El DERECHO A LA TRISTEZA y Otros Cuentos y Cuentitos
El DERECHO A LA TRISTEZA y Otros Cuentos y Cuentitos
El DERECHO A LA TRISTEZA y Otros Cuentos y Cuentitos
El sol del otoño espolvoreaba su pálida transparencia através de los cristales ahumados de las amplias ventanas. Las
plantas de Mary Joe, entrelazadas por la penumbra de sus propias sombras, unificaban sus soledades y amalgamaban
sus heterogeneidades botánicas en la compacta simulación de una selva lujuriosa. Falsificada con la aplicación
dispendiosa de las últimas innovaciones tecnológicas en materia de jardinería y cultivadas según los consejos de cuanta
revista, libro o video apareciese sobre el tema en las librerías y los supermercados de Maryland. Las araucarias
patagónicas y los arbustos de la India se mezclaban en los canteros de ladrillo a la vista que circundaban la sala. Con
la misma promiscuidad con que su dueña mezclaba en su mente a todos los que tuviesen un color un poquito distinto
que su blanco sonrosado, perforado por una llovizna de pecas.
Esa ignorancia etnológica sin embargo era comprensible, su aficción eran los seres vegetales y no los animales y,
mucho menos, la geografía. Tampoco tenía una inclinación vocacional por la música, pero si una marcada predilección
por las sinfonías de Vivaldi, que según Melanie Cooper, consejera botánica del Canal 85 de video-cable, era la más
indicada para apaciguar la histeria de los malvones. Por eso fue que consiguió un selector musical computarizado, que
según la intensidad de la luz marcada por el fotómetro elegía la sinfonía y el volumen más adecuado para mandarlos
através de los doce parlantes del equipo de música funcional. Un sistema similar, un electrostato de altísima fidelidad,
mantenía siempre la temperatura ambiente entre los 15 y los 20 grados centígrados, regulando el funcionamiento de los
acondicionadores de aire. Cada uno de aquellos aparatos estaba conectado al Computador Personal de Mary Joe,
programado para recoger todos los datos y establecer las condiciones ambientales para cada época del año.
Tras un nervioso movimiento de dedos para oprimir varios de los botones blancos del teclado, Mary Joe se sumió en
un instante de ansiedad incontenible, con los ojos fijos en la pantalla, esperando que una andanada vertiginosa de
letritas blancas vomitase sobre ella el diseño del programa de desinfección. en cuanto este quedó completo, no pudo
evitar una electrizante sensación de pavor . “¡Oh no, dios mío!, ¿porqué tenía que sucederme esto a mi?. Si el programa
de desinfección está bien formulado eso significa que el problema está en la tierra, en esta maldita tierra de Maryland,
contaminada de alimañas e insectos deleznables. Ya lo presentía yo, mi única posibilidad de salvación está en cambiar
toda la tierra por el humus sintético chino, ¡pero es carísimo!. Sólo si John obtiene el ascenso en la fábrica podría
comprarlo. Hoy tenía una reunión muy importante y no le habían dicho el motivo”, Mary Joe sintió inmediatamente un
suave vendaval de alivio que adormeció las ramas tiesas de su angustia: “Seguramente esa reunión era para anunciarle
el ascenso. Creo que estoy salvada, ¿cómo no lo pensé antes? Mary se abalanzó entonces alborozada sobre su ejemplar
de magnolia preferida y comenzó a acariciarle primorosamente las hojas y los pétalos. “Oh, hijas mías, están salvadas,
pronto mamá les cambiará esta asquerosa tierra asesina y ya no deberán temer a que una maldita hormiga venga a
destruirlas. Ese humus chino es de un material sintético especial que no permite la vida de ningún animal. Mira como
será de fuerte que en los primeros experimentos hechos en Sudamérica murieron varios bebés acostumbrados a comer
tierra de las macetas. Es que, según dijo Melanie en su programa, ese humus tiene un sabor muy agradable para las
plantas, como para nosotros la frambuesa. Por eso tendré que cuidar que no coman demasiado, ohhhh, glotonas. Pero
hay también un tipo de humus dietético, así que eso no será problema. Ahora vamos a preparar el pastel de manzanas
para John, que debe estar por llegar y merece que lo recibamos con su comida favorita”.
Antes de dirigirse a la cocina Mary Joe se extasió en una última contemplación de sus vegetales. Cada uno de ellos
tenía el nombre de una estrella de cine y estaba convencida de que bastaba un serio reto para lograr que desistieran de
sus travesuras biológicas: “Humprey, le estás quitando toda la luz a Jennifer!, ¡Sidney, no quiero ver que te sigas
bebiendo el agua de Laurene!, ¡Lana, te estas inclinando demasiado a la derecha y eso no es bueno para tu tallo!”.
No había terminado su diálogo cuando intempestivamente se abrió la puerta y el enorme cuerpo de John Robertson
apareció en el living. Mary corrió hacia él y se colgó de su cuello: “¡Ohh, John querido, que alegría, sabía que lo
lograrías, veinte años en la Baltimore Guns Inc no podían ser en vano, lo merecías!”. Tal era el entusiasmo de Mary Joe
que tardó en darse cuenta de cual era el estado de ánimo de John, imagen viva de la derrota. Con el nudo de la corbata
casi desecho, los pantalones caídos y una expresión de vaca atontada en el rostro, John era un metro ochenta y cinco
centímetros y ciento veinte kilos de desolación. Mary nunca lo había visto así, aquello no era el resultado de unas
cuantas copas tomadas para festejar una buena noticia. Tampoco era la expresión de mesurada tristeza que acompañaba
cada derrota de los Piratas en las Grandes Ligas de beisbol. “¡Oh, por dios!” Mary nunca lo había visto así, en
veintidós años de matrimonio jamás había percibido en la expresión del corpulento ingeniero químico algún
sentimiento verdaderamente intenso, ni de amor ni de odio, de alegría o tristeza. En la vida del matrimonio, como
correspondía, todo tenía un límite: los afectos, el tiempo, los gastos. Por eso la desconcertó verlo desbordado en su
pesadumbre, al punto de dejarse dominar por ella. “¿Qué sucede John, es que acaso no te han dado el ascenso?”. Mary
Joe no podía pensar en otro motivo, bien sabía que ni aun la muerte de su padre(y mucho menos la de alguno de sus
hermanos) podía provocar aquel estado en él. Todavía recordaba la tarde que recibió una llamada por teléfono y con la
voz imperturbable le dijo:”Mary, tendré que salir unas horas, avisa a la fábrica que entraré una hora más tarde.
- ¿Qué ocurre John?
- Ha muerto mi madre, contestó y salió sin ninguna estridencia hacia su velatorio. Pero
esta vez indudablemente debía haber sucedido algo peor.
John no respondió, caminó hacia el bar y luego de servirse una medida doble de whisky
dio un fuerte puñetazo en la mesa. Mary temió algo verdaderamente grave: “¡Malditos políticos, malditos senadores!”,
exclamó con furia . Mary Joe tuvo entonces la certeza de que algo terrible estaba sucediendo.
_ ¿Han estado los de la Comisión Desmilitarizadora?, preguntó con temor a recibir una respuesta afirmativa, pero fue
en vano.
- Si, los mismos, el estúpido pacifista ese de Clearing Johnnson, ese apestoso negro de Chicago; el hispano ese Flores
y Coleston, con sus aires de Paul Newman.
- ¿Y que pretenden?
- - Oh, esas son personas totalmente frías, calculadoras, solo les importa su interés político. Dicen que ahora que los
rusos ya no son una amenaza no se justifica que sigamos fabricando la bomba de neutrones. Que los comunistas que
quedan pueden ser combatidos por otros métodos mucho más económicos. Dicen que no tiene sentido gastar tanto
dinero para matar comunistas asiáticos y guerrilleros latinoamericanos, que resulta más barato hacerlo con balas o
con artillería convencional, porque total, no son muchos los bienes materiales que se pueden destruír...
- - Oh, esos políticos siempre pensando en la economía...
- - Si tú los vieras, no tienen ningún sentimiento. No les importa que la Baltimore Gun tenga más de cincuenta años
fabricando armamento para el ejército de los Estados Unidos y que los que trabajamos allí quedemos en la calle o
tengamos que terminar escribiendo fórmulas para cosméticos. Quieren cerrar la fábrica y...
- - ¡Oh, no Jhon, no, esos hombres no pueden ser tan insensibles, no puedo creerlo. Mary Joe se sintió conmovida por
una glacial explosión de espanto y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
- - No John, no pueden hacerte esto a ti. Tu eres uno de los mejores expertos en gases venenosos del mundo, no
pueden condenarte a terminar tus días como un vulgar alquimista de farmacia, con un sueldo de seis mil dólares
mensuales. No recuerdan acaso ellos que tú contribuiste a perfeccionar el Napalm para Indochina...
- Tienes razón Mary, antes de que llegara a mis manos eso parecía un fuego de artificio para festejar el día de San
Valentín. Cuando arrojaron las primeras, los vietnamitas las utilizaban para asar sus pescados. Acuérdate también de
los desfoliantes que inventamos con Jack...
