# 1 - Robespierre
# 1 - Robespierre
# 1 - Robespierre
Abordamos aquí una de las apuestas mayores del periodo. La Revolución del 10 de agosto
de 1792 había, entre otras cosas, puesto en entredicho la política de la libertad ilimitada del
comercio y su medio de aplicación, la ley marcial. Las últimas jacqueries de primavera y del
otoño de 1792, acompañadas de «motines de subsistencias» de una amplitud insólita,
demostraban el fracaso de esta política. En relación a este tema, se abrió un importante
debate a partir de septiembre y Robespierre intervino en el mismo durante los últimos días.
Partiendo del fin de la sociedad que es «mantener los derechos del hombre», definió «el
primero de esos derechos» como el derecho a la existencia y a los medios para conservarla:
este derecho es una «propiedad común de la sociedad», que debe serle garantizada a sus
miembros. Robespierre invierte la prioridad acordada exclusivamente hasta aquí a la
propiedad privada de los bienes materiales (aristocracia de los propietarios) 3.
1 Con motivo de la conmemoración del 14 de abril, SP ofrecerá en los próximos números una selección de textos
de eminentes autores republicanos. Y empezaremos con Robespierre, porque nada sería suficiente para borrar
las ingentes calumnias sobre él vertidas. Porque defendió la «causa del pueblo, de los pueblos, de la humanidad».
Porque se pronunció contra la opresión del colonialismo. Porque defendió los derechos de las personas, al margen
del color de su piel, de su credo religioso (judíos, protestantes…) pero también de cualquier otra circunstancia de
exclusión (como los cómicos). En resumen, porque es uno de los padres de la genealogía emancipadora que
cristalizaría en los siglos XIX y XX en las distintas Internacionales, pero también del pensamiento emancipador que
intenta acomodarse a los nuevos contextos en el siglo XXI. SP
2 Robespierre (1758-1794) fue uno de los más prominentes líderes de la Revolución francesa, diputado, presidente
de la Convención Nacional en dos oportunidades, jefe indiscutible de la facción más radical de los jacobinos y
miembro del Comité de Salvación Pública.
3 La oposición entre «economía política tiránica» y «economía política popular» ha sido expresada por Rousseau
en «Economía Política», artículo de l’Enciclopédie, aparecido en 1755. Robespierre conocía bien también la crítica de
la economía política de Turgot hecha por Mably, Du commerce des grains, escrito en 1775, publicación póstuma,
París, 1790. Sobre la crítica de la economía política en el siglo XVIII ver F. Gauthier, GR. Ikni (ed.) La Guerre du blé au
XVIIIè siècle, París, Éditions de la Passion, 1988.
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No quiero defender solamente la causa de los ciudadanos indigentes, sino la de
los propios propietarios y comerciantes.
4 Se trata del ministro Turgot, cuya experiencia de libertad ilimitada del comercio de
granos, acompañada por vez primera por la ley marcial, produjo la guerra de las harinas
de 1775. La acción de Turgot fue criticada por Necker que le sucedió de 1777 a 1781, antes de
que fuera vuelto a llamar en 1788. Ver la intervención de Robespierre contra la ley marcial,
el 21 de octubre de 1789, en este mismo volumen.
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prejuicios que la sustentaban tampoco han cambiado. He visto, durante el
tiempo de dicha Asamblea, los mismos acontecimientos que se renuevan en
esta época. He visto a la aristocracia acusar al pueblo. He visto a los intrigantes
hipócritas imputar sus propios crímenes a los defensores de la libertad, a los
que llamaban agitadores y anarquistas. He visto a un ministro impúdico de
cuya virtud estaba prohibido dudar, exigir adorar a Francia, mientras la
arruinaba, y surgir a la tiranía del seno de esas criminales intrigas, armada con
la ley marcial, para bañarse legalmente en la sangre de los ciudadanos
hambrientos. Millones para el ministro al que estaba prohibido pedir cuentas,
primas que se convertían en provecho para las sanguijuelas del pueblo, la
libertad indefinida de comercio, y bayonetas para calmar la alarma o para
oprimir el hambre. Tal fue la política alabada por nuestros primeros
legisladores.
Las primas pueden ser discutidas. La libertad del comercio es necesaria hasta el
límite en que la codicia homicida empieza a abusar de ella. El uso de las
bayonetas es una atrocidad. El sistema es esencialmente incompleto porque no
añade nada al verdadero principio.
