George Steiner - La Muerte de La Tragedia
George Steiner - La Muerte de La Tragedia
George Steiner - La Muerte de La Tragedia
La muerte de la tragedia
ePub r1.0
German25 08.12.17
Título original: The death of tragedy
George Steiner, 1961
Traducción: Enrique Luis Revol
Prólogo traducido por: María Condor
Diseño de cubierta: Teresa Guzmán Romero
En una versión más breve y esquemática, este libro fue presentado por primera vez en un Seminario Gauss de la Universidad de
Princeton. Quienes estuvieron presentes en aquellas ocasiones sabrán cuánto debe el conferenciante a la presidencia y al fuego
cruzado de R. P Blackmur, y a la erudita vigilancia de los profesores E. B. E. Borgerhoff y Edward Cone. Quisiera expresar mi
gratitud especialmente a Roger Sessions, que dio al seminario el calor y la autoridad de su presencia.
Ha hecho posible la ampliación del libro hasta su presente forma una beca de la Fundación Ford, administrada a través del
Consejo de Humanidades de la Universidad de Princeton para el fomento del trabajo en literatura comparada. Esta beca me
permitió proseguir con la tarea dando clase sólo a tiempo parcial. Doy las gracias de la manera más cordial al profesor Whitney
Oates y al profesor R. Schlatter. Mi agradecimiento es aun mayor porque este libro no representa precisamente lo que sus
distinguidos patrocinadores esperaban. Pero los autores tienen tendencia a amotinarse, incluso contra la generosidad.
Debo especial gratitud a mi editor, el señor Robert Pick, de Alfred A. Knopf, Inc. Los consejos que me dio y lo que
disfrutó con el libro han sido de gran valor para mí.
Sin embargo, este texto pertenece sobre todo a mi padre. Las obras teatrales que aquí examino son las primeras que él me
leyó y me llevó a ver. Si soy capaz de dedicarme a la literatura en más de una lengua es porque mi padre, desde un principio, se
negó a admitir el provincianismo en los asuntos intelectuales. Por encima de todo, me enseñó con el ejemplo de su propia vida
que el arte elevado no está reservado al especialista ni al erudito profesional, sino que quienes mejor lo conocen y lo aman son
aquellos que lo viven más intensamente.
G. S.
Prefacio
Es un ambiguo privilegio poder escribir un nuevo prefacio para un libro de hace veinte años. Uno no es el mismo escritor de
entonces. Y tampoco es el mismo lector. Esto es verdad en dos aspectos. Hoy no leo ni trato de interpretar los textos citados
en La muerte de la tragedia como los leí y los interpreté antes de 1960. Pero, en un desplazamiento que es aún más
desconcertante, ni siquiera me leo a mí mismo como entonces. Inevitablemente, este libro ha asumido una identidad propia. Se
halla en cierto modo fuera de lo que ahora recuerdo (inexactamente) que era su finalidad y la manera en que me proponía
convencer. Ha provocado cierta literatura secundaria. Otros lectores han aprobado su argumentación o la han rechazado, han
propuesto apéndices o correcciones, han utilizado una u otra de sus secciones para sus propios fines. Hoy, estas lecturas
externas deben en alguna medida intercalarse con la mía.
Si tuviera que volver a escribir La muerte de la tragedia (y mi crítica favorita era la que lamentaba que se desperdiciase un
título tan bueno para esta obra), intentaría modificar el énfasis que puse en dos puntos importantes. Además, trataría de
desarrollar un tema que, tal como lo veo ahora, estaba implícito en la argumentación desde un principio pero que no tuve el
valor o la perspicacia para hacer explícito.
El libro empieza insistiendo en el carácter absolutamente único de la «alta tragedia» tal como se representaba en la Atenas
del siglo V a. C. A pesar de los sugestivos intentos realizados por la antropología comparada para relacionar la tragedia griega
con unas formas más arcaicas y extendidas de práctica ritual y mimética, el hecho es que las obras de Esquilo, Sófocles y
Eurípides son únicas no sólo por su talla, sino también por su forma y por su técnica. No hay rito de fertilidad o estacional, por
expresivo que sea; no hay drama bailado del sudeste asiático, por complejo que sea, que pueda compararse con la tragedia
clásica griega en lo inagotable de su significado, su economía de medios y la autoridad personal de su invención. Se ha aducido
de manera convincente que la tragedia griega, tal como ha llegado hasta nosotros, fue inventada por Esquilo y que representa
uno de esos muy raros ejemplos de creación de un modo estético fundamental por un individuo de genio. Pero aunque no sea
así en sentido estricto, e incluso si el drama esquiliano surge de un trasfondo múltiple de lenguaje épico, mitología pública y
lamento lírico junto con el postulado ético-político de imperiosas cuestiones cívicas y personales como lo encontramos en
Solón, ese drama constituye sin embargo un fenómeno único. Ninguna otra polis griega, ninguna otra cultura antigua han
producido nada que se asemeje a la tragedia ática del siglo V. Lo que es más, ésta da cuerpo a una congruencia de energías
filosóficas y poéticas tan específica que floreció sólo durante un periodo muy breve, unos setenta y cinco años o menos.
El libro es inequívoco en ese punto. Lo que yo debería haber dejado más claro es que, dentro del corpus de las tragedias
griegas conservadas, las que manifiestan la «tragedia» en una forma absoluta, las que confieren a la palabra «tragedia» el rigor y
el peso que pretendo dar a toda mi argumentación, son muy pocas. Lo que identifico como «tragedia» en sentido radical es la
representación dramática o, dicho con más precisión, la plasmación dramática de una visión de la realidad en la que se asume
que el hombre es un huésped inoportuno en el mundo. Las fuentes de este extrañamiento –el alemán Unheimlichkeit expresa el
significado textual de «alguien a quien se echa fuera»– pueden ser diversas. Pueden ser las consecuencias literales o metafóricas
de una «caída del hombre» o castigo primordial. Pueden estar situadas en alguna fatal ambición excesiva o automutilación
inseparables de la naturaleza humana. En los casos más drásticos, el extrañamiento humano de un mundo hostil al hombre o la
fatal intrusión en él pueden verse como la consecuencia de una malignidad y negación diabólica en la textura misma de las cosas
(la enemistad de los dioses).
Pero la tragedia absoluta existe sólo donde se atribuye verdad intrínseca a la afirmación sofocleana de que «lo mejor es no
haber nacido» o donde la suma del entendimiento de los destinos humanos se expresa en el quíntuple «nunca» de Lear.
Las obras teatrales que transmiten esta metafísica de la desesperación incluirían Los siete contra Tebas, Edipo rey,
Antígona, Hipólito y, de manera suprema, Las bacantes. No figurarían entre ellas los dramas de resolución positiva o de
compensación heroica, como la Orestíada y Edipo en Colono (aunque el epílogo convierte esta última en un caso ambiguo).
La tragedia absoluta, la imagen del hombre como no deseado en la vida, como alguien a quien «los dioses matan por diversión
como los chiquillos crueles matan moscas», es casi insoportable para la razón y la sensibilidad humanas. De aquí que sean
pocos los casos en los que se ha manifestado rigurosamente. Mi estudio debería haber mostrado más nítidamente esta
clasificación y haber diferenciado de manera más meticulosa entre las implicaciones teológicas de la tragedia absoluta y la
«atenuada».
Al final de La muerte de la tragedia expongo la opinión de que las obras de Beckett y de los «dramaturgos del absurdo»
no cambiarán la conclusión de que la tragedia ha muerto, de que el «drama trágico elevado» ya no es un género accesible de
forma natural. Sigo estando convencido de que esto es así y de que los maestros del drama en nuestro siglo son Claudel,
Montherlant y Brecht (Lorca por sus apuntes breves y líricos). Pero el debate debería haber sido más rico y yo debería haber
tratado de mostrar cómo la poética minimalista de Beckett forma parte, a pesar de su carácter expresamente sombrío e incluso
nihilista, de las esferas de la ironía y de la farsa lógica y semántica, y no de la esfera de la tragedia. Es como si las mejores obras
de Beckett, de Ionesco, de Pinter, fueran sátiras de tragedias no escritas, como Los días felices es el epílogo satírico a algún
lejano Prometeo. Si ha habido un autor trágico reciente en sentido genuino es probablemente Edward Bond. Pero tanto Bingo
como sus variaciones sobre Lear son reflexiones literarias, casi académicas, sobre la naturaleza y el eclipse de las formas
trágicas más que invenciones o reinvenciones por derecho propio.
El tercer punto es el más importante. Es inherente al libro, aunque se expone de manera insuficiente y en ningún momento se
aprovecha, la sugerencia de una separación radical entre la verdadera tragedia y la «tragedia» shakespeareana. He dicho que
hay muy pocos escritores que hayan optado por dar forma dramática a una visión estrictamente negativa, desesperanzada, de la
presencia del hombre en el mundo. Entre ellos están los trágicos griegos, Racine, Büchner y, en algunos aspectos, Strindberg.
La misma visión anima Lear y Timón de Atenas. Las otras obras trágicas maduras de Shakespeare contienen unas fuertes y
casi decisivas contracorrientes de reparación, de esplendor humano, de reconstrucción pública y comunal. Dinamarca bajo
Fortimbrás, Escocia bajo Malcolm, serán reinos mejores en los que vivir, una mejora a la que contribuyen directamente las
anteriores penalidades. Aunque devastadora, la catástrofe de Otelo es, finalmente, una cosa demasiado trivial, y su trivialidad,
su carácter puramente contingente, se ve incrementada y al mismo tiempo sutilmente debilitada por la grandiosidad de la
retórica. Como veía el doctor Johnson, la inclinación de Shakespeare no era innatamente trágica. Al ser tan abarcadora, tan
receptiva a la pluralidad y simultaneidad de diversos órdenes de la experiencia –hasta en la casa de Atreo hay alguien
celebrando un cumpleaños o contando chistes–, la visión shakespeareana es la de la tragicomedia. Solamente Lear y Timón de
Atenas, un texto excéntrico y quizá truncado cuyas íntimas conexiones con Lear son evidentes pero difíciles de descifrar,
constituyen una verdadera excepción.
Así pues, en una medida que fui incapaz de comprender con claridad cuando escribí este libro, los dramas de Shakespeare
no son un renacimiento o una variante humanista del modelo trágico absoluto. Antes bien, son un rechazo de este modelo a la
luz de unos criterios tragicómicos y «realistas». Es en Racine donde el ideal trágico tiene un papel decisivo, y con una fuerza
rotunda. De este hallazgo podrían –tal vez deberían– seguirse ciertos juicios y preferencias más expuestas que cualesquiera que
yo osara formular hace veinte años.
¿Puede Berenice continuar abrumada por la pesadumbre en el desnudo escenario de Racine o tendrá que llamar para que le
traigan una silla, haciendo subir así a ese escenario la contingencia y las componendas del orden prosaico del mundo? Admito
que, hoy, esta cuestión y las convenciones ejecutivas de las que surge cristalizan a mi parecer la verdad de la tragedia absoluta
con una economía de medios, con una trascendencia de «negocio» teatral y orquestación verbal que van más allá de lo que
encontramos en el ruidoso y pródigo escenario de Shakespeare. No hacen falta tempestades cósmicas ni bosques peregrinos
para llegar al corazón de la desolación. Basta la ausencia de una silla.
Al final hay una «adultez», una inevitabilidad en los temas planteados por la Orestíada, por Antígona, por Las bacantes
(una obra que pregunta explícitamente qué precio tienen que pagar el hombre y su ciudad por aventurarse a indagar, a través del
arte, en la existencia del hombre, en la moralidad de lo divino), por Berenice y por Fedra, que las ricas pero híbridas formas
shakespeareanas raras veces imponen. Si esto es así, los enigmáticos pero inconfundibles lazos entre Lear y Edipo en Colono
y la sustancia antigua de Timón de Atenas no serían accidentales. Es posible que la distinción esencial sea la que trazó
Wittgenstein en una nota fechada en 1950: entre los «apuntes diseminados, pródigamente producidos, de uno (Shakespeare)
que puede, por así decirlo, permitírselo todo», y ese otro ideal de arte que es contención, abnegación y totalidad. Pero ahí hay
otro libro.
G. S.
Ginebra 1979
I
Estamos entrando en un terreno amplio y difícil. Hay hitos que merecen señalarse desde el comienzo.
Todos los hombres tienen conciencia de la tragedia en la vida. Pero la tragedia como forma teatral no es universal. El arte
oriental conoce la violencia, el pesar y los embates de los desastres naturales o provocados; el teatro japonés está repleto de
ferocidad y muertes rituales. Pero esa representación del sufrimiento y el heroísmo personales a la que damos el nombre de
teatro trágico es privativa de la tradición occidental. Hasta tal punto ha llegado a ser parte de nuestro sentido de las
posibilidades del comportamiento humano, tan arraigados están en nuestros hábitos espirituales la Orestíada, Hamlet y Fedra,
que olvidamos cuán extraña y compleja noción es esta de representar la angustia privada en un escenario público. Tanto esa
noción como la visión del hombre que implica son griegas. Y casi hasta el momento de su decadencia las formas trágicas son
helénicas.
La tragedia es ajena al sentido judaico del mundo. El Libro de Job es citado siempre como un ejemplo de visión trágica.
Pero esa fábula sombría se halla situada en el borde exterior del judaísmo, e incluso ahí una mano ortodoxa ha afirmado los
títulos de la justicia en oposición a los de la tragedia: «Yahvé bendijo ahora a Job más que al principio, pues se hizo con catorce
mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil burras».
Dios ha reparado los estragos sufridos por su siervo; ha recompensado a Job por sus infortunios. Pero donde hay
compensación hay justicia y no tragedia. Esta exigencia de justicia es el orgullo y la carga de tradición judaica. Yahvé es justo,
hasta en su furia. A menudo la balanza de la retribución o recompensa parece estar terriblemente desequilibrada o bien las
providencias de Dios parecen insoportablemente lentas. Pero, tras la suma de los tiempos, no puede caber duda de que Dios es
justo para con el hombre. Sus acciones no sólo son justas sino, asimismo, racionales. El espíritu judaico es vehemente en su
convicción de que el orden del universo y de la condición humana es accesible a la razón. Las vías del Señor no son
caprichosas ni absurdas. Podemos entenderlas cabalmente si a nuestras indagaciones les conferimos la clara visión de la
obediencia. El marxismo es típicamente judío en su insistencia en la justicia y la razón; y Marx repudiaba el concepto entero de
tragedia. «La necesidad –afirmaba– sólo es ciega en la medida en que no es entendida».
El teatro trágico surge, precisamente, de la afirmación opuesta: la necesidad es ciega y el encuentro del hombre con ella le
despojará de sus ojos, tanto en Tebas como en Gaza. La afirmación es griega y el sentido trágico de la vida que se levanta
sobre ella constituye la principal contribución del genio griego a nuestro legado. Resulta imposible indicar con precisión dónde o
cómo la noción de tragedia formal se apoderó por primera vez de la imaginación. Pero la Ilíada es la cartilla del arte trágico. En
ella se exponen los motivos e imágenes en torno a los que ha cristalizado el sentido de lo trágico durante casi tres mil años de
poesía occidental: la brevedad de la vida heroica, el sometimiento del hombre a la ferocidad y el capricho de lo inhumano, la
caída de la Ciudad. Obsérvese la distinción decisiva: la caída de Jericó o la de Jerusalén se limitan a ser justas, en tanto que la
caída de Troya es la primera gran metáfora de la tragedia. Donde una ciudad es destruida porque ha desafiado a Dios, su
destrucción constituye un instante fugaz en el designio racional del propósito divino. Sus muros volverán a levantarse, en la tierra
o en el reino de los cielos, cuando las almas de los hombres hayan recobrado la gracia. El incendio de Troya es definitivo
porque es causado por el feroz juego de los odios humanos y por la elección caprichosa y misteriosa del destino.
En la Ilíada hay intentos por arrojar la luz de la razón sobre el mundo de sombras que rodea al hombre. Al destino se le da
un nombre y a los elementos se los presenta con la máscara frívola y tranquilizadora de los dioses. Pero la mitología sólo es una
fábula destinada a ayudarnos a soportar. El guerrero homérico sabe que no puede comprender ni dominar las acciones del
destino. Patroclo recibe la muerte y el vil Tersites navega tranquilamente hacia su tierra. Reclámese justicia o explicación y el
mar responderá atronadoramente con su clamor sin sentido. Las cuentas de los hombres con los dioses no quedan saldadas.
La ironía se ahonda. En vez de modificar o disminuir su condición trágica, el aumento de recursos científicos y de poder
material hace que los hombres sean aún más vulnerables. Este concepto no se halla todavía explícito en Homero, pero aparece
elocuentemente en otro gran poeta trágico, en Tucídides. Nuevamente debemos observar el contraste decisivo. Las guerras
relatadas en el Antiguo Testamento son sangrientas y atroces, pero no son trágicas. Son justas o injustas. Los ejércitos de Israel
triunfarán en las batallas si han cumplido la voluntad del Señor y le han rendido culto. Serán derrotados si han violado la alianza
divina o si sus reyes han caído en la idolatría. En cambio, las guerras del Peloponeso son trágicas. Oscuras fatalidades y
sombríos errores de juicio se despliegan tras ellas. Enredados por falsa retórica y movidos por impulsos políticos que no
pueden explicar a conciencia, los hombres salen a destruirse entre sí, con una especie de furia sin odio. Hoy seguimos
desencadenando guerras del Peloponeso. Nuestro control del mundo material y nuestras ciencias positivas se han desarrollado
increíblemente. Pero nuestros mismos logros se vuelven contra nosotros, haciendo más azarosa la política y más feroces las
guerras.
La concepción judaica ve en el desastre una falta moral o una falla intelectiva específica. Los poetas trágicos griegos
aseveran que las fuerzas que modelan o destruyen nuestras vidas se encuentran fuera del alcance de la razón o la justicia. Peor
aún: hay a nuestro alrededor energías demoníacas que hacen presa del alma y la enloquecen o que envenenan nuestra voluntad
de modo tal que infligimos daños irreparables a quienes amamos, así como a nosotros mismos. O para exponerlo en los
términos del diseño trágico trazado por Tucídides: nuestras naves partirán siempre hacia Sicilia por más que cada cual tenga más
o menos conciencia de que van hacia su destrucción. Eteocles sabe que perecerá ante la séptima puerta, pero, con todo, sigue
adelante:
Antígona es perfectamente consciente de lo que le sucederá y en las profundidades de su terco corazón Edipo también
sabe. Pero se apresuran hacia sus feroces desastres, atenazados por verdades más intensas que el conocimiento. Para el judío,
hay una maravillosa continuidad entre conocimiento y acción; para el griego, un abismo irónico. La leyenda de Edipo, en la que
el sentido griego de la sinrazón trágica está representado tan horriblemente, le sirvió a ese gran poeta judío que era Freud como
emblema de la perspicacia racional y de la redención mediante la curación.
No se trata de que falte por completo la redención en la tragedia griega. En Las euménides y en Edipo en Colono, la
acción trágica se cierra con una nota de gracia. Gran importancia se le ha dado a este hecho. Pero, a mi juicio, deberíamos
interpretarlo con suma cautela. Ambos casos son excepcionales; hay en ellos un elemento de procesión ritual, conmemorativo
de aspectos especiales de la santidad de Atenas. Por otra parte, lo que había de música en la tragedia griega está
irrevocablemente perdido para nosotros, y sospecho que el uso de música puede haber dado a los finales de estas dos obras
una singularidad solemne, poniendo los momentos finales a cierta distancia de los terrores antes desplegados.
Hago hincapié en esto porque en mi opinión toda concepción realista del teatro trágico debe tener como punto de partida el
hecho de la catástrofe. Las tragedias terminan mal. El personaje trágico es destruido por fuerzas que no pueden ser entendidas
del todo ni derrotadas por la prudencia racional. También esto es de una importancia capital. Cuando las causas del desastre
son temporales, cuando el conflicto puede ser resuelto con medios técnicos o sociales, entonces podemos contar con teatro
dramático, pero no con la tragedia. Leyes de divorcio más flexibles no podrían modificar el destino de Agamenón; la psiquiatría
social no es respuesta para Edipo. Pero las relaciones económicas más sensatas o mejores sistemas de cañerías pueden
resolver algunas de las graves crisis que hay en los dramas de Ibsen. Conviene tener bien presente esta distinción. La tragedia
es irreparable. No puede llevar a una compensación justa y material por lo padecido. Al final Job recibe el doble de burras; y
así tenía que ser, pues Dips había representado con él una parábola de la justicia. A Edipo no le devuelven la vista ni su cetro
tebano.
El teatro trágico nos afirma que las esferas de la razón, el orden y la justicia son terriblemente limitadas y que ningún
progreso científico o técnico extenderá sus dominios. Fuera y dentro del hombre está l’autre, la «alteridad» del mundo.
Llámesele como se prefiera: Dios escondido y maligno, destino ciego, tentaciones infernales o furia bestial de nuestra sangre
animal. Nos aguarda emboscada en las encrucijadas. Se burla de nosotros y nos destruye. En unos pocos casos, nos lleva,
después de la destrucción, a cierto reposo incomprensible.
Bien sé que nada de esto constituye una definición de la tragedia. Pero no hay definición abstracta que pueda servir de algo.
Cuando decimos «teatro trágico» sabemos de qué estamos hablando; no con toda precisión, pero lo bastante claramente como
para reconocer la cosa real. Sin embargo, hay un caso en que un poeta trágico nos acerca mucho a dar un resumen explícito de
la visión trágica de la vida. Las bacantes de Eurípides están en cierta proximidad especial con las fuentes arcaicas, ya
indiscernibles, del sentimiento trágico. Al final de la obra, Dioniso condena a Cadmo, a su casa real y a la ciudad entera de
Tebas a una feroz sentencia. Cadmo protesta: la sentencia es demasiado dura. No guarda ninguna proporción con la culpa de
aquellos que no reconocen al dios o lo han insultado. Dioniso no le hace caso. Reitera con petulancia que se le ha ofendido
mucho; y luego afirma que Tebas estaba predestinada a su suerte. De nada vale pedir una explicación racional o piedad. Las
cosas son como son, inexorables y absurdas. El castigo impuesto supera de lejos nuestras culpas.
Se trata de una visión terrible e inflexible que cala en la vida humana. No obstante, en el mismo exceso de su padecimiento
se encuentran los títulos del hombre para aspirar a la dignidad. Impotente y arruinado, mendigo ciego expulsado de la ciudad, él
alcanza una nueva grandeza. El hombre es ennoblecido por el rencor vengativo o la injusticia de los dioses. No lo vuelve
inocente, pero lo purifica como si hubiera pasado por las llamas. Por esto hay en los momentos finales de las grandes tragedias,
sean griegas, shakespeareanas o neoclásicas, una fusión de pesar y júbilo, de lamentación por la calda del hombre y de regocijo
en la resurrección de su espíritu. Ninguna otra forma poética consigue este efecto misterioso que hace de Edipo, El rey Lear y
Fedra los más nobles poemas hasta ahora urdidos por el espíritu.
Desde la Antigüedad hasta la época de Shakespeare y Racine, tal logro parecía al alcance del talento. Desde entonces, la
voz trágica se empaña o calla en el teatro. Lo que sigue es un intento por determinar a qué se debe esto.
II
La palabra tragedia entró en la lengua inglesa en los últimos años del siglo XIV. Chaucer dio una definición de ella en el prólogo
a «El cuento del monje»:
No se da a entender aquí que se trate de una forma teatral. Tragedia es una narración que cuenta la vida de algún personaje
antiguo o eminente que sufrió una mengua de fortuna para llegar a un fin desastroso. Ésta es la definición medieval típica. Dante
observó, en su carta a Can Grande, que tragedia y comedia se mueven en direcciones exactamente opuestas. Como su acción
es la del alma que asciende de la sombra a la luz de las estrellas, de la duda temerosa al júbilo y la certeza de la gracia, Dante
tituló commedia a su poema. El movimiento propio de la tragedia es un constante descenso de la prosperidad al sufrimiento y al
caos: exitu est foetida et horribilis. En Dante, al igual que en Chaucer, no se da a entender que la noción de tragedia esté
particularmente relacionada con el teatro. Una mala interpretación de un pasaje de Tito Livio indujo a los comentaristas
medievales a suponer que las obras teatrales de Séneca y Terencio hablan sido recitadas por un solo narrador, posiblemente
por el propio poeta. Dos tragedias latinas en imitación de Séneca fueron escritas por eruditos italianos ya en 1315 y hacia 1387,
pero ninguna de las dos estaba destinada a ser representada en un escenario. Así, el sentido de lo trágico permaneció disociado
del sentido del teatro. Una observación de los Adagia de Erasmo sugiere que incluso en el siglo XVI los clasicistas todavía
tenían dudas sobre si alguna vez las tragedias griegas y romanas habían estado destinadas a la representación teatral.
La fuerza de la definición dada por Chaucer emana de la conciencia en su tiempo de súbitos vuelcos de la fortuna política y
dinástica. Para la visión medieval, los cielos del Estado estaban llenos de portentosas estrellas, deslumbrantes en su ascensión
pero ígneas en su declive. Las caídas de grandes personajes (casus virorum illustrium) otorgaron a la política medieval su
carácter festivo y brutal. Arrastrando a los hombres con cruel frecuencia, las disputas de los príncipes implicaban las vidas y
fortunas de la comunidad entera. Pero el ascenso y la caída de aquel que ocupaba un puesto elevado era la encarnación del
sentido trágico por un motivo mucho más profundo: hacía explícito el drama universal de la caída del hombre. Señores y
capitanes perecían debido a la ambición avasalladora, debido al odio y a la astucia de sus adversarios o debido a la mala suerte.
Pero incluso cuando el moralista podía indicar un crimen u ocasión de desastre específico, una ley más general estaba en acción.
En virtud del pecado original, cada hombre estaba destinado a sufrir en su propia experiencia, por privada u oscura que fuera,
cierta porción de la tragedia de la muerte. La lamentación del Monje «a la manera de la tragedia» se inicia con Lucifer y Adán,
ya que el prólogo a la condición trágica del hombre tiene su escenario en el Cielo y en el Jardín del Edén. Allí la flecha de la
creación inició su vuelo descendente. También en un jardín sitúa la simetría del propósito divino el acto del feliz cambio de
dirección. En Getsemaní la flecha cambia de curso y el «misterio» de la historia pasa de la tragedia a la commedia. Por último, y
como contrapartida exacta al prólogo de desobediencia, está la promesa de un epílogo celestial cuando el hombre alcanzará
una gloria mayor que la primera. De esta gran parábola del designio de Dios, el relato de los destinos trágicos de hombres
ilustres constituye una glosa y una advertencia.
El desarrollo del teatro inglés en el periodo Tudor y su triunfo en la época isabelina devolvió a la noción de tragedia el
sentido de la representación teatral. Pero las imágenes de la condición trágica forjadas en la literatura medieval pasaron al
lenguaje del teatro. Cuando la Fortuna abandonaba a los hombres en una alegoría medieval, lo hacía con un veloz giro de su
rueda emblemática. Marlowe conservó esta antigua fantasía en La tragedia de Eduardo II:
Mortimer acepta su destino con sombría calma. Sólo unos cuantos momentos antes se ha referido a sí mismo diciendo que
es «el corpulento árbol de Júpiter y, comparados conmigo, los otros sólo son arbustos». Un pensamiento soberbio, pero
también un anuncio de desastre, pues en la iconografía medieval los árboles estaban peligrosamente entremezclados con la
imagen del hombre. Tenían el injerto de la rama del manzano cuyo fruto cogió Adán y también alguna diminuta astilla del
desesperado consuelo de la cruz. Y los árboles ejemplifican mejor la condición humana cuando cae el rayo sobre sus copas,
cuando se queman o marchitan de raíz. En la primitiva tragedia isabelina de Yocasta, se combinan la rueda y el árbol para
comunicar una visión de la fatalidad:
Como el Tannhäuser de Wagner nos recuerda, la rama marchita no perdería su atracción sobre la imaginación poética. A
partir de dos líneas de Thomas Churchyard en la más medieval de las narraciones poéticas isabelinas, el Mirror for
Magistrates [Espejos para magistrados], Marlowe otorgó a la imagen un esplendor definido. En el epílogo a La trágica
historia del doctor Fausto, el coro equipara el árbol de Apolo con la viña quemada del Salmo 80:
Se nos invita a considerar «su infernal caída» porque como un espejo puede precavernos con respecto al destino de los
hombres comunes. El personaje trágico es más noble y está más próximo a las fuentes oscuras de la vida que el ser humano
corriente. Pero también es típico. En otro caso, su caída no sería ejemplar. También esto constituye una concepción medieval
que retuvo su vitalidad en el teatro isabelino. Mediante ejemplos «veraces y antiguos», el Monje de Chaucer nos querría
prevenir frente al orgullo o la ambición desmedida. Y a esta luz los autores de Yocasta consideraron el mito de Edipo. En él no
vieron ni un acertijo de la inocencia injustamente perseguida ni un eco de algún rito arcaico de sangre y expiación. La obra se
ocupaba de un choque entre personajes representativos:
El cristal no se rompe con el fin de la época medieval. Lo encontramos todavía en el espejo que Hamlet pide a los actores
que pongan ante la naturaleza. Así, la rueda, la rama y el espejo gozaban de muy buena salud dos siglos después de las fábulas
trágicas de Chaucer y Lydgate. Traducidas en el coup de théâtre o la «doctrina del realismo», esas antiguas imágenes rigen aún
nuestra experiencia del teatro. Pero en el teatro isabelino la idea de tragedia perdió su claridad medieval. La misma palabra
asumió valores a la vez más universales y más restringidos. Con la declinación de la esperanza que sucedió a la fase inicial del
Renacimiento –el ensombrecimiento del espíritu que separa la visión del hombre en Marlowe de la de Pico della Mirandola–, el
sentido de lo trágico se amplió. Llegó más allá de la caída de la grandeza individual. Una trágica grieta, un núcleo irreductible de
inhumanidad, parecía haber en el misterio de las cosas. El mismo sentido de la vida es ensombrecido por un sentimiento de
tragedia. Vemos esto en la descripción que hace Calvino de la condición humana no menos que en Shakespeare.
Pero al mismo tiempo «tragedia» adquirió también un significado especial. Un poema o un romance en prosa podría ser
llamado trágico en virtud de su tema. Sin embargo, ya no se lo denominaba «tragedia». El redescubrimiento del teatro
senequiano durante la década de los años sesenta del siglo XVI dio a la palabra una clara connotación de forma teatral. En
adelante, es «tragedia» una obra de arte que se ocupa de asuntos trágicos. Pero ¿eran todas las obras de este tipo tragedias en
el sentido genuino? Los conflictos de definición crítica aparecieron casi desde el comienzo. Y no han cesado nunca en la historia
del teatro occidental. Ya al inicio mismo del siglo XVII hay premoniciones de las dificultades que preocupan a Racine, Ibsen y
Wagner. La teoría había empezado a acosar al dramaturgo con lo que Ibsen podría haber llamado «las pretensiones de lo
ideal».
Podemos datar con bastante precisión el momento en que estas pretensiones fueron formuladas por primera vez. En Sejano
(1605), Ben Jonson había escrito una erudita tragedia modelada sobre la retórica senequiana y la sátira romana. No obstante,
se vio forzado a defender ciertas libertades que se tomaba en su pieza contra los cánones del neoclasicismo estricto:
[…] si se objeta que lo que publico no es auténtico poema con las leyes estrictas de tiempo, lo reconozco; como tampoco lo es por
faltarle un coro propiamente dicho, cuya norma y cuyo espíritu son tales y tan difíciles que nadie de los que he visto, desde los
antiguos, no, ni siquiera los que han afectado normas más necesariamente, han llegado a alcanzarlo. Pero no es necesario o casi
posible en estos tiempos nuestros… conservar la antigua majestad y el esplendor de los poemas dramáticos, y darle gusto al vulgo.
Siete años después, en el prefacio a El demonio blanco, John Webster hacía la misma apología. Concedía que no había
producido un «auténtico poema dramático», significando con esto una obra en estricto acuerdo con los preceptos aristotélicos.
Pero agregaba con confiada ironía que la falta era del público. Los auditorios isabelinos y jacobinos habían demostrado ser
indignos de «la antigua majestad y el esplendor» de la tragedia.
Estas declaraciones proceden de la gran división de ideales que modeló la historia del teatro europeo desde finales del siglo
XVI hasta casi los días de Ibsen. La concepción neoclásica de la tragedia tenía de su parte el precedente antiguo, la fuerza del
ejemplo de Séneca y una vigorosa teoría crítica. La fuerza del ideal popular y romántico del teatro procedía de su
representación efectiva por los dramaturgos isabelinos y del éxito teatral. El público general se interesaba más en lo sabroso y
variado del teatro shakespeareano que en la noble forma del «auténtico poema dramático». El neoclasicismo surgió con los
poetas-eruditos y críticos del Renacimiento italiano. Se puede remontar a una comprensión imperfecta de Aristóteles y Horacio,
pero adquirió su forma vigente a través del arte de Séneca. La concepción neoclásica halló dos expositores de gran talento:
Escalígero y Castelvetro. La interpretación de la Poética que hizo el segundo, Poética d’Aristotele vulgarizata [Poética de
Aristóteles vulgarizada], resultó ser una de las formulaciones decisivas para el desarrollo del gusto occidental. Estableció
preceptos e ideales que preocupan a críticos y dramaturgos desde los días de Jonson hasta los de Claudel y T. S. Eliot. Sus
argumentos principales fueron llevados a Inglaterra y lograron expresión memorable en la Defensa de la poesía de Sidney. El
estilo de Sidney otorga una seductora nobleza a la fruncida disciplina de la concepción neoaristotélica. «El escenario –nos dice–
siempre debe representar un solo lugar y el máximo de tiempo presupuesto debe ser, tanto por precepto de Aristóteles como
por sentido común, un solo día». Obsérvese la dirección de la exhortación de Sidney: a la autoridad y el sentido común. El
neoclasicismo siempre insiste en uno y otro. Por otra parte, la unidad de tiempo y la de lugar sólo son instrumentos para el
designio principal, que es la unidad de acción. He ahí el centro vital del ideal clásico. La acción trágica debe desarrollarse con
absoluta coherencia y economía. No debe haber residuo alguno de emoción desperdiciada, ninguna energía de palabra o gesto
que sea inconsecuente con el efecto final. El teatro neoclásico, cuando consigue su propósito, es enormemente ceñido. Es arte
mediante privación; una estructura austera, despojada pero ceremoniosa, de lenguaje y talante que conduce a las solemnidades
de la muerte heroica. De este principio de la unidad se desprenden todas las demás convenciones. Los sentidos trágico y
cómico de la vida deben mantenerse severamente separados; el verdadero poeta no «combina gaitas y funerales». Además, la
tragedia es agustiniana; pocos son los elegidos para su arriesgada gracia. O, según dice Sidney, no hay que meter «a la fuerza el
bufón para que desempeñe un papel en asuntos majestuosos».
Pero ya cuando él escribía los bufones estaban afirmando sus derechos en el escenario trágico. Hacen sus cómicas
volteretas en el camino de Fausto a la condenación. Abren las puertas a la venganza en Macbeth e intercambian sabiduría con
Hamlet. En el curso del largo funeral de la razón de Lear suena la gaita del Bufón. Sidney ridiculiza el género de teatro popular
«donde se tiene a Asia por una parte, a África por la otra, y a tantos reinos más que cuando aparece el actor debe empezar
siempre por explicar dónde está». Pero ya antes de que se publicara la Defensa de la poesía, Fausto se remontaba por los
aires:
Y por debajo de él se encuentra la licenciosa geografía del teatro isabelino, con sus traslados instantáneos de Roma a
Egipto y con sus costas en Bohemia. Sidney argumenta que es absurdo que una obra de teatro, cuya representación sólo exige
unas pocas horas, pretenda imitar acontecimientos que se han producido a lo largo de años. Nada por el estilo puede citarse en
«ejemplos antiguos» y los «actores en Italia», quienes constituían los guardianes del gusto neoclásico, no lo tolerarán. Pero los
personajes de Shakespeare se vuelven viejos entre acto y acto; y en Cuento de invierno pasan unos dieciséis años entre la
discordia inicial y la música final.
Los dramaturgos isabelinos violaron cada uno de los preceptos del neoclasicismo. Violaron las unidades, prescindieron del
coro y con energía indiscriminada combinaron argumentos trágicos y cómicos. Para Shakespeare y sus contemporáneos un
teatro era el gran teatro del mundo. A sus propósitos no era ajeno ningún matiz de los sentimientos, ningún elemento procedente
del crisol de la experiencia. Los dramaturgos de los días de Isabel I y Jacobo I revisaron a fondo a Séneca. Tomaron de él su
retórica, sus espectros, su moralidad sentenciosa, su afición al horror y la venganza sangrienta; pero no las normas austeras y
artificiales del escenario neoclásico. Al genio de la tragedia griega o, mejor aún, a su versión latina inferior, Shakespeare opuso
una concepción rival de la forma trágica y una magnificencia rival en la ejecución.
Pese a la copiosa erudición acumulada, la historia de esa forma sigue siendo oscura. Había motivos prácticos para que
Marlowe, Kyd y Shakespeare se apartaran de los modelos neoclásicos. Un dramaturgo no podía ganarse la vida mediante los
preceptos de Castelvetro. El público prefería decididamente la aventura y el tumulto de la tragicomedia o de los cronicones. Se
deleitaba con los bufones, con los interludios cómicos y con la acrobacia y la brutalidad de la acción física. El espectador
isabelino era de nervios firmes y exigía que se los pusieran a prueba. Bullía la sangre en el mundo que le rodeaba y pedía que
también lo hiciera en el escenario. Los poetas «cultivados», como Ben Jonson y Chapman, procuraron en vano educar a su
público para placeres más elevados. Pero incluso si hacemos caso omiso de las realidades del teatro popular, parecería que el
genio de Shakespeare le impulsaba hacia formas de representación teatral «abiertas» y no cerradas. En tanto que la visión de
Dante dirige todos los rayos de luz hacia un centro rector, en Shakespeare el sentido del mundo parece moverse hacia fuera.
Utilizó las formas teatrales con un maravilloso pragmatismo, modelándolas según surgía la necesidad. Lo real y lo fantástico, lo
trágico y lo cómico, lo noble y lo vil están presentes por igual en su captación de la vida. Así, necesitaba un teatro más irregular
y provisional que el de la tragedia clásica.
Pero la forma de obras como Doctor Fausto, Ricardo II, El rey Lear o Medida por medida representa algo más que la
preferencia personal de los dramaturgos isabelinos. Es el resultado de la concurrencia de antiguas y complejas energías. Por
debajo del hecho del desarrollo del verso blanco dramático, por debajo del espíritu senequiano de violencia majestuosa, yace
un gran legado de formas medievales y populares. Éste constituye la maleza viva de la que procede en gran, parte el vigor de
finales del siglo XVI. En el soberano desdén de Shakespeare por las limitaciones de espacio y tiempo reconocemos el espíritu
de los ciclos de los «misterios», que tomaban por escenario el cielo, la tierra y el infierno, así como la historia del hombre por su
escala temporal. Los payasos, los sabios bufones y las brujas del teatro isabelino llevan consigo una resonancia medieval. Tras
los funerales senequianos llegan las gaitas de los bailarines campestres. Y no es posible entender los dramas históricos de
Shakespeare o sus sombrías comedias finales sin discernir en estas obras un legado de actuación ritual y simbólica que se
remonta a la riqueza imaginativa de la Edad Media. Cómo se transmitió ese legado y cómo se asoció con la nerviosa libertad
del temperamento isabelino son asuntos poco claros hasta ahora. Pero todavía en el teatro jacobino sentimos su presencia
modeladora. Cuando la nueva cosmovisión racionalista del mundo usurpó el lugar de las viejas tradiciones en el curso del siglo
XVII, el teatro inglés inició su larga decadencia.
Retrospectivamente, el contraste entre la labor efectivamente llevada a cabo por los dramaturgos isabelinos y las
pretensiones declaradas por los críticos neoclásicos es apabullante. Las obras de Marlowe, Shakespeare, Middleton, Tourneur,
Webster y Ford son evidentemente superiores a cuanto se produjo dentro del gusto neoclásico. Pero esta disparidad es, en
parte, cuestión de foco. Nuestra propia experiencia de lo dramático está hasta tal punto condicionada por la forma
shakespeareana abierta que incluso se nos hace difícil imaginar la validez de una tradición distinta. Los clasicistas isabelinos no
eran tontos. Sus argumentos se fundaban en algo más que la autoridad de gramáticos italianos y el ejemplo más bien chillón de
la tragedia latina. La concepción neoclásica expresa una comprensión creciente del milagro del teatro griego. Esta comprensión
era fragmentaria. Había pocas traducciones de Esquilo y el teatro de Eurípides era conocido sobre todo a través de las
versiones de Séneca. Los eruditos del Renacimiento no lograron darse cuenta, además, de que Aristóteles es un crítico práctico
cuyos juicios se refieren a Sófocles más que a la totalidad del teatro griego (no hay unidad de tiempo, por ejemplo, en Las
euménides). No obstante, los ideales de Sidney y las ambiciones de Ben Jonson dejan ver que la imaginación trágica tiene con
el precedente griego una deuda de gratitud. Una y otra vez, esta conciencia ha gobernado la sensibilidad de poetas
occidentales. Gran parte del teatro poético desde Milton hasta Goethe y desde Hölderlin hasta Cocteau es un intento de revivir
el ideal griego. Por una enorme y misteriosa fortuna, Shakespeare escapó a la fascinación de lo helénico. Su manifiesta
inocencia con respecto de logros clásicos más formales puede explicar su majestuosa naturalidad. Resulta difícil imaginar cómo
podría haber sido Hamlet si primeramente Shakespeare hubiera leído la Orestíada y sólo se puede agradecer que el final de El
rey Lear no muestre conciencia de cómo se arreglaban las cosas en Colono. Los clasicistas ingleses no fueron los primeros en
este campo. Ya los preceptos neoaristotélicos y el ejemplo senequiano habían inspirado un conjunto importante de obras
teatrales italianas y francesas. Hoy sólo el especialista de historia teatral lee las piezas de Trissino y Giraldo Cintio o el
Turismundo de Tasso. Esta falta de interés se extiende a Jodelle y Garnier. A la luz de Racine, la tragedia francesa del siglo XVI
se presenta como un preludio arcaico. Pero también esta visión se debe en gran parte a la perspectiva moderna. Hay en estos
dos autores trágicos franceses una poderosa música que no hemos de volver a oír, ni siquiera en los momentos culminantes del
estilo clásico. Considérese la invocación a la muerte en la Cleopatra cautiva de Jodelle (1552):
La voz se eleva con ornado pesar por encima del lamento del coro. Las líneas caen como brocado, pero tras su rigidez
oímos la invasión liberadora de la muerte: «ô douce & douce mort». Lo de «Parque trop tardive» es como una figura alegórica
detenida a mitad de su vuelo; se hace difícil creer que la vista de Valéry no acertara a caer sobre ella.
En el Marco Antonio de Garnier, obra algo posterior, el mismo momento es dramatizado. Negándose a aceptar el consejo
de Charmian, quien le propone que suplique a sus conquistadores, Cleopatra se prepara para las ceremonias de la muerte:
Las palabras nos persuaden por una falta de retórica. Cleopatra se llama a sí misma amie de Marco Antonio. En el siglo
XVI, las connotaciones eróticas de la palabra eran más vigorosas que hoy; pero en esta hora calma y cruel la fuerza de la
amistad es tan vital como la del amor. Su símil carece de toda pretensión; ella no va a ser tan tornadiza como los pájaros. Pero,
al mismo tiempo, el ritmo que se hace más vivo y la cadencia de ailes passageres orienta nuestra imaginación hacia el vuelo del
alma a la muerte. El halcón real de la corona de Egipto abrirá sus alas. Aquí los valores no son los mismos que se encuentran en
Corneille o Racine. Los personajes son mostrados de una manera que marca una transición de la alegoría al drama. Tienden a
vivir en la superficie del lenguaje y se trata de una acción de sucesivas ornamentaciones y no de progresión directa. Pero hay en
estas tragedias una carga de emoción que a un mismo tiempo es más ingenua y más humana que la que se encuentra en el
neoclasicismo maduro.
Cuatro años después de la muerte de Sidney, la condesa de Pembroke tradujo Marco Antonio. Garnier fue el modelo para
la Cleopatra de Samuel Daniel y Thomas Kyd tradujo su Cornélie, tragedia que tiene por tema la caída de Pompeyo. Se
trataba en estos casos de teatro de cámara, escrito para el goce de una pequeña minoría. Pero así se inició una tradición de
tragedia formal que se extiende hasta el periodo romántico. Fulke Greville destruyó una de sus tragedias políticas en el momento
de la rebelión de Essex. Las dos que sobreviven, Mustapha y Alaham, tienen esa clase de solemnidad ornada e intrincada que
caracteriza la arquitectura de la culminación del barroco. Anuncian ya las piezas «moras» de Dryden y las obras de un
aristócrata mucho más talentoso: las tragedias venecianas de Byron y su Sardanápalo.
Por otra parte, la concepción neoclásica halló por lo menos expresión parcial en el teatro isabelino y jacobino. Chapman y
Ben Jonson trataron de unir las concepciones rivales del drama «culto» y el popular. Eran al mismo tiempo eruditos y hombres
de teatro. De todos los isabelinos, Chapman es el que está más cerca de Séneca. Su visión de los asuntos humanos era estoica
y su estilo posee una oscuridad y una complejidad naturales. Chapman aceptaba cabalmente la fe neoaristotélica en el propósito
moral del teatro. La auténtica tragedia debe comunicar «instrucción material, incitación elegante y sentenciosa a la virtud, y
apartamiento de su opuesto». Compartía el sentimiento de los historiadores romanos tardíos, para quienes las grandes
cuestiones de Estado tienen sus raíces en la lujuria y la ambición privadas. Bussy d’Ambois y La tragedia de Chabot,
almirante de Francia se cuentan entre las pocas piezas de teatro político importantes en la literatura inglesa. En la convicción de
Chapman según la cual la violencia engendra violencia y el mal no será burlado, hay algo del lúcido pesar de Tácito. Pero al
mismo tiempo Chapman se esforzaba por tener éxito en el escenario popular. De aquí que le diera al auditorio su debida ración
de brutalidad física, brujería e intriga amorosa. Sus espectros son tan sangrientos como los que más en el teatro isabelino y
abunda en asesinatos. Pero la tensión de ideales en conflicto resultó excesiva. No hay unidad de diseño en las obras teatrales de
Chapman. Entre los matorrales de retórica de repente hay claros en que su sombría visión política se impone a todo. Pero no se
mantiene la proporción y es como si un severo pórtico de Palladio diera súbitamente acceso a un interior barroco.
La latinidad de Chapman es la de la decadencia de Roma. El clasicismo de Ben Jonson corresponde al mediodía de Roma.
Jonson es el más genuino clásico en las letras inglesas. Otros autores han bebido de la superficie de la poesía latina; Jonson llegó
a su corazón. Su capacidad para la observación irónica y atenta, su sabroso realismo, la cortesía y la energía de su expresión,
muestran cuán fuertemente está ligada su actitud mental con la de Horacio. Si Jonson hubiera infundido a sus tragedias las
virtudes de Volpone y La mujer silenciosa, habría dejado un conjunto de obras que serían clásicas por su espíritu aunque de
un vigor que rivalizaría con el de Shakespeare. Pero, en cambio, optó por afirmar sus pretensiones en materia de erudición
clásica y posición social. Sejano y La conspiración de Catilina estaban destinadas a mostrar que Jonson podía usar con
maestría la erudición y las convenciones formales del estilo neoclásico. Ambas obras exhiben una clara comprensión del temor
asesino de la política romana y tanto la una como la otra contienen pasajes cuya excelencia se resiste al análisis justamente
porque el control de Jonson era tan poco ostentoso. Es necesario volver la vista hacia Coriolano para encontrar algo que
supere la nerviosa inteligencia y la contenida presión del diálogo entre César y Catilina:
Pero las tragedias de Jonson, al igual que las de Chapman, se resienten debido a su dualidad de propósito. Se vuelven
pesadas por su intento de armonizar las convenciones neoclásicas con las convenciones muy diversas del teatro histórico
isabelino. Volpone es una obra mucho más «clásica» que cualquiera de las dos tragedias romanas. Tiene los afilados incisivos de
la sátira romana y una perfecta disciplina en las proporciones. Los bordes del sentimiento están cortados a pico y a los
personajes se los ve con esa luz directa, algo aplastante, que también se halla en la comedia romana. No hay en todo el teatro
isabelino obra que diste más de Shakespeare. Su lugar está al lado de la lírica de Matthew Prior y Robert Graves, en ese
pequeño sector de la literatura inglesa que es auténticamente latino.
Ni Chapman ni Jonson cumplieron el ideal del «verdadero poema dramático» formulado por Sidney. ¿Significa esto que no
hay tragedia inglesa a la manera clásica que pueda oponerse al mundo de Shakespeare? Sólo una, quizás. Su prefacio
constituye una formulación rigurosa de la concepción neoclásica:
La Tragedia, tal como se la componía en tiempos antiguos, ha sido tenida siempre por la forma de poesía más grave, moral y
provechosa; y por esto decía Aristóteles que, provocando piedad y miedo, o terror, tenía el poder de purgar el espíritu de esas
pasiones y otras análogas… Se menciona esto para reivindicar la Tragedia ante la poca estima o, mejor dicho, infamia que en opinión
de muchos padece en estos días junto con otros interludios comunes; la cual se debe al error de los poetas consistente en
entremezclar materiales cómicos con la tristeza y la gravedad trágicas; o en introducir personajes triviales y vulgares… metidos sin
discreción, para satisfacer viciosamente al público… sólo estarán en condiciones de juzgar mejor quienes no dejen de estar
familiarizados con Esquilo, Sófocles y Eurípides, los tres poetas trágicos que nadie ha igualado hasta ahora, así como la mejor
norma para todo aquel que se esfuerce por escribir tragedias.
«Que nadie ha igualado hasta ahora»: estas palabras fueron escritas sesenta y tres años después de la publicación de El rey
Lear. El juicio que representan y el tipo de tragedia que proponen son en la literatura inglesa la gran negativa a Shakespeare y
todas las formas «abiertas» de teatro trágico.
Es difícil enfocar Sansón agonista, y esto precisamente porque se aproxima mucho a validar sus presupuestos teóricos.
Esta obra constituye un caso especial en virtud de su poder y su propósito. El teatro inglés no ha producido ninguna otra obra
con la que en justicia se la pueda comparar. La organización de la tragedia de Milton es casi estática, a la manera del Prometeo
esquiliano; no obstante, se mueve a través de ella un gran impulso hacia el desenlace. Como toda tragedia cristiana, noción que
en sí misma es paradójica, Sansón agonista es en parte una commedia. La realidad de la muerte de Sansón es drástica e
irrefutable; pero no comunica el significado principal o definitivo de la obra. Al igual que en Edipo en Colono, la tragedia
termina con una nota de transfiguración solemne, hasta de júbilo. La acción pasa de la más terca ceguera de los ojos y el
espíritu a una ceguera causada por el exceso de luz.
En Sansón agonista, Milton acepta las pretensiones del ideal neoclásico y las satisface cabalmente. Pero escribió una
tragedia, en un idioma moderno y ni siquiera acudió a la mitología griega en busca de su tema; aunque observó estrictamente las
unidades y empleó un coro. Pero, al mismo tiempo, creó magnífico teatro. Esta aseveración debería ser un lugar común. La
representación de la obra mantiene como hechizado al espectador y la más casual lectura hecha con inteligencia comunica la
formidable conmoción que hay en la obra. Sólo un oído sordo a lo teatral podría dejar de experimentar, tan punzante como un
latigazo, el dolor y la tensión de los sucesivos ataques contra la magullada integridad de Sansón. Y antes de Strindberg no hay
casi nada que se compare con el desnudo antagonismo sexual que estalla entre Sansón y Dalila, «Serpiente manifiesta por su
colmillo descubierta». A través de Sansón agonista, acaso con más rapidez que a través de la arqueología y los estudios
clásicos, podemos entrever la totalidad perdida del teatro griego. El lenguaje de Milton parece llevar como un séquito los
poderes contiguos de la música y la danza. En ciertos fragmentos la fusión es tan completa como debe de haberlo sido en la
lírica coral de Esquilo:
Algunos se reirían al oírme mencionar Sacrificios, Oráculos y Dioses: viejas Supersticiones, dicen, impracticables y más que
ridículas en nuestras tablas. Ésos no han observado con cuánto arte Virgilio ha manipulado los dioses de Homero ni con cuánto
juicio emplean Tasso y Cowley los poderes celestiales en un Poema Cristiano. Las sugestiones análogas que se encuentran en
Sófocles y Eurípides también podrían ser perfeccionadas por los dramaturgos modernos, ideando así algo adecuado para nuestra Fe
y nuestras Costumbres.
La pregunta resulta más penetrante que la respuesta. Fue asimismo Racine quien sintió su provocación y percibió que las
convenciones subyacentes de la tragedia neoclásica son mitos vaciados de una fe activa.
Rymer está sobre terreno más firme cuando argumenta que el ideal sofocleano implica el uso de un coro: «El Coro fue la
raíz y origen, y sin duda es siempre la parte más necesaria». Toca aquí la distinción esencial entre el teatro abierto y el cerrado.
La presencia circundante del coro es indispensable para ciertos modos de acción trágica; y hace imposibles otros modos, como
los del teatro shakespeareano. El problema del coro se planteará constantemente en el teatro europeo. Preocupó a Racine,
Schiller y Yeats; desempeña un papel en el teatro de Claudel y T. S. Eliot. Además, Rymer observa con agudeza que la
intervención de un coro lleva consigo la posibilidad de un teatro musical. El elemento lírico puede minar la fuerza vital de la
palabra hablada. El teatro coral puede estar a mitad de camino de la ópera. Sir Robert Howard, contemporáneo de Rymer,
consideraba inminente este peligro: «Aquí llega la Ópera… ¡adiós, Apolo y Musas!». Es un grito profético, que volveremos a
oír en la época de Wagner y Richard Strauss.
El vocabulario crítico de Rymer y sus contemporáneos ya no es el que hoy usamos. Mas las controversias a que se
entregaban siguen presentes. Pues desde el siglo XVII la historia del teatro ha sido inseparable de la teoría crítica. Para demoler
una vieja teoría o demostrar una nueva se han escrito muchas de las más famosas piezas de teatro modernas. Ninguna otra
forma literaria ha soportado tantos conflictos de definición y propósitos. El teatro ateniense y el isabelino eran inocentes en
materia de discusiones teóricas. Las poéticas son concebidas después de las hazañas y Shakespeare no dejó ningún manual de
estilo. En el siglo XVII, este candor y la consiguiente libertad de la vida imaginativa se perdieron para siempre. En adelante, los
dramaturgos se convierten en críticos y teóricos. Corneille escribe ásperas críticas de sus propias obras; Victor Hugo y Shaw
prologan sus obras con declaraciones programáticas y manifiestos. Los dramaturgos más importantes tienden a ser aquellos que
asimismo tienen propósitos más articulados. Dryden, Schiller, Ibsen, Pirandello y Brecht trabajan dentro o en contra de formas
teóricas explícitas. Todo el teatro moderno tiene el sello del pensamiento crítico. Que a menudo resultó demasiado nítido para la
estructura subyacente de imaginación. Desde finales del siglo XVII abundan las obras de teatro que atraen más por la teoría que
representan que por su arte. Por ejemplo, Diderot era un dramaturgo de tercera categoría, pero su puesto en la historia del
teatro es de sumo interés. Esta disociación entre el valor creador y el crítico se inicia con Dryden. Esto hace de él el primero de
los modernos.
Su situación era artificial. Le correspondía restablecer la tradición nacional en materia teatral que había quedado rota con el
intervalo de Cromwell. Al mismo tiempo estaba obligado a tomar en consideración las nuevas modas y la sensibilidad que había
traído consigo la Restauración. Con la Restauración llegó un poderoso impulso neoclásico. Ideas como las de Rymer estaban en
alza. ¿Cómo podría Dryden, por tanto, proseguir a Shakespeare y los dramaturgos jacobinos? ¿No convenía que el teatro
inglés mirara hacia Francia, de la que la corte de Carlos II había tomado en gran parte su estilo y colorido? Dryden, quien
poseía un gusto muy variado y una inteligencia crítica de primera, tenía conciencia de estas pretensiones rivales. Sabía que a sus
espaldas se elevaba la herencia dividida de Sófocles y Shakespeare. ¿A cuál debía volverse en su empeño por restablecer un
teatro nacional? Procurando forjar una solución de compromiso, Dryden impuso a sus propias obras un aparato crítico
preliminar y concomitante. Es el primero de los dramaturgos críticos.
Su intención de armonizar los ideales antiguos con los isabelinos lo llevó a una compleja teoría del teatro. Por otra parte,
esta teoría es inestable… Y el equilibrio del juicio de Dryden se modificó notablemente entre el Ensayo sobre la poesía
dramática (1668) y el prefacio a Troilo y Crésida (1679). El mismo punto de partida de Dryden es ambiguo. Su propia
tendencia temperamental y el ejemplo de Tasso y Corneille lo inclinaban a la fidelidad neoclásica hacia las unidades teatrales.
Sin embargo, al mismo tiempo, Dryden sentía profundamente el genio de Shakespeare y le atraían la riqueza y el bullicio del
escenario isabelino. Pensó que había encontrado una via media en Ben Jonson. A diferencia de Rymer y Milton, Dryden estaba
dispuesto a permitir la mezcla de los modos trágicos y cómicos: «Una continua gravedad mantiene demasiado doblegado el
espíritu; debemos refrescarlo de vez en cuando, del mismo modo que hacemos alto en los viajes para poder proseguir con
mayor comodidad». Pero el tipo de teatro resultante de este compromiso, el drama heroico, no seguía a Corneille ni a Jonson.
Es, en realidad, una prolongación de las tragicomedias románticas de Beaumont y Fletcher, y muestra la influencia de las
«mascaradas» dramáticas de la corte de los Estuardo.
No obstante, Dryden se sentía muy a las claras insatisfecho con su propia obra. En el prefacio a Todo por amor (1678)
parece decidido a restablecer la tradición shakespeareana. Los límites del teatro neoclásico «son demasiado poco para la
tragedia inglesa; la cual exige ser construida con un radio más amplio… En mi estilo, he profesado imitar al divino
Shakespeare». Pero sólo un año después volvió a cambiar su posición crítica. Gran parte del ensayo que precede a la versión
de Troilo y Crésida realizada por Dryden es una glosa de las poéticas conforme a los estrictos cánones de Boileau y Rymer.
No obstante, en medio de su argumentación encontramos una alabanza para esa figura tan poco clásica que es la de Calibán. El
ensayo entero constituye un tenaz esfuerzo por demostrar que el teatro de Shakespeare está en armonía con Aristóteles y que
existe una conformidad necesaria entre las «normas» aristotélicas y una traducción justa de la naturaleza. La inestabilidad
intrínseca de semejante concepción crítica influyó también sobre el uso del verso por parte de Dryden. Vaciló entre la fe en la
corrección natural del verso blanco shakespeareano y la adhesión a los pareados del teatro neoclásico francés. A veces, sus
argumentos culminan en la confusión total. Así, declaraba que la rima heroica estaba «más próxima a la Naturaleza, ya que es el
tipo más noble de versificación moderna».
Estas dudas teóricas y estos ideales en conflicto se reflejan en el teatro de Dryden. Escribió para las tablas durante un lapso
de unos treinta años y compuso o colaboró en veintisiete piezas. Las mejores son las comedias; en especial, Matrimonio a la
moda. Dryden poseía muchas de las virtudes propias de un gran autor cómico. Poseía un oído muy sensible a los matices
sociales de la lengua. Medía la distancia desde el centro del comportamiento hasta su borde excéntrico; esa distancia que es el
terreno clásico de la comedia. Poseía una conciencia vigorosa pero llena de tacto en lo tocante a las escaramuzas del amor
sexual. Matrimonio a la moda tiene el brío y la fría inteligencia de la mejor comedia. En comparación, la obra de Sheridan
resulta tosca. Donde Dryden fracasó fue en su tratamiento de motivos políticos y trágicos. Las piezas heroicas viven más a sus
anchas en la parodia. Son grandes edificios de retórica y gestos rimbombantes que se han edificado sobre un vacío de
sentimientos. Cuando de algún modo nos sentimos emocionados, como sucede en ciertas escenas de Aureng-Zebe, el deleite
es técnico. Asombra la capacidad de Dryden para sostener, en pareados, largos arranques de pasión y furia. Tampoco resultan
satisfactorias sus tragedias ulteriores, «directas». Las mejores son reelaboraciones de obra ajena. Esto constituye un punto
decisivo. La historia del gran teatro está llena de casos de inspirados plagios. Los isabelinos, en particular, habían saqueado con
entera libertad todos los lugares donde se posó su vista. Pero lo que tomaban lo tomaban como conquistadores y no en
préstamo. Supieron dominarlo y ajustarlo a su propia medida con la orgullosa intención de superar lo que se había hecho antes.
Ya no es éste el caso con Dryden. Cuando él «adapta» Antonio y Cleopatra, Troilo y Crésida y La tempestad, procede así
con cabal conciencia de los originales. Da por sentado que las obras anteriores viven en la memoria de su público. Su propia
versión actúa como una crítica o variación sobre un tema dado. Es «literaria» en un sentido estrecho. En resumen, lo que aquí
tenemos es pastiche y no reinvención. Después del siglo XVII el arte del pastiche desempeñará un papel creciente en la historia
del teatro. Ayunos de poder inventivo, los poetas empiezan a derramar salsas nuevas sobre viejos manjares. Cuando nos
ocupamos de Dryden todavía estamos a mundos de distancia de tales desastres como A Electra le sienta bien el luto o La
máquina infernal, de Cocteau, pero ya estamos en ese camino.
Esto no va en desmedro de las virtudes de Todo por amor. En ninguna otra obra, después de Shakespeare, se usa tan
ventajosamente el verso blanco. Dryden era un gran maestro de su instrumento:
Pero, tras la grave nobleza de estas lineas, escuchamos la música más rica y más ceñida del Antonio de Shakespeare. Entre
uno y otro, además, ha tenido lugar una perceptible disminución de la presión del sentimiento sobre el lenguaje. El efecto es el
de una hábil transcripción para piano de una partitura orquestal. Dryden subtituló a su pieza Tragedia escrita a imitación del
estilo de Shakespeare. Pero incluso si se refería principalmente a su uso de determinadas convenciones isabelinas el toque
resulta ominoso. El gran teatro no se concibe «a imitación de».
Dryden veía la realidad a la luz del encuentro y la dialéctica teatrales. En un poema como La cierva y la pantera, «oímos»
la embestida y el quite de las ideas al igual que en Ibsen. Si Dryden no consiguió producir piezas que estuvieran a la altura de su
talento, esto se debe a que le correspondió trabajar en una época en que la misma posibilidad de un teatro serio estaba en
duda. El pasado ateniense e isabelino arrojaba una sombra cada vez mayor sobre el futuro de la imaginación dramática. Dryden
fue el primero entre muchos dramaturgos que encontraron entre sí mismos y el acto de invención teatral una valla psicológica.
La grandeza de los anteriores logros parecía insuperable. Saintsbury tiene razón al juzgar que Dryden no alcanzó nunca ese
«carácter definitivo y absoluto que hace de la lectura de todas las más grandes tragedias, tanto de las griegas como de las
inglesas, una especie de capítulo terminado de la vida».
Pero al mismo tiempo podemos preguntarnos: ¿acaso algún dramaturgo trágico ha alcanzado ese carácter definitivo desde
el siglo XVII?
