Ginzburg El Inquisidor Como Antropólogo Resumen

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Ginzburg el inquisidor como antropó logo resumen

me vino a la mente que aun los historiadores que estudian sociedades tanto mas antiguas
(como, por ejemplo, la Europa de la Baja Edad Media o de la primera Edad Moderna), sobre las
cuales contamos con cantidades considerables o incluso enormes de documentos escritos,
ciertas veces emplean testimonios orales: mas precisamente, registros escritos de testimonios
orales.
No obstante, debe decirse que, en el caso de la brujería la renuencia a utilizar procesos
inquisitoriales fue compartida durante mucho tiempo tanto por historiadores confesionales
(cató licos y protestantes) como por historiadores de formació n liberal. El motivo es evidente.
En ambos casos faltaban elementos de identificació n religiosa, intelectual o aun sencillamente
emotiva. Usualmente, la documentació n que proveían los procesos por brujería se
consideraba una mezcolanza de rarezas teoló gicas y supersticiones campesinas. Estas ú ltimas
eran consideradas intrínsecamente irrelevantes; las otras podían ser estudiadas mejor y con
menores dificultades sobre la base de los tratados demonoló gicos impresos. La idea de
detenerse en las extensas y (así al menos parecía) repetitivas confesiones de los hombres y las
mujeres acusados de brujería era poco atractiva para estudiosos que veían como ú nico
problema histó rico el constituido por la persecució n a la brujería, y no por su objeto
ese ámbito, el problema de la documentació n se muestra decisivo. A diferencia de los
antropó logos, los historiadores de las sociedades del pasado no está n en condiciones de
producir sus propias fuentes. Desde este punto de vista, los legajos conservados en los
archivos no pueden considerarse un homó logo de las cintas magnéticas.
¿Pero en verdad los historiadores disponen de una documentació n que les permita
reconstruir —má s allá de los estereotipos inquisitoriales- las creencias en brujería difundidas
en Europa durante el Medioevo y comienzos de la Edad Moderna? La respuesta debe buscarse
en el plano de la calidad, no en el brutalmente cuantitativo.
Kieckhefer trazo una diferencia entre estereotipos doctos y brujería popular, basada en un
detallado aná lisis de la documentació n anterior al añ o 1500 (considerando repetitiva, de
manera errada, la posterior a esa fecha). El insistió en la importancia de dos tipos de
documentos: las denuncias de las personas que consideraban haber sido acusadas de brujería
por error, y las declaraciones de quienes eran convocados a prestar testimonio en los
procesos por brujería
son textuales. En ambos casos estamos frente a textos intrínsecamente dialó gicos. La
estructura dialó gica puede ser explicita, como en la serie de preguntas y respuestas que
marcan el pulso de un proceso inquisitorial o una transcripció n de las conversaciones entre
un antropó logo y su informante. Pero también puede ser implícita, como en las notas
etnográ ficas que describen un rito, un mito o un instrumento. La esencia de lo que
denominamos “actitud antropoló gica" —esto es, la confrontació n prolongada entre culturas
diferentes— presupone una perspectiva dialó gica. Sus bases teó ricas, desde el punto de vista
lingü ístico
Ante los ojos profundamente recelosos de los inquisidores, cualquier mínimo indicio podía
sugerir una vía para llegar a la verdad. Desde luego, esos documentos no son neutrales; la
informació n que nos proporcionan no es "objetiva" bajo ningú n aspecto. Deben ser leídos
como producto de una relació n específica, de honda desigualdad. Para descifrarlos, debemos
aprender a captar por detrá s de la superficie tersa del texto un sutil juego de amenazas y
miedos, de asaltos y retiradas. Debemos aprender a desenredar los abigarrados hilos que
constituían el entramado de esos diálogos.
No hay necesidad de recordar que, en los ú ltimos añ os, los antropó logos se han vuelto cada
vez má s conscientes de la dimensió n textual de su actividad. Para los historiadores, que a
menudo (no siempre) tienen que enfrentar textos, ésa no es, a primera vista, una gran
novedad. Pero la superació n de una epistemología de tendencia ingenua mente positivista,
todavía compartida en la actualidad por demasiados historiadores. No existen textos
neutrales: aun un inventario notarial implica un có digo, que debemos descifrar.
