspectos importantes del derecho romano, las juzgaba personalmente
según las líneas de los edictos publicados por los pretores en Roma. En virtud
de esas decisiones más o menos fortuitas, las leyes romanas relacionadas con
temas como las herencias o las deudas impagadas serían aplicadas a los
súbditos del Imperio fuera de Roma: no había ni una sola ley ni decreto que
obligara a ello.
A pesar de las quejas de Cicerón, las obligaciones de un gobernador de
provincia eran para él una alternativa mejor que la vida política en Roma.
Cicerón vivía para su República, y lleno de tristeza al verse sin ella, su vida y
sus incomparables darían fe de su crisis final. Allá por 59 a.C. César le había
ofrecido un puesto de responsabilidad en su cuartel general en el extranjero,
que le habría permitido escapar a la tormenta política que estaba formándose a
su alrededor. Incluso Ático le había aconsejado que lo aceptara. Era un típico
acto de generosidad, una muestra de la «clemencia» de la que tanto le gustaba
alardear a César ante su público romano. Pero como Cicerón comentaba, esa
«clemencia» era insidiosa: ¿Quién era César para conceder el perdón a
hombres como ellos? 336 De esa cuestión es de lo que dependería en adelante
la historia de la «libertad» y la «justicia».

Capítulo 35 - LA ASCENSIÓN DE JULIO CÉSAR

Estuvo a verme Cornelio, me refiero a Balbo, el amigo de César; me


aseguró que éste contaría, en todos los asuntos, con mi consejo y el de
Pompeyo y que se esforzaría en unir con Pompeyo a Craso. En ello hay
estrecha unión mía con Pompeyo y, si me agrada, también con César;
reconciliación con mis enemigos; paz con la masa; una vejez tranquila...
CICERÓN, Cartas a Ático 2.3 (finales de 60 a.C.)

Has de saber que no ha existido nunca nada tan infame, tan vergonzoso,
tan idénticamente detestable para las gentes de toda condición, orden o
edad, como la situación actual, más allá, por Hércules, de lo que yo
habría querido, no sólo de lo que habría pensado. Esos «demócratas»
[los políticos del bando «popular»] han enseñado ya a silbar incluso a las
gentes moderadas.
CICERÓN, Cartas a Ático 2.19 (entre el 7 y el14 de julio de 59 a.C.
acerca del consulado de César y de su pacto con Pompeyo y Craso)

Julio César, el romano más famoso de la historia, resultó ser el político popular
más hábil de Roma. Durante más de veinte años siguió esta línea, aunque por
su cuna y por sus maneras era un verdadero patricio, descendiente de la
nobleza más antigua de la historia de Roma. La familia se jactaba de tener
entre sus antepasados al padre fundador de la patria, Eneas, y, detrás de él, a
la propia diosa Venus. Las «tradiciones» de los senadores corrientes hacían de
ellos unos advenedizos desde la dilatada perspectiva de un aristócrata de tan
rancio abolengo. Su figura contrasta con el tradicionalismo asumido de Cicerón,
el hombre al que acababan de hacer un sitio entre los mejores.
Como buen patricio, César tenía un orgulloso sentido de su elevado valor o
dignitas, pero, primero como cónsul y luego diez años después como dictador,
impuso por medio de detalladas leyes de corte popular lo que los senadores
«tradicionales» se habían resistido a aceptar y aún seguían rechazando.
Dichas leyes tenían que ver con asuntos que iban desde las restricciones
impuestas a la concusión de los gobernadores provinciales y los límites al uso
de la violencia en la vida pública, a la concesión de parcelas a decenas de
miles de colonos, no todos los cuales eran veteranos del ejército. Detrás de
aquellas leyes había valores, un sentido de la justicia que hacía de ellas algo
más que meras apuestas personales con vistas a la consecución de la
supremacía. Aun así, César, el «político del pueblo», acabó limitando el
derecho de libre asociación de los pobres urbanos en sus organizaciones y
colegios. Podían convertirse en una amenaza para su supremacía,
especialmente durante su ausencia de la ciudad. Hasta los años de su
dictadura, se apoyó sagazmente en los tribunos de la plebe, los magistrados
populares, para que propusieran sus leyes en las asambleas del pueblo y
vetaran las mociones que fueran en contra de sus intereses. Sin embargo,
acabó destituyendo a individuos que desempeñaban el tribunado sólo porque
sus acciones no eran de su agrado. Al final, nombraría a los magistrados de
Roma él mismo.
Astutamente, César empezó por fomentar el «gobierno transparente». En 59,
siendo cónsul, hizo que las actas del senado se hicieran públicas y fueran
accesibles por primera vez: Adriano, casi doscientos años después, sería
nombrado curator de las «actas» publicadas del senado. Los senadores como
Cicerón que hablaban con desprecio del pueblo en la Curia calificándolo de
«rebaño» o «hez», y que luego lo elogiaban en sus asambleas, no recibirían
precisamente con los brazos abiertos las nuevas publicaciones. El propio César
hablaba con claridad y contundencia, dictaba cartas con profusión (a veces
incluso mientras cabalgaba) y fue el primer noble romano que hizo una
verdadera aportación a la literatura latina. Pues, como general destinado fuera
de Italia, envió a Roma una serie de «comentarios» escritos con gran lucidez
durante su prolongado destino como general en la Galia. «Evita las palabras
insólitas», solía decir, «como el marinero huye de los escollos». 337 Sus obras
en prosa suelen ser claras en su estructura y en su forma, pero son también
muy económicas por lo que respecta a la verdad. Fueron escritas para que el
público en general de Roma, de Italia, y quizá incluso del sur de la Galia, leyera
sus proezas. Probablemente fueron publicadas año tras año, pero terminan en
52, mucho antes de su regreso a Roma. La publicación de estos ejercicios de
«tergiversación de la noticia» tuvo en su momento una notable relevancia para
su carrera política. Esos astutos «comentarios» presentaban a un César
romano que era más que un igual de Pompeyo, el gran conquistador. Mientras
que Pompeyo era glorificado por los historiadores y oradores griegos que lo
rodeaban, César se glorificaba a sí mismo en un latín laro. Escritos en tercera
persona, los comentarios utilizan la palabra «César» 775 veces.
En Julio César el encanto y la crueldad, la osadía y el engaño estaban
inextricablemente unidos. Ante todo, demostró que era un magnífico general.
Era indiferente a las comodidades o lujos personales y era un consumado
jinete que podía incluso cabalgar a toda velocidad con las manos cruzadas a la
espalda. Desde 58 a 50 a.C. conquistó una enorme cantidad de territorios en
Occidente, todos los cuales identificó como la Galia. En 55 cruzó el Canal de la
Mancha y fue el primero que invadió Britania, «más allá del límite del océano»,
que había traspasado Alejandro Magno. Pero la invasión de Britania fracasó y
las conquistas de la Galia habían ido mucho más allá de la estricta
interpretación de los mandos militares que se le habían asignado. Cuando esos
mandos concluyeron, él mismo calculaba que había causado la muerte en el
campo de batalla al menos a 1.192.000 enemigos durante sus campañas en la
Galia. Aun así, las víctimas civiles quedaban excluidas de se cómputo total tan
glorioso para él, aunque no para nosotros.
César hizo gala además de una sorprendente audacia en las guerras en las
que participó entre 49 y 45, y que lo llevaron a Grecia, Egipto, Asia, el norte de
África y España, lugares todos ellos que más tarde visitaría Adriano en el curso
de viajes pacíficos. Sin embargo, nunca hizo público el número de bajas
causadas en esos conflictos, pues tuvieron lugar en el curso de una guerra civil
contra otros ciudadanos romanos.En efecto, en 49 a.C. César se embarcó en
una guerra civil dentro de Italia, como si fuera un «nuevo Aníbal», al tiempo que
afirmaba la necesidad de defender la «libertad» del «pueblo romano», la
«inviolabilidad de los tribunos de la plebe» y, de manera más sincera, su propia
dignidad». Durante casi cinco años la vida política quedó sometida a a voluntad
personal del propio César. No fue, desde luego, la irremediable consecuencia
de los tiempos que le tocaron vivir. La República Romana habría podido, y de
hecho habrá debido, sobrevivirlo. En último término, la derrocó en aras de su
propia «dignidad», ante la cual todo lo demás —el populismo, la apertura
social, su tan cacareada «clemencia»— era secundario. Echó por tierra una
constitución flexible que había venido evolucionando a lo largo de más de
cuatro siglos y posteriormente fue asesinado en Roma por unos sesenta
conspiradores. Pero su ejemplo y su destino repercutieron en los actos
sucesivos del largo drama de la República Romana. Resultó además que esos
actos constituyeron su final, un auténtico punto de inflexión para la libertad.
Julio César nació seis años después que Cicerón, en 100 a.C. en el mes que
luego se llamaría julio en su honor. Los historiadores que cuentan sus primeros
años corren el riesgo de dejarse llevar por la visión retrospectiva: ¿Es posible
que sus contemporáneos temieran realmente la frialdad de su carácter y sus
dotes ya en los primeros estadios de su vida? La mayor parte de los
historiadores especializados en él suelen retrasar actualmente la «formación de
César» a la época de sus treinta y tantos o cuarenta y pocos años, pero es
posible que sus contemporáneos vieran mucho antes indicios de esa
progresión. A la edad de (probablemente) quince años, fue elegido para el
cargo de sacerdote ceremonial de Júpiter (flamen dial), privilegio reservado
exclusivamente a los patricios. Como el flamen tenía prohibido mirar a los
soldados armados, ¿fue el ofrecimiento de este cargo un intento temprano de
cortar la entrada en cualquier tipo de carrera pública a aquel temible joven
aristócrata? Aquellos años coincidieron con los de la terrible ascensión al poder
de Sila, y César se casó con la noble hija de Cinna, el enemigo de Sila. Por su
tía, era además sobrino del gran Mario, el máximo rival del dictador. En efecto,
éste se negó a permitir que César siguiera ocupando el cargo de flamen (como
si en ello no viera ninguna finalidad paralizadora), pero se dice que también
avisó del potencial que tenía el joven César vestido de manera informal. ¿Es
esta anécdota también fruto de la visión retrospectiva?
César se libró de la proscripción y marchó a hacer su servicio militar a Oriente.
Allí, los cotilleos hostiles a su persona afirmarían más tarde que se convirtió en
el favorito sexual del rey de Bitinia. No había nada de verdad en todo aquello,
pero cuando más tarde se le acusó de ser un «afeminado», César replicó
ingeniosamente que las Amazonas habían en otro tiempo dominado una gran
parte de Asia, y de ese modo su amenaza de que iba a bailar sobre las
cabezas de sus enemigos senatoriales no se quedó en meras palabras. 338 En
80 a.C. una valiente hazaña en el Egeo lo hizo acreedor a la «corona cívica»,
un alto distintivo militar por salvar la vida de un ciudadano en la batalla: podía
llevar en público una corona de hojas de encina y hasta los senadores habrían
tenido que ponerse en pie ante su presencia en los juegos públicos, privilegio
que difícilmente habría pasado por alto su elevado sentido de la dignidad.
Regresó a Roma y se hizo famoso —ganándose de paso muchos enemigos—
por acusar a un respetado ex cónsul de concusión en su provincia. Regresó
luego al Oriente griego a estudiar y dejó que se enfriara la hostilidad que había
suscitado en Roma. A diferencia del astro en ascenso, Pompeyo, César tenía
una mente rápida y cultivada que siempre se había sentido atraída por la
literatura. Pero él también era un luchador nato. Tomó una venganza dulce y
rápida de unos piratas del Egeo que habían intentado retenerlo para cobrar
rescate. A los veintiséis años volvió con sus tropas a Bitinia para impedir que
este reino se pasara al bando del gran enemigo de Roma, Mitridates. Ya había
empezado a actuar sin órdenes de nadie.
De vuelta en Roma, cuando la constitución reaccionaria de Sila se vino abajo,
César se sumó rápidamente a la línea popular alternativa. Su tía era la viuda de
Mario, el héroe popular y, cuando ésta murió, él mismo pronunció en el Foro
una oración fúnebre en la que se explayó hablando de la nobilísima estirpe de
dioses y reyes a la que pertenecía la difunta (y de paso él también). Al final,
parecería que sus palabras eran proféticas cuando diera la impresión de que él
mismo rivalizaba con estos dos tipos tan peligrosos de antepasados. El pueblo
se dio cuenta de ello, igual que se dio cuenta de que mostraba a la vista de
todo el mundo las insignias de Mario, el héroe popular silenciado desde hacía
largo tiempo, durante la procesión fúnebre de su tía. Desplegó incluso en el
Capitolio los trofeos de Mario, escondidos también durante largo tiempo. A
continuación, a finales de 69 a.C. partió a prestar sus servicios como
magistrado de rango inferior al sur de España. Allí llevó a cabo la típica gira
judicial juzgando los casos que se le presentaban. Se cuenta que en Cádiz vio
una estatua de Alejandro Magno en el principal templo de la ciudad y que se
puso a llorar porque él todavía no había hecho nada memorable, mientras que
Alejandro a su edad ya había conquistado el mundo. 339 Una vez más, la
mayoría de los historiadores duda de la veracidad de esta anécdota, pero quizá
se equivoquen; menos verosímil es la que dice que además César soñó que
violaba a su madre, hecho que significaría su deseo de dominar la (madre)
Tierra, el mundo. En España en cualquier caso tenemos atestiguados los
primeros episodios de ataques ocasionales de la epilepsia que empezaba a
sufrir.
En Roma, aquel joven ambicioso estaba todavía muy lejos de la supremacía
global que luego alcanzaría. Ese honor recaía por entonces en Pompeyo, el
gran conquistador, que obtuvo la concesión del mando de la excepcional
campaña que dirigió contra los piratas del Mediterráneo con el apoyo de César,
el único senador que votó a su favor en 67 (una victoria sobre los piratas habría
beneficiado al pueblo al reducirse el precio de las importaciones de grano). No
obstante, cuando fue nombrado edil (magistratura urbana) en 65, fue César el
personaje más espectacular. Sufragó la celebración de los juegos de rigor, pero
contribuyó de manera extraordinaria a aumentar su atractivo populista
ofreciendo un combate de 320 parejas de gladiadores, vestidos con armaduras
de plata. Dijo que deseaba que fueran unos juegos fúnebres en honor de su
difunto padre. Pero su padre había muerto veinte años antes y aquel enorme
espectáculo dio pie a que el senado, lleno de preocupación, «recomendara»
poner de inmediato un límite al número de gladiadores que podía presentar
cada individuo en los espectáculos que diera. Al igual que el de los juegos, el
coste del espectáculo de César debió de ser enorme. Los niveles superiores de
la carrera política en Roma exigían gastos elevadísimos, y nunca tan elevados
como en los últimos años de la década de 60, cuando se intensificó la
competencia. Pero César tomaría prestadas cantidades desorbitadas de dinero
para pagar los costes y, en ausencia del glorioso Pompeyo, se las pidió a
Craso, que era inmensamente rico. En medio de acusaciones de corrupción y
conspiración, los dos se harían sospechosos incluso de tramar un golpe de
Estado en 65, del cual Craso saldría beneficiado con el reino de Egipto,
enormemente remunerativo, y César, que todavía no era más que un edil,
habría servido como segundo en el mando. Pompeyo se hallaba de hecho
ausente y el gran premio todavía sin adjudicar era desde luego Egipto, cuyo
grano y cuyos tesoros habrían hecho a quien los «conquistara» más poderoso
que nadie. Más tarde se mencionó erróneamente a otros socios que habrían
estado involucrados en el pacto, pero en 64 Cicerón dio a entender en efecto
que Craso había tenido algo que ver. 340 Sólo podemos conjeturar o rechazar
(como hace la mayoría de los especialistas) la noticia, entre otras cosas porque
un papel tan importante para un humilde edil parece totalmente increíble. ¿Pero
acaso era César un edil normal y corriente?
Lo que sí sabemos es que desempeñó papeles importantes el año 63, cuando
la carrera de Cicerón llegó a su funesta cima. Al principio, fue César quien
promovió una parodia de juicio público para advertir a Cicerón, entre otros, de
los abusos que cometía el senado con el llamado «decreto último». En el mes
de diciembre, cuando Cicerón abusó precisamente de ese decreto a expensas
de unos ciudadanos que ya estaban detenidos, fue César el que se manifestó
vigorosamente en el senado a favor de meter en la cárcel a los delincuentes,
pero no matarlos. También en este caso adoptó una postura popular de apoyo
a la «libertad», postura que él, a diferencia de Cicerón, nunca lamentaría. Más
tarde, en la «historia interna» inédita de Cicerón, éste culparía sin ambages a
César (y a Craso) de respaldar a Catalina en primer lugar y además de
provocar casi una revolución. ¿Era esta acusación sólo una amarga conclusión
retrospectiva del viejo Cicerón o de nuevo hubo más cosas en descrédito de la
carrera inicial de César de las que sabemos? Sea cual sea la verdad, no
impidió a César obtener dos grandes éxitos ese mismo año. Consiguió el cargo
prestigiosísimo de Pontífice Máximo (como tal, dispondría en adelante de un
despacho en el corazón del Foro Romano y de una casa en la vecina Vía
Sacra), y además fue elegido pretor, el siguiente paso en la carrera política,
para el año 62. El pontificado le costó una fortuna en sobornos y la pretura
comenzó con su controvertido apoyo al regreso de Pompeyo: lo cual no impidió
a César obtener un mando militar en Hispania Ulterior para 61 a.C. Este
destino en las provincias no despertó en él la ambición por vez primera (sin
duda ésta anidaba en su corazón desde su adolescencia), pero desde luego
fue decisivo para su supervivencia. El hecho de no pagar sus deudas cuando
regresara a Roma habría resultado fatal para él, pues le habría obligado a vivir
en el exilio. La manera de saldar esas deudas reconocida por todos los
romanos consistía en sacar el jugo a una provincia por medio del saqueo, los
sobornos, y el botín. A finales de 61, eso era precisamente lo que había hecho
César, atacando un número suficiente de tribus perdidas de España, de modo
que pudo empezar ya a pensar en los máximos honores, la concesión de un
triunfo y luego, cuando estuviera otra vez en Roma, el consulado. Semejante
perspectiva alarmó sobremanera a los tradicionalistas de su época,
especialmente a Catón, el líder archiconservador que nunca concedería a
César el beneficio de ninguna duda. Catón obligó, pues, a César a elegir entre
el triunfo (que en principio ya le había sido concedido) o la candidatura al
consulado. Actuando con frialdad, César prefirió presentarse a las elecciones a
cónsul, obligando a Catón a aceptar el compromiso y a intentar derrotarlo
jugando su propio juego a costa de reunir una enorme cantidad de dinero para
sobornos electorales y de asegurarse de que fuera elegido como colega de
César un hombre de su confianza, Bíbulo.
César y Bíbulo fueron elegidos cónsules para 59, pero, a diferencia de su
colega, César se preparó para aquel año al frente de la máxima magistratura
firmando el artero «pacto de caballeros» con Pompeyo y Craso, una pareja que
hasta entonces había estado dividida por una profunda enemistad personal.
César se dio cuenta astutamente de que los dos tenían necesidades que él, en
su calidad de cónsul, podía ayudar a satisfacer. Como financiero de altos
vuelos, Craso necesitaba una renegociación del contrato de arriendo de
recaudación de impuestos de la provincia de Asia. Pompeyo, por su parte,
necesitaba dos cosas: la ratificación de las disposiciones que había tomado
unilateralmente en Asia, y el asentamiento de sus veteranos, que todavía no
habían recibido su recompensa por las victorias obtenidas en Oriente en la
década de 60. En cuanto a César, tenía un programa popular que le reportaría
(al menos eso esperaba) un gobierno provincial aún más grande y más
rentable. La tensión económica en Roma iba subiendo por momentos. Viendo
venir los disturbios que se avecinaban, no cabe duda de que los senadores ya
habían asignado unos destinos muy poco atractivos a los cónsules para
cuando concluyera su mandato: no Hispania o la Galia, sino «bosques y
caminatas» en la propia Italia.
El año 59, el del consulado de César, fue un momento trascendental de la
historia de Roma. Los anteriores políticos «populares» habían caído presa de
una misma debilidad, a saber, su incapacidad de escapar a las represalias de
los «tradicionalistas» durante el odioso año de su mandato o después. El plan
de César era de una sencillez aplastante: atraer a Pompeyo y a Craso a un
equilibrio mutuo de favores; someter las leyes a votación directamente en las
asambleas del pueblo, a pesar de la oposición del senado; actuar con la
connivencia y a través de la mediación de unos tribunos de su misma cuerda
que interpusieran su veto a dicha oposición; amañar la elección de tribunos y, a
ser posible, también de cónsules de su misma cuerda para el año siguiente;
obtener la asignación de un importante mando militar en las provincias y luego
salir de Roma con los poderes necesarios para llevarlo a cabo, de modo que
fuera inviolable cuando abandonara la ciudad y por tanto no pudiera ser
procesado. Pero su colega en el consulado, Bíbulo, estaba descaradamente en
contra suya, y la legislación «popular» de César tendría que ser remitida
directamente al pueblo para convertirse en ley, pues era indudable que los
senadores no iban a darle nunca su beneplácito. Los tradicionalistas, como de
costumbre, encontrarían semejante táctica odiosa.
Las maniobras que se desarrollaron a continuación serían inolvidables en la
vida pública y política de Roma: las alocuciones en las reuniones públicas; las
bandas y los corrillos en el Foro; la ficción de «encarcelamiento» del intrigante
Catón, a pesar de que era tribuno de la plebe; o el acoso del cónsul
obstruccionista, Bíbulo (en una ocasión llegaron a arrojar públicamente sobre
su cabeza un cubo de estiércol). Los intentos de «intercesión» de otros tribunos
hostiles fueron impedidos recurriendo al uso de la violencia; puede que todo
esto suene muy caótico, pero ya en 62 incluso el hombre de los grandes
principios, Catón el Joven, impidió que un tribuno leyera una proposición de ley
que no era de su agrado haciendo que otro tribuno le tapara la boca con las
manos. En 59, Bíbulo, el colega de César, respondió a la ofensiva retirándose a
su casa y afirmando que ciertas irregularidades observadas (sólo por él) en el
cielo hacían que todos los días posibles del calendario resultaran nefastos para
el debido desarrollo de las actividades públicas. Distribuyó incluso por la ciudad
carteles en los que vertía unos ataques tan escandalosos contra César que la
plebe se amontonaba a su . alrededor para ver su interesante contenido,
bloqueando de ese modo el tráfico de las calles de Roma.
No obstante, aunque fuera a trancas y barrancas, se logró la aprobación de un
número suficiente de leyes del programa de César. Una de ellas, planeada
desde hacía mucho tiempo, establecía un programa muy razonable de
asentamiento de los veteranos de Pompeyo y otros ciudadanos necesitados en
colonias repartidas a lo largo y ancho de Italia. Astutamente, las mociones no
comportarían confiscaciones de tierras de particulares. Otra ley rebajaba el
contrato del arriendo de la recaudación de impuestos en Asia para adaptarlo a
los intereses de Craso: Catón siguió oponiéndose encarnizadamente a ella. En
abril, una segunda ley propondría la distribución en parcelas de las fértiles
tierras de Campania situadas junto al golfo de Nápoles, tierras que al principio
habían sido calificadas de «públicas» cuando fueron conquistadas tras las
victorias romanas sobre Aníbal allá por 211 a.C. La medida fue muy
controvertida. Uno de sus objetivos era proporcionar tierras a cerca de 20.000
ciudadanos pobres de Roma y a sus familias, pertenecientes a la «hez», según
la opinión que de ellos tenían los tradicionalistas, que vivían en una situación
angustiosa y cuya presencia en la ciudad constituía por lo tanto un peligro. A
Cicerón, aquella propuesta tan atinada le parecía un insulto.
Incluso en el mes de agosto siguieron aprobándose leyes bastante acertadas,
sobre todo una compleja norma contra la concusión incontrolada de los
gobernadores provinciales. Pero para llegar tan lejos, César tuvo que pagar un
precio altísimo. No sólo siguió oponiéndose a él Caton, que sobre todo se
manifestó en contra de la propuesta de ayuda a Craso y a los contratistas de la
recaudación de impuestos. Existía un riesgo real de que, una vez satisfechas
sus necesidades, Pompeyo diera marcha atrás y se uniera a los grupos de los
senadores conservadores, su sitio más natural. Durante la primavera, Pompeyo
se había casado con la adorada hija única de César, Julia, pero incluso un lazo
matrimonial como ése era muy frágil. Por consiguiente, en el verano de 59
César hizo que un soplón (según parece) actuara de modo que Pompeyo,
siempre inquieto y nervioso, tuviera noticia de una conspiración de altos vuelos
para acabar con su vida. En las declaraciones efectuadas posteriormente
salieron a relucir los nombres de casi todos sus adversarios senatoriales de la
facción «tradicionalista», tras lo cual el delator fue convenientemente asesinado
en la cárcel. 341 Cicerón sin duda tenía razón en ver la mano de César detrás de
todo este asunto: casi con toda seguridad, consiguió asustar a Pompeyo y de
ese modo el «pacto de caballeros» siguió vigente. Pero una vez más, la cosa
olía muy mal.
Al final, no pudo conseguirse la elección de unos cónsules amigos para el año
siguiente, pero sí la de un tribuno amigo (Clodio) y la asignación de un buen
mando militar en las provincias. César logró revocar la primitiva propuesta del
senado, que le asignaba «bosques y caminatas» y consiguió en la asamblea
del pueblo que se le asignaran las provincias mucho más grandes de la Galia
Cisalpina (correspondiente a lo que hoy es el norte de Italia) y el Ilírico (la
actual costa dálmata), base muy prometedora para nuevas conquistas en el
interior. Además, le fueron asignadas durante cinco años seguidos. Para mayor
suerte, el individuo al que había sido asignada la Galia Transalpina murió en
abril y ante las noticias del peligro que representaban las tribus vecinas, hasta
los senadores fueron presa del pánico y añadieron precipitadamente la Galia
Transalpina a las provincias de César. Al fin y al cabo, era un general curtido,
capaz de hacer frente a una eventual crisis de importancia y la combinación de
tantos mandos a la vez indudablemente le traería muchos quebraderos de
cabeza.
Lo que hasta entonces había sorprendido a los conservadores de la clase
senatorial era la pura fuerza de César, su desprecio por la oposición que le
hacían (y por ellos mismos), y el populismo de las leyes por las cuales gozaba
ahora de un gran crédito en la opinión pública. La necedad política de Bíbulo y
su actividad obstruccionista eran básicamente irrelevantes, pero gracias a él la
validez de la legislación de César era cuando menos discutible desde el punto
de vista técnico: si la cuestión era juzgada en un tribunal, lo más probable era
que los senadores lograran «amañar» un jurado que respaldara su acusación
de «ilegalidad». Mientras tanto, los senadores habían visto cómo su viejo
general Luculo, otrora tan famoso, se veía obligado a arrastrarse a los pies de
César. No tuvieron inconveniente en hacer una contrapropuesta: ¿no podía
César esperar y presentar su legislación al año siguiente, cuando ya no
pudieran oponerse a él o incluso no lo amenazaran con llevarlo a los
tribunales? Pero César no se fiaba de ellos y su dignidad nunca habría
permitido una cosa así. En esta ocasión, la habitual «concordia» entre los
senadores después de una crisis no podría reafirmarse como si tal cosa.
Durante las primeras semanas de 58, una vez concluido su consulado, César
estuvo fuera del recinto de la ciudad de Roma, reclutando solados para el
mando que le había sido asignado en las provincias, pero seguía estando al
alcance de los senadores y recibía a diario noticias de la situación política en la
ciudad. Era imprescindible que no prosperaran os intentos de derogar su
legislación al año siguiente. A decir verdad,, Clodio (el tribuno que lo apoyaba)
demostró estar a la altura del reto, os nuevos cónsules fueron astutamente
sobornados con el ofrecimiento de valiosos destinos provinciales; las leyes de
los populares siguieron poniéndose en vigor, y se temió incluso que Clodio
llegara a ser demasiado poderoso. Desde luego, el tribuno tenía una cuenta
que saldar con Cicerón, que (en su opinión) lo había defraudado en 63 a.C.
Como ni Pompeyo ni César quisieron intervenir, Cicerón se anticipó a la suerte
que pudiera aguardarle abandonando la ciudad. A mediados de marzo, también
César se había marchado y estaba camino de la Galia.
Montado en su caballo, camino del norte, componía una bonita estampa, con
sus ojos negros, su elevada estatura (para un romano) y su calvicie. Como
sucediera en España tres años antes, el gobierno de una provincia le habría
permitido más que de sobra restaurar su situación financiera y le abría
reportado fondos para un sinfín de futuros sobornos cuando regresara a Roma.
¿Y luego qué? Si entregaba el mando y regresaba a Roma como un particular,
sus enemigos lo procesarían de inmediato por las «ilegalidades» cometidas
durante su consulado. Si quería volver a ser elegido cónsul, ¿cómo iba a hacer
realidad su objetivo, si tenía que esperar los diez años de rigor antes de poder
presentar otra vez su candidatura y si lo obligaban, como sin duda lo obligarían,
a regresar a Roma para hacer la campaña electoral en persona? Pompeyo y
Craso no lo ayudarían en lo más mínimo y Catón desde luego no iba a
desaparecer de escena. El consulado de 59 a.C. había sido sensacional, pero
había creado tantos problemas como había arreglado. Con sus ejércitos en la
Galia, el orgulloso César se hallaba realmente en una situación muy peligrosa.

Capítulo 36 - EL ESPECTRO DE LA GUERRA CIVIL

Pues bien, ese idilio suyo y esa unión escandalosa no sólo dieron lugar a
la murmuración secreta, sino que desencadenaron una guerra abierta.
En cuanto a mis asuntos, no sé qué determinación tomar, y no dudo que
a ti también te inquietará dentro de poco esta indecisión. En efecto,
tengo con estos hombres lazos de gratitud y de amistad; amo la causa, y
por eso mismo odio a las personas. Como supongo que no se te escapa,
en una desavenencia interna los hombres deben seguir al bando más
honrado, siempre y cuando la cuestión se dirima de/manera civilizada y
sin recurrir a las armas; pero si desemboca en una guerra abierta, han
de seguir al más fuerte e identificar lo mejor con lo más seguro.
CELIO A CICERÓN, Cartas a sus amigos 8.14 (ca. 8 de agosto de 50
a.C.)

Al cabo de dos años de lucha al otro lado de los Alpes, César había cosechado
demasiados éxitos con demasiada rapidez. En nombre de la «libertad» de la
Galia lanzó una serie de ataques contra varias tribus vecinas, entre ellas la de
los helvecios, que se disponían a emigrar al oeste, al territorio de la Galia:
«Todos los hombres», escribe en sus comentarios, «tienen por naturaleza amor
a la libertad, y odian la condición de la esclavitud». 342 Pero luego aprovechó las
divisiones existentes entre los galos para acabar con las distintas tribus por
separado y convertirlas a todas en una enorme provincia romana. Lo último que
deseaba César era que lo destituyeran, una vez cumplida su misión. Por
consiguiente, fueron descubiertos nuevos «enemigos» y peligros cada vez más
lejos.
En Roma, Pompeyo y Craso seguían teniendo la supremacía, pero aún
quedaba mucho margen para la introducción de leyes populares. Pues la
ciudad, tal como la describía el hermano de Cicerón a mediados de la década
de 60, continuaba «formada por el concurso de todos los pueblos del mundo» y
tenía por lo menos 750.000 habitantes. Esta enorme masa de ciudadanos,
libertos, esclavos y extranjeros era el marco para las intensas disputas de la
clase alta acerca del orden, la «tradición» y la propiedad legal. En su calidad de
tribuno, Clodio había restituido en 58 a.C. a la plebe el derecho a constituir
agrupaciones sociales y asociaciones, los «colegios» que el senado había
declarado sencillamente «contrarios a los intereses de la República»,
aboliéndolos en 64. Había convertido además los consiguientes repartos de
grano en asignaciones mensuales gratuitas. Más de 300.000 ciudadanos
tenían derecho a reclamarlas, pero ello habría supuesto una carga enorme
para el erario público y el suministro de grano, aunque la asignación permitiera
sostener sólo a una persona, no a toda una familia. Con el fin de incrementar
los fondos, Clodio y otros individuos pensaron en Oriente, especialmente en los
ricos dominios de los Ptolomeos en Chipre. Clodio tenía una vieja cuenta
pendiente con el príncipe que gobernaba la isla y tras la marcha de César por
medio de una brillante maniobra, obligó incluso a Catón, siempre tan
respetuoso con los principios, a comprometerse a hacer lo que era necesario.
Tras presentar una moción directamente ante el pueblo, consiguió que Catón
fuera nombrado para asumir el mando en Chipre a expensas de un disoluto
príncipe de la familia de los Ptolomeos: al tratarse de un nombramiento votado
por el pueblo, Catón estaba obligado a aceptarlo y no podía rechazarlo. Pero
aceptando el nombramiento, Catón aceptaba también indirectamente la
legalidad de toda una serie de leyes aprobadas de forma similar que él mismo
había puesto en entredicho, incluso (habría podido decir cualquiera) las leyes
de César de 59 a.C: los recursos de Chipre reportaron al erario 6.000 talentos.
Los mensajeros y las cartas mantenían a César al corriente de todo. Se cuenta
incluso que envió una carta a Clodio aprobando el uso de los tribunos y el voto
de la asamblea para comprometer a su rival Catón. La nueva disposición sobre
Chipre suponía además una conveniente ruptura de los tratos que hasta
entonces había mantenido Pompeyo con un príncipe emparentado con los
Ptolomeos. Indudablemente César se enteró también de las sorprendentes
actividades de un edil de 58 a.C. Emilio Escauro. Hijastro de Sila, Escauro
mostró en los juegos que tradicionalmente organizaban los ediles cinco
cocodrilos y el primer hipopótamo que se vio en Roma. Construyó después un
magnífico teatro de tres pisos (con decoraciones de mármol, de vidrio, y de
metal dorado), repleto de paños dorados y (según se dijo más tarde) tres mil
estatuas, con capacidad para 80.000 espectadores. Mostró incluso el
gigantesco esqueleto de un dinosaurio, que trajo de su servicio militar en el
Oriente Próximo, en la creencia de que se trataba de un monstruo de la
mitología griega. 343 La vida popular en Roma había ido mejorando realmente y,
al igual que las leyes de Clodio, estos juegos y demás muestras de ostentación
instituyeron nuevos parámetros de competitividad entre los políticos con vistas
a la consecución de prestigio popular.
Lo que más le preocupaba a César era la duración de su mandato «más allá de
los Alpes». En 59 se le había concedido, al parecer, por , un año. Sus otros
destinos, «la Cisalpina y el Ilírico», estaban asegurados por cinco años. Había
cada vez más peligro de que un rival de clase senatorial con contactos en la
Galia, Domicio Ahenobarbo, lograra ser elegido cónsul para 55 y forzara la
sustitución de César. Así pues, éste recurrió de nuevo a su artero «pacto de
caballeros». En 56 Pompeyo y Craso deseaban obtener de nuevo el consulado,
para asegurarse después algún gobierno lucrativo en las provincias, pero
ningunp de los dos tenía la seguridad de contar con el apoyo popular
necesario. En Roma, por otra parte, los repartos gratuitos de grano instituidos
por Clodio habían venido seguidos, como era de esperar, por una grave
escasez de cereal. En otoño de 57 Pompeyo había recibido el encargo de
solucionar el problema del suministro de grano (con poderes incluso
«mayores» que los de los otros gobernadores provinciales, una innovación
sumamente proficua), pero el reto era difícil de superar. Los precios estaban
muy altos y seguía habiendo escasez. Además, la ansiada oportunidad de
intervenir en Egipto les había sido negada tanto a él como a Craso. A
comienzos de 56 ninguno de los dos caía bien al populacho de Roma y, en
aquel ambiente de violencia y de bandas armadas, Pompeyo seguía temiendo
por su vida. Cuando César entró de nuevo en Italia en la primavera de 56,
todavía era posible la conclusión de un pacto. Cuando llegó a Rávena en el
mes de marzo, el primero que salió a su encuentro fue Craso, pues sus
ambiciones eran las más urgentes. Después, en virtud del acuerdo de Lucca de
mediados de abril, Pompeyo se unió al pacto que se estaba formando, por
temor a que su gloria se viera eclipsada: se asignarían a cada uno sendos
mandos militares de cinco años de duración en las provincias, precedidos de
sendos consulados para Pompeyo y Craso en 55. Al posponer un año las
elecciones, podrían contar con el apoyo de los soldados que mandara César a
votar a Roma y de paso neutralizarían la amenaza de su rival, Ahenobarbo.
Después, cuando fueran cónsules, Pompeyo y Craso prolongarían en la
primavera de 55 el mando de César en la Galia Transalpina por otros cinco
años, en virtud de una ley que presentarían directamente al pueblo.
El trato funcionó, aunque en los «comentarios» de César no se diga ni una
palabra del mismo. Con anterioridad, César había estado pensando en una
campaña en el este de Europa (Dacia), en la cuenca baja del Danubio, pero
cuando tuvo la seguridad de que su mando en la «Transalpina» iba a ser
prolongado, buscó nuevos territorios en el noroeste en los que poder sacar
provecho de él. En 56 es bastante probable que estuviera ya planeando una
invasión de Britania 344 y desde luego emprendió la matanza gratuita de dos
tribus germánicas especialmente vulnerables. Al tener noticias de ello en
Roma, Catón se sintió tan asqueado que propuso que César, basándose en un
antiguo precedente, fuera entregado a los germanos para que la cólera de los
dioses no cayera sobre Roma. César, por su parte, se trasladó a Britania por
una breve temporada en 55 y luego otra vez en 54, llevándose en esta ocasión
consigo un elefante para hacerse notar. Ninguna de las dos campañas fue
particularmente afortunada. Las esperanzas de encontrar oro y metales
preciosos en Britania estaban poco fundadas y todo quedó en una especie de
incursión de saqueo, más que en una conquista sólida. Pero la publicidad que
se dio a la empresa fue excelente. Britania fue presentada como el territorio
«transoceánico» que había limitado las ambiciones de Alejandro Magno. A su
regreso a Roma, Cicerón había proyectado incluso escribir un poema épico
sobre aquella «gloriosa conquista», basado en los informes enviados por su
hermano desde el frente. Las noticias acerca de Britania contribuyeron a
atenuar el peligro de que el enemigo de César, Domicio Ahenobarbo, intentara
sustituirlo en el mando de la Galia tras el consulado que iba a quedar libre para
él en 54.
En la ciudad, el verano de 54 fue excepcionalmente caluroso y la tensión se vio
exacerbada por la continua escasez de grano. El ambiente político del
momento constituye todavía todo un reto para nuestra imaginación. Roma
albergaba a una enorme cantidad de personas y los fascinantes
acontecimientos políticos de los cuatro años siguientes comportan complicados
escándalos de soborno (Ahenobarbo y sus colegas de la nobleza intentaron
asegurar el nombramiento de sus sucesores a cambio de dinero), conatos de
violencia localizados (en la ciudad aparecieron bandas de matones integradas
por soldados, libertos, artesanos, tenderos y gladiadores perfectamente
adiestrados), y en 53 y 52 se produjeron nuevas crisis por la obtención del
consulado. Sin embargo, no hubo ningún levantamiento popular que reclamara
un cambio de la constitución ni ningún desafío al sistema en su totalidad. La
principal cuestión que seguía en pie era saber hasta dónde llegaban las
ambiciones de Pompeyo. Tras el consulado de 55 se le habían asignado las
provincias de España (Hispania Citerior y Ulterior), una buena oportunidad de
gloria, pero desde 54 había preferido esperar con sus tropas fuera del recinto
de Roma y gobernar España por medio de sus lugartenientes. Su vínculo más
personal con César se había esfumado: su esposa Julia, la amada hija de
César, había fallecido de sobreparto. El pueblo de Roma le dispensó un
emotivo funeral, ¿pero , qué iba a querer hacer ahora Pompeyo? Al fin y al
cabo se estaba haciendo viejo. En 53 perdió a uno de sus grandes rivales, y en
52 a otro. El primero en desaparecer fue Craso, casi sexagenario, cuyo
consulado había venido seguido por la concesión de un mando militar en
Oriente contra el pueblo hostil de los partos. Por fin Craso iba a poder regresar
con toda la gloria de un triunfo militar, la misma que le había sido denegada
tras las acciones contra Espartaco a finales de la década de 70: esa carencia le
había estado corroyendo el alma toda su vida. La verdad es que era demasiado
incompetente y los partos supieron hacerle caer en la trampa y derrotarlo en 53
en una batalla que le costó la vida a él y a la mayor parte de su ejército.
En Roma, el mes de enero de 52 fue testigo del final espectacular del más
eficaz de los populares, Clodio. Fue atacado en la Vía Apia por una banda de
partidarios de su rival conservador, Milón, y lo que empezó como un vulgar
incidente acabó con el brutal asesinato de Clodio. Su cadáver fue llevado a la
ciudad, donde los apasionados lamentos de su esposa contribuyeron a
exacerbar los ánimos del pueblo. Dos tribunos pronunciaron un elogio del
difunto en el Foro, tras lo cual la multitud llevó el cadáver directamente a la
Curia del senado e intentó incinerar a su campeón en una hoguera hecha de
bancos rotos y documentos. La propia Curia se incendió y los espectadores
estuvieron contemplando las llamas hasta el anochecer. Mientras tanto, la
multitud protagonizaba toda clase de desmanes en la ciudad y atacaba a todo
el que veía por la calle portando joyas o vestido con ropas lujosas. No existía
una fuerza policial organizada y pareció que la única opción viable era llamar a
Pompeyo para que restableciera el orden con sus tropas. Con su ejército
esperando fuera de Roma, Pompeyo ya había utilizado su poder de procónsul
dentro de la ciudad en 53. Ahora fue elegido cónsul en solitario, por tercera
vez. Fue un consulado «divino», según Cicerón, tan alarmado como
agradecido, y eso que sólo hacía dos años que había desempeñado el último.
César, en cambio, seguía respetando escrupulosamente el intervalo de diez
años que debía haber entre cada consulado y no se presentaría a las
elecciones hasta el verano de 49, con la esperanza de tomar posesión del
cargo en enero de 48. Mientras tanto, jóvenes ambiciosos, caras nuevas y
todos aquellos a los que simplemente les gustaba luchar, abandonaban Italia
en busca de ascensos al lado de César en Occidente. Cada vez podría
recompensarlos mejor con el botín obtenido y de ese modo fue formándose un
«bando cesariano» fuera de Roma.
A largo plazo, la cuestión fundamental era si se iba a permitir o no a César
presentar su candidatura al consulado estando ausente: si se veía obligado a
regresar y estar presente en la campaña electoral renunciando a su mando
como general, sus adversarios podrían procesarlo dentro del recinto de Roma,
probablemente ante un tribunal intimidado y sobornado. En marzo de 52
parecía que César había conseguido todo lo que deseaba: los diez tribunos,
apoyados por Pompeyo, lograron aprobar una ley que le permitía presentar su
candidatura in absentia. Los tradicionalistas del senado fueron soslayados de
ese modo, pero seguían abiertas muchas otras cuestiones: ¿Cómo iban a
coexistir César y Pompeyo? ¿Cabía esperar que, como había hecho Pompeyo,
pudiera César presentar su candidatura al consulado antes de 49, por ejemplo
en 50? Si era elegido cónsul de nuevo, ¿qué haría esta vez?
La respuesta que recibieran todas estas preguntas comportaría una verdadera
ruptura de la República Romana: ¿Por qué tenía que producirse semejante
crisis? Fuera de Italia, las provincias seguían siendo administradas por
gobernadores con poder para hacer prácticamente lo que quisieran y
posibilidad de adquirir enormes fortunas extorsionando a sus súbditos. Esos
mandatos incrementaban sus recursos para reanudar la competencia cuando
regresaran a Roma, pero sus víctimas, los provinciales, no desencadenaron
ninguna crisis rebelándose contra este tipo de gobiernos. En el interior, los
encarnizados conflictos anteriores entre senadores y gran número de los
caballeros y entre romanos e italianos se habían vuelto también irrelevantes:
desde la década de 70, las tensiones derivadas de las consecuencias de la
guerra social y de la breve «solución» dada por Sila a los jurados de los
tribunales de justicia se habían calmado en gran medida. En la década de 50,
sin embargo, los propios romanos seguían pensando que la culpa de todo la
tenía el «lujo». Como cónsules para 55, Pompeyo y Craso, extraordinariamente
ricos ambos, habían considerado la eventualidad de introducir medidas
tendentes a ponerle límites. En 51, Catón, el tradicionalista por antonomasia,
divirtió a la plebe ofreciendo unos juegos «a la antigua», como muestra de
desaprobación de las ostentaciones más recientes: recompensó a los
ganadores con simples coronas de hojas, no de oro, y dio pequeños regalos
comestibles a los espectadores.
Podemos hacernos con este ejemplo una idea de lo que eran los hombres con
obsesiones tradicionales, como la obsesión por los «gitanos» o las «madres
solteras» propia de la retórica política moderna, que los alejaban de las
verdaderas debilidades estructurales. Pero lo cierto es que, a pesar de tantos y
tantos años de retórica, el lujo había proliferado de una manera estrepitosa.
Los romanos de clase alta se construían magníficas villas destinadas a
segunda residencia en la costa del golfo de Nápoles, sustentadas sobre
espigones de cemento y adornadas con hileras de columnas y con terrazas
como las que podemos admirar en las representaciones de época posterior que
se nos han conservado en Pompeya. Esos ataques contra la naturaleza eran
obra de unos «Jerjes con toga», decían los moralistas, recordando el canal
artificial que había abierto este antiguo rey persa. A raíz de las conquistas de
Pompeyo en Asia, se habían puesto al alcance de los ávidos compradores
romanos maravillosas piedras preciosas, dando lugar a todo tipo de
colecciones de gemas. En el ámbito de la cocina, cada vez con más frecuencia
se buscaban e identificaban especialidades y exquisiteces locales, ya fueran
los caracoles gigantes del norte de África o los lirones domésticos criados en
«lironerías» (gliraria) especiales: «Los ceban en tinajas que muchos tienen
incluso en sus villas; meten en su interior bellotas, nueces y avellanas y cubren
la tinaja con una tapa para que engorden en la oscuridad». Había incluso
manadas de pavos reales, destinados a la exhibición y al consumo. En la
Atenas clásica, un aristócrata ilustre exhibía sus pavos reales «persas», regalo
del rey de Persia, y vendía sus huevos a los visitantes fascinados:
posteriormente su hijo fue procesado por tratar a las aves como si fueran
suyas. En Roma, los pavos reales empezaron a ser criados a centenares a
comienzos del siglo I a.C. y, poco después, se calculaba que una manada de
estas aves reportaba unos ingresos que constituían una pequeña fortuna: «una
manada de 100 pavos reales» producía una décima parte de los bienes
necesarios para ser considerado un caballero de clase alta.
Debemos recordar el comentario de Cicerón: lo que no les gustaba a los
romanos era el lujo privado, mientras que la exhibición pública era munificencia
y por lo tanto no resultaba desagradable. Puede que resultara, pues, alarmante
para sus rivales políticos, pero sumamente popular, el hecho de que Pompeyo
sufragara los gastos de la construcción de un teatro espectacular en 55 a.C.
que contenía estatuas de él mismo y de las catorce naciones que había
conquistado. Más ostentoso incluso que el teatro que Escauro había levantado
tres años antes, daba acceso en su parte superior al menos a cuatro templos
(incluido uno en honor de Venus Victoriosa). En la ceremonia de dedicación,
fueron exhibidos elefantes y 500 leones en una «cacería» de fieras. En 53, el
futuro tribuno Curión erigió no un teatro de madera, sino dos, construidos de
forma que podían darse la espalda o girar y convertirse en un anfiteatro apto
para espectáculos de gladiadores. Por lo menos estas lujosas ostentaciones
eran públicas. Lo que era censurable, en cambio, era el lujo «egoísta» de las
mansiones con columnas de mármol: eran famosas las enormes columnas de
mármol rojo oscuro de la sala de la casa de Escauro, y cuando este mismo
personaje retiró la rica ornamentación de su teatro para decorar con ella su villa
de Toscana, se dice que los esclavos de la finca la incendiaron para protestar
por semejante extravagancia. 345
A nosotros, la pobreza urbana y las penalidades que se pasaban en Roma nos
parecen problemas mucho más relevantes. La escasez de alimentos y de agua,
y las espantosas condiciones de alojamiento de las masas de Roma constituían
una negligencia intolerable. Pero a diferencia de los pobres de muchas
ciudades griegas de la época de Platón, los pobres de Roma no se unieron y
se sublevaron exigiendo una nueva constitución. Los pobres se amotinaron, sí,
por Clodio, pero se amotinaron por el gran benefactor que habían perdido. En
el curso de ese motín fue incendiada la Curia del senado, pero fue sólo un
accidente y nunca existió el plan de acabar con el senado como institución. No
hubo una campaña popular con una ideología nueva. Un motivo de que las
cosas fueran así es que muchos plebeyos eran libertos, que dependían de sus
antiguos amos; otros eran extranjeros; en cambio, el núcleo duro de la «plebe
urbana» de Roma, existente desde hacía generaciones y generaciones, era
cada vez más escaso. La clase alta gastaba pródigamente su dinero en la
ciudad, y era el dinero que gastaba el que sostenía a la enorme masa de
tenderos, albañiles e incluso a los especialistas en los odiados artículos de lujo.
Muchos miembros de la plebe, por tanto, necesitaban a los ricos, y como
ninguno podía levantarse y tomar la palabra en sus asambleas ni en sus
reuniones políticas, y eran menos aún los que votaban (y si lo hacían, era por
bloques), el potencial «popular» de la constitución romana quedaba
extraordinariamente restringido. En Atenas, cuando se adoptó la democracia,
los integrantes del «senado» supremo de los atenienses habían quedado
desacreditados por su colaboración con la tiranía anterior; el destierro de los
demás nobles por obra de esos mismos tiranos había demostrado a la gente
humilde que podía prescindir perfectamente de la ayuda que pudiera prestarle
un aristócrata. En Roma, no se había dado ninguna crisis parecida que
desacreditara a los senadores. Pero ante todo, en el Ática el número de los
ciudadanos era mucho menor; éstos estaban unidos por supuestos lazos de
«parentesco» y estaban mucho más cohesionados que la enorme ciudadanía
que poblaba ahora toda Italia.
En las zonas rurales de Italia, la situación de los pobres no era desde luego
mejor que la de los de Roma; sin embargo, tampoco allí se produjeron
«sublevaciones de campesinos» durante la década de 50 a.C. Antes bien, cada
vez más a menudo los pobres eran reclutados o eran obligados a ingresar en el
ejército para prestar largos servicios en las provincias. El salario de los
soldados, aunque pequeño, al menos existía: el problema estribaba en que,
una vez en el ejército, los soldados sentían apego por sus generales, no por
valores «republicanos» de ningún tipo. Al fin y al cabo, ¿qué había hecho por
ellos nunca la República? Ésa sí que era una causa de la crisis. No es que a
finales de la década de 50 a.C. Roma necesitara una monarquía o un
«gobierno estable» porque su imperio había adquirido unas proporciones
excesivamente grandes. Antes bien, las tensiones surgieron de las mismas
conquistas que permitían que se siguiera conquistando ese imperio. Los
generales recompensaban a sus soldados con los despojos de sus victorias en
las provincias y además ganaban crédito ante ellos proponiéndoles que,
cuando regresaran a Italia, iban a establecerlos en una parcela de tierra y a
darles una recompensa. Esos mismos generales hacían la guerra con largos
mandos militares que ahora obtenían saltándose a la torera al senado y
recurriendo directamente a las asambleas populares para que aprobaran las
correspondientes leyes. Un tribuno amigo podía vetar cualquier propuesta de
retirar el mando en los años sucesivos a un general importante. El viejo
monstruo bicéfalo en el que se había convertido la constitución romana veía
ahora que sus extremidades (el pueblo) eran utilizadas para amedrentar a los
que en otro tiempo se habían calificado a sí mismos como el estómago sensato
y nutricio (el senado). Si Polibio hubiera vivido y hubiera visto aquello, habría
pensado que se trataba de una demostración de su teoría: la «oligarquía», con
el cambio de moral, decaería y daría lugar a la «democracia» y ésta a la
«monarquía». Pero en realidad la «democracia» no era eso.
Cuantas más conquistas hacían los generales, más aumentaba su riqueza, lo
que les permitía pagar mejor a sus tropas con sus propias ganancias. Podían
además devolver los enormes préstamos contraídos para comprar en primera
instancia su acceso al puesto de mando. En contrapartida, los senadores
tendrían que haber aumentado la paga de los soldados con los fondos del
erario y sufragar de algún modo su establecimiento en colonias agrícolas. Pero
incluso entonces, las sumas de dinero necesarias habrían sido enormes y
habrían requerido mucho más que un nuevo impuesto de transmisión de
bienes, que, como es natural, resultaba odioso para los ricos.
La «libertad» de legislar que tenía el «pueblo» (pocos de cuyos miembros en
realidad votaban) era manipulada así para poner límite a la «libertad» que
tenían los senadores de hacer y en último término decir lo que quisieran. Pero
la dignidad personal, el rango y la honra también contribuían a exacerbar el
problema. Una vez que Pompeyo puso por primera vez el listón tan alto
después de sus espectaculares conquistas en Asia, sus rivales no podrían
considerarse iguales o superiores a él a menos que brillaran todavía más. Los
valores de los antepasados y todo el entrenamiento de sus carreras los
inducían a rivalizar con el nuevo lustre de Pompeyo. En el caso de César, esa
«dignidad» lo llevó a perpetrar la muerte de un millón de personas en sus
provincias de las Galias y a amasar una fortuna cada vez más fabulosa.
Cuando regresara a Roma, no sólo sería cónsul. Podría celebrar un triunfo con
la más asombrosa exhibición de oro, plata y botín de guerra. Sus deudas
dejarían de ser un problema. Después de perpetrar un saqueo tan descomunal
de la Galia, él mismo podría sobornar y prestar dinero a los hombres
influyentes de Roma, y en último término podría «beneficiar» a toda la plebe
urbana. Aunque la plebe no desmantelara nunca por sí sola el sistema
republicano, el descontento en ella era muy grande, y el hombre que lograra
beneficiar a todos sus integrantes no tendría prácticamente quien se le
opusiera. Por otra parte, los soldados de César estaban convirtiéndose en
expertos curtidos en el arte de la guerra gracias a los largos años de práctica a
expensas de los galos. Él mismo podía pagarlos y subvenir debidamente a sus
necesidades. Si volvía a obtener el consulado, ¿qué era lo que no haría por la
plebe urbana y por sus tropas, que ahora eran sus hombres y tenían ya una
antigüedad de diez años a su lado? ¿Dejaría alguna vez el cargo? La oposición
al gobierno de un solo hombre había sido siempre la savia vital de los valores
republicanos, y los senadores no eran naturalmente indiferentes a ella.
A pesar de las quejas de los moralistas, la existencia de bandas de matones
campando por sus respetos por las calles de Roma, de sobornos y de temores
de guerra civil no significa que aquella fuera una época de decadencia. En el
corazón de Roma, la rivalidad por la consecución de la gloria era visible en los
costosos edificios públicos de los líderes. César sufragaría un nuevo Foro
entero, que costaría carísimo, para rivalizar con el enorme teatro de piedra
cuyas obras había costeado ya Pompeyo. Los arquitectos de la ciudad estaban
introduciendo muchas novedades gracias a esos nuevos retos. Pero sobre
todo, aquellos años de tensión serían trascendentales para el pensamiento y la
literatura latina. La erudición, la filosofía e incluso el estudio de las tradiciones
religiosas florecieron bajo el espectro de las sucesivas crisis políticas. Lo
mismo sucedió con el derecho práctico. Los magníficos poemas de Catulo
tocarían temas tan variados como la poesía amorosa, el relato mítico y la
invectiva personal, superando a sus hermosos modelos griegos, lo que no deja
de resultar especialmente interesante. A mayor escala, el gran poema de
Lucrecio Sobre la naturaleza de las cosas expresaba la filosofía epicúrea del
mundo y de la sociedad y la irrelevancia que para el uno y para la otra tenían
los dioses tradicionales. Esta obra maestra probablemente fuera compuesta
cuando la crisis se convirtió en guerra civil abierta, entre 49 y 48 a.C. 346 En la
década de 50, la mayor parte de los grandes participantes en la vida política de
Roma había estudiado el pensamiento griego. Incluso Craso tenía cierto gusto
por la filosofía griega, lo mismo que Marco Bruto, personaje que había puesto a
algunos rincones de su jardín los nombres de ciertos rincones de la antigua
Esparta. Se daba también un notable interés por la historia. Las obras de
cronología intentaban poner en relación los acontecimientos de Roma y de
Grecia y desde mediados de la década de 50 los ejemplos de la historia griega
adquirirían más relevancia en los escritos de Cicerón. Para disgusto de este
político y gran orador, los maestros de retórica animaban cada vez con más
frecuencia a sus discípulos a estudiar los dificilísimos discursos del historiador
griego Tucídides. 347 Cuando estalló la guerra civil, los ejemplos de los griegos
célebres del pasado se harían más inmediatos para todos los que se vieron
inmersos en ella.
Pero sobre todo, se dio una gran franqueza en la expresión, una extraordinaria
agudeza de ingenio y un enorme campo para el desarrollo de la oratoria. El
ingenio y la franqueza siguen vivos para nosotros en las cartas de Cicerón, en
las sentencias de César y sus rivales, e incluso en las cartas del amigo de
Cicerón, menos cultivado que él, por supuesto, el joven Celio, que era
partidario de César, pero que escribió a Cicerón unas cartas sumamente
animadas sobre la situación de Roma a finales de la década de 50. Ahí es
donde podemos captar mejor lo que significaba para aquellos hombres la
«libertad» de palabra y de pensamiento. No es ninguna casualidad que esta
época de grandes escenas en los tribunales de justicia, de grandes alocuciones
ante el senado y ante las asambleas del pueblo sea también la edad de oro de
la oratoria latina.
Y tampoco es que todo el brillo proviniera de los varones. El joven Celio era un
gran bailarín, pero también lo era Sempronia, ilustre dama admirada incluso por
sus críticos por su ingenio, su afición a la lectura y su cultura personal. 348 La
esposa de ningún ateniense clásico habría podido compararse con un
personaje como ella. Pero no era más que una de las múltiples mujeres
notables de finales de la República que se conocen: Clodia, la atractiva
hermana de Clodio, probablemente fuera la que inspirara los mejores poemas
de amor de Catulo, mientras que Fulvia, la hija de Sempronia, se casaría con
tres grandes hombres, entre ellos Clodio y luego Marco Antonio. Fulvia fue la
mujer cuyos lamentos por la muerte de Clodio encendieron los ánimos de la
multitud en el Foro. Los austeros ideales de la matrona «tradicional» dedicada
exclusivamente a hilar la lana en su casa ya no eran del agrado de aquellos
espíritus audaces. Tenían amantes, hacían chistes, e incluso daban consejos.
En otoño de 52 a.C. mientras se fraguaba la crisis, uno de los cónsules fue
honrado con una fiesta durante la cual su casa fue transformada en un burdel y
se cuenta que dos señoras de la alta sociedad (una de ellas supuestamente
Fulvia, la otra una ex mujer de Pompeyo) se pusieron al servicio de los
invitados. 349
Durante siglos, la República Romana había superado las nuevas tensiones, se
había reagrupado y había sobrevivido a todas ellas. Había sobrevivido al
orgulloso Escipión, incluso a Mario, y a Sila, el despiadado conservador. Las
tensiones más recientes eran más profundas, ¿pero es que no iba a poder
sobrevivir también a César y a Pompeyo? Para que César no lograra imponer
su dominio, tendrían que asumirse riesgos enormes y habría que tomar una
serie de decisiones asombrosamente imprevisibles. Incluso entonces, la
República no moriría, aunque el ejemplo de César fuera trascendental para su
ulterior extinción a manos de sus sucesores. En la Galia, mientras los invitados
al banquete celebrado en Roma disfrutaban de la fiesta-burdel, César se
hallaba asediado por las dificultades. Resultaba que sus anteriores conquistas
en la Galia no eran tan seguras después de todo; todavía tenía que pacificarlas
y determinar cuándo iba a acabar su mandato en la provincia. ¿Debía acabar
en 50 o en 49? Y en cualquier caso, ¿en qué momento exacto del año?
¿Podría seguir reteniendo su cargo, con la ayuda del veto de los tribunos de su
cuerda, hasta que fuera elegido cónsul in absential En Roma mientras tanto,
una vez desaparecido Clodio, Cicerón había empezado a abrigar esperanzas
de que acaso él también pudiera aspirar a un segundo consulado. Y tras la
crisis provocada por la muerte de Clodio, las elecciones empezaron a funcionar
de nuevo: hubo cónsules de familia noble para 51 y para 50 y, por una vez, no
oímos habar de sobornos.
A través del espejo fragmentado de las cartas de Cicerón podemos seguir los
fascinantes pasos que condujeron a la confrontación. En 52 Pompeyo aún era
«amigo» de César y se decía que éste todavía tenía a Pompeyo como
heredero en su testamento. En junio de 51 la cuestión de la sucesión de César
en la Galia tuvo que ser suscitada explícitamente en el senado; el 29 de
septiembre, sin embargo, se decretó que las discusiones sobre el asunto no
comenzarían hasta el 1 de marzo de 50. Los comentarios hechos por Pompeyo
empiezan a poner de manifiesto que ya tenía problemas con César. El más
importante, entonces y ahora, era en qué momento exactamente iba a expirar
el mandato de César.
La respuesta más probable es que había dos fechas distintas, una en marzo de
49 para el gobierno de «Galia Cisalpina e Ilírico», y otra en marzo de 50 para la
«Galia Transalpina». El primero en último término era el mandato que César
pretendía retener, pero sus rivales no estaban dispuestos a consentirlo. En
septiembre de 50 el elocuente Celio decía en una carta que el «idilio» entre
César y Pompeyo se había acabado y que pronto se desencadenaría un
combate «de gladiadores» entre los dos. 350 No obstante, en noviembre los
senadores todavía aprobaron llenos de optimismo (por 370 votos frente a 22)
que Pompeyo y César disolvieran sus respectivos ejércitos. Una abrumadora
mayoría del senado deseaba simplemente la paz. Pero como si lo que
pretendiera fuese dar alas a Pompeyo, el cónsul de aquel año salió de la
ciudad y puso una espada en sus manos.
Durante las constantes sesiones celebradas a primeros de enero de 49, los
senadores escucharon el contenido de unas cartas en las que César proponía,
según algunos correctamente, retener sólo el mando de la «Galia Cisalpina y el
Ilírico». 351 Pero el cónsul Léntulo, perteneciente a la nobleza, propuso una
moción en el sentido de que debía dejar su ejército en una fecha concreta. La
ley fue vetada después por los tribunos: uno de ellos era un partidario leal de
César, de treinta y tantos años, llamado Marco Antonio. De ese modo, el 7 de
enero Léntulo propuso la aplicación del «último decreto» a los tribunos que
habían interpuesto el veto. Marco Antonio y sus colegas huyeron y se reunieron
rápidamente con César, el eterno «amigo del pueblo». Éste se hallaba ya
cerca, en la Cisalpina, y sólo tenía unas pocas tropas a su lado. Pero no vaciló
ni un momento. Decidió atacar cruzando el río que formaba la frontera de Italia,
en un gesto que significaba a todas luces el comienzo de una guerra civil. El 10
de enero vio un ejercicio de gladiadores, se bañó y se vistió para cenar. Salió
discretamente, sin que lo notaran sus huéspedes, y dando un pequeño rodeo
por una ruta establecida de antemano llegó al río Rubicón, junto al cual se
detuvo. Se dice que pensó en los enormes males para la humanidad que iban a
desencadenarse si lo cruzaba y en la reputación de la que iba hacerse
acreedor ante la posteridad. «La suerte está echada», dijo con gesto teatral
citando al poeta Menandro. Y cruzó el río. 352 Ya había mandado por delante un
pequeño grupo de oficiales armados, pero tenía razón al pensar que el
momento que debía dramatizar era su paso del río. Fue el momento también
de tomar los auspicios y hacer gala de su respeto por la religión: consagró al
río una manada de caballos y los liberó dejando que se fueran donde quisieran.
Cinco años después esos mismos caballos, al decir de algunos, traerían para él
un presagio bien distinto. 353

Capítulo 37 - EL DICTADOR FUNESTO

Aquí tienes a uno que se propuso ser rey del pueblo romano y señor de
todas las naciones, y lo consiguió. Si alguien dice que este deseo es
honesto, está loco; pues aprueba la ruina de las leyes y de la libertad, y
considera gloriosa la funesta y detestable opresión de éstas.
CICERÓN, De officiis 3.83 (finales de octubre de 44 a.C.)

Nada más desesperado: [según Gayo Macio] la situación no puede


remediarse; «en efecto, si él, con ese talento, no encontraba salida,
¿quién la va a encontrar ahora?». ¿Qué quieres que te diga? Afirma que
todo esta perdido (no sé si esto será así, pero él se alegraba).
CICERÓN, Cartas a Ático 14.1.1 (abril de 44 a.C. tres semanas después
del asesinato de César)

Tras cruzar el Rubicón, César avanzó hacia el sur con extraordinaria rapidez,
gracias a la mínima resistencia que encontró en su camino or Italia. No es que
aprovechase la frialdad de las relaciones existentes entre las ciudades italianas
y Roma, como si persistiera el despego desde los tiempos de la guerra social
de la década de 80. A decir ver-ad, él mismo había preparado el terreno.
Durante algún tiempo había estado enviando dinero desde la Galia a sus
partidarios con el encargo de que lo emplearan en ganarse las simpatías de la
población de Italia, en unos sitios con obras de beneficencia, y en otros con la
construcción de nuevos edificios. Ya en el otoño de 50 el joven Celio había
escrito una carta inolvidable a Cicerón diciendo que en los conflictos políticos
debía escogerse el bando más honrado, a menos que las cosas desembocaran
en guerra abierta: en tal caso debería escogerse «el más fuerte e identificar lo
mejor con lo más seguro». 354 La población de Italia parece que pensaba lo
mismo y acogió bien a César porque estaba aterrorizada. El único precedente
que conocían de una guerra civil de este tipo era la de Sila, que había sido
espantosa. Los campesinos no querían ser reclutados para luchar al lado de
Pompeyo y los propietarios de las tierras temían por sus fincas, las «villitas de
sus entretelas», según comentaba cáusticamente Cicerón, «y su dinerito del
alma», poniendo sus «piscinas» por delante de la libertad.
César los animaba a ellos continuando con su campaña de tergiversación de
las noticias. Hacía hincapié en su «clemencia» y lo demostraba mediante su
disposición a perdonar a sus enemigos. Era el defensor de la «libertad», decía,
sobre todo de la «libertad» de los tribunos del pueblo romano. Y sus enemigos
habían agredido a esos tribunos con el «último decreto». Incluso Sila, señalaba
fríamente, había concedido a los tribunos el derecho de «intercesión» (según
algunos, Sila no les había dejado el derecho de veto, sino sólo el de interceder
frente al acoso de cualquier individuo). Sus enemigos —decía— eran una
minoría, la «Facción». En materia de presentación de los argumentos, a César
no habrían tenido que enseñarle nada los asesores políticos modernos. Pero
insistía también en su interés por su propia «dignidad», su rango y su honra,
que lo impulsaban a presentar otra vez su candidatura al consulado. «¿Pero
dónde está la dignidad», comentaba oportunamente Cicerón, «sino donde la
honradez?» 355
Si César era el adalid de la «libertad del pueblo», Pompeyo era el adalid de la
«libertad del senado». Recientemente las ciudades de Italia habían celebrado
la recuperación de Pompeyo de una enfermedad y tal vez aquellas muestras de
halago lo indujeran a error. Lo cierto es que eran falsas, a juicio de Cicerón. En
efecto, las esperanzas de apoyo en Italia que tenía Pompeyo eran demasiado
optimistas. A mediados de enero tuvo que abandonar Roma en compañía de
numerosos senadores y dirigirse a Bríndisi, en el sur, donde aguardó hasta el
17 de marzo. Mientras tanto, se multiplicarían las ofertas de soluciones de
compromiso. Si Pompeyo desmovilizaba sus tropas y se iba como gobernador
a España, César se quedaría sólo con la costa dálmata y permanecería fuera
de Italia. Pompeyo ofreció a César incluso un segundo consulado y un triunfo,
pero se negó a aceptar las ofertas de éste de celebrar una entrevista personal
y no aseguró nunca estar dispuesto a disolver sus tropas. Los mediadores,
entre ellos Cicerón, tenían esperanzas reales de conseguir la paz, pero las
ofertas y contraofertas no eran más que «noticias engañosas». Ninguno de los
dos bandos podía en realidad desmovilizar a sus hombres ni dar marcha atrás.
El abandono de Roma por Pompeyo había dado muy mala impresión, pero se
dijo que lo había hecho para defender la ciudad, como los atenienses habían
abandonado Atenas en 480 a.C. para «defenderla» de la tiranía de los persas.
Su objetivo era en realidad establecerse en Grecia y rodear a César en Italia.
Podía conseguir la ayuda de numerosos príncipes extranjeros y hacer que
César perdiera el apoyo popular, por lo pronto cortando las importaciones de
grano. Por eso, a mediados de marzo cruzó el mar Jónico y reagrupó sus
fuerzas en el noroeste de Grecia, solicitando ayuda del extranjero.
La guerra civil obligó a tomar unas decisiones que constituirían ejemplos
permanentes en toda la historia de la política: sus consecuencias cambiarían la
historia universal. Atrapó a numerosos romanos ilustres entre dos fidelidades
en conflicto y puso a prueba los principios que habían profesado muchos otros
desde hacía largo tiempo. Aún podemos seguir su trayectoria de forma
memorable a través de las cartas que se nos han conservado de Cicerón (o
remitidas a él), que había regresado mientras tanto a Italia en diciembre de 50
con la esperanza al principio de recibir el honor de un triunfo por la victoria
menor conseguida en la provincia de segunda fila de Oriente que le había sido
asignada. Los acontecimientos harían que sus esperanzas se esfumaran, y el
ilustre político recibió, en cambio, una solicitud para hacer de mediador de
parte de César, quien, como habría cabido esperar, se mostró sumamente
amable con él y con otros como él. Cicerón no era desde luego ningún
luchador, pero sí un gran orador y un personaje de alto rango que podía dar
respetabilidad a la causa de César. Ocurría también que había tomado
prestado muchísimo dinero de él para financiar sus casas y su carrera política,
y que todavía no lo había devuelto. No obstante, rechazó las ofertas directas de
César en una entrevista y escribió: «Creo, pues, que no le agrado [a César].
Pero me agradé a mí mismo, cosa que no me sucedía hace ya tiempo». 356 Los
partidarios de César eran una pandilla de hombres espantosos que sólo sabían
barrer para adentro, contemporizadores carentes por completo de principios, el
«cortejo infernal», según el estupendo calificativo que les daban Cicerón y su
amigo Ático. 357 Pero la entrevista con César acabó de forma muy poco
prometedora: Al parecer, César dijo que «si no podía utilizar mis consejos,
utilizaría los de quienes pudiera y descendería a cualquier cosa». 358
Y desde luego no se detuvo ante nada: cuando llegó a Roma en abril de 49,
esperó fuera del recinto de la ciudad, como era de rigor, pero luego lo traspasó
y amenazó con matar a uno de los tribunos que, como era igualmente de rigor,
se negó a entregarle el dinero del erario. El siguiente paso que dio era menos
previsible: marchó rápidamente a España, con el fin de eliminar el apoyo que
pudiera tener Pompeyo en esta provincia. Lo consiguió (no sin algún que otro
problema), regresó a Roma y fue nombrado dictador (sólo por once días), tras
lo cual fue elegido cónsul para 48. Parece todo muy fácil, pero no lo fue. Desde
que llegara al Rubicón, había repetido una y otra vez que iba a dar
bonificaciones a sus soldados, pero aunque tenía un gran botín en la Galia, no
disponía en aquellos momentos de numerario con el que pagarlas. Lo cierto es
que, cuando volvió a Italia, parte de sus tropas se amotinaron, y no sería la
única vez que lo hicieran. En Roma no había quedado ningún magistrado para
presidir las elecciones al consulado, de modo que tuvo que hacerse nombrar
dictador para presidir las elecciones él mismo. A continuación tuvo que pasar a
Grecia desde Bríndisi para enfrentarse al ejército de Pompeyo. Tardó meses en
organizar una travesía segura por mar e incluso entonces tuvo que arrostrar
enormes riesgos.
En una serie de cartas magníficas, podemos mientras tanto observar a Cicerón
vacilante y peguntándose adonde podía ir. Su íntimo amigo Ático iba a
quedarse en Roma: era rico, no estaba envuelto en nada y mantenía una hábil
postura de neutralidad. Las mujeres de la familia de Cicerón también estaban
en la ciudad y, de momento, César no había sido demasiado radical. No había
cancelado las deudas existentes ni había hecho redistribuciones sistemáticas
de tierras. Las tierras de algunos enemigos habían pasado a manos de algunos
amigos, pero al menos habían sido subastadas o se las habían vendido. Y, sin
embargo, César era un enemigo manifiesto del ideal de libertad senatorial de
Cicerón. «¿Debo irme a algún lugar neutral?», se preguntaba el gran orador y
político. «¿Me voy a Malta? ¿O mejor a Sicilia? ¿O acepto algún mando militar
en el norte de África?» Básicamente odiaba la opción de la guerra y de la
destrucción que comportaba.
Por otra parte, Pompeyo defendía la «libertad» del senado y había hecho un
gran favor a Cicerón: en 57 le había ayudado a volver del exilio. Sin embargo,
como solía ocurrirle, Cicerón no se engañaba del todo. Si Pompeyo volvía de
Grecia, atacaría Italia y toleraría que se tomaran las represalias más
espantosas. Al final, también él querría dominarlo todo (aunque por lo menos él
era más viejo y por tanto su dominio duraría menos). Obligado por el favor
recibido en el pasado y creyendo las palabras que Pompeyo utilizaba para
tergiversar la realidad, Cicerón decidió pasar a Grecia y unirse a él. Cuando
finalmente llegó a su destino, vio que los partidarios de Pompeyo eran
horrorosos: «Sus palabras eran tan sanguinarias que me estremecí al pensar
en su victoria». En plena guerra estaban ya repartiéndose los cargos que iban
a ocupar en el futuro y «desde luego las deudas de todos aquellos grandes
hombres eran enormes. ¿Qué más quieres? Lo único bueno era la propia
causa». 359 Cicerón recurrió, pues, a su infalible ingenio verbal. Puso de
manifiesto su «desaprobación de los planes de Pompeyo, pero no me abstuve
de hacer chistes sobre los extranjeros que iban a venir a ayudarnos» 360
(Pompeyo había pedido auxilio a los dinastas «bárbaros» de Asia e incluso de
la región del Danubio). «Cicerón rondaba por el campamento con gesto
sombrío, sin sonreír en ningún momento, pero hacía reír a los demás a su
pesar.» 361
Cuando César desembarcó finalmente en el noroeste de Grecia estuvo a punto
de ser derrotado enseguida en dos ocasiones. Pero lo cierto es que la segunda
de esas ocasiones le reportó la trascendental victoria de Farsalia (Fársalo, en
Tesalia) el 9 de agosto de 48 a.C. batalla en la que su lugarteniente Marco
Antonio se distinguió al frente del ala izquierda. Los agentes de César, mientras
tanto, se habían desplazado hasta Atenas, para atraérsela a su bando.
Aprobaron incluso la idea de vender como esclavos a los obstinados
megarenses y liberarlos después, medio seguro (todavía) de llegar a los
corazones de sus vecinos atenienses. Pompeyo, que no estaba preparado
para/ta derrota, huyó y finalmente desembarcó en la costa de Egipto, en el
brazo oriental del Delta del Nilo. Nada más poner pie a tierra fue asesinado por
consejo de un griego, un maestro de retórica oriundo de la isla de Quíos.
Algunos años más tarde, en 13 0 d. C, Adriano descubriría la sencilla tumba de
Pompeyo, al que «tuve, en efecto», escribiría fríamente Cicerón, «por hombre
íntegro, puro y serio». 362 Tortuosas e inescrutables, estas palabras habrían
podido ser válidas también para él. El emperador retiró la arena que cubría el
monumento, restauró las estatuas que la familia de Pompeyo había erigido en
él (y que otros después habían desfigurado), y escribió unos versos para
ponerlos en la lápida. Empezaban diciendo: «Qué humilde tumba...». Adriano
no entendía las complejidades legales y personales cuya pista hemos ido
nosotros siguiendo aquí.
César llegó a Egipto el 2 de octubre de 48 y recibió como regalo la cabeza de
Pompeyo. Entró en Alejandría y se vio envuelto en la siniestra lucha de los
miembros de la dinastía de los Ptolomeos. Cuando murió el último soberano de
la dinastía en 51 a.C. dejó en herencia su reino a Roma. César suavizó la
encarnizada discordia que existía entre el hijo del rey difunto y su hermana,
unos años mayor que él, respaldando el gobierno conjunto de los dos. Como
era habitual entre los Ptolomeos, hermano y hermana eran además marido y
mujer, pero la muchacha, Cleopatra, se presentó ante César escondida en una
colcha de lino. A sus veintiún años fascinaría al ilustre general, que ya había
estado casado tres veces. La esposa de César, Calpurnia, se encontraba en
Roma, pero él no era todavía un hombre caduco hastiado del amor. 363 El amor
acompañaría al dueño de Roma en Egipto.
La noticia de la victoria de Farsalia llegó a Roma en octubre de 48 e hizo que
César, cónsul ausente, fuera nombrado «dictador» para todo el año. Aun así,
Roma seguiría sin verlo durante otros nueve meses: ¿acaso había muerto? Lo
cierto es que se vio atrapado en medio de una guerra feroz en Alejandría que
iniciaron dos cortesanos griegos descontentos: en medio de la refriega, sus
tropas provocaron un incendio que causó daños irreparables al archivo real y a
las bibliotecas de Alejandría, quizá el efecto negativo más duradero de las
acciones de César. Ahora era a él al que le tocaba depender de la ayuda de los
«bárbaros»: acudieron en su auxilio unos soldados judíos y como consecuencia
él se convertiría en un firme valedor de los judíos y de su estatus. Al final, la
paz quedó restaurada y en la primavera de 47 parece que pudo descansar en
un crucero por el Nilo en compañía de la reina de Egipto, de nuevo segura en
su trono, una mujer de voz dulcísima y agradable conversación. Para entonces
ya estaba embarazada. En verano dio a luz a un hijo varón y lo llamó Cesarión,
nombre que César no rechazó. El nacimiento y la paternidad de Cesarión
siguen siendo puestos en tela de juicio, pero cuando aparece mencionado en
las cartas de Cicerón de la primavera de 44 que se nos han conservado no se
habla de él como si sus orígenes estuvieran por entonces en entredicho. A
Julio César no le quedaba vivo ningún otro hijo.
Incluso tras la muerte de Pompeyo, César tuvo que hacer otras tres guerras
para reafirmar su dominio. Son un claro testimonio de que ni su supremacía ni
la «caída» de la República Romana fueron inevitables. La primera guerra
acabó enseguida en julio de 47, y se saldó con una victoria en Asia sobre el
hijo de Mitridates: duró tan poco que fue entonces cuando César dijo aquello de
«Llegué, vi, vencí» (en Zela). A continuación regresó a Roma, para hacer frente
a un nuevo motín de las tropas que había dejado en Italia. Su lugarteniente,
Marco Antonio, no había demostrado mucha habilidad, como no fuera en sus
andanzas con una célebre cortesana, una mujer cuya presencia en una cena
fue denunciada por Cicerón, uno de los comensales, a la vez sorprendido e
intrigado. 364 A finales de diciembre de 47, César estaba otra vez de viaje, en
esta ocasión camino del norte de África contra una importante bolsa de
resistencia republicana. Una vez más corrió un peligro enorme al desembarcar
con tropas muy inferiores para enfrentarse a cerca de catorce legiones
enemigas. Después de tres victorias sucesivas, su constante adversario
republicano, Catón, se quitó la vida. Hombre de principios en todo momento,
Catón leyó primero a Platón, luego sacó su espada y consiguió su propósito al
segundo intento.
De vuelta en Roma en la primavera de 46 a.C. la noticia de esta «última
resistencia» fallida parece que marcó un giro decisivo: se concedió a César el
primer cúmulo de honores excepcionales que a partir de entonces proliferarían
una y otra vez. Se acordó colocar en el Capitolio un carro y una estatua suya
con un globo en la mano, y por si fuera poco una inscripción en la estatua en la
que se le llamaba «semidiós» en el corazón mismo de Roma. Quizá las
decisiones de los senadores superaran las expectativas del propio César. En
un plano más terrenal, se acordó nombrarlo obra vez dictador, pero ahora por
diez años. ¿Cómo iba a gobernar? No iba a imponer todo un sistema nuevo en
un solo paquete de leyes reformadoras. Tenía muy pocos cambios que
introducir en el sistema de justicia existente. Antes bien, las leyes se
aprobarían de una en una, y serían bastante razonables. El calendario, que
estaba desfasado hasta la exageración, tenía que ser reformado. Las deudas,
por supuesto, no debían ser canceladas (eran muchos los que debían grandes
sumas de dinero al propio César, entre ellos Cicerón), pero tenía que hacerse
una suspensión de las rentas, aunque sólo hasta un punto moderado y
únicamente por un año. En Italia, los deudores habían empezado a darse
cuenta de que el valor de la garantía de sus préstamos, las tierras, estaba
viniéndose abajo con la crisis: por consiguiente, se aprobó una nueva
normativa que obligaba a los acreedores a aceptar las tierras según el valor
que tenían antes de la guerra. Las viejas regulaciones de la bancarrota, antes
tan severas, tenían que ser moderadas también. Este tipo de legislación
distaba mucho de las sangrientas aboliciones de las deudas de la antigua
historia de Grecia, y otros políticos populares intentarían ir más lejos. En la
Roma de César, sin embargo, los grupos populares que se habían formado
alrededor de Clodio durante la década de 50 serían restringidos: no se
permitirían las asociaciones ni los «colegios» a menos que contaran con una
licencia (y pocos la tenían), y el número de los que podían beneficiarse de los
subsidios de grano se vio asimismo severamente recortado.
Naturalmente debían crearse nuevas colonias para los veteranos y también,
una vez más, para la población urbana pobre. Pero en su mayoría serían
colonias en las provincias, no en la tierra ya en explotación de Italia: aquí sólo
se haría un proyecto de desecación de las Lagunas Pontinas y se pondría así
una nueva zona fértil a disposición de los colonos. En las nuevas ciudades de
César fundadas en las provincias, los libertos podrían desempeñar cargos
públicos (cosa harto poco habitual). Probablemente tuvieran que pagar por
semejante honor, pero de ese modo estarían también al tanto de las
posibilidades comerciales y de los beneficios derivados de ellas, especialmente
en lugares como Corinto y Cartago, ciudades que César propuso repoblar.
Como fundador de ciudades, César es el verdadero heredero de la sagacidad
comercial atestiguada en algunas de las colonias establecidas por Alejandro
Magno en Asia.
En Italia, se decretó la concesión de la ciudadanía a la región del norte más allá
del Po, la «Transpadana»; se propuso incluso que al menos una tercera parte
de los pastores de las explotaciones pecuarias fueran libres de nacimiento.
Sobre todo en el sur de Italia, los grandes terratenientes habían solido utilizar
esclavos para cuidar sus inmensas manadas de reses. Esta práctica había
obligado a los campesinos libres a abandonar un oficio muy extendido y de
paso había asegurado a los terratenientes una fuente muy útil de esclavos
siempre que necesitaran una banda privada de subalternos armados. Toda
esta legislación de César tenía unas miras sociales más amplias, como puede
apreciarse en las leyes pormenorizadas sobre el «gobierno limpio» o incluso en
la reciente reducción en un tercio del tributo pagado por Asia; la reducción fue
posible gracias a la eliminación de los odiados contratistas de Roma que
adquirían en pública subasta el derecho a recaudar los tributos y lucrarse con
ello. Todas estas medidas encajaban con un hombre perteneciente a la
nobleza más selecta que había prestado sus servicios durante mucho tiempo
fuera de Roma y veía las cosas con una perspectiva más amplia. César miraba
también por encima del hombre a sus rivales políticos, gente en realidad
bastante vulgar comparada con un patricio como él. Pero también sus
partidarios debían recibir honores y tuvo que aumentar el número de senadores
a 900, una cantidad enorme: muchos de los nuevos admitidos resultaban
ofensivos para los miembros de las familias tradicionales.
De las reacciones de los populares ahora no cabía duda. En ausencia de
César, y dada la escasez de grano, había cundido el descontento, pero a su
regreso el pueblo asistiría al más fabuloso de todos los triunfos romanos, en
una celebración de cuatro victorias a la vez. Durante cuatro días de agosto de
46 desfilaron por las calles de Roma grandes cortejos, incluso una estatua de
Cleopatra (se conservó en la capital durante al menos dos siglos) junto a la de
la diosa Venus, la antepasada de César. Se oyeron los típicos chistes de sus
seguidores, cuya finalidad era mantener al general triunfador con los pies en el
suelo; en esta ocasión versaron sobre sus supuestas relaciones sexuales con
el rey Nicomedes (debía de tratarse de un chiste ya viejo, porque no hubo
ningún episodio de homosexualidad en la vida de César ni entonces ni
después) y, de modo más ominoso, acerca de sus facetas de «chico malo» y
de «rey». En los juegos ofrecidos a continuación, hubo cacerías de fieras e
incluso se vio por vez primera en Roma una jirafa. Tras el banquete final
celebrado el cuarto día, César, todavía en zapatillas, fue escoltado desde el
Foro que había proyectado construir últimamente por una multitud de plebeyos
e incluso por unos elefantes portando antorchas. Todo aquello costó una
auténtica fortuna y, cuando algunos de sus soldados manifestaron su protesta,
fueron inmediatamente ejecutados: las cabezas de dos de ellos fueron
clavadas por los pontífices en la fachada de la «Regia», en el Foro. 365
Resultaron también carísimas las retribuciones de los soldados (debían cobrar
la paga de toda una vida) y los pagos efectuados a cada ciudadario. Todo ello
se costeó con el botín de las provincias, especialmente con el conseguido en
España y Asia durante la guerra civil de los dos últimos años. Los gastos
superarían incluso los del último año de vida de Alejandro Magno, todo un
tributo al saqueo perpetrado por César.
Más duraderas se suponía que serían las nuevas grandes obras que se
emprendieron, un templo en honor de Marte, el más grande que había habido
nunca, el inmenso nuevo Foro (que no se acabaría en vida de César), un
templo dedicado (en el mes de septiembre) a la madre Venus (Genetrix), con
una estatua ecuestre de César delante, en la que éste y su amado caballo (a la
sazón de catorce años) fueron esculpidos según el modelo de Alejandro y su
gran Bucéfalo. Por si se nos habían olvidado las supuestas lágrimas de envidia
por la gloria de Alejandro que vertiera el propio César en Cádiz en 69 a.C.
Cuando fue dedicado el templo de Venus, César celebró dos ritos
conmemorativos: unos «Juegos Troyanos» a caballo para jóvenes
participantes, que supuestamente se remontaban a su antepasado Eneas, y
unos juegos fúnebres por su hija Julia, fallecida en 54. 366 En honor de la
difunta, hubo una pelea de gladiadores en el Foro: los jinetes de los «Juegos
Troyanos» quizá fueran capitaneados por un joven todavía desconocido, su
sobrino nieto Octaviano, al que acababa de adoptar. Nadie habría podido
imaginar que unos veinte años después aquel muchacho repetiría esos mismos
juegos para sí mismo.
Aun así, Cicerón todavía abrigaba ligeras esperanzas de que llegara a
restaurarse de alguna manera la república. El nombramiento de dictador
durante un tiempo fijo afirmaba que su cometido era literalmente «restaurar la
res publica» (el «Estado», la «república»). En el senado, durante el verano, se
había producido un hecho inesperado, el perdón del noble Marco Marcelo, el
hombre que, como cónsul de 50 a.C. había insistido en que César regresara de
la Galia. Cicerón estaba entusiasmado con el hecho y saludó la «justicia» de
César; pero ese perdón, como todo el poder de César, dependía de «la
voluntad, por no decir del capricho de otro». 367 Los senadores se habían
arrastrado miserablemente para conseguir aquel favor. A la hora de la verdad,
el beneficiario del perdón sería asesinado en Grecia antes de que pudiera
disfrutar de él, y algunos dijeron que la muerte se había producido por orden de
César. Como pone de manifiesto Cicerón por esas mismas fechas, César
seguía temiendo a los que pudieran conspirar contra su persona. Cuando un
autor de mimos llamado Laberio puso en escena una obra en la que se
pronunciaban las palabras: «Ciudadanos, hemos perdido la libertad», César
prefirió no hacer nada contra él. 368
En diciembre de 46 estallaron nuevos disturbios, pero fueron en España, no en
el senado. Pompeyo había dejado en esta provincia dos valerosos hijos y uno
de ellos, Gneo, encabezó una importante sublevación allí, obligando a César a
emprender una nueva guerra civil, que probablemente fuera la más peligrosa.
Se desarrolló en un terreno escabroso, con grandes dificultades de
abastecimientos y contra un enemigo resuelto. El 17 de marzo de 45 a.C.
César obtuvo una victoria definitiva en Munda, aunque se vio obligado a
espolear a sus tropas personalmente, bajando de su caballo e incitándolas a
aguantar con firmeza; llegó a pensar de hecho que había llegado su última
hora. Resultó, en cambio, que fue la última para Gneo Pompeyo, aunque el
otro hijo de Pompeyo, Sexto, pudo huir. César nunca se imaginó que Sexto
llegara a tener un futuro político y lo dejó escapar; estableció a sus veteranos
en España y regresó a Roma.
Mientras tanto, en su ausencia, lo que mejor conocemos son las dificultades de
Cicerón, no sólo su admirable concepción de una verdadera pérdida de la
libertad, sino también las dificultades que se abatieron sobre su familia. A
consecuencia de las continuas disputas, se divorció de su esposa, Terencia,
con la que llevaba casado largo tiempo; nunca había encontrado de su agrado
a su último yerno, Dolabela, y ahora el muy granuja se disponía a erigir una
estatua al peor enemigo de su suegro, Clodio. Durante los años
inmediatamente posteriores a su regreso a Italia, Cicerón había luchado
denodadamente para dar una dote digna a su amada hija Tulia (para su tercer
matrimonio), viéndose obligado a pagarla a plazos. Y al final la niña salía
diciendo que quería divorciarse de Dolabela. Los amigos, mientras tanto, le
habían buscado una segunda esposa, Publilia, joven y rica: su primera mujer
decía que aquella boda era sólo por sexo. Poco después Tulia moría de
sobreparto, sumiéndolo en un profundísimo dolor. La había querido tanto;
pensó incluso en construirle un templo (no una tumba) en un terreno situado en
la actualidad cerca del Vaticano. Pero Julio César se le adelantó y se quedó
con el solar. Después la segunda esposa, Publilia, resultó ser una
equivocación, entre otros motivos porque la joven sentía celos de su dolor y del
amor que profesaba a su hija. Cicerón se apresuró a salir de aquel callejón sin
salida y tuvo la prudencia de divorciarse.
A través de sus cartas podemos seguir e identificar los diversos estadios de su
proceso de «extrema tristeza» por la muerte de Tulia. Podemos leer incluso
una carta clásica que le envió Sulpicio Rufo, político y jurista.16 Se trata de un
texto extraordinario, que a primera vista parece conmovedor: expresa la
conciencia que tiene Rufo, mientras navega a lo largo de la costa de Grecia, de
los desastres que habían hecho caer tan bajo a muchas de las antiguas
ciudades griegas. Tulia, le recuerda a Cicerón, era sólo una persona, mientras
que aquellas ciudades habían perdido a muchas. Pero en realidad esta
«consolación» está muy lejos de lo que hoy día cabría esperar que fuera una
consolación. Sulpicio y Cicerón están de acuerdo en que la verdadera tragedia
es la muerte actual de la República. La joven Tulia ha tenido suerte, podemos
leer, de haber muerto primero, y la pérdida de la República es mucho más
lamentable que la pérdida de una simple hija. No podríamos encontrar un
ejemplo mejor de las prioridades políticas de un romano y del equilibrio entre la
libertad del varón y una desgracia familiar.
Al final, Cicerón se quedó solo con los libros, sus honrados y amados
compañeros. En Roma, César estaba pensando construir la primera biblioteca
pública (después de incendiar tantos volúmenes de la de Alejandría) y nombrar
encargado de la misma a Varrón, hombre de extraordinaria erudición, aunque,
como ayudante de Pompeyo, se había enfrentado a él en España en 49. En su
dolor, Cicerón se dedicó a escribir una avalancha de nuevos libros sobre los
dioses, sobre ciertos aspectos de la religión, sobre historia de la oratoria y
principalmente sobre filosofía (convirtiéndose en el creador de un nuevo
vocabulario latino para la terminología filosófica griega) y sobre las teorías
escépticas por las que se inclinaba personalmente. Sus cartas de estos meses
nos recuerdan la extraordinaria amplitud de su inteligencia, pero también su
amor por sus diversas villas rústicas, sus bosques y sus fincas (una incluso
tenía una zona llamada la Academia): en este sentido tendría una verdadera
afinidad con los caballeros ingleses del siglo XVIII, que tanto lo admirarían. Su
filosofía era más enciclopédica que original, y no habría sido escrita si su autor
hubiera vivido en la tensión continua de una carrera política libre, hablando,
atacando y siendo su «propio dueño y señor». Pero su primer diálogo filosófico,
con sus advertencias contra el sexo y la búsqueda de la riqueza, habría de
entusiasmar, cuatro siglos más tarde, a un inesperado joven lector, San
Agustín.
En abril de 45 llegó a Roma la noticia de la victoria en España. Dio lugar a una
nueva lluvia de honores de importancia capital. Se calculó que el mensaje
llegara a la ciudad justo antes de que dieran comienzo las antiguas fiestas
Pariles, con la relación que guardaban con Rómulo y la fundación de Roma, y
que por tanto pudo aprovechar César en su beneficio. El Senado decretó
concederle el sobrenombre de «Libertador» y que se construyera un templo de
la Libertad. 369 Se trata de un momento trascendental de la historia de la
libertad, pues hasta entonces ningún romano había recibido el título de
«Libertador». Evocaba de manera muy halagadora las pretensiones
expresadas por César al comienzo de la guerra civil y atribuía la «libertad» a un
hombre que además había matado a ciudadanos romanos honrados en el
campo de batalla. Su estatua iba a ser erigida incluso en el Capitolio junto a la
de los fundadores de Roma. Pero además los senadores «liberados»
decidieron llamarlo «Padre de la Patria», concederle coronas, cincuenta días
de rogativas y, sobre todo, dos honores divinos extraordinarios. Una estatua
suya de marfil sería llevada en procesión junto con las de los dioses, y en otra
estatua, colocada en un templo, se pondría una inscripción con la siguiente
leyenda: «Al dios invencible». El tono de esta inscripción recordaba mucho a
Alejandro Magno. 370 Aun así, en el verano de 45 un astuto miembro de la
nobleza romana, comparable a Cicerón por sus obras de filosofía moral, seguía
pensando que la República iba a ser restaurada. Este aristócrata, llamado
Marco Bruto, se había beneficiado hasta entonces de César y sería nombrado
pretor al año siguiente. Incluso en 45 a.C. la libertad de palabra seguía
existiendo lejos de la mesa de César: en su obra sobre la oratoria, Cicerón
acababa de señalar que Bruto debería llevar una vida a la altura de la de sus
antepasados. Se trataba de un comentario cargado de significado. Ático, el
amigo de Cicerón, había ayudado recientemente a Bruto a confeccionar su
árbol genealógico. Posteriormente Bruto lo mandó pintar en la sala principal de
su casa, que él llamaba su «Partenón», en honor de Atenas. En la pared podía
contemplar a diario una genealogía que se remontaba (según se decía) a los
dos grandes tiranicidas de la historia primitiva de Roma. 371 Uno de ellos,
llamado también Bruto, había matado al rey Tarquino el Soberbio y después
había quitado la vida a sus propios hijos por haber favorecido al monarca. Este
famoso Bruto fue luego el primer cónsul del primer año de la República, cuando
ésta sustituyó a la monarquía; su estatua había sido erigida y honrada en el
Capitolio mucho antes que la de César. Todo este legado no se había perdido
para su descendiente. Bruto lo había representado en unas monedas,
probablemente acuñadas en 55-54 a.C. en las que aparecía también la palabra
«Libertad». Se sabía que César había tenido una relación amorosa con la
madre de Bruto, pero este asunto privado no era lo que se escondía detrás del
descontento cada vez mayor del pretor designado. Las raíces del mismo eran
de índole política: y, al tratarse de un joven cuyo padre había muerto
(asesinado por Pompeyo), Bruto se había criado como protegido de Catón.
Tenía intereses filosóficos y en el verano de 45 se había casado por segunda
vez: significativamente su nueva esposa era Porcia, la hija viuda de Catón, el
republicano por antonomasia.
En su intento de poner límite a la libertad política, César había legislado
también, como habría cabido esperar, sobre el fantasma que más temor
despertaba, el lujo privado. Se decía incluso que había inspectores que
controlaban las cenas de los ciudadanos y los mercados de productos
alimenticios, y que se habían prohibido las perlas y los tejidos extravagantes.
La gente no se saltaba la ley a la torera, pues vemos que Cicerón comenta que
los cocineros estaban aprendiendo a preparar nuevos platos vegetarianos y
que la nueva dieta obligatoria de verduras asadas le daba dolor de
estómago. 372 En octubre de 45 César celebró un triunfo, el segundo que le
había sido concedido, por sus victorias en España. Pero muchos se sintieron
ofendidos, pues era por unas victorias ganadas contra romanos en la guerra
civil, y por lo tanto legalmente no eran objetos de triunfo. Para entender mejor
lo que César representaba ahora, debemos fijarnos en Cicerón. En la
temporada de fiestas de mediados de diciembre de 45, César se presentó a
hacer una «visita de cortesía» a su viejo amigo. Llegó a la villa de Cicerón
escoltado por 2.000 soldados y sirvientes, a todos los cuales hubo que dar de
cenar. Después de cenar los dos ilustres personajes, estuvieron charlando en
tono bastante distendido, como si fueran «simples seres humanos». 373 Pero no
dijeron ni una palabra de política, la savia vital de la vida anterior de Cicerón.
Hablaron sólo de literatura. Se trataba de una restricción inimaginable en los
años anteriores. Pero su huésped no era, escribiría luego Cicerón, uno de esos
a los que «se diría: "Por favor, vuelve a verme cuando regreses". Con una vez
es suficiente». Se dio cuenta de que en el camino de vuelta, en un momento
determinado, todos los soldados se adelantaron y se colocaron a uno y otro
lado de César, para protegerlo.
En Roma, César se dispuso a aceptar una lluvia continua de honores sin
precedentes: sacrificios el día de su cumpleaños (honor divino reservado a los
reyes en el mundo griego), votos anuales por su bienestar, y la «inviolabilidad»
(sacrosanctitas) de su persona, como si fuera un tribuno. Ya era viejo, según
los parámetros de la Antigüedad, y su salud no era buena, pero muchos
conocían los proyectos que tenía. Haría más de lo que había hecho en sus
mejores momentos, una campaña militar, de tres años, para ganar gloria en
Oriente a expensas de los partos, que habían causado el reciente desastre del
viejo Craso. Corrieron incluso rumores de que luego pensaba dar un rodeo por
el mar Negro y regresar, como un conquistador, por el río Danubio a través de
Dacia. En las ciudades del Oriente griego ya se le habían concedido «honores
iguales a los de los dioses». Con anterioridad, otros romanos habían recibido
esos mismos honores en el mundo griego y, al igual que César, habían
conocido a reyes de la región en el curso de sus viajes. Pero a diferencia de
ellos, César había regresado trayendo consigo una reina (Cleopatra se
encontraba en la ciudad, donde tenía «asuntos diplomáticos» que agilizar).
¿Planeaba César convertirse en rey (como sus antepasados) y ser adorado
exactamente como un dios, con un culto formal? Seguían lloviéndole los
honores, quizá sólo para ver cuáles eran los que rechazaba. Se nos cuenta que
a comienzos de 44 se le votó un culto cuyo sacerdote debía ser Antonio, su
colega en el consulado. Se iba a poner en su casa un frontón honorífico como
el de los templos; se dice incluso que el senado lo llamó «Júpiter Julio».
Parece, pues, que las propuestas de instaurar un culto a César en vida son
ciertas, pero el máximo horror, su disposición a adoptar el título de rey, sigue
siendo dudoso. Desde luego, hubo propuestas de que se le concedieran
diversos elementos propios de la «realeza»: un trono de oro (pero que debía
permanecer vacío, y sólo en el teatro), y una corona también de oro (como la
que recibían los generales en sus triunfos). A finales de enero la multitud lo
vitoreó llamándolo «¡Rey!» cuando regresaba en medio de una ovación
solemne de celebrar una fiesta: pero él corrigió a los que así lo llamaban. 374 A
mediados de febrero de 44 la muchedumbre se congregó en Roma para
celebrar la fiesta religiosa de los Lupercos, en la que unos jóvenes corrían
desnudos a «tocar» a las mujeres con una vara y contribuir de ese modo a su
fertilidad. Marco Antonio y otros que participaban en la carrera ofrecieron a
César una diadema real, pero todo el mundo pudo ver que la arrojaba
despectivamente lejos de sí. Este «rechazo» quizá fuera planeado con el fin de
despejar las dudas de los tradicionalistas, para mayor disgusto de la plebe.
Pero hay algo indudable: a mediados de 44 César aceptó otra «dictadura», la
cuarta, pero esta vez definida como vitalicia. Eso era lo que había por lo que al
futuro de la República se refiere. Se creía, probablemente no sin razón, que
César había dicho de la República que era «un simple nombre sin cuerpo ni
figura», y que había criticado a Sila por no conocer los rudimentos de la
política, pues había renunciado a la dictadura que había obtenido. 375 No cabía
duda, pues, sobre lo que pensaba César de la eventualidad de restaurar la
libertad de los senadores. Aquél fue un punto de inflexión clarísimo.
Retrospectivamente, se evocarían diversos presagios y advertencias, pero a
decir verdad nunca faltaron anécdotas de este tipo. En el Rubicón, sin
embargo, se dijo que los caballos que había soltado César de pronto habían
dejado de querer comer. 376 ¡Cuánta razón tenían los caballos!: César había
despedido incluso a sus guardias de corps en Roma. No es que flirteara con la
muerte, desde luego: se trataba de un signo de que estaba seguro de su
supremacía. Cuando los senadores se presentaron a rendirle unos extraños
honores, no se levantó a saludarlos (como dictador tenía derecho a no
hacerlo): en el fondo, pensaba que eran unos vulgares hombrecillos, muchos
de los cuales eran hechuras suyas. Sin embargo, enseguida se disculpó por su
descortesía y pretextó, falsamente, que en aquellos momentos lo aquejaban
problemas estomacales.
La dictadura vitalicia, el culto inminente: semejantes signos resultaban
intolerables para los senadores preocupados seriamente por la libertad. Uno de
ellos era el impetuoso Casio, pretor de aquel año (junto con Bruto), pero un
militar curtido, además de interesado por la filosofía epicúrea: sus antepasados,
como los de Bruto, habían acuñado en otro tiempo monedas con el rótulo:
«Libertad». Era también cuñado de Bruto, pues estaba casado con su media
hermana. Como cabría esperar, otros hombres también se sentían
menospreciados personalmente o decepcionados, apoyados en un sistema de
honores que dependía cada vez más de la «gracia y el favor» de César. Estaba
por otra parte la cuestión todavía sin resolver de la monarquía. Se decía que
iba a volver a instituirse, según un oráculo sibilino que afirmaba que Partia sólo
podría ser conquistada por un «rey». 377 El día de los idus de marzo de 44, en
medio de las consabidas advertencias, César asistió a una sesión del senado,
sólo para encontrarse de repente ante un grupo insistente de senadores, entre
los cuales destacaba Marco Bruto. Sesenta senadores más o menos formaban
parte de la conspiración, pero sólo cinco o seis habrían podido precipitarse
sobre César y apuñalarlo, mientras el otro cónsul, Marco Antonio, era
entretenido a la entrada. El cuerpo de César se desplomó en medio de un
charco de sangre. Después se registraron en él veintitrés heridas, y los
conspiradores lo dejaron allí tirado hasta el anochecer. Probablemente sea sólo
una leyenda que las últimas palabras de César fueron: «¿Tú también, Bruto?»,
pero también es posible que Bruto pronunciara el nombre del único senador al
que los conspiradores habían excluido de la trama por temor a su indiscreción:
¡Cicerón! Por algunos indicios, sin embargo, y en sus cartas privadas, vemos
que éste se había empeñado, de manera admirable, en protestar
constantemente por el despotismo de César. Ahora César estaba muerto y
yacía en el templo contiguo al Teatro de Pompeyo, donde había estado a punto
de reunirse el senado, a pocos metros de la estatua del propio Pompeyo.

