El DERECHO A LA TRISTEZA y Otros Cuentos y Cuentitos

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EL DERECHO A LA TRISTEZA

y Otros Cuentos y Cuentitos


SU NOMBRE Y SU PERFUME
Sensual y misteriosa, trasegaba las noches del cabaret y se esfumaba en las sombras, dejando en el aire una estela
de perfume envolvente. Aparecía súbitamente en la penumbra, como emergiendo de la música, cuando los bailarines
estaban en el éxtasis de la danza y los solitarios yacían acuchillados por las puñaladas del alcohol y el despecho, con la
cabeza bambolenate y los ojos vidriosos, acodados en la barra. Como una venus de marfil se quedaba silenciosa y
pensativa hasta que la sacaran a bailar y entonces si, en medio de la pista, con la luz de los reflectores amortiguada en
la piel de nacar, comenzaba a girar al compás del tango; perfecta y sublime, como las muñequitas de las cajas
musicales.
Pelo rojizo y mirada impenetrable, tenía porte y modales de gran dama; infundía tanto respeto que casi era miedo a
quienes querían acercársele. Seda y muselina, el encaje negro dejaba entrever en los tajos el nacimiento de unas
piernas blancas y esbeltas, que al contraerse y vibrar en el baile parecían estar haciendo el amor con la nada. Bailaba
con todos, pero nunca la vieron irse con ninguno, tal vez por eso se haya difundido como una leyenda su fama de
ninfómana insaciable, que cada noche devoraba algún hombre, eligiéndolo como una fiera elige a su presa, entre el
rebaño indefenso.
De ella nunca nadie supo ni dijo nada más que su nombre, Alcira, pronunciado como un secreto entre las paredes del
antro mortecino. Todos la desearon y muchos dijeron haberla tenido, aunque nadie pudo comprobarlo. Ningún
compañero de baile pudo cruzar con ella otra cosa más que un par de palabras ni acercársele a más de medio metro en
la danza.. Y mucho menos Jose Pablo Ascencio que quedó embrujado luego de bailar con ella tres noches, después de
la cuales nunca más volvieron a verse. Ni ella ni él volvieron a encontrarse en la milonga. Ella porque se fue y nadie
volvió a verla, nunca se supo porqué. El, porque siempre fue un hombre de mañas y de cuentas pendientes con la
justicia. Aunque nunca traicionó a un amigo, ni le pegó a ningún débil, ni le robó a uno que no fuera rico, nadie se
animó a exponerse y a salirle de testigo para decir que él estaba esa noche en la milonga, bailando con Alcira, cuando
mataron al Rata Carmona, oscuro hombre de avería, con el cual tenía una vieja disputa.
Fueron a buscarlo a la madrugada y se les escapó saltando por la ventana. Se fue corriendo, primero por los techos y
después por las rutas y las ciudades. Y en esa fuga desesperada, más que el miedo de caer preso lo acuciaba el
recuerdo. El recuerdo de ese perfume y de esas piernas, de su mano y de sus brazos rozándolo apenas en la embriagante
seducción del tango, en esas tres noches que lo embrujaron. No sabía porqué, pero desde la primera pieza él tuvo la
certeza de que algún día la tendría. Sintió que ella le había dicho algo sin decirle nada. Lo sintió en los gestos, en la
mirada y en cada requiebre sutil de los cortes y las quebradas.
Duró varios meses aquella loca huida, hasta que al fin, acosado por el hambre y la policía, torturado por ese perfume
que en vez de alejarse se acercaba, decidió entregarse a la justicia en un lejano pueblo de frontera. Atormentado por el
porvenir que lo acechaba, por todos los años de cárcel que le esperaban, pero sobre todo porque eso significaba perder
toda esperanza de encontrarla, se le estaban consumiendo los días en el calabozo, cuando una mañana sintió ruido de
cerrojos y una voz retumbando entre las celdas que ordenaba: “¡Ascencio, José, preparese para ir a declarar!”.
Lo subieron a un patrullero viejo y lo llevaron esposado. El juzgado era un edificio destartalado, con pasillos
rebosantes de expedientes y empleados indolentes que le ordenaron pase, siéntese y espere. De pronto entonces sintió
que volvía con más persistencia el perfume, ese cuyo tormento creyó haber superado. Y lo sintió más fuerte todavía,
cuando se abrió la puerta y un empleado del tribunal, ahora con voz potente, le ordenaba que saludara a la figura que
acababa de entrar y de quedarse petrificada. “Póngase de pie y salude como corresponde a la presidente de este
tribunal, la doctora Alcira Lara”.
LOS TERRIBLES CANIBALES DE KATANGA

El sol del otoño espolvoreaba su pálida transparencia através de los cristales ahumados de las amplias ventanas. Las
plantas de Mary Joe, entrelazadas por la penumbra de sus propias sombras, unificaban sus soledades y amalgamaban
sus heterogeneidades botánicas en la compacta simulación de una selva lujuriosa. Falsificada con la aplicación
dispendiosa de las últimas innovaciones tecnológicas en materia de jardinería y cultivadas según los consejos de cuanta
revista, libro o video apareciese sobre el tema en las librerías y los supermercados de Maryland. Las araucarias
patagónicas y los arbustos de la India se mezclaban en los canteros de ladrillo a la vista que circundaban la sala. Con
la misma promiscuidad con que su dueña mezclaba en su mente a todos los que tuviesen un color un poquito distinto
que su blanco sonrosado, perforado por una llovizna de pecas.
Esa ignorancia etnológica sin embargo era comprensible, su aficción eran los seres vegetales y no los animales y,
mucho menos, la geografía. Tampoco tenía una inclinación vocacional por la música, pero si una marcada predilección
por las sinfonías de Vivaldi, que según Melanie Cooper, consejera botánica del Canal 85 de video-cable, era la más
indicada para apaciguar la histeria de los malvones. Por eso fue que consiguió un selector musical computarizado, que
según la intensidad de la luz marcada por el fotómetro elegía la sinfonía y el volumen más adecuado para mandarlos
através de los doce parlantes del equipo de música funcional. Un sistema similar, un electrostato de altísima fidelidad,
mantenía siempre la temperatura ambiente entre los 15 y los 20 grados centígrados, regulando el funcionamiento de los
acondicionadores de aire. Cada uno de aquellos aparatos estaba conectado al Computador Personal de Mary Joe,
programado para recoger todos los datos y establecer las condiciones ambientales para cada época del año.
Tras un nervioso movimiento de dedos para oprimir varios de los botones blancos del teclado, Mary Joe se sumió en
un instante de ansiedad incontenible, con los ojos fijos en la pantalla, esperando que una andanada vertiginosa de
letritas blancas vomitase sobre ella el diseño del programa de desinfección. en cuanto este quedó completo, no pudo
evitar una electrizante sensación de pavor . “¡Oh no, dios mío!, ¿porqué tenía que sucederme esto a mi?. Si el programa
de desinfección está bien formulado eso significa que el problema está en la tierra, en esta maldita tierra de Maryland,
contaminada de alimañas e insectos deleznables. Ya lo presentía yo, mi única posibilidad de salvación está en cambiar
toda la tierra por el humus sintético chino, ¡pero es carísimo!. Sólo si John obtiene el ascenso en la fábrica podría
comprarlo. Hoy tenía una reunión muy importante y no le habían dicho el motivo”, Mary Joe sintió inmediatamente un
suave vendaval de alivio que adormeció las ramas tiesas de su angustia: “Seguramente esa reunión era para anunciarle
el ascenso. Creo que estoy salvada, ¿cómo no lo pensé antes? Mary se abalanzó entonces alborozada sobre su ejemplar
de magnolia preferida y comenzó a acariciarle primorosamente las hojas y los pétalos. “Oh, hijas mías, están salvadas,
pronto mamá les cambiará esta asquerosa tierra asesina y ya no deberán temer a que una maldita hormiga venga a
destruirlas. Ese humus chino es de un material sintético especial que no permite la vida de ningún animal. Mira como
será de fuerte que en los primeros experimentos hechos en Sudamérica murieron varios bebés acostumbrados a comer
tierra de las macetas. Es que, según dijo Melanie en su programa, ese humus tiene un sabor muy agradable para las
plantas, como para nosotros la frambuesa. Por eso tendré que cuidar que no coman demasiado, ohhhh, glotonas. Pero
hay también un tipo de humus dietético, así que eso no será problema. Ahora vamos a preparar el pastel de manzanas
para John, que debe estar por llegar y merece que lo recibamos con su comida favorita”.
Antes de dirigirse a la cocina Mary Joe se extasió en una última contemplación de sus vegetales. Cada uno de ellos
tenía el nombre de una estrella de cine y estaba convencida de que bastaba un serio reto para lograr que desistieran de
sus travesuras biológicas: “Humprey, le estás quitando toda la luz a Jennifer!, ¡Sidney, no quiero ver que te sigas
bebiendo el agua de Laurene!, ¡Lana, te estas inclinando demasiado a la derecha y eso no es bueno para tu tallo!”.
No había terminado su diálogo cuando intempestivamente se abrió la puerta y el enorme cuerpo de John Robertson
apareció en el living. Mary corrió hacia él y se colgó de su cuello: “¡Ohh, John querido, que alegría, sabía que lo
lograrías, veinte años en la Baltimore Guns Inc no podían ser en vano, lo merecías!”. Tal era el entusiasmo de Mary Joe
que tardó en darse cuenta de cual era el estado de ánimo de John, imagen viva de la derrota. Con el nudo de la corbata
casi desecho, los pantalones caídos y una expresión de vaca atontada en el rostro, John era un metro ochenta y cinco
centímetros y ciento veinte kilos de desolación. Mary nunca lo había visto así, aquello no era el resultado de unas
cuantas copas tomadas para festejar una buena noticia. Tampoco era la expresión de mesurada tristeza que acompañaba
cada derrota de los Piratas en las Grandes Ligas de beisbol. “¡Oh, por dios!” Mary nunca lo había visto así, en
veintidós años de matrimonio jamás había percibido en la expresión del corpulento ingeniero químico algún
sentimiento verdaderamente intenso, ni de amor ni de odio, de alegría o tristeza. En la vida del matrimonio, como
correspondía, todo tenía un límite: los afectos, el tiempo, los gastos. Por eso la desconcertó verlo desbordado en su
pesadumbre, al punto de dejarse dominar por ella. “¿Qué sucede John, es que acaso no te han dado el ascenso?”. Mary
Joe no podía pensar en otro motivo, bien sabía que ni aun la muerte de su padre(y mucho menos la de alguno de sus
hermanos) podía provocar aquel estado en él. Todavía recordaba la tarde que recibió una llamada por teléfono y con la
voz imperturbable le dijo:”Mary, tendré que salir unas horas, avisa a la fábrica que entraré una hora más tarde.
- ¿Qué ocurre John?
- Ha muerto mi madre, contestó y salió sin ninguna estridencia hacia su velatorio. Pero
esta vez indudablemente debía haber sucedido algo peor.
John no respondió, caminó hacia el bar y luego de servirse una medida doble de whisky
dio un fuerte puñetazo en la mesa. Mary temió algo verdaderamente grave: “¡Malditos políticos, malditos senadores!”,
exclamó con furia . Mary Joe tuvo entonces la certeza de que algo terrible estaba sucediendo.
_ ¿Han estado los de la Comisión Desmilitarizadora?, preguntó con temor a recibir una respuesta afirmativa, pero fue
en vano.
- Si, los mismos, el estúpido pacifista ese de Clearing Johnnson, ese apestoso negro de Chicago; el hispano ese Flores
y Coleston, con sus aires de Paul Newman.
- ¿Y que pretenden?
- - Oh, esas son personas totalmente frías, calculadoras, solo les importa su interés político. Dicen que ahora que los
rusos ya no son una amenaza no se justifica que sigamos fabricando la bomba de neutrones. Que los comunistas que
quedan pueden ser combatidos por otros métodos mucho más económicos. Dicen que no tiene sentido gastar tanto
dinero para matar comunistas asiáticos y guerrilleros latinoamericanos, que resulta más barato hacerlo con balas o
con artillería convencional, porque total, no son muchos los bienes materiales que se pueden destruír...
- - Oh, esos políticos siempre pensando en la economía...
- - Si tú los vieras, no tienen ningún sentimiento. No les importa que la Baltimore Gun tenga más de cincuenta años
fabricando armamento para el ejército de los Estados Unidos y que los que trabajamos allí quedemos en la calle o
tengamos que terminar escribiendo fórmulas para cosméticos. Quieren cerrar la fábrica y...
- - ¡Oh, no Jhon, no, esos hombres no pueden ser tan insensibles, no puedo creerlo. Mary Joe se sintió conmovida por
una glacial explosión de espanto y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
- - No John, no pueden hacerte esto a ti. Tu eres uno de los mejores expertos en gases venenosos del mundo, no
pueden condenarte a terminar tus días como un vulgar alquimista de farmacia, con un sueldo de seis mil dólares
mensuales. No recuerdan acaso ellos que tú contribuiste a perfeccionar el Napalm para Indochina...
- Tienes razón Mary, antes de que llegara a mis manos eso parecía un fuego de artificio para festejar el día de San
Valentín. Cuando arrojaron las primeras, los vietnamitas las utilizaban para asar sus pescados. Acuérdate también de
los desfoliantes que inventamos con Jack...
- Sabes que eso no podré perdonártelo nunca. Mary cambió repentinamente de expresión, abandonando por un
momento la desesperación para tornarse en acusadora.
- Nunca acepté que alguien disfrutase destruyendo vegetales y gracias a tu invento bien sabes que acabaron con miles
de los mejores helechos y filodéndros.
- Pero recuerda también que en el gas mostaza ese que le vendimos a Irak incluí un aditivo especial para proteger a
los arbustos, todo por darte el gusto a ti y a tu maldita debilidad pro las plantas. Aunque ya no creo que puedas
seguirte dedicando a ellas. Tendremos que mudarnos a algún oscuro edificio de Nueva York y allí tendrás que
conformarte coleccionado pinturas o yendo a las funciones del Carnaghie Hall. Nos han dado quince días de plazo,
ni un minuto más, para encontrar una alternativa de producción rentable, si no cerrarán la fábrica.
- ¡No pueden obligarnos a hacer eso, a cambiar así nuestras vidas, dejando todas nuestras pertenencias. No pueden
hacerle esto a los empleados de la Baltimore Guns INC, son miles. No esos hombres no pueden ser tan insensibles,
no puedo creerlo. Y Mary Joe Robertson se sumergió en diálogo fatídico con sus plantas de invernadero, conmovida
ante la perspectiva de tener que abandonar a cada una de ellas.

