Jean Baudrillard El Duelo
Jean Baudrillard El Duelo
Jean Baudrillard El Duelo
Duelo
Se tiene la impresión de que una parte del arte actual concurre a un trabajo de disuasión, de duelo de la
imagen y de lo imaginario, duelo estético, la mayor parte del tiempo fallido, lo que entraña una
melancolía general en la esfera artística, que parece sobrevivir en el reciclaje de su historia y de sus
vestigios (aunque ni el arte ni la estética son los únicos que se dirigen a este destino de vida
melancólico más allá de sus medios y sus propios fines). Es como si estuviéramos asignados a la
retrospectiva infinita de aquello que nos ha precedido. Es verdad en la política, en la historia, en la
moral, pero también en el arte, que en esto no tiene ningún privilegio. Todo el movimiento pictórico se
ha retirado del futuro y desplazado hacia el pasado. Citación, simulación, reapropiación, el arte actual
se ha apropiado de manera más o menos lúdica, o más o menos kitsch, de todas las formas, de las obras
del pasado cercano o lejano, incluso del más contemporáneo. Es lo que Russell Connor ha llamado "el
rapto del arte moderno". Seguramente este remake, este reciclaje, se vuelven irónicos. Pero esta ironía
es la trama usada de un velo, no resulta sino de la desilusión de las cosas: es una ironía fósil. El guiño
que consiste en yuxtaponer el desnudo del Desayuno sobre la hierba con el Jugador de cartas de
Cézanne no es más que un gag publicitario: el humor, la ironía, la crítica en tromp l’oeil que
caracterizan a la publicidad y que sumergen al mundo artístico. Hoy es la ironía del arrepentimiento y
el resentimiento de cara a su propia cultura.
Puede ser que el arrepentimiento y el resentimiento constituyan el estadio último de la historia del arte
así como, según Nietzsche, constituyen el estadio último de la genealogía de la moral. Es una parodia al
mismo tiempo que una palinodia del arte y de la historia del arte, una parodia de la cultura por ella
misma en forma de venganza, característica de la desilusión radical. Es como si el arte, como si la
historia, hicieran sus propios basureros y buscaran su redención en los detritus.
¿Qué decir del cine sino que, al filo de su evolución y su progreso técnico, desde el filme mudo al
hablado, del color a la alta tecnología de los efectos especiales, la ilusión, en su sentido fuerte, se ha
puesto en retirada? Es por medio de esta tecnología, de esta eficiencia cinematográfica, como la ilusión
se retira. El cine actual desconoce la ilusión y la alusión: se encadena bajo un modelo hipertécnico,
hipereficaz, hipervisible. Nada de blanco, nada de vacío, nada de elipse, nada de silencio, nada más que
la televisión, con la que se confunde cada vez más, perdiendo la especificidad de sus imágenes; nos
dirigimos hacia la alta definición, es decir a la perfección inútil de la imagen, que de golpe ya no es una
imagen a fuerza de producirse en tiempo real. Cuanto más nos acercamos a la perfección de la imagen,
más se pierde su poder de ilusión.
Basta con pensar en la Ópera de Pekín: la forma en que, con el simple movimiento dual de dos cuerpos
en una barca, se puede imitar la corriente viva, la forma en que dos cuerpos se evitan, se mueven cada
vez más uno hacia el otro, sin siquiera tocarse, en una cópula invisible, logrando imitar la presencia
física sobre la escena de la oscuridad donde se libraba el combate. La ilusión era total e intensa; más
que estético, un éxtasis físico, justamente porque se le había arrancado toda presencia realista de la
noche y del río, y donde solamente los cuerpos tenían a su cargo la ilusión natural. Hoy veríamos venir
cubetadas de agua sobre la escena, el duelo se tornaría infrarrojo, etc. Miseria de la imagen sometida,
como en la Guerra del Golfo en CNN. Pornografía de la imagen en tres o cuatro dimensiones, de la
música en tres o cuatro o cuarenta y ocho pistas y aún más, siempre ajustándose a lo real, añadiendo lo
real a lo real para lograr la ilusión perfecta (la de la semejanza, la del estereotipo realista), que mata
toda ilusión en profundidad. Es el porno, que añade una dimensión a la imagen del sexo, en detrimento
de la dimensión del deseo y descalificando toda ilusión seductora. El apogeo de esta desimaginación de
la imagen, de estos esfuerzos inútiles para hacer que una imagen deje de serlo, es la imagen de síntesis,
la imagen numérica, la realidad virtual.
