Liz Fielding - El Beso de Un Extraño
Liz Fielding - El Beso de Un Extraño
Liz Fielding - El Beso de Un Extraño
Argumento:
Capítulo 1
¡NO puedo creerlo! ¿De dónde salió? Tara Lambert corrió hacia la puerta, pero las
luces traseras del coche de su socia ya se perdían en la oscuridad de la noche,
llevándose cualquier posibilidad de ayuda proveniente de ella.
La joven volvió la vista hacia el hombre que esperaba al otro lado de la calle. El
también observaba el auto de Beth, quizá preguntándose si Tara se habría marchado
con su socia. Bueno, ya era tarde para lamentarse el no haber aceptado el ofrecimiento
de Beth de llevarla en su auto, mas si actuaba rápido, tal vez pudiera escapar.
Subiéndose el cuello de la gabardina hasta las orejas, abrió el paraguas y salió a la
lluvia.
Apenas había recorrido unos doscientos metros cuando oyó que la llamaba. Su
intento de escapar sin ser detectada había fracasado, pensó. Con desolación miró a su
alrededor. Las tiendas ya estaban cerradas y no tenia dónde esconderse. Hasta la
estación de taxis estaba desierta.
Prosiguió la marcha de prisa, rogando al cielo que los semáforos permanecieran
en verde para que el tránsito avanzara, mas en ese instante se encendió el amarillo.
Tara se detuvo, maldiciéndose por ser tan tonta. Debió quedarse en la oficina y
desde allí pedir un taxi, se dijo. Quizá no estaría mal emprender una retirada
estratégica, decidió en seguida.
—¡Tara! —el llamado, esta vez desde más cerca, la sorprendió, por lo que se
volvió antes de poder contenerse. El hombre se abría paso entre los autos que se
habían detenido, cerrándole esa vía de escape.
Un haz de luz brilló de repente junto a ella sobre la acera y una pareja de
enamorados apareció, riendo, tomados por la cintura, y corrieron por la acera. Habían
salido de un bar recién inaugurado. En alguna ocasión Tara vio su lista de precios y
eran demasiado elevados para su presupuesto, como todo lo que estaba cerca de
Victoria House. Pero eso era lo último en su mente en ese momento.
El sonido de los pasos que se acercaban la impulsó a entrar en el bar antes de
pensar lo que haría una vez que estuviera dentro.
Todavía no daban la siete y la concurrencia era numerosa, mas no reconoció a
nadie. Dejó el paraguas y colgó la gabardina en el vestíbulo. Al menos estaría
rodeada de gente, y ya que se encontraba allí comería algo, decidió. Había tenido un
día difícil y el aroma a buena comida la hizo recordar lo hambrienta que estaba. Pero
se concretaría en pedir lo más económico del menú. Al mirar a su alrededor, en busca
de una mesa desocupada, la puerta de la entrada se abrió a su espalda.
—¡Tara!
Con un movimiento instintivo, la joven se sentó en una silla cercana, ocultándose
detrás de unas plantas, junto a un hombre que estudiaba atento un documento sobre
la mesa.
—¡Por favor finja que estoy con usted! —murmuró ella apresurada. Pero por el
gesto de disgusto del hombre, Tara supo al instante que cualquier intento de
seguridad era una ilusión. A pesar de los hilos de plata que adornaban un mechón
rizado que caía sobre su frente bronceada, él era más joven de lo que pensó Tara al
principio. No tendría más de treinta y cinco años y no era atractivo; de hecho, sus
facciones eran toscas. Unas espesas cejas oscuras cubrían los ojos verde mar que
parecían perforarla hasta el alma, en busca de sus más íntimos secretos. La nariz
tenia la huella inconfundible de un golpe, tal vez de un puño; los labios formaban
una línea tensa sobre el duro mentón. Era el rostro de un depredador, de un pirata
del siglo veinte. Y sus reacciones iban de acuerdo con su apariencia.
Después de una mirada breve sobre el hombro de Tara, sin vacilación, la tomó por
la cintura sorpresivamente y la atrajo contra su pecho. Ella abrió los labios y percibió
un aroma a limpio, a cuero, a algo más.
Los dedos del hombre le rozaron la mejilla al acomodarle un mechón de cabello
negro que se soltó del broche. Demasiado sorprendida, Tara permaneció sin poder
hacer algo para oponerse. Mientras trataba de recuperar el control, él le atrapó el
mentón para levantárselo.
—Llegas tarde, querida —murmuró con tono sedoso. Estupefacta por la respuesta
a su petición de ayuda, la joven trató de protestar, pero las palabras se ahogaron
cuando él agregó—: Pero te perdono.
Mentía. No había ninguna clemencia en el beso que reclamó como pago por su
protección. Al instante Tara supo que no era un eso fingido para engañar a su
perseguidor. Fuera quien fuera, el hombre no hacía las cosas a medias.
Tensa, ella permaneció inmóvil, pero el asalto de la boca experta no podía ser
ignorado. Con ternura y gran pericia, él la hizo entreabrir los labios, exigiendo una
respuesta. Fue una chispa que en un instante se convirtió en deseo y Tara respondió
al inesperado abrazo con un calor que la asombró y llenó de felicidad.
—¡Tara!
La petulante voz a su espalda se había tornado insistente, haciéndola recordar
quién era y dónde estaba. No quería volver al mundo de la realidad, ansiaba unos
segundos más en el sitio al que la llevó el beso. Despacio, abrió los párpados, que
hubiera preferido conservar cerrados. Por un instante, el hombre la perforó con la
mirada, manteniéndola cautiva con el brazo que la sujetaba por la cintura.
Luego su boca se curvó en una sonrisa maliciosa que provocó un jadeo de parte
de Tara y que apartara la vista. Había disfrutado cada instante del beso y él lo sabía.
Lo empujo por el pecho sin resultado positivo. Pasó una eternidad antes que él se
compadeciera de ella y volviera su atención al hombre que estaba a su lado.
—Tara va a cenar conmigo. Si quiere hablar con ella, tendrá que hacer una cita
para otra ocasión —declaró con calma. Era evidente que se trataba de alguien
acostumbrado a ser obedecido sin discusiones. El perseguidor de la joven parpadeó y
los miró como si acabara de descubrir la presencia del hombre con cara de pirata.
Tan concentrado estaba en atrapar su presa.
—¿Por qué no regresas, Tara? Sabes cuánto te necesito —la figura alta y esbelta
parecía patética con la gabardina húmeda, y ella experimentó cierto remordimiento al
verlo darse la vuelta para alejarse—. No creas que me daré por vencido —agregó él,
con desafío inesperado, sobresaltándola antes de salir.
Con renuencia y avergonzada por su impetuosidad, que la arrojó a los brazos de
un desconocido, Tara se volvió hacia el hombre que la tenía aún en sus brazos.
—¿Por qué hizo eso? —preguntó con voz temblorosa.
—No estaba seguro de qué se esperaba de mi y decidí que debía ser convincente
—él arqueó una ceja con gesto interrogante—. ¿Lo fui?
—Su presencia habría sido suficiente —respondió ella.
—¿Ah sí? —se burló él—. Debió decírmelo.
—No me dio la oportunidad —señaló la joven al recobrar el control de sus cuerdas
vocales, aunque aún no de su pulso alterado.
—Lamento no haber estado a la altura de su... caballero perfecto. No es un papel
en el que tenga mucha experiencia.
—Usted no es un caballero —le espetó Tara y de inmediato se ruborizó por sus
malos modales—. Lo siento, no debí decir eso. Le agradezco mucho su ayuda.
Sabía que debía darle una explicación por su proceder y emprender una retirada
rápida. El agradecimiento apenas era necesario. El ya había cobrado su recompensa y,
por la expresión de sus ojos, era obvio que encontró muy divertida la experiencia.
Pero la retirada, descubrió ella, no sería tan simple. Trató de apartarse con tanta
dignidad como le era posible, pero el hombre todavía la sujetaba por la cintura con
firmeza. Con una sonrisa débil, Tara lo intentó de nuevo:
—Muchas gracias por... su ayuda. Lamento molestarlo. Fue...
—No hay necesidad de explicaciones —le aseguró él—. Fue un placer.
—Sí —asintió ella y volvió a ruborizarse al comprender el comentario—. No me
refiero...
—¿No? —la risa suave del hombre fue como una caricia—. Si insinúa que el placer
fue sólo mío, creo que no es muy sincera.
Tara apartó la vista de la mirada que la hechizaba. Era evidente que había saltado
de la sartén al fuego. Y esta vez tendría que rescatarse por sí misma. Bajó la mirada al
papel que él leía y se aferró de la oportunidad para recobrar su libertad.
—Estaba trabajando y yo lo perturbé —comentó en un intento por distraerlo.
—Profundamente —él no le quitaba la vista de encima—. Pero no puedo
quejarme.
—Debo irme —manifestó Tara, segura de que se burlaba de ella.
—No, Tara. Si te vas, me dejarás como un mentiroso —protesto él—. Eso no sería
muy correcto. Además, tu... amigo podría estar esperando afuera. Parecía muy
decidido.
sólo trataba de divertirse y no había por qué la diversión debía ser en un solo
sentido.
Tara agitó un poco su copa y la sostuvo un momento frente a ella para que cesara
el movimiento del vino. Luego la acercó a su nariz aspirando el bouquet. Estaba
tentada a sorber el líquido ruidosamente, pero se concretó a dejar que su sabor le
llenara la boca.
—¿Y bien? —pregunto él, sin dejar de observarla.
—Mmm —modesta, Tara bajó las largas pestañas—. Me gusta.
—¡Te gusta! —exclamó Adam—. Después de tu actuación, esperaba un
comentario más amplio.
—¿Ah, sí? —preguntó ella con fingida sorpresa y alzó los hombros un poco—.
¿Esperabas que te dijera que es un Cháteau Brane Cantenac, de la región Margaux,
cosecha 1963, embotellado de origen?
—Debí imaginarlo —Adam soltó una carcajada, mostrando sus blancos dientes.
—Tal vez —comentó ella, complacida de que el hombre tuviera sentido del
humor y aceptara reírse de sí mismo—, o quizá debiste suponer que podría leer la
etiqueta de la botella. Aunque conozco lo suficiente para apreciar que no es el común
vino de la casa.
—No, Tara, ciertamente no lo es.
Una rubia espigada les llevó los filetes.
—Tal como te gusta, Adam —manifestó y se volvió para estudiar a Tara—.
¿Puedo traerles algo más?
—Quizá más tarde —respondió él con una sonrisa.
—¿Comes aquí con frecuencia? —inquirió Tara cuando la camarera regresó a la
cocina.
—De vez en cuando. La comida es buena. No te había visto aquí antes.
—No, sólo entré para evadir... —se interrumpió—. Pero pensaba quedarme y
comer algo —miró su filete con aprensión. En sus planes no estaba pedir un plato tan
costoso. Su negocio no iba bien y el dinero no sobraba. Pero si iba a pagarlo, más le
valía disfrutarlo.
—¿Trabajas cerca de aquí? —le preguntó Adam.
—Calle abajo. ¿Y tú?
—En un sitio conveniente —hubo algo en su voz que hizo que Tara levantara la
vista, pero el rostro de Adam era inexpresivo, y no ahondó en el tema—, ¿A qué te
dedicas?
Ella analizó la pregunta. Cuando dos personas operan una pequeña agencia de
empleos, lo hacen todo, incluyendo repartir folletos en que describen sus servicios
secretariales y de computación en todos los edificios de oficinas del área los fines de
semana, pero no era eso a lo que Adam se refería.
—Podríamos decir que somos muy buenos amigos —Adam sonrió—. ¿Quieres
postre o café? —agregó cuando la camarera retiraba los platos.
—No, muchas gracias. Estuvo delicioso, pero ya comí demasiado y tengo que
irme.
Adam firmó la cuenta, rechazando la insistencia de ella en el sentido de pagar su
parte, y se puso de pie. Sentado era imponente. De pie, la superaba en estatura al
menos por quince centímetros.
La ayudó a ponerse el abrigo y al tocarle el hombro, provocó un calorcillo
inesperado en ella, que la asombró y perturbó. Tara se apartó para buscar el
paraguas y disimular su agitación. Al volverse, Adam le sostenía la puerta abierta.
—Muchas gracias por todo, Adam.
—¿Por todo? ¿Estás segura? —él rió al ver su confusión. Tomó la mano que la
joven le ofrecía y se la puso bajo el brazo—. Te acompañaré hasta tu casa por si tu
admirador ha decidido esperarte —agregó antes que ella pudiera protestar.
—No es necesario —aseguró ella, aprensiva—. El no es peligroso —añadió.
—No. Sólo molesto —la voz de Adam era fría—. Yo no lo seré. ¿Por dónde nos
vamos?
—Pero no llevas tu abrigo —para ser marzo, no hacía mucho frío, mas era
necesario un abrigo ligero. Adam sólo aguardó la respuesta a su pregunta, ignorando
la objeción—. Por aquí —indicó ella, finalmente— Al menos ha dejado de llover.
—Así es y el aire fresco es agradable.
¿Fresco? Tara se preguntó si él se daba duchas frías sólo por diversión, pero no lo
expresó. La imagen de Adam Blackmore en la ducha era demasiado perturbadora. Se
obligó a controlarse.
—¿Después de un día detrás del escritorio? —Tara se sintió satisfecha del tono
ligero que logró darle a su voz.
—Después de un día detrás del escritorio —confirmó Adam con una sonrisa que
le indicaba que el cambio de actitud no lo había engañado ni por un instante.
—Es por aquí.
Se adentraron en una calle lateral hasta llegar al patio central, que tiempo atrás
estuvo rodeado de establos y cocheras, ahora derruidos o convertidos en pequeños
apartamentos. El de Tara en el primer piso era su hogar y refugio desde hacía seis
años. Al subir por la escalera, se preguntó, no por primera vez, si no había sido una
locura arriesgarlo todo en un negocio cuando podía tener la seguridad económica de
trabajar para alguien más. Alguien como Jim. Reprimió un estremecimiento al pensar
en eso.
—No esperaba esto —comentó Adam, mirando a su alrededor—. Creía que todo
lo antiguo había desaparecido hacía tiempo en Maybridge.
—Los constructores han hecho su mejor esfuerzo, pero de alguna manera se
olvidaron de este rincón en su empeño por modernizar. Y, afortunadamente, el lugar
Fue el insistente timbre del teléfono lo que la despertó. —Hola. Habla Tara
Lambert —murmuró adormilada al contestar.
—¿Tara, estás enferma? —preguntó Beth Lawrence.
—¿Enferma? —Tara miró el reloj—. Beth, lo siento, me quedé dormida. Estaré
contigo dentro de veinte minutos.
—Me alegro de que estés bien, pero no vengas a la oficina. Hemos recibido
respuesta de una compañía en la que dejaste un folleto el pasado fin de semana.
Tienes una cita a las diez y media con una tal Jenny Harmon en Victoria House —le
dio los detalles y le deseó suerte.
Tara se metió en la ducha para acabar de despertar. Después se recogió el cabello,
que le llegaba hasta los hombros, en un discreto moño y se vistió con un traje sastre
que resaltaba su figura esbelta. Luego revisó su portafolio para asegurarse de llevar
consigo todo lo necesario y con un último examen ante el espejo, partió rumbo a su
cita.
Tenía a su servicio sólo las mejores secretarias disponibles para trabajos
temporales y una empresa que podía darse el lujo de tener oficinas en Victoria House
sería un impulso excelente para su negocio En los doce meses que ella y Beth tenían
de manejar la agencia, se vieron en grandes dificultades para salir adelante. Esa
posibilidad de conseguir nuevos clientes era justo lo que necesitaban, y no la dejaría
escapar.
A uno de los costados del edificio estaba el restaurante-bar en el que se había
refugiado la noche anterior, y recordar la experiencia con Adam Blackmore la hizo
ruborizarse y lamentar que el encuentro hubiera sido en esas circunstancias. Había
pasado una noche inquieta, perturbada por la idea de que él creyera que
acostumbraba proceder así ante desconocidos con la esperanza de conseguir una
invitación a cenar. Se detuvo de pronto. Quizá incluso pensaría que siempre los
invitaba a su apartamento para... tomar café.
De pronto tas brillantes luces de los escaparates de las tiendas que rodeaban el
edificio parecieron girar a su alrededor, por lo que hizo una aspiración profunda
para controlarse y apartar a Adam de su mente. Si eso era lo que él pensaba, nada
podía hacer para remediarlo. Debería alegrarse de que no volvería a verlo.
Tomó la escalera eléctrica para subir al mezzanine. Una recepcionista registró su
nombre, verificó su cita y le pidió que subiera al piso veinte por el ascensor.
Mientras subía, Tara repasó en su mente los argumentos que emplearía para
convencer a la señora Harmon de que le convenía contratar sus servicios. El ascensor
se detuvo al fin y sus puertas se abrieron.
La figura humana que estaba en la entrada recibía una inconveniente iluminación
posterior, pero al moverse, ella pudo ver sus facciones duras.
—¡Adam! —exclamó, asombrada, y al oír su nombre, él se volvió por completo y
se inmovilizó. La sonrisa confiada que Tara esbozaba para Jenny Harmon desapareció
al ver en el rostro varonil una expresión tan amenazante como el Atlántico en un día
de tormenta.
Luego las puertas del ascensor empezaron a cerrarse y eso provocó que los dos se
pusieran en movimiento, Tara en un intento por escapar antes que se cerraran por
completo, y Adam para evitarlo. Luego se apartó para permitirle el paso.
—Tara —pronunció su nombre como si fuera una palabra desagradable, no un
encuentro inesperado.
—Hola, Adam. No esperaba encontrarte aquí—manifestó ella con un tono que ni
a ella misma convencía—. Dijiste que tu oficina estaba en un sitio conveniente, pero
no imaginé...
—¿No? ¿Quieres decir que esto no es más que una coincidencia? —sin esperar
respuesta, él la tomó del brazo y la condujo por el pasillo.
—¡Adam! —protestó la joven—. Tengo una cita... —volvió la cabeza con la
esperanza de que Jenny Harmon apareciera y aclarara la situación, mas no vio a
nadie. Necesitaba controlarse, tranquilizar inmediatamente la agitación que el
encuentro inesperado había provocado. Pero él no le dio la oportunidad. Abrió una
puerta, la llevó con firmeza hasta una silla y la sentó en ella.
Tara tuvo la impresión de estar en la cima del mundo, rodeada por bosques
distantes y el río, que podía ver a través de una serie de ventanas en forma de arco
que llenaban de luz la habitación. Cuando él la soltó, ella se puso de pie de
inmediato. No se encontraba allí para admirar el panorama.
—Tengo una cita con la señora Harmon —declaró molesta cuando al fin controló
sus cuerdas vocales—. ¿Te molestaría indicarme cuál es su oficina?
—Siéntate Tara —Adam se acomodó en la esquina de un escritorio despejado y,
sin quitarle la vista de encima, se inclinó para oprimir un botón de un
intercomunicador—. ¡Siéntate! —repitió. La joven volvió a instalarse en la silla,
sabiendo que de lo contrarío él la obligaría a hacerlo sin miramientos. Pero se sentó
en el borde con una expresión desafiante que indicaba que no se quedaría allí un
momento más del que fuera necesario.
—¿Jenny, esperas a una tal Tara Lambert esta mañana? —preguntó él por el
aparato.
—Si, Adam, es de la agencia de empleados de oficina temporales de la que te
hablaba. Entiendo que ya llegó, pero debe de haberse extraviado en algún lugar del
edificio.
—Dudo mucho que esté extraviada —los labios de Adam se torcieron en una
sonrisa que a Tara no le agradó—. De hecho, creo qué se encuentra en el sitio en el
que ella quiere estar. Deja el asunto en mis manos—. Guardó silencio durante unos
momentos, estudiando a Tara con irritación evidente. Luego, como si hubiera tomado
una decisión, se levantó y fue a sentarse en una silla frente a ella. Apoyó los codos
sobre el escritorio, tocándose el mentón suavemente con la punta de los dedos al
observarla, pensativo.
—Una vez, Tara, podría considerarse una coincidencia, hasta un encuentro de
apariencia accidental como el que dispusiste anoche —con un movimiento de cabeza
rechazó la airada protesta de la joven—, pero, ¿dos veces? La señora Harmon está en
el piso veinte. Este es el veintiuno. Mis aposentos privados.
—Entonces debí de oprimir el botón equivocado —ella se puso de pie—. Un
simple error, fácilmente remediable. No tienes por qué molestarte más.
—¡Quédate donde estás!
—¿Para qué? ¿Para que sigas insultándome? No, muchas gracias —no se sentó,
pero permaneció inmóvil. Sería imposible que hiciera negocios con esa empresa, pero
le debía a Beth y a un banquero nervioso el esfuerzo de obtener lo que pudiera del
enredo—. Lamento haberte interrumpido, Adam. Vine aquí por invitación de la
señora Harmon para hablar con ella de los servicios de mi agencia. Me gustaría
hacerlo ahora, si me lo permites.
—No. Hablarás conmigo. Convénceme de que tienes algo que ofrecer que me
convenga —su gesto era duro—. No te será tan fácil con la ropa puesta, pero
inténtalo.
—¿Perdón? —cuestionó ella, atónita.
—Eso es lo que querías, ¿o no? Anoche te arrojaste en mis brazos y después me
invitaste a pasar a tu apartamento "a tomar café". Lamentablemente para ti, no mordí
el anzuelo, así que ahora estás aquí. Siéntate, Tara, haz tu oferta. ¿Quién sabe? Tal vez
todavía me interese.
Capítulo 2
¿POR quién me tomas? —explotó Tara. —Tienes diez minutos para tu
demostración. El método lo dejo en tus manos —Adam la observaba de pies a cabeza
con mirada fría.
Tara se sentó. Ya había abandonado cualquier intento de explicar su presencia allí.
