Diccionario Patrístico Las Herejías
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ADOPCIONISTAS. Los autores modernos designan con este nombre a los monarquia- nos que hacían de Cristo un mero
hombre, adoptado por sus méritos como Hijo de Dios (el término latino de adoptiani es muy tardío). Teodoto de Bizancio, llamado
el Curtidor, difundió esta doctrina en Roma a finales del siglo IT. Afirmaba que Jesú s había sido un hombre nacido de la Virgen por
voluntad del Padre, que vivió como los demá s hombres, pero má s piadosamente, de modo que en el bautismo bajó sobre él la
paloma para señ alar que estaba dotado de espíritu divino, indicado con el nombre de Cristo superior. Só lo desde entonces empezó
Jesucristo a obrar milagros. Algunos adop- cionistas ponían en este momento la deificació n de Jesú s, mientras que otros la ponían
en la resurrecció n. Basaban su doctrina en ciertos pasajes evangélicos (y bíblicos en general) de los que deducían que Jesú s era
só lo hombre: Jn 8, 40; Mt 12, 31; Dt 18, 15. Un alumno de Teodoto, llamado también Teodoto y natural de Bizancio, llamado el Ban-
quero, acentuaba el cará cter meramente humano de Jesú s, afirmando que Melquisedec había sido una potencia divina mayor que
Cristo, imagen suya, segú n Heb 5, 6. Arte- mó n volvió a predicar en Roma el adopcio- nismo entre el 230 y el 250; no parece que
hiciera alguna innovació n, ya que insistía en el cará cter tradicional de su doctrina y afirmaba que había sido conservada en Roma
hasta el pontificado de Víctor, cuando Cefe- rino corrompió su verdad a comienzos del siglo III. Pablo de Samosata (por el 260-
270), con el que se relacionó Nestorio, y Fotino de Sirmio (mitad del siglo IV) propusieron formas má s evolucionadas de adop-
cionismo. También Marcelo de Ancira, que sirvió de transmisor entre Pablo y Fotino, puede fundamentalmente ser considerado
como adopcionista. Los antiguos consideraron el adopcionismo como una herejía de tipo judío y la relacionaron con el ebionis- mo,
ya que los adopcionistas —como los judíos— no reconocían el cará cter divino de Jesú s y lo reducían a un simple hombre.
A. Hilgenfeld, Die Ketzergeschichte des Urchristen- tums, Leipzig 1884, 609-615; J. N. D. Kelly, Early Chris- tian Doctrines, London
1958, 115-119.158-160.
MONARQUIANOS. Término empleado por Tertuliano (Adv. Prax. 10, 1) para designar a Praxeas y a los patripasianos en cuanto
asertares, en sentido herético, de la monarquía divina (monoteísmo). Los estudiosos modernos extienden la aplicació n del término
a la otra rama de la herejía conocida con el nombre de adopcionismo. Pero conviene precisar que la fe en un Dios ú nico, heredada
del judaismo, fue desde el primer momento para los cristianos una nota distintiva de su religió n en contraposició n con el
politeísmo pagano. Pero esta fe monoteísta tenían que hacerla compatible con la fe en la divinidad de Cristo, Hijo de Dios; la
reflexió n teoló gica sobre este punto llevó en el s. II a la elaboració n de la teología del Logos, que concebía a Cristo, en cuanto Logos
divino, unido al Padre y al mismo tiempo distinto de él, a él subordinado e intérprete de su voluntad respecto del mundo creado.
Esta concepció n pareció a muchos un diteísmo de hecho, ademá s de tributaria en exceso de la filosofía griega; contra ella y contra
las especulaciones gnó sticas sobre el Logos se alzó una reacció n en sentido monarquiano, es decir, rígidamente monoteísta que se
radicalizó en dos direcciones: el adopcionismo, segú n el cual Cristo era só lo un hombre adoptado por sus méritos como Hijo de
Dios; y el patripasianis- mo (o modalismo en la terminología moderna) que sostenía que el Hijo no era má s que un nombre y un
modo de manifestarse del Padre.
