Villanos 6 - Takhisis
Villanos 6 - Takhisis
Villanos 6 - Takhisis
TAKHISIS
(Serie: "Villanos", vol. s/n)
Michael & Teri Williams
1994, The Dark Queen
Traducción: Sara Blanquer
PRÓLOGO
A través de las ventanas de ópalo de la majestuosa torre se oyó
el rugir de los truenos, los cuales hicieron vibrar sus delicados
marcos como la vara medicinal de los santones de la tribu.
Un instante de claridad iluminó las secas llanuras del norte de la
ciudad, mientras una tormenta implacable caía sobre el lejano puerto
de Karthay y sobre los bosques que bordeaban la bahía de Istar. Allí,
en la ciudad, más allá del Templo del Príncipe de los Sacerdotes, el
cielo del atardecer se iba haciendo cada vez más plomizo y cargado
de electricidad, y los brillantes cristales de ópalo de las ventanas se
oscurecieron hasta alcanzar un azul profundo.
Desde la ventana de la torre, abierta al aire frío e intenso del
exterior, el hombre vestido de blanco podía predecir, por el
penetrante olor de la humedad del aire y el frenético movimiento de
las nubes negras, que la tormenta avanzaba rápidamente. El
individuo regresó a su atril, donde un libro viejo y quebradizo
descansaba abierto junto una vela apagada; bajo él asomaba otro
libro, éste nuevo y a medio copiar. En aquel instante, la habitación se
oscureció de repente, y una violenta ráfaga de viento sacudió las
delicadas páginas del manuscrito, que se agitaron violentamente,
víctimas de su fuerza.
Sin que nadie lo viese, el hombre cerró la ventana y encendió la
vela mientras buscaba, con sus profundos ojos verdes, el cerrojo de
la puerta para cerciorarse de que ésta seguía bien cerrada. El libro,
una colección de profecías druidas que durante un milenio había
permanecido oculta en manos de los elfos lucanestis más sabios,
tenía un valor incalculable. El texto había llegado secretamente a
Istar durante la caída de Silvanesti septentrional y, a lo largo de
muchos años, estuvo escondido en lo más recóndito de la biblioteca
de un vinatero.
El Príncipe de los Sacerdotes había prohibido la posesión de
ese antiguo y ajado libro, y también de otros parecidos. De hecho,
aquellos que osaban copiarlos se arriesgaban a ser encarcelados o a
algo mucho peor, ya que en aquel momento se estaba atravesando
por uno de los períodos más severos que se recordaban. Era el
segundo año del Edicto del Control del Pensamiento.
En el exterior de la torre, se oyó el rugir del aire, y un grupo de
palomas de color pardo que se paseaban por el jardín levantaron el
vuelo súbitamente. La tormenta se acercaba, pronto cubriría toda la
ciudad y descargaría su furia sobre las polvorientas calles de piedra
y los callejones de adoquines. Las carretas, los peatones, los toldos
de los puestos del mercado, las barracas..., todo, desde los
centinelas de la muralla norte de la ciudad hasta los estibadores de
los muelles situados más al sur, quedarían totalmente calados.
«Se está desplazando hacia el sur», pensó el hombre.
Pero antes de que las montañas la absorbiesen y lograsen
sofocarla, la tormenta gravitó durante algún tiempo sobre el lago.
Todo parecía indicar que las llanuras y el desierto que se extendían
más allá de las montañas iban a quedarse otra vez sin disfrutar del
dulce contacto de la lluvia. En esta ocasión, tampoco había agua
para ellos, y quizá no la habría por mucho tiempo, tal vez meses o
incluso años.
Otro rayo zigzagueó por el cielo del norte, trazando una irregular
línea blanca, como si se tratase de un defecto evidente sobre la
superficie de una oscura gema. El hombre sintió escalofríos y
regresó a su viejo libro. En medio de la oscuridad de la habitación,
aquel individuo comenzó a copiar las enmarañadas líneas escritas en
el antiguo alfabeto élfico y a traducirlas a un lenguaje más
comprensible, reemprendiendo así la profecía que había estado
copiando durante la noche. Se trataba de un texto que anunciaba
sucesos alarmantes y que contenía pasajes verdaderamente
inquietantes.
El hombre mojó la pluma en la tinta y acomodó la mano.
«En aquella época, en el mundo -escribió-, cuando los dioses
del Mal todavía permanecían encerrados en el inmenso vacío del
Abismo, las leyendas de Istar afirmaban que toda la maldad sería
eliminada para siempre de la faz de la tierra y que una gran ola de
bondad y luz invadiría el continente tras la coronación del Príncipe de
los Sacerdotes. Todo el Krynn civilizado, dice la leyenda, aguardará
en la antesala de una época dorada, llena de celebraciones y
canciones, y la música más sutil de la ley y el ritual.
»Dicen que será la Era de Istar, la cual será alabada y exaltada
durante mil años de historias.
