Juan de Jauregui

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Discurso poético.

Advierte el desorden y engaño de algunos escritos.


[Uno de los primeros ejercicios de critica literaria, partiendo de preceptos teóricos que
Góngora no ha cumplido].
Las causas del desorden y su definición. CAP. I.
La extrañeza y confusión de los versos, en estos años introducida de algunos, es queja ya
universal entre cuantos conocen o bien desconocen nuestra lengua. Oféndense los buenos
juicios y juntamente se compadecen, viendo el disfraz moderno de nuestra poesía, que siendo
su adorno legítimo la suavidad y regalo, nos la ofrecen armada de escabrosidad y dureza. Mas
junto con este sentimiento, es tanta la modestia de muchos, que llegan a mostrarse dudosos
sobre si este modo de escribir, siendo a todos molesto, es en alguna manera acertado, si
esconde misterios de ingenio, si alguna utilidad o circunstancia oculta por donde merezca
estimarse y ser admitido de los nuestros. O, ya que nada merezca, desean saber en qué se
funda, de qué causas procede y por qué le apetecen sus autores, porque no es creíble que sin
algún fin o interés (aunque sea engañoso) nadie elija y abrace un error. Este celo tan cuerdo
de los dudosos merecería ser correspondido de quien pudiese vencer sus dificultades y,
aunque yo no me prometo tanto, quise tentar si en limitado discurso cabía enteramente la
satisfacción de la duda, que a muchos la debo por pregunta. Con este solo ánimo escribo este
papel, donde no se culpa a ningún autor, ni obra alguna señalada: sólo me remito a aquellas
en que se hallaren los abusos aquí reprobados, dejando salvo derecho a los autores para que,
cuando acierten, los celebremos. Que posible es la enmienda, aunque difícil en nuestra
esperanza, y, en cualquier tiempo que la haya, será agradecida de los cuerdos.
Es, pues, la suma de mi persuasión que el intento original de los autores propuestos,
en su primera raíz, es loable: porque sin duda los mueve un aliento y espíritu de ostentarse
bizarros y grandes. Mas, engañados al elegir los medios, yerran en la ejecución, tanto que los
efectos son vituperables, y justamente aborrecidos; no en parte alguna útiles, antes en
extremo dañosos a nuestra lengua y patria, introduciéndose en ella tal linaje de escritos y
versos. Este sentimiento seguiré con la explicación, en las breves hojas de este cuaderno,
dividido en seis partes, o capítulos. En este primero digo:
- Las causas del desorden, y su definición.
- Los engañosos medios con que se yerra.

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- La molesta frecuencia de novedades.


- Los daños que resultan, y por qué modos.
- El vicio de la desigualdad, y sus engaños.
- La oscuridad, y sus distinciones.
Sean primer fundamento aquellas sentencias comunes del gran LíricoAd Pisones: «“Maxima
pars vatum decipimur specie recti. In vitium ducit culpae fuga, si caret arte».” Dice que a las
virtudes poéticas se acercan varios vicios parecidos a ellas y que muchos se engañan con la
imagen, o especie de virtudes, que falsamente les representan. Esto es: “Decipimur specie
recti”. Dice también, confirmando lo mismo, que el huir de un vicio, nos lleva muchas veces
a otro, si con buen arte y estudio no sabemos conocerle, y distinguirle de la virtud: «“In
vitium ducit culpae fuga, si caret arte»”. Varios son los caminos de incurrir en este engaño.
Hay poetas que, por escribir recatado, escriben abatido, y el huir de la temeridad los lleva a la
cobardía. Otros, por ser suaves y puros, son desnervados y flojos; huyen lo rígido, y vanse a
lo lánguido. Y para no detenerme en ejemplos, voy al camino que principalmente siguen los
poetas que ahora notamos. Digo que estos se pierden por lo más remontado, aspiran con brío
a lo supremo: esta es la virtud que procuran. Pretenden, no temiendo el peligro, levantar la
poesía en gran altura, y piérdense por el exceso. Lo temerario les parece bizarro, esta es la
especie de recto que los engaña; y, huyendo de un vicio que es la flaqueza, pasan a incurrir en
otro, que es la violencia. La primera raíz del intento alabo; y a un tiempo mismo vitupero los
engañosos medios, y los errados efectos en la ejecución. Porque, aspirando a lo excelente y
mayor, sólo aprehenden lo liviano y lo menos. Y, creyendo usar valentías y grandezas, sólo
ostentan hinchazones vanas y temeridades inútiles. Advirtiolo en breve Quintiliano donde
dijo: ‘“Hay autores que se abrazan de los vicios cercanos a las virtudes; en vez de ser grandes
son hinchados y, en vez de fuertes, temerarios”’. «“Proxima virtutibus vitia comprehendunt,
fiuntque pro grandibus tumidi, pro fortibus temerarii”». Luego Gelio, acerca de los estilos:
‘“Para estas virtudes (dice) hay otros tantos vicios, que mienten su modo y su hábito con
falsos simulacros; así muchas veces los hinchados y llenos de viento engañan por abundantes
y fértiles’. ”«“His singularis” “virtutibus vitia agnata sunt pari numero, qua earum modum et
habitum simulachris falsis ementiuntur. Sic plerumque sufflati atque tumidi fallunt pro
uberibus”». Casi lo mismo considera163 el Autor a Herenio. Y antes que todo Demetrio
Falereo definiendo en particular esta demasía y sellando mi intento: ‘“De la manera ”

(dice) “que algunos malos defectos se acercan a virtudes loables, como la sobrada vergüenza
a la modestia, y el arrojamiento al valor, de la misma manera a los estilos de locución se
hallan vecinos algunos vicios’”. Diremos primero del que se acerca al estilo magnífico. A este
vicio le llaman frígido, cuyo nombre define Teofrasto, diciendo: “‘Frígida locución es aquella
que sobra a si propia, y a lo mismo que pretende decir”’. Traducido por Pedro Victorio, suena
así: «“Quemadmodum autem sunt improba quaedam quibusdam probis, ac laude dignis, ceu
fidentiae quidem audacia, verecundia autem pudori, eodem pacto locutionis notis vicinae sunt
vitiosae quaedam. Primum autem de ea, quae vicina est magnificae dicamus. Nomen igitur
ipsi impositum est frigidum: definit autem frigidum Theophrastus hoc pacto. Frigidum est
quod excedit suam, propriamque enuntiationem”»165. Habiendo nombrado a este vicio
temeridad, hinchazón y viento, es acierto llamarle también frialdad porque, pretendiendo un
ingenio extremos bríos, consigue sólo desaires frívolos y en vez de agradar al oyente y mover
su espíritu, le desgracia y le hiela.
Lastimosos efectos de la demasía, siempre más ostensible que la cortedad. «“Etsi
enim suus cuique modus est” (dice Tulio a Bruto) “tamen magis offendit nimium quam
parum”». Esta perdición por excesos167, cuyo efecto es frío, hinchado y temerario, es
también una suerte de vicio, que los griegos llaman κακοζηλία, de que hablan grandes
autores. Significa la voz cacocelía un mal celo y vituperable por demasiado; una afectación y
vehemencia por adelantar nuestras fuerzas, y pasar a imposibles, perdiéndonos en la
pretensión. Este es el error primitivo, y el vicio capital en que hoy incurren los ingenios de
que tratamos. Quieren salir de sí mismos por extremarse y, aunque es bien anhelemos a gran
altura, supónese que esos alientos guarden su modo y su término, sin arrojarse de manera que
el vuelo sea precipicio y, por alcanzar al extremo, aun no lleguemos al medio. Sin pasar a otro
intento, mostraré que debieran estimarse estos bríos si todos sus arrojamientos no fueran al
fin perdiciones. Veo en Séneca un lugar insigne que, si bien le acomoda al calor de Baco, en
efecto describe con alto modo el espíritu mayor poético (o le llamemos, manía, o insania)170.
Este lugar y otros muchos, pienso darles a los briosos, porque peleen con armas, y sepan lo
más que se halla en defensa aparente de sus demasías. ‘“No puede hablar cosas grandes ”
(dice Séneca) “y superiores a otros, sino conmovida la mente. Cuando ella desprecia lo vulgar
y usado, y con instinto sacro se levanta excelsa, entonces canta mayores cosas, y supremas a
mortal voz. Ni se puede arribar a lo arduo y sublime, mientras se limita en sí misma:

conviene que se exceda en sus comunes fuerzas, que se adelante y que mordiendo el freno
arrebate al que la rige, y le lleve donde él por sí solo temería subir’.” Véanse ahora las
mismas palabras en su fuerza nativa, y no parezca superfluo, si las más veces trasladare lo
latino y vulgar, pues hay aficiones a todo. «“Non potest grande aliquid et supra caeteros
loqui, nisi mota mens. Cum vulgaria et solita contempserit instinctuque sacro surrexit
excelsior, tum demum aliquid cecinit grandius ore mortali. Non potest sublime quicquam et
in arduo positum contingere, quamdiu apud se est. Desciscat a solito et efferatur et mordeat
frenos, et rectorem rapiat suum eoque ferat quoII per se timuisset ascendere»173”. Este ardor
o este arrobo tan alto compete a los grandes poetas. No es menos lo que debe el ingenio
moverse y excitarse, si propone a sus obras aplausos superiores. Mas debe (¿quién lo duda?)
conseguir buen efecto de estos ardimientos y raptos: emplearlos, digo, principalmente en
conceptos sublimes y arcanos (de que habla Séneca), no en lo inferior y vacío de las palabras,
con que solo se enfurecen algunos. Y como quiera que se arroje el espíritu, debe salir a salvo
del peligro, que es todo el ser de las empresas y, en las de poesía, tan difícil que pide gran
fuerza de ingenio, estudios copiosos, artificio y prudencia admirable. Tales pertrechos han de
asegurar el furor, cuando se arroja o se engolfa: y quien no se sintiere tan prevenido, retírese
ocioso a la orilla, y no navegue, por más que le incite su espíritu. Parece que todo les falta a
nuestros modernos y que quisieran, con el aliento174 sólo, conseguir maravillas sin costa: los
efectos me lo aseguran. Porque no son sus éxtasis, o raptos, en busca de peregrinos
conceptos. Remotos van sus ingenios de ese rumbo. Por locuciones solas se inquietan y en
tan leve designio se pierden. Con este solo viento desatan las velas todas al ímpetu de su furor
y, pretendiendo navegar velocísimos, zozobra la nave y se anega175, como probará este
discurso.
Es efecto muy contingente, en los que desean lo excesivo, por el mismo caso no
conseguir aun lo mediano, incurriendo en su daño y su afrenta; y a estos con propiedad
comprehende la cacocelía. Explicareme con ejemplos176. Muchas veces un tirador de
barra177, empleando gran ímpetu en adelantar sus fuezas, suele desbarrar178 y perderse. Lo
mismo sucede al que salta; lo mismo, al que juega la pelota; y a otros. Así nuestros poetas,
esforzándose en demasía por llegar a extremos sin límite, les sale después lo
compuesto179 como pelota que se torció en la pala, y hizo falta, queriendo exceder largas
chazas180; como salto desbaratado que, por aventajar a otros, descaece y tropieza; y,

finalmente como barra, que desliza de la mano y quebranta el brazo, dejando el tiro más corto
en vez de adelantarle. Ejemplos de estos desaires se refieren por grandes poetas. Cuando el
esgrimidor o pugil Entelo levantó la diestra con mayor ímpetu para aterrar al contrario,
entonces (dice Virgilio) se vio el mismo ir a tierra con gran fracaso181:
Entelus vires in ventum effudit; et ultro
ipse gravis, graviterque ad terram pondere vasto
concidit.
Y, en los juegos que describe Estacio, cuando Partenopeo se adelantaba a todos en la carrera,
y ponía más esfuerzo en tocar la meta, entonces lloró su caída y su pérdida.
iam finem iuxta dum limina victor
init, etc.
Parthenopeus humo, vultumque oculosque madentes
obruit.
Desmanes propiamente de la cacocelía, y efectos suyos. Los modos de perderse en ella son
varios, pero excediendo siempre a la demasía, como queda advertido.

Los engañosos medios con que se yerra. CAP. II.