Las hojas de las begonias y los malvones, los delgados tallos de los helechos y todas las plantas de la residencia
fueron decayendo lentamente en aquellos quince días siguientes a la par de los párpados de Mary Joe, que envejeció
diez años en la primer semana y a la siguiente ya estaba tan vieja como su abuela, si su abuela hubiese sobrevivido a
aquel terrible accidente de tránsito en Illinois. Las hormigas habían aprovechado mientras tanto el descuido de la
propietaria del jardín, quien se ausentaba por largas horas de la casa para sumarse a las actividades del Comité de
Lucha Contra la Desmilitarización,. Una organización que había apelado a grandes manifestaciones, avisos
publicitarios, huelgas de hambre y una agresiva campaña de prensa para sacudir la conciencia del país, desactivar la
indiferencia del ciudadano común, sensibilizar a la opinión pública y lograr que millones y millones de americanos de
costa a costa se solidarizasen con los dos mil trabajadores de la Baltimore Guns y con los miles y miles de obreros,
empleados, técnicos y científicos de centenares de empresas armamentísticas que pasarían a la categoría de
desocupados si aquella monstruosa comisión del Senado llevaba a cabo sus planes.
Aquellos áridos días que precedieron a la fecha dada como plazo a la Baltimore Guns INC los medios de
comunicación de todos los Estados Unidos estuvieron atiborrados por la polémica en torno al tema de la
desmilitarización. Apacibles amas de casa, muchachos y muchachas de cabellos larguísimos y representantes de todas
las minorías se encolumnaron en colosales marchas encabezadas por los ejecutivos de los gigantes de la industria
armamentística, todos unidos para presionar a aquellos inconmovibles congresistas, obsesionados en reducir al
máximo el déficit para evitar que los insaciables chinos terminasen quedándose con la mismísima estatua de la libertad.
Por eso fue que la noticia sobre la rebelión de los Makongo pasó casi desapercibida al principio, para estallar luego en
dos días en grandes titulares en todos los diarios, Una feroz tribu de caníbales de Katanga, asediada por el hambre,
había cruzado el desierto y se acercaba amenazadoramente a las minas de uranio, vitales para la economía de occidente,
seguramente con la intención de comerse a todos los operarios.
Previsible era la conmoción que aquella noticia pudo haber causado en el humanitarismo de hombres y mujeres como
la tierna Mary Joe, que de pronto temieron verse inmersos un día en una inmesa vasija de barro, con el agua hasta el
cuello y una tribu de sanguinarios caníbalaes bailando en derredor del fuego. Así fue que bruscamente los dos bandos
enfrentados en la polémica coincidieron en que la prioridad nacional en materia de seguirdad en aquel momento era
evitar que aquellos salvajes acabasen deglutiéndose a los técnicos americanos de las minas de Katanga. Algo que todo
el mundo sabía que habría de ocurrir si no se hacía algo y rápido. Todo el mundo menos esos cuantos miles de
famélicos makongos, que no tenían fuerzas ya ni para gritar que solamente querían unas cuantas latas de leche en polvo
y un pequeño pedazo del enorme territorio que les había pertenecido desde tiempos inmemoriales.
Varios episodios se habían producido ya en las escuelas primarias y hasta en las preparatorias, en las que rechonchos
y apetitosos niños blancos aseguraban haber sido atacados por enjutos compañeritos negros, con la intención de
devorarlos, cuando Mary Joe descubrió el ejemplar del Baltimore Herald asomándose por debajo de la puerta.
Mientras regaba un quebrantado gladiolo pudo leer: “Fue Aplastada la Rebelión de los Makongo”, el titular a toda
página del diario. Mary sintió una balsámica sensación de alivio recorrerle inmediatamente toda la piel y adentrársele
en los huesos, como si su enorme marido se le hubiese quitado de encima. Pero no fue si no hasta que John llegó que
sintió verdadera felicidad. Ella estaba leyendo los detalles de la noticia, en la que se aseguraba que los Estados Unidos
había prestado su colaboración para eliminar a los peligrosos salvajes mediante el empleo de una nueva arma que
preservaba el equilibrio ecológico, cuando John irrumpió en la casa. Traía la ropa desordenada, unas enormes ojeras y
un incontenible olor a alcohol; pero estaba exultante y satisfecho después de dos días de ausencia del hogar.
- ¡Lo logramos, Mary, lo logramos!, gritó levantando en vilo a la sorprendida jardinera.
- ¿Qué ocurre John, porqué estás tan contento?
- La nueva arma Mary, la nueva arma. Ha sido un éxito.
- ¡Oh John, eso es maravilloso. Pero dime, ¿en qué consiste esa nueva arma, aquí el periódico dice que preserva el
equilibrio ecológico?
- ¡Mucho mejor que eso: mejora las condiciones del suelo! Es una bomba de hiperradiación calórica que calcina y
pulveriza al enemigo y lo conviertre en abono, diseminando sus ceniza por todo el terreno.
- ¡Ohhh, John, eso es maravilloso. Esa tierra africana es muy árida, es imposible cultivar nada en ella...
- Oh si Mary, hay mucho hambre en el mundo y nosotros debemos contribuir a combatirlo.
- ¿Y los miembros de la comisión Desmilitarizadora que dijeron, cerrarán igual la fábrica?
- No Mary, no. Están chochos porque es muy barata y se pueden obtener ganancias con el cultivo de los campos
abonados.
- Yo sabía que no podían ser tan insensibles(Mary abrazó feliz a su marido).
- Ahora podrás seguir dedicándote a tus plantas tranquilas, querida. Hubiese sido un crímen que las dejases.
POBRE GENTE

Ahora, por favor, les voy a pedir que anoten lo que les voy a dictar, les doy unos segundos para que busquen lápiz y
papel….¡apúrense por favor!…bueno si, ya está….hoy voy a enseñarles a preparar una deliciosa creppe de escarolas
con langostinos al vino blanco. Tomen nota por favor, recuerden que cualquier duda la pueden consultar a nuestro sitio
en Internet www bunderkirschen. Beta.ger. . Un kilo y medio de escarolas portuguesas, un kilo de langostinos del
Báltico, un queso camambert sauvignong, un medio litro de vino blanco del Rihn, cuatro cebollas, tres ajíes
marroquíes, una papaya de Guinea, medio kilo de crema Chanttilly y dos onzas de mostaza esla…
- ¡Siempre recomendando porquerías, este Fritz Walter me va a matar con sus recetas, esa crema Chantilly es veneno
para mi colesterol!

- ¡uuuuuuhhhhhhh!, aaaaahhhhhhhh, mmmmmmmmmmm, aaah, aaah, aaah, uuummmmmm, ohh yaaaa, piu forte,
piu forte, piu forte, cosi, cosi, cosí. ooohhh,iaaaa, iaaaaaaa, iaaaaaaaaa, iaaaaaaaa ooohhh,iaaaa, iaaaaaaa,
iaaaaaaaaa, iaaaaaaaa…
- No, estas pornográficas italianas son siempre iguales, no tienen imaginación. Aunque la rubia esa estaba buena…
pero no quiero excitarme, porque después me voy a empezar a masturbar y un orgasmo podría ser fatal para mi
hipertensión
- …drás que elegir. O ella o yo. Si es verdad que me amas quiero que le pidas el divorcio ahora, ¡ya no soporto más
ser la otra!… Además, ya no podrás decirme que no puedes separarte de la madre de tus hijos…para que lo sepas
Damián Ignacio…yo también estoy embaraza…
- estas telenovelas sudamericanas son insoportables con sus triángulos amorosos y sus melodramas interminables,
- …llenas llegan todos los años a estas islas del Atlántico Sur, arrastradas por una corriente de agua cálida
proveniente de las costas África…
- Ecología. Me tienen harto, estos verdes son unos farsantes, ese crucero a la Antártida fue una estafa: veinte mil
marcos para ver cuatro focas y tres ballenas a cinco kilómetros de distancia. Y la otra vez casi los voto. Lo único
bueno de ese viaje era ese extraño licor de Sri Lanka y las prostitutas tahilandesas…pero no como para estar
cuarenta días arriba de un barco. Debí hacerle caso a Wolfang Katz, que por diez mil marcos alquiló un islote en las
Antillas para él solo, con una habitación repleta de cajas de whisky, un plantel de negras adolescentes y hasta dos
mulatos sodomitas a su disposición…Bueno, pero al menos yo me salvé del SIDA. Pobre Wolfang. Culpa de esos
negros antillanos ya no tengo con quien emborracharme…
- …artido de George Haider se imponía esta tarde en las elecciones municipales de Salzburgo con una ajustada
ventaja sobre los socialdemó…
- Por fin una buena noticia, ya era hora de que alguno hiciera algo contra esta invasión de turcos y musulmanes que
están en todos lados. Lo único que falta es que un día de estos aparezca un ministro con turbante.
- …odigo 225 en la séptima con la novena, avisen a todas las unidades, repito: un sospechoso de tipo caucásico en un
sedán azul escapa hacia el norte, hay dos policías heri…
- Ese sargento de policía neoyorquino se parece a Briegel, mi compañero de trabajo en la fábrica. ¡cuánto los extraño
a veces!, veintiséis años con la misma gente, entrando siempre a la misma hora, hablando siempre de las mismas
cosas…¿Briegel se habrá jubilado también? Hace tanto que no sé nada de ellos. Al último que vi fue a Grübbel en
la fiesta de la cerveza en Dolingen. Los demás no me llamaron nunca después de mi fiesta de despedida, salvo
Krum, que me llamó en el 95 para preguntarme por el jet sky, a ver si se lo vendía. Eran buenos muchachos, muy
trabajadores todos, alguno debe estar todavía en la fábrica. Un día de estos debería ir a visitarlos, la semana que
viene, si, la semana que viene…siempre digo lo mismo ¿iré de verdad algún día? Me cuesta aceptar que ya no me
necesiten: ahora viene todo de plástico y los fresadores son una extravagancia. Bueno, pero no puedo quejarme; con
el último ascenso mi jubilación es igual a la de Kreitlen, que era ingeniero. Ahora lo único que tengo que hacer es
retirar el dinero del cajero automático, aunque…, ahora que pienso, hace rato que no voy . prácticamente todo me lo
descuentan de la cuenta: los impuestos, la luz, el gas, la televisión, la tarjeta de crédito, el teléfono…y ahora que el
supermercado esta en Internet, si quisiera podría quedarme encerrado por meses...con este tiempo además, no vale la
pena ni salir a la calle, si por lo menos hubiese algo bueno en televisión…
- …pus doce, por la orquesta sinfónica de Berlín, dirigida por el maestro Von Wizenthal, acompañando al pianista
Karl Walkenmayer en la interpretación del prelu…
- Pensar que yo podría haber sido pianista…era el sueño de mi madre…era loca por la música, todo el tiempo
escuchando a Brahms y a Schubert…decía que mi abuelo lo había conocido y que habían tocado juntos una vez para
el conde de Warfstaeiner en la boda de su sobrina…pero mi padre quería que fuera ingeniero. Decía que algún día
se iba a reorganizar la Luftwaffe y que íbamos a dominar el mundo desde el aire…él nunca pudo resignarse a la
derrota y a que Hitler estuviera muerto…si hasta seguía esperando alguna carta de sus hermanos desde el frente
ruso. Y ellos hacía más de veinte años que habían muerto…¡y mi padre ya hace más de treinta que murió!…cómo
pasa el tiempo…y todavía lo extraño, aunque era muy duro conmigo, nunca estuvo de acuerdo en que fuera al
conservatorio…decía que yo no tenía talento…creo que siempre prefirió a mi hermana Helga…para él el arte era
para las mujeres...bueno, pero gracias a él pude conseguir un buen empleo…si hubiese seguido en el conservatorio
tal vez no hubiese llegado a nada. A mí la música tampoco me gustaba mucho, siempre preferí la mecánica…en eso
creo que me parezco a él. Helga en cambio nunca le hizo caso, siempre hizo lo que quiso, así también le fue. Si no
se hubiese agarrado esa malaria por estar ayudando a esos indios en la selva, tal vez hoy estuviera viva…quizás al
menos tendría alguien con quien pasar las navidades, a pesar de que ella era atea... Cuanto hace que no paso las
navidades en familia…desde que me separé de Gilda, cuando cenamos la última vez con los Offenbach.. tendría que
ver si encuentro el teléfono de ellos en Maguncia…creo que ella era de Insbruck y se pensaban ir a vivir allá, quien
sabe dónde estarán ahora….Y Gilda, seguro debe estar fornicando todo el día con ese novio griego que se había
conseguido…aunque no creo que le haya durado mucho…se debe haber cansado enseguida…Gilda nunca fue de
quedarse mucho tiempo en el mismo lugar…seguramente andará de cama en cama probando machos de todas las
razas y de todas las edades. Ya debe estar vieja…¿habrá engordado como yo?, con lo que le gustaban los dulces,
creo que era lo único que teníamos en común…nunca supe porque llegamos a casarnos, ni tampoco porque nos
separamos. Al principio fue bueno: fuimos veinte veces a Ibiza, diez al Caribe, ocho a la Polinesia, recorrimos un
par de veces Sudamérica, la India y todo el sudeste asiático; nos cansamos de ir a Nueva York y de gastar dinero en
Las Vegas, hasta que terminamos comprando la casa en Mallorca…cambiamos el Golf por el Taunus, el Taunus por
el Escort, el Escort por el BMW y me di el gusto de tener un Porsche…ahora recuerdo, ese fue el motivo de nuestra
pelea...aunque la verdad es que ya nos habíamos aburrido el uno del otro, o de nosotros mismos…si la menos
hubiésemos tenido un hijo…pero ella nunca quiso, no quería perder su independencia…¿habrá tenido hijos con el
griego ese, o con algún otro?, tal vez sea una gorda feliz que lleva sus hijos a la escuela en Salónica o en alguna otra
parte…o tal vez esté tan sola como yo aquí en Frankfort. Nunca supe más de ella…esta cerveza me gusta más que la
Budwaisser, ¿Hoy no jugaba el Borussia…
- …iiiira y la pelota sale fuera del campo. Lindemayer ha estado extraordinario en esa jugada pero no ha tenido
suerte. Los mediocampistas del equipo bávaro están muy imprecisos esta noche ante un equipo portugués que está
ganando con clari…
- esto ya es el colmo, ahora cualquiera nos gana en nuestra propia casa, prefiero ver otra cosa…una salchicha más no
me hará daño…nadie se muere por comer una salchicha más…
- …intensificado en las últimas horas, según los observadores el número de víctimas ascendería a más de trescientos
mil solamente en la región del río Burundi, la mayoría de ellas asesinadas a machetazos por las fuerzas
paramilitares de la etn…
- estos africanos son unos salvajes. Y después dicen que nosotros somos racistas, habría que arrasarlos con Napalm, o
con Sarín, que era más efectivo…
- ..las fuerzas rebeldes avanzaron hacia el noreste de Ruanda, cubiertos por el fuego incesante de la artille…
- ¡los cañones nuestros!. Esa partida la terminamos cuando yo todavía estaba, no sabíamos para quienes eran. Se
hablaba de un país de los Balcanes…pero se los vendieron a los negros esos. ¡claro, como no van a matar gente con
eso, si son una joya!, creo que es el mejor modelo que salió de la fábrica, demasiado para esos negros…esto merece
otra cerveza.
- Hans Bonhoff, nuestro corresponsal en Ruanda, estuvo esta tarde en la aldea que ocuparon hasta ayer las fuerzas
gubernamentales.”Se me hace muy difícil a mí poder explicar lo que estoy viendo: estos son los cadáveres de los
pobladores, de la etnia tutsi, que fueron mutilados por los soldados del gobierno cuando tomaron la aldea, están
chamuscados por el fuego…
- …es impresionante, ¡pobre gente!, ¡que bárbaros, que sanguinarios!
- …los sobrevivientes que lograron escapar están buscando entre la pila de cadáveres en descomposición a sus seres
queri…
- …creo que esto me está haciendo mal. Estos de la Deutche Welle son unos inescrupulosos ¡este tipo de imágenes
debería estar prohibido, negros sanginaaaaaaaaaaaaaaaaagiiiiildaaaaaa, papaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa…! se espera un
tiempo calur…no olviden de pelar bien las…rquesta de Múnich dirigi…as adentro métemela más adentr…on un
tiempo de veinte segundos tres centésim…avorecido con el primer premio en la lotería estat…in duda un gran
jugador pero esta tar…
- gún día me las pagarás Don Gato, ya lo ver…argo teilleur de seda color sal..esidente Clinton llegó ayer a …e amo,
te amo y nada ni nadie podrá separar…los alcatraces de las Galápagos anidan todos los años
en……………………………………………
……………………………………………………………………………………………………………………………
………………………………………………………………………………………………………………
- Francia y Brasil el próximo domingo la última final del siglo…uidado, está armado, ¡ustedes vayan por atra…por
atrás, si ahora por atrás, así, así, oohhh….e parece haber visto un lindo gati…todavía no se ha podido determinar la
cantidad de víctimas del acciden…te repito una vez más Carla Patricia, esa mujer no significa absolutamen…tendría
su confirmación el sábado próximo cuan…dormir bien por solo veinte marcos mensua…les pido que me
comprendan nuestro partido no tiene .
- …el olor es insoportable.
- Todavía no debe de haber terminado el proceso de descomposición
- No hay ningún signo de violencia
- No toquemos nada hasta que llegue el forense.
- Si nos tomamos una lata de cerveza no creo que nadie lo note
- Yo no quiero terminar así
- Mi record son treinta y tres cervezas, pero este me ganó lejos.
- Todavía tiene el control remoto apretado…
- Y debe hacer más de dos años que se murió. ¿Cómo nadie pudo darse cuenta?
- Decían que estaba de vacaciones en las Galápagos
- Estos técnicos mecánicos siempre vivieron bien.