Un escéptico a ultranza podría objetar, en esta coyuntura, que un término como "realidad" (y
hasta una expresió n como "realidad cultural") es ilegitimo: lo que aquí está en juego serian
solo diferentes voces dentro de un mismo texto, no realidades distintas. Argü ir contra ese tipo
de objeció n a alguien le parecerá una pérdida de tiempo: después de todo, la integració n de
distintos textos en un texto de historia o de etnografía se basa sobre la compartida referencia
a algo que, faute de mieux, debemos llamar "realidad externa". Y pese a todo, esas objeciones
escépticas aluden, aunque de manera distorsionada, a una dificultad real. In
la documentació n con que contamos se muestra ya conta minada por la interpretació n de los
inquisidores. Nuestra tarea de intérpretes parece tanto má s fácil cuando, como en el caso de
los benandanti, los inquisidores no entendían. En cambio, cuando entendían (o, como fuere,
entendían un poco má s), la dimensió n dialó gica del proceso se atenú a o llega aun a
desaparecer; y la documentació n, para quien quiera reconstruir las creencias de los
imputados, resulta menos valiosa, menos pura. Sin embargo, decir "contaminada por la
interpretació n" significa no justipreciar la agudeza antropoló gica de los inquisidores;
debemos agregar “pero también iluminada por ella". Recursos interpretativos má s o menos
fragmentarios, sugeridos por inquisidores, predicadores y canonistas, nos proporcionan
valiosos factores que permiten colmar las la gunas de la documentació n.
aparece ni en los textos clá sicos ni en los medievales. No obstante, se explica fá cil mente si se
lo inserta en el contexto de las creencias folcló ricas conexas —que, en cierta medida, abarcan
Europa entera— a la "caza salvaje" o al “ejército de furiosos"
una perspectiva má s general, debe enfatizarse que la difusió n de un fenó meno, tal vez
documentado de manera fragmentaria, no puede tomarse como índice de su importancia
histó rica. Una lectura exhaustiva de una pequeñ a cantidad de documentos, acaso ligados a un
nú cleo acotado de creencias, puede ser tanto mas iluminadora que una enorme cantidad de
documentos repetitivos. Ciertamente, los historiadores de las sociedades del pasado no está n
en condiciones de producir sus propios documentos, como hacen hoy en dio los antropó logos,
o como mucho tiempo atrá s hacían los inquisidores. Pero si desean interpretar esos
documentos, tienen algo que aprender de ambos.
Apéndice
La expresi6n "laboratorio historiográ fico" es, desde luego, metafó rica. Si un laboratorio es un
lugar donde se realizan experimentos científicos, el historiador es, por definici6n, un
investigador a quien los experimentos, en el sentido estricto del término, está n vedados.
Reproducir una revoluci6n, una ruptura, un movimiento religioso resulta imposible, no $610
en la prá ctica sino como cuesti6n de principio, para una disciplina que estudia fenó menos que
en cuanto tales son irreversibles en su dimensi6n temporal. Esa característica no es s61o
propia de la historiografía: basta pensar en la astrofísicao0 en la paleontología y la
imposibilidad de recurrir a experimentos en sentido propio no impidi6 a cada una de esas
disciplinas elaborar criterios de cientificidad sui generis, basados, en la conciencia comú n,
sobre la noci6n de prueba.