- Sabes que eso no podré perdonártelo nunca. Mary cambió repentinamente de expresión, abandonando por un
momento la desesperación para tornarse en acusadora.
- Nunca acepté que alguien disfrutase destruyendo vegetales y gracias a tu invento bien sabes que acabaron con miles
de los mejores helechos y filodéndros.
- Pero recuerda también que en el gas mostaza ese que le vendimos a Irak incluí un aditivo especial para proteger a
los arbustos, todo por darte el gusto a ti y a tu maldita debilidad pro las plantas. Aunque ya no creo que puedas
seguirte dedicando a ellas. Tendremos que mudarnos a algún oscuro edificio de Nueva York y allí tendrás que
conformarte coleccionado pinturas o yendo a las funciones del Carnaghie Hall. Nos han dado quince días de plazo,
ni un minuto más, para encontrar una alternativa de producción rentable, si no cerrarán la fábrica.
- ¡No pueden obligarnos a hacer eso, a cambiar así nuestras vidas, dejando todas nuestras pertenencias. No pueden
hacerle esto a los empleados de la Baltimore Guns INC, son miles. No esos hombres no pueden ser tan insensibles,
no puedo creerlo. Y Mary Joe Robertson se sumergió en diálogo fatídico con sus plantas de invernadero, conmovida
ante la perspectiva de tener que abandonar a cada una de ellas.
Las hojas de las begonias y los malvones, los delgados tallos de los helechos y todas las plantas de la residencia
fueron decayendo lentamente en aquellos quince días siguientes a la par de los párpados de Mary Joe, que envejeció
diez años en la primer semana y a la siguiente ya estaba tan vieja como su abuela, si su abuela hubiese sobrevivido a
aquel terrible accidente de tránsito en Illinois. Las hormigas habían aprovechado mientras tanto el descuido de la
propietaria del jardín, quien se ausentaba por largas horas de la casa para sumarse a las actividades del Comité de
Lucha Contra la Desmilitarización,. Una organización que había apelado a grandes manifestaciones, avisos
publicitarios, huelgas de hambre y una agresiva campaña de prensa para sacudir la conciencia del país, desactivar la
indiferencia del ciudadano común, sensibilizar a la opinión pública y lograr que millones y millones de americanos de
costa a costa se solidarizasen con los dos mil trabajadores de la Baltimore Guns y con los miles y miles de obreros,
empleados, técnicos y científicos de centenares de empresas armamentísticas que pasarían a la categoría de
desocupados si aquella monstruosa comisión del Senado llevaba a cabo sus planes.
Aquellos áridos días que precedieron a la fecha dada como plazo a la Baltimore Guns INC los medios de
comunicación de todos los Estados Unidos estuvieron atiborrados por la polémica en torno al tema de la
desmilitarización. Apacibles amas de casa, muchachos y muchachas de cabellos larguísimos y representantes de todas
las minorías se encolumnaron en colosales marchas encabezadas por los ejecutivos de los gigantes de la industria
armamentística, todos unidos para presionar a aquellos inconmovibles congresistas, obsesionados en reducir al
máximo el déficit para evitar que los insaciables chinos terminasen quedándose con la mismísima estatua de la libertad.
Por eso fue que la noticia sobre la rebelión de los Makongo pasó casi desapercibida al principio, para estallar luego en
dos días en grandes titulares en todos los diarios, Una feroz tribu de caníbales de Katanga, asediada por el hambre,
había cruzado el desierto y se acercaba amenazadoramente a las minas de uranio, vitales para la economía de occidente,
seguramente con la intención de comerse a todos los operarios.
Previsible era la conmoción que aquella noticia pudo haber causado en el humanitarismo de hombres y mujeres como
la tierna Mary Joe, que de pronto temieron verse inmersos un día en una inmesa vasija de barro, con el agua hasta el
cuello y una tribu de sanguinarios caníbalaes bailando en derredor del fuego. Así fue que bruscamente los dos bandos
enfrentados en la polémica coincidieron en que la prioridad nacional en materia de seguirdad en aquel momento era
evitar que aquellos salvajes acabasen deglutiéndose a los técnicos americanos de las minas de Katanga. Algo que todo
el mundo sabía que habría de ocurrir si no se hacía algo y rápido. Todo el mundo menos esos cuantos miles de
famélicos makongos, que no tenían fuerzas ya ni para gritar que solamente querían unas cuantas latas de leche en polvo
y un pequeño pedazo del enorme territorio que les había pertenecido desde tiempos inmemoriales.
Varios episodios se habían producido ya en las escuelas primarias y hasta en las preparatorias, en las que rechonchos
y apetitosos niños blancos aseguraban haber sido atacados por enjutos compañeritos negros, con la intención de
devorarlos, cuando Mary Joe descubrió el ejemplar del Baltimore Herald asomándose por debajo de la puerta.
Mientras regaba un quebrantado gladiolo pudo leer: “Fue Aplastada la Rebelión de los Makongo”, el titular a toda
página del diario. Mary sintió una balsámica sensación de alivio recorrerle inmediatamente toda la piel y adentrársele
en los huesos, como si su enorme marido se le hubiese quitado de encima. Pero no fue si no hasta que John llegó que
sintió verdadera felicidad. Ella estaba leyendo los detalles de la noticia, en la que se aseguraba que los Estados Unidos
había prestado su colaboración para eliminar a los peligrosos salvajes mediante el empleo de una nueva arma que
preservaba el equilibrio ecológico, cuando John irrumpió en la casa. Traía la ropa desordenada, unas enormes ojeras y
un incontenible olor a alcohol; pero estaba exultante y satisfecho después de dos días de ausencia del hogar.
- ¡Lo logramos, Mary, lo logramos!, gritó levantando en vilo a la sorprendida jardinera.
- ¿Qué ocurre John, porqué estás tan contento?
- La nueva arma Mary, la nueva arma. Ha sido un éxito.
- ¡Oh John, eso es maravilloso. Pero dime, ¿en qué consiste esa nueva arma, aquí el periódico dice que preserva el
equilibrio ecológico?
- ¡Mucho mejor que eso: mejora las condiciones del suelo! Es una bomba de hiperradiación calórica que calcina y
pulveriza al enemigo y lo conviertre en abono, diseminando sus ceniza por todo el terreno.
- ¡Ohhh, John, eso es maravilloso. Esa tierra africana es muy árida, es imposible cultivar nada en ella...
- Oh si Mary, hay mucho hambre en el mundo y nosotros debemos contribuir a combatirlo.
- ¿Y los miembros de la comisión Desmilitarizadora que dijeron, cerrarán igual la fábrica?
- No Mary, no. Están chochos porque es muy barata y se pueden obtener ganancias con el cultivo de los campos
abonados.
- Yo sabía que no podían ser tan insensibles(Mary abrazó feliz a su marido).
- Ahora podrás seguir dedicándote a tus plantas tranquilas, querida. Hubiese sido un crímen que las dejases.
POBRE GENTE
Ahora, por favor, les voy a pedir que anoten lo que les voy a dictar, les doy unos segundos para que busquen lápiz y
papel….¡apúrense por favor!…bueno si, ya está….hoy voy a enseñarles a preparar una deliciosa creppe de escarolas
con langostinos al vino blanco. Tomen nota por favor, recuerden que cualquier duda la pueden consultar a nuestro sitio
en Internet www bunderkirschen. Beta.ger. . Un kilo y medio de escarolas portuguesas, un kilo de langostinos del
Báltico, un queso camambert sauvignong, un medio litro de vino blanco del Rihn, cuatro cebollas, tres ajíes
marroquíes, una papaya de Guinea, medio kilo de crema Chanttilly y dos onzas de mostaza esla…
- ¡Siempre recomendando porquerías, este Fritz Walter me va a matar con sus recetas, esa crema Chantilly es veneno
para mi colesterol!