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preocupado mucho de los beneficios de los negociantes y de los propietarios y
casi nada de la vida de los hombres. ¡Y por qué! Porque eran los grandes, los
ministros, los ricos quienes escribían, quienes gobernaban. ¡Si hubiera sido el
pueblo, es probable que este sistema hubiera sido modificado!
El sentido común, por ejemplo, indica que la afirmación de que los artículos que
no son de primera necesidad para la vida pueden ser abandonados a las
especulaciones más ilimitadas del comerciante. La escasez momentánea que
pueda sobrevenir siempre es un inconveniente soportable. Es suficiente que, en
general, la libertad indefinida de ese negocio redunde en el mayor beneficio del
estado y de los individuos. Pero la vida de los hombres no puede ser sometida a
la misma suerte. No es indispensable que yo pueda comprar tejidos brillantes,
pero es preciso que sea bastante rico para comprar pan, para mí y para mis
hijos. El comerciante puede guardar, en sus almacenes, las mercancías que el
lujo y la vanidad codician, hasta que encuentre el momento de venderlas al
precio más alto posible. Pero ningún hombre tiene el derecho a amontonar el
trigo al lado de su semejante que muere de hambre.
Los alimentos necesarios para el hombre son tan sagrados como la propia vida.
Todo cuanto resulte indispensable para conservarla es propiedad común de la
sociedad entera; tan sólo el excedente puede ser propiedad individual, y puede
ser abandonado a la industria de los comerciantes. Toda especulación
mercantil que hago a expensas de la vida de mi semejante no es tráfico, es
bandidaje y fratricidio.
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Según este principio, ¿cuál es el problema que hay que resolver en materia de
legislación sobre las subsistencias? Pues es este: asegurar a todos los
miembros de la sociedad el disfrute de la parte de los productos de la tierra que
es necesaria para su existencia; a los propietarios o cultivadores el precio de su
industria, y librar lo superfluo a la libertad de comercio.
Sin duda si todos los hombres fueran justos y virtuosos; si jamás la codicia
estuviera tentada a devorar la substancia del pueblo; si dóciles a la voz de la
razón y de la naturaleza, todos los ricos se considerasen los ecónomos de la
sociedad, o los hermanos del pobre, no se podría reconocer otra ley que la
libertad más ilimitada. Pero si es cierto que la avaricia puede especular con la
miseria, y la tiranía misma puede hacerlo con el desespero del pueblo; si es
cierto que todas estas pasiones declaran la guerra a la humanidad sufriente,
¿por qué no deben reprimir las leyes estos abusos? ¿Por qué no deben las leyes
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detener la mano homicida del monopolista, del mismo modo que lo hacen con
el asesino ordinario? ¿Por qué no deben ocuparse de la existencia del pueblo,
tras haberse ocupado durante tanto tiempo de los gozos de los grandes, y de la
potencia de los déspotas?
Pero, ¿cuáles son los medios para reprimir estos abusos? Se pretende que son
impracticables. Yo sostengo que son tan simples como infalibles. Se pretende
que plantean un problema insoluble, incluso para un genio. Yo sostengo que no
presentan ninguna dificultad al menos para el buen sentido y para la buena fe.
Sostengo que no hieren ni el interés del comercio, ni los derechos de propiedad.
Que la circulación a lo largo de toda la extensión de la república sea protegida,
pero tomemos las precauciones necesarias para que la circulación tenga lugar.
Precisamente me quejo de una falta de circulación. Pues el azote del pueblo, la
fuente de la escasez, son los obstáculos puestos a la circulación, con el pretexto
de hacerla ilimitada. ¿Circulan las subsistencias públicas cuando los ávidos
especuladores las retienen amontonadas en sus graneros? ¿Circulan cuando se
acumulan en las manos de un pequeño número de millonarios que las sustraen
al comercio, para hacerlas más preciosas y más raras; que calculan fríamente
cuántas familias deben perecer antes de que el alimento haya esperado el
tiempo fijado por su atroz avaricia? ¿Circulan cuando no hacen sino atravesar
las comarcas en que han sido producidas, ante los ojos de los ciudadanos
indigentes sometidos al suplicio de Tántalo, para ser engullidas en algún
desconocido pozo sin fondo de algún empresario de la escasez pública?
¿Circulan cuando al lado de las más abundantes cosechas languidece el
ciudadano necesitado, a falta de poder entregar una pieza de oro, o un trozo
de papel suficientemente precioso como para obtener una parcela?