lo concreto de los procesos sociales mediante la reconstrucció n de vidas de mujeres y
hombres de extracció n no privilegiada volvió a proponer de hecho la parcial contigü idad entre
la mirada del historiador y la del juez, al menos por que la fuente má s rica para
investigaciones de ese tipo la constituyen precisamente actas provenientes de tribunales
laicos o eclesiá sticos. En esas situaciones, el historiador tiene la impresió n de efectuar una
indagatoria por interpó sita persona: la del inquisidor o la del juez. Las actas procesales,
accesibles en forma directa o (como en el caso de Davis) indirecta, pueden ser comparadas
con la documentació n de primera mano recogida por un antropó logo durante su trabajo de
campo, y dejada en herencia a los historiadores futuros. Consiste en una documentació n
valiosa, aunque inevitablemente insuficiente: una infinidad de preguntas que el historiador se
plantea —y que si dispusiera de la má quina del tiempo formularia a imputados y testigos- no
fueron formuladas por los jueces y los inquisidores en el pasado, ni podían hacerlo. No es solo
cuestió n de distancia cultural, sino de diferencia de objetivos. La embarazosa contigü idad
profesional entre historiadores o antropó logos de hoy en día y jueces e inquisidores del
pasado cede el paso, en cierta coyuntura, a una divergencia en métodos y metas.
Se trata de una conclusió n conjetural (por desgracia, los pensamientos y sentimientos de
Bertrande son inaccesibles) pero, segú n su evidencia, casi obvia para nosotros. Aquellos
historiadores que —recuerda polémicamente Davis- tienden a representar a los campesinos
(y con mayor motivo a las campesinas) de ese periodo como individuos casi carentes de
libertad de elecció n objetaran, en esa instancia, que ése es un caso excepcional, y por tanto,
poco representativo: jugaran así con la ambigü edad entre representatividad estadística
(verdadera o supuesta) y representatividad histó rica. En realidad, debe subvertirse ese
argumento: esa misma excepcionalidad del caso Martin Guerre echa luz sobre una normalidad
elusiva en registros documentales. A la inversa, situaciones aná logas contribuyen a colmar en
cierto modo las lagunas de
El término “invenció n" es decididamente provo cativo; pero a fin de cuentas hace que nos
extraviemos. El motor de la pesquisa (y de la narració n) de Davis no es la contraposició n entre
lo “verdadero" y lo “inventado" sino la integració n, puntualmente señ alada en toda ocasió n, de
"realidades" y "posibilidades". De allí deriva el pululáis en su libro, de expresiones como
"acaso", "debieron (de)", "puede presumirse", "seguramente" (que en el idioma historiográ fica
suele significar "muy probablemente") y otras tantas. En esa coyuntura, la divergencia entre la
mirada del juez y la del historiador se muestra con claridad. Para el primero, el margen de
incertidumbre tiene un significado puramente negativo, y puede desembocar en un no liquet:
en términos modernos, una absolució n por falta de mérito. Para el segundo, activa una
profundizació n de la investigació n, que liga el caso específico al contexto, aquí concebido
como lugar de posibilidades histó ricamente determinadas. La biografía de los personajes de
Davis por momentos se vuelve la biografía de otros "hombres y mujeres de la misma época y
lugar", reconstruida con sagacidad y paciencia por medio de fuentes notariales, judiciales,
literarias. “Lo verdadero" y "lo verosímil", “pruebas" y "posibilidades" se entrelazan, aunque
permanezcan diferenciados con rigurosidad.
utilizado el término "narració n". La tesis de que todos los libros de historia —incluidos
aquellos que se basan en estadísticas, grá ficos, pianos y mapas— tienen un componente
intrínsecamente narrativo es rechazada por muchos (erradamente, segú n creo)
circunstancia de que las hayan relatado de forma sucesiva juristas, novelistas, historiadores y
directores de cine hace de ellas un caso ú til para reflexionar acerca de un problema muy
debatido hoy en día: el nexo entre narraciones en general y narraciones historiográ ficas.
