Cómo Triunfan Los Niños. Determinación, Curiosidad y El Poder Del Carácter

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Paul Tough

CÓMO TRIUNFAN
LOS NIÑOS
Determinación, curiosidad
y el poder del carácter

PALABRA

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Título original: How Children Succeed. Grit, Curiosity and the Hidden Power of Character, de Paul Tough.
Colección: Educación y familia
Director de la colección: Ricardo Regidor

© 2012 by Paul Tough

© Ediciones Palabra, S.A. 2014


Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)
Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39
www.palabra.es
[email protected]

© Traducción: José María Carabante, Jorge Moya y Juan Velayos

Diseño de cubierta: Raúl Ostos


Diseño de ePub: Erick Castillo Avila
ISBN: 978-84-9061-094-7

Todos los derechos reservados.


No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la
transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por
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PRÓLOGO

Publicar a estas alturas un nuevo libro sobre educación puede resultar pretencioso
sobre todo para los que, de una manera u otra, están implicados en tareas educativas. Sin
embargo, a nadie se le escapa que la educación está siempre de actualidad y para
confirmarlo basta comprobar el interés político, económico e incluso editorial que
concita. La cuestión más acuciante, en los últimos tiempos, es resolver el fracaso
educativo en el que están inmersos los modelos de enseñanza de los países occidentales,
que empiezan a ser superados en los primeros puestos de los rankings internacionales
por otras naciones que, hasta hace poco, no se caracterizaban precisamente por sus
buenos resultados académicos. Y todo ello sucede a pesar de los notables y constantes
esfuerzos realizados en inversión y a pesar de la eterna discusión política sobre planes y
proyectos.
El libro que presentamos, además de ofrecer una razón para la esperanza aportando
testimonios concretos de éxito académico, tiene la ventaja de colocar al lector en el
núcleo del problema. La solución al fracaso escolar no puede estar basada en soluciones
simplistas ni reduccionistas, ni subrayar solo determinados aspectos que, en lugar de
mejorar los resultados, han terminado tecnificando el proceso educativo y, por tanto,
acentuando su mediocridad. Es comprensible, así, que Paul Tough, autor de How
children succeed, prescinda hasta cierto punto de las teorías y que se haya propuesto
verificar la utilidad de experiencias concretas. Pero su planteamiento trasciende las
causas del fracaso escolar para centrarse en las ventajas de la formación del carácter. De
ahí que resulte tan novedosa su aproximación al mundo educativo y tan extraña para
quienes, como casi todos nosotros, hemos caído en la trampa de la metodología
cognitivista.
Lo paradójico de la educación, podríamos concluir con Tough, es que las
competencias y capacidades cognitivas –el aprendizaje de los contenidos– depende sobre
todo de la adquisición de determinadas habilidades no cognitivas; en definitiva, de la
conquista de hábitos tan humanos como el autocontrol, la confianza en uno mismo, el
optimismo, la curiosidad o el tesón. Por lo tanto el rendimiento intelectual está basado en
una previa configuración ética de la persona. Además, gracias a la investigación
realizada con motivo de la redacción de este libro, Tough muestra que lo más
radicalmente moderno, lo más acorde con los últimos descubrimientos científicos y lo
más eficaz es justamente incidir en la formación integral, buscar el desarrollo de hábitos
buenos y entrenar a los alumnos en la exigente práctica de la virtud, más que

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obsesionarse –y obsesionarlos– con el logro de objetivos intelectuales.
Estas consideraciones permiten, sin duda, ir más allá de las consecuencias
económicas y sociales que han cosechado –y siguen haciéndolo– los diversos programas
y proyectos de formación de carácter que se han implantado en Estados Unidos y que
aquí Tough explica con detalle. Pero no hay que pasar por alto que a lo largo de todas las
páginas de este atractivo ensayo se reflexiona sobre la necesidad de centrar la lucha
contra la pobreza en programas que tengan como meta la práctica de los hábitos
mencionados, pues han mostrado tener un peso relevante en la reducción de la brecha
que separa a los ricos de los más desfavorecidos. De esta lectura que ofrece el libro
puede extraerse una conclusión válida: una enseñanza de calidad es posible y ha de
asegurar que todo alumno pueda contar con el suficiente bagaje personal para enfrentarse
en su caso a la marginalidad, la pobreza o la desintegración familiar.
No estamos, y conviene que el lector lo sepa, ante un ensayo científico, sino ante un
texto de divulgación periodística que, sobre datos, experiencias y testimonios, concluye,
digresiona y piensa componiendo un reportaje coral de historias tangencialmente
vinculadas. Como contrapunto a los clásicos manuales de autoayuda o management, que
enhebran historias de éxito tras historias de éxito y pintan de forma atrayente un no tan
utópico american way of life, el ensayo de Tough está interesado en explorar las ventajas
educativas del fracaso, es decir, en aprovechar el potencial ético que tiene por sí mismo
el esfuerzo y la voluntad de superación. Y es importante incidir en esto último: en un
contexto marcadamente competitivo, el éxito a menudo se interpreta en función de
criterios meramente económicos, sociales o profesionales. Como explica acertadamente
el autor de estas páginas, esta presión ambiental ha generado, tanto en la clase más
adinerada como en la que no cuenta con su mismo nivel económico, una falta de
resistencia ante la frustración que ha multiplicado el número de trastornos psiquiátricos –
en forma de ansiedad, hiperactividad o depresión–, especialmente en la adolescencia. La
terapia es dolorosa, sin duda, pero recuperar la capacidad formativa del fracaso puede ser
el antídoto más urgente para nuestra desilusionada sociedad del éxito.
Especialmente relevante para educar el carácter es el entorno familiar. En la mayoría
de los programas innovadores que Tough ha conocido, lo educativo no queda
circunscrito ni a las aulas ni al alumnado; implica a las familias. Sobre todo en el caso de
los más desfavorecidos, la formación se potencia con la participación activa del hogar,
pues los padres, como los profesores, son clave para dominar hábitos que el autor, muy
atinadamente, encuadra en la categoría de «fortalezas de carácter» y que a su juicio
constituyen el camino hacia el éxito personal.
Paul Tough ha realizado una exhaustiva investigación científica y se sirve de los más
recientes adelantos para ilustrar cómo la educación basada en la motivación y en el
ejercicio de las virtudes no solo permite predecir el éxito académico, sino la satisfacción

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personal que, para ser sinceros, debería constituir también el objetivo de todo programa
educativo. Hubiera sido fácil, en cualquier caso, decantarse por cierto determinismo,
como es frecuente hoy en el ámbito de las neurociencias, que suelen restringir
incomprensiblemente el papel de la voluntad y la libertad en la conformación del
carácter y la personalidad. Sin embargo, una interpretación más humanista de esos
resultados científicos debería servirnos antes que nada para fundamentar la unidad de lo
anímico y lo corporal.
En resumen, se trata de un libro que recupera la importancia de la formación
personal y ética, pero no como complemento de la cognitiva, sino como su base. En un
momento en que se discute tanto sobre las reformas educativas y en que estas suelen
nutrirse exclusivamente de argumentos ideológicos, un ensayo como el que tenemos el
gusto de presentar al público hispanohablante ayudará a enriquecer el debate y abrirá
posiblemente un camino para reivindicar una educación y enseñanza más humana, no
dirigida tanto a la mejora de las capacidades intelectuales o a la preparación profesional
de los jóvenes como al desarrollo armónico y global de la persona.

Los traductores

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INTRODUCCIÓN

En el verano de 2009, un par de semanas después de que mi hijo Ellington naciera,


pasé un día en una guardería de una pequeña ciudad de Nueva Jersey. Estos dos hechos
no estaban relacionados. No visitaba el aula 140 de la guardería Red Bank para
conocerla como padre primerizo, sino para intentar entenderla como periodista. A
primera vista, la clase parecía totalmente normal. Las paredes de hormigón se
encontraban pintadas de amarillo cereza y había una bandera americana cerca de la
pizarra. Por el aula los niños de cuatro años estaban haciendo felizmente lo que se hace
en una guardería: construyendo torres con piezas de Lego, conduciendo camiones en
mesas con arena y haciendo puzzles. Pero, a medida que las horas pasaban, me di cuenta
de que, a decir verdad, lo que sucedía en el aula 140 era, de un modo tan claro como
imperceptible, bastante inusual. Por ejemplo, los alumnos estaban extraordinariamente
tranquilos y en orden. No había rabietas, ni berrinches, ni pataletas, ni peleas.
Curiosamente, sin embargo, la profesora, una joven morena que se apellidaba Leonardo,
no parecía hacer nada distinto de lo habitual para mantener el orden ni parecía orientar la
conducta de los niños expresamente. No había reprimendas, ni estrellas doradas, ni
pausas, ni ironías del tipo «¡me gusta la forma que tiene Kelliane de prestar atención!»;
en efecto, no había ni premios por buen comportamiento ni tampoco castigos.
Los chicos de la clase 140 participaban en un proyecto llamado Tools of the Mind[1],
un programa relativamente reciente para guarderías pensado por educadores de Denver y
que está basado en una teoría sobre el desarrollo del niño poco convencional. Hoy la
mayoría de las clases de educación infantil están diseñadas para desarrollar en el niño un
conjunto de habilidades pre-académicas, generalmente relacionadas con la lectura de
textos y el manejo de números. Tools of the Mind, sin embargo, no se centra en
capacidades matemáticas ni lectoras. En lugar de ello, todas sus actividades se orientan a
que el niño aprenda diferentes tipos de habilidades: controlar sus impulsos, centrarse en
la tarea que les ocupa, evitar distracciones y trampas mentales, manejar sus emociones,
organizar sus pensamientos, etc. Los fundadores de Tools of Mind creen que estas
habilidades, que agrupan bajo la categoría de «Autorregulación», ayudarán más
eficazmente a que los estudiantes alcancen resultados positivos –tanto en su primer curso
como después– que el repertorio tradicional de habilidades pre-académicas.
Tools of Mind enseña a los estudiantes una variedad de estrategias, trucos y hábitos
que pueden utilizar para mantener sus mentes en el camino correcto. Aprenden a utilizar
el «discurso interior»: se hablan a sí mismos cuando realizan una tarea difícil (como

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escribir la W) con el fin de ayudarles a recordar los pasos a dar («abajo, arriba, abajo,
arriba»). Utilizan «mediadores»: objetos físicos que les recuerdan la manera en concreto
de completar una acción determinada (por ejemplo, dos cartas, una con el dibujo de unos
labios y otra con una oreja, que significa que uno tiene que leer y otro escuchar). Todas
las mañanas rellenan su «plan de juegos», un documento en el que describen o dibujan el
juego de ese día: «Voy a conducir un tren», «Voy a llevar a las muñecas a la playa». Y
pasan mucho tiempo con los «juegos teatrales», complicados y amplios escenarios
imaginarios que, a juicio de los fundadores de Tools of Minds, enseñarán a los alumnos a
seguir las normas y controlar sus impulsos.
Cuando contemplé a los niños de la clase 140, me vi de pronto inevitablemente
pensando en Ellington, la pequeña vida que regurgitaba y lloraba treinta millas al norte,
en nuestro pequeño apartamento de Manhattan. Supe que quería que tuviera una vida
feliz y de éxito, pero no sabía qué significaba eso exactamente ni tampoco lo que mi
mujer y yo teníamos que hacer para guiarle hacia ese objetivo. No estaba solo en mi
confusión ni en mis dudas. Ellington vino al mundo en un momento especialmente
alarmante en la historia de la educación familiar en EE.UU. Había mucha ansiedad y
angustia y esa angustia había crecido con una fuerza especial en ciudades como Nueva
York, donde la competencia por encontrar plaza en los mejores colegios era casi como
una pelea de gladiadores. Hace poco una pareja de economistas de la Universidad de
California calificó la lucha por obtener un temprano logro académico como una Rug Rat
Race[2] y cada año la carrera parece comenzar antes y es más intensa. Dos años antes del
nacimiento de Ellignton, la KUMON abrió su primera franquicia KUMON JUNIOR en
Nueva York, en la que niños pequeños de dos años pasan sus mañanas haciendo cuentas,
practicando con letras o haciendo reconocimiento numérico. «A los tres años se
encuentran en el mejor momento»[3], comentó el director financiero de KUMON a un
periodista del New York Times. «Si no llevan pañal y son capaces de sentarse
tranquilamente con un profesor de KUMON durante 15 minutos, les admitiremos».
De ese modo, Ellington crecería en una cultura saturada por lo que podríamos llamar
«hipótesis cognitiva»: la creencia, que pocas veces se expresa en voz alta y que sin
embargo está comúnmente aceptada, de que hoy en día el éxito de una persona depende
de sus habilidades cognitivas, es decir, del tipo de inteligencia que se puede medir con
los TCI y que incluye la capacidad de identificar letras y palabras y la capacidad de
calcular y reconocer patrones; y que el mejor modo para desarrollar esas capacidades es
practicar todo lo posible, cuanto antes, mejor. La hipótesis cognitiva ha llegado a ser tan
universalmente aceptada que con frecuencia se olvida que es relativamente reciente. De
hecho, su nacimiento puede datarse en 1994, cuando la Carnegie Corporation publicó
Starting Points: Meeting the Needs of Our Youngest Children[4], un informe que hizo
saltar todas las alarmas sobre el desarrollo cognitivo de los niños americanos. Según el

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informe, el problema era que los niños no estaban recibiendo suficiente estimulación
cognitiva durante sus tres primeros años de vida, en parte debido al creciente número de
mujeres que trabajaban fuera de casa y al mayor número de familias monoparentales; por
eso, no llegaban a la guardería preparados para aprender. El informe sirvió para que
proliferara toda una industria de ejercicios de «gimnasia cerebral» para niños de 0 a 3
años, dirigida a padres preocupados. Se vendieron libros, actividades y vídeos de Baby
Einstein por valor de miles de millones de dólares.
Los hallazgos del Informe Carnegie y los estudios que siguieron su estela tuvieron un
impacto importante también en las políticas públicas. Así legisladores y filántropos
llegaron a la conclusión de que los niños de las clases más desfavorecidas se estaban
quedando rezagados desde el principio por su insuficiente entrenamiento cognitivo.
Psicólogos y sociólogos mostraron pruebas que relacionaban el bajo rendimiento
académico de los niños pobres con la falta de estimulación verbal y numérica tanto en
casa como en la escuela. Uno de los estudios más famosos[5] (del que hablé en mi
primer libro, Whatever It Takes) estaba dirigido por Betty Hart y Todd R. Risely,
psicólogos infantiles, que desde los años ochenta estudiaron detenidamente a un grupo
de 42 niños procedentes de familias de clase alta, media y de otras que recibían ayudas
públicas. Hart y Risley se percataron de que la diferencia crucial en la educación de los
niños, y la razón que explicaba la divergencia en sus resultados posteriores, se reducía a
una única cosa: el número de palabras que los niños oían de sus padres a principio de su
vida. A los tres años, según determinaron, los niños criados en una familia de clase alta
habían escuchado 30 millones de palabras dirigidas a ellos; sin embargo los niños que
pertenecían a familias que recibían ayuda social escuchaban solo 10 millones.
Concluyeron que ese déficit era la causa de los fracasos posteriores en la escuela y en la
vida de los niños más necesitados.
Sin lugar a dudas la hipótesis cognitiva resulta atractiva. El mundo que describe es
tan impecable y tranquilizadoramente funcional, un ejemplo clarísimo de la forma
mecánica en que suceden las cosas, de forma que «un esfuerzo aquí conduce a un logro
allí». Es decir, tener pocos libros en casa implica una menor competencia lectora; pocas
palabras emitidas por los padres equivale a un menor vocabulario en los chicos; más
cálculo matemático en Kumon Junior quiere decir una mejor puntuación en matemáticas.
A veces las correlaciones eran exactas de un modo casi ridículo: Hart y Risely calcularon
que los niños que crecían en familias con menores recursos necesitarían exactamente
cuarenta y una horas de lenguaje extra cada semana para aproximarse a sus compañeros
de mayor nivel social.
Pero en la pasada década, y en concreto en los últimos años, un variado conjunto de
educadores, psicólogos y neurocientíficos han comenzado a presentar evidencias que
ponen en dudas muchas de las hipótesis del modelo cognitivo. A juicio de estos expertos,

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lo más importante para el desarrollo de un niño no es la cantidad de información que se
consigue meter en su cerebro durante sus primeros años. Lo crucial es si somos capaces
de ayudarles a desarrollar un conjunto diverso de cualidades, entre las que se incluyen la
perseverancia, el autocontrol, la curiosidad, la meticulosidad, la resolución y la
autoconfianza. Los economistas se refieren a ellas como habilidades no cognitivas; los
psicólogos las llaman rasgos de personalidad; y el resto las denominan carácter.
Para ciertas competencias o habilidades, lo que afirma la hipótesis cognitiva –que lo
importante es comenzar cuanto antes, y practicar más resulta completamente válido. Si
alguien desea mejorar sus lanzamientos mediocres, puede ser más útil realizar 200 tiros
libres que hacerlo solo 20 veces. Para un estudiante de cuarto curso, leer 40 libros en
verano es mejor para desarrollar su comprensión lectora que leer solo 4. En realidad,
algunas habilidades y competencias son bastante mecánicas. Pero, cuando se trata de
desarrollar rasgos y dimensiones más imperceptibles de la personalidad humana, las
cosas no son tan simples. No se puede aprender a superar las decepciones practicando de
un modo más exigente durante más tiempo. Y no se retrasa el desarrollo de la curiosidad
en los niños por no realizar «ejercicios de curiosidad» a una edad suficientemente
temprana. Ciertamente los caminos por los que adquirimos y perdemos estas habilidades
no son arbitrarios: en las últimas décadas, psicólogos y neurocientíficos han descubierto
muchos aspectos desconocidos sobre el origen de estas habilidades y sobre cómo se
desarrollan, pero se trata de habilidades y competencias complejas, todavía desconocidas
y con frecuencia muy misteriosas.
Este libro reflexiona sobre una idea que está creciendo y adquiriendo influencia en
las aulas y en las reuniones, en los laboratorios y en las conferencias de todo el país y del
mundo. Según esta nueva forma de pensar, la creencia vigente en las últimas décadas
sobre el desarrollo y el aprendizaje de los niños resulta equivocada. Nos hemos centrado
en destrezas y habilidades que son inadecuadas para nuestros hijos y hemos utilizado las
estrategias erróneas para enseñarlas y desarrollarlas. Afirmar que esto constituye una
nueva corriente de pensamiento puede ser prematuro y en muchos casos las
investigaciones en este ámbito se desarrollan de forma aislada. Pero los científicos y los
educadores están acercando sus perspectivas y trabajando en proyectos conjuntos que
traspasan los límites de sus disciplinas académicas. Las conclusiones de sus trabajos
conjuntos tienen el potencial necesario para transformar la forma en que educamos a
nuestros hijos, el modo de funcionamiento de los colegios y el diseño de nuestros
programas de protección y asistencia social.
Si hay una persona determinante en esta nueva red de trabajo interdisciplinar es
James Heckman, un economista de la Universidad de Chicago. Heckman podría parecer
un hombre incapaz de liderar el movimiento en contra del predominio de la habilidad
cognitiva. Es el típico intelectual universitario, con gafas gruesas, un elevado CI y el

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bolsillo de la camisa rebosante de portaminas. Creció en Chicago en la década de los 40
y 50, hijo de un gerente de nivel medio de una empresa dedicada al envasado de carne.
Ninguno de sus padres recibió educación universitaria, pero ambos se percataron desde
el principio de que su hijo poseía una mente precoz. A la edad de 8 años, Heckman
devoró un popular libro de autoayuda que tenía su padre, 30 días para tener el
vocabulario más poderoso, y a los nueve utilizó sus ahorros para comprar Matemáticas
para el Hombre Práctico, un libro que vio anunciado en la contraportada de un cómic.
Heckman poseía un talento natural para las matemáticas; estaba cómodo con las
ecuaciones, más que con cualquier otra cosa o persona. En la adolescencia, por
diversión, se acostumbró a dividir mentalmente números largos entre números primos
compuestos de factores más pequeños, lo que los matemáticos denominan
descomposición en números primos. Según me contó, cuando, con 16 años, recibió por
correo su número de la seguridad social, lo primero que hizo fue descomponerlo.
Heckman se convirtió en profesor de economía, primero en la Universidad de
Columbia y posteriormente en la de Chicago, y en el año 2000 ganó el Premio Nobel por
un complejo método estadístico que había desarrollado en los setenta. Entre los
economistas, es conocido por su destreza en econometría, un tipo de análisis estadístico
que en general es incomprensible para todo el mundo, excepto para los económetras.
Asistí a varias clases en el postgrado que imparte Heckman y, aunque me esforcé por
atender lo máximo posible, la mayoría de sus lecciones fueron ininteligibles para un
profano como yo: eran densas, con ecuaciones asombrosas y expresiones del tipo
funciones generalizadas de Leontief, o elasticidad de sustitución de Hicks-Slutsky, lo que
me obligó a apoyar la cabeza sobre el pupitre y a cerrar los ojos.
Aunque las técnicas de Heckman pueden parecer incomprensibles, ha optado por
estudiar algunos temas menos difíciles. Desde que ganó el Nobel, ha utilizado su
influencia y prestigio para llevar sus investigaciones a ámbitos de estudio de los que
previamente sabía muy poco o nada, incluyendo genética, medicina y psicología de la
personalidad. Incluso tiene un ejemplar de Genética para Dummies en las estanterías de
su despacho, entre dos enormes volúmenes de historia económica. Desde 2008,
Heckman es invitado habitualmente a hablar en conferencias, llenas de economistas y
psicólogos interesados de una u otra forma en los mismos temas que él: ¿Qué
habilidades y rasgos conducen al éxito? ¿Cómo se pueden desarrollar en la infancia? Y
¿qué tipo de procedimientos o procesos pueden ayudar a mejorar a los niños?
Heckman dirige un grupo científico con dos docenas de investigadores y estudiantes
graduados, en su mayoría extranjeros, que trabajan separados en dos edificios del
campus de Chicago. Se llaman a sí mismos, medio en broma, «la tribu» de Heckman.
Están trabajando en varios proyectos a la vez y, cuando Heckman comenta sus trabajos,
salta de un tema de investigación a otro, manifestando el mismo entusiasmo por el

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estudio del mono en Maryland que por el de los gemelos de China o por una
conversación casual que ha tenido sobre la naturaleza de la virtud con un filósofo que ha
encontrado en el pasillo. En una de nuestras conversaciones le pedí que me explicara
cómo combina los diversos ámbitos en los que trabaja. Más tarde, al terminar de hablar
con él, su asistente, que me acompañaba hasta la puerta, me dijo: «si lo averiguas,
dínoslo, por favor».
Heckman cambió sus iniciales intereses teóricos debido a un estudio que realizó
durante la década de los noventa sobre el programa de Desarrollo de Educación General,
más conocido como GED, que se estaba convirtiendo en el modo cada vez más usado
para conseguir un título, entre los que habían abandonado la Secundaria. En muchos
distritos, el GED se concibió como un mecanismo para ayudar a equilibrar e igualar las
condiciones académicas, pues ofrecía a los estudiantes de bajos ingresos y a los que
pertenecían a minorías –con una tendencia mayor a abandonar los estudios– un camino
alternativo para acceder a la universidad.
El GED era una adaptación de la hipótesis cognitiva de que lo que los colegios
desarrollan, y lo que certifica el título, es la habilidad cognitiva. Si un adolescente posee
ya el conocimiento y la inteligencia para obtener el título de secundaria, no necesita
perder tiempo en finalizarla. Con un examen que evalúe sus conocimientos y
habilidades, el estado podrá otorgarle legalmente el título y certificar que está preparado
para ir a la universidad o realizar actividades equivalentes. Es una idea atractiva, en
especial para los jóvenes que no soportan la escuela secundaria, y esto explica que, desde
que se introdujo, el programa se haya extendido tan rápidamente. En el momento más
álgido, 2001, más de un millón de jóvenes se presentó al examen y casi uno de cada
cinco de los nuevos titulados de secundaria en realidad participaban del GED. Ahora la
cifra aproximadamente se ha situado en uno de cada siete.
Heckman quería estudiar detenidamente una de las premisas del GED, es decir, si los
jóvenes que utilizaban el programa estaban igual de preparados para la realización de
tareas académicas que los titulados de secundaria. Analizó algunas grandes bases de
datos nacionales y se percató de que la premisa era totalmente válida en muchos
aspectos. Según las puntuaciones obtenidas en las pruebas de evaluación,
correlacionadas estrechamente con el CI, los beneficiarios del GED eran tan inteligentes
como los titulados. Pero, cuando Heckman estudió su trayectoria en la educación
superior, descubrió que los beneficiarios del GED no eran en absoluto igual que sus
compañeros titulados. A la edad de 22 años, según descubrió, solo el 3% de los
participantes en el GED estaban matriculados en la universidad o habían completado
algún tipo de estudio tras la secundaria, en comparación con el 46% de los titulados[6].
De hecho, Heckman descubrió que, si se tienen en cuenta todos los índices de
rendimiento y resultado futuro existentes –es decir, ingresos anuales, tasa de desempleo

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o de divorcio, consumo de drogas–, no hay apenas diferencia entre los beneficios del
GED y los que abandonan la secundaria, a pesar de haber obtenido supuestamente un
título y de que son, de media, significativamente más inteligentes que quienes dejan los
estudios.
Estos datos resultaban útiles desde un punto de vista político, pero también
deprimentes: probaban que, a largo plazo, el GED no era muy útil. Es más: podía tener
una repercusión global, porque podía inducir a muchos jóvenes a abandonar la
secundaria. Pero, para Heckman, estos resultados planteaban también un problema
intelectual complejo. Como la mayoría de los economistas, Heckman había creído que la
habilidad cognitiva era el factor más fiable para determinar lo que la vida de una persona
puede mejorar. Ahora se había dado cuenta de que existía una colectividad –los
participantes en el GED– en la que esto no parecía ser así.
A su juicio, se estaban pasando por alto las características psicológicas que permiten
a los alumnos de secundaria lograr su título por los cauces normales, es decir, asistiendo
a las clases. Esas características –entre otras, su predisposición a perseverar en las
aburridas y a veces ingratas tareas escolares, la capacidad de retrasar las gratificaciones o
seguir los pasos de un plan previsto– eran también muy importantes en la universidad, en
el trabajo profesional y en la vida en general. Como el propio Heckman trató de explicar
en un artículo: «De forma imperceptible, el GED se ha convertido en un examen que nos
ayuda a separar a los marginados que son brillantes e inteligentes, pero no muestran
perseverancia ni disciplina, del resto de marginados»[7]. Quienes participan en el GED,
escribió, «“son chicos avispados”, pero carecen de la capacidad de pensar con miras al
futuro, de perseverar o de adaptarse a su entorno».
Los estudios sobre el GED, sin embargo, no ofrecían a Heckman ninguna pista sobre
si era posible ayudar a que los chicos desarrollaran las llamadas habilidades «blandas».
Su interés en este tema le llevó, hace casi una década, a Ypsilanti (Michigan), una vieja
ciudad industrial al este de Detroit. En la mitad de los sesenta, en los primeros días del
programa «Lucha contra la Pobreza», un grupo de psicólogos infantiles e investigadores
del ámbito educativo hicieron un experimento allí: seleccionaron a familias de bajos
ingresos y con bajo CI que vivían en el barrio negro de la ciudad y matricularon a sus
hijos de tres y cuatro años en la guardería Perry. Se distribuyó aleatoriamente a los niños
en dos grupos, uno de control y otro experimental. Los del grupo experimental fueron
admitidos en Perry, en un programa de alta calidad de dos años de duración; los del
grupo de control, n. Se siguió la evaluación de ambos grupos no solo un año, sino
durante décadas, es un estudio que todavía hoy continúa vigente y que tiene la intención
de estudiarles toda su vida. Los niños de entonces ahora han cumplido 40 años, por lo
que se ha podido ver ya cuáles han sido las consecuencias de su experiencia educativa en
Perry.

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El estudio de la Guardería Perry es conocido en el ámbito de las ciencias sociales y
Heckman lo había visto, de pasada, muchas veces antes. Como ejemplo de lo que supone
intervenir en la infancia más temprana, se ha considerado siempre el experimento como
un fracaso. Los niños del grupo experimental obtuvieron mejores resultados en las
pruebas cognitivas en la guardería y hasta un año o dos más tarde, pero estos logros no
se mantuvieron más tiempo y, de hecho, cuando los niños del grupo experimental
llegaron a tercer curso, sus resultados en las pruebas de CI no fueron mejor que los del
grupo de control. Sin embargo, cuando Heckman y otros investigadores estudiaron los
resultados a largo plazo, los datos parecían más prometedores. Era cierto que los niños
que asistieron a Perry no habían experimentado efectos en su CI perdurables, pero algo
importante les había pasado en preescolar, y, fuera lo que fuese, las consecuencias
positivas de ello persistían durante décadas. Comparados con los del grupo de control,
los estudiantes de Perry contaban con mayores probabilidades de graduarse en
secundaria, de alcanzar un empleo a los 27 o de ganar más de 25.000 dólares al año a los
cuarenta años; y tenían menos probabilidad de ser arrestados o de vivir en centros de
asistencia social[8].
Heckman comenzó a analizar con mayor profundidad el experimento de Perry y se
dio cuenta de que en los años sesenta y setenta los investigadores también habían
obtenido datos sobre el «comportamiento personal» y el «desarrollo social»[9] tanto del
grupo experimental como del de control. En la primera categoría se incluían aspectos
como la frecuencia con la que cada estudiante decía palabrotas, mentía, robaba, faltaba a
clase o llegaba tarde. La segunda medía, además de las relaciones del estudiante con sus
compañeros y profesores, su grado de curiosidad. Heckman denominó a estas
habilidades no cognitivas porque eran completamente diferentes al CI. Y, tras tres años
de estudio exhaustivo, su equipo y él fueron capaces de demostrar que esos factores no
cognitivos, como la curiosidad, el autocontrol o la fluidez social eran responsables de los
dos tercios de los logros totales que Perry procuraba en sus estudiantes.
El programa educativo de Perry, por decirlo de otra manera, funcionaba de un modo
totalmente diferente al que todos pensaban. Los educadores bienintencionados que lo
habían diseñado en la década de los sesenta creían que estaban poniendo en marcha un
programa para aumentar la inteligencia de los niños con escasos recursos; creían, como
todos los demás, que ese era el modo para lograr que los niños pobres salieran adelante
en EE.UU. La primera sorpresa fue que su programa no afectaba a largo plazo al CI,
pero mejoraba su comportamiento y sus habilidades sociales. La segunda era que así
también ayudaban mucho a los niños de Ypsilanti, pues las habilidades y cualidades que
promovían eran muy valiosas.
Durante el proceso de investigación para escribir este libro, pasé mucho tiempo
discutiendo sobre el éxito y las habilidades con un variado conjunto de economistas,

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psicólogos y neurocientíficos, muchos de los cuales estaban más o menos próximos a
Heckman. Pero, para mí, lo que era importante de su trabajo, lo que le daba vida y
sentido, era el tipo de investigación que estaban desarrollando, muy distinto al habitual,
y que yo estaba realizando al mismo tiempo con mis visitas a los colegios públicos, a las
clínicas pediátricas y a los restaurantes de comida rápida, donde podía charlar con gente
joven y con chicos cuya vida encarnaba e ilustraba, de alguna manera, la compleja
cuestión de qué y cómo es lo que hace que los niños tengan éxito o triunfen.
Tomemos el ejemplo de Kewauna Lerma. Cuando la conocí, en el invierno de 2010,
estaba viviendo en el South Side de Chicaco, no demasiado lejos, como se verá después,
donde Heckman trabajaba. Kewauna había nacido en medio de la pobreza, diecisiete
años antes, y era la segunda hija de una mujer que había tenido su primer niño, la
hermana mayor de Kewauna, de adolescente. Kewauna tuvo una infancia desarraigada e
inestable. Cuando era un bebé, su madre se fue con la familia a Missisipi, después a
Minesota, después volvió a Chicago, traslados que hizo al tiempo que empezaba o
dejaba relaciones sentimentales y metiéndose o saliendo de problemas. Cuando las cosas
iban mal, la familia se alojaba en albergues o dormía en casa de amigos. En otras
ocasiones era la bisabuela de Kewauna la que se hacía cargo de las niñas, dejando que su
madre resolviera por sus propios medios sus problemas.
«En realidad, yo nunca he tenido una familia», me confesó Kewauna la primera vez
que nos vimos. Estábamos en Chicago, sentados en una cafetería del barrio de Kenwood,
a mediados de un duro invierno y las ventanas del bar estaban empañadas. Kewauna
tiene la piel oscura, es alta, con ojos simpáticos y el pelo lacio y negro y se inclinaba
hacia adelante, calentándose las manos con una taza de chocolate con nata. «No tenía un
hogar fijo; no tenía padre, a veces estaba con mi abuela. Todo estaba revuelto y mal. Era
desquiciante».
Mientras crecía, me confesó, odiaba el colegio. Nunca aprendió a leer bien y en
primaria empeoraba cada año, se metía en problemas, se saltaba las clases y contestaba
mal a los profesores. Cuando estaba en sexto curso, viviendo fuera de Mineapolis, le
abrieron 72 expedientes por mal comportamiento y a mitad de curso la pasaron a las
clases de los lentos. Odiaba esa clase también. Unas pocas semanas antes de finalizar el
curso, la expulsaron de la escuela por pelearse.
Cuando conocí a Kewauna había estado documentándome durante muchos años
sobre la educación de niños que vivían en condiciones de pobreza y había escuchado
muchas historias similares a la suya. Todas las familias infelices pueden ser infelices a
su modo, pero, en las familias que llevan generaciones atrapadas en la pobreza, el patrón
llega a ser tristemente familiar: un ciclo, aparentemente sin final, de padres ausentes o
negligentes, colegios que funcionan mal y malas decisiones. Yo conocía cómo
terminaban generalmente las historias como la de Kewauna. Las chicas como ella, con

15
independencia de sus buenas intenciones, casi siempre abandonaban la secundaria. Se
quedaban embarazadas en la adolescencia; luchaban solas por sacar adelante a sus
familias y en poco tiempo sus propios hijos comenzaban a deslizarse por la misma
pendiente de fracaso.
Pero, en algún momento, la vida de Kewauna tomó una dirección diferente. Justo
antes de su segundo año en secundaria, semanas más tarde de que la arrestaran por
primera vez por pelearse con un policía, la madre de Kewauna le dijo que quería hablar
con ella. Kewauna creía que se trataba de algo importante y serio porque también estaba
presente su bisabuela, el único miembro de la familia a la que siempre había respetado.
Se sentaron y su madre pronunció las palabras más duras que un padre o una madre
pueden decir: «No quiero que termines como yo». Hablaron las tres durante horas,
discutieron sobre el pasado y el futuro, sacaron a la luz algunos secretos enterrados
desde hacía tiempo. Su madre le dijo que conocía la situación en la que Kewauna se
encontraba: a ella también la habían expulsado del colegio cuando era adolescente y
también la habían arrestado. Pero el siguiente capítulo de la vida de Kewauna, le dijo su
madre, podía ser diferente. Podía evitar un embarazo no deseado, a diferencia de su
madre; podía ir a la universidad, lo que no había hecho ella; e incluso podía tener una
carrera, que ella nunca tuvo.
Durante toda la conversación, la madre de Kewauna estuvo llorando, pero ella no
derramó ni una sola lágrima. Solo escuchaba y no estaba segura de qué pensar. No sabía
si podía cambiar ni tampoco si deseaba hacerlo. Pero, al volver al colegio, comenzó a
prestar más atención en clase. En primero, iba con una pandilla de gamberros, en la que
algunos se drogaban y faltaban al colegio. Ahora se alejó de esas compañías, comenzó a
pasar más tiempo sola, haciendo los deberes y pensando sobre su futuro. Al terminar el
primer año, su GPA estaba en un miserable 1,8; al año siguiente llegó al 3,4.
En febrero de su segundo año, su profesor de inglés la animó a solicitar plaza en un
programa pre-universitario de carácter intensivo, con una duración de tres años, que
había puesto en marcha el colegio. Fue aceptada y la beca que le dieron hizo que tuviera
que esforzarse mucho más. Cuando la conocí, se encontraba en mitad de su tercer curso.
Su GPA era de 4,2 y estaba preocupada por las facultades a las que iba a optar.
¿Qué había ocurrido? Si hubieras conocido a Kewauna en el primer día de su
segundo curso, se te habría perdonado el que pensaras que no tenía prácticamente
ninguna posibilidad de éxito. Su destino parecía estar ya escrito. Pero algo en ella
cambió. ¿Fue solo la dura conversación con su madre? ¿O la influencia positiva de su
bisabuela? ¿O la intervención del profesor de inglés? ¿O es que había algo más profundo
en su propio carácter que la inclinó a trabajar más duramente y llevó hacia el éxito, a
pesar de todos los obstáculos y problemas que había tenido?
¿De qué manera son determinantes para nuestra vida adulta las experiencias que se

16
han tenido en la infancia? Esta es una de las preguntas humanas más importantes, el
tema de incontables novelas, biografías y memorias, el digno objeto de muchos siglos de
tratados filosóficos y psicológicos. Este proceso –la experiencia de crecer– puede
aparecer a veces como predecible, incluso mecánico, y otras resultar arbitrario y
caprichoso. Todos hemos visto hombres y mujeres adultos que parecen encontrarse
atrapados por un destino predeterminado a causa de su infancia y también hemos
conocido a personas que milagrosamente han superado unos comienzos difíciles.
Sin embargo, hasta hace poco nadie se había propuesto utilizar los conocimientos
que ofrece la ciencia para descubrir algunos misterios de la infancia y para mostrar, en
definitiva, mediante experimentos y análisis rigurosos cómo las experiencias de los
primeros años de vida influyen en los resultados que se obtienen de adulto. Esta
situación está cambiando gracias a los esfuerzos de esta nueva generación de
investigadores. La premisa que subyace a su trabajo es simple e incluso radical: no
hemos logrado resolver los problemas porque hemos estado buscando las soluciones en
los lugares equivocados. Si queremos mejorar las posibilidades de nuestros niños en
general, y en concreto de los niños pobres, tenemos que centrarnos nuevamente en la
infancia y plantear otra vez cuestiones fundamentales tales como las siguientes: cómo
influyen los padres en sus hijos, cómo se desarrollan las habilidades humanas y cómo se
forma el carácter.
En esencia, este libro trata de un movimiento ambicioso y de largo alcance para
resolver algunos de los misterios más profundos de la vida: ¿Quién tiene éxito y quién
fracasa? ¿Por qué algunos chicos prosperan y otros no lo hacen? Y ¿qué podemos hacer
cualquiera de nosotros para alejar a un niño concreto –o a una generación de niños– del
fracaso y guiarles hacia el éxito?

17
I. CÓMO EQUIVOCARSE
(Y CÓMO NO HACERLO)

1. Colegio de secundaria Fenger


Nadine Burke Harris creció en la privilegiada zona de Palo Alto, en California, hija
de un trabajador inmigrante jamaicano que se había trasladado con su familia desde
Kingston a Silicon Valley cuando Harris tenía cuatro años. De niña, a menudo, se sentía
rara por ser una de las poquísimas estudiantes de color de su colegio en Palo Alto, donde
a las chicas que, al cumplir los dieciséis años, les regalaban el tipo de coche de sus
sueños, se quedaban en casa y se escondían en el cuarto de baño para llorar.
Elizabeth Dozier creció justo en las afueras de Chicago, en unas algo más que
curiosas circunstancias, dado que fue el resultado de un romance ilícito entre su padre,
un convicto de la prisión estatal de Joliet, en Illinois, y su madre, una monja que visitaba
a los presos como parte de sus deberes religiosos hasta que fue víctima de ese amor.
Después de nacer Dozier su madre se vio obligada a educarla sola, trabajando como
profesora en la escuela católica local, y obteniendo algunos ingresos extra en verano
como empleada del servicio de habitaciones de un hotel.
Burke Harris y Elizabeth Dozier superaron sus diferentes infancias compartiendo un
único objetivo: ayudar a la gente joven a salir adelante, especialmente a los jóvenes con
problemas. Por eso, Burke Harris terminó estudiando medicina, y llegó a ser pediatra,
abriendo su propia clínica en uno de los barrios más pobres de San Francisco. Dozier,
por su parte, se convirtió en profesora y trabajó en varios colegios de los vecindarios más
desfavorecidos de Chicago, en algunos de los cuales ocupó el puesto de directora.
Cuando las conocí por separado, hace un par de años, lo que más me llamó la atención
de ellas no fue precisamente el sentido similar de misión que tenían, sino la profunda
frustración que parecían compartir. Ambas acababan de llegar a la conclusión de que las
mejores herramientas con las que habían trabajado hasta entonces no eran ahora
suficientes para los desafíos a los que se enfrentaban. Se encontraban en un punto de
inflexión de su carrera profesional y de su vida. Buscaban nuevas estrategias: de hecho,
estaban pensando en encontrar un nuevo conjunto de reglas de juego.
En agosto del año 2009, cuando Dozier fue nombrada directora de un colegio de
inspiración cristiana llamado Fenger High School, la institución atravesaba un momento
de crisis. Aunque, si se rebuscaba en los últimos veinte años de historia del colegio, era
difícil encontrar un momento en el que no hubiera estado en crisis. El colegio llevaba

18
más de ochenta años en el corazón del barrio de Roseland, en el sur de Chicago, en lo
que había sido un área próspera y que había acabado convirtiédose en uno de los peores
vecindarios de la ciudad, sobre todo atendiendo a indicadores como el ratio de pobreza,
la tasa de desempleo o el índice de criminalidad, que ofrecían una sensación de vacío
incluso en las calles. Donde anteriormente habían prosperado viviendas y negocios,
ahora solamente quedaban zonas abandonadas. Roseland es un barrio geográficamente
aislado (cerca del extremo sur de Chicago, más allá de la última parada de metro) y
segregado racialmente: en una ciudad donde el total de la población se reparte
equitativamente entre blancos, afroamericanos y latinos, Roseland es un barrio con un
98% de población negra. Y, como en la mayoría de los colegios públicos de secundaria
situados en barrios pobres, Fenger High School también tenía un triste récord: los
resultados académicos eran muy malos, los índices de asistencia a clase eran muy bajos
y había graves problemas de disciplina y una elevada tasa de abandono escolar.
Cuando se escuchan historias sobre colegios como Fenger a menudo se utiliza el
discurso de la negligencia: son colegios marginales donde los estudiantes han sido
olvidados por los funcionarios de Washington. Pero lo más extraño es que este colegio
no había sido olvidado. No lo había sido en absoluto. De hecho, en las dos últimas
décadas, el colegio había sido el objetivo prioritario de ambiciosas y repetidas reformas
por parte de los responsables de educación más preparados y mejor financiados por los
filántropos del país. Casi todas las estrategias inventadas para atajar los defectos de la
escuela pública se habían aplicado, de una forma u otra, en Fenger.
La historia actual de Fenger comenzó en 1995 cuando el alcalde de Chicago, Richard
M. Daley, asumió el control de todos los colegios de la ciudad conforme a la legislación
del Estado de Illinois. Para reflejar mejor su enfoque empresarial, lo primero que decidió
fue que el máximo responsable de todo el sistema público de enseñanza ya no se
llamaría Superintendente, sino Director General. Y, para asumir la dura carga de ser el
primer Director General, eligió a Paul Vallas, que se centró en mejorar Fenger y el resto
de colegios de secundaria de bajo rendimiento de la ciudad. Creó un sistema de
evaluación que clasificaba a los colegios en función de la cantidad de ayuda que
necesitaban recibir, y Fenger fue situado en la peor categoría: bajo vigilancia
extrema[10]. Vallas había sido estudiante de Fenger durante dos años, en su
adolescencia, y probablemente por esta razón concentró tanta atención y esfuerzos en ese
colegio. Se presentó un plan de reestructuración para Fenger que incluía la contratación
de un profesional externo para capacitar mejor a los profesores en la enseñanza de
lectura y escritura. Además, se formó un departamento dentro del colegio para los
alumnos recién llegados, en un piso separado, donde los nuevos estudiantes recibirían
una atención especial durante su primer año[11]. En 1999, Vallas creó también un
departamento de matemáticas y de ciencias y montó un laboratorio patrocinado por la

19
NASA que costó 525.000 dólares. Dos años más tarde Vallas convirtió Fenger en un
colegio atractivo, especializado en tecnología[12].
Pero todas y cada una de esas iniciativas y reformas se fueron por donde habían
venido y las cosas nunca consiguieron mejorar mucho para sus estudiantes. Y lo mismo
sucedió con el sucesor de Vallas, Arne Duncan. En 2006, Duncan eligió Fenger como
uno de los colegios piloto para una colaboración de gran alcance entre el sistema
educativo de Chicago y la fundación de Bill y Melinda Gates, en un proyecto
denominado Transformando la Enseñanza Secundaria[13], que la fundación financió
inicialmente con veintiún millones de dólares. (A los tres años el montante total del
proyecto en toda la actividad alcanzó los ochenta millones de dólares)[14]. Cuando
Duncan anunció esta iniciativa dijo que «era un día verdaderamente histórico no solo
para los colegios públicos de Chicago y para la ciudad, sino para todo el país»[15].
Pero al cabo de poco más de dos años se hizo evidente que el proyecto
Transformando la Enseñanza Secundaria no estaba produciendo los resultados deseados,
y el colegio pasó a formar parte del nuevo plan de Duncan: Cambio de Rumbo en la
Enseñanza[16]. Con esta nueva iniciativa el director del colegio y al menos la mitad de
sus docentes fueron despedidos, renovando así el equipo de profesores. Así, en 2009 se
puso al frente, como nueva directora de Fenger, a una flamante Elizabeth Dozier.
Es importante destacar que tanto Vallas como Duncan no eran los típicos burócratas
del sistema educativo, sino dos de los más reputados profesionales educativos del país.
Después de que Vallas dejase Chicago, fue el responsable del sistema educativo de
Filadelfia, y más tarde alcanzó fama en todo el país como responsable de la
reconstrucción y transformación del sistema escolar de Nueva Orleans, después de haber
sido arrasada por el huracán Katrina. La carrera de Duncan fue todavía más brillante: el
Presidente Obama lo nombró Secretario de Educación en 2009. Pero, a pesar de todos
los esfuerzos realizados por estos dos bien intencionados hombres, la realidad es que las
costosas reformas dejaron las sombrías estadísticas de Fenger más o menos como
estaban en 1995: entre la mitad y dos tercios de los estudiantes de primer curso
abandonan antes de terminar el año. El único éxito académico del colegio consistió en
alcanzar la rareza de que unos pocos estudiantes llegasen a graduarse. En 2008, el último
año de Duncan al frente de Chicago, menos del 4% de los estudiantes de Fenger
superaron las pruebas estatales de acceso a la Universidad. Durante el mandato de
Duncan el colegio nunca consiguió ni una sola vez lograr los objetivos mínimos
requeridos por la ley Federal No Child Left Behind. La clasificación de vigilancia
extrema realizada por Vallas, pensada originalmente para designar una situación
temporal de emergencia, se convirtió en una constante en la realidad del colegio. En
2011 el colegio Fenger seguía situado en la misma clasificación después de 16 años.
Cuando Dozier llegó por primera vez a Fenger, era una ambiciosa y decidida

20
profesional de treinta y un años de edad que pensaba que el kit básico de herramientas
del reformador educativo moderno contenía todo lo que necesitaba para cambiar las
cosas, incluso a los estudiantes del colegio. Ya había puesto en marcha un programa
especial de tipo competitivo denominado Nuevos Líderes para Nuevos Colegios, que
hacía hincapié en que un líder dinámico podía conseguir mejorar el rendimiento de los
estudiantes hasta elevados niveles, sin importar sus circunstancias socioeconómicas, si
contaba con el compromiso de su equipo.
Dozier hizo una buena limpia en Fenger, sustituyendo a parte del personal
administrativo y a la mayoría de los profesores. Cuando me senté con ella en su
despacho, poco después de que llevara un año allí, su equipo de setenta personas incluía
solamente tres profesores del antiguo colegio. La mayoría de los nuevos docentes eran
jóvenes, ambiciosos y no tenían contratos fijos, lo cual significaba que Dozier podía
reemplazarlos con relativa facilidad si no estaban a la altura de lo esperado.
Cuando hablamos, Dozier me dijo que su visión sobre lo que era un buen colegio
había cambiado desde que estaba en Fenger. «Yo estaba acostumbrada a pensar que, si
un colegio no mejoraba, era esencialmente porque tenía un mal director o había malos
profesores», dijo. «Pero la realidad es que Fenger es un colegio de barrio, de forma que
es el reflejo exacto de la comunidad que nos rodea. Y no puedes resolver los problemas
de un colegio sin tener en cuenta lo que está pasando a tu alrededor».
Cuando Dozier llegó a conocer de verdad a los estudiantes de Fenger se sorprendió al
descubrir la gravedad de los problemas que padecían en sus casas. «La mayor parte de
nuestros estudiantes vive en un estado de pobreza permanente y van de deuda en deuda»,
indicó. «Muchos de ellos viven en vecindarios con problemas de bandas. Creo que no
hay ni un solo alumno del colegio que no sufra algún tipo de problema grave». Me dijo
que un cuarto de las alumnas están embarazadas o son madres solteras. Y cuando le pedí
que me dijera cuántos estudiantes vivían con sus padres biológicos, me lanzó una mirada
de burla. «No caigo ahora en ninguno», dijo, «pero sé que hay alguno».
La amenaza de la violencia parecía estar siempre sobrevolando sobre los estudiantes
de Fenger. La tasa de homicidios en Chicago es dos veces mayor que la de Los Ángeles,
y más del doble que la de la ciudad de Nueva York. Las bandas tienen mucha presencia
y son más peligrosas que en cualquier otra ciudad importante de Estados Unidos.
Cuando Dozier llegó a Fenger se acababa de incrementar el número de altercados con
arma de fuego entre jóvenes: en 2008, ochenta y tres jóvenes en edad escolar habían sido
asesinados[17] en la ciudad, y más de seiscientos habían sobrevivido a un disparo con
arma de fuego.
Aunque, para Dozier, cambiar Fenger era un desafío, nada la había preparado para lo
que vivió el decimosexto día de su nuevo trabajo. Una gran pelea estalló a pocas
manzanas del colegio, involucrando a varios jóvenes, la mayoría estudiantes de Fenger.

21
No había armas de fuego ni navajas pero algunos jóvenes habían cogido traviesas de
ferrocarril y las estaban usando como bates. Derrion Albert, un estudiante de Fenger de
dieciséis años de edad que se había metido en la pelea, había recibido un golpe en la
cabeza con una de las traviesas. Después había sido golpeado en la cara y había caído al
suelo inconsciente. Mientras estaba en el suelo, algunos otros jóvenes le habían pateado
literalmente la cabeza, ocasionando su muerte por una combinación de traumatismos
contundentes.
Básicamente, la muerte de Derrion Albert en septiembre de 2009 no fue muy
diferente a la de cualquiera de las otras decenas de muertes violentas de estudiantes de
secundaria ocurridas en Chicago aquel año. Pero la pelea y muerte de Albert habían sido
grabadas en vídeo por un transeúnte, causando gran sensación, inicialmente en YouTube,
y después en los medios de comunicación convencionales. Los periodistas locales y
nacionales aterrizaron sobre Fenger. Durante semanas, las calles que rodeaban el colegio
se llenaron de furgonetas de televisión, a la vez que se organizaron frente a la puerta
vigilias de oración y actos de repulsa. El fiscal general de Estados Unidos, Eric Holder,
llegó a reunirse con los estudiantes. Después, en octubre, Fenger fue de nuevo noticia
cuando tres peleas de bandas estallaron simultáneamente en plantas diferentes del
colegio. Llegaron docenas de coches de policía al colegio, cinco estudiantes fueron
detenidos, y todo el edificio quedó bloqueado durante tres horas.
Después de esa batalla campal, Dozier instituyó lo que ella llamó política de
tolerancia cero con los comportamientos violentos y con todo aquello que pudiera
conducir a la violencia. Dozier decretó la suspensión automática de diez días para los
estudiantes que mostraran señales de pertenencia a bandas, o intercambiaran saludos o
gestos en los pasillos que fueran propios de bandas callejeras. Si había alguna pelea, ella
misma llamaba a la policía para detener a los involucrados, y después hacía todo lo que
estuviera en su mano para expulsarlos de Fenger de forma definitiva. A medida que
pasaba más tiempo en Fenger, y transcurrido algo más de un año desde la muerte de
Albert, el colegio estaba en general bastante más tranquilo, a diferencia de lo que pasaba
antes. Había siempre personal de seguridad patrullando en los pasillos y ningún
estudiante podía moverse sin su tarjeta de identificación colgada al cuello. Cuando algún
estudiante necesitaba ir al baño en medio de una clase, tenía que salir con un pase
gigante, de sesenta centímetros de largo y de color amarillo chillón. Entre clase y clase
se había cargado la música de la película Superdetective en Hollywood, que sonaba por
los altavoces de los pasillos de forma que los estudiantes sabían que tenían que entrar en
la siguiente clase antes de que terminase la canción. Pero a pesar de la firmeza de las
normas todavía se producían altercados. El primer día que llegué a Fenger para
entrevistarme con Dozier unos gritos en el pasillo nos interrumpieron dos veces y la
obligaron a salir corriendo para ayudar a apaciguar alguna pelea.

22
Dozier me dijo que a mitad de su segundo año como directora había empezado a
sentir que las herramientas más importantes de las que disponía no tenían mucho que ver
con lo que se enseñaba en las clases. A raíz del asesinato de Derrion Albert, Holder y
Arne Duncan prometieron medio millón de dólares de fondos federales para iniciar en
Fenger clases extraescolares sobre manejo de la ira y autocontrol, y el colegio empezó a
dirigir su atención y asesoramiento no solo a los estudiantes, sino también a sus familias.
Dozier inscribió a los veinticinco alumnos con más problemas en un programa intensivo
de tutorías. Buscaba cualquier tipo de solución que pudiera hacer frente a lo que
entonces le parecía el problema más severo de Fenger, no el déficit académico de los
estudiantes, que continuaba en una situación de angustiosa crisis, sino un conjunto más
serio de problemas relacionado frecuentemente con la dramática situación familiar de los
alumnos, algo que impedía su rendimiento en el día a día. Dozier me dijo una mañana
que «en los comienzos de mi profesión no me planteaba preguntas del estilo ¿de qué tipo
de familias vienen los alumnos? o ¿qué efecto tiene la situación de pobreza sobre los
estudiantes? Pero desde que empecé a trabajar en Fenger mi forma de pensar ha
cambiado».

23
2. Nadine Burke Harris
¿Cuál es el efecto de la pobreza sobre la juventud? Esta era la misma pregunta que al
otro lado del país también se estaba haciendo Nadine Burke Harris. Nadine era médica,
no profesora, y la forma en que abordó la cuestión fue desde la perspectiva de la salud de
sus pacientes. Desde 2007, Burke Harris había sido pediatra en el Centro de Salud
Infantil Bayview, en el barrio de Bayview-Hunters, en San Francisco. Un sombrío rincón
del sureste de la ciudad escondido en una zona industrial convertida ahora en viviendas
en uno de los más grandes y arriesgados planes de ordenación urbanística. Cuando Burke
Harris llegó a su clínica era una recién graduada por la Harvard School of Public Health.
Era una joven idealista pagada por el California Pacific Medical Center, una de las redes
hospitalarias privadas más potentes, interesada en llevar a cabo una tarea vagamente
definida, pero que sonaba bien: identificar y localizar las divergencias sanitarias entre la
diferente población de la ciudad de San Francisco. Estas diferencias no fueron difíciles
de encontrar, especialmente en un barrio como Bayview-Hunters, donde la tasa de
hospitalización por insuficiencia cardíaca era cinco veces más alta que la del barrio de
Marina, a unos pocos kilómetros de distancia. Antes de que se abriese la clínica de
Burke Harris solo había un pediatra trabajando en el sector privado para una comunidad
de más de diez mil niños.
Nadine se había especializado en Harvard en el estudio de la desigualdad sanitaria y
conocía el papel que el servicio de salud pública debía jugar para tratar de remediar estas
diferencias: mejorar el acceso a la atención sanitaria, especialmente a la primaria, para
las familias de más bajos ingresos. Cuando la clínica abrió sus puertas, Burke Harris se
dirigió al centro de su objetivo, localizando los principales problemas de salud habituales
entre los niños ricos y los niños pobres: el control del asma, la malnutrición y la
vacunación contra la difteria, la tosferina y el tétanos. En solo unos pocos meses avanzó
significativamente. «Resultó sorprendentemente fácil conseguir que las tasas de
vacunación aumentaran y las tasas de hospitalización por asma disminuyeran», me dijo
cuando visité por primera vez su clínica. Sin embargo, explicó, «sentí como que en
realidad no estábamos abordando el fondo del problema. Quiero decir, por lo que yo sé,
ningún niño en este barrio ha muerto por el tétanos desde hace mucho tiempo».
Burke Harris se encontró en una situación muy parecida a la de Dozier. Aquí ella se
encontraba en su trabajo soñado. Disponía de abundantes recursos, estaba bien
preparada, trabajaba duro, pero no parecía estar resolviendo realmente los graves
problemas que sufrían los jóvenes a los que estaba tratando de ayudar. Esa gente todavía
vivía rodeada por el caos y la violencia, tanto en su hogar como en las calles, y eso iba
haciendo grave mella en todos ellos, tanto física como emocionalmente. Muchos de los
niños que atendió en la clínica sufrían depresión o ansiedad, y algunos de ellos estaban

24
realmente traumatizados, de forma que el estrés de su vida cotidiana se expresaba para
ellos en una gran variedad de síntomas, desde ataques de pánico a trastornos alimentarios
o incluso comportamientos suicidas. A veces ella se sentía no tanto como un médico
pediatra de atención primaria, sino como un cirujano de campo de batalla que remendaba
a sus pacientes para enviarlos de nuevo a la guerra.
Burke Harris fue en busca de respuestas y su búsqueda la llevó a encontrar un nuevo
y desacostumbrado discurso acerca de la pobreza y la adversidad, diferente al que
aparece en los informes de políticas públicas y en los congresos, aunque sí en algunas
revistas científicas de medicina y congresos de neurociencia. Llegó a convencerse de
algo que inicialmente le pareció una idea demasiado radical: que en los barrios como
Bayview-Hunters o Roseland muchos de los problemas que generalmente llamamos de
orden social –en la jerga de los economistas y sociólogos– son en realidad problemas
que se pueden abordar mejor desde el ámbito de la biología molecular.

25
3. El estudio ACE
El viaje de Burke Harris en busca de respuestas empezó cuando se topó con un
artículo que Whitney Clarke, un psicólogo miembro del equipo de la clínica, le dejó
sobre su mesa un día de 2008: «La relación entre las experiencias infantiles traumáticas
y la salud en la fase adulta: convirtiendo el oro en plomo»[18]. El autor del artículo, era
Vincent Felitti, jefe del Departamento de Medicina Preventiva de Kaiser, una de las
mayores empresas sanitarias de California. Se trataba de un estudio sobre experiencias
traumáticas de la infancia –habitualmente denominadas ACE, del inglés Adverse
Childhood Experiences– que Felitti había llevado a cabo en la década de los 90 junto a
Robert Anda, un epidemiólogo del Centro para el Control de Enfermedades de Atlanta.
Cuando Burke Harris leyó el artículo algo hizo tilín en su cabeza: «las nubes se
disiparon», me explicó con una sonrisa. «Escuché música celestial. Era como en la
escena final de la película Matrix donde Neo puede ver todo el universo en
movimiento». A partir de 1995, todos los pacientes asegurados en Kaiser que se hacían
un chequeo médico completo recibieron un cuestionario donde se les pedían datos
relativos a su pasado personal. El programa incluía diez categorías diferentes de
experiencias infantiles traumáticas, como el abuso físico y sexual, el abandono físico o
emocional u otros tipos de traumas familiares, como el divorcio o la separación de los
padres, la convivencia con familiares que habían estado encarcelados o sufrían
enfermedades mentales o adicciones, etc. En unos pocos años, más de diecisiete mil
pacientes completaron y enviaron los cuestionarios, una tasa de respuesta de casi el 70%
[19]. En su conjunto, los entrevistados pertenecían a un nivel demográfico socio-cultural
medio-alto: el 75% eran blancos, el 75% había estudiado en la universidad y la edad
media de todos ellos era de 57 años.
Cuando Anda y Felitti examinaron las respuestas, se sorprendieron primero al ver la
elevada tasa de traumas infantiles sufridos entre la población. Más de una cuarta parte de
los pacientes reconocía haber crecido en un hogar donde había un alcohólico o
drogadicto. Aproximadamente la misma proporción reconocía haber sido maltratado con
golpes en su niñez. Cuando los médicos utilizaron esos datos para asignar a cada
paciente una puntuación dentro del programa de Experiencias Negativas en la Niñez
ACE (Adverse Childhood Experiences), dieron un punto a cada tipo de trauma
registrado. Se encontraron con que dos tercios de los pacientes habían recibido al menos
un punto, y uno de cada ocho pacientes obtuvo una puntuación en ACE de cuatro puntos
o más.
La segunda y más significativa sorpresa llegó cuando Anda y Felitti compararon las
puntuaciones de ACE con todos los historiales clínicos que la clínica Kaiser había
recopilado de todos sus pacientes. Las correlaciones entre las experiencias infantiles

26
negativas y los efectos negativos registrados en la fase de adultos era tan abrumadora
que «nos vimos sorprendidos»[20]. Anda lo describió claramente: «lo que esa
correlación parecía señalar era una relación sorprendentemente lineal en el modelo:
cuanto mayor era la puntuación ACE, peores eran las consecuencias relativas a
adicciones futuras o a enfermedades graves». Anda y Felitti hicieron el gráfico de barras
correspondiente. En la parte inferior, en el eje de las X, los médicos pusieron la
puntuación ACE que los pacientes habían reconocido. En el eje Y se indicaban la
frecuencia de los diferentes problemas registrados: obesidad, depresión, sexualidad
precoz, tabaquismo y así sucesivamente… En cada gráfico, las barras subían de forma
constante de izquierda (cero puntos ACE) a derecha (más de siete puntos ACE). En
comparación con las personas sin antecedentes ACE[21], las personas con
clasificaciones en ACE de cuatro o más puntos eran dos veces más propensas a
fumar[22], tenían siete veces más probabilidades de ser alcohólicos, y hasta siete veces
más probabilidades de haber tenido sexo antes de los quince años. Todos ellos eran
además dos veces más propensos a sufrir cáncer, tenían el doble de probabilidades de
tener enfermedades de corazón[23], también el doble de probabilidad de sufrir
enfermedades hepáticas[24] y hasta cuatro veces más probabilidades de padecer un
enfisema o una bronquitis crónica. En algunos gráficos los indicios eran especialmente
reveladores: los adultos con una puntuación por encima de seis en la clasificación ACE
tenían treinta veces más de posibilidades de llevar a cabo un intento de suicidio[25] que
aquellos que tenían cero puntos. Los hombres con una puntuación por encima de cinco
tenían cuarenta y seis veces más probabilidades de haber consumido drogas que aquellos
sin puntos ACE[26].
Los resultados, aunque sorprendentes por su contundencia, mostraban lo que
intuitivamente tenía sentido. Los psicólogos han creído durante mucho tiempo que los
antecedentes traumáticos en la infancia pueden producir sentimientos de baja autoestima
en el futuro, y era razonable suponer que estos sentimientos llevaran más adelante a
problemas de adicciones, depresión o incluso suicidios. Y algunos de estos efectos
quedaban registrados en el estudio de ACE, como los problemas de hígado o diabetes o
el cáncer de pulmón, que aparecían como resultado, al menos en parte, de las conductas
autodestructivas propias de beber o comer en exceso o de fumar. Pero, además, Felitti y
Anda se encontraron con que las experiencias traumáticas en la infancia tenían también
un claro efecto negativo en la salud de los adultos incluso cuando esos comportamientos
de riesgo no estaban presentes. Cuando examinaron a los pacientes con puntuaciones
altas en ACE (siete o más) que no fumaban, no bebían en exceso y no mostraban
sobrepeso, se encontraron con que el riesgo de enfermedad cardíaca isquémica[27] (la
causa de muerte más común en Estados Unidos) era todavía un 360% mayor que en
aquellos que tenían cero puntos en ACE. Los problemas de infancia de esos pacientes

27
derivaban en enfermedades a pesar de que su modo de vida no tuviera nada que ver con
ellas.