Piérdese pues el poeta y engáñase en varias maneras: de éstas basta advertir ahora las más
notables, sobre lo general que dejamos a otros capítulos, y sea la primera el aborrecimiento
de palabras comunes. Es cierto que el estilo poético debe huir las dicciones humildes, y usar
las más apartadas de la plebe, como entre muchos dijo Petronio: «“Effugiendum est ab omni
verborum vilitate et sumendae voces a plebe summotae”»184. Saben esto nuestros
poetas185 o hanlo oído decir186. Y llenos de furiosa afectación187, no sólo buscan voces
remotas de la plebe, sino del todo ignoradas en nuestra lengua, y traídas en abundancia de las
ajenas. Aristóteles dijo a sus griegos en la Poética188: ‘“Las palabras de otras lenguas
competen al estilo heroico”’189. Lo mismo repite en diversas partes. Ignorancia sería que,
atenidos a este precepto, usásemos en poesía castellana mixtura de voces latinas, italianas,
francesas o tudescas. Sería abusar torpemente de la permisión del Filósofo, y calumniarle sin
causa. Él habla en estos lugares observando el estilo de Homero, que insertó en sus poemas,
no peregrinos lenguajes de otras naciones, que es engaño, sino la diversidad de dialectos que
usaban las provincias de Grecia, cuyas hablas diferían algo, mas reputándose todas por

lengua griega. Los dialectos eran el ático, jónico, dórico, eólico, y el común. Así lo observan
los gramáticos, mayormente Plutarco donde comienza: «“Dictione varia usus Homerus cuius
libet linguae Graecorum insignia immiscuit”»190. Lo insigne de las lenguas de Grecia dice
que mezcló, no de las distantes y extrañas. Esta mixtura, pues, tenía observada Aristóteles en
las obras de Homero, y a ella mira en los lugares citados, conociendo que era toda una
lengua, en cuanto ser toda griega. Al modo mismo considera Quintiliano la suya latina, donde
diferenciaban algo los tuscos, sabinos, prenestinos y patavos191 y, porque Veccio usaba
voces de todos, le reprende Lucilio, no obstante que era todo lengua romana: «“Licet omnia
Italica pro Romanis habeam”»192. Como si en Castilla usásemos voces particulares de
Andalucía o Aragón, o como si en poesía toscana se insertasen dicciones y modos de otras
provincias de Italia, donde, aunque hay alguna diferencia, todo al fin es lenguaje italiano. No
permite más el filósofo, ni cabía en tan sabio juicio consentir a los poetas la mezcla de
lenguas remotas, como algunos entienden, por no entenderle. Cinuclo en Ateneo advierte,
como caso muy raro, haber usado los antiquísimos griegos alguna palabra persiana: «“sicuti
parasangas, astaros”, etIII “schenum»193”. Ovidio, en su destierro del Ponto, como quien se
recela de incurrir en un gran barbarismo, dice: ‘“Creedme que llego a temer no leáis
mezcladas en mis versos algunas palabras pónticas”’194. Manilio, escribiendo de astronomía,
donde era fuerza usar nombres nuevos extraños, aun siente mucho el hacerlo, y se defiende
protestando que no es suya la culpa, sino de la materia que canta: «“Et si qua externa
referuntur nomina lingua, hoc operis, non vatis erit”»195. Escándalo fue de Gelio la licencia
de Laberio poeta, y aun desvergüenza la llama, sólo porque alteró algunas voces latinas, no
porque las usurpase de otras lenguas, pues los ejemplos que alega son de esta especie:
«“adulteritatem, depudicavit, manuarium”»196. En Virgilio son bien notables tres o cuatro
extranjeras, que se llevaron a la latinidad: gaza, del persa; uri, del galo; magalia, del afro. A
que añade Macrobio la voz camuris197, como peregrina, aunque sin darnos su origen. Y es de
advertir que no fue el primero Virgilio en introducir estas voces: que antes había
dicho Lucrecio, “gazae”; César, “uri” (son ciertos bueyes) y Salustio “mapalia”198; indicio
de que ya las tenía admitidas el latino. En efecto el usar los poetas palabras extrañas jamás
oídas es caso muy singular, y vedado severamente por Cayo César: ‘“Ten siempre en la
memoria” (decía) “y en el corazón el huir, como de un escollo, las palabras inauditas e
insólitas’”. «“Habe semper in memoria, atque in pectore, ut tamquam scopulum sic fugias

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inauditum, atque insolens verbum”»199. Después Gelio en otro capítulo reprueba lo mismo
con igual aspereza200. Palabras que no han de entenderse, ni mostrar nuestro intento, ¿de qué
sirven? ¿o para qué se inventaron? Así lo pregunta el jurisconsulto Tuberón referido
por Celso: «“Quorsum nomina, nisi ut demonstrent voluntatam dicentis?»”201. Mas de esto
se hablará a lo último. Las que admitió Virgilio con más licencia, y otros latinos, fueron las
griegas, como parientas de su lengua, y muy conocidas. Así lo consiente Horacio, con
escaseza: «“Si Graeco fonte cadant, parce detorta”»202. Lo más, pues, que nosotros podemos
a imitación de los latinos es valernos principalmente de algunas voces suyas, por la cercanía y
parentesco de su lengua y la nuestra, aún más parientas que el latín y griego. Y no sólo
podemos usar esta licencia, sino debemos, en las composiciones ilustres. Porque, si bien
nuestra lengua es grave, eficaz y copiosa, no tanto que en ocasiones no le hagan falta palabras
ajenas, para huir las vulgares, para razonar con grandeza y con mayor expresión y eficacia.
Mas el que introduce nuevas palabras, latinas o bien de otra lengua, o como quiera que las
invente, demás de ser limitado en el uso de ellas, debe saber que se obliga a otros requisitos:
que la palabra sea de las más conocidas en la jurisdicción de su origen203; que no consista en
sola ella la inteligencia de lo que se habla porque, si la ignoran algunos, no ignoren también
el sentido de toda la cláusula; que se aplique y asiente donde otras circunstantes y propias la
hagan suave y la declaren, usándola en efecto en modo que parezca nuestra204. Y por no
hablar yo solo, oiremos a Demetrio: ‘“Debe proponer ”(dice)“ el que innova alguna dicción:
lo primero, que sea clara; demás de esto semejante a las que están en uso, no le parezca a
alguno que en medio de nuestra lengua y vocablos griegos admitimos los frigios y scíticos’.
«Proponere sibi oportet ”(traduce Victorio)“ primum in novando nomine ut planum sit et ex
consuetudine; deinde similitudinem ad ea nomina quae usuIV sunt, ne aliquis videatur
Phrygium aut Scythicum sermone adhibere in medio Graecorum vocabulorum”»205. Sobre
todo le importa al poeta español que introduce palabra nueva elegirla de hermosa forma, que
suene a nuestros oídos con apacible pronunciación y noble. Pues no basta ser latina, italiana o
griega, ni calificada y notoria en aquellos idiomas, para asegurarnos de su autoridad y
preferirla a las nuestras. Estas voces, monipodio, catarro, pelmazo, sinfonía, escolimoso206,
y otras, son puramente griegas, y lustrosas y graves en su lengua, y de allí traídas a la nuestra.
No por eso tendrán lustre o gravedad entre nosotros, ni jamás le tuvieron, sino desprecio y
vileza (de poesía trato) porque se forman con desgracia a nuestros oídos, y no las acepta por

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nobles nuestro idioma. Al contrario de esto, coyunda, yugo, sulco207, son voces siempre
usadas entre boyeros; gallardía208, banquete, se derivan de gallo y de banco209; y, siendo
unas de baja etimología, otras tan usadas de los rústicos, nada las envilece, todas son nobles y
hallan lugar en los versos porque acertó su forma a sonar de buen aire en nuestros oídos y ser
bien acepta al lenguaje. Así Teofrasto (alegado por Demetrio), definiendo cuál fuese la
pulcritud210 de las palabras, nombra primero la que pertenece al oído: «“Pulchritudo nominis
est quod ad auditum”»211. Mas dejando estas advertencias para ociosa ocasión, voy al punto
de nuestros poetas, y digo que, en algunas obras, no sólo llenan de latín y de italiano y griego
la mayor parte de los versos, dejándolos como extranjeros, y desnudos de su lengua
legítima, sino que las voces que usurpan, aun en su origen son ocultas. Luego las derraman
acaso, sin abrigo de otras nuestras y propias, que las manifiesten y ablanden. Y en fin, con
trocada elección aprehenden las más infelices, las más broncas, no sabiendo examinar en
ellas buena estructura, formación apacible o magnífica, para que, siendo gratas y cómodas a
nuestro dialecto, ni escandalicen ni ofendan. Así que el huir de palabras comunes los destierra
a lenguas extrañas donde cometen mayores vicios, por defecto del buen artificio212, que en
las fugas de toda culpa supone Horacio213. No traigo ejemplos ejecutados, por no ofender
autores, mas presumo se hallará lo que vamos diciendo, si se atiende a observarlo.
Y, pasando a otras pérdidas y engaños, digo que es conveniente en los versos y
precepto común usar metáforas alentadas214 y otras figuras y tropos admirables. Mas, por
seguir los nuestros esta virtud, se engañan con la especie de ella215, bien que engañosísima.
Usan tanto lo figurado, y abalánzanse con tal violencia que, en vez de mostrarse valientes,
proceden (como decíamos) hasta incurrir en temerarios. Todo lo desbaratan, pervierten y
destruyen216. No dejan verbo o nombre en su propio sentido sino remotos cuanto es
posible; los fuerzan a que sirvan donde nunca pensaron, del todo repugnando al oficio en que
los ocupan. Esta violencia de traslaciones considera ingeniosamente Jerónimo Vida: ‘“Hay
autores inicuos” (dice en su Poetica) “que ejercen dura fuerza con las palabras: despojan las
cosas de su forma nativa a pesar de ellas mismas, y oblíganlas violentamente a vestirse de
ajenos aspectos’.”
Namque aliqui exercent vim duram, et rebus iniqui
nativam eripiunt formam indignantibus ipsis,
invitasque iubent alienos sumere vultus217.

Entendamos esto con ejemplos, aunque fingidos, pues no he de alegar los de otro. Supongo
que, para describir el mar, traigo metáforas de un libro218; a las ondas las llamo hojas, a los
peces letras, etc219. Parece que en tal caso estas voces metafóricas se quejarían viéndose
violentadas en ministerio tan remoto de su significado. Las hojas dirían: ¿cómo podemos
ser ondas? Basta que, siendo propias del árbol nos trasladan al libro, mas llevarnos ahora a
que signifiquemos el agua, no es disfraz sufrible. Dirían las letras: ¿qué proporción o
parentesco tenemos con los peces, para que ellos se vistan de nuestro nombre? Basta que hay
pez espada, y pez rey220, mas pez letra es rigor221 que le haya222. Hallaremos, pues, en los
nuestros, no sólo traslaciones tales, sino con aspereza doble, porque aun las mismas
metáforas metaforizan. No juzgan suficiente un disfraz en la voz y oración, sino que la
revisten con muchos y queda sumergido el concepto en la corpulencia exterior: «“Ipse latet
penitus congesto corpore mersus223”». No digo otras desproporciones al continuar la
metáfora: ni puedo detenerme en todo. Demás224 de esto han oído que la oración poética en
estilo magnífico debe huir el camino llano, la carrera de locución derecha consecutiva y la
cortedad de las cláusulas225. Mas, huyendo de esta sencillez y estrecheza, porfían en
trasponer las palabras, torcer y marañar las frases de tal manera que, aniquilando toda
gramática, derogando toda ley del idioma, atormentan con su dureza al más sufrido
leyente226. Y con ambigüedad de oraciones, revolución de cláusulas y longitud de períodos,
esconden la inteligencia al ingenio más pronto. Todos estos defectos se reprueban juntos
por Cicerón y de todos dice procede la oscuridad. De ésta hablaremos después en distinto
capítulo. Aquí basta proponer algo del insigne orador, bien que sus leyes sean más estrechas
que las poéticas227: ‘“No hay para qué detenernos en otra cosa” (resuelve Craso) “porque se
dispute con cuáles medios podremos hacer que se entienda lo que se dice. Esto se conseguirá
hablando verdadero latín, con palabras usadas que propiamente muestren lo que pretendemos
significar, sin dicción ni oración ambigua; sin muy larga continuación de palabras; sin muy
apartadas traslaciones, no trocando las sentencias, no trastrocando los tiempos de los verbos,
no confundiendo las personas, no perturbando el orden.’ «Neque vero in illo altero
commoremurV etc.»228”. Luego, condenando el estilo de algunos, añade: ‘“Si no estoy
atentísimo, ” “no los entiendo: tan confusa es su oración y tan perturbada. No sé cuál es
primero, ni cuál segundo. Tanta es la insolencia y la multitud de sus palabras que la oración,
que debía dar luz a las cosas, antes las envuelve en tinieblas. Y los mismos que hablan se

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atruenan’229”. No sé cómo pueda representarse mejor lo que hoy vemos en los escritos
reprehendidos.
Una de sus extrañezas (como propuse) es la transposición de palabras: llaman los
griegos hyperbaton esta figura que, usada con buen artificio, añade gala al decir, y es común
entre los poetas230. Mas en algunos modernos es tan frecuente y violenta que me obliga a
notarla con distinción, especialmente en el modo que más ofende231. Dividen el epíteto del
nombre, interponiendo algunas palabras, de que procede este género de oraciones:
En la moderna de escribir manera
extraños mil se notarán desaires.
División que en nuestro lenguaje casi siempre desagrada al oído. Contra ella vi escrito
mucho por algún autor enojado232. Y, siendo lo principal que impugnaba, era sin duda lo que
menos entendía. Acuérdome que trae por ejemplos de esta violencia versos que en ninguna
manera la comprehenden233. Y es que quien los alega reprueba confusamente la travesura,
ignorando su distinción. No basta pues el trasponer como quiera las palabras, y apartar los
epítetos de los nombres, para que resulte aspereza en nuestro lenguaje. La aspereza resulta
(entiéndase esto) cuando el epíteto se dice primero y el nombre después, como en aquel
ejemplo: “Extraños mil se notarán desaires, en la moderna de escribir manera”. Pero si se
traspone en modo contrario, diciendo primero el nombre, y después el epíteto, aunque se
dejen en medio las mismas palabras, desaparece lo áspero, si no lo travieso234. Véase la
diferencia:
Desaires mil se notarán extraños
en la manera de escribir moderna.
No sólo es sufrible término, sino agradable. Infinitos le usan, a nadie ofende y así es
despropósito traerle a cotejo con el primero. Es tanta verdad que no ofende, que aun en prosa
humilde se admite, como: “Pocos tienen caudal de letras suficiente para obras de poesía tan
difíciles”. Lo ofensible sería trasponer al contrario: “Suficiente de letras caudal, para tan
difíciles de poesía obras”. La diferencia es grandísima235. Diré algunos versos de Garcilaso,
donde usa la suave trasposición:
Y con voz lamentándose quejosa.
Ya de rigor de espinas intratable.
Los accidentes de mi mal primeros.

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Guarda del verde bosque verdadera 236.