Sin embargo, la absoluta falta de dialogo entre unos y otros impidió hasta ahora llegar a
resultados satisfactorios. Los filó sofos analizaron proposiciones historiográ ficas individuales,
separadas en general de su contexto, ignorando el trabajo preparatorio de investigació n que
las había hecho posibles."’ Los historiadores se preguntaron si en los ú ltimos añ os hubo un
regreso a la historiografía narrativa, descuidando las implicaciones cognitivas de los diversos
tipos de relato}7 Esa misma pá gina que acabamos de discutir nos recuerda que la adopció n de
un có digo estilístico selecciona ciertos aspectos de la realidad y no otros, pone el acento sobre
algunas conexiones y no otras, establece ciertas jerarquías y no otras. Que todo eso esté ligado
a los cambiantes vínculos que a lo largo de dos milenios y medio se desarrollaron entre
relatos historiográ ficos y de otros tipos -desde la epopeya hasta la novela, o aun el cine-
parece obvio. Analizar histó ricamente esos vínculos —conf1gurados, en cada época, por
intercambios, hibridaciones, contraposiciones, influencias unidireccionales— resultaría
mucho má s ú til que proponer formulaciones teó ricas abstractas, a menudo implícita o
explícitamente normativas.
Así, en el origen de esta memorable revolució n narrativa encontramos la historia de la
primera gran revolució n de la era moderna. En la literatura se utiliza la dilatació n del tiempo.
Para el interlocutor imaginario, la presencia de elementos de invenció n era, en ese programa,
contradictoria. Como respondía Manzoni a esta y otras objeciones en torno a la novela
histó rica no importa aquí. Se enfatizará , en cambio, que él terminaba por contraponer a la
novela histó rica una historia "posible", aunque ya expresada por muchos "trabajos cuya
finalidad es precisamente dar a conocer no tanto el rumbo político de una parte de la
humanidad en una época dada, sino su modo de ser; en aspectos distintos y, en mayor menor
medida, mú ltiples. Palabras vagas, que de 1nmediato cedían el paso al apenas velado
reconocimiento de que la historia "había quedado retrasada respecto de aquello que una
intenció n de ese tipo podía requieren respecto de aquello que los materiales, buscados y
observados con un oposito má s amplio y má s filosó fico, pod1an dar. De ello deriva la
exhortació n al futuro historiador, que habría de revolver “entre toda clase de documentos"
haciendo "que se tomen documentos aun ciertos escritos cuyos autores estaban a mil millas
de distancia de imaginar que volcaban en el papel documentos para la posteridad"
desde la polémica contra los límites de una historia exclusivamente política y militar hasta la
reivindicació n de una historia de la mentalidad de los individuos y de los grupos sociales, e
incluso (en las pá ginas de Manzoni) una teorizació n de la microhistoria y del uso sistemá tico
de nuevas fuentes documentales. Como ya se señ aló , consiste en una relectura realizada, vale
decir, de tendencia anacró nica; pero no por ello del todo arbitraria.
control de las pretensiones de verdad inherentes a los relatos historiográ ficos en cuanto tales
habrían implicado discutir los problemas concretos, ligados a las fuentes y a las técnicas de la
investigació n, que cada uno de los historiadores se había planteado en su trabajo. Si se
soslayan esos elementos, como hace White, la historiografía se configura como un puro y
simple documento ideoló gico
propio Momigliano de mostro mejor que cualquier otro que principio de realidad e ideología,
control ideoló gico y proyecció n de los problemas del presente al pasado se entrelazan,
condicioná ndose recíprocamente, en todos los momentos del trabajo historiográ fica: de la
identificació n del objeto a la selecció n de los documentos, a los métodos de indagació n, a los
criterios de prueba, a la presentació n literaria. La reducció n unilateral de ese tan complejo
entramado a la acció n inmune frente a roces del imaginario historiográ fica, propuesta por
White y Hartog, parece reductora y a fin de cuentas improductiva. Justamente gracias a los
roces provocados por el principio de realidad (o como quiera llamá rselo) es que los
historiadores, de Heró doto en adelante, pese a todo terminaron por apropiarse en gran
medida del "otro", a veces en forma domesticada, a veces modificando, en cambio, de manera
profunda los esquemas cognitivos que habían tomado como punto de partida.