De los dos movimientos, ambos tachados de herejía aunque por motivos diversos, el primero no alcanzó nunca gran consistencia:
nacido en Roma por obra de Teodoto de Bizancio (llamado el Peletero) a finales del siglo II, continuado luego por Artemó n entre el
230 y el 250, cobró energía en Antioquía con Pablo de Samosata en torno a los añ os 260-270. A mediados del siglo IV lo pro fesaba
Fotino de Sirmio. Mayor éxito conoció el patripasianismo: lo inició en Esmir- na Noeto a finales del siglo II, pasó a Roma y alcanzó
notoriedad en los primeros decenios del siglo III (Epígono, Cleomenes, Praxeas, Sabelio). Con el nombre de sabelia- nismo se
difundió en Egipto a mediados del siglo III y de aquí pasó a diversas partes de oriente.
SUBORDINACIONISMO. Definimos con este término la tendencia, muy fuerte en la teología de los siglos II y III, a considerar a
Cristo como Hijo de Dios inferior al Padre. En la base de esta tendencia se encuentran ciertas afirmaciones evangélicas en las que el
mismo Cristo destaca esta inferioridad (Jn 14, 28; Me 10, 18; 13, 32; etc.) y fue desarrollada sobre todo por la Logoschristolo- gie.
En efecto, esta teología, en la que hay que tener también en cuenta la influencia de la filosofía medioplató nica, considera a Cristo,
logos y sabiduría divina, a través de la vinculació n y mediació n entre la divinidad trascendente del Padre y el mundo, y por tanto
en una posició n subordinada respecto a aquél. Cuando la concepció n trinitaria se amplió para comprender también al Espíritu
santo, como en Orígenes, también el Espíritu fue considerado como inferior al Hijo. Las tendencias subordinacionistas son
evidentes sobre todo en teó logos como Justino, Tertuliano, Orígenes y Novaciano; pero incluso Ireneo, ajeno a las especulaciones
trinitarias, basá ndose en Jn 14, 28, no vacila en considerar a Cristo como inferior al Padre.
En la polémica con los monarquianos el subordinacionismo tendía a radicalizarse, ya que la inferioridad del Hijo se acentuaba
para destacar mejor su distinció n del Padre, que ellos negaban. Tal fue el caso de Dionisio de Alejandría y sobre todo de Arrio;
mientras que el subordinacionismo moderado de sus predecesores no había puesto en duda que Cristo fuera Hijo real de Dios y
partícipe de su naturaleza divina, Arrio lo consideraba creado, má s bien que engendrado, extrañ o a la naturaleza del Padre y por
tanto de una naturaleza divina de segundo orden. Precisamente para reaccionar contra este subordinacionismo radical, los
teó logos antiarrianos, sobre todo Atanasio y luego los Capadoeios, eliminaron cualquier huella de subordinacionismo entre las tres
personas divinas y las consideraron iguales entre sí por naturaleza y por dignidad.
GNOSIS, GNOSTICISMO. Con el nombre de gnosis la investigació n moderna designa una forma peculiar de conocimiento que
tiene por objeto los misterios divinos y es patrimonio de un grupo de elegidos; en esta acepció n la gnosis aparece en corrientes
religiosas y filosó ficas diversas y diseminadas en el tiempo y en el espacio (sobre la gnosis como conocimiento filosó fico en el
mundo antiguo, cf. R. Mortley, Gnosis I). De esta forma de gnosis hay que distinguir, por sus características, objeto y finalidad, la
gnosis del gnosticismo, movimiento religioso que surge en el siglo I d.C., pero que hoy se conoce, gracias a una rica documentació n
directa (cf. Nag Hammadi) e indirecta (cf. Heresiólogos), en su período de florecimiento durante el curso del siglo II d.C. La gnosis
del gnosticismo es una forma de conocimiento religioso que tiene por objeto la verdadera realidad espiritual del hombre. Dada a
conocer por un revelador-salvador y garantizada por una propia tradició n esotérica, la gnosis es de suyo capaz por sí misma de
salvar a quien la posee. Por lo general la didaskalía o instrucció n gnó stica, con la que el adepto es iniciado, se basa en la transmisió n
de un relato mítico, que se propone responder a las preguntas existencia- Ies típicas de todo gnó stico: «qué somos, en qué nos
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hemos convertido, dó nde estamos, dó nde hemos ido a caer, adonde tendemos, dó nde somos purificados, qué es la generació n, qué
es la regeneració n» (Exc. ex Theodot. 78, 2).