- ¡uuuuuuhhhhhhh!, aaaaahhhhhhhh, mmmmmmmmmmm, aaah, aaah, aaah, uuummmmmm, ohh yaaaa, piu forte,
piu forte, piu forte, cosi, cosi, cosí. ooohhh,iaaaa, iaaaaaaa, iaaaaaaaaa, iaaaaaaaa ooohhh,iaaaa, iaaaaaaa,
iaaaaaaaaa, iaaaaaaaa…
- No, estas pornográficas italianas son siempre iguales, no tienen imaginación. Aunque la rubia esa estaba buena…
pero no quiero excitarme, porque después me voy a empezar a masturbar y un orgasmo podría ser fatal para mi
hipertensión
- …drás que elegir. O ella o yo. Si es verdad que me amas quiero que le pidas el divorcio ahora, ¡ya no soporto más
ser la otra!… Además, ya no podrás decirme que no puedes separarte de la madre de tus hijos…para que lo sepas
Damián Ignacio…yo también estoy embaraza…
- estas telenovelas sudamericanas son insoportables con sus triángulos amorosos y sus melodramas interminables,
- …llenas llegan todos los años a estas islas del Atlántico Sur, arrastradas por una corriente de agua cálida
proveniente de las costas África…
- Ecología. Me tienen harto, estos verdes son unos farsantes, ese crucero a la Antártida fue una estafa: veinte mil
marcos para ver cuatro focas y tres ballenas a cinco kilómetros de distancia. Y la otra vez casi los voto. Lo único
bueno de ese viaje era ese extraño licor de Sri Lanka y las prostitutas tahilandesas…pero no como para estar
cuarenta días arriba de un barco. Debí hacerle caso a Wolfang Katz, que por diez mil marcos alquiló un islote en las
Antillas para él solo, con una habitación repleta de cajas de whisky, un plantel de negras adolescentes y hasta dos
mulatos sodomitas a su disposición…Bueno, pero al menos yo me salvé del SIDA. Pobre Wolfang. Culpa de esos
negros antillanos ya no tengo con quien emborracharme…
- …artido de George Haider se imponía esta tarde en las elecciones municipales de Salzburgo con una ajustada
ventaja sobre los socialdemó…
- Por fin una buena noticia, ya era hora de que alguno hiciera algo contra esta invasión de turcos y musulmanes que
están en todos lados. Lo único que falta es que un día de estos aparezca un ministro con turbante.
- …odigo 225 en la séptima con la novena, avisen a todas las unidades, repito: un sospechoso de tipo caucásico en un
sedán azul escapa hacia el norte, hay dos policías heri…
- Ese sargento de policía neoyorquino se parece a Briegel, mi compañero de trabajo en la fábrica. ¡cuánto los extraño
a veces!, veintiséis años con la misma gente, entrando siempre a la misma hora, hablando siempre de las mismas
cosas…¿Briegel se habrá jubilado también? Hace tanto que no sé nada de ellos. Al último que vi fue a Grübbel en
la fiesta de la cerveza en Dolingen. Los demás no me llamaron nunca después de mi fiesta de despedida, salvo
Krum, que me llamó en el 95 para preguntarme por el jet sky, a ver si se lo vendía. Eran buenos muchachos, muy
trabajadores todos, alguno debe estar todavía en la fábrica. Un día de estos debería ir a visitarlos, la semana que
viene, si, la semana que viene…siempre digo lo mismo ¿iré de verdad algún día? Me cuesta aceptar que ya no me
necesiten: ahora viene todo de plástico y los fresadores son una extravagancia. Bueno, pero no puedo quejarme; con
el último ascenso mi jubilación es igual a la de Kreitlen, que era ingeniero. Ahora lo único que tengo que hacer es
retirar el dinero del cajero automático, aunque…, ahora que pienso, hace rato que no voy . prácticamente todo me lo
descuentan de la cuenta: los impuestos, la luz, el gas, la televisión, la tarjeta de crédito, el teléfono…y ahora que el
supermercado esta en Internet, si quisiera podría quedarme encerrado por meses...con este tiempo además, no vale la
pena ni salir a la calle, si por lo menos hubiese algo bueno en televisión…
- …pus doce, por la orquesta sinfónica de Berlín, dirigida por el maestro Von Wizenthal, acompañando al pianista
Karl Walkenmayer en la interpretación del prelu…
- Pensar que yo podría haber sido pianista…era el sueño de mi madre…era loca por la música, todo el tiempo
escuchando a Brahms y a Schubert…decía que mi abuelo lo había conocido y que habían tocado juntos una vez para
el conde de Warfstaeiner en la boda de su sobrina…pero mi padre quería que fuera ingeniero. Decía que algún día
se iba a reorganizar la Luftwaffe y que íbamos a dominar el mundo desde el aire…él nunca pudo resignarse a la
derrota y a que Hitler estuviera muerto…si hasta seguía esperando alguna carta de sus hermanos desde el frente
ruso. Y ellos hacía más de veinte años que habían muerto…¡y mi padre ya hace más de treinta que murió!…cómo
pasa el tiempo…y todavía lo extraño, aunque era muy duro conmigo, nunca estuvo de acuerdo en que fuera al
conservatorio…decía que yo no tenía talento…creo que siempre prefirió a mi hermana Helga…para él el arte era
para las mujeres...bueno, pero gracias a él pude conseguir un buen empleo…si hubiese seguido en el conservatorio
tal vez no hubiese llegado a nada. A mí la música tampoco me gustaba mucho, siempre preferí la mecánica…en eso
creo que me parezco a él. Helga en cambio nunca le hizo caso, siempre hizo lo que quiso, así también le fue. Si no
se hubiese agarrado esa malaria por estar ayudando a esos indios en la selva, tal vez hoy estuviera viva…quizás al
menos tendría alguien con quien pasar las navidades, a pesar de que ella era atea... Cuanto hace que no paso las
navidades en familia…desde que me separé de Gilda, cuando cenamos la última vez con los Offenbach.. tendría que
ver si encuentro el teléfono de ellos en Maguncia…creo que ella era de Insbruck y se pensaban ir a vivir allá, quien
sabe dónde estarán ahora….Y Gilda, seguro debe estar fornicando todo el día con ese novio griego que se había
conseguido…aunque no creo que le haya durado mucho…se debe haber cansado enseguida…Gilda nunca fue de
quedarse mucho tiempo en el mismo lugar…seguramente andará de cama en cama probando machos de todas las
razas y de todas las edades. Ya debe estar vieja…¿habrá engordado como yo?, con lo que le gustaban los dulces,
creo que era lo único que teníamos en común…nunca supe porque llegamos a casarnos, ni tampoco porque nos
separamos. Al principio fue bueno: fuimos veinte veces a Ibiza, diez al Caribe, ocho a la Polinesia, recorrimos un
par de veces Sudamérica, la India y todo el sudeste asiático; nos cansamos de ir a Nueva York y de gastar dinero en
Las Vegas, hasta que terminamos comprando la casa en Mallorca…cambiamos el Golf por el Taunus, el Taunus por
el Escort, el Escort por el BMW y me di el gusto de tener un Porsche…ahora recuerdo, ese fue el motivo de nuestra
pelea...aunque la verdad es que ya nos habíamos aburrido el uno del otro, o de nosotros mismos…si la menos
hubiésemos tenido un hijo…pero ella nunca quiso, no quería perder su independencia…¿habrá tenido hijos con el
griego ese, o con algún otro?, tal vez sea una gorda feliz que lleva sus hijos a la escuela en Salónica o en alguna otra
parte…o tal vez esté tan sola como yo aquí en Frankfort. Nunca supe más de ella…esta cerveza me gusta más que la
Budwaisser, ¿Hoy no jugaba el Borussia…
- …iiiira y la pelota sale fuera del campo. Lindemayer ha estado extraordinario en esa jugada pero no ha tenido
suerte. Los mediocampistas del equipo bávaro están muy imprecisos esta noche ante un equipo portugués que está
ganando con clari…
- esto ya es el colmo, ahora cualquiera nos gana en nuestra propia casa, prefiero ver otra cosa…una salchicha más no
me hará daño…nadie se muere por comer una salchicha más…
- …intensificado en las últimas horas, según los observadores el número de víctimas ascendería a más de trescientos
mil solamente en la región del río Burundi, la mayoría de ellas asesinadas a machetazos por las fuerzas
paramilitares de la etn…
- estos africanos son unos salvajes. Y después dicen que nosotros somos racistas, habría que arrasarlos con Napalm, o
con Sarín, que era más efectivo…
- ..las fuerzas rebeldes avanzaron hacia el noreste de Ruanda, cubiertos por el fuego incesante de la artille…
- ¡los cañones nuestros!. Esa partida la terminamos cuando yo todavía estaba, no sabíamos para quienes eran. Se
hablaba de un país de los Balcanes…pero se los vendieron a los negros esos. ¡claro, como no van a matar gente con
eso, si son una joya!, creo que es el mejor modelo que salió de la fábrica, demasiado para esos negros…esto merece
otra cerveza.
- Hans Bonhoff, nuestro corresponsal en Ruanda, estuvo esta tarde en la aldea que ocuparon hasta ayer las fuerzas
gubernamentales.”Se me hace muy difícil a mí poder explicar lo que estoy viendo: estos son los cadáveres de los
pobladores, de la etnia tutsi, que fueron mutilados por los soldados del gobierno cuando tomaron la aldea, están
chamuscados por el fuego…
- …es impresionante, ¡pobre gente!, ¡que bárbaros, que sanguinarios!