Una imagen es justamente una abstracción del mundo en dos dimensiones, aquello que hurta una
dimensión al mundo real y por lo mismo inaugura el poder de la ilusión. La virtualidad, por el
contrario, nos hace entrar en la imagen, recreando la imagen realista en tres dimensiones (añadiendo
también una suerte de cuarta dimensión a lo real para volverse hiperreal), destruye esta ilusión (el
equivalente de esta operación en el tiempo es el "tiempo real", que cierra la espiral del tiempo sobre sí
mismo en la instantaneidad, y que anula toda ilusión del pasado, así como del futuro). La virtualidad
tiende a la ilusión perfecta. Pero no se trata para nada de la misma ilusión creadora que es la de la
imagen (del signo, del concepto, etcétera). Se trata de una ilusión "recreadora", realista, mimética,
hologramática. Pone fin al juego de la ilusión por medio de la perfección de lo reproducido, de la
reedición virtual de lo real. No busca más que la prostitución, la exterminación de todo lo real por su
doble. En el otro lado está el tromp l’oeil, que hurta una dimensión a los objetos reales, entregando su
presencia mágica y recuperando el sueño, la irrealidad total en su exactitud minuciosa. El tromp l’oeil
es el éxtasis del objeto real en su forma inmanente, es lo que añade al encanto formal de la pintura el
encanto espiritual del señuelo, de la mistificación del sentido. Porque lo sublime no es suficiente, lo
sutil es necesario, la sutileza que consiste en apartar lo real y tomarlo literalmente. Esto hemos
desaprendido de la modernidad: la sustracción es la que otorga la fuerza, la ausencia nace del dominio.
No hemos cesado de acumular, adicionar y sobrepujar. Y no somos ya capaces de enfrentar el misterio
simbólico de la ausencia; es por ello que estamos ahora hundidos en la ilusión invertida, la ilusión de la
profusión, la del desencantamiento, en la ilusión moderna de la proliferación de los filtros y las
imágenes.
El arte, ilusión exacerbada
Hay una gran dificultad para hablar de la pintura actualmente, porque existe una gran dificultad para
verla y la mayor parte del tiempo no quiere ser vista, sino absorbida visualmente, circular sin dejar
huella.
Esta sería, de alguna manera, la forma estética simplificada del intercambio imposible. Y el discurso
que rendiría mejor cuenta de ella sería un discurso que no tiene nada que decir. El equivalente de un
objeto que ya dejó de serlo.
Pero un objeto así no es precisamente nada, es un objeto que no cesa de obsesionar por su inmanencia,
su presencia vacía e inmaterial. Todo el problema se encuentra, en los confines de la nada, en
materializar esa nada; en los confines del vacío, en trazar la filigrana del vacío; en los confines de la
indiferencia, en jugar según las reglas misteriosas de la indiferencia.
El arte no es nunca un reflejo mecánico de las condiciones positivas o negativas del mundo, es la
ilusión exacerbada, el espejo hiperbólico. En un mundo dirigido a la indiferencia, el arte no puede más
que contribuir a esta indiferencia: girar en torno al vacío de la imagen, del objeto que ya dejó de serlo.
Así, el cine de autores como Wenders, Jarmusch, Antonioni, Altman, Godard, Warhol, explora la
insignificancia del mundo por la imagen, y por medio de sus imágenes contribuye a la insignificancia
del mundo, ayuda a su ilusión real o hiperreal; mientras que un cine como el de los últimos Scorsese,
Greenaway, etc. no hace más que reemplazar el vacío de la imagen bajo la forma de una maquinación
barroca, high tech, por medio de una agitación frenética y ecléctica, y que por lo tanto contribuye a la
desilusión imaginaria. Como los simulacionistas de Nueva York, que al hipostasiar el simulacro no
hacen más que hipostasiar la pintura misma como otro simulacro, como si fuera una máquina que se
captura a sí misma.