Los orígenes histó ricos de este complejo movimiento constituyen aú n hoy día un problema no resuelto. En cambio, sus raíces
psicoló gicas y sus motivaciones hay que identificarlas, con toda probabilidad, en una situació n de angustia existencial — típica de
muchos autores y corrientes, tanto paganas como cristianas, de los dos primeros siglos d.C.— que alcanza en el gnosticismo una
intensidad especial, provocando una respuesta religiosa original que nace de una sensació n de alienació n por la que el gnó stico se
siente extrañ o al mundo. Para el gnó stico, los infiernos no se hallan debajo o al margen del mundo, sino que han invadido el mundo,
son el mundo. El gnó stico, que posee el elemento espiritual, pneumá tico, reniega y condena totalmente este mundo con todos sus
amos que lo tienen en prisió n (anticosmismo), porque se siente extranjero en este mundo: su verdadera patria es el pléroma, o sea,
el mundo de la plenitud divina (acosmismo, cf., en general, H. Joñ as, Die Gnosis I; Id. The Gnostic Religión).
Los diversos sistemas gnó sticos se caracterizan por su sincretismo: sus diversos edificios doctrinales está n construidos con ma-
teriales tomados de muy diversas tradiciones de pensamiento. Junto a elementos tomados de la tradició n filosó fica griega, sobre
todo plató nica, los textos coptos han llamado la atenció n sobre la importancia del influjo del mundo judío. Pero el problema central
es sus relaciones con el cristianismo. Hoy día la mayor parte de los estudiosos no acepta la explicació n de los heresió logos
antiguos; ciertos textos de Nag Hammadi no delatan influencia cristiana alguna, y en otros (cf. la relació n entre la Epístola a
Eugnosto y la Sophia Iesu Christi, en M. Krause, Des li- terarische Verhaltnis) la cristianizació n del segundo texto parece operada
sobre un original no cristiano. Así pues, junto a escritos (y sistemas doctrinales) exentos de influencia cristiana o escasamente
cristianizados, se colocan los documentos de la gnosis cristiana, en los que la reflexió n gnó stica se constituye precisamente como
«interpretació n del evangelio» (B. Aland, Gnosis und Kirchenvater, 159), y en especial como reflexió n cristo- ló gica (cf. en general A.
Orbe, Cristología gnóstica). Típicos representantes de esta segunda orientació n son pensadores como Ba- sílides y Valentín y su
escuela.
No obstante, por encima, o por debajo, de este sincretismo doctrinal y cultural, de las variantes mitoló gicas características de los
diversos sistemas (que un aná lisis má s en profundidad debería sacar a la luz), de las posturas abigarradas que fuentes directas e
indirectas nos dan a conocer en cuestiones de ética, antropología, soteriología, etc., no es difícil percibir una concepció n del mundo
comú n a todas, una fundamental unidad de pensamiento y de fe.
El mundo gnó stico es el mundo de la divisió n, de la contraposició n, del abismo on- toló gico que separa, en el universo, la luz de
las tinieblas y, en el hombre, el principio pneumá tico del principio material (dualismo). La primera característica fundamental del
pensamiento gnó stico en general, que lo opone a la tradició n del pensamiento griego (como acertó bien a ver Plotino, Enn. II, 9), es
pues la depredació n del «dios có smico». De ahí que el gnó stico reniegue también de la concepció n cristiana (y antes que nada ju-
día) de la unidad del creador: al igual que existen dos mundos, así también existen dos dioses o dos principios.