»Naturalmente, las leyendas son erróneas. Se equivocan acerca
de la ley, la celebración, el ritual y la canción, y también en lo que se
refiere a la propia era, la cual será recordada por los historiadores
como la Era de la Oscuridad...»
El hombre levantó la mirada del libro y se dio un suave masaje
en las sienes. La página que venía a continuación estaba rota en
varios pedazos, debido a la antigüedad del texto y al maltrato al que
había sido sometido. A pesar de que él había intentado recomponer
las páginas rotas con sumo cuidado y destreza, y también con la
ayuda de la magia druida, algunos pasajes eran ya irrecuperables,
especialmente aquellos en los que se habían hecho anotaciones o
los que se habían deteriorado irremediablemente con el paso del
tiempo y la acción del polvo.
Polvo. Como la mayoría de los propios lucanestis. Aquel texto
representaba un misterio igual que los elfos que lo habían escrito.
El hombre pasó la página resquebrajada con la respiración casi
contenida, pero aun así, diminutas virutas de vitela se desprendieron
del libro, y revolotearon alrededor del calor de la vela.
Para no dañar todavía más las ya deterioradas pero
inestimables páginas del libro, el hombre levantó el brazo muy
despacio y se enfrascó de nuevo en su lectura.
«... las leyendas están equivocadas por lo que se refiere a los
dioses, aunque es cierto, la gran lanza del héroe Huma asestará un
golpe casi mortal a la Reina de la Oscuridad...»
Rodeado de un gran silencio, el hombre se sintió absolutamente
fascinado ante aquellas palabras. Para el autor del libro, el heroísmo
de Huma, mil años atrás, representaba el futuro. El texto que tenía
en su poder contaba más de mil años de antigüedad y, aun así, en
aquel momento podía leerse como predicciones para el futuro.
«Y mandará a esa reina, Takhisis, la de los Muchos Nombres, al
corazón del Abismo. Allí, ella y sus miserables secuaces
permanecerán y deambularán penosamente en la oscuridad de las
tinieblas, lejos del calor del mundo viviente al cual desean someter y
gobernar.
»Takhisis para recuperar su poder...»
En aquel momento, el hombre susurró un tranquilo y silencioso
juramento. La página del libro se despedazó un poco más y, de este
modo, algunos fragmentos de aquel antiguo texto se perdieron para
siempre y ciertos pasajes de la profecía con ellos.
«Tal vez, si echase mano de un hechizo más poderoso -pensó
el hombre-, quizá todavía podría reconstruir...»
Pero para ello tendría que esperar hasta que los otros se
marchasen para atender servicios religiosos. Si lo hiciese ahora,
armaría demasiado ruido. Así que se encogió de hombros y continuó
leyendo donde lo había dejado.
«... su cuerpo tendrá que estar formado por el polvo del planeta
y de este modo podrá volver a introducirse en este mundo
descorazonador. Pero hasta que llegue ese momento, Takhisis
utilizará otras artimañas, menos insólitas, para irrumpir y permanecer
en él por un rato, quizás una hora y, aunque esa estancia será corta,
no dejará de ser muy tentadora para la diosa.
»Los rayos o el poderoso oleaje de una furiosa corriente de
agua son dos de los recursos que Takhisis utilizará para lograr sus
propósitos. Durante un rato, a veces un minuto, otros una hora, la
diosa será capaz de canalizar su fuerza y espíritu, y transformarlos
en una luz deslumbrante procedente del cielo o en el violento rugido
de las aguas del oscuro Thon-Thalas. Por un instante, breve y
glorioso, el mundo se rendirá ante ella, verde y vulnerable en todas
sus dimensiones...
»A continuación, el mundo se desvanecerá y Takhisis regresará
a Abthalom, su prisión en los oscuros torbellinos del Abismo
colmados de chillidos.
»Luego, inesperadamente, en una noche del desierto, ya
durante el reinado del último Príncipe de los Sacerdotes, comenzará
a producirse el gran cambio. Todo empezará de esta forma: Takhisis
surgirá de una tormenta y arrojará su poderosa luz sobre el sur de
Istar, sobre un altiplano rojo, y la diosa disfrutará contemplando cómo
el oscuro desierto queda expuesto al fuego y al poder, y cómo las
repentinas lluvias torrenciales, las primeras en tres años, las últimas
en el desierto de Istar, castigan las desoladas salinas que se
expanden a los pies del Altiplano Rojo. Cuando la intensa luz azote
el territorio de los cristales negros, ella apenas se dará cuenta de lo
que sucede a su alrededor, hasta que la tormenta comience a
amainar y se encuentre a sí misma gravitando, como una mota
minúscula en el corazón de un cristal reluciente.
»¿Qué artimañas utilizará la malvada Takhisis para quedarse
allí? ¿Cómo logrará permanecer? Es algo que no deja de ser un
misterio para los druidas y para los sacerdotes. Aun así, sacando
provecho de ese singular suceso, la Reina de la Oscuridad
encontrará la forma de regresar al mundo.
