Villanos 6 - Takhisis

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TAKHISIS
(Serie: "Villanos", vol. s/n)
Michael & Teri Williams
1994, The Dark Queen
Traducción: Sara Blanquer

PRÓLOGO
A través de las ventanas de ópalo de la majestuosa torre se oyó
el rugir de los truenos, los cuales hicieron vibrar sus delicados
marcos como la vara medicinal de los santones de la tribu.
Un instante de claridad iluminó las secas llanuras del norte de la
ciudad, mientras una tormenta implacable caía sobre el lejano puerto
de Karthay y sobre los bosques que bordeaban la bahía de Istar. Allí,
en la ciudad, más allá del Templo del Príncipe de los Sacerdotes, el
cielo del atardecer se iba haciendo cada vez más plomizo y cargado
de electricidad, y los brillantes cristales de ópalo de las ventanas se
oscurecieron hasta alcanzar un azul profundo.
Desde la ventana de la torre, abierta al aire frío e intenso del
exterior, el hombre vestido de blanco podía predecir, por el
penetrante olor de la humedad del aire y el frenético movimiento de
las nubes negras, que la tormenta avanzaba rápidamente. El
individuo regresó a su atril, donde un libro viejo y quebradizo
descansaba abierto junto una vela apagada; bajo él asomaba otro
libro, éste nuevo y a medio copiar. En aquel instante, la habitación se
oscureció de repente, y una violenta ráfaga de viento sacudió las
delicadas páginas del manuscrito, que se agitaron violentamente,
víctimas de su fuerza.
Sin que nadie lo viese, el hombre cerró la ventana y encendió la
vela mientras buscaba, con sus profundos ojos verdes, el cerrojo de
la puerta para cerciorarse de que ésta seguía bien cerrada. El libro,
una colección de profecías druidas que durante un milenio había
permanecido oculta en manos de los elfos lucanestis más sabios,
tenía un valor incalculable. El texto había llegado secretamente a
Istar durante la caída de Silvanesti septentrional y, a lo largo de
muchos años, estuvo escondido en lo más recóndito de la biblioteca
de un vinatero.
El Príncipe de los Sacerdotes había prohibido la posesión de
ese antiguo y ajado libro, y también de otros parecidos. De hecho,
aquellos que osaban copiarlos se arriesgaban a ser encarcelados o a
algo mucho peor, ya que en aquel momento se estaba atravesando
por uno de los períodos más severos que se recordaban. Era el
segundo año del Edicto del Control del Pensamiento.
En el exterior de la torre, se oyó el rugir del aire, y un grupo de
palomas de color pardo que se paseaban por el jardín levantaron el
vuelo súbitamente. La tormenta se acercaba, pronto cubriría toda la
ciudad y descargaría su furia sobre las polvorientas calles de piedra
y los callejones de adoquines. Las carretas, los peatones, los toldos
de los puestos del mercado, las barracas..., todo, desde los
centinelas de la muralla norte de la ciudad hasta los estibadores de
los muelles situados más al sur, quedarían totalmente calados.
«Se está desplazando hacia el sur», pensó el hombre.
Pero antes de que las montañas la absorbiesen y lograsen
sofocarla, la tormenta gravitó durante algún tiempo sobre el lago.
Todo parecía indicar que las llanuras y el desierto que se extendían
más allá de las montañas iban a quedarse otra vez sin disfrutar del
dulce contacto de la lluvia. En esta ocasión, tampoco había agua
para ellos, y quizá no la habría por mucho tiempo, tal vez meses o
incluso años.
Otro rayo zigzagueó por el cielo del norte, trazando una irregular
línea blanca, como si se tratase de un defecto evidente sobre la
superficie de una oscura gema. El hombre sintió escalofríos y
regresó a su viejo libro. En medio de la oscuridad de la habitación,
aquel individuo comenzó a copiar las enmarañadas líneas escritas en
el antiguo alfabeto élfico y a traducirlas a un lenguaje más
comprensible, reemprendiendo así la profecía que había estado
copiando durante la noche. Se trataba de un texto que anunciaba
sucesos alarmantes y que contenía pasajes verdaderamente
inquietantes.
El hombre mojó la pluma en la tinta y acomodó la mano.
«En aquella época, en el mundo -escribió-, cuando los dioses
del Mal todavía permanecían encerrados en el inmenso vacío del
Abismo, las leyendas de Istar afirmaban que toda la maldad sería
eliminada para siempre de la faz de la tierra y que una gran ola de
bondad y luz invadiría el continente tras la coronación del Príncipe de
los Sacerdotes. Todo el Krynn civilizado, dice la leyenda, aguardará
en la antesala de una época dorada, llena de celebraciones y
canciones, y la música más sutil de la ley y el ritual.
»Dicen que será la Era de Istar, la cual será alabada y exaltada
durante mil años de historias.
»Naturalmente, las leyendas son erróneas. Se equivocan acerca
de la ley, la celebración, el ritual y la canción, y también en lo que se
refiere a la propia era, la cual será recordada por los historiadores
como la Era de la Oscuridad...»
El hombre levantó la mirada del libro y se dio un suave masaje
en las sienes. La página que venía a continuación estaba rota en
varios pedazos, debido a la antigüedad del texto y al maltrato al que
había sido sometido. A pesar de que él había intentado recomponer
las páginas rotas con sumo cuidado y destreza, y también con la
ayuda de la magia druida, algunos pasajes eran ya irrecuperables,
especialmente aquellos en los que se habían hecho anotaciones o
los que se habían deteriorado irremediablemente con el paso del
tiempo y la acción del polvo.
Polvo. Como la mayoría de los propios lucanestis. Aquel texto
representaba un misterio igual que los elfos que lo habían escrito.
El hombre pasó la página resquebrajada con la respiración casi
contenida, pero aun así, diminutas virutas de vitela se desprendieron
del libro, y revolotearon alrededor del calor de la vela.
Para no dañar todavía más las ya deterioradas pero
inestimables páginas del libro, el hombre levantó el brazo muy
despacio y se enfrascó de nuevo en su lectura.
«... las leyendas están equivocadas por lo que se refiere a los
dioses, aunque es cierto, la gran lanza del héroe Huma asestará un
golpe casi mortal a la Reina de la Oscuridad...»
Rodeado de un gran silencio, el hombre se sintió absolutamente
fascinado ante aquellas palabras. Para el autor del libro, el heroísmo
de Huma, mil años atrás, representaba el futuro. El texto que tenía
en su poder contaba más de mil años de antigüedad y, aun así, en
aquel momento podía leerse como predicciones para el futuro.
«Y mandará a esa reina, Takhisis, la de los Muchos Nombres, al
corazón del Abismo. Allí, ella y sus miserables secuaces
permanecerán y deambularán penosamente en la oscuridad de las
tinieblas, lejos del calor del mundo viviente al cual desean someter y
gobernar.
»Takhisis para recuperar su poder...»
En aquel momento, el hombre susurró un tranquilo y silencioso
juramento. La página del libro se despedazó un poco más y, de este
modo, algunos fragmentos de aquel antiguo texto se perdieron para
siempre y ciertos pasajes de la profecía con ellos.
«Tal vez, si echase mano de un hechizo más poderoso -pensó
el hombre-, quizá todavía podría reconstruir...»
Pero para ello tendría que esperar hasta que los otros se
marchasen para atender servicios religiosos. Si lo hiciese ahora,
armaría demasiado ruido. Así que se encogió de hombros y continuó
leyendo donde lo había dejado.
«... su cuerpo tendrá que estar formado por el polvo del planeta
y de este modo podrá volver a introducirse en este mundo
descorazonador. Pero hasta que llegue ese momento, Takhisis
utilizará otras artimañas, menos insólitas, para irrumpir y permanecer
en él por un rato, quizás una hora y, aunque esa estancia será corta,
no dejará de ser muy tentadora para la diosa.
»Los rayos o el poderoso oleaje de una furiosa corriente de
agua son dos de los recursos que Takhisis utilizará para lograr sus
propósitos. Durante un rato, a veces un minuto, otros una hora, la
diosa será capaz de canalizar su fuerza y espíritu, y transformarlos
en una luz deslumbrante procedente del cielo o en el violento rugido
de las aguas del oscuro Thon-Thalas. Por un instante, breve y
glorioso, el mundo se rendirá ante ella, verde y vulnerable en todas
sus dimensiones...
»A continuación, el mundo se desvanecerá y Takhisis regresará
a Abthalom, su prisión en los oscuros torbellinos del Abismo
colmados de chillidos.
»Luego, inesperadamente, en una noche del desierto, ya
durante el reinado del último Príncipe de los Sacerdotes, comenzará
a producirse el gran cambio. Todo empezará de esta forma: Takhisis
surgirá de una tormenta y arrojará su poderosa luz sobre el sur de
Istar, sobre un altiplano rojo, y la diosa disfrutará contemplando cómo
el oscuro desierto queda expuesto al fuego y al poder, y cómo las
repentinas lluvias torrenciales, las primeras en tres años, las últimas
en el desierto de Istar, castigan las desoladas salinas que se
expanden a los pies del Altiplano Rojo. Cuando la intensa luz azote
el territorio de los cristales negros, ella apenas se dará cuenta de lo
que sucede a su alrededor, hasta que la tormenta comience a
amainar y se encuentre a sí misma gravitando, como una mota
minúscula en el corazón de un cristal reluciente.
»¿Qué artimañas utilizará la malvada Takhisis para quedarse
allí? ¿Cómo logrará permanecer? Es algo que no deja de ser un
misterio para los druidas y para los sacerdotes. Aun así, sacando
provecho de ese singular suceso, la Reina de la Oscuridad
encontrará la forma de regresar al mundo.
»Oh, sí, la forma que adoptará será un poco frágil. Cuando el
nuevo cuerpo de Takhisis se transforme en una serpiente, en un
chacal y al final en una mujer, necesitará un año entero antes de que
domine ese arte y pueda transformarse y adquirir diferentes
identidades sin romperse o quebrarse. Pero incluso después de eso,
las estancias de la diosa en el mundo serán breves, ya que antes de
que ella pueda darse cuenta su cuerpo cristalino se deshará
irremediablemente y formará un pequeño montículo de sal, de arena
y polvo y, cuando esto ocurra, la diosa se verá obligada a regresar
de nuevo a Abthalom, al reino de las tinieblas.
»Takhisis tendrá que esperar una nueva oportunidad en un lugar
más amorfo. Un lugar formado de agua, del más lento transcurrir del
tiempo, del conjuro de un poderoso sacerdote.»
El hombre levantó los ojos del libro. ¿Agua? ¿Tiempo lento?
¿Conjuros? Sentía que le faltaba información para poder unir las
piezas de aquella profecía.
Aquello de los cristales le intrigaba, podría intentar averiguar
más cosas sobre ese tema. Enseguida, se sumergió de nuevo en la
lectura.
«Pero después de doce años, Takhisis finalmente dominará su
nuevo arte y podrá habitar en el interior de un reluciente cuerpo de
cristal durante días, a veces semanas, convirtiéndose en un destello
maligno capaz de adoptar la forma o el aspecto que a ella más le
plazca: mujer, guerrero, víbora o dragón, sin que apenas pueda
diferenciarse de una auténtica criatura de carne y hueso. Pero, estad
al tanto de sus huellas, ya que el enorme peso de su sólido cuerpo
hará que éstas sean demasiado profundas para su tamaño. Será en
las regiones de Ansalon, donde abunda la arena, la sal y los
cristales, donde la Reina de la Oscuridad se encontrará a sus anchas
y donde se crecerá.
»En el mundo, Takhisis, unas veces zanjará rebeliones y otras
las alentará. En ocasiones, destituirá a un rey para poner en su lugar
a un duque de su confianza, y en otras desorientará a las caravanas
que cruzan el desierto de Istar para que todos los viajeros fallezcan,
víctimas de la dureza de la travesía y de la falta de agua.
»La diosa no podrá permanecer ni quedarse durante mucho
tiempo en el mundo, pero la nueva aparición de la Reina de la
Oscuridad será más poderosa y devastadora de lo que jamás se
hubiera podido imaginar. Poco a poco, Takhisis logrará recuperar su
influencia en Ergoth, en Thoradin y también en la corte del Príncipe
de los Sacerdotes de Istar.»
El hombre arqueó la ceja. Aquello significaba que ella irrumpiría
en Istar.
«Y ¿por qué no?», pensó. En el fondo lo había estado
esperando.
El hombre rastreó rápidamente su mente para recordar la última
tormenta que había caído sobre el desierto istariano y sobre el
Altiplano Rojo.
Realmente, ¿podían haber transcurrido veinte años?
«Quizás ella se encuentra ya aquí.» Con una desconfianza
creciente, el hombre pasó la página.
«Takhisis defenderá su nuevo poder celosamente, pero habrá
otros dioses en el Abismo tan impacientes como ella por introducirse
en el mundo y alterar el fluir de la historia a su antojo.»
Un golpe seco en la puerta alarmó al hombre, quien con un
movimiento rápido y desesperado cerró las páginas del viejo libro y lo
escondió bajo su austera cama cubierta tan sólo por una manta.
«Estoy perplejo -pensó descorazonado-. Es increíble.»
En su interior, el hombre se culpaba por el daño que, sin duda,
había causado al delicado libro.
Un muchacho esperaba en el umbral de la puerta y permaneció
allí respetuoso, casi como disculpándose. El hombre, después de
escuchar las tediosas e interminables explicaciones del chico que
acompañaba con profusión de gestos reverenciales, reconoció que
echaba de menos a su otro sirviente, el mudo.
--El Príncipe de los Sacerdotes -dijo finalmente el muchacho,
alzando las manos y clavando la mirada en el suelo-, solicita el
placer de su compañía.
El hombre asintió con la cabeza, apagó la vela y siguió los
pasos del muchacho. Mientras avanzaban por el frío pasillo
alumbrado por antorchas, en su camino hacia la cámara del consejo
y de los grandiosos y omnipresentes asuntos de Estado, se oyó un
nuevo estallido de truenos que retumbaba sobre la ciudad. Entonces,
un olor a ozono lo impregnó todo, y la primera tromba de agua
descargó sobre el puerto.

_____ 1 _____

La Reina lanzó un grito agudo. Un grito cuyo eco retumbó


durante cien años en el Abismo, lugar en el que la diosa gravitaba en
medio de las oscuras corrientes del caos. Takhisis, furiosa, dobló con
un movimiento seco sus alas y cerró los ojos con fuerza ante la
desagradable visión que se desplegaba ante ella.
¿De dónde había surgido aquel guerrero? ¿Cómo había logrado
pasar desapercibido?
Debía descubrirlo. La diosa, llena de rabia, dirigió de nuevo su
mirada hacia aquel hombre, el cual estaba convencido de poder
frustrar los planes de la malvada Takhisis si entraba en el mundo
bajo una nueva identidad y de poder deambular por Krynn dentro de
un cuerpo que no es el suyo...
Era un Hombre de las Llanuras, alto y con unos ojos azul cielo, o
más bien, azul mar, cuya poderosa mirada atravesaba los muros en
llamas que rodeaban la ciudad de Istar, que Takhisis tanto codiciaba.
Aquel individuo tenía la tez curtida y cubierta por una barba rojiza,
rasgo insólito entre su gente, y llevaba, prendida al cuello, una
torques dorada incrustada con ópalos negros, y cuyas puntas,
rematadas con pequeñas esferas, se enroscaban sobre su garganta.
¡Ópalos!, eso significaba que aquel individuo gozaba de
protección.
Takhisis le atribuía unos treinta años por las tenues líneas que
surcaban su hermoso y curtido rostro, y también por aquellos finos
cabellos plateados que salpicaban su pelo rojizo.
El guerrero permaneció en la entrada de la ciudad en llamas.
El espectáculo del Templo del Príncipe de los Sacerdotes
ardiendo era glorioso. Su soberano había muerto y los clérigos
fueron derrotados y dispersados como una piara de cerdos... Todos
excepto uno.
Una figura ataviada con una túnica blanca alzaba exultante sus
manos. Takhisis no podía apreciar bien la cara del clérigo solitario,
pero una ardiente ráfaga de viento sopló durante un instante, lo
suficiente para que las mangas de su túnica dejasen al descubierto el
tatuaje de una hoja de roble rojo que aquel individuo lucía en la
muñeca izquierda.
Un druida. Esas malditas criaturas estaban en todas partes para
contrariarla.
De repente, la imagen se tornó un tanto borrosa debido a la
agitación provocada por las oscuras alas de otro dios.
Takhisis se dio la vuelta en medio de la negrura del Abismo y, a
lo lejos, vislumbró la silueta de un adversario, de un enemigo que
surgía como un ligero destello perdido en la lejanía. A pesar de la
gran velocidad de los dioses, aquella criatura aún se hallaba a
demasiada distancia para ir en su busca y darle su merecido.
Pero justo en aquel instante, todos ellos, el druida, el guerrero y
el ejército de Hombres de las Llanuras, desaparecieron
momentáneamente de su visión, que quedó empañada por el reflejo
de las llamas.
Takhisis se estremeció y soltó un nuevo grito lleno de furia, pero
la diosa no apartó la vista ni por un instante de la imagen del Hombre
de las Llanuras, del intruso de mirada gélida y distante, el cual
apareció de nuevo ante ella, cruzando decidido los portalones en
llamas de Istar para tomar posesión de todo lo que se desplegaba
ante él.
Por la forma en que se movía y los rápidos movimientos de sus
robustas manos, Takhisis supo que aquel individuo jamás había
conocido la derrota, ni había derramado una sola lágrima ante la
humillación de una rendición.
En aquel instante, la Reina de la Oscuridad se percató de que
los cambiantes ojos azules de aquella mirada llena de confianza se
desviaron para clavarse en ella, y por primera vez desde las Guerras
de los Dragones, desde que la Dragónlance la desterró a sus
arremolinadas profundidades, sintió que las garras del miedo se le
clavaban en su corazón.
Atrapada por la mirada del Hombre de las Llanuras y, a medida
que la escena se desintegraba ante sus ojos, Takhisis se giró
despacio, convencida de que si no derrotaba a tiempo a las tropas
rebeldes de aquel individuo, éstas alzarían sus sólidas cadenas por
todo Ansalon en señal de rebeldía. Y si eso sucediese, aquel intruso
habría logrado echar por tierra su larga y tediosa labor con el
Príncipe de los Sacerdotes. Daría al traste con la serena y narcótica
presencia de la diosa en los sueños del clérigo, con la controlada
implantación de sus ruines planes en la mente del soberano.
El Príncipe de los Sacerdotes había resultado ser más fuerte de
lo que Takhisis había imaginado en un principio, y también más sabio
y versado en las artes de los dioses que ningún otro mortal en toda la
historia del planeta. El soberano de Istar había derrotado a todos los
dioses de la faz de Krynn, a todos ellos, desde el gran Paladine a
Hiddukel, desde Zeboim de los Mares a los tres hijos lunares, los
cuales tan sólo podían regresar esporádicamente y por escaso
tiempo, adoptando la forma de apagados destellos sobre rocas de
cristal, en las gotas del rocío, sobre las cortantes aristas de los
meteoritos o bien en las irregulares grietas del hielo.
Pero irremediablemente el destello se desvanecía, el meteorito
se calentaba o la nieve se derretía. Con ello, su estancia en el
mundo finalizaba y regresaban al Plano Etéreo, donde se
estremecían, gritaban lastimosamente y deambulaban aguardando el
momento de poder regresar de nuevo.
Pero el Príncipe de los Sacerdotes era un mortal y no podría
resistirse infinitamente al hechizo de la diosa.
«Luchar contra un dios es una tarea realmente agotadora
-pensó Takhisis con una sonrisa perversa-. Tarde o temprano lo
encontrarán en su torre diciendo cosas sin sentido.»
Una lluvia de fuego estaba a punto de descargar y, sin duda, los
dioses aprovecharían aquella nueva oportunidad para intentar
irrumpir de nuevo en el mundo. Pero si Takhisis lograba sus
propósitos, cuando llegasen sus adversarios la encontrarían ya al
mando de todo, coronada y rodeada de sus fieles secuaces, e
incluso los dioses tendrían que inclinarse ante su magnificencia.
La Reina de la Oscuridad ya había conseguido, a través de sus
oníricas insinuaciones, que el Príncipe de los Sacerdotes expulsase
a los hechiceros, a los elfos y a todos los bardos, y que se deshiciese
también de aquellos sabios menos ortodoxos. Los filántropos y los
intelectuales habían sido igualmente desposeídos de sus poderes y
de sus bienes, y vendidos como esclavos a los numerosos
sacerdotes que pululaban por el Templo del soberano, al acecho de
favores, privilegios y sobornos.
El Príncipe de los Sacerdotes había ordenado encerrar a los
elfos lucanestis, o lo que quedaba de ellos, en las minas de ópalo
que se hallaban bajo la ciudad de Istar. Aquellas pequeñas criaturas
eran obligadas a trabajar como esclavos y a rastrear, entre los
escombros crecientes acumulados durante más de treinta años de
trabajo, en busca del fabuloso glaino.
Después del papel del Príncipe de los Sacerdotes, el de los elfos
lucanestis era de suma importancia para ella, puesto que el glaino
negro era la clave en el complejo plan urdido por la diosa.

En una ocasión, Takhisis ya había tratado de introducirse en el


glaino. La gema estaba repleta de líquido, de una sangre pétrea y
glacial capaz de alimentarla y sustentarla infinitamente en el hostil
Krynn. Sangre de Dioses lo llamaban los mineros lucanestis. La
Reina de la Oscuridad no podía dejar de pensar en el poder que ello
le otorgaría y los estragos que podría consumar con ayuda de las
preciadas gemas. Se dejaría caer por Krynn y, si había alguna
posibilidad de penetrar en la piedra...
Así fue como en el transcurso de una gran tormenta de truenos,
Takhisis intentó introducirse en la gema, pero la opaca e
impenetrable negrura del glaino bloqueó y repelió la energía y
también la luz de la malvada diosa. Temblando de dolor y de rabia,
Takhisis, en una explosión de fragmentos de luz, se dispersó hacia
los ocho rincones del aire que envolvía la piedra para volver a
recomponerse e intentarlo de nuevo.
Pero la diosa volvió a ser rechazada. La piedra resultaba
impermeable, resistente a su poderosa magia.
Pero si aquella gema suave y perfecta llegase a romperse... El
líquido que se escondía en su interior podría alojar a Takhisis
durante mil años. Sin duda, se trataba de auténtica Sangre de
Dioses.
Eso también planeaba dejarlo en manos del maleable Príncipe
de los Sacerdotes.

Treinta años había tardado Takhisis en urdir ese plan. Tres


décadas aproximándose lenta y dolorosamente al momento en el
que el desastre causado por unos sucesos catastróficos, un
cataclismo, pensó, con una sonrisa siniestra, se cerniría
amenazadoramente sobre el Príncipe de los Sacerdotes y sobre la
vida diaria de la ciudad. Todo ese tiempo le había costado a Takhisis
acorralar la ciudad y el continente entero hacia el borde de un
precipicio que a ella se le antojaba maravillosamente dulce.
Tan sólo le separaban cinco años, seis a lo sumo, de aquel
glorioso momento en el que un rito o ceremonia con unas pocas
palabras sabiamente cambiadas, junto con un poderoso conjuro,
todo ello acompañado de una vanidad desmesurada, lograría por fin
colapsar la ciudad, el gobierno y el imperio entero, y partir la faz de
Krynn en dos mitades.
Sería un ritual aparentemente corriente e inofensivo, quizás
incluso beneficioso para los clérigos. Pero en él, el Príncipe de los
Sacerdotes pronunciaría algunas palabras que tan sólo diez años
antes habría encontrado abominables y blasfemas.
El soberano esparciría el polvo de miles de piedras a cambio de
obtener aquello que tanto anhelaba. De este modo, Takhisis lograría
que su espíritu pudiese deambular libremente por un mundo que se
le había denegado durante mucho tiempo. El Príncipe de los
Sacerdotes le fabricaría un cuerpo a partir del líquido extraído del
polvo del glaino y, así, ella se sentiría a salvo en el trono de Krynn,
mientras Istar se desmoronaba y el mundo se sumía en un nuevo
caos.
Pero todo aquello podía fallar, o en el mejor de los casos ser
inoportunamente pospuesto, si los rebeldes conseguían sublevarse.
No habría ningún Príncipe de los Sacerdotes sumiso, si aquel
barbudo Hombre de las Llanuras conseguía sus propósitos.
No habría cataclismo. ¿Cómo había podido pasarlo por alto?
Las oscuras alas de Takhisis agitaron el vacío líquido del
Abismo. Entonces, una luz la iluminó repentinamente y, por unos
instantes, se abrió una brecha tentadora hacia un mundo
resplandeciente que Huma y los dioses le habían negado. Sus
montañas, mares y desiertos aparecieron ante su gélida mirada.
«El conocimiento otorga un enorme poder y libertad», susurró
Takhisis para sí misma.
Aunque su ruin corazón estaba repleto de temor, la diosa logró
recomponer su inmensa memoria, con el objetivo de recuperar los
dispersos recuerdos sobre la historia del Hombre de las Llanuras.
«En su pasado -pensó la diosa-, se hallan las mejores armas para
construir un futuro aterrador.»
Soplaba un viento helado, Takhisis desplegó sus alas y se
instaló sobre la turbulenta corriente para revisar detalladamente el
pasado de aquel desafiante individuo, en busca de una clave que la
ayudase a desvelar aquel misterio, y lo que vio fue...
Nada. El pasado de aquel hombre había sido borrado.
Sargonnas otra vez, seguro que era él quien estaba detrás de
esto.
Pero ella era consciente del poder que se escondía tras esa
desaparición y ese extraño vacío. Rápidamente, la diosa echó un
vistazo a su alrededor. Sus nerviosos ojos negros se clavaron en la
oscuridad, en las profundidades, y sus inquietantes alas comenzaron
a trazar círculos a lo lejos, allí donde apenas alcanzaba la vista,
desde donde pudo oírse una carcajada burlesca que surgía de las
tinieblas.
Sargonnas también quería ser el primero. Ya se encargaría de él
más tarde. Aunque para Takhisis, aquel pájaro carroñero no era más
que una criatura insignificante, un parásito molesto en medio de la
desolada noche. Ahora, lo más urgente, y probablemente también lo
más peligroso, era pararle los pies a aquel rebelde de barba rojiza.
El Hombre de las Llanuras era un cazador, de eso no había
ninguna duda. Todos lo eran. Y un guerrero, si no ¿cómo iba a
suponer una amenaza tan grande para los ambiciosos planes que la
diosa había trazado tan minuciosamente? Pero probablemente había
algo más, tenía que haber algo más.
El pasado de su nuevo adversario se le resistía y Takhisis hurgó
en el presente. De pronto, surgieron escenas de un desierto brillante
pero implacable. Un par de veces más, la diosa tuvo que esquivar las
oscuras y molestas alas de Sargonnas, quien, al oír los terroríficos
rugidos de Takhisis, se retiró, ocultándose en la seguridad del vacío.
La diosa no lograba todavía dar con el nombre de su adversario.
Aún no. Aunque sabía que aquel individuo tenía algún tipo de poder
con las palabras. Cuando él hablaba, la tribu se movilizaba en busca
del agua que tanto necesitaba durante sus viajes a través del
desierto. Pudo comprobar también cómo aquel individuo había ido
madurando y cambiando con el paso del tiempo, y cómo sus
palabras habían ido tomando un tono cada vez más beligerante. Vio
que su pueblo se agrupaba en torno a él para formar ejércitos de
hombres que lo veneraban y de mujeres que lo deseaban
abiertamente. Los enemigos de aquel tipo, goblin y ogro, solámnico e
istariano, se rendían ante él. Y al final de cada batalla, se componía
una nueva canción en honor a su héroe.
Una barda menuda, rubia y de aspecto descuidado permanecía
siempre fiel a su lado. Su belleza quedaba oculta por miles de millas
de árido viento y desierto. La muchacha sostenía un tambor con la
mano y sobre su delgado brazo reposaba un espectacular halcón.
Los rasgos de su rostro respondían a los de los Hombres de las
Llanuras: pómulos marcados y profundos ojos pardos reveladores de
una inteligencia ardiente. A pesar de que era ligera, de piernas largas
y estaba bien formada, los movimientos de la joven eran bruscos y
poco gráciles, como si no se hubiese podido acabar de acostumbrar
a las leyes que regían su propio cuerpo. Era pequeña, casi élfica, y
su pelo rubio, prácticamente blanco, resultaba extraño e insólito entre
los oscuros que-naras. Debería haber sido el tipo de niña que
durante la Era de los Sueños habrían abandonado a merced de los
elementos y los acontecimientos. En el mejor de los casos, la
habrían dejado con los habitantes de los pueblos sedentarios, donde
habría vivido como un bicho raro en una aldea tediosa en la que
nadie la hubiera mirado.
Aquella muchacha era especial. Imilus, «forastera llena de
talento», la llamaban con cariño, y viajaba con los que-naras,
poniendo su voz a los ancestrales cánticos de aquel pueblo,
cantando sus leyendas e inventando nuevas canciones a medida que
las historias alcanzaban la categoría de mito.
Había poder en su voz; lo cierto es que era formidable...
De pronto, se oyó la escalofriante carcajada de Takhisis
retumbar en el oscuro vacío.
Podía percibirse que había alguna historia entre aquellos dos
personajes, entre el héroe y la forastera; podía sentirse que una sutil
energía los rodeaba y creaba una brecha entre ellos. El Hombre de
las Llanuras no conocía la devoción que la muchacha le profesaba y,
por las noches, cuando patrullaba con sus hombres junto al fuego,
raramente le dirigía la palabra. Ocasionalmente, incluso tomaba a
alguna otra mujer, indiferente al evidente dolor que aquello
provocaba en ella.
Más a menudo, en cambio, hablaba y luchaba junto a otro
personaje: un pequeño lucanesti de pelo oscuro y trenzado, y de piel
moteada y opalescente, distintiva de su raza.
El elfo era de complexión flexible y escurridiza, un tipo fibroso
que nunca llegaría a acumular un gramo de más en su menudo
cuerpo. Llevaba las polainas y la túnica propia de los que-naras,
aunque no renunciaba al jubón de color azul oscuro, como el lejano
cielo o marrón como la profundidad del desierto según la luz que le
iluminase, que hablaba de su propia gente.
Aquel elfo era otro forastero. Y más interesante.
La risa sofocada de Takhisis hizo estremecer y temblar la
profunda oscuridad.
El elfo luchaba sin la ayuda de ninguna lanza, cuchillo arrojadizo
o kala, y es que sus manos y sus pies eran sus mejores armas, y la
única protección que él pensaba que jamás necesitaría.
Takhisis suspiró aliviada a medida que las imágenes de estos
tres personajes seguían apareciendo y danzando lánguidamente en
medio de la oscuridad del Abismo. Los ópalos los protegían. La
torques del Hombre de las Llanuras y la piel del elfo funcionaban
como revulsivo contra la magia de la diosa.
Curiosamente, a pesar de que los tres eran forasteros, todos
ellos habían logrado crear una sutil aceptación y poder a su
alrededor, en medio de aquella tribu con unas supersticiones y un
sentido de clan tan arraigados. Se trataba de una estructura fácil de
alterar, invadir y finalmente liquidar. Las piezas del plan urdido por la
maligna Takhisis comenzaban a encajar.
--Ah... mi pequeña y hermosa joven -susurró la oscura diosa a
aquella muchacha de larga melena-, tu canción acerca de la caída de
Istar jamás será cantada. Tu venerado compañero de fatigas jamás
podrá escapar de mis garras, el pequeño hombre tampoco podrá
luchar contra mí, y tú...
»Aplastaré tus canciones como si se tratase de un insignificante
pedazo de cristal.
»El elfo no representará ningún problema. Venganza y libertad
para su pueblo prisionero es lo que debe de estar buscando. Así es
como siempre eran las cosas para los lucanestis. En el complicado
mundo de los elfos, la represión los había convertido en criaturas
simples. Habían nacido libres para acabar como esclavos. Pero la
opalescencia de su piel impedía que Takhisis pudiese deshacerse de
ellos personalmente.
De nuevo, el Príncipe de los Sacerdotes le iba a ser de gran
ayuda, ya que sus minas estaban llenas de lucanestis cavando y
muriendo.
Takhisis se dio la vuelta en el inmenso vacío y se rió plácida y
dulcemente. Un lejano eco de incertidumbre todavía retumbaba en
los tímpanos de la diosa. Ésta extendió sus gigantescas alas en
medio del cálido y cambiante viento de la noche y emprendió el vuelo
hacia la oscuridad en la negrura del Abismo. Una oscuridad que sólo
daba paso a eso y que desembocaba finalmente en uno de aquellos
lugares donde la luz había desaparecido definitivamente, pero que
aún parecía brumoso, casi pálido, comparado con la profunda
oscuridad que los rodeaba, con la penumbra del espíritu.
Revoloteando sus alas por la eterna negrura, Takhisis descendió
más de diez mil brazas, dejándose caer libremente, como en un
sueño, hasta flotar finalmente en medio de un siniestro universo
poblado de sonidos confusos y desconcertantes, en un mundo de
voces fantasmagóricas que envolvían la profunda oscuridad.
En aquel plano estremecedor, de terror y caos, surgido de los
vientos de la oscuridad que la desplazaban de aquí para allá,
indiferentes al continuo lamento de voces procedentes de los límites
de la nada, retumbaba el histérico y tedioso murmullo de los
condenados.
Takhisis desplegó sus alas y regresó hacia las cálidas y áridas
corrientes de la superficie del Abismo, lugar en que se encontraba el
resplandeciente firmamento, la línea divisoria que ella no podía
cruzar, y que aparecía ante ella como algo prohibido y tentador,
parecido a una gruesa capa de hielo en una laguna insondable o
como la negra superficie de un brillante ópalo en bruto.
Allí, en el corazón de la nada, Takhisis volaba gloriosa y
meditaba sobre cómo llevar a cabo sus oscuras estrategias.