- …los sobrevivientes que lograron escapar están buscando entre la pila de cadáveres en descomposición a sus seres
queri…
- …creo que esto me está haciendo mal. Estos de la Deutche Welle son unos inescrupulosos ¡este tipo de imágenes
debería estar prohibido, negros sanginaaaaaaaaaaaaaaaaagiiiiildaaaaaa, papaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa…! se espera un
tiempo calur…no olviden de pelar bien las…rquesta de Múnich dirigi…as adentro métemela más adentr…on un
tiempo de veinte segundos tres centésim…avorecido con el primer premio en la lotería estat…in duda un gran
jugador pero esta tar…
- gún día me las pagarás Don Gato, ya lo ver…argo teilleur de seda color sal..esidente Clinton llegó ayer a …e amo,
te amo y nada ni nadie podrá separar…los alcatraces de las Galápagos anidan todos los años
en……………………………………………
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- Francia y Brasil el próximo domingo la última final del siglo…uidado, está armado, ¡ustedes vayan por atra…por
atrás, si ahora por atrás, así, así, oohhh….e parece haber visto un lindo gati…todavía no se ha podido determinar la
cantidad de víctimas del acciden…te repito una vez más Carla Patricia, esa mujer no significa absolutamen…tendría
su confirmación el sábado próximo cuan…dormir bien por solo veinte marcos mensua…les pido que me
comprendan nuestro partido no tiene .
- …el olor es insoportable.
- Todavía no debe de haber terminado el proceso de descomposición
- No hay ningún signo de violencia
- No toquemos nada hasta que llegue el forense.
- Si nos tomamos una lata de cerveza no creo que nadie lo note
- Yo no quiero terminar así
- Mi record son treinta y tres cervezas, pero este me ganó lejos.
- Todavía tiene el control remoto apretado…
- Y debe hacer más de dos años que se murió. ¿Cómo nadie pudo darse cuenta?
- Decían que estaba de vacaciones en las Galápagos
- Estos técnicos mecánicos siempre vivieron bien.
Fin
SOMBRERO PANAMÁ
Apareció por detrás de su mesa. Apenas si recuerda el reflejo de la mísera luz del cabaret estrellándose en el blanco
deslumbrante de su traje de lino, esa cinta negra brillante alrededor de su sombrero Panamá y el gesto cortés e
inapelable: una inclinación de cabeza que más que una invitación lo sintió como una orden. Es cierto que el Luz de
Luna no tenía mucha más iluminación que ese pálido aliento através de la claraboya y un par de lamparitas raquíticas
salpicando la penumbra. El destello de los candelabros de bronce y la cristalería de Bohemia le daban al ambiente un
aire de lujo miliunanochesco. Estaba en el último piso del hotel Conquistador que en ese momento era uno de los más
cotizados de La Habana, cuando era todavía la capital mundial de la lujuria y estaba repleta de magantes griegos,
jeques árabes, millonarios californianos, mafiosos neoyorkinos, rufianes argentinos y aventureros de todas partes.
Esa noche en esa mesa, más que escuchar a la orquesta lo que estaba haciendo era velar su sueño de consagración
artística que acababa de derrumbarse con los últimos acordes de Madreselva. “Esta fue la última, piba”, le había dicho
el maestro Fulvio Fioresanti cuando terminó de decir “¿porqué no renace/ mi primer amor?”. Mario Bonnet se había
esfumado con su promesa de un contrato para grabar con la RCA Victor y el sueldo de toda la orquesta que había
salido hacía seis meses de Buenos Aires navegando hacia la gloria en un paquebote de la línea Princesa de
Escandinavia, tocando seis horas por noche para los pasajeros de primera y una y media para los de segunda que,
aburridos de tanto escucharlos, empezaron a pedirles que tocaran fados portugueses, pasodobles toreros y fox trox
americanos. “En cuanto lleguemos a Nueva York vamos a firmar el contrato y ahí va a cambiar todo, con el adelanto no
más se van a poder comprar un auto cada uno”, les había dicho Mario para convencerlos de que tocaran por la comida y
unas chirolas más en el barco y en las tres o cuatro escalas que habían hecho antes de llegar a La Habana. “Usted va a
ser la Edith Piaff del tango” se acordaba que le había dicho Bonnet cuando la arrancó del Tabarís, donde acababa de
debutar entre los tímidos aplausos de un público implacable. Y ella se lo había creído. También la había comparado
con María Félix, y era cierto, porque aun triste y amargada, con su sueño destrozado y con tres días casi sin comer,
Herminia Valdez no dejaba de ser una mujer realmente hermosa. Con una belleza que parecía resaltar la tenue luz del
cabaret cubano y el rubor que le encendía el champan ordinario que todas las noches le ponían en la mesa como única
retribución segura por su talento.
Estaba acariciando su copa y pensando en el perfume de los jazmines del jardín de su casa en Olavarría cuando el
combo latino que había reemplazado a la orquesta de Fioresanti dejó de pronto de atronar con sus sones y guajiras y
empezó a despacharse con unos acordes que de entrada nomás le resultaron familiares. Con una cadencia particular,
reminiscencias de La Habanera, la orquesta de morenos emperifollados asumió un tono grave y fue desgranando una
melodía que ella empezó a seguir de memoria: “Mina que fue en otros tiempos, la más papa milonguera...”. Y ahí fue
cuando apareció. No recuerda más nada, solo el blanco del traje, la cinta en el sombrero y posiblemente unos lentes con
montura de nácar y después el clavel rojo en la solapa y ese perfume de lavanda que ella empezó a aspirar mientras
sentía estarse emborrachando, con el perfume y con el tango. Porque a partir de ese momento creyó haber vivido tres
minutos en el aire. Nunca nadie en sus largas noches de milonguera por las pistas porteñas la había llevado como aquel
hombre. Misteriosamente, la orquesta parecía haber encontrado otras profundidades del compás y ese hombre que la
tenía en los brazos era la música misma llevándola en andas, como si su brazo fuera una prolongación del arco de los
violines y su pecho respirara con la métrica del bandoneón que Fioresante, casi sin quererlo, se había puesto a tocar
para acompañar la orquesta.
En un momento se encontró haciendo en la pista figuras que nunca había hecho en su vida y que no sabía que las
sabía. Con los ojos cerrados, abrazada a su ángel de la milonga, ella dibujó en la pista mil tangos en un solo tango.
Había, sin embargo, en la forma de bailar de aquel hombre un algo extraño, en ciertos giros y figuras el brazo que
abrazaba tan firmemente parecía caer y luego se restablecía viril y horizontal para contenerla. Había también como una
especie de golpe seco que daba al girar hacia su derecha y una forma muy particular de llevarla en la caminata. Las
pocas veces que entreabrió los ojos solo alcanzó a ver el ala del sombrero, el clavel de la solapa y un zapato blanco y
negro girando bajo su cuerpo. Recién abrió del todo los ojos cuando El Motivo expiró con su “chan-chan” final y él la
depositó en su silla con la suavidad de quien posa una flor en un altar. Entonces el ya se estaba alejando y ella lo vio de
espaldas. El sombrero Panamá, el traje de lino blanco, un bastón de roble con empuñadura de plata y un zapato negro y
blanco y la botamanga de la pierna derecha cubriendo púdicamente el muñón a la altura de la rodilla.
SUEÑO DULCE DE MUJER SOLA
Lacan y la puta que te parió, ¿cómo dijo profesora?. Que traten de explicar el punto de vista de Lacan sin preocuparse
tanto por la exactitud de la respuesta decía y la puta madre quelorremilparió la sicología y el boludo del titular que se le
ocurrió tomar este parcial de mierda que no les sirve para nada y estos hijos de puta del gas y los del teléfono y
relacionen los distintos enfoques que le da la sicología a la problemática, pero usted esto no lo explicó profesora pero si
se los expliqué veinticinco veces, estos pendejos forros que no vienen nunca a clase y de dónde carajo voy a sacar
ahora ciento cincuenta pesos para pagar el gas y si hacen memoria se van a acordar que estuvimos cuatro clases
hablando de ese tema y del punto de vista de los conductistas también es importante, y ahora voy a tener que corregir
todos estos exámenes que son una paja mental y encima algunos que no quieren hacer ningún esfuerzo para entender
nada aunque para qué carajo les va a servir memorizar las definiciones de Jacobson, pero profesora, estas preguntas son
muy confusas, es necesario analizarlo en el contexto de la integralidad del tema y yo que no les puedo decir que
tienen razón, que el titular es un boludo que vive en una nube y que si me llegan a cortar el gas nos vamos a recagar de
frío con el invierno que está haciendo y acá lo importante es tratar de diferenciar los conceptos centrales entre el frió
que está haciendo y el vidrio que se me rompió les decía, chicos, lo importante es que reflexionen, que traten de
relacionar y que son y diez recién, tendré el reloj atrasado laputamadre que cansada que estoy y es importante
establecer una comparación entre la postura de Lacan, si quieren también la de Freud y la de todos esos hijos de puta
de las empresas privatizadas y vayan entregando ya que son menos cinco y yo todavía tengo que ir a cocinar ¡y al final
no pude comprar la carne, quemalaleche carajo! y traten de leerse el apunte que les dejé en la fotocopiadora.