28
4. El efecto parque de bomberos
Aquel estudio llevó a Burke Harris a meterse en profundidad en otros muchos
trabajos de investigación. Cada noche se quedaba hasta tarde leyendo artículos de
revistas médicas y localizando en las notas a pie de página las referencias de PubMed, la
base de datos médica online. La cantidad de investigaciones que recopiló durante
aquellos meses de intenso estudio están ahora guardadas en cuatro grandes carpetas en la
estantería de su oficina. Esos papeles abarcan muchas disciplinas científicas, pero la
mayoría están relacionados con la medicina: neuroendocrinología (el estudio de cómo
las hormonas interactúan con el cerebro) y psicología del estrés (el estudio de cómo el
estrés afecta al resto del cuerpo), por ejemplo. Aunque Anda y Felitti no incluían en su
estudio del ACE justificaciones biológicas, en la última década los científicos han
llegado a la conclusión de que el mecanismo principal por medio del cual las
experiencias traumáticas infantiles producen daños médicos posteriores es el estrés.
Nuestros cuerpos regulan el estrés usando un sistema denominado eje HPA. HPA
significa «hipotálamo-pituitaria-adrenalina», y este trabalenguas describe la forma en
que las señales químicas desencadenan en el cerebro y en el cuerpo reacciones en cadena
ante situaciones estresantes. Cuando aparece un potencial peligro, la primera línea de
defensa es el hipotálamo, la región del cerebro que controla los procesos biológicos
inconscientes, como la temperatura corporal, el hambre o la sed[28]. El hipotálamo
segrega sustancias químicas que activan los receptores de la glándula pituitaria. La
pituitaria a su vez se comunica por medio de hormonas que estimulan las glándulas
suprarrenales, y las glándulas suprarrenales segregan a su vez las hormonas del estrés
llamadas glucocorticoides, que activan respuestas específicas defensivas. Algunas de
estas activaciones son fáciles de reconocer cuando nos suceden: las emociones como el
miedo y la ansiedad producen algunas respuestas físicas, como el aumento de la
frecuencia cardíaca, el sudor frío o la sequedad de boca. Pero muchos otros efectos del
eje HPA son menos evidentes, incluso cuando los experimentamos: se activan
neurotransmisores, se elevan los niveles de glucosa, el sistema cardiovascular envía
sangre a los músculos y las proteínas anti-inflamatorias se trasladan por medio del
torrente sanguíneo.
En su perspicaz y entretenido libro Why Zebras Don’t Get Ulcers, el neurocientífico
Robert Sapolsky explica que nuestra respuesta al estrés, como la de todos los mamíferos,
ha evolucionado para reaccionar ante picos de estrés breves y agudos. Esto funcionaba
bien cuando los seres humanos vivíamos en la sabana y éramos atacados por los
depredadores. Pero los humanos modernos rara vez tienen que enfrentarse a los ataques
de los leones. En cambio, la mayor parte de nuestro estrés diario proviene de procesos
mentales: de las preocupaciones. Y el eje HPA no está diseñado para manejar este tipo

29
de estrés. Nosotros «activamos un sistema fisiológico para responder a formas de
emergencias que han evolucionado», porque, como escribe Sapolsky, «ahora andamos
preocupados durante meses por la hipoteca, las relaciones personales y los ascensos». En
los últimos cincuenta años los científicos han apuntado a que este fenómeno no es que
sea poco eficaz, sino que es altamente destructivo. La sobrecarga del eje HPA,
especialmente durante la infancia o la niñez, produce todo tipo de efectos negativos
graves y duraderos, tanto físicos, como psicológicos y neurológicos.
Lo malo de este proceso, sin embargo, no es la ruina que nos produce el estrés
propiamente dicho. Es la reacción del cuerpo al estrés. A principios de 1990, Bruce
McEwen, un neuroendocrinólogo de la Rockefeller University, propuso una teoría
explicativa de cómo funciona todo esto que ahora es ampliamente aceptado por los
profesionales de esta disciplina[29]. Según McEwen, el proceso de manejo del estrés, lo
que él llamó alostasis, es realmente lo que genera el desgaste en el resto del cuerpo. Si
los sistemas de control del estrés están sobrecargados por el trabajo, con el tiempo se
descomponen bajo esa tensión. McEwen llama a este fenómeno proceso de sobrecarga
alostática y dice que sus efectos destructivos afectan a casi todo el cuerpo. Por ejemplo,
el estrés agudo aumenta la presión sanguínea para proporcionar el adecuado flujo de
sangre a los músculos y a los órganos que necesitan responder a una situación de peligro.
Esto es bueno. Pero la presión arterial elevada, cuando se repite con demasiada
frecuencia, termina por producir arteriosclerosis, que causa ataques cardíacos. Esto no es
tan bueno, claro.
Aunque el sistema de respuesta al estrés es muy complejo en los humanos, en la
práctica tiende a actuar como un mazo de croquet. Dependiendo del tipo de estrés que se
experimente, la respuesta ideal debería generar un tipo diferente de reacción. Si usted
está a punto de recibir una herida, sería ideal para su sistema inmunológico empezar a
producir cantidades mayores de anticuerpos. Si se ve en la necesidad de salir huyendo de
un atacante, lo ideal sería que su corazón y su presión arterial se elevaran. Pero el eje
HPA no puede discriminar los diferentes tipos de amenazas, por lo que activa todas las
defensas posibles, es decir, todo a la vez, como respuesta ante cualquier tipo de amenaza.
Desafortunadamente, esto significa que a menudo algunas de las respuestas producidas
por el estrés no son del todo útiles, como cuando se necesita hablar en público ante un
auditorio y de repente se nos seca la boca. Su eje HPA percibe un cierto peligro, y utiliza
el ahorro de fluidos como una forma de protegerse ante un ataque. Y así es como te ves
ahí en medio tragando saliva y buscando un vaso de agua.
Piense en el eje HPA como en una estación de bomberos de lujo que dispone de una
flota de camiones de alta gama, cada uno de ellos con un equipo altamente especializado
y con su propio equipo de bomberos expertos. Cuando suena la alarma, los bomberos no
se paran a analizar con exactitud cuál es el problema ni qué tipo de camión o de

30
herramientas podrían ser las más apropiadas. Lo que hacen es sacar a toda velocidad
todos sus camiones juntos a la máxima velocidad posible y con las sirenas a todo
volumen. Al igual que el eje HPA: simplemente responde rápidamente con todas las
herramientas posibles. Esta puede ser la estrategia correcta para salvar vidas en un
incendio, pero también da lugar a una exagerada movilización de camiones de bomberos
que salen corriendo para encontrarse simplemente con un cubo de basura humeante o, lo
que es peor, con una falsa alarma.

31
5. Miedo a morir
Nadine Burke Harris observó en sus pacientes los resultados del efecto parque de
bomberos durante mucho tiempo. Un día, en la clínica de Bayview, me presentó a uno de
sus pacientes, una adolescente llamada Monisha Sullivan, madre primeriza, que apareció
por la clínica cuando tenía dieciséis años. La infancia de Monisha había sido altamente
estresante: fue abandonada a los pocos días de nacer por su madre, una adicta al crack y
a otras drogas. Cuando era niña, vivía con su padre y su hermano mayor en una zona de
Hunters Point caracterizada por la violencia de las bandas callejeras. Su padre terminó
por sucumbir también a las drogas y le fue retirada la patria potestad cuando Monisha
tenía diez años. Ella y su hermano fueron sacados de su casa, separados el uno del otro y
enviados a diferentes hogares de acogida. Desde entonces, estuvo rebotando de un sitio a
otro dentro del sistema público, con estancias que variaban desde una semana a un mes,
o hasta un año en diferentes hogares de acogida. Hasta que, inevitablemente, en un
momento de tensión en una comida, se escapó ante el descuido de sus vigilantes. En los
seis años anteriores había pasado por hasta nueve hogares diferentes.
Cuando conocí a Monisha, en el otoño de 2010, acababa de cumplir los dieciocho
años: tres días antes se había emancipado del sistema público de educación especial en el
que había pasado casi la mitad de su vida. Su experiencia más dolorosa, según me dijo,
fue el primer día en que fue a parar a un hogar de acogida. Sin previo aviso, un
trabajador social al que nunca antes había visto la sacó de clase y la llevó a su extraño y
nuevo hogar. Pasaron meses antes de poder tener algún contacto con su padre.
«Recuerdo el primer día como si fuera ayer», me dijo. «Cada detalle. Todavía sueño con
ese momento. Siento como que voy a estar dañada de por vida por aquello».
Cuando nos conocimos en la clínica, le pregunté a Monisha si podía describir para
mí lo que sentía exactamente con ese dolor. Ella es extraordinariamente elocuente sobre
su estado emocional –cuando se siente triste o deprimida, escribe poemas– y enumeró
los síntomas con precisión. Sufría insomnio y pesadillas, dijo, y a veces le dolía todo el
cuerpo de forma inexplicable. Sus manos temblaban a veces de manera incontrolable.
Hacía poco se le había comenzado a caer el pelo, y se había puesto un pañuelo verde
pálido para tapar una calva que ya aparecía en su cabeza. Más que nada, sufría ansiedad:
ansiedad cuando pensaba en el colegio, o en su hija pequeña, o cuando se preocupaba
por los posibles terremotos. «Pienso en las cosas más raras», decía. «Pienso en el fin del
mundo. Si un avión vuela sobre mí, pienso que va a dejar caer una bomba. Pienso en la
muerte de mi padre. Si lo perdiese, no sé lo que voy a hacer». Tenía ansiedad incluso
sobre su ansiedad. «Cuando me asusto, me pongo a temblar», me dijo. «Mi corazón
empieza a latir. Comienzo a sudar. Ya sabes lo que la gente dice: creí que me moría. Me
da miedo que eso llegue a pasarme algún día».

32
La metáfora del parque de bomberos puede ayudarnos a entender lo que le estaba
pasando a Monisha Sullivan. Cuando era una niña, su alarma de incendios estuvo
sonando constantemente a todo volumen: «mi madre y mi madrastra se están pegando
entre ellas de nuevo. No volveré a ver a mi padre otra vez. No hay nadie para hacerme la
cena. Mi familia de acogida no va a cuidar de mí…». Cada vez que la alarma se
disparaba, su sistema de respuesta al estrés enviaba toda la flota de camiones de
bomberos con las sirenas a todo volumen. Los bomberos habían roto algunas ventanas y
empapado las alfombras. Cuando cumplió los dieciocho años el problema principal de
Monisha no tenía nada que ver con aquellos a los que se enfrentaban el resto de la gente;
su problema principal era el daño que los bomberos habían causado.
Cuando McEwen propuso por primera vez el concepto de sobrecarga alostática, en
1990, no se concibió como una forma de indicador numérico. Sin embargo,
recientemente, él y otros investigadores dirigidos por Teresa Seeman[30], gerontólogo
de la Universidad UCLA, han estado tratando de hacer operativo el concepto de carga
alostática mediante un indicador numérico para cada individuo. De esta forma, podría
expresarse el daño recibido a lo largo de la vida por causa del estrés sufrido.
Actualmente los médicos utilizan continuamente indicadores de riesgo biológico, sobre
todo con mediciones como, por ejemplo, la presión arterial. Esos números son
obviamente útiles como un indicador de un determinado estado médico (por eso su
médico de cabecera insiste en tomarnos la tensión arterial cada vez que vamos a verle,
sin que parezca hacer mucho caso a la dolencia que nos llevó hasta allí). El problema es
la presión arterial, por sí misma, no es una medida precisa para conocer todos los riesgos
médicos futuros. Un índice de carga alostática completo debería incluir no solo la
presión arterial y el ritmo cardíaco, sino otras medidas posibles del estrés: los niveles de
colesterol, los indicadores de reactivos de alta sensibilidad de la proteína C (un marcador
de enfermedades cardiovasculares), los niveles de cortisol y de algunas otras hormonas
del estrés registradas en la orina, o los niveles de glucosa, insulina o lípidos en la sangre.
Seeman y McEwen han demostrado que un complejo índice que incluyera todos estos
valores sería un indicador mucho más fiable de un riesgo médico futuro que la simple
medición de la presión arterial o de cualquier otro indicador único como los utilizados
hoy en día.
Es una idea atractiva y fascinante, pero un poco aterradora si nos paramos a pensarlo:
un solo número que nos diera el médico, digamos a los veinte años, reflejaría toda la
tensión acumulada en nuestra vida hasta ese momento, y los riesgos médicos a los que
nos tendremos que enfrentar por culpa del estrés. En cierto modo, sería una versión más
refinada de la puntuación ACE. Pero a diferencia de esta, basada en nuestra propia
descripción de nuestra infancia, el índice de carga alostática sería simplemente un
número, un dato frío que estaría midiendo los efectos físicos reales de los traumas

33
sufridos en su infancia y escritos en su cuerpo, debajo de su propia piel.

34
6. Funciones ejecutivas
Como médico, Burke Harris estuvo inicialmente interesado en los efectos
fisiológicos que los traumas infantiles y el estrés tenían en sus pacientes: en el caso de
Monisha, el temblor de manos, la caída repentina del pelo o sus inexplicables dolores.
Pero Burke Harris se dio cuenta rápidamente de que estos síntomas tenían un impacto
igualmente grave en otros muchos aspectos de la vida de sus pacientes. Cuando había
usado una versión modificada del cuestionario ACE de Anda-Felitti con más de
setecientos pacientes de su clínica descubrió una preocupante y clara correlación entre
las puntuaciones de ACE y los problemas en el colegio. Entre sus pacientes con una
puntuación de cero en ACE, solo al 3% le había sido identificado un problema de
aprendizaje o de trastorno de conducta[31]. Pero entre los pacientes con una puntuación
de ACE de cuatro o más se alcanzaba el 51%.
El estrés a nivel fisiológico también ha encontrado siempre una explicación
biológica. La parte del cerebro que más refleja el estrés es la corteza prefrontal, que es
fundamental en las actividades de autorregulación de todo tipo, tanto emocionales como
cognitivas. Como resultado, los niños que crecen en ambientes estresantes generalmente
tienen más dificultades para concentrarse, les resulta más difícil quedarse quietos, tienen
más complicado recuperarse de las decepciones y no es fácil que puedan seguir las
instrucciones que se les dan. Y eso tiene un efecto directo sobre su rendimiento
académico. Cuando alguien está confuso por un incontrolable impulso que le produce
desasosiego, le resulta difícil aprender las letras. De hecho, cuando los profesionales de
educación infantil son encuestados acerca de sus alumnos, revelan que el mayor
problema no es que no sepan las letras o los números, sino los niños que no saben
manejar su temperamento o sobreponerse ante alguna provocación. En una encuesta
nacional, el 46% de los profesores de educación infantil dijo que por lo menos la mitad
de los niños de su clase tenían problemas de obediencia para seguir las indicaciones
dadas por el profesor[32]. En otro estudio, los profesores del colegio Head Star[33]
indicaron que más de una cuarta parte de sus alumnos mostraron comportamientos muy
negativos relacionados con el autocontrol, como dar patadas o amenazar a otros niños al
menos una vez a la semana.
Algunos de los efectos del estrés relacionados con la corteza prefrontal pueden
encuadrarse dentro de categorías emocionales o psicológicas como la ansiedad o la
depresión de cualquier tipo. Yo me mantuve en contacto con Monisha en los meses
siguientes a nuestro primer encuentro y he visto muchos de esos síntomas emocionales
en ella. Estaba plagada de dudas sobre sí misma, sobre su peso, sobre su capacidad para
educar a sus hijos o sobre su forma de ver las cosas en general. Había sido asaltada una
noche por un ex-novio, un personaje particular con el que había salido, en contra de su

35
propio criterio, para evitar su soledad. Se pasaba constantemente haciendo frente a un
conjunto de emociones que la tenían siempre a punto de zozobrar. «A veces el estrés es
demasiado para mí», me confesó un día. «No entiendo cómo las personas pueden luchar
contra él».
Para Monisha el efecto principal de la sobrecarga por estrés en su corteza prefrontal
significaba que no podía regular bien sus emociones. Para muchos otros jóvenes, sin
embargo, el principal efecto del estrés es que compromete su capacidad para regular sus
pensamientos. Esto tiene que ver con un conjunto particular de habilidades cognitivas
que se encuentran en la corteza prefrontal conocidas como funciones ejecutivas. En los
distritos escolares de gente pudiente, la función ejecutiva se ha convertido en el nuevo
eslogan educativo, el descubrimiento más reciente que hay que evaluar y diagnosticar.
Pero, entre los científicos que estudian a alumnos en situación de pobreza, las funciones
ejecutivas son un filón nuevo y atractivo por otra razón: la mejora de esa función ofrece
un vehículo potencialmente capaz de reducir la brecha de rendimiento entre niños ricos y
niños de clase media o baja.
Las funciones ejecutivas, tal y como las entendemos, son una colección de
habilidades mentales de orden superior. Jack Shonkoff, el jefe del Centro para Desarrollo
Infantil de la Universidad de Harvard, las ha comparado con un equipo de controladores
de tráfico aéreo que supervisan las funciones del cerebro. De forma más amplia, se
refieren a la capacidad para hacer frente a situaciones imprevisibles, confusas o con falta
de información. Una de las famosas pruebas sobre las funciones ejecutivas es la prueba
de Stroop. En ella se nos muestra la palabra rojo escrita en letras verdes, y alguien te
pregunta de qué color es la palabra que ves. Se necesita algo de esfuerzo para evitar
precipitarse y decir «rojo». Esa habilidad para resistir el impulso son las funciones
ejecutivas. Y esas destrezas son especialmente valiosas en el colegio.
Estamos pidiendo constantemente a los niños que trabajen con información
contradictoria. La letra Q se pronuncia como una K. Barón y varón suenan casi igual
pero tienen significados diferentes. Un cero significa una cosa por sí misma pero
totalmente diferente con un uno delante. Hacer un seguimiento de los diferentes trucos y
excepciones requiere un cierto control sobre los impulsos cognitivos primarios, y esta es
una habilidad neurológicamente relacionada con el control de los impulsos emocionales.
Es la capacidad para abstenerse de pegar a otro niño que ha cogido tu coche de juguete
favorito. Tanto en la prueba de Stroop como en el ejemplo del coche de juguete se está
utilizando la corteza prefrontal para[34] superar la inmediata reacción instintiva. Y esta
capacidad de ofrecer un dominio sobre uno mismo, sea en la esfera emocional o en la
cognitiva, es de crucial importancia en la etapa escolar, tanto en la educación infantil
como en el último año de secundaria.

36
7. Simon
Desde hace mucho sabemos que las que llamamos funciones ejecutivas se relacionan
con fuerza con el nivel de ingresos familiares, pero hasta hace poco no sabíamos por
qué. En 2009, dos investigadores de la Universidad de Cornell, Gary Evans y Michelle
Schamberg, diseñaron un experimento que nos ofreció por primera vez un panorama
claro sobre los efectos de la pobreza en la infancia sobre la función ejecutiva[35].
Examinaron la función ejecutiva mediante la memoria de trabajo, la capacidad de
mantener un montón de sucesos en la cabeza al mismo tiempo. Es algo muy distinto de
la llamada memoria a largo plazo. Mientras esta última consiste en recordar el nombre
de nuestro primer profesor, la memoria de trabajo se refiere a recordar todo lo que se
supone que tienes que comprar en el supermercado cuando vas a comprar. La
herramienta que Evans y Schamberg eligieron para medirla fue bastante retro: el juego
electrónico infantil llamado Simon. Si usted creció como yo en la década de los setenta,
recordará este juego de la casa Hasbro: un platillo volante con aspecto de disco, del
tamaño de un LP, pero más gordo, con cuatro paneles de colores que se iluminan y
emiten sonidos distintos. Los paneles se iluminan siguiendo varios patrones de
secuencias y el juego consiste en que usted tiene que reproducir el orden de luces y
sonidos que ha escuchado de la máquina.
Evans y Schamberg utilizaron este juego para poner a prueba la memoria de trabajo
de ciento noventa y cinco jóvenes de diecisiete años, seleccionados en las zonas rurales
del estado de Nueva York e integrantes del grupo que Evans venía estudiando desde que
nacieron. Alrededor de la mitad de los jóvenes había crecido por debajo del umbral de
pobreza y la otra mitad pertenecía a familias de trabajadores de clase media. El primer
descubrimiento de Evans y Schamberg fue que la cantidad de tiempo que los niños
habían sufrido un estado de necesidad o pobreza servía para predecir lo bien o mal que
harían la prueba de Simon. De media, los jóvenes que habían pasado diez años bajo
situación de pobreza hacían peor las pruebas que los niños que habían pasado solo cinco
años en esa misma situación de necesidad. Esto, de suyo, no era demasiado
sorprendente, ya otros investigadores habían obtenido evidencias entre el estado de
pobreza y la memoria de trabajo.
Pero Evans y Schamberg hicieron algo nuevo: introdujeron algunos medidores
biológicos del estrés en el estudio, para chicos de nueve y trece años. Para ello, tomaron
una serie de indicadores fisiológicos, como la presión arterial, el índice de masa corporal
y los niveles de determinadas hormonas del estrés, como el cortisol. Evans y Schamberg
combinaron esos datos biológicos para crear su propio sistema de medición de la
denominada carga alostática, que mide los efectos físicos de tener el sistema de respuesta
al estrés sobrecargado. Cuando se sentaron con todos los datos delante y compararon las

37
puntuaciones obtenidas en la prueba del juego Simon de cada chico con su historial de
vida bajo el umbral de pobreza, incluyendo el indicador de carga alostática, se
encontraron con que las tres medidas estaban correlacionadas: más tiempo en situación
de pobreza significaba que el indicador de carga alostática era mayor y las puntuaciones
en el juego de Simon, menores. Pero lo más sorprendente estaba por venir: cuando se
utilizaron técnicas estadísticas para factorizar la carga alostática, el efecto de la pobreza
sobre este indicador desaparecía por completo. No era la pobreza lo que comprometía las
funciones ejecutivas de los chicos pobres; era el estrés que había acompañado a esas
situaciones.
Este era, al menos potencialmente, un gran avance para la comprensión de nuestro
entendimiento de la pobreza. La imagen es la siguiente. Dos niños sentados juntos
jugando al Simon. Uno procede de un hogar de clase media-alta, y el otro pertenece a
uno con bajos ingresos. El primero obtiene mejores resultados al memorizar los patrones.
Estamos inclinados a dar por supuesto que la razón pueda ser genética, es decir, que tal
vez exista un gen Simon y que los niños ricos cuentan con más posibilidades de tenerlo.
O tal vez tiene que ver con la abundancia material de los chicos de clase media-alta:
tienen más libros, más juguetes y más aparatos electrónicos. O quizá es que algunos de
estos chicos estudian en mejores colegios donde les ayudan a desarrollar la memoria a
corto plazo. O quizá se trate de una combinación de los tres factores anteriores. Pero lo
que Evans y Schamberg habían encontrado es que la causa más significativa por esa
desventaja residía, en realidad, en su elevado nivel de carga alostática. Si un chico pobre
presentaba niveles bajos de carga alostática, por la razón que fuese, porque había tenido
una infancia menos estresante a pesar de la situación de pobreza familiar, obtenía
resultados con el Simon tan buenos como los de los chicos de clase media-alta.
Entonces, ¿por qué puntúan tan poco en el juego de Simon? Porque, ya sea en
secundaria, en la universidad o en el trabajo, la vida está llena de tareas que disminuyen
la capacidad de la memoria de trabajo, una habilidad crucial para el éxito.
Pero lo más emocionante de este estudio sobre las diferencias entre chicos ricos y
pobres era no solamente que las funciones ejecutivas eran un buen predictor del éxito
futuro, sino que además podían ser mucho más manejables que otras habilidades
cognitivas. La corteza prefrontal es más sensible que otras partes del cerebro, y esta
cualidad dura hasta bien entrada la adolescencia e incluso hasta la primera etapa de la
edad adulta. De esta forma, si somos capaces de mejorar el entorno de los chicos para
que obtengan un mejor desarrollo de las habilidades ejecutivas, estaremos aumentando
sus posibilidades de éxito futuro de una forma particularmente eficiente.

38
8. Mush
Es en la primera infancia cuando nuestro cerebro y nuestro cuerpo se muestran más
sensibles a los efectos de las situaciones estresantes y traumáticas. Pero es en la
adolescencia cuando los daños causados por aquel estrés nos conducen a problemas más
graves y de más larga duración. Se acentúa con la edad, como muestran los estudios
acerca del desarrollo. Cuando alguien tiene problemas para controlar su impulsividad en
la primaria, las consecuencias son relativamente limitadas: quizá te manden al despacho
del director o pierdas un amigo. Pero las consecuencias en la adolescencia son más
graves: conducir borracho, tener relaciones sexuales sin control, abandonar los estudios
o robar carteras son acciones que a menudo pueden marcar de por vida a una persona.
Es más, los investigadores han descubierto que hay una cosa en particular que puede
llevar a los adolescentes a tomar decisiones equivocadas o a actuar de forma impulsiva
cuando se descompensa su cerebro[36]. Laurence Steinberg, psicólogo de la Universidad
de Temple, ha analizado por separado dos partes del sistema neurológico que se
desarrollan en la infancia y llegan hasta la primera edad adulta y que en su conjunto
tienen mucho que ver con el comportamiento de los adolescentes[37]. El problema se
produce cuando esos dos sistemas no están bien alineados. El primero, llamado sistema
de procesamiento de incentivos, hace que busquemos sensaciones en el entorno que
tengan una recompensa emocional (si alguna vez has sido adolescente, esto puede
resultarte familiar). El segundo se llama sistema de control cognitivo y permite regular
todos los impulsos de los instintos. La razón por la que la adolescencia ha sido siempre
considerada una etapa convulsa, dice Steinberg, es porque el sistema de procesamiento
de incentivos alcanza su máximo potencial en la adolescencia temprana, mientras que el
sistema de control cognitivo no termina su desarrollo hasta los veinte años. De esta
forma, hay unos años locos en los que tenemos el sistema de búsqueda de incentivos al
máximo sin que el correspondiente sistema de control mantenga todo bajo su tutela. Por
eso, combinar todo esto con la enloquecida neuroquímica de un adolescente, y un eje
HPA sobrecargado, puede resultar un trago complejo. Este desequilibrio de fuerzas era
exactamente lo que se encontró Elizabeth Dozier en muchos de los estudiantes cuando
intentaba manejar el colegio Fenger High School. A raíz de los disturbios en octubre de
2009, decidió que algunos estudiantes debían ser expulsados del colegio para siempre.
En la parte superior de su lista de candidatos estaba un muchacho de dieciséis años,
llamado Thomas Gaston, conocido por todos como Mush. Como Dozier descubrió,
Mush era el auténtico cabecilla de una banda que con solo una mirada a sus
lugartenientes desencadenaba todo un conjunto de reyertas en el colegio. «Era el infierno
sobre ruedas», me dijo Dozier. «Ponía el pie en el edificio y todo el mundo salía
corriendo hacia arriba. Nos cambió el colegio de arriba abajo solo por tonterías».

39
Llegué a conocer a Mush porque estaba apuntado, junto con otras dos docenas de
alumnos de Fenger High School, en un programa de tutoría intensiva para todos los
colegios públicos de Chicago. Este proyecto estaba financiado por una organización sin
ánimo de lucro llamada Programa para la Defensa de la Juventud, conocida por sus
siglas en inglés YAP. Desde el otoño de 2010, y en el invierno y la primavera siguientes,
pasé un montón de tiempo en Roseland, con varios promotores de YAP y algunos de los
estudiantes que participaban en el programa, incluyendo a Mush. Mi guía principal allí
fue Steve Gates, el director adjunto de YAP en Chicago, un hombre tranquilo y
corpulento, de casi cuarenta años, con el pelo corto y enmarañado, una barba suelta y
afilada y los ojos azul pálido. Como Mush, Gates había vivido en Roseland, a solo unas
manzanas del colegio Fenger. Pasó allí su infancia y había crecido en el barrio. Es más,
lo había hecho en unas circunstancias similares a las de Mush y había cometido muchos
de los mismos errores que ahora Mush estaba cometiendo veinte años después: había
estado en bandas, llevaba pistola y había arriesgado su vida y su futuro todos y cada uno
de los días durante mucho tiempo. El pasado delictivo de Gates le ofrecía una
comprensión única de las presiones a las que Mush se enfrentaba y le daban un alto
sentido de urgencia en la labor de tratar de dirigir hacia un futuro mejor a Mush y al
resto de aquellos adolescentes matriculados.
YAP había llegado a Chicago por requerimiento de Ron Huberman, la persona que
había reemplazado a Arne Duncan como director general del sistema escolar de Chicago,
en 2009. Cuando el alcalde Daley nombró a Huberman, estaba muy preocupado por la
creciente violencia con armas de fuego entre los jóvenes de la ciudad. Le dieron a
Huberman una misión un tanto inusual para un Director General de Educación: evitar
que los estudiantes siguiesen matándose unos a otros. Huberman era un firme defensor
del análisis de datos. Su primer trabajo al salir de la universidad había sido para el
Departamento de Policía de Chicago, donde se había adiestrado en el funcionamiento del
programa CompStat, un sistema de alta tecnología para el análisis de datos que había
permitido reducir muy notablemente la delincuencia en Nueva York, en la década de los
noventa. Su primer paso como Director General de Educación fue contratar a todo un
equipo de consultores para hacer un análisis CompStat de los homicidios y tiroteos entre
estudiantes en la ciudad de Chicago. Los consultores crearon un modelo estadístico que,
según explicaron, les permitió identificar a los estudiantes de la ciudad que tenían más
probabilidades de ser víctimas de un ataque con armas de fuego en los siguientes dos
años. Encontraron en total mil doscientos estudiantes en todo Chicago que, de acuerdo
con su modelo de análisis estadístico, tenían una posibilidad de uno entre trece de ser
tiroteados antes del verano de 2011. Dentro de ese grupo de mil doscientos jóvenes en
edad escolar, doscientos estudiantes fueron considerados «de alto riesgo» porque sus
posibilidades de recibir un disparo eran de uno sobre cinco. Todos ellos pasaron a formar

40
parte de los estudiantes integrados en el programa de YAP con veinte horas semanales
de tutoría y apoyo escolar.
Mush estaba en esa última lista con lo que, en otoño de 2009, Steve Gates fue en su
busca para conseguir inscribirlo en YAP y asignarle un defensor. Al mismo tiempo, sin
embargo, Elizabeth Dozier estaba tratando de echar a patadas a Mush de Fenger High
School. Poco después de que quedara integrado en YAP, ella se las arregló para terminar
de echarlo del colegio, al menos temporalmente, enviándolo un semestre a un triste
colegio de educación alternativa llamado Vivian E. Summers High School, una especie
de instalación carcelaria a ocho manzanas de Fenger High School. Aunque a Mush no le
gustaba su nuevo colegio tanto como Fenger, mejoró algo bajo la atenta mirada de los
mentores de YAP durante el invierno y la primavera. El primero de los defensores de
Mush le consiguió un trabajo en una tienda de pinturas donde fue capaz de desarrollar su
faceta más artística. Durante un tiempo parecía que Mush daba la espalda a su grupo de
revoltosos del pasado y comenzaba a avanzar hacia una forma de vida mejor y más
productiva.
Pero fue entonces cuando una noche de junio de 2010, el defensor de Mush le
permitió salir de casa tarde suponiendo que volvería por la noche. Mush había decidido
volver a las calles. Unas horas más tarde avisaban de la cárcel local del Condado de
Cook que se encontraba junto a un corredor de apuestas amigo suyo, acusados ambos del
robo de un coche con agravantes, es decir, robo de vehículo a punta de pistola. Él y su
amigo Bookie se enfrentaban cada uno a una posible condena de veintiún años de cárcel.
El abogado de YAP consiguió de alguna forma convencer al juez de que era suficiente
con que lo ingresaran ocho meses en un campo de entrenamiento, en lugar de ir a la
cárcel. Boot Camp fue un viaje complejo para Mush. El régimen del campamento era
completamente militar –incluyendo flexiones y diez millas de footing al atardecer– pero
empezó a conseguir en Mush una cierta disciplina interna de la que había carecido en el
colegio. Y curiosamente esto se consiguió por medio de la sentencia a la que había sido
condenado.
Cuando empecé a pasar tiempo con la gente de YAP y sus estudiantes, Mush todavía
seguía encerrado en el campo de entrenamiento. Mucho antes de conocerle ya había
escuchado muchas cosas sobre él: de Gates, de Dozier, de sus colegas en YAP, incluso
de su madre, a la que Gates y yo visitamos una noche mientras Mush seguía en el campo
de entrenamiento. Dozier hablaba de Mush con enfado, como si fuera el malo de la
película. Gates me dijo que los adultos le tenían un miedo de muerte. Su madre, por
supuesto, no parecía muy impresionada con la reputación de su hijo en el mundo del
hampa. Ella contaba con regocijo que solía comprarle calzoncillos con estampados de
Arthur, el cerdito hormiguero de la serie de dibujos animados, para que le diera
vergüenza llevar los pantalones caídos. Cuando llegó el momento de encontrarme con él

41
yo estaba un poco nervioso, me sentía como el que va a conocer a una celebridad. A
nivel personal, Mush parecía sin embargo el típico adolescente medio del South Side de
la ciudad, pero en más pequeño. No levantaba más de cinco pies de altura, y no era
fuerte, incluso después de llevar ocho meses haciendo flexiones. Andaba con las piernas
abiertas, como si fuera Chaplin. Llevaba un rosario de cuentas colgado alrededor del
cuello y una gorra de los Yankees calada en la cabeza, y vestía una sudadera tan grande
que podía fácilmente contener a dos o tres tipos como él.
Cuando nos conocimos fuimos a un restaurante en la avenida Western a comer
huevos fritos, a tomar café y a hablar. Como todos sus amigos, Mush había crecido con
solo la compañía de su madre, aquella mujer que le compraba los calzoncillos con el
cerdito Arthur. Era una mujer a la que Gates describía como «una bellísima persona,
pero no precisamente dotada con las necesarias habilidades que se requieren para ser
padre». En realidad toda la familia tenía un largo historial violento, incluso con
problemas legales. Mush recitó una larga lista de primos y otros parientes que estaban ya
muertos o en la cárcel. Mush me dijo que, cuando tenía nueve años, presenció cómo en
su propia casa un tío suyo había sido asesinado a tiros. «Fue una locura, sucedió justo
delante de mí», afirmó. Mientras hablábamos me descubrí a mí mismo en silencio
contando los puntos para la tabla ACE de Mush, añadiendo por cada trauma infantil un
click en el contador.
La historia personal de Mush era de todas formas distinta a la de Monisha Sullivan.
Él había padecido mucha más violencia que ella durante su infancia pero los trastornos
familiares de ella eran mucho más profundos: abandonada por su madre, separada de su
padre, había pasado toda su adolescencia en una casa de acogida. Ambas infancias
fueron complicadas y estresantes, y cada uno de ellos sufrió sus consecuencias de una
forma profunda y duradera. Aunque ninguna de sus historias había formado parte del
estudio de medición de carga alostática que investigadores como McEwen, Evans y
Schamberg habían realizado, damos por supuesto que, si hubieran participado, sus
indicadores estarían en lo más elevado. No obstante, aunque el daño recibido tanto en su
cuerpo como en su cerebro a causa de los traumas infantiles podía ser comparable, había
una gran diferencia en la forma en que ese daño se había expresado en sus vidas. A
Monisha la tensión se le trasladó hacia el interior, donde se manifestaba en forma de
miedo, ansiedad, tristeza, dudas sobre sí misma y tendencias auto-destructivas. Mush,
por el contrario, la expresó hacia afuera: peleándose, portándose mal en clase y
finalmente infringiendo la ley de muchas maneras.
Mush comenzó a meterse en problemas desde muy temprano. Ya había sido
expulsado del colegio en la primaria por enfrentamientos con el director. Pero su
comportamiento empeoró de forma significativa cuando tenía catorce años y su
hermano, que se había alistado en el ejército precisamente para escapar de la violencia

42
del barrio, fue tiroteado y asesinado en un robo cerca de la base en que estaba destinado
en Colorado Springs. «Eso es lo que me hizo mal», me dijo Mush. «He dejado de
preocuparme por una gran cantidad de cosas importantes en la vida por culpa de
aquello». Como Mush describió, la única manera que tuvo de escapar del dolor de la
muerte de su hermano fue unirse a las bandas callejeras. «Estaba demasiado colgado. Era
como una bomba de relojería. Para aclarar mi mente, solo quería salir fuera de mi casa,
portarme mal, jugar con armas de fuego y todo eso».
Investigadores de la Universidad de Northwestern han realizado recientemente
evaluaciones psiquiátricas a más de mil jóvenes detenidos en el Centro de Detención
Temporal de Menores del Condado de Cook, en Chicago[38]. Son unas instalaciones por
donde han pasado en algún momento la mayoría de los estudiantes que participan en
YAP. Los investigadores encontraron que el 84% de los detenidos había experimentado
dos o más traumas severos en su infancia y que la mayoría de los detenidos había sufrido
hasta seis o más. Tres cuartas partes de ellos habían sido testigos de cómo algún ser
querido había sido asesinado o gravemente herido. Más del 40% de las niñas había sido
objeto de abusos sexuales en su infancia. Más de la mitad de los chicos reconocía que,
por lo menos una vez, habían estado en situaciones de peligro tan límites que llegaron a
pensar que ellos, o las personas de su alrededor, estaban a punto de morir o ser
gravemente heridos. Y estos traumas repetidos, como es lógico, habían tenido un
devastador efecto sobre la salud mental de los detenidos: dos tercios de los varones
tenían uno o más trastornos psiquiátricos diagnosticables. Académicamente estaban muy
por debajo de los mínimos: los jóvenes detenidos tenían puntaciones promedio en las
pruebas de vocabulario elemental por debajo del percentil cincuenta, lo que los sitúa por
debajo del 95% de sus equivalentes a nivel nacional[39].
Cuando hablé con Mush y algunos otros jóvenes del barrio de Roseland, a menudo
recordaba las investigaciones en neurociencia y fisiología del estrés que tanto habían
cambiado la perspectiva de Nadine Burke Harris. Ella y yo fuimos una tarde a pasear por
los proyectos de vivienda de la zona de Bayview-Hunters Point, cruzando miradas con
los jóvenes de cada esquina. Burke Harris hablaba como si pudiera ver el cortisol, la
oxitocina y el reflujo de noradrenalina que fluía en sus cuerpos y cerebros. «Cuando nos
fijamos en esos jóvenes y en su comportamiento, todo este asunto puede parecer muy
misterioso», me dijo. «Pero, en algún momento, lo que se está viendo es simplemente
una serie compleja de reacciones químicas. Es el desdoblamiento de una proteína o la
activación de una neurona. Y lo más interesante de todo es admitir que esos
comportamientos son tratables. Cuando pasas a nivel molecular te das cuenta de que es
ahí donde se encuentra la curación. Ahí es donde hay que descubrir la solución».
Burke Harris me contó también la historia de un paciente particular, un muchacho
adolescente que, como muchos otros de sus pacientes, vivía una situación familiar

43
altamente estresante que había hecho que obtuviese una puntuación especialmente alta
en ACE. Había pasado por su clínica el tiempo suficiente como para permitir observar
bien su desarrollo y su crecimiento. Cuando llegó por primera vez a la clínica, el chico
tenía diez años y había tenido una infancia completamente infeliz, pero todavía era un
niño, es decir, alguien que había sufrido algunos golpes pero que todavía parecía tener la
oportunidad de escapar de aquel destino sombrío. Pero ahora este mismo chico tenía
catorce años, era ya un adolescente de raza negra de unos seis pies de altura enojado con
su propio destino, pasaba demasiado tiempo en la calle y empezaba a meterse en
problemas. Era, si no un criminal, al menos un aprendiz de matón. La verdad es que la
mayoría estamos inclinados a sentir solo simpatía y comprensión hacia un chico de diez
años, porque son pequeños al fin y al cabo, y víctimas de la situación. Pero cuando llega
a los catorce años de edad, por no hablar de los dieciocho, por lo general ese sentimiento
se deteriora y nos invade la ira, el miedo o, al menos, la desesperación con ellos. Lo que
Burke Harris estaba observando, por supuesto con la experiencia de años y su
perspectiva clínica, era que el chico de diez años era el mismo que el de catorce,
influenciado por un entorno social condicionante y sometido a poderosos procesos
neuroquímicos.
El tiempo pasado con los jóvenes del programa YAP me ha llevado a plantearme
muchas veces las cuestiones relacionadas con la culpabilidad y la responsabilidad:
¿Cuándo un chico inocente termina siendo un adulto culpable? Por supuesto, no tenía
ninguna duda acerca de que el robo de un coche con violencia es algo que está mal, y
que quien lo lleva a cabo, incluso aunque sea alguien sensible e inteligente como Mush,
debe pagar las consecuencias. Pero también observé que el punto de vista de Steve Gates
era que esos jóvenes estaban atrapados en un sistema terrible, que limita sus decisiones
de una manera implacable de la que es casi imposible escapar. Gates explica el sistema
usando términos socioeconómicos. Burke Harris lo explica desde una visión
neuroquímica. Pero, cuanto más tiempo pasaba en Roseland, más me parecía que ambos
puntos de vista empezaban a converger.

44
9. El indicador LG
Gran parte de la nueva información sobre la relación entre infancia y pobreza
mostrada por psicólogos y neurocientíficos es desalentadora para los que trabajan en
mejorar los resultados de jóvenes en situación de exclusión social. Ahora sabemos que el
estrés y las adversidades sufridas en la infancia pueden conseguir literalmente que
debajo de la piel de un niño se acumulen graves daños que duran toda la vida. Pero
también hay noticias positivas. Resulta que hay un particular y efectivo antídoto contra
los efectos nocivos provocados por el estrés en la infancia, y no se encuentra en manos
de las empresas farmacéuticas o de los profesores de educación infantil, sino que está en
manos de los padres. Los padres y quizá algunos cuidadores muy cercanos pueden
ayudar a restablecer relaciones con los hijos que fomentan la resiliencia y los protegen
de la mayoría de los efectos nefastos de vivir en un ambiente hostil desde muy pequeños.
Este mensaje puede sonar un poco meloso, y a la vez difuso, pero tiene sus raíces en la
cara más fría y dura de la ciencia. El efecto de una buena educación en los hijos no es
solo emocional o psicológico, dicen los neurocientíficos, es también bioquímico.
El investigador que ha estudiado más la relación entre los padres y el estrés es un
neurocientífico de la Universidad de McGill llamado Michael Meaney. Como muchos
otros en este campo de la ciencia, Meaney realiza gran parte de su investigación con
ratas, en parte porque las ratas y los seres humanos tenemos una arquitectura cerebral
similar. En cualquier momento, por el laboratorio de Meaney circulan cientos de ratas.
Están metidas en jaulas de plexiglás y por lo general cada jaula tiene una rata-madre,
llamada hembra, que vive con un conjunto de crías que llaman ratas-bebé o cachorros.
Los científicos están todo el día recogiendo crías de ratas para examinarlas y evaluarlas.
Un día, hará unos diez años, los investigadores observaron algo muy curioso[40]: cuando
devolvían las crías de ratas de nuevo a sus jaulas, después de manejarlas, las madres
dedicaban unos minutos al cuidado y aseo de sus crías mediante lametazos. El resto de
crías eran ignoradas. Cuando los investigadores las examinaron, descubrieron que esta
práctica, aparentemente insignificante, tenía claros efectos fisiológicos. Cuando un
asistente del laboratorio manejaba una cría de rata vieron que al animal se le producía
una cierta ansiedad, que incluía una secreción de hormonas del estrés. Lamiendo a la
cría, como una forma de aseo personal, la hembra contrarrestaba la ansiedad y calmaba
la secreción de estas hormonas. Meaney y sus investigadores estaban muy intrigados y
quisieron saber más acerca de cómo esos lametazos conseguían este curioso efecto en las
crías. Así que siguieron observando a las ratas, pasando largos días con sus noches con
la cara pegada en el plexiglás de las jaulas. Después de muchas semanas de cuidadosa
observación hicieron un descubrimiento adicional: las diferentes hembras seguían
patrones distintos a la hora de lamer y lavar a las crías. En este punto, el equipo de

45
Meaney realizó un nuevo experimento, con un conjunto de ratas nuevas, para tratar de
medir esos patrones de comportamiento. Esta vez, no se sacaría a ninguna cría de la
jaula; simplemente observarían de cerca cada jaula, una vez cada hora, ocho veces al día,
y solo durante los diez primeros días de vida de las crías. Los investigadores contaban
para cada cría los lametazos que recibía de la hembra[41]. Pasados los diez días,
clasificaron a las crías en dos grupos: aquellas que habían recibido muchos cuidados de
aseo, asignándoles un indicador que llamaron LG, y las que recibían pocos lametazos y
tenían por tanto un bajo LG.
Los investigadores querían saber qué efectos tenían estos cuidados a largo plazo en
el comportamiento de las crías. De esta forma, cuando llegaban a los veintidós días de
edad, y eran destetados y separados de la hembra, los ponían aparte con otras crías
hermanas del mismo sexo durante el resto de su adolescencia. Cuando alcanzaban la
madurez completa, hacia los cien días de edad, el equipo de Meaney las fue sometiendo
a una serie de pruebas para poder comparar a las crías que habían recibido muchos
lametazos con las que no habían recibido tantos.
La evaluación principal que usaron es algo que se llama prueba de campo abierto, un
procedimiento común en los estudios de comportamiento animal: una rata es colocada en
el centro de una caja muy grande, y durante cinco minutos se le permite que explore el
territorio a su entera voluntad. Las ratas más nerviosas tienden inicialmente a
permanecer cerca de la pared, dando vueltas y vueltas alrededor del perímetro. Las ratas
audaces se atreven a aventurarse fuera de la pared y a explorar toda la superficie. En una
segunda prueba, diseñada para medir el miedo, se colocan en una jaula unas ratas
hambrientas, durante diez minutos, ofreciéndoles comida. Las ratas ansiosas, como
invitados hambrientos en una gran cena, necesitan más tiempo en vencer su nerviosismo
y lanzarse sobre el alimento, pero además luego comen menos que las ratas tranquilas,
que lo hacen todo con más confianza.
En ambas pruebas, la diferencia entre los dos grupos de crías fue sorprendente. Las
ratas que no habían recibido tantos cuidados pasaron, de promedio, menos de cinco
segundos, de los cinco minutos disponibles, atreviéndose a explorar el interior de la
superficie. Las ratas que habían sido muy cuidadas de crías pasaron, de promedio, treinta
y cinco segundos deambulando por la parte interna de la caja: siete veces más. En la
prueba de la comida, de diez minutos de duración, las ratas con un elevado indicador LG
empezaron a comer, en promedio, después de cuatro minutos de tentativas, y comieron
durante más de dos minutos en total. Las ratas con bajo LG tardaron, de media, más de
nueve minutos en empezar a comer, y, una vez que lo hicieron, apenas comieron durante
unos segundos.
Los investigadores realizaron más tipos de pruebas, como los laberintos: las que
tenían un LG mayor sobresalían sobre las demás y eran mejores en la resolución de los

46
laberintos. Además eran más sociables, más curiosas y menos agresivas. Tenían más
autocontrol. También tenían mejor salud y vivieron más tiempo. Meaney y sus
investigadores estaban asombrados. Lo que parecía una pequeña diferencia en el estilo
maternal del cuidado infantil creaba enormes diferencias de conducta en las ratas
maduras, meses después de haber recibido los lametazos. Era algo tan sutil que durante
décadas los investigadores lo habían pasado por alto. Y el efecto no era simplemente
conductual, también era biológico. Cuando los investigadores de Meaney examinaron los
cerebros de las ratas adultas encontraron diferencias muy significativas en los sistemas
de respuesta al estrés entre las ratas con altos y bajos indicadores LG. Había grandes
variaciones en cuanto al tamaño, forma y estructura de algunas partes complejas de la
zona del cerebro que regula el estrés.
Meaney se preguntó si la frecuencia de lamidos y de cuidados a una cría de rata
podía deberse solo a algún rasgo genético concreto que se hubiera transmitido de la
madre al hijo. Tal vez las hembras nerviosas traspasaban su temperamento nervioso a las
crías, o quizá esta relación era tan solo pura casualidad y no tenía nada que ver con los
cuidados y lametazos recibidos. Para tratar de probar algo en esta línea, Meaney y sus
investigadores realizaron experimentos de adopción cruzada. Para ello, cogían las crías
recién nacidas de una hembra con alto LG y las ponían en la camada de una hembra con
bajo LG, y viceversa[42]. En todo tipo de permutaciones, cualquiera que fuera la
combinación elegida, se encontraron con lo mismo: lo que importaba no era que los
cuidados procedieran de la madre biológica, sino haberlos recibido, aunque fueran de la
madre de adopción. Cuando una cría había recibido la experiencia de los reconfortantes
lametazos y cuidados, como si fuera un bebé, se convertía después en una rata más
valiente y más audaz, y mejor preparada que una rata que no había recibido esos
cuidados siendo una cría. Y todo ello independientemente de que esos lametazos y
cuidados procedieran o no de la madre biológica.

47
10. Apego
Meaney y otros neurocientíficos han encontrado curiosas evidencias de cómo el
efecto LG se traslada también a los humanos. En esta última década y en colaboración
con genetistas, Meaney y su equipo de investigadores han sido capaces de demostrar que
los lamidos de las hembras y los cuidados procurados a sus crías no solo afectan al nivel
hormonal y a la química del cerebro. Es algo mucho más profundo que puede llegar
hasta el fondo de la misma expresión génica[43]. Al lamer y asear a una cría de rata en
los primeros días de vida se ven afectadas determinadas sustancias químicas que se fijan
a su vez en ciertas secuencias del ADN del cachorro, un proceso conocido como
metilación. Gracias a la tecnología de la secuenciación genética, el equipo de Meaney
fue capaz de demostrar qué parte del genoma de una cría consiguió encenderse por el
efecto de los lamidos y los cuidados recibidos, para mostrar que la parte afectada
resultaba ser un segmento concreto que interviene en la forma en que el hipocampo de la
rata regula las hormonas del estrés en la edad adulta.
Ese descubrimiento causó en sí mismo una gran conmoción en el mundo de la
neurociencia. Se demostraba que, al menos en las ratas, sutilezas en el comportamiento
de los padres tenían efectos a nivel de ADN que podían ser observados y seguidos. Lo
que hizo que el descubrimiento fuera todavía más relevante, mucho más allá del mundo
de los roedores, fueron los experimentos que el equipo de Meaney llevaron a cabo sobre
el tejido cerebral de personas que se habían suicidado. Algunas de ellas habían sido
maltratadas en la infancia o habían sido víctimas de abusos en esa misma etapa, otras,
no[44]. Los investigadores separaban en rodajas el tejido cerebral y examinaban el ADN
que se relaciona con la respuesta al estrés en el hipocampo, en el equivalente humano al
ADN secuenciado de la rata que se activaba gracias a la conducta de los padres durante
la infancia, determinando comportamientos futuros en el roedor. Descubrieron que las
personas que se habían suicidado y habían sufrido maltratos y abusos en la infancia
habían experimentado los efectos de la metilación en esos segmentos exactos del ADN,
pero en la dirección contraria al provocado por los lamidos y cuidados de las ratas: se
había cambiado y desactivado una respuesta saludable al estrés.
El estudio del suicidio encierra sin duda grandes misterios y no hay pruebas
concluyentes para afirmar que la educación recibida en los humanos pueda tener efectos
tan estresantes. Pero evidencias cada vez más sólidas están empezando a aparecer ya, en
parte gracias a los estudios innovadores basados en las investigaciones de Meaney.
Clancy Blair, un psicólogo investigador de la Universidad de Nueva York, ha sido la
persona que ha realizado el experimento a mayor escala en este sentido, al haber seguido
casi desde su nacimiento a un grupo de más de mil doscientos niños[45]. Todos los años,
desde que los niños tenían tan solo siete meses de edad, Blair mide cómo se disparan sus

48
niveles de cortisol al reaccionar ante situaciones de estrés, como una forma sencilla de
evaluar cómo manejan el estrés. Una especie de índice básico de carga alostática. Blair
se encontró con que los riesgos del entorno, como los problemas familiares o el caos y el
hacinamiento familiar, tenían efectos en los niveles de cortisol de los niños, pero solo si
las madres no intervienen, se mantienen al margen, están inactivas, no implicadas en
estos problemas. Sin embargo, cuando las madres ofrecían un alto grado de implicación,
el impacto negativo del entorno en sus propios hijos parecía casi desaparecer[46]. En
otras palabras, la maternidad de alta calidad puede actuar como un potente parachoques
contra los daños provocados por las adversidades que influyen en el mecanismo de
respuesta del estrés infantil, de forma similar a como sucedía con los lametazos y
cuidados con que las hembras de rata protegían a sus crías.
Gary Evans, el científico de Cornell que había llevado a cabo su estudio con el juego
de Simon con jóvenes del estado de Nueva York, llevó a cabo también un experimento
similar al de Blair[47]. Su estudio se realizó sobre un conjunto de estudiantes de
educación primaria, para los que recogió tres tipos diferentes de datos en cada niño: una
puntación acumulada del riesgo, intentando tener en cuenta todo, desde el ruido
ambiental en el hogar familiar hasta los resultados de una encuesta sobre el grado de
tensión familiar; un medidor de carga alostática que incorporaba la presión arterial, el
nivel de hormonas del estrés en orina y el índice de masa corporal; y una medida de la
capacidad de respuesta de la madre que evaluaba las respuestas de los niños a una serie
de preguntas sobre su madre, combinadas con las observaciones de un investigador sobre
la propia madre y el niño cuando jugaban juntos a la Jenga (¡otro juego de la casa
Hasbro!). Evans se encontró lo que era de esperar: a mayor puntuación en la tabla de
riesgo en el entorno, mayor era la puntuación de carga alostática, excepto si la madre de
ese niño estaba siendo especialmente sensible con él. En esos casos, el efecto de los
factores del estrés ambiental, como el de la convivencia estrecha en hogares donde hay
pobreza o las preocupaciones típicas de una familia en ese entorno, se eliminaba casi
completamente. Si la madre había sido particularmente cuidadosa con el estado
emocional del niño, también mientras jugaban a la Jenga, entonces todo lo negativo a lo
que se enfrentaban en la vida tenían poco o ningún efecto en términos de carga
alostática.
Cuando tenemos en cuenta el impacto de los padres en la educación de los hijos,
tendemos a pensar que los efectos más marcados van a aparecer en relación a la forma de
ser de los padres. Un niño que ha recibido abusos físicos va a funcionar peor,
suponemos, que un niño que simplemente ha sido ignorado o no ha recibido los
estímulos suficientes. Y, a su vez, el hijo de una súper-mamá, que le dedica muchas
horas de esfuerzo y le ofrece clases de refuerzo y apoyo, saldrá adelante mucho mejor
que un niño medio en cuanto al cariño recibido. Pero lo que las investigaciones de Blair

49
y Evans sugieren es que una buena educación normal, no especial –por ejemplo, cuando
jugamos con interés con nuestro hijo a la Jenga–, es la que conseguirá realmente que
haya una diferencia fundamental en el futuro de un niño.
Algunos psicólogos creen que el paralelismo más cercano a los lametazos de las ratas
en los seres humanos se puede encontrar en un fenómeno llamad apego. La teoría del
apego se desarrolló en los años cincuenta y sesenta por el psicoanalista británico John
Bowlby y una investigadora de la Universidad de Toronto llamada Mary Ainsworth[48].
En aquel momento, el estudio del desarrollo de un niño estaba dominado por la teoría
conductista, que pensaba que el desarrollo de los niños se realiza de una forma mecánica,
y la adaptación de su comportamiento se hace en función de los refuerzos positivos o
negativos que reciben. Pero la vida emocional de los niños no es tan profunda como los
psicólogos conductistas creen. Aparentemente, el anhelo de un bebé por su madre no
significa otra cosa que el deseo de satisfacer la necesidad biológica de recibir
alimentación. El consejo clásico que se deba a los padres en la década de los cincuenta,
con base en la teoría del comportamiento de aquel entonces, consistía en evitar consentir
a los bebés todo lo que pedían, cogiéndolos o consolándolos cada vez que lloraban.
En una serie de estudios durante los años sesenta y principios de los setenta,
Ainsworth mostró que el efecto de una educación temprana mejor era exactamente el
opuesto a lo que los conductistas decían. Los bebés cuyos padres respondieron mejor a
los requerimientos llorosos de los bebés en sus primeros meses de vida consiguieron,
después, con los años, chicos más independientes e intrépidos que aquellos que de bebés
habían tenido unos padres que hacían caso omiso de sus lloros. En preescolar, el patrón
continuó: los niños cuyos padres habían respondido de forma más sensible a sus
necesidades emocionales eran niños más autosuficientes. El calor y el cuidado de los
padres, como Ainsworth y Bowlby entendieron, creaban un seguro básico que permitía
que el niño pudiera atreverse a explorar el mundo. Aunque los psicólogos de la década
de los sesenta tenían a su disposición muchas formas de evaluar las habilidades
cognitivas de los bebés y los niños, no tenían una forma fiable de medir la capacidad
emocional de un niño. Por eso, Ainsworth diseñó un método que permitía conseguir
precisamente eso. Fue un procedimiento, hasta entonces no realizable, que se denominó
Situación Extraña. En la Universidad de Johns Hopkins, en Baltimore, donde Ainsworth
era profesor, las madres llevarían a sus hijos de doce meses de edad al laboratorio, que se
habría configurado como una gran sala de juegos. Después de estar jugando cada una
con su hijo durante un tiempo, la madre abandonaría la habitación, dejando unas veces al
niño con un extraño y otras veces dejándolo solo. Tas un breve intervalo, volvería a
entrar. Ainsworth y su equipo de investigación estarían observando todo desde fuera tras
el cristal tomando notas de las reacciones de los niños.
La mayoría de los niños saludaron felizmente la llegada de su madre cuando esta

50
volvió a entrar de nuevo, dirigiéndose hacia ella para conectar de nuevo. Algunas veces
entre lágrimas, otras veces con alborozo. Estos niños fueron clasificados por Ainsworth
como correctamente apegados. En los años siguientes, con los nuevos experimentos
realizados en los siguientes decenios, los psicólogos han llegado a establecer que este
tipo de niños son alrededor del 60% en los americanos. Los niños que no mostraban un
recibimiento cálido a su madre, porque hacían caso omiso de ella cuando volvía, o
arremetían contra ella, o se revolcaban por el suelo, fueron etiquetados como
ansiosamente apegados. Ainsworth descubrió que la reacción de un niño en la Situación
Extraña estaba directamente relacionada con el grado de atención de sus padres para
atender sus demandas durante el primer año de su vida. Los padres que estaban en
sintonía con el estado de ánimo de su hijo, y que respondían a sus señales, producían un
apegamiento seguro. Los que habían sido criados por separado o en un entorno hostil o
conflictivo producían niños con apegamiento ansioso. Y esta forma de apegamiento
infantil, explicaba Ainsworth, tendría efectos psicológicos que podrían durar toda la
vida.

51
11. Minnesota
No obstante, la proposición de Ainsworth sobre que el apegamiento infantil podía
tener consecuencias a largo plazo fue, en aquel momento, solo una teoría. Nadie se había
imaginado que podría haber una forma fiable de comprobarlo. Everett Waters había sido
uno de los colaboradores de la investigación de Ainsworth; se había graduado en la
Universidad John Hopkins en 1972 y había hecho su doctorado en desarrollo infantil en
la Universidad de Minnesota. Allí conoció a Alan Sroufe, un joven valor del Instituto de
Desarrollo Infantil de esa universidad. Sroufe estaba intrigado por lo que Waters le contó
acerca del trabajo de Ainsworth y rápidamente asumió sus ideas y sus métodos para
recrear con Waters un laboratorio donde realizar la prueba de la Situación Extraña con
madres e hijos. En poco tiempo el instituto se había convertido en un centro de
referencia en la investigación sobre el apego. Sroufe sumó fuerzas con la presencia de
Byron Egeland, un psicólogo de la universidad que había recibido una beca del gobierno
para llevar a cabo un estudio a largo plazo con madres e hijos de escasos ingresos. Desde
la clínica de salud pública local en Minneapolis fueron seleccionadas 267 mujeres
embarazadas, todas ellas primerizas y con ingresos por debajo del umbral de pobreza. El
80% de estas futuras madres eran blancas, dos tercios no estaban casadas y la mitad eran
adolescentes. Egeland y Sroufe comenzaron registrando a los niños al nacer para seguir
su estudio desde ese mismo instante[49]. Hoy llevan en ello más de treinta años, aunque
Sroufe se ha jubilado recientemente. Los resultados del estudio de Egeland y Sroufe, con
otros dos coautores, está resumido en un libro publicado en 2005 bajo el título The
Development of the Person. Es el estudio más completo en cuanto a evaluación de datos
a lo largo del tiempo sobre la influencia del comportamiento de los padres en el
desarrollo temprano de los hijos.
Estos investigadores descubrieron que la clasificación de los chicos según el tipo de
apegamiento no significaba que estuvieran absolutamente predestinados puesto que, en
ocasiones, las relaciones se modificaban con el transcurso de la infancia, y algunos niños
con apegamiento ansioso mejoraron. Pero, para la mayor parte de los niños, la
clasificación inicial de su estado de apegamiento a la edad de un año (según el
experimento de Situación Extraña y otras pruebas) fue altamente predictivo acerca de su
resultado futuro. Niños clasificados con apegamiento correcto desde el principio eran
después más competentes a los largo de su vida: estaban mejor preparados para competir
con sus compañeros en preescolar, fueron capaces de formar mejores amistades durante
su edad infantil y gestionaron mejor la compleja dinámica de las redes sociales en la
edad adolescente.
En preescolar, dos tercios de los niños del estudio de Minnesota que habían sido
clasificados como correctamente apegados fueron descritos por sus profesores como

52
efectivos en términos de comportamiento, lo que significaba que estaban atentos y
enganchados a la clase, y rara vez actuaban al margen[50]. Sin embargo, de entre los
niños que habían sido categorizados como ansiosamente apegados unos años antes, solo
uno de cada ocho pudo después ser descrito como efectivo, es decir, la mayoría de estos
chicos tenía problemas de comportamiento. Obviamente, los profesores no conocían los
resultados de la clasificación que se había hecho. Los niños a cuyo padre le había sido
retirada la custodia, o habían estado inaccesibles en las primeras etapas de su educación,
obtuvieron malos resultados en preescolar. Para muchos de ellos los profesores
recomendaron su traslado a alguna forma de educación especial, y para dos tercios de
ellos se recomendó repetir curso. Cuando los profesores clasificaron a los alumnos con
un indicador de dependencia, el 90% de los niños con un historial de apegamiento
ansioso fue a parar a la mitad más baja de la clase, mientras que solo fue a parar a este
grupo un 12% del total de chicos con un historial de apegamiento correcto[51]. Cuando
se preguntó a los profesores, y a otros alumnos, por los chicos con un pasado de
apegamiento ansioso, la respuesta más frecuente los tachaba de antisociales e
inmaduros[52].
A la edad de diez años, los investigadores invitaron a un grupo seleccionado al azar
de cuarenta y ocho chicos a un campamento de verano de cuatro semanas, durante el
cual se les observó muy de cerca y se les estudió con discreción. Los monitores (que de
nuevo estaban al margen de la investigación) describieron a los acampados que habían
tenido un apegamiento correcto en su infancia como con más autoestima, más curiosos y
mejor preparados para afrontar los contratiempos[53]. Los que tuvieron un historial de
apegamiento ansioso pasaban menos tiempo con sus compañeros, más tiempo con los
monitores y más tiempo a solas.
Por último, los investigadores hicieron un seguimiento de estos chicos hasta llegar a
la secundaria. Allí se encontraron con que las predicciones realizadas en función de los
cuidados paternales recibidos en su más tierna infancia se correspondían con los
resultados obtenidos en los test de inteligencia y en los test de auto-aprendizaje[54].
Usando únicamente un indicador del cuidado recibido por los chicos durante su infancia,
al margen de las características y habilidades propias a la edad de esos chicos, los
investigadores pudieron predecir con un 77% de precisión qué chicos abandonarían los
estudios cuatro años antes de que lo hicieran[55].
Es fácil ver el paralelismo entre las investigaciones de Michael Meaney con las crías
de rata en Montreal y los estudios de Alan Sroufe y Byron Egeland con los alumnos de
Minnesota. En ambos casos los padres llevan a cabo determinados comportamientos en
los primeros días de cuidado de la vida de sus hijos. Y esos comportamientos –los
lametazos, en el caso de las ratas, o la sensibilidad ante las señales de los bebés, en el
caso de los seres humanos– parecen haber tenido un efecto poderoso y duradero: los

53
bebés y las crías que recibieron la dosis extra de atención serían más tarde más valientes,
más independientes, más tranquilos, y tendrían además más capacidad para enfrentarse a
los obstáculos. La atención temprana de las madres había fomentado en sus hijos una
capacidad de resistencia que actuó como un colchón protector contra el estrés. Al llegar
los problemas habituales de la vida, incluso tiempo después tanto las ratas como los
seres humanos hicieron valer sus derechos recurriendo a sus reservas de autoconfianza,
para poder seguir su camino.

54
12. Programas con padres
Existe una relación directa entre las investigaciones de Mary Ainsworth sobre el
apego y el trabajo de Nadine Burke Harris en la clínica de Bayview-Hunters Point y ese
vínculo es justamente una psicóloga de San Francisco llamada Alicia Lieberman. A
mediados de la década de 1970, Lieberman estudió con Ainsworth en la Universidad
John Hopkins, en Baltimore. Era la época en la que Ainsworth estaba realizando su
primer gran estudio sobre la educación de los hijos y el apego y, bajo su dirección,
Lieberman, que entonces era todavía una estudiante de grado, pasó largas horas viendo
cintas de vídeo. En ellas se clasificaba cómo interactuaban las madres con sus hijos, para
tomar ejemplos concretos de cómo una conducta concreta, maternalmente más sensible y
receptiva, promovía lo que se llamó después un apego seguro. Hoy, Lieberman trabaja
en el Programa de Investigación del Trauma Infantil en la Universidad de California en
San Francisco, donde ha llegado a ser en los últimos años una colaboradora habitual del
programa junto a Nadine Burke Harris. Lieberman me dijo a la vez que admiraba el
estudio de Sroufe y Egeland en Minnesota, sospechaba que faltaban dos ideas
importantes en sus análisis. Una es el reconocimiento explícito de la dificultad que existe
para muchos padres de barrios como Bayview-Hunters Point para establecer vínculos
seguros con sus hijos. «A menudo, las circunstancias en la vida de una madre superan su
capacidad de supervivencia natural», me dijo Lieberman cuando estuve en una de las
clínicas donde trabaja en San Francisco. «Cuando se ve bombardeada por la pobreza, la
inseguridad o el miedo, se necesita casi un don sobrehumano para poder crear las
condiciones necesarias que faciliten el apegamiento seguro». Además, el propio historial
de apego de la madre puede hacer todavía más difícil criar a los hijos: la investigación de
Minnesota y otros muestran que, si una madre ha experimentado un apego inseguro con
sus propios padres cuando era niña (sin importar tanto el origen de su clase social),
entonces aumentan exponencialmente las dificultades para proporcionar un ambiente
seguro a sus propios hijos.
El otro punto infravalorado en el estudio de Minnesota, me dijo Lieberman, es el
hecho de que los padres pueden sobreponerse a un historial traumático de apego pobre.
Algunos padres pueden lograr esta transformación por su cuenta, dijo Lieberman, pero la
mayoría necesita ayuda. Y a eso es a lo que ha dedicado la mayor parte de su trabajo: a
encontrar la mejor manera de proporcionar esa ayuda. Nada más abandonar su trabajo en
la Universidad John Hopkins desarrolló un tratamiento, llamado psicoterapia padres-
hijos, que combina las teorías de Ainsworth sobre el apego con las investigaciones más
recientes sobre el estrés traumático. En la psicoterapia padres-hijos, los terapeutas
trabajan con padres e hijos en situación de riesgo de forma simultánea, para mejorar las
relaciones de apego entre ellos, y proteger tanto a los padres como a los hijos de posibles

55
situaciones traumáticas. Dos terapeutas del programa de Lieberman trabajan ahora en la
clínica de Burke Harris proporcionando este tratamiento a decenas de pacientes.
El tratamiento de Lieberman es relativamente intensivo y se administra en sesiones
semanales que pueden continuar durante todo un año. El principio que subsiste detrás de
las sesiones es mejorar los resultados de los niños mediante un fortalecimiento de las
relaciones entre los hijos y los padres, y es cada vez más utilizado en todo el país. Y los
resultados, que evalúan bien las situaciones, son muy buenos.
En un estudio de Dante Cicchetti, un psicólogo de la Universidad de Minnesota, se
hizo un seguimiento a un grupo de ciento treinta y siete familias con antecedentes
documentados de maltrato infantil. Eran familias, por decirlo de alguna forma, donde los
niños estaban en una situación de riesgo muy alta. Cada familia tenía un niño de un año
de edad que sería el foco de la intervención. Al principio del estudio, todos los niños
fueron evaluados según el procedimiento de Situación Extraña, y los resultados fueron,
como era previsible, horribles: solo uno de los ciento treinta y siete recién nacidos
demostraron un apegamiento seguro, y el 90% se clasificó con apegamiento
desorganizado, el más problemático. Después las familias se dividieron al azar en grupos
de tratamiento y también de control. Al grupo de tratamiento se le ofreció un año de
psicoterapia padres-hijos del tipo realizado por Lieberman, y el grupo de control recibió
los servicios comunitarios estándar proporcionados a las familias con antecedentes de
maltrato. Cuando los niños tuvieron dos años de edad, el 61% de los que estuvieron en el
grupo de tratamiento presentaba un apegamiento seguro con sus padres, mientras que en
el grupo de control solo lo presentaba el 2% de los niños. Promover el correcto apego
padres-hijos es posible, como muestra Cicchetti, y puede ser mejorado incluso con los
padres más problemáticos, con grandes ventajas tanto para ellos como para los hijos.
Otros estudios han mostrado que se pueden obtener resultados no solo con el apego,
sino también para responder adecuadamente al estrés. Los investigadores han
demostrado estos efectos incluso en intervenciones menos intensivas que las del
tratamiento de Lieberman. Una de ellas es la intervención llamada Cuidados
Terapéuticos Multidimensionales con Escolares, llevada a cabo con niños en edad de
preescolar y dirigida por Philip Fisher, un psicólogo de Eugene, en Oregón[56]. En ella
se ofrece a los padres seis meses de formación en técnicas para controlar situaciones de
confrontación en el hogar. A los seis meses de tratamiento, los niños del programa de
Fisher, que con frecuencia tenían problemas para controlar su respuesta al estrés, no solo
mostraron mayores evidencias de apegamiento seguro, sino que también ofrecieron
patrones de cortisol que se desplazaron desde una posición de disfunción a otra de total
normalidad.
Otra intervención con padres de niños pequeños es la llamada Apegamiento y
Mejoramiento Bioconductual, o AMBC, desarrollada por Mary Dozier, psicóloga de la

56
Universidad de Delaware[57]. AMBC estimula a los padres de acogida para responder a
las señales de sus bebés con una mayor atención, de forma cálida y con calma. En solo
diez visitas a los hogares, los niños en AMBC muestran mayores tasas de apegamiento
seguro y sus niveles de cortisol son indistinguibles de los niños normales[58]. Tal vez lo
más notable de este programa es que reciben el tratamiento solo los padres, y no los
niños bajo su cuidado. Sin embargo, los efectos producidos en el funcionamiento del eje
HPA de los niños también son significativamente mejores.