Al demiurgo de los diversos sistemas gnó sticos, creador de este mundo, idéntico por lo general (con valoraciones diversas, segú n
la importancia que cada sistema reconozca al elemento psíquico, intermedio entre el espíritu y la materia) al Dios del AT, se
contrapone el Dios verdadero, «Padre del todo». Este es un Dios agnóstos. Los textos gnó sticos, con procedimientos típicos de la
mística negativa, no se cansan de desgranar largos rosarios de atributos negativos que traducen su inefabilidad. «No es posible
describirlo, ningú n arjé, ninguna potencia y ninguna creatura lo ha reconocido desde el principio del mundo» (Ep. a Eugnosto, NHC
III, 3, p. 71, 13-18). Basílides (en Hipó lito, Ref. VII, 21, 1) confiesa esta transcendencia e incognoscibilidad absolutas y afirma que en
el principio es el Dios que no existe (OÜ K (BV), «sin pensamiento, sin sensibilidad, sin voluntad, sin intenció n, sin pasió n, sin deseo».
Pero este Dios es asimismo el Padre de la Grandeza, Aquél a partir de quien está destinada a manifestarse la plenitud del todo, es
decir, el mundo de los eones. El Dios conocido es una realidad andró gina. Gracias a su dimensió n femenina (designada con diversos
nombres, Silencio, Pronoia, Ennoia), mediante un acto de reflexió n sobre sí mismo que es al mismo tiempo, mitoló gicamente, un
acto de autofecundació n espiritual, es capaz de manifestar su verdadera realidad'a sí mismo, primero mediante la emisió n / ema-
nació n de una entidad (Barbelo, Nous) que se considera como Hijo de la pareja originaria, como su rostro externo, y luego con una
serie de emanaciones que formará n el pléroma propiamente tal.
El ú ltimo de los eones que el Padre emite, llamado Sophia, se halla por tanto en la pe riferia del sistema pleromá tico que podemos
imaginar —conociendo las ideas de los antiguos acerca de la esfera— como un círculo perfecto. En esta periferia del mundo divino
se consuma el pecado de Sophia (catalogado a veces como acto de libídine, o de pulsió n irrefrenable hacia el Padre, otras como or-
gullo desmedido que pretende imitar su «grandeza» engendradora, y otras aú n como hybris cognoscitiva). Con la expulsió n del eó n
que erró o de una hipó stasis suya (vgr. la Sophia Achamoth de los valentinianos) de los confines del pleroma, el pecado cumple la
funció n de explicar de qué forma los orígenes misteriosos de la negatividad (unde maluml) remontan en ú ltimo aná lisis a la
pulsació n de vida del mundo pleromá tico. Esta vida, por su deseo irrefrenable de au- tomanifestarse, desencadena siempre un pro -
ceso de multiplicació n y fragmentació n de la unidad divina, de ruptura de la quietud originaria, de irrupció n de un deseo lascivo,
aunque espiritualizado (AJ, BG, 38, 18-39, 4; Ireneo Adv. haer. I, 30, 3). De esta forma quedan contemporá neamente puestas las ba-
ses para la obra creadora del Demiurgo y para ese mundo por el que vagará el elemento espiritual expulsado (concebido tanto
como totalidad del anima mundi, cuanto como multiplicidad de las almas individuales destinadas a caer en los diversos cuerpos);
mundo pues de exilio, transeú nte pero necesario para que la realidad pneumá tica por él esparcida (los «Hijos de la luz» o la
«estirpe que no vacila» de los textos ofítico-setianos, o la «Gran Iglesia» de los espirituales valentinianos o la «Tercera filialidad» de
Basílides) se purifique en espera de la liberació n final.
En otros sistemas, en cambio, para explicar el origen del mal se postula desde el inicio la existencia de dos principios; en el
principio «era la Luz y las tinieblas y en medio de ellos el Espíritu» (Parab. de Sem, NHC VII, 1, p. 1, 26s y cf. los setianos en Hipó lito,
Ref. VI, 19, 2). Estos sistemas, llamados triá di- cos, colocan entre los dos principios un elemento divino intermedio (Espíritu o
Logos) con funciones cosmogó nicas y soterioló gi- cas. Estos sistemas no se interesan, sino de forma esporá dica, de las vicisitudes
plero- má ticas por la buena razó n de que, para éstos, el mal es visto como algo exterior al pléroma. Sus relatos míticos suelen por
ello comenzar con el instante de la mezcla de los dos principios por obra del elemento intermedio, instante que coincide con la
creació n del mundo.