Malena Hermida tiró el último cigarrillo al piso y lo aplastó con rabia mientras forcejeaba con el cierre relámpago del
maletín repleto de parciales para corregir. Desenvainó una sonrisa forzada y una respuesta mecánica para el último
alumno que se le acercó a preguntarle si no le parecía que la postura de los estructuralistas era contradictoria con el
materialismo dialéctico. Que mierda me importa a mi lo que piensan los estructuralistas , dijo, por debajo del “cuando
lo leas un poco más te vas a dar cuenta de que están muy relacionadas las dos posiciones”. Antes había tenido que
responder a una docena y media de cuestionamientos porque las preguntas no se entendían, porque ella no había
explicado bien y porque, en el fondo, había que pensar demasiado y ellos estaban estudiando sicología para saber como
pensaban los demás, no para pensar ellos, como le dijo una a la que le dieron ganas de matarla; pero prefirió dejarla
herida, bien herida con un “si vos considerás que no tenés capacidad para razonar deberías replantearte seriamente tu
permanencia en la facultad. Dijo “hasta el viernes”, en un último arresto de dulzura, sin darse cuenta de que era recién
miércoles y que no los vería sino hasta el otro miércoles. A los alumnos no les importó o tampoco se dieron cuenta, el
precio del apunte en la fotocopiadora era más importante que saber en que día de la semana estaban viviendo. Pero era
miércoles y la factura vencía el jueves. A las zancadas bajó las escaleras de un edificio desolado, afuera la noche la
recibió con un abrazo de acero. “Que frío esta haciendo, la puta madre”, dijo sin decir nada y se acordó que había
tenido que dejar el auto a diez cuadras. “Ciento cincuenta pesos. que hijos de puta...”, su pensamiento retumbó en las
paredes de las calles vacías y quedó congelado en la escarcha prematura de un invierno incomprensible.
El anteúltimo paciente de la tarde le había dicho que a veces soñaba que era un pájaro y que podía volar sobre el
mundo y en un vuelo había visto que la gente desde arriba no se parecía a las hormigas, sino a los cascarudos. A un par
de cuadras de la facultad se cruzó con un abogado. No podía ser otra cosa esa cosa apelotonada bajo un sobretodo que
seguro costaría más de ciento cincuenta pesos, ”lo que me sale a mi la factura del gas”, Y le pareció que tenía razón el
pájaro-paciente-cliente que este mes todavía no me pagó y seguro que no me va a pagar, con los kilombos que tiene.
Después se cruzó con un lingera arrebujado en una campera de plástico y volvió a pensar en los cascarudos.
El auto estaba frío y empezó a hacer ra-ra-ra-ra de rabia y después ang-ang-ang- de angustia y por fin hizo una
explosión, justo cuando estaba por hacer de-de--de de desesperación. Se frotó las manos entre las piernas para
calentarse y empaño el espejo retrovisor con el aliento. Si por lo menos no estuviera tan sola, dijo sin abrir la boca
mientras el alma le quedaba regulando a la espera de la luz verde del semáforo. Cuando aceleró bendijo esa factura de
ciento cincuenta pesos y a los hijos de puta de la compañía de gas que se la habían mandado, porque por lo menos tenía
un motivo para sentir otra cosa que no fuera lástima por ella misma: estaba llena de odio. Los regresos nocturnos eran
fatales a veces, y sobre todo en las noches de invierno. La soledad se desnudaba bajo las estrellas espectrales,
reflejadas en los pastos cubiertos por la helada. Los quince kilómetros hasta la casa eran una agonía despiadada que
desangraba el espíritu en gotas de desesperanza. Por momentos el viaje parecía el trayecto final entre un futuro incierto
y un pasado que parecía alejarse a la velocidad que marcaba la aguja en el tablero, dejando los recuerdos de una
juventud fogosa y vital desperdigados en el camino. Como las flores de los canteros, cuya belleza era una visión fugaz
y candorosa que se hacía cada vez más pequeña a los ojos del alma, hasta perderse de vista para siempre.
Esas flores habían crecido a la vera de la ruta llena de curvas y contra curvas que había sido su vida en otros tiempos,
con tramos de cuestas escabrosas, breves momentos de equilibrio en las cimas y caídas en pendientes abismales.
Siempre había alcanzado a detenerse antes de llegar al precipicio y siempre había reiniciado el ascenso. Pero también
había sabido trepar por la cornisa del mundo hasta acariciar el vientre del cielo con la palma de la mano; en recodos
efímeros, que sin embargo parecieron eternos. Ahora la vida se estaba pareciendo demasiado a esa recta desabrida y
vertiginosa por la que pasaban apurados todos los que no sabían adónde iban. Ahora tenía mucho miedo de que el resto
de su vida tuviese la placidez malsana de esa avenida nocturna en la que los autos se deslizaban sin sobresaltos,
consumiendo el tiempo con la voracidad insaciable de los que no tienen hambre verdadero. Consumiendo
compulsivamente la vida como consumían las hamburguesas y los helados y la cerveza y todo lo que vendían los
negocios con nombres en inglés al costado de la ruta.
Malena Hermida miró una vez más por el retrovisor, no tanto por esas luces que se le acercaban amenazantes como
por contemplar las flores que iban quedando atrás, sumergidas irremediablemente en el pasado. Las estaba mirando
cuando sintió que el pie derecho no encontraba respuesta, empujó hasta el fondo el acelerador y encontró el vacío, Fue
como si toda ella se hubiese sumergido en el abismo, quedarse con el auto en medio de la noche en la carretera
desierta, era lo último que podía pasarle. Volvió a apretar el pie con desesperación, buscando una respuesta que llegó
en forma de corcoveo, la vida se le rebelaba como un potro indómito. El motor tosió varias veces antes de extinguirse
en un silencio plácido, ella acompañó su agonía recostándolo sobre la banquina hasta esperar que desfalleciera en una
muerte natural. Cuando el auto terminó de detenerse, ella tuvo ganas de llorar; en realidad, tuvo ganas de morirse. Pero
como no podía morir encontró el consuelo del llanto.
- La puta que me parió, que boluda, me olvidé de cargarle nafta, cómo me vengo a olvidar, esto me podía pasar nada
más que a mí. Y le pasó a ella. A ella que había dudado en invertir los últimos cinco pesos entre ponerle nafta al auto o
comprar un kilo de vacío para hacerlo al horno con papas y darse un gusto que hacía rato no se daban en la casa. Y no
había hecho ninguna de las dos cosas: tuvo que comprar una lapicera porque no encontró ninguna de las que tenía, este
Sebastián que siempre me anda sacando las cosas y después no me las devuelve, y necesitaba pasar las notas de los
alumnos, a media tarde le había agarrado hambre y se había comprado un alfajor a cincuenta centavos; en la facultad le
pidieron un peso de colaboración para el fondo común de los profesores para comprar cosas que nunca consumía, pero
que una no se puede negar, porque si algún día necesitás tomarte un té y no pusiste plata te van a mirar con cara rara;
tuvo que comprar el diario para enterarse de la fecha de cobro de los empleados públicos y gastó veinticinco centavos
en una llamada telefónica para que la atendiera un contestador. Con el peso setenta y cinco que le quedaba le dio
vergüenza ir a cargar nafta y especuló con pasar por la estación de servicio que estaba a la salida de la ciudad, donde
podía cargar con la tarjeta sin gastar un mínimo de veinte pesos. Pero con el cansancio se olvidó y allí estaban las
consecuencias. Allí, en el crepitar del pedregullo de la banquina bajo las ruedas, en el silencio del motor inerte y en ese
impulso que languideció hasta depositarla en la soledad de la noche. A la orilla oscura de la ruta, en medio del
descampado, a merced del frío, del viento, del roció, de los ladrones y de los depravados; sin nafta, sin celular, sin plata
y sin ganas de seguir viviendo.
Lloró hasta quedar agotada, de fuerzas y de llanto. Entonces reclinó el asiento para darse un respiro y pensar cómo
resolver la situación. No supo cuando se había dormido, pero se despertó con el sobresalto de un golpe en la ventanilla
que la rescató de un sueño en el que había un barco deslizándose en un mar azulísimo y un hombre extraño, que creía
haber visto alguna vez en algún otro lado o en alguna otra vida. No podía recordar su cara, pero si su pecho, que no
tenía vello sino una piel sedosa y cálida como la de un bisonte o un zorro, que ella acariciaba en círculos suaves con la
mano.
- ¿Qué querés…?, gritó espantada al ver la cara siniestra y lúgubre mirándola através de la ventanilla. Sintió un miedo,
como hacía tiempo no sentía. Un miedo parecido al de los tiempos de la dictadura, cuando la sorprendía un operativo
militar y tenía que mostrar los documentos rogando que no la descubrieran; cuando sabía que una palabra, una mirada,
podían delatarla y condenarla a la tortura y a la muerte. Un miedo como el que sintió al cruzar la frontera para salir del
país; como cuando chocó en la autopista de San Pablo a Río. Un miedo así, pero más brusco.
Eran unos ojos brillantes y oscuros que resaltaban tras una barba tupida y una melena ensortijada. La avidez de la
mirada le hizo temer algo más que una intención de robo.
- ¿Estás bien?, creyó haber escuchado y quedó pasmada.
- ¿Qué querés?, volvió a preguntar para asegurarse de que había oído bien. Era muy difícil que un ladrón se preocupara
por cómo estaba ella, si ni se preocupaban siquiera los que ella creía que debían preocuparse.