57
13. Visitando a Makayla
Pude ver en acción lo que significa el apego no hace mucho, en una tarde de
primavera en la zona sur de Chicago, cuando visité a una chica de dieciséis años de edad
llamada Jacqui, con su bebé de ocho meses, llamado Makayla, en la casa donde vivían
con la madre de Jacqui. Yo no era el único visitante. Una mujer afroamericana mayor
llamada Anita Stewart-Montgomery estaba allí también. Era una empleada de la
asociación católica Caritas que visita con frecuencia a padres en situación de riesgo
(generalmente, madres solteras) y a su hijos, a través de un programa dirigido por el
Fondo de Prevención Ounce, una organización filantrópica con sede en Chicago.
Después de la visita, hablé con Nick Wechsler, un especialista infantil que ha
supervisado cientos de programas de visitas domiciliarias de Ounce durante más de dos
décadas. Me explicó que mientras él y su personal se preocupan por los problemas
típicos de los padres primerizos, como la nutrición del bebé, el dejar de fumar o la
mejora del vocabulario, cada vez están más convencidos de las investigaciones que
buscan mejorar el apego; las ven como la palanca más poderosa que tienen para mejorar
los resultados de los niños. Por eso ellos hacen ahora mucho hincapié en la idea del
apego.
De hecho, me dijo Wechsler, tienen que recordárselo muchas veces a los visitadores
del programa para que entiendan que su trabajo principal no es tratar de solucionar los
infinitos problemas que se dan en la vida de esos padres jóvenes, sino solo el apego. «Es
un enorme desafío para los visitadores porque su instinto les pide hacer más», me dijo
Wechsler. «Pero incluso cuando no se puede arreglar un problema de higiene, o de falta
de escolarización, sí se puede construir en los padres la fortaleza y la resistencia interior
para que puedan ser los mejores padres posibles».
Era cierto que había mucho que arreglar en el mundo de Makayla. Mientras la
miraba jugando y hablando sobre la alfombra salón, me descubrí imaginando que aquella
casa fuera un hogar más tranquilo, que los muebles no tuvieran tantas esquinas
puntiagudas, que ella, su madre y su abuela no vivieran ya en un bloque anónimo junto a
un solar abandonado, y que no oliera más al humo de cigarros. Entonces, Stewart-
Montgomery se centró en Jacqui, viendo cómo miraba a su hija, haciendo comentarios
alentadores, expresándole a Jacqui exactamente el tipo de apoyo cálido y acogedor que
esperaba que Jacqui pudiera traspasar a Makayla.
Las intervenciones anteriores, desarrolladas bajo la influencia de la investigación de
Hart y Risley sobre la importancia de las competencias lingüísticas primeras, se habían
centrado principalmente en alentar a los padres a tomar medidas para ampliar el
vocabulario de sus hijos. La realidad de esas intervenciones fue frustrante. Si usted es un
padre con un vocabulario limitado, lo que le ocurre a muchos padres en tantos hogares

58
de renta baja, es muy difícil para usted ofrecer a sus hijos un vocabulario rico. Leerles
más es ciertamente útil, pero los niños reciben el lenguaje de sus padres no solo en los
momentos dedicados expresamente a construir vocabulario de esta forma, sino en todos
los momentos. Esta es la razón por la que un vocabulario deficiente pasa de una
generación a otra, un círculo vicioso que una gran guardería o un buen pre-escolar
pueden interrumpir, pero que es muy difícil de romper con una intervención basada solo
en los padres.
Pero lo que Fisher y Dozier, y Cicchetti y Lieberman, han demostrado es que el
potencial de crecimiento y de mejora es mucho mayor cuando se trata el apego. A
diferencia del vocabulario deficiente, se puede deshacer la ansiedad que generan los
padres con una intervención relativamente más sencilla. Lo que significa que el ciclo de
un apegamiento pobre puede quedar roto para siempre. Si una madre de bajos ingresos
llega a mejorar su apego, puede llegar a ser una buena madre. Y eso va a generar una
grandísima diferencia en la vida futura de esos niños. Si Anita Stewart-Montgomery es
capaz de ayudar a Jacqui y a Makayla a crear un vínculo de apegamiento seguro,
entonces Makayla probablemente será una niña más feliz. Y también será más probable
que llegue a graduarse en la escuela secundaria, que no vaya a la cárcel, que no tenga un
embarazo prematuro o que llegue a tener una relación mucho más positiva con sus
propios hijos en el futuro.

59
14. Steve Gates
Poco después de que Ron Huberman, el Director General de Educación de Chicago,
anunció su plan de contratar consejeros para el Programa de Defensa de la Juventud que
trabajaran con los adolescentes en situación de ultra riesgo, Heather Mac Donald, una
colega de profesión del conservador Instituto Manhattan, escribió un largo artículo sobre
violencia juvenil en la revista trimestral del colegio llamada City Journal[59]. El artículo
era muy crítico con Huberman y con el Programa de Defensa de la Juventud –y con
Barack Obama, de paso– por ignorar lo que para ella era la causa principal de los
problemas en el barrio de Roseland: «la desaparición de las familias de raza negra con
un padre y una madre». Ella asociaba el Programa con los trabajos de Saul Alinsky, un
agitador político de izquierdas, y se quejaba de que las intervenciones de este programa
eran «insidiosamente adoctrinadoras». En su lugar, proponía actuar como jefes scout
decididos a no perder la oportunidad de enseñar autodisciplina, voluntad y
perseverancia, llenando la imaginación de los chicos de virtudes viriles, y hablando con
los adolescentes de honestidad, de cortesía, del bien y del mal. «Ese tipo de discurso
duro podría servir para hacer progresos en la reversión de la descomposición social de la
zona sur», escribió Mac Donald.
Pero curiosamente, y a pesar de las críticas de Mac Donald, la realidad que escuché y
vi en los defensores de este programa se parecía mucho a lo que proponía Mac Donald.
Lejos de hablar de desintegración familiar, los defensores del programa, como Steve
Gates, parecían preocupados por esta cuestión, y tenían bastante claro que no tendrían
que hacer aquel trabajo si las familias de Roseland funcionasen como las familias
deberían funcionar.
«Si se mira de cerca la estructura familiar de nuestros hijos, se obtiene una imagen
perfectamente clara de por qué son como son», me dijo Gates una mañana. «Hay una
correlación muy directa entre los problemas de la familia y los de los niños en el colegio.
Las disfunciones creadas por los errores en la educación de los niños terminan volviendo
sobre los mismos hijos, y entonces reaparecen en la escuela, en las calles y en todas
partes».
Gates no está ciego ante el resto de los problemas a los que se enfrentan los jóvenes
de Roseland y es profundamente consciente de que hay influencias sociales, económicas
y políticas que han devastado el barrio durante largos años. De hecho, él ha conocido de
cerca el problema. En la década de los setenta, cuando Gates vivía en Roseland como un
recién nacido más en su familia, su casa era uno de los pocos hogares con familias
negras en su bloque. Pero esto no duró mucho tiempo. «En el momento en que empecé a
andar», me dijo Gates, «todos los niños de raza blanca habían desaparecido». Y no pasó
solo en su bloque. En 1960, había más de 45.000 personas de raza blanca viviendo en

60
Roseland. En 1990, había solo 493. Mientras tanto, el importante sector industrial de la
zona sur, que había empleado tanto al abuelo de Gates, como a su padre y a sus tíos, se
evaporó, y una fábrica tras otra fue cerrando sus puertas o se trasladaron. Lo que quedó
atrás en Roseland fue una maraña de patologías sociales que parecían ir a peor de año en
año. Cada problema se reforzaba a sí mismo y alimentaba una multitud de otros muchos,
desde la dependencia a la asistencia social, pasando por la drogadicción o la violencia de
las bandas callejeras.
Pero, mientras Gates pone cuidado en no culpar a los padres de Roseland de la crisis
de la zona, ha decidido que, al menos para él, el vehículo más efectivo para mejorar los
resultados de los niños en el colegio, en la iglesia o incluso en el centro de trabajo, es la
familia; o, si es necesario, creando sustitutivos a la estructura familiar para los niños que
no cuentan con una. Este enfoque no tiene ciertamente una tasa de éxito del 100%, y en
los meses que pasé viendo trabajar a Steve Gates se experimentaron innumerables
contratiempos y tragedias: varios adolescentes del programa fueron detenidos,
encarcelados, tiroteados o incluso asesinados. Pero a veces se hizo bien el trabajo, y esas
transformaciones hicieron maravillas en sus beneficiarios.

61
15. Keitha Jones
Uno de los participantes del Programa de Defensa de la Juventud cuyo futuro parecía
más prometedor fue también el que tenía una historia vital más dura. Keitha Jones era,
cuando la conocí en la oficina de Elizabeth Dozier, en el otoño de 2010, una chica de
diecisiete años de edad del colegio Fenger High School. Tenía una mirada dura, tatuajes
de arriba abajo en sus brazos, un aro de metal atravesando su labio inferior y un furioso
rayo rojo en su desarreglado flequillo. Vivía en la casa de su madre, en Parnell Avenue,
en la calle 113, a un par de manzanas al sur de Fenger, en una sección de Roseland
conocida como the Hundreds. Su casa, un pequeño bungalow devastado, fue un lugar
siempre ruidoso y abarrotado de gente, lleno de conflictos, poblado por una tropa de
inquilinos rotantes: hermanos, medio hermanos, tíos, primos… En raras ocasiones, el
elenco de inquilinos incluía al padre de Keitha, que era, como ella decía de él, «un
jugador», un mecánico local con una esposa y una familia que vivía a pocas manzanas de
distancia y que tenía novias (incluyendo a la madre de Keitha) repartidas por todo el
barrio con hasta un total de diecinueve niños. Keitha conoció de forma casual a una
chica que se parecía sospechosamente mucho a ella, de forma que pensó: bueno, tengo
otra hermana. La madre de Keitha había sido estudiante en el colegio Fenger en los años
ochenta, hasta que fue expulsada en su último curso por presentarse en el colegio
borracha. Ahora era adicta al crack, según me dijo Keitha, como otra mucha gente en su
familia. Algunos de ellos también tomaban cocaína, de forma que, cuando Keitha era
joven, la policía entraba en su casa de Parnell con frecuencia, en busca de drogas o
armas, derribando los muebles y lanzando ollas y sartenes por los aires, para
generalmente llevarse a rastras a algún pariente esposado.
Cuando Keitha estaba en sexto grado, me dijo, sufrió abusos sexuales de un familiar,
un hombre mayor al que llamaba el primo Angelo, otro adicto al crack que había vivido
con su familia desde la infancia. «Yo era muy joven y estaba asustada», recordaba.
«Hagas lo que hagas, va a suceder, así que es mejor que pase cuanto antes». Los abusos
se prolongaron durante años mientras esperaba que su madre pudiera darse cuenta de
alguna manera y hacer algo, pero eso no sucedió nunca y Keitha nunca llegó a decirle
nada. Tenía miedo de que, si se lo decía a su madre, su madre no la creyese y eso era
algo que no podría soportar. Así que se mantuvo en silencio mientras se volvía más y
más violenta. La relación entre ella y su madre era tensa y estuvieron muchas veces a
punto de llegar a las manos pero creía que estaba mal golpear a una madre y «por eso yo
solía venir al colegio, solo para no pelearme en casa», me dijo. «Esa fue la forma de
acumular estrés. Yo no hablaba con la gente acerca de mis problemas. Terminaba por
dejar que todo se acumulase en mi interior hasta que estaba a punto de explotar. Y así,
cuando llegaba al colegio, tan pronto como alguien me decía algo que no me gustaba,

62
descargaba toda mi ira sobre él, porque sabía que no podía golpear a mi madre». En su
primer año en Fenger, Keitha multiplicaba las infracciones disciplinarias: expulsiones de
diez días una tras otra, hasta que llegó a tener la reputación de ser una de las chicas más
violentas del colegio. «Eso es lo que todo el mundo pensaba de mí», me dijo. Y, «como
un luchador, solía alardear de ello».
En junio de 2010 Dozier solicitó para Keitha un defensor del Programa de Defensa
de la Juventud. Su primer asesor fue Steve Gates, aunque brevemente porque para ella
estaba un poco «pasado de moda». Tras Gates, volvió a intentarlo de nuevo, y se
consiguió que le asignasen a Keitha una nueva acompañante a tiempo parcial llamada
Lanita Reed, de treinta y un años de edad, residente en Roseland. Solo trabajaría para
ella dentro del programa. Reed tenía un salón de belleza propio, un acogedor lugar
llamado Gifted Hanz que animaba un bloque destartalado en la calle 103. Keitha había
tenido siempre en el fondo de su cabeza la idea de que le gustaba cortar el pelo, así que
Reed la puso a trabajar en el salón como la chica del champú, lavando el pelo, barriendo
y, de vez en cuando, echando una mano con un moldeado o trenzado, o haciendo
aquellos cortes triangulares y apretados que tantos chicos del barrio llevaban.
Reed es una persona espiritual, que asiste a la iglesia regularmente, pero que cree que
también es importante la apariencia, por lo que emprendió con Keitha lo que
llamaríamos un cambio de imagen. Tanto interna, como externa. Cuando la conocí,
Keitha no parecía interesada en la manicura pero Reed la convenció de que se hiciese
unas uñas al estilo de su peinado, enseñándole lo básico sobre maquillaje, pestañas
postizas y ropa elegante. Después de estar juntas dos horas trabajando cada día en Gifted
Hanz salían por el barrio a tomar algo o a jugar a los bolos, o simplemente a sentarse y a
hablar: tras la sesión del salón de belleza, la terapia se extendía. Reed, me dijo Keitha,
era como la hermana mayor perfecta. Organizaba cenas el domingo por la noche, en el
salón de belleza, para que Keitha y algunas otras chicas del programa pudieran contarse
historias sobre madres negligentes o padres ausentes, sobre los chicos, las drogas y la ira.
Keitha nunca había hablado de nada con nadie, no se había abierto. «Toda mi visión de
la vida cambió», me confesó.
Por sugerencia de Reed, Keitha comenzó a rezar. «Le pedí a Dios solo que me
curase», me dijo, «que perdonara todas las cosas malas que había hecho». Dejó de
discutir con su madre y dejó de pelearse en el colegio. Cuando una pareja de chicas de
segundo año comenzaron a fanfarronear con ella en el pasillo, mantuvo la calma y pidió
a Reed consejo sobre qué hacer al respecto. Reed la ayudó a organizar una conversación
con esas chicas en el despacho de Dozier y, para su sorpresa, fueron capaces de resolver
sus diferencias. «Cuando nos sentamos a hablar de ello», decía Keitha, «resultó que todo
era sencillo de arreglar y no pasaba nada».
Pero entonces sucedió una cosa terrible: ese otoño, la hermana menor de Keitha, que

63
tenía solo seis años de edad, le dijo a Keitha que el primo Angelo había intentado
tocarla. «Cuando escuché aquello no pude dejar de llorar», me dijo Keitha. «Me sentí tan
culpable. Si yo hubiera dicho algo de esto cuando era más joven, entonces tal vez se
habría ido y esto jamás le hubiera pasado a mi hermana». Keitha lo habló con Reed, y
Reed se lo dijo a Gates, que le contestó diciendo que estaba obligada a informar al
Departamento de Infancia y Familia de Illinois. Como en casi todos los sectores, los
trabajadores, profesores, consejeros o periodistas que saben de algún abuso físico o
sexual están obligados por ley a denunciarlos a las autoridades correspondientes. Reed
estaba fuera de sí. En Roseland, el Departamento de Infancia y Familia de Illinois eran
los chicos malos: las personas que cogían a los hijos y los alejaban de sus padres. Y
preocupada como estaba no pensaba, sin embargo, que la solución fuera coger a Keitha y
a sus hermanos y llevárselos lejos, porque pertenecían a su madre, y no a hogares de
acogida.
Reed le dijo a Gates que no quería hacer el informe. Amenazó con renunciar a su
trabajo. No sabía qué hacer. «Quería salir a la calle y recorrerla hasta dar con Angelo»,
me dijo Reed. «Pero Dios me hizo ver que tenía que hacer frente a la situación lo mejor
que pudiese». Finalmente dejó que Gates hiciera la llamada y se las arregló para negociar
con los trabajadores sociales del Departamento de Infancia y Familia de Illinois, y al
final se retiró a Angelo de la casa –que terminó en la cárcel, acusado de abusos sexuales
a un menor de edad– y Keitha y sus hermanos se quedaron con su madre.
Como Keitha se temía, su madre no estuvo muy de acuerdo con la decisión de
desenmascarar a Angelo. Se quejó de la pérdida que suponían los trescientos dólares
mensuales con los que había estado contribuyendo a los ingresos familiares, y a veces a
Keitha le parecía que estaba más preocupada por cómo sobreviviría Angelo en prisión
que por haber abusado sexualmente de sus hijas. Pero Keitha había decidido cambiar de
vida y el incidente con Angelo la hizo todavía más decidida. «No voy a dejar que mi
pasado afecte a mi futuro», decía. «Voy a pensar en ello de vez en cuando, pero no voy a
permitir que me cobre un peaje. Lo peor ya ha pasado. Ahora tengo que fijarme en lo
positivo. Estoy muy cansada de vivir como estoy viviendo y voy a hacer todo lo que esté
en mi mano para cambiar las cosas».
A pesar de que estaba muy por debajo de los créditos necesarios para graduarse en el
colegio, Keitha se propuso terminar sus clases en el verano de 2011, cosa que era posible
todavía según el sistema escolar americano. Si un estudiante de secundaria es
considerado de bajo rendimiento, existen un montón de mecanismos disponibles para
permitir aumentar los créditos que necesita con rapidez: trabajos de recuperación, clases
en la escuela nocturna, cursos de recuperación de créditos on line que permiten a los
estudiantes completar hasta un semestre de duración en solo un mes o dos… Mucha
gente dedicada a temas de educación se muestra bastante escéptica con este tipo de

64
mecanismos innovadores, que a menudo parecen ser simplemente formas para que el
sistema escolar pueda deshacerse de sus peores estudiantes, mandándolos al mundo real
con un título pero no con una educación completa. Pero para Keitha, que estaba más que
dispuesta a alejarse de Fenger, aquellos cursos fueron un regalo del cielo, y por primera
vez en su carrera académica se dedicó a trabajar duro. Fue a la escuela nocturna cinco
días a la semana y a menudo estuvo en Fenger desde las ocho de la mañana hasta las
siete de la tarde. En junio de 2011 Keitha se graduó en el colegio y se inscribió en
Truman College, una institución de la parte norte de Chicago, donde comenzó a estudiar
Cosmética.
Un día de primavera de 2011, todavía a unos meses de graduarse, Keitha y yo nos
sentamos en la cafetería de Fenger y me describió sus planes de futuro. Cuando
terminase en Truman y se licenciase, me dijo, Lanita Reed le había prometido un trabajo
a tiempo completo en el salón de belleza. «Dentro de cinco años me imagino en mi
propio apartamento y con mi propio dinero», decía. «Y mis hermanas pequeñas podrán
venirse a vivir conmigo».
Eso era lo que más me impresionó acerca de Keitha: que su sueño era encontrar una
salida no solo para ella, sino también para su familia. «Quiero demostrar a mis
hermanitas que hay una vida mejor, diferente de la que vemos todos los días», me dijo
aquel día en la cafetería. «Puede parecer que no cuando todo lo que tienes termina en los
barrios de Parnell y Hundreds. Pero hay vida más allá de lo que hay aquí, que son solo
peleas, asesinatos y todo eso… Hay más. Hay otras formas».
Es difícil enfrentarse a la ciencia que hay detrás de los programas de intervención
educativa infantil. Durante los primeros años de vida, un desarrollo sano del cerebro de
los niños es una oportunidad única para que su futuro sea diferente. Uno de los hechos
más prometedores de los programas que se dirigen a la parte emocional, psicológica y
neurológica es que pueden ser bastante efectivos también más allá de la niñez, incluso
mucho más que algunas intervenciones cognitivas. El índice de inteligencia básico es
obstinadamente resistente a mejoras a partir de los ocho años de edad, pero las funciones
ejecutivas y la capacidad para manejar el estrés y las emociones fuertes se pueden
mejorar, a veces de forma espectacular, hasta bien entrada la adolescencia e incluso en la
edad adulta.
La adolescencia es un momento lleno de dificultades para casi todos los chicos, y
mucho más para aquellos que crecen en medio de la adversidad. Se pueden dar puntos de
inflexión radicales porque es el momento en que las primeras heridas llevan a tomar
decisiones equivocadas que producen resultados devastadores; pero los adolescentes
también tienen la capacidad –o por lo menos el potencial– para repensarse y rehacer sus
vidas de una forma que los niños más pequeños no pueden hacer. Y, como muestra la
historia de Keitha (y como se verá de nuevo en los capítulos siguientes), la adolescencia

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puede ser el mejor momento para un punto de inflexión que consiga crear una profunda
transformación: el momento en el que una persona joven logra alejar la distancia que le
acerca a un fracaso casi seguro, para empezar a seguir el camino hacia el éxito.

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II. CÓMO CONSTRUIR EL CARÁCTER

1. La mejor clase de todas


Los treinta y ocho adolescentes que se graduaron en el colegio de educación
secundaria KIPP, en la zona sur del Bronx, en la primavera de 1999, podrían ser la clase
más famosa de la historia de la enseñanza pública americana. Todos los alumnos eran o
negros o hispanos, la mayoría procedía de familias de escasos recursos y habían sido
escogidos en cuarto curso por David Levin, un loco y desgarbado personaje de
veinticinco años, licenciado en Yale. Para lograr que se matricularan en KIPP, David les
había convencido tanto a ellos como a sus padres con el argumento de que sería capaz de
convertirlos de los típicos alumnos fracasados del Bronx en alumnos de buenas notas
con rumbo a la universidad[60]. En los cuatro años que llevaban en KIPP (acrónimo de
Knowledge Is Power Program), habían experimentado un nuevo y centrado estilo
educativo, basado en la inmersión, que a veces Levin parecía improvisar sobre la
marcha, y que implicaba una combinación de largas jornadas de enseñanza en el aula,
intensas y exigentes, con un estudiado programa para cambiar sus actitudes vitales y
transformar su comportamiento.
El modelo de Levin parecía estar funcionando de una manera extraordinariamente
rápida: en 1999, en los exámenes de octavo curso, el último, que se hacen en toda la
ciudad, los alumnos de KIPP obtuvieron las mejores calificaciones de todo el Bronx y la
quinta nota más alta de la ciudad de Nueva York[61]. Esos resultados –sin precedentes
en ese momento para un colegio de un barrio pobre que no realizaba pruebas de
admisión a los alumnos– llegaron a ser portada del New York Times[62] y Mike Wallace
les dedicó un reportaje en su programa «60 Minutos»; además ayudó a que Doris y
Donald Fisher, los fundadores de «the Gap», se decidieran a donar altruistamente varios
millones de dólares a KIPP, gracias a lo cual el proyecto del colegio pasó a establecerse
a nivel nacional. Por eso, ahora existen más de mil colegios KIPP subvencionados por
todo el país y su plan docente, para bien o para mal, está en el centro de las discusiones
nacionales sobre la enseñanza concertada, sobre la sindicalización del profesorado, sobre
los exámenes estandarizados y sobre los efectos de la pobreza en el aprendizaje.
A los alumnos de la primera promoción de KIPP, desde aquel primer día de 1995, se
les recordaba –con orgullo– lo importante que es la educación universitaria. Se les
denominó la Promoción 2003 porque ese era el año en el que podrían acceder a la
universidad. Todos los pasillos del colegio se llenaron de banderines, y cada uno de los

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profesores decoró su aula con símbolos y lemas. Un gran cartel en la escalera recordaba
todos los días a los estudiantes cuál era su objetivo: escalar la montaña hasta llegar a la
universidad. Y, en efecto, cuando terminaron su educación en KIPP, parecían estar
precisamente preparados para eso: no solo obtuvieron excelentes resultados académicos
en la primera etapa de secundaria, sino que la mayoría de los alumnos había sido
admitido en los más importantes y prestigiosos centros pre-universitarios, unos privados
y otros católicos, a veces con becas que cubrían todos los gastos.
Sin embargo, a otros de los alumnos de esa promoción las cosas no les fueron según
lo previsto. «Nos dijimos a nosotros mismos: perfecto, hemos logrado ser los quintos de
todo Nueva York», me comentó Levin. «El 90% de nuestros alumnos ha logrado ser
admitido en colegios privados locales. Todo va a salir bien. Pero en realidad no todo ha
sido así». Casi todos los miembros de la Promoción 2003 terminaron la educación
preparatoria y accedieron a la universidad. Pero entonces la montaña que tenían que
escalar se hizo más empinada. Seis años después de concluir la secundaria, solo el 21%
de ellos –o, lo que es lo mismo, solo ocho alumnos– había acabado sus estudios
universitarios en cuatro años[63].
Tyrell Vance era uno de los miembros de aquella promoción y desde muchos puntos
de vista su historia es representativa. Cuando comenzó en KIPP, se agobió y se sintió
algo desconcertado ante los rituales, las normas y la actividad del colegio. «Fue un
choque cultural para mí», confesaba. «Nunca había visto nada igual». Vance consideraba
los deberes y las tareas como algo opcional. Eso le creó algunos problemas con los
profesores; de hecho, cuando toda la clase realizó una excursión a Vermont, en séptimo,
él no pudo ir porque tenía que hacer los deberes. Con independencia de esto, los
profesores le atendieron bien y llegó a estrechar lazos afectivos con todos. «Era como mi
segunda familia», me comentó. «Aquel era una ambiente que todos ayudamos a crear,
como si fuéramos una gran familia».
Como muchos de sus compañeros de promoción, Vance era un as de las matemáticas
y destacaba en los exámenes oficiales, hasta el punto de que logró aprobar la asignatura
de noveno curso cuando todavía cursaba octavo. Pero, cuando salió de KIPP y se alejó
de esa atmósfera de mejora personal, se apagó. «No tenía la ayuda que me
proporcionaban en KIPP», me explicó. Empezó a dejarse llevar y sus notas pasaron de
los sobresalientes y notables acostumbrados, a simples aprobados raspados. Vance se dio
cuenta de que KIPP lo había preparado desde un punto de vista académico, pero no
psicológico ni emocional. «Pasamos de estar en una familia unida, donde todos sabían lo
que estaban haciendo, a un colegio de preparación a la universidad donde nadie te
prestaba atención. Ni siquiera se comprobaba si habías hecho los deberes. Además
tuvimos que lidiar con todos los problemas propios de esa etapa educativa, y madurar. Y
ninguno de nosotros estaba preparado para hacerlo».

68
Después de la preparatoria, Vance se matriculó en una universidad pública de Nueva
York para estudiar la carrera de Informática, de cuatro años. Pero esos estudios le
aburrían y los dejó. Se dedicó a trabajar en casinos y salas de juego. Como no
congeniaba con su jefe, también abandonó el trabajo. Estuvo una temporada sin hacer
nada y terminó, al final, aceptando un empleo en una tienda de zapatos. Más tarde se
matriculó en una facultad pública para estudiar Historia. Pero en poco tiempo gastó todo
el dinero que tenía reservado para pagar las tasas y dejó los estudios ya definitivamente.
Ahora tiene casi 25 años y lleva trabajando una temporada en el departamento de
atención telefónica al cliente de AT&T y Time Warner-Cable. Disfruta de su trabajo, y
está orgulloso de todo lo logrado hasta el momento, pero, si echa la vista atrás, no puede
dejar de arrepentirse. «Yo tenía mucho potencial y probablemente debería haberlo
aprovechado mejor».

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2. Aprendiendo a ser optimista
Para David Levin, fue duro ver cómo todos esos estudiantes pasaban por la
universidad. Cada mes recibía la noticia de que otro de sus antiguos alumnos había
dejado sus estudios universitarios. Así que reflexionó personalmente sobre esos datos.
¿Qué se podía haber hecho de otra forma?, se preguntaba. El punto fuerte de KIPP era
ofrecer a sus alumnos todo lo que iban a necesitar para triunfar en la universidad, pero
no estaba siendo así. ¿Qué era lo que había fallado?
A medida que se incrementaban los datos de abandono, y no solo los de la primera
promoción, Levin se dio cuenta de que había un fenómeno curioso: los estudiantes que
aguantaban y no dejaban la universidad no coincidían siempre con aquellos alumnos que
habían destacado académicamente en KIPP. Se trataba, más bien, de aquellos que
poseían otros talentos o capacidades, como el optimismo, la flexibilidad o las habilidades
sociales. Eran aquellos que lograban reponerse de unas malas notas y, a continuación,
procuraban hacerlo mejor la próxima vez; quienes superaban las tristes separaciones o
las peleas de sus padres; quienes convencían a los profesores para que les echaran una
mano después de clase; los que resistían la tentación de irse al cine y eran capaces de
quedarse estudiando en casa. Cierto es que, en opinión de Levin, estas cualidades no
eran suficientes para garantizar por sí mismas obtener una licenciatura. Pero para los
chicos que no disponían de muchos recursos económicos y no tuvieron la red de
protección social que para Levin habían sido sus padres, estas cualidades podían resultar
indispensables para lograr un título universitario.
Las cualidades que Levin vio en esos alumnos eran casi idénticas al conjunto de
habilidades que James Heckman y otros economistas han denominado «competencias
no-cognitivas». A Levin, sin embargo, le gustaba denominarlas con otro nombre:
fortalezas de carácter. Con anterioridad a la creación de KIPP, en la década de los
noventa, Michael Feinberg y Levin, los cofundadores, habían decidido ofrecer en un
colegio de educación secundaria de Houston tanto formación académica como formación
del carácter. Para ello, llenaron las paredes del aula con consignas del tipo «trabaja duro»
o «sé amable» o «no hay atajos». Además idearon un sistema de recompensas y
sanciones con el fin de enseñar no solo álgebra y funciones matemáticas, sino cosas
como trabajo en equipo, empatía o perseverancia. En KIPP, los chicos llevaban
camisetas con lemas como «Una escuela. Una misión. Dos habilidades. Las académicas
y las del carácter».
Cuando Levin y Feinberg llegaron a Houston, como miembros de la tercera
generación de jóvenes que trabajaba en Teach for America, se habían licenciado ya en
universidades de la Ivy League y eran profesores brillantes a la vez que relativamente
despistados. Desde sus comienzos, aplicaron estrategias y métodos docentes que

70
copiaron de algunos profesores innovadores que habían conocido; en concreto, se habían
fijado en Harriett Ball, una vieja profesora que impartía clase en el colegio al que había
asistido Levin, y que hacía atractivas todas las lecciones, desde la multiplicación hasta
Shakespeare, empleando música, canciones y ejercicios. Pero, cuando pensaron en los
métodos para formar el carácter, no encontraron referencias parecidas a las de Ball. La
ausencia absoluta de modelos y programas diseñados con la finalidad de formar el
carácter, e incluso el silencio total que existía sobre el tema, obligó a que todos los años
las discusiones en KIPP comenzaran desde cero y partieran de un debate entre los
profesores y directivos en relación a los valores y comportamientos que fomentarían, y
por qué y cómo hacerlo.
En el invierno 2002, cuando los primeros alumnos de KIPP seguían preparándose
para la universidad, el hermano de Levin, que era el gerente, le prestó Aprenda
optimismo[64], un ensayo de Martin Seligman, profesor de psicología en la universidad
de Pensilvania. Seligman es uno de los principales expertos en la corriente de
pensamiento llamada psicología positiva, y su libro, publicado en 1991, es el texto
fundacional de esta teoría. Revela que el optimismo es una habilidad que puede
aprenderse, y no una cualidad innata. Los niños y los adultos pesimistas pueden
ejercitarse para estar más ilusionados, según Seligman, y, si lo hacen, es probable que
sean más felices, más saludables y tengan más éxito. En Learned Optimism señala que
para la mayoría de las personas la depresión no es una enfermedad, como sostienen la
mayoría de los psicólogos, sino sencillamente un «estado de ánimo bajo»[65] que se
produce «cuando aceptamos creencias pesimistas sobre las causas de nuestros
contratiempos». Si se quiere evitar la depresión y mejorar la calidad de vida, Seligman
aconseja desarrollar un «estilo explicativo», es decir, una forma de razonamiento sobre
por qué nos suceden cosas buenas y malas.
Según Seligman, los pesimistas tienden a reaccionar ante acontecimientos negativos
con interpretaciones permanentes, personales y penetrantes (o dominantes). Lo que él
llama las «Tres P»[66]. ¿Has fracasado en un examen? La causa no ha sido que no te has
preparado lo suficiente, sino que eres tonto. Si te dicen que no a una cita, no lo intentes
de nuevo: nadie te va a querer nunca. Por el contrario, los optimistas buscan
explicaciones concretas, sencillas y breves acerca de lo que ha ido mal y, por
consiguiente, se sobreponen más fácilmente ante un revés para intentarlo de nuevo.
Mientras leía aquel libro, Levin reconoció muchos de los patrones de las tres P de
Seligman en su propia vida, en la de sus profesores y en la de los alumnos. Por aquel
entonces, Levin era sobre todo famoso entre los estudiantes y el personal de KIPP por las
interminables y estruendosas charlas que daba sobre el comportamiento y el bajo
rendimiento académico. «Gritaba mucho», recuerda Vance con una sonrisa. Pero Levin
comenzó a pensar si las discusiones con los alumnos y el hecho de que continuamente

71
estuvieran escuchando críticas personales, penetrantes y permanentes, estaba teniendo
alguna consecuencia positiva. Ante la pregunta de «¿Por qué no has hecho los deberes?»
podría significar para un alumno, por ejemplo, «¿Qué pasa contigo? ¡No puedes hacer
nada bien!». Por eso, decidió regalar un ejemplar de Learned Optimism a todo el
personal de KIPP, y elaboró una guía de preguntas basada en el libro para iniciar un
proceso de reflexión. En una jornada de desarrollo profesional organizada en verano de
2002, entregó la guía a sus profesores para iniciar una reflexión. Incluía algunas
preguntas que resultaban incómodas, tanto para Levin como para sus compañeros. Por
ejemplo, ¿por qué algunos de nuestros alumnos no se sienten suficientemente valorados
o aceptados, o no creen en sí mismos? O ¿por qué los padres se sienten a veces
humillados, creen que se les ha faltado al respeto o se les ha criticado?, ¿cómo podemos
forjar el ánimo y el carácter de nuestros alumnos sin destrozarlos o humillarlos? Para
Levin, se trataba del comienzo de un largo proceso de reflexión y reevaluación de toda
su actividad. Es verdad que llevaba ya casi una década intentando formar el carácter de
sus alumnos, pero ¿y si las técnicas que habían utilizado eran sencillamente ineficaces?

72
3. Riverdale
David Levin fue también a un colegio del Bronx, como sus alumnos, pero era un
colegio diferente, situado en una zona completamente distinta. Estaba al oeste de donde
se encuentra ahora KIPP, pasado el estadio de los Yankees. Un poco al norte, donde está
la Major Deegan Expressway y cerca de Riverdale, un hermoso barrio con montañitas
inclinadas y verdes, de calles sinuosas que desde hace más de un siglo ha sido el hogar
de algunas de las familias más ricas de Nueva York. Entre sus grandes edificios
históricos destacan tres que albergan los colegios privados más prestigiosos de la zona:
el Horace Mann, la Ethical Culture Fieldston School y, en la cima de una alta montaña,
dominando grandiosamente el Van Cortlandt Park y la ciudad, el colegio Riverdale.
Levin, que se crio en Park Avenue, se cambió a Riverdale en octavo curso, y allí destacó
no solo por su habilidad en matemáticas y ciencias, sino también por ser el capitán del
equipo de baloncesto.
Cuando se visita hoy Riverdale, lo primero que llama la atención es su campus, más
grande que el de cualquier otro colegio de la ciudad, con una extensión de 10 hectáreas.
Todos los jardines están esmeradamente cuidados y están rodeados de edificios de piedra
y campos de flores. En teoría, los alumnos no llevan uniforme, pero los de secundaria
comparten un atuendo estudiadamente casual: llevan chaquetas de Abercrombie&Fitch
y mochilas North Face.
Cuando asistí a una de las clases de décimo curso, un día lluvioso de finales de
invierno, todas las alumnas menos una llevaban la mismas botas Hunter, que cuestan 125
dólares. John F. Kennedy and Robert F. Kennedy estudiaron en Riverdale durante un
breve período de tiempo y, a día de hoy, el alumnado vive principalmente en zonas como
el Upper East Side o en elegantes distritos del Condado de Westchester. Riverdale es el
típico sitio al que los miembros de la clase dirigente envían a sus hijos para que aprendan
a ser parte de la élite. La matrícula cuesta 38.500 dólares al año desde la guardería.
Cuando conocí a su director, Dominic Randolph, pensé que no era el tipo de persona al
que le pegase dirigir una institución con tanto prestigio y tanta tradición. Tiene pinta de
iconoclasta, de estar un poco loco y ser algo excéntrico. Va siempre a trabajar con traje
negro y corbata estrecha, y este atuendo, con su actitud cool y su pelo canoso suelto,
hace que cualquiera que le conozca se pregunte si ha sido saxofonista en algún grupo
musical de los ochenta. Su acento británico ayuda a apoyar esta suposición. Pero
Randolph es un gran intelectual, siempre está al corriente de las nuevas ideas. Hablar con
él es como asistir a una conferencia TED para ti solo: la conversación está jalonada de
citas y referencias a las últimas investigaciones realizadas por psicólogos del
comportamiento, gurús de la gestión y diseñadores. Cuando le nombraron director en
2007, transformó las dependencias administrativas del colegio con la ayuda de su

73
secretaria. Cambiaron el antiguo y solitario santuario que servía de despacho a los
anteriores directores y lo remodelaron junto a una pequeña sala de espera,
conformándolo todo como un espacio de trabajo diáfano, con las paredes cubiertas de
pizarras para escribir ideas, frases y lemas. Una de las veces que fui a visitarle, no había
nada en las pizarras, salvo una hoja con un gran signo de interrogación negro.
Como director de un colegio tan terriblemente competitivo, Randolph, que ha
cumplido ya los cincuenta, se muestra generalmente escéptico acerca de muchos de los
supuestos en los que se basa la educación americana actual. Así, por ejemplo, nada más
llegar a Riverdale quitó las clases para alumnos destacados, animó a los profesores a
poner menos deberes y afirmó que las pruebas de admisión que se exigían en Riverdale y
en otros colegios privados constituían «un procedimiento injusto de selección» porque
valoran a cada alumno teniendo prácticamente solo en cuenta su coeficiente intelectual
(CI). «Poner el acento en las pruebas y exámenes», me comentó cuando le visité en su
despacho un día de otoño, «es olvidar uno de los factores que más importan para ser
realmente una persona de éxito».
Ese factor esencial que, a juicio de Randolph, se olvida es justamente el carácter.
«Tanto para los pioneros americanos como para quienes emigraron desde Italia en la
década de los veinte, América era la tierra en la que, si trabajabas mucho y tenías el
coraje y el valor suficiente, podías triunfar. Ahora, curiosamente, esto se ha olvidado.
Me preocupa que los alumnos, que llevan vidas acomodadas, al sacar un ocho en un
examen, piensen que han conseguido algo importante. Creo que así les estamos llevando
a largo plazo al fracaso. Cuando en un momento dado de su vida ese alumno tenga que
afrontar una situación difícil, se vendrá abajo. No creo que estén aprendiendo a controlar
las cosas y a enfrentarse a ese tipo de situaciones».
Al igual que Levin, Randolph ha reflexionado mucho en su trayectoria como
profesor acerca de si los colegios deben enseñar a formar el carácter y sobre cómo
hacerlo. Siempre se había sentido solo en esta tarea. En el internado británico al que
asistió de niño, sus profesores daban por supuesto que formaban el carácter además de
enseñar Matemáticas o Historia. Pero, cuando llegó a Estados Unidos, se dio cuenta de
que los profesores americanos eran más reacios a ese tipo de cosas que sus homólogos
ingleses. Durante mucho tiempo, Randolph siguió las discusiones nacionales acerca de la
formación del carácter y a todo lo que las rodeaba, pero siempre pensaba que ese debate
no estaba realmente muy relacionado con las necesidades reales de los colegios. En los
ochenta, William Bennett defendió y propuso enseñar virtudes, pero sus planteamientos
pronto comenzaron a adquirir un cariz político, según Randolph, y pasaron a formar
parte de la ideología neoconservadora. A Randolph le habían atraído al principio las
aportaciones de Goleman sobre inteligencia emocional, pero le parecían inconsistentes,
demasiado sentimentales como para constituir la base de un proyecto práctico de

74
enseñanza. «Buscaba alguna teoría seria y rigurosa, que no estuviera de moda
necesariamente, pero que implicara de verdad una transformación de la cultura
educativa», me dijo.
En el invierno de 2005, Randolph leyó Learned Optimism, y comenzó a interesarse
por el campo de la psicología positiva. Empezó a leer sobre la teoría de Seligman y de
algunos de sus seguidores, como Christopher Peterson, de la Universidad de Michigan, o
Angela Duckworth, una de las discípulas más brillantes de Seligman en Pensilvania. En
esa época, Randolph fue nombrado ayudante de dirección del colegio Lawrenceville, un
internado privado cerca de Princeton, en Nueva Jersey. Consiguió un día una cita con
Seligman, en Filadelfia. Pero, la mañana en la que Randolph se dispuso a recorrer las
cuarenta millas de coche que le separaban de allí, Seligman había citado también a
David Levin. De esta forma, los dos acudieron al despacho a la misma hora, así que
Seligman decidió atender a los dos a la vez. Además invitó a Peterson, que había ido a
verle, a que se uniera a ellos, con el fin de tener entre todos una discusión libre y abierta
sobre psicología y educación. Ese fue el comienzo de una larga y fructífera colaboración.

75
4. Fortalezas de carácter
Levin y Randolph fueron a Filadelfia para hablar sobre optimismo. Pero Seligman
les sorprendió enseñándoles un nuevo libro, muy diferente del anterior, que acababa de
publicar con Peterson: Character Strengths and Virtues: A Handbook and classification.
Los otros best-sellers que Seligman había publicado eran ensayos breves de psicología
divulgativa y accesible, y llevaban subtítulos pensados para atraer la atención de los
lectores típicos de la librería de un aeropuerto, como, por ejemplo, cómo cambiar su
mente y su vida. Pero Character Strengths and Virtues poseía un tono académico, tenía
más de 800 páginas, pesaba tres libras y pico, y costaba 80 dólares. Según los autores,
pretendía ser «un manual de cordura y equilibro mental»[67], es decir, el contrapunto al
conocido DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), que clasificaba
oficialmente las enfermedades psiquiátricas y que todo psicólogo y terapeuta tenía en su
despacho.
Carácter es uno de esos términos que complican cualquier discusión, ya que,
dependiendo de cada persona, puede significar una cosa u otra. Con frecuencia, se utiliza
la palabra para aludir a un concreto conjunto de valores, pero eso implica que su sentido
cambiará con el tiempo. Por ejemplo, en la Inglaterra victoriana, una persona con buen
carácter era casta, frugal, aseada, piadosa y tenía un cierto decoro social. En la frontera
americana, sin embargo, tenía que ver con la valentía, la autosuficiencia, el ingenio, la
laboriosidad y el coraje. Sin embargo, con su libro, Seligman y Peterson aspiraban a
superar ese relativismo histórico para identificar aquellas cualidades que tuvieran
importancia no solo para la idiosincrasia americana contemporánea, sino para cualquier
época y cultura. Para ello, estudiaron las obras de Aristóteles, Confucio, los Upanishads
y la Torá, o los manuales de los Boy Scouts. Incluso tuvieron en cuenta a algunos
personajes de Pokemon. Finalmente elaboraron una lista de 24 rasgos de carácter que
parecían ser aceptados universalmente. En esa lista se incluyeron cualidades que
cualquiera reconoce como características clásicas de nobleza y honradez, como la
valentía, la ciudadanía, la justicia, la sabiduría o la integridad; así como otras de tipo más
emocional, como el amor, el humor, la diversión, o la capacidad de apreciar la belleza; y
otras, en fin, que se referían al ámbito de las relaciones humanas habituales, como la
inteligencia social (la capacidad para reconocer la dinámica de las relaciones
interpersonales y de adaptarse con rapidez a las diferentes situaciones sociales), la
amabilidad o la gratitud.
Según decían Seligman y Peterson, en la mayoría de las sociedades, estas
«fortalezas» de carácter tenían un sentido moral y en muchos casos estaban relacionadas
con las obligaciones o normas religiosas. Pero las leyes morales no servían para formar
el carácter porque reducían la conducta virtuosa a la mera obediencia a una autoridad

76
superior. «Las virtudes», escribieron, «son mucho más interesantes que las leyes o las
normas»[68]. Para Seligman y Peterson, el valor de las veinticuatro fortalezas
identificadas no dependía de ningún sistema ético o moral concreto, sino que se basaba
en su bondad puramente práctica, es decir, en lo que ganaba una persona al poseer las
virtudes y desarrollarlas. Cultivar esas virtudes era un camino que conducía con
seguridad a la «buena vida»[69], una existencia no solo feliz, sino satisfactoria y llena de
sentido.
Muchos de nosotros, sin embargo, tenemos la idea de que el carácter es algo innato e
invariable, un conjunto básico de atributos que definen la esencia de una persona.
Seligman y Peterson pensaban de otra manera: sostenían que eran un cúmulo de
habilidades, capacidades o fortalezas, que pueden cambiar y que, de hecho, son
completamente maleables. Son habilidades que se pueden aprender, practicar y que, por
tanto, se pueden también enseñar.
Pero en la práctica, cuando los educadores intentan enseñar cuestiones de carácter,
con frecuencia tienen que enfrentarse con leyes morales. En la década de los noventa,
hubo un movimiento nacional a favor de la educación del carácter en EE.UU.[70],
inspirado en algunos comentarios de la primera dama de entonces, Hillary Clinton, y del
presidente, que en el debate sobre el Estado de la Unión dijeron que se «animaba a todos
los colegios a enseñar la formación del carácter, a enseñar buenos valores y civismo».
Pero, en poco tiempo, ese movimiento a favor de la formación del carácter que
empezaron los Clinton se pervirtió, y se convirtió en una manera de acusar al adversario
político: la derecha pensaba que esa iniciativa era una forma rastrera y encubierta de
imponer valores progresistas propios de lo políticamente correcto; por su parte, la
izquierda sospechaba que con la referencia a la formación del carácter la derecha
ocultaba su propósito de adoctrinar a los jóvenes con valores cristianos. En cientos de
colegios públicos americanos existen hoy en día programas de educación del carácter,
pero la mayoría de ellos no están muy definidos o son superficiales, y los que se han
implantado seriamente han resultado ineficaces. La evaluación nacional de este tipo de
programas, que publicó en 2010 el National Center for Education Research[71],
dependiente de lo que sería el Ministerio de Educación de Estados Unidos, estudió siete
de esos programas de primaria durante tres años consecutivos. No consiguió hallar
influencia ni impacto alguno para ninguno de ellos, ni en el comportamiento de los
estudiantes, ni en los resultados académicos, ni en la cultura escolar.
A Levin y a Randolph les pareció interesante que la propuesta de Seligman estuviera
centrada más en el rendimiento y desarrollo personal, que en una perspectiva más propia
de algún tipo de sistema moral. A menudo, tanto sus críticos como sus defensores
pensaban que KIPP era un colegio moralizante. Por ejemplo, en su libro de 2008,
Sweating the small staff[72], el periodista David Whitman acuñó la expresión «nuevo

77
paternalismo» para referirse a los métodos que se utilizaban en KIPP y en otros colegios
similares. Según Whitman, este tipo de centros educativos enseñaban a los estudiantes
«no solo a cómo pensar, sino sobre todo a cómo actuar de acuerdo con lo que
comúnmente se llaman valores tradicionales, los propios de la clase media»[73]. A
Levin, sin embargo, le causaba horror esta expresión. No le gustaba que se pensara que
KIPP intentaba inculcar a sus alumnos los valores típicos de la clase media americana,
como si los alumnos más acomodados tuvieran unos principios de los que carecían los
estudiantes de clase baja. «Lo que me parece más interesante de la perspectiva de la
teoría de las fortalezas de carácter es que no parte en ningún sentido de juicios de valor»,
me confesó. «El inconveniente principal que se encuentra uno ante la ética y los valores
es que están muy bien pero ¿de qué valores hablamos en concreto?, ¿de qué ética?».

78
5. Autocontrol y fuerza de voluntad
Después de su primer encuentro en el despacho de Seligman, Levin y Randolph se
mantuvieron en contacto por teléfono y por email, e intercambiaban artículos y
referencias. Pronto se dieron cuenta de que tenían intereses e ideas en común, a pesar de
que trabajaban en contextos educativos diferentes. Decidieron unir fuerzas e investigar
conjuntamente sobre los misterios que existían en torno al aprendizaje y la educación del
carácter, y recurrieron a Angela Duckworth, que en ese momento era una alumna de
postgrado en el departamento de Seligman, para que les ayudara. Ahora es profesora
ayudante en ese mismo sitio. Duckworth había llegado a Pensilvania en 2002, con treinta
y dos años, un poco más tarde de lo habitual para ser una estudiante de postgrado. Era
hija de inmigrantes chinos y había sido la típica alumna aplicada con sobresalientes en
muchas asignaturas, tanto en su etapa de adolescente como después. Tras concluir sus
estudios en Harvard (y colaborar en su tiempo libre en una academia de verano para
niños de escasos recursos de Cambridge), había desempeñado desde mediados de los
noventa los siguientes puestos: ayudante en la oficina de redacción de discursos de la
Casa Blanca, alumna Marshall en Oxford, donde estudió neurociencias; además trabajó
en McKinsey y fue también asesora de un colegio charter. Pensó durante mucho tiempo
en crear su propio colegio charter, pero al final consideró que el modelo de estos
colegios no era el más eficaz para cambiar las condiciones de los niños de clase baja o, al
menos, no era el mecanismo que ella iba a emplear. Cuando solicitó ser admitida en el
programa de doctorado en Pensilvania, escribió en su ensayo de presentación que sus
experiencias en los colegios le habían ofrecido «una visión claramente diferente de lo
que debería ser la reforma educativa» y que había cambiado las ideas que tenía sobre lo
que esa reforma debería implicar. «Creo que el problema no es solo de los colegios, sino
de los propios estudiantes»[74], señalaba. «Aprender es algo difícil: ese es el problema.
Es cierto que aprender es divertido, emocionante y gratificante, pero a veces también
resulta desalentador, agotador y desesperante… Para mejorar el bajo rendimiento crónico
de los estudiantes inteligentes, los padres y los profesores tienen primero que reconocer
que el carácter importa al menos tanto como la inteligencia».
En Pensilvania, Duckworth se dedicó a trabajar primero el tema de la autodisciplina.
Durante su primer año de elaboración de la tesis, seleccionó a 164 alumnos de octavo
curso del colegio Masterman Middle School, un atractivo centro educativo del centro de
Filadelfia[75]. Esos alumnos completaron las pruebas y los test clásicos que miden el CI,
así como otros que valoraban su grado de autodisciplina. Más tarde, durante el
transcurso del año escolar, se evaluó su rendimiento mediante criterios puramente
académicos. Al final de año, para sorpresa de muchos, se descubrió que los resultados
obtenidos en la prueba de autodisciplina eran un criterio más útil y adecuado que el CI

79
para predecir el rendimiento académico futuro de un alumno.
Duckworth comenzó a trabajar conjuntamente con Walter Mischel, un profesor de
psicología de la Universidad de Columbia, famoso en el ámbito de las ciencias sociales
por haber realizado un estudio que se conoce popularmente como la prueba de las
golosinas. A finales de los sesenta, Mischel, que entonces era profesor en la Universidad
de Stanford, puso en marcha un ingenioso experimento para valorar la fuerza de
voluntad que tenían los niños de cuatro años[76]. En una guardería del campus de
Standford, llevaba a los niños a una pequeña habitación. Los sentaba ante una mesa con
una campana y les ofrecía una golosina. Le indicaba a cada niño que iba a salir de la
habitación pero que podía comerse la golosina mientras regresaba. Pero también le
ofrecía otra alternativa: si quería comerse la golosina, podía hacerlo, pero, si esperaba a
que regresara sin comérsela, al volver le daría una segunda.
Mischel pensaba que ese experimento le permitiría estudiar las diferentes técnicas
que utilizaban los niños para resistir la tentación. Pero su experimento adquirió mayor
trascendencia de la esperada cuando, después de más de diez años del experimento
original, Mischel recabó información suficiente como para comprobar si la capacidad
que aquellos niños mostraban para retrasar las gratificaciones tenía alguna relación con
sus resultados académicos, o con cualesquiera otros resultados posibles. A partir de
1981, empezó a trabajar para localizar a esos chicos y siguió estudiando su evolución en
las siguientes etapas de su vida. La correlación entre el tiempo que los niños tardaron en
comerse la golosina y su éxito académico posterior resultó muy reveladora. Los niños
que había esperado 15 minutos, obtuvieron de media 210 puntos más en las pruebas
nacionales SAT que aquellos que habían abierto la campana después de esperar solo 30
segundos[77].
Duckworth estaba intrigada por los resultados de este estudio, que parecían
corroborar sus investigaciones sobre el autocontrol. Pero su interés residía en realidad en
una de las preguntas básicas que se hacía Mischel: si se quiere aumentar la capacidad de
autocontrol, ¿cuáles son las tácticas y estrategias más eficaces? Y ¿se pueden enseñar?
El experimento de Mischel había ofrecido algunos datos interesantes al respecto. Por
ejemplo, tanto la teoría psicoanalítica como la teoría del comportamiento habían
sostenido que la mejor forma de motivar a un chico para que no tomara las golosinas era,
más que nada, mantener centrada su atención sobre la recompensa. En este caso,
acentuar el atractivo de las dos golosinas y de lo bien que se sentiría al tomarlas juntas.
Pero la verdad era precisamente la contraria: cuando se apartaban las golosinas de la
vista del niño, era más fácilmente capaz de retrasar la gratificación que cuando las tenía
justo delante. Los niños que mejor lo hicieron en el experimento fueron los que se habían
distraído. Algunos de ellos comenzaron a cantar o a hablar solos, haciendo tiempo hasta
que regresara el investigador; otros miraban de lejos las golosinas, o se tapaban los ojos;

80
incluso uno de ellos, un pequeño chaval con mucho dominio de sí mismo, llegó a echar
una cabezadita.
Al mismo tiempo, Mischel mostró que la capacidad de los niños para resistir la
tentación aumentaba cuando se les ayudaba y se les animaba a pensar de diversas formas
sobre las mismas golosinas. En la medida en que pensaran en la gratificación de un
modo más abstracto, eran capaces de esperar más tiempo. Cuando se les alentaba a que
pensaran en la golosina como si fuera una gran nube hinchada lograban retrasar la
satisfacción inmediata hasta siete minutos más[78]. A varios chicos se les mostró una
fotografía de una golosina, en lugar de una de verdad, y así resistieron más tiempo. A
otros se les enseñaron golosinas reales, pero se les aconsejó que las «pusieran dentro de
un marco, como si se tratara de una fotografía». Así consiguieron resistir la tentación
hasta casi 18 minutos.
Sin embargo, cuando Duckworth intentó replicar los resultados de Mischel en el
ámbito escolar, todo fue más difícil de lo que esperaba. En 2003, ella y algunos colegas
realizaron un experimento con estudiantes de un colegio de Filadelfia que duró seis
semanas. Los alumnos hicieron algunas pruebas y test de autocontrol, obteniendo
recompensas por terminar los deberes. Se esperaba así que los chicos, al concluir el
estudio, hubieran desarrollado más autocontrol del que tenían al principio. Pero no fue
así: los estudiantes que participaron en el experimento no obtuvieron mejores resultados
en las pruebas finales que los del grupo de control. «Tuvimos en cuenta toda una
multitud de factores: las notas que puso el profesor en autocontrol, si acababan o no los
deberes, los exámenes estandarizados, las GPA o si llegaban o no tarde a clase», me dijo.
«Pero el efecto sobre todo aquello era cero».

81
6. Motivación
El problema con las técnicas de autocontrol como las ensayadas en el estudio de las
golosinas es que funcionan exclusivamente cuando el niño en cuestión sabe lo que
quiere. Las metas a largo plazo que Duckworth ofrecía a los estudiantes de su
experimento eran menos tangibles, menos inmediatas, en general menos atractivas que
las golosinas que recibían los niños tras esperar veinte minutos. La cuestión que se
planteaba entonces era otra: ¿cómo conseguir de los niños la atención, el enfoque y la
determinación necesarias a largo plazo que se necesitan para alcanzar metas y objetivos
más abstractos, como aprobar un examen, terminar los estudios de secundaria o tener
éxito en la universidad?
Duckworth descubrió que era eficaz dividir el proceso de consecución de logros y
objetivos en dos partes diferentes: una la motivación y otra la fuerza de voluntad. Estas
dos dimensiones, a su juicio, son necesarias para alcanzar una meta a largo plazo, y sin
una y otra resulta imposible hacerlo. La mayoría de nosotros hemos tenido la siguiente
experiencia: podemos tener la suficiente motivación como para lograr algo, pero la falta
de fuerza de voluntad necesaria nos impide hacerlo. Se puede intensamente querer bajar
de peso, pero si falta la voluntad, la fuerza de voluntad para el autocontrol, para empezar
a comer menos, nunca lo conseguiremos. Además, a un chico realmente motivado podría
resultarle útil aplicar los ejercicios y las técnicas de autocontrol que intentaba
transmitirles Duckworth, pero qué les ocurre a los chicos que no están motivados para
alcanzar los objetivos que quieren sus padres o sus profesores. En este caso, reconoce
Duckworth, ninguna técnica de autocontrol será suficiente.
Eso no quiere decir, sin embargo, que sea imposible transformar la motivación o el
ánimo de las personas. Reflexionemos un poco sobre un par de experimentos realizados
hace unas décadas. En el primero de ellos, llevado a cabo en el norte de California en
1960, un investigador llamado Calvin Edlund seleccionó a 79 niños de clase media de
entre cinco y siete años[79]. Los niños fueron divididos en un grupo experimental y un
grupo de control de forma aleatoria. Todos ellos, en primer lugar, completaron el test
estándar Standford-Binet para medir su CI. Siete semanas después, realizaron una prueba
similar, pero esta vez a los niños del grupo experimental se les premiaba con una
chocolatina por cada respuesta correcta. En la primera prueba, los dos grupos obtuvieron
puntuaciones similares; en la segunda, el CI del grupo que recibía chocolatinas aumentó
de promedio 12 puntos, una cifra considerable.
Años más tarde, dos investigadores de la Universidad de Florida del Sur repitieron de
nuevo el experimento de Edlund[80]. En esta ocasión, después de la primera fase,
dividieron a los niños en tres grupos según su CI: uno, con alto CI (119 puntos); otro,
con medio CI (101 puntos); y, finalmente, el grupo de bajo CI (79 puntos). En un

82
segundo test de inteligencia, se recompensaba a la mitad de los niños de cada categoría
con una chocolatina por respuesta acertada, como hizo Edlund. Los niños del grupo
medio y alto no mejoraron sus puntuaciones en este segundo test, pero los del grupo bajo
que recibieron chocolatinas alcanzaron en él los 97 puntos de CI, de forma que
desaparecía la distancia que les separaba de sus compañeros del grupo medio.
Estos estudios supusieron un duro revés para las ideas tradicionales que existían
acerca de la inteligencia, según las cuales los test de CI medían objetivamente una
capacidad real y sobre todo permanente. En cualquier caso, una cualidad que era
imposible modificar con unas cuantas chocolatinas. Pero también plantearon un
interrogante importante e inesperado sobre los niños con bajo CI. ¿Era de verdad tan
bajo?, ¿cuál era su CI verdadero, el del 79 o el de 97?
Así son de frustrantes a veces las atractivas preguntas a las que se enfrentan los
profesores que desempeñan su trabajo en colegios con elevados índices de pobreza. La
mayoría de ellos piensa que sus alumnos son más listos de lo que parecen, y saben que,
si se aplicaran un poco más a los estudios, sus resultados serían mejores. Pero ¿cómo
lograr que se apliquen más? ¿Deberían regalarles chocolatinas cuando acierten a lo largo
de toda su vida? No parece una solución práctica. Es verdad que los estudiantes de
secundaria de familias de bajos ingresos cuentan ya con numerosas recompensas por
obtener buenas notas en los exámenes, si bien es cierto también que esas recompensas no
las reciben de inmediato, aunque sí a largo plazo. Lo que queremos decir es que, si los
test de esos estudiantes y sus pruebas GPA del colegio reflejan un CI del 97, en vez de
del 79, es mucho más probable que sean capaces en el futuro de terminar sus estudios, ir
a la universidad y obtener finalmente un buen trabajo, momento en el cual podrán
comprar tantas chocolatinas como deseen.
Pero, como saben todos los profesores de secundaria, convencer a los estudiantes de
esta lógica es mucho más difícil de lo que parece. Los mecanismos de la motivación son
complejos y ofrecer premios y recompensas a veces resulta contraproducente. En su
libro Freakonomics, Steven Levitt y Stephen Dubner cuentan la historia de un estudio
que emprendieron unos investigadores en los años 70 con el fin de comprobar si
recompensando a los donantes de sangre con un pequeño estipendio se aumentaría la
cantidad de las donaciones. El resultado fue que donaron menos personas[81].
Y, aunque el estudio con las chocolatinas parece concluir que incentivar con
recompensas materiales a los niños podría marcar una gran diferencia, en la práctica las
cosas no funcionan así. En los últimos años, el economista de Harvard Roland Fryer ha
intentado exportar las conclusiones del estudio de las chocolatinas a una escala mayor,
en concreto, trasladando el estudio a todo el sistema escolar de una ciudad. Para ello,
ofrecía compensaciones extras a los profesores que aumentaban los resultados
académicos de sus clases; daba incentivos a los estudiantes que habían subido las notas,

83
como, por ejemplo, minutos gratis para hablar por el móvil; y, finalmente, entregaba
recompensas económicas a las familias cuyos hijos mejoraban[82]. El experimento se
puso en marcha minuciosa y cuidadosamente, pero todos los resultados de las
recompensas fueron decepcionantes. No obstante, se pueden extraer algunas ideas
interesantes de los datos del estudio. En Dallas, por ejemplo, el proyecto pasó por
ofrecer a los jóvenes dinero por cada libro que leyeran, y parece que esto mejoró el nivel
de comprensión lectora de los estudiantes de lengua. Pero, en su mayor parte, todos los
programas de este tipo han sido un rotundo fracaso. El experimento más ambicioso
ofrecía incentivos a los profesores de la ciudad de Nueva York. Tuvo un coste de 75
millones de dólares y se tardó tres años en implantar. En la primavera de 2011, Fryer
informó que no se había producido ningún resultado positivo.