Tras ella, a una distancia prudencial, podía vislumbrarse otra


sombra que planeaba incesantemente con sus enormes alas negras
extendidas como las de un gigantesco animal carroñero, o las de un
pájaro de presa colosal.
El consorte de Takhisis, Sargonnas, desterrado al Abismo junto
a su poderosa compañera, se había ocultado en las sombras más
profundas para contemplar también aquellas visiones surgidas del
mismísimo corazón de las tinieblas. Sargonnas pudo ver la misma
ciudad en llamas, la torre destruida y también al elfo, a la muchacha
y al hombre de ojos azules, a los que acechaban.
Aparecieron igualmente los ejércitos, las poderosas tropas a las
afueras de Istar.
¡Oh, lo que daría Takhisis por destruir a aquel héroe de las
Llanuras y a sus pocos centenares de seguidores! Aquel rebelde
insolente para ella no era más que una pequeña molestia, alguien
que luchaba por sobrevivir en un desierto que sus consejeros, sus
oráculos y su propia conciencia le decían que no abandonase.
Pero dentro de cinco años, cuando su fuerza y sensatez
hubiesen madurado, cuando sus seguidores se contasen por
millares, y arropado por sus tropas se presentase desafiante ante las
puertas de Istar con la intención de liberar a la gran cantidad de
esclavos y personas sometidas que allí se encontraban, entonces su
poder sería tan grande que ni siquiera una diosa podría detenerlo.

Las salinas del sur del desierto se hallaban a casi dos kilómetros
de distancia del resplandor de las hogueras de los que-naras.
Llamadas las Lágrimas de Mishakal desde la Era de la Luz, aquél era
un lugar extraño para los Hombres de las Llanuras, para los
rebeldes, e incluso para los bandidos nómadas del desierto, quienes
bordeaban sus límites orando secretamente a Sargonnas o a
Shinare.
Circulaban leyendas que narraban cómo aquellos que se
adentraban en las salinas raramente encontraban el camino de
regreso, y que estaban condenados a deambular por aquel inhóspito
lugar para siempre. Esas mismas leyendas decían que a menudo el
viajero incauto se dirigía hacia aquel lugar atraído por las canciones
que surgían de los cristales, de las amorfas y enormes rocas
cristalinas que se alzaban desde el corazón de las salinas y a través
de las cuales se colaba el viento del desierto, susurrando una música
extraña, casi imperceptible.
Jamás un Hombre de las Llanuras acampaba cerca de las
salinas, ni los guardias patrullaban sus alrededores. Aquel paisaje
que se extendía hacia el horizonte infinito permanecía tan virgen y
puro como lo había sido durante la Era de los Sueños.
La mirada de los que-naras apuntó hacia el norte, hacia las
praderas, y a la distante amenaza de Istar, sin percatarse de un
ligero movimiento en un cercano grupo de cristales. Un afloramiento
de sal cristalizada con forma de árbol, brillante y de formas sinuosas,
comenzó a balancearse.
Bajo la mezcla de luz de las tres lunas; la blanca, la roja y la
invisible luna negra, Nuitari, los cristales hervían y se oscurecían
como si un calor insoportable pasase por ellos, deshaciéndose para
unirse y adoptar lentamente una nueva forma.
En su ausencia de rasgos, característica común de las salinas,
la afloración, imprecisa y a medio formar, era, no obstante, humana.
O a su semejanza.
Por unos instantes, se debatió entre su propia condición mineral
y la vida, entre la sal y la carne, como si algo en su interior luchase
entre el sopor y la vigilia, la inmovilidad y el movimiento. De repente,
surgieron manos y dedos de sus ramas cristalinas, y aparecieron
también los rasgos de un rostro, como si un escultor invisible los
hubiese ido esculpiendo sobre piedra.
La mujer se movió y el desierto se estremeció. Aparecía
hermosa, oscura, y curiosamente angulosa y desnuda a la luz de la
luna negra.
Aquella mujer se arrodilló y cogió un puñado de sal que, cuando
la escurrió entre sus dedos, ya era negra. Reluciente y delicada
como la seda, la femenina figura se cubrió con aquella nueva y
envolvente tela. Entonces, como por arte de magia, sus rasgos se
suavizaron, su piel adquirió flexibilidad y vida, y sus ojos de tono
ámbar resplandecieron bajo unas pestañas largas y sensuales.
Pero las pupilas de aquellos ojos eran negras y verticales, como
las de un reptil.
Durante unos instantes, la mujer permaneció inmóvil y
lentamente comenzó a respirar como si se tratase de un acto nuevo
y extraño para ella. Entonces, estiró su cuerpo perezosamente,
provocando que el trozo de seda que la cubría se deslizase suave y
translúcido sobre sus piernas perfectas.
--Oh, demasiado tiempo ausente -murmuró, aunque podía
adivinarse un grave eco atrapado en las profundidades de aquella
voz-. Demasiado tiempo alejada de Ansalon y del pequeño mundo...
»Si todavía no puedo ser ópalo, seré sal.
Aquella figura había surgido del Abismo, del valle inerte, para
adentrarse en el desierto infinito, aplastando con el peso excesivo de
sus delicados pies el suelo endurecido por los rayos del sol y
apartando a su paso las corrientes de aire.

_____ 2 _____

Más de seiscientos rebeldes cubiertos con trajes de arpillera


cruzaron el territorio de arena situado más al norte, con el horizonte
trémulo al fondo, entre púrpura y verde, y bajo el calor sofocante del
mediodía.
Por dos veces aquellos exploradores lanzaron un aviso,
transmitiendo cierto nerviosismo por toda la formación. Las órdenes
erróneas eran perdonables; después de todo, aquellos muchachos
eran jóvenes muy hábiles sobre el caballo, pero novatos en el arte
del reconocimiento del terreno. Aunque los espejismos, que tan sólo
una semana atrás no reconocían, ahora apenas podían engañarlos.
--Torres -dijeron a Luz de Relámpago-. Torres de agua se
levantan más al norte.
La precipitación y excitación de aquellos hombres provocó la
sonrisa del elfo, quien montado sobre su caballo y bien resguardado
de los vientos del desierto se protegió los ojos para escrutar el
horizonte, allí donde los jóvenes exploradores señalaban.
--No es más que una ilusión -les dijo-. Un reflejo engañoso.
El elfo optó por mandarlos de regreso con el resto de la
formación a fin de que se refrescasen y descansasen a la sombra.
Los soldados novatos accedieron de mala gana, insistiendo en
que habían visto las torres multicolores de Istar.
Pero Luz de Relámpago sabía más sobre este tipo de
cuestiones. La ciudad se encontraba a cincuenta kilómetros, había
que cruzar montañas y también el gigantesco lago de Istar para
llegar hasta ella. Además, Fordus el Profeta no tenía la más mínima
intención de ir allí.
Al menos, hasta que pudiese cruzar triunfante las puertas de la
ciudad.
Necesitaría muchos años y muchos seguidores para ello. Por el
momento, lo primero era enfrentarse al ejército del Príncipe de los
Sacerdotes.
Luz de Relámpago miró fijamente a través de la parda pradera
y, al norte, vio que la resplandeciente estrella roja Chislev se
deslizaba lentamente sobre las siluetas de las montañas.
Todo era más fácil allí en el desierto, donde él y Fordus
interpretaban aquel terreno infinito con la misma facilidad que los
marineros de alta mar descifraban los ocultos significados del mar de
fondo y la fuerza del oleaje. Estaba en la propia naturaleza de Luz de
Relámpago hacer aquello, el profundo conocimiento del agua y de
las rocas formaba parte de su herencia.
En cambio, los extravagantes y pusilánimes generales istarianos
tenían poco que hacer en aquel vasto territorio de arena castigado
por el calor abrasador.
Recordar aquello le proporcionaba a Luz de Relámpago un
placer indescriptible.
A finales del otoño, el Príncipe de los Sacerdotes había
mandado una legión de irritados soldados hacia el sur, con órdenes
expresas de adentrarse en el desierto y eliminar al bandido Fordus.
Pero lo cierto es que aquella expedición duró dos semanas bajo las
tormentas de arena y nunca llegó a tener a tiro su objetivo. Las
tropas istarianas avanzaron penosamente en dirección sur, siguiendo
el rastro de antiguos hoyos de fogatas y con escasas esperanzas de
éxito, hacia la frontera de Balifor, donde escasos de agua y
exhaustos tras más de doce noches de búsqueda infructuosa se
convirtieron en una presa fácil para las fuerzas rebeldes de Fordus, a
pesar de que éste contaba con la mitad de hombres que el
contingente istariano.
Veintisiete soldados istarianos perdieron la vida en aquella
angustiosa expedición, y sus cascos, escudos y huesos quedaron
esparcidos varios kilómetros alrededor del ramificado y seco lecho de
río que los lucanestis conocían como la Encrucijada. El resto de la
legión había regresado a la ciudad contando historias fantásticas
acerca de un cabecilla lobuno y fantasmagórico capaz de estar en
tres lugares a la vez, el cual se movía sobre la arena como el viento,
y que llevaba más de mil hachas arrojadizas colgadas del cinturón.
Todas ellas creadas, decían, por un mago que aseguraba que un tiro
jamás erraría su objetivo.
«Veintisiete istarianos muertos y una leyenda. Un precio ridículo
el que han pagado a cambio de cien elfos trabajando como esclavos
en las catacumbas de la ciudad -pensó Luz de Relámpago con
amargura-. Pero como mínimo Istar se lo pensará dos veces antes
de aventurarse de nuevo en el desierto.»
Sin embargo, aquellas amarillentas praderas, tan atractivas
como peligrosas, situadas al sur de la propia ciudad, eran una región
desconocida para los rebeldes. Tardarían más de un día en cruzar, a
lomos de sus caballos, aquella abierta extensión de territorio antes
de alcanzar las estribaciones de las montañas y llegar finalmente a
las afueras de Istar. Aquél era un territorio desconocido, traidor e
incierto, y Fordus se había visto obligado a dejar tras de sí a más de
doscientos quenaras, que era gente de las Llanuras, devota y
básicamente pacífica, cuyos dioses les prohibían abandonar el
desierto para llevar a cabo algún acto beligerante o de invasión.
Aun así, cerca de cuatrocientos que-naras permanecieron junto
con los rebeldes, actuando en contra de las advertencias de sus
clérigos. El resto de aquel ejército heterogéneo lo formaba un
número indeterminado de bárbaros y de proscritos andrajosos unidos
a la causa de Fordus en el último momento. Pero ahora, en algún
lugar entre aquellos rebeldes y las oscuras estribaciones de las
montañas, dos legiones muy veteranas los aguardaban, dos mil
hombres de primera categoría pertenecientes a la guardia istariana
armados con ballestas, lanzas y espadas apoyados por una
caballería famosa en todo Ansalon. Un enemigo suficientemente
estremecedor para inquietar al comandante más valiente.
Pero lo cierto es que no había temor ni indecisión en Fordus
Alma de Fuego, el Hombre de las Llanuras de ojos claros, también
conocido como el Profeta del Agua o el Señor de los Rebeldes.
Luz de Relámpago hizo una mueca de aprobación. Que no
hubiese miedo era para el elfo una buena señal. Después de todo,
¿no era cierto que en el pasado el Profeta había derrotado a las
tropas istarianas en cuatro o cinco ocasiones?
Luz de Relámpago, cómodo sobre la silla, con su piel translúcida
y moteada con destellos verdes y naranjas de una insinuada
opalescencia, contemplaba admirado las primeras sombras que
invadían la pradera en aquel plácido y azulado atardecer.
Que no hubiese miedo era una muy buena señal, y el elfo
prefirió apartar de su mente sus pensamientos más negativos.

Acompañado por una pequeña avanzadilla de soldados y


alejado no más de cincuenta metros del resto de las tropas, Fordus
el Profeta, a pie como de costumbre, echó cuerpo a tierra de repente.
Le seguían dos oficiales y la barda, quienes se detuvieron e hicieron
lo mismo que su líder, Alanda, protegiendo su tambor multicolor con
la palma de su mano cubierta de callos, para que no sonara.
--Istar se aproxima -susurró el comandante a sus compañeros,
sin más afectación o preocupación que si estuviese observando el
color de un caballo o los rayos de sol colarse curiosamente por entre
las nubes.
La pequeña barda miró fijamente hacia las laderas de las
montañas, esforzándose por distinguir aquello que Fordus veía a
través del parche de hierba de bordes aserrados. La muchacha no
logró ver nada.
Pero él sabía de estas cosas. Fordus siempre sabía lo que se
tenía que hacer cuando se trataba de agua o de ejércitos.
--Si de verdad hay dos legiones, lo sabremos cuando caiga la
noche. -Fordus continuó-: Contaremos las hogueras de sus
campamentos, tal como esperan que hagamos. Luego, mandaré a
Luz de Relámpago y a seis hombres para que exploren más de
cerca, y entonces podremos discernir lo que verdaderamente es de
carne y hueso de aquello que no son más que sombras. Si
encienden suficientes fuegos para alumbrar a cuatro legiones es que
nos temen más de lo que yo creía.
¿Y mañana?, preguntó la muchacha con el lenguaje de señas
gesticulando con la mano. Fordus levantó la mirada anticipándose a
aquella cuestión.
--Lo que pretende, Alanda, es que nos enfrentemos en campo
abierto, para poder sacar el máximo partido a su superioridad
numérica y de sus caballos.
El Profeta se incorporó y se puso en cuclillas para trazar con el
dedo una línea sobre el suelo arenoso.
--Cuando vean nuestras tropas harapientas, formada por que-
naras, proscritos y a un puñado de guerreros de Balifor armados con
ballestas, creerán que ésos son todos los hombres que apoyan
nuestra causa.
Los dos oficiales asintieron con la cabeza, sin percatarse del
tenue ruido del caballo de Luz de Relámpago que se acercaba tras
ellos. Hacía mucho tiempo que habían aprendido a poner toda su
atención en su comandante, a esperar antes de hablar.
Luz de Relámpago descabalgó silenciosamente, hizo que su
caballo se tendiera en el suelo, y se arrastró hacia el círculo de
rebeldes agazapados.
Conocía bien la forma de proceder de su viejo amigo. El plan
sería simple, directo y limpio. Fordus era de los que cortarían un
nudo para no perder tiempo en deshacerlo. Sí, sería sencillo y, como
siempre, coronado por el éxito. Fordus no era un estratega, pero, en
sus manos, las tácticas más simples obtenían resultados brillantes.
--El desierto está conmigo allá donde vaya -concluyó Fordus
tranquilo, con la mirada clavada en algún lugar lejano-. Y yo les
acercaré el desierto, la arena y el viento, y también un espejismo de
pájaros en medio de una hermosa explanada de hierba.
Uno de los tenientes, un joven arquero de Balifor, balanceó el
cuerpo y tosió levemente. Siempre reaccionaba de la misma forma
cuando el Profeta se dirigía a ellos hablándoles con enigmas.
Allí era precisamente donde comenzaba la tarea de Luz de
Relámpago. El elfo dejó que los oficiales asimilaran las palabras del
Profeta, luego cubrió los ojos con aquel tercer párpado blanco y
transparente, que caracterizaba a su pueblo, y se alejó un poco del
círculo que rodeaba al líder.
«Segundos ojos», llamaban los Hombres de las Llanuras a las
lucernas de los elfos esclavizados en las minas. A través de aquella
membrana lechosa, legado de su raza, los lucanestis podían ver las
gemas que se escondían en los túneles más oscuros, los regueros
de agua que circulaban por el corazón de la arena...
También veían otras cosas, como el filón de la verdad que
subyacía en el sutil estrato de las palabras y de las imágenes.
--¡El Profeta ha hablado! -Luz de Relámpago proclamó
pausadamente, irguiéndose para examinar la ola de rostros perplejos
que se desplegaba a su alrededor. El elfo alzó las lucernas, y los
brillantes reflejos violeta de sus manos resplandecieron bajo los
últimos rayos del sol. De nuevo, le había llegado la revelación como
un murmullo, al igual que ocurría siempre. Como una súbita
iluminación, el significado de la críptica poesía de Fordus le vino al
segundo al mando.
»La mitad de vosotros os esconderéis en los flancos -continuó
Luz de Relámpago-, y rodearéis al ejército del Príncipe de los
Sacerdotes cuando cargue contra nosotros. Gromion dirigirá las
tropas del sur, y cuando las lanzas de los soldados de Istar estén a
punto de alcanzaros... el resto de nosotros saldrá de entre los
matorrales tras ellos. ¡Así el hacha de Kiri-Jolith se descargue sobre
sus tropas! Se formará una tormenta de arena y viento como jamás
han visto antes, pero que, a nosotros, ni tan siquiera nos rozará. Los
poderes ya se están acumulando.
Señaló a lo lejos, donde una nube de polvo se distinguía en el
sur del horizonte y una cálida brisa empezaba a soplar desde esa
misma dirección.
El sterim, la salvaje tormenta del desierto que nacía en lo alto de
las montañas de Istar, ganó velocidad a medida que recorría las
llanuras con una furia implacable y feroz. Los ojos del elfo se
tornaron vidriosos, las brillantes lucernas se cerraron de nuevo, esta
vez para proteger los ojos del viento que se aproximaba inexorable.
Los oficiales de Fordus asintieron, las palabras del elfo sí que
las habían comprendido. Como siempre, el plan era simple, elegante
y práctico. Era la poesía de la guerra traducida por el peculiar y
exótico Luz de Relámpago.
El plan funcionaría. Ellos «acercarían el desierto al Príncipe de
los Sacerdotes», y su ejército sería derrotado. No importaba que los
rebeldes no hubiesen entendido todas las palabras de la profecía de
Fordus. Iban a ganar la batalla igualmente.
Blandiendo sus armas con creciente excitación y murmurando
fanfarronadas y promesas, los oficiales se dispersaron entre sus
filas. Tan sólo tres se quedaron atrás: Fordus, Luz de Relámpago y
la barda.
--¿Dónde se encuentra el enemigo? -preguntó Luz de
Relámpago, poniéndose en cuclillas junto con el Profeta-. Alanda,
¿qué es lo que dice el halcón?
La muchacha sostuvo por un momento su extraña mirada y
enseguida contestó, ayudándose de gestos: Cinco kilómetros al
norte, Luz de Relámpago. Lucas dice que están cinco kilómetros al
norte. Eso es todo lo que necesitas saber.
Luz de Relámpago y Fordus intercambiaron miradas de
desconcierto mientras que la muchacha retrocedía para unirse al
resto de las tropas que empezaban a alejarse.
--Alanda me odia, ¿verdad? -preguntó Luz de Relámpago,
esbozando una sonrisa torcida que arrugó su rostro suave e
intemporal.
--Claro que no, Luz de Relámpago. Ella es simplemente poética
y muy sensible; además, ya sabes que tan sólo puede cantar. Debe
de ser muy triste y frustrante que tus manos tengan que hablar por ti
-dijo Fordus encogiéndose de hombros, y se dispuso a escrutar las
llanuras del territorio del norte.
--Carácter o temperamento, es lo mismo -dijo Luz de Relámpago
para terminar, y siguió la mirada del comandante hacia la inmensidad
de aquel territorio cubierto de hierba-. Tenemos al Príncipe de los
Sacerdotes a nuestro alcance. No hay tiempo que perder. El viento
es cada vez más fuerte.

El cálido viento no dejó de soplar en toda la noche, y tan sólo


unos pocos de ellos consiguieron dormir.
Aun así, poco antes del amanecer ya estaban listos. Luz de
Relámpago se agazapó en el alto manto de hierba susurrante,
aguardando a que el oficial de los istarianos diese la señal, bajo la
tenue luz de la mañana, para que sus hombres izasen los
estandartes de guerra, la célebre torre blanca sobre un fondo rojo.
El elfo lentificó el latido de su corazón y el ritmo de su
respiración hasta que consiguió permanecer estático, con la piel
cubierta de la arena y el polvo que levantaba el viento. Serenamente,
se dejó llevar hasta alcanzar una quietud pétrea, de tal modo que se
confundía con los miles de piedras que inundaban los márgenes del
desierto.
Cuando las tropas istarianas hubieran pasado, él se
desprendería de su camuflaje pétreo y surgiría entre ellos para
sorprenderlos y crear gran confusión.
«El elfo ha surgido del interior de la tierra...», dirían.
Sus compañeros, los que-naras, permanecían ocultos entre la
alta hierba, con los rostros pintados de color pardo, negro y amarillo
haciendo juego con sus ropas ondeantes, y el fuerte contraste de las
sombras con los primeros rayos oblicuos del sol.
Él era la roca entre los juncos, el corazón pétreo de su ejército.
El flanco izquierdo de la infantería istariana pasó a quince
metros del lugar en el que se encontraban escondidos Luz de
Relámpago y sus compañeros. Los jinetes se desplegaron frente a la
infantería enemiga en marcha, encabezada por un Caballero de
Solamnia de cabello oscuro, acompañado por tres de sus
subordinados.
Todo estaba ocurriendo tal como Fordus había previsto. La
tormenta del desierto se concentró formando una gigantesca nube de
viento ardiente y arena, que parecía que tan sólo esperaba sus
órdenes para abalanzarse sobre el campo de batalla. El ejército del
Príncipe de los Sacerdotes estaba compuesto de dos mil hombres de
infantería, quinientos arqueros y quinientos jinetes, entre los que se
encontraba una división de Caballeros de Solamnia, la caballería
más formidable del mundo. Aun así, aquel ejército que levantaba
tanta expectación aparecía ante los rebeldes curiosamente
amedrentado, empequeñecido, como si la mitad de los hombres que
lo componían hubiesen desertado amparándose en la oscuridad de
la noche.
Luz de Relámpago permaneció sereno en medio de la tormenta,
mientras los solemnes jinetes pasaban junto a él y tras ellos la
infantería, todos ellos protegiéndose la cara de la crueldad de aquel
viento corrosivo.
El sterim se había aliado con los rebeldes. Siempre que un
ejército se disponía a enfrentarse a Fordus, parecía que incluso el
tiempo se conjuraba para estar de su lado.

Fordus estaba plantado en un montículo de hierba amarillenta y


alta que le llegaba a las rodillas, desde donde observaba el avance
del ejército istariano. El líder de los rebeldes empuñaba con fuerza
un hacha corta, pero de aspecto peligroso, y entonces gritó a sus
tropas, desafiando a la caballería solámnica que se aproximaba.
Luego, se agachó y desapareció.
Los jinetes solámnicos que iban delante se quedaron
boquiabiertos y escudriñaron las líneas enemigas, pero Fordus se
había desvanecido, haciendo honor a la leyenda que le otorgaba
ciertos poderes sobrenaturales. Entonces, de repente y casi al
unísono, cayó una lluvia de flechas y piedras sobre los
desprevenidos soldados istarianos, quienes levantaron sus escudos
para hacer frente a aquella violenta emboscada, olvidándose por
completo del comandante de los rebeldes.
Mientras tanto, Fordus se arrastró entre la hierba agitada por el
viento; se movía con gran rapidez para alcanzar la franja de tierra de
nadie que se desplegaba en medio de los dos ejércitos, y adentrarse
por sorpresa entre la caballería solámnica. El oficial rebelde se
escurrió con mucho sigilo entre una gran agitación de patas y
enormes cuerpos equinos, y se dirigió a una velocidad casi
sobrehumana hacia el flanco oeste de su ejército, donde se
encontraba Alanda, quien permanecía escondida justo al lado
derecho de las tropas istarianas; mientras, su halcón trazaba
grandes círculos por encima de ellos como un auténtico predador
solitario.
Fordus, corriendo con un instinto y una seguridad asombrosa,
esquivó las primeras legiones istarianas y el estrépito de sus
trompetas silenciaba sus suaves pisadas sobre el árido terreno.
Aquél era el momento de la batalla que más le agradaba, cuando el
desconcierto se adueñaba por primera vez de las filas enemigas y
sus veloces piernas, un don de los dioses, se desplazaban de un
lado a otro del campo de batalla con la rapidez y agilidad de un
antílope o del leopardo que lo persigue.
Corría a tal velocidad, que aquellos que lograsen sobrevivir
dirían con toda seguridad que Fordus Alma de Fuego era capaz de
estar en dos o incluso en tres sitios a la vez, que no era un ser
humano, sino una criatura superior, el príncipe del aire y del tiempo
cambiante.
Agachándose todavía más para ocultarse entre las susurrantes
ondas del mar de hierba, Fordus se dirigió hacia la última tropa de la
caballería enemiga, y pasó tan cerca que rozó el blanco costado de
una yegua del ejército solámnico. A continuación, se precipitó hacia
las praderas más alejadas pero, de repente, dos siluetas sombrías
emergieron de la ondeante vegetación.
La infantería istariana. Hombres armados con espadas.
Con un movimiento limpio y preciso, Fordus tiró de una de las
hachas arrojadizas que colgaban de su cinturón y, sin necesidad de
levantarse del suelo, la lanzó con un gesto rotativo directa a la
cabeza del hombre que se encontraba a su derecha. El filo del hacha
impactó mortalmente debajo de la barbilla del soldado, y siguió
girando en el aire dejando tras de sí un reguero de color rojo intenso,
para clavarse finalmente en medio de la espalda del otro hombre.
Los dos soldados se quedaron pasmados y se desplomaron sobre
sus rodillas, con los brazos sacudiéndose grotescamente a los lados.
Sus ojos ya estaban vidriosos cuando Fordus pasó entre ellos y
recuperó su hacha sin encontrar resistencia.
Justo en el instante en que por fin Fordus alcanzó sus tropas,
oyó detrás de sí el grito de guerra solámnico al cual los que-naras
respondieron con un alarido estremecedor. Entonces, retumbó por
todo el campo de batalla el estridente sonido de las trompetas de la
infantería istariana seguido del repentino impacto del metal contra el
metal a medida que los soldados enemigos se aproximaban y se
producían los primeros enfrentamientos.
Incorporándose totalmente, Fordus observó con sigilo por
encima de los matorrales cómo la retaguardia del ejército istariano
rompía filas para lanzarse al fragor de la batalla. Los estandartes del
enemigo aparecían y desaparecían de su vista, hasta que el último
de los soldados se adentró entre los altos matorrales cegado por
llegar hasta el mismo corazón de la batalla. La nube de polvo
arrastrada por el viento se dirigió hacia la llanura, justo en el
momento en que el enemigo había logrado alcanzarla.
Fordus soltó una risita queda. Todo estaba saliendo de acuerdo
con sus planes. En cinco minutos, quizás incluso menos, los dos
flancos de su ejército se alzarían de sus escondites y asaltarían a los
soldados istarianos por la retaguardia. Las tropas enemigas,
atacadas por todas partes, cegadas y respirando con dificultad,
tendrían que luchar contra la sorpresa y el caos, además de combatir
contra varios centenares de rebeldes expertos en este tipo de
situaciones.
Se había preparado una trampa, y el enemigo había caído de
pleno en ella. Todo había sido magnífico, impecable y rápido, como
la precisión de un hacha lanzada con pericia. Además, había
resultado igual de sencillo.

En cuestión de minutos, la batalla estaría decidida, aunque la


tormenta de arena no cejó de rugir ni un segundo durante todo el
atardecer.
Cuando la doceava legión istariana alcanzó el centro de las filas
rebeldes, Luz de Relámpago se desprendió de su disfraz de roca e
hizo una señal a sus tropas. Desde uno de los flancos, las fuerzas
que-naras atacaron por sorpresa a las últimas reservas enemigas,
blandiendo las armas tradicionales de las llanuras, es decir el arco,
las boleadoras y el afilado kala con la hoja en forma de gancho.
Indefensas ante aquella nueva embestida, las tropas istarianas se
quedaron absolutamente paralizadas. Los legionarios dejaron caer la
pica y la espada, el escudo y las hachas, y huyeron a toda velocidad
de las peligrosas tropas bárbaras y de los valientes guerreros de las
Llanuras.
Luz de Relámpago, valiéndose tan sólo de sus manos y de sus
pies como armas, se adentró entre las filas istarianas. El elfo pasó
junto a un soldado de pelo canoso armado con una espada y derribó
a un lancero con un golpe certero de sus manos. Dos mercenarios se
precipitaron hacia él, pero Luz de Relámpago se escurrió entre la
desconcertada pareja, y luego el elfo, con un movimiento preciso y
poderoso, lanzó sus pies directos contra sus caras. Entonces, Luz de
Relámpago aterrizó de nuevo sobre el suelo y cogió impulso para dar
un salto más y, en la nueva arremetida sus pies impactaron en el
cuello de otro lancero. La jabalina del soldado se rompió al caer al
suelo y atravesó su cuerpo, terminando de este modo el trabajo que
Luz de Relámpago había comenzado.
El elfo cogió una profunda bocanada de aire y miró a su
alrededor. El general Josef Monoculus, montado sobre su caballo,
presenció el ataque de Luz de Relámpago e intentó inútilmente
ordenar a sus tropas que formaran de nuevo. El general desenfundó
su antigua espada solámnica para hacer frente al ataque del
enemigo.
Con un salto espectacular, acompañado de un grito, Luz de
Relámpago dio una voltereta en el aire y sus pies fueron a dar
brutalmente contra el casco que protegía la cabeza del general. Con
un débil gemido y la mirada desenfocada, el comandante de las
tropas istarianas cayó como un pesado fardo de la silla de montar.
Luz de Relámpago, aprovechando la situación, montó sobre el
caballo y alzó un estandarte roto de las tropas enemigas para obligar
a los soldados vencidos a concentrarse en aquel lugar, justo en el
centro del campo de batalla, mientras se reía y entonaba una antigua
canción abanasinia de guerra.

Sus hombres dieron grandes gritos de júbilo cuando vieron a


Luz de Relámpago sobre el caballo del comandante recién
derrotado, y descendieron de los lugares donde se hallaban para
ayudar a rematar desde el flanco contrario a aquellas tropas ya sin
líder y acabar rápidamente con ellas a medida que se abalanzaban
sobre las líneas enemigas, ya totalmente desordenadas.
Desde lo alto de su posición privilegiada, Fordus observaba un
tanto distraído cómo sus hombres y la tormenta iban acorralando a
las desconcertadas tropas de Istar.
El líder vio al halcón de Alanda descender hacia un lejano
pastizal y cómo un arquero enemigo levantó su arco apuntando hacia
aquella criatura... Entonces, en un asombroso acto de magia, que
deslumbró al propio líder de los rebeldes, Lucas se transformó en
una bola de fuego, en un astro rojo y ámbar, como si el propio sol se
hubiese abierto y engullido al pájaro.
Con toda seguridad, el halcón regresaría más tarde de las
alturas y contaría a Alanda cómo los istarianos habían huido
despavoridos del desierto.
Pero mientras la gran llama dorada se alzaba hacia las alturas,
uno de los caballeros de las tropas solámnicas logró escapar de todo
aquel caos y huir galopando hacia las montañas, en dirección norte,
en busca de un lugar seguro.
En dirección Istar y en busca de refuerzas, instó la muchacha,
moviendo los dedos frente al rostro de Fordus. Tan sólo hay un
hombre que puede correr más que los caballos, que el viento y que
la luz, pero...
Fordus, que se sintió aludido por las palabras de Alanda,
recobró la compostura y descendió del montículo a grandes
zancadas, ganando velocidad a medida que se acercaba a la llanura.
El líder de los rebeldes cortó en ángulo para interponerse en el
camino del jinete que huía cabalgando, y entonces echó a correr con
todas sus fuerzas, cruzando el campo de hierba seca a una
velocidad asombrosa.
A lo lejos, Alanda observaba maravillada aquel espectáculo, y
comenzó a entonar una canción hasta que el ritmo del tambor y la
cadencia de su voz fue una sola cosa; daba la impresión de que
marcaba los latidos del corazón de Fordus mientras se aproximaba
más al jinete.
Cuando el caballo rehusó cruzar el banco del seco riachuelo que
tenía ante él, el jinete se vio obligado a tirar él mismo de las riendas
del animal para obligarlo a bajar la dura y pronunciada pendiente,
perdiendo con ello un tiempo precioso.
Fordus corrió a gran velocidad hasta el banco del río y, cuando
se encontró a tan sólo quince metros de aquel soldado enemigo,
cogió su hacha y la lanzó. El arma surcó el aire con un inquietante
silbido hasta que alcanzó al jinete, haciendo blanco entre el casco y
el peto.
Sin exhalar siquiera un gemido el hombre se desplomó sobre la
silla y el pesado yelmo solámnico salió despedido de su cabeza.
No era un caballero. No era más que un muchacho de quince
años, si es que los había cumplido.
Alanda, desde lo alto de un montículo situado a unos mil metros,
vio al muchacho desmoronarse de la silla y el fino hilo de color rojo
que le brotaba del cuello y salpicaba la arena.
El tambor pareció tornarse frío y extraño bajo los dedos de la
muchacha, y sus manos se dejaron llevar por el ritmo de un sonido
triste y afligido.