Capítulo 38 - LA LIBERACIÓN TRAICIONADA

Por cierto que el carácter y el valor del joven César son admirables.
¡Ojalá pueda dirigirlo y sujetarlo cuando llegue al culmen de los honores
y el favor con la misma facilidad con la que he venido sujetándolo hasta
ahora! En estos momentos resulta más difícil, pero no desespero. El
muchacho está convencido, sobre todo gracias a mí, de que nuestra
salvación depende de él...
CICERÓN, A Marco Bruto, ca. 21 de abril de 43 a.C.

Los acontecimientos que siguieron al asesinato de César constituyen el


capítulo más importante de la historia de la libertad en la antigua Roma. Los
días y los meses son evocados maravillosamente para nosotros por los
supervivientes de uno y otro bando, y por las cartas y discursos que Cicerón
escribió en esa época. Los planes de Cicerón fracasaron, pero él no siempre se
dejó engañar. A pesar de los momentos de temor y de retraimiento,
normalmente estuvo a la altura de las circunstancias, y eso que tenía ya
sesenta y dos años. Sus defectos fueron los mismos de siempre: su ingenio y
sus ataques a las flaquezas de otros grandes hombres, y su costumbre de ver
las cosas como a él le habría gustado que fueran; y, como resulta fácil
imaginar, le acarrearon la ruina.
A juicio de Cicerón, se había perdido la oportunidad de oro: en cuanto murió
César, el senado habría debido ser llamado a escena y habría habido que
invitar al pueblo a la libertad. En realidad, como tantos tiranicidas de la historia
de Grecia, los conspiradores se limitaron a matar al tirano y nada más: uno de
los asesinos colocó un pileus o «gorro de la libertad» en la punta de una lanza
y el cadáver quedó allí tirado, «asesinado justamente», para que lo arrojaran al
Tíber. 378 Pero tres esclavos lo recogieron y lo llevaron a su casa. El cónsul
superviviente, Marco Antonio, salió huyendo, pero, al parecer, esa misma
noche ya se temía que sus planes fueran «los peores, los más traicioneros». 379
El noble Bruto había dirigido unas palabras a un grupo de personas
congregadas en la colina del Capitolio, encima del Foro, pero su discurso,
ajuicio de Cicerón, había sido demasiado elegante y demasiado poco fogoso.
Cuando murió Alejandro Magno, sus oficiales falsificaron sus «últimas notas»
para asegurarse de que los planes en ellas esbozados fueran rechazados
públicamente. Cuando murió César, Marco Antonio cogió las que dijo que eran
las notas de César y dos días después de su muerte, el 17 de marzo, hizo
astutamente una llamada a la reconciliación en el transcurso de una sesión del
senado. Propuso que los asesinos de César no fueran castigados: eso, cuando
menos era un alivio. Los planes de César, sin embargo, lo mismo que sus
acciones, pasadas, presentes y futuras, debían ser ratificados en su totalidad.
Fue un momento trascendental. Eran tantos los senadores que debían su
rango y sus perspectivas de futuro a las decisiones recientemente tomadas por
César que la aprobación de la medida era indudable. En caso de que alguno
vacilara, ya había allí unos soldados armados, veteranos de César, para
aclararle las ideas. Los senadores, pues, dieron su beneplácito. Acordaron
también que el cadáver de César recibiera un funeral, público, por supuesto, a
petición de su suegro.
La «libertad», la opción de Cicerón, estaba rodeada de dificultades. Casi todas
las legiones del mundo eran leales a Julio César; muchos de sus veteranos
seguían campando por sus respetos, a la espera de cobrar su paga; sus
sucesores iban a poder disponer de enormes cantidades de botín, despojos y
rentas procedentes de fuentes exclusivamente suyas; la plebe de Roma
prefería a César antes que un mayor grado de «concordia» y de «libertad» para
las clases altas. «En efecto, cosas que César nunca hizo, ni habría hecho, ni
habría permitido», señalaría poco después Cicerón, «son ahora promulgadas a
partir de sus falsas notas», los papeles que César había dejado y que ahora
controlaba y sin duda alguna manipulaba Marco Antonio. 380 Pero los ejércitos y
el dinero de César y la lealtad del pueblo imposibilitaban hacer que el reloj
diera marcha atrás, como si no hubiera pasado nada.
Los idus de marzo, escribiría Cicerón, habían dejado una magnífica «cena» sin
acabar: todavía quedaban los «restos», o sea, Marco Antonio.
¡Cuánta razón tendría! Si hubieran matado también a Marco Antonio, habría
habido realmente una buena oportunidad de restaurar la República. Pero no
era cuestión de coserlo a puñaladas y aunque Cicerón lo quisiera ver muerto,
era el cónsul en ejercicio y tenía evidentemente una técnica infalible para
hacerse atractivo. El 20 de marzo dio una primera prueba de ello. El testamento
de César fue abierto y se descubrió que había legado al pueblo sus jardines y
una suma de dinero en metálico para cada ciudadano de Roma. Era el
momento de realizar los funerales públicos de César, ocasión que Cicerón
temía especialmente, y con razón. Tras llevar el cadáver en procesión por el
Foro acompañado de actores y cantantes, Marco Antonio aceleró el ritmo
pronunciando un discurso ante el pueblo congregado en el Foro. Tenemos
principalmente dos versiones de lo que dijo a aquel público de «amigos,
romanos, compatriotas», como reza el verso memorable de Shakespeare. Una,
la preferida por muchos especialistas, es que dijo sólo unas cuantas palabras
después ¦ de que el heraldo leyera la proclama. Pero hay otra más convincente,
que, según algunos, se remontaría a una fuente de la época, y que se basa en
lo que podemos deducir de los escritos de Cicerón. 381 El cuerpo yacente sobre
un lecho de marfil fue colocado en una capilla dorada, según el modelo del
templo de Venus Genetrix. Después de hablar de las hazañas de César,
Antonio empezó a jugar con las emociones cada vez más intensas de la
multitud (el «elogio patético», sin duda, que comenta Cicerón). Entonó un
lamento de su propia cosecha y se puso a llorar. Colgó la toga de César
manchada de sangre de la punta de una lanza y, cuando los ánimos de la
muchedumbre estaban bien caldeados, exhibió una figura de cera del difunto,
con el cuerpo lleno de heridas. Se dice que entonces se oyeron entre la
multitud cantos de duelo, en medio de los cuales parecía que hablaba el propio
César. Para dar mayor patetismo a la ocasión, es evidente que Antonio había
movilizado a actores y grupos de teatro, individuos que constituían un elemento
de suma importancia en las escenas multitudinarias de Roma. Este diálogo
escenificado provocó el estallido de la muchedumbre. Se suponía que el
cadáver de César debía ser transportado al Campo de Marte, pero la multitud
se lo llevó al Capitolio; sin embargo, los sacerdotes lo impidieron y lo
trasladaron de nuevo al Foro, donde el pueblo le prendió fuego por propia
iniciativa. Hubo incluso un intento de quemar las casas de los «Libertadores».
Se había espoleado al pueblo para que mostrara su potencial, en una clara
advertencia a los adversarios de Marco Antonio.
De momento había un obstáculo. Las notas con los planes de César habían
sido ratificadas, pero había dejado el mando del norte de Italia (Galia Cisalpina)
a uno de los hombres que luego lo habrían asesinado (a Décimo Bruto, no a
Marco Bruto) y se creía que había reservado Siria y Macedonia, dos provincias
con ejércitos asignados, a Bruto y a Casio. 382 Marco Antonio necesitaba
cambiar estas asignaciones y también maximizar su poder. Mientras esperaba,
Cicerón empezó a ver los objetivos de Antonio con más tranquilidad. El 9 de
abril escribía: «Yo desde luego considero que [Antonio] piensa más en sus
banquetes que en maquinar cualquier mal». 383 Marco Antonio había propuesto
incluso que fuera abolida la dictadura para siempre, un mordaz comentario
acerca del motivo por el cual había sido asesinado César. Ese mismo mes, sin
embargo, determinados sectores de la plebe dieron algunos pasos por su
cuenta. Se erigió en la ciudad una columna en honor de César, pero tuvo que
ser demolida. Durante unos días, incluso Antonio se vio superado en sus
tácticas por la reaparición en escena de un tal Amatio, que ya había dado
motivos de disgusto a Julio César poniéndose de su parte. Se hizo correr el
rumor de que Amatio era el nieto de Mario, una reminiscencia verdaderamente
popular del pasado. Probablemente Amatio mantuviera estrechos lazos con los
«colegios» o asociaciones del pueblo de Roma, nidos de agitación que ya
César se había visto obligado a regular. Amatio fue ejecutado rápidamente y
Antonio se volcó de inmediato en el problema más acuciante, la
desmovilización de los veteranos de César y su establecimiento en colonias en
Italia.
A mediados de abril, sin embargo, apareció un nuevo personaje, el heredero de
César, al cual éste había adoptado en su testamento, el joven Octaviano, de
apenas dieciocho años, que se hallaba ausente en el noroeste de Grecia
cuando se produjo el asesinato de César. Era el sobrino nieto favorito de éste,
pero, como nos recuerda su gran historiador contemporáneo, Sir Ronald Syme,
por su nacimiento no era más que el «nieto de un banquero municipal». 384 Al
tratarse de un personaje desconocido y que aún no había demostrado ninguna
valía, ni siquiera era senador. Pero mostraría una inexorable frialdad, una
capacidad de cálculo y una falta de sentido de la heroicidad que acabarían
asegurándole cuarenta y cinco años de poder supremo. Los episodios de
agitación de la plebe acontecidos durante las últimas semanas eran un buen
presagio de lo que le esperaba.
Al llegar a Bríndisi, en el sur de Italia, Octaviano se hizo con una de las dos
utilidades más importantes, el dinero, y a continuación la empleó para hacerse
con la otra, es decir, con parte de los veteranos de César. Fue un arranque
muy audaz, y en su viaje hacia Roma en la primavera de 44 se detuvo en la
comarca del golfo de Nápoles, en la casa de un vecino de Cicerón. «[Está]
totalmente entregado a mí», decía por entonces el viejo político; «aquí con
nosotros [está] de forma sumamente respetuosa y amigable.» 385 Pero, para
disgusto de Cicerón, el joven ya se hacía llamar César. ¿Y cómo iba a poder
seguir siendo un ciudadano como es debido, «uno de los nuestros», cuando
llegara a Roma? Se trata de una de las entrevistas más impresionantes de la
historia, la del viejo político, a menudo tan equivocado, y el adolescente —
apenas dieciocho años— más peligroso del mundo. Casi un mes después
Cicerón escribiría ya: «Respecto al discurso de Octavi[an]o ante el pueblo,
siento lo mismo que tú, y el aparato de sus Juegos, y Macio y Postumo como
procuradores, no me gustan nada»; a mediados de mayo, el joven ya había
intentado ofrecer unos juegos fúnebres. El problema estaba en que Marco
Antonio era todavía peor. El 1 de junio, de nuevo con ayuda de más hombres
armados, Antonio «legitimó» en Roma mediante el voto del «pueblo» el cambio
de los mandos militares de las provincias en las cuales pensaba apoyarse para
establecer su base de poder. También creó una comisión encargada de repartir
tierras entre los veteranos de César, presidida convenientemente por su
hermano. Bruto y Casio fueron insultados por su actuación injusta y se
dispusieron a abandonar Italia para desempeñar cargos inocuos en las
provincias; Antonio se había quedado con el mando de la Cisalpina. A Cicerón
no le quedaba más remedio que lamentarse de que no había «nada
planificado, nada pensado, nada organizado». Los Libertadores habían
«empleado un espíritu viril, pero una planificación, créeme, pueril». 386 Él mismo
había empleado las últimas semanas en enseñar oratoria a unos discípulos
ilustres, entre ellos los cónsules del año siguiente. Se lo reprochaba, pero lo
había hecho. Al tener noticias de las leyes aprobadas por Antonio, decidió
abandonar Italia, visitar a su hijo en Atenas y comprobar si estaba haciendo
progresos en sus estudios en el extranjero.
Mientras tanto, en Roma, Octaviano dio el paso que Antonio, hasta ese
momento, no se había atrevido a dar. Anunció que, como heredero de César,
iba a vengar su asesinato; pagó el dinero en metálico legado por su tío a todos
los miembros de la plebe urbana, tal como se especificaba en el testamento; y
luego intentó que el famoso trono de oro de César fuera expuesto ante el
público. A finales de julio, dio personalmente los «juegos en honor de la victoria
de César», cuya celebración oficial había sido denegada. Durante los mismos,
brilló durante siete días seguidos un cometa. No hizo falta mucho esfuerzo para
convencer al pueblo romano de que aquel «astro» simbolizaba la condición
divina de «César». César y Alejandro Magno fueron los únicos gobernantes de
la Antigüedad en cuya divinidad creyeron muchos hombres. El joven Octaviano
ya había cambiado su nombre y se hacía llamar «César»; puso el símbolo de la
estrella en las monedas que acuñó y en una estatua de su ilustre tío que le fue
dedicada en el Foro. El cometa tenía ecos de anuncio de una «nueva era»,
pero «con complacencia interna consideró que aquella estrella había surgido
para él y que era él quien surgía con ella». 387 Sus actos supusieron una gran
presión para Marco Antonio: si el fiel heredero familiar de César se daba tanta
prisa, ¿no debería también Antonio, su «heredero» político, acelerar el paso?
Así pues, Marco Antonio empezó a afirmar que era a él, y no a Octaviano, a
quien había adoptado César, y a denunciar a los Libertadores, Bruto y Casio. A
finales de julio estos dos abandonaron Italia, pero respondieron a las
acusaciones en una hermosa carta, de tono moderado, que remitieron el 4 de
agosto: «Deseamos verte engrandecido y cubierto de honores en una república
libre», le decían, «pero estimamos más nuestra libertad que tu amistad». 388
Otros romanos pondrían estas prioridades en un orden distinto.
A primeros de agosto, Cicerón zarpó rumbo a Atenas para ver a su hijo, pero
los vientos le impidieron continuar la travesía y, por fortuna, pudo regresar a
Roma al recibir mejores noticias. Pues por fin, habían empezado a producirse
en el senado ataques contra la postura descaradamente pro cesariana de
Antonio. Aun así, el principal problema de éste no era esa oposición, sino la
posibilidad de que el verdadero cesariano, Octaviano, le arrebatara el
protagonismo. En vista de que aumentaba la tensión entre ellos, los veteranos
del ejército tuvieron que intervenir de hecho para obligar a los herederos de
César a limar asperezas y a hacer las paces. Cicerón llegó a Roma el 31 de
agosto y se encontró con la hostilidad manifiesta de Antonio: una vez más, se
vio amenazado con la demolición de su mansión de la capital. Pero el viejo
político tenía todavía autoridad, debido a su capacidad oratoria y a su fuerza
moral. A primeros de septiembre dedicó su pluma a la lucha en el senado,
componiendo la primera de sus catorce Filípicas contra el carácter y la
conducta de Antonio. Al hacerlo, no convirtió en su enemigo a un hombre que
era un posible «moderado». Antonio ya había repartido las provincias a su
antojo para reservarse las más importantes para sí mismo y no podía seguir
siendo «moderado» una vez que había empezado a surgir un astro rival,
Octaviano: como si quisiera demostrarlo, el 2 de octubre dijo en una asamblea
pública celebrada en Roma que los Libertadores eran unos conspiradores y
que Cicerón había sido el cabecilla de la conjura. El gran orador seguía
pasando desapercibido ante la opinión pública. A finales de octubre empezó a
escribir Sobre los deberes (De officiis). Se subraya en ellos que el lujo es un
vicio (que empeora con la vejez), que la justicia es la cima de la virtud (es el
sostén de la propiedad privada, no del socialismo) y que Julio César era un
criminal que había merecido la muerte. 389 Gracias a esta obra, la posteridad
ha alabado a Cicerón calificándolo de «cristiano pagano». Pero su autor se
basaba en los textos de los filósofos estoicos griegos. La escribió sólo en el
último intervalo de la verdadera gran actividad de su vida, la política.
En cuanto a Antonio, ante el desafío abierto que recibió de Octaviano en Roma,
acordó el reparto de las provincias para el año siguiente en una sesión
nocturna del senado, por lo demás ilegal (28 de noviembre), y marchó
enseguida a la provincia que se había reservado para él. No cabe duda de que
lo que pretendía era esperar y ver qué pasaba. Pero se estaban uniendo varias
fuerzas contra él: Octaviano y Décimo Bruto, el mismo individuo al que había
intentado arrebatar la provincia del norte de Italia (Galia Cisalpina). En vista de
aquellos aliados, Cicerón abandonó el perfil bajo que había mantenido hasta
entonces y preparó su denuncia de la «tiranía» de Antonio. El 20 de diciembre,
en ausencia de éste, lo acusó ante el senado en un discurso que él mismo
consideró la revitalización de una curia abatida y la primera esperanza de
recuperar su libertad que se ofrecía al pueblo romano. 390 Tenía ante sí un
público deseoso de aprobar el «último decreto», pero reacio todavía a dar el
paso definitivo. Discurso tras discurso, la invectiva de Cicerón fue en aumento,
pintando a Antonio como un personaje absolutamente desenfrenado cuya casa
estaba llena de prostitutos y cortesanas, y cuya esposa, Fulvia, «vendía»
propiedades públicas en sus estancias privadas. Tras unos cuantos días más
de debate, se declaró por fin el estado de «tumulto» público y en febrero de 43
se consiguió mandar tropas contra Antonio al norte de Italia.
Sin embargo, el llamamiento de Cicerón en pro de la «República» había
comportado irónicamente la elección de un curioso aliado: Octaviarlo, el
«nuevo César». En noviembre, este joven tenía ya un ejército privado ilegal y
marchó con sus tropas sobre Roma. En una asamblea pública había hecho un
gesto ominoso con la mano derecha señalando a la estatua erigida
recientemente en honor de su padre adoptivo y había rogado que sus acciones
fueran dignas de Julio César. Sin embargo, sus tropas no estaban todavía
dispuestas a combatir contra otros veteranos de César. «En el momento
presente ese muchacho le da a Antonio una bonita paliza», decía por entonces
Cicerón, pero añadía: «¡ [Ojalá] en manera alguna [me llegue] la salvación por
obra de tal individuo!». 391 Así pues, no se engañaba del todo, pero en el mes
de enero hablaba como si esa salvación y la República entera dependieran del
apoyo de Octaviano. Su esperanza, a veces demasiado optimista, era lograr la
división de los partidarios de César enfrentando al joven heredero de éste con
Antonio, su colega en el consulado. Realmente en este sentido podían
explotarse algunas diferencias de opinión existentes incluso entre los
admiradores más leales de César, pero semejante estrategia dependía de que
a la larga pudiera prescindirse de Octaviano. El 3 de enero de 43 no sólo
Cicerón, sino el senado entero de Roma votó a favor de conceder un escaño
en la curia a Octaviano, el joven advenedizo. Le asignaron además los poderes
y las distinciones de un pretor y el derecho a ocupar el consulado en el plazo
apenas de diez años. Estaban alimentando una cría de víbora, pero Cicerón les
prometía que aquel joven «César» «siempre será un ciudadano tal cual es hoy
y cual ardientemente debemos querer y desear que sea». 392
En febrero de 43 daba la impresión de que los acontecimientos cambiaban de
rumbo y favorecían a los Libertadores. Bruto y Casio habían ido a Grecia y a
Oriente y estaban haciéndose fuertes con el apoyo de sus legiones. Antonio
seguía intentando reclamar su gobierno de la Cisalpina, pero estaba atrapado
en Módena asediando al hombre (Décimo Bruto) cuyo nombramiento al mando
de la provincia había revocado. En noviembre de 44 Cicerón se había sentido
muy abatido, había pensado en huir y se había limitado a escribir un libro,
Sobre la amistad. El tema no podía ser más adecuado para aquellos
momentos. Ahora, en cambio, veía sólo lo que quería ver, y afirmaba contar
con el «consentimiento universal» y un apoyo sincero para sus planes, tanto en
Italia como entre la plebe. Octaviano era el «egregio joven» que «se ha
dedicado a la República para fortalecerla, no para acabar con ella». 393 A él lo
llamaba incluso «padre». Pero el «consentimiento» que veía Cicerón a su
alrededor probablemente tuviera más que ver con el joven heredero de César
que con su amada República. Sus esperanzas de «libertad» se basaban en un
hombre cuya promoción había sido enormemente irregular, y su realización
requería una guerra con un ex cónsul que contaba con el respaldo de la «ley»
del pueblo, votada en junio. Bien es cierto que había sido votada bajo coacción
y en medio de grandes irregularidades, pero lo mismo había ocurrido con
muchas otras leyes durante los últimos veinte años.
A finales de abril las tropas de Antonio fueron derrotadas cerca de Módena en
una terrible batalla en la que se vieron envueltos los curtidos veteranos de
César en uno y otro bando. El derramamiento de sangre fue tremendo y, a
diferencia de los veteranos de Alejandro Magno, los de César nunca más se
prestarían a enfrentarse unos a otros. Las tropas que le quedaban a Antonio se
dirigieron entonces al norte, a las provincias de Occidente en las que su
general esperaba encontrar apoyo. En aquellos momentos, Cicerón se
mostraba implacablemente contrario a la «clemencia» o al perdón. En unas
cartas valiosísimas podemos observar cómo los gobernadores de las
provincias por las que había de pasar Antonio y los generales que lo
perseguían aseguraban a Cicerón su apoyo a la República y a la «libertad».
Pero cuando se vieron en el trance de elegir, esos mismos gobernadores
vacilaron, mintieron y acabaron haciendo tratos con Antonio, el «enemigo». La
causa de la «liberación» se tambaleaba y Octaviano seguía siendo un
personaje poco definido. A comienzos de junio Cicerón se quejaba de que el
senado ya no era su «instrumento» y de que la libertad y la República estaban
siendo traicionadas. 394 Cuánta razón tenía. En Módena, los dos cónsules de
aquel año habían sido asesinados, y en agosto Octaviano dio media vuelta con
sus tropas y marchó sobre Roma por segunda vez. Obligó al senado a
nombrarlo cónsul en lugar de los fallecidos. Ni siquiera tenía veinte años.
La madeja de los acontecimientos de aquel complejo verano fue
desenredándose y quedó claro que las tropas de Octaviano no volverían a
enfrentarse a las de Antonio, por mucho que se lo pidieran: la sangre que
habían vertido cerca de Módena había sido más que suficiente para ellos. En
Oriente, mientras tanto, Bruto y Casio reclutaban enormes ejércitos de
«liberación» saqueando las provincias y cobrando tributos: el senado propuso
que su poder fuera «mayor» que el de los demás gobernadores de Oriente. La
respuesta evidente de los cesarianos fue unirse y enfrentarse juntos a sus
mutuos enemigos. El 27 de noviembre, cerca de Bolonia, se acordó la
formación de otro trío, el «triunvirato» romano, cuyo cometido una vez más era
el «restablecimiento de la República». Antonio y el nuevo «César» incluyeron
en él al noble Lépido, ya casi un anciano, como figura decorativa, y acordaron
prolongar sus poderes por cinco años. Pasado este tiempo, en principio,
podrían renovar su mandato.
Algunos teóricos modernos han interpretado que esos poderes eran los
poderes legales propios de unos cónsules, activos en Roma y en Italia,
combinados con los poderes legales de un procónsul en las provincias. A pesar
de haber sido aprobados por una «ley», no pueden ser analizados de un modo
tan formal. El senado y las asambleas del pueblo seguirían reuniéndose
mientras estuvo en vigor este nuevo ordenamiento, en Roma continuarían
celebrándose elecciones a las diversas magistraturas, pero en adelante los tres
triunviros podrían sancionar o derogar leyes, dictar sentencias personales sin
apelación y nombrar a los gobernadores de todas las provincias y a los
cónsules de los años venideros. No tardaron en demostrar su carácter
paralegal y excepcional mediante la confección de listas o «proscripciones» de
gran número de senadores y caballeros romanos (acaso unos 300 y 2.000,
respectivamente) que debían ser ejecutados. Sila había sentado el precedente
de esta medida, pero los triunviros la resucitaron con el fin de proteger su
dominio sobre Italia mientras se disponían a marchar sobre Oriente en
persecución de los Libertadores. Como es natural, esta espantosa medida de
terror fue el tema de muchos libros escritos posteriormente. Algunos de ellos tal
vez «llegaran casi a compensar la falta de prosa de ficción entre los
romanos», 395 pero en realidad también se produjeron muertes y
confiscaciones de bienes en diversas ciudades de Italia. No fue una guerra de
clases, de pobres contra ricos, pero dio rienda suelta a los viejos odios y las
nuevas ambiciones alimentadas en el seno de las clases altas. En ese sentido,
se trató de una revolución; en otro, contribuyó a que se produjera una
revolución porque los vencedores, y éste es un detalle muy importante, no
fueron exactamente individuos entregados a la causa de la vieja constitución
romana. No habían asumido el poder en nombre de ningún sistema ni de
ninguna ideología nueva, pero cuando surgiera alguna, la apoyarían para
aferrarse a las ganancias que habían obtenido.
Muchos de los incluidos en las «proscripciones» de los triunviros se refugiaron
junto a un cuarto figurón, bastante curioso, al margen de la «banda de los
tres»: Sexto Pompeyo, hijo ni más ni menos que de Pompeyo el Grande. La
historia de los siete años siguientes ha sido escrita con frecuencia en torno
únicamente a la pareja dominante del triunvirato, Antonio y Octaviano. Pero
este cuarto personaje tuvo una importancia extraordinaria, y no debemos
despreciarlo tachándolo de «pirata» aventurero. Al igual que Octaviano, era el
hijo menor de un gran hombre. Al igual que Octaviano, pronto se presentaría
como el hijo de un dios. En 45 a.C. había sobrevivido en España a la muerte de
su hermano y a las victorias de César, y a mediados de 44 ya estaba
negociando el reconocimiento de sus méritos. Organizó una flota en el Levante
español y a finales de abril de 43 ya había sido reconocido como «prefecto de
la armada y de la costa por un decreto del senado». 396 Se trasladó a Sicilia,
aumentó su poderío naval y se convirtió en refugio de muchos terratenientes
italianos y esclavos fugitivos, víctimas de las proscripciones paralegales. Sicilia
y Cerdeña formaban parte del «territorio» de Octaviano, pero Sexto no tardaría
en apoderarse de ambas islas. En aquellos momentos constituía una
interesante alternativa al nuevo joven «César», además de controlar una flota
mucho mayor que la de cualquiera de los triunviros. Curiosamente, la rivalidad
entre Pompeyo y César estaba a punto de repetirse en esta guerra entre sus
hijos. En Roma, Antonio ocupaba ahora la mansión del gran Pompeyo, pero el
«piadoso» hijo de éste, Sexto, deseaba con razón que le fuera devuelta.
Al principio, las proscripciones siguieron su curso. Entre los nombres de los
proscritos estaba naturalmente el de Cicerón. Aunque Octaviano tuviera buena
disposición hacia él, el viejo orador y político había insultado y provocado
demasiado a Antonio. En marzo de 43 había ridiculizado línea a línea una carta
bastante torpe de Antonio en una sarcástica Filípica, la decimotercera, que se
ha convertido en el mejor recuerdo oral de Antonio que poseemos. Siempre tan
ingenioso, se dice que había comentado que al «muchacho», Octaviano, su
«aliado», había que «colmarlo de elogios, cubrirle de honores, y quitarlo de en
medio». 397 El comentario llegó a oídos de Octaviano.
Humano hasta el final, Cicerón sentía su alma desgarrada entre la necesidad
de huir y el deseo de pasar por Roma una última vez. Cuando estaba a unos
veinticinco kilómetros de la capital, en una casa de su propiedad en la costa,
unos soldados le dieron alcance. Los condujo hasta allí un liberto de su
hermano, un individuo al que en otro tiempo el propio Cicerón había educado e
instruido en la mejor literatura. Desgreñado, pero sereno, el viejo político
asomó la cabeza desde el interior de su litera y un centurión le asestó el golpe
fatal. Le cortaron la cabeza y la mano derecha (quizá también la izquierda) y se
las llevaron a Antonio a Roma. Una vez allí, fueron depositadas en el regazo de
Fulvia, la esposa de sus dos grandes enemigos, primero de Clodio y luego de
Antonio. Se cuenta que Fulvia le arrancó la lengua y la pinchó repetidamente
con una horquilla que se sacó del pelo. 398 Tras esta venganza de mujer, la
cabeza y las manos fueron expuestas en el Foro, a modo de trofeo, colgadas
de los Rostra, la tribuna desde la que Cicerón había pronunciado discursos tan
memorables. Aquellos despojos eran un símbolo espantoso de la pérdida de la
«libertad».

Quinta parte DE LA REPÚBLICA AL IMPERIO

Sigue siendo una moda condenar y deplorar la última etapa de la


República Romana. Fue una época de turbulencias, corrupción e
inmoralidad. Y algunos hablan incluso de decadencia. Por el contrario,
fue un período de libertad, vitalidad e innovación ... La vida romana
estaba a punto de sentir plenamente los efectos liberadores del imperio y
de la prosperidad. Tras las guerras púnicas el culto y el ritual decayeron,
y la ley se separó de la religión ... En otro ámbito de cosas el sentido
común o los sofismas vinieron a disminuir o a evitar el «antiguo rigor», la
«severidad de los antiguos».
El fraude político y el romanticismo augusto conspiraron para embellecer
el venerable pasado, con infelices consecuencias para los estudios
históricos futuros.
RONALD SYME, Sallust (1964), 16-17

El acto de política creativa que constituyó el legado más perdurable que


dejó Augusto a Roma fue el establecimiento de una ideología de poder,
paralela al cuidadoso tradicionalismo de buena parte de lo que se ha
venido diciendo hasta ahora, sorprendente —porque ya comienza a
manifestarse en los primeros tiempos del reinado de Augusto— y
polifacética, de modo que su descripción, por sumaria que sea, implica la
consideración de diversos fenómenos, de los cuales el «culto imperial»
no es más que uno. La glorificación de la figura del gobernante, la
publicidad de su papel, la proclamación de sus virtudes, el boato con el
que se revisten sus hazañas, los recuerdos visuales de su existencia y la
creación de una corte y una dinastía, son, por excelencia, los elementos
que hicieron que el año 14 d.C. fuera distinto del 30 a.C.... La obra
llamada Diálogo, atribuida a Tácito, contiene, en labios de un autor de la
«oposición», una expresión bien conocida de la opinión de que el fin de
la fase creativa de la elocuencia, al menos la romana, se debió
directamente a la pérdida de la libertad. Ésa no era la única opinión
existente entonces, ni tiene por qué serlo ahora...
J. A. CROOK, The Cambridge Ancient History, volumen X (1996,2.a ed.),
133 y 144

Capítulo 39 - MARCO ANTONIO Y CLEOPATRA

Dicen los que presenciaron este espectáculo haber sido el más


miserable y lastimoso, porque lo subían del modo que referimos [por la
ventana de la tumba de Cleopatra], bañado en sangre, moribundo,
tendiendo las manos y teniendo en ella clavados los ojos. Porque la obra
no fue tampoco fácil para unas pobres mujeres, sino que Cleopatra
misma, alargando las manos y descolgando demasiado el cuerpo, con
dificultad pudo tomar el cordel, animándola y ayudándola los que se
hallaban abajo. Luego que lo hubo recogido de esta manera y que lo
puso en el lecho, rasgó sobre él sus vestiduras, se hirió y arañó el pecho
con las manos, y manchándose el rostro con su sangre, le llamaba su
señor, su marido y su emperador...
PLUTARCO, Vida de Antonio 77.3-5

Tras el asesinato de Cicerón, la injusticia siguió contraponiéndose a la libertad,


y el «lujo» continuó utilizándose como argumento para atacar a los rivales
políticos. Fueron doce años memorables, en los que los hombres más
importantes entraron en conflicto, Marco Antonio contra el joven Octaviano, y
en los que algunas mujeres hallaron su lugar en la historia, como, por ejemplo,
la segunda esposa de Antonio, Octavia, y, una vez más, la reina Cleopatra de
Egipto. Otros personajes menos relevantes también tuvieron de forma
repentina una oportunidad memorable en el escenario del poder, como Turia,
una mujer que o tuvo hijos a la que conocemos gracias a la inscripción que
mandó realizar su marido en su honor. Turia se había arrastrado llorando ante
los triunviros para salvar la vida de su esposo; incluso llegó a proponer a su
cónyuge que tuviera un hijo con otra mujer al que luego criaría como suyo
propio (pero él rechazó la oferta). 399 En el círculo de Octaviano encontramos a
«nuevos hombres» leales de brillante futuro: el refinado Mecenas, que fue el
vínculo de Octaviano con los grandes poetas de la época, y el célebre Agripa,
cuya habilidad fue la llave del éxito de tantas empresas militares de Octaviano.
En Oriente, encontramos en primer lugar a Herodes el Grande, el futuro
«tirano» del relato de la Natividad. Fue impuesto como rey de los judíos por
intervención de Marco Antonio.
Pero aquellos años de guerra y crímenes fueron también un período muy fértil
para la literatura romana. En efecto, en medio de cierto grado de anarquía
pueden darse perfectamente grandes manifestaciones artísticas. Una de las
razones fue que, entre tanta agitación social, aparecieron nuevos patronos que
ayudaron a los jóvenes autores a romper con la vieja crítica y los cánones
establecidos por el gusto erudito. 400 Los más grandes poetas latinos, Virgilio y
Horacio, empezaron por aquel entonces su carrera, al igual que Propercio, el
famoso autor de elegías: ninguno de ellos había nacido en Roma, aunque eran
italianos. También hubo elocuentes perdedores, al igual que los había habido
en la época de los poetas aristocráticos griegos. Uno de ellos, el historiador
Salustio, desarrolló temas como el lujo y la libertad para explicar los cambios
políticos. Antiguo acólito de César, Salustio se había visto obligado a
abandonar la vida pública, y se dedicó a escribir un ácido relato de la crisis de
la República, que hacía remontar a Sila y luego a la codicia y la ambición de los
«nobles». Considerado un seguidor de Tucídides, no tenía, sin embargo, la
profundidad intelectual de este último. Pero su historia se convertiría en manual
de referencia de un gran talento, Tácito, y, siglos más tarde, de San Agustín y
de la visión que éste tenía del ansia de poder en la historia romana, como
queda de manifiesto en su obra La ciudad de Dios.
Por aquel entonces el «cambio decisivo» que resultaba evidente era de
carácter político, no literario. En noviembre de 42 Antonio y Octaviano se
dirigieron a Oriente, y en Filipos derrotaron en dos batallas a un enorme ejército
de proporciones similares al suyo capitaneado por Bruto y Casio. Los dos
libertadores, los asesinos de César, perdieron la vida. Fue a Marco Antonio a
quien le fue atribuido el mérito militar, pues incluso los amigos más íntimos de
Octaviano tuvieron que reconocer que éste se había escondido en los
pantanos. Octaviano no era militar por naturaleza, y posteriormente afirmaría
que se había mantenido al margen de la batalla, primero porque había tenido
un sueño premonitorio, y luego porque había sufrido una enfermedad. En
aquellos momentos, Antonio, como figura dominante, siguió siendo el máximo
responsable de la Galia y de Oriente. Octaviano volvió a sus responsabilidades,
mucho menos importantes, sobre todo en Italia, donde tuvo que enfrentarse a
la flota de Sexto Pompeyo frente a las costas de Sicilia, y a la delicadísima
tarea de supervisar las expropiaciones de tierras en cerca de veinte ciudades
italianas. Dichas expropiaciones comportaban la expulsión de gentes humildes
de sus tierras para establecer en su lugar al número cada vez mayor de
veteranos de César. Las promesas hechas a esos soldados ya se habían
multiplicado, incluso las que preveían pagos en metálico, razón por la cual
seguían combatiendo tantísimos hombres. En Filipos, el ejército de los
triunviros dispuso de un número de soldados igual al que pudo llegar a tener
Alejandro Magno en su momento de máximo esplendor: en concepto de
atrasos y premios ya estaba prometida la inasequible suma de ciento cincuenta
mil talentos.
Después de Filipos, las imágenes personales de sus protagonistas empezaron
a desarrollarse de manera muy distinta. Octaviano seguía siendo un joven de
veintipocos años; las efigies que aparecen en sus monedas expresan juventud
y dignidad, mientras que su divinidad protectora no era otra que Apolo, dios de
la contención moral y de la dignidad, de las artes y la profecía. Su mejor baza
era que había sido adoptado por César. Le sacó el máximo provecho, llevando
a cabo una serie de cambios de nombre. Primero se hizo llamar también
«César»; más tarde, «César, hijo del divino» (divi filius) 401 Reclamó además la
protección de Venus, la diosa ancestral de la familia Julia. Su «padre» Julio
César había favorecido particularmente la ciudad asiática de Afrodisias, cuyas
autoridades se habían presentado como naturales de la ciudad especial de
Venus, antepasada divina de César. La ciudad había sido maltratada bajo el
dominio de los libertadores en 43-42, pero más tarde, en 39 a.C. el nuevo
«César» escribió un mensaje para manifestar que iba a mantenerla «libre» y la
iba a considerar su ciudad en Asia. Este documento ha sido descubierto
recientemente en Afrodisias, y pone de relieve que, en cuestiones tan
personales, el reparto de Oriente y Occidente que había hecho con Antonio no
era inamovible. 402
Antonio, en cambio, asumió un papel mucho más brillante. Tras la victoria de
Filipos, fue a pasar el invierno de 42-41 a Atenas, donde se ganó a los griegos
con su participación en debates intelectuales, su fácil accesibilidad y su
preferencia por ser llamado «amigo de los atenienses», en lugar de
simplemente «amigo de los griegos». 403 Al igual que Julio César, tuvo duras
palabras para la vecina ciudad de Mégara, una manera segura, desde la época
de Pericles, de ganarse el afecto de los ciudadanos de Atenas. La primavera
siguiente (41 a.C.) cruzó a Asia, donde, como otros romanos poderosos antes
que él, fue recibido como un dios.
En 41 Antonio seguía siendo también el máximo responsable de la Galia, de
modo que el Oriente griego representaba para él sólo una región de
importancia como otra cualquiera. En Efeso, sin embargo, los griegos no
tardaron en aclamarlo como un «nuevo Dioniso». Se hizo con un círculo de
acólitos griegos; tal vez se llevaran a cabo realmente en torno a su persona
procesiones de hombres vestidos de Pan y de sátiros y de mujeres disfrazadas
de salvajes bacantes; a ojos de los griegos, Antonio era tan poderoso como los
numerosos reyes en cuyo honor se habían llevado a cabo anteriormente ese
tipo de espectáculos. Pero había una voluntad recíproca en el propio Antonio.
Había realizado su viaje a Oriente acompañado de una famosa cortesana,
Volumnia. En la década anterior había visto cómo su oficial superior, Gabinio,
se había acostumbrado al «lujo» y a los modos de vida libres de Oriente. Como
había demostrado en su discurso fúnebre por César, también poseía un fuerte
sentido de lo teatral, que era lo que precisamente sus nuevos amigos griegos
(entre los que había actores y mimos) más apreciaban en un rey helenístico.
Pero Antonio también tenía un importante cometido, a saber, conseguir más
dinero todavía y nombrar a nuevos reyezuelos clientes de Roma en las
regiones adyacentes de Asia Menor. Los libertadores habían complicado estas
dos labores tras expoliar las ciudades griegas y favorecer a unos aliados en los
que ya no era posible confiar. Antonio tenía buen ojo para saber quién podía
ser un rey cliente, y tanto entonces como sobre todo en 37-36, los principales
individuos a los que nombró reyes, empezando por Herodes, demostrarían su
eficacia y continuidad. Si quería recurrir a sus nuevos reyezuelos y facilitar
suavizar la exacción del dinero necesario (el tributo de nueve años, pagado en
dos), resultaba de gran utilidad acostumbrarse a los honores y los cumplidos de
los griegos. Contribuían a que ambas partes suavizaran los aspectos más
duros del poder.
Antonio también tuvo buen ojo para encontrar una reina cliente. Ya en verano
de 41 había mantenido una relación con una posible candidata, la reina Gláfira,
de cuya unión había nacido un niño. Más tarde, en otoño de 41, conoció a otra
soberana, en esta ocasión mucho más importante: Cleopatra, reina de Egipto,
que por aquel entonces tenía veintiocho años, frente a los cuarenta y dos de
Antonio, y que seguía siendo una figura determinante en el equilibrio
económico y de poder de Oriente. También había una cosa más: en 47 a.C.
había tenido un hijo, Cesarión, cuya paternidad, desde que abandonara Roma
en 44, atribuía insistentemente a Julio César. La verdad era menos importante
que el hecho de que así lo afirmaba y de que nadie podía demostrar que se
tratara de una falsedad.

Cuando Antonio la hizo venir hasta Tarso, Cleopatra se presentó como


correspondía a una reina oriental, a bordo de una galera con popa de oro,
sentada bajo un dosel también de oro, con rosas —según se dijo— formando
una espesa alfombra a sus pies. 404 Parecía Afrodita, y sus doncellas Cupidos:
los magníficos versos de Shakespeare que describen la ocasión están basados
en el antiguo relato de Plutarco, perfectamente documentado. Pero, una vez
más, un general romano. fue incapaz de resistirse a Cleopatra. La reina egipcia
y Antonio intercambiaron invitaciones y visitas en sus respectivas naves,
hicieron el amor y regresaron a Alejandría para pasar el invierno. Más tarde se
contaría que cuando Antonio desafió a Cleopatra diciéndole que ella no podía
tomar una cena que costara millones de sestercios, la reina cogió una perla
enorme y la disolvió en una copa de vinagre. Se dice que bebió el contenido del
cáliz y que ganó la apuesta, dejando una anécdota que, siglos más tarde,
inspiraría los espléndidos frescos pintados por Tiépolo en el Palazzo Labia de
Venecia. Octaviano, mientras tanto, estaba empantanado en Italia en el sitio de
Perusia (la actual Perugia), y escribía burdos versos acerca de la alternativa
que se le planteaba entre «tirarse» a la celosa Fulvia (la esposa de Antonio) o
hacer la guerra en vez del amor. 405
En Egipto Antonio, como «nuevo Dioniso», se encontró con una oportunidad
imprevista. Dioniso era el dios al que los reyes, los Ptolomeos, honraban como
su antepasado; también era el consorte de la diosa Isis, que a veces era
identificada con las reinas de esta dinastía. Por otra parte, en Alejandría el arte
consistía en que los mortales mezclaran la vida más elegante con la más
vulgar. Antonio y Cleopatra sobresalieron en ese aspecto. Fundaron una
exótica confraternidad, y la llamaron la de la inimitable vida: se ha encontrado
incluso una inscripción para el pedestal de una estatua en la que un griego, que
se hace llamar «Parásitos» (el «parásito»), honra a Antonio como divinidad (en
34 a.C.) y como «Inimitable en el Sexo». 406 La música, la interpretación
artística y el mundo de modelos mitológicos situaban sus fiestas y jolgorios muy
lejos de lo que actualmente es un revolcón en el mundo de las drogas y el
libertinaje. Por la noche, ataviados con ropas sencillas, Marco Antonio y
Cleopatra probablemente pasearan por las calles de Alejandría, mezclándose
con las gentes de la ciudad a las que siempre les había gustado intercambiar
algún comentario ocurrente con sus reyes. Bebían, jugaban a los dados y
cazaban. Antonio no se pasaba los días viviendo como el estereotipo de
hombre decadente inmerso en el «lujo», aunque los más críticos le colgaran
esta etiqueta. Los príncipes del mundo helenístico eran amados por sus
ostentaciones de lujo, y buen ejemplo de ello habían seguido varios Ptolomeos,
sobre todo Ptolomeo IV y el padre de la propia Cleopatra. Antonio tenía una
extravagante vena teatral, combinada con esa tosquedad práctica propia de un
soldado curtido. Le divertían las refinadas atenciones que le dispensaban, pero
luego respondía con su estilo bullanguero. Sus modelos eran dramáticos y
teatrales, y se apoyaban en el mito y la poesía que había rodeado a los
Diádocos sucesores de Alejandro. En la primavera, Cleopatra evidenciaba su
avanzado estado de gestación, y a su debido tiempo daría a luz a unos
gemelos, un niño y una niña.
La pareja obtuvo, además, otras ventajas. Antonio necesitaba la lealtad de
Egipto, sus incalculables riquezas y su cooperación en los ataques en oriente
contra los territorios de Partía, que probablemente ya estaba planeando.
Cleopatra quería reforzar su posición frente a su hermana y a los numerosos
enemigos que tenía en Egipto; amablemente, Antonio fue a por todos ellos.
Pero las buenas razones ya no eran más que una parte del relato. Durante el
invierno de 41-40, los partos fueron los primeros en atacar, invadiendo Siria. Si
Antonio hubiera estado alerta en Antioquía, ¿habrían llegado realmente tan
lejos los partos? Mientras tanto, en Italia, el hermano de Antonio, Lucio, y su fiel
esposa, Fulvia, habían aprovechado el descontento provocado por las
proscripciones y el asentamiento de los soldados veteranos: habían declarado
la guerra a Octaviano en nombre de la «libertad». También habían encontrado
a un aliado natural en la persona de Sexto Pompeyo, el hijo de Pompeyo.
Sexto podía utilizar su supremacía naval para bloquear el suministro de grano a
Italia y provocar que el pueblo de Roma se replanteara su postura a favor de la
causa de Octaviano «César». ¿Estaba realmente tan aislado Antonio en Egipto
a causa del invierno como para no poder haber instado a sus amigos en
occidente a aprovechar la ocasión, ayudar a su familia y multiplicar los graves
problemas de Octaviano, que se veía obligado a librar encarnizadas batallas en
las proximidades de Perusia? Al parecer, todas las oportunidades fueron
perdiéndose una a una, mientras Antonio seguía teniendo la cabeza en
Alejandría y en sus juegos de pasión.
Cuando Antonio por fin regresó a Occidente, a partir de febrero de 40, la causa
de la «libertad» y la «República» tomó un nuevo giro: sus partidarios se
adhirieron a la causa de Antonio. Cicerón se habría retorcido en su tumba. El
valiente Sexto Pompeyo buscaba también el apoyo de Antonio, y el golpe
conjunto contra Octaviano en Italia podría haberse visto coronado por el éxito.
Pero una vez más, los soldados veteranos de los dos líderes se negaron a
combatir unos contra otros: todavía recordaban cuan terrible había sido su
último enfrentamiento en Módena tres años antes. En otoño de 40, en Bríndisi,
Octaviano y Antonio se encontraron para llegar a un acuerdo. Octaviano aceptó
casarse con Escribonia, hermana de un importante senador que era a su vez
suegro de Sexto Pompeyo. La nueva esposa en cuestión era mayor que él y ya
había estado casada dos veces, pero con la boda es evidente que intentaba
ganarse al hermano de Escribonia, por entonces en el bando de Sexto, y
perjudicar así al joven Pompeyo, que se había convertido en uno de los
principales protagonistas del juego. Desde el verano de 40, Antonio había
sufrido un quebranto importantísimo al perder el control de la Galia; ahora
estaba concentrado en Oriente, y su parte del pacto consistía simplemente en
casarse con la elegante hermana de Octaviano, Octavia (Fulvia, su esposa, ya
había muerto). Pero no se llegó a ningún acuerdo respecto a Cleopatra y los
gemelos.
Tras el pacto los dos rivales se dirigieron a Roma donde fueron recibidos en
medio de un gran escepticismo. Sexto había perjudjcado notablemente las
importaciones de grano de la ciudad. ¿Habría comenzado a pensar el pueblo
que el hijo de Pompeyo era tal vez una apuesta mucho más segura y fiable que
el heredero de Julio César? Tanto Octaviano como Antonio tuvieron problemas
con sus propios oficiales, y en 39 a.C. llegaron a la conclusión de que tenían
que alcanzar un acuerdo con Sexto en el sur. Por aquel entonces, Sexto se
hacía llamar «hijo de Neptuno», dios de los mares, en una clara alusión a su
propio poder marítimo y a las grandes victorias obtenidas sobre los piratas por
su padre, Pompeyo. A finales del verano de 39, los tres se encontraron por fin
en el cabo de Miseno. A Sexto se le ofreció Sicilia y otros territorios, y se le
prometió un consulado con años de antelación; los esclavos que tenía en su
poder habrían de ser liberados, y sus veteranos podrían ser debidamente
recompensados. Estas proposiciones habrían hecho mucho más difícil que
Sexto conservara a esos hombres a su lado. Se cuenta que, cuando Antonio y
Octaviano acudieron a una cena a bordo de la nave de Sexto, el capitán
«pirata» de éste lo instó a cortar la cuerda para que sus dos rivales quedaran a
su merced, de modo que él, Sexto, pudiera convertirse en el dueño del
mundo. 407 El heredero de Pompeyo era más escrupuloso que el de César, y no
le hizo caso. En Roma, mientras tanto, Antonio seguía siendo el propietario de
la residencia del gran Pompeyo.
Un pacto no podía solucionar lo que ahora era un incómodo triángulo; hacia
finales de 39, Octaviano se sintió lo bastante seguro como para recomponerlo y
se divorció de Escribonia. Según se cuenta, se enamoró de Livia, la esposa de
un senador noble que había buscado amparo en Sexto para escapar de las
recientes proscripciones. En enero de 38 la desposó, y seguiría con ella
durante más de cincuenta años de estéril matrimonio. En el momento de su
boda, Livia estaba embarazada de su primer marido, pero para Octaviano su
encanto residía en otra cosa: era la nieta del gran Livio Druso que tan
importante había sido para la causa de los italianos muchos años antes, en 91
a.C. Es indudable que la imagen de Octaviano en la península necesitaba
mejorar.
En cuanto a Antonio, los combates de Sexto y Octaviano frente a las costas de
Italia le vinieron como anillo al dedo. Abandonó Roma en octubre de 39 (no
volvería nunca más a la ciudad) y se dirigió a oriente, concretamente a Atenas,
desde donde podía controlar la guerra iniciada contra los partos. Las cosas
seguían yéndole bien por allí. En 39 y 38 Ventidio, su hábil general, obtuvo dos
grandes victorias sobre los partos en Oriente Próximo. En Atenas, mientras
tanto, el pueblo lo aclamaba como el «nuevo Dioniso» y nombraba con afecto
«divina Benefactora» a su esposa Octavia. Octaviano, por su parte, se volvía
contra Sexto, con la esperanza de eliminarlo, pero fracasaba. En 37 el camino
a seguir era obvio: Antonio debía permanecer en Oriente, atacar a los partos
del modo más directo posible y aprovechar las disputas que habían dividido a
la familia real de este pueblo. Octaviano, en cambio, se vería obligado a
continuar la guerra civil contra Sexto Pompeyo frente a las costas de Italia. Los
triunfos obtenidos en Oriente eclipsarían la estrella del nuevo «César», pues
Partia había sido el último objetivo conocido de Julio César. En 33, cuando se
produjera la siguiente ruptura de los poderes quinquenales de los triunviros,
Antonio podría regresar a Roma como el conquistador de mayor gloria, cargado
con el riquísimo botín de Oriente.
Pese a haber perdido el control de la Galia, Antonio seguía siendo el más
fuerte de los dos rivales. Sin embargo, su infantería no era lo bastante
numerosa para garantizar la conquista de Partia, por lo que tuvo que realizar
nuevos reclutamientos en Italia con el fin de maximizar sus posibilidades. En
verano de 37 llegó al sur de Italia con una poderosa flota de trescientas naves,
una ventaja que Octaviano habría querido para sí en sus enfrentamientos con
Sexto. Tras amenazar con entrar en liza, Antonio se vio obligado a negociar, y
en Tarento los dos rivales llegaron a un nuevo acuerdo: Antonio pondría varios
barcos a disposición de Octaviano para que éste pudiera poner fin a la guerra
contra Sexto, y Octaviano le proporcionaría hombres para luchar contra Partia.
Sería el último pacto sellado entre los dos, pero el resultado del mismo no iba a
ser el esperado por Antonio. Ambos líderes tenían por objetivo una guerra, pero
si bien Antonio entregó los barcos a Octaviano, no recibió de éste la mayor
parte de los soldados prometidos. Había habido también una dimensión
femenina en todo aquello: Octavia había contribuido al pacto, mediando entre
su esposo y su hermano. En sólo tres años de matrimonio, ya había dado a
Antonio dos hijas sanas (tal vez una tercera falleciera a corta edad). Pero ahora
los problemas llegarían también para ella. No iba a marchar a Oriente con su
sposo: estaban las niñas, el hecho de que quizá estuviera nuevamente
embarazada y todos los peligros de aquel lejano destino, aunque no tardaría en
haber una cosa más. En el invierno de 37-36 Antonio había regresado a
Antioquía con el fin de prepararse para la guerra contra los partos, y con él
había ido Cleopatra, su «plato egipcio». Probablemente la soberana egipcia no
recibiera todo el territorio que anhelaba, pero sí un buen pedazo. Y también
volvía a estar embarazada de Antonio.
Al igual que la campaña contra Partia, también Cleopatra llevaba la impronta de
Julio César. Juntas, una y otra permitirían al «nuevo DÍoniso» contrarrestar la
principal baza de Octaviano, su nombre como nuevo «César»: Cleopatra
también tenía al pequeño Cesarión, hijo,
orno seguían diciendo, del mismísimo Julio César. Antonio dio además a
Cleopatra parte de Fenicia, Siria y Judea, ricos presentes que debían asegurar
la frontera oriental de Egipto: las ciudades fenicias celebraron la nueva era con
un nuevo calendario. Los gemelos de la pareja fueron reconocidos; de hecho,
Octavia había sido repudiada. Consciente de la oportunidad que se le
presentaba y de los peligros que lo amenazaban, Octaviano empezó la guerra
de relaciones públicas más declarada que haya conocido la historia del mundo
antiguo. Desacreditó a Antonio tachándolo de borracho, víctima de una bárbara
reina de Egipto: a su debido tiempo, abriría incluso el testamento de Antonio y
haría correr el rumor de que éste planeaba trasladar la capital a Alejandría y
ser enterrado a orillas del Nilo. La gente más seria de las ciudades de Italia
probablemente llegara a creerse todas esas historias tan impactantes como
estremecedoras. En Roma, la mayoría de los senadores estaban menos
preocupados. Antonio se defendió en un panfleto, «Sobre su propio estado de
ebriedad» (que lamentablemente para nosotros, se ha perdido), y escribió una
carta en términos bien claros, aclarando que Cleopatra no era su esposa, que
Octaviano se acostaba con un montón de mujerzuelas que lo rodeaban
permanentemente, y terminaba diciendo: «¿Importa acaso dónde y con quién
sacias tu deseo?». 408 Decía también que Octaviano tenía a un joven,
probablemente esclavo, de nombre Sarmentó, que hacía las veces de
«delicia», como «los romanos ... llamaban ... a un muchachito de los que
servían de entretenimiento».
El año 36, sin embargo, fue definitivo. Octaviano consiguió derrotar por fin a
Sexto Pompeyo en el mar. El mérito de la batalla naval fue de su general
Agripa, pero el «César» se ganó el fervor popular cuando hizo ejecutar a los
prisioneros en el curso de un espectáculo en Roma. Sexto logró escapar, pero
fue asesinado en Oriente un año después. Por su parte, Octaviano tomó la
protección «inviolable» de un tribuno para su persona y para la de la pobre
Octavia, que podía ser presentada astutamente como la esposa «abandonada»
de Antonio: dedicó el botín de la victoria a la construcción de un gran templo de
Apolo en Roma junto al cual mandaría erigir su propia casa, no lejos de la
supuesta antigua «choza de Rómulo». 409 Antonio, en cambio, tuvo que encubrir
una campaña contra Partia que había ido francamente mal. Tras un cambio de
dirección, había marchado al norte desde Siria, y luego al este por Armenia,
con la idea, al parecer, de derrotar al enemigo en una batalla campal. Sin
embargo, los partos eran un enemigo que se desplazaba sin dificultad, capaz
de retirarse una y otra vez aun a costa de perder un fuerte o una ciudad.
Antonio hacía una guerra como la emprendida en su última campaña junto a
Julio César en la Galia, un escenario totalmente distinto al que ahora se
encontraba. 410 Su ejército era enorme, unos dos tercios mayor que el que
había encabezado Alejandro en Asia Menor, y más de treinta mil de sus
soldados murieron de hambre y frío durante su retirada en el invierno de 36-35.
Antonio se marchó para celebrar una victoria más aparente que real. En 35 se
preparó para volver a invadir Armenia, pero Octaviano lo había puesto
astutamente en un compromiso: le envió un contingente de soldados (tan sólo
dos mil de los que le había prometido en 37) y a su esposa Octavia en calidad
de embajadora. Antonio aceptó los soldados, pero prohibió a Octavia que fuera
a su encuentro: a esas alturas, estaba demasiado unido a Cleopatra. En el
verano de 34 consiguió ocupar de nuevo Armenia, pero los informes que
llegaron a Roma sobre la celebración de esta conquista fueron muy
alarmantes. Tanto él como Cleopatra se habían sentado en tronos de oro en el
gimnasio de Alejandría; había cedido a la soberana más territorios y la había
nombrado «reina de reyes». También había concedido títulos reales a su hijo y
a su hija (llamados el Sol y la Luna), y lo que era peor, había dado a Cesarión,
que ya tenía diecisiete años, el título de «rey de reyes». 411 ¿Qué papel se
reservaba para sí mismo? Dos monedas de la época indican que sus opciones
estaban todavía abiertas. Una, muy famosa, es un denario de plata en el que
aparece Cleopatra con un letrero en latín que reza: «Reina de reyes y de hijos
como reyes»; en el reverso aparece Antonio sin letrero alguno. Sin embargo,
una moneda de oro distinta muestra a Antonio rodeado de títulos en latín
(«general», «triunviro») y a su joven hijo Antilo, fruto de su unión con su esposa
romana, Fulvia, ya fallecida. Desde luego, Antonio había ido muy lejos con
Cleopatra, en mi opinión, movido por el amor y la pasión. Pero no excluía una
alternativa romana, o tal vez una mezcla de opciones romanas y egipcias.
A finales de 33 expiraba el segundo plazo de gobierno quinquenal de los
triunviros. De nuevo en Roma, «César» desempeñaba su segundo consulado y
se ganaba el favor de la plebe gracias a un programa de obras públicas puesto
en marcha por su fiel lugarteniente, Agripa. Se limpiaron las alcantarillas de la
ciudad, durante largo tiempo descuidadas; Agripa llegó a realizar un viaje
simbólico por la principal cloaca de Roma: desarrolló vínculos con las facciones
de las carreras de carros del Circo Máximo, y se hicieron planes para la mejora
del Campo de Marte, un lugar abierto que gozaba de gran popularidad. Sin
embargo, en 32 debían ser elegidos cónsules unos partidarios de Antonio, y
éste habría podido regresar a la ciudad, ser nombrado cónsul para 31, y tal vez
conseguir que se le concediera una gran provincia con el respaldo de un
supuesto triunfo sobre los partos. Octaviano tenía que adelantarse a los
acontecimientos. Tras un mal comienzo en 32, invitó audazmente a «toda
Italia» a que le jurara lealtad. Esta jugada tenía ecos de emergencia militar, en
la que tradicionalmente un líder romano invitaba a los hombres a cerrar filas
para salvar su causa. 412 Acto seguido, se obligó a prestar juramento a las
provincias occidentales, el segundo Principal apoyo de Octaviano «César». A
continuación, Octaviano declaró públicamente la guerra, resucitando un antiguo
rito romano, pero astutamente la guerra fue declarada sólo a Cleopatra. El
mensaje público de Octaviano giraba en torno a los viejos valores romanos, la
firmeza de Italia frente a la corrupción de Egipto y el interés del nuevo «César»
por sus soldados y por la plebe romana; pero Antonio seguía contando con un
número mayor de legiones. Más de trescientos senadores huyeron de Roma
para unirse a él.
Con Cleopatra y la flota egipcia de su parte, Antonio decidió al final tomar
posición en Accio, al noroeste del litoral griego. Sin embargo, no tardaron en
producirse importantes deserciones en su campamento, tal vez cuando los
senadores recién llegados de Roma vieron cómo, en efecto, Cleopatra se
movía a sus anchas por el campamento. Un general de primera categoría
habría podido ganar la guerra, pero, como había demostrado la campaña
contra los partos, Antonio no lo era. Se permitió a la flota de Octaviano cruzar
el Adriático desde Italia sin oposición y luego bloquear a la flota menos
numerosa de Antonio en la bahía situada al norte de la isla de Léucade. El
retraso dio lugar a enfermedades, hambre y deserciones en el bando de
Antonio. La táctica más lógica, y difícil, era que Antonio intentara hacerse a la
mar cruzando la línea enemiga para escapar. Es evidente que Cleopatra fue
alertada (pues no se limitó a desertar), porque la flota entró en acción con las
velas izadas: cuando dio inicio la batalla el 2 de septiembre, la reina y sus
sesenta naves huyeron por un hueco que se abrió en el centro de la línea de
ataque de Octaviano. Antonio siguió rápidamente tras ella. Accio es la última
gran batalla naval de la Antigüedad, y aunque Octaviano salió vencedor (de
hecho, fue de nuevo Agripa quien ganó la empresa para él), apenas se
combatió. Cleopatra y Antonio lograron su objetivo escapando.
En un principio, Antonio fue a refugiarse a Grecia, y Cleopatra a Egipto. Al final
se reunieron en Alejandría, y mientras esperaban a ver cómo iban
desarrollándose los acontecimientos, disolvieron aquella confraternidad que
llamaban de la inimitable vida, e instituyeron otra con el nombre de los que
mueren juntos. Antonio, el nuevo Dioniso, fundó incluso una capilla en honor
del legendario Timón de Atenas, el «agraviado y mal correspondido por sus
amigos». 413 Tras un breve viaje a Italia, Octaviano se dirigió a Egipto, adonde
llegó en el verano de 30 a.C. pero rechazó la propuesta de Antonio de
enfrentarse con él en un duelo. Las deserciones no cesaron y, pese a una
breve intervención de la caballería, el 1 de agosto de 30 Octaviano entraba en
Alejandría. Antonio se infligió una herida casi mortal, y se inició así la escena
de agonía más famosa de toda la historia.
No tardarían en escribirse relatos pormenorizados del episodio por parte de
algunos testigos, entre otros Olimpo, el médico. 414 Es probable que a este
último debamos el relato de la retirada de Cleopatra al interior de su mausoleo,
desde cuya ventana el moribundo Antonio fue izado con la ayuda de una
cuerda por la propia reina y sus esclavas. No sabemos con certeza qué le dijo
el romano a la reina egipcia, pero no cabe la menor duda de que expiró a su
lado. Cuando llegó el nuevo César, lloró sobre el cadáver de su gran rival, que
yacía ante él. Se trataba de una demostración de afecto habitual en este tipo
de ocasiones, al igual que Antonio había llorado sobre el cuerpo de Bruto el
Libertador, senador romano lo mismo que él. El plan de Antonio consistía
lógicamente en detener a Cleopatra para exhibirla en su triunfo en Roma, pero
nueve días después la reina consiguió burlar la vigilancia a la que estaba
sometida. Algunos dijeron que tenía escondido un veneno en una horquilla,
pero Octaviano dio por buena la versión de que había muerto por una
mordedura de serpiente. Ya fueran escondidas en una jarra de agua o en el
interior de una cesta de higos, lo cierto es que llegaron a sus manos dos
áspides. Una de ellas mordió a Cleopatra en un brazo, no en el pecho, y las
esclavas de la reina, Iris y Carmia, murieron a sus pies. El joven Cesarión fue
capturado y asesinado.
Es fácil decir que «ganó el hombre adecuado», el firme Octaviano Yente al
pomposo Antonio. Ni que decir tiene que no los dividía ninguna cuestión de
principios, ninguna idea de mayor libertad ni de mayor justicia. Fue una clara
lucha de poder entre rivales, en la que los romanos respetables mantuvieron
buenas relaciones con ambas partes, individuos como el rico y civilizado Ático,
que conservó la amistad de los dos. Otros simplemente hicieron algo en el
«último minuto» y se cambiaron de bando, como Planeo, o Ahenobarbo, o
Delio, conocido como el «corredor del circo» de las guerras civiles. En Roma,
se; decía que en el Capitolio había un hombre que tenía dos cuervos en su
brazo; a uno de ellos le había enseñado a decir: «Ave, César, General
Victorioso», y al otro: «Ave, Antonio, General Victorioso», según lo exigieran las
circunstancias. 415
Pese a todo, Antonio había tenido sus objetivos y un estilo para hacerlos
realidad. La gran campaña de Oriente había sido un verdadero desastre, pero
el posterior nombramiento de un rey amigo en Armenia sería a largo plazo la
solución romana al problema de Partia. Los otros nombramientos que realizó
en Oriente de «reyes amigos» también darían sus frutos. De haber ganado
Antonio, Roma habría mantenido unos lazos muy especiales con Egipto y
Alejandría. A diferencia de Octaviano, Antonio no tenía que compensar una
mediocridad militar ni uscar la gloria en la conquista de Europa. Se habrían
salvado millares de vidas de bárbaros durante los siguientes cincuenta años,
mientras que habría podido llevarse a cabo una regeneración de las ciudades
asoladas de Grecia. Además, no habrían faltado herederos. Cleopatra ya tenía
dos hijos del triunviro (cuya paternidad, cuando menos, era mucho más factible
que la de Octaviano). En cuanto a los poetas augustos del futuro, no habrían
perdido su voz italiana. Octaviano los patrocinó en la década de 30, pero sin
duda Antonio habría hecho lo mismo. 416 Horacio no habría tenido que verse
obligado entonces a componer una poesía pública moralmente correcta: habría
podido disfrutar más en el séquito mucho menos respetable de Antonio.
Propercio, en cualquier caso, siguió teniendo ahí su punto flaco, 417 y en cuanto
a Virgilio, su obra maestra, las Geórgicas, ya estaba terminada. Sin duda
Dioniso habría resultado mucho más atractivo para él que el siguiente héroe
sobre el que se vio obligado a escribir, el retraído Eneas. A través del genio de
Virgilio, Baco habría florecido poéticamente en Roma. Pero el más beneficiado
habría sido Ovidio. El ingenio y el pulido distanciamiento de su poesía habrían
encontrado un verdadero punto de referencia en la extravagante pareja de
Roma, Antonio y Cleopatra, los cuales habrían hecho realidad los temas
amorosos y mitológicos del poeta, armonizando la vida y la obra del autor. Pero
los miembros del orden senatorial tenían sus valores «morales» y su amada
«libertad», no reinas orientales: éstas habrían sido sus primeras víctimas.

Capítulo 40 - CÓMO SE HACE UN EMPERADOR


Por las hazañas realizadas, ya por mí ya por mis legados bajo mis
auspicios, con fortuna, el senado decretó en cincuenta y cinco ocasiones
que se suplicara a los Dioses Inmortales. Con todo, los días en los que
se oró por decreto senatorial llegaron a ochocientos noventa. Un total de
nueve reyes e hijos de reyes fueron conducidos delante de mi carro
durante la celebración de mis triunfos. Desempeñaba el consulado por
decimotercera vez cuando escribía esto, y era el trigesimoséptimo año
de potestad tribunicia.
AUGUSTO, en Las hazañas del Divino Augusto (Res Gestae), en la
edición de14 d. C.

La nueva victoria de «César» en Accio fue presentada como el triunfo esperado


de los valores más sobrios. De hecho, vino seguida de informes que hablaban
de una conspiración en Roma. Se dice que el hijo del tercer triunviro, Lépido,
había planeado asesinar a Octaviano, y que tuvo que ser quitado de en medio
por el hombre de Octaviano en la ciudad, el fiel y servicial Mecenas, que no
pertenecía al orden senatorial. 418 La conjura, si es cierta, tal vez estuviera
asociada con el eterno problema del asentamiento de los numerosos veteranos
del ejército. Después de Accio, ésta fue la razón de que Octaviano se viera
obligado a regresar por un breve período a Italia, por si las protestas se
agravaban.
Tras la nueva victoria en Egipto, en agosto de 30, las riquezas inmensas del
país quedaron sujetas a la «dominación» romana, como fue llamado el nuevo
régimen. Después del ejemplo de Antonio, era evidentemente demasiado
peligroso confiar Egipto a un senador. Octaviano optó por elegir gobernador a
un caballero, Cornelio Galo, que se había distinguido en los últimos combates;
era también un notable poeta, que sería del gusto de los alejandrinos. La
provincia fue llamada en realidad «Alejandría y Egipto», y los alejandrinos
desempeñarían un importante papel en su administración. Octaviano nunca
utilizaría al orden ecuestre en general como contrapeso de la clase más política
de los senadores, pero en este caso excepcional se dio cuenta de que un
caballero era la apuesta más segura. 419 Este precedente se mantuvo, y se
prohibió a los senadores (al igual que a los caballeros importantes) visitar
Egipto sin la autorización del emperador. Todas estas decisiones fueron
ratificadas en Roma, presumiblemente en 30-29. El tesoro de Egipto permitió
que Octaviano pudiera aumentar considerablemente su capacidad de conceder
regalos al pueblo de Roma. El grano egipcio también fue crucial para el
suministro de alimentos de la urbe: al cabo de cincuenta años, la «cuestión
egipcia» quedaba solucionada en beneficio de un bando, gracias a la guerra
civil.
Tras su victoria, ¿cómo pensaba gobernar el nuevo «César»? Nadie habría
podido imaginar que iba a dominar el Estado durante cuarenta y cuatro años, y
que los poderes que fue asumiendo por etapas se convertirían durante los tres
siglos siguientes en el principal sostén de los que llamamos «emperadores
romanos». Al igual que Augusto, todos los emperadores harían referencia a sus
consulados, a su «potestad tribunicia» y a su papel como General en Jefe
(Imperator) de los ejércitos. Adriano profesaría un respeto especial por
Augusto, que fue su modelo ideal en muchos aspectos. El sello que llevaba en
su dedo tenía la efigie de Augusto, y colocó un busto de bronce de Octaviano
niño entre los dioses del hogar que decoraban su dormitorio. Pero nosotros
podemos observar, cosa que probablemente no pudiera hacer Adriano, cómo
los años de Augusto en calidad de «Primer Ciudadano» (Princeps) habían sido
sumamente accidentados. Marcaron un cambio fundamental en la libertad y la
justicia, con las consiguientes repercusiones también para el lujo.
En 30 y 29 Octaviano vio con claridad una faceta de su posición como
«César». Desde los tiempos de Alejandro Magno, las ciudades y los individuos
del Oriente de habla griega se habían acostumbrado a negociar personalmente
con reyes y príncipes. No mostraban interés alguno por los misteriosos detalles
de la antigua constitución de Roma, y desde hacía tiempo consideraban
verdaderos dinastas a los generales romanos de finales de la República. A
Octaviano le fue muy fácil asumir este papel. Escribió personalmente a las
ciudades de Oriente para elogiar a los amigos que vivían en ellas y le habían
ayudado a solucionar los recientes conflictos. Incluso hizo referencia a la gran
labor de su esposa Livia en beneficio de la isla de Samos. 420 Los griegos
estaban acostumbrados a las familias reales y a las reinas dadivosas, aunque
la monarquía fuera anatema para los tradicionalistas romanos. También
estaban acostumbrados a ofrecer en vida a los gobernantes «honores divinos».
El nuevo «César» trazó una línea muy prudente en este sentido. En lugares
como Efeso los ciudadanos romanos podían erigir templos dedicados a «Roma
y al Divino Julio», pero el culto de su persona mientras estuviera vivo no era
propio de los romanos. Los griegos, sin embargo, podían erigir templos en su
honor y en el de Roma en las ciudades centrales de sus asambleas
provinciales. Otras ciudades le rendirían simplemente culto fuera de Roma sin
solicitar autorización.
Cuando regresó a Roma en 29, el primer paso evidente que debía darse era
organizar una celebración. A mediados de agosto Octaviano protagonizó un
magnífico triunfo triple por tres victorias, las de los años 35-33, la obtenida en
Accio y la solución a la cuestión egipcia, os actos estuvieron acompañados de
espectáculos de gladiadores, iotivo siempre de gran atracción para el pueblo de
Roma, y de esplénidos regalos en dinero a todos los miembros de la plebe
romana, cuyo mporte, en el caso de los soldados licenciados, se vio
multiplicado dos eces y media. En torno a ellos se construyeron grandiosos
monumentos nuevos en toda la ciudad para conmemorar las hazañas
personales de Octaviano César. Su propio mausoleo ya estaba en
construcción, un po de edificio que más tarde imitaría Adriano. En 29 se
concluían las bras de un gran templo en honor del Divino Julio César, y
estaban ya uy avanzadas las de un colosal santuario en el Palatino, junto a su
casa, que en octubre de 28 sería dedicado a Apolo, el dios protector de
Cctaviano en Accio. Para conmemorar esta batalla se inició en el Foro la
erección de un gran arco cuyas columnas debían ser fabricadas con el bronce
de las proas de las naves de Cleopatra. El aspecto de Roma sería
transformado por la carrera de su déspota, pero éste no podría seguir el
sendero de su padre adoptivo con ese estilo tan personal. Una dictadura
prolongada, la «monarquía» o el culto divino en Roma podían resultar fatales.
Aunque muchas de las grandes familias de la República habían quedado
diezmadas por las guerras civiles, no habían desaparecido por completo. Entre
los senadores del momento había iembros de aquéllas que iban a ser los
comandantes de los ejércitos provinciales del futuro, aunque algunos de ellos
habían abrigado con Cicerón la esperanza de una restauración de la República
todavía en la primavera de 43 a.C. Debían reconciliarse con el nuevo «orden».
Fue una especie de bendición el hecho de que el precio de la vivienda
aumentara vertiginosamente en Roma, impulsado por el nuevo poder
adquisitivo que supuso el botín traído de Egipto.
La paz, al menos, era una bendición, y llegó en el momento oportuno. Desde la
década de 50 a.C. había comenzado a difundirse una nueva seguridad en
muchos sectores de la vida intelectual de Roma, como si los romanos pudieran
al fin equipararse con las proezas de los griegos. Tras tantos años de guerra
civil, había esperanzas de regresar del servicio militar a una «vida en el
campo». Después de tanta devastación, había un sentimiento de orgullo por las
cualidades especiales de Italia, un país bendito potencialmente tan grande. El
erudito Higino, liberto de Augusto, escribiría incluso un libro acerca de los
orígenes y los emplazamientos de las ciudades italianas. En 30-29 a.C. esos
temas aparecieron juntos en un maravilloso poema de Virgilio, las Geórgicas.
El «mejor poema del mejor poeta» combinaba elogios de Italia y la vida rural
con tributos (a menudo en broma) al nuevo César. En un final lleno de
virtuosismo, los mitos griegos se mezclaban en un nuevo conjunto de gran
realce. Como demuestra este poema, había sentimientos de esperanza y de
seguridad después de una época de tanto terror. Tocaba al nuevo César
dominarlos, pues se encontraban en la base de lo que él iba a convertir en una
época clasicizante.
En 28 a.C. Octaviano y su fiel «hombre nuevo», Agripa, empezaron el proceso
compartiendo el consulado. Una moneda de oro que ha sido descubierta
recientemente, y que fue acuñada ese mismo año, muestra a Octaviano
sentado en la silla propia de su cargo, sosteniendo un rollo: el letrero hace
referencia a la Restauración de las Leyes y los Derechos del Pueblo
Romano. 421 El triunvirato, por lo tanto, era considerado ilegal, y los tribunales
de justicia y las elecciones, por consiguiente, podían ahora funcionar con
normalidad. El abultado número de senadores fue reducido; el Tesoro público
volvió a funcionar como anteriormente, se nombró un «pretor urbano»
(encargado de administrar justicia de nuevo en Roma), y a finales de año se
acabó con los actos ilegales de los triunviros. Los tesoros saqueados también
tendrían que ser devueltos a sus templos. Mientras tanto, las hazañas militares
pasaron a primer plano. Tres generales distintos celebraron sendos triunfos en
Roma durante el verano, y de ese modo en septiembre pudieron realizarse
unos juegos para conmemorar la victoria de Accio desde la posición no militar
ocupada por «César». De una manera mucho más extravagante, uno de los
nobles más distinguidos que quedaban, Licinio Craso, reclamó el más alto y
raro de los honores militares por la hazaña de haber acabado con la vida de un
enemigo en combate singular. No era precisamente una hazaña que el tímido
«César» pudiera emular, de modo que la petición de Craso fue rechazada. La
solicitud del aristócrata no era descabellada, pero Octaviano se la denegó
valiéndose de argumentos falsos y poco consistentes relacionados con la
historia pasada. 422
Pese a todo, la «restauración» continuó adelante al año siguiente. Octaviano
fue nombrado de nuevo cónsul, y el 13 de enero de 27 a.C. planteó ante el
senado la tradicional cuestión de la asignación de provincias a los cónsules. La
única respuesta, sin duda orquestada de antemano, fue ofrecérselas todas a él.
Pocos días después aceptó gustoso, aunque no todas, pero sí muchas, entre
otras, el importante trío formado por la Galia, España y Siria, además de las
que contaban con la mayoría de los principales ejércitos. Iba a gobernarlas por
«un plazo máximo de diez años». También le ofrecieron un nuevo nombre de
gran solemnidad: Augusto (se dice que se sugirió el de Rómulo, pero el
fundador de Roma tenía algunos lados oscuros, entre otros el asesinato de su
hermano y su propia muerte, según cierta versión, a manos de sus senadores).
Se acordó adornar la entrada de la casa del nuevo Augusto con una guirnalda
de honor hecha con hojas de roble, y un escudo honorífico proclamaba, y por lo
tanto definía, sus especiales «virtudes». Unos veinte años antes, Cicerón había
elegido unas virtudes parecidas en su alegato ante Julio César: valor,
clemencia, justicia y piedad. 423 No es que Octaviano hubiera leído
necesariamente el discurso de Cicerón, aunque Ático habría podido
prestárselo, sino que esas virtudes habían pasado a formar parte de la «opinión
general». Había precedentes de un poder parecido al que él ostentaba en los
mandatos prolongados concedidos a personajes como Pompeyo en tiempos de
la República. Al principio, muchos senadores tal vez creyeran realmente que se
trataba de una restauración, sobre todo porque las otras provincias estaban
siendo «devueltas» al pueblo como provincias «senatoriales». Augusto
abandonó entonces Roma para dirigirse a la Galia en medio de rumores acerca
de un viaje a Britania. De hecho, se contentaba con una frontera del mundo
más próxima, la costa del noroeste español (Finisterre, «el final de la tierra»).
Quizá no todo el mundo esperara que siguiera ostentando el consulado durante
los años siguientes, pero de ser así, habría podido señalar que las guerras no
habían cesado y que seguía combatiendo. En el verano de 27, en su ausencia,
Licinio Craso pudo celebrar un triunfo, al menos, en la ciudad: Augusto no
podía negarle también este honor, pero el 4 de julio, día elegido para la
ocasión, no se encontraba allí para presenciarlo.
A pesar del cambio de presentación, la base de poder de Augusto siguió
inalterable: como la de Julio César el Dictador, continuaba siendo el ejército, el
favor de la plebe de Roma y una inmensa fortuna personal. Cuando millones de
súbditos romanos en las provincias lo contemplaban como una especie de rey,
y muchos ni siquiera podían deletrear una palabra tan complicada como
imperium, ¿por qué importaba tanto la cuidada nueva presentación de su poder
en Roma? Importaba bastante poco a la mayoría de las familias ilustres de las
ciudades de Italia. La «constitución romana» nunca había sido muy exigente
con su lista de prioridades, y muchas de sus autoridades eran ahora «hombres
nuevos» que habían sacado provecho de los asesinatos y las proscripciones de
finales de la década de 40, o sea, el extremo opuesto de la verdadera libertad
republicana. Lo que ahora deseaban era la paz y que los ejércitos y los colonos
militares dejaran de invadir sus propiedades. En cuanto al pueblo de Roma, su
principal preocupación era que alguien se encargara de alimentarlo y de
garantizar su seguridad, algo que históricamente el senado no había hecho
nunca. La seguridad, sin embargo, no es lo mismo que la libertad. En cambio,
los partidarios más importantes de la «restauración» era el orden senatorial, del
que dependían el suministro de generales del ejército, la seguridad personal de
Augusto y su legitimidad. Los trucos de Augusto en este sentido incluirían el
arte moderno de airear una propuesta muy extrema, para aceptar sólo (con
condescendencia) una solución ligeramente menos extrema. También mantuvo
un perfil sencillo, accesible, moderado y civil. En muchos aspectos, fue el
epítome de lo corriente.
No es que su posición estuviera segura. En 26 el intento de solventar los
problemas potenciales de la «chusma urbana», mediante el nombramiento de
un prefecto de la ciudad, fracasó en menos de siete días, sin duda debido a las
protestas de los senadores tradicionalistas: existían precedentes de un cargo
semejante, pero sólo si ambos cónsules, y no uno, se encontraban ausentes de
Roma. Poco después, en España, Augusto enfermó gravemente, y también en
los Balcanes una delicada maniobra se torció. En 24 (probablemente) el
gobernador de Macedonia, una «provincia senatorial», se vio obligado a hacer
una guerra fuera de sus fronteras. De forma harto reveladora, esa guerra ilegal
tenía por objetivo a un pueblo al que el gran Licinio Craso se había ganado
como «cliente» por sus recientes hazañas militares. 424 La acción era ilegal
(sólo el pueblo de Roma tenía derecho a declarar la guerra o a acordar la paz),
y se sospechó de que Augusto la alentara tácitamente: era una oportunidad
demasiado tentadora de volver a desairar a Craso. Y aún peor, hubo
sospechas de que el joven sobrino de Augusto, Marcelo, había instigado al
gobernador a cometer ese delito. Marcelo había comenzado a disfrutar de una
rápida carrera pública con el respaldo de Augusto, pero su progresión no había
dejado de ser muy controvertida, y en mi opinión, nada hace pensar que tuviera
algo que ver con una orden semejante. Augusto estaba gravemente enfermo,
pero podía ver el escándalo que se avecinaba. El año 23 comenzó con un
noble que no era partidario suyo como cónsul; en la primavera hubo fundados
temores de que Augusto estaba a punto de morir.
La cronología relacionada con todo este asunto sigue siendo objeto de
controversia, pero no cabe la menor duda de que el 1 de julio de 23 Augusto
renunció oficialmente a su consulado. A cambio, tomó una nueva carta, la
potestad tribunicia, aunque separada del cargo popular de tribuno. El
consulado quedó disponible entonces para satisfacción de los miembros del
senado que quisieran optar por él. El primero que ostentó tan alto honor fue
otro individuo no partidario de Augusto, un hombre, sin embargo, del que
Horacio se reía por su gusto por los esclavos jovencitos. Augusto recibió
también el imperio proconsular, pero con un poder mayor que el de todos los
gobernadores provinciales (había perdido este imperio tras renunciar al
consulado). Se aprobó asimismo concederle otros poderes específicos para
que pudiera «legalizar» sus tratos con el senado y el pueblo, pero fue incapaz
dé desviar la atención sobre los Balcanes y evitar el escándalo. Fue
supuestamente a comienzos de 22 cuando el gobernador de Macedonia, que
había cometido el delito, fue por fin procesado en Roma. En su defensa, citó
los consejos «ora de Augusto, ora de Marcelo». Fue un momento terrible, en el
que se puso en evidencia la pretendida «República» de Augusto. Augusto se
presentó inesperadamente en el tribunal, pero dejó sin argumentos al acusado
y la defensa de éste con sus respuestas. Luego tuvo que enfrentarse a una
grave conjura contra su vida, en la que tomó parte el abogado defensor al que
había dejado en evidencia. Los conspiradores fueron ejecutados: un delator
recibió una sustanciosa recompensa. Se trataba de una verdadera crisis. 425
Durante aquellos meses Augusto habría podido morir asesinado, y la República
habría podido ser restaurada de verdad. La situación seguía siendo muy
delicada. Sin embargo, los nuevos poderes de Augusto no suponían desde
luego una retirada de la posición legal que había ocupado hasta entonces. Bien
al contrario, venían a acentuar la prominencia y la fortaleza de su base de
poder. La potestad tribunicia recordaba la relación especial que lo unía a la
plebe de Roma (incluida su facultad de proponer leyes), mientras que su
imperio proconsular lo mantenía vinculado a los ejércitos destacados en sus
numerosas provincias. Era «muy superior» al de los demás procónsules,
parecido al que se concedió a Pompeyo para afrontar la crisis del grano de 57
a. C: curiosamente, a los Libertadores también se les había concedido ese
mismo imperio (en 43 a.C). Dichos poderes constituirían los dos grandes
pilares de la posición de un emperador romano durante siglos. Tal vez Augusto
pensara también en el curso de su enfermedad en asegurarse un sucesor.
Sería más fácil legar a alguien esos poderes, que no iban asociados a la
necesidad de ser elegido para el cargo. Pero no cabe la menor duda de que
también planeó el cambio para sus propios fines más inmediatos, ante una
crisis que ya empezaba a gestarse. En medio de la tormenta, llevaría a cabo
una astuta retirada, aunque no de su base de poder, sino del centro del
escenario. Los senadores podrían recuperar los consulados (en cualquier caso,
le habría resultado difícil monopolizarlos en un período de «paz»), pero iban a
enterarse de que él era indispensable en Roma.
Secuela de todo ello fueron los importantes desórdenes en los que se sumió la
ciudad. La epidemia de peste era indudablemente imprevisible, pero la grave
escasez de grano fue de gran utilidad para Augusto, pues sirvió para que
imploraran su intervención: consiguió solucionar el problema (que acaso él
mismo había provocado) en diez días. A continuación marchó de la ciudad para
abordar con mucha lentitud la cuestión de Partia en Oriente. Durante su
ausencia, el pueblo se negó a elegir a dos cónsules para el año 21 a.C. Se
cernía la amenaza de un impasse constitucional. En 19, mientras Augusto
seguía ausente de Roma, un nuevo adalid de los intereses del pueblo, Egnacio
Rufo, apareció en Roma y fue preciso impedirle que presentara directamente
su candidatura al consulado, recurriendo al «último decreto» aprobado por el
senado y puesto en vigor por el único cónsul que había en aquellos momentos.
Ese mismo año se produjo una crisis continuada en la ciudad a la que sólo
Augusto podría poner fin: como Pompeyo en 52, se había convertido en una
figura indispensable.
En 19 a.C. unos legados partieron de Roma para ir a su encuentro,
reuniéndose con él en Grecia donde lo convencieron para que nombrara a un
nuevo cónsul (su elección recayó en un miembro de la nobleza).
A continuación, Augusto regresó a Italia, instalándose en la villa que poseía
cerca de Nápoles, a la que llegó, según parece, sin llamar la atención a
mediados de verano. Desde Roma fue enviada una embajada compuesta por
los cónsules, varios magistrados y algunos ciudadanos ilustres, para reunirse
con él. Fue un momento trascendental, una capitulación más de los órdenes
superiores de Roma. Augusto no quería celebrar un triunfo ni hacer una gran
entrada en la ciudad, pero antes de su regreso a Roma debían ser resueltas
ciertas cuestiones relacionadas con sus poderes oficiales. Éstos
probablemente le permitieran ya hacer su entrada en la ciudad, pero en lo
sucesivo tendrían que hacerse visibles al público viéndose acompañados de
las insignias oficiales del cargo. Evidentemente, habría de demostrar que
combinaba los poderes populares de un tribuno con su poder de mando
superior al de cualquier cónsul o ex cónsul. La ambigüedad existente entre
«senado» y «pueblo» durante buena parte de la historia de la República iba
ahora a parecer resuelta en manos de un solo hombre a petición de las dos
partes.
En lugar de un triunfo, Augusto optó por un altar dedicado a la «Fortuna en su
regreso». Era falsa modestia, porque su vuelta no suponía ninguna fortuna. Se
celebrarían unas fiestas aparte en octubre fuera de la ciudad; de manera
mucho más realista, recibirían el nombre de «Augustales», convirtiéndose en
un acontecimiento anual. Sin embargo, se notó la ausencia de un espectador:
el poeta Virgilio, al que Augusto había traído de vuelta, ya enfermo, desde
Grecia. Había fallecido en Nápoles, pero su gran poema épico, la Eneida, ya
estaba prácticamente acabado. En él ya aparecían versos acerca de la visión
oficial del pasado, en los que se hablaba de la decadencia de Antonio, la reina
egipcia (nunca citada por su nombre), los terribles dioses de ésta y la salvación
de los valores romanos por el vencedor. Pero la visión que ofrecía la obra de su
héroe, Eneas, padre fundador de Roma, estaba ensombrecida con mucha
delicadeza. De haber sido escrita unos treinta años más tarde, Virgilio habría
sido objeto de mayores presiones para que presentara las hazañas de Augusto
de forma más explícita. De la manera que quedó el poema, decía al romano del
futuro que «recordara» que su misión era «ir rigiendo los pueblos con tu
mando», que «éstas serán tus artes: imponer la paz, conceder tu favor a los
humildes y abatir, combatiendo, a los soberbios». 426 Este consejo estaba muy
bien, pero no caracterizaba al romano del momento, a Augusto, que no había
tenido piedad a la hora de acabar con sus adversarios, que no había ganado la
gloria en el campo de batalla y que había traicionado y manejado a su antojo a
los hombres más orgullosos que quedaban en Roma.

