Estructuralismo y Hermenéutica. Jorge Lulo PDF
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Ciencias Sociales)
Estructuralismo y hermenéutica
Jorge Lulo
Ahora bien, ¿cuál es la naturaleza del signo lingüístico, según Saussure? ¿Es
algo material -un sonido por ejemplo- que apunta a una idea o concepto, o más bien
señala una cosa externa, un referente en el “mundo real”? Lejos del simplismo que ve en
la relación signos/cosas un vínculo meramente bidireccional, Saussure dice que “lo que
el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen
acústica” (Saussure, 1982:128). De esta manera se establece que en el signo se reúnen
dos componentes psíquicos que se oponen, el significante o imagen acústica y el
significado o imagen conceptual, como las dos caras de una misma moneda. El signo
lingüístico, que no es más que la composición de una dualidad -significante y
significado-, presentará dos características primordiales: en primer lugar la
arbitrariedad, que indica que el lazo entre uno y otro es puramente arbitrario, totalmente
inmotivado ya que no hay ninguna relación natural que pueda darse entre ellos y su
establecimiento depende de un hábito social o convención, sin posibilidad de quedar
sometido a los caprichos personales de los hablantes que quisieran alterar su
significación. La otra característica determinante será la linealidad del significante que
indica que el mismo habita en una sola dimensión o línea: la línea del tiempo en el caso
de los significantes acústicos (el encadenamiento de los sonidos en el tiempo) o una
linealidad espacial en el caso de los significantes escritos (la sucesión de grafías en el
papel u otro soporte material).
A estas dos propiedades primordiales de los signos lingüísticos se agregan dos
consideraciones relevantes: a) los signos se relacionan entre sí formando estructuras o
sistemas y b) coexisten en el juego de la permanencia y el cambio a lo largo del tiempo.
Como los signos son arbitrarios, y no dependen de elecciones individuales, están más
afectados por la inercia colectiva que por la innovación individual, pero el tiempo -que
asegura la inmutabilidad- tiene reservado otro efecto, en apariencia contradictorio, que
es el de alterarlos en el largo plazo. Sin embargo la contradicción se desvanece cuando
nos percatamos de que no puede haber percepción de la permanencia sin el contraste
que aportan los cambios y que, a su vez, no podrían advertirse los cambios salvo sobre
el trasfondo de algo que permanece. Esto se podría ilustrar con un sencillo ejemplo:
para saber que estoy observando el mismo objeto, por ejemplo este libro que estoy
sosteniendo entre mis manos ahora, tendré que pasar por distintos momentos
perceptivos -todos diferentes entre sí- que me aseguren o no que lo que tengo en mis
manos sigue siendo el mismo objeto.
La consideración del paso del tiempo permite establecer una nueva dualidad
relacionada con los tipos de abordajes lingüísticos. Por un lado una lingüística
sincrónica, concebida según el eje de la simultaneidad y concentrada en la lengua, que
estudia las relaciones horizontales entre los hablantes en un determinado segmento del
tiempo, y por el otro una lingüística diacrónica o evolutiva, concebida según el eje de
las sucesiones, que estudia los acontecimientos que involucran a la lengua y se suceden
en el tiempo. Si claramente Saussure optó por privilegiar el estudio sincrónico fue
porque para él debía prevalecer una perspectiva sistemática -basada en la fijeza y
estabilidad de la lengua que se impone sobre las alteraciones aportadas por la diacronía-
y porque en la dialéctica entre continuidad y cambio se esconde en realidad una relación
de subordinación pues “(...) el sistema no se modifica directamente nunca; en sí mismo,
el sistema es inmutable; sólo sufren alteración ciertos elementos, sin atención a la
solidaridad que los ata al conjunto.” (Saussure, 1982:154). Cambio y permanencia se
reclaman mutuamente para una correcta comprensión de ambos, pero a la hora de
explicar cómo funcionan los hechos del lenguaje se debe privilegiar lo sistemático si se
quiere asegurar la cientificidad de la lingüística: la historia y sus contingencias son más
bien una fuente de perturbaciones.
1
El primero de ellos fue publicado originalmente como Structure et herméneutique en Archivio di
Filosofia, 3, 1963; el segundo fue publicado como La structure, le mot, l’évenement, en Esprit.
“Structuralisme, idéologie et méthode” (mayo), 801-821, en 1967 y el último fue editado como La
question du sujet: le défi de la sémiologie en el libro Le conflit des interprétations – essais
d’herméneutique, Seuil, París, 1969, que recogió los anteriores. Hay traducción al español de los tres
trabajos que componen la primera parte del libro citado, en Hermenéutica y estructuralismo (1975).