III
En el Ensayo sobre la poesía dramática, Dryden observaba que «ninguna pieza de teatro francesa ha tenido o puede tener
éxito, en traducción, en el escenario inglés». Se refería a la tragedia neoclásica francesa y hasta el día de hoy su juicio sigue
teniendo vigencia. Pero el hecho es sorprendente en sí mismo y plantea uno de los problemas más arduos en la historia literaria.
Para un francés cultivado constituye una verdad obvia que Corneille y Racine figuran entre los mayores poetas del mundo. Un
crítico de tan vasta cultura como Branetière puede decir que el estudio del teatro debe incluir el siglo XVII español y los
isabelinos, pero que el estudio de la tragedia sólo exige prestar atención a los griegos y a los clasicistas franceses. El alexandrin
(alejandrino) en que Corneille y Racine escribieron sus obras le ha dado al habla francesa una parte de su fuerte pero también
delicada estructura ósea y a la vida pública francesa gran parte de su cadencia retórica. Los románticos trataron de hacer caer a
Corneille y Racine de los pedestales desde los que dominaban el panorama interior francés. Pero fracasaron y,
retrospectivamente, los gritos de guerra de Victor Hugo y los epigramas de Gautier dan la impresión de ser como las invectivas
que atemorizados escolares garabatean en monumentos. Comparando a Racine con Shakespeare, André Gide, quien no era en
absoluto un patriotero, invirtió el juicio que Stendhal formulara en su periodo romántico. En su opinión, debía preferirse al autor
de Fedra antes que al autor de Hamlet, ya que, de los dos, aquél sería el poeta dramático más total. Con esto, Gide quería
decir que en el teatro isabelino la poesía es a menudo más abundante que la acción. En Racine, en cambio, nada en absoluto es
ajeno al propósito trágico.
Pero este vino no viaja bien. Fuera de Francia el goce de Corneille y Racine está por lo común reservado a poetas y
eruditos aislados. De vez en cuando se representan El Cid, Horacio, Fedra o Atalía, pero más en calidad de piezas de museo
que de teatro vivo. ¿En qué literatura extranjera ha actuado el clasicismo francés como una fuerza modeladora? No hay otro
conjunto de obras de importancia y esplendor intrínseco comparables que haya sido tan limitado en su campo de acción. Esto
no se puede deber solamente a las malas traducciones. La gran literatura atraviesa las fronteras, aunque sólo sea en forma de
parodia o malentendido. La Orestíada, Hamlet y Fausto pertenecen a todo el mundo por más que su poesía esencial sea
intraducibie. Los elementos de trama, caracterización y argumento parecen conservar suficiente fuerza para «salir bien librados»
en lenguas extrañas o inferiores a la del original. Hasta una versión en prosa, con el habla de hoy, de Antígona o Macbeth
mantiene cautiva la imaginación. No cabe duda de que la falta de acción física en la tragedia clásica francesa pone en el lenguaje
toda la carga de significado. Pero esto también es válido en el caso de una gran parte del teatro griego. Es difícil creer que
pueda haber en el verso francés una resistencia intrínseca a la traducción. Cierto, cualquier buena poesía sólo puede ser
aproximada cuando se la traslada a otro idioma. Pero Stefan George y Rilke han mostrado cuán hermosamente pueden resultar,
vertidas al alemán, idioma cuyos hábitos sintácticos son absolutamente diferentes, algunas de las piezas más nacionales de la
poesía francesa. O bien considérese la reciente irrupción en inglés del estilo fluido y exótico que caracteriza a Saint-John Perse,
ese poeta tan sobrevalorado.
En su Introduction à la poésie française [Introducción a la poesía francesa], Thierry Maulnier argumenta que la poesía
francesa está más alejada que cualquier otra de elementos folklóricos y vernáculos universales. El material preponderante en la
poesía francesa es poesía ya hecha. Es arte que se dirige al arte. Su instrumental es rigurosamente puro y abstracto y no tiene
por debajo nada de ese rico suelo de mito y sentimiento arcaico que hace a Edipo, El rey Lear o Fausto resonar más allá de
sus límites geográficos y temporales.
Pero, por más que concedamos la particular austeridad de la práctica poética francesa, ¿a qué se debe que las
representaciones de Corneille y Racine sólo tan rara vez resulten convincentes fuera del marco de la Comédie Française?
Cinna e Ifigenia exigen una enorme estilización, pero otro tanto es válido cuando se trata de una representación de Sófocles o
de las óperas de Mozart. Dryden creía que las obras de Corneille eran demasiado retóricas. El público londinense quería ver
acción en la escena. Sin embargo, hay muchos ejemplos de teatro «inactivo» que han logrado apoderarse de la imaginación. Por
ejemplo, no hay menos acción en Britannicus que en el teatro de Eurípides, ni tampoco más retórica que en el de Schiller.
El problema es más profundo. La literatura francesa ha modelado buena parte de la sensibilidad occidental. Los Ensayos
de Montaigne, Las confesiones de Rousseau y Madame Bovary están en el torrente sanguíneo general. Todos nosotros
somos, de algún modo, los descendientes de Voltaire. Mas ese conjunto de obras que los propios franceses estiman supremo
sigue siendo una posesión nacional más que universal.
Muchas razones se dan para explicar este hecho. Se argumenta que el arte de Corneille y Racine depende, más que el de
otros dramaturgos, de un medio político y social especial. Sólo en Francia han sobrevivido algunas de las condiciones
necesarias para su comprensión. El general De Gaulle habla el lenguaje de Horacio, y cuando les ofrece a sus adversarios una
«paz de los valientes», lo que hace es un gesto familiar en la política raciniana. En los demás segmentos de la cultura occidental
estos modos de retórica no han perdurado. Fuera de la Comédie Française, las perspectivas de la tragedia neoclásica parecen
terriblemente datadas. Pero ¿por qué no sería válido un argumento comparable en el caso de un Shakespeare? Es difícil afirmar
que el mundo de los isabelinos esté más vivo en nosotros que el de Luis XIV El problema es más intrincado. Son los grandes
momentos en Corneille y Racine los que salen peor librados en traducción. La traducción más sutil, por ejemplo, no puede
llegar a ninguna parte con el famoso mandato en Horace: qu’il mourût. La lengua francesa y el estilo de vida francés, el cual
está estrechamente vinculado con aquélla, abarca un margen de pompa y grandilocuencia que no comparten otras culturas. La
solemnidad francesa se convierte en pomposidad inglesa y vociferación alemana.
En Racine la cosa es algo diferente. Sus efectos supremos han sido conseguidos mediante una deliberada eliminación de
todo material superfluo. Porque el escenario está tan desnudo, el uso de una silla por Fedra comunica una conmoción tan
intensa. Pero son los elementos superfluos en el teatro –la emoción excesiva, la agitación en el escenario, el humor, los gestos
melodramáticos– los que «viajan» mejor. La vistosa faramalla de Rostand ha fascinado auditorios para quienes Racine es
inaccesible.
Pero hasta esta dificultad –que sin duda explica en buena parte el aislamiento del teatro clásico francés– ha sido superada
en casos comparables. La sobriedad de la tragedia griega o la calma en la superficie del Torquato Tasso, de Goethe, no han
resultado vallas para públicos formados en tradiciones teatrales más exuberantes. ¿Por qué un auditorio dispuesto a respetar las
convenciones de inmovilidad de Tres hermanas ha de resistirse ante la falta de ruido y furia en Fedra o Berenice? Acaso el
neoclasicismo francés se acercó demasiado a sus ideales. Acaso descuidamos a Racine porque podemos volvemos
directamente hacia Eurípides.
Decimos «Corneille y Racine» porque así lo señalan las fechas y los textos escolares, pero nos equivocamos. No
debiéramos poner en yunta a dos poetas a quienes sus convicciones personales, así como sus concepciones sobre el teatro, los
mantienen estrictamente separados. La crítica tiene una debilidad por la yuxtaposición lisa y llana: Lope de Vega-Calderón,
Goethe-Schiller. Supone analogías donde hay, en realidad, diferencias notables. Los motivos que hacen de difícil acceso a
Racine no se aplican en realidad a Corneille. Los dos autores difieren en cuanto a sensibilidad y técnica teatral. Debemos
aprender a mantenerlos separados.
Corneille pertenecía al teatro, era un homme de théâtre, cosa que categóricamente Racine no era. Corneille era un
dramaturgo natural que no consideraba una afrenta a la dignidad poética el artificio y las vacuidades de las tablas. Era un
provinciano cuyo terroir fue siempre Ruán y no París. Llevó a los escenarios de París un sabor añejo de buena fe. Al lado del
estoque veloz y flexible de Racine, Corneille da la impresión de ser un macizo bastón. Por otra parte, sus piezas no se
originaron en una concepción formal o teórica. Representan una confluencia de las tradiciones teatrales erudita, profesional y
popular. Hay en ellas un elemento senequiano que les viene de las últimas décadas del siglo XVI (Corneille hizo su debut en
provincias hacia 1625). Este rasgo senequiano ha persistido en el teatro francés. La resonancia metálica y la crueldad
ceremoniosa del teatro senequiano viven nuevamente en Montherlant. Coincidía también con el papel de España en la
imaginación francesa del siglo XVII. Cuando Corneille llegó a París, España y las modas españolas eran la pasión.
Paradójicamente, la guerra franco-española confirió al tono castellano un prestigio aún mayor que antes. Por otra parte, esta
fascinación no ha desaparecido jamás. El Cid sólo es uno de los primeros ejemplos de un brillante linaje que pasa por Don
Juan, Hernani, Ruy Blas, El zapato de raso, de Claudel, y El maestre de Santiago, de Montherlant. A la tradición
senequiana y al hábito de volverse hacia el teatro español, Corneille le añadió su conocimiento de los escenarios de provincia.
Sin duda conocía la labor de las compañías teatrales que recorrían Francia, representando en ferias y en ocasiones festivas.
Esas compañías mantuvieron muy vivas unas formas de teatro preliterario que pueden remontarse a las farsas medievales y a las
improvisaciones de la commedia dell’arte. La enseñanza de la acción vivida y la réplica rigurosa no se perdieron en el futuro
autor de El mentiroso y Rodogune.
Hay que unir a estos elementos el hecho de la existencia de un floreciente teatro en París. Hoy, sólo los especialistas llegan a
echar una mirada a una u otra de las seiscientas piezas que escribió Alexandre Hardy. No obstante, Hardy no era un mero
borroneador de cuartillas: dio vida a esa parte del barroco que es una especie de energía pura y jubilosa. Su campo de acción
queda bastante bien descrito mediante el repertorio de los Actores en Hamlet: «tragedia, comedia, historia, pastoral, comedia
pastoral, pastoral histórica, historia trágica, pastoral cómico-histórico-trágica; escena indivisible o poema ilimitado». Su estilo
predominante es el del drama barroco. La mayor parte de sus piezas están constituidas por descabellados embrollos y recurren
descaradamente al uso de la máquina escenográfica para generar efectos mitológicos y escénicos fantásticos. Pero Hardy urdió
cierta poesía de la acción y, en sus mejores momentos, es posible compararlo con Calderón o con las creaciones más
artificiosas de Beaumont y Fletcher.
La llegada de Corneille a París en el momento en que la estrella de Hardy estaba empezando a palidecer marca una división
de los caminos en la historia del teatro europeo. Corneille podría haber optado por prolongar la manera de sus exuberantes
predecesores, manera próxima al modo natural de su talento, en vez de poner su arte al servicio del nuevo clasicismo. Podría
argumentarse de forma creíble que, si hubiera procedido así, el teatro francés habría seguido un curso más rico, más universal.
En el arte dramático de Hardy está implícito el género de teatro en que pueden coexistir lo trágico y lo cómico, lo realista y lo
fantástico, lo poético y lo prosaico. El neoclasicismo francés se negó esta dualidad y esta espaciosidad. Ganó una maravillosa
economía de forma y pureza de lenguaje, que fueron compradas a costa de una gran suma de vida. Además de que las raíces
del neoclasicismo eran tanto políticas como literarias. El mundo de Hardy es el del feudalismo declinante. Refleja el alborozo
quijotesco y tumultuoso de los aristócratas que, durante la Fronda, lanzaron un último desafío al poder centralizado del estado
moderno. La visión del teatro neoclásico es la que forjara Richelieu e impusiera Mazarino: era necesario que hubiera orden en la
vida al igual que en el arte.
En el teatro de Corneille, la tradición no clásica está casi siempre presente bajo la superficie. Su primera tragedia, Medea,
finaliza en estilo barroco, con Medea volando en su carroza tirada por dragones en tanto que Jasón se suicida en el escenario.
Después de El Cid, Corneille ya no se tomó semejantes libertades. Pero el mismo poeta maduro experimentó con formas
teatrales más abiertas e «impuras» que las de la doctrina neoclásica oficial. Don Sancho de Aragón es una obra característica
de la tendencia natural de Corneille. En parte tragicomedia y en parte pastoral heroica, es una pieza diferente de todas las
demás en el repertorio clásico (no se encuentra nada del todo comparable con ella antes de Kleist y su Príncipe Federico de
Homburgo). En el último Corneille se acentúa el retomo a las complicadas intrigas del teatro barroco. En un sentido muy real, la
parte culminante de su obra, la serie de austeras tragedias que va desde El Cid hasta Polieucto, fue producida a contrapelo.
Nada de esto es válido en el caso de Racine. Dejando de lado una de sus primeras piezas, encontramos en él pocas huellas
de la tradición senequiana. Él no volvió la vista hacia España ni hacia Hardy y el teatro barroco. El ideal del orden clásico era
natural a su genio.
Fue la famosa «querella del Cid» lo que obligó a Corneille a convertirse en un maestro de la forma clásica. En sí mismo, este
episodio de una conspiración literaria carece de importancia. Los críticos siempre envidiarán a los poetas y encontrarán sutiles
razones para su acritud. Pero la jauría que azuzaba a Corneille lo alejó de la dirección natural de su talento teatral haciéndolo
volverse hacia ideales más exigentes. En las mejores muestras de la obra de Corneille se nota una inconfundible tensión: el
instinto para la intriga enmarañada y las soluciones tragicómicas parece arremeter contra las vallas de la tragedia neoclásica.
Corneille era un artista demasiado orgulloso para perder tiempo refutando las argucias que los neoaristotélicos lanzaban
contra El Cid. Se retiró a Ruán. Esta maniobra es característica de él; es Anteo tocando la tierra para recuperar fuerzas. En
Ruán concibió una pieza de gran unidad y pureza de acción. Horacio constituye una brillante refutación a los críticos
académicos de Corneille. Pero es algo más, pues en ella el poeta dio con el tema que iba a dominar su vida creadora: Roma. En
su carácter y educación había una vigorosa veta latina de humanismo posrenacentista. Corneille se percató, además, de que la
historia de Roma podía servir para ejemplificar las condiciones políticas reinantes durante los últimos años de Luis XIII y los
comienzos de la autocracia de Luis XIV Al igual que Maquiavelo y Montesquieu, hizo de Roma un equivalente explícito de la
historia contemporánea.
En un elogio dirigido a Mazarino en 1644, Corneille hace una sutil comparación entre Francia y Roma. Ve allí en la Francia
real a la heredera directa de las dignidades de la Roma imperial y papal:
Es lícito decir que Corneille concebía a Roma con algo de esa intensidad imaginativa que encontramos en Dante.
El motivo de Roma domina las piezas de Corneille desde Horacio hasta Surena. Dichas piezas constituyen el principal
conjunto de tragedias políticas en la literatura occidental. En Shakespeare hay tragedias con un fondo político sumamente
marcado, pero no, me parece, una comprensión cabal de la naturaleza trágica del poder político. Los críticos recientes han
hallado en Shakespeare complejas intuiciones políticas, y en determinadas piezas, como Medida por medida y Coriolano, está
observada de cerca la fuerza con que la política doblega las vidas humanas. Pero, en la mayor parte de las obras de teatro de
Shakespeare, la concepción de la política no dista mucho del pensamiento medieval y el tratamiento de la acción política está
supeditado al de los personajes como individualidades dramáticas. Así, los monarcas shakespeareanos proyectan a un lienzo
mayor de negocios públicos sus ambiciones y sus conflictos privados. Las acciones de Enrique V son agudezas e impulsos
privados magnificados a una escala de guerra nacional. Lo que cuenta es la maduración psicológica del Príncipe Hal hasta que
llega a ser un sensato monarca. Es a sí mismo a quien trata de regir en el acto de gobernar. Ricardo II es una especie de drama
de pasión, una meditación sobre los vicios del temperamento poético cuando está expuesto a las seducciones del poder
material. La visión de la tragedia es alegórica y quizá por esa misma razón podrían verse referencias a la política isabelina en la
trama. El conflicto está representado exclusivamente a través del choque personal entre el monarca y Bolingbroke. Es una
ampliación de un torneo feudal. Ricardo III arroja su inmunda sombra sobre el cuerpo político. Pero es un asunto de lujuria
privada y de odios personales. Tiene sentido político sólo porque los individuos de los que se trata son de sangre real. La guerra
de las Rosas está vista exclusivamente en términos de antagonismo dinástico; Shakespeare apenas insinúa una confrontación
económica o política más vasta.
En cambio, Corneille poseía una comprensión moderna de la naturaleza autónoma de la vida política. Y había dado con una
verdad capital: la política es una traducción de la retórica en acción. Lo mismo que a Pascal, a Corneille le obsesionaba el papel
destructor que desempeña la retórica en los asuntos políticos. Los personajes del teatro corneilliano literalmente llegan a odios
irreconciliables mediante las palabras que pronuncian. El pronunciamiento formal (la tirade) impone un excesivo rigor a la
mente. Las palabras nos arrastran a enfrentamientos ideológicos que no admiten retiradas. Tal es la tragedia arraigada en la
política. Consignas, clisés, abstracciones retóricas y falsas antítesis llegan a adueñarse del espíritu (el «Reich del Milenio», la
«Rendición incondicional», la «lucha de clases»). El comportamiento político ya no es espontáneo y no responde a la realidad.
Se congela alrededor de un núcleo de retórica inerte. En vez de hacer la política dudosa y provisional a la manera de Montaigne
(quien sabía que los principios sólo son soportables cuando tienen el carácter de tentativas), el lenguaje aprisiona a los políticos
en la ceguera de las certezas o en la ilusión de justicia. La vida del espíritu es menguada o asfixiada por el peso de su
elocuencia. En vez de convertirnos en los amos del lenguaje, nos tornamos en sus siervos. Tal es la condenación de la política.
Corneille sabía con exactitud cómo se lleva a cabo este proceso. Ningún dramaturgo lo iguala a la hora de comunicar la
«sensación», la complicación y la cancerosa vitalidad del conflicto político. Sólo Tácito puede rivalizar con Corneille en mostrar
cómo los hombres quedan encerrados en la materia de las circunstancias políticas, esa materia que oprime y nubla los espíritus.
Corneille alcanzó su peculiar maestría en el primer intento que hizo, en el acto V de Horacio. Por lo que hace a diseño
teatral, todo este acto es innecesario (el conflicto principal ya está resuelto y el asesinato de Camille es una atrocidad gratuita).
Pero este acto demuestra cómo la retórica política puede extirpar la razón humana. Horacio se ha convertido en una especie de
coloso público. Su lenguaje es sonoro y hueco como el de las trompetas. Continuamente invoca abstracciones heroicas a fin de
justificar la destrucción de vidas. Cuando ofrece darse la muerte con objeto de expiar su crimen, el suicidio adquiere dignidad
de patriotismo:
La yuxtaposición de la noción abstracta (gloire) y de la realidad de la vida humana (ma sœur) es profundamente
corneilliana.
Luego vino Cinna, tragedia que es ante todo un análisis de las tácticas propias del absolutismo. Napoleón la admiraba por
su fidelidad a la verdad política. Oía en ella la nota imperial. En Horacio, se trata de la Roma arcaica; en Cinna, de la de
Augusto. El cambio de tiempo histórico es significativo. En adelante, Corneille dramatizó incidentes del periodo de las guerras
civiles y el final del imperio. E introdujo en el repertorio de la imaginación una nueva geografía: Siria en Rodogune, el reino
lombardo en Pertharite, Patria en Surena. El teatro de Corneille tiene una tendencia natural a las intrigas sombrías y los
desastres violentos. La historia del imperio decadente y sus extraños escenarios le dieron a Corneille precisamente la clase de
tramas que necesitaba.
La crítica (con la brillante excepción de Brasillach) ha dejado de lado las últimas piezas de Corneille. Pero nuestra época,
en la que la retórica política ha causado tantos estragos, debería reconocer el vigor de la visión de Corneille. Pompeyo,
Nicomedes, Sertorio y Surena son grandes logros. No existe teatro político más agudo ni más riguroso.
El tema de Pompeyo se identifica con los orígenes de la tragedia francesa. Ya había sido dramatizado por Garnier,
Chaulmer, Jodelle y Benserade. Corneille optó por un enfoque sumamente difícil: Pompeyo recibe la muerte al principio y no
aparece nunca en escena. Pero su presencia domina cada momento de la tragedia (así como la sombra de Aníbal cae sobre la
totalidad de Nicomedes). «En cuanto al estilo –escribe Corneille–, es más elevado que en cualquier otra de mis obras, y el
verso es, innegablemente, más rico en pompa (pompeux) que cuanto haya hecho hasta ahora». No hay sólo un juego de
palabras joyceano en la asociación entre Pompée [Pompeyo] y pompeux [pompa]. La idea de pompa no es muy grata al gusto
de hoy Pero para Corneille el término comunica los valores de retórica elevada, sonoridad y porte ceremonioso. La concepción
dramática que esto implica está más cerca de los oratorios de Händel que del escenario moderno. Pero tal cosa es natural, pues
la obra pertenece a un mundo en que la pompa, tanto en la corte real de Francia como en la elocuencia religiosa de Bossuet,
constituía una virtud.
La acción trágica deriva en Pompeyo de la manera en que los personajes adoptan posiciones abstractas y se atienen a ellas
hasta llegar a la ruina. En ellos el libre albedrío está dominado y corrompido por la retórica política. En Cinna, Augusto se jacta
con una frase que se ha hecho famosa: «Je suis maître de moi comme de l’univers» [Soy señor de mí mismo como del universo].
Pero, a decir verdad, es un siervo del estilo heroico. En Pompeyo se nos demuestra cómo la elegancia exterior y la lógica
aparente de la gran manera verbal pueden esconder y glorificar hasta las intrigas políticas más mezquinas y criminales.
La tragedia gira en torno a una serie de oraciones y encuentros retóricos formales. Al igual que las arias fijas en la ópera del
siglo XVIII, estas largas y ceremoniosas tiradas son el modo principal de acción dramática. Los acontecimientos no son
actuados; son referidos. Así, el ideal neoclásico del decoro –no deben mostrarse en el escenario hazañas horrendas o
sangrientas– está presente en toda la tragedia. Sin duda hay situaciones y motivos en los que resulta inadecuado un teatro verbal
y no de acción (en las piezas más barrocas de Corneille el recitado incesante de acontecimientos espantosos llega a resultar
cómico). Pero el género de teatro en que el lenguaje tiene supremacía armoniza precisamente con la tragedia política. Debemos
aprender a escuchar estas piezas como se escucha música; debemos ser auditorio más que espectadores.
La escena inicial es estupenda. Ptolomeo y sus consejeros discuten cómo se debe recibir a Pompeyo, vencido y fugitivo. El
acorde predominante es tocado con una insistencia metálica cruel:
«El derecho de la espada» en oposición al sentido humanitario. Fotino argumenta que hay que dar muerte a Pompeyo, pero
añade que su opinión no está basada en algún odio personal: «J’en veux à sa disgrace, et non à sa personne» (Me enfada su
infortunio y no su persona). El mal de la política radica precisamente en esta separación entre la persona humana y la causa
abstracta o la necesidad táctica. Fotino declara: «La justice n’est pas une vertu d’État» (La justicia no es una virtud del Estado).
Y casi siempre la palabra va con mayúscula en Corneille. Espuriamente se opone la «razón de estado» a la vida individual. La
expresión tiene un equivalente en alemán, Staatsraison, mas no hay término que concuerde exactamente con ella en la
gramática más escéptica y provisional de la política inglesa. Ptolomeo cede al consejo criminal e invoca uno de los eternos clisés
con que los políticos justifican sus crímenes, «la corriente de la historia»: «Et cédons au torrent qui roule toutes choses» (Y
cedamos al torrente que hace rodar todas las cosas). Cuando los gobernantes empiezan a hablar de «torrentes» y de «cosas» la
humanidad ha caducado en su lenguaje y en sus propósitos.
Este género de escena es poco frecuente en el teatro inglés. Lo hallamos, en mi opinión, solamente en las piezas romanas de
Ben Jonson. La tensión dramática es extrema, pero procede por entero de un argumento frío e intrincado. Nos acercamos lo
más posible a ella en la consulta infernal en el libro II de El paraíso perdido. Corneille y Milton, a diferencia de Shakespeare,
tienen una aprehensión directa, casi sensorial, del tono de la política entre los grandes.
Toda la obra muestra la captación del temperamento romano por Corneille. Cuando César le pregunta qué piensa de
Cleopatra, Antonio responde: «Et si j’étais César, je la voudrais aimer» («Y si yo fuera César, la querría amar»). Pero la figura
más memorable es Cornelia, la viuda vengadora de Pompeyo. En su actitud hacia César hay un toque de esa galanterie que
prevalecía entre adversarios durante las batallas de la Fronda. Cornelia ha jurado destruir a César; pero ahora están en Egipto,
y como son romanos experimentan un sentimiento de solidaridad que es casi tan poderoso como su odio mutuo. Su encuentro
final es uno de los grandes esplendores del teatro neoclásico. Dividida entre la enemistad y la admiración, Cornelia desafía y
dice adiós al victorioso César. Su alocución final debe ser estudiada como una totalidad. Ella muestra cómo las formas retóricas
pueden concentrar el máximo de sentimiento dramático. Cornelia entra con una urna que contiene las cenizas de su marido
asesinado:
Ningún cambio en nuestros hábitos de sentimiento y lenguaje puede disminuir la magnificencia de esta alocución. Sólo un
maestro consumado de la exposición dramática pudo presentar el progreso natural pero sobrecogedor del desafío a la estima o
reunir todos los complejos hilos de la argumentación en ese dicterio final. La política no ha producido otra poesía más grande.
Nicomedes (1650) refleja el ambiente de la Fronda. Esta insurrección marcó la protesta final del espíritu barroco en política
contra el gobierno centralizado moderno. Fue un episodio de violencia muy real, pero con una extraña nota de frivolidad. La
pieza comunica exactamente la atmósfera de intriga y fantasía heroica que rodeó la política de Condé y la Grande Demoiselle.
Si bien la acción está bajo la sombra del reciente asesinato de Aníbal, la pieza no es esencialmente trágica. Es una tragicomedia
de estilo barroco. Pero, bajo la espuma de la intriga, la contraintriga y la feliz solución, se halla un genuino conflicto corneilliano.
Una vez más la raison d’état trata de destruir el sentimiento natural y el corazón generoso. A estos elementos se les denomina
galanterie, palabra compleja y evasiva que implica coraje personal, porte gracioso y la práctica del amor. Flaminio es un frío
político romano en quien los modales pulcros son la máscara de la crueldad. Nicomedes es un príncipe «bárbaro» y un
precursor del mito del buen salvaje. La lucha entre ellos se concentra en dos sectores del sentimiento: el político y el amoroso.
Esta conjunción o, mejor dicho, la tentativa de la política por usurpar al amor se convierte en el tema principal de las últimas
tragedias de Corneille. Flaminio ve la pasión amorosa como un mero instrumento para las maniobras políticas y tácticas. A
veces, se adelanta a Lacios y Stendhal en el uso intercambiable de metáforas de la vida militar y amorosa. El matrimonio es una
forma de expansión dinástica o de alianza política. El elemento sexual es un mero sirviente del frío propósito de la mente. En
cambio, Nicomedes representa la integridad del deseo. No puede disociar la verdad del amor separándola de una verdad total
de conducta moral. La una tiene sus raíces en la otra. Corneille parece haber sentido esto con una particular viveza. Las
condiciones de su argumentación difieren enormemente de las de D. H. Lawrence, pero la intención es comparable. La obra
está centrada en la imagen del fuego. Cuando el amor se convierte en el agente de la necesidad política, sus fuegos literalmente
se apagan:
Tras el duelo del procónsul y el joven príncipe, como una sombra arrojada contra un muro, Corneille evoca el combate más
vasto entre Roma y el espíritu indómito de Cartago. Nicomedes, según ha dicho un crítico francés, es «casi una obra maestra».
Las tres piezas que la sucedieron, Pertharite, Edipo y El vellocino de oro, fueron tristes fracasos. Dos de ellas tratan temas
de la mitología griega; y ya este solo hecho es casi suficiente para explicar sus defectos. Corneille, en quien la emoción está
depurada y realzada de tal modo que ella actúa sobre nosotros como una especie de energía abstracta, jamás se encontró
cómodo en territorio griego. Los mitos griegos son demasiado variados para que admitan una reducción ordenada. Edipo no da
en el blanco no sólo porque Corneille sobrecargó la trama con intrigas amorosas, sino también porque la lucha por el poder
material entre Edipo y Creonte es vista como el elemento más vital de la leyenda. Grecia pertenecía a Racine como Roma a
Corneille. No hay signo más categórico de la diferencia de caracteres entre los dos poetas.
En 1662, Corneille volvió a su esfera propia. Unió los dos elementos que le habían proporcionado sus éxitos más seguros.
Sertorio trata de una acción romana en un escenario español. Es una obra soberbia. A veces la poesía deja en el espíritu una
sensación de color; Sertorio tiene un rojo oscuro, como de cobre bruñido. Y su estilo posee precisamente el rigor y la
ornamentación del latín que escribían poetas y retóricos en la España romana a finales del imperio. En ninguna otra parte está la
imaginación de Corneille en más cabal posesión del hecho histórico. Reconoció con alambicado orgullo: «No se busquen en
esta obra los placeres (les agréments) que pueden asegurar el éxito teatral». Una vez más, tenemos aquí una tragedia de
choque de intereses políticos y militares. Después de verla, el gran estratega Turenne preguntó: «¿Dónde ha aprendido Corneille
tanto sobre las artes de la guerra?».
Sertorio se despliega implacablemente a partir de la premisa inicial según la cual «la guerra civil es el reinado del crimen». E
incluso con más energía que en Nicomedes, los impulsos del amor son corrompidos por las exacciones del poder. El
matrimonio es definido como «un pur effet de noble politique» (un puro efecto de noble política) y se da por entendido que
discerniremos la nota de esterilidad en la palabra pur. También aquí es el fuego una imagen predominante (y no debemos
olvidar que en el uso de ardeur en el siglo XVII todavía existe la connotación de llama literal):
Obsérvese cómo la tradicional metáfora del fuego del amor es invertida. Viriata sostiene que puede dominar el fuego del
amor y someterlo al solo fin de la grandeza política. Desdeña los «locos ardores» de la pasión sensual. Pese a que ellos son los
genuinos y humanos. Los fuegos del afecto político, premeditado, son fríos: sólo arden en la cabeza. Corneille no tiene rival en
la empresa de representar el falso calor, casi se podría decir el calor helado, de la ambición. La astucia y la sed de poder
político tienen su propia sensualidad, una sensualidad congelada.
Todas las energías de la obra se acumulan al acercarse el encuentro de Sertorio y Pompeyo en el acto III. La escena
justifica magníficamente la norma neoclásica de articular la emoción, por violenta que sea, a través de formas retóricas
controladas. Se nos muestra en qué acción puede darse a las acciones mentales una forma arquitectónica y no dinámica. Si sólo
este episodio subsistiera de toda la tragedia neoclásica francesa, podríamos discernir en el fragmento gran parte del designio
rector. Voltaire ponía esta escena al lado del encuentro nocturno de Bruto y Casio, en Julio César. La comparación es justa,
pues ambas son consumaciones de sus respectivas tradiciones teatrales y la diferencia entre ellas es de naturaleza y no de
mérito. Coleridge aseveraba que en la obra de Shakespeare ninguna otra cosa le imprimía con tanta fuerza la convicción de que
el genio de Shakespeare era «sobrehumano»; pero la comparación no hace desmerecer a Corneille. En la tienda de Bruto las
palabras pronunciadas están envueltas por la resonancia de lo que no se dice. Escuchamos en ellas las reverberaciones de la
fatiga y de la aflicción disimulada. En Sertorio se dice todo. Estos elocuentes comandantes son estrategas del lenguaje a la
manera de Cicerón y Quintiliano. Dirigen sus palabras como si fueran legiones, yacen emboscados a la espera de sus mutuas
propuestas y hacen de la poesía un asalto a la razón. Cuando Pompeyo despliega ante Sertorio la imagen de la distante Roma,
sabemos que está avanzando hacia la ciudadela misma de su contrincante. Pero el feroz viejo para el golpe:
En el pasaje se destila la constante meditación de Corneille sobre Roma y su perenne majestad. Es necesario ser sordo a
los placeres del verso dramático para no sentir su fuerza sobrecogedora. En Shakespeare, las palabras en sus agrupaciones
complejas acumulan significados que van más allá del enunciado concreto. En Corneille, lo mismo que en Dryden, las palabras
significan exactamente lo que dicen, pero lo significan en su totalidad. Y así el modo concreto de expresión tiene ese género de
redondez y de precisión que sólo surge cuando una forma literaria ha sido usada exhaustivamente. Un pareado de Corneille no
deja espacio para la duda ni para sentimientos extraviados. La principal tradición del estilo poético inglés, en particular desde el
movimiento romántico, es una tradición de inferencia. Pero también hay una poesía de lo explícito.
Otón (1664) es una obra fría. Relata una intriga palaciega en la Roma imperial. La pieza sólo es de interés porque agudizó
aún más la visión corneilliana de la corrupción del amor a través de la política. El término central en ella es civilité:
El término «civilidad» comunica todos los rasgos sociales y políticos que hay en su raíz. Cuando se hace ciudadano, el amor,
que es la circunstancia más privada de la vida, se vuelve público y espurio. La civilidad es una virtud de la cabeza y no del
corazón.
Seis años más tarde Corneille dramatizó estos valores opuestos en deliberada rivalidad con Racine. La Berenice de Racine
fue representada por primera vez el 21 de noviembre de 1670; Tito y Berenice la sucedió el 28 de noviembre. Innegablemente,
Corneille quedó derrotado. Aunque la suaviza la ausencia de la muerte, Berenice es profundamente trágica. Los personajes
sacrifican la médula de sus propios seres a las exigencias de la gloria exterior y del poder político. Racine sabe, y quiere que
sepamos, que la renuncia de Berenice a Tito es conseguida a un precio demasiado alto. Ahora bien, es este supuesto lo que
honradamente Corneille no podía aceptar. Su juicio retrocedía ante la escala de valores implícita. La famosa despedida de
Berenice:
debe de haberle causado la impresión de constituir una abdicación tanto de la realeza como del buen sentido. Corneille no
podía penetrar imaginativamente en ese tipo de espíritu que es capaz de renunciar a un imperio por la intimidad del amor. Por
esto no hay en su obra una tensión aguda. El dado está echado de antemano. Tito y Berenice no es una tragedia sino, según el
propio Corneille la titulara, una comédie héroïque. A lo largo de ella, Berenice está más auténticamente interesada en su gloria
que en su pasión. Incluso cuando es inminente su partida de Roma, declara:
Où dois-je recourir,
Ô ciel! s’il faut toujours aimer,
souffrir, mourir?[23 ]
Las palabras definen el progreso del amor, pasando por el sufrimiento, hasta la muerte. Y dentro de las convenciones de la
galanterie barroca, esto es un progreso.
En Surena, además, Corneille anduvo cerca de trasponer los límites del pareado. Las líneas tienen un fluido movimiento
nervioso que parece llevarlas más allá de su término formal. Dejan un residuo de silencio expresivo en una forma que es
sumamente rara en el teatro neoclásico francés.
Corneille no siempre tuvo éxito. A veces el movimiento complejo –el intento de mantener un impulso espontáneo bajo una
superficie rígida– produce en el verso una curiosa combadura o concavidad. Voltaire observaba que en esta pieza hay
momentos que caen muy por debajo de la destreza habitual en Corneille. Pero la falla procede directamente de un esfuerzo por
trascender las limitaciones intrínsecas del verso alejandrino. Hay en Surena un innegable aflojamiento del estilo heroico, pero
dicho estilo ya no era adecuado para el propósito de Corneille. Éste, según deduzco, era la creación de una especie de elegía
dramática, esto es, un drama de lamentación más que de conflicto.
La «suavidad» de la trama armoniza con la calidad especial del lenguaje. Por fin Corneille le concede al amor su
supremacía, por tanto tiempo demorada. Eurídice, cuyo nombre en sí mismo es un emblema del poder amoroso que sojuzga a
la muerte, invierte la tradicional dialéctica de la tragedia comeilliana. Su pasión demuestra ser más tenaz que las exigencias de la
política: «Mon amour est trop fort pour cette politique»[24]. Debe alejarse de Surena, pero el vínculo entre ellos está intacto.
Hasta en la muerte los artificios del amor mantienen su supremacía. Surena cae, atravesado su corazón por tres flechas. Se trata
de un antiguo símbolo de ardor sensual y es posible que Corneille jugara aquí, como lo hacen los isabelinos, con la doble
insinuación de «muerte», la literal y la erótica. Eurídice sigue a su amado en un movimiento tan solemne y controlado como el de
una danza de la corte: «Non, je ne pleure point, madame, mais je meurs»[25]. La conmoción trágica es deliberadamente acallada
por la profunda elegancia del gesto.
Surena está muy próxima a la condición de gran obra de teatro. Tal vez la acción es demasiado leve para sostener el
refinamiento y la complejidad de los medios poéticos. Pero comunica efectivamente una especie de encanto musical y de luz
otoñal que en el arte neoclásico no se hallan en ninguna otra parte. Y en tanto que Racine no tuvo auténticos sucesores, hay
nítidos ecos de Surena en los grandes diálogos de amor vano del teatro de Claudel.
De todos los poetas modernos, Racine es el que se adaptó más espontáneamente a la forma cerrada del teatro clásico.
Para ello hay motivos tanto biográficos como sociales. Al igual que Goethe, Racine era un poeta cortesano que aceptaba los
valores propios del medio aristocrático. Trabajó para el escenario, pero no con él. He ahí la inmensa diferencia entre él y
Corneille o Molière. Racine es uno de esos grandes poetas dramáticos (Byron fue otro) que no tienen una afición natural al
teatro. La historia de las relaciones de Racine con las tablas es una historia de siempre creciente prolijidad. Pasó del teatro
público a la representación privada y luego al silencio. Al aceptar el cargo de historiógrafo real seguía su temperamento y su
propensión social.
Racine escogió el estilo teatral más puro, más elegante, más intransigente a fin de conseguir la máxima independencia
posible con respecto a las contingencias materiales del escenario. Su sensibilidad a la crítica adversa y sus escrúpulos religiosos
en lo tocante a la moralidad del teatro eran parte de su prolijidad esencial. Siempre estuvo en el espíritu de Racine el ideal de un
teatro ritual o de corte, un teatro de las ocasiones solemnes, como el que hubo en Atenas. Tendía a identificarse con los trágicos
griegos no en razón de alguna afinidad específica en materia de visión del mundo, sino en razón de que el teatro para el cual se
imaginaba que Sófocles y Eurípides habían escrito poseyó una dignidad exclusiva. Tal es el pensamiento que se expresa en el
prefacio a Ifigenia: «He reconocido con placer, en virtud del efecto que ha tenido en nuestras tablas todo lo que he imitado de
Homero o Eurípides, que la razón y el buen sentido son los mismos en todos los siglos. El gusto de París demuestra coincidir
con el de Atenas».
Racine cumplió cabalmente su ideal en Esther y Atalía, tragedias que ni siquiera estaban destinadas para la representación
en el sentido corriente. Representada por las señoritas de Saint-Cyr en 1689, Esther sólo llegó al teatro público en 1721;
presentada en las habitaciones de Madame de Maintenon, en Versalles, en 1691, Atalía no fue representada públicamente por
la Comédie Française hasta 1716. Pese a su carácter especial son éstas las piezas en que el arte de Racine está más
deliberadamente expresado. Su empleo del coro es un resultado de una teoría del teatro que está implícita en la totalidad de la
obra de Racine.
El arte de Berenice, Ifigenia y Fedra reclama una atención absoluta, no un vigoroso desorden de la emotividad ni la
identificación del espectador con la acción. Para las pobres criaturas que somos, identificarnos con estos personajes regios y
Ceremoniosos sería psicológicamente estúpido y socialmente impúdico. Estos personajes son de una sustancia más rara que la
nuestra. Así, podemos decir que Racine, como Brecht, está tratando deliberadamente de ahondar el foso entre auditorio y
escenario. «Esto es una pieza de teatro», dice Brecht al definir su célebre concepto sobre la alienación (Verfremdung); «no es
la vida real ni se propone serlo». «Esto es teatro trágico –dice Racine–, es más puro y más significativo que la vida corriente; es
una imagen de lo que la vida podría ser si se la viviera en todo momento en un plano de exaltado decoro y si fuera en todos los
instantes plenamente fiel a las obligaciones de la nobleza». Ambos dramaturgos exigen una severa distinción entre real y
realismo.
Ésta es la clave para entender el uso imperturbable y persuasivo de las unidades que hace Racine. La unidad de tiempo y de
lugar eran para él una condición natural del teatro, en tanto que para Corneille habían sido una cuerda de volatinero destinada a
ejecutar peligrosas pruebas de acrobacia. El desorden de la vida, la tosquedad material de las cosas, no pueden excluirse de los
asuntos humanos por un lapso que pase de veinticuatro horas seguidas. Hasta una Berenice o una Fedra deben rendirse a la
vulgaridad de tener que dormir. No podemos hacer que un lugar adecuado para la solemnidad y la pureza de la acción trágica
tenga más de una habitación. Tómese una casa entera y sin duda se oirán risas en alguna parte de ella. Fuera de las puertas del
escenario raciniano la vida aguarda con todo su bullicio caótico. Cuando los personajes atraviesan esas puertas, dejan salir su
agonía encerrada. Podemos imaginarlos dando alaridos o llorando. El final de Berenice debe ser representado con rapidez,
como en una carrera contra una tormenta que se avecina. Los hilos están extendidos hasta el punto de ruptura y al caer el telón
se romperán ruidosamente. No podemos concebir a Berenice soportando un instante más la sofocada agonía de su espíritu.
Debe apresurarse a salir.
O para decirlo en términos figurados: el espacio de la acción en el teatro de Racine es esa parte de Versalles que está a la
vista inmediata del rey. Allí el decoro, la contención, el control de sí mismo, el ritual y la cortesía total son obligatorios. Ni
siquiera el máximo de dolor o de esperanza debe destruir la cadencia de las palabras y los gestos ceremoniosos. Pero nada más
trasponer la puerta, la vida vuelve a caer a plomo en su tosquedad y su espontaneidad habituales. Racine es el historiador de la
cámara real; Saint-Simon es el historiador de la antesala que es el mundo, y ambos son grandes dramaturgos.
Berenice presenta el diseño esencial de la poética raciniana. Se da en ella más de una renuncia de amor. La tragedia surge
de una negativa a todo desorden; una elegancia definitiva en la acción es conseguida a expensas de la vida. Es un milagro que
una concepción del arte y del comportamiento tan peculiar y cerrada haya producido algunas de las piezas teatrales más
soberbiamente fascinantes que conozca la literatura. Vastas energías son comprimidas hasta un punto de inflamación y luego se
las libera definitivamente en forma asesina, explosiva. El final de Fedra o el de Atalía contienen tanta furia como la batalla en
Macbeth o la matanza en Hamlet. La diferencia es, sencillamente, ésta: el gran estampido tiene lugar fuera del escenario. Nos
llega en el récit formal del mensajero o confidente. Pero no por ello es ni una pizca menos emocionante. Al contrario: la
formalidad exterior del relato comunica la ferocidad del acontecimiento. Impulsa nuestra fantasía hacia el escenario del desastre:
Justamente porque el teatro shakespeareano y el romántico muestran el acto de violencia en el escenario, carecen de este
modo especial de comunicar la magnitud de una crisis. Se trata casi de un artificio musical; el eco sugiere la inmensidad del
clamor distante.
El de Racine es un arte de tensión calculada. Todo género de imágenes se viene a la cabeza: la tensión entre el reposo
inherente del mármol y la celeridad del movimiento representado en la escultura griega, el arbotante, la fuerza contenida de un
resorte de acero. Racine es de la estirpe del genio que trabaja con más comodidad dentro de convenciones restrictivas. La
sensación de drama que experimentamos al escuchar las Variaciones Goldberg es de orden parecido: una fuerza intensa que es
canalizada a través de aberturas complejas y angostas. Un equilibrio rector se mantiene entre la fría severidad de la técnica y el
apasionado ímpetu del material. Racine vertió metal fundido en sus formas inflexibles. Continuamente se espera que la estructura
ceda bajo la tensión, pero la estructura resiste, y en sí mismo lo que se prevé que ocurrirá tiende a promover el interés. A veces
la preocupación por la estructura puede llevar al artificio. El papel de Enfilo en Ifigenia se hace necesario por el contrapunto y
el equilibrio de las fuerzas. Pero tanto teatralmente como psicológicamente no convence. En Racine rara vez se da este género
de fracaso. Casi siempre es capaz de ajustar el diseño de la acción trágica a las exigencias de la forma clásica.
Las cuatro obras mayores de Racine son estudios de mujeres: Berenice, Ifigenia, Fedra y Atalía. Berenice constituye un
logro magnífico pero extraño, pues en esta obra la cualidad trágica está acallada. El terror es mantenido en tono menor. Fue en
sus dos tragedias euripídeas y en Atalía donde Racine se fijó la tarea más ardua. En cada una de estas tres piezas hay una
tremenda tensión entre la forma racional y clásica del drama concreto y el carácter irracional, demoníaco, de la fábula. Racine
opuso un modo secular de arte a un mundo de mitos arcaicos o sagrados. Me parece que es aquí donde su jansenismo resulta
importante. En el centro de la actitud jansenista está el esfuerzo por armonizar la vida de la razón con los misterios de la gracia.
Este esfuerzo, mantenido con un terrible costo psicológico, produjo dos imágenes trágicas del hombre, la de Racine y la de
Pascal. En Pascal, una compulsión austera y violenta hacia la razón se opone a una aprehensión constante del misterio de Dios.
En Racine, el lenguaje y los gestos de una sociedad cartesiana están obligados a representar fábulas sagradas y mitológicas. No
podríamos hallarnos más alejados del mundo de Corneille. El mito esencial del teatro corneilleano es el de la historia. Racine
invoca la presencia de Yahvé y del dios solar de Minos. Vuelca terrores arcaicos sobre un teatro cortesano.
En Ifigenia todavía hay cierto grado de compromiso, un intento por eludir algunas de las consecuencias del irracionalismo.
Racine sugiere que la concepción ateniense de los milagros y los acontecimientos sobrenaturales ya era convencional, que la
«razón» y el «buen sentido» hacían las mismas concesiones en Atenas que en París al enfrentarse con los antiguos materiales de
la leyenda. La predilección de Racine por Eurípides se funda precisamente en este supuesto. El dramaturgo suponía que la
skẽpsis euripídea y la estilización de la mitología en el teatro de Eurípides podía explicarse por el hecho de que el poeta
adoptaba una posición racionalista ante su material. En un sentido muy real la distancia entre la visión esquiliana del mito y la de
Eurípides es mayor que la que separa a Eurípides de Racine. No obstante, Racine no consigue eludir del todo el dilema original.
No puede atribuir a su auditorio la necesaria sofisticación de la incredulidad. Una compleja convención está en la base del
tratamiento del mito por Racine: el ritual y la acción tienen lugar sin una intervención necesaria de la fe. De nuestra aceptación de
esta convención depende Ifigenia.
El material de la tragedia es el de la leyenda. Nos encontramos en un mundo de oráculos, vientos demoníacos y sacrificios
humanos. El desenlace tradicional (como el de las tragedias de Medea) es descabelladamente fantástico. Los compositores de
óperas y los coreógrafos del periodo barroco y neoclásico sabían cómo resolver el problema del maravilloso rescate de Ifigenia
en el altar. Diana desciende desde las nubes, ésta es una hazaña frecuente en la máquina teatral del siglo XVII. La lógica de un
crescendo musical o de un final de ballet justificaba, y en verdad exigía, este género de culminación. Pero, para un dramaturgo
psicológico como Racine, el problema se hace mucho más arduo. Con el fin de eludirlo se apartó del mito original y de
Eurípides:
¿Qué se hubiera pensado de haber manchado yo el escenario con el horrendo asesinato de alguien a quien había presentado tan
virtuosa y gentil como Ifigenia? ¿Y qué impresión habría quedado si hubiera resuelto mi tragedia mediante una diosa y una máquina,
y mediante una metamorfosis que bien podía hallar algo de credulidad en tiempos de Eurípides, pero que resultaría demasiado
absurda y demasiado increíble entre nosotros?
Más adelante, en su prefacio, Racine añade que el espectador moderno no quiere aceptar milagros. Mas así se elude el
problema. Si el público está dispuesto a aceptar las condiciones míticas de la tragedia en conjunto, ¿por qué se resistiría ante
ese motivo final de una intervención sobrenatural? Por otra parte, en la narración del rescate de Ifigenia que hace Ulises, todos
los elementos del milagro vuelven a entrar por la puerta de atrás:
Obsérvese con cuánta destreza juega Racine el juego de la razón; el milagro ha sido descrito por un simple soldado. Ulises,
a su vez, lo refiere. No garantiza su veracidad. Parece ser una cuestión de grado de credibilidad. Racine retiene la sustancia de
la leyenda y desecha algunas de sus improbabilidades más espectaculares. Pero a cierto precio; Ifigenia es salvada por las que
esencialmente son razones de decoro y galanterie. En su lugar Erifila halla la muerte. Pero los absurdos consiguientes de la
trama (Erifila desciende de Helena y Teseo, su pasión por Aquiles) resultan mucho más enojosos que la afrenta a la razón
implícita en la aparición de Diana entre las nubes. Así, la solución que da Racine al problema de lo irracional en Ifigenia
constituye un compromiso insatisfactorio. El poeta trataba aún de armonizar los reclamos del buen sentido y la lógica cartesiana
con los de la mitología. La transición de Ifigenia a Fedra, tres años después, señala el fin de esta conciliación.
Fedra es la piedra angular del teatro trágico francés. Lo más valioso entre lo que la precede da la impresión de ser su
preparativo; nada de lo que la sucede la supera. Fedra es la pieza que hace retroceder ante aquel juicio de Coleridge, según el
cual la superioridad de Shakespeare sobre Racine es un hecho obvio. La genialidad de la obra le es específica (define los
alcances de su propio objetivo magnífico), pero es representativa, en la medida más elevada, del estilo neoclásico entero. La
supremacía de Fedra coincide exactamente con la magnitud de los riesgos aceptados. Una brutal leyenda sobre la demencia del
amor es dramatizada en una forma teatral que suprime rigurosamente las posibilidades de desvarío y desorden inherentes en el
tema. No hay otra obra en toda la tragedia neoclásica en la que sea más drástico el contraste entre fábula y tratamiento.
Tampoco en ninguna otra es más cabal la observancia de estilo y unidad. Racine impuso las formas de la razón a la arcaica
negrura de su tema.
Tomó el tema de Eurípides, aceptando todo su salvajismo fantástico. Sólo introdujo un cambio de significación. En la
leyenda Hipólito está consagrado a una extrema castidad. Es un cazador frío y puro que menosprecia las potencias del amor.
Afrodita busca vengarse de quien la desdeña; de aquí la catástrofe. De este modo presentaron Eurípides y Séneca el mito, y en
su Hipólito (1573) Garnier siguió de cerca el ejemplo de ellos. Por el contrario, Racine hace del hijo de Teseo un amante
tímido pero apasionado. Hipólito rechaza los requerimientos amorosos de Fedra, no sólo porque son incestuosos, sino porque
está enamorado de otra. La concepción original de Hipólito armoniza a la perfección con lo sombrío de la leyenda; Eurípides lo
muestra como una criatura de la selva, sacada de su guarida y mezclada en asuntos humanos que no entiende del todo. ¿Por
qué Racine tenía que convertirlo en un cortesano y galant homme? Ante todo, cabe suponer, porque la imagen de un príncipe
heredero que huyera ante los requerimientos de las mujeres habría resultado ridícula al público de la época. Pero ésta es la
única concesión que Racine hace a las exigencias del decoro. En todo lo demás, deja que las furias causen estragos.
Racine nos dice que Fedra tiene que seguir su trágica carrera «por su destino y por la cólera de los dioses». El mecanismo
de la fatalidad puede ser interpretado de diversas formas; aquí los dioses pueden ser realmente tales o bien pueden ser lo que
ulteriores mitologías de la conciencia llamarían herencia. Ibsen habla de «espectros» cuando quiere decir que nuestras vidas
pueden ser acosadas hasta su ruina por una infección hereditaria de la carne. Así también Racine invoca a los dioses para
explicar en Fedra la erupción de pasiones elementales más caprichosas y destructivas que las habituales entre los hombres. En
Ifigenia semejante invocación daba margen a cierta torpeza por haber cierto grado de desarmonía entre los supuestos de la
fábula y la propensión racionalista de las convenciones teatrales. En Fedra Racine beneficia la imaginación con todos los
órdenes posibles de «verdad», permitiendo que la esfera de la razón sombree imperceptiblemente modos más vastos y más
antiguos de interpretar el comportamiento. La diferencia no se reduce a un enriquecimiento intelectual. Una cruel conjetura
jansenista parece esconderse tras la enorme fuerza de la tragedia. La acción de Fedra ocurre en una época anterior a la venida
de Cristo. Quienes entonces se condenaban lo hacían de un modo más terrible, puesto que no tenían a su alcance ninguna
posibilidad de redención. Antes de la venida de Cristo el descenso a los infiernos de una criatura como Fedra tenía una
atrocidad peculiar, y era irredimible. Fedra pertenece al mundo de aquéllos por quienes el Salvador aún no había dado su vida.
En ese mundo los personajes trágicos proyectan sombras más profundas que las nuestras; la soledad de ellos es más grande
por ser anterior a la gracia. Su sangre aún no se ha mezclado en sacramento con la de un Redentor. En ella la mácula del
pecado original arde pura e inhumana. Tal es la nota predominante en la obra de Racine.
Hipólito la deja oír en la escena primera:
La línea es soberbia no sólo por su sonoridad exótica; abre las puertas de la razón a la noche. En el marco cortesano, tan
claramente establecido por la flotación y las cadencias formales del estilo neoclásico, estalla algo arcaico, incomprensible y
bárbaro. Fedra es la hija de lo inhumano. Su antepasado directo es el sol. Por sus venas corren los fuegos primordiales de la
creación. Este hecho es deliberadamente realzado por la sobria formalidad, la elegancia, de la declaración de Hipólito. Éste
procede a evocar la legendaria proeza de Teseo, su padre ausente. Y nuevamente la sensación de un mundo arcaico,
ensangrentado y demoníaco se derrama en la tragedia:
........
ŒNONE: Juste ciel! tout mon sang dans mes veines se glace.
........
PHÈDRE: Je reconnus Venus et ses feux redoutables,
D’un sang qu’elle poursuit tourments inévitables [30 ].
Fedra está ante el altar (fuego) rodeada por víctimas del sacrificio (sangre). Busca la razón y el poder profético en sus
entrañas; debe observarse que la palabra flancs posee toda la carga necesaria de referencias eróticas y bestiales. Una vez más
la ornamentación y la corrección de la retórica parecen contraponerse a la brutal ferocidad del mito, realizándolo por ende.
La disciplina impuesta al movimiento de la obra por la solemnidad de los parlamentos y la contención de la acción exterior
le permiten al poeta exhibir al mismo tiempo los aspectos literales y figurados de su material. Racine nos reclama una constante
atención a ambos. Fedra está poseída por Venus y Teseo vaga por los dominios de los muertos; una mujer cede al imperio del
amor y la ausencia de su marido señala la persistente infidelidad. Se trata de una diferencia de notación. En el primer caso,
usamos la notación de la mitología clásica; en el segundo, el de la psicología racional (que acaso también es un conjunto de
mitos). Es la función de la retórica neoclásica mantener ambas convenciones de significado por igual a la vista. «Ce n’est plus
une ardeur dans mes veines cachée –dice Fedra–. C’est Venus toute entiére à sa proie attachée» («Ya no es un ardor oculto en
mis venas. Es Venus entera prendida de su presa»). Ardeur es igualmente intensidad de pasión y fuego material; Venus es una
metáfora de obsesión, pero también la diosa literal que devora a su presa. La cualidad especial de Fedra procede de que las
connotaciones físicas, literales, son siempre un poco más fuertes. Así como Fedra se ve obligada a sentarse debido a que se le
impone su carne cansada, así también el lenguaje de la pieza parece doblegarse apuntando hacia modos más crudos de
expresión, como el gesto y el clamor. Pero el teatro neoclásico no admite tales alternativas. Toda la violencia está en la poesía.
Y en razón de que el despliegue y la contención son tan cabales en Fedra, la economía de Racine a algunos les ha parecido aún
más persuasiva que la copiosidad de Shakespeare.
Como no tiene a su disposición una forma suelta, como no cuenta con la colaboración de los desfiles suntuosos o la música
exterior, Racine hace de su lenguaje una constante concentración de energía y significado. Las imágenes reaparecen en
contrapunto. Fedra se ha visto como una presa, impotente en las garras de Venus. Al oír la falsa noticia de la muerte de Teseo,
declara: «Et l’avare Achéron ne lâche point sa proie»[32].
Como en Tristán, las imágenes de amor y muerte son intercambiables; ambos consumen a los seres humanos con análoga
rapacidad. Y a medida que la acción avanza, velozmente, el Leitmotiv del fuego y la sangre se va haciendo cada vez más
insistente. Son los dioses, le dice Fedra a Hipólito, quienes han encendido «le feu fatal à tout mon sang» (el fuego fatal en toda
mi sangre).
Cuando Fedra se entera de que su pasión ilícita tiene un rival (Hipólito ama a Aricia), la última autoridad de la razón queda
aplastada. Nos hemos imaginado que el teatro de Racine es un lugar cerrado, fortificado contra el desorden mediante las
convenciones del estilo neoclásico. Sin embargo, al comienzo de la tragedia Hipólito nos advierte que la atmósfera ha
cambiado, como si hubiera un oscurecimiento del aire. La llegada a Atenas de la hija de Minos ha abierto las puertas de la
razón a un mundo extraño y bárbaro. Ahora están abiertas de par en par. Por arte de encantamiento la reina enloquecida lleva a
los teatros del siglo XVII presencias engendradas por el caos y la noche antigua. Ella es una hija del sol; la totalidad de la
creación está poblada por su linaje monstruoso y majestuoso. Su padre sostiene la balanza de la justicia en el infierno. En la
tremenda escena final del acto IV la tragedia pasa a una clave más fogosa. Una vez más Fedra invoca los poderes del fuego y
de la sangre:
Desde los cielos por los que corría la sangre, en el Fausto de Marlowe, la naturaleza no había presidido nunca con furia
más animada una escena de condenación humana. Si tuviera que montar la pieza haría que el fondo se hiciera transparente para
mostrarnos la danza del Zodíaco y Taurus, la bestia emblemática de la casa real de Creta.
Este desencadenamiento de las fuerzas del mito nos prepara la inevitabilidad sobrenatural del desenlace. Aquí no hay
necesidad de los equívocos empleados en Ifigenia. Cada toque aumenta nuestra conciencia de que la acción ha sido invadida
por presencias elementales y demoníacas. Enone se arroja al mar por el cual ella y su regia señora llegaron de Creta, y viene a
la memoria una imagen bárbara y espléndida en el Hipólito de Garnier:
Cuando Fedra entra, después de la muerte de Hipólito, Teseo le dice: «Está muerto, tomad vuestra víctima». Aceptamos la
insinuación de inhumanidad; un ser semidiosa y semidemonio ha impuesto un sacrificio humano. Agonizante, Fedra proclama su
parentesco con aquella -otra reina bárbara que llegó de un mundo de hechicería, más allá del orbe helénico, para causar
estragos en Grecia. En las venas de Fedra ha ardido la ponzoña del amor; ahora las consume un veneno que Medea llevó a
Atenas:
Pero ahora, por fin, el fuego se ha apagado y sus últimas palabras se refieren a una luz sin llama (clarté, pureté).
La muerte de Hipólito afirma el tono salvaje de la fábula. Teseo, que ha salvado a Grecia de bestias feroces, llama a un
monstruo del mar para la destrucción de su hijo. La sangre y el fuego a que se refiere Hipólito cuando relata las hazañas de su
padre –«Et la Crète fumant du sang du Minotaure» [Y Creta humeante con la sangre del Minotauro]– rodean su propia muerte
horrible:
Teseo dio muerte al Minotauro, el monstruoso medio hermano de Fedra; ahora una bestia cornuda (que en la versión de
Garnier hasta tiene cara de toro) mata a su hijo. El ciclo de horrores llega a su irónica consumación.
En estas escenas finales de la tragedia la violencia literal del mito arrasa con todo. Se hace difícil interpretar estos
acontecimientos fantásticos, sobrenaturales, como alegorías de alguna mitología más decorosa de la conducta. El monstruo
surge de la ceguera moral de Teseo, pero el fuego que echa por la boca es real. Que no sintamos una falta de armonía entre esa
realidad y las convenciones del teatro neoclásico es una prueba suprema del arte de Racine. La modulación de valores, el paso
de lo figurado a lo literal, de las formas de la razón a las del terror arcaico, está cuidadosamente preparado. A lo largo de
Fedra, la parte de la bestia parece hollar los frágiles límites de la humanidad del hombre. Al final estalla en una forma
monstruosa, mitad dragón y mitad toro, que llega del mar indómito a sembrar la destrucción en la ordenada tierra clásica («Il
suivait tout pensif le chemin de Mycènes»).
Pero el cambio de tono y el descenso de la pieza a una especie de caos primordial son llevados a cabo enteramente dentro
de la forma cerrada, neoclásica. He hablado de cómo el muro trasero del escenario parece desmoronarse al final del acto IV.
Por supuesto, no sucede esto en realidad. Ni siquiera hay un cambio de escena. Las presencias infernales que oscurecen el aire
adquieren realidad por la sola fuerza del encantamiento de Fedra. El monstruo que da muerte a Hipólito posee una asqueante
realidad, pero, a decir verdad, no vemos ni huellas de la bestia. El horror nos llega a través del relato de Teramenes (el
mensajero de la tragedia griega y senequiana que hace aquí una de sus apariciones últimas y más eficaces en el teatro moderno).
Todo cuanto ocurre lo hace dentro del lenguaje. Ésa es la especial austeridad y grandeza de la manera clásica francesa. Sólo
con palabras –y palabras formales, ceremoniosas– a su disposición, Racine llena el escenario con el máximo de acción. Como
nada en el contenido de Fedra es exterior a la forma expresiva, al lenguaje, las palabras llegan muy cerca de la condición de
música, donde el contenido y la forma son idénticos.
Fedra da ocasión de mostrar esto, ya que figura entre las pocas piezas que otro dramaturgo de genio trasladó a su propia
lengua:
Al final, invade el santuario y descubre que ha entrado en una trampa mortal. No hay retirada posible ante la presencia de
Dios:
Es un diseño simple pero maravillosamente expresivo. La unidad de lugar adquiere una doble significación: es al mismo
tiempo una convención de la forma neoclásica y el motivo primordial de la acción. En Atalía, al igual que en Las suplicantes,
un santuario es preservado de incursiones violentas. Una de las últimas grandes tragedias formales de la literatura occidental
parece señalar explícitamente hacia la primera.