Capítulo 41 - MORAL Y SOCIEDAD

El divino Augusto mandó al exilio a una hija suya que con su impudicia
había superado la ignominia de esta palabra, e hizo públicos los
escándalos de la familia imperial: los adúlteros habían sido admitidos en
masa, bandadas de desenfrenados recorrían de noche la ciudad, el
propio foro y las tribunas, desde las cuales el padre había promulgado la
ley contra el adulterio, escogidos por la hija para sus fornicaciones ...
reclamando ella, convertida de mujer adúltera en meretriz, su derecho a
todo tipo de libertinaje bajo el abrazo de adúlteros desconocidos.
SÉNECA, Sobre los beneficios 6.32

Yo mismo vi en África a Lucio Consticio, ciudadano tisdritano que se


había transformado en hombre el día de la boda.
PLINIO EL VIEJO, Historia Natural 7.36.

La revolución conservadora de Augusto no se detuvo en la constitución: se


extendió también a la religión y al comportamiento social y sexual. La
importancia de esas dimensiones está directamente relacionada con la libertad
personal y con lo que en adelante significaría bajo el imperio ser un romano o
una romana ilustre. Esos aspectos son también el contexto de algunas de las
obras poéticas más admiradas de la época augusta, especialmente las de
Horacio, Ovidio y Propercio. Siguieron suscitando el interés de cada uno de los
emperadores posteriores, con distinto resultado. Con Adriano, los senadores
tendrían todavía que legislar sobre determinadas cuestiones enojosas de las
leyes de Augusto acerca del matrimonio y las relaciones sexuales. También
tendrían que vérselas con el propio Adriano. Se cuenta que, superando incluso
el celo de Augusto, utilizó a varios oficiales de intendencia del ejército para
espiar la vida privada de sus amigos. En cierta ocasión en la que interceptó
unas cartas donde una mujer se lamentaba de la preferencia de su esposo por
los «placeres» y las termas, se cuenta que, cuando interrogó al marido en
cuestión, éste le preguntó a Adriano: «¿Acaso mi esposa se te ha quejado a ti,
lo mismo que se me queja a mí?». 427
¿Cómo es que esas cuestiones privadas se volvieron un asunto público? Los
terribles problemas derivados de la guerra civil podían atribuirse al abandono
de los dioses, a la caída de la antigua moralidad y a las culpas heredadas del
pasado troyano de Roma. Este tipo de explicaciones tan fáciles fue el que
adoptó Virgilio y también Horacio, e incluso aquellos que no se las creían en
realidad eran conscientes de la opinión pública. Puede decirse que en las
décadas de 40 y 30 la mayor parte de los ritos religiosos y prácticas anuales de
Roma no habían caído en desuso, o ni siquiera se hallaban en decadencia,
víctimas del escepticismo. Lo que sí estaba en decadencia, como ocurrió a
menudo en las ciudades antiguas, eran los templos. La restauración de los
templos tampoco fue una nueva idea de Augusto. En la década de 30 la
erección de templos había formado parte de la rivalidad competitiva existente
en Roma: incluso el culto amigo de Cicerón, Ático, que se caracterizó por su
actitud apolítica, había instado a que se tomaran ese tipo de medidas. 428 Pero
Augusto restauró al menos ochenta y dos templos. También hizo erigir otros
nuevos, dedicados a dioses relacionados con su carrera. Al igual que Augusto,
Adriano restauraría también varios templos antiguos de la ciudad, entre otros el
espléndido Panteón, viejo motivo de orgullo de la Roma moderna. Reprodujo la
gran inscripción de dedicatoria del templo colocada por Agripa, el hombre
hecho a sí mismo, pero, como tantas restauraciones de Augusto, tampoco la
suya fue una reproducción exacta.
La restauración religiosa emprendida por Augusto fue radicalmente innovadora,
y lo que le imprimió este carácter fue el dominio cada vez mayor que ejercía.
Ingresó, como no lo había hecho nadie, en todos los colegios sacerdotales de
Roma. Los cultos y las fiestas empezaron a incluir cada vez con mayor
frecuencia plegarias y alusiones a su persona y a su familia; y lo más
importante: el calendario se extendió para dar cabida a nuevas festividades
conmemorativas de fechas importantes para el «César» durante la década de
30, y para su padre, Julio César, durante la época de su dictadura. El tiempo,
en la República restaurada, incluiría unas efemérides profundamente
antirrepublicanas. Lo mismo ocurrió con el mapa religioso. Los antiguos Libros
Sibilinos fueron trasladados al nuevo templo de Apolo erigido por Augusto,
próximo a su residencia del Palatino, donde también se dedicaría un santuario
a la vieja diosa del Hogar (Vesta), cerca de su casa.
«¡Oh, quienquiera que sea el que se proponga abolir las impías matanzas y el
encono entre los ciudadanos!», escribía Horacio en una oda a comienzos de la
década de 20 a.C. «si desea que bajo sus estatuas se escriba "Padre de las
ciudades", atrévase a poner freno al libertinaje indómito.» 429 Estos versos se
revelarían proféticos. A partir de 18 a.C, el «Padre de la patria» (título que
recibiría Augusto en 2 a.C.) fomentó una serie de leyes contra el «libertinaje»
en el sexo y en el matrimonio. Si bien aspiraban a volver a los principios
básicos, estas normas eran , tendenciosas, invadían la intimidad, y a menudo
resultaban odiosas. Una reacción consistió en evadirlas, pero siguieron siendo
revisadas y temidas durante siglos. En nuestros tiempos, los «problemas
familiares» suelen centrarse en las cuestiones de divorcio y los hogares
monoparentales, con numerosos debates públicos acerca de las relaciones
homosexuales y la integración racial. Ninguno de estos temas fue abordado en
la Roma de Augusto.
Al igual que la restauración de los templos, la legislación en materia de sexo y
familia se hacía eco de una problemática que no era nueva. No se trataba sólo
de que hombres como Cicerón hubieran escrito acerca de la necesidad de que
Julio César, en su calidad de dictador, fomentara la natalidad y pusiera freno al
«libertinaje» de las mujeres, ni de que el propio Julio se erigiera en «prefecto
de la moralidad». Desde una perspectiva mucho más general, la educación
romana siempre había estado basada en la familia y en las enseñanzas que los
padres transmitían a sus hijos. Además, durante siglos los censores, y las
revisiones de los altos estamentos de Roma que éstos efectuaban, habían
situado los patrones morales en el centro de la vida pública romana. Así pues,
las leyes se basarían en una fuerte corriente imperceptible marcada por la
costumbre y en una serie de ejemplos repetidos una y otra vez. Aparecerían
ahora leyendas de matronas romanas que habían sido juzgadas ante el pueblo
de Roma en el pasado por un delito de adulterio. Se decía que en 405 a.C.
había sido introducido un impuesto especial sobre los solteros romanos.
Probablemente se aprobaran leyes contra los célibes incluso en la década de
30 a.C. 430 En esos años Augusto se había expresado ampliamente en público
acerca de la «inmoralidad» del «egipcio» Antonio, tergiversación
propagandística que Virgilio amplió en algunos pasajes de su Eneida. Tras la
victoria, el primer paso que lógicamente debía dar cualquiera que se
proclamara «restaurador» era volver a los viejos valores romanos. El erudito
anticuarista Varrón había escrito recientemente una obra titulada Sobre la vida
del pueblo romano, que contenía un relato sumamente moralizante en torno a
los viejos ideales del pasado. Una «vuelta» a dichos ideales habría dado
relieve a la artera pretensión de Augusto de restaurar los antiguos derechos del
pueblo. Pero sólo valía la pena intentarlo porque contaba con una constitución.
La década de 30, como la de 40, se había hecho eco de la retórica moralizante,
y estos años habían constituido un período de desórdenes para las distinciones
de clase: en cierta ocasión un ex esclavo llegó incluso a presentar su
candidatura a la pretura. Horacio, que personalmente no era nadie en la escala
social, había capitalizado este tipo de ofensas, y en la década de 30 había
protestado en sus poemas por el arribismo de algunos individuos que
ostentaban cargos importantes. 431 El senado, además, había ampliado
excesivamente el número de sus miembros con honibres cuyos méritos
dejaban mucho que desear. En 28 dicho número ya tuvo que ser reducido
drásticamente por el joven «César». Los que quedaran serían conscientes de
que había habido demasiada confusión social en los últimos años.

La plebe de Roma, en el fondo conservadora, probablemente también viera con


buenos ojos esta especie de restauración: cortaba las alas a los excesos de la
clase alta, y pocas de las nuevas penalizaciones legales afectaban
personalmente a sus miembros. La clase alta sufrió asimismo un cambio
notable. Las guerras civiles habían permitido que más hombres del resto de
Italia adquirieran una mayor prominencia en Roma, «oscuros personajes con
nombres fantásticos» 432 que en su mayoría habían pasado la juventud en sus
estrechas y pretenciosas ciudades natales. Italia era un país variopinto, pero
algunos de sus habitantes habrían podido responder a una invitación a la
«vuelta a lo esencial», como los actuales habitantes de Idaho o de Tunbridge
Wells. Una reafirmación de la antigua dignidad probablemente fuera del agrado
de los hombres nuevos que acababan de llegar a los altos cargos; servía para
convencer a todos ellos, Catones y Cicerones en lo más profundo del corazón,
de que su nueva preeminencia era, en efecto, tan sólida y tradicional como
habían esperado. Es posible que Augusto incluso comenzara a creer en su
propia retórica de sus primeros tiempos cuando todavía era Octaviano. Pues él
también pertenecía a la «pequeña Italia», a una familia de poca monta que
carecía de la envergadura y la seguridad propias de las grandes familias de
Roma y de su conciencia de que la «dignidad moral» era muy a menudo el
valor limitado de los que no habían conocido nada mejor. Más tarde escribiría
cómo había recuperado «muchos comportamientos ejemplares de los mayores,
olvidados ya de nuestro siglo». 433
Las primeras leyes importantes fueron aprobadas en 18 a.C. un año después
de la vuelta de Augusto a Italia, y un año antes de que éste proclamara una
simbólica «nueva era» suya. Uno de los objetivos fue acabar con la baja tasa
de natalidad que se daba en Roma, una cuestión que la retórica social
abordaba desde hacía tiempo. Cuando planteó el problema ante el senado,
Augusto leyó un antiguo discurso sobre el tema que había pronunciado el
censor de 131 a.C. Las guerras civiles podían ser consideradas responsables
de casi veinte años de pérdidas de vidas romanas, pero probablemente
siguiera pensándose en general que las legiones de Roma debían continuar
siendo integradas sólo por ciudadanos nacidos en Italia. Los solteros y los que
no tuvieran descendencia serían ahora penalizados con una reducción de sus
derechos de herencia (los hombres sin hijos tenían que entregar hasta la mitad
de cualquier legado que les correspondiera, aunque las versiones posteriores
de la ley, tal vez a modo de concesión, les otorgara el derecho a heredar sin
cargos de sus parientes más estrechos). A los casados con hijos se les
recompensaba con el derecho a desempeñar una magistratura antes de tiempo
(en este caso, bastaba que hubieran tenido un único hijo, aunque éste hubiese
muerto en la guerra) y con varios privilegios más, entre ellos la exención de la
onerosa tarea de convertirse en tutor de un niño o una mujer (en este caso,
tendrían que haber sido padres de tres hijos). Tres hijos eximían también a una
mujer de la necesidad del control de un tutor que velara por su persona y por
sus bienes. Entre las parejas, cada hijo incrementaba la capacidad de los
cónyuges de heredarse mutuamente. Si no habían tenido hijos, sólo podían
heredar una décima parte de sus bienes, y los regalos que se hubiesen
intercambiado quedaban invalidados (aunque, por ejemplo, un esposo podía
comprar algo, y permitir que su mujer lo utilizara o lo considerara una
adquisición para ella). También había ventajas para los libertos y las libertas
fecundos que acababan de recibir la ciudadanía. Muchos de ellos seguían
obligados a realizar ciertas «tareas» para los patronos que les habían
concedido la libertad. Así pues, en la mayoría de los casos, dos hijos valían
para eximirlos de esas cargas. Los libertos que tenían varios hijos también
podían excluir a sus patronos de lo que para ellos constituía una grave
amenaza, esto es, que a su muerte esos antiguos patronos heredaran sus
bienes. Esta ley tendría una importancia capital para los libertos que habían
conseguido acumular una considerable cantidad de dinero, y se habían hecho
ricos.
Se decía que en la antigua Esparta los padres de tres o más hijos también
habían sido recompensados, pero que, a pesar de ello, la población masculina
de espartiatas había disminuido drásticamente. ¿Por qué no iba a ocurrir lo
mismo en Roma? Los padres de clase alta, al menos, casaban a sus hijas muy
jóvenes, a veces incluso entre los doce y los dieciséis años. La edad temprana
de las mujeres a la hora de contraer matrimonio es un factor determinante y
crucial para la natalidad en una población preindustrial, pero las leyes de
Augusto no hicieron nada directamente para cambiar este fenómeno. Sin
embargo, sí bajaron la edad ideal para casarse de los varones con ambiciones:
cuanto antes contrajeran matrimonio, más rápida podía ser su carrera. También
se introdujo para las mujeres de edad avanzada un cambio que invadía
realmente su intimidad. Las viudas y las divorciadas serían penalizadas si no
volvían a casarse en poco tiempo, en un intervalo que más tarde extendería
Augusto a dos años desde la conclusión de su último matrimonio. Muchas
mujeres habían enviudado a raíz de las recientes guerras civiles, y seguían
siendo jóvenes, de modo que había un grupo más que reincorporar a la vida
familiar: hasta en tiempos de paz, las mujeres que se casaban jóvenes tenían
una esperanza de vida superior a la de sus maridos (siempre y cuando lo
permitieran los partos). Las penalizaciones eran radicales. En un principio
también se propuso que los varones solteros debían quedar excluidos de
disfrutar como espectadores de los juegos y el teatro, pero esta moción
resultaría intolerable para la población.
Sólo para las familias con propiedades tendrían relevancia la mayoría de esos
privilegios concedidos a la natalidad. No obstante, la insistencia en la familia
numerosa tendría también graves consecuencias. Los caballeros debían
acreditar la titularidad de unas propiedades por un valor establecido de
antemano, y, en virtud de las nuevas leyes de Augusto, también los senadores.
A la muerte de un padre romano, sus bienes eran divididos entre sus hijos
vivos (no existía el derecho de primogenitura), pero si la familia era numerosa,
dichos bienes quedaban repartidos en partes mucho más pequeñas: la familia
que vivía al límite de sus posibilidades veía cómo sus hijos quedaban en una
situación financiera muy inferior. Los dos ideales de Augusto de una ciudadanía
numerosa y unos órdenes sociales bien definidos estaban en contradicción.
Además, entre las gentes más acomodadas había cierto resentimiento por el
«aburrimiento» (taedium) que suponía criar a unos mocosos, como decía Plinio
el Joven (en 100 d. C. aproximadamente) cuando se quejaba de las
costumbres de los habitantes de su ciudad natal en el norte de Italia. 434
Resulta comprensible, pues, que los miembros del orden de los caballeros
protestaran abiertamente en Roma ante Augusto cuando esas leyes fueron
revisadas en 9 d. C. Augusto no tuvo inconveniente en responder haciéndose
eco del comportamiento de su propio nieto, y no dudó en aparecer con sus dos
nietos pequeños sentados en su regazo: un príncipe de la casa imperial no se
encontraba en absoluto en los límites de ningún orden social. Esta exhibición
fue sólo la última de las numerosas tretas publicitarias a las que recurrió en ese
campo. Cuando se descubrió que un anciano de Fésulas (la actual Fiésole,
cerca de Florencia) tenía sesenta y un descendientes vivos, el hombre en
cuestión fue trasladado a Roma para ofrecer un sacrificio religioso en el
Capitolio que fue recogido en los documentos oficiales. Lo irónico era que el
propio Augusto había tenido sólo una hija, y ningún hijo varón. Para hacer
constante hincapié en aumentar la tasa de natalidad, carecía de la fecundidad
de Pompeyo, por no hablar de la del prolífico Marco Antonio. En cuanto a
Adriano, topó con una esposa, Sabina, voluble y difícil de tratar, por lo que no
tuvo hijos. La ley también lo habría penalizado a él.
¿Respondieron los ciudadanos romanos a los deseos de Augusto,
reproduciéndose con más rapidez? Las cifras del censo ofieial de Roma
experimentaron un notable aumento a partir de 28 a.C. pero dicho incremento
tal vez se deba sólo al aumento del número de ciudadanos que fueron
registrados, y su significado demográfico sigue siendo discutido. Lo que sí es
evidente es que se pusieron muchas trabas a las leyes, viejas y nuevas, y que
fueron pasadas por alto. ¿Cómo puede una ley garantizar la fecundidad? La
cuestión importante aquí es determinar si se utilizaba algún método
anticonceptivo eficaz en la vida conyugal. Probablemente no: sin duda se
pretendía difamar a Sabina, la esposa de Adriano, cuando se dijo que ésta se
jactaba de «haber tomado medidas para asegurarse de no quedar embarazada
de él: los hijos de su marido habrían dañado a la especie humana». 435 Ante la
ausencia de anticonceptivos, aumentan las posibilidades del aborto, pero Una
vez más no sabemos si las casadas de la clase adinerada solían Practicarlo.
De haber sido así, las leyes de Augusto posiblemente las hicieran dudar. Entre
las familias pobres, es evidente que los hijos no deseados acababan siendo
expuestos, sobre todo las niñas, los vientres del futuro (que resultaban más
onerosas para los padres, pues necesitaban una dote para poder casarlas).
Ninguna de las leyes de Augusto vino a reparar esos antiguos obstáculos para
la formación de una gran familia numerosa con los que topaban las gentes de
escasos recursos.
Muy pronto se encontrarían diversas maneras, harto elocuentes, de esquivar la
normativa. En virtud de las nuevas leyes, el compromiso matrimonial tenía la
misma validez que el matrimonio: muchos hombres comenzaron a
comprometerse en matrimonio con verdaderas niñas con las que no tenían la
más mínima intención de casarse. Como el matrimonio podía frenar o acelerar
la carrera de un hombre, algunos se casaban justo antes de presentar su
candidatura a un cargo, y luego se divorciaban en cuanto habían conseguido
su objetivo. Las restricciones relacionadas con las herencias podían eludirse
legando los bienes «en fideicomiso» a amigos o parientes para que pasaran a
manos de las personas que se indicaban. Los textos legales ponen de
manifiesto que Augusto confirmó la validez de esos «fideicomisos» en otro
contexto, aparentemente sin darse cuenta de que también podían ser utilizados
para saltarse sus leyes contra la falta de hijos. 436
Las virtudes morales de los ciudadanos de Roma eran también una vieja
engañifa: eran unos valores arraigados en la historia del pasado, que Augusto
daría por sentados. En este sentido, se dirigía a todos los ciudadanos. Más
adelante, en 2 a.C. y en 4 d. C, quiso limitar el exceso de manumisiones
(liberación de esclavos), y pospuso la libertad plena de un esclavo hasta los
treinta años. En ese caso, su acción no estuvo motivada por una posible
escasez de mano de obra esclava. Hacía poco se habían obtenido decenas de
millares de esclavos en el curso de las campañas militares de su ejército en
Europa occidental, y habrían de llegar muchos más. Pero había un dato a
destacar: se decía que algunos ciudadanos de Roma concedían la libertad a
sus esclavos para que, en calidad de ciudadanos, pudieran reclamar el
subsidio de grano gratuito, con el que se alimentaban mientras seguían
prestando sus servicios como libertos a sus viejos amos. La obtención de
beneficios mediante el fraude seguramente preocupara a Augusto, pero su
principal temor era que se estaba concediendo la preciada ciudadanía a unos
esclavos que no la merecían, y que los que les daban la libertad eran en
muchos casos hombres muy jóvenes, incapaces de distinguir entre las buenas
y las malas personas. Una vez más, la preocupación por la moral impulsó
nuevas reformas: las leyes sobre el «control de calidad» que fueron aprobadas
seguirían en vigor durante los cinco siglos siguientes. Anecdóticamente, ese
año, 4-5 d. C, es la fecha de una norma que definía la clase privilegiada de los
ciudadanos de algunas, o quizá todas, las ciudades de Egipto. En este caso
también Augusto probablemente impuso una categoría más precisa de
ciudadanos «respetables».
La conducta de los ciudadanos de Roma también fue objeto de legislación. Los
días de fiesta, las procesiones tradicionales fueron recuperadas para los
órdenes superiores. Se animaba a los jóvenes de familias distinguidas a
desfilar a caballo en complejas formaciones y a participar en los «antiguos»
juegos, reinstaurados por Julio César y originarios supuestamente de la ciudad
madre de Roma, Troya. De la misma manera la Eneida de Virgilio remonta este
certamen a los juegos fúnebres que celebró Eneas en honor de su difunto
padre. Augusto celebraría esos Juegos Troyanos «con mucha frecuencia»,
incluso en su nuevo Foro, hasta que las caídas y los accidentes lo obligaran a
suspenderlos. También recuperó del pasado el antiguo desfile anual de
caballos para los miembros del orden ecuestre que tenían el honor de disponer
de un caballo público. Se celebró el 15 de julio, pero es probable que resultara
bastante angustioso para los jinetes, cuya destreza a lomos de un caballo era,
por aquel entonces, a menudo mínima.
También se hizo hincapié en la necesidad de mejorar la moral de los jóvenes.
En las ciudades italianas, Augusto fomentó la creación de «colegios» locales
para muchachos con el fin de que hicieran ejercicio, se adiestraran en el uso de
las armas y salieran de caza. En Roma, los niños no tenían permitida la
entrada a juegos y espectáculos nocturnos si no iban acompañados de un
adulto. Se cuenta que Augusto ordenó incluso que todos los ciudadanos que
fueran al centro de la ciudad debían vestir la toga blanca de lana. También se
dice que su hija y sus nietas fueron instruidas en las viejas artes de tejer e hilar.
Augusto se sentía muy orgulloso de su propia toga, que había sido tejida a la
manera antigua. Sin embargo, las mujeres de la alta sociedad no tardaron en
cambiar el aspecto de su stola de matrona, cortándola y poniéndole tirantes
para llevarla de forma sugestiva justo por encima del pecho.
Las familias senatoriales fueron uno de los principales objetivos de la nueva
reforma moral. Los hijos de los senadores tenían que llevar el calzado especial
de su clase y una toga con una franja de color: se suponía que los muchachos
debían ir vestidos así a las sesiones del senado, en las que tenían que prestar
atención de todo lo que ocurría en calidad de futuros participantes en ellas.
Además, eran penalizados si se casaban precipitadamente. A partir de 18 a.C.
los senadores y sus hijos, nietos y biznietos estarían sujetos a una importante
penalización si contraían matrimonio con libertas, con actrices o con hijas de
actrices (el teatro estaba considerado una profesión innoble, propia de gente
promiscua). Del mismo modo, las mujeres descendientes de un senador
también serían penalizadas si se unían a un liberto. Las leyes romanas nunca
habían penalizado por lo general los matrimonios entre ciudadanos y libertos.
Augusto tampoco impondría sanciones, aunque demostraría sus preferencias
sociales al negarse a sentar a su mesa a cualquier liberto. Lo que en realidad le
preocupaba era su imagen como defensor de la dignidad senatorial; de ahí que
propusiera esas leyes sobre las uniones conyugales de los miembros de las
familias de rango senatorial, y de ahí la prohibición de que los hombres y
mujeres de condición social inferior entraran a formar parte de esta clase por
matrimonio.
Sin embargo, había maneras de soslayar todos aquellos obstáculos. En lugar
de contraer matrimonio, un senador podía convivir con una liberta como
«concubina», lo que actualmente definiríamos como «compañera». Después de
enviudar de una primera esposa, probablemente con frecuencia fuera preferible
una de esas «concubinas» a los celos y las inseguridades de una segunda
esposa. Cualquier ciudadano (no sólo los senadores) podía ser también
penalizado si se casaba con una persona de «mala reputación», como, por
ejemplo, el dueño o dueña de un burdel, un proxeneta o una alcahueta, un
actor o actriz o un gladiador. Una vez más, el concubinato era la manera de
evitar el peso de la ley con una ventaja añadida: los regalos que hiciera un
hombre en vida a su concubina (pero no a su esposa) tenían plena validez
legal. Pero para los hombres que ascendían al rango senatorial después de
casados no había ninguna alternativa: fueron pocos los casos, pero aquellos
que estaban casados con alguien de clase inferior, tuvieron que divorciarse y
buscar una nueva esposa de su categoría. Por enésima vez podemos
comprobar cómo este elemento de control de calidad de los advenedizos
probablemente tuviera una importancia primordial para Augusto.
Pero la ley que culminó la reforma legislativa fue una famosa medida contra el
adulterio. Hasta entonces, el adulterio había sido una cuestión privada, que
debía ser solucionada en el seno del hogar, bien por el marido, bien por el
padre de la esposa. En 18 a.C. Augusto lo declaró un delito público que tenía
que ser dirimido en los tribunales. El ámbito de aplicación de esta ley sigue
siendo objeto de controversia, pero tenemos bastante claro lo que en ella se
estipulaba. Abarcaba todo tipo de casos, hasta los más extremos. Si un padre
cogía a su hija y al novio de ésta in fraganti dentro de una propiedad familiar,
estaba facultado legalmente para matar a su hija en el acto. La amenaza tenía
más de retórica que de realidad. El padre sólo podía acabar con la vida del
varón adúltero si antes mataba a su hija («adulterio» deriva de la expresión
latina ad alterum, esto es, «a otra persona», y no de «conducta de adulto»). El
derecho que tenía un marido a matar era mucho más limitado. Si atrapaba a la
pareja, no podía matar a su mujer. Únicamente podía acabar con la vida del
amante de su esposa si éste era un hombre de mala reputación. Pero tenía
permitido detener al sinvergüenza durante un tiempo de hasta veinte horas
para hacerle confesar su culpa: sin duda, una entrevista de lo más curiosa.
Todos esos castigos extremos eran más hipotéticos que propios de la vida
cotidiana. Lo verdaderamente significativo es que el marido ultrajado tenía que
divorciarse de su esposa y llevarla ante los tribunales en un plazo máximo de
sesenta días si la había pillado in fraganti. De todos modos, si el adulterio no se
descubría de una forma clara y contundente, lo más normal era que los
cónyuges llegaran a un acuerdo, y viviera cada uno por su cuenta con su
amante sin hacer nada. Sin embargo, si no se emprendía ninguna acción legal,
cualquier particular tenía la facultad de interponer una denuncia en un plazo
máximo de cuatro meses, y el propio marido ultrajado podía acabar siendo
procesado. El peligro que se corría en esos casos es que alguien, tal vez un
pariente enfadado, iniciara una causa contra uno de los cónyuges, o contra el
amante del adúltero, y luego quisiera demostrar que se tenía conocimiento, y
se consentía, la comisión del «delito». Incluso los esclavos podían ser
sometidos a torturas con el fin de hacerles confesar los detalles más íntimos.
Se trataba de un verdadero peligro, pues en algunos casos, los maridos
habrían permitido la relación adúltera de sus esposas a cambio de dinero o de
favores del amante de la mujer. Ahora esa connivencia se convertía en delito,
al igual que el hecho de ser cómplice de adulterio, por ejemplo, por haber
puesto a disposición de la impaciente pareja una habitación en la que satisfacer
sus deseos carnales. A los hombres que mantenían relaciones con una mujer
de estatus respetable se les aplicaban penas similares.
Lo que estaba en juego aquí no era la fidelidad del varón. Al igual que las
demás sociedades de la Antigüedad, la romana estaba sumamente
jerarquizada. Si un hombre tenía relaciones sexuales con una esclava (o un
esclavo), con una prostituta o con una mujer de una condición social infame, no
recibía castigo alguno. Se empleaba un «doble rasero»: uno para los varones,
y otro mucho más estricto para las mujeres respetables. Desde el punto de
vista social, este parámetro coexistía con una «doble clasificación»: cualquiera
podía vulnerar los límites de su orden sin temor a represalias, siempre que
fuera en sentido descendente. A la luz de estas circunstancias, la presentación
poética de Horacio puede resultarnos mucho más comprensible. Sus poemas
públicos se muestran explícitamente a favor de frenar el adulterio (esa
«mancha sacrilega» 437 ) y de fomentar las familias numerosas. Pero se trata del
mismo Horacio amante de las jóvenes asiduas a las fiestas y de las mujeres
con hermosos nombres griegos. El contexto, en este caso, es que esas
mujeres eran esclavas y amantes en un demi-monde. En virtud de la doble
clasificación, son personas irrelevantes para las cuestiones de moralidad de las
buenas familias romanas. Al igual que Horacio, el propio Augusto se
encaprichó de un jovencito, sin duda un muchacho de humilde condición
servil. 438
Desde la perspectiva liberal de hoy día, esas leyes parecen abominables. Los
hombres y mujeres condenados por adulterio podían perder hasta la mitad de
sus bienes (y parte de la dote de la esposa) y eran desterrados a una isla. La
esposa adúltera tenía prohibido volver a casarse, y, en general, las leyes contra
las viudas y sus amantes hacían que la vida de una mujer fuera menos
independiente. Pero estas normas no respondían sólo a la idiosincrasia de
Augusto. Al fin y al cabo, en la Atenas clásica un marido podía acabar con la
vida de un adúltero pillado in fraganti, o humillarlo con escandalosos castigos
(por ejemplo, obligar al individuo en cuestión a meterse un rábano, en forma de
pene, por el trasero, era una costumbre ateniense mucho antes de que los
romanos la implantaran). En Atenas también cabía la posibilidad de que un
particular iniciara un proceso por adulterio: a las mujeres que eran encontradas
culpables se les prohibía participar en las fiestas, bajo la amenaza de
desgarrarles las ropas si contravenían ese mandato. Hoy día las leyes de
Augusto nos parecen execrables, pero inscribimos las leyes atenienses en un
contexto de cohesión cívica o de temor por la aparición de ciudadanos que no
tuvieran derecho a disfrutar de esa condición. La diferencia estriba en que
actualmente sabemos que en Roma, con anterioridad, ese «crimen» no estaba
considerado en absoluto un delito público y que la reforma fue detestada,
incumplida y traicionada por parte de los que se suponía que debían
defenderla. Entre los atenienses, no suscitaba ninguna controversia. Entre los
romanos, había para él al menos un contexto en el discurso público
desarrollado últimamente, el tipo de prédica moralizante abordada por
personajes como Cicerón. Este famoso orador había comentado que «si el
sistema de vida de los nobles se ve alterado, la conducta consuetudinaria de
un Estado se transforma». 439 En 44 a.C. su invectiva contra Antonio y Fulvia se
hizo eco de las actitudes en el seno del hogar y en el matrimonio que
resultaban totalmente inaceptables para «cualquier hombre bueno y honesto» y
del riesgo que suponían para el funcionamiento de la comunidad. No todo el
mundo se tomó tan en serio este tipo de retórica, pero se basaba en un terreno
que ahora también ocupaba Augusto. 440
El sucesor de Augusto, Tiberio, tenía la moderación de un verdadero
aristócrata romano: si bien mantuvo las leyes de su predecesor, durante su
reinado se tendió a permitir que las disputas por adulterio se solucionaran en
privado. En 19 d. C. se supo incluso que una dama perteneciente a una ilustre
familia de pretores, Vistilia, se registró como prostituta con el fin de evitar que
las leyes la castigaran, y así pudo seguir teniendo amantes con absoluta
impunidad: su tía, en cambio, ateniéndose a la normativa, se había casado al
menos en seis ocasiones (probablemente, a medida que iba enviudando) y
había tenido siete hijos. Tal vez esa buena conducta augusta de la tía hiciera
que la de la sobrina pareciese mucho más escandalosa. 441 Ajuicio del cáustico
Tácito, el famoso historiador, la ley había venido motivada simplemente por los
beneficios económicos que el erario podía obtener de las multas impuestas.
Semejante medida, decía, formaba parte de una política legislativa cada vez
más opresora, aspecto que se había intensificado bajo el gobierno de los
emperadores. La historia de Tácito apenas se hace eco de procesos por
adulterio, pero lo cierto es que las leyes siguieron aplicándose y
especificándose de acuerdo con el número cada vez mayor de ciudadanos
romanos. En 190 d. C. se sabe que había más de tres mil causas por adulterio
pendientes de juicio en Roma. 442 Los textos legales confirman que los
ciudadanos romanos de las provincias también podían verse afectados por la
normativa. 443
A diferencia de Horacio, los poetas amorosos de época augusta, Propercio y
Ovidio, representan la otra cara del «delito». Se describen como amantes de
mujeres casadas y que evidentemente no pertenecen a un turbio demi-monde.
Los poemas de Ovidio son más evasivos, pero nos dan a entender cómo podía
conquistarse a una mujer respetable, mientras que los de Propercio se
explayan incluso en temas relacionados con las actividades de las alcahuetas y
se adentran en el mundo de la mala reputación. 444 Se cree que la ingeniosa
obra maestra de Ovidio, el Arte de amar, conoció una segunda edición,
probablemente en 1 a. C; de ser cierta esta noticia, no pudo llegar en un
momento más inoportuno. El año anterior, cuando estaba en la cima de su
carrera, Augusto, el nuevo «Padre de la Patria», tuvo que enfrentarse al hecho
de que su propia hija, Julia, era culpable de un delito flagrante de adulterio. A la
joven no le ayudó defenderse diciendo que sólo lo hacía cuando estaba
embarazada, y exclamando la célebre frase: «Únicamente invito a otro timonel
cuando el barco está lleno». 445 Los que «vuelven a lo esencial» corren el
peligro de tener serios disgustos con su propia familia; el descubrimiento no
vino sólo: la nieta de Augusto era culpable del mismo delito que su madre.
La oposición verbal, las numerosas formas de eludir las leyes y la hipocresía de
los altos cargos dan una merecida mala fama a la legislación romana. Había
algo irónico en todo ello. De haber salido vencedor Antonio, las cosas habrían
sido muy distintas. «Inimitable en el sexo», habría permitido que cada cual
disfrutara de su cuerpo como quisiera. Una vez muerto, pudo confiar al menos
en su hijo. En 2 a.C. fue a él, al joven Julio Antonio, al que se consideró
principal culpable del adulterio de la hija de Augusto.

Capítulo 42 - LOS ESPECTÁCULOS PÚBLICOS

Ganes o pierdas, te amaremos, Polidoxo (= Afamado)


Letrero del retrato de un caballo de carreras llamado Afamado, que
aparece en el pavimento de mosaico de Pompeyano en Cirta (Argelia)

La tradición celebraba la muerte del león en el anchuroso valle de


Nemea, noble hazaña de Hércules. Que la vieja leyenda guarde silencio,
pues después de los espectáculos que nos has ofrecido, César, eso ya
lo hace una tropa femenina.
MARCIAL, Sobre los espectáculos (acerca del espectáculo dado por
Tito en el Coliseo, 80 d. C.)

Además de sus edificios y su nuevo ordenamiento, la Roma de Augusto y sus


sucesores es célebre en la historia por la envergadura de sus espectáculos
públicos. Algunos de ellos se pusieron de moda en todo el Imperio y muchos
tuvieron que ver con el «cuidado» que tenía el emperador de la plebe y con la
promoción de los miembros de su familia. Suponían además un desafío a su
concepto de la moralidad, del mismo modo que en otro sentido siguen
suponiéndolo para nosotros ahora.
La faceta más civilizada del mundo de los espectáculos en tiempos de Augusto
es la que más favoreció el emperador Adriano. Era el mundo de la música y el
teatro, invención cultural de los griegos. Italia ya tenía una tradición autóctona
bastante sencilla de farsa y de teatro, pero las obras griegas se hicieron mucho
más populares, sobre todo a partir del siglo II a.C. Vinieron acompañadas de
otras especialidades griegas: la recitación de fragmentos de Homero, el mimo,
la declamación de determinados mitos y escenas dramáticas, y, sobre todo, la
pantomima. La pantomima es el equivalente más próximo del ballet que
conoció la Antigüedad. Un bailarín silencioso, vestido de seda, ejecutaba
piezas de gran dificultad (el papel más complicado era el de la locura de
Hércules), mientras un grupo de músicos y cantantes acompañaban su ritmo y
sus movimientos. A Augusto le encantaba la pantomima y la popularizó en
Roma, favoreciendo a todo un virtuoso de la danza llamado Pílades, que fue el
primero en añadir un coro y una orquesta al espectáculo.
El teatro era potencialmente más difícil. Los actores de mimo ejecutaban
escenas ligeras que a veces resultaban un poquito subidas de tono; ilustres
senadores, como, por ejemplo, Marco Antonio, tenían a veces a una actriz de
mimo por amante. Los mejores actores de mimo podían ser desvergonzados
en público y provocar protestas populares, por lo que a veces los emperadores
desterraron de Roma a algunos artistas. Pero las tragedias de tema mítico
también podían resultar problemáticas. El propio Augusto intentó una vez
escribir una obra sobre Áyax, pero cuando los romanos escribían obras sobre
los problemas de las dinastías míticas griegas, los argumentos no solían ser de
su gusto. Extrayendo las consecuencias pertinentes podían reflejar sus propios
problemas dinásticos.
El teatro, la danza y la música serían las artes de la cultura griega que también
patrocinaría Adriano. Amante como era de la cultura griega, hizo de estas
manifestaciones un elemento principal de la fiesta panhelénica que instituyó en
Atenas en 131-132. Las aprobó y las fomentó también en las ciudades de
provincias en las que habían seguido siendo un elemento importante de la vida
civil griega, como había ocurrido con las competiciones atléticas, actividad que
se había propagado por el extranjero debido al triunfo del conservadurismo que
suponían los Juegos Olímpicos. En Roma, se había dado publicidad por
primera vez a las competiciones atléticas en el contento de los espectáculos
que acompañaban los triunfos en 186 a.C; por aquel entonces, se habían
exhibido unos atletas griegos compitiendo desnudos en la modalidad de
pentatlón. A Augusto le gustaba ver las competiciones griegas de atletismo,
pero nunca instituyó una fiesta dedicada exclusivamente a ellas en Roma. En la
capital del Imperio no arraigaron hasta los tiempos de Domiciano. En 86 d. C.
este emperador instituyó en Roma la primera fiesta griega destinada a
perdurar, los Juegos Capitalinos. 446 Constaban de concursos de música,
poesía y atletismo, y en ellos competían atletas de uno y otro sexo por la
obtención de premios. Los edificios que llevaban aparejados eran muy
costosos, entre ellos un estadio que todavía es visible en el espacio de la
famosa Piazza Navona de Roma.
Había una «minoría moral» a la que no gustaban las cosas con las que otros
disfrutaban. Los atletas de los juegos griegos seguían practicando desnudos la
carrera, el pugilato y la lucha, y especialmente esta última modalidad constituía
un espectáculo muy provocativo desde el punto de vista sexual: Augusto
prohibió a las mujeres asistir a los espectáculos de atletismo en la ciudad. Los
moralistas seguían opinando que este tipo de juegos debían ser prohibidos por
completo porque «fomentaban el vicio». En las ciudades griegas los varones se
entrenaban y luchaban también desnudos en los gimnasios, los clubs sólo para
hombres que tenían a su disposición los ciudadanos. Los romanos adoptaron
también los gimnasios, pero los utilizaban como centros de debate y para
actividades de cualquier otro tipo, pero vestidos.
De manera bastante incoherente, reservaban la desnudez para los baños
públicos. Los baños fueron también una invención griega, pero los patronos
romanos transformaron el estilo sencillo de las bañeras calentadas por medio
de braseros de carbón. La lujosa calefacción por debajo del pavimento se
convirtió en una característica típicamente romana y suponía un enorme gasto
de combustible y de dinero. Se hablaba de unos «orígenes» refinadísimos de
este sistema, atribuyéndose al emprendedor Sergio Orata, que quiso calentar
unos criaderos artificiales de ostras en el golfo de Nápoles. En la Roma de
Augusto, la piscina de agua caliente encontró su mayor defensor en un amigo
del emperador, Mecenas, gran amante de la buena vida, que también instauró
la moda de comer pollinos de burras. 447
Las grandes termas provistas de calefacción se difundirían por las ciudades de
todo el Imperio Romano y con el tiempo se convertirían en un elemento más de
las casas de campo lujosas. La gran villa de Adriano disponía ni más ni menos
que de tres. En 33 a.C. se contaban 170 pequeños baños privados en la
ciudad, pero sería en tiempos de Augusto cuando los baños de agua caliente
se convirtieran en un importante servicio público. 448 En 25 a.C. Agripa
construyó unas grandes «termas del pueblo», como parte del programa de
desarrollo del Campo de Marte. En ellas, hombres y mujeres se bañaban por
separado y se respetaba el llamado sistema «espartano», consistente en entrar
en calor con un baño de vapor, friegas con aceite y en un baño de agua fría. A
partir de ese momento el número de las termas se multiplicó por cinco a lo
largo de los cuatro siglos siguientes, dejando atrás la llamada austeridad
espartana. En algunas hombres y mujeres se bañaban juntos desnudos. Un
espléndido despliegue de mármoles de importación permitía que se reflejaran
la luz y los colores y, durante el reinado de los sucesivos emperadores, estos
lugares adquirirían unas dimensiones enormes. «¿Qué cosa hay peor que
Nerón?», se decía. «¿Pero qué cosa es mejor que las termas de Nerón?» 449
Poco después se encontraría la respuesta: las termas de Tito, y más tarde aún
las curiosas termas de Trajano, un complejo deportivo de unos 10.000 metros
cuadrados de superficie, construido en el antiguo emplazamiento de un ala de
la «Domus Áurea» de Nerón. Dedicadas en 109, las termas eran una obra
maestra de la arquitectura, fabricadas en ladrillo y cemento, con una gran
piscina al aire libre y un enorme frigidario abovedado en forma de cruz en el eje
principal. Las posteriores termas de Diocleciano (ca. 305) eran todavía más
grandes, y tenían capacidad para 3.000 bañistas.
Aparte de los baños, la faceta más aceptable de las diversiones populares en
época de Augusto eran las carreras de caballos. Esta actividad tenía también a
sus espaldas una larga historia entre los ricos que competían en los juegos
griegos y fue una de las primeras importaciones en este sentido que llegaron a
Roma. El historiador Tácito remontaba las carreras de caballos de Roma a la
ciudad griega de Turios, en el sur de Italia, pero, según otros, probablemente
fuera una importación incluso anterior, procedente de las ciudades etruscas,
cuya nobleza era muy aficionada a ellas. 450 En Roma, este deporte adquirió
unos rasgos distintivos. La típica carrera de carros romana implicaba siete
«vueltas» alrededor de dos postes giratorios, realizadas en sentido contrario al
de las manecillas del reloj. El principal escenario era el Circo Máximo, en el que
los caballos aparecían por unos puntos de salida típicamente romanos, unas
cuadras llamadas carceres («cárceles»). En las carreras griegas, competían
numerosos carros individuales (tenemos atestiguados hasta cuarenta y uno en
una sola carrera); en Roma, en cambio, los participantes competían sólo en
múltiplos de cuatro, hasta un máximo de doce. Un motivo de que se formaran
esos cuartetos es que en Roma había cuatro «facciones», cada una de las
cuales se identificaba por un color (los Azules, los Verdes, los Rojos y los
Blancos). También estas facciones eran bastante antiguas (databan por lo
menos del siglo III a.C.) y, en consonancia con la preocupación de los nobles
romanos por su pertenencia a un «grupo de iguales», venían a reducir el
ámbito de la rivalidad personal de los individuos. Aunque la organización de las
facciones tenía importantes lazos con determinados ciudadanos prominentes
desde el punto de vista social, los equipos ya no participaban en nombre de un
individuo en concreto. En la década de 80 d. C. el emperador Domiciano
intentó añadir otras dos facciones, los Dorados y los Violetas, pero no duraron
mucho tiempo. Las competiciones entre dos facciones o «colores» eran
consideradas los acontecimientos más importantes de la jornada «después de
la procesión», y cuando participaban en ellas campeones famosos, suscitaban
una gran admiración. Conocemos la carrera de un gran campeón de las
carreras de carros, Gayo Apuleyo Diocles, que corrió en casi 2.000 ocasiones.
Sus resultados indican que el que primero se ponía a la cabeza de la carrera
solía ser el ganador. 451
También en este terreno había hecho Agripa una gran labor en Roma para
Octaviano a finales de la década de 30 a.C. Podemos seguir la pista de varios
libertos clientes suyos, relacionados con las escuderías de las carreras de
carros: regaló también los famosos delfines de plata que marcaban las vueltas
que debían darse en las carreras del Circo Máximo (conmemoraban la victoria
naval de Augusto sobre Sexto Pompeyo en 36 a. C). Con el tiempo, Augusto
permitió que las carreras de carros fueran incluidas en las celebraciones
públicas ofrecidas con motivo de su cumpleaños y donó un obelisco adquirido a
raíz de su victoria egipcia sobre Cleopatra, para que fuera colocado en el
centro del Circo. Las proporciones de este tipo de espectáculos eran
asombrosas. Hasta la época de Claudio no empezó a haber asientos de piedra
en el Circo, pero la carrera podían contemplarla más de 200.000 espectadores.
La multitud que acudía en Roma a las carreras sigue siendo la más numerosa
de la historia universal de los deportes.

En el circo y otros espacios al aire libre de la ciudad se desarrollaban también


espectáculos sangrientos y violentos. Ante todo pensamos en los combates de
gladiadores, pero había otros tres tipos de peleas: las sangrientas luchas entre
fieras salvajes, las cacerías entre animales salvajes y seres humanos, e incluso
las batallas navales ficticias (naumaquias) entre equipos de combatientes
armados. Sus orígenes se remontaban a los tiempos de la República, pero los
sucesores de Augusto lo impulsaron hasta alcanzar nuevas cotas.
La más reciente de estas «diversiones» era la naumaquia, especialidad romana
que empezó a ofrecerse en las espectaculares celebraciones del triunfo de
Julio César de 46 a.C. En cambio, las «cacerías» de fieras se originaron, al
parecer, mucho antes, en Cartago, donde estaban bien arraigados los
espectáculos crueles (incluida la crucifixión): Cartago tenía fácil acceso a la
numerosísima fauna salvaje del norte de África. Significativamente, las batallas
entre fieras salvajes aparecieron por primera vez en Roma durante las guerras
púnicas, cuando se mostraron en público elefantes, a los que se daba muerte a
lanzadas. 452 En 167 a.C. tenemos noticia por primera vez de una curiosa
variante: eran ofrecidos también a las fieras delincuentes y prisioneros de
guerra. Con frecuencia los participantes en esas «cacerías» eran sujetos con
grillos antes de que diera comienzo la competición. Las fieras iban atadas unas
a otras y los delincuentes salían a la arena con las manos atadas o eran
colgados, al alcance de los animales, de un poste o de una plataforma. El
combate puramente humano de los gladiadores era un espectáculo mucho más
antiguo. Se puso en escena por primera vez en Roma en 264 a.C. acaso a
imitación de los combates existentes en el sur de Italia, aunque los romanos lo
hacían remontar, como tantas otras costumbres suyas, al ejemplo de los
etruscos (y probablemente tuvieran razón).
Así pues, la práctica de los deportes en tiempos de Augusto fue heredera del
precedente establecido que ya habían explotado a fondo Pompeyo y Julio
César. Augusto estaba también orgulloso de sus «espectáculos sangrientos»:
en 2 a.C. recordaba veintiséis ocasiones en las que había ofrecido
espectáculos de cacerías en los que se habían abatido cerca de 3.500 fieras, y
dieciocho espectáculos de gladiadores en los que habían participado 10.000
hombres. 453 Construyó también un gran «lago» artificial en Roma en el que
ofreció en 2 a.C. un gran combate naval. Un siglo después todos estos motivos
de orgullo se verían eclipsados. Entre mayo de 107 y noviembre de 109,
Trajano celebraría su conquista de Dacia (la actual Rumania) con más de
veinte semanas de espectáculos sangrientos, presentando más de 5.500
parejas de gladiadores y matando a cerca de 11.000 animales. En 119, Adriano
celebró su cumpleaños con seis días de matanzas durante las cuales fueron
«cazados» y abatidos 1.000 animales (incluidos 200 leones) en seis jornadas
espectaculares. Los escenarios de todos estos entretenimientos mejoraron
también. En tiempos de Augusto, los espectáculos de Roma tenían lugar en
distintos emplazamientos, incluido el Foro, aunque uno de sus lugartenientes
construyó un anfiteatro de piedra. En la década de 70 d. C. la nueva dinastía
Flavio levantó el mayor anfiteatro de Roma, llamado hoy día «Coliseo», con
capacidad para 55.000 espectadores sentados. Aparte de presentar «cacerías»
de fieras y luchas de gladiadores, parece que podía ser inundado para ofrecer
representaciones de combates navales e incluso (en tiempos de Domiciano)
podía ser iluminado por las noches.

Las diversiones de Roma se pusieron también de moda en todo el Imperio. Lo


que menos impacto causó fueron las grandes carreras de carros. Aunque
podían verse carreras de carros al estilo romano en Alejandría (quizá
subvencionadas por el emperador), en pocas ciudades se levantaron
imitaciones tempranas del Circo de Roma (existe, sin embargo, una muy buena
en Mérida, en España). En el mundo griego, las carreras de caballos existían
ya desde hacía siglos y por lo tanto no necesitaban ser promovidas de nuevo.
Lo que realmente agarró fueron los espectáculos sangrientos. Los anfiteatros
se propagaron por Oriente y por Occidente, tanto en Londres (en el
emplazamiento del gran Guildhall) o en Atenas. El ejemplo más impresionante,
con importantes monumentos e inscripciones de gladiadores, fue descubierto
en la ciudad española de Córdoba en 2003. Determinados individuos ofrecían
este tipo de espectáculos también en el Oriente griego y las ciudades helénicas
rivalizaban entre sí en la organización de entretenimientos. Sobre todo los
gladiadores fueron asociados con el culto divino del emperador. Los
prestigiosos sumos sacerdotes de estos ritos organizaban estos espectáculos
para la muchedumbre enfervorizada que, sin duda, los veía como una forma de
contactar con el emperador ausente. Menos claro está que agarraran tanto en
el público los combates navales al estilo de Roma. Quizá se ofrecieran de vez
en cuando en los juegos provinciales celebrados para conmemorar la proeza
de Accio, la última gran batalla naval de Roma. En la capital, las naumaquias
eran representadas como un espectáculo de «historia virtual» en el que grupos
de actores interpretaban los antiguos enfrentamientos de la historia de Grecia.
La lectura del texto de Tucídides resultaba muy difícil, pero la Historia de la
guerra del Peloponeso encontró su público más numeroso en las multitudes
que asistían a este tipo de representaciones, en las que «Atenas» era
enfrentada a «Esparta» en los anfiteatros romanos inundados.
Esa exhibición pública de violencia suscita diversas cuestiones: ¿Por qué le
gustaba al público y por qué era tan relevante socialmente? Desde luego se
dejaron oír algunas voces críticas (algunas de las cuales, sin embargo, se
aprovecharon de ella), y los griegos de Rodas se negaron a permitir los
espectáculos de gladiadores. 454 La crueldad básica de estas actividades debió
de ser el principal obstáculo, aunque oímos hablar más bien de la ofensa moral
que suponía la participación de hombres «libres» en este tipo de asuntos. Sin
embargo, la afición por ellos persistió, porque, según se dice, se trata de un
sentimiento latente de la naturaleza humana. Por mucho que nos choque, no
podemos dejar de contemplarlos con estremecimiento, como le ocurría a lord
Byron ante una ejecución pública, cuando dice que sentía compasión de la
víctima pero no era capaz de sujetar con firmeza sus prismáticos de teatro.
La relevancia social es más inusual. Decir simplemente que los romanos eran
unos brutos o unos sádicos no es procedente. Para empezar, la relevancia de
estos juegos no dejó de tener críticos. Cuando se pusieron por primera vez en
escena los espectáculos de cacerías de animales allá por la década de 180
a.C. fueron prohibidos, aunque dicha prohibición probablemente se debiera al
temor y a la envidia que suscitaron entre los miembros de la clase alta
contemporáneos del individuo que los organizó. 455 Sólo tras las protestas
populares suscitadas en el curso de la siguiente década volvieron a permitirse
las «cacerías». El motivo del papel público que desempeñaron posteriormente
no es tanto el «sadismo» como el tipo concreto de rivalidad política existente en
Roma, donde los grandes hombres debían brillar ante la muchedumbre, y los
valores militares de los romanos que hacían aceptables este tipo de
manifestaciones. Ambas cosas contribuyeron a mantener en el candelero los
«espectáculos sangrientos». Los emperadores intensificaron después lo que
los romanos del período republicano ya habían empezado.
El enfrentamiento de unas fieras con otras constituía un espectáculo sangriento
exótico. La preocupación por los animales no suponía ningún freno: no hubo
movimientos pro derechos de los animales, sino sólo casos aislados de
compasión ante determinadas escenas emotivas, como la angustia de unos
elefantes que vio Cicerón. Esas exhibiciones con animales no formaban parte
de los «juegos» oficiales del calendario. Originalmente eran actos de
beneficencia privados y de ahí pasaron a ser espectáculos populares
extraordinarios organizados por individuos que querían quedar bien durante la
celebración de sus triunfos militares. Por extensión, este tipo de espectáculos
lúdicos se asoció con el desempeño de las magistraturas: se convirtieron en la
forma aceptada por todos que tenía un magistrado de ganarse el favor del
público. En la cultura característica de Roma, con su división entre «masas» y
«élite», los espectáculos ponían las emociones psicológicas al servicio de la
búsqueda de gloria de los políticos rivales. Los grandes hombres con
aspiraciones políticas apelaban a los que tenían el estatus de espectador (y el
derecho a voto, raramente ejercido) prometiendo exóticos derramamientos de
sangre de animales, cuya contemplación resultaba tan atractiva para la masa.
En las ciudades de provincia, esas «promesas» se convertirían en un primer
momento en el gesto presumible de todo aquel individuo que presentara su
candidatura a un alto cargo, incluso (cosa que nunca sucedería en Roma) a un
puesto en el consejo municipal. Resultaba muy útil tener contactos personales
en una provincia convenientemente «animal». La principal víctima en este
sentido sería el norte de África. En los mosaicos, podemos ver cómo se metía a
las fieras en jaulas y se preparaban para la travesía en barco, labor bastante
compleja, que, en el caso de los espectáculos imperiales, podía comportar la
intervención de soldados romanos encargados de la captura y el transporte de
los animales. En el magnífico mosaico de la localidad siciliana de Piazza
Armerina, de época posterior (ca. 300 d. C), el dibujo incluye un cazador
encerrado en una jaula: el cazador ha sido cazado y es contemplado por una
especie de grifo mítico.
Las exhibiciones de fieras enfrentándose a delincuentes tenían además otras
connotaciones. Eran ejecuciones públicas. A las víctimas humanas se les
concedía incluso un último pequeño honor. La noche antes de morir, se les
permitía celebrar una «última cena», a la que se permitía asistir al público que
al día siguiente iba a acudir a la arena. 456 El día señalado, podían incluso llevar
un traje de púrpura y alguna joya de oro en su breve y último momento de
«gloria». Al verlos, los espectadores tal vez vacilaran, aunque durante un breve
espacio de tiempo. A veces se cuenta que el valor de los cristianos
condenados impresionó al público pagano y que en cierta ocasión, como entre
los reos se encontraban unas mujeres desnudas que habían dado a luz
recientemente y cuyos «pechos aún destilaban leche», la multitud de Cartago
dejó constancia de su horror y las infortunadas fueron retiradas de la arena
para que se vistieran con más decencia. 457 No obstante, los espectadores
guardaban un gran distanciamiento del sufrimiento humano. Contemplaban la
muerte de unas víctimas que habían sido castigadas «justamente». Aquellos
granujas —pensaban— merecían lo que les estaba pasando, y socialmente
eran unos indeseables.
La distancia entre los espectadores y las víctimas se acentuaba cuando
semejantes castigos empezaron a ser puestos en escena en la Roma imperial
en montajes míticos o fantásticos. El propio Augusto hizo ejecutar a un famoso
bandido siciliano en el Foro Romano junto a una réplica del Etna «en erupción»
y encerró al desgraciado en una jaula situada debajo en compañía de animales
salvajes. Las espantosas posibilidades existentes se nos ponen de manifiesto
en una serie de epigramas de Marcial que celebraban el gran espectáculo
organizado por el emperador Tito en 80 d. C, con motivo de la inauguración del
Coliseo: describen la representación de «parodias» mitológicas con víctimas
humanas en el anfiteatro. Se podían hacer combinaciones de sexo y violencia
sumamente interesantes. Algunas lámparas de terracota halladas en las
inmediaciones del anfiteatro de la Atenas romana muestran mujeres
practicando el acto sexual con animales; en Roma sólo habría que dar un paso
más y se escenificaría el mito de Pasifae, que se ocultó en una vaca de madera
para unirse con el toro del que se había enamorado. «Lo que canta la leyenda,
lo muestran los juegos...»: el «mito virtual» se haría realidad. 458 Las
dimensiones míticas importaron elementos ya conocidos por el mimo, la
pantomima y el teatro. El programa habitual de una jornada de «espectáculos»
situaba las cacerías de animales por la mañana, y el ajusticiamiento de
delincuentes a la hora de comer. Las escenificaciones mitológicas mezclaban
la alta cultura con la más vulgar, en repetitivas sesiones matinales de simples
espectáculos de matanzas. Permitían la ostentación y el lujo y alejaban a los
espectadores todavía más de la realidad. Aquellos espectáculos no tenían
nada de «religioso» y se celebraban en honor de los antepasados difuntos.
Para nosotros, los gladiadores resultan más misteriosos que los espectáculos
de animales. Sin embargo, los gladiadores empezaban en su mayoría siendo
cautivos de guerra o delincuentes, y tenían la condición de esclavos. Una
carrera en la arena daba a aquellos «miserables» una oportunidad única de
obtener la gloria. Al igual que las cacerías, los espectáculos de gladiadores
nunca habían formado parte del calendario fijo de festejos de Roma. También
éstos empezaron como exhibiciones de carácter privado en los funerales, pero
luego se convirtieron en el regalo o «promesa» de los hombres ilustres que
celebraban un triunfo o que buscaban mayores honores (como el joven Julio
César, cuando fue edil en 65 a. C). Lo fundamental en este tipo de juegos es
que muchos espectadores se identificaban con los valores militares de los
duelos de hombres armados. Los anfiteatros construidos por encargo aparecen
por primera vez en las colonias de soldados veteranos de Italia y luego el
espectáculo conoció una amplia difusión a través de los campamentos
romanos establecidos en las provincias. Se decía incluso que resultaba
beneficioso para los espectadores ver cómo aquellos individuos inferiores
socialmente tenían un comportamiento «marcial» y aguantaban las heridas que
recibían. Naturalmente se producían muertes, pero eso no era lo esencial del
espectáculo. A veces los combatientes eran liberados cuando llegaban a un
«empate» honorable; en otras ocasiones, el luchador herido se rendía y el
combate se detenía. Tenemos noticias de luchadores profesionales que
sobrevivieron a treinta combates, algunos de los cuales incluso perdieron. Se
sabe, sin embargo, que al emperador Claudio le gustaban los finales
sangrientos.
Potencialmente, se podía ganar mucho dinero y hacer una buena carrera en
este campo, y los esclavos o los delincuentes podían obtener también la
libertad. Entre el público, algunos se volvían locos por determinados «astros»
de la arena: en Pompeya, los graffiti cantan las alabanzas de algunos
llamándolos «capricho de las nenas» o «cazadores nocturnos de chávalas». 459
También para las mujeres, los «uniformes» y los músculos podían resultar
sumamente excitantes: Augusto decretó que en los espectáculos de
gladiadores las mujeres debían ocupar únicamente las gradas más altas y las
últimas filas. Estas peleas empezaron a provocar una gran fascinación, que
atrajo hasta la arena incluso a algunos combatientes libres. Los niños jugaban
«a los gladiadores» y de vez en cuando también aparecían gladiadoras: en
Ostia, un benefactor se jacta en una inscripción de ser «el primero en hacer
combatir a mujeres desde que se fundó Roma». 460 Las minorías gozaron
asimismo del beneplácito de un nuevo público en el anfiteatro. En 57, cone
motivo de la visita de un príncipe oriental, Nerón puso en escena a «los
negros», un espectáculo en el que intervinieron sólo combatientes
norteafricanos, incluidos mujeres y niños. A Domiciano quedó reservada la
gloria de presentar peleas de mujeres contra enanos. 461
Para Augusto y sus sucesores, esta cultura cada vez más arraigada de los
espectáculos supuso una carta muy valiosa frente al público. A diferencia de
los grandes personajes de la República, los emperadores monopolizaban ahora
los triunfos: tenían con diferencia muchos más recursos que nadie; podían
hacer gala de la máxima «liberalidad» y magnificencia en los espectáculos que
daban para la plebe y con los cuales no podía competir nadie. No tardaron en
crear una escuela especial de gladiadores (probablemente desde los tiempos
de Augusto). Tenían tropas de gladiadores y poco a poco llegaron a dominar la
organización de este tipo de combates; dominaban además las carreras de
carros. No obstante, en su calidad de «Primeros Ciudadanos», se suponía que
debían asistir a los espectáculos en persona. Recibían la aprobación del
público cuando, como Augusto o Adriano, mostraban un fuerte interés por los
acontecimientos, mientras que Julio César había cometido la imprudencia de
leer su correspondencia durante los espectáculos. Los emperadores estaban
bien asesorados para que mostraran interés, pues los varios millones de
espectadores que asistían al teatro, o los 150.000 o más que acudían al Circo
Máximo solían aprovechar la ocasión para expresar a gritos sus quejas o las
alabanzas del soberano y su familia. Los hombres de la época veían en estos
espectáculos como una alternativa a la política, pero además eran otra cosa.
Eran un diálogo entre el soberano y su pueblo, cuyas exigencias casi nunca
eran demasiado radicales. La multitud solía gritar pidiendo cosas concretas de
naturaleza bastante limitada, a veces incluso cómica. La ocasión se prestaba al
lenguaje franco y a la «licencia» en un escenario no político, no un sustitutivo
de la democracia ausente. Pero constituía también para los visitantes
extranjeros y para los espectadores del orden senatorial un poderoso
recordatorio de que el «César» disfrutaba de una relación con la plebe de la
que ellos probablemente no podrían disfrutar nunca.
El problema para Augusto no estaba tanto en la multitud como en algunos
jóvenes miembros de sus estimados órdenes superiores. Desde la década de
40 a.C. los integrantes de la alta sociedad de Roma habían mostrado un
«desagradable» deseo de aparecer personalmente en escena o incluso de
combatir en la arena. No contribuyó en absoluto a la promoción de los valores
ancestrales el hecho de que Marcelo, el propio sobrino de Augusto, permitiera
a un caballero romano y a varias matronas respetables aparecer en el
espectáculo público que dio cuando ocupó una magistratura menor. Se prohibió
a los senadores, a los caballeros y a sus familias aparecer como actores o
como gladiadores, pero al final la prohibición acabó resultando inútil. En 11 d.
C. Augusto tuvo que levantar la prohibición de que los caballeros combatieran
como gladiadores: él mismo, en su vejez, asistió a un espectáculo en el que
intervinieron personajes de este rango. Se mantuvo la prohibición para las
mujeres libres, pero sólo si eran menores de veinte años. Parece, sin embargo,
que las carreras de carros siguieron sin estar reguladas.
El austero Tiberio no tardó en poner en vigor la prohibición, pero no duraría
mucho tiempo. Para los jóvenes acalorados resultaba mucho más excitante
competir en la arena con una red, una espada o un tridente que sostener la
antigua moralidad vistiendo una pesada toga candida. Con el tiempo, habría
emperadores que compartirían esa misma opinión. A Calígula le gustaba jugar
a ser gladiador, mientras que Nerón actuó en los escenarios y participó en una
carrera de carros. En una ocasión, después de una pelea de avestruces en el
anfiteatro, les cortó el cuello y se presentó ante los senadores que ocupaban
los asientos especiales que les estaban reservados blandiendo una espada en
una mano y la cabeza ensangrentada de una de estas aves en la otra. Les hizo
un gesto con la mano dando a entender que los próximos cuellos que pensaba
cortar eran los suyos. Y cuando murió hubo incluso senadores que compraron
su indumentaria y sus armas de gladiador. 462

Capítulo 43 - EL EJÉRCITO ROMANO

Número total de ausentes 456


Incluidos 5 centuriones
Resto presentes 296
Incluido 1 centurión
De los que:
Enfermos 15
Heridos 6
Sufren de inflamación ocular 10
Total 31
Resto, aptos para el servicio 265
Incluido 1 centurión.
Informe de las fuerzas de la Primera Cohorte de Tungros a fecha 18 de
mayo (probablemente a comienzos de la década de 90 d. C.) en
Vindolanda, al norte de Britania (Tabulae Vindolandenses 1.154).

Durante casi sesenta años la relación más importante que mantendría Augusto
no sería con la multitud que llenaba los teatros, sino con el ejército. Los
soldados habían vivido con la caída de la República unos cambios muy
profundos que resultarían trascendentales para la verdadera «revolución
romana». Desde los tiempos de Sila, su número había aumentado
vertiginosamente. A la muerte de Julio César había más de cuarenta legiones
(compuesta cada una de ellas por unos cinco mil hombres); el asentamiento en
colonias de los veteranos seguía suponiendo una operación ingente tanto
dentro como fuera de Italia. Con Augusto, las legiones fueron reducidas en un
principio a veintiséis, pero en 23 d. C, año para el que ya disponemos de cifras
claras, seguían computándose ciento cincuenta mil soldados de condición
ciudadana en las legiones (por entonces, veinticinco) más otras ciento
cincuenta mil tropas auxiliares en las importantes unidades de apoyo, casi la
totalidad de cuyos integrantes eran de origen no romano, y sólo recibirían la
ciudadanía una vez licenciados. A medida que las fronteras del imperio fueron
extendiéndose, esos hombres empezaron a estacionarse en territorios cada
vez más lejanos, pero su número total siguió siendo enorme.
La duración del servicio militar también se alargó notablemente. La época de
los triunviros se había caracterizado por los largos períodos bajo las armas de
los reclutas, pero después de Accio esos períodos fueron oficializados. Los
legionarios tuvieron que empezar a prestar servicio durante dieciséis años
(veinte a partir de 5 d. C), y en 13 a.C. se añadieron otros cuatro años «bajo los
estandartes» para los que ya habían cumplido su plazo. Durante ese período
«extra», se suponía que sólo podía recurrirse a ellos para entrar en combate
contra el enemigo. De hecho, el servicio podía llegar a prolongarse hasta
treinta años sin recibir el licénciamiento definitivo; durante la República, la
duración máxima había sido de seis años. Con Augusto, por lo tanto, hubo un
verdadero ejército permanente. Era bastante distinto a aquellas tropas de
ciudadanos que eran llamados a filas por un breve espacio de tiempo en las
ciudades-estado griegas, y era mucho mayor que los reducidos ejércitos de los
reyes helenísticos que se ampliaban en tiempos de guerra mediante la
contratación de mercenarios o el reclutamiento de colonos en las zonas rurales.
Incluso contaba con flotas localizadas en diversas bases navales que formaban
una pequeña armada permanente.
Como todos los emperadores, Adriano supo reconocer la importancia de ese
ejército, especialmente cuando tuvo que encabezar la retirada de Oriente tras
las desastrosas campañas de su predecesor. Pero como no era un emperador
guerrero, se convirtió en un emperador viajero. Desprendía un aura militar
cuando hablaba a sus hombres en cada provincia, compartiendo con ellos
incluso sus raciones de pan y queso. Por aquel entonces (ca. 120) el ejército
era todavía más grande porque había aumentado el número de auxiliares y de
naves: había aproximadamente medio millón de hombres en activo,
probablemente uno de cada ciento veinte habitantes del imperio. No sería
hasta el siglo XVII cuando Francia lograría alcanzar esa misma proporción en
un solo reino.
A partir de Augusto, todos los emperadores recibirían el título de general
(Imperator). En consecuencia, las estatuas a menudo representan a los
emperadores con uniforme militar, y la derrota de los bárbaros se convierte en
uno de los elementos más importantes de su imagen tanto en el arte como en
la poesía. Llevaban una corona de laurel (símbolo de la victoria), y en las
fiestas vestían la túnica especial de los generales «triunfadores». Podemos
comprobar perfectamente por qué el historial militar de Augusto era uno de sus
puntos más débiles. Pues, en calidad de emperador, fue él quien trató con el
ejército en general. Fue él quien estableció las distintas pagas, las dietas y la
duración de los servicios para cada graduación militar. 463 Hasta 6 d. C. pagó
las recompensas debidas a los soldados tras su licénciamiento y entregó los
pertinentes «diplomas» a los auxiliares que se retiraban. Sólo por orden suya
se fundaban colonias para veteranos: los detalles del «mapa» de cada colonia
y sus derechos de propiedad serían depositados, debidamente firmados, en los
archivos del propio emperador. 464 Si la tierra en la que se establecía la colonia
tenía que ser comprada (a veces no era así), era Augusto quien satisfacía la
cantidad necesaria para la adquisición, circunstancia que subraya en el informe
de sus gestas, pues hasta entonces nunca nadie había pagado tanto dinero por
tierras. La mayoría de las legiones se encontraban en provincias imperiales, no
en las «senatoriales», y en ellas sus agentes velaban por el pago de los
salarios a los soldados. 465 En ellas, sólo él daba condecoraciones militares,
aunque todos los veteranos, independientemente del lugar donde estuvieran,
eran «suyos». Cuando licenció a numerosos veteranos tras la batalla de Accio,
les concedió la ciudadanía romana con todos sus privilegios, el derecho de voto
en Roma en la tribu que escogieran, la exención de todas las obligaciones
cívicas en sus ciudades natales si así lo deseaban, y la inmunidad fiscal en
diversos tipos de exacciones. Sin embargo, los veteranos asentados, por
ejemplo, en España, difícilmente se preocuparían de ejercer su derecho de
voto en Roma, mientras que los habitantes de sus ciudades indudablemente
pondrían a su disposición diversos cargos locales con ofertas que no habrían
podido rechazar. Los privilegios tenían que ser reclamados por sus
beneficiarios, pero no se vieron limitados hasta finales del siglo II (cuando se
rebajó el período de su validez a cuatro años), y no fueron abolidos hasta el
siglo III.
Por respeto al emperador en su calidad de comandante supremo, los soldados
observaban un calendario romano de fiestas y sacrificios religiosos. Es
probable que su concepción se remontara al reinado de Augusto, aunque sólo
encontramos pruebas claras de su existencia en una época posterior, cuando
el número de sacrificios en honor de los emperadores y las emperatrices
divinizados había crecido considerablemente. En el centro de cualquier
campamento de legionarios, se levantaba una capilla con los estandartes de la
legión y las imágenes del emperador y los dioses romanos (también se
depositaban en ella los ahorros de los soldados). Se realizaban rituales
romanos de purificación y se llevaba a cabo la toma de augurios: ha llegado a
nuestras manos el calendario de una unidad auxiliar, formada por no
ciudadanos, en el que se incluyen diversos votos a realizar el 3 de enero para
el bienestar del emperador y la eternidad del imperio, además de distintos
sacrificios en honor de la Tríada Capitolina. 466
En tiempos de la República el hecho de negarse a prestar servicio militar
estaba penado con la muerte. En la nueva era ese castigo desapareció. En
adelante el servicio en las legiones sería casi siempre voluntario, o el
reclutamiento forzoso sería excepcional. En dos momentos de crisis, los años 5
y 9 d. C, Augusto sí tuvo que recurrir a él; en la década de 60, sin embargo, el
emperador Nerón vio que no podía ordenar un reclutamiento forzoso cuando
quisiera. 467 Cuando tenemos atestiguadas localmente levas en el imperio, se
trata o de levas de voluntarios o de unidades auxiliares formadas por no
ciudadanos. Aún así, observamos también que los oficiales encargados del
reclutamiento son hombres del emperador. Se calcula que, una vez
descontadas las bajas y las jubilaciones habituales, eran necesarios unos seis
mil reclutas anuales para satisfacer las necesidades del ejército con el fin de
mantener las legiones en todo su vigor. Las cifras de los censos romanos que
han llegado a nuestras manos indican que el número cada vez mayor de
ciudadanos habría podido satisfacer fácilmente esas necesidades. Por lo tanto
habría hecho falta una demanda muy grande y repentina de soldados para
hacer del reclutamiento forzoso una necesidad urgente. Por lo demás, el
emperador y sus hombres se encargaban simplemente de velar por ella. Ya en
23 d. C. el hecho de que Tiberio consultara con el senado el tema del
reclutamiento militar constituía un caso bastante excepcional. 468 Incluso los
nombramientos de los mandos de rango inferior se sometían a la aprobación
personal del emperador, lejos de ser consultados a la opinión pública. Por
casualidad hemos descubierto (a través de un poema escrito en la década de
80) que uno de los secretarios del emperador era el encargado de recibir la
correspondencia relativa a los comandantes de la caballería, los tribunos
militares y otros oficiales subordinados tanto para dar el visto bueno a sus
nombramientos, como para ayudar al emperador en el caso de que deseara
nombrarlos personalmente desde arriba. 469
La táctica de los soldados se había diversificado durante la caída de la
República, pero el prototipo de legionario seguía siendo el mismo: continuaba
yendo armado con una pica (pilum), que era arrojada cuando el adversario
estaba cerca, y se ayudaba con el empleo efectivo de la espada. Calzaba las
mismas sandalias que antes, provistas de pesadas suelas de clavos («botas
militares»), vestía una cota de malla (sustituida posteriormente por un peto de
tiras de hierro unidas) y se protegía con un sólido yelmo de metal y un escudo
ovalado, o, a partir de 100 d. C, rectangular. Cuando llevaba toda su armadura,
no podía nadar, aunque la natación era una de sus mejores cualidades, pues
formaba parte del adiestramiento recomendado. En formación cerrada, la
alineación de sus escudos podía resistir el embate de todo tipo de proyectiles;
al abrirse la formación, los soldados podían pasar entre los carros provistos de
cuchillas que lanzaban contra ellos sin demasiada efectividad los ejércitos
britanos. También disponían de catapultas para arrojar piedras y saetas,
impulsadas por torsión (una de ellas recibía el nombre de asno salvaje por la
fuerza de sus «coces»). Los romanos copiaron esta maquinaria del mundo
griego, y colocaban unos sesenta de esos aparejos detrás de cada legión para
que la batalla iniciara con una gran cortina de fuego que saliera disparada por
encima de la cabeza de los legionarios.
El principal avance táctico consistió en el empleo cada vez mayor de soldados
auxiliares locales no romanos. A finales del siglo I d. C. las tropas provinciales
de infantería ligera se pondrían delante de la línea tradicional de legionarios y
sufrirían la mayor parte del embate inicial. En las alas, los escuadrones de la
caballería compuesta por jinetes no órnanos dispararían sus flechas y
arrojarían sus jabalinas, y se precipitarían en diagonal sobre el enemigo o
rodearían sus flancos. La carga de la caballería en formación de cuña contra el
centro del ejército enemigo, signo distintivo de las grandes victorias de
Alejandro, ya no estaba de moda. La caballería enemiga solía estar formada
por escaramuzadores, especialmente en Oriente Próximo, donde los jinetes
partos acostumbraban a disparar decenas de flechas mientras emprendían la
retirada.
Hubo también siempre una caballería formada por ciudadanos romanos, que
fue utilizada con eficacia por última vez en 109 a. C: en la Roma de Augusto,
entre los miembros del orden ecuestre que disponían de «caballos públicos»
había individuos como el poeta Ovidio. De modo que el grueso de la caballería
romana tenía que depender de soldados auxiliares y provinciales. Entre 60 y 40
a.C. Julio César fue descubriendo y aprovechando la excepcional destreza de
las caballerías germana y gala. También en España Augusto se quedó
sorprendido de la rapidez de los jinetes nativos y de su habilidad en el
lanzamiento de jabalina montados a caballo, detalles que recoge en su
autobiografía. Tras observar la actuación de esos soldados en Germania, Plinio
el Viejo escribiría un manual sobre sus tácticas que se conserva en parte: cabe
señalar que en latín numerosos vocablos técnicos relacionados con el mundo
de la caballería se basan a menudo en palabras hispanas o galas. Todavía
podemos leer el discurso que pronunció el emperador Adriano en el norte de
África, comentando la hermosa demostración en su arte que habían hecho sus
tropas de caballería. Aún no existían los estribos que habrían de permitir a los
jinetes adoptar una postura estable, pero los romanos adoptarían una silla de
montar, invento de los celtas: llevaban incorporados dos «cuernos», o pomos,
que los ayudaban a mantenerse más firmes.
Un cuerpo concreto de la caballería alcanzó el más alto honor: los jinetes
germanos, unos individuos increíblemente fornidos cuyos «sorprendentes
físicos» causaron la admiración de Julio César, quien no dudó en reclutarlos
para su guardia montada personal. A la muerte del gran general, esos guardias
se repartieron entre Marco Antonio y el nuevo «César». Tras su victoria,
Augusto decidió conservarlos a todos, creando así su espléndido cuerpo de
guardia de imponente estatura, a la que estacionó en Roma, astutamente al
norte del Tíber. En 118, ya en tiempos de Adriano, un poema describe cómo
uno de esos jinetes germanos cruzó a nado «las profundas aguas del ancho
Danubio equipado con toda su armadura ... disparé con mi arco una flecha a la
que di y partí con una segunda mientras volaba por el aire y caía ... A ver quién
es capaz de emular semejante proeza». 470 No hubo nadie que lo hiciera
entonces, y esos guardias germanos siguieron en activo durante siglos: los
sucesores de Augusto a veces los pusieron a las órdenes de un experto
gladiador. Fueron un apoyo fundamental del «Príncipe».
Más prominencia aún alcanzaron los guardias del emperador, esto es, los
pretorianos. Estas tropas de infantería se habían desarrollado durante la última
fase de la guerra civil, en la que prestaron sus servicios a los dos líderes
principales. Bien pagados y cuidadosamente seleccionados, los pretorianos
fueron amalgamados por el vencedor en un solo cuerpo de nueve mil soldados;
los de Augusto procedían en su gran mayoría de Italia. A partir de la década de
20 d. C. fueron concentrados en distintos cuarteles de Roma, constituyendo
una presencia absolutamente antirrepublicana, y su mando, que había
empezado siendo ostentado por caballeros de poco rango, pasó a algunos de
los intrigantes más influyentes de la primera época del imperio, a Sejano
durante el reinado de Tiberio, o al odioso Tigelino, que no hizo nada por
mejorar la moralidad de Nerón. La guardia pretoriana se convertiría en un
elemento fundamental en la sucesión al trono y la supervivencia de todos los
emperadores.
Las legiones principales siempre estaban integradas por ciudadanos romanos.
Sin embargo, la ciudadanía podía ser concedida rápidamente a los voluntarios
locales antes de enrolarse. Las tropas auxiliares, en cambio, servían siempre
en calidad de no ciudadanos con la perspectiva de conseguir esta distinción
una vez licenciados. Sus unidades llevaban nombres étnicos, pero no tardaron
en incluir a individuos de diversas nacionalidades, convirtiéndose en un
verdadero crisol. Los hombres más salvajes e indómitos raras veces prestaban
sus servicios en su propia patria. Así pues, los britanos solían ser enviados a
Europa central, y los fornidos germanos eran estacionados cerca de Escocia en
el Muro de Adriano. La paga de los legionarios no era particularmente
espléndida, y en tiempos de Augusto se deducía el importe de las armas, las
tiendas de campaña y la vestimenta. Inevitablemente, también había pagos
«bajo cuerda», exigidos por los centuriones para «garantizar» al soldado sus
permisos. Este tipo de «cobros» no fue abolido (al menos oficialmente) hasta
69 d. C, y con el tiempo las deducciones salariales fueron disminuyendo; las
sumas retenidas en concepto de tiendas y armamento pasaron a ser
consideradas depósitos a devolver tras el licénciamiento del soldado. 471 Los
guardias pretorianos estaban mucho mejor pagados, mientras que las tropas
auxiliares cobraban menos, aunque su paga podía variar y equivaler a veces a
la de un legionario (las tarifas salariales exactas siguen siendo discutidas).
Como ha ocurrido siempre, la de soldado fue la profesión asalariada más
extendida de la Antigüedad.
El premio era la recompensa obtenida tras el licénciamiento. Marco Antonio y
Octaviano habían empezado por buscar en Italia parcelas de unas doce
hectáreas para los veteranos: después de Accio, se produjo una gran oleada
de asentamientos que llevó a esos soldados retirados principalmente a las
provincias. A partir de 6 d. C. empezó a ofrecerse la posibilidad de cobros en
efectivo, financiados por el tesoro militar de reciente creación: no obstante,
esos pagos eran inferiores al menos en dos tercios a los que anteriormente se
habían ofrecido durante las guerras de finales de la década de 40 a.C. No
ayudó mucho el hecho de que ese tesoro se financiara en parte con la
introducción del nuevo, y odiado, impuesto sobre las herencias que comenzó a
aplicarse a los ciudadanos romanos. Siguieron ofreciéndose pequeñas
parcelas (Nerón intentó incluso que fueran ofrecidas en suelo italiano), pero lo
cierto es que en 14 d. C. los soldados se lamentaban de que se les quitaba del
medio con la concesión de un pedazo de tierra en terrenos pantanosos o en
escarpadas montañas.
A pesar del nuevo tesoro, el reinado de Augusto acabó con la moral del ejército
por los suelos, con una necesidad constante de nuevos reclutamientos y con
importantes motines en la frontera del norte. El principal culpable de aquella
situación debemos buscarlo en el empeño personal del emperador a partir de 5
a.C. por emprender campañas militares en el norte. Las luchas encarnizadas
en la zona permitieron el avance de Roma hasta los ríos Elba y Weser; el
principal enemigo que seguía ofreciendo resistencia, Marobodo, estaba
considerado el «peor azote desde Aníbal», 472 pero para hacerle frente fue
necesario el reclutamiento de numerosos soldados de todas partes, que
provocó numerosas revueltas en los Balcanes, especialmente en el Ilírico. Al
final, hubo que entablar negociaciones con Marobodo. En 9 d. C. el
contraataque de los germanos cogió dispersas y desprevenidas a las legiones,
y supuso una derrota sin paliativos para su general, Varo: el héroe germano de
esa acción fue Arminio (de donde procede el nombre «Hermán el Germano»).
Las acciones de represalia fueron capitaneadas por el futuro emperador
Tiberio, que reinstauró modos disciplinarios ya en desuso e impuso el más
estricto orden. No podían ser peor agüero de lo que serían sus años como
emperador.
Para poder emprender esas campañas, se impidió durante mucho tiempo el
licénciamiento de los soldados, a veces hasta treinta años: la prolongación de
las prestaciones de los servicios seguía siendo una práctica habitual, y dejaría
sentir sus consecuencias. La obligatoriedad del servicio militar en Roma
también había puesto a mucha gentuza en primera línea. La situación supuso
una verdadera mancha en la administración militar de Augusto, que en
cualquier caso ya se había visto empañada. Los viejos métodos de disciplina
impuestos por Tiberio y sus contemporáneos tampoco ayudaron a levantar la
moral, sobre todo cuando éstos se presentaron dispuestos a arreglar las cosas
después de varios generales mucho más blandos.
Al tener unas causas tan concretas, los motines de14 d. C. eran perfectamente
subsanables. Curiosamente, no volvieron a producirse, ni siquiera en 69
cuando cuatro emperadores marcharon sucesivamente unos contra otros. Ese
mismo año ni siquiera hubo la necesidad de aumentar el salario de los
soldados para motivarlos (se mantuvo sin cambios hasta el reinado de
Domiciano). Mientras tanto, en muchas provincias, la vida en el ejército adquirió
un ritmo de cotidianidad propio de los tiempos de paz. De los manuales
militares y los informes diarios que se han conservado en papiros, se
desprende que no era en absoluto una vida aburrida. 473 Se practicaban
regularmente ejercicios, y había una serie de importantes obligaciones civiles
que cumplir, entre otras, la construcción de calzadas, la explotación de
canteras y minas y la erección de puentes. Los soldados fueron involucrándose
en la vida que los rodeaba, participando incluso en la lucha contra las plagas
de langosta. Irremediablemente, se apelaba a sus jefes para que arbitraran y
dirimieran las disputas, y no sólo las que pudieran surgir entre los soldados.
Buena parte de lo que entendemos como «romanización» fue obra de los
soldados que permanecieron durante largo tiempo en activo (incluidos los
acueductos erigidos en el norte de África). Los campamentos legionarios se
convirtieron en viveros de arquitectos e ingenieros expertos que también
podían prestar su asesoramiento en numerosos proyectos civiles. Había un
volumen enorme de papeleo para llevar los listados diarios y todos los detalles
relativos a la paga: los manuales instaban a que, en la medida de lo posible, los
soldados supieran leer y escribir, y el servicio militar fue sin duda un agente
promotor de esos conocimientos.
Los generales de las legiones eran senadores (menos en Egipto), y en las
provincias que contaban con varias legiones solían ser hombres de treinta y
tantos años que ya habían ejercido normalmente una preñara en Roma. Los
pilares de apoyo de aquellos novatos eran los centuriones más veteranos, en
su mayoría individuos tan duros como el acero. Los expertos «prefectos del
campamento» también tenían mucha importancia en este sentido. Cada legión
contaba además con cinco tribunos experimentados pertenecientes también al
orden ecuestre: el sexto tribuno era un joven de dieciocho o diecinueve años de
rango senatorial. En comparación, carecía realmente de experiencia, pero
probablemente el legado al mando disfrutara de su compañía. Según Tácito,
era muy raro que esos jóvenes privilegiados no convirtieran la milicia en
disipación o se valieran de su cargo de tribuno inexperto para obtener placeres
y permisos. 474
Incluso la dieta habitual de los soldados solía ser sorprendentemente variada, e
incluía, además, diversos tipos de carne (en su mayoría, carne de caza). En el
ejército, por lo tanto, las actividades cinegéticas se extendieron hasta los
niveles inferiores de la escala social. Por otro lado, en los campamentos se
fabricaba el equipamiento de los soldados, incluidas las armas, mientras que
los suministros básicos eran abastecidos por la provincia, transportados a
veces desde lugares lejanos. No sabemos con qué frecuencia se abonaba
puntualmente el importe de esos productos. Se ha calculado que una legión
consumía «dos mil toneladas» de grano al año, y que para el mantenimiento de
las monturas de una unidad de caballería eran necesarias otras «seiscientas
treinta y cinco»: habría sido necesaria una altísima demanda de servicios
locales pagados por parte de los soldados para compensar a la población de la
provincia por esas cargas. No obstante, los soldados tenían una ventaja propia
de la vida militar de la que carecían los civiles, a saber, el cuidado de los
enfermos. Los hospitales son, en efecto, una invención del ejército romano.
Durante los largos intervalos de paz, la vida de los soldados de esos
campamentos se relajaba inevitablemente, y entonces solía salir a escena el
inveterado temor de los romanos al lujo. La llegada de un nuevo comandante o
la visita del emperador servía a veces para reinstaurar la disciplina: en 121-122
Adriano emprendió esa tarea en Germania. Las camas fueron prohibidas (el
propio emperador dormía en el campamento sobre un lecho de paja), y los
vistosos comedores y los pórticos fueron demolidos. Sin duda habían sido
creados por oficiales de costumbres relajadas: incluso se procedió a arrancar
todas las plantas de sus jardines ornamentales. El propio Adriano reemprendió
las duras marchas de hasta treinta kilómetros con la armadura puesta, ejercicio
que volvió a imponer a las legiones. Su «disciplina» sería recordada durante
siglos por los autores de los manuales militares. 475 Como práctica general, las
unidades solían trasladarse de un lugar a otro, cubriendo una considerable
extensión de territorio más allá de sus bases: en tiempos de Adriano, las torres
de vigilancia se habían hecho habituales, y las avanzadillas podían encontrarse
a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia del campamento principal.
Los genios militares, por su parte, no olvidaron que, según se decía, los
hombres de Aníbal habían sido víctimas de aquel invierno transcurrido en
medio de los lujos de Capua; y los de Sila, de los de Asia. Así pues, con el
tiempo, los campamentos legionarios serían trasladados de un lugar a otro, y
tras ellos, en su viejo emplazamiento, surgiría una nueva ciudad. Por lo tanto,
el temor al lujo contribuyó indirectamente a urbanizar a los súbditos de Roma.
Las ciudades y pueblos que se desarrollaron a partir de antiguos
emplazamientos militares sirvieron para relajar a los provinciales a los que se
suponía que los curtidos soldados habían tenido que proteger. En Britania,
ciudades como Gloucester y Lincoln nacieron de esta manera. Si bien era
necesario mantener a los soldados separados de las ciudades, también había
que mantenerlos alejados de las mujeres, sobre todo de las casaderas. Desde
los tiempos de Augusto hasta el siglo III, los legionarios tuvieron prohibido
contraer matrimonio. Cuando un individuo estaba casado y entraba en el
ejército, su unión quedaba disuelta en el momento de ser reclutado. Por
supuesto, era imposible mantener a los hombres apartados de las mujeres.
Surgían relaciones sentimentales (los soldados hablaban incluso sobre
«novias» y «amadas» en sus cartas), y los burdeles también tenían mucho
trabajo, aunque se sabe de una unidad militar destacada en la costa
septentrional del mar Negro que recaudó impuestos locales de las prostitutas.
Los hijos de los legionarios, sin embargo, eran ilegítimos. En algunas
inscripciones encontramos alusiones a «hijos de Espurio» (bastardos de
soldados), y en ciertos papiros del Egipto romano se hace referencia con toda
claridad a un grupo de «los sin padre». 476 No son huérfanos: son fruto de
uniones prohibidas por la ley, ya fuera entre romanos y egipcios como entre
legionarios romanos y mujeres nativas. Mucho antes de que aparecieran los
profesionales del celibato de los monasterios cristianos, los cerebros militares
de Roma ya se habían opuesto al matrimonio. Una de las ventajas era que, si
ocurría un desastre militar, no había nada que pagar a viudas o familiares de
los soldados muertos.

Capítulo 44 - LA NUEVA ERA

Éste es el juramento prestado por los paflagonios y los romanos que


hacen negocios entre ellos. «Juro por Zeus, la Tierra, el Sol, por todos
los dioses y diosas, y por el propio Augusto, que seré favorable a [Cé]sar
Augusto, sus hijos y sus descendientes durante todos los días de mi
[vida] de palabra, de obra y pensamiento ... Cuanto vea y oiga que se
dice o se trama o se hace contra ellos, lo denunciaré y seré enemigo de
la persona que diga, trame o haga algo de eso... Si hago algo que vaya
en contra de este [juramento] ... ruego que caigan sobre mí, sobre mi
cuerpo, mi alma y mi vida, sobre mis hijos y toda mi familia y todo lo que
nos es útil, la destrucción, la destrucción total hasta el extermino de mi
linaje y de todos mis descendientes...» Con estas mismas palabras
prestaron juramento todos [los habitantes del país] en los templos de
Augusto de los distritos [de Paflagonia] ante los altares [de Augusto].
Juramento prestado en Paflagonia, 6 de marzo de 3 a.C.