¿Quién puede argüir dureza en estas divisiones? Antes conceder elegancia, porque se oye
primero el nombre (aquí apoya la distinción) y después su epíteto. Si lo trocásemos,
anteponiendo el epíteto, y después el nombre, entonces incurriría en dureza: «Verdadera del
bosque guarda»; «Los primeros de mi mal accidentes»; «Intratable de espinas rigor»; «Con
quejosa lamentándose voz». Este en efecto es el modo áspero de trasponer que usan frecuente
los modernos, con total repugnancia de nuestra lengua, pues no se puede acabar con
ella237 que lo tolere. Podríase en alguna ocasión, mediante la industria de los artífices238.
En el uso de las sentencias no se extrema, ni se descubre, como en las locuciones, el afecto
excesivo de su furor, así porque apenas las dicen ni las procuran, como porque las embaraza y
esconde el revuelto lenguaje. También se hablará de esto adelante239. El juego más propio y
el quicio en que se rodean sus desórdenes es el abusar locuciones. Y aunque también incurren
en diversos defectos de otras esferas, ésa ya es flaqueza de muchos, y este discurso no
observa sino lo extraordinario moderno. Si algo me pertenece notar en el sentido de las cosas
(como quiera que sean) es que también las afectan con el término extraño del decirlas.
Aunque son humildes y mansas, el lenguaje las turba y las embravece. Quieren, en la forma
que pueden, huir lo ordinario y es sin duda que dicen novedades, pero son vanidades
flamantes: «“Dum vitant humum, nubes et inania captant»240”. En su intento, a lo menos, no
ha de haber acción moderada, sino que, en vigor de su estilo, todo pierda de vista la
templanza. Diré un ejemplo que trae Demetrio no sin donaire. Para decir un autor que en la
mesa no se pone la taza sin suelo, dijo, no se enarbola sin pedestal, y más hinchado suena en
el griego. Así añade Demetrio“: «Las cosas pequeñas no comportan locución tan hinchada.
«Res enim qui parva est, non sustinet tumorem tantum locutionis»241”.También merecen
oírse dos frases que alega el docto Vida: Si alguno llamase (dice él) “‘a los establos de los
caballos, lares equinos; o a la grama del campo, crines de la gran madre, me pareciera la
misma imprudencia y ceguedad, que ataviar un pigmeo con los vestidos grandísimos de un
gigante’”.
Haud magis imprudens mihi erit et luminis expers
qui puero ingentes habitus det ferre gigantis
quam si quis stabula alta lares appellet equinos
aut crines magnae genitrici gramina dicat242.

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De estos ejemplos se pueden inferir otros, que se hallan semejantes en las composiciones
reprobadas.
El efectuar un escrito es ajustar las voces de un instrumento, donde se le da a cada
cuerda un temple firmísimo, torciendo aquí y allí la clavija, hasta fijarla precisa en el punto
de su entonación y no en otro. Porque, si allí no llegase, o excediese, quedaría el instrumento
destemplado y destruida la consonancia y la música. Los nuestros, pues, cuando escriben, no
conociendo en su oído el punto fijo de la templanza, siempre la pasan de punto, de que resulta
el destemple y la destruición de sus obras. Quieren huir el bajo tono, y levantan con violencia
las voces. Tuercen más y más las clavijas, hasta que con estrépito rompen las cuerdas, o bien
las dejan tan tirantes y broncas, que hieren en nuestros oídos con insufrible disonancia. Las
locuciones sonoras son cuerdas y, si las aprietan, revientan243. Mas el daño invencible de
estos extremos es (como ahora se dijo) que quien los usa no conoce su temple y, cuando
levanta la entonación, no sabe decir: Bueno está. Así reprehendía Apeles el yerro de aquellos
pintores que no juzgaban ni sentían quid esset satis, cuál fuese lo suficiente en el afecto de
extremar sus obras. Cicerón lo refiere. «“In quo Apeles pictores quoque eos peccare dicebat,
qui non sentirent, quid esset satis»244.”
Y lo que más dificulta el remedio, o le imposibilita, en tan desordenados excesos es
que quien los comete no sólo desconoce el error, mas le juzga virtud y le ama. Yerra
pensando que acierta, que es el vicio más pernicioso, como nota agudamente Quintiliano.
«“Cacocelon” (dice) “se llama lo que excede allende la virtud. Siempre que el ingenio carece
de elección y juicio, y se engaña con una especie de bueno, es en la elocuencia el pésimo de
todos los vicios. Porque los demás se huyen y éste se busca. «Κακόζελον vocatur quidquid est
ultra virtutem. Quoties ingenium iudicio caret et specie boni ”(así dijo Horacio245)“ fallitur;
omnium in eloquentia vitiorum pessimum: nam caetera cum vitentur, hoc petitur”»246.
¿Quién ignora que estos desórdenes que condenamos son pretendidos de propósito por los
mismos que no los conocen? Mal pueden abstenerse del yerro en que presumen acierto. No
hay más peligrosa enfermedad que la que el hombre juzga por salud. Si se imagina sano, mal
buscará remedio al peligro. Este símil es de Luciano, traído al mismo propósito en Lexífanes,
de que se dirá mucho adelante247. Habla allí con donaire de un escritor afectado, muy
semejante a los nuestros, que, por estar hidrópico de palabras hinchadas, tratan de curarle y
con cierto bebedizo hacen que las vomite248. Entre otras cosas le dicen: ‘“Parece que no

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tienes ningún amigo o familiar ni quien te quiera bien, ni has llegado a manos de hombre
ingenuo de los que libremente dicen su sentimiento, para que, amonestándote la verdad, te
libre de esta hidropesía que te posee y tiene ” “a peligro de reventar, aunque a ti te parece que
estás sano y juzgas por salud tu calamidad’”. Diré las palabras latinas, según la versión más
correcta. «“Porro videris mihi neminem amicum aut familiarem aut benevolum habere, neque
in virum ingenuum et libere loquentem incidisse qui, vera monendo, te liberaret ab hac
intercute aqua qua teneris, ob quem affectum periculum est ne dirumparis, quamquam tibi
ipsi bene habito corpore videris esse et calamitatem hanc pro bona valetudine ducis»249”.
Ésta es la suma lástima y engaño de nuestros poetas y ésta la enfermedad que juzgan por
salud. Sin duda son hidrópicos. Tienen hinchados los vientres y las venas poéticas250. Por
querer beberse los mares, no solo las ondas castalias, revientan de poetas (como dice el
vulgar) y aun no reconocen su peligro: antes le juzgan por sanidad robusta. Así llegan sus
obras a ser con pertinacia intolerables y su remedio difícil en nuestra esperanza.

La molesta frecuencia de novedades. CAP. III.


No se niega que hallamos en sus obras algunas novedades bizarras y atrevimientos dichosos;
que nunca falta algo estimable en la peor composición. Mas es lastimosa desgracia ver de la
manera que aun en lo mismo que acertaron yerran y, con lo que agradaron, ofenden. Porque si
a dicha encuentran algo nuevo y galante, que pueda ser de gusto al que lee, quieren lograrlo
tanto que lo repiten infinitas veces. Y así la novedad o gala que una vez dicha fuera grata,
muchas veces repetida, es desapacible y molesta. El mismo que la cría la destruye y en las
manos que nace envejece251.
Esta repetición tan viciosa de unos modos mismos o frases nota Séneca en
una epístola singular a mi intento. Preguntole un amigo la causa de estos abusos que ahora
tratamos, y otros poco diversos: a que responde el filósofo con el acierto que suele252. Mas
sólo traigo de su respuesta lo que dice contra las repeticiones frecuentes de lo extraordinario
uniforme, y contra aquellos que, en agradándose de algo, no saben jamás callarlo. Cuenta
que Aruncio, historiador, se inclinaba a las locuciones extrañas de Salustio; y, en hallando
alguna, la amaba y abrazaba de suerte que la repetía en cada hoja: «“Est apud
Sallustium” (dice Séneca) “‘Exercitum argento fecit’; hoc Arruntius amare coepit, posuit illud
omnibus paginis»”. A éste siguen otros ejemplos, hasta donde repite: ‘“Todo el libro de

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Aruncio es tejido de estas cosas: las que en Salustio fueron singulares y raras, en éste son
muy frecuentes, y casi continuas. Y no sin causa, porque el otro inafectadamente caía en ellas
y este de propósito ” “las busca. Ya ves lo que puede seguirse a la inclinación de aquellos que
los vicios les sirven de ejemplos”. “Dijo Salustio: ‘Aquis hyemantibus’. Aruncio en el primer
libro de la guerra púnica dice: ‘Repente hyemavit tempestas’. Y en otra parte, queriendo decir
que fue el año frío, dice: ‘Totus hyemavit annus’. Y en otra: ‘Sexaginta onerarias luces
hyemante Aquilone misit’. No cesa en fin de insertar este verbo en todos lugares. Dijo en uno
Salustio: ‘Inter arma civilia aequi boni famas petit’. Aruncio no supo abstenerse, sino que a
toda priesa, luego en el primer libro escribió: ‘Ingentes esse famas de Regulo’253”. No es
bien dilatarnos con Séneca; basta haberse entendido cuán ostensibles sean las locuciones
peregrinas, si con frecuencia se reiteran e inculcan, como vemos hoy con extremo en los
afectados modernos, pues la novedad que mil veces no se replica les parece quedar mal
lograda.
Y no sólo siendo unas mismas las locuciones, ofenden repetidas. Mas aun siendo
varias, si son peregrinas y nuevas, basta el frecuentar novedades para que causen molestia,
embarazando y afeando la obra donde se acumulan. Pues, como nota Quintiliano: ‘“El que
afectare demasiado lo vario, aun aquella misma gracia de la variedad perderá’. Y poco
después: ‘las figuras de oración ocultas, retiradas del uso vulgar, y por el mismo caso más
nobles, así como despiertan y alegran el oído con ” “la novedad, así con la copia y
abundancia fastidian o empalagan’. «At qui nimium affectaverit ipsam illam gratiam
varietatis amittet. Nam secreta et extra vulgarem usum posita, ideoque magis nobiles, ut
novitate aurem excitant, ita copia satiant»254.” Así vemos que las conocidas viandas, usadas
siempre, no cansan. Y el manjar peregrino, aunque sea vario, continuado una semana, no es
comportable y, cuanto agrada más, cansa más presto. Lo cual se prueba en la poesía, no sólo
por las experiencias del gusto, sino por las conveniencias de razón en que se funda. En esta
manera.
Todas las novedades poéticas y osadías de elocuencia, aunque se acierten, son de
su naturaleza culpas o vicios. Así me atrevo a decirlo y, si lo pruebo, justamente debemos
reprobar su abundancia. Juzgue primero Séneca si son vicios; así llama a las locuciones
audaces de Salustio que imitaba Aruncio, aunque eran lustrosas y elegantes como lo muestran
en el lugar que antes alegamos: «“Vides autem quid sequatur ubi alicui vitium pro exemplo

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est»255”; y más abajo:“ «Haec ergo, et huiusmodi vitia, quae alicui impressit imitatio»256”.
Vicios los llama no porque en la abstinencia de Salustio y en su artificio dejen de ser aciertos,
ni pueda caber en ellos el nombre de culpas, sino porque, abstraídos del lugar que allí tienen,
y usados por otro con demasía y mal juicio, les queda solo una viciosa forma. Que al fin
aquellas novedades vician (si bien se advierte) y quebrantan los decretos y leyes del idioma
latino, y sólo con el arte y destreza de quien sabe lograrlas, se oyen gustosamente. Allí
reciben nombre de osadías felices y llegan a transformarse en virtudes.
Notando Falereo algunos excesos de Safo bien logrados, dice discretamente: ‘“Por el mismo
caso es admirable la divina Safo: pues, en locución tan llena de peligro por naturaleza, y que
apenas consiente ser tratada con agrado, ella acertó a usarla con elegancia’. «Quapropter
maxime aliquis admiraretur divina Saphonem, quod re quae natura periculi plena est et vix
potest cum laude tractari usaVIfuerit eleganter»257”. Con esta advertencia (a lo que yo
juzgo) dice Petronio del poeta Lírico: «“Et Horatii curiosa felicitas”». Porque mediante la
industria y artificio de Horacio, tuvieron felicidad sus atrevimientos poéticos. Reparemos en
la voz curiosus, que, en el más notorio sentido de los latinos, significa el demasiado diligente
en inquirir novedades. Es vicio la curiosidad, vicio que excede todo límite en la diligencia, y
se distingue de ella tanto, como la superstición de la religión: «“ut a diligenti curiosus, et a
religione superstitio distat»258”. De suerte que Petronio, atribuyendo a Horacio la curiosa
felicidad, muestra que fue feliz en lo vicioso, que excedió venturosamente259. Y más
encarece el exceso diciendo curiosa felicitas que si dijera felix curiositas porque,
según Nigidio (a quien Gelio llama doctísimo), este modo de fenecer260 las
dicciones, vinosus, mulierosus, religiosus, nummosus, explica un exceso grande en aquello de
que se habla261. Y en eso funda que aun la palabra religiosus se recibía en mala parte
reforzando el sentido vicioso de la curiosidad y gravando su exceso. Varrón en sus
etimologías dice que es curioso el que sobre manera se arde en cuidado: «“Cura, quod cor
urat; curiosus, qui hac praeter modo uritur»262”. De aquí infiero que el poeta felizmente
curioso, según origen latino, puede decir escapa a las llamas: no es menos su dicha. Y si
admitimos que sea curiosus el mago o hechicero263, como prueba erudito don Lorenzo
Ramírez de Prado, diré que es hechizo y es magia la industria poética pues hace a los ojos de
todos de la fealdad hermosura, vende por fineza lo falso y sale de estos engaños como por
encanto. Tal fue la destreza del Lírico y la dicha que pondera Petronio, dando a entender