La obra está sombreada por la solemnidad y la media luz del interior del Templo. Pero hay en el lenguaje un raro
resplandor, como de metal bruñido. «En la oscuridad –escribe Ezra Pound– el oro acumula la luz». La tragedia entera gira en
torno a una dialéctica de luz y sombras. En el plano de la apariencia hay luz en el mundo exterior y oscuridad dentro del
Templo. En realidad, la oscuridad se extiende sobre la ciudad idólatra y hay en el Templo la luminosidad del esplendor de Dios.
Atalía está envuelta en la oscuridad de su alma y de las vestiduras regias; los levitas están vestidos con ropas blancas. Sus armas
resplandecen cuando salen de las sombras para rodear a Atalía. La pieza es trágica porque sabemos que la visión de Joad se
cumplirá y que Joás se convertirá en un mal monarca. Pero, más allá de lo negro del destino de Israel, está la luz de la redención
mayor. En su trance profético el Sumo Sacerdote ve una nueva Jerusalén que surge del desierto. Es una ciudad de luz, brillante
de clartés.
Después de Atalía (1691), Racine no volvió a escribir para el teatro. Sólo tenía cincuenta y dos años de edad, pero en su
silencio no hay en absoluto esa condición de derrota que marcó el final de la carrera de Corneille. Era el reposo que coronaba a
un dramaturgo que amó la poesía dramática, pero desconfió siempre de las tablas.
Volvamos ahora, por un momento, a nuestro problema inicial, a saber: la «intraducibilidad» de Corneille y de Racine a
cualquier medio teatral o tradición literaria fuera de Francia. Considerando el poder y la variedad de sus obras, su alcance tan
limitado me sigue pareciendo algo sorprendente. Al menos en parte la respuesta a esto debe encontrarse, pienso, en las
limitaciones del ideal neoclásico. La acción total de una tragedia neoclásica se da dentro del lenguaje. Los elementos escénicos
están reducidos a la más escueta necesidad. Pero son precisamente los elementos sensoriales del teatro los que mejor se
trasladan, pues corresponde al idioma universal de la vista y el cuerpo, y no a una determinada lengua nacional. Cuando la
palabra tiene que comunicar el efecto perseguido en su totalidad hacen falta milagros de traducción o, mejor, de recreación. En
el caso de los clásicos franceses no se los ha visto.
Pero, respecto a Corneille, esta ausencia parece ser más el fruto del descuido que el de la imposibilidad técnica. Se nos ha
vedado a Corneille en parte porque la misma critica francesa no ha sabido medirlo cabalmente. Una época que se ha
conmovido ante la llamada de la retórica de Churchill y que tiene conciencia del cáncer de violencia que es endémico en los
asuntos políticos, debería prestar atención a Corneille. El gran empuje de la argumentación en sus obras lleva más allá de las
convenciones barrocas de la trama. Corneille es uno de los pocos maestros de teatro político que ha producido la literatura
occidental. Lo que puede decimos sobre el poder y la muerte del corazón es digno de oírse fuera de los confines de la Comédie
Française. Y una traducción eficaz es por lo menos concebible. La imagino como una combinación de prosa y verso. Las partes
que se refieren a la intriga y los antecedentes podrían ser presentados en una prosa severa y latinista (algo a la manera de
Clarendon). Los arranques retóricos, las grandes confrontaciones de parlamentos, podrían ser vertidos en pareados heroicos.
Esto exigirla un maestro de esa exigente forma, alguien que pudiera devolverle al pareado el porte y el peso que tiene en los
mejores fragmentos de Dryden. Yvor Winters podría llevar a cabo hermosamente esta tarea.
Racine plantea un problema diferente, que bien puede ser insoluble. Como sólo con palabras presentaba la realidad, Racine
imponía a su vocabulario tanta responsabilidad que no cabe suponer que otras palabras puedan cumplir el mismo papel. Incluso
la mejor traducción (la de Schiller, por ejemplo) dispersa y disuelve el estilo tan ceñido de Racine. En el escenario desnudo de
Berenice y Fedra, minúsculos cambios de tonalidad son los resortes básicos de la tragedia. Las crisis que repercuten a través
del aire silencioso son crisis de sintaxis. Es un cambio de número gramatical lo que marca el punto culminante en Fedra. La
reina casi le ha confesado su amor a Hipólito. Éste retrocede, espantado:
Dieux! qu’est-ce
que j’entends?
Madame, oubliez-vous
Que Thésée est mon père,
et qu’il est votre époux?
PHÈDRE: Et sur quoi jugez-vous
que j’en perds la mémoire,
Prince? Aurais-je perdu
tout le soin de ma gloire?
HYPPOLITE: Madame, pardonnez.
J’avoue, en rougissant,
Que j’accusais à tort
un discours innocent.
Ma honte ne peut plus
soutenir votre vue,
Et je vais…
PHÈDRE: Ah, cruel! tu m’as
trop entendue.
Je t’en ai dit assez pour
te tirer d’erreur[40 ].
El choque entero de la revelación está en el paso del vous protocolar al tú íntimo. El cambio está marcado tres veces en las
dos líneas que comunican la desesperada confesión de Fedra. El decoro ha desaparecido y, con él, toda posibilidad de retirada.
Pero el traductor al inglés se encuentra desvalido ante este hecho, pues un cambio de you a thou no transmite casi nada de la
inmensa crisis. El único equivalente es el modo en que un cambio de clave puede alterar la dirección entera de una pieza
musical.
O bien considérese la pregunta que Berenice formula a Tito: «Rien ne peut-il charmer l’ennui qui vous dévore?»[41]. Es la
frágil tonalidad de charmer y ennui, la melodía cortesana de la frase, lo que comunica los indicios de angustia. Pero ¿cómo
será posible traducir las dos palabras o transmitir en cualquier otra lengua la cadencia ominosa de las vocales finales? El arte de
Racine nos muestra lo que daba a entender Valéry cuando decía: «de dos palabras, escoge la menor». Pero en un idioma nada
es menos traducible que sus modos de insinuar.
Este dilema de la traducción existe incluso dentro de la lengua francesa.
A Racine se lo estudia en el colegio y se representan sus obras en la Comédie. No obstante, me pregunto si lo que dice
tiene todavía sentido para muchos de sus compatriotas. El papel que desempeña en la vida francesa es más monumental que
vital. No es posible extraer del teatro de Racine esas convenciones más vastas de la acción romántica o del espectáculo
histórico que han contribuido a conservar la vigencia de una parte tan grande de la obra de Shakespeare. En ningún otro arte el
estilo es tan cabalmente el principio vital. Todo lo que hay en Andrómaca, Ifigenia y Fedra está expresado totalmente en la
noble complejidad del habla del siglo XVII. Ese modo de hablar no se traslada bien a otros idiomas o aun a la trama menos
ceñida del francés de hoy.
Los italianos dicen lo mismo con respecto de Leopardi y los rusos con respecto de Pushkin. Pero tal juicio no significa un
desmedro. En algunos poetas la universalidad es cuestión de amplitud: amplitud de margen y de influencia. En otros, es un
atributo de la altura intrínseca. Y es muy posible que el poeta intraducibie sea aquel que esté más cerca del genio de su lengua
materna.
IV
Hasta aquí nos hemos ocupado de la tradición. Ante la necesidad de elaborar una tradición de precedentes rivales –el antiguo y
el isabelino–, Dryden no se adhirió por completo a ninguno de los dos, y fracasó. Racine, en cambio, extrajo de las muestras
concretas de la tragedia clásica, con más precisión, de la de Eurípides, elementos de tono y forma bellamente adecuados para
un teatro a un mismo tiempo cartesiano y barroco. En el teatro neoclásico francés se encuentra la acertada retraducción de un
pasado ideal a una forma vigente que denominamos tradición.
Pero, si consideramos los dos mil quinientos años que nos separan de la tragedia griega, la historia del teatro trágico nos
dará la impresión de tener poca continuidad o tradición explícita. Lo que sorprende es una sensación de coincidencia milagrosa.
Pasando a través de largos siglos y de muchos sitios, súbitamente se reúnen elementos de lenguaje, circunstancias materiales y
talento individual para producir un conjunto de obras teatrales importantes. A partir de la oscuridad circundante, las energías se
reúnen para crear constelaciones de intensa luminosidad y vida más bien breve. Tales momentos culminantes se produjeron en la
Atenas de Pericles, en Inglaterra durante el periodo que va de 1580 a 1640, en la España del siglo XVII y en Francia entre
1630 y 1690. Después, el necesario encuentro de marco histórico y genio personal sólo parece haber tenido lugar en dos
ocasiones: en Alemania durante el lapso que se extiende entre 1790 y 1840 y, de forma mucho más difusa, hacia finales del siglo
XIX, cuando se escribió la mejor porción del teatro escandinavo y ruso. Ni en otras partes ni en otros momentos. De modo
que, con una perspectiva amplia, lo que reclama una atención especial es la existencia de un conjunto vivo de teatro trágico y no
la ausencia de éste. Rara vez sucede que el talento necesario llegue en la ocasión propicia. Es poco frecuente que las
condiciones materiales del teatro resulten favorables para el desarrollo de la tragedia. Cuando se consigue la fusión de
elementos adecuados, no encontramos este o aquel poeta aislado: a Esquilo le suceden Sófocles y Eurípides; a Marlowe le
siguen Shakespeare, Jonson y Webster; después de Corneille, está Racine. Con Goethe surgieron Schiller, Kleist y Büchner.
Ibsen, Strindberg y Chéjov estaban vivos, los tres, en 1900. Pero estas constelaciones son accidentes espléndidos. Resulta
sumamente difícil explicarlos. Lo que corresponde prever, y en realidad es lo que hallamos, son largos lapsos durante los cuales
no se producen tragedias y, más aún, ningún teatro con pretensiones serias.
Pero si bien ésta es una concepción prudente de la cuestión, por otra parte también es claramente moderna. Refleja el
problema que nos ocupa: la larga búsqueda del ideal trágico. Si hoy vemos la creación de gran teatro como un caso raro y
bastante misterioso de buena suerte, esto se debe a que en el escenario inglés no hay sucesores de los isabelinos ni en el francés
ningún rival posterior a Corneille y Racine; se debe, asimismo, a que después de Calderón de la Barca el teatro español se sume
en la modorra y a que la muerte de Büchner parece fechar con precisión el fin de la gran época de la tragedia alemana. Lo más
probable es, pues, que tengamos razón al ver así la creación de gran teatro. Pero nuestro realismo surge del desaliento y no
debemos caer en el error de suponer que una visión tan desencantada predominara en otros tiempos.
No podemos comprender el movimiento romántico si no percibimos en su centro mismo el impulso hacia el teatro. La
imaginación clásica trata de imponerle a la experiencia atributos de orden y armonía. La imaginación romántica le inyecta a la
experiencia una cualidad central de drama y dialéctica. El modo romántico no es un ordenamiento ni una crítica de la vida; es
una dramatización. Y en los orígenes del movimiento romántico se halla un intento explícito por infundir nueva vida a las
principales formas de la tragedia. De hecho, el romanticismo comenzó como una crítica al siglo XVIII por su incapacidad para
prolongar las grandes tradiciones del teatro isabelino y barroco. En nombre del teatro se lanzaron los románticos al ataque
contra el neoclasicismo. No sólo veían en la dramática la forma literaria suprema: estaban convencidos, asimismo, de que la falta
de teatro serio procedía de alguna incapacidad específica del entendimiento o de alguna contingencia material determinada. La
concepción moderna según la cual la escasez de poesía dramática es una situación natural, remediada por una imprevisible
buena suerte que rara vez se presenta, hubiera sorprendido a los románticos como algo absurdo, como una autonegación.
Además, se trataría de una negación que ninguna sociedad podría soportar indemne. Los románticos creían que la vitalidad
del teatro era inseparable de la salud del cuerpo político. Tal es el eje de la argumentación que hace Shelley en su Defensa de
la poesía:
Y es innegable que la máxima perfección de la sociedad humana se ha correspondido siempre con la máxima excelencia teatral; y
que la corrupción o extinción del teatro en una nación donde en otro tiempo floreciera es una señal de corrupción de las costumbres
y una extinción de las energías que sustentan el alma de la vida social.
Se trata de una idea importante. Procede de reconocer que los periodos eminentes del teatro clásico, español, isabelino y
francés, coincidieron con periodos de singular energía nacional. Es una idea que atraerá las ambiciones del movimiento
romántico entero y que culminará con la filosofía social de Wagner y Bayreuth.
Cuando Shelley hizo su afirmación, la situación del teatro parecía crítica en extremo. A través de la literatura europea el fin
del siglo XVII parecía marcar un colapso de la imaginación dramática. Lo que había venido después eran los fríos ejercicios
declamatorios de los dramaturgos neoclásicos, las piezas de Voltaire y la Irene de Samuel Johnson. Los románticos volvían sus
miradas a Calderón, Shakespeare y Corneille a través de un abismo de años que les parecía intolerablemente vasto y estéril.
«Se hace imposible mencionar la palabra tragedia –escribió Leigh Hunt– sin que impresione la extraordinaria esterilidad que ha
reinado en años recientes en las tablas en todo cuanto concierne al dominio fijo trágico». En su opinión, no había aparecido en
Inglaterra ninguna pieza de teatro que pudiera ser considerada como tragedia «desde los días de Otway» (un lapso de ciento
treinta años).
¿Por qué tenía que suceder esto? Los románticos estaban seguros de que podrían encontrarse los motivos y que en realidad
era necesario dar con ellos para que el teatro trágico recuperara su anterior gloria. El romanticismo es un movimiento complejo
que presenta complejas particularidades nacionales. Así, el problema de la decadencia del teatro trágico se planteó de forma
algo diferente en Inglaterra, Francia y Alemania.
Consideremos en primer término el caso de Inglaterra. Allí el sentido de fracaso precedente era más agudo puesto que
después de Shakespeare y los dramaturgos jacobinos se había producido una ruptura drástica y evidente. Era necesario
explicar la esterilidad de casi un siglo y medio. ¿A qué se debía la decadencia de la tragedia después de 1640? Los motivos
podían ser prácticos: al teatro inglés pudo haberlo silenciado, simplemente, el cierre de los teatros durante la Guerra Civil y el
gobierno de Cromwell. O bien podría haber motivos filosóficos más profundos. Pero tenía que haber motivos.
En pos de ellos poetas y críticos de principios del siglo XIX volvieron la vista con angustia hacia las condiciones efectivas
del teatro contemporáneo. El pensamiento romántico era hegeliano en cuanto que veía, por debajo de la vida aparentemente
autónoma de las formas artísticas, la acción práctica de las circunstancias históricas. Si la literatura inglesa no había conseguido
producir tragedias desde el siglo XVII, la causa bien podía estar en los hechos empíricos de la vida teatral. El defecto podría
radicar en el hecho de que tres teatros –Covent Garden, Drury Lane y el Theatre Royal en el Haymarket– gozaban de un
monopolio virtual en la producción de obras para las tablas. Patentes y licencias concedidas en la década de los ochenta del
siglo XVII habían llegado a convertirse en arcaicos impedimentos. Como observaba un «reformador» en 1813: «Todo el éxito
de un dramaturgo depende del gusto, el capricho, la indolencia, la avaricia o los celos de tres individuos: los gerentes de tres
teatros de Londres». En desafiante contraste, el espectador isabelino podía ver obras de teatro representadas en cualquiera de
los quince teatros. Por otra parte, para justificar su situación privilegiada, Covent Garden y Drury Lane tenían que ser muy
grandes. Como destacó John Philip Kemble, hasta un actor muy poderoso y sensible (cual él mismo lo era) tenía que vulgarizar
su arte a fin de llegar a un público que ascendía a miles de espectadores. Inevitablemente el teatro se alejaba de la literatura y
tendía hacia el espectáculo. La producción de Julio César de Kemble atrajo mucho menos entusiasmo que Tamerlán el tártaro,
un «melodrama ecuestre», o que La catarata del Ganges, un espectáculo extravagante en que el gerente de Drury Lane
invirtió cinco mil libras.
En el curso del siglo XVIII la estatura del actor individual había crecido considerablemente. Esto hizo de finales del siglo
XVIII y comienzos del XIX una época dorada de los actores en Inglaterra (Kemble, George Frederick Cooke, Edmund Kean,
William Macready, la incomparable Sarah Siddons). Pero la primacía del actor parecía lograrse a expensas de la pieza. Sir
Walter Scott afirmaba que ya no era la poesía o el argumento lo que atraía el público a Hamlet, sino el deseo de comparar
algún gesto o inflexión de la voz en la representación de Kemble con lo que se recordaba de la de Garrick. El mismo estilo de
los actores románticos, además, su predilección por el momento de pasión extrema y exuberancia lírica, aumentaba aún más la
tendencia general hacia lo melodramático. Y como era el actor más que la pieza lo que atraía al público, los dramaturgos
trataban de escribir obras exactamente a la medida de los gustos o recursos técnicos de un determinado actor. Producían
«monodramas», en los que sólo un papel contaba y todos los papeles menores servían como reflejos para la estrella. Esto es lo
que hizo Keats con su Otón el Grande, con la esperanza de que Kean se interesara en el papel principal: «Si olfatea el carácter
fogoso de Ludolph –y él es el único actor que puede representarlo–, aumentará su fama y mejorará mi fortuna».
Estos problemas de control comercial e industria escénica llevan inevitablemente a uno más vasto. El teatro es la más social
de las formas literarias. Sólo existe cabalmente en virtud de la representación en público. En ello reside su fascinación y su
servidumbre. Esto significa que no es posible separar el estado del teatro del estado del auditorio o, en un sentido más amplio
pero estricto, de la situación de la comunidad social y política. Lo que ocurría era que, después del siglo XVII, la literatura
europea no había conseguido producir teatro trágico porque la sociedad europea no había logrado producir un auditorio
apropiado. Esta tesis contó con gran número de partidarios en el periodo romántico. Erich Heller la expone en términos
actuales:
Pese a todas las ineludibles escisiones, desarmonías, animosidades y antagonismos que son el destino perenne de los seres humanos
y las sociedades humanas, hay una posibilidad –y esta posibilidad recibe el nombre de cultura cuando se da– de una comunidad de
hombres que vivan juntos… en un estado de tácito acuerdo en cuanto a lo que realmente es la naturaleza y el significado de la
existencia humana… Así debe haber sido la sociedad para la cual las representaciones de las tragedias de Esquilo y Sófocles
constituían celebraciones nacionales; así fueron las vastas extensiones de lo que, en forma un tanto vaga, llamamos la Edad Media;
así fueron, a juzgar por sus creaciones artísticas, los días del Renacimiento y de Isabel I. La época de Goethe no fue de esta clase.
Creo que hay en esto mucho de cierto. A menudo he de volver a la noción de que ciertos elementos esenciales de la vida
social e imaginativa que prevalecieron desde Esquilo hasta Racine menguaron en la conciencia occidental después del siglo
XVII, ese siglo XVII que constituye la «gran frontera» en la historia de la tragedia.
Pero se debe observar que las teorías sobre el cambio artístico que se fundan en la naturaleza del correspondiente público
resultan de documentación enormemente difícil. Casi nada es lo que sabemos sobre la composición social y el ánimo del
auditorio ateniense. ¿Había alguien, excepto un muy pequeño número, entre quienes se sentaban en las filas del teatro de
Dioniso que realmente gozara viendo la décima o la vigésima versión del mito de Orestes? ¿O bien participaban en el
acontecimiento porque se trataba de una obligación ritual que mantenía en vigor los hábitos de la polis? Tampoco es mucho lo
que sabemos con respecto al público isabelino. Hay datos que sugieren que los dramaturgos isabelinos fueron excepcionalmente
afortunados, pues el público para el que escribieron era al mismo tiempo representativo de una gran diversidad y homogéneo.
Socialmente parece haber abarcado toda la gama desde el aristócrata hasta el artesano y haber sido ricamente ilustrativa de las
variadas energías y tradiciones imaginativas que circulaban en la vida isabelina. Al mismo tiempo, el auditorio de Shakespeare
parece haber constituido una comunidad, en el sentido de la tesis de Heller. Era un auditorio cuyos integrantes compartían
ciertos órdenes de valor y hábitos de creencia que al dramaturgo le hacían posible confiar en un conjunto común de respuesta
imaginativa. Es posible que el noble y su lacayo encontraran causas muy diferentes de deleite en Hamlet. Pero ni el uno ni el otro
necesitaban notas al margen o un glosario especial para prepararlos para la posibilidad de la intervención de un fantasma o para
la referencia implícita del comportamiento humano en una escala de valores que se extendía desde lo angelical hasta la materia
inerte.
O esto es, por lo menos, lo que suponemos. Cuando usamos la propia obra de arte con el fin de demostrar algo con
respecto de su público, juzgamos después del hecho. En realidad no sabemos.
No obstante, hay unas cuantas cosas que es lícito afirmar en lo referente al público del siglo XIX. Habiéndose vuelto más
democrático, se había reducido su grado de cultura literaria. El público de Racine estuvo formado, en su mayor parte, por una
sociedad cerrada a la que tenían poco acceso las clases inferiores de la vida social y económica. En el curso del siglo XVIII, el
centro de gravedad social se desplazó hacia las clases medias. La Revolución francesa, que fue fundamentalmente un triunfo de
la bourgeoisie militante, aceleró el cambio. En su Ensayo sobre el teatro, sir Walter Scott muestra cómo la liberalización del
auditorio llevó a una merma de las reglas dramáticas. Los gerentes de los teatros y sus dramaturgos ya no buscaban el favor de
una aristocracia cultivada o de una élite procedente de la magistratura y el gran mundo financiero; ahora trataban de atraer a la
familia burguesa con su carencia de formación literaria y su afición al pathos y los finales felices.
Todavía más importante es la aguda disminución de la función del teatro en la comunidad. Cuando iba al teatro; el
espectador del siglo XIX no participaba en un ejercicio religioso o cívico, según fuera el caso con los atenienses. Este
espectador decimonónico no tenía conciencia de ninguno de los elementos de ritual festivo que al parecer pasaron de la Edad
Media al teatro isabelino; ni siquiera asistía a una gran ceremonia, a la manera de Versalles. Simplemente elegía un pasatiempo
entre un número creciente de pasatiempos rivales. El teatro se estaba convirtiendo en lo que hoy es: mero entretenimiento. Y el
espectador de clase media del periodo romántico no quería nada más que esto. No estaba preparado para asumir los riesgos
de terror y revelación implícitos en la tragedia. Deseaba estremecerse por un momento o soñar apaciblemente. Al pasar de la
calle al teatro, no dejaba la realidad por lo más real (como hace todo individuo que esté dispuesto a afrontar lo imaginado por
Esquilo, Shakespeare o Racine); sólo pasaba de las feroces urgencias de la historia del momento y de las finalidades
económicas al reposo.
Es éste un punto crucial. La Revolución francesa y las guerras napoleónicas zambulleron a hombres comunes en el torrente
de la historia. Los abrieron a presiones de la experiencia y los sentimientos que, en épocas anteriores, habían sido las peligrosas
prerrogativas de príncipes, estadistas y soldados profesionales. Después de que los grandes ejércitos marcharan y se retiraran a
través de Europa, el antiguo equilibrio entre la vida privada y la pública había quedado alterado. Una parte creciente de la vida
privada quedaba ahora abierta a los reclamos de la historia. Y esa parte fue en aumento con el desarrollo de los medios de
comunicación. A falta de catástrofe amenazante, el espectador isabelino y el neoclásico llegaban a ver Hamlet o Fedra con un
ánimo parcialmente sosegado o, por lo menos, sin protección contra la poesía y la emoción de la obra. Por el contrario, el
nuevo hombre «histórico» llegaba al teatro con un diario en su bolsillo. En éste podía haber noticias más angustiosas y
sentimientos más provocadores que muchos de los que un dramaturgo se interesara en presentar. En el seno del público ya no
había un don de silencio, sino un exceso tumultuoso de emociones. Goethe se queja amargamente de este hecho en el prólogo a
Fausto:
Neugier significa, literalmente, hambre de novedad. ¿Cómo iba el dramaturgo a satisfacerla, a rivalizar con el drama de las
noticias reales? Sólo mostrando estragos aún mayores, escribiendo melodramas.
Pero el desafío no venía tan sólo del periodismo y del ritmo más rápido de la vida. En el pasado, el teatro había ocupado
ese puesto central que le atribuye Hamlet. Había levantado un gran espejo frente a la naturaleza. Dramaturgos y actores habían
sido los cronistas abstractos y sucintos de la época. Les habían enseñado historia a sus compatriotas, a la manera de
Shakespeare, o los modos de comportamiento, a la manera de Jonson y Molière. Ya no era éste el caso. Otras formas literarias
estaban llegando a un público mucho más vasto que el atraído por el teatro. La historia de la decadencia del teatro serio es, en
parte, la del desarrollo de la novela. El siglo XIX es la época clásica de la impresión a gran escala y bajo precio, de los folletines
y la sala pública de lectura. El novelista, el divulgador de conocimientos humanistas y científicos, el satírico o el historiador tenían
ahora un acceso mucho más fácil al público que el dramaturgo. Para ver espejos que reflejaran la naturaleza, sostenidos por
manos expertas, el público lector no tenía especial necesidad de las representaciones teatrales. Un hombre podía quedarse
junto a su chimenea con la última entrega de una novela o con el número recién aparecido de la Edinburgh Review o la Revue
des deux mondes. El espectador se había convertido en el lector. En el siglo XVII, lo más probable es que Dickens y Macaulay
hubieran sido dramaturgos. Ahora el público más nutrido estaba en otra parte.
Así nos encontramos con dramaturgos, desde los días en que Goethe administraba el teatro en Weimar hasta la época de
Brecht y los little theatres (pequeños teatros) contemporáneos, que se esfuerzan por recuperar el auditorio perdido. El intento
más suntuoso, en este sentido, fue el de Wagner. En Bayreuth trató de inventar o educar a un espectador adecuado para su
visión sobre la función y la importancia del arte dramático. Lo que cuenta en Bayreuth no es tanto lo novedoso del escenario o
del foso de la orquesta. Es el auditorio, destinado al género de público ideal que Wagner imaginó que existía en la Antigüedad.
A partir de Racine, los dramaturgos serios y los críticos teatrales serían, han sido, hombres en busca de un público.
Esta búsqueda se aparta necesariamente de la indagación sobre las condiciones técnicas del teatro. Implica una teoría de la
historia y los cambios sociales. Pero ocurre que este género de teorización está próximo al temperamento romántico. Dado el
hecho empírico de la decadencia de la tragedia, y la creencia de que en su origen hay una causa verificable, los románticos
navegaron por las aguas profundas de las conjeturas.
En una carta a Byron (octubre de 1815) Coleridge habla de «los enanos trágicos que la naturaleza exhausta parece haber
sentido la necesidad de producir después de Shakespeare». Es posible que semejante noción no hubiera surgido antes del siglo
XIX. Expresa una nota de melancólico historicismo que lleva en línea recta desde los románticos hasta Spengler. La sensación
de una cuesta descendente en los asuntos humanos era agravada por el aparente fracaso de los ideales de la Revolución
francesa. William Hazlitt sentía que se había producido en el espíritu de la época una gran desilusión; el ánimo nervioso,
paradójico, de los tiempos que corrían podía producir poesía lírica; carecía de la amplitud y la seguridad necesarias para el
teatro. Medio en serio, Peacock declaraba en Las cuatro épocas de la poesía que la misma literatura sería reemplazada por
formas más positivas de inteligencia:
No está lejano el día en que el estado de degradación de toda especie de poesía sea reconocido tan ampliamente como lo es desde
hace tiempo el de la poesía dramática; y ello no se debe a una disminución de poder intelectual o de nutrición intelectual, sino a que
el poder intelectual y la nutrición intelectual se han desviado hacia otros canales mejores.
Sostenía Peacock que la poesía era el «parloteo mental» del hombre. Quien pronto lo abandonaría en pos de las ciencias
naturales. La Defensa de Shelley se dirige en línea recta contra la profecía de Peacock. No se trata de que el genio poético
haya menguado u optado por otros cursos; de lo que se trata es de la sociedad. No es posible que aparezca una gran poesía
trágica bajo la opresión política y la hipocresía social de la época de Castlereagh. Los dramaturgos griegos «coexistieron con la
grandeza moral e intelectual de la época». Para poder contar con un teatro vivo, debemos reformar el «alma de la vida social».
Ésta será, también, la tesis de Wagner y, hasta cierto punto, la de Ibsen.
El prolongado fracaso del teatro poético decimonónico hizo que tales especulaciones se hicieran más sombrías e
irracionales. Parecen culminar, cerca de un siglo después, en la sombría meditación de Hardy en su prefacio a Dinastías:
Que la sola representación mental llegue con el tiempo a ser el destino de todo teatro, excepto el que se ocupa de la vida
contemporánea o frívola, es un problema relacionado que no carece de interés. El espíritu se remonta naturalmente hacia los
triunfos del teatro helénico e isabelino al exhibir escenas situadas «en las lejanías de lo no aparente» y se pregunta por qué no se las
podría repetir. Pero ocurre que el mundo meditativo es más viejo, más prolijo, más nervioso, más zumbón que antaño, y como se
queda perplejo ante acertijos de la Muerte que Tebas nunca conoció, puede estar menos dispuesto y ser menos capaz que la Hélade
y la vieja Inglaterra para ver, a través de la insistente y a menudo grotesca sustancia, la cosa significada.
Una vez más se recoge la impresión de que estas sombrías meditaciones encierran una verdad importante. Separados por
un siglo, tanto Hazlitt como Hardy disciernen en el espíritu del mundo moderno el predominio de la nerviosidad, el derrumbe de
lo imaginativo. Falta algo de esa soberbia confianza que es necesaria en el hombre para que pueda crear un gran personaje
dramático, para que pueda infundir a alguna presencia en su seno el misterio carnal del gesto y la palabra dramática. Lo que
permanece en la bruma es la causa del fracaso. ¿Tienen las formas artísticas un ciclo vital prescrito? Tal vez no hay principio de
conservación para la energía poética. Es un hecho patente que los logros griegos e isabelinos parecen ir montados sobre todo el
teatro posterior con el peso agotador del precedente. ¿O está el meollo de la crisis dentro de la sociedad? ¿Les fue imposible a
los poetas dramáticos del siglo XIX producir buenas obras porque no contaban con los teatros necesarios ni con el público
requerido?
En las primeras décadas del periodo romántico flotaban en el aire estos interrogantes y estas dudas. Pero, por su parte, los
autores no estaban en absoluto dispuestos a abandonar la partida. Por el contrario, cuanto más atención prestaban a la triste
condición del teatro contemporáneo, más seguros se sentían de que sería una de las tareas y de las glorias del romanticismo
reponer la tragedia en su anterior sitio de honor. La idea de esta restauración preocupó a los mejores poetas y novelistas del
siglo. En muchos, se convirtió en una obsesión. Considérese, simplemente, una lista parcial de las piezas trágicas escritas o
proyectadas por los románticos ingleses.
William Blake escribió una parte de un Eduardo III; Wordsworth escribió Los fronterizos; sir Walter Scott compuso cuatro
dramas; Coleridge colaboró con Southey en La caída de Robespierre y luego procedió a escribir Remordimiento y Zapolya;
en cuanto a Southey, compuso Wat Tyler. Aparte de sus bocetos dramáticos, Walter Savage Landor escribió cuatro tragedias.
Leigh Hunt publicó Escenas de un drama inconcluso en 1820 y su Leyenda de Florencia fue representada en Covent
Garden en 1840. Byron es autor de ocho obras de teatro. Shelley escribió Los Cenci, Prometeo y Hélade, y tradujo escenas
de Goethe y Calderón. Keats puso grandes esperanzas en su Otón el Grande y empezó un Rey Esteban. Thomas Lovell
Beddoes escribió varias extrañas tragedias góticas, de las cuales una por lo menos llega casi a la maestría por su extravagancia
y su ímpetu incesantes.
No consigno esta lista por pedantería de anticuario (si bien tales catálogos producen cierta polvorienta fascinación).
Enumero únicamente para sugerir la magnitud de las aspiraciones y los esfuerzos puestos en juego. Aquí hallamos a algunos de
los maestros del idioma produciendo tragedias que, con pocas notables excepciones, son atrozmente malas. En casi todos los
autores enumerados alentó en algún momento el ideal de un teatro trágico; el pensamiento de que la literatura moderna debía
lograr en la esfera del teatro una obra que pudiera figurar como aliada de las de Sófocles o Shakespeare. Hay algo al mismo
tiempo patético y deprimente en el cegador contraste entre la calidad del talento y la de la obra. En medio de su año milagroso
de invención lírica, Keats pasó a Otón el Grande:
Si tuviera éxito… me sacaría del lodo. Quiero decir, el lodo de una mala reputación que constantemente se levanta contra mí. Para el
elemento literario a la moda mi nombre es vulgar –para ellos, soy un chico tejedor–, pero una tragedia me sacaría de esta
inmundicia.
Pensar que esto procede del autor de La víspera de Santa Inés y las odas.
Pero, así como aumentaba la suma de fracasos, también crecían las ambiciones. Es casi imposible mencionar un poeta o un
novelista del siglo XIX sin encontrar en alguna parte, entre sus obras realizadas o sus proyectos, el espejismo del teatro. Ahí
están Browning, Dickens, Tennyson, Swinburne, George Meredith; Stendhal, Balzac, Flaubert, Zola; Dostoievski; Henry James.
En cada uno de ellos ardió en algún momento la ambición de dominar el escenario, la decisión de añadir algo a la forma literaria
que en la Antigüedad, el Renacimiento y el Barroco congregó lo mejor del genio poético. Mas considérense las piezas que
engendraron estos autores: la incongruencia deja perplejo. Al parecer no hay relación alguna entre la estatura del artista y la
mediocridad convencional o el absoluto fracaso mecánico de la obra producida.
Esto reclama una explicación. Y el problema no sólo atañe a la historia del teatro. Pues sólo si nos acercamos más a las
causas de la caída del teatro romántico podemos enfocar bien el problema de lo que se retiró de la sensibilidad occidental
después de Racine. Y fue la incapacidad de los románticos para reinfundir vida al ideal de una gran tragedia lo que preparó el
terreno para los dos principales acontecimientos en la historia del teatro moderno: la separación entre la literatura y las salas de
espectáculo, y el cambio radical en las nociones de lo trágico y lo cómico causado por Ibsen, Strindberg, Chéjov y Pirandello.
No podemos juzgar el alcance de la victoria de estos autores sin conocer un poco la débacle anterior.
Romanticismo y revolución están vinculados. Hay en el romanticismo una liberación del pensamiento hasta entonces
sometido a la sobriedad deductiva del racionalismo cartesiano y newtoniano. La imaginación se libera de la férula de la lógica.
Asimismo, tanto intuitiva como prácticamente, el individuo se libera de las jerarquías preestablecidas de posición, social y
castas. El romanticismo agita y pone en movimiento los átomos del espíritu y la sociedad causados por la decadencia del ancien
régime y el ocaso de la vitalidad imaginativa del racionalismo clásico. Ahora la cabellera puede caer en libertad allí donde antes
se entronizaba la majestad encarceladora de la peluca empolvada. Llevado al campo político, el romanticismo se convirtió en la
Revolución francesa, la reacción en cadena de las guerras napoleónicas y los estremecimientos que recorrieron la estructura de
Europa en 1830 y 1848. Las primeras décadas románticas fueron «una aurora», según Wordsworth, en la que era una dicha
estar vivo. Pues en el centro mismo de su energía liberadora se encontraba una convicción heredada de Rousseau. La miseria y
la injusticia del destino humano no eran causadas por una caída original. No eran consecuencia de una mancha trágica,
imborrable, en la naturaleza humana. Procedían de los absurdos y las arcaicas desigualdades introducidos en la estructura social
por generaciones de tiranos y explotadores. Rousseau proclamó que las cadenas del hombre habían sido forjadas por el
hombre. Martillos humanos podían romperlas. Era una doctrina de inmensas consecuencias, pues significaba que la forma del
futuro humano podía ser moldeada por el hombre mismo. Si Rousseau estaba en lo cierto (y hay que tener en cuenta que hasta
el mismo día de hoy la mayor parte de los sistemas políticos son herederos de su afirmación), la condición de los seres podría
ser modificada y mejorada radicalmente mediante cambios en la educación y en las características sociales y materiales de la
existencia. El hombre ya no estaba bajo la sombra de la corrupción original; no llevaba en su seno el germen de un fracaso
preestablecido. Por el contrario, se le podía impulsar a un enorme progreso. Era, con el vocabulario del romanticismo,
perfectible. A esto se debe el resplandor de optimismo en el primer arte romántico, la sensación de antiguos portones que por
fin ceden y se abren de par en par a un futuro luminoso. En el coro final de Hélade, Shelley celebró el nuevo sol que se
levantaba:
Después de 1820 esta luminosidad desaparece del aire. Las fuerzas reaccionarias restablecieron su imperio por toda
Europa y la clase media, que había sido la fuente de la energía radical, se volvió próspera y conservadora. Los románticos
experimentaron un profundo desaliento (esta palabra es decisiva en el caso de Coleridge). Padecieron una sensación de haber
sido traicionados, y Alfred de Musset presentó una descripción clásica de ese estado de desilusión en su La confesión de un
hijo del siglo. El romanticismo desarrolló cualidades otoñales y vespertinas: el estoicismo del último Wordsworth, la feroz
tristeza de Byron, la tristesse otoñal y apocalíptica de Víctor Hugo después de su juventud. En el ánimo romántico maduraron
los elementos de melancolía y frustración nerviosa que caracterizan el arte posromántico. El movimiento simbolista y el
decadentismo de finales del siglo XIX representan la caída de la noche después de una larga agonía del día.
Pero estas oscuridades apenas si eran perceptibles en el periodo en que los románticos estaban tratando de crear una nueva
tradición dramática. E incluso cuando la luz ya se había puesto cárdena y vacilante, la premisa inicial del romanticismo conservó
gran parte de su fuerza. La fe rousseauniana en la perfectibilidad del hombre sobrevivió a las derrotas parciales del liberalismo
en 1830 y 1848. La autocracia y la avidez burguesas llevaban a cabo momentáneamente victoriosas acciones de retaguardia.
Pero, desde una perspectiva más amplia, la condición humana estaba destinada al progreso. La ciudad de la justicia estaba a la
vista en la distancia. Llamárase democracia, según lo hicieron los revolucionarios románticos de Occidente, o sociedad sin
clases, según lo hiciera Marx. En uno u otro caso se trataba de ese sueño de progreso que inicialmente fuera soñado por
Rousseau.
La visión rousseauniana y romántica tuvo correlativos psicológicos específicos. Implicaba una crítica radical de la noción de
culpa. En la mitología rousseauniana de la conducta, un hombre podía cometer un crimen porque su educación no le había
enseñado a distinguir entre lo bueno y lo malo o porque la sociedad lo había corrompido. La responsabilidad dependía de su
crianza o de su medio ambiente, pues el mal no puede ser congénito. El pensamiento rousseauniano cerró las puertas del
infierno. En la hora de la verdad el criminal será poseído por el remordimiento. El crimen será reparado o el error se justificará.
El crimen no lleva al castigo sino a la redención. Éste es el Leitmotiv que recorre el tratamiento romántico del problema del
mal, desde El viejo marinero hasta el Fausto de Goethe, desde Los miserables hasta la apoteosis de la redención en El
crepúsculo de los dioses.
Esta mitología redentora puede poseer un mérito social y psicológico, ya que libera el espíritu de las sombrías
premoniciones del calvinismo. Pero un hecho es evidente: semejante concepción de la condición humana es radicalmente
optimista. No puede originar ninguna forma natural de teatro trágico. La visión romántica de la vida es no-trágica. En la
auténtica tragedia las puertas del infierno están abiertas y la condenación es real. El personaje trágico no puede eludir la
responsabilidad. Argumentar que a Edipo se lo debería disculpar en razón de su ignorancia o que Fedra sólo era presa del caos
hereditario de su sangre, equivale a aminorar hasta lo absurdo el peso y el significado de la acción trágica. La intuición redentora
llega demasiado tarde para reparar las ruinas o es adquirida al precio de un irremediable padecimiento. Sansón va enceguecido
a su muerte y a Fausto lo arrastran aullando a la perdición. Por otra parte, cuando tiene vigencia una concepción trágica de la
vida no se puede acudir a remedios seculares o materiales. El destino de un rey Lear no se resuelve estableciendo hogares
adecuados para ancianos. El dilema que condena a Antígona es más profundo que toda reforma concebible de las
convenciones que rigen los entierros. En la tragedia la sacudida de la red que hace caer al héroe puede ser un accidente o un
peligro circunstancial, pero su malla está entretejida con el corazón de la vida. La tragedia quiere hacernos saber que hay en el
hecho mismo de la existencia humana una provocación o una paradoja; nos relata que los propósitos humanos a veces van a
contrapelo de inexplicables fuerzas destructivas que están «afuera», pero muy cerca. Preguntar a los dioses por qué debían
escoger a Edipo para hacerle padecer tantísimo o bien por qué Macbeth debía tropezar en su camino con las brujas equivale a
pedirle razón y justificación a la noche silenciosa. No hay respuesta. ¿Por qué iba a haberla? Si la hubiera, estaríamos en
presencia de un sufrimiento justo o injusto, como en las parábolas y los cuentos con moraleja, y no en presencia de la tragedia.
Más allá de lo trágico no hay «final feliz» en otra dimensión de lugar o tiempo. Las heridas no son curadas y el espíritu quebrado
no es rehecho. En la norma de la tragedia no cabe la compensación. «El espíritu –dice I. A. Richards– no se ahuyenta ante
todo, no se protege con ilusión; se yergue sin consuelo, solitario, confiando exclusivamente en sí mismo… El más leve toque de
una teología que pueda brindarle un Cielo como compensación al héroe trágico, tiene un efecto fatídico».
Pero precisamente es un «Cielo como compensación» lo que el romanticismo promete a la culpa y los sufrimientos del
hombre. Puede tratarse de un Cielo al pie de la letra, como ocurre en Fausto. Con más frecuencia, se trata de un estado de
dicha y redención aquí en la tierra. En virtud del remordimiento, el doliente trágico recupera un estado de gracia. O bien la
ignorancia y la injusticia social que han causado la tragedia son eliminadas mediante reformas y el despertar de la conciencia
moral. En la poética del romanticismo los Scrooge se vuelven de oro.
El tema del remordimiento resuena en toda la tradición del drama romántico, desde Coleridge hasta Wagner. La fábula
puede variar pero los clisés característicos son constantes. El héroe trágico o héroe villano ha cometido un crimen terrible,
acaso innombrable. Está atormentado por su conciencia y vaga por la tierra ocultando un fuego interior que se revela en su
aspecto febril y en el brillo de su mirada. Lo conocemos con los nombres de Viejo marinero, Caín, Holandés errante, Manfredo
o Judío errante. A veces lo acosa un doble que va tras él, imagen vengadora de si mismo o de su víctima inocente. En la hora de
la crisis mortal o próximo a la muerte, el alma del héroe romántico es «arrancada con una espantosa agonía». Súbitamente hay
un florecer del remordimiento: llevado a Tannhäuser arrepentido, el cayado papal se cubre de hojas. La salvación desciende al
espíritu magullado y el héroe, libre de la sombra de la condenación, se encamina hacia la gracia:
Al villano asesino que es responsable de los males que se cometen en The Borderers [Los fronterizos], la tragedia de
Wordsworth, le dicen al final de la obra:
John Woodvil, el héroe de una pésima pieza de Charles Lamb, la cual es absolutamente típica, relata su hora de iluminación.
En este caso la fe rousseauniana en los poderes redentores del sentimiento se ha convertido en puro clisé:
Coleridge era de sobra sagaz para no darse cuenta de que hay algo fraudulento en toda la noción de remordimiento
redentor. El villano de la pieza, Ordonio, va al fondo del asunto:
Soberbia respuesta que cala hasta el corazón mismo de la distinción entre romanticismo y sentido trágico de la vida. Pero la
mitología vigente resultó demasiado vigorosa y el drama termina con una nota de redención. Ordonio muere gritando:
«¡Expiación!».
El tema del «árbol de veneno», del remordimiento que se convierte en ponzoña porque el espíritu no acepta la posibilidad
de redención, obsesionó a Byron. Manfredo es atormentado por
Y como ha decidido, en su orgullo demencial, que su castigo debe estar a la altura de su misterioso crimen, Manfred no se
dará la absolución. Le dice al Espíritu vengador:
Hay en esta arrogancia final una sombría justicia que confiere al final de Manfred un elemento de genuina tragedia.
Pero lo que hallamos en la mayor parte de los dramas románticos, así como en la ópera wagneriana, no es tragedia. Los
dramas de remordimiento no pueden, en última instancia, ser trágicos. La fórmula que siguen es la de «casi tragedia». Cuatro
actos de violencia trágica y culpabilidad son sucedidos por un quinto acto de redención e inocencia recuperada. «Casi tragedia»
es, precisamente, el compromiso propio de una época que no creía en el carácter definitivo del mal. Representa el deseo de los
románticos de gozar los privilegios de grandeza y sentimiento intenso asociados con el teatro trágico sin pagar por ellos todo el
precio. Este precio es la aceptación del hecho de que hay en el mundo misterios de injusticia, desastres que rebasan la culpa y
realidades que constantemente violentan nuestras previsiones morales. El mecanismo de un oportuno remordimiento o redención
a través del amor –el tema archiwagneriano– le permite al héroe romántico participar de la emoción del mal sin pagar el precio
que corresponde. Transporta al público hasta el borde del terror, sólo para sacarlo de allí, en el último momento, y llevarlo a la
luz del perdón. «Casi tragedia» es, en realidad, otro modo de decir melodrama.
He insistido en este tema del remordimiento porque exhibe claramente esa elusión de lo trágico que es fundamental en el
temperamento romántico. Por otra parte, no sólo es importante en relación con las malas piezas de poetas que pueden, por una
multitud de razones, haber sido malos dramaturgos. La elusión de lo trágico es decisiva en el Fausto de Goethe. El Fausto de
Marlowe desciende al fuego del infierno con una conciencia terrible, gráfica, de su condición. Implora: «Dios mío, Dios mío, no
me mires con tanta ferocidad». Pero ya es demasiado tarde. En su lúcida conciencia, él se percata de la posibilidad de
arrepentimiento, pero también sabe que los hábitos del mal han adquirido espontaneidad en su corazón: «Mi corazón está
endurecido, no puedo arrepentirme». Justamente porque ya no puede cruzar la línea de sombra entre el pensamiento de
arrepentirse y el acto redentor, justamente por esto Fausto se condena. Pero su conciencia de la verdad, su aceptación de una
plena responsabilidad hacen de él un personaje trágico y heroico. Su último contacto con el mundo secular es pedir a sus
discípulos que se aparten de él, «para que no mueran conmigo».
En cambio el Fausto de Goethe se salva. Lo transportan entre una lluvia de pétalos de rosa y música de coros celestiales. El
Diablo es despojado de su justa recompensa mediante un acto de astucia. El intelecto de Fausto está corrompido por su
comercio con el infierno, pero su voluntad ha permanecido santificada (este hecho constituye el extremo opuesto del caso del
Doctor Fausto marloweano, que desea el mal por más que conserva un conocimiento del bien). La dicha suprema por la que
Fausto negoció con las potencias infernales resulta ser un acto de beneficencia rousseauniana: la desecación de ciénagas para la
construcción de una nueva sociedad. Es Mefistófeles quien pierde la apuesta. No corre sangre por el cielo, como en la obra de
Marlowe, sino que resuenan los hosannas redentores. Y no es esto una concesión que hace el anciano poeta a su fe, largo
tiempo gestada en la calidad santa y progresiva de la vida y el mundo. La noción del «final feliz» está explícita en los primeros
bosquejos de un drama fáustico que trazó el joven Goethe hacia 1770. El Fausto de Marlowe es una tragedia; el de Goethe, un
melodrama sublime.
Esta propensión a lo «casi trágico» rige el teatro romántico, incluso cuando el tema parece prestarse menos para un
desenlace feliz. En La doncella de Orleans, de Schiller, la dama no es para la hoguera… Y Juana muere cerca del campo de
batalla en una apoteosis de victoria y perdón. El telón cae sobre su regocijo:
Hinauf-hinauf-Die Erde flieht zurück-
Kurz ist der Schmerz,
und ewig ist die Freude![52 ]
Es una gloriosa afirmación. La escuchamos celebrada en la música de Beethoven para la Oda a la alegría de Schiller. Que
contiene la música de la revolución y el alba de un nuevo siglo. Pero se trata de una negación del significado del teatro trágico.
Schiller, quien distinguía cuidadosamente entre los géneros literarios, tuvo conciencia de la contradicción. A su pieza la tituló
Una tragedia romántica, y ésa fue, que yo sepa, la primera vez que aparecieron entrelazados esos términos antitéticos
«romanticismo» y «tragedia». Se trata de dos términos que honradamente no pueden andar juntos. El romanticismo reemplazó
la realidad del infierno que se abre ante Fausto, Macbeth o Fedra, con la cláusula salvadora de la redención oportuna y el
«Cielo compensador» de Rousseau.
En muy buena medida seguimos siendo románticos. Eludir la tragedia es norma constante en el teatro y el cine de hoy. Por
más que esto se oponga a la realidad y a la lógica, los finales deben ser felices. Los villanos se reforman y el crimen no paga.
Esa gran aurora hacia la que se encaminan, dándose la mano, los amantes y los héroes de Hollywood al final de la película,
despuntó inicialmente en el horizonte del romanticismo.
Pero así como el movimiento romántico heredó de Rousseau el supuesto de la bondad natural y su fe en los orígenes
sociales y no metafísicos del mal, así también heredó su obsesión por el yo individual. La famosa declaración inicial de las
Confesiones de Rousseau hizo sonar el acorde principal en la literatura romántica:
Je veux montrer à mes semblables un homme dans toute la vérité de la nature; et cet homme, ce sera moi. Moi seul. Je sens mon
coeur, et je connais les hommes. Je ne suis fait comme aucun de ceux que j’ai vus; j’ose croire n’être fait comme aucun de ceux
qui existent[53 ].
Rousseau acertaba al declarar que su empresa no tenía precedentes. En Montaigne la meditación sobre el yo tiene por
objeto llegar al conocimiento de la condición humana general. Para un temperamento clásico como el de Pascal el yo es
«odioso», pues interpone pretensiones y debilidades fortuitas entre el espíritu y su comunión con Dios. Rousseau y los
románticos ponen el yo en el centro del mundo inteligible. Byron observa irónicamente en su Don Juan:
En tanto que Boileau censuraba una obra de arte si en ella el autor revelaba su propia persona o su sensibilidad particular,
los románticos buscaron en el arte el embeleso del conocimiento de sí mismo. En la base del juicio de Coleridge sobre Milton
hay una auténtica revolución de valores:
Su Satanás, su Adán, su Rafael, incluso casi su Eva, son todos ellos John Milton; y es la sensación de este egotismo lo que me
proporciona el mayor placer cuando leo las obras de Milton. El egotismo de semejante hombre es una revelación del espíritu.
La imagen clásica del hombre lo sitúa dentro de una arquitectura estable de costumbres, tradición religiosa y política, y casta
social. El hombre ajusta su personalidad individual al estilo de su posición temporal. El hombre romántico es Narciso en
búsqueda y afirmación exaltadas de su naturaleza sin par. El mundo circundante es espejo o eco de su presencia. Padece y se
deleita en su soledad:
Fue en la poesía lírica y en la prosa de ensoñación o la narración en primera persona donde el romanticismo alcanzó sus
glorias culminantes. La vida y la pureza del espíritu privado en el arte de Wordsworth, Keats, Shelley, Lamartine, Vigny, Heine,
Leopardi o Pushkin confiere a sus poemas una especie de incandescencia. Arden al tacto. Nuestra idea del alcance de la prosa
sería menos rica si no conociéramos a Werther, las Confesiones de un opiómano inglés, o las Memorias del subsuelo de
Dostoievski. El romanticismo enseñó a la prosa el arte de la intimidad.
Pero ocurre que el modo lírico es profundamente ajeno a lo dramático. El teatro es el ejercicio supremo de altruismo. Por
un milagro de auto-destrucción controlada que sólo confusamente podemos aprehender, el dramaturgo crea personajes vivos
cuyo resplandor vital está en proporción exacta con su «alteridad», esto es, con el hecho de no ser imágenes, sombras o ecos
del propio dramaturgo. Falstaff vive porque no es Shakespeare; y Nora, porque no es Ibsen. A decir verdad, su capacidad de
vida es superior a la de sus progenitores. Incluso si Sófocles fuera tan sólo un nombre que sirviera para designar a un
desconocido, como ocurre con Homero, Edipo y Antígona serían indestructiblemente vitales. Aparte del erudito, ¿quién está al
tanto de la identidad del primer poeta que llevó a don Juan a las tablas? ¿Qué conocimiento nos es necesario tener de Racine
para experimentar la intensidad de vida de Ifigenia o de Fedra? Sin duda la creación de un personaje dramático está en relación
con el genio específico del dramaturgo. Pero realmente ignoramos en qué forma. Los personajes son, acaso, esas porciones de
sombra o vitalidad independiente dentro de la psique que el poeta no puede integrar a su propia persona. Son cánceres de la
imaginación que insisten en su derecho a vivir fuera del organismo que los engendra (¿cuánto tiempo podría un hombre soportar
un Edipo o un Lear, encerrado en su interior?). Pero, cualquiera que sea la relación entre ellos y la fuente inventiva, los
personajes dramáticos asumen su integridad. Tienen sus vidas propias que van mucho más allá de los años del poeta. No
poseemos, ni nos hacen falta, biografías adecuadas de Esquilo o de Shakespeare.
Todo arte clásico aspira a este ideal de impersonalidad, a esta separación entre la obra y la contingencia del artista. El
romanticismo aspira a lo contrario. Trata de conseguir que el poema sea inseparable de la voz del poeta. En la imaginación
romántica la expresión tiende invariablemente hacia el autorretrato.
Semejante concepción resulta absolutamente inadecuada en el caso del teatro. Los románticos trataron de poner la forma
dramática dentro del alcance del egotismo. Heine se gloría de afirmar que sus tragedias son revelaciones íntimas de su propio
corazón:
En realidad, ni Almansor ni Ratcliff tienen chispa de vida independiente. Únicamente existen por gracia de nuestro interés
en el propio Heine. En Las contemplaciones, Victor Hugo compara al dramaturgo con una criatura –cabe suponerla mitad
pelícano y mitad fénix– que derrama su sangre para crear personajes que son sin excepción reflejos de su propia identidad. El
fragmento entero constituye un credo romántico:
No todos los poetas del periodo romántico fueron ciegos a la contradicción entre una teoría egotista del arte y la naturaleza
del teatro. El byronismo representa una exuberante expresión lírica de conciencia de sí mismo. Pese a ello, en lo referente al
teatro, el mismo Byron mantenía convicciones clásicas. Así, trató de escribir diversas tragedias en las que la voz del poeta
quedara en silencio detrás de las de los personajes. Keats fue aún más lejos. Desarrolló un ideal de teatro explícitamente
antirromántico, fundado en el rechazo de lo que llamaba «la sublimidad egotista». Inspirado por la interpretación que Hazlitt
hiciera de Shakespeare, Keats afirmaba que «los hombres de genio son grandes como ciertas sustancias químicas etéreas que
actúan sobre la masa de un intelecto neutral; pero no poseen ninguna individualidad, ningún carácter determinado». En octubre
de 1818 llegó a su concepción sobre el verdadero poeta. Es un pasaje famoso, pero tan cargado de significado que nunca se
citará demasiado:
Por lo que hace al carácter poético mismo (quiero decir, esa clase de la que, si algo soy, soy miembro; esa clase diferenciada de lo
sublime wordsworthiano o egotista; que es una cosa per se y existe independientemente), no es en sí mismo, no tiene un yo, lo es
todo y no es nada. No posee un carácter: goza de la luz y la sombra; vive con placer, por igual tratándose de bueno o malo, alto o
bajo, rico o pobre, mezquino o elevado. Lo mismo le deleita concebir un Yago que una imagen… Un poeta es la menos poética de
cuantas cosas hay, ya que carece de Identidad… Cuando estoy en una habitación con otras personas, si llego a hallarme libre de
especulaciones sobre las creaciones de mi propio cerebro, no ocurre que mi ser se concentre en mí sino que la identidad de cada
uno de los que están en la habitación empieza a asediarme de tal modo que en muy poco tiempo quedo aniquilado.
Yo no vivo solamente en este mundo sino en un millar de mundos… Según mi estado de ánimo estoy con Aquiles gritando en las
trincheras o con Teócrito en los valles de Sicilia. O bien arrojo todo mi ser dentro de Troilo… Me disuelvo en el aire.
Estupendamente clásico es en Keats el reconocimiento de cómo el poeta dramático queda «aniquilado» dentro de su obra.
Refuta toda la concepción rousseauniana y romántica sobre la primacía del yo. Estas cartas de 1818 constituyen todo un
programa hermosamente articulado para lograr un resurgimiento de la tragedia inglesa. Pero, en cambio, Keats produjo un
lamentable melodrama, a saber, Otón el Grande. Y en este caso no es el motivo la incapacidad para comprender la función del
poeta dramático. Es un motivo de forma técnica. Si bien Keats caló mucho más hondo que otros románticos en la naturaleza de
lo dramático, por otra parte compartió la creencia entonces vigente según la cual el futuro de la tragedia era inseparable del
ideal shakespeareano.
La admiración por Shakespeare antecede al periodo romántico. Una y otra vez Dryden expresó la conciencia de la
grandeza incomparable del poeta:
Incluso cuando formulaba ciertas reservas formales, Samuel Johnson veía en Shakespeare un titán superior a cualquier
dramaturgo neoclásico y, a veces, a los trágicos griegos. Entre 1766 y 1799 aparecieron unas treinta y cinco ediciones de las
obras teatrales de Shakespeare y los eruditos trabajos llevados a cabo como compiladores por Johnson, Steevens y Malone
sentaron las bases para una gran parte de nuestro texto actual. Ya en 1786 un ensayista podía escribir sobre Shakespeare con
un tono próximo al de los más altos arranques de exaltación romántica: «Mas, diréis vosotros, jamás vimos tal cosa. Tenéis
razón: la Naturaleza lo hizo y luego rompió el molde».
Pero la relación romántica con Shakespeare llega más adentro. En toda la crítica del siglo XVIII no podremos encontrar
nada comparable con los paralelos entre Shakespeare y las Escrituras que traza Coleridge o con esa concepción de
Shakespeare como el maestro primordial del espíritu humano que se enuncia en las cartas de Keats. La sensibilidad romántica
reunió sus principales fuerzas alrededor del teatro de Shakespeare. Los poetas románticos trataron de meter sus propias
personas en el molde de Romeo, Lear o Macbeth. Hamlet se convirtió en su símbolo y espíritu guardián. En las vidas de
Charles Lamb, Hazlitt, Coleridge, Keats, Víctor Hugo, Musset, Stendhal, Schiller y Pushkin –la lista podría extenderse hasta el
infinito– el descubrimiento de Shakespeare fue el gran despertador de la conciencia. En sus Memorias Berlioz relata la
conmoción del descubrimiento de Shakespeare:
Shakespeare, en tombant sur moi à l’improviste, me foudroya. Son éclair, en m’ouvrant le ciel de l’art avec un fracas sublime, m’en
illumina les plus lointaines profondeurs. Je reconnus la vraie grandeur, la vraie beauté, la vraie vérité dramatique… Je vis… je
compris… je sentis que j’étais vivant et qu’il fallait me lever et marcher[59 ].
Tras lo cual contrajo desgraciado matrimonio con una actriz shakespeareana con el fin de vivir más cerca del fulgor de
Julieta y Ofelia. En la historia del artista romántico, sea éste poeta, compositor o pintor, como en el caso de Delacroix, es el
tomo de Shakespeare encontrado en la biblioteca en una noche de invierno o bien descubierto en algún puesto de venta de
libros lo que suscita en su alma el atisbo de la genialidad.
Así, Shakespeare se convirtió para los poetas románticos en algo más que un objeto de reverencia crítica. Sus obras fueron
presentadas como un modelo para todo teatro posterior. En palabras de Coleridge:
Combinad todo, ingenio, sutileza y fantasía, con profundidad, imaginación, y susceptibilidad moral y física a lo placentero; y haced
que el objeto de la acción sea el hombre universal; y entonces tendremos –¡qué profecía tan temeraria!, mejor dicho, ya tenemos– a
Shakespeare.
Para que la tragedia inglesa saliera de su modorra neoclásica era imprescindible la llamada de Shakespeare. En él se hallaba
el dominio de todas las artes y pasiones, así como de todos los estilos poéticos. Aconsejando a un amigo sobre el orden
apropiado para una tragedia, Lamb le decía:
Te recomiendo una situación como la de Otelo en relación con la intercesión de Desdémona en favor de Casio. Del mismo modo, las
escenas secundarias pueden beneficiarse con alusiones. El hijo puede ver a su madre en un baile de máscaras o una fiesta, como
Romeo a Julieta… A Dawley puede contarle el pasado licencioso de su esposa, en un baile de máscaras, una especie de bruja –algo
como en el caso de Macbeth en el brezal–, en frases oscuras.
En su prefacio a The Borderers, Wordsworth destaca que la figura de Yago y su emponzoñamiento del espíritu del Moro
son de importancia decisiva para su propia obra. Coleridge llamó a Zapolya una «humilde imitación de Cuento de invierno». A
decir verdad, desde Coleridge hasta Tennyson, casi todos los dramas poéticos ingleses son débiles variaciones sobre temas
shakespeareanos.
Pero no exclusivamente. En el círculo de la imitación ardiente también se introdujo a los contemporáneos de Shakespeare.
El romanticismo inglés redescubrió a Marlowe, Chapman, Marston, Tourneur, Middleton, Webster y Ford. Con la publicación,
en 1808, de los Specimens of English Dramatic Poets [Ejemplos de poetas dramáticos ingleses], de Lamb, se abrió a la
aspiración romántica al teatro un tesoro de retórica y sentimiento trágico. «Cuando nos muestran un gigante –preguntaba
Lamb–, ¿disminuye la curiosidad que nos digan que él tiene en casa todo un conjunto de hermanos gigantescos, sólo menores
que él?». De aquí que encontremos en John Woodvil de Lamb no sólo una servil imitación de Como gustéis, sino también otros
pasajes modelados conforme a Ford y a Dr. Faustus. En Los Cenci, hay docenas de ecos de Romeo y Julieta y de Medida
por medida, pero Shelley también sacó partido del tono y la trama de El demonio blanco y La duquesa de Amalfi. El erudito
Coleridge incluyó en Remordimiento unas piezas de la Spanish Tragedy [Tragedia española] preshakespeareana y de The
Two Noble Kinsmen [Los dos nobles parientes], pieza tradicionalmente atribuida al maestro y a Fletcher. En síntesis, el teatro
romántico inglés constituye una velada antología de los dramaturgos isabelinos y jacobinos.
He aquí ahora el punto decisivo: la imitación romántica de Shakespeare y sus contemporáneos no sólo abarcó elementos
argumentales y de técnica teatral; fue, además, una imitación deliberada y puntual en materia de lenguaje. El siglo XVIII había
admirado a Shakespeare a pesar de su lenguaje arcaico. Un crítico como Johnson sostendría que el inglés había ganado en
claridad y sobriedad desde los isabelinos y jacobinos. Poseía demasiado buen sentido para suponer que el lenguaje de un
periodo literario anterior pudiera resucitarse, siendo el lenguaje el espejo vivo del cambio histórico. En cambio, los románticos
se zambulleron en el habla shakespeareana con la esperanza de llegar a restablecer así la perdida gloria del escenario inglés. De
sus tramas melodramáticas y sus fantasías egotistas colgaban grandes hileras de palabras sacadas de Marlowe, Shakespeare,
Webster o Ford. El resultado es un tétrico fárrago. Citar más de una o dos muestras representativas constituiría un ejercicio de
mofa.