»Oh, sí, la forma que adoptará será un poco frágil. Cuando el
nuevo cuerpo de Takhisis se transforme en una serpiente, en un
chacal y al final en una mujer, necesitará un año entero antes de que
domine ese arte y pueda transformarse y adquirir diferentes
identidades sin romperse o quebrarse. Pero incluso después de eso,
las estancias de la diosa en el mundo serán breves, ya que antes de
que ella pueda darse cuenta su cuerpo cristalino se deshará
irremediablemente y formará un pequeño montículo de sal, de arena
y polvo y, cuando esto ocurra, la diosa se verá obligada a regresar
de nuevo a Abthalom, al reino de las tinieblas.
»Takhisis tendrá que esperar una nueva oportunidad en un lugar
más amorfo. Un lugar formado de agua, del más lento transcurrir del
tiempo, del conjuro de un poderoso sacerdote.»
El hombre levantó los ojos del libro. ¿Agua? ¿Tiempo lento?
¿Conjuros? Sentía que le faltaba información para poder unir las
piezas de aquella profecía.
Aquello de los cristales le intrigaba, podría intentar averiguar
más cosas sobre ese tema. Enseguida, se sumergió de nuevo en la
lectura.
«Pero después de doce años, Takhisis finalmente dominará su
nuevo arte y podrá habitar en el interior de un reluciente cuerpo de
cristal durante días, a veces semanas, convirtiéndose en un destello
maligno capaz de adoptar la forma o el aspecto que a ella más le
plazca: mujer, guerrero, víbora o dragón, sin que apenas pueda
diferenciarse de una auténtica criatura de carne y hueso. Pero, estad
al tanto de sus huellas, ya que el enorme peso de su sólido cuerpo
hará que éstas sean demasiado profundas para su tamaño. Será en
las regiones de Ansalon, donde abunda la arena, la sal y los
cristales, donde la Reina de la Oscuridad se encontrará a sus anchas
y donde se crecerá.
»En el mundo, Takhisis, unas veces zanjará rebeliones y otras
las alentará. En ocasiones, destituirá a un rey para poner en su lugar
a un duque de su confianza, y en otras desorientará a las caravanas
que cruzan el desierto de Istar para que todos los viajeros fallezcan,
víctimas de la dureza de la travesía y de la falta de agua.
»La diosa no podrá permanecer ni quedarse durante mucho
tiempo en el mundo, pero la nueva aparición de la Reina de la
Oscuridad será más poderosa y devastadora de lo que jamás se
hubiera podido imaginar. Poco a poco, Takhisis logrará recuperar su
influencia en Ergoth, en Thoradin y también en la corte del Príncipe
de los Sacerdotes de Istar.»
El hombre arqueó la ceja. Aquello significaba que ella irrumpiría
en Istar.
«Y ¿por qué no?», pensó. En el fondo lo había estado
esperando.
El hombre rastreó rápidamente su mente para recordar la última
tormenta que había caído sobre el desierto istariano y sobre el
Altiplano Rojo.
Realmente, ¿podían haber transcurrido veinte años?
«Quizás ella se encuentra ya aquí.» Con una desconfianza
creciente, el hombre pasó la página.
«Takhisis defenderá su nuevo poder celosamente, pero habrá
otros dioses en el Abismo tan impacientes como ella por introducirse
en el mundo y alterar el fluir de la historia a su antojo.»
Un golpe seco en la puerta alarmó al hombre, quien con un
movimiento rápido y desesperado cerró las páginas del viejo libro y lo
escondió bajo su austera cama cubierta tan sólo por una manta.
«Estoy perplejo -pensó descorazonado-. Es increíble.»
En su interior, el hombre se culpaba por el daño que, sin duda,
había causado al delicado libro.
Un muchacho esperaba en el umbral de la puerta y permaneció
allí respetuoso, casi como disculpándose. El hombre, después de
escuchar las tediosas e interminables explicaciones del chico que
acompañaba con profusión de gestos reverenciales, reconoció que
echaba de menos a su otro sirviente, el mudo.
--El Príncipe de los Sacerdotes -dijo finalmente el muchacho,
alzando las manos y clavando la mirada en el suelo-, solicita el
placer de su compañía.
El hombre asintió con la cabeza, apagó la vela y siguió los
pasos del muchacho. Mientras avanzaban por el frío pasillo
alumbrado por antorchas, en su camino hacia la cámara del consejo
y de los grandiosos y omnipresentes asuntos de Estado, se oyó un
nuevo estallido de truenos que retumbaba sobre la ciudad. Entonces,
un olor a ozono lo impregnó todo, y la primera tromba de agua
descargó sobre el puerto.
_____ 1 _____
Las salinas del sur del desierto se hallaban a casi dos kilómetros
de distancia del resplandor de las hogueras de los que-naras.
Llamadas las Lágrimas de Mishakal desde la Era de la Luz, aquél era
un lugar extraño para los Hombres de las Llanuras, para los
rebeldes, e incluso para los bandidos nómadas del desierto, quienes
bordeaban sus límites orando secretamente a Sargonnas o a
Shinare.