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juntamente el peligro de las osadías grandes poéticas porque, siendo de su naturaleza vicios,
supersticiones, incendios y encantos, el gran arte y juicio en usarlas y el huir de su frecuencia
las hace virtudes, templanzas, recreos y verdades264. No es mucho que sea tan difícil
hermosear los vicios y darles decente lugar en la elocuencia, pues aun las mismas virtudes no
favorecidas del arte producen enfado: «“Cum virtutes etiam ipsae tedium parant, nisi gratia
varietatis adiutae”»265. Quintiliano lo advierte, y mejor en otro lugar: «“In quibusdam
virtutes non habet gratiam, in quibusdam vitia ipsa delectant266”». ‘“Así como las virtudes
en manos de algunos, por su mal artificio pierden la gracia; así, en las de otros, por su buena
industria, los mismos vicios deleitan”’.
Este autor, en muchos lugares, hablando de la sinalefa y diéresis, y de otras figuras
que admiten la elegancia, las llama vicios. Y no hay duda que aun las figuras comunes (si
bien lo notamos) comprueban la sentencia propuesta. La común retórica dice corales o
claveles a los labios, estrellas a los ojos, flores a las estrellas267, quita a las cosas sus
nombres y dales otros distantes por translación, dice roble y abeto en vez de nave268, pasa
los límites de toda verdad con las hipérboles, aplica a una piedra sentimiento y palabras,
trueca y remueve el orden de la oración, oculta con rodeos lo que sencillamente pudiera
exprimir, altera la medida de las dicciones, usa las de otra lengua, revócalas de la antigüedad
y alguna vez las inventa. Éstas pues y las demás figuras de su género casi todas, no se puede
negar que por sí mismas son delitos: son defectos y vicios que impugnan al lenguaje, en
cuanto se oponen a su mayor propiedad, tuercen su rectitud y distraen269 su
templanza270. Mas aunque en esta manera consideradas sean estragos de la lengua, sean
vicios y delitos contra sus primeras leyes, dales el que bien sabe tan acomodado lugar, úsalas
con tanta razón y espárcelas con tal recato, que no sólo no vician lo escrito, mas lo
hermosean, lo realzanVII, lo ennoblecen. Y al contrario, el que sin elección y modo agrava
sus versos de figuras y los colma y rebosa, es cierto que ha de afearlos y envilecerlos. Puede
tanto la demasía que no se excusará esta desgracia aunque las figuras sean varias y bien
inventadas. De éstas habla una sentencia célebre de la poetisa Corina: «“Manu (inquit) serere
oportet, non toto canistro271”». Es decir: ‘“con la mano se han de sembrar y esparcir las
flores poéticas, no con el mismo canasto”’, trastornándole todo sobre los versos.
Pues si esta continencia se debe a las figuras comunes de elocuencia, ¿qué se deberá a
las proezas que nuestros poetas emprenden? Sus temeridades digo, tan resueltas y tantas que

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no sólo repetidas, mas variadas, escandalizan y apenas el gran arte y juicio podría introducir
algunas donde fuesen bien admitidas. Porque hay defectos y yerros que en ocasión aciertan y
perfeccionan, mas, fuera de ella, retienen desnudamente su desgraciada forma: ¿qué se hará
donde se hallan acumulados? Fuerza es que allí redoblen imperfección. Los
venerables Ennio y Lucrecio usaron solecismos notorios, que no sólo se excusan en Aulo
Gelio, sino se alaban, siguiendo el parecer de Probo Valerio. Cupressus es voz femenina,
y Ennio le trueca el género diciendo, “rectos cupressos”. Aër es masculino y le usa
femenino, “aêre fulva”. Funis, que es también masculino, Lucrecio le afemina, “aurea
funis”. Fretum y peccatum hacen el ablativo freto, peccato, y Cicerón por elegancia los
termina en u: “fretu perangusto”, “manifesto peccatu”. La voz antistites suena así en primer
caso de plural y el mismo Tulio le trueca la terminación y declinación, diciendo por las
sacerdotisas “sacerdotes antistitae”. Éstas y otras singularidades contra las leyes latinas y
griegas observa Gelio, así en Lucrecio y Enio, como en Cicerón, Virgilio y Homero, y
pondera sus ingenios y arte que, consultando el buen gusto del oído, hallaron razones de
hermosear las fealdades y virtualizar272 los vicios273. Mas si estos excesos tan nuevos no
hallasen decente274 lugar, o se frecuentasen, serían meramente barbarias275, y con la
repetición intolerables.
Todo lo precedente se hará más creíble al que en otros sujetos276 considerare lo
semejante. Un terrón de sal es insufrible al gusto y, no obstante su desabrimiento, vemos que
sazona admirablemente los guisados; no es posible sin ella quedar sabrosos. Bueno sería que,
atenidos a esta calidad, hiciésemos un necio argumento : la sal da buen sabor a la vianda:
luego, cuanta más sal, más buen sabor. Un lunar es en efecto mancha y por sí solo vicio de
naturaleza y, siéndolo, aumenta hermosura. Digamos, pues, que cuantos más lunares más
hermosura. Las falsas en la música traen su defecto en su nombre, porque falsean la
entonación. Vemos juntamente que agracian toda armonía: colijamos de ahí que cuanto más
falsas más sonoridad277. No hacen nuestros poetas menos engañosos silogismos, ni infieren
menos erradas conclusiones. Pretenden guisar sus poesías sabrosamente y cárganlas sin tiento
de sal, con que se trueca el sabor en desabrimiento. Quieren hermosearlas con lunares, y son
tantos, que las cubren de manchas y fealdades. Quieren mezclar sus falsas que agracien la
armonía de los versos y falsean tanto el estilo que es toda su poesía falsedad y los autores (si
es lícito decirlo) falsarios278.

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El vicio de desigualdad y sus engaños. CAP. IIII.


Débese advertir de propósito otro inconveniente, resultado no menos de los sobrados
esfuerzos. Es el inconveniente que, siendo la igualdad en la poesía virtud tan forzosa279, de
ninguna se alejan tanto los nuestros, por la altivez de locuciones que apetecen. Las maneras
altivas del decir, demás de ser felices en el acierto, deben emplearse en estilo
continuadamente grande. Si este se rinde a humildades o medianías, hace disonancia tan torpe
con lo valiente que, en vez de serle honroso, le es más afrenta. Hay pues coyunturas del
razonar que casi imposibilitan la magnitud del lenguaje y como por fuerza le humillan. Hay
también en nuestros poetas juicios prepósteros280 que admiten a veces por dicciones ilustres
las más deslucidas. Y así por estos accidentes, como por otras flaquezas y engaños, vemos en
los mejores trechos de sus poesías una desigualdad feísima, una mezcla en extremo disforme
de versos rendidos y humildes junto a los más soberbios y temerarios281. Y, dado que en
algunas temeridades se acierte, y alcancen estas magnífico nombre, debe advertir quien las
usa que sirven de envilecer más lo humilde; porque junto al estruendo de bombardas, aun el
de las trompetas es flojo ruido: ¿qué será el de la flauta o zampoña?
A este propósito dicen algunos que es de mayor estima un vuelo sublime, aunque a
veces con desigualdad descaezca, que el vuelo más igual y constante, si es juntamente
humilde o limitado. Valiéndose mal de esta sentencia (que es cierta) se arrojan a todos
excesos; y, como en algunos atinen, aunque en muchos se pierdan, les parece estar
disculpados. Puede que interpreten en su daño aquella proposición de Petronio: «“Per
ambages deorumque ministeria praecipitandus est liber spiritus»282”. ‘“El espíritu del
poeta ”(dice) “se ha de precipitar libremente, etc.”’. Usa este encarecimiento, o hipérbole,
contra los que refieren en poemas puntuales historias, y allí el verbo praecipitandus no
denuncia ruina, sino aquella libre carrera que debe seguir el poeta, no atado a leyes históricas.
No es otro el intento del autor, ni aconsejaría yo a nadie se precipitase en errores, armado de
este documento. Menos le diré se contente con la mansedumbre y lisura que piden algunos a
los versos, deseándolos tan sencillos y fáciles como la prosa. Mucho deben diferenciarse y
mucho más en el estilo noble. En esta parte descubren plebeyo gusto y peor juicio algunos
dicursos que he visto contra la demasía moderna283, porque sin más distinción que la queja
ordinaria vulgar, les vedan a los escritores todas osadías. Quieren restringir al poeta en
puntuales gramáticas, cerrarle en sus palabras solas castellanas, contenerle en el camino real

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trillado284, sin dejar que se divierta un paso a otras florestas, ni suba por collados y cumbres,
como si a la difícil de Helicona285 se pudiese llegar por camino llano. Lícito es, y posible al
ingenio, contravenir muchas veces a la regulada elocuencia y sus leyes comunes, sin ofender
las poéticas: antes, ilustrando sus fueros, aspirar debe a grandiosas hazañas y no medianas;
porque no sólo la humildad y rendimiento es indigno en los versos, sino también la llaneza y
la medianía (ya lo predica Horacio), y aunque sea pareja y sin vicios, es viciosa y tan
despreciable que no halla lugar en poesía286. Mas tampoco le tiene la grandeza y sublimidad
si es pocas veces conseguida, y las más alternada con precipicios. El ingenio poético presuma
extremados peligros, pero no pretenda alabanza si se perdiere en ellos, que no le valdrá por
disculpas lo que a Faetón: “«Magnis tamen excidit ausis»287”. Pocas y leves pérdidas se le
permiten, gran constancia se le encomienda.
Ya veo la imposibilidad de evitar algunos descaecimientos en los que vuelan alto. Mas
verifíquese en sus escritos que siguen encumbrado vuelo por la mayor parte y que en pocas, y
poco, descaecen; que yo los preferiré no sólo a lo humilde y lo corto, sino a lo mediano y sin
vicios y aun traeré en su defensa una epístola de Plinio a Luperco, que trata con elegancia
este punto y puede ser bien útil a quien la entendiere sin abuso. Sustenta allí aquel discreto
que no se debía estimación a ‘“cierto Orador de su tiempo, aunque recto y sano en la
elocuencia, por no ser bastantemente adornado y engrandecido”’, hasta llegar a decir que su
culpa era carecer de culpa, mostrando que no incurría en defectos, porque no intentaba
peligros. «“Dixi de quodam Oratore recto quidem & sano, sed parum grandi et ornato, nihil
peccat, nisi quod nihil peccat”»288. La epístola es larga mas el corazón de su intento y lo más
atrevido que afirma se reduce a pocas palabras que son las referidas y estas: ‘“Mas veces caen
los que corren que los que andan asidos al suelo; mas estos no cayendo, ninguna alabanza
merecen; y aquellos, aunque caigan, son dignos de alguna”’. «“Frequentior currentibus quam
reptantibus lapsus; sed his non labentibus, nulla laus; illis nonnulla laus, etiam si labantur»
289”. Admito la sentencia, y por más ajustada a los poetas que a los oradores290, porque la
composición poética debe correr con superior aliento y el que camina aterrado291 debe
ser del todo excluido y no comparado con otro. Mas las caídas, tropiezos o lapsos
que Plinio comporta en los que bien corren se entiende que han de ser leves y pocas, y que
procedan firmes en lo restante, como lo juzga Horacio donde dice: «“Ubi plura nitent in
carmine, non ego paucis offendar maculis»”. Y luego: «“Opere in longo fas est obrepere

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somnum”»292. Y bien que lo consiente así, se indigna contra Homero las veces que en sus
largos poemas ‘dormita’, no dice ‘duerme’. También se advierta que a los que corriendo
tropiezan o resbalan, no les concede Plinio entera alabanza: solo dice que merecen
alguna, nonnulla laus , y cuando así lo juzga es trayéndolos a parangón293 con los rendidos y
arrastrados, reptantibus. ¿Quién duda que hacen poco en no caer los que andan pecho por
tierra? No hay que agradecer a éstos el ser iguales, sino decirles lo que Marcial a Crético:
«“Aequalis liber est, Cretice, qui malus est»294”. Malo es en poesía, y peor que malo, el no
levantarse del suelo: el siempre caído no puede caer, segura tiene su igualdad. Cierto es que
hace más el que corre aunque a veces caiga: no dice por esto Plinio que quien corre cayendo
y levantando (como es nuestro adagio) merece gloria de buen corredor. Ni cabía tal sentencia
en quien tan bien conocía (y lo muestran sus obras) cuánto importa en los escritores la
igualdad, y que no la habiendo se debe poca estima a sus grandes aciertos. ¡Cuánta menos se
deberá a los que por arrojarse a correr caen a cada paso, como los que decimos! O por lo
menos caen las más veces y muy pocas aciertan a levantarse.
La igualdad en efecto es gran virtud, no porque sea suficiente para calificar
humildades ni medianías, sino soberanías y grandezas; y al contrario la desigualdad es
feísimo vicio, aunque en partes alcance sublimidades. Así se reía Horacio del
poeta Chérilo, aun las veces que acertaba, porque eran pocas: «“bis, terque bonum cum risu
miror»295”. Y, aunque acertase muchas, se reiría poco menos, si erraba otras tantas. Él
mismo en la primera epístola del segundo libro compara el perfecto escribir de los poetas al
arte tan difícil de los funámbulos, de los que andan sobre la cuerda o maroma. «“Ille per
extentum funem mihi posse videtur ire poeta, meum qui pectus”», etc.296. Y Plinio,
imitando, a mi parecer, a Horacio297, trae la misma similitud en su carta, advirtiendo así
cuánto importa en la elocuencia aspirar a milagros, para conseguir maravillas. ‘“Ya ves (dice)
los que andan en lo alto por la cuerda cuántos clamores suelen excitar, cuando parece que ya
están para caer’”. «“Vides qui per funem in summa nituntur, quantos soleant excitare
clamores, cum iam iam caesuri videntur”»298. También Luciano299 compara así la dificultad
de la elocuencia: «“Si per illa incesseris, velut qui super funes gradiuntur”»300. Preguntemos
ahora: ¿de qué estima sería en el más alentado la osadía de subirse a la maroma, si a veces
cayese? Aun basta caer una, en riesgos tan arduos, para no ser más hombre. Dice Plinio,
notoria verdad, que mueven maravilloso aplauso los que proceden enhiestos por lo alto del