Por lo general las cosmogonías gnó sticas se acomodan a una visió n cosmoló gica tradicional (cf. el diagrama de los ofitas, en
Orígenes, Contra Celsum VI, 24s). El Demiurgo, llamado por lo general Jaldabaoth, con su corte de arcontes malvados (siete en
correspondencia con los siete cielos planetarios), reina a partir de la hebdó mada, hinchada de vana y orgullosa ignorancia por su
obra (exégesis gnó stica de Is 45, 5..6; 46, 9, sobre la que cf. Schenke, Der Gott «Mensch», 87s). Su intervenció n creadora se ejerce o
en una materia preexistente y ya negativa o en todo caso sobre algo que, por ser resultado y producto de los avatares ple-
romá ticos, es sombra (Escrito sin título, NHC II, 5, p. 147. 2-22), apariencia o deficiencia de ser. El proceso creativo se actú a bajo los
dictados de un ejemplarismo al revés. El Demiurgo crea los arcontes y forma el universo a partir de modelos o typoi del mundo
superior (AJ, BG, p. 39, 9-10) que le proporciona, sin que él lo advierta, la verdadera causa formal de la creació n, que es el principio
espiritual extrapleromá tico (la Sophia Achamoth de Ireneo, Adv. haer. I, 5, 3). El resultado no es má s que una pá lida copia, por no
decir un verdadero aborto.
La creación del hombre corre paralela a la del universo y, como ésta, se presenta a menudo bajo forma de una re-lectura del relato
del Génesis. La idea fundamental que los diversos relatos antropogó nicos pretenden inculcar es que la parte mortal del hombre fue
plasmada por el Demiurgo a su imagen. Pero en el cuerpo de Adá n, sin que sus artífices lo noten, se siembra ese principio espiritual
que lo hace semejante a Dios (exégesis gnó stica de Gén 1, 26 y cf.
I. Jerwell, Imago Dei, 127ss). De esta suerte quedan establecidas las premisas destinadas a servir de cauce de la sucesiva Welt-
geschichte gnó stica. En la escena del drama y como contraaltar del Demiurgo y de sus arcontes, comparece ahora el principio es-
piritual sotérico que, comenzando por el mismo Adá n, interviene con operaciones sucesivas para salvar a los elegidos, recu -
perando, recogiendo y reuniendo las partículas de luz, las semillas espirituales esparcidas en la materia.
La salvació n por medio de la gnosis, que el gnó stico experimenta ya en esta vida, ¿coincide con la salvació n definitiva? Algunos
textos parecen no permitir duda alguna: el destino del individuo se decide en el instante mismo en que éste adquiere la gnosis;
para el autor valentiniano del De re- surrectione ésta es la verdadera y definitiva resurrecció n (NHC I, 4, p. 46. 21 s). Sin embargo,
en realidad se trata só lo de la anticipació n de un destino que se cumplirá cuando el principio espiritual se haya separado de-
finitivamente del cuerpo. Só lo entonces el alma podrá realizar su viaje celestial a través de las amenazadoras esferas de los
arcontes, viaje que es posible saborear místicamente en esta vida, pero que conocerá su verdadera realizació n só lo después de la
muerte. Esta tensió n entre el ya y el todavía no es la ú nica forma de explicar la utilizació n en algunos textos de elementos
escatoló gicos tradicionales, vgr. el tema del castigo de los malvados (Evang. de la verdad. NHC I, 3, p. 21, 34-37) que tendrá lugar el
día del juicio (AJ, BG, 64-70) y destinará las almas de los malvados al infierno (Libro de Tomás, NHC
II, 7, pp. 142, 27-143, 8), y el de la me- tempsícosis o posibilidad de ulteriores condenaciones, por no hablar del escenario apo-
calíptico muy diversificado en que se suele arropar la consumació n final del mundo presente (Escrito sin título, NHC II, 5, pp. 173,
32s; Paráb. de Sem. NHC VII, 1, pp. 43, 28-45, 31), que los valentinianos imaginan como una conflagració n (Ireneo, Adv. haer. I, 7, 1)
que precederá a la apocatá stasis o restablecimiento del orden inicial y que conducirá a una situació n de restauratio y también de
renovatio porque el principio espiritual habrá derrotado definitivamente el mal.