Acaso porque conocía a los antiguos dramaturgos aún más íntimamente que a sus contemporáneos, Lamb era el que estaba
más desvalido cuando se trataba de sus propias piezas. Considérese la escena con que se abre John Woodvil:
El episodio procede de Otelo y toda la inapropiada respuesta está sacada de El mercader de Venecia. El lenguaje en sí es
un bodrio arcaico que nunca habló ser viviente alguno.
En el otro extremo de la imitación encontramos Los Cenci. En este caso el pastiche se eleva al nivel de arte. La pieza da la
impresión de haber sido concebida por un poeta de talento evidente como ejercicio estilístico en el modo isabelino. A veces los
sentimientos expresados son tan poderosos que dominan la lengua tomada en préstamo y le dan naturalidad:
So young to go
Under the obscure, cold, rotting,
wormy ground!
To be nailed down into a narrow place;
To see no more sweet sunshine;
hear no more
Blithe voice of living thing;
muse not again
Upon familiar thoughts, sad,
yet thus lost!
How fearful! to be nothing! Or to be–
What? O, here am I?
Let me not go mad!
Sweet Heaven, forgive weak thoughts!
If there should be No God, no Heaven,
no earth in the void world;
The wide grey, lampless, deep,
unpeopled world![61 ]
El dolor de Beatrice Cenci está tan hermosamente expresado que podemos, de momento, pasar por alto la fidelidad con
que está modelado conforme al arranque de Claudio en el acto III de Medida por medida. Pero hasta en los mejores pasajes
importuna el hecho de la imitación. Cuando Beatrice hace frente a sus torturadores,
Shelley escribía, observa Edmund Blunden, «con los Specimens de Lamb al alcance de la mano».
Viendo en Shakespeare a su «santo patrono» y la encarnación última del genio dramático, Keats siguió inevitablemente las
huellas shakespeareanas al escribir Otón el Grande. La obra es un melodrama gótico; en parte el descabellado argumento
deriva de Cimbelino y de Mucho ruido y pocas nueces, y un erudito ha contado préstamos tomados del vocabulario de
diecisiete piezas de Shakespeare. Keats también tuvo en cuenta a Middleton, cuyo Duke of Milan [Duque de Milán] leyera
poco antes de emprender su Otón, así como a Marlowe. Cuando trató de ser dramaturgo, el poeta de las odas y Lamia estaba
tan indefenso como un escolar ante el ímpetu y la exuberancia del estilo marloweano:
Dígase lo que se diga, estoy convencido de que el hombre que despierte el teatro tendrá que ser un individuo audaz que pise fuerte,
no uno que se arrastre por agujeros de gusanos y ni siquiera un revisor, por bueno que fuera. Esas reanimaciones tienen frialdad de
vampiro. Espectros como Marlowe, Webster, etc., son mejores dramaturgos, y mejores poetas, me atrevo a decir, que cualquier
contemporáneo nuestro; pero son espectros: el gusano está en sus páginas; y aspiramos a ver algo que nuestros tatarabuelos no
conocieran ya. Con toda reverencia hacia las antigüedades del teatro, sigo pensando que más nos valdría crear que resucitar, o sea,
tratar de darle a la literatura de esta época una idiosincrasia. Y un espíritu propio, convocando sólo un fantasma para contemplarlo,
no para vivir con él, pues en este momento el teatro es una ruina espectral.
Pero entre esta lúcida conciencia y el acto de escribir caía la sombra de Shakespeare. Y en el teatro inglés cae todavía. El
problema de la poesía dramática en gran parte no está resuelto aún. El lenguaje del teatro poético inglés trata todavía de
liberarse del precedente shakespeareano. El verso blanco inglés parece llevar la marca de Shakespeare en la médula. También
hoy gran parte del teatro serio es «una ruina espectral», y me pregunto si hemos avanzado mucho desde 1902, cuando Edmund
Gosse decía lo siguiente sobre la tradición isabelina: «Nos cautiva, nos oprime, nos destruye».
V
El hechizo de Shakespeare también fue eficaz más allá de Inglaterra. Su nombre y su obra fueron un grito de batalla para los
románticos franceses. La voz romántica no llegó por primera vez al teatro francés con Hernani, sino con la traducción de Otelo
hecha por Vigny y estrenada en octubre de 1829. Victor Hugo consideraba su patrono espiritual a Shakespeare y estaba
decidido a romper el molde neoclásico con un martillo shakespeareano. En el prefacio de Cromwell declaraba que la genialidad
esencial del romanticismo consistía en asociar lo «grotesco» con lo «sublime», combinar en el arte lo jocoso y lo terrible con
ideales de belleza expresiva.
Esta armonización de emergías rivales había sido conseguida por primera vez por Shakespeare, «el poeta soberano»:
Shakespeare, c’est le drame; et le drame qui fond sous un même souffle le grotesque et le sublime, le terrible et le bouffon, la
tragédie et la comédie[65 ].
Desde su exilio en la isla de Jersey, Victor Hugo rindió al poeta isabelino un homenaje exuberante y subyugante. En realidad
su William Shakespeare no es obra de crítica literaria: es un grito extático de la imaginación romántica. El libro está colmado de
la grandilocuencia del mar que entonces rodeaba a su autor. La escala de juicio es más que humana. Shakespeare es un
promontorio que se levanta en las aguas de la eternidad; en la vastedad de su alma alternan huracanes de furia aniquiladora con
la calma absoluta; en sus obras se refleja el misterio de la creación elemental. Con Homero y Esquilo, con Job, Isaías y Dante,
Shakespeare constituye una de las solitarias cimas del espíritu humano. Aquellos que le precedieron en el tiempo parecen
apuntar hacia su magnificencia culminante. Es a imagen de Shakespeare como el artista moderno, como Beethoven o el mismo
Victor Hugo, debe crear su propio ideal.
Estos contemporáneos románticos de Shakespeare estaban poseídos por un entusiasmo admirativo semejante. A menudo
era poco lo que sabían del logro concreto de Shakespeare. El nombre del maestro isabelino bastaba como un catalizador para
su propio sentido de lo heroico, lo apasionado y lo sublime. Lo que contaba realmente era el hecho de que el neoclasicismo
francés había pasado por alto o vilipendiado al creador de Hamlet y Romeo. Voltaire, la bête noire de los románticos, había
visto en Shakespeare a un bárbaro hirsuto, de vez en cuando redimido por destellos de una energía primitiva. Hasta Diderot,
quien había reconocido en él a un «coloso», encontraba que sus obras eran «toscas» e «informes». Semejantes errores de juicio
eran excelentes presas para la puntería romántica. A través del ensayo de Victor Hugo sopla un huracán de invectiva contra los
críticos y poetastros del siglo XVIII que habían tratado de medir la libertad demoníaca del arte de Shakespeare con sus reglas
diminutas. Quienes están contra Shakespeare, dice Hugo, están contra nosotros. Son los reaccionarios, los académicos, los
filisteos a quienes los jóvenes románticos asediaron en la platea durante el estreno de Hernani. El mismo Stendhal, quien se
sabía de primera mano su Shakespeare, veía en Hamlet, Lear y Macbeth otras tantas palancas para sacar a Racine del puesto
rector que ocupaba en la sensibilidad francesa. El Shakespeare stendhaliano es grande en buena parte porque afirma valores
opuestos a los de Racine.
Así, la influencia shakespeareana en el teatro romántico francés fue en su mayor parte estratégica. Los románticos apelaban
al precedente shakespeareano cuando cometían audacias que ya estaban implícitas en sus propios cánones. Entremezclaban lo
cómico y lo trágico como rechazo de la doctrina neoclásica de la unidad. Introducían personajes grotescos y de baja extracción
en la esfera del teatro más elevado a fin de acabar con el principio neoclásico del decoro. Llevaron al teatro temas de locura,
violencia física, espectros y fantasía cuasionírica. Sus heroínas eran Ofelias o Desdémonas que exhalaban su angustia a los
sauces. Sus héroes eran príncipes venidos de Dinamarca; sus villanos, Yagos que se enroscaban. Mas la sustancia era la del
propio romanticismo. Procedía del gran movimiento hacia el pathos que se dio a finales del siglo XVIII, de los ideales
igualitarios de la Revolución francesa y del mundo nocturno del goticismo. Así, si el héroe romántico es Hamlet, también lo es
Werther y el «demonio-amante» de las baladas alemanas.
En verdad, en la interpretación de Shakespeare que hicieron los románticos franceses hay mucho de incomprensión. Veían
en Shakespeare una cabal libertad de la forma, pues no tenían conciencia de los elementos rituales y convencionales que
intervenían en el teatro isabelino. Su noción del realismo shakespeareano era ingenua. El historicismo de Hugo, Dumas o Vigny,
su interés apasionado por el color local y la autenticidad en la presentación es absolutamente ajeno a Shakespeare. Nada
podría apartarse más del espíritu del teatro isabelino que la afirmación de Hugo según la cual «no hay en Ruy Blas un detalle de
la vida pública o privada, de escenario, blasones, etiqueta, biografía…, que no sea escrupulosamente exacto».
El mundo de Julio César y de Antonio y Cleopatra, así como el de los dramas históricos, es un mundo en que la
imaginación está exenta de obligaciones de fidelidad histórica. Cuando Víctor Hugo abre su Cromwell con una fecha precisa:
«Demain, vingt-cinq juin mil six cent cinquante-sept»[66], pone en evidencia que pertenece al siglo de Hegel. Tanto en
Shakespeare como en Racine hay intemporalidad; y cuando hay tiempo no se trata de cronología.
Si la visión que de Shakespeare tuvieron los románticos franceses es más entusiasta que sabia, el motivo de esto es obvio.
La mayor parte de los contemporáneos de Víctor Hugo no conocía a su autor en el texto original. Habían leído las obras en las
mediocres traducciones de Pierre Le Tourneur, publicadas entre 1776 y 1782. Cuando la primera compañía de actores ingleses
llegó a París en 1827 para representar Romeo y Julieta, Hamlet y Otelo en su idioma original, el teatro estaba repleto de
entusiastas que no podían entender una sola palabra de todo lo que se decía. Entre ellos figuraba Berlioz, cuya idolatría por
Shakespeare y cuyos marcos musicales para temas shakespeareanos se basaban en deplorables traducciones. Sólo a finales del
siglo XIX, y con la labor crítica de Taine, el auténtico Shakespeare llega a ser accesible para el lector francés.
De modo que el Shakespeare de los románticos no era ante todo un poeta isabelino con tradiciones medievales en su arte y
su concepción del mundo. Era un maestro de sublimidad poética y pasión volcánica, un proclamador del amor y la melancolía
románticos, un extremista que escribía melodramas. La diferencia entre la imagen falsa y la exacta puede verse claramente en las
óperas de Verdi. Macbeth dramatiza una versión romántica de Shakespeare. En cambio, Otelo y Falstaff exhiben una
comprensión transformadora del significado concreto de las dos piezas de Shakespeare.
Frente a estos hechos hay una notable excepción. El Lorenzaccio de Musset está modelado por una percepción directa de
la cualidad shakespeareana. Demuestra que un poeta es excepcionalmente afortunado cuando puede entrar en el espíritu de
Shakespeare sin conseguir entrar completamente en la letra. Si Musset hubiera estado más embebido del texto concreto de
Shakespeare, Lorenzaccio podría haber sido uno más entre docenas de dramas románticos seudoshakespeareanos. En
cambio, sólo tomó de Shakespeare lo que podía remodelar en su propio lenguaje. Pero volveré más adelante sobre
Lorenzaccio.
En Alemania y en la literatura alemana, el papel de Shakespeare fue mucho más decisivo que en Francia. El motivo fue que,
en un sentido paradójico, la influencia de Shakespeare se ejerció desde dentro. La traducción de Wieland hecha hacia 1760 y la
famosa versión de todas las obras de Shakespeare por Schlegel y Tieck (1796-1833) no se limitaron a comunicar a la
conciencia alemana el genio de un poeta extranjero. Estas formidables recreaciones del texto inglés coincidieron exactamente
con el momento en que el idioma alemán llegaba a su mayoría de edad literaria. Entraron directamente en el crisol. La manera
shakespeareana penetró en la cadencia y la tonalidad del alemán clásico. La sensibilidad alemana hizo suyos los hábitos de
retórica y dialéctica inherentes a la tragedia shakespeareana. Fue un verdadero injerto de la rama extranjera en el tronco
nacional. Durante el siglo XIX Alemania se convirtió en la fuente de gran parte de lo mejor en materia de crítica y erudición
shakespeareanas. En ninguna otra parte se representaban las obras con frecuencia o fidelidad al texto comparables. El público
alemán veía versiones auténticas de Hamlet y Lear cuando en la mayor parte de los escenarios ingleses se usaban todavía
textos suavizados o cercenados para acomodarlos al gusto neoclásico. Como era de esperar, esta apasionada relación entre
Alemania y Shakespeare culminó con la tentativa de ciertos eruditos prusianos que se empeñaron en demostrar que en realidad
Shakespeare había sido alemán.
Pero, por lo mismo que la presencia de Shakespeare es tan real en el idioma alemán y en el desarrollo del teatro alemán, se
hace difícil señalar con precisión sus derivaciones. En la correspondencia entre Goethe y Schiller –ese vívido comentario sobre
la precariedad y las posibilidades de una cultura nacional–, la existencia del teatro de Shakespeare es un supuesto básico. Es el
diapasón con que el teatro nacional debe probar sus notas. Los dos maestros adaptaron piezas de Shakespeare para el
escenario de Weimar y el ejemplo shakespeareano es de importancia decisiva en las obras de ambos. En la obra de Goethe,
Götz von Berlichingen y Egmont están vívidamente teñidos por el tinte shakespeareano. En una y otra composiciones
descubrimos una tensión que es característica de los dramas históricos de Shakespeare, y en ambas la vida trágica del héroe se
despliega contra el lienzo más vasto de la muchedumbre y del momento histórico. Alentado por Goethe, Schiller abrigó el
pensamiento de escribir una serie de dramas basados en la historia de Alemania. Dichas piezas habrían estado destinadas a
despertar la conciencia nacional alemana al darle una visión del pasado comparable a la que los ingleses hallaban en
Shakespeare.
En noviembre de 1797 Schiller le escribía a Goethe: «Durante estos últimos días he estado leyendo las piezas de
Shakespeare que se ocupan de la Guerra de las Rosas, y ahora que he terminado Ricardo III, me siento presa de verdadera
estupefacción. Esta obra es una de las más nobles tragedias que conozca… Ninguna pieza de Shakespeare me ha recordado
tanto la tragedia griega». La carta termina señalando que Wallenstein progresa satisfactoriamente. Esta concatenación de ideas
no es accidental, pues en todo el teatro alemán Wallenstein es la pieza más shakespeareana. En ella todo refleja cuánto había
estudiado Schiller a Enrique IV, Ricardo II y Ricardo III: la vastedad del diseño que abarca un preludio dramático y dos piezas
extensas, las líneas de acción que dan vueltas y se cruzan en complejas pautas, el héroe en quien la decisión alterna con el
abatimiento y la introspección. Pero la deuda más significativa es la que hace a la presentación de la muchedumbre. Las
convicciones de Schiller en tanto que revolucionario e historiador le hacen atribuir a la muchedumbre un papel modelador en los
acontecimientos políticos. Pero la presentación de una masa de soldados o de ciudadanos estaba completamente fuera del
alcance del teatro antiguo y neoclásico. Goethe le sugirió a Schiller que la solución estaba en Julio César y Coriolano, donde
el conflicto entre individuo y muchedumbre está cabalmente dramatizado. En la medida en que traslada la vida de la
muchedumbre a un prólogo especial, Wallenstein no llega a la altura de la intención de Schiller. Se estaba aproximando al ideal
de la interacción en Demetrius, un gran torso teatral que Schiller no vivió lo necesario para terminar. En esta obra, al igual que
en Shakespeare, la muchedumbre iba a ser actor, coro y fuerza elemental.
El tema de Demetrio, el falso zar, nos lleva a considerar la mejor de todas las obras de teatro generadas por el estudio
romántico de Shakespeare y una de las muy pocas auténticas tragedias escritas en el siglo XIX. Desterrado en la heredad de su
familia durante el año de 1824 a 1825, Pushkin pasó de Byron a Shakespeare. Tenía aguda conciencia de que hasta ese
momento la literatura rusa no había producido ningún teatro. Shakespeare le reveló la poesía trágica de lo histórico. Boris
Godunov es una obra maestra. El ritmo nervioso, desgarrado, de las sucesivas escenas puede estar lejanamente emparentado
con Götz von Berlichingen, pero Mussorgsky vio en ella una cualidad que era peculiarmente rusa. La densa oscuridad de la
atmósfera, la histeria que brilla en los bordes de las mentes de los personajes, presagia el clima de Dostoievski. La agonía de
Boris, cuando los boyardos lo van rodeando como murciélagos encapuchados, sugiere lo que el teatro de Bizancio podría
haber producido si hubiera habido trágicos bizantinos. Tiene el peso y el brillo ominoso de un mosaico. Aun así, Boris
Godunov no tendría en absoluto nada que se pareciera a su fama actual de no haber sido por Macbeth, Enrique IV y Ricardo
III. Boris es un tirano shakespeareano en quien el mal es mitigado, lo mismo que en Macbeth, por su vívida imaginación y por
su conciencia moral. Le rondan visiones shakespeareanas de castigo. Los nobles que lo rodean son esos feroces y astutos
animales de presa que luchan por York o Lancaster en los dramas históricos de Shakespeare. Las escenas de batallas están
ejecutadas conforme al estilo isabelino y la muchedumbre rusa hierve alrededor de los grandes personajes como en el caldero
de Ricardo III.
Pero tan grande era el talento de Pushkin, y tan grandes son las distancias de idioma y ambiente que separan la obra rusa de
sus fuentes shakespeareanas, que no sentimos la sensación de la mera imitación. Lo que Pushkin tomó lo hizo enteramente suyo.
A diferencia de lo que ocurre en todo el resto del teatro romántico, la presencia de Shakespeare arroja luz, en vez de sombra,
sobre Boris Godunov.
En el teatro romántico europeo es muy poco lo que rivaliza con la coherencia trágica de Boris Godunov. Sin embargo, la
causa de esto no es fundamentalmente una influencia paralizadora de Shakespeare. En Inglaterra dicha influencia fue tan
aplastante que despojó de toda vida al teatro poético. En otras partes sólo pudo actuar como un estimulante o como una
seducción parcial. El fracaso de la tragedia romántica en Europa, o la elusión deliberada de lo trágico, no puede explicarse a
través de una sola circunstancia universal. Por otra parte, el caso es diferente en Francia y en Alemania.
Cuando se trata del teatro romántico francés se recoge categóricamente la impresión de fracaso artístico. Las piezas de
Victor Hugo, Vigny y los románticos menores no sólo están irremediablemente datadas; flota en torno a ellas un sutil aroma de
putrefacción. Pero ¿por qué Hernani y Ruy Blas resultan tan intolerables cuando se las considera cuidadosamente? Victor
Hugo poseía un olfato extraordinario para lo teatral. Era un versificador brillante y astuto. Disponía de elencos que dan la
impresión de haberse contado entre los mejores en la historia teatral reciente. Entonces, ¿por qué sus piezas son tan
intensamente triviales? Sin duda la causa es que en ellas lo teatral se impone incesantemente a lo dramático. Todo es efecto
exterior; e invariablemente el efecto supera enormemente a la causa. En una pieza como Ruy Blas se levanta un edificio de
incidentes, pasiones, retórica y gestos grandiosos sobre los más precarios cimientos. No hay un núcleo de motivación inteligible;
en el supuesto de que lleguemos a desentrañarlos, los motivos en juego son de levísimo interés. Lo que se proporciona en dosis
excesivas son las apariencias de drama. Pues Victor Hugo es magistral como empresario de teatro. Los personajes se
desembozan de pronto para revelar quiénes son, caen por chimeneas, sacan escalofriantes estoques ante la menor provocación,
rugen como leones y mueren con largos preludios. La mecánica de la excitación está maravillosamente tramada. El telón cae
sobre los sucesivos actos como el trueno, dejándonos sin aliento, a la espera de lo que vendrá en seguida. A menudo las
mismas situaciones son inolvidablemente vividas. Incluso si Hernani sólo se ha visto de niño (y más tarde se hace difícil aguantar
su extensión), uno recuerda el gran redoble de tambores con que el héroe revela su identidad en la cripta en Aquisgrán:
¿Quién podría olvidar la entrada de la figura enmascarada en el último acto de Ruy Blas?:
El final de Torquato Tasso es de sosiego, pero se trata de un sosiego precario que va acompañado de atisbos de futuro
desastre. Si hay en la obra cierto alejamiento de lo perentorio, la causa de ello es que en esta obra, tal vez más que en cualquier
otra creación literaria, el drama se ha interiorizado. Las únicas acciones son las de los estados de ánimo y de los sentimientos.
Tasso es una obra que conmueve, pero en ella Goethe comete, con su propio estilo elevado, la falacia romántica del egotismo.
La obra adquiere significado en virtud del autorretrato. Presenta a Goethe animando una visión de su propia naturaleza dual. Se
trata de una meditación lírica a la que se le ha otorgado forma teatral. Y no experimentamos la nítida vibración trágica porque
sabemos que Goethe, a diferencia de Tasso, no se hundirá en el desastre sino que seguirá victorioso hacia adelante, siendo a la
vez Tasso y Antonio. Si la obra se atuviera menos a la personalidad de su autor, ostentaría un significado más grave.
Hay otro drama del periodo de Weimar que parece orientarse hacia lo trágico, pero se trata de una obra que se cuenta
entre las más desconcertantes de Goethe. El efecto borroso, algo artificial, de La hija natural no guarda proporción con la
destreza y las energías gastadas. Nos encontramos situados al comienzo de grandes conflictos; una maraña de vidas privadas se
destaca en relieve contra un fondo de confusión política. Goethe da la impresión de ir hacia un enunciado dramático fundamental
en lo referente a la Revolución francesa. Pero el drama se desvía hacia la intriga y termina con una nota de misterio. Esto ocurre,
en parte, porque La hija natural es la primera parte de una trilogía proyectada y Goethe nunca escribió el resto. Pero las
claves con que contamos permiten suponer que la solución final habría estado en el progreso y la reconciliación. Como en otras
obras de Goethe, lo trágico habría sido un preliminar a la afirmación.
Pero hasta como fragmento La hija natural resulta fascinante porque nos señala un rasgo característico en las obras de
Goethe. Todos sus escritos, incluso los más espléndidos, dejan cierta sensación de algo inacabado, como si se tratara de las
realizaciones parciales de un designio interior todavía más completo y concluyente. En la contemplación de la estatua terminada
nos viene a la cabeza una sensación de bloque de mármol que no ha sido empleado en su totalidad. Entre las obras de Goethe
hay complejas resonancias, como si un eco en la suma de ellas diera a cada una su consumación. Y en un último análisis esa
suma de ellas fue la vida del hombre. El modo como usó Goethe sus múltiples energías constituyó su máxima obra de arte,
otorgando sentido a todas las expresiones fragmentarias de forma creadora. Y está claro que el modo trágico fue uno de los
modos de comprensión que esa vida tuvo presentes pero que supeditó a valores más afirmativos y jubilosos. En Goethe hasta la
encarnación del mal, Mefistófeles, tiene una especie de siniestra alegría. Los fuegos del infierno no le queman: le sirven para
calentarse las manos.
Si en alguna parte se unen los dispares ideales del romanticismo y la tragedia, donde esto ocurre es en los dramas de
Schiller. Schiller es el dramaturgo más rico que haya producido la literatura occidental entre Racine e Ibsen y no es posible
pasar revista a su abundante logro en breve espacio. De modo que también en su caso me reduciré a considerar nuestro
aspecto específico: Schiller y la concepción de la tragedia. Pero en el caso de
Schiller esta visión teórica tiene cierta justificación, puesto que en él floreció esa conciencia dual que observamos
inicialmente en Dryden. Schiller fue al mismo tiempo poeta y crítico. Meditó con profundidad y agudeza sobre problemas de la
forma poética y dejó un conjunto de crítica filosófica de primera magnitud. En Schiller el dramaturgo respondía específicamente
a los desafíos que le lanzaba el crítico.
Permanentemente tuvo Schiller conciencia de que el espíritu moderno difería categóricamente del espíritu que originó el
teatro clásico y el shakespeareano. Experimentó en toda su amplitud, y a decir verdad en parte provocó, la crisis de sentimiento
a finales del siglo XVIII, el giro hacia la vida sentimental y el pathos. Su primer drama, Los bandidos, apareció ocho años
después de Werther (1774 y 1781) y, junto con la novela de Goethe, se convirtió en santo y seña del romanticismo. El drama
proclamaba, con acentos de frenesí lírico, los derechos de la pasión frente a los de la moralidad convencional y el rango social.
Y en tanto que el romanticismo fue en Goethe un estado de ánimo pasajero u ocasional, una de las condiciones del sentimiento
en que podía traducir su genio proteico, para Schiller constituía, en cambio, un marco natural. Era un romántico en virtud de su
liberalismo militante, de su amor por lo indómito y lo pintoresco en la naturaleza, de su aguda sensibilidad para el colorido local
y el peso de la historia. En sus dramas y baladas heroicas la generación romántica encontró su repertorio de emociones. Casi
hasta el final de su vida, cuando la enfermedad le ensombreció, conservaba Schiller un optimismo rousseauniano. Consideraba
que el hombre era virtuoso por naturaleza y creía en la posibilidad de justicia social. Y como un verdadero romántico se
proyectó en todo lo que hacía. Hasta las obras históricas, las crónicas de la Guerra de los Treinta Años y de la rebelión de los
Países Bajos, tienen el sello de la naturaleza ardiente de Schiller. Son la prosa de su imaginación. Además, según ya hemos
visto, tenía la típica pasión romántica por Shakespeare. Los tonos de Yago, Edmund y Ricardo III resuenan en su primer
drama; los problemas teatrales que plantean Coriolano y Julio César están implícitos en los fragmentos del inacabado
Demetrius.
No obstante lo cual, y en especial en su amistad con Goethe, Schiller sintió la oposición entre los ideales románticos y la
tragedia. Sabía que no hay afinidad natural entre el liberalismo y lo trágico. Apasionadamente familiarizado con el teatro griego,
su peculiar uso de la mitología griega figura entre las fuentes de ese tipo especial de helenismo que ejerció una especie de
fascinación sobre el espíritu alemán desde Winckelmann hasta Nietzsche. Schiller tradujo a Racine, y tenía un sentido mucho
más cabal del teatro francés neoclásico que la mayoría de sus contemporáneos románticos. En un caso llevó hasta un punto
extremo la idea de restaurar en el escenario moderno las formas exactas de la tragedia antigua.
Así, hay en el teatro de Schiller un movimiento de marca, un ir y venir de valores románticos. En Los bandidos hay una
inundación de romanticismo; en La novia de Messina sus aguas se han retirado completamente y nos encontramos en un frío y
luminoso paisaje ártico. En los mejores momentos de Schiller la presión del sentimentalismo romántico contra el ideal de
objetividad dramática y una cosmovisión trágica genera una tensión característica. El propio Schiller lo vio con tanta claridad
que trató de desarrollar un modo especial de lo trágico. A varias piezas suyas las denominó «tragedias de reconciliación»,
tratando de encontrar un equivalente moderno para ese tránsito del desastre al perdón que se da al final de la Orestíada y en
Edipo en Colono. En síntesis, con Schiller se inició esa búsqueda explícita de formas trágicas adecuadas para el ánimo
racionalista, optimista y sentimental del hombre pospascaliano.
Don Carlos, el primero de los dramas principales, constituye un embarazoso tesoro. El texto completo es demasiado largo
para ser representado tolerablemente, pero en casi todas sus partes está cargado de fuerza dramática. Encontramos en él las
glorias menores del romanticismo, esa paja con que Victor Hugo hizo sus ladrillos relucientes: la sangre y el terciopelo del
escenario español, lo pomposo del drama de capa y espada, las escenas de revelación y amor desesperado. Pero también hay
mucho más que todo eso. En la negra figura de Felipe II (la negrura de su atuendo tiñe cada palabra suntuosa y fría), Schiller
hizo sonar una nota nítidamente moderna: el hombre del mal, pero en quien el mal merece piedad porque es una dolencia, un
entumecimiento en el corazón. Tras él, entre las sombras de El Escorial, parecen aguardar Juan Gabriel Borkman y todos los
demás personajes del teatro moderno en quienes se ha producido la muerte del corazón. Uno de los grandes momentos de la
obra es aquél en que el conde de Lerma se aleja precipitadamente de la presencia regia para dar la noticia de que Su Majestad
está llorando. Los cortesanos quedan horrorizados. Porque hay algo horrendo y vergonzoso en esas lágrimas, como si el
espectro del sentimiento sepultado se hubiera levantado momentáneamente para hostigar el espíritu implacable.
Don Carlos está lleno de toques como ése. Que trasladan las crisis exteriores del melodrama romántico a auténticos
conflictos de personalidad e ideales. Se trata de problemas muy reales y la mecánica de la intriga teatral sólo está allí para darles
forma expresiva. El defecto de Don Carlos no es un exceso de melodrama sino el sacrificio de la forma poética a las
pretensiones de la ideología. Oponiéndose a los datos históricos Schiller hizo de Don Carlos una víctima en la lucha política
entre el absolutismo y la libertad, y en el Marqués de Posa (el verdadero héroe de la obra) dramatizó su visión del hombre ideal:
noble, liberal, inmensamente vivo pero dispuesto a sacrificar su vida por los ideales románticos de libertad y amistad entre los
hombres. El Marqués crea en la obra un persistente desequilibrio. Vastos intervalos de discusión retórica y filosófica detienen,
una y otra vez, el cuerpo del argumento. Ninguna acción ulterior puede igualar la intensidad de emoción vertida en el gran
encuentro entre Felipe y Posa. Oponiendo las voces de la autocracia y el pesimismo a las de la liberación rousseauniana,
Schiller escribió algunas de las líneas más renombradas en toda la literatura alemana:
He hecho una cita bastante extensa con el fin de mostrar qué era lo que Thomas Mann quería decir cuando afirmaba que ni
siquiera Shakespeare fue un maestro más grande de retórica teatral. Pero en Don Carlos la retórica llega a eclipsar el drama. A
la luz de tan magnos conflictos filosóficos los personajes tienden a la abstracción. Un pensar demasiado intenso pesa sobre sus
vidas. Schiller estaría entre los primeros de esos autores a quienes Eric Bentley denomina «el dramaturgo como pensador».
Diez años se extienden entre Don Carlos y la trilogía de Wallenstein (1787-1796). En el transcurso de ese lapso Schiller
escribió buena parte de sus ensayos históricos y filosóficos. Volvió su atención hacia la Poética de Aristóteles, la tragedia griega
y los dramas históricos de Shakespeare. En 1794 empezó su intimidad, cada vez mayor, con Goethe y los ideales goethianos de
la forma clásica. Don Carlos iba a llegar a desagradarle, pues vería en esta obra un exceso de ideología y de sentimientos
personales. Wallenstein iba a ser «teatro objetivo» a la manera de Sófocles y Shakespeare, teatro en el que los personajes se
revelarían única y exclusivamente a través de la acción dramática. Sobre todo, el poeta debía renunciar a los placeres del
egotismo romántico: le correspondía mantenerse distante de su creación. En noviembre de 1796 Schiller escribía con orgullo
sobre Wallenstein: «Casi diría que el tema no me interesa».
Pero nuevamente el virtuosismo del conocimiento histórico de Schiller y la vastedad de sus poderes imaginativos superarían
los límites de la forma dramática. En las dos partes de Enrique IV el doble argumento está concebido para que la estructura
episódica se unifique. En la tríada de Wallenstein las líneas de la acción son tan complejas y entremezcladas que nuestro interés
se dispersa. Ora la atención se clava en el héroe, ora en el mayor o el menor de los Piccolomini; los asuntos de estado alternan
con los sentimentales de tal modo que uno queda aturdido. Sólo al final, en los dos últimos actos de La muerte de Wallenstein,
se conjugan en fatalidad todos los grandes elementos. El drama termina con un poderoso ímpetu de acción shakespeareana. Sin
embargo, considerada en conjunto, Wallenstein, lo mismo que Don Carlos, es una obra que se siente con más intensidad
cuando se la lee.
Como para demostrar que podía someter sus abundantes dotes a las limitaciones necesarias de las tablas, Schiller procedió
a escribir, tras Wallenstein, su obra de teatro más ceñida. María Estuardo es una obra incomparable. Es, junto con Boris
Godunov, el único caso en que el romanticismo alcanzó cabalmente las condiciones propias de la tragedia. La noble señora
cautivaba la imaginación romántica; en ella se unían las adecuadas virtudes de una culpa misteriosa, una causa perdida y un
corazón apasionado. El rojo del patíbulo en que murió y el negro de sus vestiduras se convirtieron en blasón en la ficción
romántica, desde sir Walter Scott hasta Dumas. Swinburne escribió una Mary Stuart, y Alfieri, una María Stuarda. La música
de su desdicha resuena en olvidadas óperas románticas, incluso una de Donizetti.
Pero ningún otro enfoque de su historia trágica y flamígera se compara con el de Schiller. La reina Elizabeth se ve por fin
libre de su rival, pero en la lucha gasta gran parte de su humanidad. Como si fuera uno de los gobernantes en el teatro de
Corneille, deja su conciencia moral al cuidado de la necesidad política. Al final de la obra su figura se yergue como un gran
edificio que han visitado las llamas: carbonizada y fría. La tragedia de Elizabeth iguala la de su víctima y la acción dramatiza en
todo momento el equilibrio exacto de fatalidad. Es como una parábola a la observación de Nietzsche según la cual si se mira
hacia el abismo, el abismo devuelve la mirada hacia el espíritu de uno.
La obra entera, y en verdad todo cuanto hasta entonces se había logrado en el teatro romántico, parece elevarse hacia el
encuentro entre las dos mujeres en el jardín de Fotheringay. En los hechos jamás tuvo lugar semejante confrontación, y Goethe
se preguntaba cómo se las ingeniaría Schiller para presentarla. Se las ingenió estupendamente. Es una escena en la que alcanza
expresión total la conciencia de la naturaleza dialéctica de la realidad, de los conflictos entre el yo y el «otro», entre la mente y el
corazón, entre lo impuesto y lo espontáneo. En ese jardín se nos muestra lo que hay de irreconciliable en la sustancia de
nuestras vidas.
En Don Carlos el debate entre el Rey y el Marqués ponía en juego ideologías rivales, siendo más importante la doctrina
que la voz a través de la cual se la expresaba. El encuentro de las dos reinas tiene una humanidad flagrante; la sangre de ambas
está en sus palabras. Es teatro puro y magnífico. María Estuardo va hacia su enemiga con una sumisión obligada. Elizabeth le
hace frente con la acusación de conspiración y de que intriga sin cesar. La señora cautiva renuncia a sus pretensiones dinásticas.
Sólo pide que la dejen en libertad y una oportunidad para poner término en el sosiego a su crónica ardiente. La escena parece
encaminarse hacia una solución de la gran discordia, pero la mujer se yergue en la reina triunfante. Una torva ironía erótica se
posesiona de ella. Tras romper en María Estuardo el hechizo de la corona, trata de romper en ella la cualidad apasionada que
atrajera a tantos hombres. Intacta por su parte, querría extirpar la magia sensual en su rival caída, pero Elizabeth golpea
demasiado duro y María le responde. Lanza a la reina la muy conocida acusación de que es bastarda y mediante este insulto
irreparable destruye sus probabilidades de salir con vida del asunto. La presencia de los señores del séquito enciende en las dos
mujeres un odio sexual que ni la política ni el perdón podrán aplacar.
Sólo si se citara la escena íntegra se podría comunicar su maestría. En el encuentro entre Bruto y Casio (uno de los pocos
momentos teatrales que puedan compararse en cuanto a plenitud con la revelación) el movimiento va de la gran tensión al
reposo. Aquí, asciende incesantemente. María empieza por arrodillarse; termina, descomunalmente, de pie. Es Elizabeth quien
se marcha apresuradamente. Y como en todo encuentro de masas iguales, ambas quedan dañadas. En ambas reinas el ultraje ha
llegado hasta lo más hondo. María Estuardo grita por la enemiga que se aleja: «¡Lleva la muerte en el corazón!», y es cierto,
pero también se trata de la muerte de María.
El resto del drama, ya alcanzada esa cima, lleva inexorablemente hacia abajo. La tragedia pesa cada vez más sobre
Elizabeth. Hasta cuando firma la sentencia de muerte, sabe que la mujer que hay en ella no quedará nunca totalmente vengada o
justificada:
Maria Stuart:
Heisst jedes Unglück das mich
niederschlägt! Ist sie aus den
Lebendigen vertilgt, frei bin ich,
wie die Luft auf den Gebirgen.
Mit welchem Hohn sie auf mich
niedersah, als sollte mich der
Blick zu Boden blitzen!
Ohnmächtige! Ich führe bessre
Waffen, Sie treffen tödlich,
und du bist nicht mehr![71 ]
El equilibrio entre los dos centros de peso trágico es sostenido hasta el final. Vemos a María Estuardo que va hacia el
cadalso y a Elizabeth que se hunde en una estéril soledad.
Fuera del estudio muy atento, literal, no es mucho lo que se puede decir con eficacia sobre una obra tan evidentemente
perfecta. La economía de la estructura dramática –obsérvese el ritmo de los dos últimos actos– hace expresivo el carácter
implacable de la auténtica tragedia. Cuando cae el telón quedamos, al igual que en Antígona, con la sensación de un desastre
terrible pero natural. El producto de María Estuardo es una de esas visiones poco comunes de lo que Melville llamaba «el
saber final». Percibimos en la criatura humana, cuando es más excelente, la proximidad de la destrucción.
Ni La doncella de Orleans ni Guillermo Tell tienen del todo esta grandeza. Schiller sigue siendo un virtuoso del lenguaje y
de la estructura dramática, pero reaparecen el panfletista y el sentimental de las primeras piezas. Las dos obras son
resplandecientes cuentos de hadas. Recalcan una enfática moraleja de conciencia nacional y libertad política. El final de La
doncella es una especie de retablo de Navidad y las instrucciones para la escena exigen un baño de luz rosada en las alturas. La
obra cruza la tenue línea, inherente al romanticismo, entre el sentimiento y el sentimentalismo. En el último acto de Guillermo Tell
la lógica y la marcha de la acción están viciadas deliberadamente con el fin de que el poeta pueda trazar una distinción moral
entre dos tipos de crimen político, a saber, los que son cometidos por odio privado y los que se llevan a cabo en justicia contra
la tiranía.
Estas dispersiones de la energía trágica son intencionadas. Después de Maria Estuardo Schiller se interesó más y más en la
idea de una tragedia parcial o detenida, a la manera de la Ifigenia de Goethe. Hizo hincapié en los valores morales y estéticos
de la reconciliación y creyó que cuando se acercaba a la forma ideal una obra de arte debía expresar un júbilo transfigurador. A
medida que su vida material se debilitaba, el entusiasmo de su espíritu aumentaba. Vio en el dramaturgo al creador de una épica
nacional, a un artista que podía afirmar los derechos del ideal en virtud del mito. Volveremos a encontrarnos con estas nociones
en Bayreuth y en el teatro de Brecht.
Pero Don Carlos, La muerte de Wallenstein y, sobre todo, María Estuardo pertenecen al mundo de la tragedia. Es
cierto: el romanticismo fue antitrágico; pero la época romántica es también la de Beethoven.
VI
Hay en todo movimiento literario una parte de rebelión y una parte de tradición. El romanticismo surgió en rebelión contra los
ideales de la razón y la forma racional que rigieron el gusto a finales del siglo XVII y en el curso del siglo XVIII. En la mitología
de Blake las alas de la imaginación son liberadas de las brumas heladas de la razón que las envolvían desde Newton y Voltaire.
La poética del romanticismo fue necesariamente polémica, elaborada como lo fue en el curso de un ataque contra los principios
neoclásicos. El prefacio de Wordsworth a las Baladas líricas y los manifiestos críticos de Victor Hugo son a un mismo tiempo
proclamas de la intención futura y condenas explícitas del pasado literario inmediato. Si Pope y Voltaire no hubieran existido, los
más románticos habrían tenido que inventarlos a fin de articular sus propios valores opuestos.
Pero al mismo tiempo el movimiento romántico se esforzó por establecer para sí un majestuoso abolengo. Aspiraba no sólo
al legado de Shakespeare y el Renacimiento. Reclamaba entre sus antepasados a Homero, los trágicos griegos, los profetas
hebreos, Dante, Miguel Ángel y Rembrandt; en suma, todo arte en que descubriera la grandeza de proporciones y el tono lírico
elevado. El panteón romántico es como una de las galerías de lo sublime. A menudo Victor Hugo lo recorrió, pasando lista a los
titanes como si invocara el lugar que a su tiempo le correspondería en él:
El terreno estéril del siglo XVIII había roto la cadena de la creación sublime. Los románticos se vieron recogiendo la
antorcha allí donde había caído después de Shakespeare y Miguel Ángel. De ese modo concibió Delacroix el papel del pintor y
Berlioz el del músico. Romanticismo significaba tradición de genio.
Pero semejante concepción implicaba una sorprendente paradoja. ¿Cómo podían los románticos sostener que ellos venían
de los poetas griegos y, al mismo tiempo, repudiar el neoclasicismo? Cuando convocaba, para inspirarse, las presencias de
Esquilo y Sófocles, ¿en qué sentido difería el poeta romántico de Racine y hasta de Voltaire? ¿Cómo era posible armonizar el
ideal shakespeareano con la Antigüedad? Lessing fue el primero que planteó el problema. Le dio una solución que influyó
enormemente sobre todas las ulteriores teorías del teatro y que está implícita en nuestra misma imagen moderna de la forma del
pasado.
El afán inmediato de Lessing fue la creación de un teatro nacional alemán. Halló los escenarios alemanes hacia 1760 bajo la
dominación absoluta del teatro neoclásico francés y, más en especial, de las tragedias francesas escritas después de Racine.
Pues en tanto que Racine no había atravesado las fronteras, siendo demasiado compacto y autónomo en su supremacía, sus
desvaídos sucesores, en cambio, lo habían hecho. Los teatros de las cortes y las ciudades alemanas estaban gobernados por las
obras de La Harpe y Voltaire, frías piezas declamatorias en que con servil pedantería se observaban las formas y reglas del
neoclasicismo. Examinando tales piezas Lessing llegó a una noción revolucionaria.
Descubrió que el neoclasicismo no era un nuevo clasicismo sino falso clasicismo. Castelvetro, Boileau y Rymer no eran los
auténticos intérpretes del ideal clásico. Habían tomado la letra muerta del teatro griego, pero habían sido incapaces de captar su
auténtico espíritu. Lessing rechazó la idea de que la calidad de Esquilo y Sófocles pudiera recuperarse mediante la adhesión a
los preceptos formales de Aristóteles y Horacio. El genio de la tragedia griega no radicaba en la convención de las tres
unidades, el uso de argumentos mitológicos o la presencia del coro. De golpe y porrazo Lessing salía al paso de supuestos que
habían dominado doscientos años de teoría poética. El neoclasicismo no era una continuación de la tradición ática sino un
remedo de ella.
Según la concepción de Lessing, todo el conflicto entre lo clásico y lo shakespeareano era falso. Procedía de un gran error
de perspectiva. Milton se había equivocado al desechar a Shakespeare en nombre de Esquilo. A Dryden lo había desorientado
una falsa imagen cuando trató de escoger entre el ideal isabelino y el antiguo. La distinción que en gran parte controlara la teoría
del arte y el teatro –Sófocles o Shakespeare– era errónea. Ya en 1759 Lessing daba a entender un trascendental parentesco:
Sófocles y Shakespeare era lo que él decía.
Esto es lo que hay en el fondo de su revalorización. Y esto significaba que la gran línea divisoria en la historia del teatro
occidental no separa lo antiguo de los isabelinos, sino que separa a Shakespeare de los neoclásicos. La Orestíada y Hamlet
deben estar al lado, en la misma esfera de la tragedia.
En la Dramaturgia hamburguesa (1767-1768), Lessing aplicó su revolucionaria concepción a la crítica práctica. Allí
examina piezas de Voltaire y Thomas Corneille (el hermano menor del Corneille ilustre) y argumenta que ellas violan la
verdadera intención de la Poética. El ideal aristotélico de la tragedia no se cumple en estas obras neoclásicas sino en los
dramas de Shakespeare. Lessing proporciona un ejemplo persuasivo de su nuevo enfoque cuando indaga el uso de apariciones
espectrales en el escenario moderno. El espectro de Darío, en Los persas, nos convence porque tiene tras sí la fuerza de una
auténtica fe religiosa. Experimentamos una realidad comparable en Hamlet, ya que cabe dentro del alcance de la imaginación
isabelina permitir la presencia de sombras encarnadas en el mundo. El espectro en la Semíramis de Voltaire es un adorno
rococó que mete un poeta incrédulo en una trama increíble. Como no descansa sobre la observancia ritual ni sobre la
convicción imaginativa sólo es artificio literario.
Del mismo modo, no será en el teatro neoclásico donde encontraremos una versión fiel del concepto aristotélico de piedad
y temor. Los majestuosos héroes de Corneille y Voltaire piden de nosotros una fría admiración. Estos personajes se echarían
hacia atrás ante nuestra piedad. Para experimentar una compasión trágica debemos volver los ojos hacia Desdémona. Para
sentir un terror elemental como el que provocan Los siete contra Tebas o la Medea de Eurípides sólo tenemos que volvernos
hacia El rey Lear y Ricardo III. Y si insistimos en la unidad de acción, argumenta Lessing, no es en el teatro neoclásico donde
vamos a encontrarla. En éste hay una unidad exterior, conseguida al precio de increíbles coincidencias dramáticas y escorzos
(esa acrobacia a la que el mismo Corneille se veía obligado). Lo que Aristóteles quería decir cuando hablaba de unidad es la
coherencia interna y la lógica poética, tales como aparecen en Otelo o Macbeth. La insistencia de la Poética en las unidades
secundarias de tiempo y lugar procede de las formas técnicas del teatro ateniense. Estas formas no poseen autoridad eterna o
exclusiva.
La idea de Lessing se convertiría en uno de los gritos de guerra del romanticismo francés y alemán. Pronto se desechó el
intento de aplicar la Poética de Aristóteles a Shakespeare. Lo que contaba era el parentesco de genio y espíritu trágico entre el
teatro griego y el isabelino. En nombre de Esquilo y Shakespeare proclamaron los románticos su concepción de lo sublime.
Para ellos el neoclasicismo se apartaba por igual de uno y otro poeta. Victor Hugo trazó un exaltado paralelo entre los dos
maestros de la tragedia:
Sacad del drama al Oriente y reemplazadlo con el Norte, sacad a Grecia y poned a Inglaterra, sacad la India y poned Germania (esa
otra inmensa madre que es Alemania, la Tierra de Todos los Hombres), sacad a Pericles y poned a Isabel, sacad el Partenón y poned
la Torre de Londres, sacad a los plebeyos y poned la muchedumbre, sacad la fatalidad y poned la melancolía; sacad la Gorgona y
poned la bruja, sacad el águila y poned la nube, sacad el sol y poned el matorral mecido por el viento bajo la pálida luna… Y tendréis
a Shakespeare.
Dada la dinastía del genio –la originalidad de cada cual quedando perfectamente preservada–, el poeta del ánimo germánico tenía
que suceder al poeta de Zeus, la bruma gótica al misterio antiguo; y Shakespeare es el segundo Esquilo.
Otros poetas expresaron la misma convicción en un estilo más tranquilo. Schiller vio en el poeta trágico moderno al sucesor
natural de ambos logros, el de Sófocles y el de Shakespeare, por igual. La teoría dramática de Wagner y la visión de Bayreuth
arraigan en la noción de una continuidad del espíritu trágico que uniría el mundo de Edipo con el de Lear, en tanto que excluiría
el formalismo y el racionalismo de los neoclásicos. En la imaginación del siglo XIX los trágicos griegos y Shakespeare están
hombro con hombro, trascendiendo su afinidad todas las inmensas diferencias de circunstancias históricas, creencias religiosas y
forma poética.
Por nuestra parte, ya no empleamos los términos específicos de Lessing y Victor Hugo, pero nos atenemos a su
concepción. Para nosotros la palabra «tragedia» abarca en un solo tramo el ejemplo griego y el isabelino. El sentido de la
relación va más allá de la verdad histórica, según la cual Shakespeare acaso lo ignoraba casi todo en lo referente a las obras
concretas de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Trasciende el hecho evidente de que los isabelinos mezclaban tragedia y comedia en
tanto que los griegos mantuvieron los dos modos estrictamente separados. Supera nuestra enfática conciencia de la vasta
diferencia en la forma y la estructura de los dos lenguajes y estilos de presentación dramática. Los indicios de un vínculo en
espíritu y modo de ordenar los valores humanos son más fuertes que todo sentido de disparidad. Visiones comparables de la
vida están en juego en Antígona y en Romeo y Julieta. Vemos enseguida lo que quiere decir Víctor Hugo cuando llama a
Macbeth un vástago septentrional de la casa de Atreo. Elsinore parece estar a tiro de Micenas y el destino de Orestes hace eco
en el de Hamlet. Los sabuesos del infierno buscan su presa en el santuario de Apolo al igual que en la tienda de Ricardo III.
Edipo y Lear alcanzan verdades semejantes en virtud de análoga ceguera. No es entre Eurípides y Shakespeare donde el
espíritu occidental se aparta del antiguo sentido trágico de la vida. Es después de finales del siglo XVII. Y digo finales del siglo
XVII porque Racine (a quien Lessing realmente no conoció) está del otro lado del abismo. La imagen del hombre que se
impone con Esquilo es de importancia decisiva aún en Fedra y en Atalía.
Lo que señala el punto sin posibilidad de vuelta es el triunfo del racionalismo y la metafísica secular. Shakespeare está más
próximo a Sófocles que a Pope y Voltaire. Afirmar esto es dejar de lado la realidad del tiempo. Pero, con todo, es la verdad.
Los modos de la imaginación implícitos en la tragedia ateniense siguieron modelando la vida del espíritu hasta la época de
Descartes y Newton. Sólo entonces se abandonaron los antiguos hábitos del sentimiento y los modos clásicos de ordenar la
experiencia material y psicológica. Con el Discurso del método y los Principia las cosas no soñadas en la filosofía de Horacio
parecen desaparecer del mundo.
En la tragedia griega, al igual que en Shakespeare, las acciones de los mortales están circundadas por fuerzas que
trascienden al hombre. La realidad de Orestes implica la de las furias; las parcas están a la espera del alma de Macbeth. No
podemos concebir un Edipo sin una Esfinge ni un Hamlet sin un Espectro. Las sombras que proyectan los personajes del teatro
griego y shakespeareano se prolongan por una oscuridad aún mayor. Y la totalidad del mundo natural es parte de la acción. Los
truenos en el bosque sagrado, en Colono, así como las tormentas en El rey Lear tienen causas mayores que el mero estado del
tiempo. En la tragedia, el relámpago es un mensajero. Pero ya no podrá serlo más una vez que Benjamín Franklin (encarnación
del nuevo hombre racional) haya remontado una cometa hasta alcanzarlo. El escenario trágico es una plataforma que se
extiende precariamente entre el cielo y el infierno. Quienes se pasean por él pueden encontrar en cualquier recodo ministros de
la gracia o de la condenación. Edipo y Lear nos enseñan cuán pequeña es la parte del mundo que le pertenece al hombre. El
ser mortal es el recorrido de un puesto de vigía breve y peligroso, y para todos los centinelas, tanto en Elsinore como en las
almenas de Micenas, el despuntar de la aurora tiene su hálito de milagro. Expulsa los seres de la noche al fuego o al reposo.
Pero, al toque de la varita de Hume y Voltaire, las apariciones nobles u horripilantes que cautivaran el espíritu desde que la
sangre de Agamenón clamara venganza, desaparecieron por completo o se refugiaron mezquinamente entre las candilejas del
melodrama. Los gallos modernos han perdido el arte de hacer volver, con su canto, a los espíritus errantes al Purgatorio.
En Atenas, en la Inglaterra de Shakespeare y en Versalles, las jerarquías del poder mundanal eran estables y manifiestas. La
rueda de la vida social giraba alrededor de su centro real o aristocrático. Desde éste, los rayos de orden y rango llevaban hasta
el aro exterior del hombre común. La tragedia presupone esta configuración. Su esfera es la de las cortes reales, las trifulcas
dinásticas y las ambiciones culminantes. Las mismas metáforas del veloz ascenso y la calamitosa caída se aplican a Edipo y a
Macbeth porque también se aplicaban a Alcibíades y a Essex. Y el destino de tales hombres tiene significación trágica porque
es público. Agamenón, Creonte y Medea ejecutan sus acciones trágicas ante los ojos de la polis. Igualmente los padecimientos
de Hamlet, Otelo o Fedra comprometen la suerte del Estado. Son representados en el corazón mismo del cuerpo político. Por
esto el marco natural de la tragedia es la puerta de palacio, la plaza pública o la cámara real. La vida griega y la isabelina, y
hasta cierto punto la vida de Versalles, compartían este carácter de una intensa «publicidad». Príncipes y bandos chocaban en la
calle y morían en los patíbulos a los ojos de todos.
Con el ascenso al poder de la clase media el centro de gravedad en los asuntos humanos pasó del dominio público al
privado. El arte de Defoe y Richardson se funda en la conciencia de este gran cambio. Hasta entonces una acción sólo había
poseído la magnitud de la tragedia si en ella intervenían grandes personajes y si se desarrollaba a la vista del público. Tras el
héroe trágico está el coro, la muchedumbre o el cortesano que observa. En el siglo XVIII surge por primera vez la noción de
una tragedia privada (o casi por primera vez, puesto que ya se contaba con un pequeño número de tragedias domésticas
isabelinas, como la famosa Arden de Feversham). En La nueva Eloísa y en Werther, la tragedia se hace íntima. Y la tragedia
privada pasa a ser el campo preferido del nuevo arte creciente de la novela y no del teatro.
La novela no sólo presentaba el nuevo mundo secular, racionalista y privado de la clase media. Servía también como una
forma literaria que se ajustaba exactamente al público fragmentado de la cultura urbana moderna. Ya he dicho, más arriba, cuán
difícil resulta formular algún enunciado preciso en lo tocante al carácter de los públicos griego e isabelino. Pero un hecho
importante parece indiscutible: hasta el advenimiento del empirismo racionalista los hábitos rectores del espíritu occidental eran
simbólicos y alegóricos. Los datos con que se contaba en lo referente al mundo natural, el curso de la historia y las variedades
de la acción humana eran trasladados a diseños imaginativos o mitologías. La mitología clásica y el cristianismo se cuentan entre
estas arquitecturas de la imaginación. Ordenan los múltiples planos de realidad y valor moral a lo largo de un eje del ser que se
extiende desde la materia inerte hasta las estrellas inmaculadas. Entre el entendimiento y la expresión no se han interpuesto aún
los nuevos lenguajes de las matemáticas y las fórmulas científicas. El poeta era por definición un realista, sus fantasías y
parábolas eran organizaciones naturales de la realidad. Y en estas organizaciones, ciertas nociones primordiales desempeñaban
una función radiante, tanto en el sentido de dar luz como en el de ser un polo hacia donde convergen todas las perspectivas. Me
refiero a conceptos como el de la presencia de lo sobrenatural en los asuntos humanos, los sacramentos de la gracia y la
retribución divina, la idea de preordenamiento (el oráculo sobre Edipo, la profecía de las brujas a Macbeth o la alianza de Dios
con su pueblo en Atalía). Me refiero a la noción según la cual la estructura de la sociedad es un microcosmos del diseño
cósmico y según la cual la historia se ajusta a pautas de justicia y castigo como si se tratara de un auto sacramental puesto en
acción por los dioses para nuestra instrucción.
Estas concepciones, así como el modo en que se las traspuso en poesía o fueron engendradas por la forma poética, son
inherentes a la vida occidental desde la época de Esquilo hasta la de Shakespeare. Y si bien estaban, como ya he indicado, bajo
una presión creciente en la época de Racine, con todo aún están vivas en su teatro. Son la fuerza esencial que hay tras las
convenciones de la tragedia. Están presentes tan decisivamente en la Orestíada y Edipo como en Macbeth, El rey Lear y
Fedra. Después del siglo XVII el auditorio dejó de constituir una comunidad orgánica en la que estas nociones y sus
consiguientes hábitos de lenguaje figurado resultarían naturales o inmediatamente familiares. Entonces pierden su vitalidad
conceptos como el de gracia, condenación, expiación, blasfemia o la cadena del ser, que están implícitos en todas partes en las
tragedias clásicas y shakespeareanas. Pasan a ser abstracciones filosóficas de significación privada y problemática o meras
muletillas de las costumbres religiosas que contienen una parte decreciente de fe activa. Después de Shakespeare los espíritus
rectores de la conciencia occidental ya no son los videntes ciegos, los poetas u Orfeo que practica su arte frente al mismo
infierno. Ahora ellos son Descartes, Newton y Voltaire. Y sus cronistas no son los poetas dramáticos sino los novelistas en
prosa.
Los románticos fueron los herederos inmediatos de este tremendo cambio. Aún no estaban preparados para aceptarlo
como irremediable. El primitivismo de Rousseau, la mitología antinewtoniana de Blake, la metafísica orgánica de Coleridge, la
imagen de los poetas como reyes magos en Victor Hugo y los «legisladores no reconocidos» de Shelley son elementos
relacionados en la acción de retaguardia de los románticos contra el nuevo racionalismo científico. De esta acción surgió la idea
de unir de alguna forma el teatro griego y el de Shakespeare en una totalidad que fuera capaz de infundir nueva vida a las
antiguas reacciones morales y poéticas. El sueño de lograr una síntesis entre el genio de Sófocles y el de Shakespeare inspiró las
ambiciones de poetas y compositores desde los días de Shelley y Victor Hugo hasta los de Bayreuth. En realidad, sería
imposible realizarlo. Las convenciones a las que los románticos trataron de infundir vida ya no correspondían a las realidades
del pensamiento y el sentimiento. Pero, en sí misma, la tentativa produjo cierto número de obras notables que constituyen una
transición del periodo romántico inicial a la nueva era de Ibsen y Chéjov.
La alianza del genio helénico con el septentrional fue uno de los motivos rectores en el pensamiento de Goethe. Su viaje a Italia
fue la versión poética de esas perennes embestidas, a través de los Alpes, de los emperadores alemanes medievales. El sueño
de descender a los jardines del sur siempre atrajo las ambiciones alemanas hacia Roma y Sicilia. En Wilhelm Meister Goethe
pregunta si conocemos la tierra donde florecen los limoneros y la luz del Mediterráneo brilla a lo largo de Torquato Tasso y las
Elegías romanas. A juicio de Goethe, el espíritu germánico, con su grave fortaleza pero también con sus flagrantes vetas de
brutalidad e intolerancia, debía ser suavizado con la antigua sabiduría de los sentidos y el humanismo del orbe helénico. En el
campo más limitado de la forma poética, pensaba que en el teatro del futuro deberían unirse la concepción griega del destino
trágico y la visión shakespeareana de la voluntad trágica. La apuesta entre Dios y Satanás determina el destino de Fausto, pero
Fausto asume su papel voluntariamente.
El acto III de la segunda parte de Fausto es una celebración formal de la unión entre lo germánico y lo clásico, entre el
espíritu de Eurípides y el del drama romántico. El motivo del amor de Fausto por Helena de Troya se remonta hasta las fuentes
de la leyenda fáustica. Nos impone del antiguo deseo humano de ver la más elevada sabiduría unida a la más ilustre belleza
sensual. No cabe mayor magia que arrebatar de la muerte a aquélla en quien la carne lo era todo, en quien la belleza era
absolutamente pura porque era absolutamente corruptible. Así para el esplendor de Helena a través del Fausto de Marlowe.
Goethe aprovechó la leyenda con fines más complejos. Este Fausto que rescata a Helena de la venganza de Menelao es el
genio de la Europa renacentista que devuelve la vida a la tradición clásica. El acto de hechicería que nos hace pasar del palacio
en Esparta al castillo gótico de Fausto nos orienta hacia el significado estético del mito, a saber, el traslado del teatro antiguo a
la manera shakespeareana y romántica.
Este traslado o, mejor dicho, la fusión de los dos ideales crea la Gesamtkuntswerk, la «obra de arte total». Esta sección
entera de la segunda parte de Fausto representa una búsqueda de síntesis de todos los modos teatrales anteriores. Es una
fantástica mezcla de estilos poéticos, música y ballet. Goethe le sugirió a Eckermann que la segunda mitad del acto de Helena
debía ser representada por cantores. No estamos lejos de las aspiraciones «totalitarias» de Wagner.
Helena y Fausto engendran un hijo, Euforión. Es una figura simbólica de la belleza suprema y la fuerza lírica que emanarán
de la unión de lo clásico y lo moderno:
Pero, como nuevo Ícaro, el niño divino se hunde velozmente en el desastre. Pues Euforión no sólo es un símbolo de las
bodas de lo griego y lo germano. Es el saludo que Goethe dirige a Byron y a la trágica muerte del poeta en suelo helénico.
Goethe veía en Byron al máximo talento de la época. Le dijo a Eckermann que el poeta inglés no había sido clásico ni
romántico sino la encarnación de la nueva armonía entre el espíritu antiguo y el moderno. La defensa de la libertad griega por
parte de Byron y el sacrificio de su ardiente vida por esa causa eran manifestaciones ejemplares de cómo el vigor de la Europa
septentrional daría libertad y produciría el renacimiento del alma clásica.
Goethe hallaba en los dramas de Byron un intento por unir el alcance ritual de la tragedia griega con la lírica y la
caracterización de Shakespeare. Discernía en Byron tanto la veta gótica de Manfredo como la luminosa sensualidad de las islas
griegas. Byron retribuyó la admiración de Goethe viendo en éste y en Napoleón a sus únicos auténticos pares. Fue a «el ilustre
Goethe… su señor feudal, el primero entre los escritores vivos» a quien dedicó Sardanápalo.
Hoy por hoy, sólo rarísima vez se representan los dramas de Byron, los cuales son desechados por la mayor parte de los
críticos, quienes se limitan a ver en ellos ambiciosos fracasos. No obstante, son del máximo interés para todo aquel que se
interese por la idea de tragedia en la literatura moderna. Y cuando se vuelve a ellos puede entenderse lo que Goethe decía. La
magnitud de la audacia técnica es extraordinaria. Así pasamos del estricto neoclasicismo de Marino Faliero al cuasi surrealismo
de las últimas piezas, los «misterios». A menudo Byron procuró deliberadamente superar las limitaciones del escenario
tradicional con el fin de alcanzar formas más libres y más vastas de acción simbólica. Al igual que Esquilo y Goethe, Byron
estaba dispuesto a correr graves riesgos introduciendo en el teatro temas religiosos y filosóficos. Fue el primer gran poeta inglés
que, después de Milton, ambicionara un drama bíblico. Y si las piezas de Byron son fracasos, de cualquier modo encierran
preliminares a algunos de los aspectos más extremos del teatro moderno. En comparación, la concepción teatral de Victor
Hugo, e incluso la de Schiller, dan la impresión de ser anticuadas.
El punto de partida de Byron fue la convicción de que la tragedia inglesa sólo podría revivir si se apartaba de su precedente
shakespeareano. Refiriéndose a Sardanápalo y Los dos Foscari, declaraba: «Encontrará todo esto muy poco parecido a
Shakespeare; y tanto mejor, en un sentido, pues considero que él constituye el peor de los modelos, si bien es el más
extraordinario autor».