La primera legislación moral de Augusto fue el preludio de su celebración de


una «nueva era» de Roma. Se citó convenientemente un «antiguo» oráculo
para respaldar dicha afirmación y, aduciendo unos argumentos más que
cuestionables, se calculó que el comienzo de esa nueva era caía en el año 17
a.C. Durante tres días con sus noches, a partir del 31 de mayo, se ofrecieron
sacrificios de animales a los dioses griegos y romanos bajo la dirección general
de los sacerdotes tradicionales para esta ocasión. Se dieron al pueblo los
elementos tradicionales para llevar a cabo la purificación, pero fueron Augusto
y su heredero Agripa, hombre de origen oscuro, los que dirigieron las
operaciones. Los ritos diurnos fueron toda una innovación: las siniestras
divinidades infernales fueron sustituidas por la diosa del nacimiento, la madre
Tierra y dioses como Apolo, Diana y Júpiter. Como tantos otros elementos del
conservadurismo reconocido por Augusto, parece que la ocasión tradicional fue
readaptada de una forma nueva.
El último día, dos buenos coros, uno de veintisiete mancebos, y otro de
veintisiete doncellas, cuyos padres estaban vivos, cantaron un himno
especialmente encargado para la ocasión. El himno fue ejecutado dos veces
por aquellos confiados jóvenes patriotas, primero en honor de Apolo en el
templo recientemente construido para este dios en el Palatino, y luego en honor
de Júpiter, el dios «padre» de los romanos, en el Capitolio. El himno fue escrito
por el poeta Horacio y podemos apreciar cuánto se aleja de los rituales que lo
precedieron. Se ruega en él por el éxito de la legislación sobre los matrimonios
recientemente aprobada (los «decretos de los padres sobre el sometimiento de
las mujeres al yugo»); evoca el pasado troyano de Roma, que el gran poema
de Virgilio, la Eneida, había hecho tan famoso sólo dos años antes; alaba a
Augusto y pide que todas sus oraciones sean escuchadas; es el descendiente
de Venus, el único (parafraseando a Virgilio) «superior al que se le enfrenta,
indulgente con el enemigo caído». 477 Gobierna en el lejano Oriente, y hasta los
«indios, tan orgullosos antes», vienen a pedirle órdenes (en 25 a.C. se había
presentado ante Augusto una embajada india y en 20 a.C. se concluyó un
tratado de «amistad»).
El himno de Horacio evoca la tasa de natalidad, las conquistas y los valores
morales (el Honor y la antigua Modestia). Hace alusión a la familia legendaria
de Augusto, la fertilidad de la tierra y el futuro de Roma. Semejante poema era
bastante nuevo para este tipo de ocasión. A continuación pudieron verse
representaciones teatrales, carreras de carros y «cacerías» de fieras, que
harían las delicias del público durante otra semana. En medio de tanta
diversión, nadie podía imaginarse, y menos aún Horacio, que Augusto, «la
gloriosa sangre de Anquises y Venus» iba a seguir gobernando durante tantos
años. Horacio hablaría una y otra vez de estos mismos temas en sus Odas,
pero sus alabanzas no serían más sinceras al final de la vida de Augusto que al
principio. Los asuntos más importantes durante el reinado de Augusto serían
sus campañas (no siempre sus conquistas) en el exterior, la atención
organizada a Roma y a su pueblo (aunque siguieron produciéndose algaradas
y crisis naturales), y los intentos de promover a su familia y de asegurarse un
sucesor (el único éxito que se le negó una y otra vez). Estas mismas serían las
preocupaciones de todos los emperadores romanos posteriores.
Antes de celebrar la «nueva era», Augusto había adoptado a sus dos nietos,
los hijos de su única hija, Julia, y de su leal Agripa. Por una vez, se vio rodeado
de un círculo de familiares, una hermana, una esposa y unos herederos. Cabe
subrayar que los muchachos añadieron el nombre mágico de César al suyo
propio. Durante los festejos del año 17 a.C. Augusto rogó «por mí, por mi casa
y mi familia», 478 y durante los quince años siguientes se empeñó en cubrir de
distinciones a sus dos presumibles herederos. A ambos se les concedieron
magistraturas a edad tempranísima; fueron designados cónsules con años de
antelación (Gayo César tendría sólo veintiún años cuando ocupara este cargo,
al que se accedía normalmente alrededor de los cuarenta y dos); se tuvo buen
cuidado de presentarlos al ejército; y se les dio una gran publicidad en las
ciudades de provincias a través de las monedas. En 5 a.C. Gayo fue nombrado
«príncipe de la juventud», título especial que le permitía presidir el orden de los
caballeros. Fuera de la capital, tanto él como otros miembros de la familia
recibirían honores divinos en las ciudades de las provincias. En una zona
bastante lejana, en el interior de Asia Menor, encontramos a un pueblo que
aproximadamente en 3 a.C. prestó un juramento de lealtad a Augusto, a «sus
hijos y a sus descendientes». 479
A todo esto había una gran pregunta sin responder. A los soldados les habría
gustado tener un sucesor de la familia, otro «César» de la estirpe de Julio
César. Si el heredero era adoptado, como en el caso de Augusto, a ellos no les
importaba. Ese mismo era el deseo de la plebe de Roma, que además
reaccionaba positivamente ante la juventud y la belleza. Le habrían encantado
nuestras revistas modernas llenas de fotos de príncipes y princesas. Pero a los
ojos de cualquier senador juicioso, la República no era un asunto familiar, que
se transmitía por herencia. Con el tiempo, los senadores preferirían poder
elegir al emperador entre los miembros de la curia.
Entre 18 y 12 a.C. Augusto tuvo un socio de menor rango elegido por él
mismo, el leal Agripa. Había sido sólo una concesión a la opinión más
tradicionalista el hecho de que sus poderes fueran renovables formalmente, lo
mismo que los de Augusto. Cuando Agripa murió inesperadamente en 12 a.C.
Augusto pronunció su elogio fúnebre y el discurso fue enviado en forma de
circular a todos los gobernadores provinciales: es indudable que ellos también
lo hicieron circular por el territorio de su jurisdicción en versión traducida. Había
dos «ramas» dentro de la nueva dinastía: los descendientes de Augusto, frutos
de la unión con su primera esposa, Escribonia, es decir los hijos de su hija Julia
(los Julios), y sus hijastros, los hijos de su segunda esposa, Livia mujer muy
capacitada (los Claudios). A partir de estas dos ramas, los miembros de la
dinastía durante las ocho décadas siguientes (hasta 68 d. C.) recibirían el
nombre de los Julio-Claudios.
La rama de los Claudios era la más vieja y demostró ser la más capacitada. En
los Alpes, quedó patente que los dos hijastros de Augusto pertenecientes a la
familia Claudia eran mucho mejores soldados de lo que él lo había sido. En 9
a.C. el menor, Druso, falleció; recientemente hemos sabido que sus funerales
fueron espléndidos y que el elogio que en su honor pronunció Augusto circuló
también por las provincias. Probablemente fuera acompañado de una
«exhortación» moral al pueblo: cuando en octubre de 19 d. C. murió el hijo de
Druso, tan popular como su padre, el testimonio que pronunció el emperador
en su honor también circuló por todo el Imperio en provecho de «la juventud de
nuestros hijos y nuestros descendientes». 480 La «mejora» de la juventud
formaba parte del programa gratuito de Augusto. Iba dirigido a los hijos de los
senadores, que se vestían formalmente y asistían a las reuniones de sus
padres, y a los jóvenes del orden ecuestre que desfilaban a caballo. Formaban
parte de una concepción que todavía somos capaces de reconocer: dar
ejemplo a los jóvenes, asignarles funciones públicas y tratar de sofocar el
pensamiento independiente.
Por otro lado, cosa de la que somos cada vez más conscientes, estaba la
segunda esposa de Augusto, la temible Livia: ojalá conserváramos unas
memorias suyas (vivió hasta el año 29 d. C). Los rumores malignos aseguraban
que había envenenado a sus rivales y que suministraba doncellas al puritano
Augusto, haciéndolas entrar a escondidas en la casa del Palatino. Su imagen
pública era muy distinta, pero esos rumores demuestran que no era ésa la
única idea que de ella tenían los romanos. En 36 a.C. Livia había compartido
con su marido la «inviolabilidad» de los tribunos: se trataba de la concesión de
un honor a una mujer que iba contra la esencia misma de la República, pero
que la hacía destacar frente a las mujeres orientales de Antonio. Después
recibió otros pequeños honores y ayudó a restaurar algunos templos de Roma
dedicados a cultos asociados con mujeres respetables. En 7 a.C. dio su
nombre a un espléndido pórtico público de Roma, en el que había columnatas
con paisajes pintados en trompe l'oeil y una exhibición pública de obras de arte
(ya se decía que Agripa había querido confiscar todas las obras de arte de
propiedad privada para exhibirlas en público, razón por la cual los nobles
romanos boicotearon el funeral de aquel hombre tan vulgar). El emplazamiento
del Pórtico de Livia era muy significativo. Anteriormente, había estado en ese
mismo lugar la enorme mansión privada de Vedio Polión, hombre de malísima
fama que había servido en Oriente a las órdenes de Augusto. Polión fue
denunciado por su excesivo lujo, entre otras cosas por el mal ejemplo que
suponía (al decir de la gente) su costumbre de arrojar esclavos a su piscina de
peces carnívoros. Su palacio fue demolido y en su mismo emplazamiento Livia
erigió un monumento a la sobria Concordia (virtud conyugal) y un «paseo
público» en el que se exhibían numerosas estatuas griegas expoliadas. ¡Qué
forma de presentarse a sí misma tan distinta de las malas mujeres de la
retórica de Cicerón, de personajes como Fulvia, la esposa de Antonio, de cuya
codicia y crueldad se hablaba para subrayar el carácter «tiránico» de su
marido!
La retórica superaba los límites y la consideración proyectados por este tipo de
acciones. A la muerte de Druso, el hijo de Livia, en 9 a.C. un caballero romano
llegó incluso a escribir obsequiosamente un poema para consolarla en su
calidad de «primera dama». El reciente y espectacular hallazgo de
inscripciones en España nos demuestra cómo el senado se explayaba
hablando de sus virtudes en una efusiva respuesta a cierta crisis de la familia
imperial. En 20 d. C. los senadores elogiaban públicamente a Livia no sólo por
haber dado la vida al austero emperador Tiberio, sino también por sus
«numerosos grandes favores a hombres de toda condición; por propio derecho
y por sus merecimientos podía ejercer una influencia suma en todo lo que
pidiera al senado, aunque empleaba dicha influencia en muy pocas
ocasiones». 481 Los republicanos tradicionalistas se habrían sentido
horrorizados. Una vez más, este largo decreto sería erigido públicamente para
edificación de la posteridad. Debía ser mostrado en lugares destacados de las
provincias e incluso en los campamentos del ejército.
El objetivo moral de la nueva era se extendió también a la arquitectura.
Augusto se jactaba de haberse encontrado una Roma hecha de ladrillo y haber
dejado una Roma hecha de mármol. Desde luego, la Roma de 30 a.C. carecía
de la magnificencia y de la planificación de las grandes ciudades del Oriente
griego. Incluso su centro cívico era un laberinto confuso, impropio de una joya
del mundo. Augusto realizaría numerosas obras en el centro de la ciudad y, en
consonancia con el nuevo orden moral, escultores y arquitectos tenderían a
favorecer un clasicismo contenido. Las elevadas columnas de mármol de los
templos públicos se harían más espectaculares, con una predilección por el
capitel corintio, pero por admirable que sea su factura, los principales
monumentos escultóricos relacionados con la figura de Augusto se caracterizan
por una variedad de alusiones y una limitación de las formas que rozan el mal
gusto. A menudo expresan los ideales de su retórica moral y familiar. La
década de 30 a.C. había sido una época caracterizada por la publicidad política
en los edificios, en las monedas y en la literatura. La Roma de Augusto siguió
adelante con su utilización de la escultura y la arquitectura para la divulgación
de sus mensajes.
En consecuencia, la nueva era augusta tiene derecho, entre otras cosas, a ser
calificada de época «clásica». En realidad es «clasicizante», y se inspira en la
Grecia de los siglos V y IV a.C: sin ella, el arte público de Augusto no habría
tomado nunca esa dirección. En su contexto romano, este estilo implicaba
dignidad, autoridad y moderación, con unas características que nunca había
tenido su modelo original: «en la opción política del clasicismo podemos ver
una expresión del orden del estado romano». Orden, dignidad y estructura eran
también las cualidades de buena parte de la primera literatura augusta,
especialmente de los poemas de Horacio y Virgilio. En ellos, podemos afirmar
que la «nueva era» es «clásica», sencillamente en el sentido de primera clase.
Pero sus grandes poemas, como la gran prosa retórica de Cicerón, se habían
nutrido de la época de libertad preaugusta.
Aparte del clasicismo de las nuevas obras en piedra y de lo mejor de la nueva
poesía, estaba la otra Roma, por entonces una populosa ciudad de
(probablemente) un millón de habitantes, la más grande con mucho del mundo.
Las diferencias sociales seguían siendo asombrosamente grandes. Los ricos
vivían en grandes mansiones, pero los más pobres dormían donde podían; los
relativamente pobres se hacinaban en elevados bloques de pisos de madera
con tabiques delgadísimos, el sueño especulativo de los terratenientes. Estos
«receptáculos verticales» construidos precipitadamente y atestados de vecinos
estaban rodeados de calles estrechas y tortuosas, mientras que el suministro
de agua era muy desigual y los transportes públicos brillaban por su ausencia.
La Roma de la mayoría de la población era a la vez un sueño y una pesadilla.
Era también, por supuesto, una sociedad esclavista. En la década de 60 a.C.
un solo senador tenía no menos de 400 esclavos viviendo en su casa: por
consiguiente, si ese senador era un caso típico, «el senado» (el conjunto de los
hombres mejores y leales) era el propietario de casi 250.000 de los seres
humanos que habitaban en Roma. 482
Tal vez dos quintas partes del millón (aproximadamente) de habitantes de la
ciudad eran esclavos, y buena parte del resto, eran ex esclavos, libertos, que
seguían «obligados» por lazos de clientela a sus antiguos amos. Los
ciudadanos humildes eran la plebe, pero dentro de la plebe no debemos
confundir a los que tenían vínculos con las grandes casas con los que carecían
de ellos. Pues, en efecto, existía una plebe «respetable» y una plebe
«sórdida», gentes que mendigaban cualquier cosa. Las modernas ciudades de
chabolas atestadas de refugiados de Egipto o Pakistán son lo más parecido
que podemos imaginar a esta «Roma del orden», aunque en ellas no exista la
esclavitud aceptada por todos que había en Roma.
Había quedado demostrado que la «otra Roma» estaba más allá de las
capacidades o el interés de la amada República de Cicerón. En tiempos de
Augusto, esa Roma dio los primeros pasos hacia su saneamiento y su
seguridad. Paulatinamente, se introdujo una brigada antiincendios,
absolutamente necesaria, los guardias o vigiles, cuyo nombre sobrevive en su
equivalente de la Roma moderna. El suministro público de agua fue mejorado
enormemente gracias a la construcción de nuevos acueductos y, con el tiempo,
por el nombramiento de nuevos superintendentes y de esclavos públicos
encargados de su mantenimiento. En consecuencia, las familias ricas
trasladaron su residencia a las colinas, por encima de los terrenos otrora
pantanosos, y siguieron desarrollando nuevos parques y hermosos palacios en
la zona. Se nombró un comité encargado de velar por las crecidas del Tíber. La
altura de las casas de pisos se limitó a las siete plantas aproximadamente, sin
duda para disgusto de los especuladores. Se creó un nuevo prefecto del
aprovisionamiento de grano; y las donaciones regulares de grano entre
determinados ciudadanos siguieron adelante (en estos momentos los
beneficiarios eran casi 250.000). Al igual que los espectáculos públicos, este
subsidio no hacía llegar «el pan y el circo» a todos los pobres de condición
libre, pues ascendían a más de medio millón de personas. Pero una vez
reforzado con el grano de Egipto, el abastecimiento general de trigo a la venta
fue estabilizándose.
A medida que iban sucediéndose las reformas, todos los órdenes sociales de
Roma empezaron a tener papeles definidos, y eso hacía que pareciera que
valía la pena desempeñar esos papeles. El senado seguía estando muy
ocupado y las funciones de los senadores se multiplicaron, pero en último
término el poder residía en otra parte, en el emperador. Con el paso del tiempo,
pues, resultaría cada vez más difícil asegurar un quorum de asistentes a las
sesiones del senado. La clase privilegiada de los caballeros celebraba sus
procesiones anuales; y los plebeyos empezaron a estar cada vez más
regulados. Había centenares de miles de ellos, y en último término podían
formar una masa potencialmente irresistible, como se puso brevemente de
manifiesto tras el asesinato de César. Augusto los dejó en sus antiguas
«tribus», treinta y cinco en total, a través de las cuales se llevaban a cabo las
donaciones de grano y se organizaban las asambleas. Sin embargo, mantuvo
los controles impuestos por Julio César. Reguló estrictamente su derecho a
crear «asociaciones» o collegia, auténticos peligros políticos y sociales de la
ciudad republicana. A cambio, la plebe tendría muchos más espectáculos a los
que asistir, pero incluso en este campo se regularía una jerarquía de los
asientos. Toda esa reglamentación sólo fue posible porque los espectadores
corrientes y molientes la aceptaron y no se rebelaron nunca contra ella. Seguía
sin haber una fuerza de policía, aunque el servicio antiincendios patrullaba ya
por la ciudad. Sin embargo, Augusto había estacionado soldados dentro de la
ciudad o en sus inmediaciones, la guardia pretoriana y su guardia montada de
germanos. Siempre podían intervenir en un momento de crisis.
Mientras tanto, la táctica que evidentemente siguió fue la de divide y vencerás.
En 7 a.C. dividió la ciudad en catorce distritos a las órdenes de unos «alcaldes
de barrio» (vicomagistrati), habitualmente libertos. Estos funcionarios locales
celebraban sacrificios a los Espíritus Protectores o Lares en los cruces de
caminos de los barrios. Hasta entonces había habido «Lares augustos» (Lares
augusti), pero esas mismas palabras podían emplearse ahora con otro
significado, a saber, el de los «Lares de Augusto» (Lares Augusti). En los cultos
celebrados en las encrucijadas se rendían también honores al genio de
Augusto, su «espíritu guía». Por consiguiente, los cultos de la propia casa de
Augusto fueron trasladados directamente a las esquinas de las principales
calles de la ciudad. Los libertos que presidían estos cultos llevaban la
vestimenta y las insignias de los verdaderos magistrados, y disponían de unos
esclavos privilegiados para ayudarles. Se nos ha conservado un altar destinado
a este tipo de culto que refleja los temas propios del arte más elevado y en el
que aparece una escena de la leyenda de Eneas, el fundador de la patria, y el
escudo honorífico que proclamaba las «virtudes» de Augusto. Estos engreídos
personajes se entregaron apasionadamente a sus nuevas funciones y aquellos
pequeños altares locales pervivieron en Roma durante siglos.
Sintomáticamente, también proliferaron en la ciudad de Augusto algunas
inscripciones en honor de determinados individuos. En el extremo superior de
la sociedad, los triunfos propiamente dichos empezaron a reservarse
exclusivamente a los miembros de la familia imperial. En cambio, los senadores
recibían los «ornamentos triunfales», pero conmemoraban sus hazañas en
inscripciones públicas que enumeraban minuciosamente todos los cargos que
habían ocupado a lo largo de su carrera. En cambio, fueron erigidos dos
grandes monumentos que conmemoraban los puntos culminantes de la carrera
de Augusto. El primero, el Altar de la Paz (Ara Pacis), con sus delicadas
esculturas, fue votado por el senado a su regreso de la Galia en el verano de
13 a.C. Muestra una lozana imaginería de abundancia de la naturaleza y una
madre nutricia (probablemente la Tierra) con sus hijos. Los miembros de la
familia imperial aparecen acompañados de figuras de sacerdotes romanos,
entre ellos cuatro sumos pontífices, con la cabeza cubierta por un velo y a
punto de realizar un sacrificio. La ocasión exacta a la que hace referencia la
procesión es objeto de discusión, pero probablemente se recuerde la toma de
posesión en marzo de 12 a.C. del cargo de Pontífice Máximo por parte de
Augusto, que había permitido diplomáticamente que siguiera en manos del
viejo Lépido hasta su muerte, acontecida poco antes. 483 La combinación de
retratos de la familia, motivos religiosos y togas ceremoniales es típicamente
augusta.
En 2 a.C. el imperio de Augusto llegó a su punto culminante. Una vez más,
siguió una senda hollada ya por Julio César. En febrero de ese año el senado
lo nombró «Padre de la Patria» (como a Julio César) y en el mes de mayo
concluyeron por fin las obras del templo de Marte (el dios de la guerra)
Vengador. Se encontraba delante de su monumento más importante, el «Foro
de Augusto», en el corazón de la ciudad. A partir del 12 de mayo se
organizaron grandes espectáculos para celebrar su inauguración, con juegos
de gladiadores y la muerte de 260 leones. Los entretenimientos fueron una vez
más como los de César. En un terreno que excavó e inundó precisamente con
esa finalidad, hizo que dos grupos vestidos de atenienses y persas
representaran una batalla naval a imitación de las de las antiguas guerras
médicas de 480 a.C. Fue un preludio del heroico envío del joven nieto de
Augusto, Gayo, para su «triunfo» sobre Oriente en una pseudoguerra médica.
El Circo fue inundado también para presentar una cacería de cocodrilos.
Julio César había encargado ya la construcción de un Foro, pero el de Augusto,
recubierto de mármoles multicolores, constituía la afirmación suprema de la
tergiversación publicitaria de Augusto. Su templo de Marte conmemoraba la
«venganza» de Julio César y el «castigo» (mucho menos cruento) de los partos
(realizado por vías diplomáticas). Se convertiría en el centro neurálgico de
Roma para la entrega pública de honores a los generales y a los héroes del
ejército: en adelante sería el centro de reunión para las personas a las que se
concedía una fianza por medio de un contrato legal. En el templo, una púdica
imagen de Venus, diosa de la familia Julia, acompañaba a Rómulo (vestido de
pastor) y a ciertas divinidades patrias como el padre Tíber. El nombre del
propio Augusto fue tallado en el centro del friso situado debajo del frontón.
Alrededor del Foro había varias esculturas griegas antiguas, entre ellas dos
figuras magistrales de Alejandro Magno. La novedad estribaba en las
columnatas que flanqueaban la plaza. Como otros monumentos y zonas
públicas de la ciudad de Augusto, suponían una especie de «desfile de la
historia». 484 En un extremo, Rómulo encabezaba una serie de estatuas de los
grandes héroes triunfadores del pasado romano, cada una de las cuales
llevaba una inscripción laudatoria. En el otro extremo se erguía la figura de
Eneas con su padre troyano y los antepasados de la familia Julia. Augusto
publicó incluso un edicto proclamando que «tanto él mismo, mientras viviese,
como los príncipes de las siguientes generaciones fueran juzgados por sus
conciudadanos con arreglo a la pauta establecida por aquellos [grandes
hombres], tomándola como modelo». 485
A Heródoto, el primer historiador, no le habría sorprendido lo que vino después.
Tras el momento de máximo esplendor personal vendría la catástrofe. Al cabo
de unos meses se hizo público y luego fue debidamente castigado el adulterio
de su encantadora hija, Julia: ¿le habría extrañado a alguien que los hijos
adoptivos de Augusto, sus dos nietos, no fueran en realidad hijos de Agripa,
como se afirmaba? Cuando Julia comentó: «Únicamente invito a otro timonel
cuando el barco está lleno», quizá no pretendiera más que desmentir esos
rumores. Pero resultaría que su cargamento también fue efímero. Primero uno
y luego otro, los dos jóvenes murieron prestando servicio militar en el
extranjero. Se hizo preciso adoptar nuevas y complejas disposiciones de
carácter dinástico, que acabaron con la adjudicación del papel principal a un
miembro de la rama «Claudia», a Tiberio, el austero hijo de Livia. Pero en 9
a.C. corrieron rumores de que éste había hablado de instaurar un gobierno más
parecido a una «república», y en 6 a.C. ya se había retirado a una especie de
destierro autoimpuesto, según se dijo, para no tener que desempeñar la
potestad tribunicia en público. A partir de 6 d. C. las guerras desencadenadas
en la frontera norte del Imperio obligaron a imponer serias restricciones a las
finanzas romanas y al reclutamiento de ciudadanos. Las repercusiones sobre
unas y otros se dejarían sentir, especialmente, a través del nuevo impuesto
sobre las transmisiones aplicado a los ciudadanos, que fue introducido para
sufragar los gastos acarreados por el ejército. Entre la plebe de Roma corrieron
rumores de sedición, se desencadenó un gran incendio en la ciudad, y el
hambre asoló Italia durante varios años. El último nieto que le quedaba a
Augusto fue desterrado en 7 d. C, y en 8 se castigó de nuevo el adulterio, en
esta ocasión en la persona de la nieta del emperador, Julia la Menor. Para
colmo de males, en 9 d. C. se produjo la derrota de las legiones en Germania.
Fue una suerte que estas crisis tuvieran lugar después de treinta años de
dominación. En aquellos momentos parecía que ya no había alternativa.
¿Qué había, pues, en el fondo de la revolución romana, que le permitió
aguantar semejantes turbulencias? Cada vez con más frecuencia habían
empezado a acceder al senado y a aparecer en los estamentos superiores de
la sociedad de Roma individuos pertenecientes a las principales familias de las
distintas regiones de Italia. Pero la revolución no consistió en esa constante
ampliación pacífica de la clase dirigente de Roma. Lo más importante es que
las proscripciones y la guerra civil habían costado muchas vidas y habían
supuesto el paso violento de las propiedades de unas manos a otras: todo ello
había comportado, efectivamente, una gran dosis de terror revolucionario,
aunque el sistema político de las ciudades de Italia no experimentara
prácticamente ningún cambio. Con la victoria, se produjo una revolución militar
y constitucional de un tipo distinto. En Italia había ahora veintiocho nuevas
colonias de veteranos del ejército, a los cuales, como hiciera Sila, había
establecido Augusto cuando aún estaba vivo y en activo, hombres leales a su
persona asentados en las tierras expropiadas. En otros lugares, lo que
quedaba del ejército se había convertido en un ejército permanente, fiel a su
general en jefe, Augusto. Políticamente, Augusto ostentaba una serie de
poderes sustraídos a las magistraturas electivas: de ese modo, lo que quisiera
podía obtenerlo tranquilamente manipulando a su antojo el sistema político de
Roma. De ese modo fue estrangulada la libertad de iniciativa política: cada vez
resultaba más difícil, señalan los historiadores, penetrar la realidad de las
cosas. En Roma se construyó un elegante edificio nuevo destinado a las
votaciones del pueblo (a partir de un proyecto de Julio César), pero los
candidatos que se presentaban ante la asamblea electoral estaban cada vez
más a menudo pactados de antemano. Este tipo de preselección fue
introducido en 5 d. C, quizá como un cebo para las clases altas con el fin de
que aprobaran las disposiciones dinásticas tomadas por Augusto un año antes.
Mientras tanto, en las asambleas legislativas desapareció por completo la
posibilidad de que los tribunos propusieran una legislación popular
independiente o simplemente interpusieran su veto. En su lugar, se fomentó
una especie de sentido de «dinastía». Se ve reflejado en las nuevas centurias
electorales que se añadieron a los comicios del pueblo: recibieron los nombres
de Gayo y Lucio, los nietos difuntos de Augusto. En un extremo del espacio
político de la capital, el Foro, se erigió también un hermoso pórtico en su
memoria.
Vistas las cosas a distancia, el historiador Polibio habría afirmado que su teoría
premonitoria se había confirmado. La «oligarquía» equilibrada de los tiempos
de la segunda guerra púnica había degenerado hacia lo que al menos el propio
Polibio habría considerado una «democracia». En realidad, no había sido más
que el monopolio por parte de los miembros de la clase alta del ámbito de
«libertad popular» que representaba la constitución romana. Luego, como dice
el gran historiador especializado en esta crisis, Peter Brunt, los «intentos [por
parte de esa misma clase alta] de "restaurar" los poderes del pueblo
condujeron a la monarquía, y la monarquía destruyó la libertad del pueblo más
a fondo que la libertad de los senadores». 486 Sin embargo, esta pérdida de la
libertad del pueblo se vio compensada con las ganancias sociales obtenidas
por la «chusma urbana» de la ciudad de Roma. La mejoría de los
entretenimientos urbanos vino acompañada de nuevas vías de acceso a la
justicia. Como ocurriera anteriormente, los pretores electos siguieron
presidiendo los tribunales públicos de la ciudad: se añadió un cuarto «turno» de
jurados y desapareció el interés por la separación de senadores y caballeros
entre los integrantes de los jurados. Los senadores transigieron con esa fusión
de los dos órdenes porque el senado, con los cónsules a la cabeza, se convirtió
en un tribunal aparte con jurisdicción para juzgar a sus propios miembros por
los delitos más importantes, entre ellos el de concusión: los caballeros, por
tanto, quedaron excluidos de los procesos senatoriales más graves, y de ese
modo se puso fin a la odiada «libertad igualitaria».
La innovación más drástica fue el hecho de que pudieran dispensar justicia
nuevos magistrados. El Prefecto de la Ciudad, cargo de reciente creación,
pertenecía al orden senatorial; se ocupaba de juzgar determinados casos,
especialmente aquellos relacionados con las clases humildes de la urbe, y
tenía facultad para obligar a acatar sus órdenes no sólo a los esclavos, sino
también a las personas libres cuya «audacia» requiriera del uso de la fuerza.
Con el tiempo, el Prefecto de la guardia pretoriana también dispensaría justicia,
cuando los casos gravitaran simplemente en torno a gentes sobre las cuales
tuviera jurisdicción.
El primero de esos individuos era el propio Príncipe o Primer Ciudadano. Como
titular de la potestad tribunicia, cabía pensar que legalmente Augusto podía
recibir las apelaciones de todos los ciudadanos romanos. Ya en 30 a.C. se dice
que se le concedió específicamente este poder, y en 18 a.C. probablemente se
le concediera de manera explícita a través de una «ley sobre la violencia
pública». Como titular del imperio proconsular, podía asimismo instruir un caso
y después dictar sentencia. Su presencia, en lo más alto de la sociedad, se
convirtió en un nuevo foco de importancia jurídica capital. Por otra parte, las
acusaciones, peticiones y apelaciones procedentes de las provincias iban
dirigidas a él, tanto en los asuntos de carácter civil, como en los de índole
criminal, y tanto si procedían de ciudadanos romanos como si no. Llegaban con
las embajadas procedentes de ciudades lejanas o en forma escrita, o
directamente a través de los propios interesados, ya fueran acusadores o
acusados, que viajaban pacientemente a Roma para verlo. En cierta ocasión
llegó incluso una embajada de Cnido, teóricamente una ciudad griega libre,
pidiendo justicia en un curioso caso contra una pareja de marido y mujer (que
habían buscado refugio en Roma), acusados de que, en una disputa que
habían tenido recientemente, la mujer había agraviado al marido obligando a
un esclavo a arrojar sobre su cabeza el contenido de un orinal. 487 Tal vez
Augusto decidiera involucrarse tanto en el caso debido a lo extraordinario de la
historia de la que le habló la embajada. Es muy significativo que el número de
las peticiones de justicia creciera tanto: Augusto tuvo que ordenar que los
pleitos procedentes de Roma y de las provincias fueran delegados a otros
tribunales. Pero como les ocurrió anteriormente a los Ptolomeos, no podría
escapar a la marea de casos que atraía su imperio.
Al final se produciría una simetría terrible. En 43 a.C. había empezado
proscribiendo a los ciudadanos y matándolos; en los momentos más difíciles
del final de su reinado, volvió a recurrir a los ataques contra la libertad de
expresión. En tiempos de Augusto es cuando oímos hablar por primera vez de
la quema de libros «peligrosos». El delito de traición contra el Estado romano
se ampliaría a las ofensas verbales como el libelo y la calumnia contra
ciudadanos ilustres. Cabría sostener que semejantes delitos constituían una
ofensa a la dignidad moral de la clase superior, tema de importancia capital
durante la nueva era. De ahí no había más que un paso, por lo demás
irremediable, a la extensión del delito a la traición verbal a la persona del
emperador, vivo o muerto. Dicho paso se daría a todas luces durante el reinado
del sucesor de Augusto, Tiberio. Cuando se juzgaban casos de traición de este
tipo en el senado o en un tribunal en presencia del emperador, la actitud de
éste durante la audiencia determinaría el resultado del juicio. 488 Gracias a la
revolución de Augusto, los órdenes superiores perdieron su libertad política,
pero recuperaron de paso la paz civil y la estabilidad. Sin embargo, al menos
un tipo de libertad aumentó: la libertad de pleitear unos con otros.

Sexta parte UN MUNDO IMPERIAL

La fortaleza del Imperio procedía de la entrega de sus habitantes, y esa


entrega era fruto de la gratitud por la paz, cuyo mantenimiento era el
cometido primordial de Roma; el principal monumento que se nos ha
conservado de su gobierno y de su organización es el derecho romano,
mientras que la expresión más notable de la actitud liberal ante las
poblaciones nativas es la constante extensión de la ciudadanía romana...
La aristocracia que formaba la base de la administración en la capital
buscó ayuda en los aristócratas de las provincias, y en un mundo en el
que la cultura de la mayoría estaba tan atrasada como los medios de
divulgación de las noticias y de formación de la opinión pública, los
principios de la democracia no eran ni honrados ni respetados. Pero esta
época no fue necesariamente la peor porque las capacidades de un
individuo inspiraran respeto, y porque además los ignorantes no eran los
menos satisfechos con el grado de dependencia que tenían de la
minoría culta.
HUGH LAST, en The Cambridge Ancient History, volumen XI (1936),
477

Según veo yo las cosas, el sistema político romano facilitó una


explotación económica intensísima y a la larga destructiva de la gran
masa de los individuos, ya fueran de condición libre o esclava, e hizo
que la reforma radical resultara imposible. Consecuencia de todo ello fue
que la clase de los propietarios, los hombres verdaderamente ricos, que
habían creado deliberadamente el sistema en su propio beneficio, chupó
la savia vital de su mundo y de ese modo destruyó la civilización
grecorromana en gran parte del imperio... Si tuviera que buscar una
metáfora para describir la concentración de riqueza cada vez mayor en
manos de las clases superiores, no pensaría en algo tan inocente y tan
automático como un sistema drenaje. Pensaría en algo más
intencionado y deliberado: quizá en un vampiro.
G. E. M. DE SAINTE-CROIX, La lucha de clases en el mundo griego
antiguo (1981), 502-503

Capítulo 45 - LOS JULIO-CLAUDIOS

El senado... espera que todos los que fueron soldados a las órdenes del
Príncipe (Tiberio) sigan profesando lealtad y devoción a la casa imperial,
pues saben que la salvación de nuestro Imperio depende de la
protección de esa casa. El senado cree que es incumbencia y obligación
suya que entre los que los manden en todo momento, la mayor autoridad
corresponda a los que con mayor devoción y lealtad hayan honrado el
nombre de los Césares que dispensa protección a esta ciudad y al
Imperio del pueblo romano.
Decreto del senado acerca de Gneo Pisón (20 d. C), líneas 159-166

Hasta Artábano, rey de los partos, lo ultrajó en una carta en la que le


reprochaba sus parricidios, sus asesinatos, su cobardía y su lujuria,
exhortándole a aplacar cuanto antes con una muerte voluntaria el odio
exacerbado y justificadísimo de sus conciudadanos.
SUETONIO, Vida de Tiberio 66.2

En el verano de14 d. C. el anciano Augusto salió de Roma para no volver a ver


la ciudad nunca más. Uno de los motivos de su viaje sigue siendo sumamente
controvertido. Las principales fuentes antiguas que han llegado a nuestras
manos sugieren o afirman que, en compañía de una sola persona, un senador
de su confianza llamado Paulo Fabio Máximo, se trasladó a la pequeña isla de
Planasia en la que vivía confinado desde 7 d. C. el único nieto que le quedaba
vivo, el veleidoso Agripa Postumo. Durante el viaje de regreso, primero su
acompañante Fabio Máximo, y luego el propio Augusto murieron sin poder
revelar a nadie lo que habían estado haciendo. Este «rumor», como luego lo
consideraría el historiador Tácito, ha sido despreciado a veces por los
especialistas modernos en la idea de que era una fábula. Pero sabemos por
una fuente independiente que Augusto y Fabio Máximo estaban ausentes de
Roma a mediados de mayo de ese año. En ese mes, el nieto adoptivo de
Augusto, Druso, fue admitido en el prestigioso colegio sacerdotal de los
Hermanos Arvales. Los archivos de la institución registran que Augusto y Fabio
Máximo votaron in absentia a favor de la admisión de Druso. 489 Los hombres
de la época, pues, estaban en lo cierto cuando afirmaban que el Príncipe, a la
sazón de setenta y cinco años de edad, y su senador de confianza habían
estado ocupados con otro asunto fuera de Roma. Es muy improbable que los
dos se pusieran repentinamente enfermos con ocasión de esa reunión especial
del colegio sacerdotal: sólo por ese motivo no se habría concedido a Fabio el
singularísimo honor de votar estando ausente como miembro senatorial de la
hermandad. Corrieron libremente los rumores acerca del resultado del viaje,
afirmándose incluso que Augusto había cambiado de opinión y había decidido
nombrar a Agripa Postumo su sucesor. Se dijo que Fabio había cometido la
indiscreción de contárselo a su esposa, y que semejante imprudencia le había
costado la vida. Se comentó incluso que Livia, la mujer de Augusto, había
envenenado al anciano Príncipe para impedir que llevara a cabo aquel cambio
de planes. Todo este escándalo no tiene nada de verosímil, pero el detalle del
viaje puede considerarse histórico. Sería el último y dramático episodio del
largo maratón que emprendió Augusto con el fin de encontrar y conservar un
heredero para su nuevo Imperio.
Inmediatamente después, se produjo un intento de viajar a la isla, rescatar a
Agripa Postumo y conducirlo al norte, donde se encontraban las tropas. Dos
años más tarde se produjo otro intento, en esta ocasión de presentar en su
lugar a un impostor (la gente ya no recordaba cuál era su apariencia externa):
lo llevó a cabo el propio esclavo que en14 d. C. se empeñó en sacarlo de la isla
y tuvo bastante éxito entre la plebe. En realidad, Postumo había sido asesinado
rápidamente en cuanto se tuvo noticia de la muerte de Augusto, el 19 de
agosto. El asesinato fue organizado por el discreto Salustio Crispo, sobrino
nieto e hijo adoptivo del adusto historiador Salustio. Según el derecho romano,
Postumo no había sido desheredado a raíz de su confinamiento y por lo tanto
habría podido reclamar una parte de la herencia de Augusto. Durante los
últimos meses de su vida, el anciano Príncipe fue a visitarlo, tal vez para
asegurarse de su incompetencia (el joven sentía una exagerada afición por la
pesca) y, en tal caso, encargarse despiadadamente de su eliminación.
Como no podía ser de otro modo, la época de los Julio-Claudios comenzó con
un asesinato dinástico. Y habría muchos más. El primer heredero fue Tiberio,
hombre de elevada estatura y carácter austero, que pasaba ya de los cincuenta
años. Pertenecía a un linaje exquisitamente aristocrático y ya había
demostrado sus dotes como general haciéndose famoso por su severidad y
rigorismo. No obstante, había supuesto una especie de último recurso, el
hombre al que Augusto se vio obligado a escoger como heredero. Ni la
generosidad con el pueblo, ni la popularidad ni los modales afectuosos
formaban parte de su altivo carácter; un detalle revelador es que organizó muy
pocos espectáculos públicos y que no mostró ningún interés por aquellos a los
que asistió. En los banquetes públicos, se dice que nunca servía un jabalí
entero cuando bastaba medio. Afirmaba que su deseo era ser el «servidor del
senado» y «un ciudadano igual a los demás, no el ilustre Príncipe», pero
ambos deseos eran falsos. 490 El ejército y las provincias querían un emperador
sin paliativos, al margen de las sutilezas de la postura constitucional de Roma.
El Príncipe era la fuente más importante de patrocinio para gran parte de la alta
sociedad de Roma, y sus enormes recursos financieros eran el complemento
esencial del erario. Sus inversiones en beneficio del pueblo y su jurisdicción
eran necesarias y, como había demostrado Augusto al retirarse discretamente
entre 23 y 19 a.C. el príncipe era el protector indispensable de la ingente
multitud de la plebe de Roma, además de su proveedor. Tiberio no podía
comportarse como si sólo fuera un miembro de un senado a la vieja usanza:
había confirmado su sucesión de una manera muy distinta. Había recibido un
«juramento de lealtad» en primer lugar de los cónsules. Después habían
prestado juramento ante él el Prefecto del Pretorio y el Prefecto de la Anona,
cargos que eran una innovación de Augusto: en adelante estos dos personajes
serían decisivos para la ascensión al trono de todos los emperadores y para la
estabilidad de la plebe urbana. Después juraron «el senado, el ejército y el
pueblo»: los soldados, con su presencia en este acto, eran un signo de las
nuevas realidades existentes. 491 Este juramento es una prueba elocuente del
«mejor orden» instaurado por Augusto, según el nombre que él mismo le diera.
La fortaleza de ese «orden» se vería subrayada por la incompetencia de sus
primeros sucesores: pero sería lo bastante fuerte para sobre vivirlos y
permanecer incólume.
La lección que nos enseñan una y otra vez Tiberio y los sucesivos
emperadores no es sólo que «el poder absoluto corrompe de manera
absoluta»: es que los emperadores eran simplemente tan buenos o tan malos
como habían sido antes de convertirse en emperadores. Actuaron como habría
cabido esperar de ellos y nunca mejoraron con el cargo. Todos ellos
empezaron a reinar con una declaración modesta y prudente de intenciones,
pero las cosas no tardaban en deteriorarse, en parte debido a su mala índole y
a sus debilidades, y en parte también debido a las complejas maniobras de
búsqueda de un sucesor potencial. Este proceso comportaba a menudo
muertes en el seno de la familia y la eliminación de todavía más facciones
palaciegas y de senadores, a medida que los presuntos herederos iban
dispersándose por las distintas ramas de la «familia» Julio-Claudia. Como los
emperadores se casaban varias veces, el número de posibles herederos
aumentaría en consecuencia.
En Tiberio los romanos encontraron un individuo astuto e inescrutable, pero
temperamentalmente incapaz de hacer gestos populistas o de ponerse
claramente al frente de los senadores. Al cabo de nueve años seguía hablando
en vano de «restaurar la República» y de abandonar su cargo: la muerte de su
hijo lo dejó totalmente deprimido y tras este triste suceso vinieron otros motivos
de aflicción. Cinco años después abandonó Roma por completo, recluyéndose
en la isla de Capri, donde se le atribuían horribles orgías sexuales. A los
sesenta y tantos años su aspecto era repulsivo, estaba calvo y demacrado, con
la cara llena de manchas, que el maquillaje apenas lograba disimular. No
obstante, gobernó durante veinticuatro años, el reinado más largo que hubo
hasta el de Adriano. En marzo de 37 la noticia de su muerte fue jubilosamente
recibida por la plebe. Los senadores se negaron ostensiblemente a rendirle
honores divinos postumos. Además anularon su testamento y reconocieron a
su sobrino nieto Gayo como único heredero. Semejante decisión resultaría
desastrosa.
A diferencia de Tiberio, Gayo tenía sólo veinticuatro años cuando accedió al
trono, carecía por completo de competencia militar y sólo tenía a sus espaldas
una magistratura menor. Su principal atractivo radicaba en que era hijo del
popular Germánico, el sobrino de Tiberio. A pesar de las bonitas promesas que
realizó, se reveló un individuo depravado, de un egoísmo inimaginable, y loco.
Algunas de las anécdotas que se cuentan acerca de él son casi demasiado
exageradas para ser creíbles, por ejemplo, que prometió hacer cónsul a su
caballo favorito, que solicitó un ejército para invadir Britania, con el cometido de
recoger algunas conchas en una playa del norte de Francia y luego volver a
Roma, o que mantuvo relaciones sexuales con su hermana y obligó a rendirle
culto después de su muerte como si fuera una diosa. Desde luego fomentó el
culto de su propia persona e intentó imponérselo por la fuerza a los judíos en el
templo de Jerusalén: se cuenta que al final de su breve reinado, solía
disfrazarse de distintos dioses y diosas en su palacio de la capital. Se asegura
incluso que mandó partir por la mitad el antiguo templo de Castor y Pólux en el
Foro Romano para abrir una calle que condujera directamente a su «capilla»,
en lo alto del Palatino, atravesando el santuario de los dioses gemelos, que de
ese modo se convertirían en sus «porteros»: esta anécdota podría contar con
cierto respaldo, a la luz de los recientes hallazgos arqueológicos efectuados en
el Foro. Un adivino había dicho en una ocasión que Gayo no tenía más
posibilidades de ser emperador que de atravesar el golfo de Nápoles a caballo.
Para refutar esta profecía, el joven Príncipe construyó un puente de madera
que unía los dos extremos de la bahía, de más de cinco kilómetros de longitud,
y lo cruzó al galope vestido, según se dijo, con la coraza de Alejandro Magno.
Gayo celebró a continuación un gran banquete, arrojó a algunos de sus
acompañantes desde lo alto del puente y arremetió contra otros en una
simulación de batalla naval, dejando que se ahogaran.
En enero de 41, tras cuatro horribles años de insultar y aterrorizar a los
senadores, Gayo ordenó que se torturara a una joven y hermosa actriz de
mimo acusada de traición. Él mismo quedó impresionado por la forma en que
quedó mutilado el cuerpo de la mujer. El tribuno militar que dirigió el
interrogatorio y la tortura también quedó asqueado. Cuando el emperador salía
del teatro situado en el Palatino para ir a almorzar, ese mismo tribuno lo
apuñaló en un pasillo del palacio.
Este asesinato, acontecido el 24 de enero, supuso una ocasión trascendental
para la recuperación de la libertad: Gayo no tenía hijos en edad de sucederlo.
Sin embargo, los senadores que estaban detrás de su asesinato, se mostraron
divididos. ¿Debían acabar por completo con la funesta familia Julio-Claudia?
¿Debían mantener el sistema, pero insistir en escoger ellos al próximo
Príncipe? ¿Debían ir más allá y restaurar de alguna forma la República? Como
los asesinos de Julio César, en el último momento vacilaron, a pesar de tanta
palabrería acerca de la restauración de la «libertad» y del imperio de la ley. El
poder de la guardia de palacio se impondría. Uno de los germanos que
formaban parte de ella encontró a un miembro casi desconocido de la familia
Julio-Claudia que se había escondido en palacio detrás de una cortina. Los
guardias lo proclamaron emperador y obligaron a los conspiradores, que
seguían divididos, a aceptarlo. El nuevo emperador, Claudio, resultaba ridículo.
Tenía cincuenta años, babeaba y no era capaz de coordinar sus movimientos;
tenía una risa incontrolada y su voz era ronca como la de un monstruo marino.
Se ha postulado de manera bastante plausible que quizá padeciera parálisis
cerebral. Augusto había considerado siempre incómoda su presencia en
público e incluso su madre solía decir de él que era un «ser humano
monstruoso, una criatura que la Naturaleza había dejado a medio hacer». 492 Es
posible que Claudio tuviera conocimiento de los planes de asesinar a Gayo,
pero parece que no sabía, como tampoco sabían los participantes en la
conjura, que el resultado del magnicidio iba a significar el poder para él.
Claudio empezó a reinar partiendo de una posición muy poco ventajosa. Los
senadores le declararon inmediatamente la guerra en cuanto se enteraron de
que la guardia había salido en su defensa. Él mismo carecía de experiencia
militar, pero subió el salario de la guardia, circunstancia que suplía de manera
muy útil otras carencias. El intento de sublevación protagonizado por el
respetado gobernador de Dalmacia al año siguiente acabó en fracaso en sólo
cinco días porque los legionarios se mantuvieron leales a Claudio. A sus ojos,
tenía una cualidad trascendental: era un heredero de la familia real. Podía
jactarse de estar emparentado con Augusto y era nieto de Marco Antonio.
Claudio reinó durante trece años con una fascinante mezcla de aplicación y
crueldad, de exceso de celo en compensación de sus carencias e intentos de
populismo. Para suplir su falta de competencia militar, invadió Britania en 43 d.
C. llegando incluso a cruzar el Támesis montado en un elefante. Pero no
cesaría nunca de hablar de su victoria «más allá del océano» ni de aceptar
honores militares por una campaña a cuyo desarrollo él no había contribuido
personalmente en nada. Siempre en malas relaciones con el senado, se apoyó
demasiado en los fieles libertos de su casa. No contribuyó de ese modo a la
creación un nuevo «funcionariado»: simplemente recurrió a los presuntos
sabios consejeros que tenía a mano. Tenía además una mentalidad de
anticuario. Durante los años en que no fue más que una figura marginal de la
corte escribió abundantemente y compuso una obra en ocho libros sobre los
cartagineses y otra en veinte sobre los etruscos, además de varios volúmenes
sobre la historia de la Roma de su época, que por desgracia se han perdido.
Escribió incluso una obra sobre el juego de los dados, que era una de sus
pasiones. No obstante, tenía la vanidad y el resentimiento del académico
frustrado. Una vez en el poder, se preocupó por menudencias y tonterías tales
como añadir nuevas letras al alfabeto; sus discursos ante el senado eran
pomposos y estaban mal construidos; y ordenó que su larguísima historia de
los etruscos fuera leída en público cada mes en el Museo de Alejandría.
Al carecer de credibilidad entre los senadores, Claudio pensó que la alternativa
era el apoyo del populacho de Roma. Acostumbraría, por tanto, a sentarse en
los bancos de los tribunos, a la manera del pueblo; bailaba el agua a las masas
en los espectáculos públicos, sobre todo en los de gladiadores, en los que se
ponía claramente de manifiesto su afición a la sangre. Fomentó la realización
de obras de mejora en el puerto-granero de Roma, que deberían haber sido
hechas mucho antes; mejoró los acueductos de la ciudad y asistió a los
espectáculos multitudinarios. Su ostentación, sin embargo, fue excesiva y
fastuosa. En Ostia, se exhibió luchando personalmente con una ballena que
había sido capturada en el nuevo puerto recientemente construido. Cuando
regresó de Britania, estuvo entrando y saliendo del puerto de Rávena en una
extravagante simulación de palacio flotante. 493 Obligó incluso a poner en
práctica un grandioso proyecto de desecación del lago Fucino, situado en las
inmediaciones de Roma, y en la gran inauguración de la temporada de 52 puso
en escena una gigantesca naumaquia con el fin de entretener al pueblo.
Fueron invitados a participar en ella 19.000 combatientes, con abundante
derramamiento de sangre, pero el sistema hidráulico falló y los espectadores
quedaron calados hasta los huesos, empezando por el propio emperador y su
esposa, que había acudido vestida con un traje dorado, como una reina mítica.
Estas ostentosas exhibiciones destinadas a congraciarlo con la muchedumbre
no contribuyeron en absoluto a atraerle la benevolencia de los senadores.
Éstos lo consideraban simplemente un personaje torpe y ambicioso. Se
contaba que 321 caballeros y 35 senadores habían sido ejecutados por orden
suya en procesos secretos, y su costumbre de juzgar personalmente este tipo
de casos en sus aposentos privados resultaba odiosa. Al carecer de amigos del
orden senatorial, Claudio era considerado un individuo al que podían manejar
fácilmente todos los que tenían acceso a su persona, ya fuera su médico
personal, algunos galos ilustres originarios de la región de Lyón, en la que
había nacido, o los corruptos libertos de palacio (que algunas veces aceptaban
sobornos por organizar la concesión de regalos a determinados ciudadanos).
Pero lo más notable sería la singular presencia de mujeres fuertes y
ambiciosas en la corte de los Julio-Claudios.
Tiberio había vivido en Roma rodeado de dos viudas de la familia imperial
particularmente incómodas, que en su momento serían honradas con el título
de «Augustas». Una era la esposa de Augusto, Livia, la gran superviviente. La
otra, también una gran superviviente, era la segunda hija de Marco Antonio,
Antonia: poseía una belleza y una elegancia severa que conservó incluso
durante los largos años que permaneció viuda sin querer volverse a casar con
nadie. A la muerte de Augusto, alguien sugirió que debía honrarse a Livia con
el título de «Madre de la Patria»: en 20 d. C. el senado decretó la divulgación
de una serie de elogios de su persona «por los excepcionales servicios
prestados a la república, no sólo dando la vida a nuestro Príncipe, sino también
a través de los numerosos grandes favores concedidos a hombres de todo
rango y condición»: afirmaban asimismo que Antonia era objeto de su «máxima
admiración», y de que era una matrona «excelente por su carácter moral». 494
Los republicanos tradicionalistas se habrían escandalizado ante la alusión a los
«numerosos grandes favores» de Livia y habrían disfrutado con los rumores
acerca de que había envenenado a Augusto y al nieto adoptivo de éste. Once
años más tarde es muy probable que Antonia precipitara la ruina de Sejano, el
controvertido favorito del emperador Tiberio, por medio de una carta bien
calculada en interés de su terrible nieto, Gayo. No obstante, cuando éste llegó
al poder, no tardó en perder la paciencia con ella y la obligó a suicidarse.
La influencia femenina sobre Claudio fue más evidente. No era sólo que viviera
en Roma rodeado de mujeres «ansiosas de jardines», según la expresión del
historiador Tácito, 495 hasta el punto de obligarle a matar al rico propietario de
un jardín para poderse adueñar de él. La tercera esposa de Claudio fue incluso
la apasionada Mesalina, de nobilísima cuna (y con veinte años o poco más en
el momento de contraer matrimonio); Mesalina le dio un hijo, y luego lo incitó a
condenar a sus enemigos y rivales (alegó para ello los sueños premonitorios
que habían tenido ella misma y un liberto). En 48 d. C. llegó demasiado lejos
en sus amoríos con un joven senador, celebrando un «matrimonio» vergonzoso
durante la vendimia en ausencia de su esposo, que no sabía nada de lo que
sucedía a su alrededor. Posteriormente, siguiendo los nefastos consejos de un
liberto, Claudio se casó con la formidable Agripina. Hermana del difunto Gayo,
Agripina tenía ya treinta y tres años y, para mayor desgracia, llevaba ya un hijo
(nacido por cesárea) de un matrimonio anterior. Durante seis años memorables
volvió a vivirse en el Palatino el viejo drama del síndrome de la nueva esposa
que había aquejado a las familias reales helenísticas. Para asegurarse la
sucesión al trono de su hijo, la nueva esposa, Agripina, organizó el asesinato
de su marido, Claudio, el 13 de octubre de 54. Supuestamente lo llevó a cabo a
través de unas setas envenenadas, aunque se dice que fue precisa una
segunda dosis administrada por medio de una pluma.
Subió entonces al trono el joven hijo de Agripina, Nerón, que resultó otro
desastre político. Al igual que Tiberio, se enorgullecía de tener una noble
prosapia, pero por sus venas corría también la sangre de unos antepasados
muy crueles. Algunos miembros de su familia habían ofrecido espectáculos de
gladiadores excepcionalmente sangrientos y uno incluso había atropellado
desconsideradamente con su carro a un plebeyo. Se cuenta que el padre de
Nerón dijo al recibir las felicitaciones de sus amigos por el nacimiento de su hijo
que «Nada había podido nacer de Agripina y de él que no fuera detestable y
para desgracia pública». 496 Y no se equivocaba. Al igual que Gayo, Nerón
carecía de experiencia tanto en la milicia como en el servicio público. Cuando
ascendió al trono era demasiado joven, pues ni siquiera había cumplido los
diecisiete años. Durante sus primeros cinco años como emperador, la labor
conjunta de su madre, de su preceptor, Séneca, y del prefecto del pretorio,
Burro, lo mantuvo relativamente tranquilo. Después quedó cada vez más
patente que en su persona se mezclaban la vanidad y la irresponsabilidad.
Expresaba ambos defectos de la forma en que este tipo de personas suelen
hacerlo, a saber con un afán desmedido de actuar como un artista en público.
Le gustaba participar como un competidor más en las carreras de carros y, lo
que es peor, cantar y tocar la lira. Se tomaba muy en serio ambas aficiones, y
se ejercitaba levantando pesos de plomo para mejorar su capacidad torácica y
bebiendo estiércol de jabalí diluido en agua para fortalecer sus músculos.
Entre 59 y 67 d. C, sus actuaciones públicas incrementaron su frecuencia y su
duración. En 59, organizó unos juegos para celebrar la primera vez que se
afeitaba la barba y ésa fue también la primera vez que cantó en público al son
de la lira, flanqueado por maestros de canto y con el apoyo de 5.000 coristas y
animadores. En 64 d. C, condujo por vez primera un carro en público. El verano
de 55 d. C. conoció el «Día de Oro», la recepción pública que se ofreció al rey
de Armenia, durante la cual Nerón volvió a cantar y a conducir el carro en
público. El escenario natural de este tipo de actividades y en el que mejor podía
desarrollar sus aspiraciones era Grecia. En 66-67 d. C. el emperador realizó un
viaje a este país para competir en los Juegos de Delfos y de Olimpia. Se dijo
que obtuvo más de 1.800 primeros premios, incluso en una ocasión en la que
corrió en un carro tirado por diez caballos y fue derribado. A cambio benefició a
Olimpia con la construcción de un hogar para los atletas, siendo el primer
emperador romano en conceder algún tipo de favor a esta ciudad.
Este tipo de actuación no era precisamente el que deseaba un «amigo de las
artes» compasivo. Nerón tenía una vanidad patológica, que no hacía sino
agravar su envidia: arremetió contra sus rivales e incluso hizo que fueran
destruidas las estatuas erigidas en honor de otros artistas. La frecuencia de sus
actuaciones en público vino acompañada de la celebración de grandes fiestas
marcadas por todo tipo de desenfrenos, entre las que destaca especialmente la
fiesta fluvial que dio en 64 d. C. Nerón navegó río abajo en una embarcación
cubierta de alfombras, remolcada por otras naves cuyos remeros eran todos
prostitutos y depravados. A ambas orillas, había mujeres desnudas, tanto
prostitutas como damas de la nobleza, dispuestas a ofrecer sus favores a
cualquiera. Unos días después Nerón celebró su matrimonio con uno de sus
esclavos sexuales. Para la ocasión se puso el velo nupcial e incluso chilló
como una virgen recién casada cuando aparentemente se consumó el
matrimonio.
Como las «escenas fatales» representadas en los anfiteatros de Roma, las
actuaciones y las orgías de Nerón eran ilustradas a veces con alusiones a la
mitología griega. Pero dichas ilustraciones ni las disculpaban ni las dignificaban
ni hacían de ellas un todo coherente, como si las dirigiera un imitador de
maestro de la «juerga». Lo que predominaba era el egoísmo y la perversión
cruel, y sus costes y extravagancias causaron la ruina del erario. Al final, en 59
d. C. Nerón hizo asesinar a su madre, Agripina, y luego celebró ante todo el
mundo su «salvación» de la conjura contra su vida supuestamente organizada
por ella. Su vida conyugal comenzó con relativa tranquilidad, a pesar de su
afición a «irse de parranda» por las noches con sus amigos y acosar por las
calles incluso a las mujeres de la mejor sociedad. No se preocupó lo más
mínimo de su primera esposa, Octavia, a la que desposó siendo una niña, pero
compensó ese desinterés con una liberta complaciente. Después le quitó la
mujer a un amigo y se casó con ella; se trataba de Popea Sabina, de hermosa
cabellera «de ámbar», de quien se decía que solía bañarse en la leche de
quinientas asnas. Cuando murió, de una patada que le propinó Nerón, éste
escogió al liberto que más se parecía a la difunta, ordenó que lo castraran y lo
usó como objeto de placer. Le puso de mote Esporo («simiente») e incluso lo
llamaba «Sabina». Sus extravagancias eran absolutamente atroces. No puede
echársele la culpa del gran incendio que destruyó gran parte de Roma en 64,
pero su posterior proyecto de construir una grandiosa Casa de Oro («Domus
Áurea») en el centro de la ciudad sólo puede calificarse de clara manifestación
de megalomanía. Su constante falta de moderación y de valores morales
provocó la organización de dos grandes conjuras contra él. La segunda contó
con el apoyo de importantes gobernadores de provincia y tuvo un éxito sin
paliativos. El 9 de junio Nerón se adelantó a los acontecimientos quitándose la
vida mientras decía:«¡Qué gran artista muere conmigo!». Fue su última
manifestación de vanidad.
En esta rama de los Julio-Claudios se consumaría la venganza genética de uno
de sus antepasados: Marco Antonio. El joven rival de Tiberio, Germánico,
peligrosamente popular, era nieto de Antonio; y también lo era Claudio; Gayo
era bisnieto suyo, lo mismo que Nerón. Aquélla fue una época durísima para
ser senador de Roma, cuando la intolerable guardia de palacio protegía e
incluso promovía a semejantes personajes para el puesto de emperador.
Durante casi treinta años los senadores tuvieron que transigir con un loco
manirroto, con un discapacitado cruel y susceptible, y con un disoluto vanidoso
y pagado de sí mismo. El período inicial o «luna de miel» de Nerón debió
mucho a los sabios consejos del filósofo Séneca, pero luego encontró todo tipo
de estímulos a su extravagancia natural en el odioso Tigelino. «De orígenes
oscuros y conducta vergonzosa en sus primeros años», 497 Tigelino era un
siciliano por su nacimiento que supo capitalizar su apostura y su actividad
como criador de caballos de carrera. Dos cualidades por las que Nerón sentía
una gran debilidad.
En mayor medida aún que Calígula, Nerón fue el patrono definitivo de la
bacanal romana. Numerosos historiadores modernos pasan por alto
tímidamente este aspecto, por considerarlo una trivialidad efímera, y prefieren
estudiar la administración de las provincias y las estructuras del Imperio, o su
falta de ellas, y la forma en que el poder de Roma afectó a las vidas de
millones de provinciales. Pero esas bacanales tienen también un significado
más general. A pesar de su insistencia en los «valores tradicionales» y la
«moralidad romana», hubo muchos senadores y caballeros de clase alta que
no se avergonzaron de participar como combatientes en los espectáculos de
gladiadores de Nerón. En 59 d. C, durante unos juegos públicos, algunos
hombres y mujeres ilustres subieron al escenario y no les importó tomar parte
en escenas indecentes. Nerón les prohibió llevar máscara en sus actuaciones,
pero aun así algunos ex cónsules participaron del espectáculo e incluso una
octogenaria, Elia Cátela, bailó en una pantomima. A la infame fiesta del río del
año 64 asistieron damas ilustres que manutuvieron relaciones sexuales
promiscuas con extranjeros, incluso con esclavos. Se acabó con todo tipo de
moderación y lo más alarmante es que la gente encontraba divertido todo aquel
«libertinaje». Los órdenes superiores habían sido la víctima predilecta de
Claudio y sentían un profundo temor por la potencial crueldad de Nerón. ¿Por
qué refrenarse, si podían ser asesinados o morir para que sus bienes fueran
confiscados? Los treinta años siguientes forman parte de la historia de una
reacción moral, contada en parte por una generación más antigua que
intentaba dejar atrás un pasado desinhibido, conscientes de que otros
contemporáneos suyos habían tenido unos principios más elevados.
El lujo desempeñó un importante papel al lado del «libertinaje». En tiempos de
los Julio-Claudios, el lujo, concebido como extravagancia personal, siguió
aumentando implacablemente con el progreso de las artesanías y la pródiga
rivalidad de los consumidores. Una de las máximas senatoriales era: «Más vale
gastar ahora que ver tus bienes confiscados luego»; otra era la mejora de las
oportunidades. No es sólo que el volumen de vino consumido en Roma por
todas las clases sociales experimentara un clarísimo incremento: también se ha
detectado una «vigorosa cultura de los lugares donde se consumían bebidas»
en todas las comunidades urbanas de Italia. 498 En la época de los Julio-
Claudios empezamos a tener testimonios firmes de la participación de los
terratenientes de clase senatorial en el desarrollo de la viticultura. Mucho más
curioso es que poseemos testimonios de su búsqueda cada vez más ansiosa
de «artículos de lujo», especialmente de aquellos menos abundantes. Entre la
buena sociedad romana, una persona podía gastar su fortuna o dejársela en
parte en herencia al emperador; y eso que los legados efectuados por
individuos sin hijos habrían estado penalizados según las leyes morales de
Augusto. Durante el reinado de Tiberio, los precios de determinados artículos
de lujo, los bronces griegos de estilo pseudocorintio o los grandes salmonetes
en las pescaderías, subieron tanto que el emperador promulgó una legislación
con el fin de controlarlos. En 22 d. C. se temió que Tiberio limitara los gastos
efectuados en artículos de lujo, ya se tratara de bandejas de plata o grandes
cenas. En realidad, Tiberio escribió al senado diciendo que esas restricciones
debían ser eficaces, pero el problema no tenía solución. De hecho, ahora había
muchas más cosas que desear. Los romanos habían encontrado el gusto por lo
raro, entre otras cosas por las mesas fabricadas en la hermosa madera de
cedro, originaria del norte de África: los árboles acabaron extinguiéndose. Los
artesanos habían desarrollado la compleja técnica de los fluoruros y de los
camafeos en los que se engastaban en vidrio diversas capas de metales
preciosos. Como ocurre actualmente con el precio de la vivienda o los salarios
en Wall Street, el coste incontrolado de los bronces y las casas de recreo, de
los cuadros y las perlas eran temas de conversación en las suntuosas cenas en
las que eran ostentados todos estos artículos de lujo. Según el historiador
Tácito, se comentaba también la forma de vestir «afeminada» de los hombres
ricos. 499 Los peinados de las mujeres de la corte seguían siendo relativamente
clásicos, pero los complementos se hicieron cada vez más rebuscados.
Podemos comparar la receta, por lo demás bastante sencilla, de la pasta
dentífrica de la emperatriz Livia con la composición mucho más exótica de la de
Mesalina, para la cual era necesaria resina de lentisco de Quíos (utilizada
todavía en la pasta de dientes fabricada en esta región), sal del norte de África
y cuerno de ciervo pulverizado, que se consideraba afrodisíaco.
Desde el siglo IV a.C. los historiadores habían citado demasiado a menudo el
lujo como causa de la derrota y el desastre: en los años sesenta del siglo I d. C.
podría decirse que causó su primera víctima importante, la propia dinastía de
los Julio-Claudios. La extravagancia irremediable de Nerón fue una causa
directa de su derrocamiento y del fin de su linaje. La justicia, por otra parte, fue
corrompida de un modo más sutil por los hábitos de los emperadores. En el
senado, Tiberio juzgó algunos casos relacionados, entre otros delitos, con el de
«lesa majestad»: ¿cómo habrían podido ser imparciales los senadores ante su
presencia? Claudio juzgó demasiados casos en privado; a menudo no quiso
escuchar más que a una de las partes en litigio y se limitó a imponer su criterio
personal. La tendencia que se ocultaba tras todas estas prácticas era que los
magistrados, tanto en Roma como en las provincias, juzgaran los casos y
dictaran sentencia por su cuenta. Las apelaciones a la autoridad superior
desarrollaron de ese modo un nuevo radio de acción.
En cuanto a la libertad, el asesinato de Gayo en enero de 41 d. C. brindó
realmente la oportunidad de restaurarla, pero el hecho de que nadie la
asegurara resulta muy revelador. Hacía casi cien años que la libertad no estaba
firmemente enraizada en la República, desde que César, Pompeyo y Craso
concluyeran su pacto entre caballeros allá por 59 a.C. En vista de la existencia
de un Imperio tan extenso, con un ejército leal a la dinastía y un populacho
temeroso del gobierno senatorial, ¿cómo iban a restaurar la libertad unos
senadores que ni siquiera la habían conocido nunca? Además, semejante
libertad habría sido imposible de manejar. Antes bien, el mantenimiento de las
estructuras imperiales básicas durante los reinados de aquellos cuatro
emperadores grotescos es una prueba de que eran cada vez más fuertes y
más necesarias. Cuando el gobernador provincial que encabezó la sublevación
contra Nerón en Occidente proclamó que actuaba en defensa del senado y el
pueblo de Roma, su declaración dio lugar a su reconocimiento por parte de la
guardia pretoriana de la capital y luego a que el senado le concediera los
poderes que le permitían ser considerado nuevo emperador. La máxima
esperanza de los senadores se cifraba en disponer de un área definida de
actuación decidida, en la medida de lo posible, por el propio senado, mientras
el emperador siguiera teniendo una competencia moral moderada en todos los
terrenos. La afabilidad y la accesibilidad sin extravagancias eran los atributos
fundamentales de un buen emperador.
Como protesta, en tiempos de Nerón, algunos senadores adoptaron por
principio una actitud contraria a su tiranía, en parte inspirada en una serie de
valores éticos «estoicos». Los romanos de clase alta no eran verdaderos
filósofos, pero los principios de aquella ética encajaban al menos con las
aspiraciones morales de los hombres nuevos que habían entrado a formar
parte de la clase dirigente: no tenían el cinismo hastiado de la vida de sus
antiguos miembros y deseaban convertirse en hombres de principios y más
bien incluso excesivamente graves, una vez alcanzada una posición
aparentemente honrada en el centro de la vida política. Para otros personajes
más enigmáticos, siempre cabía la posibilidad de un suicidio noble y elocuente,
acto que no era condenado ni mucho menos por la religión romana. El filósofo
Séneca se cortó las venas; el expansivo Petronio, el «arbitro de la
elegancia», 500 confeccionó una lista detallada de las perversiones sexuales de
Nerón con hombres y mujeres y se la mandó en una carta, mientras él se
cortaba las venas gastando bromas en compañía de sus amigos. Y sobre todo
está el ejemplo de Valerio Asiático, senador inmensamente rico y ex cónsul.
Originario de la Galia, heredó de su mujer un hermoso parque en el Esquilino.
«Ansiosa de jardines», Mesalina, la esposa de Claudio, exigió que lo quitaran
de en medio. A pesar de las múltiples acusaciones que se presentaron contra
él, Claudio vaciló antes de acceder a su eliminación. En cualquier caso permitió
que Asiático escogiera su muerte. Pues bien, el senador hizo un poco de
ejercicio, se vistió como es debido y cenó. A continuación de abrió las venas,
no sin antes supervisar el emplazamiento de su pira funeraria. Todavía
quedaban algunas pequeñas libertades: ordenó trasladar de sitio la pira para
que el fuego no quemara sus árboles. 501 Una vez muerto Asiático, Claudio
confiscó su finca.

Capítulo 46 - LA ADMINISTRACIÓN DE LAS PROVINCIAS


Lo que me resulta más injusto es verme obligado a aplicar con más rigor
por medio de mi edicto lo que los dos Augustos, uno de ellos el más
grande de los dioses (Augusto), y el otro el más grande de los
emperadores (Tiberio), se han esforzado denodadamente en prevenir, a
saber, que nadie haga uso de ejecutorias sin previo pago. Pero como la
indisciplina de ciertos individuos exige la aplicación inmediata de un
castigo, he creado en todos los pueblos y ciudades un registro de esos
servicios que a mi juicio deben ser ofrecidos, con la intención de que
esto se cumpla o, en caso contrario, de obligar a hacerlo no sólo por el
poder que ostento, sino también con el de la autoridad del mejor de los
príncipes [Augusto], del que recibí instrucciones escritas en ese sentido.
Edicto de Sexto Sotidio Estrabón, legado de Galacia, poco después
de14 d. C.

Y si alguno te requisara para una milla, vete con él dos. Palabras de


Jesús, Evangelio de Mateo 5.41

Se dice que, fuera de Italia, sin embargo, las provincias de Roma no acogieron
mal el nuevo orden de Augusto. Las percepciones, como suele ocurrir,
probablemente variaran, dependiendo de la clase social y el bagaje cultural de
cada persona, pero en Asia Menor, con el respaldo del gobernador, se adoptó
un nuevo calendario que empezaba con el cumpleaños de Augusto. Desde
España hasta Siria, los cultos a los emperadores, vivos y muertos, proliferaron
de diversas maneras. ¿Qué había que celebrar? A partir del reinado de
Augusto se produjeron evidentemente varios cambios en los nombramientos y
la reglamentación de los gobernadores, entre otras cosas la puesta en vigor de
nuevos procedimientos para procesarlos en caso de concusión y (en último
término) la concesión de una compensación anual preestablecida, o «salario»,
por el desempeño del cargo (dando lugar a los primeros ejemplos de la palabra
en este sentido). Sus predecesores republicanos habían dejado un mal
recuerdo en este terreno. Pero lo que más importaba a los provinciales era la
vuelta de la paz y el fin de los saqueos, exacciones de dinero y perjuicios
realizados en sus regiones en las décadas de 40 y 30 durante las guerras
civiles de Roma. Es probable que su población total experimentara un notable
descenso en medio de aquel caos: se calcula que en el conjunto del imperio
había unos cuarenta y cinco millones de habitantes, un veinticinco por ciento
menos que los niveles alcanzados más tarde tras un siglo de paz continuada.
Esta nueva era evolucionó hasta dar lugar a la idea que tenemos del Imperio
Romano. Ya en tiempos de Augusto, los romanos escribían que sus dominios
se extendían «de océano a océano»: de ese mundo se elaboraron diversos
mapas, entre otros uno que Agripa mostró públicamente en Roma. 502 Todavía
no se tenía una idea muy precisa de las fronteras, y el concepto básico de
imperio no era tanto territorial cuanto de obediencia al mandato de Roma. En
tiempos de Adriano el territorio bajo el mandato de Roma se extendería desde
Northumberland en Britania hasta el mar Rojo, y desde las costas del actual
Portugal hasta el río Eufrates. Desde entonces este vasto territorio no ha sido
gobernado nunca por una sola potencia. Tantas tierras determinarían también
la carrera de Adriano, pues pasó más de la mitad de su reinado viajando por al
menos treinta de sus provincias. En cada una de ellas había destacamentos
militares, pero no todas disponían de una legión completa. Lo que resulta más
curioso es los pocos funcionarios que siguieron empleándose para gobernar un
territorio de semejantes dimensiones.
La máxima autoridad de una provincia, tanto «senatorial» como «imperial»,
seguiría siendo el gobernador, que normalmente era un senador. Podía contar
con la asistencia de unos cuantos subordinados, así como solicitar los servicios
de cualquier oficial o soldado de las tropas de su zona: los arquitectos militares
de los campamentos locales también podían serle de ayuda para poner en
marcha los proyectos de construcción de mayor envergadura. Tenía
instrucciones precisas del emperador, práctica iniciada por Augusto y que éste
probablemente hiciera extensiva a los dos tipos de provincia. La principal
obligación de cualquier gobernador era velar por el mantenimiento de la paz y
la tranquilidad en su región. A partir de la década de 30 a.C. las provincias de
Roma no corrieron el riesgo de un invasor externo hasta mucho después de la
muerte de Adriano. El principal peligro que las acechaba era el estallido de una
rebelión de los súbditos romanos o los posibles enfrentamientos civiles que
pudieran producirse entre las distintas comunidades locales existentes en una
provincia o en su propio seno. La mayoría de los gobernadores, por lo tanto,
centraba su actividad en juzgar y resolver las disputas locales. Al igual que
hiciera Cicerón en su provincia, visitaban su jurisdicción todos los años para
dispensar justicia y resolvían disputas en las ciudades en las que había un
tribunal. Sus obligaciones en ese sentido exigían buena parte de su tiempo y
dedicación: sabemos que en una ciudad de Egipto, en el transcurso de una
sola visita, fueron preparadas al menos 1.406 peticiones para ser sometidas al
juicio de un gobernador. 503
Como cabe suponer, la administración de justicia no podía depender
exclusivamente de la visita anual de un gobernador. Las ciudades y las
comunidades locales tenían tribunales propios en los que se dirimía la mayoría
de los casos civiles. También juzgaban por lo penal, pero normalmente sólo
casos que no implicaran penas graves. También había juicios presididos por
procuradores romanos, de los cuales había dos tipos. En las provincias
imperiales, algunos procuradores eran funcionarios financieros cuyo cometido
consistía en controlar la recaudación de impuestos. Este tipo de actividad
siempre suele conllevar disputas, y el procurador era el más apropiado para
dirimirlas. Contrariamente a lo que sería de desear, hacía de fiscal y de juez en
los casos que se le presentaban. Otro tipo de procuradores eran los agentes
inmobiliarios del emperador: administraban las tierras y las propiedades que el
emperador tenía en sus provincias. Durante el reinado de Claudio también
fueron autorizados legalmente a juzgar los casos que pudieran derivarse de
esas posesiones, y más tarde, poco antes de la muerte del emperador, se
decidió que sus sentencias fueran firmes, sin posibilidad de apelación.
Estas fuentes alternativas de justicia servían para liberar de trabajo al
gobernador, quien, a pesar de todo, seguía estando muy ocupado. Al llegar a
su provincia, el gobernador publicaba, como había venido haciéndose siempre,
un edicto en el que anunciaba los delitos que merecerían su atención especial,
pero en la nueva era, probablemente se guiara por las instrucciones recibidas
del emperador. Una de las cosas más importantes es que sólo él podía
condenar a un reo a muerte (salvo raras excepciones). También tenían que
ocuparse de los casos civiles que le remitía el emperador. En efecto, en
algunas ocasiones las comunidades y los particulares apelaban directamente a
la justicia del emperador, aunque la única respuesta que recibían era que se
dirigieran al gobernador local, adjuntando (aunque no siempre) una
recomendación especial. Así pues, para los gobernadores la aplicación de la
ley resultaba una tarea bastante dura, sobre todo porque muchos de esos
casos no estaban previstos claramente por las leyes romanas vigentes, y,
además, el derecho romano no era de aplicación a la mayoría de los
provinciales. Eran realmente necesarias muchas dosis de paciencia y
discreción por parte de los gobernadores. Tras una audiencia preliminar, el
gobernador podía remitir el caso a un tribunal local para que fuera éste quien
dictara sentencia; también podía consultar con asesores locales antes de emitir
un veredicto. Durante el imperio, podía participar en un proceso en calidad de
«instructor» y, tras realizar personalmente las investigaciones pertinentes,
dictar sentencia. Se le presentaban todo tipo de casos complicados y de
alegaciones para que emitiera una resolución, y convenía que fuera imparcial:
en los libros de leyes se instaba a los gobernadores a no adoptar una actitud
demasiado amistosa con la población de la provincia. Convenía, además, que
dejara a su esposa en Roma, para que ésta no se entrometiera mucho en sus
asuntos: los gobernadores eran responsables de la mala conducta de sus
mujeres en sus provincias.
Esas giras por su jurisdicción habían determinado la carrera de Cicerón como
gobernador en la década de 50 a.C. y, a medida que fue difundiéndose esta
práctica, supusieron para muchos provinciales una nueva fuente de justicia.
Durante el imperio, a partir del reinado de Augusto, también hubo la posibilidad
de apelar directamente al propio emperador. Sin embargo, había limitaciones
en ambos procesos. Para la presentación de su caso, el solicitante debía acudir
personalmente al lugar donde podía celebrarse el juicio, obtener una audiencia
y, en la medida de lo posible, hablar con gran elocuencia. Como suele ocurrir,
ese tipo de justicia resultaba muy poco práctica para los pobres, especialmente
los de las zonas rurales. Era también una justicia a expensas de la libertad
política de la región. Los gobernadores romanos monopolizaban las penas que
incluso el imperio clásico de los atenienses había controlado sólo en segunda
instancia. Entre los delitos bajo su jurisdicción había ahora muchos que habían
surgido debido a la propia existencia del imperio. Por la propia experiencia que
había vivido en su ciudad, la clase dirigente romana recelaba mucho de las
organizaciones populares, unas «asociaciones» que podían ocultar objetivos
políticos: así pues, tenemos conocimiento de un gobernador al que se exigió
que prohibiera las brigadas antiincendio de las ciudades de su provincia («más
vale muertos que vivos peligrosos») 504 . Los súbditos también eran susceptibles
de ser acusados de «traición» por presuntos insultos a la figura del emperador,
a una de sus estatuas o a sus bienes. Las denuncias anónimas no estaban
bien vistas, aunque eran una consecuencia directa del sistema imperial.
Pero, por encima de todos, estaban los impuestos. En este terreno los
gobernadores romanos fueron responsables de una gran innovación
introducida por Augusto: el censo regular de sus súbditos. Con los censos
quedaban registrados todos los habitantes de una región y sus bienes en unas
listas que servían de base para la posterior aplicación de los impuestos. Unos
funcionarios estaban encargados de su elaboración, y los detalles que debían
reflejar eran a menudo complejos: Augusto no decretó nunca «que todo el
mundo debía empadronarse», como dice el Evangelio de Lucas, pero sí
registró la confección de censos en las distintas provincias romanas. 505 Otros
funcionarios diferentes (cuestores y procuradores) asumían luego la
responsabilidad directa de la recaudación anual de impuestos. Para ayudarlos
en esa tarea, disponían de esclavos y de libertos y tenían la posibilidad de
emplear soldados, pero, aun así, su número era mucho más reducido que el de
los recaudadores de impuestos de un Estado moderno.
Tampoco podemos decir que su sistema tributario fuera más simple que los de
hoy día. Los impuestos directos adoptaban dos formas bastante complejas, uno
sobre los bienes inmuebles, y otro sobre las personas. Los detalles variaban de
una provincia a otra, pero podían incluir el pago de un canon por la tenencia de
esclavos y las propiedades urbanas alquiladas, e incluso por ciertos bienes
muebles, como, por ejemplo, el equipamiento de una explotación agrícola. En
ocasiones, la base imponible era la producción agrícola, en lugar de la
superficie y el valor de la finca. También había onerosos impuestos indirectos,
como los aranceles portuarios, y otro tipo de exacciones fiscales,
especialmente las relacionadas con la provisión de animales, los suministros y
la mano de obra para el transporte público. Son a esas cargas a las que se
refiere Jesús en el Evangelio según San Mateo: «Y si alguno te requisara para
una milla, vete con él dos», un consejo bastante idealista.
A veces se concedía la exención del pago de impuestos (especialmente a
algunas ciudades que habían sufrido un desastre natural), pero es evidente que
ese beneficio no era un derecho de quien ostentara la ciudadanía romana. En
las provincias los ciudadanos romanos y sus tierras estaban sujetos al pago de
impuestos como cualquier otra persona. La única región privilegiada en ese
sentido era Italia, cuyos habitantes pagaban los impuestos indirectos, pero no
tributos. Los de Roma también se beneficiaban de un tipo concreto de pagos: el
grano llegaba directamente a Roma desde Egipto y desde otros lugares en
concepto de tributo. Una vez en la ciudad, servía para abastecer las
necesidades del ingente número de sus habitantes, incluidos aquellos que
tenían derecho a los repartos gratuitos. Si nos preguntamos por qué era
necesaria la creación de más impuestos, encontraremos la principal respuesta
en el enorme volumen del ejército romano. Los impuestos servían para
financiarlo, incluso cuando la provincia contribuyente desde el punto de vista
fiscal carecía de legiones. Ésas son las injusticias del Imperio.
Contemplado retrospectivamente, puede parecer que el nivel global de
impuestos durante el reinado de Augusto no era demasiado oneroso: el hecho
es que se doblarían y se ampliarían en la década de 70. Sin embargo, en
aquellos momentos, representaban una carga más que suficiente. Los
recaudadores eran terribles y no dudaban en recurrir a la fuerza para llevar a
cabo su cometido. Curiosamente se produjeron sublevaciones en la Galia, en el
norte de África, en Britania y en Judea poco después de la instauración del
gobierno directo de Roma, y en todas ellas la causa principal fue el impacto
económico que ello supuso. Si los provinciales no podían pagar en metálico,
los recaudadores se contentaban con cobrar en especie, por ejemplo,
llevándose pieles de animales tan necesarias para la fabricación de artículos de
cuero. Cuando un individuo era sometido a una minuciosa inspección fiscal, se
decía que «se le exprimía hasta la última gota»: en las provincias
recientemente anexionadas, los prestamistas italianos no tardaron en empezar
a aprovecharse de sus habitantes.
Como era de esperar, se dieron prácticas abusivas. En Britania se dice que los
gobernadores acaparaban todas las existencias de grano para luego
revenderlas a la población a un precio mucho más alto. En la Galia, se cuenta
que el agente financiero, o procurador, de Augusto decía que el año tenía
catorce meses, no doce, para exigir el pago de los tributos de dos meses más.
En principio, esas prácticas abusivas podían ser denunciadas en Roma ante un
tribunal senatorial por dos procedimientos. Ambos procedimientos habían sido
introducidos por Augusto, y resulta verdaderamente cínico ver cómo los
senadores se limitaban a absolver a los de su clase siguiendo el más estricto
de los dos. En virtud de una dura decisión de Tiberio, se negó a los senadores
el derecho a hacer un testamento válido cuando eran condenados por
concusión. Esta pena también perjudicaba el honor de la familia del
delincuente, y por eso, con buenas razones, los senadores eran reacios a
condenar a uno de sus colegas. Cuando se encontraban ante un caso así,
solían estudiarlo con profundidad. Pero en las vidas de los habitantes de las
provincias se producía por parte de los romanos una injerencia paralela que no
estaba regulada por una limitación semejante. En el imperio ateniense, los
ciudadanos habían podido adquirir a veces parcelas de tierra en territorio
aliado, práctica que fue muy mal vista en general. En su imperio, los romanos
compraron tierras en las provincias a una escala mucho mayor. Unas fueron
compradas o adquiridas porque sus propietarios habían incumplido el pago de
sus deudas, pero es evidente que otras eran fruto de tentadoras ofertas que
sus dueños no habían podido rechazar. El emperador y su familia fueron los
principales beneficiarios, sobre todo debido a los legados testamentarios
recibidos de los provinciales. En Egipto diversos miembros de la familia
imperial adquirieron decenas de propiedades. En la década de 60 se decía que
casi todo el norte de África estaba en manos de apenas seis senadores
inmensamente ricos (no necesariamente africanos de nacimiento). Sin
embargo, las tierras de los romanos en las provincias seguían estando
sometidas al pago de impuestos.
¿Cómo funcionaba, pues, un sistema de exacciones fiscales si no había un
gran aparato burocrático encargado de su recaudación? La respuesta está, en
parte, en que dicha recaudación era delegada a terceros. Normalmente, los
pagos exigidos eran calculados por comunidades a las que se encomendaba la
tarea de recaudar lo que fuera necesario. Lo importante aquí es que sus clases
dirigentes podían transferir casi todo ese trabajo a sus subordinados. Así pues,
vemos cómo Roma invirtió el modelo utilizado por el antiguo imperio ateniense.
Entonces, las democracias de las ciudades griegas aliadas habían votado que
los ricos pagaran una parte sustancial del tributo. Bajo el dominio de Roma, las
democracias fueron diluyéndose o dejaron de existir, de modo que los
consejeros municipales que ejercían el poder pudieron minimizar el impacto de
los tributos en los de su clase. Incluso a la hora de calcular sus aportaciones,
se aplicaba un mismo baremo para todo el mundo: el impuesto de capitación
era tan poco equitativo como siempre, y no había impuestos adicionales.
La recaudación también se vio facilitada por la privatización. Julio César había
abolido la subasta de la licencia de recaudación de impuestos directos de las
provincias a compañías «privadas» de Roma: se dice que, a consecuencia de
esta decisión, los tributos impuestos a Asia por Roma se vieron reducidos en
una tercera parte. Durante el imperio, sin embargo, las ciudades y las
comunidades locales seguirían utilizando en el ámbito doméstico ese tipo de
empresas para recaudar en su nombre los tributos exigidos. Dichos
recaudadores de impuestos, los «publicanos» de los que nos hablan los
Evangelios, garantizaban por adelantado una suma determinada, pero luego
recaudaban de los contribuyentes otra más elevada para cubrir sus ganancias.
También estaba el problema concreto de los tributos indirectos. Su importe
variaba todos los años, dependiendo del volumen de negocios, y, para poder
acordar con antelación una suma concreta, los funcionarios romanos preferían
poner a la venta, o «ceder en arriendo», los derechos de su recaudación. La
privatización resultaba conveniente para las autoridades, pero no para el
contribuyente.
El sistema tributario romano se basaba en prácticas ya existentes en la
mayoría de las provincias, pero representaba el principal punto de contacto de
la gran mayoría de la población con el dominio de Roma. Un año sí, y el otro
también, todo el mundo, incluso los pequeños agricultores y los arrendatarios
de tierras, se veía afectado por el pago de impuestos, tanto si conocía o no el
nombre de su gobernador, como si hablaba o no latín o griego. La imagen y la
prominencia pública del emperador eran menos significativas en la conciencia
de su poder que tenían los súbditos, aunque para nosotros esa «imagen» se
hace mucho más patente en el arte y los objetos que han llegado a nuestras
manos. La mayoría de las provincias tenían cultos públicos en los que se
ofrecían sacrificios y se pronunciaban oraciones «para», o en honor de, los
emperadores, pero en general se concentraban en las ciudades, tanto en los
centros de las «asambleas» provinciales, como en determinadas poblaciones
que ya contaban con cultos propios. Las estatuas representaban a los
emperadores, a menudo ataviados con galas militares; las monedas
proclamaban sus títulos, e incluso las acuñadas en las provincias mostraban su
efigie; en el siglo III encontramos el retrato de un emperador, con motivo de su
ascensión al trono, escoltado a diversas ciudades de una provincia e iluminado
con velas. En esa propaganda había mucho campo para explotar
ingeniosamente todo tipo de situaciones. En la década de 30 d. C. el
gobernador de Asia tuvo que reprimir a la gente que ya estaba celebrando todo
tipo de supuestas «buenas nuevas» procedentes de Roma, tanto si eran ciertas
como si no. 506 Los falsos rumores representaban para los provinciales más
astutos una oportunidad para vender artículos «conmemorativos» a sus
paisanos. En Britania y Hungría, se ha descubierto una serie de moldes,
aparentemente para fabricar los bollos y tartas que se presentaban como
ofrenda, que debían ser grabados con imágenes del emperador haciendo
sacrificios a los dioses. Se supone que sus súbditos comían esos dulces en el
curso de las fiestas religiosas. 507 El imperio, sin embargo, no se basaba en
tartas personalizadas. Su estabilidad general se debía a dos razones
fundamentales. Por un lado, la ausencia de un nacionalismo exacerbado
(excepto en la problemática Judea). Había una conciencia étnica en muchas
provincias (en Britania, o en Egipto, o en Germania), pero se veía dificultada
por la existencia de distintas culturas y, a menudo, por el bilingüismo. En Siria,
por ejemplo, los hablantes de griego y los escritores en esta lengua podían
denominarse a sí mismos «sirios», y utilizar incluso el arameo o escribir
también en siríaco. Pero no reconocían un «nacionalismo sirio», ni una
«identidad siria». 508 Los gobernadores y administradores romanos tampoco
realizaban su labor teniendo presente una eventual independencia «nacional»
de sus súbditos, a diferencia, por ejemplo, de lo que ocurriría con los imperios
británico y francés. El historiador Tácito atribuye a los adversarios de la
dominación romana en las tierras más remotas un fuerte espíritu de «libertad»,
y compara la adopción de la cultura romana con la «esclavitud». Pero nunca
sostiene que los súbditos de Roma deberían ser un día «liberados».
El segundo apoyo fundamental era el gobierno de clase, tanto implícito como
explícito. Roma no siguió el principio de «divide y vencerás» entre las ciudades:
el imperio animaba a las ciudades a unirse en nuevas asambleas provinciales.
Pero se beneficiaba de las divisiones existentes entre sus súbditos. Una de las
razones principales de la lealtad de la clase dirigente en las provincias menos
civilizadas era su conciencia explícita de que, sin el poder de Roma, podían
volver a las facciones y a las luchas intestinas. En las provincias más
urbanizadas, incluido el Oriente griego, había una ventaja análoga para las
clases altas de las ciudades: el dominio romano las protegía de los ataques
políticos de sus clases inferiores. Podía haber revueltas ocasionales
provocadas por la falta de alimentos, pero no había el peligro real que suponían
los desafíos políticos que habían imperado en la historia de Grecia desde ca.
500 hasta ca. 80 a.C. Si la asamblea popular de una ciudad griega resultaba
demasiado turbulenta, el gobernador intervenía y simplemente la anulaba. La
ciudadanía romana fue concedida a los beneficiarios de la clase alta de las
provincias, protegiéndolos de] acoso arbitrario. Bajo el imperio de Roma,
mientras tanto, podían trasladar buena parte de la carga que suponían los
impuestos directos locales y rivalizar por nuevos honores públicos. La
democracia, como había dicho Cicerón, era un «monstruo horrible», y ahora,
para su alivio, tenían unos amos que estaban de acuerdo con esta idea.