La ética, que en cierto aspecto es siempre determinística, se rige por el principio de que el gnó stico, en todo caso, está salvado. Su
superioridad respecto de las leyes y del legislador de este mundo puede desembocar en dos actitudes paralelas y antitéticas. Las
fuentes heresioló gicas y sobre todo Epifanio {Pan. 26 sobre los fibionitas) no se cansan de documentar prá cticas libertinas,
centradas a veces en cultos espermá ticos (sobre su significado desde el punto de vista gnó stico cf. Leisegang, La gnose, 13ls). Las
fuentes gnó sticas, por el contrario, nos advierten que el rechazo de la carne y de la concupiscencia se traducen por lo general en
prá cticas de ascetismo radical (cf. vgr. Libro de Tomás, NHC II, 7, p. 139, 2s; Diálogo del Salvador, NHC III, 5, p. 143, lOs, pero cf.
también el Satornilo de que habla Ireneo, Adv. haer. I, 24, 2), que reniegan, de forma igualmente radical, del mismo universo.
De las comunidades gnó sticas y de sus formas de culto estamos por lo general poco y mal informados, y ello depende también de
que, como sostenían ciertos valentinianos que promulgaban una pura religio mentís, «no se debe celebrar el misterio de la potencia
inefable e invisible con objetos visibles y corruptibles..., la redenció n perfecta es el mismo conocimiento de la Grandeza inefa ble»
(Ireneo, Adv. haer. I, 21, 4). Pero este rigor calvinista no fue compartido por todos, y lo confirma la existencia de oraciones, him nos
y salmos (célebre el de Valentino que transcribe Hipó lito, Ref. VI, 37, 6-8), del culto de imá genes (de los simonianos, cf. Ireneo, Adv.
haer. I, 23, 4 y de los carpo- cracianos, ibid. I, 25, 6), el hallazgo de lugares de culto como el hipogeo de los Aurelios, la existencia de
ciertos sacramentos, má s o menos espiritualizados (estamos mejor informados acerca del sacramento de la cá mara nupcial
practicado por los valentinianos, cf. A. Orbe, Los valentinianos y el matrimonio espiritual) o, en direcció n diversa, de cultos
espermá ticos y de la serpiente (cf. Fendt, Gnostische Mysterien), que constituyen verdaderas reinterpretaciones gnó sticas de los
misterios cultuales de la regeneració n.
Lo que se lee en Hech 8, 9-25 (escrito a fines del siglo I) sobre Simó n Mago, un sujeto que en Samaría en tiempos del emperador
Claudio era conocido como «la gran potencia», es para la tradició n heresioló gica la carta de fundació n del movimiento gnó stico.
Pero de hecho, y prescindiendo del problema de la historicidad de este personaje (sobre el problema cf. K. Rudolph, Simón Magus),
las noticias de los heresió logos sobre los simonianos, Menardo (Ireneo, Adv. haer. I, 23, 5) y Satornilo (Ireneo, Adv. haer. I, 24, 1-2)
no sobrepasan la primera mitad del siglo II, período en el que se puede situar también la actividad de Carpocrates y de un
pensador profundo y original como Basílides. Pero es a partir de la mitad del siglo II, cuando el movimiento gnó stico supera las
fronteras de la regió n sirio-palestinense y, extendiéndose por Egipto y Roma, vive sus horas de mayor éxito. Se mantiene aparte un
pensador como Marció n cuyas relaciones con el movimiento gnó stico son aú n hoy objeto de debate, pero cuya postura dualista y
diteísta es inconcebible sin un marco de referencia histó rico como el gnosticismo.
Aludimos má s arriba a los gnó sticos libertinos y a los llamados sistemas triá dicos. Quedan aú n por presentar brevemente los
rasgos distintivos de dos sistemas, el ofítico- setiano y la escuela valentiniana, que han caracterizado de forma original y profunda
la historia del gnosticismo del siglo II.