El se exasperaría más y la oportunidad se perdería para siempre. Si Adam Blackmore
era la cabeza de esa empresa, más valía que hiciera "su venta" como él sugirió sin
pérdida de tiempo. De inmediato se lanzó a hacer una presentación de los servicios
ofrecidos por su agencia antes que él cambiara de opinión y la expulsara de allí.
Si Adam se sorprendió de que Tara no hiciera un acto de striptease, no lo demostró.
La joven no sabía siquiera si la escuchaba, pero cuando se detuvo ante su aparente
falta de interés, los ojos de él brillaron, obligándola a seguir.
—Eres demasiado cara —fue su único comentario cuando ella terminó.
—Pero somos los mejores —respondió ella con alivio. Era más fácil hacer frente a
cuestiones de negocios que a insinuaciones sexuales.
—Sólo según tu opinión. Y tus métodos para establecer citas no son muy
tranquilizadores.
Tara se negó a dejarse llevar de nuevo por ese camino. Pensara lo que él pensara,
ella no había hecho algo de lo que tuviera que avergonzarse.
—Puedo darte referencias. Las empresas para las que trabajamos con
regularidad... aquellas con directores con la inteligencia suficiente para comprender
que reciben lo justo por lo que pagan... —agregó sin resistir la pulla.
—Es difícil que menciones a alguien que no haya quedado satisfecho. Prefiero
hacer mis propias indagaciones.
—Me parece bien. Ponnos a prueba.
—Te pondré a prueba a ti, Tara —repuso él después de una pausa.
—Me temo que yo no estoy a la venta, Adam —manifestó ante la oportunidad de
rebatir a ese odioso hombre.
—Qué lástima —Adam se levantó y rodeó el escritorio—, Quizá, cuando tengas...
—arqueó una ceja con expresión burlona—la astucia suficiente para comprender la
oportunidad que te ofrezco, podamos volver a hablar —la ayudó a ponerse de pie y la
encaminó hacia la puerta.
Sorprendida, Tara no ofreció resistencia, hasta comprender lo que sucedía. La
despachaba.
—No... no puedo, tengo un negocio que debo administrar —protestó—. No me
ocupo de vacantes temporales desde... —su voz se perdió al ver la mirada desafiante
de Adam.
—¿Tal vez temes ponerle en la línea de fuego? —sugirió él con voz suave y abrió
la puerta. Un momento más y sería demasiado tarde.
—¡Claro que no! —por la mente de Tara pasaba la oportunidad que se presentaba
y quizá no fuera tan mala idea. Nadie estaba mejor capacitada que ella para
demostrar la calidad de su agencia. Medía a todas las chicas conforme a su propia
capacidad. Beth tendría que administrar sola la oficina una semana o dos y ella
podría realizar por las noches las labores que le correspondían— Adam aguardaba y
ella lo miró a los ojos.
—Muy bien, Adam. Muchas gracias por la oportunidad. ¿Puedo suponer que si
lleno tus requisitos le darás a mi empresa la primera oportunidad de llenar tus
vacantes temporales en los términos que te he planteado?
—De acuerdo —la sonrisa de Adam era un desafío—. Pero te lo advierto: mis
niveles de exigencia son muy elevados.
—También los míos —respondió Tara, levantando el mentón—. ¿Cuándo
empiezo y para quién voy a trabajar?
—En este momento, Tara. Y trabajarás para mí.
Tara pensó que debió imaginarlo. Adam la observaba con rostro inexpresivo, en
espera de su protesta. Pero ella no le daría esa satisfacción. Había promocionado a sus
chicas como lo supremo en servicios de oficina. Ese era el momento de demostrar la
eficiencia de su personal.
—De acuerdo. ¿Puedo llamar a mi socia para avisarle?
Adam ocultó de inmediato la molestia que brilló en sus ojos, pero Tara la notó y
se llenó de satisfacción.
—Por supuesto. Te llevaré a tu oficina —la condujo a un moderno despacho junto
al suyo—. Aquí encontrarás todo lo necesario. Tienes cinco minutos para que hagas
tu llamada y te instales; luego ven a verme con una libreta de notas —volvió a
examinarla de pies a cabeza y se dispuso a salir, mas desde la puerta se volvió con
una sonrisa en los labios—. Te has esforzado mucho en representar tu papel, pero,
¿sabes tomar dictado en taquigrafía?
—¿Taquigrafía? —repitió ella como si jamás hubiera escuchado la palabra. Se tocó
el broche que llevaba prendido al cuello—. Supongo que podré arreglármelas.
—Me temo que tendrá que ser mejor que eso, o no pasarás la primera prueba —
señaló él con satisfacción.
Tara llamó a Beth para explicarle la situación y acordó verse con ella esa noche
para ultimar detalles. Después buscó una libreta de taquigrafía, varios lápices y
después de llamar a la puerta, entró en la oficina de Adam.
—¿Lista? —sin esperar respuesta, él empezó a darle indicaciones, apenas
permitiéndole sentarse—. Quiero que esto se mecanografíe de nuevo —Tara
reconoció el documento que él leía la noche anterior—. Espero que esta vez quede sin
errores —agregó él.
—Haré mi mejor esfuerzo, Adam —le aseguró Tara con un tono humilde que le
valió una mirada dura de él antes que tomara una pila de cartas.
—Dile a esta gente que no. No. Pide más detalles —y así siguió hasta que terminó.
Entonces se reclinó en su silla y enlazó las manos atrás de su cabeza—. Ahora, tengo
un informe que necesito mecanografiado tan pronto como te sea posible. ¿Podrás
terminarlo hoy mismo? —preguntó con tono burlón.
—Tal vez —respondió ella, ganándose otra mirada reprobatoria.
Adam empezó a dictarle a una velocidad increíble, sin pausas y sin indicarle
signos de puntuación. Parecía hablar sin siquiera detenerse a respirar sólo por hacerla
pedir clemencia. Los dedos de Tara volaban sobre hoja tras hoja hasta que él terminó.
—¿Eso es todo? —preguntó Tara, en espera de la siguiente andanada.
—Por el momento. Quiero un borrador de eso antes que hagas lo demás. Eso te
mantendrá ocupada el resto de la mañana.
—Ya son las doce y media y según la agenda de tu secretaria, tienes una cita a la
una, con Jane.
—Así es —asintió él y Tara se levantó para retirarse—. Oh, algo más, Tara —le
indicó él—. No quiero a ninguno de tus admiradores, desesperados o no, en mi
oficina. ¿Te asegurarás de que se enteren?
La joven estaba en grave peligro de perder el control y golpear a Adam
Blackmore, aunque eso significara perder la oportunidad de trabajar para su
empresa. Se obligó a sonreír.
—Prepararé un boletín para que lo transmitan en los noticiarios de la una. Solo
para asegurarme —comentó con una ligereza que distaba mucho de sentir.
—¿Tantos son? —una chispa de enojo brilló en la profundidad de los ojos de
Adam—. Dejo en tus manos el método de difusión, Tara, pero asegúrate de que sea
en tu tiempo libre, no el de la compañía.
—Sí, señor—respondió ella, muy quedo.
—¡A almorzar! —Adam miró su reloj de pulso—. ¿Este es el tiempo que se toman
tus supuestas insuperables secretarías para almorzar?
—Más o menos —aceptó ella—. Si buscas el informe, dejé el borrador sobre tu
escritorio.
Adam se dio media vuelta y salió sin decir palabra.
—Gracias, Tara. Eres un encanto —murmuró la joven para sí antes de empezar a
mecanografiar la correspondencia que Adam le había encargado. A pesar de una
incesante cadena de interrupciones, terminó justo a las cinco.
—Puedes irte cuando termines con esto —le indicó él al dejar caer sobre su
escritorio la correspondencia firmada.
¿Irse? Por un abrumador momento Tara pensó que Adam creía que un día era
suficiente, que estaba descalificada, mas antes de poder responder, él explicó:
—Sí. Quiero que estés lista para las seis y media. Tengo una cita con los
fabricantes para los que se preparó el informe y quiero que estés presente para tomar
notas.
—Ya veo —hasta allí todo iba bien—. ¿Se celebrará la reunión en la sala de juntas
o aquí arriba?
—No, la cita es en Hammersmith. Pasaré por ti a tu casa —se detuvo ante la
puerta que separaba sus oficinas—. No es un inconveniente para ti, ¿verdad, Tara?
—¿Y si lo fuera?
—Mala suerte —Adam esbozó una sonrisa insolente y no esperó la respuesta de
Tara, lo que quizá era mejor. Ella llamó a Beth para cancelar su cita, guardo las cartas
en sus sobres, pegó las estampillas y se puso el abrigo. Entonces salió y se dirigió al
ascensor.
—¿Todavía estás aquí?
La joven se volvió para descubrir a Adam con una bata de baño corta y el cabello
húmedo por la ducha. Una puerta frente a su oficina estaba entreabierta, revelando el
interior. De pronto ella comprendió por qué él se había referido a sus "aposentos
privados".
—¿Vives aquí? —preguntó, a pesar de saber la respuesta. "Con razón Adam
pensó que lo perseguía", reflexionó.
—Muy bien, Tara —comentó él con la parodia de una sonrisa—. ¿Alguna vez
consideraste la posibilidad de actuar en un escenario? Te enseñaré todo algún día
cuando tengamos tiempo. Quizá hasta podríamos tomar ese "café" que tanto te
interesaba. Ahora sabemos exactamente cuál es nuestra posición —se reclinó contra
el muro—. Te dije hace media hora que te fueras. ¿Por qué estás todavía aquí? —nada
ocultaba el tono acerado de su voz bajo la aparente suavidad.
—Tuve necesidad de hacer cambios en mis planes para esta noche —manifestó
ella con dificultad.
—Estoy seguro de que él podrá esperar. Eres digna de espera, ¿no es así, Tara?
—Nunca lo sabrás.
—Usa el ascensor privado. Te llevará a la entrada lateral eh el vestíbulo principal
—abrió la puerta y le ofreció la llave—. Prefiero mantenerla cerrada para evitar que
personas extrañas se metan aquí —su sonrisa era inquietante al tomarle la mano y
depositar en ella la llave antes de cerrarle los dedos—. Será mejor que te vayas, o me
harás esperarte, Tara Lambert, y esa seria una mala marca en tu contra —la impulsó
hacia el pequeño ascensor, dándole una palmada en el trasero—. A las seis y media.
Ni un minuto después.
Tara todavía estaba furiosa al meterse en la ducha. ¿Quién diablos se creía él?
¿Cómo podía alguien trabajar para un hombre como ese? No obstante, la ordenada
pila de libretas de taquigrafía en un anaquel le indicaba que su secretaria regular
llevaba tiempo a su lado.
El agua la ayudó a borrar la tensión de los músculos del cuello. Adam la ponía a
prueba, eso era todo. Trataba de comprobar que ella era lo que él afirmaba. Y si
pensaba que ella usaba su cuerpo para asegurar un trabajo, pronto descubrirla lo
equivocado que estaba.
Una sonrisa ligera apareció en las comisuras de los labios de la joven. Había
sobrevivido el primer día. Había salido bien librada de las trampas que Adam le
tendió. Sintiéndose más confiada, tomó una toalla y comenzó a secarse con energía.
Decidió usar un sencillo vestido negro tejido de manga larga y escote discreto. Se
puso un pequeño broche de oro al hombro, trazándolo con un dedo. Era la versión
taquigráfica de su nombre. Sería un recordatorio, un talismán para defenderse del
agresivo atractivo de Adam Blackmore.
Un llamado firme a su puerta la hizo sacudir, viendo su reloj. Las seis y media en
punto. Nunca lo dudó. Tomó su abrigo y fue a abrir.
—Muy apropiado —comentó él al apreciar su apariencia—. Vamos —Tara no
comentó nada. Se vestía bien para trabajar. Sabía que en muchas oficinas el personal
femenino vestía con mayor informalidad, hasta usaban jeans, pero ella tenía motivos
muy personales para vestir tan formal como pudiera.
Adam la precedió por la escalera y la guió hasta un elegante Jaguar negro. Tara se
permitió una sonrisa al ajustarse el cinturón de seguridad. Era justo el auto que ella
imaginaba que un caballero del siglo XX conduciría. Un caballero negro. Reprimió
una risita.
—¿Qué encuentras tan divertido? —preguntó él.
—Nada —ella movió la cabeza en sentido negativo.
Adam la observó un momento como si viera a una loca antes de poner el motor en
marcha.
Durante el trayecto a Londres le explicó las causas y objetivos de reunión y qué
notas quería que tomara.
La sala era muy amplia. El suelo de madera pulida parecía extenderse por todas
partes, interrumpido aquí y allá por tapetes persas y muebles que habrían podido
exhibirse en una galería de arte moderno. Las ventanas en forma de arco en uno de
los muros permitían contemplar las luces del valle del Támesis. Frente a ellos había
una chimenea, en la que ardía un tronco enorme, flanqueada por dos óleos de Mark
Rothko.
Tara se detuvo en la puerta, embebida por tanta belleza.
—¿Y bien?
—Yo... —no podía hacer un comentario que sonara banal, por lo que sólo le
brindó una sonrisa débil—. Sólo estaba preguntándome si me pedirás que pula los
suelos en mis momentos libres.
—No tendrás un momento libre, Tara —los ojos de Adam brillaban revelando
malicia.
—¿Oh? —la sonrisa de la joven fue forzada—. No olvides que cobro por hora.
—Y a tarifa doble después de las seis de la tarde, a no dudar. Te garantizo que se
te pagará y desquitarás hasta el último céntimo —le indicó Adam. Sus ojos bucaneros
reflejaban la luz del fuego de la chimenea. O tal vez ella lo imaginó por la falta de
alimento.
Como si le leyera la mente, Adam la llevó a una mesa dispuesta para dos y le
retiró la silla.
—Sírvete, Tara —le indicó. Mientras ella llenaba dos platos, él sirvió el vino.
La joven comió despacio, saboreando cada bocado, hasta que, satisfecha, dejó
escapar un suspiro.
—¿Te sientes mejor? —inquirió Adam con tono divertido.
—Mucho —concedió ella. Con el estómago lleno, podía ser generosa.
—Transmitiré tus felicitaciones al chef.
—¿No cocinaste tú? —preguntó ella con sorpresa fingida. Apoyó un codo sobre la
mesa y el mentón en la mano, mirándolo con falsa inocencia—. Claro que no, qué
tonta soy. ¿Para qué molestarte en cocinar si es evidente que eres el propietario del
restaurante-bar?
—¿Por qué, realmente? —Adam se levantó—. Ven a sentarte conmigo.
—No puedo. Hay que lavar los platos y desquitar cada céntimo, ¿te acuerdas? —
ella recogió los platos en una bandeja y los llevó a la cocina. Adam la alcanzó y le
quitó la bandeja de las manos.
—Deja eso, Tara —su sonrisa era provocativa—. El tiempo para comer estoy
dispuesto a pagarlo, pero el de lavar tos platos, es cosa tuya —la tomó del brazo y con
mano firme la llevó hasta la chimenea.
—¡Es real! —exclamó ella, feliz, con alivio por e! pretexto de soltarse de los dedos
de Adam y extender las manos hacia el fuego—. Pensaba que era uno de esos
artefactos de gas.
—No me interesan las imitaciones, Tara —él esperó a que ella se instalara en un
mullido sillón con forro de piel antes de entregarle un brandy y ocupar un sillón
frente a ella—. De cualquier especie.
Tara tomó la copa con las dos manos y contempló el líquido ambarino un
momento. Durante la cena, la velada había dejado de ser una reunión de negocios,
reconoció. Ya no estaban en la oficina. Se encontraban en el penthouse de un
atractivo... no, el término era demasiado suave para describirlo. No era experta en la
materia, pero Adam Blackmore era el hombre más deseable y peligroso que hubiera
conocido.
La velada sufrió un cambio gradual al alejarse de los negocios y ahora estaban
sentados bebiendo brandy de una manera que insinuaba una peligrosa intimidad.
Tara dejó la copa y se levantó. Tal vez era una práctica regular entre él y su
secretaria permanente, pero para ella había un límite hasta el que llegaría como
sustituta de Jane. Era su secretaria temporal y no estaba dispuesta a asumir el papel
de su amante.
—Iré a asegurarme de que la impresora no se ha trabado.
Adam la atrapó de una mano y con un movimiento rápido la sentó en su regazo.
Sus ojos la mantuvieron cautiva bajo su poder.
—La impresora puede cuidarse sola —murmuró contra su piel, causando una
vibración que recorrió todo su cuerpo, y Tara supo que si lo permitía, él se
apoderaría de todo lo que ella estuviera dispuesta a darle y más.
Pero hubo algo demasiado calculador en la expresión de los ojos de Adam antes
que los cerrara y ella se estremeció.
—Yo también, Adam, pero preferiría levantarme sin luchar.
El alzó la cabeza y Tara contuvo un jadeo al ver el deseo que brillaba en sus ojos a
la luz del fuego.
Hacía mucho que no ansiaba abandonarse en los brazos de un hombre. Habían
pasado casi siete años desde el fallecimiento de Nigel y durante todo ese tiempo
nadie logró romper la concha que colocó para proteger su corazón.
Casi con pánico, trató de moverse, pero él la sostuvo con firmeza y a pesar de sus
palabras valientes, ella supo que si él decidía mantenerla cautiva, no podría liberarse
sin recurrir a extremos. También admitía la innegable verdad de que si él insistía en
besarla, tal vez ella caería bajo su poder irremediablemente.
Adam la desafío con la mirada a que lo rechazara, a que ignorara el calor de su
cuerpo contra ella, la forma en que su boca mostraba una insolencia sensual,
invitándola a hacer el primer movimiento y arriesgarse al creciente deseo que había
aparecido en el restaurante.
Qué difícil era para la joven ignorar el clamor que corría impaciente por sus venas
y hacía vibrar su piel, rogando que la acariciaran los largos dedos, incluyendo al
pulgar que ya estaba demasiado cerca del pezón que, traicionero, se insinuaba contra
la tela del vestido.
Un momento más habría sido definitivo, pero sin advertencia previa, él se puso
de pie, levantándola consigo, con lo que provocó una exclamación de sorpresa de
parte de Tara. Con una sonrisa, Adam la depositó en el suelo suavemente.
—Tienes razón, Tara. Más vale revisar la impresora. Luego te llevaré a tu casa.
Las manos de la joven temblaban al tratar de poner los papeles en orden. Logró
meterlos en una carpeta, que luego sostuvo como un escudo para defenderse de
Adam cuando éste entró en la oficina.
—Vamos, se hace tarde —le indicó él, quitándole la carpeta para dejarla sobre el
escritorio. La ayudó a ponerse el abrigo y sonrió al verla mantenerse alejada mientras
se lo abotonaba con rapidez. Entonces solicitó el ascensor y cuando éste llegó, le
sostuvo la puerta abierta para que pasara—. No te mostré todo el apartamento —ex-
presó, manteniendo la puerta abierta.
—Creo que vi lo suficiente —murmuró Tara, sin atreverse a mirarlo a los ojos.
—Al menos por esta noche —confirmó él.
Caminaron en silencio por la calle desierta hasta el apartamento de la joven.
—Hasta mañana, Tara —se despidió él mientras le apartaba de la frente el mechón
rebelde que nunca quería quedarse en su sitio.
Al sentir su roce, ella estuvo a punto de perder el control y lanzarse en sus brazos.
—¿A qué hora me esperas mañana? —preguntó, apartándose.
—A la hora que llegues, cariño, encontrarás que ya estoy trabajando —manifestó
él con tono insolente, consciente del efecto que provocaba en ella.
—¿Esperas que te crea? —Tara se atrevió a lanzarle una sonrisa desafiante—.
Estaré allí a las nueve. Un día de catorce horas es lo máximo que puedes esperar de
mí.
—Ya veremos. Buenas noches, Tara —con un saludo militar, él se alejó y la joven
cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella, todavía sintiendo el calor de los dedos
varoniles en la piel. Se regañó, molesta consigo misma. Adam Blackmore era un
tirano que nada sabia de ella. Sólo la consideraba una sustituta de su secretaria en
todos los sentidos. Pobre mujer. Bueno, ese no era su problema, se dijo, furiosa. Por
atractivo y deseable que él fuera.
Se alejó de la puerta. Si quería dormir, necesitaba una bebida caliente. Y cada fibra
de su ser necesitaba todo el sueño que pudiera obtener. Cada una de sus
terminaciones nerviosas estaba alterada por el día pasado en presencia de Adam.
Hizo una mueca al recordar los momentos que estuvo en el regazo de él luchando
contra los impulsos que la hacían querer rodearle el cuello con los brazos y que la
llevara a dar el anunciado recorrido por todo el apartamento.
—Vaya ayuda que resultaste —murmuró al tocarse el broche. Tomó una foto
enmarcada de la cornisa de la chimenea y la miró con dureza. El rostro que le sonreía
era demasiado joven, de otro mundo, cuando ella tenía dieciocho años y la vida era
muy simple—. ¿Por qué tenía que ser él? —preguntó, pero la foto no respondió y la
dejó en su sitio con un suspiro.
Capítulo 3
EL agotamiento le facilitó conciliar del sueño. Sin embargo, Tara tuvo que
obligarse a abordar el ascensor privado de Adam Blackmore para que la llevara,
demasiado rápido, al piso veintiuno a la mañana siguiente.
Hizo una aspiración profunda y alzó el mentón. Era inútil demorar el momento.
Había hecho su mejor esfuerzo, pero hay ocasiones en las que las cosas jamás podrán
resultar. Llamó a la puerta de la oficina de Adam y entró. Estaba vacía, lo que fue una
gran decepción.
Molesta, fue a su propia oficina para encontrar en su escritorio una pila de
correspondencia y una nota autoadherible fijada al monitor de su computadora.