84
7. El test sobre la velocidad de codificación
El problema de motivar a las personas es el siguiente: nadie sabe realmente cómo
hacerlo bien. Esto explica que haya proliferado toda una exagerada industria encargada
de producir carteles inspiradores, libros de autoayuda y conferenciantes motivantes, pero
lo que motiva y anima a cada persona es muchas veces difícil de determinar, explicar y
medir.
Gran parte de su complejidad reside en que los diversos tipos de personalidad
responden a motivaciones muy diferentes. Esto lo sabemos gracias a una serie de
experimentos realizados en 2006 por Carmit Segal, entonces estudiante de post
doctorado del Departamento de Economía de Harvard y ahora profesora de la
universidad de Zúrich. Segal quería mostrar cómo se relacionaba la personalidad con la
respuesta a los incentivos, y para hacerlo utilizó una de las pruebas más sencillas
posibles, la que se llama prueba de velocidad de codificación[83]. Esta prueba se hace
para valorar las competencias administrativas más básicas y consiste en un sencillo
procedimiento. Los participantes reciben una guía en la que aparece un conjunto de
palabras asignadas a números de cuatro dígitos. Algo así como:

Juego 2715
Barbilla 3231
Casa 4232
Sombrero 4568
Habitación 2864

Más abajo, se les muestra un test de respuesta múltiple que ofrece cinco respuestas
posibles para cada una de las palabras por las que se pregunta:

A B C D E
1. SOMBRERO 2715 4232 4568 3231 2864
2. CASA 4232 2715 4568 3231 2864
3. BARBILLA 4232 2715 3231 4568 2864

El objetivo es hallar el número correcto teniendo en cuenta la guía. Si se sabe hacer,


resulta fácil.
Segal descubrió la existencia de dos grandes bancos de datos con las puntuaciones
que decenas de miles de jóvenes habían obtenido en esta prueba. Además encontró los
datos de otro test que evaluaba las habilidades cognitivas. Sus fuentes principales fueron

85
además el estudio nacional transversal sobre jóvenes, llamado NLSY, una gran encuesta
que se realizó a más de doce mil jóvenes en 1979; y los datos que provenían de las
pruebas de codificación que realizaban todos aquellos que solicitaban el ingreso en las
Fuerzas Armadas de los EE.UU. Mientras que ni los estudiantes de secundaria ni el resto
de jóvenes que participaron en la encuesta nacional tenían incentivos directos para hacer
esas pruebas, dado que no tenían trascendencia para su expediente, solo podían servir a
efectos de la investigación las pruebas que realizaron los reclutas puesto que eran muy
importantes para ellos ya que un mal resultado los dejaba fuera del ejército.
Comparando los resultados de esos dos grupos, Segal se percató de que, en
promedio, los chicos de secundaria y los universitarios obtuvieron mejores resultados en
las pruebas de tipo cognitivo. Pero en la prueba de velocidad de codificación los reclutas
lo hicieron mucho mejor. Esto podía deberse a que tenían una competencia más natural a
la hora de relacionar números con palabras, aunque esto no era muy probable. Segal se
dio cuenta de que lo que en realidad se medía en la prueba de velocidad era algo más que
una mera habilidad administrativa: quienes se examinaban tenían la capacidad para
convencerse a sí mismos de lo importante que era esa prueba realmente tan aburrida. Los
reclutas, que se jugaban más, ponían en su realización mucha más atención y esfuerzo
que los jóvenes encuestados, y ese grado de esfuerzo bastaba para que, en una prueba tan
simple, obtuvieran mejores resultados que sus colegas con mucho más nivel de estudios.
Conviene recordar ahora que la NLYS no era solo una encuesta puntual; seguía el
itinerario y el progreso de los jóvenes durante varios años. Por eso, Segal estudió los
resultados sobre habilidades cognitivas y los test de velocidad de codificación de cada
estudiante de 1979, y los relacionó con el salario que cada uno de ellos ganaba dos
décadas después, cuando ya rondaban los cuarenta años. Como era de esperar, quienes
tuvieron mejores resultados en los test cognitivos ganaban después más dinero. Pero eran
también los que habían obtenido mejores resultados en la sencilla prueba de
codificación. Es más: cuando Segal analizó a los participantes en la encuesta que no
consiguieron graduarse en la universidad, descubrió que sus resultados en las pruebas de
codificación constituían un indicador igual de fiable para predecir sus salarios de adultos
que sus resultados en las pruebas cognitivas. Los que obtuvieron mejores resultados en la
prueba de codificación ganaban miles de dólares más al año que los que no lo hicieron
tan bien.
Pero ¿por qué? ¿El mercado laboral estadounidense moderno valora de verdad de
una manera tan importante la capacidad de relacionar palabras y números? Por supuesto
que n. Y tampoco Segal creía que los estudiantes buenos en esa prueba tuvieran mejores
competencias que los demás. Obtuvieron puntuaciones más altas por una sencilla razón:
se esforzaron. Lo que valora el mercado laboral es la suficiente capacidad para motivarse
interiormente como para esforzarse completando una prueba sin recibir nada a cambio.

86
Sin que nadie lo supiera, la prueba de codificación estaba midiendo una habilidad crítica,
no cognitiva, que tenía mucha importancia para el mundo de los adultos.
Los estudios de Segal ofrecen una nueva perspectiva sobre los niños de bajo CI que
participaron en el experimento de las chocolatinas. Tuvieron bajos resultados en el
primer test de inteligencia, pero en el segundo, gracias al incentivo de las chocolatinas,
lo hicieron mucho mejor. La pregunta que deberíamos hacernos es, por tanto: ¿cuál era
su verdadero CI?, ¿79 o 97? Podría decirse que el verdadero CI era el de 97. Se supone
que en los test los chicos tienen que esforzarse y, por tanto, cuando se les motiva con
chocolatinas, lo realizan con tesón. No es que la chocolatina les diera de forma mágica
más inteligencia como para averiguar la respuesta correcta. En realidad, ya sabían cuál
era la correcta. De forma que no puede decirse que tuvieran en modo alguno un bajo CI,
sino más bien un CI medio.
Pero lo que sugiere además el estudio de Segal es que, en realidad, el primer CI, el de
79, fue más relevante para su futuro. En efecto, sería el equivalente a la puntuación de
las pruebas de codificación, es decir, la prueba con bajas o ninguna recompensa, la que
predice cómo le va a ir a uno en la vida. Puede que sus resultados en las pruebas de CI
no fueran muy bajos, pero tenían bajas puntaciones en las pruebas que medían el
esfuerzo de una persona a la hora de hacer un test sin contar con un incentivo explícito.
Y esta investigación de Segal muestra que es muy importante y valioso contar con este
esfuerzo.

87
8. Meticulosidad
¿Pero cómo denominaríamos a esa cualidad mostrada por esos jóvenes que se
esforzaban sin necesidad de esperar una recompensa inmediata a cambio?
Meticulosidad: ese es el término técnico que utilizan los psicólogos de la personalidad.
En las últimas décadas, los psicólogos se han mostrado de acuerdo en señalar que la
manera más útil de estudiar la personalidad es hacerlo teniendo en cuenta cinco
dimensiones, las llamadas Cinco Grandes: afabilidad, sociabilidad, neurosis, apertura a
las experiencias y capacidad de atender a los detalles o meticulosidad. Cuando Segal
pasó a sus estudiantes una encuesta estándar sobre personalidad, quienes no esperaban
recompensas materiales –es decir, hubiera o no chocolatinas– mostraban un grado
particularmente alto de meticulosidad.
En el ámbito de la psicología de la personalidad, el experto más conocido en el tema
de la meticulosidad es Brent Roberts, profesor de la Universidad de Urbana-Champaign,
en Illinois, que ha trabajado en algunos experimentos con James Heckman, economista,
y Angela Duckworth, la psicóloga de la que hemos hablado ya. Roberts me contó que, a
finales de los noventa, cuando estaba acabando su postgrado y tenía que decidir el
campo en el que se especializaría, descubrió que nadie quería investigar sobre la
meticulosidad. Para la mayoría de los psicólogos se trata de la oveja negra de los
estudios sobre personalidad. Muchos aún lo siguen pensando. Es una cuestión cultural,
me explicó Roberts. Como el carácter, la palabra meticulosidad posee fuera del ámbito
académico muchas connotaciones, y no todas positivas. «Los investigadores prefieren
estudiar cualidades medibles», añadió. «En nuestra sociedad, la gente que aprecia la
meticulosidad no es precisamente la del mundo intelectual, ni la del mundo académico,
ni la de ideología progresista. Son, en su mayoría, gente de la derecha religiosa, que cree
que las personas tienen que tener autodominio sobre sí mismas». Según Roberts, los
psicólogos prefieren estudiar la cualidad que se denomina «apertura a las experiencias».
«La apertura a las experiencias resulta más cool», me explicó con un poco de tristeza,
«porque se refiere a la creatividad. Además tiene más que ver con una ideología
progresista. La mayoría de los que nos dedicamos a la psicología de la personalidad, creo
que incluyéndome a mí mismo, nos consideramos liberales-progresistas. Y nos satisface
mucho estudiarnos a nosotros mismos».
Aunque la mayoría de los expertos en psicología de la personalidad, salvo Roberts,
no mostraban interés por este tema, en la década de los noventa una especialidad no muy
ilustre en el ámbito de la psicología comenzó a estudiar la meticulosidad: la psicología
de la organización industrial, llamada también psicología OI. Los investigadores de ese
campo raramente se encuentran en universidades prestigiosas; en su mayoría trabajan
como consultores en los departamentos de recursos humanos de las grandes empresas,

88
que tienen necesidades muy concretas y poco relacionadas con el lenguaje propio de los
debates académicos: sus empresas quieren contratar a los trabajadores más productivos,
más responsables y más meticulosos que haya. Cuando la psicología OI empezó a usar
diversas pruebas para evaluar la personalidad, con el fin de ayudar a estas empresas a
identificar a ese tipo de trabajadores, advirtieron que, de las Cinco Grandes, la
meticulosidad era la más eficaz para predecir el éxito laboral[84].
A Roberts lo que más le llamaba la atención de la meticulosidad era que gracias a
ella se podían predecir aspectos que excedían el marco laboral[85]. Las personas
meticulosas, por ejemplo, tienen mejores calificaciones tanto en secundaria como en la
universidad, cometen menos delitos y sus matrimonios resultan más duraderos. Viven
más, y no solo debido a que fuman y beben menos. Tienen también menos derrames
cerebrales, la tensión arterial, baja y una menor incidencia de Alzheimer. «En realidad
sería bueno que la meticulosidad también tuviera efectos negativos», me confesó
Roberts. «Pero, en este momento, se concibe como una de las principales dimensiones
que explican el éxito a lo largo de la vida útil de una persona. En realidad, explica todo
lo bien que le va a la gente, desde la cuna hasta la tumba».

89
9. La desventaja del autocontrol
Claro está que todo lo anterior no implica que todo el mundo se muestre de acuerdo
en afirmar que la meticulosidad es una cualidad totalmente positiva. De hecho, algunas
de las primeras evidencias sobre la vinculación que hay entre la meticulosidad y el éxito
en el colegio o en el trabajo las han obtenido personas que no creían mucho ni en el
trabajo ni en el colegio. En 1976 dos economistas marxistas, Samuel Bowles y Herbert
Gintis, argumentaron en su libro Schooling in the Capitalist America que la enseñanza
pública americana se había diseñado con el fin de perpetuar las diferencias de clase[86].
Para que los capitalistas consiguieran que el proletariado se mantuviera donde estaba, sin
posibilidad de progreso, «el sistema educativo debe enseñar a las personas a ser
correctamente sumisas»[87]. Bowles y Gintis sustentaban sus tesis en un estudio de
aquella época realizado por Gene Smith, un psicólogo que había hallado el método que
predecía el futuro de un alumno de secundaria con mayor seguridad, y que no era
precisamente su CI. Se medía, en comparación con otro compañero, un rasgo que Smith
denominó «fuerza de carácter», dentro del cual incluía «la meticulosidad, la
responsabilidad, la posibilidad de mantener un orden duradero, el no tener tendencia a
soñar despierto, la determinación y la perseverancia»[88]. Este índice resultaba tres
veces más seguro para predecir el rendimiento universitario futuro que cualquier otra
combinación de cualidades cognitivas, incluso los resultados de la prueba SAT o las
calificaciones académicas. Admirados por estos resultados, Bowles y Gintis, junto con
otro colega, pusieron en marcha un nuevo proyecto de investigación, en el que los 237
estudiantes de último curso de un colegio de secundaria del estado de Nueva York
cumplimentaron una gran variedad de test de inteligencia y de personalidad. Como era
de esperar, advirtieron que los resultados cognitivos eran adecuados para predecir la
prueba GPA, pero que también había otro índice, elaborado a partir de una combinación
de 16 indicadores de personalidad, en el que se incluía la meticulosidad, que tenía un
poder predictivo similar.
Para psicólogos como Seligman, Peterson, Duckworth o Roberts, estos resultados
confirman claramente la importancia que tiene el carácter para el éxito escolar. Bowles y
Gintis querían mostrar que el sistema educativo había sido manipulado con el fin de
crear un proletariado dócil y obediente. Los profesores premiaban a sus sumisos
esclavos, según ellos. Por eso mostraban en su estudio que los estudiantes con mejores
resultados en la prueba GPA obtuvieron peores puntuaciones en creatividad e
independencia, pero mejores resultados en puntualidad, en la capacidad de retrasar las
gratificaciones, en previsibilidad y en dependencia. Posteriormente, Bowles y Gintis
consultaron índices similares en los trabajadores con empleos administrativos y
observaron que sus jefes los juzgaban con los mismos criterios que los profesores

90
estaban aplicando a los alumnos. Es decir, daban calificaciones más bajas a los
empleados que tenían más altos niveles de creatividad e independencia, y valoraban más
a los trabajadores que mostraban mayor discreción, puntualidad, dependencia o a
aquellos que postergaban sus gratificaciones[89]. Para Bowles y Gintis, estos datos
venían a confirmar sus tesis: los directivos de las empresas querían que sus trabajadores
fueran un rebaño poco innovador, y para ello habían creado un sistema educativo que
promovía esta forma de ser.
Según la investigación de Roberts, las personas con un alto índice de meticulosidad
comparten también otras características: son ordenados, trabajadores, responsables y
respetan las normas sociales. Pero tal vez su elemento más relevante sea la capacidad de
autocontrol. Y, cuando se habla de esta capacidad, los economistas marxistas no son los
únicos en mostrarse escépticos.
En Character Strengths and Virtues, Peterson y Seligman sostenían que «no es
ninguna desventaja tener mucho autocontrol»[90]; es, sobre todo, una capacidad, como
la fuerza, la belleza o la inteligencia: cuanto más tengas, mejor. Pero una corriente de
pensamiento opuesta, encabezada por Jack Block, psicólogo de la Universidad de
Berkeley, en California, objetaba que demasiado autocontrol podía ser tan malo como
tener poco. Un control excesivo hace que las personas se encuentren «exageradamente
constreñidas», escribieron Block y dos de sus compañeros[91]. «Tienen dificultad para
tomar decisiones y pueden retrasar innecesariamente la gratificación o negarse a recibir
determinadas satisfacciones». Según estos investigadores, las personas meticulosas
tienen un cuadro clínico clásico: son compulsivos, están reprimidos y padecen de
ansiedad.
Los resultados de Block son sin duda válidos en el sentido de que es fácil comprobar
que la meticulosidad puede conllevar un carácter compulsivo. Pero también es difícil
discutir la bondad de los datos que muestran una relación positiva en relación al
autocontrol. En 2011, la cantidad de datos disponibles sobre este tema aumentó al
publicarse las conclusiones de un estudio de tres décadas sobre más de mil jóvenes en
Nueva Zelanda[92]. Allí se mostraba, añadiendo nuevos detalles, la evidente conexión
entre la capacidad de autocontrol de los niños y los logros conseguidos en su edad
adulta. Cuando los jóvenes tenían entre tres y once años, los investigadores, dirigidos por
los psicólogos Avshalom Caspi y Terrie Moffitt, junto con Brent Roberts, realizaron una
gran cantidad de pruebas y cuestionarios que medían su autocontrol. Esos resultados se
combinaron para establecer un índice de autocontrol en cada niño. Cuando, tiempo más
tarde, con treinta y dos años, volvieron a estudiarlos, hallaron que con su índice de
autocontrol tomado en la niñez se podía pronosticar la mayoría de sus logros. Los sujetos
que mostraban menos autocontrol en la infancia, por ejemplo, tenían más probabilidades
de fumar, de tener problemas de salud o de llegar a tener problemas de deudas o legales

91
al llegar a los treinta y dos años. En algunos casos, la situación era todavía más grave:
contaban con tres veces más de probabilidades de haber sido condenados por un delito
que aquellos que obtuvieron en su infancia un alto índice de autocontrol. Del mismo
modo, eran tres veces más propensos a desarrollar adiciones múltiples, y dos veces a
educar a sus hijos en hogares monoparentales.

92
10. Determinación
Pese a todo, incluso Angela Duckworth cree que el autocontrol tiene sus
limitaciones. Puede ser muy útil para predecir quién logrará terminar la secundaria, pero
no es tan relevante para adivinar quién inventará una nueva tecnología o dirigirá una
buena película. Y después de la publicación de su estudio pionero sobre la relación entre
autocontrol y CI, en Psychological Science, en 2005, Duckworth comenzó a notar que el
autocontrol no era la clave del éxito que realmente estaba buscando. Reflexionó sobre su
propia trayectoria. Objetivamente ella era una persona muy inteligente y contaba con
altos niveles de autodisciplina: se levantaba pronto, trabajaba duro, conocía sus propios
límites; hacía ejercicio asiduamente en el gimnasio. Y, aunque tuvo éxito –muy pocos
investigadores logran publicar su tesis en el primer año en una prestigiosa revista como
Psychological Science–, su incipiente carrera estaba menos encaminada que la de,
digamos, David Levin. Este había encontrado su vocación a los 22 años y, desde
entonces, había estado guiado por un mismo objetivo y había superado numerosos
obstáculos hasta fundar, con Michael Feinberg, una exitosa red de escuelas centradas en
la formación del carácter, en la que se educaba a miles de estudiantes. Duckworth
advirtió que Levin, con su misma edad, poseía una cualidad de la que ella carecía: estaba
comprometido y apasionado con un objetivo en la vida y se dedicaba de forma
inquebrantable a alcanzarlo. Decidió entonces que debía acuñar un término para hacer
referencia a esa cualidad y eligió «determinación».
Trabajando con Chris Peterson, coautor con Seligman de Character Strengths and
Virtues, se dedicó a desarrollar un test que midiera la determinación, al que denominó
Escala de Determinación[93]. Se trata de una prueba fácil de cumplimentar, pues está
compuesta solo de 12 afirmaciones sobre las que los encuestados deben evaluarse. Entre
otras, incluye frases como «Hay ideas y proyectos nuevos que me distraen de mis
objetivos»; «Los fracasos no me desalientan»; «Soy un trabajador incansable» o
«Termino lo que empiezo».
Los encuestados deben puntuar su actitud frente a cada afirmación, en una escala que
va desde el 5 (me identifico con ella) hasta el 1 (no me identifico en absoluto). Se tarda 3
minutos en completar el test y sus resultados se basan totalmente en el auto-informe que
realiza el sujeto. Además, cuando Duckworth y Peterson lo aplicaron fuera de su ámbito,
se dieron cuenta de que tenía una enorme capacidad de predecir el éxito futuro.
Duckworth descubrió que la determinación se encuentra solo ligeramente relacionada
con el CI, ya que existen personas inteligentes pero con poca determinación, y personas
menos inteligentes que tienen mucha. La realización de la prueba en Pensilvania mostró
que quienes poseían un alto grado de determinación, aunque hubieran accedido a la
universidad con notas bajas, lograban mejores resultados en las GPA. En el campeonato

93
nacional de spelling (deletreo), Duckworth halló que los niños que habían desarrollado
más la cualidad de determinación tenían mayor probabilidad de superar las rondas
finales. Además, hay algo más destacable todavía: Duckworth y Peterson sometieron a la
Prueba de Determinación a más de 1.200 cadetes que pasaban su primer año en la
Academia militar de West Point y que se encontraban en el agotador período de
entrenamiento del verano, conocido popularmente con el nombre de «barracón de la
bestia». El propio ejército ha diseñado un particular y complejo sistema de evaluación
para examinar a los candidatos y predecir cuáles de ellos superarán las duras exigencias
de West Point. En él se incluyen las calificaciones académicas, su aptitud física y un
índice de liderazgo. Pero el índice que resulta más preciso para pronosticar qué cadetes
aguantan el entrenamiento, y cuáles abandonarán el barracón de la bestia, ha sido el
sencillo y breve cuestionario de las doce afirmaciones para medir la determinación
propuesto por Duckworth.

94
11. Cuantificando el carácter
Cuando comenzaron a colaborar con Angela Duckworth y otros expertos sobre
formación del carácter, David Levin y Dominic Randolph se convencieron fácilmente de
que el autocontrol y la determinación eran fortalezas indispensables para los estudiantes.
Pero no eran las únicas que tenían importancia. Seligman y Peterson elaboraron una lista
con veinticuatro, pero creían que resultaba demasiado difícil adaptar todas ellas a un
programa educativo lo suficientemente práctico como para poder ser implementado en
los colegios. Por ello, Levin y Randolph pidieron a Peterson que simplificara el elenco e
hiciera uno más manejable. Así, Peterson identificó un conjunto de fortalezas que, a
juicio de los investigadores, eran especialmente idóneas para predecir los futuros niveles
de éxito en la vida y de consecución de grandes logros. Tras unos cuantos retoques,
establecieron una lista definitiva de siete: determinación, autocontrol, entusiasmo,
inteligencia social, gratitud, optimismo, curiosidad.
Durante el siguiente año y medio, Duckworth trabajó junto a Levin y Randolph para
crear un sistema que permitiera evaluar estas fortalezas, elaborando un cuestionario de
dos páginas para que los padres, los profesores y los propios estudiantes añadieran sus
sugerencias. Para cada una de las fortalezas, los profesores pensaban en posibles
indicadores, o proponían afirmaciones similares a las de la Prueba de Determinación de
Duckworth. Durante este trabajo, la propia Duckworth realizó la prueba a varias docenas
de alumnos de Riverdale y KIPP, y también pidió a los profesores y a los alumnos que se
evaluaran recíprocamente en una escala de cinco puntos para cada uno de los
indicadores. Finalmente, concluyó que había veinticuatro indicadores fiables, incluyendo
algunos como que «el estudiante está dispuesto a explorar nuevos ámbitos» (un
indicador de curiosidad) o «el estudiante cree que el esfuerzo mejorará su futuro»
(optimismo).
Para Levin, el siguiente paso estaba claro. En 2007, en una pequeña, conferencia
sobre psicología positiva que Randolph organizó en Lawrenceville, se le ocurrió que
cada uno de los alumnos de KIPP podía ser evaluado en función de sus fortalezas de
carácter, de la misma manera que se les evaluaba en Matemáticas, Ciencias o Historia.
¿No sería extraordinario que cada alumno pudiera graduarse en el colegio no solo con
una nota media o GPA, sino también con una CPA, una calificación media de carácter?
Al encargado de admisiones de una universidad, o al del departamento de recursos
humanos de una empresa, le gustaría saber qué grado de coraje, optimismo o alegría
tenía un candidato. Y un padre de KIPP desearía conocer cómo es el carácter de su hijo
tanto como su comprensión lectora. A juicio de Levin, la respuesta a todas estas
preguntas era un claro y rotundo sí. Y en cuanto tuvo a su disposición la lista final de
indicadores elaborada por Duckworth y Peterson, empezó a trabajar para transformarla

95
en un concreto y breve sistema de evaluación que pudiera entregar a los estudiantes y
padres de KIPP dos veces al año: había nacido el primer boletín de calificaciones sobre
carácter.
En Riverdale, sin embargo, esa idea ponía nervioso a Randolph. «Para mí cuantificar
el carácter planteaba un problema de carácter filosófico», me explicó una tarde.
«Teniendo en cuenta las características concretas de mi alumnado, nada más elaborar un
boletín de notas parecido a ese, tendría a un montón de alumnos intentando prepararse
para hacerlo lo mejor posible. Y no quiero jugar con un tipo de medición del carácter
que pueda ser manipulado. No me gustaría que esto acabara mal».
Aun así estaba de acuerdo con Levin en que el elenco de indicadores elaborado por
Duckworth y Peterson podría convertirse en una herramienta útil para informar a los
alumnos sobre su carácter y su desarrollo. De ese modo, empezó a hacer «publicidad
viral», como la calificó otro profesor de Riverdale, para difundir la idea de evaluar el
carácter en toda la comunidad de Riverdale. Hablaba de formación del carácter en las
reuniones con los padres, preguntaba algunas cuestiones concretas sobre esto en las
reuniones de profesores y trabó contacto con compañeros de universidad que tenían sus
mismas ideas animándoles a diseñar nuevos programas. En el invierno de 2011, los
estudiantes de Riverdale de quinto y sexto curso realizaron la encuesta «de los
veinticuatro indicadores», y sus profesores además los evaluaron al respecto. El claustro
discutió sobre los resultados obtenidos, pero no se informó de ellos ni a los padres ni a
los alumnos, ni se plasmaron en ningún boletín de calificaciones.
La cautela con la que Randolph puso en marcha esta evaluación se debe en parte a su
propio estilo personal: disfruta con lo que llama «el proceso dialógico», una especie de
serpenteo en la conversación que tiende paulatinamente a modificar la mentalidad de las
personas. Tiene que ver también con la cultura y el ambiente de Riverdale, un colegio en
el que se contrata a los profesores sin tener en cuenta sus intereses pedagógicos, sino por
el simple dominio que tienen de las materias que imparten. «Los profesores trabajan aquí
porque se les da independencia», explicó Randolph. «En teoría, podría estar todo día
diciendo: “vamos a hacer esto así”. Pero entonces todo el mundo me diría: “déjame”».
Durante el tiempo que pasé en Riverdale, sin embargo, se hizo evidente que el debate
sobre la formación del carácter en la escuela no era solo sobre la mejor manera de
evaluarlo y mejorarlo en los alumnos, sino también sobre cómo implantar lo antes
posible mecanismos nuevos para conseguirlo. Cuando Randolph llegó a Riverdale, el
colegio ya contaba con una especie de programa de educación del carácter. Con el
nombre de CARE (Children Aware of Riverdale Ethics), ya funcionaba desde 1988 un
programa para los alumnos de educación primaria, que en Riverdale va desde la
guardería hasta el quinto curso. Era un plan para desarrollar un tipo concreto de «buenos
modales», que enseña a los alumnos a «tratar a los demás con respeto» y a «darse cuenta

96
de los sentimientos ajenos y de ayudar a aquellos a quienes se ha herido». Algunos
carteles cuelgan en las paredes de los pasillos y recuerdan a todos los alumnos algunas
de las virtudes que promociona el CARE: Buenos Modales, No Murmurar, Ayudar a los
Demás, por ejemplo. Muchos profesores de primaria se muestran orgullosos de este
programa y creen que gran parte de la idiosincrasia de Riverdale se debe a esto.
Cuando le pregunté a Randolph sobre el CARE, hizo una especie de gesto forzado
que indicaba que se quitaba el sombrero ante esta tradición. «Estudio el programa sobre
las fortalezas del carácter como si fuera un CARE 2,0», explicó delicadamente.
«Básicamente, me gustaría adoptar todo lo relacionado con estas nuevas teorías sobre el
carácter y decir que estamos en presencia de la próxima generación CARE».
En realidad el enfoque que proponen Seligman y Peterson no es una extensión de los
programas tipo CARE; constituye más bien un rechazo a ellos. En 2008, una
organización nacional llamada la Character Education Partnership publicó un informe
que diferenciaba dos tipos de programas en relación a la formación del carácter: unos,
que tienen como objetivo desarrollar el carácter moral y, por tanto, tienen en cuenta
valores éticos, como la justicia, la generosidad y la integridad; y otros, diferentes, que se
ocupan del «rendimiento o desarrollo del carácter», y que incluyen competencias como
el esfuerzo, la diligencia o la perseverancia[94]. El programa CARE pertenece
claramente a los primeros, pero el referido a las siete fortalezas de carácter que Randolph
y Levi decidieron aplicar es claramente de los segundos: con independencia de que
posea sin duda un componente moral, fortalezas como el entusiasmo, el optimismo, la
inteligencia social o la curiosidad no son particularmente heroicidades. Te llevan a
pensar más en tipos como Steve Jobs o Bill Clinton que en Martin Luther King Jr. o en
Gandhi.
Los dos profesores a los que Randolph encargó la dirección de su iniciativa sobre la
formación del carácter fueron K. C. Cohen, consejera académica de los colegios de
secundaria, y Karen Fierst, una especialista en pedagogía infantil. Cohen era amable y
atenta, estaba en su treintena y había estudiado en Fieldston, un colegio privado cercano
a Riverdale. Estaba muy interesada en el tema del desarrollo del carácter. Como
Randolph, se mostraba preocupada por la formación del carácter de los estudiantes de
Riverdale. Pero no estaba convencida de las siete fortalezas del carácter seleccionadas.
«Cuando pienso en un buen carácter, me hago preguntas del tipo ¿eres justo?, ¿eres
noble en tus relaciones con otras personas?, ¿haces trampas?», me confesaba. «No tanto
en si eres tenaz o en si haces un buen trabajo, sino más bien en si eres una buena
persona».
La perspectiva de Cohen se encontraba más vinculada con lo que se ha denominado
«carácter moral» que con el «rendimiento o desarrollo del carácter». Durante todo el
tiempo que estuve en Riverdale, esta fue la perspectiva dominante. Un día, durante el

97
invierno de 2011, asistí a una gran cantidad de clases y reuniones en los que se
transmitieron mensajes sobre la conducta y los valores, pero todos ellos poseían una
marcada dimensión moral. Fue un día ajetreado en secundaria. Era el día de los pijamas,
se celebraba una asamblea a primera hora y, además de todo esto, algunos chicos se iban
dos semanas de viaje a Burdeos por lo que tuvieron que salir antes para tomar un vuelo
nocturno hacia París. El tema que se discutía en la asamblea era el de los héroes, y media
docena de estudiantes se levantó ante sus compañeros –en total, unos trescientos
cincuenta estudiantes– para presentar cada uno brevemente al héroe que habían elegido:
Ruby Nell Bridges, una niña afroamericana que formó parte del primer programa de
integración en los colegios de Nueva Orleans en 1960; Mohamed Bouazizi, el vendedor
de frutas tunecino cuya inmolación había animado las recientes revueltas en aquel país;
el actor y activista Paul Robeson y el boxeador Manny Pacquiao.
En la asamblea, en las clases y en las conversaciones con diferentes estudiantes, se
debatía mucho sobre valores y ética y, más que nada, sobre valores con un claro
componente social: inclusión, tolerancia, diversidad. (He aprendido mucho más sobre
historia afroamericana en Riverdale que en todos los colegios KIPP que visité). Había
además una magnífica exposición fotográfica en la cafetería del colegio, bañada a
aquella hora por la luz del sol, en la que se exhibían retratos de familias «diversas»:
parejas de homosexuales, padres ciegos, familias culturalmente mixtas, niños
adoptados… Le pregunté a una chica de octavo curso su opinión sobre el carácter y me
dijo que para ella y sus amigos el mayor problema era el de la integración –quién estaba
invitado al bat mitzvah o quién estaba siendo bloqueado en Facebook–. Puedo decir que
el carácter, en Riverdale, se definía principalmente en términos de ayuda a los demás o,
al menos, se refería mucho a la necesidad de no herir los sentimientos de los demás. No
oí mucho sobre si poseer esas fortalezas podía o no ayudar a alguien a llevar una vida
más plena y satisfactoria.
Sin embargo, Randolph me dijo que tenía dudas sobre la utilidad de un programa de
formación del carácter limitado a explicar los clásicos valores de una buena persona. «El
peligro es que terminemos hablando solo de cuestiones generales –respeto, honestidad,
tolerancia– y eso es algo demasiado vago e indefinido», me comentó. «Si estoy frente a
los chicos y les digo “Es realmente importante que nos respetemos unos a otros”, creo
que eso les interesa. Pero, si les digo “Bueno, en realidad lo que necesitáis es tener
mayor autocontrol”, o explico el valor que posee la inteligencia social, puede que
colaboren más eficazmente, porque les parece algo más concreto».
Cuando conversé con Karen Fierst, la profesora que dirigía el programa de
formación de carácter en Riverdale, me dijo que estaba preocupada por el reto que
suponía convencer a los alumnos y a sus padres de los beneficios que reportaban las
veinticuatro fortalezas. Me dijo que, para los alumnos de KIPP, pensar que la mejora de

98
su carácter podría ayudarles a llegar a la universidad era un señuelo poderoso y que sin
duda los motivaba a tomarse más en serio el programa. Sin embargo, los alumnos de
Riverdale no tenían dudas acerca de su futuro universitario. «Llegarán a la universidad sí
o sí», me explicó. «Antes que ellos, han llegado ya todas las generaciones de su familia.
Es más difícil, pues, explotar esta idea. Para los alumnos de KIPP, aprender esas
fortalezas significa en parte desmitificar todo lo que hace que los demás triunfen, como
si se dijera: “te vamos a comunicar el secreto para triunfar”. Pero aquí los alumnos viven
ya en un ambiente de éxito, no necesitan a sus profesores para saber que van a triunfar».

99
12. Opulencia
Dwight Vidale enseña inglés en Riverdale. Es un ex alumno, de la promoción de
2001, y como es afroamericano resulta un tanto exótico verle en la sala de profesores.
Cuando le conocí era el único profesor negro de secundaria. Vidale creció en el Bronx y
fue educado por su madre, que era secretaria, y por su padrastro, que era electricista.
Llegó a Riverdale gracias a una beca y, aunque le gustaba la cantidad de recursos que
tenía el colegio y su alto nivel académico, me confesó que le resultó difícil
acostumbrarse a tratar con sus acomodados y blancos compañeros de clase. En noveno
curso, le tocó hacer un trabajo con una chica y ella lo invitó a su casa, en el upper east
side de la ciudad. «Nunca olvidaré mi entrada en su apartamento», me dijo. «Me quedé
impresionado ante tanta opulencia». Me confesó que aquella experiencia le hizo
mantenerse a cierta distancia frente a muchos de sus compañeros. En todos sus años en
Riverdale nunca invitó a ninguno de sus amigos blancos a su propia casa. Sentía que sus
vidas eran completamente diferentes.
Ahora que enseña a chicos que crecen en un ambiente de riqueza similar, Vidale nota
que tiene una visión más matizada de lo que es una infancia acomodada. Aunque tiene lo
que él llama «orígenes muy humildes», señala que para él fue muy importante que su
madre siempre estuviera cerca de él, dispuesta a hablar cuando lo necesitaba. Muchos de
sus alumnos parece que tienen relaciones más distantes con sus padres. Y ve a muchos
de los que los profesores de Riverdale llaman padres-helicóptero, que «están siempre
volando alrededor de sus hijos, preparados para acudir a su rescate», pero «sin que eso
signifique tener con ellos una relación emocional real o pasar tiempo a su lado».
En unas jornadas de desarrollo profesional a las que asistí en Riverdale, Dominic
Randolph organizó la proyección de la película Race to nowhere, un filme sobre las
privilegiadas condiciones en las que viven la mayoría de los estudiantes americanos de
secundaria, que había sido un éxito underground en muchos barrios pudientes, y a cuyos
pases en colegios, iglesias y centros comunitarios acudían miles de padres. La película
pinta un retrato oscuro de la adolescencia contemporánea y alcanza su clímax emocional
gracias a la historia de una chica sobresaliente que termina suicidándose, debido
presuntamente a la creciente presión por triunfar a la que se la sometía tanto en su casa
como en el colegio. En Riverdale, la película tuvo un poderoso efecto; incluso un
profesor acudió posteriormente a Randolph con lágrimas en los ojos.
Race to nowhere ha ayudado a conformar un movimiento cada vez mayor de
psicólogos y educadores que creen que los sistemas y los métodos educativos existentes
en EE.UU., en lugar de enseñar y educar a los niños más ricos, están arruinándolos y
llevándolos al fracaso existencial. Uno de los personajes centrales de la película es
Madeline Levine, una psicóloga del condado de Marin, y autora del best-seller The price

100
of privilege: how parental pressure and material advantage are creating a generation of
disconnected and unhappy kids. Allí Levine cita una multitud de estudios y encuestas
que explican las razones por las que en nuestro tiempo los hijos de padres ricos muestran
«elevadas e inesperadas tasas de problemas emocionales que empiezan en la etapa de
secundaria»[95]. No es una característica simplemente demográfica, a juicio de Levine,
sino una consecuencia inmediata de las prácticas educativas que predominan en las
familias americanas con más recursos. Según ella, hoy en día los padres adinerados
tienden a distanciarse emocionalmente más de sus hijos que el resto de progenitores,
aunque al mismo tiempo les insisten y presionan para que tengan un más alto
rendimiento académico, generándoles una mezcla de influencias y emociones
potencialmente tóxicas, que pueden conseguir que sus hijos desarrollen «acusados
sentimientos de vergüenza y desesperación»[96].
El ensayo de Levine se basa en las investigaciones de Suniya Luthar, una profesora
de psicología de la facultad de educación de la Universidad de Columbia, que se dedicó
durante la pasada década a analizar los desafíos psicológicos a los que se enfrentan los
niños que crecen en un entorno económico elevado. La propia Levine también asistió a
la conferencia que se celebró en 2007 en Lawrenceville, invitada por Randolph. Cuando
comenzó a trabajar, Luthar se centró en el estudio de los problemas de los adolescentes
que vivían en familias de bajos ingresos. Pero, a finales de los noventa, se dio cuenta de
que necesitaba tener más referencias para poder comparar, si quería entender cómo
funcionaban los patrones de actuación que había descubierto en los barrios más
desfavorecidos. Por eso comenzó a trabajar en un estudio comparativo sobre dos grupos
de más de doscientos chicos, en su mayoría de raza blanca y del décimo curso, que
vivían en barrios adinerados, frente a otro que incluía a chicos de barrios modestos. Para
su sorpresa, encontró que los adolescentes más adinerados tomaban alcohol, fumaban
cigarrillos y marihuana, y consumían otras drogas ilegales peligrosas con mayor
frecuencia que los jóvenes de los barrios menos adinerados[97]. Además, el 35% de las
chicas que vivían en zonas residenciales había probado hasta cuatro sustancias
estupefacientes, frente a solo el 15% de las chicas que vivían en barrios urbanos. En su
estudio se mostraba que entre las chicas de entornos adinerados había mayores índices
de depresión, y que el 22% de ellas padecía síntomas significativos desde un punto de
vista clínico.
Luthar decidió continuar trabajando en el tema y analizó la población estudiantil de
un colegio de una zona todavía más próspera, siguiendo la trayectoria de un conjunto de
estudiantes durante varios años[98]. Aproximadamente una quinta parte, que provenían
de familias con muchos recursos, sufrió problemas serios de alcance duradero, como el
consumo de drogas, elevadas tasas de depresión y ansiedad, y dificultades académicas
severas[99]. En esa ocasión, además de conseguir datos sobre trastornos de ansiedad y

101
comportamiento delictivo, Luthar interrogó a los alumnos sobre la relación que
mantenían con sus progenitores. Y advirtió que la educación recibida era importante para
ambos extremos socioeconómicos. Tanto en el caso de los estudiantes con muchos
recursos como para los que no disponían de ellos, ciertas características familiares hacían
posible predecir futuros problemas de adaptación, como un bajo nivel de apego maternal,
o una intensa actitud crítica frente a los padres, o la posibilidad de estar vigilado y
atendido por alguien tras terminar la jornada escolar. Según el estudio de Luthar, entre
los niños con más recursos, la principal causa de angustia era «la excesiva presión a la
que estaban sometidos y el aislamiento físico y emocional que tenían respecto de sus
padres»[100].
Dan Kindlon, profesor de psicología infantil en Harvard, amplió la cantidad de datos
existentes sobre las presiones que sufren los niños de familias acomodadas. Lo hizo con
una encuesta, realizada a escala nacional, a las familias más pudientes. Apareció
publicada en el año 2000. Al igual que Luthar, Kindlon había descubierto que entre los
estudiantes más ricos existían tasas muy desproporcionadas de ansiedad y depresión,
especialmente durante la adolescencia, y mostró que la falta de vinculación emocional
que, con frecuencia, caracterizaba la relación con sus padres se traducía, en la mayoría
de las ocasiones, en una inusual indulgencia de los padres ante su mal
comportamiento[101]. En la encuesta, realizada a padres con ingresos superiores al
millón de dólares anuales, con mucha diferencia, eran los más propensos a admitir que se
mostraban con sus hijos menos estrictos de lo que fueron sus padres con ellos
mismos[102].
K. C. Cohen me dijo que ella y otros profesores de Riverdale habían discutido mucho
sobre la riqueza y los posibles efectos perjudiciales del dinero en la formación del
carácter; de hecho, ella misma fue quien invitó a Kindlon para que hablara con los
alumnos de Riverdale sobre este asunto. Tanto Chen como Ferst me comentaron que
muchos padres del colegio estaban animando a sus hijos a destacar, pero sin darse cuenta
de que estaban consiguiendo exactamente lo contrario de lo que se pretende cuando
hablamos de desarrollo y mejora del carácter. Según Fierst, «nuestros hijos no saben que
se superan a sí mismos solo sufriendo y pasándolo mal. No se enfrentan a sus propios
límites. Están sobreprotegidos frente a todo esto. Y, cuando hacen cosas que les
incomodan o les resultan difíciles, vienen sus padres al colegio a quejarse. Intentamos
convencerles de que admitan que para sus chicos es bueno enfrentarse a desafíos que les
sobrepasan, porque es en ese momento cuando se produce el aprendizaje».
Cohen explicaba que en secundaria, «si un niño saca aprobados y sus padres creen
que debe sacar sobresalientes en todo, nos critican y nos dicen: “¿pero qué hace?, ese
examen era de diez”. A veces tenemos padres que nos llaman y nos piden: “¿no podrías
darle más tiempo para hacer el trabajo?”. Mostramos indulgencia con los niños con la

102
buena intención de que no les falte de nada pero se hace a costa de socavar su carácter.
Esto es muy frecuente entre nuestros alumnos. Creo que es uno de los principales
problemas al que nos tenemos que enfrentar en Riverdale».
Se trata de un tema, claro está, que debería preocupar a todos los padres, no solo a
los ricos. De hecho, es una de las paradojas de la educación contemporánea: poseemos
un marcado instinto, casi biológico, para dar a nuestros hijos todo lo que desean y
necesitan, para protegerlos de los peligros y de las contrariedades, tanto grandes como
pequeñas. Y sin embargo sabemos –hasta cierto punto, al menos– que lo que más
necesitan los niños es enfrentarse a algunas dificultades: desafíos, retos y algunas
privaciones que puedan afrontar, incluso aunque solo sea para que se demuestren que
pueden superarlas. Sé como padre que todos nos enfrentamos cada día a este tipo de
cuestiones, pero, si ponemos en práctica esta actitud, las cosas irán mejor. Además, una
cosa es admitir este dilema en la intimidad de la familia y otra diferente, hacerlo en
público, como en el colegio caro al que llevas a tus hijos.
Esta es la situación que está encarando Randolph en Riverdale, intentando impulsar
un nuevo tipo de discusión sobre la formación del carácter. Cuando se trabaja en un
colegio público o concertado, el Estado es el que asume los gastos y es responsable, en
cierto modo, frente a todos los ciudadanos de su función educativa. Pero, cuando se da
clase en un centro privado como Riverdale, se sabe que se trabaja para unos padres que
están pagando una matrícula y unas cuotas. Y esto implica que un proyecto como el que
Randolph está intentando poner en marcha tenga que afrontar obstáculos mayores. Si se
parte de la premisa de que los alumnos del colegio no tienen valor o coraje ni gratitud ni
autocontrol, implícitamente estamos criticando la educación que han recibido, lo que
equivale a enjuiciar, también de forma implícita, a tus propios empleados.
Aunque ellos seguramente no dirían esto, los padres más pudientes entienden al
menos parcialmente que llevar a sus hijos a un colegio como Riverdale es casi como una
estrategia de gestión de riesgos. Si se echa un vistazo a la lista de antiguos alumnos del
colegio que han triunfado, aparecen algunos nombres importantes como Carly Simon,
Chevy Chase, Robert Krulwich, el gobernador de Pensilvania y el senador
estadounidense por Connecticut. Pero para ser un colegio que ha dado estudiantes tan
privilegiados durante ciento cuatro años, en el fondo muy pocos de ellos han podido
hacer algo para cambiar el mundo (lo siento, Chevy). Tradicionalmente, el objetivo de
un colegio como Riverdale no es aumentar el rendimiento de la vida de un niño, sino
mantener su red de contactos y los títulos que le asegurarán que continuará
perteneciendo a la clase alta para el resto de su vida.
El problema, como ha adivinado Randolph, es que el mejor modo de forjar el
carácter de un joven es llevándole a hacer algo en lo que tenga una posibilidad real y
seria de fracasar. Afrontando un proyecto suficientemente arriesgado, ya sea en el

103
ámbito de los negocios, en el del atletismo o en el artístico, hay mayores posibilidades de
cosechar un gran fracaso que en actividades con pocos riesgos, pero también el éxito
será mayor y más verdadero. «La forma de conformar el coraje, el valor, y de construir el
autocontrol es mediante el fracaso», explica Randolph. «Y, en la mayoría de los ámbitos
académicos de EE.UU., nunca fracasa nadie».
David Levin dice que este asunto es uno de los puntos en el que los alumnos de KIPP
cuentan con más ventajas frente a los de Riverdale. «Los desafíos cotidianos que tienen
que encarar nuestros alumnos para recibir su educación son muy diferentes a los que
experimentan quienes acuden a Riverdale», me decía. «Como consecuencia de ello, el
coraje o el valor de nuestros estudiantes es significativamente superior en muchos
sentidos al que se ve en Riverdale».
Como Karen Fierst observó, la mayoría de los alumnos de Riverdale ven ante ellos
un camino sin obstáculos ni contrariedades que les conducirá directamente a un tipo
concreto de éxito. Llegarán sin duda a la universidad, se licenciarán y conseguirán
trabajos bien remunerados; además, si se equivocan en su camino, sus familias les
prestarán apoyo, ya tengan veinte o treinta años, si hace falta, lo harán. Pero, a pesar de
estas ventajas, Randolph no cree que la educación que están recibiendo hoy en
Riverdale, o el apoyo con el que cuentan en casa, les brinden las habilidades necesarias
para alcanzar ese verdadero éxito que, a juicio de Seligman y Peterson, es consecuencia
de un carácter bien educado: una vida con sentido, productiva y feliz. Randolph desea
que sus estudiantes tengan éxito, por supuesto, solo que piensa que para lograrlo primero
necesitan aprender a fracasar.

104
13. Disciplina
«En KIPP, siempre hemos dicho que el carácter es tan importante como las notas»,
comentó Tom Brunzell. Eran las seis en punto de un caluroso miércoles por la noche de
un mes de octubre y Brunzell hablaba ante un gran auditorio de padres para anunciarles
la puesta en marcha del boletín de calificaciones sobre carácter. «Creemos que incluso
aunque nuestros hijos tengan las competencias académicas necesarias –y nos esforzamos
mucho para asegurarnos de que las tengan–, si crecen sin fortalezas de carácter, en
realidad no conseguirán mucho. Porque sabemos que es el carácter lo que les hará
felices, realizados y satisfechos».
Brunzell, que estaba en la treintena, era el director de secundaria de KIPP Infinity, la
tercera escuela KIPP que existía en Nueva York, inaugurada en 2005, en la calle 133
oeste, frente a una grandísima estación de autobuses. Como miembro de Infinity,
Brunzell tenía un perfil severo muy eficaz, pero esa noche todo eran sonrisas; vestía una
camisa de gemelos, se había puesto corbata y llevaba unos pantalones vaqueros claros.
Miraba con nerviosismo las diapositivas del powerpoint que proyectaba con su portátil
en una pantalla a sus espaldas. Brunzell se había convertido en el responsable directo del
proyecto del boletín de notas sobre carácter y dirigía todas las reuniones del equipo de
trabajo conjunto de KIPP y Riverdale. Pero, en muchos sentidos, su elección era algo
raro, puesto que al llegar a KIPP había mostrado su disconformidad con algunos
aspectos del ideario del colegio y, por ejemplo, había criticado el rígido reglamento
disciplinario.
Desde los inicios de KIPP, Levin y Feinberg, los fundadores, eran conocidos,
desgraciadamente, por las normas que regulaban, de forma directa y severa, el
comportamiento de sus estudiantes. Entre otras cosas prescribían, por ejemplo, cómo
debían sentarse, hablar, prestar atención o andar por el pasillo. En Sweeting the small
stuff, David Whitman había escrito que en los colegios «paternalistas» como KIPP «se
dice a los alumnos exactamente cómo se espera que se comporten, y se vigila
exhaustivamente su comportamiento; obtienen recompensas cuando se portan bien, y
castigos si hacen lo contrario»[103]. En el reportaje sobre la fundación KIPP que hizo
Jay Mathews, bajo el título Work Hard-Be Nice, se detallan algunos ejemplos de la
severidad de Levin, como cuando pilló a un alumno tirando un trozo de papel[104].
Levin sentó al pequeño infractor en una silla delante de toda la clase, puso a su lado la
papelera y pidió a sus compañeros que tirasen todos los papeles que encontraran, muchos
de los cuales pasaban cerca del alumno que estaba siendo castigado (Mathews añadía
que Levin después lamentó lo que había hecho).
Cuando Brunzell llegó a KIPP Infinity, en 2005, estaba terminando un postgrado en
Bank Street, una facultad de educación conocida por su tendencia progresista. Su tesis,

105
que escribió durante su primer año y medio en Infinity, consistía en una detallada crítica
al régimen disciplinario del colegio. El sistema de Infinity «basado en el cumplimiento»
creaba «una atmósfera de dependencia punitiva», que según Brunzell, «en última
instancia, impide que el estudiante tome sus propias decisiones»[105]. Como resultado,
advertía, los alumnos de KIPP Infinity a menudo mostraban buena conducta pero era
algo superficial, no se paraban a pensar seriamente sobre las consecuencias de sus
acciones, comportándose bien, en definitiva, por pura apariencia, y de forma llamativa
cuando los profesores los observaban, pero haciendo lo contrario cuando se daban la
vuelta.
Aunque Brunzell puso en entredicho algunos de los principios fundamentales de la
cultura de KIPP, recibió una respuesta sorprendentemente alentadora de Levin y de
Joseph Negron, el joven director de Infinity, que en su primer año había logrado notables
resultados, incluso para los propios estándares de KIPP. El colegio abrió sus puertas con
una única clase de quinto curso, seleccionando a sus estudiantes aleatoriamente en
complejos de viviendas protegidas del West Harlem y de Washington Heights. Solo el
24% de sus alumnos había aprobado el examen de inglés de cuarto curso en su colegio
anterior, y únicamente el 35% tenía las competencias matemáticas previstas para el
quinto curso[106]. Y, sin embargo, como me dijo Negron, estaba de acuerdo con
Brunzell en que las cosas en Infinity no fueron bien aquel primer año. «Teníamos chicos
que se comportaban bien y hacían correctamente las cosas, pero por razones
equivocadas», me dijo. «No teníamos muchos problemas con los estudiantes, y
obtuvimos buenos resultados. Eso fue genial. Pero simplemente no éramos el típico
colegio que ayudaba a crear vidas satisfechas y felices».
Cuando conocí a Brunzell, en el otoño de 2010, llevaba en Infinity más de cinco años
y durante ese período el colegio había cambiado, en gran parte gracias a sus críticas. Los
castigos eran menos severos y duraban menos tiempo; las llamadas de atención de tipo
disciplinario, aunque todavía eran frecuentes, se hacían de forma menos pública e
intentando asegurar que los estudiantes se sintieran comprendidos y respetados. El
boletín de calificaciones sobre carácter era para Brunzell una parte fundamental de las
reformas y servía también como alternativa a las amonestaciones, permitiendo una
reflexión más profunda y haciendo posible, potencialmente al menos, un mayor
crecimiento personal.
Y al mismo tiempo el propio Brunzell empezó a suavizar algunas de sus críticas
iniciales. Admitió que había llegado a valorar positivamente algunos de los
procedimientos que KIPP había establecido para modificar el comportamiento a pesar de
que, al principio, los había considerado excesivamente autoritarios. Uno de ellos era el
llamado SLANT, un conjunto de hábitos que se insistía en que adoptaran los estudiantes
de KIPP desde quinto, su primer año en el colegio. Para Brunzell, SLANT («Estar bien

106
sentados, Preparados para atender, Preguntar las dudas, Asentir con la cabeza, y Seguir
con los ojos al profesor») era una forma útil de cambiar el registro de los estudiantes, es
decir, su capacidad, para identificar y realizar las acciones más adecuadas según el
entorno cultural o social. Está bien ser de la calle en la calle según esta teoría del cambio
de registro, pero, si te encuentras en un museo, en una universidad o en un buen
restaurante, tienes que saber cómo actuar adecuadamente o, de lo contrario, puede que
pierdas oportunidades importantes. «En KIPP enseñamos el código de comportamiento
profesional, el propio de la universidad y del código cultural dominante», explicaba
Brunzell, «y tenemos que enseñárselo para todos y cada uno de los momentos del día».
Este fue uno de los temas en los que los profesores de Riverdale y los de KIPP se
mostraron en importante desacuerdo. K. C. Cohen, la consejera académica de Riverdale,
me dijo que en el transcurso del año escolar había notado una falta creciente de sintonía
entre ambos colegios en relación con algunos de los indicadores recogidos en el boletín
de calificaciones sobre comportamiento. Me dijo que esto no suponía que ella y los
profesores de Riverdale valoraran menos el autocontrol que los de KIPP, sino que
estaban dándose cuenta de que podían concretar y definir ciertas virtudes de un modo
distinto. «El autocontrol en KIPP, por ejemplo, puede significar sentarse correctamente o
seguir con la mirada a los profesores», me dijo. «Aquí, te puedes sentar sobre una pelota
en tu silla, y no importa. No nos importa si se tumban en el suelo».
Cuando conversábamos en su oficina, Cohen leía la lista de los veinticuatro
indicadores del boletín de carácter de KIPP y mostraba algunos que podían tener un
sentido diferente en cada colegio. «Determinar si el estudiante muestra educación con
los adultos y compañeros», un indicador de autocontrol, «es bueno y positivo, pero, en
Riverdale, los chicos vienen y te dan un palmada en la espalda, y dicen, “qué pasa,
K.C.”. Y no me parece una falta de respeto. En KIPP, sin embargo, tienen que llamar a
los profesores siempre con el don delante, o el doña, con formalidad». Esto es uno de los
asuntos complicados de los cambios de registro: los chicos que en realidad forman parte
de una cultura dominante no actúan de igual forma en todos los colegios; por ejemplo, en
un colegio como Riverdale, ir andando de modo desgarbado, llevar la camisa por fuera o
tener demasiada confianza con los profesores es un rasgo del estilo cultural vigente.
«Tenemos niños que necesitan comer chicle porque son muy hiperactivos», continuó
diciéndome Cohen. «Y eso les tranquiliza. En KIPP no lo permitirían. Es casi como si
diéramos por supuesto que nuestros alumnos ya son chicos educados y que, por tanto, si
quieren sentarse mal en su silla, pueden hacerlo. Mientras que en KIPP dicen: no, no,
todos tienen que cumplir las normas, porque obedecerlas es lo que les ayuda a lograr el
éxito».
Es verdad que comer chicle está prohibido en KIPP, pero también que, algunos
profesores han convertido el amonestar a un alumno por comer chicle en la oportunidad

107
de iniciar con él una conversación valiosa. Unos días antes de mi charla con Cohen,
estuve hablando con Sayuri Stabrowski, la profesora de lectura de séptimo y octavo de
KIPP. Tiene treinta años y me contó que había pillado a una chica comiendo chicle en su
clase ese mismo día: «Ella lo negó», me dijo. «No, no tengo ningún chicle». Stabrowski
movía los ojos mientras me contaba esta historia. «Le dije a la alumna simplemente,
“perdona”. Después vi que de nuevo estaba comiendo chicle y le dije: “¿lo ves como
tienes chicle?”. Me dijo que no pero todos pudimos ver claramente que intentaba
esconderlo. Hace unos años seguramente me habría enfadado y le hubiera gritado. Pero
ahora fui capaz de decirle: “Dios mío, no solo estabas comiendo chicle, que es una
tontería y da igual, sino que me has mentido dos veces. Esto sí que es una decepción.
¿Qué puedo decir sobre tu carácter ahora?”. La chica se quedó bastante afectada».
A Stabrowski le preocupaba que la muchacha, que con frecuencia hacía esfuerzos
por comportarse mejor, pudiera tener un pequeño ataque –una rabieta infantil, en la jerga
de KIPP– en mitad de la clase, pero lo que hizo fue tirar su chicle y sentarse; después
subió a verla llorando: «Tuve con ella una larga conversación», me contó Stabrowski.
«Me dijo que estaba intentando mejorar, pero que no conseguía cambiar. Y yo le dije:
“¿sabes lo que ha cambiado? Hoy no has cogido ninguna rabieta delante de tus
compañeros y hace dos semanas sí lo hubieras hecho».
Para Tom Brunzell lo que ocurre en un momento como ese no tiene nada que ver con
la enseñanza académica, ni siquiera con la disciplina: es pura terapia. Se trata, en
concreto, de una terapia cognitivo-conductual, una técnica psicológica que constituye la
base teórica de toda la psicología positiva. La terapia cognitiva-conductual, o TCC,
implica usar la mente consciente para identificar pensamientos negativos,
autodestructivos, o sus interpretaciones, para dialogar con uno mismo (a veces de forma
literal) hasta obtener una mejor perspectiva.
«Los niños que tienen éxito en KIPP son los que han desarrollado la capacidad de
utilizar solos la TCC en el momento preciso», me dijo Brunzell. Como él ha percibido,
parte de su trabajo y el de los otros profesores de KIPP es dar a sus estudiantes las
herramientas para que puedan hacerlo por sí solos. «Todos los chicos a esa edad tienen
mini-implosiones cada día», me dijo. «Creo que la secundaria es una de las peores
épocas de la vida. Pero los que saben usar esta técnica son los que se dicen a sí mismos:
“puedo superar este pequeño bache. Me encuentro bien. Mañana será otro día”».

108
14. Buenos hábitos
La terapia cognitivo-conductual es solo un ejemplo de lo que los psicólogos llaman
metacognición, un término que significa, en términos generales, pensar el pensamiento.
Y un modo de considerar el boletín de carácter es concebirlo como una gran estrategia
metacognitiva. Una de las primeras cosas que me llamó más la atención de David Levin
al leer Learned Optimism fue, en concreto, lo que Martin Seligman señalaba: a su juicio,
el momento más fructífero para convertir a un niño pesimista en optimista es «antes de la
pubertad, pero con posterioridad a la infancia, pues es ahí cuando ya han desarrollado las
capacidades metacognitivas»[107]. Dicho de otro modo, el momento es justo al ingresar
en un colegio de secundaria como KIPP. Hablar sobre el carácter, pensar sobre él,
evaluarlo: todo esto son procesos metacognitivos.
Para Angela Duckworth, sin embargo, pensar y hablar sobre el carácter no resulta
suficiente, especialmente con los adolescentes. Una cosa es saber de forma abstracta que
necesitas tener más coraje, valor, entusiasmo o autocontrol, y otra muy distinta, poseer
las herramientas necesarias para mejorar en esos aspectos. Esta es otra de las razones por
las que resulta relevante la distinción entre motivación y fuerza de voluntad propuesta
por Duckworth. Al igual que tener fortaleza no sirve de mucho si un alumno no está
motivado, tampoco la motivación a secas es suficiente si no va acompañada de la
fortaleza necesaria para alcanzar los objetivos. En la actualidad, Duckworth se dedica a
ayudar a que los jóvenes desarrollen recursos volitivos, fuerza de voluntad, a través de
un programa que en muchos sentidos es una extensión de sus primeros trabajos con
Walter Mischel, cuando estudiaba las estrategias que los niños usaban para resistir la
tentación de las golosinas. Un día asistí a uno de los talleres de desarrollo profesional
para profesores de KIPP que dirigía ella, y en el que explicaba el modo de
funcionamiento de ciertas estrategias metacognitivas que ella ya había probado en
estudiantes de quinto curso durante todo un año escolar.
El procedimiento, que se llama Contraste Mental con Intenciones de
Implementación, o CMII, fue desarrollado en la Universidad de Nueva York por la
psicóloga Gabriele Oettingen y con otros colegas. Oettingen descubrió en sus
investigaciones que las personas tienden a utilizar tres estrategias cuando están
proponiéndose metas, y que dos de ellas no funcionan muy bien. Los optimistas son
complacientes, lo que significa que se imaginan el futuro que les gustaría alcanzar (para
un estudiante de secundaria, puede ser, por ejemplo, obtener un sobresaliente en
Matemáticas al año siguiente) y perciben como de forma vívida todos los beneficios que
comporta esa meta, como la alabanza, la autosatisfacción o el éxito. Oettingen encontró
que esa complacencia que genera sensaciones agradables, y que puede incluso
desencadenar un grato flujo de dopamina, no está relacionada verdaderamente con

109
ningún logro real.
Los pesimistas tienden a utilizar una estrategia que Oettingen califica como de
resistencia, que supone pensar en todas las cosas que pueden interferir en el
cumplimiento de sus objetivos o metas. Así, por ejemplo, un estudiante de secundaria
que esperara obtener un sobresaliente en Matemáticas y que mostrara resistencia, podría
obsesionarse con que nunca termina sus deberes, con que jamás encuentra un sitio
adecuado para estudiar o con que siempre se distrae en clase. Como es de esperar, la
resistencia no es muy compatible con la consecución de metas.
El tercer método se denomina contraste mental, y combina ingredientes de los dos
anteriores. Implica concentrarse en los resultados positivos, pero prestando atención al
mismo tiempo a los obstáculos que pueden interferir en el logro de los resultados. Hacer
ambas cosas a la vez, según afirman Duckworth y Oettingen en un artículo reciente,
«permite crear una intensa asociación entre el futuro y la realidad que nos informa de la
necesidad de superar los obstáculos para lograr la situación futura que se desea»[108]. El
siguiente paso para lograr el éxito, a juicio de Oettingen, es crear un conjunto de
«intenciones de implementación», es decir, planes concretos diseñados en términos de
«si/entonces», que relacionan los posibles obstáculos con su forma de superarlos, como,
por ejemplo, «si me distraigo viendo la televisión después del colegio, entonces no veré
la televisión hasta acabar los deberes». Oettingen ha demostrado la eficacia de la técnica
CMII en numerosos experimentos: esta estrategia ha ayudado a personas que hacen dieta
a comer más frutas y verduras, por ejemplo; en secundaria, ha servido para preparar de
un modo más adecuado la prueba SAT y ha favorecido que pacientes con dolor crónico
de espalda aumentaran su movilidad.
«Solo imaginando que se van a hacer todos los deberes de Matemáticas diariamente
durante el próximo semestre, uno se siente realmente bien», explicaba Duckworth a los
profesores de KIPP en su conferencia. «Pero eso no significa que se vayan a hacer.
Cuando entro en muchos colegios, veo carteles que dicen: Si sueñas con ello, lo lograrás.
Pero necesitamos dejar de lado todas estas fantasías positivas que nos hacen soñar a
todos con un futuro de dinero y fama; hay que empezar primero pensando en los
obstáculos que existen en el camino hacia donde queremos llegar».
El CMII es una manera de establecer reglas y normas para uno mismo. Y, como
David Kessler, el ex comisionado de la FDA, señalaba en su reciente libro The end of
Overeating, existen razones neurobiológicas por las que esas reglas funcionan, tanto si se
establecen para evitar comer alimentos con colesterol (como Kessler propone), o como
un reclamo del American Idol (como podía haber hecho el estudiante de Matemáticas de
KIPP que hemos imaginado). Cuando uno se impone normas y reglas personales a sí
mismo, escribe Kessler, estas se inscriben en el córtex prefrontal, en oposición a las
partes del cerebro gobernadas por los deseos y apetitos. Las reglas, aclara Kessler, no

110
son lo mismo que la fuerza de voluntad. Son más bien un sustitutivo metacognitivo de la
fuerza de voluntad. Estableciendo una regla («no comeré empanadillas fritas») se puede
eludir el doloroso conflicto interno que puede existir entre el deseo de tomar este tipo de
alimentos y el propósito deliberado de no hacerlo. Las reglas, explica Kessler,
«proporcionan una estructura, nos preparan para afrontar estímulos tentadores y
reorientan nuestra atención hacia otro sitio»[109]. En resumidas cuentas, las reglas se
convierten en respuestas tan automáticas como los apetitos y deseos que pretenden
transgredirlas.
Cuando Duckworth habla sobre el carácter, como lo hizo ese día en el taller que se
celebraba en KIPP, cita con frecuencia a W. James, el conocido filósofo y psicólogo
americano, que indicaba que los rasgos que llamamos virtudes son simples hábitos
sencillos, ni más ni menos. «El hábito y el carácter son esencialmente lo mismo»,
explicaba a los profesores de KIPP. «No hay niños buenos y niños malos. Hay niños que
tienen hábitos buenos y niños que tienen hábitos malos. Esto lo entienden los chicos
cuando se les explica así, porque son conscientes de que es difícil cambiar algunos
hábitos, pero que no es imposible. William James dice que nuestro sistema nervioso es
como una hoja de papel. Se puede doblar una y otra vez, y enseguida aparecen las
marcas. Y yo creo que eso es lo que está haciendo KIPP. Cuando los estudiantes se
vayan de este colegio, querrán asegurarse de que poseen el tipo de marcas que los
llevarán en el futuro a tener éxito».
Según Duckworth, la gente meticulosa no está decidiendo a todas horas actuar de
forma virtuosa. Únicamente han logrado establecer ciertas respuestas predeterminadas
para «hacer» cosas buenas, lo que supone hacer lo más aceptable desde un punto de vista
social, y lo que a largo plazo ofrece mayores beneficios. Se trata de decidir todo el
tiempo y conscientemente que se debe actuar de forma virtuosa. En cualquier situación
dada, el camino que implique mayor meticulosidad no siempre coincide con la opción
más inteligente. Por ejemplo, en las pruebas que medían la velocidad de codificación
avanzadas por Carmit Segal, los estudiantes con mejores resultados se esforzaron por
hacer bien una tarea que era aburrida y sin recibir nada a cambio. Describimos ese
comportamiento con una palabra llamada meticulosidad. Otra podría ser estúpida. Pero,
a la larga, el hábito sirve para que la mayoría de las personas que son meticulosas lo sean
como algo que les sale por defecto. Porque entonces, cuando resulte necesario serlo –por
ejemplo, cuando hay que estudiar para un examen, o acudir a una entrevista de trabajo, o
decidir si caer en la tentación de engañar a tu esposa–, seguramente serás capaz de hacer
lo correcto, y sin necesidad de grandes esfuerzos. Las estrategias como el CMII o la
capacidad de imaginar un marco alrededor de una golosina son solo trucos y estrategias
para conseguir que hacer una acción sencilla sea además lo correcto.