La imitación romántica de isabelinos y jacobinos le parecía absurda. Pedía que no se juzgara a Marino Faliero «conforme
a vuestros demenciales dramaturgos de antaño… esos confusos charlatanes; siempre con la excepción de B. Jonson, quien era
un erudito y un clásico». Por supuesto, no debemos tomar a Byron demasiado al pie de la letra. Consciente de que sus
contemporáneos veían en él la encarnación misma de lo romántico, gozaba afirmando que en realidad él era un clásico, un autor
de la época de Augusto, un artesano en la tradición de Horacio y Pope. A la dedicatoria de Marino Faliero agregó un breve
escrito en el que sugería que todo el conflicto entre las ideas clásicas y románticas era tan sólo invención de unos cuantos
«escritorzuelos» que maltrataban a Pope y a Swift porque, por su parte, «no sabían escribir en prosa ni en verso». Pero, por
más que tengamos en cuenta el goce de Byron al dejar confundida a la opinión pública, es evidente que estaba tratando de
apartar de Shakespeare al teatro inglés, orientándolo hacia el clasicismo de Jonson y Otway. No encontraba otro procedimiento
para hacerlo salir de su tumba. Al escribir a Murray en enero de 1821, Byron expresaba la esperanza de que realmente pudiera
resucitarse la tragedia inglesa:
Estoy convencido, sin embargo, de que no se conseguirá mediante la imitación de los viejos dramaturgos, quienes están llenos de
crasos errores que sólo hace excusables la belleza de su lenguaje; sino escribiendo con naturalidad y regularidad, y produciendo
tragedias regulares, como los griegos; pero no imitativamente: tan sólo el contorno de su modalidad, adaptado a nuestros tiempos y
circunstancias, y sin coro, por supuesto.
Esta adaptación de la forma clásica al gusto moderno es lo que Byron trató de lograr en sus dos tragedias venecianas y en
Sardanápalo. Tanto en Marino Faliero como en Los dos Foscari el verdadero tema es la misma Venecia. Lo que Roma fue
para Corneille era Venecia para Byron: el lugar donde una y otra vez las grandes alas de su imaginación iban a descansar.
Venecia le dio una piedra de toque al sentido de la historia y del comportamiento humano que poseía Byron. Como en virtud de
la poderosa luz marina, las pasiones de los hombres parecían tener allí una hoja más afilada:
El argumento de Marino Faliero gira en torno a la afrenta privada y la conspiración pública. No es convincente. Se hace
difícil aceptar la idea de un Dogo que está dispuesto a destruir su clase y poner en peligro el Estado a fin de vengar un trivial
suceso desagradable. Pero, considerada como un estudio de lo que Henry James llamaba «el sentido de lugar», la manera en
que Venecia confiere a las vidas humanas un tono trágico especial, Marino Faliero es una obra que conmueve. La tensión del
drama radica en el contraste entre el marco romántico y suntuoso, y la dura sobriedad del lenguaje. El Dogo Faliero se
encuentra con Bertuccio, el jefe de los conspiradores, en la pequeña plaza de San Giovanni e San Paolo. Sobre ellos se yergue
el monumento al Colleoni:
Nadie que escribiera teatro en inglés a principios del siglo XIX podría haber llegado a la altura de este diálogo ni encontrado
ese epíteto romano «dos veces salvada». La cadencia es la de Milton, pero está quebrada y animada por un nerviosismo
característico de Byron. Y en torno la áspera acción clásica destella una romántica luna.
Los dos Foscari lleva el motivo de la ciudad hasta el extremo. Jacopo Foscari preferiría morir en una mazmorra veneciana
antes que vivir libre en otra parte:
Pero, en conjunto, Los dos Foscari constituye un ejemplo convincente de lo que decía Aristóteles cuando aconsejaba a los
dramaturgos evitar los episodios históricos que resultan más inverosímiles que la ficción. La verdad puede ser absurda. Al darse
cuenta de que su estilo de teatro no podría alcanzar el éxito en los escenarios de la época –Marino Faliero fue un rotundo
fracaso cuando se representó sin permiso del autor–, Byron se refugió en lo que él llamaba «un teatro mental». Así,
Sardanápalo es una muestra virtuosista de fidelidad a rígidas unidades neoclásicas. Se dan batallas dentro de salones de
palacio y conmociones dinásticas se producen en un lapso de horas. No obstante, la pieza arroja una luz festiva. En ninguna otra
obra Byron es tan dueño de sus medios. Se aproxima a escribir el único verso blanco dramático en el idioma inglés en que se
haya ahuyentado cabalmente a Shakespeare. Retorna lo mejor de Ben Jonson:
Los monosílabos rápidos y simples dejan al desnudo los nervios de la acción dramática. Como en buena parte de la mejor
poesía de Byron, estamos cerca de un punto medio entre el verso y una prosa intensamente cargada. Se reconoce al admirador
de Horacio.
Y el elemento horaciano es vigoroso incluso donde la obra resplandece con brillantes toques románticos. Sardanápalo
afirma que los rayos de los ojos de Myrrha son duplicados en:
Todo el efecto depende de la fría acritud de la palabra crisps (riza). La hallamos en Ben Jonson, en una figura sumamente
latinizada, cuando el viento riza las «cabezas» de los ríos. O bien tómese la altiva respuesta de Sardanápalo a quienes leen en las
estrellas portentos de su caída:
Es la sonoridad de marshall’d lo que le otorga al alarde romántico su poder persuasivo. ¿Podría haber escrito este verso
otro poeta inglés después de Milton? A lo largo de la obra la vistosidad del tema oriental y la cualidad sensual y exótica del
héroe están controladas por el tono clásico. Sardanápalo se asemeja a un Delacroix: de colorido vibrante, pero de firme
dibujo.
Las dos tragedias venecianas y Sardanápalo son lo que los alemanes llaman Lesedramen, «teatro para leer», o a lo sumo
para ser recitado muy formalmente en un estilo extraño a la tradición del teatro inglés. Son ejemplos tardíos y suntuosos de ese
ideal de forma antigua que se inició con las tragedias senequianas de los clasicistas isabelinos. Encontramos en ellas una
conjunción de artesanía clásica con temperamento romántico. Volveremos a encontrarla en Alfieri y Kleist. Pero por lo que
respecta al escenario real, estas brillantes obras son un callejón sin salida. Apuntan decididamente hacia el pasado.
Por el contrario, las mystery plays («misterios») de Byron encierran nítidas premoniciones del futuro. Nada comparable a
ellas hay en la literatura inglesa. Manfredo, la menos original, es una ligera variación sobre el tema de Fausto y el remordimiento
romántico (si bien Byron rechaza la fácil solución redentora). Caín, Cielo y Tierra y El deforme transformado configuran una
constelación aparte. Escritos bajo un impulso común en 1821-1822, estos «dramas sagrados» vuelven la espalda al realismo.
Son representaciones vastas, épicas, del misterio del mal. En sus bases están Fausto, el Prometeo y los libros IX a XII del
Paraíso perdido. Son retablos de la imaginación religiosa. Y es en ellos donde Byron se muestra más profundamente no-
shakespeareano. Pues es uno de los principios clave del arte de Shakespeare que el elemento religioso debe ser difuso,
provisional e implícito en la poesía, y no manifiesto en el argumento o la moraleja. Lear es una tragedia religiosa, pero de ella
están cruelmente ausentes todos los alivios del rito o de la doctrina explícita. En cambio, Byron reanuda la tradición del ciclo de
misterios medievales.
Pero, en cuanto a diseño, Caín y Cielo y Tierra son obras futuristas, que exigen el género de escenario panorámico que
Norman Bel-Geddes concibió para una dramatización del Infierno de Dante. Interesado únicamente en un teatro de la mente,
Byron concibió efectos fantásticos. El encuentro entre Lucifer y Caín, el cual constituye el centro de la composición, es situado
en el Hades y «El abismo del espacio». Ninguna escenografía corriente podría crear la ilusión necesaria de vastedad estelar y
oceánica:
Cielo y Tierra se aparta aún más de las convenciones prácticas del teatro. Basada en el Génesis y en el Libro de Enoch, es
una especie de cantata dramática, más o menos a la manera de Berlioz.
A medida que el Diluvio asciende hasta la cima del Cáucaso, Jafet y el Coro de Mortales entonan un Dies irae:
Inevitablemente, se escuchan tras las palabras el atronador órgano y los toques de trompetas. En conversación con Thomas
Medwin, Byron indicó cómo debía concluir Cielo y Tierra (lo que nos queda es sólo la primera parte):
Adah está momentáneamente en peligro de morir ante los ojos de quienes se hallan en el Arca. Jafet está desesperado. La última ola
la barre de la roca y su cuerpo inerte pasa flotando, en toda su belleza, mientras un ave marina chilla en lo alto y parece ser el
espíritu de su señor angélico.
El cuadro es victoriano, como uno de esos enormes lienzos poco claros de Haydon. Pero es también una premonición de la
ópera wagneriana. Las arrasadoras aguas que pasan junto al Arca, la bella doncella y el chillido del ave marina nos transportan
directamente al mundo escenográfico del Anillo. Y hasta más allá. Sólo en el teatro contemporáneo se han conseguido
cabalmente semejantes efectos. En el Cristóbal Colón de Claudel, por ejemplo, donde a los recursos del escenario se unen los
del cine y el micrófono.
El deforme transformado evidencia un desgaste de la inventiva. Tiene demasiado del Fausto de Goethe y de un oscuro
novelón gótico, The Three Brothers [Los tres hermanos]. Al escribir esta extraña obra Byron jugó cruelmente con sus propios
nervios. El tema de la deformidad física lo obsesionaba y las líneas iniciales contienen recuerdos sin retoque de su propia
infancia:
Arnoldo concierta un pacto fáustico y escoge para sí la forma radiante de Aquiles (no hace falta ser freudiano para advertir
la relación encubierta entre el talón de Aquiles y la deformación del propio Byron). El Diablo adopta la figura abandonada por
Arnoldo y toma el nombre de César. Juntos se unen a los ejércitos que asedian a Roma en mayo de 1527. Arnoldo se bate en
duelo con Cellini y rescata a una joven, víctima de la furia de los invasores mercenarios. Luego la obra se interrumpe, con una
nota pastoral, en el castillo del conde Arnoldo en los Apeninos.
Pero Byron dejó un bosquejo del desarrollo previsto. La joven rescatada, Olimpia, es la prometida de Arnoldo, pero
permanece indiferente a él («una doncella de mármol»). Es una mujer moderna, salida de Ibsen o Shaw; la atrae la luz de la
inteligencia, incluso si se trata de una inteligencia demoníaca, y la mera belleza masculina la deja fría. Le fascina el tullido César y
Arnoldo llega a sentir celos de su anterior forma baldada. Ha entregado su figura de jorobado al precio de la gracia y ahora
resulta doblemente condenado por el pacto. En las notas de Byron parece insinuarse que Arnoldo tratará de recuperar su
deformidad. Se trata de un toque notabilísimo, muy a la manera de Pirandello. Y hay un sabor nítidamente moderno en los
comentarios de César. Rodea la trama con una crítica que parece de Bernard Shaw. Cuando Arnoldo le dice que se apresure
hacia el palacio Colonna, el Diablo le asegura: «¡Oh! Conozco mi camino a través de Roma».
La mezcla de fantasía lírica, ingenio y melodrama apunta directamente hacia Don Juan. El deforme transformado señala
una transición en la obra de Byron, el paso de lo dramático a la epopeya satírica. Mas no se puede eludir la nítida impresión de
que este extraño fragmento también dejó una huella en el drama; sin duda es una especie de prólogo a Peer Gynt. Ambas
obras exigen del teatro una ampliación de sus convenciones y recursos. Pero esta ampliación es ahora posible. ¿No sería justo
poner a prueba en el escenario estas piezas últimas de Byron, acaso, según sugiere G. Wilson Knight, en un teatro diseñado
especialmente para ellas, en un Festspielhaus byroniano?
Cuando quiso ejemplificar su concepción de la tragedia, Byron dijo: «Tómese una traducción de Alfieri». Supongo que no
se trata de algo que hagamos muy a menudo. E incluso en Italia Alfieri ocupa un puesto algo remoto; se le estima, pero no se le
lee mucho. No obstante, es el más poderoso dramaturgo trágico en su lengua y sin duda el único gran talento teatral que Italia
haya producido entre Goldoni y Pirandello. Pertenece, además, a esa escuela del teatro que trató de unir formas clásicas y
valores románticos. En Alfieri, lo mismo que en Byron, las convenciones neoclásicas van directamente a contrapelo de un
temperamento intensamente lírico y romántico. Esto les confiere a las piezas de Alfieri una cualidad muy especial: tienen una
suerte de frialdad febril.
El repertorio temático de Alfieri es como un índice de la imaginación romántica. Alfieri dramatizó el ciclo tebano y la
Orestíada, acentuando en ambos los aspectos horrorosos. En Agamenón aparece Egisto en el escenario con la espada que
humea con sangre de Agamenón. En la Antígona se presenta sobre tablas el cuerpo de la heroína, y los infortunios finales,
narrados en la tragedia griega, aquí son presentados a nuestros ojos. Como Schiller, también Alfieri escribió un drama sobre
Don Carlos, Felipe, y una María Stuardo. Hay en esta última obra un pathos especial, ya que el poeta era el amante de la
condesa de Albany, la sufriente esposa de Charles Edward Stuart, el joven pretendiente. Volvió su atención a la Florencia del
Renacimiento y dramatizó la conjuración de los Pazzi contra el dominio de los Médici. Pero, a diferencia de Lorenzaccio, La
conjura de los Pazzi se adhiere pedantescamente a las unidades de tiempo y lugar. Esto hace que resulte sumamente artificial
su enfoque de una acción política compleja y tumultuosa. También Alfieri se volvió hacia la Biblia, y en esto Byron lo siguió.
Saúl (1782-1784) es una hermosa obra. Entretejidos en el texto hay salmos de David, que le otorgan al riguroso estilo
neoclásico de Alfieri un toque de esplendor oriental. La escena en que David canta, tratando de llevar luz a la negrura del
corazón del Rey, nos recuerda que los románticos vieron en Rembrandt a uno de sus precursores.
La obra maestra de Alfieri es Mirra, tragedia escrita entre 1784 y 1786. Byron ponía esta obra por encima de cualquier
otro drama moderno, excepción hecha de Fausto. Ahora es una pieza de museo; en parte, no cabe duda, debido a su tema. El
tema del incesto cautivó la imaginación romántica. El incesto daba la más drástica expresión a ciertas actitudes que el
romanticismo exaltaba: el desafío de las convenciones sociales, la búsqueda de experiencias raras y prohibidas, el deseo de total
intimidad y unión entre las almas en el acto amoroso. Es un tema favorito de Shelley, Byron y Wagner. Al dar forma dramática a
la leyenda del amor inconfeso de Mirra por su padre, Alfieri encerró en un estilo neoclásico algunas de las vetas más fogosas y
decadentes en el temperamento romántico. Al igual que en Atalía, las mismas convenciones teatrales expresan el significado
dramático. Toda la tragedia gira en torno a la renuencia de Mirra a revelar su repugnante enamoramiento. Es un estudio del
espíritu de contención y todos los elementos neoclásicos –la retórica rigurosa, la suspensión de la acción externa, la brevedad
del tiempo disponible– contribuyen a crear una sensación de presión insoportable. Cuando por fin Mirra deja entrever la
verdad, la pieza se apresura hacia un sombrío final:
Nótese cómo la revelación es preparada irónicamente por la exclamación: «Oh madre mia felice!». El tono es en extremo
romántico, pero el toque procede concretamente de Ovidio. Alfieri trata siempre de poner sus tempestuosos sentimientos en un
duro molde clásico.
Resulta difícil imaginar a Mirra representada en un teatro moderno. Requiere un modo exagerado de actuar que ya no se
aprecia. Pero, dadas las convenciones adecuadas, la pieza debe haber resultado tremendamente conmovedora. Byron tomó de
ella el nombre de la heroína en Sardanápalo y en una ocasión, mientras veía una representación de Mirra, ese hombre de
nervios resistentes se desmayó.
En El deforme transformado llega un momento en que Olimpia trata de quitarse la vida antes que sobrevivir al Saco de
Roma. Arnoldo se inclina angustiado sobre su cuerpo al parecer inerte:
La erudición del Diablo nos remite al más fascinante de todos los «clasicistas románticos» y a su dramatización de la extraña
y repulsiva leyenda de Aquiles y la reina de las Amazonas. La Pentesilea de Kleist es una obra de tono más libre que cuanto
idearan Byron o Alfieri, pero lleva hasta sus últimas consecuencias la tentativa por unir el legado clásico y el espíritu romántico.
Junto con Lenz, Büchner y Hölderlin, Kleist pertenece a esa familia de genios morbosos que la literatura alemana produjo
después de Goethe y Schiller, como conflagraciones después de un glorioso mediodía. Todos esos hombres murieron jóvenes,
dementes o por la propia mano. Descubrimos en su arte una distensión extrema, como si hubieran andado buscando el punto de
ruptura en los recursos de lenguaje y forma poética que les proporcionaron Goethe y Schiller. Sus talentos llegaron a la madurez
con fantástica velocidad –Büchner no tenía aún veintiún años cuando escribió La muerte de Danton–, pero era una madurez
incompleta. Por otra parte, descubrimos en sus obras ese desequilibrio entre energía y reposo, entre exaltación y abstención,
que marcaría el curso ulterior de la vida alemana. Esta febril generación de románticos tardíos reintrodujo en la atmósfera de
Europa un ribete de histeria que el renacimiento y el racionalismo secular del siglo XVIII habían mantenido invisible.
Considerando sus mensajes de superioridad nacional o racial, estas nuevas voces introdujeron demencia en la política europea.
Y no podemos dejar de oírlas en La batalla de Arminio de Kleist.
Aunque se dio muerte a los treinta y cuatro años de edad, Kleist dejó tras su vida obsesa siete dramas terminados y varias
novelas breves que se cuentan entre las obras maestras de esa forma tan exigente. Cuanto escribió, hasta su ensayo sobre la
metafísica del teatro de marionetas, traiciona una excitación interior y una exacerbación de la sensibilidad igualmente enormes.
Kleist veía la vida humana a la luz vivísima pero inconstante de los extremos. La suma de la visión de Kleist está contenida en el
famoso párrafo inicial de El terremoto de Chile: allí se nos muestra a un joven español que está a punto de ahorcarse en la
cárcel de Santiago, en el instante mismo del gran terremoto de 1647. Kleist era un dramaturgo natural porque el drama es la
concreción formal de la crisis. Incluso su ficción en prosa es drama retardado. El estilo y la técnica dramática de Kleist poseen
una incesante intensidad: son todo nerviosismo. La acción avanza en una fugaz claridad, como si de pronto se levantara una
antorcha tras los personajes y luego se la dejara caer. Los románticos tenían una excesiva afición al claroscuro; en los dramas
de Kleist, como en los grabados coetáneos, masas de sombra son rasgadas por relámpagos de luz.
En virtud de su extremismo, Kleist se aproximó más que Goethe o Schiller a una utilización intransigente de la forma trágica.
Pentesilea y el gran fragmento de Roberto Guiscardo ostentan un sentido arcaico de cómo la violencia y la sinrazón rigen la
condición humana. La plaga que amenaza al ejército normando en Guiscardo tiene ese mismo carácter horripilante, casi
cósmico e inhumano, que impulsa a la población de Tebas hacia el palacio de Edipo:
Esta nota de terror era lo que disgustaba a Goethe. Reconocía los elementos de salvajismo y caos en la experiencia pero
creía, también, que siglos de meditación racional habían echado un puente sobre el abismo. Kleist le daba la impresión de estar
minando la frágil estructura. Representaba una versión demoníaca de ese desequilibrio imaginativo que Goethe había procurado
gobernar en sí mismo y que retratara bajo la máscara de Torquato Tasso. Así, al poeta más joven no le concedió su
reconocimiento ni su buena voluntad.
Pero, por más que Kleist introdujo en la literatura alemana una nota de tragedia absoluta, la originalidad de su obra está en
otra parte. Con dramas como Catalina de Heilbronn y El príncipe de Homburgo, la distinción entre lo trágico y lo cómico
pierde una significación que poseyera desde la Antigüedad. Kleist fue el primero que estableció para el teatro moderno su
complejo dominio de la seriedad insegura. La ambigüedad está presente en las obras de Shakespeare denominadas «comedias
sombrías» o «piezas problemáticas». La naturaleza del argumento y la disposición oblicua de las convenciones dramáticas
otorgan a Troilo y Crésida, así como a Medida por medida, esa agria dulzura que las caracteriza. Pero Kleist va más allá.
Aspira a una polifonía en la que ironía y responsabilidad, gravedad y deleite, están implícitas por igual. Sus argumentos parecen
desplegarse en diferentes niveles de la realidad y no estamos seguros sobre cuál es el «más real» en un momento dado. En casi
todos los dramas de Kleist hay episodios cruciales de sueño o inconsciencia; representan un paso de un nivel de la realidad a
otro a través de puertas de oscuridad momentánea. En Kleist adquiere expresión dramática esa noción sintomáticamente
moderna sobre la pluralidad de la conciencia individual.
La deliberada imprecisión del punto de vista de Kleist hace que sus obras resulten extrañamente inquietantes. Anfitrión,
Catalina de Heilbronn y El príncipe de Homburgo terminan con felicidad. En cada una de ellas el telón final cae sobre una
escena de regocijo. Pero las obras dejan un gusto agrio en la boca, como si la alegría hubiera costado demasiado. En Anfitrión
la antigua fábula de las identidades confundidas se convierte en un símbolo del misterio raíz de la conciencia. La luz vacila a
través de esta maravillosa pieza dejándonos inseguros sobre la línea divisoria entre lo real y lo imaginario. La escena en que
Anfitrión se esfuerza por afirmar su identidad frente a Júpiter disfrazado es casi insoportable. Cuando los dioses adoptan las
formas de los hombres, éstos sólo pueden revelarse a través de sus debilidades. Alcmena sabe en lo hondo de su sangre
excitada que ha recibido una visita inmortal. Obligada a escoger entre los Anfitriones rivales, se vuelve hacia el divino impostor.
Entonces, de súbito, Júpiter revela su inmensa presencia y determina una reconciliación. Pero si bien Anfitrión rinde homenaje al
dios y se le promete a Hércules por hijo, queda cruelmente disminuido. El dios ha compartido su mismo nombre y, cuando
Alcmena lo pronuncia, ¿a quién estará llamando? Los comandantes tebanos felicitan a Anfitrión por su raro destino, pero sus
palabras suenan huecas frente a la verdad. Alcmena está lacerada por su gloria y ya no se encuentra a gusto en este mundo. La
obra termina con su exclamación inarticulada:
Es una alegría extraña, amarga, y aumenta la inquietud el hecho de que Kleist añadiera ecos de la historia de Cristo al mito
griego. Júpiter habla de la venida de Hércules en tonos de anunciación. Después de su ardiente muerte lo recibirá como a un
dios. Las ironías se ahondan, lo mismo que una imagen en espejos enfrentados.
Anfitrión pone en evidencia que el sentido del mundo estaba en Kleist muy alejado del de Racine o hasta del de Schiller.
Tal vez está más próximo al de Giraudoux. Con Kleist podría en justicia concluir un estudio sobre la concepción «ortodoxa» del
teatro trágico.
También esto es válido en otro aspecto de importancia fundamental. Antes de Kleist la tragedia encierra la noción de
responsabilidad moral. Hay una concordancia entre el carácter moral del personaje trágico y su destino. A veces se hace difícil
dejar en claro esta concordancia. Los padecimientos de Edipo o de Lear son mucho mayores que sus vicios. Pero incluso en
estos casos que dejan perplejo suponemos cierto grado de dependencia causal y racional entre el carácter del individuo y la
calidad del acontecimiento. El héroe trágico es responsable. Su caída está relacionada con la presencia en él de una debilidad
moral o de un vicio activo. Los infortunios de un hombre inocente o virtuoso son, como observa Aristóteles, patéticos pero no
trágicos. Y Lessing está en lo cierto cuando argumenta que la concepción aristotélica de la responsabilidad trágica es aplicable a
Shakespeare, por ejemplo, a Otelo y Macbeth.
Pero Kleist se aparta de esta tradición. El héroe no es, en Kleist, directamente responsable de la acción. El conflicto surge
de un choque entre órdenes rivales de realidad. Catalina de Heilbronn y el príncipe de Homburgo son asediados por sueños
proféticos. Experimentan iluminaciones de la conciencia que los dejan ciegos ante las realidades de la circunstancia mundanal.
Todo el drama consiste en su obstinada adhesión a la verdad de la visión. Al final sus intensos ensueños resultan ser más
poderosos que los hechos materiales. No son ellos sino el mundo quien se rinde. La realidad da una vuelta completa e ingresa
en la trama de sus sueños. Un personaje kleistiano es responsable ante el desorden de su propia conciencia; su heroísmo es el
del visionario. Las obras no sólo están rodeadas por el sueño del héroe sino que también sus argumentos tienen la abrupta
extrañeza y la falta de lógica de los sueños. Los dramas de Kleist podrían tener por lema las líneas de Keats:
La desorganización de la coherencia confiere al arte de Kleist su modernidad. Esto explica por qué un poeta nacionalista
prusiano iba a desempeñar un papel en el existencialismo francés y por qué hay ahora ensayos sobre «El mundo existencial de
El príncipe de Homburgo». Los existencialistas reconocen en Kleist esa discontinuidad entre causa moral y efecto material, así
como esa inversión de las previsiones racionales, a las que llaman «lo absurdo». El príncipe de Homburgo que sueña su camino
hacia la muerte se ha convertido en un símbolo para la conciencia desheredada de estas décadas.
Los dramas de Kleist no son dramas de acción sino de padecimiento. Así, Catalina de Heilbronn es, en parte, un estudio
del masoquismo. Es una obra poderosa pero un poco repulsiva, en la que Kleist utiliza el cuento de hadas, el de la princesa
perdida y su resplandeciente caballero, para su propio fin, que es excéntrico. El conde von Strahl (su nombre significa «el
luminoso») se le ha aparecido a Catalina en una visión angélica. Ahora llega el hombre real a la herrería del padre de la
muchacha. Ella reconoce la figura soñada y en adelante sigue al señor como un perrito. El conde hace todo lo posible por
librarse de su abyecta presencia. La rechaza y la expulsa de su puerta. A punto está de recurrir al látigo. Mas Catalina bebe la
humillación como si lo hiciera del pozo de la vida. Sabe que su visión se impondrá. En el acto IV la realidad gira sobre sus
goznes: von Strahl se da cuenta de que el loco sueño de la muchacha se corresponde exactamente con una visión que tuvo
durante una noche en que una fiebre altísima la tenía postrada. Reconoce que cierta parte de su alma ha andado errante en una
fantástica visitación:
Pero el conde opta por lo que para Kleist constituye la piedra de toque del heroísmo: entre el hecho aparente y el
misterioso indicio, elige por este último. Von Strahl se convierte en el campeón de la muchacha y padece ordalías de mofa y
combates hasta que se reconoce en la muchacha a la hija del Emperador. La vida cede ante la insistencia del sueño. El drama
termina cuando Catalina desciende la rampa del castillo para ir a unirse en matrimonio con el conde.
Esta rampa también aparece en las escenas inicial y final de El príncipe de Homburgo. Es un puente entre la realidad de la
circunstancia exterior y la realidad mayor de la visión. El argumento es puro romance, si bien lo surca una áspera veta de
nacionalismo prusiano. Dormido en el jardín de palacio, el príncipe tiene un sueño intensamente vivido de gloria y bodas regias.
Despierta, pero su espíritu está amodorrado por las maravillas que ha soñado y deja de presentarse para la orden de batalla.
De este modo pone en peligro la victoria mediante un ataque espléndido aunque prematuro. Sentenciado a muerte por una corte
marcial, primero se niega a aceptar la realidad de su destino y luego clama frenéticamente por su vida; como sonámbulo entre
dos mundos, el príncipe es al mismo tiempo un héroe y un cobarde. Por último se sobrepone al miedo y reconoce la justicia de
la condena. Rehúsa una posibilidad de perdón y reclama que se ejecute la sentencia como ejemplo para futuro coraje. Llevan
entonces al príncipe con los ojos vendados al jardín donde tuvo su primera visión. Está a la espera de la ejecución mientras los
tambores tocan una marcha fúnebre. Pero en ese momento el Elector de Brandeburgo entra en la terraza que hay más arriba
acompañado de sus cortesanos y la princesa Natalia. Portando una corona de laurel, la princesa se adelanta hacia su amante
condenado.
Cuando le quitan la venda de los ojos el príncipe ve ante sí la repetición exacta de su sueño y cae desmayado. Lo devuelven
a la vida la música marcial y el trueno del cañón, y el telón desciende sobre la promesa de una guerra victoriosa.
Ninguna síntesis podría comunicar la curiosa magia de la escena. Como en Anfitrión, procede en parte de atisbos de un
significado más elevado. El príncipe de Homburgo es una parábola de la resurrección. En el jardín del sueño el príncipe
participa por igual de la caída del hombre y de su redención. Después de la momentánea muerte de la inconsciencia se eleva a
la gloria en la presencia de aquel que ha de ser su padre. A decir verdad, toca el borde resplandeciente de la inmortalidad:
Pero los motivos teológicos están firmemente entretejidos con la trama especial de la pieza. El tema dominante es la
confusión de la realidad. En los dramas de Kleist los hombres no despiertan del sueño sino de la vigilia. Están más despiertos
cuando entran en la sólida sustancia de los sueños. De El príncipe de Homburgo a Pirandello sólo hay un breve trecho.
Pentesilea es anterior a ambas piezas oníricas y no hay en ella nada de la ambigüedad que las caracteriza. Kleist enfoca el
mito de forma archirromántica. La reina guerrera posa los ojos en Aquiles y queda enamorada hasta la locura. Su deseo va más
allá de lo erótico. Es una obsesión por lo absoluto, semejante a la que encontramos en las narraciones de Poe y Balzac. Entre
los dos amantes se interpone el hecho de la guerra, y Kleist manipula brillantemente la proximidad en el alma entre el deseo total
y el odio total. Él sabía, ya antes de Strindberg, que la pasión sexual y el combate armado son modos parecidos de enfrentarse.
El drama está construido como una danza de espadas. Aquiles y la Amazona avanzan y retroceden en un galanteo asesino. Por
último, el apetito demencial de Pentesilea estalla en canibalismo, literalmente. El estilo de la obra refleja con precisión la cruel
exactitud de la acción. El verso posee un brillo frío y vehemente. Yeats, ese maestro de la violencia formal, podría haber escrito
Pentesilea si hubiera dominado la necesaria amplitud de diseño.
Pero la obra tiene los vicios de su gran poder. La infatigable carnicería la convierte en una pieza exaltada de grand guignol.
Como gran parte del arte romántico alemán, lleva demasiado lejos el concepto de que el amor y la muerte son hermanos. Y la
resabida culminación –Pentesilea que desgarra con los dientes a Aquiles caído– es de tal naturaleza que la imaginación
estremecida se aparta incrédula. No cabe duda de que Goethe tenía razón cuando observaba en Pentesilea síntomas de
decadencia. La tragedia refleja la veta de histeria y sadismo que corre bajo la superficie del romanticismo, desde la época de la
novela gótica hasta la de Flaubert y la Salomé de Oscar Wilde.
Pero, a pesar de toda su sombría extravagancia, la obra sigue siendo de gran interés. Kleist va todavía más allá que Alfieri
en la utilización de la mitología clásica con propósitos privados y excéntricos. Es un precursor directo de los dramaturgos
modernos que echan en las botellas viejas de la leyenda griega los vinos nuevos de la psicología freudiana o la política
contemporánea. Cada vez más incapaz de crearse un repertorio de mitos significativos, la imaginación moderna explora el
tesoro del mundo clásico.
Pentesilea fue publicada en 1808. En 1821 Grillparzer completó su trilogía, El vellocino de oro. Byron conocía de nombre
al poeta y profetizó que alcanzaría vasta fama. No es esto lo que ha ocurrido, pero de cualquier modo es Grillparzer un
dramaturgo de primera categoría. No hay en él la incandescencia de Kleist y la seca amargura de su obra refleja las condiciones
de la vida intelectual bajo Metternich. Pero, a diferencia de Kleist, Grillparzer ejercía pleno control sobre sus medios, y su
tratamiento de la leyenda de Medea posee una vigorosa dignidad que rivaliza con Eurípides. Grillparzer desarrolla dos motivos
principales. Medea es la extraña, la extranjera arrancada de raíz. Mancha la luz del escenario griego con su mera presencia,
pues lleva consigo la melancolía del exilio. Además, ha cometido gran número de crímenes en nombre de Jasón y precisamente
por ello no cuenta con su confianza. Quien ha traicionado a padre y hermano a fin de seguir a un pirata griego puede a su vez
traicionar al griego. A Jasón le repele la ferocidad primitiva del amor de Medea. Ya no es el orgulloso capitán de los argonautas.
Ahora es un hombre cansado y suspicaz que busca un lugar para anclarse. Estos elementos ya están presentes en el mito y en la
versión de Eurípides. Pero, al concentrar la atención en ellos, Grillparzer le confiere a la tragedia un elemento central que es
moderno e irónico.
No es fácil hacer citas de Grillparzer, pues hay en él una característica musicalidad austríaca; los momentos sucesivos de sus
dramas están ceñidamente conectados. Pero en el acto III de Medea se encuentra un fragmento de diálogo en el cual son
claramente visibles las principales virtudes de Grillparzer:
Esto es, a su modo, más sutil que Kleist. Es más claro y va al grano sin concesiones. La prosodia es magistral. Grillparzer es
capaz de conseguir grandes efectos sin forzar el tono. Su oído es impecable y lo utiliza para aliviar el peso natural de la sintaxis
alemana. El argumento se adapta al modelado sutil y veloz del verso. La virtuosidad de la inventiva métrica y la forma en que el
acento alterna entre las dos voces nos recuerda los mejores momentos de Tennyson. Como Tennyson, también Grillparzer
introdujo en su propio idioma los recursos de la versificación latina.
Como el diálogo es tan lúcido, tan exento de ornamentación mitológica o de retórica anticuada, posee una aguda
modernidad. La obra podría ser contemporánea de la Medea de Anouilh:
Où veux-tu que j’aille? Où me renvoies-tu? Gagnerai-je le Phase, la Colchide, le royaume paternel, les champs baignés de sang de
mon frère? Tu me chasses. Quelles terres m’ordonnes-tu de gagner sans toi? Quelles mers libres? Les détroits du Pont où je suis
passée derrière toi, trichant, mentant, volant pour toi; Lemnos où on n’a pas du m’oublier; la Thessalie où ils m’attendent pour
venger leur père, tué pour toi? Tous les chemins que je t’ai ouverts, je me les suis fermés. Je suis Médée chargée d’horreur et de
crimes [92 ].
El tono y la orientación del argumento son exactamente los mismos. Kleist y Grillparzer eran dramaturgos de transición. Trataron de
reunir el legado de Grecia y el de Shakespeare en una forma de teatro trágico que resultara adecuada para el escenario moderno. El
empleo que hicieron de la mitología griega y de los modos clásicos fue, por consiguiente, experimental. Están en el lado moderno de
la línea que separa la concepción raciniana de lo antiguo, de la de Hofmannsthal o Anouilh. Pero no se debe poner término a un
análisis sobre el helenismo romántico sin mencionar las dos obras que, junto con Sansón agonista, se acercan más en la literatura
europea a una reencarnación del ideal griego.
Ya en 1780 Schiller estaba decidido a escribir una pieza que no sólo concretara el concepto de la tragedia griega, sino
también sus mismas formas técnicas. Después de su periodo shakespeareano –Wallenstein, María Estuardo, La doncella de
Orleans–, decidió darle al teatro alemán un ejemplo de drama sofocleano. Esto imponía la adaptación del coro al escenario
moderno. En el prefacio a La novia de Messina, Schiller presenta un lúcido análisis de la función del coro. Lo considera un
instrumento de necesaria irrealidad. Un drama poético presenta una acción que es al mismo tiempo real e ilusoria o, mejor aún,
que sólo es real dentro de la ficción específica de la representación teatral. Al rodear la acción con un muro de rigor verbal y
movimiento ritual, el coro le impone al espectador el necesario sentido de la distancia. Hace imaginario lo real. En esto la tesis
de Schiller se adelanta al concepto de «alienación» entre auditorio y drama formulado por Brecht. En segundo lugar, Schiller ve
en la presencia de un coro una suntuosa «tapicería lírica» (lyrisches Prachtgewebe). Contra este fondo la acción puede
desplegarse con adecuada majestad. El recitado del coro eleva el acontecimiento dramático por encima del plano del habla
corriente. Por último, Schiller cree que el coro introduce en el teatro trágico un elemento de alivio. Pule los ángulos agudos de la
violencia y así le permite al espíritu presenciar trágicos horrores sin sumirse en la desesperación. El coro sobrevive a la caída de
Agamenón o de Edipo y puede extraer una moraleja que trasciende del desastre inmediato. Así contribuye al ideal schilleriano
de una tragedia de reconciliación.
La novia de Messina no es una obra atrayente. Inspirada por la leyenda de la rivalidad y la muerte de los hijos de Edipo,
Schiller elaboró un argumento ceñidamente simétrico. Para hacer inevitable la condenación, los acontecimientos deben
ensamblarse con una enloquecedora exactitud. Si bien la obra es de forma severamente clásica, en realidad está elaborada
sobre la base de una serie de melodramáticas coincidencias. Depende por entero de encuentros casuales, súbitas
desapariciones y tardíos reconocimientos. Si se puede hablar de melodrama sofocleano, helo aquí. Y el final trágico no es
convincente. Don César está decidido a darse la muerte a fin de restablecer un equilibrio exacto de la justicia. Cumple su
decisión por más que sabe que sólo si sigue viviendo se podrían remediar los estragos que han causado él y su iracundo
hermano. La marioneta condenada empieza a gesticular rígidamente detrás de la máscara humana. Por otra parte, como el
propio Schiller supo ver, el coro se aparta de su función formal y contemplativa. Dividido en bandos rivales, interviene en la
criminal intriga.
Pero, con todo, en La novia de Messina hay momentos que están a la altura de Sófocles. El coro usa tanto la rima como el
verso blanco de variadas medidas. Ciertos pasajes se acercan más que cualquier otra cosa escrita en una lengua moderna a
nuestras conjeturas sobre cómo debe haber sonado un coro griego:
Por debajo de las palabras resuena el paso de la danza. Schiller concebía que el recitado debía ser cantado a medias y
demostró que, dada la suficiente destreza poética, el drama con coro perduraba como una posibilidad fundamental. La novia
de Messina es la llave en el largo arco que se extiende desde Sansón agonista hasta Asesinato en la catedral.
No hay coro en las versiones sucesivas y fragmentarias del Empédocles de Hölderlin (si bien el bosquejo para Empédocles
en el Etna lo exige). Pero el poema dramático de Hölderlin es la culminación del helenismo romántico. Nunca estuvo destinado
para la representación teatral y sigue siendo una serie de grandes fragmentos sobre los que cae la sombra de la insanía del
poeta. Pero nos deja saber hasta qué punto le había sido posible a un poeta moderno adoptar el tono y la visión del teatro
trágico moderno. Además de que Hölderlin escogió la versión más ardua y remota del espíritu clásico. En general, el teatro
neoclásico y el moderno están en deuda con Sófocles y Eurípides. Hölderlin se remonta a Esquilo y a las formas predramáticas
de lamentación o encantamiento representado que podemos columbrar en los umbrales de la tragedia esquiliana. Desde
Prometeo el teatro no había conocido pasión tan austera. La muerte de Empédocles y las tres escenas terminadas de
Empédocles en el Etna figuran entre las más altas cimas de la literatura: frías, de difícil acceso e incomparablemente nobles:
Ha! Jupiter, Befreier! näher tritt
Und näher meine Stund’
und vom Geklüfte
Kommt schon der traute Bote
meiner Nacht, Der Abendwind zu mir,
der Liebesbote. Es wird!
Gereift ists! o nun schlage, Herz,
Und rege deine Wellen, ist der Geist
Doch über dir, wie
leuchtendes Gestirn,
Indes des Himmels heimatlos Gewölk
Das immerflüchtige, vorüberwandelt.
........
Zufrieden bin ich, suche nun
nichts mehr
Denn meine Opferstätte. Wohl ist mir.
O Iris’ Bogen! über stürzenden
Gewässern, wenn
die Wog’ in Silberwolken
Auffliegt, wie du bist,
so ist meine Freude![94 ]
El drama nunca ha vuelto a acercarse tanto al ideal griego. Empédocles da la impresión de ser, entre todas las tragedias
europeas, la que está más lejos del hechizo de Shakespeare. Pero ni La novia de Messina ni Empédocles podían contribuir a
la vida del teatro práctico; su esplendor está demasiado alto. Para que esa vida continuara, la imaginación tenía que descender a
las llanuras.
VII
Todas las obras que hemos considerado hasta ahora están escritas en verso. Hay motivos para esto. Por un lapso de más de
dos mil años la noción de verso fue casi inseparable de la de teatro trágico. La idea de «tragedia en prosa» es singularmente
moderna y, para muchos poetas y críticos, sigue resultando paradójica. Para esto hay motivos históricos así como de técnica
literaria. Pero asimismo existen causas que están profundamente arraigadas en nuestra comprensión común de la cualidad del
lenguaje. Si digo verso en vez de poesía es porque la poesía puede ser una virtud de la prosa, de las matemáticas, de toda
acción del espíritu que tienda a dar forma. Lo poético es un atributo; el verso es una forma técnica.
En literatura el verso precede a la prosa. Literatura es poner aparte el lenguaje, aparte de las exigencias de la utilidad y la
comunicación inmediatas; eleva el discurso por encima del habla corriente con fines de invocación, adorno o rememoración.
Los medios naturales de este realce son el ritmo y la prosodia explícita. Al no ser prosa, al tener metro o rima o una pauta de
repetición formal, el lenguaje le impone a la mente una sensación de ocasión especial y conserva su forma en la memoria. Se
torna verso. La noción de prosa literaria es sumamente compleja. Dudo que tuviera significación alguna antes de las oraciones
registradas o inventadas por Tucídides en su relación de las guerras del Peloponeso y antes de los Diálogos de Platón. En estas
obras encontramos por primera vez el sentimiento de que la prosa podría aspirar a la dignidad y a la «independencia» de
literatura. Pero Tucídides y Platón aparecen tardíamente en la evolución de la literatura griega y ni el uno ni el otro hicieron
teatro.
Es seguro que la tragedia griega estuvo, desde un comienzo, escrita en verso. Surgió de arcaicos rituales de celebración o
lamentación y era inseparable del empleo del lenguaje en una forma lírica realzada. El teatro ático representa una convergencia
de la palabra, la música y la danza. En las tres, el ritmo es el centro vital y cuando el lenguaje está en un estado de ritmo (las
palabras en el estado de movimiento ordenado) es verso. En la Orestíada, no menos que en Las bacantes, acaso la última de
las grandes hazañas de la imaginación trágica de Grecia, la acción teatral y la experiencia moral de los personajes aparecen
cabalmente unidas a la forma métrica. La tragedia griega canta, danza y declama. En ella no hay lugar para la prosa.
Por otra parte, desde muy temprano la mente percibió la existencia de una relación entre las formas poéticas y aquellas
categorías de la verdad que no pueden verificarse directamente. Todavía hablamos de «verdad poética» cuando queremos dar a
entender que un enunciado puede ser falso o exento de significado conforme a los datos empíricos aunque, con todo, posee al
mismo tiempo una validez innegable en un dominio moral, psicológico o formal. Ahora bien, las verdades de la mitología y la
experiencia religiosa corresponden en gran parte a este orden. La prosa somete sus enunciados a normas de verificación, que,
en realidad, no hacen o son inaplicables a las realidades del mito. Y la tragedia griega está basada en éstas. La sustancia de la
leyenda trágica, invoque a Agamenón, a Edipo o a Alcestes arrancado de entre los muertos, no puede ser sometida a la
indagación prosaica. Como dice Robert Graves, la imaginación tiene derechos extraterritoriales, los cuales están custodiados
por la poesía.
También la poesía tiene sus criterios de verdad. En realidad son más exigentes que los de la prosa, pero son diferentes. El
criterio de verdad poética es de coherencia interna y convicción psicológica. Cuando la presión de la imaginación es bastante
sostenida, le permitimos a la poesía las más amplias libertades. En ese sentido cabe decir que el verso es la matemática pura del
lenguaje. Es más exacto que la prosa, más autónomo y más capaz de elaborar formas teóricas independientes de una base
material. Puede «mentir» creadoramente. Los mundos del mito poético, como los de la geometría no-euclidiana, son
convincentes en tanto que se atienen a sus propias premisas imaginativas. La prosa es, en cambio, matemática aplicada. En una
u otra parte, las afirmaciones que hace deben corresponder a nuestras percepciones sensoriales. Las casas descritas en prosa
deben tener sólidos cimientos. La prosa mide, registra y prevé las realidades de la vida práctica. Es la vestimenta del espíritu
cuando lleva a cabo sus quehaceres diarios.
Pero ya no es del todo así. La literatura moderna ha desarrollado el concepto de «prosa poética», de una prosa liberada de
la verificabilidad y la jurisdicción de la lógica tal como se concreta en la sintaxis común. Hay indicios proféticos de esta idea en
Rabelais y Sterne. Pero no adquiere importancia realmente antes de Rimbaud, Lautréamont y Joyce. Hasta llegar a ellos, las
distinciones entre la función del verso y la de la prosa eran firmes.
No sólo es el verso el guardián propio de la verdad poética contra la crítica del empirismo. Es el límite primordial entre el
mundo realzado de la tragedia y el mundo de la existencia ordinaria. Reyes, profetas y héroes hablan en verso, mostrando así
que los personajes ejemplares de la colectividad se comunican de un modo más noble y más antiguo que el reservado pará los
hombres comunes. No hay nada de democrático en la visión de la tragedia. Los personajes regios y heroicos a quienes los
dioses honran con su venganza están más arriba que nosotros en la cadena del ser, y su modo de expresión debe reflejar esa
elevación. Los hombres comunes son prosaicos y los revolucionarios escriben en prosa sus manifiestos. Los reyes responden en
verso. Bien lo sabía Shakespeare. Ricardo II es un drama de lenguas que no consiguen comunicarse entre sí. Ricardo va hacia
el desastre porque trata de imponer las normas de la verdad poética a los reclamos tumultuosos y toscos de la realidad política.
Es un poeta regio a quien derrota una rebelión de la prosa.
Además, como la música, el verso establece una valla entre la acción trágica y el auditorio. Incluso cuando ya no hay coro
crea ese necesario sentido de distancia, de algo que es ajeno, a que se refería Schiller. Las diferencias de lenguajes entre el
escenario y la platea alteran la perspectiva y confieren a los personajes y sus acciones una magnitud especial. Y al obligar al
espíritu a superar una momentánea valla de formalidad, el verso detiene y madura nuestras emociones. Podemos identificarnos
con Agamenón, Macbeth o Fedra, pero sólo en parte y tras un esfuerzo preliminar. Su empleo de un lenguaje modelado con
más nobleza y complejidad que el nuestro nos impone una distancia respetuosa. No podemos meternos en su piel como se nos
invita a hacer en el teatro naturalista. Así, el verso impide que nuestras simpatías se hagan demasiado familiares. En las cortes de
los grandes monarcas no se permitía que se aproximaran demasiado a la persona regia los miembros de la pequeña nobleza y
del tercer estado. Pero la prosa es niveladora y llega muy cerca de su objeto.
El verso simplifica y complica, a la vez, la representación del comportamiento humano. He aquí el punto central. La
simplifica porque despoja la vida de los estorbos de la contingencia material. Cuando los hombres hablan en verso no son
propensos a resfriarse ni a sufrir de indigestión. No se preocupan por la próxima comida ni por los horarios de trenes. Cité
antes la línea inicial del Cromwell de Víctor Hugo. Enfureció a algunos críticos contemporáneos porque usaba un alejandrino, la
misma marca de vida elevada e intemporal, para hacer un enunciado exacto de tiempo. Hacía descender el verso trágico al
craso mundo de los relojes y los almanaques.
Como la riqueza en la poética de Henry James y Proust, el verso libera a los personajes del teatro trágico de las
complicaciones de las necesidades materiales y físicas. Pues en razón de que todas las exigencias materiales están satisfechas
por el supuesto de un desahogo financiero, los personajes de James y Proust quedan en libertad de vivir plenamente la vida del
sentimiento y la inteligencia. Y otro tanto ocurre en la tragedia. En un sentido muy real, el héroe trágico deja que sus lacayos
vivan por él. A la gente del servicio le corresponden las cargas corruptoras del hambre, el sueño y la enfermedad. He aquí una
de las diferencias decisivas entre el mundo de la novela, que es el de la prosa, y el mundo del teatro trágico, que es el del verso.
En la ficción en prosa, según observara D. H. Lawrence, «se sabe que hay un inodoro en el local». No nos corresponde
contemplar la posibilidad de semejantes instalaciones en Micenas y Elsinore. Si hay cuartos de baño en las casas de la tragedia
es para que en ellos asesinen a un Agamenón.
Esta distinción es lo que está en la base de la convicción neoclásica, según la cual no debía permitirse que el verso
expresara hechos mezquinos. Pero, desde Wordsworth y los románticos, ya no aceptamos esta convención. Desde los días de
las Baladas líricas hasta los del Prufrock, de T. S. Eliot, la poesía se ha ido apropiando de todos los dominios, por sórdidos y
familiares que fueran. Se afirma que toda manifestación de la realidad puede recibir una forma poética adecuada. Dudo que así
sea en realidad. Dryden concedía que el verso podía decir «cerca de la puerta», pero dudaba de que le correspondiera hacerlo.
Porque al desempeñar tales tareas desciende al caos de objetos materiales y funciones corporales en que la prosa es señora.
Determinados estilos de acción son más adecuados que otros para la encarnación poética. Y porque hemos negado este hecho,
una proporción tan elevada de lo que se tiene por poesía moderna es tan sólo prosa inflada o aturdida. En el actual teatro en
verso vemos una y otra vez la incapacidad para distinguir entre el uso apropiado y el inapropiado de la forma poética. Las
recientes obras de T. S. Eliot ofrecen claras pruebas de lo que ocurre cuando se le pide al verso blanco que desempeñe
funciones domésticas. Se rebela.
Pero si el verso simplifica nuestra versión de la realidad al eliminar la vida bajo las escaleras, también complica
enormemente el alcance y los valores del comportamiento del espíritu. En virtud de la elisión, la concentración, la oblicuidad y
su capacidad para sostener múltiples significados, la poesía proporciona una imagen de la vida que es mucho más densa y más
compleja que la de la prosa. El modelado natural de la prosa es lineal; procede mediante enunciados sucesivos. Precisa o
contradice por lo que viene después. La poesía puede proponer convicciones discordantes a un mismo tiempo. Las metáforas,
las imágenes y los tropos de la retórica del verso pueden estar cargados de significados simultáneos pero dispares, así como la
música puede comunicar en el mismo momento energías de movimiento contrastantes. La sintaxis de la prosa encarna la función
central que las relaciones causales y la lógica temporal desempeñan en los procesos del pensamiento corriente. La sintaxis del
verso está, en parte, liberada de la causalidad y del tiempo. Puede anteponer la causa al efecto y permite suponer un proceso
más temerario que la marcha de la lógica tradicional. He aquí por qué los buenos versos no pueden traducirse en prosa.
Considérese un ejemplo tomado de Coriolano (obra en la que el propósito de Shakespeare depende en gran parte de las
prerrogativas de la forma poética):
Ninguna paráfrasis en prosa puede constituir un justo equivalente. Tampoco podemos reducir con la «traducción» los
soliloquios de Hamlet, la meditación de Macbeth sobre la muerte o el lamento de Cleopatra por su amante caído.
A medida que las matemáticas se alejan de lo que es evidente, se hace menos traducible en algo que no sea ella misma. A
medida que la poesía se aparta más de lo prosaico, a medida que gana en sutileza y concentración, se toma irreductible a
cualquier otro medio. El mal verso, el verso que no es estrictamente necesario para el propósito perseguido, sale ganando
mediante una buena paráfrasis o incluso mediante la traducción a otra lengua. Téngase en cuenta hasta qué punto resulta mejor
Poe puesto en francés. Pero, en cambio, el buen verso, es decir, la poesía, prácticamente se pierde.
En la medida, pues, en que el teatro trágico es una elevación de la acción por encima del flujo de desorden y arreglos que
prevalece en la vida habitual, requiere la modelación del verso. La estilización y la simplificación que ese modelado imponen a
los aspectos externos de la conducta hacen posibles las complicaciones morales, intelectuales y emocionales de la tragedia Las
convenciones poéticas limpian el terreno para el libre juego de las fuerzas morales. En el teatro griego los actores trágicos
usaban unos zapatones de madera que los hacían mucho más altos y hablaban a través de grandes máscaras, viviendo entonces
más elevada y sonoramente que en la vida. El verso proporciona altura y resonancia similares.
Esto no significa negar que la prosa tiene su propio registro trágico. Nadie desearía que Tácito hubiera escrito en verso y las
cartas de Keats llegan a profundidades del sentimiento aún mayores que las alcanzadas en su poesía. Pero las dos esferas son
diferentes; y la decisión de determinados dramaturgos de trasladar la tragedia de los dominios del verso a los de la prosa es uno
de los episodios decisivos en la historia del teatro occidental.
Tradicionalmente la frontera entre el verso y la prosa corresponde a la que separa lo trágico de lo cómico. Lo que ha
llegado hasta nosotros de la comedia griega y latina está en verso. Muchas formas métricas son usadas igualmente por los
poetas trágicos y por Aristófanes; y esto es válido, también, cuando se trata de Plauto y Terencio. Pero es sumamente probable
que por debajo del nivel del teatro literario florecieran tradiciones de comedia y farsa populares presentadas en prosa. El hecho
de que no hayan sobrevivido textos de tales obras apunta hacia un hecho más vasto: que a la prosa no se le había otorgado aún
la dignidad de literatura. Era improvisada y se transmitía de boca en boca, si es que se transmitía. Pero no puede quedar duda
de que la asociación entre comedia y prosa es muy antigua y muy natural. El verso y la tragedia corresponden por igual a la
esfera de la vida aristocrática. La comedia es el arte de las clases sociales más modestas. Tiende a teatralizar aquellas
circunstancias materiales y funciones corporales que están proscritas del escenario trágico. El personaje cómico no trasciende
de la carne; está sumido en ella. No hay lavabos en los palacios trágicos, pero desde su aurora misma la comedia ha recurrido a
las bacinillas. En la tragedia no vemos hombres comiendo ni los oímos roncar. Pero el gorro de dormir y el cucharón de la
cocina prosperan en el arte de Aristófanes y de Menandro. Y nos empujan hacia abajo, hacia el mundo de la prosa.
La literatura medieval tuvo abundante maleza cómica. Formas no literarias de entretenimiento teatral, compuestas por la
mímica, la juglaría y las burdas payasadas, eran enormemente populares. Aparecen en los ciclos de autos sacramentales en
forma de interludios cómicos. Un ejemplo notorio es el reemplazo del Niño Jesús por una oveja en la «Shepherd’s Play»
[Pastorela]. Sin duda hay tras ello una vasta tradición de farsa teatral. Además, la prosa vernácula iba ganando fuerzas y
recursos. Con el Renacimiento estaba lista para asumir todos los derechos de literatura. Así ocurrió con La Celestina (1499),
de Rojas, obra que en parte es novela y en parte teatro, y con La mandragora (1522), de Maquiavelo, que es la primera gran
comedia moderna. A partir de La mandragora quedaba abierto el camino hacia la prosa cómica de Molière y de Congreve.
La asociación tradicional entre el género cómico y la forma en prosa está implícita en todo el teatro isabelino. Con
frecuencia el doble argumento de una pieza isabelina o jacobina está dividido entre comedia en prosa y tragedia en verso.
Payasos, bufones, criados y rústicos hablan en prosa en las mismísimas escenas en que sus señores hablan en versos yámbicos.
Esta separación con arreglo al rango social y al ánimo dramático es frecuente en Shakespeare. En El sueño de una noche de
verano, Teseo y sus cortesanos emplean el verso. También lo hacen las hadas, en quienes todo lenguaje estalla en la llama de la
poesía. Por otra parte, Peter Quince y los suyos se expresan en una prosa espesa, nudosa. En gran medida nuestro placer
depende del contrapunto. Cuando los rústicos representan su pieza ante él, Teseo les hace la cortesía de rebajarse a la prosa (si
no, ¿cómo podrían haber entendido que les daba las gracias?). Pero se trata de una prosa cargada con la cadencia de su estilo
poético natural: «Los mejores en este género sólo son sombras; y los peores no son peores si la imaginación los enmienda». Lo
cómico de Trabajos de amor perdidos procede en parte de la fantástica prosa de Armado. Habla «no como un hombre hecho
por Dios» porque atormenta la prosa metiéndola en las formas floridas de lo poético. En el Shakespeare final las distinciones
entre verso y prosa están atenuadas por la búsqueda de una forma inclusiva, capaz de responder instantáneamente a las
condiciones de la acción y del sentimiento dramáticos. Pero incluso aquí percibimos la antigua usanza. La comedia y la prosa
corresponden a lo que es bajo, el pesar y la poesía a lo que está en lo alto. En el último acto de Cimbelino la prosa sentenciosa
y cáustica del carcelero se atraviesa en el camino de algunos de los versos más melodiosos que Shakespeare escribiera. En
Cuento de invierno el uso de la prosa marca con precisión los límites de lo pastoril. El payaso, el sirviente y los pastores
hablan en prosa, si bien la poesía llama a todas las puertas. En La tempestad esta antigua división aparece con suma claridad.
La isla está llena de la más rara música, pero las criaturas mezquinas que se encuentran en ella –Calibán, Trínculo y Stefano–
aturden y conspiran en cerrada prosa. Calibán, en quien hay una especie de poesía iracunda, se vuelve prosaico bajo la
influencia de la botella de Stefano. Pero ninguno de estos ejemplos resulta concluyente. En Cimbelino, Cloten casi siempre usa
la prosa como para mostrar que, si bien es un personaje de la realeza, es un ser bajo y deforme. Cuento de invierno se inicia
con una escena en que dos cortesanos conversan en prosa. Y los señores náufragos de La tempestad a veces se quedan sin
versos.
El tema del empleo alternado de verso y prosa en Shakespeare es complejo y fascinante. Pese a la gran acumulación de
crítica shakespeareana, no ha recibido ningún tratamiento completo. Para ello hay una dificultad técnica. La distribución entre
verso blanco y prosa depende a veces de los caprichos del impresor y de los usos de la puntuación isabelina más que de las
intenciones del poeta. En determinadas obras, por ejemplo, Como gustéis y Coriolano, el impresor parece haberse
descarrilado al máximo, convirtiendo el pentámetro yámbico en párrafos en prosa o bien transformando en líneas hipermétricas
lo que se quería que fuera prosa. Además, está el hecho de que la prosa isabelina y jacobina tenía tendencia a adoptar el porte
del verso blanco.
Pero se ha exagerado la importancia de estos accidentes. En la mayoría de los casos Shakespeare sabía con precisión qué
era lo que se proponía cuando pasaba del verso a la prosa o a la inversa. Modulaba la forma expresiva conforme a las
exigencias del personaje, el ánimo y la circunstancia dramática. Es una cuestión de tacto poético, de un instrumento tocado
incomparablemente de oído. Ambos modos eran igualmente dóciles cuando él los pulsaba. Shakespeare tenía cabal conciencia
de las posibilidades teatrales inherentes al paso del uno al otro. Sabía qué efectos de ironía o contraste podían lograrse
mediante una súbita confrontación de la voz poética y la prosaica. Y estaba comenzando a explorar, en obras como Lear y
Coriolano, los recursos específicos de la prosa, ésos con los que la poesía no cuenta ni siquiera cuando es más compleja.
La función del contraste aparece espléndidamente ejemplificada en Mucho ruido y pocas nueces. Casi toda la obra está
escrita en prosa. Los pocos pasajes en verso sólo son una especie de taquigrafía para acelerar las cosas. Lo cierto es que, con
esta pieza la prosa inglesa estableció la solidez de sus derechos en el campo de la comedia del intelecto. Congreve, Oscar
Wilde y Shaw son herederos directos del modo de presentar a Beatrice y Benedick. El verso hubiera estropeado esa firme
cualidad de estrictez que hay en su amor. Son enamorados a mitad de camino de la pasión, a quienes lo que mutuamente atrae
no es la carne ni tampoco del todo el corazón, pues en realidad están atrapados por el encanto de sus respectivos ingenios. Sus
brillantes encuentros muestran cómo la inteligencia le confiere a la prosa su verdadera música. Pero en el último acto la poesía
hace una memorable entrada. El marco es la falsa tumba de Hero. Don Pedro y sus músicos van a tributarle un dolorido
homenaje. Cantan un plañidero poema: «Perdón, diosa de la noche». Luego el príncipe se vuelve hacia los ejecutantes:
Las líneas actúan como un conjuro paliativo. Barren las mezquinas maquinaciones del argumento. Tocada por la poesía, la
obra entera pasa a una clave más luminosa. Sabemos que la revelación está próxima y que el asunto va a terminar con felicidad.
Además, esta salutación a la mañana encierra un suave reproche a Beatrice y Benedick. Don Pedro invoca el orden pastoril y
mitológico del mundo. En su salutación no hay nada de la sutileza de la prosa de los amantes. Pero es más duradera.
Otro ejemplo de contraste intencionado es el de las oraciones fúnebres rivales en Julio César. Bruto habla en prosa:
Had you rather Caesar were living, and die all slaves, than that Caesar were dead, to live all freemen? As Caesar love’d me, I weep
for him; as he was fortunate, I rejoice at it; as he was valiant, I honour him; but–as he was ambitious, I slew him. Here is tears for
his love; joy for his fortune; honour for his valour; and death for his ambition[97 ].
Un momento después, Marco Antonio se entrega en verso a una retórica de incomparable astucia. Se busca que
advirtamos toda la energía del contraste. El estilo de Bruto es seco y noble, como procedente de un tratado de derecho. Sigue
el filón de la razón y apela a la mente. Marco Antonio le echa fuego a la sangre. Recurre a todas las licencias poéticas para
arrastrar a la muchedumbre al frenesí. Nos dice: «Yo no soy un orador, a diferencia de Bruto». Es cierto: es un mago del verbo
y un poeta. Como todos los hombres para quienes la prosa es la voz natural de los negocios públicos, Bruto no se da cuenta de
cuánto hay en la política de sinrazón elocuente. Ya antes de que Marco Antonio haya concluido, Bruto y Casio tienen que
«galopar como locos por las puertas de Roma». Les pisa los talones una impetuosa poesía.
A veces Shakespeare recurre a la colisión entre verso y prosa para articular el principal significado de una obra. En Enrique
IV hay una múltiple dialéctica: la nobleza contra el trono; el norte contra el sur; la vida de la corte contra la de la taberna.
Abarcándolo todo está el choque entre el ideal caballeresco de conducta, teñido ya por el musgo, y el nuevo empirismo
mercantil que se anuncia con Falstaff. Hotspur, Northumberland y el Rey emplean sonoros versos, cargados de los artificios
alegóricos de la retórica feudal. Falstaff habla en una prosa carnal, astuta. En ella escuchamos la voz del Londres isabelino. Los
dos lenguajes se contraponen constantemente. Invariablemente, Hotspur deja sentir el acorde medieval:
El grito de batalla galo y el sentido arcaico de «courtesy» (courtoisie) hace que el estilo resulte tan medieval como una
armadura de cuerpo entero. Falstaff da la respuesta del hombre común moderno:
Can honour set a leg? No. Or an arm? No. Or take away the grief of a wound?