"Adelante, Tara. Te veré más tarde", era el mensaje escueto. Revisó la agenda de
Adam, pero no halló alguna anotación que le indicara dónde podría estar él.
Con el abrecartas, atacó la correspondencia, clasificándola. Parte de la misma ella
podría contestarla, por su cuenta; para el resto, Adam tendría que darle instrucciones.
Le llamó la atención especialmente un recibo de una clínica privada de Londres por
haber atendido a la señora Jane Townsend. Esto, más que todo, necesitaría la
atención personal de Adam, se dijo.
El teléfono sonó varias veces, sobresaltándola en cada ocasión pues creía que era
Adam. Tomó mensajes, contestó preguntas cuando le fue posible y en caso de no
poder hacerlo, averiguó quién podía atender el asunto. Poco a poco se daba cuenta de
la magnitud del grupo empresarial controlado por Adam.
Estaba inmersa en la lectura del informe financiero anual del grupo cuando algo
la hizo levantar la mirada.
Le fue imposible saber cuánto tiempo llevaba Adam observándola desde el marco
de la puerta que comunicaba sus oficinas, pero su actitud le indicaba que ya tenía allí
un rato.
—¿Un poco de lectura durante tu hora del almuerzo? —preguntó él con tono
burlón.
—¿Ya es hora del almuerzo? —sorprendida, Tara miró su reloj—. No me di cuenta
de que era tan tarde. La mañana ha pasado muy rápido.
—¿De veras? Me alegro de que no te hayas aburrido. Trae tu libreta, me aseguraré
de mantenerte ocupada el resto del día.
Tara le entregó la correspondencia y le dio los mensajes.
—¿Esto es todo?
—Me hice cargo de la correspondencia de rutina. En la carpeta encontrarás copia
de lo que ya contesté.
—Asumes demasiadas responsabilidades —comentó Adam al revisar la
documentación.
—Por nada en especial. Sólo que trabajando para ti... bueno, no imagino cuándo
encontró el tiempo.
—¿No? —la sonrisa de Adam era malévola—. Me ofrecería a hacerte una
demostración en este momento, pera me temo que tengo una reunión a la que no
puedo faltar.
—Estoy aquí como tu secretaria temporal —le recordó ella, ruborizada—. No
tengo que probar si reúno "requisitos" en otros ámbitos, aun cuando caigan en el
rubro de "tiempo extra" —antes que terminara de hablar, Tara supo que cometió un
error.
Molesto, Adam se acercó a su escritorio y le levantó el mentón.
—Estás muy equivocada en ese sentido, Tara. En este puesto, el sexo cae en la
misma categoría que lavar la ropa. Lo harás en tu tiempo libre —sus labios se
posaron sobre los de ella con brutal determinación. La joven luchó un instante, mas
estaba atrapada por su propia silla y la traicionera disposición de sus labios a
corresponder a la caricia. Pero cuando comenzaron a abrirse, él se separó con la furia
reflejada en sus verdes ojos y caminó de prisa hacía la puerta, donde se detuvo con la
respiración agitada, como si acabara de subir los veintiún pisos corriendo por la
escalera.
—Recuérdame deducir eso de tu factura.
Tara permaneció inmóvil en su asiento por lo que le pareció una eternidad.
Alargó una mano hacia el auricular y luego la retiró despacio. Ya bastantes
preocupaciones tenía Beth sin que su socia la usara como paño de lágrimas. El viaje a
Bahrein seria por negocios. Adam no pudo indicárselo con mayor claridad. Y hasta
que tuviera asegurado el contrato, ella tendría que mantener fría la cabeza y la
lengua sujeta. Ya no habría más cenas en el penthouse. No haría más comentarios
tontos que dieran a Adam la oportunidad de probar sus afirmaciones como acababa
de hacerlo. Se tocó los labios, que todavía vibraban por el asalto que acababan de
sufrir. Sería fácil: Sólo tenía que pensar en Jane.
"Embarazada". Recordó la convicción con la que Adam había pronunciado la
palabra. Estaba absolutamente seguro. Era probable que Jenny Harmon lo supiera,
pero no le comentó nada a ella, únicamente dijo que la secretaria permanente estaba
ausente por enfermedad. Solo había un motivo por el cual guardar el secreto, por el
cual Adam pagaba una clínica privada. Un largo suspiro escapó de sus labios y se
obligó a moverse. No era de su incumbencia. Jane no era la primera secretaria que
tenía relaciones con su jefe, aun cuando no muchos esposos están dispuestos a
guardar las apariencias cuando hay un bebé de por medio. A menos que el esposo de
la mujer ya no fuera parte de la ecuación y sólo aguardaban el divorcio para que Jane
se convirtiera en la señora de Adam Blackmore.
—No es de mi incumbencia —se repitió en voz alta. Tendría que olvidar que él la
besó. Que eso despertó en su interior anhelos largamente adormecidos. El beso no
significó nada para él, se dijo, furiosa. El hecho de que Adam fuera capaz de provocar
una respuesta tan ávida de su parte sólo era debido a su experiencia. Quizá practi-
caba en todos sus momentos libres. Con Jane.
Primero tenía que encargarse de los billetes de avión, se recordó. Contempló sus
manos, que apretaba con fuerza sobre su regazo. Al abrir los dedos doloridos, se
preguntó cuánto tiempo llevaría sentada allí. Demasiado. Tenía un trabajo que hacer
y debía sacarlo adelante.
Al tomar el teléfono, otra idea acudió a su mente. Adam le había dicho que
tendría que quedarse allí hasta que Jane regresara.
—¡Santo Dios! —gimió. Podrían pasar meses enteros. La situación empeoraba por
momentos y a menos que abandonara la oficina, no había otra solución.
—Claro que todo saldrá bien. Sólo estoy cansada. Jim se apareció por aquí anoche
y me costó trabajo despacharlo —no ahondó en el tema. No cansaría a Beth con el
relato de cómo apareció Adam para defenderla, decidió. Su comentario hiriente de
esa tarde aún hacía que le ardieran las orejas.
El no había hecho referencia al principio a su inesperada llegada al apartamento la
noche anterior. Parecía haber decidido que las habilidades como secretaria eran más
importantes que la urgencia de despacharla con cajas destempladas. Durante un rato
ella abrigó la esperanza de que él decidiera olvidar el incidente, pero fue en vano.
Ella hizo todo lo que le pidió sin objeciones: revisó un informe financiero tantas
veces, que los números ya se encimaban ante sus ojos; fue por su ropa a la tintorería;
preparó cientos de tazas de café y en general fue tratada como una secretaria
inexperta. A las seis y media, todo parecía estar a satisfacción de Adam, si bien jamás
se molestó en siquiera darle las gracias.
—No hay nada pendiente, Adam. Me retiro.
El la hizo esperar un minuto antes de levantar la vista. Tara aceptó ese último
insulto sin decir palabra hasta que él se dignó a mirarla e hizo un movimiento con la
mano para despacharla.
—Así es, Tara. Creo que no hay nada que necesite de ti. Corre a tu nidito de amor
—el gesto y las palabras llevaban toda la intención de lastimarla.
La joven se aterrorizó del daño que le hicieron. Se creía inmune a las
insinuaciones sexuales de él. Conocía la reacción de hombres como él que tomaban el
sereno y eficiente aspecto de ella como un desafío a su virilidad. Pero Adam la
sorprendió con la guardia baja y, sin clemencia, aprovechó la situación. Y, desde
entonces, seguía haciéndolo.
—¿Tara?
—Lo lamento, Beth. ¿Qué decías?
—Sólo que creía haberte librado de él anoche. —¿De él? —Tara necesitó un
momento para comprender a quién se refería Beth—, Oh, de Jim. Por desgracia no
fue así. Pero me interesaría saber qué fue lo que le dijiste. Confesó estar asombrado
por el lenguaje que usaste con él.
—Es evidente que no fue suficiente —comentó Beth con acidez—. Pero le dije que
si volvía a aparecerse en la oficina, llamaría a la policía.
—¡Imposible! —exclamó Tara, alarmada—. Prométeme que no lo harás. Piensa en
la mala publicidad que eso nos redituaría.
—Tal vez tengas razón —concedió Beth antes de reír—. Al menos ahora podré
decirle que has salido del país. Eso hará que se aleje.
—Sólo si no le dices a dónde he ido. De otro modo, es capaz de seguirme.
—Quisiera poder inspirar en alguien una devoción como esa.
—No es cierto —"si supieras lo cerca que nos puso Jim de perder el contrato con
Adam", pensó Tara. Se está convirtiendo en una molestia.
hablar—. Será mejor que me vaya —Beth pensó en agregar algo más, pero decidió en
contra—. No te preocupes por la oficina. Todo está bajo control.
—Gracias —ella estaba demasiado cansada para discutir. Llevaba tres días
trabajando a toda su capacidad y lo único que quería era irse a dormir.
El ascensor los dejó en el vestíbulo del edificio y por la escalera eléctrica bajaron al
nivel de la calle para entrar en el restaurante-bar. La camarera rubia espigada tomó
sus órdenes y desapareció.
—¿Alguna vez has estado en el Medio Oriente, Tara? Es interesante —agregó
Adam ante la negativa de ella—. La gente es muy amistosa, en especial los hombres.
Te vendrá bien. Tal vez hasta consigas... algunos clientes.
—¿Cómo le rompiste la nariz, Adam? —preguntó ella después de mirarlo airada.
—No fue un marido enfurecido, si eso es lo que estás pensando —él se frotó la
nariz.
—No, más bien esperaba que fuera una secretaria enfurecida —ella se puso de
pie—. Todavía puede ocurrir. Me temo que esta noche tendrás que comer los dos
filetes, Adam. De pronto perdí el apetito.
Salió del restaurante apresuradamente y una vez en la calle empezó a correr,
desesperada por llegar a casa, apenas consciente de las lágrimas que amenazaban
con escapar de sus párpados.
—¡Maldito, maldito, maldito! —se apoyó contra la puerta de su apartamento. ¿Por
qué diablos tenía que tratarla como si fuera una cualquiera? Nada había hecho ella
para merecerlo. Nada, excepto responder a su beso esa primera fatídica noche.
Con un sollozo buscó la llave en su bolsillo. No la encontró. Desolada, gimió.
Estaba en su bolso de mano y éste se encontraba sobre su escritorio en la oficina. Bajó
la escalera y fue a llamar a la puerta de su vecina. No obtuvo respuesta. Con
seguridad la susodicha regresaría tarde. Bravo por su decisión de dejarle un juego de
llaves a la vecina para una emergencia.
—¡Esta es una emergencia! —gritó, golpeando la puerta con violencia. Necesitaba
desahogar su frustración.
Con renuencia, se obligó a regresar al restaurante y se sentó frente a Adam.
—¿Cambiaste de opinión? —preguntó él con una sonrisa burlona.
—No, no lo hice. Dejé mi bolso en la oficina. No es gracioso —protestó ante la risa
de Adam.
—Sí lo es. Es un alivio que la perfecta... la infalible señorita Lambert sea capaz de
olvidar algo.
—Si no me hubieras sacado tan rápido de la oficina...
—No importa —la interrumpió él—. La caminata debe de haberte despertado el
apetito.
—Sólo quiero mi bolso, Adam.
—Entonces, tendrás que sentarte a verme cenar. Me parece una lástima dejar esto
—los alimentos llegaron en ese momento, demostrando que Adam no se molestó en
cancelar la cena de Tara, seguro de que regresarla.
—No deberías decirme cosas como esas —le reprochó Adam con el entrecejo
fruncido—. Esa no es la manera de hacer negocios. Si supiera que estás desesperada
por conseguir trabajo, podría decidir presionarte para que bajes tus tarifas.
—Podrías intentarlo —lo retó Tara, impetuosa. Dos copas de clarete coadyuvaban
a relajarla.
Adam se reclinó en su silla y la sometió a un minucioso examen. Ella le sostuvo la
mirada sin titubear, aunque debió hacer un gran esfuerzo.
—No hace mucho que estableciste tu negocio —comentó él. Ella misma se lo había
dicho—. La recesión actual debe de haberte afectado y los bancos pequeños siempre
son muy miedosos cuando las cosas se ponen difíciles —lo que decía era verdad y
Tara logró controlar su lengua. Ya había hablado de más—. Me pregunto qué tan
difícil será para ti. No me costaría trabajo averiguarlo y hacerte bajar tus tarifas al
mínimo —sonreía de modo malévolo—. Pero seré generoso —se inclinó al frente y de
pronto Tara ya no pensó en cuestiones de trabajo, sino en las facciones de él—.
Puedes firmar ya el contrato conmigo, Tara, para que regreses a tu seguro pequeño
mundo...
—¿Sí? —Tara aguardaba el coup de gráce.
—Si reduces tus tarifas en un diez por ciento.
Fue como si le hubieran arrojado un cubo de agua helada en la cabeza. Adam no
tenía por qué envidiar sus ojos castaños. Poseía el atractivo suficiente para cautivar a
cualquiera que tomara desprevenido. Pero ese era un juego y ella debía sonreír. Y
entre risas, rechazar una oferta que una semana atrás tal vez habría aceptado, antes
que empezara a trabajar para él. Ahora lo haría pagar todo lo que la había hecho
pasar. Hasta el último céntimo.
Colocó un codo sobre la mesa y apoyó el mentón en la mano, negándose a
esquivar la mirada penetrante de Adam.
—Muy generoso de tu parte. ¿Y qué estás dispuesto a ceder a cambio de la
reducción? ¿Diez por ciento menos en eficiencia, o en la jornada de trabajo?
—¿Se trata de una negociación, entonces? —Adam rió—. ¿Tan confiada estás?
—Tengo motivos para estarlo y tú nada tienes que perder, Adam —pero ella sí. Su
paz mental, una cierta tranquilidad que si bien no era tan atractiva como antes, tenía
que ser más segura que el viaje en la montaña rusa emocional en la que se montaba
cuando él se proponía conquistarla con su atractivo—. Pero creo que debemos poner
un límite de tiempo a este período de prueba. No sería bueno para tu negocio el
mantenerme indefinidamente como tu rehén, ¿no te parece?
Adam correspondió a su sonrisa.
—¿Vamos por tu bolso? Dijiste que querías volver a casa para preparar tu maleta.
—En efecto —el cambio de tema no la preocupaba. No esperaba una respuesta
inmediata, pero ella había establecido su posición. Adam le retiró la silla y la llevó á
la puerta del restaurante.
—¿Ah sí? —la voz de Adam la hizo vibrar—. Deberé recordar eso. Pero más te
vale que tengas a alguien a la mano la próxima ocasión que necesites un caballero
andante. —¡Vaya caballero andante! —jadeó la chica.
—Mejor que el que imaginas, señorita Tara Lambert. Mejor que el que mereces.
—¿Cómo te atreves a juzgar lo que merezco? No sabes nada de mí. ¡Nada! Y
quisiera que dejaras de llamarme señorita Lambert con ese tono condescendiente.
—No estoy...
—Si vas a usar ese tono condescendiente, al menos úsalo correctamente —su voz
se rompió en un sollozo—. Es "señora Tara Lambert" —colocó el auricular en su sitio
y dejó escapar un suspiro estremecedor. Estúpida. ¿Por qué había hecho eso? ¿Sólo
por anotarse un punto a su favor? Un punto insignificante. El teléfono volvió a sonar,
pero lo ignoró. Cuando la máquina contestadora se activó, quien llamaba cortó la
comunicación. Tara se preguntó si Adam iría a derribar su puerta, pero era poco
probable.
Se volvió a ver la foto sobre la repisa de la chimenea. —Lo siento, Nigel —
murmuró, aun cuando no sabía por qué se disculpaba.
Se metió en la tina y no salió del agua hasta que ésta se enfrió. Luego vio la maleta
vacía sobre la cama. Tendría que viajar con él si todavía la aceptaba. Ya era demasiado
tarde para entrenar a alguien más. Ella era una profesional y se enorgullecía de su
trabajo. Eso era lo único que le quedaba: su orgullo.
Guardó su ropa apropiada para la oficina, y luego la ropa interior, no tan
modesta. Tomó el traje de baño en las manos y encogió los hombros. No sabía si
tendría tiempo para nadar, pero había lugar en la maleta. Luego examinó sus
vestidos de gala. Tenía dos buenos, uno negro, elegante, clásico, aburrido; el otro era
de seda brillante, color escarlata, como una amapola oriental. Metió éste en la maleta.
Capítulo 4
EL anuncio de abordar el avión para el vuelo a Bahrein apareció en el monitor y
con un suspiro de alivio, Tara se dirigió hacia la puerta indicada.
Adam apenas si había cruzado palabra con ella desde que fue a recogerla esa
mañana. Como de costumbre, ella vestía con la mayor discreción con el cabello
recogido en el moño de rigor. Discreta hasta la invisibilidad.
Adam vestía ropa apropiada para el viaje, lo cual ella habría hecho de no necesitar
la armadura que le brindaba su ropa de trabajo. Sin decir palabra, él estudió sus
facciones con tanta intensidad, que la sonriente fachada de Tara casi se derrumba.
El silencio se prolongó tanto, que cuando Adam habló, la sobresaltó.
—¿Vendrá, entonces? ¿No se opondrá el señor Lambert? —se asomó por encima
del hombro de ella, desafiándolo a que hiciera acto de presencia.
—El señor Lambert no está en posición de oponerse —le indicó ella en voz baja.
—Entonces, será mejor que partamos —sin más, Adam tomó la maleta y bajó
hasta el auto con chofer que los llevaría al aeropuerto.
Tara lo siguió y se acomodó en el asiento posterior con la esperanza de que él
ocupara el asiento junto al chofer. Esperanza inútil. Adam fue a sentarse a su lado,
extendió las piernas y cerró los ojos.
Alguien debía hacer el esfuerzo por establecer una relación normal, o el viaje sería
una pesadilla, reflexionó la joven, así que comentó:
—El vuelo saldrá a tiempo, ya lo comprobé.
—Eficiente como siempre, señora Lambert.
—Por favor, no...
—¿Por qué no? —preguntó él con tono hiriente y tan helado como sus ojos—. Sólo
respondo a su petición.
Tara no replicó y aparentemente satisfecho, Adam volvió a cerrar los ojos.
Hicieron el trayecto al aeropuerto en silencio absoluto y cumplieron con los trámites
de aduana sin complicaciones.
Adam titubeó un instante al entregarle su pasaporte, poniendo atención al espacio
donde aparecía el "Señora Tara Lambert" escrito con excelente caligrafía en el espacio
adecuado. Observó un instante su rostro pálido. El exabrupto de ella de la noche
anterior al menos la libró de la situación embarazosa que se habría producido si él se
hubiera enterado allí en público. Pero si ella le explicaba en ese momento que era
viuda, sólo provocaría su lástima y eso era lo último que quería de él, se dijo con
tristeza. El desagrado que manifestaba por ella era mil veces mejor.
—¿Quiere un café?
El amable ofrecimiento la sorprendió.
—¿Para quién? —Tara se percató de que su mano todavía estaba sobre la de Adam
y la retiró con un movimiento brusco—, ¿A ti en qué te afecta? Yo sé que estoy
casada.
—Tiene una forma muy extraña de manifestado, señora Lambert y las mentiras me
molestan.
—Nunca te he mentido.
—¿No? Pregunté si ese pobre tonto enamorado era su esposo.
—Y dije que no lo era. Esa es la verdad.
Adam apretó los labios con desagrado y dio la vuelta al libro que compró en el
aeropuerto. Horrorizada, Tara vio que en la contraportada aparecía la foto de Jim
Matthews.
—Así que este es sólo el amante. Me pregunto si habrá el equivalente masculino
de un harem —comentó él con tono indolente.
—No tengo idea —ella estaba furiosa. El no tenía ningún derecho para juzgarla—.
Pero considerando que uso las faldas demasiado largas, no lo hago tan mal, ¿no te
parece?
—Mal... —Adam se contuvo y casi sonrió—. Nada mal. Tal vez deba alegrarme de
la armadura con la cual se viste. Si se lo propusiera, tendría a la mitad de la población
masculina rendida a sus pies —se apoderó del eterno rizo rebelde de Tara y lo enredó
alrededor de su dedo—. En una ceñida seda color rosa con esta nube de cabello negro
rodeando su cara, ¿quién podría resistirse? —zafó el dedo con violencia y el tirón
produjo que las lágrimas brotaran de los ojos de ella. Entonces le arrojó el libro,
abierto en la página con la dedicatoria: "Para Tara... mi inspiración"—. Me pregunto
qué hizo para ganarse eso, señora Lambert. Quizá la lectura del texto me ayude a
averiguarlo. .
La joven palideció. Encontraría demasiadas claves como las que buscaba. Ese fue
el motivo por el cual ella se negó a volver a trabajar para el malvado escritor, a pesar
de sus súplicas.
—La única inspiración que recibió de mí fue el no frenarlo cuando se exaltaba.
Tuve que tomar en taquigrafía cada una de sus horribles palabras.
Adam le sostuvo la mirada y por un momento Tara pensó que le creía. Luego, él
encogió los hombros.
—Creo que de todos modos lo leeré.
La azafata les ofreció bebidas, pero siguiendo el ejemplo de Adam, Tara sólo
ordenó agua mineral, Y rechazó el almuerzo. El apenas probó el suyo y se dedicó a la
lectura del libro, aparentemente fascinado por los horrorosos relatos. Ella dejó de
fingir que leía y se dedicó a contemplar las nubes por la ventana.
Miró su reloj. Aterrizarían en una hora, calculó. Quería refrescarse antes de eso,
pero la expresión de Adam era tan amenazadora, que no se atrevió a interrumpir su
concentración en la lectura. No obstante, leyéndole la mente, Adam recogió las
piernas.
—Gracias.
—Sólo tenía que pedirlo, señora Lambert.