111
15. Identidad
Cuando visité KIPP Infinity en el invierno de 2011, a mediados del primer curso en
el que se había introducido el boletín de calificaciones sobre carácter, la palabra carácter
estaba ya por todos los lados. Los chicos llevaban camisetas con el eslogan «carácter
Infinity», y con la lista de fortalezas en la parte posterior. Incluso existía una camiseta
que promovía el autocontrol con alusiones a Walter Mischel: «¡No te comas esa
golosina!». Las paredes estaban cubiertas con carteles que rezaban: «¿Consigue
autocontrol?» y «Yo participo activamente» (que era uno de los indicadores que medían
la determinación). Había un tablón de anuncios en el pasillo con un contador de carácter
donde se podían ver algunas marcas, tarjetas y notas que los estudiantes rellenaban
cuando presenciaban acciones de sus compañeros que mejoraban su carácter. Jasmin R,
por ejemplo, hablaba de lo que había hecho William N. mostrando entusiasmo: en clase
de Matemáticas, William había levantado la mano en todos los ejercicios.
Le pregunté a David Levin sobre esa avalancha de mensajes. ¿No creía que eso era
pasarse un poco? En absoluto, me replicó. «Para lograr el éxito», me dijo, «todo el
colegio tiene que estar impregnado, desde el lenguaje que utilizamos hasta la
programación de las lecciones, desde cómo se recompensa y reconoce a los alumnos,
hasta los símbolos que se ponen en la pared. Si no se trabaja con todo el ADN de una
institución, su impacto será mínimo».
Los mensajes que inundan las paredes no son nuevos para KIPP, por supuesto; desde
sus comienzos, Levin y Feinberg utilizaban carteles y lemas, símbolos y camisetas, con
el fin de crear una potente cultura escolar para inculcar a los alumnos la idea de que eran
diferentes y formaban parte de KIPP. Duckworth me dijo que esa perspectiva que
acentúa la identidad de grupo propia de KIPP constituye un factor que explica la eficacia
de sus colegios. «Lo que KIPP ha promovido es un cambio de rol social; así, el niño que
va a KIPP, de repente, tendrá que adaptarse a una forma de pensar totalmente diferente»,
me dijo. «Ellos juegan con ir y pertenecer a KIPP. “Sabemos lo que significa SLANT y
tú no, porque no vas a KIPP”, dicen».
Los psicólogos han demostrado que la identidad de grupo tiene importantes
consecuencias en el rendimiento, tanto positivas como negativas. En la década de los
noventa, Claude Steele, un psicólogo que ahora es el decano de la facultad de educación
de la Universidad de Stanford, identificó un fenómeno curioso: «amenaza del
estereotipo». Según este, si se da a alguien una pequeña señal psicológica relacionada
con el grupo al que pertenece antes de una prueba que mida su capacidad física o
intelectual, eso determinará claramente los resultados. Los investigadores han probado
ya la presencia de este efecto en muchos contextos diferentes. Cuando a los estudiantes
blancos de Princeton les comentaron antes de hacer en un curso de mini-golf que se

112
trataba de una prueba para medir su habilidad natural para el golf (y que ellos pensaban
no tener), puntuaron cuatro golpes sobre el par, por tanto, jugaron peor que otro grupo de
estudiantes a los que les comentaron que se medía su capacidad de pensar de forma
estratégica (que sí creían poseer). En los estudiantes negros, el resultado fue el contrario:
cuando les informaron de que el curso de mini-golf era una prueba que medía su
inteligencia estratégica, hicieron cuatro golpes sobre el par[110]. Según la teoría de
Steele, cuando se está preocupado por confirmar el estereotipo del grupo al que se
pertenece –en ese caso, que los blancos no son atléticos o que los negros son menos
inteligentes– aumenta la ansiedad y, por tanto, los resultados son peores.
Otros investigadores han mostrado la validez de la amenaza del estereotipo en
estudios mucho más serios y relevantes que el del mini-golf. Cuando se pedía a
individuos de sesenta, setenta y ochenta años que leyeran un artículo sobre cómo a
medida que avanza la edad empeora la memoria, y que lo hicieran antes de realizar un
test de memoria, recordaron el 44% de las palabras que aparecían en el test. Sin
embargo, otras personas, que pertenecían a grupos similares, pero que no habían leído el
citado artículo, recordaron el 58% de las mismas[111]. Antes de un examen complicado
de Matemáticas, las alumnas universitarias solo necesitaron que se les recordara que eran
mujeres para que tuvieran peores resultados que las alumnas que recibieron otro
recordatorio.
Las buenas noticias sobre la amenaza del estereotipo es que, al igual que se puede
activar con sutiles señales, también puede ser desactivada con procedimientos sencillos.
Una de las técnicas más eficaces para hacerlo, que ha probado su eficacia en una gran
variedad de ámbitos, es la de exponer a los alumnos susceptibles de estar atrapados por
la amenaza del estereotipo a un mensaje muy concreto: que la inteligencia es maleable.
Los estudios han mostrado que, si los estudiantes son capaces de interiorizar esta idea,
adquieren mayor confianza y, por tanto, sus resultados y medias a menudo aumentan
significativamente.
Lo que resulta más intrigante en este tipo de procedimientos es que el tema de la
maleabilidad de la inteligencia constituye, en realidad, el objeto de un acalorado debate
entre psicólogos y neurocientíficos[112]. Aunque las calificaciones en pruebas y
exámenes como el SAT pueden variar por la enseñanza recibida y el estudio personal, el
tipo más puro de inteligencia no es en absoluto maleable. Sin embargo, una psicóloga de
Stanford, Carol Dweck, ha descubierto algo notable: independientemente de lo que se
sepa sobre la maleabilidad de la inteligencia, los estudiantes obtienen mejores
rendimientos académicos si creen que la inteligencia es maleable. Dweck divide a las
personas en dos tipos: aquellos que tienen mentalidades fijas y que creen que la
inteligencia y otras habilidades son esencialmente estáticas e innatas, y aquellos que
tienen una mentalidad en desarrollo, para quienes la inteligencia puede mejorar con la

113
práctica[113]. Asimismo, ha conseguido probar que el tipo de mentalidad de cada
estudiante es un buen factor para predecir su propia trayectoria académica[114]: quienes
creen que las personas pueden aumentar su inteligencia son capaces en la realidad de
mejorar sus calificaciones.
Y, con independencia de si la inteligencia es o no maleable, la mentalidad de las
personas sí lo es. Dweck y otros han constatado que, con un procedimiento adecuado, los
estudiantes pueden transformar una mentalidad fija en una mentalidad en desarrollo y,
por tanto, hacer que sus resultados académicos sean mejores. Joshua Aronson, que
colabora habitualmente con Claude Steele, y otros dos colegas realizaron un estudio que
comparaba la eficacia de diversas técnicas de cambio de mentalidad en un grupo de
estudiantes de séptimo curso en Texas, en su mayoría procedentes de familias de bajos
ingresos. Durante un año académico, cada uno de los estudiantes contó con un tutor, un
universitario que se reunía con él o ella dos veces durante noventa minutos y luego se
comunicaba con ellos regularmente mediante correo electrónico. A los estudiantes se les
asignaron los tutores aleatoriamente, pero algunos recibieron de ellos mensajes de
mentalización positiva sobre el desarrollo, como «la inteligencia no es algo limitado,
sino una capacidad que se amplía con trabajo mental»[115], mientras que los
pertenecientes al grupo de control recibieron otro más típico que les alertaba de la
influencia del consumo de drogas en el rendimiento académico.
Al final de curso, Aronson y sus colegas compararon las calificaciones que habían
obtenido los dos grupos en un test estandarizado (el examen del estado de Texas que
mide y evalúa las destrezas académicas). Los estudiantes que habían recibido mensajes
de mentalización obtuvieron mejores resultados que los del otro grupo. El efecto más
importante se percibió en las calificaciones de matemáticas de las alumnas. La validez de
la amenaza del estereotipo había sido demostrada ya en el rendimiento en matemáticas
de chicas y mujeres, que solían experimentar mayor ansiedad en aquellas pruebas que
tenían una mayor posibilidad de confirmar el prejuicio de que las mujeres son peores en
cálculo. En el experimento de Texas, las niñas que recibieron el aviso sobre las drogas
obtuvieron un promedio de 74 en los exámenes, 8 puntos por debajo de los varones que
habían escuchado el mismo mensaje. Sin embargo, las chicas que habían recibido el de
la mentalización positiva llegaron a los 84, eliminando completamente la diferencia con
los chicos.

114
16. El boletín de calificaciones
Dweck creía que los alumnos mejoraban su rendimiento cuando estaban convencidos
de que la inteligencia también puede aumentar si se esfuerzan formando su carácter. Al
menos, esta era la suposición que subyacía en su propuesta de poner en marcha un
boletín de calificaciones sobre el carácter. Esta era la forma de mostrar a los estudiantes
que el carácter no es un conjunto de cualidades o competencias fijas e inmutables, sino
una serie de atributos en constante desarrollo y, por tanto, que es posible mejorar.
Comenté esta idea una mañana en KIPP Infinity con Mike Witter, un profesor de inglés
de octavo curso de treinta y un años, que parecía nacido para creer en el aumento de la
inteligencia. «Si quieres ser un buen profesor, tienes que creer en la maleabilidad de la
inteligencia», me dijo. «Y el carácter es igualmente maleable. Si enseñas a los niños a
prestar atención a su carácter, entonces este se transformará».
Tal vez en mayor grado que cualquier otro profesor del colegio, Witter había
multiplicado sus esfuerzos para poder atender las cuestiones del carácter de sus alumnos.
Ese invierno, una mañana, visité su clase para presenciar lo que David Levin llamaba el
doble propósito de la enseñanza: profesores que trabajaban deliberadamente y que
explican de forma explícita las fortalezas de carácter en cada una de sus lecciones. Levin
quería que los profesores de Matemáticas usaran también las fortalezas de carácter en sus
problemas; también los profesores de Historia podían traerlas a colación cuando
desarrollaban lecciones sobre Harriet Tubman o el ferrocarril subterráneo. Así que,
cuando llegué a la clase de Witter, estaban discutiendo sobre la novela de Chinua
Achebe Things falls apart. Sobre la cabeza de Witter, en la parte delantera de la clase, se
veían las siete fortalezas de carácter, desde el optimismo a la inteligencia social,
dibujadas con letras blancas de casi siete centímetros de alto, sobre un fondo azul. Pidió
a sus alumnos que dijeran cuáles eran las fortalezas de carácter que poseía Okonkwo, el
protagonista de la novela. Hubo acuerdos y desacuerdos, pero al final la mayoría
convino en que Okonkwo poseía mucho coraje y poco autocontrol. Después un alumno,
Yantzee, levantó la mano y preguntó: «¿No puede ser que te falte una de esas
fortalezas?».
«Claro, eso puede pasar», dijo Witter. «Si se cuenta con demasiado coraje, como
Okonkwo, puede perderse la capacidad de empatizar con los demás. Si muestras mucho
coraje, a lo mejor no entiendes por qué todo el mundo se queja de lo difícil que es hacer
las cosas, porque para ti nada es difícil, porque eres el señor Coraje, pero entonces
seguramente no serás muy amable. También puede suceder lo mismo con el amor:
mostrar demasiado amor puede hacer que finjas a veces». Así trataba de explicar que en
la formación del carácter hay que tener cuidado porque «muchas de las fortalezas de
carácter se pueden transformar también en debilidades».

115
Cuando hablé con Witter después de su clase, me dijo que algunos profesores del
KIPP Infinity aún no estaban convencidos de la premisa en la que se basaba el boletín de
carácter: que el carácter puede cambiar. «Hacer que los profesores se convenzan de esto
ha sido también parte de todo el proceso. Para poner en marcha un boletín de este tipo,
tienes que suponer que el carácter es maleable y no sé si todos nuestros profesores están
de acuerdo con eso. Es decir, ¿cuántas veces hemos oído a un adulto excusarse diciendo:
“lo siento, así soy yo. Es mi forma de ser. Acéptala”. Pero, si no te aplicas esto a ti
mismo, ¿cómo va a ser posible que se lo pidas a tus alumnos?».
Vi a Witter otra vez la noche en la que se entregaban los boletines de carácter, un
jueves frío de principios del mes de febrero. La entrega de notas es siempre un problema
en KIPP: los padres están interesados en asistir y en Infinity casi todos lo hacen, pero esa
noche en particular existía un mayor nivel de ansiedad, tanto en los directivos como en
los profesores, debido a que era la primera vez que los chicos iban a recibir el boletín de
notas de carácter, y nadie sabía muy bien lo que iba a ocurrir.
Desde un punto de vista organizativo, para Brunzell y sus compañeros había sido
todo un reto poner en marcha ese boletín. Todos los profesores de tres de los cuatro
colegios de secundaria KIPP en Nueva York tuvieron que calificar a sus estudiantes,
sobre todos y cada uno de los veinticuatro indicadores establecidos sobre carácter, y más
de uno encontró el proceso un poco desalentador. Y ahora que había llegado el momento
de entregar los boletines se enfrentaban a un reto mayor: explicar a los padres cómo
todas esas calificaciones precisas, redondeadas con dos decimales, resumían el carácter y
la forma de ser de sus hijos. Me senté junto con Witter en un banco al final del pasillo,
mientras le escuchaba comentar el boletín con Faith Flemister, una mujer afroamericana
que llevaba los labios pintados de rojo oscuro y un gorro negro de punto, cuyo hijo,
Juaquin Bennett era el típico muchacho fuerte y alto de octavo, con su sudadera gris con
capucha.
«Durante los últimos años hemos estado trabajando en un programa con el fin de
ofreceros a vosotros, los padres, una imagen nítida del carácter de vuestros hijos»,
explicaba Witter a Flemister. «Las categorías que incluimos en el boletín representan
cualidades sobre las que se ha trabajado y que se piensa que son indicadores para el
éxito. Lo que significa que son las virtudes más adecuadas para conseguir llegar a la
universidad, o las que con más probabilidad determinarán que se encuentre un buen
empleo. Incluso se refieren a cosas sorprendentes, como la posibilidad de contraer
matrimonio o de tener una gran familia. Por eso pensamos que son realmente
importantes».
Flemister asentía y Witter comenzó a comentar las calificaciones que había obtenido
Juaquin, comenzando con las buenas noticias: todos los profesores le habían calificado
con un rotundo cinco sobre cinco en «se muestra correcto y educado con los adultos y

116
con sus compañeros», e igualmente en «mantiene su carácter controlado». Ambos eran
indicadores que evaluaban el autocontrol personal.
«Puedo decir que esto es una de tus verdaderas fortalezas», dijo Witter mirando a
Juaquin. «Esta categoría de control es algo que ha conseguido desarrollar increíblemente
bien. Eso me hace pensar en que tenemos que ver en qué cosas puedes mejorar. Y lo
primero que llama la atención», dijo Witter sacando un rotulador de punta verde y
haciendo un circulo con él en el indicador del boletín: «Presta atención y no se distrae».
Se trataba de uno de los indicadores de autocontrol académico. «Aquí tienes una nota
peor. ¿Por qué piensas que es así?».
«Hablo mucho en clase», dijo Juaquin tímidamente, mirando sus zapatillas negras.
«A veces me quedo mirando fijamente, y no presto atención». Los tres hablaron sobre
estrategias para ayudar a Juaquin a concentrarse más en clase y al final de la
conversación, que duró 15 minutos, Flemister parecía haberse convencido del nuevo
enfoque. «Los puntos fuertes no son una sorpresa», dijo Witter mientras se levantaba
para hablar con otra familia. «Indican simplemente el tipo de persona que es Juaquin.
Pero es bueno identificar lo que puede hacer para que las cosas sean más fáciles para él.
Así sus calificaciones quizá mejoren».

117
17. Escalando la montaña
Si ese primer boletín de calificaciones era el comienzo de una conversación que los
estudiantes iban a tener con los profesores y directivos de KIPP sobre su propio carácter
y cómo mejorarlo, una mujer, Jane Martinez Dowling, era la responsable de otro de sus
objetivos. Dowling dirige la oficina de Nueva York KIPP Through College, un programa
de ayuda a los alumnos de KIPP que han terminado, y coordina y dirige a más de veinte
asesores que trabajan fuera de los despachos que tienen en la octava planta de un alto
edificio de piedra en Wall Street. En total, KIPP Through College atiende a unos 700 ex-
alumnos, la mitad de ellos todavía en secundaria y la otra mitad estudiando una carrera,
con distintos grados de éxito, en la universidad.
El objetivo oficial de KIPP es que el 75% de sus graduados en secundaria obtengan
un título universitario en los seis años siguientes a haber acabado sus estudios
preparatorios. Como se recordará, la tasa de graduación real para la clase de Tyrell
Vance era del 21%, por lo que el lector puede hacerse una idea del reto al que se enfrenta
Dowling. Cuando visité su despacho en una fría mañana de febrero de 2011 me mostró
una detallada hoja de cálculo con la tasa de titulados universitarios de cada una de las
antiguas promociones de KIPP. Los números crecían claramente en la dirección correcta:
la tasa de graduación había subido del 21% para la promoción de 2003, la de Tyrell
Vance, al 46% de la promoción de 2005. El día que le visité, Dowling se centró
especialmente en la promoción de 2007, que estaba a punto de llegar a los cuatro años
desde la conclusión de sus estudios de secundaria, es decir, llegaban a un momento en el
que esos estudiantes podían, en teoría, graduarse en la universidad. Solo el 26% de ellos,
sin embargo, estaba en condiciones de hacerlo en cuatro años, según indicaba la hoja de
cálculo, pero había todavía otro 18% estudiando en la universidad, por lo que todavía
estaban en plazo para lograr licenciarse en seis años.
Según me dijo Dowling, la promoción de 2007 era académicamente la más brillante
de todas. Muchos de sus miembros habían ido a internados exclusivos y el elenco de
universidades a la que asistían incluían Vanderbilt y Columbia. «Nos hemos dado cuenta
de que el carácter es lo que explica que algunos de ellos vengan a nosotros para que les
ayudemos», me explicó Dowling. «Hay estudiantes que tienen una inteligencia increíble,
pero que no saben necesariamente canalizara en la dirección correcta. Hay un montón de
niños que luchan por el problema que tienen retrasando las tareas, pero que tienen la
capacidad de hacerlas. Otros se enfrentan a dificultades de índole social o emocional».
Siete de los cincuenta y siete chicos que se graduaron de esa promoción, me dijo
Dowling, habían sufrido una depresión grave en la universidad. «Es un problema que
afecta especialmente a esa promoción», decía. «Los chicos tienen que vérselas con
problemas familiares o con problemas con sus amigos, y esto explica que vuelvan a

118
algunos de nosotros». Dowling destacó que la mayoría, si no todos, de los chicos de los
que hablaba se encontraban todavía en condiciones de graduarse. «Son buenos chicos»,
me comentó. «Pero el impacto que tiene, la pobreza llega a afectar incluso a los chicos
que tienen mayor fortaleza».
Me dio una copia de setenta y seis páginas del College Advisory Playbook, un texto
que los asesores usan cuando siguen la progresión de los estudiantes. Se trata de un
escrito exhaustivamente detallado, que refleja la obsesión institucional de KIPP con los
datos. Según esta guía, cada tutor o asesor ha de contactar con sus alumnos al menos una
vez al mes. Cada uno de los estudiantes es evaluado en función de su nivel de tenacidad
en la universidad, que se encuentra fluctuando constantemente entre las siguientes cuatro
categorías: preparación académica, estabilidad financiera, bienestar socio-emocional y
preparación no-cognitiva. Después de cada encuentro, el tutor evalúa la actitud de su
alumno en cada una de las categorías, empleando para ello los colores rojo, verde o
amarillo. Por ejemplo, si un estudiante tiene un trabajo que le exige una dedicación de
más de 20 horas semanales, le pondrá amarillo en preparación académica. Si tiene un
conflicto con el servicio de asesoramiento de su universidad, tendrá rojo en bienestar
socio-emocional. Si «tiene grandes dificultades para asumir su responsabilidad y
terminar tareas importantes», será marcado con rojo el apartado de preparación no-
cognitiva. Desde su mesa de despacho, en cualquier momento, Dowling tiene acceso a
una base de datos que muestra una luz roja encendida en los ámbitos especialmente
problemáticos de los alumnos que reciben asesoramiento.
Leyendo la guía cuando iba en metro de vuelta me acordé de lo difícil que pueden ser
las tareas de organización del éxito. La guía está repleta de hechos e ideas –plazos para
formalizar ayuda financiera, indicaciones para ver lo importante, consejos para mejorar
hábitos, sugerencias para mantener buenas relaciones con profesores y compañeros de
estudio–, información que los estudiantes que se gradúan en Riverdale pueden obtener
de sus padres, amigos y hermanos mayores y con la que, de hecho, han tenido contacto
toda la vida. Sin embargo, para los estudiantes de KIPP, cuestiones como estas les
suenan a chino.
Hemos presentado una forma de considerar el carácter y cómo este puede funcionar
como una alternativa que sustituye a la red de protección con la que cuentan los alumnos
de Riverdale. Para ellos, el apoyo y la ayuda de sus familias, el colegio y la cultura, les
protegen de sus ocasionales desvíos, errores y malas decisiones. Pero, si no tienes una
red de protección de este tipo –y los niños que proceden de familias de bajos ingresos,
casi por definición, carecen de ella–, esa carencia ha de ser compensada de alguna
manera. En ese caso, para lograr el éxito, se necesita más coraje, más inteligencia social
y más autocontrol que las que necesitan los chicos de familias más pudientes. Desarrollar
competencias y habilidades como las mencionadas requiere mucho esfuerzo. Pero para

119
los estudiantes de KIPP que son capaces de ponerlas en práctica, y que trabajan para
adquirirlas en el campo minado que es para ellos la universidad, es difícil no concluir
que tendrán más ventajas que sus compañeros de Riverdale para encarar el paso a la vida
adulta. Ciertamente, no disfrutarán de sus ventajas económicas ni financieras, pero sí de
las relativas al carácter. Cuando un estudiante de KIPP concluya sus estudios
universitarios no solo obtendrá un título, sino algo mucho más valioso: se dará cuenta de
que ha tenido que escalar una gran montaña para conseguirlo.

120
III. CÓMO PENSAR

1. La metedura de pata de Sebastian


Sebastian García no podía entender en qué se había equivocado. Hacía un minuto
tenía un alfil y un peón bien colocados, se sentía fuerte y esperaba comenzar ganando en
el Campeonato Nacional de Ajedrez de Secundaria. Pero al minuto siguiente estaba ya
con grandes apuros; había perdido su ventaja y su rey se movía por el tablero como un
pequeño ratón asustado, huyendo de la torre de su contrincante. Cuando su derrota era ya
total, al cabo de unos movimientos después, Sebastian ofreció su mano limpiamente al
contrincante que le había ganado, un niño rubio de Ohio; atravesó cabizbajo el lúgubre
salón del centro de convenciones en el que miles de cabezas seguían inclinadas sobre sus
tableros de ajedrez y se metió otra vez en la sala sin ventanas al final del pasillo que era
la sede temporal de su equipo. Sebastian era un pequeño y gordinflón chico latino,
tranquilo, con mofletes y grandes mechones de pelo negro. Estaba en sexto curso en el
Colegio de Secundaria 318 de Brooklyn, y durante dos días había viajado 11 horas en
autobús para llegar a Columbus (Ohio), con el fin de participar en el campeonato de
ajedrez, junto con otros sesenta compañeros de su equipo y un montón de profesores y
padres. A decir verdad, su fin de semana no había comenzado bien.
El ritual que tenían que cumplir todos los alumnos del colegio 318 después de jugar
cada partida, tanto si ganaban como si perdían, era regresar a la sala de su equipo para
analizar su juego con la profesora de ajedrez, Elisabeth Spiegel. Sebastian entró
cabizbajo en la sala y se acercó a la pequeña mesa donde se hallaba Spiegel, alta y
esbelta, frente a un tablero de ajedrez.
«He perdido», le anunció. «Cuéntame cómo jugaste», le pidió Spiegel, que se
encontraba en la mitad de la treintena. Iba vestida de negro y su piel blanca resultaba aún
más pálida por el contraste que hacía con su cabello, teñido de vivos colores, que
cambiaba cada temporada. Para ese campeonato, en concreto, había elegido teñirse con
un rojo encarnado. Sebastian se dejó caer en la silla frente a ella y le entregó su cuaderno
de anotaciones, donde aparecían garabateados los 65 movimientos que había hecho,
junto con los de su contrincante.
«El otro chico fue mejor que yo, sencillamente», le explicó. «Tenía muy buenas
habilidades y estrategias», dijo, con un poco de malestar.
«Vale; vamos a ver», le dijo Spiegel, que cogió las piezas blancas y comenzó a
recrear la partida, repitiendo los movimientos que había realizado el oponente de

121
Sebastian, mientras este reproducía los suyos. Tanto Sebastian como su contrincante de
Ohio comenzaron jugando con sus peones, pero el otro movió rápidamente su caballo,
usando una apertura que se llamaba Caro-Kann, que Sebastian había ensayado muchas
veces en las clases de ajedrez que recibía en Brooklyn. Pero entonces el chico de Ohio
había retrasado su caballo hasta un sitio insospechado y consiguió incluso que sus dos
caballos atosigaran a un peón negro. Sebastian, ya bastante nervioso, adelantó otro de
sus peones para defenderse, pero cayó en una trampa. Su contrincante atacó al momento
con su caballo al peón que defendía las posiciones de Sebastian y en solo cuatro
movimientos este perdió su pieza.
Spiegel observó fijamente a Sebastián: «¿Cuánto tardaste en hacer este
movimiento?», preguntó. «Dos segundos». La cara de Spiegel mostró enfado. «No te
traemos aquí para que tardes dos segundos en mover». Él levantó la mirada. «Es
patético. Si continúas jugando de este modo, voy a retirarte del torneo y así podrás
sentarte aquí cabizbajo el resto del fin de semana. Dos segundos no es lo suficientemente
lento». Suavizó un poco su voz. «Mira, si cometes un error, no pasa nada. Pero ¿qué
pasa si haces las cosas sin haberlas pensado? Eso no está bien. Estoy muy enfadada
como para seguir aquí viendo un juego descuidado e irreflexivo».
Y entonces, tan rápido como había llegado la tormenta se fue y Spiegel volvió a
mover las piezas y a analizar de nuevo el juego de Sebastian. «Bien», dijo cuando
Sebastian consiguió evitar que capturara su peón. «Muy inteligente», comentó al atrapar
Sebastian el caballo de su contrincante. De ese modo continuaron, movimiento tras
movimiento: Spiegel alabando las buenas ideas de Sebastian, conminándole a buscar
alternativas cuando sus movimientos no eran del todo buenos y, una y otra vez,
recordándole que tenía que jugar más despacio. «Estabas jugando una partida excelente
en algunos aspectos», le dijo. «Pero entonces hiciste un movimiento en un minuto, súper
rápido, e hiciste una tontería. Si puedes dejar de hacer eso, vas a jugar muy, pero que
muy bien».
A Spiegel la vi por primera vez en el invierno de 2009, después de leer un artículo en
el New York Times que informaba de la participación de su equipo en el Campeonato
Nacional de Ajedrez K-12, celebrado en diciembre del año anterior[116]. En el artículo,
escrito por un periodista experto en ajedrez, Dylan McClain, se comentaba que el
Colegio de Secundaria 318 participaba en un programa concreto de ayuda del Ministerio
de Educación, lo que implicaba que más del 60% de sus alumnos procedían de familias
con bajos ingresos; sin embargo, en aquel campeonato, sus estudiantes habían logrado
ganar a chicos que pertenecían a colegios privados y famosos. Me intrigó un poco el
tema, pero, para ser francos, también era escéptico. A los productores y guionistas de
Hollywood, así como a los editores de ciertas revistas, les gustan esos cuentos en los que
chicos de barrios pobres ganan al ajedrez a los ricos. Pero, cuando se observan con

122
atención esos triunfos, no resultan tan impresionantes y llamativos como parecen. Con
frecuencia, el campeonato que se disputa es de menor entidad o la categoría en la que
compiten los niños pobres está reservada para quienes tienen un cierto nivel. O también
ocurre que los niños con bajos ingresos son, de alguna manera, raros: van a colegios que
cuentan con pruebas de admisión o son inmigrantes que vienen de África o Europa
oriental, pero no negros ni latinos con familias inmersas en una larga historia de pobreza.
Por poner un ejemplo: en 2005 el New York Magazine incluía una reseña larga y
elogiosa sobre el equipo de ajedrez de Mott Hall School, conocido como los «caballos
oscuros de Harlem», «un fuerte grupo de chicos de 10 a 12 años de Washington Heights,
Inwood y Harlem»[117] que participaban en un torneo nacional en Nashville. Quedaron
segundos en su categoría, y eso era un buen resultado, pero estaban compitiendo en un
nivel por debajo de los 1.000 puntos, es decir, que no se enfrentaban a nadie que
superara esa puntuación, que es muy baja. Además todos esos estudiantes habían
superado un examen de admisión para entrar en Mott Hall y, por tanto, puede decirse
que desde el principio sus aptitudes eran mejores que las de la media. El equipo, que en
teoría era de Harlem, solo tenía un jugador negro; casi todos los demás inmigrantes
habían nacido en Kosovo, Polonia, México, Ecuador o China.
De ese modo, cuando llegué al Colegio 318 en una mañana de enero esperaba
encontrarme con una historia parecida. Pero no fue así. El equipo era bastante diverso:
había blancos y asiáticos, pero en su mayoría estaba formado por negros o hispanos, y
los mejores jugadores de todos ellos eran afroamericanos. Por lo que pude saber, pocos
se habían enfrentado al cúmulo de desventajas y obstáculos a los que tiene que
enfrentarse un alumno típico de la Fenger High School, pero el Colegio 318, en el que el
87% de sus estudiantes tenía una beca de comedor, disfrutaba justamente de la ayuda
pública del Ministerio de Educación. El colegio estaba en Wiliamburg Sur, cerca de
Bedford-Stuyvesant; su alumno más famoso había sido el rapero Jay-Z, que creció en el
cercano Marcy, un complejo de viviendas. Y el equipo reflejaba la condición de su
alumnado: las familias que iban allí eran generalmente de clase trabajadora, pero con
algunos apuros económicos, y la mayoría de los padres, aunque tenían empleo, carecían
de estudios universitarios.
En los siguientes dos años, visité con frecuencia el colegio, asistí a algunas clases,
acompañé al equipo a sus campeonatos, seguí su evolución gracias al blog que escribía
Spiegel y, al mismo tiempo, intentaba descubrir cómo lo hacían. La verdad es que los
niños ricos son los que ganan campeonatos de ajedrez o, para ser más exactos, los niños
y una élite que tiene grandes capacidades cognitivas y que asiste a colegios elitistas.
Echad un vistazo a los equipos que han ganado en cada curso el campeonato de
Columbus en el que Sebastian Garcia competía:

123
Pre-escolar Oak Hall School, un colegio privado de Gainesville, Florida.
Primer
SciCore Academy, un colegio privado de New Jersey.
curso
Segundo
Dalton School, un colegio privado de New York City.
curso
Tercer
Hunter College, un colegio privado de New York City.
curso
Cuarto Empate entre SciCore Academy y Stuart Hall School para chicos, un
curso colegio católico de New Orleans.
Quinto Regnart Elementary, un colegio público de Cupertino, California, el hogar
curso de Apple y de decenas de empresas de tecnología.
San Benito Veterans Memorial Academy, en el sur de Texas, un colegio
Noveno
público con estudiantes mayormente hispanos procedentes de familias con
curso
escasos ingresos.
Décimo
Horace Mann, un colegio privado de New York City.
curso
Undécimo
Solomon Schechter, un colegio privado de los suburbios de New York City.
curso
Duodécimo
Bronx Science, un colegio preparatorio de exámenes de New York City.
curso

Todos los equipos ganadores son o colegios privados, o colegios con procesos de
admisión, o colegios tanto locales como públicos a los que asisten los hijos de los
ingenieros de Apple. Todos excepto para sexto, séptimo y octavo curso, donde los
ganadores son:

Sexto curso IS 318, un colegio público para gente de pocos recursos de Brooklyn.
Séptimo curso IS 318, un colegio público para gente de pocos recursos de Brooklyn.
Octavo curso IS 318, un colegio público para gente de pocos recursos de Brooklyn.

Los chicos del colegio 318 no ganaron solo en un curso; ganaron en todos los que
pudieron participar. El elenco de los colegios a los que ganaron es una lista de los
colegios privados más deseables del país: Trinity, Collegiate, Spence, Dalton y Horace
Mann de Nueva York, y otros colegios exclusivos de Boston, Miami, Greenwich y
Connecticut. Y eso no ocurrió una sola vez de casualidad. El colegio también se alzó con
la victoria en los tres cursos en la competición de 2008; en 2009, ganó en sexto y
séptimo curso, pero perdió en octavo por medio punto.
Se trata, al final, de una verdad sencilla, sin que requiera realizar ni advertencias ni
excepciones: el programa de ajedrez que se ha puesto en marcha en el colegio 318 es el

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mejor de los que existen en toda la educación secundaria en EE.UU. Es más, es casi sin
duda el mejor programa escolar de ajedrez del país en todos los cursos y niveles. La
fama del equipo ha crecido en los últimos años y eso explica que ahora atraiga a muchos
buenos jugadores que proceden de otros colegios de la ciudad, lo que ha favorecido que
mantuviera su ventaja. Pero ganan los campeonatos sobre todo debido a lo que Elizabeth
Spiegel hacía aquella tarde de abril en la sala: coger a niños de 11 años, como Sebastian,
que saben un poco de ajedrez, pero no mucho, y transformarlos, cuidando y pensando
cada jugada, en campeones.
En el trigésimo quinto movimiento de la partida que Sebastian estaba repitiendo con
Spiegel, se había repuesto completamente de todos sus errores y llevaba una clara
ventaja sobre ella. Llevó su reina hasta el territorio de su contrincante e hizo jaque al rey.
Su oponente movió uno de sus peones para bloquear el ataque. Pero Sebastian movió la
reina dos cuadros más: jaque de nuevo. El rey blanco retrasó su posición y se resguardó
de la amenaza.
Después, en lugar de seguir presionando al rey, Sebastian eligió puntuar con un
movimiento fácil: robó un peón blanco con la reina. Había perdido otra vez una buena
oportunidad: la torre de su oponente le robó un alfil y la ventaja de Sebastian comenzó a
esfumarse.
«¿Robas un peón?», le preguntó Spiegel. «Vamos. ¿Cuál es el mejor movimiento?».
Sebastian no decía nada. «¿Qué pasa con el jaque?». El chico miraba fijamente el
tablero. «Piénsalo», le conminó Spiegel. «Recuerda: cuando te hago una pregunta, no
tienes que responder inmediatamente. Pero tienes que contestar de forma correcta».
De repente, Sebastian esbozó una sonrisa. «Podría atacar a la reina».
«Demuéstramelo», le pidió Spiegel y Sebastian hizo unos movimientos, mostrando cómo
con un jaque más no solo habría salvado su alfil, sino que también habría robado el
blanco, obligando así al chico de Ohio a elegir entre perder su reina o perder el juego.
«Eso es», dijo Spiegel de forma imparcial, poniendo las piezas de nuevo donde
estaban antes de que Sebastian hubiera realizado sin pensar el movimiento que le sirvió
para robar el peón. «Piensa otra vez en esto. Cuando tú hiciste este movimiento», cogió
el peón blanco, como Sebastian había hecho, «perdiste la partida. Si hubieras hecho esto
–y puso al rey blanco en jaque–, habrías ganado». Se echó hacia atrás en la silla y miró
fijamente a Sebastian. «No pasa nada si te molesta un poco perder», le dijo. «Deberías
sentirte mal. Eres un jugador con talento, pero tienes que jugar más despacio y pensar
más. Ahora tienes cuatro horas hasta la siguiente partida –dijo, mirando su reloj–, lo que
significa que tienes 4 horas para pensar sobre la paliza que te dio ese muchacho». Y
golpeó el tablero: «Y todo porque en un momento en el que podías haber ido despacio no
lo hiciste».

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2. Coeficiente intelectual y ajedrez
El 11 de mayo de 1997, en el Equitable Center, situado en el centro de Manhattan,
Garry Kasparov, que desde 1985 ostentaba el título de campeón mundial de ajedrez, en
la última de las 6 partidas que disputó con Deep Blue, un ordenador creado por
ingenieros de IBM, se rindió después de solo 19 movimientos. Era la segunda derrota de
Kasparov en el encuentro –había ganado una, las otras tres acabaron en tablas– y, por
tanto, había perdido y, lo más importante, también había dejado de ser oficiosamente
«mejor jugador de ajedrez del planeta»[118], por emplear las palabras que utilizó el
reportero del New York Times que cubría el evento. La derrota produjo una gran
consternación, tanto dentro como fuera del mundo del ajedrez, y empezó a discutirse
sobre sus implicaciones para el resto de los mortales. Newsweek, por ejemplo, había
publicado un artículo sobre el enfrentamiento unos días antes; en su portada, la revista
había anunciado que se trataba de «la última resistencia del cerebro»[119]. En una triste
rueda de prensa que se celebró después, Kasparov comentó que se sentía avergonzado
por la derrota pero también desconcertado por la impresionante capacidad de Deep Blue.
«Soy un ser humano»[120], se lamentó. «Cuando veo algo que se encuentra más allá de
mi comprensión, siento miedo».
Para mucha gente, el triunfo de Deep Blue supuso no solo un desafío sobre el
dominio del hombre en el ajedrez, sino algo así como una amenaza existencial a la
inteligencia característica de la especie humana. Era como si unos delfines hubieran sido
capaces de componer una sinfonía perfecta. La cosa era más grave si se tiene en cuenta
que tradicionalmente se ha considerado que la habilidad para el ajedrez constituye una
sencilla prueba de inteligencia, de forma que alguien es más inteligente si juega bien y
viceversa. En un libro de 1997, Genius in chess, el gran maestro británico Jonathan
Levitt propuso una precisa ecuación matemática que relacionaba CI y habilidad para el
ajedrez, la llamada Ecuación Levitt[121]:

Elo ~ (10xIQ) + 1000

Elo se refiere a la clasificación de un jugador en los campeonatos y en su ecuación,


según Levitt, había que indicar la clasificación más alta que el jugador podía alcanzar
tras muchos años participando en competiciones o practicando; el símbolo siguiente (~)
significa «aproximadamente igual a…». Así, según la ecuación, si tienes un CI corriente
y normal de 100, la puntuación más alta que puedes alcanzar en el ajedrez es de 2.000.
Con un CI de 120, llegarías tal vez a 2.200. Y así sucesivamente. Los grandes maestros
del ajedrez tienen normalmente una clasificación de 2.500 o superior, lo que implica que,
de acuerdo con la fórmula de Levitt, poseen un CI de, al menos, 150, un índice que se

126
considera de genio.
Pero no todo el mundo acepta la premisa de que la habilidad para el ajedrez tiene una
relación tan estrecha y directa con el CI. Jonathan Rowson, un joven escocés, también
gran maestro, y que ha escrito algunos libros provocadores sobre este juego, cree que la
ecuación de Levitt «es completamente errónea»[122]. Rowson ha argumentado que las
aptitudes más importantes en el ajedrez no son en absoluto de índole intelectual; son
psicológicas y de carácter emocional. «La mayoría de los principales estudios científicos
que existen sobre el ajedrez olvidan muchas cosas que resultan esenciales en la forma
que siente o piensa un jugador», escribió en su libro Los siete pecados capitales del
ajedrez[123]. «Son culpables de pensar en el ajedrez casi como si fuera una actividad
exclusivamente cognitiva, en la que los patrones y las inferencias determinan los
movimientos y las posiciones». Pero, en realidad, advertía, si quieres convertirte en un
gran jugador o solo en uno bueno, «la habilidad por reconocer y dominar tus emociones
es tan importarte como tu forma de pensar»[124].
En sus clases en el colegio 318, así como en sus charlas con sus alumnos tras las
partidas de los campeonatos, Spiegel a menudo transmite conocimientos concretos sobre
ajedrez: cómo reconocer las diferencias que existen entre la apertura Slav o semi-Slav,
cómo distinguir el valor de un alfil que está en un cuadro blanco de otro que se encuentra
en el negro, por ejemplo. Pero cada vez que la observaba en su trabajo me llamó la
atención que lo que hacía durante la mayor parte del tiempo era, en verdad, más sencillo
y, al mismo tiempo, más complicado: se dedicaba a enseñar a sus alumnos una nueva
forma de pensar. Su metodología era muy parecida a las estrategias de tipo
metacognitivo que Martin Seligman había estudiado y que enseñaba Angela Duckworth.
Pero para mí, además, su sistema se relacionaba con las investigaciones que los
neurocientíficos habían realizado sobre las funciones ejecutivas, es decir, sobre las
capacidades mentales de tipo superior que, a juicio de algunos expertos, desempeñan el
papel de un centro de control para el cerebro.
Dos de las más importantes funciones ejecutivas son la flexibilidad y el autocontrol
cognitivos. La flexibilidad es la habilidad para atisbar soluciones alternativas a
problemas planteados, para pensar «fuera de la caja» y para solventar situaciones
desconocidas. El autocontrol, por su parte, es la capacidad de inhibir respuestas
instintivas o habituales y sustituirlas por otras más eficaces, pero menos obvias. Ambas
habilidades son fundamentales en la formación que Spiegel aporta a sus alumnos. Según
ella, para triunfar en el ajedrez se requiere una habilidad muy acentuada para ver ideas
nuevas y diferentes: ¿Qué movimiento, que puede llevarte a ganar, y resulta
especialmente creativo, has pasado por alto? ¿Qué movimiento de tu oponente,
potencialmente letal, no has tenido en cuenta? También les enseña a resistir la tentación
de buscar movimientos atractivos en el corto plazo, ya que con frecuencia pueden

127
conducir a apuros, como se dio cuenta Sebastian. «En realidad, enseñar a jugar al ajedrez
es enseñar hábitos de pensamiento», me explicó Spiegel un día. «Es igual que enseñar la
forma de entender tus problemas y cómo ser más consciente de sus procesos de
pensamiento».
Antes de ser profesora de ajedrez a tiempo completo en el colegio 318, Spiegel
enseñaba inglés en una clase avanzada de octavo curso y me confesó que como profesora
de lengua era un poco desastre. Explicaba redacción de la misma forma que analizaba la
partida de ajedrez de Sebastian: cuando los alumnos le entregaban sus deberes, corregía
exhaustivamente cada uno de ellos, frase por frase, y les preguntaba: «¿estás seguro de
que esta es la mejor forma de expresar lo que quieres decir? Me miraban como si
estuviera loca. Les escribía largas notas sobre lo que habían escrito. Incluso dedicaba la
tarde entera a escribir 6 o 7 de ellas», me contó.
Aunque el estilo de enseñanza de Spiegel podría no ser el adecuado para una clase de
inglés, esa experiencia docente le ayudó a comprender mejor lo que quería hacer en sus
clases de ajedrez. Más que seguir un programa académico de ajedrez durante un año,
optó por construir personalmente un calendario, de forma que pudiera planificar las
lecciones teniendo en cuenta solo lo que los estudiantes ya sabían y, sobre todo, lo que
desconocían, que es más importante. Por ejemplo, llevando a sus alumnos a algunos
campeonatos de fin de semana, se daría cuenta de que muchos colocaron las piezas
dándole ventaja a sus contrincantes, es decir, dejando piezas sin defender. Al siguiente
lunes, impartiría una clase entera sobre cómo no mover las piezas, reconstruiría las
partidas subrayando los puntos débiles de sus alumnos en un tablero de ajedrez de fieltro
verde colocado en la clase. Una y otra vez, daría vueltas a las partidas de sus alumnos,
tanto individualmente como en clase, analizando con exactitud dónde habían fallado, lo
que podrían haber hecho de otra forma, lo que habría ocurrido si hubieran realizado un
movimiento mejor y representando las alternativas antes de volver al instante en que se
equivocaron.
Por sensato que pueda parecer este procedimiento, en realidad es una forma bastante
inusual de aprender o enseñar ajedrez. «Resulta incómodo centrarse con tanta intensidad
en lo que se ha hecho mal», me confesó Spiegel. «Así que normalmente las personas
aprenden ajedrez leyendo libros, que puede ser entretenido y con frecuencia puede ser
divertido, pero no es posible traducir la lectura en una habilidad. Si quieres de verdad ser
mejor en el ajedrez, tienes que analizar cómo juegas y darte cuenta de tus errores».
Esto es casi como el elemento que se suele eludir en la psicoterapia, me dijo Spiegel.
Analizar los errores que cometiste –o que sigues cometiendo– e intentar profundizar en
sus causas. Y del mismo modo que los terapeutas, Spiegel pretende conducir a sus
estudiantes por un camino estrecho y difícil: a asumir la responsabilidad de sus
equivocaciones y aprender de ellas, sin obsesionarse o mortificarse. «Es muy raro que

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los niños tengan en su vida la experiencia de perder cuando tienen todo controlado».
«Pero, cuando pierden una partida, se dan cuenta de que nadie tiene la culpa salvo ellos
mismos. Tienen todo lo que se necesita para ganar y, sin embargo, pierden. Si ocurre una
sola vez, pueden encontrar normalmente alguna excusa o dejar de pensar en ello. Cuando
perder es parte de su vida, cuando ocurren todos y cada uno de los fines de semana,
necesitan encontrar el modo de alejarse de sus errores o fracasos. Intento enseñar a mis
alumnos que perder es algo que tú haces, no lo que eres».

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3. Fiebre de ajedrez
Claro está que es fácil decir a los niños que deben ver sus fracasos en perspectiva y
mantener intacta su confianza a pesar de los reveses. Resulta más difícil cuando tú eres
quien pierde. Spiegel juega al ajedrez a alto nivel; aunque su puntuación ha bajado un
poco desde hace unos años, sobre todo desde que dedica más parte de su tiempo a la
enseñanza, todavía es uno de los mejores 30 jugadores del país. Pero, como les pasa a
todos los grandes jugadores, pierde muchas veces y, cuando lo hace, escribe sobre ello
en su blog, una fuente de noticias popular, aunque algo excéntrica, sobre el mundillo del
ajedrez, y se castiga delante de todos: «Soy una niña tonta, tan estúpida y retrasada como
repugnante», escribió en 2007, tras perder frente a un maestro ruso: «¿Soy incapaz de
calcular sencillas capturas? Oficialmente me odio a mí misma»[125].
A Spiegel su padre le enseñó los movimientos básicos cuando tenía solo cuatro años,
pero no comenzó a competir hasta que llegó a sexto curso y se apuntó a clases
extraescolares de ajedrez en el colegio de secundaria de Raleigh, Carolina del Norte. El
sitio le encantaba: no solo el ajedrez, que era excelente allí, sino también la desconocida
sensación de pertenencia que le ofrecía. Antes de hallar el ajedrez, Spiegel era una chica
torpe e insociable y, de pronto, encontró un sitio en el que encajaba. «Recuerdo que me
sentía feliz y aliviada», me dijo. «Mis compañeros eran agradables conmigo porque yo
era buena jugando. Los adultos me trataban como si yo tuviera opiniones respetables.
Por primera vez, sentía como si mi vida fuera mejor». Su puntuación en el ajedrez
mejoró rápidamente, superando a sus profesores. Para asombro suyo, se dio cuenta de
que ya no necesitaba su ayuda para seguir mejorando: podía seguir estudiando ajedrez
por sí misma. Y si podía enseñarse a sí misma ajedrez, pensó, podría también hacer lo
mismo con las matemáticas y con cualquier otra materia. Su habilidad para dominar
nuevos campos sola, una habilidad que aprendió completamente gracias al ajedrez, la
convirtió con los años en lo que ella describe como una «una terrible estudiante
americana de secundaria» y también en la universidad, primero en Duke y más tarde en
Columbia, donde comenzó primero la especialidad de matemáticas y, después de un par
de años, se cambió a literatura inglesa.
Tras licenciarse, Spiegel se quedó en Nueva York y fue contratada como profesora
por una ONG llamada Chess in the School, una organización que desde 1986 ha
conseguido que expertos en ajedrez como Spiegel dediquen unas horas a la semana a
enseñar el juego en colegios públicos para alumnos de bajos ingresos. Durante unos
años, Spiegel daba clases en cuatro colegios diferentes e iba de aquí para allá, pero el
que más le gustaba era el colegio 318, porque era el mejor, y, finalmente, en 2006, el
director le ofreció un contrato como profesora de ajedrez a tiempo completo y
entrenadora del equipo del colegio.

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En el verano de 2005, después de jugar durante mucho tiempo al ajedrez sin mucho
entusiasmo, participó por capricho en un campeonato abierto de nivel superior en
Phoenix. Y, para su sorpresa, lo hizo muy bien y logró obtener la mejor puntuación de
todas las mujeres del campeonato, por lo que quedó automáticamente clasificada para el
campeonato nacional de EE.UU., que se iba a celebrar la siguiente primavera. Sabía que
ese reto se encontraba por encima de sus posibilidades. Para el campeonato nacional se
habían clasificado 64 hombres y mujeres, los mejores jugadores de ajedrez de todo el
país, y su puntuación era la más baja. Por ese motivo decidió dedicarse con todas sus
fuerzas al ajedrez, comenzó a estudiar tres o más horas al día, los cinco días de la
semana, y se quedaba levantada toda la noche para repasar una apertura o para jugar
online durante horas y horas en la web del Club de Ajedrez. Mejoró mucho y consiguió
quedar razonablemente bien en el campeonato nacional. Cierto es que no terminó entre
los diez primeros, pero quedó en una posición digna. Después del campeonato, siguió
dedicándose al ajedrez con la misma pasión. De la misma manera que le pasó en
secundaria, de nuevo el ajedrez se apoderó de su vida. De día enseñaba ajedrez; de noche
jugaba. Dejó de relacionarse con los amigos que no jugaban al ajedrez y comenzaron a
desaparecer sus compromisos. Jugar al ajedrez, confesó en su blog, era «más o menos en
el único momento de mi vida en el que no siento nada. El resto del tiempo, con solo un
par de excepciones, estoy casi completamente bloqueada»[126].
Spiegel se estaba distanciando cada vez más y más de todo lo que no tenía relación
con el ajedrez. Su carácter tiende a ser melancólico, pero también algo excéntrico. Ese
mayor aislamiento provocó que esos rasgos de su personalidad se acentuaran. Un día, en
su blog, anunció tímidamente que había tenido una cita el viernes anterior: «En el mismo
momento», escribió, «en que puso su brazo sobre mí, pensé: ¡oh, había dejado de tener
contacto físico con humanos! Estaba orgullosa de mí porque no le dije nada, a pesar de
que he reflexionado sobre ello mucho tiempo. Me di cuenta a tiempo de que esas cosas
no son las que se dicen en una cita»[127].
Después, en las vacaciones de Navidad de 2009, se fue de viaje al Caribe con el
profesor de arte del Colegio 318, Jonathan, en unas vacaciones románticas y un poco
irreflexivas. Jonathan era un hombre alto y bien parecido, de rasgos mediterráneos y con
el pelo largo y negro. A ella siempre le había gustado, aunque lo había mantenido en
secreto porque consideraba que se encontraba fuera de su alcance. Después de su semana
en las Bahamas, comenzaron a salir. Cuatro meses más tarde, se fueron a vivir juntos y
en 2010 se comprometieron.
Jonathan no jugaba al ajedrez, y ahora, como ella estaba todo el día con él, Spiegel se
percató de que la fiebre del ajedrez estaba desapareciendo. No es que dejara de jugar
totalmente: seguía enseñando en el colegio y entrenaba a sus alumnos los sábados en los
campeonatos escolares, pero su tiempo libre ahora lo pasaba de otra forma, montando en

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bicicleta, disfrutando de buena comida, explorando algunas zonas de la ciudad o
hablando sobre el futuro, pero no jugando. A mí, que no juego al ajedrez, el cambio me
parecía positivo. Está claro que estar continuamente jugando al ajedrez no podía hacer
muy feliz a Spiegel, pero pasar el tiempo con Jonathan, sí. Pero, desde su perspectiva,
este análisis coste-beneficio no resultaba tan simple. Su puntuación oficial en el ajedrez
había alcanzado el hito de los 2.170, pero descendió por debajo de los 2.100 tras
comenzar su romance con Jonathan. Con frecuencia comentaba su deseo de dedicarse de
nuevo seriamente al ajedrez, de jugar más y conseguir subir su puntuación. Desde un
punto de vista racional, era más feliz que antes, es decir, que cuando jugaba al ajedrez a
todas horas, pero me confesó que aún echaba de menos en todo momento aquellos días
infelices y obsesivos.

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4. Mezquindad calibrada
El núcleo del trabajo que realizaba Spiegel consistía en mantener un complejo
equilibrio. Quería desarrollar la confianza en sus estudiantes, hacerles creer en su propia
habilidad para derrotar a rivales más fuertes y para dominar un juego que era
increíblemente complicado. Pero por las exigencias de su trabajo –y por las
particularidades de su personalidad– perdía la mayor parte del tiempo comentando con
sus estudiantes por qué y cómo estaban perdiendo. En realidad, lo que narraba en el
análisis que hacían después de la partida era algo así como: pensabas que tenías aquí un
buen movimiento, pero estabas equivocado.
«Lucho continuamente contra esta tendencia», me dijo un día que fui a visitarla a su
clase. «Todos los días. Se trata de un aspecto que creo que me genera una gran ansiedad
como profesora. A veces noto como si fuera cruel con los chicos. Y eso me mata, como
cuando a veces llego a casa y pienso en lo que les he dicho y me digo: ¿qué estás
haciendo? Les estás dañando».
Después del campeonato femenino de 2010 (que su colegio ganó), Spiegel escribió
en su blog lo siguiente:
El primer día y medio las cosas fueron bastante mal[128]. Estaba totalmente
nerviosa, repasando cada partida y enfadada todo el tiempo; decía cosas como
«esto es completamente inaceptable» a niños de 11 años porque habían movido
ciertas piezas o lo habían hecho sin pensar. Les dije algunas cosas increíbles,
incluyendo «¿Sabes contar hasta dos? Entonces deberías haberte dado cuenta de
esto» o, «si no vas a prestar más atención, deberías dejar el ajedrez, porque nos
estás haciendo perder el tiempo a todos».
Al final de la tercera ronda, comenzaba a sentirme una canalla y estaba a punto
de darme por vencida y transformarme en una simpática y amable hipócrita. Pero
entonces, en la cuarta ronda, todos comenzaron de repente a jugar bien. Al
principio creía que era porque siempre habíamos ganado la categoría nacional
femenina con bastante facilidad; la mayoría no quiere decir a las adolescentes,
juntas o por separado, que son unas perezosas y que la calidad de su trabajo es
inaceptable. Y a veces los niños necesitan oírlo, ya que de otro modo no tendrían
motivos para progresar.
Una y otra vez Spiegel desafiaba el estereotipo que yo tenía sobre lo que era ser un
buen profesor (y, en concreto, un buen profesor de los barrios más pobres) y de cómo
tenía que tratar y relacionarse con sus estudiantes. Confieso que, antes de conocerla,
pensaba que un profesor ideal de un barrio pobre era parecido al personaje que Ted
Danson interpreta en Los Caballeros del sur del Bronx, una película inspiradora en la
que Danson consigue que un grupo heterogéneo de chicos de un gueto gane a una clase

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de estudiantes engreídos de un colegio privado. Consigue que venzan ofreciéndoles
apoyo, abrazándoles, impartiéndoles charlas motivadoras y lecciones sobre la vida. Pero
Spiegel no era así. No daba abrazos. Se entregaba por completo a sus estudiantes y les
atendía y cuidaba profundamente, pero, cuando uno de ellos se enfadaba por perder,
Spiegel no era esa clase de persona que iba a consolarles. John Galvin, subdirector de
318, que asiste casi siempre a los campeonatos como ayudante de Spiegel, es mejor
ayudándoles a desahogarse, pues, según ella, tiene más «inteligencia emocional».
«Claro que siento afecto por los chicos», me dijo Spiegel en uno de los campeonatos.
«Pero creo que mi trabajo es ser para ellos como un espejo; advertirles de lo que hicieron
en el tablero y ayudarles a pensar en eso. Eso es mucho para ellos. Se esfuerzan mucho y
luego tú analizas lo que han hecho desde una perspectiva poco condescendiente. Eso es
algo a lo que los chicos no están acostumbrados y, en mi experiencia, es en verdad lo
que quieren». Investigadores como Michael Meaney y Clancy Blair han demostrado que
para desarrollar en los bebés cualidades como la perseverancia o la atención, necesitan
que quienes les cuiden muestren con ellos un alto nivel de afabilidad y cuidado. Sin
embargo, lo que sugiere el éxito del trabajo de Spiegel es que, cuando se alcanza la
primera adolescencia, lo que les motiva de un modo más eficaz no son las caricias ni los
cuidados excesivos, sino algo muy distinto. Tal vez lo que hace que los chicos de
secundaria se centren y pongan atención, como los estudiantes de Spiegel, sea la extraña
experiencia de que un adulto les tome en serio, crea en sus propias capacidades y les
desafíe a mejorarse a sí mismos.
Durante los meses que pasé recopilando información en el colegio 318 y observando
cómo el equipo se preparaba para el campeonato de Columbus, visitaba también con
frecuencia KIPP Infinity, donde seguía con el desarrollo de las calificaciones sobre el
carácter de sus alumnos. En mis idas y venidas en metro, desde West Harlem a South
Williamsburg y viceversa, disponía de mucho tiempo para reflexionar sobre las
semejanzas que existían entre el método de Spiegel y la forma en que los profesores y
directivos de KIPP comentaban con sus estudiantes sus crisis emocionales del día a día y
sus tropiezos en comportamiento. Como se recordará, el director de KIPP Infinity, Tom
Brunzell, sostenía que su enfoque era una terapia cognitivo-comportamental. De ese
modo, cuando sus alumnos estaban nerviosos, desorientados en momentos de estrés o de
turbulencia emocional, les animaba a realizar en clase un gran mapa mental –ensayando
una suerte de ejercicio metacognitivo, como lo denominaban muchos psicólogos– con el
que activaban el córtex prefrontal: gracias a ello, conseguían tranquilizarse, eran capaces
de reflexionar sobre sus impulsos y hallar soluciones más productivas a sus problemas
que gritar a un profesor o pelearse con un compañero en el patio. Analizando cada una
de las partidas de ajedrez, Spiegel sencillamente había impulsado un modo más formal
de hacerlo. Al igual que a los alumnos de KIPP, se desafiaba a los del colegio 318 a

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reflexionar más profundamente sobre sus errores, a determinar su causa y a pensar
fríamente sobre posibles alternativas. Se denomine a este procedimiento terapia
cognitiva o solo un buen método de enseñanza, lo cierto es que era muy eficaz para
provocar cambios en los alumnos de secundaria.
Pero esta técnica, en cualquier caso, no está muy difundida hoy en los centros
educativos. Si uno piensa que el objetivo de los colegios o de los profesores consiste
exclusivamente en transmitir información, es probable que no se crea necesario someter
a los alumnos a ese tipo tan exigente de autoanálisis. Pero, si se pretende ayudarles a
modificar y cambiar su carácter, entonces transmitir información no resulta suficiente. Y,
a pesar de que Spiegel no emplea el término «carácter» para describir lo que hace, existe
una gran cantidad de coincidencias entre el catálogo de fortalezas que enseñaban David
Levin y Dominic Randolph y las competencias y habilidades que pretende inculcar
Spiegel. Todos los días, tanto en clase como en los campeonatos, vi a Spiegel intentando
enseñar a sus alumnos a ser valientes, curiosos, optimistas y a tener autocontrol.
En un par de ocasiones contemplé incluso cómo utilizaba técnicas analíticas para
enseñar inteligencia social. Una vez acudí con Spiegel y su equipo a un campeonato de
ajedrez que se celebraba al aire libre en Central Park, organizado por Chess in the
School. Era un día caluroso y, mientras me encontraba sentado junto a Spiegel en una
piedra situada en el camino que baja hasta la Fuente Betheseda, uno de sus alumnos se
acercó, algo molesto, como si quisiera hablar con Spiegel. Se trataba de A. J., un alumno
de séptimo, moreno, con el pelo corto y grandes y gruesas gafas al estilo de Elvis
Costelo. Según supe, A. J. tenía dificultades para relacionarse y con frecuencia perdía las
formas ante las bromas. Ese día explicaba su problema atropelladamente: según parece,
otro chico del colegio, Rawn, había intentado pegarle y A. J. quería que Spiegel tomara
cartas en el asunto.
«¿Por qué quería pegarte», le preguntó Spiegel. De forma vacilante, A. J. explicó que
había llevado su pelota al parque y que había jugado con otros chicos entre partida y
partida. Tuvo calor y fue a beber agua, pero decidió llevarse consigo la pelota. Cuando lo
hizo, le pareció que uno de sus compañeros le insultaba. Creía que había sido Rawn,
pero él lo negó.
«Me dijo: no me hables así», le contaba A. J. a Spiegel. Lo decía con agravio. «Me
ha dicho: te voy a dar un guantazo en la boca. Yo le pregunté que por qué. Entonces él se
acercó y me intentó pegar, pero los demás le sujetaron». En definitiva, era la típica pelea
de adolescentes: todos impulsivos, llenos de hormonas, acusadamente justicieros y, en el
fondo, un poco ridículos.
Pero Spiegel, en lugar de tomar partido por uno de los dos o decir algo tópico y banal
sobre la importancia de llevarse bien con los compañeros, comenzó a analizar la
situación como si se tratara de una partida de ajedrez.

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«Déjame ver si lo entiendo», dijo, mientras se protegía los ojos del sol y miraba a A.
J. «¿Intentó pegarte después de que le preguntaras por qué iba a hacerlo?». «Sí», dijo A.
J., un poco indeciso. «Bien, ¿sabes? Si Rawn no te dijo nada y tú dijiste cosas de él, se
enfadó. ¿Qué sentido tiene todo esto?».
A. J. la miraba en silencio, casi de la misma manera que Sebastian cuando le había
regañado por perder el alfil.
«Mi otra pregunta tiene que ver con el fútbol», siguió Spiegel. «Tienes que entender
que a los demás no les gusta que te lleves la pelota cuando están jugando con ella.
¿Piensas que sería correcto que ellos siguieran aunque tú no estés?». «No». «Bien. Pero
tienes que entender que, si tú no confías en ellos, ellos probablemente no querrán ser tus
amigos». A. J. la miró con frustración. «Olvídalo», dijo y se fue.
Yo también había asistido a una conversación parecida unos pocos meses atrás entre
A. J. y Spiegel. Estaba en el aula con ella y A. J. llegó quejándose: había dicho algo
sobre la madre de otro chico y el chico le había insultado.
Al principio, pensé que A. J. había acudido a Spiegel como remedio o venganza, para
que ella regañara a su compañero. Pero, tras presenciar la conversación con él en Central
Park, me llamó la atención que, en realidad, acudía a Spiegel por la misma razón por la
que iba a ella tras una partida en la que había desaprovechado su ventaja o había
arriesgado sin necesidad su reina. Lo que buscaba y quería era saber cómo dejar de
cometer errores estúpidos. Deseaba algún consejo sobre cómo ser mejor en aquel juego
que para A. J. era extraordinariamente difícil y que contaba con muchas posibilidades de
mover piezas: sobrevivir en el colegio y conseguir ser amigo de otros chicos.