El ataque lateral de los rebeldes había logrado rematar a la


impotente infantería istariana.
A primera hora de la tarde, cuando el aire hubo amainado y la
arena descansaba de nuevo en su lugar, el general Josef Monoculus,
con un aparatoso vendaje sobre el ojo derecho, y apoyándose entre
dos soldados istarianos también heridos, rendía su espada a Fordus
Alma de Fuego. No más de doscientos istarianos habían logrado
sobrevivir, los prisioneros iban a ser llevados hacia la frontera del
desierto y allí serían liberados y obligados a viajar, a pie y sin armas,
los cincuenta kilómetros que los separaba de Istar. La arena de la
tormenta ya había cubierto a los muertos.
Luz de Relámpago pensó en la dura caminata a través de la
llanura que tenían por delante, y dirigió la mirada hacia los soldados
vencidos. Muchos no sobrevivirían; el hambre, la sed y el cansancio
acabarían con la mayoría de ellos, y los animales salvajes y los
proscritos también mermarían su número. Pero incluso si tuviesen un
regreso seguro a Istar, no significaría que su sufrimiento hubiese
terminado, ya que muchos de aquellos hombres caerían víctimas del
grashaunts, una extraña locura que afectaba a aquellos que habían
permanecido durante demasiado tiempo en la llanura y en espacios
abiertos. Los infelices que sufrían de esta insólita dolencia creían
percibir que el mundo que los rodeaba se expandía, como si al estar
demasiado tiempo alejados de sus hogares y de sus amigos, las
distancias hubiesen aumentado, y creían por ello que jamás
encontrarían el camino de vuelta. Estos hombres enajenados
regresarían a Istar, pero permanecerían para siempre encerrados
entre las paredes de un cuartel, de un cubículo o de una celda, y se
irían consumiendo poco a poco, mirando fijamente a través de la
ventana de su prisión a un mundo incierto que se alejaba cada vez
más.
Era cierto. Fordus trataba a sus prisioneros con dureza. El
camino que aparecía ante las tropas de Istar derrotadas era uno de
los más peligrosos. Pero no injustamente, ya que, sin duda, las
llanuras los tratarían mejor de lo que lo iban a hacer sus camaradas
y oficiales que aguardaban su regreso a la ciudad.
En Istar no había cabida para el fracaso o la debilidad y ¿qué
era la derrota sino fracaso y debilidad?
Luz de Relámpago observaba preocupado a su comandante
mientras se frotaba el brazo amoratado como consecuencia del
enfrentamiento con un soldado solámnico grande y protegido con
coraza. Fordus tenía la mirada perdida en algún lugar más allá de las
derrotadas tropas solámnicas, de los taciturnos soldados istarianos...
en algún punto en el horizonte donde no podía alcanzar la vista de
ningún hombre.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Luz de Relámpago. Fordus
se había marchado de nuevo a aquel lugar donde ninguno de ellos,
ni tan siquiera Alanda con su voz y su tambor, podía seguirlo.
Cuando aquellos ojos azules como el mar se clavaban en la
distancia, a veces incluso parecía que la vida que había en ellos se
desvanecía. Brillaban como el hielo, como el vidrio tallado, como los
cristales que se elevaban en medio de las salinas del desierto y no
había ni el más mínimo calor en ellos, ni tampoco parecía haber
ningún corazón tras el brillo de aquella mirada. En esas ocasiones,
Luz de Relámpago era incapaz de saber lo que Fordus quería o qué
era lo que estaba mirando.
--Acepto la rendición del general Josef Monoculus -dijo Fordus
en un tono monótono, al tiempo que la mirada embelesada de todos
sus hombres se clavaba en su rostro impasible y curtido por el
viento-. Y acepto también la rendición de sus tropas.
Hizo un gesto elocuente con las manos ante los rebeldes allí
reunidos.
--Y dejemos que aquellos que han perdido amigos queridos
-continuó- se consuelen pensando que las bajas han sido pocas en
mi causa justa y gloriosa.
Por un momento pareció que su voz se desvanecía, arrastrada
por un viento del norte y transportada hacia las montañas para
perderse finalmente en medio de una tenue brisa en algún lugar
desolado.
Luz de Relámpago miró a su comandante fijamente. «¿Que se
consuelen pensando que las bajas han sido pocas?»
«¿Su causa justa y gloriosa?»
En aquel instante, Fordus se irguió, imponente, ante el herido
oficial Josef Monóculos y los temblorosos ayudantes que lo
acompañaban.
--Y mañana, a esta misma hora -continuó Fordus-, concederé a
estos hombres la libertad sin condiciones.
Bajó sus ojos de color azul mar hasta el general y lo miró con
suavidad, casi afectuosamente.
«¡Por fin! -pensó Luz de Relámpago con un repentino y extraño
alivio-. Fordus está de nuevo entre nosotros.»
--Señor, sus armas serán... confiscadas -explicó Fordus con
tranquilidad y amabilidad-. Pero se les permitirá conservar sus
armaduras y las provisiones, y que Chislev y el amanecer los guíe.
--Ya sé cómo encontrar el camino de regreso en medio de este
maldito desierto -respondió el líder de los soldados solámnicos con
un gruñido.
--Encuéntrelo entonces, con mi bendición -le contestó Fordus.
El líder de los rebeldes sonrió con aire ausente y una marcha
lenta y lúgubre comenzó a surgir del tambor de Alanda.
Los soldados de caballería escoltaron a su comandante hasta el
centro del lugar donde se encontraban sus hombres, quienes
totalmente desmoralizados tras la derrota amontonaron sus armas a
los pies del inconsolable general.
En Istar le esperaban los Juegos, la siniestra lucha a muerte de
gladiadores contra bárbaros, enanos e irdas. Sin duda, la fortuna de
Josef Monoculus había cambiado.
En las palabras de Fordus había algún mensaje, alguna
moraleja, pero sólo los más sabios y eruditos podían desvelar su
significado. Luz de Relámpago, al no ser ni una cosa ni la otra, optó
por subir al montículo y observar tranquilamente la puesta de sol, y
permitir que sus pensamientos se sosegasen bajo la cálida luz que
acariciaba su rostro mientras se dejaba llevar por el rítmico compás
del tambor de Alanda.

Fordus se acomodó en una sombra mientras el sol comenzaba a


ponerse.
Un joven bárbaro, entrenado durante un año para convertirse en
ordenanza del comandante, se sentó junto a él para desabrocharle
las botas y Fordus se reclinó, meditabundo, con las manos
enlazadas bajo la cabeza.
¿Una canción para animarte?, le preguntó Alanda mediante
señas. Había unos versos que había reservado para ese día, para
esa victoria, y quería aprovechar los últimos rayos de sol para
cantarlos.
--Alanda, esta noche prefiero no escuchar canciones alegres
-murmuró Fordus.
La melancolía le había invadido después de haber derribado al
jinete de la armadura. De hecho, se había quedado observando el
cuerpo sin vida del muchacho, su cabello rubio manchado de sangre
ondeando tristemente en medio del aire cálido y susurrante, mientras
el caballo vagaba perezosamente por el lecho seco del riachuelo.
Cuando Lunitari comenzó a aparecer por encima de las
praderas tiñendo de púrpura los campos de la llanura con su luz
oblicua y extraña, Fordus regresó de nuevo al presente.
--Estoy cansado de lo demasiado fácil -dijo en voz alta.
Alanda ladeó la cabeza en un gesto de alerta y echó mano a su
tambor.
--Esta noche no hay canciones sobre Fordus Alma de Fuego -le
dijo a la muchacha.
»Canta a Huma -le apremió Fordus-. Él tuvo a quien enfrentarse,
alguien que puso a prueba su corazón e inteligencia y también su
fuerza. Canta a Huma.
Alanda golpeó con sus pequeñas manos el borde de su preciado
tambor y comenzó a cantar:

De uno de los pueblos de los numerosos condados,


surgido de la tumba y de la tierra, de la tierra y de la tumba.
Donde esgrimió su espada por vez primera en las danzas
crueles de la niñez...

Alanda tenía una voz intensa, un instrumento fuerte y poderoso


capaz de borrar la percepción del tiempo y del espacio. Fordus cerró
los ojos y se dejó llevar por aquella antigua historia, que seguía su
curso gracias a la hábil narración de la muchacha.
--Aquéllos hieran grandes tiempos -dijo Fordus, cuando la
canción terminó y el tambor enmudeció tras el último golpe que se
desvanecía en el aire-. Tiempos de grandes gestas, en los que las
historias perduraban más allá de la vida de los hombres.
»Ahora estamos viviendo una época mezquina, Alanda. Los
grandes villanos han desaparecido y también los grandes héroes.
Ahora, ¿quién podrá enfrentarse a mí?
Los dos permanecieron en silencio acompañados por la luna
roja que comenzaba a despuntar y a iluminar las tiendas de los
Hombres de las Llanuras. Sobre sus cabezas se encontraba Lucas,
trazando los últimos círculos en el aire antes de que cayese la noche,
los postreros rayos ambarinos del sol poniente reflejándose en las
puntas de sus alas como ruegos de Santelmo.
--Josef Monoculus es un estúpido -afirmó Fordus-. Igual que
todos los oficiales istarianos y que todos los famosos y admirados
oficiales solámnicos. Aunque quizás el Príncipe de los Sacerdotes...
Se apoyó sobre los codos y se quedó mirando a Alanda con
impaciencia.
--Quizás el Príncipe de los Sacerdotes -dijo de nuevo-. Él es un
enigma que domina a un gran ejército. No es sólo un hombre, es una
idea formidable y extraordinaria.
»Además él, al igual que yo, habla con los dioses. O al menos
eso es lo que dicen los istarianos.
Fordus comenzó a mesarse la barba rojiza con aire pensativo.
--Rezo para que sea digno de mí -prosiguió-. Un hombre debe
tener grandes adversarios cuando sus amigos son insignificantes. Si
no tiene amigos ni tampoco enemigos con los que poder medir su
noble espíritu, se encuentra atrapado. Y se ve obligado a
embrutecerse en su confinamiento.
»Sin un enemigo digno, el mundo es un maldito lugar yermo.
Durante un largo rato, Fordus se dedicó a observar
detenidamente cómo el campo que se extendía ante él iba
oscureciéndose a medida que el sol desaparecía de su vista, y cómo,
en cambio, la presencia de la luna roja cobraba protagonismo en el
cielo del desierto.

_____ 3 _____

A la luz del día, el mundo de Fordus era un terreno estéril y


castigado por el sol: un paisaje de colores exóticos, de rocas rojas y
negras, de tierra de tonos ocres, y de brumosas salinas blanquecinas
con sus afloraciones de cristales alzándose en el yermo paisaje
como árboles petrificados de formas abstractas. Era, en definitiva,
una tierra de grandes contrastes y aristas agudas, de grandes
sufrimientos y pequeñas muertes.
La noche del desierto era lo que Fordus más amaba,
especialmente cuando Lunitari se alzaba hasta el punto más alto. En
la oscuridad, el desierto se transformaba. Aquella tierra desolada se
poblaba de sombras, las salinas brillaban como gemas preciosas, y
extrañas criaturas nocturnas se aventuraban a salir de los secos
arroyos. El aire se volvía más moderado, casi fresco, y de vez en
cuando un soplo aislado de viento se deslizaba por encima de las
dunas trayendo el suave olor a madera de cedro procedente de
Silvanesti o, a veces, también el olor de la sal de los mares al sur de
Balifor, arrastrándose sobre la planicie y los cauces secos como si
buscara agua o algún cuerpo en el que insuflar su aliento vital.
Las dunas del desierto eran el refugio de Fordus, su escuela, su
paz y su alimento, y ésa era la razón por la que después de cada
victoria retornaba a ellas. Pero en esta ocasión era distinto,
regresaba dubitativo y desconcertado.
Arropado en su larga túnica, soñó. Esa noche tuvo el sueño de
la lava, el cual era sumamente real y conocido para él desde hacía
mucho tiempo. Era el mismo sueño que tuvo por primera vez un año
atrás, cerca de las Lágrimas de Mishakal.
Ese sueño lo había encumbrado, por encima de su misión de
profetizar el agua, a una posición más importante de lo que jamás
esperó ni buscó y por la que se convertía en rey del desierto.
El sueño comenzaba siempre de la misma manera y todos los
detalles eran exactamente igual que la primera vez; su respuesta
también era la misma. Todo se desarrollaba como si cumpliese con
algún antiguo ritual e interpretase un papel eterno: el del Señor del
Invierno, quizás, o el de Branchala, en alguno de aquellos complejos
dramas de elfos que Luz de Relámpago le había contado.
Como siempre, el paisaje era de tonos rojizos y la atmósfera
ardiente. Aparecía un terreno volcánico en el que un mar de lava
derretida hervía y burbujeaba con una intensidad casi sobrenatural.
En su sueño, Fordus recorría un estrecho puente arqueado que
cruzaba por encima de una extensión de lava, y en el otro extremo
del puente aparecía suspendida una oscura nube, como si se tratase
de una brecha en el vacío.
Entonces aquella nube comenzaba a agitarse y a transformarse
y, entre sus sombras, surgían unas alas negras. Luego, de repente,
la nube empezaba a bullir y a agitarse como el abrasador lago que
tenía debajo.
En aquel instante, el enorme pájaro negro aterrizaba sobre el
estrecho puente y giraba la sucia y desplumada cabeza para mirarlo
con curiosidad e interés.
Te llamarás Alma de Fuego, murmuraba entonces aquella
extraña criatura en un tono casi inaudible, pero inexplicablemente
Fordus podía sentir aquellas palabras recorrer cada uno de los
músculos y tendones de su brazo. Más que oír las palabras, las
sentía.
--Pero si yo me llamo Fordus -le respondió él. Siempre
contestaba lo mismo.
Fordus es el Profeta del Agua, decía entre susurros la insólita
criatura, mientras una nube de vapor se alzaba por entre sus alas
negras. Fordus es un nómada, un ser errante.
Pero Fordus Alma de Fuego...
Fordus esbozó una sonrisa mientras dormía, adoraba aquella
parte del sueño.
Fordus Alma de Fuego es el verdugo de los ejércitos, el
poderoso brazo del desierto. El verdadero heredero de Istar, la
ciudad de mármol.
El cóndor agitó sus alas y una corriente de aire caliente y fétido,
impregnado de un fuerte olor a creosota, sulfuro e inmundicia, cruzó
por encima del puente.
Reclama lo que te pertenece, Fordus Alma de Fuego, murmuró
el animal, y Fordus sentía aquellas palabras en las puntas de sus
dedos.
Reclama tu herencia.
¿Mi herencia?
Reclama Istar, ordenaba el pájaro. Allí encontrarás tus raíces y
tus orígenes. Descubrirás quién eres realmente.

En la oscuridad de las primeras horas de la mañana, Fordus se


despertó reconfortado y satisfecho. Estirado sobre la grava que
había en la cima del Altiplano Rojo, el punto más alto de todo el
desierto de Istar, el líder de los rebeldes podía contemplar cómo las
estrellas del este se desplazaban sobre su cabeza. Tan sólo lo
acompañaba un guarda solitario, un lancero que-nara que dormitaba
tranquilo y sin remordimientos en su puesto.
Fordus dejó que el hombre descansase en paz; aquel centinela
se había ganado eso y mucho más. Al igual que el resto de sus
tropas.
A pesar de la brevedad de la batalla y de la rápida rendición de
las tropas istarianas, los hombres estaban exhaustos. Habían
caminado grandes distancias, cargando con sesenta de los suyos, y
a otros, heridos gravemente, los dejaron atrás con sus bendiciones,
odres llenos de agua y la compañía y vela en sus últimas horas de
sus seres queridos.
Al atardecer, Luz de Relámpago se acercó a él con las últimas
noticias: en la pradera yacían los cuerpos sin vida de doscientos seis
rebeldes.
--Istar puede perder tres mil hombres -le advirtió-, y otros tres mil
más si es necesario. El Príncipe de los Sacerdotes no tiene ni la más
mínima consideración por las viudas desconsoladas que quedan tras
estas sangrientas batallas, pero doscientas bajas es una gran
pérdida para nosotros.
Fordus se sentó, abrazándose las rodillas con sus largos y
poderosos brazos. Los lejanos planetas de Sirrion y Reorx, con su
llamativo color rojo, convergieron lentamente sobre Solinari, la luna
blanca. Fordus deseó poder descifrar los augurios de las estrellas,
pero el cielo, a pesar de su enorme belleza, era impenetrable para él.
¿Quién podía predecir el futuro a partir de los cambiantes
astros? Ni tan siquiera Estrella del Norte, el guía de la tribu, tenía
aquel don.
¿Quién podía interpretar los misteriosos jeroglíficos que Fordus
había encontrado en el kanaji, los símbolos ancestrales que
resonaban en sus pensamientos y que le inspiraban aquellos
extraños versos... ayudándolo a derrotar a las tropas enemigas?
Los jeroglíficos no habían vuelto a aparecer. El viento acariciaba
la fina y suave arena, y el suelo del kanaji permanecía inalterable,
imposible de interpretar una vez más.
Cuatrocientos que-naras aguardaban su regreso de la batalla,
su retorno de los estridentes campos que se extendían detrás del
Altiplano Rojo, cerca de las Lágrimas de Mishakal. Esperaban
impacientes la llegada del líder rebelde, a pesar de que sus dioses
los habían advertido que no siguiesen a Fordus más allá del desierto,
ya que, según su religión, las invasiones eran algo malvado y
perverso. Aun así, lo cierto es que nadie abandonó a Fordus Alma de
Fuego.
Estarían junto a él en la arena del desierto cuando llegase el
momento de desafiar a Istar, a Solamnia...
... a los propios dioses...
... sólo con que él, Fordus Alma de Fuego, se lo pidiese...
El líder rebelde pensó en la desaliñada Alanda, encantadora
bajo su aspecto tosco y cubierto de arena, y en su muda e
incuestionable devoción. Además, también contaba con Luz de
Relámpago, al que él había dignificado, y con Estrella del Norte, cuya
confusión él había sosegado.
Con todo, sintió una extraña sensación de vacío y soledad, allí
en lo alto, sobre las resplandecientes hogueras rebeldes, esparcidas
por el silencioso campamento como destellos de la luz recortada en
las facetas de una gema tallada.
Ellos lo seguirían, tanto los proscritos como los Hombres de las
Llanuras. Pero ¿adonde los conduciría si la arena del desierto dejaba
de comunicarse con él?
Durante su infancia, Alanda se había visto obligada a buscar
comida por los alrededores de los campamentos, había sido
compañera de los perros y de los pájaros de los cazadores que-
naras. Capaz de imitar cualquier sonido que oyese, la muchacha era
repudiada por su insólita pigmentación y sus constantes alborotos
vocales.
Una y otra vez, los santones se despertaban por la noche
alarmados, creyendo oír los ladridos de los perros que aguardaban
fuera de sus tiendas, el seco silbido del viento de la primavera o los
rumores subterráneos del espíritu llamado naga. En esas ocasiones,
los hombres, medio adormecidos y murmurando conjuros de
salvaguarda, cogían sus armas precipitadamente y salían a toda
velocidad de sus tiendas...
Y encontraban a la pequeña niña, tarareando todos esos
extraños sonidos en medio de la noche, con su enmarañado y
fantástico pelo blanco iluminado bajo la luz de hogueras.
Obligarla a marcharse de allí parecía lo más sensato para que
como mínimo estuviese con los de su especie. Sus insólitos rasgos
parecían señalarla como una criatura dotada con algún peligroso
don. Además, todo parecía indicar que aquel ser jamás podría llevar
una vida normal junto a los otros miembros de la tribu. Por esta
razón, sus padres apenas pudieron contener su alivio el día que la
vieron partir. Naturalmente, pensando siempre en el bien de la
muchacha.
Sus dones florecieron en un país extranjero. Llegó a Silvanesti
como un talento innato, superior a la mayoría de sus maestros,
quienes se quedaban boquiabiertos e impresionados ante su
excepcional facilidad para la música. Alanda estudió en la Gran
Escuela Bárdica de Silvanesti, pero la joven aprendía con tal rapidez
que pronto supo más que todos los que allí enseñaban.
Alanda dominó enseguida los primeros ocho modos bárdicos y
también los arreglos tradicionales de notas y ritmos que presentaban
estas canciones. Estudió sola, como era su estilo, y diligentemente,
alejada de los arrebatos de temperamento y carácter mostrados por
sus compañeros. Mientras los aprendices de bardos, los silvanestis y
solámnicos de alto linaje, los istarianos y los elfos de Qualinesti
murmuraban y conspiraban en las grandes torres de Silvanost, la
muchacha prefería sentarse junto a las aguas del Thon-Thalas, con
sus pies callosos y doloridos sumergidos en la oscura corriente de
agua, y ensayar diferentes canciones con su intensa y flexible voz de
soprano.
Todos se burlaban de ella, tanto los elfos como los humanos de
alta alcurnia. La llamaban «palurda» y «golfilla», pero ella les hacía
caso omiso, seguía imitando el sonido del fluir de las aguas
torrenciales en los aposentos de desconcertados ocupantes. Otra de
sus especialidades era reproducir los débiles chillidos de las ardillas
negras que se paseaban por los altillos de la torre, provocando que
los novicios y los veteranos se precipitasen escalera arriba armados
con escobas. En aquellas situaciones, a pesar de que no eran más
que travesuras y bromas, Alanda siempre se mantenía seria, absorta
en el estudio de la difícil música barda.
Durante el segundo invierno, Alanda ya había logrado dominar
los primeros ocho modos bárdicos, el tambor y el caramillo y, lo más
importante de todo, es que consiguió mejorar su voz de soprano que,
a pesar de no ser especialmente melodiosa o hermosa, dejaba a sus
maestros boquiabiertos, impresionados ante su fuerza y registro.
La admiraban, pero en el fondo de sus corazones se sentían
profundamente resentidos.
En los bosquecillos junto al Thon-Thalas, donde los elfos y los
humanos todavía se mezclaban rodeados de vegetación y
tranquilidad, el tema de la voz de Alanda provocaba cierta
controversia. Ningún estudiante, decían los maestros desde sus
rincones verdes y solitarios, y menos una niña desaliñada
procedente de las llanuras, había aprendido los modos en tan sólo
seis estaciones. Sin duda, detrás de todo aquello había alguna
trampa, algún tipo de magia oculta. No era normal.
Pero lo cierto es que Alanda aprendió todos los modos de buena
gana, con rapidez y elegancia. Pero la joven pronto se cansó de los
modos tradicionales y se enfrascó en el estudio de otros más
complejos, especialmente de la difícil y mágica música que habita en
el etéreo espacio que queda entre las notas audibles. Así fue como
aprendió los primeros cuatro: el kijonian para la felicidad, el
branchalino para el crecimiento, el matherino para la serenidad y, por
último, el inquietante modo soliniano, el de las visiones y los
cambios.
Durante un recital, cuando su poderosa voz transformó agua en
nieve, sus maestros empezaron a tomar en serio la amenaza que
ella suponía.
Con una ceremonia, normalmente reservada para los bardos de
séptimo año, cinco bardos con túnicas verdes que representaban la
tierra, el aire, el fuego, el agua y la memoria, dieron por terminado su
breve aprendizaje. Todos decían que era por su propio bien, porque
de esta forma pronto podría regresar con su pueblo.
En su despedida, Alanda recibió el libro de las enseñanzas y al
que había de ser su compañero preferido, un joven halcón al que
llamó Lucas y cuyos brillantes ojos verdes, sorprendentemente
atípicos para su especie, dejaban entrever que aquella criatura podía
ser adiestrada en el secreto de la magia.
La siguiente cuestión, el instrumento que los bardos residentes
del alto Silvanost debían entregar al compañero que se graduaba,
correspondía a la propia escuela.
Alanda esperaba un tambor, puesto que consideraba que ése
era el complemento musical perfecto para su voz, áspero y rítmico.
Era el instrumento que utilizaba su pueblo cuando imploraba agua o
se preparaba para una batalla lejana. Desde luego, el tambor sería lo
más adecuado.
En cambio le dieron la lira.
Resultaba deliciosa y adecuadamente insultante, pensaron. Una
pequeña y deliciosa lira para músicos de cámara, un delicado
instrumento de cuerda para distraer y aliviar a algún noble de sus
problemas diarios. Un instrumento pacífico, un artilugio refinado,
siempre y cuando no cayese en manos de alguien que estuviese
interesado en la guerra y en el derramamiento de sangre de la
confrontación de las batallas.
La elección del trofeo fue el último acto de mezquindad y
crueldad hacia ella. El mensaje era claro: cállate y márchate. Para
asegurarse de ello, sus maestros consultaron antes con un oscuro
mago que habitaba cerca de la Torre de Waylorn, conocido como el
maestro Calotte, quien con una curiosa sonrisa les dio el arpa, y
también les cedió a su aprendiz para que arrojase una maldición
eterna sobre la joven barda.
Alanda nunca podría componer una melodía original, decía la
maldición. Se la sentenció a tener simplemente un gran talento para
imitar y a que su memoria estuviese poblada únicamente con
canciones recordadas, canciones aprendidas durante su extraña
infancia y su igualmente extraña estancia en la escuela bárdica.
Pero el aprendiz estropeó aquel complejo maleficio. El mago en
ciernes, sin dejar de gesticular mientras manipulaba los diferentes
ingredientes que necesitaba para su hechizo, mezcló un musgo con
otro e invirtió dos palabras de aquel largo conjuro. Así ocurrió que
aunque Alanda fue sentenciada a no poder componer ninguna
melodía original, aquel hechizo tan sólo afectaría a sus palabras
habladas. Pero eso, por sí solo, era ya suficientemente terrible,
porque cuando Alanda hablaba, sus palabras resultaban
incomprensibles y aquellos que se encontraban junto a ella creían
que tan sólo habían oído el viento, u olvidaban instantáneamente las
palabras de la joven.
Así fue como sus maestros primero la promovieron para
después insultarla. La dejaron en medio de un camino, lejos de
Silvanost y de los bellos parajes junto al Thon-Thalas, pero obligada
a la tutela vinculante de Arion Corvus, un maestro entre los bardos
viajeros. De este modo, Alanda fue enviada de regreso a su hogar,
pero se sentía mucho más indignada que cuando lo abandonó.
Pero el viejo Corvus era sabio y astuto, en el modo en que un
bardo puede serlo, y antes de que Alanda partiese, le entregó el
tambor que ahora llevaba. Un instrumento ligero y enérgico con la
parte superior de auténtico ópalo.
El sonido que salía de él era apagado, casi desagradable. Pero
Corvus insistió que aquél era el instrumento para ella.
Apagado. Desagradable.
--Y útil -añadió el hombre con un extraño brillo en sus viejos
ojos-. El tambor será tu compañero, él te protegerá.
Desde entonces, Alanda había vagado con los que-naras. Se
había convertido en la barda de Fordus y en la voz de los oprimidos.
Se había unido a él para hacer frente a la severidad de Istar y a su
implacable rectitud, y para ayudar a liberar a los miles de Hombres
de las Llanuras que llevaban los collares de la esclavitud a la que
Istar los había sometido.
Ella estaba convencida de que Fordus podría al final romper
cualquier maleficio, incluso aquel tan desatinado que ella se veía
obligada a sobrellevar. Al recopilar las hazañas del líder rebelde y
transformarlas en poesía, en leyenda y luz, Alanda se había
convertido en la musa del desierto, del altiplano y del arroyo. A través
de sus canciones y las miles de cadencias de su extraño tambor de
ópalo, Fordus el Profeta del Agua se transformaba en Fordus la
Tormenta, en el Señor de los Rebeldes... en Fordus el héroe.
El maleficio realizado por el aprendiz del maestro Calotte
todavía habitaba en ella, y cuando Alanda hablaba, sus palabras se
desvanecían en un gran vacío. El resultado de aquella ridícula
situación fue que la muchacha jamás volvió a hablar con nadie,
excepto con Lucas. El halcón era el único que parecía entender sus
palabras, por muy confusas que éstas resultasen al oído humano.
Con los años, Alanda había ideado un sistema de lenguaje de señas
que casi todo el mundo podía comprender, y ella, por su parte,
aprendió a escribir con jeroglíficos, runas y alfabeto corriente.
Mientras tanto, la magia de su música no cesó de ser cada vez
más poderosa. Sus canciones eran enérgicas, profundas, y siempre
verdaderas. Había ocasiones en las que incluso parecían rozar la
profecía, especialmente cuando los Hombres de las Llanuras las
escuchaban maravillados antes de lanzarse a la caza o a la batalla.
Cuando las canciones de Alanda escondían un significado
profético, era como si el desierto entero floreciese, los arroyos se
inundasen con las aguas de los ríos a los que la joven cantaba y las
estrellas danzasen en el firmamento del invierno, allí donde el arpa
de Branchala resplandecía en el horizonte. Era como si todas las
profecías resonasen en sus viejas cuerdas. Ante aquel espectáculo,
desde el proscrito más desdichado y carente de oído musical hasta
el propio Luz de Relámpago, no podían más que escuchar. Incluso
Fordus se quedaba mirándola absorto, con sus ojos de color azul
mar resplandeciente, y creía ciegamente en lo que la muchacha
decía sobre él en sus canciones.
Fordus se preguntaba si algún día podría dejar que se
marchara.