Tara se tomó su tiempo en arreglarse el peinado y el maquillaje para darse un
descanso lejos de él. Una vez que estuvieran en tierra, sabía que el trabajo ocuparía
todo su tiempo. Reuniones de trabajo por las mañanas, eventos sociales por las
noches. Por las tardes tendría que dedicarse a transcribir sus notas. Pero aún tendría
que hacer frente a la siguiente hora. Reunió sus objetos personales y emprendió el
camino de regreso a su asiento.
—Por favor regrese rápido a su lugar y abróchese el cinturón —le recomendó una
azafata—. Encontraremos cierta turbulencia frente a nosotros.
En ese momento se encendieron los avisos de cinturones y el capitán confirmó las
palabras de la azafata por los altavoces. Tara esperaba que Adam la dejara pasar,
pero él sólo se concretó a mirarla.
—¿Puedo volver a mi asiento? —le pidió ella, obligada a seguirte el juego.
—Por supuesto —él sonrió, pero antes que pudiera moverse, el avión sufrió una
sacudida, provocando que Tara perdiera el equilibrio. Habría caído, mas Adam la
atrapó a tiempo y la sentó en sus piernas.
—Lo lamento —manifestó ella en un intento inútil de ignorar el calor del duro
pecho bajo sus manos y la cercanía del rostro varonil.
—No se disculpe, señora Lambert. Es mi culpa que no haya estado a salvo en su
asiento —los labios de él se torcieron en una sonrisa malévola—. Si se hubiera
lastimado, ya no me serviría de nada.
Tara se tensó, provocando la risa de Adam.
—Va a resultar un viaje desesperante si seguimos así, señora Lambert. ¿Qué le
parece un cese de hostilidades?
Tara lo contempló. Quería soltarse y él no la sujetaba con tanta fuerza, mas una
rara languidez la invadía, impidiéndole moverse. No era justo, pensó desesperada.
Era injusto que un hombre, el hombre equivocado, tuviera en ella un efecto tan
desastroso.
—Y bien, ¿qué dice?
—¿Paz? —inquirió ella sin atreverse a mirarlo a los ojos.
Con gentileza, Adam le sujeto el mentón causando que ella no pudiera dejar de
mirarlo y durante un largo momento estudió su rostro. Luego la tomó por la nuca
para rozarle los labios con los propios.
—Paz —murmuró, y antes que ella se diera cuenta de lo que pasaba, se encontró a
salvo en su propio asiento.
Estaba temblando. Contempló su propia mano en el descansabrazos del asiento,
preguntándose si Adam sabría lo que le había provocado. Pero él había vuelto su
atención al libro. Tal vez no era más que una cuestión interna y ella logró no
traicionarse por completo.
Por fin, el capitán informó por el altavoz que estaban por aterrizar y las
condiciones climatológicas y de temperatura.
El bullicio del descenso cubrió el remanente del nerviosismo de la joven y para
cuando salieron de la aduana, Adam la presentó a un hombre sonriente como la
señora Lambert, haciendo énfasis en "señora".
—Tara, él es Hanna Rashid. El hombre llevó la mano de ella a sus labios. —
Hablamos ayer por teléfono, ¿no es así, madama Lambert? Tiene una voz muy
hermosa —a pesar del acento francés y su ropa europea, su tez era morena y portaba
un espeso mostacho. Con la mirada parecía indicarle que estaba dispuesto a
convertirse en su esclavo. Los llevó hasta su auto—. ¿Cómo está la adorable Jane? —
le preguntó a Adam cuando Tara se adelantó unos pasos—. Es una lástima que no
haya podido acompañarte en este viaje —había bajado el tono de voz, pero no lo
suficiente para que Tara no lo escuchara. Ella no oyó la respuesta de Adam, sólo la
risita que Rashid dejó escapar.
Las maletas fueron guardadas en el portaequipajes de un Mercedes blanco y
Hanna los alejó del calor húmedo desagradable que los envolvió tan pronto salieron
del edificio del aeropuerto tomando una carretera en medio del desierto.
Tara se preguntó a dónde se dirigían, pero los hombres estaban enfrascados en
animada charla y no se atrevió a interrumpirlos. Entraron en la ciudad y al fin Hanna
introdujo el auto hasta el patio de una casa enorme.
—Estará cómoda aquí, madame.
—No sabía que nos recibiría en su casa, señor Rashid —comentó Tara con una
sonrisa—. Pensé que nos llevaría a un hotel.
—Por supuesto que no. Estará mejor aquí en la villa —abrió la puerta del coche
para ayudarla a bajar. Un sirviente apareció entonces para hacerse cargo del
equipaje. En la entrada de la casa, Rashid le tendió la mano para despedirse—. Nos
veremos para la cena, una vez que hayan descansado.
—No comprendo... —Tara frunció el entrecejo, pero algo en la expresión de Adam
la hizo detenerse.
—Hay un coche en el garaje, Adam. Nos veremos. ¿Te parece a las diez?
—Gracias, Hanna —Adam tomó a Tara por la cintura y la hizo entrar en la casa.
Cuando la puerta se cerró, ella se volvió hacia él.
—Esta es la casa de verano de Hanna. Aun en el invierno, sus invitados británicos
encuentran a Manama un tanto húmedo.
—Pero no puedo quedarme a solas aquí contigo.
—¿No? —él la llevó a una sala con mobiliario exquisito—. Estarás a salvo aquí,
Tara. No me agrada compartir —se sirvió una bebida y le ofreció una a ella. La joven
negó con la cabeza—. ¿Quieres que te muestre tu habitación?
—No, gracias. Estoy segura de poder encontrarla por mi cuenta.
—No vayas a extraviarte —Adam encogió los hombros.
La advertencia resultó innecesaria. El sirviente de edad avanzada que les llevó sus
maletas la aguardaba para guiarla a su habitación. La villa era enorme y si hubiera
estado sola, con seguridad habría perdido el rumbo. La construcción era de dos pisos
y rodeaba un patio ajardinado en cuyo centro, una fuente saltaba seductora. Las ha-
bitaciones superiores daban a una terraza cubierta con vista al patio interior.
Tara vació su maleta y se dio un largo baño perfumado en la tina para borrar la
tensión y el cansancio del largo viaje en avión. Cenarían en un centro nocturno de
Manama y no sabiendo qué tan lujoso era, la joven optó por el sencillo vestido negro.
Con seguridad Adam se burlaría de ella, pero no le importaba. Con la eficiencia
acostumbrada, se recogió el cabello en un mono. Cualquier cambio en su apariencia
provocaría que Adam la acusara de estar coqueteando, se dijo. Sólo se excedió en
cuanto al maquillaje, poniéndose un poco más que el que llevaba a la oficina.
Se quitó la bata de algodón y contempló su imagen ante el espejo. Nunca pudo
resistir el usar ropa interior bonita. El fino satén, el encaje y las medias negras la
hicieron sonreír. Luego se cubrió con el vestido negro que la llevó adelante en tantas
reuniones de negocios para empresas, de las cuales, había perdido el número. Una de
las alegrías de trabajar como secretaria temporal.
Revisó la hora. Apenas eran un poco después de las nueve, descubrió. No tenía
ganas de reunirse con Adam abajo y verse sometida a sus comentarios cáusticos, pero
tampoco quería permanecer encerrada en su habitación. Había visto una escalera que
conducía al jardín, así que decidió salir a explorar un poco.
La noche era fresca, pero nada desagradable, comparada con el invierno británico.
Se percibía un aroma en el ambiente y Tara se dedicó a buscar la flor que lo producía.
Cuando llegó a la pequeña fuente, se sentó en la orilla, apreciando su alegre rumor.
—Precioso, ¿no te parece? Un jardín cercado para ocultar a las mujeres de las
miradas de hombres lujuriosos —la voz salida de entre las sombras la sobresaltó—.
Rashid es un hombre encantador, pero a pesar de sus modales afrancesados, no deja
de ser un árabe. Tienen costumbres diferentes. Sus mujeres son protegidas de en-
cuentros casuales, pero los hombres suelen aprovecharse de las costumbres más
liberadas de las mujeres europeas. Harás bien en recordar eso.
Tara abrió mucho los ojos, sorprendida. ¿Sugería Adam que ese lugar era...? Claro
que no. Con seguridad bromeaba. —No sé a qué te refieres.
—Creo que lo sabes —él se sentó a su lado, muy elegante en traje de etiqueta
negro—, pero si quieres que te lo diga con todas sus palabras, lo haré, mi querida
señora. Sólo para evitar malentendidos —le acarició una mejilla con una mano gentil.
Tara permaneció inmóvil, sabiendo por instinto que no era un gesto amenazador, que
por el momento estaba a salvo. Adam la hizo mirarlo a la cara—. Mientras Hanna
Rashid crea que te encuentras aquí para mi placer, estarás a salvo de sus atenciones,
Tara.
—¿Eso fue lo que le dijiste a Jane? —de pronto sentía la mano de Adam como un
hierro ardiente en su mejilla.
—En su caso no era necesario —él apretó los labios y se puso de pie con un
movimiento brusco—. Ya es hora de que partamos.
Ella fue por su bolso y una estola y para cuando encontró su camino a la entrada
principal, el auto ya esperaba. Adam le abrió la puerta y en el trayecto al centro de la
ciudad le recordó a las personas que se reunirían con ellos: un banquero
norteamericano y su esposa, un par de hombres de negocios de la localidad y Hanna
Bashid. Ella apenas le prestaba atención. Había memorizado sus nombres antes de
partir de Inglaterra, así que se dedicó a meditar las palabras que él pronunció en el
jardín acerca de que Rashid consideraba que ella estaba allí para el placer de Adam.
Era probable que algunos hombres de negocios acostumbraran llevar a sus
secretarias en sus viajes "por placer". Adam aclaró sin lugar a dudas que Jane era feliz
en su posición. Pero ella no era una chica de esas y no estaba dispuesta a permitir que
alguien lo creyera.
Hanna los esperaba ante la puerta del restaurante y les dio la bienvenida. Al
inclinarse para besar la mano de Tara, ésta advirtió inmediatamente la expresión
cínica de Adam, quien los observaba, y cuando el árabe se enderezó, ella le brindó
una sonrisa radiante, permitiéndole que la tomara del brazo para escoltarla y
presentarla con sus otros invitados.
De alguna manera poco después se encontró sentada a la cabeza de la larga mesa,
Adam estaba en el otro extremo. Pero Hanna la mantuvo entretenida, preguntándole
acerca de su vida personal, y en el breve lapso de unas horas ella reveló más de su
existencia de lo que en realidad quería. Mas cuando el espectáculo terminó y se abrió
la pista para que la concurrencia bailara, fue Adam el que apareció de inmediato a su
lado antes que Hanna pudiera reaccionar.
—¿Tara?
Ella estuvo a punto de negarse, pero una mirada al rostro de él bastó para hacerla
cambiar de opinión.
—Gracias, Adam.
—¿De qué tanto hablaban tú y Hanna? —murmuró él entre dientes al tomarla
entre sus brazos y empezar a bailar.
—De nada en especial. Es un hombre muy agradable.
—También muy astuto. Espero que no hayan estado hablando de negocios.
—No soy tan tonta. Sé reconocer cuando alguien trata de sacarme información
confidencial —le aseguró ella, apartándose un poco.
—Eso esperó —Adam volvió a acercarla—. ¿De qué hablaban?
—De la vida, del amor, de la poesía —bromeó ella.
—Una hogaza de pan... una botella de vino... y...
—Algo así —aceptó ella, despreocupada.
—Pues no te quejes de que no te lo advertí —la música terminó y Adam la regresó
al lado de Hanna, quien de inmediato reclamó la pieza siguiente. Pero no fue igual. El
árabe era un bailarín excelente, era agradable y divertido, pero no era Adam. Este
bailaba con la mujer norteamericana, haciéndola reír y charlando con ella. Tara dejó
escapar un suspiro y al instante Hanna se mostró preocupado.
—¿Estás cansada, cherie? Ha sido un largo día para ti. Permíteme llevarte a casa.
—No, gracias —respondió ella al percibir una campanada de alarma—. Será mejor
que espere a Adam.
—Con seguridad estas ya no son horas de trabajo. Y Adam parece querer estar
aquí un rato más —comentó Hanna un tanto molesto. Al mirar a su alrededor, Tara se
percató de que Adam y la norteamericana habían desaparecido y un escalofrío la
recorrió.
—En realidad estoy muy cansada. Te agradezco mucho tu ofrecimiento —se
despidió del resto del grupo y permitió que el árabe la llevara al ascensor. Se tensó
cuando el la tomó de la mano, pero no intentó más y poco a poco ella se relajó.
El la acomodó en el asiento delantero de su lujoso Mercedes y condujo despacio a
través de la noche del desierto, señalándole las constelaciones que allí parecían más
cercanas que en Inglaterra.
—Mañana por la tarde te llevaré al desierto para que sepas cómo es en realidad,
hermosa Tara. Pero esta noche necesitas descansar —habían llegado a la villa y la
ayudó a bajar como sí fuera una delicada pieza de porcelana. Luego le dio un beso
gentil en la mano y se marchó.
Tara se quitó los broches y se soltó el cabello. La advertencia de Adam había sido
inútil. Sonrió al bajarse la cremallera del vestido, el cual se quitó despacio. Lo puso en
un gancho y estaba por guardarlo cuando escuchó un fuerte llamado a la puerta y la
voz de Adam:
—¡Tara! ¡Tara! ¿Estás allí?
La joven se cubrió con la bata y fue a abrir.
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Veo que ya estás aquí —la cara de Adam era una máscara de ira—. ¿Estás sola?
—¡Por supuesto! —pero eso no convenció a Adam, quien abrió la puerta por
completo.
—¿Qué diablos te hizo partir...? —las palabras de él se perdieron ante la visión
que tenía enfrente. La pieza de satén y encaje y el cabello que le enmarcaba el pálido
rostro revelaban más que lo que ocultaban de los senos y cadera plena, Tara dio un
paso atrás, sólo para mostrar las largas piernas enfundadas en seda negra.
—¡Fuera de aquí! —exclamó, tratando de cubrirse con la bata.
Adam no hizo movimiento alguno para salir; por el contrario, le quitó la bata de
los dedos temblorosos y la estudió a placer hasta que al fin volvió a fijarse en el
rostro ruborizado.
—Hace bien en cubrirse detrás de su armadura, señora Lambert. El señor Lambert
es un hombre afortunado. Déle mi mensaje, por favor.
Dicho esto, se dio media vuelta y salió de la habitación. Tara fue a cerrar la puerta
y se apoyó en ella como si así pudiera mantenerlo fuera si intentaba entrar por la
fuerza.
—¡Tonta! —se dijo muy quedo. Si hubiera extendido la mano, ahora lo tendría a
sus pies. Pero no tenía experiencia en el arte de la seducción, a pesar de lo que él
pensaba de ella. Y tal vez así era mejor. Había que pensar en Jane y su bebé.
A la mañana siguiente se vistió de manera que apagara cualquier sentimiento
lujurioso. Se recogió el cabello en un moño más apretado que nunca y se puso un
austero vestido azul marino. Adam llegó detrás de ella al comedor y fue a servirse un
café.
—Este es un desayuno árabe. Si quieres huevos, tendrás que pedírselos a la
cocinera.
—Esto está bien, gracias —Tara se sirvió yogurt, pan de centeno y café, sin
animarse a probar los tomates con queso de cabra.
—¿Dormiste bien? —le preguntó Adam con helada cortesía.
—Sí —mintió ella—. ¿Y tú?
El levantó la vista. La joven supo que no observaba el vestido, sino lo que sabía
que había debajo.
—¿Tú qué crees? —aparentemente no esperaba respuesta, ya que de inmediato se
lanzó a analizar el programa de actividades del día—. Tenemos una reunión en el
banco. Terminará alrededor de las doce e iremos a almorzar; después trabajaremos
aquí por la tarde. Esta noche hay un cocktail en la embajada británica y luego un cam-
bio de planes. Hemos sido invitados a cenar con el secretario de comercio y su esposa.
—¿Cuando acordaste eso? —le preguntó Tara al anotarlo en su agenda.
—Vi a Mark en el restaurante anoche cuando se marchaba y lo acompañó hasta su
auto. Estuve ausente cinco minutos, tiempo suficiente para que tú te dejaras
convencer por Hanna de que te mostrara el desierto de noche. Pero hasta un ciego
puede ver que no necesitas mucho convencimiento.
—Pero él dijo... —Tara se interrumpió para no traicionarse. Si admitía que partió
porque Hanna le dijo que él estaba ocupado en otros menesteres, Adam sabría lo
vulnerable que era.
—¿Decías? —insistió Adam.
—Fue todo un caballero.
—Una gran decepción para ti. Pero él no te ha visto en ropa interior. Todavía. Te
garantizo que no tiene el mismo control que yo.
—Si Hanna Rashid me ve en ropa interior, Adam, será a invitación mía.
—Estás jugando con fuego, Tara —él se levantó sin terminar su desayuno—. Pero
eres una mujer adulta y no mi responsabilidad.
—Y me necesitas demasiado para despacharme, por mucho que quisieras hacerlo.
—Ninguno hasta ahora —expresó Adam—. Para ser sincero, esperaba poder salir
de aquí antes del viernes, pero Hanna lleva las cosas con una lentitud pasmosa. Le
gusta el estira y afloja y no quiere apresurarse —entonces miró a Tara y agregó—: Al
menos espero que ese sea el motivo del retraso.
—Nosotros iremos a las carreras a Awali —le comentó Angela a Tara—. Distan
mucho de ser como en Ascot, pero son divertidas. Caballos y camellos. ¿Por qué no
van con nosotros?
Tara no contestó, no le correspondía aceptar invitaciones como esa.
—¿Por qué no?—comentó Adam, alzando los hombros.
Concretaron la cita y Adam regresó con Tara a la villa. Cuando llegaron, un
mensaje los esperaba.
—¡ Maldición!
—¿Qué sucede?
—El gobernante celebrará un majlis mañana por la mañana y me ha convocado.
—¿Un majlis? —repitió Tara—. ¿Qué es eso?
—Es una especie de "casa abierta". Cualquiera puede asistir a un majlis del
gobernante... su corte, supongo... y pedir sus favores, ayuda, o simplemente para
presentarle sus respetos. En ocasiones celebra reuniones en las que se limita a saludar
de mano a los presentes. Es una especie de fiesta en los jardines del palacio, con la
salvedad de que no se permite la presencia de las mujeres. Yo tendré que ir a
estrechar su mano.
—¡Cielos, estoy impresionada!
—Me tomará toda la mañana —Adam hizo una mueca—. Te aburrirás a muerte
aquí sola. Llamaré a Angela para que te lleve al souk de compras, si quieres. Las
orfebrerías son dignas de visitar.
—No es necesario.
—No es problema —Adam entrecerró los ojos—. Angela lo disfrutará.
Pero media hora antes que Angela pasara por ella, le llamó por teléfono.
—¿Tara? Tengo un problema. Mi hijo menor tiene una erupción y tengo que
llevarlo al doctor. Lo siento muchísimo.
—No te preocupes, Angela. Aquí estoy bien. Espero que lo de tu hijo no sea nada
grave.
—Me temo que puede ser sarampión. De ser así, tendré que entrar en cuarentena
durante una o dos semanas. Aunque quizá resulte una bendición. Al menos no
tendré que recibir al club de bridge esta semana. No obstante, lamentaré no poder
verte de nuevo.
Tara deambuló por la casa durante un rato. Arregló la oficina, hojeó una revista y
se preguntaba si haría el calor suficiente para ponerse el traje de baño y salir a tomar
un baño de sol en el jardín, cuando oyó que un auto llegaba y el sirviente anunció a
Hanna Rashid.
—Tara, querida —manifestó él al acercarse con las manos extendidas para tomar
la suya—. ¿Adam te dejó aquí sola?
—Tuvo que asistir al majlis del gobernante.
—Claro. Lo oí mencionarlo cuando nos reunimos ayer —todavía le sujetaba la
mano y Tara tuvo que retirarla con cierta fuerza—. Tengo que atender algunos
asuntos con mi personal, pero después tendré el inmenso placer de enseñarte algo de
la isla.
—No creo...
—¿Sabías que Bahrein es conocido como el sitio del legendario Dilmun, el
perdido Jardín del Edén?
Sorprendida y sin poder relacionar lo que había visto del lugar con el Edén, Tara
cuestionó su declaración.
—Ciertamente —afirmó él—. Hay lugares antiguos. Los visitaremos, pero para
hacerlo, deberás ponerte algo más cómodo —la rodeaba con el brazo por los
hombros y la guiaba hacia la escalera.
—Creo que no —Tara se dio la vuelta con brusquedad y se libró del brazo que la
sujetaba—. Muchas gracias por tu ofrecimiento, pero debo quedarme aquí.
—Eres demasiado responsable. Adam no te merece. Lo menos que puede hacer es
organizar alguna actividad para ti mientras él está fuera.
—Lo hizo —apuntó Tara y le explicó el problema de Angela.
—Cuánto lo siento, pero no hay motivo por el que no debas aceptar mi
ofrecimiento. Es evidente que Adam no tenía intenciones de dejarte aquí sola y tal
vez no se presente la oportunidad de que conozcas algo de la isla.
Era cierto y a pesar de las advertencias de Adam, Hanna se había comportado
como todo un caballero la noche que la llevó a casa. Mucho más que Adam,
reflexionó con resentimiento.
Miró su reloj. Todavía era temprano y sería maravilloso salir una o dos horas.
—De acuerdo, pero debo estar de regreso antes de la una.
—Como tú ordenes —convino Hanna.
Tara fue a cambiarse. Se puso un pantalón estilo marinero y una camiseta tejida
de un tono rosa brillante. Luego se calzó unas alpargatas y tomó una pañoleta.
En el último momento decidió dejarle un mensaje a Adam. Libreta de notas en
mano, meditó en qué le diría hasta que una sonrisa maliciosa apareció en sus labios.