- ¿No te pasó nada?
- ¿Y a este qué carajo le importa?, se preguntó para sí misma y después le contestó. Si, estoy bien, me quedé sin nafta.
- Me asusté porque te vi como desmayada adentro del auto, creí que te había pasado algo, escuchó que le decían y
empezó a tranquilizarse. Se dio cuenta de que había sido injusta e intentó justificarse con una salida decorosa:
- Estaba descansando un rato. Estoy esperando a mi marido que fue hasta la estación de servicio. Esa última frase le
dejó en la boca el regocijo de sentirse dueña de una inteligencia privilegiada, de una capacidad de reacción
deslumbrante. Se le había ocurrido la idea brillante de inventar un marido para ahuyentar a ese aparecido
desconcertante. El marido ficticio le daba, además, una extraña sensación de seguridad. Tanto que bajó la ventanilla
porque ya no sentía miedo.
- Ahh, bueno, disculpame. ¿Necesitás algo?
- No, no, gracias, ya debe estar por llegar, volvió a reafirmarse en la mentira, mientras descubría que aquella cara de
facineroso le despertaba una contradictoria sensación de atracción y temor.
- Perdoname si te asusté,…hasta luego, le contestó él, dando los primeros pasos para alejarse.
En ese momento ella sintió una sensación de pánico casi mayor a la que había experimentado cuando él golpeó la
ventanilla. Se dio cuenta que durante esos breves momentos se había sentido protegida, como hacía mucho no se
sentía, tal vez como hacía demasiado tiempo, Por eso se desesperó por buscar un pretexto para evitar que se fuera, que
la dejara sola de nuevo en medio de la ruta, a merced del frío, del rocío, de los ladrones y de los depravados, que no
tendrían seguramente unos modales tan firmes y tan suaves, ni unos ojos tan penetrantes ni una barba tan tupida. Se
bajó del auto para asegurarse de que la escuchara:
- ¿No te quedarías un ratito hasta que llegue?, se le ocurrió inventar providencialmente, sin darse cuenta de que estaba
metiéndose en un problema, porque “su marido” no llegaría nunca.
- Si. No hay problema, respondió él con timidez, entre extrañado del pedido y deslumbrado. Cuando la vio salir del
auto sintió como si se hubiese abierto la caparazón de una fruta exótica y radiante, emergiendo de la noche profunda.
A partir de ese momento se interpuso entre los dos un cortinado de cristal, una barrera sutil de suspicacia, curiosidad
y recelo. Se veía que no estaba en su naturaleza negarse al pedido de ayuda de una mujer sola, aunque no le hiciera
mucha gracia cumplir la función de guardián nocturno de una fruta misteriosa y apetecible. De una fruta prohibida.
Ella a su vez se había dado cuenta de que, sola, se había metido en una situación comprometida; sin saber bien si lo
que quería era salir lo antes posible o hundirse del todo. De repente estaba sola con un desconocido a la orilla de una
avenida oscura y desolada, muy lejos como para que pudieran oírla gritar, si llegase a tener que pedir auxilio. En un
lugar suficientemente solo y oscuro también como para no tener que darle cuenta a nadie más que a su conciencia de
lo que pudiese hacer con un hombre atractivo y misterioso.
Cuando él se acercó otra vez al auto hubo un instante de silencio interminable. Como en una batalla en la que ninguno
de los dos contendientes está dispuesto a declararse la guerra, como si cada uno buscase penetrar los más
profundamente posible en las líneas del enemigo hasta estar seguro de alcanzar la victoria antes de disparar el primer
cañonazo. Por eso la primer maniobra de ella más que una estocada fue un repliegue defensivo.
- Por acá no pasa nadie y me da un poco de miedo quedarme sola. Es por una ratito nomás, no creo que tarde en llegar,
se defendió disuadiendo.
Aunque no perdió la compostura, él no pudo evitar sentirse entre ridículo y humillado; como un hambriento obligado a
custodiar un manjar ajeno.
- Está haciendo mucho frío., dijo con una voz más fría aun que el frío que proclamaba.
Ella entonces comprendió la magnitud del daño de su disparo: un cañonazo de desconfianza, o de miedo, que dio en el
medio del puente tendido entre los dos. Y como espantada de su propio crimen corrió a remediarlo asustada, con una
invitación impensada.
- Vení, mejor esperamos adentro del auto, así no tomás frío,
- Por mí no te molestes....alcanzó a decirle él con timidez, pero ella le lanzó una estocada de acercamiento a fondo:
- Vení, metete, le dijo sin darle posibilidad de opinar, con un tono que, por más que él hiciera fuerza, no podía evitar le
resultara arrasadoramente seductor, por eso intento disimularlo poniendo distancia:
- Gracias, estoy bien, no hace falta.
- Metete, dale, insistió ella de una manera que hacía irresistible la oferta. No era una invitación de compromiso, sino
de entusiasmo. La reticencia de él a subirse al auto le había dado a ella un soplo de seguridad en sí misma. Se veía que
era alguien muy respetuoso, o muy tímido y eso le hizo sentirse dueña de la situación. Adentro del auto y con un
hombre al lado se sintió doblemente protegida, como en una burbuja que la aislaba de todas las asechanzas del mundo.
Al abrir la puerta para meterse, él descubrió que su asiento estaba ocupado. En la butaca estaba el maletín rebosante
de papeles y antes de que ella lo retirara alcanzó a leer en una hoja que sobresalía la palabra Lacán.
- ¿Sicología…?, preguntó satisfecho de haber encontrado un tema para iniciar la conversación; sin tener que repetirse
comentando obviedades y sabiendo, en el fondo, que era una demostración de sagacidad que la sorprendería.
- ¿Cómo te diste cuenta?, se asombró ella para dar vuelta rápidamente la esquina de la fascinación. De pronto había
encontrado alguien que no solo la protegía, sino que hasta podía llegar a entenderla. Ese fauno salvaje, ese cavernícola
desencajado que había percibido en la primera imagen, se había ido transformando vertiginosamente en el transcurrir
de la charla, y el nubarrón de la desconfianza amenazaba transformarse en el peligroso oscurecimiento que precede a
las tormentas del amor y el deseo. Por eso se puso en guardia y exhumó temores recientes y antiguas prevenciones.
“Me habrán estado siguiendo para robarme, me querrán secuestrar para sacarme plata, será un agente de la CIA, ¿cómo
puede saber tanto?”
- Yo estudié sociología dos años y algo de esto vimos…
- ¿Acá en La Plata?
- No, en otro lugar, mucho más lejos…
A esa altura la curiosidad y la atracción eran mucho más fuertes que los miedos. La luz acuosa de los faroles de la ruta
se reflejó por un momento en una sonrisa fugaz y perfecta. Una sonrisa que la vendió, no era la de una mujer que está
esperando a su marido; o, por lo menos, no era la de una mujer con muchas ganas de que venga su marido.
- ¿Vivís por acá?, le preguntó comenzando una lenta exploración. Como una forma de ir conociendo el terreno para
poder avanzar más segura. La respuesta, sin embargo, la sumió en la confusión:
- Más o menos, ¿y vos?
- Si, acá cerca, en City Bell, contestó más lacónica que lacaniana, tratando de levantar una barrera ante el desconcierto.
- Sin embargo hubiese jurado haberte visto en otro lado.
- ¿Dónde? Preguntó, sin poder disimular la ansiedad ni poder mentirse a sí misma. Sabía que no era una pregunta, sabía
que era un salto, un salto al vacío o un salto irremediable hacia sus brazos.
- ¿Nunca estuviste en el Amazonas?
- ¿Porqué lo preguntás? Le contestó para defenderse; no de él, sino de sus propios temores. Temía decirle la verdad,
que no, y entonces ese puente mágico que se había tendido entre las ruinas de un pasado y los sueños de un futuro se
desvanecería instantáneamente. Pero temía decirle también que sí y caer fulminada por el encantamiento de una
situación que la había sorprendido con la fugacidad y la contundencia de un rayo, electrizándole el letargo de un deseo
apoltronado en la abulia de la desesperanza y calcinándole las trincheras de la indiferencia.
- Por la piel. Tenés como un aire a bronceado de río, o de otro lugar parecido, muy tropical.
- El machetazo de la respuesta le partió el coco del corazón por el medio y sintió que le estaba ofreciendo toda su agua
para que la tomara, o para que se bañara en ella. Encontrar en medio de la noche cenagosa de invierno alguien que
reconociera en la bruma el color que le había dejado la vida tras un retazo de infancia bajo los soles brasileños y una
juventud bruñida por el aliento de fuego del Caribe, era casi un milagro. Y si esa persona era un hombre de una edad
cercana a la suya y con una barba y unos ojos como los que había soñado alguna vez en las fantasías sentimentales de
adolescencia o en las fantasías eróticas de la soledad, entonces había motivos como para sentir ese cosquilleo de
felicidad que le recorría todo el cuerpo.
- Viví en Brasil cuando era chica y volví muchos años después, cuando me fui del país, antes de radicarme en Caracas.
- ¿Comías arepas’
- ¿Las conocés?
