Monólogo de La Puta en El Manicomio
Monólogo de La Puta en El Manicomio
Monólogo de La Puta en El Manicomio
(En una silla metálica está sentada una mujer. Tiene un casco en la cabeza, un
micrófono ante la boca y una serie de cables que de sus tobillos y muñecas van a un
aparato lleno de válvulas y luces que se apagan y encienden intermitentemente.)
Sí, sí, doctora, la oigo perfectamente. No se preocupe, estoy relajada, sólo que con tanto
cable me siento como un robot..., o más bien como si estuviera en la silla eléctrica, es que
impresiona mucho, ¿sabe? Oiga, doctora, ¿no sería mejor que viniese usted a sentarse aquí,
a mi lado, en lugar de quedarse ahí arriba, que parece que está en la cabina de un avión? Es
que me cuesta mucho contar ciertas cosas si no tengo a nadie a quien mirar a la cara...
mientras hablo..., ¡así me siento como dentro de un cohete
espacial! Pero de todos modos le diré la verdad, que yo no me dejo condicionar. ¿No
puede? ¿Tiene que estar ahí controlando las máquinas?... Está bien, si no puede... ¿Por
dónde empiezo? ¿Por cuándo incendiamos la casa del industrial? ¿No?... ¿Prostituta?...
¿Qué cuándo empecé? Oiga, doctora, esa palabra no me gusta natía..., prostituta, prefiero
decir puta, mejor las cosas claras, ¿no le parece?
De acuerdo, sí, ya comprendo. Mi primera experiencia sexual. La primera... No la recuerdo,
recuerdo la segunda... Pues no, la primera no la recuerdo porque era demasiado pequeña...,
me la contó mi madre durante una escena con mi padre, y así me enteré de que él, mi padre,
había tratado de violarme..., pero yo no me acuerdo... No, nada de traumas, yo quería a mi
padre. La segunda vez... sí, ésa... ya se la he contado.
Sí, con un chico en un prado detrás de mi casa. La hierba estaba mojada, y yo tenía el
trasero helado. Él estaba como loco. Tenía trece años, y yo doce, para ambos era la primera
vez que hacíamos esas cosas, sólo sabíamos que los niños nacen de la tripa. No, nada, no
sentí nada. Sí, recuerdo que me dolió mucho el ombligo, sí, el ombligo, porque creíamos
que el amor se hacía por ahí... y él empujaba con su chisme. Ya le he dicho que estaba
como loco, a mí se me inflamó muchísimo el ombligo. Si supiera... Sí, ya sé lo que es la
sexualidad, faltaría más, figúrese, doctora... No soy tan boba como parezco... Me he
informado: he leído muchísimo sobre la sexualidad, incluso libros científicos. Así
descubrí que las mujeres tenemos puntos erógenos, se dice así, ¿verdad, doctora? Eróge-
nos.…, tenemos puntos erógenos por todo el cuerpo... Para mí fue una revelación, yo no me
imaginaba que los puntos sensibles eróticos de la mujer fueran tantos: encontré un libro con
un dibujo de una mujer desnuda dividida en zonas..., sí, como esos dibujos en los paneles
que cuelgan en las carnicerías, con una vaca pintada por regiones..., igual que el mapa de
Italia, con las provincias y los pueblos. Y cada zona del cuerpo de la mujer, en ese libro
estaba pintada con colores diferentes, según su sensibilidad más o menos fuerte el tacto del
hombre, bueno, cuando se tocan. Por ejemplo, estaba la zona del lomo, aquí, pintada de
rojo..., que significa máxima sensibilidad. Luego la parte de aquí, detrás del cuello, de
morado, sabe, esa parte que llaman el morrillo, luego la espalda, que es el solomillo, llena
de pintitas color naranja. Y más abajo la cadera, y la tapa..., que es el no va más... Especial,
casi como la parte de la paletilla..., que parece ser que, si uno sabe tratarla bien, ¡la paletilla
produce un
estremecimiento erótico que no se puede aguantar!... Casi como si le tocan a una el rosbif,
que en realidad es el músculo «sartorio» o transversal..., ¡que viene a ser la parte interior de
la pata!
¿Ha visto, doctora, todo lo que sé? ¡Lo sé todo sobre la sexualidad de la mujer! Sí, lo sé
todo, pero soy tonta, peor: una idiota, casi retrasada mental... Si no lo digo por decir,
doctora, es que a veces se me cruzan los cables..., y usted lo sabe..., de pronto ya no
entiendo nada, y luego hago cosas que después no recuerdo... Pues lo sé porque luego me lo
cuentan. Que qué me cuentan... Pero, doctora, si ya se lo he dicho..., ah, que no importa,
que tengo que volver a contárselo. Claro, por la maquinita ésa que graba... Ay madre, que
me ha dado un calambre, aquí... ¿No es nada? ¿No me asarán, viva,
verdad? Sí, ya cuento. Bueno, pues los demás me dicen que cuando me da eso me desnudo,
y bailo desnuda, y me follan desnuda... ¿No se dice? ¿Pues cómo se dice? ¿«Que me
poseen»?... Pues eso, ¡primero me poseen y luego me follan! Sí, sí, sigamos. ¿Quién?