No. Honour hath no skill in surgery then? No. What is honour? A word.
What is that word honour? Air. A trim reckoning![99 ]
La nota de contabilidad en «cómputo» es deliberada. Ésta ya es la voz de Sancho Panza y del Buen Soldado Schweik. La
voz que desmiente el ideal heroico. Es justo que sea Falstaff quien reclame la victoria sobre Hotspur y saque su cuerpo del
campo. Los Hotspur han pasado de moda.
El príncipe Hal va y viene entre el verso y la prosa con un calculador sentido de la oportunidad. Eso constituye su fuerza
peculiar. Puede aprovechar por igual el mundo cortesano y el de las tabernas para lograr sus ambiciones. Ha adivinado sus
pretensiones rivales y no está al servicio de unas u otras. En la primera parte del drama el príncipe le permite a Falstaff que dé el
tono. Cuando se encuentran en la batalla de Shrewsbury, Hal se embarca en el estilo de Hotspur:
Mas Falstaff es inmune a la hidalguía. Le responde: «Toma mi pistola, si quieres». La prosa y las armas de fuego van juntas.
Nítidamente pertenecen al mundo moderno. En la segunda parte, en cambio, el encuentro entre el verso y la prosa concluye con
el necesario triunfo de lo poético:
El verso golpea como un palo sobre la espalda del viejo bebedor. Pero con su soberbio sentido de la complejidad
controlada, Shakespeare le concede a Falstaff unas palabras de despedida: «Maese Shallow: le debo mil libras». La línea está
en prosa y se refiere a dinero. Habla de la vida moderna, en tanto que sobre Enrique V brilla, cuando parte para Francia y la
última de las guerras medievales, la gloria de una época que pasa.
En Troilo y Crésida el choque entre el ideal heroico y el realismo prosaico tiene lugar en un terreno más angosto y áspero.
El espejo que levanta Tersites para reflejar la acción caballeresca está empañado y deforma. Pero hay cierta base de verdad en
la imagen.
Quizás es Tersites el primero de aquéllos a quienes Dostoievski llama «los hombres del subsuelo»: vilipendia a la sociedad
porque es hipócrita en sus ideales proclamados y derrama sobre los demás las heces de su desprecio hacia sí mismo. Tersites
no se limita a hablar en prosa: es la encarnación de lo antipoético. Su prosa florece entre la basura del lenguaje. Tiene la fetidez
de la hiel y trata de arrancar las convenciones ornamentales y prudentes del estilo cortesano. En el acto y se confrontan las dos
visiones de la vida. La escena es una maravilla de entonación precisa. Troilo ha observado la falsía de Crésida y está a punto de
salir escoltado del campamento griego (este intervalo en el fragor de la guerra es, en sí mismo, una convención caballeresca).
Habla con el estilo ornamentado del amor cortesano, lanza un reto a Diomedes en términos que traen vívidamente a la memoria
la guerra feudal y la usanza heráldica. Pero Tersites ha estado escuchando entre las sombras. Cuando los nobles señores se
retiran, pronuncia un grosero epitafio sobre la tradición entera de la caballería heroica. En un solo momento, la rueda del
lenguaje da una vuelta entera:
El resto de la prosa de Shakespeare, y el estilo de Tersites en particular, parecen preliminares para la prosa en El rey Lear.
Las funciones del contraste irónico y de la distinción social ya están superadas y encontramos, por primera vez en el teatro, una
disociación entre la tragedia y la forma poética. En Lear la prosa constituye un medio trágico cabal y se encuentra en el centro
de la obra. Revela virtudes que no difieren de las del verso blanco dramático en grado sino en esencia. Ésta fue la visión
decisiva de Shakespeare. Hizo accesible una noción que desde Esquilo el teatro trágico no había explorado: la de la tragedia en
prosa. Y siendo la más completa imagen de la condición humana en la obra entera de Shakespeare, Lear parece concentrar
todos los recursos del lenguaje. Las dos voces de la poesía y la prosa se escuchan en toda su amplitud.
A la prosa de Lear le incumben muchas tareas. Está al servicio de la meditada malicia de Edmundo, del parloteo inspirado
del Bufón, de la fingida demencia de Edgar y de la auténtica locura del rey Lear. Lo poco que Cordelia dice está marcado por
la música concisa de la manera poética tardía de Shakespeare. Esto es especialmente válido con respecto a las escenas en el
brezal y durante la tormenta. Allí la misma naturaleza ha roto el molde del orden, y en la medida en que el verso es orden, le
haría un don inmerecido a la ocasión y al escenario. Despojado de los honores, comodidades y poderes de la realeza, Lear
abandona las noblezas del verso. Su espíritu enloquecido grita en una prosa que se esfuerza en los límites de la razón y la
sintaxis:
Thou ow’st the worm no silk, the beast no hide, the sheep no wool, the cat no perfume. Ha! Here’s three on’s are sophisticated!
Thou art the thing itself; unaccommodated man is no more but such a poor, bare, forked animal as thou art. Off, off you lendings!
Come, unbutton here[103 ].
Ha aprendido que en las bocas de una Regania y una Gonerila las palabras pueden convertirse en la máscara de la falsedad.
En su agonía, pues, las usa con una especie de pródigo odio. Tras haber sido inexpresablemente agraviado por palabras
hermosas, pero traicioneras, Lear trata de degradar el lenguaje impregnándolo de grosería y crueldad:
Behold yond simp’ring dame, whose face between her forks presages snow; that minees virtue, and do’s shake the head to hear of
pleasure’s name. The fitchew nor the soiled horse goes to’t with a more riotous appetite. Down from the waist they are Centaurs,
though women all above; but to the girdle do the gods inherit, beneath is all the fiend’s. There’s hell, there’s darkness, there’s the
sulphurous pit; burning, scalding, stench, consumption[104 ].
A menudo este pasaje aparece impreso en verso irregular. Pero el oído apoya el texto de la primera edición. El horror de la
obra ha ido acumulándose para descargarse en una expresión de aversión última y la gracia de la forma poética, por
momentánea que fuera, disminuiría el sentido monstruoso de lo que el rey Lear afirma. Estas escenas en el brezal convocan la
imaginación a lo que Coleridge denominara una «convención mundial de agonías». En esa última negrura, Shakespeare halló que
la prosa era el medio de transmisión más justo.
Pero este enriquecimiento de los recursos formales del teatro trágico pasó en gran parte inadvertido. Ni en el curso del siglo
XVIII ni en el periodo romántico se interesó la crítica en la prosa de Shakespeare. Los diversos compiladores de su obra la
tuvieron por cosa obvia o bien trataron de reordenarla en forma de verso blanco. En su comentario sobre Lear, Coleridge no
se detiene nunca a señalar el carácter especial de los medios expresivos. Hace notar que la demencia del rey es como «un
remolino sin progresión», pero omite consignar cuánto depende el efecto de frenesí estático de la calidad de la prosa. Esta
omisión es común. Shakespeare implantó en los espíritus de los ulteriores poetas ingleses una firme asociación entre tragedia y
verso. Su propio verso blanco parecía controlar la modelación del lenguaje. Escribir tragedia equivalía a escribir teatro en verso.
Es comprensible que no se prestara la debida atención a la prosa shakespeareana, mas el descuido resultó costoso para el
futuro del teatro inglés.
La concepción de una tragedia en prosa fue expuesta por primera vez en Francia. En el curso de la querella entre los
antiguos y los modernos, Fontenelle y La Motte protestaron contra la tiranía del verso. En 1722 La Motte empezó a escribir
tragedias en prosa sobre temas bíblicos y clásicos; su Edipo en prosa apareció en 1730. Pero carecía del talento necesario
para poner en evidencia el vigor de su idea. Con todo, aunque la tragedia en verso siguió siendo el género dominante, la
oposición a ella ya no cesó nunca. Hacia 1820 Stendhal declaró reiteradas veces que la tragedia sólo sobreviviría en la literatura
moderna si se la escribía en prosa. Podría haberse basado en precedentes históricos, pues la lengua francesa ya había
atravesado las fronteras psicológicas y convencionales entre la prosa y el teatro trágico a finales del siglo XVII.
El avance decisivo se da con el Don Juan de Moliere (1665). Esta pieza no es una tragedia conforme a los cánones de la
época de Molière ni lo es tampoco, supongo, conforme a cualquier definición más amplia. En la obra se da por sentado que la
condenación es real, pero la acción es considerada desde un ángulo que no es del todo serio. La maestría de la obra, su
capacidad para deleitar y desasosegar a un mismo tiempo, reside precisamente en esta leve distorsión de la perspectiva. El
argumento es sombrío, pero los acontecimientos presentados provocan persistentemente la risa. Y la causa de esto es que no
los vemos en su totalidad. Deliberadamente nos son mostrados sin profundidad. Don Juan no es un personaje dramático
complejo. No puede cambiar ni madurar. Sus reacciones son absolutamente previsibles y hay algo en él de marioneta elocuente
y vivaz. Pocos personajes dramáticos de fascinación comparable muestran tan escasos indicios de vida fuera de su presencia en
el escenario. Sólo vive en el momento teatral, precisamente como ocurre hasta con el más brillante de los títeres. Don Juan
representa la culminación de ese elemento de farsa que siempre está latente en Molière. Traduce en términos retóricos y
psicológicos la vitalidad vigorosa pero algo chata del sainete.
Pero, por más que no llegue a ser tragedia, hay en Don Juan un vigor innegable, un vigor sombrío. Y la naturaleza de ese
vigor depende muy directamente del uso que Molière da a la prosa teatral. Algunos de los efectos más notables son de tal
naturaleza que también el verso podría conseguirlos a su manera; pero el verso lo haría, en mi opinión, con menos naturalidad y
espontaneidad. Considérese la célebre escena (durante mucho tiempo suprimida por su crueldad libertina) en que Don Juan
trata de inducir a un ermitaño hambriento a que cometa blasfemia:
Hay un tono de delicado equilibrio entre lo feroz y lo frívolo; el verso lo inclinaría hacia uno u otro costado. En los últimos
momentos de la pieza, las ventajas de la prosa vuelven a hacerse evidentes. Don Juan es arrastrado a las llamas del infierno. Su
criado sale a gatas de entre el humo y los escombros, reclamando a gritos su paga:
Dos de los rasgos más deliciosos de este pasaje proceden de la táctica de la retórica; el «diminuendo» de los ultrajes que
comienzan en el cielo y terminan con los cornudos y la doble referencia de los términos con que enumera Sganarelle a las
víctimas de Don Juan. Cada uno de ellos se aplica a su dominio específico, pero posee al mismo tiempo una connotación sexual
(violées, séduites, déshonorées, outragés). Así, la «violación» de la ley evoca la de las mujeres y el artificio entero culmina en
el double-entendre de poussés à bout.
Pero el valor dramático del estallido de Sganarelle no reside fundamentalmente en estos recursos retóricos. Lo que importa
es lo inadecuado de los sentimientos de Sganarelle, su grosera insensibilidad para la circunstancia del momento. El mejor medio
para comunicarla es la prosa. Es la indiferencia del criado lo que hace explícita la condenación del amor. Don Juan ha llegado a
no significar nada incluso para su compañero más íntimo.
Es una sombra frenéticamente animada, pero que se disipa en un instante. Su perdición y la eternidad de su futuro no
conmueven en absoluto a Sganarelle. Lo único que le preocupa es la falta de pago y los gritos que lanza reclamándolo son el
único epitafio de Don Juan.
No es accidental que intervenga el dinero en las dos escenas que he citado. El mundo de la prosa es el mundo en que
cuenta el dinero, y el predominio de la prosa en la literatura occidental coincide con el desarrollo de las relaciones económicas
modernas en el curso del siglo XVI. Al igual que los monarcas ingleses, los personajes nobles de la tragedia no llevan bolsa. No
vemos a Hamlet preocupado por pagar a los actores ni a Fedra meditando sobre las cuentas de la casa. Sólo a las criaturas
mezquinas, como Roderigo, se las muestra echando dinero a la bolsa. Pero una vez que los factores económicos empiezan a
imperar en la sociedad, la noción de la voluntad trágica se amplía a fin de incluir la ruina financiera y los odios crematísticos de la
clase media. Molière fue de los primeros en captar la enorme importancia que asumen las relaciones monetarias en la vida
moderna. En Shakespeare estas relaciones conservan una inocencia arcaica. Hay que tener dinero, como ocurre en El
mercader de Venecia, para andar cortejando muchachas elegantemente o bien para agasajar a los amigos. Pero ese dinero
llega de lugares remotos en inesperados bajeles. En el teatro de Shakespeare el dinero no es una abstracta ficha de cambio
cuyo único valor deriva de una ficción de la razón: es el demonio áureo. Timón lo desparrama en un despilfarro compulsivo y
vuelve a encontrarlo, enterrado misteriosamente a la orilla del mar. Entre los isabelinos Ben Jonson era el que poseía una
percepción más fiel del ánimo mercantil. Pero incluso en Volpone, esa gran comedia de las finanzas mezquinas, el dinero tiene
una aureola irracional. Es un dios áureo, sensual, que entra como fuego en las venas de los hombres. No se nos muestra cómo
se gana en realidad y su uso es mágico más que económico.
También a este respecto las postrimerías del siglo XVII señalan la gran división de la sensibilidad, la que separa el mundo de
Shakespeare del de Voltaire y Adam Smith. Fue entonces cuando la literatura empezó a adquirir una visión realista del dinero.
Molière y Defoe se percatan de que en su mayor parte no viene del fabuloso Oriente ni del crisol del alquimista. En Moll
Flanders vislumbramos la excitación nerviosa y cerebral de las transacciones financieras. Swift fue más lejos. Su espíritu
sardónico penetró en las raíces inconscientes del deseo económico y manipuló hábilmente los aspectos escatológicos de la
avaricia. En las novelas de Smollett se muestra cómo se gana y pierde dinero en formas racionales y técnicas, y en las escenas
de juego por dinero en Manon Lescaut hay atisbos de esa poesía del dinero que desempeña un papel tan importante en
Balzac, Ibsen y Zola. Pero la poesía del dinero es la prosa.
La novela moderna es una respuesta directa a este giro de la conciencia hacia la vida económica y burguesa. Pero este giro,
que constituye uno de los episodios decisivos en la historia entera de la imaginación, influyó asimismo sobre el teatro. En este
sentido podemos remontarlo hasta George Lillo y las piezas de teatro sombríamente prosaicas que este autor escribió durante la
década de los treinta del siglo XVIII. Su influencia fue inmensa fuera de Inglaterra y el teatro se hizo vengativamente de clase
media. Esas «comedias sentimentales» o, con más propiedad, comédies larmoyantes del siglo XVIII no se han conservado
bien. Sus propósitos moralizantes y su pathos son tan insistentes que llegan a hacérsenos intolerables. Hoy preferimos que se
manipulen sutilmente nuestros sentimientos y no que se los coja por el cuello. Sin embargo, obras como Miss Sara Sampson de
Lessing y El hijo natural de Diderot son de gran interés histórico. Disminuyeron el alcance del drama a fin de ponerlo cerca de
las nuevas realidades del sentimiento burgués. Se trata de remotos anuncios de Ibsen. Estas parábolas de la vida y los
padecimientos de la burguesía estaban escritos en prosa. Lessing y Diderot trataron de devolverle al teatro la eficacia del idioma
vivo. Pues ello era lo que faltaba por completo en la tragedia del siglo XVIII. Los poetas trágicos, dominados todavía por las
convenciones neoclásicas, no estaban dispuestos a aceptar ningún descenso a lo prosaico. De aquí que hasta sus más nobles
esfuerzos, como el Catón de Addison y la Irene de Samuel Johnson, tengan una sustancia fría e inerte. Negándose a
aprovechar los medios de la prosa, la tragedia se apartó de las posibilidades que se le abrieron en Don Juan. El abismo entre el
teatro trágico y los centros vitales de interés imaginativo se ahondó y nunca más se conseguiría cubrirlo del todo. Y la formación
de una prosa dramática que se prestara para la comunicación de complejas emociones trágicas se retardó tal vez en un siglo.
El siguiente paso hacia una prosa de esta naturaleza fue dado por Goethe. En la inicial versión fragmentaria de Fausto, el
Urfaust, dos escenas son en prosa. A una de ellas, la de Margarita en la prisión, Goethe la versificó después. Pero el encuentro
entre Fausto y Mefistófeles, que la precede inmediatamente, permaneció intacto en lo fundamental a lo largo de los sesenta años
que trabajó Goethe en su saga de Fausto. Se yergue como un bloque errático en medio de la poesía. Pero esta escena,
marcada Trüber Tag. Feld. [Día nublado. Campo.], no sólo es notable por la singularidad de su forma sino también porque es
probablemente la de más antigua composición. Posiblemente se remonta a 1772, cuando el poeta estaba bajo el impacto del
proceso y la ejecución de una joven que había dado muerte a su hijo ilegítimo. Al parecer el diálogo surgió de una sola vuelta,
en estado incandescente, en la imaginación de Goethe. El hecho de que lo dejara intacto en el curso de tantos años de revisión
afirma su calidad de cosa inspirada. Las virtudes de la prosa son la parquedad y la tensión acumulada. Para ponerlo en
evidencia, tengo que citar con bastante generosidad:
FAUST : Im Elend! Verzweifelnd! Erbärmlich auf der Erde lange verirrt und nun gefangen! Als Missetäterin im Kerker zu
entsetzlichen Qualen eingesperrt, das holde, unselige Geschöpf! Bis dahin! dahin! –Verräterischer, nichtswürdiger Geist, und das
hast du mir verheimlicht! Steh nur, steh! Wälze die teuflischen Augen ingrimmend im Kopf herum! Steh und trutze mir durch deine
unerträgliche Gegenwart! –Gefangen! Im unwiederbringlichen Elend! Bösen Geistern übergeben und der richtenden, gefühllosen
Menschheit! Und mich wiegst du indes, in abgeschmackten Zerstreuungen, verbirgst mir ihren wachsenden Jammer und lässest sie
hilflos verderben!
MEPHISTOPHELES: Sie ist die erste nicht!
FAUST : Hund! abscheuliches Untier! –Wandle ihn, du unendlicher Geist! wandle den Wurm wieder in seine Hundsgestalt, wie er
sich oft nächtlicherweile gefiel, vor mir herzutrotten, dem harmlosen Wandrer vor die Füsse zu kollern und sich dem
niederstürzenden auf die Schultem zu hängen. Wandl’ ihn wieder in seine Lieblingsbildung, dass er vor mir im Sand auf dem Bauch
krieche, ich ihn mit Füssen trete, den Verworfnen! –Die erste nicht! Jammer! Jammer![107 ]
En parte, la vehemencia de la escena emana del contraste entre la prosa y la poesía circundante. Justamente antes de que
Fausto estalle en cólera y pesar, la visión de la Walpurgisnacht se ha desvanecido con una nota de encantamiento. El último
cuarteto que cantan los espíritus que se alejan está marcado pianissimo. El descenso a la prosa es tan súbito y violento como el
cambio de escenario al pasarse del palacio de Oberon a la melancólica luz a campo traviesa. Pero el peso trágico depende
sobre todo de la ocasión. Fausto reconoce por fin la absoluta vileza de Mefistófeles, la absoluta inmundicia del mal. Su pacto
con la noche ha perdido toda grandeza. Ahora Fausto se da cuenta de que su propia conciencia es arrastrada al fango. Ya no se
siente el rebelde prometeico sino el aventurero metido tan sólo en un vil episodio de seducción. El mal puede disminuir los
límites del alma. Mefistófeles, quien percibe en la actitud escandalizada de Fausto un presagio de su futuro sometimiento, le
insiste en lo que hay de porquería y trivialidad en el asunto: Margarita no es la primera chica que haya sido seducida de tal
modo. Fausto reacciona, gritándole a su torturador: «¡Perro! ¡Animal asqueroso!» Su referencia es exacta: fue bajo la forma de
un retozón perrito de lanas como se le acercó inicialmente el mal. El perrito retoza y tras él llegan los sabuesos del infierno.
La escena concluye en un ímpetu de acción:
MEPHISTOPHELES: Ich führe dich, und was ich tun kann, höre! Habe ich alle Macht im Himmel und auf Erden? Des Türners Sinne
will ich umnebeln; bemächtige dich der Schlüssel und führe sie heraus mit Menschenhand! Ich wache! die Zauberpferde sind bereit,
ich entführe euch. Das vermag ich.
FAUST : Auf und davon![108 ]
La prosa desempeña aquí ciertas tareas que, en mi opinión, el verso llevaría a cabo con menos rigor. Métricamente, el
staccato de los enunciados sucesivos, el fuego rápido de afirmaciones, generaría una línea vacilante y nada natural. La mella de
la prosa y el dislocamiento de la cadencia natural es lo que explica su presión incesante. Por otra parte, las ironías son tales que
resultarían casi excesivamente drásticas para el verso. Quiero decir: como el verso es necesariamente adorno, los bordes de
ferocidad se pulirían. A Margarita hay que sacarla de su calabozo «con mano de hombre», pero en realidad es la garra del
Diablo la que abrirá las puertas. Ich entführe euch, promete Mefistófeles: «yo los llevaré». La frase viene al caso, puesto que
también significa «yo los arrebataré» y «secuestraré».
Esta torva discusión evoca la idea de lo que podría haber sido Fausto si Goethe lo hubiera escrito en su totalidad, o en su
mayor parte, en prosa semejante. El lenguaje empleado habría conspirado, en tal caso, contra la elusión de la tragedia. Tal
como existe, esta escena suscita una emoción trágica más desnuda que todas las que encontramos en el resto del poema. Una
vez escrita por Goethe, ya no hacía falta en la literatura alemana una disociación entre la prosa y la tragedia. Casi de una sola
vez la prosa alemana había madurado para el más realzado propósito dramático.
Este propósito fue cumplido, en parte, por Georg Büchner. Sólo en parte, pues Büchner murió a los veintitrés años. A lo
largo de este libro me corresponde ocuparme de dramaturgos que fracasaron porque les faltaba talento, porque su inclinación
natural era hacia la poesía o la ficción más que hacia el teatro, o bien porque no les fue posible armonizar su visión ideal del
teatro con las exigencias concretas de las tablas. A Büchner no le son aplicables estas causas de derrota. De haber vivido, es
probable que la historia del teatro europeo hubiera sido diferente. Su muerte absurdamente prematura es un símbolo más cabal
de pérdida irreparable que esos dos casos que tan a menudo se mencionan como cargos contra la mortalidad, las muertes de
Mozart y Keats. No se trata de que se pueda poner eficazmente la obra de Büchner al lado de las de ellos. De lo que se trata
es de que la promesa de genialidad en sus escritos es tan abundante y explícita que lo que nos ha quedado es como un remedo
de lo que se iba a obtener. Hay cierto empobrecimiento en los últimos poemas de Keats. Büchner fue arrebatado cuando
estaba en plena carrera ascendente. Resulta difícil prever en qué sentido habría madurado un muchacho que ya había escrito La
muerte de Danton, Leoncio y Lena, Woyzeck, y ese torso macizo de prosa narrativa que es Lenz. A edad semejante es
posible que Shakespeare sólo fuera el autor de unos cuantos poemas de amor.
La instantánea madurez de Büchner deja azorado. La maestría está presente desde el comienzo mismo. Apenas hay una
carta de las primeras o algún fragmento panfletario de política que carezca del sello de la originalidad y el control estilístico.
Excepción hecha de Rimbaud, no hay otro autor que fuera tan cabalmente él mismo a una edad tan temprana. Por lo común la
pasión o la elocuencia surgen mucho antes que el estilo; en Büchner, sin demora se reunieron. También asombra la extensión del
campo de actividades. En Marlowe, por ejemplo, se tiene una voz prematuramente silenciada, pero que ya ha definido su
timbre particular; Büchner emplea sus dotes en muchas direcciones: todo en su obra es al mismo tiempo logro y experimento.
La muerte de Danton renueva las posibilidades del teatro político. Leoncio y Lena es teatro onírico, una fusión de ironía y
arrebato del corazón que sigue adelantándose al teatro moderno. Woyzeck no sólo es la fuente histórica del expresionismo:
plantea en forma nueva todo el problema de la tragedia moderna. Lenz lleva los procedimientos narrativos hasta el borde del
surrealismo. Lo que aquí me interesa sobre todo es la prosa teatral de Büchner y su categórica ampliación del campo de la
tragedia. Pero cada uno de los aspectos de su genio nos recuerda que el desarrollo de la conciencia moral y estética gira a
menudo sobre el eje precario de una sola vida.
También gira en torno a accidentes triviales. El manuscrito de Woyzeck desapareció inmediatamente después de la muerte
de Büchner, en 1837. El texto borroso, casi ilegible, fue redescubierto y publicado en 1879, y sólo en los días de la primera
Guerra Mundial y durante la década de 1920 llegaron a tener amplia difusión los dramas de Büchner. Ejercieron entonces una
enorme influencia sobre el arte y la literatura expresionistas. Sin Büchner acaso no hubiera aparecido Brecht. Pero el largo,
fortuito y dilatado espacio entre la realización de la obra y su reconocimiento plantea uno de los problemas más inquietantes en
la historia del teatro. ¿Qué habría sucedido en el teatro si se hubiera reconocido más pronto en Woyzeck la revolucionaria obra
maestra que es? ¿Se habrían esforzado Ibsen y Strindberg en seguir adelante con sus pesados dramas históricos si hubieran
conocido La muerte de Danton? A finales del siglo XIX sólo Wedekind, esa personalidad desordenada pero exuberantemente
dotada que corresponde al submundo del legítimo teatro, conoció y aprovechó el ejemplo de Büchner. Y de no haber sido por
un novelista austríaco secundario, Karl Emil Franzos, quien rescató el manuscrito, la existencia misma de Woyzeck podría ser
hoy una debatida nota marginal en la historia literaria.
Büchner conocía la escena en prosa de Fausto y cita una de las burlonas respuestas de Mefistófeles en su Leoncio y Lena.
Asimismo, estaba familiarizado con el uso enérgico, pero más bien rudimentario, que hace Schiller de la prosa en Los bandidos.
Sin embargo, el estilo de Woyzeck es casi autónomo; es una de sus raras hazañas mediante las cuales un autor añade una nueva
voz a los medios del lenguaje. Van Gogh le ha enseñado al ojo a ver la llama dentro del árbol y Schönberg le ha brindado al
oído nuevas zonas de posible deleite. La obra de Büchner pertenece a este género de enriquecimiento. Él revolucionó el
lenguaje del teatro y desafió definiciones de la tragedia que habían tenido vigencia desde Esquilo. En virtud de uno de esos
accidentes afortunados que se dan a veces en la historia del arte, Büchner apareció en el momento oportuno. Había necesidad
urgente de una nueva concepción de la forma trágica, ya que ni los antiguos ni Shakespeare parecían armonizar con los grandes
cambios modernos en cuanto a modos de pensar y condiciones sociales. Woyzeck colmó esa necesidad. Pero fue más allá del
momento histórico y gran parte de lo que reveló no ha sido explorado hasta el presente. El paralelo más exacto es el de un
contemporáneo de Büchner, el matemático Galois. En la víspera de su muerte en un ridículo duelo, a la edad de veinte años,
Galois echó las bases de la topología. Sus pruebas y enunciados fragmentarios, grandes saltos más allá de los límites de la teoría
clásica, aún hoy deben ser colocados a la vanguardia de las matemáticas modernas. Por otra parte, las notas de Galois fueron
conservadas casi por accidente. Otro tanto ocurre con Woyzeck: la pieza está incompleta y casi se perdió. No obstante, hoy
sabemos que es uno de los goznes que hicieron girar el teatro hacia el futuro.
Woyzeck es la primera tragedia auténtica de las vidas humildes. Repudia un supuesto que está implícito en el teatro griego,
isabelino y neoclásico: que el padecimiento trágico es el sombrío privilegio de quienes ocupan los sitios más elevados. La
tragedia antigua había tocado las clases inferiores, pero sólo al pasar, cómo si hubiera volado una chispa de las grandes
conflagraciones en el interior del palacio real. Además, los infortunios subsidiarios de las clases bajas, los poetas trágicos los
aderezaban con una nota grotesca o cómica. El vigía en Agamenón y el mensajero en Antígona están encendidos por el fuego
de la acción trágica, pero lo que se busca es que nos riamos de ellos. A decir verdad, el toque cómico se debe a que son figuras
inadecuadas, en virtud de su rango social o de su entendimiento, para las grandes ocasiones en que actúan por un momento.
Shakespeare rodea sus personajes centrales con numeroso séquito de figuras menores. Pero las aflicciones de éstas sólo son un
eco leal de las de los reyes, como ocurre en el caso de los jardineros en Ricardo II, o bien una pausa humorística, como es el
caso en la escena del portero en Macbeth. Sólo en Lear el sentido de desolación trágica es tan universal que abarca todas las
condiciones sociales (y con Lear está Woyzeck en deuda, en determinados aspectos). Lillo, Lessing y Diderot ampliaron la
noción de la seriedad dramática para incluir las desventuras de la clase media. Pero sus piezas teatrales son homilías
sentimentales en las que se esconde el antiguo supuesto aristocrático según el cual los infortunios de los sirvientes son, en el
fondo, cómicos. En especial Diderot fue esa figura típica, el snob izquierdista.
Büchner fue el primero que hizo actuar entre los más humildes la solemnidad y la compasión de la tragedia. Ha tenido
sucesores en Tolstói, Gorki, Synge y Brecht. Pero ninguno de ellos ha alcanzado el vigor, ese vigor como de pesadilla, que hay
en Woyzeck. El drama es lenguaje a tan alta presión del sentimiento que las palabras llevan consigo una connotación necesaria e
inmediata de gestos. Nadie supera a Büchner en capacidad para hacer subir esa presión. Modeló un estilo que es el más gráfico
desde Lear y vio, al igual que Shakespeare, que bajo el sufrimiento extremo la mente trata de desatar los nudos de la sintaxis
racional. Hay en Woyzeck una drástica incapacidad del habla en relación con la profundidad de su dolor. Esto es crucial en la
obra. Mientras que muchísimos personajes de la tragedia clásica y shakespeareana parecen hablar mucho mejor de lo que
saben, transportados por el verso y la retórica, el espíritu en agonía de Woyzeck golpea en vano a las puertas del lenguaje. La
fluidez de sus torturadores, el médico y el capitán, resulta tanto más espantosa porque lo que les corresponde decir no está
dignificado por un lenguaje civilizado. La versión operística de Woyzeck que llevó a cabo Alban Berg es soberbia, como música
y como drama. Pero distorsiona el principal recurso de Büchner. La música hace elocuente a Woyzeck; una ingeniosa
orquestación le otorga el habla a su alma. En la obra teatral, su alma es casi muda y la imperfección de las palabras de Woyzeck
es lo que comunica su dolor. No obstante, el estilo posee una ardiente claridad. ¿Cómo lo consigue? Mediante una utilización
de la prosa que innegablemente está relacionada con El rey Lear. Cotejadas, las dos tragedias se aclaran mutuamente:
GLOUCESTER: –These late eclipses in the sun and moon portend no good to us.
Though the wisdom of nature can reason it thus and thus, yet nature finds itself scourg’d by the sequent effects. Love cools,
friendship falls off, brothers divide. In cities, mutinies; in countries, discord; in palaces, treason; and the bond crack’d twixt son
and father. This villain of mine comes under the prediction; there’s son against father; the King falls from bias of nature; there’s
father against child. We have seen the best of our time.
(I, ii)
WOYZECK: Aber mit der Natur ist’s was anders, sehn Sie; mit der Natur das is so was, wie soll ich doch sagen, zum Beispiel…
........
Herr Doktor, haben Sie schon was von der doppelten Natur gesehn? Wenn die Sonn in Mittag steht und es ist, ais ging’ die Welt
in Feuer auf, hat schon eine fürchterliche Stimme zu mir geredt!
........
Die Schwämme, Herr Doktor, da, da steckt’s. Haben Sie schon gesehn, in was für Figuren die Schwämme auf dem Boden
wachsen? Wer das lesen könnt!
(«Beim Doktor»)
LEAR: Down from the waist they are Centaurs, though women all above; but to the girdle do the gods inherit, beneath in all the
fiend’s. There’s hell, there’s darkness, there’s the sulphurous pit; burning, scalding, stench, consumption. Fie, fie, fie! pah, pah!
(IV, v)
WOYZECK: Immer zu–immer zu! Immer zu, immer zu! Dreht euch, wältz euch! Warum bläst Gott nich die Sonn aus, dass alles
in Unzucht sich übereinander wälzt, Mann und Weib, Mensch und Vieh?! Tut’s am hellen Tag, tut’s einem auf den Händen wie die
Mücken!–Weib! Das Weib is heiss, heiss! Immer zu, immer zu!
(«Wirtshaus»)
WOYZECK: Hör ich’s da auch? –Sagt’s der Wind auch?–Hör ich’s immer, Immer zu: stich tot, tot!
(«Freies Feld»)[109 ].
Hay ecos directos. Lear clama a los elementos que «rompan el molde de la naturaleza» a la vista de la ingratitud humana;
Woyzeck se pregunta por qué Dios no apaga el sol. Tanto Lear como Woyzeck están enloquecidos de asco ante el sexo. Ante
sus propios ojos, los seres humanos asumen las formas de bestias lascivas: la mofeta y el potro que brama en Lear; los jejenes
que se acoplan a plena luz del día en Woyzeck. El mero pensar en la mujer toca sus nervios como un hierro candente: «there’s
the sulphurous pit; burning, scalding»; «Das Weib is heiss, heiss!». La sensación de que la corrupción sexual lo invade todo
inspira al viejo rey demente y al soldado, analfabeto el mismo frenesí asesino: «kill, kill»; «stich tot, tot!».
Pero es en el uso de la prosa en lo que las dos obras están más próximas entre sí. No cabe duda de que Büchner tiene una
deuda con Shakespeare al respecto. Sabido es que el análisis del estilo en prosa resulta muy difícil y evidentemente hay un largo
trecho entre el alemán posromántico y el inglés isabelino. No obstante, cuando cotejamos los pasajes, el oído capta innegables
semejanzas. Las palabras están distribuidas en la misma forma abrupta y la palpitación subyacente promueve una tensión y una
descarga del sentimiento comparables. Leída en voz alta, la prosa de Lear y la de Woyzeck contienen la misma brevedad de
aliento y el mismo impulso infatigable. El «modelado» de las oraciones es notablemente semejante. En los pareados de Racine
hay un equilibrio y una rotundidad que resultan casi visibles. En cambio, en la prosa de Lear, al igual que en Woyzeck, se recoge
la impresión de que se trata de líneas cortadas y agrupaciones de ásperos bordes. O, parafraseando una expresión de Timón de
Atenas, las palabras «nos duelen».
Los hechos psicológicos de que Shakespeare y Büchner se ocupan son diametralmente opuestos. El estilo de la agonía de
Lear marca un derrumbe; el de Woyzeck, un desesperado ímpetu hacia arriba. Lear se desmorona en la prosa y, temiendo un
eclipse total de la razón, trata de conservar al alcance de su angustia los fragmentos de su anterior capacidad de comprensión.
Su prosa está formada por tales fragmentos, dispuestos con una tosca imitación del orden. En lugar de la conexión racional, hay
ahora un odio unitivo del mundo. Por el contrario, Woyzeck es impulsado por su tormento hacia una expresividad que no le es
natural. Trata de evadirse del silencio pero lo sujeta constantemente el hecho de que las palabras con que cuenta son
inadecuadas para la presión y el salvajismo de sus sentimientos.
El resultado es una especie de terrible sencillez. Cada palabra es utilizada como si acabara de serle proporcionada al habla
humana. Es nueva y está cargada de un significado incontrolable. Es así como usan las palabras los niños, manteniéndolas a
distancia porque tienen una aprensión natural hacia su capacidad para construir o destruir. Y es precisamente esta puerilidad de
Woyzeck lo que tiene sentido en relación con Lear, pues al declinar su razón el rey vuelve a la inocencia y la ferocidad del niño.
Además, en uno y otro texto un recurso retórico importante es la repetición, propia del niño: «kill, kill, kill»; «never, never,
never»; «immer zu, immer zu!»; «stich tot, tot!», como si el hecho de repetir una cosa pudiera convertirla en realidad.
La repetición compulsiva y la discontinuidad pertenecen no sólo al lenguaje de los niños sino también al de las pesadillas. Lo
que Büchner se esfuerza por obtener es el efecto de pesadilla. La angustia de Woyzeck sube en tropel a la superficie del habla y
allí algo la detiene; sólo destellos estridentes y nerviosos logran abrirse camino. Del mismo modo en los malos sueños el grito se
revuelve en la garganta. No conseguimos dar con esas palabras que nos salvarían y que tenemos en la punta de la lengua. Tal es
la tragedia de Woyzeck y fue una idea audaz la de hacer con ella un drama hablado. Es como si alguien compusiera una gran
ópera sobre el tema de la sordera.
Uno de los más antiguos y perdurables lamentos por la condición trágica del hombre es el clamor de Casandra en el patio
de la casa de Atreo. En la fragmentaria escena final de Woyzeck se insinúa un dolor no menos universal. Woyzeck acaba de
cometer un asesinato y va tambaleándose, en estado de trance. Se encuentra con un idiota y un chiquillo:
En ambos casos el lenguaje parece regresar a una comunicación del terror más antigua que el habla civilizada. El grito de
Casandra es como el de un ave marina, salvaje y sin sentido. Woyzeck arroja las palabras como si se tratara de juguetes rotos:
las palabras lo han traicionado.
La de Büchner fue la ruptura más radical con las convenciones sociales y lingüísticas de la tragedia poética. Pero ya esas
convenciones estaban perdiendo su poder en todo el teatro europeo. Musset no poseía la originalidad de Büchner ni su fuerza
imaginativa. Pero se rebeló contra la autocracia del verso en el teatro francés serio. Por desgracia, en su rebelión, como en
tantas otras cosas en su vida y en su arte, Musset careció de convicción. Rehuyó la decisión de confiar la responsabilidad por
una cabal emoción dramática a la prosa, a esa prosa suya, tan llena de recursos. De ahí la ligereza deliberada, el encanto tan
frágil de las Comedias y proverbios. Sólo en una ocasión, en Lorenzaccio, se decidió a ir hasta el final.
En muchos sentidos la pieza es típica del melodrama histórico del romanticismo. El evasivo héroe está compuesto de
Hamlet y de rasgos autobiográficos. Los conspiradores republicanos están modelados sobre La conjuración de Fiesco de
Schiller y hay toques que proceden de aquel archirromántico que fue Jean Paul Richter. Pero el lenguaje es nuevo. Lorenzaccio
está escrita en una prosa sinuosa, llena de veloz movimiento y que consigue hacer explícitos esos matices de los sentimientos
que caracterizan la concepción romántica del hombre. La prosa es pura acción. Musset trasladó al diálogo teatral la frugalidad y
la claridad alcanzadas por los novelistas y philosophes de la época precedente. Los melodramas de Victor Hugo escritos como
si Voltaire y Lacios no hubieran pasado por la lengua francesa. Por el contrario, el estilo de Lorenzaccio procede directamente
de ese aguzamiento de la prosa que se produjo en el curso del siglo XVIII. El prolongado diálogo de Lorenzaccio con Felipe
Strozzi, en el acto III, rivaliza con Stendhal; posee la misma economía exterior, así como la misma riqueza de vida interior:
Il est trop tard–je me suis fait à mon métier. Le vice a été pour moi un vêtement, maintenant il est collé à ma peau. Je suis vraiment
un ruffian, et quand je plaisante sur mes pareils, je me sens sérieux comme la Mort au milieu de ma gaieté. Brutus a fait le fou pour
tuer Tarquin, et ce qui m’étonne en lui, c’est qu’il n’y ait pas laissé sa raison. Profite de moi, Philippe, voilà ce que j’ai à te dire–ne
travaille pas pour ta patrie[111].
Pero esta pieza tan curiosa ejerció poca influencia. No liberó la tragedia romántica francesa de la norma de la ampulosidad
y la versificación hueca. Pese a todas sus virtudes, Lorenzaccio carece de peso. La estructura es demasiado fortuita para un
estilo tan delicado y de tan rápido movimiento. La tensión dramática se encuentra en los detalles más que en el diseño general.
Por consiguiente, al igual que las demás piezas de Musset, está más viva en letra de imprenta que en una representación. No
obstante, al romper el precedente de la versificación heroica, Musset dio un gran paso hacia la modernidad. El alegato de
Stendhal en favor de un teatro trágico escrito en el idioma de los vivos está tan implícito en Lorenzaccio como en Woyzeck.
VIII
El ideal de la tragedia en la tradición clásica o en la shakespeareana fue desafiado no sólo por la difusión de la prosa realista
sino también por la música. En la segunda mitad del siglo XIX la ópera se presenta con serios títulos a reclamar el legado del
teatro clásico.
Esta pretensión es inherente a toda gran ópera, pero sólo rara vez se justifica. La gran mayoría de óperas son libretos
puestos a la música, letras acompañadas o embellecidas por los sonidos de la voz y de la orquesta. La relación entre palabra y
música es de concordancia formal y el desarrollo de la acción dramática depende de convenciones complicadas y poco
plausibles en virtud de las cuales se canta en vez de hablar. La música rodea al texto con un código de énfasis o de
ambientación adecuada; no se funde con el lenguaje a fin de crear una forma dramática cabal. El primero que logró una
articulación completa del sentimiento dramático a través de elementos musicales fue Glück, con su Orfeo. A él le siguió Mozart,
cuyo Don Giovanni desempeña en la historia del drama musical un papel comparable al de Don Juan de Molière en la historia
del teatro. Ambos extienden los límites de la forma dramática. Mozart poseía un excelente dominio de los recursos dramáticos
de la música y sus óperas sugieren que sólo la música podría animar las convenciones de mito trágico y conducta trágica que se
habían desvanecido en el teatro después del siglo XVII.
Pero Mozart no tuvo sucesores inmediatos. El género operístico parecía incapaz de sacar partido de las posibilidades
abiertas por la decadencia de la tragedia. Beethoven concentró su enorme capacidad dramática en música de cámara y en el
drama orquestal de la sinfonía. A decir verdad, Fidelio representa un retroceso en relación con el ideal de una forma operística
coherente. Y así fue como sólo en las postrimerías de la era romántica la ópera alcanzó toda su herencia trágica. Verdi y Wagner
son los principales autores trágicos de la época; y Wagner, en especial, es una figura central en toda posible historia de la forma
trágica. Wagner poseía el don de plantear problemas decisivos: ¿podría el drama musical devolver la vida a los hábitos
imaginativos y de comprensión simbólica que son de importancia fundamental para un teatro trágico, pero que el racionalismo y
la era de la prosa habían expulsado de la conciencia occidental? ¿Podría la ópera lograr esa fusión, tanto tiempo anhelada, entre
el teatro clásico y el shakespeareano mediante la creación de un género teatral total, la Gesamtkuntswerk? No era Wagner el
único que perseguía este sueño de unidad. La carrera de Berlioz pone en evidencia una constante oscilación del péndulo entre el
ánimo shakespeareano, representado, por ejemplo, por La condenación de Fausto, y la concepción virgiliana, clásica, de Los
troyanos. Pero Wagner llegó mucho más lejos. Aceptó ese axioma de Shelley según el cual la salud del teatro es inseparable de
la de la sociedad en su conjunto. Así, se resolvió a crear no sólo una nueva forma artística sino también un nuevo público.
Bayreuth representa mucho más que las innovaciones técnicas en materia de escenario y espacio acústico. Aspira a revolucionar
el carácter del público y, por ende, el de la sociedad. El uso que los nazis dieron a Wagner representó una abyecta perversión;
pero no cabe duda de que su imagen del teatro acarreaba drásticas consecuencias sociales. Intentaba suscitar en una sociedad
moderna ese mismo tipo de reacción unificada y disciplinada de los sentimientos que hizo posible el teatro griego y, en menor
grado, el isabelino.
Pero en el complejo genio de Wagner había una veta de solapado racionalismo. Sabía que ni siquiera la hipnosis musical
podría resucitar la cosmovisión orgánica de la tragedia sofocleana y shakespeareana. Se decidió, por lo tanto, a erigir una nueva
mitología. Lo que resultó de su intento constituye una combinación de estética victoriana, cristianismo romántico tardío y
ponzoña nacionalista, de esa que había estado invadiendo el torrente sanguíneo de Europa. La belleza y la astucia de la música
wagneriana le confiere a esta mitología una coherencia monumental. Atraído a la red tonal de Parsifal, el oyente es inducido a
una experiencia sensorial directa dé las creencias místicas encarnadas en la leyenda. Tal era el propósito de Wagner. La música
reconstruiría los puentes entre el intelecto y la fe derribados por la superficial vehemencia del racionalismo posnewtoniano. La
mitología wagneriana de la redención por el amor serviría como escuela para la imaginación y como la Festspielhaus sería a un
mismo tiempo templo y lugar de enseñanza, vendría a estar, una vez más, en el centro nervioso de la sociedad.
Incitado por Nietzsche, Wagner invocó confiadamente el precedente del teatro antiguo. Como también Nietzsche,
argumentó que la tragedia había nacido de la música y la danza. El teatro hablado fue un largo desvío; volviendo a la música, el
teatro trágico volvería, en realidad, a su auténtica naturaleza. Además, llevando el sello del escepticismo socrático y volteriano,
el idioma moderno ya no podía, sin la ayuda de la música, hacer brotar en la naturaleza humana las oscuras fuentes de la
percepción mítica.
Pero, por más que defendió la primacía de la forma musical total, Wagner era un maestro del lenguaje y un diestro inventor
de melodramas. Como manipulador de la conmoción dramática no era más sublime que un Sardou. Tristán e Isolda es un
triángulo amoroso en escala cósmica, y en El anillo del nibelungo hay tantas coincidencias inverosímiles y tantas sorprendentes
revelaciones como en cualquier pieza de teatro «bien hecha». Y el ideal wagneriano fue traicionado por esta manipulación
experta pero barata de la forma teatral. No cabe duda de que a Wagner le corresponde un puesto imponente y perdurable en el
repertorio operístico. Mas su logro señala el final de la tradición teatral romántica y victoriana. Si se exceptúa a Richard Strauss,
la ópera moderna no ha seguido las huellas de Wagner sino que ha reaccionado contra él. Pese a las esforzadas tentativas por
lograr representaciones «vanguardistas», Bayreuth es, hoy por hoy, una capilla para anticuarios. Con su excepcional agudeza
nerviosa, Nietzsche advirtió desde un primer momento el hedor a putrefacción. Detectó en Wagner lo que había en éste de
charlatán y lo que halló en Bayreuth no fue el frío aire marino del espíritu trágico griego sino un invernadero de religiosidad
romántica. Los ulteriores opúsculos de Nietzsche contra Wagner son injustos y tienen el sabor ácido de una admiración que se
ha corrompido. Sin embargo, tenia razón al caracterizar a Wagner como un empresario teatral que se dirige menos a las virtudes
o a la inteligencia de la época que a sus nervios embotados. En el teatro wagneriano es mucho lo que está más cerca de Sardou
o Dumas hijo que de Sófocles o Shakespeare. No obstante, y he aquí lo que Nietzsche no advirtió, Tristán e Isolda se
aproxima más a la cabal tragedia que todo el resto de lo producido durante ese relajamiento del teatro que hay entre Goethe e
Ibsen. Y casi otro tanto puede afirmarse en lo referente a otras dos óperas de finales del siglo XIX, a saber, Boris Godunov, de
Mussorgsky, y Otelo, de Verdi.
En el siglo XX la ópera ha afianzado aún más sus títulos para la sucesión de la tragedia. Es poco lo que se encuentra en el
teatro en prosa o en el resurgimiento del teatro en verso que pueda competir con la coherencia y la elocuencia de emoción
trágica que hallamos en las óperas de Leoš Janáček y Alban Berg. Tal vez suceda que los poderes modeladores de la
imaginación actual se entreguen, más que a la palabra, a los lenguajes simbólicos de las ciencias y a las notaciones de la música.
Hoy, la más clara promesa de un porvenir para la tragedia está en una ópera y no en una obra de teatro.
Schönberg no terminó Moisés y Aarón. Pero en los dos actos que compuso le dio a la coexistencia de palabra y música
una lógica y una convicción expresiva tan grandes, en mi opinión, como lo más que se hubiera logrado hasta entonces. Tanto la
palabra como el sonido musical conservan su autoridad específica, pero Schönberg estableció entre ellas o, mejor dicho, en su
interacción un término medio de intenso significado dramático. La palabra canta y la música habla. Ni la ficción ni el teatro han
encontrado hasta ahora una respuesta adecuada para los monstruosos padecimientos infligidos al hombre durante el pasado
inmediato y casi toda nuestra poesía ha permanecido privada y silenciosa. Moisés y Aarón fue concebida en la víspera de la
catástrofe, a principios de la década de 1930, pero los enunciados que en ella se formulan sobre la necesaria ausencia de Dios
y la demencia de la voluntad humana resultaron sombríamente ajustados a la situación política. La gran tragedia es, en toda
oportunidad, oportuna.
Con el desarrollo durante el siglo XIX de una prosa dramática madura y de formas operísticas aptas para transmitir
acciones complicadas y serias, nuestro tema principal ha terminado. Después de Woyzeck y de Tristán e Isolda ya no resultan
pertinentes las antiguas definiciones del género trágico y queda abierto el camino para Ibsen, Strindberg y Chéjov. Estos
dramaturgos no se interrogaron sobre si escribían tragedias en un sentido formal o tradicional. No hay relación entre sus obras y
el conflicto de ideales que imperó en la poética de la tragedia desde finales del siglo XVII. Sus piezas no pertenecen a la
tradición clásica ni a la shakespeareana, y no intentan unirlas en esta o aquella síntesis artificial de forma total.
Con Ibsen la historia del teatro vuelve a empezar. Sólo esto hace de él el dramaturgo más importante después de
Shakespeare y Racine. El teatro moderno puede datarse a partir de Los pilares de la sociedad (1877). Pero, como la mayoría
de los grandes artistas, Ibsen trabajaba desde el seno de las convenciones existentes. Las cuatro piezas teatrales de comienzos
de su madurez –Los pilares de la sociedad, Casa de muñecas, Espectros y Un enemigo del pueblo– son prodigios de
construcción dentro de la manera predominante en el drama de salón de finales del siglo XIX. Las junturas ensamblan con tanta
precisión como en los melodramas domésticos de Augier y Dumas. Lo que es revolucionario es la orientación de recursos tan
gastados como el pasado oculto, la carta robada o la revelación en el lecho de muerte; la orientación de semejantes elementos
hacia problemas sociales graves y urgentes. Se responsabiliza a los elementos melodramáticos de un propósito intelectual,
deliberado. Son éstas las piezas en que Ibsen es el dramaturgo que Shaw trató de hacer de él: el pedagogo y el reformador.
Nunca ningún teatro ha tenido tras sí un impulso tan poderoso de la voluntad y una filosofía social tan explícita.
Pero ocurre que estas piezas panfletarias, por duraderas que resulten en virtud de su fuerza teatral, no son tragedias. En la
tragedia no hay remedios temporales. Nunca se insistirá demasiado al respecto. La tragedia no se ocupa de dilemas seculares
que pueden solucionarse mediante la innovación racional sino de la propensión inalterable a la inhumanidad y a la destrucción en
el curso del mundo. Pero en dichas piezas del periodo reformista de Ibsen, no es ésta la cuestión de que se trata. Hay remedios
específicos para los desastres que les acaecen a los personajes y el propósito de Ibsen es hacernos conscientes de la existencia
de tales remedios para que los administremos. Casa de muñecas y Espectros se fundan en la convicción de que la sociedad
puede progresar hacia una concepción adulta y cuerda de la vida sexual y que la mujer puede y debe ser elevada a la misma
dignidad del hombre. Los pilares de la sociedad y Un enemigo del pueblo son denuncias de las hipocresías y opresiones que
se esconden tras la máscara de la pulcritud burguesa. Nos hacen saber de qué modo los intereses económicos emponzoñan las
fuentes de la vida emocional y la integridad intelectual. Claman por reformas revolucionarias, explícitas. Como bien dice Shaw:
«Basta de tragedia para arrancar lágrimas». A decir verdad, basta de tragedia. Ahora se trata de una retórica dramática que nos
convoca a la acción con la convicción de que la conducta veraz puede ser definida y de que ella liberará a la sociedad.
Estos propósitos programáticos se extienden hasta el periodo intermedio de Ibsen. Pero con El pato silvestre (1884) la
forma dramática se ahonda. Las limitaciones de la pieza «bien hecha» y su deliberada pobreza de perspectiva empezaron a
acosar a Ibsen. Así, en tanto que conservaba la forma en prosa y las convenciones exteriores del realismo, volvió a la voz lírica
y los medios alegóricos de sus primeras piezas experimentales, Brand y Peer Gynt. Con la selva de juguete y la cacería
imaginaria del viejo Ekdal en El pato silvestre, el teatro vuelve a la utilización de un mito eficaz y una acción simbólica que
habían desaparecido del teatro desde las últimas piezas de Shakespeare. En La casa de Rosmer, La dama del mar y Hedda
Gabler, Ibsen consiguió hacer lo que todo dramaturgo importante había intentado después del siglo XVII y que ni siquiera
Goethe y Wagner lograron del todo: creó una nueva mitología y las convenciones teatrales necesarias para expresarla. He aquí
el máximo logro del genio de Ibsen, el cual, hasta el presente, no ha sido comprendido del todo.
Como ya hemos visto, la decadencia de la tragedia está indisolublemente asociada a la decadencia de la cosmovisión
orgánica y su consiguiente contexto de referencia mitológica, simbólica y ritual. Sobre este contexto se fundó el teatro griego y
todavía los isabelinos pudieron darle su adhesión imaginativa. Esta visión de la vida, ordenada y estilizada, con su propensión a
la alegoría y a la acción emblemática, ya estaba en decadencia en la época de Racine. Pero mediante una estricta fidelidad a las
convenciones neoclásicas, Racine logró infundirle a la vieja mitología, ya despojada de fe, la vitalidad de la forma viva. Fue la
suya una brillante acción de retaguardia. Pero después de Racine ya no prevalecían los antiguos hábitos de percepción y
reconocimiento inmediato que le daban al teatro trágico su contexto referencial. De modo que Ibsen se halló frente a un
verdadero vacío. Tenía que crear para sus piezas un contexto de significado ideológico (una mitología eficaz) y tenía que idear
los símbolos y las convenciones teatrales que permitieran transmitir su significado a un público corrompido por las fáciles
virtudes del escenario realista. Estaba en la situación de un autor que inventa un nuevo idioma y debe enseñarlo a sus lectores.
Como era un luchador consumado, Ibsen convirtió sus carencias en virtudes. Tomó como punto de partida la precariedad
de la fe moderna y la falta de un mundo imaginativo. El hombre va desnudo por un mundo despojado de mitos explicativos o
conciliadores. El teatro de Ibsen presupone la retirada divina de los asuntos humanos y que esa retirada ha dejado una puerta
abierta para que por ella se cuelen heladas ráfagas que vienen de una creación maligna aunque inanimada. Pero los ataques más
peligrosos a la razón y a la vida no proceden del exterior, según es el caso en la tragedia griega y en la isabelina. Surgen en el
alma inestable. Ibsen se basa en la noción moderna de que hay rivalidad y desequilibrio en la psique individual. Los fantasmas
que rondan a sus personajes no son los heraldos patentes de la condenación que encontramos en Hamlet y Macbeth. Son
fuerzas desorganizadoras que se han desencadenado desde lo más profundo del espíritu o, para decirlo con más precisión, son
cánceres que se desarrollan en el alma. Según el vocabulario de Ibsen, el más mortífero de estos cánceres es el «idealismo», esa
máscara de hipocresía y autoengaño que los hombres tratan de conservar frente a las realidades de la vida social y personal.
Cuando los «ideales» se apoderan de un personaje de Ibsen lo llevan a la ruina psicológica y material, como lo hacen las parcas
con Macbeth. Y cuando la máscara se ha pegado a la piel, sólo es posible despojarse de ella a un precio suicida. Cuando
Rosmer y Rebecca West han alcanzado la capacidad para hacer frente a la vida, están al borde de la muerte. Cuando la
máscara ya no la protege de la luz, Hedda Gabler se da muerte.
Para articular esta visión de un mundo dejado de la mano de Dios y de la conciencia fragmentada y vulnerable, Ibsen ideó
una asombrosa cantidad de símbolos y gestos figurativos. Por otro lado, como la mayor parte de los creadores de una mitología
coherente, decidió desde el principio cuáles serían sus encarnaciones objetivas. Los significados que asumen el mar, el fiordo,
las avalanchas y el pájaro espectral en Brand se mantienen hasta la última, precisamente la última, pieza de Ibsen, Al despertar
de nuestra muerte. En Brand la nueva iglesia acarrea el momento del desastre, del mismo modo que el nuevo campanario en
El constructor. El potro blanco de Peer Gynt presagia los corceles espectrales en La casa de Rosmer. Desde el comienzo
Ibsen usa determinados objetos materiales para concentrar valores simbólicos (el pato silvestre, las pistolas del general Gabler,
el asta de bandera que está al frente de la casa en La dama del mar). Y la asociación entre una imagen responsable y explícita
de la vida con el marco material y los objetos más adecuados para denotar y dramatizar esta imagen es lo que constituye la
fuente del poder de Ibsen. Ello le permite impartir a sus piezas formas de acción más ricas y más expresivas que cuantas
conociera el teatro desde los días de Shakespeare. Considérese la tensión del sentimiento dramático y la complejidad de
significado que comunican la tarantela que baila Nora en Casa de muñecas, la propuesta que Hedda Gabler hace de coronar a
Lövborg con hojas de parra o el aventurarse en lugares angostos y a gran altura en La casa de Rosmer, El constructor y Al
despertar de nuestra muerte. En sí mismo cada uno de ellos constituye un episodio coherente en la respectiva obra, pero es al
mismo tiempo un acto simbólico que expone una visión específica de la vida. Ibsen llegó a esta visión e ideó los medios
estilísticos y teatrales que le confieren vida dramática. Éste es su logro singular.
Las últimas obras de Ibsen representan un movimiento interior como el que también hallamos en las piezas finales de
Shakespeare. Cimbelino, Cuento de invierno y La tempestad conservan las convenciones de la tragicomedia jacobina, pero
estas convenciones sirven como señales indicadoras que apuntan hacia significados interiores. Las tormentas, la música, las
mascaradas alegóricas tienen implicaciones que pertenecen menos al repertorio imaginativo común que a una comprensión
sumamente privada del mundo. Las formas teatrales vigentes son un mero andamiaje para la forma interior. Tal es exactamente
el caso en El constructor, El pequeño Eyolf, Juan Gabriel Borkman y Al despertar de nuestra muerte. Estos dramas
aparentemente pertenecen a la tradición realista y se ajustan a las convenciones del escenario con tres lados cerrados. Pero, en
realidad, no es éste el caso. Tanto se ha despojado el escenario que resulta heladamente transparente y lleva a un extraño
paisaje adecuado para la mitología ibseniana de la muerte y la resurrección.
En estas cuatro obras –que se cuentan entre las cúspides del teatro– Ibsen está más cerca que nunca de la tragedia. Pero se
trata de una tragedia de un orden limitado, peculiar. Son éstas fábulas de los muertos, ambientadas en un frío purgatorio.
Halvard Solness está muerto desde mucho antes de subir a la torre de su nueva casa de campo. Allmers y Rita están muertos, el
uno para el otro, en la asfixia de su matrimonio. Borkman es un espectro rabioso que va y vuelve en un ataúd que se asemeja a
una casa. En Al despertar de nuestra muerte el tema del purgatorio se hace explícito. En el demencial egotismo de su arte,
Rubeck ha aplastado la médula de la vida. Ha destruido a Irene al negarse a tratarla como un ser vivo. Pero en una destrucción
de esta naturaleza siempre hay una parte de suicidio, y el gran escultor –el modelador de vida– se ha marchitado hasta
convertirse en una sombra grotesca. Queda, con todo, una posibilidad milagrosa: al compartir un peligro mortal, los muertos
pueden despertar. Y por esto Rubeck e Irene se empeñan en escalar la montaña azotada por la tormenta.
Hay en estas impetuosas parábolas resonancias ocasionales de la tragedia clásica y la shakespeareana. Experimentamos,
creo, una sensación parecida de forma trágica cuando Agamenón pasa a grandes trancos sobre la alfombra púrpura y cuando
Solness sube a su torre. Pero el foco es absolutamente diferente. Ibsen comienza allí donde terminan las tragedias anteriores y
sus argumentos son epílogos a desastres precedentes. Supóngase que Shakespeare hubiera escrito una obra que mostrara a
Macbeth y Lady Macbeth consumiendo sus sombrías vidas en el exilio, después de haber sido derrotados por sus vengativos
enemigos. Podríamos tener entonces el ángulo de visión que encontramos en Juan Gabriel Borkman. Se trata de dramas de la
vida póstuma en los que intervienen vívidas sombras como las que animan las regiones inferiores del Purgatorio. Pero, incluso
en estas últimas obras, hay un propósito que rebasa la tragedia. Ibsen quiere hacernos saber que no es necesario que se viva en
un entierro prematuro. Lee la lección de la vida significativa. Los Allmer y los Rubeck del mundo pueden despertar de sus
muertes en vida si establecen entre sí relaciones de sinceridad y sacrificio. Hay una salida, por más que lleve allá arriba, en los
glaciares. No hay salida, en cambio, para Agamenón, Hamlet o Fedra. En la lobreguez del Ibsen final permanece intacto el
núcleo de esperanza militante.
¿A qué se debe que este conjunto estupendo de obras no haya ejercido una influencia mayor o más liberadora sobre el
teatro moderno? Dramaturgos como Arthur Miller se encuentran en relación con Ibsen en una situación bastante parecida a la
de Dryden en relación con Shakespeare. Esos autores han observado los medios técnicos de la pieza teatral ibseniana y han
adoptado algunos de sus gestos definitorios y de sus convenciones. Pero están ausentes la rica y compleja crítica de la vida,
implícita en Ibsen, y la transparencia de sus escenarios realistas a la luz del simbolismo. Cuando Ibsen ha ejercido influencia,
como en el caso de Shaw, son sus piezas programáticas las que cuentan y no los tremendos dramas de su madurez. ¿Por qué
ha sucedido esto? La respuesta es, en parte, que Ibsen llevó a cabo su labor demasiado bien. Muchas de las hipocresías que
combatió han disminuido su presión sobre la mente. Muchos de los espectros de la opresión burguesa han sido exorcizados. El
triunfo del reformista ha oscurecido la grandeza del poeta. También está, en parte, la valla del idioma. Los que leen noruego
dicen que la prosa madura de Ibsen es de trama tan ceñida, en cuanto a cadencia y equilibrio interno, como el buen verso.
Además, lo mismo que en poesía, la fuerza y la dirección del significado giran a menudo sobre las inflexiones usadas y el orden
de los sonidos. Son rasgos que se resisten a la traducción. Y por esto hay en las versiones del teatro de Ibsen con que puede
contar la mayoría de los lectores una llanura prosaica que en nada se presta para el diseño simbólico y la lírica de los dramas
finales; en resumen, que la parte de Ibsen que resulta mejor en traducción es tal vez la menos notable. Y en razón de esto no
contamos aún con la sala para representar al Ibsen que ya Shaw reclamaba a la vuelta del siglo.
Si Ibsen no cabe dentro del marco de la tragedia clásica o shakespeareana lo mismo es válido en medida todavía mayor
cuando se trata de Strindberg o de Chéjov.