Circulaban leyendas que narraban cómo aquellos que se
adentraban en las salinas raramente encontraban el camino de
regreso, y que estaban condenados a deambular por aquel inhóspito
lugar para siempre. Esas mismas leyendas decían que a menudo el
viajero incauto se dirigía hacia aquel lugar atraído por las canciones
que surgían de los cristales, de las amorfas y enormes rocas
cristalinas que se alzaban desde el corazón de las salinas y a través
de las cuales se colaba el viento del desierto, susurrando una música
extraña, casi imperceptible.
Jamás un Hombre de las Llanuras acampaba cerca de las
salinas, ni los guardias patrullaban sus alrededores. Aquel paisaje
que se extendía hacia el horizonte infinito permanecía tan virgen y
puro como lo había sido durante la Era de los Sueños.
La mirada de los que-naras apuntó hacia el norte, hacia las
praderas, y a la distante amenaza de Istar, sin percatarse de un
ligero movimiento en un cercano grupo de cristales. Un afloramiento
de sal cristalizada con forma de árbol, brillante y de formas sinuosas,
comenzó a balancearse.
Bajo la mezcla de luz de las tres lunas; la blanca, la roja y la
invisible luna negra, Nuitari, los cristales hervían y se oscurecían
como si un calor insoportable pasase por ellos, deshaciéndose para
unirse y adoptar lentamente una nueva forma.
En su ausencia de rasgos, característica común de las salinas,
la afloración, imprecisa y a medio formar, era, no obstante, humana.
O a su semejanza.
Por unos instantes, se debatió entre su propia condición mineral
y la vida, entre la sal y la carne, como si algo en su interior luchase
entre el sopor y la vigilia, la inmovilidad y el movimiento. De repente,
surgieron manos y dedos de sus ramas cristalinas, y aparecieron
también los rasgos de un rostro, como si un escultor invisible los
hubiese ido esculpiendo sobre piedra.
La mujer se movió y el desierto se estremeció. Aparecía
hermosa, oscura, y curiosamente angulosa y desnuda a la luz de la
luna negra.
Aquella mujer se arrodilló y cogió un puñado de sal que, cuando
la escurrió entre sus dedos, ya era negra. Reluciente y delicada
como la seda, la femenina figura se cubrió con aquella nueva y
envolvente tela. Entonces, como por arte de magia, sus rasgos se
suavizaron, su piel adquirió flexibilidad y vida, y sus ojos de tono
ámbar resplandecieron bajo unas pestañas largas y sensuales.
Pero las pupilas de aquellos ojos eran negras y verticales, como
las de un reptil.
Durante unos instantes, la mujer permaneció inmóvil y
lentamente comenzó a respirar como si se tratase de un acto nuevo
y extraño para ella. Entonces, estiró su cuerpo perezosamente,
provocando que el trozo de seda que la cubría se deslizase suave y
translúcido sobre sus piernas perfectas.
--Oh, demasiado tiempo ausente -murmuró, aunque podía
adivinarse un grave eco atrapado en las profundidades de aquella
voz-. Demasiado tiempo alejada de Ansalon y del pequeño mundo...
»Si todavía no puedo ser ópalo, seré sal.
Aquella figura había surgido del Abismo, del valle inerte, para
adentrarse en el desierto infinito, aplastando con el peso excesivo de
sus delicados pies el suelo endurecido por los rayos del sol y
apartando a su paso las corrientes de aire.
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Vincus apretó con fuerza los puños bajo la túnica, a medida que
los soldados istarianos se aproximaban a él, y agarró las dos medias
lunas plateadas escondidas entre la ropa.
Las llanuras no se parecían en nada a las calles de la ciudad,
aquí no había sombras, callejones o portales oscuros. Allí, en medio
de aquel territorio desnudo y castigado por un sol implacable, no
había dónde esconderse.
Vincus había comenzado a rezar cuando oyó los primeros
sonidos de los cascos de los caballos, y no había dejado de hacerlo
hasta que el arquero lo amenazó con su arma y el sargento lo
intimidó con su advertencia.
Seguro que encontrarían el collar roto, seguro que lo...
--¿Cómo te llamas? -le preguntó el sargento con un tono gélido,
sin desmontar del caballo.
Vincus no respondió, no podía responderle, y sus enormes ojos
dorados no parpadearon ni una sola vez.
--Acércamelo, Crotalus -ordenó el sargento.
El soldado descabalgó, y agarró a Vincus por los hombros sin
ningún tipo de miramientos.
Desde lo alto, propulsado por una corriente de viento, Lucas
escrutaba los bordes del desierto, y vio cómo los soldados rodearon
al hombre, desmontaron de sus caballos, se acercaron a él y lo
arrastraron hacia uno de ellos.
Algo en el interior del pájaro, quizás alguna vieja consigna de su
dueña o algo escondido en algún lugar recóndito de su espíritu -ya
incluso desde que estaba en el huevo-, lo impulsó a lanzarse a la
acción.