Todos ellos, proscritos, bárbaros y Hombres de las Llanuras


estaban reunidos en el campamento. Los hombres de Fordus,
heridos, sucios y exhaustos, no apartaban la mirada de la cima del
Altiplano Rojo, donde el Señor de los Rebeldes mantenía su solitaria
vigilia.
Alanda se deslizó junto a una de las hogueras y se acomodó
entre Luz de Relámpago y Estrella del Norte, primo de la joven, el
esbelto muchacho de las Llanuras que conducía a los que-naras a
través de las inmensas y monótonas extensiones del desierto de
Istar, guiado por las estrellas y sus oraciones.
Estrella del Norte miró a la muchacha de un modo desafiante. Al
principio, el joven se había negado a acompañar a Fordus en su
incursión por las praderas y también se había opuesto
infructuosamente al mensaje lanzado por Alanda en su canción de
batalla. A la muchacha le agradaba casi todo de Estrella del Norte,
desde su inteligencia sosegada y llena de ingenio hasta el tatuaje de
un halcón que lucía en su hombro. Ella lo quería a pesar de su
irritante devoción, la cual resultaba tan estricta y rígida como la de
cualquier istariano.
La joven le dirigió una sesgada sonrisa y Estrella del Norte giró
la cara con arrogancia. Por su parte, Luz de Relámpago la saludó
como de costumbre, con un incómodo movimiento de cabeza.
Alanda se encogió de hombros y se acomodó entre los dos hombres
con su tambor ante ella. Lucas se posó perezosamente sobre su
brazo protegido con guante, y ella lo instaló en su aro metálico,
donde pronto cayó adormecido, reconfortado por el calor del fuego.
Uno de los líderes de los proscritos, una mujer de melena negra
que a la luz del fuego tenía reflejos rojizos, hablaba en voz alta.
Alanda buscó en su memoria; recordaba que el nombre de aquella
mujer era de sonido áspero y desagradable.
Gormion.
Sí, eso era. Gormion encajaba con la mujer que estaba
hablando, quien había adoptado ese nombre de confusas
resonancias tarsianas cuando abandonó a los que-naras, hacía más
de siete años. Ahora había regresado con ellos, a la cabeza de un
grupo de proscritos de Thoradin, aliados en ese momento con los
rebeldes.
--Luz de Relámpago, Fordus nunca tendría que haberse
convertido en el Profeta del Agua -dijo Gormion-. Tú estuviste allí
hace diez años. Sabes que lo que digo es cierto.
--Él dijo su profecía -contestó Luz de Relámpago-, y de sus
palabras surgió un mapa que nos condujo hasta el agua. Yo a eso lo
llamaría la profecía del agua. Yo a eso lo llamaría la verdad.
--Mi abuelo tendría que haber sido... -Gormión continuó con su
discurso que no era más que la misma vieja historia de luchas y
agravios de siempre.
Hacía ya mucho tiempo, Viejo Corredor se consideró relegado
por el padre de Fordus, y estuvo lamentándose de sus desdichas
hasta el final de sus días. Sus hijos, el mayor de los cuales era el
padre de Gormion, abandonaron dolidos a los que-naras, y buscaron
un nuevo hogar entre los proscritos que vivían en las montañas de
Thoradin.
Y sólo por esta disputa Gormion, la nieta de Viejo Corredor,
reconocía que había sangre que-nara en sus venas.
--Ni tampoco es un gran general -afirmó con ira, mientras
gesticulaba con las manos a la luz del fuego y hacía tintinear los
doce brazaletes de plata de su muñeca.
Los hombres que la flanqueaban, dos proscritos corpulentos
llamados Rann y Aeleth, tan sólo podían asentir con la cabeza, ya
que la boca la tenían atiborrada con el pan que Fordus les había
dado.
--Nos ha humillado ordenando retirada. ¿Cómo le llamas tú
-continuó la mujer- cuando un ejército avanza, lucha y finalmente
retrocede?
--Arrepentimiento -le contestó Estrella del Norte, con la mirada
clavada en el fuego.
--Es evidente que no hemos vencido -sentenció Gormion con
sarcasmo-, puesto que hemos retrocedido y nuestro comandante se
ha arrepentido.
Los otros bandidos se echaron a reír mientras se daban codazos
burlones los unos a los otros.
--Gormion eres una guerrera sólo cuando te conviene -dijo Luz
de Relámpago-. Fordus te da de comer, te proporciona armas y te
ofrece agua en este territorio árido y desolado. Viniste a él,
acompañada de tus hombres, cuando todos estabais al borde de la
muerte a causa de la sequía, y él os aceptó. Y hoy te ha ofrecido una
victoria. ¿Qué más puedes pedirle?
--Oro -le contestó la portavoz de los proscritos, con sus
brazaletes destellando a la luz del fuego-. El oro, la plata y las joyas
de Istar. Yo le proporciono hombres y él me corresponde con oro.
¿Victoria? No hay victoria sin saqueo. ¡Hoy nos hemos retirado
porque a Fordus le ha faltado coraje!
--Ningún guerrero llega a percibir todos los detalles de la batalla
-afirmó Luz de Relámpago-. ¿Cómo podemos juzgar cuando tan sólo
recordamos trozos y fragmentos de ella: el rostro del hombre que
tenemos delante, un destello de luz en las lejanas montañas, la
punta de una flecha que nos pasa rozando...? Son sólo fragmentos.
Nunca se puede reivindicar una visión global a partir de ellos, por lo
que no debemos hablar de retirada. Además, ¿quién puede saber si
Fordus se ha arrepentido? y ¿de qué? Por lo que se refiere al oro,
hay otras cosas que tienen más valor. Cada batalla nos acerca más
a Istar, y la última de todas ellas me traerá la libertad de mi pueblo y
a ti el oro que tanto deseas. Gormion, tienes que ser paciente.
Gormion reaccionó como si no lo hubiese oído. Su mirada
atravesó el círculo de hombres allí congregados y se clavó en
Alanda.
--Preguntemos a la barda acerca de la batalla. Quizás ella sí que
lo recuerda todo, puesto que no ha luchado en ninguna de ellas.
Alanda le devolvió una mirada gélida. No importa los fragmentos
que tú recuerdes -dijo con signos-, hubo una gran batalla en la que
hemos vencido al orgullo de Istar. Te lo demostraré.
La muchacha comenzó a tabalear el tambor. Lucas se despertó
y sus resplandecientes ojos verdes y dorados estuvieron atentos a lo
que allí ocurría. Al segundo repicar del tambor, el halcón soltó un
chillido largo y agudo que acabó convirtiéndose en un dolorido e
intenso silbido.
Era todo lo que la barda necesitaba oír. Concentrado en aquel
llanto, se encontraba el relato de Lucas sobre todo lo que había
sucedido aquel día en el campo de batalla, la visión de la llanura
cubierta de sangre observada por aquella criatura desde lo alto de su
privilegiado vuelo. En cuestión de segundos, Alanda se hizo con la
imagen de lo que había sucedido y, aunque ésta era un tanto
borrosa, la muchacha comenzó a reproducir los ritmos de la
confrontación y a canturrear, convencida de que daría con la verdad
a medida que fuese cantando, y que ésta la sorprendería a ella tanto
como a los hombres y mujeres que se habían reunido alrededor del
fuego para escuchar aquella historia.

El martillo de Istar, el yunque de los ejércitos,


fracasó en la fragua del desierto de Fordus,
fracasó en las llanuras cuando el sol trazaba su recorrido,
y el humo ascendía en el campo de batalla desde una
forja de sangre mientras en la ciudad, las mujeres
lloran a sus muertos,

e incineran a sus esposos,


el fuego es su padre
y la larga guerra termina
mientras los cuervos allí se concentran.

Gormion se rió cruelmente y despreció la canción con una


rápida palmada.
Pero Alanda no había hecho más que comenzar. El tabaleo del
tambor surgió de nuevo con más intensidad, y la joven continuó
imperturbable con su relato.

Aeleth de Ergoth, arpista de las flechas,


tuya es la primera música que los ejércitos recuerdan,
la flecha, relámpago en la tormenta de la batalla,
la cuerda de tu arco compone una canción para Ilenus

lancero de Istar herido en primera línea:


las torres de Istar
durante la noche lloran su pérdida,
el arco y el arpa
y también el vuelo de la flecha.

El sonido del tambor se desvaneció, dando paso a un largo


silencio. Aeleth, conmovido y con expresión sombría, alzó sus manos
para acercarlas al fuego. Mientras escuchaba aquella canción, toda
la experiencia de la batalla lo había embargado. Recordaba el
impacto del sol abrasador filtrarse a través de la manga recogida de
su hombro derecho mientras permanecía en lo alto del montículo
observando las tropas de Istar que se aproximaban por las praderas
y cómo a continuación tensó con fuerza la cuerda de su arco y lo
cargó con una flecha. Aeleth recordaba el roce de la cuerda y la
suave caricia de ésta en su mejilla, sin dejar de temblar mientras
bajaba el arco...
El valiente guerrero recordaba también cómo el lancero se
desplomó sobre sus rodillas y dejó caer su arma, llevándose
inútilmente las manos al astil medio enterrado en su pecho.
--Illenus -murmuró Aeleth-. El nombre del muchacho era Illenus.
Aeleth no dijo nada más. El guerrero se limitó a fruncir el ceño y
a hacer crujir sus dedos largos y curtidos, como si luchase por
buscar un hueco en su mente donde alojar aquellas palabras.
Sin esperar que nadie se lo indicase, Alanda continuó con su
canción acompañada por los golpes secos y cortantes del tambor.

Rann de Balifor, Espada de los Bandidos,


escollo de la acechante armada istariana,
la cicatriz de tu hombro, jeroglífico de la luna
que brilla sobre la muerte que recubre los campos arrasados
mientras la noche envuelve la nación de Istar:
la gran lanza recuerda
el recorrido de su vuelo
el encuentro con el brazo
bajo la luz de la luna.

Éstos fueron los oscuros versos dedicados al brutal Rann de


Balifor, quien ladeó la cabeza desconcertado y un tanto disgustado,
aunque enseguida se miró el hombro y descubrió sobre él una herida
dolorosa y reciente. Ahora lo recordaba todo: cómo esquivó el ataque
de un mercenario, el rápido movimiento de su hombro para lanzar
con fuerza su afilado cuchillo kala en aquel capitán de ojos
desorbitados, y recordaba también cómo se giró con agilidad para
enfrentarse a otro asaltante, con una nube de sangre rodeándolo por
todos los lados.
La herida de su hombro palpitaba con cada uno de los golpes y
paradas a medida que el recuerdo de la lucha afloraba en su mente.
--Lo recuerdo... -dijo Rann maravillado-. Lo recuerdo todo.
Gormion se levantó y se alejó del fuego.
Pero la joven barda aún no había terminado. A medida que
Alanda avanzaba con el canto fúnebre que recordaba y alababa a
cada uno de los que habían perdido la vida en la batalla, los
Hombres de las Llanuras se sumieron en un profundo silencio,
reviviendo toda la brutalidad de la confrontación.
Luz de Relámpago escuchó con atención a la muchacha y
recordó el balanceo de la alta hierba que cubría la llanura y la
infantería istariana pasando tan cerca de él que casi podía oler el
sudor de su capitán y leer la compleja insignia de oro que identificaba
a la guardia istariana. Luz de Relámpago también revivió la imagen
de sus hombres, todos ellos con la cara y la ropa ajada pintada de
colores marrones, negros y amarillos, estirados inmóviles hasta que
pareció que los rayos del sol, las sombras y la hierba se los habían
tragado...
Solamente Estrella del Norte parecía no recordar a las tropas
enemigas, ni tampoco ninguna formación de arqueros ni de
soldados. Tan sólo la visión de la oscuridad de la arena volvió a la
mente del joven, interrumpida únicamente por el curioso movimiento
de las estrellas. En aquella oscuridad moraba el sonido de unas
voces inhumanas, un choque de energía y movimiento que él se
sentía incapaz de definir con palabras. Ni las mágicas canciones de
Alanda podían acercarse a la verdadera amenaza y peligro que
aquello representaba.
Cuando la última nota del canto fúnebre se hubo desvanecido y
los muertos regresaron a su eterno y lejano descanso, algo oscuro
cruzó por encima y a través del joven explorador.
Estrella del Norte creyó ver una constelación caer desde lo alto
de la bóveda celeste y esparcirse sobre la negra llanura.

_____ 4 _____

La oscura mujer se agachó en el valle de los huesos de cristal.


En lo alto, la luna roja parpadeaba inquieta en el cielo del
desierto, pero incluso la tenue luz que desprendía hería los ojos de
aquella mujer, quien tenía que aprender a manejarse con su nuevo
cuerpo y a dominar su peso y falta de elegancia durante el corto
período del que disponía para llevar a cabo el plan que había
trazado, antes de que éste se desmoronase. El estéril y etéreo caos
del Abismo ya le parecía una pesadilla, como una estación
despiadada de otra época. Takhisis enterró aquel recuerdo en algún
rincón de su memoria y se llenó los pulmones de aire del desierto y
del suave olor de la salvia y de la sal que cubría los cristales.
Ahora que surgían divisiones y reinaba cierto desconcierto entre
las filas rebeldes, había llegado el momento de elaborar una
estrategia y atacar.
«El conocimiento otorga un gran poder», se dijo de nuevo a sí
misma.
Una gran libertad.
Takhisis rugió y empezó a practicar movimientos con su cuerpo
recién adoptado, levantando los brazos, dando pasos,
parpadeando... El paisaje, resplandeciente bajo la luz roja, brillaba de
un modo misterioso; era como si Takhisis observase el mundo a
través del corazón de una piedra preciosa cuyas aristas reflejasen la
luz oblicua de la luna. Cerca, el tamaño de las salinas y de las rocas
de cristal era imponente, casi desproporcionadamente grandes. En
cambio, el altiplano y el arroyo, situados a unos cinco kilómetros de
allí, parecían reducidos y misteriosos, como un destello al final de un
túnel infinito.
La extraña tríada compuesta por el Hombre de las Llanuras, la
barda y el elfo resultaba enigmática y distante a la vez, y sus
pensamientos, pasiones y motivaciones continuaban siendo, para la
Reina de la Oscuridad, algo turbio.
Takhisis miró hacia la luna, cuyo recorrido a través del
firmamento no se detenía. La roja Lunitari avanzaba lentamente por
el cielo del este hacia un vacío del firmamento donde se hallaba la
luna negra, cuya existencia era todavía desconocida para los
astrónomos.
Era una máscara para Nuitari. Un velo resplandeciente sobre la
oscura luna.
«Debo empezar por la muchacha», pensó la diosa.
Lentamente, los cristales que daban cobijo a su espíritu
comenzaron a mutar, a cambiar de forma. Pero para alguien que
pasase cerca, no sería más que una gran columna de sal
derritiéndose, disolviéndose, en medio de las salinas.
El cuerpo de Takhisis se endureció, se hizo más anguloso. Los
hombros se ensancharon y las piernas, antes largas, suaves y bien
formadas, se tornaron nudosas como si un viento ancestral las
hubiese retorcido.
Era un hombre lo que ahora andaba sobre la arena del desierto.
Un hombre hermoso, atlético y frío.
A medida que avanzaba bajo la luz de la luna, su piel se volvió
translúcida y, finalmente, transparente. La presencia de aquella
criatura era como una ondulación de la oscuridad en medio de la
noche del desierto y no más visible que una ligera brisa templada
sobre la arena. Aquella enigmática figura se deslizó sin hacer ruido
entre el grupo de centinelas del perímetro exterior.
A salvo, detrás de las líneas rebeldes, el guerrero se detuvo y
escuchó, volviéndose de nuevo visible al tornarse su piel más oscura
y opaca. El sonido distante de una lira repercutió en su mano
quebradiza y los cristales que formaban sus dedos vibraron al ritmo
de la suave melodía.
Bien. La barda estaba tocando de nuevo. La música era molesta
casi desagradable, pero le ayudaría a encontrar el paradero de la
muchacha.
En algún lugar cerca del árido barranco, Takhisis, o más bien un
hombre que se hacía llamar Tamex, encontraría a Alanda. Y
entonces comenzaría el aventar el grano y la paja, la verdad y la
mentira.

También la barda había pasado la noche en vela.


Sola en el estéril arroyo, donde en cualquier momento podía
surgir el peligro, la joven tocaba las tres cuerdas de la lira élfica
mientras pensaba en Fordus.
--Hacia el norte él se marchó -empezó Alanda con un tono
suave, dulce y titubeante, al tiempo que buscaba la melodía
adecuada en medio de la oscuridad.
Lucas regresó a su aro y se mantuvo con la cabeza erguida,
atento al sonido de la lira.
--Hacia el norte se marchó Fordus, en dirección a Istar...
La barda continuó pulsando las cuerdas de la lira, de la cual
emanaba un sonido estridente. El halcón se estremeció y las plumas
de su cabeza se erizaron formando una cresta amenazadora.
--¿Qué?, ya sé que no me ha salido bien, perdona -le dijo la
muchacha. Y sus plumas se relajaron de nuevo.
Por un instante, un temblor helado recorrió el cuerpo de la joven.
¿Podía ser que hubiese oído palabras humanas en el chillido del
halcón? Alanda prefirió apartar aquel pensamiento de su mente y
dejó con indiferencia la lira sobre su regazo, contenta de que sus
maestros de música bárdica no pudiesen presenciar sus tentativas
por encontrar las palabras adecuadas y su torpeza con las cuerdas
de la lira, ya que sólo confirmarían sus absurdas teorías acerca de
los Hombres de las Llanuras y el talento bárdico, y sobre ella
especialmente. También sobre ese instrumento que le habían
endosado, el cual, en sus manos, no era más que algo disonante e
inútil.
Lucas volvió a erizar las plumas y permaneció inmóvil en su aro.
Sus ojos verdes centelleaban misteriosamente.
Alanda miró al halcón con aire interrogativo.
--¿Qué? -preguntó la muchacha, esta vez esperando una
respuesta.
De repente, un gélido estremecimiento la embargó, como si el
banco seco del río escupiese el recuerdo de aguas torrenciales y
abundante hielo. Una sombra se cruzó entre ella y la luz de la luna.
Una nube, un pájaro nocturno...
La sombra se detuvo sobre ella.
Lucas metió la cabeza bajo el ala y lanzó un frágil y doloroso
quejido.
Lentamente, Alanda se dio la vuelta.
Un hombre de tez oscura y con el rostro iluminado por la luz de
la luna sonrió dulcemente. Sus ojos de color ámbar se posaron sobre
ella y la túnica negra de seda que lo envolvía se movía rítmicamente
sobre sus hombros y su pecho. Sus piernas eran largas y fuertes, y
estaban cubiertas por unas botas de piel negra. Una extraña elección
para el desierto, pensó la barda en algún lugar recóndito de su
mente.
Aquel individuo era una rara combinación de belleza y misterio,
como el reflejo deformado de la luna sobre el agua. Alanda lo miró
con recelo mientras acercaba su mano, lentamente, pero con
aplomo, al cuchillo que colgaba de su cinturón.
Aquel hombre enigmático le aguantó la mirada y la saludó con la
cabeza.
--Eres Alanda la barda -le dijo, como si él fuese el primero que la
llamaba con aquel nombre.
Con un movimiento ágil y elegante, se acercó a ella, le retiró la
mano del cuchillo... y le besó los dedos gentilmente, sin apartar sus
ojos de los de la muchacha.
Lucas lanzó un grito agudo, se erizó bajo la luz cobriza e intentó
volar hacia el hombre, pero la pihuela se enredó.
Alanda tragó saliva y lo saludó con la cabeza mientras apartaba
su mano y acariciaba al halcón.
--Calla, Lucas. Todo está en orden.
El pájaro se agitó y saltó en la percha, pero se quedó allí
obedientemente.
--Me llamo Tamex -dijo el hombre-. Vengo del sur, de las
estribaciones de las montañas. -La barda intentó recuperar la
compostura y actuar con naturalidad. La mano de aquel hombre
había sido extremadamente dura y fría.
La joven intentó expresar un saludo mediante signos, pero algo
entorpeció sus manos.
--Mientras tu ejército luchaba en las llanuras, yo... cruzaba el
desierto buscando el campamento que-nara y aguardaba tu retorno.
¿Hablarás conmigo?
Yo no hablo con nadie más que con Lucas. Yo tan sólo canto, le
contestó mediante signos.
--No comprendo -dijo Tamex-. Sé que puedes hablar. Yo puedo
oír lo que dices. ¿Quieres intentarlo?
--¿Tú puedes entender mis palabras? -La voz de Alanda sonaba
ronca e insegura.
Tamex asintió con la cabeza.
--He venido a servir a tu líder y a luchar contra la esclavitud de
Istar. Y también a escucharte a ti.
Alanda meneó la cabeza, rechazando su último ofrecimiento.
--Es una misión difícil enfrentarse a esa ciudad. Istar es el
corazón del mundo -afirmó la joven-. ¿Cómo puedes comprender mis
palabras si son víctimas de un maleficio? -le preguntó al cabo de
escasos segundos.
--¿Es que eso importa? -le contestó Tamex con hipocresía, y
alejó rápidamente sus ojos de reptil de los de la muchacha-. ¿Acaso
es tan trascendental?
El hombre dejó vagar su mirada sobre la figura arrodillada de la
joven, sobre su cabello rubio, sus hombros bronceados y sus
delgados muslos desnudos.
Su mirada finalmente se detuvo en la lira. Los negros diamantes
incrustados en el fondo de sus pupilas se estremecieron, se
empequeñecieron y desaparecieron. Entonces, de una forma casi
casual, su mirada se fijó en el tambor que había al lado de Alanda y
en la baqueta de hueso.
--Te he oído tocar -le dijo-. No la lira, pero sí el tambor. Tus
canciones y tus ritmos son dignos de alabar a los héroes.
Aturdida, la barda dejó la lira y cogió la baqueta del tambor, pero
ésta se le escapó entre los dedos y chocó ruidosamente contra el
tambor. Tamex continuó hablándole.
--Tú eres la que exalta al Señor de los Rebeldes.
--¿Exalta?
--Tú lo engrandeces más allá de sus hazañas.
Por un instante, tan breve como el intervalo entre el rayo y el
trueno, la joven abrió desmesuradamente los ojos y se sintió
indefensa ante el repentino vuelco de su corazón; era como si se
precipitase en el oscuro vacío. Pero, poco a poco, logró regresar al
mundo y apareció ante ella la visión del arroyo, de los destellos de la
luz de la luna y del alto y hermoso guerrero que estaba de pie ante
ella.
--Háblame de él -susurró el oscuro hombre.
Se levantó con dificultad y cogió una gran bocanada de aire. De
nuevo volvía a ser Alanda y las palabras poco a poco comenzaron a
salir torpemente de su boca.
--¿Quieres que te hable de sus dones? ¿Sus profecías? -le
preguntó mientras cogía el tambor.
--Cuéntame.
--Hace veinticinco años -comenzó la barda-, los que-naras
encontraron a un bebé acurrucado junto a una duna.
»Nunca hemos sabido quién lo dejó allí, quién lo abandonó al
rigor de los elementos del desierto. Fue una gran suerte, casi un
milagro, que alguien reparase en que allí había un bebé. Fordus no
lloraba ni chillaba, y la persona que lo encontró, un jefe de los
Hombres de las Llanuras, temió que el niño estuviese herido o
incluso muerto.
»--Este niño ha sido tocado por Sirrion -dijo el santón de la tribu,
mientras Kestrel sostenía al bebé ante él en la noche de la elección
de nombre-. El poder del fuego está en sus ojos. -Ésta fue la
afirmación del poeta, el adivino.
--¿Así que él había sido escogido por los... dioses? -preguntó
Tamex mientras una sonrisa breve y enigmática cruzaba su pálido
rostro.
--Eso fue lo que dijo el santón -le contestó Alanda con la mirada
baja y clavada en la lira que descansaba en el suelo-. Aunque
ninguno de los Hombres de las Llanuras quiso o supo entenderlo.
»En cada generación, tan sólo unos pocos son tocados por el
dios del fuego. Pero la marca de Sirrion es de doble filo; por cada
niño que es bendecido con inspiración, intuición y poesía, otros miles
se convierten en locos, en lunáticos que bailan al despuntar la luna
roja y cuyo cuidado recae enteramente sobre sus familias y su
pueblo.
--¡Debe de ser dura la vida de aquellos que han sido tocados por
los dioses! -contestó Tamex en un tono cortante-. ¿Pero cómo lo
recibieron los Hombres de las Llanuras?
--El jefe del grupo acogió la noticia... como a un jefe le
correspondía -Alanda continuó su narración-. Después de todo, él
había encontrado al bebé y había optado por rescatarlo. Kestrel era
viudo y ninguna mujer entraba en su tienda, así que él mismo cuidó
del niño, con dificultad, pero tampoco mal del todo. Entregó a Fordus
a una nodriza atenta y cariñosa, que lo llevaba en una mochila
cosida al forro de su camisa.
»Aquel bebé de ojos azules era sano, y creció fuerte, esbelto y
vigoroso, como el hijo de cualquier Hombre de las Llanuras. Pero la
tribu estaba constantemente a la espera de que mostrase el don que
Sirrion le había dado.
»Pasaron quince años antes de que estuvieran seguros.
Tamex comenzó a interrumpir, a hacer preguntas, pero Alanda
había empezado ya a narrar la primera gran historia, aquella que
había cantado más de cien veces alrededor de las hogueras de los
campamentos rebeldes cuando los guerreros se sentían
desmoralizados y la fe en Fordus flaqueaba.
Se le hacía raro decir aquellas palabras de nuevo, era extraño
no cantarlas o expresarlas mediante signos.
--Al ojo del guerrero y al ojo del guía, el joven Fordus parecía
normal. Cazaba con los otros muchachos, ayudaba con el fuego y
cogía lagartos para los guisos. Fordus hacía sus turnos de guardia
cuando ya era lo suficiente mayor para coger una lanza durante la
noche.
»Sin embargo, cuando comenzó a hablar, a la tardía edad de
cinco o seis años, sus palabras eran ambiguas y extrañas. Una
peculiar poesía plagada de metáforas y paradojas salía de su boca.
»Hablaba de lunas y arena negra, de cristales y de halcones, y
de errantes y ominosos planetas. Kestrel no temía a ningún hombre,
pero lo cierto era que los dones de los dioses le ponían nervioso. Así
fue como el jefe de la tribu de los Hombres de las Llanuras continuó
alimentando y cobijando al niño, pero sin amarlo.
»Los otros muchachos invitaban a Fordus a sus cacerías;
después de todo, era el hijo adoptivo del jefe, además del más veloz
y fuerte de todos ellos. La suya era el hacha que acababa con el
jabalí y el leopardo, con el goblin y con el escorpión gigante. Pero a
la Hora de los Relatos, cuando se recordaba el momento de la
cacería alrededor del fuego, cuando los actos más insignificantes del
día se transformaban en las fanfarronadas más grandes, Fordus no
decía ni una palabra. Su amigo Luz de Relámpago hablaba por él,
narrando sus historias al resto de la tribu.
»Fordus lo llamaron en la noche de la elección de nombre, y
desde ese momento dejó atrás la infancia. Era el término en el
antiguo lenguaje de las Kharolis para designar la tormenta del
desierto, del fuerte viento que sopla en lo más alto procedente de no
se sabe dónde, y la turbadora lluvia torrencial. La fuerza que llena los
arroyos y es capaz de inundar el mundo entero con su furia.
--Pero ¿qué pasó antes de la elección del nombre? -preguntó
Tamex, inclinándose hacia la muchacha, con actitud interesada, casi
ansiosa.
--¿Antes? -Era como si esa idea fuese totalmente extraña para
ella.
--¿Algo relacionado con... ópalos? -le inquirió Tamex.
--¿Ópalos? -dijo Alanda frunciendo el ceño-. Cuando
encontraron a Fordus no tenía nada más que la torques, el collar que
creció en tamaño a medida que él entraba en la madurez.
--¡Qué fascinante! -afirmó Tamex en voz baja, casi con
indiferencia-. ¿Sabes algo más de esa... torques?
La barda no sabía nada sobre aquel asunto y algo en su interior
le decía que era peligroso indagarlo.
--Sólo sé lo que te estoy contando -contestó la muchacha con la
mirada clavada en el oscuro intruso-. Nada más.
Los ojos de Tamex se tornaron inexpresivos y fríos
repentinamente.
--Háblame entonces acerca de la profecía -susurró Tamex-.
Cuéntame.
Alanda se rebulló, intranquila, y se limpió las manos con la
túnica, mientras sostenía la extraña mirada de aquel enigmático
individuo. ¿Podía ser que uno de sus ojos hubiese parpadeado más
despacio que el otro?
--A los quince años -continuó la muchacha-, Fordus corría más
rápido que los mensajeros de la tribu, más incluso que los leopardos,
y era capaz de mantener el paso de la gacela hasta los confines del
desierto. Pero no utilizaba su rapidez para defenderse o huir; su
valentía rozaba la temeridad y, aun así, era capaz de apaciguar y
tranquilizar a los muchachos que lo seguían.
»Entonces empezaron las lluvias, por primera vez desde la
muerte del antiguo Profeta del Agua. Y el jefe de la tribu convocó una
asamblea.
»Los santones habían estado escrutando el cielo durante meses
y habían puesto en práctica los métodos ancestrales de
introspección y augurio, los mismos rituales que el antiguo Profeta
había utilizado durante cincuenta años para ayudar a su tribu.
Invocaron a las estrellas, a las rocas, a las lunas en conjunción, pero
la lluvia no llegó jamás.
»Cuentan que fue una época funesta. Las invocaciones dieron
paso a la indignación y ésta a una creciente desesperación. Un día,
Krestel convocó a toda la tribu; hombres y muchachos, cazadores y
rastreadores, y tampoco faltaron los centinelas ni los encargados de
mantener vivo el fuego.
»Les dijo que iba a enviarlo en busca de agua.
Alanda hizo una pausa y ladeó ligeramente la cabeza como si
estuviese escuchando el susurro del viento.
--En el desierto abundan los manantiales ocultos -dijo la
muchacha-. A veces aparecen oasis inesperados, recién formados
misteriosamente en la aridez y esterilidad del desierto, o se
encuentran pequeños pozos bajo las rocas o bien un delgado hilo de
agua marrón que fluye por algún arroyo fangoso. Pero sin un Profeta
las posibilidades de encontrar agua son mínimas.
»Cuando el jefe de la tribu ordenó ir en busca del agua, lo hizo
obligado por la desesperación, y después de una semana, incluso los
santones más viejos y sabios abandonaron la tentativa.
»Viejo Corredor presionó para que lo nombraran el nuevo
Profeta del Agua de la tribu, ya que consideraba que el título le
pertenecía por derecho y edad. Rogó que se celebrase la ceremonia,
que se mencionasen las palabras solemnes ante sus parientes de
sangre, sobre un territorio sagrado y bajo el brillo de la estrella del
norte, tal como debía hacerse. Entonces él ayunaría y meditaría, y
quizás encontraría agua o tal vez no. La profecía del agua era una
tarea dura e ingrata; aun así Viejo Corredor la ansiaba con todas sus
fuerzas. Pero mientras Viejo Corredor exigía, intrigaba y amenazaba,
las reservas de agua se agotaban y el joven Fordus asumió el reto
de acabar con aquella sequía.
»Así fue como por primera vez, a los quince años, Fordus habló
por sí mismo en la Hora de los Relatos.
»El joven se puso en pie en medio de las fanfarronadas y
tediosas bravatas de los hombres de la tribu, mientras el fuego
parecía ridiculizar la falsa alegría de los sedientos hombres reunidos
a su alrededor. Fordus permaneció erguido y, finalmente, el
campamento se sumió en un profundo silencio.
»Kestrel apuntó a su hijo adoptivo con el kala y todas las
miradas se dirigieron hacia aquel joven atlético y musculoso, quien
continuó allí decidido y flanqueado por sus amigos, el elfo Luz de
Relámpago y Estrella del Norte, quien todavía era casi un niño.
»--Qué me importan vuestras cacerías -le dijo Fordus a Viejo
Corredor-, vuestras lanzas y vuestras boleadoras, y vuestras
caminatas de kilómetros y noches enteras.
»El muchacho utilizó un viejo lenguaje grosero del cazador para
dirigirse, ardiente e implacable, a aquellos hombres.
»Viejo Corredor escupió, y sus amigos santones asintieron con
las cabezas adornadas con abalorios en señal de apoyo.
»El murmullo fue creciendo en la asamblea de cazadores, pero
Fordus sólo sonreía.
»--Guárdate tu agua, Viejo Corredor, no malgastes el agua -le
aconsejó Fordus-, porque con tus profecías la necesitarás. Alardea,
cavila y desespérate lo que quieras, que yo mientras tanto
encontraré el agua que tanto necesitamos.
»Así fue como Fordus se dio la vuelta y se alejó con paso
majestuoso del campamento, flanqueado por sus dos amigos. Los
hombres más viejos hablaron durante toda la noche de lo que allí
había ocurrido, pero por la mañana ya lo habían olvidado todo y
partieron en busca del legendario lugar ofrecido por los dioses en el
cual abundaba el agua.
»Mientras los tres jóvenes buscaban por su cuenta.
--Era rebelde incluso entonces -afirmó Tamex, con una voz fría e
insinuante.
--Pero rebelde entonces por el bien de todos -le contestó
Alanda, quien se sonrojó y procuró esquivar la oscura mirada de su
interlocutor.
--¿Entonces? Y ¿ahora no?
Aquel Tamex no era tonto y había detectado el dolor en la voz
de la muchacha, el reproche y el resentimiento.
--Juzga por ti mismo -le contestó suavemente Alanda, y continuó
con su historia.
»Los tres muchachos rastrearon el desierto sin perder de vista el
campamento, manteniendo las pequeñas hogueras de los que-naras
siempre a su izquierda, mientras rodeaban el asentamiento. Fordus
avanzaba delante de sus compañeros a paso rápido, sin jadear,
como tantas veces le he visto hacer desde entonces en primera línea
de sus tropas. Estoy convencida de que no prestaba más atención a
sus compañeros que la que le dedicaba a la ausente luna roja o a las
apacibles nubes que surcaban el cielo del oeste.
»Cuando llegó a un montículo -continuó la barda con aire
ausente su relato mientras tabaleaba la resplandeciente piel del
tambor-, Fordus se detuvo y se apoyó contra una suave piedra que
se alzaba hacia el cielo. Luz de Relámpago y Estrella del Norte iban
tras él, retrasados como siempre.
»Sobre sus cabezas, la luna blanca apareció apacible entre las
nubes y, de repente, el desierto entero se desplegó ante ellos, tan
desolado y carente de rasgos como la faz de aquella luna. Los
cristales de sal salpicaban aquel árido paisaje, absorbiendo la luz de
la luna como si fuesen aristas de una gema preciosa o como
pequeños fragmentos de vidrio.
»Era un territorio de sal y rocas, pero no encontraron ni rastro de
agua.
»Esto sucedió un poco más al sur de aquí, en un viejo territorio
que antiguamente, durante la Era de la Luz, había delimitado la
frontera septentrional de Silvanesti. Aquel lugar había sido un bosque
hasta que se desencadenó la Segunda Guerra de los Dragones y la
Reina Oscura dejó yermo el país de los elfos. Ahora allí no hay más
que grava y sal, sal y grava.
Tamex no dijo nada y los dos permanecieron sentados en el
cauce seco del río.
--El país de los elfos -prosiguió Alanda, obsesionada por la
visión de un territorio tan devastado-, el país de los druidas. Y
luego...
--Ya sé, ya sé, las Guerras de los Dragones -dijo Tamex
impaciente-. Pero ¿qué sucedió con Fordus?
--¿Fordus? Oh, sí. Esa fue la noche en la que encontró el kanaji.
--¿El kanaji?
--Un foso druida, un oráculo. Yo lo vi por primera vez cerca de
Silvanost, junto a la orilla del Thon-Thalas. Un gran declive cubierto
de redes y hojas. Los druidas descienden a ellos para meditar,
para... encontrar la luz.
--¿Cómo? ¿Cómo funcionaban esos...?
--¿Kanajis? Magia druida -contestó esquiva, y es que algo
dentro de la joven se removió ante esa pregunta-. Aquella noche,
Fordus encontró el foso y se quedó junto a él, sintió que éste le
atraía como un imán hasta aquel lugar.
»Los tres jóvenes cavaron, ya que deseaban con todas sus
fuerzas encontrar agua. Entonces, los tres se arrodillaron, uno al lado
de otro, para intentar mover la roca.
»Debajo de aquella roca encontraron una pequeña cámara
redonda, excavada en la piedra caliza, lo suficientemente grande
para que dos hombres corpulentos pudiesen sentarse dentro. El
suelo estaba recubierto de una capa de fina arena blanca, que
parecía haber permanecido inalterable por el viento y el agua durante
miles de años.
»Fordus saltó al interior de la cámara circular, Luz de
Relámpago lo siguió de cerca. Los dos amigos examinaron las
arenosas paredes grisáceas, la sombría circunferencia, mientras el
más joven de ellos, el pequeño Estrella del Norte, se quedó arriba
mirando impaciente.
»Fordus y Luz de Relámpago se sentaron sobre la suave arena
y bromearon con el nerviosismo propio de unos jóvenes en medio de
un lugar sagrado. Pero la antigüedad y espectacularidad del lugar
pronto acalló sus risas, y los dos jóvenes se sentaron en silencio,
mientras a lo lejos, en la gran extensión del árido desierto, resonaba
el cántico de los ancianos de la tribu que se alzaba y decaía entre las
paredes del foso kanaji.
»Los muchachos permanecieron tranquilos. Luz de Relámpago
y Estrella del Norte, en un gesto de respeto que les habían enseñado
desde niños, miraron hacia los cielos, en dirección al símbolo de
infinito de Mishakal y al arpa de Branchala.
»Fordus, por su parte, miraba hacia el suelo del kanaji cuando,
de repente, la arena empezó a rizarse y a arremolinarse bajo sus
pies. Fordus levantó los ojos en busca de Luz de Relámpago y dirigió
la mirada de su amigo hacia aquel lecho de arena que no cejaba de
moverse y de formar extraños jeroglíficos sobre aquella blancura
inmaculada.
»--Druida -les dijo mi primo Estrella del Norte-. El lenguaje
pictórico de hace más de mil de años.
»Fordus lanzó un grito de alegría y salió corriendo a través del
desierto en dirección a las hogueras de su pueblo, dejando atrás a
sus compañeros, boquiabiertos, ante la aparición de aquellos
símbolos.
»Los ancianos de la tribu, curiosos más que irritados por la
interrupción de sus rituales, fueron conducidos hasta el kanaji.
Cuando llegaron hasta aquel enigmático lugar y miraron hacia el
interior del foso, todos ellos se dieron cuenta del cambio que se
había producido en Fordus, sus ojos de color azul mar de repente
brillaron y se clavaron en aquel foso, y las pupilas se le dilataron
hasta que una profunda e insondable oscuridad pareció escapar de
aquel azul mar.
»Sus labios se movían despacio, con gran esfuerzo, como si
estuviesen traduciendo el lenguaje oculto de los dioses. Pronunciaba
una sílaba y luego otra.
»Agachado en el borde del kanaji, Viejo Corredor hizo el gesto
de salvaguarda, para resguardarse de la malvada Reina y la
destrucción que siempre iba asociada con ella.
--Un gesto estúpido -afirmó Tamex-. No es más que una
superstición estúpida.
--Fuese cual fuese su poder, no llegó a completarlo porque
Kestrel, con un gesto firme, agarró la muñeca del viejo conspirador.
»--Mi hijo no necesita ninguna protección -dijo Kestrel-. Viejo
Corredor, déjale que hable a menos que tú sepas interpretar los
símbolos y jeroglíficos.
»Viejo Corredor miró en silencio a Fordus, quien se arrodilló
sobre aquellos signos ya completos.
»-Hacha -susurró Fordus-. Torre y rayo. La lluvia se abre paso
entre la luz y el recuerdo.
»Los ancianos se miraron unos a otros, desconcertados. Seguro
que más de uno pensó en el don de Sirrion, en la llama de la poesía
o, más bien, en la locura.
»Entonces, Luz de Relámpago, con sus pálidos ojos clavados
en la profundidad azul de la mirada de Fordus, tradujo para todos
ellos.
»--A camino entre el Altiplano Rojo y las Lágrimas de Mishakal
-comenzó a traducir el elfo-, y a dos metros bajo la superficie hay
suficiente agua para un mes de viaje.
»Aquellos hombres tenían que confirmar la profecía de Fordus y,
después, más entrada la noche, cavarían en busca del agua que
saciase su sed. Pero en aquel momento, bajo la luz de las estrellas,
Kestrel apoyó sus manos sobre la cabeza de su hijo adoptivo y
comenzó el cántico que iba a otorgar al muchacho el nombre de
Profeta del Agua.
»-¡No puede ser! -chilló Viejo Corredor, pidiendo tiempo,
exigiendo que aquello se aplazase y poniendo cualquier excusa con
tal de alejar aquel título de las manos de Fordus-. Los dioses tan sólo
honran al Profeta que está bajo la luz de la estrella del norte, y ¡ésta
todavía no ha aparecido! Tú lo sabes Kestrel y, aun así, me
arrebatas el título y se lo entregas a tu hijo. Eso no es lo que dicen
las tradiciones, no es adecuado, no está permitido, no... no...
»Silencioso, pero triunfante, Kestrel señaló al muchacho que se
encontraba al borde del foso, por encima de su hijo.
»--Viejo Corredor, ¿quién es ese que está junto al foso, sobre mi
hijo? -preguntó-. ¿Cómo se llama?
»Estrella del Norte, que se hallaba en aquel lugar, ya fuese por
predestinación o por accidente, se arrodilló junto al borde del kanaji,
descendió hacia el interior del foso y, con un gesto delicado y lleno
de respeto, tocó la cabeza de Fordus.
Alanda sonrió y se desperezó; se levantó del lecho seco del río y
se sacudió la arena de la túnica.
--Ésta es la historia, Tamex. Esta es en la forma que se cuenta
en la Hora de los Relatos.
--Pero nunca de forma tan espléndida -le contestó gentilmente-,
ni por una fabulosa barda, la Voz de los Dioses en persona.
De repente, Alanda miró hacia su singular audiencia, su único
espectador y lo vio bajo una perspectiva nueva y reveladora, como si
estuviese despertándose de un trance, de un encantamiento.
Aquel hombre parecía menos alto que cuando apareció por
primera vez, hacía apenas una hora.