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peligro; mas serán aplaudidos mientras constantemente lo consiguieren, no cuando dan en


tierra precipitados.
Lo mismo puede considerarse del caballo que tasca en el freno y se arroja, como
dijo Séneca al principio de este discurso301, comparando a esta carrera el brío del espíritu,
que suele arrebatar a su dueño y llevarle donde él, por sí solo, temería subir. Notable hazaña
sería subirnos velozmente corriendo por las puntas erizadas de los peñascos, si el caballo y
caballero se quebrantase las piernas o las cabezas.302 Salir en salvo de la dificultad es lo
maravilloso y glorioso, que entregarnos a ella y perdernos ni es gloria ni es maravilla. Y, no
dejando el símil del caballo al propósito de la igualdad, supongamos uno (aunque no le haya)
que pasa con variación la carrera. No digo ya que caiga ni se despeñe; supongo que
desigualmente corre: aquí menudea velocísimo y allí descaece remiso. No habría peor especie
de correr que la de estas intercadencias. De ningún fruto sería la mayor fineza en algunos
trechos, si viésemos en otros tal disonancia. Por menos fealdad se tendría una carrera igual,
aunque perezosa, que extremarse en partes como águila para ser en otras un torpe
escuerzo303. Así corren sin duda nuestros briosos la vez que más aciertan: dos saltos veloces
y cuatro flojos. Arriman demasiado las espuelas: «“e per troppo spronar la fuga è tarda”»,
como advierte el proverbio italiano304.
Para último honor de la igualdad en los grandes escritos, se considere que quien la
consigue da muestras de infinito caudal y no menos trabajo: y los desiguales la dan de
flojedad y pobreza. Digan los que mejor escriben: ¿Cuántos primores mal logran por no
acompañarlos con desaires? ¿Cuántas composiciones mediadas perdieron sus principios
bellísimos por no hallar iguales los fines? ¿Cuántas casi acabadas se volvieron al yunque y se
aniquilaron, no pudiendo enmendar en ellas pocos defectos? ¿Cuántas galas de ingenio,
sentencias briosas, frases bizarras se excluyeron de nuestra poesía, por huir la consonancia
violenta, la voz humilde, la oración equívoca o algún tal desavío que impedía la entereza del
metro?305 No dudo que los grandes autores padecen todos estos mal logros y los dan por
bien empleados, conociendo qué interesan en ello. Y es discreto conocimiento, pues ‘“antes
debe el poeta destruir cien versos ilustres que admitir con ellos uno solo plebeyo, al contrario
de los juristas, que antes absuelven diez culpados que condenen un inocente”’. Así lo
dice Escalígero, y no lo encarece: «“Praeclarius consuli rebus humanis si decem sontes
absolvantur quam si unus innocens damnetur; at poetae id agendum est, ut potius centum

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bonos versus iugulet quam unum plebeium relinquat”»306. Infinitas perlas se desechan para
juntar una sarta crecida y pareja. Infiérase el caudal de los grandes artífices cuando concluyen
obras de todo acierto, pues, desperdiciando en gran número versos muy cultos por no
consentirles indignidad, sustituyen otros infinitos hasta que ven fabricado con igual
hermosura todo el edificio y digno de ser estimado por causas íntegras. ¡Y con cuánta razón
estimado! Pues a veces cien versos escogidos costarán diez mil excluidos, siendo todos
nobles. En opuesto polo hallaremos a los que sobrellevan defectos porque, mediante su
licencia, no es posible desperdicien algún material y, aunque el suyo sea corto, les basta a
levantar fábricas, pero imperfectas y de ningún aprecio entre los que saben.
Aun cuando se hallaran mayores aciertos y galas en la obra desigual que en la igual,
merecía ésta ser agradecida y no aquella, porque la una supone grandes dificultades y gastos,
y la otra ni gasto ni dificultad. Es la diferencia como si dos obreros trajesen de alguna mina
cantidad de oro el uno, en masa purísima, y el otro, en piedras o terrones sin beneficio.
Ambos traen oro y doy que sea mayor cantidad y de más quilates el no cultivado: pudo el que
le trae recoger fácilmente en confuso los terrones o piedras en que se cierra, y el otro no
puede traerle purificado menos que precediendo las industrias, gastos y dificultades que en
semejante efecto se emplean. No faltan pues al ingenio más pobre minas de donde
saque metales, si no en propia jurisdicción, en las ajenas, imitando a otros autores. Mas estos
metales, aunque sean muy preciosos, no se precian ni se agradecen en piedra, ni envueltos en
escorias, sino acrisolados y limpios: aquello alcanzan los más inhábiles y esto se concede
sólo a los insignes artífices, y cuando se halla, merece incomparable aprecio. ¿Quién sabrá
encarecer en los versos la dificultad de la enmienda y los primores últimos de la lima307,
‘“cuando se llaman a juicio” (así dijo Ovidio) “una a una todas las palabras. Mayor trabajo
es” (afirma) “emendar lo escrito que escribirlo, ni puede padecer el ingenio más duro afán”’.
Así en las tristezas de su destierro no tenía fuerzas para enmendar:
Nec tamen emendo, labor hic quam scribere maior,
mensque pati durum sustinet aegra nihil.
Scilicet incipiam lima mordacius uti,
ut sub iudicium singula verba vocem308 .
En la gravedad del Derecho se juzga también esta causa, donde dice el emperador Justiniano:
‘“El que enmienda lo que no está sutilmente acabado merece mayor alabanza que su primer

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inventor”’. «“Nam qui non subtiliter factum emendat, laudabilior est eo qui primus invenit”»
309. Bien representa Horacio en muchos lugares el desvelo de purificar los escritos,
especialmente en su epístola, cuando Quintilio aconsejaba a los amigos: “‘Corregid esto y
aquello: y si ” “alguno le respondía “no lo puedo mejorar aunque lo he procurado dos y tres
veces”, le mandaba borrarlo todo, y que si los versos no habían salido bien torneados, se
volviese a la fragua y yunque”’. A esto añade Horacio en su nombre. ‘“El prudente varón
reprenderá los versos sin arte, culpará los duros, y con la pluma atravesada bañará en ciego
borrón los mal compuestos; cortará los ornatos superfluos, ambiciosos, obligará a dar luz
donde hubiere poca, arguirá lo ambiguo, notará lo que se ha de enmendar’. «QuintilioVIII si
quid recitares, etc.”» Estos cuidados todos, y otros mayores y más ocultos, excusan los que
no perfeccionan, consintiendo desigualdades. Así no es razón que se precien sus obras, ni
posible que agraden a los de buen gusto, aunque mezclen con lo mal escrito aciertos muy
grandes.
Mejor parece y más vale una tela de buen color, igual y limpio, que otra de color más
hermoso, manchada a pedazos. Así debe estimarse más y parecer mejor, no digo la llaneza ni
medianía de los versos, sino la levantada igualdad sin descaecer que el perderse de vista sobre
las cumbres para caer por momentos a la profundidad de los valles. Y aun estos símiles todos
se apartan ya de nuestro intento, porque los afectados modernos casi siempre tropiezan y
caen, y a veces con fracasos tan graves, que uno bastaba a dejar sin vida un poema310. Esto
sin subir a lo alto, sino a lo áspero, porque de milagro se encumbran. Ni sus altiveces aspiran
a conceptos de ingenio, sino a furor de palabras. En éstas pretenden grandeza, y sólo
consiguen fiereza, interpolada con ínfimas indignidades. La mira ponen muy alta, pero no la
mano o la pluma. Intentan pero no efectúan; porque el sobrado afecto de levantarse les
quiebra las alas y andan sin tiento dando arremetidas por lo escabroso de los montes, rara vez
por las cumbres311.

Los daños que resultan y por qué modos. CAP. V.


De tantos engaños y desórdenes se siguen ofensas graves a nuestra patria y lengua porque,
presumiendo exornarla con buena copia de peregrinas galas, se introducen abusos y absurdos
viciosísimos. Juntamente se olvida el valiente ejercicio y más propio de los ingenios de
España que es emplearse en altos conceptos y en agudezas y sentencias maravillosas312.

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Estas, por su dificultad, se rehúsan, y se pretende suplirlas con solo rumor de palabras. Aún
tuviera el desorden alivio si en este empleo de palabras interesase313 el lenguaje algún nuevo
lustre. Mas, para total desconsuelo, la que primero padece es nuestra lengua. Es cierto que su
fértil campo aún puede hoy cultivarse y producir nuevas flores, nuevas dicciones y términos
hasta ahora no vistos, mas los poetas de que se habla no cultivan con artificio nuestra lengua;
desgarran con fiereza el terreno, hácenle brotar malas hierbas, espinosas y broncas (con que
ahogan el grano), no flores tiernas y suaves. A este sentido les traigo aquellos versos
de Garcilaso, profeta del presente desorden.
La tierra, que de buena
gana nos producía
flores, con que solía
quitar en sólo verlas mil enojos,
produce agora en cambio estos abrojos 314 .
En vez de sacar del idioma el licor que buenamente puede exprimirse, le hacen verter heces y
amargura, como a la naranja. No ha de ser tanto el aprieto. Pudieran considerar que ha habido
otros no menos deseosos de ilustrar la poesía castellana y enriquecer el lenguaje y que, con
tal designio, han emprendido experiencias de excesos y efectuado muchos315 con felicidad;
mas en otros, que la lengua repugna, han cesado por no ultrajarla, y contenídose en lo
razonable.
Ejecutadas vemos en Juan de Mena (poeta en su modo célebre316) prodigiosas
resoluciones que, no sabiendo contenerse, las emprendió y puso en obra, con infelicidad
notable. Dilata al fin su derecho a las más remotas licencias, destruye los períodos y
oraciones por modos exquisitos y oblicuos; usa infinitas palabras latinas, griegas y
compuestas; altera los acentos y terminaciones, abrevia y prolonga las voces, fraudando y
añadiendo letras y sílabas: ningún poeta español en tiempo alguno ha compuesto versos de
aquel material. Cierto es que han leído las coplas de Mena cuantos le han sucedido: allí han
visto ejecutadas mil fantasías incógnitas; y les fuera fácil seguirlas, mas, viendo juntamente
que nuestra lengua no abraza tanto y que en muchos modos de aquellos padece violencia, los
desechan y excusan. Así que nadie blasone sin fundamento ser el primero en descubrir
novedades y pensar extrañezas, que cuantas pensare y descubriere no serán extrañas ni
nuevas, cuanto a la providencia de otros317. Vistas y conocidas las tienen y las traen por

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momentos a la pluma: si algunas lo merecen, las admiten, y despiden con justo desprecio las
que se acompañan con la violencia. Aquí apoya318 lo difícil del valiente escribir: que,
buscando lo nuevo, se excuse lo violento; que en infinitas osadías sólo se lleven a efecto las
atinadas: y que, dentro de nuestra lengua propia, se fragüen elegancias peregrinas. Esto
(vuelvo a decir) es lo difícil: que, a no ser necesario tan diestro ingenio, tan sazonada
suficiencia de estudios, sería injusto el honor que diésemos a la poesía suprema. ¿Cuál cosa
más fácil que escribir versos con abierta licencia de usar todas lenguas, de remover y colocar
las voces a todos lugares, disolver la gramática sin ley ni derecho, derramar como quiera las
cláusulas, consentir lo ambiguo, lo oscuro y desbaratado, admitir todas frases, todas
metáforas, sin prescribir en ellas proporción o límite? Alta ignorancia descubre quien juzga
estas libertades por hazañas y les atribuye algún mérito. Es un estilo tan fácil que cuantos le
siguen le consiguen. Y aunque su primer instituto fue sublimar los versos y engrandecerlos,
eligiéronse medios tan libertados que, mal logrando el intento, facilitan grandemente el estilo
y fácilmente destruyen su altitud y grandeza.
Advirtió Luciano singularmente esta facilidad del estilo moderno y las dificultades
opuestas319. Propone dos caminos para llegar al trono de la elocuencia, uno falso y ridículo
como el presente y otro verdadero y glorioso, y distínguelos con la diferencia
que Pitágoras los de la Y griega, que conducen a la virtud y al vicio, y como la tabla de
Cebes320. El camino difícil y acertado se representa donde dice: ‘“Procuras ” (habla con un
principiante deseoso de alcanzar aplauso), “procuras una empresa de no mediano estudio,
sino en que se padecen grandes trabajos y vigilias”’321. Y luego: ‘“No pienso guiarte por la
vía áspera y ardua, donde al medio camino te vuelvas, vía larga, yerta, trabajosa como
desesperada. Mas mi consejo es que sigas un camino alegrísimo, breve y facílimo, etc.”’322.
En otra parte: ‘“Dos caminos” (dice) “verás, el uno en estrecha senda, espinosa y agria que
obliga a sufrir gran sed y sudor; mas el otro es florido, es regado”’323. Por esta vía tan fácil,
tan grata y tan breve, dice que se llega a alcanzar con el vulgo admirable opinión. Y funda lo
breve y lo fácil en graciosos preceptos, que son los que hoy se ejecutan. Diré algunos aunque
salteados: ‘“Quince o veinte palabras selectas324 en que te halles bien ejercitado y algunos
adornos semejantes basta que poseas con prontitud, para usarlos en toda oración. Luego
recogerás otros vocablos peregrinos, insólitos, para arrojarlos contra los que te oyen. Con esto
te mirará el vulgo y juzgará por superior y admirable tu erudición. A veces fingirás a tu