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medio para conseguir este objetivo? Sustraer a la codicia el interés y la
facilidad de crear estas obstrucciones. Ahora bien, tres causas las favorecen: el
secreto, la libertad desenfrenada y la certeza de la impunidad.
He dicho que las otras causas de las operaciones desastrosas del monopolio
eran la libertad indefinida y la impunidad. ¿Qué otro medio sería más seguro
para animar la codicia y para desprenderla de todo tipo de freno, que aceptar
como principio que la ley no tiene el derecho de vigilarla, de imponerle las más
mínimas trabas? ¿Que la única regla que se le prescriba sea la poder osarlo
todo impunemente? ¿Qué digo? El grado de perfección al que ha llegado esta
teoría es tal que casi está establecido que los acaparadores son intachables;
que los monopolistas son los benefactores de la humanidad; que en las
querellas que surgen entre ellos y el pueblo, siempre se equivoca el pueblo. O
bien el crimen del monopolio es imposible o bien es real. Si es una quimera,
¿cómo puede ser que siempre se haya creído en esa quimera? ¿Por qué hemos
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experimentado sus estragos desde el inicio de nuestra revolución? ¿Por qué
informes libres de toda sospecha y hechos incontestables nos denuncian sus
culpables maniobras? ¿Si es real, por qué extraño privilegio sólo él obtiene el
derecho a estar protegido? ¿Qué límites pondrían a sus atentados los vampiros
despiadados que especulasen con la miseria pública, si a toda especie de
reclamación se opusieran siempre las bayonetas y la orden absoluta de creer
en la pureza y la bondad de todos los acaparadores? La libertad indefinida no
es otra cosa que la excusa, la salvaguardia y la causa de este abuso. ¿Cómo
puede considerarse entonces su remedio? ¿De que nos quejamos?
Precisamente de los males que ha producido el sistema actual, o al menos de
los males que no ha podido prevenir. ¿Y qué remedio se nos propone? El mismo
sistema. Yo os denuncio a los enemigos del pueblo y me respondéis: dejadlos
hacer5. En este sistema todo está contra la sociedad. Todo está a favor de los
comerciantes de granos.
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del abastecimiento, es porque está predispuesto por la opresión y por la
miseria. Jamás un pueblo feliz fue un pueblo turbulento. Quien conozca a los
hombres, quien conoce sobre todo al pueblo francés, sabe que no es posible
para un insensato o para un mal ciudadano sublevarlo sin razón contra las
leyes que ama y aún menos contra los mandatarios que ha elegido y contra la
libertad que ha conquistado. Es tarea de sus representantes devolverle la
confianza que él mismo les ha otorgado y desconcertar la malevolencia
aristocrática, satisfaciendo sus necesidades y calmando sus alarmas.
Las propias alarmas de los ciudadanos deben ser respetadas. ¿Cómo calmarlas
si permanecéis inactivos? Si las medidas que os proponemos no fueran tan
necesarias como pensamos, bastaría que él las desease, es suficiente que éstas
probaran ante sus ojos vuestra adhesión a sus intereses, para determinaros a
adoptarlas. Ya he indicado cuál era la naturaleza y el espíritu de estas leyes.
Me contentaré aquí con exigir la prioridad para los proyectos de decreto que
proponen precauciones contra el monopolio, reservándome el derecho de
proponer modificaciones, si es adoptada. Ya he probado que estas medidas y
los principios sobre los que se fundan eran necesarias para el pueblo. Voy a
probar que son útiles para los ricos y todos los propietarios.
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igualdad y de las delicias de la virtud. O, al menos, contentaos con las ventajas
que la fortuna os da, y dejadle al pueblo pan, trabajo y sus costumbres. Se
agitan en vano los enemigos de la libertad, para desgarrar el seno de su patria.
Ellos no pararán el curso de la razón humana, como no pueden parar el curso
del sol. La cobardía no triunfará sobre el valor. Es propio de la intriga huir ante
la libertad. Y vosotros, legisladores, ¿os acordáis de que no sois los
representantes de una casta privilegiada sino los del pueblo francés? No
olvidéis que la fuente del orden es la justicia. Que la garantía más segura de la
tranquilidad pública es la felicidad de los ciudadanos, y que las largas
convulsiones que desgarran los estados no son otra cosa que el combate de los
prejuicios contra los principios, del egoísmo contra el interés general, del
orgullo y de las pasiones de los hombres poderosos contra los derechos y
contra las necesidades de los más débiles.
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