- Pasé un par de veces por Caracas cuando vivía en México y me gustaron mucho.
- ¿Y que hacías en México?
- Es una historia un poco larga…
Y la historia empezó a desovillarse, con las imprecisiones inevitables de quien siente que se va desnudando en cada
recuerdo. La punta de su carretel estaba muy cerca de ahí, en un chalecito de Gonnet con una familia de clase media
que veraneaba una vez al año en Mar del Plata y cenaba una vez por semana en La Aguada; que le había podido dar una
infancia feliz, una adolescencia vital y un estudio trunco de director cinematográfico. Frustrado por su propia voluntad:
la de cambiar la filmadora por un fusil o por algo parecido, para irse al monte tucumano a sumarse a la guerrilla. Desde
el día en que el Che Guevara le ganó a Fellini su vida cambió definitivamente de rumbo. Bajó de los cerros cuando el
pelotón de Ramón Rosa Giménez se desperdigó en una retirada desesperada y así terminó siendo uno de los
sobrevivientes de Monte Chingolo, donde quedó la sargento Laura, Marta, el gran amor de su vida, herida en una
pierna y torturada hasta la muerte. No pudo evitar una lágrima y siguió contando luego los tiempos de dolido y activo
exiliado en Europa. Allí hizo los contactos que le sirvieron para convertirse, varios años después, en un
reconocido documentalista al servicio de varias agencias de las Naciones Unidas que viajaba por todo el mundo y vivía
en Roma.
Ella desenvainó la suya: los recuerdos infantiles del Brasil, la familia pletórica de hermanos, los sueños románticos del
Liceo, con uniforme azul y medias tres cuartos; el desvirgamiento político con las primeras manifestaciones en la calle;
el fermento de la pasión revolucionaria y la militancia desenfrenada de los tiempos de la “juventud maravillosa” de
Perón; los días duros y dulces de Isabelita y la lenta aproximación a la tragedia, cuando la muerte dejó de ser una cosa
que le había pasado a unos compañeros que habían sido compañeros de unos compañeros que eran compañeros de los
compañeros de uno y empezó a golpear a la puerta de la propia casa. Los días como paria, huyendo en una ciudad
invadida por el terror donde todas las puertas se cerraban y la partida desgarradora a un exilio incierto; el
desgarramiento de su amor eterno, el que había nacido en las aulas soñando en durar toda la vida.
Como la enredadera y el árbol, como los bailarines en el tango, las dos vidas se iban entrelazando a medida que cada
uno iba desenrollando su propio relato y recordando un lugar, un color, un dolor o una alegría. Sentados adentro del
auto inmóvil en su varadura fantasmal, se habían olvidado del frío y del marido ficticio que estaba por venir.
Así fue transcurriendo una tarde interminable bajo el sol de mayo hasta la frontera paraguaya y el cruce angustioso
para encontrar del otro lado un mundo que se medía con la cadencia parsimoniosa de una hamaca arrullada por el arpa.
El bazar grotesco de Encarnación, con los minicomponentes japoneses ultrasofisticados conviviendo con las calles de
tierra y los chicos descalzos: la lujuria del río llegando a las puertas de Asunción, el viaje tumultuoso hasta Río de
Janeiro y la partida a Suecia. Y así cada uno fue desempolvando itinerarios y evocaciones que dieron vuelta por Europa
en una combi Volkswagen modelo 70, se bañaron en las playas ensangrentadas por el atardecer del Caribe, se
levantaron una mañana con el sopor marino del viento de Margarita y partieron un día desde Madrid en el intento de
apuntalar un sueño revolucionario en las calles de Managua. Descubrieron, o quisieron descubrir, una probable
coincidencia de tiempo y lugar por el Paseo de la rRforma en una primavera mejicana veinte años atrás. Tal vez se
hubiesen cruzado una mirada fugaz uno de esos dos o tres días que ella anduvo turisteando triste y deslumbrada por el
Distrito Federal, en la convalecencia del amor perdido.
¿Y ahora que hacés?
- Estuve haciendo unos documentales en Indonesia sobre el tráfico de inmigrantes ilegales, hay toda una mafia que se
dedica a meter clandestinamente refugiados en Australia. ¡Es una cosa espantosa! Y aproveché que tenía unos días
libres para venir a ver a mi vieja que tenía que operarse. Está jodida la pobre…y pensar que me estoy perdiendo los
últimos años de su vida, terminó diciendo con un dejo de amargura.
- ¿Y tenés que volverte pronto?
- Mañana. Tengo que estar en Roma el viernes para arreglar todo porque la semana que viene empezamos a filmar en la
isla de Capri, un largometraje para un canal italiano, un contrato que me salió.
- ¡Que divino!
- Si, es muy lindo, pero si por mí fuera me quedaría con mi vieja; porque no sé si cuando vuelva va a estar. ¿Y vos, qué
hacés, además de dar clases?
- Mi vida es mucho más aburrida. Doy clases por dos mangos en la universidad a unos pendejos que te cuestionan todo
y no quieren hacer nada; doy clases por dos mangos en un instituto a otros pendejos que ni siquiera se cuestionan nada;
tengo un consultorio donde atiendo pacientes que me pagan cuando quieren; una casa que no puedo terminar; un perro
que casi se me muere y un hijo adolescente con un padre que no se sabe por donde andará.
- ¿Y tu marido?
- ¿Mi marido…? Nooo, perdoname, fue un invento porque tenía miedo, no sabía quién eras,
- Claro, y con la pinta de sátiro que tengo pensaste que te iba a violar, te iba a robar todo y te iba a dejar tirada en la
zanja con la ropa desgarrada.
- ¡No seas boludo! No es por eso. Lo que pasa es que con toda esta situación una anda para la mierda. No tenés un
mango y tenés que estar cuidándote de que no te maten por unas monedas. Encima nos bajaron el sueldo, ¡qué hijos de
puta, se cagan en todo! Por más marchas y movilizaciones que se hagan, todo sigue igual.
- Pero si no se hicieran tal vez hubiese sido peor
- Si, tal vez ya no existirían la universidad ni los hospitales.
- ¿ Vos seguís participando en política?
- No, en política no, pero voy a las movilizaciones y a las asambleas, nunca había visto tanta gente como ahora. La otra
vez hicimos una jornada en mi facultad por los desaparecidos, pero no me da más que para eso…
- ¿Y te parece poco?, le dijo él con más admiración que codicia.
“¡Cuánto hace que nadie me abraza!”, le había dicho a una amiga hacía unos días, en una conversación de mujeres
solas. Y se dio cuenta de que la estaban abrazando, que ese hombre sentado en la butaca del acompañante, con las
manos en los bolsillos, la acariciaba con una mirada de terciopelo, la envolvía en el calor de una dulzura irresistible y
la arrastraba, lenta pero inexorablemente, hacia el despeñadero del deseo.
Cuando se dio cuenta intentó, mecánicamente, armar los argumentos de la resistencia: “Un tipo que recién conozco y
acá, adentro del auto, al costado de la ruta, es una locura…¿y porqué no, porqué no voy a poder, quién me lo puede
prohibir, si acá no nos va a ver nadie?. Se interrumpió a ella misma y se quedó otra vez haciendo equilibrio sobre la
frágil cuerda de la cordura, que era el nombre que a veces solía darle al temor.
- Tengo frío, dijo, inventando de manera inconsciente un recurso de acercamiento.
- Ponete mi campera, le contestó él bajándose el cierre relámpago y echándosela sobre los hombros, sin darle casi
tiempo a que pudiera negarse.
- No, ¿y vos, te vas a congelar?
- No importa, me puedo aguantar.
- Mejor la compartimos, le dijo casi sin darse cuenta, y entonces el vendaval de la pasión , o de la felicidad, vaya uno a
saber, después de todo que importa, la hizo reclinarse levemente sobre su pecho. Y fue sentir la mano cálida y fuerte
rodeándole la espalda lo que la animó a mirarlo a los ojos esperando un beso que le cayó en la boca como un chaparrón
en medio del desierto.
Y el amor fue una tormenta. Con la cadencia plácida y febril del deseo, el viejo Renault 12 empezó a mecerse al lado
de la ruta desolada como un galeón con las velas abiertas. Y Malena sintió que navegaba en el oleaje dulce del placer,
arrastrada por un barco cuya proa apuntaba al paraiso. A ese que muy de tanto en tanto abre sus puertas a los seres
humanos, cuando una nube de amor les llueve desde el cielo.