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arbitrio dicciones monstruosas. Al elegir argumento no emplees cuidado alguno, sino di lo


que te viniere a la boca, sin atender a lo que es primero o segundo. Pocos pueden ser los que
entienden si yerras, y esos que fueren callarán por hacerte amistad y, cuando algo digan,
parecerá que es envidia. Procurarás también tener de tu bando copia de amigos ” “y parciales
que consuenen en tu alabanza. Si aprendes (¡oh mancebo!) estas cosas, en que no hay
ninguna pesada, me atrevo a prometerte que con brevedad seas insigne. Serás acepto y
espléndido entre la multitud”’325. Puede verse el discurso que, según se ajusta a mi
intención, parece que yo le fabrico; y no le refiero latino por ser largo y no continuado.
Este es el modo facilísimo del escribir moderno, que le podemos imaginar como una
anchurosa secta, introducida contra la religión poética y sus estrechas leyes. Sin duda lo es; y,
como entra relajando y derogando preceptos, ha sido en breve admitida de muchos: que las
herejías de este género inficionan más fácilmente. Ve un poeta que no le ciñen con
abstinencia de palabras erróneas, ni jamás le encargan perfecta oración de retórica ni otras
virtudes suyas, ni que medite lo arcano de elevados conceptos, que eran sus legítimos éxtasis;
antes le otorgan descuidar el espíritu con libre conciencia para vagar sueltamente y emplearse
a su arbitrio en lo material de la pluma, derramada a todos excesos. Y cuanto más se
distrae326, cumple mejor su instituto327, según el ejemplo y decretos de los mayores
sectarios. ¿Qué mucho que estos dogmas tan relajados hallen secuaces y una solución328 tan
sin límite venza la flaqueza poética329? Así ha causado gran perjuicio en la juventud; porque,
como al abrir los ojos hallan tan esparcidas en el reino estas composiciones y oyen su
estruendo, persuádense que no hay más poesía que la atronada y redundante. Así, cuando
examinan algunos versos o los componen, previenen sólo el oído al estrépito de las palabras y
si estas resuenan tremendas, ninguna otra cosa averiguan para apreciar lo escrito, creyendo
verdaderamente que la poesía no es habla concertada ni concepto ingenioso sino sólo un
sonido estupendo. ¡Insolente definición! No inquieren más en las obras que un exterior
fantástico, aunque carezca de alma y de cuerpo330.
De suerte que también podemos compararle a un traje barato que, a la primera vista, a
ojos de algunos, parece bizarro y costoso y así hay tantos que le apetezcan. Ellos reducen la
importancia y el ser de su poesía al desgarro y braveza331 de locuciones y voces: ¡barata
gala! ¿Qué ingenio sin caudal no querrá entrar en el uso? Sin duda le siguieran menos, si
fuera de sentencias valiosas, de agudezas y conceptos preciables. Este adorno cómprase caro:

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«“procul et de ultimis finibus pretium eius”»332. Y como son tan pocos los que le alcanzan,
quieren otros disimular su pobreza con algún aparato engañoso de galas relumbrantes y
falsas. Estas son sus locuciones; en estas procuran señalarse sin fatigar más el pensamiento: y
como éstas posean, o se lo parezca, juzgan que con ellas se suple todo lo mayor que no
alcanzan. Es también insigne diálogo y, como raro, escogido, el que primero propuse
de Luciano: así es fuerza muchas veces citarle. Introduce a Lexífanes, escritor no diverso de
los nuestros (que aun entonces se hallaban). Repréndele Licino diciendo ‘“que tuerce y
violenta el lenguaje con locuciones absurdas, poniendo en ello gran estudio333, como si
fuese gran cosa usar palabras peregrinas y falsear la moneda de la propia habla’. ‘Linguam
distorquens’”, etc.334.
Añade luego una sutil observación en abono de lo que ahora notamos: ‘“Cometes” (le
dice) “un vicio no como quiera sino el mayor: y es que no preparas primero las sentencias
para adornarlas después con las palabras sino al contrario; porque, en el punto que hallaste
una palabra peregrina o que, engañado, la juzgas por selecta, a esa tal palabra procuras
después acomodar la sentencia y te parece gran pérdida no insertarla en algún lugar, no
obstante que no venga a propósito y sea del todo impertinente a lo que se trata’. «Iam vero
illud non parvum, sed potius maximum, vitium commitis: quod non antea paratis sententiis
quam verbis, postea verbis eas exornas. Sed, sicubi peregrinum verbum reperias, aut quod
finxeris egregium esse ducas, huic sententiam accomodare quaeris ac damnum quoddam
existimas, si illud alicubi non intruseris, etiam si ad id quod dicitur eo minime sit opus”»335.
A esta suma se reduce el estilo de nuestros cacocelos336, en nada inferiores a aquel antiguo.
No procuran ni saben valerse de grandes argumentos y vivas sentencias para aventajarse en
esa parte esencial a otros buenos escritores; sino, destituidos de esta mayor virtud y ya
desesperados de alcanzarla, ocurren337 a la extrañeza sola del lenguaje, por si con ella
pueden compensar el defecto; emplean su solicitud explorando dicciones prodigiosas y entre
sí diciendo: verbum fortem quis inveniet?338 Y, en hallando estos materiales, se juzgan con
bastante aparato339 para ilustrar cualquier fábrica.
Así vienen a ser, por esta flaqueza, siervos y esclavos de la locución, que los
desavía340 y los arrastra por donde quiere, habiendo de ser dueños y señores para servirse de
ella con magisterio. El último material en la ejecución de labores poéticas deben ser las
palabras: así dice el italiano que las ha de hallar prontas el escritor sotto la penna341, debajo

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de la pluma, no acordándose de ellas hasta tomarla en la mano. Los poetas que decimos, en
vez de tenerlas debajo de la pluma, las tienen encima de la cabeza: y están de manera
gravados342 que no aciertan a dar un paso, sino por donde imperan las palabras, a cuya
potestad se entregaron. ¡Indigno y duro yugo! ¡Tirana esclavitud y mísera! Donde no merece
ni alcanza más interés que el desprecio ridículo de cuantos bien sienten y el aborrecimiento
de todos a la confusión y aspereza que redunda en los versos. No refiero cuanto pudiera el
diálogo griego: elijo lo importante y más breve. Condénanle allí al caprichoso gran copia de
locuciones broncas inauditas y luego, como quien anatematiza sus yerros y catequiza un
hereje para restituirle en el gremio de la verdad católica, le habla así y le requiere: ‘“Yo te
amonesto, Lexífanes, si deseas alcanzar de elocuente verdadera alabanza, que huyas estos
malos excesos y seas su cruel adversario”’. Y más adelante: ‘“Sacrifica en primer lugar a las
gracias y a la perspicuidad de que hasta ahora has vivido tan ajeno’. «Et quod reliquum est, te
moneo: si cupis veram in dicendo laudem consequi, omnia huiuscemodi fuge et aversare.
Inprimis verso Gratiis et Perspicuitati sacrifica, a quibus nimiopere nunc eras alienus”»343.
Por buena dicha tendrán los celosos de la verdad poética que, con igual ceremonia y
retractación, se redujesen los nuestros (que viven hoy apóstatas de nuestra lengua) detestando
su engañada secta y sacrificando lo primero a la Perspicuidad y a las Gracias.
Es de ponderar en aquel filósofo344 que juzga por opuesto a las gracias y a la
perspicuidad este género de escritores. Pues si tales virtudes son sus opuestas, ¿cuáles tienen
por sus parciales?345 «“Prima est eloquentiae virtus perspicuitas”»346, dice Quintiliano y
todos lo afirman. Las gracias abonadas están con su nombre347 y que les falte uno y otro a
las poesías que impugnamos, díganlo cuantos las leen. Ser puede que algunos, de amistad o
respeto, o ya por cobardía de ingenio, den a entender que se agradan, pero es imposible que lo
sientan. Y si el más amigo y cortés o el más cobarde quiere no esconder la verdad, hallaremos
que todos sin excepción sienten, en lugar de recreo, aspereza y tormento; o sienten lo
que Séneca dijo definiendo este mal estilo (Séneca, digo, Rétor). ‘“Aquel es propio género de
cacocelía, que con amargura de palabras se agrava’. «Certe illud genus cacozeliae est, quod
amaritudine verborum quasi aggravatur”»348. No hay efecto más propio de estos poetas, que
darnos amargura y pesadilla con las palabras. No hablo aún de sus tinieblas, tan opuestas a lo
perspicuo, que apenas se entiende claúsula. Estos efectos tan tristes y pesados a ningún
oyente perdonan, y si hay quien alabe y celebre tales obras, no es por satisfacción o gusto

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(que éste nadie le halla); es solo por ignorancia plebeya. Ya veo que la ciega plebe se alarga
hoy a llamar cultos los versos más broncos y menos entendidos: tanto puede con su lengua la
rudeza. ¡Bien interpretan la palabra cultura! ¿Cuál será (me digan) más culto terreno? ¿El de
un jardín bien dispuesto, donde se distribuyen con arte las flores y las plantas, y dejan abierto
camino por donde todo se registre y se goce? ¿O un boscaje rústico, marañado, donde no se
distinguen los árboles, ni dejan entrada ni paso a sus asperezas349? ‘“No hay cosa tan fácil ”
(decía Nacianceno)“ como engañar al vulgo y a los oyentes idiotas con la vana revolución de
la lengua; porque esta gente, de aquello que menos entiende, hace mayor admiración’. «Nihil
tam facile quam vilem plebeculam et indoctam contionem linguae volubilitate decipere, quae
quicquid non intelligit, plus miratur”»350. Es muy cierto que algunos, en fe de su ignorancia,
veneran rendidos y alaban lo que más los espanta y menos entienden, aunque los moleste y
amargue: y crece nueva risa en los que saben ver tan ciega veneración. No olvida
esto Luciano cuando, supuesta por enfermedad la de este vicioso escribir, le dice a aquel
miserable: ‘“Muchos hombres sin juicio ni entendimiento, ignorando tu enfermedad, te
alaban como a sano, mas los doctos te reputan por digno de compasión y lástima’. «A stolidis
qui tum ignorant morbu, laudaris et merito a doctis miseratione dignum putaris”»351. Y
después: ‘“Todos los indoctos idiotas, heridas las orejas con lo peregrino de ese vocablo,
quedaron atónitos; mas los doctos se rieron, así de ti, como de los que te alababan’. «Cuius
vocabuli peregrinitate omnes idiotae atque indocti percussis auribus obstupuerunt; docti vero,
amborum causa, tui nimirum et eorum qui te laudabant, riserunt”»352.
En efecto la mísera plebe se deja vencer de palabras que la atemorizan y los poetas la
rinden con solo espantarla porque, faltando al que escribe un valiente esfuezo para aclamar
victoria entre los que saben, quiere alcanzarla del vulgo con voces y locuciones tremendas.
Imitan en el ardid a Teodotas, capitán de Antíoco en cierta guerra contra los gálatas, cuyo
ejemplo debo también a Luciano en otro diálogo que titula Zeuxis353. Allí se abomina del
vulgo, cuando rinde veneración a la novedad sola de lo escrito porque le espanta. Y, en suma,
se cuenta cómo el ejército de Antíoco, temiendo por sus flacas fuerzas su ruina, acordó por
consejo de Teodotas prevenir cantidad de elefantes y en el mayor peligro de la batalla
oponerlos de repente contra los gálatas, que no conocían tales bestias. Al fin sucedió que,
asombrados del nuevo espectáculo, se dejaron vencer y cautivar. Clamaba triunfante el
ejército y prevenía corona a su príncipe. Mas él no la quiso: antes, en vez de festejar la

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victoria, la lloraba y decía: ‘“Vergüenza es, soldados, que debamos este vencimiento a los
elefantes y no a nuestro esfuerzo. Si estos monstruosos animales, con su novedad, no
atemorizaran al enemigo, ¿qué fuera de nuestras escuadras?’”»354. Así pues debieran ser
lloradas las victorias de algunos cuando sólo con palabras horrendas y bastas como elefantes
vencen al vulgo mísero espantadizo, le cautivan y rinden. ¡Injusta corona! ¡Lacrimosa
victoria! Conseguida contra ignorantes, no alcanzada con valor militar, ni debida a las fuerzas
del guerrero sino al terror de las bestias. Y pues llamamos elefantes las locuciones terribles de
los modernos, se me ofrece que podrá llamarse su enfermedad no sólo hidropesía (como antes
se dijo) sino también elefancía, especie de lepra que cunde a todos los miembros de sus
obras355.
Estas burlas provocan los que emplean todo su caudal en palabras. El primero y
mayor aliento de los poetas debe emplearse en las cosas: porque «“sine re” (dice Tulio) “nulla
vis verbi est”»356. ¿Qué fuerza pueden retener las palabras, aun siendo excelentes, si no la
hay en las cosas que ellas declaran? ‘¿“Cuál vanidad más furiosa” (clama el Orador) “que el
sonido vacío de las palabras, aunque sean las mejores y más adornadas, si no contienen
sentencia ni ciencia? «Quid enim est tam furiosum quam verborum, vel optimorum atque
ornatissimorum, sonitus inanis, nulla subsecta sententia, nec scientia?”».357 Un capítulo
emplea A. Gelio abominando esta vanidad y dice que M. Catón era su atrocísimo
perseguidor: «“M. Cato atrocissimus huiuscemodi vitii insectator est”»358. El que posee
buen asunto y sentencias, se emplea bien en las palabras y, como aquello alcance, esto no se
le niega. ‘“El principio y fuente del recto escribir” (dice Horacio) “es el saber. Sabidas y
prevenidas las cosas, después no hace resistencia al decirlas y exponerlas el estilo de las
palabras’”. «“Scribendi recte sapere est et principium et fons. Verbaque provisam rem non
invita sequuntur”»359. Son tanto más esenciales las cosas en todo escrito que, a quien las
posee, parece que no le falta nada. Y la verdad es que sí falta. ‘“Porque si bien es
primero” (dice Tuberón) “y más poderosa la mente del que habla que la voz; con todo eso
nadie sin voz diremos que habla’. «Nam est prior atque potentior est quam vox mens dicentis,
tamen nemo sine voce dixisse existimatur”»360. En poesía se dirá propísimamente que no
habla ni tiene voz el que en las palabras no usa admirable elegancia. Y así, aunque la
sentencia y concepto es lo poderoso y primero, si falta lo segundo, es como si el poeta
callase, y aun algo peor. «“Nam cum omnis ex re atque verbis constet

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oratio” (repite Tulio) “neque verba sedem habere possunt si rem subtraxeris, neque res lumen
si verba semoveris»361. ‘Como toda oración” (dice) “consta de cosa y de palabras, ni las
palabras pueden tener asiento sin las cosas ni éstas luz alguna sin las palabras”’. Mucho pues
hay que advertir, mucho que penetrar, en el lenguaje poético y más cuando se encarga de
estilo grande. Esa también es causa (entre las demás) de que falten tanto los nuestros a la
parte sola del desnudo lenguaje, no atendiendo a otra. Cuesta ingenioso desvelo hablar
altamente sin corrupción de la lengua ni estorbo de la inteligencia: guiar el estilo con tal vigor
y templanza que ni le derrotemos en perdidos piélagos, ni demos con él en bajíos cerca de
tierra; que lo peregrino y extraño no se extrañe por peregrino, no atemorice con el escándalo,
sino agrade con la novedad; que se distribuyan las voces con tal industria que halle el brío de
la lengua fácil expedición y descanso al pronunciar los versos; y que de ellos resulte tan
artificiosa armonía, que no pueda pretender el oído mayor regalo362. Navegan nuestros
pilotos tan lejos de este cenit, como «“desde el Antártico a Calixto”».