Así también en esos casos (bad painting, new painting, instalación y performance), la pintura se
reniega, se parodia, se vomita a sí misma. Deyecciones plastificadas, vitrificadas, congeladas.
Administración del desecho, inmortalización del desecho. No hay la posibilidad de una mirada, de
aquello que suscita la mirada, porque, en todos los sentidos del término, aquello ha dejado de mirarnos.
Si eso ya no nos mira, nos deja completamente indiferentes. Y esta pintura en efecto se ha vuelto por
completo indiferente a sí misma en cuanto pintura, cuanto que arte, cuanto que ilusión más poderosa
que lo real. No cree en su propia ilusión, y cae irremediablemente en el ridículo de la simulación de sí
misma.
La desencarnación del mundo
La Abstracción fue la gran aventura del arte moderno. En su fase "irruptora", primitiva, original, ya sea
expresionista o geométrica, formaba todavía parte de una historia heroica de la pintura, de una
deconstrucción de la representación y de un relumbre del objeto. Al volatilizar su objeto, es el objeto
mismo de la pintura el que se aventura a los confines de su propia desaparición. Pero las formas
múltiples de la abstracción contemporánea (y también la Nueva Figuración) están más allá del avatar
revolucionario, más allá de la desaparición "en el acto": no aportan más que una traza en el campo
indiferenciado, banalizado, desintensificado de nuestra vida cotidiana, la banalidad de las imágenes que
ha entrado en las costumbres. La Nueva Abstracción, la Nueva Figuración, no se oponen más que en
apariencia; de hecho trazan por igual la desencarnación de nuestro mundo, ya no en su fase dramática,
sino en su fase banalizada. La abstracción de nuestro mundo se adquiere de aquí en adelante, y desde
hace tiempo, en todas las formas de arte en un mundo indiferente, portando los mismos estigmas de la
indiferencia. No se trata ni de una negación ni de una condena, así son las cosas. Una pintura actual
auténtica debe ser también indiferente a sí misma porque el mundo la ha convertido en eso, una vez
desvanecidas las puestas en juego esenciales. El arte en su conjunto no es otra cosa que el metalenguaje
de la banalidad. ¿Será posible que esta simulación desdramatizada pueda seguir al infinito? Cualquiera
que sean las formas mismas de que nos sirvamos, nos hemos dirigido durante mucho tiempo hacia el
psicodrama de la desaparición y de la transparencia. No hace falta engañarnos con una falsa
continuidad del arte y de su historia.
En breve, y para retomar la expresión de Benjamin, existe un aura del simulacro así como había un aura
de lo original, hay una simulación auténtica y una simulación inauténtica.
Esto puede resultar paradójico, pero es cierto: hay una "verdadera" y una "falsa" simulación. Cuando
Warhol pinta sus Sopas Campbell en los años sesenta, se trata de un atisbo del brillo de la simulación y
de todo el arte moderno: de un solo golpe, el objeto-mercancía, el signo-mercancía se vuelve sagrado
de una manera irónica: es el único ritual que nos queda, el ritual de la transparencia. Sin embargo,
cuando pinta las Soup Boxes en 1986, ya no hay fulgor, ya está en el estereotipo de la simulación. En
1965, se atacaba el concepto de originalidad de una manera original. En 1986, se reproduce la
inoriginalidad de una manera poco original. En 1965, es todo el traumatismo estético de la mercancía
irrumpiendo en el arte, tratado de una forma al mismo tiempo ascética e irónica (el ascetismo de la
mercancía, su lado a la vez puritano y férrico, enigmático, como decía Marx) y que simplifica de un
solo golpe la práctica artística. La genialidad de la mercancía, el genio maligno de la mercancía, suscita
una nueva genialidad del arte: el genio de la simulación. Nada queda de esto en 1986, o se trata
simplemente del genio publicitario que viene a ilustrar una nueva fase de la mercancía. Es de nuevo un
arte oficial que viene a estetizar la mercancía, que recae en la estetización cínica y sentimental que
estigmatizaba Baudelaire. Se puede pensar que se trata de una ironía superior más que de rehacer la
misma cosa veinte años después. No lo creo así. Yo creo en el genio (maligno) de la simulación, no en
su fantasma. Ni en su cadáver, aunque sea en estéreo. Sé que dentro de algunos siglos no habrá ninguna
diferencia entre una villa pompeyana verdadera y el museo Paul Getty en Malibu, ni tampoco alguna
diferencia entre la Revolución Francesa y su conmemoración olímpica en Los Angeles durante 1989,
sin embargo nosotros vivimos todavía en esa diferencia.