"Fui a descubrir el Jardín del Edén con Hanna. Estaré de regreso a la una. Tara",
escribió. Fijó la nota a la puerta del dormitorio de Adam al salir.
Capítulo 5
TARA quedó encantada con la isla. Algunas partes eran desérticas, otras,
lujuriosos oasis. Primero, Hanna la llevó a ver un pozo petrolero en operación.
—No es lo que esperaba. Es muy pequeño, nada impresionante.
—Estás pensando en las grandes torres, chirrié. Cuestan dinero. ¡Este lo hace!
Le mostró el palacio donde Adam visitaba al rey.
—¿Eres de aquí, de Bahrein? —le preguntó Tara—. No usas la ropa tradicional.
—Bahrein es mi hogar adoptivo. Soy libanés —una sombra apareció en la mirada
de Hanna—. Tal vez regrese algún día.
—Lo lamento.
—No tienes por qué hacerlo. Ven a ver la playa. No hace el calor suficiente para
nadar, pero es bonita —él detuvo el auto y la llevó entre las palmeras a una playa
pequeña, tomándola por la cintura—. Bahrein significa "dos mares". Aquí tienes el
agua salada del Golfo, pero más allá, hay manantiales de agua dulce que surgen de la
plataforma submarina. Es posible bucear y sacar agua dulce del fondo.
—¿Entonces el mar salado está sobre un mar de agua dulce?
—Es parte de la leyenda de Dilmun —comentó él, complacido.
—Dijiste que había lugares antiguos. ¿En verdad es el Jardín del Edén?
—Eso debes juzgarlo tú misma —la sonrisa de Hanna era enigmática—. Ven, he
dispuesto un sencillo almuerzo —señaló un pequeño pabellón entre las palmeras y
campanas de alarma empezaron a sonar en la cabeza de Tara.
—¿Almuerzo? —Tara vio la hora en su reloj—. Dios mío, es casi la una. Tengo que
regresar.
—Cariño —Hanna rió con suavidad—, debes permitirte un poco de relajamiento
—sujetándola por la cintura la impulsaba hacia el pabellón.
—Me temo que eso es imposible, Hanna —la joven se paró con firmeza—. Adam
se preocupará si no regreso.
—Pero él supone que fuiste al mercado con Angela y pensará que te quedaste a
almorzar con ella.
—Lo habría hecho —concedió Tara—. Pero le dejé una nota diciéndole que saldría
contigo.
—No lo sabía —si Hanna se molestó, no lo manifestó—. No te vi entrar en la
oficina.
Y si lo hubiera hecho, ¿habría desaparecido la nota? Tara rechazó la idea como
injusta.
—La dejé arriba.
—Ah, entonces debo llevarte cuanto antes. No sería conveniente que nos
encontrara aquí sotos. Puede ser tan... —esbozó una sonrisa—, tan puritano.
—¿Vendría a buscarme? —preguntó Tara con bien disimulada sorpresa.
—Sí, Tara, me temo que lo haría.
—En ese caso, debemos darnos prisa. Muchas gracias por el paseo, Hanna —se
dio la vuelta y se libró de la mano que la sujetaba, apresurando el paso—. Ha sido
muy interesante.
Ya en el auto, se abrochó el cinturón de seguridad con rapidez por si él decidía
ayudarla. "Adam tenia razón", pensó y le dio gracias a su ángel de la guarda por
haberte inspirado que dejara una nota. No estaba segura de que Hanna le creyera,
pero, evidentemente, no estaba dispuesto a correr riesgos. Y algo que estuvo en el
fondo de su mente al fin cayó en su sitio. Hanna comentó que Adam le había hablado
de la cita en el palacio, mas eso era imposible ya que Adam no supo de ella sino hasta
la noche. Miró de soslayo a su guía. No podía creer que fuera una sorpresa total para
el astuto señor Rashid. Adam esperaba en la entrada de la villa cuando llegaron. Los
ánimos de Tara decayeron un poco, ya que abrigaba la esperanza de que todavía
estuviera en el palacio, pero para como ocurrían las cosas, era inevitable que él
regresara antes.
—¿Se divirtieron? —preguntó Adam con aparente tranquilidad y Tara se relajó un
poco—. ¿Encontraste lo que buscabas? —le preguntó a ella, mirándola a los ojos.
—¿El Jardín del Edén? No lo creo —era probable que él tuviera razón en cuanto a
Hanna, mas no le daría la satisfacción de aceptarlo—, pero fue muy interesante —con
deliberación se volvió hacia el árabe y le tendió la mano—. Muchas gracias por tu
esfuerzo por divertirme.
—No fue nada —le aseguró Hanna, haciendo una breve reverencia—. En otra
ocasión exploraremos la isla con más calma, cherie —su mirada indicaba que tenía
algo más que eso en mente.
—Lo espero ansiosa —respondió ella con imprudencia.
—Hay algunos telex que requieren atención si tienes un momento —comentó
Adam, cortante—. Hanna, ¿puedo ofrecerte una bebida?
Pero, Hanna no aceptó la hospitalidad de Adam, y éste apareció en la oficina a los
pocos minutos.
—¿Cómo lograste librarte de Angela? —le preguntó a Tara.
—No fue necesario —ella levantó la vista del aparato de telex—. Ella canceló
nuestra cita.
—¡Mientes! Desde anoche me percató de que no te interesaba la visita al souk.
Ahora veo por qué. Hanna se encargó de mi "invitación" al majlis ya que tenían
organizada su expedición. ¿A dónde te llevó, a su pequeño pabellón en la playa?
—Me llevó a recorrer la isla, Adam —la mano de Tara temblaba un poco al
oprimir un botón del aparato—. Te dije que era un caballero y así se comportó —tal
vez ella imaginó sus intenciones con lo del almuerzo en la playa, pero las palabras de
Adam lo confirmaban.
—Me inclino a creerte. Me pregunto por qué.
—Tal vez porque te digo la verdad —le indicó ella, molesta.
—No. Me pregunto por qué Hanna se toma tanto tiempo para seducirte—agregó
él, ignorando la furia de la joven—. Normalmente basta una mirada suya para que
las mujeres estén comiendo de su mano. Cuando descubrí que la otra noche partiste
con él, estaba seguro...
—¿De que él me traería aquí para exhibir su poder de seducción en tus propias
narices? —terminó ella, asombrada.
—Es natural que él suponga que tengo derechos sobre ti. Le divertiría derrotarme
en ese terreno.
—¡Ah, ya veo! Es sólo un juego de niños tontos. Debiste explicármelo. Seré un
poco más amable con él en el futuro —agregó. La dulzura de su voz no ocultaba la ira
en su mirada—. Si me disculpas, iré a darme una ducha antes del almuerzo.
—¿Tara?
Ella se volvió para encontrarlo frunciendo el entrecejo.
—No, nada.
El almuerzo transcurrió en calma. Adam habló poco, pero al levantar la vista, Tara
lo sorprendió estudiándola con mirada especulativa. Ella apartó la mirada, pero sabía
que él seguía observándola como si quisiera encontrar una respuesta.
Adam pasó la tarde haciendo llamadas telefónicas y le sugirió a Tara que
descansara antes que anocheciera.
—Esta noche tenemos una reunión formal, Tara. ¿Trajiste un vestido largo?
—Sí, lo traje —respondió ella con cierta satisfacción. Se alegraba de que su vestido
negro convencional estuviera a miles de kilómetros, así que no estaría tentada a
usarlo.
Pero al ver su imagen ante el espejo más tarde, experimentó una sensación muy
diferente. Se había maquillado para hacer resaltar sus ojos oscuros y se pintó los
labios de color escarlata para hacer juego con el vestido. Su cabello negro caía como
una cortina sobre sus hombros desnudos, y se puso unos pendientes alargados de
oro, dejándose el cuello sin adornos. Bastaba la piel tersa e impecable de cuello,
hombros y brazos.
El vestido era en extremo simple: un corpiño diminuto que se ceñía a su cuerpo,
resaltando su cintura esbelta; la falda amplia le llegaba a los tobillos. Lo había
encontrado en oferta en una barata en enero y lo compró con un dinero que su
madrina le había enviado para Navidad con instrucciones de que se comprara algo
"impráctico”. Era la primera ocasión que lo usaría. Extraordinario. Lo sabía y la
atemorizaba, pero era demasiado tarde para lamentaciones. Un llamado a su puerta
la sacó de su contemplación.
—¿Estás lista, Tara? —la voz de Adam la sobresaltó. Por un instante, pensó en
fingir una jaqueca, enfermedad, hasta un ataque de locura, pero respondió con voz
bien modulada:
—Bajo en un momento —tomó su pequeño bolso de mano, una capa negra y con
una última mirada al espejo, salió de la seguridad de su habitación.
Impaciente, Adam miraba su reloj cuando el movimiento en la escalera atrajo su
atención.
Al levantar la vista, Tara advirtió por un instante la chispa de deseo que ardió en
los ojos verdes y su sangre se aceleró en respuesta urgente. Pero la expresión
desapareció pronto y ella llegó a pensar que sólo fue producto de su imaginación,
porque los labios de él se apretaron en una línea dura y la frialdad resurgió en sus
ojos. El se volvió y le abrió la puerta.
—Creo que la prefiero en su armadura, señora Lambert. Es más fácil controlarla.
Tara ardió de furia, y todavía se sentía molesta cuando Harina los recibió a la
entrada de su lujosa mansión. Al menos él sabía cómo halagar a una dama y no
perdió tiempo en hacerlo. La tomó de las manos y se las besó.
—Estás preciosa esta noche, Tara.
—Muchas gracias, Hanna —ella le brindó su mejor sonrisa y se alegró de que
Adam se tensara a su lado. Se dejó guiar al interior de la cesa, aceptó una copa de
champaña y brindó con Hanna, sabiendo que Adam escuchaba cada una de sus
palabras—. A tu salud.
—Está en tus manos, hermosa señora. Tienes en ellas mi corazón.
Tara lo miró con rapidez, preguntándose si estaría burlándose de ella, pero
parecía muy serio. Nerviosa, bebió un sorbo del champaña.
—¿Me presentas con tus amistades?
—Por supuesto —Hanna se convirtió en el anfitrión perfecto y aun cuando había
reclamado la primera pieza de baile, se la cedió de buen grado a Mark Stringer.
—¿Cómo está el niño?—preguntó ella, sintiéndose más segura.
—Sarampión confirmado —le indicó Mark—. Acabo de explicarle a Adam que
Angela está en cuarentena con él.
—Cuánto lo siento. Dale mis condolencias.
En apariencia, Adam ignoraba su presencia. Cuando Tara volvía la vista hacia él,
lo encontraba en animada conversación con un banquero, o prestando atención
exagerada a alguna de las muchas damas hermosas que estaban presentes. Sólo en
una ocasión sus miradas se encontraron desde extremos opuestos del salón antes que
alguien se interpusiera entre ellos, y cuando se apartó, Adam había desaparecido.
Ella misma no carecía de atención. Tuvo acompañantes en abundancia y Hanna
reapareció después a su lado para escoltarla a la mesa llena de platillos extraños y
familiares. Pero después de un rato, la velada se volvió monótona para la joven.
Extrañaba los comentarios agrios de Adam, mas él estaba ocupado con una rubia.
arañó la cara con desesperación. El maldijo, pero no la soltó. Los esfuerzos de ella
sólo servían para excitarlo más. La joven abrió la boca. Ya no le importaba pasar
vergüenzas:
—¡Adam! —gritó con un gemido—. ¡Adam...!
—Dieu, Tara... —Hanna le cubrió la boca con la mano, pero nunca terminó la frase.
De pronto su peso desapareció y Tara se quedó jadeante, reclinada en los cojines.
Ella escuchó el sonido de un cuerpo que caía en el agua e instantes después, Adam
estaba a su lado, echando chispas por los ojos.
—Cúbrete —le ordenó. Tara estaba demasiado afectada por los acontecimientos y
no podía moverse—. ¡Ahora!
La chica luchó contra los cojines y con una exclamación de furia, Adam tiró de
ella, levantándola y cubriéndola. Le subió el cierre del vestido con tanta violencia,
que le lastimó la piel. Tara hizo una mueca de dolor, pero guardó silencio. Adam no
reaccionaría a ningún dolor que ella sufriera.
—Lo siento, Adam —ella temblaba, pero a él no parecía importarle.
—No, tanto como lo lamentarás —le lanzó una mirada salvaje a Hanna, quien
salía de la fuente, y sin agregar palabra, la llevó a rastras hasta los escalones que
conducían a la terraza. Antes que entraran, se detuvo de pronto, causando que sus
cuerpos chocaran, y la hizo volverse.
—Ahora, señora Lambert, por una vez en su vida haga lo que se le dice y coopere
—antes que ella pudiera preguntarle a qué se refería, él la besaba con la aparente
sinceridad de un hombre enamorado. Pero ella sabía que fingía; ya había
experimentado como era ser besada por él cuando se lo proponía.
Al fin terminó de humillarla y la soltó.
—¿Cómo te atreves? —exclamó ella, furiosa.
—Por favor no creas que me causó placer, pero es mejor, mi querida señora, que
los invitados crean que fuiste manoseada por alguien a quien conoces y no por un
desconocido con quien decidiste coquetear a pesar de las recomendaciones —todavía
tenía la respiración agitada—. Así nadie se sorprenderá de que nos retiremos
temprano.
Tara era consciente de las miradas curiosas y divertidas que los seguían al
dirigirse hacia la entrada. Adam parecía decidido a despedirse de todos los que
conocía. Ella lo soportó con la mayor valentía de que fue capaz. Después de todo,
¿qué era un poco de vergüenza comparada con un intento de violación?
Al fin él la soltó, depositándola sin ceremonias en el asiento del auto antes de
sentarse ante el volante.
—¿Qué diablos fue lo que te poseyó? —le exigió entonces.
—Sólo salí a respirar un poco de aire fresco. El me tomó por asalto.
Pasó un momento antes que ella pudiera moverse. Luego empezó a correr.
Trastabilló por la escalera, pero logró mantenerse en movimiento. Su mano tembló
tanto sobre la perilla de la puerta que llegó a creer que estaba cerrada con llave. Pero
se abrió de pronto y ella estuvo a punto de caer al interior. La cerró con fuerza,
deslizó el pestillo y corrió al baño.
Se arrancó la ropa sin importarle lo que le ocurriera y se metió bajo la ducha,
frotándose con energía hasta irritarse la piel. Pero eso no le borraba la sensación de
los labios sobre la epidermis, ni el dolor que le producía.
Después de secarse, se puso un pijama color de rosa. Siempre le pareció infantil,
pero recordó que Adam le había dicho que era irresistible en esa prenda. Se preguntó
qué haría él si ella fuera a su habitación en ese momento. Rechazarla con firmeza,
seguramente. Parecía que le era fácil.
Sintiéndose mal, se metió en la cama, pero no pudo conciliar el sueño. Todavía
trataba de decidir qué haría para salir del tío en que se había metido cuando el
lamento del muezzin de una mezquita distante llamando a los fieles a la oración
anunció el amanecer. El cielo se iluminó al este y ella pudo levantarse para vestirse y
enfrentarse al día, por doloroso que le resultara.
Se enfundó en un pantalón y un suéter ligero y bajó. Le habría gustado salir a
correr, a caminar rápido, nadar o lo que fuera que la ayudara a quemar la nerviosa
energía que la atormentó la noche entera. Todo lo que podía hacer era caminar en el
jardín donde se sentía enjaulada, encerrada.
El sirviente le llevó una bandeja con el té y la infusión la hizo sentirse un poco
mejor. Luego se dirigió a la oficina. Varios télex habían llegado durante la noche. Los
clasificó y dejó sobre el escritorio de Adam para que los viera. Luego revisó la
agenda. Tareas innecesarias, pero no había señales de Adam y lejos del ambiente
normal de la oficina, ella no sabía qué más hacer.
Desayunó sola, lo que debió ser un alivio, mas no resultó así. Entonces consideró
la posibilidad de subir a ver si Adam estaba bien. No era de los que se quedan en la
cama hasta tarde. Al menos, no solo, pensó y deseó no haberlo hecho.
El repentino timbre del teléfono la sobresaltó, pero al menos era algo que hacer.
—Oficina de Adam Blackmore —contestó con un tono jovial que distaba mucho
de sentir.
—¿Tara? —era la voz amable de una mujer joven.
—Habla Tara Lambert —confirmó ella.
—Me alegro tanto de hablar contigo. Soy Jane Townsend, la...
—Si —la interrumpió Tara—, me temo que Adam no está aquí por él momento.
—Viernes por la mañana. Debí imaginarlo —la risa era indulgente—. Siempre se
excede en las fiestas de Hanna.
—¿Ah, sí? —¿Eran celos ese dolor que sentía? ¿Podría estar celosa de esa mujer
por conocer el comportamiento de Adam en las tiestas? Cerró los ojos, avergonzada,
segura de que Jane lo había detectado en su voz.
—Cuídate de ese hombre, Tara. Es una amenaza. Pero supongo que Adam ya te lo
habrá advertido.
Había tanta afabilidad en la voz de la mujer, que Tara no pudo dejar de
responder, a pesar de su deseo de odiarla.
—Sí, me lo advirtió —no podía negarlo. Era culpa suya no haberlo escuchado—.
¿Puedo darle algún mensaje tuyo a Adam? —inquirió, titubeante.
—Sí. Dile que espero que sufra la peor de las resacas —se rió—. Y que en la clínica
han decidido que el niño nazca el lunes mediante cesárea.
—Lo lamento —expresó Tara, con sinceridad—. ¿Hay algún problema?
—Han encontrado que la placenta está en un mal lugar. He estado entrando y
saliendo del hospital durante las últimas semanas. Y no se me permite bajar los pies
de la cama. Es horrible. Ya pronto terminará, pero me gustaría un poco de apoyo
moral, si él logra regresar a tiempo.
—No te preocupes —le indicó Tara, molesta de que Jane tuviera que pedir eso—,
lo haré regresar a tiempo, así tenga que hacerlo nadando.
—¡Eres invaluable! —Jane se rió feliz—. Creo que al fin encontró la horma de su
zapato. Estoy ansiosa por conocerte.
Tara colgó el auricular después de despedirse y al volverse descubrió a Adam en
el marco de la puerta vestido con una bata de baño. Tenía un aspecto terrible, sin
afeitar y definitivamente sufriendo una gran resaca. Eso debería hacerla feliz. Al
menos se sentía peor que ella en el plano físico.
—¿Quién llamó?
—Era Jane —Tara le dio el mensaje y Adam maldijo entre dientes.
—El ser oportuna nunca fue su punto fuerte. Será mejor que abordemos el primer
avión que salga de aquí.
Tara se apartó. ¿Cómo era él capaz de ser tan insensible?
—¿Y qué hay de las citas para mañana? ¿Las cancelo?
—No. Deja eso en mis manos. Comunícame con Rashid por teléfono. Y no
aceptaré un no por respuesta —Adam apretó la boca—. Una ventaja del pequeño
fiasco de anoche, es que ahora aceptará casi cualquier cosa. Lo único que debo hacer
es mencionar el nombre de su esposa.
—No te atreverás... —Tara abrió los ojos, horrorizada.
—Ponme a prueba —él frunció el entrecejo al ver su desconcierto—. No le debes
ningún favor, Tara.
—Soy... —ella se miró las manos, nerviosa—, soy culpable en parte, Adam. Me lo
advertiste.
—En efecto. Pero te negaste. Eso no le agradó; sin embargo, considerando la forma
en que lo alentaste toda la noche, no dejo de tener cierta lástima por él.
—Pero, chantajearlo...
La joven mecanografió el documento tan rápido como pudo, pero cometió errores
nada característicos en ella pues seguía viendo la imagen del torso desnudo de Adam
al salir de la bañera en la pantalla de la computadora. Tuvo que imprimirlo tres veces
antes de quedar satisfecha. Poco después, Adam apareció en la oficina, vestido con
ropa informal apropiada para el viaje, y lo revisó.
—Me parece bien —comentó y vio la hora—. Yo imprimiré las copias adicionales.
Será mejor que vayas a guardar tus cosas.
—¿Quieres que prepare tu maleta?
—Sí, por favor —asintió él después de estudiarla un momento.
Tara subía por la escalera cuando oyó que Hanna llegaba y saludaba a Adam con
tono alegre. Al instante ella comprendió todo. Adam había adivinado cuánto
aborrecería ella ver a Hanna en persona y la quitó de en medio. Era más de lo que ella
merecía. Se le formó un nudo en la garganta y advirtió que estaba al borde de las
lágrimas.
—¡Tonta! —se reprochó en voz alta. Parpadeó con fuerza, pero era demasiado
tarde y al doblar su ropa para guardarla en la maleta, gruesas gotas cayeron sobre las
prendas con dolorosa frecuencia. Al fin todo estuvo en la maleta, salvo el vestido
escarlata. Ella lo sacudió. Le parecía inútil guardarlo. Jamás volvería a ponérselo,
pero no sabía qué hacer con él y no debía dejarlo en el guardarropa. Al fin, con un
suspiro, lo dobló y lo metió en la maleta antes de cerrarla.
Adam ya había empezado a guardar sus cosas. Tara terminó de vaciar cajones,
tratando de no dejar que sus dedos permanecieran demasiado tiempo sobre tas
prendas. Sólo la chaqueta que él usó la noche anterior presentó problemas. Al
levantarla, su aroma le llegó con toda su fuerza, tan evocativo, tan doloroso que casi
la deja caer.
Enamorarse dolía, le había dicho Beth. Le gustaría que se detuviera, pero eso no
ocurría. Ella creía haber amado a Nigel. Pero, ¿qué sabía entonces del amor? Nunca
sintió ese dolor interno, el anheló de tocarlo, de acariciarlo, el dolor de saber que
nunca debería hacerlo.