En las piezas de Strindberg hallamos algunas de las convenciones revolucionarias del último Ibsen, pero sin el sostén de una
visión responsable de la vida. El simbolismo posee un brillo que enceguece, que paraliza, pero no hay tras él una mitología
rectora. La concepción del mundo que está implícita en las piezas de Strindberg es histérica y fragmentaria. Jamás hubo otro
dramaturgo que hiciera de una forma tan pública como el drama una expresión más privada. Los personajes de Strindberg son
emanaciones de su psique atormentada y de su vida atroz. Paulatinamente van perdiendo todo vínculo con un centro rector y
resultan como fragmentos esparcidos por un gran estallido de energía secreta. En la Sonata de los espectros y en Un sueño los
personajes dan la impresión de entrechocarse al azar en una especie de espacio vacío. De aquí las convenciones de irrealidad y
la alegoría del espectro y el sueño. Estos dramas pertenecen al teatro de la mente y actúan en nuestro interior como música que
es recordada. Pero lo que Strindberg logró en profundidad lo perdió en coherencia teatral. Estas piezas fantasmales son
sombras del teatro. Tan singular perspectiva, como si todas las cosas fueran vistas a través de la bruma y en líneas quebradas,
se extiende incluso a las piezas históricas. La presentación de Carlos XII por Strindberg disminuye la escala de la política a la de
un teatro de títeres lleno de marionetas nerviosas y extrañas. Strindberg sale triunfante cuando sabe limitarse. La señorita Julia
y Acreedores son obras maestras. El tono elevado de los sentimientos y la gran susceptibilidad nerviosa que tienen como bases
pueden manifestarse en una sola acción breve. La salida final de la señorita Julia es como el espanto de una pesadilla cuando
toca a su fin. Despertamos de ella como drogados y aterrados. Pero cuando el trayecto es más largo o más complejo la tensión
se rompe y tenemos una flácida oscuridad, como la que desfigura a Hacia Damasco e incluso a la mejor de las piezas
surrealistas de Strindberg, La danza de la muerte.
Strindberg no corresponde a la tradición predominante en el teatro trágico ni tiene a Ibsen como punto de partida. Está, con
Kleist y Wedekind, en ese borde excéntrico en que el teatro no es una imitación de la vida sino, más bien, un espejo del alma
individual. Y los medios expresivos de su arte, por más que hayan ejercido influencia sobre determinados movimientos
experimentales del drama moderno, pertenecen menos a la sala de teatro que a los modos deformantes y alucinatorios del cine.
En el estilo final de Strindberg se han desvanecido los conflictos de ideología y de carácter en que por lo común se basa el
teatro. Encontramos, en cambio, la creación de un estado de ánimo o de una atmósfera peculiar en que el modelado de la
acción se torna fluido y musical. Strindberg emplea a veces la música propiamente dicha para establecer o modular el tono del
sentimiento. El teatro de Chéjov tiende siempre hacia la condición de música. Una pieza chejoviana no persigue
fundamentalmente la representación de un conflicto o debate. Su propósito es exteriorizar, hacer perceptible a los sentidos,
determinadas crisis de la vida interior. Los personajes se mueven en una atmósfera sensible al más leve cambio de entonación.
Como si pasaran a través de un campo magnético, cada una de sus palabras y cada uno de sus gestos provoca una compleja
perturbación y la reagrupación de las fuerzas psicológicas. Resulta enormemente difícil presentar este tipo de teatro porque los
medios de ejecución son muy próximos a los de la música. Un diálogo chejoviano es una partitura musical arreglada para la voz
que habla. Alterna entre la aceleración y el retraso. El tono y el timbre son con frecuencia tan significativos como el sentido
explícito. Además, el diseño de la trama es polifónico. A un mismo tiempo se desarrollan acciones y niveles de conciencia
distintos. Las reuniones características –la soirée teatral en La gaviota, la fiesta en la casa de las tres hermanas, el paseo en El
jardín de los cerezos– son conjuntos en los que las diversas melodías se combinan o chocan en la disonancia. En el segundo
acto de El jardín de los cerezos las voces de Madame Ranevsky, Lopachin, Gayev, Trofimov y Anya ejecutan un quinteto. Las
líneas melódicas se mueven aisladamente y con aparente incongruencia. De repente se oye un ruido misterioso en el firmamento
vespertino, «el ruido de una cuerda que se rompe». Esto cambia la clave de la pieza entera. El frágil fastidio que hay en las
diferentes voces se dilata ahora, convirtiéndose en un gran acorde sombrío. «Bueno, marchémonos ya, amigos –dice Madame
Ranevsky–, está oscureciendo».
Pero es difícil para el lenguaje de la crítica ocuparse del arte de Chéjov como también lo es para todo lenguaje ocuparse de
la música. Todo lo que quiero subrayar aquí es que Chéjov está fuera del campo de consideración de lo trágico. Él mismo
insistió en que sus piezas eran comedias y como tales se las tiene en su suelo natal. Al viajar hacia el oeste se ha oscurecido el
vino. Para nosotros estas representaciones líricas y graves de la incapacidad de los seres humanos para dominar su situación o
para comunicarse entre sí muestran una inefable tristeza. Pero acaso descubrimos en ellas una excesiva perdurabilidad. Las
piezas de Chéjov tienen sus raíces en una circunstancia histórica específica y contienen un poderoso elemento de ironía política
y sátira social. Estos seres exquisitos y magullados en su pulcra pobreza están condenados y sus pretensiones son ridículas. El
hacha debe resonar en el jardín de los cerezos para que haya nueva vida en el mundo. Lopachin es bruto e insensible; pero la
vulgaridad es salud y ella edificará moradas para los que están vivos, en las tierras en barbecho de los muertos. Chéjov era
médico y la medicina conoce el sufrimiento e incluso la desesperación en casos particulares, pero no la tragedia.
O acaso correspondiera dejar de lado todas las tradiciones de géneros teatrales para examinar estas obras esquivas. Al
final del Simposio, Sócrates obligó a sus oyentes a reconocer que el genio de la comedia es el mismo de la tragedia. Embotados
por el vino, se les hizo imposible seguir su argumentación. Uno tras otro se quedaron dormidos alrededor del maestro; sólo él
permaneció sereno y lúcido hasta la llegada de la aurora. Ni siquiera Aristófanes logró mantenerse despierto para averiguar de
qué modo era posible considerarlo como un poeta trágico. Así, la demostración socrática de la unidad última del teatro trágico
y del cómico se ha perdido para siempre. Pero la prueba de ella está en el arte de Chéjov.
IX
Ibsen y Chéjov fueron revolucionarios cuyos logros deberían haber hecho imposible una vuelta a las quimeras del pasado.
Mostraron que la prosa y la economía del realismo –los accesorios seculares de la experiencia común, a la luz del día– podían
producir convenciones teatrales apropiadas para el mundo moderno pero tan ricas y persuasivas como las de la tragedia en
verso. Ibsen elaboró formas dramáticas adecuadas a la falta de una mitología central y al aislamiento nervioso del temperamento
moderno. Chéjov fue el explorador de un espacio interior, de una zona de turbulencia social y psicológica a medio camino entre
los antiguos polos de lo trágico y lo cómico. Es un terreno delicado y para dominarlo se requiere sutileza espiritual, pero es el
dominio más adecuado para el carácter seco y privado del sufrimiento moderno. Las agonías de la razón no exigen palacios ni
plazas públicas, pues tienen lugar en los cuartos de las casas de familia. Los espectros que rondan el espíritu secular no temen la
luz eléctrica. Además, ambos dramaturgos introdujeron en la prosa los recursos dramáticos que Berlioz, Wagner y Richard
Strauss llevaron a la orquesta moderna. Después de Juan Gabriel Borkman y El jardín de los cerezos el teatro debería
haberse levantado de entre los muertos.
Pero en su boca la ceniza era demasiado espesa. Al entrar al siglo XX las viejas sombras y los ideales rancios vuelven a
acosamos. La aspiración contemporánea a la tragedia está viciada por una gran falta de coraje. Los poetas trágicos de nuestro
tiempo son saqueadores de tumbas y conjuradores de fantasmas que reposaban en sus antiguas glorias. Con Yeats,
Hofmannsthal, Cocteau y T. S. Eliot estamos nuevamente en nuestro punto de partida. Volvemos a encontrarnos en medio de
los conflictos de propósito y tradición que afligieron a Dryden. Discusiones sobre la naturaleza de la tragedia, rivalidades entre
el verso y la prosa, entre la forma clásica y la forma abierta: todo el bagaje de teorías polvorientas es invocado una vez más,
mucho después de que Ibsen y Chéjov evidenciaran su ineficacia para el espíritu moderno. Los ídolos derribados tras la
bancarrota del teatro romántico están de nuevo en el mercado. Es una reversión extraña e irritante. La imagen del teatro que
está implícita en Electra, La máquina infernal y Reunión de familia es un noble fantasma. Al poeta de hoy lo ronda como
rondó a Dryden y a Goethe. Pero nunca se lo debería haber hecho volver a la luz eléctrica, bajo la cual aparece desnudo e
ineficaz. Las tragedias en verso escritas por poetas europeos y estadunidenses contemporáneos son ejercicios arqueológicos e
intentos de infundir fuego a cenizas frías. La cosa no tiene éxito.
¿Qué hizo volver al teatro a los viejos dioses muertos? Si Ibsen y Chéjov hubieran escrito en idiomas de más fácil acceso
para otros dramaturgos, si hubieran trabajado más cerca de los centros geográficos del gusto –en París, en Londres o en
Viena– todo el curso del teatro contemporáneo podría haber sido diferente. Sus logros podrían haber actuado con la fuerza
sustentadora del ejemplo. Pero quienes les sucedieron vieron sus obras a través del velo de la traducción y la lejanía cultural.
Vieron en los dos maestros a diestros artesanos del realismo y no a los grandes creadores de mitos y formas simbólicas que en
realidad eran. Observaron el andamiaje de convenciones realistas y escenas de salón, pero permanecieron ciegos a la vida
poética que había en su interior. El realismo de Ibsen y de Chéjov es una disciplina de la visión intensificadora que lleva, con su
autoridad, de la realidad de la letra a la aún más real del espíritu. Las paredes de la sala en una obra de Ibsen son transparentes
al brillo o a la negrura de la visión simbólica rectora. Una marea profunda y sombría de significado parece elevarse hasta el
borde de los jardines y las casas de campo en el teatro de Chéjov. El realismo del teatro comercial es algo grotescamente
diferente. Es mero reportage que se limita a hacernos saber los colores, los olores y los ruidos que hay en esta casa de
vecindario o a lo largo de aquel muelle. La perspectiva del teatro comercial realista es ciega como una cámara fotográfica y
cada año se acerca más al corazón mismo de la monotonía. En él no hay lugar para la tensión y la resonancia interiores que dan
al arte de Ibsen y de Chéjov su maravillosa pluralidad.
No obstante, los poetas contemporáneos han confundido los dos modos. T. S. Eliot señala que Ibsen y Chéjov han logrado
en prosa determinados efectos de los que él sólo había creído que era capaz la poesía. Pero el modo de hacer esta concesión
implica que sólo se trata de éxitos momentáneos debidos a la buena suerte o al talento individual. No advierte que tienen su
fundamento en una poética teatral revolucionaria y coherente. Esta falta de comprensión ha tenido vastas consecuencias. Ha
llevado a los poetas-dramaturgos de nuestra época a volver las espaldas a la prosa y al futuro del teatro vivo. Yeats,
Hofmannsthal y Eliot están perfectamente justificados cuando rechazan ese realismo plano que hiede a cebolla y que rige la
estética del teatro comercial. Pero también rechazaron la riqueza imaginativa y la significación para la vida moderna de la
tradición dramática que lleva de Büchner a Strindberg. Al proceder así volvieron a un pasado fantasmal.
Pero el teatro en verso no sólo reacciona contra las crasas limitaciones del «realismo socialista». En su tentativa por
recobrar la nobleza del estilo trágico, el poeta dramático trata de hacer frente al desafío que le ha lanzado la novela. Un autor
que opta por el teatro serio en el siglo XX tiene que contar con el hecho de que la ficción en prosa constituye la forma más vital
y predominante de presentación literaria. Más que cualquier género rival, sustenta el hábito de la conciencia estilística y
organiza, en virtud de su profusa vida, la defensa general de la imaginación. En el Renacimiento y en la época neoclásica el
dramaturgo es la figura simbólica de la literatura; en el curso del romanticismo ese puesto le corresponde al poeta lírico. Pero,
desde la época de la Revolución industrial, el autor por excelencia, el hombre que tipifica hasta al primer vistazo la profesión de
las letras, es el novelista.
La esfera de la novela es la prosa y la ficción moderna ha extendido enormemente sus alcances. La decadencia de la
tragedia y de la poesía narrativa –de la cual es prueba decisiva el fracaso de la épica después de Milton– devolvió al campo
común del lenguaje dominios de retórica e invención que otrora estuvieron reservados al dramaturgo y al poeta. Flaubert se dio
cuenta de este hecho; y escribió una prosa tan bruñida, intrincada y ceremoniosa como la poesía del gran estilo. La novela
moderna ha seguido esa senda enriquecedora. Es en la ficción en prosa donde vemos llegar el lenguaje al más vasto margen de
significado posible. Joyce era un poeta, un hacedor de palabras que correspondieran al ímpetu y a la peculiaridad del
sentimiento cuando se precipita sobre nosotros por las puertas, abiertas de par en par, del inconsciente. Extrajo del idioma
metales nuevos para la lengua, unos acres e impuros, pero otros aleados con oro antiguo. Ulises amplía el margen de las
experiencias posibles en la misma medida en que aumenta el tesoro de la lengua. Proust infundió a la prosa la simultaneidad y el
movimiento interior de la música. Como la frase melódica, la sintaxis proustiana recurre por igual a la rememoración y a la
expectativa, rodeando el hecho actual con la estructura del tiempo gobernado. En las novelas de Hermann Broch el idioma
alemán logra evadirse, algo que rara vez consigue, de las tentaciones de la afirmación sistemática. En La muerte de Virgilio
este idioma, tan rígido por la abstracción, asume una vitalidad eléctrica, sutil, y pasa como un brillante tiralíneas por la línea de
sombra del inconsciente. Se trata de un dominio cuyo guardián era tradicionalmente la poesía lírica. Pero desde Flaubert hasta
Broch los aventureros del verbo han sido los novelistas.
Cada forma artística procura definir su propio idioma, sea mediante el realce de los modos existentes, sea mediante
reacción contra ellos. Yeats, Claudel y sus sucesores han vuelto a la tradición del teatro en verso a fin de marcar más la
distancia entre su arte y la prosa chillona y plana de los teatros comerciales, así como para separarlo del medio mismo de la
prosa, la cual lleva el sello de la novela. Como hace a menudo, T. S. Eliot habló en nombre de muchos al definir su objetivo:
Tengo ante mis ojos una especie de visión del perfecto teatro en verso: su naturaleza es tal que presenta al mismo tiempo los dos
aspectos del orden dramático y el orden musical… Ir tan lejos como sea posible en esta dirección, sin perder ese contacto con el
mundo cotidiano y corriente que el teatro debe aceptar, es, en mi opinión, el objetivo adecuado de la poesía dramática.
Las palabras no son las mismas que usó Dryden. Pero el ideal que Eliot describe y las dificultades prácticas que se
encuentran en el camino son precisamente los que preocupan a Dryden y a toda la tragedia inglesa después del siglo XVII. Mas
convertir la visión en realidad es ahora mucho más difícil que en los días de Todo por amor.
El contacto de una poesía dramática y musical con el mundo cotidiano se ha hecho cada vez más precario y menos
frecuente. No es fácil describir el proceso, pero representa uno de los principales cambios en la sensibilidad occidental. El verso
ya no está en el centro del discurso comunicativo. Ya no es, como lo fuera desde Homero hasta Milton, el almacén natural del
conocimiento y los sentimientos tradicionales. Ya no le proporciona a la sociedad el principal registro de la pasada grandeza o
su marco natural para la profecía, según sucediera con Virgilio y Dante. El verso se ha vuelto asunto privado. Se trata de un
lenguaje especial que el poeta individual insinúa, a fuerza de talento personal, en la conciencia de sus contemporáneos,
convenciéndolos de que aprendan y acaso transmitan sus propios usos de las palabras. La poesía se ha vuelto esencialmente
lírica; es decir, se trata de poesía de la visión privada y no del acontecimiento público o nacional. La epopeya de la conciencia
nacional rusa es Guerra y paz, y no un poema de estilo heroico. La crónica del descenso del alma moderna al infierno no es una
Divina comedia sino la ficción en prosa de Dostoievski y Kafka. Ahora es la prosa el lenguaje natural de la exposición, la
justificación y la experiencia registrada. No significa esto que la poesía contemporánea tenga menos fuerza o importancia para la
subsistencia de la cultura literaria y la captación sensorial. Pero sí significa que la distancia hoy existente entre el verso y las
realidades de la acción común que el teatro debe considerar es mucho mayor que nunca.
Y el hecho de haberse alargado la distancia ha tenido un efecto decisivo para la historia del teatro. En cada uno de los
principales idiomas modernos llega un momento histórico preciso en que el verso se aleja de las tablas. En la lengua inglesa ese
momento se da durante la primera parte del siglo XVIII; en la poesía dramática de Addison y Johnson ya se encuentra la
frialdad de la putrefacción. Pese al virtuosismo de Rostand, la autoridad del sentimiento directo parece alejarse del alejandrino
después de Vigny. Kleist es el último de los dramaturgos alemanes que hicieron de la forma poética una condición esencial del
argumento y del significado, y no un adorno secundario. Se sigue escribiendo poesía dramática a lo largo del siglo XIX, y lo
hacen poetas notables como Browning y Hebbel. Pero cada vez tiene menos importancia en relación con la actividad teatral
efectiva y con el tipo de teatro que se produce para el público corriente. Y a medida que el verso se aparta más y más de los
escenarios populares, surge lo que Eric Bentley ha definido como la crisis del teatro moderno: el divorcio entre la literatura y las
tablas.
Sófocles, Shakespeare y Racine fueron dramaturgos orientados hacia el género de representación teatral que era el normal
y el central en sus respectivas sociedades. El rey Lear estaba destinado al Broadway de su tiempo. Goethe y Schiller
estuvieron íntimamente vinculados, también en un nivel financiero y técnico, con la vida teatral de Weimar. Los melodramas
heroicos de Victor Hugo y de Vigny corresponden todavía a la esfera de la producción comercial. Tras ellos el abismo se hace
mayor. Las postrimerías del siglo XIX y los primeros años del siglo XX son la época clásica de las piezas «de capilla»,
destinadas a la representación ante públicos especiales y en teatros especiales. Es la época del atelier, del «estudio» o el «taller»
teatral, del teatro leído y el escenario experimental. Yeats escribió sus piezas para una especie de teatro danzante japonés,
cuyas convenciones de máscaras y músicas han sido establecidas deliberadamente para distanciarse todo lo posible del teatro
comercial. Strindberg, Maeterlinck y Cocteau trabajaron con elencos de actores especialmente adiestrados para lograr efectos
esotéricos. Incluso cuando busca un público más vasto, el teatro poético contemporáneo está a menudo relacionado con un
marco ritual y no teatral: Eliot escribió Asesinato en la catedral para una festividad religiosa en Canterbury y Hofmannsthal
concibió Cada cual para representaciones rituales ante las puertas de la catedral de Salzburgo. La literatura se aleja del teatro a
medida que la poesía se retira del centro de la actividad moral e intelectual.
Hay puentes sobre el abismo que se abre. Ciertas piezas que en un comienzo estaban destinadas a una representación
esotérica ganaron luego acceso al repertorio vivo. Shaw cabalga con majestuosa destreza sobre los dos mundos del teatro serio
y el entretenimiento comercial. Pero la cualidad específica de sus piezas, eso que en un comienzo hizo que fueran un arte para
minorías, reside en su doctrina revolucionaria y no en su lenguaje o sus convenciones. Convencido de que ya el verso no
resultaba apropiado para la ideología y la experiencia modernas, Shaw escribió una prosa soberbiamente articulada. Derrotó al
West End en su propio juego, produciendo piezas más ingeniosas y más agudas que las de sus rivales comerciales. Pero,
precisamente porque se ocupan tan brillantemente de los temas del momento, estas comedias de tesis ya están datadas. Quizá
Shaw hubiera deseado que fuera así. A él no le interesaba el ideal perseguido por Yeats y Eliot. Para Shaw sólo era una fantasía
de anticuarios. Le llamó tragedia a El dilema del doctor, pero no le atribuyó al término consecuencias estilísticas o metafísicas.
Santa Juana se acerca más a una presentación trágica de la vida y se trata de una obra magnífica. No se puede dejar de sentir
que queda un pequeño margen resistente entre ella y el teatro de primerísima categoría. Y los defensores del teatro en verso
dirían que se trata justamente de ese margen que separa de la poesía a la mejor prosa.
Sólo rara vez el teatro en verso ha pasado de la literatura a Broadway.
O bien cuando lo ha hecho ha sido al precio del abaratamiento y la negación de sí mismo. Las tragedias con vestiduras
antiguas de Maxwell Anderson están escritas en un estilo que jamás habló ninguna criatura viva (en el momento de separarse,
los personajes se dicen: «Nosotros dos hemos de dividirnos»). Pertenecen al mundo del melodrama Victoriano, ese mundo
cubierto de polvo y oropel. Las piezas de Eliot, que representan la embestida más refinada de lo poético contra lo comercial,
son parábolas de salón en flácido verso blanco. Poca semejanza guardan con aquella pauta de la tragedia que Eliot tuviera ante
sí cuando inicialmente se volvió hacia el teatro. La distancia entre el modo poético y los teatros comerciales parece ser
excesivamente grande. La voz de la poesía se ha vuelto demasiado íntima para imponerse en el más público de los lugares: un
teatro de hoy.
Pero el hecho evidente de que en su mayor parte la poesía moderna es demasiado privada para su utilización eficaz en un
escenario comercial sólo constituye uno de los aspectos del dilema. La situación del lenguaje mismo en nuestro tiempo puede
ser tal que haga casi imposible un resurgimiento del verso en el teatro. Constituye éste un tema vasto e intrincado. Me he
ocupado de él en otra parte y sólo daré aquí unas rápidas indicaciones sobre lo que quiero decir.
No podemos tener la seguridad de que haya en el lenguaje o en las formas del arte una ley de conservación de la energía.
Por el contrario, hay datos que muestran que las reservas de sentimiento pueden agotarse, que determinados tipos de
conciencia intelectual y psicológica pueden volverse frágiles o irreales. Hay un endurecimiento en las arterias del espíritu, así
como también lo hay en las de la carne. Es por lo menos verosímil que el complejo de valores helénicos y cristianos que se
refleja en el teatro trágico, y que ha temperado la vida del espíritu occidental en el curso de los últimos dos mil años, esté ahora
en un proceso agudo de decadencia. La historia de la Europa contemporánea –la deportación, el asesinato o la muerte en los
campos de batalla de unos setenta millones de hombres, mujeres y niños entre 1914 y 1947– sugiere que esos reflejos con los
cuales una civilización modifica sus hábitos a fin de superar un peligro mortal ya no son tan rápidos o realistas como otrora lo
fueron.
En el lenguaje este endurecimiento de los huesos es, sostengo, claramente discernible. Muchos de los hábitos del lenguaje
ya no son en nuestra cultura respuestas sanas o creadoras de la realidad sino tan sólo gestos estilizados que el intelecto aún hace
eficazmente, pero con merma en cuanto a nuevas percepciones y nuevos sentimientos. Nuestras palabras dan la impresión de
estar fatigadas, de haberse gastado. Ya no están cargadas de su inocencia original ni del poder de la revelación (piénsese en
cuánto fuego y cuánta luz podía infundir la palabra amor en el alma todavía en el siglo XIII). Y como están cansadas, las
palabras ya no parecen dispuestas a aceptar la carga de nuevos significados y de pluralidad que Dante, Montaigne,
Shakespeare y Lutero podían imponerles. Extendemos nuestro vocabulario tecnológico uniendo pedazos usados, como quien
se las ingenia para aprovechar viejos trozos de metal. Ya no somos capaces de fundir las materias primas del habla y constituir
con ellas una nueva gloria, según lo hicieron los compiladores de la Biblia del rey Jacobo. La curva inventiva apunta hacia abajo.
Compárese la jerga grisácea del economista de hoy con el estilo de Montesquieu. Póngase la prosa comercial del historiador
contemporáneo al lado de la de Gibbon, Macaulay o Michelet. Cuando el erudito moderno cita un texto clásico, la cita parece
abrir con fuego un agujero en su página mortecina. Los sociólogos, los expertos en medios de comunicación de masas, los
autores de folletines teatrales y de discursos para políticos, así como los catedráticos de «creación literaria» son los sepultureros
del verbo. Pero los idiomas sólo se dejan enterrar cuando, efectivamente, algo en su interior ha muerto.
Por otra parte, la inhumanidad política de nuestra época ha degradado y embrutecido el lenguaje más allá de todo
precedente. Las palabras han sido empleadas para justificar la falsía política, enormes distorsiones de la historia y las
bestialidades del estado totalitario. Es concebible que de esas mentiras y de ese salvajismo algo se les haya metido en la
médula. Debido a que se las ha empleado con fines tan bajos, las palabras ya no rinden todo su significado. Y porque nos
asedian en tan vasto número, con tanta estridencia, ya no les prestamos atención cuidadosamente. Cada día engullimos nuestra
ración de horrores –en los diarios, en la pantalla de televisión o en la radio– y así nos insensibilizamos para las nuevas
atrocidades. Este entumecimiento es de importancia decisiva en relación con la posibilidad de un estilo trágico. Lo que se inició
en el periodo romántico, esa invasión de la vida diaria por las emociones políticas e históricas del momento, se ha convertido en
un hecho determinante de nuestra propia experiencia. En comparación con las realidades de guerra y opresión que nos rodean,
las más sombrías fantasías de los poetas quedan reducidas a una escala de terror privado o artificial. En Las troyanas Eurípides
poseía la autoridad poética para comunicar al público ateniense la injusticia del saqueo de Melos, para comunicarlo y
reprocharlo. Aún habla proporción entre la crueldad y el alcance o la capacidad de reacción de la imaginación.
Me pregunto si todavía es así: ¿Qué obra de arte podría dar expresión adecuada a nuestro pasado inmediato? La última
guerra no ha tenido su Ilíada ni su Guerra y paz. Ninguno de los que se ha ocupado de ella ha alcanzado el control del
recuerdo que muestran Robert Graves o Sassoon en sus memorias de la primera Guerra Mundial. El único orden verbal que
aún parece aproximarse a la médula del sentimiento es un registro desnudo y prosaico como el que se encuentra en El diario de
Ana Frank. Considerando los abusos del lenguaje por parte del terrorismo político y por el analfabetismo del consumo en
masa, ¿podemos esperar una vuelta a ese misterio en palabras que está en la fuente de la poesía trágica? ¿Puede la newspeak
(«neohabla») del 1984 de George Orwell satisfacer las necesidades del teatro trágico? Pienso que no; y he aquí por qué tiene
tanta razón T. S. Eliot cuando describe como «una visión» el ideal de un teatro moderno en verso.
Naturalmente, un juicio como éste sólo puede ser de carácter provisional. Acaso mañana mismo aparecerá en los
escenarios un maestro de la tragedia en verso. El aplauso otorgado a J. B. de Archibald MacLeish demuestra que todavía se
mantienen con intensidad las esperanzas. Por otra parte, hay en inglés por lo menos un grupo de piezas modernas en verso que
está muy cerca de solucionar el problema del estilo trágico. Ya en La condesa Cathleen, Yeats fue más lejos que cualquier otro
poeta desde Dryden en la empresa de devolver al verso blanco la fuerza necesaria para la acción:
En Purgatorio el espejismo de la perfección del verso dramático está a mano. En toda la pieza no hay una sola brecha ni
una sola vaguedad. Cada línea se mantiene tirante, y la energía luminosa y fría es la de un idioma que ha pasado a través de la
enseñanza de grandes siglos de prosa:
Pero Purgatorio es una hazaña que sólo dura un momento, el lapso de una sola escena en la que intervienen dos voces.
Siendo una visión de un momento intermedio en el enjuiciamiento del alma –un momento entre la condenación y la prueba aún
mayor de la gracia–, se basta a sí misma. Pero no ofrece una solución para el problema de un teatro a gran escala.
Y otro tanto es válido con respecto a todas las mejores piezas de Yeats. Son brasas resplandecientes, como si las virtudes
de su poesía resultaran demasiado frágiles y momentáneas para sostener la estructura de intriga y argumento que se exige del
teatro normal. El soñar de los huesos y Purgatorio son prolegómenos a un teatro futuro. Sus limitaciones nos dejan ver que un
resurgimiento de la tragedia poética reclama algo más que el logro de un estilo.
Reclama que ese estilo sea puesto en contacto con el mundo cotidiano y corriente. Dicho contacto no depende del grado
de realismo o de modernidad que el poeta esté dispuesto a permitir. La obra de arte sólo puede atravesar las vallas que rodean
toda visión privada –al espejo del poeta puede convertirlo en ventana–, si hay cierto contexto de creencias y convenciones que
el artista comparta con su público; en pocas palabras, sólo si tiene vigencia lo que he denominado mitología. Es famoso, pero
no concluyente, el intento de creación de una mitología por parte de Yeats.
El conjunto mítico que ideó para sus poemas y piezas teatrales está lleno de vividas fantasías. En los buenos poemas lanza
desde el fondo un leve resplandor, insinuando que se aproxima una revelación. Pero a menudo se interpone entre el lector y el
texto como una vidriera. Cuando se lee un poema se cuenta con el tiempo y el incentivo para adquirir el conocimiento esotérico
que exige una cabal comprensión; los ojos se acostumbran a la oscuridad y a la luz vacilante de los significados privados. Pero
no sucede otro tanto en el teatro: nuestra comprensión de una pieza en escena debe llevar consigo la convicción instantánea.
El fracaso de Yeats en la empresa de elaborar una mitología para la época es parte de ese otro fracaso mayor o renuncia al
compromiso imaginativo que tiene lugar después del siglo XVII. La tragedia griega se desplegó contra un fondo mitológico
explícito y rico. El paisaje del terror era absolutamente familiar para el auditorio y esta familiaridad constituía a un mismo tiempo
un incentivo y un límite para la inventiva personal del poeta. Era una red para protegerlo en las acrobacias de su fantasía. La
mitología presente en el teatro shakespeareano es menos estable, puesto que está formada por una conjunción, esmerada pero
generosa, de las cosmovisiones antigua y cristiana. Pero, con todo, aún le impartía forma y orden a la realidad. Tras el escenario
isabelino se levantaba un edificio de valores religiosos y temporales en cuya fachada los hombres tenían asignados sus puestos
como en las jerarquías esculpidas en un pórtico gótico. La tracería del significado literal y de la inferencia alegórica se extendía
desde la materia inerte hasta las esferas de los ángeles. El alfabeto del teatro trágico –conceptos como los de gracia y
condenación, purgación y herejía, inocencia y corrupción a través del poder demoníaco– conservaba un significado claro y
vigente. Una luz de referencias más vastas destella en tomo a los pensamientos y las declaraciones de los personajes
individuales en la tragedia isabelina. Y con diversos grados de inmediatez, dicha luz era percibida por el público de los teatros.
No hacían falta notas a pie de página para dar a conocer la naturaleza de la tentación diabólica que atrapa a Macbeth; sin
necesidad de glosas teológicas llegaba al público el sentido de la exhortación de Hamlet a los ministros de la gracia. El
dramaturgo dependía de la existencia de una base común; una especie de pacto preliminar de comprensión que se había
concertado entre él y su sociedad. El teatro shakespeareano confía en una comunidad de expectativas así como la música
clásica confía en la aceptación de las convenciones de intervalo en la escala.
Pero el pacto se rompió al estallar la antigua imagen jerárquica del mundo. Milton fue el último gran poeta que diera por
sentada en su totalidad la significación de la mitología clásica y cristiana. Su negativa, en El paraíso perdido, a optar entre las
versiones ptolemaica y copernicana de los movimientos celestes es un gesto al mismo tiempo sereno y triste; sereno, porque
considera las propuestas de la ciencia natural como algo menos urgente o seguro que las de la tradición poética; y triste, porque
señala el momento histórico en que las formas del cosmos se apartan de la autoridad del juicio humanista. En adelante las
estrellas arden fuera de su alcance. Después de Milton la mitología de la creación animada y la conciencia casi material de
continuidad entre el orden humano y el divino –el sentido de una relación entre el borde de la experiencia privada y el eje de la
gran rueda del ser– pierden su dominio sobre la vida intelectual. Wallace Stevens habló de «los dioses que Boucher mató». La
pintura rococó y el ballet cortesano hicieron algo peor que dar muerte: degradaron los antiguos misterios y sus emblemas a la
condición de trivialidades ornamentales. Una pastoral dieciochesca con vestiduras mitológicas es algo más que una negativa al
mito: es una parodia.
Los mitos predominantes desde los días de Descartes y Newton son mitos de la razón, acaso no más veraces que los que
imperaron antes, pero de cualquier modo menos utilizables artísticamente. Pero, cuando se suelta de las amarras del mito, el
arte tiende a la anarquía. Se convierte en un salto de la imaginación apasionada pero privada hacia un vacío de significado. El
artista es Ícaro en busca de un terreno seguro, y la soledad sin sostén de su vuelo le comunica a su obra ese toque de vértigo
que es característico del romanticismo no menos que del arte abstracto contemporáneo. Protegido por la muralla de su fe,
Chesterton pudo observar cómo el artista de hoy vive de los restos, de las sobras de viejas mitologías ya gastadas o bien trata
de crear otras nuevas para reemplazarlas. Los siglos XIX y XX han sido un periodo clásico para que el artista tratara de
resucitar o de elaborar mitos. La segunda parte del Fausto constituye una tentativa de fusión de elementos helénicos, cristianos y
gnósticos en un diseño coherente. Tolstói y Proust elaboraron mitologías del tiempo y del imperio del tiempo sobre el hombre.
Zola fue presa de una mística del dato literal, y construyó sus obras a la manera de ciertos escultores contemporáneos cuando
proceden a soldar pedazos de hierro viejo. D. H. Lawrence rindió culto a los dioses oscuros y al fuego en la sangre. Yeats se
esforzó por convencerse a sí mismo y por convencer a sus lectores (haciéndolos así cómplices de su propia duda) de una
mitología de las fases lunares y la comunión con los muertos. Blake y Rilke poblaron sus soledades con huestes de ángeles.
Pero, cuando el artista debe ser el arquitecto de su propia mitología, el tiempo está contra él. No puede vivir cuanto le sería
necesario para imponer su visión específica y los símbolos que ha creado para ella; para imponerlos a los hábitos de lenguaje y
al sentimiento en su sociedad. En Dante la mitología cristiana tiene tras sí centurias de elaboración y de precedentes a los que el
lector podía remitirse naturalmente para situar el enfoque específico del poeta. El sistema cabalístico invocado por Blake y la
magia lunar de Yeats sólo cuentan con una tradición privada u ocultista. Fuera del poema no hay un edificio estable construido
por autoridades o convenciones independientemente de la afirmación del poeta (fue el rasgo genial de Joyce advertir la
necesidad de una corroboración exterior cuando amarró su Ulises a la Odisea). La cosmovisión personal, exenta de una
estructura ortodoxa o colectiva que la sostenga, sólo se mantiene mediante el talento presente del poeta. No echa raíces en el
suelo común.
Lo dicho es válido incluso en el caso de Wagner, por más que éste se acercó como ningún otro artista a la hazaña de
transformar una revelación privada en un credo público. Mediante el enorme vigor de su personalidad y su astuta retórica casi
llegó a infundir su mitología ficticia en el espíritu colectivo. La nota wagneriana resonó a través de la vida social y política, y tuvo
demenciales ecos en el desastre de la Europa moderna. Pero ahora se está apagando rápidamente. El simbolismo wagneriano
se ha retraído al campo de la ópera y ya no desempeña un papel importante en el repertorio del sentimiento.
Lo que aquí estoy tratando de dejar en claro es un hecho sencillo pero decisivo para la comprensión de la crisis de la
tragedia moderna. Las mitologías que han centrado las costumbres y prácticas imaginativas de la civilización occidental, que han
organizado el paisaje interior, no fueron producto del talento individual.
Una mitología cristaliza sedimentos acumulados en grandes extensiones de tiempo. Reúne de forma convencional los
recuerdos primordiales y la experiencia histórica de la raza. Como son el habla del espíritu cuando está en un estado de
asombro o percepción, los grandes mitos se elaboran con tanta lentitud como el mismo lenguaje. Más de mil años de realidad
hay tras las fábulas de Homero y Esquilo. La imagen cristiana del peregrinaje del alma era antigua antes de que Dante y Milton
hicieran uso de ella. Como una piedra que ha estado largos años en el torrente, firme y lustrosa la encontró el poeta. Cuando se
inició la decadencia del orden mundial clásico y cristiano, el vacío consiguiente no pudo ser cubierto mediante actos de inventiva
privada.
O por lo menos así habría parecido hasta el siglo XX. Pues tenemos ante nuestros ojos el hecho sorprendente de una
mitología creada en un momento específico por un grupo determinado de hombres, aunque impuesta a las vidas de millones. Se
trata de ese mito explícito de la condición humana y de las metas de la historia al que damos el nombre de marxismo. El
marxismo es la tercera de las grandes mitologías que arraigan en la conciencia occidental. Hasta cuándo o hasta dónde marcará
el curso de la experiencia moral e intelectual sigue siendo incierto. Quizá las raíces son cortas precisamente porque la
cosmovisión marxista apareció a través de la acción política y no por maduración de las emociones colectivas. Quizá sólo se
mantiene en virtud del poder material y resultará incapaz de un crecimiento interior. Pero en la actualidad [1961] es una
mitología tan articulada e inclusiva como cualquier otra que se haya generado para ordenar el complejo caos de la realidad.
Cuenta con sus héroes y sus leyendas sagradas, sus santuarios y emblemas de terror, sus ritos de purgación y sus anatemas. Se
yergue como una de las tres principales configuraciones de fe y forma simbólica que están al alcance del poeta cuando éste
busca un contexto público para su arte.
Pero, de las tres, ninguna se presta naturalmente para el resurgimiento del teatro trágico. La mitología clásica lleva a un
pasado muerto. Las metafísicas del cristianismo y el marxismo son antitrágicas. He aquí, en esencia, el dilema de la tragedia
moderna.
El teatro literario moderno se ha vuelto asiduamente hacia la mitología antigua. Cualquier enumeración de obras del teatro
trágico contemporáneo se asemeja al índice de un manual de mitología griega: Antígona, Medea, Electra, Edipo y la esfinge,
Orfeo, Edipo rey, A Electra le sienta bien el luto, La guerra de Troya no sucederá. Con frecuencia el nuevo título se limita a
disfrazar el tema antiguo: La máquina infernal de Cocteau es una versión de la catástrofe de Edipo; Reunión de familia de
Eliot y Las moscas de Sartre son variaciones sobre la Orestíada. El dramaturgo contemporáneo es a menudo un traductor del
texto griego: Claudel vertió Las coéforas en su propio estilo suntuoso y expansivo; Yeats y Ezra Pound han trasladado Sófocles
a sus formas típicas de escritura. La Medea de Robinson Jeffers y la Electra de Hofmannsthal están a mitad de camino entre la
traducción directa y la reinvención. Al igual que Cocteau, Gide utiliza la fábula clásica como parodia o crítica (Áyax,
Filoctetes). Podría prolongarse esta enumeración, pues comprende todas las principales figuras en el teatro poético
contemporáneo, con la notable excepción de Brecht.
En las bases de estos intentos por cubrirse con las viejas máscaras está la conciencia de que ninguna mitología creada en la
época del empirismo racional se compara con lo antiguo en fuerza trágica o forma teatral. Pero el dramaturgo de hoy se vuelve
hacia Orfeo, Agamenón o Edipo de una manera especial. Trata de dar realce con vino nuevo a las viejas botellas robadas. La
cosecha que usa es en parte Freud y en parte Frazer. Uno de los descubrimientos memorables de la inteligencia moderna ha
sido que las antiguas fábulas pueden leerse a la luz del psicoanálisis y de la antropología. Manipulando los valores míticos es
posible extraer de sus rasgos arcaicos sombras de represión psíquica y rituales sangrientos. Se trata de un juego fascinante y
que sin duda resulta legítimo dentro de ciertos límites de integridad. En tanto que tienen sus raíces en la memoria primordial del
hombre y en tanto que registran, en un código de fantasía, ciertas prácticas muy antiguas y crueles, los mitos griegos pueden
documentar con justicia las especulaciones de la psicología y de La rama dorada. Si estas leyendas no hubieran brotado de las
fuentes mismas de nuestro ser no podrían ejercer su hechizo perdurable. Pero la utilización del mito clásico para los fines de una
ideología moderna exige una aguda conciencia de los grandes cambios habidos en cuanto a significado y entonación. Y es esta
conciencia lo que tan a menudo falta en el teatro contemporáneo.
Con frecuencia, O’Neill, Giraudoux, Hofmannsthal, Cocteau y los autores menores proceden con caprichosa artificiosidad.
Quieren las dos cosas a un mismo tiempo: la resonancia del tema clásico y el sabor de lo nuevo. Al invocar los nombres de
Medea, Agamenón o Antígona, el dramaturgo le tiende una emboscada a la imaginación. Sabe que esas grandes sombras se
erguirán en nuestras mentes con un séquito de asociaciones. Rasgan las cuerdas de la memoria y dejan oír ecos majestuosos.
Por otra parte, la leyenda antigua es como oro maleable batido por el arte previo. Para el poeta la mitad del trabajo ya está
hecha antes de que se levante el telón. El público está familiarizado con la historia y no le es necesario elaborar una intriga
creíble. Puede proceder a idear variaciones siniestras o burlonas sobre temas que ya tiene a su alcance y cuya mera presencia
deja oír la nota trágica. El resultado puede ser momentáneamente cautivador; puede solazar o excitar nuestros nervios
estragados. Pero no puede eludir esa sensación de cosa rancia que invade cualquier baile de máscaras cuando rompe el día.
Al tratar de darle a la fábula clásica un giro novedoso, la obra contemporánea tiende a destruir su significado. Las
desventuras de Edipo en los escenarios de hoy son un alegato contra la frivolidad y la perversión de nuestra fantasía. Gide lo
convierte en un hombrecillo petulante que llega a abrigar la extraordinaria idea de que su matrimonio con Yocasta fue un mal
porque lo retrotrajo a su infancia y de este modo impidió el libre desarrollo de su personalidad (se reconoce en este fárrago el
motivo gideano del hijo pródigo). Hofmannsthal y Cocteau saltan como arpías miopes para apoderarse de esos dos episodios
de la leyenda que el teatro griego tuvo la reticencia moral y la sabiduría técnica necesarias para dejar intactos: el encuentro entre
Edipo y la Esfinge, y la conquista amorosa de Yocasta. Cocteau llega a la cima del mal gusto. La máquina infernal concluye en
la cámara nupcial. Edipo yace durmiendo en su lecho con un brazo descansando sobre la cuna del hijo perdido de Yocasta, en
tanto que la noble señora se embadurna la cara con crema, en un frenético intento de hacerse más joven y más deseable. Bajo
tan brutales martillazos la trágica nobleza de la acción se derrumba. Lo que nos queda es tan sólo un estridente jeu d’esprit.
O’Neill comete un vandalismo interior por lo inadecuado de su estilo, pura y simplemente. En el cenagal de su lenguaje los
nobles infortunios de la casa de Atreo degeneran en un caso de adulterio y asesinato en alguna madriguera provinciana.
Pero la pobreza de estos fantasmas rellenos de paja puede advertirse incluso cuando el poeta se hace cargo de su material
con tacto y destreza formal. En Reunión de familia, Eliot usa con cautela la Orestíada. Mantiene suspendida en nuestras
mentes la proximidad de la tragedia esquiliana. Esta presencia brilla sin llama y se oscurece tras la frágil estructura de la obra
moderna. Durante cierto lapso el foco dual resulta eficaz. Nos parece escuchar, por encima de la cadencia nerviosa de las
pulcras voces modernas, los tonos del antiguo desastre. Pero en el momento culminante de la pieza el artificio fracasa
drásticamente. Harry cuenta cómo lo persiguen las Furias vengadoras, «las insomnes cazadoras que no me dejarán dormir». Las
cortinas de la ventana se abren entonces, «revelando a las euménides». Mary no las ve, pero Harry nos asegura que «aquí
están». Luego son vistas por otros personajes, y el mayordomo reconoce en ellas el toque de una futura piedad. Como en la
Orestíada, los sabuesos del infierno se tornarán espíritus guardianes.
¿Qué es, en realidad, lo que ha hecho Eliot? Incapaz de elevar la versión racional del mito, trasladado a una sala moderna,
al extremo necesario de terror, descorre las cortinas de esa sala para mostrarnos al otro lado a las antiguas hijas de la noche.
Ejecuta un acto de prestidigitación, pasa de una convención a otra con la esperanza de crear por asociación la conmoción
trágica que no podía alcanzar a través de su propia obra. Pero el problema no es tan sólo de artificio o del «carácter espurio»
del recurso. Ocurre, lisa y llanamente, que el truco no resulta en el escenario. Las furias están ahí como fantasmas de cartón, o
bien como realidades tan intensas que hacen derrumbar alrededor de ellas toda la estructura de la pieza. El poeta toma en
préstamo arriesgándose. La proximidad de la grandeza, como la del fuego, puede consumir. En cuanto a Eliot, él mismo ha sido
su más lúcido crítico:
Debería haberme atenido más rigurosamente a Esquilo o bien tomarme muchas más libertades con su mito. Una prueba de esto es la
aparición de esas malhadadas figuras, las furias. En el futuro se las debe omitir de la representación, dándose por entendido que sólo
son visibles para algunos de mis personajes, y no para el auditorio. Hicimos la prueba de presentarlas en todas las formas posibles.
Las pusimos en el escenario y daban la impresión de ser personas que, invitadas a un baile de máscaras, se habían equivocado de
casa. Las ocultamos tras gasas y entonces nos sugerían una escena de Walt Disney. Las hicimos menos nítidas y se las hubiera
tomado por arbustos al otro lado de la ventana. He presenciado ensayos con otras variantes: las he visto hacer señas desde el jardín
o apiñarse en el escenario como un equipo de fútbol. Nunca quedan bien. Nunca consiguen ser diosas griegas o apariciones
modernas. Pero este fracaso es sólo un síntoma de la incapacidad para ensamblar lo antiguo con lo moderno.
Este fracaso va mucho más allá de las posibilidades de reparación técnica. Por mucho ingenio teatral que se ponga, no se
conseguirá que las furias parezcan naturales a la luz cruda y artificial del mundo moderno. Lo antiguo no es un guante que el
moderno pueda ponerse a voluntad. La mitología del teatro griego era la expresión de una imagen cabal y tradicional de la vida.
El poeta podía alcanzar con su auditorio un contacto inmediato de terror o deleite porque poeta y auditorio compartían los
mismos hábitos de creencia. Cuando estos hábitos ya no tienen vigencia, la correspondiente mitología muere o se torna espuria.
En Racine, su traducción de los valores griegos fue literal en el teatro clásico porque su simbolismo y convenciones de
significado conservaban cierta vitalidad. El espectador del siglo XVII no creía al pie de la letra que Fedra fuera descendiente del
sol, pero lo que hay de magia y caos demoníaco en la sangre en una leyenda de esta naturaleza era aceptable todavía. Ello fue
uno de esos milagros de vida póstuma que a veces se dan en el arte. Pero hoy el contexto está tan absolutamente modificado
que los antiguos mitos resultan caricaturas o acertijos para anticuarios en los escenarios actuales. La estratagema de Eliot es
preferible al disparate de Cocteau. Pero ni la una ni el otro dan vida a una pieza de teatro.
Tal vez haya una excepción. La Antígona de Anouilh armoniza realmente lo antiguo y lo moderno, iluminándolos a ambos.
Pero se trata de un caso especial. Las circunstancias políticas le daban a la leyenda una sombría vigencia. El conflicto entre la
moralidad de la protesta y la moralidad del orden tenía referencias tan directas a la condición del público en la Francia ocupada
que Anouilh pudo mantener intacto el significado de la obra de Sófocles. Su traducción de los valores griegos fue literal en el
sentido de ser una traducción, un traslado a la angustia del momento. Por otra parte, Anouilh tuvo que presentar la obra ante los
ojos del enemigo; y presentó una Antígona en la corte de Creonte. Así, tenía todo el derecho a usar el código del mito. Si
hubiera escogido un episodio contemporáneo, la pieza no se habría podido representar. Así, la máscara antigua sirvió como
auténtico semblante de la época. Pero la Antígona de Anouilh sigue siendo un logro aparte. En otros casos las variaciones
sobre temas clásicos han producido resultados excéntricos y a menudo innobles. Cada vez que los dioses muertos han sido
convocados ante las candilejas modernas, han traído consigo el olor de la putrefacción.
En la época de Dante el espíritu actuaba en el mundo como si estuviera en una representación del ser de Cristo. Ese ser y el
milagro de su encarnación les conferían realidad a su designio y a su propósito. Brillaban a través del temblor de la hoja y la
caída de la estrella, incitando al alma a un peregrinaje de gracia. Toda cuestión y todos los grados de experiencia, todo hecho
observado así como toda causa conjeturada, quedaban abarcados por la «verdadera mitología» de la Iglesia y en sus
convenciones de ritual y sacramento. Esta mitología que abarcaba la vida como el arco tendido de una nave gótica ya no es la
única o siquiera la principal configuración del pensamiento occidental. Aquí y allá, se encuentra en ruinas. Los santos ya no
posan sus pies ardientes en los sitios elevados. Los ritos se han convertido en ceremonias exentas de fe y los labios se mueven
para ocultar el silencio en el corazón. No obstante, el simbolismo cristiano y el contexto de significado cristiano templan aún el
clima de la vida occidental. El poeta cristiano de hoy está más cerca de Dante que Racine de Eurípides.
Pero el problema de la tragedia cristiana no es el de la distancia histórica ni el de una mitología que se ha marchitado. Ni
siquiera al mediodía de la fe hubo un modo específicamente cristiano de teatro trágico. El cristianismo es una visión antitrágica
del mundo. Esto es tan válido hoy como lo era cuando Dante titulaba Comedia a su poema o cuando Corneille luchaba a brazo
partido con la paradoja de la santidad en Polieucto. El cristianismo le ofrece al hombre una garantía de certeza final y de
reposo en Dios. Lleva el alma hacia la justicia y la resurrección. La Pasión de Cristo es un acontecimiento de inexpresable
pesar, pero también es una cifra a través de la cual se revela el amor de Dios por el hombre. A la sombría luz de la pasión de
Cristo se ve que el pecado original fue una dichosa culpa (felix culpa). A través de ella la humanidad alcanzará una condición
mucho más exaltada que la inocencia de Adán. En el drama de la vida cristiana la flecha choca contra el viento pero apunta
hacia arriba. Siendo un umbral para lo eterno, la muerte de un héroe cristiano puede ser ocasión de pesar pero no de tragedia.
Con justicia se nos amonesta en Sansón agonista. «Vamos, vamos, no es momento para lamentarse». La auténtica tragedia sólo
puede desarrollarse cuando el alma atormentada cree que no queda tiempo para el perdón de Dios. «Y ahora es demasiado
tarde», dice Fausto en la obra que más se acerca a resolver la contradicción intrínseca de la tragedia cristiana. Pero está en un
error. Nunca es demasiado tarde para arrepentirse; y así, el melodrama romántico es sana teología cuando muestra el alma que
es rescatada al borde mismo de la condenación.
La visión cristiana sólo conoce una tragedia parcial o episódica. Dentro de su optimismo esencial hay momentos de
desesperación; crueles reveses pueden tener lugar en el ascenso hacia la gracia. Pero, como dice un proverbio portugués, Deus
escreve direito por linhas tortas. Justamente es éste el proverbio que ha elegido como consigna el maestro del teatro católico;
proverbio al cual él añade dos palabras procedentes de san Agustín: Etiam peccata.
Claudel es un escritor que llega a enfurecer. Es pomposo, intolerante, retórico, algo improvisado, pedante: todo lo que se
quiera. Muchas de sus piezas teatrales están monstruosamente hinchadas y en todas ellas hay retazos de árida vehemencia.
Embiste a través del teatro como un toro furioso, corneando y lanzando gente al aire, para ir a dar por último contra un muro,
con un gran crujido de cuernos. Pero no importa. Aun así queda> suficiente grandeza, suficiente capacidad pura de creación,
para que Claudel resulte uno de los dos grandes dramaturgos líricos del siglo. Con Claudel vuelve al teatro la fantasía, la
espaciosidad, la llamarada retórica que yacía adormecida desde Shakespeare y Calderón. Su manera es barroca; une en
profusión lo trágico y lo cómico, la solemnidad y la farsa, lo sagrado y lo profano. En tanto que el poeta clásico trabaja
mediante frugalidades, Claudel le da a su estilo una voluntariosa enormidad. Rompe como una ola gigantesca que con violencia
nos arroja palabras y brillantes imágenes. A menudo quedan reducidas a un llano desorden. Pero a veces estas altas olas del
lenguaje tienen la persuasión de la música.
Los dramas de Claudel violan la lógica del tiempo y el espacio. Claudel dobla hacia atrás el arco del tiempo para lograr
confrontaciones de personajes y acontecimientos que, en términos históricos, están separados por medio siglo. Partición de
mediodía y El zapato de raso abarcan ambos hemisferios. Las imágenes favoritas de Claudel son el mar inconstante, salpicado
de islas, refugio de armadas de ballenas, o bien el firmamento tropical con sus remotas legiones de fuego. Como en los
«misterios» de la Edad Media, la escala es el mundo. Inglaterra se convierte en un palomar rodeado por el aleteo de la blanca
espuma del mar; África es una llama roja que arde en los flancos de la tierra. Suspendido en Darién, Don Rodrigo se compara
con un hombre a horcajadas en dos vastos corceles, el Atlántico y el secreto Pacifico, cette Mer séquestrée. Su sombra,
arrojada contra el Zodíaco, parece tocar los dos polos.
Pero en toda esta libre inmensidad hay principios de estructura dramática. Su análisis resulta arduo, puesto que pertenece
más a la música que a la palabra hablada. Claudel ha aprendido de Wagner. El fluir argumental avanza a través de sus piezas
teatrales hasta alcanzar cimas de encantamiento lírico. Todos los experimentos estilísticos y técnicos de Claudel están destinados
a darle al teatro la energía dirigida y la libertad de la forma musical. En El libro de Cristóbal Colón y Juana de Arco en la
hoguera, Claudel recurre a la orquesta, el cine y la ampliación mecánica de la voz humana para romper los límites del escenario
tradicional. Para Claudel, como para la tragedia griega y la ópera wagneriana, el lenguaje sólo es uno de los transmisores de
significado. Idealmente todos los modos de presentación dramática –el discurso, el gesto, la música, la imagen en la pantalla–
deberían colaborar para una especie de consumación orquestal.
Como era un dramaturgo con propensión a lo trágico y asimismo un católico devoto, creyente en una concepción de la
realidad del mundo en Cristo, Claudel tenía que salirle al paso a la paradoja de la tragedia cristiana. La resolvió de una manera
al mismo tiempo tajante e ingenua, como su propia naturaleza. Los personajes de Claudel experimentan destinos que son
trágicos porque son desviaciones de los meridianos del propósito de Dios. Volviendo la vista hacia atrás se dan cuenta de que
han causado estragos innecesarios, y este conocimiento acarrea la conciencia de una trágica dilapidación. Ysé y Mesa se
encuentran al borde de la muerte (Claudel escoge siempre nombres que rodean a sus personajes de una penumbra de exotismo,
lo cual da a entender que se trata de seres que han sido puestos aparte para la gracia de un padecimiento excepcional). Los
amantes se unen en un acto de contrición extática, pues tras ellos queda el mal y la ruina que podrían haber sido evitados, así
como también el cruel caos de la historia humana podría haber sido evitado. Pero es precisamente el grado de culpabilidad del
hombre lo que hace un milagro necesario del advenimiento de Cristo. El teatro claudeliano se sitúa en esa hora antes de que
llegue el día cuando los ojos ven al mismo tiempo la noche que se aleja y la estrella matutina.
Este diseño se mantiene bellamente en El zapato de raso, una de las pocas piezas en toda la literatura moderna que se
acercan a la jerarquía de la gran tragedia. Dios usa líneas torcidas (linhas tortas) para escribir rectamente. Las vidas de Don
Rodrigo y Doña Proeza están embrolladas. Pero si se las ordena prematuramente el propósito de Dios quedará frustrado, pues
en el mapa de la travesía del alma no hay atajos. Estos dos seres soberbios, de tamaño mayor que el natural en su tormento
tanto como en su valor, se niegan la realización del amor. Ponen océanos entre ellos y la espada de la voluntad. Por última vez
se ven cara a cara, de carne y hueso, el conquistador y la mujer exiliada y arruinada. Pero ambos ya se están apartando de la
vida para que sus almas queden en libertad y puedan reunirse nuevamente en una desnudez última y perdurable. A través de la
cadencia grave de su separación nos parece escuchar el eco de una antigua herejía: esa suposición de que las almas de los
benditos pueden unirse después de la muerte en un abrazo tan ardiente que supera las más violentas fantasías de la carne. Si
puede haber deseo sensual en el paraíso, Don Rodrigo y Doña Proeza arderán en él. Su último encuentro en el mundo se cuenta
entre las glorias del teatro:
DONA PROUHÈZE: Qu’ai-je voulu que te donner la joie! ne rien garder! être entiérement cette suavité! cesser d’être moi-même
pour que tu aies tout!
Là où il y a le plus de joie, comment croire que je suis absente? là ou il y a le plus de joie, c’est là qu’il y a le plus Prouhèze!
Je veux être avec toi dans le principe! Je veux épouser ta cause! je veux apprendre avec Dieu à ne rien réserver, à être cette
chose toute bonne et toute donnée qui ne reserve rien et à qui l’on prend tout!
Prends, Rodrigue, prends, mon coeur, prends, mon amour, prends ce Dieu qui me remplit!
La force par laquelle je t’aime n’est pas différente de celle par laquelle tu existes.
Je suis unie pour toujours à cette chose qui te donne la vie éternelle!
Le sang n’est pas plus uni à la chair que Dieu ne me fait sentir chaque battement de ce cœur dans ta poitrine qui à chaque
seconde de la bienheureuse éternité s’unit et se resépare.
LE VICE-ROI: Paroles au delà de la Mort et que je comprends à peine! Je te regarde et cela me suffit! O Prouhèze, ne t’en va pas
de moi, reste vivante!
DONA PROUHÈZE: Il me faut partir.
LE VICE-ROI: Si tu t’en vas, il n’y a plus d’étoile pour me guider, je suis seul!
DONA PROUHÈZE: Non pas seul.
LE VICE-ROI: À force de ne plus la voir au ciel je l’oublierai.
Qui te donne cette assurance que je ne puisse cesser de t’aimer?
DONA PROUHÈZE: Tant que j’existe et moi je sais que tu existes avec moi.
LE VICE-ROI: Fais-moi seulement cette promesse et moi je garderai la mienne.
DONA PROUHÈZE: Je ne suis pas capable de promesse.
LE VICE-ROI: Je suis le maître encore! Si je veux, je peux t’empêcher de partir.
DONA PROUHÈZE: Est-ce que tu crois vraiment que tu peux m’empêcher de partir?
LE VICE-ROI: Oui, je peux t’empêcher de partir.
DONA PROUHÈZE: Tu le crois? eh bien, dis seulement un mot et je reste. Je le jure, dis seulement un mot, je reste. Il n’y a pas
besoin de violence.
Un mot, et je reste avec toi. Un seul mot, est-il si difficile à dire? Un seul mot et je reste avec toi. (Silence. Le Vice-Roi baisse
la tête et pleure. Dona Prouhèze s’est voilée de la tête aux pieds)[114 ].
Don Rodrigo no puede decir esa sola, sencilla y pequeña palabra. Se rompería entonces el conjuro del honor y el designio
de Dios. Mas, en la oscuridad de la hora, también hay luz. Doña Proeza deja tras sí a su hija y es la voz de ésta la que oiremos
en los últimos momentos del drama, señalando el triunfo de la armada católica en Lepanto.
Pero de la genialidad extraña, tan individual, de Claudel no se puede sacar la conclusión de que la cosmovisión cristiana esté
a punto de producir un conjunto de teatro trágico. Claudel tenía menos de cristiano que de un tipo especial y algo terrorífico de
católico. Era de la época de san Gregorio más que de la Iglesia moderna. El resplandor del fuego del infierno parecía suscitar en
él una torva aprobación, casi un deleite en la grandeza vengadora de los caminos de Dios. Hay páginas en sus obras teatrales y
en sus comentarios bíblicos que dan la impresión de haber sido descubiertas en una biblioteca monacal y que fueran obra de
algún abad tiránico dedicado a meditar sobre la corrupción de la criatura humana. Por otra parte, son pocas las piezas de
Claudel destinadas a la representación. Algunas sólo pueden ser puestas en escena, en el mejor de los casos, en versiones
abreviadas o simplificadas. El recurso esencial en El zapato de raso es la transición instantánea de lo real, en un sentido visual y
normal, a lo puramente imaginario. En las tablas estas transiciones plantean problemas peliagudos. En pocas palabras, en el arte
de Claudel hay más de dramático que de teatro. Y sobre todo, que ni la singular empresa de Claudel ni casos como el de
Asesinato en la catedral de Eliot pueden alterar el hecho de que la visión cristiana de la naturaleza humana lleva a una negación
de la tragedia. Un actor que ha desempeñado a menudo el papel de Becket resume la cuestión en estos términos: «Sé que me
están asesinando en el escenario, pero ni una sola vez me he sentido realmente muerto».
La noción de tragedia parcial que está implícita en Claudel, la concepción de la tragedia como devastación y no como
desastre predestinado o inevitable, es fundamental en el arte de Brecht. No podría haber sido de otro modo. Todavía más
explícitamente que la cosmovisión cristiana, la marxista admite el error, la angustia y la derrota momentánea, pero no la tragedia
última. La desesperación es un pecado mortal contra el marxismo no menos que contra Cristo. Lunacharsky, el primer
comisario soviético de instrucción pública, proclamó que una de las cualidades definitorias de una sociedad comunista sería la
ausencia de teatro trágico. Convencido de que los poderes de la razón pueden dominar el mundo natural y conferirle a la vida
humana una dignidad y un propósito cabales, el comunista ya no puede reconocer el significado de la tragedia. O bien verá en la
tragedia una reliquia en el museo del pasado moral. El teatro trágico es una expresión de la fase prerracional en la historia; se
basa en el supuesto de que hay en la naturaleza y en la psique fuerzas incontrolables y ocultas que son capaces de enloquecer o
destruir la mente. El marxista sabe que semejantes fuerzas carecen de existencia real; que se trata de metáforas de la antigua
ignorancia o de fantasmas para asustar a los niños en la oscuridad. Sabe que no existe Ananké, la ciega necesidad que anonada
a Edipo. «La necesidad sólo es ciega –afirman Marx y Engels– cuando no se entiende». La tragedia sólo puede tener lugar
cuando la realidad no ha sido sometida por la razón y la conciencia social. Cuando el nuevo hombre de la sociedad comunista
llegue al cruce de tres caminos encontrará una fábrica o una sala de cultura y no al colérico Layo en su carro.