Capítulo 47 - LOS EFECTOS DEL IMPERIO

Tiranías y guerras es lo que siempre ha habido en las Galias, hasta que


os pusisteis bajo nuestras leyes. Nosotros, aunque cada vez que nos
habéis provocado no nos hemos servido del derecho de victoria más que
para pediros la manera de garantizar la paz... todo lo demás lo
compartimos ... En efecto, si los romanos —no lo permitan los dioses—
son expulsados, ¿qué habrá sino guerras entre las naciones?
PETILIO CERIAL en Tácito, Historias 4.74

Los recuerdos más duraderos del Imperio Romano son las calzadas y las
ciudades que construyeron, los acueductos y el derecho romano, y por
supuesto el latín, que es la base de numerosas lenguas europeas. Incluso en
aquella época, los emperadores romanos eran aclamados por su «liberalidad»
y los «beneficios» que había traído consigo su paz. Había una unidad y una
apertura aparentes en un Imperio en el que un germano o un britano podían
llegar a ser ciudadanos romanos de pleno derecho y un individuo nacido en
España podía llegar a senador o incluso, como en el caso de Adriano, a
emperador. A decir verdad, la ciudadanía romana conoció una expansión
enorme y además por muchos lugares, al igual que el derecho romano y el
latín. Con frecuencia, los autores latinos más admirados del siglo I no fueron
originarios de Roma, ni siquiera de Italia: muchos nacieron en España, como
Séneca, el filósofo, o Lucano, el poeta, Marcial, autor de agudísimos
epigramas, y Quintiliano y sus doctrinas sobre cómo hablar y escribir
correctamente en latín. Ya en la época de Augusto el geógrafo Estrabón había
escrito acerca del predominio del latín, el abandono de los modales belicosos y
de las fortalezas de las montañas, y del fin de la antigua barbarie en el sur de
España y en la Galia.
Una cultura común de altos vuelos permitía a los provinciales de clase alta
comunicarse en términos de igualdad con la buena sociedad ya existente en
Roma. Es de esos personajes cultos de la alta sociedad de las provincias de
los que proceden las alabanzas de los «beneficios» de Roma. La moneda, sin
embargo, tiene también otra cara. Los textos destinados a los lectores romanos
expresaban vividamente ciertos estereotipos «incorrectos» de los extranjeros
no romanos. Se decía que los galos eran unos tipos rudos, robustos, rubios y
melenudos, particularmente propensos a la homosexualidad. Los sirios eran
jactanciosos, los típicos comerciantes y estaban obsesionados con el sexo; se
decía que los habitantes de la Hispania Ulterior se lavaban los dientes con su
propia orina; y en Irlanda, se afirmaba que la gente practicaba el acto sexual en
público. Los romanos «civilizados», en cambio, llevaron a sus súbditos sus
espectáculos sangrientos entre personas y animales. A pesar de su crueldad,
los anfiteatros para este tipo de entretenimientos fueron una de las mayores
aportaciones que hicieron los romanos a la calidad de vida del Imperio. En
comparación, su lengua, el latín, hizo muy pocos progresos entre la población
civilizada de lengua griega del mundo helénico tradicional. Incluso allí donde
los hizo, siguieron vivas otras lenguas, el «celta» en la Galia, el púnico en gran
parte del norte de África y del sudoeste de España (legado de Cartago y sus
colonias), y el arameo (la lengua cotidiana de Jesús) en buena parte del
Oriente Próximo. En todas partes, el bilingüismo estaba mucho más extendido
de lo que pueda dar a entender la marea de textos griegos y latinos que se nos
han conservado. Quizá lo practicaran incluso los terratenientes cuando fueran a
sus fincas rústicas y quisieran intercambiar cuatro palabras con sus antiguos
subordinados y mayordomos de la zona.
Fuera de unas cuantas escuelas de enseñanza superior, el latín que se
hablaba y se escribía en las provincias era chapucero y vulgar. Puede que
algunos, incluso los artesanos de Britania, copiaran algunas frases de
importantes pasajes de la Eneida de Virgilio, pero probablemente las
conocieran por los ejercicios de escritura, no porque poseyeran una cultura
literaria o teatral. Cuantos más textos encontramos en latín fuera de las clases
cultas, en papiros, graffiti u otras inscripciones, menos se parece ese latín a las
normas clásicas de nuestra gramática latina. En parte procedía de los italianos
que se habían establecido como colonos en las provincias, y no eran tan
instruidos como los oradores de Roma. El estilo es particularmente vivido en
las respuestas dadas por los cristianos de lengua latina en los juicios a vida o
muerte a los que fueron sometidos cuyas actas han llegado a nuestras manos.
Muchos de esos mártires no aprobarían un examen moderno de latín y
sacarían notas bajísimas.
La «liberalidad», al menos, es evidente en las ruinas del Imperio que se nos
han conservado y en los textos e inscripciones (en su mayoría procedentes del
elocuente Oriente griego) que dan testimonio de ella. Se dan en ellos las
gracias a los emperadores o se les celebra por proveer a las ciudades de
murallas y fortificaciones, acueductos, graneros y decenas de edificios
públicos. De todos los emperadores, Adriano fue el máximo benefactor de las
ciudades. Él fue quien personalmente transformó Atenas con su nueva
biblioteca, con un gimnasio, y con templos y pórticos igualmente nuevos. Los
edificios por él erigidos en otras ciudades de la provincia vinieron a resucitar
una Grecia que en general había caído a unos niveles bajísimos; también fundó
en el noroeste de Asia Menor un grupo de ciudades que llevaban su nombre.
Fue enormemente generoso con su ciudad natal, Itálica, en el sudoeste de
España. Convirtió aquel pueblo pequeño y aburrido en un lugar con la
fascinación de una gran capital, proveyéndole de calles y paseos amplios,
termas, un anfiteatro, unas obras de alcantarillado excelentes e incluso un
teatro. A pesar de todo, nunca regresó a Itálica como emperador. Sus
antecesores habían hecho más o menos lo mismo con los lugares que les
interesaban (excepto en general Tiberio, famoso por su tacañería), pero la
«liberalidad» de Adriano destaca entre la de todos los demás. Viajó más que
cualquiera de ellos y una visita imperial solía ser la causa de una proliferación
de nuevos edificios, como podemos comprobar por los efectos de las visitas de
Augusto al sur de la Galia y España.
¿Pero cuál era la fuente de esa «liberalidad»? Los emperadores podían donar
materias primas a sus beneficiarios, ya se tratara de madera de sus bosques
(Adriano era el dueño de los bosques de cedros del Líbano) o de buen mármol
de alguna cantera famosa. Sin embargo, esos bienes los habían confiscado,
requisado o heredado a expensas de la población local. Con mucha frecuencia
el favor de un emperador suponía la condonación de los impuestos pagados
por una ciudad durante un año o dos; en tal caso, la «liberalidad» se ejercía
con la producción de los propios provinciales. Durante ese período de
suspensión tributaria los impuestos se desviaban para sufragar los
monumentos públicos de la ciudad, pero para la masa de trabajadores que
pagaba la mayoría de ellos la medida no suponía ningún alivio.
Había otro tipo de generosidad de doble filo: la concesión de nuevas tierras en
las provincias a inmigrantes para su colonización. Para los colonos, dicha
concesión era bastante importante. Tras el ejemplo sentado por Julio César,
Augusto tuvo que establecer a sus veteranos quizá en sesenta nuevas colonias
fuera de Italia, obligando a emigrar a más de 100.000 individuos. Las
«colonias» resultantes supusieron la mayor exportación de población desde los
tiempos de las conquistas de Alejandro. Estos colonos se establecieron en
calidad de ciudadanos romanos. Empezaron hablando latín y sus ciudades,
cultos y edificios solían evocar a los de la propia Roma. El culto de las tres
grandes divinidades del Capitolio romano (Júpiter, Juno y Minerva) ocupaba un
lugar destacado en los principales santuarios de las colonias, junto con los
sacerdotes al estilo romano. No obstante, en el Oriente griego la impronta
«romana» no fue habitualmente muy duradera. Los matrimonios con la
población local y la asimilación a la poderosa cultura autóctona hicieron que las
colonias tendieran a pasarse al griego al cabo de algún tiempo: Bérito (la
moderna Beirut) siguió siendo, no obstante, un obstinado bastión del latín y del
derecho romano en el Líbano.
El mapa urbano de las colonias podía resultar espectacular en poco tiempo.
Antioquía de Pisidia, en el sur de Asia Menor, fue fundada en una curiosa
colina y rápidamente se hizo con un templo enorme dedicado al culto de
Augusto. Probablemente se accediera a él a través de una gran puerta de triple
arco (que le fue dedicada en 2 a.C.) y una serie de calles rectas, flanqueadas
de esculturas y otros edificios imperiales, resaltaban el conjunto de manera
espléndida. En el sudoeste de España, la ciudad de Emérita (la actual Mérida,
cuyo nombre «Merecida [por los veteranos]» no podía ser más elocuente),
situada en la confluencia de dos ríos, fue fundada en 25 a.C. El suministro de
agua se aseguró con la construcción de tres hermosos acueductos nuevos; la
ciudad disponía de puentes, termas y, en poco tiempo, pudo contar con un
conjunto de centros de ocio (un teatro construido en 16 a.C. y un anfiteatro
destinado a los espectáculos sangrientos, que data de 8 a. C). El éxito mayor
se lo llevaría el lugar destinado a las carreras de carros, el circo, construido
probablemente en tiempos de Tiberio siguiendo el modelo del Circo Máximo de
Roma. Los caballos españoles eran magníficos y siguieron celebrándose
carreras en el circo durante siglos, incluso una vez acabada la dominación
directa de Roma. Por otra parte, en el foro había un gran pórtico con esculturas
que imitaban las estatuas del gran Foro de Augusto en Roma.
En Antioquía de Pisidia, varios miembros de la familia Julio-Claudia fueron
elegidos para ocupar las magistraturas municipales in absentia. Se trataba de
una honorificencia muy astuta, pues, como cualquier otro magistrado, se
suponía que concederían numerosos beneficios a «su» ciudad. En otros
lugares, la iniciativa de los gobernadores romanos fue también importante;
influyó en el desarrollo arquitectónico de Emérita, lo mismo que el papel del fiel
Agripa, que también tuvo mucho que ver en todo ello. En el curso de sus viajes,
Agripa mostró un interés personal por las obras de construcción: mandó erigir
un odeón para impresionar a los atenienses, y es muy probable que patrocinara
la enorme cubierta del edificio, para la cual fueron necesarias vigas de
dieciocho metros. Quizá patrocinara también la techumbre todavía mayor, de
casi veinticinco metros de anchura, que cubría el gran templo de Zeus en,
Baalbek, en el nuevo territorio de Bérito, donde también desarrolló sus
actividades. Las grandes hazañas constructivas y las agresiones contra el
paisaje atrajeron siempre a los romanos y sus arquitectos. Ése es el motivo de
que construyeran grandes calzadas en Italia para Trajano o de que ayudaran a
Adriano a abordar un problema planteado desde hacía muchísimo tiempo, la
desecación del lago Copáis, en Grecia central. La principal finalidad de las
calzadas romanas no era el comercio ni el «desarrollo provincial»: tenían un
carácter militar y gubernamental, y facilitaban la intercomunicación entre la
clase dirigente.
Allí donde se establecían los colonos, había otros que tenían que irse o a los
que no se dejaba entrar, pues las recompensas en forma de tierras que
recibían los veteranos no se hallaban situadas necesariamente en territorios
vírgenes. No obstante, las nuevas y espectaculares ciudades de colonos
fomentaron la imitación en la población autóctona. Poco después de la
fundación de Mérida, vemos la misma estructura repetida en una ciudad mucho
más sencilla, Conímbriga, situada al noroeste de la Lusitania. Conímbriga no
era una colonia de veteranos, pero se hallaba situada en una zona rica en
metales que indudablemente atrajo a muchos explotadores italianos antes de
que la ciudad se desarrollara como tal. En tiempos de Augusto los ciudadanos
ilustres de Conímbriga construyeron unas termas bien provistas de agua
gracias a un acueducto, y levantaron un impresionante foro con un templo,
pórticos y edificios públicos. La nueva Mérida de los romanos fue copiada por
sus vecinos: ¿deberíamos, pues, suponer que también en otros lugares los
provinciales se «romanizaron» a sí mismos?
Los imperios modernos han visto este proceso como una «bendición», lo
mismo que sus propios ideales, y lo han atribuido a una «misión civilizadora».
Desde luego podemos hablar de nuevos modos de vida e importaciones de
Roma que llegaron mucho más allá de los lugares en los que se establecieron
emigrantes de lengua latina. Un ejemplo muy extendido es el de las termas,
amenidad cívica que llevó una nueva costumbre social a Oriente y a Occidente.
Pero también las costumbres nacionales cambiaron. Durante la dominación
romana, las poblaciones de Galia y de Britania empezaron por propia iniciativa
a construir casas de piedra, no de madera o paja, y a comer en vajillas de loza
fina y brillante, cuyas formas correspondían a nuevos gustos culinarios y a
nuevos modales en la mesa. La degustación de vino sustituyó la vieja
costumbre prerromana de no beber prácticamente nada más que cerveza. Se
produciría también aceite de oliva a gran escala para el uso de los provinciales,
tanto en el sur de España como en ciertas zonas del interior del norte de África
que ahora forman parte del desierto. La salsa de pescado salado, especialidad
italiana, se convirtió en el aderezo favorito fuera de Italia, mientras que las
casas al nuevo estilo trajeron consigo nuevas divisiones de los espacios y
quizá nuevos límites cotidianos entre hombres y mujeres, entre adultos y niños.
En los espacios públicos, inscripciones y estatuas empezaron a honrar a los
benefactores que se vieron atraídos hacia un nuevo tipo de intercambio público
de regalos. A cambio de su munificencia, esos individuos recibían como regalo
honores que eran registrados públicamente, concedidos ante el nuevo centro
de atención de la población ciudadana, ya fuera en España, en la Galia o en el
norte de África. Esos intercambios fomentaron también la rivalidad social entre
los propios benefactores.
Esa «romanización» fue, dicho con más precisión, una italianización. Los
soldados veteranos, los comerciantes emigrados a las distintas provincias, los
amigos que los reclutas provinciales hacían en el ejército, no eran romanos
como los habría imaginado Catón el Viejo. La enorme población de Roma
seguía siendo un conjunto mixto, que ya no era (ni nunca había sido)
puramente «romana» por su origen. La mayoría de los colonos «romanos»
procedían de ciudades de Italia que se habían romanizado en tiempos de la
República. Lo que anteriormente hicieran los romanos con los italianos, lo
harían ahora los italianos con los provinciales. Pero éstos tampoco eran una
página en blanco; por el contrario: tenían sus propias culturas, que variaban de
una provincia a otra. El griego y el arameo, el hebreo y el egipcio eran lenguas
especialmente fuertes en Oriente, mientras que la cultura púnica del sur de
España y del norte de África era la más vigorosa de Occidente. ¿Se adaptó,
pues, la italianización para acomodarse a los modos de vida ya existentes de
los provinciales y, si fue así, cómo deberíamos describir este proceso? Los
historiadores suelen ahora jugar con las palabras con el fin de darle cabida en
su totalidad: ¿los súbditos de Roma prefirieron «aculturarse» o más bien se
«transculturaron» desarrollando una cultura que era una mezcla de elementos
viejos y nuevos? ¿O cabría hablar, por el contrario, de una «subculturación»?
Indudablemente el proceso debió de variar de un lugar a otro. En la remota
Britania, según el historiador Tácito, se vio facilitado por el gobernador
Agrícola, suegro del propio escritor. Agrícola, nos dice Tácito, fomentó la
construcción de «templos, foros y casas». 509 Arqueológicamente todavía no
podemos valorar esa iniciativa, y por tanto la tendencia habitual consiste en no
confiar en sus palabras, pues lo que estaba escribiendo Tácito era un libro
sumamente favorable a su protagonista. Pero en el Oriente griego hay decenas
y decenas de casos bien documentados en los que los emperadores o los
gobernadores fomentaron efectivamente ese tipo de edificaciones, y en
comparación con esos lugares Britania era un territorio salvaje y conquistado
hacía muy poco. Como ocurriera en Oriente, puede que fueran enviados
especialistas del ejército para que contribuyeran a lanzar los primeros
proyectos arquitectónicos. Es posible que se desviara parte de los impuestos
para acelerar el comienzo de las obras: dentro del Imperio en general la
iniciativa de Agrícola no carecería de precedentes, como los arqueólogos
locales de Occidente sugieren en ocasiones.
Como yerno suyo que era, Tácito dice que la actuación de Agrícola era un
modo de inducir a la molicie a un pueblo belicoso por medio de los placeres,
con el fin de acostumbrarlo a «la paz y la tranquilidad»: si Tácito pensaba de
ese modo, su suegro también debió de pensar en unos términos igualmente
realistas. Se dice, seguramente con razón, que los hijos de los caudillos
britanos fueron iniciados rápidamente en la educación latina. El uso de la toga
se «extendió» y, en opinión de Tácito, se produjo una gradual caída en «vicios»
seductores, fomentados por la aparición de «pórticos, termas y cenas
elegantes». Los britanos, en su ingenuidad, «llamaban civilización a lo que
constituía un factor de su esclavitud». 510 En este sentido Tácito utiliza uno de
sus contrastes favoritos (en realidad muy del gusto de todos los antiguos),
entre los valerosos bárbaros «libres» y los súbditos «esclavizados» de carácter
muelle. Aun así, no tiene por qué haber sido el único que viera en el «lujo» un
medio conveniente de obtener el sometimiento imperial. En el sur de Britania,
esa «esclavitud» del placer ya había empezado algún tiempo antes de que
llegara Agrícola a la isla, como demuestran los hallazgos arqueológicos
efectuados en Londres o en St. Albans y de forma más evidente aún en Bath.
La costumbre romana de las termas fue imitada rápidamente por los
provinciales: las fuentes termales existentes en Bath eran utilizadas ya por los
romanos para sus baños en ca. 65 d. C, casi veinte años antes de la llegada de
Agrícola.
En otras provincias menos bárbaras, los gobernadores y los emperadores
seguramente fomentaron este tipo de actividades para salvaguardar la paz y la
tranquilidad. En cualquier caso, no hacía falta tampoco mucho estímulo por
parte de las autoridades. Por propia iniciativa, las clases altas de cada lugar
mostraron rápidamente su apego por los nuevos modos de ostentación y de
rivalidad que ofrecía Roma. Podían obtenerse nuevos títulos y se podía hacer
alarde de nuevos privilegios. Esa «ostentación del estatus» se revela incluso en
las obras de arte más personales que se nos han conservado en cualquiera de
las provincias del Imperio: nos referimos a los retratos sobre plancha de
madera que acompañaban a las momias egipcias y que datan desde
aproximadamente 40 d. C. en adelante. Hombres y mujeres aparecen
inmortalizados en estos retratos sumamente realistas, como si no existiera la
vejez, pero a la vez estas representaciones muestran una clara conciencia del
estatus del individuo. 511 En su mayoría están pintados sobre tablas de maderas
especialmente importadas al efecto, de tilo o de boj. Algunas mujeres lucen
peinados de moda, pendientes y joyas que conocemos en la Italia de la época,
aunque sólo uno de los retratados ostenta nombres de ciudadano romano.
Quizá, como las máscaras funerarias romanas, estos retratos fueran exhibidos
en los cortejos fúnebres: resulta tentador relacionarlos con los miembros o
pretendidos miembros de la clase privilegiada de lengua griega de las
principales ciudades de Egipto, con unos individuos que se habían beneficiado
del Imperio gracias a la exención del pago del impuesto de capitación. Su
cultura de los retratos los caracterizaba como personas distinguidas, por
encima de sus inferiores, obligados a pagar los impuestos sobre la persona.
En las provincias, muchos otros nuevos tipos de ostentación eran más
confortables y mucho más elegantes que la vida llevada en el país antes de la
llegada de los romanos. En tiempos de Augusto, el símbolo más famoso de paz
campestre, la villa rural, ya se había extendido mucho por el sur de la Galia. En
Britania, el apogeo de este tipo de residencia se produciría más tarde y habría
de pasar un siglo o más antes de que los terratenientes de Somerset o
Gloucestershire pudieran jactarse de vivir en una verdadera casa de campo,
con pavimentos de mosaico y felices recuerdos de sus jornadas de caza, bajo
el patrocinio (en los Cotswolds) de su característico joven dios de la caza. A los
romanos debe Gran Bretaña muchos de sus árboles «autóctonos», el cerezo o
el nogal. También les debe muchos ingredientes de la mejor cocina, el culantro,
los melocotones, el apio o las zanahorias. A ojos de un romano culto, la cultura
rústica de los britanos probablemente resultara más bien curiosa, con sus
edificios de imitación y el sabor local de su estilo de vida. Hubo sólo un área en
la que los intercambios fueron de igual a igual. Parece que los italianos
introdujeron el gato doméstico en la Galia; y, a su vez, los perros de las
provincias transformaron las jaurías de los italianos. En este terreno se produjo
un progreso real, según contaban algunos en tiempos de Adriano, más allá de
las razas caninas que habían conocido hasta entonces los griegos.
En nuestra época de religiones exclusivas, la religión puede parecer un tipo
exportación más conflictivo. Los cultos religiosos de Roma y el del propio
emperador fueron fomentados en las capitales de las provincias, y
curiosamente también se convirtieron en objeto de rivalidad. Según Tácito, el
templo del divino Claudio, el emperador divinizado, en Colchester, en Britania,
era la «fortaleza de la eterna dominación» y había llevado a la ruina a
numerosos britanos ilustres, «que bajo el pretexto del culto... gastaban en él
sus fortunas». 512 No había forma de parar la extravagancia de los líderes en
este nuevo e impetuoso juego de la «dinastía». Por otra parte, ni los
emperadores ni los senadores mostraron el menor interés por civilizar a los
provinciales en nombre de la difusión de la verdadera religión. En la Galia y en
Britania, la religión «druida» prerromana fue suprimida activamente, pero sólo
debido a los aspectos bárbaros que contenía (entre otros probablemente los
sacrificios humanos): el carácter moral de los cultos había sido desde siempre
una preocupación de los romanos. Es probable que un interés semejante se
oculte tras la injerencia de Adriano en las actividades de los judíos de Judea.
Sin embargo, las creencias en sí no planteaban ningún problema: las
divinidades locales, con tal de que fueran moralmente inocuas, eran
identificadas con otras grecorromanas y recibían simplemente un doble nombre
(por ejemplo, «Mercurio Dundas»). Los romanos residentes y las clases altas
locales solían venerar al dios sólo con el nombre grecorromano, mientras que
los más humildes preferían la forma doble más explícita. En la medida en que
la religión romana se interesaba por el éxito y el bienestar mundano, los
politeístas no romanos podían adaptarse a los nuevos compuestos sin
dificultad: al fin y al cabo, todos tenían las mismas prioridades.
Si tomamos el derecho romano y la ciudadanía romana como los indicadores
verdaderamente importantes, hubo un interés por parte de las autoridades
romanas en extender uno y otra, pero incluso ese interés es algo muy distinto
del fomento activo de la inclusión social o de la misión civilizadora. La
ciudadanía romana era concedida tradicionalmente a cambio de determinados
servicios; Augusto había sido muy parco en este sentido y había llevado un
registro en Roma de los pocos individuos que habían merecido dicho honor.
Incluso Claudio había seguido el mismo principio, por mucho que diga una
sátira de su época en la que se asegura que deseaba poner togas de
ciudadanos a todos los habitantes de la Galia y de Britania. Una de las vías
para la obtención de la ciudadanía era el servicio militar en las tropas
auxiliares; otra, el servicio como magistrado de la clase alta en ciudades
especialmente designadas, los municipia. La concesión del rango de
municipium a una ciudad del Imperio Romano no era automática. Hasta la
década de 70 d. C. no se lo concedió el emperador Vespasiano a las ciudades
de España (probablemente a las de toda la Península Ibérica). Incluso en este
caso, el gesto se debió principalmente a una recompensa calculada. España
había desempeñado un papel importante en la guerra civil recién acabada y por
lo tanto las autoridades de las ciudades necesitaban una muestra de favor.
Gracias a las inscripciones descubiertas últimamente, ahora podemos
reconstruir mejor los rasgos generales de una «ley municipal» general para
España. 513 La concesión inicial del rango de municipio confería a los
magistrados de la ciudad el derecho a adquirir la ciudadanía romana. Cabe
resaltar que la ciudadanía romana no eximía al beneficiario de la obligación de
servir a su ciudad natal con las liturgias que fueran necesarias. Tenía que
dedicarle tiempo y recursos: los emperadores deseaban que siguiera habiendo
ciudades fuertes en las provincias, pues en ellas se basaba sobre todo la
recaudación de impuestos, y Augusto había declarado explícitamente que los
ciudadanos romanos seguían teniendo obligaciones en la esfera local. Así
pues, las clases altas tendrían que sufragar la mayor parte de las amenidades
de la vida municipal, continuando con un modelo que había comenzado en las
ciudades-estado de la Grecia arcaica y que había ido extendiéndose a medida
que fueron multiplicándose las ciudades en los territorios dominados por los
romanos.
En la Atenas clásica, el desempeño de las liturgias había permanecido siempre
al margen del ejercicio de las magistraturas. Fuera de las antiguas ciudades-
estado griegas esta diferenciación entre munificencia y cargos políticos
desapareció, incluso antes de las conquistas romanas. Tampoco se observó en
los nuevos municipios. En los municipia de España, los magistrados eran
seleccionados sólo entre los consejeros municipales, y éstos eran escogidos
únicamente entre los ciudadanos acaudalados. Había que pagar un canon de
ingreso para entrar en el consejo, y el cargo de consejero era vitalicio. Luego el
consejero debía «prometer» actos de munificencia o aceptar el desempeño de
liturgias como magistrado. Por supuesto no existía selección por sorteo ni
participación popular en el consejo como las que habían existido en la Atenas
clásica. Por otra parte, el «derecho latino» no estaba pensado como un estadio
intermedio en el camino hacia la plena ciudadanía romana para todos los
habitantes del Imperio. Era un fin en sí mismo, una cuidadosa limitación de la
ciudadanía romana a los órdenes superiores de una comunidad. La ciudadanía
romana protegía a este tipo de gentes frente a la violencia arbitraria de los
funcionarios romanos y les permitía contraer matrimonios válidos con otros
ciudadanos romanos. Tenían además la facultad de hacer testamentos y
contratos que podían ser considerados válidos según el derecho romano por
los funcionarios del Imperio. A cambio, la ciudadanía los vinculaba fuertemente
a los intereses de Roma. Era una parte importante del «dominio de clase» del
Imperio.
No obstante, los demás habitantes de estos «municipios» se vieron afectados
también por el nuevo estatus de sus ciudades. Se suponía que debían
participar de los cultos romanos y que los tratos que hicieran unos con otros se
ajustarían también al derecho civil romano en su condición de «latinos». Los
que ya comerciaban con ciudadanos romanos habrían encontrado muy
conveniente esta provisión, aunque para la mayoría resultara un tanto
desconcertante. Entre 70 y 80 d. C. no había códigos de leyes ni escuelas
locales de jurisprudencia y es muy probable que el verdadero conocimiento del
derecho romano fuera bastante raro entre los provinciales, como sigue siendo
hoy día entre la mayoría de nosotros. En principio, las leyes romanas afectaban
a muchos asuntos familiares, empezando por las herencias y el matrimonio, la
liberación de los esclavos y los enormes poderes que sobre su familia tenía un
padre romano. Pero indudablemente todo esto podía resultar confuso. Según
afirman algunos, el derecho municipal en España se debió al intento del
emperador Domiciano de regular en las ciudades los abusos y las «prácticas
hispanas» a raíz de que Vespasiano les concediera el derecho latino. Detrás de
esos privilegios debía de ocultarse más una inspiración y un ideal que una
realidad en todas las cuestiones de detalle.
En Oriente, en cambio, ese «derecho latino» no fue concedido a las ciudades.
Los líderes de la vida civil griega tenían ya su propia cultura, por lo demás muy
fuerte, y por lo tanto los romanos dejaron que siguiera adelante. La ciudadanía
romana era más rara en Oriente, especialmente en las provincias en las que no
había legiones (los legionarios eran ciudadanos romanos). La tranquilidad y la
lealtad se habían conseguido en ellas mediante el apoyo prestado a las clases
altas frente a las más humildes, y por lo tanto no fue necesario concederles
ningún otro privilegio. No obstante, en algunos casos concretos podemos ver el
derecho romano en acción en Oriente. Durante el reinado de Adriano, tenemos
ocasión de observar sus formalismos en la petición civil presentada por una
mujer judía, Bábata, parte de cuyos documentos se nos ha conservado en una
cueva del desierto de Judea. Como Bábata quería agilizar su pleito ante un
gobernador romano, parece que encontró a alguien que le redactó su petición
en griego en unos términos que el gobernador habría sabido reconocer gracias
a su cultura romana. Es indudable que otros solicitantes harían lo mismo, pero
lo hacían por propia decisión y con marrullería, no por un imperativo legal.
En Oriente, la zona más sensible a la dominación de Roma fue precisamente
Judea. En tiempos del rey nombrado por Marco Antonio, Herodes el Grande, la
arquitectura civil clásica y el «lujo» habían experimentado un gran avance en la
región. También los sucesores de Herodes fundaron ciudades, incluso en la
zona norte del país, junto al mar de Galilea. El resultado de todo ello, sin
embargo, no fue la paz y la tranquilidad. En 6 d. C., diez años después de la
muerte de Herodes, Augusto puso a Judea directamente bajo su dominio. La
consecuencia fue, como de costumbre, la confección de un censo romano, que
encontró un fuerte rechazo por parte de algunos judíos que citaban
determinados pasajes de las Escrituras para oponerse a él. Según un
determinado grupo, la lealtad sólo se debía a Dios: este grupo daría lugar a los
zelotas (o sicarii, «navajeros», según el nombre que les dieron sus víctimas), la
única «filosofía» antirromana que surgió en todo el Imperio. 514 Fueron los
primeros terroristas del Imperio.
Durante su guerra civil en Oriente, Julio César ya había mirado a los judíos y su
religión con respeto. Los precedentes en este sentido se remontaban a los
reyes persas del siglo VI a.C. A partir de Augusto, los emperadores pagaron
para que se ofrecieran sacrificios en su nombre en el Templo de Jerusalén. La
mayoría de los judíos no recibía esos favores a disgusto, y en tiempos de
Augusto dichos favores fueron confirmados incluso a determinadas
comunidades judías de la Diáspora, diseminadas fuera de Judea, que a
menudo corrían serio peligro a manos de los habitantes de las ciudades
griegas, resentidos contra ellos. Bajo el Imperio Romano, los judíos quedaron
incluso exentos del servicio militar, que en otro tiempo se habían visto
obligados a prestar para los sucesores de Alejandro. Algunos romanos, por otra
parte, se mostraron muy susceptibles ante el antiguo dios de los judíos y ante
los lazos que unían su culto con un determinado código ético. Durante el siglo I
d. C. podemos rastrear la existencia de varios seguidores de la religión judaica
en la alta sociedad de Roma, especialmente entre las mujeres, que estaban al
margen de las estructuras de poder más activas de la vida romana (en las que
el judaismo estricto habría resultado más problemático). Además las mujeres
podían convertirse sin sufrir las molestias de la circuncisión.
No obstante, los estereotipos antijudíos seguían siendo habituales y no sólo
entre los griegos de Alejandría, donde se había originado el antisemitismo. A
los gobernadores romanos «políticamente incorrectos» de Judea les costaba
mucho trabajo respetar las peculiaridades étnicas locales. Los judíos se
caracterizaban singularmente por adorar a un solo dios y tenían estrictamente
prohibido que los gentiles entraran en su Templo. En cambio, sufrieron una
serie de insultos y ofensas de los romanos, por ejemplo la introducción en
Jerusalén de los estandartes militares y sus efigies, o la grosera actitud
mostrada por un soldado romano que ventoseó sonoramente ante la airada
multitud de los judíos. Durante el reinado de Claudio, la provincia de Judea se
convirtió en el juguete de los favoritos del emperador. Primero, fue asignada al
nieto de Herodes el Grande, Herodes Agripa I, que ayudó a Claudio cuando
subió al trono de forma harto curiosa; luego fue a parar a Félix, hermano de
Palante, el presuntuoso liberto de Claudio, que intrigó para que éste contrajera
fatalmente matrimonio con Agripina (Félix puso incluso el nombre de la
emperatriz a una ciudad). No por casualidad se dice que Pablo, el cristiano,
disertó ante Félix «sobre la justicia, la continencia y el juicio venidero»,
llenándolo de terror. 515 Unos diez años después, la atractiva esposa de Nerón,
Popea, amañó el nombramiento de un desastroso gobernador de Judea
simplemente porque era amiga de su esposa. Probablemente no pretendiera
cometer ningún desaguisado; de hecho se había mostrado compasiva con una
embajada judía y, como una muestra más de su exquisitez personal, se dice
que mostró su simpatía por el dios de los judíos. Sin embargo, el individuo que
escogió como gobernador, Gesio Floro, por sus orígenes un caballero romano
nacido en una ciudad griega, no pudo ser más inoportuno. Suscitó
gratuitamente las iras de sus súbditos y contribuyó al estallido de una gran
guerra de los Judíos.
Las provocaciones de Floro fueron importantes porque afectaban a un terreno
extraordinariamente delicado. La dominación romana había ahondado las
tensiones ya existentes entre ricos y pobres en Judea y sus inmediaciones. Los
prestamistas italianos habían desarrollado sus actividades incluso en Galilea.
Al tratarse de una ciudad atestada de peregrinos, la economía de Jerusalén era
muy inestable; las divisiones entre los sacerdotes eran muy profundas y los
judíos de clase alta mostraban una disposición servil a colaborar con unas
autoridades romanas que no eran del agrado de todo el mundo. Pero
especialmente la falta de tacto de los romanos llegó a afectar a la vieja religión
del pueblo, que era además exclusivamente nacional. Por aquel entonces no
existía un solo «judaismo», pero todo el mundo llegaría a unirse frente al
aparente sacrilegio grosero de los romanos contra Yavé.
En 66 d. C. las clases altas de Judea y los grandes sacerdotes intentaron evitar
una sublevación general, pero el apoyo a la rebelión se vio fortalecido por la
acción de los extremistas, incluidos los zelotas. Dejaron de hacerse sacrificios
por el emperador en el Templo, de modo que las legiones romanas entraron en
la ciudad con el fin de sofocar la revuelta. Fueron precisos cuatro años de
duros y sangrientos combates, y las fases posteriores de la guerra acabaron en
el interior de Jerusalén, donde el conflicto se convirtió en una feroz lucha de
clases de judíos contra judíos, y no sólo en una guerra de judíos contra
romanos.
En agosto de 70 d. C. cayó finalmente la ciudad y, en castigo, el gran Templo
de Herodes y los principales edificios de Jerusalén fueron destruidos. La
desaparición del Templo cambiaría para siempre el foco de atracción del culto
judío. Los judíos, que siempre habían pagado tributos a su antiguo santuario,
se vieron sometidos en adelante a pagar un impuesto especial al templo de
Júpiter en Roma. En 116-117 estalló una segunda sublevación de los judíos de
la Diáspora, en un momento en el que el emperador Trajano estaba
combatiendo en una guerra en Oriente. Esta nueva rebelión no dejó una huella
en Judea, pero determinó la destrucción de las fortísimas comunidades judías
de Chipre, Cirene y, sobre todo, Alejandría de Egipto.
El acto final de la destrucción, como veremos, quedó para Adriano, que
provocó una tercera sublevación, esta vez dentro de la propia Judea, entre 13 2
y 135. La consecuencia fue otra enorme pérdida de vidas judías y la
transformación de Jerusalén en una colonia romana provista de templos
paganos, una ciudad en la cual tenían prohibida la entrada los judíos
supervivientes. En el curso de una generación, entre 70 y 135 d. C, la
insensibilidad de los romanos eliminó el único templo monoteísta (dedicado a
un Dios único y exclusivo) que había en su Imperio y borró a Judea literalmente
del mapa: la región recibió el nombre de «Siria-Palestina». Estas medidas
serían en último término actos de romanización, pero no fueron impuestas
como recompensa a los servicios prestados: ajuicio de los romanos, fueron la
consecuencia de una deslealtad verdaderamente única. Los disturbios, sin
embargo, los había provocado la propia Roma, y la solución final es el reflejo
de un romano de tendencias clasicizantes, Adriano, y el concepto que tenía de
un mundo clásico.

Capítulo 48 - EL CRISTIANISMO Y EL IMPERIO ROMANO

Y vosotros los ricos, llorad a gritos por las desventuras que os van a
sobrevenir. Vuestra riqueza está podrida; vuestros vestidos, consumidos
por la polilla; vuestro oro y vuestra plata, comidos por el orín, y el orín
será testigo contra vosotros y roerá vuestras carnes como el fuego.
Epístola de Santiago 5.1-3
Cuando [los miembros del Areópago] oyeron lo de la resurrección de los
muertos, unos se echaron a reír, otros dijeron: «Te oiremos sobre esto
otra vez».
Hechos de los Apóstoles 17.32, sobre la visita de San Pablo a Atenas

Los parámetros cambiantes en los que se basó el dominio romano son el


contexto del legado más influyente de la Antigüedad: el cristianismo. Sus raíces
eran judías, pero iría conformándose de acuerdo con el nuevo entorno
histórico. Jesús nació en Galilea, en tiempos de Herodes Antipas, un rey cliente
de Roma. Los recaudadores de impuestos con los que se relacionó eran los de
este monarca, no los de Roma. Sin embargo, incluso en Galilea, Jesús podía
referirse al texto y a las imágenes de una moneda romana y esperar que su
público supiera perfectamente que pertenecían a César. En la Judea del siglo
VI d. C. el sur de Galilea había entrado a formar parte de los territorios bajo el
dominio directo de Roma.
Según el Evangelio de Lucas, el nacimiento de Jesús coincidió con la supuesta
publicación de «un edicto de César Augusto para que se empadronase todo el
mundo». Su cronología sitúa este «decreto» en el año 6 de nuestra era, y,
según parece, fue la causa de que José y María se dirigieran a Belén, la
localidad en la que los antiguos textos habían profetizado el nacimiento del
Mesías. De hecho, este supuesto «decreto» no habría podido afectar nunca a
un galileo, pues éste era subdito de un reino cliente de Roma que velaba por
sus propios impuestos. La datación del Evangelio es también contradictoria, y
no hay prueba alguna de que, fuera de Galilea, se proclamara semejante
«decreto» global. El relato de la primera Navidad se basa en una imposibilidad
histórica. 516
Independientemente de la verdad de la primera Pascua, la Crucifixión al menos
es un hecho histórico, que puede datarse, aunque no con total seguridad, en el
año 36. 517 Era un castigo impuesto por Roma, y en él se vio envuelto el
prefecto romano, Poncio Pilato, del que también tenemos noticia por monedas
de la época y otras fuentes no cristianas. No sabemos con precisión cómo se
produjo. Los cuatro Evangelios difieren en detalles importantes, entre otros en
la sucesión de los distintos hechos. Algunos de esos particulares pueden ser
comparados con los procedimientos seguidos por los gobernadores romanos
de otras provincias, pero el problema sigue siendo cuál de los relatos
contradictorios de los Evangelios encierra la verdad, si es que hay alguno que
lo haga. En el Evangelio de Juan se cuenta que una cohorte de soldados
romanos al mando de un oficial participó en la detención de Jesús. El Sumo
Sacerdote de los judíos y su grupo de consejeros llevaron a Jesús, ya atado,
ante Pilato y afirmaron «que a nosotros no nos es permitido dar muerte a
nadie». 518 La mayor parte de las comunidades de las provincias que se
hallaban bajo el dominio directo de Roma habían perdido efectivamente el
derecho a imponer la pena capital. Esta facultad era exclusiva del gobernador
romano, y sin duda la difícil ciudad de Jerusalén no constituía una excepción.
Al menos podemos tener la plena seguridad de que, en calidad de gobernador,
Pilato dictó formalmente una sentencia desde su sillón de juez (como dice el
Evangelio de Juan con toda claridad). También sabemos que la cruz llevaba
una inscripción con la condena de Jesús escrita en tres lenguas distintas. En
ella se le calificaba de «rey de los judíos» en unos términos de los que dan fe
muchos testigos oculares. Se trataba de una manifestación que ningún
gobernador romano habría podido tolerar.
Oímos hablar de otros «rebeldes» de ese tipo en la Judea romana, individuos
que llegaron a provocar que los romanos enviaran tropas contra ellos. Es
evidente que no se consideró a Jesús una persona tan peligrosa como esos
insurrectos declarados, y, sin embargo, fue mucho más «alborotador» que otro
campesino llamado Jesús que posteriormente, en el año 62, se pasearía por
Jerusalén en el curso de una fiesta gritando «voz de Oriente, voz de Occidente,
voz de los cuatro vientos, voz que va contra Jerusalén y contra el Templo, voz
contra los recién casados y contra las recién casadas, voz contra todo el
pueblo». 519 Algunos ciudadanos notables se irritaron ante estos malos
augurios, apresaron a Jesús y le dieron en castigo mucho golpes. Luego lo
condujeron ante el gobernador romano, donde siguió vociferando su lamento.
El gobernador lo interrogó, y luego lo dejó en libertad. A diferencia de Jesús de
Nazaret, no se creyó que afirmara ser un rey. Para los romanos, esa diferencia
era fundamental.
La predicación de Jesús acerca de este nuevo «reino» surgió en un contexto
histórico muy concreto. La instauración del dominio directo de Roma y de los
nuevos impuestos en 6 d. C. había provocado el levantamiento de los zelotas
extremistas, con estrechas relaciones con Galilea, individuos que negaban
cualquier alianza de los judíos que no fuera con Dios. Este movimiento
terrorista tenía claras connotaciones políticas, pero los objetivos de los
discípulos y seguidores de Jesús eran otros bien distintos. Jesús eligió a doce
Apóstoles, un número tan significativo que inmediatamente se mantuvo tras su
muerte. Eran doce para indicar las doce tribus de un nuevo Israel que debía
basarse en el arrepentimiento, en un reino no violento de amor y en un cambio
se sentimientos. Sus miembros obtendrían la salvación y serían honrados
durante el inminente fin del mundo, cuando, al parecer, participarían con Jesús
en un banquete celestial. Este mensaje no constituía en absoluto una apología
del terrorismo violento, aunque sí era la «alternativa galilea» de la época al
dominio directo de Roma. Cuando a Jesús le preguntaron qué pensaba de «los
galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que
ofrecían» en Jerusalén, se cuenta que respondió que los galileos (seguramente
sospechosos de haber cometido actos de terrorismo) no eran más pecadores
que cualquier otro (su muerte era, pues, una recompensa por el pecado). Y les
dijo a los que le interrogaban que «si no hacéis penitencia, todos igualmente
pereceréis». 520 Con esto quería decir que su nuevo reino no iba a llegar por
medió de las demostraciones de violencia y de protesta. Pero la alocada
respuesta de los extremistas al nuevo sistema del dominio romano explica
perfectamente el notable sentido de urgencia de las palabras de Jesús, que
pensaba que sus compatriotas judíos estaban siguiendo un camino que no
tardaría en llevarlos a la catástrofe y que podía provocar incluso la destrucción
de Jerusalen. Los versículos de los Evangelios en los que Jesús «profetiza» la
caída de Jerusalen suelen considerarse a menudo fruto de la comprensión a
posteriori. Algunos de los detalles de los que hablan pueden ser ciertos, pero la
creencia en ese fatal desenlace es probable que sea realmente de Jesús, ya
incluso en la década de 30 d. C. De ahí la insólita prisa que lo caracteriza.
Se nos dice que cuando Jesús murió apenas unas ciento veinte personas
creían en su mensaje. Eran todos judíos, y sólo se distinguían de sus
compatriotas por el mero hecho de creer que con Jesús había llegado el
Mesías. Las autoridades religiosas de los judíos nunca aceptarían que el
Mesías tan esperado por muchos había sido esa amenaza pública cuya
ejecución en la cruz —aquel terrible castigo romano— habían instigado. No
obstante, los seguidores de Jesús permanecieron en Jerusalen: es evidente
que se quedaron en la ciudad a la espera de la inminente llegada del fin del
mundo. Mientras tanto, algunos de ellos comenzaron a difundir la noticia entre
los extranjeros que visitaban la región, en su mayoría judíos de la Diáspora
llegados a Jerusalen para celebrar la Pascua en el Templo. Debió de ser
particularmente emocionante para algunos de ellos enterarse de que durante el
gran «viaje de su vida», habían coincidido con la llegada del Mesías. La ciudad
estaba llena a rebosar de peregrinos, y es probable que el Templo no fuera
exactamente el humilde centro de honestidad y recogimiento espiritual que
esperaban encontrar. Algunos de ellos, entre los que había diversos individuos
de lengua griega, se unieron al nuevo grupo mesiánico, una parte de cuyos
líderes empezó a dispersarse fuera de Jerusalen para llevar su mensaje a otras
grandes ciudades vecinas, como, por ejemplo, Cesárea y Antioquía. Fue en
esta última donde los integrantes de ese grupo mesiánico empezaron a ser
llamados «cristianos», «pueblo de Cristo», el Mesías. 521
Jesús no había hablado en griego, nunca había visitado una gran ciudad gentil
y tampoco había predicado ante los gentiles. Cuando los griegos se acercaron
a aquellos discípulos suyos que sabían hablar la lengua griega, se cuenta que
Jesús había dicho que se trataba de una señal de la «nueva era» que estaba
por venir. Tras su muerte, no sabemos cómo la nueva religión cristiana llegó
hasta Alejandría o Roma. Pero de lo que sí tenemos conocimiento es de los
viajes misioneros del cristiano que más hizo en pro de la conversión de los
gentiles: Pablo.
La vida de Pablo se desarrolló en un contexto totalmente romano desde el
punto de vista histórico, mucho más que la de Jesús. Su padre, un judío de
Tarso, tenía el gran privilegio de ser ciudadano romano: algunos suponen que
le fue concedido tras suministrar en la década de 60 a.C. las tiendas para los
campamentos del ejército de Pompeyo. Pablo, un judío culto, empezó siendo
un acérrimo perseguidor de los nuevos cristianos, pero luego se convirtió y se
dedicó a predicar la fe cristiana en el mundo de los gentiles. Visitó Chipre,
patria de su asistente y compatriota judío, Bernabé. A su llegada, causó una
profunda impresión al gobernador romano de la isla, que constituía un ejemplo
más de lo que era un romano confiado, impresionado por las maravillas de
Oriente. Luego viajó hasta Antioquía de Pisidia, una de las colonias
recientemente establecidas por Augusto en el sur de Asia Menor para los
veteranos del ejército: era el hogar de algunos parientes del gobernador de
Chipre, tal vez por parte de la familia política de su hija. El primer lugar que
utilizó Pablo en esta ciudad para dar a conocer su mensaje fue la sinagoga,
donde habló a su público en griego. Más tarde visitó varias localidades de los
territorios griegos de Asia Menor recientemente incorporados al dominio de
Roma, viajando por calzadas romanas y deteniéndose en otras colonias
romanas, como Filipos o Corinto. En esta última, un grupo de judíos airados lo
condujeron ante el gobernador romano de Grecia, Galión, hermano de Séneca,
el célebre filósofo. Las doctrinas de Pablo acerca del nuevo Mesías se
mezclaban con su insistencia en que los gentiles podían unirse a su grupo
como cualquier judío, sin necesidad de que los varones se circuncidaran ni de
que hombres y mujeres acataran la ley judía. A juicio de Galión, los delitos que
los judíos imputaban a Pablo eran cuestiones internas de doctrina propias de la
religión judía. Haciendo gala de una sensatez admirable, les dijo: «allá vosotros
lo veáis, yo no quiero ser juez en tales cosas»; y los echó del tribunal. 522
Antes que Pablo, otros cristianos ya habían llegado a Roma, donde sus
enseñanzas acerca del nuevo Mesías («Cristo») provocaron diversos
altercados entre los judíos residentes en la ciudad. El emperador reinante,
Claudio, ya había tenido que hacer frente a actos de insurrección de los judíos
en Roma y Alejandría, y probablemente en 49 ordenó la expulsión de la ciudad
de los responsables de los disturbios. Poco tiempo después, el propio Pablo
fue también causa y víctima de un tumulto. A su regreso a Jerusalén, se le
acusó de haber introducido a un gentil en el santuario prohibido del Templo de
la ciudad. Fue rescatado por un grupo de soldados romanos, cuyo oficial al
mando quedó perplejo al averiguar que Pablo era tan ciudadano romano como
él. La condición de ciudadano protegía a Pablo de cualquier forma de violencia
contra su persona sin juicio previo. Su captor romano señalaría, de modo
revelador, que había tenido que pagar una «importante suma» para obtener
ese mismo privilegio. Es evidente que lo había conseguido durante el reinado
de Claudio. Lejos de «devaluar» la ciudadanía, como proclamaban sus críticos,
este emperador había mantenido alto su precio, aunque sólo fuera por la
corrupción que caracterizó a sus libertos.
En su calidad de ciudadano romano, Pablo tenía la facultad de apelar al juicio
del emperador de Roma. El antiguo derecho de un ciudadano romano a apelar
a un tribuno en Roma, se había convertido en el derecho de todo ciudadano
romano a apelar al emperador, que ostentaba la «potestad tribunicia», aun
cuando el ciudadano en cuestión residiera en una provincia. Pablo había sido
acusado de traición por predicar doctrinas «contrarias a César», y fue enviado
a Roma, presumiblemente con una nota al efecto. Al cabo de dos años, el
emperador Nerón, o lo que es más probable, el prefecto de la ciudad, juzgó su
caso: se le condenó a la pena capital. Pablo fue ejecutado, presumiblemente
bajo sospecha de enseñar doctrinas traicioneras acerca de un nuevo «reino».
En Jerusalén un cristiano, Esteban, ya había sido víctima del linchamiento por
parte de los judíos tras asegurar que podía prescindirse del Templo y que
Jesús, un reo convicto, era el Mesías resucitado. En Roma, la aparente traición
que suponía el «reino» de los cristianos ya había encontrado a la que iba a
convertirse en su más famosa víctima.
El tiempo fue pasando, y en 64, tal vez dos años después de la condena de
Pablo, Nerón necesitó un chivo expiatorio para alejar las acusaciones vertidas
contra él de que era el verdadero responsable del gran incendio de Roma. El
emperador o sus consejeros sabían dónde buscarlo: en el grupo de los
cristianos, recordando aún al que no hacía tanto habían mandado ajusticiar.
Los cristianos fueron detenidos y ejecutados en medio de unos espectáculos
públicos celebrados en los jardines de la monstruosa Casa de Oro (Domus
Áurea) de Nerón. Algunos de ellos fueron vestidos con pieles de animales
salvajes, para convertir el atroz espectáculo en una «farsa de fatales
consecuencias» en la que estaban destinados a ser atacados y desgarrados
por feroces perros de caza. Otros fueron crucificados o quemados vivos hasta
morir. Este precedente no pasaría inadvertido a los senadores de Roma, que
en un futuro abandonarían la ciudad para ir a gobernar las provincias. Como
había quedado demostrado por la suerte que corrió Pablo, todos los cristianos
que fueran acusados y llevados ante su presencia deberían ser condenados a
muerte. Ahora en Roma había un precedente, y la justa postura de indiferencia
de Galión ya formaba parte del pasado.
A lo largo de su vida, Jesús había recibido ricos presentes y había asistido a la
boda de una familia acaudalada, pero la riqueza y el lujo (había dicho)
constituían un obstáculo para entrar en su nuevo reino de la era que estaba por
venir. Había predicado que los pobres eran bienaventurados; que en la tierra
no debía hacerse acopio de riquezas; que todos los hombres debían tomar
como ejemplo a los sencillos «lirios del campo»: que era más fácil que un
camello pasara por el ojo de una aguja, que un rico se salvara. La oposición al
mundo de las riquezas que plantea la pobreza cristiana se hace patente en la
epístola atribuida a Santiago, pero en algunos lugares sus palabras ya habían
empezado a ser retocadas de forma sutil o habían sido directamente pasadas
por alto. Entre los partidarios de Pablo y los conversos había gente rica
perteneciente a la clase dirigente de las ciudades gentiles, cuyas vidas no se
caracterizaban precisamente por seguir el ejemplo de sencillez de los «lirios del
campo». A diferencia de los Evangelios, las epístolas de Pablo que se han
conservado no tocan nunca la «cuestión de la riqueza» ni instan a adoptar
voluntariamente una vida de pobreza. Entre los cristianos, los beneficios y los
regalos comenzaron a adquirir un nuevo valor, valor que resultaba habitual
entre los judíos, pero no entre los gentiles: empezó a decirse que por medio de
ellos podía ganarse el cielo. El hecho de dar, por lo tanto, se convirtió en un
camino a la salvación, si bien las riquezas seguían careciendo de importancia
para alcanzar la verdadera «libertad» espiritual. La renuncia absoluta a todo
tipo de bienes, la esencia del mensaje de Jesús, siguió siendo la opinión de
unos pocos.
El martirio de los cristianos no fue fruto de una verdadera amenaza cristiana
para el emperador o para la hegemonía de Roma. Mientras existiera el mundo,
tanto el emperador como el dominio de Roma serían inamovibles: Pablo
escribió incluso que los gobernadores romanos eran agentes necesarios de la
cólera de Dios. Los cristianos, insistía, debían «someterse a las autoridades ...
que hay». 523 Pues el reino de Cristo no era de este mundo, y la «ciudadanía»
cristiana estaba en el cielo. Eran unos conceptos muy atractivos en aquella
época. Las ciudades de los mundos griego y romano no concedían la
ciudadanía a todos los individuos libres que residían en ellas, por no hablar de
los numerosos y omnipresentes esclavos. Bajo el dominio de Roma, las
diferencias de clase y de fortuna se habían acentuado todavía más en el orden
político y, como hemos visto, estaban claramente definidas en las ejecutorias
de las comunidades civiles romanas. Los mensajes cristianos soslayaban esas
barreras considerándolas irrelevantes, y ofrecían lo «verdadero», la vida
eterna. No era ni siquiera que se opusieran a la esclavitud: no se recordaba
que Jesús hubiera dicho ni una palabra sobre este asunto y, en cualquier caso,
había impartido sus enseñanzas al margen de las estructuras esclavistas de las
ciudades griegas y romanas. El consejo que daba Pablo a los esclavos era que
se dedicaran con mayor devoción a servir a sus amos: vemos así que, también
en este caso, la condición social era un aspecto irrelevante para la libertad
espiritual y el mérito. 524 Esta indiferencia ante las clases sociales y la esclavitud
fue una razón fundamental para que el cristianismo lograra atraer a su seno a
miembros de la alta sociedad desde un buen principio; también fue la razón de
que los obispos siguieran poseyendo esclavos. En Cristo Jesús, escribiría
Pablo, todos eran uno, hombres y mujeres, libres y esclavos. Pero como ocurre
en un ejército, la «unidad» no suponía evidentemente igualdad social. La única
«libertad» terrenal que se instaba explícitamente a abandonar a los cristianos
era la libertad de casarse y volver a casarse. Jesús se había pronunciado de
forma explícita (y alarmante) contra el divorcio, y había alabado a aquellos que
renunciaban al sexo por completo, «eunucos que a sí mismos se han hecho
tales por amor del reino de los cielos». 525 Pablo era consciente de que esos
ideales no eran para todos, pero siguió elogiando el celibato, la vida sin sexo y
el rechazo a volver a contraer matrimonio en el caso de abandono o divorcio
por parte del cónyuge. Precisamente los ideales opuestos eran fomentados por
aquel entonces por las leyes matrimoniales de Augusto que afectaban a todos
los ciudadanos romanos, incluido el propio Pablo.
Mientras aguardaba el elusivo fin del mundo, el cristianismo despreciaba, pues,
la búsqueda del lujo y los placeres, y prometía una libertad superior en el cielo.
También prometía una nueva justicia. Muchos paganos desconfiaban de la
existencia de otra vida después de la muerte. El fin del mundo era un tema que
en realidad nunca les había preocupado. Ahora comenzarían a oír que el
mundo era una provincia temporal de Satanás, cuyos insospechados agentes
podían ser exorcizados o derrotados por los especialistas cristianos. Era, en
efecto, una nueva forma de explicar el mal, además de resultar sumamente
optimista para los que se convertían. No se tardaría en indicar determinados
hechos históricos para avalarla. En agosto de 70, cuando las tropas romanas
destruyeron el Templo de los judíos de Jerusalén, se dijo que la cólera de Dios
había caído sobre la perversa ciudad, tal como predecían los Evangelios. Se
cuenta que los cristianos de Jerusalén buscaron refugio en otros lugares:
obedecían una profecía, tal vez de Jesús, como otras muchas que los
Evangelios le atribuyen. Así pues, en 70, los perversos habían sido destruidos,
y los justos habían sido claramente salvados. Este acontecimiento sería una
especie de anticipo del Juicio Final, cuya justicia iba a empequeñecer cualquier
otra forma de justicia que se hubiera desarrollado hasta entonces en el mundo
clásico.

Capítulo 49 - CÓMO SOBREVIVIR A CUATRO EMPERADORES

Nada, sin embargo, como el incendio del Capitolio los había [a los galos]
impulsado a creer que el fin de nuestro imperio se acercaba. Roma
había sido tomada en otros tiempos por los galos, pero, quedando
intacta la sede de Júpiter, el imperio había subsistido; ahora aquel fatal
incendio era una señal de la ira celeste; la soberanía del mundo iba a
parar a los pueblos transalpinos: tales eran las profecías que en su vana
superstición pronunciaban los druidas.
TÁCITO, Historias 4.54, acerca de los años 69 y 70 d. C.

La muerte de Nerón en junio de 68 marcó el final de los Julio-Claudios, pero no


fue el preludio del fin del mundo. Por el contrario, dio paso a un año en el que
reinaron consecutivamente cuatro emperadores, a una serie de guerras civiles
entre las unidades rivales del ejército romano y al triunfo final de Vespasiano,
un militar italiano de origen humilde, cuyo padre había amasado su pequeña
fortuna prestando dinero entre los helvecios. Fruto de todo ello sería el inicio de
un nuevo período, basado en antiguos apoyos y estrategias. Se estableció una
nueva dinastía, la de los Flavios, que dio tres emperadores y reinó durante
veintisiete años. Tuvo que negociar las peligrosas cuestiones que los anteriores
emperadores habían demostrado que constituían un mal endémico: la
necesidad de llevar a cabo hazañas militares, la tentación del gobernante a
caer en un comportamiento disoluto, la necesidad de congraciarse con la
guardia pretoriana, la necesidad de congraciarse asimismo con los generales
destinados fuera de Italia, la importancia de atraerse al orden senatorial al que
estos últimos pertenecían y la necesidad de garantizar la diversión y el sustento
de la variopinta población de Roma. Había otra cuestión peliaguda de
importancia capital: el problema de la sucesión. ¿Por qué un Príncipe tenía que
ser sucedido por su hijo?
Una vez más proliferó la publicidad tendenciosa durante los reinados de esos
cuatro emperadores, infectando a los historiadores que escribieron en tiempos
del vencedor. La libertad y el lujo, indicadores relativos, ocuparon un lugar
destacado en la tergiversación propagandística. El primer emperador, Galba,
era un anciano aristócrata, alicaído y sin espíritu militar para disgusto de los
pretorianos, y feo a rematar para disgusto de la plebe. Los senadores eran
quienes lo veían con mejores ojos (no tenía hijos), especialmente porque era
todo lo contrario del pródigo Nerón. Sin embargo, fue acusado de mezquino:
obligó a los miembros de los jurados de Roma a trabajar durante el gélido Año
Nuevo porque (según se decía) no estaba dispuesto a pagar a nadie más. En
enero de 69 los guardias pretorianos lo sustituyeron por Otón, uno de los
mentores senatoriales de Nerón en sus juergas de juventud. Otón había estado
casado con la hermosa Popea Sabina antes de que Nerón se la arrebatara y lo
mandara a Lusitania como gobernador. Tenía energía y muchos seguidores
entre varios ejércitos de las provincias, pero no había reformado su carácter. A
la muerte de Nerón acogió al infame Esporo, el sustituto de Popea que había
tomado Nerón apodándolo «Sabina» b. En la primavera de 69 Otón seguía
dispuesto a incurrir en gastos enormes para terminar la Domus Áurea de
Nerón. A mediados de abril se suicidó, tras sufrir una contundente derrota en el
norte de Italia por otro pretendiente al trono, Vitelio, que contaba con el sólido
respaldo de las legiones del Rin. No obstante, los enemigos de Vitelio
movilizaron de nuevo el espectro del lujo para desacreditar a su rival. Se decía
que había mandado hacer una gigantesca sartén, fundida en un horno
especial, a la cual llamaba el «Escudo de Minerva», como el que había en la
Acrópolis de la Atenas clásica. Se contaba que ciudades enteras de toda Italia
se habían arruinado celebrando banquetes en su honor. El «lujo» ayudó al
vencedor, el emperador Vespasiano, que, para variar, hacía hincapié en su
sencillo estilo de vida.
Un tema tan flexible como el de la libertad también se puso en evidencia. El
gran historiador ruso, M. I. Rostovtzeff, veía incluso el año 68-69 como «la
protesta de los ejércitos destacados provinciales y de la población del imperio
en general contra la degenerada tiranía militar de los sucesores de
Augusto». 526 Desde luego empezó en occidente como protesta, pero protesta
contra las curiosas extravagancias de Nerón y sus expolios. No todos los
ejércitos, ni todos los provinciales, se adhirieron a ella; carecían de líderes
políticos, y no se produjo ningún intento de cambiar el sistema político. Lo que
la gente quería era que el sistema existente restableciera la moderación moral
y restaurara el respeto a la ley.
El tema de la «libertad» fue muy cacareado por los generales del ejército y se
hizo visible en las monedas acuñadas por los cuatro emperadores. Sin
embargo, nunca tuvo el significado de democracia, ni siquiera de las libertades
de la difunta República. Cuando Nerón murió, los habitantes de Roma no
dudaron en enfundarse el «gorro de la libertad», como si hubieran sido
liberados de la esclavitud. Los griegos lo habían proclamado «Zeus de la
Libertad» por haber liberado su provincia, pero ahora las monedas de Roma
aclamaban a «Júpiter Libertador» por haberla librado del tirano. Más tarde el
viejo Galba proclamaría la «libertad», como hiciera Víndice, su aliado galo, pero
se referían simplemente al hecho de verse libres de Nerón. Galba y Verginio,
otro importante general, dejaban entender que serían el senado y el pueblo
romano quienes ejercieran la libertad, en este caso la libertad de elegir al
siguiente Príncipe. Vitelio también proclamaría la libertad, pero sólo frente a la
costumbres neronianas de Otón. Luego Vespasiano proclamaría la «libertad»
frente a Vitelio. Según decía, la libertad debía ser «afirmada» o «vindicada»,
como si el pueblo romano hubiera sido «esclavo» del amo equivocado. 527
La elección personal de un heredero y sucesor no constituía en absoluto
ninguna libertad, pero Galba y Vespasiano la hicieron. La guardia pretoriana
puso a Otón en el trono, y nadie en Roma pudo impedirlo. Entre tantas
rivalidades, ¿tenía realmente el «pueblo del imperio en general» la oportunidad
de ser libre? Si la hubo, es evidente que nadie la aprovechó, hasta que el
drama ya estaba a punto de concluir, y entonces sólo lo hicieron los habitantes
de un rincón del noroeste de Europa. A comienzos del verano de 69 se produjo
en esta zona una verdadera llamada a la libertad frente a Roma y a la
formación de un «imperio de los galos». Esta campaña fue liderada en el
nordeste de la Galia y entre las tribus germanas vecinas por Claudio Civil, de
noble cuna, un individuo de origen germánico, que ofrecía una imagen
imponente con su ojo tuerto (cual nuevo Aníbal, según él mismo decía) y una
larga barba que se teñía de rojo. No era un noble salvaje, sino un astuto líder
que conocía bien los métodos y las tácticas romanas por propia experiencia.
Otros lo ayudaron, entre ellos Veleda, una profetisa local que, al parecer, tenía
relación con la tradición prohibida de los druidas, y que auguró el éxito de la
sublevación.
Los campeones más destacados de dicha revuelta, los bátavos, habían sido
especialmente las víctimas de los reclutamientos forzosos de los romanos; los
oficiales del ejército de Roma habían obligado a miles de ellos, incluso a niños,
a integrarse en las unidades de tropas auxiliares que luego eran enviadas muy
lejos de su país. Claudio Civil fue adoptado más tarde por los holandeses (que
se consideraban parientes de los bátavos), convirtiéndose en su héroe
nacional: Rembrandt incluso lo inmortalizó en un cuadro para el Ayuntamiento
de Amsterdam. 528 Pero, en realidad, este posterior papel nacionalista atribuido
a Civil es falso desde el punto de vista histórico. Había, en efecto, una
conciencia nacional detrás de la sublevación de galos y bátavos, pero no
estaba inflamada por el nacionalismo como había ocurrido entre los judíos, y
tuvo incluso menos unidad que la rebelión judía. En la revuelta participaron
más germanos que galos, y las diversas tribus desconfiaban unas de otras, o
se odiaban. Para conjurar el peligro fueron enviadas a la zona seis legiones
romanas, pero incluso sin su intervención la revuelta se habría venido abajo
rápidamente. Un «imperio de los galos» habría quedado aislado
económicamente de la Britania romana y de los territorios también romanos
que lo rodeaban. La población también se dio cuenta de que el poder romano
había logrado contener las viejas rivalidades existentes entre las distintas
tribus, y que para mantener la paz Roma era el peor de los males.
Los años más oscuros del imperio constituirían de hecho una prueba de su
estabilidad. El vencedor final, Vespasiano, aparecería en escena desde Siria y
Judea, donde junto a uno de sus hijos, Tito, había estado al mando de las
legiones, distinguiéndose en sus acciones contra los judíos. Su proclamación
oficial como emperador tuvo lugar en Alejandría el 1 de julio de 69, pero
respondía a unos planes programados de antemano. Se dijo que su subida al
trono estaba respaldada por augurios y profecías divinas: Vespasiano consultó
varios oráculos y en Alejandría los aduladores le atribuyeron la «curación»
milagrosa de un ciego y un cojo que se acercaron a él por consejo de Serapis,
dios de las sanaciones. Escépticos al principio, Vespasiano y sus partidarios
decidieron capitalizar este hecho, un verdadero «toque regio». 529 Sería un
elemento casi único en la historia de los emperadores romanos (pero no en la
de los reyes medievales).
Pese a sufrir de gota, Vespasiano parecía prometedor. Estaba a punto de
cumplir sesenta años y era el primer emperador desde el anciano Tiberio que
tenía probada experiencia militar en las provincias. En 43 había capitaneado
con éxito a las tropas durante la invasión de Britania, donde conquistó los
territorios del suroeste y ocupó la isla de Wight. Era un hombre franco y llano
que conservaba el acento italiano propio de su región, y no tenía la
susceptibilidad y el orgullo aristocrático de Tiberio: incluso los bustos que lo
representan subrayan un sencillo estilo de realismo «italiano», no el aspecto
ideal clasicizante de Augusto o Nerón. A diferencia de los Julio-Claudios, no
traía con él a una esposa resuelta y obstinada: se había casado con una
italiana de origen humilde, Domitila, pero ésta ya había fallecido. Como viudo,
compartía su vida con una liberta, Cénide, su «concubina». Era curioso,
aunque no demasiado preocupante, el hecho de que años atrás esta misma
Cénide hubiera sido una ex esclava de la familia de la gran Antonia, la hija de
Marco Antonio. Ahora ya tenía una edad avanzada y difícilmente habría podido
fomentar un estilo a lo Marco Antonio. Pero podía contar a Vespasiano en la
cama sabrosas anécdotas y cotilleos.
De lo que carecía Vespasiano era de vínculos con sus predecesores de la
familia Julio-Claudia. Mientras sus partidarios se encargaron de tomar Roma
para él, Vespasiano se mantuvo inteligentemente fuera de escena. Hubo
luchas encarnizadas en la ciudad eterna; el propio Capitolio fue pasto de las
llamas, y, en lo que podríamos calificar de fundición epigráfica, se destruyeron
centenares de inscripciones de bronce que luego el emperador intentó
recuperar ordenando la realización de nuevas copias de los textos. Vespasiano
no entró en Roma hasta el otoño de 70, y en los meses anteriores a su llegada
se suscitaron cuestiones sobre cuál sería su manera de gobernar. ¿Quién iba a
aconsejarlo? ¿Qué títulos iba a adoptar? ¿Hasta qué punto consultaría al
senado? ¿O simplemente se limitaría a presentarle sus decisiones? La clase
alta de Roma quería un emperador que se comportara con modestia y
moralidad, y que no desafiara las leyes. Los que se habían opuesto a la tiranía
de Nerón no estaban todos muertos, y su apoyo a los principios morales seguía
basándose en cierto grado de contacto con las opiniones filosóficas de la
corriente estoica.
Como de costumbre, los juristas eran más flexibles que los filósofos. Tal vez
fuera a comienzos de 70 cuando se aprobó una importante ley a favor de
Vespasiano en virtud de la cual quedaban establecidos sus poderes, citando
para ellos precedentes (cuando los había) de los reinados de Augusto y los
Julio-Claudios (con la excepción del loco Calígula). No resulta convincente
contemplar esta ley como un ejemplo más de una vieja práctica que ya había
sido utilizada por otros emperadores desde14 d. C. 530 Vespasiano carecía de la
autoridad dinástica de sus predecesores. Como simbolizaba una «clara
ruptura», su gobierno necesitaba justificarse y vincularse con el pasado de los
Julio-Claudios. La minoría filosófica seguía exigiendo una administración bien
regulada, pero aparecieron algunos juristas con una respuesta aplastante. La
ley lo especificaba todo, desde el poder de Vespasiano a firmar tratados «con
quien le plazca», hasta el papel mucho más importante que iba a desempeñar
en las elecciones: a «sus» candidatos se les garantizaba una consideración
especial. En este campo (significativamente) no podía citarse precedente
alguno, pero en adelante, a los senadores que quisieran ser elegidos para un
cargo les convendría mucho estar a buenas con el emperador. Además, en
virtud de una cláusula se permitía a Vespasiano hacer todo lo que considerara
oportuno para el interés público, «del mismo modo que pudieron hacerlo», aquí
tampoco se podía citar ningún derecho legal, «Augusto y los demás». De ese
modo, el rostro de la autocracia fue reconocido por la ley. Los detalles legales
seguían en otras dos cláusulas, una de las cuales establecía a qué no estaba
sujeto «César Vespasiano» (citando ciertos precedentes legales), mientras que
la otra ratificaba las decisiones que ya había tenido que tomar durante el año
69.
Esta ley es un claro ejemplo de letra pequeña. Durante más de cien años los
juristas romanos la estudiarían en relación con los poderes del emperador
(como siguen haciendo actualmente): Vespasiano no era un rey, como
Ptolomeo o Alejandro Magno, y, como por arte de magia, este texto relacionaba
efectivamente su autocracia con la ley y las necesidades de «la República».
Aquí había algo concreto que los genios legales podían citar, y sobre lo que
podían reflexionar a fondo. Para Vespasiano, la ventaja inmediata era que las
brutales realidades de la vida habían sido ratificadas y acordadas claramente.
Las viejas familias aristocráticas, de las que habría podido salir alguna voz
capacitada para desafiarlo, estaban prácticamente extinguidas. Entre los
senadores que quedaban eran demasiados los que habían tirado por la borda
la moderación en tiempos de Nerón, y estaban moralmente comprometidos por
el apoyo que le habían prestado en sus espectáculos y en sus orgías. Las
vacantes existentes serían ocupadas por nuevos individuos de menor rango
cuyas expectativas del estatus que habían alcanzado recientemente se verían
satisfechas en cuanto su papel fuera definido y regulado. Los juristas lo
acababan de definir, y la letra pequeña parecía indicar que las leyes formaban
parte de una tradición que se remontaba a una época muy anterior a la llegada
de esos noveles. Los filósofos que protestaban constituían una minoría
aburrida y poco práctica. Las verdaderas cuestiones que se planteaban los
senadores de la nueva hornada tenían que ver con quién iba a ser el primero
en recibir una magistratura superior o incluso el honor de un pontificado. A
partir de 71 la palabra «libertad» no volvería a aparecer en las monedas de
Vespasiano.
Capítulo 50 - LA NUEVA DINASTÍA

Tal obra no teme al invierno pluvioso, ni al triple haz de rayos de Júpiter,


ni a las legiones de vientos que Eolo retiene, ni a la injuria durable del
tiempo: seguirá enhiesta mientras duren la tierra y el cielo y la gloria de
Roma. Y aquí, al amparo de la noche silente, cuando los dioses de lo
alto se complacen en las cosas de la tierra, la turba de los tuyos,
abandonando el cielo, descenderá a abrazarse en torno a ti; y acudirán
con ellos a ese abrazo tu hijo y tu hermano y tu padre y tu hermana: tu
cuello acogerá a todos los astros.
ESTACIO, Silvas 1.1.91-98, a propósito de la colosal estatua ecuestre
de bronce del emperador Domiciano en Roma, ca. 91 d. C.

Daba gusto golpear contra el suelo aquellas caras tan soberbias,


arremeter contra ellas con el hierro, golpearlas encarnizadamente con el
hacha, como si cada golpe hubiera de producir sangre y un gran dolor.
Nadie era tan comedido en su gozo y en su tardía alegría como para que
no le pareciera una especie de venganza contemplar aquellos cuerpos
destrozados, aquellos miembros mutilados, finalmente aquellas crueles y
horribles imágenes arrojadas al fuego para que las llamas las fundieran,
pues al ser motivo de terror y de inquietud, debían quedar transformadas
en objetos de utilidad y de placer para el hombre.
PLINIO EL JOVEN, Panegírico 52.4-5, sobre la destrucción de las
estatuas de Domiciano en 93 d. C.

Cuando Vespasiano llegó por fin a Roma, nadie pudo poner en duda la
necesidad de instaurar un nuevo estilo de gobierno y de hacer frente a la
realidad de una manera distinta. Después de Nerón y de una guerra civil, las
finanzas se encontraban es un estado lamentable. Las reservas de grano
estaban prácticamente agotadas; el número de senadores había caído en
picado a raíz de la guerra civil; los distintos adversarios había proclamado la
«libertad», pero sus soldados se habían dedicado al saqueo, como ocurriera
cuando Octaviano se hizo con el poder. La ciudad propiamente dicha daba
pena. Al gran incendio de 64 habían seguido otros provocados en el curso de
los últimos conflictos. En medio de ese panorama, la Casa de Oro de Nerón
seguía en pie, como una afrenta gigantesca.
Inevitablemente, hubo que subir los impuestos. Italia seguiría exenta del pago
de tributo, pero los impuestos existentes experimentarían una notable subida, y
al poco tiempo se impondrían otros nuevos: llegaría a implantarse uno sobre la
orina de los urinarios públicos (que era utilizada para la limpieza de la ropa,
como aún lo era durante la primera guerra mundial). Vespasiano, un italiano
con los pies en la tierra, no se sentía particularmente atraído por la cultura
griega. Los turbulentos alejandrinos de Egipto se vieron obligados a pagar por
primera vez el impuesto de capitación, y la exención del pago de contribuciones
concedida a Grecia por Nerón fue revocada. Poco después los arcadios de
Tegea, en el sur del Peloponeso, tuvieron una ocurrencia particularmente
ingeniosa: afirmaron haber realizado el hallazgo de unas antiguas vasijas en un
lugar sagrado, tal como habían predicho los profetas, en las que aparecía
grabado un rostro muy parecido al de Vespasiano. Este descubrimiento
implicaba que, en lugar de ser «nuevo», Vespasiano era «antiguo»: se suponía
que el lugar de procedencia de los primeros reyes de Roma era Arcadia. Es
indudable que esos griegos explotaron al máximo su descubrimiento.
Vespasiano pudo sacar provecho inmediatamente de la derrota de los judíos.
Como ya no tenían un templo al que pagar regularmente, se les obligó al pago
de un impuesto especial para el templo de Júpiter en Roma. A diferencia del
que abonaban por su templo, el pago de este nuevo impuesto se hizo
extensible a las mujeres y los niños, y se imponía de forma general a todo
aquel individuo con una edad comprendida entre los tres y los sesenta años.
Los nuevos ingresos que se obtuvieron con esta medida fueron considerables.
A Vespasiano le encantaba el dinero, pero detestaba la extravagancia
personal. Era por lo tanto un blanco fácil de anécdotas y rumores divertidos. En
su funeral, resultó graciosísimo que el mimo que lo representaba en la
procesión (que por aquel entonces ya se había convertido en una práctica
habitual) preguntase a grito pelado cuánto costaba aquella ceremonia. La
respuesta, también a grito pelado, fue que costaba una suma ingente, a lo que
«Vespasiano» respondió que mejor hubiera sido darle un poco de ese dinero, y
arrojar su cuerpo al Tíber. Las excepciones venían a confirmar de manera
cómica su imagen general. Se decía que una mujer se había enamorado
locamente del viejo emperador y que le había suplicado que se acostara con
ella (¿tras la muerte de Cénide?). A cambio, se contaba que había recibido una
suma enorme, suficiente para que un individuo pudiera entrar a formar parte del
orden ecuestre. El chiste, sin duda, era que la mujer habría cobrado por su
destreza en la monta del emperador. Se decía que luego Vespasiano, cuando
su administrador le preguntó cómo quería que se anotara la suma en los
registros, respondió: «por la pasión inspirada por Vespasiano». 531 Todo debía
ser contabilizado, incluso el buen sexo después de comer.
En las provincias había determinadas lealtades que se conseguían a cambio de
pequeños privilegios y títulos (a España se le concedió el «derecho latino»): las
compensaciones económicas eran otra cuestión. En Roma, sin embargo, un
emperador no podía permitirse el lujo de no gastar en nada. Los guardias
pretorianos debían ser recompensados, pero en esa ocasión se optó por
cambiarlos, para no tener que pagar demasiados sobornos. Los que fueron
retirándose gradualmente formaron sin duda el grupo de afortunados colonos
de un curioso fenómeno, las escasas colonias que Vespasiano se atrevió a
fundar en la propia Italia. Además, en Roma, a pesar de las restricciones
económicas, el emperador se veía obligado a gastar, pues no podía limitarse a
atesorar monedas y dejar a la sociedad sin dinero contante y sonante en
circulación. Una forma de gastar consistía en la construcción de obras públicas.
La mayoría de la plebe de la ciudad eran hombres que se dedicaban a todo tipo
de actividades comerciales, independientemente de cuál fuera su especialidad
o del grupo social al que pertenecieran: no dependían de la construcción de
obras públicas para ganarse su sustento diario, pero dichas obras les permitían
obtener un dinero extra muy conveniente junto a la mano de obra esclava que
también se dedicaba a ellas. En Roma, incluso durante la campaña para
dinamizar la economía, las nuevas construcciones de Vespasiano serían
mucho más grandes que las proyectadas por Pericles en Atenas. El edificio
llamado actualmente el Coliseo fue erigido en una parcela perteneciente a la
horrible Casa de Oro de Nerón. Con sus cuatro pisos, estaba pensado para el
pueblo, no sólo para el emperador, y constituía una verdadera «arena del
pueblo». También se consiguió subsanar el problema de los costes: los judíos
ayudaron a pagarlos con los bienes que les fueron expoliados tras la derrota de
Judea. Este botín también ayudó a financiar un nuevo templo programático de
la Paz, cuya superficie era diez veces mayor que el recinto que rodeaba al
famoso altar (Ara Pacis) erigido por Augusto en honor de la diosa. Los
elementos del recinto venían a realzar la imagen del emperador. 532 El Nilo
aparecía esculpido en forma de estatua de cuarzo con dieciséis hijos. En
Egipto una sacerdotisa nativa había profetizado acertadamente cuando
Vespasiano visitó el país al comienzo de su golpe de Estado en 69 que las
aguas del río se desbordarían al máximo, alcanzando los dieciséis codos de
profundidad (de ahí los dieciséis hijos): el monumento del emperador era una
clara alusión a su papel en el cumplimiento de la profecía. El resto de las
decoraciones de la «Paz» estaba formado por esculturas y obras de arte
antiguas, algunas de las cuales procedían del botín obtenido con el saqueo de
Judea, y otras habían sido traídas desde el mundo griego por Nerón. Había en
todo ello un claro mensaje para el pueblo. Lo que Nerón había robado para él,
Vespasiano lo «exhibía ahora ante el pueblo» en un templo público.
Sin embargo, al igual que le ocurriera a Augusto, la nueva dinastía no estuvo
exenta de adversarios. En lo que cabría definir como una prueba de su
sagacidad, Vespasiano, para sacar de Roma a dos odiados delatores de la
época de Nerón, decidió nombrarles gobernadores de sendas provincias. Sin
embargo, luego fue criticado por la principal voz del grupo filosófico de la
ciudad, el senador Helvidio. Una razón probable de este enfrentamiento tal vez
fuera la forma de legalizar la autocracia que encarnaba la nueva «ley» relativa
a los poderes del emperador. Otra, asociada a ésta, era las aspiraciones que
tenía Vespasiano para su propia familia. El emperador tenía dos hijos, de los
cuales el mayor, Tito, había conducido a las tropas a la victoria en Judea. Tras
regresar a Roma, Tito fue nombrado incluso prefecto de la guardia pretoriana.
Era la primera vez que un miembro de la familia imperial ostentaba semejante
cargo, pero detrás del nombramiento se escondía una sagaz artimaña, pues
limitaba el campo de acción que tenía la guardia para imponer un emperador
de su propia elección. Con el tiempo, Vespasiano y su familia llegarían a
ostentar el consulado con unos poderes que ni siquiera Augusto se había
atrevido a atribuirse. Por hablar mal de esta dinastía, Helvidio, el senador
filósofo, fue primero desterrado, y luego asesinado: probablemente Vespasiano
se refiriera a él cuando se dijo que, según parece, al abandonar el senado,
exclamó: «o me suceden mis hijos, o nadie». Aunque Vespasiano creó
distinguidas cátedras en Roma y Atenas y favoreció la enseñanza de la
oratoria, la gramática y la medicina en las principales ciudades de las
provincias, es evidente que la filosofía no gozó nunca con él de tanto favor.
Pero lo cierto es que fuera de Roma los maestros de filosofía seguirían
exponiendo distintas versiones de los valientes comentarios de Helvidio.
Según algunos, se demostró que Helvidio tenía razón. Tito, el hijo de
Vespasiano, tenía encanto, talento para la oratoria y un buen historial militar,
pero a mediados de la década de 70 se puso en contra de la opinión pública
cuando trajo a Roma a su controvertida amante. Era una princesa judía
llamada Berenice, hija de Agripa, el rey amigo de Claudio. Cuando llegó a
Roma la joven fue el blanco de las burlas de la plebe en el teatro. No se trataba
de una simple protesta de carácter xenófobo: Berenice solía tomar asiento
entre los consejeros del emperador, una decisión muy desacertada que le daría
la fama, merecida a medias, de ser una «nueva Cleopatra». 533 Más tarde fue
enviada juiciosamente al extranjero, tras una supuesta conjura en la que se
vieron implicados dos importantes senadores: según algunos, este episodio
sirvió a Tito para aislar a los dos individuos y conseguir deshacerse de ellos
antes de su ascensión al trono. También utilizó la supuesta intervención de
Berenice en esa trama para mandarla lejos de Roma.
El 24 de junio de 79 Vespasiano expiró, no sin antes exclamar:«¡ Ay!, creo que
voy a convertirme en dios»; el comentario contundente de un hombre que
pensaba en la inminencia de su culto. Tito lo sucedió, y lo que resulta más
curioso es que posteriormente Adriano afirmaría que en realidad el hijo había
envenenado al padre. En apariencia, Tito gobernó bastante bien durante dos
años. Obligó a los odiados «delatores» a desfilar en el anfiteatro antes de
desterrarlos: los emperadores que lo sucedieron repetirían el espectáculo. Ni
que decir tiene que su hermano Domiciano lo acusó de haber falsificado el
testamento de su padre. Con anterioridad, Tito se había jactado de que tenía
suficiente talento como para convertirse en un experto falsificador, y tal vez lo
utilizara contra los dos senadores, el «único crimen», quizá, que solía decir que
lamentaba. 534 Es probable que la temprana muerte de Tito, antes de que
concluyera el habitual período de luna de miel con el poder, beneficiara a su
reputación. Pero no benefició tanto a Roma: su hermano menor, Domiciano, lo
sucedió.
El cambio de dinastía no había transformado el viejo modelo. Domiciano seguía
teniendo las mismas debilidades que antes de convertirse en emperador. En
69-70, pese a haber sido el único miembro de la familia que se encontraba en
Roma, le fue negado todo tipo de distinciones militares. Sentía envidia de su
padre y de su hermano, y en cualquier caso, su carácter era desconfiado e
inseguro. De manera bastante acertada, más tarde sería recordado como el
«Nerón calvo», y no porque careciera simplemente de la buena presencia y los
espectaculares peinados de su predecesor. En 83 una serie de pequeños
éxitos militares en Germania dio mayor seguridad a Domiciano, pero lo que
vino después resultaría bastante familiar. Comenzó patrocinando las obras
culturales griegas y promocionó incluso a miembros del grupo de filósofos
existente en Roma; una de las razones de su actitud era que su padre
detestaba ambas cosas. Al igual que Nerón, promocionó el teatro, la música y
los certámenes atléticos griegos, para los que en 86 estableció las primeras
fiestas de la ciudad dedicadas plenamente a ellos; creó unas segundas fiestas
en su gran residencia campestre en cuyo programa también incluyó esas
actividades. Aún había tradicionalistas romanos que desaprobaban los
ejercicios gimnásticos y las pruebas atléticas de los griegos por sus
asociaciones con la desnudez y las «aborrecibles» relaciones sexuales entre
hombres libres. El patrocinio de Domiciano, en el corazón de la ciudad,
constituyó una importante contrapropuesta en los años en los que se formaron
los gustos del joven Adriano, el gran «filheleno» del futuro. Pero todo aquello
no era un capricho de Domiciano: se nos cuenta que la literatura y la lengua
griegas formaban parte ahora de la educación habitual de la juventud romana,
hasta el punto de que muchos «muchachos sólo se expresan y hablan en
griego durante un largo período de tiempo». 535 Las voces críticas constituían
por entonces una «minoría moral».
Más tarde Domiciano se enfadó con sus antiguos protegidos, los filósofos, y
durante una etapa de gran inseguridad, a finales de 93, permitió que fueran
acusados de favorecer a la oposición, sobre todo porque escribían biografías
de sus antecesores, «mártires de la oposición» en tiempos de Nerón. Fueron
días macabros, en los que los senadores tuvieron que transigir para no perder
la vida. También se produjeron ataques contra los simpatizantes del
cristianismo de la alta sociedad romana y contra los que eran acusados de
«adoptar maneras judías». Los intentos modernos de rehabilitar la imagen de
Domiciano son tan unilaterales como los rumores más virulentos contra su
persona que nos han llegado de la Antigüedad. Por algunos testimonios mejor
documentados sabemos que Domiciano solía retirarse a su gran villa
campestre (una de las dos que tenía) a las afueras de Roma, en los montes
Albanos, donde le gustaba disfrutar del descanso en el lago. Se irritaba con
tanta facilidad, que la barca en la que paseaba tenía que ser arrastrada por otra
nave en la que iban los remeros para que no le molestara el ruido de sus palas
contra el agua. 536 Resulta perfectamente comprensible que su esposa,
descendiente de Casio el «Libertador», no tardara mucho en preferir los
encantos de un actor a la compañía de su marido. En Roma, Domiciano sería
recordado como el colmo del humor negro. Se cuenta que una noche recibió a
un grupo de caballeros y senadores que había invitado a cenar en un salón
pintado de negro. Detrás de cada litera había dispuesto una piedra negra en
forma de lápida; unos muchachos pintados de negro se encargaron de servir
los diversos manjares, también pintados de negro, y que el silencio reinante en
la sala sólo se rompió cuando Domiciano empezó a «hablar exclusivamente de
muerte y asesinatos». 537
Al igual que Nerón, este emperador calvo tenía un eunuco favorito para
practicar el sexo; los versos que conmemoran el corte de los dorados cabellos
del eunuco para dedicárselos a los dioses no son, desde luego, los más
distinguidos de la poesía latina. Como ocurriera en tiempos de Nerón, la que
salió ganando fue la arquitectura romana. En Alejandría y en Oriente, incluida
Petra, la ciudad del desierto, ya se había dado en la arquitectura un audaz
esplendor barroco, que contrastaba marcadamente con el clasicismo repetitivo
del buen gusto augusto. Ese barroquismo volvía a tener ahora una oportunidad
en Roma. La lista de edificios que fueron restaurados o iniciados en la urbe
durante el reinado de Domiciano, es muy conspicua, pero el más impactante
fue el palacio que se hizo construir el emperador en el Palatino. Siempre tan
accesible y «civil», Vespasiano había evitado residir en esta colina, pero el
nuevo palacio de Domiciano fue erigido en ella, y sería terminado en 92 por un
genio de la arquitectura, Rabirio. Estaba dividido en dos partes, y para el
diseño de las estancias se hizo un empleo considerable de formas poligonales,
mármoles de colores procedentes de lejanas canteras, efectos de luz,
excepcionales alturas y largos pasillos. El hipódromo que se construyó en las
inmediaciones era, según parece, un elemento más de los jardines que unas
verdaderas instalaciones hípicas para la celebración de carreras. El gran
complejo palaciego estaba situado convenientemente sobre la anterior
edificación de Nerón, y cuando un millar de senadores y caballeros se sentaron
para cenar en el Salón de los Banquetes, el espectáculo resultó más
sorprendente que sombrío. Bajo un techo alto y dorado, «el ojo cansado
apenas lograba ver la cima», escribiría el poeta Estacio, «y cualquiera habría
pensado que era el techo dorado del cielo». 538 A estas dependencias se
llegaba a través de un templo del antiguo Júpiter. Se favorecieron las
comparaciones entre Domiciano y Júpiter y sus dos palacios, pero el propio
emperador afirmaba tener mayor afinidad con la diosa Minerva, señora de las
artes y la guerra. No obstante, en el palacio había numerosos espejos para que
Domiciano pudiera verse siempre las espaldas.
El carácter inseguro de este emperador y su amor por el «lujo» resultaban
intolerables, y al igual que Nerón, Domiciano fue asesinado por la servidumbre
de palacio. Como no tenía descendencia, los conspiradores que participaron en
la conjura tenían un amplio radio de acción para elegir a su propio candidato.
Curiosamente, su elección recayó sobre el anciano Nerva, a la sazón de
sesenta años de edad, un noble patricio y respetable senador que tampoco
tenía hijos. El pleno del senado aprobó este nombramiento, que por fin recaía
en un miembro de su orden ya maduro. No era sólo que hubiera compuesto
admiradas elegías latinas en su juventud, sino que en tres ocasiones, durante
los últimos treinta años, Nerva había recibido grandes honores tras solucionar
diversas crisis provocadas por la gestión de los emperadores. Sus antepasados
habían sido juristas, y probablemente él también tuviera un buen conocimiento
de la ley. En 71 había sido honrado de forma notable con un consulado: tal vez
en recompensa por coordinar durante los años anteriores los trabajos
relacionados con la «ley» sobre los poderes de Vespasiano.
Es Nerva, y no Tito ni Vespasiano, el que realmente fue el «buen» emperador.
Por fin los senadores de la época podrían proclamar la conciliación de la
«libertad» y el principado. Las monedas acuñadas durante su reinado hablarían
de la «libertad pública», y en una inscripción colocada en la «Sala de la
Libertad» de Roma se leía: «La Libertad Restaurada». Por supuesto, no es que
el sistema estuviera acabado, pero las asambleas populares de Roma pudieron
reunirse y ejercer la «libertad» mediante la aprobación de leyes. Las estatuas
del odiado Domiciano fueron fundidas, y el nombre de este emperador fue
eliminado de los monumentos. Pero hubo que sancionar los nombramientos y
los decretos de Domiciano: demasiada gente, incluidos los senadores, se
habían beneficiado de ellos.
Además de promover la libertad, Nerva supo comprender la importancia que
tenía el hecho de erigirse contra la injusticia y el lujo. Cambió y corrigió las
graves consecuencias que había tenido para los nuevos ciudadanos el
impuesto sobre las herencias, y moderó el extremismo con que se aplicaba el
impuesto hebreo a los judíos y sus simpatizantes. Los que delataban delitos
fiscales en sus provincias ya no podrían ser también jueces en el proceso; ya
no se demandaría a nadie por calumniar a la persona del emperador, y se
concedió apoyo público a la filosofía. Haciendo alarde de una gran
generosidad, Nerva puso a la venta tierras, e incluso prendas de vestir, de
propiedad imperial. Renunció al «lujo», y dispensó también su «liberalidad» a la
gente humilde de Italia: se reservó dinero para comprar parcelas de tierra para
esas familias. Se trataba de una política buena y justa, pero el sistema imperial
no se basaba sólo en la bondad. También estaban los importantísimos
soldados y las famosas guardias de Roma.
Con optimismo, las monedas acuñadas por Nerva proclamaban la «Concordia
de los Ejércitos». Sin embargo, a las tropas seguía gustándoles Domiciano,
que había subido el importe de sus pagas. Y en otoño de 97 los pretorianos
obligaron a Nerva a firmar la brutal ejecución de los asesinos de su predecesor.
Era evidente que era necesario alguien más enérgico y de carácter militar. Más
tarde corrieron rumores de que se había producido un verdadero golpe de
Estado, aunque probablemente fuera con su beneplácito que Nerva anunciara
la elección de un soldado como hijo adoptivo. Dicha elección recayó en
Trajano, un hombre procedente de una colonia de Hispania, hijo de un
distinguido militar, y al que respaldaba su experiencia con los ejércitos de
Germania. Detrás de ese plan de adopción podemos detectar la mano de dos
senadores, uno de ellos Frontino, antiguo gobernador de Britania, que se
distinguió por su campaña en Gales y que era la autoridad reconocida por
todos en materia de acueductos romanos.
Es probable que la nueva pareja formada por Nerva y su «hijo» hubiera podido
funcionar bastante bien durante algunos años, pues ambos se
complementaban mutuamente. Sin embargo, tres meses más tarde fallecía
Nerva de manera inesperada. Siguiendo los pasos de la dinastía Flavio
instaurada por Vespasiano, legó a su sucesor en Roma una clase dirigente que
inevitablemente había cambiado de tono y composición. No sólo habían
entrado en el senado individuos prominentes de habla griega procedentes de
Oriente (el patrocinio de Domiciano había sido importante en este sentido, en
consonancia con sus gustos culturales). Vespasiano, originario de la «pequeña
Italia», había contribuido a rellenar el senado con más individuos procedentes
como él de la «pequeña Italia». La confirmación oficial de sus poderes había
resultado aceptable para esos nuevos políticos, pero luego Domiciano se había
elevado muy por encima de ellos. En un claro desafío a sus valores y patrones
morales, Domiciano había desenmascarado tanto los puntos fuertes como los
débiles de lo que esos individuos representaban. A su muerte, los senadores
no tardaron en condenarlo, pero tampoco tardaron en justificar sus propios
actos y las componendas a las que recientemente se habían prestado. Como
en tiempos de Nerón, había muchas cosas sobre las que convenía no hablar.
Como diría acertadamente a Nerva en cierta ocasión un hombre de principios
en el curso de una cena, si los peores delatores de Domiciano hubieran
seguido vivos, sin duda habrían estado ahora cenando también con Nerva. 539

Capítulo 51 - LOS ÚLTIMOS DÍAS DE POMPEYA

Si sintieras el fuego del amor, mulero,


Te darías más prisa para ver a Venus.
Estoy enamorado de un mancebo encantador, así que, te lo ruego, arrea
a las muLas, ¡venga!
Ya te has tomado un trago, ¡vamos, pues! Coge las riendas y sacúdelas.
¡Llévame a Pompeya, donde es dulce amor!
Inscripción encontrada en el peristilo de la Casa IX.v.ii de Pompeya