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5. Justus y James
La primera vez que vi a Spiegel en Columbus, la tarde antes del comienzo del
campeonato, parecía feliz y descansada; llevaba una camisa blanca y almidonada y un
pantalón de raya diplomática hecho a medida; comía mandarinas y bebía te thai mientras
repasaba la última partida con dos docenas de alumnos que se apiñaban en su habitación
del hotel, encima del centro de convenciones. Sin embargo, cuando comenzó el
campeonato la camisa almidonada comenzó a arrugarse, cada día su pelo estaba más
despeinado y sus ojos, más vidriosos. Para ella, ese campeonato era la competición más
importante del año. «Me siento como si se estuviera juzgando mi trabajo», me comentó
aquella primera tarde. «Todo lo que he hecho en este año depende de lo que consiga
hacer aquí». Se quedó todo aquel día sentada en la habitación del equipo, tomando café y
comiendo alguna cosa que había cogido en el comedor, preocupada.
El colegio 318 tenía equipos que competían en cinco categorías, pero las dos en las
que Spiegel tenía más interés era el K-8 Open y el K-9 Open (Open quiere decir que no
hay requisitos de nivel para los participantes). El K-9 Open incluía estudiantes mayores
de noveno curso, pero muchos entrenadores pensaban que era una categoría menos
competitiva que la K-8 Open, reservada a alumnos mayores de octavo curso, y por tanto
en ella no había muchos equipos. Spiegel creía que su colegio tenía algunas
oportunidades de alzarse con la victoria en las dos categorías, incluso aunque hasta el
momento nadie hubiera ganado las dos en el mismo año y que su colegio no impartiera
noveno curso.
Una de las razones por la que los equipos de Spiegel siempre quedaban tan bien en
los campeonatos estribaba en que ella tenía lo que los entrenadores de baloncesto llaman
un «buen banquillo». La mayoría de los colegios privados podían tener un pequeño
grupo de buenos jugadores de ajedrez, niños prodigio de buenas familias, que habían
practicado desde su infancia el juego de forma exigente. Pero el colegio 318 no atraía a
esa clase de niños privilegiados; sin embargo, como el ajedrez ocupaba una gran parte
del horario escolar y resultaba importante para la cultura del colegio, Spiegel era capaz
de atraer a docenas de nuevos alumnos a su club, la mayoría chicos que tenían poco o
ningún conocimiento del juego, pero que estaban deseosos de aprender. Spiegel había
diseñado su programa para sacar de ellos el máximo rendimiento posible, y, después de
casi una década, había elaborado un sistema de enseñanza que, siendo realistas, era
capaz de convertir a dos docenas de principiantes, que aparecían en sus aulas en sexto
curso, en un grupo de jugadores con puntuaciones de 1.500 o 1.600, y en algunos casos
de 1.800 o 1.900, cuando alcanzaran octavo curso.
Solo en unas pocas ocasiones un alumno del 318 había llegado a los 2.000 puntos;
eso quería decir que el colegio no lograba ganar muchos campeonatos en las

137
clasificaciones individuales. Pero la estrategia de Spiegel resultaba ser la mejor para
ganar los campeonatos por equipos, pues en ellos se alzaba con el triunfo el equipo
cuyos cuatro jugadores hubieran obtenido el mayor número de victorias. Lo que marcaba
la diferencia en un campeonato por equipos no era, pues, la habilidad individual de un
jugador, sino la de los cuatro mejores. Y en el colegio 318, en un día al azar, había 10 o
más candidatos a convertirse en uno de esos cuatro.
Pero, en otoño de 2009, Justus Williams llegó al Colegio 318 y la composición del
equipo comenzó a cambiar. Justus, que vivía en el Bronx, era un chico tranquilo,
pensativo y de complexión fuerte y fornida. Además era alto y de piel morena. Hablaba
muy bajito y se mostraba tímido con los extraños. Sin embargo, se movía con llana
confianza por el colegio, uno de los pocos centros educativos del país en el que ser
campeón de ajedrez es más importante para ganarte el respeto de los demás que el
número y la gravedad de tus travesuras. Justus había empezado a jugar al ajedrez cuando
se encontraba en tercero en el PS 70, un colegio en el sur del Bronx, gracias al programa
de Chess in the School. Sus profesores pronto se dieron cuenta de que era una gran
promesa: estaba ansioso por aprender y podía prestar atención y concentrarse de una
forma poco habitual para un niño. Chess in the School pagaba para que los tutores le
enseñaran a él solo ajedrez y su madre, que creía que Justus iba a triunfar, hacía también
todo lo que estaba en su mano para ayudarle a mejorar. Cuando Justus llegó al colegio
318 en sexto, su puntuación superaba ya los 2.000 puntos, por lo que era
considerablemente más alta que la de cualquier otro estudiante que llegaba a manos de
Spiegel e incluso se acercaba a la de ella misma. Pero, si Justus claramente era el mejor
jugador de sexto, había otros dos alumnos que llegaron también con él que contaban con
una importante experiencia en el juego del ajedrez. Se trataba de Isaac Barayev, hijo de
inmigrantes rusos que vivía en Queens, con una puntuación de 1.500, y James Black Jr.,
afroamericano del barrio de Bedford-Stuyvesant de Brooklyn, que se había graduado en
el colegio público local con una puntuación de 1.700.
Spiegel mantenía una relación especialmente cercana con James Black. Se habían
conocido cuando él estaba todavía en primaria y, aunque ahora su nivel rivalizaba con el
de Spiegel, el chico reconocía que ella le había ayudado a mejorar su puntuación durante
el tiempo que estuvo en el colegio, haciendo que le fuera posible pasar de 1.700 a una
puntuación superior a 2.000, una mejora importante. James era un chico menudo y
guapo, llevaba el pelo muy rapado y le gustaba mucho bromear con sus compañeros.
Cuando yo visitaba la clase de Spiegel, lo había encontrado muchas veces en la parte de
atrás del aula, jugando una partida pero, al mismo tiempo, gritando algo sobre otra
partida que se jugaba cerca o diciendo los movimientos que sus compañeros tenían que
hacer. A veces incluso iba más allá; se levantaba y movía las piezas él mismo.
Al igual que Justus, James aprendió a jugar al ajedrez en tercero, cuando uno de los

138
profesores de Chess in the School visitó su colegio. En casa, jugaba con su padre, que
había comprado a James un ajedrez en Kmart cuando el chico comenzó a interesarse en
ese deporte. El padre estaba completamente dedicado y entregado a su hijo. Un día me
contó que, antes incluso de que James fuera concebido, había ya decidido que su primer
hijo, fuera chico o chica, llevara el nombre de James Black Jr.
El padre de James, James Sr., creció en el Bronx y sacaba buenas notas en
secundaria; sin embargo, tras dos años abandonó la universidad. Siempre había tenido el
sueño de enrolarse en la marina, pero al dejar la universidad consiguió un trabajo bien
remunerado en una de las famosas tiendas de delicatesen D’Agostino, una cadena de
supermercados de Nueva York. Ya cumplidos los treinta, se enamoró de Tonya Coles,
que ya tenía tres hijos de una relación anterior, y formó con ella la familia en la que
nació James Jr. El padre de James me comentó que había esperado que sus hijastros
fueran un buen ejemplo a seguir, pero no fue así. Uno de ellos fue condenado por vender
droga cuando James todavía era pequeño, y estuvo en prisión casi tres años[129]. El otro
aún estaba en la cárcel, condenado a 20 años por un delito de asesinato. Todos estos
problemas solo consiguieron que James Sr. mostrara más atención y cuidado a James Jr.,
con el fin de que su hijo tuviera éxito. Me contó al comenzar el año escolar lo que le
había dicho a su hijo: «Le dije a James: “Puedo decirles muchas cosas a ellos, pero
puedo decirte mucho más a ti. Mi trabajo es guiarte en tu futuro”».
James fue un estudiante irregular en el colegio 318. La mayoría de sus notas eran
buenas, pero, en las pruebas estatales de sexto curso, logró un 2 en una escala de
calificaciones que van del 1 al 4, tanto en matemáticas como en comprensión lectora, lo
que significa que estaba por debajo de la media y que se encontraba en el tercer nivel
más bajo de todos los estudiantes de la ciudad. En el colegio tenía fama de travieso y le
mandaban asiduamente al despacho del director por molestar en clase o por insultar a sus
compañeras. Pero, a pesar de estos problemas puntuales, era un alumno excepcional en
ajedrez, estudiaba casi 6 horas al día y tenía una pared de su cuarto llena de voluminosos
libros sobre estrategia en el ajedrez.

139
6. El Marshall
Seis meses antes de que comenzara el campeonato de Columbus, fui un día con
James, Spiegel y otros alumnos al Club de Ajedrez Marshall, que ocupa dos plantas de
un viejo y bonito palacete en la arbolada calle de Greenwich Village. El club, que para
muchos jugadores es el más prestigioso de todo EE.UU., fue fundado en 1915 por Frank
Marshall, un campeón de ajedrez de la época. Además los mejores jugadores americanos
de ajedrez han pertenecido al Marshall. Se trata de un sitio grandioso, especialmente para
los jóvenes ajedrecistas: sus techos son altos, tiene enormes chimeneas y tableros
relucientes de madera pulida. De sus paredes cuelgan multitud de fotografías en blanco y
negro de ajedrecistas legendarios que juegan una partida y otras de tono sepia que
recogen algunos momentos de las cenas de gala que se celebraban en el club en los años
treinta.
Al llegar a Nueva York, Spiegel, después de trasladarse de Duke a Columbia, pasaba
la mayor parte de su tiempo en el Marshall, jugando campeonatos de fin de semana e
impregnándose de su atmósfera. En la actualidad, el club Marshall permite que algunos
alumnos del colegio 318 se hagan miembros gratuitamente, y Spiegel acude con un
pequeño grupo aproximadamente una vez al mes para jugar en sus salas. Se trata de una
experiencia diferente a la que están acostumbrados sus alumnos. Los campeonatos
escolares que se celebran los fines de semana en Nueva York son bastante caóticos;
asisten cientos de jugadores, los padres de los chicos chillan y hay mucho alboroto;
algunas madres llevan comida para que sus hijos coman mientras juegan. Las partidas
duran solo una hora y los jugadores del Colegio 318 suelen ganar o quedar en una buena
posición. Sin embargo, cuando los alumnos acuden al Marshall, casi siempre juegan
partidas de 4 horas con contrincantes que tienen puntuaciones más altas que las suyas. Se
trata de una situación intimidante para ellos, pero Spiegel les recuerda que la forma más
eficaz de mejorar en el ajedrez es jugando con rivales mejores, aunque literalmente les
machaquen.
Un día de otoño observé a James mientras jugaba en el Marshall contra Yuri
Lapshun, un ucraniano que contaba con el título de maestro internacional y que es uno
de los treinta o cuarenta mejores jugadores de EE.UU. En 2000 y 2001, Lapshun fue
campeón del club Marshall y, por tanto, su nombre aparece dos veces en un relieve
tallado en bronce encima de la gran placa que recuerda a todos los campeones del club
desde 1917. Las partidas de ajedrez, especialmente en Marshall, con frecuencia hacen
posible algunos emparejamientos singulares o extraños: por ejemplo, una antipática
chica gótica puede jugar contra un genio de las matemáticas barbudo y con gafas de
pasta. Pero la partida entre Black y Lapshun fue una de las más raras. Lapshun, que tenía
casi cuarenta años, no solo triplicaba la edad de James; era casi 40 kilos más pesado.

140
Durante la mayor parte de las cuatro horas que duró la partida, Lapshun fruncía el
ceño frente al tablero, se recostaba en su silla, se acariciaba su ancho y soviético bigote o
dejaba reposar sus carnosos brazos sobre su henchido vientre. Por su parte, James se
inclinaba hacia adelante, mantenía la barbilla apoyada en sus manos y parecía que iba a
desaparecer dentro de sus grandes vaqueros grises. De vez en cuando miraba a la sala
para enseguida volver su vista al tablero, parpadeando con sus largas y negras pestañas.
James estuvo mucho tiempo sentado y a veces durante la partida no podía reprimir
levantarse, dar un paseo alrededor de la mesa o mirar cómo se jugaba en otras partidas,
generando preocupación en sus profesores y entrenadores. En un momento de su
enfrentamiento con Lapshun, subió al segundo piso, donde estábamos Spiegel y yo. Ella
le gritó para que volviera a bajar inmediatamente, e incluso llegó a amenazarle con
llamar a su padre si no se quedaba sentado durante todo el tiempo que durara el juego.
Lapshun consiguió ese día una puntuación de 2.546 y James, de 2.068. A James todo
le sobrepasó, excepto de algún modo el propio tablero. Muy rápido, en el sexto
movimiento, James sorprendió a Lapshun con algunas tácticas inteligentes, y, en el
movimiento treinta, estaba claro para algunos observadores y maestros que James estaba
ganando. Había formado una fila cerrada de defensa en mitad del tablero, y cortaba todos
y cada uno de los movimientos de Lapshun, dejándole en una incómoda situación en la
que le era imposible moverse, ya que en casi todos los movimientos perdía una pieza o
una posición de ventaja. Así, en el movimiento 59, Lapshun se dio por vencido.
Tras la partida, James repasó su juego con Spiegel y con el propio Lapshun que
amablemente accedió a analizar con ellos el enfrentamiento, añadiendo algunas
observaciones confusas y fatalistas que, de alguna forma, sonaban más oscuras debido a
su destacado acento ruso. «Sin esperanza», decía a veces señalando al tablero. Y
entonces, unos pocos movimientos después, con un movimiento fúnebre de su cabeza,
dijo: «Aquí yo estaba acabado». James mostró cómo, movimiento tras movimiento,
había bloqueado todas las posibilidades de Lapshun, que buscaba escapar de sus
trampas. Spiegel estaba en verdad impresionada. No solo había vencido a un maestro
internacional: había jugado mucho mejor que él desde el principio hasta el final. Era, me
dijo, «un ajedrez extremadamente profundo».
Con la victoria sobre Lapshun y algunas otras grandes partidas, la puntuación de
James subió y sobrepasó los 2.150. Su meta a corto plazo era alcanzar los 2.200, que es
una de las puntuaciones decisivas para los jugadores de ajedrez. Cuando se logra, la
Federación Americana de Ajedrez otorga el título de maestro nacional. Justus lo había
conseguido en septiembre, un mes antes de que James venciera a Lapshun. De hecho, era
el afroamericano más joven en convertirse en maestro. Podría predecirse que James, que
tenía cinco meses menos que Justus, alcanzaría con facilidad ese récord y se convertiría
en el maestro negro más joven. Pero por aquel entonces la puntuación de James parecía

141
haber alcanzado su tope; de hecho, bajó a casi 2.100 en enero y se mantuvo por debajo
de los 2.100 durante un par de meses. En el momento de ir al campeonato de Columbus,
James había perdido su oportunidad de superar a Justus y su puntuación se había
quedado estancada en los 2.156.

142
7. Maestría
En Columbus, James no repasó sus partidas con Spiegel; lo hizo con Matan
Prilleltensky, un jugador muy competitivo de 23 años que procedía de Miami y que
durante ese año había ejercido como asistente del entrenador combinando ese trabajo con
un master en educación especial. El interés de Prilleltensky en la educación especial
nacía de su propia experiencia, ya que le diagnosticaron TADH cuando todavía era un
niño. Tanto en primaria como en secundaria, se había esforzado mucho, pero era incapaz
de concentrarse más allá de unos pocos minutos en clase o al hacer los deberes. Entonces
descubrió el ajedrez. Me confesó que había sido la primera vez que se había sentido
capaz de concentrarse en algo. El ajedrez, que requiere horas de paciente estudio y
dedicación, aparentaba ser la actividad menos indicada para una persona con un
desorden de atención, pero Prilleltensky me advirtió de que no era tan raro como parecía
a simple vista. «Muchas personas con problemas de atención desean tener experiencias
intensas y estimulaciones serias; quieren desarrollar una actividad de tipo omniabarcante
que les absorba completamente». Para Prilleltensky, de ese modo, el ajedrez fue el
antídoto perfecto para su TADH. Cuando se sentaba ante un tablero, todos sus síntomas
desaparecían.
Prilleltensky fue un buen jugador durante secundaria y llegó a alcanzar los 2.000
puntos al cumplir los 18 años. En la universidad siguió jugando y ganó uno o dos
campeonatos, pero no mejoró mucho. Eso explica que, cuando se licenció, en 2009, su
puntuación siguiera en torno a los 2.100. Deseaba mejorar, pero su nivel de ajedrez no
parecía subir. En ese momento, en enero de 2010, participó en un campeonato en
Palatka, Florida. Estaba a punto de ganar, pero echó todo a perder en una de las partidas
más importantes. Se deprimió por aquella derrota y, después, al analizar la partida con su
contrincante, un estudiante de secundaria, se percató de que este no había jugado
especialmente bien: Prilleltensky había perdido solo. Era una sensación horrible, me
comentó más tarde. Estaba ya cansado de ser un jugador de ajedrez mediocre.
De regreso a Miami, Prilleltensky leyó entrevistas con grandes maestros de ajedrez;
entre ellas, aparecía una realizada por email con Jonathan Rowson, el gran maestro
escocés que había escrito sobre el importante papel que desempeñan la emoción y la
psicología para lograr triunfar en el ajedrez. Era como si las opiniones de Rowson se
dirigieran concretamente a Prilleltensky; en ellas Rowson mencionaba también la teoría
de Angela Duckworth sobre la importancia de distinguir emoción y cognición. «Cuando
se trata de ambición», escribía Rowson, «es crucial diferenciar entre “querer” algo y
“elegirlo”»[130]. Decide que quieres ser campeón del mundo, explicaba, e
inexorablemente dejarás de hacer el arduo trabajo que requiere. No solo no lo
conseguirás, sino que tendrás la sensación frustrante de no alcanzar tu meta, con la

143
consiguiente decepción y arrepentimiento. Pero si, en su lugar, eliges ser campeón del
mundo (como Kasparov hizo de joven), te retratarás a ti mismo mediante tu
comportamiento y determinación. Todas tus acciones dirán: «Este es quien soy yo».
Prilleltensky encontró inspiración en estas palabras y a finales de enero de 2010 hizo
un tardío propósito de año nuevo: se propuso sobrepasar los 2.200 puntos[131]. Casi
todo ese año se dedicó a estudiar ajedrez; eliminó de su vida cualquier otra cosa (salvo la
relación con su novia): se olvidó de fiestas, de Facebook y de relaciones sociales
innecesarias. Solo horas y más horas centrado en el ajedrez. «Este es quien soy yo». Sus
esfuerzos tuvieron fruto: el 10 de octubre de 2010 alcanzó los 2.200 por primera vez.
Había logrado convertirse en maestro nacional.
Conocí a Prilleltensky poco después de que alcanzara su objetivo y lo que me
sorprendió al escucharle fue que se acordaba de aquellos meses de reclusión monástica
no solo con orgullo; recordaba también con placer el propio proceso de concentración.
Así que le pregunté: «¿Qué es lo que resulta tan divertido en un año de completa
inmersión en el ajedrez?». Según me contestó, era la sensación de ser productivo desde
un punto de vista intelectual. «La mayor parte de ese tiempo, no me sentía como si
estuviera afrontando un desafío o haciendo esfuerzos ímprobos, lo que puede en
concreto volver loco a cualquiera. Nunca me sentí así mientras estudiaba, jugaba o
enseñaba ajedrez».
Me sorprendió la palabra que empleó Prilleltensky: productivo. Spiegel eligió el
mismo término cuando describió, con cierta melancolía, lo que había dejado atrás al
cambiar sus noches obsesionadas con el ajedrez por la felicidad doméstica que le
aportaba su vida con Jonathan. «Echo de menos lo productiva que era antes».
Esto parecía un rompecabezas. Podía imaginar la fascinación que conlleva
convertirse en maestro del ajedrez, al igual que lo atractivo que es dominar cualquier
otro ámbito en el que uno no destaca: pintar al óleo, tocar jazz con una trompeta, saltar a
la pértiga, por ejemplo. También podía convencerme con facilidad de que el ajedrez es
realmente una actividad intelectualmente valiosa y desafiante, pero «productivo» no
sería el término que utilizaría para describirlo. Pensaba que, literalmente, lo que es
producir, los jugadores de ajedrez no producían nada. Todo esto me había venido a la
cabeza tras leer aquella entrevista a Rowson que había determinado que Prilleltensky se
propusiera alcanzar los 2.200 puntos. En un momento dado, el entrevistador le
preguntaba si se arrepentía de haber desperdiciado tanta energía y capacidad mental en
convertirse en gran maestro, «en lugar de emplearla en otra cosa que valiera más la pena,
como ser neurocirujano». Rowson reconocía que «la creencia de que el ajedrez es
básicamente algo improductivo se repite con una tenacidad que resulta perturbadora para
mí… En ocasiones pienso que los miles de horas que he empleado en el ajedrez, las
podía haber dedicado a otra cosa mejor, aunque muchas de ellas han servido también

144
para desarrollar mi personalidad».
Pero Rowson continuaba defendiéndose, y defendiendo al mismo tiempo a sus
compañeros de ajedrez, y lo hacía con argumentaciones estéticas: «El ajedrez es una
actividad creativa y bella, que permite experimentar un amplio conjunto de
características humanas únicas»[132]. Ese juego constituye «una celebración de la
libertad existencial, de lo afortunados que somos por la posibilidad de crearnos a
nosotros mismos mediante nuestras propias acciones. En la decisión de jugar al ajedrez,
celebramos la existencia de la libertad por encima de todo lo que puede resultar útil». A
ojos de Rowson, dos jugadores de ajedrez que se enfrentan en un tablero están de algún
modo creando una obra de arte colaborativa y, en la medida en que jueguen mejor, el
resultado final será más bello.
En su libro de 2008, Fueras de serie, Malcom Gladwell popularizó la teoría del
psicólogo sueco K. Anders Ericsson sobre las 10.000 horas: según este investigador, son
necesarias 10.000 horas de práctica deliberada para dominar realmente una habilidad o
adquirir una competencia, ya sea tocar el violín o aprender programación
informática[133]. En gran parte, la teoría de Ericsson se basaba en un estudio sobre el
ajedrez. Descubrió que, en realidad, no existen campeones innatos de ajedrez;
simplemente, uno no puede convertirse en gran maestro sin dedicar miles de horas a
jugar y estudiar. Los mejores jugadores, a su juicio, son aquellos que han comenzado a
practicar desde niños. De hecho, a lo largo de la historia del ajedrez, la edad con la que
un aspirante a campeón tiene que empezar a jugar ha descendido de forma
ininterrumpida. Durante el siglo XIX, era posible comenzar a jugar a los 17 años y, aun
así, convertirse en un gran maestro. Para los nacidos en el siglo XX, sin embargo, era
imposible optar al título de gran maestro si se empezaba a jugar a los 14 años. A finales
del siglo XX, según reveló Ericsson, los que se convertían en grandes maestros habían
comenzado a jugar generalmente a los 10 años y medio, aunque el típico gran maestro lo
había hecho antes, a los 7[134].
El estudio más famoso, aunque tristemente célebre, que demuestra lo importante que
es comenzar pronto para triunfar en el mundo del ajedrez, lo realizó Laszlo Polgar, un
psicólogo húngaro que, en los sesenta, publicó Bring up Genius!. En él argumentaba que
todos los padres podían convertir a sus hijos en prodigios intelectuales simplemente
mediante un trabajo intenso. Polgar estaba soltero y no tenía hijos, de forma que no
estaba en condiciones de verificar su propia teoría[135]. Pero esto cambió cuando
enamoró a Klara, una profesora de lengua extranjera húngara que vivía en Ucrania pero
que estaba decidida a trasladarse a Budapest tras leer las cartas que le enviaba Polgar, en
las que detallaba cómo juntos educarían a una familia de genios.
Y así lo hicieron, asombrosamente; Laszlo y Klara tuvieron tres hijas: Susan, Sofia y
Judit. Laszlo educó a todas ellas en casa, con un programa académico centrado casi

145
exclusivamente en el ajedrez, aunque las niñas también pudieron aprender muchos
idiomas, entre ellos, el esperanto. Todas sus hijas comenzaron a aprender ajedrez antes
de los 5 años y, desde muy pronto, jugaban cada día de 8 a 10 horas[136]. Susan, la
mayor, ganó su primer campeonato con cuatro años. A los 15, se había convertido en la
jugadora de ajedrez con mejor puntuación del mundo y en 1991, a los 21, fue la primera
mujer en lograr el título de gran maestro. Este éxito era una confirmación indudable de la
teoría de su padre, a saber, que el genio no nace, se hace. Susan, sin embargo, no era la
mejor jugadora de la familia. Este puesto lo ostentaba Judit, la más pequeña, que llegó a
ser maestra a los 15, pulverizando el récord de la persona más joven en ganar el título,
que hasta el momento poseía Bobby Fischer. Judit logró su puntuación más alta en 2005,
cuando era la mejor octava jugadora del mundo, con 2.735 puntos. Ahora está
considerada la mejor jugadora de ajedrez del planeta. Sofía, bastante buena también,
llegó hasta los 2.505 puntos y se convirtió en la sexta mejor del mundo, un logro
importantísimo para cualquiera, excepto para Polgar.
Si la historia de Polgar resulta sobrecogedora, la de Gata Kamsky es completamente
de locos. Kamsky, nacido en 1974 en la Unión Soviética, comenzó a estudiar ajedrez a
los 8 años bajo la supervisión de su padre, un boxeador de pocas luces llamado Rustam.
La madre de Gata los abandonó cuando él todavía era un crío. A los 12 años, Gata
ganaba a grandes maestros. En 1989, su padre y él emigraron a EE.UU. y se instalaron
en un apartamento en Brighton Beach; además, consiguieron un estipendio de 35.000
dólares anuales del presidente de Bear Stearns, que creía que Kamsky estaba llamado a
convertirse en campeón del mundo[137]. A los 16 años, Kamsky había logrado el título
de gran maestro; a los 17, era campeón de EE.UU. Además de por todos estos logros y
premios, Kamsky logró tanto o más reconocimiento por las draconianas condiciones de
su educación. Bajo la batuta de su padre, Kamsky practicaba y estudiaba ajedrez durante
14 horas al día en su apartamento; no fue nunca al colegio, nunca veía la televisión, no
hacía deporte y no tenía amigos. Su padre llegó a ser muy conocido en el mundo del
ajedrez debido a su temperamento violento: con frecuencia gritaba y reñía a Gata por sus
derrotas y por sus errores, arrojaba muebles y en una partida llegó presuntamente a
amenazar físicamente al contrincante de su hijo.
En 1996, cuando tenía 22 años, Gata dejó por completo el ajedrez. Se casó, obtuvo el
título de secundaria en un instituto de Brooklyn, estudió medicina durante un año y
después consiguió licenciarse en la facultad de derecho de Long Island, pero no fue
capaz de aprobar el examen que autorizaba para el ejercicio de la abogacía[138]. Su vida
parece una fábula con una moraleja: una práctica intensa y precoz y unos padres
agresivos pueden resultar contraproducentes. Después, en 2004, volvió a competir en el
ajedrez. Al principio participó en pequeños campeonatos celebrados en Marshall y,
después de unos años, ya había superado los resultados que alcanzó en la adolescencia.

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Incluso llegó a ganar de nuevo el título de EE.UU.; 19 años después de ganarlo por
primera vez, y lo volvió a ganar en 2011. Ahora está en la parte más alta de la
clasificación de los mejores jugadores de ajedrez de EE.UU. y es el décimo mejor del
mundo. La consecuencia de aquellas diez mil horas practicando –aunque, en su caso, al
practicar durante 14 horas durante la infancia, la cifra exacta serían más o menos 25 mil
horas– había sido tan fuerte y decisiva que lo construido no pudo ser destruido por una
interrupción de 8 años.

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8. Flujo
Cuando Spiegel y otros jugadores de ajedrez hablan sobre la infancia de tipos como
Kamsky y los Polgars, con frecuencia sienten emociones contrapuestas. Por un lado,
reconocen que una infancia centrada obsesivamente en una sola actividad es algo
desequilibrado o desquiciante. Pero, por otro, no pueden dejar de sentir un poco de
envidia: ¡si sus padres les hubieran obligado a jugar diez horas al día, ahora podían ser
los mejores! La primera vez que fui a clase de Spiegel, volvía de haber pasado una
semana en un campamento para jóvenes ajedrecistas de alto nivel, es decir, llevaba cinco
días analizando problemas y partidas con los mejores jugadores de 9 a 14 años de todo el
país. «Me sentía estúpida», me explicó. «Para mí resultaba doloroso estar allí con ellos
porque eran mucho más rápidos que yo. Tenía que pedirle a un niño de 9 años que me
explicara su juego». En un momento dado, me confesó que se escapó al baño para llorar.
Mientras escribía este capítulo, a veces jugaba alguna partida de ajedrez en la mesa
de café de mi oficina para ponerme en situación y, en ocasiones, mi hijo Ellington, que
tenía entonces dos años, se acercaba y trasteaba con las piezas. Cuando sucedía esto, me
permitía un descanso. Le enseñaba a mi hijo los nombres de las figuras y él se daba
cuenta de lo divertido que era tirarlas y colocarlas de forma bonita en el tablero. Sabía
que, lógicamente, el interés de mi hijo por el ajedrez no era ni más inusual ni tenía
mayor significado que el que demostraba por los clips de mi escritorio. Pero en un
momento dado me sorprendí pensando: conoce ya la diferencia entre torre y caballo y
solo tiene dos años. Quizá sea un niño prodigio. Si ahora le enseño cómo mover todas las
piezas y comienza a jugar una hora al día, entonces cuando tenga tres podría…
Aunque me tentó esa fantasía, me resistí. Me di cuenta de que, en realidad, no
deseaba que Ellington se convirtiera en un jugador prodigio. Pero, al intentar entender
por qué, me di cuenta de que no era fácil ni explicarlo ni justificarlo. Pensé que, si
Ellington dedica 4 horas al día (y mucho más 14) al ajedrez, se estaría perdiendo algo.
No estaba seguro, sin embargo, de no equivocarme. ¿Era mejor pasar la infancia o la
vida mostrando un poco de interés por muchas cosas (como me sucede a mí) o era mejor
centrarse solo en una? Muchas veces discutí con Spiegel sobre este tema, y he de admitir
que ella hacía una defensa convincente de los beneficios de dedicarse solo a una cosa
determinada, una defensa que, de hecho, me recordó mucho a la definición que Angela
Duckworth ofrece de coraje: autodisciplina combinada con una serie de actividades
centradas en un solo objetivo.
«Pienso que para los niños resulta liberador entender lo que supone estar apasionado
por algo», me explicó Spiegel un día en un campeonato. «Los niños pueden de ese modo
tener experiencias trascendentales que recordarán el resto de sus vidas. Creo que lo peor
que puede sucederte es que vuelvas tu mirada a la infancia y solo tengas el borroso

148
recuerdo de estar sentado en clase y aburrido, o de llegar a casa y estar toda la tarde
viendo la televisión. Al final, cuando los chicos de nuestro equipo echen la vista atrás,
recordarán los campeonatos, una gran partida o aquella vez que estuvieron con la
adrenalina a tope e intentaron enfrentarse a cosas que les resultaban difíciles».
Para un advenedizo puede resultar complicado comprender del todo el atractivo que
tiene dominar el juego del ajedrez. Cuando Spiegel intentaba explicármelo, se refería
casi siempre a los estudios de Mihaly Csikszentmihalyi, un psicólogo que colaboró con
Martin Selligman en los primeros momentos del desarrollo de la psicología positiva.
Csikszentmihalyi estudió lo que llamaba «experiencias óptimas»[139], esos estados
infrecuentes en la vida del hombre en los que una persona se siente libre de todas las
distracciones mundanas y con control sobre su destino, totalmente inmersa en el
momento. Csikszentmihalyi acuñó una palabra para referirse a esas ocasiones de intensa
concentración: flujo. Advirtió que la mayoría de los estados de flujo ocurren cuando «el
cuerpo o la mente de alguien es llevado hasta su límite mediante el esfuerzo voluntario
que se realiza para lograr algo difícil o valioso»[140]. En su primera investigación,
Csikszentmihalyi entrevistó a experimentados jugadores de ajedrez, a bailarines de
danza clásica y escaladores y se dio cuenta de que todos ellos describieron los estados de
flujo de forma parecida: como una sensación de intenso bienestar y control. Durante el
momento que se denomina pico, un jugador de ajedrez le dijo a Csikszentmihalyi: «La
concentración es como respirar, no se piensa nunca en ello. El techo podría derrumbarse
y, si te despistas, no te darías cuenta»[141]. Un estudio mostró que los cambios
fisiológicos que se producen en los jugadores de ajedrez durante un campeonato
resultaban similares a los experimentados por los atletas en competición: contracción de
los músculos, aumento de la presión sanguínea y del ritmo respiratorio a un nivel tres
veces más alto de lo normal[142].
Si no se es bueno en algo, sencillamente no se puede experimentar ese estado de
flujo. Por ejemplo, yo nunca conseguiré llegar a él en un tablero de ajedrez. Pero Justus
y James están en flujo todo el tiempo. Durante uno de nuestros encuentros, pregunté a
Spiegel si ella pensaba que sus alumnos sacrificaban demasiadas cosas para triunfar en el
ajedrez. Me miró como si estuviera loco. «Lo que falta en tu frase es añadir que jugar al
ajedrez es, digámoslo así, maravilloso», me contestó. «Hay gozo y alegría en ello. Es el
momento en el que eres más feliz, eres más tú mismo o te sientes mejor. Es fácil y
simple pensar en los costes de oportunidad, pero creo que Justus y James creen que no
hay otra cosa que puedan hacer mejor».

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9. Optimismo y pesimismo
Los psicólogos llevan mucho tiempo sospechando que se requiere algo más que
inteligencia para mostrar competencia en el ajedrez. Pero desde hace un siglo los
expertos están intentando determinar cuáles son las habilidades más importantes o
decisivas. ¿Es solo una cuestión de CI lo que separa a un gran campeón de ajedrez de un
segundón? Alfred Binet, un psicólogo francés que colaboró en la confección de los
primeros test de inteligencia, fue el primero en interesarse seriamente sobre este asunto.
En la última década del siglo XIX, la gente del mundo del ajedrez y fuera de él estaba
cautivada por una extraña modalidad, el ajedrez con los ojos vendados, en el que los
maestros jugaban a la vez frente a muchos contrincantes llevando una venda en sus ojos.
Binet intentó hallar la habilidad cognitiva que explicaba ese talento tan inusual. Su
hipótesis era que los maestros poseían memoria fotográfica. A su juicio, tenían la
capacidad de representar con precisión la situación inicial del tablero y mantenerla
fijamente en su mente. Comenzó a entrevistar a jugadores que practicaban esta
modalidad de ajedrez y descubrió que estaba completamente equivocado. La memoria de
los jugadores no era particularmente buena. En su lugar, lo que recordaban eran
patrones, vectores e incluso modos, es decir, lo que Binet describió como «un mundo
estimulante de sensaciones, imágenes, movimientos, pasiones y un panorama siempre
cambiante de estados de conciencia»[143].
Casi cincuenta años más tarde, en 1946, un psicólogo danés llamado Adriaan de
Groot rescató la investigación de Binet y empezó a verificar las habilidades y
capacidades mentales de un grupo de maestros del ajedrez. Los resultados a los que llegó
contradecían otras de las suposiciones aceptadas tradicionalmente sobre el talento en el
ajedrez. Siempre se había pensado que uno de los elementos esenciales para dominar el
ajedrez era la capacidad de calcular rápidamente y que los mejores jugadores eran los
que, en cada uno de los movimientos, consideraban mayor número de alternativas que
los novatos. Sin embargo, de Groot se dio cuenta de que un jugador modelo, con una
puntuación de 2.500, mentalmente tenía en cuenta el mismo número de movimientos que
un jugador con 2.000 puntos[144]. La ventaja que poseían los mejores jugadores era que
los movimientos que simulaban mentalmente eran los que después en verdad resultaban
ser correctos. La experiencia les había proporcionado el instinto para saber de forma
intuitiva cuál era el mejor movimiento posible; nunca consideraban las opciones con
menos probabilidades de éxito.
Pero si los jugadores de ajedrez no tienen una mejor memoria visual ni son capaces
de analizar más rápidamente todas las alternativas, ¿qué es lo que les diferencia de los
novatos? La respuesta a esta cuestión podría estar más relacionada con la capacidad para
realizar una tarea mental concreta que depende más de la fortaleza psicológica que de

150
una habilidad de tipo cognitivo: me refiero a la llamada falsabilidad.
A comienzos del siglo XX, un filósofo austríaco, Karl Popper, sostuvo que la
naturaleza específica del saber científico hacía imposible verificar la verdad de las
teorías científicas; el único modo de analizar su validez era mediante el error, por medio
de un proceso que denominó falsabilidad. Esta idea también se aplicó en el ámbito de las
ciencias cognitivas, sobre todo a partir de la observación de que la mayoría de las
personas, en verdad, muestran poca capacidad para comprobar la falsabilidad de sus
ideas no solo en el campo científico, sino también en su vida cotidiana. Cuando se
examina la validez de una teoría, sea grande o pequeña, los individuos no buscan
instintivamente evidencias que la contradigan; por el contrario, van en busca de datos
que la confirmen. Esa tendencia se conoce con el nombre de «prejuicio de confirmación»
y la habilidad para superarla es un elemento decisivo para lograr el éxito en el ajedrez.
En 1960, un psicólogo inglés (y, cuando ocurrió la historia que voy a contar, también
un entusiasta del ajedrez), llamado Peter Cathcart Wason, realizó un curioso ensayo para
demostrar que el hombre tiene la tendencia natural a confirmar, más que a falsar, sus
ideas. Seleccionó a un conjunto de personas y se les dio una serie de tres números que
seguía un patrón y que solo conocía el investigador. El objetivo de esas personas era
averiguar cuál era la pauta en la que se basaba la serie numérica. Para conseguirlo,
podían proponer ellos otra serie y preguntar al investigador si la que ellos indicaban
también seguía la misma pauta.
La serie de tres números que les ofrecía era bastante simple:

2-4-6

Pruébelo usted mismo e intente responder a la pregunta. En una primera impresión,


¿cuál es la pauta o el patrón que siguen esos números? ¿Qué otra serie propondría para
confirmar su hipótesis?
Si usted es como la mayoría de la gente, el primer instinto es seguir la serie con otros
números ascendentes que sumen dos. De ese modo, continuaría así:

8-10-12

Al preguntar, el investigador señalaría que esa cadena es correcta, es decir, que sigue
la misma pauta. Con ello aumentaría sin duda su confianza. Tal vez con el fin de
confirmar su propia inteligencia, utilizaría otra baza más y preguntaría al investigador
sobre una nueva serie, como, por ejemplo:

20-22-24

151
Esa también sigue el patrón, le diría. Otro subidón de dopamina. Y orgullosamente
ofrecería una respuesta al enigma: la pauta consiste en sumar dos al número anoterior.
Pero el investigador le diría que no. Porque la pauta en concreto es, en realidad,
cualquier número ascendente. Así 8-10-12 siguen el patrón, pero también 1-2-3. Y 4-23-
512. La única manera de hallar la solución es proponer series de número que tengan
como objetivo mostrar que la mejor de nuestras hipótesis es incorrecta. Y esto es lo que
todos nosotros, por nuestra propia constitución, intentamos evitar.
A lo mejor usted no se hubiera equivocado y habría mostrado mayor cuidado, pero
en ese caso pertenece a una minoría. En el estudio de Wason, solo uno de cada cinco
participantes fue capaz de adivinar el patrón correcto[145]. Y la razón es que todos
nosotros somos muy poco hábiles en ciertos juegos debido precisamente al prejuicio de
confirmación: nos sentimos mejor encontrando evidencias que confirmen la verdad de
nuestras creencias que buscando hechos que las falseen. ¿Por qué ir buscando la
decepción?
Pero resulta que esa parcialidad confirmadora constituye el gran problema que tienen
los jugadores de ajedrez. Sobre la base de la teoría de Watson, dos investigadores de la
universidad de Dublín, Michelle Cowley y Ruth Byrne, entrevistaron a dos grupos
diferentes de jugadores de ajedrez, todos participantes en la liga irlandesa. Uno de ellos
estaba formado por principiantes pero con cierta experiencia, que tenían una puntuación
cercana a los 1.500; el otro, por expertos con unas puntuaciones que oscilaban entre
2.000 y 2.500. Ponían a los jugadores en mitad de una partida y les preguntaban qué
movimiento sería el siguiente que harían. Además grababan todo el proceso de decisión:
los movimientos que tenían en cuenta, lo que creían acerca de cómo sus oponentes
responderían a sus decisiones, es decir, justamente el proceso que todos los mejores
jugadores de ajedrez realizan cuando juegan. Después Cowley y Byrne procesaban las
respuesta con Fritz, un programa de ajedrez, para determinar el grado de exactitud del
análisis de cada jugador[146].
Los jugadores más experimentados, de una forma que no debería causar sorpresa,
analizaban sus posiciones con mayor exactitud que los principiantes. Lo sorprendente era
cómo eran mejores. En una palabra, eran más pesimistas. Cuando los principiantes
llegaban a un movimiento que les parecía bueno, tendían a quedar cautivados por la
parcialidad confirmadora, veían solo cómo ganar e ignoraban los posibles engaños[147].
Los expertos, por el contrario, consideraban con mayor frecuencia las malas opciones de
cada movimiento. De ese modo, falsaban sus hipótesis y evitaban trampas mortales.
Cuando pregunté a Spiegel por el estudio de la Universidad de Dublín, se mostró de
acuerdo en que era bueno para un jugador de ajedrez realizar predicciones pesimistas
sobre los resultados de sus movimientos. Pero, cuando se traslada esa habilidad en el

152
ajedrez al ámbito de la persona en su conjunto, me dijo, era mejor ser optimista. Es como
hablar en público, comentó. Si no tienes un poco de seguridad al coger el micrófono,
tienes un problema. El ajedrez es intrínsecamente doloroso, me decía. «No importa las
competencias que poseas», añadió, «nunca dejas de cometer estupideces o errores por los
que te matarías». Así, en parte, ser bueno en el ajedrez depende de la confianza que
tengas en tu propio poder para ganar.
Pude observar este fenómeno en acción un día en el que visitaba el club Marshall con
Spiegel y sus alumnos. Por la mañana, antes de que Yuri Lapshun perdiera contra James
Black, el primero había jugado con otro alumno de la 318, Shawn Swindell, un pequeño
chaval afroamericano de octavo curso, que llevaba pendiente, y que en ese momento
tenía una puntuación de 1.950. Cuando Shawn se dio cuenta de que tenía que enfrentarse
con un jugador con 500 puntos más que él, se sintió ya vencido. Le tocó jugar con las
blancas, y eso le dio la pequeña ventaja de mover primero, aunque, más tarde, me
confesó que en ese momento lo primero que pensó fue: «¡Qué faena, me han tocado las
blancas». James Black, por el contrario, comenzó su partida con Lapshun completamente
convencido de que sería capaz de ganarle, un convencimiento que podía parecer ridículo
y temerario, pero que resultó ser totalmente cierto.

153
10. Domingo
Cada jugador en Columbus disputaba siete partidas –dos el viernes, tres el sábado y
las dos finales el domingo–. El domingo por la mañana, la mayoría de los alumnos del
colegio 318 no había salido ni un momento del centro de convenciones desde que
comenzó el campeonato. Únicamente paseaban interminablemente por allí dentro, del
comedor al salón de baile donde se jugaba, de sus habitaciones a la del equipo. Pero
ninguno parecía haber perdido la frescura. En el marcador, el equipo estaba
cómodamente a la cabeza en la categoría K-8 y también, aunque de un modo menos
destacado, en la de K-9. James Black había ganado las primeras cinco partidas y
comenzó a jugar la sexta el domingo por la mañana. A las puertas de la ronda final, iban
a ser claramente los ganadores por equipos y James era uno de los cinco jugadores
empatados que se disputaban el primer puesto en la individual. Si ganaba la última
partida, podía aspirar a alzarse con el trofeo individual, algo que nunca había conseguido
un miembro del colegio 318 en ninguno de los campeonatos juveniles que había
disputado hasta el momento.
El equipo que participaba en la categoría K-9 tenía ese domingo una mala mañana.
Justus perdió increíblemente, y de los cuatro jugadores que contaban con posibilidades
de ser los mejores del equipo, dos perdieron, otro se retiró y solo uno de ellos ganó.
Todavía eran los primeros antes de empezar la ronda final, pero estaban perdiendo su
ventaja. Esa situación le hizo a Spiegel recordar el disgusto que se llevó el año anterior,
cuando el equipo del K-9 contaba con medio punto de ventaja al empezar la séptima y
última ronda y después terminó perdiendo: cada uno de los seis miembros del equipo
perdió su última partida y el colegio 318 pasó del primer lugar al tercero. «Esa
estrepitosa caída», escribió Spiegel en su blog, «fue horrible».
Este año el comienzo de la ronda final estaba fijada para las 14.00 y a las 13.40
James estaba sentado sobre la mesa de Prilleltensky comentando su estrategia. A James
le tocaba jugar en el primer tablero, lo que implicaba que se encontraba en la fila primera
del salón, separado de los demás y por encima de los cientos o más jugadores que se
congregaban allí. Jugaba con las negras contra Brian Li, un estudiante de octavo curso de
un suburbio de Washington D.C. y presentía que Li iba a disputar la partida final al
ataque. Su conversación con Pillestelnsky era de índole técnica y la mayor parte de lo
que dijeron se me escapaba: ¿debería jugar James d5 o e5 en su tercer movimiento?
¿Qué pieza debería atacar d6? Pero estaba claro que lo que en verdad James esperaba de
Prilleltensky era que estimulara su confianza, la tranquilidad de que estaba convencido
de que James sabría cuál era la mejor apertura o, incluso algo más, de que sabía lo que
hacía en general.
Un par de minutos antes de las 14 horas, los dos comenzaron a caminar por el salón.

154
James llevaba una sudadera negra con capucha y vaqueros y parecía intranquilo. «James,
recuerda: calma, concentración y confianza, ¿vale?». James se puso su capucha y levantó
la vista al techo. «Estoy nervioso», dijo en voz baja.
«¿Estás nervioso?», dijo Prilleltensky. Se agachó cerca de James, como si fuera un
entrenador de boxeo en una noche de combate. «¿Sabes de verdad quién está nervioso
ahora mismo? Brian Li. ¿Por qué? Porque Brian Li con toda probabilidad hace veinte
minutos fue a ver con quién le había tocado y se dio cuenta de que iba a jugar su última
partida con James Black. Puedo decirte, James, que no hay pareja en todo este torneo, o
quizá en toda su vida, que le asuste tanto como tú. ¿Te das cuenta?».
James sonrió. Isaac Bayarev, compañero de James, se volvió hacia él: «Eh, James,
dijo, si ganas, creeré que tienes…». Prilleltensky le cortó: «Por favor, Isaac». No quería
que James pensara solo en quedar primero ni en el trofeo ni el resultado: solo quería que
se concentrara en el ajedrez. Se dirigió a él: «James, solo tienes que hacer una cosa.
Jugar despacio. Tómate todo el tiempo que haga falta, confía en ti mismo. Puedes
hacerlo, ¿no?».
Y en verdad James pudo hacerlo. Él y Brian Li jugaron en total durante tres horas y
diez minutos. En un momento dado, James pensó que tendría que contentarse con el
empate, pero en el vigésimo séptimo movimiento volvió a controlar la situación. Al
final, en el cuadragésimo octavo movimiento, su caballo abatió un alfil importante y
Brian, que veía ya inevitable la derrota, se rindió. James volvió corriendo donde sus
compañeros, que le inundaron de abrazos y palmadas. Había ganado el campeonato
individual y su victoria significaba que el equipo había asegurado también el trofeo en la
categoría K-8. En la de K-9, faltaba ganar la última partida. James cogió el teléfono para
llamar a su padre.
Spiegel se emocionó con la victoria de James, pero para ella el momento más
emocionante de todo el torneo fue cuando Danny Feng, un alto y taciturno estudiante de
octavo curso, con el pelo largo y lacio, volvió a Union B para anunciar que también
había ganado, lo que sumaba seis victorias en la séptima ronda del campeonato. No era
tanto el resultado conseguido: era el modo en el que había jugado Danny. Había sido su
profesora desde que comenzó a jugar en sexto curso, cuando solo era un principiante que
apenas sabía cómo se movían las piezas. Ella casi literalmente le había enseñado todo lo
que sabía.
Danny se subió a la mesa para celebrar su victoria; con su juego trituró a su
contrincante. Es cierto que había cometido un error garrafal en la apertura, pues había
perdido un peón nada más empezar, el típico error de principiante, pero se había ido
reponiendo y defendiendo lentamente hasta que, al final, tomó una ligera ventaja –tenía
una torre y un peón y su oponente, solo una torre–. Era una posición difícil para lograr la
victoria, la típica situación que concluye en tablas. Pero Danny ganó, movimiento a

155
movimiento, adelantando poco a poco su peón hasta el otro lado del tablero, y consiguió
cambiarlo por una reina. Normalmente cuando Danny analizaba sus partidas con un
profesor o entrenador, movía sus piezas de forma suave, pero esta vez las movía de
golpe y fuertemente, como hacían también Shawn y James, mostrándose claramente
orgulloso de sí mismo. Spiegel no pudo evitarlo: se trataba de un final de partida que ella
le había enseñado y, cuando vio que ejecutaba todos los movimientos finales a la
perfección, comenzó a llorar.
Los estudiantes que asistían a la partida no podían creerlo. Después, en el ascensor
de su hotel, Warren Zhang le preguntó a Prilleltensky si era verdad que Spiegel había
llorado con la partida de Danny. «Claro», le contestó Prilleltensky. «Fue una partida muy
bonita»[148].

156
11. El test
Al mes siguiente, el colegio 318 consiguió una hazaña mayor: James, Justus, Isaac y
Danny estuvieron a punto de ganar los campeonatos nacionales últimos cursos de
secundaria, a pesar de que ninguno de ellos estaba todavía en ese nivel académico.
Vencieron a equipos de algunos de los mejores colegios del país, como el Bronx
Science, el Styuvesant de Nueva York, el Whtiney Ypung de Chicago o el Lakeside (el
alma mater de Bill Gates) de Seattle, antes de perder en la última ronda contra el equipo
del Colegio Hunter.
A pesar de sus rotundas victorias en Columbus, James Black sumó solo 11 puntos,
pasando de los 2.149 a los 2.160, con lo que todavía le faltaban 40 para convertirse en
gran maestro. El resto de la primavera su puntuación se mantuvo inestable, acercándose
en un momento a los 2.200, pero bajando más tarde. Finalmente, el 17 de julio en el
Club Marshall, James venció a Michael Finneran, un chico de 18 años procedente de
Connecticut, y su puntuación alcanzó los 2.205 puntos. Se había convertido en maestro
nacional. A comienzos de septiembre, celebró una fiesta a la sombra de los árboles de
Fulton Park, en el centro de Bedford Styuvesant. Los invitados se sentaron en sillas de
madera y James fue agasajado con una tarta coronada con una foto comestible de azúcar
glaseado en la que aparecía frente a un tablero. Maurice Ashley, el primer y hasta ese
momento único gran maestro afroamericano, estaba entre los asistentes a la fiesta e
invitó a James, a Justus y a Joshya Colas, un jugador de veinte años de White Plans,
Nueva York, a inscribirse como miembros de una organización que se había fundado
recientemente, el Club de los Jóvenes Maestros Negros de Ajedrez. Exactamente un año
después de que Justus se convirtiera en el primer maestro de ajedrez afroamericano
menor de quince años, ahora había tres de trece años, algo que era un motivo de orgullo
no solo para sus familias, sino también para los jugadores de ajedrez negros y para los
fans de todo el país.
Spiegel tomó la palabra en la celebración y dijo que, aunque estaba orgullosa por lo
que había logrado James, lo que más le llenaba de orgullo era la decisión y
determinación que había mostrado. Contó su propia historia, los años que había pasado
jugando al ajedrez y cómo con frecuencia se había quedado a las puertas de lograr los
2.200 puntos y que una y otra vez descendía en sus puntuaciones. «Imaginad lo
frustrante que puede ser», dijo a los allí reunidos, «y entonces a esa frustración añadió el
hecho de que está todo el mundo observándote, preguntando cómo lo haces y esperando
que no consigas tu objetivo»[149].
«Durante más de un año», continuó Spiegel, «James estudió, practicó algunas
tácticas, jugó y analizó muchísimas partidas, examinó sus propios errores y sus faltas, y
no se rindió. En el último año, participó en 65 campeonatos y en 301 partidas

157
cualificadas. Jugó en torneos hasta las 11 de la noche y después se levantaba cada
mañana temprano para estudiar 30 minutos de tácticas antes de ir al colegio. Ha
trabajado muy duro, con mucha paciencia durante mucho tiempo. Esto es lo que más
valoro de James».
En primavera, justo después del campeonato del torneo superior junior, Spiegel se
había propuesto un nuevo objetivo. El siguiente mes de octubre, cientos de estudiantes
de octavo curso de Nueva York se presentarían al conocido Specialized High School
Admissions Test. Quienes lo aprobaran serían admitidos para estudiar en un prestigioso
centro privado de secundaria, como el Stuyvesant, el Brooklyn Tech o Bronz Science.
Spiegel decidió preparar personalmente a James para el examen. John Galvin, el
subdirector, pensaba que ella se había propuesto algo imposible y que no había forma de
que un estudiante que se encontraba claramente por debajo de la media en las pruebas
nacionales pudiera aprobar el Specialized High School Admissions Test. Pero Spiegel
había sido testigo de cómo James absorbía literalmente conocimientos de ajedrez, de una
forma admirablemente rápida, y tenía también fe en su propia capacidad docente. Como
me indicó ella misma en un email en el mes de abril: «Tengo seis meses por delante; si
muestra interés y trabaja, a un chico inteligente le puedo enseñar cualquier cosa, ¿no es
verdad?».
A mediados de julio, sin embargo, Spiegel me dijo que estaba empezando a
desanimarse. Estaba trabajando arduamente con James de cara al examen, y él se estaba
aplicando, incluso en los días más calurosos del verano, pero la desalentaba todo lo que
el chico no sabía. No sabía localizar Asia o África en un mapa. No podía nombrar un
solo país europeo. Cuando preparaban la prueba de comprensión lectora, no sabía el
significado de palabras como «infante» o «comunal» o «benéfico». En septiembre,
estuvieron trabajando después de las clases y durante los fines de semana pasaban
muchas horas juntos, pero estaba comenzando a desesperarse e intentando mantener
motivado el ánimo de James mientras el suyo se venía abajo. Cuando James se sentía
abatido y decía que no tenía capacidad para las analogías o la trigonometría, ella le
replicaba animadamente que esas materias eran como el ajedrez: unos pocos años antes,
no sabía jugar y con preparación especializada y trabajo duro consiguió dominar el
juego. «Le dije: vamos a tener un entrenamiento especializado en esto también, y así
serás bueno en ello», me contó. «Se puso contento, como si me dijera, vale, no hay
problema, pero yo no le supe transmitir lo difícil que en verdad es».
James fue para mí, y sospecho que también para Spiegel, algo así como un difícil
rompecabezas. Era un joven que poseía claramente una aguda inteligencia. Sea cual sea
el significado de inteligencia, no se puede vencer a un gran maestro ucraniano sin contar
con mucha. Parecía ser un caso digno de estudio por su capacidad de determinación: si
tenía un objetivo claro que le apasionaba, trabajaba duro y sin descanso para alcanzarlo

158
realmente. Nunca he conocido a un joven de 20 años que trabajara tan intensamente en
nada. Y sin embargo, de acuerdo con los criterios estandarizados que miden el éxito
académico, se encontraba por debajo de la media y destinado como mucho a un futuro
mediocre. Cuando se compara la perspectiva de James con la de Mush o con la de otros
adolescentes de Roseland, sin embargo parece una asombrosa historia de éxito. Pero es
posible ver en James también una historia menos inspiradora, un relato sobre un
potencial que no ha sido explotado. Cuando Spiegel me informó sobre sus fracasos
durante la preparación del examen, parecía a veces sorprendida por la poca cantidad de
información, que no tuviera que ver con el ajedrez, que había aprendido James hasta ese
momento de su vida. «Me enfado en su nombre», me dijo. «Conoce las fracciones
básicas, pero no tiene ni idea de geometría, ni sabe cómo se resuelven las ecuaciones.
Tiene el mismo nivel académico que yo tenía en segundo o tercero. Creo que debería
haber aprendido muchas más cosas».
El Specialized High School Admissions Test, tal y como está diseñado, es difícil de
estudiar. Como el SAT, refleja el conocimiento y las habilidades que un estudiante ha
acumulado a lo largo de los años, muchas de las cuales se aprenden inconscientemente
en la infancia gracias al entorno familiar o cultural. Pero ¿qué habría sucedido si James
hubiera comenzado a prepararse para ese examen en tercero, en lugar de empezar a
hacerlo en séptimo? ¿Y si hubiera dedicado la misma energía y recibido la misma ayuda
a la hora de aprender matemáticas o cualquier otra materia que la que recibió
aprendiendo ajedrez? ¿Y si hubiera aprendido todas las materias de la mano de
profesores tan creativos e implicados como Spiegel y Prilleltensky? No tengo duda de
que habría superado el Specialized High School Admissions Test, igual que fue capaz de
ganar los campeonatos nacionales de ajedrez.
Es cierto que no tiene mucho sentido hablar sobre James en pasado; a fin de cuentas,
tiene ahora doce años. Finalmente no consiguió ser admitido en Stuyvesant, pero aún
tiene cuatro años de secundaria por delante (cuatro años durante los cuales, sin lugar a
dudas, aplastará a cualquier jugador de ajedrez del equipo de Stuyvesant). No fue posible
convertirlo en un estudiante de élite en solo seis meses, como pretendía Spiegel. Pero
¿será posible en cuatro? Para un estudiante que posee esos talentos y dones prodigiosos,
todo es posible, siempre que tenga cerca un profesor que pueda hacer el éxito escolar tan
atractivo y fascinante como el éxito en el ajedrez.

159
IV. CÓMO TENER ÉXITO

1. La paradoja educativa
Durante la mayor parte del siglo XX Estados Unidos ha estado a la cabeza en cuanto
a la calidad de la enseñanza y la mayoría de jóvenes que ha pasado por su sistema lo ha
hecho con éxito. Desde mediados de la década de los noventa, la tasa de graduados en la
universidad estadounidense ha sido la más alta del mundo, dos veces superior a la tasa
media del resto de países desarrollados[150]. Pero la situación educativa mundial está
ahora cambiando rápidamente. Muchos países, tanto desarrollados como en vías de
desarrollo, están actualmente en medio de un boom de número de graduados
universitarios sin precedentes. Solo en la última década aproximadamente Estados
Unidos ha pasado del primer puesto al veinte en cuanto al porcentaje de población, de
veinticinco a cuarenta años, con estudios universitarios, por detrás de una variada lista de
competidores que incluye al Reino Unido, Australia, Polonia, Noruega y Corea del
Sur[151].
No es que la tasa global de alumnos que hayan terminado la universidad en Estados
Unidos se haya reducido –aunque es cierto que ha ido creciendo muy lentamente–, sino
que las tasas de otras naciones han aumentado con mucha más rapidez[152]. En 1976, el
24% de los estadounidenses de treinta años había obtenido un título universitario, pero
treinta años más tarde, en 2006, el número había aumentado solo al 28%[153]. Esas
cifras aparentemente similares esconden detrás una creciente división de clases. Entre
1990 y 2000 el porcentaje de estudiantes ricos, con al menos un padre también
universitario que se graduó en la Universidad, aumentó del 61% al 68%. Mientras tanto,
de acuerdo con otro estudio, la tasa entre los más desfavorecidos –los estudiantes en el
percentil más bajo en cuanto a ingresos, cuyos padres no eran graduados universitarios–
cayó del 11,1% al 9,5%[154]. En esta era de creciente desigualdad, esa tendencia no
debería sorprendernos: es solo un indicador más sobre la cada vez mayor divergencia de
las clases sociales en Estados Unidos. Pero vale la pena recordar que, durante la mayor
parte del siglo pasado, las cosas fueron muy diferentes.
Como los economistas de Harvard Claudia Goldin y Lawrence Katz relatan en su
famoso libro de 2008 La carrera entre Educación y Tecnología, la historia de la
educación superior en Estados Unidos en el siglo XX fue esencialmente la historia de su
democratización. Solo el 5% de los varones norteamericanos nacidos en el año 1900 se
graduó en la universidad, y eran una élite en todos los sentidos: ricos, blancos y muy

160
bien relacionados. Pero, entre aproximadamente 1925 y 1945, el porcentaje de
americanos varones que se graduaron en la universidad se duplicó, pasando del 5% al
10%, para después volver a duplicarse entre aproximadamente 1945 y 1965, en parte
gracias a la ley que facilitó el acceso a la universidad también para los miles de soldados
que regresaron a Estados Unidos[155]. Para las mujeres estadounidenses, la tasa de
graduadas universitarias era bastante modesta hasta principios de 1960, pero, en parte
por esto, las tasas de crecimiento fueron muy superiores a los aumentos observados en
los hombres. Como resultado, los campus universitarios estadounidenses recibieron
menos gente de la élite y se diversificaron. Los hijos de los trabajadores se encontraron
sentados en las aulas y los laboratorios junto a los hijos de los dueños de las empresas e
industrias en las que trabajaban. Durante esos años, «la movilidad ascendente en lo que
respecta a la educación ha caracterizado a la sociedad estadounidense»[156], escribieron
Goldin y Katz. «Cada generación de estadounidenses alcanzó un nivel de educación que
superó con creces a la de la anterior»[157]. Pero ahora este progreso se ha detenido, o
por lo menos parece haberse parado, y el sistema de educación superior de la nación ha
dejado de ser el instrumento de dinamización social para la igualdad que fue durante
gran parte del siglo XX.
Hasta hace poco, la política educativa dedicada a estudiar los problemas de la
educación superior en Estados Unidos se ha centrado sobre todo en el acceso a la
universidad: cómo aumentar el número de jóvenes, y especialmente de jóvenes
desfavorecidos, que puedan inscribirse en la universidad[158]. Pero en los últimos años
ha quedado claro que Estados Unidos no tiene tanto un problema de limitaciones y
desigualdades en el acceso a la universidad, sino que el problema tiene que ver con la
finalización de los estudios universitarios. Entre los treinta y cuatro miembros de la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo, la OCDE, Estados Unidos sigue
ocupando un muy respetable octavo puesto en cuanto a acceso a la universidad[159].
Pero, en relación a la finalización de los estudios universitarios en cuanto al porcentaje
de estudiantes de primer año que acaba finalizando sus estudios, Estados Unidos ocupa
el penúltimo lugar, solo por delante de Italia[160]. No hace mucho tiempo, lideraba en la
producción de graduados universitarios, pero ahora es el líder mundial en abandono
universitario.
Lo más desconcertante de este fenómeno es que ha tenido lugar al mismo tiempo que
se dispara el valor de la educación universitaria. Alguien con una licenciatura pueden
llegar a ganar hoy un 83% más que otra persona con solo el título de secundaria del
colegio[161]. Esta diferencia salarial, como la llaman los economistas, se encuentra entre
las más altas del mundo desarrollado[162], y ha aumentado considerablemente desde
1980[163], cuando los universitarios ganaban solo el 40% más que los que acababan
secundaria[164]. Como Goldin y Katz dicen, un joven estadounidense que hoy no

161
consigue graduarse en la universidad «ha dejado tirado en la calle una gran cantidad de
dinero»[165].
Así que estamos ante una paradoja enigmática: ¿por qué están abandonando tantos
estudiantes la universidad ahora que se ha vuelto tan valioso ese título y, además, en el
resto del mundo los jóvenes se están graduando con tasas tan elevadas?

162
2. La línea de meta
La mejor respuesta a esta pregunta hasta ahora se ha dado en un libro de 2009
titulado Cruzar la meta, una colaboración entre dos ex-rectores de universidades, ambos
economistas: William G. Bowen, rector de la Universidad de Princeton de 1972 a 1988,
y Michael S. McPherson, rector durante una década de Macalester College, en
Minnesota. Gracias a sus cargos, Bowen y McPherson –junto con un tercer coautor, un
investigador llamado Mateo Chingos– fueron capaces de convencer a sesenta y ocho
universidades públicas para recibir información detallada de los datos académicos de
cerca de doscientos mil estudiantes[166]. En estos datos encontraron algunos hechos
sorprendentes acerca de qué estudiantes completaban con éxito la universidad, quiénes
abandonaban y por qué.
En algunos sectores, el fenómeno del abandono universitario se ha explicado como
un problema de ambición excesiva y poco realismo por parte de muchos estudiantes,
especialmente de los de pocos recursos. El autor conservador Charles Murray argumentó
en su libro de 2008, La educación real, que la verdadera crisis de la educación superior
en Estados Unidos no era que muy pocos jóvenes estadounidenses estuvieran recibiendo
una educación universitaria, sino que la recibían demasiados. Debido a nuestra tendencia
natural hacia el «romanticismo educativo», escribió Murray, animamos a que vayan a la
universidad quienes sencillamente no son los suficientemente inteligentes para
hacerlo[167]. Departamentos de orientación o los de servicios de admisiones, se
perdieron en «una niebla de ilusiones y eufemismos, con un igualitarismo bien
intencionado»[168] que anima a estudiantes de bajo coeficiente intelectual, o a
estudiantes con pocos recursos económicos, a matricularse en sitios demasiado
exigentes, de forma que, cuando descubren que no poseen la inteligencia necesaria para
estar allí, abandonan. Murray, coautor de The Bell Curve (La curva normal), es quizá la
persona más conocida del país por su determinismo educativo, y su tesis en La
educación real es la expresión más pura de su hipótesis sobre el conocimiento: lo que
importa para el éxito es el coeficiente intelectual, que se fija a edades muy tempranas. La
educación, por tanto, no tiene tanto que ver con ofrecer herramientas a todos, sino, más
bien, en distribuir y diferenciar a las personas, llevando a aquellos con más CI al
desarrollo de su potencial.
Por otra parte, cuando Bowen, McPherson y Chingos revisaron los datos se
encontraron con que los estudiantes de bajos ingresos, en general, no estaban
precisamente idealizando su potencial al elegir en qué universidades estudiar. De hecho,
muchos de ellos estaban matriculados en instituciones muy por debajo de lo que su GPA
–los resultados de la prueba estandarizada para los estudiantes americanos– se merecía.
Este fenómeno, que los autores denominan infravaloración, no se daba con tanta

163
intensidad entre los estudiantes de las clases más acomodadas; se trataba de un problema
que afectaba casi exclusivamente a los adolescentes desfavorecidos. En Carolina del
Norte, el estado en el que los investigadores fueron capaces de reunir los datos de forma
más completa, solo tres de cada cuatro estudiantes, con altos ingresos y con los
resultados necesarios para ser admitidos en una de las universidades más selectivas
terminaron en una de ellas. Para estos estudiantes, el sistema funcionó. Pero de los
estudiantes que tenían esas mismas credenciales académicas, pero que no tenían padres
que hubieran asistido a la universidad, tan solo un tercio de ellos optó por ir a una
universidad exigente[169]. Y la elección de una universidad menos difícil no aumentó
sus posibilidades de graduarse, más bien tuvo el efecto opuesto. La infravaloración,
según dedujeron estos autores, era casi siempre un gran error.
Pero la información que obtuvieron sobre la infravaloración, por importante que
fuera, no era el descubrimiento más sorprendente o significativo. Los autores también
encontraron que, el factor de predicción más preciso para saber si un estudiante
alcanzaría el éxito no eran las puntuaciones en el SAT o en el ACT, las dos pruebas de
admisión para la universidad[170]. De hecho, excepto en las universidades públicas más
selectivas, las puntuaciones de ACT dicen muy poco acerca de si un estudiante se
graduará en la universidad. El mejor predictor sobre la posibilidad de finalizar bien los
estudios universitarios es el indicador GPA obtenido en la enseñanza secundaria.
Para las personas que intervienen en el proceso de admisión de la universidad este
descubrimiento supuso una especie de shock porque suponía en esencia rechazar uno de
los principios fundacionales de la meritocracia americana de finales del siglo XX. En La
gran prueba, un relato de Nicholas Lemann sobre el proceso de estandarización de las
pruebas relativas al acceso a la universidad, se explica que el SAT se inventó en los años
inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial por culpa del creciente
escepticismo sobre la capacidad de los candidatos que mostraban sus notas de
secundaria[171]. ¿Cómo se podía comparar en un proceso de admisión a un estudiante
con un nivel 6,5 de una escuela de secundaria de los suburbios de California con un
estudiante de 6,5 procedente de un colegio en una zona rural de Pensilvania, o con una
escuela urbana del sur del Bronx? El SAT se diseñó para corregir este problema y, así,
proporcionar una herramienta objetiva que midiera en forma de un único número
indiscutible la capacidad de un estudiante. Pero, en las universidades que Bowen,
Chingos y McPherson examinaron, las notas del colegio en secundaria resultaron ser
excelentes indicadores para predecir el rendimiento académico de los estudiantes en la
universidad, sin importar el lugar en el que habían estudiado[172]. Era cierto que un
estudiante con un promedio de 6,5 procedente de un colegio prestigioso tenía más
probabilidades de graduarse en la universidad que un estudiante con la misma nota de un
colegio de baja calidad, pero la diferencia era sorprendentemente modesta. Como dicen

164
los autores, «la gran proporción de estudiantes con muy buenas calificaciones durante la
secundaria, en colegios no especialmente exigentes, se graduaron sin problema en la
universidad»[173].
Cuando Angela Duckworth, la gurú del auto-control de la Universidad de
Pennsylvania, analizó el GPA, el indicador estandarizado obtenido en los colegios de
secundaria, se encontró con que las puntuaciones de esta prueba podían ser adelantadas
mejor por los resultados obtenidos en las pruebas de auto-control que por los test de
inteligencia[174]. Los hallazgos de Duckworth, junto con los descubrimientos mostrados
en Crossing the Finish Line, nos llevan a obtener una conclusión bastante contundente:
si un estudiante es capaz de graduarse en una universidad americana aceptable, esto no
tiene casi nunca mucho que ver con lo inteligente que sea. Tiene que ver, en cambio, con
la misma lista de fortalezas de carácter que producen altas calificaciones en la enseñanza
media y secundaria. En opinión de Bowen, Chingos y McPherson, «las notas de
secundaria revelan mucho más que el dominio de unos contenidos. En ellas se muestran
cualidades como la motivación y la perseverancia, así como la presencia de buenos
hábitos de estudio y destrezas como la gestión del tiempo, que nos dicen mucho más
sobre las posibilidad de que un estudiante finalice sus estudios universitarios»[175].
Es posible, por supuesto, que, una vez que un estudiante llega a la adolescencia, los
hábitos y destrezas ya no sean tan maleables. Y llegados a ese punto puede ser que, si los
tiene, resulte más fácil su graduación futura y, si no los tiene, sea más difícil. Pero
consideremos la habilidad de Elizabeth Spiegel para reconstruir las estrategias de sus
jugadores de ajedrez. Piense en la manera en que Lanita Reed ayudó a Keitha Jones a
cambiar toda su visión sobre la vida –esencialmente ayudándola a reconfigurar su
personalidad– a la ya avanzada edad de diecisiete años. En cada caso, un maestro o
mentor encontró la manera de ayudar a un estudiante a lograr una rápida transformación
utilizando lo que James Heckman llamaría habilidades no cognitivas y David Levin
denominaría fortalezas de carácter. ¿Y si pudiéramos conseguir esto en la gran mayoría
de los adolescentes no solo para ayudarles a alcanzar el dominio del ajedrez o para
persuadirlos de que dejen de pelearse, sino para ayudarles precisamente a desarrollar
estas habilidades mentales y estas fortalezas de carácter que necesitarán para terminar
graduándose en la universidad?