Por otra parte, el credo marxista es enormemente, acaso ingenuamente, optimista. Como el visionario medieval con su fe
absoluta en el advenimiento del Reino de Dios, el comunista está seguro de que el reino de la justicia está cerca. La concepción
marxista de la historia es una Comedia secular. La humanidad marcha hacia la justicia, la igualdad y la comodidad de la
sociedad sin clases. Cuando haya terminado la explotación capitalista y se marchite el Estado, la guerra y la pobreza
desaparecerán en una pesadilla de confusa memoria y una vez más el mundo será un jardín para el hombre. Claro que en el
camino se presentan catástrofes. La burguesía condenada lucha por su vida con feroz astucia y, momentáneamente, puede
lograr éxitos políticos o militares. Hay levantamientos prematuros, como el de la Commune y la insurrección de 1905, en los
cuales se derrama la sangre de la clase trabajadora sin una finalidad que quede evidente. También puede haber desviaciones
heréticas y cismas dentro del bando socialista. Pero ni siquiera el más sombrío revés justificaría una desesperación trágica. La
marcha sigue adelante, pues se basa en las leyes inexorables de la historia; la victoria final es tan segura como la llegada de la
aurora.
La literatura marxista es, por ende, afirmación jubilosa o grito de batalla. Stalin coincidía plenamente con los objetivos de
una sociedad comunista cuando reclamaba que todas las obras teatrales y novelas tuvieran finales felices. Los censores
soviéticos tenían razón cuando trataban de prohibir Los demonios, de Dostoievski, esa parábola de la ruina final de la utopía
socialista. En un estado comunista la tragedia no sólo es mal arte; es traición premeditada para corromper la moral en las líneas
de combate. Este axioma de la necesaria alegría se hizo explícito en el título de una pieza presentada en 1934: La tragedia
optimista, por Vishnievsky. En esta obra se dramatiza la muerte heroica en la batalla de una compañía de infantes de la marina
roja. Todos mueren ante nuestros ojos, pero la intención no es que veamos su sacrificio como una tragedia, pues contribuye a la
victoria final del Partido y la Unión Soviética. Junto con el cristiano devoto el comunista puede preguntar: «Muerte, ¿dónde está
tu aguijón?».
Resulta notable que una mitología tan barata e ingenua se haya prestado para los propósitos de un dramaturgo de la talla de
Brecht. Pero las relaciones de Brecht con el marxismo siempre fueron oblicuas. Como en Claudel, también en él había ese
ribete de herejía que le permite al poeta trabajar a contracorriente de una fe ortodoxa. Así como Claudel carecía de caridad,
Brecht carecía de esperanza. No modeló su poética el ascenso inexorable del poder soviético sino el fracaso y la destrucción
del movimiento comunista alemán. Este episodio desastroso coloreó toda su visión y arrojó su sombra contra el resplandor del
optimismo estaliniano. Brecht no vivió en Rusia ni ingresó en las jerarquías oficiales de la literatura estaliniana. Casi hasta el fin
prefirió vivir en el exilio. Cuando el peso del éxito militar y político se desplazó hacia el platillo marxista, permaneció con la
aureola de la precedente derrota (la última pieza de Brecht se ocupa de la represión de la Commune). Esta negativa a correr en
la cuadrilla victoriosa le daba a la posición política de Brecht un matiz privado, anárquico, a menudo irreconciliable con la línea
oficial «positiva». Esto es válido, me parece, incluso en lo referente a sus últimos años en Berlín oriental. Desplegó su realismo
desolado, su propensión a la sátira y su ingenio revoltoso frente a la ideología que profesaba abiertamente y con sinceridad. Así,
se encuentra en sus obras, como en las de Corneille, un choque deliberado entre las virtudes naturales de la mente del poeta y la
dirección exterior de su retórica. Por otra parte, a Brecht no le preocupó en especial la paradoja de la «tragedia optimista». Era
un virtuoso de los estilos teatrales y se hallaba igualmente cómodo con la música y con el cine, en la lírica y en la propaganda.
Rara vez aprovechó el género trágico para su juego astuto y revolucionario. Pero en el único caso importante en que lo hizo, en
Madre Coraje, la noción de tragedia no dista mucho en Brecht de la de un poeta cristiano.
Brecht creía en el proceso dialéctico de la historia y en la realización inevitable del ideal marxista. Pero mantenía fríamente
puesta la vista en el presente. Era demasiado realista para no saber que la luz en el horizonte estaba enormemente lejana y que a
lo largo del camino habría terribles padecimientos. Sonarán los hosannas en el reino de la justicia, pero esto no sucederá
mañana o pasado mañana. No obstante, precisamente porque es segura la victoria final, todo el padecimiento que debe
precederla tiene un carácter de despilfarro inhumano y misterioso. Es monstruoso porque de algún modo es evitable. Los
personajes de Claudel se enredan en la tragedia porque vuelven sus espaldas al poder redentor de Dios. Su sufrimiento es real,
pero metafísicamente absurdo. Otro tanto ocurre en el caso de Brecht. Un marxista sabe que es absurdo que un hombre luche
contra las leyes de la historia. Si la clase capitalista reconociera que está condenada, si aceptara la verdad manifiesta de la
revelación socialista, ya no habría necesidad de seguir luchando. Si el proletariado comprendiera la naturaleza del proceso
histórico y se volviera hacia la vanguardia comunista como su guía natural, toda la estructura bélica y de avidez mercantil se
desmoronaría. Pero los hombres son ciegos a su propia salvación. Así, innúmeras vidas quedan destruidas, inútilmente
destruidas.
Madre Coraje es una alegoría del despilfarro. Esta vieja loca pierde sus hijos, uno tras otro, en el vendaval asesino de la
guerra de los Treinta Años. Ya son pérdida bastante estas vidas dilapidadas. Pero la verdadera pérdida yace adentro. Su dolor
no le enseña nada a Madre Coraje. Se niega a aceptar la simple verdad de que quienes viven de la espada perecerán por la
espada. Arrastra su carreta de batalla en batalla. Sabe que donde hay hombres heridos le pedirán aguardiente y que donde
disparan los cañones hay necesidad de pólvora. Cada vez que uno de sus hijos cae muerto, Madre Coraje podría detenerse.
Pero, en cambio, unce a los supervivientes a su carreta y sigue adelante como un buitre que va cojeando en pos de carroña.
Mientras tira de la carreta, el escenario giratorio empieza a dar vueltas, cada vez más rápido. La necia criatura se cree que va
avanzando. En realidad, da vueltas alrededor de una noria de ruinas. Pero se niega a ceder en tanto que quede un ducado por
ganar en alguna parte, en medio del paisaje de cenizas que se extiende entre Alsacia y. Praga. Deja sus muertos al invierno y a
los lobos; y sigue adelante. Los horrores que le acaecen son mero despilfarro, como el rayo dando contra frías cenizas. Ella
yergue la espalda, vuelve a ponerse el arnés y canta los cantos de guerra:
Madre Coraje sabe que la guerra devora hombres. Olvida que los propios hijos son a quienes se come primero. Finalmente
el último de sus hijos, la muda Kattrin, cae muerta. Pero incluso este horror la deja insensible. Madre Coraje es ahora un
espantajo, una caricatura del ser vivo. Pero el aroma de la guerra y el dinero la sigue atrayendo: «Espero poder tirar yo sola de
la carreta. De algún modo lo conseguiré. No es mucho lo que va dentro». Un regimiento pasa al fondo, al toque de tambores y
pífanos. Ella les grita a los soldados: «Llevadme con vosotros». Se pone el arnés y el escenario empieza a girar nuevamente
bajo un firmamento vacío. La marcha que canta la tropa nos hace saber que la guerra durará cien años.
Y así ha de ser; y la guerra que la siga durará doscientos. ¿No está a la vista el término de la devastación y el asesinato? No
lo estará mientras las mujeres acepten entregar a sus hijos para carne de cañón; mientras los hombres sigan forjando las armas
que matan a sus propios vástagos. Hay una veta de aurora en el horizonte distante de la obra. En la dialéctica de los
acontecimientos llegará, al mismo tiempo en que las naciones depongan las armas junto a las aguas tranquilas. Pero Madre
Coraje impide que ese día esté más próximo. Brecht querría que denostáramos a la vieja arpía por su estúpido afán de
ganancia. Querría que entendiéramos que las pérdidas no son nobles ni trágicas sino sencilla y espantosamente inútiles. He ahí el
sentido fundamental de su obra. Madre Coraje no ha aprendido nada para que el auditorio pueda aprender algo. Fin de la
lección.
Pero, por supuesto, no resulta del todo así. El moralista debe compartir su plataforma con el poeta. Y el poeta es
habilidoso. Deja que el moralista diga lo que tiene que decir; no niega ni por un instante que Madre Coraje sea responsable por
su acumulación de miserias. Sólo nos pide que la observemos. Ella está enormemente viva en cada una de sus fibras correosas,
y es muy rapaz e inconquistable. Es la sal de la tierra, destructiva, pero animada. No podemos poner distancia entre nosotros y
la obra, limitándonos a juzgar fríamente sus defectos. También nosotros estamos uncidos a la guerra y es bajo nuestros propios
pies donde gira el escenario.
Brecht tiene clara conciencia de esto, si bien pretende considerar como insensatez romántica toda identificación del
espectador con los personajes. En el duelo entre el artista y el dialéctico, le concede al artista un margen estrecho pero
constante de triunfo. En virtud de ese margen Madre Coraje es tragedia; incompleta, acaso, en razón de la política redentora
que la circunda, pero con todo real y aplastante. Brecht está a mitad de camino entre el mundo de Edipo y el de Marx.
Coincide con Marx en que la necesidad no es ciega pero, como todos los verdaderos poetas, sabe que ella a menudo cierra los
ojos. Y cuando los ha cerrado, yace emboscada a la espera de un hombre que vendrá por el camino desde Corinto.
No me he ocupado, en este ensayo, del grupo de piezas sombrías que ha producido el teatro francés después de la guerra. Las
piezas de Sartre, el Calígula de Camus y las negras fantasías de Samuel Beckett están cronológicamente tan cerca de nosotros
que todo juicio resultaría precario. A mi parecer, la importancia de estas obras está sobre todo fuera del dominio y de la
autoridad del drama. A puerta cerrada, El diablo y Dios y Calígula no son fundamentalmente teatro sino, más bien,
utilizaciones del escenario. Lo mismo que Diderot, también Sartre y Camus hacen de la acción dramática una parábola de la
tesis filosófica o política. La forma teatral es casi fortuita; las piezas son ensayos o folletos declamados y subrayados mediante
gestos gráficos. En estas alegorías escuchamos voces y no personajes.
El caso de Beckett es más complejo. De su asociación personal con las letras irlandesas ha extraído una nítida nota de
tristeza cómica. Hay momentos en Esperando a Godot que proclaman con dolorosa viveza la fragilidad de nuestra condición
moral: la incapacidad de la palabra o del gesto para contrarrestar el abismo y el horror de la época. Pero, también en este caso,
me pregunto si se trata de teatro en un sentido auténtico. Lo que Beckett escribe es «antiteatro»; demuestra, con una especie de
excéntrica lógica irlandesa, que es posible excluir de las tablas toda forma de movilidad y comunicación natural entre personajes
y producir, con todo, una pieza. Pero el resultado es, a mi parecer, deforme y monótono. A lo sumo, se nos ofrece una especie
de guignol metafísico, un teatro de marionetas que momentáneamente resulta fascinante o monstruoso debido a que estas
marionetas insisten en comportarse como si estuvieran vivas.
Ninguno de estos dramaturgos tiene el don que poseyeron Claudel y Brecht, y sin el cual el teatro no puede perdurar: la
creación de personajes dotados del milagro de una vida independiente. Bertolt Brecht ya ha muerto y tal vez el tiempo nos libre
de la pesadilla de su política. Pero sus seres imaginarios han adquirido una terca vitalidad. Cuando el nombre de Brecht esté
sepultado en la historia literaria, Madre Coraje seguirá tirando de su carreta a través de la noche de invierno.
X
Quiero poner fin a este ensayo con una nota de recuerdo personal y no de argumentación crítica. No hay soluciones categóricas
para los problemas a que me he referido. A menudo la alegoría los aclarará más eficazmente que la afirmación. Por otra parte,
no creo que la crítica literaria posea rigor o pruebas. Cuando es sincera es una experiencia privada y apasionada que trata de
convencer. Los tres episodios que voy a relatar coinciden con la triple posibilidad de nuestro tema: que la tragedia está, en
verdad, muerta; que se prolonga en su tradición fundamental pese a cambios de forma técnica; o, por último, que el teatro
trágico podría resucitar. No hace mucho iba viajando en tren por el sur de Polonia. Pasamos unas ruinas destripadas en la
cresta de una colina. Uno de los polacos que viajaba en mi compartimento me contó lo que había ocurrido allí. Había sido un
monasterio y los alemanes lo aprovecharon como prisión para oficiales rusos capturados. En el último año de la guerra, cuando
los ejércitos alemanes empezaron a retirarse del Este, dejaron de llegar alimentos a la prisión. Los guardianes saquearon lo que
pudieron en el lugar, pero pronto sus perros de policía se hicieron peligrosos, debido al hambre. Después de algunos titubeos,
los alemanes les soltaron los perros a los prisioneros y, enloquecidos de hambre, los animales se comieron vivos a varios de
ellos. Cuando la guarnición huyó, dejaron a los supervivientes encerrados en el sótano. Dos de ellos, para mantenerse con vida,
mataron y se comieron a sus compañeros. Por último, en su avance, el ejército soviético los encontró. A los dos hombres se les
dio una buena comida y luego los mataron a tiros para que los soldados no supieran a qué estado de abyección habían quedado
reducidos sus antiguos oficiales. Tras esto se prendió fuego al monasterio para arrasarlo.
Los otros viajeros que había en nuestro compartimento escucharon el relato y después cada uno, a su vez, narró un
episodio comparable o aún más atroz. Una mujer contó lo que le habían hecho a su hermana en el campo de exterminio de
Mauthausen. No he de consignarlo aquí porque es de ese género de cosas que derrotan el lenguaje. Durante cierto tiempo
todos nos quedamos en silencio, pero luego un hombre más viejo dijo que conocía una parábola medieval que podría ayudamos
a comprender cómo habían sido posibles semejantes horrores:
En una insignificante aldea de la Polonia central había una pequeña sinagoga. Una noche, cuando hacía la ronda, el rabino entró y vio
a Dios sentado en un rincón oscuro. Cayó de bruces y exclamó: «Señor Dios, ¿qué haces Tú aquí?». Dios no le respondió
atronadoramente ni desde un remolino sino que le dijo con voz suave: «Estoy cansado, rabino, estoy muerto de cansancio».
La relación de esta parábola con nuestro tema es, según interpreto, la siguiente: Dios se cansó del salvajismo del hombre.
Tal vez Él ya no fuera capaz de controlarlo y ya no pudiera reconocer su imagen en el espejo de la creación. Ha dejado librado
el mundo a sus inhumanas invenciones y mora ahora en algún otro rincón del universo, tan remoto que sus mensajeros ni siquiera
pueden llegar hasta nosotros. He supuesto que Él se alejó en el curso del siglo XVII, momento que ha sido la constante línea
divisoria en nuestra argumentación. En el siglo XIX Laplace anunció que Dios era una hipótesis que en adelante le resultaría
innecesaria al espíritu racional; Dios le tomó la palabra al gran astrónomo. Mas la tragedia es la forma de arte que exige la
intolerable carga de la presencia de Dios. Ahora está muerta porque su sombra ya no cae sobre nosotros como caía sobre
Agamenón, Macbeth o Atalía.
O también es posible que la tragedia se haya limitado a cambiar de estilo y convenciones. Hay un momento en Madre
Coraje en que los soldados entran con el cadáver de Schweizerkas. Sospechan que es hijo de la Coraje pero no están del todo
seguros. Hay que obligarla a que lo identifique. Vi a Helene Weigel representar la escena con el Ensamble de Berlín oriental, si
bien «representar» es palabra mezquina para el prodigio de su encarnación. Cuando depositaban ante ella el cuerpo de su hijo,
se limitaba a menear la cabeza, en muda negación. Los soldados la obligaban a mirar nuevamente. Y nuevamente ella no daba
signo de reconocerlo, sólo una mirada muerta. Luego, mientras sacaban el cuerpo, la Weigel miraba para el otro lado y, como
desgarrándola, abría su boca todo lo que podía. La forma del gesto era la del caballo que lanza un alarido en el Guernica de
Picasso. El sonido que salió era tan primitivo y terrible que supera toda descripción que pudiera hacer. Pero, en realidad, no
hubo sonido alguno. Nada. El sonido fue el silencio total. Era el silencio que chillaba y chillaba por toda la sala, de modo tal que
el público bajó la cabeza como ante una ráfaga de viento. Y ese alarido dentro del silencio me pareció ser el mismo de
Casandra cuando adivina el vaho de sangre en la casa de Atreo. Era el mismo grito salvaje con que la imaginación trágica
marcara inicialmente nuestro sentido de la vida. La misma lamentación salvaje y pura por la inhumanidad del hombre y la
devastación de lo humano. Quizá no se ha quebrado la curva de la tragedia.
Por último, debe hacerse presente a nuestros espíritus la posibilidad –aunque la juzgo remota– de que el teatro trágico
pueda tener ante sí una nueva vida y un futuro. He visto una película documental que muestra las actividades de una comuna
agrícola china. En cierto momento los trabajadores afluían desde los campos, dejaban sus picos y se reunían en la plaza de la
barraca. Formados en un vasto coro comenzaban a cantar un canto de odio contra los enemigos de China. Luego un jefe de
grupo saltaba de las filas y ejecutaba una especie de danza violenta e intrincada. Hacía una pantomima de la lucha contra los
bandidos imperialistas y su derrota por los ejércitos campesinos. La ceremonia concluía con la relación de la heroica muerte de
uno de los fundadores del Partido Comunista local. Los japoneses le habían dado muerte y estaba enterrado allí cerca.
¿No fue, acaso, en algún rito comparable de desafío y honras fúnebres, donde comenzó la tragedia, tres mil años atrás, en
las llanuras de Argos?
FRANCIS GEORGE STEINER (París, 23 de abril de 1929), conocido como George Steiner, es un profesor, crítico, teórico
de la literatura y de la cultura, y escritor.
Es profesor emérito del Churchill College de la Universidad de Cambridge (desde 1961) y del St Anne’s College de la
Universidad de Oxford.
Su ámbito de interés principal es la literatura comparada. Su obra como crítico tiende a la exploración, con reconocida
brillantez, de temas culturales y filosóficos de interés permanente, contrastando con las corrientes más actuales por las que ha
transitado buena parte de la crítica literaria contemporánea. Su obra ensayística ha ejercido una importante influencia en el
discurso intelectual público de los últimos cincuenta años.
Steiner escribe desde 1995 para The Times Literary Supplement; a lo largo de su trayectoria, ha colaborado también con
otras publicaciones periódicas, tanto de forma continua (The Economist 1952-1956, The New Yorker 1967-1997, The
Observer 1998-2001), como esporádica (London Review of Books, Harper’s Magazine).
Ha publicado, además, varios libros de ensayos, novelas y de poesía.
Notas
[1]Tragedia significa cierta clase de relato,/según nos recuerdan los viejos libros,/de quien gozaba de gran prosperidad/y cayó
de sus alturas/a la miseria, para terminar calamitosamente. <<
[2]Mezquina fortuna, ahora veo que en tu rueda/ hay un punto al que, cuando aspiran los hombres,/ se caen de bruces; pues, yo
toqué ese punto/ y, viendo que ya no era posible subir más,/ ¿por qué me lamentaría de mi caída? <<
[3]Cuando la (diosa) que gobierna la rueda giratoria del azar/ vuelve su iracundo ceño fruncido/ hacia aquél a quien antes se
dignó promover,/ no deja nunca de colmarlo de infortunio,/ de agitar e invertir su situación en todas partes/ hasta que al fin lo
arroja desde las alturas/ y lo entrega sometido a la miseria;/ y como la rama que de la raíz es arrancada,/ no vuelve jamás como
hoja a lo que dejó. <<
[4]Cortada está la rama que podría haber crecido bien derecha/ y quemado está el apolíneo gajo de laurel/ que alguna vez
creció dentro de este hombre de saber. <<
[5] Creón es Rey, prototipo de la tiranía,/ y Edipo, espejo del infortunio. <<
[6] Sentado en una carroza resplandeciente,/ tirada por la fuerza de los cuellos de dragones uncidos. <<
[7]
Ah muerte, oh dulce muerte, muerte único remedio/ para los espíritus oprimidos en una extraña prisión,/ ¿por qué soportas
tanto que hollen tus derechos?/ ¿Te hemos ofendido, oh dulce, dulce muerte?/ ¿Por qué no te acercas, oh Parca demasiado
tardía?/ ¿Por qué quieres soportar esta banda cautiva/ que ya no tendrá el don de la libertad/ hasta que este espíritu sea por tu
dardo alejado? <<
[8]¡Cuán censurable me sería!, ¡oh, Dioses!, ¿qué infamia/haber sido de Antonio y su fortuna amiga/ y sobrevivir a su muerte,
contentándome con honrar/ una tumba solitaria e ir sobre ella a llorar?/ Con justicia podrían decir las razas del futuro/ que yo lo
había amado sólo por el Imperio,/ por su grandeza tan sólo, y que en la adversidad/ vilmente lo abandoné por otro,/ a
semejanza de esos pájaros que, con alas pasajeras,/ llegan en primavera de tierras lejanas/ y viven con nosotros mientras los
calores/ y su verde perduran, para irse luego a otra parte. <<
[9]
CÉSAR: Vamos, que hasta ahora no se aspiró a ninguna cosa grande/ sino por la violencia o el fraude;/ y quien vacila por la
necedad de una conciencia moral/ en alcanzarla…/CATILINA: es un gran tonto piadoso./ CÉSAR: Un esclavo supersticioso que
morirá como una bestia./ Buenas noches. Haz tus alas tan grandes como velas/ para surcar los aires; y no dejes huellas tras de
ti./ Una víbora, antes de llegar a ser dragón,/ se come un murciélago; y del mismo modo tienes que tragarte un cónsul/ vigilante.
Lo que hagas, hazlo con rapidez, Sergio. <<
[10]Pero ¿qué es esto, qué cosa/ de mar o tierra?/ Hembra de sexo parece,/ esto que tan acicalado, adornado y llamativo/
viene hacia aquí navegando/ como un majestuoso navío/ de Tarso con destino a las islas/ de Java o Gadir/ con todo su
esplendor desplegado y pulidos aparejos,/ henchidas las velas y ondeando los gallardetes,/ cortejados por todos los vientos/
que los hacen juguetear… <<
[11]
Ya es tiempo de que el mundo/ tenga un señor y sepa/ a quién obedecer./ Nosotros dos hemos mantenido su homenaje/ en
suspenso/ y doblegado el globo/ cada uno de cuyos lados pisamos/ hasta dejarlo abollado. Que él lo recorra/ ahora a solas;
estoy cansado de mi papel./ Mi antorcha se ha apagado; y el mundo/ se extiende ante mí/ como un negro desierto cuando se
acerca la noche. <<
[12]Eres tú, gran Cardenal, alma más que humana,/ raro don que a Francia han dado el cielo y Roma,/ eres tú, digo, oh espíritu
verdaderamente romano,/ a través de quien acaba de llegarme esta dádiva de Roma. <<
[13] Permitidme, oh gran rey, que con este brazo vencedor/ me inmole por mi gloria y no por mi hermana. <<
[14]
[…] el derecho de la espada/ al justificar a César, ha condenado a Pompeyo. <<
[15] La llevo a África; y es allí donde espero/ que los hijos de Pompeyo, Catón y mi padre,/ secundados por el esfuerzo de un
rey más generoso/ y por la justicia tendrán la suerte de su lado./ Es allí donde verás sobre la tierra y las ondas/ a los restos de
Farsalia armar otro mundo;/ y es allí adonde iré, para apresurar tus desgracias,/ a mostrar de fila en fila estas cenizas y mis
lágrimas./ Quiero que de mi odio ellos reciban órdenes,/ que sigan al combate urnas en vez de águilas;/ y que este triste objeto
les haga siempre presentes/ las misiones de vengarle y de castigarte./ Quieres a este héroe rendirle un tributo supremo;/ el honor
que le haces se refleja en ti./ Me quieres por testigo de ello; obedezco al vencedor/ pero no supongas que así conmoverás mi
corazón./ La pérdida que he sufrido es del todo irreparable;/ la fuente de mi odio es igualmente inagotable./ Tanto como mis
días he de hacerla durar;/ quiero vivir con ella y con ella expirar./ Te confesaré, empero, como verdadera romana/ que hacia ti
mi estima es igual a mi odio;/ siendo una y otro justos y mostrando el poder/ la una de tu virtud y el otro de mi deber;/ generosa
la una, el otro interesado,/ y en mi espíritu ambos siendo forzados./ Tú ves que tu virtud, que en vano se quiere traicionar,/ me
fuerza a elogiar lo que debo odiar:/ juzga así del odio a que mi deber me liga,/ la viuda de Pompeyo obliga a Cornelia./ Iré, no lo
dudes, al salir de estos lugares/ a levantar contra ti a los hombres y a los dioses,/ esos dioses que te han adulado, esos dioses
que me han engañado,/ esos dioses que en Farsalia abandonaron a Pompeyo,/ que con el rayo en el puño presenciaron su
muerte/ reconocerán su culpa y querrán vengarlo./ Ante su negativa, mi celo, ayudado por su memoria,/ sabrá sin ellos
arrancarte la victoria;/ y si todo esfuerzo mío quedara contrariado,/ Cleopatra hará lo que yo no haya podido. <<
[16]
El amor entre los reyes no hace el himeneo/ y las razones de Estado, más fuertes que sus nudos,/ hallan fácilmente los
medios para extinguir los fuegos. <<
[17] No son los sentidos a quienes mi amor consulta,/ pues odia de las pasiones el impetuoso tumulto;/ y su fuego que someto a
las necesidades de mi grandeza/ desdeña toda mezcla con su loco ardor. <<
[18]
Yo no llamo Roma a un cerco de murallas/ que sus proscripciones colman de funerales./ Esos muros, cuyo destino fue
antaño tan hermoso,/ sólo son su prisión o, mejor, su tumba;/ mas, para revivir en otra parte con su fuerza inicial,/ de los falsos
romanos ella se ha divorciado cabalmente;/ y, como en torno mío tengo todos sus verdaderos apoyos,/ Roma ya no está en
Roma: está toda donde yo estoy. <<
[19] Pero la civilidad sólo es amor en Camila,/ así como en Otón el amor sólo es civilidad. <<
[20]Adiós; sirvamos los tres de ejemplo al universo/ del amor más tierno y más desdichado/ cuya dolorosa historia pueda
guardar. <<
[21]
Gracias al justo cielo, mi gloria a buen seguro/ ya no ha de temer ninguna indignidad. <<
[22] Quiero, sin que la muerte ose socorrerme,/ siempre amar, siempre sufrir, siempre morir. <<
[23] ¿Adónde he de recurrir,/ ¡oh cielos! si hay siempre que amar,/ sufrir y morir? <<
[24] Mi amor es demasiado fuerte para esta política. <<
[25] No, no lloro en absoluto, señora, pero me muero. <<
[26] Ya de flechas en el aire se elevaba una nube;/ ya corría la sangre, primicia de la matanza. <<
[27]
Los dioses dejan oír el trueno sobre el altar,/ los vientos agitan el aire con gratos estremecimientos/ y el mar les responde
con sus rugidos./ El soldado estupefacto dice que en una nube…/ hasta la pira Diana ha descendido/ y cree que, elevándose, a
través de sus fuegos,/ llevaba al cielo nuestro incienso y nuestros votos. <<
[28] Todo ha cambiado de aspecto/ desde que a estas orillas/ los dioses enviaron/ a la hija de Minos y Parsífae. <<
[29]Los monstruos ahogados/y los bandidos castigados,/ Procusto, Cerción, Escirón y Sinis,/ los huesos dispersados del gigante
de Epidauro,/ y Creta humeante con la sangre del Minotauro. <<
[30]ENONE: ¿Qué hacéis, señora? ¿Qué aflición mortal/ contra toda vuestra sangre os anima hoy?/ FEDRA: Puesto que Venus
lo quiere, de esta sangre deplorable/ perezca yo la última y la más miserable/…/ ENONE: Justos cielos! Toda mi sangre en mis
venas se hiela/…/ FEDRA: Reconozco a Venus y sus fuegos horribles,/ de una sangre que ella persigue tormentos inevitables. <<
[31] De víctimas a toda hora rodeada,/ buscaba en sus flancos mi razón extraviada. <<
[32] Y el avaro Aqueronte no suelta su presa. <<
[33]Mis homicidas manos, prontas para vengarme/ en la sangre inocente arden por hundirse./ ¡Miserable! ¿Cómo vivo? ¿Cómo
sostengo la vista/ de ese sagrado Sol del que soy descendiente?/ Tengo por abuelo al padre y señor de los dioses;/ el cielo,
todo el universo está lleno de mis abuelos;/ ¿dónde ocultarme? Huyamos a la noche infernal./ Pero ¿qué digo? Allí mi padre
sostiene la urna fatal;/ dicen que el destino la ha puesto en sus severas manos:/ Minos juzga en los infiernos a todos los pálidos
humanos. <<
[34] Más te hubiera valido hundirte bajo las olas/ y llenar el estómago de las focas vagabundas/ cuando para tu gran desdicha un
indiscreto amor/ te hizo pasar el mar sin esperanza de retorno. <<
[35]
He tomado, he hecho correr por mis ardientes venas/ un veneno que Medea trajo a Atenas. <<
[36]De rabia y de dolor el monstruo que salta/ viene a los pies de los caballos a caer mugiendo,/ se revuelca y les presenta sus
fauces inflamadas/ que los cubre de fuego, sangre y humo. <<
[37]¡Miserable!, y aún sostengo/ la vista de ese sagrado Sol/ del que soy descendiente./ Al padre y señor de los dioses/ tengo
por abuelo; el Olimpo/ todo el orbe está lleno de mis abuelos. <<
[38]En uno de los patios reservados a los hombres/ entra esta mujer soberbia con la frente alta/ e incluso se preparaba para
pasar los límites/ del recinto sagrado abierto sólo a los levitas. <<
[39] Tus ojos buscan en vano,/ no puedes escapar,/ y Dios por todas partes/ ha sabido rodearte. <<
[40] ¡Dioses! ¿qué es lo que oigo?/ Señora, ¿olvidáis/ que Teseo es mi padre/ y que es vuestro esposo?/ FEDRA: ¿Y por qué
juzgáis/ que no lo recuerdo,/ Príncipe? ¿Habría yo perdido/ toda preocupación por mi gloria?/ HIPÓLITO: Señora, perdonad./
Confieso, enrojeciendo,/ que os acusaba sin derecho/ por un discurso inocente./ Mi vergüenza no puede/ sostener más vuestra
vista/ y voy…/FEDRA: ¡Cruel! Me has entendido/ demasiado bien./ Bastante te he dicho/ para sacarte del error. <<
[41] ¿Nada puede suspender el tedio que os devora? <<
[42]
Muchos son los que vienen de leer los diarios./ Se apresuran distraídos hacia nosotros, como si fueran a un baile de
máscaras,/ y la pura curiosidad les pone alas a sus pies. <<
[43]
La gran era del mundo empieza nuevamente,/ vuelven los años dorados,/ la tierra como una víbora renueva/ su gastado
ropaje invernal:/ El cielo sonríe y las creencias y los imperios destellan/ como ruinas de un sueño que se esfuma./ Una Hélade
más brillante alza sus montañas/ de olas mucho más serenas;/ un nuevo Peneo hace fluir sus fuentes/ bajo la estrella matutina./
Donde un Tempe más bello florece, allí duermen/ jóvenes Cicladas bajo un sol que llega más adentro. <<
[44] En ese mismo momento pude rezar/ y de mi cuello, ahora libre,/ el albatros cayó y se hundió/ como plomo en el mar. <<
[45]Que tu ocupación y tu ambición sean en adelante/ nutrir el remordimiento, dar la bienvenida a cada pinchazo/ de angustia
arrepentida, más aun: con lágrimas. <<
[46]Pasé al banco de familia en el templo/ y cubriéndome avergonzado los ojos,/ muy consciente de mi indignidad,/ me arrodillé
en el pequeño escabel/ donde tantas veces me arrodillara,/ niño dócil aliado de Sir Walter;/ y al pensar en ello volvió a
inundarme el llanto/ más acre que la primera vez;/ pero tras ello me sentí muy aliviado./ Al parecer, la culpa de la sangre/ me iba
dejando/ ya en el mismo acto tan doloroso de llorar,/ y todos mis pecados quedaban perdonados. <<
[47]
El remordimiento está en el corazón, en el cual crece:/ Si es manso, vierte un rocío balsámico/ de genuino arrepentimiento,
mas si orgulloso y sombrío,/ es un árbol ponzoñoso que, atravesado hasta su centro,/ sólo vierte lágrimas de veneno. <<
[48]
ALVAR: Con todo, con todo aún puedes salvarte./ O RDONIO: ¿Salvarme? ¿Salvarme?/ ALVAR: ¡Sólo un pinchazo!/ ¡Ay, si
pudiera suscitar un pinchazo de genuino remordimiento!/ O RDONIO:… ¡remordimiento!, ¡remordimiento!/ ¿De dónde has
sacado esa palabreja de tontos?/ ¡Maldito sea el remordimiento!/ ¿Acaso puede devolver los muertos o rehacer/ un cuerpo
mutilado?, ¡mutilado, reducido a átomos!/ Ni todas las bendiciones de una hueste de ángeles/ pueden alejar la maldición de una
viuda desolada./ Y por más que derrames la sangre de tu corazón/ como expiación,/ nada pesará frente a las lágrimas de un
huérfano. <<
[49]
Las innatas torturas de esa honda desesperación/ que es el remordimiento sin temor al infierno. <<
[50] Pueda hacer esa justicia/ al condenado por sí mismo/ que éste se hace en su alma. <<
[51] No me has engañado/ ni he de ser tu presa:/ Fui, en cambio, mi propio destructor, y seré/ mío en adelante. <<
[52] Arriba, arriba: la tierra queda atrás:/ ¡Corto es el dolor/ y eterna la alegría! <<
[53]
Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la naturaleza; y ese hombre seré yo. Yo solo. Siento mi
corazón y conozco a los hombres. No estoy hecho como ninguno de los que he visto; oso creer que no estoy hecho como
ninguno de los que existen. <<
[54]
Qué descubrimiento sublime fue/ hacer el Universo egotismo universal;/ he ahí lo ideal: todo es nosotros. <<
[55]
Mas yo, Narciso amado,/ sólo me intereso/ por mi propia esencia;/ cualquier otro sólo tiene para mí/ un corazón
misterioso,/ cualquier otro sólo es ausencia. <<
[56] Mi tormento y mis quejas/he vertido en este libro/y cuando lo hayas recorrido/se te habrá revelado mi corazón. <<
[57] En su creación, el poeta se estremece;/ él es ella, ella es él; cuando en la sombra trabaja,/ llora y, arrancándose las entrañas,
las pone/ en su drama y, escultor, solo sobre su negra cima/ modela su propia carne en la arcilla sagrada;/ donde renace sin
cesar, y este soñador que crea/ a Otelo con una lágrima, a Alcestes con un sollozo,/ confundido con ellos en sus obras florece./
En su génesis inmensa y verdadera, una y diversa,/ él, el sufriente del mal eterno, se vierte/ sin agotar su seno del que brota
claridad. <<
[58]
Pero la magia de Shakespeare/no podría ser copiada;/dentro de ese Círculo/sólo él se ha atrevido a entrar. <<
[59]
Cayendo sobre mí de improviso, Shakespeare me fulminó. Su rayo, abriéndome el cielo del arte con un estrépito sublime,
me iluminó sus más remotas profundidades. Reconocí la verdadera grandeza, la verdadera belleza, la verdadera verdad
dramática… Vi… comprendí… sentí que vivía y que tenía que levantarme y ponerme en movimiento. <<
[60]
PETER: Delicado son./ ¿Dónde lo aprendiste, buen hombre?/ DANIEL: Allí mismo donde aprendes/ tus juramentos y tu
política:/ en la mesa del amo./¿Dónde, si no allí,/ cogería sus menguados dones/ un humilde servidor?/ MARTIN: Bien dicho,
Daniel./ ¡Oh, Daniel impar!:/ ¡sus juramentos y su política!/ ¡Estupendo! <<
[61] ¡Tan joven para ir/ bajo el suelo oscuro, frío, entre la podre/ y los gusanos!/ Estar fijada con clavos en un lugar estrecho;/
no ver ya más la dulce luz del sol;/ ni oír ya más/ la alegre voz de la vida;/ no entretenerme jamás/ con pensamientos familiares,
tristes;/ ¡mas así perdidos!/ ¡Cuán espantoso! ¡Ser nada! O ser…/ ¿Qué? Oh, ¿dónde estoy? ¡No me dejéis enloquecer!/
Dulce Cielo, ¡perdonadme mis debilidades!/ Si no hubiera Dios ni Cielo/ ni tierra en el mundo vacío;/ el vasto mundo gris, sin
luz,/ ronco, despoblado. <<
[62] No me atrapéis con preguntas./ ¿Quién actúa aquí/como mi acusador? ¡Qué! ¿Lo haréis vos,/siendo mi juez?/ Acusador,
testigo, juez:/vamos, ¿todo en uno? <<
[63]
¿Quién lo dice, sino vos?/ Si vais a actuar como mi acusador,/ tened a bien dejar de ser mi juez;/ descended del estrado,/
dad vuestro testimonio contra mí/ y dejad que éstos sean los árbitros. <<
[64]
En vez de un ternero engordado/diez hecatombes mugirán/ por vez última,/golpeadas entre los cuernos por/ la anonadadora
maza de Marte,/ y toda la soldadesca banqueteará/ tan espléndidamente como los albañiles de Nimrod/ cuando las torres/de
Nínive/ por primera vez besaron las nubes divididas. <<
[65]
Shakespeare es el drama; y el drama que funde en un mismo hálito lo grotesco y lo sublime, lo terrible y lo jocoso, la
tragedia y la comedia. <<
[66]
Mañana, veinticinco de junio de mil seiscientos cincuenta y siete. <<
[67]Puesto que hay que ser grande para morir, me pongo de pie./ Dios, quien da el cetro y quien te lo dio,/ me ha hecho duque
de Segorbe y duque de Cardona,/ marqués de Monroy, conde Albatera, vizconde/ de Gor, señor de lugares cuyo número
ignoro./ Soy Juan de Aragón, gran maestre de Avis, nacido/ en el exilio, hijo proscrito de un padre asesinado/ por sentencia del
tuyo, ¡rey Carlos de Castilla! <<
[68]
RUY BLAS: ¿Quién es este hombre?/ ¡Pero habla de una vez! ¡Estoy esperando!/ EL ENMASCARADO: ¡Soy yo!/ RUY
BLAS: ¡Gran Dios! ¡Huid, señora!/ SALUSTIO: Ya no hay tiempo./ La señora de Neuburgo ya no es reina/ de España. <<
[69]
¡Qué tema a los dioses/ el género humano!/ Tienen la omnipotencia/ entre manos eternas/ y pueden ejercerla/ según lo
prefieran.//¡ Qué tema el doble/ a quien han favorecido! <<
[70]
EL MARQUÉS: ¡Mirad en torno vuestro/su naturaleza soberana! De libertad/está hecha y cuán rica ha llegado a ser/por la
libertad. El gran Creador da al gusano/una gota de rocío; hasta en los sitios mortuorios/de la putrefacción, permite que el azar/se
divierta. ¡Cuán estrecha y mezquina/es vuestra creación! El crujido de una hoja/asusta al Señor de la Cristiandad./–Usted
tiembla / ante cada virtud. Él, en cambio,/para que no mengüe la figura encantadora de la Libertad/prefiere permitir que la
espantosa hueste del Mal vaya desordenadamente por Sus dominios. Él, el artista,/para que nadie lo perciba, con
modestia,/prefiere ocultarse en leyes eternas,/que ve el pensamiento libre pero sin verlo a Él./«¿Para qué/un Dios?» -se
pregunta-, «el Mundo se basta así»./Y no hay plegaria de labios de cristiano/que le honre más que esta blasfemia./FELIPE: ¿Y
se aventuraría usted a imitar/tan alto designio entre los mortales/y en mis dominios?/EL MARQUÉS: Vos podéis hacerlo,
Majestad./Si no, ¿quién? Dedicad/ahora vuestro reinado a la felicidad del pueblo/el cual, ay, por cuánto tiempo, tiempo ha
dedicado/al crecimiento exclusivo del trono. ¡Devolvedle/su perdida nobleza! El súbdito/volverá a ser lo que otrora fue:
preocupación/y meta de la corona. Que nada lo someta,/excepto su respeto por el igual derecho de otro./Y cuando la
humanidad, repuesta en su sitio,/sea llevada a conocer su innata dignidad,/cuando florezcan las altas y orgullosas virtudes/de la
libertad, entonces, señor, siendo ya vuestro dominio/el más dichoso en la tierra, entonces será vuestro deber/someter el mundo.
<<
[71]
María Estuardo:/¡Cada desdicha mía lleva ese nombre maldito!/Si ella fuera quitada del mundo de los vivos,/yo sería tan
libre como el aire de la montaña./Con tanta dureza y desdén me miró,/como si su mirada pudiera hacerme rodar por tierra./
¡Impotente criatura! Dispongo de armas más afiladas,/de efecto mortal, ¡y tú ya no serás más! <<
[72] HELENA: El amor hace humanamente feliz/al reunir una noble pareja;/pero procura el goce divino/al formar una deliciosa
trinidad./FAUSTO: Ya no hay nada más que desear:/yo soy tuyo y tú eres mía;/y así quedamos ligados:/¡No podía ser de otro
modo! <<
[73] La amé desde mi infancia; ella era para mí/una bella ciudad del corazón/que se levantaba como columnas de agua desde el
mar,/morada de la alegría y mercado de la abundancia;^ Otway, Radcliffe, Schiller y Shakespeare/en mí habían grabado su
imagen, e incluso así,/por más que de tal modo la encontré, no nos separamos;/acaso aún más querida en sus días de
infortunio/que cuando era un alarde, una maravilla y un espectáculo. <<
[74]
DOGO: Somos observados, desde hace rato./BERTUCCIO: ¡Que somos observados!/Desenvaino… y este acero…/DOGO:
Envaina;/no se trata de testigos humanos; mira allí:/¿qué es lo que ves?/BERTUCCIO: Sólo la estatua de un guerrero muy
alto/montado en fogoso corcel, a la tenue luz/de la apagada luna./DOGO: Ese Guerrero fue el progenitor/de los padres de mi
progenitor; y esa estatua/es el homenaje que le rindió la ciudad dos veces salvada:/¿te parece que nos mira con desdén o
no?/BERTUCCIO: Señor mío, ésas son meras fantasías; pues el mármol/no tiene ojos./DOGO: Pero la Muerte sí los tiene. <<
[75]
Todo lo que pido es sepultura en Venecia,/una mazmorra, lo que quieran, con tal de que sea aquí. <<
[76]
¡Ah! Aún tú nunca/has estado lejos de Venecia, nunca has visto/sus bellas torres alejarse a distancia/mientras cada surco en
la huella del navío/parece cavar más hondo en tu corazón; nunca viste/caer el día sobre tus agujas nativas/tan suavemente con su
gloria de oro y carmesí,/y tras soñar una visión confusa/de ellas y los suyos, despertar y no encontrarlas. <<
[77]¿Por qué amo a este hombre? Las hijas de mi tierra/sólo aman a los héroes. Pero ¡si yo no tengo país!/La esclava todo lo
ha perdido, excepto sus cadenas. Y lo amo;/y ése es el eslabón más pesado de la larga cadena:/amar a quien no respetamos.
Que así sea:/se acerca la hora en que él necesitará todo amor/y no hallará ninguno. <<
[78] La trémula plata de las ondas del Éufrates/cuando la leve brisa de la medianoche riza la vasta/superficie que fluye. <<
[79] Por más que descendieran/y me prepararan el camino con todo su esplendor,/no lo seguiría. <<
[80]
CAÍN: Es como otro mundo; un sol líquido…/¿Y esas desmedidas criaturas que juegan sobre/su resplandeciente
superficie?/Lucifer: Son sus habitantes,/los leviatanes del pasado. <<
[81]
Algunas nubes pasan rápidamente como buitres tras sus presas,/en tanto que otras, fijas como rocas, aguardan la
palabra/que les hará derramar sus coléricas redomas./Ya el azur no vestirá nunca el firmamento/ni habrá gloriosas estrellas
relucientes: la Muerte se ha erguido:/en el puesto del sol un resplandor pálido y horrible/se ha arrollado sobre el aire en agonía.
<<
[82]
BERTHA: ¡Fuera de aquí, jorobado!/ARNOLDO: ¡Así he nacido, madre!/BERTHA: ¡Fuera!/¡Eres un íncubo, una pesadilla!
Entre siete hijos,/el único aborto./ARNOLDO: Ah, ¡si lo hubiera sido/y no viera jamás la luz del día!/BERTHA: ¡También yo lo
quisiera! <<
[83] CINIRO: Ahora para siempre/has perdido el amor del padre./MIRRA: ¡Qué amenaza tan dura, feroz y horrible!/Pero, en mi
último suspiro, que ya se acerca,/… ¿a tantos otros dolores que sufro se agregará/el odio cruel del progenitor?… /¿He de morir
lejos de ti?/¡Oh, madre mía, feliz!… por lo menos le será/concedido… morir a tu lado… <<
[84] ARNOLDO: ¡Cuán pálida! ¡Cuán hermosa! ¡Cuán inerte!/Viva o muerta, sólo a ti puedo amar,/a ti la esencia de toda la
belleza./CÉSAR: También así amó Aquiles/a Pentesilea: se diría que además de su figura / tienes su corazón, que sin embargo no
era blando. <<
[85]
Si no puede librarnos pronto de la peste/que el Infierno ha desatado horriblemente,/este pedazo de tierra hará levantarse del
mar/un montículo mortuorio para el cadáver de todo su pueblo./Con horrendo paso y enorme voracidad/la peste avanza a
trancos por nuestras filas vacilantes/y les exhala de sus labios hinchados/los vapores ponzoñosos que bullen en su seno. <<
[86]
PRIMER GENERAL: ¡Verdaderamente! Un triunfo tan grande…/SEGUNDO GENERAL: Tanta gloria…/PRIMER
COMANDANTE: Nos ves anonadados…/ANFITRIÓN: ¡Alcmena!/ALCMENA: ¡Ay! <<
[87]
¿Fue una visión o soñaba despierto?/Huyó esa música: ¿estoy despierto o duermo? <<
[88] ¡Venid a mi, oh dioses, pues soy doble!/¡Soy un espíritu y vago por la noche! <<
[89] ¡Ay de mí! Mi espíritu, cegado por encantamiento,/se tambalea al tétrico borde de la demencia. <<
[90]
¡Ahora, oh Eternidad, eres toda mía!/Tu ígneo resplandor, como si fueran mil soles,/atraviesa con sus rayos la venda de mis
ojos./Y ahora de ambos hombros me brotan alas,/mi espíritu se mece a través del espacio etéreo;/y como un barco, suavemente
movido por el viento,/que ve la alegre bahía borrarse de la vista,/siento que mi vida se hunde en el crepúsculo. <<
[91]
MEDEA: ¿Me atrajiste al amor y ahora me rehúyes?/JASÓN: ¡Debo hacerlo!/MEDEA: Me robaste a un padre, ¿y me robas
el esposo?/JASON: ¡Por obligación!/MEDEA: Provocaste la caída de mi hermano, me lo quitaste,/¿y ahora me rehúyes?/JASÓN:
Como él cayó, con igual inocencia./MEDEA: Mi patria he dejado para seguirte./JASÓN: Tu propia voluntad seguías y no a
mí./De haberte arrepentido, allí te habría dejado./MEDEA: El mundo me cubre de maldiciones por tu causa/y por ti he llegado a
odiarme,/¿y ahora me abandonas?/JASÓN: No te abandono: Una Voz más alta ordena que nos separemos./Has perdido tu
dicha, pero ¿dónde está la mía?/¡Acepta mi desdicha a cambio de la tuya!/MEDEA: Jasón!/JASÓN: ¿Qué pasa? ¿Deseas algo
más?/MEDEA: ¡Nada!/¡Ha terminado! <<
[92]
¿Adónde quieres que vaya? ¿Adónde me devuelves? ¿Me iré a Fasis, a Cólquide, al reino paterno, los campos bañados
por la sangre de mi hermano? Me echas. ¿A qué tierras me ordenas marcharme sin ti? ¿A qué mares libres? ¿Los estrechos del
Ponto por donde he ido a tu zaga, trampeando, mintiendo, robando por ti; Lemnos, donde sin duda no me han olvidado;
Tesalia, donde me esperan para vengar al padre que por ti maté? Todos los caminos que te abrí me los he cerrado. Yo soy
Medea, cargada de horror y de crímenes. <<
[93]
¡Pero también lo atroz/aprended a esperar en la vida terrena!/Con impetuosa mano/el crimen desata el vínculo más
sagrado,/en su barca estigia/lleva la muerte también/a aquellos que mueren en la flor de la vida./Cuando amenazantes nubes
ennegrecen el cielo/y el trueno retumba más bronco,/entonces todo corazón debe sentir/el poder del terrible destino. <<
[94]
¡Ah! ¡Júpiter, liberador! Más y más se acerca/mi hora y del abismo/ya está llegando el verdadero mensajero/de la noche, el
viento vespertino, portador de amor./¡Ya surge! ¡Está maduro! Oh corazón,/late ahora y anima tu oleaje interior; el Espíritu/está
sobre ti como una constelación de brillantes estrellas/mientras a través de los cielos, para siempre sin hogar,/pasan las nubes en
constante vuelo./…/Contento estoy; algún lugar en que ofrecer/el sacrificio es todo lo que ya pido. Siento/mi corazón tranquilo.
¡Oh arco de Iris, igual que vos,/cuando la onda salta en nubes de espuma plateada,/por encima de las aguas que se precipitan,
así es mi alegría! <<
[95]
No: ¡aquí tenéis más!/Todo aquello por lo que, divino y humano, se puede jurar/sella lo que así concluyo. Este doble culto,/-
donde una parte desdeña con causa y la otra/insulta sin razón alguna; donde la nobleza, el rango y la sabiduría/sólo pueden
guiarse por el sí y el no/de la ignorancia general- debe hacer caso omiso/de las auténticas necesidades, cediendo en tanto/a
inestable menosprecio. Detenido el plan, se desprende/que nada se hace con plan. Por lo tanto, os encarezco/a vosotros que
seáis menos medrosos que discretos,/que améis la parte fundamental del estado/más de lo que teméis el cambio en ella; que
prefiráis/una noble vida a una larga y optéis/por hacerle tragar un remedio dudoso/a quien sin duda morirá sin él. Arrancad sin
dilación/la lengua multitudinaria; no permitáis que lama/el azúcar que es su veneno. <<
[96]
Buen día, maestros, apagad vuestras antorchas./Ya los lobos han merodeado y, mirad, la gentil mañana/ante las ruedas de
Febo, vagamente/salpica el soñoliento oriente con puntos de gris. <<
[97]¿Preferiríais que César estuviera vivo y morir todos esclavos, o que César esté muerto para que todos seamos libres?
Como César me amaba, lloro por él; como era afortunado, me congratulo por ello; como era valiente, lo honro; pero… como
era ambicioso, lo maté. He aquí lágrimas por su amor; júbilo por su fortuna; honor por su valor; y muerte por su ambición. <<
[98]
Ahora, ¡Esperance! ¡Percy! Partamos./Que suenen todos los altivos instrumentos de la guerra/y al son de esa música
abracémonos,/pues, del cielo a la tierra, algunos de nosotros jamás/volveremos a hacer tal cortesía. <<
[99]
¿Puede el honor componer una pierna? No. ¿O un brazo? No. ¿O eliminar el dolor de una herida? No. Entonces, ¿el honor
no es diestro en cirugía? No lo es. ¿Y qué es el honor? Una palabra. ¿Qué es esa palabra honor? Aire. ¡Bonito cómputo! <<
[100]
Muchos son los nobles que yacen muertos/bajo los cascos de orgullosos enemigos/y sus muertes aún no han sido
vengadas. Te ruego/que me prestes tu espada. <<
[101]
Cuando oigas que soy como he sido,/vuelve a mí y serás como fuiste,/el maestro y el parásito de mis desórdenes./Hasta
entonces te destierro, so pena de muerte,/como lo he hecho con el resto de mis pervertidores,/y no te acerques a diez millas de
mi persona. <<
[102]
TROILO: Abrid la marcha, Príncipe. Mi cortés señor, adiós./¡Hasta la vista, mujer infiel! Y tú, Diomedes,/mantente firme y
lleva un castillo sobre la cabeza./ULISES: Os acompañaré hasta las puertas./TROILO: Aceptad mi confuso
agradecimiento./TERSITES: ¡Lo que me gustaría encontrarme con ese bribón de Diomedes! Le graznaría como un cuervo; le
profetizaría, le profetizaría. Patroclo me dará cualquier cosa por la información sobre esta ramera. No haría más un loro por una
almendra que él por una puta servicial. ¡Lascivia y más lascivia! ¡Siempre guerras y lascivia! Es lo único que está de moda.
¡Que un diablo ardiente se los lleve! <<
[103]
Tú no le debes al gusano ninguna seda, al animal ningún cuero, a la oveja nada de lana, al gato ningún perfume. ¡Ja! ¡Aquí
las libreas son un refinamiento! Tú eres la cosa misma; el hombre desvalido sólo es este pobre animal desnudo, de dos patas,
que tú eres. ¡Fuera, os digo que fuera, ropas! Vamos, despréndete aquí. <<
[104]
Observa allí esa sonriente dama, cuyo rostro entre sus pezuñas presagia nieve; eso afecta virtud y agita la cabeza por oir el
nombre del placer. Ni la mofeta ni el potro cebado se entrega a eso con apetito más desordenado. De la cintura para abajo son
centauros, pero para arriba son por entero mujeres; mas el cinturón es lo que heredan los dioses, para abajo todo es del
demonio. Allí está el infierno, allí la tiniebla, allí el pozo sulfuroso; que arde, que escalda, que apesta y consume. <<
[105]
DON JUAN: Lo único que tienes que ver es si quieres o no ganarte un luis de oro; he aquí uno: te lo doy si juras. Vamos,
hay que lanzar un juramento./EL POBRE: Señor…/DON JUAN: Por menos, no lo tendrás./SGANARELLE: Vamos, vamos, jura un
poco; no tiene nada de malo./DON JUAN: Tómalo, aquí está, tómalo, te digo; pero no dejes de lanzar un juramento./EL POBRE:
No, señor: prefiero morirme de hambre./DON JUAN: Bueno, bueno, te lo doy por amor a la humanidad. <<
[106]
SGANARELLE: ¡Ay! ¡Mi paga! ¡Mi paga! Ahora, con su muerte, todos quedan satisfechos. El cielo ofendido, las leyes
violadas, las muchachas seducidas, las familias deshonradas, los padres ultrajados, las mujeres desacreditadas, los maridos
desesperados: todo el mundo está contento; yo soy el único desgraciado. ¡Mi paga, mi paga, mi paga! <<
[107] FAUSTO: ¡En la desgracia! ¡Desesperando! ¡Largo tiempo miserablemente perdida en la tierra y cautiva ahora! ¡Arrojada,
como si fuera una criminal, a un calabozo, la dulce e infortunada criatura, para ser víctima de espantosos tormentos! ¡Llevada
hasta ahí! ¡Hasta ahí! Espíritu vil y traicionero: ¡y esto me has ocultado! ¡Quédate donde estás! ¡No te muevas! ¡Agita rabioso
tus diabólicos ojos! ¡Quédate y desafíame con tu presencia intolerable! -¡Prisionera! ¡En infortunio irreparable! ¡Abandonada a
malos espíritus y jueces implacables, sin sentimientos!- ¡Y mientras tanto tú me arrullas con insípidas diversiones, me ocultas su
creciente desgracia y la dejarlas ir desvalida a la perdición!/MEFISTÓFELES: ¡No es la primera!/FAUSTO: ¡Perro! ¡Animal
asqueroso! -¡Transfórmalo, oh espíritu ilimitado! ¡Devuelve el reptil a su forma perruna en la que, por la noche, a menudo se
deleitaba retozando ante mí, rodando a los pies del viajero apacible y, tras hacerle caer, mordiéndole las espaldas! ¡Devuélvelo
a su forma favorita para que se arrastre sobre el vientre en la arena, ante mis ojos, de modo que pueda pisotear a este
maldito!-. «¡No es la primera!»; ¡Qué horror! ¡Qué horror! <<
[108]MEFISTÓFELES: Yo te guío, ¡y escucha qué es lo que puedo hacer! ¿Tengo poder total en el Cielo y en la Tierra? Cubriré
de niebla los sentidos del carcelero; apodérate de las llaves y sácala con mano de hombre. ¡Yo estaré vigilante! Los caballos
mágicos estarán listos y yo os llevaré. Eso es lo que puedo./FAUSTO: ¡Arriba y adelante! <<
[109]
GLOUCESTER: Estos últimos eclipses del sol y la luna no nos anuncian nada bueno. Aunque la sabiduría de la naturaleza
puede razonarlo de tal modo, lo mismo la naturaleza se encuentra azotada por los efectos consiguientes. El amor se enfría, la
amistad se rompe, los hermanos se dividen. En las ciudades, motines; en los países, discordia; en los palacios, traición; y el
vínculo cortado entre hijo y padre. Este villano mío cabe en la predicción; ahí se tiene al hijo contra el padre; el Rey cae por
propensión natural; he ahí al padre contra el hijo. Hemos visto lo mejor de nuestra época (I, II). WOYZECK: Pero, con la
naturaleza, ve usted, es otra cosa; con la naturaleza es como esto, cómo podría decirlo, como…/…/¿Ha visto, señor doctor,
algo de la doble Naturaleza? ¡Cuándo el sol está en el mediodía y se siente como si el mundo pudiera elevarse en llamas,
entonces una voz terrible!/…/En los hongos, señor doctor, he ahí, he ahí donde se esconde. ¿Ya ha observado usted las formas
con que los hongos crecen por el campo? ¡Quién pudiera leer eso! («Con el Doctor»). LEAR: De la cintura para abajo son
centauros, pero para arriba son por entero mujeres; mas el cinturón es lo que heredan los dioses, para abajo todo es del
demonio. Allí está el infierno, allí la tiniebla, allí el pozo sulfuroso; que arde, que escalda, que apesta y consume. ¡Aj! ¡Aj! ¡Aj!
¡Qué asco! ¡Qué asco! (IV, V). WOYZECK: ¡Por siempre, por siempre y por siempre jamás! ¡Gira, viento, alrededor! ¿Por qué
Dios no apaga el sol para que todos puedan encimarse lascivamente, el hombre sobre la mujer, el humano sobre la bestia? Lo
hacen a plena luz del día, lo hacen sobre vuestras manos como jejenes. ¡La mujer! ¡La mujer es caliente, caliente! ¡Por siempre
jamás! («Taberna»). LEAR: Y cuando haya llegado sigilosamente hasta esos yermos, entonces ¡matar, matar, matar, matar,
matar, matar! (IV, V). WOYZECK: ¿También lo oigo aquí? ¿También lo dice el viento? Lo oiré por siempre jamás: ¡mátala,
mátala a puñaladas! («Campo abierto»). <<
[110]
WOYZECK: Christiancito, te corresponde un caballito, ¡hala!, ¡hala!; ¡vamos, a comprarle al pequeño el caballito! ¡Upa!
¡Upa! Caballito./Karl: ¡Upa, upa! ¡Caballito, caballito! <<
[111]
Ya es demasiado tarde: soy como mi oficio. El vicio ha sido para mi una vestidura y ahora se me ha pegado a la piel. Soy
realmente un rufián y cuando bromeo sobre mis pares, me siento tan serio como la Muerte en medio de mi alegría. Bruto se hizo
el loco para dar muerte a Tarquino y lo que me asombra en él es que no perdiera entonces la razón. Aprovecha mi ejemplo,
Felipe, y he aquí lo que tengo que decirte: no trabajes por tu patria. <<
[112]
EL ÁNGEL: La Luz de las Luces/considera siempre el motivo, y no el acto,/la Sombra de las Sombras, sólo el acto./O ONA:
Decidles a aquéllos que caminan sobre el piso de la paz/que quisiera morir e irme con la que amo;/los años como grandes
bueyes negros arrastran el mundo/y el pastor Dios los acicatea;/y yo estoy quebrado por sus patas que pasan. <<
[113]
Estudia ese árbol./Se yergue allí como un alma purificada,/pura luz resplandeciente, suave y fría./Madre querida: la ventana
está oscura una vez más,/pero tú estás a la luz porque/puse fin a toda esa consecuencia./Maté a ese chico porque si hubiera
crecido,/habría atraído la atención de una mujer/teniendo hijos y transmitiendo la corrupción./Soy un viejo sucio y condenado;/y
por lo tanto inocuo. <<
[114]
DOÑA PROEZA: ¡Qué he querido fuera de darte la alegría! ¡No guardar nada! ¡Ser por entero esta suavidad! ¡Dejar de
ser yo misma para que tú lo tengas todo!/Allá donde hay el máximo de alegría, ¿cómo creer que esté yo ausente? ¡Allá donde
hay el máximo de alegría, allá también hay el máximo de Proeza!/¡Quiero estar contigo en el principio! ¡Quiero abrazar tu
causa! ¡Quiero aprender con Dios a no reservar nada, a ser esta cosa por completo buena y entregada que nada se reserva y a
quien se le toma todo!/¡Toma, Rodrigo, toma mi corazón, toma mi amor, toma este Dios que me colma!/La fuerza con que te
amo no es diferente de ésa con la que existes./¡Estoy unida para siempre a esta cosa que te da la vida eterna!/La sangre no está
más unida a la carne que lo que Dios me hace sentir cada latido del corazón en tu pecho, que a cada segundo de la
bienaventurada eternidad se une y vuelve a separarse./El virrey: ¡Palabras más allá de la Muerte y que comprendo apenas! ¡Te
veo y eso me basta! ¡Oh Proeza, no te alejes de mí, sigue con vida!/DOÑA PROEZA: Tengo que partir./EL VIRREY: Si te
marchas, ya no me queda estrella que me guíe, ¡y estoy solo!/DOÑA PROEZA: Solo, no./EL VIRREY: A fuerza de no verla en el
cielo, la olvidaré. /¿Quién te da esa seguridad de que no pueda dejar de amarte?/DOÑA PROEZA: Mientras que exista, sé que
existes conmigo./EL VIRREY: Hazme sólo esta promesa y yo cumpliré la mía./DOÑA PROEZA: No soy capaz de hacer
promesas./EL VIRREY: ¡Soy el amo, todavía! Si quiero, puedo impedir que te marches./DOÑA PROEZA: ¿Crees realmente que
puedes impedir que me vaya?/EL VIRREY: Sí, puedo impedirte partir./DOÑA PROEZA: ¿Lo crees? Entonces, di solamente una
palabra y me quedo. Lo juro, di solamente una palabra, me quedo. No hace falta violencia. Una palabra, y me quedo contigo.
Una sola palabra, ¿es difícil de decir? Una sola palabra y me quedo contigo./(Silencio. El virrey baja la cabeza y llora. Las
sombras cubren a doña Proeza de pies a cabeza). <<
[115]
¡De Ulm a Metz,/ de Metz a Mähren!/¡Madre Coraje está ahí!/La guerra alimentará a su hombre./Le basta con la pólvora
y el plomo./Pero ¡no puede vivir de plomo solamente/ni tampoco de pólvora: también necesita gente!/Al regimiento deberías
dirigirte,/ ¡si no, la guerra se muere! Así que, ¡enlístate hoy! <<