¿Cuántos? ¿Dónde? No sé, no me acuerdo. Yo sé que cuando me despierto aquí en el
manicomio, que me han atiborrado de sedantes y me he pasado dos días seguidos
durmiendo, me duele todo el cuerpo. Como si me hubieran dado una paliza tremenda..., y
seguro que ha sido así..., ¡porque suelo tener todo el cuerpo lleno de cardenales! ¡Hasta en
la cara! Yo qué sé, la policía que me ha recogido dice que me he caído. No, nunca hay
testigos. Cuando llega la policía, que luego me trae al manicomio, nunca hay nadie..., o de
haber alguien, acaba de llegar..., o pasaba por allí. Además, a nadie le importa..., yo soy una
puta, ¿no? Una puta que de vez en cuando tiene una crisis, y se pone corno loca. Si no me
quejo, doctora. Además, ya lo dicen todos: ¿qué es una puta? ¡Es una que ha dado con el
truco para vivir bien sin currar! Pues yo bien que he currado, sabe. Trabajé de criada, y me
follaban. Luego trabajé en una fábrica, y allí lo mismo... ¡Peor para ti si dejas que te follen,
será que te gusta..., gilipollas! ¡Pues no, no me gusta! Sí, ya lo sé, es demasiado fácil..., es
muy cómodo echarles toda la culpa a los cabrones de los hombres..., acusar a la sociedad...
Ya me lo decía mi madre: «Si una chica quiere ser honrada, no hay manera, antes deja que
la maten.» Y en efecto, yo he dejado que me mataran..., ocho horas en la fábrica más las
horas extra..., y ahí fue donde empecé a tener las crisis. La primera la tuve en la fábrica:
llevaba una semana con sofocos..., me mareaba..., pero la «jefa» decía que era cuento, que
quería pasarme de lista para que me dieran la baja. Así que, dale que dale, acabé
explotando. Rompí los cristales con un carrito, volqué los cubos de colorantes..., ¡me llené
de pintura! Y luego me han contado que empecé a bailar desnuda en los pasillos... ¡Sí, hice
un «strip-tease» en los despachos de la dirección, con los empleados riéndose y
aplaudiendo, los muy cabrones! No, yo no me daba cuenta de nada. Sí, cuando salí del
«Neuro» me internaron aquí, en el manicomio. Y cuando salí del manicomio, ya no tenía
trabajo... Me habían despedido. Oiga, doctora, usted puede pensar lo que quiera, pero le
juro que no me gusta nada lo de ser puta. Mire, nunca me he encontrado con una colega que
dijera: «¡Qué bonito es esto de ser puta!» No, todas dicen: «Voy a ahorrar un poco con este
oficio de mierda, y luego me retiro, pongo un comercio, un estanco... con mí Hombre.»
Que, si fuese verdad, todos los estancos de Italia los llevarían las putas.
Una doctora de aquí, del reparto quince, una que parece una cría, que nos hemos hecho
amigas porque yo le cuento todo... y ella escribe..., me ha explicado que cuando me pongo
como loca es por mi complejo de culpa, que no soporto la idea de ser una puta. Que tengo
turbaciones..., ¿y qué cono son las turbaciones? Yo de esas cosas no entiendo mucho, pero
le juro, doctora, y pueden decir que estoy loca, que yo en la fábrica estaba muy a gusto. Me
mataba a trabajar, pero estaba con otras mujeres. Había un estruendo horrible, hacía un
calor de desmayo, la peste de los disolventes te daba un dolor de cabeza que no se podía
aguantar, y la mala leche de la vigilante..., y me dirá, ¿pues qué es lo que te gustaba de toda
esa mierda? Pues el respeto que sentía por mí misma... Mire, doctora, ¿sabe lo que le digo?
Si una no ha sido puta, no puede entender lo que significa perderse el respeto a una misma.
Lo peor de este oficio es que te hace sentir como una cosa con un agujero y las piernas y el
culo y las tetas y una boca y nada más..., no tienes nada más. Y si una está metida en la
mierda, ¿qué hace? Trata de nadar, de no notar la peste..., y buscas a alguien que te suba a
la barca, en excursión de
placer..., y casi te parece que te estás vengando: «¿Quieres follar, pedazo de mierda?
¿Quién te crees que eres porque tienes dos duros? Pues entonces paga. ¡Folla y paga! Yo no
estoy. Tú resoplas encima de mí, pero yo no estoy. Hago como que estoy, pero he salido.