Las imágenes que nada tienen que ver
Todo el dilema está en esto: o bien la simulación es irreversible y no hay un más allá de la simulación,
no hay un acontecimiento, es nuestra banalidad absoluta, una obscenidad de todos los días, el nihilismo
definitivo y nos preparamos para una repetición insensata de todas las formas de nuestra cultura en
espera de un nuevo acontecimiento imprevisible –¿pero de dónde podría venir?–; o bien hay por lo
menos un arte de la simulación, una cualidad irónica que resucita cada vez las apariencias del mundo
para destruirlas. De otra forma, el arte no haría más que encarnar su propio cadáver, como lo hace muy
a menudo en estos días. No hace falta añadir lo mismo a lo mismo y así hasta el abismo: esa es la
simulación pobre. Hace falta que cada imagen rete a la realidad del mundo, hace falta que en la imagen
alguna cosa desaparezca, pero no hace falta ceder a la tentación del vaciamiento, de la entropía
definitiva, hace falta que la desaparición siga viva: ahí está el secreto del arte y de la seducción. Hay en
el arte, tanto en el contemporáneo como en el clásico, un doble postulado y por lo tanto una doble
estrategia. Una pulsión de vaciamiento, de borrar todas las huellas del mundo y de la realidad, y una
resistencia inversa a esta pulsión. Según palabras de Michaux, el artista es "aquel que resiste con todas
sus fuerzas la pulsión fundamental de no dejar huellas".
El arte se ha vuelto iconoclasta. La iconolatría moderna no consiste en herir a las imágenes, sino en
fabricarlas, una profusión de imágenes donde no hay nada que ver.
Estas son literalmente las imágenes que no dejan huella. Son sus consecuencias estéticas propiamente
hablando. Pero detrás de cada una de ellas algo ha desaparecido. Ahí está su secreto, si es que tienen
alguno, y ahí está el secreto de la simulación. En el horizonte de la simulación no solamente el mundo
ha desaparecido, sino la cuestión misma de su existencia ya no tiene ya sentido.
Si se reflexiona en esto, se trata del problema de la iconolatría en Bizancio. Los iconoclastas eran gente
sutil que pretendían representar a Dios en las imágenes, disimulando al mismo tiempo el problema de
su existencia. Cada imagen era un pretexto para no reparar en el problema de la existencia de Dios.
Detrás de cada imagen, en efecto, Dios había desaparecido. No estaba muerto, había desaparecido, es
decir que el problema dejaba de existir. El problema de la existencia o de la inexistencia de Dios se
resolvía por la simulación.
Pero podemos pensar que ésta era la estrategia de Dios para desaparecer justamente tras las imágenes.
Dios suplía estas imágenes para desaparecer, obedeciendo él mismo a la pulsión de no dejar huella. De
este modo la profecía se cumplía. Vivimos en un mundo de simulación, en un mundo donde la más alta
función del signo consiste en hacer desaparecer la realidad y enmascarar al mismo tiempo esa
desaparición. El arte no hace otra cosa. Los medios actuales no hacen otra cosa. Es por esto que están
dirigidos al mismo destino.