_____ 5 _____

Cada mañana, el ruido de los desprendimientos de roca bajo la


ciudad despertaba a Vaananen a pesar de los numerosos pisos de
piedra que había bajo su habitación. A veces, el estruendo se colaba
entre sus sueños del amanecer y creía que él también trabajaba en
aquellos húmedos e insalubres túneles, derribando, martilleando y
arrancando glainos, un tipo de ópalos negros con unas
características mágicas para el Príncipe de los Sacerdotes. Aquella
mañana, el sueño había sido particularmente real, y el constante
temblor del secreto corazón de la ciudad persistió en sus oídos hasta
aquel momento en que andaba a toda velocidad por uno de los
pasillos del Templo para asistir como siempre a su cita con su
habitual compañero de entrenamiento.
Después de bajar por la escalera de espiral, Vaananen echó a
correr, con el cuello alto de su camisa de entrenamiento ya húmedo
de sudor por el calor del día y con los brazos bien protegidos por
encima de las muñecas para poder defenderse de los ataques de las
espadas y de los puñales. Cuando llegó abajo, sacó una llave de
bronce, trabajada en forma de serpiente de cascabel, la insertó
dentro del elaborado cerrojo que había en la imponente puerta de
roble, e inhaló la que sería la última respiración relajada en las
próximas dos horas.
--Casi llegas tarde -le dijo el Príncipe de los Sacerdotes,
lanzando un tosco palo al druida.
Vaananen, hábilmente, se hizo con ambas cosas: con el arma y
con la malicia del soberano e inclinó la cabeza en un silencioso
saludo sin apartar jamás los ojos de la mirada azul cielo de su
oponente. «Esta es la última vez -pensó-, mientras entraba en el
jardín amurallado.»
Durante ocho años, Vaananen había llevado a cabo aquellos
combates contra el Príncipe de los Sacerdotes. Nunca ganaba ni
tampoco decía palabra, y siempre dejaba al soberano con la
sospecha de que usaba la magia más que sus habilidades marciales
para salir bien parado de los enfrentamientos.
Aquellos combates y humillaciones semanales eran por Vincus.
El muchacho no tenía ninguna culpa de que su padre fuese el
indigno maestro de armas de un gobernante todavía más indigno, y
que, en vez de enseñar al Príncipe de los Sacerdotes a luchar con el
sable prohibido a las órdenes religiosas, el viejo Hannakus intentase
escapar de la ciudad llevándose con él cien de los apreciados ópalos
del Príncipe de los Sacerdotes.
La guardia istariana atrapó al padre de Vincus antes de que
alcanzase la muralla. Arrestaron al viejo Hannakus, lo juzgaron y lo
ejecutaron, pero nunca se encontraron los ópalos. Entonces, el
Príncipe de los Sacerdotes se empecinó en que su hijo, quien en
aquel momento no era más que un niño de doce años, debía saldar
la deuda de su padre trabajando en las minas de ópalo de la ciudad.
Aquello era una sentencia de muerte, y Vaananen intercedió en
aquel asunto; prometió que prestaría sus servicios ocupando el
antiguo puesto de Hannakus y dio también su palabra de que no
revelaría jamás que el Príncipe de los Sacerdotes, cometiendo un
sacrilegio más viejo que la propia fe, asía el arma prohibida a todos
aquellos que servían a los dioses en sus órdenes sagradas.
Pero se estaba acercando el momento en que aquel servicio y
aquel silencio estaban a punto de finalizar.
El Príncipe de los Sacerdotes se dio la vuelta y se dirigió al
punto más lejano del círculo donde luchaban, examinó el filo de su
espada y apoyó el pie enfundado en una bota sobre una de las
suaves y blancas conchas que delimitaban el espacio donde se
desarrollaba el combate.
Vaananen adoptó una postura agazapada y balanceó con la
mano derecha el ligero palo, que era, de hecho, el tronco de un árbol
vivo con las raíces atadas en un prieto manojo y las ramas cortadas.
El Príncipe de los Sacerdotes jamás respetaba las reglas del juego,
así que no hubo saludo. Vaananen respiró hondo, relajó las piernas y
esperó.
El Príncipe de los Sacerdotes hizo ver por un momento que
ajustaba su empuñadura, y enseguida se abalanzó sobre el druida
por la derecha. Vaananen permaneció firme hasta que el filo de la
espada de su adversario silbó mientras surcaba el aire en un largo y
mortal ataque descendente, y se desplazó exactamente quince
kilómetros hacia un lado y golpeó suavemente al Príncipe de los
Sacerdotes en la nuca, con el palo, haciéndolo caer sobre las
rodillas.
Antes de que el Príncipe de los Sacerdotes pudiese recuperar la
vista, el aliento y la posición, Vaananen se tiró al suelo y permaneció
inmóvil. Hacía ya tiempo que sabía que no había un solo golpe
asestado al soberano que no fuese pagado con creces fuera de la
palestra. Era mucho mejor dejarse caer, despatarrado, como si lo
hubiera fulminado el poderoso impacto de la espada del monarca.
El Príncipe de los Sacerdotes se levantó, furioso, y se percató
de que su contrincante aparentemente había salido peor parado que
él del choque. Se rió con petulancia y pateó al druida hasta que éste
volvió en sí.
Aquella farsa duró una hora o más. Vaananen rodaba por el
suelo, esquivaba y fintaba, siempre defendiéndose de los ataques y,
tan sólo ocasionalmente, lanzando al Príncipe de los Sacerdotes
algún ligero golpe con la punta del palo. Vaananen mantenía la
rivalidad, pero nunca, para desesperación del Príncipe de los
Sacerdotes, parecía irritado o a punto de perder el control.
--¡Maldito! -le increpó el Príncipe de los Sacerdotes-. Éste es
nuestro último asalto. ¿Es que no te quedan más fuerzas? ¿Es que
has olvidado tu hombría en un bosquecillo de robles podridos?
«Ésta no es mi lucha -se dijo Vaananen a sí mismo-. Todo esto
es por la libertad de Vincus, para que jamás viva en la oscuridad de
las minas.»
Vaananen esbozó una sonrisa y pensó en otra manera de
repeler el ataque de la espada prohibida que el Príncipe de los
Sacerdotes asía con fuerza, y de no permitir que ésta lo hiriese.
Al final, justo antes de que terminase el asalto, el Príncipe de los
Sacerdotes, lleno de rabia, mandó parar el combate.
--Acércate -le dijo jadeante-. Quédate exactamente aquí.
Señaló fuera del círculo marcado con conchas; sus ojos azul
cielo rebosaban rabia y astucia.
Vaananen sabía que salir del terreno de combate antes de que
el asalto hubiese finalizado era una imprudencia, y además quedaría
indefenso ante un nuevo ataque del Príncipe de los Sacerdotes. El
filo del sable brillaba, cortante y letal, bajo el sol del mediodía. El
Príncipe de los Sacerdotes no quería saber nada de armas
desafiladas.
Vaananen se desplazó hasta el centro del círculo, el lugar más
vulnerable del terreno de combate, y se mantuvo allí firme, como
pidiendo una tregua.
--¿Es que no vas a obedecer mi orden, noble Vaananen?
-preguntó el Príncipe de los Sacerdotes suavemente-. Me parece
recordar que hay algún castigo para el desacato. Estoy pensando
que alargaremos este juego cinco años más, pero esta vez sin
protecciones. ¿Qué te parece?
Vaananen habló por primera vez.
--Ya he saldado la deuda de sangre contraída por Vincus. Él
será libre y no puedes coaccionarme más. Has quebrantado las
leyes de tu Orden utilizando la espada. El juego ha terminado.
El Príncipe de los Sacerdotes esbozó una sonrisa, pero la
mirada de sus ojos azul cielo era gélida.
--Seguirás a mi servicio -dijo el soberano, mirando a Vaananen
con interés-. Tú estás ligado a mí bajo juramento. Muchos otros
indignos también están a mis órdenes, desde el hijo del ladrón a
campesinos...
»Quizás incluso druidas expulsados de su propia Orden por sólo
los dioses saben... qué crímenes.
Vaananen se mantuvo imperturbable.
--Bien, maldito cobarde, arreglaremos el asunto de tu deuda
-dijo el Príncipe de los Sacerdotes con una ligera risita.
Entonces, el soberano, lentamente, movió con el pie las conchas
que delimitaban el terreno de combate, estrechando el círculo
alrededor del druida, quien permaneció en silencio.

La diosa caminaba perezosamente por las Lágrimas de


Mishakal, donde las grandes estructuras de cristal que se erguían
formando extraños ángulos captaban la luz de la luna roja y se
asemejaban al filo de un puñal goteante de sangre.
Los cristales que cobijaban a Takhisis también cambiaban de
forma. Dejó de ser Tamex, el amenazante y misterioso guerrero que
aún perturbaría los sueños de Alanda durante doce noches, para
convertirse en Tanila, una mujer hermosa y grácil, una criatura de la
oscuridad a la que elfos y hombres amaban y temían por igual. La
diosa clavó la mirada en los cielos y pronunció una palabra para
invocar...
Y en el lejano cielo, en algún lugar sobre Istar, una estrella se
apagó y la extensa línea de dunas y montañas perfilada en el
horizonte se oscureció ligeramente.
Bien. Sus poderes estaban aumentando. Otra vez, la Reina de
la Oscuridad podía imponerse a los poderosos cielos con ayuda de
un viejo hechizo o de un pequeño encantamiento. En algún lugar del
lejano vacío del espacio, tan oscuro y estéril como su prisión en el
abismo, una estrella negra implosionó, se apagó y murió; de este
modo provocó que diez planetas, diez mundos, sintiesen el primer
relente de un helor definitivo.
¿Quién sabía qué civilizaciones se habían quedado heladas y
silenciosas, sin rastro de calor, luz y vida en aquel momento?
Pero ¿qué importaba? Lo esencial es que podía hacerlo. La
diosa podía dejar el mundo desolado con una simple palabra o
pensamiento. Oh, sus poderes eran inmensos, y aunque Krynn le
estaba negado, salvo ahora, en el cobijo de unos cristales brillantes,
pronto Takhisis lograría gobernarlo. Estaba convencida de ello.
Era sólo cuestión de meses, de unos pocos años como máximo,
y aquél era el lugar por donde empezar.
La Reina de la Oscuridad sabía cómo las salinas habían recibido
ese nombre. Era un lugar profano, donde las curaciones fracasaban
y las revelaciones se desvanecían.
No era de extrañar que Mishakal llorase.
La diosa, que en aquel instante se disponía a cruzar el laberinto
de cristales, no pensaba en curaciones, y menos aun en
revelaciones. En su mente tan sólo había los jefes de los rebeldes,
aquella unida tríada formada por la barda, el elfo, y...
No tenía una palabra para designar a Fordus. Todavía no. La
diosa únicamente lo conocía a través de su reputación y leyenda, de
sus victorias y de las canciones de su barda.
Alanda no iba a presentar la más mínima dificultad, ya que
desconocía el poder que había en ella, y la magia que se ocultaba
bajo la lira que tanto desdeñaba y bajo la grandeza de su voz si
fuese capaz de liberarla de su propio temor y furia.
Takhisis sonrió. Precisamente la furia y el temor eran sus
compañeros favoritos.
Esos mismos sentimientos, temor y furia, también perseguían al
elfo. Ninguno de ellos se conocía realmente a sí mismo y aun menos
a su líder.
La arena tembló al imprimirse sobre ella el recorrido de las
huellas de la diosa, las cuales formaron una estela sinuosa y
ondulante como el rastro que deja una serpiente.
La próxima vez aparecería ante ellos como Tanila, y sondearía y
pondría a prueba al elfo. Era un lucanesti, un amigo de los ópalos.
¡Ah!, los ópalos. Pronto llegaría el gran momento. Pero antes
tenía un pequeño asunto que solucionar en los confines de las
praderas.

Las praderas se despertaron de su sueño para arroparlo, la


hierba se balanceaba en los campos sin que soplase una brizna de
aire.
Fordus sabía que estaba soñando porque lo que veía no
coincidía con lo que sentía.
No le gustaban los sueños inesperados y ése lo era.
¿Iba a llegar la batalla, o la inspiración? Una de las dos cosas
siempre aparecía en sus sueños, y Fordus había aprendido de
ambas; de lo que la batalla le había enseñado y de lo que la
inspiración le había insinuado que dijese.
Ante él surgió una elevación purpúrea, de abetos y vallenwoods
heridos por el rayo, sobre los que volaba en círculo lentamente una
docena de pájaros.
¿Halcones? ¿Estaba Lucas, el halcón de Alanda, entre ellos?
Fordus llamó telepáticamente a los pájaros y éstos acudieron.
No eran halcones, sino pájaros carroñeros.
Eso significaba que era un sueño de batalla.
«Notaré las secuelas del sueño en la carrera de la mañana, con
nuevos dolores, agarrotamientos y tirones. Pero ganaré esta batalla
al igual que he ganado todas las otras -pensó Fordus-. Alanda podrá
por fin narrar cómo derroté a Istar en el desierto, en las praderas e
incluso en sueños.»
Fordus no tuvo tiempo de saborear aquella idea. De repente, el
montículo se desmoronó como si la propia tierra se hubiese
desplomado bajo sus pies. Fordus saltó sobre un arremolinado y
ardiente vacío y fue a caer, con apuros y poca estabilidad, en el
borde de un risco; sintió que el suelo se deshacía bajo sus pies.
Inesperadamente, apareció ante él un solitario guerrero istariano, un
hombre dorado, cubierto por un casco, con un escudo adornado con
siete agujas de alabastro y con sus anchos hombros cubiertos por
una negra túnica.
«Bueno», pensó Fordus, buscando con la mano el hacha que
colgaba de su cinturón.
Pero ésta no estaba allí.
Por un instante el pánico le dominó, como en un sueño vago y
oscuro, aunque enseguida intentó apartarlo de su mente con una
carcajada. Después de todo, no era más que un sueño. ¿Qué otra
cosa peor le podía suceder?
A través del árido terreno y bajo el gemido del tórrido viento, el
guerrero le llamó con señas y lo desafió con sus gruñidos en alguna
extraña lengua. El escudo del intruso, con las siete agujas de
alabastro, brilló todavía más, hasta que al final el sueño fue engullido
por su propia luz. Entonces volvió la oscuridad, y el hombre, solo y
desarmado, se le acercó como si se hubiese desprendido de sus
armas, en un gesto de desprecio. En aquel instante, su adversario
adoptó una postura de lucha, encogiéndose como un felino y con los
dedos extendidos como si fuesen garras.
Fordus con grandes zancadas, pero moviéndose tan lentamente
que parecía que la arena le cubriese hasta la cintura, se aproximó
hasta el guerrero.
Chocaron al tiempo que retumbaba un trueno lejano. Los brazos
de su enemigo eran fuertes y pesados, fríos y metálicos como el
bronce. El guerrero istariano soltó un gruñido mientras giraba sobre
sí mismo y lanzaba a Fordus por encima de su cabeza. Este, con un
grito de satisfacción, se desembarazó de su enemigo saltando por
los aires; dio una voltereta y aterrizó con agilidad en la cornisa, a
cierta distancia de su oponente. Tras él, polvo y fragmentos de roca
caían dentro de una grieta insondable.
«Es mi sueño, así que puedo dominarlo», pensó Fordus.
El guerrero estaba ahora armado con seis brazos ondulantes
que movía sin cesar como si de un enfurecido insecto se tratara, o
como si fuese la estatua viviente de algún extraño dios de la
cosecha.
«Es mi sueño...», se repitió para sus adentros.
Fordus se arrojó violentamente hacia el guerrero, quien soltó un
alarido y se preparó para el impacto.
Esta vez, la colisión fue silenciosa, como si todo el sonido
hubiese sido absorbido por la fuerza del impacto. El guerrero de
dorado se balanceó sobre sus talones, pero logró mantener el
equilibrio y levantó a Fordus del suelo y se lo acercó al cuerpo con
ayuda de cuatro de sus seis brazos...
Fordus oyó el siseo de su jadeo y olió el fétido aliento de su
adversario; fascinado miró los ojos del guerrero.
Sin párpados y carentes de vida, aquellos ojos se asemejaban a
los de un reptil. Una línea vertical cruzaba el corazón de sus pupilas
como si se tratase de una cortina dividida en dos, que se abría para
mostrarle una oscura esterilidad, un profundo y vertiginoso vacío...
Fordus agitó la cabeza y luchó por desembarazarse de los
múltiples brazos que lo sujetaban, pero lo embargó una repentina
modorra y dejó de oponer resistencia, con el creciente
convencimiento de que aquello no iba a ser tan malo y que aquella
derrota sería el punto de partida de algo mejor si lograba dejar de
luchar... si se daba por vencido... y si miraba hacia el interior de
aquellos ojos misteriosos que se abrían hacia la oscuridad de la
profundidad eterna.

Fordus se incorporó de golpe y, de su garganta, salió un grito


ahogado. El dolor de cabeza era tan fuerte que los oídos le pitaban y
parecía tener el cuerpo en carne viva. Tenía calambres en los
músculos y los brazos le dolían como si hubiesen sido aprisionados
por las fauces de alguna criatura monstruosa y despiadada.
Pero en la cima del Altiplano Rojo, Fordus estaba a salvo. A no
más de veinte metros, el joven centinela aún roncaba en su puesto.
Fordus dio un brinco, resuelto a ahogar al muchacho, pero las
piernas le fallaron, exhaustas tras aquel sueño, y un sudor frío le
recorrió el cuerpo, igual que si le hubiese caído un chaparrón del
desierto.
Dejó al muchacho tranquilo. Ningún centinela podía protegerlo
de sus sueños.
Enfadado, dirigió la mirada hacia la inmensidad del cielo del
desierto, donde los cuernos de Kiri-Jolith amenazaban a la
constelación de la Reina de la Oscuridad.
--¿Dónde estabas tú, viejo bisonte? ¿Mi viejo abuelo? -preguntó
Fordus con resentimiento.
Se levantó despacio; la pesada torques parecía ceñirle el cuello
excesivamente. Después de mirar por última vez al centinela, que
continuaba durmiendo plácidamente, Fordus echó a correr.
Desde muy pequeño, correr lo ayudaba a esclarecer engaños y
a huir de aquello que lo aprisionaba y acongojaba. Cuando corría a
través del desierto o de las llanuras, cuando el viento lo levantaba y
lo transportaba sobre las dunas y sobre los montículos iluminados
por la luz de la luna, y cuando sentía fundirse con el viento con la
potencia de sus zancadas, tan sólo entonces podía pensar con
claridad. Podía limpiar su mente de los misterios de los jeroglíficos
que se desplegaban sobre la arena y de las profecías que acudían a
su mente. Cuando corría y notaba la sangre palpitar en sus oídos,
entonces se sentía verdaderamente libre.
Aquella noche Fordus galopó como el viento; de repente, con
una rapidez de ensueño, se encontró cruzando las dunas. El
Altiplano Rojo se erguía en el lejano horizonte y del campamento
rebelde brotaba una tenue hilera de luces.
Se sentía exultante y corrió aun más rápido en dirección a la
gran extensión del desierto, bajo la luz de la luna roja que bañaba el
vasto paisaje que se extendía ante sus ojos. Fordus perdió de vista
el altiplano y llegó a un lugar en el desierto donde el árido suelo
rojizo se expandía en todas direcciones, sin interrupción, hacia el
mismo borde del horizonte.
Durante todo el tiempo, Fordus tuvo la extraña sensación de que
algo corría junto a él. Por el rabillo del ojo, lo vio; bajo la luz de la
luna, una mancha negra se movía sobre el suelo del desierto y se
mantenía en los márgenes de su visión como un espectro, como la
luna oscura de cuya existencia hablaban magos y astrólogos.
No importaba lo rápido que corriese, aquella oscura sombra
mantenía siempre la misma distancia.
Algo en su interior le decía que era su propio sueño que lo
acechaba, que de alguna extraña forma el guerrero dorado había
saltado de sus pensamientos a la vida real para seguirlo y acabar
con él. Pero no lo iba a conseguir. Fordus aumentó todavía más la
velocidad de sus zancadas.
Los dos, corredor y espectro, siguieron su veloz marcha a través
del desierto, rumbo al amanecer. Inesperadamente, cuando el sol
asomaba ya completo por el horizonte, la sombra se abalanzó sobre
Fordus, quien, con un chillido, se dio la vuelta, con el hacha ya
preparada para arrojarla. El espectro se irguió, imponente, ante él;
aquella cosa era transparente y no más visible que la templada brisa
del desierto cuando se deslizaba suavemente sobre la cálida arena.
En las arremolinadas profundidades de aquella extraña criatura,
Fordus pudo ver un par de ojos de color ámbar.
Unos ojos sin párpados y carentes de vida, como los de un
reptil.
Sin detenerse, Fordus arremetió contra su enemigo y la sombra
lo envolvió y lo cegó por un instante y, entonces, de repente, la luz
del sol y la arena del desierto surgieron de nuevo. Fordus se
encontró a sí mismo saltando sobre una duna. La sombra había
desaparecido y el suelo se había hundido bajo sus pies igual que en
su sueño.
Un blando colchón de arena amortiguó su caída pero, en cuanto
intentó incorporarse, ésta comenzó a arremolinarse bajo su cuerpo.
Fordus se hundía poco a poco, pesadamente y sin que pudiese
hacer nada para evitarlo, engullido por un embudo de arena
movediza, por una especie de torbellino que lo condujo al interior de
un oscuro agujero.
En el corazón de las profundidades, el sol de la mañana
destellaba en un ojo verde y bulboso, en varias parejas de antenas
retráctiles y en una gigantesca mandíbula abierta.
«¡Trágalo!», pensó Fordus, frenético y buscó a tientas otra de
sus hachas mientras aquella criatura monstruosa corría hambrienta
hacia él.

_____ 6 _____

Desde su ventajoso punto de observación, en lo alto de una de


las torres del Templo, el Príncipe de los Sacerdotes vio un meteorito
en el lejano cielo que sobrevolaba la Torre de la Alta Hechicería y se
dirigía hacia el lago de Istar, donde colisionó contra sus aguas como
si de polvo rociado desde los cielos se tratase.
Como polvo.
El soberano de Istar se apartó de la ventana.
Sus aposentos privados eran tan austeros como los de una
monja novicia. E insistía en que ello continuase así a pesar de las
adulaciones de los clérigos que lo atendían y de la creciente
tentación de rodearse de cosas hermosas. Una única cama y una
alfombra raída ocupaban el centro de la enorme habitación coronada
por una hermosa bóveda.
Durante el día, la habitación era sobria, aunque acogedora bajo
la delicada luz que brillaba a través de las ventanas opalescentes.
Pero en aquel momento era de noche en Istar, y durante la
noche el Príncipe de los Sacerdotes veía sombras. Al anochecer, si
contemplaba durante largo rato el bello jardín que había bajo la
ventana de la torre, veía a los árboles como criaturas con puñales, y
le parecía que los arroyuelos y las fuentes se oscurecían y se
espesaban bajo el silencio de las lunas.
No. No miraría hacia la oscuridad, no iba a pensar en sus...
transgresiones. Sería mejor sentarse junto al agradable fuego y
examinar el polvo, el polvo de ópalo. Eso seguro que lo reconfortaría
durante un rato.
Las ventanas le habían hablado sobre los ópalos un día, hacía
ya mucho tiempo, mientras paseaba solo sumido en sus reflexiones
por el largo pasillo que rodeaba la enorme entrada del Templo.
Solo y con la capucha sobresaliendo por encima de la
inmaculada ropa blanca que llevaba, el Príncipe de los Sacerdotes
había realizado sus rezos, pero, sin poder evitarlo sus oraciones
dieron paso a un curioso estado de somnolencia en el que comenzó
a recordar sus primeras épocas de sacerdocio, su habitación en el
área de los novicios, iluminada tan sólo por una vela solitaria...
Una muchacha. Una joven sirvienta de pelo rojizo.
Las manos le temblaron al rememorar esos recuerdos y, estaba
tan absorto en aquellos pensamientos lujuriosos, que al principio no
oyó hablar a las ventanas. Finalmente, sus palabras se colaron en el
pensamiento del Príncipe de los Sacerdotes, quien sobresaltado,
miró hacia la soleada galería de ventanas que lo rodeaba. La
superficie de la opalescente ventana rosa empezó a resplandecer
con una luz extraña.
Escucha nuestra llamada, le dijeron las ventanas. Cada una de
ellas le hablaba con un tono y timbre diferente, hasta parecer un coro
de voces retumbando en sus tímpanos.
De forma furtiva miró arriba y abajo de aquella sala. Quizá
detrás de todo aquello había alguien que estaba utilizando magia
prohibida para enloquecerlo...
Aunque eso parecía poco probable.
Dos de las ventanas de la esquina de la sala se abrieron y se
oscurecieron, como si el propio pasillo lo estuviese mirando.
Escucha nuestra llamada, repitieron, de forma extraña y
absurda, mientras el Príncipe de los Sacerdotes rastreaba en su
memoria por si lograba recordar algún viejo manuscrito o códice que
hablase de ventanas parlantes, de presagios, señales o augurios que
le pudiesen dar alguna pista de lo que allí estaba sucediendo.
Entonces, sus pensamientos regresaron a la muchacha, a la luz
de la vela sobre su pálida piel desnuda. En el pasillo, las ventanas le
auguraron que conquistaría a la muchacha de pelo rojizo. A ella, o a
otra igual que ella.
Ya era hora, lo urgieron, de que se casara.
Las ventanas le anunciaron que la muchacha, su futura esposa,
estaba cada vez más cerca. Pronto llegaría el momento, con ayuda
de ceremonias y rituales, en el que él la atraería y conseguiría
encerrar el espíritu errante de la muchacha en un cuerpo nuevo y
esbelto.
Cuando ese momento llegase, las ventanas se encargarían de
enseñarle el cántico y los secretos movimientos somáticos. Pero
antes él tendría que reunir los diferentes ingredientes.
El polvo de mil ópalos.
Aquélla parecía una misión extraña, aun así, hipnotizado por la
expectativa de la muchacha, el Príncipe de los Sacerdotes asintió
con la cabeza, como aceptando el mandato. Allí, envuelto por una
tenue luz opalescente, hizo un inquebrantable y solemne juramento,
y veinte años más tarde, cuando se convirtió en Príncipe de los
Sacerdotes, se puso manos a la obra para completar el compromiso
que había adquirido con aquel laberinto de voces etéreas.
Algún dios le anunció que las piedras ofrecerían cobijo a la
futura esposa a través de la translucidez de los ópalos.
Con la llegada del nuevo día, los ruidos de la ciudad se
apagaron en la oscuridad. El Príncipe de los Sacerdotes, intranquilo
y sin haber pegado ojo en toda la noche, se sentó en el borde de la
cama y, como si se tratase de un presagio, un polvo negro se deslizó
entre sus pálidos dedos.