Fin
SOMBRERO PANAMÁ
Apareció por detrás de su mesa. Apenas si recuerda el reflejo de la mísera luz del cabaret estrellándose en el blanco
deslumbrante de su traje de lino, esa cinta negra brillante alrededor de su sombrero Panamá y el gesto cortés e
inapelable: una inclinación de cabeza que más que una invitación lo sintió como una orden. Es cierto que el Luz de
Luna no tenía mucha más iluminación que ese pálido aliento através de la claraboya y un par de lamparitas raquíticas
salpicando la penumbra. El destello de los candelabros de bronce y la cristalería de Bohemia le daban al ambiente un
aire de lujo miliunanochesco. Estaba en el último piso del hotel Conquistador que en ese momento era uno de los más
cotizados de La Habana, cuando era todavía la capital mundial de la lujuria y estaba repleta de magantes griegos,
jeques árabes, millonarios californianos, mafiosos neoyorkinos, rufianes argentinos y aventureros de todas partes.
Esa noche en esa mesa, más que escuchar a la orquesta lo que estaba haciendo era velar su sueño de consagración
artística que acababa de derrumbarse con los últimos acordes de Madreselva. “Esta fue la última, piba”, le había dicho
el maestro Fulvio Fioresanti cuando terminó de decir “¿porqué no renace/ mi primer amor?”. Mario Bonnet se había
esfumado con su promesa de un contrato para grabar con la RCA Victor y el sueldo de toda la orquesta que había
salido hacía seis meses de Buenos Aires navegando hacia la gloria en un paquebote de la línea Princesa de
Escandinavia, tocando seis horas por noche para los pasajeros de primera y una y media para los de segunda que,
aburridos de tanto escucharlos, empezaron a pedirles que tocaran fados portugueses, pasodobles toreros y fox trox
americanos. “En cuanto lleguemos a Nueva York vamos a firmar el contrato y ahí va a cambiar todo, con el adelanto no
más se van a poder comprar un auto cada uno”, les había dicho Mario para convencerlos de que tocaran por la comida y
unas chirolas más en el barco y en las tres o cuatro escalas que habían hecho antes de llegar a La Habana. “Usted va a
ser la Edith Piaff del tango” se acordaba que le había dicho Bonnet cuando la arrancó del Tabarís, donde acababa de
debutar entre los tímidos aplausos de un público implacable. Y ella se lo había creído. También la había comparado
con María Félix, y era cierto, porque aun triste y amargada, con su sueño destrozado y con tres días casi sin comer,
Herminia Valdez no dejaba de ser una mujer realmente hermosa. Con una belleza que parecía resaltar la tenue luz del
cabaret cubano y el rubor que le encendía el champan ordinario que todas las noches le ponían en la mesa como única
retribución segura por su talento.
Estaba acariciando su copa y pensando en el perfume de los jazmines del jardín de su casa en Olavarría cuando el
combo latino que había reemplazado a la orquesta de Fioresanti dejó de pronto de atronar con sus sones y guajiras y
empezó a despacharse con unos acordes que de entrada nomás le resultaron familiares. Con una cadencia particular,
reminiscencias de La Habanera, la orquesta de morenos emperifollados asumió un tono grave y fue desgranando una
melodía que ella empezó a seguir de memoria: “Mina que fue en otros tiempos, la más papa milonguera...”. Y ahí fue
cuando apareció. No recuerda más nada, solo el blanco del traje, la cinta en el sombrero y posiblemente unos lentes con
montura de nácar y después el clavel rojo en la solapa y ese perfume de lavanda que ella empezó a aspirar mientras
sentía estarse emborrachando, con el perfume y con el tango. Porque a partir de ese momento creyó haber vivido tres
minutos en el aire. Nunca nadie en sus largas noches de milonguera por las pistas porteñas la había llevado como aquel
hombre. Misteriosamente, la orquesta parecía haber encontrado otras profundidades del compás y ese hombre que la
tenía en los brazos era la música misma llevándola en andas, como si su brazo fuera una prolongación del arco de los
violines y su pecho respirara con la métrica del bandoneón que Fioresante, casi sin quererlo, se había puesto a tocar
para acompañar la orquesta.
En un momento se encontró haciendo en la pista figuras que nunca había hecho en su vida y que no sabía que las
sabía. Con los ojos cerrados, abrazada a su ángel de la milonga, ella dibujó en la pista mil tangos en un solo tango.
Había, sin embargo, en la forma de bailar de aquel hombre un algo extraño, en ciertos giros y figuras el brazo que
abrazaba tan firmemente parecía caer y luego se restablecía viril y horizontal para contenerla. Había también como una
especie de golpe seco que daba al girar hacia su derecha y una forma muy particular de llevarla en la caminata. Las
pocas veces que entreabrió los ojos solo alcanzó a ver el ala del sombrero, el clavel de la solapa y un zapato blanco y
negro girando bajo su cuerpo. Recién abrió del todo los ojos cuando El Motivo expiró con su “chan-chan” final y él la
depositó en su silla con la suavidad de quien posa una flor en un altar. Entonces el ya se estaba alejando y ella lo vio de
espaldas. El sombrero Panamá, el traje de lino blanco, un bastón de roble con empuñadura de plata y un zapato negro y
blanco y la botamanga de la pierna derecha cubriendo púdicamente el muñón a la altura de la rodilla.
SUEÑO DULCE DE MUJER SOLA

Lacan y la puta que te parió, ¿cómo dijo profesora?. Que traten de explicar el punto de vista de Lacan sin preocuparse
tanto por la exactitud de la respuesta decía y la puta madre quelorremilparió la sicología y el boludo del titular que se le
ocurrió tomar este parcial de mierda que no les sirve para nada y estos hijos de puta del gas y los del teléfono y
relacionen los distintos enfoques que le da la sicología a la problemática, pero usted esto no lo explicó profesora pero si
se los expliqué veinticinco veces, estos pendejos forros que no vienen nunca a clase y de dónde carajo voy a sacar
ahora ciento cincuenta pesos para pagar el gas y si hacen memoria se van a acordar que estuvimos cuatro clases
hablando de ese tema y del punto de vista de los conductistas también es importante, y ahora voy a tener que corregir
todos estos exámenes que son una paja mental y encima algunos que no quieren hacer ningún esfuerzo para entender
nada aunque para qué carajo les va a servir memorizar las definiciones de Jacobson, pero profesora, estas preguntas son
muy confusas, es necesario analizarlo en el contexto de la integralidad del tema y yo que no les puedo decir que
tienen razón, que el titular es un boludo que vive en una nube y que si me llegan a cortar el gas nos vamos a recagar de
frío con el invierno que está haciendo y acá lo importante es tratar de diferenciar los conceptos centrales entre el frió
que está haciendo y el vidrio que se me rompió les decía, chicos, lo importante es que reflexionen, que traten de
relacionar y que son y diez recién, tendré el reloj atrasado laputamadre que cansada que estoy y es importante
establecer una comparación entre la postura de Lacan, si quieren también la de Freud y la de todos esos hijos de puta
de las empresas privatizadas y vayan entregando ya que son menos cinco y yo todavía tengo que ir a cocinar ¡y al final
no pude comprar la carne, quemalaleche carajo! y traten de leerse el apunte que les dejé en la fotocopiadora.
Malena Hermida tiró el último cigarrillo al piso y lo aplastó con rabia mientras forcejeaba con el cierre relámpago del
maletín repleto de parciales para corregir. Desenvainó una sonrisa forzada y una respuesta mecánica para el último
alumno que se le acercó a preguntarle si no le parecía que la postura de los estructuralistas era contradictoria con el
materialismo dialéctico. Que mierda me importa a mi lo que piensan los estructuralistas , dijo, por debajo del “cuando
lo leas un poco más te vas a dar cuenta de que están muy relacionadas las dos posiciones”. Antes había tenido que
responder a una docena y media de cuestionamientos porque las preguntas no se entendían, porque ella no había
explicado bien y porque, en el fondo, había que pensar demasiado y ellos estaban estudiando sicología para saber como
pensaban los demás, no para pensar ellos, como le dijo una a la que le dieron ganas de matarla; pero prefirió dejarla
herida, bien herida con un “si vos considerás que no tenés capacidad para razonar deberías replantearte seriamente tu
permanencia en la facultad. Dijo “hasta el viernes”, en un último arresto de dulzura, sin darse cuenta de que era recién
miércoles y que no los vería sino hasta el otro miércoles. A los alumnos no les importó o tampoco se dieron cuenta, el
precio del apunte en la fotocopiadora era más importante que saber en que día de la semana estaban viviendo. Pero era
miércoles y la factura vencía el jueves. A las zancadas bajó las escaleras de un edificio desolado, afuera la noche la
recibió con un abrazo de acero. “Que frío esta haciendo, la puta madre”, dijo sin decir nada y se acordó que había
tenido que dejar el auto a diez cuadras. “Ciento cincuenta pesos. que hijos de puta...”, su pensamiento retumbó en las
paredes de las calles vacías y quedó congelado en la escarcha prematura de un invierno incomprensible.
El anteúltimo paciente de la tarde le había dicho que a veces soñaba que era un pájaro y que podía volar sobre el
mundo y en un vuelo había visto que la gente desde arriba no se parecía a las hormigas, sino a los cascarudos. A un par
de cuadras de la facultad se cruzó con un abogado. No podía ser otra cosa esa cosa apelotonada bajo un sobretodo que
seguro costaría más de ciento cincuenta pesos, ”lo que me sale a mi la factura del gas”, Y le pareció que tenía razón el
pájaro-paciente-cliente que este mes todavía no me pagó y seguro que no me va a pagar, con los kilombos que tiene.
Después se cruzó con un lingera arrebujado en una campera de plástico y volvió a pensar en los cascarudos.
El auto estaba frío y empezó a hacer ra-ra-ra-ra de rabia y después ang-ang-ang- de angustia y por fin hizo una
explosión, justo cuando estaba por hacer de-de--de de desesperación. Se frotó las manos entre las piernas para
calentarse y empaño el espejo retrovisor con el aliento. Si por lo menos no estuviera tan sola, dijo sin abrir la boca
mientras el alma le quedaba regulando a la espera de la luz verde del semáforo. Cuando aceleró bendijo esa factura de
ciento cincuenta pesos y a los hijos de puta de la compañía de gas que se la habían mandado, porque por lo menos tenía
un motivo para sentir otra cosa que no fuera lástima por ella misma: estaba llena de odio. Los regresos nocturnos eran
fatales a veces, y sobre todo en las noches de invierno. La soledad se desnudaba bajo las estrellas espectrales,
reflejadas en los pastos cubiertos por la helada. Los quince kilómetros hasta la casa eran una agonía despiadada que
desangraba el espíritu en gotas de desesperanza. Por momentos el viaje parecía el trayecto final entre un futuro incierto
y un pasado que parecía alejarse a la velocidad que marcaba la aguja en el tablero, dejando los recuerdos de una
juventud fogosa y vital desperdigados en el camino. Como las flores de los canteros, cuya belleza era una visión fugaz
y candorosa que se hacía cada vez más pequeña a los ojos del alma, hasta perderse de vista para siempre.
Esas flores habían crecido a la vera de la ruta llena de curvas y contra curvas que había sido su vida en otros tiempos,
con tramos de cuestas escabrosas, breves momentos de equilibrio en las cimas y caídas en pendientes abismales.
Siempre había alcanzado a detenerse antes de llegar al precipicio y siempre había reiniciado el ascenso. Pero también
había sabido trepar por la cornisa del mundo hasta acariciar el vientre del cielo con la palma de la mano; en recodos
efímeros, que sin embargo parecieron eternos. Ahora la vida se estaba pareciendo demasiado a esa recta desabrida y
vertiginosa por la que pasaban apurados todos los que no sabían adónde iban. Ahora tenía mucho miedo de que el resto
de su vida tuviese la placidez malsana de esa avenida nocturna en la que los autos se deslizaban sin sobresaltos,
consumiendo el tiempo con la voracidad insaciable de los que no tienen hambre verdadero. Consumiendo
compulsivamente la vida como consumían las hamburguesas y los helados y la cerveza y todo lo que vendían los
negocios con nombres en inglés al costado de la ruta.
Malena Hermida miró una vez más por el retrovisor, no tanto por esas luces que se le acercaban amenazantes como
por contemplar las flores que iban quedando atrás, sumergidas irremediablemente en el pasado. Las estaba mirando
cuando sintió que el pie derecho no encontraba respuesta, empujó hasta el fondo el acelerador y encontró el vacío, Fue
como si toda ella se hubiese sumergido en el abismo, quedarse con el auto en medio de la noche en la carretera
desierta, era lo último que podía pasarle. Volvió a apretar el pie con desesperación, buscando una respuesta que llegó
en forma de corcoveo, la vida se le rebelaba como un potro indómito. El motor tosió varias veces antes de extinguirse
en un silencio plácido, ella acompañó su agonía recostándolo sobre la banquina hasta esperar que desfalleciera en una
muerte natural. Cuando el auto terminó de detenerse, ella tuvo ganas de llorar; en realidad, tuvo ganas de morirse. Pero
como no podía morir encontró el consuelo del llanto.
- La puta que me parió, que boluda, me olvidé de cargarle nafta, cómo me vengo a olvidar, esto me podía pasar nada
más que a mí. Y le pasó a ella. A ella que había dudado en invertir los últimos cinco pesos entre ponerle nafta al auto o
comprar un kilo de vacío para hacerlo al horno con papas y darse un gusto que hacía rato no se daban en la casa. Y no
había hecho ninguna de las dos cosas: tuvo que comprar una lapicera porque no encontró ninguna de las que tenía, este
Sebastián que siempre me anda sacando las cosas y después no me las devuelve, y necesitaba pasar las notas de los
alumnos, a media tarde le había agarrado hambre y se había comprado un alfajor a cincuenta centavos; en la facultad le
pidieron un peso de colaboración para el fondo común de los profesores para comprar cosas que nunca consumía, pero
que una no se puede negar, porque si algún día necesitás tomarte un té y no pusiste plata te van a mirar con cara rara;
tuvo que comprar el diario para enterarse de la fecha de cobro de los empleados públicos y gastó veinticinco centavos
en una llamada telefónica para que la atendiera un contestador. Con el peso setenta y cinco que le quedaba le dio
vergüenza ir a cargar nafta y especuló con pasar por la estación de servicio que estaba a la salida de la ciudad, donde
podía cargar con la tarjeta sin gastar un mínimo de veinte pesos. Pero con el cansancio se olvidó y allí estaban las
consecuencias. Allí, en el crepitar del pedregullo de la banquina bajo las ruedas, en el silencio del motor inerte y en ese
impulso que languideció hasta depositarla en la soledad de la noche. A la orilla oscura de la ruta, en medio del
descampado, a merced del frío, del viento, del roció, de los ladrones y de los depravados; sin nafta, sin celular, sin plata
y sin ganas de seguir viviendo.
Lloró hasta quedar agotada, de fuerzas y de llanto. Entonces reclinó el asiento para darse un respiro y pensar cómo
resolver la situación. No supo cuando se había dormido, pero se despertó con el sobresalto de un golpe en la ventanilla
que la rescató de un sueño en el que había un barco deslizándose en un mar azulísimo y un hombre extraño, que creía
haber visto alguna vez en algún otro lado o en alguna otra vida. No podía recordar su cara, pero si su pecho, que no
tenía vello sino una piel sedosa y cálida como la de un bisonte o un zorro, que ella acariciaba en círculos suaves con la
mano.
- ¿Qué querés…?, gritó espantada al ver la cara siniestra y lúgubre mirándola através de la ventanilla. Sintió un miedo,