Detrás de la orgía de las imágenes cada cosa se oculta. El mundo se disfraza detrás de la profusión de
las imágenes; ésta es otra forma de ilusión, una forma irónica quizá (por ejemplo la parábola de Canetti
acerca de los animales: detrás de cada uno de ellos se tiene la impresión de que algo humano se oculta
y se burla de nosotros).
La ilusión, que procedía de la capacidad de separarse de lo real a través de la invención de las formas,
de oponer otra escena, de pasar al otro lado del espejo, la que inventa otro juego y otra regla de juego,
es imposible de ahora en adelante, porque las imágenes se han pasado hacia las cosas. Ya no son el
espejo de la realidad, pues han cubierto el corazón de la realidad y la han transformado en hiperrealidad
donde de filtro en filtro no hay otro destino para la imagen que la imagen. La imagen ya no puede
imaginar lo real, porque ella misma es lo real y no puede trascenderlo, transfigurarlo ni soñarlo, porque
se trata de una imagen efectivamente virtual. En la imagen virtual es como si las cosas hubiesen
avalado su propio espejo.
Todas la utopías de los siglos XIX y XX han expulsado la realidad de la realidad, y nos han dejado en
una hiperrealidad vacía de sentido, ya que toda perspectiva final ha sido como absorbida, digerida,
dejando nada más que una superficie sin profundidad como residuo. Puede ser que la tecnología sea la
única fuerza todavía capaz de religar los fragmentos dispersos de lo real, ¿pero dónde se ha ido la
constelación del sentido? ¿Dónde se ha ido la constelación del secreto?
Fin de la representación entonces, fin de la estética, fin de la imagen misma en la virtualidad superficial
de sus filtros. Sin embargo –y aquí se encuentra un efecto paradójico quizás positivo– parece ser que, al
mismo tiempo que la ilusión y la utopía han sido expulsadas de lo real por la fuerza de todas nuestras
tecnologías, por medio de esas mismas tecnologías la ironía se ha pasado hacia las cosas. Habría una
contrapartida a la pérdida de la ilusión del mundo, que resultaría en una aparición de la ironía objetiva
de ese mismo mundo. La ironía como forma universal y espiritual del mundo. Espiritual en el sentido
de pensamiento vivo que, surge del corazón mismo de la banalidad técnica de nuestras imágenes. Los
japoneses presentan una divinidad en cada objeto industrial. Entre nosotros esta presencia está reducida
a un jugueteo irónico, pero es al mismo tiempo una forma espiritual.
Todas las cosas quieren hoy manifestarse. Los objetos técnicos, industriales, mediáticos, todos los
artefactos quieren significar, ser vistos, ser leídos, ser registrados, ser fotografiados.
Ustedes creen fotografiar alguna cosa por placer, pero de hecho es ella la que quiere ser fotografiada,
no son más que la figura de su puesta en escena, secretamente, por la perversión autopublicitaria del
mundo circundante. Ahí está la ironía patafísica de la situación. Toda metafísica ha sido en efecto
barrida por este trastrocamiento de la situación, donde el sujeto no está ya en el origen del proceso,
donde no es más que el agente o el operador de la ironía del mundo. Ya no es el sujeto quien se
representa al mundo (¡I’ll be your mirror! ), es el objeto el que refracta al sujeto y que sutilmente, a
través de nuestras tecnologías, le impone su presencia y su forma aleatoria.
Ya no es entonces el sujeto el amo del juego, al parecer ha tenido lugar una especie de inversión en la
relación. Es el poder del objeto que se abre camino a través de todo el juego de la simulación y de los
simulacros, a través del artificio mismo que nosotros le hemos impuesto. Ahí está la revancha irónica:
el objeto se convierte en un atractor extraño, justo ahí, en el límite de la aventura estética, del dominio
estético del mundo por el sujeto (pero también en el fin de la aventura de la representación), pues el
objeto como atractor extraño no es ya un objeto estético en sí.