Un muchacho se escurrió, silencioso y anónimo, por entre las


oscuras callejuelas de Istar.
Dos veces tuvo que esconderse en la oscuridad de los portales,
conteniendo la respiración, hasta que oyó al escuadrón de soldados
alejarse por las calles iluminadas por Lunitari, la cual alumbraba sus
armaduras de bronce con una luz roja como la sangre. El muchacho
serpenteó por las laberínticas calles de Istar como si fuese un ladrón
y pasó junto a la Escuela de los Juegos.
Silencioso, sin que nadie reparase en él, el joven continuó su
camino hasta cruzar por delante del salón de banquetes y de la torre
de bienvenida; ambos edificios normalmente eran las sedes de los
festivales, pero en aquel momento estaban silenciosos por la noche y
por los recientes rumores que hablaban de una derrota de Istar.
Aquel individuo llevaba el pelo cortado al estilo de los esclavos de
Istar y el cabello de la nuca recogido en un moño. Y, sin poder
evitarlo, su gran boca esbozó una furtiva sonrisa burlona al recordar
los últimos acontecimientos.
Se rumoreaba que Fordus, quienquiera que fuese, había
vencido al Príncipe de los Sacerdotes y había derrotado a su célebre
ejército en las praderas.
Las otrora arrogantes tropas, ahora diezmadas y sin nadie que
las dirigiese, acampaban fuera de las murallas de Istar con las
espaldas apoyadas sobre las frías rocas, la basura a su alrededor y
con órdenes expresas de defender la ciudad a cualquier precio.
Era ridículo. Aquellos veteranos soldados oían la marcha del
enemigo en el viento y confundían las estrellas bajas del horizonte
con mil hogueras rebeldes en las llanuras y, ahora, atemorizados,
veían el rostro de Fordus bajo la capucha de cada lacayo.
Pero aún no se podía considerar a Istar acabada. Las tropas
que aquel Fordus había aplastado, a pesar de ser formidables, no
representaban más que una décima parte del poder del Príncipe de
los Sacerdotes.
En la ciudad comenzaban a circular rumores que hablaban de
movimientos militares en altas instancias, de contraataque y
represalia.
Cuando el joven estaba a medio camino del patio central oyó
una tercera patrulla aproximarse despacio con un estruendo de
voces malhumoradas, y tuvo que esconderse gateando como un
felino por debajo de una carreta vieja y abandonada, a no más de
treinta metros de la entrada principal del Gran Templo. Allí, aguantó
de nuevo la respiración hasta que el último de los soldados hubo
pasado y acalló sus pensamientos por si un clérigo iba con ellos.
Cuando el camino quedó despejado de nuevo, miró entre los radios
rotos de las ruedas de la carreta, en dirección a la cúpula del Gran
Templo que resplandecía majestuosa bajo la luz de la luna, con
reflejos rojos igual que los cascos y las armaduras de las patrullas de
soldados.
En aquel momento, la campana de la torre central comenzó a
balancearse y anunció las cuatro de la mañana, quedaba pues, tan
sólo, una hora de oscuridad.
Vincus llegaba pronto, aún quedaban algunos minutos para la
llamada a la primera oración. Tendría que esperar hasta que los
clérigos empezasen con su silenciosa y ritual peregrinación hacia la
cámara y la capilla iluminada por la luz de una vela. Luego, cuando
los pensamientos de la mayoría de los residentes del Templo
estuviesen concentrados en ritos campesinos y en hermosas
ceremonias, podría cruzar el patio sin que lo viesen.
Vincus se subió a la caja inclinada de la carreta, se recostó
sobre la paja áspera, y acomodó su collar de plata de manera que no
tintinease sobre la madera. El aro pesado y brillante que rodeaba su
cuello tan sólo estaba marcado con su nombre en letras corrientes.
Vincus era un esclavo del Templo, aunque no le agradaba
mucho precisamente.
Ahora hacía un año que servía como mensajero en las
habituales intrigas del Templo, y en una ocasión encubrió la traición
de un clérigo excéntrico y supersticioso del oeste. Se trataba de un
hombre especialmente dotado para temas del tiempo, estaciones y
otras cuestiones relacionadas con la naturaleza, y le había caído
más simpático que aquellos otros calumniadores ataviados con ropas
blancas y de expresión pusilánime.
Pero en el fondo, a Vincus todo aquello no le interesaba, lo
único que le importaba de verdad era su situación. Cada día
esperaba pacientemente la oportunidad para robar lo suficiente para
saldar la deuda que su padre había contraído, o para romper el collar
de plata que indicaba que era esclavo del Templo, el cual ningún
herrero ni armero osaría aflojar. Si pudiese deshacerse de aquel
collar, podría dejarse crecer el pelo, desaparecer entre las sombras
de la ciudad y perderse por sus estrechas calles laterales, callejuelas
serpenteantes y alcantarillas que tan bien conocía.
Pero ya llegaría su oportunidad. No esa noche, pero pronto,
estaba seguro de ello.
Mientras tanto, aguardaría en aquel escondite, que, aunque
pestilente, como mínimo era confortable. Vincus había tenido que
soportar sitios mucho peores; como en el sótano oscuro e infestado
de ratas de una taberna, en el cuarto plagado de telarañas de una
maloliente curtiduría y una vez incluso sumergido hasta el cuello en
las aguas aceitosas del puerto, luchando para sostenerse aferrado al
peligroso costado, tapizado de percebes, de un barco amarrado en el
muelle.
El día del barco fue con mucho el peor de todos, ya que Vincus
no sabía nadar y los percebes le cortaban y destrozaban las manos.
Con aquel recuerdo en la mente, la caja de aquella carreta
parecía muy confortable.
En escasamente una hora, mientras los clérigos murmuraban
sus monótonas oraciones en el primer rito del día, y los soldados del
Príncipe de los Sacerdotes, que tan profundamente odiaba,
dormitaban en los puestos de guardia que les habían asignado,
Vincus podría cruzar el patio sin que nadie se diese cuenta,
deslizarse por entre las sombras, trepar el muro y cruzar
tranquilamente el jardín en dirección a la cuerda de seda verde que
vería colgando de una ventana que habrían dejado abierta para él.
Allí, aprovechando las sombras de las ramas del vallenwood, podría
escalar el muro de la torre igual que un ladrón.
¿Y no era eso precisamente? ¿Un ladrón de pensamientos
secretos? Vincus se rió en silencio y cerró los ojos dejándose
envolver por el blando e improvisado colchón. Podía relajarse, ya
que sus días en las calles de Istar le habían enseñado a dormir sin
bajar la guardia totalmente, manteniendo una extraña vigilancia.
Unos ligeros ruidos tres casas más allá se colaron entre sus sueños,
y Vincus tomó nota de cada uno de ellos, del casi imperceptible
sonido del movimiento de una paloma mientras duerme y de la huida
precipitada de una rata en medio de las basuras de una callejuela.
Y también del ruido de una daga saliendo de su funda.
Vincus abrió inmediatamente sus ojos de color miel y acercó
lentamente la mano derecha a un pliegue escondido en el interior de
la túnica, donde guardaba una honda de piel hecha por él mismo y
seis piedras. Una vez más, conteniendo la respiración, se aseguró de
que su arma seguía en su sitio y volvió la cabeza con una lentitud
casi agonizante hacia una rendija que se abría en uno de los
laterales de la carreta, donde los tablones de madera hacía ya
tiempo que se habían agrietado y separado. Desde ese punto,
observó las bocas de los callejones, intentando escuchar otra vez
algún roce metálico y poder descubrir la procedencia de aquel ruido
en medio de la oscuridad infinita.
El joven luchó por reprimir los pensamientos temerosos que lo
asaltaban; quizás era otra patrulla, esta vez con perros, o con irdas,
o con minotauros. O era un fantasma. Después de todo, se
rumoreaba que la ciudad estaba plagada de espíritus errantes.
Tal vez era un dios del Mal, en medio de una cacería cruel e
innecesaria. Hiddukel, la Balanza Rota, o Chemosh, dios de los
muertos vivientes, con su calavera amarillenta y brillante como una
antorcha.
Vincus cerró los ojos y todos los temores desaparecieron. ¿No
le había enseñado el amable Vaananen que esos dioses no podían
enfrentarse a él?
«Les daré una patada en el trasero y los mandaré de vuelta al
Abismo», pensó. Vincus estás a salvo, se recordó a sí mismo. No
has llegado hasta aquí para que te abandonen. Tu gran oportunidad
está al caer.
Por fin, oyó el ruido de la daga al volver a su funda, un sonido
amortiguado por el repicar de los cascos de un caballo que pasaba
cerca.
«Alguien que se aleja -pensó Vincus-. Sea quien sea se dirige
hacia la Escuela de los Juegos.» El joven se relajó observando a lo
lejos el cielo de la ciudad, a través de la ceniza, del humo y del
resplandor de las antorchas, y vio el brillo de las estrellas en el
horizonte septentrional. La resplandeciente Sirrion flotaba entre el
arpa de Branchala, como si el viejo planeta estuviese interpretando
música de acompañamiento para movimientos nocturnos.
Era curioso que Vincus hubiese quedado aquella noche con
Vaananen en el Templo. En Istar se rumoreaba que había
divergencias en las filas de Fordus, primera amenaza para los
rebeldes. Por mucho que lo intentase, y Vincus era una persona
perspicaz e imaginativa, no podía recomponer la historia a partir de
los fragmentos que le habían llegado sobre los recientes sucesos. Un
capitán mercenario de las tropas de Istar, aficionado a los augurios y
vendedor de sal en la plaza del mercado, había hecho circular un
rumor con tres versiones distintas. Cada una de las historias parecía
relacionada de algún modo con las otras dos, compartían elementos
comunes. Todas ellas, por ejemplo, hablaban sobre las aristas de un
cristal, pero, al igual que éstas, desprendían una verdad diferente y
fragmentada.
Pero no correspondía a Vincus recomponer los hechos; el tenía
que aguardar, tranquilamente y en silencio, para transmitirlos,
mientras el viejo y ardiente planeta cruzaba por el arpa estrellada de
Branchala y la última hora de la noche daba paso a la primera de la
mañana.

Las campanas del Templo anunciaron la primera hora de la


mañana y la ciudad de Istar comenzó a despertar lentamente en
medio de la oscuridad.
En los pasillos del fastuoso Templo de mármol, docenas de
figuras ataviadas con ropas blancas bajaban por los
resplandecientes escalones de la torre exterior, desfilando todas
ellas en dirección a la Cámara Sagrada, el santuario subterráneo en
el que el Príncipe de los Sacerdotes y los principales clérigos de Istar
recibían el nuevo día con la primera oración. Una hilera de antorchas
alineadas en el hueco de la escalera y en el pasillo desprendían un
humo ondeante, mientras los clérigos caminaban cabizbajos y
arrastrando los pies, recién arrancados de sus profundos sueños y
de sus confortables camas a fin de cumplir con los rituales de la
mañana.
En otros lugares del Templo, y también de la ciudad, se reunían
más clérigos en una ceremonia similar, pero los que se encontraban
en la Cámara Sagrada eran los elegidos, los que pertenecían a la
élite y cuyos servicios a Istar se habían prolongado durante años,
décadas e incluso, en algunos casos, durante los reinados de varios
Príncipes de los Sacerdotes.
Si fuese más entrada la mañana o en un lugar menos seguro,
los guardias, sin duda, hubiesen contado el número de atuendos
blancos que entraban en la cámara y, si lo hubiesen hecho, se
habrían percatado de que faltaban cuatro clérigos y que los informes
de la enfermería del Templo tan sólo hablaban de tres de los clérigos
ausentes.
Pero era muy temprano y los guardias estaban tan soñolientos
como los propios religiosos. Los centinelas protegidos con
armaduras de bronce saludaron con la cabeza y, a la hora acordada,
abrieron y cerraron las puertas que daban acceso a la cámara sin
saber que faltaba uno: Vaananen de la cercana Qualinesti, que
aquella mañana había optado por no asistir a la ceremonia.
El hermano Vaananen se había quedado en su cámara de
meditación, acariciando la fina arena blanca de su jardín mágico.
Vaananen procedía del oeste y por ello algunos clérigos de los
de la hermandad pensaban que era muy austero, especialmente los
de Istar, quienes estaban corrompidos debido a las comodidades y la
vida fácil de la ciudad. Vaananen era un hombre alto y enjuto, de
pelo negro y plateado que mantenía pulcramente recogido en la
nuca. Tenía unos ojos de color verde musgo que parecían ocuparle
toda la cara. Sonreía a menudo, pero siempre en secreto bajo su
amplia capucha. Era un druida disfrazado e infiltrado entre los
clérigos, un hombre cuya misión secreta hacía que tuviese pocos
amigos.
Mejor para él.
Sus maestros druidas lo habían instalado en Istar para que
intentase salvar los antiguos textos de los destructivos edictos del
Príncipe de los Sacerdotes. Vaananen, de forma secreta y
concienzuda, copiaba todo lo que podía encontrar, traduciéndolo del
lenguaje de runas y de los jeroglíficos al alfabeto actual, y sacaba los
nuevos libros de allí, bajo otras cubiertas y títulos, con ayuda de un
mensajero secreto. Aunque últimamente, también había encontrado
otras ocupaciones.
La habitación de Vaananen estaba amueblada con austeridad,
pero con gusto. En ella había una pequeña cama tallada, una mesa
de teca, una lámpara de cristal pintada de forma exquisita y también
el jardín mágico, que consistía en un sencillo cuadrado de unos tres
metros hundido en el suelo, lleno de arena blanca, con cactos y tres
grandes piedras, cada una de las cuales representaba a una de las
lunas.
El secreto del jardín era una antigua magia de Silvanesti,
perfeccionada por los elfos, quienes en la Era de los Sueños llevaron
la arena a los bosques para construir el primero de aquellos jardines
mágicos. Los elfos habían dado con el significado oculto de las
piedras: así, la piedra negra estaba asociada con los augurios, las
predicciones y la visión borrosa de las adivinaciones; la piedra roja
revelaba el pasado, cuya interpretación venía tamizada por las
muchas versiones de la historia, y la blanca hablaba del presente, de
algo que podía estar ocurriendo en algún lugar, normalmente
desconocido y a miles de kilómetros de donde se encontraba el
adivino.
Vaananen, moviéndose despacio y con cuidado por encima de
la pulcra arena, trazó círculos con un pie. Primero se agachó y
levantó la piedra roja y la depositó junto a la blanca. Luego, el druida
se sentó sobre la piedra negra y se quedó observando la extensión
de arena discontinua, mientras intentaba interpretar la geometría
oculta de las dunas y de los montículos, y también de las sombras
violetas proyectadas por las piedras.
Actualmente, los jardines mágicos se habían convertido en tan
sólo una forma de relajación entre los clérigos de Qualinesti, para
quienes, absorbidos y convertidos a la teocracia de Istar, aquello ya
no era más que un desahogo desprovisto de todo su poder ancestral.
Se creía que contemplar la arena y la disposición abstracta de las
piedras calmaba la mente y estimulaba la serenidad, al igual que
observar un campo de flores o la caída del agua de una catarata.
Vaananen miraba intensamente la piedra, roja como la lava de
un volcán en erupción.
Aunque la contemplación de aquellas piedras era relajante, sus
hermanos istarianos desconocían su auténtico poder.
Vaananen pasó la mano sobre el gran cactus de formas
redondeas que se alzaba en medio de la arena, para sentir su
humedad y vitalidad.
Todo parecía indicar que habría lluvia. Lluvia en menos de una
hora.
Pero no en el desierto.
El druida siguió andando lentamente dentro de los límites del
jardín, con la mirada clavada en el centro del cuadrado, donde las
dunas se arremolinaban como un torbellino alrededor de los tres
jeroglíficos que el druida había dibujado sobre la arena.
Vaananen se subió las mangas blancas de la túnica, se quitó,
frotando, la poción de ocultación que llevaba untada en la parte
interior de la muñeca izquierda y se quedó observando el tatuaje de
una hoja de roble. Había ocultado aquella marca durante los seis
años que había convivido con los clérigos del Príncipe de los
Sacerdotes.
La hoja de roble rojo. La mano del druida.
Vaananen se concentró; los jeroglíficos brillaron con gran
intensidad y poco a poco fueron apagándose hasta desaparecer. En
aquel mismo momento y a muchos kilómetros de distancia
descansarían en el suelo del kanaji.
Ahora, los rebeldes encontrarían el agua que tanto necesitaban
y también se enterarían de la retirada de las tropas de Istar.
De forma enérgica y sin demora, el druida se sentó de cuclillas y
acarició la suave arena donde habían estado los jeroglíficos hacía
tan sólo unos instantes. La superficie se igualó de nuevo con el resto
del jardín.
Por los confusos rumores procedentes del Templo, de los
pasillos, de las torres y de la sala de audiencias del Príncipe de los
Sacerdotes, Vaananen estaba seguro de que los símbolos
meticulosamente dibujados por él en la arena habían logrado sus
lejanos objetivos.
Así había sido durante años.
Su corazón estaba en aquel momento junto al excéntrico y
extraño Hombre de las Llanuras que había sabido encontrar el
antiguo kanaji, con el muchacho que buscaba agua para su pueblo.
Así, durante el primer año en que Fordus fue el Profeta del Agua,
Vaananen guió al joven y, con augurios druidas, halló fuentes de
agua subterránea para los que-naras, informando a Fordus mediante
jeroglíficos y el kanaji.
Cuando había transcurrido un año desde que Fordus tuvo su
inexplicable sueño, el Profeta del Agua se convirtió en el Profeta de
la Guerra, y entonces nació la rebelión contra Istar. A partir de ese
momento, el druida empezó a transmitir más información mediante
aquel sistema ancestral sobre la localización de las tropas istarianas
y sus movimientos.
Vaananen mantuvo un hechizo permanente de salvaguardia
sobre la torques dorada que rodeaba el cuello de Fordus. Eso era
hacer magia a distancia, y el sueño del druida fue irregular y agitado
mientras sus conjuros protegían al errante Hombre de las Llanuras
de los elementos, de las tropas de Istar... y de algo más, mucho más
perverso, oscuro y poderoso. Vaananen aún no estaba seguro de
qué se trataba aquella amenaza terrible, pero tenía sus sospechas.
Zeboim quizás. O Hiddukel. O algún dios del mal todavía más
poderoso. Pero el druida sí sabía una cosa con toda seguridad.
Fordus estaba a salvo y también los rebeldes a los que protegía,
siempre y cuando los istarianos no reparasen en él. Así que
Vaananen se mantuvo tranquilo, sin llamar la atención, y ayudaba a
Fordus silenciosamente.
Pronto se hizo evidente que aquel muchacho tenía un don, que
podía predecir el tiempo y las tácticas enemigas a partir de las
titubeantes líneas de la arena del kanaji. Luego, el elfo traducía sus
extrañas palabras, los Hombres de las Llanuras emprendían el
camino e Istar sumaba una nueva derrota en el desierto.
Así había sido y así era.
Vaananen dibujó otra espiral con el dedo y se sentó sobre los
talones. Lentamente, la arena comenzó a hervir y a rodear la piedra
blanca.
«Bien -pensó el druida-. Una señal del presente.»
De repente, la piedra blanca perdió luminosidad y empezó a
adquirir un tono grisáceo, su brillo inmaculado se convirtió en un
blanco sucio. La arena empezó a arremolinarse y la piedra blanca se
hundió lentamente en el jardín, hasta alcanzar el fondo de la espiral
de tierra.
Enseguida, la propia piedra comenzó a encresparse y a
hincharse. El druida miró fascinado y atónito cómo de aquella cosa
surgieron ocho piernas blancas en forma de raíces que, de repente,
comenzaron a sacudirse y a moverse...
«Igual que la trompa embudo de un trágalo -pensó el druida, y
sintió que el vello de los brazos se le erizaba-. Mantén la calma, no
es más que una visión.»
A pesar de sus intentos por calmarse Vaananen se apartó de la
imagen. Entonces, en el fondo del torbellino apareció una figura
humana, una silueta translúcida y ondulante, como si se tratase de
un espejismo del desierto. Aquella enigmática aparición intentaba
trepar inútilmente por el torbellino de arena y el trágalo escalaba tras
ella, con el par de mandíbulas más pequeño batiendo.
--Fordus -susurró Vaananen, acercándose alarmado a la visión.
Sabía que en algún lugar aquello estaba sucediendo. El rebelde
estaba luchando contra un monstruo. Allí, encerrado en su
habitación, sin posibilidad de ayudarlo, el druida lo único que podía
hacer era mirar y confiar en Fordus.
Y mandarle su protección a través de la lejana torques.
En el fondo del remolino, la fantasmal figura se agarraba con
todas sus fuerzas a las paredes de arena, intentaba trepar y volvía a
caer. El trágalo subía tras él, con una luz apagada, pero
resplandeciente, en sus enormes ojos verdes. Aquella criatura
gigantesca, de color tierra y con forma de insecto, escalaba por el
estrecho hoyo, con las fauces abiertas como las pinzas de un
cangrejo, o un cepo de Neraka.
Fordus daba brincos para intentar salir del hoyo y ponerse a
salvo, mientras aquella bestia lo acechaba; finalmente, logró atrapar
su pierna entre sus enormes fauces.
--Fíjate en los otros ojos... -susurró Vaananen, mirando
fijamente a las órbitas negras que se escondían tras los brillantes y
falsos ojos del trágalo. Los ojos negros, los auténticos, anunciarían el
ataque.
El druida oró para que Fordus también se diese cuenta de ello.
Las terribles fauces de aquella criatura se abrieron y cerraron,
vacilantes sobre la pierna del joven de las Llanuras, quien,
deslizándose por la rampa de arena, agarró el hacha de su cinturón,
la hizo girar y finalmente la lanzó con todas sus fuerzas directamente
al tórax del monstruo. El trágalo comenzó a rugir furioso y retrocedió
tambaleándose, mientras sus terroríficos ojos negros rodaban
repentinamente bajo el dermatoesqueleto de la cabeza.
--¡Ahora! -gritó el druida, y a cincuenta kilómetros de distancia,
en el corazón del desierto, el Profeta sintió cómo la torques de su
cuello comenzaba a temblar y lo levantaba. En una última explosión
de furiosa energía, Fordus apoyó su otro pie en la cabeza del trágalo
y estiró con fuerza. Finalmente, el Hombre de las Llanuras, lanzando
gritos de dolor mientras sentía que la piel de la pierna se le
desgarraba en su último intento desesperado por liberarla, logró
escapar de aquella trampa y ponerse a salvo fuera del hoyo, a ras de
suelo; entre tanto el trágalo se precipitaba hacia el interior de la
profunda oscuridad. Fordus se sentó en la orilla del hoyo de arena,
agradecido por seguir con vida y apretándose la herida que
comenzaba a hincharse por el veneno del monstruo.
Vaananen se inclinó hacia adelante para intentar en vano
apreciar la gravedad de la herida. Poco a poco, la arena blanca
comenzó a girar en la otra dirección y lentamente la piedra se alzó
hasta la superficie del terreno donde se quedó, inocente y muda,
exactamente donde el druida la había colocado, junto a la piedra
roja.
Vaananen suspiró, las visiones habían terminado y la arena del
jardín mágico permanecía lisa y uniforme de nuevo. El druida estaba
solo y a salvo en su austera pero acogedora habitación, mientras los
contornos de las sombras de las paredes se alargaban y adquirían
profundidad, a medida que la luz de la lámpara perdía intensidad.
Vaananen levantó la cabeza al oír un ligero ruido en la ventana.
Y vio a Vincus dejarse caer en la habitación con agilidad.
--¿Qué me traes? -le preguntó el druida, mirando sonriente a su
visita.
Las oscuras manos del muchacho se movieron con rapidez para
expresarse mediante un lenguaje de signos ancestrales.
--Claro que puedes sentarte -le respondió Vaananen, riéndose
casi imperceptiblemente al percibir el olor de heno agrio-. La jarra de
limonada que hay en la mesa es para ti.
Vincus bebió el líquido con ansia y se sentó en el borde de la
cama del druida. Sus manos se movieron rápidamente de símbolo a
símbolo, como emulando los gestos del mago que preceden al
conjuro.
--Así que hablan de desavenencias en las filas rebeldes -dijo
Vaananen en voz baja-. Mercenario, agorero, vendedor de sal... la
misma historia.
Vincus asintió con la cabeza.
--No son más que rumores -dijo el druida dirigiéndose
lentamente de nuevo hacia la arena.
Vincus ladeó la cabeza y se dio cuenta de que el druida le daba
la espalda. El joven se encogió de hombros y dio otro sorbo de
limonada.
--¿Y qué te parece a ti, Vincus? -le preguntó Vaananen
mirándolo por encima del hombro.
El muchacho lanzó tres rápidas y precisas ráfagas de señales al
aire iluminado por una triste lámpara y el druida se rió suavemente.
--Yo tampoco. Pero tú has hecho tu trabajo y yo ahora debo
hacer el mío.
Vincus le señaló la jarra.
--Naturalmente -le respondió el druida-. Bebe todo lo que
quieras, y luego deberás marcharte rápido, imagino que por el mismo
camino que has venido. En estos tiempos las oraciones son cortas, y
tu amo esperará que estés en su cuarto.
El muchacho frunció el ceño. Balandar, el señor de Vincus, no
era particularmente despiadado y su biblioteca contenía las mejores
colecciones de libros entre los clérigos de Istar, pero la esclavitud era
la esclavitud y resultaba duro sobrellevar que especulasen con su
libertad, las noches de confinamiento y tener que llevar el collar que
lo identificaba como esclavo, por mucho que éste fuera de plata
reluciente.
Vaananen se dio la vuelta incómodo. En breve, Vincus
desaparecería por la ventana, cruzaría el jardín y llegaría a la
habitación de Balandar con tiempo suficiente para encender el fuego,
verter un poco de vino de una reserva especialmente valiosa
reservada exclusivamente para los clérigos más veteranos y
prepararle finalmente la ropa para la mañana siguiente. En menos de
una hora, el viejo Balandar estaría roncando y Vincus dispondría de
tiempo para leer, dormir o comer.
Para cualquier cosa menos para disfrutar de la libertad, y a
Vaananen no le agradaba pensar en ello.
El padre de Vincus había muerto en esclavitud, y el Príncipe de
los Sacerdotes había perpetuado aquel castigo durante la siguiente
generación, pero, a diferencia de los elfos, quienes permanecían a
kilómetros bajo tierra cavando en las rocas y en el olvido, Vincus
podía llegar a recuperar su libertad. «Algún día, Vincus será libre»,
prometió el druida para sus adentros.
Con sumo cuidado, Vaananen volvió a trazar los jeroglíficos
sobre la arena inmaculada. Fordus viviría, tenía que vivir.
Pero para ello necesitaría agua y un plan inmediatamente.
La Encrucijada. Aquél era el símbolo que conduciría al líder de
los rebeldes hasta la bifurcación del viejo río seco, donde había agua
subterránea. En principio parecía sencillo.
El tercer día de Solinari. El denso y variado significado de aquel
jeroglífico era ya más complejo. Agua a tres palmos bajo la
superficie, tropas de Istar a tres días de allí...
Esforzándose por dejar su mente en blanco, Vaananen miró el
tercer símbolo.
Nada de viento. Tiempo propicio, estrategia favorable. La
mayoría del ejército de Istar se encontraba a muchos kilómetros de
distancia, reagrupada en actitud defensiva.
Aquello significaba buenas noticias en todos los frentes y tenía
que hacerlas llegar a Fordus a través de la distancia que los
separaba.
Pero también había la inquietante noticia que Vincus le había
traído y que debía transmitirle.
Balanceándose sobre los talones, el druida examinó su obra.
Necesitaba un cuarto jeroglífico para poder advertir a Fordus de otros
peligros que lo acechaban.
Dibujó un extraño dermatoesqueleto, unas antenas y unas
enormes fauces batientes.
Trágalo. La bestia aún estaría reciente en la mente de Fordus.
«Ten cuidado -pensó el druida-. No pisas suelo firme.»
_____ 7 _____

Al cabo de tres días de la desaparición de Fordus, en el


campamento comenzó a crecer el nerviosismo. Era gente nómada, y
tres días en un mismo sitio empezaba a ser demasiado. El ganado
ya había acabado con la maleza que sobrevivía en aquel terreno
plagado de grietas y piedras, y las últimas reservas de agua estaban
agotándose. Durante todo aquel tiempo, el campamento hervía con
las nuevas incorporaciones. Llegaban Hombres de las Llanuras
procedentes de toda la región, para acogerse a los cobijos itinerantes
proporcionados por aquel Fordus.
No era raro que Fordus desapareciese durante un día, quizás
incluso durante toda una noche, y los rebeldes estaban
acostumbrados a los retiros de su líder en el desierto. En esas
ocasiones, partía, dejando a Luz de Relámpago al mando, en
dirección al kanaji, hacia las tierras que se abrían en el fondo del
hoyo, en busca de agua o, a veces, de iluminación. A menudo,
después de una noche de soledad, de ayuno y de meditación,
rodeado de aquel inhóspito terreno, el Profeta regresaba al
campamento, exhausto, pero a la vez extrañamente despierto, y
pronunciaba sus enigmáticas palabras producto de las visiones que
había tenido en el desierto.
El elfo era el encargado de dar sentido a aquellas palabras;
transformaba la poesía en estrategia y el oráculo en tácticas. Luego,
comenzaban las batallas y llegaban las victorias. Ocurría de esa
forma desde que Fordus se convirtió en el Profeta del Agua.
Así funcionaban las cosas cuando necesitaban agua. Pero en
aquella ocasión, ya llevaban tres noches esperando su regreso, con
su victoria más costosa todavía reciente.
Incluso Alanda empezó a escrutar el horizonte con algo más que
ligera preocupación.

Una gran intranquilidad comenzó a propagarse como auténtico


veneno por el campamento rebelde. Luz de Relámpago decidió
reunir a sus exploradores para que iniciasen la búsqueda de su líder.
Pero el elfo no sabía que allí donde las llanuras daban paso al
desierto, a poco más de un kilómetro de distancia de donde hacía
muy poco había tenido lugar la sangrienta batalla, se estaba
desarrollando otro tipo de reunión.
Apenas una hora antes de que saliese el sol en el amanecer del
segundo día desde la desaparición de Fordus, un poco más al norte
del monte cubierto de hierba, desde el cual el líder rebelde había
presenciado la batalla, una pareja de jinetes de las tropas de Istar
ataviados con negras túnicas cabalgaban hacia el sur, en dirección a
la Encrucijada, bajo la luz vacilante de la luna blanca. Eran dos
soldados veteranos, fuertes y de expresión cínica, con docenas de
campañas bélicas a sus espaldas, que cabalgaban obedeciendo una
misteriosa orden para encontrarse con el enemigo bajo la luz de la
luna.
Los dos jinetes llegaron a aquel lugar cubierto de piedras y
esperaron al hombre que, solo y a pie, se aproximaba hacia ellos,
cruzando una gran extensión de tierra plagada de arena y juncias.
--Señor, aquí no hay ningún lugar donde puedan esconderse
-afirmó el más viejo de los jinetes, quien, con aire ausente, acarició
suavemente los galones de sargento que prendían del hombro de su
uniforme-. Hay casi dos kilómetros entre él y el lugar más cercano
donde podrían ocultarse.
El hombre más joven, el oficial que estaba al mando de aquella
operación, asintió con la cabeza. Como puro acto reflejo, mantenía
su mano enguantada sobre la empuñadura de la espada, y sentía el
frío relieve de ésta.
Había algo muy raro en el andar de aquel extraño individuo. Se
movía con firmeza por aquel terreno inestable, sin esquivar, ni una.
sola vez, un brezo o un desnivel ni romper el paso o, como mínimo,
no lo hizo hasta que estuvo cerca de la pareja de jinetes. El hombre
saludó a los soldados istarianos en voz baja y con un tono coloquial.
--Señores, ha llegado el momento -dijo el intruso. Sus ojos de
color ámbar se empequeñecieron y se ajustó la túnica de seda negra
al cuerpo para protegerse de los rigores de la noche del desierto-. Ha
llegado el momento si son lo suficientemente hombres para ello.
--Acércate -le requirió el oficial con tono cortante-. Cuéntame lo
que sabes.
El hombre permaneció firme en su sitio y dirigió su mirada altiva
hacia la izquierda y, con su pelo negro cayéndole en cascada por la
cara, apuntó hacia un pequeño altiplano que se erguía en el oscuro
horizonte.
--Los rebeldes están ahí -anunció sin prestar atención a los
caballos que lo rodeaban-. Tienen su campamento en la base del
Altiplano Rojo. Hace tres días que no ven a Fordus Alma de Fuego, y
en su ausencia ha surgido una docena de bandos opuestos. La vieja
guardia, los que están con Fordus desde que se convirtió en el
Profeta, permanece junto a Luz de Relámpago y Alanda. Pero
algunos de los que-naras y muchos de los forasteros han puesto sus
ojos en Estrella del Norte, mientras que los proscritos son fieles a
Gormion. Luego, están... -el confidente hizo una pausa muy
reveladora en su relato- aquellos que... secretamente somos fieles a
Istar. Aquellos cuyo futuro está estrechamente relacionado con la
suerte del Príncipe de los Sacerdotes.
Los soldados intercambiaron una mirada escéptica y esbozaron
una sonrisa forzada.
--Os lo repito, su líder ha desaparecido -insistió el confidente-. O
se hace ahora u os aseguro que habrá una guerra larga y cruenta.
¡Os estoy ofreciendo una magnífica oportunidad!
El oficial consideró el ultimátum. Veinte kilómetros más al norte,
las tropas vencidas de Istar se amontonaban a las afueras de la
muralla de la ciudad, esperando refuerzos urgentes procedentes de
sus asentamientos a lo largo de la frontera con Thoradin. Pero
mientras no llegaba la tan ansiada ayuda, los restos ya muy
menguados del orgullo de Istar se acurrucaban en el campamento y,
creían ver rebeldes por detrás de las rocas o agazapados en la
hierba bajo la luz de la luna.
No. Aunque algo de cierto había en las palabras de aquel
individuo, el momento del ataque todavía no había llegado.
Aun así...
El joven oficial, acostumbrado a tomar decisiones rápidas e
inflexibles, zanjó aquel asunto inmediatamente. Enviaría al
confidente en dirección al campamento rebelde y ellos lo seguirían a
cierta distancia.
--Lo que sugieres es imposible -dijo.
--Y ¿por qué? -preguntó el hombre frunciendo el ceño.
--No tengo por qué darte explicaciones -replicó el oficial.
--Lamentaréis vuestra decisión -gruñó el confidente apuntando a
los dos hombres montados sobre sus caballos con un dedo pálido,
casi translúcido.
El oficial no le contestó y se quedó observando el lejano
altiplano en el horizonte. Si el confidente decía la verdad, en algún
lugar, no muy lejos, los rebeldes acampaban junto a hogueras
cuidadosamente situadas y ocultas para que su luz no fuese visible a
lo lejos.
--Después de todo -concluyó el oficial-, ¿cómo sabemos que no
te han enviado para tendernos una trampa? ¡Quizá tú eres Fordus!
-dijo riéndose burlonamente.
Disgustado, el misterioso individuo se dio la vuelta, lanzó una
última mirada venenosa por encima del hombro, y rápidamente
emprendió, silencioso, el camino de regreso. Pronto no fue más que
una oscura figura recorriendo el desierto bajo la luz de la luna. La
pareja de jinetes permaneció en silencio sobre las sillas de sus
caballos, hasta que vieron cómo a lo lejos, en una duna, la silueta del
confidente alzaba los brazos.
--Un tipo raro ¿eh? -comentó el sargento burlonamente.
Pero no hubo respuesta.
El sargento miró el horizonte durante un instante.
--Señor, ¿deberíamos seguirlo? -preguntó girándose despacio
hacia su superior.
Entonces se dio cuenta de que el joven oficial había
desaparecido.
La yegua del oficial seguía allí, temblorosa y con los ojos
desorbitados, y de la silla caía un polvo que se acumulaba en el
suelo formando una pirámide de simetría horripilante, como si cayera
en el fondo de un reloj de arena encantado.
Una armadura de bronce perteneciente al ejército de Istar se
balanceaba tristemente sobre el duro suelo, y a no más de tres
metros de distancia había un casco y un par de guantes blancos.
En un gesto estúpido, el sargento desenfundó la espada.
Un solitario pájaro nocturno trazaba círculos sobre su cabeza,
reflejando la luz de la luna en sus enormes alas extendidas.