Lucas replegó las alas y descendió treinta, sesenta, ciento
cincuenta metros. El halcón se precipitó hacia ellos con elegancia y
con sus garras curvas y mortales como cuchillos preparadas para el
ataque, mientras sus cascabeles y pihuelas anunciaban la trayectoria
de su vuelo.
Lucas golpeó al sargento en la nuca, justo en el momento en
que éste se inclinaba hacia adelante para interrogar a Vincus. Al
instante, el hombre se desplomó con el cuello roto; su túnica quedó
desparramada a su alrededor, y su caballo salió disparado y
relinchando aterrorizado.
El pájaro se revolvió para conseguir liberarse, ya que las
incómodas pihuelas se le habían enredado y enganchado con el
tejido de la túnica del sargento.
«Vuela atado. ¡Tampoco es libre!», pensó Vincus, y de alguna
manera aquel pensamiento lo inspiró.
En un poderoso arrebato de fuerza, el muchacho, aprovechando
el momento de desconcierto, se soltó de los soldados. Crotalus
tropezó y se oyó el tintineo de su espada al impactar contra el suelo
duro, pero el otro hombre demostró ser más rápido y ágil y, con un
movimiento certero, levantó su lanza.
Vincus sacó sus dos armas plateadas, cuyos extremos
formaban dos ganchos mortales en cada una de sus manos. Bajo la
luz del atardecer, éstas brillaron como cimitarras, como las garras del
halcón y, antes de que el lancero pudiera recuperarse, los bordes
afilados del collar se clavaron limpia y certeramente en su cuello.
Vincus lo empujó brutalmente, y se lanzó con la fuerza de una
pantera, sobre Crotalus, quien, en medio de aquel caos, se las había
apañado para localizar su arco guardado en algún lugar de la silla de
montar.
Lucas, por su parte, logró liberar sus garras enganchadas en la
túnica del sargento.
Un grito estremecedor y el batir de unas alas alrededor de su
cabeza, forzaron a Crotalus a apuntar alto con el arco, y la flecha
pasó rozando el hombro de Vincus, aterrizando a lo lejos sobre la
tierra agrietada. El muchacho dio un brinco y se abalanzó sobre
Crotalus; ambos hombres forcejearon durante unos instantes sobre
el suelo hasta que el segundo trozo del collar de Vincus se clavó en
el cuerpo de su enemigo.
El joven se apartó de Crotalus, que exhaló su último aliento, y se
protegió la cabeza para evitar una lluvia de flechas desde el punto en
el que se encontraba el último soldado. Pero lo que oyó fue un débil
grito, y Vincus levantó la cabeza para buscar a su enemigo con la
mirada, aunque éste se encontraba ya bastante lejos, cabalgando a
toda velocidad sobre su caballo desbocado, seguido de cerca por los
otros dos corceles.
Vincus se sintió dolorido, más de lo que en un principio había
notado durante el ardor de la lucha.
El halcón, ileso y tranquilo, se acercó de nuevo a él
acompañado por la luz del anochecer, y con un chillido comenzó de
nuevo a trazar círculos en el aire. El pájaro reemprendió el camino
hacia el sudoeste, mientras su vuelo quedaba enmarcado por la luz
de Lunitari.
El corazón de Vincus se regocijaba al recordar la habilidad y
valentía de aquel animal y, reconfortado por aquellos pensamientos,
levantó las manos y lo siguió feliz. Habían luchado juntos; el halcón
no lo traicionaría.
Cuando finalmente cayó la oscuridad y las estrellas sembraron
el nítido cielo con sus destellos, una luz reconfortante surgió entre las
sombras.
Vincus soltó una carcajada y aceleró el paso, mientras
empezaba a recordar los dibujos que el druida había trazado para él
sobre la superficie del jardín mágico y también las instrucciones que
le había dado.
Al menos, Vincus sabía dónde estaba.
El campamento de los rebeldes, arropado por la luz temblorosa
de las hogueras, apareció ante él.
_____ 19 _____
El nombre del elfo era Luz de Relámpago. Éste había sido oficial
del Profeta de la Guerra, pero había perdido su favor en alguna
disputa reciente.
Después de apresar a Vincus cerca de la hoguera y de la tienda
de Fordus, el elfo se llevó a su prisionero al otro extremo del
campamento, a un lugar en el que media docena de Hombres de las
Llanuras aguardaban en silencio.
Luz de Relámpago interrogó a Vincus, y cuando vio que no
lograba comprender el lenguaje de signos que éste empleaba,
mandó llamar de mala gana a una mujer, a aquella de pelo rubio que
Vincus había visto antes y cuyo nombre era Alanda. La muchacha
tradujo los signos de Vincus en su extraño e insólito lenguaje de
gestos.
--¿Qué prueba tienes de que fuiste esclavo en Istar? -preguntó
el elfo, mientras miraba a Vincus fijamente, de un modo melancólico,
pero sin recelo.