¡Estás follando a una muerta, imbécil!» El caso es que en esos momentos yo he salido de
verdad..., es ahí cuando me pongo como loca..., y me desmadro y bailo desnuda..., y tú y
tus amigos por fin os desmadráis, me pegáis..., os abalanzáis sobre mí, cinco o seis, os
desahogáis, hijos de puta..., os sale todo el odio bastardo hacia nosotras las mujeres. Ahora
os sentís realmente hombres..., unos bastardos con clase. Pero yo recordé muy bien al
bastardo con clase que me hizo la faena la última vez. Es un tipo conocido, con cochazo de
la empresa, despacho de primera, dos secretarias, y amigos con clase, tan cerdos como él.
Yo hice como si nada, y luego me dejé caer, como por casualidad, por el bar que está
debajo de su oficina a la hora del cierre, que él siempre está ahí, puntual como el telediario.
Me lo monté en plan tontita alegre, de sonrisa fácil, dispuesta, arreglada y perfumada de
bidet. Había otros de su pandilla que me querían ligar, y él se apuntó a la carrera, y yo dejé
que ganara. «¡El caballero se ha ganado el polvo: ¡Enhorabuena, caballero!» Derrochando
satisfacción, como un gallito, me saca del bar guiñando el ojo a los perdedores. Subimos a
su despacho con dormitorio adosado, y él empieza su jugada
como si estuviera rodeado por todos los del bar mirando golosos y gritándole: «Qué
bárbaro, eres un fenómeno, vaya toro...» Parecía como si tuviera plumas hasta en el culo,
luego se duerme como un tronco. Yo me visto y me llevo todo lo que pillo: la chequera, las
llaves del coche, de la oficina, del ascensor, de la casa, del garaje, de la motora, de la caja
fuerte, el pasaporte, el permiso de conducir, el carnet del club, el del círculo de cazadores,
el de amigos de la Cruz Roja, de la Democracia Cristiana..., todo, hasta una condecoración
que tenía colgada de un cuadro sobre el escritorio, entre un retrato del Papa y otro del
presidente. Y me vine corriendo al manicomio. Dije que estaba a punto de tener una crisis y
que me internaran... Ah, se me olvidaba que, antes de salir, le dejé una nota en el escritorio:
«Si quieres encontrarme estaré en el manicomio, en urgencias.» El bastardo con clase llamó
por teléfono a la portería, donde estaba de guardia una enfermera que estaba al tanto de
todo: «¡Ah, ¡qué bien! ¿Así? que se ha aprovechado usted de una enferma?» Vino con su
abogado, pero al abogado le echaron. Quería hablar conmigo en privado, pero yo dije que
no, que si quería hablarme que viniera a la sala común, con todas las otras enfermas
presentes. Y cuando entró, que parecía un gusano en remojo..., le hicimos el proceso.
Tuvo que contar todo lo que me había hecho diez días antes, junto con sus amigos tan
bastardos como él. Temblaba..., tartamudeaba y lloraba. «Y ahora se lo contamos a la
prensa. ¡Lo hemos grabado todo en un magnetofón!» Le dio un ataque..., casi se queda en
el sitio, parecía un cerdo colgado de un gancho. Luego le devolvimos sus cosas y enviamos
la cinta a la prensa.
Él se estuvo moviendo como un desesperado, a saber, a quién recurrió, el caso es que
nadie publicó ni una sola línea de esta asquerosa historia. Cinco días más tarde yo salía del
portal para volver a casa y vi que me seguía un coche... Empecé a correr, pero al llegar a la
esquina se bajaron dos tipos del coche y empezaron a propinarme tal paliza, que de no ser
por dos enfermeros del manicomio que habían visto la escena desde la portería, es que ni lo
cuento. Me llevaron a la Casa de
Socorro más muerta que viva.
Luego mis compañeras del manicomio me llevaron a nuestra sala. Lloraban todas..., no de
pena, sino de rabia... «¡Maldita sea! —lloraban—, será posible que nosotras siempre
tengamos que cobrar, dejarnos joder, pegar, y encima tengamos que callarnos... Pero algo
tenemos que hacerle a ese bastardo...» «No sirve de nada —decía la doctora joven—,
vengarse no sirve de nada... Sólo con la lucha organizada, compañeras, con la política, se
puede ganar, no con la venganza.» «¿Y quién piensa en venganzas?», decían todas.
Nosotras queremos realizar precisamente un gesto político. La noche siguiente se declaró
un incendio en la ciudad. El edificio donde está la oficina del bastardo se quemó entero.
«Incendio provocado», dijo la televisión. «Gesto político», dijo una de las enfermas.
«¡Gesto político!», contestaron todas las demás. La doctora joven se quedó un buen rato
callada..., luego dijo a su vez: «Sí, gesto político.»