Despojado de todo secreto, de toda ilusión por la técnica misma, despojado de su origen, en cuanto
generado por sus modelos, despojado de toda connotación de sentido y de valor, exorbitado, es decir,
desprendido de la órbita del sujeto al mismo tiempo que del modo de visión determinado que forma
parte de la definición estética del mundo: es ahí donde se convierte, de alguna forma, en un objeto
puro, y que retoma algo de la fuerza y de la inmediatez de las formas anteriores o posteriores a la
estetización general de nuestra cultura. Todos estos artefactos, todos estos objetos e imágenes
artificiales ejercen sobre nosotros una forma de deslumbramiento artificial, de fascinación; los
simulacros ya no son simulacros, se reconvierten en evidencia material: fetiches, puede ser, a la vez
despersonalizados, desimbolizados y con una intensidad máxima, investidos directamente como
medium, como lo es el objeto fetiche sin mediación estética. Es quizá ahí donde nuestros objetos más
artificiales, los más estereotipados, recobran una fuerza de exorcismo, al igual que las máscaras de
sacrificio. Exactamente como las máscaras, que absorben la identidad de los actores, los danzantes, los
espectadores, y cuya función es por ello provocar una suerte de vértigo traumatúrgico, así yo creo que
todos los artefactos modernos, de lo publicitario a la electrónica, de lo mediático a lo virtual, objetos,
imágenes, modelos, redes, tienen una función de absorción y de vértigo del interlocutor (nosotros, los
sujetos, los supuestos actuantes, los actores), mucho más que de comunicación o de información, y al
mismo tiempo tienen la función de eyección y de rechazo, como en las formas de exorcismo y
paroxismo anteriores. ¡We shall be your favorite dissapearing act!
Estos objetos reúnen también –más allá de la forma estética–las formas de juego aleatorio y de vértigo
de que hablaba Caillois y que se oponen a los juegos de representación mimética y estética. Ellos
ilustran nuestro tipo de sociedad de paroxismo y de exorcismo, es decir, donde hemos absorbido hasta
el vértigo nuestra propia realidad, nuestra propia identidad, y donde buscamos rechazarla con la misma
fuerza, cuando la realidad entera ha absorbido hasta el vértigo su propio doble y busca expulsarlo bajo
todas sus formas. Estos objetos banales, técnicos y virtuales, serían entonces los nuevos atractores
extraños, los nuevos objetos más allá de la estética, transestéticos, objetos-fetiches, sin significación,
sin ilusión, sin aura, sin valor y que serían el espejo de nuestra desilusión radical del mundo. Objetos
irónicamente puros, como las imágenes de Warhol.
En este sentido una máquina puede convertirse en célebre, y Warhol no pretendió nunca otra cosa que
esta celebridad maquinal, sin consecuencias, que no deja huella. Celebridad fotogénica, que releva
también la exigencia de cualquier cosa y de todo individuo hoy de ser visto, de ser registrado por la
mirada. Así hace Warhol: no es más que el agente de la aparición irónica de las cosas. No es más que el
medio de esta gigantesca publicidad que se hace del mundo a través de la técnica y de las imágenes,
forzando nuestra imaginación a borrarse, nuestras pasiones a extrovertirse, hiriendo el espejo que
ofrecemos, hipócritamente más allá, para captarlo a nuestro beneficio.
Por las imágenes, por los artefactos técnicos de todas las suertes, de los cuales los de Warhol son el
"tipo ideal" moderno, el mundo es el que impone su discontinuidad, su despedazamiento, su
estereofonía, su instantaneidad superficial.
Evidencia de la máquina Warhol, de esta extraordinaria máquina para filtrar el mundo en su evidencia
material: las imágenes de Warhol no son del todo banales porque sean el reflejo de un mundo banal,
sino porque resultan de la ausencia de toda pretensión del sujeto a interpretarlo: son el resultado de la
elevación de la imagen a la figuración pura, sin la más mínima transfiguración. No se trata entonces de
una trascendencia del signo que, perdiendo toda significación natural, resplandece en el vacío de toda
su luz artificial. Warhol es el primero en reintroducir el fetichismo.
Si lo pensamos bien, ¿qué hacen de todas maneras los artistas modernos? Así como los artistas después
del Renacimiento pensaban hacer pintura religiosa y no hacían sino retocar de hecho las obras de arte,
¿nuestros artistas modernos piensan producir obras de arte y de hecho no hacen más que retocarlas?