Buenos Aires: Megalópolis.
Ahora bien, el éxito de este modelo tiene como contrapartida dejar fuera la comprensión
del lenguaje, los actos y procesos constitutivos del discurso. ¿Qué entiende Ricoeur por
discurso? De acuerdo con su modelo semántico, el discurso abarca la problemática del
encadenamiento de las palabras en las oraciones. El discurso requiere, como ya lo había
indicado Aristóteles, de un nombre conectado a un verbo en una síntesis producida en el
tiempo. Es acontecimiento y no estructura. Pero como la prudencia de Ricoeur aconseja,
se deben evitar las antinomias pues no traen ningún beneficio y, por tal motivo, la
superación de la antítesis entre estructura y acontecimiento se convertirá en la meta de
un análisis equilibrado que pondere minuciosamente cada modelo, el semiótico y el
semántico, con el fin de arribar a una síntesis.
Como ya vimos, los presupuestos del análisis estructural establecían en primer
lugar que el lenguaje es un sistema de signos que se constituye en el objeto de estudio
de una ciencia empírica que va a priorizar la lengua por sobre el habla. Esta
subordinación implica que las ejecuciones psíquicas, y las combinaciones libres del
discurso que el habla conlleva, quedan dispersas frente a una lengua que se reserva el
rol central ya que aporta las reglas constitutivas del código (la institución válida para la
comunidad lingüística). Claramente hay en el estructuralismo una lingüística sincrónica
de los estados del sistema que se alza frente a la lingüística “menor” de los cambios
registrados en el tiempo. Lo diacrónico queda subordinado porque detrás de todo
proceso se debe encontrar un sistema. El corolario de esta posición dice que el cambio
en sí es irrelevante pues sólo se lo comprende como pasaje de un estado del sistema a
otro: entender lo fijo siempre resultará más fácil que entender lo cambiante. A esta
dificultad para entender la especificidad del cambio se le suma que en cada estado del
sistema no hay términos absolutos sino relaciones de dependencia porque el lenguaje,
para Saussure, no es una sustancia sino una forma y por lo tanto en la lengua sólo habrá
diferencias, valores relativos de oposición de unos signos a otros (A es no B, no C, no
D, etc.) pero nunca positividad. Así, el conjunto de los signos deberá ser considerado
como un sistema cerrado para poder someterlo a análisis, sin un “afuera” que lo
constituya o dé sentido pues sólo se trata de relaciones internas concebidas en un plano
de inmanencia. Con “inmanencia” en filosofía se suele hacer alusión al tipo de actividad
de un ser cuya acción perdura en su interior, una actividad que tiene su fin dentro del
mismo ser. La inmanencia es, precisamente, la propiedad por la que una determinada
realidad permanece cerrada en sí misma, agotando en ella todo su ser y su actuar2, es
decir, lo opuesto a “trascendencia”. En resumidas cuentas, para el estructuralismo
semiótico la inmanencia sugiere la decisión teórica de concebir lo real como texto,
posición que posteriormente se populizará en la frase “no hay nada fuera del texto”.
Ante este planteo estructuralista Ricoeur defenderá la concepción del habla
como discurso. “El discurso se realiza temporalmente y en un momento presente,
mientras que el sistema del lenguaje es virtual y está fuera del tiempo.” (Ricoeur,
1995:25). Desde esta afirmación se puede llegar a entender que el estructuralismo
inhibe el acto de hablar al mismo tiempo que reprime la historia. Pero lo más
sintomático de esta posición es que termina excluyendo la intención primaria del
lenguaje que es decir algo acerca de algo. El modelo semántico del lenguaje aspira a
poner de manifiesto ese movimiento de trascendencia propio del “querer decir” que se
propone tener injerencia sobre una realidad que está más allá del pensamiento y del
lenguaje. Por tal motivo, para Ricoeur
2
Esta perspectiva inmanentista del lenguaje volverá a aparecer a propósito de la confrontación de la
hermenéutica con la deconstrucción de Derrida.
“(...) el lenguaje no es un objeto sino una mediación; es eso a través de lo
cual, por medio de lo cual nos expresamos y expresamos las cosas. Hablar
es el acto por el cual el locutor supera la clausura del universo de los signos,
en la intención de decir algo acerca de algo a alguien; hablar es el acto por el
cual el lenguaje se supera como signo hacia su referencia y hacia su
interlocutor. El lenguaje quiere desaparecer, quiere morir como objeto.”
(Ricoeur, 1975:95)
Una crítica del objeto acompañada por una profunda reformulación del lugar del
sujeto que deja de ser el origen de las significaciones para definirse desde la posición
que ocupa en una formación discursiva.