Ella y Nigel eran unos niños. Besarse, tomarse de las manos, ni siquiera... Y luego
fue demasiado tarde. Con desesperación, trató de conjurar su imagen. Tocó el
pequeño broche que él elaboró para ella y que siempre usaba para honrar su
memoria, como si así pudiera revivir el frágil pasado. Pero el único rostro que
apareció para atormentarla fue el de Adam Blackmore. Y Beth tenía razón. Dolía.
Capítulo 6
DESCENDIERON al aeropuerto de Heathrow entre un banco de nubes, tan grises
como el humor de Tara. Al menos no permanecieron en hosco silencio durante el
vuelo. Adam trabajó como desesperado en el nuevo proyecto, desdeñando los
alimentos que les ofrecieron sin siquiera preguntar si ella tenía apetito. En realidad no
importó. Cualquier bocado habría sido insípido.
El le dictó tanto que ella se mantendría ocupada el día entero el lunes mientras él
estaba en la clínica. Le serviría.
El sueño se encargó de ella la mayor parte del sábado. Despertó por la tarde,
preguntándose si tendría algo que comer en el congelador. Más no encontró ni leche
ni pan. Dado que originalmente esperaba estar fuera todo el fin de semana, no le
encargó a su vecina que recibiera leche para ella. Tuvo que correr bajo la lluvia hasta
una tienda cercana.
Cargada con leche, pan y huevos regresó a su apartamento y, haciendo
malabarismos con las compras, logró abrir la puerta sin dejar caer nada. Apenas
dejaba las bolsas sobre la mesa en la cocina cuando llamaron a su puerta. Frunció el
entrecejo. Nadie sabía que estaba de regreso, así que no podía ser Beth. Además, su
socia no haría tanto escándalo.
Temerosa, puso la cadena de seguridad antes de abrir y dejó escapar un grito de
sorpresa al ver por la rendija una figura imponente con casco y macana dispuesta a
atacar.
—Salga, señorita. Es inútil que trate de escapar —la feroz criatura tenía una voz
tan amenazadora como su apariencia, pero su expresión era velada por la visera del
casco. Tara abrió la boca, mas no pudo emitir sonido. El tipo se acercó más a la
puerta.
—¿Quién es usted? —preguntó ella, volviendo a cerrar la puerta.
—Pertenezco a Maybridge Securities, señorita —le informó el hombre con voz
firme—. La ocupante de este apartamento está de viaje, así que sea una chica buena y
entréguese. Nos ahorrará muchas molestias.
Tara se desplomó contra la puerta. Adam le había dicho que haría vigilar su casa,
recordó. Retiró la cadena y volvió a abrir.
—Lo lamento, pero me dio un susto tremendo. Soy Tara Lambert —informó, pero
el individuo no reaccionó—. Este es mi apartamento. Regresamos antes de lo
previsto. El señor Blackmore... —no tenía por qué darle explicaciones a ese sujeto—.
Puede comprobarlo directamente con el. Debe estar en su casa —a menos que
estuviera en el hospital con Jane, pensó.
—¿Puede identificarse? —el guardia no parecía impresionado.
—No tengo que identificarme. Vivo aquí. Yo... —Tara suspiró. El hombre sólo
hacía su trabajo, por desagradable que fuera—. Espere un momento —le indicó al
cerrar la puerta de nuevo.
¿Qué había sido de la vida ordenada y tranquila que llevaba antes de conocer a
Adam Blackmore?
El guardia volvió a llamar. Tara se tardaba, lo que lo hacía sospechar. La joven
tomó de prisa su pasaporte de la mesa de noche.
—¡Tara!
La voz de Adam al otro lado de la puerta fue la gota que derramó el vaso. Ella
abrió la puerta y le entregó el pasaporte al guardia. Adam se lo quitó de las manos.
—Está bien, Frank. Yo me encargo.
—Lo lamento, señor Blackmore, Me pareció que la señorita trataba de forzar la
chapa y...
—No te preocupes, sólo cumplías con tu deber. Bien hecho.
—Correcto, señor Blackmore. Me marcho. ¿Debo continuar con la vigilancia ahora
que la dama ha regresado?
—No —objetó Tara de inmediato—. Muchas gracias.
Frank se retiró y Adam entró en el apartamento antes que la joven se diera cuenta.
Ella lo siguió y le arrebató su pasaporte.
—¿Sigues empeñado en tu función de caballero andante? —preguntó, molesta—.
Al menos deberías cambiar ese monstruo vestido de negro por uno de armadura
blanca.
—En cualquier momento, madame —él hizo una reverencia irónica—. Caballeros
Andantes Ilimitados. Y ya conoces mi tarifa —se burló—. Un beso a ser cobrado
cuando mejor me parezca.
Tara palideció y al instante él manifestó preocupación.
—Cielos, lo siento. Sin duda fue un incidente desagradable. Debí avisarles que ya
estabas de regreso, pero debo confesar que en cuanto llegué a casa, el agotamiento
me derribó.
—Será mejor que te sientes —el tono de Tara se suavizó.
—Me gusta —comentó Adam al examinar el apartamento—. ¿Llevas aquí mucho
tiempo?
—Casi siete años. Me mudé cuando terminaron de remodelarlo —Adam ignoró
su invitación de que se sentara y estudió las vigas del techo.
—Son auténticas, Cuando las vi la otra noche, me pareció que eran imitaciones.
—Como tú, Adam, no tengo tiempo para imitaciones —Tara deseaba que se fuera,
pero él no daba muestras de querer hacerlo—. ¿Quieres una taza de..,? —
intencionalmente, dejó inconclusa la frase
—Me gustaría una taza de café —él la siguió a la cocina y al ver los huevos sobre
la mesa, comentó—: Frank interrumpió tu cena.
hacia ella como si quisiera darle apoyo, pero la joven sabía que si la tocaba, no podría
contenerse. Dio un paso atrás y caminó hacia la puerta.
—Quiero que te vayas, Adam —por un momento le pareció que él no prestaría
atención a su súplica, pero al fin tomó su chaqueta de cuero de un sillón y se la echó
al hombro.
—Siete años son muchos para estar sola, Tara —le indicó al volverse desde la
puerta. A él no le habría gustado, supuso ella.
—Así lo prefiero —al menos así era hasta que Adam la besó.
—No, Tara, eres una mujer hecha para el amor. Los dos lo sabemos. Hanna lo
supo también.
—Por favor, Adam... —le rogó ella.
—¿Es un sentimiento de culpa? ¿Por eso es que te enciendes y apagas con tanta
facilidad? —de pronto estaba muy molesto—. Vivir no es un pecado, Tara. Amar
tampoco.
Ella lo sabía. No obstante, ¿no era pecado desear a un hombre que pertenecía a
alguien más?
—¡Por favor, sólo vete! —cerró los párpados para bloquear su imagen y cuando
volvió a abrirlos, Adam había desaparecido.
El domingo amaneció gris. Tara llamó a Beth para avisarle que ya estaba de
regreso, pero rechazó su invitación de almorzar con ella. Bastaría con que la viera
para que su amiga supiera lo que pasaba. Necesitaba un poco de tiempo para volver
a colocarse la máscara antes de tener que enfrentarse al mundo.
Salió a dar un largo paseo por la orilla del río. Algunos botones de flores hacían un
valiente intento por alegrar el día. Hasta la temperatura habría sido agradable si no
hubiera pasado los últimos días en un clima más cálido.
No obstante, el viento logró que cierto color apareciera en sus mejillas y el ejercicio
la hizo volver a la vida. Era feliz hasta que conoció a Adam Blackmore reflexionó, y,
se dijo que podría volver a serlo. Le tomaría algún tiempo. Pero tenía de sobra.
Sin embargo, primero tendría que sobrevivir al lunes. Despertó con la cabeza
pesada y, por vez primera, sin ánimos de trabajar. Una ducha ayudó y al colocarse su
armadura de trabajo, se sintió fortalecida. Contempló su imagen en el espejo.
Estaba más pálida que de costumbre, con marcadas ojeras, pero aparte de eso,
nada había en su apariencia que revelara el hecho de que la concha tras la que se
protegió tantos años se había resquebrajado, causándole tanto dolor. Se llevó la mano
al pecho. Su corazón seguía latiendo. La vida continuaba. Era una lección que había
aprendido una vez y que volvería a asimilar con el tiempo.
Adam la acercó a él, con lentitud. Ella agitaba la cabeza en su desesperación por
escapar. Pero no tenía escapatoria. Con la mirada, él la mantenía inmóvil como un
alfiler a una mariposa. Ella apenas se dio cuenta de que él la había soltado, pero
seguía sin poder moverse.
Adam le quitó el bolso y el abrigo de las manos, y luego la tomó por la cintura y la
estrechó. Su boca estaba más cerca, descendiendo lentamente como si no quisiera que
el momento pasara. Despacio, como sí quisiera grabar cada rasgo de la joven por
última vez. Sus labios le tocaron la frente, las cejas, y con gentileza le acariciaron los
párpados.
Tara gimió de pena, pero la boca de Adam era inclemente en su seducción. La
caricia de sus labios era tanto un alivio como una amenaza. En su interior, ella sabía
bien que debía resistir para sobrevivir. Existía un motivo por el cual tenía que luchar
contra ese placer seductor. Pero su cuerpo no obedecía sus órdenes.
Con suavidad, los labios de Adam se movieron sobre los de ella, tentadores,
haciéndola emitir pequeños gemidos de placer de los que ella no era consciente. La
lengua de él jugueteó con sus labios y éstos se abrieron gustosos. Ese era el beso que
esperó toda su vida y nada la había preparado para esa sensación... el glorioso poder
que surgía en su interior. Nigel nunca la hizo sentir así. Nigel...
Se liberó con brusquedad y chocó contra el escritorio. ¿Qué estaba haciendo? Unos
minutos antes ese hombre le había dicho que no quería volver a verla. Sólo le exigía
un pago por una buena obra imaginaria.
—¡Tara! —Adam trató de ayudarla a enderezarse, pero ella lo rechazó.
—¡Basta! —exclamó, irguiéndose cuan alta era. No lo suficiente pero surtió efecto.
El dio un paso atrás—. Me temo que tendrás que considerar el adeudo saldado en su
totalidad, Adam —buscó en su bolso—. Aquí está la llave de tu ascensor privado. Ya
no la necesitaré —la arrojó sobre el escritorio, se dio la vuelta y salió corriendo.
En el pasillo, oprimió el botón para llamar el ascensor principal, pero escuchó que
una puerta se abría a su espalda y corrió hacia la escalera, para bajar por los
escalones de dos en dos. Tenía que escapar a como diera lugar.
Llegó a la planta baja jadeante, a punto de vomitar. Y sin embargo, no logró
escapar. Allí estaba él, esperándola. Maldijo en voz baja al tomarla en sus brazos y
llevarla a su auto. Tara no podía hablar. No podía gritarle que quería que la dejara en
paz. Además, la expresión decidida de Adam le decía que no la escucharía por
ningún motivo
Llegaron a su apartamento en unos minutos y de nuevo él iba a su lado antes que
ella pudiera protestar. El dolor en su pecho empezaba a ceder, pero carecía de la
fuerza suficiente para apartarlo cuando la sacó del auto y la subió en brazos por la
escalera.
—Abre la puerta, Tara —le ordenó.
Ella buscó en su bolso y encontró el llavero, luchando contra la cerradura hasta
que logró introducir la llave correcta en ella y la puerta se abrió. Sin decir palabra,
Adam fue a depositarla en el sofá y un minuto después le entregó un vaso con agua.
—Bebe esto.
Tara obedeció y lo vio sentarse en el sillón frente a ella sin decir nada, los brazos
sobre las rodillas, la cabeza inclinada, hasta que ella se recobró lo suficiente para
enderezarse. Entonces él se levantó y se fue, cerrando la puerta al salir.
Tara oyó que el motor del auto se ponía en marcha, que se alejaba y después, sólo
silencio.
—De acuerdo, tráeme... —Tara no levantó la vista del directorio telefónico sino
hasta que oyó que la puerta se cerraba con fuerza antes que terminara de hablar con
Beth y dejó escapar un jadeo al ver a Adam.
—Creo que eso es lo que se conoce como una huida estratégica —Adam corrió el
pestillo de la puerta.
—¿Qué quieres, Adam?
—¿Esa es la forma de recibir a alguien que te trae regalos?
—No quiero regalos de ti, Adam.
Sin inmutarse por el tono agrio, él fue a sentarse en la orilla del escritorio de Tara.
—No soy yo quien te manda esto —sacó un pequeño estuche y un sobre del
bolsillo de su chaqueta—. Llegó por correo esta mañana. Desde Bahrein.
—¿Qué es esto? —preguntó Tara al recibir el estuche y la carta.
—Ábrelo y ve —ahora fue el turno de Adam de hablar con tono cortante.
Tara soltó el broche y adentro, sobre un cojín de terciopelo descubrió un par de
exquisitos pendientes de perlas.
—¡Qué hermosos!
Adam le quitó el estuche de las manos para estudiarlos.
—Sí, dos perlas idénticas en tamaño y color. De los bancos de perlas de Bahrein,
por supuesto —comentó con tono gélido—. Hanna tiene un gusto excelente. Te verás
preciosa con ellos —se los regresó—. Pruébatelos.
—¿Hanna me los envió?
—El sobre está cerrado, pero, ¿quién más puede ser?
—¿No tuviste que abrirlo para asegurarte de que es de él? —molesta, Tara cerró el
estuche—. No quiero su carta, ni quiero sus perlas. Regrésaselas.
—No hay por qué ser tan dramática —Adam esbozó una sonrisa—. Es su manera
de disculparse.
—No necesito sus disculpas. Como tú mismo te esforzaste en señalar, sólo yo soy
la culpable de lo que pasó. Représaselas —repitió con terquedad.
—No puedo hacerlo, Tara. Si lo hago, él pensará que no te las di.
—¿Y eso en qué te afecta?
—Puede ser que como persona no me simpatice, pero debo reconocer que es un
excelente intermediario financiero. Por el momento estamos ligados en este proyecto.
—Me temo que ese es tu problema. Yo no quiero los pendientes.
—Podrías venderlos. Te ayudarían a resolver tus problemas monetarios.
—¿Tú qué sabes de eso?
—No sabía nada. Mas tu reacción me dice mucho.
Una pálida y airada Mary Ogden hizo acto de presencia en la oficina a las tres de
la tarde del día siguiente. —Lo siento, Tara, hice mi mejor esfuerzo, pero es imposible
trabajar con ese hombre.
—¿Dejaste al señor Blackmore? —preguntó la joven con desaliento
—Mi capacidad jamás ha sido puesta a prueba.
—Lo siento, Mary. Sé que no es el hombre más fácil del mundo para el cual
trabajar... y entiendo que ha estado bajo una tensión terrible estos días. Pero en
realidad esperaba que pudieras salir avante.
—Claro que habría podido hacerlo. Sólo le pedí que fuera un poco más despacio
cuando me dictaba —asumió un aire indignado—. ¡Me dijo que su secretaria anterior
podía seguirle el paso! —lanzó un bufido mientras mascullaba que nadie podía tomar
dictado a esa velocidad—. Mi taquigrafía nada deja que desear y se lo dije. ,
—¿Fue cuando te pidió que te marcharas?
—No en esas palabras —Mary apretó los labios—. Simplemente, — me dijo que si
no podía tomar su dictado, buscara un trabajo menos exigente. Le dije que he
trabajado...
—Sí, Mary —Tara suspiró—. Nadie cuestiona tu experiencia. Siéntate y toma una
taza de café —trató de calmar a la mujer, ofreciéndole colocarla en otra parte tan
rápido como le fuera posible, y al fin la vio partir con alivio.
—¿Crees que él esté tratando de enviarte un mensaje? —le preguntó Beth entre
risas.
—¿Qué? —exclamó Tara.
—Lo lamento —Beth levantó los brazos—, no es de mi incumbencia. ¿Qué vas a
hacer ahora?
—No estoy segura, pero más me vale hacer algo —tomó el teléfono para buscar a
alguien que reemplazara a Mary.
—¿No crees que debiste ponerla sobre aviso? —preguntó Beth cuando Tara
terminó la llamada.
—No. Eso sólo la pondría nerviosa —comentó Tara al volver a marcar y esperar
impaciente que Adam contestara.
—Adam Blackmore —ladró él por la línea y Tara guardó silencio—. ¿Hola? —con
voz más amistosa, pensó ella molesta, pero no lo suficiente. Después de una pausa
escuchó una risa suave que la hizo estremecerse—. Hola, mi lady. Me preguntaba
cuánto más tardarías en llamarme.
Capítulo 7
BUENAS tardes, Adam —a Tara le dolía la mano de tanto apretar el teléfono—.
Tengo entendido que necesitas otra secretaría.
—Así es. ¿Sería demasiado pedirte que me envíes a una que sea capaz de tomar
algunas notas sin que se ponga histérica?
—Mary nunca ha sufrido de histeria en su vida —le indicó ella con frialdad—. No
comprendo tu problema, Adam. Es justo lo que pediste, incluyendo la ropa interior
—agregó con los dedos cruzados—, con el bono adicional de que sabe mecanografiar.
Beth hacía gestos con las cejas en el otro extremo de la oficina, pero Tara la ignoró
intencionalmente, recriminándose haber dicho algo tan estúpido. El sentido común
del que siempre se preció la había abandonado. Se preguntó si Adam se lo habría
robado al igual que el corazón.
—¿Lo recuerdas? —preguntó Adam en voz baja.
Tara pasó saliva con dificultad. Claro que lo recordaba. Nunca olvidaría la forma
en que la abrazó, el beso que la dejó aturdida. Sólo él había llenado su mente hasta
que una fuerte sacudida la hizo volver a la realidad.
—¿Tara? —insistió él.
—Claro que lo recuerdo —reconoció ella con calma aparente—. Tendrás una
secretaria ejecutiva en tu oficina mañana a las ocho —ante el silencio de Adam,
añadió con rapidez—: Es nuestra mejor taquígrafa. Generalmente no trabaja durante
las vacaciones escolares, pero hará una excepción.
—Me alegra que tengas buena memoria —comentó Adam, ignorando lo que ella
acababa de decir—. Té ayudará a guardar el calor las noches de invierno —hablaba
sin emoción en la voz, pero cuando cortó la comunicación, Tara se estremeció.
Soltó el auricular como si la quemara y adoptó su mejor actitud profesional, pero
él seguía atormentándola. ¿Por qué? Fue él quien dijo que no quería volver a verla.
¿Por qué no la dejaba seguir con su vida?
¿Qué vida?, inquirió una vocecita interna. Antes de conocer a Adam tenía su
trabajo, un nuevo negocio que debía levantar con Beth, una agradable vida social y
una adorable madrina en la región de los lagos que ahora sólo aparecía para bodas y
entierros, pero la quería mucho.
Cierto, conservaba todo eso, pero ahora le parecía poco importante. Tal vez si
tuviera familia, hermanos y hermanas, sería diferente. Pero ella nunca conoció a sus
padres. Los señores Lambert la adoptaron al quedar huérfana, muy pequeña. La
atendieron y amaron como si fuera su propia hija y ella nunca pensó en el pequeño
Nigel más que como un hermano mayor hasta que él se fue a la universidad a
estudiar diseño.
Lo extrañaba más de lo que imaginaba. Otras chicas reñían eternamente con sus
hermanos, pero Nigel siempre estaba allí para ella, protegiéndola, siendo su mejor
amigo. Cuando él le pidió que se casaran, a ella le pareció lo más normal, lo correcto.
Suspiró. Nunca hubo la pasión ardiente que Adam despertaba con su presencia o
el sonido de su voz por el teléfono. Nigel no le convertía los huesos en gelatina, la
sangre en fuego. Fue una relación cómoda y simple. Habrían sido felices si hubieran
tenido la oportunidad. Pero una pequeña duda la molestaba. Si hubiera conocido a al-
guien como Adam, ¿habría sido suficiente? Tal vez eso había sido el matrimonio de
Jane. Cómodo hasta que Adam Blackmore se metió bajo su piel como una espina.
La tarde se arrastró interminable. A pesar del trabajo que tenía sobre su escritorio,
Tara se levantó a las cinco y media en punto y se puso el abrigo.
—¿Qué prisa tienes? —le preguntó Beth, sorprendida.
—Ya estoy harta. Necesito un baño caliente, un tazón de pasta y una enorme
barra de chocolate. El orden no importa.
—Conozco tos síntomas —comentó su socia, compadecida—. Ve a consentirte.
Mañana te sentirás tan culpable que no tendrás tiempo para acordarte de tu corazón
roto.
Tara estuvo a punto de negarlo, pero comprendió a tiempo que sería inútil. Beth
era una romántica incurable, cada tercer día se enamoraba.
—¿Dura esto mucho?
—Depende, cariño. ¿Cómo fue cuando Nigel murió?
—No fue igual, Beth —reveló la joven, tratando de recordar—. Lloré mucho. Lo
amaba. Lo amé toda mi vida —negó con la cabeza—. Pero nunca fue como esto.
—Si quieres tomarte un descanso... unas vacaciones te vendrían bien…
—Tal vez un poco más adelante.
—Escucha. Olvida lo del baño por ahora. Ven a cenar espagueti a Alberto's
conmigo. Pediremos una rebanada de ese maravilloso pastel de chocolate que él
prepara y una botella de Chianti. El mejor cemento para reparar o remendar un
corazón roto, te lo aseguro —comentó con una sonrisa— Confía en mí. Después
podrás ahogarte en la bañera.
—Tienes razón —Tara rió—. Vamos. Estoy impaciente.
—Perfecto —aprobó Beth—. Serás una paciente excelente.
Beth la hizo reír durante toda la cena, hablándole de los múltiples novios que
tuvo desde la adolescencia.
—No puedo creerlo —dijo Tara al fin—. Es demasiado.
—Bueno —Beth encogió los hombros—. Siempre he dicho que no hay por qué
hacer una historia aburrida, ciñéndote siempre a la verdad.