A los hombres nuevos procedentes de las distintas ciudades de Italia que


ascendieron de categoría social durante la década de 70 d. C. se les atribuía
una nueva frugalidad y una nueva moderación, en contraposición a los excesos
y el libertinaje del reinado de Nerón y los que habían participado de tanto
desenfreno a pesar de los valores romanos «tradicionales». Para hacernos una
idea de lo que era la vida de una pequeña ciudad de Italia, sólo tenemos que ir
a dos de las grandes maravillas de la arqueología, Pompeya y la vecina ciudad
de Herculano. El 24 de agosto de 79 entró en erupción el Vesubio. Una espesa
lluvia de polvo y ceniza pumítica cayó sobre los alrededores del volcán,
acompañada de terremotos, llamaradas, y una nube (según las noticias de un
testigo ocular, Plinio) en forma de pino, árbol que todavía es habitual ver entre
las ruinas. La columna eruptiva se elevó a una altura de unos treinta y cinco
kilómetros y, a juzgar por otras explosiones similares atestiguadas
recientemente, como la del monte St. Helen, en el noroeste de América, la del
Vesubio debió de liberar una fuerza quinientas veces superior a la de la bomba
atómica de Hiroshima. En Pompeya podemos rastrear los efectos de la
erupción a tres niveles a cual más dramático: en primer lugar cayó una lluvia de
ceniza pumítica blanca, de unos tres metros de espesor, que impedía ver la luz
del sol, y a continuación la ceniza gris ennegreció las calles y los edificios. A la
mañana siguiente, el 25 de agosto, sobre las 7.30, recorrió las calles de la
ciudad una enorme «nube ardiente» de gases calientes, sofocando y
calcinando a todos los que se habían quedado en la colonia o no habían podido
salir de ella. A esta violentísima corriente a ras de suelo siguió el flujo
piroclástico de roca incandescente y pumita, que destruyó los edificios y llegó
incluso bastante lejos de la ciudad; luego «corriente» y «flujo» se sucedieron en
cuatro oleadas cada vez más fuertes hasta las ocho. Causaron la muerte del
observador más sabio del formidable espectáculo, Plinio el Viejo: como
recuerdan las cartas de su sobrino, Plinio había cruzado en barco el golfo de
Nápoles para poder contemplar lo sucedido más de cerca. Dentro de la ciudad,
siguen apareciendo los cuerpos de las víctimas. Se han recuperado desde
muías, atrapadas en sus pesebres junto a los molinos que hacían girar, hasta
una dama joven, adornada con joyas, cuyos senos han dejado su impronta en
el barro sobre el que murió. En Herculano, la corriente y el flujo se abatieron
sobre la ciudad a primera hora de la mañana y la golpearon en seis oleadas
sucesivas, hasta chocar con el mar. La ciudad quedó enterrada a mayor
profundidad incluso que Pompeya y no, según parece en la actualidad, debido
a los efectos secundarios de la lluvia y las inundaciones. El desastre en general
fue tremendo, y podemos comprender por qué supuso una carga y unos gastos
tan grandes para el gobierno del emperador Tito, en su primer año en el trono.
Pompeya y Herculano se hallaban cerca del golfo de Nápoles, donde tantos
romanos ilustres se habían construido villas espectaculares. Aun estando a la
altura de los lujos habituales (durante el siglo I a.C.) en toda esta zona, ni
Pompeya ni Herculano eran ciudades de primera fila; en la década de 70 d. C.
la zona del golfo había perdido parte de su preponderancia. Pompeya, la
población mejor conocida, habría ocupado una extensión de unas 140
hectáreas y en sus últimos días habría tenido entre 8.000 y 12.000 habitantes.
La ciudad se hallaba situada en una meseta de lava volcánica, resto de una
erupción anterior, y diversos tipos de roca volcánica habían ayudado a su
construcción. Sus habitantes, sin embargo, no sabían el riesgo que corrían: la
última erupción del Vesubio databa de hacía más de mil años, y la piedra
probablemente pareciera inocua. De hecho Pompeya había ido creciendo por
capas, a través de fases históricas muy claras, desde el siglo VI a. C: etrusca
(con presencia de griegos), samnita, y colonia romana (a partir de 80 a.C),
cuando Cicerón llegó a tener en ella una de sus casas. En 79 d. C. sus raíces,
como las de la Londres moderna, tenían por lo menos dos siglos de
antigüedad, y sus habitantes siguieron construyendo y reconstruyendo sobre
ellas hasta el final.
Una consecuencia de esta circunstancia es que la ciudad antigua mejor
conservada que tenemos resulta todavía en muchos sentidos difícil de
entender. Nunca permaneció estática, y tras la erupción fatal comenzaron los
saqueos, que continuaron luego cuando empezaron las excavaciones hacia
1740. Por fortuna, a pesar de todo lo que ha sido destruido, vendido o
dispersado mientras tanto, una tercera parte de Pompeya ha quedado
reservada para la arqueología del futuro.
Hay una faceta de la vida pompeyana que parece curiosamente moderna. La
ciudad tenía un sistema de calles planificado que excluía el tráfico rodado de
las zonas del centro. Existen tabernas muy bien conservadas con las
correspondientes enseñas mostrando un ave fénix o un pavo real. Hay teatros
y un llamado «complejo recreativo», y un edificio dedicado especialmente a
mercado del pescado, la carne y otras exquisiteces para que la gente fuera a
hacer la compra. Muchas casas contienen hermosas pinturas murales o
frescos, y definitivamente podemos afirmar que existía un verdadero culto de la
«casa con jardín». Las pinturas con trampantojo parecen ampliar el espacio de
los jardines e incluso muestran aves y flores exóticas que crecen en macetas y
setos, ya sean rosales o arbustos de mirto. Los propietarios de las casas
cenaban fuera, alrededor de una mesa bien sombreada, en su «sala exterior»:
en el sótano de una gran casa se encontraron 118 piezas de plata, entre ellas
una vajilla para ocho comensales. 540 Había también graffiti e inscripciones
elegantemente escritas. Se han encontrado cuarenta y ocho graffiti con versos
de Virgilio (varios de ellos en un burdel). En las fachadas de las tabernas, de
las casas y de los edificios públicos, los carteles electorales —se han
encontrado en total unos 2.800— hacían publicidad de los distintos candidatos
a ocupar los cargos municipales. Alrededor de unos cuarenta citan el apoyo a
un candidato prestado por algunas mujeres, aunque, por supuesto, éstas no
podían votar. 541
A través de los retratos pintados nos da la impresión de que conocemos a esos
individuos, a las jóvenes con una pluma entre los labios y rubia cabellera, de
rasgos clasicizantes, o el hombre situado entre ellas, de ojos oscuros y aspecto
un tanto vacilante. Pero en gran parte ese salto en el tiempo no responde en
absoluto a nuestra idea de ciudad acogedora. Había imágenes y santuarios de
los dioses por todas partes, y no sólo en los grandes templos oficiales del foro.
Los esclavos eran fundamentales para la marcha de la vida doméstica y de las
distintas artesanías, aunque la desaparición de los pisos superiores de los
edificios nos impide visualizar dónde vivía la mayoría de ellos. Los ex esclavos
o libertos también eran importantísimos para la economía y la estructura social
de la ciudad. Después de ser liberados, la mayoría de ellos seguían trabajando
para sus anteriores amos (lo mismo que en Roma), que podían aprovecharse
así «del» negocio sin estar atados «a» él. No había bancos en las calles
principales (el préstamo de dinero constituía una transacción privada), ni
tampoco hospitales ni clínicas públicas. Había, eso sí, burdeles, pero no una
división moral de los distritos que diera lugar a la existencia de lo que
podríamos llamar un «barrio chino». Tampoco había letreros en las calles.
Había letrinas públicas que se han conservado bastante bien, situadas detrás
de discretos tabiques, pero debían ser compartidas por dos o incluso seis
personas a la vez, que después de utilizarlas podían limpiarse el trasero con
esponjas suministradas por la comunidad.
A pesar de la existencia de teatros, el principal complejo recreativo era un
anfiteatro destinado a espectáculos sangrientos con animales o con seres
humanos: es el más antiguo que se conserva, y data de la tercera década del
siglo I a.C. cuando la población de Pompeya se transformó tras la llegada de
colonos veteranos del ejército romano. Las exhibiciones de gladiadores
aparecen anunciadas y aplaudidas en muchos de los graffiti descubiertos en la
ciudad: «¡Celado el Tracio, gladiador, por el que suspiran las muchachas!». 542
Por otra parte, las grandes casas de la ciudad no eran los centros de intimidad
cerrados al exterior que tanto nos gustan hoy día. Como el de cualquier
romano, el hogar de un pompeyano no era su castillo y la «vida doméstica» no
era un concepto que los hombres apreciaran en sí mismo. No es que la familia
romana fuera por definición una familia en sentido lato cuyas distintas
generaciones residieran juntas en la misma casa. Era una familia nuclear como
la nuestra, pero se basaba en una serie de relaciones distintas. Si el cabeza de
familia o paterfamilias era un personaje importante, era también el patrono de
numerosos subordinados y «amigos» que le hacían favores y esperaban que él
se los hiciera. Cada mañana, había una fila de visitantes entrando y saliendo
de la casa, que era una especie de centro de recepción. Por lo tanto, muchas
de las residencias más antiguas y más grandes ofrecían a los visitantes una
vista impresionante de su interior desde la entrada, como si estuvieran
asomadas al eje principal de las estancias centrales: dicho eje era sostenido
por enormes vigas cruzadas de madera, de unos nueve metros de largo.
Durante las últimas décadas de vida de la ciudad, este tipo de estructura no era
ni mucho menos universal. Las casas grandes contenían ahora además talleres
de artesanos, tiendas o incluso tabernas que daban a la calle, entorpeciendo la
«vista del interior». En la palabra laúnafamilia entraban también los esclavos, y
en esos locales el amo podía dar una utilidad práctica a sus siervos y a sus
libertos. En el interior, dentro de la casa propiamente dicha, nos sorprendería la
relativa ausencia de mobiliario, el variado uso dado a muchas habitaciones y la
consiguiente falta de nuestra moderna idea de privacidad. Incluso las plantas
existentes en los jardines más grandes a menudo eran cultivadas por su valor
económico, no por el placer inútil de la jardinería. En el sector sur de la ciudad,
han sido excavadas casas con viñas bastante grandes, e incluso las rosas
puede que se cultivaran con destino a la importante industria del perfume.
Como la identidad de los propietarios de muchas casas sigue siendo incierta,
su relación con las casas de campo y las villas de los alrededores también es
incierta. ¿Era Pompeya una ciudad basada en el consumo, en la que los
dueños de las fincas se dedicaban simplemente a gastar sus rentas y demás
ingresos consumiendo bienes, incluidos los productos agrícolas, cultivados sólo
en el ámbito local? Parece sumamente improbable que así fuera, no sólo
debido a las importaciones de lugares lejanos que se han encontrado en la
ciudad (un juego de loza fina originaria de la Galia o una espléndida estatuilla
de marfil de una diosa india desnuda), sino también porque se han descubierto
productos pompeyanos en lugares tan alejados como España o la Galia. El
vino de la ciudad no era de primerísima calidad, pero era bastante conocido y
en consecuencia se bebía en muchos sitios: también eran famosas por su
calidad sus piedras miliares, lo mismo que su salsa de pescado salado, cuyo
uso está también ampliamente documentado fuera de la ciudad. En los años
inmediatamente anteriores a 79 d. C, el rey de la salsa de pescado salado era
el liberto Umbricio Escauro, cuya producción era exportada al interior de
Campania: conmemoró incluso su éxito en los espléndidos mosaicos de su
casa. Las incesantes excavaciones realizadas en las villas y casas de campo
de las inmediaciones confirman su papel de centros de almacenamiento y
producción, a menudo a una escala impresionante: probablemente no toda la
producción fuera destinada al consumo interno. Y además la clase dirigente de
la ciudad no la consideraba «indigna». Una gran viña, sin duda destinada a uso
comercial, ha sido encontrada cerca del anfiteatro, con agujeros para más de
2.000 cepas: la producción de vino seguramente fuera vendida en las tabernas
de la ciudad e incluso enviada fuera. Algunas de las familias más ilustres de la
vida cívica de Pompeya eran recordadas por haber dado su nombre a
determinados tipos de uva (por ejemplo, la «Halconiana»). Los beneficios
procedentes de la actividad vitivinícola seguramente resultaran muy
importantes para ellas, aunque la mano de obra estuviera constituida por sus
esclavos y libertos: quizá las villas con las pinturas más hermosas de parras y
uvas pertenecieran realmente a viticultores satisfechos de las ganancias
obtenidas. 543 La asociación entre la casa de la ciudad, la gran residencia para
las obligaciones sociales y políticas, y la casa del campo, centro rústico de
producción, debió de ser muy importante. Por desgracia, las interconexiones no
suelen estar atestiguadas en los materiales conservados. Pero Pompeya
estaba muy bien situada junto al Samo, río navegable, y tenía fácil acceso al
mar, circunstancia importante para la economía abierta al exterior de la ciudad.
Los beneficios no estaban reñidos con la pasión por la ostentación. De ahí que
las impresionantes tumbas de las familias pompeyanas se extendieran por
fuera de las murallas de la ciudad, a lo largo de las principales vías: son
especialmente visibles al otro lado de la muralla sur, donde ahora sabemos que
se prolongaban a lo largo de casi dos kilómetros por la calzada que conducía a
Nuceria. Los monumentos sepulcrales se dieron a conocer entre la población
local tras la llegada de los colonos romanos. Algunos de los más elegantes
conmemoran a familias enteras, incluso a algunos esclavos de la casa. Como
nos recuerda el emplazamiento público de las tumbas, la vida era una
existencia al aire libre, en la que la gente importante deseaba que se viera que
era importante: la jactanciosa rivalidad social de los pompeyanos habría
sorprendido incluso a los neoyorquinos.
Culturalmente, los teatros tenían gran importancia en la ciudad, aunque el
mimo y la pantomima seguramente ocuparan una parte notable de la
programación. En cuanto al gusto literario, es posible que las inscripciones nos
induzcan a error. Los graffiti de Virgilio no constituyen ni mucho menos una
prueba de erudición libresca ni de sociedad profundamente culta. Muchos de
ellos corresponden al primer verso de un libro o de un poema (¿conocido por
los ejercicios de las clases de escritura?) y probablemente se encargara a
grabadores expertos que los escribieran con letra elegante (¿el cliente los
conocería por habérselos oído citar a otros o por los espectáculos de recitación
en el teatro?). Los versos de una égloga (poema pastoril) de carácter
homosexual de Virgilio son los más favorecidos, sin duda debido a sus
alusiones sexuales. Una pintura mural parodia incluso a Eneas y su familia
presentando a los personajes con cabezas de perro y penes enormes.
Entre los carteles electorales, también hay algunos bastante efectistas. En vez
de prestar apoyo a un candidato que se presenta a las elecciones, suelen
hacer elogios exagerados de uno ya electo. La ciudad estaba gobernada por
dos magistrados (duumviri), con la ayuda de otros dos (ediles), y la elección
anual para ambos cargos tenía lugar en marzo. Durante los últimos días de la
ciudad, el puesto de los magistrados de menor rango era, al parecer, el más
disputado. Los escasos carteles que citan nombres de mujeres las presentan
como partidarias o seguidoras entusiastas de algún candidato, pero no, por
supuesto, como candidatas ellas mismas: a veces pueden incluso tener un tono
satírico, dando a entender que algún candidato es «apto sólo para mujeres».
Los candidatos debían ser varones, libres de nacimiento y miembros electos
del consejo municipal (cargo vitalicio). Como tenían que pagar su elección (a
veces con la organización de unos juegos gladiatorios), los consejeros, y por lo
tanto también los magistrados, eran los ciudadanos más ricos. Las elecciones a
la edilidad, sin embargo, seguían siendo muy animadas: se han recuperado
casi cien carteles electorales correspondientes a la campaña para la obtención
de este cargo de un tal Helvio Sabino probablemente durante el fatídico año
final de 79 d. C. Se han encontrado en casi todas las calles principales de la
ciudad y aluden, como de costumbre, a una gran variedad de gentes que le
prestan apoyo: grupos de comerciantes, familias, una mujer o dos, e incluso los
«jugadores de dados». «¿Estás dormido?», dice uno de los carteles. «Vota por
Helvio Sabino para edil.» 544 Todos estos carteles están en latín, pero no en
nuestro latín clásico. La zona del golfo de Nápoles era todavía multicultural en
79 d. C, un lugar en el que se hablaba mucho el griego, además del latín y de
la lengua itálica meridional, el oseo. Las tres lenguas podían oírse
habitualmente en Pompeya, donde el oseo, cuya existencia no nos permite
percibir la literatura latina, siguió utilizándose en las inscripciones durante el
siglo I d. C.
La ciudad estaba además estrechamente en contacto con la lujosa vida de las
villas del golfo de Nápoles: no obstante, ¿podemos afirmar que los «últimos
días» de Pompeya son acaso indicativos de la existencia de unos «valores
itálicos» más firmes? En realidad, esos últimos días fueron muy largos. En 62
d. C. la ciudad había sufrido ya grandes daños como consecuencia de un
terremoto, cuyas réplicas continuaron hasta bien entrada la siguiente década.
Los excavadores han aislado una fase final, comprendida entre 62 y 79, que
nos permite ver a la «pequeña Italia» en acción durante la época de la
ascensión al poder de Vespasiano. En esta fase, la necesidad de reparar y
restaurar los daños no acabó con las ganas de realizar nuevas decoraciones,
pinturas y frescos; las casas fueron ampliadas y a veces ocuparon nuevos
solares: tiendas, pisos y talleres modificaban ligeramente la estructura básica
de una casa en la entrada principal. En medio de toda esa actividad, ¿qué
hacían sus anteriores propietarios? ¿Se iban de la ciudad y vendían o
adaptaban sus antiguas casas urbanas para nuevos usos? Muchos han echado
la culpa de su marcha al terremoto, pero si es que podemos hablar de cambio
en alguna medida, probablemente se tratara de un cambio social a largo plazo.
Incluso sin terremoto, en aquella época de muertes tempranas y de
incertidumbres no podía permanecer estable ninguna clase dirigente. Por toda
Italia, había sido preciso aprovechar la «sangre nueva» en aras del dinero, tras
una época en la que la «novedad» de esa sangre se había mitigado. Quizá una
parte de la historia sea que una nueva clase de advenedizos, libertos por su
origen, fue quedándose con las viejas casas de Pompeya y empezó a hacer
ostentación de su riqueza restaurándolas a lo grande. En varias fincas tenemos
testimonios de ese cambio, y en esta época encontramos también indicios de
ese desastre de los diseñadores que es el «pequeño jardín urbano». Como
ocurre en el Festival de las Flores de Chelsea, este tipo de jardín comprime
todo tipo de elementos en un caos de grandeza degradada, incluidos los
trampantojos pintados en las paredes, las pérgolas y las esculturas de tercera
categoría. Su estilo no es tanto el de una «villa en miniatura» (los jardines de
las grandes villas eran en cualquier caso una aglomeración de elementos
heterogéneos) cuanto el de la típica fantasía del jardín urbano, que a menudo
evocaba otros paisajes distintos (bosques, cascadas o incluso Egipto y el Nilo).
Podemos apreciar un gusto similar en los interiores: a partir de 62 d. C.
proliferaron nuevas decoraciones pictóricas en lugares como la «Casa del
Poeta Trágico», donde los muros fueron atiborrados de pinturas de episodios
de la mitología griega. Sólo algunas de ellas evocan escenas teatrales que
pudieran ser conocidas por las veladas pasadas al aire libre en la ciudad.
Como las estampas y los papeles pintados de un muestrario moderno o los
regalos especiales de cualquier periódico actual, la mayoría de esos grandes
paneles evocan un mundo de cultura que los propietarios de la casa no debían
de comprender. Tanto dentro como fuera, puede apreciarse un gusto por lo
«bonito», por el estilo decorativo en sí mismo.
Esa labor de redecoración fue realmente brillante y, a su modo, lujosa. Aquel
«lujo» no resultaba moralmente problemático. No es que comportara un
distanciamiento saludable del espectador a través de su fantasía exótica, ni
que resultara «aceptable» porque pudiera ser percibido como un himno a la
«abundancia». 545 La cuestión era que, según los criterios romanos o julio-
claudios, se trataba de un lujo relativamente menor, y lo que vemos en
Pompeya no es un tipo de lujo peligroso o enervante, como el que deploraban
los moralistas. A nuestros ojos, el elemento licencioso está en las
representaciones de «sexo». Sin embargo, no se conoce ninguna protesta de
la población local por ellas, y tampoco todas pertenecen a los últimos días de la
ciudad. En las aldabas, en las lámparas y en las jambas de las puertas había
habido desde hacía mucho tiempo imágenes de penes en erección: también
había habido escenas sexuales, muy explícitas, en los marcos de los espejos
de mano y otros objetos personales. Algunas podían constituir chistes
groseros, como las de ciertos souvenirs modernos, mientras que otras podían
ser simples imágenes de la «fecundidad» o elementos eróticos apropiados para
las paredes de un burdel. Pero cuando encontramos pinturas de una mujer
desnuda encima de un hombre en la columnata que rodea el peristilo central de
una casa o una serie de escenas numeradas de sexo oral entre hombres y
mujeres, incluso algún cuarteto, en el vestuario de unas termas, no podemos
explicarlas como simples representaciones destinadas a evitar el «mal de ojo»
y asegurar la buena suerte. 546 Son simplemente escenas eróticas. Las escenas
del vestuario, situadas encima de los armarios, puede que las vieran incluso las
mujeres (como, por lo demás, también las de los mangos de los espejos).
Los valores pompeyanos, pues, no eran «valores Victorianos». ¿Pero era
principalmente una determinada clase social la que exhibía el arte más
descaradamente grosero o erótico de las décadas de 60 y 70 d. C? De esta
época data la famosa pintura de la Casa de los Vetios en la que aparece un
hombre pesando un pene enorme en una balanza, en el otro plato de la cual
hay un montón de monedas de oro: evidentemente los Vetios eran libertos. La
escena de la mujer montada encima de un hombre que podemos ver en la
columnata del jardín fue mandada poner por el hijo de un prestamista que era,
a su vez, hijo de un liberto. Quizá a aquellos patronos nuevos ricos les gustara
hacer ostentación de este tipo de cosas, como los banqueros modernos que
compran desnudos femeninos. La vulgaridad de los libertos de la región de
Nápoles ha quedado inmortalizada en la obra en prosa más notable de esta
época, el Satiricen de Petronio, el ingenioso y elegante miembro de la corte de
Nerón. Se conserva sólo un fragmento, pero sabemos que cuenta las
aventuras de tres amigos griegos, que se aplican el apelativo típicamente
homosexual de «hermanos», en sus diversas interrelaciones sexuales. El
episodio más notable es el de la cena en casa del extravagante Trimalquión y
los demás libertos invitados al banquete en la vulgar villa que aquél posee en
una ciudad de la bahía de Nápoles, casi con toda seguridad Puteoli. Petronio
caracteriza a los libertos por la modalidad peculiar de latín que hablan, rico en
refranes (rasgo típico de la gente inculta) y las meteduras de pata culturales.
Se trata de personajes exagerados y son vistos sólo a través del prisma de su
narrador de ficción, pero la cena de Trimalquión evoca artísticamente la
vulgaridad ostentosa, el grosero amor al dinero y un mal gusto extremo. El
episodio constituye la sátira que hace un hombre cultísimo de unos libertos
ridículos campando por sus respetos. Podríamos imaginar fácilmente
encontrarnos con esa misma música chillona, esa teatralidad y esos efectos
escénicos, o con esas esposas ridiculamente ordinarias (que compiten por el
peso de sus brazaletes de oro) en embrión en cualquier velada en casa de los
Vetios de Pompeya u otros libertos de la misma ciudad, gentes como Fabio
Eupor o Cornelio Tagete. Algunas instrucciones de Trimalquión para la
decoración de su tumba reflejan de hecho ciertos detalles de una tumba
conocida que erigió en Pompeya una mujer, Nevoleya Tico, para su difunto
esposo. En las décadas de 60 y 70 d. C, pues, los libertos fueron algunos de
los que redecoraron las grandes casas de Pompeya. No obstante, los
individuos de esta clase seguían estando excluidos de los cargos municipales
(por su condición de libertos) y las familias más antiguas y más moderadas de
Pompeya no habían desaparecido de la ciudad simplemente porque la tierra
hubiera empezado a temblar. De esta misma época es el trampantojo
perfectamente planificado de una «Venus Marina» desnuda aparecido en la
llamada Casa de Venus: la pintura fue colocada allí por los Lucrecios Valentes,
ciudadanos importantes en tiempos de Nerón. La «Casa del Poeta Trágico» fue
redecorada también para el «príncipe» o «primer ciudadano» de la colonia
(aunque luego la alquiló). Por consiguiente, no es que Venus y las ganancias
resultaran atractivas sólo para los libertos. Pero quizá (no es más que una
conjetura) hicieran falta esos hombres ambiciosos para que pusieran con todo
el descaro esas escenas de sexo en las paredes de su casa. De hecho, la
gente de la Pompeya anterior había preferido reflejar los valores patrióticos
más firmes de la nueva era de Augusto. La parte oriental del Foro había sufrido
una gran transformación en tiempos de los emperadores: habían sido
levantados templos dedicados a su culto, mientras que ciertas estatuas erigidas
en el exterior de un edificio público, costeadas por la ilustre sacerdotisa
Eumaquia, mostraban a héroes como Rómulo o el padre Eneas. Evocaban las
esculturas morales del nuevo Foro programático de Augusto.
«Parsimonia» y «moderación» son términos relativos. Para la nueva hornada
de italianos que habían ingresado en el senado romano en la década de 70 d.
C, significaban no ser como los extravagantes Julio-Claudios o como esos
senadores (a menudo provinciales) que poseían las mayores fortunas. En el
año 70 había habido familias en Pompeya que desde luego se habrían
adaptado perfectamente a la pródiga teatralidad de la corte de Nerón. Pero
nadie les había dado otra oportunidad: ninguna de las casas excavadas
perteneció a ningún personaje que ascendiera en ningún momento tanto como
para llegar al senado romano. La única excepción posible acaso sea la
hermosa Popea, la esposa de Nerón, que quizá poseyera una villa enorme en
la vecina ciudad de Oplontis, pero que probablemente no fue la dueña de
ninguna de las casas pompeyanas que a veces también le han sido
atribuidas. 547 Si hubiera tenido la ocasión, la Popea de Pompeya habría sido
tan amiga del lujo como el que más. Pero la esposa-trofeo de un emperador
constituye un caso excepcional. En las décadas de 60 y 70 d. C. había muchas
otras familias en Pompeya, quizá la mayoría, que seguían considerándose a sí
mismas defensoras de los valores «tradicionales». Los libertos eran sólo una
parte de la historia. En la columnata de un espacio ajardinado destinado a
celebrar cenas al aire libre, unos versos exhortaban a los comensales a apartar
sus «lascivas miradas y a no poner ojitos tiernos a la esposa de otro». 548 En la
calle de la Abundancia, las grandes letras de una inscripción proclaman de
hecho: «Sodoma y Gomorra», quizá como una especie de advertencia bíblica a
los pompeyanos de los peligros de los excesos sexuales. Pero Pompeya no se
vino abajo en un torrente final de orgías.

Capítulo 52 - UN HOMBRE NUEVO EN ACCIÓN

Es asombroso cómo si consideras los días pasados en Roma uno a uno,


existe o parece existir una razón de ser, pero, si consideras varios días
en conjunto, no hay ninguna ... Todo parece esencial en el día concreto
en el que se hizo una cosa, pero si piensas que has hecho lo mismo
cada día, parece absurdo, tanto más si te alejas de ello. Esto me sucede
a mí, cuando en mi Laurentino me dedico a leer o escribir algo ... ¡Oh
mar, oh litoral, verdadero y apartado santuario de las Musas, cuántas
cosas nos descubrís, cuántas cosas nos dictáis!...
PLINIO, Cartas 1.9

Pompeya y el golfo de Nápoles no eran, ni mucho menos, toda Italia. Para


entender cuáles eran los valores de la «nueva hornada» de senadores
romanos procedentes de otras zonas del norte, tenemos la suerte de contar
con unos testimonios importantísimos. Desde la década de 90 d. C. hasta el
año 112, es decir desde el reinado de Domiciano hasta el del antecesor de
Adriano, Trajano, poseemos unos textos que presentan precisamente los
valores de uno de esos hombres nuevos del senado, Plinio el Joven.
Plinio era hijo adoptivo de su tío, Plinio el Viejo, al que admiraba por ser un
famoso erudito (nosotros lo conocemos sobre todo por su extensa obra sobre
historia natural, parte de la cual se dedica a enumerar los lujos «corruptores»).
Plinio el Joven publicó sus cartas en nueve libros, pero no son cartas
particulares como las que hoy día son puestas «a disposición» de los biógrafos
modernos. La mayoría de ellas defienden determinados modos de comportarse
o de mostrar capacidad de criterio. Pretenden servir de ejemplo a otros y ser
una prueba artificiosa de la «modestia» de Plinio en acción. La epistolografía,
como la sátira, constituye un rasgo distintivo de la literatura latina, pero no hay
cartas más elegantes ni más artísticas que las de Plinio (ni siquiera las de
Cicerón). Son lo más parecido que tenemos a la autobiografía de un romano.
A la muerte de Plinio se publicó un décimo libro de cartas, que contenía las
escritas en 111 -112, cuando fue gobernador de Bitinia, provincia situada al
noroeste de Asia Menor. Uno de los temas tratados en ellas, sin que se diera
cuenta de su trascendencia, era el joven Antínoo, el futuro amante de Adriano.
Este décimo libro es singularmente valioso porque se nos ha conservado con
las respuestas recibidas del emperador Trajano. Constituyen un documento
clásico del gobierno romano en acción. Unos cincuenta años antes había sido
gobernador de esta misma provincia Petronio, el arbitro de la elegancia, del
ingenio y el lujo. Las cartas que enviara a Nerón debieron de ser muy distintas.
La justicia, la libertad y los peligros del lujo excesivo son temas importantes
para Plinio porque era un abogado romano, un senador, un gobernador y
además un moralista. Nos presenta el modo de vida de sus amigos, de la gente
de «nuestra época», como él mismo confiesa artificiosamente, con unas luces
casi demasiado favorables. Muchos de ellos procedían del «país de Plinio», el
norte de Italia, más allá del Po. 549 Lugares como las modernas Brescia, Verona
o Milán ni siquiera poseían la ciudadanía romana por propio derecho en la
década de 70 d. C. Plinio presenta esta «pequeña Italia» desde un ángulo que
para nosotros resulta impagable, aunque en parte no la podamos distinguir a
primera vista. El autor, sin embargo, tenía una visión muy aguda de los
personajes que valía la pena cultivar y un modo muy afortunado de escoger a
los futuros vencedores. Si Adriano hubiera leído estas cartas en su villa, habría
visto que algunos de los personajes a los que había asignado cargos
importantes habían sido descritos por Plinio en unos estadios anteriores y más
agradables de sus vidas.
Plinio había nacido en 61-62, unos catorce años antes que Adriano. Era
demasiado joven para haber conocido al peor de los Julio-Claudios y su familia
ni siquiera vivía cerca de Roma. Su ciudad natal era Comum (la actual Como),
en la frontera septentrional de Italia, al otro lado del hermoso y deslumbrante
lago que lleva su nombre. En la década de 50 a.C. Julio César la había
integrado por primera vez en el mapa de la ciudadanía romana. El padre de
Plinio ya había sido un personaje ilustre de su ciudad, pero él fue el primero de
la familia en alcanzar la cumbre de la carrera senatorial. Era perfectamente
consciente de semejante honor, llegando incluso a comentar que ni siquiera lo
había alcanzado el gran poeta Virgilio. Dicho honor se veía respaldado por una
inmensa fortuna, en parte perteneciente a su familia y en parte adquirida a
través del matrimonio y de las herencias. Al igual que otros senadores, sus
ingresos procedían sobre todo de sus tierras, la mayoría de las cuales tenía
arrendadas a colonos (se ha supuesto que por un seis por ciento anual del
capital, cifra nada despreciable en unas décadas de inflación bajísima). Plinio
se dedicaba además al préstamo de dinero, actividad más arriesgada, pero
mucho más lucrativa. A diferencia de Catón el Viejo en la década de 180 a.C.
los senadores romanos escribían ahora abiertamente acerca de sus
actividades usurarias. Hacía tiempo que había desaparecido cualquier prejuicio
minoritario que pudiera quedar: esa franqueza constituye sólo un aspecto más
de la sinceridad de la mayoría de los romanos con respecto al dinero.
La carrera de Plinio fue extraordinariamente afortunada. En el año 100 d. C,
antes de haber cumplido los cuarenta, llegó a cónsul y en agradecimiento,
como era habitual, pronunció un panegírico del emperador Trajano en Roma.
Más tarde amplió este discurso y volvió a pronunciarlo en tres sesiones
distintas, de dos horas de duración, ante grupos selectos de amigos. Los
discursos de proporciones desmesuradas son una invención romana: ¿Por qué
—se pregunta Plinio— no iban a tener que aguantarlo sus oyentes por el mero
hecho de ser sus amigos? Los recitadores romanos, como tantos
conferenciantes modernos, esperaban recibir una «reacción positiva» de su
audiencia. Posteriormente Plinio publicó este Panegírico ampliado con un
tributo final a su propia persona.
Los panegíricos tendrían un futuro muy halagüeño, tipificando la vida cortesana
del Imperio Tardío, pero Plinio buscaría su héroe literario en el pasado. Como
hombre nuevo, orador y personaje público, sentía una especial afinidad con
Cicerón. De su maestro, el gran Quintiliano, aprendió a imitar el estilo de
Cicerón y a admirar su ejemplo moral. Esas cualidades seguían siendo
socialmente relevantes. En Roma, entre los rivales de Plinio en los tribunales
de justicia estaban los «delatores» amorales, individuos dispuestos a poner
pleitos a otros hombres de su misma clase con el menor pretexto. Favorecían
un tipo de lenguaje romo y un estilo inculto, mientras que Plinio, el ciceroniano,
se jactaba de ofrecer una imagen totalmente distinta, a pesar de no hallarse
libre de peligro de ser llevado a los tribunales por cualquier oportunista. 550
Desde los dieciocho años, buena parte de la actividad pública de Plinio tuvo
que ver principalmente con casos de herencias ajustándose al derecho
romano. Como abogado, la ley le impedía cobrar unos honorarios demasiado
elevados. En cambio, esperaba recibir diversos «favores» como parte de la red
de «deberes» que constituían las obligaciones mutuas existentes en la vida de
todo romano ilustre. Como ocurre con tantos asuntos actualmente, se esperaba
que una buena acción merecía recibir otra: en este sentido los romanos están
más cerca de la vida actual, del ethos de los intercambios sociales del
Manhattan moderno o de los «préstamos» entre museos para la organización
de exposiciones, de lo que a menudo creen sus críticos. Cicerón era el modelo
más apropiado de ese tipo de «deberes», de «dignidad» y de discursos
judiciales, y era también el modelo apropiado para las pulidas cartas de Plinio.
Éste escribía asimismo poemas breves que luego recitaba en largas tiradas a
sus amigos, acostumbrados a sufrir este tipo de dilatadas sesiones. Para
nuestra sorpresa, también en este sentido le resultó útil Cicerón. Algunos
poemas breves de Plinio trataban de temas un tanto delicados, pero tuvo la
fortuna de descubrir un poemilla lascivo de Cicerón en el que éste aludía al
beso que había dado a su secretario, Tirón. El hallazgo de este poema ayudó a
Plinio, según él mismo declara, a superar sus vacilaciones. ¿Por qué, escribiría
luego en verso, no voy a hablar yo también de mi Tirón? Algunos —añade
Plinio— le criticaban por escribir poemas lascivos, pero citando a Cicerón,
podía contrarrestar su censura. A juzgar por los ejemplos que han llegado a
nuestras manos, el nivel literario de sus versos habría sido un motivo de
preocupación mayor. Plinio los presenta como ligeros entretenimientos del
escaso tiempo libre que le queda, pero afirma también que los griegos no
dudaban en ponerse a estudiar latín para poder disfrutar de ellos. La verdad es
que debieron de sentir una gran decepción.
Ya de adulto, en el senado, Plinio se encontraría más en su elemento. Al igual
que Cicerón, se manifestó en contra de los gobernadores de provincia
corruptos, pero su audiencia se mostraría más paciente que la de los viejos
tiempos. Desde la época de Augusto, los casos de concusión eran juzgados en
el senado y los abogados podían hablar sobre ellos durante cinco horas o más.
Plinio participó en varios de estos casos largos, entre ellos algunos bastante
retorcidos presentados por bitinios, y ésa fue precisamente una de las razones
de que Trajano lo enviara más tarde a gobernar esta provincia. No obstante, el
horizonte de un senador había cambiado mucho desde los tiempos de Cicerón,
como pone de manifiesto su admirador, Plinio. Ya no quedaba ni rastro de la
lucha política libre de Cicerón, librada ante los senadores y ante el pueblo. Los
jóvenes senadores seguían ocupando el cargo de tribuno de la plebe, pero los
emperadores ostentaban también la potestad tribunicia ampliada. Una de las
principales preocupaciones de los que desempeñaban este cargo era si podían
o no seguir ejerciendo de abogados mientras eran tribunos, el mismo dilema
que tienen hoy día en Gran Bretaña los miembros del Parlamento. En cuanto a
las elecciones, las tremendas manipulaciones de la época de Cicerón habían
desaparecido. Las elecciones a los cargos más altos eran pactadas en su
mayoría antes de ser sometidas al voto del senado. Plinio, recién ingresado en
esta institución, se sentía particularmente disgustado por la costumbre que
tenían otros senadores de escribir obscenidades en las papeletas de voto que
se les repartían para que se limitaran a expresar su consentimiento. 551 Era una
de las pocas libertades que podían permitirse. Los nombres de los candidatos
elegidos, en realidad previamente pactados, eran proclamados más tarde ante
el pueblo en el Campo de Marte.
A lo sumo, los senadores podían hacer propaganda de los valores por los
cuales podía apreciarse públicamente a un emperador. Desde esta
perspectiva, el Panegírico de Trajano escrito por Plinio no es sólo una obra
tediosa de adulación. Establece la «modestia» y la «moderación» como los
valores propios de Trajano, el «excelentísimo»; y se explaya incluso hablando
de la «libertad». Significativamente, no se trata de la «libertad» de los primeros
años de Cicerón. Plinio felicita a Trajano por ser un cónsul «como si no fuera
más que cónsul» y por mostrar su preocupación por la equidad y la ley. 552
Pero como Trajano es el «hacedor de cónsules», es lógico que esté por encima
de ellos y que los «enseñe». Esa «libertad» depende de la gracia y el arbitrio
de otro, precisamente lo que más detestaba Cicerón de Julio César. Como
señalan las propias cartas de Plinio, ahora todo depende «de la decisión de un
solo hombre»: Trajano ha asumido las «preocupaciones y los trabajos de
todos» en nombre del «bien común». Algunas cosas emanan para nosotros de
esa «benignísima fuente», y llegan en una «mezcla saludable». 553 O
sencillamente eso era lo que podía esperar un senador. En esta época de
monarquía, se suponía que los senadores aclamaran a su Príncipe con frases
bonitas, como hacen con los cantantes sus admiradores. «Créenos, cree en ti
mismo», decían, o bien: «¡Oh, cuan afortunados somos!». En señal de
aprobación, afirma Plinio, Trajano derramaba sinceras lágrimas. 554 En tiempos
de Augusto, las alabanzas de los miembros de la familia imperial habían
circulado «para la posteridad» por todas las provincias, en las cuales seguimos
descubriéndolas actualmente. En tiempos de Trajano, por primera vez, las
aclamaciones del senado fueron grabadas en inscripciones y empezaron a
circular del mismo modo en beneficio de la posteridad. Quizá también ellas
vuelvan a aparecer para nuestro bien moral.
En una sociedad esclavista, en la que los senadores poseían miles de seres
humanos de los que podían deshacerse a su antojo, esa pérdida de libertad
puede parecer bastante marginal. Era además una pérdida sólo para los
varones, el único sexo político. Pero afectaba a lo que escribía y decía la
elocuente clase de los varones: la distancia política desde los tiempos de
Cicerón (por no hablar de la de Pericles) afecta a la cultura que los romanos
dejaron a la posteridad, los brillantes poemas épicos (aunque algunos ahora los
sobrevaloran) y la retórica verbosa y evasiva. A pesar del culto que algunos
romanos profesaban a la libertad interior «estoica» frente a las pasiones y las
emociones, un romano culto ya no podía ser verdaderamente su «propio
hombre». Los romanos tenían libertades, pero no tenían una libertad limitada
sólo por su libre consentimiento. Ese peligro afectaba a sus sentimientos y al
respeto de sí mismos, y los ponía en un aprieto moral que todavía podemos
reconocer, especialmente en nuestras modernas «Repúblicas del Pueblo» o en
nuestros recuerdos de los años del «Telón de Acero». Desde 96 d. C. Nerva y
Trajano, asegura Plinio, habían devuelto la «libertad». Pero se trataba de un
concepto relativo: la cuestión era que en tiempos de Domiciano el despotismo
había sido mucho peor.
En este sentido, las cartas publicadas de Plinio plantean una alternativa
particularmente interesante. Hacen hincapié en la amistad especial que el autor
cultivó con las familias de una camarilla de Roma caracterizada por una
mentalidad filosófica. Eran descendientes directos de la oposición «estoica» a
Nerón y del valiente Helvidio que había hablado abiertamente en tiempos de
Vespasiano. A su alrededor, nos dice Plinio, habían estado cayendo «rayos»
en los tiempos de la peor tiranía de Domiciano, pero él se había arriesgado y
había protegido a un filósofo en la ciudad. Sin embargo, en tiempos de
Domiciano Plinio había sido pretor, y casi con toda seguridad el año que ocupó
el cargo fue el fatídico 93 d. C. En aquella época, los miembros de este grupo
de tendencias filosóficas habían sido detenidos y ejecutados y se había
ordenado quemar las biografías que habían escrito de los valerosos mártires
desaparecidos anteriormente en tiempos de Nerón. En su calidad de pretor,
Plinio quizá ayudara a llevar a cabo la quema de esos documentos. A menudo
se presenta luego como amigo de esas familias, pero discretamente se
abstiene de subrayar que, tras ocupar la pretura, pasó a desempeñar otro
cargo distinguido durante el reinado de Domiciano.
De todos los autores latinos que se nos han conservado, el poeta que vivió más
tiempo durante el reinado de Augusto fue Ovidio, pero ochenta años después
sería Plinio, no Ovidio, el que mejor se adecuara a la «visión» de la sociedad
romana que tenía Augusto. Como el propio Augusto, Plinio estaba
profundamente poco dotado para la milicia: en sus obras no hace la más
mínima alusión a las proezas militares de algunos de sus corresponsales. El
honor que coronó su carrera, nos dice él mismo, fue un cargo sacerdotal, el de
augur, que había ejercido también el propio Cicerón. Su único fracaso desde el
punto de vista augusto fue la total falta de hijos, y no sería porque no lo
intentara: se casó tres veces, y todas sus mujeres sufrieron abortos. Lo mismo
que Cicerón, también Plinio salió de Roma como gobernador de una provincia
de segunda categoría, Bitinia, pero también en este terreno su papel se adecuó
fielmente al legado de Augusto. Mientras estuvo en su provincia, la libertad y la
justicia fueron los asuntos que lo ocuparon directamente, pero ambos fueron
abordados en un contexto imperial distinto.
Plinio ya había tenido experiencia con los bitinios siendo abogado en Roma;
incluso para lo que era habitual entre los romanos de la nueva generación,
hablaba un griego extraordinariamente bueno (a los catorce años ya había
escrito una obra dramática en esta lengua); Trajano demostró mucha agudeza
al escogerlo como gobernador de una provincia de lengua griega que
últimamente se había revelado bastante caótica. Al igual que Cicerón, Plinio
realizó una gira por las ciudades de su provincia administrando justicia, pero a
diferencia de éste, fue elegido para el cargo por un emperador. Como todos los
demás gobernadores de su época, llegó con una serie de instrucciones escritas
del Príncipe, pero, cosa insólita en su provincia, sería su primer legado
imperial, el «hombre del emperador», enviado para poner orden en ella. «Los
provinciales», recuerda Trajano a Plinio, «entenderán, creo, [a través de ti] que
me he preocupado por ellos.» 555 Ni para Cicerón ni para sus amigos había
existido una autoridad tan superior. Lo mismo que Cicerón, Plinio era
consciente del glorioso pasado libre de las grandes ciudades de Grecia, pero
sus cartas ponen de manifiesto los poderosos límites que ahora se habían
puesto a la libertad cívica de la población autóctona. Se le exige que
inspeccione las cuentas de la ciudad; se le ha ordenado que prohiba en las
ciudades las corporaciones y asociaciones por temor a que puedan fomentar
disturbios populares. Es, por lo tanto, Plinio el que prohibe las brigadas de
bomberos locales, anteponiendo la paz social a la seguridad. Las respuestas
de Trajano a menudo respetan las costumbres locales, más incluso que el
propio Plinio, pero sólo dentro de esas estrictas limitaciones. Se trata de unas
limitaciones mucho más severas que las que aplicaba Cicerón, por no hablar
de los reyes y gobernadores de otras épocas anteriores de la historia del Asia
griega. Los años comprendidos entre 96 y 138 d. C. se incluyen en la época
que Edward Gibbon proclamaba la más feliz de la historia de la humanidad.
Pero como sucediera en Roma, también en la vida cívica del mundo de lengua
griega se había producido una pérdida innegable de libertad. Para nosotros
entraña toda una lección moral el abismo que separa las cartas de Plinio y su
modelo, la maravillosa correspondencia de Cicerón, que inmortalizó en ellas el
fin de una época de verdadera libertad para los de su clase.
En compensación, los súbditos de lengua griega de Plinio le respondieron con
toda suerte de abusos y mal funcionamiento, incluyendo el reclutamiento de
esclavos en el ejército romano, práctica absolutamente ilegal. Estaban además
los típicos problemas de siempre, un filósofo taimado que pretendía la
concesión de una serie de privilegios fiscales o algunos proyectos
arquitectónicos mal gestionados, y la malversación de fondos públicos por
parte de los consejeros municipales: también Cicerón se había enfrentado a
todo tipo de fraudes financieros en su provincia. Pero Plinio escribe una y otra
vez a Trajano pidiéndole consejo acerca de los asuntos más nimios o para
plantearle propuestas sin importancia. Cicerón no había tenido a ningún
emperador al que tener en cuenta: en sus tiempos, a los gobernadores les
preocupaba más restaurar sus maltrechas finanzas personales a expensas de
los provinciales. Una razón de que Plinto escribiera tan a menudo y a veces de
modo tan irritante, era sin duda el afán de ocultar sus huellas. Como sus
predecesores, podría ser procesado por los provinciales una vez acabado su
mandato, según los procedimientos formalizados por Augusto.

Capítulo 53 - UN PAGANO Y LOS CRISTIANOS

Entretanto, he seguido el siguiente procedimiento con los que eran


traídos ante mí como cristianos. Les pregunté si eran cristianos. A los
que decían que sí, les pregunté una segunda y una tercera vez
amenazándoles con el suplicio; los que insistían, ordené que fuesen
ejecutados. No tenía, en efecto, la menor duda de que, con
independencia de lo que confesasen, ciertamente esa pertinacia e
inflexible obstinación debía ser castigada.
PLINIO A TRAJANO, Cartas 10.96

Durante un viaje por su provincia, Plinio se encontró con un tipo de individuos


excepcionalmente obstinados: se negaban a adorar a los dioses. Eran llevados
ante él para que los castigara; les daba una oportunidad de librarse de la pena
preguntándoles por tres veces; si perseveraban en su «locura», ordenaba que
se los llevaran y los ejecutaran. Algunos tenían la ciudadanía romana, que los
protegía de recibir castigo físico por orden de un gobernador de provincia.
Como era su obligación, Plinio enviaba a estos ciudadanos a Roma para que
fueran juzgados, lo que ilustra el valor de semejante privilegio. 556
La «locura» de aquellos individuos era el cristianismo. Cuando fueron
denunciados más cristianos ante Plinio (al parecer, se mostró muy receptivo a
las denuncias), algunos negaron los cargos. De modo que el gobernador ideó
someterlos a una prueba. ¿Estaban dispuestos a invocar a los dioses?
¿Estaban dispuestos a orar ante una imagen de Trajano y a ofrecerle incienso
y vino? ¿Estaban dispuestos a blasfemar contra Cristo? Algunos aseguraban
que en otro tiempo habían sido cristianos, pero que habían dejado de practicar
su fe. Pasaban la prueba de Plinio, ¿pero eran aquellos renegados culpables
de delitos cometidos en su pasado cristiano? Por causa de su «locura»,
mientras habían sido cristianos habían tenido una buena conducta moral,
aunque equivocada. Para asegurarse, Plinio sometió a la tortura a dos
«ministras» cristianas, evidentemente diaconisas, no sacerdotisas. No vio en
ellas más que una «superstición perversa e inmoderada», pero no encontró ni
rastro de los escabrosos cuentos de sexo en grupo y de canibalismo que
atribuían otros a la secta.
La experiencia de Plinio es sumamente importante porque lo dejó lleno de
incertidumbre y necesitado de los consejos del emperador. La respuesta de
Trajano, pues, marcaría las líneas que habrían de seguir no sólo Adriano, sino
también los sucesivos emperadores hasta mediados del siglo III. Los cristianos
no constituían un problema desconocido para los romanos importantes. Tras el
proceso de Pablo, habían seguido siendo juzgados en Roma, incluso en el
sombrío año 93, cuando Plinio había sido magistrado judicial o pretor. 557 No
había estado nunca presente personalmente en ese tipo de juicios, pero sabía
lo que tenía que hacer con un cristiano obstinado. Para entonces había ya
precedentes bien conocidos y aquellos individuos eran unos «irreligiosos». En
consecuencia, podían provocar la cólera de los dioses; tampoco se les pedía
tanto, sólo que ofrecieran a las divinidades un poco de incienso, pero si se
negaban, debían ser ajusticiados. El problema realmente complejo era el que
planteaban los ex cristianos. Una vez realizadas sus investigaciones, Plinio
estaba decididamente inclinado a dejarlos en libertad, y escribió a Trajano en
ese sentido, animándole a concederle su aquiescencia. Trajano contestó
diciendo que los cristianos existentes no debían ser «perseguidos»; las
denuncias anónimas no debían ser atendidas; y a los que habían dejado de
practicar el cristianismo, el más grave de los problemas de Plinio, había que
dejarlos en paz. Esta respuesta limitaba los peligros que acechaban a la
Iglesia. En palabras de un historiador ateo moderno, la persecución de los
cristianos por parte de los romanos habría sido «demasiado poca y habría
llegado demasiado tarde».
Los fundamentos jurídicos de las acciones de Plinio han sido debatidos hasta la
saciedad, pero por otro lado había también un conflicto de valores más
profundo. Si las pobres diaconisas que padecieron el suplicio hubieran leído los
nueve libros de cartas publicadas de Plinio, ¿qué habrían hecho con los valores
tan artificiosamente expuestos en ellas? Habrían encontrado repulsivos los
versos indecentes de Plinio, especialmente aquéllos dedicados a su «Tirón» y
demás amantes de género masculino: el apóstol Pablo había dado a entender
que este tipo de actos sexuales era la causa de los terremotos. Tampoco les
habría gustado su respeto por el suicidio. Como otros romanos de su época,
Plinio admiraba el suicidio cuando se trataba del fin razonado de una vida que
resultaba intolerable debido a una grave enfermedad o a la vejez. 558 Para los
cristianos, el suicidio era un pecado contra el don de la vida que hace Dios:
durante mucho tiempo se negaría a los suicidas un enterramiento cristiano.
A diferencia de la mayor parte de los cristianos, Plinio era extremadamente
rico, un senador romano que había recibido por herencia o por matrimonio al
menos seis grandes fincas en Italia. En cualquier caso, hablaba con mucha
frecuencia de su munificencia y de la ayuda prestada a otros. Realizó
donaciones de carácter cívico y cultural a su ciudad natal, Como: sufragó la
construcción de unas termas y su decoración (pero no su mantenimiento), un
templo y un tercio del coste de un maestro para los niños de la ciudad. Este
maestro era el primero que había habido en Como desde su fundación (los
padres, incluso entonces, debían contribuir con los otros dos tercios de su
mantenimiento, pero al menos podían escogerlo personalmente). Plinio
concedió también favores a sus amigos, incluso a su anciana niñera, y reservó
un capital importante cuyas rentas debían bastar para el sustento de 175 niños
de Como (eran niños pobres, pero en el futuro podían convertirse en
ciudadanos-soldados y madres de ciudadanos soldados). A pesar de casarse
tres veces, Plinio no tuvo nunca hijos que pudieran heredarle.
Los regalos de Plinio formaban parte de una cultura de munificencia muy
extendida entre los ricos, de la que dependió la vida cívica durante toda la
época imperial. En el caso de Plinio, esa munificencia no respondía sólo a una
búsqueda interesada del poder. En la esfera local ya era una personalidad muy
prominente. Más bien, sus donaciones fueron hechas en aras de los ideales de
cultura y de vida cívica que él mismo sustentaba. Sus cartas, además, hacían
publicidad de esa munificencia. Las diaconisas, por el contrario, le habrían
dicho que debía dar limosna indiscriminadamente a los pobres, pues los pobres
eran los bienaventurados benditos de Dios. Las donaciones (creían aquellas
piadosas mujeres) no debían hacerse sólo a los amigos y paisanos que las
merecieran. Podían ganar para el que las realizaba un tesoro espiritual en el
cielo, idea que a Plinio nunca se le habría ocurrido. Los regalos debían además
hacerse discretamente, no podían anunciarse a bombo y platillo en las cartas y
en inscripciones honoríficas.
Plinio poseía además cientos y cientos de esclavos, al menos quinientos (a
juzgar por su testamento) e indudablemente muchos más. En este sentido, las
diaconisas no se sentirían tan a disgusto. Pablo había dicho a los esclavos que
«sirvieran más» y había seguido habiendo en todo momento cristianos
propietarios de esclavos. Estaba bastante bien lo que decía Plinio cuando
comentaba que no interfería en la facultad de hacer testamento y dejar legados
que tenían sus ex esclavos: pocos amos romanos eran tan moderados, y
preferían recuperar esos «legados» para ellos mismos. Plinio era muy distinto
de los malvados esclavistas de su clase, de individuos como el terrible
Macedón, cuyos esclavos (cuenta el propio Plinio) lo asesinaron mientras
estaba en el baño. Él estaba a favor de unas formas más amables, pero
permaneciendo atento, desde luego, a la seguridad y a la conveniencia del
amo, al servicio de las cuales estaba esa amabilidad. Los cambios introducidos
en el derecho romano desde el reinado de Claudio a propósito de los esclavos
enfermos o viejos habían tenido unas motivaciones igualmente previsoras:
habían venido determinados por el temor oculto a una guerra de esclavos y lo
que perseguían era la pervivencia y el «interés» de los esclavistas.
También estaban bastante bien los valores familiares de Plinio. Resultaba muy
agradable oírle decir a otros que debían criticarse ante todo sus propios
defectos (ver primero la «viga» en el propio ojo, como había dicho Jesús):
particularmente agradable resultaba oírle decir lo mismo a un todopoderoso
padre de familia romano acerca de su hijo descarriado. También Pablo había
dicho a los padres que no fueran demasiado duros con sus hijos, «si se
exasperan». Los elogios que dispensaba Plinio a su esposa resultan muy
intrigantes. Calpurnia era su tercera esposa (las dos anteriores habían muerto)
y era mucho más joven que él. A las diaconisas les habría gustado leer las
cartas de Plinio en las que decía que él mismo había formado sus modales y su
gusto literario: las esposas cristianas, había dicho Pablo, debían someterse a
sus maridos. Pero en Plinio resultaba jactancioso oírle hablar públicamente de
la lealtad que le mostraba Calpurnia. 559 Ésta leía sus obras una y otra vez (nos
dice el propio Plinio) e incluso se las aprendía de memoria. Cuando su marido
pronunciaba un discurso en el tribunal, mandaba constantemente mensajeros
para que le contaran qué acogida estaba teniendo su intervención. Aguardaba
ansiosamente detrás de una cortina mientras Plinio recitaba sus obras en
público; «escucha con oídos atentísimos los elogios que recibo». Calpurnia
había puesto incluso música a sus horribles versos y los cantaba al son de la
lira. Es de suponer que las groseras canciones en loor de los jovencitos no
formarían parte del repertorio de Calpurnia.
Para los cristianos, esa tímida sumisión era también una virtud. El problema
simplemente era Plinio, sus fines absolutamente egoístas. Lo que representaba
Calpurnia eran las virtudes de la «pequeña Italia»: astucia y frugalidad y, como
Plinio comunica a la propia tía de Calpurnia, «me ama». 560 Por consiguiente,
Plinio ha sido considerado el primer personaje de la literatura europea que
«combina el papel de marido y de amante». En realidad, Cicerón se le había
adelantado (sólo durante sus primeros años de casado), pero en ambos
personajes el amor más fuerte es el que se profesan a sí mismos. No obstante,
Calpurnia existía en un marco social que también admitían los cristianos. Las
mujeres de su clase (como muchas cristianas ricas) solían casarse a los
dieciséis años; no podían poner un pleito personalmente en los tribunales; y las
leyes paternalistas las protegían de modo que no podían prestar dinero a nadie
que recurriera a ellas. Un paternalismo similar seguiría vigente con la misma
fuerza en las leyes del posterior Imperio Romano cristiano.
En la sociedad cristiana, una muchacha podía escoger permanecer virgen o
sus padres podían hacer voto de virginidad por ella. En el mundo de Plinio, no
existían vírgenes para toda la vida. Sin embargo, no había ninguna ruta
alternativa para la «libertad» de la mujer. Desde el «libertinaje» de los tiempos
de los Julio-Claudios, era habitual que las mujeres de los grupusculos
filosóficos estoicos de Roma intervinieran en una conversación inteligente o
que se mostraran resueltas en una crisis pública. En otros casos, Plinio no
habría podido creer que una mujer tuviera dotes literarias. Cuando una mujer
de Roma escribió unas ingeniosas cartas en un latín anticuado, Plinio dio por
supuesto que las había escrito su marido o que éste había enseñado a su
mujer a escribirlas. Tampoco en las iglesias cristianas se esperaba, por
supuesto, que las mujeres impartieran enseñanzas, que publicaran o ni siquiera
que enviaran y recibieran cartas (que quizá fueran esquelitas de amor).
En los círculos de la buena sociedad, sin embargo, el cristianismo no tardó en
encontrar adeptas: se pensaba incluso que la herejía resultaba particularmente
atractiva para las mujeres. El mundo social de Plinio habría ayudado a las
diaconisas a comprender por qué. En una casa rica, una mujer no tenía
prácticamente nada que hacer en todo el día. Los esclavos se ocupaban del
marido; por la noche, éste recibía huéspedes de su mismo sexo y escuchaba
música o más recitaciones, pero nunca se entretenía con algo tan limitado
como una conversación de sobremesa a dos. A Plinio le gusta describir la
rutina ejemplar de ciertos ancianos singularmente activos en su retiro. Aquellos
caballeros «en buena forma» leen y hacen ejercicio, pero cuando salen a dar
una vuelta raramente llevan consigo a sus esposas. La mujer de una gran
familia podía acabar pasando los días jugando a las tablas. 561 En un
comentario intencionado acerca de los cambios que ha experimentado el «lujo»
a lo largo de las generaciones, Plinio cuenta cómo la abuela de una familia
distinguida se divertía manteniendo en su casa a toda una compañía de
pantomimos. Naturalmente siempre mandaba a su joven y recto nieto retirarse
para que no viera la actuación de los bailarines. Los gustos disolutos de la
buena señora, dice Plinio, no eran los de «nuestros tiempos». Aunque ya tenía
setenta y tantos años cuando mantenía a aquella gente en su casa, la mujer los
había acogido mucho antes, cuando Nerón todavía era joven. 562 Según Plinio,
en ausencia de esas diversiones, una alternativa para una persona aburrida
habría sido la Iglesia.
Plinio recomendaba una y otra vez la sencillez, los valores de la pequeña Italia
del norte, de la región de Como, lejos de la corrupción de Roma. Vemos aquí
una insistencia en algo que los primitivos cristianos todavía no habían
empezado a cultivar. «Sencillez» significaba vida en el campo, en ambientes
encantadores cuya paz y tranquilidad eran consideradas evasiones felices de
los negocios de Roma. En ese ambiente un hombre podía descansar y escribir
en paz, lejos de las molestias de clientes y subordinados a los que, según sus
propias declaraciones, encontraba pesadísimos. Podía dedicarse a la caza del
jabalí en los bosques. (Plinio era más aficionado a este deporte de lo que sus
comentarios aislados dan a entender a primera vista.) O también podía diseñar
un jardín. La aportación del cristianismo primitivo a la historia de la jardinería es
precisamente nula, pero Plinio es el primer gran portavoz que conocemos de
los ideales italianos de vida retirada en una villa.
Concretamente junto al hermoso lago de Como tenía dos villas, una a orillas
del propio lago llamada la Comedia, y otra en una colina con vistas al propio
lago llamada la Tragedia. Recibieron ese nombre no porque fueran apropiadas
a un tipo u otro de estado de ánimo, sino en honor del mundo del teatro que
tanto amaba Plinio. La Comedia estaba en una zona baja, como bajos eran los
zapatos planos de los actores cómicos, mientras que la Tragedia estaba en
alto, como los tacones que utilizaban para su calzado los actores trágicos.
Tenía además otra villa en la costa, al sur de Roma, en una zona en la que,
según se decía, habían desembarcado los troyanos de Eneas y donde los
senadores poseían refugios campestres a sólo treinta y tantos kilómetros de la
ciudad. En los confines de las modernas regiones de Toscana y Umbría (al
norte de Cittá di Castello y al sur de San Sepolcro), Plinio tenía otra villa,
ventilada por una brisa fresca durante el verano. La descripción que de ella
hace en una de sus epístolas es la carta más influyente que se nos ha
conservado del mundo romano: pueden seguirse los detalles que nos
proporciona con las excavaciones aún en curso de los arqueólogos en el lugar
llamado San Giustino. 563
Detrás de las casas de campo de Plinio se acumulaban casi trescientos años
de experiencia romana de la elegante vida que podía llevarse en una villa.
Cicerón ya había profesado un gran amor por sus casas y, lo mismo que sus
contemporáneos, estaba atento a las diversas posibilidades de compra que se
le ofrecían: no era un tipo que se conformara con dos casas cuando podía
tener ocho. En medio de un emplazamiento campestre, las villas eran
construcciones bajas y extensas, generalmente carentes de la elevada simetría
dieciochesca de las mansiones georgianas inglesas. La villa de Plinio se
extendía formando ángulos irregulares y debemos recordar que su elegante
epístola no se preocupa de describirla en su integridad. No dice nada acerca de
sus anteriores propietarios y constructores (los arqueólogos pueden ahora
precisar que antes de ser de Plinio perteneció a Granio Marcelo). Ni dice nada
de las estancias de los esclavos ni de las cocinas ni de la probable utilización
de los pórticos de sus jardines para almacenar (como en Pompeya)
importantes productos agrícolas: los edificios «productivos» han empezado a
ser conocidos gracias a las labores arqueológicas más recientes. En cambio,
hace hincapié en otros aspectos. Como a tantos romanos ilustres, a Plinio le
encantaba el reto que suponía la agresión a la naturaleza. Como harían tantos
otros miembros de la nobleza rural después de él, diseñó personalmente su
jardín y algunos rincones de su villa. Cuando se recrea hablando de esta parte
de los encantos de sus mansiones campestres, es plenamente consciente, y
con razón, de que está roturando un terreno literario completamente nuevo. Por
primera vez en la literatura universal, la caza, la jardinería y el diseño de una
casa de campo aparecen como la trinidad de la vida feliz, como un paraíso no
cristiano en este mundo.
El jardín toscano de Plinio tenía una terraza y columnatas, setos de boj
recortado y patios rodeados de muros y provistos de fuentes. Su rasgo
característico era que tenía un «hipódromo en el exterior», una versión en
miniatura del espacio reservado a las carreras de caballos en Roma, el circo,
quizá a imitación del hipódromo de Domiciano en el Palatino. Gozaba de la
sombra que le daban los cipreses a su alrededor y estaba plantado con las
especies habituales en tantos jardines italianos de época posterior: boj bien
recortado, frutales, laureles, plátanos (por cuyos troncos trepaba la hiedra) y
lustroso acanto, cuyas hojas parecían «suaves» a Plinio. En aquel
«hipódromo» no se celebraban carreras y, para nuestro gusto, las plantas
estaban demasiado esparcidas. Pero las plantas de hoja perenne (a excepción
de los tejos) estaban recortadas formando figuras y letras, entre otras las
iniciales de los miembros de la familia y de los jardineros. En un extremo, unas
hermosas columnas de mármol sombreaban una zona destinada a cenador, en
el que los invitados, tanto hombres como mujeres, comían recostados en
lechos, como era habitual en Roma. El agua corría alegremente por el
hipódromo en miniatura y alimentaba las fuentes y un estanque de mármol
situado junto al cenador, en el que flotaban las fuentes de comida durante los
banquetes. A comienzos del siglo XVI se redescubrió la carta de Plinio acerca
de su jardín y fue mostrada a Rafael, que la utilizó para trazar la base de un
jardín sumamente influyente, el de Villa Madama en Roma. 564 Visto desde la
mansión, el campo circundante le parecía a Plinio una pintura, mientras que la
hierba estaba «cuajada» de flores. Esta forma de contemplar el paisaje tendría
también una larga historia en el diseño de jardines.
Las alabanzas que dedica Plinio a la sencillez rural, a su vida doméstica y a la
vida en sus villas no eran raras en aquellos tiempos. Las encontramos también
en poemas de la época, especialmente en los de su amigo Marcial. También
éste había prosperado con Domiciano, pero luego con la nueva era de finales
de los años noventa abandonó Roma y siguió elogiando la vida rústica durante
los años de retiro pasados en su España natal. 565 Había causado un inmenso
placer a Plinio comparándolo con Cicerón. Existe realmente una curiosa
semejanza de temas en los escritos de ambos amigos: los escabrosos
epigramas de Marcial indican que probablemente Plinio escribiera en algunos
de sus versos más atrevidos.
El paisaje verde de los cristianos, en cambio, era el Paraíso, que aguardaba en
el mundo venidero. La vida en las villas estaba muy lejos del estatus social de
la mayoría de ellos; sin embargo, las opiniones de Plinio sobre los espectáculos
públicos habrían sido muy de su gusto. Las diaconisas habrían estado de
acuerdo con su rechazo moral de las danzas de la pantomima y de la
«corrupción» del desnudo del atletismo griego. Plinio encontraba también
«aburridas» las carreras de carros, aunque había muchos admiradores
cristianos de este espectáculo que no habrían estado de acuerdo con él. 566 Sus
opiniones acerca del rango y la clase social también eran bastante compatibles
con la Iglesia. Para Plinio, la «igualdad» era proporcional al estado social del
individuo: variaba para cada uno según su rango. Espiritualmente, los
evangelios tenían una postura contraria, pero aunque los cristianos eran «uno»
en Cristo Jesús, esa «unidad» no comportaba igualdad en el plano terrenal.
Las distinciones de clase en este mundo seguían, pues, vigentes entre los
creyentes cristianos: eran simplemente irrelevantes para la vida futura.
En este sentido, las diaconisas habrían considerado que Plinio estaba muy mal
informado. El único camino hacia la inmortalidad, ajuicio del escritor romano,
era la obra literaria. Podía tener una idea de lo que eran los fantasmas, pero no
abrigaba esperanza alguna de la existencia de una vida después de la muerte:
su tío consideraba incluso la vida de ultratumba una fábula que impedía a los
ancianos arrostrar una muerte noble suicidándose. La resurrección de la carne
les habría parecido totalmente absurda a los dos. A diferencia de las valerosas
diaconisas, Plinio no estaba preparado para el martirio. Como muchos otros
cristianos, habría apostatado en el curso de la investigación y luego habría
buscado el perdón. Pero como relator del martirio de otros, no habría tenido
igual, ni siquiera entre los escritores de la Iglesia primitiva.
Entre los valores de Plinio, había uno que brillaba por su ausencia: la humildad.
Proclamaba su «modestia», pero no era lo mismo, sobre todo cuando la
utilizaba para resaltar las virtudes que tenía. Para los cristianos, aunque no
para Plinio, la humildad tenía que ver con otra cosa, con la necesidad de
redención como seres humanos creados por Dios.
Tres siglos más tarde, ya en un Imperio marcado por el cristianismo, el cristiano
Agustín se retiraría a una de esas villas de la «pequeña Italia», cerca de Milán,
tras su conversión y abandono del sexo y de las ambiciones mundanas.
Mientras tanto, en mansiones llenas de mármoles como las de Plinio, vivían
ahora obispos que tenían muchos de los gustos del antiguo senador, la caza, el
paisaje, o la calma del campo. Había incluso algunos que escribían versos
escabrosos y que construían grandiosos palacios con piedras raras. 567 Ya en
la Edad Media, una parte del futuro estaría en la mezcla de los valores de Plinio
con una fe cristiana más flexible.

Capítulo 54 - CAMBIO DE RÉGIMEN EN ROMA Y EN LAS PROVINCIAS

Entonces Trajano bajó hasta el océano, y cuando conoció su naturaleza


y vio un barco que navegaba hacia la India, dijo: «Desde luego yo
también habría cruzado hasta el país de los indios, si todavía fuera
joven». Pues había empezado a pensar en los indios y a bendecir a
Alejandro ... Solía decir que había llegado incluso más lejos que
Alejandro, y se lo escribió al senado, aunque no pudo ni siquiera retener
lo que había sido conquistado. Entre otras muchas cosas, se le
concedieron triunfos sobre tantas naciones como quiso: debido al
número de ellas sobre las que no paraba de escribirles, los senadores
no pudieron entender algunas, o ni siquiera llamarlas correctamente por
su nombre.
CASIO DIÓN, a propósito de Trajano en Mesopotamia, Epítome de
Historias 68.29

«¿Qué mejor entretenimiento para ti», decía Plinio al emperador Trajano en su


discurso como cónsul, «que recorrer bosques, hacer salir a los animales
salvajes de sus madrigueras, escalar las grandes crestas de las montañas y
caminar por escarpadas rocas sin apoyarte en otra cosa que no sean tus
pies?» 568 Con Trajano, el hombre venido de Hispania, la caza recobró su valor
como deporte activo de un antiguo soberano. Pues él «une, a la fatiga de la
caza de las fieras, la de perseguirlas»: a diferencia de los «cazadores» de los
anfiteatros romanos, Trajano perseguía presas de caza menor y aves de paso,
una pasión que compartiría su sucesor, Adriano. Pues los acontecimientos del
reinado de Trajano nos llevan, por fin, a los tiempos de Adriano y a una serie
de relatos y anécdotas que éste conoció mucho mejor de lo que podamos
conocerlos nosotros. Cuando Trajano asumió el poder, Adriano tenía veintidós
años.
Trajano (emperador desde 98 hasta 117) fue llamado el «excelentísimo», pero
para nosotros, así como para Adriano, presenta varias facetas. Por un lado dio
pruebas de amabilidad, o moderación, en su trato con el senado y con la clase
alta. Su buen juicio y su prudencia también resultan evidentes en muchas de
sus respuestas a las puntillosas cartas que le enviaba Plinio desde su
provincia. Por otro lado, tenía una decidida intemperancia. Trajano era dado a
la bebida (se aficionó incluso a la cerveza): Adriano reconoce en sus memorias
que él también había tenido que beber mucho en compañía de Trajano cuando
estaban en campaña. Al igual que Adriano, Trajano sentía una clara atracción
sexual por los muchachos. Entre otros, por actores y por el joven hijo de un
dinasta oriental que bailó para él a orillas del Eufrates y que fue objeto de
bromas debido a los pendientes de oro que adornaban sus lóbulos. Los
principales legados del reinado de Trajano serían dos grandes invasiones
militares y los proyectos arquitectónicos más colosales de la historia de Roma.
Sus construcciones durarían siglos (la Columna de Trajano sigue siendo una
imagen característica de la Ciudad Eterna), pero las invasiones serían mucho
más difíciles de perpetuar. Su efecto más positivo (fomentado por Adriano)
sería desacreditar los intentos de expansión militar de Roma durante los
siguientes cincuenta años.
Las guerras de Trajano están rodeadas decididamente de un halo de
modernidad. Roma era la superpotencia militar dominante, y cualquier derrota
que sufriera simplemente representaba un revés transitorio, del que a su
debido tiempo se vengaba. El propio Trajano, como buen romano, tenía dotes
innatas para la agresión. Era un militar, pero a diferencia de su padre, todavía
tenía que obtener una victoria significativa. Probablemente echara los cimientos
de una de ellas en los primeros dieciocho meses de su reinado, para más
tarde, entre la primavera de 101 y diciembre de 102, conducir un gran ejército
hasta Dacia en Europa oriental (en parte, la moderna Rumania). A mediados de
la década de 50 a.C. Julio César había barajado la posibilidad de acabar con la
«amenaza» dacia. Trajano haría ahora realidad ese viejo plan. Había una
anterior derrota romana (sufrida en tiempos de Domiciano) que esperaba ser
vengada, y con el avance de Trajano a los dacios no les quedó más opción que
enviarle un ultimátum. En señal de sus toscos modales, mandaron a unos
legados de «largas melenas»; sus aliados bárbaros enviaron incluso una seta
enorme grabada con un mensaje escrito en latín. En su avance, los romanos
construyeron un gran puente para cruzar el Danubio tan resistente que sus
pilares siguen en pie. Luego se perdieron muchísimas vidas, hasta que el rey
más importante de los dacios, Decébalo, acordó entregar todas sus máquinas
de asedio y su armamento, demoler sus fortificaciones y no dar cobijo a ningún
desertor de Roma. A cambio, Roma lo ayudaría con subsidios.
Como era de esperar, no tardaron en llegar informes que advertían que
Decébalo había comenzado a reconstruir sus fortificaciones y a atraer a
expertos militares del sector romano. En junio de 105 Trajano atacó de nuevo,
esta vez con un ejército de unos cien mil hombres y con el objetivo de
anexionar el territorio. Al final Decébalo se quitó la vida, y su cadáver fue
decapitado en el campamento romano. 569 Por primera vez buena parte del
territorio de Dacia quedó convertido en una provincia romana más.
Como en tantas otras ocasiones, la conquista sería la principal fuente de
crecimiento de una economía de la Antigüedad. Dacia produjo grandes
cantidades de esclavos y de botín, y permitió el acceso a diversos metales,
entre otros al oro. Mientras tanto, en Roma, se superó la reciente crisis
económica (la moneda romana acababa de ser devaluada), y Trajano pudo
dedicarse a construir a lo grande. Así pues, dentro de la capital, su reinado
constituye el epítome del despotismo de un «Príncipe». Aunque Adriano
levantaría grandes templos en Roma, ni él ni sus sucesores más inmediatos
erigieron nuevos edificios profanos. A partir de Trajano, el trabajo quedaría
hecho: los emperadores podrían viajar durante años visitando lugares muy
alejados de Roma sin tener que «beneficiar» de esta forma en concreto a los
ñauantes de la urbe.
Desde el golpe de Estado de Vespasiano, la clase senatorial había dado su
aquiescencia a la legalidad de los emperadores: «nos mandaste ser libres»,
como dijo Plinio a Trajano. Los juristas no ponían en tela de juicio los límites de
esta libertad ni el derecho, desde el punto de vista histórico, en virtud del cual
era ejercido el «mandato» de los emperadores. Había buenas razones para
ese silencio tan significativo. En Italia no «se imponía» a nadie el pago de
nuevos impuestos ni el reclutamiento forzoso para la guerra. Los impuestos y
los reclutamientos son las medidas de un gobernante que más cuestiones
suscitan en torno a los derechos y las libertades de sus súbditos. Nada de eso
ocurrió en este período de la Roma imperial.
En cambio, la Ciudad Eterna mostraba importantes señales de su servilismo:
su crecimiento había venido salpicado de numerosos edificios dinásticos, de
templos en honor de los miembros divinizados de la dinastía de Vespasiano y
de los foros personales de los emperadores, construidos a partir del de Julio
César. La esposa, la hermana, la sobrina y la sobrina nieta de Trajano serían
conmemoradas en Roma; se daba una preocupación, por otro lado previsible,
por acomodar a la opinión pública romana con la nueva «dinastía». Los nuevos
y elaborados peinados de las mujeres de la familia imperial las hacían desde
luego inconfundibles. La hermana de Trajano, Marciana, favorecía las hileras
de apretados bucles en espiral echadas hacia atrás formando un gran moño en
la nuca. La elaboración de aquellos peinados requería, aparte de tiempo,
incluso estructuras internas de alambre a modo de soporte. Se recurrió a otras
formas más duraderas, monedas e inscripciones, edificios y cultos postumos,
para difundir la imagen de familia. Vestigios de esa publicidad son actualmente
las ruinas antiguas más sobresalientes que pueden verse en el centro de la
ciudad de Roma. Pero una vez más la «otra Roma», el pueblo, tanto la plebe
«sórdida» como las gentes «bien relacionadas», no se limitó a ser un
espectador involuntario de semejante programa público. Había medios de
eficacia probada que permitían obtener su apoyo: el suministro de alimentos,
los espectáculos sangrientos y (cuando era posible) las termas. Trajano
sobresalió en el uso de los tres, y supone el culmen de un proceso que hemos
venido siguiendo desde el reinado de Augusto. Con el paso del tiempo, sería
considerado acertadamente el emperador que gozó de una «popularidad entre
sus súbditos que nadie ha superado, y que muy pocos han conseguido
igualar».
Por suerte, Trajano pudo contar con un verdadero genio de la arquitectura, el
griego Apolodoro de Damasco. Como Sinán, el gran arquitecto de los turcos
otomanos, Apolodoro era un experto ingeniero militar: fue él quien diseñó el
gran puente sobre el Danubio. En la costa, cerca de Roma, se construyó un
puerto mejor que garantizara la seguridad del suministro del grano importado
para la ciudad, pero en la propia Roma la maravilla sería el Foro de Trajano.
Seguía dejando boquiabiertos a los visitantes incluso tres siglos después. Sus
proporciones se inspiraron en parte en el templo de la Paz erigido por
Vespasiano. Al igual que éste, contenía dos bibliotecas (una de obras griegas,
y otra de obras latinas, a la manera romana), pero mucho más grandes, con un
total de aproximadamente veinte mil volúmenes. Tenía grandes columnas
bellamente esculpidas con imágenes de cautivos dacios, una gran estatua
ecuestre de Trajano y, sobre todo, disponía de una sala enorme para dispensar
justicia. La forma de estas salas o basílicas, tendría posteriormente una notable
influencia en las primeras grandes iglesias cristianas.
Al fondo se levantaba la célebre Columna de Trajano, cuyos paneles
hermosamente labrados (ciento cincuenta y cinco en total) constituyen el
testimonio más expresivo de lo que era el ejército romano en acción. Su
argumento es la campaña de Dacia. Muestran a los soldados romanos
dedicados a la construcción de puentes para cruzar los ríos, desplegando las
máquinas de asedio (las estructuras de las catapultas dejaron de ser de
madera en tiempos de Trajano para pasar a ser de metal), y atacando a las
mujeres dacias que torturaban a sus compatriotas cautivos. En lo alto,
aparecen unas escenas muy controvertidas en las que se representan a
hombres, mujeres y niños desplazándose con sus animales. ¿Son colonos
romanos que llegan a la nueva provincia o más bien se trata (lo que es más
probable) de los dacios expulsados de su territorio? En cualquier caso, la
escena pone de manifiesto el nuevo estilo de «dominio directo» de Roma.
Trajano mandó construir asimismo un mercado en las inmediaciones, que
actualmente constituye una de las ruinas más notables de Roma: el brillante
uso que en él se hace de los distintos niveles es fruto también del genio de
Apolodoro. Tras un incendio en el Esquilino, quitó por fin de en medio lo que
quedaba de la absurda Domus Áurea de Nerón, y mandó erigir unas grandes
termas sobre las ruinas de su ala oeste, sepultando así las numerosas salas de
banquetes y la cúpula de cemento de Nerón bajo una construcción de utilidad
pública. Aquella decisión supuso una buena jugada especialmente popular y en
109 d.C. los «espectáculos sangrientos» que organizó para celebrar la
conquista de Dacia tendrían unas proporciones insuperables. Sin embargo,
seguía sin sentirse satisfecho. En el Oriente Próximo el dominio directo de
Roma se había extendido ya hasta el mar Rojo tras la anexión (en 106) de la
ciudad de Petra y su correspondiente reino «árabe» (nabateo), en la actual
Jordania. En 113, un año después de la inauguración de su Foro, Trajano
marchó a Oriente, acompañado de Adriano, para saldar la única vieja cuenta
pendiente que aún quedaba en la zona: la conquista de las tribus de los partos
vecinas de Roma, al menos las que ocupaban las tierras situadas a orillas del
Eufrates. Se detuvieron en Antioquía, en el norte de Siria, y en lo alto del Jebel
Aqra, la gran montaña pagana de los dioses que se levanta junto a la ciudad,
Trajano dedicó el botín obtenido en Dacia con la esperanza de ganarse el favor
divino para la campaña que estaba a punto de emprender. 570
El «cambio de régimen» iba a llegar ahora a Oriente Próximo. En 114 Trajano
invadió Armenia con un gran ejército y se negó a aceptar la retirada del rey del
país. Este desgraciado príncipe había sido nombrado por el rey de los partos,
pero sin la aprobación habitual de Roma. Cuando quiso, Trajano se anexionó
Armenia y la convirtió en provincia. Para proteger sus nuevos territorios, se
dirigió hacia el sur e invadió Mesopotamia (el moderno Irak), en lo que
podríamos calificar de una prolongación más del «dominio directo» de Roma.
Cruzó el Eufrates, impuso el «cambio de régimen» a los príncipes de la zona y
llegó incluso a atravesar el río Tigris. Tras tomar Babilonia, siguió adelante y
capturó Ctesifonte, la capital de los partos. Aquello parecía un éxito asombroso.
El historiador Salustio había escrito allá por 40 a.C. que el pueblo de
Mesopotamia no conoce «freno en la cuestión amatoria, ni uno ni otro sexo»:
Trajano probó al menos uno de ellos (el masculino). 571 También navegó
orgullosamente por las aguas del Eufrates a bordo de una nave cuyas velas
llevaban escrito su nombre en letras doradas. Aquél fue el punto culminante de
las conquistas de Roma en Oriente, haciendo que los fracasos de Marco
Antonio y las vacilaciones de Nerón parecieran insignificantes en comparación.
En la Antigüedad, los historiadores atribuyeron a Trajano un sentimiento de
nostalgia por la figura de Alejandro Magno, e incluso la idea de llevar sus
conquistas hasta la India. Tal vez deseara realmente visitar la casa de
Babilonia en la que Alejandro había muerto y realizar en ella sacrificios en su
honor: ¿y quién no? Sin embargo, ya había superado la barrera de los sesenta
años y desde luego no era Alejandro. La cronología de sus tres años de
campaña en Mesopotamia constituye una clave para conocer sus intenciones,
aunque a menudo ha sido interpretada erróneamente. 572 Tras los éxitos del
primer año en Armenia, regresó a su cuartel general en Antioquía para pasar el
invierno de 114-115, y tuvo la suerte de sobrevivir a un terremoto que sacudió
la ciudad. 115 fue el año de las conquistas realizadas en el territorio de lo que
hoy día es Irak. Tras tomar Ctesifonte, escribió al senado pidiendo su
aprobación, del mismo modo que con anterioridad había pedido la autorización
para colonizar Dacia, demostrando una vez más su tacto y sus dotes
diplomáticas. Decía que ya había tenido bastante, y que la solución pasaba
ahora por colocar a un rey cliente en el trono de Ctesifonte: «Este país [nuestro
Irak] es tan inconmensurablemente grande, y se haya alejado de Roma por una
distancia tan enorme, que no podemos administrarlo». A comienzos de 116 el
senado recibió su carta y tuvo tiempo de contestar dándole su beneplácito.
Evidentemente no había ninguna «obsesión alejandrina» en aquellos planes.
Sin embargo, todas las conquistas de Trajano acabaron estallando a su
alrededor. En la primavera de 116 los problemas empezaron con los judíos.
Sus revueltas se extendieron desde Libia (Cirene) hasta Chipre y Egipto,
fomentadas por los hebreos que huían de los territorios partos conquistados.
Todo el Oriente Próximo se sublevó. Armenia fue atacada, y hubo que ceder
parte de su territorio, y las tierras de Mesopotamia conquistadas por Trajano
también se rebelaron. En 116 el emperador pasó un tórrido verano en la zona
sitiando Hatra, ciudad fuertemente amurallada. Tuvo la suerte de que los
defensores no reconocieran su cabeza canosa mientras cabalgaba ante ellos
sin casco. Para acabar de complicar las cosas, en Dacia volvió a estallar la
guerra.
Todas esas revueltas costaron miles de vidas, especialmente al nutrido número
de judíos que habitaba en Chipre y a las todavía más numerosas comunidades
judías de Egipto. Llegó a parecer incluso que había llegado el fin del mundo. En
el sur de Mesopotamia, la guerra entre los «ángeles del norte» apareció por
aquel entonces en la visión que tuvo un tal Elcasai, sin duda un cristiano
perteneciente a una estricta comunidad baptista. 573 Las inquietudes de Elcasai
eran muy distintas de las que agitaban a Trajano. Lo que tuvo fue la visión de
un ángel y un Espíritu Santo (en forma de mujer) que prometían por última vez
el perdón de los pecados a los cristianos: ese «pecado», a ojos de cualquier
pagano, habría sido considerado un estado creado por la estúpida fe cristiana.
Y después se habría acabado el mundo, tal como lo conocía Trajano. Elcasai
contó su visión en un libro que sobrevivió para servir de fuente de inspiración
un siglo más tarde a otro visionario cristiano de la región, Mani. La doctrina
post-cristiana de Mani y su «Evangelio de la Luz» sobrevivió durante varios
siglos y fue llamada maniqueísmo por sus numerosos detractores. 574
Pero Trajano no tendría esa segunda oportunidad. Dejó a Adriano al mando del
ejército de Siria, y en 117 se retiró al oeste. A comienzos de agosto se le
declaró una enfermedad, y murió en Cilicia, en la costa meridional de Turquía,
a los sesenta y dos años. El momento era potencialmente caótico, con tantas
rebeliones en curso a su alrededor. ¿Quién iba a ser su sucesor? Adriano no
estaba lejos y, como ya había sido nombrado cónsul para el año siguiente,
parecía una elección lógica. ¿Pero había sido elegido ya formalmente? El 9 de
agosto podía afirmar que había recibido documentos en Siria que demostraban
convenientemente su adopción. El 11 de agosto le llegó la noticia, todavía más
conveniente, de la muerte de Trajano. Algunos historiadores de época posterior
hablan de la enfermedad de Trajano y los síntomas que describen parecen los
de un ataque de corazón. Pero hay también otras posibilidades convincentes.
El 12 de agosto murió también el secretario personal de Trajano, Fédimo,
otrora «catador» oficial de los alimentos y mayordomo del emperador. Sólo
después de muchos años las cenizas de Fédimo fueron trasladadas a Roma:
¿había un deseo de no llamar demasiado la atención sobre la muerte del
catador oficial de la comida del emperador? Al cabo de algunas décadas el
historiador de rango senatorial Casio Dión cuenta que, según le dijo seriamente
su padre, Adriano no había sido adoptado por Trajano, que la muerte de éste
fue ocultada durante un tiempo por su círculo más íntimo y que la carta en la
que se notificaba al senado la «adopción» de Adriano había sido firmada en
realidad por Plotina, la esposa de Trajano. ¿Murió Trajano por causas
naturales, o fue envenenado junto con Fédimo, su mayordomo? Más tarde
estalló el escándalo y se dijo que Adriano había sobornado a unos libertos de
Trajano y que había mantenido relaciones sexuales con los muchachos
favoritos del viejo emperador con el fin de asegurarse la sucesión. Lo que sí
sabemos es que Adriano abandonó inmediatamente las «conquistas» de
Trajano en Mesopotamia.
La verdad sobre la muerte de su predecesor sigue enterrada con Adriano. Esta
incógnita resulta irónica, pues lo que caracteriza ese período no son
acontecimientos militares, sino históricos: vio la aparición de dos relatos latinos
del pasado imperial, y ambos son obras clásicas para nuestra comprensión de
los emperadores de Roma. Una de ellas es, además, una obra genial que sitúa
la libertad, el lujo y la justicia entre sus temas más destacados. Curiosamente,
ni el autor de una, ni el de la otra, se atrevió a escribir la historia del reinado de
Trajano.

Capítulo 55 - PRESENTACIÓN DEL PASADO

Tengo el convencimiento, convencimiento que estoy seguro resultará


cierto, de que tus historias serán inmortales; por lo que deseo aún más
(lo admito francamente) ser incluido en ellas...
PLINIO A TÁCITO, Cartas 7.33

Desde Augusto hasta Adriano, los Príncipes romanos siguen viviendo para
nosotros como individuos. La razón de esta existencia después de la muerte
radica sólo de forma marginal en los restos arqueológicos que han quedado de
ellos; sus estatuas y sus construcciones no son más que un centro de difusión
de falsedades, pues presentan a sus mecenas como ellos deseaban ser
contemplados. Hasta Domiciano, los emperadores viven con tanta fuerza entre
nosotros porque aparecen descritos en diversos textos, en las biografías de
Suetonio y en las penetrantes historias de Tácito.
Estos dos autores eran amigos de Plinio. Suetonio, el más joven, se benefició
del patrocinio de este último: Plinio ejerció el «sufragio» para él, escribiendo y
pidiendo favores en beneficio suyo. Curiosamente, la palabra «sufragio» se
aplicaba ahora en sentido de intercesión, no (como antes) para indicar el
derecho de voto de un ciudadano romano. 575 Tácito, en cambio, no necesitaba
el sufragio de Plinio. Su formidable erudición ya había sido reconocida antes.
Tal es la razón de que en 88 fuera nombrado miembro del colegio de
sacerdotes encargados de supervisar los cultos extranjeros, uno de los cuales
habría sido el cristianismo. Tácito era un buen orador, y había desempeñado el
consulado tres años antes que Plinio. Éste publicó once cartas dirigidas a él
para demostrar una amistad que habría de dignificarlo. Como Plinio, Tácito
amaba la caza, pero también tenía un estilo, una perspicacia y una capacidad
de juicio de los que Plinio, su buen amigo, carecía.
Suetonio pertenecía al orden ecuestre. Tal vez su familia procediera del norte
de África. Nunca llegó a ser senador, pero ocupó tres cargos literarios en la
casa del emperador, entre otros, el de bibliotecario, y realizó interesantísimos
viajes. Estuvo con Plinio en Bitinia y más tarde con Adriano en Britania. En 212,
en esta última provincia, su carrera se vio truncada. Posteriormente corrieron
rumores de que en Britania se había comportado con «demasiada familiaridad»
con la puntillosa esposa de Adriano, Sabina.
La obra más famosa de Suetonio que se nos ha conservado es la Vida de los
doce Césares, que significativamente contenía una biografía de Julio César: no
se abstuvo de escribir una biografía del verdadero fundador del «Imperio». La
fuerza de las mejores de sus Vidas está en los vividos detalles que recoge y en
el uso (en el caso de la biografía de Augusto) de las propias cartas y la
autobiografía del emperador. A través de las anécdotas, las Vidas ponen de
manifiesto la afición de los emperadores por el «lujo» y observan el modo de
dispensar justicia de cada uno de ellos. Muestran cierto interés por la astrología
y por la reveladora afición de los emperadores por ella. Es también la mejor
fuente que poseemos para sus orígenes y su apariencia física. Los mejores
Príncipes, ajuicio de Suetonio, fueron Augusto y Vespasiano, las dos opciones
más evidentes.
Las Vidas de Suetonio se convirtieron en un modelo para posteriores autores
de biografías, especialmente para la importante vida del «emperador» post-
romano Carlomagno, escrita por Einardo (ca. 850 d. C). Sin embargo, su
comprensión de los hechos y su exactitud son limitadas. A medida que va
avanzando la obra, más numerosas son sus debilidades: quizá tras su despido
de Britania la investigación le resultara más difícil. Lo mejor de Suetonio son las
anécdotas, especialmente las relacionadas con episodios de su propia época.
¿Será verdad que Nerón se vistió con pieles de animales, salió de una jaula y
se puso a atacar las partes íntimas de varios hombres y mujeres que habían
sido atados a unas estacas, antes de ser gratificado sexualmente por un liberto
con el que se había casado? Tal era el cotilleo que se contaba unos cincuenta
años más tarde. Suetonio insiste también en que se enteró por «diversas
personas» de que Nerón estaba convencido de que nadie conservaba la
virginidad absoluta de todas las partes de su cuerpo, y de que todo el mundo
ocultaba este hecho. 576 Sus investigaciones dan testimonio, al menos, de las
actitudes posteriores de la gente ante el desenfreno de los Julio-Claudios.
Lo que pasa por alto Suetonio es el importantísimo tema de la libertad. En este
sentido, debemos dirigir nuestra atención a otro historiador contemporáneo
suyo mucho más grande, Tácito. Mientras que Suetonio era sólo un miembro
del orden ecuestre y un funcionario al servicio del emperador, Tácito era
senador y cónsul, esto es, pertenecía a un estrato social para el que la
«libertad» constituía un asunto vital. Plinio ya supo darse cuenta de que Tácito
era el verdadero genio de su época, un individuo con el que le convenía que lo
asociaran. Al igual que Plinio, Tácito no era natural de Roma. Casi con toda
seguridad procedía del sur de la Galia, tal vez de Vasión (la actual Vaison). No
obstante, el sur de la Galia estaba muy italianizado y ya no era más
«provincial» que el norte de Italia. Tácito progresó rápidamente en su carrera y
no tardó en alcanzar el consulado y después el gobierno de la gran provincia
de Asia: su encumbramiento fue todavía más rápido y más distinguido que el
del propio Plinio. La ascensión de Tácito, nacido en ca. 58, se ha visto
confirmada últimamente con mayor detalle gracias a los nuevos estudios a los
que ha sido sometido un documento que parece parte de su inscripción
funeraria, descubierta en Roma. 577
Al igual que Plinio, Tácito había prosperado como senador en tiempos de
Domiciano, pero es muy explícito a la hora de comentar los compromisos que
por aquel entonces se vio obligado a asumir. Como senador, conocía
perfectamente el peso que tenían la hipocresía y el engaño en la naturaleza
humana. La «libertad» era un valor fundamental para él, aunque también
confraternizaba con los hombres de su época «que sabían demasiado para
tener esperanzas». 578 Escribió sobre temas muy diversos, como, por ejemplo,
la oratoria (en la que supo diagnosticar con acierto la relación existente entre la
gran retórica y un contexto de libertad política), o su suegro, Agrícola,
gobernador de Britania (Tácito puso en labios de un jefe caledonio del norte
algunas palabras muy hermosas acerca de la «libertad»). Conocía muy bien lo
que era la vida en las provincias. Escribió cosas buenas acerca de las Galias
(pero ni una palabra sobre España). También compuso una obra muy notable
sobre Germania, donde su padre había prestado servicio y donde él mismo
probablemente desarrollara buena parte de su carrera. Decía que los germanos
amaban la libertad, pero no la disciplina. Que eran propensos a las emociones
fuertes, y que sus sacerdotes eran más poderosos que sus reyes. En su
exposición se aprecia realmente una fuerte dosis de reflexión y de observación,
y no se inventa a sus germanos atribuyéndoles simplemente lo contrario de los
vicios que imperaban en Roma. La obra ha sido calificada como «la más
peligrosa jamás escrita»; más tarde sería importantísima para la independencia
de los alemanes respecto de la Iglesia Católica Romana, y después también
para el patológico nacionalismo «alemán» de los nazis. La SS de Hitler
organizó una operación de alto nivel con el fin de arrebatar el principal
manuscrito de la Germania de Tácito a sus propietarios italianos, pero
afortunadamente fracasó. 579
Como muchos otros, Tácito quedó impresionado por los últimos años del
reinado de Domiciano. Fueron esas vivencias, y no la repentina «adopción» de
Trajano, las que más influyeron en su forma de interpretar la historia. Sus dos
obras maestras son las Historias, que van desde 69 hasta el reinado de
Domiciano, y luego los Anales, que se extienden desde la muerte de Augusto
hasta la de Nerón. Por desgracia ninguna de las dos ha llegado intacta a
nuestras manos, pero su estilo, su perspicacia y penetración humana las
convierten en las piezas clásicas de la historiografía romana.
Como «hombre nuevo» del senado, los conceptos sociales de Tácito no eran
desde luego liberales. No creía en la sabiduría política de la plebe, y tampoco
sentía respeto alguno por los hombres y mujeres que barrían para adentro y se
dejaban sobornar. De forma similar, tenía prejuicios contra los griegos y los
judíos. No obstante, apoyaba la política de inclusión que practicaba Roma con
los súbditos del imperio: revisó un discurso del emperador Claudio con el fin de
exponer explícitamente los méritos de esa inclusión (como provincial, se había
beneficiado de ella). Pero como hombre nuevo en Roma, le gustaban los
episodios caracterizados por el vigor de antaño, tanto en el campo de batalla,
como en el de la religión o la diplomacia. La forma de los Anales era propia
precisamente del viejo mundo: Tácito sigue la exposición de los hechos año por
año al modo de los primeros historiadores romanos, forma que ya había
existido mucho antes de que los emperadores transformaran la naturaleza del
Estado.
El máximo don de Tácito reside en su capacidad de ver el abismo existente
entre lo que se dice y lo que se hace y en su constante desconfianza de la
«propaganda» tendenciosa y la moralidad del gobierno de un solo hombre. Sus
investigaciones se basaron en la lectura de las «actas» de las sesiones del
senado, cosa que probablemente hiciera en las espaciosas dependencias de la
nueva biblioteca de Trajano en Roma. De forma brillantísima, supo apreciar el
estilo oratorio de los distintos emperadores y de sus épocas, pero sin perder de
vista los abundantes engaños y eufemismos oficiales acerca de los
acontecimientos. El reciente hallazgo de una inscripción en la que aparece la
respuesta oficial del senado a los acontecimientos ocurridos en la familia de
Tiberio en 20 d. C, confirma, en esencia, la perspicacia de la versión de Tácito
y su desconfianza de las nubes retóricas que envolvieron esos hechos.
Las constituciones teóricas, subraya Tácito, son difíciles de poner en práctica y
no tardan en fracasar. A diferencia de Cicerón, no perdió el tiempo en
repúblicas ideales ni alabó, como Tucídides, una «mezcla moderada» de
clases sociales opuestas. En los juicios de Tácito hay un sarcasmo
maravillosamente truculento. No es un pesimista incurable, pero se muestra
siempre cauto ante los acontecimientos y ante lo que sus protagonistas
pudieran estar ocultando. En él, la posteridad encontraría al historiador
supremo del gobierno absoluto, tanto en la forma que tuvo de apoyarlo como
de reaccionar ante él. Pues a pesar de su sarcasmo y su sentido de lo que se
había perdido, Tácito estaba dispuesto también a servir a un déspota (como su
amigo Plinio). Al tiempo que lamenta la libertad perdida, aboga por seguir una
vía intermedia en materia de política y espera que la casualidad o el destino
traiga a un gobernante que sea mejor y no peor. En la década de 30 a.C.
Salustio había descrito ácidamente la pérdida de la libertad de la República;
Tácito, heredero del estilo de Salustio, describe las consecuencias de esa
pérdida, pero no la manera de hacer que las cosas vuelvan a ser como antes.
Más adelante, el hincapié que hace Tácito en la libertad y en la adaptación
«moderada» a un gobernante intrigaría a Edward Gibbon y dejaría una
profunda huella en su Decadencia y caída del imperio romano: en cambio,
resultaría odioso para el fraudulento Napoleón. La época en la que más se
dejaría sentir su influencia sería el siglo XVII. Enseñó a los lectores de este
período cómo reaccionar frente al despotismo y cómo amar el concepto
contrario a éste, la «libertad». Tácito respondía también a sus preocupaciones
por el exceso de «favoritos» de la corte a los que los reyes de Inglaterra y del
resto de Europa de la época promovían de forma tan exagerada. Tácito había
sabido ver la necesidad de favoritos que tenían los monarcas y la debilidad de
los propios favoritos, ejemplificando una y otra en su descripción del odiado
Sejano, el valido de Tiberio, o de los caprichosos libertos de Claudio. 580 Pero
también señalaba cómo los déspotas inducen al servilismo, cómo la libertad se
convierte en una subordinación artera y cómo la justicia se ve distorsionada por
los delatores y los «soplones». Esta imagen de la difícil situación que vivían los
romanos se dejó sentir poderosamente en los juristas y los caballeros de la
política ingleses cuando tuvieron que hacer frente a las vanidades de Jacobo I
y a las lujosas exigencias de su sucesor, Carlos I. En Roma, los juristas habían
buscado obsequiosamente precedentes y un contexto adecuado para la
autocracia; en Inglaterra, en cambio, los juristas versados en los clásicos
defendieron el concepto de «libertad» cuya pérdida, en su opinión, había sido
descrita con tanta perspicacia por Tácito. Y, sin embargo, éste se dio cuenta de
que la plena libertad era imposible en el contexto del sistema romano existente,
y que ahora importaban otros valores distintos a los de la época republicana de
la juventud de Cicerón.
Para nosotros, sus análisis siguen siendo sumamente relevantes en la época
de gobierno de un solo partido, de «propaganda tendenciosa», de «favoritos» y
«democracias» vacías del verdadero significado de la palabra en que vivimos.
Las obras de Tácito, y no los estudios pseudo-burocráticos acerca de las
«estructuras» del Imperio Romano, siguen ayudándonos a comprenderlo como
es debido. Pues una razón importantísima de que cada década fuera distinta
son los personajes que Tácito supo captar de manera tan brillante y convertir
en protagonistas de las distintas épocas: el artero y maligno Tiberio, el estúpido
y pedante Claudio o el depravado Nerón. Lamentarse de que Tácito se centre
en la política de la corte, y no en las diversidades sociales y regionales por las
que se sienten más atraídos hoy día muchos historiadores modernos, es no
saber comprender el valor de lo que nos ofrece. Las figuras de los
emperadores tuvieron profundas repercusiones sobre toda la sociedad. Las
personalidades de sus mujeres inextricablemente enlazadas con las suyas
fueron también significativas para las estructuras y los acontecimientos.
Personajes como Mesalina y Agripina constituyen realidades distintivas de la
época de los Julio-Claudios, y sólo los que no conocen el papel desempeñado
por las mujeres de la alta sociedad en tales contextos probablemente
confundan sus retratos con ejercicios de mera retórica o con estereotipos de
los prejuicios machistas.
Las Historias de Tácito, en las que se describen los acontecimientos ocurridos
entre 69 y 96, serían la primera de sus grandes obras en ser concluida, y se
caracterizan por su brillante percepción de las diversas reacciones de los
soldados y del variado carácter de las gentes que vivieron el año de los cuatro
emperadores (69 d. C). Los Anales, que van desde el año 14 al 68, fueron
escritos a continuación. La fecha de su conclusión sigue siendo discutida, pero
todo parece indicar que también fueron compuestos en su totalidad durante el
reinado de Trajano. Su estilo, claro y mordaz, no hizo necesaria una gestación
más larga: Salustio y Cicerón habían estado en la base de la educación de
Tácito durante su juventud. No los escribió pensando en Adriano ni en los
controvertidos años iniciales del reinado de éste: la obra ya estaba acabada en
tiempos de Trajano. Tal vez fuera la aparición de las obras maestras de Tácito
lo que impulsó a Suetonio a emprender la redacción de las Vidas de los
emperadores del pasado, aunque empezando por la de Julio César, personaje
que Tácito no trató.
Al igual que Suetonio y Plinio, Tácito consideraba que el cristianismo era una
«superstición perniciosa». Observó, no obstante, que la gente sentía lástima
por aquellos cristianos a los que Nerón martirizó bajo falsas acusaciones.
Suetonio, en cambio, pensaba que Nerón había hecho bien. Para Tácito, el
gobierno de un Príncipe era un mal, pero en cierto modo un mal inevitable.
Siendo moderado, «civil» y respetuoso de las leyes, el emperador podía mitigar
ese mal, pero la que saldría perdiendo sería la libertad sin más calificativos.
Todavía podían defenderse algunos aspectos de esa libertad, especialmente la
libertad de expresión: los oradores de los Anales de Tácito se manifiestan
resueltamente en contra de la censura represiva, argumento que el propio
Tácito suscribe. Por eso, razona el autor, las leyes tampoco lograrán nunca
poner coto al lujo: los parámetros del lujo simplemente cambiarán o
evolucionarán con el paso del tiempo. Sin embargo, ni su concepción de la
libertad, ni la de sus oradores, coinciden con nuestra idea de libertad
democrática. Al fin y al cabo eran romanos y senadores. Cuando el retorcido
Tiberio presidía un proceso y expresaba sus deseos al respecto, su conducta
era reprobable a ojos de Tácito, incluso cuando las sentencias dictadas por el
emperador eran justas e imparciales. Pues con su actitud Tiberio estaba
socavando otro tipo de libertad: la libertad que tenían los senadores para
ejercer su influencia sobre otros, aunque, como verdaderos romanos, utilizaran
dicha influencia del modo más injusto.