Foucault modificará parcialmente la concepción de las formaciones discursivas
esbozada en La arqueología del saber en El orden del discurso (2005), donde recoge su
alocución inaugural de su cátedra en el College de France en 1970. El relegamiento de
la arqueología en parte se debió a que adolecía de un tratamiento maduro de la
influencia de las instituciones sociales en los ordenamientos del discurso. Hacía falta
prestar mayor atención a las relaciones del poder en el seno de la ciencia y ya no
alcanzaba con emplear un método que permitiera aislar los componentes del discurso.
Se imponía una concepción del discurso que trascendiera los aspectos meramente
formalistas hacia una consideración compleja en la que la verdad, el poder, los cuerpos
y las instituciones se entrelazaran para dar cuenta de la aparición de los discursos. Si en
la etapa arqueológica todavía había una cercanía al estructuralismo ahora -con el auxilio
de Nietzsche y su método genealógico-4 el proyecto teórico tomará un rumbo diferente.
El orden del discurso pretendía exhibir el orden anónimo en virtud del cual se
circunscribe el campo de la experiencia y del saber posible. Un orden que supone
regularidades y que, tomando la arqueología sólo como antecedente, vuelve a pensarse
como un espacio donde lo subjetivo encuentra su identidad de manera provisoria: el
orden precederá a cualquier manifestación de los sujetos. Foucault parte de la hipótesis
de que:
4
Para comprender la recepción del concepto de genealogía que empleara Nietzsche lo más
conveniente es remitirse a “Nietzsche, la genealogía, la historia”, texto incluido en la antología
El discurso del poder (1983) Buenos Aires: Folios.
“(...) en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada,
seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen
por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento
aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad.” (Foucault, 2005:14)
“(...) no trata el discurso como documento, como signo de otra cosa, como
elemento que debería ser transparente pero cuya opacidad inoportuna hay
que atravesar con frecuencia para llegar, en fin, allí donde se mantiene en
reserva, a la profundidad de lo esencial; se dirige al discurso en su volumen
propio, a título de monumento. No es una disciplina interpretativa: no busca
‘otro discurso’ más escondido. Se niega a ser ‘alegórica’.” (Foucault,
1979:233)
b) El lenguaje entendido como fuerza: que los discursos se entiendan a partir de sus
efectos implica tomar al lenguaje como una fuerza que desea controlar y modelar lo
real. Más tarde, cuando el giro genealógico provocado por el encuentro con Nietzsche
se haya consolidado, quedará claro que para Foucault interpretar no es hacer una lectura
que intente rescatar un sentido escondido en los textos o en la historia, sino imponer una
perspectiva a la realidad. Las consecuencias epistemológicas de este planteo cobrarán
así un elevado precio para la ciencia pues lo que queda descartado de plano es la
posibilidad de alcanzar una objetividad independiente de los deseos de la voluntad
interpretante. En este sentido, algunos autores de la tradición hermenéutica (Grondin,
2014) han hablado de un “nominalismo” dominante en el pensamiento contemporáneo,
para referirse a las corrientes del pensamiento que, en su lucha contra el esencialismo,
inclinan la balanza hacia una consideración de la realidad en la que sólo cuentan las
entidades individuales, sin que haya “esencias” o realidades abstractas las cuales son
solamente nombres (nomina) desprovistos de existencia real. Para el nominalista el
sentido no sería “algo a encontrar” sino una invención atribuible al sujeto.
5
Este análisis formal es, según Foucault, el que “(...) establece una descripción específica de los
enunciados, de su formación y de las regularidades propias del discurso.” (Foucault, 1979:335).
adecuación entre lo que se dice y aquello sobre lo que se dice o como justificación de lo
enunciado6. Si la “verdad” -asimilada a una “voluntad de verdad” impuesta desde
afuera- es un mecanismo de exclusión que permite fijar los criterios para distinguir
entre enunciados verdaderos o falsos, queda claro que ella misma no es ni verdadera ni
falsa y se sustrae a cualquier discusión que quiera poner en entredicho su validez.
Este texto corresponde a una parte del capítulo 5 - Defensa y cuestionamiento del sentido:
hermenéutica, estructuralismo y deconstrucción en la filosofía de las ciencias sociales
contemporáneas- del libro Conexiones y Fronteras , editado por Héctor Palma y publicado por Editorial
Biblos en el 2019.
6
Como podría ocurrir en las concepciones de la verdad que la vinculan con las prácticas de justificación
mantenidas dentro de una comunidad lingüística, tal como sucede en las diversas teorías pragmatistas
del significado.