Logró dormir y despertó al otro día con los párpados y las extremidades pesadas.
Apenas sabía qué día era. Permaneció quieta un momento, poniendo en orden sus
pensamientos. Sí, era jueves. La semana nunca terminaría. Debía levantarse. Los
jueves siempre eran días atareados.
Se puso de píe, se dirigió al buzón y recogió el periódico y las facturas que había
dejado el cartero. Puso todo sobre la mesa de la cocina y se metió en la ducha para
acabar de despertar.
—¿Alguna idea? —le preguntó Tara a Beth con un suspiro al dejar el teléfono.
—Ya sabes lo que pienso.
—Estás equivocada, Beth. El mismo me pidió que me marchara, que no quería
volver a verme.
—¿Lo hizo? —Beth analizó la situación—. Pues si no te importa que te lo diga, él
ataca el problema de una manera muy extraña. ¿Por qué no te compadeces del pobre
hombre?
Tara bajó las pestañas oscuras para ocultar el brillo súbito de sus ojos.
—Beth, su última secretaria regular acaba de tener un bebé. Es de ella de quien me
compadezco.
—Oh, Dios. Lo siento mucho.
—Por favor no... —pero era demasiado tarde. Las lágrimas corrieron por las
mejillas de Tara.
Beth se ocupó del archivo de tarjetas.
—¿Qué te parece Mo? Su taquigrafía es buena.
—No se merece esto. Ninguna se lo merece.
—¡La tengo! ¡Janice es nuestra chica!
—Tenía entendido que estaba trabajando con los contadores.
—Llamó el lunes para decirme que está disponible. Es firme como una roca. Toma
en taquigrafía ciento cincuenta palabras por minuto sin inmutarse y no teme expresar
su opinión —Beth rió—. Es lo más parecido que tenemos a ti. Excepto por la edad.
—Me pregunto qué tipo de ropa interior usa.
—¿Perdón? —Beth la miraba extrañada.
—Lo lamento. Pensaba en voz alta.
—Eso pensé. Bueno, deja a Janice en mis manos. Creo que debes irte a casa. Estás
a punto de desplomarte.
—Dices las cosas más amables.
—¿Crees que sea conveniente llamar al hombre y decirle a quién debe esperar por
la mañana? —No —Tara negó con la cabeza—. Déjalo que sufra un poco.
—Me besó mucho las manos —aceptó Tara. Pero no la hizo sentir hermosa porque
sabía que era fingido—. Creo que lo hacía sólo por molestar a Adam.
—¿Y lo logró? —la pregunta fue tan rápida, que de inmediato Tara comprendió
su error.
—Claro que no —se obligó a sonreír, consciente de que Jane la observaba—. ¿Por
qué habría de hacerlo?
—Perdóname por meterme en algo personal, Tara, pero, ¿siempre vistes así?
—No siempre —admitió la joven al ver su austera ropa gris. Recordó el vestido
rojo.
—Es extraño. Adam me comentó que eres viuda, pero esperaba algo mas alegre.
Sorprendida, Tara se obligó a sonreír de nuevo.
—También me dijo que eres hermosa —continuó Jane—, pero no con la
hermosura que siempre es perseguida por hombres lujuriosos.
—No lo soy —respondió Tara con tono más fuerte del que se proponía. Era
evidente que él la había hecho parecer una Jezabel. Volvió a colgarse la sonrisa de los
labios—. Sólo se trata de que siempre me atrapa en mis peores momentos. Ha
asumido el papel de Sir Galahad —¿con eso entendería Jane que quería presentarlo
como un tipo de intenciones puras?
—Es cierto. Es el tipo de hombre en el que cualquier dama en peligro podría
confiar su vida —Jane miró a Tara con astucia—. Y cualquier otra cosa, si quisiera
confiar en él, por supuesto.
El comentario fue tan inesperado, que Tara se obligó a volver su atención al bebé
en sus brazos.
—¿Es un niño bueno? Entiendo que lo has llamado Charles Adam.
—Sí, en honor de su padre y de su tío —la puerta se abrió en ese instante y levantó
la vista—. Hablando del rey de Roma... Hola, cariño.
—¿Tara? —Adam se sorprendió al verla abrazando al niño.
—Yo le pedí que viniera —explicó Jane, un tanto desafiante—. Quería conocerla.
Espero que hayas traído uvas suficientes para tres.
—No—dijo Tara, dejando al bebé en su cuna—. Tengo que irme.
—Tonterías —replicó Jane—. Siéntate, Tara. Adam no se quedará mucho tiempo y
te llevará a casa si se lo pido de buen modo, ¿no es así, cariño?
—Por supuesto —respondió él, cortante y haciéndole una mueca.
Como en agonía, Tara se sentó, viéndolo inclinarse para besar la frente de la
mujer en la cama.
—¿Cómo estás? —le preguntó con tono más suave.
—Desesperada por irme a casa. Odio este lugar.
—La semana próxima —le indicó él con firmeza—. ¿Como está el pequeño llorón?
—se inclinó más para acariciar la mejilla del bebé—. Hola, Charlie.
—¡No lo llames así. Su nombre es Charles —el rostro de Jane se descompuso—.
Lo siento, Adam. Sólo quisiera...
—Tranquila, pasará pronto —Adam se sentó en la cama y la abrazó para
consolarla—. No tardará mucho. Te lo prometo.
Tara murmuró una disculpa y salió corriendo de la habitación. Adam la alcanzó a
cien metros del hospital.
—¿A dónde crees que vas? —le exigió, haciéndola regresar hacia el
estacionamiento del edificio—. Dije que te llevaría a tu casa.
—No es necesario. Necesito aire fresco. Los hospitales me alteran —al menos ese la
alteraba.
—¿En serio? —él la miraba con dureza—. ¿O sólo huiste para que viniera tras de
ti?
—¿Por qué habría de querer eso?
—No tengo idea —Adam le abrió la puerta de su auto y Tara subió antes que él
pudiera tocarla—. Como tampoco tengo idea de qué haces aquí.
—Jane me llamó y me pidió que viniera a verla.
—¿Por qué? —insistió él, inclemente.
—Será mejor que se lo preguntes a ella.
Pero se había equivocado en cuanto a los motivos de Jane. No la había llamado
para pedirle que se mantuviera alejada de su hombre, sino sólo para demostrarle que
no tendría oportunidad alguna. Quiso que Tara sostuviera en sus brazos al hijo que
ella y Adam procrearon, que lo tocara, que viera lo ligado que Adam estaba a ella.
Debió de saber que él la visitaría esa tarde y por eso le pidió a Tara que fuera
también a esa hora y cuando el escenario estuvo listo y los actores en escena, abrió el
grifo de las lágrimas para que Adam la abrazara y consolara. La humillación final fue
pedirle a él que llevara a Tara a casa. Y Adam acusaba a la joven de ser buena actriz.
Capítulo 8
JANE se disculpa por las lágrimas —le indicó Adam, volviéndose hacia ella
mientras esperaban la oportunidad para incorporarse al tránsito—. Según entiendo,
es normal. Las hormonas se alteran.
—¡Y tú eres un experto! —Tara habló con voz chillona y se odió por ello. Si había
perdido el corazón, al menos debía conservar el respeto de sí misma. Adam nunca
debería saber cuánto sufría.
—No me precio de serlo —comentó él al evitar con habilidad a un taxi que se les
acercó demasiado.
Guardaron silencio durante un rato, perdidos cada quien en sus pensamientos. La
joven cerró los ojos en un esfuerzo por ignorar la presencia del hombre al que amaba,
dudando de su control. Pero el aroma del ambiente que la rodeaba le alteraba los
nervios hasta que abandonó la inútil lucha y se volvió hacía él.
Cuando lo reconoció, le pareció un hombre inclemente. Y era cierto. Tenía un
dinamismo que lo llevó a una posición de poder e influencia que disfrutaba sin
remordimientos. Pero tenía mucho más. Tara pensó en él como un caballero de
armadura negra; eso no era correcto. Tenía muchos defectos, era cierto, pero
pertenecía al bando de los ángeles. Quizá incluso ya lamentaba su aventura con Jane.
La forma en que la besó aquella noche en su oficina no había sido sólo por lujuria. La
deseaba tanto como ella a él y sólo el último hito de cordura que le quedaba a Tara
impidió que cometiera el más terrible de los errores. Pero él era consciente de sus
responsabilidades hacia Jane y el bebé y jamás los abandonaría. Eso era correcto y
ella lo aceptaba.
—Devolviste las perlas —comentó Adam de pronto. Era algo tan ajeno a los
pensamientos de Tara, que ésta se sobresalto—, ¿Por qué?
—¿Qué esperabas? —inquirió ella—. Te negaste a hacerlo por mí.
—Me parecía que exagerabas en tu nobleza. Hanna tiene lo suficiente para ser
generoso.
—Ese no es el punto.
—Has sacudido hasta los cimientos la creencia de Hanna en la avaricia de las
mujeres.
—¿Hablaste con él?
—Me llamó muy alarmado, queriendo saber qué pretendes de él y cuánto le
costará comprar tu silencio. Consideró el que le devolvieras los pendientes una
especie de chantaje de tu parte, una insinuación de que no le resulta suficiente.
—¡No, Adam! —exclamó ella de prisa. Tenía que creerle.
—Logré convencerlo de que si le decías que estaba perdonado, podía olvidarse
del incidente. Es un hombre derrotado, Tara. No está acostumbrado a recibir perdón
sin tener que pagar por sus pecados. Su mujer le extrae joyas como dientes un
dentista. Y sin anestesia —agregó con una sonrisa.
—Nunca habría podido usarlos —Tara se miraba las manos, nerviosa. No
soportaba esa sonrisa de Adam.
—Pues no habrías sufrido daño alguno. Es un tipo acaudalado y lo consideraba
una deuda de honor.
—Una frase muy inapropiada, si se me permite decirlo.
—¿Qué? Ah, sí. Supongo que lo es —estaban detenidos por el tránsito y él
tamborileaba impaciente con los dedos sobre el volante.
Tara sentía que se resquebrajaba. Había sido un día terrible para ella y verse
obligada a estar junto a Adam era una tortura. Al volverse a mirar por su ventana, se
percató de que pasaban frente a una estación del tren subterráneo.
—Adam, lamento que te hayan obligado a traerme —dijo—. Déjame aquí y
regresaré a casa en el "metro" —hizo el intento de soltarse el cinturón de seguridad.
—Quédate donde estás. El tránsito está por empezar a avanzar de nuevo.
—¿No podrías acercarte a la acera y dejarme aquí?
—¿Tanto aborreces mi compartía? —preguntó él, molesto. El tránsito volvió a fluir
y en cuestión de segundos una orquesta de bocinas empezó a sonar detrás de ellos.
—¡Adam!
—¡Contéstame!
—Dijiste que no querías volver a verme —le recordó ella sin poder mentir.
—Lo cual demuestra lo poco que sé —manifestó Adam con amargura. Mirando
por el espejo retrovisor, levantó una mano pidiendo calma antes de poner el auto en
movimiento.
—Por favor, Adam —imploró Tara.
Pero él la ignoró, aceleró y la estación pronto quedó atrás.
—¿Es demasiado pedirte que me soportes unos kilómetros más? No tienes que
hablarme si eso es problema para ti.
Tara no contestó. Era inútil. Interpretando su silencio como una respuesta
positiva, Adam insertó una cinta en la reproductora y los acordes del concierto para
violín de Tchaikovsky inundaron el interior del coche, poniendo fin al intercambio
verbal.
La joven cerró los ojos, dejándose llevar por la música. Ni siquiera los abrió
cuando el auto se detuvo, pues supuso que sólo lo hacían por un semáforo, hasta que
él apagó el motor y el silencio los envolvió, lo cual la obligó a abrir los ojos. Adam se
había detenido junto al río.
—¿En dónde estamos?
—Siempre lo amaré. ¿Te parece extraño? —"no de la manera en que te amo a ti",
pensó. Pero al menos Nigel nunca la lastimó.
—¿Aun cuando me pediste que te amara?
El impulso de contraatacar, de lastimarlo tanto como él la lastimaba a ella era
abrumador.
—Todos tenemos necesidades, Adam. Simplemente reemplazabas a mi
compañero esa noche. Y fuiste tú quien se negó.
—¡Maldita!
—¿Qué te sucede, Adam? —nada la detenía, ya nada importaba—. ¿Crees que
sólo los hombres pueden satisfacerse en la cama sin un compromiso emocional?
—No, Tara —un nervio saltaba en la sien de Adam—, pero fui tan tonto como
para esperar... —su sonrisa era mortal—. No importa —se levantó y, tomándola del
brazo, la hizo salir para volver a la ribera del río. Al llegar junto a un viejo y frondoso
sauce, se volvió y la atrajo a sus brazos.
—Si se trata de divertirse, Tara, soy tan bueno como el mejor.
—¡No! —Tara lo apartó con violencia, empujándolo por el pecho, pero él se
mantuvo firme y la acercó más, ajustando las curvas de sus cuerpos y haciéndola
sentir su excitación. Tara empezó a temblar. Lo había provocado más allá del límite y
ahora iba a tomarla allí, pensó en el frío y húmedo pasto, en la oscuridad junto al
río... Después de todo, ocurriría allí, en un arranque de ira—. Por favor, no —su voz
se quebró en un sollozo.
—¿Lágrimas? —Adam levantó la mano y tocó la humedad de su mejilla antes de
maldecir y apartarse de ella con brusquedad—. Dios mío, Tara, estás llevándome al
borde de la locura. Te deseo tanto que en ocasiones creo que te odio —jadeaba con
fuerza—. ¿No sientes esta... electricidad? —la tomó de los brazos y la sacudió, como
para arrancarle una respuesta, pero al verla estremecerse dio un paso atrás y levantó
tos brazos para tranquilizarse—. ¿Por qué lo niegas?
—Necesito algo más que electricidad para encenderme, Adam. Necesito a alguien
que me ame todo el tiempo, ¡no sólo en los momentos entre tus visitas a Jane y su
hijo! —¿Jane? ¿Qué diablos tiene ella que ver con nosotros?
—Todo. Por eso es que quería verme hoy. Necesitaba esa seguridad.
—¿Acerca de qué exactamente? —él estaba furioso, y nada podía ella hacer al
respecto. Jane tendría que hacerse cargo de ese aspecto en persona. Parecía muy
capaz de ello.
—Tú eres el experto en hormonas, Adam. Ella acaba de tener un bebé. Se siente
vulnerable. Quería asegurarse de que yo no seré una amenaza para ella. Hice mi
mejor esfuerzo por tranquilizarla y el cielo sabe que es más de lo que te mereces.
La risa brusca de Adam fue como un puñal para ella.
—¿Por eso te vestiste como tía solterona? —preguntó, pero Tara no respondió—.
No funciona, mi lady. ¿No sabes que hasta vestida con un saco de harina llamarías la
atención? —levantó una mano y le soltó el cabello. Sus dedos encendían un deseo
peligroso que corría por sus venas como el más fino champaña.
—¡No! —exclamó ella, se volvió y corrió de regreso a la posada, ignorando tos
gritos de Adam, que le pedía que se detuviera.
Al ver su expresión, la posadera la llevó de inmediato al teléfono a petición de
Tara. La pasó a su sala para que llamara un taxi y luego la dejó sola con discreción
para que reparara su maquillaje dañado por las lágrimas y se arreglara el cabello.
Poco después, la joven se acomodó en el asiento posterior del taxi, tratando de no
pensar. Pero su mente trabajaba a marcha forzadas y únicamente pensaba en Adam
Blackmore. Las imágenes aparecían en eterna procesión: su mirada inclemente
mientras atendía una reunión de negocios, sus ojos devorándola con deseo, sus
manos asiendo con fuerza el volante, sus dedos acariciando la mejilla del bebé, su
cuerpo contra el de ella.
—¿Este es el lugar, señorita?
La voz del taxista la hizo volver a la realidad.
—Ah, sí. ¿Cuánto le debo?
—El caballero pagó, señorita.
—¿El caballero? ¿Cómo supo él...? —se interrumpió al ver la expresión interesada
del hombre. Con seguridad fue obvio que lo haría. O tal vez la posadera se lo dijo—.
¿Puede decirme cuánto es para poder reembolsarlo?
Al entrar en su apartamento, oyó a Frank reportando por radio que todo estaba en
orden al tiempo que agitaba una mano para saludarla. Tara lo ignoró. Era evidente
que Adam no había prestado atención a su nota cortés en la que le exigió que retirara
al vigilante.
Bueno, con seguridad no se preocuparía más por su seguridad después de las
cosas horribles que le dijo esa noche. Las mejillas le ardían al recordarlo. Se comportó
como la cazafortunas que él la consideraba. Vaya cazafortunas que lloraba porque el
hombre que amaba la deseaba. Se llevó una mano a la boca y corrió al baño.
Pasó los días caminando, leyendo, escuchando música y viendo a Rally pintando
las acuarelas con las cuales ilustraba sus libros sobre la flora de diversas regiones.
Había sido amiga de la madre de Tara desde sus días escolares, y era el único punto
de contacto que ésta tenía con los rostros jóvenes y desconocidos de viejos álbumes
de fotografías. Cuando estaba de buenas y platicadora, también era una fuente
inagotable de historias.
Lally se encontraba en la India cuando ocurrió el accidente que les costó la vida a
los padres de Tara. De inmediato regresó a Inglaterra para asumir las
responsabilidades que le correspondieran, pero la huérfana siempre sospechó que
Lally se alegró al ver que su ahijada ya estaba instalada con los amables vecinos,
quienes se hicieron cargo de ella desde que sus padres salieron ese fatídico fin de
semana.
Pero se responsabilizó del aspecto económico de su crianza e invirtió la pequeña
herencia de los difuntos para que Tara nunca fuera una carga para los Lambert.
Suficiente para el pago inicial de la pequeña casa en la que Nigel y ella vivirían.
Más Lally siempre mantuvo un ojo avizor a la distancia. Siempre recordaba las
fechas importantes. Y siempre estuvo allí cuando era necesitada con desesperación.
Fue ella quien la ayudó a sobreponerse al dolor por la muerte de Nigel.
La semana de vacaciones pasó demasiado rápido. Tara regresó a la casa de Beth el
domingo a la hora del almuerzo y su socia se puso feliz al verla.
—Te ves mejor.
—Me recupero, Beth. Es evidente que un corazón roto no es un asunto mortal
necesariamente.
—Gracias a Dios por eso —dijo Beth con convicción—. Pero es como una
enfermedad. Vive un día a la vez. Un día despertarás y te darás cuenta de que el
dolor ya no es intolerable.
—Tomaré tu palabra por buena —le indicó Tara—. No en vano has pasado por
esto en varias ocasiones —esto hizo brillar los ojos de Beth—. ¡No puedo creerlo!
¿Otra vez?
—Esta vez es la buena, lo juro.
Tara movió la cabeza, asombrada por la energía de su amiga. Una vez había sido
suficiente para ella.
—Y estabas equivocada en cuanto a que nadie preguntaría por ti.
Capítulo 9
POR asombrada que estuviera debido a la inesperada visita, Tara no pudo más
que llevar a su indeseada visitante a su habitación y al baño anexo.
—Muy bonito apartamento —comentó Jane con aprecio—. Adam me lo describió
—le lanzó una mirada de soslayo a Tara—. Menos el dormitorio, por supuesto.
—Claro que no —respondió Tara, molesta consigo misma por sonrojarse—. No lo
ha visto.
—Eso fue lo que él me dijo —comentó Jane entre risas—, pero no le creí —al ver la
expresión de Tara, enmendó—: Lo siento, no debo hacer bromas. De hecho, por el
estado en que se encuentra, tiene que ser la verdad —le tendió al bebé—, ¿Puedes
cuidarlo un momento mientras voy por su bolsa al auto?
Tara tomó en sus brazos al pequeño Charles Adam, quien la miraba con
intensidad. En nada se parecía a Adam, de hecho, tampoco a Jane. Tal vez era por el
cabello rubio que ya se empezaba a rizar. Lo tocó y el niño le atrapó el meñique para
llevárselo a la boca.
Pasó un momento antes que Tara se diera cuenta de que no estaban solos. Levantó
la vista y sorprendió a Jane observándolos. Se sintió expuesta de manera muy íntima.
—Le gustas. Nunca permite que lo tomen así.
—Todo un halago —Tara intentó sonreír.
—¿Te sientes mejor, mi rey? —preguntó Jane cuando terminó de cambiar al
pequeño y le dio un beso.
—Charles ha crecido mucho —comentó Tara al llevar a sus visitas a la sala. Se
sintió una tonta por señalar lo obvio. Empezaba a comprender por qué las madres no
dejan de parlotear acerca de sus hijos. Charles dominaba la habitación con su
diminuta presencia. Pero su madre tenía algo más en mente.
—¿Cómo estás, Tara? He estado tratando de llamarte la semana entera. Ya no
tuvimos la oportunidad de hablar aquella vez que Adam se presentó de manera
inesperada.
—Estuve fuera unos días. Hemos tenido mucho trabajo en la oficina y estaba
agotada.
—Adam me pidió que viniera a verte tan pronto como regresaras para
asegurarme de que estás bien. El tuvo que ir a Gales a arreglar un asunto de la nueva
fábrica, según entiendo, y dado que no sabía cuándo regresarías, no tenía objeto
prolongarlo más. Beth no quiso decirle a dónde fuiste —agregó, mirándola a los ojos.
—Le pedí que no lo hiciera —una jaqueca empezaba a molestarla y deseó que
Jane se fuera. Durante unos momentos, sólo se escucharon los sonidos del bebé al
chuparse un dedo.