como hacía tiempo no sentía. Un miedo parecido al de los tiempos de la dictadura, cuando la sorprendía un operativo
militar y tenía que mostrar los documentos rogando que no la descubrieran; cuando sabía que una palabra, una mirada,
podían delatarla y condenarla a la tortura y a la muerte. Un miedo como el que sintió al cruzar la frontera para salir del
país; como cuando chocó en la autopista de San Pablo a Río. Un miedo así, pero más brusco.
Eran unos ojos brillantes y oscuros que resaltaban tras una barba tupida y una melena ensortijada. La avidez de la
mirada le hizo temer algo más que una intención de robo.
- ¿Estás bien?, creyó haber escuchado y quedó pasmada.
- ¿Qué querés?, volvió a preguntar para asegurarse de que había oído bien. Era muy difícil que un ladrón se preocupara
por cómo estaba ella, si ni se preocupaban siquiera los que ella creía que debían preocuparse.
- ¿No te pasó nada?
- ¿Y a este qué carajo le importa?, se preguntó para sí misma y después le contestó. Si, estoy bien, me quedé sin nafta.
- Me asusté porque te vi como desmayada adentro del auto, creí que te había pasado algo, escuchó que le decían y
empezó a tranquilizarse. Se dio cuenta de que había sido injusta e intentó justificarse con una salida decorosa:
- Estaba descansando un rato. Estoy esperando a mi marido que fue hasta la estación de servicio. Esa última frase le
dejó en la boca el regocijo de sentirse dueña de una inteligencia privilegiada, de una capacidad de reacción
deslumbrante. Se le había ocurrido la idea brillante de inventar un marido para ahuyentar a ese aparecido
desconcertante. El marido ficticio le daba, además, una extraña sensación de seguridad. Tanto que bajó la ventanilla
porque ya no sentía miedo.
- Ahh, bueno, disculpame. ¿Necesitás algo?
- No, no, gracias, ya debe estar por llegar, volvió a reafirmarse en la mentira, mientras descubría que aquella cara de
facineroso le despertaba una contradictoria sensación de atracción y temor.
- Perdoname si te asusté,…hasta luego, le contestó él, dando los primeros pasos para alejarse.
En ese momento ella sintió una sensación de pánico casi mayor a la que había experimentado cuando él golpeó la
ventanilla. Se dio cuenta que durante esos breves momentos se había sentido protegida, como hacía mucho no se
sentía, tal vez como hacía demasiado tiempo, Por eso se desesperó por buscar un pretexto para evitar que se fuera, que
la dejara sola de nuevo en medio de la ruta, a merced del frío, del rocío, de los ladrones y de los depravados, que no
tendrían seguramente unos modales tan firmes y tan suaves, ni unos ojos tan penetrantes ni una barba tan tupida. Se
bajó del auto para asegurarse de que la escuchara:
- ¿No te quedarías un ratito hasta que llegue?, se le ocurrió inventar providencialmente, sin darse cuenta de que estaba
metiéndose en un problema, porque “su marido” no llegaría nunca.
- Si. No hay problema, respondió él con timidez, entre extrañado del pedido y deslumbrado. Cuando la vio salir del
auto sintió como si se hubiese abierto la caparazón de una fruta exótica y radiante, emergiendo de la noche profunda.
A partir de ese momento se interpuso entre los dos un cortinado de cristal, una barrera sutil de suspicacia, curiosidad
y recelo. Se veía que no estaba en su naturaleza negarse al pedido de ayuda de una mujer sola, aunque no le hiciera
mucha gracia cumplir la función de guardián nocturno de una fruta misteriosa y apetecible. De una fruta prohibida.
Ella a su vez se había dado cuenta de que, sola, se había metido en una situación comprometida; sin saber bien si lo
que quería era salir lo antes posible o hundirse del todo. De repente estaba sola con un desconocido a la orilla de una
avenida oscura y desolada, muy lejos como para que pudieran oírla gritar, si llegase a tener que pedir auxilio. En un
lugar suficientemente solo y oscuro también como para no tener que darle cuenta a nadie más que a su conciencia de
lo que pudiese hacer con un hombre atractivo y misterioso.
Cuando él se acercó otra vez al auto hubo un instante de silencio interminable. Como en una batalla en la que ninguno
de los dos contendientes está dispuesto a declararse la guerra, como si cada uno buscase penetrar los más
profundamente posible en las líneas del enemigo hasta estar seguro de alcanzar la victoria antes de disparar el primer
cañonazo. Por eso la primer maniobra de ella más que una estocada fue un repliegue defensivo.
- Por acá no pasa nadie y me da un poco de miedo quedarme sola. Es por una ratito nomás, no creo que tarde en llegar,
se defendió disuadiendo.
Aunque no perdió la compostura, él no pudo evitar sentirse entre ridículo y humillado; como un hambriento obligado a
custodiar un manjar ajeno.
- Está haciendo mucho frío., dijo con una voz más fría aun que el frío que proclamaba.
Ella entonces comprendió la magnitud del daño de su disparo: un cañonazo de desconfianza, o de miedo, que dio en el
medio del puente tendido entre los dos. Y como espantada de su propio crimen corrió a remediarlo asustada, con una
invitación impensada.
- Vení, mejor esperamos adentro del auto, así no tomás frío,
- Por mí no te molestes....alcanzó a decirle él con timidez, pero ella le lanzó una estocada de acercamiento a fondo:
- Vení, metete, le dijo sin darle posibilidad de opinar, con un tono que, por más que él hiciera fuerza, no podía evitar le
resultara arrasadoramente seductor, por eso intento disimularlo poniendo distancia:
- Gracias, estoy bien, no hace falta.
- Metete, dale, insistió ella de una manera que hacía irresistible la oferta. No era una invitación de compromiso, sino
de entusiasmo. La reticencia de él a subirse al auto le había dado a ella un soplo de seguridad en sí misma. Se veía que
era alguien muy respetuoso, o muy tímido y eso le hizo sentirse dueña de la situación. Adentro del auto y con un
hombre al lado se sintió doblemente protegida, como en una burbuja que la aislaba de todas las asechanzas del mundo.
Al abrir la puerta para meterse, él descubrió que su asiento estaba ocupado. En la butaca estaba el maletín rebosante
de papeles y antes de que ella lo retirara alcanzó a leer en una hoja que sobresalía la palabra Lacán.
- ¿Sicología…?, preguntó satisfecho de haber encontrado un tema para iniciar la conversación; sin tener que repetirse
comentando obviedades y sabiendo, en el fondo, que era una demostración de sagacidad que la sorprendería.
- ¿Cómo te diste cuenta?, se asombró ella para dar vuelta rápidamente la esquina de la fascinación. De pronto había
encontrado alguien que no solo la protegía, sino que hasta podía llegar a entenderla. Ese fauno salvaje, ese cavernícola
desencajado que había percibido en la primera imagen, se había ido transformando vertiginosamente en el transcurrir
de la charla, y el nubarrón de la desconfianza amenazaba transformarse en el peligroso oscurecimiento que precede a
las tormentas del amor y el deseo. Por eso se puso en guardia y exhumó temores recientes y antiguas prevenciones.
“Me habrán estado siguiendo para robarme, me querrán secuestrar para sacarme plata, será un agente de la CIA, ¿cómo
puede saber tanto?”
- Yo estudié sociología dos años y algo de esto vimos…
- ¿Acá en La Plata?
- No, en otro lugar, mucho más lejos…
A esa altura la curiosidad y la atracción eran mucho más fuertes que los miedos. La luz acuosa de los faroles de la ruta
se reflejó por un momento en una sonrisa fugaz y perfecta. Una sonrisa que la vendió, no era la de una mujer que está
esperando a su marido; o, por lo menos, no era la de una mujer con muchas ganas de que venga su marido.
- ¿Vivís por acá?, le preguntó comenzando una lenta exploración. Como una forma de ir conociendo el terreno para
poder avanzar más segura. La respuesta, sin embargo, la sumió en la confusión:
- Más o menos, ¿y vos?
- Si, acá cerca, en City Bell, contestó más lacónica que lacaniana, tratando de levantar una barrera ante el desconcierto.
- Sin embargo hubiese jurado haberte visto en otro lado.
- ¿Dónde? Preguntó, sin poder disimular la ansiedad ni poder mentirse a sí misma. Sabía que no era una pregunta, sabía
que era un salto, un salto al vacío o un salto irremediable hacia sus brazos.
- ¿Nunca estuviste en el Amazonas?
- ¿Porqué lo preguntás? Le contestó para defenderse; no de él, sino de sus propios temores. Temía decirle la verdad,
que no, y entonces ese puente mágico que se había tendido entre las ruinas de un pasado y los sueños de un futuro se
desvanecería instantáneamente. Pero temía decirle también que sí y caer fulminada por el encantamiento de una
situación que la había sorprendido con la fugacidad y la contundencia de un rayo, electrizándole el letargo de un deseo
apoltronado en la abulia de la desesperanza y calcinándole las trincheras de la indiferencia.
- Por la piel. Tenés como un aire a bronceado de río, o de otro lugar parecido, muy tropical.
- El machetazo de la respuesta le partió el coco del corazón por el medio y sintió que le estaba ofreciendo toda su agua
para que la tomara, o para que se bañara en ella. Encontrar en medio de la noche cenagosa de invierno alguien que
reconociera en la bruma el color que le había dejado la vida tras un retazo de infancia bajo los soles brasileños y una
juventud bruñida por el aliento de fuego del Caribe, era casi un milagro. Y si esa persona era un hombre de una edad
cercana a la suya y con una barba y unos ojos como los que había soñado alguna vez en las fantasías sentimentales de
adolescencia o en las fantasías eróticas de la soledad, entonces había motivos como para sentir ese cosquilleo de
felicidad que le recorría todo el cuerpo.
- Viví en Brasil cuando era chica y volví muchos años después, cuando me fui del país, antes de radicarme en Caracas.
- ¿Comías arepas’
- ¿Las conocés?
- Pasé un par de veces por Caracas cuando vivía en México y me gustaron mucho.
- ¿Y que hacías en México?
- Es una historia un poco larga…
Y la historia empezó a desovillarse, con las imprecisiones inevitables de quien siente que se va desnudando en cada
recuerdo. La punta de su carretel estaba muy cerca de ahí, en un chalecito de Gonnet con una familia de clase media
que veraneaba una vez al año en Mar del Plata y cenaba una vez por semana en La Aguada; que le había podido dar una
infancia feliz, una adolescencia vital y un estudio trunco de director cinematográfico. Frustrado por su propia voluntad:
la de cambiar la filmadora por un fusil o por algo parecido, para irse al monte tucumano a sumarse a la guerrilla. Desde
el día en que el Che Guevara le ganó a Fellini su vida cambió definitivamente de rumbo. Bajó de los cerros cuando el
pelotón de Ramón Rosa Giménez se desperdigó en una retirada desesperada y así terminó siendo uno de los
sobrevivientes de Monte Chingolo, donde quedó la sargento Laura, Marta, el gran amor de su vida, herida en una
pierna y torturada hasta la muerte. No pudo evitar una lágrima y siguió contando luego los tiempos de dolido y activo
exiliado en Europa. Allí hizo los contactos que le sirvieron para convertirse, varios años después, en un
reconocido documentalista al servicio de varias agencias de las Naciones Unidas que viajaba por todo el mundo y vivía
en Roma.
Ella desenvainó la suya: los recuerdos infantiles del Brasil, la familia pletórica de hermanos, los sueños románticos del
Liceo, con uniforme azul y medias tres cuartos; el desvirgamiento político con las primeras manifestaciones en la calle;
el fermento de la pasión revolucionaria y la militancia desenfrenada de los tiempos de la “juventud maravillosa” de
Perón; los días duros y dulces de Isabelita y la lenta aproximación a la tragedia, cuando la muerte dejó de ser una cosa
que le había pasado a unos compañeros que habían sido compañeros de unos compañeros que eran compañeros de los
compañeros de uno y empezó a golpear a la puerta de la propia casa. Los días como paria, huyendo en una ciudad
invadida por el terror donde todas las puertas se cerraban y la partida desgarradora a un exilio incierto; el
desgarramiento de su amor eterno, el que había nacido en las aulas soñando en durar toda la vida.
Como la enredadera y el árbol, como los bailarines en el tango, las dos vidas se iban entrelazando a medida que cada
uno iba desenrollando su propio relato y recordando un lugar, un color, un dolor o una alegría. Sentados adentro del
auto inmóvil en su varadura fantasmal, se habían olvidado del frío y del marido ficticio que estaba por venir.
Así fue transcurriendo una tarde interminable bajo el sol de mayo hasta la frontera paraguaya y el cruce angustioso
para encontrar del otro lado un mundo que se medía con la cadencia parsimoniosa de una hamaca arrullada por el arpa.
El bazar grotesco de Encarnación, con los minicomponentes japoneses ultrasofisticados conviviendo con las calles de
tierra y los chicos descalzos: la lujuria del río llegando a las puertas de Asunción, el viaje tumultuoso hasta Río de
Janeiro y la partida a Suecia. Y así cada uno fue desempolvando itinerarios y evocaciones que dieron vuelta por Europa
en una combi Volkswagen modelo 70, se bañaron en las playas ensangrentadas por el atardecer del Caribe, se
levantaron una mañana con el sopor marino del viento de Margarita y partieron un día desde Madrid en el intento de
apuntalar un sueño revolucionario en las calles de Managua. Descubrieron, o quisieron descubrir, una probable
coincidencia de tiempo y lugar por el Paseo de la rRforma en una primavera mejicana veinte años atrás. Tal vez se
hubiesen cruzado una mirada fugaz uno de esos dos o tres días que ella anduvo turisteando triste y deslumbrada por el
Distrito Federal, en la convalecencia del amor perdido.
¿Y ahora que hacés?
- Estuve haciendo unos documentales en Indonesia sobre el tráfico de inmigrantes ilegales, hay toda una mafia que se
dedica a meter clandestinamente refugiados en Australia. ¡Es una cosa espantosa! Y aproveché que tenía unos días
libres para venir a ver a mi vieja que tenía que operarse. Está jodida la pobre…y pensar que me estoy perdiendo los
últimos años de su vida, terminó diciendo con un dejo de amargura.
- ¿Y tenés que volverte pronto?
- Mañana. Tengo que estar en Roma el viernes para arreglar todo porque la semana que viene empezamos a filmar en la
isla de Capri, un largometraje para un canal italiano, un contrato que me salió.
- ¡Que divino!
- Si, es muy lindo, pero si por mí fuera me quedaría con mi vieja; porque no sé si cuando vuelva va a estar. ¿Y vos, qué
hacés, además de dar clases?
- Mi vida es mucho más aburrida. Doy clases por dos mangos en la universidad a unos pendejos que te cuestionan todo
y no quieren hacer nada; doy clases por dos mangos en un instituto a otros pendejos que ni siquiera se cuestionan nada;
tengo un consultorio donde atiendo pacientes que me pagan cuando quieren; una casa que no puedo terminar; un perro
que casi se me muere y un hijo adolescente con un padre que no se sabe por donde andará.
- ¿Y tu marido?
- ¿Mi marido…? Nooo, perdoname, fue un invento porque tenía miedo, no sabía quién eras,
- Claro, y con la pinta de sátiro que tengo pensaste que te iba a violar, te iba a robar todo y te iba a dejar tirada en la
zanja con la ropa desgarrada.
- ¡No seas boludo! No es por eso. Lo que pasa es que con toda esta situación una anda para la mierda. No tenés un
mango y tenés que estar cuidándote de que no te maten por unas monedas. Encima nos bajaron el sueldo, ¡qué hijos de
puta, se cagan en todo! Por más marchas y movilizaciones que se hagan, todo sigue igual.
- Pero si no se hicieran tal vez hubiese sido peor
- Si, tal vez ya no existirían la universidad ni los hospitales.
- ¿ Vos seguís participando en política?
- No, en política no, pero voy a las movilizaciones y a las asambleas, nunca había visto tanta gente como ahora. La otra
vez hicimos una jornada en mi facultad por los desaparecidos, pero no me da más que para eso…
- ¿Y te parece poco?, le dijo él con más admiración que codicia.