Se sintió erizada por un huracán de besos dulces, de una suavidad endemoniada, que le bajaron desde la frente
recorriendo morosamente las laderas del cuello hasta descender a la cúspide de sus montañas; luego dieron la vuelta al
mundo para cabalgar en la llanura de su espalda y alcanzaron lerdamente la cima de sus nalgas. Unos besos que se
hundieron en el socavón de cobre de las ancas para florecer luego en la caverna de plata de su monte afiebrado. Por allí
penetró después el rayo que le estalló en las entrañas incendiándole la estopa del deseo que ardió en las llamaradas más
altas que jamás la hubieran quemado. Y allí, en el ardor del fuego, en el crepitar brutal de la tormenta, sintió que ese era
el minuto de felicidad que la había estado esperando durante toda la vida. Una felicidad vedada a todo el resto de los
mortales, una felicidad que dios había inventado solo para que Malena Hermida y nadie más que Malena Hermida
pudiera descubrirla una noche a la orilla del camino. En los relámpagos más estridentes de la pasión había descubierto
que tenía aun la fuente de la juventud intacta, porque había podido volver a sentir lo mismo que había sentido la
primera vez, la primera vez que sintió en serio. Y así, tras el estrépito descomunal del orgasmo, la fue cubriendo la
mansa melancolía que sucede a las tormentas.
Yo la verdad que no me esperaba un final así. Sabía que algún día tendría que ser, y en realidad pudo haber sido
mucho antes. Yo creí que me había llegado la hora cuando el ruso de acá a la vuelta andaba buscando un local para
poner el taller, hace ya como veinte años; o cuando el hijo de Carmelo andaba con la idea de mudarse a lo de los viejos.
Pero como hacía tiempo nadie aparecía por acá yo ya me estaba ilusionando con la eternidad. Pensaba en las pirámides
de Egipto, en los castillos de Europa o, sin ir más lejos, en el mismo cabildo. Ya me estaba ilusionando con la
eternidad...Pero bueno, al fin de al cabo era lógico ¿no?, algún día tenía que pasar; pero yo no me esperaba que fuera
así. Yo esperaba que fuera de otra forma. No sé si con lágrimas, pero por lo menos con un mínimo gesto de
solemnidad, con alguna señal de respeto. Pero bueno, después de todo, no me fue tan mal en la vida.
Yo nací una mañana de octubre, cuando el gringo Donato se levantó caliente porque los caballos le habían aplastado
todos los almácigos de marimonias para comerse la radicheta de la quinta. Mierda lo habían hecho al alambrado los
matungos, ¡cómo puteaba el gringo! Al rato ya estaba el carro del corralón descargando en el fondo. ¡Había un barro en
ese tiempo por acá! Para aquel lado era puro campo; en el barrio no había más de cinco o seis casas, más allá estaba el
horizonte, donde se perdía la avenida esta, que era una huella escabrosa, hundida como una puñalada en el corazón de
la pampa.
El gringo y la gringa se sentaban a la tarde a tomar mate al lado mío y yo los oía. El gringo miraba allá a lo lejos, por
donde estaban los potreros y las quintas de alcauciles y le decía: “Angulina, un yorno cuesto va stare tuto pieno di
casa..”. ”Vos sos loco”, le decía la tana “¿quién se va a querer venir a vivir acá, al culo del mundo?”. Y el gringo seguía
mirando al horizonte, perdida la vista en el mar de la pampa. Pero no veía ni los yuyos ni las plantas, el gringo veía
Italia y hablaba de una ciudad enorme, que iba a llegar hasta el horizonte, pero veía la capilla de su pueblo pobre, allá
en la Calabria. Esos tiempos fueron lindos. Yo los vi crecer a los chicos, también crecieron los paraísos y el asfalto
llegó a tres cuadras. En verano, a la hora de la siesta me llenaban de pelotazos y terminaban en un tole tole con los del
otro barrio. De a poco esto se fue llenando de casas y una mañana sentí el chorro caliente de la primera meada.
Después, los chicos ya fueron más grandes y empezaron a jugar a otras cosas y a usarme para que los tapara: “¿no me
dejás que te acompañe al almacén?.-Ahora no que mamá me mira.- Y no seas mala y dame un besito y ahora no que
mamá me mira, y ahora no que nos ve la gente. Y no seas mala, uno solito”. Y fueron uno y fueron dos y fueron diez y
un día que “vos porque no me querés, si no lo harías. Y vos sabés que yo te quiero pero me da miedo, Y que dejame
que te suba la blusa y que no que nos pueden ver y que dejame bajarte un poquito la bombacha y no porque te vas a
entusiasmar y que dale, que acá no nos ve nadie y que no y que no y que no y que ni y que nnn, y que y que ¿pero nos
vamos a casar seguro y que sí y que sí y que sí. Y que hoy no y que mañana también y que ¡ay, que me siento mal y
que ay que ya vas más de un mes y que no, que mi papá te va a matar y que sí, que el padre lo quiso matar y que casi lo
mata si no lo salvo yo que me ligué el escopetazo y que ¡Viva la feliz pareja! Y todo el barrio festejó el casamiento del
hijo del gringo y de la hija del carnicero, con los confites de la esquina, de la panadería nueva que abrieron en el barrio
para el día de la primavera. Y el asfalto que estaba cada vez más cerca.
Y esto se siguió llenando de casas, pero todavía había barro cuando una tardecita abrieron la verdulería y con la
pintura que le sobró de los letreros a Romero se le ocurrió pintarme un “¡Viva Perón Carajo!”. Y a los pocos días, a los
dos o las tres de la madrugada, lo veo que viene Rossi, el que estudiaba para maestro, y me pinta “Abajo el tirano”. Y
ahí empezaron, pero todavía no pasaba mucha gente por acá, todavía no había llegado el asfalto. Y Donato, el hijo del
gringo, y Griselda, la hija del carnicero, ya tenían una Estanciera para llevar a los tres chicos a Mar del Plata de
veraneo, al hotel del sindicato de la industria del tejido. Y de repente me dí cuenta de que cambió algo, porque el que
pasaba de día era Rossi y el que venía a la madrugada era Romero y me pintaba “Perón Vuelve” y “Mueran los
Gorilas” y así de tanto en tanto. Hasta que un día, un poco después de que llegara el asfalto, escuché que conversaban
tres pibes, tres muchachos, el hijo de Rossi, el hijo de Romero y el hijo del Donato. Ya no jugaban tanto a la pelota, ni
hablaban de mujeres, pero se lo pasaban horas conversando y una mañana amanecí toda embadurnada de brea y con
unos emblemas y unas letras que decían algo de “revolucionario”. Y entonces vino un tiempo en que me pintaban a
cada rato. Venían unos y me pintaban “Luche y vuelve”, otros venían y me pintaban “Ni votos ni botas”, otros “A
vencer o morir por la Argentina” . otros “Por la patria peronista”, otros “por la patria socialista”, y “Muera López
Rega”, y “Bolches a Moscú”.
Y ya no conversaban tanto, cada vez pintaban más a las escondidas, aunque todos sabían quiénes eran. Yo puteaba y
rezongaba porque estaba podrida de que me pintaran, vahh, eso decía yo, porque la verdad es que me hacían sentir
importante, todos encima mío, siempre a la madrugada. Pero un día dejaron de venir y esa vez también me di cuenta
que algo había cambiado, sobre todo cuando una mañana paró un camión lleno de soldados y bajó un oficial que les
ordenó que me pintaran toda de blanco. Los muchachos ya se habían ido del barrio, pero yo sabía que algún día
volverían. Y empecé a extrañarlos, de sola o de aburrida, cansada de estar tan blanca. Todos se entusiasmaban
hablando del mundial, pero nadie me pintaba nada.
Hasta que una madrugada, los reconocí por los pasos, y les juro que fue la única vez en mi vida que me arrepentí de
no haber tenido boca, de no haber tenido ojos, de no haber tenido brazos. Les hubiera dicho que no, que ese no era el
momento, que el comisario de enfrente, que los estaban esperando. Los vi sonreír por última vez bajo la luna clara,
sacando de una mochila las brochas como espadas. Y juro que fui feliz en ese momento, feliz e inconsciente, y no fui
capaz de decirles nada. Acá, acá a la altura del corazón, todavía tengo guardadas diez balas. Diez balas y los restos de
una mancha roja, de sangre joven derramada. Juro que ese día me arrepentí de no tener brazos, para cubrirlos de la
metralla, de no tener pies para parame delante de ellos, de no tener boca para maldecir al oficial que ordenó una última
ráfaga sobre los cuerpos y dijo, con una sonrisa maliciosa bajo la luna, “estos ya no van a pintar más nada”.
Yo digo que están por matarme ahora, pero en realidad ya me habían matado esas diez balas. Por más que después
haya empezado a pasar el colectivo y hayan vuelto a pintarme carteles políticos y me llenen todas las semanas de
afiches de bailantas. “A esta vamos a tirarla abajo, sentí que le decía el otro día un hombre medio maduro, de lentes,
que anda con eso de los dúplex que le dicen, a unos muchachos que debían ser albañiles, acá vamos a poner una de
fibrocemento”. Y estoy esperando que me llegue la hora, como un condenado que ve como van preparando el cadalso,
clavando las tablas, probando la soga; así veo como van trayendo las herramientas, tratando de adivinar cuando me
pegarán el primer martillazo.
Y a esta altura ya sé que va a ser sin ceremonia, sin palabras alusivas y sin lágrimas. Total para qué. Si todos saben
que las paredes no oyen, que las paredes no hablan.
- EL DERECHO A LA TRISTEZA