165
3. Uno de cada treinta
Jeff Nelson, el director general de OneGoal, no da la apariencia de ser una persona
revolucionaria la primera vez que lo ves. Tiene un rostro despejado, de corte limpio y es
educado. Tiene un flequillo de pelo que hace que se parezca un poco a Tintín. Lleva
camisas abotonadas y su agenda es tan ordenada como esos mismos botones: una vez
hablé con él por teléfono en relación a una serie de asuntos y después me mandó por
email todo el plan previsto punto por punto sobre nuestra llamada, incluyendo tres
objetivos y unas conclusiones. Parece estar más a gusto cuando está rodeado de las
herramientas típicas del reformador educativo moderno –presentaciones de PowerPoint,
programas de gestión, planes estratégicos…– y, sin embargo, su visión de la reforma
educativa es profundamente poco ortodoxa: desafiar la hipótesis cognitiva.
Nelson creció en Wilmette, un barrio dormitorio de blancos que es parte del cómodo
enclave suburbano del norte de Chicago, donde John Hughes montó el Home Alone y
The Breakfast Club. Es como un pueblo de mayoría demócrata. Un refugio seguro para
las causas progresistas y nociones como justicia social, a pesar de que estas ideas a
menudo se expresan de una manera abstracta, distante, a través de donaciones a
Amnistía Internacional o con peticiones de apoyo a los refugiados de Darfur. Pero desde
muy pronto Nelson se sintió atraído por un tema mucho más doméstico: los desafíos a
los que se enfrentan los niños que crecen en la metrópoli a quince millas al sur de allí.
En octavo grado Nelson leyó el libro de Alex Kotlowitz, There Are no Children Here, la
desgarradora historia de dos niños afroamericanos que viven en el Henry Horner Homes,
un proyecto de viviendas colmena en el deprimente y peligroso West Side de
Chicago[176]. El libro, me dijo Nelson, «desmoronó un poco mi visión del mundo. Se
despertó algo en mí».
Nelson asistió al colegio New Trier Township High School, que es una leyenda en el
área de Chicago por su exuberante campus y por sus instalaciones de lujo, todo ello
asentado sobre los impuestos sobre la propiedad de las lujosas casas de Wilmette y los
pueblos de sus alrededores. El periodista Jonathan Kozol, en su libro de 1991, Savage
Inequalities, eligió New Trier como el prototipo de colegio de secundaria de élite. Sus
clases de baile, de esgrima o de latín ponen de manifiesto la «sobrecapacidad de
oportunidades»[177] por contraste con Du Sable, un colegio del South Side, donde sus
estudiantes solo conocen «la negación de oportunidades»[178]. Nelson leyó el libro de
Kozol en su clase de sociología de primer año en la Universidad de Michigan. No solo
aumentó la sensación de urgencia que ya sentía, sino que afianzó su creciente
determinación de encontrar una forma de revertir los patrones que Kozol describía en su
libro, para llevar, aunque sea en alguna pequeña medida, alguna de las oportunidades de
las que disfrutan los estudiantes de New Trier a otros colegios como Du Sable.

166
Después de graduarse, Nelson se unió a Teach for America y enseñó en sexto curso
en un colegio público de la zona más pobre del South Side llamado O’Keeff, a un
kilómetro y medio de Du Sable. Fue un profesor con talento para el aula porque ayudó a
sus alumnos a levantar las asignaturas de lectura y matemáticas en un promedio de dos
años. Pronto recibió el reconocimiento de «mejor profesor» de Teach for America en la
región de Chicago. Era además el entrenador del equipo de fútbol del colegio y ayudó a
empezar un consejo de estudiantes. Se convirtió en alguien tan cercano para tantos
estudiantes que podía visitarlos en sus casas y tratar a sus padres.
Desde el primer día que puso sus pies en O’Keeff, Nelson habló de la universidad
con todos sus alumnos. Todos eran afroamericanos de familias de bajos ingresos, y
pocos de ellos tenían padres que fueran graduados universitarios. Pero eso no le importó,
porque Nelson les prometió que, si trabajaban duro, podrían ir a la universidad y
graduarse. Entonces, una mañana de abril de 2006, Nelson tomó el Chicago Tribune y
encontró un artículo en primera plana basado en un informe elaborado por el Consorcio
de Investigación de los Colegios de Chicago, que ponía en entredicho la promesa que él
había hecho a sus estudiantes[179]. Según el Consorcio, solo ocho de cada cien
estudiantes que empezaban secundaria en los colegios públicos de Chicago terminaban
la universidad en cuatro años[180]. Para los niños afroamericanos, las probabilidades
eran todavía peores: menos de uno de cada treinta estudiantes de primer año de
secundaria, varones de raza negra residentes en la ciudad, llegaría a graduarse en una
universidad[181]. Y él tenía veinticinco así. Para Nelson estos números fueron
profundamente inquietantes: incluso aunque fuera capaz de crear el aula más eficiente de
toda la ciudad, eso no bastaría para ayudar a sus alumnos a superar todos los terribles
obstáculos.
La experiencia de Nelson en O’Keeff le convenció de dos cosas. La primera es que
se iba a pasar el resto de su vida trabajando en el campo de la reforma educativa. Y la
segunda, que, a pesar de su éxito en la tarima de las clases, no estaba destinado a ser
profesor. Mientras se preparaba para salir de O’Keeff, la oficina de Teach for America le
ofreció un trabajo como director ejecutivo de la organización para toda el área de
Chicago, un trabajo de gran responsabilidad para alguien que tenía solo veinticuatro años
de edad. Hubiera parecido su trabajo ideal, pero en el último minuto, por razones que él
mismo no acertaba a saber, y mucho menos a poner en palabras, lo rechazó. Fue una
decisión difícil. Decir no a Teach for America «me frustró más que cualquier otra cosa»,
me dijo. «Estaba cerca de haber encontrado el camino correcto para desempeñar una
labor influyente, pero por alguna razón no terminaba de verme en ese papel». La historia
del Tribune le había ayudado a convencerse de que había una pieza que faltaba en el
panorama de la reforma educativa. Algo así como un programa, un sistema o quizá una
herramienta que podría ayudar a todos los niños como a los que él enseñó en O’Keeff no

167
solo a llegar a la universidad, sino también a terminar sus estudios. «Quería
desesperadamente encontrar una organización, o iniciar una, que redujera la brecha que
había entre la de secundaria y la universidad», me confesó. «Cada uno de nosotros en
Teach for America estaba trabajando duro y quería obtener resultados en las aulas, pero,
si nuestros hijos no van a graduarse en la universidad, ¿a quién le importa este
infierno?».
Dejar Teach for America supuso para Nelson una cierta crisis espiritual, un período
de profunda agitación interna que duró casi seis meses. Siempre había sido una persona
muy ocupada, un adicto al trabajo, incluso en el colegio, y de repente ya no sentía esa
urgencia ni esa responsabilidad social. No hacía nada excepto pensar en su vida, hacia
dónde iba y el significado que tenía todo aquello. De vez en cuando, durante ese período,
recibió llamadas de algunos de los padres de los estudiantes a los que había tratado el
año anterior en O’Keeff. Los padres le contaban que estaban desapareciendo los éxitos
que había logrado con sus chicos el año anterior. Angustiados, pedían a Nelson que
hiciese lo que pudiera para que sus hijos se pusieran de nuevo en marcha. Uno de ellos
incluso rompió a llorar por teléfono. Nelson no sabía bien qué decir. Ni sabía cómo
podía ayudar.
Fue entonces cuando Nelson comenzó a rezar de forma regular, en busca de
respuestas, sintiendo cierto alivio en su depresión. Empezó también con el ritual de
visitar algún lugar de culto diferente cada día. Un día era ir a una misa católica, al día
siguiente iba a un templo Bahai. Comenzó una terapia. Empezó a escribir páginas y más
páginas de poesía. Fue un período extraño y a la vez intenso para Nelson, y cuando se
refiere ahora a él parece como si todavía no estuviera muy seguro de qué hizo entonces.
Pero de lo que está seguro es que estaba buscando, como él dice, cuál era su vocación.
Estaba tratando de encontrar su verdadera misión.

168
4. La llamada
En enero de 2007 Nelson recibió una llamada de Eddie Lou, un joven de Chicago
dedicado al emprendimiento que pocos años antes había montado una organización sin
ánimo de lucro con dos amigos. Uno de ellos, Matt King, había sido profesor en un
colegio de educación secundaria llamado Dunbar, en la zona sur. Su organización, que
habían llamado Fundación Urban Students Empowered, gestionaba y apoyaba un
programa escolar entre un puñado de estudiantes de últimos cursos de Dunbar. Era una
especie de campo de entrenamiento para la preparación universitaria: King impartía
tutoría a los estudiantes para que pudieran incrementar sus medias y mejorar sus
calificaciones de cara a la ACT, los orientaba sobre en qué universidades matricularse,
los acompañaba también en las gestiones económicas y hablaba con ellos acerca de
cómo sobrevivir en la universidad. La primera clase de King tenía solo siete estudiantes
que finalmente se habían graduado y habían pasado al primer año de la universidad.
Había también una segunda clase de otros siete alumnos mayores. Aunque el programa
era pequeño, estaba ya produciendo resultados impresionantes. Los estudiantes habían
elevado sus calificaciones en la ACT, de una media en torno al quince y dieciocho,
moviéndose en términos nacionales desde aproximadamente el percentil quince al treinta
y cinco. Sus medias mejoraron también y todos los estudiantes que estuvieron en el
programa lograron ingresar en la universidad.
Lou era un emprendedor de raza que había estado involucrado en varios proyectos de
tecnología puntera y que ahora quería ampliar el programa más allá de una sola clase.
Pero por aquel entonces King consiguió un trabajo como vice-director de una escuela
autónoma local y decidió que no podía seguir colaborando con el programa. Así que
Lou, King y su tercer socio, una estudiante de doctorado de Northwestern llamada Dawn
Pankonien, fueron en busca de un nuevo director ejecutivo. Buscaban a alguien que no
solo pudiera continuar el programa, sino también convertirlo en algo más ambicioso.
Entrevistaron a más de veinte candidatos, pero ninguno de ellos parecía tener el perfil
adecuado. Estaban a punto de rendirse y liquidar la organización por completo cuando, a
través de un amigo común de Teach for America, dieron con Jeff Nelson. Ese invierno
Nelson estaba finalmente empezando a sentir como si estuviera saliendo de su larga
travesía por el desierto, y, cuando Lou lo llamó, parecía ser el momento perfecto. El
consejo de administración –los tres fundadores además de un par de socios financieros–
le ofrecieron el puesto de director ejecutivo y él lo aceptó rápidamente. Después me dijo
que había tomado esa decisión «sin hacer las cosas con la debida diligencia» porque
antes de su primer día de trabajo debía haberse enterado de que la organización no tenía
empleados, ni oficinas, ni había un plan de negocios, y tan solo tenían seis mil dólares en
el banco, es decir, solo lo suficiente como para cubrir los gastos de funcionamiento de

169
unos diez días. Al final de aquel primer día Nelson cayó en la cuenta de que había
renunciado a un trabajo en la organización para la reforma educativa más importante y
prestigiosa del país para terminar en una de las más pequeñas y menos consolidadas
empresas. Pero curiosamente se sentía en la dirección correcta.
Nelson dijo a la junta que necesitaba seis semanas para llegar a trazar un plan de
futuro para la organización. Reclutó para ellos a dos profesores de Teach for America,
que trabajaron con él como pasantes no remunerados durante sus vacaciones de verano.
Pankonien también se ofreció a trabajar sin sueldo durante algunos meses. Ella tenía una
habitación alquilada en la casa de un amigo y le permitía usar el apartamento entero
durante el día, mientras él estaba en el trabajo. Y así aquello pasó a ser la sede no oficial
de la organización durante el verano, con los cuatro sentados en los sofás del salón como
si fueran vendedores, usando sus propios teléfonos móviles y sus ordenadores portátiles.
El único activo real del que la empresa era propietaria era una impresora. Cinco años
más tarde la Fundación Urban Students Empowered cambió de nombre y pasó a llamarse
OneGoal, tenía quince personas en plantilla y un presupuesto anual de 1,7 millones de
dólares. Más de mil doscientos estudiantes de veinte colegios de secundaria de Chicago
estaban inscritos en sus cursos de tres años, algo parecido al modelo de programa inicial
de King, solo que ampliado y más intenso.
Nelson creía que los estudiantes de secundaria con un bajo rendimiento podían
llegar, de un modo relativamente rápido, a ser estudiantes universitarios de gran éxito.
Pero este cambio es casi imposible sin la ayuda de profesores altamente eficientes. Así
que Nelson y su equipo empezaron a recorrer la ciudad en busca de un ambicioso plan
para reclutar a los profesores de enseñanza secundaria más motivados. Muchos salieron
de colegios buenos pero muchos más, de los colegios de los típicos barrios pobres de
Chicago (Fenger es uno de esos colegios). El acuerdo que OneGoal tiene firmado con los
colegios públicos de Chicago permite a la organización trabajar directamente con los
profesores que les ayudan en la dirección de los programas propios de OneGoal. Los
docentes siguen siendo empleados a tiempo completo del sistema de enseñanza pública,
si bien reciben pluses que mejoran sus salarios por el trabajo extra que hacen. Una vez
que un profesor se asocia a OneGoal, se encarga de seleccionar una clase de veinticinco
estudiantes, no de entre los chicos de mejores notas ni de entre aquellos que claramente
irán a la universidad, sino de aquellos que llamaríamos estudiantes de bajo rendimiento
pero que muestren al menos una pequeña chispa de ambición. Entonces, una vez
seleccionados, el profesor se queda con esa misma clase durante tres años. Para los años
que llaman junior y senior, OneGoal establece un programa de todo un curso académico
a tiempo completo, con un plan de estudios diseñado por Nelson y su equipo. La clase se
reúne generalmente una vez al día hasta que finaliza el último año de secundaria.
Cuando los estudiantes han entrado en la universidad y son alumnos de primer curso, el

170
profesor mantiene un estrecho contacto con ellos, bien por teléfono, bien por correo
electrónico o Facebook. Así responde a sus preguntas, mantiene contacto online de
forma regular y presta su apoyo y asesoramiento al estudiante.
Hay tres elementos principales en el plan de estudios de OneGoal. El primero y más
sencillo es una unidad intensiva de preparación para la prueba ACT que se realiza en el
tercer curso de secundaria. Esto está pensado para ofrecer a los estudiantes no solo los
conocimientos necesarios para sacar adelante los contenidos del examen, sino que ofrece
además estrategias esenciales para mejorar sus puntuaciones y pasar del nivel de terrible
al no está mal. Durante esta etapa los profesores de OneGoal igualan con regularidad los
resultados que obtuvo Matt King, ayudando a sus estudiantes a mejorar en unos tres
puntos la prueba ACT al final del último curso, y consiguiendo pasar aproximadamente
desde el percentil cincuenta al percentil treinta y cinco.
El segundo elemento es lo que Jeff Nelson llama «hoja de ruta a la universidad».
Cuando Nelson estaba organizando el posible plan de estudios aquel primer verano, a
menudo pensaba en el modelo de New Trier: una oficina de orientación universitaria
para colegios, que emplea a ocho personas a jornada completa, y que empieza a trabajar
en la planificación de la universidad con los estudiantes y sus padres desde comienzo del
segundo curso de secundaria. «Es una máquina», me dijo Nelson sonriendo. «Te ofrecen
un camino muy claro y muy bien estructurado para que a partir de la mitad de secundaria
empieces a andar hasta poner tu pie en un campus universitario». Al mismo tiempo
reconocía que no podía trasplantar al lado sur de la ciudad toda aquella maquinaria de
preparación de New Trier. «Pero había piezas que estaba utilizando New Trier», me dijo
Nelson, «que podrían aplicarse y que podrían conseguir una gran mejora». Así, los
estudiantes de OneGoal obtendrían ayuda no solo con sus matrículas, sino con todo lo
relacionado con la admisión en la universidad: la elección de colleges mejor
posicionados por notas, la decisión acerca de si matricularse en sitios cercanos a su casa
o más alejados, la forma de presentar solicitudes atractivas o la búsqueda de becas.
Pero aun así, dijo Nelson, «era obvio para nosotros que esta hoja de ruta no era
suficiente. Podíamos dar a nuestros estudiantes ideas claras acerca de cómo llegar a la
universidad, pero necesitábamos además enseñarles a tener éxito una vez que estuvieran
allí. Teníamos que enseñar a los alumnos a ser personas altamente eficientes». Para esta
tercera parte de la ecuación, Nelson se dejó guiar por las investigaciones llevadas a cabo
por el Consorcio para la Investigación en la Educación Escolar de Chicago, y en
particular por el trabajo de una analista llamada Melissa Roderick. En un artículo de
2006, Roderick identificaba como un componente determinante del éxito en la
universidad «las habilidades académicas no cognitivas», incluyendo entre ellas «las
técnicas de estudio, los hábitos de trabajo, la gestión correcta del tiempo, la búsqueda de
ayuda, el comportamiento y las habilidades para la resolución de problemas de

171
convivencia y académicos»[182]. Roderick, que había tomado prestado el término de
habilidades no cognitivas de la obra de James Heckman, escribió que estas habilidades
estaban cada vez más deterioradas no solo en los colegios de secundaria de Estados
Unidos, sino también en las facultades y escuelas universitarias. Ella sugirió que el
objetivo principal debía ser formar a los estudiantes para la universidad, como si fuera su
lugar de trabajo, y que «el pensamiento crítico y las habilidades para la resolución de
problemas no se estaban teniendo suficientemente en cuenta» (esta era la época en la que
los economistas marxistas Bowles y Gintis estaban escribiendo acerca de la anti-
conciencia). De esta manera, la escuela secundaria estadounidense no estaba orientada a
ser el lugar donde los estudiantes pudieran aprender a pensar en profundidad, o donde se
desarrollase su motivación interior, o se les ayudase a perseverar cuando aparecían las
dificultades… habilidades todas ellas necesarias para terminar la universidad. En
cambio, eran un lugar en el que, principalmente, se premiaba a los estudiantes solo por
aparecer y permanecer despiertos.
Durante un tiempo, como escribió Roderick, esta fórmula funcionó bien. «Los
profesores de los colegios de secundaria pueden llegar a tener cargas de trabajo grandes
porque manejar a los alumnos no es sencillo y realmente la mayoría de los estudiantes
trabajan poco», relató Roderick. «La mayoría consigue con poco esfuerzo lo que ellos y
sus padres desean, es decir, el título de secundaria». Como ella escribió, «existe un
acuerdo no escrito entre alumnos y profesores que consiste en aguantar como sea en el
colegio, de forma que, si estás sentado en la silla y te comportas correctamente, serás
recompensado». Pero hubo un momento en el que el mundo cambió, y la escuela
secundaria estadounidense no lo hizo. A medida que aumentaba la diferencia salarial
entre los graduados universitarios y el resto, los estudiantes de secundaria empezaron a
expresar un deseo creciente por graduarse en la universidad: entre 1980 y 2002 el
porcentaje de estudiantes de secundaria estadounidenses, que decía querer estudiar al
menos una licenciatura, se duplicó, pasando del 40% al 80%[183]. Pero la mayoría de
esos estudiantes no disponían de las habilidades académicas para hacerlo –lo que Martin
Seligman había llamado las fortalezas de carácter– necesarias para sobrevivir en la
universidad. Además, la educación secundaria estadounidense de siempre no disponía de
mecanismos para ayudar a los estudiantes a adquirirlas. Esto es lo que Nelson estaba
tratando de cambiar, y por eso pensaba que este tercer elemento en la estrategia de
OneGoal debía ser un asunto trascendental para asegurar el éxito del programa.
Cuando empezó, Nelson sabía que no podía reconstruirse toda la escuela secundaria.
Pero también que quizá eso no fuera necesario. Al ayudar a los estudiantes a desarrollar
ciertas habilidades específicas, no propiamente académicas, pensaba que se podría ir
compensando a la vez, con relativa rapidez, el salto académico que supone pasar del
colegio a la universidad. Nelson, más por instinto que como fruto de alguna

172
investigación, identificó cinco habilidades que llamó los principios de liderazgo, y que
deseaba que los profesores de OneGoal destacaran: el ingenio, la resiliencia, la ambición,
la profesionalidad y la integridad. Esas palabras impregnan el programa y son todavía
más omnipresentes que las siete fortalezas de carácter de Seligman y Peterson en KIPP
Infinity. «Sabemos que la mayoría de nuestros chicos van a llegar a la universidad por
detrás de sus compañeros en términos académicos», me explicó una mañana. «Podemos
ayudarles a mejorar sus calificaciones en ACT de forma significativa, pero es poco
probable que consigamos ser capaces de cubrir toda la distancia que les separa, ni
siquiera con nuestro sistema K que permite a nuestros alumnos mejorar. Pero también
sabemos, y esto es lo que les decimos a nuestros estudiantes, que hay una forma de
minimizar su desventaja. Y la clave está en esas cinco habilidades de liderazgo».

173
5. La tecnología ACE
Durante cuatro décadas la Robert Taylor Homes amenazó el lado sur de la ciudad de
Chicago con el mayor proyecto de construcción de viviendas de la posguerra: veintiocho
edificios mastodónticos que se extienden a lo largo de casi dos kilómetros de largo en
una estrecha franja de tierra entre State Street y la Dan Ryan Expressway. Casi tan
pronto como concluyó la construcción de los edificios, en la década de los sesenta,
comenzaron a deteriorarse por falta de mantenimiento, y surgió la violencia y el caos. En
la década de los setenta y ochenta las casas de Robert Taylor eran consideradas, según la
Autoridad para la Vivienda de Chicago, como «la peor zona de tugurios de Estados
Unidos»[184]. En 1980, uno de cada nueve asesinatos en Chicago tuvo lugar en esos
noventa y dos acres[185]. En el punto álgido del proyecto, es decir, en su peor momento,
más de veinticinco mil personas vivían en aquellas casas. Por lo menos dos tercios eran
niños, y la gran mayoría vivían con sus madres solteras a cargo del servicio de
beneficencia. Las viviendas están ahora siendo demolidas, en un reciente intento de
renovación urbana de la ciudad de Chicago, pero todavía no se ha construido nada en su
lugar. Cuando hoy se conduce por State Street se aprecia un vacío desasosegante, y
donde una vez se alzaron varias torres existe ahora un campo de pasto y maleza rodeado
por viejas iglesias solitarias y unas pocas construcciones que lograron escapar de las
máquinas de demolición.
En el extremo sur de ese tramo de la nada, bajando por la Fifty-Fourth Street, hay un
pequeño conjunto de estructuras intactas: unas pocas casas, en su mayoría tapiadas, una
tienda de licores, una pizzería, una casa de empeños y el frontal de una iglesia baptista,
también cerrada ahora. Más allá, en una casa de dos pisos de ladrillo azul construidos
justo al norte de la vieja iglesia, hay, entre todas las cosas, una escuela: ACE Tech
Charter High School. Dada la desolación generalizada de los alrededores, es difícil
imaginar que pueda salir algo positivo de ese edificio. De hecho, ACE Tech no es
exactamente una escuela de alto rendimiento: en 2009, solo el 12% ciento de los
adolescentes de este colegio superaron los mínimos del examen estatal, y desde su
fundación en 2004 la escuela no ha conseguido jamás el grado de «progreso anual
adecuado», según la clasificación de referencia establecida en la ley federal No Child
Left Behind. Pero fue en ACE Tech, poco después de que Jeff Nelson asumiera su
dirección en 2007, donde OneGoal presentó sus nuevos métodos. Primero se organizó un
programa extraescolar, como el de Matt King, que ocupaba dos horas a la semana para
toda una clase de juniors y otra de seniors. Después, en 2009, Nelson implantó un
modelo a jornada completa de clases durante tres años, con el tipo de profesor estándar
de OneGoal. (Tal vez sea una coincidencia, pero ACE Tech está a solo unas pocas
manzanas de Du Sable High, la escuela que Jonathan Kozol ponía de ejemplo en Las

174
Salvajes Desigualdades para mostrar un contrapunto trágico al colegio New Trier de
Nelson).
Una persona pionera del programa OneGoal realizado en ACE Tech fue Michele
Stefl, una profesora de inglés de treinta y pocos años que había crecido en los suburbios
del suroeste de Chicago y que empezó a enseñar en ACE Tech en 2005. Fue uno de los
primeros personajes contratados por Nelson poco después de asumir el puesto de director
ejecutivo. Pude observar a los estudiantes de Stefl durante su último año, viendo cómo
los guiaba hasta llegar a ser admitidos en la universidad. Había, como es lógico, a lo
largo de todo ese período, bastantes momentos bajos: suspensos, embarazos no deseados,
rechazos de solicitudes… Sin embargo, en mitad de aquel desierto desolador que
rodeaba a todo el colegio ACE Tech, el aula de Stefl aparecía cada día como un oasis de
esperanzas y posibilidades.
Stefl no era una romántica educativa, era más bien sencilla y pragmática, dura con
las deficiencias que había en el colegio y consciente además de que su realidad estaba
bastante lejos de la de sus propios alumnos. Una mañana, cerca del final del primer
curso, habló con sus alumnos sobre los ensayos que habían preparado y que llegarían a
ser parte esencial del éxito de sus solicitudes de ingreso en la universidad. «Recordad
que estáis compitiendo», les dijo. «Estáis compitiendo contra personas que tienen
puntuaciones superiores en ACT. Estáis compitiendo con sujetos que, con toda claridad,
han recibido una educación mucho mejor que la vuestra. Estamos tratando de compensar
esa situación, pero el nivel todavía no está donde debería estar. Estamos de acuerdo en
que es una situación injusta, por desgracia». Con esto, sostenía que había que mejorar
mucho más el nivel de los ensayos de los alumnos. Pero el futuro pasaba por pensar qué
experiencias vitales habían llevado a los alumnos a ponerlos donde estaban.
Cuando seleccionaron estudiantes de la clase de Stefl para el programa OneGoal, en
la primavera de 2009, escogieron a estudiantes de segundo año. Stefl se había planteado
escoger a los de mayor puntuación o a los de familias más competentes. Pero al final
hizo justo lo contrario: durante el proceso de selección, si alguien declaraba que tenía
algún familiar cercano licenciado le diría delicadamente que el programa no estaba
destinado para él, sino para sus compañeros con menos recursos. Como resultado, uno de
los mayores retos de Stefl fue simplemente convencer a los seleccionados de que cada
uno de ellos tenía potencial para tener éxito en la vida, independientemente de las
contrariedades que hubiera en su barrio y, frecuentemente, en sus familias.
Cuando entraba en clase de Stefl me acordaba con frecuencia de la investigación de
la psicóloga Carol Dweck, de Stanford, sobre la capacidad de crecimiento de la mente.
Recapitulando brevemente: Dweck descubrió que los estudiantes que creían que la
inteligencia era maleable hacían mejor las cosas que aquellos que creían que la
inteligencia era un factor fijo. De hecho, un proyecto de David Levin en KIPP, en la

175
ciudad de New York, amplió la idea de Dweck: también el carácter es manejable.
Parecía que Stefl intentaba convencer a sus alumnos de que no solo su inteligencia y su
carácter eran maleables, sino también sus destinos. Que lo que hubiera sucedido en el
pasado no condicionaba sus resultados futuros. No predicaba un evangelio de autoestima
vacía o radical. El mensaje a sus alumnos era que podían crecer y mejorar hasta alcanzar
un nivel mucho más alto, pero que conseguirlo llevaría un montón de trabajo duro,
mucha perseverancia y bastante personalidad, o, como dicen en clase, habilidades de
liderazgo.
Cuando hablé con Angela Duckworth acerca del programa OneGoal me señaló algo
en lo que no había pensado hasta entonces: que el plan de estudios OneGoal en realidad
podría servir para dos propósitos. El primero, más a nivel práctico, para mejorar los
resultados del test ACT en unos cuantos puntos, lo que daría a los estudiantes acceso a
más universidades y de mayor calidad. Pero en segundo lugar, y quizá más importante,
ofrecer a los estudiantes la experiencia de haber mejorado resultados en una prueba que
mide claramente la inteligencia, lo cual sirve como un refuerzo inolvidable del mensaje
crecimiento-mente: puedes ser más inteligente. Puedes hacerlo mejor.
Algunos de los estudiantes de Stefl hicieron más suyo este mensaje que otros.
Incluso en el último año todavía muchos no parecían creerse que pudieran llegar a ir a la
universidad, y sus familias no siempre fueron los mejores aliados para subrayar el
mensaje de Stefl. A un adolescente admitido en la universidad de Purdue su madre la
convenció para ir a otra universidad simplemente para no tener que irse tan lejos de casa.
En el extremo opuesto del espectro –el extremo confiado, optimista– estaba Kewauna
Lerma.

176
6. Los resultados de los test
Como he dicho en la introducción a este libro, cuando conocí a Kewauna, a mitad de
su tercer año, me impresionó el cambio notable que había hecho en su vida. Había
pasado por una niñez problemática, con montones de experiencias adversas. Tras una
etapa de delincuencia especialmente difícil durante la secundaria, terminó bien los
estudios en el colegio y asumió la completa determinación de afrontar con éxito la
universidad y lo que viniera después. Durante los dos años que mantuvimos contacto, su
vida nunca fue fácil, las finanzas de su familia siempre fueron precarias. Su madre
recibía unos quinientos dólares al mes de la beneficencia por incapacidad, además de
vales para comida. Eran su única fuente de ingresos familiares. Pero de alguna manera
Kewauna parecía ser capaz de ignorar los problemas cotidianos de la vida impuestos por
la pobreza de la zona sur, para permanecer centrada en una visión mejor sobre el futuro.
«Nadie quiere a una chica tonta», me dijo en una de nuestras primeras conversaciones.
«Nadie quiere ser un fracaso de persona. Yo siempre quise ser una de esas mujeres de
negocios que andan por el centro con su maletín y con todo el mundo diciendo a su
alrededor: ¡Hola, señorita Lerma!». Para poner sus manos en ese maletín Kewauna sabía
que necesitaba por lo menos una licenciatura, y, pese a que nadie de su familia había
estado en la Universidad, ella estaba segura de que podría lograrlo.
Encarando su último año, Kewauna fue absorbida por el proceso de solicitar la
admisión a la Universidad. Comenzaba desde cero y no sabía casi nada. ¿Había
realmente una Universidad DePaul que era diferente de la Universidad DePauw? Al
principio del curso mantuvo una tendencia a exagerar un poco las cosas. En septiembre
me dijo que estaba planeando solicitar la admisión en veintitrés universidades,
incluyendo algunas altamente competitivas, como Duke o la Universidad de Chicago.
Cierto que en orden a algunos de los criterios de admisión Duke no era un objetivo
inalcanzable para Kewauna. En su primer año terminó con todo sobresalientes –hubo
algunos sobresalientes-bajos en sus notas finales, pero ni un solo notable– y además
matrícula de honor en Álgebra II, Literatura americana, Sociología y Biología. Pero
había un problema: no lo había hecho nada bien en el test ACT.
En la primera prueba práctica del test ACT (la de diagnóstico), Kewauna tenía un 11,
que es un resultado muy bajo: esto la colocó en el primer percentil a nivel nacional, por
detrás del 99% del resto de alumnos de secundaria. Para realizar el examen oficial
posterior, en abril, trabajó muy duro, estudiando muchas horas cada semana, con el
servicio online PrepMe que OneGoal había contratado. Cuando se examinó, se sintió
mucho mejor preparada por haber practicado antes la prueba. Sin embargo, resultó ser un
día frustrante para ella. Todavía había tantas cosas que no sabía que incluso en las partes
donde estaba más familiarizada con la materia no era capaz de responder a las preguntas

177
con la velocidad requerida. «Cuando salí de la prueba no podía más que llorar», me dijo.
«Le dije a la señorita Stefl que pensaba que no iba a entrar en la universidad de ninguna
forma. Estaba realmente enfadada conmigo misma». Cuando obtuvo los resultados,
pasados un mes o quizá algo más, había llegado al 15. Esto significaba que había
mejorado en unos impresionantes cuatro puntos desde la prueba de diagnóstico, pero
también significaba que seguía en la zona inferior a nivel nacional. La media de las
escuelas públicas de Chicago es de 17[186]. Y la normativa oficial establece que para
entrar en la universidad hace falta un 20. Los estudiantes seleccionados en Duke tienen
una puntuación generalmente por encima de 30 (la máxima puntuación posible es 36).
Charles Murray seguramente habría encontrado la ambición universitaria de
Kewauna demasiado angustiante. En su libro, Real Education, había argumentado que,
en su mundo ideal, solo el 20% de los estudiantes debería ir a la universidad si nos
atenemos a las pruebas de habilidad cognitiva, pero que solo el 10% debería ir
realmente[187]. Era una locura auténtica considerar que alguien con una puntuación en
la mitad hacia abajo de la tabla, o peor aún, como Kewauna, pudiera aspirar seriamente a
acometer estudios universitarios. «Mientras siga siendo tabú admitir que la universidad
es intelectualmente demasiado exigente para la mayoría de nuestros jóvenes, seguiremos
creando expectativas poco realistas para la próxima generación», había escrito Murray.
En su opinión, los estudiantes que ocupan la parte inferior de la tabla en las pruebas
cognitivas no deben ser aptos para la universidad por ley. Además, Murray decía que
estos estudiantes no son «lo suficientemente inteligentes como para ser alfabetizados
más allá de los rudimentos básicos»[188].
Jeff Nelson ve el test ACT de forma absolutamente diferente a como lo hace Charles
Murray. «Creo que el ACT es una muy buena medida de la eficiencia de la educación de
un estudiante», me dijo. «Pero no creo en absoluto que sea una buena medida para
conocer su nivel de inteligencia. La puntuación media alcanzada por nuestros estudiantes
está rondando el 14. Pero no creo de ninguna manera que el 90% de los alumnos sean
realmente más inteligentes que nuestros estudiantes. Lo que sí que creo es que el 90% de
la población recibe una mejor educación que la que han recibido nuestros estudiantes».
Para Nelson, la distinción es en cierto modo puramente semántica. Si se quiere, se
puede decir que el test ACT es un baremo del nivel de inteligencia. Pero,
independientemente de cómo se tome, haber obtenido una alta puntuación en la prueba
no es determinante para garantizar el éxito en la universidad y la finalización de los
estudios. Nelson basa esta creencia en la lectura de la obra de Melissa Roderick, y en el
libro Crossing the finish line. Además, la experiencia obtenida en la vida real con ex-
alumnos del programa OneGoal evidencia que, continuamente, hay estudiantes del
programa en universidades donde, con las puntuaciones del test ACT en la mano,
deberían haberse quedado fuera. Estos alumnos trabajan bien en la universidad y

178
consiguen superarla, cuando según los niveles que mostraban sus puntuaciones debería
haber sido imposible. «Las habilidades no cognitivas, como la resiliencia o la
determinación, son altamente predictivas del éxito que tendrán en la universidad»,
corrobora Nelson. «Y pueden ayudar a nuestros estudiantes a compensar algunas de las
desigualdades a las que se han enfrentado dentro del sistema educativo». Una estudiante
como Kewauna, me dijo, «trabajará en un campus universitario con muchas
herramientas importantes para el éxito de sus estudios que otros estudiantes no tienen. Y
esas habilidades van a ser más útiles para llegar al día de la graduación que una muy
buena puntuación en el test ACT».

179
7. Las ambiciones de Kewauna
Cuando la madre de Kewauna, Marla McConico, era a su vez una joven estudiante
de secundaria, en la década de los ochenta, realizó el test ACT con el resto de su clase.
No recuerda su resultado exacto, pero no fue muy bueno. Cuando las visité, a ella y
Kewauna en un día de otoño, me dijo que, «después de obtener aquellos resultados, se
sintió fracasada». «Pensé que no podía acceder a la universidad con aquellas
calificaciones, de forma que ya no me molesté más en intentarlo».
La relación de Kewauna con su madre era buena, aunque a menudo también tensa.
Su estrategia en la vida parecía consistir a veces en hacer justamente lo contrario de lo
que había hecho su madre cuando tenía su edad. Por ejemplo, su madre cayó enamorada
del padre de Kewauna siendo una adolescente, tomando a continuación decisiones
cortoplacistas. Kewauna, por el contrario, mantuvo a su novio a cierta distancia, y
decidió no basar sus decisiones en relación a la universidad en base a su noviazgo. Su
madre apartó la mirada de su meta académica, mientras Kewauna mantuvo la vista fija
en ella. Su madre se desmotivó y abandonó este objetivo a causa de su mala puntuación
en el test ACT, pero Kewauna se mantuvo decidida a mejorar su puntuación.
De todas formas, cuando Kewauna no mejoró lo esperado en su último año, su estado
de ánimo mermó considerablemente. Así, cuando hablé con ella una tarde a mediados de
octubre, parecía atípicamente pesimista acerca de su futuro. Había empezado a recibir
noticias sobre algunas de las posibles becas que había solicitado, y estaba recibiendo una
negativa tras otra. Esto la llevaba a suponer que se debía a su baja puntuación en el test
ACT. «Estoy algo deprimida por las noticias que recibo», me confesó. «He esperado
mucho de estas solicitudes porque realmente necesito ese dinero para ir a la
universidad».
Hablamos mucho ese día sobre sus años en el colegio de Plymouth al que asistió
cuando vivía en Minnesota. Kewauna localiza perfectamente sus actuales deficiencias
académicas en aquel sexto curso, cuando, debido a sus malas notas y a su conducta
lamentable, la pasaron a una clase de recuperación denominada WINGS. Oficialmente,
WINGS significaba Trabajando de Forma Innovadora Ahora para una Graduación
Exitosa. Pero, dado que en inglés WINGS significa alitas, Kewauna me dijo que la
broma habitual era decir que los alumnos en ese programa solían ir a clase a comer alitas
de pollo. Sin duda era una exageración, pero no tanto. «Nunca hicimos nada de eso en
aquellas clases, pero realmente no nos ayudaron. No leíamos ni estudiábamos. Solo
jugábamos a videojuegos, veíamos películas y comíamos palomitas de maíz. Fue
divertido, pero por culpa de aquello me encuentro ahora luchando en desventaja en el
test ACT. Esta es la razón por la que me están denegando todas las becas. En aquellos
años se suponía que era cuando íbamos a aprender los signos de puntuación, las comas,

180
las metáforas y todas esas cosas… De forma que cuando ahora nos dicen: ¿recordáis
todo eso?, me entran ganas de decir: ¡no, no!, nunca llegué a aprender aquello entonces».
Otro lamento típico de Kewauna era el de que durante su primer año de secundaria
en el colegio ACE Tech, cuando tuvo la oportunidad de empezar de nuevo, había
desperdiciado la ocasión faltando a clase, haciendo el ganso y saliendo con sus amigos
en vez de estudiar. Las notas de ese año son en su mayoría suficientes e insuficientes.
Incluso suspendió Educación Física. «No estaba pensando en mi futuro», decía. «En
aquel momento, solo quería divertirme». Tenía solo 14 años y no pensó que aquello
fuera algo importante. No lo pensó hasta que, cuando un poco más tarde, en su segundo
año, empezó a solicitar la admisión en distintas universidades, descubrió que la media
que pedían se refería a toda la secundaria. Lo cual significaba que las notas de aquel
primer curso sí afectarían a sus posibilidades futuras. Eso hizo que, en su tercer y cuarto
año, llegara a preocuparse más por mantener una media buena, haciendo trabajos extras
o quedándose después de clase para recibir ayuda de los profesores. Aun así, a veces
hablaba de su pasado como si fuera una mancha en su expediente que nunca pudiera
borrarse.
El centro en que Kewauna había fijado su mirada más intensamente era la
Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, la universidad emblemática del sistema
universitario del estado, calificada por US News & World Report como la decimotercera
mejor universidad pública del país. Urbana está a unas dos horas y media del sur de
Chicago, parecía la distancia adecuada para Kewauna: no tan lejos que sintiera nostalgia,
pero lo suficientemente lejos para sentirse independiente. Había visitado el campus en un
viaje de OneGoal en su tercer año, y a ella le gustó: el campus, el centro de estudiantes,
las salas de conferencias, el restaurante Applebee. «Este es mi sueño número uno, por
favor, consigue meterme en la universidad», me dijo. «Si no entro, voy a estar llorando
durante seis días».
A principios de febrero Kewauna había reducido sus ambiciones universitarias.
Había solicitado la admisión en la Universidad de Chicago, la más prestigiosa del estado,
pero me dijo que ya no quería ir allí. Había sido admitida también en un par de
universidades más, incluyendo la Universidad de Illinois en Chicago. Pero en el fondo
estaba esperando algo mejor. No había renunciado a Urbana –que todavía era su primera
mejor opción– y tenía ciertas esperanzas con Western Illinois University, en Macomb.
Esta era un poco menos competitiva que Urbana, pero pedía de media 21 puntos en el
test ACT, muy por encima de la puntuación de Kewauna. Ella había visitado la Western
el año anterior, y tenía buenos recuerdos del lugar: «Me quedé enamorada de esta
universidad», me dijo. «Me sentí realmente cómoda allí. La gente era amable, los
dormitorios, buenos, todo allí me pareció perfecto».
Ese invierno desarrolló lo que me pareció la visión más estoica sobre su futuro

181
universitario de todas las que había tenido desde que la conocí. «Si no entro en una de
mis universidades favoritas, tal vez no esté llamada a estudiar allí», decía. «Me quedaría
decepcionada, pero creo que trabajaría duro allí donde fuera, y entonces tal vez después
de un año o dos podría trasladarme a alguna de mis universidades favoritas». Había
decidido renunciar por sí misma a castigarse sobre sus errores del primer año. «No
puedo seguir diciendo: ¡oh Dios mío! arruiné mi vida aquel primer año», decía. «Aquello
ya estaba hecho. Hice lo que hice. Fue una lección para mí. Y, cuando vaya a la
universidad, seguro que no cometeré esos mismos errores en el primer curso. Estaré
centrada en el trabajo, planificaré las cosas, tendré un horario, seré alguien realmente
organizada, centrada, conoceré a las personas adecuadas».
Febrero fue un mes de nervios. Kewauna seguía revisando el correo y llamando a las
oficinas de admisiones para asegurarse de que tenían todo lo que necesitaban de ella.
Finalmente, en los últimos días del mes, recibió buenas noticias: había sido aceptada en
la Western Illinois. Debido a su baja puntuación en el test ACT, se inscribió en un
programa especial de apoyo que le proporcionaba tutorías adicionales y asesoramiento
en su primer año. Tres de los amigos de Kewauna del colegio ACE Tech también
consiguieron entrar en la Western, y juntos hicieron planes para irse a vivir a Macomb.

182
8. Reduciendo la distancia
Los economistas de la Universidad de California, Babcock y Marks, realizaron
recientemente un estudio sobre el uso del tiempo de los estudiantes universitarios desde
la década de los años veinte hasta hoy[189]. Encontraron que en 1961 el estudiante
universitario a tiempo completo pasaba de media veinticuatro horas a la semana
estudiando fuera del aula. En 1981 este ratio había caído a veinte horas a la semana, y en
2003 era ya de catorce horas, no mucho más de la mitad de lo que había sido cuarenta
años antes. El fenómeno era el mismo más allá de la frontera americana: «el tiempo de
estudio caía también para los estudiantes de todos los grupos demográficos, sin importar
si los alumnos trabajaban o no a la vez, si eran de unas u otras especialidades, pasaba lo
mismo en todos los tipos de universidades con grados de cuatro años y en las pruebas de
acceso a la universidad». La pregunta era: ¿dónde iban a parar las horas que sobraban?
En la mayoría de los casos los estudiantes las usaban en socialización y esparcimiento.
Por otro lado, un estudio sobre 6.300 estudiantes de bachillerato, realizado por la
Universidad de California, descubrió que los estudiantes pasan hoy en día menos de
trece horas a la semana estudiando, mientras que pasan doce saliendo con amigos,
catorce horas consumiendo entretenimiento y dedicándose a variados hobbies, once
horas usando «ordenadores para divertirse» y seis horas haciendo deporte[190].
Para muchos estas estadísticas son motivo de alarma. Pero Jeff Nelson prefiere ver
esta situación como una oportunidad para sus propios alumnos. Me dijo que hacen lo
mismo que hizo él en su primer año en la Universidad de Michigan, y lo mismo que
tantos otros estudiantes de clase media-alta al principio de su carrera universitaria: no
trabajar duro. Para algunos estudiantes adinerados, el primer año consiste en estar
bebiendo mucho. Para otros, consiste en inscribirse en la típica fraternidad de estudiantes
o en tratar de escribir para el periódico de la universidad. Ese tiempo, ciertamente, no
siempre puede ser considerado como desperdiciado, pero generalmente no contribuye
mucho a los buenos resultados académicos. Pero Nelson ve el primer año de carrera
como una especie de «calendario mágico» para los estudiantes del programa OneGoal
«donde pueden eliminar de forma radical la desventaja de menor rendimiento con que
llegan». Según su teoría, como explicó Nelson en una de nuestras primeras
conversaciones, «el primer año es un momento único. Los estudiantes que no han tenido
que perseverar tanto como los nuestros por llegar a la universidad, que son la mayor
parte, están como parados. O están saliendo por ahí de forma excesiva. Y es en ese
momento cuando, si nuestros alumnos siguen trabajando diligentemente, entablando
relaciones con los profesores y estudiando y usando todas las habilidades que nosotros
les hemos proporcionado, pueden eliminar la distancia que los separa de los otros.
Nosotros hemos visto que ocurría esto una y otra vez, que de repente un chaval que

183
estaba en el colegio tres o cuatro puntos por debajo ha alcanzado de forma muy
significativa al resto de sus compañeros cuando empezaba el segundo año de carrera».
Examinemos la experiencia de Kewauna en la Western Illinois, cuando se apuntó a
los cursos introductorios de Inglés, Matemáticas y Sociología. Ninguno de ellos fue
sencillo, si bien la asignatura más desafiante fue Biología e Introducción a las Carreras
de la Salud. El profesor era un popular conferenciante, de forma que la clase estaba
bastante llena, y la mayoría de los estudiantes asistentes eran de cursos superiores.
Durante el primer día de clase, Kewauna hizo lo que le había recomendado Michele
Stefl: se presentó educadamente al profesor antes de la clase, y luego se sentó en primera
fila. Hasta que Kewauna llegó allí, la primera fila estaba ocupada enteramente por chicas
blancas. El resto de estudiantes afroamericanos tienden a sentarse todos al fondo de la
clase, lo que decepcionó a Kewauna. «Eso es lo que los demás esperan que hagas», me
dijo cuando hablamos por teléfono. «Durante los años de reivindicación de los derechos
civiles, si les hubieran dicho que tenían que sentarse en la parte de atrás, no lo habrían
hecho nunca».
Su profesor de Biología utilizaba en sus conferencias una gran cantidad de términos
científicos con los que Kewauna no estaba familiarizada. Así que ideó una estrategia:
cada vez que se usaba una palabra que no entendía, la anotaba y ponía una estrella roja
junto a ella. Al final de la clase, esperaba hasta que todos los estudiantes que querían
hablar con el profesor hubieran sido atendidos, y luego iba preguntándole al docente por
cada palabra con una estrella roja, pidiéndole que se las explicara.
Realmente Kewauna pasó mucho tiempo interactuando con todos sus profesores. Era
una asidua a las horas de tutoría, y además enviaba emails cuando no se aclaraba con las
tareas requeridas. También intentó hacer uno o dos amigos entre los estudiantes de cada
una de sus clases, de forma que, si necesitaba ayuda con alguna tarea y no había podido
comunicarse con el profesor, siempre tenía a alguien a quien preguntar. A través del
programa de apoyo al estudiante de primer año, encontró un tutor de Lengua. Siempre
había tenido problemas con «asuntos de gramática», como me dijo, refiriéndose a
dificultades con la ortografía y la puntuación. Con su tutor realizó prácticas, repasando
con él cada ejercicio que tenía que redactar y entregar. Finalmente, hacia diciembre,
sintió que se había hecho ya con el asunto de las comas y las oraciones subordinadas, y
se atrevió a entregar su trabajo final de Inglés sin repasarlo con el tutor de Lengua. Sacó
sobresaliente.
Aun así, fue un semestre difícil para Kewauna. Siempre estaba muy justa de dinero y
tuvo que economizar en todo lo que pudo. En un momento dado, se quedó sin saldo en la
tarjeta y no pudo comer durante dos días. Pasaba estudiando todo el tiempo. Cada trabajo
era para ella un auténtico reto, y al final del semestre estuvo estudiando durante tres días
seguidos prácticamente todas las noches. Pero su esfuerzo se vio recompensado y sus

184
calificaciones finales de ese semestre lo reflejan: dos notables altos, un sobresaliente y,
en Biología, un sobresaliente alto. Cuando hablé con ella unos días antes de Navidad,
parecía un poco agotada, pero también estaba orgullosa. «No importa cómo te sientas, no
importa lo agotador que sea, no voy a renunciar a esto», me dijo. «No soy el tipo de
persona que abandona. Incluso cuando jugaba al escondite de pequeña, podían dar las
ocho hasta que encontraba a todo el mundo. No me rindo por nada, no importa lo duro
que pueda ser».
En realidad, las calificaciones de Kewauna mejoraron todavía más en su segundo
semestre, y al final de su primer año tenía una media de 3,8 sobre 5. Todavía quedaban
tres años por delante, tiempo suficiente como para que las cosas pudieran ponerse mal,
llegaran los reveses, los errores y las crisis. Pero Kewauna parecía estar segura de hacia
dónde se dirigía y por qué. Lo más destacable para mí, en relación a Kewauna, era que
podía calcular bien su asombrosa capacidad no cognitiva, lo que llaman determinación,
diligencia, resistencia o capacidad para retrasar la gratificación. Pero el premio quedaba
muy lejano, era entonces pura teoría. De hecho, ella nunca había visto mujeres de
negocios caminando con maletines por el centro de la ciudad, ni conocía a ningún
graduado universitario, excepto a sus profesores. Era como si estuviera participando en
una versión extendida del experimento de las golosinas de Walter Mischel. Salvo que, en
este caso, la opción que se ofrecía era tomar ahora algunas de ellas, o esperar cuatro años
trabajando duro y ahorrando, pasando en vela muchas noches, luchando, sacrificándose,
para terminar después, no con un par de golosinas, sino con una especie de elegante gran
pastel de golosinas, llamado Napoleón, del que había oído hablar en alguna ocasión. Y
Kewauna, milagrosamente, optó por el pastel Napoleón, aunque nunca lo había probado
antes y no conocía a nadie que lo hubiera probado. Pero tenía la confianza de que iba a
ser algo delicioso.
No todos los compañeros de Kewauna en el programa OneGoal están siguiendo el
plan con la misma determinación. Y nada está claro. Harán falta un par de años más para
ver si las habilidades de liderazgo que se le enseñaron a Kewauna y sus compañeros son
lo suficientemente potentes como para permitirles triunfar a lo largo de cuatro años de
universidad. Pero, hasta el momento, los números globales del programa OneGoal son
bastante buenos. De los 129 alumnos, incluyendo a Kewauna, que comenzaron en otoño
de 2009 el programa, 94 estaban ya inscritos en alguna carrera universitaria a fecha de
mayo de 2012. Otros 14 estaban matriculados en diplomaturas de dos años. Esto hace un
total general de éxito del 84%. Solo 21 estudiantes de los que empezaron el programa se
habían desviado del camino; de ellos, 12 dejaron OneGoal antes de terminar secundaria
en su colegio, 2 se enrolaron en el ejército, otros 2 se graduaron en secundaria pero no se
matricularon en la universidad y 5 se matricularon en la universidad pero abandonaron
en el primer año. Los números no son muy estelares pero aun así son impresionantes

185
para el grupo total de alumnos del programa piloto, teniendo en cuenta que estos
estudiantes recibían solo de OneGoal una clase semanal extra. Tres años después de la
escuela secundaria, el 66% de los estudiantes que se inscribieron en secundaria todavía
seguían matriculados en la universidad. Esos números adquieren más significado cuando
se recuerda que los profesores de OneGoal eligieron deliberadamente para el programa a
los estudiantes más problemáticos, es decir, a aquellos que parecía que tenían menos
probabilidades de ir a la universidad.
Jeff Nelson es el primero en admitir que lo que ha creado está lejos de ser una
solución perfecta al desastre generalizado de capital humano que hay en el país. Lo ideal
sería tener un sistema educativo y de apoyo social que consiguiera que los adolescentes
del lado sur no estén habitualmente dos, tres o cuatro años por detrás del nivel de
calificaciones medias. Por el momento, sin embargo, OneGoal y las teorías que lo
sustentan parecen ser una intervención exitosa, un programa que, con un coste de unos
cuatrocientos dólares al año por estudiante, convierte a los adolescentes de clase social
baja, con bajo rendimiento y desmotivados, en estudiantes universitarios de éxito.

186
V. UN CAMINO MEJOR

1. Abandono
En el otoño de 1995, cuando estudiaba en la universidad de Columbia, en una etapa
de mi vida igual de precaria que la de Kewauna Lerme en 2011, tomé una decisión que a
Kewauna nunca se le pasó por la cabeza: abandonar la facultad. Fue una decisión difícil
y fatídica y todavía hoy la veo así. De hecho, a lo largo de estos últimos veinticinco años
he vuelto a pensar en aquello, normalmente con pesar. También me ha venido a la
memoria en incontables ocasiones mientras me documentaba para escribir este libro.
Siendo francos, cuando visité la clase 104 del Colegio Charter ACE Tech con Kewauna
y sus compañeros de OneGoal, me sentía un poco avergonzando: para aquellos
estudiantes conseguir un título académico era una meta exigente y me hubiera gustado
haber sido a su edad tan serio y responsable como ellos.
Me he dado cuenta de que muchos de los investigadores a los que he hecho
referencia en este libro –todos, desde James Heckman a Angela Duckworht, pasando por
Melisa Roderiz o los autores de Crossing the finish line– consideran el abandono escolar
en Secundaria o en la Universidad como un síntoma de que existen ciertas deficiencias
de habilidades no cognitivas: poca determinación, poca perseverancia, mala capacidad
de planificación… Creo que yo mismo carecía de algunas de esas habilidades
importantes cuando decidí dejar los estudios. Pero gracias a esta investigación he podido
ver también de un modo más positivo aquella decisión. Me ayudaron las conversaciones
con Dominic Randolph, director del Colegio Riverdale Country, para quien el fracaso –
o, al menos, el riesgo real de fracasar– podía constituir en ocasiones un paso importante
en el camino hacia el éxito. Randolph, como recordarás, estaba preocupado porque la
mayoría de sus alumnos, que eran de clase alta, se encontraban atrapados dentro del
mecanismo meritocrático de la América moderna, con todos los colegios privados, los
tutores, las facultades de la Ivy League y la posibilidad de emprender carreras seguras.
Creía que, debido a esto, los estudiantes estaban siendo engañados por sus propias
familias, sus colegios y su cultura, ya que no les estaban ofreciendo oportunidades reales
de aprender a superar la adversidad y, de ese modo, formar su carácter. «Se sabe que
para desarrollar la determinación o la capacidad de autocontrol se logra a través de los
fracasos y los errores», me dijo. «Y, en el mayor ámbito académico de los EE.UU., nadie
fracasa ni comete errores nunca».
Escribí un reportaje sobre KIPP, Riverdale y el carácter, basándome en la

187
información que recopilé para este libro, que fue publicado en el New York Times
Magazine en septiembre de 2011[191]. El artículo provocó una oleada de respuestas y
comentarios por parte de los lectores. Muchos compartían las opiniones de Randolph
sobre el éxito y el fracaso. Otros dejaban comentarios con sus propias experiencias,
como «Dave», que decía que él había sido uno de esos niños a los que se refería
Randolph, uno de esos que sacan altas calificaciones y reciben elogios, pero que nunca
había adquirido la fortaleza necesaria para afrontar desafíos o retos reales. «Y así estoy
ahora, con mis treinta años», escribía, «preguntándome en muchas ocasiones lo que
podría haber logrado si no hubiera temido tanto al fracaso ni hubiera sido tan proclive a
eludir todos aquellos retos en los que no había garantía de éxito»[192].
No mucho tiempo después de que se publicara el artículo, mientras estaba inmerso
investigando sobre la permanencia y continuidad en la universidad, me sorprendí a mí
mismo preguntándome de nuevo sobre mi decisión de abandonar los estudios. ¿Por qué
lo hice? Busqué en la caja donde guardo aquellos papeles, con el fin de hallar alguna
pista y encontré una carta que ya casi había olvidado, en la que explicaba extensamente
mi decisión. La había escrito en mi habitación de la universidad, durante el fin de
semana de Acción de Gracias de mi primer año en Columbia. Eran ocho páginas, a
espacio sencillo y escritas a mano –con lo que el lector puede hacerse idea de la época
tecnológica que teníamos entonces–, todo en estilo cursiva. Saqué la carta que, aunque
tenía un par de manchas de café, resultaba todavía legible, me senté en el escritorio,
respiré profundamente y comencé a releerla. Como imaginarás, era una situación
bastante embarazosa para mí. No había ánimo tan turbado como el de aquel joven de
dieciocho años intentando tomar una decisión de tanta importancia vital. Pero me
alegraba de haber encontrado la carta y, a pesar de algunas expresiones ridículas propias
de un adolescente, sentí compasión por el joven que había sido y que entonces se
encontraba con el alma dividida.
Yo había sido un buen estudiante en secundaria; había sacado buenas calificaciones
en cada uno de los cursos y obtenía notas altas en los exámenes y en las pruebas
habituales. Llegué a la universidad emocionado, pero también confuso; me sentí perdido
en un campus y en una ciudad en la que no conocía a nadie. Estaba contento de
encontrarme en Nueva York, pero menos de tener que estar sentado en las clases. Incluso
en el colegio, aunque era un estudiante responsable, había tenido dudas sobre la
educación formal. Tenía rasgos de rebelde –leía a Kerouac– y, al igual que millones de
estudiantes de secundaria rebeldes como yo, estaba convencido de que lo que aprendía
en el aula no era de verdad lo importante. Aquel día de noviembre, en Columbia, decidí
que ya había tenido bastante. «He sido educado durante quince años y tres meses, lo que
representa el 84% de mi vida», escribí, con una peculiar precisión (que conste que
contaba desde mi primer día de guardería). «Ir a clase es todo lo que conozco. La

188
educación es un juego y, siendo sinceros, se me da bien. Conozco las reglas; sé hacer los
deberes que me mandan. Y sé incluso cómo ganar. Pero estoy harto de este juego.
Quiero ganar dinero».
Es siempre difícil, decía aquel estudiante que era yo, dejar de hacer algo en lo que
todos coinciden que eres bueno y comenzar otra cosa que nunca antes has hecho. Pero
eso era precisamente lo que yo necesitaba: hacer algo sin saber cómo terminaría, una
aventura arriesgada; algo en lo que no pudiera saber si iba a tener éxito o triunfar. El reto
que me fijé era un largo viaje, emprender una odisea repleta de peripecias: cogería el
dinero con el que estaba a punto de pagar la matrícula, me compraría una bicicleta y una
tienda de campaña y comenzaría el viaje, solo, de Atlanta a Halifax, durmiendo en
parques y los porches de desconocidos. Era una idea rara. Nunca había hecho nada igual,
ni había pasado tiempo solo, ni siquiera por un corto período de tiempo. Tampoco había
estado nunca en el sur de EE.UU. Ni se me daba especialmente bien hablar con extraños.
Pero de alguna forma me sentía en la obligación de comenzar esa aventura. Tenía la
sensación de que en ese largo viaje aprendería más que en el campus. «Puede que sea un
fracaso total, un fiasco o un desastre enorme», decía, «puede que sea lo más
irresponsable que haga en toda mi vida. Pero puede ser también lo más responsable».
Dos días después de la publicación de mi artículo en el New York Times Magazine,
un lector me mandó un email en el que me recomendaba ver el discurso de graduación
que ofreció Steve Jobs en la Universidad de Standford en 2005. A su juicio, lo que dijo
Jobs sobre el fracaso y el carácter se parecía a las discusiones que yo mencionaba en mi
artículo. Tras la prematura muerte de Jobs, ese discurso adquirió más popularidad, pero
el momento al que me refiero sucedió unas semanas antes de su muerte y no había visto
el vídeo ni leído nada sobre su famosa intervención. Pinché en el enlace de Youtube y vi
el vídeo. Pronto me di cuenta de que no sabía mucho acerca de la vida de Jobs. Gracias a
su discurso, me enteré de que abandonó la universidad en su primer año de carrera en el
Reed College, en Oregón. Créanme: si décadas después de abandonar la universidad
todavía le das vueltas a esa decisión, no hay nada más reconfortante que descubrir que
uno de los hombres de negocios más importantes y creativos de la actualidad ha hecho lo
mismo que tú. Y, además, no se arrepentía. En su discurso, Jobs explicaba que su
decisión de dejar la universidad había sido «una de las mejores decisiones de su
vida»[193]. Y en verdad valió la pena, tanto para Apple como de forma particularmente
singular para él: sin obligaciones académicas, Jobs pudo ser libre de asistir a los cursos
que le interesaban mucho más que a las clases en las que se había matriculado en la
universidad, incluyendo materias como la caligrafía o la tipografía. «Aprendí muchas
cosas sobre los tipos de letras, sobre la letra serif y la letra sans-serif, sobre las
diferencias de espacios entre ciertas combinaciones de letras, y sobre todo el maravilloso
el mundo de la tipografía», decía. «Nada de ello tenía en ese momento aplicación

189
práctica en mi vida» hasta que, una década después, él y Steve Wozniak diseñaron el
Macintosh y decidieron incluir, por primera vez en la historia, elementos de tipografía
creativa en un ordenador personal. Esa floritura concreta ayudó a diferenciar al Mac de
todo lo existente hasta ese momento.
Para mí lo más fascinante del discurso de Jobs era, sin embargo, el relato de su
mayor fracaso: fue despedido de Apple, la empresa que había creado, después de
cumplir los 30 años. «Lo que había sido el centro de toda mi vida de adulto; fue algo
devastador para mí», decía. «Fue un fracaso público y notorio». De lo que no pudo darse
cuenta en ese momento, decía, pero que después percibió claramente, fue que la triste
experiencia de ese fracaso le permitió cambiar de rumbo y, en concreto, fue lo que hizo
posible que lograra sus mayores éxitos: comprar y transformar Pixar, casarse, volver a
Apple, pero rejuvenecido. Así lo explicaba en su discurso: «La tristeza por no haber
triunfado se convirtió en la alegría de ser un principiante de nuevo, con poca seguridad
respecto al futuro». Esta era exactamente la experiencia que yo también estaba buscando
en mi habitación de Columbia: la alegría de ser un principiante, de comenzar algo nuevo.
Un mes o así después de escribir mi carta de despedida, dejé la universidad. Compré
una bicicleta y una tienda de campaña, junto con un hornillo de la marca Coleman y un
billete solo de ida a Atlanta; desde allí viajé en bicicleta hasta Halifax, pasando por
muchas tormentas, algunos pinchazos y varios encuentros con personas que no conocía.
Estuve dos meses de viaje y al final supe que era lo mejor que había hecho en mi vida.
Unos meses más tarde volví a darme una oportunidad y fui de nuevo a la universidad,
pero ya de regreso en mi Canadá natal; fui a la Universidad McGill una década antes
más o menos de que Michael Meaney comenzara a realizar sus descubrimientos
increíbles sobre las ratas madre y sus hábitos en el cuidado de las crías. Y tres meses
después volví a abandonar las aulas para realizar unas prácticas en Harpers Magazine.
Esta vez la despedida fue definitiva. No volví nunca más a la universidad, nunca obtuve
un título académico universitario y de forma algo inestable comencé mi carrera como
editor de publicaciones y periodista. Es cierto que no me marché para fundar Apple ni
tampoco Next (una empresa de informática en la que Jobs fracasó) y, en realidad,
continué durante las siguientes dos décadas de mi vida enfrentándome a las mismas
cuestiones a las que me enfrenté en aquella habitación: ¿Debería dedicarme a algo en lo
que soy bueno y destaco o a lo que me apasiona y amo? ¿Tenía que arriesgarme en la
vida o jugar sobre seguro? Así me encontraba también otra mañana de otoño,
veinticuatro años después de abandonar Columbia, y me vi de nuevo despidiéndome de
otra institución muy estimada de Nueva York, el New York Times, arrojándome otra vez
al vacío sin paracaídas y sin ninguna otra seguridad. Esa vez no me propuse, sin
embargo, pedalear de un extremo al otro del país, sino escribir un libro: este.