La oscuridad y sus distinciones. CAP. VI.


Merece ser notado en lugar distinto, y pudiera en libro diverso, la tristeza y molestia que a
todos resulta de la oscuridad y la abominación de este vicio, que ninguno más cierto ni menos
sufrible. Y aunque es tan conocido de todos y murmurado, diré lo que siento y lo que añado a
las observaciones comunes. No es mi intento escribir elogios a la luz ni invectivas a las
tinieblas, que de uno y otro están llenos los autores. Huyendo voy siempre de lo superfluo y
común y en este último capítulo haré lo mismo364.
Sea el primero supuesto que no es ni debe llamarse oscuridad en los versos el no
dejarse entender de todos y que a la poesía ilustre no pertenece tanto la claridad como la
perspicuidad; que se manifieste el sentido, no tan inmediato y palpable sino con ciertos
resplandores, no penetrables a vulgar vista: a esto llamo perspicuo y a lo otro claro. Cierto es
que los ingenios plebeyos y los no capaces de alguna elegancia no pueden extender su juicio
a la majestad poética; ni ella podría ser clara a la vulgaridad, menos que despojada de las
gallardías de su estilo, del brío y alteza de sus figuras y tropos, de sus conceptos grandes y
palabras más nobles365; circunstancias y adornos forzosos en la oración magnífica, por quien
dijo Aristóteles: ‘“La virtud de la oración poética consiste en que sea manifiesta, pero no
humilde”’366. Humilde será si se abate a la inteligencia de todos. Y así Jerónimo Vida,

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queriendo proponer al poeta las partes del lenguaje ilustre, lo primero le ordena: ‘“que arroje
de sí la turba ordinaria, donde no hay luz alguna’. ”«“Rejice degenerem turbam nil lucis
habentem”»367. Así que para entender ilustres versos supongo por oyentes, a lo menos, los
buenos juicios y alentados ingenios cortesanos, de suficiente noticia y buen gusto, y sobre
todo inclinados al arte, porque si carecen de esta inclinación, o la poesía les enfada (como
vemos en muchos), aunque sean muy doctos y sabios, son impropios oyentes, cuanto los
aficionados son digno teatro, aunque no lleguen a eruditos y doctos. Cuando Horacio con
mayor desprecio excluye la muchedumbre plebeya, admite ser leído de los caballeros
romanos y estima su aplauso: «“Neque te ut miretur turba labores. Satis est equitem mihi
plaudere”»368. Reconoce en la gente lustrosa369, por la mayor parte, suficiente caudal para
oírle, aunque faltase en muchos erudición. Tales son los juicios que por lo menos supongo y
aun estos deben despertar la atención cuando leen versos nobles, advirtiendo que no es prosa
común, ni como ella fácilmente obligados a ser inteligibles. En esta parte concedo que están
hoy los ingenios de España muy alentados y que debe el que escribe alargarse a bizarrías
superiores porque muchos, no siendo poetas, no se espantan ya de los versos, ni rehúsan
leerlos con el temor y sumisión que otro tiempo. Antes, hay muchos animosos que previenen
advertencia y deseo, no pidiendo a las musas la facilidad y llaneza que los incapaces
pretenden, sino maravillas y extremos370. A este punto puede alargarse la oscuridad poética,
su grandeza digo y elegancia, que no es justo llamarla oscuridad, aunque se esconda a
muchos. Sus ingenios en tal caso son los oscuros; por eso dijo lo que antes vimos: ‘“La
multitud plebeya carece de luz, arrójala de ti”’372. Adviértase que en este discurso he
hablado siempre del estilo mayor: porque una familiar epístola, o sencilla égloga, con otros
infinitos asuntos medianos, piden diferente descuido y claridad más desnuda.
También se suponga, como forzosa distinción, que el entender lo que se habla en
poesía no es lo mismo que conocer sus méritos373. Muchos entenderán lo que dice y no
conocerán lo que merece. Aquí defiendo solo que debe la mayor poesía ser inteligible,
informar al oyente de aquello que razona y profiere. Si el ínfimo auditorio que para esto
admito es superior a la plebe, es de ingenios alentados que conocen nuestro lenguaje y
discurren con acierto en las materias, aunque no sean ejercitados en letras. Debido es que
entiendan estos el sentido a lo menos de los versos, si le tienen, bien que sigan estilo
supremo. Y cuanto al aprecio de los quilates, juzgará mejor el mejor gusto; conocerá más el

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que más sabe. Importa notar esta diferencia, no cause engaño su confusión y algún poeta de
los pesados pretenda abonar sus tinieblas diciendo que son artificios y que no entienden ni
agradan por falta de quien los conozca. Es cierto que la obra excelente no puede ser estimada
en su justo valor menos que por otro sujeto igual a quien la compuso. Todos los inferiores
defraudan su precio por no alcanzarle, aunque le conozcan en parte. Los de menor esfera se
entretienen sólo con lo inmediato y superficial. Otros más caudalosos conocen diversos
motivos de estimación, hasta que los mayores ingenios, los más doctos y prácticos en la
facultad, penetran al íntimo conocimiento de lo compuesto, complaciéndose más que todos en
lo superior de su mérito. Esto conocía Quintiliano cuando dijo: ‘“Aquel a quien agradare
mucho Cicerón, ese crea que está aprovechado.’ «Ille se profecisse sciat cui Cicero valde
placebit”»374. Supone que el hallar sumo agrado en las obras insignes pertenece a los que
más saben, y así, de sólo agradarnos de Cicerón, infiere sabiduría, porque sin ella no se
pondera tan alto mérito. César Escalígero, inquiriendo en Virgilio nuevos artificios y galas
sobre las que otros admiran, dice bien que el primor de algunas no puede ser penetrado sino
por entendimientos divinos y que en estos excita aquel poeta maravilloso espanto375.
Añádase que, para conocer cuánto es Virgilio, no basta menos que otro Virgilio. No por esto
se niega a infinitos que lean al poeta y le entiendan, y a Tulio y otros insignes, si no con
entero conocimiento, con bastante satisfacción según sus capacidades, dejando a los que más
saben lo oculto y lo íntimo. Con estas suposiciones entenderemos algunas sentencias
particulares de autores que parecen austeras y secas. Sea la primera de Horacio donde dice:
‘“¡Oh, si agradase yo a Plocio y Vario, Mecenas, Virgilio, Valgio, etc!”’376. Dirá alguno que
el nombrar a éstos es no desear otros oyentes y estimadores de sus obras. No pasa así.
Invoca Horacio a los más doctos de Roma, no porque excluya a otros muchos que desea
también agradar y sabe que le han de entender, sino porque el mayor aprecio de sus versos no
ha de hallar entero conocimiento menos que en los grandes maestros. En estos se logra todo
el valor de lo escrito y así los apetece en primer lugar, codiciando más su aprobación que la
del resto de los hombres. Y si se contentara con solos aquellos que nombra, no dijera en otros
lugares: ‘“Conocerame el de Colcos, el dace y gelón, leerame el ibero”’377; y como ahora
vimos: ‘“Suficiente me será el aplauso de los équites”’. Preguntábanle a un escritor estudioso
(cuenta Séneca) a qué fin dirigía tanta diligencia del arte, no habiendo de ser conocida aquella
diligencia sino de muy pocos. Respondió: ‘“Pocos me bastan, bástame uno, bástame

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ninguno’”378. Quien esto oyere superficialmente creerá que quien lo decía no esperaba ser
leído de nadie. Y es engaño, porque de muchos esperaba ser leído y entendido, mas para el
conocimiento cabal de su artificio sentía que habían de ser pocos los inteligentes, o uno o
ninguno. Y cuando ninguno fuese, se consolaba juzgándole superior a todos, no ajeno y
escondido a todos; así vemos que no le dijeron: “Pocos te han de entender o leer”, sino: “a
noticia de pocos ha de llegar la gran diligencia de tu arte”. «“Cum quaereretur ab illo, quo
tanta diligentia artis spectaret, ad paucissimos perventurae”». Estos extremos del arte son los
que muy pocos penetran y, si es superior el artífice, nadie los conocerá enteramente. «“Satis
sunt mihi pauci, satis est unus, satis est nullus”». A lo mismo atendió la bizarría
de Antímaco cuando, habiendo convocado a muchos para leerles su poema y, dejándole
todos, menos Platón, dijo sin perder el ánimo: ‘Con todo eso leeré, que Platón me basta por
todos’379. Preciaba más Antímaco agradar al insigne filósofo que al resto de los otros
oyentes que le dejaron. Pero, si él pudiese agradar a todos, es cierto que holgaría mucho más,
pues para eso los había convocado: «“Qui cum convocatis auditoribus legeret, et eum
legentem omnes praeter Platonem reliquissent; legam (inquit) nihilominus, Plato enim mihi
unus instar est omnium”»380. Corrido y a no poder más, se contentó con Platón, que su
primer intento fue que todos le oyesen y aprobasen, y era acertado el intento381. Porque, si
bien el voto de un insigne pesa más que el de cuantos no le igualan, no por eso es bien que
escribamos para sólo uno: “‘¿Escribir de manera” (dice Marcial) “que apenas te entienda el
mismo Clarano y Modesto” (insignes intérpretes) “de qué sirve?, pregunto. Alábense en buen
hora tus obras con esa oscuridad. Yo querría que las mías agradasen a cualquier gramático, y
sin trabajar su gramática”’.
Scribere te quae vix intelligat ipse Modestus,
et vix Claranus, quid, rogo, Sexte, iuvat?
Non lectore tuis opus est sed Apolline libris
iudice te maior Cinna Marone fuit.
Sic tua laudentur: sane mea carmina, Sexte
grammaticis placeant, et sine grammaticis382.
A Modesto, Clarano, Platón, Virgilio, Plocio383 y semejantes los queremos para que del todo
conozcan lo escrito. Mas, para que lo entiendan y abonen, y sean como puedan partícipes,
muy copioso auditorio queremos. Y el que presume en su obra ser superior a cuantos le han

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de leer y con esa altivez se disculpa cuando nadie le entiende, dado que suponga verdad, que
es cuanto le podemos conceder, aun yerra en escribir así, porque todo lo que no alcanzan ni
ven las capacidades humanas, en vano se escribió entre los hombres. ‘“Todo lo que tú
sabes” (dice Persio) “es inútil, es nada, si no hay otro que sepa que lo sabes’”. «“Scire tuum
nihil est, nisi te scire hoc sciat alter”»384. Y Focílides385, en su Admonitorio: «“Quid enim
profuerit solus sciens?”»386. Finalmente los mayores juicios basta que sean codiciados para
preeminentes y fieles estimadores, no para únicos oyentes. Otros sin ellos deben leer y
entender lo bien escrito, bien que no lleguen a aquilatar lo supremo en las obras insignes ni a
ponderar en las indignas lo ínfimo de su desprecio.
Así es distinta noticia (como propuse) entender lo escrito o valuarlo: esto se concede a
pocos, aquello debe comprender a muchos, que no son menos los que difieren de la plebe y
los profesores de otras artes y ciencias que aman los versos, bien que no hayan cursado
escuelas poéticas. No excluye a todos estos la más presumida poesía; antes, admite su voto,
no sólo se obliga a que la entiendan. Y por lo menos la obra que enteramente abominan, es
creíble que lo merece, aunque no distingan las causas ni gradúen sus deméritos. Hay hombres
de tan claro ingenio y tanta viveza en el gusto, aunque sin estudios, que, guiados sólo de su
natural, aciertan a agradarse más de la mejor poesía y menos de la inferior, bien que no
averigüan razones de esta ventaja ni saben los medios por donde se adquiere. Pero estos, ni
otros que más sepan (dígase todo) no han de exceder el límite de su juicio sino creer
fielmente que algunas vivezas de particular energía, siendo inútiles y aun desabridas al gusto
del más presumido, serán de admirable recreo para superiores espíritus. Es injusticia la de
algunos que, fiados en su buen ingenio, quieren que todo se ajuste a medida de su
entendimiento. Debieran antes alentar el discurso y estudio, y crecer en sí mismos, para que
les agradase del todo la obra excelente y en ellos se verificase la sentencia de nuestro orador:
«“Ille se profecisse sciat, cui Cicero valde placebit”»387. Ese entienda que está aprovechado,
a quien agrada sumamente la obra suprema. Entendió bien estas diferencias el autor a
Herenio, donde dijo: ‘“¿Quién es aquél que, no conociendo altamente el arte, puede notar de
tanta y tan difusa escritura los primores que enseña el arte? Los demás, cuando leen buenas
oraciones y poemas, aprueban a los poetas y oradores pero no entienden la razón que los
mueve a aprobarlos. Ni pueden saber en qué consiste, ni qué sea, ni cómo se alcanza aquel
artificio que los deleita. El que lo entiende todo esto es fuerza que sea sumo artífice’. ”«“Quis