ADRIANO: UNA RETROSPECTIVA

Por eso se hizo famosa la siguiente anécdota jocosa relacionada con las
termas. En una ocasión vio a un soldado veterano al que había conocido
durante el servicio militar restregándose la espalda y el resto de su
cuerpo contra una pared. Le preguntó entonces por qué recurría a los
mármoles para rascarse y cuando le oyó decir que lo hacía porque no
tenía un esclavo que lo hiciera por él, le dio unos cuantos esclavos y el
importe de su mantenimiento. Otro día, sin embargo, varios ancianos
empezaron a restregarse contra la pared para provocar la generosidad
del emperador. Entonces los mandó llamar y les dijo que se rascaran
unos a otros.
ESPARTIANO, Vida de Adriano 17.6-7

Los derechos de Adriano a la sucesión eran cuestionables, pero el nuevo


emperador se apresuró a reparar los errores de su antecesor. Los intentos de
conquista emprendidos por Trajano en Oriente Medio fueron abandonados.
Más tarde, los territorios conquistados en Europa oriental se redujeron y fueron
reorganizados. Adriano citaba a Catón el Censor para respaldar su decisión:
«Deben quedarse con su libertad puesto que no pueden ser protegidos». 581 Al
menos este comentario daba a su decisión un precedente «tradicional».
Algo más significativo es que Adriano tenía estrechos lazos personales con el
prefecto de la guardia pretoriana, el anciano Acilio Atiano, originario de la
misma ciudad que él y que durante su juventud había sido su guardián. Cuando
volvió a Roma, cuatro importantes senadores, todos ellos ex cónsules, fueron
ejecutados por orden de Atiano. Mientras se calmaban las aguas, Adriano
prefirió viajar tranquilamente por el Oriente griego y tardar unos meses en
regresar a Roma. A su llegada, pronunció un discurso en el senado en el que
insistió en que los cuatro ex cónsules no habían muerto por orden suya. En su
autobiografía, al final de su vida, afirmaría de nuevo que lamentaba aquellas
cuatro ejecuciones. Pero por lo pronto respondían, lo mismo que la intervención
de los pretorianos, a un modelo que venía marcando la pérdida de libertad
iniciada con la caída de la República y la época «clásica» del principado de
Augusto.
Fue entonces cuando, en vez de dedicarse a la conquista, Adriano emprendió
los viajes de visita e inspección del Imperio con los que da comienzo nuestro
libro. Desde el norte de Britania hasta Egipto, visitó sus provincias y se dio a
conocer entre sus soldados. Nadie que lo viera u oyera sus palabras dejaría de
notar las diferencias con su antecesor, Trajano. Adriano prefirió dejarse la
barba, bastante corta, rasgo que llegó a considerarse un signo deliberado de su
pasión por la cultura griega. Aunque la barba era un elemento característico de
los filósofos de lengua griega, Adriano no era propiamente un intelectual. A
diferencia de Trajano, tenía una mente bastante bien formada, pero le
encantaba hacer ostentación de ella a expensas de los intelectuales. No le
gustaban las ideas ni los razonamientos abstractos, y carecía de opiniones
teóricas acerca de la política y la sociedad: su «filosofía» preferida era la
menos intelectual de todas, el epicureismo. En cambio, tenía una erudición
bastante vasta, y su pasión por los detalles anticuaristas se vio reforzada por
sus grandes viajes. Le gustaba además escribir poesía y sentía un notable
interés por la arquitectura y el diseño. Cuando intentó inmiscuirse en los planes
del arquitecto Apolodoro, se cuenta que el maestro le dijo que se dedicara a
dibujar «naturalezas muertas», y no edificios. 582 Pero indudablemente era un
«hombre de gusto».
En ese gusto estaban estrechamente ligados los dos mundos de este libro, el
griego clásico y el romano. El amor de Adriano por la cultura helénica se pone
de manifiesto en el patrocinio y los favores que dispensó a las ciudades griegas
(especialmente a Atenas) y en su romántica vida personal. El patrocinio de
Trajano ya había ayudado a los habitantes de Oriente que hablaban griego a
ingresar en el senado romano, pero los que habían obtenido este honor habían
solido ser dinastas y hombres pertenecientes a familias nobilísimas. Los
senadores griegos del reinado de Adriano serían hombres más capacitados,
pertenecientes a familias cultas e instruidas: el tipo de individuos que a él le
gustaban. Por la ciudad de Atenas Adriano sentía un enorme respeto. Antes de
su ascensión al trono, había pasado un año en ella y había desempeñado el
cargo de arconte o magistrado supremo; Atenas se convirtió en sede de su
nuevo sínodo griego, el Panhelenion; se levantaron edificios tan notables que
transformaron por completo el centro de la ciudad. Como emperador, aprobó
dotar de una nueva estructura a su consejo, el augusto Areópago; vistiendo la
típica indumentaria griega, presidió las grandes fiestas teatrales de la ciudad,
las Dionisias, y fue iniciado en los misterios de Eleusis.
Su vida amorosa fue más notable que la de cualquier monarca desde los
tiempos de Alejandro Magno. Trajano había tenido aventuras sexuales con
varones, pero sobre todo (se decía) con muchachos de su ejército en campaña
o de su cuartel general: Adriano, en cambio, tuvo una gran pasión que vivió al
estilo griego y en la que se vio implicado un individuo no romano, un joven libre
de nacimiento. En la provincia del noroeste de Asia Menor de la que había sido
gobernador Plinio, Adriano conoció al joven Antínoo, del que se enamoró
apasionadamente. Salían a cazar juntos y viajaron juntos, pero en octubre de
130 el joven Antínoo murió en Egipto, ahogado en las aguas del Nilo. Las
circunstancias siguen estando oscuras por falta de pruebas. Probablemente no
sea más que un chisme la noticia que asegura que Antínoo se quitó la vida
voluntariamente como ofrenda votiva por la delicada salud del emperador. Los
efectos de su desaparición, sin embargo, se harían visibles en todo el Imperio.
Adriano no sólo fundó una ciudad a orillas del Nilo en honor de su amante: los
ciudadanos ilustres de esta nueva Antinoópolis gozaban de una serie de
singulares privilegios y exenciones. 583 El emperador fomentó el culto de su
difunto amante como «nuevo Osiris», el dios egipcio del renacimiento.
Promovió el culto de Antínoo en muchas ciudades del Imperio. Por esa razón
se han descubierto imágenes del joven en muchos lugares alejados de Egipto.
Mientras que Alejandro fomentó el culto como héroe de Hefestión después de
su muerte, Adriano promovió el del difunto Antínoo como dios, la política
religiosa más positiva de cualquier emperador romano hasta que se produjo la
hegemonía del cristianismo.
El amor de Adriano por la cultura griega era clasicizante porque imitaba un
modelo clásico, pero se desarrolló sin el contexto político de una ciudad-estado
griega clásica. Resultó además ser menos flexible. En el campo de la escultura
es donde más se pone en evidencia el gusto clasicizante de Adriano. El
emperador favoreció la ejecución de estatuas de mármol blanco, y no sólo de
su amado Antínoo, y dispensó su patrocinio a numerosos escultores de los
grandes centros urbanos del Asia Menor griega, dando una nueva
preeminencia al clasicismo en la escultura de Roma. Se produjo también una
nueva rigidez en su tolerancia cultural. Desde Homero, había habido una
propensión griega clásica a concebir a los extranjeros no griegos como
individuos más parecidos a sus «semejantes» helenos de lo que en realidad
eran. Aun así, los viajeros griegos más famosos, Heródoto o Alejandro Magno,
no habían hecho gala de un relativismo cultural en virtud del cual las
costumbres de todos los lugares eran igualmente válidas. A Heródoto le había
escandalizado la supuesta prostitución de las mujeres de Babilonia, y Alejandro
había encontrado repulsivo el hábito absolutamente ajeno a los griegos que
tenían los iranios de exponer a los muertos a las aves de rapiña y a los perros:
simplemente prohibió semejante práctica. Pero para Adriano, el graeculus
(«grieguito») clasicizante, los límites de la tolerancia cultural estaban trazados
con mucha más claridad. Su cosmovisión clasicizante no daba cabida a los
judíos.
Todavía no tenemos testimonios suficientes para asegurar cuáles fueron los
orígenes de su gran guerra contra los judíos de Judea (de 132 a 135 d. C). A
diferencia de los griegos verdaderamente clásicos, Adriano había heredado
una tradición de antisemitismo, transmitida a través de la literatura desde que
se originara entre los griegos de Alejandría, sobre todo a partir del siglo II a.C.
Tenemos indicios de que el mismo año de la muerte de Antínoo (130 d. C.)
supuso un verdadero punto de inflexión en el comportamiento de Adriano. Las
fuentes antiguas relacionan la gran sublevación de los judíos con la decisión
del emperador, durante su estancia en Oriente Próximo, de prohibir la
circuncisión (un graeculus clasicizante debía de considerar vejatoria aquella
práctica). Proyectó incluso convertir Jerusalén en una ciudad de corte clásico
con templos paganos y cambiar su nombre por el de Elia (en honor a sí mismo)
Capitolina (en honor del gran Júpiter Capitalino de los romanos). La
consecuencia fue una gran sublevación capitaneada en Judea por Bar Kochva
(«el hijo de la estrella»), que costó la vida a cientos de miles de judíos durante
más de tres años. Por las monedas de los propios judíos podemos constatar
que se proclamaron públicamente la «redención» y la «libertad» de Israel: Bar
Kochva probablemente fuera considerado un Mesías. 584 Adriano tuvo que
hacer venir de Britania a uno de sus mejores generales para que aplastara lo
que a todas luces suponía un desafío total. Sólo entonces logró salirse con la
suya, convirtiendo Jerusalén en una ciudad pagana y prohibiendo entrar en ella
a los judíos que sobrevivieron. «¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?»,
no tardaría en preguntarse el autor cristiano Tertuliano, poniendo en entredicho
los lazos existentes entre la cultura griega clásica y el cristianismo. 585 Para
Adriano la respuesta era bien sencilla: intolerancia y destrucción total.
Como Alejandro Magno y sus Diádocos, Adriano fue también un gran
apasionado de la caza, la actividad que más le gustaba. En el noroeste de Asia
Menor fundó una ciudad para conmemorar que había matado una osa salvaje;
y en Egipto, en compañía de su amado Antínoo, mató un león. En Roma, ocho
altorrelieves representaban los grandes momentos de Adriano como cazador
en un edificio que probablemente empezara siendo un monumento especial a
la caza. 586 Pero Adriano no era sólo un filheleno: la caza formaba parte de una
cultura más amplia que no puede descomponerse en elementos «griegos» o
«romanos». Dicha cultura ya había sido defendida por Trajano, otro hombre
originario de ese paraíso para las actividades cinegéticas que es España. Es
indudable que Adriano debió de disfrutar de ellas en Italia antes de trasladarse
a Oriente. Las largas jornadas dedicadas a la caza contribuyeron a modelar sus
variadas dotes intelectuales: su notable aguante a la hora de montar a caballo
hiciera el tiempo que hiciera y su conspicua afición a la compañía de otros
hombres. 587
Estas costumbres lo relacionan directamente con la difícil cuestión del «lujo».
Como emperador, Adriano tenía poder y dinero suficiente para satisfacer casi
todos sus gustos personales, sin embargo cultivó las virtudes propias de un
«buen emperador». En la ciudad de Roma, durante sus viajes y sobre todo
ante sus tropas, mostró una gran llaneza y una sencillez popular. Esa
accesibilidad había sido una virtud en la tradición griega, pero en su faceta de
soldado romano y de viajero, y sobre todo en la de cazador en la que Adriano
manifestó en todo momento esa llaneza como un rasgo típico de su carácter.
Se dice que fue el emperador «que más se jactó de amar a la plebe»: 588
recibía a los solicitantes en el baño; se bañaba incluso con la plebe en las
termas, y sin duda en los nuevos establecimientos de este tipo abiertos por
Trajano en Roma. Incluso en los campamentos del ejército sentaría un ejemplo
personal de austeridad y desdén de las comodidades. Consumía el queso, el
tocino y el vino corriente que constituían la dieta del soldado raso. Evitaba
dormir en lechos blandos, restaurando unos patrones de disciplina militar que
seguirían siendo ponderados mucho tiempo después.
En los poemas de Homero, nuestro punto de partida, el lujo era admirado sin
reservas como el esplendor propio de los palacios de los héroes y de los reyes
de cuentos de hadas que conoció Odiseo en sus viajes. A partir del siglo VIl
a.C. empezó a resultar problemático para los aristócratas de la Grecia arcaica,
que lo temían por considerarlo una fuente de rivalidad disgregadora. Más tarde
los filósofos idealizaron la «austeridad» frente a la «molicie» de la lujosa Asia y
sus reyes, idea que respaldó el puritano Platón. A partir de Alejandro, sin
embargo, los monarcas griegos, especialmente los de Egipto, utilizaron el
«lujo» como un elemento más de distinción de su imagen regia y de su
fantástico «mundo aparte». En aquellos momentos había muchas más cosas
en el mundo que desear, que adquirir y de las que hacer ostentación.
En Roma, convergieron todas estas actitudes y dieron lugar a una postura de
clara desaprobación del lujo. La oposición a la monarquía había arraigado
profundamente en la República y en su clase dirigente desde sus orígenes: el
lujo de los reyes estaba totalmente fuera de lugar. En el grupo ideal de iguales
de los senadores libres, el «lujo» era moralmente censurable y socialmente
disgregador. En conjunto, este legado perduró hasta mucho después de que
acabara el mundo de Cicerón y se mantuvo incólume durante los primeros
tiempos del Imperio y su cultura cada vez menos clásica: pertenecía a la
imagen pública de restauración y «vuelta de los elementos básicos» de la
moral fomentada por el emperador. Así pues, Adriano limitó también los gastos
efectuados en banquetes públicos a «los niveles prescritos por las leyes
antiguas». Pero la munificencia pública no había constituido una modalidad
perniciosa del lujo: Adriano dio también grandes espectáculos públicos con
fieras y jornadas enteras dedicadas a espectáculos sangrientos con seres
humanos, llegando a unos niveles que habrían hecho parecer una niñería a los
de Julio César. Para fortalecer sus lazos marginales con la dinastía anterior,
construyó enormes monumentos públicos en honor de los miembros de su
familia, incluidas las mujeres, y un grandioso mausoleo en Roma (el moderno
Castel Sant'Angelo), que superaría incluso al de Augusto. En honor de Trajano,
hizo lavar todos los asientos del teatro con la más costosa de las esencias
florales, el carísimo aceite de azafrán, un gesto de generosidad que habría
hecho necesarias verdaderas montañas de esta flor para satisfacer la
demanda. Y en las últimas etapas de su vida se retiraría cada vez con más
frecuencia a su enorme villa de Tíbur (la actual Tívoli), que disponía ni más ni
menos que de tres instalaciones termales y de un canal llamado Canopo, el
paseo junto al río famoso por su lujo que se extendía a las afueras de
Alejandría de Egipto. Las enormes ruinas todavía visibles de esta villa
corresponden probablemente a menos de la mitad de su extensión: el resto
todavía aguarda a ser excavado.
El «lujo» siempre había contribuido a abrir un abismo entre la práctica y la
profesión pública. Durante el reinado de Adriano, se asoció con los cambios
introducidos en el ámbito de la «justicia» y la «libertad». En la colección de
dictámenes jurídicos romanos que ha llegado a nuestras manos, las sentencias
de Adriano que se nos han conservado son claramente identificables, lo mismo
que una colección probablemente auténtica de «opiniones» que dio en
respuesta a diversas solicitudes. En la historia del derecho romano fue Adriano
el que patrocinó una codificación de los edictos anuales promulgados desde
antiguo por los pretores y el que mandó que se publicara en una forma
previamente acordada. 589 Muchos de los testimonios de su reinado que se han
conservado en inscripciones a lo largo y ancho del Imperio documentan su
actividad como juez y las sentencias que dictó en las peticiones y en las
disputas locales que se le presentaron. En Italia, nombró incluso a cuatro ex
cónsules para que juzgaran los casos que se sometieran a su arbitrio. Adriano
es recordado en particular porque, cuando juzgaba personalmente un caso,
incluía como asesores a expertos especializados en materia de leyes.
Este órgano consultivo, estos escritos y estos tribunales quizá parezcan muy
alejados del modo de administrar justicia propio del remoto mundo de Homero
y Hesíodo. En el Imperio Romano, los jueces sabían leer y escribir; y existían
manuales y copias de las sentencias anteriores; detrás de las decisiones
tomadas por Adriano se ocultan complejas disquisiciones sobre procedimiento
y sobre derecho civil. Sin embargo, en otro sentido, el camino recorrido ya no
era tan grande. Como en el mundo homérico, la justicia era dispensada en
virtud de la instrucción de un individuo que no estaba sujeto a las decisiones de
un jurado. Este cambio en la estructura de la jurisdicción había vuelto a entrar
en el mundo clásico con la ascensión al trono de Filipo de Macedonia y la era
de las monarquías. Los jurados escogidos al azar de la Atenas democrática
clásica ya no constituían el modelo principal de juicio público. Se había
producido además otro cambio muy revelador. Durante el reinado de Adriano
empieza a afirmarse por vez primera en los textos jurídicos romanos una clara
distinción entre los «respetables» y los «humildes». 590 Entre los «respetables»
estaban los veteranos del ejército, pero también aquellos que tenían el rango
(por el cual habían de pagar) de consejero municipal, por no hablar del de
caballero o senador. En el grupo de los «humildes» entraban los vagabundos
sin bienes y de ahí para abajo. Por los mismos delitos, estos dos tipos de
personas podían recibir ahora distintos castigos: los ciudadanos respetables no
podían ser azotados ni torturados, ni tampoco decapitados, crucificados ni
deportados. Anteriormente, la exención de estos castigos extremos había
estado vinculada a la posesión de la ciudadanía romana y se basaba en el
principio fundamental de la libertad de los romanos, el derecho de «evocación»
o apelación. Ahora a un ciudadano romano «humilde» podían aplicársele las
penas más brutales, como a cualquier otro individuo de estatus inferior, como si
su condición de ciudadano no comportara ningún privilegio. Las personas
respetables estaban protegidas porque eran respetables, independientemente
que fueran o no de condición ciudadana.
Adriano no inició esta distinción, pero durante su reinado empezó a haber
explícitamente «unas penas para los ricos, y otras para los pobres». Este
fenómeno se hallaba profundamente enraizado en la práctica romana, y puede
que los castigos de los ciudadanos de clase baja fueran en la Roma de Cicerón
tan brutales como luego serían en la de Adriano. Pero ahora esta distinción
quedó plasmada por escrito, y muchos romanos (empezando por Plinio) no la
consideraban ni siquiera injusta. Pues la «justicia equitativa», pensaba esta
gente, era proporcional y variaba según la clase y el valor del que la recibía. El
Odiseo de Homero, que hablaba moderadamente a los otros nobles y golpeaba
con su cetro a los individuos de clase inferior, no estaba, pues, tan lejos de esta
nueva concepción.
Esta clara diferenciación de la justicia en función del estatus social supuso una
devaluación de la ciudadanía romana y vino acompañada de una
transformación del ámbito de la libertad. En los poemas de Homero, la
«libertad» había significado libertad frente a la esclavitud o la conquista,
individual o colectiva. En la Atenas clásica, se convirtió en la libertad de la
democracia, la libertad de los ciudadanos varones «para hacer todo aquello
que decidieran», con las nociones concomitantes de libertad personal «frente
a» las influencias indebidas. En la República Romana, fundada a raíz del
derrocamiento de la monarquía, la «libertad frente» al gobierno de un solo
hombre había constituido históricamente un valor muy importante, junto con el
concepto popular de libertad consistente en la «libertad frente al» acoso de los
superiores sociales y el concepto que tenían los senadores de libertad del
orden senatorial «para» decir o hacer lo que quisiera. Con el gobierno de los
emperadores, la libertad, como contraposición a la esclavitud, seguía siendo
muy valorada en la sociedad esclavista romana, lo mismo que había sido
apreciada en todos los demás lugares del mundo clásico. Pero a partir del
principado de Augusto, sólo quedarían «huellas» (como subrayaba Tácito) de
la particular «libertad» de los senadores, y a lo largo del Imperio la «libertad»
de las ciudades y de las asambleas populares se convertiría sólo en una
cuestión de grado. Con Adriano, su amada Atenas seguiría siendo llamada
«ciudad libre», pero esa «ciudad libre» lo honraba a él, el emperador, como a
un dios olímpico. En la isla griega de Lesbos se han encontrado unas
inscripciones en las que se llama a Adriano «libertador», al tiempo que se le
dispensan honores divinos. 591 La antigua «libertad» de Atenas y Esparta,
observaba Plinio, no era más que una «sombra»: en general, el Imperio
Romano había limitado o abolido las democracias o gobiernos del pueblo en
las ciudades griegas sometidas. En Roma, mientras tanto, las «resoluciones»
del senado habían adquirido fuerza de ley, pues reflejaban los supuestos
deseos del emperador o incluso, con el tiempo, la transcripción literal de sus
palabras. En 129 d. C. los cónsules «presentaron un proyecto de ley basado en
un escrito del emperador. César Adriano Augusto, hijo de Trajano Pártico, nieto
del divino Nerva, máximo príncipe, padre de la patria, el 3 de marzo...». 592 El
fruto de esta moción pasó a formar parte de nuestros códigos de derecho
romano. El «príncipe» que había dado lugar a su presentación estaba ahora
«libre de todas las leyes», estatus justificado (según la mentalidad de los
juristas) por la ley que había establecido los poderes del emperador
Vespasiano.
La «libertad» de palabra y de decisión, tal como la había conocido Cicerón,
había desaparecido. Durante su estancia en Grecia, cuando tenía veintitantos
años, Adriano había sido uno de los muchos discípulos que habían oído las
enseñanzas de un famoso maestro de filosofía, Epicteto. 593 Epicteto era el ex
esclavo de un liberto de la casa del emperador: disertaba acerca de la libertad,
la justicia y la moderación ante públicos numerosísimos, jóvenes
pertenecientes en su mayoría a la sociedad respetable de las ciudades del
mundo de lengua griega. Epicteto enseñaba las doctrinas de los filósofos
estoicos formuladas durante la década inmediatamente posterior a la muerte de
Alejandro y conocidas también por Cicerón y sus contemporáneos. Para
Epicteto, la «libertad» era el control racional que ejercía un individuo sobre sus
deseos y pasiones. Un rico, desgarrado por el temor y el deseo, era tan esclavo
o incluso más que cualquier esclavo del mundo real. Las doctrinas de Epicteto
que han llegado a nuestras manos ni siquiera mencionan su experiencia
personal de la esclavitud durante sus años jóvenes. Con ejemplos de primera
mano, habla más bien de la vida cortesana que rodeaba al emperador romano
calificándola de esclavitud «fútil».
En el mundo griego clásico, la libertad que había acompañado a la máxima
expresión cultural había sido la libertad de los ciudadanos democráticos, la
libertad política de una mayoría de varones limitada sólo por las decisiones que
ellos mismos tomaban. En el mundo de Adriano, la libertad se había convertido
sólo en una libertad frente a unos emperadores malos y crueles, o la «libertad»
apolítica de un control del individuo sobre sus deseos. Adriano había oído decir
a un maestro al que admiraba, Epicteto, lo que Pericles o Alejandro no habían
oído decir nunca a los suyos, a saber que una carrera pública en el centro del
poder era una vanidad peligrosa y perturbadora y que sus honores públicos
eran fútiles.
Como hombre polifacético, Adriano no habría olvidado esta visión del mundo
que ahora dominaba él. Pero era sólo una visión en una mente por la que se
cruzaban muchas otras. En su enorme villa de Tíbur, Adriano paseaba entre
monumentos que llevaban el nombre de los grandes lugares del mundo griego
clásico: había un Liceo y una Academia, los escenarios de las enseñanzas de
Sócrates, Platón y Aristóteles, un Tempe, donde jugaran en otro tiempo las
Musas, y un Pritaneo, donde los consejeros libres de las democracias griegas
celebraban sus banquetes y administraban los asuntos públicos. En los
jardines de su villa, Adriano tenía incluso un rincón llamado el «infierno», una
representación del Hades: probablemente podamos verlo aún en algunos de
los túneles subterráneos del lugar. Sus gustos en materia de filosofía se
decantaban por la escuela epicúrea, para la cual el miedo a la muerte era una
«perturbación» injustificada y los cuentos sobre la vida en el más allá no eran
más que fábulas destinadas a las masas supersticiosas.
Adriano ya había dado respuesta a las peticiones provenientes de sus
provincias en torno a la persecución de la «superstición más perversa», las
creencias de los miembros de las iglesias cristianas. Las respuestas del
emperador insistían una y otra vez en que los juicios debían comportar
acusadores individuales, personas que presentaran formalmente cargos en
público contra aquellos cristianos. Contrariamente a los deseos de ciertos
líderes provinciales, insistía en que la persecución de los cristianos debía ser
un proceso formal, realizado públicamente con arreglo a unas normas. A través
de sus sentencias, sus cartas y sus edictos, Adriano era el que creaba ahora
las leyes en virtud de las cuales se hacía justicia. Como emperador, era libre
frente a las leyes; como hombre culto, era personalmente libre frente al miedo
al infierno. No obstante, en un famoso poema, dirigía unas palabras de
consuelo a su «almita», que en el futuro iba a vagar por un más allá gélido y
triste.
Largos siglos de cambio en el ámbito de la justicia, la libertad y el lujo se
ocultan tras el panorama que veía Adriano desde el jardín de su villa. Pero no
tenía idea de que los cristianos, cuya persecución había regulado, iban a dar
un vuelco a ese mundo a través de la mayor reorganización de la libertad y la
justicia: el «infierno» no sería nunca más la fantasía de un diseñador de
jardines.

BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA
Detallo a continuación los libros y artículos más importantes para. cada
capítulo; en ellos aparecen otras muchas fuentes que a menudo he incluido. El
espacio me ha obligado a realizar una selección de obras, pero las notas de los
capítulos y la bibliografía pueden dirigir al lector a las fuentes y a los estudios
de los principales temas que se tratan en este libro. El Diccionario del mundo
clásico, editado por S. Hornblower y A. J. Spawforth (Crítica, Barcelona, 2002),
es un óptimo punto de partida para familiarizarse con los distintos temas y
personajes, pues ofrece unos artículos excelentes perfectamente resumidos.
Asimismo recomiendo la segunda edición actualizada de The Cambridge
Ancient History, volúmenes III.2-XI (1982-2000). Muchos de sus capítulos
pueden ser el siguiente paso para los que deseen saber más. Existen muchos
otros estudios del mundo clásico, o de partes de él, compuestos por uno o dos
volúmenes. John Boardman, Jasper Griffin y Oswyn Murray (eds.), The Oxford
History ofthe Classical World (1986), tiene capítulos muy interesantes y sigue
conservando su valor. Paul Cartledge (ed.), Cambridge Illustrated History of
Ancient Greece (1998), trata más detalladamente cuestiones como el mundo
material y la mano de obra, sobre las que yo no he profundizado tanto. Greg
Woolf, Cambridge Illustrated History of the Román World (2003), es
actualmente el volumen temático que mejor lo complementa. Nigel Spivey y
Michael Squire, Panorama del mundo clásico (Blume, Barcelona, 2005), es un
estudio temático con numerosas ilustraciones. Charles Freeman, Egypt,
Greece andRome (2004), es un buen estudio en un volumen en el que se
incluyen otros mundos no clásicos. Muchos han mostrado su interés por Mary
Beard y John Henderson, Classics: A Very Short Introduction (1995). The Very
Short Introduction to Ancient Warfare, de Harry Sidebottom (2004), es una obra
increíblemente buena.
La mejor obra generalista de historia del arte griego es Martin Robertson, El
arte griego: introducción a su historia, vols. 1 y 2 (Alianza, Madrid, 1991). En
lengua inglesa, no hay una obra tan completa sobre arte romano con la que se
la pueda comparar, pero Paul Zanker, The Power of Images in The Age of
Augustus (1988) ha causado una gran impresión. La escultura está
perfectamente estudiada en W. Fuchs, Skulptur der Griechen (1993, 3.a ed.),
una guía de un solo volumen muy completa en la que se incluyen numerosas
fotografías. B. S. Ridgway, The Archaic Style in Greek Sculpture (1993),
Fourthcentury Styles in Greek Sculpture (1997) y Hellenistic Sculpture,
volúmenes I-III (1990-2002), constituyen las tres un excelente punto de partida
por etapas. J. G. Pedley, Greek Art and Archaeology (2002, 3.a ed.) es otra
obra que puede guiarnos muy bien, junto con un sinfín de estudios de J.
Boardman, especialmente The Diffusion of Classical Art in Antiquity (1994). En
la actualidad encontramos dos guías sobre arqueología en lengua inglesa
sumamente interesantes, dirigidas al experto, pero accesibles para todos:
Amanda Claridge, Rome: An Oxford Archaeological Guide (1998) y Antony
Spawforth y Christopher Mee, Greece: An Oxford Archaeological Guide (2001),
obra de gran utilidad, un manual importantísimo que nos introduce en la
«cultura material» griega visible.
Varios editores publican actualmente colecciones sobre los distintos períodos o
los temas más importantes de la historia de la Antigüedad. Los «temas clave»
de la Cambridge University Press son accesibles y compactos, y Keith Bradley,
Esclavitud y sociedad en Roma (Península, Barcelona, 1998), Peter Garnsey,
Food and Society in Classical Antiquity (1999) y Jean Andreau, Banking and
Business in the Román World (1999) son particularmente útiles para diversos
temas que he comprimido en estas páginas. Routledge publica una excelente
colección que amplía lo que aquí resumo: Robin Osborne, La formación de
Grecia, 1200-479 a.C. (Crítica, Barcelona, 1998); Simón Hornblower, The
Greek World after Alexander, 323-30 BC (2000); T. J. Cornell, Los orígenes de
Roma, c. 1000-264 a.C. (Crítica, Barcelona, 1999); Martin Goodman, The
Román World, 44 BC-AD 180 (1997). Fontana ha publicado una brillante
colección de estudios interpretativos más breves que también recomiendo:
Oswyn Murray, Grecia arcaica (Taurus, Madrid, 1998); J. K. Davies, La
democracia y la Grecia clásica (Taurus, Madrid, 1998); F. W. Walbank, The
Hellenistic World (ed. de 1992); Michael Crawford, The Román Republic (1978);
Colin Wells, The Román Empire (1992). Todos ellos constituyen la mejor
introducción resumida a esos períodos. Blackwells ha comenzado la
publicación de una serie más numerosa de manuales, entre los que destaca
Andrew Erskine (ed.), A Companion to the Hellenistic World (2003), y está
prevista la aparición de otros dos volúmenes muy prometedores. P. J. Rhodes,
A History of the Classical Greek World, 478-323 BC (2005) debe seguir siendo
considerado el estudio básico de este complejo período.
Junto con los volúmenes de Fontana, Routledge y Blackwells, recomiendo muy
particularmente una serie de colecciones de importantes artículos de la
Edinburgh University Press, entre los cuales cabría destacar por su brillantez P.
J. Rhodes (ed.), Athenian Democracy (2004), Michael Whitby (ed.), Sparta
(2001), Walter Scheidel y Sitta von Reden (eds.), The Ancient Economy (2002),
Mark Golden y Peter Toohey (eds.), Sex and Difference in Greece andRome
(2003) y Clif-ford Ando (ed.), Román Religión (2003).
Varias obras más antiguas siguen conservando su valor excepcional, de las
cuales recomiendo especialmente L. H. Jeffery, The Archaic States of Greece
(1976), E. R. Dodds, Los griegos y lo irracional (Alianza, Madrid, 2002); A.
Andrewes, The Greeks (1967); W. G. Forrest, The Emergence of Greek
Democracy (1968); W. W. Tarn y G. T. Griffith, Hellenistic Civilization (1952); E.
J. Bickerman, The Jews in the Greek Age (1988), una verdadera obra maestra;
P. A. Brunt, Social Conflicts in the Román Republic (1971) y J. P. V. D.
Balsdon, Life and Leisure atRome (1969), que sigue sin tener parangón.
Para los tres temas principales que trato en el presente libro, debo citar, a
propósito de la libertad, a Kurt Raaflaub, The Discovery of Freedom in Ancient
Greece (2004), con el que he mantenido a veces unas pocas divergencias, y a
P. A. Brunt, The Fall of the Román Republic (1988), 281-350, junto con C.
Wirszubski, Libertas as a Political Idea atRome during the Late Republic and
Early Principate (1950), con una buena reseña de A. Momigliano en Journal of
Román Studies (1951), 144-153. Paul S. Rahe, Republics Ancient and Modern,
volumen I (1994), es importante y constituye un verdadero desafío. Los
cambios en la administración de la justicia son un tema de gran complejidad, y
soy consciente de que a menudo lo he resumido demasiado. D. M. Mac-Dowell,
SpartanLaw (1986) y TheLaw in Classical Athens (1978) son dos obras
accesibles, junto con el viejo, pero no por ello menos brillante, estudio de R. J.
Bonner y G. Smith, The Administration ofJustice from Homer to Aristotle,
volúmenes I-II (1930-1938). Para Roma, John A. Crook, Law and Life ofRome
(1967), conserva intacto su valor, junto con Alan Watson, Rome ofthe XIITobles
(1975) para la época primitiva, y los excelentes capítulos de investigación de
Duncan Cloud y John Crook en Cambridge Ancient History, volumen IX (1994),
498-563, y Bruce W. Frier, ibídem, volumen X (1996), 959-979.
Para el tema del lujo recomiendo A. Dalby, Empire of Pleasures (2000), así
como D. Braund y J. Wilkins, (eds.), Athenaeus and His World (2000), junto con
L. Foxhall, en N. Fisher y H. van Wees, Ar-chaic Greece: New Approaches and
New Evidence (1998), 295-309, James Davidson, Courtesans and Fishcakes
(1998), J. Tondriau, en Revue des Etudes Anciennes (1948), 49-52, sobre los
Ptolemeos, y A. Passerini, en Studi italiani di filología classica (1934), 35-56. R.
Bernhardt, Luxuskritik und Aufwandsbeschrankungen in der Griechis-chen Welt
(2003) es también una obra a destacar. Para Roma, la bibliografía indicada en
el capítulo 31, «Lujo y libertinaje», representa un buen punto de partida.
Por supuesto, siguen siendo fundamentales las fuentes antiguas, incluidas las
inscripciones. Sus principales autores están traducidos al inglés en la colección
de Clásicos Penguin, o junto con los textos originales en la de la Loeb Library,
cuyos dos volúmenes sobre Amano por P. A. Brunt y los correspondientes a las
cartas de Cicerón y a los epigramas de Marcial por D. R. Shackleton Bailey
constituyen unos soberbios comentarios académicos por propio derecho.

ADRIANO Y EL MUNDO CLÁSICO


Elizabeth Speller, Following Hadrian: A Second-Century Journey through the
Román Empire (2002) es un buen relato, mientras que Anthony R. Birley,
Hadrian: The Restless Emperor (1997) constituye un excelente estudio de los
hechos; Mary T. Boatwright, Hadrian and the Italian Cities (1989), Hadrian and
the City ofRome (1987) y Hadrian and the Cities ofthe Román Empire (2000),
son otras fuentes también indispensables. Los numerosos estudios de R. Syme
constituyen asimismo una fuente importante, y actualmente se encuentran
disponibles en sus Román Papers 11.617-628; III.1303-1315 y 1436-1446;
IV.94-114 y 295-324; V.546-578; VI.103-114, 157-181, 346-357, 398-408. W. L.
MacDonald y John A. Pinto, Hadrian's Villa andlts Legacy (1995) hacen
particular hincapié en la arquitectura; para Britania, véase David Breeze y Brian
Dobson, Hadrián's Wall (2000, 4.a ed.); A. J. Spawforth y S. Walker, en Journal
of Román Studies (1985), 78-104, sigue siendo un estudio brillante sobre
Adriano y Atenas; y J. M. C. Toynbee, The Hadrianic School: A Chapter in the
History of GreekArt (1934), todavía no ha sido superado. Para el término
«clásico», véase actualmente P. R. Hardie, «Classicism», en Oxford Classi-cal
Dictionary (1996, 3.a ed.), 336, junto con Tonio Hólscher, The Language of
Images in Román Art (2004, traducción inglesa). R. Lam-bert, Beloved and
God: The Story ofAntinous and Hadrian (1984) merece un examen detallado. L.
Robert, en Bulletin de Correspondance Hellénique (1978), 437-452, constituye
un brillante estudio acerca de Adriano el Cazador en Asia Menor.

CAPÍTULO 1. LA ÉPICA HOMÉRICA


Jasper Griffin, Homero (Alianza, Madrid, 1996) es todo un clásico; Jasper
Griffin, Homer: The Odyssey (1987), es un ensayo de gran utilidad. J. B.
Hainsworth, The Idea of Epic (1991), aborda el tema de la composición.
Douglas L. Cairns, Oxford Readings in Homers Iliad (2001), ofrece una buena
selección de ensayos; Robert Fowler (ed.), The Cambridge Companion to
Homer (2004), es uno de los estudios más recientes. Los mejores comentarios
los encontramos en los tres volúmenes de A Commentary on Homers Odyssey,
traducidos al inglés y reeditados por Clarendon Press, Oxford (1985-1993), y la
obra en seis volúmenes The Iliad: A Commentary, bajo la dirección de G. S.
Kirk, de Cambridge (1985-1993). J.-P. Crielaard (ed.), Homeric Ques-tions
(1995), 201-289, es imprescindible para la cronología del siglo VIH. Barbara
Graziosi, Inventing Homer: The Early Reception of Epic (2002), para la
«biografía» de Homero. En cuanto a la escena del proceso de ¡liada 18, H. J.
Wolff, en Traditio (1946), 31-87, sigue siendo fundamental.

CAPÍTULO 2. LAS COLONIAS GRIEGAS


Para las polis, véase M. H. Hansen, en Historia (2003), 257-282, donde resume
las investigaciones llevadas a cabo por su equipo desde 1993; John Boardman,
Los griegos en ultramar: comercio y expansión antes de la era clásica (Alianza,
Madrid, 1999) es una obra fundamental; R. Osborne, Greece in the Making,
1200-479 BC (1996), 19-136, y sobre todo I. Lemos, The Protogeometric
Aegean: The Archaeology of the Late Eleventh and Tenth Centuries BC (2002),
son imprescindibles para la época «oscura». M. Popham, en Gocha R.
Tsetskhladze y F. de Angelis (eds.), The Archaeology ofGreek Colonization
(1994), 11-34, resume los trabajos de Lefkandi, en Eubea; M. A. Aubet, The
Phoeni-cians and the West: Politics, Colonies and Trade (ed. de 1996). Para la
identidad de los griegos, véase especialmente R. Fowler, «Genealógica!
Thinking: Hesiod's Catalogue and the Creation of the Hellenes», en
Proceedings of the Cambridge Philological Society, AA (1998), 1-20. G. R.
Tsetskhladze y A. M. Snodgrass (eds.), Greek Settlements in the Eastern
Mediterranean and the Black Sea (2002). Otar Lordkipa-nidze, Phasis: The
River and City in Colchis (2000). L. Robert, en Bulletin de Correspondance
Hellénique (1978), 535-538, es un brillante estudio acerca de la producción
vinícola de Koumi, en Eubea; Günter Kopcke, en Erica Ehrenberg (ed.),
Leaving No Stones Unturned... (2002), 109-118, hace un estudio de los
fragmentos de cerámica hallados en Galilea; D. Ridgway, The First Western
Greeks (1992), habla del trabajo en Ischia; W. Burkert, The Orientalizing
Revolution (1992), nos lleva a la reflexión; Irad Malkin, en Peter Derow y Robert
Parker (eds.), Herodotus and His World (2003), 153-170, contradice, lo mismo
que yo, la idea equivocada de que las colonias eran siempre no oficiales, y de
que todos los testimonios escritos deben considerarse, por su naturaleza y
organización, relatos ficticios de época posterior o leyendas «arregladas». Para
Acragante, Síbaris y todo lo occidental, véase T. J. Dunbabin, The Western
Greeks (1948), especialmente las páginas 75-83 y 305-325.

CAPÍTULO 3. LOS ARISTÓCRATAS


Jacob Burckhardt, The Greeks and Greek Civilization, resumido y traducido al
inglés por Sheila Stern (1998), 160-213, es un manual clásico, aunque merece
la pena consultar la versión original en alemán porque no está resumida. Walter
Donlan, The Aristocratic Ideal in Ancient Greece (1980) es un buen ensayo
moderno, cuya reedición (1999) incluye estudios posteriores realizados por el
autor. Robert Parker, Athe-nian Religión: A History (1996), capítulos 2-3,5 y
páginas 284-327, expone los detalles y los problemas de los gene en la ciudad-
estado que mejor conocemos; F. Bourriot, Recherches sur la nature du genos
(1976) no es en ningún caso un estudio definitivo. R. Lañe Fox, en R. Brock
and S. Hodkinson (eds.), Alternatives to Athens (2000), 35-51, para la actitud
archiaristocrática de Teognis; tengo que decir que no estoy muy convencido,
como tampoco lo estaría Teognis, de lo que dice H. van Wees, ibídem, páginas
52-67, ni de su intento de catalogarlo como un mafioso más; Teognis, versos
183-188, es eugenésico, como sabía Jenofonte, en Stobaeus Florilegium
88.14, aunque defiende una nueva interpretación. La «aristocracia» no puede
sacarse del contexto de la historia de la Grecia arcaica («eupátrida»). Nigel
Spivey, The An-cient Olympics (2004), es actualmente uno de los mejores
manuales sobre todo lo relacionado con el atletismo; 0. Murray (ed.),
Sympotica: A Symposium on the Symposium (1990), para los banquetes; en
cuanto a la caza, véase R. Lañe Fox, en J. B. Salmón y Graham Shipley (eds.),
Human Landscapes in Classical Antiquity (1996) 119-153; K. J. Dover,
GreekHomosexuality (19-78), 49-135, es un estudio fundamental, pero con la
importante crítica realizada por James Davidson, en Past and Present (2001),
3-51. Sitta von Reden, Exchange in Ancient Greece (1995), 1-78, para los
regalos; Paul Cartledge, en Peter Garnsey, Keith Hopkins y C. R. Whittaker
(eds.), Trade in the Ancient Economy (1983), 1-15, para el comercio y la
política; Philip de Souza, en Nick Fisher y Hans van Wees, Archaic Greece
(1998), 271-294, analiza, con menos optimismo, los problemas de las antiguas
batallas navales.

CAPÍTULO 4. LOS DIOSES INMORTALES


Mary Lefkowitz, Greek Gods, Human Lives: What We Can Learn from the
Myths (2003) también aprecia la fuerza constante de este aspecto de la
imaginación de los griegos; Jan N. Bremmer, The Rise and Fall of the Afterlife
(2002), junto con N. J. Richardson, en P. E. Easter-ling y J. V. Muir (eds.),
Greek Religión andSociety (1985), 50-66. Simón Price, Religions oftheAncient
Greeks (1999); W. Burkert, Greek Religión: Archaic and Classical (1985) es el
clásico manual; A. D. Nock, Essays on Religión and the Ancient World, ed. Z.
Stewart, volúmenes I y II (1972) es otro clásico, al igual que R. C. T. Parker,
Athenian Religión: A History (1996), junto con su «Gods Cruel and Kind», en C.
Felling (ed.), Greek Tragedy and the Historian (1997), 143-160. W. H. D.
Rouse, Greek Votive Offerings (1902). F. Graf, «Dionysian and Or-phic
Eschatology: New Texts and Oíd Questions», en T. H. Carpenter y C. A.
Faraone (eds.), Masks of Dionysos (1993), 239-258, marca un nuevo punto de
partida. J. Gould, Myth, Ritual, Memory and Exchange (2001), 269-282, y E.
Csapo, en Phoenix (1997), 253-295, son buenos estudios sobre Dioniso; R.
Lañe Fox, Pagans and Christians (1986), 102-167, para la presencia de los
dioses; H. W. Parke, Greek Órneles (1967), The Oracles ofZeus (1967) y The
Oracles of Apollo in Asia Mi-nor (1983), junto con Robert Parker, en P.
Cartledge y F. D. Harvey, Crux: Essays Presented toG.E. M. de Sainte Croix
(1985), 298-326.

CAPÍTULO 5. TIRANOS Y LEGISLADORES


A. Andrewes, The Greek Tyrants (ed. 1974); H. W. Picket, «The Archaic
Tyrannis», en Talanta l (1969), 19-61; J. B. Salmón, «Politi-cal Hoplites», en
Journal of Hellenic Studies (1977), 84-101; J. B. Salmón, Wealthy Corinth
(1984), 186-230, y Graham Shipley, A History of Sanios (1987), 69-102, son
dos buenos estudios de las principales tiranías; Hermann J. Kienast,
«Topography and Architecture of the Archaic Heraion at Samos», en María
Stamatopoulou y Marina Yeroula-nou (eds.), Excavating Classical Culture
(2002), 311-326, es un ensayo relevante. Para Solón, véanse A. Andrewes, en
Cambridge An-cient History, volumen III.3 (1982), 375-391, y P. J. Rhodes, A
Com-mentary on the Aristotelian Athenaion Politeia (ed. 1993), 118-178, que
superan los estudios realizados hasta su publicación, la mayoría de los cuales
refutan; O. Murray, en Paul Cartledge, Paul Millett y Ste-phen Todd (eds.),
Nomos: Essays in Athenian Law, Politics and Society (1990), 139-146, aporta
más información al respecto; A. Zim-mern, The Greek Commonwealth (1911),
125-138, es un buen estudio sobre el «juego limpio», junto con el estudio
clásico de W. G. Forrest, Bulletin de Correspondance Hellénique (1956), 33-52,
cuyas aventuradas conjeturas sigo queriendo creer; R. F. Willetts, The Law
Code of Gortyn (1967) ofrece una traducción del magnífico texto sobre el que le
doy la razón a Edmond Levy, «La Cohérence du code de Gortyne», en Edmond
Levy (ed.), La Codification des lois dans l'antiquité (2000), 185-214; G. E. M. de
Sainte Croix, Athenian Democratic Ori-gins (2004) está perfectamente en lo
cierto en lo referente a las clases propietarias (páginas 5-72), equivocado en lo
tocante a los «zeugite» (página 50) y absolutamente equivocado, aunque
muestra cautela, en los referente a los hektemoroi ('sixth-part payers') cuando
los califica básicamente de deudores (páginas 109-127). La colección entera
constituye todo un clásico.

CAPÍTULO 6. ESPARTA
W. G. Forrest, A History of Sparta (ed. 1980); M. Whitby (ed.), Sparta (2002);
Paul Cartledge, The Spartans: An Epic History (2002) y Spartan Reflections
(2001); Antón Powell y Stephen Hodkinson (eds.), Sparta beyond the Mirage
(2002); Antón Powell (ed.), Classical Sparta: Techniques behindHer Success
(1989) es una buena colección, especialmente los ensayos sobre la risa, la
bebida y el fomento de la armonía, así como un estudio muy perspicaz acerca
de la religión espartana, obra de Robert Parker. Parteneion, la obra
encantadora, y sólo comprensible en parte, de Alemán, ha sido recientemente
objeto de un análisis más profundo por G. O. Hutchinson, Greek Lyric Poetry
(2001); G. Devereux, en Classical Quarterly (1965), 176-184, es un excelente
estudio sobre los caballos; Daniel Ogden, en Journal of Hellenic Studies (1994),
85-91, nos guía perfectamente a través de los problemas que tuvo la Gran
Rhetra; Nino Luraghi y Susan Alcock (eds.), Helots and Their Masters (2003),
trata un tema muy poco documentado; Robin Osborne, «The Spartan
Exception?», en Marja C. Vink (ed.), Debating Dark Ages (1996-1997), 19-23,
resume con claridad los testimonios arqueológicos que han llegado a nuestras
manos.

CAPÍTULO 7. LOS GRIEGOS ORIENTALES


John M. Cook, The Greeks in Ionia and the East (1960) y G. L. Huxley, The
Early Ionians (1966) contienen numerosos detalles; Gra-ham Shipley, A History
ofSamos (1983), y C. Roebuck y H. Kyrieleis, en J. Boardman y C. E.
Vaphopoulou-Richardson (eds.), Chios (1984), 81-88 y 187-204, son
excelentes estudios sobre las islas; Ellen Greene (ed.), Re-reading Sappho:
Contemporary Approaches (1996), especialmente los capítulos 7 y 8. Edward
Hussey, The Presocratics (ed. 1996), es sumamente claro; Jonathan Barnes,
Early Greek Philosophy (2001, ed. revisada), y Los presocráticos (Cátedra,
Madrid, 2002) son obras más completas; Alan M. Greaves, Miletos: A History
(2002), es una obra recomendable para Mileto, aunque no ha conseguido
desplazar al estudio más antiguo y arriesgado de Adelaide G. Dunham, The
History of Miletus Down to the Anabasis of Alexander (1919); R. M. Cook and
Pierre Dupont, East Greek Pottery (2002). Thomas Braun, «Hecataeus'
Knowledge of the Western Mediterranean», en Kathryn Lomas (ed.), Greek
Identity in the Western Mediterranean (2004), 287-348, es un ensayo
importantísimo; Robert Leighton, Tarquinia: An Etruscan City (2004), junto con
Sybille Haynes, Etruscan Civiliza-ñon: A Cultural History (2000), un excelente
estudio general, y su novela perfectamente documentada sobre la vida etrusca,
The Augur's Daughter (1987), son obras también muy recomendables.

CAPÍTULO 8. HACIA LA DEMOCRACIA


I. Malkin, Myth and Territory in the Spartan Mediterranean (1994); W. G.
Forrest, A History of Sparta (1968), 69-95, todo un clásico; Adrienne Mayor, El
secreto de las ánforas (Grijalbo, Barcelona, 2002) un brillante estudio sobre
«huesos»; Martin Ostwald, Autonomía: Its Génesis and Early History (1982),
con el que no he estado de acuerdo; R. J. Lañe Fox, así como O. Murray, en
John T. A. Koumou-lides, The Good Idea: Democracy and Ancient Greece
(1995) para Cléistenes, y Orlando Patterson, Freedom In The Making of
Western Culture (1991) con el que no coincido; W. G. Forrest, The Emergence
ofGreek Democracy (1963) sigue siendo el manual clásico de referencia, junto
con el importantísimo ensayo de A. Andrewes, en Classical Quarterly (1977),
241-248 y con H. T. Wade-Gery, Essays in Greek History (1958), 135-154, una
colección que sigue siendo sumamente cautivadora; D. M. Lewis, en Historia
(1963), 22-40, es el estudio clásico para la infraestructura; P. J. Rhodes (ed.),
Athenian Democracy (2004) aporta una buena selección de artículos; G. E. M.
de Sainte Croix, Athenian Democratic Origins (2004), 180-214, es excelente
para el ostracismo; Mogens H. Hansen, The Athenian Democracy in the Age of
Demosthenes (1991; ed. revisada 1999), para las instituciones; J. K. Davies, en
Peter Derow y Robert Parker, Herodo-tus and His World (2003), 319-336, para
el desarrollo de los Estados en el siglo VI a.C.; D. Mertens, en Bolletino d'arte
(1982), 1-57, para Metaponto; Eric W. Robinson, The First Democracies (1997),
para las «primeras» rivales, pero no acepto las pruebas que presenta.

CAPÍTULO 9. LAS GUERRAS MÉDICAS


P. Briant, From Cyrus to Alexander: A History ofthe Persian Em-pire, traducción
inglesa de Peter T. Daniels (2002), es un gran trabajo de investigación que
aporta numerosas interpretaciones nuevas y contundentes; E. J. Bickermann,
en Journal of Biblical Literature (1945-1946), 249-275, es todo un clásico para
Ciro y los judíos; O. Murray, en Cambridge Ancient History, volumen IV (1988),
461-490; J. L. Myres, en Palestine Exploration Quarterly (1953), 8-22, un
estudio brillante, y W. G. Forrest, en International History Review (1979), 311-
325, otro ensayo importante: todos ellos tratan sobre las revueltas en Asia
Menor; A. R. Burn, Persia and the Greeks: The Defence ofthe West (1984, 2.a
ed.) es excelente para el tema de las guerras; Philip de Souza, The Greek and
Persian Wars, 499-386 BC (2003), ofrece una sencilla panorámica general; N.
G. L. Hammond y J. P. Barron, en Cambridge Ancient History, volumen IV
(1988), 461-490 y 592-622, son excelentes por los detalles que aportan; D. B.
Thompson, en The Aegean and the Near East: Studies Presented to Hatty
Goldman (1956), 281-291, es todo un clásico para saber más sobre los
expolios de los persas en Atenas; E. Hall, Inventing the Barbarían: Greek Self-
Definition through Tragedy (1989) es una obra válida para la cerámica' pintada
y el teatro, aunque sólo en Atenas; Margaret C. Miller, Athens and Persia in the
Fifth Century BC (1997), diserta sobre el impacto que supusieron los persas.

CAPÍTULO 10. LOS GRIEGOS DE OCCIDENTE


E. A. Freeman, A History ofSicily, volumen II (1891), 49-222, sigue siendo
magistral; Georges Vallet, en Pindare: Huit exposés, En-tretiens Fondation
Hardt XXXI (1984), 285-327, es también un excelente estudio, especialmente
cuando se refiere a Píndaro como témoin oculaire del Etna en erupción, a
Píndaro enamorado (de otro hombre) mientras los demás estaban en guerra en
Maratón (página 312: «oui, Pindare a aimé ce jeune homme sage et bon, ami
des Muses», Trasíbu-lo de Agrigento) y luego cuando habla de Píndaro
enfrentado a una democracia desconcertante (páginas 316-317), junto con el
brillante trabajo de W. S. Barrett, en Journal of Hellenic Studies (1973), 23-35.
Para Píndaro y el más allá, véase Hugh Lloyd-Jones, ibídem (1984), 245-283.
J. G. Pedley, Paestum: Greeks andRomans in Southern Italy (1990) constituye
un excelente trabajo sobre una localidad característica; J. J. Coulton, Greek
Architects at Work (1977), 82-88 y 141-144, para la construcción de templos;
M. W. Frederiksen, Campania (1984), 85-133, para los griegos establecidos en
Italia y Etruria; para la Roma arcaica, véanse T. J. Cornell, Los orígenes de
Roma (Crítica, Barcelona, 1999), capítulos 3-11, aunque por supuesto no estoy
de acuerdo con su idea de que la «Roma etrusca» fue un «mito»; Christopher
J. Smith, Early Rome andLatium (1996), sobre todo para los alrededores de
Roma; A. Grandazzi, The Foundation of Rome: Myth and History (1997); así
como el maravilloso trabajo de Alan Watson, Rome of the XII Tables: Persons
and Property (1975), junto con el estudio magistral de A. W. Lintott, The
Constitution ofthe Román Republic (1999), 27-146. Para las Doce Tablas en
concreto, véase asimismo el excelente trabajo de M. H. Crawford, Román
Statutes, volumen II (1996), 555-722.

CAPÍTULO 11. CONQUISTA E IMPERIO


P. J. Rhodes, The Athenian Empire (1985), ofrece un excelente análisis; R.
Meiggs, The Athenian Empire (1975), es todo un clásico, especialmente los
capítulos 11-23 y las páginas 413-589; debo confesar que no creo en la
existencia de una «Liga Delia», ni en las actividades su-perfluas de Arístides,
mitificadas en Aristóteles, Athenaion Politeia 23.4-5, y que por lo tanto
comparto la lúcida visión de A. Giovannini y G. Gottlieb, en Sitzungsberichte
der Heidelberger Akademie der Wissenschaften: Phil.-Hist. Klasse (1980), 7-45,
que tantos debates suscita actualmente. P. J. Stylianou, The Age ofthe
Kingdoms (1989), 428-458, ofrece una buena visión desde el punto de vista de
Chipre; W. G. Forrest, en Classical Quarterly (1960), 232-241, es todo un
clásico, sobre todo para los «dos bandos» existentes en Atenas. J. K. Davies,
La democracia y la Grecia Clásica (Taurus, Madrid, 1998), capítulos 4, 5 y 6, es
una obra sumamente clarificadora. S. Brenne y P. Siewert, Os-trakismos-
Testimonien (2002, en imprenta) comprende un gran número de fantásticas
ostraka, mientras que G. E. M. de Sainte Croix, Athenian Democratic Origins
(2004), 180-214, desarrolla los orígenes de la institución; M. Ostwald, From
Popular Sovereignty to the Sovereignty ofLaw (1986), 28-83, para los cambios
constitucionales en Atenas; G. E. M. de Sainte Croix, en Historia (1954-1955),
1-40, sigue siendo el mejor trabajo sobre la «naturaleza» del Imperio, tras
décadas de debates y controversias; D. M. Lewis, Selected Papers in Greek
and Near Eastern History (1997), 9-21, para la «primera» guerra; Jeffrey M.
Hurwit, The Athenian Acrópolis (1999), 138-245, para sus transformaciones. E.
A. Freeman, The History ofSicily, volumen II (1891), 222-429, sigue siendo el
manual de referencia indiscutible para Occidente.

CAPÍTULO 12. UN MUNDO CULTURAL GRIEGO EN PROCESO DE CAMBIO


Deborah Boedeker y Kurt A. Raaflaub (eds.), Democracy, Empire andtheArts
inFifth Century Athens (1998); T. B. L. Webster, Athenian Culture and Society
(1973) sigue siendo recomendable; Martin Robertson, El arte griego, volumen I
(Alianza, Madrid, 1991), 292-362, y su The Art of Vase Painting in Classical
Athens (1992), son dos manuales importantísimos sobre la época clásica;
James Whitley, The Archaeo-logy of Ancient Greece (2001), 269-294,
considera, en cambio, que «definir a los "clásicos" es una tarea esquiva».
Terence Irwin, Classical Thought (1989), es una obra muy accesible, y E. R.
Dodds, Los griegos y lo irracional (Alianza, Madrid, 2002), 179-206, así como
The Ancient Concept of Progress (1973), 1-25, son sin duda todo un clásico, tal
vez incluso para J. Whitley. R. Netz, The Shaping of Deduction in Early Greek
Mathematics (1999), es de gran importancia. Para Herodoto, John Gould,
Herodotus (1989), junto con el útil estudio de Thomas Harrison, Divinity and
History (2000), y Rosalind Thomas, Herodotus in Context (2000), de la que
difiero en diversas cuestiones. R. L. Fowler, en Journal of Hellenic Studies
(1996), 62-87, está en contra de un Herodoto que fuera el «primero» en el
mundo de la historia. W. G. Forrest, in Phoenix (1984), 1-11, es muy importante
para la política de Herodoto. W. K. Pritchett, The Liar School of Herodotus
(1993), es determinante, y en las páginas 150-159 trata el tema del grupo de
carros en Atenas y la visita de Herodoto, razón por la cual lo sitúo en Atenas,
concretando acaso demasiado la fecha, en 438-437, antes de la construcción
de los nuevos Propileos (según la datación habitual); los antiguos creían que
realizó una visita en 446-445, quizá debido a un mero sincronismo con la Paz
de los Treinta Años. Margaret C. Miller, en American Journal of Archaeology
(1999), 223-254, analiza con brillantez las escenas de travestismo. J. Gould, en
Journal of Hellenic Studies (1980), 38-55, es un estudio fundamental sobre la
mujer ateniense, junto con Roger Just, Women in Ancient Law and Life (1989),
los ensayos que aparecen en lan McAuslan y Peter Walcot, Women in Antiquity
(1996) y otros muchos. R. Osborne, en Past and Present (1997), 3-33, apunta
hacia un cambio en la representación de la mujer, aunque en el marco de los
testimonios que han llegado a nuestras manos; tengo mis dudas a la hora de
asociarlo a la ley de ciudadanía, sobre la que habla G. E. M. de Sainte Croix,
Athenian Democratic Origins (2004), 233-253. Para la escultura, Andreas
Scholl, Die Korenhalle des Erechtheion (1998), junto con J. B. Connelly, en
American Journal of Archaeology (1996), 53-80, un trabajo brillante y
controvertido, que todavía no ha podido ser refutado por las voces críticas;
Stefano d'Ayala Valva, en Antike Kunst (1996), 5-13, es muy importante, junto
con W. Fuchs, Torsten Mattern (eds.), Munus ...fur Hans Wiegart (2000) 111-
112, donde se identifica a Erictonio en la procesión del friso. A. W. Pickard-
Cambridge, The Dramatic Festivals of Athens (1988, ed. revisada), 263-278,
sigue siendo una obra fundamental para temas como el público; en cuanto a la
tragedia y las «ideas políticas», véase S. Goldhill, en Christopher Rowe y
Malcolm Schofield (eds.), Cambridge History of Greek, and Román Political
Thought (2000), 60-88, para un análisis claro y preciso, pero véase también
Jasper Griffin, en Classical Quar-terly (1998), 39-61. Escribí este capítulo antes
de la aparición del artículo de P. J. Rhodes, en Journal of Hellenic Studies
(2003), 104-119, que tiene una importancia fundamental. Eric Segal (ed.),
Oxford Rea-dings in Aristophanes (1996), y Malcolm Heath, Political Comedy
in Aristophanes (1987), incitan a la reflexión; W. G. Forrest, en Klio (1970), 107-
116, resulta sin duda importante para el contexto de Knights; Nan Dunbar,
Aristophanes' Birds (1994), constituye un brillante análisis.

CAPÍTULO 13. PERICLES Y ATENAS


Hay una edición de la Vida de Pericles de Plutarco realizada por Frank J. Frost
(1980); Anthony J. Podlecki, Perikles and His Circle (1998) y An Age ofGlory:
Athens in the Time of Pericles (1975); A. W. Gomme, Historical Commentary
on Thucydides, volúmenes 1 y 2, para excelentes observaciones acerca de
Tucídides, 1.140-144, 2.35-46 y 2.60-64. Jeffrey M. Hurwit, The Acrópolis in the
Age of Pericles (2004).

CAPÍTULO 14. LA GUERRA DEL PELOPONESO


D. M. Lewis, en Cambridge Ancient History, volumen V (1992), 370-432, y A.
Andrewes, ibídem (1992), 433-498, son actualmente los mejores estudios; V.
D. Hanson, Matanza y cultura: batallas decisivas en el auge de la
denominación occidental (Turner, Madrid, 2004) es entretenido y controvertido;
H. van Wees, Greek Warfare: Myths and Realities (2004), especialmente a
partir del capítulo 12. Para Tucídides, G. E. M. de Sainte Croix, Origins of the
Peloponnesian War (1972), 5-34, es todo un clásico, como todo el libro en
general; Tim Rood, Thucydides: Narrative and Explanation (1998), es
importante; A. Andrewes y K. J. Dover, Commentary on Thucydides, volúmenes
IV y V (1981), es también una obra fundamental, aunque no estoy de acuerdo
en lo referente a Tucídides 8.97.2. El último trabajo de investigación que se ha
llevado a cabo es S. Hornblower, A Commentary on Thucydides (1991-1996,
por ahora). Para la brutalidad de los espartanos, véase Sherry Lee Bassett, en
Ancient History Bulletin (2001), 1-13; compárese con S. Hornblower, en Hans
van Wees, War and Vio-lence in Ancient Greece (2000), 57-82, en lo
concerniente a sus bastones, y con Clifford Hindley, en Classical Quarterly
(1994), 347-366, en lo concerniente a su vida sexual. Una visión memorable
sobre el impacto que tuvo la guerra la ofrece Gilbert Murray, en Journal of
Hellenic Studies (1944), 1-9; otra más basada en los hechos la encontramos en
Barry Strauss, Athens after the Peloponnesian War: Class, Faction and Policy,
403-386 BC (1987).

CAPÍTULO 15. SÓCRATES


C. C. W. Taylor, Sócrates (1998), es una excelente guía breve; Gregory
Vlastos, Sócrates (1991), es un estudio más completo y minucioso; R. C. T.
Parker, Athenian Religión: A History (1996), 152-218, es muy importante, junto
con E. R. Dodds, Los griegos y lo irracional (Alianza, Madrid, 2002) 179-206,
todo un clásico. W. G. Forrest, en Y ale Classical Studies (1975), 37-52, sigue
siendo el sobresaliente estudio del «abismo generacional», aunque fuera
compuesto en 1968 y se deje notar en él esta influencia; M. Ostwald, From
Popular Sove-reignty to the Sovereignty of Law (1986), 537-550, elabora un
interesante análisis de los individuos de la época. Paula Gottlieb, en Classical
Quarterly (1992), 278-279, es relevante para la ironía; Thomas C. Brickhouse y
Nicholas D. Smith, The Triol and Execution of Sócrates (2002), recoge diversas
fuentes y debates, incluido el punzante estudio de I. F. Stone, Juicio de
Sócrates (Mondadori, Barcelona, 1998); James A. Coliasco, Sócrates against
the Athenians (2001), y Malcolm Schofield, en T. P. Wiseman (ed.), Classics in
Progress (2002), 263-284, para Sócrates y otros. Paul Zanker, The Mask of
Sócrates (1995, traducción inglesa), es un excelente estudio sobre los retratos
elaborados más recientemente.

CAPÍTULO 16. LA LUCHA POR LA LIBERTAD Y LA JUSTICIA


S. Hornblower, The Greek World, 479-323 BC (2002,3.a ed.), 210-260, es una
excelente guía que nos lleva por los acontecimientos más complejos; J. K.
Davies, La democracia y la Grecia clásica (Taurus, Madrid, 1998), 134-260,
ofrece un análisis interpretativo; N. G. L. Hammond, A History of Greece to 322
BC (1967), 466-520, especialmente las páginas 663-665, para las cifras
militares de los principales estados; P. Carlier, Le IVéme siécle avant J.-C.:
Approches historio-graphiques (1996). J. Roy, en Roger Brock y Stephen
Hodkinson (eds.), Alternatives to Athens (2.000), 308-326, es importante para
Arcadia, junto con Frank W. Walbank, Selected Papers (1985), capítulos 1 y 2,
para la nacionalidad griega y el «federalismo» griego; Alexander Fuks, Social
Conflict in Ancient Greece (1984), junto con A. W. Lin-tott, Violence, Civil Strife
and Revolution in the Classical City (1982), capítulos 6 y 7; M. N. Tod,
International Arbitration among the Greeks (1913) sigue siendo de gran utilidad.

CAPÍTULO 17. LAS MUJERES Y LOS NIÑOS


Jenifer Neils y John H. Oakley, Corning ofAge in Ancient Greece: Images of
Childhood from the Classical Past (2003), cuenta con excelentes ilustraciones;
Mark Golden, Children and Childhood in Classical Athens (1990); Mark Golden,
en Greece and Rome (1988), 152-162, analiza el tema de la preocupación de
los antiguos por la muerte de los niños. Para el aborto, K. Kapparis, Abortion in
the Ancient World (2002), D. Ogden, Greek Bastardy (1996); J.-M. Hannick,
«Droit de cité et manages mixtes», en LAntiquité classique (1976), 133-148;
Mary R. Lefkowitz y Maureen A. Fant, Women'sLife in Greece and Rome: A
Sourcebook (1992); Ellen D. Reeder, Pandora: Wo-men in Classical Greece
(1995); Helen King, Hippocrates' Wornan: Reading the Female Body in Ancient
Greece (1998), es excelente en su análisis de las fantasías médicas; James
Davidson, Courtesans and Fishcalces (1998), 73-212, para la prostitución y el
sexo; Sian Lewis, The Athenian Wornan (2002), es muy bueno para la
iconografía; Pierre Brulé, Women of Ancient Greece (2003, traducción inglesa),
es un estudio lleno de reflexiones; Debra Hamel, Trying Neaira (2003), es una
obra excelente y clarificadora. Para la educación, H. I. Marrou, Histoi-re de L'
éducation dans L' antiquité (1965, ed. revisada), es todo un clásico. Matthew
Dillon, Girls and Women in Classical Greek Religión (2002), junto con el
excelente estudio de R. G. Osborne, en Classical Quarterly (1993), 392-405.
Para la familia del rey Filipo, véase Kate Mortensen, en Ancient History Bulletin
(1992), 156-171.

CAPÍTULO 18. FILIPO DE MACEDONIA


Los testimonios para Filipo y sus predecesores están maravillosamente
presentados en N. G. L. Hammond y G. T. Griffith, A History of Macedonia,
volumen II (1979), 113-722, con una explicación exhaustiva. Hay otras
biografías más breves, como, por ejemplo, G. L. Cawkwell, Philip of Macedón
(1978), y el notable estudio de N. G. L. Hammond, Philip of Macedón (1994), un
encomio; para el griego ma-cedonio, M. B. Hatzopoulos, en Atti XI Congresso
Internazionale di Epigrafía Greca e Latina, volumen I (1999), 257-273, y
Supplemen-tum Epigraphicum Graecum XLIX (1999), números 656-657; Rene
Ginouvés, Macedonia from Philip II to the Román Conquest (1993), permite que
nos hagamos una buena idea de los hallazgos realizados en Macedonia hasta
esa fecha; M. B. Hatzopoulos y Louisa D. Louko-poulos (eds.), Philip of
Macedón (1981), incluye excelentes ensayos por G. T. Griffith sobre Filipo
como general, y por M. Andronicos (máxima autoridad en la materia) sobre las
Tumbas Reales de Aigai; M. Andronicos, Vergina: The Royal Tombs and the
Ancient City (1989) y Vergina II: The Tomb of Persephone (1994), son
sorprendentemente reveladores, junto con A. N. J. W. Prag, J. H. Musgrave y
R. A. H. Neave, en Journal of Hellenic Studies (1984), 60-78; los intentos por
atribuir la Tumba II a Filipo III siguen estando basados en fundamentos poco
convincentes y se ocultan cada vez más tras las pruebas que se descubren en
estos yacimientos; O. Palagia, en E. J. Baynham y A. B. Bosworth, Alejandro
Magno (Alianza, Madrid, 2001), 189-200, es un ejemplo reciente.

CAPÍTULO 19. LOS DOS FILÓSOFOS


La bibliografía es muy numerosa aquí: dos excelentes introducciones breves
son R. M. Haré, Platón (Akal, Madrid, 2005), y Jonathan Barnes, Aristotle
(1982); Bernard Williams, Plato: The Invention of Philosophy (1998), es una
obra muy clara; Julia Annas, An Introduction to Plato's Repuhlic (1981), T. H.
Irwin, Plato's Ethics (1995), y R. B. Rutherford, The Art of Plato (1995), forman
una buena trilogía, para temas accesibles; Gail Fine (ed.), Plato 1 and 2 (1999),
ofrece una excelente selección de estudios, con una óptima introducción y
bibliografía; R. Kraut (ed.), The Cambridge Companion to Plato (1992), es
también un excelente trabajo; David Sedley, en T. Calvo y L. Brisson (eds.), In-
terpreting the Timaeus and Critias (1997), 327-339, para la «semejanza con
Dios», junto con el maravilloso estudio de A. J. Festugiére, La Ré-vélation de
L'Hermés Trismégiste, volúmenes I-IV (1949-1954), todo un clásico en la
materia. P. A. Brunt, Studies in Greek History and Thought (1993), 242-344, es
una obra magistral en lo referente a las leyes, las cartas y los discípulos de
Platón. Julia Annas y Robin Waterfield (eds.), Plato's Statesman (1995); M. M.
Markle, en Journal ofHel-lenic Studies (1976), 80-99, para Espeusipo. En
cuanto a Aristóteles, W. D. Ross, Aristotle (1923), resulta más fácil que J. L.
Ackrill, Aristotle the Philosopher (1981), una obra excelente; J. O. Urmson,
Aristones Ethics (1988), es bastante claro; Jonathan Barnes (ed.), The
Cambridge Companion to Aristotle (1995); para las mujeres, Robert Mayhew,
The Female in Aristotle's Biology (2004), ofrece nuevos y excelentes
planteamientos en no demasiadas páginas; para la democracia, A. W. Lintott,
en Classical Quarterly (1992), 114-128, es un óptimo trabajo.

CAPÍTULO 20. LOS ATENIENSES EN EL SIGLO IV


A. H. M. Jones, Athenian Democracy (1957), capítulos 1-2, sigue siendo un
buen punto de partida. Para la esclavitud, G. E. M. de Sainte Croix, The Class
Struggle in the Ancient Greek World (1981), 112-204; para la religión, R. C. T.
Parker, Athenian Religión: A History (1996), 218-255; para la ciudadanía, D.
Ogden, Greek Bastardy (1996), 166-188; para Apolodoro, R. J. Bonner,
Lawyers and Litigants in Ancient Athens (1927), y J. Trevett, Apollodorus Son of
Pasión (1992); para Esquines, R. J. Lañe Fox, en S. Hornblower y R. G.
Osborne (eds.), Ritual, Finance andPolitics (1994), 135-155; para la afición a la
bebida, James Davidson, Courtesans andFishcakes (1998), 36-73; para las
peleas de gallos, Nan Dunbar, Aristophanes' Birds (1995), 158; para las
Tanagras, el excelente catálogo del Louvre, «Tanagras» (2003); para el arte,
Martin Robertson, El arte griego, volumen I (Alianza, Madrid, 1991); para el
teatro, Pat Easterling, en A. H. Sommerstein, S. Halliwell etal. (eds.), Tragedy,
Comedy and the Polis (1993), 559-569, y Gregory W. Dobrov (ed.), Beyond
Aristophanes (1995), especialmente las páginas 1-46; para Menandro, T. B. L.
Webster, An Introduc-tion to Menander (1990); para la forma de legislar, P. J.
Rhodes, en Classical Quarterly (1985), 55-60; también P. J. Rhodes, en Journal
of Hellenic Studies (1986), 132-144, y M. M. Markle III, en Ancient So-ciety
(1990), 149-166, para la participación; para los impuestos, P. J. Rhodes, en
American Journal of Ancient History (1982), I; para la ostentación, D. M.
MacDowell (ed.), Demosthenes against Meidias (1990); para las minas de
plata, R. J. Hopper, en Annual of British School in Athens (1968), 293-326; Paul
Millett, Lending and Borro-wing in Ancient Athens (1991), aunque no comparto
la idea de Finley-de Sainte Croix que considera los préstamos marítimos una
forma de «seguro»; R. G. Osborne, en Chiron (1988), 279-323, es importante
para el arrendamiento, así como John Rich y Andrew Wallace-Hadrill, City and
Country in the Ancient World (1991), 119-146, para la economía decididamente
de no-subsistencia de los individuos acaudalados del Ática; Jack Cargill, The
Second Athenian League (1981), presenta un enfoque inglés; para los
sicofantes, D. Harvey, en P. Cartledge etal. (eds.), Nomos (1990), 103-122;
para la cuestión de las viejas enemistades, P. J. Rhodes, en P. Cartledge et al.
(eds.), Kosmos (1998), 144-167. Walter Eder (ed.), Athenische Demokratie im
4. Jahrhundert v. Chr.... (1995), contiene varios trabajos buenos; para la
armada, G. L. Cawk-well, en Classical Quarterly (1984), 334-345, es muy
importante. Para Demóstenes, A. W. Pickard-Cambridge, Demosthenes (1914),
sigue siendo la mejor «vida» en lengua inglesa; J. C. Trevett, en Historia
(1999), 184-202, es muy importante para su política exterior.

CAPÍTULO 21. ALEJANDRO MAGNO


Ulrich Wilcken, Alexander the Great (1932), es el mejor estudio resumido; R.
Lañe Fox, Alexander the Great (1973), y A. B. Bos-worth, Conquest and Empire
(1988), son de carácter biográfico y temático, respectivamente; la exhaustiva
obra de A. B. Bosworth, Historical Commentary on Arrian s History of Alexander
(1980-) es fundamental; P. A. Brunt, Arrian, volúmenes I-II (1976-1983; Loeb
Library), es una traducción con excelentes anotaciones y estudios, una obra
imprescindible; J. R. Hamilton, Plutarch, Alexander: A Commentary (1969), es
una guía para los problemas que pueden surgir en la mejor «vida» sucinta de
Alejandro; J. E. Atkinson, A Com-mentary on Q. Curtius Rufus' Historiae
Alexandri Magni (1980-), es una obra notable. J. Roisman (ed.), Brill's
Companion to Alexander the Great (2003), es una buena colección reciente de
artículos. Otras aportaciones recientes de importancia, que incitan a la reflexión
y suscitan controversias, son Georges Le Rider, Alexander le grand: Monnaies,
finance et politique (2003), Pierre Briant, Histoire de l'empire perse (1996), 713-
892, y P. M. Eraser, Cities of Alexander the Great (1996), una obra maestra en
cuanto a su información académica, pero por lo que se refiere a su tema
principal, compárese con N. G. L. Hammond, en Greek, Román and Byzantine
Studies (1998), 243-269, para numerosas cosas que omite, no siempre
acertadamente.

CAPÍTULO 22. LOS PRIMEROS SUCESORES DE ALEJANDRO


La mejor presentación sigue siendo la de Edouard Will, Histoire politique du
monde hellenistique, volumen I (1979, 2.a ed.), 1-120; F. Schachermeyr,
Alexander in Babylon (1970), hace una profunda reflexión; entre las biografías
de los Diádocos cabe señalar, R. Bi-llows, Antigonus the One-Eyed and the
Hellenistic State (1997), John D. Grainger, Seleukos Nikator (1990), y
especialmente Helen Lund, Lysimachus (1992); Pierre Briant, Rois, tribuís et
paysans (1982), 13-94, para Éumenes; A. B. Bosworth, The Legacy of
Alexander (2002), es una óptima colección; A. B. Bosworth y E. J. Baynham,
Alexander the Great in Fact and Fiction (2000), 207-241, invita a la reflexión
sobre el llamado «testamento» de Alejandro; E. Badián, en Harvard Studies in
Classical Philology (1967), 183-204, para los «planes»; y W. Will y J. Heinrichs
(eds.), Zu Alexander dem Grossen: Festschrift Gerhard Wirth, volumen I (1987),
605-625, para su «anillo»; Eliza-beth D. Carney, Wornen and Monarchy in
Macedonia (2000); Daniel Ogden, Polygamy, Prostitutes and Death (1999), y
Jim Roy, en Lin Foxhall y John Salmón (eds.), When Men Were Men (1998),
111-135, con distintos puntos de vista acerca de la poligamia. E. J. Bickerman,
Religions and Politics in the Hellenistic and Román Periods (1985), 489-522, es
todo un clásico, sobre todo para los Seléucidas y los Aqueménidas.

CAPÍTULO 23. LA VIDA EN LAS GRANDES CIUDADES


P. M. Eraser, Ptolemaie Alexandria, volúmenes 1-3 (1972), es la obra
fundamental; Christian Jacob y Francois de Polignac, Alexandria: The Third
Century BC (2000, traducción inglesa), no es tan significativa; J.-Y. Empereur,
Alexandria Rediscovered (1998) y Alexandria: Past, Present and Future (2002),
incluyen descubrimientos muy recientes, al igual que otro proyecto distinto, el
de Franck Goddio, Alexandria: The SubmergedRoyal Quarters (1998) y
Alexandria: The SubmergedCano-pie Región (2004); Judith McKenzie, en
Journal of Román Archaeology (2003), 35-63, es un excelente trabajo de
investigación de los testimonios existentes; P. Leriche, en J.-L. Huot, La Ville
neuve: Une idee de Vantiquité (1994), 109-125, es un estudio importante;
Gunther Holbl, A History ofthe Ptolemaie Empire (2001), hace de la familia real
un tema accesible en inglés. Paul Bernard, Olivier Guillaume, Henri Paul
Francfort, Pierre Leriche y otros ofrecen diversos aspectos de las
excavaciones, lamentablemente interrumpidas, de Ai Khanum, en Afganistán,
en Fouilles dAi Khanum (desde 1973 en adelante); E. E. Rice, The Grand
Procession of Ptolemy Philadelphus (1983); O. Murray, «Hellenistic Royal
Symposia», en P. Bilde (ed.), Aspectsof Hellenistic Kingship (1996), 15-27, es
importante; G. E. R. Lloyd, GreekScience afterAristo-tle (1973), sigue siendo
una obra general interesante; H. von Staden, He-rophilus: The Art of Medicine
in Early Alexandria (1989), da un gran paso adelante, así como V. Nutton,
Ancient Medicine (2004), para Era-sístrato; Lionel Casson, Las bibliotecas del
mundo antiguo (Bellaterra, Barcelona, 2003), es una obra sucinta y
clarificadora. G. O. Hutchinson, Hellenistic Poetry (1988), es un estudio
perspicaz y relevante; R. L. Hunter y M. Fantuzzi, Tradition and Innovation in
Hellenistic Poetry (2004), es un buen punto de partida. Las colecciones de Paul
Cartledge, P. Garnsey y E. Gruen (eds.), Hellenistic Constructs ... (1997), y
Peter Green (ed.), Hellenistic History and Culture (1993), nos muestran los
temas más interesantes que tocan actualmente las publicaciones inglesas. W.
W. Tarn, junto con G. T. Griffith, Hellenistic Civilization (1952, 3.a ed.), sigue
siendo una obra única de apasionante lectura.

CAPÍTULO 24. IMPUESTOS Y TECNOLOGÍAS


C. Préaux, L'Économic Royale des Lagides (1939), sigue siendo el estudio
básico, junto con el nuevo estudio de J. Bingen, Le Papyrus Revenue Laws:
Tradition grecque et adaptation hellenistique (1978); J. G. Manning, Land and
Power in Ptolemaic Egypt (2003), utiliza perfectamente testimonios no griegos;
Georges Le Rider, Alexandre Le Grand: Monnaie, finances et politique (2003),
214-265; D. J. Thompson, en P. A. Cartledge, P. Garnsey y E. Gruen (eds.),
Hellenis-tic Constructs ... (1997), 242-257, es un trabajo de investigación
notable. Para la tecnología, una visión minimalista la encontramos en M. I.
Finley, en Economic History Review (1965), 29-45, atacada con bastante
energía por Kevin Greene, en Economic History Review (2000), 29-59, aunque
no siempre convincentemente; su bibliografía es útilísima. O. Wikander,
Exploitation of Water-power or Technological Stagnation? (1984), es
importante; al igual que Michael J. T. Lewis, Millstone and Hammer: The
Origins of Water Power (1997), 20-58, para los textos alejandrinos; Andrew
Wilson en Journal of Román Stu-dies (2002), 1-32, otro enérgico revisionista de
las opiniones de Fin-ley; Paul Millett, seguidor de Finley, niega el «crecimiento»
en D. J. Mattingly y J. Salmón (eds.), Economies Beyond Agriculture in the
Classical World (2000), 17-48; R. B. Hitchner, «The Advantages of Wealth and
Luxury», en J. Manning e I. Morris (eds.). The Ancient Economy: Evidence and
Models (2002), intenta reconfirmarlo: K. D. White, Greek and Román
Technology (1984), sigue siendo un valioso estudio; Sir Desmond Lee, en
Greece andRome (1973), 65-77 y 180-192, es bueno para el mundo antiguo
«no-industrial». P. M. Fraser, Ptolemaic Alexandria I (1972), 132-188, para el
comercio de Alejandría, y 425-434 (ciencias aplicadas, pero no los «juguetes»,
por desgracia: 426).

CAPÍTULO 25. EL NUEVO MUNDO


L. Robert, «De Delphes á l'Oxus», en Comptes-Rendus de l'Academie des
Inscriptions et Belles Lettres (1968), 416-457, es todo un «clásico»; Barry W.
Cunliffe, The Extraordinary Voy age of Pytheas the Greek (2002) constituye un
relato de fácil lectura, pero llega a la conclusión, contrariamente a lo que yo
opino, de que Piteas llegó a Islandia; I. Pimouguet-Pédarres y F. Delrieux,
L'Anatolie, la Syrie, l'Égypte ... (2003) reúne una serie de artículos excelentes,
con comentario y bibliografía, que he tenido en cuenta; Claire Préaux, Le
Monde hellenistique: La Gréce et l'Orient, volúmenes 1-2 (1978), constituye un
notable panorama general, con una valiosísima bibliografía; E. J. Bickermann,
The Jews in the Greek Age (1988) es un clásico, incluso entre las obras del
autor. Para la difusión del griego, D. J. Thompson, en A. K. Bowman y G. Woolf
(eds.), Literacy and Power (1994), 67-83, es muy importante. C. Habicht,
Athens from Alexander to Antony (1997) aborda por primera vez un tema muy
fragmentado, y lo mismo ocurre con su importante obra Hellenistic Athens and
Her Philoso-phers (1988, traducción al inglés). E. R. Bevan, Stoics and
Sceptics (1913) es una obra cuya lectura sigue valiendo la pena, lo mismo que
la de A. J. Festugiére, Epicurus andHis Gods (1969, traducción inglesa); A. A.
Long, La filosofía helenística (Revista de Occidente, Madrid, 1977); W. Capelle,
«Der Garten des Theophrast», en Wolfgang Müller (ed.), Festschriftfür Félix
Zucker (1954), 47-82, es más favorable que J. E. Raven, Plants and Plant Lore
in Ancient Greece (2000); para Zenón, Claude Orrieux, Les Papyrus de Zénon
... (1983) and Zé-non de Caunos, Parepidemos (1985) son unos estudios
excelentes, junto con X. Durand, Des grecs en Palestine au III siécle: Le
dossier syrien de Zénon de Caunos (1997). Para un gran geógrafo, P. M. Fra-
ser, «Eratosthenes of Cyrene», en Proceedings ofthe British Academy (1970),
176-207; para la etnografía, Albrecht Dihle, «Zur hellenistis-chen
Ethnographie», en Grecs et Barbares, Entrétiens Fondation Hardt VIII (1965),
205-239, es una obra excelente; lo mismo sucede con A. Momigliano, La
sabiduría de los bárbaros (FCE, 1999). Para Hecateo, O. Murray, en Journal
ofEgyptian Studies (1970), 141, and J. Dillery, en Historia (1998), 255-275.
Para la India, Pascal Charvet y Fabrizia Baldissera, Arrien: Le voyage en Inde
d'Alexandre le Grand (2002) contiene una bibliografía excelente; K. Karttunen,
India in Early Greek Literature (1989); W. W. Tarn, The Greeks in Bactria and
India (1951, 2.a ed.) es una lectura interesantísima cuyo ingenio merece y
exige toda una vida de corrección. P. Brulé, «Enquéte démo-graphique sur la
famille grecque antique», en Revue des Etudes An-ciennes (1990), 233-258,
responde a una reflexión muy cuidadosa; siguiendo otras líneas, R. van
Bremen, en Andrew Erskine (ed.), A Companion to the Hellenistic World (2003),
313-330, forma parte de una colección excelente.

CAPÍTULO 26. LA EXPANSIÓN DE ROMA


T. J. Cornell, Los orígenes de Roma (Crítica, Barcelona, 1999), capítulos 7-15,
adopta una línea prudentemente positiva ante los testimonios existentes;
Andrew Erskine, Troy between Greece and Rome (2001) es una obra muy
bien escrita; A. W. Lintott, The Constitution of the Román Republic (1999) es
una guía excelente en medio de una vastísima jungla; Fergus Millar, The
Román Republic in Political Thought (2002) constituye un complemento muy
útil; M. W. Frederiksen, Cam-pania (1984), cuyos capítulos 8,9 y 10 son muy
importantes a propósito de la expansión de Roma. Kurt A. Raaflaub (ed.),
Social Struggles in Archaic Rome (1986); para las reformas del ejército, David
Potter, en Harriet I. Flower (ed.), The Cambridge Companion to the Román
Republic (2004), 66-88, es muy importante; Ñ. Purcell, en David Braund y
Christopher Gilí (eds.). Myth, History and Culture in Repu-blican Rome (2003),
12-40, sobre los contactos con el exterior; Tim Cornell, ibídem (2003), 73-97,
sobre Coriolano; J. H. C. Williams, Beyond the Rubicon: Romans and Gauls in
Republican Italy (2001), sobre la cuestión de los galos; Hanneke Wilson, Wine
and Words (2003), 55-73, acerca de las mujeres y el vino N. Purcell, en
Cambridge An-cient History, volumen VI (1994), 381-403, acerca del sur de
Italia, y T. J. Cornell, ibídem, volumen VIII.2 (1989), 351-419; para Tarento, G.
C. Brauer Jun., Taras: Its History and Coinage (1983), junto con P. Wuilleumier,
Tárente, des origines á la conquéte romaine (1939), todo un clásico, J.
Heurgon, The Rise of Rome to 264 BC (1973, traducción inglesa) sigue siendo
una obra excelente.

CAPÍTULO 27: LA PAZ DE LOS DIOSES


Textos traducidos y análisis de los mismos pueden encontrarse en M. Beard, J.
North y S. R. F. Price, Religions ofRome, volúmenes 1-2 (1998), que ofrecen
una historia accesible y una bibliografía excelente; R. M. Ogilvie, Los romanos
y sus dioses (Alianza, Madrid, 1995) sigue siendo una obra muy valiosa, y John
Scheid, An Introduction to Román Religión (2003, traducción inglesa) es
también excelente; Clif-ford Ando (ed.), Román Religión (2003) contiene una
buena selección de artículos importantes; W. Warde Fowler, The Román
Festivals of the Period ofthe Republic (1899) sigue siendo importante; T. P.
Wise-man, en Bettina Bergmann y Christine Kondoleon, The Art of Ancient
Spectacle (1999), 195-204, analiza las fiestas Florales; T. P. Wiseman, The
Myths ofRome (2004) ofrece una gran síntesis. Edward Bispham y Christopher
Smith (eds.), Religión in Archaic and Republican Rome and Italy (2000) incluye
algunos artículos sobre Italia al margen de Roma, que o he resumido o he
tenido que omitir. J. A. North, Román Religión (2000) es un «Nuevo Repaso»
que sigue la pista del tema a lo largo de los siglos, y está provisto además de
una buena bibliografía.

CAPÍTULO 28. LIBERACIÓN EN EL SUR


J. Heurgon, The Rise ofRome to 284 BC (1973, traducción inglesa) constituye
un panorama general excelente; Pierre Lévéque, Pyrrhos (1957) es el punto de
partida clásico; Jane Hornblower, Hieronymus of Cardia (1981) es una obra
excelente sobre un historiador importantísimo, y A. Momigliano, Ensayos de
historiografía antigua y moderna (FCE, 1993) es un clásico para Timeo; David
Asheri, en Scripta Clas-sica Israelica (1991), 52-89, sobre los sincronismos de
Timeo; J. F. Lazenby, The First Punic War (1996) es una historia militar, e Y. Le
Bohec, Histoire militaire des guerres puniques (2003) otra; Werner Huss,
Karthago (1995) es fundamental para Cartago.

CAPÍTULO 29. ANÍBAL Y ROMA


S. Lancel, Hannibal, 247-152 BC (1998, traducción inglesa) es el mejor estudio
general actualizado; Tim Cornell, Boris Rankov y Philip Sabin (eds.), The
Second Punic War: A Reappraisal (1996) es una selección de artículos muy
buena. Las fuentes plantean problemas, reseñados recientemente por Briggs L.
Twyman, en Athenaeum (1987), 67, y R. T. Ridley, «Livy and the Hannibalic
War», en C. Bruun (ed.), The Román Middle Republic: Polines, Religión and
Historiography (2000, Acta Instituti Romani Finlandiae, 23), 13-40; para las
monedas, E. S. G. Robinson, en Numismatic Chronicle (1964), 37-64. Para la
guerra, Philip Sabin, «The Román Face of Battle», en Journal of Román
Studies (2000), 1-17 y una vez más, H. H. ScuUard, The Elephant in the Greco-
Román World (1974), 146-177. Gregory Daly, Cannae: The Experience of
Battle in the Second Punic War (2002) ofrece un relato muy vivido. Para los
efectos de la guerra sobre Italia, Andrew Ers-kine, en Hermes (1993), 58-62; W.
V. Harris, Rome in Etruria and Umbría (1971), 131-143, y las tesis totalmente
distintas de dos obras magníficas, A. J. Toynbee, Hannibal's Legacy,
volúmenes I-II (1965) y P. A. Brunt, Italian Manpower, 225 BC-AD 14 (1987, 2.a
ed.), 269-288. En este caso, mis opiniones están más cerca de las de T. J.
Cornell, «Hannibal's Legacy: The Effects of the Hannibalic War on Italy», en
Tim Cornell, Boris Rankov y Philip Sabin (eds.), The Se-condPunic War: A
Reappraisal (1996), 97-117.
CAPÍTULO 30. DIPLOMACIA Y DOMINACIÓN
Peter Derow, en Andrew Erskine (ed.), A Companion to the Helle-nistic World
(2003), 51-70, es un excelente panorama general, basado en años de
constante estudio; W. V. Harris, War and Imperialism in Republican Rome
(1979), 68-130 y 200-244; J. S. Richardson, Hispa-niae: Spain and the
Developments of Román Imperialism, 218-82 BC (1986) y The Romans in
Spain (1996). Para determinados episodios concretos, P. S. Derow, «Polybius,
Rome and the East», en Journal of Román Studies (1979), 1-15; A. Meadows,
«Greek and Román Diplo-macy on the Eve of the Second Macedonian War»,
en Historia (1993), 40-60; J. J. Walsh, «Flamininus and the Propaganda of
Liberation», en Historia (1996), 344-363; F. W. Walbank, «The Causes of the
Third Macedonian War: Recent Views», en Ancient Macedonia II... (Tesa-
lónica, Instituto de Estudios Balcánicos, 1977), 81-94; N. Purcell, «On the
Sacking of Carthage and Corinth», en D. Innes, H. Hiñe y C. Fe-lling (eds.),
Ethics andRhetoric: Classical Essays for Donald Russell on His Seventy-fifth
Birthday (1995), 133-148. Para los tratos con los reyes, John T. Ma, Antiochus
III and the Cities of Western Asia Minor (1999) y E. Badián, en J. Harmatta
(ed.), Proceedings of the Vllth Congress ofthe International Federation ofthe
Societies of Classical Studies (1984), 397. Para las motivaciones de los
romanos, John Rich, «Fear, Greed and Glory», en J. Rich y G. Shipley (eds.),
War and So-ciety in the Román World (1993), 38-68, A Ziolkowski, «Urbs
Direpta, or How the Romans Sacked Cities», ibídem (1993), 69-91. Para la
Grecia del siglo III, Graham Shipley, El mundo griego después de Alejandro,
323-30 a.C. (Crítica, Barcelona, 2001); F. W. Walbank, «An Experiment In
Greek Union», en Proceedings of the Classical Asso-ciation (1970), 13-27 y su
artículo «The Causes of Greek Decline», en Journal of Hellenic Studies (1944),
10-20; G. E. M. de Sainte Croix, The Class Struggle in the Ancient Greek World
(1981), 344-350 y 518-537, junto con John Briscoe, en Past and Present
(1967), 1-20 y J. J. Walsh, en Classical Quarterly (2000), 300-303. Para la
«destrucción de la democracia», P. J. Rhodes y D. M. Lewis, The Decrees of
the Greek States (1997), 542-550.

CAPÍTULO 31. LUJO Y LIBERTINAJE


Erich S. Gruen, Culture and National Identity in Republican Rome (1992) es un
excelente repaso general de las relaciones grecorromanas; Jean-Louis Ferrary,
Philhellénisme et impérialisme (1988) es importantísimo para las relaciones de
poder; Matthew Leigh, Comedy and the Rise of Rome (2004), sobre el teatro;
E. Baltrusch, Régimen Morum (1989) está lleno de detalles; A. G. Clemente, en
A. Giardina y A. Schiavone (eds.), Societá romana e produzione schiavistica,
volumen I (1981), 1-12, es el mejor repaso general sucinto de las leyes
suntuarias. E. Gabba, Del buon uso della richezza (1988) es más extenso. Para
Catón, A. E. Astin, Cato the Censor (1978) es un relato que incluye toda la
documentación; Jonathan C. Edmondson, en Bettina Berg-mann y Christine
Kondoleon, The Art ofAncient Spectacle (1999), 77-96, es un libro excelente
sobre los espectáculos en Oriente y en Roma durante la década de 160 a. C.
Erich S. Gruen, Heritage and Hellenism (2002), para los choques culturales en
Judea. Para Polibio, P. S. De-row, en T. James Luce, Ancient Writers: Greece
and Rome, volumen I (1982), 525-540, es una introducción muy perspicaz. F.
W. Walbank, Polybius (1972) es fundamental, junto con el posterior panorama
general del año 2000 y algunos artículos fascinantes en su miscelánea
Polybius, Rome and the Hellenistic World (2002). Su Commentary on Polybius
(1957-1979) en tres volúmenes es una obra importantísima en su género
escrita por un especialista vivo en Historia de Grecia.

CAPÍTULO 32. TURBULENCIAS EN EL INTERIOR Y EN EL EXTERIOR


Son muchas las cuestiones comprimidas u omitidas en este capítulo, pero todo
el período ha sido tratado de manera excelente en la edición revisada de la
Cambridge Ancient History, volumen IX (1994), especialmente los capítulos 2-
6, páginas 498-563, sobre el derecho público y privado (elemento que ha
quedado particularmente comprimido en mi «relato») y el capítulo 15
(administración del Imperio). Las fuentes han sido recogidas en la valiosísima
obra de A. H. J. Greenidge y A. M. Clay, Sources of Román History, 133-70 BC
(1986, 2.a ed.). Para algunas carreras concretas, A. E. Astin, Scipio Aemilianus
(1967); David Stockton, The Gracchi (1979); T. Carney, A Biography of C.
Marius (1970, 2.a ed.); E. Badián, Lucius Sulla: The Deadly Reformer, Todd
Memorial Lecture (1970); Arthur Keaveney, Sulla: The Last Republican (1982),
y J. P. V. D. Balsdon, «Sulla Félix», en Journal of Román Studies (1951), 1-10.
Para algunos aspectos concretos, A. N. Sherwin-White, «The Political Ideas of
C. Gracchus», en Journal of Román Studies (1982), 18-31, y P. A. Brunt, The
Fall ofthe Román Republic (1988), los capítulos 2-4 revisten una importancia
excepcional; asimismo, J. S. Richardson, en Journal of Román Studies (1987),
1-12, sobre la concusión; A. W. Lintott, Judicial Reform and Land Reform in the
Román Republic (1992), 10-33, y 44-50; E. Gabba, Republican Rome, the Army
and the Allies (1976), capítulos 1 y 2. Robert Morstein Kallet-Marx, Hegemony
to Empire (1995) es un estudio excelente sobre el «imperio» de Roma hasta 62
a. C. M. H. Crawford (ed.), Román Statu-tesl( 1996), números 1,2,12y 14,
proporciona unos comentarios excelentes sobre cuatro documentos
importantísimos.

CAPÍTULO 33. LOS TRIUNFOS DE POMPEYO


Pat Southern, Pompey the Great (2002) es una introducción muy entretenida y
popular; Robin Seager, Pompey the Great (2003, ed. revisada) es un estudio
erudito de las facciones políticas y otros detalles. F. G. B. Millar, The Crowd in
Rome in the Late Republic (1998), capítulos 2-4, adopta una línea clara y
enérgica, aunque mi capítulo no sigue el énfasis «democrático» que caracteriza
al libro, para lo cual véase M. Jehne (ed.), «Demokratie in Rom?», en Historia
Einzelschrift, 96 (1995), que recoge todas las críticas. Para las cuestiones
relacionadas con la rivalidad aristocrática, véase el intercambio de puntos de
vista de Nathan Rosenstein, Callie Williamson, John North y W. V. Harris, en
Classical Philology (1990), 255-298. Para Roma, Oriente y Mitridates, A. N.
Sherwin-White, Román Foreign Policy in the East (1984), 149-270. Para
Pompeyo y los espectáculos públicos, Richard C. Beacham, Spectacle
Entertainments ofEarly Imperial Rome (1999), 49-74.

CAPÍTULO 34. EL MUNDO DE CICERÓN


J. P. V. D. Balsdon, «Cicero the Man», en T. A. Dorey (ed.), Cicero (1965), 171-
214, sigue siendo un estudio notabilísimo; Elizabeth Raw-son, Cicero: A Portrait
(1983, 2.a ed.) es un estudio que tiene muchas facetas, mientras que David
Stockton, Cicero: A Political Biography (1971) es bueno por el terreno que
escoge. L. R. Taylor, Party Politics in the Age of Caesar (1968) es excelente,
especialmente el capítulo III («Delivering the Vote») y el capítulo V («The
Criminal Courts and the Rise of a New Man»). D. R. Shackleton Bailey (ed.),
Cicero'sLetters to Atticus, volumen I (1965), 3-58, es un estudio espléndido de
Ático y Cicerón; Miriam T. Griffin, «Philosophical Badinage in Cicero's Letters
To His Friends», en J. G. F. Powell (ed.), Cicero the Philosopher: Twelve
Papers (1995), 325-346, aborda un mundo más vasto. Las ediciones de D. R.
Shackleton Bailey, incluidos el texto y la traducción (al inglés) de la Cartas de
Cicerón recientemente publicadas en la Loeb Library, constituyen una obra
maestra reconocida por todos. S. Treg-giari, Román SocialHistory (2002), 49-
73, constituye un estudio ejemplar de cómo pueden ser utilizadas para tratar
temas de carácter no político; Susan Treggiari, Román Marriage (1991), 127-
138, 414-427 y el capítulo 13 («Divorce») nos guía en el tema del matrimonio y
Cicerón; Susan Treggiari, Román Freedmen during the Late Republic (1969),
252-264, para los libertos de Cicerón, incluido Tirón; S. Weinstock, en Journal
of Román Studies (1961), 209-210, en quien se basa mi concepto de Cicerón y
la «religión».