¿Es que los objetos que producen no son más que arte? Objetos-fetiches, por ejemplo, pero fetiches
desencantados, objetos puramente decorativos, de uso temporal (Roger Caillois diría: adornos
hiperbólicos). Objetos literalmente supersticiosos, en el sentido que no revelan una naturaleza sublime
del arte ni responden ya a una creencia profunda del arte, sino que perpetúan la superstición bajo todas
sus formas. Los fetiches son, entonces, de la misma inspiración que el fetichismo sexual, que es de
hecho sexualmente indiferente, pues al constituir su objeto en fetichismo, niega a la vez la realidad del
sexo y el placer sexual. El fetichismo no cree en el sexo, no cree más que en la idea del sexo (que de
seguro es asexuada). De la misma forma, no creemos en el arte, sino solamente en la idea del arte (que
en rigor no tiene nada de estética).
Es porque el arte, no siendo sutilmente otra cosa que una idea, se ha metido en el trabajo de las ideas.
El portabotellas de Duchamp es una idea, la lata Campbell de Warhol es una idea, Yves Klein,
vendiendo aire a cambio de un cheque en blanco en una galería, es una idea. Todas éstas son ideas,
signos, alusiones, conceptos. Eso significa nada, pero significa al menos. Eso que llamamos arte hoy
parece llevar el testimonio de un vacío irremediable. El arte es travestido por la idea, la idea es
travestida por el arte. Se trata de una forma, nuestra forma de transexualidad, llevada al dominio del
arte y de la cultura. Transexual a su manera, el arte es atravesado por la idea y particularmente por los
signos de su desaparición.
Todo el arte moderno es abstracto en el sentido de que está atravesado por la idea, más que por la
imaginación de las formas y las sustancias. Todo el arte moderno es conceptual en el sentido de que
fetichiza en la obra el concepto, el estereotipo de un modelo cerebral del arte; exactamente como
aquello que es fetichizado en la mercancía no tiene valor real, sino en el estereotipo abstracto de su
valor. Dirigido a esta ideología fetichista y decorativa, el arte no tiene existencia propia. En esta
perspectiva se puede decir que estamos en vías de una desaparición del arte en cuanto actividad
específica. Esto puede conducir ya sea a una reversión del arte en técnica y artesanado puros,
transferido eventualmente a la electrónica, como podemos ver por todos lados, o hacia un ritualismo
primario, donde no importa quién hará el oficio de producir utensilios estéticos: el arte se detiene en el
kitsch universal, tal y como el arte religioso en su tiempo terminó en el kitsch del santo suplicio. Quién
sabe si el arte, como tal, no sea más que un paréntesis, una suerte de lujo efímero de la especie. El tedio
es lo que esta crisis interminable del arte amenaza en devenir. Y la diferencia entre Warhol y todos los
otros que se acomodan a esta crisis interminable, es que con Andy Warhol la crisis del arte ha
terminado sustancialmente.
Contra toda la superstición moderna de una "liberación", hay que decir que no se liberan las formas,
que no se liberan las figuras. Se les encadena a lo contrario: el sólo hecho de liberarlas es encadenarlas,
o sea, encontrar su encadenamiento, el hijo que las engendra y las ata, que las encadena una a la otra a
través de la dulzura. Más allá, ellas se encadenan y se engendran por sí mismas. El arte consiste
precisamente en entrar en la intimidad de ese proceso. "Es mejor reducir a la esclavitud a un solo
hombre libre que liberar a mil esclavos" (Omar Khayam).