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est enim,388” etc.». Aún más a favor de los no estudiosos habla Marco Tulio: ‘“Cosa es
(dice) maravillosa que habiendo, en cuanto al obrar, tanta diferencia entre el docto y el no
docto, en cuanto a juzgar no es mucho lo que difieren. Y es que, como procede de la
naturaleza el arte, si el arte no mueve y deleita a la naturaleza, parece que nada consigue.’ ”
«“Mirabile est, etc.”»389. De todo lo propuesto basta colegir que en el conocimiento de los
escritos hay diversos grados. El supremo es conocer por sus causas todo el valor de la obra, o
bien sus deméritos todos. Y el ínfimo es entender el sentido de lo que se habla y agradarse de
ello. Y para esta sola inteligencia y agrado, los mayores poetas deben admitir numeroso
auditorio.
Mas los escritos modernos de que tratamos no sólo se esconden y disgustan al vulgo y
a los medianos juicios, no sólo a los claros ingenios y a los eruditos y doctos en otras
ciencias, sino a los poetas legítimos, más doctos, más artífices, más versados en su facultad y
en la inteligencia y noticia de todas poesías en diversas lenguas. Y esto por camino tan
reprensible y tan frívolo como luego veremos. No basta decir son oscuros: aun no merece
su habla en muchos lugares nombre de oscuridad sino de la misma nada. Y falta por
decir de sus versos lo más notable: que no sólo a los que de afuera miran son lóbregos y
no entendidos, sino a los mismos autores que lo escribieron. No lo encarezco. Ellos
mismos, al tiempo de la ejecución, vieron muchas veces que era nada lo que decían (no
me nieguen esta verdad) ni se les concertaba sentencia dentro del estilo fantástico. Y a trueco
de gastar sus palabras en bravo término, las derramaron al aire sin consignarlas a algún
sentido. O bien el furor del lenguaje les forzó a decir despropósitos que no pensaban, y por no
alterar las dicciones los consintieron. Y cuando las sentencias y cosas que se dicen,
desvarían390, es lo mismo o peor que si no se entendiesen, porque no dan luz a lo
escrito, sino mayor ceguedad391. En uno y otro se fían de la insuficiencia del pueblo, que
ni juzga lo oscuro, ni lo desvariado; y, cuando en algo repare, creeerá que allí se ocultan altos
misterios. ‘“No es de cualquier oyente” (dice Horacio) “juzgar las poesías mal compuestas. Y
así contra toda razón se les perdona mucho a los poetas romanos. Mas ¿será bien ”(pregunta)
“ que, fiados desta ignorancia del pueblo, escribamos licencioso y baldío? ¿O que
supongamos por cierto que todos ven y conocen nuestras culpas, cautelándonos en el recato,
aunque esperemos el perdón?’ ”«“Non quivis videt, etc.”»392. Decía
admirablemente Peregrino filósofo: ‘“Que el varón sabio no había de pecar, aunque hubiesen

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de ignorar su pecado los dioses y los hombres, pues no se ha de huir la culpa por miedo de la
infamia, o la pena, sino por oficio y estudio del bien obrar’393”. ¿Cuánto más detestables
serán las culpas que sólo ha de ignorarlas la rudeza plebeya, y todos los demás advertirlas?
Muchos, por especial asunto, han escrito de la oscuridad, reprobándola casi todos, y
algunos también defendiéndola. Es su defensor el Bocacio en su Genealogia deorum, pero
vanamente sin duda: basta que trae por ejemplo, abonando los poetas oscuros, ‘“que el divino
eloquio del Espíritu Santo está” “lleno de oscuridades y dudas y que así le conviene al poeta
hacer lo mismo’394”. ¡Gentil argumento! En Grecia hubo un preceptor ridículo de quien
refiere Quintiliano, alegando a Livio, que no encargaba otra cosa a sus oyentes sino la
oscuridad, diciéndoles en su lenguaje, σκóτιζον395. Antigónidas tuvo un discípulo tan oscuro
a todos que le decía burlando el maestro: ‘“Cántame a mí solo y a las
Musas’396”. Sexto juzgaba por mayor poeta a Cinna que a Virgilio porque las obras de Cinna
eran oscuras. Dícele Marcial en sus burlas: “‘No tienen tus libros necesidad de leyente sino
de Apolo’397”. Mas, acortando historias, digo que, a nadie de los que he leído, veo salir en
forma a la mayor distinción de la oscuridad, ni los pocos que la abonan, ni los muchos que la
abominan. Y no parece posible que, advertida bien la materia, ningún razonable juicio se
aparte del recto sentir.
Hay pues en los autores dos suertes de oscuridad diversísimas. La una consiste en las
palabras, esto es, en el orden y modo de la locución, y en el estilo del lenguaje solo. La otra,
en las sentencias, esto es, en la materia y argumento mismo, y en los conceptos y
pensamientos de él. Esta segunda oscuridad, o bien la llamemos, dificultad, es las más veces
loable porque la grandeza de las materias trae consigo el no ser vulgares y manifiestas, sino
escondidas y difíciles: este nombre les pertenece mejor que el de oscuras. Mas la otra, que
sólo resulta de las palabras, es y será eternamente abominable por mil razones. La principal,
porque quien sabe guiar su locución a mayor claridad o perspicuidad, ese sin duda consigue
el único fin para que las palabras fueron inventadas. “«Nam quorsum nomina” (dijo
ya Tuberón) “nisi ut demonstrent voluntatem dicentis?»398. ‘¿De qué aprovecha, o para qué
es la locución” (dice también san Agustín) “si no la entiende el que la oye? En ninguna
manera hay causa por qué hablemos, no habiéndose de entender lo que hablamos’. «Quid
prodest locutio, quam non sequitur intellectus audientis, cum loquendi omnino nulla sit causa,
si quod loquimur non intelligitur?»399”. Ni deben eximirse los versos de esta obligación,

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aunque se les encargue mayor adorno. Porque, si la poesía se introdujo para deleite (aunque
también para enseñanza) y en deleitar principalmente se sublima y distingue de las otras
composiciones, ¿qué deleite (pregunto) pueden mover los versos oscuros? ¿Ni qué
provecho (cuando a esa parte se atengan) si, por su locución no perspicua, esconden lo
mismo que dicen?400 Aun las proposiciones teólogas, importantes a nuestra fe, si se
escriben oscuras, rehúyen los más doctos leerlas por no molestar el ingenio: ¿cuánto menos
se padecerá esa molestia por entender los versos, aun cuando se esperase hallar en ellos
sentencias útiles? No fue asunto de este papel dar documentos sino mostrar engaños; pero
persuádanse cuantos profesan locución grande que la virtud más grata a los oyentes y la suma
industria en el estilo supremo es saber retirarse de la oscuridad. Y que es precita401 al
desprecio la frasis más valiente o más prima402, si niega a la inteligencia el concepto que
abraza, o bien si se emplea en desacuerdos que, después de entendidos, son también
ceguedades. “‘¿De qué sirve,” (dice el mismo Agustino con su agudeza) “de qué sirve una
llave de oro, si no abrimos con ella donde queremos?’. «Quid enim prodest clavis aurea, si
aperire quod volumus non potest403?»” Tulio, en el lugar que antes vimos de
su Oratoria interrumpe el discurso, diciendo: “‘No se hable de otra cosa alguna; dejémoslo
todo y sólo se dispute con cuáles medios se podrá conseguir que se entienda lo que se dice’.
«Neque vero in illo altero diutius commoremur, ut disputemus, quibus rebus assequi
possimus, ut ea quae dicamus intelligantur»404”.No le parece haber estudio tan importante en
toda la elocuencia como el que se emplea procurando la claridad del decir: así vemos que se
desocupa de todos para disputar sólo de éste y observar sus preceptos. Demetrio Falereo en
toda ocasión no cesa también de darlos para lo mismo y advertir sus estorbos, especialmente
al último tercio de su Jerónimo Vida, príncipe de los poetas modernos latinos, cuya poética se
antepone a la de Horacio406 (como juzga Escalígero, y no lo niego), llegando a hablar de la
locución en los versos, comienza así: “‘Cuanto a lo primero, te digo que huyas la oscuridad
de las palabras’. «Verborum in primis tenebras fuge, nubilaque atra etc.»407”. Todos en fin
reconocen que no hay elocuencia ni elegancia sin luz. Esto se propone en común.
Son en efecto tan distintas, tan separadas, las dos maneras propuestas de oscuridad
que con las sentencias oscuras se compadece bien el lenguaje claro y, con las sentencias
claras, el lenguaje oscuro. Muchas veces Lucrecio, Manilio, Arato408 y otros semejantes
poetas, siendo claros en la locución, no alcanzan el ser entendidos porque incluyen ciencias

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ocultas y materias en sí difíciles, naturales o filosóficas, que traen abrazada consigo la


oscuridad, sin que pueda vencer sus tinieblas la luz más viva y despierta de las palabras. Luz
fue de la Iglesia Tomás409 y en sus escritos escolásticos usa clarísimo estilo, procurándolo
así con toda industria. No le basta para que sea clara la materia que escribe, sino escondida y
oscura al no teólogo, y al más docto lo es muchas veces. Mas este linaje de oscuridad, o bien
dificultad, ligado a la alteza de las materias y sutileza de argumentos, ya digo que no se
condena; antes, se debe gloria al que tuvo capacidad de tratarlas, como use en la locución la
claridad posible, distinguiendo en los versos que no es su legítimo asunto gravarse de
materias difíciles, ni penetrar lo interior de las ciencias.
Vamos ahora a nuestros poetas, donde se hallará totalmente lo contrario410. Porque
los asuntos y argumentos que tratan de ordinario son llanos y claros, siguiendo con sencillo
discurso alguna simple narración o cuento vestido de concetos flacos, y en las composiciones
más breves se pagan de sentencias muy fáciles. Mas a esta claridad de argumentos
inducen profundas tinieblas con el lenguaje solo, usando, como se ha notado, voces tan
incógnitas, oraciones tan implicadas, prolijas y ambiguas; confundiendo los casos, los
tiempos, las personas; hollando la gramática, multiplicando violentas metáforas,
escondiendo unos tropos en otros; y, finalmente, dislocando las palabras y
transportando el orden del hablar por veredas tan desviadas y extrañas, que en muchos
casos no hay cosa más clara que el no decirse en ellos cosa alguna. No fraguan sentido las
cláusulas o, si alguno se descubre, es las más veces vano y casual, que no alumbra al intento
sino le ofusca411. El discurso corriente de lo pensado es siempre de leve sustancia; y, siendo
por sí mismo fácil y patente, se dificulta y cierra en bosques incultos de dicciones ásperas, y
en locuaces horrores. Y el lector codicioso, buscando sentido y no hallándolo en lo cerrado y
lóbrego de las palabras, se angustia y se desespera412. A los que así escriben podríamos
decirles lo que Favorino filósofo al joven que describe Gelio: “‘Tú no quieres que sepa ni
entienda nadie lo que hablas. Pues dime, necio, no sería mejor, para conseguir colmadamente
lo que pretendes, que callases?’. «Scire atque intelligere neminem vis quae dicas. Nonne,
homo inepte, ut quod vis abunde consequaris, taceres?»413”. Mas lo menos sufrible del caso
es que piensan dar a entender que el ser oscuros les cuesta particular estudio y que no se
consigue aquella tenebrosidad menos que con alto cuidado. Y muchos del bando ignorante lo
creen así y lo porfían. De donde ha procedido llamar cultos a los versos más ciegos y más

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broncos. Insigne poderío de la rudeza, como antes notábamos. ¿Cuál escrito, en su primer
borrador, salió del todo claro, y obligó al dueño a oscurecerle por mejorarle? ¡Prodigioso
suceso! Lo contrario sí pondera Vida al fin de su Poetica, donde habla de la
corrección. “«Siempre se nos ofrece” (dice) “algo de nueva luz, y huyen las tinieblas».
«Nostrisque nova se mentibus offert ultro aliquid lucis, tenebrae atque recedunt»414”. Una
pieza de armas, un cañón de arcabuz, no alcanzan lo terso y espejado en las primeras fraguas
y gruesos martillos, sino con diversas limas y bruñidores. Estos esmeran su pulimento y
ofrecen a nuestros ojos esplendor y cultura. Facilitar con el oyente los versos magníficos es la
suma dificultad para el autor. Así, cuando vemos alguna obra de manos concluida en últimos
primores, decimos con discreto adagio: Aquí parece que no han llegado manos, y es cuando
ha intervenido inmenso trabajo de las manos, y del entendimiento415.
Vendernos la oscuridad por estudiosa y difícil es astucia de que resultan al que engaña
notables útiles416 entre oyentes sencillos, porque bautiza la ignorancia y pereza con título de
diligencia e industria; y, con vilísimos velos de locución, no solo encubre defectos y culpas,
sino da a creer al simple que son todas ingeniosidades, a la manera que un manto rebozado
suele prometer y mentir hermosura, celando fealdad. No es creíble (dijo una vez el padre
Florencia417) que quien concibe hermosos conceptos deje de emplear gran cuidado y poner
mayor gusto en declararlos, por lo que interesa el ingenio en logar bien sus partos418. Pues
¿cómo se creerá que haya nadie que con industria los oculte y aborte? Infiero que dejarlos
ocultos o mal entendidos da a entender que no son para vistos, y que lo temió así el autor. La
locución oscura es capa de ignorantes (lo mismo que de pecadores) y tan barata capa, que el
más pobre ingenio posee abundantísimo paño para vestirse de ella.
Digo, y fenezco este discurso, que el escribir oscuro no sólo es obra fácil, sino tan
fácil, que sin obrar se adquiere. Y aun puedo decir que no es obra, tan lejos está de ser difícil
operación. Dios no crió tinieblas ni las tinieblas requerían creación. Bastaba no criar luz para
que las hubiese: donde ella falta se hallan. Así, para que redunde oscuridad en los versos, no
es conveniente poner cuidado: antes, descuidarse en ponerle. Dar luz es lo difícil; no
conseguirla, facilísimo.

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