Vincus le mostró el collar y cómo ambas piezas encajaban
perfectamente y formaban su nombre. El elfo asintió con la cabeza y
puso las dos medias lunas alrededor del cuello de Vincus, y se sintió
satisfecho cuando comprobó que ambos trozos coincidían. Entonces,
el elfo comenzó a hacerle otra pregunta, pero, de repente, se calló.
--¿Cómo nos has encontrado? -le preguntó finalmente.
Vincus comenzó a contarle las peripecias de su viaje, el paso
que había utilizado para atravesar las montañas y también el
episodio del benévolo halcón que se prestó a guiarlo.
Ha sido muy bueno, dijo con signos. Fue toda una suerte que
me guiase. ¿Acampa contigo? Lo he visto colgado de un aro junto a
tu fuego.
Alanda sonrió mientras traducía los últimos gestos del intruso
para Luz de Relámpago.
La expresión del elfo se relajó.
--¿Y por qué nos buscabas? -le preguntó-. ¿Qué quieres de
nosotros? O ¿qué nos traes?
Vincus comenzó a gesticular excitado y se arrodilló en el suelo,
el elfo se dejó caer junto a él, mientras los Hombres de las Llanuras,
Alanda y Gormion permanecían de pie a su alrededor, mirando al
intruso con curiosidad e interés.
A pesar de que había desconfiado de Fordus desde el principio,
Vincus se sintió sorprendentemente seguro en la compañía del elfo.
Enseguida se dio cuenta de que los jeroglíficos de Vaananen
estaban dirigidos a Luz de Relámpago, puesto que parecía ser un
hombre que formulaba preguntas más que órdenes.
Para Vincus aquello era una muestra de sabiduría y perspicacia,
ya había oído suficientes órdenes durante su servidumbre.
El muchacho, lleno de confianza, dibujó los cinco jeroglíficos en
el suelo delante del elfo.
Éste miraba los jeroglíficos intensamente.
--Frontera del Desierto -dijo-. Sexto Día de Lunitari. Nada de
Viento.
No parecía que hubiese nada nuevo hasta que llegó al cuarto
jeroglífico.
¿El Leopardo? Y... aún había un quinto símbolo, lo que
significaba que algo terriblemente importante se escondía en todo
aquello.
Debo avisar a Fordus que venga, dijo Alanda mediante signos,
pero el elfo intentó convencerla de que no lo hiciese.
--Esta vez, no.
La barda frunció el ceño y un interrogante cruzó su mente.
Luz de Relámpago miró a Vincus fijamente, y durante un buen
rato, el campamento permaneció en silencio.
--Vincus, ¿la sexta legión está en Istar? -le preguntó el elfo.
Vincus asintió eufórico con la cabeza, sin dejar de gesticular,
totalmente excitado, mientras Alanda se esforzaba por traducir el
relato de los descubrimientos del joven sirviente, de cómo se lo
transmitió a Vaananen y de todos los elementos que sólo
presagiaban peligro para Fordus y los rebeldes.
Luz de Relámpago se reclinó hacia atrás y, durante un
momento, la cara le quedó oculta entre las sombras. Entonces, estiró
el cuello en dirección al quinto jeroglífico y lo leyó.
--Cuidado con el hombre oscuro -proclamó.
Levantó la cabeza y miró primero a Vincus y luego a Alanda.
Una sonrisa maliciosa y burlona le asomó por la comisura de los
labios.
--Escuchad la palabra del Profeta -susurró con sarcasmo.
»Cuidado con la señora -dijo tajante, y permaneció un rato
arrodillado ante el quinto jeroglífico, repasando su contorno con un
dedo cubierto de callos.
»Ya sé -susurró-, debería haberme dado cuenta que los ojos
ámbar de Tamex y Tanila eran idénticos. Como los de un reptil. Y
después... las huellas de dragón que atravesaban las Lágrimas de
Mishakal.
«Pronto alguien preguntará por él -le había dicho Vaananen-. Y
tú sabrás que ésa es la persona a la que tienes que entregar el
libro.»
Así que Vincus, siguiendo el mismo instinto que lo había guiado
a través del desierto y que lo había apartado de Fordus en el último
instante, le entregó el libro a Luz de Relámpago.
Después de todo, el libro estaba escrito en lucanesti. ¿Qué más
garantías podía pedir?
Desconcertados, el elfo y la barda, hojearon juntos el antiguo
texto. Alanda fruncía el ceño ante la complejidad de aquella caligrafía
angular y enrevesada, mientras el elfo asentía con la cabeza sin
dejar de leer hasta que llegó a los pasajes que se habían perdido.
Un polvo negro se arremolinó en las manos del elfo mientras
éste se arrodillaba en el suelo, abriendo el libro ante sí.
Después, se inclinó sobre aquellas páginas y las inspeccionó
detenidamente durante un buen rato.
--Quizá -murmuró-, está en mi idioma, y también es una
profecía.