Para los objetos cuyo secreto no es el de su expresión, de su forma representativa, sino al contrario, el
de su condensación y el de su dispersión posterior en el ciclo de las metamorfosis, hay de hecho dos
maneras de escapar a la trampa de la representación. La de su deconstrucción interminable, donde la
pintura no cesa de mirarse morir en los fragmentos del espejo y obliga en seguida a regodearse con los
restos, siempre en contradependencia de la significación perdida, siempre en detrimento de un reflejo o
de una historia. O bien abandonar simplemente toda representación, olvidar toda preocupación de
lectura, interpretación y desciframiento, olvidar la violencia crítica del sentido y del contrasentido para
recuperar la matriz de la aparición de las cosas, ahí donde rinden simplemente su presencia, en las
formas múltiples, multiplicadas según el espectro de las metamorfosis.
Entrar en el espectro de dispersión del objeto, en la matriz de distribución de las formas, es la forma
misma de la ilusión, la respuesta en juego. Traspasar una idea es negarla. Traspasar una forma es pasar
de una forma a la otra. La primera define la posición intelectual crítica, y es muy a menudo la de la
pintura moderna en sus relaciones con el mundo. La segunda describe el principio mismo de la ilusión,
por el cual no hay otro destino para la forma que la forma. En este sentido nos hacen falta ilusionistas
que sepan que el arte, la pintura, son ilusión, es decir algo tan lejos de la crítica intelectual del mundo
como de la estética propiamente dicha (que supone una discriminación reflexiva de lo bello y de lo
feo); ilusionistas que sepan que todo el arte es desde luego un trompe l’oeil, un engaño de la vida,
como toda teoría es un engaño del sentido y que toda la pintura, lejos de ser una versión expresiva y
por lo tanto pretendidamente verídica del mundo, consiste en dirigir los señuelos ahí donde la supuesta
realidad del mundo es lo suficientemente ingenua para dejarse atrapar. Así como la teoría no consiste
en tener ideas (y por lo tanto flirtear con la verdad), sino en colocar señuelos y trampas donde el
sentido sea lo bastante ingenuo para dejarse atrapar. Recuperemos, a través de la ilusión, una forma de
seducción fundamental.
Exigencia delicada de no sucumbir al encanto nostálgico de la pintura, y de mantenerse sobre esa línea
sutil que tiene menos de la estética que del señuelo, heredera de una tradición ritual que jamás se ha
mezclado con la pintura: la de su trompe l’oeil. Dimensión que renueva, más allá de la ilusión estética,
una forma aún más fundamental de ilusión que yo llamaría "antropológica", para designar esta función
genérica que es la del mundo y de su aparición, por donde el mundo se nos aparece ya sea antes de
tener sentido, o antes de volverse real, aquello que no ha devenido más que tardíamente y sin duda de
manera efímera. No la ilusión negativa y supersticiosa de otro mundo, sino la ilusión positiva de este
mundo, de la operación simbólica del mundo, de la ilusión vital de las apariencias de que habla
Nietzsche: la ilusión como escena primitiva, ya anterior, ya más fundamental que la escena estética.
El dominio de los artefactos sobrepasa ampliamente el del arte. El reino del arte es en rigor el de una
gestión convencional de la ilusión, una convención que en principio neutraliza los efectos delirantes de
la ilusión, que neutraliza la ilusión como fenómeno extremo. La estética constituye una suerte de
sublimación, de dominio por la forma de la ilusión radical del mundo, que de otro modo nos vaciaría.
Esta ilusión original del mundo de la que otras culturas han aceptado la cruel evidencia que dispone un
equilibrio artificial. Nosotros, las culturas modernas, no creemos ya en esa ilusión del mundo, sino en
su realidad (que es por supuesto la última de las ilusiones), cuyos estragos hemos escogido atemperar
por medio de esa forma cultivada, dócil, de simulacro que es la forma estética.
La ilusión no tiene historia. La forma estética en sí misma tiene una. Pero debido a que tiene una
historia, no tiene más que un tiempo, y es sin duda ahora cuando asistimos al desvanecimiento de esta
forma condicional, de esta forma estética del simulacro, en beneficio del simulacro incondicional, es
decir en una escena primitiva de la ilusión, donde recuperaremos los rituales y las fantasmagorías
inhumanas de las culturas más allá de la nuestra.
©Jean Baudrillard, Illusion, désillusion esthétique. Sens & Tonka. París, 1997, 46 pp.