“¡Cuánto hace que nadie me abraza!”, le había dicho a una amiga hacía unos días, en una conversación de mujeres
solas. Y se dio cuenta de que la estaban abrazando, que ese hombre sentado en la butaca del acompañante, con las
manos en los bolsillos, la acariciaba con una mirada de terciopelo, la envolvía en el calor de una dulzura irresistible y
la arrastraba, lenta pero inexorablemente, hacia el despeñadero del deseo.
Cuando se dio cuenta intentó, mecánicamente, armar los argumentos de la resistencia: “Un tipo que recién conozco y
acá, adentro del auto, al costado de la ruta, es una locura…¿y porqué no, porqué no voy a poder, quién me lo puede
prohibir, si acá no nos va a ver nadie?. Se interrumpió a ella misma y se quedó otra vez haciendo equilibrio sobre la
frágil cuerda de la cordura, que era el nombre que a veces solía darle al temor.
- Tengo frío, dijo, inventando de manera inconsciente un recurso de acercamiento.
- Ponete mi campera, le contestó él bajándose el cierre relámpago y echándosela sobre los hombros, sin darle casi
tiempo a que pudiera negarse.
- No, ¿y vos, te vas a congelar?
- No importa, me puedo aguantar.
- Mejor la compartimos, le dijo casi sin darse cuenta, y entonces el vendaval de la pasión , o de la felicidad, vaya uno a
saber, después de todo que importa, la hizo reclinarse levemente sobre su pecho. Y fue sentir la mano cálida y fuerte
rodeándole la espalda lo que la animó a mirarlo a los ojos esperando un beso que le cayó en la boca como un chaparrón
en medio del desierto.
Y el amor fue una tormenta. Con la cadencia plácida y febril del deseo, el viejo Renault 12 empezó a mecerse al lado
de la ruta desolada como un galeón con las velas abiertas. Y Malena sintió que navegaba en el oleaje dulce del placer,
arrastrada por un barco cuya proa apuntaba al paraiso. A ese que muy de tanto en tanto abre sus puertas a los seres
humanos, cuando una nube de amor les llueve desde el cielo.

Se sintió erizada por un huracán de besos dulces, de una suavidad endemoniada, que le bajaron desde la frente
recorriendo morosamente las laderas del cuello hasta descender a la cúspide de sus montañas; luego dieron la vuelta al
mundo para cabalgar en la llanura de su espalda y alcanzaron lerdamente la cima de sus nalgas. Unos besos que se
hundieron en el socavón de cobre de las ancas para florecer luego en la caverna de plata de su monte afiebrado. Por allí
penetró después el rayo que le estalló en las entrañas incendiándole la estopa del deseo que ardió en las llamaradas más
altas que jamás la hubieran quemado. Y allí, en el ardor del fuego, en el crepitar brutal de la tormenta, sintió que ese era
el minuto de felicidad que la había estado esperando durante toda la vida. Una felicidad vedada a todo el resto de los
mortales, una felicidad que dios había inventado solo para que Malena Hermida y nadie más que Malena Hermida
pudiera descubrirla una noche a la orilla del camino. En los relámpagos más estridentes de la pasión había descubierto
que tenía aun la fuente de la juventud intacta, porque había podido volver a sentir lo mismo que había sentido la
primera vez, la primera vez que sintió en serio. Y así, tras el estrépito descomunal del orgasmo, la fue cubriendo la
mansa melancolía que sucede a las tormentas.