Veneno. Delicioso veneno.


El veneno de diez mil años fluía por las venas de la Reina de la
Oscuridad, mientras su anguloso cuerpo cristalino andaba con paso
firme a través del desierto, en dirección al lejano campamento
rebelde.
Takhisis recordó al oficial muerto con placer y deleite.
Eso es lo que iba a ocurrirles a los Hombres de las Llanuras o
de Istar que osasen cruzarse en su camino. Especialmente a aquel
que había logrado escapar de su esbirro, el trágalo.
Y también a los dioses que interfiriesen en sus asuntos.
En la estrellada cúpula del cielo del desierto, apareció el hijo de
la diosa, aunque todavía resultaba invisible para los ojos mortales,
para los elfos y los humanos, para los enanos y los kenders. Incluso
los hechizos más poderosos fracasarían en el intento de localizar la
luna negra, puesto que Nuitari aguardaba su momento, y evitaba
atraer la mirada de las criaturas terrenales, los cristales, los augurios
y los pronósticos distorsionados de los astrólogos de Istar.
Pero naturalmente, Takhisis sí que podía verlo mientras brillaba
allá en lo alto, oscureciendo en su recorrido al resplandeciente
Sirrion y a Shinare.
Su hijo. Su oscuro orgullo.
Desde su nacimiento, Nuitari había supuesto una brecha entre
ella y su consorte, un turbulento incidente que tuvo lugar durante la
Era del Nacimiento de las Estrellas y que separó a Takhisis y
Sargonnas antes del nacimiento del mundo.
«¡Oh! Gané aquella batalla en los mismos orígenes -pensó
Takhisis-. Y en adelante las ganaré todas.»
La luna negra fue su juramento, su ofrenda a los otros dioses.
Cada familia de dioses, para sellar su solemne pacto de que jamás
harían la guerra en la faz del planeta, acordó crear un hijo y cada uno
de ellos sería hermano de sangre de los hijos, creados por las otras
familias. Unidos de este modo por alianzas y parentesco, bendecirían
el mundo de Krynn con su magia.
El hijo plateado de Paladine y Mishakal, el resplandeciente
Solinari, fue el primero en ascender a los cielos. El mayor de
aquellos hijos dejó caer una lluvia de magia benigna y provechosa, y
el pueblo de Paladine, los elfos de alto linaje, alzaron sus brazos a la
luz de la luna. Los humanos, por su parte se entregaron a la luz roja
de Lunitari, la hija engendrada por Gilean el Libro, el supremo dios
de la Neutralidad.
Los dos juntos deambularon por los cielos, uno en forma de
huevo plateado y otra de huevo escarlata. Y, a partir de entonces,
surcaron el firmamento de Krynn y sirvieron de refugio y hogar de las
divinidades menores.
Y en la estéril época del Príncipe de los Sacerdotes, como su
prisión.
Pero todo aquello había sucedido mucho antes del nacimiento
de Istar, mucho antes de la Era del Poder.
En el vacío que se extendía sobre el planeta que giraba sobre sí
mismo, Takhisis y Sargonnas engendraron a su hijo. Su unión fue
triste y sin amor, puesto que ambos dioses hacía ya tiempo que se
habían distanciado y se habían sumido cada uno de ellos en la
oscuridad de su propio abismo. Un día, en la oscura nube que
gravitaba sobre el Courrain, la diosa, con ayuda de sus poderosos
hechizos, hipnotizó a Sargonnas y le forzó a parir al hijo de ambos.
Durante todo un día y una noche, el gran dios carroñero
permaneció suspendido en la nube de vapor y cenizas volcánicas
cuyo miasma flotaba furioso sobre la superficie del océano. Takhisis,
vigilante en su extraña maternidad, daba vueltas alrededor de la
nube y esperaba, mientras ensordecedores gritos de parto y dolor
brotaban de la turbulenta oscuridad.
Durante un día y una noche y otro día más, Su Oscura Majestad
permaneció cerca y esperó junto a la nube, mientras su consorte,
escondido, bramaba y juraba venganza.
--Deja que nazca nuestro hijo -le dijo Takhisis mofándose-. Oh,
Sargonnas, deja que lo peor venga a mí. Yo me anticiparé al dolor y
cuando hayas cumplido con tu parte... El espíritu de este hijo será
solamente mío.
Al segundo día, durante el ocaso y mientras el océano
resplandecía con los últimos rayos de sol, el huevo dorado del
Cóndor se elevó desde la nube.
Era el tercer satélite. El dorado Nuitari.
Takhisis recordaba bien cómo el gran Cóndor, desprendiendo un
fuerte olor a fuego volcánico, daba vueltas alrededor del huevo
dorado, amenazante y agorero.
--¡No, Takhisis! -dijo Sargonnas desafiante, mostrando su
desprecio y oponiéndose por primera vez a los deseos y designios
de la diosa-. ¡He sido yo el que ha dado a luz a esta cosa mediante
magia, oscuridad, y también un dolor insoportable! Yo lo criaré y será
mi emisario en medio del nocturno cielo de Krynn.
Takhisis no esperaba que la ira que sintió la invadiese de tal
modo que llegase prácticamente a paralizarla. Al este, en la arena de
la costa de Ansalon, las playas rocosas que con el tiempo se
convertirían en Mithas y Kothas, islas de minotauros, se
ennegrecieron bajo el calor del vuelo de sus alas, mientras la diosa
se lanzaba y rodeaba al despreciable rebelde, al dios que la había
traicionado y a su resplandeciente trofeo dorado.
--¡Nuitari es mío! -gritaba furiosa, y de la Cordillera Cima del
Mundo surgieron los primeros volcanes-. Mío. ¿Me oyes?
Los rayos quebraron el cielo del atardecer y por primera vez los
bosques comenzaron a agrietarse víctimas de las ardientes lanzas
que llovían de los cielos.
--¡Juro que acabaré con esa cosa! ¡Con el cascarón, la divinidad
y lo que quiera que sea! -amenazó Su Oscura Majestad.
Ambos dioses giraron en torno al óvalo dorado. Takhisis trazaba
pequeños círculos alrededor de las plumas deslucidas y humeantes
de Sargonnas, quien agitaba sus alas en medio del aire del océano,
desprendiendo un fortísimo hedor a carroña.
--Tú no vas a destruir un dios menor -graznó Sargonnas bajo los
rayos del sol-. ¡No cuando lo puedes dominar!
--Tú, ¡parásito despreciable! -le espetó la diosa- ¡Tú, maldito
carroñero! ¡Quejica, pretenciosa y estercolera ave de corral!
Una ráfaga de fuego cruzó del aire salado y se disgregó.
Sargonnas se cernió sobre el errante huevo dorado y envolvió con
sus alas su resplandeciente tesoro.
--¿Dices que no acabaré con esa divinidad? -gruñó Takhisis
furiosa-. Sargonnas, voy a mostrarte toda mi compasión. Ahora
mismo te enseñaré la enorme generosidad que albergo en mi
corazón.
Takhisis, trazando arcos en el cielo y con sus negras alas
ensombreciendo las otras lunas mayores, absorbió el viento del
desierto y lo arrojó de nuevo en forma de violenta ráfaga de fuego
negro. Por un momento, el Cóndor y su resplandeciente tesoro
desaparecieron en medio de la negra llamarada, y el cielo se agitó y
se desvaneció. Privado de la luz del sol y de las estrellas, el planeta
se enfrío y se heló, y la crudeza del invierno más severo se instaló en
Ansalon, lo que no dejaba de ser insólito en verano. Pero
lentamente, gracias a que la diosa no era la única fuerza en Krynn,
las estrellas fueron regresando una a una, las primeras en llegar
dieron lugar a la constelación del Dragón, las siguientes fueron los
luminosos astros que se instalaron a su alrededor y, finalmente, los
planetas y las lunas.
Una oscura figura pendía de los cielos, con las alas calcinadas
todavía alrededor del huevo, empollando el cascarón ennegrecido y
a la abrasada divinidad que había dentro.
Después de aquello, Nuitari jamás volvió a ser el mismo.
Cubierto de pelo negro y de aspecto enfermizo, una terrible
enfermedad hizo mella en la profundidad de sus pulmones y de su
garganta. Desde sus primeros días, desde la época que habitaba
dentro del cascarón, el benjamín de las lunas habló con roncos
susurros.
Takhisis recordaba aquel episodio mientras sobrevolaba el
inestable terreno arenoso. En lo alto, su oscura luna navegaba furtiva
entre las estrellas. La diosa miró hacia arriba, en dirección al
serpenteante camino de Nuitari, con expresión de aprobación.
Sargonnas tenía razón.
¿Para que acabar con su hijo si podía doblegarlo
completamente según sus deseos?
La Reina de la Oscuridad pensó en el Príncipe de los
Sacerdotes, quien estaría en su majestuosa torre contando los
ópalos que le entregaría en Krynn.
La diosa dirigió entonces su mirada resplandeciente hacia las
luces que desprendían las hogueras del campamento rebelde, y oyó
el suave sonido de un pájaro solitario que, cauteloso, trazaba
círculos sobre ella y el cual huyó a toda velocidad.

Ese mismo pájaro graznaba de nuevo mientras volaba por


encima de Fordus, que permanecía arrodillado en el fondo del kanaji.
Fordus, exhausto por su combate contra el trágalo y con la
pierna desgarrada e hinchada por el veneno del monstruo, luchó por
alcanzar la frontera de las Lágrimas de Mishakal. Allí encontró el
kanaji, y esperó a que surgiesen los jeroglíficos rodeado de una
extraña música transportada por el viento a través de los cristales de
sal. Las luces del campamento brillaban a kilómetro y medio de
distancia, en el otro extremo de las Lágrimas.
Fordus cerró los ojos y, apretándose la pierna herida, se quedó
observando la arena que el viento arremolinaba en aquel espacio
abierto y circular. En un momento de pánico, confundió aquella visión
con la guarida del trágalo y entonces recordó dónde estaba. Pero su
tobillo había recibido una aspersión de ácido, la otra arma ofensiva
del trágalo.
--Venga, apareced de una vez -murmuró Fordus entre dientes.
Y de pronto, nuevos jeroglíficos comenzaron a formarse sobre la
arena.
La Encrucijada. El símbolo del agua, de eso estaba seguro.
El tercer día de Solinari.
Aquello era más desconcertante. Pero cuando lo verbalizase
rodeado de su gente, cuando Luz de Relámpago oyese la profecía y
la tradujese a un lenguaje más comprensible, su mente entendería lo
que en aquel momento su corazón sentía en el kanaji.
Nada de viento.
Aquello era un misterio para él, una oscura composición de
formas y líneas. Y finalmente sobre la arena inmaculada apareció un
cuarto jeroglífico extraordinario.
Trágalo.
Fordus parpadeó confuso. ¡Aquello ya había ocurrido! El hoyo,
el suelo abriéndose bajo sus pies...
La fiera mordiéndole la pierna y la subida de fiebre.
Sin precipitarse, intentó apartar los pensamientos que invadían
su mente. Pero, en aquel momento, le resultaba muy difícil, ya que el
dolor que sentía en la pierna lo transportaba una y otra vez hasta el
laberinto de su mente, haciéndole temer que nadie fuese en su
búsqueda, que Luz de Relámpago y Alanda no le encontrasen y que
incluso los propios dioses lo hubiesen abandonado.
Fordus, en vez de recrearse en aquellos pensamientos, miró
fijamente los símbolos y cerró los ojos. Los cuatros jeroglíficos
quedaron grabados en su memoria, y luego, como siempre, se
desvanecieron rápidamente, dejando el suelo del foso limpio y sin
ningún rastro.
Fordus se ajustó el cuello de la túnica y sintió el collar de ópalo
más apretado y caliente. Aunque lo intentó, no pudo deshacerse de
la torques. Hacía mucho tiempo que los jeroglíficos le habían
pronosticado consecuencias funestas si lo hacía. Pero estaba
enfermo y se sentía incómodo, y la fiebre hacía que el frío del
desierto le resultase insoportable.
Fordus intentó levantarse y, de repente, fue como si el kanaji
estallará en una luz roja que lo zarandeó y hechizó sobre las rodillas.
Cerró los ojos y vio de nuevo el repentino veneno del animal que le
corroía implacable la carne de la pierna.
Apoyándose en la pared arenosa, el líder de los rebeldes hizo
un nuevo intento por levantarse.
«Tengo que salir de aquí como sea -pensó-. Salir a la luz y
respirar un poco de aire puro. Debo regresar al calor del
campamento.»
Dolorosamente, la piel se le estremecía con cada roce de la
ropa; Fordus trepó hasta que logró salir del foso y, una vez fuera,
descansó. ¿Un minuto? ¿Diez? ¿Una hora? Confuso, y bajo los
efectos de la fiebre, su mente registró la tenue música procedente de
los cristales de sal, y se durmió durante un rato, o como mínimo lo
intentó.
Y de nuevo tuvo aquel sueño. El lago de fuego. El estrecho
puente. La oscura figura alada, las adulaciones y halagos... la
promesa de descubrir quién era.
Por un instante, en pleno delirio, le pareció que Viejo Corredor
se colaba en su sueño. Viejo Corredor, pozo de malicia, con el pelo
grisáceo y la cara cubierta de arrugas, caminaba sobre el estrecho
puente hacia la sombra alada, hasta que su silueta vieja y alargada
se fundió con la extraña nube con forma de pájaro, convirtiéndose
finalmente en un cóndor, el cóndor Viejo Corredor.
«No. No más sueños inesperados», pensó el Profeta.
Fordus se levantó, se mantuvo en pie, tambaleante, y emprendió
el camino hacia el campamento, donde estaría a salvo. Cuando no
había avanzado ni cien metros, en su intento desesperado por
alejarse de allí, la tierra pareció levantarse, como si le tendiese una
trampa. Entonces, Fordus se puso a cuatro gatas y se arrastró por el
suelo como un escorpión, como un cangrejo monstruoso.
Finalmente, alcanzó la cima de un pequeño montículo de arena
y las Lágrimas de Mishakal aparecieron confusas a lo lejos, como si
en su intento por acercarse al campamento sólo hubiese logrado
alejarse aun más.
Fordus volvió la mirada en dirección al kanaji.
Una gran extensión de desierto se extendía entre él y la roca
que se erguía a lo lejos sobre la tierra reseca y agrietada por el calor,
una gigantesca superficie marcada por una compleja trama de
surcos.
Por un instante, le pareció ver a Kestrel en el horizonte. Levantó
las manos y comenzó a chillar, o le pareció que chillaba. Y recordó
que hacía ya dos años que su padre adoptivo había muerto y que lo
habían enterrado en la ancestral Encrucijada.
¿Entonces, quién era aquel individuo?
Aún le parecía que la figura de Kestrel lo saludaba a lo lejos,
cambiante como una nube cargada de lluvia, cuando poco a poco
otra figura comenzó a cobrar forma dentro de ella, otro hombre
vestido de un blanco cegador y cuyas ropas dispersaron la sombra
como mero humo arrastrado por el viento.
Fordus miró fijamente a ese hombre hasta que los ojos le
dolieron. Era un hombre de talla mediana, un poco calvo, con ojos de
color azul cielo...
No, con ojos azul mar...
Entonces, aquella figura se desvaneció igual de rápido que
había surgido; dejó el desierto desnudo bajo la misteriosa luz de la
luna, como un terreno desolado que se extendía hasta más allá de
donde a Fordus le alcanzaba la vista.
Con la fiebre todavía muy alta, el Profeta del Agua miraba
ausente la tierra agrietada por el calor, hasta que las propias grietas
comenzaron a cobrar forma.
Un jeroglífico. Otro más.
«El desierto entero se ha convertido en mi kanaji», pensó
Fordus delirante y triunfante a la vez, y comenzó a leer las
ondulantes líneas que se extendían sobre la tierra.
Una parecía una torre. La otra una silla.
Preso de alucinaciones, Fordus unió aquellos dos símbolos.
--Yo me sentaré en el trono de Istar -susurró-. Ésta es la señal
que he estado esperando.
»El mando del imperio me espera. El mundo entero se ha
convertido en mi kanaji, el telón de fondo para mis visiones. Debo
acabar con la tiranía del Príncipe de los Sacerdotes... y gobernar en
su lugar.
»Ya sé quién soy. Soy el Príncipe de los Sacerdotes.
Con los mensajes olvidados sobre el agua, Fordus rodó
exultante sobre la arena hasta que se quedó contemplando el
parpadeante cielo. La tierra había hablado y le había nombrado el
legítimo Príncipe de los Sacerdotes de Istar.
Eran unas noticias gloriosas.
Acababa de hallar algo mejor que agua.
Él era el Profeta y también la profecía.
Un halcón se detuvo sobre él y aprovechando una corriente de
aire, regresó veloz hacia el campamento rebelde. Obedeciendo las
órdenes de su señora, Lucas había estado buscando al líder de los
rebeldes, guiándose por las débiles y apenas descifrables voces que
transportaba el viento. Durante su búsqueda, el halcón oyó una
docena de idiomas mezclados en el viento, entre los que se
encontraban el débil lamento de una pequeña elfa procedente de
algún oscuro lugar de debajo de Istar, la última exhalación de un
mercader asesinado en los márgenes del desierto, los apacibles
susurros de la hierba y de los lejanos y ancestrales vallenwoods,
lejos al sur de Silvanost.
En medio de todos aquellos confusos sonidos, Lucas por fin
percibió el murmullo del Profeta del Agua, palabras extrañas e
inconexas acerca de piedras, agua y de la caída de la gran ciudad.
Lucas lo encontró en medio de una gran extensión de desierto
que se expandía al sur de las Lágrimas de Mishakal. El halcón,
atento y vigilante, vio a Fordus arrastrarse y parlotear, y finalmente
dirigirse hacia un monte que se erguía en medio de las salinas.
Parecía que hablaba a alguien, pero allí no había nadie.

_____ 8 _____

El halcón atravesó la luz de la hoguera y una estela de humo y


cenizas se esparció en su camino.
Lucas, con un grito agudo y estremecedor, aterrizó como un
meteorito en el campamento rebelde, sorprendiendo a los centinelas
e interrumpiendo las conversaciones de descontento y conspiración
de los rebeldes. Gormion, en cuclillas y rodeada por sus seguidores,
alzó los ojos malhumorada y, con tintineos de sus brazaletes de
plata, hizo la señal de salvaguardia, mientras Rann y Aeleth cogían
sus armas instintivamente.
Alanda se encontraba junto a Estrella del Norte y Luz de
Relámpago en la orilla del arroyo cuando oyó el grito de Lucas. La
muchacha levantó la mano protegida por un guante y se preparó
para recibir al halcón. Con un certero y elegante descenso, Lucas fue
a parar a la parte inferior del guante, y sus cascabeles tintinearon
mientras sus garras se asían con fuerza a la mano de su dueña.
Luego, el pájaro murmuró algo y se irguió para que la barda le
ajustase las pihuelas.
A pesar de su fuerza y entrenamiento, aquella vez Alanda se
tambaleó cuando recibió el impacto del aterrizaje de Lucas. Con el
brazo todavía un poco dolorido, la muchacha examinó al halcón
mientras le acariciaba las plumas con sus pálidos dedos y se
aseguraba de que el ave no había sido atacada por otro pájaro
mayor. Estrella del Norte y Luz de Relámpago se apartaron con
recelo.
El halcón se acercó hacia su dueña y comenzó a emitir
pequeños sonidos junto a su pelo claro; Alanda dejó de acariciarlo y
escuchó.
Fordus se acerca, tradujo la muchacha mediante signos. Está
cerca, pero hay una nube sobre él. Luego, Lucas no ha vuelto a ver
al Profeta.
--Pero ha podido ver algo más.
Los ojos del pájaro proyectaban resplandecientes destellos
verdes.
--Cántanos esa visión entonces, Alanda -le requirió Estrella del
Norte.
La barda miró incómoda a su joven primo. Para él la solución
era sencilla; él podía interpretar las estrellas, los senderos del
desierto y su destino estaba escrito. No podía comprender la
excepcionalidad del instante en que la cantante entregaba su
corazón al ave, el momento de explosión de luz en que los gritos del
halcón se convertían en palabras y las palabras en canciones.
Alanda, de mala gana, en voz baja y sin acompañarse del
tambor, interpretó la canción del halcón. La melodía era un antiguo
cántico marinero de Balifor del cual recordaba la música, pero las
palabras, como siempre, eran nuevas y ganaban fuerza a medida
que, junto al fuego del campamento, iban llegando a ella.

El oscuro hombre del desierto


el oscuro hombre de la llanura
el oscuro hombre en el hueco vacío del cielo
no es un hombre oscuro.

Su hogar no está en la luna


su hogar no está en el sol
el oscuro hombre de la verde colina
no es un hombre oscuro.

Sus brazos son piedra y agua


su sangre es piedra y arena
el oscuro hombre del campamento cercado
no es un hombre oscuro.

Las palabras dejaron de fluir con la misma rapidez que habían


surgido. Lucas ahuecó las plumas satisfecho, y los últimos destellos
rojizos que brillaban en ellos parecieron salpicar el suelo del desierto.
Incluso las propias hogueras esparcidas por el campamento
menguaron tras aquel canto. Alanda colocó al pájaro en su aro y se
sentó, apoyando la cara entre sus manos. Apenas podía recordar lo
que acababa de cantar. Las palabras habían surgido
espontáneamente, y habían cruzado su mente como los rayos de luz
atraviesan las aristas de los cristales.
Los ojos de los allí presentes se clavaron en Luz de Relámpago,
quien tenía la mirada perdida en el corazón del fuego.
Esta vez el elfo no estaba seguro del significado de aquellas
palabras, ya que era el extraño lenguaje que compartían la barda y el
pájaro, aunque era como un idioma que le resultaba muy familiar.
Luz de Relámpago se aclaró la garganta y las blancas lucernas
se levantaron dejando al descubierto sus ojos dorados.
--Hay un espía entre nosotros -afirmó-. Alguien que no es lo que
parece ser. Creo que es esto lo que el halcón intenta decirnos. Sí.
Eso es lo que ha dicho.
Alanda y Estrella del Norte se miraron incómodos.
--Un espía -repitió Luz de Relámpago, esta vez con más
aplomo.
Tamex se acercó a la hoguera.
Lucas lanzó un grito agudo, levantó sus poderosas alas y abrió
amenazante su pico corvo.
Sin hacer ruido, Tamex surgió de entre las sombras y, de pronto,
se hizo visible, tangible, ante ellos. Ataviado con una túnica de seda
negra se sacudió el polvo de las botas y examinó indiferente el grupo
de rebeldes. La luz de las llamas resplandecía a través de su piel, y
por un instante Estrella del Norte creyó que los dedos del forastero
estaban encorvados como garras.
¿Quién era aquel hombre que surgía a media noche en el
desierto?
--El oscuro hombre -dijo Luz de Relámpago casi sin aliento-, que
no es quien parece ser.
La barda le lanzó una mirada llena de resentimiento. Pero de
pronto la muchacha se ruborizó; no sabía por qué defendía a aquel
hombre.
Tamex se dirigió hacia ellos, con sus ojos negros llenos de rabia
y brillantes como el ónix. Gormion, Rann y Aeleth, que nunca habían
sido totalmente fieles a Fordus o a sus oficiales, se levantaron para
respaldar a Tamex, con las manos preparadas sobre la empuñadura
de sus armas.
--¿De dónde vienes, guerrero? -preguntó Luz de Relámpago con
un tono frío y cortante.
Tamex se encogió de hombros, y los proscritos cerraron filas
tras él.
En una hoguera cercana, tres Hombres de las Llanuras se
levantaron y, agarrando con firmeza sus lanzas, anduvieron despacio
y con aire amenazante hacia Gormion, proyectando sus sombras en
medio de los dos fuegos.
Algo rozó el hombro de Luz de Relámpago y Estrella del Norte
apareció tras él. El joven muchacho, aunque tenía más de explorador
que de guerrero, estaba preparado para cumplir con su parte.
Armado con un cuchillo y la mirada penetrante clavada en aquel
misterioso individuo y en sus seguidores.
Alanda observaba inquieta aquella situación y Lucas, cada vez
más intranquilo, comenzó a chillar.
Los dos guerreros, el elfo y aquel misterioso Tamex, estaban
atrapados en una situación que tan sólo podía acabar en combate.
El grito de un centinela interrumpió el tenso silencio, y
prácticamente todas las miradas se clavaron en el joven Hombre de
las Llanuras que vigilaba desde la cima del Altiplano Rojo.
--¡Tropas enemigas! ¡Doscientos jinetes se acercan por el norte!
Tamex apartó la mirada de Luz de Relámpago y esbozó una
sonrisa perversa. Así que después de todo habían venido.