»El Fundamento -susurró-. La visión más antigua.
_____ 20 _____
El paso Central que cruzaba las montañas de Istar era amplio y
estaba bañado por la luz de la luna. El suelo estaba cubierto de
ramas y piedras, y también de troncos de aliso y abeto que parecían
arrancados de raíz.
A pesar de que Solinari brillaba en el cielo despejado, las
piedras que sembraban el camino eran para Luz de Relámpago una
siniestra señal.
Vincus había avisado al elfo, quien, a su vez, había intentado
advertir al Profeta de que cruzase por el paso del Oeste. Pero Fordus
no lo escuchó, se limitó a mirar a través del elfo como si éste fuese
transparente mientras jugueteaba con la torques dorada que rodeaba
su cuello, cuyo brillo parecía crecer día a día junto con la locura del
Profeta.
Fordus avanzaba a través del paso Central a la cabeza de sus
tropas exhaustas. Anteriormente, setecientos hombres lo siguieron
en la Batalla de las Llanuras, y apenas quinientos de ellos lograron
sobrevivir. Setenta perdieron la vida en la emboscada de los
soldados istarianos y una docena, en las erupciones del desierto.
«¿Qué es lo que buscas viejo amigo? ¿Es que has perdido el
juicio? -pensó el elfo con amargura mientras las banderas de su
ejército ondeaban a lo lejos-. Tus tropas han sido seriamente
mermadas, y aun así sigues avanzando. No se puede armar a una
legión tan sólo con promesas.»
Al amanecer, ya se encontraban a medio camino del paso
Central. Los soldados trepaban por las rocas y bajaban por senderos
llenos de ramas de pinos y de marojos, mientras el muchacho
encargado del tambor tocaba un ritmo que apelaba al coraje y a la
resistencia.
Pero, a medida que el amanecer fue dando paso a la mañana,
avanzaban más despacio, y al mediodía las manos de los soldados
sangraban y sus muslos estaban cubiertos de arañazos. Los
exploradores se pararon a descansar y se quedaron estupefactos
cuando se dieron cuenta de que tan sólo habían adelantado cien
metros en las últimas dos horas.
No había magia en aquella música. No contagiaba la fortaleza
que tenían las canciones de Alanda.
Aeleth, con la armadura empapada de sudor, trepó sobre una
roca para examinar la enorme extensión de tierra inerte y cubierta de
piedras que se extendía ante ellos.
--Aeleth, ¿qué ves? -le preguntó Fordus.
Aeleth se quedó pensando antes de contestar. Los hombres
estaban agotados, les faltaba aire y casi no podían superar los
incontables obstáculos que se encontraban en el camino. El Profeta
de la Guerra se había convertido en un comandante irracional,
brusco con sus oficiales y despiadado en su obsesión por alcanzar el
otro lado del paso aquella misma tarde.
Dos hombres habían muerto de agotamiento y, a pesar de los
ruegos de los santones, Fordus abandonó los cuerpos en el mismo
lugar en el que habían caído.
--¡Señor, a partir de aquí es cuesta! -le contestó Aeleth desde la
cima de la roca.
Fortalecido, Fordus se giró para mirar a sus hombres.
--¡He tenido otra visión! -proclamó, mientras toqueteaba con sus
huesudas manos la torques dorada y sus oscuros ópalos-. Si
seguimos avanzando durante la noche, podremos sacar provecho
del factor sorpresa y cuando por fin alcancemos la orilla del lago
Istar, no habrá nada que el Príncipe de los Sacerdotes pueda hacer
para detenernos.
EPÍLOGO
Parece pertinente que yo, que soy mudo, escriba las últimas
palabras.
Los druidas me han tratado bien durante más de cien años.
Incluso durante la Hecatombe, la época que otros han denominado el
Cataclismo, ellos me dieron cobijo y comida durante las largas
noches de la Era de la Oscuridad.
Al final Takhisis resultó vencedora. La diosa logró acabar con la
rebelión y expulsarnos a todos de regreso al desierto de Istar y,
aunque la valentía de los elfos consiguió evitar la entrada de la
malvada Reina en este frágil mundo, ésta regresó al cabo de un
tiempo con más fuerza. Fue entonces cuando el mundo se partió en
dos, y millones de hombres perdieron la vida víctimas de su furia.
Pero, a pesar de toda esta envolvente oscuridad, las cosas no
han sido tan malas para mí.
Aquí, al norte de Silvanost, consumiendo los últimos años de
una vida longeva y feliz, escribo las últimas páginas del libro que
hace ya más de un siglo Vaananen me entregó.
«Pronto alguien preguntará por él -me dijo Vaananen-. Y tú
sabrás que ésa es la persona a la que tienes que entregárselo.»
¿Cómo iba a saber yo entonces que el que iba a preguntarme
por él era quien ya se lo había entregado? ¿Alguien que lo
devolvería misteriosamente para que yo terminase lo que estaba
escrito en él?