Y en la quietud sublime de las ascuas, le preguntó con tristeza:


- ¿Así que mañana tenés que irte?
- Si, tengo que irme, le respondió él, con unos ojos y una voz más triste que la suya.
- Como te envidio.
- ¿Y porqué?
- Te vas a recorrer el mundo, vas a pasar por los lugares que yo siempre soñé conocer, vas a vivir las cosas que no
nunca pude o nunca me animé a vivir. Vas a hacer todo lo que yo hubiera hecho si me hubiese atrevido a ser como vos.
- Yo te envidio mucho más, le contestó dejándola perpleja.
- ¿Porqué?
- Porque tuviste el coraje para hacer lo que yo nunca me animé a hacer: enfrentarte con tu pasado y vencerlo. Yo en
cambio me siento un fugitivo, que vive huyendo del temor a encontrarse con él mismo.
Ella no se había dado cuenta todavía de que estaba totalmente desnuda, con una media a la altura de la pantorrilla y la
otra colgando de la punta del pie, tenía todavía el calor de la pasión menguante cuando lo miró a la cara con los ojos
cargados de dulzura y le dijo “gracias”.
- ¿Porqué?
- Por estar acá y por haberme encontrado…
Él sonrió con incredulidad
-Vos me agradecés a mí, y pensar que sos lo mejor que me pasó en muchos años, hasta me da la sensación de que toda
la vida te había estado esperando.
- Me cuesta creer que viajando tanto, con todas las mujeres que habrás conocido, me vengas a decir eso.
- Viajé mucho, es cierto, conocí algunas mujeres, no tantas como te imaginas, y hasta creo que en algún momento
estuve enamorado de alguna, pero desde que desapareció mi compañera es la primera vez que me entrego entero.
Tenía la voz temblorosa por la confesión y los ojos nublados con dos lágrimas contenidas. Le dio un beso suave, que
ella sintió que era el beso de despedida y le dijo adiós cuando empezó a caer la lluvia.
El miércoles siguiente, cuando tuvo que darle clases otra vez a los mismos alumnos, que la recibieron con un planteo
que cuestionaba desde el portero de la facultad hasta el mismísimo Sigmund Freud, pasando, lógicamente, por la
cátedra y hasta por ella misma, los sorprendió a todos.
- Me parecen muy bien todos estos planteos que ustedes están haciendo y ya que están pidiendo un mayor nivel de
exigencia, espero que sean coherentes a la hora de responder. Pero como varios de ustedes mencionaron el tema del
último parcial, quería informarles que le he comunicado al titular de la cátedra mi decisión de dejarlo sin efecto y
reemplazarlo por un trabajo de interpretación libre. A continuación les leyó una narración de lo que le había pasado el
miercoles anterior en la ruta, contada de una manera tal que todos quedaron convencidos de que había sido un sueño.
Obtuvo como respuesta un relajamiento general de la tensión, sobre todo después de que les dijo que podían trabajar en
grupos y que se iban a calificar ellos mismos, con lo que hasta concitó expresiones de beneplácito.
Habían terminado ese trabajo, satisfechos todos de las interpretaciones que habían hecho y de las calificaciones que
se habían autoimpuesto, cuando a una chica se le ocurrió preguntar si tenía los parciales de la semana anterior.
- Ahh, los parciales, si, ahora se los voy a entregar, dijo mientras tomaba una bolsa grande de consorcio. Muchos ni se
habían percatado de la pregunta ni de que Malena Hermida estaba subida arriba del escritorio, cuando vieron que una
nube densa de papel picado, bien grueso, quedó volando en el aula, mientras Malena Hermida sonreía plácidamente,
pensando en un barco, en un hombre y en una piel sedosa y cálida, como la de un bisonte o la de un zorro, que ella
acariciaba en círculos suaves con la mano.
FIBROCEMENTO

Yo la verdad que no me esperaba un final así. Sabía que algún día tendría que ser, y en realidad pudo haber sido
mucho antes. Yo creí que me había llegado la hora cuando el ruso de acá a la vuelta andaba buscando un local para
poner el taller, hace ya como veinte años; o cuando el hijo de Carmelo andaba con la idea de mudarse a lo de los viejos.
Pero como hacía tiempo nadie aparecía por acá yo ya me estaba ilusionando con la eternidad. Pensaba en las pirámides
de Egipto, en los castillos de Europa o, sin ir más lejos, en el mismo cabildo. Ya me estaba ilusionando con la
eternidad...Pero bueno, al fin de al cabo era lógico ¿no?, algún día tenía que pasar; pero yo no me esperaba que fuera
así. Yo esperaba que fuera de otra forma. No sé si con lágrimas, pero por lo menos con un mínimo gesto de
solemnidad, con alguna señal de respeto. Pero bueno, después de todo, no me fue tan mal en la vida.
Yo nací una mañana de octubre, cuando el gringo Donato se levantó caliente porque los caballos le habían aplastado
todos los almácigos de marimonias para comerse la radicheta de la quinta. Mierda lo habían hecho al alambrado los
matungos, ¡cómo puteaba el gringo! Al rato ya estaba el carro del corralón descargando en el fondo. ¡Había un barro en
ese tiempo por acá! Para aquel lado era puro campo; en el barrio no había más de cinco o seis casas, más allá estaba el
horizonte, donde se perdía la avenida esta, que era una huella escabrosa, hundida como una puñalada en el corazón de
la pampa.
El gringo y la gringa se sentaban a la tarde a tomar mate al lado mío y yo los oía. El gringo miraba allá a lo lejos, por
donde estaban los potreros y las quintas de alcauciles y le decía: “Angulina, un yorno cuesto va stare tuto pieno di
casa..”. ”Vos sos loco”, le decía la tana “¿quién se va a querer venir a vivir acá, al culo del mundo?”. Y el gringo seguía
mirando al horizonte, perdida la vista en el mar de la pampa. Pero no veía ni los yuyos ni las plantas, el gringo veía
Italia y hablaba de una ciudad enorme, que iba a llegar hasta el horizonte, pero veía la capilla de su pueblo pobre, allá
en la Calabria. Esos tiempos fueron lindos. Yo los vi crecer a los chicos, también crecieron los paraísos y el asfalto
llegó a tres cuadras. En verano, a la hora de la siesta me llenaban de pelotazos y terminaban en un tole tole con los del
otro barrio. De a poco esto se fue llenando de casas y una mañana sentí el chorro caliente de la primera meada.
Después, los chicos ya fueron más grandes y empezaron a jugar a otras cosas y a usarme para que los tapara: “¿no me
dejás que te acompañe al almacén?.-Ahora no que mamá me mira.- Y no seas mala y dame un besito y ahora no que
mamá me mira, y ahora no que nos ve la gente. Y no seas mala, uno solito”. Y fueron uno y fueron dos y fueron diez y
un día que “vos porque no me querés, si no lo harías. Y vos sabés que yo te quiero pero me da miedo, Y que dejame
que te suba la blusa y que no que nos pueden ver y que dejame bajarte un poquito la bombacha y no porque te vas a
entusiasmar y que dale, que acá no nos ve nadie y que no y que no y que no y que ni y que nnn, y que y que ¿pero nos
vamos a casar seguro y que sí y que sí y que sí. Y que hoy no y que mañana también y que ¡ay, que me siento mal y
que ay que ya vas más de un mes y que no, que mi papá te va a matar y que sí, que el padre lo quiso matar y que casi lo
mata si no lo salvo yo que me ligué el escopetazo y que ¡Viva la feliz pareja! Y todo el barrio festejó el casamiento del
hijo del gringo y de la hija del carnicero, con los confites de la esquina, de la panadería nueva que abrieron en el barrio
para el día de la primavera. Y el asfalto que estaba cada vez más cerca.
Y esto se siguió llenando de casas, pero todavía había barro cuando una tardecita abrieron la verdulería y con la
pintura que le sobró de los letreros a Romero se le ocurrió pintarme un “¡Viva Perón Carajo!”. Y a los pocos días, a los
dos o las tres de la madrugada, lo veo que viene Rossi, el que estudiaba para maestro, y me pinta “Abajo el tirano”. Y
ahí empezaron, pero todavía no pasaba mucha gente por acá, todavía no había llegado el asfalto. Y Donato, el hijo del
gringo, y Griselda, la hija del carnicero, ya tenían una Estanciera para llevar a los tres chicos a Mar del Plata de
veraneo, al hotel del sindicato de la industria del tejido. Y de repente me dí cuenta de que cambió algo, porque el que
pasaba de día era Rossi y el que venía a la madrugada era Romero y me pintaba “Perón Vuelve” y “Mueran los
Gorilas” y así de tanto en tanto. Hasta que un día, un poco después de que llegara el asfalto, escuché que conversaban
tres pibes, tres muchachos, el hijo de Rossi, el hijo de Romero y el hijo del Donato. Ya no jugaban tanto a la pelota, ni
hablaban de mujeres, pero se lo pasaban horas conversando y una mañana amanecí toda embadurnada de brea y con
unos emblemas y unas letras que decían algo de “revolucionario”. Y entonces vino un tiempo en que me pintaban a
cada rato. Venían unos y me pintaban “Luche y vuelve”, otros venían y me pintaban “Ni votos ni botas”, otros “A
vencer o morir por la Argentina” . otros “Por la patria peronista”, otros “por la patria socialista”, y “Muera López
Rega”, y “Bolches a Moscú”.
Y ya no conversaban tanto, cada vez pintaban más a las escondidas, aunque todos sabían quiénes eran. Yo puteaba y
rezongaba porque estaba podrida de que me pintaran, vahh, eso decía yo, porque la verdad es que me hacían sentir
importante, todos encima mío, siempre a la madrugada. Pero un día dejaron de venir y esa vez también me di cuenta
que algo había cambiado, sobre todo cuando una mañana paró un camión lleno de soldados y bajó un oficial que les
ordenó que me pintaran toda de blanco. Los muchachos ya se habían ido del barrio, pero yo sabía que algún día
volverían. Y empecé a extrañarlos, de sola o de aburrida, cansada de estar tan blanca. Todos se entusiasmaban
hablando del mundial, pero nadie me pintaba nada.
Hasta que una madrugada, los reconocí por los pasos, y les juro que fue la única vez en mi vida que me arrepentí de
no haber tenido boca, de no haber tenido ojos, de no haber tenido brazos. Les hubiera dicho que no, que ese no era el
momento, que el comisario de enfrente, que los estaban esperando. Los vi sonreír por última vez bajo la luna clara,
sacando de una mochila las brochas como espadas. Y juro que fui feliz en ese momento, feliz e inconsciente, y no fui
capaz de decirles nada. Acá, acá a la altura del corazón, todavía tengo guardadas diez balas. Diez balas y los restos de
una mancha roja, de sangre joven derramada. Juro que ese día me arrepentí de no tener brazos, para cubrirlos de la
metralla, de no tener pies para parame delante de ellos, de no tener boca para maldecir al oficial que ordenó una última
ráfaga sobre los cuerpos y dijo, con una sonrisa maliciosa bajo la luna, “estos ya no van a pintar más nada”.
Yo digo que están por matarme ahora, pero en realidad ya me habían matado esas diez balas. Por más que después
haya empezado a pasar el colectivo y hayan vuelto a pintarme carteles políticos y me llenen todas las semanas de
afiches de bailantas. “A esta vamos a tirarla abajo, sentí que le decía el otro día un hombre medio maduro, de lentes,
que anda con eso de los dúplex que le dicen, a unos muchachos que debían ser albañiles, acá vamos a poner una de
fibrocemento”. Y estoy esperando que me llegue la hora, como un condenado que ve como van preparando el cadalso,
clavando las tablas, probando la soga; así veo como van trayendo las herramientas, tratando de adivinar cuando me
pegarán el primer martillazo.
Y a esta altura ya sé que va a ser sin ceremonia, sin palabras alusivas y sin lágrimas. Total para qué. Si todos saben
que las paredes no oyen, que las paredes no hablan.
- EL DERECHO A LA TRISTEZA

Fue leyendo un cuento de José María Arguedas que Oliverio Baltazar


Muñoz Medina descubrió la tristeza. Para ese tiempo los libros eran casi
una rareza arqueológica, que se podían encontrar únicamente en los museos
bibliográficos reales de las grandes ciudades o en alguna habitación vieja y
polvorienta como la de don Mariano Zuñiga Miranda, que vivía en un
caserón desvencijado por los vientos de la puna y del olvido. En una
esquina imperturbable de aquel antiguo pueblito de los Andes peruanos,
con las paredes encaladas en un tono ocre, que parecía una extensión de la
cara del viejo, la casa había resistido en ese lugar desde los tiempos de la
colonia, cuando don Fernán Gimenez de Alvarenga decidió hacer un alto
en el extenuante viaje desde el Callao hasta las gargantas del Desaguadero.
Esa tarde el bueno de don Fernán dejó un pueblo fundado, tres hembras
embarazadas y cinco indios muertos “porque esos infieles del demonio
ahora han aprendido a desmayarse para obligar a la augusta tropa de su
majestad real a detener su inclaudicable marcha en acopio de las riquezas
que tanto y tan bien merece su alteza real nuestro muy querido y bien
amado don Carlos”. Dícese que en realidad lo que dejó fundado no fue un
pueblo sino una tapera a la que con mucha buena voluntad a lo sumo se la
podría mentar como posta. Y hay también quienes dicen que fueron más
los indios muertos y las hembras embarazadas. Aunque respecto a estas
últimas, el rumor que dejaron corriendo a lo largo de los siglos algunos
historiadores maliciosos fue de que mal podrían haber sido obra de don
Fernán los embarazos; ya que que tal poder lo habría perdido en un
desembarco anterior en las Filipinas, a causa de “un lanzazo artero y
certero asestado en el centro de la virilidad de nuestro desprevenido y
valiente jefe, que ninguna de las dos cosas ha dejado de ser desde entonces,
pero si otra que callar prefiero”, según escribiera el misterioso cronista de
aquella expedición, el holandés Frank Van Daele. Algunos, incluso, hasta
han sugerido la maligna especie de que los indios fueron muertos después
de cumplir “un muy buen y apreciado servicio al señor don Fernán en
forma que, si de navíos se tratare, por popa se diría que los infieles le
arremetieron, con gran satisfacción y gozo para él, a juzgar por los gritos de
“papito” que profería y por las palabras cariñosas con que les nombraba y
requería; a pesar de lo cual luego a los infelices muertes diole…” Pero esas
son cosas que no vienen al caso. Y menos ahora, que ya hace tanto que
pasaron por Pampa de Alvarenga las huestes de Antonio José de Sucre
camino a la batalla de Ayacucho, circunstancia de la que se ufanaba el
pueblo y había quedado inmortalizada en un monolito que duró en la plaza
principal hasta que la convirtieron en un estacionamiento subterráneo con
shoping superior a principios del siglo veintiuno.
Para cuando Oliverio Baltazar Aguinaga Loayza, en adelante “Verio”,
descubrió ese libro ya hasta habían pasado de moda los shopings y los
autos a gasolina y tampoco se recordaban aquellas luchas de mediados de
siglo por el derecho al consumo gratuito de las “happypild”. Aunque en
Pampa de Alvarenga no hubo muertos ni heridos, apenas si un par de
pedradas al ventanal del alcalde municipal y una larga meada en la puerta
del Centro Concentrador de Operaciones Civiles, que fueron rápidamente
reprimidas, todos habían visto en las retropantallas de sus Identi-Cards
(tarjetas personales de identificación y consumo) las terribles imágenes de
los disturbios en las capitales. En Lima, sin ir más lejos, un tendal de
muertos había quedado desparramado en la San Martín Squarre por los
excesos en la aplicación de los laser paralizantes por parte de las Fuerzas
Virtuales de Represión Autocontroladas, cuyos programas habrían sido
desconfigurados intencionalmente por el gobierno para darle un
escarmiento a los bochincheros. En otros lugares del mundo los
enfrentamientos también habían sido particularmente violentos, sobre todo
en Extremo Oriente, donde los manifestantes consiguieron interferir
digitalmente los programas de represión automatizados, logrando destruir
los comandos informáticos centrales de la Confederación Internacional de
Hiper Empresas Asociadas.(IHEAC, en inglés). El castigo había sido
brutal: miles (millones quizás) de coreanos, chinos y tahilandeses habían
sido diezmados con las bombas antipersonales neutrónicas selectivas
(NASP, en inglés, obviamente). Que tenían la virtud de desintegrar a sus
víctimas, convirtiéndolas en energía ecológica aeroalmacenable.
Pero tantos sufrimientos habían dado sus frutos: las “happypild” ya eran
un derecho universal consagrado de la humanidad, y ya no quedaba, desde
hacía tiempo, ningún habitante del planeta que no recibiese su dosis legal
de “happypild”, la infalible píldora de la felicidad. Las cosas no habían
mejorado mucho desde entonces, los niveles de pobreza siguieron
aumentando en las grandes metrópolis, y aunque la despenalización del
consumo de carne humana había permitido mitigar un tanto el hambre,
otros problemas se habían originado. Los experimentos para la creación de
los LFHP (Low Feed Human Person, Seres Humanos de Bajo Consumo
Alimentario), por defectos en el proceso de clonación habían dado como
resultado un ejército de hombres avestruces que devoraban hasta el
hormigón armado. Sumado a los fracasos anteriores, eso había llevado al
abandono definitivo de las clonaciones destinadas a producir bebés con
características biosíquicas programadas, que sin embargo tan ingentes
ganancias habían dado a algunas empresas. El golpe más grande en
realidad había sido la demanda multimillonaria que le había entablado el
magnate austríaco Georg Kayser a la Fast Human Factory Co., a la que le
había encargado un ejército personal de anglosajones con altura de
jugadores de basketball, rostro de actores cinematográficos y sensibiliad de
SS hitlerianos. Por algún error de manipulación genética, le habían
entregado una partida de grandulones inofensivos, bonachones e ingenuos,
que se enternecían como niños y comían como langostas.
Ese error, a dios gracias, echó por tierra con el sueño de la raza superior
de probeta y dejó en la ruina económica a la poderosa industria biogenética,
que a mediados de siglo había amasado fortunas vendiéndole sus servicios
a la mafia rusa, proveyéndole prostitutas con cuerpo de modelo
publicitaria y capaces de atender sin descanso durante las veinticuatro
horas al día con un promedio de ocho orgasmos horarios, y, lo mejor de
todo, consumiendo solamente medio litro de agua mineral cada seis horas.
El problema fue que no pudieron bloquearles el crecimiento de las
neuronas de la emotividad y a los pocos meses empezaron a enamorarse de
todos los hombres que se les metían en la cama y no había forma de que
dejaran ir a los clientes; así que tuvieron que reemplazarlas por prostitutas
de inseminación natural que resultaron siendo mucho más baratas y
rendidoras.
Les había ido un poco mejor con los japoneses, que habían conseguido
varios títulos en las Olimpíadas Reales, antes de que fueran desplazadas
por las Olimpíadas Virtuales. Los gigantes de dos metros con cincuenta de
sus equipos de basquet y voley arrasaron con las medallas, pero la
superproducción de esos gigantes y de los luchadores de Sumo de
trescientos kilos provocó un descalabro general en la economía nipona. La
industria tuvo que cambiar todos los diseños, porque no había autos ni
edificios ni sillas ni ropa que aguantaran. Entonces los japoneses
empezaron a hacer todo grande: autos de diez metros, muebles gigantes,
vestidos inmensos, casas descomunales. Y la isla, que ya era chica, quedó
sepultada en concreto, en acero y en plástico, con el agravante de que
perdieron todos los mercados externos porque ni los watusis africanos
querían cosas tan grandes. Así fue que los japoneses se convencieron de
que era mejor seguir siendo bajitos como antes, en el siglo XX, en los
viejos y dorados tiempos de la electrónica, cuando inundaron el mundo de
autos, transistores y electrodomésticos casi tan chiquitos como ellos.
Por culpa de la clonación había sido decapitado también un príncipe
heredero de uno de los sultanatos más ricos del Golfo Pérsico. Por decisión
de los mullha, los implacables sacerdotes chiitas, llegó un día a Nueva
York con un cheque por mil millones de dólares, para negociar con los
banqueros judíos el proyecto de creación de “Los Guerreros Biogenéticos
de Alá”, para declararle una nueva guerra a Israel por la explotación del
merchandising del Muro de los Lamentos, del Santo Sepulcro y la
Mezquita de Jose, todo en un mismo paquete. Porque habían caído en
cuenta de que eso de que vinieran los cristianos por un lado, los judíos por
otro y los musulmanes más allá, no era negocio. Así que el Vaticano, el
Gran Ravino y los líderes religiosos del Islam no habían tenido más
remedio que consentir, a regañadientes, la formación de una U.T.R.,
Unidad Transitoria de Religiones, para todo el espacio de la ciudad santa.
Pero el muy pillo de Alí Ben-al-Amán, así se llamaba el príncipe, negocio
la inclusión en el contrato de una partida de rubias neoyorquinas para
incorporarlas a su harem personal. Aunque los banqueros judíos
consideraron que esa traición a Alá sobrepasaba los limites de lo que ellos
moralmente podían admitir, “porque eso ya es mucho, al final ¿porqué nos
han tomado?, esta es una empresa seria...”, Alí Ben-al- Amán se salió con
la suya. Por unos cuantos dólares virtuales, que para entonces ya se
cotizaban tanto como los americanos, un conocido, que había sido
agregado cultural de una embajada latinoamericana en su reino, le arregló
todo. ”No, como se te ocurre pedirles eso, si yo soy amigo del ayudante del
jefe de ventas, que por unos billetes es capaz de clonar a su mismísima
madre.” Y así fue que desembarcaron un día del avión supersónico oficial
las trescientas siete rubias que su majestad había pedido, más un
fisicoculturista bielorruso de regalo,”por si se cansa de tanta mujer y
prefiere dedicarse a otra cosa”. El escándalo en el sultanato se desencadenó
cuando a Alí Ben-al-Amán se le ocurrió organizar una gran pachanga en su
palacio, con toda su parentela de jeques, emires y sultanes que eran los
dueños de casi la tercera parte del petróleo que quedaba en el mundo.
Mucho wisky y dos rubias para cada uno, réplicas exactas de Marilyn
Stone, el símbolo sexual femenino de las últimas décadas del siglo XXI,
pero el Emir de Katay destapó la olla, ofendido porque las dos rubias que le
tocaron a él “que van a ser réplicas, si son unas pobres dominicanas teñidas
que contrataron en un burdel del barrio latino de Nueva York, lo mismo
que las otras, porque les salía mucho más barato que andar clonando a la
gringa esa que se cree que tiene los ovarios de oro. Es cierto que estas tiran
mucho más sabroso que esa rubia frígida, pero bueno, no son auténticas”.