Actualmente, la insistencia en la dimensió n narrativa de la historiografía (de cualquier
historiografía, aunque en distinta medida) va acompañ ada, como ya se vio, por actitudes
relativistas que tienden a anular de hecho toda distinció n entre ficció n y historia, entre relatos
fantá sticos y relatos con pretensiones de verdad. Contra esas tendencias debe enfatizarse, en
cambio, que una mayor conciencia de la dimensió n narrativa no implica una mengua en las
posibilidades cognitivas de la historiografía sino, por el contrario, una intensificació n de ellas.
E incluso a partir de esa misma instancia deberá comenzar una crítica radical del lenguaje
historiográ fica, de la cual por ahora solo contamos con algunos elementos.
día, después de treinta añ os, podemos leerlo como un libro anticipatorio, que acaso se haya
visto perjudicado por cierta timidez para poner en prá ctica hasta las ú ltimas instancias su
proyecto critico inicial. Bajo una mirada retrospectiva aparece con claridad que su blanco no
era tan solo el método Hologico combinatorio, sino el relato histó rico tradicional, a menudo
irrefrenablemente proclive a comar (mediante ‘un adverbio, una preposició n, un adjetivo, un
verbo en indicativo antes que en condicional...) las lagunas de la documentació n,
transformando un torso en una estatua completa.
de la historia en la historia de la historiografía. Pero en principio la crítica de los testimonios
presentada con tanto refinamiento por Frugoni no solo no excluye, sino que facilita la
amalgama de series documentarias distintas, con una conciencia desconocida para el viejo
método combinatorio. En esa direcció n resta mucho por hacer.
En el acto mismo de proponer la inserció n de las conjeturas, indicadas como tales, en la
narració n historiográ fica, Manzoni sentía la necesidad de recalcar, de manera algo
embrollada, que "la historia deja entonces el relato, pero para acercarse de manera posible a
aquello que es la finalidad del relato". Entre conjeturas y relato histó rico, concebido como
exposició n de verdades positivas, había —segú n la mirada de Manzoni— una obvia
incompatibilidad. Actual mente, en cambio, el entramado de verdades y posibilidades, así
como la discusió n de hipó tesis de investigació n en pugna, alternadas con pá ginas de
recapitulació n histó rica, ya no causan desconcierto. Nuestra sensibilidad de lectores se
mó dico por obra de Rostovtzeff y Bloch —pero también de Proust y Musil—. No es solo la
categoría de relato historiográ fica lo que cambio, sino la de narració n propiamente dicha. La
relació n entre quien narra y la realidad se muestra má s incierta, má s problemá tica.
Términos como ficció n o posibilidades no deben llamar a engañ ar La cuestió n de la prueba
sigue estando, má s que nunca, en el centr0 de la investigació n histó rica; pero su estatuto es
m0diiicad0 de forma inevitable cuand0 se afrontan temas diferentes a los de épocas pasadas,
con la ayuda de una documentació n también diferente.
Para los novelistas de un siglo y medio antes, en cambio, el prestigio de la historiografía se
fundaba sobre una imagen de veracidad absoluta en la que el recurso mismo a las conjeturas
no tenía incidencia alguna. Contraponiendo a los historiadores que se ocupaban de “hechos
pú blicos" con aquellos que, como él mismo, se limitaban a los "caracteres humanos privados",
Fielding relevaba a su pesar la posicion de mayor credibilidad de los primeros, basada s0bre
los "informes publicos, junto con los testimonios aunados de muchos autores": en otros
términos, sobre el testimonio concordante de fuentes archivísticas y narrativas." Esta
contraposicion entre historiadores y novelistas nos parece ahora muy lejana. En la actualidad,
los historiadores reivindican el derecho a ocuparse no solo de las gestas pú blicas de Trajano,
Antonino Pio, Nerén 0 Caligula (son los ejemplos aducidos por Fielding), sino también de las
escenas de la vida privada de Arnaud du Tilh, alias Pansette, de Martin Guerre, de su mujer
Bertrande. En una perspicaz amalgama de erudició n e imaginació n, de pruebas y
posibilidades, Natalie Zemon Davis demostro que puede escribirse también la historia de
mujeres y hombres como ellos.

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