CAPÍTULO 35. LA ASCENSIÓN DE JULIO CÉSAR


J. P. V. D. Balsdon, Julius Caesar andRome (1967) es una breve introducción
excelente; Matthias Gelzer, Caesar (1968) es el relato básico perfectamente
documentado; Christian Meier, Caesar (1995, traducción inglesa) es más
abstracto, pero ha sido objeto de una buena recensión de E. Badián en
Gnomon (1990), 22-39, cuyo breve panorama general en el Oxford Classical
Dictionary (1996, 3.a ed.), 780-782, es muy importante. Kathryn Welch, Antón
Powell y Jonathan Barlow (eds.), Julius Caesar as Artful Repórter (1998) es
muy valioso para el estilo de César y su «propaganda». Para Catón, L. R.
Taylor, Party Politics in the Age of Caesar (1968), 119-139. Para los repartos
de tierras, P. A. Brunt, The Fall ofthe Román Republic (1988), 240-288, es todo
un clásico; para las deudas y la financiación de los políticos, M. W. Frederiksen,
«Caesar, Cicero and the Problem of Debt», en Journal of Román Studies
(1966), 128-141, es otro. J. Sabben Clare, Caesar and Román Politics, 60-50
BC (1971), 1-49, ofrece una traducción (al inglés) muy útil de muchos
documentos importantes. P. A. Brunt, Italian Manpower (1987', 2.a ed.), 312-
319, analiza las leyes agrarias de César. Para las alocuciones públicas,
Andrew J. E. Bell, «Cicero and the Spectacle of Power», en Journal of Román
Studies (1997), 1-22, y el importantísimo estudio de R. Morstein-Marx, Mass
Oratory andPoli-tical Power in the Late Román Republic (2004).

CAPÍTULO 36. EL ESPECTRO DE LA GUERRA CIVIL


T. P. Wiseman, «Caesar, Pompey and Rome, 59-50 BC», en Cambridge
Ancient History, volumen IX (1994), 368-423, ofrece un relato muy
comprensible; P. A. Brunt, The Fall of the Román Republic (1988), capítulo 1 es
magistral y el capítulo 6 {«Libertas in the Republic») es fundamental para este
asunto; David Stockton, «Cicero and the Ager Campanus», en Transactions of
the American Philological Society (1962), 471-489, es un estudio notable de 57-
56 a. C. y muchas más cosas; A. W. Lintott, «P. Clodius Pulcher-Felix Catilina»
e Gree-ce and Rome (1967), 157-169, y «Cicero and Milo», en Journal of
Román Studies (1974), 62-78, ayuda a explicar las figuras de dos líderes
«populares», junto con A. W. Lintott, Violence in Republican Rome (1999, 2.a
ed.), especialmente las páginas 67-88. Para las condiciones de vida, P. A.
Brunt, «The Román Mob», en M. I. Finley (ed.), Studies in Ancient Society
(1974), 74-102, es fundamental, junto con A. Sco-bie, en Klio (1986), 399-443.
Emily A. Hemelrijk, Matrona Docta (1999) es un buen libro sobre las mujeres
cultas al final de la República y durante el Imperio. J. F. Drinkwater, Román
Gaul (1983), 5-20, resume brevemente los años pasados por César en la Galia;
Elizabeth Rawson, Román Culture and Society (1991), 416-426, es muy
interesante sobre los dos Crasos, sénior y júnior; G. R. Stanton, en Historia
(2003), 67-94, estudia «¿Por qué cruzó César el Rubicón?».

CAPÍTULO 37. EL DICTADOR FUNESTO


S. Weinstock, Divus Julius (1971), 133-345, sigue siendo el estudio más
notable, a mi juicio junto con I. Gradel, Emperor Worship and Román Religión
(2002), 54-72. Elizabeth Rawson, Román Culture and Society (1991), 169-188
sobre la «monarquía», y páginas 488-507, especialmente, sobre Casio, junto
con David Sedley, en Journal of Román Studies (1997), 41-53; Stephen G.
Chrissanthos, en Journal of Román Studies (2001), 63-71, sobre el dinero; M.
W. Frederiksen, en Journal of Román Studies (1966), 128-141 sobre las
deudas, junto con G. E. M. de Sainte Croix, The Class Struggle in the Ancient
Greek World (1981), 166 y notas 60-63. P. A. Brunt, en Journal of Román
Studies (1986), 12-32, sobre el dilema de Cicerón; R. B. Ulrich, en American
Journal of Archaeology (1993), 49-80, sobre el nuevo Foro; C. Habicht, Cicero
the Politician (1990), capítulo 6, sobre Cicerón; Z. Yavetz, Caesar and His
Public Image (1983), 101-106, sobre la legislación de César; Tenney Frank, An
Economic Survey of Ancient Rome, volumen I (1933), 316-318, sobre las
colonias, y páginas 333-342 sobre la financiación, sigue siendo excelente. J. P.
V. D. Balsdon, en Historia (1958), 80-94, un verdadero clásico sobre los idus de
marzo y las motivaciones del asesinato, aunque no sea la última palabra.

CAPÍTULO 38. LA LIBERACIÓN TRAICIONADA


R. Syme, La revolución romana (Taurus, Madrid, 1989) es un clásico, pero soy
uno de los que lo encuentran un libro muy difícil de leer. Henriette van der
Blom, in Classica et Mediaevalia (2003), 287-320, es en estos momentos un
estudio excelente y mucho más claro de Cicerón en 44-43 a.C; compárese
Elizabeth Rawson, Cicero (1975), 260-298. Se hace nuevo hincapié en la
importancia de Sexto Pompeyo, en Antón Powell y Kathryn Welch (eds.),
Sextus Pompeius (2002); sobre los Libertadores, Elizabeth Rawson, Román
Culture and Society (1991), 488-507; Lawrence Keppie, The Making of the
Román Army (1984), 112-121, 199-204; S. Weinstock, Divus Julius (1971),
346-347 es magistral también en este punto. T. N. Mitchell, Cicero the Sénior
Statesman (1991), capítulo 7, está muy bien documentado; R. Syme, Sallust
(1964) es un estudio importante.

CAPÍTULO 39. MARCO ANTONIO Y CLEOPATRA


R. Syme, La revolución romana (Taurus, Madrid, 1989), capítulos XII a XXI,
todo un clásico, pero reduccionista; Pat Southern, Mark Antony (1998) es un
inicio sencillo a la figura de Antonio; Ellen Rice, Cleopatra (1999), lo mismo.
Entre los grandes cambios introducidos desde la aparición del libro de Syme
está el conocimiento del «cuarto hombre», en Antón Powell y Kathryn Welch
(eds.), Sextus Pompeius (2002) y mucha más labor acerca de los monumentos
y la publicidad. Paul Zanker, The Power of Images in the Age of Augustas
(1988), 5-78, un buen estudio, junto con el excelente artículo de K. Scott,
enMemoirs of the American Academy atRome (1933), 7-49; el buen panorama
general sobre el período 36-28 a. C. de Fergus Millar, en La Révolution
romaine aprés Ronald Syme, Entrétiens Fonda-tion Hardt XLVI (1999), 1-38,
junto con los demás artículos del volumen, especialmente John Scheid,
páginas 39-72, sobre la religión. La aportación de Syme es evaluada de nuevo
por H. Galsterer y Z. Ya-vetz, en Kurt A. Raaflaub y Mark Toher (eds.),
Between Republic and Empire (1990), 1-41. El matrimonio de Marco Antonio y
Cleopatra y la muerte de ésta también suscitan algunas cuestiones, al margen
del libro de Syme: John Whitehorne, Cleopatras (1994), especialmente las
páginas 186-196, y Duane W. Roller, The World ofJuba II and Kleo-patra
Selene (2003), un excelente estudio. Jacob Isager, Foundation and Destruction
of Nicopolis and Northeastern Greece (2001), sobre una consecuencia; Joyce
Reynolds, Aphrodisias and Rome (1982), para los importantes documentos de
esta ciudad.

CAPÍTULO 40. CÓMO SE HACE UN EMPERADOR


W. K. Lacey, Augustus and the Principóte: The Evolution of the System (1996)
es una colección muy útil de estudios; P. A. Brunt, en La rivoluzione romana,
Biblioteca de Labeo, 6 (1982), 236-244 alcanza su mejor momento al tratar de
27 a.C; D. Stockton, en Historia (1965), 18-40, adopta el año 23 a. C. como
fecha del juicio que yo sitúo actualmente en 22 a.C; P. A. Brunt y J. M. Moore,
Res Gestae Divi Augusti (1967) con traducción al inglés y un comentario
excelente, especialmente acerca del año 19 a.C; A. H. M. Jones, Studies in
Román Government and Law (1960), 1-17 constituye una base muy lúcida,
pues muchas de las obras escritas con posterioridad mantienen un diálogo con
ella; M. T. Griffin, en Loveday Alexander (ed.), Images of Empire (1991), 19-46,
pone en entredicho los matices de la faceta «tribunicia» en 23 a. C A. Wallace-
Hadrill, en Journal of Román Studies (1982), 32-48, sobre la imagen
polifacética del emperador; P. A. Brunt, en Classical Quarterly (1984), 423-444,
sobre la continuación de las funciones del senado, ya que no de su poder.

CAPÍTULO 41. MORAL Y SOCIEDAD


M. Beard, J. North y S. R. F. Price, Religions ofRome, volumen I (1998), 114-
210, es un excelente repaso general, que plantea muchos interrogantes, junto
con J. Liebeschuetz, Continuity and Change in Román Religión (1979), capítulo
2; P. A. Brunt, Italian Manpower (1971), 558-566, es importante; Catherine
Edwards, The Polines of Immorality in Ancient Rome (1983) refleja muy bien el
contexto; S. Treggiari, Román Marriage (1991) es todo un clásico,
especialmente las páginas 60-80, 277-298 y 450-461. J. A. Crook, Law and Life
of Rome (1967), 99-118, especialmente acerca de las variadas implicaciones
de los cambios en el matrimonio del tipo «manus»; Beryl Raw-son (ed.), The
Family in Ancient Rome (1986) sigue siendo una colección de artículos
excelente en su totalidad, entre otros el de J. A. Crook sobre el (posterior)
recelo ante los préstamos efectuados por mujeres (páginas 83-92); Beryl
Rawson, Marriages, Divorce and Children in Ancient Rome (1991) es también
excelente, sobre todo los capítulos 1-5; Jane F. Gardner, Women in Román
Law and Society (1995, 2.a ed.) es una guía fundamental; Susan Dixon,
Childhood, Class and Kin (2001) es también relevante. Jasper Griffin, en
Journal of Román Stu-dies (1976), 87, y R. G. M. Nisbet, ibídem (1987), 184-
190, analiza los poetas y su contexto; Peter Green, Classical Bearings (1989),
210-222 es espléndido en lo concerniente al destierro de Ovidio. A. M. Duff,
Freedmen in the Early Román Empire (1928), 12-35 y 72-88, y K. R. Bradley,
Slaves and Masters in the Román Empire (1984) dilucida muy bien las
complejas leyes relacionadas con los esclavos.

CAPÍTULO 42. LOS ESPECTÁCULOS PÚBLICOS


D. S. Potter y D. J. Mattingly (eds.), Life, Death andEntertainment in the Román
Empire (1998) es una excelente colección de artículos a la que debo mucho.
Richard C. Beacham, Spectacle Entertainments of Early Imperial Rome (1999)
es excelente, con buena bibliografía. K. M. Coleman, en Journal of Román
Studies (1990), 44-73, y (1993), 48-74, son unos estudios excelentes; R. E.
Fantham, en Classical World (1989), 153-163, sobre los mimos; sobre la
pantomima, E. J. Jory, enBulletin ofthe Institute of Classical Studies (1981),
147-161, y en W. J. Slater (ed.), Román Theatre and Society (1996), 1-28, en
una valiosa colección de artículos; C. P. Jones, en W. J. Slater (ed.), Diningin a
Classical Context (1991), 185-198, sobre el teatro de sobremesa; Garrett G.
Fagan, Bathing in Public in the Román World (1999), con textos traducidos (al
inglés); J. H. Humphrey, Román Circuses: Arenas for Chariot Racing (1986) es
valiosísimo; Eckart Kohne y Cornelia Ewigleben, Gladiators and Caesars (2000)
es muy entretenido; Adriano La Regina (ed.), Sangue e arena (2001) es
excepcionalmente bueno; David Potter, en Martin M. Winkler (ed.), Gladiator:
Film andHistory (2004) ofrece una descripción excelente de la carrera de los
gladiadores; Donald G. Kyle, Spectacles ofDeath in the Román Amphitheatre
(1998), lleno además de teorías explicativas; D. C. Bomgardner, The Story of
the Román Amphitheater (2000), una historia social; Keith Hopkins, Death and
Renewal (1983), capítulo 1; Bettina Bergmann y Christine Kondoleon (eds.),
The Art of Ancient Spectacle (1999), una excelente colección de artículos; B. M.
Levick, en Journal of Román Studies (1983), 97-115, es el estudio clásico de
las reacciones oficiales, y Elizabeth Rawson, Román Culture and Society
(1991), 508-545 sobre las regulaciones del teatro y la Lex Julia; Kathleen M.
Coleman, en Kathleen Lomas y Tim Cornell (eds.), Bread and Circuses (2002),
61-88, sobre el emplazamiento de los espectáculos de Augusto.

CAPÍTULO 43. EL EJÉRCITO ROMANO


J. J. Wilkins (ed.), Documenting the Román Army: Essays in Ho-nour of
Margaret Roxan (2003, Bulletin of the Institute of Classical Studies) es una
excelente colección de artículos. Especialmente el de W. Eck sobre el papel del
emperador en la expedición de «diplomas»; L. R. Keppie, The Making ofthe
Román Army (1984), 132-216, es estupendo al estudiar el paso de la guerra
civil a la época augusta; J. B. Campbell, The Emperor and the Román Army, 31
BC-AD 235 (1984), 17-242 y 300-316, es fundamental para el papel del
emperador y la concesión de privilegios; G. R. Watson, The Román Soldier
(1969) es muy entretenido, y P. Connolly, The Román Army (1975) es la obra
de un autor interesado en reconstruir las realidades; G. Webster, The Román
Imperial Army (1985, 3.a ed.); Brian Campbell, The Román Army, 31 BC-AD
337 (1994) es una fuente muy buena; Harry Sidebottom, Ancient Warfare: A
Very Short Introduction (2004) es excepcionalmente bueno, con una bibliografía
muy buena. Yo me inclino por los estudios de M. P. Speidel, Riding for Caesar
(1994) y Ann Hyland, Equus: The Horse in the Román World (1990),
especialmente a propósito de las sillas de montar y el aparejo. Jonathan Roth,
The Logistics ofthe Román Army (1999) tiene gran relevancia; T. J. Cornell, en
J. Rich y G. Shipley (eds.), War and Society in the Román World (1993), 139-
170, hace un repaso de la expansión militar de Roma a comienzos de la época
imperial; J. N. Adams, en Journal of Román Studies (1994), 87-112 e ibídem
(1999), 109-134, dos fascinantes estudios sobre el latín de los soldados en el
norte de África.

CAPÍTULO 44. LA NUEVA ERA


M. Beard, J. North y S. R. F. Price (eds.), Religions ofRome, volumen I (1998),
182-210, sobre los ritos y los templos; D. C. Feeney, Li-terature and Religión
atRome (1998), 28-38; A. D. Nock, Essays on Religión and the Ancient World,
volumen I (1972), 16-25 y 348-356. Greg Rowe, Princes and Political Culture
(2003), especialmente páginas 102-124 sobre Pisa y otras ciudades; Beth
Severy, Augustus and the Family at the Birth of the Román Empire (2003) es
excelente; N. Purcell, en Proceedings ofthe Cambridge Philological Society
(1986), 78-105, y M. Boudreau Flory, enHistoria (1984), 309-330, son
importantes para Livia; N. Horsfall, The Culture ofthe Román Plebs (2003); P.
Zanker, The Power of Images in the Age of Augustus (1988), 79-297,
enormemente ameno; Kurt A. Raaflaub y Mark Toher (eds.), Bet-ween Republic
and Empire (1990), especialmente T. J. Luce, páginas 123-138, B. A. Kellner,
páginas 276-307, y K. Raaflaub, páginas 428-454; F. G. B. Millar y E. Segal
(eds.), Caesar Augustus: Seven Aspects (1984), especialmente Millar, páginas
37-60, y W. Eck, páginas 129-168, en una excelente colección de artículos; A.
H. M. Jones, Criminal Courts ofthe Román Republic and Principate (1972); F.
G. B. Millar, The Emperor in the Román World (1977), 363-550, sobre las
embajadas y la justicia; A. W. Lintott, Imperium Romanum (1993), 115-120.

CAPÍTULO 45. LOS JULIO-CLAUDIOS


T. P. Wiseman, Román Studies: Literary and Historical (1987) advierte que,
estrictamente hablando, nunca hubo una «dinastía» Julio-Claudia, sino la gens
Julia y la domus imperial, de modo que el añadido Claudio supone
estrictamente un intrusismo: páginas 96 y 376-377. Las biografías exhaustivas
nos ilustran ahora en todos los temas: Barbara Levick, Tiberius the Politician
(1999, 2.a ed.); G. P. Baker, Tiberius Caesar Emperor ofRome (2001,
reimpresión) es muy entretenido; A. A. Barrett, Caligula: The Corruption of
Power (1993); Barbara Levick, Claudius (1993); Miriam Griffin, Ñero: The End
of a Dynasty (1984); Edward Champlin, Nerón (Turner, Madrid, 2006); Jas
Elsner y Jamie Masters (eds.), Reflections ofNero (1994), sobre la cultura y el
legado que dejó. Para sus residencias, Clemens Krause, Villa Jovis: Die
Residenz des Tiberius aufCapri (2003) es excelente, junto con A. F. Stewart, en
Journal of Román Studies (1977), 76-94; Elisabeth Se-gala e Ida Sciortino,
Domus Áurea (1999), sobre la espantosa Casa Dorada de Nerón. Sobre dos de
las mujeres de la familia, Nikos Kok-kinos, Antonia, Augusta: Portrait of a Great
Román Lady (2002), puesta al día con la nueva documentación; Anthony
Barrett, Agrippina (1996). Greg Rowe, Princes and Political Culture: The New
Tiberian Senatorial Decrees (2002) analiza los notables nuevos hallazgos de
inscripciones. Doreen Innes y Barbara Levick, en Ómnibus II (1989), 17-19,
sobre la pasta de dientes de las emperatrices.
CAPÍTULO 46. LA ADMINISTRACIÓN DE LAS PROVINCIAS
Barbara Levick, The Government of the Román Empire (2000, 2.a ed.) es un
comentario espléndido sobre diversos textos importantes traducidos (al inglés);
P. A. Brunt, Román Imperial Themes (1990) es en la actualidad el estudio
clásico, especialmente los capítulos 4 (con el cual discrepo hasta cierto punto),
6, 8, 10, 11, 12 y 14-18; A. H. M. Jones, The Román Economy, editado por P.
A. Brunt (1974), capítulos 1, 2 y 8 son también fundamentales; Andrew Lintott,
Imperium Roma-num (1993) es una síntesis excelente; S. R. F. Price, Rituals
and Power (1984), capítulos 3-8, sobre los cultos de los imperios en el Oriente
griego. J. A. Crook, Law and Life ofRome (1967), los capítulos 2, 3 y 8 siguen
siendo valiosos; Stephen Mitchell, Anatolia: Land, Men and Gods in Asia Minor,
volumen I (1993), constituye un estudio ejemplar de las provincias de Asia
Menor; Alan K. Bowman, Egypt after the Pharaohs (1986) y Naphtali Lewis, Life
in Egypt under Román Rule (1983) son unas introducciones espléndidas a la
zona mejor documentada; C. R. Whittaker, Frontiers of the Román Empire
(1994) es una serie de estudios de carácter social y económico; F. G. B. Millar,
The Román Empire and its Neighbours (1981, 2.a ed.) es una buena colección
de artículos sobre el mundo más allá de Roma.

CAPÍTULO 47. Los EFECTOS DEL IMPERIO


R. MacMullen, Romanization in the Time ofAugustus (2000) es un panorama
general muy bueno de los actos de munificencia; Stephen Mitchell, en Harvard
Studies in Classical Philology (1987), 333-366, es un estudio muy valioso; P. A.
Brunt, Román Imperial Themes (1990), 267-281, y también las páginas 282-
287 y 517-531 sobre Ju-dea son fundamentales; Cambridge Ancient History,
volumen XI (2000, 2.a ed.), 444-678, está lleno de material importante; Stephen
Mitchell y Marc Waelkens, Pisidian Antioch: The Site and Its Monu-ments
(1998) es excelente; para Occidente, T. F. Blagg y Martin Mi-llett, The Early
Román Empire in the West (2002), especialmente Jo-nathan C. Edmondson,
páginas 169-173 sobre Conímbriga, y Nicola «Mackie, páginas 179-193 sobre
los honores «epigráficos» y la conciencia urbana. A. T. Fear, Rome andBaetica
(1996) es buenísimo en su tratamiento de las leyes municipales en España,
junto con J. González, en Journal of Román Studies (1986), 147-243, y Alan
Rodger, ibí-dem (1991), 74-90, y (1996), 61-73, sobre la reciente ley de Irni.
Peter Salway, Román Britain (1981) y M. D. Goodman, The Ruling Class of
Judaea (1987). Tessa Rajak, Josephus: The Historian andHis Society (2002,
2.a ed.) es un trabajo excelente sobre un historiador que lamento haber omitido
por no ser plenamente «clásico». J. N. Adams, en Journal of Román Studies
(1995), 86-134 es muy bueno para el latín encontrado en la Muralla de Adriano,
todo un consuelo para aquellos habitantes de Gran Bretaña cuyo latín no ha
mejorado mucho desde entonces.

CAPÍTULO 48. EL CRISTIANISMO Y EL IMPERIO ROMANO


E. P. Sanders, The Historical Figure of Jesús (1993) es un estudio
metodológico excelente; Gerd Theissen y Annette Merz, The Historical Jesús
(1998, traducción al inglés), 125-280, ofrece un panorama general completo;
Paula Frederiksen, From Jesús to Christ (1988), el siguiente estadio; G. B.
Caird, The Apostolic Age (1955) sigue siendo valioso; la «Navidad» ha sido
refutada por E. Schuerer, en A History of the Jewish People, volumen I (1973,
ed. revisada por F. G. B. Millar y G. Vermes), 399-427; R. J. Lañe Fox, The
Unauthorized Versión (1991), 27-36, 200-211, 243-251 y 283-310, y Pagans
and Christians (1986), 265-335; G. E. M. de Sainte Croix, en D. Baker (ed.),
Studies in ChurchHistory, volumen 12 (1975), 1-38, critica enérgicamente las
actitudes cristianas ante la propiedad y la esclavitud, y en Past and Present
(1963), 6-38, ofrece la explicación clásica de la persecución de los cristianos;
Wayne A. Meeks, The First Urban Christians: The Social World of the Apostle
Paul (1983); M. Goodman, Mission and Conversión (1994) da mucho que
pensar; Henry Chadwick, The Early Church (1993, 2.a ed.) es la mejor historia
en un solo volumen.

CAPÍTULO 49. CÓMO SOBREVIVIR A CUATRO EMPERADORES


Kenneth Wellesley, The Year ofthe Four Emperors (2000, 3.a ed.) es el relato
moderno más completo; los primeros capítulos de Barbara Levick, Vespasian
(1999) son también fundamentales, con una bibliografía exhaustiva; para la ley
de Vespasiano, discrepo del importante estudio de P. A. Brunt, en Journal of
Román Studies (1977), 95-116; P. A. Brunt, Papers oftheBritish School atRome
(1975), 7-35 es el estudio clásico sobre los filósofos y los estoicos.

CAPÍTULO 50. LA NUEVA DINASTÍA


Barbara Levick, Vespasian (1999) constituye la guía fundamental, con todas
sus notas y bibliografía; Pat Southern, Dominan: Tragic Tyrant (1997) es una
guía amena, especialmente para los últimos años de este reinado; asimismo,
Brian W. Jones, The Emperor Dominan (1992); John D. Grainger, Nerva and
the Román Succession Crisis ofAD 96-99 (2001) analiza también el reinado de
Nerva; A. J. Boy le y W. J. Dominik, Flavian Rome: Culture, Image, Text (2003)
se extiende bastante acerca de las artes y la cultura; R. Darwall-Smith,
Emperors and Architecture: A Study of Flavian Rome (1996); Paul Zanker, en
Alan K. Bowman y Hannah M. Cotton (eds.), Representations ofEmpire (2002),
105-130, un estudio general sobre el palacio de Domiciano en Roma.

CAPÍTULO 51. Los ÚLTIMOS DÍAS DE POMPEYA


Los lectores de habla inglesa disponen ahora de un libro mucho mejor en Paul
Zanker, Pompeii: Public and Prívate Life (1998); Ali-son E. Cooley y M. G. C.
Cooley, Pompeii: A Sourcebook (2004) es en la actualidad una obra impagable,
junto con Alison E. Cooley, Pompen: Guide to the Lost City (2000). Salvatore
Nappo, Pompeii (2000) es la mejor guía popular; James L. Franklin, Pompeiis
Difficile Est... (2001) es un estudio epigráfico muy bueno; Antonio D'Ambrosio,
Wornen andBeauty in Pompeii (2001) es breve, pero interesante; W. F.
Jashemski y Frederick G. Meyer (eds.). The Natural History of Pompeii (2002)
contiene mucha documentación nueva, lo mismo que An-namaria Ciarallo,
Gardens of Pompeii (2000); John R. Clarke, Román Sex: 100 BC-AD 250
(2003) sitúa el material erótico de Pompeya en un contexto más amplio; Sara
Bon y R. Jones, Sequence and Space in Pompeii (1997) y T. McGran y P.
Carafa (eds.), Pompeian Brothels: Pompeii's Ancient History ... (2002) son dos
buenas colecciones de artículos. Aparte de otras muchas cosas, J. J. Deiss,
Herculaneum: A . City Returns to the Sun (1968) es el principal libro en inglés
dedicado exclusivamente a la importante ciudad vecina de Pompeya.

CAPÍTULO 52. UN HOMBRE NUEVO EN ACCIÓN


A. N. Sherwin-White, The Letters ofPliny (1966) es un comentario espléndido;
las cartas enviadas desde Bitinia han sido abordadas de nuevo por su
discípulo, Wynne Williams, Pliny: Correspondence with Tra-janfrom Bithynia
(1990); R. Syme, Román Papers, volumen VII (1991), se centra más
estrictamente en la prosopografía; Richard Duncan-Jones, The Economy ofthe
Román Empire (1974), 17-32, es buenísimo para las finanzas de Plinio. C. P.
Jones, The Román World of Dio Chrysostom (1978) es un buen estudio de
Bitinia a través de otros textos de la época; Christian Marek, Pontus Et Bithynia
(2003) es un estudio de la zona brillantemente ilustrado; J. P. Sullivan, Martial:
The Unexpected Classic (1991), junto con D. R. Shackleton Bailey, Martial:
Epigrams, volúmenes I-III (1993, Loeb Library) es magistral. Samuel Dill,
Román Society from Ñero to Marcus Aurelius (1905,2.a ed.), 141-286, no ha
sido superado todavía por la amplitud de los temas que trata en general.

CAPÍTULO 53. UN PAGANO Y LOS CRISTIANOS


Muchos de los temas que analizo aquí están implícitos en R. J. Lañe Fox,
Pagans and Christians (1986) y en la valiosa recensión-artículo de P. R. L.
Brown, en Philosophical Books, 43 (2002), 185-208, junto con su libro The
Body and Society (1989) y Poverty and Leaders-hip in the Later Román Empire
(2002). Para el suicidio, véase M. T. Griffin, en Greece and Rome (1986), 64-77
y 192-202; para los jardines, la mejor guía en inglés es Linda Farrar, Ancient
Román Gardens (2000), y el legado de la Antigüedad en este terreno queda
bien ilustrado en Patrick Bowe, Gardens ofthe Román World (2004).

CAPÍTULO 54. CAMBIO DE RÉGIMEN EN ROMA Y EN LAS PROVINCIAS


Julián Bennett, Trajan (1997) reúne de forma irreprochable las obras más
recientes, lo que me permite remitirme sencillamente a su bibliografía para los
asuntos tratados en la presente obra (y fuera de ella); F. A. Lepper y S. S.
Frere, Trajan's Column (1988) contiene excelentes análisis de la Guerra de
Dacia y numerosos temas relacionados con ella, pero debería leerse junto con
M. Wilson Jones, en Journal of Román Archaeology (1993), 23-38 y las
importantes revisiones de Amanda Claridge, ibídem (1993), 5-22, que atribuye
a Adriano un papel primordial en este monumento, tesis que me ha hecho
vacilar, sencillamente porque es muy discutible, como demuestra James E.
Packer, en Journal of Román Archaeology (1994), 163-182. James E. Packer,
The Forum of Trajan in Rome (2001, rústica) ofrece una versión abreviada de
su obra maestra sobre el asunto; Lionel Casson, Las bibliotecas del mundo
antiguo (Bellaterra, Barcelona, 2003) sitúa la biblioteca en su contexto. Son
muchas las cosas interesantes que contiene Annette Nunnerich-Asmus, Traían:
Ein Kaiser der Superla-tive am Beginn einer Umbruchzeit? (2002). Anthony R.
Birley, Ha-drian: The Restless Emperor (1997), 35-77 es muy útil, y en Journal
of Román Studies (1990), 115-126, analiza la Guerra de Partia, pero yo me
mantengo firme por lo que respecta a la cronología que adopto aquí, señalando
que es adoptada también en Birley, Hadrian, 71-73.

CAPÍTULO 55. PRESENTACIÓN DEL PASADO


Andrew Wallace-Hadrill, Suetonius (1995, 2.a ed.) y R. Syme, Román Papers,
volumen III (1984), 1.251-1.275, para la biografía; R. Syme, Ten Studies in
Tacitus (1970) resulta más asequible que su Ta-citus (1958), cuya datación de
los Anales en época de Adriano rechazo; Syme, Román Papers, volumen III,
páginas 1.014-1.042, IV (1988), 199-212, y VI (1991), 43-54, demuestran una
gran perspicacia; Ronald Mellor, Tacitas (1993) y R. Martin, Tacitas (1981) son
claros y útiles; J. B. Rives, Tacitus: Germania (1999) es una traducción (al
inglés) de la obra latina; R. M. Ogilvie e I. Richmond (eds.), Taciti Agrícola
(1967) contiene unas notas y una introducción excelentes; T. D. Bar-nes, en
Harvard Studies in Classical Philology (1986), 225-264, capta muy bien la
esencia de los Diálogos; M. T. Griffin, en Scripta Classica Israelica (1999), 139-
158, es excelente para Plinio y Tácito; y también en I. Malkin y Z. W.
Rubensohn, Leaders and Masses in the Román World (1995), 33-58, sobre
Tácito y Tiberio, y en Classical Quarterly (1982), 404-416, para Tácito, la Tabla
de Lyón, y su visión provincial.

1
AuloGelio, 19.8.5.
2
J. M. C. Toynbee, The Hadrianic School: A Chapter in the History of GreekArt (1934).
3
A. Spawforth, S. Walter, en Journal of Román Studies (1985), 78-104, y (1986), 88-105,
siguen siendo los principales estudios.
4
Corpus Inscriptionum Latinar um 12.1122.
5
Josefo, Guerra de los judíos 2.385.
6
Historia Augusta, Vida de Adriano 12.6.
7
Tertuliano, Apología 5.7.
8
William J. Macdonald, John A. Pinto, Hadrian's Villa and Its Legacy (1995).
9
R. Syme, Fictional History Oíd and New: Hadrian (1986, conferencia), 20-21: «La idea de que
Adriano era, si acaso, epicúreo puede provocar inquietud o disgusto». Hasta ahora no ha sido
así.
10
Sófocles, Antígona 821.
11
F. D. Harvey, en Classica et Mediaevalia (1965), 101-146.
12
Mary T. Boatwright, Hadrian and the Cities ofthe Román Empire (2000), un excelente estudio
cuya bibliografía es muy importante para el presente libro.
13
Naphtali Lewis, en Greek, Román andByzantine Studies (1991), 267-280, con la historia del
debate académico en torno a su autenticidad.
14
G. Daux, en Bulletin de Correspondance Hellénique (1970), 609-618, y en AncientMacedonia
II, Institute for Balkan Studies n.° 155 (1977), 320-323.
15
L. Godart, A. Sacconi, en Comptes rendus de V Academie des Inscriptions et Belles Lettres
(1998), 889-906, y (2001), 527-546.
16
S.Mitchel,en Journal ofRomán Studies (1990), 184-185, con la traducción de las líneas 40 ss.
de la inscripción de C. Julio Demóstenes en Enoanda (124 d. C).
17
Homero, llíada 6.528 y Odisea 17.323.
18
Homero, llíada 2.270.
19
Ibídem 16.384-392.
20
Ibídem 18.507-508
21
M. H. Hansen, en M. H. Hansen (ed.), A Comparative Study ofThirty City-state Cultures
(2000), 142-186, en 146.
22
W. D. Niemeier, en Aegeum (1999), 141-155.
23
J. D. Hawkins, en Anatolian Studies (2000), 1-31.
24
Plutarco, Cuestiones griegas 11.
25
Plinio, Historia natural 19.10-11.
26
S. Amigues, en Revue Archéologique (1988), 227.
27
S. Amigues, en Journal des Savants (2004), 191-226, donde pone en entredicho su
identificación recientemente reafirmada con la Cachrysferulacea.
28
Diodoro 13.81.5 y 83.3.
29
T. J. Dunbabin, The Western Greeks (1948), 77 y 365.
30
P. A. Hansen (ed.), Carmina Epigraphica Graeca, vol. I (1983), n.° 400: Robert Parker tuvo la
amabilidad de citármelo.
31
J. Reynolds, enJournal of Román Studies (1978), 113, líneas 2-12, y, para su faceta local,
véase el fascinante estudio de A. J. Spawforth y Susan Walker, ibídem (1986), 98-101.
32
Hesíodo, Teogonia 80-93 y Los trabajos y los días 39.
33
Aristóteles, Política 1306 al 5-20.
34
Homero, llíada 3.222.
35
Para esta datación, cf. O. Murray, en Apoikia: scritti in onore di Giorgio Buchner, AION n. s. 1
(1994), 47-54.
36
M. Vickers, Greek Symposia (Joint Association of Classical Teachers, Londres, sin fecha).
37
L. Foxhall, en Lynette G. Mitchell y P. J. Rhodes (eds.), The Development ofthe Polis in
Archaic Greece (1997), 130, ofrece unas estimaciones que quizá son excesivamente altas.
38
Jacob Burckhardt, The Greeks and Greek Civilization, versión resumida y traducida al inglés
por Sheila Stern (1998), 179. Yo me inclino más bien por la postura de Burckhardt, que sigue
siendo controvertida.
39
H. W. Pleket, en Peter Garnsey, Keith Hopkins y C. R. Whittaker (eds.), Trade in the Ancient
Economy (1983), 131-144, el modelo que sigo fundamentalmente a lo largo de todo el libro
acerca de esta cuestión tan peliaguda.
40
Homero, ¡liada 23.75-76 y 100.
41
Himno homérico a Apolo, 189-193.
42
Erich Csapo, Theories ofMythology (2005), 165-171.
43
Robert Parker en J. Boardman, J. Griffin y O. Murray (eds.), The Oxford History ofthe
Classical World (1986), 266.
44
Homero, Odisea 11.241-244.
45
Ibídem 11.251 e Himno homérico a Afrodita, 286-289, junto con P. Maas, Kleine Schriften
(1973), 66-67, donde se da a entender que los dioses sólo hacen el amor con doncellas
vírgenes. Pero Leda, la madre de Elena, no lo era.
46
Estos precios corresponden únicamente al Ática, en M. H. Jameson, en Proceedings ofthe
Cambridge Philological Society, suplemento 14 (1988), 91.
47
Hesíodo, Teogonia, 418-452, con el comentario de M. L. West (ed. 1971), 276-291.
48
Himno homérico a Apolo, 390 hasta el final, con el notable estudio de W. G. Forrest, en
Bulletin de Correspondance Hellénique (1956), 33-52.
49
Adrienne Mayor, en Archaeology, 28 (1999), 32-40.
50
W. G. Forrest, en Historia (1959), 174.
51
Hesíodo, Los trabajos y los días, 225-237.
52
Chester G. Starr, The Origins ofGreek Civilization (1962), parte III, para la expresión que
utilizo aquí.
53
Antología Palatina \ A.93.
54
Solón F 36 (West).
55
Solón F 4 (West), v. 18.
56
Solón F 36 (West).
57
R. F. Willetts, The Law Code ofGortyn (1967), con una posible traducción [al inglés]; A. L. Di
Lello-Finuoli, en D. Musti (ed.), La transizione dal Miceneo aWArcaísmo... Roma, 14-19 Marzo,
1988 (1991), 215-230; K. R. Kristensen, en Classica et Medievalia (1994), 5-26.
58
Aristóteles, República de los atenienses 7.3-4; para las clases (no numéricas), véase (por su
exactitud) G. E. M. de Sainte-Croix, Athenian Democratic Origins (2004), 5-72; debo subrayar
que las «300» y las «200» medidas atribuidas a los hippeis y a los zeugitai son sólo una
conjetura (eulogoterá) aristotélica, y que no son históricas. Los zeugitai, como, por ejemplo, los
boarii de los códigos de comienzos de la Edad Media, eran propietarios de una yunta de
bueyes; los hippeis poseían caballos. Es una pena que las conjeturas de Aristóteles se utilicen
con demasiada frecuencia como fuentes «estadísticas» fundamentales para la economía y los
sistemas de posesión de la tierra del estado arcaico.
59
Pausanias 6.4.8.
60
Eliano, Varia Historia 2.29
61
J. Reynolds, en Journal of Román Studies (1978), 113, líneas 39-43; Paul Cartledge y Antony
Spawforth, Hellenistic and Román Sparta (ed. de 1992), 113.
62
A. Andrewes, Probouleusis: Sparta's Contribution to the Technique of Government (1954).
63
Plutarco, Cuestiones griegas 4, en G. Grote, A History ofGreece, vol. II (1888, ed. revisada),
266 y nota 2 para la importancia de este punto en la Cnido de «Laconia».
64
Homero, Odisea 17.487; A. Andrewes, en Classical Quarterly (1938), 89-91.
65
Terpandro en Plutarco, Vida de Licurgo 21.4.
66
Muciano, citado en Plinio, Historia Natural 19.12.
67
Himno homérico a Apolo 146-155.
68
Heródoto 2.152.4.
69
Safo F 39 (Diehl), con los agudos comentarios (independientemente de los míos) de John
Raven, Plants and Plant Lore in Ancient Greece (2000), 9.
70
J. D. P. Bolton, Aristeas (1962), brillante estudio, aunque en sus pp. 8-10 se adopta una
postura más cautelosa a propósito de Longino, De lo sublime 10.4 (su F7,p.208).
71
Texto del Juramento Hipocrático en el volumen de la Loeb Library, Hip-pocrates, vol. I,
traducido [al inglés] por W. H. S. Jones (1933), 298, y en Vivian Nutton, Hippocratic Morality
and Modern Medicine, en Entretiens de la Fondation Hardt, vol. XLIII (1997), 31-63.
72
Ateneo, El banquete de los sofistas 12.541A, Pseudo-Aristóteles, De Mirabilibus 96, y el
brillante estudio de J. Heurgon, Scripta Varia (1986), 299
73
Heródoto 1.164.3.
74
Heródoto 1.152.3.
75
P. A. Cartledge, Agesilaos (1987), 10-11.
76
Con esta acertada frase lo explica A. Andrewes, The Greek Tyrants (1956), capítulo VI.
77
Heródoto 5.72.2, y P. J. Rhodes, Ancient Democracy and Modern Ideology (2003), 112-113 y
notas 17 y 19.
78
Mogens H. Hansen, The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes (1991), 220.
79
Heródoto 5.78.1; E. Badián (ed.), Ancient Society and Institutions: Studies Presented to V.
Ehrenberg (1966), 115.
80
Heródoto 5.73.3.
81
Heródoto 1.212-214.
82
Ibídem 1.153.1-2.
83
Sección 8 del texto DN-b de Naqsh-i-Rustam, según aparece reproducido en P. Briant,
From Cyrus to Alexander. Traducción [al inglés] de Peter T. Daniels (2002), 212.
84
J. S. Morrison, J. F. Coates y N. B. Rankov, The Athenian Trireme (2000, ed. revisada), 250 y
252.
85
Heródoto 6.112.3.
86
V. D. Hanson, The Western Way ofWar (1989), 158 y 175, citado también en Hans van
Wees, Greek Warfare (2004), 184.
87
Homero, Iliada 2.872.
88
Descubierta por M. H. Jameson y publicada con un conciso comentario en R. Meiggs y D. M.
Lewis, A Selection ofGreekHistoricallnscriptions (ed. de 1988), n.° 23.
89
R. Étienne y M. Piérart, enBulletin de Correspondance Hellénique (1975), 51.
90
Deborah Boedeker y David Seider (eds.), The New Simonides (1996).
91
Angelos P. Matthaiou, en Peter Derow y Robert Parker (eds.), Herodotus and His World
(2003), 190-202.
92
Heródoto 8.83.
93
Píndaro, Piuca 1.75.
94
Historia Augusta, Vida de Adriano 13.3.
95
Pseudo-Platón, Epístola VII 326b.
96
Píndaro, Olímpica 5.13-14.
97
T. J. Dunbabin, The Western Greeks (1948), VII.
98
F. Cordano, Le tessere pubbliche dal templo di Atena a Camarina (1992); O. Murray, en
Mogens H. Hansen (ed.), The Polis as an Urban Centre andas a Politi-cal Community: Acts
ofthe Copenhagen Polis Centre, vol. IV (1997), 493-504.
99
Michael H. Jameson, David R. Jordán y Roy D. Kotansky, A Lex Sacra from Selinous (1993).
100
Píndaro F106 (Maehler): debo esta observación a P. J. Wilson.
101
Heródoto 7.164.1.
102
A este respecto, resulta brillante el estudio de A. Giovannini, «Le Sel et la fortune de Rome»,
en Athenaeum (1985), 373-387.
103
Heródoto 5.92, acerca de la isokratia.
104
Píndaro, Pítica 7.18-19.
105
Heródoto 8.124.3.
106
Plinio, Historia natural 18.144.
107
Tucídides 2.65.2 es muy importante a este respecto; A. G. Geddes, en Classical Quarterly
(1987), 307-331, para la problemática cuestión del vestido.
108
Tucídides 2.63.2 y 3.37.2.
109
Hipócrates, Epidemias 1.1; Jean Pouilloux, Recherches sur V histoire et les cuites de
Thasos, vol. 1 (1954), 249-250, es fundamental para la cronología, pero personalmente
identifico la «nueva muralla» a la que se alude con la nueva muralla construida en Tasos en la
década de 460, y sitúo a Polignoto, y por lo tanto a «Anti-fonte, hijo de Critobulo», también en
la década de 460. Agradezco desde aquí las numerosas conversaciones sobre este
controvertido tema mantenidas con el difunto D. M. Lewis, que llegó a la misma conclusión que
yo.
110
Heródoto 3.80.3.
111
J. S. Morrison, J. F. Coates y N. B. Rankov, The Athenian Trireme (2000),238.
112
Ateneo 14.619a, con Walter Scheidel, en Greece and Rome (1996), 1 .
113
Pseudo-Demóstenes 59.122.
114
Pseudo-Jenofonte, La república de los atenienses 3.2 y 3.8.
115
David Harvey y John Wilkins, The Rivals ofAristophanes (2000).
116
Alberto Cesare Cassio, en Classical Quarterly (1985), 38-42.
117
H. L. Hudson-Williams, en Classical Quarterly (1951), 68-73, acerca de los «panfletos»;
Harvey Yunis (ed.), Written Texts and the Rise ofLiteraté Culture in Ancient Greece (2003), con
toda la bibliografía.
118
Tucídides 2.65.9.
119
Ion en Plutarco, Vida de Pericles 5.3.
120
Platón, Menexeno, junto con el poeta cómico Calías F 15 (Kock), para este tipo de chiste.
121
Plutarco, Vida de Pericles 24.9.
122
Ibídem 8.7
123
Glenn R. Bugh, The Horsemen of Athens (1988), 52-78.
124
Tucídides 2.41.4.
125
J. M. Mansfield, «The Robe of Athena and the Panathenaic Peplos» (Tesis Doctoral,
Universidad de California, Berkeley, 1985), viene a complementar a D. M. Lewis, Selected
Papers in Greek and Near Eastern History (1997), 131-132.
126
Eneas Táctico 31.24.
127
Tucídides 2.40.2.
128
Plutarco, Vida de Pericles 3.5 y 13.5, así como Anthony J. Podlecki, Péneles and His Circle
(1998), 172, que cita a A. L. Robkin por la opinión que yo también he preferido siempre.
129
M. H. Jameson, en R. G. Osborne y S. Hornblower (eds.), Ritual, Finance and Politics
(1994), 307.
130
Tucídides 3.36.6; 5.16.1; 8.73.3; 8.97.2.
131
Jenofonte, Helénicas 2.3.39; Tucídides 7.86.5.
132
Tucídides 1.22.3.
133
Tucídides 2.27.1, mientras que Heródoto 6.91.1 habla de un motivo religioso.
134
Diógenes Laercio 2.40; para el sentido de «theous nomizein», confieso que prefiero la tesis
de J. Tate, en Classical Review (1936), 3 y (1937), 3.
135
Jenofonte, Banquete 2.10.
136
Aristófanes, Las Nubes 1506-1509.
137
Plutarco, Vida de Pericles 32.2, así como L. Woodbury, en Phoenix (1981), 295, y M.
Oswald, From Popular Sovereignty to the Sovereignty of Law (1986),528-531.
138
Jenofonte, Banquete 8.2.
139
Plutarco, Vida de Lisandro 30.3-5.
140
Diodoro 15.54.3; Jenofonte, Helénicas 6.4.7; Plutarco, Vida de Pelópidas 20.4-21.1;
Plutarco, Moralia 856f; Pausanias 9.13.5.
141
K. J. Dover, Greek Homosexuality (1978), 190-194.
142
Jenofonte, Helénicas 7.5.27.
143
John M. Oakley, en Jenifer Neils y John H. Oakley, Corning ofAge in An-cient Greece:
Images of Childhood from the Classical Past (2003), 174, y catálogo 115,enpp. 162 y 174.
144
Esquines 3.77-78.
145
D. Ogden, Greek Bastardy (1996), 199-203.
146
Platón el Cómico F143 y F188, y James Davidson, Courtesans and Fis-hcakes (1998), 118.
147
L. Llewellyn-Jones, Aphrodite's Tortoise (2003), es importante en este sentido, pues cita (p.
62) a Heraclides Crítico 1.18; véase asimismo Tanagra, mythe et archéologie, catálogo del
Louvre, 15 de septiembre 2003-5 de enero de 2004 (París, 2003), pues es excelente, sobre
todo el n.° 101 procedente de Atenas (¿acaso una prostituta cubierta con un velo?).
148
Supplementum Epigraphicum Graecum, vol. XV (1958), 384, y J. M. Han-nick, enAntiquité
Classique (1976), 133-148.
149
Justino, Epitome 7.5.4-9.
150
Arriano, Indica 18.6-7; para la opinión de Aristóteles, véase la tesis presentada por P. A.
Brunt, Studies in Greek History and Thought (1993), 334-336.
151
E. Voutiras, Revue des Études Grecques (1996), 678, y el Supplementum Epigraphicum
Graecum, vol. XLVI (1996), 776, y vol. XLIX (1999), 759.
152
Arriano, Anábasis 1.10.1, y Diodoro 17.16.3, testimonio que acepto, a diferencia de A. B.
Bosworth, Commentary on Arrian s History ofAlexander, vol. I (1980), 97, que atribuye a Arriano
un «error».
153
Plutarco, Vida de Alejandro 39.2-3.
154
M. W. Dickie, en Zeitschrift für Papyrologie und Epigraphik, 109 (1995), 81-86, y L. Rossi,
ibídem, 112 (1996), 59; Posidipo F 44 (ed. Austin-Bastianini).
155
Ps.-Demóstenes 17.15.
156
Plutarco, Moralia 179 c-d.
157
Platón, República 558c; toda esta sección, a partir de 555b, es de una malicia
verdaderamente brillante.
158
Platón, Leyes 636b-d4; 836b8-c7; 836d9-e4; 841d4-5; G. E. M. de Sainte-Croix solía insistir
en que Platón fue el primer «homófobo griego» del que tenemos constancia, y para ello citaba
las Leyes, entre otros pasajes 636c5, texto en el que se hace referencia también a las
«lesbianas».
159
Leyes 907e-910d; para el castigo «correctivo», el mejor estudio es T. J. Saunders, Plato' s
Penal Code: Tradition, Controversy and Reform in Greek Penology (1991).
160
Aristóteles, Meteorológicos 1.352a30, F13 (Rose), F25 (Rose); Metafísica 1074M-14.
161
Aristóteles, Historia de los animales 523al8, y Generación de los anima-/es736all-12.
162
Aristóteles, Política I254a20, aludiendo explícitamente a la gignomena como prueba de que
existen los esclavos: «la esclavitud natural» no es una mera construcción teórica de su
pensamiento. P. A. Brunt, Studies in Greek History and Thought (1993), 343-388, es el estudio
definitivo sobre este asunto.
163
Aristóteles, Política 1260al 2.
164
A los textos citados en Brunt, Studies in Greek History and Thought, 288-290, que adopta
una postura escéptica, podemos añadir a propósito del asesinato de Cotis, Filóstrato, Vida de
Apolonio 7.2, y del de Clearco, Justino, Epítome 16.5.12-13; Filodemo, Index Academicorum
6.13 (Dorandi), y el relato ficticio de I. Düring, Chion of Heraclea (1951). Memnón 434f 1
(Jacoby) dice que el propio Clearco había «escuchado a Platón».
165
Aristóteles F 668 (Rose).
166
Aristóteles, Sobre el cielo 297a3-8.
167
Duris, en Ateneo 12.542d; Diógenes Laercio 5.75 (las estatuas); William W. Fortenbaugh y
Eckart Schütrumpf, Demetrius of Phaleron, textos y traducción [al inglés] (2000).
168
Diógenes Laercio 5.38; C. Habicht, Athens from Alexander to Antony (1997), 73; y el
excelente estudio que aparece en su Athen in hellenistischer Zeit: Ge-sammelte Ausfsátze
(1994), 231-247.
169
Jacob Burckhardt, The Greeks and Greek Civilization, edición abreviada y traducida [al
inglés] por Sheila Stern (1998), 289-290.
170
Pseudo-Demóstenes 50.26.
171
G. E. M. de Sainte Croix, Origins ofthe Peloponesian War (1972), 371-376.
172
S. Lewis, News and Society in the Greek Polis (1996), 102-115.
173
D. M. Lewis, Selected Papers in Greek and Near Eastern History (1997), 212-229.
174
J. K. Davies, en Journal ofHellenic Studies (1967), 33-40.
175
W. K. Pritchett, The Greek State at War, parte V (1991), 473-485, es fundamental para este
asunto.
176
No estoy de acuerdo con D. M. McDowell, en Classical Quarterly (1986), 438-449 (artículo
muy importante), y me inclino más bien (aunque no del todo) por la postura de A. H. M. Jones,
Athenian Democracy (1957), 28-29.
177
W. G. Arnott, en Bulletin ofthe Institute of Classical Studies (1959), 78-79.
178
Teofrasto, Caracteres 4.11, 21.5, y R. J. Lañe Fox, en Proceedings ofthe Cambridge
Philological Society (1996), 147, y notas 210-213.
179
Teofrasto, Caracteres 23.2, junto con Lañe Fox, op.cit. (en nota 10), 147 y nota 208.
180
K. Hallof y C. Habicht, en Mitteilungen des Deutschen Archeologischen Instituí (Athenische
Abteilung), 110 (1995), 273-303; Supplementum Epigraphicum Graecum, vol. XLV (1995), 300-
306.
181
Jenofonte, Los ingresos públicos 1,1.
182
Demóstenes 10.36-45.
183
Heródoto 6.69.2-3; Plutarco, Vida de Lisandro 26.1; Plutarco, Moralia 338B. Aristandro (el
propio mantis de Alejandro) aparece citado en Orígenes, Contra Celso 7.8, una alusión
importante que suele pasar inadvertida.
184
Arriano, Anábasis 6.19.4.
185
Nearco, Indica 40.8.
186
P. J. Rhodes y R. G. Osborne, Greek Historical Inscriptions 404-323 BC (2000), 433.
187
Arriano, Anábasis 7.26.1.
188
Abraham J. Sachs y Hermann Hunger, Astronomical Diaries and Related Textsfrom
Babylonia, vol. I (1988), 207.
189
Plutarco, Obras morales y de costumbres 180d. Debo lo del «imperio de los mejores» a Guy
Rogers, de Wellesley College.
190
Arriano, Anábasis 7.12.4.
191
Diodoro 18.4.4.
192
Plutarco, Vida de Demóstenes 31.5.
193
W. W. Tarn, Antigonus Gonatas (1913), 18.
194
Libanio, Discursos 49.12; y antes, Herodiano 4.8.9.
195
E. J. Bickermann, en E. Yarshater (ed.), The Cambridge History oflran, vol. III(i) (1983), 7,
ofrece un brillante panorama general.
196
H. W. Parke, The Oracles of Apollo in Asia Minor (1985), 44-55, y L. Ro-bert, en Bulletin de
Correspondance Hellénique (1984), 167-172.
197
Teócrito, Idilios 14.61.
198
W. W. Tarn, Antigonus Gonatas (1913), 185 y nota 60, con todos los testimonios.
199
P. Leriche, en Bulletin d'Études Orientales (2000), 99-125
200
Diodoro 18.70.1.
201
E. E. Rice, The Grand Procession ofPtolemy Philadelphus (1983), con todos los detalles; D.
J. Thompson, en León Mooren (ed.), Politics, Administration and Society... Studia Hellenistica,
36 (2000), 365-388, especialmente para los problemas de datación.
202
D. B. Thompson, Troy: The Terracotta Figurines ofthe Hellenistic Period (1963), 46.
203
J. D. Lerner, en Zeitschrift für Papyrologie und Epigraphik, 142 (2003), 45, con el papiro y la
bibliografía completa.
204
Dorothy Burr Thompson, Ptolemaic Oinochoai and Portraits in Faience (1973), 78, es un
estudio espléndido.
205
Teoría controvertida, para la cual puedo citar ahora el estudio exhaustivo de P. F. Mittag, en
Historia (2003), 162-208.
206
W. Clarysse, en L. Mooren (ed.), op. cit. (n.° 4), 29-43 acerca de este tipo de visitas.
207
Maryline Parca, en L. Mooren (ed.), Le Role et le Statut de lafemme..., Stu-dia Hellenistica
37 (2002), 283-296, para otros casos de agresividad similares relacionados con mujeres.
208
M. I. Finley, en Economic History Review (1965), 35.
209
Plutarco, Vida de Marcelo 17.5-8.
210
Séneca, Cartas 90.25.
211
Plinio el Viejo, Historia natural 15.57.
212
P. M. Fraser, Ptolemaic Alexandria, vol. I (1972), 150.
213
Antípatro, en Antología Griega (Palatina) 9.418.
214
G. Raepsaet, en Annales 50 (1995), 911-942.
215
J. B. Connelly, en T. Fahd (ed.), L'Arable préislamique et son environne-ment historique et
culturel (1989), 145-158, especialmente 149-151.
216
Teofrasto, Historia de las plantas 8.4.5.
217
Piteas F 7a, líneas 16-20 (H. J. Mette).
218
Hipóloco, Carta, en Ateneo 4.128c-130d, texto maravilloso que ya Ateneo cita como si fuera
muy poco conocido.
219
Teofrasto, Historia de las plantas 5.8.1-3, acerca de «Italia» y «el país de los latinos», texto
no considerado del todo por P. M. Fraser, en S. Hornblower (ed.), Greek Historiography (1994),
182-185; para Italia, véase 2.8.1, 4.5.6 {Italia pasa); 3.17.8 (las islas Lípari), etc., etc.
220
Teofrasto, Historia de las plantas 7.11.4.
221
P. M. Fraser, en Afghan Studies 3-4 (1982), 53, donde, si no le importa a Fraser, debería
restaurarse Alexandreusin en astois (expresión a todas luces aceptable en una dedicatoria en
verso, no en un decreto político).
222
Diodoro 1.74; P. M. Fraser, Ptolemaic Alexandria, vol. I (1972), 502: «Es la voz de los
griegos antidemocráticos, tal como habría podido oírse en cualquier momento durante los
siglos V y IV a. C».
223
Sospecho que el «Calaneo» del «parapegma» milesio (Diels-Rehm n.° 456A) es en realidad
nuestro «Cálano»: texto en Liba Taub, Ancient Meteorology (2003), 248.
224
Aristóbulo, en Estrabón 15.1.62, ampliado por Onesícrito, en Estrabón 15.1.30, y luego
Diodoro 19.33; discrepo de A. B. Bosworth, Legacy of Alexander (2002), 181-184.
225
Edicto 13, en Beni Mahab Barun, Inscriptions ofAsoka (1990, 2.a ed.).
226
Heraclides Póntico 840F23 (Jacoby), junto con Fraser, op. cit. (nota 5) 186-187.
227
A. Erskine, Troy between Greece and Rome (2001), 131-156
228
J. G. Pedley, Paestum (1990), 120-125; E. Dench, From Barbarians to New Men (1995), 64-
66; M. W. Frederiksen, Dialoghi di archeologia (1968), 3-23.
229
Aristóteles, en Plutarco, Vida de Camilo 22.3; T. J. Cornell, The Beginnings ofRome (1995),
315-318, para las variantes; N. Horsfall, en ClassicalJournal (1981), 298-311.
230
Diodoro 14.93.4.
231
Plinio, Historia Natural 34.26, junto con Dench, From Barbarians to New Men, 62, notas 142-
143.
232
Polibio 3.22; Diodoro 16.69.1, y Livio 7.27.2; Livio 9.43.12; acepto las tres noticias y sitúo el
segundo tratado de Polibio en la década de 340; para el debate, Cornell, Beginnings ofRome,
210-214.
233
Duris 76 (Jacoby) F 56.
234
David Potter, en Harriet I. Flower (ed.), The Cambridge Companion to the Román Republic
(2004), 66-88, constituye un replanteamiento muy importante de estos problemas.
235
M. H. Crawford, Román Statutes, vol. II (1996), 579-703.
236
A. W. Lintott, en Aufstieg und Niedergang der rómischen Welt, vol. I.ii (1972), 226-267.
237
Livio 3.26.8.
238
N. M. Horsfall, en J. N. Bremmer y N. M. Horsfall, Roman Myth and Mythology(97),68.
239
M. W. Frederiksen, Campania (1984), 183-189.
240
Apiano, Samnitica 3.7.2; Casio Dión 9.F39.5-10.
241
Apiano, Samnitica 3.7.1, y a este respecto me sitúo al lado de M. Cary, en Journal of
Philólogy (1920), 165-170 frente a P. Wuilleumier, Tárente (1939) 87, 95,102, en un excelente
tratamiento del tema.
242
J. P. V. D. Balsdon, Romans andAliens (1979), 30-58, en 33, con un agudo tratamiento del
tema.
243
Cicerón, Pro Flacco 9.14; Pro Sestio 141.
244
Polibio 6.53, junto con Harriet I. Flower, Ancester Masks and Aristocratic Power in Román
Culture (1996).
245
Virgilio, Geórgicas A.lld.
246
M. W. Frederiksen, Campania (1984), 200 n.° 53, acerca del problema en cuestión; Livio
8.9-11; H. W. Versnel, en Le sacrifice dans Vantiquité, Entretiens de la Fondation Hardt, vol.
XXVII (1981), 135-194.
247
Polibio 12.41.1; Plutarco, Cuestiones romanas 97; Festo 190 L; W. Warde Fowler, The
Román Festivals (1899), 241-250.
248
Ovidio, Fastos 5.331; Valerio Máximo 2.10.8, sobre la reacción del joven Catón; Warde
Fowler, The Román Festivals 91-95.
249
Servio, comentando a Virgilio, Eneida 9.52.
250
Plutarco, Vida de Pirro 19.6-7, junto con P. Lévéque, Pyrrhos (1957), 355 nota 7 y en
general 345-356.
251
Floro 1.13.9, junto con H. H. Scullard, The Elephant in the Greek and Román World (1973),
110, acerca de las credenciales de la anécdota.
252
Plutarco, Vida de Pirro 21.14.
253
Ibídem, 23.8.
254
Diodoro 23.1.4.
255
Hanón de Cartago, Periplus, con introducción y notas de Al. Oikonomides y M. C. J. Miller
(1995,3.a ed.).
256
Lawrence E. Stager, en H. G. Niemeyer, Phónizier im Westén (1982), 155-165; W. Huss,
Geschichte der Karthager (1985), 532-542; Diodoro 20.14.4-7; Plutarco, Mor alia 17 Id.
257
C. Sempronio Tuditano, F5 (Peter), para la leyenda; Diodoro 24.12, para la tortura.
258
Polibio 3.11, junto con F. W. Walbank, Commentary, vol. I (1957).
259
Livio 21.18.13-14.
260
V. D. Hanson, «Cannae», en R. Cowley (ed.), The Experience of War (1992), junto con
Gregory Daly, Cannae: The Experience ofBattle in the Second Punic War (2002), 156-201.
261
Polibio 3.78.1.
262
Ibídem, 3.88.1.
263
Plinio, Historia Natural 3.103, y Justino, Epítome 32.4.11.
264
Livio 22.51.
265
Livio 21.62.3 y 22.1.8-15.
266
Michael Koortbojian, en Journal of Román Studies (2002), 33-48.
267
Livio 27.37, y M. Beard, J. North y S. R. F. Price, Religions ofRome, vol. I (1998), 82.
268
M. W. Frederiksen, Campania (1984), 243-250.
269
Tim Cornell, en Tim Cornell, Boris Rankov y Philip Sabin (eds.), The Second Punic War: A
Reappraisal (1996), 97-117.
270
Séneca, Epístola 86.4-6.
271
Suetonio, Vida de Domiciano 10.
272
Polibio 5.104.
273
Apiano, Illyrica 7, P. S. Derow, en Phoenix (1973), 118-134, para apreciar su importancia.
274
R. K. Sherk, Rome and the Greek East to the Death of Augustus (1988), n.° 2, con el texto;
Polibio 9.39.1-5, para las reacciones que suscitó.
275
Plutarco, Vida de Flaminino 10.6 ss.
276
E. T. Salmón, Román Colonization Under the Republic (1969), 95-112.
277
A. Erskine, en Mediterráneo antico: economie, societá, culture, 3.1 (2000), 165-182, es un
estudio excelente.
278
P. J. Rhodes y D. M. Lewis, The Decrees ofthe Greek States (1997), 531-549, es
actualmente fundamental para estudiar los cambios introducidos en los decretos grabados en
inscripciones.
279
Polibio 3.4.12, junto conF. W. Walbank, Polybius (1972), 174-181, donde se sostiene, no
obstante, que la «época de turbulencias y revoluciones» comenzó alrededor de 152 a. C.
280
Polibio 30.15; para el posterior «cambio a peor» (aunque por otros motivos), Polibio 6.57.5 y
31.25.6.
281
John Briscoe, en Journal of Román Studies (1964), 66-77.
282
Un buen panorama general puede apreciarse en Matthew Leigh, en Oliver Taplin (ed.),
Literature in the Greek and Román Worlds: A New Perspective (2000), 288-310.
283
O. Skutsch, The Annals of Quintus Ennius (1985), es el estudio fundamental.
284
Polibio 30.22.
285
G. Clemente, en A. Giardina y A. Schiavone (eds.), Societá Romana epro-duzione
schiavistica, vol. I (1981), 1-14, ofrece un repaso general muy bueno; M. Country, en
Chroniques Italiennes 54 (1997), 9-20, para la historia hasta Tiberio.
286
Catón, en Festo 350 L.
287
Plutarco, Vida de Catón 51; y también 2.1-3; 20.2-4.
288
Ibídem21.8.
289
Catón, en Cicerón, De officiis 2.89; Catón, prólogo al De agricultura.
290
Catón, en Aulo Gelio, Noches Áticas 6.3.7: debo el hincapié sobre las «ganancias mal
obtenidas» al debate con T. J. Cornell.
291
Catón, en Plinio, Historia Natural 29.14.
292
Plutarco, Vida de Catón 27.
293
Polibio 30.18.
294
Ibídem 29.4 y 30.5.
295
2 Macabeos 5.11-6.2, con el importante replanteamiento de F. Millar, en Journal ofJewish
Studies (1978), 1-21.
296
2 Macabeos 7.9 ss.
297
Polibio 3.4.12.
298
Polibio 12.25e, junto con F. W. Walbank, Commentary y Polybius (1972), 66-96.
299
A. Erskine, en Mediterráneo antico: economie, societá, culture, 3.1 (2000), 165-182, es
también un excelente estudio de este tema.
300
Polibio 10.15.4-6.
301
Polibio 31.25.3-8 para los romanos y el dinero, véase A. Erskine, en F. Cairns (ed.), Papers
ofLeeds «International» Latín Seminar (1996), 1.
302
F. W. Walbank, Polybius (1972), 130-156, y del mismo autor, Polybius, Rome and the
Hellenistic World (2002), 277-292 con nuevas ideas.
303
Salustio, Catilina 10.
304
M. Pobjoy, en E. Herring y Kathryn Lomas (eds.), The Emergence of State Identity in Italy in
the First Millennium (2000), 187-247.
305
Plutarco, Vida de Tiberio Graco 14.1, 19.2; Floro 2.14.7; C. Graco, fragmento 62 (Malcovati).
306
Diodoro 37.9.
307
A. N. Sherwin-White, en Journal of Román Studies (1982), 28, forma parte de un estudio
importantísimo.
308
Plutarco, Vida de Sila 38.3; Apiano, Guerra Civil 1.106.
309
F. G. B. Millar subraya este hecho en The Crowd in Rome in the Late Republic (1998), 204-
226, y en su obra The Román Republic in Political Thought (2002), 19.
310
A. W. Lintott, en Journal of Román Studies (1998), 1-16, se mueve entre una idea y otra.
311
Salustio, Historia (ed. de P. McGushin), vol. II (1994), 27-31.
312
Macrobio, Saturnales 3.13.10; Varrón, De re rustica 3.6.6.
313
Plutarco, VidadeLuculo 39.2-41; Plinio, Historia Natural 15.102; P. Gri-mal, Les jardins
romains (ed. 1984), 128-130.
314
Plutarco, Vida de Pompeyo 2.6.
315
Helvio Mancia, en Valerio Máximo 6.2.8.
316
Cicerón, De imperio 41 -42.
317
A. N. Sherwin-White, Román Foreign Policy in the East (1984), 186-234, ofrece un estudio
detallado de los resultados.
318
.Plutarco, Vida de Pompeyo 14.6; Plinio, Historia Natural 8.4.
319
Cicerón, AdAtticum 2.1.8.
320
S. Weinstock, DivusJulius (1971), 43, y Cicerón, Pro Sestio 129
321
Valerio Máximo 6.2.7, y Ammiano Marcelino 17.11.4.
322
Juliano, Césares (Loeb Library, vol. II (1913), ed. de W. C. Wright), 384 para el asunto del
«león»; Celio, en Cicerón, Ad familiares 8.1.3; compárese con Cicerón, Ad Atticum 4.9, otro
texto clásico.
323
J. P. V. D. Balsdon, en T. A. Dorey (ed.), Cicero (1965), 171-214, en 205, en una brillante
apreciación del personaje.
324
S. Treggiari, en Transactions of the American Philological Association (1998), 11-23.
325
Ibídem 1-7; E. Rawson, en M. I. Finley (ed.), Studies in Román Property (1976), 85-101,
constituye un excelente estudio sobre los bienes de Cicerón; S. Treggiari, Román Social
History (2002), 74-108, acerca de la «privacidad».
326
Ibídem 49-73; Cicerón, Ad familiares 4.6.
327
Commentariolum petitionis 1.2.
328
Ibídem 5.18.
329
Ibídem 11.1.
330
Cicerón, Ad familiares 5.7; Scholia Boviensia 167 (Strangl).
331
Cicerón, Ad Atticum 2.3.3-4, junto con el debate y el útilísimo análisis de A. M. Ward, B. A.
Marshall, y otros autores, en Liverpool Classical Monthly, 3.6 (1978), 147-175.
332
Cicerón, Ad Quintumfratrem 3.2.4.
333
Cicerón, De legibus 3.28 y 3.34-39, especialmente 39.
334
E. Rawson, en Liverpool Classical Monthly, 7.8 (1982), 121-124, constituye un excelente
estudio sobre este tema tan intrigante.
335
S. Treggiari, Selection and Translation of Cicero's Cilician Letters (1996, 2.a ed.).
336
Cicerón, AdAtticum 8.16.2; compárese con 8.9.4.
337
Aulo Gelio 1.10.4.
338
Suetonio, Vida de César 22.2-3.
339
Plutarco, Vida de César 11.4.
340
Asconio, In toga candida 71, sobre lo cual coincido con E. Rawson, en Liverpool Classical
Monthly, 7.8 (1982), 123.
341
L. R. Taylor, en Historia (1950), 45-51, sigue siendo un estudio fundamental: Cicerón,
AdAtticum 2.24.
342
César, Guerra de las Galias 3.10.
343
Plinio, Historia Natural 9.11; 36.114-115, sobre el teatro.
344
B. M. Levick, en Kathryn Welch y Antón Powell (eds.), Julius Caesar as Artful Repórter
(1998), 61-84.
345
Plinio, Historia Natural 36.116, a propósito de Curión; 36.115, a propósito de la villa de
Escauro.
346
G. O. Hutchinson, en Classical Quarterly (2001), 150-162.
347
Cicerón, De oratore 30-31; A. C. Dionisiotti, en Journal of Román Studies (1988), 35-49,
acerca de Nepote y una historia comparada, especialmente 38-39, es un estudio muy brillante.
348
Salustio, Catalina 25, junto con R. Syme, Sallust (1964), 133-135.
349
Valerio Máximo 9.1.8.
350
Cicerón, Ad familiares 8.14.
351
Suetonio, Vida de César 29.2; Apiano, Guerra civil 2.32; Plutarco, Vida de César 31.
352
Ibídem32.8.
353
Suetonio, Vida de César 81.2.
354
Cicerón, Ad familiares 8.14.3.
355
Cicerón, AdAtticum 7.11.1.
356
Ibídem 9.18.1.
357
Ibídem 9.10.7 y 9.18.2.
358
Ibídem 9.18.3.
359
Cicerón, Ad familiares7.3.2.
360
Plutarco, V/da de Pompeyo 38.2-3.
361
Dión 42.14.3-4.
362
Antología Palatina 9.402; Cicerón, Ad Atticum 11.6.7.
363
Para este contexto véase E. E. Rice, Cleopatra (1999), 46-71, un análisis muy clarificador.
364
Cicerón, Ad Atticum 10.10.5.
365
Dión 43.23.3; S. Weinstock, Divus Julius (1971), 76-79.
366
Dión 43.23.6, y Suetonio, Vida de César 39.2; S. Weinstock, Divus Julius (1971), 88-90.
367
Cicerón, Ad familiares 9.16.3.
368
Macrobio, Saturnales 2.7.4; Cicerón, Ad familiares 12.18.2.
369
Dión 43.44.1, junto con S. Weinstock, Divus Julius (1971), 133-145.
370
Cicerón, Ad Atticum 12.43.3 y 13.28.3, junto con S. Weinstock, en Harvard Theological
Review (1957), 212.
371
Cicerón, Ad Atticum 13.40.1; Nepote, Ático 18.3.
372
Cicerón, Ad familiares 7.26.2.
373
Ibídem 13.52, que es una carta típica.
374
Dión 44.10.1-3; no estoy de acuerdo con S. Weinstock, Divus Julius (1971), 330, en que
fuera un «recibimiento» como rey planeado de antemano.
375
Suetonio, Vida de César 77.1.
376
Ibídem 81.2: lamentablemente no puedo aceptar la lectura ubertimqueflere.
377
Suetonio, Vida de César 79.3; Cicerón, De divinatione 2.110; Dión 44.15.3; Apiano, Guerra
civil 2.110.
378
Apiano, Guerra civil 2.118-119; Suetonio, Vida de César 82.3-4; Apiano, Guerra civil 2.134.
379
Cicerón, Ad familiares 11.1.1: la fecha de esta carta es objeto de una célebre controversia, y
algunos la retrasan incluso hasta el 20 de marzo.
380
Cicerón, Ad Atticum 14.13.6.
381
Frente a Suetonio, 84.2, yo sitúo a Cicerón, Ad Atticum 14.10, 14.11, 14.22, y Filípicas 2.91,
que dan muchos más detalles. Apiano, Guerra civil 2.144-147 es sin duda un testimonio muy
útil de lo que realmente sucedió.
382
Apiano, Guerra civil 3.2.
383
Cicerón, Ad Atticum 14.3.
384
R. Syme, Augustan Aristocracy (1986), 39, junto con Suetonio, Vida de Augusto 2.3.
385
Cicerón, Ad Atticum 14.11.2 (mihi totus deditus: en opinión de Shackleton-Bailey, Loeb
Library, vol. IV, 164 nota 2, «Ático habría sido lo bastante sagaz para no tomarlo al pie de la
letra». Supongo que sí). Compárese con 14.12.2 (per honorifice).
386
Cicerón, Ad Atticum 15.4.2.
387
388
Cicerón, Ad familiares 11.3, que es una carta magnífica.
389
Cicerón, De officiis 3.83; compárese con 2.23-29 y especialmente con 2.84.
390
Cicerón, Adfamiliares 10.20.2.
391
Cicerón, Ad Atticum 16.15.3; compárese con 16.14.1, pero también con 16.11.6, que es todo
un clásico.
392
Cicerón, Filípicas 5.50, que es otro clásico.
393
Cicerón, Ad familiares 10.28.3; Filípicas 5.50.
394
Cicerón, Ad familiares 11.14 y 12.30.2.
395
R. Syme, The Román Revolution (1939), 190, nota 6.
396
Kathryn Welch, en Antón Powell y Kathryn Welch (eds.), Sextus Pom-peius (2062), 1-30.
397
Cicerón, Ad familiares 11.20.1.
398
Véase Plutarco, Vida de Cicerón 47-48 para sus últimas horas; para Fulvia, véase Dión
47.8.4-5.
399
Nicholas Horsfall, en Bulletin ofthe Institute ofClassical Studies (1983), 85-98; E. K.
Wifstrand, The So-calledLaudado Turiae (1976).
400
R. G. M. Nisbet, en su obra Collected Papers on Latín Literature (1995), 390-413, ofrece un
brillante análisis de «los supervivientes».
401
R. Syme, en Historia (1958), 172-188.
402
Joyce Reynolds, Aphrodisias and Rome (1982), 438, con los números 6, 10 y 12.
403
Plutarco, Vida de Antonio 23.2-3.
404
Ibídem 26, y Sócrates de Rodas, FGH 192 Fl (Jacoby).
405
Marcial, Epigramas 11.20; para la anécdota de la perla disuelta en vinagre, véanse Plinio,
Historia Natural 9.120-121, y Macrobio, Saturnales 3.17.15.
406
P. M. Fraser, en Journal of Román Studies (1957), 71-74.
407
Plutarco, Vida de Antonio 23.5-8, junto con C. B. R. Pelling, Commentary (1988), 205.
408
K. Scott, en ClassicalPhilology (1929), 133-141, apropósito de «Sobre la ebriedad»;
Suetonio, Vida de Augusto 69.2, a propósito del sexo: en cuanto a Sarmentó, véase Plutarco,
Vida de Antonio 59.4, junto con Craig A. Williams, Román Homosexuality (1999), 275.
409
T. P. Wiseman, en Classical Quarterly (1982), 475-476, y su obra Román Studies (1987),
172.
410
A. N. Sherwin-White, Román Foreign Policy in the East (1984), 307-321.
411
Plutarco, Vida de Antonio 36.3-5, y Dión 49.32, junto con Pelling, Commentary, 217-220.
412
J. Linderski, en Journal of Román Studies (1984), 74-80.
413
Plutarco, Vida de Antonio 71.4; para Timón, véanse Estrabón 17.794 y Plutarco, Vida de
Antonio 69.6-7 y 70.
414
Ibídem, 76.5-78.4.
415
Macrobio, Saturnales 2.4.28-29, sobre el cual llamó la atención F. Millar, The Emperor in the
Román World (1977), 135.
416
Para las primeras posturas de los poetas, véanse Virgilio, Égloga 9, junto con M.
Winterbottom, en Greece and Rome (1976); 55-58; Horacio, Epodos 6 y 16, junto con el
notable estudio de Nisbet, Collected Papers, 161-181; y Propercio 1.21, junto con Gordon
Williams, Tradition and Originality in Román Poetry (1968), 172-181.
417
Jasper Griffin, en Journal of Román Studies (1977), 17-26
418
Veleyo Patérculo 2.88; Livio, Períoca CCXIII; Dión 54.15.4.
419
En este sentido difiero de P. A. Brunt, en Journal of Román Studies(1983), 61-62.
420
Joyce Reynolds, Aphrodisias and Rome (1982), 104, n.° 13.
421
J. Rich y J. Williams, Numismatic Chronicle (1999), 169-214.
422
Livio 4.20.7, junto con R. M. Ogilvie, Commentary on Livy Books 1-5 (1965), ad loe.
423
S. Weinstock, Divus Julius (1971), 228-243, es un excelente estudio.
424
B. M. Levick, en Greece andRome (1975), 156-163, especialmente la importante nota 10.
425
Me inclino por un proceso en el año 22 a.C, pues, al parecer, tuvo lugar cuando Marcelo ya
había muerto, y por lo tanto no fue llamado a prestar declaración; para Castricio, el delator,
véase D. Stockton, en Historia (1965), 27.
426
Virgilio, Eneida 6.851 -853.
427
Historia Augusta, Vida de Adriano 11.6-7.
428
Nepote, Ático 20.3.
429
Horacio, Odas 3.24.25-30.
430
Según se indica en E. Badián, Philologus (1985), 82-98.
431
Horacio, Epodos 4; Dión 48.34.5 y 48.43.3.
432
R. Syme, The Román Revolution (1939), 361; Floro 2.6.6, a propósito de los numerosos
municipalia prodigio.
433
Augusto, Res Gestae 8.5.
434
Plinio el Joven, Cartas 1.8.11.
435
Epitome de Caesaribus 14.8.
436
P. A. Brunt, Italian Manpower (1971), junto con Gayo, Instituciones 2.286.
437
Horacio, Odas 4.5.22.
438
Craig A. Williams, Román Homosexuality (1999), 275, nota 115; S. Treggiari, Román
Freedmen during the Late Republic (1969), 271-272.
439
Cicerón, De legibus 3.30-32.
440
S. Treggiari, en Ancient History Bulletin (1994), 86-98, para esta asociación.
441
Tácito, Anales 2.85, junto con Plinio el Viejo, Historia Natural 7.39, y R. Syme, Román
Papers, vol. II (1979), 805-824, especialmente 811, así como R. Syme, Augustan Aristocracy
(1986), 74.
442
Dión 77.16.4, junto con F. Millar, Study ofCassius Dio (1964), 204-207.
443
S. Riccobono, Fontes luris Romani..., vol. III, n.° 2 y 4.
444
K. SaraMyers, en Journal of Román Studies (1996), 1-20.
445
Macrobio, Saturnales 2.5.9.
446
L. Robert, Comptes rendus de VAcadémie des Inscriptions et Belles Let-tres (1970), 6-11.
447
Plinio, Historia Natural 8.170; para la piscina de agua caliente, véase Dión 55.7.6.
448
Plinio, Historia Natural 36.121.
449
Plinio, Historia Natural 9.168, para Sergio Orata; Marcial, Epigramas 7.34.
450
Tácito, Anales 14.21.
451
H. Dessau (ed.), Inscriptiones Latinae Selectae 5287, junto con David S. Potter, en D. S.
Potter y D. J. Mattingly (eds.), Life, Death and Entertainment in the Román Empire (1998), 296,
a propósito de Diocles.
452
En 252 a. C; Plinio, Historia Natural 8.6.17.
453
Augusto, Res gestae 22 y 23.
454
L. Robert, Les gladiateurs dans l'Orientgrec (1940), 248: «Ce n'est pas le seul trait originel
de la fiére et virile république de Rhodes».
455
Livio 39.22.2; 41.27.6; 44.18.8.
456
Plutarco, Moralia 1099b; Martirio de Perpetua 17.2-3, junto con G. Ville, La gladiature dans
l’Occident des origines a la mort de Domitían (1981), 363.
457
Martirio de Perpetua 20.2.
458
Marcial, Sobre los espectáculos 6, en la edición de la Loeb Library, Martial, Epigrams I
(1993), notas y traducción [al inglés] de D. R. Shackleton Bailey.
459
Celado, en Dessau (ed.), Inscriptiones Latinae Selectae 5142A y B, junto con L. Robert, Les
gladiateurs dans l'Orient grec (1940), 302, para el nombre; 5142C, para «puparum
nocturnarum».
460
M. Cébeillac-Gervasoni y F. Zevi, en Mélanges de l'Ecole Frangaise á Rome (1976), 612.
461
Dión 67.8.4.
462
S. Riccobono.
463
Suetonio, Vida de Augusto 49.
464
Higino, en Corpus Agrimensorum Romanorum, C. Thulin (ed.), vol. I (1913), 165-166; O. A.
W. Dilke, The Román Land Surveyors (1971), 113-114.
465
Estrabón 3.4.20.
466
M. Beard, J. North y S. R. F. Price (eds.), Religions ofRome, vol. I (1998), 324-328, y vol. II
(1998), 71-76.
467
Suetonio, Vida de Nerón 44.1; no estoy de acuerdo con P. A. Brunt, en Scripta
Classicaisraelica {191 A), 80; una «leva» {dilectus) podía ser tanto de soldados auxiliares como
de voluntarios (Tácito, Historias 3.58 es un buen ejemplo).
468
Tácito, Anales 4.4.2 y Suetonio, Vida de Tiberio 30, donde M. W. Frede-riksen me llamó la
atención sobre la fuerza de etiam («incluso»).
469
Estacio, Silvas 5.1.94-95.
470
H. Dessau (ed.), Inscriptiones Latinae Selectae 2558, junto con el excelente estudio de M. P.
Speidel, en Ancient Society (1991), 277-282, y su obra Ridingfor Caesar (1994), 46.
471
Tácito, Anales 1.17, y J. F. Gilliam, en Bonner Jahrbücher (1967), 233-343, especialmente
238.
472
Suetonio, Vida de Tiberio 16.
473
R. W. Davies, en Aufstieg und Niedergang der rómischen Welt, vol. Il.i (1974), 301-334,
constituye un excelente estudio.
474
Tácito, Agrícola 5.1-2, junto con Brian Campbell, en Journal of Román Studies (1975), 18-
19.
475
Historia Augusta, Vida de Adriano, 10.4-5.
476
H. C. Youtie, en J. Bingen, G. Cambier y G. Nachtergael (eds.), Le monde grec...:
Hommages a Claire Préaux (1975), 723, constituye un excelente estudio.
477
Horacio, Carmen Saeculare 50-51, y 56; M. Beard, J. North y S. R. F. Pnce, Religions of
Rome, vol. I (1998), 201-206, y vol. II (1998), 140-144.
478
Ibídem 140.
479
R. K. Sherk, The Román Empire: Augustus toHadrian (1988), n.° 15, línea 10.
480
Ibídem n.° 36,66, líneas 15 ss.
481
M. T. Griffin, en Journal of Román Studies (1997), 252, líneas 115-120.
482
Tácito, Anales 14.43.
483
G. W. Bowersock, en Kurt A. Raaflaub y Mark Toher (eds.), Between Re-public and Empire
(1990), 380-394.
484
Fergus Millar, en Greece andRome (1988), 48-51; W. Eck, en F. Millar y E. Segal (eds.),
Caesar Augustus (1984), 129-167.
485
Suetonio, Vida de Augusto 31.5.
486
P. A. Brunt, The Fall ofthe Román Republic (1988), 350.
487
R. K. Sherk, Rome and the Greek East to the Death of Augustus (1984), n.°133.
488
Tácito, Anales 1.75.1-2; D. C. Feeney, en Antón Powell (ed.), Román Poetry and
Propaganda in the Age of Augustus (1992), 1.
489
H. Dessau (ed.), Inscriptiones Latinae Selectae 5026; debo esta noticia a C. E. Stevens. R.
Syme no la tenía en cuenta; J. Scheid, Les Fréres Arvales (1975), 87, sí la cita, y R. Syme, The
Augustan Aristocracy (1986), 415, la desecha de manera bastante poco convincente.
490
Veleyo Patérculo 2.124.2; Suetonio, Vida de Tiberio 30.
491
Tácito, Anales 1.7.
492
Suetonio, Vida de Claudio 3.2.
493
Plinio, Historia Natural 3.119.
494
M. T. Griffin, en Journal of Román Studies (1997), 252, líneas 115 ss.
495
Tácito, Anales 11.1.1
496
Suetonio, Vida de Nerón 6.2, y Dión 61.2.3.
497
Tácito, Historias 1.72.
498
N. Purcell, en Journal of Román Studies (1985), 14.
499
Tácito, Anales 3.53.5 y 2.33.1 (sedas).
500
Tácito, Anales 16.18.
501
Tácito, Anales 11.3.
502
C. Nicolet, Space, Geography and Polines in the Early Román Empire (1991).
503
Papiro de Oxirrinco 2131; Papiro de Yale 61; Naphtali Lewis, Life in Egypt Under Román
Rule (1983), 190.
504
B. M. Levick, en Greece andRome (1979), 120.
505
E. Schuerer, A History ofthe Jewish People, vol. I (1973, ed. rev. de F. G. B. Millar y G.
Vermes), 399-427; R. J. Lañe Fox, The UnauthorizedVersion (1991), 27-34.
506
L. Roberts, Laodicée du Lycos, vol. I (1969), 274, es un buen estudio.
507
G. C. Boon, Antiquaries Journal (1958), 237-240; Richard Gordon, en Mary Beard y John
North (eds.), Pagan Priests (1990), 217.
508
J. L. Lighfoot (ed.), Ludan: On the Syrian Goddess (2003), 200-207.
509
Tácito, Agrícola 21.1.
510
Ibídem21.2.
511
Susan Walter (ed.), Ancient Faces: Mummy Portraits from Román Egypt (2000, ed. rev.).
512
Tácito, Anales 14.31.
513
A. T. Fear,Rome and Baetica (1996), 131-169.
514
Me inclino más bien por la postura de M. Stern, en M. Avi-Yonah y Z. Ba-ras (eds.), Society
and Religión in the Second Temple Period (1977), 263-301; véase asimismo M. Smith, en
Harvard Theological Review (1971), 1-19; el término «zelo-tas» aparece por primera vez en
Josefo, Guerra de los judíos 4.161; para otras opiniones, véase Martin Goodman, The Ruling
Class ofJudaea (1987), 93-96,219-221.
515
La ciudad de «Agripina» aparece en E. Schuerer, A History of the Jewish People, vol. I
(1973, ed. rev. por F. G. B. Millar y G. Vermes), 461, nota 20; Hechos de los Apóstoles 24.25.
516
E. Schuerer, A History ofthe Jewish People, vol. I (1973, ed. revisada por F. G. B. Millar y G.
Vermes), 399-427; R. J. Lañe Fox, The Unauthorized Versión (1991), 27-34.
517
N. Kokkinos, en J. Vardman y E. M. Yamauchi (eds.), Chronos, Kairos, Christos: Studies in
Honor ofJack Finegan (1989), 133, sigue siendo el estudio más importante.
518
Juan 18.31, y el estudio fundamental de E. J. Bickerman, en sus Studies in Jewish and
Christian History, vol. III (1986), 82, junto con R. J. Lañe Fox, The Unauthorized Versión (1991),
283-310.
519
Josefo, Guerra de los judíos 6.300-309; E. Rivkin, What Crucified Jesús? (1986).
520
Lucas 13.1-5.
521
Hechos de los Apóstoles 11.26, junto con el estudio sumamente perspicaz de Elias J.
Bickerman, en Harvard Theological Review (1949), 109-124.
522
Hechos de los Apóstoles 18.17; para Pablo y Antioquía de Pisidia, véase W. Ramsay, en
Journal of Román Studies (1926), 201.
523
Romanos 13.1-5.
524
1 Corintios 7.21; Efesios 6.5.
525
Mateo 19.12.
526
M. I. Rostovtzeff, The Social and Economic History ofthe Román Empire, vol. I (1957, ed.
revisada por P. M. Fraser), 86.
527
T. E. J. Wiedemann, en Alan K. Bowman et al. (eds.), Cambridge Ancient History, vol. X
(1996), 256-257; Plinio el Viejo, Historia Natural 20.100.
528
Rhiannon Ash, en Ómnibus 45 (2003), 11-13.
529
A. Henrichs, en Zeitschrift für Papyrologie und Epigraphik 3 (1968), 51-80, y Barbara Levick,
Vespasian (1999), 227, nota 9.
530
Traducido al inglés en Robert K. Sherk, The Román Empire: Augustus to Hadrian (1988),
82-83, junto con el importante estudio de P. A. Brunt, en Journal of Román Studies (1977), 95-
116, con el cual no estoy de acuerdo.
531
Suetonio, Vida de Vespasiano 22.
532
R. Darwall-Smith, Emperors and Architecture: A Study of Flavian Rome (1996), 55-68, es un
excelente análisis.
533
Barbara Levick, Vespasian (1999), 194; Quintiliano, Instituciones oratorias 4.1.19.
534
Suetonio, Vida de Tito 10.2.
535
Quintiliano, Instituciones oratorias 1.1.12.
536
Plinio el Joven, Panegírico 82.1-3.
537
Dión 67.9.1-5.
538
Estacio, Silvas 4.2.30-31.
539
Plinio el Joven, Cartas 4.22.5-6.
540
Kenneth S. Painter, The ínsula ofthe Menander at Pompeii, vol. IV: The Silver Treasure
(2001).
541
Lusa Savunen, en Richard Hawley y Barbara Levick (eds.), Women in Antiquity: New
Assessments (1995), 194-206, al menos para los testimonios.
542
H. Dessau (ed.), Inscriptiones Latinae Selectae, 5145.
543
R. C. Carrington, en Journal of Román Studies (1931), 110-130, que es un estudio
excelente: «Pompeya y sus alrededores no eran una ciudad jardín ni un barrio residencial, sino
el escenario de una intensa actividad industrial» (1930).
544
Corpus Inscriptionum Latinarum IV.2993t.
545
Difiero de la opinión de Paul Zanker, Pompen: Public and Prívate Life (1998, traducción
inglesa), 23-24.
546
J. R. Clarke, en D. Fredrick (ed.), The Román Gaze: Vision, Power and the Body (2002),
149-181, sugiere que las escenas tenían un carácter cómico; J. R. Clarke, Looking
atLovemaking: Constructions ofSexuality in Román Art (1998), 212-240.
547
Lorenzo Fergola y Mario Pagano, Oplontis (1998), 19 y 85, para la posibilidad de «Popea»
(por la cual me inclino yo); P. Castren, Ordo Populusque Pompeianus (1963,2.a ed.), 209, para
los testimonios sobre su familia en Pompeya.
548
Corpus Inscriptionum Latinarum IV.7698B, procedente de la «Casa del Moralista», III.iv.2-3.
549
R. Syme, Román Papers, vol. VII (1991), 621 e índice analítico, 695, para la expresión.
550
M. Winterbottom, en Journal of Román Studies (1970), 90-97.
551
Plinio, Cartas 4.25.1-2.
552
Plinio, Panegírico 76.6; 65.1; 80.
553
Plinio, Cartas 3.20.12.
554
Plinio, Panegírico 74.2, junto con 73.4 y 2.8.
555
Plinio, Cartas 10.18.
556
Plinio, Cartas 10.96.
557
R. J. Lane Fox, Pagans and Christians (1986), 433 y 751 nota 37.
558
Plinio, Cartas 1.12,1.22.8-10; M. T. Griffin, en Greece andRome (1986), 64-77 y 192-202.
559
Plinio, Cartas 4.19.
560
Ibídem 4.19.2.
561
Ibídem 7.24.5.
562
Ibídem 7.24.3 y 6.
563
Ibídem 5.6, junto con P. Barconi y José Uroz Sáez, La villa di Plinio... (1999).
564
David R. Coffin, The Villa in the Life of Renaissance Rome (1979), 248; y también 266-267,
acerca del impacto de Plinio sobre la Villa Trivulziana, cerca de Salone.
565
Marcial, Epigramas 12.18,12.31, 12.57.
566
Plinio, Cartas 9.6; compárese con el papa Dámaso, en John Matthews, The Román Empire
ofAmmianus (1989), 422.
567
Hagith Sirvan, Ausonius ofBordeaux (1993), es una excelente introducción; G. P. O'Daly,
«Cassiciacum», en C. Mayer (ed.), Augustinus-Lexikon, vol I (1986-1994), 771-782, para la vida
feliz.
568
Plinio el Joven, Panegírico 81.1 y 3.
569
M. P. Speidel, Román Army Studies, vol. I (1984), 173 y 408.
570
Antología Palatina 6.332; Arriano, Parthica F 85 (Jacoby).
571
Salustio, Historias 4.78.
572
El punto crucial en este sentido es la muerte de Pedón, cónsul en 115, sustituido por un
cónsul sufecto; Juan Malalas se equivoca al datar su muerte en el terremoto del 13 de
diciembre de 115, y también se equivoca al seguirlo F. A. Lepper, Trajan' s Parthian War
(1949), 54 y 99, como ya observó Isobel Henderson, en Journal of Román Studies (1949), 121-
124. Las monedas indican una fecha anterior del terremoto: British Museum Catalogue, vol. III,
100. La datación correcta ha sido resucitada también por Anthony R. Birley, Hadrian: The
Restless Emperor (1997), 324 nota 13.
573
Juan Malalas, Crónicas 11.6 (274), que menciona luego la versión de «la guerra» ofrecida
por Arriano, fuente, según yo sospecho, de la carta al senado de la nota anterior.
574
Samuel N. C. Lieu, Manicheism in Mesopotamia and the Román East (1994), 84-87; G.
Luttikhuizen, The Revelation ofElchasai... (1985).
575
G. E. M. de Sainte Croix, en British Journal ofSociology (1954), 33-48, es un estudio
brillante.
576
Suetonio, Vida de Nerón 29.
577
Corpus Inscriptionum Latinarum VI. 1574, con el excelente análisis de Anthony R. Birley, en
Historia (2000), 230-247.
578
R. Syme, Ten Studies in Tacitus (1970), 1-10 y 119-140.
579
Una buena descripción en Simón Schama, Landscape and Memory (1996).
580
J. H. Elliott y L. W. B. Brockliss, The Worldofthe Favourite (1999), especialmente 2 y 300.
581
Historia Augusta, Vida de Adriano 5.3.
582
Dión 69.4.2.
583
H. I. Bell, en Journal of Román Studies (1940), 133-147.
584
B. Isaac y A. Oppenheimer, en Journal ofJewish Studies (1985), 33-60.
585
Tertuliano, Apología 46 y Sobre la proscripción de los herejes 7.
586
Mary Boatwright, Hadrian and the City ofRome (1987), 190.
587
Subrayo este rasgo como antídoto contra «Adriano el intelectual», tema del artículo de R.
Syme, Román Papers, vol. VI (1991), 103.
588
Historia Augusta, Vida de Adriano 7.6, 20.1 y 20.8: «plebis iactantissimus amator».
589
Para las dotes de Salvio Juliano, véase H. Dessau (ed.), Inscriptiones Lati-nae Selectae
8973, y R. Syme, en Bonner Historia Augusta Colloquium 1986-9 (1991), 201-217.
590
Peter Garnsey, Social Status and Legal Privilege in the Román Empire (1970), junto con
Digesto 48.19.15, 48.28.13, y 18.21.2, con una importante recensión de P. A. Brunt en Journal
of Román Studies (1972), 166-170.
591
Inscriptiones Graecae ad Res Romanas Pertinentes, vol. IV (1927), n.° 84; véase asimismo
85-87.
592
Digesto 5.3.20.
593
F. Millar, en Journal of Román Studies (1965), 141-160, y P. A. Brunt, en Athenaeum (1977),
19-48, dos estudios notables acerca de este contexto.

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