Aunque un llamamiento a la misericordia de Alá consiguió que su padre


consintiera en decapitarlo con un rayo laser, en vez de la sanguinaria y
milenaria cimitarra, la muerte del libertino príncipe le quitó a muchos las
ganas de andar haciendo negocio con la clonación humana, cosa que
termino siendo fatal para la industria biogenética. Las “happypild”, en
cambio, no eran cuestionadas por nadie. Más aún, había coincidencia en
que había sido uno de los grandes inventos de la humanidad, como la rueda
o el fuego. Y no era que hubiese solucionado muchos problemas, porque la
gente se seguía muriendo como antes, de las mismas cosas que antes, y
tanto o más que antes, pero eso si: todos se morían contentos, con una
sonrisa estúpida y eterna en la boca, pasara lo que pasara.
Ese era el derecho que la humanidad había adquirido hasta que “Verio” se
puso a leer esa tarde de otoño “Amor Mundo”, de Arguedas, en un cuarto
del caserón colonial de don Mariano. No solo leer libros, sino la lectura
misma ya era una antigüedad para aquel momento. El Alfabeto Ideográfico
Informático (IIA), había universalizado y simplificado las lenguas escritas
en un manojo de símbolos fácilmente reconocibles. Por lo tanto, solo los
ancianos más longevos y los expertos en lingüística de las universidades
podían leer los viejos libros en papel o sus versiones informatizadas. Verio
no era ni una cosa ni la otra, pero había heredado la costumbre de leer de
un tío abuelo que había estudiado Filosofía en la Universidad de San
Marcos y que le había dejado a su padre una ruma de libros amarillentos.
Aunque no pudo evitar que al final se los llevaran a todos para someterlos
al Proceso Regenerativo Alimentario, un procedimiento que permitía hacer
hasta hamburguesas de papel viejo, Verio había alcanzado a leer unas
cuantas cosas, tanto que había terminado por hacerse adicto a la lectura.
Por eso cuando don Mariano lo invitó a entrar a su casa, Verio se abalanzó
sobre los libros como un alcoholico sometido a meses de abstinencia. Si
hubiese agarrado otro libro antes, tal vez la historia de Verio y la historia de
la humanidad hubiesen sido distintas a partir de entonces. Pero justo agarró
“Amor Mundo” y leyéndolo descubrió una sensación que nunca había
tenido (las “hapypild” eran de antes de su nacimiento). Aunque no llegó a
sentirla del todo, esa tarde Verio intuyó la tristeza.

Uno de los cuentos de ese libro hablaba de la miseria y la sumisión en la


que vivían los indios peruanos unos ciento cincuenta años atrás, en pleno
siglo XX. Aterrados por la crueldad de los conquistadores españoles y por
milenos de guerras anteriores, no menos sanguinarias, los indios de los
Andes peruanos habían terminado por aceptar los manejos despóticos del
principal (la autoridad del caserío) como una especie de maldición
sobrenatural, ante la cual cualquier rebelión sería esteril. Hasta que un día
Pantacha, el encargado de tocar la corneta en las fiestas rituales, convocó a
los indios de toda la comarca a resistrse a don Braulio, el principal, quien
los condenaba a la miseria manipulando las aguas de regadío. Pero los de
su aldea estaban tan habituados al sometimiento que, a pesar de tener más
fuerza que él, huyeron cuando se presentó en la plaza. Solo se quedaron a
esperarlo los indios de otro paraje cercano, un par de ancianos y el
cornetero, que fue el único que se atrevió a enfrentarlo cuando don Braulio
sacó su revolver, furioso porque habían desacatado sus órdenes. Pantacha
cayó abatido por un balazo certero y los indios que quedaban fueron presos
o se desperdigaron; pero un muchacho, que tendría la edad que tenia
Oliverio para ese entonces, recogió su corneta y se la partió en la frente al
principal, que quedó tendido en el piso y sangrando. Antonio, el muchacho,
huyó a los cerros buscando un pueblito idílico, en él que los indios siempre
se resistían a los principales y la vida era otra vida. Pero el pueblo ese
estaba muy lejos y le cayó la tarde andando por la inmensidad de la
montaña.
Entonces sintió que la amargura le acorralaba el corazón, que la injusticia
seguiría reinando en su aldea y que la justicia era inalcanzabe. Y Antonio
lloró, eso deía en el cuento, pero Oliverio no sabía lo que era el llanto.

El primer indicio lo tuvo un técnico de la Central de Control de Consumos


Personales, cuando descubrió que la tarjeta ciberconcentrada de Verio
indicaba que no había ingerido su dosis periódica. Al principio creyó que
era un error de las máquinas, que seguían equivocándose, pero como
siempre le daban el mismo resultado, optó por hablar a la casa. “Oye Verio,
que llaman de la Central porque no tomáste la píldora, que dicen que vayas,
que no te olvides, que la semana que viene se te va a pasar el efecto de las
anteriores…¿cómo que no quieres, pero estás loco?…Dice que no quiere,
que no quiere más la píldora, que quiere estar triste…Nosotros no nos
hacemos responsables por las consecuencias que le pueda acarrear no
tomar su dosis. Yo lo voy a comunicar a mis superiores…Si, es así como
dice el mail que les mandamos. Se niega a consumir la píldora. No, no es
que no se la queramos dar, si nos sobran. Es él el que no la quiere…en
Pampa de Alvarenga, un muchacho, tendrá como unos quince años. No, no
hay caso, no hay forma de convencerlo…Ouu, Pampa de alva renga, ohh,
yees, yeees. Nuestros expertous va a ir para aiia…
Y llegaron a Pampa de Alvarenga los expertos enviados por la
HICA(Happy Internacional Central Agency) y después de hablar con la
madre, con la novia que lo había dejado hacia dos años y con un par de
amigos para que lo convencieran, pidieron instrucciones a Atlanta y les
dijeron que mantuvieran todo en el máximo secreto, que era un caso único
en el mundo y que en una hora estarían los encargados del estudio
psicobiológico cibernético, que ya estaban saliendo en ese momento para
allá en el avión laser supersónico y que tuvieran cuidado porque podía ser
una enfermedad contagiosa. Y le hicieron todos los estudios y no le
encontraron nada y se asustaron, porque ya se le estaba por pasar el efecto
de la última pastilla y entonces Verio era posible que se pusiera triste y eso
nunca antes había pasado y podía ser una catástrofe. Y le comunicaron eso
a su central, pero ya no se reían tanto cuando hablaban y los de la central
tuvieron la sospecha de que esos, los propios técnicos de ellos también se
habían contaminado, y el supervisor sospechó también eso del jefe de
técnicos y el gerente del supervisor y el gerente general del gerente y el
manager junior del gerente general y el manager jefe del mánager…y
ninguno perdió las sonrisa estupida e inmutable del resto de los humanos,
pero empezaron a preocuparse.
Un lunes a eso de las tres y diez de la tarde, caminando por la calle del
mercado de su pueblo, Verio tuvo una sensación extraña, algo que nunca le
había pasado. Como si empezara a ver otras cosas detrás de las cosas que
veía y de las que nadie hablaba, como si el mundo que veía con los ojos
fuese una cortina de tul cubriendo a un mucho mucho más amplio y más
hondo, que aparecía difuminado Empezó a darse cuenta que tras esa
sonrisa bobalicona que les adornaba la cara, la gente de su pueblo tenía una
tristeza espantosa aplastándole el alma. Vivían atormentados por la
implacable opresión de la desesperanza. Era esa misma sensación que
habia tenido Arguedas más de un siglo antes. Ahora los indios del pueblo
no andaban con ojotas y ponchos raídos; no comían chuño ni mascaban
coca. Ya no se humillaban ante los principales para conseguir un poquito
de agua para su maicito y sus animales, por tener algo que llevar a la plaza
del mercado. Ahora calzaban zapatillas de marca y se vestían con camisetas
de basquet de la liga interamericana, comían alimentos concentrados y
masticaban goma mentolada, y en vez de verduras y chivos vendían
computadoras y pantallas tridimensionales. Pero la resignación era la
misma: seguían teniendo las zapatillas rotas y las camisetas agujereadas y
se humillaban ante los gerentes generales para lograr un puestito de venta
en el mercado. Estaban convencidos, como antes, tal vez como siempre, de
que una vida mejor no era posible y de que los amos eran intocables.
Oliverio sintió que se moría para adentro. Anduvo dando vueltas por el
pueblo durante horas con un nudo de angustia en la garganta, un collar de
sombras estrangulándole el alma. Iba cayendo la tarde y se fue para la
montaña. Allá arriba el sol se moría desangrado contra un escudo de nubes
de plomo, cabalgando sobre el lomo de la sierra. Se sentó a la vera de un
río seco, un hilito de agua al lado de una pampa chiquita donde iban a
comer las llamas. Pero no había nadie: ahí eran él y el viento, él y el cielo,
él y la montaña, él y el ruido de un hilito muy fino de agua. La montaña es
muy fría y muy triste allá arriba, cuando el cielo está nublado.
Verio se sintió solo, solo y triste en la inmensidad de la montaña, tan solo
que tuvo miedo. Verio tiró una piedra al río y sintió que el eco atravesaba
la sierra, daba vueltas al mundo, recorría el universo y se le clavaba en el
pecho como una puñalada. Sintió que por primera vez tenía noción del
tiempo y de la nada, y que el tiempo era eso: el tiempo era la nada.
Entonces se llevó la mano a la cara y se dio cuenta de que se le había caído
una lágrima. El también estaba llorando, como había llorado Antonio; ahí
se dio cuenta que él también tenia una corneta para partirle la frente a los
amos del mundo: todavía era posible llorar, de amargura, de dolor y de
rabia. Allí descubrió que la tristeza podría ser también una forma de
rebelión contra la desesperanza.
Solito en el cerro lloró todo lo que pudo, por todo lo que no había llorado
Lloró por su padre muerto hacia unos años y por la novia que lo había
abandonado. Lloró por el chivito que se le había muerto a los cinco años y
por el partido que había perdido su equipo el año pasado. Lloró hasta
recuperar todos los llantos que le habían quitado y al amanecer regresó al
pueblo, tranquilo y extenuado, decidido a devolverle al mundo la tirsteza
que le habían robado. Los vecinos de Pampa de Alvarenga lo vieron
caminar por la calle con una sonrisa diáfana y cristalina, que se notaba a la
legua que era una sonrisa totalmente distinta a la sonrisa bobalicona que
tenían ellos, a la alegría de plástico que tenían todos.
Ya se había corrido el rumor de la singular “enfermedad” de Oliverio y
verlo así con esa sonrisa los dejó con una mueca, pero desconcertados. Y
como ya para entonces prácticamente todo el mundo estaba interconectado,
pronto se corrió la voz de que había un tipo reclamando el derecho a estar
triste, ahí en los Andes peruanos, y que nadie se lo había negado, porque no
había ninguna ley que lo prohibiera, porque a nadie se le ocurriría que
alguien pudiese querer eso, pero bueno, la cuestión era que el tipo lo había
conseguido y que no se lo veía tan mal, más aún la verdad es que estaba
bastante bien, bastante mejor que nosotros que estamos tan contentos
aunque no sabemos porque, igual que ustedes..
Y en todas partes la gente empezó a querer poder estar triste y a organizar
manifestaciones para reclamar ese derecho y en un par de horas se
organizó una movilización internacional por Internet frente a la sede virtual
de la Casa Blanca que ya estaba en Atlanta. Al caer la tarde ya eran cientos
de miles, millones los que manifestaban y los líderes máximos del planeta
ya se estaban impacientando, pero George West, el Secretario Virtual
Informático consiguió calmarlos. Le acababan de confirmar la noticia: los
técnicos enviados desde Atlanta habían localizado la casa de don Mariano
en Pampa de Alvarenga, en ese mismo momento la estaban demoliendo y
se estaban trayendo los libros para hacerlos hamburguesa.
Tal vez haya sido simple pereza o tal vez algo más. La cuestión es que me
costó mucho sentarme a escribir estas líneas. Me puse la excusa de que no
tenía computadora y de que ya habría tiempo, pero si algo aprendí con esto
de Carlos es que “después” ya puede ser demasiado tarde. En realidad, más
que en aprenderlo el problema está en asumirlo, en llegar a entender que es
así y que no depende de uno cambiarlo. Al tiempo no le importan los
motivos de nuestras postergaciones, el es terco y callado y avanza paso a
paso y si acaso en la próxima baldosa que tiene que pisar está la muerte, él
la pisa igual, con la misma tozudez con que pisa las de la vida. Eso me
había pasado con Lito, quien yo suponía estaría eternamente disponible
para abrirme la ventana de ese mundo entrañable al que me permitía
asomarme cada vez que teníamos una charla. En ese mundo de Lito un
Arlequín se paseaba sobre los puentes de San Petesburgo en las novelas de
Dostoyevsky, el Payo Pellegrina clavaba con su zurda inmortal un tango de
Cadícamo en el arco de la poesía, el telón de un teatro de barrio se
levantaba delante de las ruinas ardientes de un palacio en la Roma imperial
y cien millones de chinos venían a explicarme el materialismo dialéctico
enviados por Mao-Tse-Tung montados en un tordillo salido de la Guerra
Gaucha. Todo eso era Lito para mi y mucho más, y un día, no hace muchos
días, de repente, me enteré que ya no era ni volvería a serlo nunca; como
me ha venido pasando con otros, cada vez más seguido últimamente y, me
temo, me pasará cada vez más seguido de ahora en adelante. Por eso, tal
vez, tuve ese momento de lucidez cuando decidí ir a verlo a Carlos ese
miércoles. El martes a la noche la había llamado a Raquel para decirle que
me disculpara: no iba a poder ir a cuidarlo porque me había surgido una
reunión muy importante y si a ella le servía podía ir el viernes. Raquel me
dijo, sin mucha convicción, que si, que bueno, que si podía el viernes fuera
el viernes, y colgamos. Entonces fue cuando tuve la lucidez de pensar “¿Y
si no hay viernes?”. La volví a llamar enseguida y le dije “voy mañana”.
Es que a uno se le ha hecho muy difícil aceptar que la muerte pueda ser
también eso, un asombra lenta y tenaz, que avanza sigilosa e intangible
hasta resolverse sin ningún estrépito, sin el menor alarido. Es que para uno
la muerte era otra cosa: una bestia sedienta que venía devorando flores por
el sendero de una aventura llamada “revolución” y las arrancaba a los
manotazos, llenándose los puños de sangre. Y así, si bien era más trágica y
brutal, era también de alguna manera más digna y más sublime. Porque era
una muerte heroica y el heroísmo es una promesa de eternidad. Por eso, tal
vez, uno nunca pensó que a nosotros la muerte nos pudiese atacar como
ataca a cualquiera y que algún día habría de llevarnos como se lleva a la
mayoría: asaltándonos en una cama de hospital o emboscándonos una
noche en pleno sueño.
Cuatro años antes yo me había prometido a mi mismo que en el dos mil
seis yo iba a estar en Alemania para el Mundial. Y unos meses antes, ya
resignado a no poder ir, quise reparar esa frustración cambiándola por una
especie de retiro espiritual, encadenándome al televisor durante todo ese
mes como un sacrificio ritual al dios del fútbol. Por eso no quería perderme
ningún partido. Yo había quedado con Raquel en estar a las doce para
reemplazar a otra persona y España jugaba con Ucrania a las once, a las
cuatro jugaban Alemania y Polonia. Para no perderme nada calculé llegar
una hora antes a la zona de la casa de Carlos para poder ver el primer
tiempo en un bar y salir disparado para estar en su casa antes de las doce y
ver el segundo tiempo con él, si acaso las cosas no estaban demasiado
complicadas, porque Carlos a la tarde tenía que aplicarse rayos y tal vez
hasta se hubiese olvidado del partido. Y bueno, en esa situación no iba a
pretender que pusiera el partido para mi.
Me bajé del subte en la estación Pueyrredón casi a las once en punto. Ya
tenía identificados un par de bares a pocas cuadras de la casa de Carlos
como para poder llegar volando en cuanto terminara el primer tiempo.
Elegí el más grande, en una esquina de la avenida. A esa altura la mañana
se había ido desnudando de nubes hasta dejar al descubierto un sol
obscenamente radiante sobre una Buenos Aires que exhalaba vida. A pesar
del partido la calle hervía en ruidos de motores, conversaciones de
transeúntes, peticiones de mendigos y sermones de vendedores de
celulares. Desde una foto en el parabrisas de un colectivo Carlos Gardel
miraba al carnaval del mundo que gozaba y se reía mientras el destino, a
unas cuadras de allí, se iba robando la vida del cuerpo de un hombre.
Cuando entré al bar, España ya había hecho el primer gol. En la pantalla
se veía un estadio deslumbrante en la luz del estío boreal: las tribunas
encendidas con los colores de las banderas y la parafernalia marcial de los
hinchas. Las trompetas españolas atronaban el aire teutón con un pasodoble
torero. Y en la cancha un equipo de rubios vestidos de un amarillo casi tan
escandaloso como el de sus melenas eslavas brillaba en la tarde. Pero
brillaba solo por eso frente a la enorme llamarada que era el rojo de la furia
española. El rojo del fuego, el rojo de la sangre y el rojo del vino que en ese
momento estaría corriendo en abundancia por las tascas y los bares desde
El Ferrol hasta Almería. La televisión, desde Alemania, transmitía la vida.
Fui al baño y España hizo el segundo gol. Me tomé un café con leche
suculento con media lunas; aunque esté exhausto, mi bolsillo siempre
aguanta un sacrificio más.
Ni bien terminó el primer tiempo salí disparado. La avenida Pueyrredón
en Buenos Aires parecía la prolongación de la fiesta en las tribunas
alemanas. Las banderitas argentinas y las fotos de los jugadores adornaban
todas las vitrinas; la selección ya había ganado el primer partido contra
Costa de Marfil y todo el mundo estaba contento, esperaba eufórico el
próximo partido.
Casi justo en el medio, allá arriba, el sol seguía mostrando su impúdica
desnudez. No eran todavía las doce cuando llegué a lo de Carlos. Subí por
las escaleras. Cuando entré Carlos no estaba sentado ante la mesa del
living, como la última vez, tampoco se escuchaba el sonido del televisor.
Al fondo, en la habitación, por el hueco de la puerta se la veía a Raquel
parada de espaldas, conversando con un Carlos inaudible. La voz de Raquel
era la de una persona sumida en el fastidio de la impotencia y el
agotamiento.
-No pases, esperá que te llame Raquel, me atajó una amiga de ellos que
estaba sentada en el mismo lugar en que lo había dejado a Carlos la última
vez. Ya la había visto otras veces y me había dado la impresión de
sobreactuada en su pesimismo respecto a la salud de Carlos. No porque la
cosa no fuera tan grave, sino porque parecía exagerada su sensación de
inminencia respecto al desenlace.
- Carlos está muy mal, me susurró en un tono trágico que traté de disimular
haciendo un comentario en voz alta, como para que Carlos no percibiera
ese murmullo que parecía estar anticipando las escenas de su velorio. A esa
altura ya me di cuenta de que Alemania estaba demasiado lejos de la calle
Paraguay y que al fin de al cabo poco me importaba lo que pasara con
Ucrania y España en el Mundial. El partido de Carlos, en cambio, parecía
estar llegando a su final; aunque a esa altura yo creía que todavía faltaban
varios minutos de agonía, de idas y vueltas al hospital, y el tiempo de
descuento de un coma irreversible que tal vez se extendiese durante días.
Yo creí que habría tiempo suficiente para exprimirle a Carlos esos
recuerdos que había evocado unos días antes sobre la mesa. Pensaba que
eso iba a servir para tenerlo ocupado en algo y distraerlo; pero también
sentí que tenía que apurarme porque quedaba poco tiempo y él, y solo él,
podía contarme las cosas que me había contado aquella tarde.
Con Carlos, nos unía otra cosa además de haber compartido el exilio en
Caracas y la común militancia en la década del 70, en la que nunca
llegamos a cruzarnos, porque él estaba en Córdoba y yo en La Plata. Los
dos habíamos vivido parte de nuestra infancia en Venezuela; sus recuerdos,
sin embargo, eran mucho más intensos y precisos. El había vivido la mayor
parte del tiempo en Maracaibo y Ciudad Ojeda, donde la industria petrolera
había impulsado un desarrollo que en la década del cincuenta se alimentaba
de técnicos venidos de la Europa de post guerra y de aventureros llegados
de todas partes.
El padre de Carlos era un poco las dos cosas, porque era un argentino
descendiente de piamonteses que se las ingeniaba bastante bien con las
máquinas y tenía un audaz espíritu de empresa heredado de su padre. El
abuelo de Carlos en el apogeo de la Argentina “granero del mundo” de
principios del siglo veinte había estibado una fortuna vendiendo
cosechadoras por todo el sur cordobés y el norte santafecino.
Extinguida esa fortuna, por una causa que Carlos me contó pero yo ya no
recuerdo, su padre logró recuperar parte de la prosperidad perdida
trabajando en la industria petrolera zuliana e instalando luego un taller de
reparación de maquinaria. De ese tiempo en el que el Golfo de Maracaibo
era casi una extensión de La Florida, de California o de Texas, Carlos
guardaba un recuerdo minucioso. Tal vez como a ningún otro lugar de la
América Latina llegaban entonces a Venezuela los últimos gritos de la
tecnología consumista norteamericana: los primeros televisores; las
máquinas expendedoras de refrescos y otra cantidad de cosas que yo no
recuerdo pero de las que Carlos guardaba perfecta memoria. La descripción
que me hizo de cada una de ellas fue con tal lujo de detalles que por un
momento me sentí transportado otra vez a la Venezuela exuberante de la
década del cincuenta, de vestidos floreados, orquestas tropicales y autos
enormes deslizándose bajo el sol omnipotente del Caribe.

