Felipe IV
Felipe IV
Felipe IV
El historiador Alfredo Alvar publica una minuciosa biografía del monarca que
recupera su figura y demuestra que fue un gran gobernante
El historiador ofrece una semblanza sin prejuicios sobre Felipe IV, retratado por Velázquez
Ejercicio de poder
Pero si todo este ingente mundo de contradicciones y reflexiones no son capaces de agotar a
cualquiera, la Parca fue su mejor compañera. Él tuvo puesto el pie en el estribo en 1627,
pero la Muerte no terminó el trabajo, no sé si con la crudelísima intención de que viera la
que se le avecinaba, porque se le llevó en dos años a su amada esposa Isabel de Borbón y a
su aún más querido Príncipe de Asturias, Baltasar Carlos (con 16 años de edad); antes había
visto morir a sus padres cuando niño; a diez de sus trece hijos legítimos..., por no ir
mencionando a sus personajes de confianza, que como Olivares, Velázquez, Haro, sor María
de Ágreda y tantísimos más, fueron bajando a la tierra antes que él. Fueron calamitosas las
muertes de sus dos hermanos, Carlos y Fernando. Este último, esperanza de la Monarquía.
Hoy en el mundo postindustrial del Estado del Bienestar hay gente con mala suerte, y se
deprime.
Así que no es de extrañar que podamos hacer un guiño alegórico: si durante unos años miró
hacia el regocijante Palacio del Buen Retiro, durante otros no pudo separar los ojos de El
Escorial, el de Felipe II, para animar a que se concluyera el Panteón Real, su último
descanso. Con tan mala suerte, ¡su mala suerte!, que durante la traslación de los cuerpos
reales, se abrió el féretro del Emperador Carlos y se les reveló incorrupto. Llamaron al rey,
acudió a contemplar la escena y quedó extasiado ante el cadáver del bisabuelo. ¡Carlos V no
era polvo, sino carne y hueso!
Claro que, para muertos que no acababan de morirse, las apariciones de las almas de Isabel
de Borbón y de Baltasar Carlos a la monja de Ágreda; apariciones que esta se las contó al
rey por escrito y con todo lujo de detalles para su sobrecogimiento y consuelo. Como ha de
ser cuando se te aparecen las almas de tu esposa o de tu hijo.
Gran amante de las Artes, escritor de calidad y de cantidad (sus epístolas frisan el millar);
incipiente teórico de la Historia; lector empedernido del que sin adulación se comentaba que
se retiraba a su despacho a ver y leer los libros de su biblioteca, a la que incitaba que entrara
Baltasar Carlos a mirar los mapas de Europa, o las descripciones de las guerras del pasado y
del presente; este fue, a grandes rasgos Felipe IV. Las fiestas por su nacimiento y por la
venida del inglés a ratificar la paz de Londres de 1604 fueron descritas –casi con toda
seguridad– por Cervantes en un texto fascinante de Antonio de Herrera (o sea, que
Cervantes fue el «negro» de este cronista real, y los que saben de esto, le sacarán jugo al
asunto), mientras que Lope votaba unos premios en Toledo, sentado en un trono de Poeta.
A la vez, la Monarquía de España era la gran monarquía que todos querían hundir. No era
nuevo: ya había ocurrido alrededor del 1588. Y no por capricho regio, sino por mil y un
motivos políticos, económicos, sociales, religiosos, estratégicos, difíciles de entender si no
se tiene formación, aquella Monarquía se vio involucrada en la defensa de sí misma contra
muchos y casi a solas. Miles de hombres se dejaban la vida por la dinastía, la religión, la
honra, amén de por unas soldadas o botines por Europa y la Esfera del mundo. Existían la
lealtad, la fidelidad, la defensa de lo propio, el menosprecio de la alteridad.
En medio de esa obra de teatro, pero real, la década de 1640 se convirtió en la más
dramática de nuestra historia. A la declaración de guerra de Francia de 1635 –tras la gran
victoria de los Austrias contra los herejes en Nördlingen, porque ¡ aun en tiempos de Felipe
IV hubo atronadoras victorias!– siguieron las sublevaciones y las traiciones contra su rey
legítimo de Portugal y Cataluña (y luego, todos a suplicar el perdón real); los movimientos
populares en Nápoles; las aventuras linajudas de los señores de Medina Sidonia y
Ayamonte, o de Híjar, amén de los previos motines de la sal de Vizcaya, entre otros actos
violentos, que hicieron peligrar la cohesión de la Monarquía en un tiempo de crisis.
En 1648 parecía que todo se había venido abajo, en las Paces de Westfalia. Ciento cincuenta
años gloriosos hundidos. Entonces ya sí, hubo que reconocerse la independencia de Holanda
y hacer otras concesiones, que se agravarían dos décadas después, con el reconocimiento del
Portugal restaurado (1668) y pérdidas territoriales al norte del Pirineo. La pericia de la
inmensa «escuela española de diplomacia» del siglo XVII logró que la imagen de una
Monarquía arrasada solo fuera en apariencia. Porque, en verdad, se le podría haber dado la
puntilla. Gracias a la rebelión de los catalanes, siempre tan poco comprendidos en su encaje
con el resto de la Monarquía, se perdieron el Rosellón y la Cerdaña, así como miles de
soldados que acudieron junto a su rey a reconquistar aquel territorio que habían entregado
sus oligarquías al rey de Francia, al que le habían abierto cancelas hasta más abajo del Ebro
y también al interior de Aragón. Gracias a la diplomacia, en el reinado de ese Austria
menor, apenas hubo pérdidas en América, Europa o la Península..., salvo la dolorosa de
Portugal, Holanda y otros territorios menores.
El rey, en un acto sublime de cumplimiento del deber y para poder poner paz en todas
partes, entregó a su hija María Teresa, en las jornadas de las Isla de los Faisanes (1660) al
rey Luis de Francia. La Corte de España, sobria y elegante. La francesa con pelucas,
leggins, tacones y pompones. Años atrás, una noche en que el rey entró en el alcázar de
Madrid, la abrazó cuando era niña mientras le susurraba palabras de consuelo porque le
tenía que decir que su hermano Baltasar, el Príncipe, se había quedado en Zaragoza para
siempre. Ahora, la abrazó y le susurraría cosas al oído sobre la grandeza de su destino... No
volvería a verla más. No es de extrañar que el padre –más cerca de los 60 que de los 50– se
consolara sabiendo de sus embarazos y lo feliz que la hacía su marido (!) por sus cartas u
otras noticias. Preso de una depresión empezó a comunicar su deseo de que «lo he de dejar
todo». Cuando sintió que se moría, redactó en un testamento la última de las introspecciones
de su vida. Pocos reyes han escrito sobre sí mismos y cómo ven la vida como este Felipe IV.
Mientras agonizaba cursó instrucciones a su esposa sobre materias de gobierno. Al niño
Carlos le deseó que «Dios os haga más dichoso que a vuestro padre». Unos días después
siguió un nuevo periodo de la Historia de España, la del pobre Carlos II.