—Está en condiciones terribles —comentó Jane y Tara guardó silencio. Se dijo que
no le importaba por qué él estuviera mal, pero sus ojos la traicionaron y Jane
continuó— Creo que nunca se había enamorado y a sus treinta y tres años, la primera
vez debe de ser difícil para él. Si no estuviera sufriendo tanto, lo encontraría diverti-
do —trató de sonreír—, ¿No podrías ser un poco más amable con él?
—¿Amable? —Tara se abrazó como si así pudiera mitigar el dolor que le atenazaba
del pecho—. No te comprendo, Jane, ¿acaso no lo amas?
—¿A Adam? —Jane fruncía el entrecejo—. Claro que lo amo, aunque en este
momento dudo que él me quiera mucho. El muy malvado dice que le salgo tan cara y
le quito tanto tiempo como una esposa, sin gozar de los privilegios del matrimonio.
—Eso es horrible.
—Pero no deja de tener razón —comentó Jane, despreocupada—. Debo confesar
que lo he explotado con toda desfachatez —Charlie gruñó reclamando atención y
Jane se lo colocó contra un hombro, palmeándole la espalda, lo que lo hizo vomitar
un poco—. ¡Pobrecito! Tengo que llevarte a casa —gimió al moverse con la blusa
empapada. Tara fue en busca de una toalla y se la limpió lo mejor que pudo—. Lo
siento —se disculpó Jane—. Tal vez un día podamos hablar más de cinco minutos sin
interrupciones —se levantó y fue a recoger sus cosas—. Tengo que regresar a casa
para cambiar a Charlie... y a mí misma.
Tara la ayudó en la escalera con la bolsa del niño y la acompañó hasta un
Mercedes plateado antes de correr a refugiarse en su apartamento. Las emociones que
la invadían no eran agradables. Estaba molesta consigo misma y con él. Furiosa con el
destino por conspirar para mostrarle el amor, sólo para arrebatárselo en seguida. Ira
contra una vida que parecía decidida a mantenerla siempre sola.
No. No sola. Fue por el periódico en busca de la columna de mascotas en la
sección de anuncios clasificados. Nada, ni siquiera un perro faldero. Solo aves y
peces tropicales. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.
Más tarde, se dio un baño largo y se pintó las uñas de manos y pies de un rojo
brillante, sólo para quitarse el barniz casi de inmediato. Encendió el televisor y
durante media hora fingió prestarle atención, hasta que al fin la apagó. Se preguntó
cómo pasaba el tiempo antes de conocer a Adam. El tiempo entonces parecía no
bastarle; ahora cada minuto le parecía una semana.
Despacio se preparó para dormir. Se puso lo primero que encontró: un viejo
camisón blanco con florecitas rosadas y encaje en el cuello y los puños. Luego se
cepilló el cabello hasta dejarlo como una nube de ébano alrededor de su cara y
hombros. En ese momento decidió cortárselo más a la moda. Haría cita con el
peinador por la mañana.
La decisión la impulsó a dar un nuevo giro a su vida. Abrió el guardarropa y
empezó a sacar la ropa austera y aburrida que solía usar para el trabajo. Después la
llevó a la cocina y la metió en una bolsa de plástico. Por la mañana la llevaría a una
institución de beneficencia. Nunca se volvería a vestir de gris.
Cansada, revisó que puertas y ventanas estuvieran aseguradas y diez minutos
después, estaba profundamente dormida.
Alguien aporreaba una estaca con un martillo y Tara ansió que dejaran de hacerlo.
Provenía de lejos, pero el ruido la regresó sin clemencia al mundo real. Por un
momento, le pareció que era un sueño, pero de pronto se enderezó en la cama.
Alguien llamaba a su puerta con fuerza.
Encendió una lámpara y vio la hora. Casi las dos de la mañana. Tal vez alguien
necesitaba ayuda. Bajó de la cama, se puso una bata y corrió a la entrada. El instinto
de autoconservación la hizo poner la cadena en la puerta antes de abrirla una
fracción.
—¡Tara, déjame entrar!
—Vete, Adam. No quiero verte —Tara dio un paso atrás.
Sin responder, él se apoyó contra la puerta haciendo que los tornillos que
sujetaban la cadena cedieran en la desigual lucha. La puerta se golpeó ruidosamente
contra la pared y Adam apareció en el umbral, furioso, amenazador, con la barba
crecida. Al entrar, llenó el pequeño vestíbulo con su presencia y cerró la puerta de un
puntapié, sin dejar de mirarla.
—¿En dónde diablos has estado? —le exigió.
Tara quería correr, pero las piernas no le obedecían. Una actitud desafiante era el
único recurso que le quedaba, de modo que levantó el mentón.
—No es de tu incumbencia.
—Estás equivocada, Tara, lo estoy haciendo de mi incumbencia —avanzó unos
pasos, haciéndola retroceder hasta chocar contra el sofá—. ¿Con quién estabas?
—Basta, Adam —él cerró los ojos para alejar la furia verde que la devoraba—. Por
todos los cielos, basta —suplicó—. ¿No me has hecho sufrir bastante?
—¿Sufrir? ¿Tú, mi lady! No creo que conozcas el significado de la palabra. Estás
hecha de hielo. Sin embargo, me propongo hacerte sufrir la agonía que me has hecho
pasar esta semana.
—No puedes...
—Créeme. Te lo garantizo. Te gusta jugar, Tara, llevar a un hombre con un aro en
la nariz con esos ojos que prometen tanto, hasta hacerlo enloquecer...
—No sabes lo que estás diciendo.
Adam la tomó por los hombros, acercándola a él hasta hacerla sentir el calor de su
cuerpo.
—Créeme, Tara, lo sé.
—¡Basta! —ella se cubrió las orejas con las manos—, ¡Basta! ¿Me escuchas? No
tienes derecho a decirme eso...
—Entonces, confiesa. ¿Con quién estabas? —lanzaba chispas por los ojos—. ¡La
verdad! —la sacudió con fuerza—. Te juro que de cualquier forma me enteraré si
mientes.
Tara tenía la boca seca. Sabía que Adam estaba a punto de explotar y que lo haría
si lo provocaba más. No tenía intenciones de mentirle.
—Estuve con mi madrina en Kendal toda la semana.
—¿Con tu madrina? —eso era lo último que Adam esperaba escuchar. La soltó y
dio un paso atrás. Ella trastabilló, estando a punto de caer.
—Tenía que alejarme. Necesitaba espacio, tiempo...
—Tiempo... —Adam rió con amargura—. Yo también lo intenté. De nada sirve,
¿verdad?
—No, me temo que no —Tara negó con la cabeza—, Pero nada hay que podamos
hacer.
—Si, sí lo hay —Adam gimió y la atrajo con fuerza contra él—. Sólo existe una
solución. Cásate conmigo y pongamos fin a esta tortura.
—¿Cómo puedes pedirme eso? —inquirió Tara, atónita.
—Simplemente cedo ante lo inevitable. Te pido que hagas lo mismo. Sé que tus
sentimientos todavía son muy fuertes por ese joven que murió, pero no puedes vivir
en el pasado, Tara.
—¿Y Jane? —preguntó ella con frialdad—. ¿Ella también debe quedar relegada al
pasado?
—¿Jane? —Adam la contempló sin entender—. ¿Qué tiene ella que ver con esto?
—Ella te necesita, Adam. Su hijo te necesita.
—Por Dios santo, Tara, ¿no he hecho suficiente? No puedo olvidarme de mí
mismo sólo porque su marido pasa la mitad del tiempo en una selva remota...
—¿En la selva? —lo interrumpió Tara.
—Por eso es que vino a trabajar conmigo, porque no toleraba estar sola en su casa
todo el día.
—¿Y por las noches? —le exigió la joven.
—¿Por tas noches? ¿De qué hablas? —Adam la apartó sin soltarla—. Por Dios, ¿no
te lo dijo? Prometió que lo haría.
Así que por eso había ido Jane a visitarla. Por complacer a Adam.
—No te preocupes. Cumplió su palabra. Me pidió que fuera más... amable contigo.
—Pero nunca te dijo...
—¿Decirme qué, Adam? ¿Qué es tan importante?
—No puedo creer que sea tan tonta. Su hijo le ha convertido el cerebro en aserrín.
Jane me llamó a Gales para informarme que habías vuelto. Le dije que regresaría en
seguida y le pedí que viniera a aclarar contigo cualquier malentendido antes que yo
llegara.
—¿Qué malentendido puede haber, Adam? Todo parece tan simple.
—No, mi lady, el único simple aquí soy yo por permitir que mi hermana me
metiera en una situación en la que estuve en peligro de perder a la única mujer sin la
que me es imposible vivir.
—¿Tu hermana? —repitió Tara al empezar a entender bajo la mirada observadora
de Adam.
—Jane es mi hermana —confirmó él con cuidado, asegurándose de que ella lo
entendiera—. Está casada con Charles Townsend.
Tara todavía trataba de entender lo que Adam le decía.
—¿Charles Townsend, el explorador? —había visto fotografías de él en alguna
revista. Un gigante vikingo rubio.
—Sí —afirmó con alivio evidente al ver que ella empezaba a comprender—.
Cuando Jane descubrió que estaba embarazada, era demasiado tarde para que
Charles regresara de su última expedición. Pero me alegra decirte que el pequeño
Charles no es más que hijo de ellos.
—Pero tú pagaste sus facturas de la clínica. Regresaste de Bahrein de inmediato...
—Tara se interrumpió cuando una ligera esperanza empezó a crecer en su interior.
No debía hacerla crecer demasiado, pero tampoco dejarla morir—. ¿Es cierto lo que
dices?
—Charles se encuentra en el centro de la selva amazónica, Tara, no al otro
extremo de una línea telefónica. Necesitaba a alguien que cuidara a Jane mientras él
está de viaje, así que tuve que encargarme de todos los detalles. Suponía que lo
sabías. No sé por qué, pero eso creía.
—Pero, ¿por qué trabajaba ella para ti?
—Nunca soportó quedarse sola en casa mientras Charles está lejos. Funcionaba
muy bien —Adam sonrió—. Si yo decidía ponerme insoportable, ella estaba en
libertad de gritarme también —la acercó y la abrazó—. ¿Nos sentamos? El sofá me
parece cómodo y hay varías cosas que todavía debemos aclarar —le levantó el
mentón y la besó con gentileza—. Puede tomar cierto tiempo —agregó y se sintió
ridículamente tímida cuando él la tomó por la cintura y la sentó en el sofá a su lado,
tan cerca que le era difícil respirar—. Bien, ¿por dónde empezamos?
Tara se volvió en sus brazos y le acarició el rostro, titubeante. Adam permanecía
inmóvil, sin apresurarla, sabiendo que debía permitirle acostumbrarse a la idea de
que era todo suyo.
Contuvo el aliento cuando ella lo besó, apenas como la caricia de una mariposa.
Luego lo hizo con más urgencia hasta que los anhelos de las últimas semanas
explotaron y le rodeó el cuello con los brazos, acercándolo, ofreciéndose en rendición
total.
Cuando al fin lo soltó, Adam sonrió despacio y sus feroces ojos verdes se
suavizaron.
—Estos no eran los detalles que tenía en mente, cariño, pero supongo que los
otros pueden esperar.
Tara rió feliz al verlo quitarse la chaqueta de ante, mas cuando los ojos de él
brillaron con deseo, la risa desapareció. Gimió con suavidad cuando Adam volvió a
besarla y al sentirlo estremecerse en su esfuerzo por controlarse. La punta de la
lengua de él la invitaba a abrir la boca, y la atormentó hasta casi hacerla gritar.
—Despacio, cariño —murmuró Adam, comprendiendo el deseo que la
dominaba—. La espera valdrá la pena —alzó una mano al cuello de Tara, le levantó
el mentón y le apartó el cabello de la cara. Entonces la besó con renovado fervor que
seguía sin ser suficiente. El fuego que la invadía la consumía con demandas que sólo
Adam podría satisfacer.
Tara metió las manos bajo la camisa de él y dejó que sus manos se deslizaran
sobre la piel de la espalda, deleitándose en el placer que le producían los músculos
que vibraban bajo ella. Alentada por su respuesta, se volvió más atrevida y le acarició
el vientre y el pecho
—Bruja de cabello oscuro —murmuró él—. Me enloqueces.
Tara se reclinó en el sofá, levantando los brazos, ofreciéndoselo.
—¿Qué eres, Tara? —gimió él al apartarle la bata—. Te comportas como una bruja
y pareces una virgen.
—¿Por qué no lo averiguas tú mismo? —sugirió ella. Adam no necesitó otra
invitación. La tomó en sus brazos y la llevó al dormitorio.
Eras las dos cosas —murmuró Adam mucho más tarde, incrédulo. Se apartó un
poco para cubrir sus cuerpos y Tara se acurrucó contra él—. No me quejo, por
supuesto, pero no esperaba...
—¿A una virgen? Nunca dormí con Nigel. No me parecía correcto hacerlo en casa.
Habría muerto de vergüenza si la tía Jenny nos hubiera descubierto.
—¿En casa? No comprendo.
Entre sus brazos, Tara trató de decidir cómo explicarle su pasado a Adam. Se le
había dicho que cuando nació su madre sufrió una fuerte depresión. Jenny Lambert
era una amiga vecina y le sugirió al padre de Tara que salieran un fin de semana para
distraerse. Ella cuidaría a la niña.
Nunca regresaron y la niña se quedó en la casa de los Lambert. Ya fuera por
sentirse culpable, o sólo por su buen corazón, Jenny asumió la obligación de educar a
la niña con su propio hijo.
—¿Ella te adoptó? —le preguntó Adam.
—No, siempre fue sólo la tía Jenny.
—Entonces, ¿por qué llevas su apellido?
—Ella tenía a un hijo llamado Nigel. Crecimos juntos. Siempre lo amé, como a un
hermano mayor. Pero era más que eso. El siempre me protegió. Siempre fue amable
conmigo, no como los hermanos verdaderos —el recuerdo era agradable; ya no le
—No creo que haya sido fácil para ellos tampoco —el horror de esa noche nunca
la abandonaría—: Me pareció una forma de mantenerlo con vida. Pero tía Jenny se
negó a hablar conmigo cuando regresaron para el funeral. Parecía que me odiaba —
sollozó. Adam le secaba las lágrimas que ya fluían libremente, tratando de
consolarla—. Ellos regresaron a Nueva Zelanda y no hemos vuelto a comunicarnos.
Capítulo 10
ADAM la dejó llorar, abrazándola, arrullándola y pasó mucho tiempo antes que le
hablara.
—¿Trataste de ponerte en contacto con los Lambert?
—Les escribí en cuatro o cinco ocasiones. Mis cartas siempre fueron devueltas sin
abrir.
—No comprendo su crueldad —él la abrazó con fuerza—. Apenas eras una niña.
—No tanto. Tenía dieciocho años, y Nigel veintiuno. No debes culparlos, Adam.
Perdieron a su hijo.
—Y rechazaron a una hija. Pobre Tara, ¿cómo lograste salir adelante?
—Lo ignoro. El trabajo fuerte ayudó. Vendí la casa donde íbamos a vivir y compré
este apartamento. Me tomó tiempo decorarlo hasta dejarlo justo como yo quería.
—¿Y nunca hubo alguien más?
—Muchos estaban interesados en consolar a la viuda —confesó Tara—. Pero
ninguno parecía buscar algo permanente —fue entonces cuando se puso su
armadura, la ropa seria y muy formal y, una mirada fría que mantenía a los
donjuanes de oficina al margen, hasta que el decir no se convirtió en hábito.
—Me es difícil creerlo.
—Bueno, estuvo Jim Matthews —habiéndose librado de la carga, Tara logró
sonreír—. El quería casarse conmigo.
—¿Ah, si? —el tono de Adam se volvió feroz—. ¿Estuviste tentada a aceptarlo?
—Nunca, pero me fue difícil convencerlo. A él le parecía maravilloso tener una
secretaria a mano las veinticuatro horas. No podía aceptar mi rechazo. Una vez que
se le mete algo en la cabeza, nada puede hacerlo desistir.
—Siento cierta compasión por el hombre, porque pienso casarme contigo —la
besó para demostrarle cuan en serio hablaba—. Pero descubrirás que él tiene algo
más en mente estos días.
—¿Por qué? ¿Qué has hecho? —preguntó Tara con sospecha.
—Tengo un conocido en Estados Unidos que publica historias de horror. Jim está
allá en busca de un contrato para escribir doce libros.
—Por eso es que no he podido hablar con él —Tara rió.
—¿Para qué? —insistió Adam—. Creía que querías librarte de él.
—Quería hacer un último intento para convencerlo de que me deje en paz. Sin
embargo, parece que tú lo has hecho ya por mí. ¿Hay algo de lo que no te aproveches
para sacar dinero?
—En este caso, no hay dinero involucrado. Sólo me pareció una buena forma de
librarme de un rival.
Tara mantenía la vista apartada de él, así que se sorprendió cuando Adam puso
una rodilla en el suelo frente a ella y le tomó una mano.
—¿Te casarás conmigo, mi lady? Te amaré y adoraré...
—Levántate, Adam —le pidió ella entre risas—. Nunca pensé que lo hicieras.
—Sólo esta vez, Tara —le indicó él, tajante—. Así que será mejor que respondas
rápido, o te abandonaré a una vida de horror en compañía de Jim Matthews —sus
ojos brillaban con malicia—. Tal vez prefieras sus monstruos verdes de mañana,
tarde y noche.
—¡No! —exclamó Tara con un estremecimiento.
—En ese caso... —del bolsillo de la chaqueta, Adam sacó un pequeño estuche—,
tal vez esto te ayude a decidirte —lo abrió y un diamante solitario reflejó los rayos
del sol que entraban por la ventana. El lo deslizó en el anular de Tara y le besó la
mano.
—Está precioso, Adam.
—¿Debo interpretar eso como un sí?
—Lo sabes.
Adam la tomó entre sus brazos y durante un rato largo ninguno de los dos habló
hasta que el insistente timbre del teléfono los separó.
—Con seguridad es Beth para preguntar si voy a ir a la oficina.
—¿Quieres que yo conteste?
—¡No! —Tara cruzó la habitación de prisa y fue a tomar el auricular.
Adam se agachó para levantar del suelo un listón rojo.
—Todo caballero tiene derecho a llevar los colores de su dama, mi lady—le indicó
Adam al ver su expresión de extrañeza—. Y los tuyos son definitivamente rojos —le
acarició las mejillas encendidas.
—¿Tara? ¿Estás allí? —gritaba la voz de Beth al otro extremo de la línea. Pero Tara
no contestó. Dejó el auricular en su sitio y se arrojó a los brazos de su amado.
Beth no dijo nada cuando Tara llegó a la oficina después del medio día. La vio
llegar en el auto de Adam y se mostró satisfecha como si todo hubiera sido idea suya.
Una mirada al rostro encendido y feliz de su socia la convenció de que todo iba bien
en el mundo. Entonces vio la sortija y el resto del día lo pasó hablando de la
inminente boda.
Camino a sus respectivas oficinas, Tara y Adam se habían detenido en la oficina
del registro civil en busca de la licencia correspondiente; podrían casarse el miércoles
si así lo deseaban.
Estás preciosa, Tara —Jane hizo un último ajuste al velo que caía del ala del
sombrero—. Perfecto.
—Gracias —a insistencia de Jane, ella había pasado la última noche de su soltería
en la casa de su futura cuñada, al igual que Lally. Ahora llegaba el momento de
partir para la boda. Se volvió y vio su imagen ante el espejo. Estaba pálida.
Una vez en el auto, guardó silencio, haciendo girar la sortija con el diamante en su
dedo. Estaba segura de que Adam la llamaría la noche anterior, mas no fue así. Ni
siquiera sabía si ya estaba de regreso del viaje. Temía que algo hubiera ocurrido y los
nervios la destrozaban.
Su arribo a la oficina del registro civil confirmó sus temores. Era extraño que la
novia llegara antes que el novio a la ceremonia.
Todos trataban de bromear por la circunstancia. Jane se mostraba tranquila, pero
en ese momento lo único que ocupaba su mente era el bienestar de su marido y su
hijo.
—¿El señor Blackmore y la señora Lambert? —llamaron de la oficina.
—Tenemos una pequeña demora —explicó Charles—. ¿Podríamos esperar...?
En ese momento, todos se volvieron al escuchar pasos apresurados.
—Hola, ¿llego tarde? —Adam se inclinó para besar la mejilla y la mano de la
novia—. ¿Estabas preocupada? El tránsito desde Heathrow está terrible.
Ante su presencia, todos los temores de Tara desaparecieron.
—No podíamos pedir más puntualidad —comentó Charles.
Pero la mirada de la joven fue de Adam a dos personas que esperaban detrás de él.
Le parecieron mayores, de menor estatura que como los recordaba, pero eran tan
conocidos. Dio un paso tentativo hacia ellos.
—¿Tía Jenny? —un paso más y de pronto estaba entre los brazos de la mujer
mayor, abrazándola. Luego a Lamby—. No puedo creerlo —susurró con lágrimas en
los ojos—. No puedo creerlo.
—Adam fue por nosotros, Tara.
—¿Lo hiciste? ¿Por mí? —la joven se volvió hacia él.
—Mi regalo de bodas —le indicó él con una sonrisa.
—Aunque si este caballero no se da prisa, tendrán que esperar unos días más —
advirtió el oficial del registro civil.
El grupo empezó a moverse, pero Adam detuvo a Tara.
—Lo lamento. No podía decirte cuáles eran mis planes. No quería hacerte abrigar
falsas esperanzas. No sabía si aceptarían venir.
—¿Quién puede resistirse a tus deseos? —ella movía la cabeza con admiración—.
¿Cómo fue que al principio te consideré un pirata moderno?
—Estoy seguro de que te di motivos de sobra, mi amor.
—No, siempre has sido mi verdadero caballero andante. Siempre estuviste allí
cuando te necesitaba.
—Siempre lo seré, cariño —Adam levantó el velo y le dio un beso—. Te lo
prometo.
Fin.