Obediente a la indicación de la amiga, permanecí en el living mientras


Raquel iba y venía de la pieza atendiendo a Carlos con una mezcla de
recomendaciones, retos y mimos, hasta que Carlos comenzó a quejarse
cada vez más insistentemente del dolor. Raquel entonces decidió llamar al
médico y dijo en tono premonitorio y fatídico: “Seguro que lo va a
internar”. Y así fue, del otro lado de la línea el doctor ordenó la internación
y a partir de allí sobrevino un round alocado de lucha administrativa entre
la obra social, las clínicas y la médica de la ambulancia. Esta última había
aparecido un rato después de la llamada y tenía una deformación facial que
parecía casi un acto deliberado destinado a darle un toque grotesco al
dramatismo de la situación. Tanto, que por momentos pensé en que ese
Carlos moribundo era un afortunado al lado de aquella mujer cuya
desgracia parecía haber sido la vida misma, si acaso hubiese tenido que
sobrellevarla toda con ese estigma. Pero ella tenía la vida, esa que a Carlos
se le estaba yendo en la habitación del fondo. A esa altura Raquel ya me
había llamado para que lo viera, estaba recostado de lado y luchaba por
encontrar una posición donde el dolor no fuese tan agudo. Junto a él, casi
tan inaudible como su voz, la radio encendida estaba transmitiendo el
partido de España y Ucrania. El resultado a esa altura ya no me interesaba,
pero fue una buena excusa para llevarlo a otro tema. El dolor igual no
aflojaba, lo ayudé a darse vuelta pero casi lo hago gritar al agarrarlo del
hombro. El cuerpo de Carlos parecía de cristal. Raquel me pidió que saliera
para dejarlo descansar; aunque más que un pedido fue una orden, su
cansancio y su angustia no le permitían darse el lujo de la diplomacia y yo
me sentí reconfortado por esa situación en que me ponía. Recibir órdenes
me hacía sentir que estaba siendo útil en un momento en el cual,
generalmente, uno lo que más lamenta es no poder hacer nada. En ese
momento llegó Kozak. “El es el hermano de Carlos”, le dijo Raquel a la
médica y confieso que me sorprendió. Nunca los había escuchado a
ninguno de los dos, ni a ella ni a Carlos, en semejante desborde de
afectuosidad. En realidad, nunca los había visto en ningún tipo de
desborde, pero ese título de “hermano” que le dio a Kozak me sorprendió.
Me hizo sentir que Carlos no había estado tan solo familiarmente como yo
suponía. Y Kozak, a quien conocí en ese preciso momento, me pareció el
representante mismo del hermano absoluto, del hombre universal. Con un
traje impecable, sostenido por tiradores, alto y rubio, rondando los sesenta,
Kozak tenía todo el aspecto de porteño perfecto; un porteño de nombre
judío, acento cordobés-venezolano con leve matiz correntino, prodigalidad
caribeña y la suficiencia de quien pareciera haber nacido en la punta misma
del obelisco. Dueño de ese extraño carisma que tienen algunas personas
que hace que uno pueda sentirse en confianza en pocos minutos, en un
momento quedamos los dos a solas en la cocinita del departamento de la
calle Paraguay mientras yo cumplía con una indicación de Raquel y él se
tomaba un vaso de agua. “Esta vez ya no vuelve” me dijo sin dramatismo
pero con certeza. Al rato lo estábamos bajando a Carlos para subirlo a la
ambulancia. “Acompañalo vos, Pastor” me ordenó Raquel, otorgándome un
trágico privilegio que me pareció excesivo. Sentí que era demasiado premio
por lo que yo había hecho hasta entonces por Carlos el dejarme
acompañarlo en ese que, si Kozak no se equivocaba, podía ser el principio
de su último viaje. En la calle el sol de junio seguía deslumbrante. El
partido ya había terminado y en ese mismo momento los españoles estarían
bailando la jota y empinando la bota en las calles de Leipzig y de toda
España. Allá estarían de sardinas y chorizos, de mariscos y de tapas, de
jerez y de cognac y el sol estaría cayendo sobre las tierras donde estaba por
comenzar el verano. En Buenos Aires, en cambio, no parecía estar cerca el
invierno; más que el final del otoño parecía el principio de la primavera: la
gente inundaba las avenidas y el sol, casi en medio del cielo, las seguía
bañando insolente; la ambulancia se metió en el tráfico con un rumbo que,
vagamente, podría definir como noroeste. Carlos iba en la parte de atrás,
en la silla de ruedas, de espaldas a la cabina del conductor, y yo viajaba
parado al lado de él, atisbando la ciudad por el hueco que había entre los
dos espacios, porque las ambulancias no tienen ventanillas.
Conozco poco Buenos Aires, apenas el centro y algún que otro barrio. Me
habían dicho que el Roffo quedaba en la avenida San Martín, pero no me
imaginé que eso fuera tan lejos. Cruzamos casi toda la capital y por
momentos sentía que mucho más que en Buenos Aires estábamos en
Caracas, por la pesadez del tránsito, por el perfil de algunas construcciones
y por algún que otro viaducto que se me antojaron parecidos a los que
cruzan por arriba las avenidas caraqueñas. Eso era lo que yo veía o eso era
lo que yo quería ver, porque en el trayecto iba diciéndole a Carlos “estamos
por la Miranda” o “ahora vamos a pasar por el elevado de Altamira” y el
sacaba una sonrisa esforzadísima y agónica. Y aunque parecía la sonrisa de
un cadáver, era al fin y al cabo una sonrisa y yo sabía que ese recuerdo lo
alegraba; porque a uno siempre lo alegra la evocación de los lugares donde
fue feliz.
En un momento le recordé aquella anécdota que me había contado una
noche en Bello Monte, recordando los tiempos en que iba a ver los partidos
de la liga cordobesa.”¿Te acordás – le dije – de aquella vez que fuiste a ver
el clásico Talleres-Belgrano y Willington estaba en el banco de suplentes.
Vos me contaste que cuando el técnico de Talleres lo hizo entrar la
hinchada de Belgrano empezó a gritarle “¡Borracho, borracho!”. Pero al
rato hubo un tiro libre para Talleres y quién lo patea, Willington, y la calva
en un ángulo. La hinchada de Talleres entonces me contaste que empezó a
cantarle “¡Seguí chupando Daniel, seguí chupando/seguí chupando que los
vas a enloquecer!”. Y Carlos se rió con ganas.
Cuando llegamos al hospital lo bajamos de la ambulancia y lo llevamos
por los senderos de cemento que surcan los jardines hasta llegar al pabellón
donde lo esperaba una cama. En ese trayecto nos hizo recordar un par de
veces que estaba vivo, quejándose de dolor porque un pie le quedaba
atrapado cuando rodaba la silla. Al llegar, por fin, al pabellón tuve una
comprobación más de eso que siempre decimos de los médicos en la
facultad de medicina: “podrán saber mucho de anatomía y fisiología, pero
no tienen la menor idea de lo que es un ser humano”. Si bien tanto Raquel
como Eduardo, Kozak y el mismo Carlos se habían desecho en elogios
respecto a la atención que le daban en el Roffo, los tres médicos que debían
recibirlo estaban muy concentrados en una reunión donde estaban
discutiendo la medicación para otros pacientes y se molestaron cuando
Carlos, haciendo un esfuerzo descomunal, les pidió que lo atendieran
pronto, porque estaba muy dolorido. De muy mala manera nos dijeron que
esperáramos, que estaban muy ocupados. Pasó un buen rato hasta que,
después de un conciliábulo, tras leer la historia clínica y los últimos
informes lo acomodaron por fin en una cama y le dijeron a Raquel que se
quedara tranquila, que no lo someterían a ningún suplicio con intenciones
curativas, solamente tratarían de calmarle el dolor.
Me fui a dar una vuelta mientras los médicos atendían a Carlos y cuando
volví el sol en los jardines ya daba señales de decadencia. Aunque la
atención médica sea excelente, el Roffo es tétrico, como cualquier viejo
hospital. Son construcciones grises, escasas de luz, hechas con la idea de
que un hospital es un depósito al que se llega a padecer y no a disfrutar y la
arquitectura, en consecuencia, debe acompañar ese padecimiento. Así como
el luto acompaña a los muertos para acentuar la pesadumbre de los deudos.
Es la idea medieval de que los males de la carne son consecuencia de los
males del alma y para curar estos últimos el mejor remedio es la penitencia.
En ese sentido la austeridad y el recogimiento eran una especie de
penicilina del espíritu. El Roffo es así, aunque la pintura no sea tan vieja ni
esté tan descascarada, tiene un algo que lo hace brutalmente depresivo. El
partido de la tarde ya había empezado y desde una habitación vecina
llegaba el murmullo espasmódico inconfundible de la transmisión
televisiva, aunque no se entendía nada. Raquel, que se había tomado un
pequeño recreo un rato antes, ya estaba de nuevo al pie de la cama en una
habitación con espacio para dos pacientes y solamente una persona entre
las enormes camas. Me quedé afuera entonces conversando con un primo
de Carlos y al rato salí con la excusa de que tenía hambre; y aunque
realmente tenía hambre, yo lo que más quería era encontrar un televisor
para ver el partido. Crucé la avenida y empecé a divagar oteando sin éxito
entre los negocios abiertos. Entré a una panadería a comprar algo para
comer pero allí tampoco había televisión. Me asomé a un bar a ver y nada;
entonces decidí ir hasta la estación de servicio de la esquina donde estaba
seguro que podría espiar algo, pero apenas si conseguí que un playero me
contara que Alemania y Polonia seguían empatando cero a cero.
Volví al pabellón y Raquel me pidió que me quedara un rato con Carlos y
le hiciera “masajitos”, frotándolo suavemente en la clavícula, cosa que le
aliviaba el dolor. La cadencia del murmullo, si bien no permitía dilucidar
las alternativas del juego, alcanzaba para denunciar la ausencia del gol. El
arquero polaco resistía heroicamente la carga de los blondos delanteros
germánicos, obligados a ganar costara lo que costara. En ese momento
recordé el sacrificio de la caballería polaca al comienzo de la segunda
guerra mundial, cuando los jinetes salieron, valerosos e ingenuos, a
enfrentarse con sables a la maquinaria de guerra más colosal inventada por
el hombre hasta entonces: la aviación y las divisiones motorizadas
alemanas. Hay una novela del español Antonio Muñoz Molina, “El jinete
polaco” que no he leído, pero cuyo nombre inevitablemente me lleva a la
imagen de eso que más que una batalla fue una carnicería. Ese fue el
estreno mundial de la famosa “Guerra Relámpago” ideada por los
generales hitlerianos y el resultado fueron decenas de miles de hombres y
bestias despedazadas por los campos de Silesia y Pomerania. De esa estirpe
parecía ser ese arquero, aunque hasta entonces con mejor suerte, por los
comentarios que recogí en el pasillo. A esa altura el cuerpo de Carlos
también se defendía desesperadamente, acorralado por los pelotazos
despiadados de la metástasis.”Dale, que vas a tener que entrar por el
número siete que está jugando mal”, le dije cuando me pidió una nueva
sesión de masajes y conseguí arrancarle otra sonrisa. Esa sonrisa que, yo no
lo sabía, debe haber sido la última de su vida. Yo quería darle la sensación
de que esa solamente era una etapa pasajera en el proceso de una curación
segura. Confieso que ese momento me ilusioné con verlo algún día
corriendo atrás de una pelota de fútbol, como si ese fuera el símbolo
irrebatible de la sanación. Por la forma en que sonrió creo que él también
debe haberlo soñado por un instante. Fue cuando sentí que ese hombre al
que estaba masajeando tenía puesta una camiseta roja y estaba dando
saltitos al lado de la raya de cal de una cancha atestada de rubios que
corrían como locomotoras, en la otra punta del mundo. Y que no era suyo
ese cuerpo que parecía resquebrajarse al contacto con mis dedos. A esa
altura la defensa polaca parecía la metáfora exacta de Carlos; los dos tenían
el mismo objetivo en la lucha: aguantar todo lo que se pudiera.
Si ver morir a alguien de cáncer es siempre terrible, porque uno siente
que esa persona se está yendo de a poco y no puede hacer nada para
detenerla, en el caso de Carlos había un ensañamiento que parecía
destinado a todo el género humano. Porque si había una persona que no
merecía morir así, ese era él. Carlos no solo había sido un militante y un
hombre de conducta intachable, no solo había sido un ejemplo de
honestidad y consecuencia; mucho más que eso, Carlos era un tipo de una
bondad que a veces exasperaba, porque en esos momentos en que hay gente
que a cualquiera le dan ganas de matarla, Carlos salía expresando juicios
que, sin dejar de ser letales, destilaban parsimonia. Costaba, incluso,
imaginárselo como alguien capaz de tener enemigos; y si bien uno no
puede decir de ninguna manera que Carlos repudiara totalmente la
violencia, había que hacer un gran esfuerzo para imaginarlo, no ya
agrediendo a alguien, sino simplemente gritándole. Su capacidad
intelectual, por otra parte, así como sus méritos como luchador político lo
hacían acreedor de un reconocimiento muy superior al logrado por otros
como muchos menores valores que él. Pero jamás se lo escuchó quejarse
por eso.
Todavía no había oscurecido cuando me fui para La Plata, pensando que
tendría que volver varias veces a ese lugar a tratar de compartir una agonía
que quizás durase días o semanas. En la calle me enteré que Alemania
había hecho un gol sobre la hora y Polonia estaba eliminada. En el trayecto
hasta el centro anocheció. Tomé el ómnibus en la Nueve de Julio y en la
autopista, a la altura de Berazategui, recibí el llamado de Eduardo: Carlos
acababa de morir.
El entierro de Carlos coincidió con el segundo partido de Argentina, tal
vez por eso se hizo muy temprano; tanto que se adelantó media hora a lo
preestablecido y llegamos justo cuando el cortejo se estaba organizando
para salir hacia la Chacarita. Hasta la funeraria de Caballito fuimos juntos
con Dina, una muerte nos volvía a unir después de muchos años; aunque
debo decir en honor de la verdad que, además de las cuestiones de familia,
también la política nos había acercado en los últimos tiempos con el
espejismo de un retorno a los tiempos de la militancia revolucionaria. Pero
a esa altura los dos ya habíamos comprendido, y muchos otros compañeros
nuestros también, que eso era irrepetible: eran otros los tiempos y éramos
otros nosotros. De cualquier manera, esa es harina de otro costal y no es
momento de ponerse a analizarlo ahora. A la Chacarita Dina no recuerdo
con quien viajó y yo, acabo de recordarlo, hice el trayecto con alguien que
me resultaba cara conocida, pero no sabía de donde ni de cuando. Resultó
ser un ex militante del Partido Comunista que consiguió escapar casi
milagrosamente en la época de la dictadura y terminó recalando en
Venezuela, donde se hizo gran amigo de Carlos y Raquel. En aquel
momento este compañero vivía en Chivilcoy y ya era médico. A los pocos
meses del golpe los militares deciden hacer un gigantesco operativo para
detener a todos los militantes políticos que tenían identificados en el pueblo
pero, por esas cosas del destino, deciden empezar por la otra punta de
Chivilcoy, arrancando de su cama a un desprevenido compañero de
militancia suyo a la madrugada. Y un familiar de esta persona, en un
extraordinario momento de lucidez, en lugar de desesperarse corrió a
buscar un teléfono para avisarle a él que también lo andaban buscando. Así
fue que en pocos minutos tuvo que irse con toda su familia y dejarlo todo,
sin saber si algún día podría volver. Cargaron lo que pudieron en su, para
entonces, moderno Renault 6 y por caminos de tierra llegaron a Buenos
Aires, desde donde salieron a los pocos días para Venezuela. Cuando los
militares llegaron a su casa la encontraron vacía pero alguno, como en las
películas, notó que los vidrios estaban empañados y dijo “Acá hubo gente
hasta hace poco, seguramente van a volver, vamos a esperarlos”. Y todavía
los están esperando, por suerte.
Cuando llegamos al cementerio un manojo de nubes se empecinaba en
perseguir al sol por toda la cancha de la mañana; el cercano invierno se
adelantaba con un frío pálido y persistente. Yo nunca había entrado a la
Chacarita y me impresionó ver esa llanura de mármol extendida casi hasta
el horizonte; como si allí estuviesen todos los muertos del mundo
aguardando en lenta y sosegada espera a que lleguemos, uno a uno, a
hacerles compañía. Más que un cementerio me pareció un campo de batalla
donde los guerreros habían sido enterrados en el mismo lugar que habían
caído. Allí era donde íbamos a dejarlo a Carlos.
Hubo que esperar un rato: “problemas administrativos”, de esos que
aparecen siempre y desaparecen mágicamente cuando se le extienden un
par de billetes a la persona indicada. En ese momento que esperamos los
“arreglos” para el entierro se improvisó, en pleno playón de la Chacarita,
una reunión del exilio argentino en Venezuela que pudo haber tenido lugar
algún día de hace casi treinta años. Estábamos todos, o casi todos. Faltaban
los que ya no están y los que están muy lejos para poder venir. Pero era
difícil reconocernos, y no estoy hablando de que era difícil reconocer a los
demás por los cambios estéticos que la mano del tiempo fue dejando en
nuestros pelos y en nuestras caras, sino porque nos era difícil reconocernos
a nosotros mismos despojados de aquella vehemencia que nos enfrentaba.
En aquellas épocas de discusiones tan ardorosas como estériles, Carlos era
uno de quienes más esfuerzos hacía por contemporizar y ahora había
logrado unirnos a todos en su discurso final.
Cuando estuvo todo listo para concretar el siempre terrible acto de la
inhumación y que todo el mundo pudiera luego dedicarse a ver el partido,
pronto a comenzar, el sol ya se había sacado de encima la marca de las
nubes y entraba al área grande de la mañana con todo el arco de la vida a su
disposición. Aunque estaban tan ansiosos como nosotros por terminar
pronto para meterse en el partido, los enterradores tuvieron un rasgo de
humanidad que muchas veces se pierde entre quienes están tan
acostumbrados a frecuentar con la muerte: no mostraron ningún apuro y
nos preguntaron si queríamos estar un rato junto a Carlos allí afuera, antes
de mandarlo a la tierra. Raquel dijo que no, que procedieran, y creo que fue
en ese momento que Dina me pidió que dijera algo, que no lo podíamos
dejar ir así nomás a Carlos. A mi me pareció, sin embargo, que hablar sería
una impertinencia: había otros con más autoridad para hablar de Carlos que
yo y temía no poder decir lo que Carlos hubiese querido que se dijera en
esa circunstancia. Ni a interpretar los sentimientos de los demás, quienes
con su silencio acaso estuvieran expresando algo mucho más claro y
emotivo que lo que yo pudiese improvisar. Además, uno siente que esos no
son momentos para andar luciendo dotes oratorias ni talentos líricos,
porque allí es cuando uno siente lo poco que es realmente. Y entonces fue
que sucedió:”No lo podemos dejar ir a Carlos así, creo que no se merece
que lo despidamos sin decir nada – dijo y nos sorprendió a todos, yo era la
primera vez en mi vida que lo veía – Yo quiero decirles –continuó . que
Carlos era mi hermano. Hay unos papeles que dicen que yo tengo unos
hermanos, pero mi único hermano, mi verdadero hermano era Carlos…”
No recuerdo exactamente el resto de lo que dijo, solo se que fue
sencillamente perfecto. En pocas palabras resumió lo que todos
pensábamos de Carlos, lo que todos sentíamos por Carlos. Cuando terminó
de hablar Marisa, a quien yo conocía de haberla visto solo un par de veces
fugazmente en Caracas, tiró unas flores sobre la sepultura y agregó lo único
que faltaba: “Yo quiero decir, en nombre de todos los que llegamos sin
nada a Venezuela, que en la casa de Carlos y Raquel nunca nos falto un
techo y un plato de comida, sin importar de que orientación política uno
viniera”.
A partir de allí huimos todos, lo dejamos solo a Carlos con los
sepultureros y con los otros muertos y la radio anunciando que el partido ya
empezaba. Quedamos en reunirnos todos a tomar un café y ver el partido
en un bar de la avenida Córdoba y hacia allá partimos como si hubieran
dado la orden de largada de las viejas 24 Horas de Le Mans. Nosotros
fuimos con algún exilado que no conocíamos de esa época y con Gabo y su
esposa, apretujados en el asiento trasero de un Ford Sierra. Entonces
comprobé que Gabo, si bien había perdido ese jopo que me hizo
desconocerlo cuando lo volví a ver, conservaba intacto ese humor irónico y
genial que lo caracterizaba. En Caracas la esposa y él eran de los exiliados
más jóvenes y ahora parecían seguirlo siendo; habían soportado bastante
bien los embates del tiempo. Íbamos por Corrientes cuando a la altura de
Villa Crespo una explosión bajó de la ventana de los edificios: ¡Gol
argentino!, no había dudas. ¿Quién lo había hecho y cómo se estaba
desarrollando el partido?, recién lo sabríamos al llegar al bar.
A pesar de ser día laborable las calles estaban previsiblemente desiertas y
pudimos llegar a destino antes de que Argentina hiciera el segundo. Pero
esta vez no se escuchó el grito eufórico y desesperado de “¡gol!”, sino un
asombrado “¡Qué golazo!”. Recién a la noche pudimos ver los veinticinco
toques, el taco de Crespo y la definición de Cambiasso. Como enseguida
llegó el tercero tras la jugada de Saviola, todos pudimos relajarnos y
ponernos a hablar con gente que hacía años no veíamos, relojeando de tanto
en tanto la pantalla. Y ahí estábamos, los que entonces éramos, las parejas
que se habían disuelto en el exilio o después, reunidas de nuevo al menos
por un rato, compartiendo otra vez una misma mesa por obra Carlos.
Porque es difícil compartir algo con quien no lo ha vivido, sobre todo
cuando ese algo tiene una carga tan grande de dolor y de distancia, de
colores y olores olvidados, y también de hermosas alegrías. Mientras
charlamos nos regocijamos con el golazo de Tevez, nos empalagamos con
el de Crespo y nos empachamos con el de Messi, y hasta se puede decir que
estábamos contentos, como todo ese país que sonreía esa mañana de junio,
por arriba y por abajo de la tierra. Si hasta a Raquel se la veía sonreír,
siempre pegada a una amiga que ninguno de nosotros conocía.
En cuanto terminó el partido empezó la dispersión, con la infaltable
promesa de hacer algo que no fuera un velorio para volvernos a ver. Como
nosotros no teníamos mucho apuro nos quedamos hasta el final y estuve un
buen rato conversando con Eduardo.
Cuando la concurrencia se fue raleando quedé, por obra de las
circunstancias, casi al lado del “hermano” de Carlos y pude aprovechar
para agradecerle sus palabras y felicitarlo por esa capacidad para sintetizar
el sentimiento de todos. Me contó entonces la historia de su relación con él
y la razón de esa “hermandad” que había confesado. Una cantidad de
vicisitudes familiares, el hecho de ser los dos de San Francisco, haber
coincidido en Córdoba capital en el 73 y muchas otras cosas compartidas
fueron los hitos que forjaron es relación entrañable. No cabían dudas de
que Carlos había sido su “hermano”.
En algún momento de ese relato apareció el nombre de Raquel por la
Córdoba de entonces y allí fue cuando se me ocurrió preguntarle eso que ni
Carlos ni Raquel habían contado nunca: “Decime, ellos, ¿cómo fue que se
conocieron?.
- Nosotros trabajábamos con Carlos en la Legislatura de Córdoba, en una
oficina, como administrativos, él en ese tiempo estaba de novio con otra
chica, y Raquel trabajaba en la biblioteca junto con ella – y me señaló a la
mujer rubia que había estado toda la mañana con Raquel y que también era
de San Francisco – Cuando se vino el golpe de estado yo justo estaba
enfermo y me había quedado en San Francisco. Lo paradójico fue que a
Carlos, que militaba hacía tiempo y ya estaba encuadrado en la
organización, los milicos no lo tenían individualizado y no lo molestaron
para nada, pero a Raquel, que nunca había militado ni tenía ninguna
participación, un día la llamó el oficial del Ejército que estaba a cargo de la
biblioteca, le puso la pistola arriba del escritorio y le dijo “Tiene cuarenta y
ocho horas para irse”. A la flaca justo le había salido una beca de postgrado
en Italia y decidió irse para allá.
En esos días viene Carlos a verme a San Francisco, porque yo seguía en
cama, y me dice que tiene algo muy importante que contarme. A pesar de
todo lo que estaba pasando se lo veía feliz: “Me voy del país, me dijo, la
organización decidió que yo saliera. Pero lo más importante es que me voy
con la mujer de mi vida
- ¿Y quién es, le pregunté
- Raquel, me dijo. Y a partir de allí siguieron juntos hasta ahora.
El hermano de Carlos hizo una pausa, entonces la miré a Raquel y
confieso que sentí una envidia enorme de Carlos, en mi nombre y en
nombre de todos quienes alguna vez creímos en el amor eterno, creímos
estar ante la mujer de nuestra vida y creímos que solo podríamos terminar
así, separados únicamente por la muerte. Pero mucho antes nos separó la
vida. No me quejo por mi ni tampoco en nombre de los demás, porque
aparecieron otros amores y otras separaciones después, pero no pude evitar
que se me cayera una lágrima cuando salimos del bar caminando por
avenida Córdoba. Antes de despedirnos comprendí que Carlos había
logrado ganar una batalla que a esta altura la mayoría de los mortales
hemos perdido: Allí, adelante nuestro, sonriente y charlando con sus dos
amigos del alma, iba “La mujer de su vida”.

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