De la comparació n entre la noticia de Ireneo, Adv. haer. I, 29' sobre los barbelo- gnó sticos y el Apócrifo de Juan, BG, 26, 6- 44. 19,
hay que concluir que el segundo texto u otro muy semejante circulaba ya a mediados del siglo II. La importancia de este hallazgo
estriba en poder afirmar que el Apócrifo de Juan y su sistema es un representante típico, con otros escritos ideoló gicamente
hermanados (cf. Schenke, Das sethianische System), de un sistema caracterizado por una concepció n substancialmente unitaria del
mundo pleromá tico y de la historia de la salvació n que, bajo ciertos aspectos (concepció n del Dios desconocido, explicació n del
origen del mal y de Sophia como ú ltimo eó n y su pecado, ejemplarismo invertido en la creació n del hombre y del mundo), se acerca
o la precede o incluso, como algunos piensan, ha influido directamente en la especulació n de Valentín. La escuela valentiniana, a
pesar de sus divisiones internas, se muestra al exterior como un sistema de pensamiento fundamentalmente unitario y original.
Será suficiente enumerar la presencia de un pléroma de treinta eones, la importancia excepcional que reviste la primera ogdó ada,
la funció n central que corresponde a Sophia. Pero acaso el rasgo distintivo má s característico sea la importancia que asume el
elemento psíquico, unas veces depreciado por la escuela oriental, otras revaluado en las controversias cristoló gicas y
antropoló gicas por Pto- lomeo y Heracleó n, quienes sostienen que un destino no totalmente negativo aguarda al Demiurgo que es
su representante por excelencia (Ireneo, Adv. haer. I, 7, 1).
El relativo optimismo soterioló gico, con que los grandes maestros de la escuela valentiniana occidental, a fines del siglo II,
parecen poner el sello definitivo a sus reflexiones y que parece orientarse en la misma direcció n de la postura coeva de la gran
iglesia, se afianza aú n má s en ciertos sistemas gnó sticos del siglo III. En la Pistis Sophia, el salvador enviado por el Primer Misterio,
es portador de gnósis y de misterios de los que se beneficiará n todas las almas que quieran acogerlos: «y todos los hombres que
recibirá n misterios en el Inefable será n reyes conmigo y se sentará n a mi derecha y a mi izquierda en mi reino» (cap. 96): univer-
salismo soterioló gico que, si bien por una parte se adelanta a la predicació n de Manes, delata por otra la derrota del
perfeccionismo de los gnó sticos electos del siglo II y al mismo tiempo recuerda, por su tolerancia y disponibilidad, las razones de la
capacidad de penetració n de las concepciones soterioló gicas cristianas.
G. Filoramo
3. Especulativamente con el m. se plantea el problema de la relació n interna entre la Trinidad inmanente y la transcendente o, a la
inversa, la cuestió n de có mo se relaciona metafísicamente la historia de la —> salvació n con Dios mismo. Lo decisivo no es aquí la
yuxtaposició n ó ntica de Dios y hombre, sino la profundidad de la diferencia en Dios mismo. Porque el m. atenú a demasiado esta
diferencia, es herético en el plano trinitario, en el cristoló gico y en el soterioló gico.
Pero si, por el contrario, la relació n entre —» Dios y el mundo no ha de verse a manera de polos contrapuestos que se excluyen,
sino en una interdependencia de condicionamiento interno, de manera que un «má s» en Dios no disminuye sino que aumenta la
subsistencia autó noma del hombre; entonces se sigue en consecuencia que, en la medida en que Dios se contrapone en sí mismo
como distinto, lo diferente de él, el hombre, tiene que poder llegar a Dios ( -»gracia y libertad). Por eso, cuanto má s real es la dife-
rencia interna de lo divino, tanto má s real debe ser — en la inversió n de la relació n que acabamos de describir— la divinizació n del
hombre.
De ahí que un «m. ortodoxo» ha de situarse en el misterio fundamental de la fe cristiana y ver su posició n bá sica en la posibilidad
de que Dios se comunique total y universalmente a sí mismo (la unidad crece aquí en la diferencia). La teología má s radical del
Logos es simultá neamente la má s radical cristología y antropología cristiana; y la historia de la salvació n se piensa de la manera
má s escatoló gica cuando Dios mismo es su horizonte absoluto.
Y para la predicació n esto significaría que el cristiano, en su transcendencia hacia el otro, lo alcanza en verdad a él mismo y no
só lo en apariencia dentro de la dimensió n de la salvació n.