190
2. Educar para gestionar el fracaso
En aquel momento, mientras reflexionaba sobre el éxito y el fracaso, pensaba con
frecuencia en mis propias posibilidades y también en las de mi hijo Ellington. Suponía
que, más o menos, yo había ya concluido el camino que había comenzado. Pero ¿y
Ellington? Podía suceder con él cualquier cosa. Comencé a documentarme para este
libro justo en el momento en que vino al mundo y sería publicado una vez que cumpliera
tres años, lo que significa que los años que he dedicado a escribir el libro coinciden casi
exactamente con el período de la vida, según los neurocientíficos, más importante en el
desarrollo del niño. La experiencia de escribir este ensayo y, en concreto, toparme con
las investigaciones sobre el cerebro que he comentado en el primer capítulo ha influido
profundamente en mis ideas sobre lo que significa ser padre.
Cuando Ellington nació, yo me comportaba como uno de esos padres que muestran
gran ansiedad, sometidos al dogma de la hipótesis cognitiva, que se preocupa porque sus
hijos no van a triunfar en la vida a menos que se empeñen en utilizar obsesivamente los
bits de memoria, o escuchen un CD de Mozart ya en la misma sala de la maternidad. Y
que, más tarde, tendrán que seguir bombardeando su mente con impactos hasta que
logren las puntuaciones más altas al entrar en las mejores guarderías. Pero los
investigadores que estudiaban el cerebro, y con los que había comenzado a
familiarizarme, me llevaban en una dirección diferente. Sí, como parecían sostener, esos
primeros años resultan trascendentales para el desarrollo cerebral del niño, las
habilidades más importantes a esa edad no son aquellas que se pueden enseñar mediante
cartulinas.
Tampoco es que de repente dejara de importarme que Ellington fuera capaz de leer,
de escribir o de sumar y restar. Por el contrario, me di cuenta de que esas habilidades
concretas las adquiriría él mismo más tarde o más temprano, con independencia de lo
que yo hiciera, sencillamente porque crecía rodeado de libros y a sus padres les gustaba
leer y sabían Matemáticas. Pero tenía menos seguridad sobre el desarrollo de sus
habilidades o capacidades de carácter.
Es cierto que utilizar la palabra carácter puede parecer un poco ridículo cuando se
habla de un niño. Además el desarrollo del propio carácter depende de todo tipo de
interacciones casi desconocidas entre la familia y la cultura, los genes, el libre albedrío y
la suerte. Pero para mí el descubrimiento más profundo y relevante que ha logrado esta
nueva generación de neurocientíficos es el de haber hallado la poderosa conexión que
existe entre la química del cerebro del niño y la psicología del adulto. A un nivel más
profundo que el de las nobles y complejas cualidades humanas que conforman el
carácter, esos científicos han visto las más prosaicas y mecánicas conexiones que existen
entre elementos químicos concretos, tanto en el cerebro como en el cuerpo de los bebés.

191
La química, claro está, no es el destino. Pero esos científicos han demostrado que el
modo más evidente de garantizar que una persona sea de mayor valiente, curiosa, amable
o prudente es asegurando que su eje hipotalámico-pituituario-adrenalítico funcione bien
en su etapa de bebé. Pero ¿cómo hacerlo? No hay ninguna magia. Primero, hay que
protegerle en la medida de lo posible de traumas graves y de situaciones crónicas de
estrés; luego, y más importante, hay que ofrecerle una relación segura al criarle y
educarle, que lo ideal es que sea con los dos progenitores, pero, si no, con al menos uno
de ellos. Este no es todo el secreto para triunfar, pero sí una gran parte.
Cuando Ellington era todavía un bebé, el estudio que más influyó en mí fue el de
Michael Meaney. Resulta un poco vergonzoso admitirlo, pero mientras jugaba con mi
hijo pensaba muchas veces en los bebés-rata. Pasé mucho tiempo reflexionando sobre lo
que podía ser el equivalente exacto de un adiestramiento humano que se basara en cómo
las mamás-rata lamen a sus crías. Me percaté de que aquellas madres con un elevado
indicador no eran lo que llamaríamos padres-helicóptero. No están rondando sobre sus
hijos obsesiva y ansiosamente. Tampoco están constantemente dándoles besos y
lecciones. Se encargan de sus crías prácticamente en una sola situación concreta: cuando
están estresadas y agobiadas. Era como si, mediante la repetición, las ratas madres
intentaran enseñar a sus crías habilidades valiosas: cómo dominarse cuando estaban
frenéticas en una situación de estrés, para devolverlas a un estado de tranquilidad y
reposo. Creo que la habilidad equivalente para los bebés humanos es ser capaz de
tranquilizar a un niño tras un berrinche o un susto terrible y me dediqué a que Ellington
lo aprendiera. Para despejar dudas: no le di lametones a mi hijo. Tampoco lo adiestré o le
cuidé mucho, para ser honesto. Pero, si existe algo análogo en el hombre, sin duda es
ofrecer consuelo, dar muchos abrazos, hablar a los niños y tranquilizarlos. Tanto mi
mujer Paula como yo hicimos muchas de estas cosas cuando Ellington era todavía
pequeño. Tengo la teoría de que el hacer esto con Ellington durante su infancia resultará
más decisivo para su carácter que cualquier otra cosa y, en definitiva, conseguirá su
felicidad.
A medida que Ellington iba creciendo, sin embargo, descubrí, como antes que yo una
enorme cantidad de padres, que necesitaba algo más que cariño y abrazos. También
necesitaba disciplina, normas y límites; alguien, en definitiva, que fuera capaz de decirle
que n. Y más que nada requería alguna especie de contrariedad adecuada a su edad, una
oportunidad de fallar para caer y tener que levantarse él solo, sin ayuda. Esto fue lo más
difícil, tanto para Paula como para mí, pues resultaba menos natural que abrazarlo y
consolarlo. Ahora sé que es solo el principio de una larga lucha a la que nos
enfrentaremos, como tienen que hacerlo todos los padres, debatiéndonos entre nuestra
angustia por ser capaces de dar a nuestro hijo todo lo que necesite, protegiéndole de los
peligros, y nuestra convicción de que, si de verdad queremos que tenga éxito, tendremos

192
que dejar que se equivoque y fracase. O, por decirlo con más precisión, tenemos que
enseñarle a gestionar el fracaso. Lo importante que resulta aprender a manejar el fracaso
y aprender de él es un tema recurrente en muchos de los capítulos de este libro. Además
es en lo que Spiegel, la profesora de ajedrez, era experta. Daba por sentado que sus
estudiantes iban a cosechar muchos fracasos. Todos los jugadores de ajedrez los sufren.
Como ella advertía, su trabajo no era evitar los fracasos, sino enseñarles a aprender de
cada uno de ellos, enseñarles a examinarlos con honestidad y sin pestañear, mostrarles la
manera de afrontar las causas exactas de los mismos. Estaba convencida de que, si sus
estudiantes lograban aprender todo esto, la próxima vez lo harían mucho mejor. Igual
que Steve Jobs hizo con Apple en la segunda ocasión.
Cuando comenté estos temas con los profesores y gerentes del colegio Riverdale
Country, y también después con muchos padres, profesores y alumnos de otras escuelas
privadas que habían leído el artículo del New York Times Magazine, me di cuenta de que
esto era lo que más les preocupaba a todos: querían que sus hijos estuvieran tan
sobreprotegidos frente a cualquier contratiempo una vez de desarrollara la capacidad de
superar los fracasos y aprender de ellos. Mientras trabajaba en el reportaje sobre
Riverdale, muchas veces notaba una aguda ansiedad que estaba comenzando a
mostrarse, si bien de forma incipiente, en el seno de nuestra cultura de la opulencia.
Parecía que estaba generalizándose el convencimiento de que en el proceso habitual de la
búsqueda americana del mérito y el éxito algo no funcionaba bien, y la creencia de que
los jóvenes que estaban licenciándose en las mejores universidades del mundo,
obteniendo excelentes títulos y aprendiendo habilidades que podían ser testadas en
rigurosas pruebas y exámenes, no estaban aprendiendo nada que les permitiera
emprender su propio camino en la vida. Hoy día hay pocos emprendedores que se
licencien en nuestras universidades más prestigiosas, pocos iconoclastas, pocos artistas,
poco de todo, excepto expertos en inversiones y consultores[194]. Hace poco el New
York Times señalaba que el 36% de los nuevos titulados de Princeton en 2010
desempeñaban algún trabajo en el sector financiero y el 26% lo hacía en la categoría que
llamaban «servicios», que incluye, sobre todo, empleos relacionados con consultoría
gerencial[195]. Por decirlo de otro modo, más de la mitad de los estudiantes se dedica a
banca de inversión o consultoría –y esto incluso después de la crisis del sector financiero
de 2008–. Antes de la crisis, lo hacían en ese sector casi las tres cuartas partes de los
titulados de Princeton.
Para algunos expertos, que estemos mandando a nuestros mejores y más brillantes
jóvenes a puestos profesionales que no son conocidos, digámoslo así, por implicar un
alto desarrollo de la persona ni por su profundo reconocimiento social, es sencillamente
el corolario de un fenómeno del que me habían hablado muchos profesores de Riverdale:
había estudiantes que trabajaban muy duro, pero que nunca habían tenido que tomar una

193
decisión difícil o afrontar un desafío o un problema y, por tanto, no llegaban al mundo de
los adultos preparados, sino perdidos y desorientados. En 2010, James Kwak, profesor
de Derecho que escribe un blog sobre temas económicos, publicó un agudo post sobre
este asunto: «¿Por qué los chicos de Harvard van a Wall Street?»[196]. Después de
graduarse en Harvard, el propio Kwak, como muchos de sus compañeros de clase,
comenzó a trabajar como consultor. Y comentaba que la razón de que ese sea el destino
más frecuente no es el dinero, aunque evidentemente la retribución de esos trabajos no
perjudica. La razón fundamental es que las empresas hacen que ese destino y esa
decisión sea muy fácil de tomar y muy difícil de resistir.
El estudiante de hoy de Harvard, señalaba Kwak, «se encuentra más estimulado por
el temor de no lograr el éxito que por un deseo concreto de hacer algo en particular». Los
estudiantes de la Ivy League, explicaba, eligen sus estudios de posgrado «siguiendo
principalmente dos criterios: 1) Cerrarse las menos opciones y alternativas posibles. 2)
Hacer cosas que aumenten sus posibilidades de ser superexitosos». Quienes seleccionan
a los jóvenes para los bancos de inversión o las consultoras conocen perfectamente esta
mentalidad de la gente joven, y saben explotarla a la perfección: los empleos que ofrecen
son competitivos y buenos, pero el proceso de solicitud y la selección está reglamentada
y resulta muy predecible. Quienes reclutan a los jóvenes suelen convencer a los
estudiantes de último curso con el argumento de que, si ellos deciden trabajar para
Goldman Sachs, McKinsey y otras compañías similares, en realidad no están tomando
ninguna decisión trascendental: solo pasarán un par de años amasando dinero y haciendo
algo bueno para el mundo, les sugieren; después, más tarde, en algún momento del
futuro, podrán tomar la importante decisión sobre lo que quieren hacer con su vida y
quiénes quieren ser[197]. «Para las personas que no saben cómo lograr un trabajo en un
sistema económico abierto», escribía, «y para quienes están acostumbrados a terminar
cada fase de su vida examinándose para hacer algo muy prestigioso después, todo este
mecanismo resulta natural».

194
3. Un desafío diferente
Si eres un estudiante de Harvard, tu lucha por mejorar el carácter puede acabar
llevándote a un poco motivante empleo en un banco de inversión. Pero, si eres un chico
del South Side de Chicago, puedes terminar en la cárcel o en un reformatorio. Y si
resulta complicado sostener que la sociedad tiene la responsabilidad de ayudar a un
licenciado de la Ivy League a desarrollar todo su potencial, es más fácil pensar que la
tiene por los niños que crecen en situaciones de pobreza y adversidad. Los liberales y los
conservadores difieren mucho acerca del papel que el estado ha de desempeñar para
ayudar a las familias pobres, pero todos están de acuerdo en que debería hacer algo.
Ayudar a aliviar los efectos de la pobreza y ofrecer a los jóvenes oportunidades de
escapar de ella: esto ha sido históricamente una de las funciones de cualquier gobierno,
como construir infraestructuras o defender al país. Los datos que arroja una encuesta,
todavía en curso, sobre actitudes realizada por el Pew Research Center muestra que la
mayoría de los americanos están de acuerdo en estos aspectos[198]. Aunque la ayuda
pública a los pobres ha descendido ligeramente desde 2008, como es normal que ocurra
en tiempos de crisis económica, una clara mayoría de americanos todavía está de
acuerdo en afirmaciones como las siguientes: «El gobierno debería garantizar a todo
ciudadano un mínimo de manutención y un sitio para dormir»; «Es responsabilidad del
estado atender a las personas que no pueden valerse por sí mismas». Además, cuando las
preguntas se formulan en términos de oportunidades, el consenso público resulta más
claro y firme: desde 1987, año en que Pew comenzó con estas encuestas, entre el 87% y
el 94% de los entrevistados estaba de acuerdo en la afirmación siguiente: «Nuestra
sociedad debería hacer lo que sea necesario para asegurar a todos las mismas
oportunidades de éxito».
Pero, si los americanos se muestran tan comprometidos como siempre por ayudar a
sus conciudadanos menos afortunados, algo importante ha cambiado en las últimas
décadas: lo que una vez constituyó una tumultuosa y apasionada discusión nacional
sobre el mejor medio para combatir la pobreza, ahora se ha desvanecido casi hasta el
punto de desaparecer. Por volver al pasado: en la década de los sesenta, la pobreza era
uno de los temas centrales de la discusión pública. Nadie podía ser un intelectual político
consolidado sin opinar sobre este asunto. En la época de la administración Johnson, el
lugar de un joven brillante y con ambición en Washington era la Oficina de
Oportunidades Económicas, el centro que dirigía la lucha contra la pobreza. En la década
de los noventa, también era importante el debate sobre la pobreza, centrado muchas
veces en ese momento sobre la reforma del estado de bienestar. Pero en la actualidad
esos debates han desaparecido. Contamos con un presidente demócrata que ha pasado la
mayor parte de su carrera luchando personalmente contra la pobreza, trabajando en los

195
mismos barrios en los que desempeñan su función los defensores del YAP y realizando
un trabajo similar al suyo. Pero como presidente ha dedicado menos tiempo a hablar
públicamente sobre la pobreza que cualquiera de sus predecesores demócratas.
Eso no significa que la pobreza haya desaparecido. Se encuentra lejos de hacerlo. En
1966, en el momento más intenso de la Lucha contra la Pobreza, el índice que medía la
pobreza estaba solo por debajo del 15%; en 2010, se situaba en el 15,1%[199]. Y el
índice de pobreza infantil era entonces ligeramente superior al 17%. Hoy es el 22%, lo
que indica que entre un quinto y un cuarto de los niños americanos crecen en situaciones
de precariedad[200].
Pero, si la pobreza resulta tan importante hoy como lo fue en los sesenta, ¿por qué
hemos dejado de hablar de ella de manera generalizada, o al menos hemos dejado de
hacerlo en público? A mi juicio, la respuesta tiene que ver en parte con la psicología de
los intelectuales públicos. La Lucha contra la Pobreza dejó heridas muy profundas en
aquellos idealistas bien preparados que la libraron, creando algo así como una secuela de
estrés postraumático. Haz memoria: el presidente Kennedy habló sobre la necesidad de
poner fin a la pobreza casi al mismo tiempo que prometía la llegada del hombre a la
Luna. Los primeros años de los sesenta fueron un momento de optimismo y esperanza en
Washington y ciertamente las misiones Apolo hicieron realidad ese sueño. Eso fue un
enorme éxito nacional y transmitió un mensaje claro: si como nación nos fijábamos un
objetivo, podíamos alcanzarlo.
Pero no fuimos capaces de resolver el problema de la pobreza. Algunas de las
medidas que se tomaron contra la Pobreza fueron eficaces, pero otras muchas, no. Y
además parecían ser contraproducentes. Si eres de los que confían en que el gobierno
puede resolver grandes problemas, resulta frustrante reconocer este hecho. Y es doloroso
también admitir que conseguir avances significativos en la lucha contra la pobreza ha
sido más difícil de lo que pensábamos inicialmente. Pero más doloroso es llegar a la
conclusión, después de 45 años, de que todavía no sabemos muy bien qué hacer.
Hay un hecho que explica de algún modo por qué el debate sobre la pobreza ha
desaparecido: se ha mezclado el tema de la pobreza con el debate educativo. Educación y
pobreza eran normalmente dos tipos diferentes de políticas públicas. Había un debate
sobre las Nuevas matemáticas o sobre Por qué Johnny no puede leer. Y otro diferente
sobre los barrios pobres, el hambre, el bienestar y la renovación urbanística. Poco a poco
ambos temas se han fusionado en un único debate acerca de la brecha que separa el
rendimiento de los ricos y los pobres, sobre el hecho concreto de que en general los
niños que crecen en familias pobres de EE.UU. obtienen peores resultados académicos
en el colegio.
Esta fusión de debates puede tener muchas causas. La primera se remonta al
controvertido ensayo titulado La curva normal, sobre el CI, que Charles Murray y

196
Richard Hernstein publicaron en 1994[201]. Con independencia de que algunos, entre
ellos yo, creemos que sus conclusiones –las diferencias en los test de rendimiento
probablemente son resultado de diferencias genéticas raciales– resultan erróneas, el libro
recogía una importante y nueva observación: indicaba que los estudios académicos y los
resultados en los exámenes permitían predecir todo tipo de hechos de la vida de una
persona: no solo hasta qué curso llegarás en los estudios ni cuánto dinero ganarás cuando
los concluyas, sino también si cometerás algún delito, tomarás drogas, te casarás o te
divorciarás. Lo que demostraba La curva normal era que los niños con buen rendimiento
académico obtenían también buen rendimiento en la vida, tanto si procedían de entornos
de pobreza como si no. Esto obligaba a realizar una conclusión curiosa, dirigida a todos
los reformadores sociales, con independencia de su ideología política: si se ayuda a que
los niños pobres mejoren sus competencias académicas y alcancen mejores resultados,
podrán escapar de la trampa de la pobreza en virtud de sus propias habilidades, sin ayuda
de la caridad y sin necesidad de cuotas.
A finales de los noventa y principios del 2000, esta idea tomó fuerza gracias a dos
hechos importantes. Uno fue la aprobación de la ley No Child Left Behind, en 2001. Por
primera vez, se obligaba por ley a los diferentes estados y ciudades, así como a los
colegios, a recopilar información detallada sobre los progresos de sus estudiantes y
alumnos; además los datos no tenían que referirse solo a la población estudiantil de
forma agregada, sino también tenían que ofrecerse en subgrupos concretos: por minorías,
por nivel de renta, etc. Después de tener estos datos, era imposible negar la existencia de
las diferencias de rendimiento. En todos los estados, en todas las ciudades, en todos los
cursos, en casi todos los colegios, los alumnos que procedían de familias de bajos
ingresos estaban obteniendo mucho peores resultados que la media; en concreto, se
encontraban dos o tres cursos de media por debajo en el momento de terminar la
secundaria. Y la distancia entre ricos y pobres aumentaba cada año[202].
El otro hecho importante era el nacimiento de un conjunto de colegios que parecían
estar haciendo frente a esas diferencias: los Colegios KIPP y otros similares, como la
Academia Amistad de New Haven, el Roxbury Prep en Boston y North Star Academy en
Newark. Los espléndidos resultados académicos que lograron los alumnos con la ayuda
de David Levin y Michael Feinberg, así como otros profesores, prendieron en el
imaginario público. Era como si estos profesores hubieran hallado un modelo fiable, y
que podía reproducirse, para lograr el éxito en los colegios de las zonas más deprimidas.
Estos tres elementos entraron a formar parte del mismo silogismo para aquellos que
estaban preocupados por el tema de la pobreza. Lo primero era que los resultados en las
pruebas académicas estaban estrechamente correlacionados con los resultados que se
obtienen en la vida en general, sin importar el contexto del alumno. Lo segundo, que los
niños de ingresos bajos sacan peores notas que los de clase media o alta. Y, en tercer

197
lugar, podía decirse que ciertos colegios, usando un modelo diferente al tradicional,
estaban mejorando los resultados académicos de los alumnos de recursos bajos. La
conclusión era, pues, evidente: si pudiéramos alcanzar los resultados de estos colegios a
nivel nacional, la influencia que tiene la pobreza en el futuro de los chicos se reduciría
considerablemente.
Se trataba de una forma distinta de entender la pobreza, diferente de la que hasta
entonces era habitual. Resultaba esperanzadora para muchas personas, incluido yo
mismo, sobre todo porque otras muchas medidas no habían funcionado. Probamos con
las ayudas para madres pobres, con los subsidios para vivienda, con el Head Start y otras
políticas de tipo comunitario. Pero, si conseguíamos que los colegios públicos fueran
mucho más eficaces, entonces se convertirían en el instrumento anti-pobreza más
poderoso de los utilizados hasta ahora. Una idea revolucionaria. Y dio lugar a todo un
movimiento: el movimiento de la reforma educativa.

198
4. Un tipo diferente de reforma
En la primera época de este nuevo movimiento, sus defensores no habían pensado
sobre la dirección que iba a tomar. Tenían en común una misma visión: un panorama
nacional de colegios que fueran para los alumnos pobres lo que habían sido los colegios
KIPP para otros; pero no estaban de acuerdo sobre cuáles eran las medidas políticas
concretas para convertir en realidad su sueño. ¿Era mejor el cheque escolar o un plan de
estudios nacional? ¿Más colegios charter o clases reducidas? Hoy día, una década
después, los reformadores educativos se muestran de acuerdo en un asunto en concreto:
la importancia de la calidad del profesor. Para la mayoría de los defensores de la reforma
hay un consenso, y coinciden en afirmar que existen demasiados profesores
infracualificados, en especial en los colegios con altos índices de pobreza. La única
manera de mejorar los resultados de los alumnos es cambiando radicalmente la forma en
que los profesores son contratados, preparados, pagados y despedidos[203].
Las raíces teóricas de este asunto se encuentran en unos estudios publicados a finales
de los noventa y principios de la década del 2000, realizados por economistas y
estadísticos, entre los que se incluyen a Eric Hanushek, Thomas Kane y William
Sanders. Estos expertos aseguraron que era posible diferenciar, aplicando el método del
valor añadido, dos conjuntos distintos de profesores: de un lado, el formado por los que
con frecuencia tenían la capacidad de aumentar el rendimiento académico de sus
alumnos y, de otro, el que lo empeoraban. Esta tesis obligó a formular una teoría acerca
del cambio: si se integraba a un estudiante en una clase con un profesor de buena
calidad, los resultados académicos del chico mejorarían de forma continua y
acumulativa, hasta el punto de que tras tres o cuatro años sería capaz de remontar la
diferencia que le separaba de sus compañeros más preparados. La idea se puede
generalizar aún más: si el sistema escolar en conjunto y la contratación del profesorado
pudiera modificarse de alguna manera con el fin de asegurar que los alumnos de bajos
ingresos contaran siempre con buenos profesores, la distancia entre los alumnos podría
desaparecer completamente.
En los últimos años, esta teoría ha ganado peso en los niveles más altos de la
administración. La principal iniciativa en el campo educativo de Obama, de hecho, ha
consistido en ofrecer a los estados incentivos si reelaboran o modifican la legislación que
regula la profesión docente. Muchos estados han aceptado la propuesta del gobierno
federal y han introducido medidas de carácter piloto que tienen en cuenta
compensaciones para los mejores profesores o que modifican el sistema de evaluación de
su actividad o la antigüedad, y se están probando otras similares en el sistema educativo
de todo el país. Al mismo tiempo, la Fundación Gates, que dedica a la educación más
dinero que cualquier otra organización filantrópica, ha puesto en marcha un proyecto de

199
investigación con un presupuesto de trescientos millones de dólares llamado Measures of
Effective Teaching (medidas para una enseñanza efectiva) y que tiene como objetivo
hallar las respuestas definitivas sobre la esencia de la buena docencia e identificar las
claves para mejorar la educación nacional.
Pero, a pesar del consenso que existe entre los defensores de la reforma, las medidas
que se han adoptado a nivel nacional en relación con la calidad docente han sido muy
controvertidas. En concreto, han sido los sindicatos de profesores los que han
manifestado su temor de que todo sea un intento sutil para socavar muchas de las
garantías y beneficios sociales por los que los profesores han luchado durante las últimas
décadas. Con independencia de cuál sea la opinión que tengamos sobre los sindicatos, es
cierto que las investigaciones realizadas sobre el profesorado no son todavía
concluyentes. En primer lugar, porque aún se desconoce la forma más fiable de predecir
quién se convertirá en un profesor de calidad en un momento determinado. En ocasiones,
profesores que parecen haber fracasado obtienen de pronto los mejores resultados. Y
profesores brillantes, en un momento dado, fracasan[204]. Tampoco sabemos si es
verdad que un conjunto de profesores de calidad conseguirán realmente un efecto
positivo acumulativo en el rendimiento de los estudiantes de ingresos más bajos. A
simple vista parecería que un profesor de primer nivel que impartiera clase durante tres
años seguidos en una clase debería multiplicar por tres el rendimiento de sus alumnos,
pero tal vez las cosas no resulten ser tan sencillas. Tal vez el efecto desaparece al cabo
de un año. Hasta el momento no tenemos ninguna evidencia en uno u otro sentido.
Es cierto que en el actual sistema educativo se ha tendido a adjudicar peores
profesores a los estudiantes que, precisamente, requieren de una mejor docencia. Se trata
de un problema serio. Pero, de alguna manera, todos somos culpables de haber permitido
que las reivindicaciones sobre la antigüedad en el empleo docente se convirtieran en el
tema central del debate sobre la mejora del nivel de vida de los niños pobres. E incluso
las investigaciones y estudios mencionados, por ejemplo, el de Hanushek pero también
otros sobre los que en la actualidad llaman la atención los defensores de la reforma,
afirman que la disparidad en la calidad de los profesores probablemente expliquen
menos del 10% de las diferencias que existen entre los resultados de los buenos y los
malos estudiantes[205].
Este es el problema que surge al confundir y mezclar el debate sobre la reforma
educativa con el tema de la lucha contra la pobreza: al final, se desatiende la cuestión
importante. Se comienza pensando que lo relevante es cómo mejorar la calidad de los
profesores, cuando en realidad eso constituye una pequeña parte de un asunto más
amplio y complicado, a saber, qué podemos hacer nosotros como país para mejorar de
una forma significativa la vida de millones de niños pobres.
Y como el debate acerca de la pobreza se ha difuminado en el seno de la discusión

200
sobre la reforma educativa, se ha perdido también otro indicio importante: muchas de las
reformas educativas más señaladas, entre las que incluyen, por ejemplo, los buenos
resultados que logran los colegios charter, funcionan mejor con alumnos de bajos
ingresos pero con buenas capacidades intelectuales, pero no tan bien con alumnos con
menos capacidades. La cuestión que nos debemos plantear es hasta qué punto la
administración federal educativa, que define las necesidades financieras de la educación,
tiende a ocultar u olvidar este hecho. El único indicador oficial que nos revela la
situación económica de un alumno americano es si cumple o no los requisitos
establecidos para disfrutar de la beca de comedor, una ayuda que el gobierno concede a
cualquier familia que tenga ingresos anuales inferiores al 185% del umbral de la
pobreza, que en 2012 se situaba en 41.348$ para una familia de cuatro personas[206]. De
ese modo, cuando se promociona una medida concreta en un colegio, aludiendo a que
mejora los resultados académicos de los alumnos con menos ingresos, es necesario que
recordemos que la categoría «bajos ingresos» que usa el Ministerio de Educación cubre a
casi el 40% de los niños americanos, e incluye a muchos que la mayoría de nosotros
definiríamos como de clase media[207]. En los colegios públicos de Chicago, por
ejemplo, solo a un estudiante de cada ocho se le deniega la beca de comedor por motivos
económicos[208]. Del conjunto de alumnos calificados como de bajos ingresos por el
Ministerio de Educación, casi la mitad son realmente pobres, es decir, viven por debajo
del umbral de pobreza. Esto quiere decir que la mitad de estos estudiantes, casi el 10%
de los niños americanos, está criándose en familias que ganan menos de la mitad de lo
establecido como umbral de pobreza[209], con menos de 11.000$ anuales para una
familia de cuatro miembros[210].
Y, cuando un joven se encuentra entre esos más de siete millones de niños que
pertenecen a familias con ingresos anuales inferiores a 11.000$[211], tiene que
enfrentarse a un sinnúmero de obstáculos e inconvenientes para tener éxito en el colegio;
obstáculos e inconvenientes que no conocen los alumnos que viven en familias con
ingresos superiores a los 41.000$. Se pueden hacer con ello algunas simples reflexiones
financieras: una familia así no puede permitirse comprar un abrigo o comida realmente
nutritiva, y mucho menos ropa o juegos de tipo educativo. Sin embargo, el inconveniente
más importante para el aprendizaje trasciende, casi con toda seguridad, las necesidades
económicas. Una familia puede encontrarse en una situación precaria debido a que es
difícil encontrar trabajo, pero también puede ser que el padre o la madre tengan otros
inconvenientes, por ejemplo, que sean discapacitados, tengan depresión o sean adictos a
las drogas. Estadísticamente, es probable que una familia en esas condiciones esté
formada por una madre que tenga solo estudios primarios, que no haya contraído
matrimonio o que sea madre soltera. Existen también estadísticamente muchas
posibilidades de que un asistente social haya informado a las instituciones pertinentes de

201
un posible caso de abusos o negligencia.
Los neurocientíficos y los psicólogos nos han informado de que los chicos que
crecen en hogares con esas condiciones tienden a sacar puntuaciones más altas en los test
ACE (Adverse Childhood Experiences) y que cuentan con menos probabilidad de
disfrutar de relaciones seguras de apego que palian los efectos del estrés y de los
traumas. Esto indica, a su vez, que probablemente las capacidades de la función
ejecutiva de estos chicos se encuentren por debajo de la media y que no sepan dominar
situaciones conflictivas. En el aula, tienen dificultades debido a su falta de
concentración, a los daños sobre sus habilidades sociales, a su incapacidad por estarse
quietos para obedecer mandatos y todo el resto de comportamientos que los profesores
perciben como un alumno que se porta mal.
A pesar de que estos niños tienen necesidades serias, los ideólogos de la reforma
educativa no han tenido éxito en lograr que sus medidas tengan efectos positivos para
ellos. Se han dedicado sobre todo a proponer actuaciones que funcionan solo en niños
que se encuentran en situaciones familiares de bajos ingresos pero no en los casos
extremos, es decir, en familias que ganan 41.000$ al año. No han descubierto formas
eficientes de ayudar de un modo relevante a niños que se encuentran en verdadera
situación de desventaja. En su lugar, hemos creado un complejo y desorganizado sistema
de instituciones gubernamentales y de programas de ayuda que intentan atenderles
descoordinadamente durante su infancia y adolescencia.
Estos programas disfuncionales de ayuda comienzan en las abarrotadas clínicas del
Medicaid y continúan en los servicios sociales, en las instituciones encargadas de la
asistencia social a los niños y en las urgencias de los hospitales. Una vez que los
alumnos están ya en el colegio, se los conduce a programas de educación especial, a
clases terapéuticas y colegios especiales y, cuando son adolescentes, pueden inscribirse
en los programas GED o en otros de recuperación de créditos, con enseñanza asistida por
ordenador. Gracias a todo ello, normalmente pueden obtener el título de secundaria sin
poseer las competencias ni las habilidades requeridas. Fuera de lo académico, el sistema
de ayuda incluye casas de acogida, centros penitenciarios para menores y programas de
libertad condicional.
Pocas son las instituciones de este sistema que están bien gestionadas o bien
atendidas; en ellas no hay un equivalente a lo que supone Teach for America, que se
encarga de organizar la ayuda de una multitud de jóvenes universitarios de espíritu
idealista. Por otro lado, sus esfuerzos no se encuentran coordinados. Para los niños y las
familias implicadas, tratar con estas instituciones tiende a ser frustrante, alienante y
muchas veces humillante. El sistema en su conjunto es extremadamente caro e
ineficiente, y no se puede controlar; además tiene muy bajas tasas de éxito: casi ninguno
de los chicos que pasa por él logra titularse en la universidad ni alcanza lo que supone un

202
índice de felicidad o de éxito en la vida: ni una buena carrera, ni una familia intacta ni un
hogar estable.
Sin embargo, podríamos diseñar un sistema completamente diferente para aquellos
jóvenes que se enfrentan con carencias o precariedades profundas y habituales en su
hogar. Este sistema podría comenzar en un centro social pediátrico comprehensivo,
como el que Nadine Burke Harris está en estos momentos intentando levantar en
Bayview-Hunters Point, centrado en la asistencia ante situaciones traumáticas y que en
cada una de las visitas médicas incluye una consulta con los servicios sociales.
Continuaría con actuaciones sobre los padres, con el fin de aumentar las condiciones
para el desarrollo de un apego familiar seguro, como hace Attachment and Biobehavioral
Catch-Up, o ABC, un programa puesto en marcha por la Universidad de Delaware. En la
guardería, podría desarrollarse un proyecto parecido al de Tools of the Mind, que tiene
como objetivo desarrollar las competencias de la función ejecutiva y la capacidad de
auto-regulación en los niños más pequeños. Tendríamos que asegurar que los alumnos
asistieran a colegios buenos, por supuesto, en los que no se les redujera a clases
especiales, sino más bien a aquellas que supusieran un desafío para ellos e implicaran un
alto nivel de estudio y trabajo. Y cualquier ayuda académica que consiguieran en clase
tendría que ser implementada con ayudas suplementarias e intervenciones de carácter
social o psicológico que les permitieran el desarrollo y la formación del carácter también
cuando se encuentren fuera del colegio, como las iniciativas que Elizabeht Dozier ha
introducido en Fenger o las que el grupo llamado Turnaround for Children ofrece en
muchos colegios para alumnos de bajos ingresos de Nueva York o Washington D.C. En
secundaria, estos alumnos podrían beneficiarse de programas combinados con lo que
ofrecen OneGoal y KIPPP Through College: proyectos que intentan conducirles a la
universidad y les preparan para ello, pero no solo desde un punto de vista académico,
sino también emocional y psicológicamente.
Un sistema coordinado como el propuesto, dirigido al 10 o 15% de los estudiantes
que tienen un mayor riesgo de fracaso, sería caro sin duda. Pero también más barato que
el sistema ad hoc que ahora tenemos. Nos permitiría salvar no solo vidas, sino también
ahorrar dinero, no solo a largo plazo, sino ahora mismo.

203
5. Las políticas de la desventaja
Hablar sobre la influencia de la familia en el éxito o el fracaso de los niños pobres
puede ser un tema difícil e incómodo. Quienes se han propuesto la reforma educativa,
prefieren localizar los principales obstáculos y toman como dogma que la solución a los
problemas tiene que encontrarse dentro del aula. Los escépticos de las reformas, por el
contrario, normalmente creen que la culpa del bajo rendimiento de los alumnos pobres la
tienen factores extra-académicos, pero cuando tratan de determinarlos –y he leído
muchos intentos de hacerlo– eligen los que no se encuentran relacionados con el
ambiente familiar. En lugar de ello, hablan en gran parte de influencias impersonales,
como puede ser un mal ambiente, problemas de alimentación, pobre atención sanitaria o
educativa y discriminación racial. Estos problemas son importantes y reales, pero no
constituyen los inconvenientes más relevantes para el éxito académico que los niños
pobres, en concreto los más pobres, afrontan: un hogar y un entorno familiar y
comunitario con altos niveles de estrés y carencia de relaciones emocionales seguras con
quienes les cuidan y que podrían, de ese forma, controlar las situaciones de ansiedad.
De ese modo, cuando nos preguntamos sobre las causas profundas de la pobreza y
sobre su relación con la falta de éxito, ¿por qué tendemos a centrarnos en las causas
erróneas y pasamos por alto aquellas que, según nos indican los estudios, son
determinantes? A mi juicio esto obedece a tres razones. La primera es que no se entiende
bien lo que enseña la ciencia y esto es así porque los estudios son densos y difíciles. En
el momento en que tienes que utilizar términos como adrenalina hipotalámica-pituitaria
para hablar de un tema, lo complicas.
En segundo lugar, aquellos que no tenemos la experiencia de haber vivido en
familias pobres es comprensible que nos sintamos incómodos al hablar sobre las
disfuncionalidades de esos hogares. Resulta grosero poner en duda las prácticas
educativas de otros padres y criticarlas en público. Y mucho más cuando uno se refiere a
padres que no cuentan con ventajas materiales como las nuestras. Y, cuando quien critica
a unos padres negros es un blanco, nuestra angustia aumenta. Se trata de un tema que
saca a relucir cuestiones dolorosas de la política y la psique americana.
Por último, en tercer lugar, se da el hecho de que la nueva ciencia de la adversidad,
con toda su complejidad, constituye un desafío serio para algunas creencias políticas
muy arraigadas, tanto en la izquierda como en la derecha. A los liberales, esta ciencia les
enseña que los conservadores tienen razón en un punto muy importante: las cuestiones
del carácter y de la personalidad son relevantes. No hay mecanismo más eficaz en la
lucha contra la pobreza para igualar las condiciones de los jóvenes que la fortaleza de
carácter, como lo manifiestan ejemplarmente Keitha Jones, Kewauna Lerma y James
Black: meticulosidad, coraje, flexibilidad, perseverancia y optimismo.

204
Pero donde el punto de vista conservador se equivoca es justamente en detenerse ahí:
a su juicio, el carácter es importante, y eso es todo. Desde esta perspectiva, la sociedad
no puede hacer más hasta que los pobres se formen y desarrollen un carácter más
adecuado. Mientras tanto, no tenemos nada que hacer. Podemos impartirles clases,
castigarles si incumplen las normas; ahí termina nuestra responsabilidad.
Pero la ciencia, en realidad, nos dice otra cosa diferente. Nos enseña que la fuerza de
carácter determinante para el éxito de los jóvenes no es innata: no aparece como por arte
de magia ni por buena suerte o por una determinada dotación genética. Pero tampoco es
una cuestión de elección libre. Está enraizada en la química cerebral y moldeada, de
forma medible y predecible, por el ambiente en el que crecen los niños. Esto supone que
el resto –es decir, la sociedad en conjunto– tiene una importante posibilidad de influir en
la forma en que se desarrolla en el niño. Ahora conocemos aspectos muy relevantes
sobre el tipo de actuaciones que ayudarán a desarrollar esa fuerza de carácter y las
competencias en los niños, desde su nacimiento hasta su llegada a la universidad. Los
padres son un vehículo excelente para poner en marcha esas actuaciones, pero no el
único. La ayuda que puede transformar a los niños viene también de los trabajadores
sociales, los profesores, los sacerdotes, los pediatras y los vecinos. Podemos mostrarnos
a favor de una u otra de las medidas que deberían ser ofrecidas por el gobierno, por las
ONG o por instituciones religiosas, o por todas ellas de forma conjunta. Pero lo que no
podemos decir es que no se puede hacer nada.
Cuando aparecen personas que defienden un nuevo modo de pensar acerca de la
infancia y la pobreza, con frecuencia utilizan argumentos económicos: creen que, como
país, deberíamos cambiar nuestra perspectiva sobre el desarrollo del niño porque
haciéndolo ahorraremos dinero y mejoraremos económicamente. Jack Shonkoff, el
director del Centro del Desarrollo del niño de Harvard, ha defendido razonablemente que
un programa efectivo de ayuda destinado a padres de niños pobres sería menos caro y
más eficaz que el que tenemos hoy, basado en pagar más tarde los programas que
intentan remediar una situación ya creada, o con formación profesional[212]. James
Heckman ha ido más allá y ha calculado que programas como el de la guardería Perry
generan entre siete y 12 dólares de beneficio tangible a la economía americana por cada
dólar que se invierte en ellos[213].
Pero, por muy poderosas que puedan ser las razones económicas, los argumentos que
a mí más me convencen son esencialmente personales. Cuando paso tiempo con gente
joven que crece en medio de la pobreza y la adversidad, tal vez no puedo ayudarles pero
tengo dos sentimientos. En primer lugar, me da rabia todo lo que se han perdido. Cuando
Kewauna expresa su frustración por haberse sentido marginada en la clase WINGS de su
colegio de secundaria de Minnesota, perdiendo el tiempo viendo películas y comiendo
palomitas mientras otros niños como ella aprendían matemáticas y literatura, me siento

205
igual que E. Spiegel al darse cuenta de lo poco que James Black había aprendido fuera
del mundo del ajedrez: me enfado en nombre de Kewauna. Porque eso implica que,
debido a estas insuficiencias, ella ahora tiene que hacer muchos más esfuerzos.
Y, para su propio mérito, ella ahora está trabajando el doble. Esto me lleva a mi
segunda reacción: siento admiración y esperanza ante la gente joven que está haciendo
un camino tan difícil y tomando la dolorosa decisión de seguir una senda mejor y de
dejar atrás lo que parecía su destino inevitable. James, Keitha y Kewauna, todos ellos,
están trabajando mucho más seriamente que yo a su edad, al haber tomado la decisión de
transformarse a sí mismos y mejorar sus vidas. Cada día todos ellos subieron un peldaño
más de la escalera hacia el éxito. Pero nosotros no podemos simplemente alabar sus
esfuerzos o esperar sin hacer nada a que algún día otros jóvenes sigan su ejemplo. No
llegaron a ese camino por sí mismos. Lo emprendieron porque alguien les ayudó a dar el
primer paso.

206
AGRADECIMIENTOS

La gratitud es una de las siete fortalezas del carácter que los profesores de KIPP y de
Riverdale intentan enseñar a sus estudiantes, y me alegra tener la oportunidad de
ejercitarla en los siguientes párrafos: no habría espacio suficiente para darle las gracias a
todos los que me han ayudado con este libro, pero sí para mencionar al menos a unos
pocos.
Este libro se ha beneficiado de la generosidad y los conocimientos de muchos
investigadores y expertos, pero estoy especialmente agradecido a James Heckman,
Clancy Blair, Nadine Burke Harris y Angela Duckworth, que no solo me hicieron
partícipe de su profundo saber, en los campos en los que son expertos, sino que me
ayudaron a ver las conexiones que trascienden las tradicionales relaciones académicas y
científicas: la relación entre psicología del desarrollo y economía del trabajo; entre
criminología y medicina pediátrica; entre las hormonas del estrés y reforma educativa.
También quiero agradecer a los educadores que me permitieron ser testigo de su
trabajo y se esforzaron mucho para explicarme por qué hacían lo que hacían,
especialmente Elizabeth Spiegel, Jeff Nelson, David Levin, Elizabeth Dozier, Dominic
Randolph, Tom Brunzell, K. C. Cohen, Michel Stefl y Lanita Reed. Steve Gates no se
incluiría a sí mismo dentro de la categoría de educador, pero yo también voy a incluirle
aquí; en verdad, él me ha educado y su generosidad y su liderazgo me han enriquecido
durante el tiempo que pasé en Roseland.
Estoy muy agradecido a las docenas de jóvenes de Chicago, New York y San
Francisco que me contaron sus historias y respondieron a las preguntas que les hice con
sinceridad y con muy buen criterio, especialmente a Keitha Jones, Monisha Sullivan,
Thomas Gaston, James Black y Kewauna Lerma.
Mi agradecimiento a todo el equipo de Houghton Mifflin Harcourt que hizo posible
este libro, especialmente a mi editor, Deanne Urmy, cuya contribución aparece en todas
y cada una de las páginas. Gracias a mi agente, David McCormick, por su fe
inquebrantable en este proyecto, y a Alia Hanna Habib, encargada de mis conferencias,
por su apoyo, por sus ánimos y por su consejo. Gracias a Emmy Liss que me ayudó en la
investigación; me ayudó a comprender mejor lo que significa para un joven crecer con
una gran desventaja. Gracias a Charles William Wilson, que fue valiente y trabajó hasta
la extenuación comprobando muchos de los datos del manuscrito. También quiero darles
las gracias a Katherine Bradley y sus colegas de la CityBridge Foundation por su ayuda
y apoyo en las etapas iniciales de la investigación.

207
Estoy en deuda con todos mis amigos y colegas que se leyeron los bocetos de
algunas partes de libro y me aconsejaron sobre ello, entre ellos, a Matt Bai y James
Forman Jr., y también a dos directores de revista sobresalientes, Vera Titunik y Daniel
Zalewski, que me ayudaron a transformar parte de la investigación de este libro en
artículos para la New York Times Magazine y The New Yorker. Dos editores más, ambos
indispensables: cuando no sabía cómo seguir, o salir, de un capítulo, mi primera llamada
era siempre para Joe Lovell, que siempre encontraba una solución. Y, una vez que
finalicé la primera versión del libro completo, Ira Glass me sirvió de guía en algunas de
las revisiones críticas, leyendo y aconsejándome en muchos borradores; creo que tengo
una gran suerte de haberme beneficiado de sus amables ojos y oídos.
Doy las gracias de corazón a mis familiares y amigos que me dieron apoyo y consejo
y me ayudaron a distraerme, entre los que se cuentan Susan Tough, Anne Tough, Allen
Tough, Jack Hitt, Michael Pollan, Ethan Watters, Ann Clarke, Matt Klam, Kira Pocllack,
James Ryerson, Elana James e Ilena Silverman.
Sobre todo, mis gracias van a Paula, Ellington y Georgie por su ayuda, por su apoyo
y su cariño. En los agradecimientos de mi último libro, le prometí a Paula que este sería
más sencillo y no lo ha sido. Sin embargo, ella ha seguido apoyándome con paciencia y
buen humor. Las investigaciones en las que me sumergí mientras escribía el libro me
enseñaron mucho sobre el poder transformador del amor de una familia… Pero todo eso
no es nada comparado a lo que aprendo de ellos cada día.

208
NOTAS

[1] Para saber más sobre Tools of the Mind, ver Paul Tough, «Can the Right Kinds
of Play Teach Self-Control?», New York Times Magazine, 25 de septiembre de 2009.
[2] Garey Ramey and Valerie A. Ramey, The Rug Rat Race (Cambridge, MA:
National Bureau of Economics Research, enero de 2010.
[3] Kate Zernike, «Fast-Tracking to Kindergarten?», New York Times, 13 de mayo
de 2011.
[4] Carnegie Task Force on Meeting the Needs of Young Children, Starting Points:
Meeting the Needs of Our Youngest Children (New York: Carnegie Corporation of New
York, 1994).
[5] Betty Hart and Todd R. Risley, Meaningful Differences in the Everyday
Experience of Young American Children (Baltimore: Paul H. Brookes, 1995).
[6] James J. Heckman, John Eric Humphries y Nicholas S. Mader, «The GED», en
Handbook of the Economics of Education, vol. 3, eds. Eric A. Hanushek et al. (Oxford:
Elsevier, 2011), 455, ilustración 9.16. Para saber más de la investigación de Heckman
sobre el GED ver: James J. Heckman, Jingjing Hsse and Yona Rubinstein, «The GED Is
a “Mixed Signal”: The Effect of Cognitive and Non-Cognitive Skills on Human Capital
and Labor Market Outcomes», trabajo no publicado, revisado en marzo de 2002; y
James J. Heckman y Yona Rubinstein, «The Importance of Noncognitive Skills: Lessons
from the GED Testing Program», American Economic Review 91, n. 2 (mayo de 2001).
[7] Pedro Carneiro y James J. Heckman, «Human Capital Policy», en Inequality in
America: What Role for Human Capital Policies? eds. James J. Heckman and Alan B.
Krueger (Cambridge, MA: MIT Press, 2003), 141.
[8] James J. Heckman, Seong Hyeok Moon, Rodrigo Pinto, Peter A. Savelyev y
Adam Yavitz, «The Rate of Return to the High/Scope Perry Preschool Program»,
Journal of Public Economics 94, nn. 1 y 2 (febrero de 2010). Para saber más sobre Perry,
ver James Heckman, Lena Malofeeva, Rodrigo Pinto and Peter Savelyev,
«Understanding the Mechanisms Through Which an Influential Early Childhood
Program Boosted Adult Outcomes», trabajo sin publicar, 23 de noviembre de 2011.
[9] James Heckman, Lena Malofeeva, Rodrigo Pinto y Peter Savelyev,
«Enhancements in Noncognitive Capacities Explain Most of the Effects of the Perry
Preschool Program», 13 de enero de 2010.
[10] Michael Martinez, «City’s Schools Now Thinking Small», Chicago Tribune, 20
de septiembre de 1996. Lynn Schnaiberg, «Scores Up But Schools No Better», Catalyst

209
Chicago, marzo de 2001.
[11] Martinez, «City’s Schools». Jody Temkin, «Last-Minute Decisions Keep Fenger
on Its Toes», Catalyst Chicago, octubre de 1999.
[12] Michael Martinez, «Magnet Programs to Expand in City Schools», Chicago
Tribune, 16 de marzo de 2001.
[13] David Mendell, «City Dropouts Target of Grant», Chicago Tribune, 18 de abril
de 2006.
[14] Sarah Karp, «If at First You Don’t Succeed… Turnaround and Go Big»,
Catalyst Chicago, 16 de junio de 2009.
[15] Mendell, «City Dropouts».
[16] Karp, «If at First»; Sarah Karp, «Putting the Brakes on High School
Transformation», Catalyst Chicago, 28 de abril de 2009.
[17] Sarah Karp, «Youth Murders Up, Money for School Violence Prevention in
Doubt», Catalyst Chicago, 28 de enero de 2011.
[18] Traducción al inglés de Vincent Felitti, «Belastungen in der Kindheit und
Gesundheit im Erwachsenenalter: die Verwandlung von Gold in Blei», Zeitschrift für
Psychosomatische Medizin und Psychotherapie 48 (2002).
[19] Shanta R. Dube et al., «Childhood Abuse, Household Dysfunction, and the Risk
of Attempted Suicide Throughout the Life Span», Journal of the American Medical
Association 286, n. 24 (26 de diciembre de 2001). Dos tercios de los pacientes lo habían
experimentado: Ibíd.
[20] Robert Anda, «The Health and Social Impact of Growing Up with Adverse
Childhood Experiences», trabajo sin publicar, www.acestudy.org.
[21] Robert Anda, Vincent Felitti et al., «The Enduring Effects of Abuse and Related
Adverse Experiences in Childhood: A Convergence of Evidence from Neurobiology and
Epidemiology», European Archives of Psychiatry and Clinical Neurosciences 56 (2006).
Para saber más datos del ACE, ver Vincent J. Felitti y Robert F. Anda, «The
Relationship of Adverse Childhood Experiences to Adult Medical Disease, Psychiatric
Disorders, and Sexual Behavior: Implications for Healthcare», en The Hidden
Epidemic: The Impact of Early Life Trauma on Health and Disease, eds. Ruth A. Lanius,
Eric Vermetten y Clare Pain (Cambridge: Cambridge University Press, 2010); Valerie J.
Edwards et al., «The Wide-Ranging Health Outcomes of Adverse Childhood
Experiences», en Child Victimization, eds. K. A. Kendall-Tackett and S. M. Giaromoni
(Kingston, NJ: Civic Research Institute, 2005); y Vincent J. Felitti, Paul Jay Fink, Ralph
E. Fishkin y Robert F. Anda, «An Epidemiologic Validation of Psychoanalytic Concepts:
Evidence from the Adverse Childhood Experiences (ACE) Study of Childhood Trauma
and Violence», en Trauma und Gewalt 1 (2006).
[22] Anda, Felitti et al., «Enduring Effects».

210
[23] Edwards et al., «Wide-Ranging Health Outcomes».
[24] Maxia Dong et al., «Adverse Childhood Experiences and Self-Reported Liver
Disease», Archives of Internal Medicine 163 (8 de septiembre de 2003).
[25] Dube et al., «Childhood Abuse».
[26] Felitti and Anda, «Relationship of Adverse Childhood Experiences».
[27] Felitti et al., «Epidemiologic Validation».
[28] Para esta descripción de cómo funciona el estrés me baso en Robert M.
Sapolsky, Why Zebras Don’t Get Ulcers (New York: St. Martin’s Press, 1994); Seymour
Levine, «Stress: An Historical Perspective», en Handbook of Stress and the Brain, Part
1: The Neurobiology of Stress, eds. T. Steckler, N. H. Kalin y J. M. H. M. Reul
(Amsterdam: Elsevier, 2005); y Center on the Developing Child de Harvard, «The
Foundations of Lifelong Health Are Built in Early Childhood», (Cambridge, MA: Center
on the Developing Child, 2010).
[29] Llegué a conocer el trabajo de Bruce McEven por conversaciones con él y
también con Bruce S. McEwen, «Protection and Damage from Acute and Chronic
Stress», Annals of the New York Academy of Sciences 1032 (2004); Sapolsky, Zebras
Don’t Get Ulcers; y Teresa Seeman et al., «Modeling Multisystem Biological Risk in
Young Adults: The Coronary Artery Risk Development in Young Adults Study»,
American Journal of Human Biology 22 (2010).
[30] Seeman et al., «Modeling Multisystem Biological Risk»; y Teresa Seeman et al.,
«Socio-Economic Differentials in Peripheral Biology: Cumulative Allostatic Load»,
Annals of the New York Academy of Sciences 1186 (2010).
[31] Nadine J. Burke, Julia L. Hellman, Brandon G. Scott, Carl F. Weems y Victor
G. Carrion, «The Impact of Adverse Childhood Experiences on an Urban Pediatric
Population», Child Abuse and Neglect 35, n. 6 (junio de 2011).
[32] Sara E. Rimm-Kaufman, Robert C. Pianta y Martha J. Cox, «Teachers
Judgments of Problems in the Transition to Kindergarten», Early Childhood Research
Quarterly 15, n. 2 (2000).
[33] Janis B. Kupersmidt, Donna Bryant y Michael T. Willoughby, «Prevalence of
Aggressive Behaviors Among Preschoolers in Head Start and Community Child Care
Programs», Behavioral Disorders 26, n. 1 (noviembre del 2000).
[34] Center on the Developing Child at Harvard University, «Building the Brain’s
“Air Traffic Control” System: How Early Experiences Shape the Development of
Executive Function», working paper 11 (Cambridge, MA: Center on the Developing
Child, febrero de 2011).
[35] Gary W. Evans y Michelle A. Schamberg, «Childhood Poverty, Chronic Stress,
and Adult Working Memory», Proceedings of the National Academy of Sciences 106, n.
16 (2009).

211
[36] Laurence Steinberg, «A Behavioral Scientist Looks at the Science of Adolescent
Brain Development», Brain and Cognition 72 (2010).
[37] Laurence Steinberg, «A Social Neuroscience Perspective on Adolescent Risk-
Taking», Developmental Review 28, n. 1 (marzo de 2008); Laurence Steinberg, «A Dual
Systems Model of Adolescent Risk-Taking», Developmental Psychobiology 52, n. 3
(abril de 2010).
[38] Karen M. Abram et al., «Posttraumatic Stress Disorder and Trauma in Youth in
Juvenile Detention», Archives of General Psychiatry 61 (abril de 2004).
[39] Roseanna Ander, Philip J. Cook, Jens Ludwig, y Harold Pollack, Gun Violence
Among School-Age Youth in Chicago (Chicago: University of Chicago Crime Lab,
2009).
[40] Dong Liu et al., «Maternal Care, Hippocampal Glucocorticoid Receptors, and
Hypothalamic-Pituitary-Adrenal Responses to Stress», Science 277, n. 5332 (12 de
septiembre de 1997).
[41] Christian Caldji et al., «Maternal Care During Infancy Regulates the
Development of Neural Systems Mediating the Expression of Fearfulness in the Rat»,
Proceedings of the National Academy of Sciences 95, n. 9 (28 de abril de 1998).
[42] Christian Caldji, Josie Diorio y Michael J. Meaney, «Variations in Maternal
Care in Infancy Regulate the Development of Stress Reactivity», Biological Psychiatry
48, n. 12 (15 de diciembre de 2000).
[43] Ian C. G. Weaver et al., «Epigenetic Programming by Maternal Behavior»,
Nature Neuroscience 7, n. 8 (agosto de 2004); Robert M. Sapolsky, «Mothering Style
and Methylation», Nature Neuroscience 7, n. 8 (agosto de 2004).
[44] Patrick O. McGowan et al., «Epigenetic Regulation of the Glucocorticoid
Receptor in Human Brain Associates with Child Abuse», Nature Neuroscience 12, n. 3
(marzo de 2009); Steven E. Hyman, «How Adversity Gets Under the Skin», Nature
Neuroscience 12, n. 3 (marzo 2009); Hanna Hoag, «The Painted Brain: How Our Lives
Colour Our Minds», Montreal Gazette, 18 de enero de 2011.
[45] Clancy Blair et al., «Salivary Cortisol Mediates Effects of Poverty and Parenting
on Executive Functions in Early Childhood», Child Development 82, n. 6
(noviembre/diciembre de 2011).
[46] Clancy Blair et al., «Maternal and Child Contributions to Cortisol Response to
Emotional Arousal in Young Children from Low-Income, Rural Communities»,
Developmental Psychology 44, n. 4 (2008). See also Clancy Blair, «Stress and the
Development of Self-Regulation in Context», Child Development Perspectives 4, n. 3
(diciembre de 2010).
[47] Gary W. Evans et al., «Cumulative Risk, Maternal Responsiveness, and
Allostatic Load Among Young Adolescents», Developmental Psychology 43, n. 2

212
(2007).
[48] Robert Karen, Becoming Attached: First Relationships and How They Shape
Our Capacity to Love (New York: Oxford University Press, 1998).
[49] Conocí el estudio de Minnesota por conversaciones con Byron Egeland, Alan
Sroufe, Andrew Collins y otros investigadores; de L. Alan Sroufe, Byron Egeland,
Elizabeth A. Carlson y W. Andrew Collins, The Development of the Person: The
Minnesota Study of Risk and Adaptation from Birth to Adulthood (New York: Guilford
Press, 2005); from Alan Sroufe y Daniel Siegel, «The Verdict Is In: The Case for
Attachment Theory», Psychotherapy Networker (marzo/abril 2011); y de Karen,
Becoming Attached.
[50] Sroufe et al., Development of the Person, 132.
[51] Ibíd., 133.
[52] Ibíd., 139–141.
[53] L. Alan Sroufe, «Attachment and Development: A Prospective, Longitudinal
Study from Birth to Adulthood», Attachment and Human Development 7, n. 4
(diciembre de 2005): 357.
[54] Sroufe et al., Development of the Person, 211, 228; Shane Jimerson, Byron
Egeland, L. Alan Sroufe y Betty Carlson, «A Prospective Longitudinal Study of High
School Dropouts Examining Multiple Predictors Across Development», Journal of
School Psychology 38, n. 6 (2000). Sroufe et al., Development of the Person, 210;
Jimerson et al., «A Prospective Longitudinal Study».
[55] Dante Cicchetti, Fred A. Rogosch y Sheree L. Toth, «Fostering Secure
Attachment in Infants in Maltreating Families Through Preventive Interventions»,
Development and Psychopathology 18, n. 3 (2006).
[56] Megan R. Gunnar, Philip A. Fisher y the Early Experience, Stress, and
Prevention Network, «Bringing Basic Research on Early Experience and Stress
Neurobiology to Bear on Preventive Interventions for Neglected and Maltreated
Children», Development and Psychopathology 18, n. 3 (2006).
[57] Mary Dozier et al., «Developing Evidence-Based Interventions for Foster
Children: An Example of a Randomized Clinical Trial with Infants and Toddlers»,
Journal of Social Issues 62, n. 4 (2006).
[58] Kristin Bernard et al., «Enhancing Attachment Organization Among Maltreated
Children: Results of a Randomized Clinical Trial», Child Development 83, n. 2 (marzo
de 2012).
[59] Heather Mac Donald, «Chicago’s Real Crime Story», City Journal, Winter
2010.
[60] Jay Mathews, Work Hard. Be Nice.: How Two Inspired Teachers Created the
Most Promising Schools in America (Chapel Hill, NC: Algonquin Books of Chapel Hill,

213
2009), 160.
[61] Abby Goodnough, «Structure and Basics Bring South Bronx School Acclaim»,
New York Times, 20 de octubre de 1999.
[62] Jodi Wilgoren, «Seeking to Clone Schools of Success for the Poor», New York
Times, 16 de agosto del 2000.
[63] KIPP se centra particularmente en los datos sobre la graduación a los seis años,
ya que es el punto de referencia más aceptado para las estadísticas sobre graduaciones en
secundaria. En cuanto a los de primavera de 2012, nueve años después de la fecha
prevista para graduarse en secundaria de la promoción de 2003, la tasa de graduación
llegará al 26%.
[64] Martin E. P. Seligman, Learned Optimism: How to Change Your Mind and
Your Life (New York: A. A. Knopf, 1991).
[65] Ibíd., 13.
[66] Ibíd., 44.
[67] Christopher Peterson y Martin E. P. Seligman, Character Strengths and Virtues:
A Handbook and Classification (Oxford: Oxford University Press, 2004), 4. Ibíd., 9.
Ibíd., 15.
[68] Ibíd., 10.
[69] Ibíd., 4.
[70] Ver, e.g., Roger Rosenblatt, «Teaching Johnny to Be Good», New York Times
Magazine, 30 de abril de 1995; y Charles Helwig, Elliot Turiel y Larry Nucci,
«Character Education After the Bandwagon Has Gone», paper presented in L. Nucci
(chair), «Developmental Perspectives and Approaches to Character Education»,
simposio que tuvo lugar durante la reunión de la American Educational Research
Association, Chicago, marzo de 1997.
[71] Social and Character Development Research Consortium, Efficacy of
Schoolwide Programs to Promote Social and Character Development and Reduce
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con Japón en el 12 lugar.
[152] Ibíd., 69, tabla A3.2.
[153] «Percent of People 25 Years and Over Who Have Completed High School or
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[154] William G. Bowen, Matthew M. Chingos y Michael S. McPherson, Crossing
the Finish Line: Completing College at America’s Public Universities (Princeton, NJ:
Princeton University Press, 2009), 27. Otros investigadores creen que las tasas de
estudiantes problemáticos que completan sus estudios han crecido aunque de manera
más lenta que las de los estudiantes ricos, e.g., Martha J. Bailey y Susan M. Dynarski,
«Gains and Gaps: Changing Inequality in U.S. College Entry and Completion», NBER
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[161] David Leonhardt, «Even for Cashiers, College Pays Off», New York Times, 25
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[163] Goldin y Katz, The Race, 290, ilustración 8.1.
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artículo, el informe se actualizó y se corrigió: son ocho de cada cien en vez de seis de
cada cien.
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[181] Cohen y Little, «Of 100 Chicago Public School Freshmen, Six Will Get a
College Degree»; Roderick, Nagaoka y Allensworth, From High School to the Future;
intercambio de e-mails con Emily Krone del Consortium on Chicago Schools Research.
El artículo del Tribune demostró que las posibilidades eran más de cuarenta; el dato
cambió al actualizar el informe.
[182] Melissa Roderick, Closing the Aspirations-Attainment Gap: Implications for
High School Reform (New York: MDRC, abril de 2006), 25. Ibíd., 26. Ibíd., 22–23.
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[208] En la primavera de 2012, el 87% de los estudiantes de los colegios públicos de
Chicago son de bajos ingresos. Página de «Stats and facts», según los niveles del
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[209] DeNavas-Walt, Proctor y Smith, Income, Poverty, 19, table 6.
[210] Ibíd., 61. Ver también Hope Yen y Laura Wides-Munoz, «Poorest Poor in US
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[211] DeNavas-Walt, Proctor y Smith, Income, Poverty, 19, tabla 6.

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[212] Jack Shonkoff, discurso en el NBC News Education Nation Summit, 26 de
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[213] James J. Heckman, Seong Hyeok Moon, Rodrigo Pinto, Peter A. Savelyev y
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224
ÍNDICE

Prólogo

Introducción

I. Cómo equivocarse (y cómo no hacerlo)


1. Colegio de secundaria Fenger
2. Nadine Burke Harris
3. El estudio ACE
4. El efecto parque de bomberos
5. Miedo a morir
6. Funciones ejecutivas
7. Simon
8. Mush
9. El indicador LG
10. Apego
11. Minnesota
12. Programas con padres
13. Visitando a Makayla
14. Steve Gates
15. Keitha Jones

II. Cómo construir el carácter


1. La mejor clase de todas
2. Aprendiendo a ser optimista
3. Riverdale
4. Fortalezas de carácter
5. Autocontrol y fuerza de voluntad
6. Motivación
7. El test sobre la velocidad de codificación
8. Meticulosidad
9. La desventaja del autocontrol
10. Determinación
11. Cuantificando el carácter

225
12. Opulencia
13. Disciplina
14. Buenos hábitos
15. Identidad
16. El boletín de calificaciones
17. Escalando la montaña

III. Cómo pensar


1. La metedura de pata de Sebastian
2. Coeficiente intelectual y ajedrez
3. Fiebre de ajedrez
4. Mezquindad calibrada
5. Justus y James
6. El Marshall
7. Maestría
8. Flujo
9. Optimismo y pesimismo
10. Domingo
11. El test

IV. Cómo tener éxito


1. La paradoja educativa
2. La línea de meta
3. Uno de cada treinta
4. La llamada
5. La tecnología ACE
6. Los resultados de los test
7. Las ambiciones de Kewauna
8. Reduciendo la distancia

V. Un camino mejor
1. Abandono
2. Educar para gestionar el fracaso
3. Un desafío diferente
4. Un tipo diferente de reforma
5. Las políticas de la desventaja

Agradecimientos

226
Notas

227
Índice
Prólogo 4
Introducción 7
I. Cómo equivocarse (y cómo no hacerlo) 18
1. Colegio de secundaria Fenger 18
2. Nadine Burke Harris 24
3. El estudio ACE 26
4. El efecto parque de bomberos 29
5. Miedo a morir 32
6. Funciones ejecutivas 35
7. Simon 37
8. Mush 39
9. El indicador LG 45
10. Apego 48
11. Minnesota 52
12. Programas con padres 55
13. Visitando a Makayla 58
14. Steve Gates 60
15. Keitha Jones 62
II. Cómo construir el carácter 67
1. La mejor clase de todas 67
2. Aprendiendo a ser optimista 70
3. Riverdale 73
4. Fortalezas de carácter 76
5. Autocontrol y fuerza de voluntad 79
6. Motivación 82
7. El test sobre la velocidad de codificación 85
8. Meticulosidad 88
9. La desventaja del autocontrol 90
10. Determinación 93
11. Cuantificando el carácter 95
12. Opulencia 100
13. Disciplina 105
14. Buenos hábitos 109

228
15. Identidad 112
16. El boletín de calificaciones 115
17. Escalando la montaña 118
III. Cómo pensar 121
1. La metedura de pata de Sebastian 121
2. Coeficiente intelectual y ajedrez 126
3. Fiebre de ajedrez 130
4. Mezquindad calibrada 133
5. Justus y James 137
6. El Marshall 140
7. Maestría 143
8. Flujo 148
9. Optimismo y pesimismo 150
10. Domingo 154
11. El test 157
IV. Cómo tener éxito 160
1. La paradoja educativa 160
2. La línea de meta 163
3. Uno de cada treinta 166
4. La llamada 169
5. La tecnología ACE 174
6. Los resultados de los test 177
7. Las ambiciones de Kewauna 180
8. Reduciendo la distancia 183
V. Un camino mejor 187
1. Abandono 187
2. Educar para gestionar el fracaso 191
3. Un desafío diferente 195
4. Un tipo diferente de reforma 199
5. Las políticas de la desventaja 204
Agradecimientos 207
Notas 209
Índice 225

229

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