Cuando por fin pasó la tormenta y la mágica música de Alanda
se apagó, comenzamos a atender a los heridos y a reunir los
cuerpos sin vida de nuestros compañeros, ya que cinco más cayeron
en el paso de la montaña víctimas de la furia de Takhisis.
Pasamos un día entero deambulando, rezando y ofreciendo
nuestros cánticos a los muertos. Después, iniciamos nuestro viaje de
regreso al desierto, atravesando un camino de escombros y
destrucción. Alanda escogió a un que-nara llamado Zambuagua para
que fuese a la retaguardia, éste había sido víctima del escarnio y la
burla del resto de sus compañeros cuando yo, con ayuda de las
semillas de zizyphus, logré deslizarme entre el campamento de
Fordus.
Pero aquella vez estuvo más atento. No habíamos andado ni
dos kilómetros cuando empezó a correr el rumor entre la columna de
que Luz de Relámpago se aproximaba, y con él cuarenta
supervivientes entre los cuales se contaba una docena de los
lucanestis recién liberados. Todos ellos iban en busca de la
seguridad que ofrecía el refugio del desierto.
Fue un momento muy emotivo, los Hombres de las Llanuras y
los proscritos se fundieron en un abrazo y viajaron fraternalmente
hacia el sur, acogiendo a los pequeños elfos como si fuesen sus
hijos adoptivos. Estremecidos todavía por los recientes
acontecimientos, todos ellos olvidaron las disputas y rivalidades de
los meses y años que duró la rebelión del Profeta. Por primera vez,
desde que comenzó su penosa odisea bajo el mando de Fordus, se
miraron sin rencor.
Todos excepto Gormion. La capitana de los rebeldes, fiel a su
estilo, se lamentaba y amenazaba, mentía y persuadía, pero sus
palabras habían perdido la capacidad de herir y de sembrar la
disputa. Los seguidores de Luz de Relámpago le hacían caso omiso.
Era como si la maldición de la que Alanda se acababa de liberar
hubiese caído con todo su peso sobre la conspiradora mente de
Gormion.
La rebelde vivió el resto de sus días, no muchos, en el desierto,
y la flecha de un soldado acabó con su vida durante el fatídico asalto
a una caravana. Ella siempre había dicho que algo como aquello
terminaría sucediendo. No sé qué fue del druida Vaananen, salvo
que desapareció tras la batalla de Istar. Desde entonces, muchas
veces he recordado las numerosas cosas que él hizo por mí. De
hecho, he adoptado su nombre como mi patronímico en su honor.
Así es como esta historia comienza y termina con su nombre.
Luz de Relámpago y Alanda, por su parte, iniciaron una nueva
relación. Cuando se encontraron de nuevo, ninguno de los dos
mencionó a Fordus. En una ocasión, el elfo intentó explicarle a la
muchacha lo que había ocurrido, procuró poner palabras a lo que
había visto pasar por la ventana del Templo para reunirse con la
nube que rodeaba al estremecedor dragón, con el cielo de Istar como
fondo. Pero el sonido de las cuerdas de la recién redescubierta lira
acalló las palabras del elfo.
--Se había marchado hacía mucho tiempo -le dijo la muchacha.
Nunca más oí hablar de aquel tema.
Cuando por fin nuestro grupo alcanzó las llanuras, supe que un
nuevo y silencioso entendimiento había nacido entre la barda y el
intérprete de Fordus. La enemistad que en otro tiempo los había
separado, había desaparecido. Hablaban en susurros, Luz de
Relámpago se sentía feliz de oír por primera vez la conversación de
la muchacha y también comprobé que se comunicaban con la
mirada, mientras atravesábamos el alto manto de hierba en nuestro
viaje de regreso al desierto.
El halcón Lucas seguía siendo fiel a su compañera, pero ahora
mantenía más distancia y sus grandes círculos se hacían más
grandes para envolver a dos personas en vez de a una.
No me extrañó enterarme dos años más tarde de que se habían
casado.
Me marché por última vez del bosque cuando nació su hija. Una
niña de pelo dorado que se parecía mucho a su madre, pero que
había heredado la extraña y distante mirada de su padre. A aquellas
alturas, los que-naras habían perdido el miedo de la imilus y
compartieron la feliz celebración de los padres. En la cual Alanda
cantó.
Es cierto que su voz se había estropeado de acuerdo con los
cánones bárdicos. El viento y la áspera arena le habían arrebatado
aquel singular don por el que era conocida.
Pero logró sacar algo positivo de ello. De su voz dañada
irreversiblemente surgió una nueva capacidad de componer frases
profundas, nació un poder creativo que jamás antes había tenido.
Nunca más la arena se transformó o se fundió con su música, ni el
agua surgió del desierto ni desaparecieron las tormentas. Pero, en
cambio, consiguió conmover el corazón de los que la escuchaban.
Acompañada de su lira, las nuevas canciones convirtieron el miedo
en esperanza y los lamentos en decisión y alegría.
Y todas eran canciones compuestas por ella.