La caballería de Istar, entrenada por los célebres solámnicos


durante más de tres siglos de alianza, era casi tan efectiva y
excepcional como la de sus maestros. Los soldados que se
aproximaban manejaban la espada con destreza, eran arqueros
certeros y luchaban incansables a lomos de sus caballos, a menudo
atados a la silla para mantenerse firmes sobre la montura durante el
combate. Pero eran más despiadados que los solámnicos. Un
Caballero de Solamnia, en ocasiones, como muestra de su
clemencia, tendía la mano al enemigo, ya fuese hombre, elfo, enano
o incluso ogro, en señal de respeto hacia su Código que rezaba Est
Sularis oth Mitha», es decir, «Mi honor es mi vida».
Los istarianos, en cambio, no seguían ni el Código ni la Medida
y las historias que narraban sus invasiones eran espeluznantes.
El corazón de Luz de Relámpago dio un brinco cuando oyó la
alarma del centinela y, por un instante que le pareció eterno, luchó
por trazar un plan y por encontrar las palabras adecuadas para
expresarlo.
Tamex aprovechó el momento de desconcierto para empezar a
dar órdenes a diestro y siniestro, y los rebeldes reaccionaron
inmediatamente ante sus gritos.
--¡Apagad las hogueras! -ordenó el hombre vestido de negro.
Rápidamente, Rann tiró arena sobre el fuego y el humo se
desvaneció en medio del aire de la noche.
--¡Hacia el altiplano! -gritó Luz de Relámpago, pero sus palabras
se perdieron entre los bramidos de Tamex, cuya voz era tan potente
que no parecía humana.
--¡Retroceded a las Lágrimas! -mandó el tenebroso forastero-.
¡Nos enfrentaremos a ellos desde las rocas!
Todos, jóvenes y mayores, abandonaron el campamento
obedeciendo las instrucciones que les daban; corrían para ponerse a
salvo en medio del laberinto que formaban las rocas de cristal.
Luz de Relámpago llamó a los Hombres de las Llanuras que se
hallaban cerca de él, pero éstos ya se habían puesto en movimiento
para seguir a Tamex y a Gormion hacia el territorio hechizado.
Quinientos metros de campo abierto separaban el campamento
rebelde de las rocas de cristal, pero Tamex se puso en primera línea
para dirigir a aquellos hombres, agrupando a bárbaros y proscritos
mientras bordeaba los márgenes de las salinas. Todas las hogueras
del campamento se desvanecieron en la oscuridad del desierto y, de
pronto, en medio de la noche, surgió una columna de antorchas
istarianas que ondeaban y avanzaban implacables.
--¡Penacho! ¡Danzarín de Estrellas! -gritó Luz de Relámpago,
pero los dos jóvenes tardaron en reaccionar, impacientes por hacer
correr sangre enemiga.
Luz de Relámpago, desesperado, intentó agarrar a Danzarín de
Estrellas, pero el muchacho pasó demasiado deprisa junto a él. Un
grupo de jóvenes de las Llanuras y otro de jóvenes proscritos
gritaban y gesticulaban alborotados ante el avance de las antorchas
enemigas, mientras se preparaban para la batalla.
--¡Necios! -gritó Luz de Relámpago.
Entonces, el sonido de los cascos de los caballos, lejano hasta
hacía muy poco, fue cada vez más ensordecedor y pronto
aparecieron los primeros soldados y las primeras armaduras
resplandecientes bajo la luz de las antorchas.
Con un grito, Estrella del Norte trató de derribar a uno de los
jinetes, pero las cuerdas que lo sujetaban consiguieron mantenerlo
agarrado al caballo, el cual salió al galope bajo la luz de las estrellas
y cruzó por encima de las cenizas de un fuego recién apagado,
arrastrando así a los dos hombres por el duro suelo.
Luz de Relámpago se agachó ligeramente adoptando su postura
de ataque, mientras una docena de jinetes cobraron forma en la
oscuridad. Los soldados irrumpieron en el campamento, agitando sus
espadas y apuntando a los rebeldes con sus lanzas; eran como
leopardos en medio de un rebaño de ovejas desvalidas. El joven
Penacho lanzó un alarido y cayó abatido, atravesado por una lanza
enemiga, y otro muchacho aun más joven, un huérfano llamado Pies
Ligeros, cayó junto a él. Tan indiferentes como la tormenta o como el
viento del desierto, los jinetes de las tropas de Istar pisotearon los
cuerpos sin vida de los muchachos en su camino hacia un puñado de
proscritos que se agolpaba alrededor de Aeleth, junto a las Lágrimas
de Mishakal.
--¡No! -gritó Luz de Relámpago horrorizado, mientras sus
hombres se daban a la fuga presos del pánico. Hombres, mujeres,
ancianos y niños quedaron expuestos en campo abierto, en el
territorio que se extendía entre las salinas y su campamento, y
cayeron ante las espadas de los sanguinarios soldados de Istar,
mientras intentaban huir despavoridos en medio de aquel territorio de
cenizas, arena y piedras.
La sangre de sesenta inocentes corrió por aquellas espadas y la
caballería de Istar concluyó el ataque aniquilando a los proscritos
que secundaban a Aeleth en medio de un estruendo de gritos de
guerra y del impacto metálico de las armas. Los lúgubres gritos de
los heridos y de los moribundos resonaron por todas las Lágrimas de
Mishakal.
«Fordus, ¿dónde estás? -pensó Luz de Relámpago, mientras
corría en dirección a las Lágrimas-. Tú sabrías qué... qué...»
Pero, de repente, el elfo se detuvo preso del horror cuando un
viento negro pasó sobre él.
Tamex apareció alzando el afilado kala y dirigiendo a los
rebeldes contra los soldados istarianos que rodeaban el
campamento. El misterioso guerrero, cuya valentía y estrategia
habían salvado a doscientos no combatientes de la sangrienta
caballería, aparentemente regresaba para vengar la muerte de
aquellos que no pudo salvar.
Por muy sospechoso y desagradable que pudiese parecer,
aquel hombre ataviado con una negra túnica, como mínimo luchaba
como un héroe. Tamex, con el primer barrido enérgico de su espada,
derribó a un lancero de su caballo, y las cuerdas de su silla de
montar se perdieron con la fuerza del impacto. Tamex daba vueltas
como en una danza sagrada, y paró, despacio y con aplomo, la
arremetida de dos lanzas y esquivó el tajo mortal de una espada que
pareció atravesarle el brazo, pero que, evidentemente, no lo hizo,
puesto que salió resplandeciente bajo la luz del fuego, sin una sola
gota de sangre.
Con una carcajada que resonó entre las rocas de cristal, Tamex
clavó el filo de su espada en el pecho del soldado que tenía delante y
le atravesó el escudo, el bronce de la armadura, la piel y los huesos.
El istariano cayó y, ante aquel guerrero misterioso y excepcional, la
caballería no podía hacer otra cosa que desperdigarse a su paso.
Como un mítico personaje perteneciente a la era de Huma,
Tamex se movía incansable entre los jinetes, derribando a uno, dos y
tres soldados de sus caballos. Aeleth, con su arco, acabó con dos
más, y Rann, con la furia encendida ante el valor de Tamex, se
encaramó de un salto a la grupa de su caballo y degolló a un oficial
que no pudo hacer nada por evitarlo.
De repente, la inesperada llamada de una trompeta surgió en
medio del caos de la batalla. El comandante de las tropas istarianas
se incorporó sobre los estribos de su caballo y señaló frenéticamente
a sus tropas desorganizadas. Bajo la luz de la luna del desierto, una
de las flechas de Gormion, con una pluma negra en el extremo, fue a
parar directamente al hombro del oficial, quien lanzó un alarido de
dolor mientras su caballo galopaba en medio de la oscuridad.
Mientras Tamex y sus proscritos cambiaban el sentido de la
batalla, Luz de Relámpago tampoco perdía el tiempo. El fibroso elfo
se encomendó a Branchala y corrió valiente entre los caballos y, con
una patada contundente que fue a parar directamente a la cabeza de
un lancero enemigo, hizo añicos el yelmo y el cráneo.
El jinete cayó muerto del caballo e, intentando dominar al
animal, Luz de Relámpago lo montó y salió a toda velocidad tras el
comandante que se había dado a la fuga.
Y de repente todo había terminado, dejando tras de sí un
extraño silencio, interrumpido tan sólo por algún que otro grito lejano
o por los tenues gemidos de los moribundos.
Estrella del Norte y Alanda caminaban cautelosos por el
campamento devastado, donde la oscura e impoluta arena del
desierto de Istar se había convertido en escenario de una matanza y
de una carnicería espeluznante. Más de un centenar de rebeldes
perdieron la vida o yacían moribundos en medio de las hogueras
apagadas, de los cuales prácticamente la mitad eran hombres muy
jóvenes, o tan mayores que no pudieron moverse con la rapidez que
la situación requería. Los otros, unos cuarenta, eran los jóvenes
valientes de la compañía, muchachos que se habían lanzado
bulliciosos y temerarios contra el enemigo.
Tirados en medio de toda aquella extensión de arena,
atravesados por las espadas y por las lanzas de la caballería, eran
un mudo testimonio del destino de un ejército sin líder. Los
supervivientes, aquellos que siguieron al misterioso forastero hasta
las puertas de las Lágrimas de Mishakal, regresaron, silenciosos y
con expresión seria, al campamento.
Aun podía haber sido peor, le dijo Alanda a su primo mediante
signos. Si Tamex no hubiese salvado a algunos, conducido a los
bandidos a un lugar seguro y si no hubiese venido en nuestra
ayuda...
Estrella del Norte se dio la vuelta para rebatir las palabras de la
joven, pero la presencia de una figura ataviada de negro lo detuvo.
Enmarcado con la luz de las antorchas, Tamex se erigía
arrogante ante los cuerpos de numerosos soldados enemigos sin
vida. Siguiendo sus órdenes, los proscritos se distribuyeron por todo
el campo de batalla, amontonando los cadáveres para incinerarlos en
una enorme hoguera bajo la luz déla luna. Los hombres de Gormion
lanzaron con indiferencia y brusquedad los últimos cuerpos
enemigos sobre el montón, y Tamex hizo una señal a los proscritos
que portaban las antorchas, que se agacharon y prendieron fuego a
las ramas que habían apilado bajo los cuerpos.
Bajo la nueva luz y con una expresión que Estrella del Norte
sólo podía describir como exultante, el misterioso guerrero
observaba cómo las llamas se alzaban hacia las alturas. Tamex,
cruzado de brazos, se rió quedamente. El fuego alcanzó a los
primeros muertos y los ojos ámbar del oscuro hombre
resplandecieron con los ardientes reflejos.
Estrella del Norte, con la mirada acostumbrada a interpretar las
constelaciones, siguió el recorrido de las llamas en su camino hacia
el cielo.
Gilean estaba allí arriba, las estrellas que dibujaban el Libro en
la cumbre del cielo. Dispersa a lo largo del horizonte occidental, se
encontraba la constelación de Paladine, un gigantesco y hermoso
arco prácticamente eclipsado por las nubes y el humo.
Estrella del Norte se esforzó por escrutar el cielo del este y
encontrar alguna señal de Su Oscura Majestad, la agrupación
confusa y sinuosa de aquellas estrellas siempre enfrentadas a las de
Paladine, como si estuviesen en guerra permanente...
El humo era demasiado espeso, pero allí arriba algo había
cambiado.
Aquella noche, Estrella del Norte, mientras observaba el cielo
cubierto, tuvo una sensación, fría y oscura. Algo pasó sobre él y a
través de él.
Volvía a estar asustado y débil, y de repente se sintió mareado;
tuvo que bajar la vista, hasta ahora prendida en el firmamento.
Tamex lo estaba observando, con los ojos encendidos como dos
estrellas lejanas y hostiles, y la sombra que proyectaba con la
intensa luz de la pira era gigantesca, lo cubría todo.
Por un instante, pareció que tenía alas.

Fordus vio los primeros fuegos en las rocas de cristal.


El Profeta se despertó de otro de sus sueños febriles, en poco
tiempo había pasado de contemplar absorto los jeroglíficos y
símbolos que se desplegaban en la arena a gritar desesperado al
viento del desierto. En su confuso deambular, Fordus había rodeado
el campamento sin darse cuenta y, finalmente, se había adentrado
en las Lágrimas de Mishakal. En medio de aquel paisaje, los llantos y
los gritos se entremezclaban con murmullos, pero todos aquellos
sonidos se desvanecieron en medio de las lejanas formaciones
cristalinas.
Por un momento no supo dónde estaba. Agotado, bebió las
últimas gotas de agua que le quedaban, y siguió buscando
desesperadamente a Alanda, a Luz de Relámpago...
El pie hinchado le falló y se derrumbó sobre la roca de cristal
que tenía al lado, la cual se rompió limpiamente bajo su peso. Sin
aliento, Fordus se tumbó de espaldas sobre la arena y maldijo su
mala suerte, la desgracia de haber tropezado con aquel trágalo, la
desafortunada caída y el veneno.
Despacio, en medio de los murmullos y del eco, Fordus
reconoció los gritos distantes del clamor de una batalla y, a lo lejos,
vislumbró unas siluetas. En las salinas había gente que se escondía
asustada.
Fordus se apoyó en una gran roca de cristal, intentó recuperarse
un poco y avanzó cojeando hacia el ruido, en dirección a la gente. La
luz de la luna roja resplandecía por todas partes y se reflejaba en
cada una de las rocas de cristal, lo que provocaba que el líder de las
tropas rebeldes se sintiese completamente aturdido y confuso en
medio de aquel laberinto de espejos.
Rodeado de aquel caos de luz y sonido Fordus perdió el
equilibrio; su temor y aprensión crecieron por momentos.
Recordaba las historias que contaban sobre las Lágrimas y de la
gente que allí había desaparecido, incluso en esta nueva época del
poder, atraídos por las mortales melodías de los cristales, del viento
y por otros hechizos malignos. En las caras de los cristales vio el
resplandor de llamas violentas, el brillo del bronce y de las
armaduras, y también los destellos del acero.
Y en medio de aquel escenario, Fordus también vio el suave y
siniestro brillo de una túnica de seda negra y la figura de un guerrero
solitario moviéndose con aplomo bajo una luz titubeante.
Fordus oyó el sonido de las trompetas istarianas que ordenaban
retirada. Por un momento, se alegró y cambió el peso del cuerpo,
apoyándolo sobre la pierna ilesa, mientras oía los gritos de
entusiasmo y los cantos de victoria de las tropas rebeldes.
Pero enseguida reconoció el olor a humo que traía el viento, de
paja y madera quemada, un olor punzante y perturbador que le
recordaba a su juventud, cuando hacía ya muchos años una banda
de asaltantes irdas saqueó el poblado donde vivía.
Era el olor de los muertos recién incinerados, de las piras y de
los funerales ancestrales de la Era de los Sueños.
Y también entre el viento percibió, bajo el crepitar de los fuegos,
del llanto de las mujeres, del lamento de los hombres y del gemido
de los heridos, una voz solitaria, un murmullo, que parecía nacer del
corazón de los propios cristales.
Fue un susurro en el viento, tan débil que Fordus nunca estuvo
seguro de si realmente lo había oído o si fue producto de sus
pensamientos y temores.
Sin ti, insinuó la voz, grave y seductora. Han vencido a Istar sin
ti, sin Fordus.
El líder de los rebeldes se dejó caer abatido sobre la arena
salina.
_____ 9 _____

Luz de Relámpago perdió al jinete istariano en medio de la


profunda oscuridad de la noche.
Hubo un momento en que el elfo tuvo a aquel hombre a su
alcance y la silueta del soldado aparecía y se desvanecía entre las
sombras, como si se tratase de un fantasma. Luz de Relámpago
luchó por mantener el ritmo, pero el istariano era un jinete experto y,
amparado en la noche, se sentía seguro sobre el caballo.
Al final, el oficial enemigo desapareció totalmente de su vista; un
instante antes era el fantasma, la sombra, y de pronto... no era nada,
ni tan siquiera arena. Aquel paisaje desolado y cubierto de maleza se
extendía infinito alrededor del elfo. Luz de Relámpago se encontraba
en medio de un lugar desconocido e inhóspito, donde unos negros
troncos de árboles brotaban dispersos y rígidos en el suelo reseco.
--Lo he seguido demasiado lejos -se dijo a sí mismo, intentando
controlar la creciente inquietud que lo embargaba-. Puedo ver al
norte las estribaciones de las montañas, la boca del paso Central.
Estamos en algún lugar de las llanuras, demasiado cerca de Istar y
de sus ejércitos...
Entonces su caballo rozó uno de aquellos troncos negros, que
se deshizo en una nube de polvo que se esparció por el costado del
animal.
En ese momento, Luz de Relámpago se dio cuenta de que no
eran árboles, sino cristales.
Un débil viento silbaba en medio de aquel bosque reluciente.
--Las salinas -murmuró Luz de Relámpago-. Las Lágrimas de
Mishakal.
Inmediatamente, el elfo hizo que su caballo diese la vuelta; tenía
que alejarse de aquella peligrosa región a toda velocidad y
adentrarse en la seguridad del desierto, de las llanuras. Ni tan sólo la
perspectiva de tropezarse con las tropas de Istar lo aterrorizaba,
ahora que se encontraba en medio de la noche a las puertas del
aquel laberinto cristalino y encantado.
El caballo avanzaba lentamente entre las rocas de cristal,
mientras Luz de Relámpago escudriñaba el horizonte en busca de la
luz de las antorchas, de las hogueras, de la luna o de alguna estrella
de la buena suerte que le ayudara a orientarse. Intentó apartar de su
mente todas aquellas leyendas que narraban cómo las salinas
atraían al viajero y lo atrapaban en sus entrañas con la melodía
encantada que circulaba entre las rocas de cristal, hasta que
finalmente conducía al indefenso viajero hacía su propia destrucción.
La leyenda decía que era un viento cruel y gélido, que de repente se
transformaba en palabras y cánticos y, ante los cuales, el que los
escuchaba no podía resistirse.
En medio de la bruma y de los intensos susurros del viento,
rodeado de formas oscuras y cambiantes, y con el crujido de los
cascos de su caballo sobre un manto de cristal y arena, Luz de
Relámpago avanzaba trazando círculos cada vez más grandes, en
busca de alguna luz o de un espacio abierto. El elfo susurró una
sarta de oraciones que conocía de memoria para encomendarse a
Shinare, a su dios Branchala, a Gilean el Libro para que le infundiese
sabiduría y, naturalmente, a la propia Mishakal, la diosa de la
curación cuyas lágrimas, se decía, habían creado aquel lugar.
Todos sus esfuerzos y oraciones fueron inútiles. A medida que
avanzaba la noche, se iba adentrando en una oscuridad cada vez
más intensa y, a pesar de que las estrellas y los planetas salpicaban
las salinas con una luz tenue y misteriosa, el elfo no podía ver a más
de tres metros. Las huellas del caballo marcadas sobre el suelo le
indicaron que ya había pasado por allí antes.
Sin darse cuenta, Luz de Relámpago había estado trazando
círculos en espiral inversa hacia el mismísimo centro de las salinas,
donde la oscuridad era todavía más densa y el terreno más confuso.
--Detente -susurró tirando de las riendas del caballo, y examinó
con gran preocupación el laberinto que lo rodeaba, en busca de
alguna señal, de algún destello, de alguna luz que lo guiase.
Después de setecientos años recorriendo el desierto, Luz de
Relámpago jamás se sintió tan perdido como en aquel momento.
Cuando llegó a lo que aparentemente parecía el corazón de las
salinas, desmontó del caballo lentamente, comprobó la firmeza del
suelo bajo sus pies y condujo al animal con cuidado hacia las rocas
de cristal que se encontraban en el centro de aquel paraje.
Aún quedaba mucho hasta el amanecer, cuatro, quizá cinco
horas. Si las Lágrimas de Mishakal eran realmente la legendaria
trampa mortal que decían, podía darse por muerto, pero si tan sólo
era un terreno confuso e intransitable... y nada más que eso, los
primeros rayos del sol le indicarían el este.
Luz de Relámpago se sentó junto a la base de una roca de
cristal y se apoyó sobre la superficie oscura, la cual se hizo añicos al
sentir su peso. El elfo se sentó y esperó, alerta a cualquier luz.
Al cabo de un rato, era incapaz de determinar si fueron una, tres
o cinco horas, la oscuridad comenzó a desvanecerse y el silbido del
viento que se colaba entre las rocas empezó a amainar, anunciando
la llegada del amanecer. El elfo podía ver su rostro reflejado en las
caras de los cristales, aunque bastante distorsionado. En la roca de
cristal más cercana, el tamaño de uno de sus ojos era gigantesco,
desproporcionado, mientras que en otra, a menos de un metro de
distancia, la cara aparecía grotescamente alargada, como si hubiese
pasado por el medio de una grieta extremadamente estrecha de una
pared.
En otra roca más alejada aparecía como un personaje
achaparrado, más bajo de lo que jamás recordaba haberse visto, y
Luz de Relámpago, especialmente sensible al tema de su estatura,
enseguida se dio la vuelta.
Y aun se vio reflejado en otro cristal, y en otro... y en cada uno
de ellos aparecía una figura deformada y encorvada, o su cuerpo
transformado en algo extraño y grotesco, y algunas rocas de cristal
incluso captaban las imágenes de las otras multiplicándolas así hasta
el infinito.
«Esto es igual que las visiones y profecías que circulaban por el
campamento rebelde -pensó Luz de Relámpago-, donde cada una de
ellas representaba una forma de interpretar el mundo, de enfocar la
luz de manera que refleja tanto al espectador como al objeto
contemplado.»
--Todo esto es muy confuso -murmuró.
El elfo cerró los ojos y rezó de nuevo a Mishakal para que le
aportase sapiencia curativa. Después de todo, ese lugar recibía
aquel nombre por ella y suyo era, por lo tanto, el poder de curar, de
recomponer su cuerpo distorsionado y fragmentado, devolviéndole
su aspecto natural.
Pero aunque no oyó la voz de ninguna diosa que le susurrara
por en medio de los cristales alguna revelación, la solución llegó a él
de una forma lenta y sin sobresaltos, y era tan sencilla que su
carcajada retumbó por todas las Lágrimas de Mishakal.
Lo único que iba a necesitar era un par de ojos que lo guiasen
hasta la salida de aquel laberinto de rocas de cristal, y los suyos
estaban demasiado desorientados por los espejismos, por la
confusión, la deformación y la desorientación de los reflejos infinitos.
Luz de Relámpago, riéndose por dentro, montó de nuevo sobre
el caballo y se recostó en la silla, soltando las riendas con suavidad
sobre las crines del animal. Después, cerró los ojos y deslizó sobre
ellos las lucernas dejándose guiar por el caballo. El animal vagó con
serenidad entre las rocas de cristal, y se dirigió hacia la salida del
laberinto, hacia campo abierto y hacia su desayuno.
Luz de Relámpago se dejó llevar rumbo al campamento,
mientras pensaba en agua fresca, si es que se había encontrado, y
en el pan y en el quith-pa de la mañana. Pero una repentina
sacudida de su caballo lo sacó de aquellos gratos pensamientos y lo
puso en alerta. Luz de Relámpago, sobresaltado, abrió
inmediatamente los ojos y se sentó derecho.
El elfo vislumbró a lo lejos unas figuras borrosas y vio el rastro
de unas líneas grises sobre el suelo y unas huellas sobre la
superficie de la sal negra. Cogió de nuevo las riendas y condujo al
caballo en aquella dirección.
Una de las rocas de cristal, que según imaginaba en otro tiempo
debió de ser muy grande, yacía deshecha formando un montón de
polvo y escombros, y abandonada en medio de aquel inhóspito
territorio. Luz de Relámpago por holgazanería y por curiosidad,
desmontó del caballo para examinarla más de cerca.
Las caras del cristal captaron la primera luz rosácea del
amanecer y, por un momento, proyectaron un tenue y cálido brillo,
como si fuesen gemas recién salidas de una mina. ¿Era esto lo que
había empujado a su pueblo a vivir confinado bajo tierra desde hacía
tantos años? ¿Quizás habían confundido algo como aquel brillo
negro con una piedra más especial, por el glaino que sus ancianos
clérigos y también los santones les habían dicho que yacían ocultos
bajo las montañas Khalkist y las Vingaard?
Aunque lo cierto es que aquella historia era más antigua que su
propia memoria.
Luz de Relámpago que había sido adoptado y llevado a vivir con
los que-naras, tenía pocos recuerdos de su gente, aunque en su
mente mantenía viva la imagen de un rostro medio iluminado por la
luz del fuego, el olor del cuero y de los pinos, el roce de una mano
suave...
Recuerdos de su infancia o de cien años de errar por el desierto,
no sabía con certeza de dónde surgían. Sin embargo, recordaba bien
la emboscada en los confines del desierto. Las armaduras rojizas y
los estandartes blancos de Istar, los cuchillos de los traficantes de
esclavos y un punzante dolor en el costado.
El elfo se encogió de hombros e intentó apartar aquellos
recuerdos de su mente. Estaba solo entonces y seguía estándolo en
aquel momento, perdido en medio de las Lágrimas de Mishakal.
Todo aquello pertenecía al pasado y, recrearse en él, era absurdo,
especialmente ahora que vagaba confuso por las engañosas salinas
y, en donde sumirse en aquel tipo de pensamientos desesperados,
podía significar su perdición.
Indiferente, el elfo removió con un pie aquel extraño montículo
de polvo y escombros, y de repente un ligero destello surgió en una
huella, una única pisada profundamente marcada en la sal negra.
Luz de Relámpago se agachó sobre el montículo de rocas
cristalinas para examinarlas más de cerca.
Era la huella de una mujer, de hacía dos días, quizá tres, y era
menuda y grácil, aunque increíblemente profunda. Parecía como si
aquella criatura se hubiese hundido hasta las rodillas sobre el
montículo de arena; aun así era una marca curiosamente frágil.
Sobre aquella pequeña pila de arena fina y compacta, el elfo
pudo apreciar el contorno del talón y también el de una planta lisa y
sin callosidades.
Aquella mujer no había andado mucho, por lo menos descalza.
Hasta un niño criado entre rastreadores se habría dado cuenta de
ello.
Con un dedo curtido, siguió el elegante contorno de la huella.
Sentía que tenía que descubrir algo más, pero era como si aquella
delicada pisada se estuviese burlando de él y, tras aquel trazado de
líneas simples y profundas, se escondiese algún misterio.
Aquellas líneas le recordaban el pie de un niño.
Luz de Relámpago permaneció apoyado sobre sus talones
examinando atentamente aquella huella y, con un gesto certero,
retiró la arena negra del suelo y encontró otra marca, luego otra y
otra... Entonces, se incorporó y montó de nuevo sobre su caballo y
siguió la pista de aquella criatura rumbo a la salida de las Lágrimas
de Mishakal, una pista que parecía haber surgido de la nada, de en
medio del desolado centro de las salinas.
Podía ser una trampa, se advirtió a sí mismo. «Bien saben los
dioses que hay peligro en este... hay peligro en...»
Aun así, Luz de Relámpago, preso de una extraña fascinación,
no pudo evitar seguir aquel rastro que avanzaba sinuoso entre las
rocas de cristal. Manteniéndose agachado, con la cabeza apoyada
contra las crines del caballo, el elfo descifraba la oscura extensión de
arena con la experiencia que le daban cientos de años de cacerías.
Cuando los primeros rayos del sol comenzaron a orientarlo, aquel
misterioso rastro surgió de nuevo formando un estrecho sendero que
avanzaba por las salinas, aunque ahora la distancia entre las pisadas
era cada vez mayor.
Si el elfo hubiese levantado la cabeza y apartado la mirada de
su meticuloso y atento escrutinio, habría visto la figura de un Hombre
de las Llanuras reflejado en las rocas de cristal, la figura de un
hombre herido tendido sobre las salinas, con una barba rojiza áspera
y sin brillo tras haber acabado con sus últimas provisiones de agua.
Habría encontrado a Fordus y habría podido ayudar al Profeta.
Pero Luz de Relámpago pasó distraído junto a su amigo herido,
quien lo miró aturdido y con resentimiento a través del laberinto de
espejos.
«Ahora ella iba corriendo», pensó del elfo. Entonces se irguió
sobre la silla de montar y sus pensamientos se concentraron en
aquellas misteriosas y femeninas pisadas.
Pero ¿hacia dónde corría? O ¿de qué huía?
Parecía que los pies de aquella mujer se hubiesen hecho más
grandes, se hubieran transformado, y que los dedos se hubiesen
unido y alargado.
Luz de Relámpago se inclinó sobre el cálido cuello del caballo y
soltó un largo suspiro que revelaba cierta intranquilidad. Ahora lo que
estaba siguiendo era el rastro de una criatura con garras, de una
cosa enorme que había dejado un marcado rastro sobre las salinas,
las piedras y los cristales en su descuidado camino. Todos sus
instintos le decían que se olvidase de aquellas huellas, que el peligro
que en un principio había sospechado que se escondía tras ellas, en
aquel momento se encontraba muy cerca de él, convirtiéndose en un
sordo rumor a su alrededor y en un olor punzante bajo el humo del
lejano campamento.
Las hogueras de los rebeldes. Aquel monstruo se dirigía hacia el
Altiplano Rojo, en dirección al somnoliento campamento que estaría
recuperándose lentamente del aturdimiento de la batalla.
Luz de Relámpago hizo un chasquido con la lengua, espoleó a
su caballo, que se lanzó a toda velocidad a través de las negras
salinas, y deseó ser tan rápido como Fordus, como el viento o como
un cometa.
Llegas demasiado tarde, le dijo una voz grave y profunda.
Aquellas palabras gélidas e implacables retumbaron en su mente,
mezclándose con sus pensamientos de tal forma que no supo si
realmente la había oído o si todo era producto de sus peores
temores.
--No -gritó el elfo.
De repente, el camino se terminó, las pisadas de aquella criatura
monstruosa desaparecieron dejando ante él una gran extensión
virgen de cristales negros. El elfo, alarmado y confuso, espoleó con
fuerza al caballo para que diese la vuelta y volviese sobre sus pasos.
En el centro de la última pisada de la gigantesca huella de una garra,
aparecía, sobre la oscura arena, la marca de una bota, como si un
hombre hubiese pisado sólo en aquel lugar, como si hubiese caído
del mismísimo cielo o hubiera nacido de las entrañas de la tierra.
Luz de Relámpago tiró de las riendas. Aquella pisada humana
parecía un profundo pensamiento incrustado dentro de los márgenes
de la gigantesca garra, un jeroglífico dibujado en una era de sueños
y dragones. Más allá de la monstruosa marca, aparecían las huellas
de unas botas, las firmes pisadas de un hombre que se dirigía
decidido hacia el campamento rebelde.
Avanzando despacio y con cautela, el elfo siguió aquel rastro.

Alanda, cansada y sucia, observaba cómo se desvanecían las


últimas llamas entre los humeantes restos de la pira.
Niños, ancianos y jóvenes en la plenitud de la vida habían caído
ante las espadas de las tropas de Istar. Inocentes, indefensos y mal
preparados perecieron ante el enemigo como meras ofrendas
propiciatorias. Sus muertes eran, si cabía, todavía más monstruosas
por la crueldad y el deshonor que había rodeado aquella batalla;
durante la sangrienta emboscada de la caballería de Istar, tanto
ancianos como niños fueron asesinados sin misericordia.
Bajo la resplandeciente luz del amanecer, no había forma de
enmascarar la matanza de la noche anterior. La caballería de Istar
había dejado tras de sí un centenar de rebeldes muertos. En aquel
instante en que los fuegos de los funerales se apagaban lentamente,
era obligación de la barda entonar el canto fúnebre, una despedida
en honor de todos aquellos que se habían marchado, desde los más
jóvenes hasta los más viejos y sabios. Cada uno de los muertos
sería recordado con un verso, con una frase de la canción, para que
ninguno de ellos dejase este mundo sin ser debidamente despedido.
La canción de Alanda probablemente continuaría hasta la noche
siguiente, y tal vez durante mucho más tiempo si no encontraban
agua.
Triste y agotada, la joven tabaleó el tambor una vez, dos
veces..., y esperó que su mente diese con las palabras y con la
música adecuada. La piel del tambor se oscureció como si el
instrumento también estuviese de luto.
Pero no surgió ninguna canción y Estrella del Norte se sentó
junto a Alanda, rodeando con su brazo los hombros de su prima para
reconfortarla en aquellos lúgubres momentos.
Tamex se acercó a ellos; de su túnica de seda negra parecía
brotar una ligera nube de humo.
La barda miró de reojo al tenebroso forastero. No le salía ni una
sola palabra en honor a los muertos pero, en cambio, cientos de
palabras se le agolparon rápidamente en su mente para expresar las
hazañas de Tamex y también la música que exaltaba su gloria.
La muchacha se sintió inquieta, preocupada, por aquella música
extraña y espontánea que la inundaba. La melodía era simple, una
balada de los Hombres de las Llanuras que recordaba de su más
tierna infancia, cuyas primeras líneas hablaban de aquel hombre
tenebroso, de los misterios y de la noche del desierto. Pero algo en
su interior se negaba a cantarlas en voz alta.
El sonido del tambor era suave e indeciso, como si se
encontrase a medio camino entre la música y el silencio.
De pronto, un grito surgió entre los hombres del desierto, y doce
o más niños corrieron hacia un jinete solitario que salía de las
Lágrimas de Mishakal.
Alanda tardó unos segundos en darse cuenta de que aquel
jinete era Luz de Relámpago.
El elfo saltó de la silla y, con grandes zancadas, pasó rápido y
decidido entre el grupo de niños, junto a las hogueras, cerca de
Gormion y Aerleth, pero no les hizo caso, como si aquellos proscritos
no fuesen más que niebla o matorrales del desierto. Luz de
Relámpago cogió, con fuerza, pero con cuidado, a Alanda de la
mano y se la llevó fuera del campamento, lejos del grupo de hombres
que lo miraban sorprendidos y, cuando ambos se encontraron fuera
del alcance de oídos extraños, le habló con fervor, murmurando entre
dientes.
--¡Hagas lo que hagas, sea cual sea la magia que poseas con
ayuda de tu tambor y de tus canciones, te ordeno que te calles ahora
mismo!
¿Ordenas?, le preguntó la barda mediante señas, indignada por
las groseras palabras del elfo. ¡Luz de Relámpago, quitantes las
manos de encima!
Los gestos de la joven eran secos y ariscos y, con un
movimiento firme, se deshizo del elfo y se dirigió airada hacia el
Altiplano Rojo.
Luz de Relámpago fue tras ella mientras, en lo alto, Lucas
sobrevolaba por encima de las negras salinas.
--Desconozco el poder que se esconde detrás de tu música
-insistió el elfo-. De dónde surge y cómo desaparece...
--¡Basta! -gritó Alanda, pero el elfo continuó con su discurso sin
reparar en la orden de la muchacha.
--Estabas a punto de cantar las glorias de Tamex, de este nuevo
y repentino héroe. Podía verlo claramente. Pero piénsatelo bien
antes de hacerlo. ¿A quién cantabas durante todos estos meses de
exilio y rebeldía en que hemos estado errando por el desierto?
Recuerda a quién amas realmente.
Lo sé, admitió Landa, esta vez sin alterarse. Fordus todavía es
nuestro líder.
--Y ese Tamex -añadió el elfo-, no es quien parece ser.
La barda escudriñó con atención al elfo. Algo más profundo que
el conocimiento, más incluso que su propia música, le decía que
estaba diciendo la verdad.
Luz de Relámpago, dime quién es, pidió con señas.
Entonces, el halcón comenzó a chillar sobre ellos, y todos los
ojos se levantaron en dirección al Altiplano Rojo.
Fordus estaba en la cima, contemplando el campamento
desolado.

Con el pie todavía hinchado y ardiendo por el veneno del


trágalo, Fordus consiguió salir de las salinas y trepó con dificultad
hasta la cima del Altiplano Rojo. El líder de los rebeldes cayó otras
dos veces durante su peligrosa escalada, en la que el desierto se
extendía debajo de él a una distancia imponente, como un lejano
vacío, negro y cristalino.
«Olvídalo... olvídalo... estás agotado», creía que le decía el
desierto, las rocas y los afilados cristales parecían llamarlo. Durante
un instante, breve y vertiginoso, Fordus se detuvo a escuchar aquel
susurro, levantando el cuerpo en medio del silencioso aire y
aflojando sin darse cuenta los dedos, lo único que lo sostenía en la
empinada ladera.
Pero de repente, en medio del borroso campamento, le pareció
oír el sonido débil y distante de un tambor y, a pesar de sentirse
totalmente aturdido y de que el latido de sus pulsaciones retumbaba
ensordecedor en su cabeza, el líder de los rebeldes logró mantener
el equilibrio.
Ahora, Fordus levantó los brazos hacia el cielo y gritó al halcón
solitario y a la muchedumbre que se congregaba a los pies de la
montaña.
--He vuelto del desierto. He vuelto del mismísimo corazón del
desierto.
Un hombre oscuro, alguien nuevo y amenazador en el
campamento, se burló de él.
--¿Dónde estabas cuando volvió Istar?
Un murmullo de aprobación recorrió el grupo de rebeldes allí
reunidos, y fue especialmente fuerte entre los proscritos.
Alanda, haciendo caso omiso al ruido generado por aquellas
disputas, pasó junto a Tamex, se dirigió hacia el tambaleante Fordus,
tarareando un breve canto de curación.
--Profeta del Agua, tu partida fue... curiosamente oportuna -dijo
Tamex mientras se cruzaba de brazos y miraba a Fordus con sus
gélidos ojos de reptil-. Imagino que, como mínimo, habrás traído
agua después de esta ausencia tan devastadora para tu gente, ¿no?
La barda, al tiempo que ascendía la lenta pendiente hasta la
cima del altiplano, cantaba cada vez más alto. La melodía pertenecía
a una vieja canción, pero en su voz sonaba renovada y con más
fuerza, ganaba vigor y profundidad. Incluso aquellos que habían
resultado heridos durante la batalla y que yacían doloridos sobre
mantas en el campamento, sintieron ciertos síntomas de curación.
Fordus, de pronto, sintió desaparecer la fiebre y una ola de
sudor recorrió su cuerpo, mientras la visión de los jeroglíficos
regresaba a su mente aturdida y desconcertada.
--Os he traído esto -gritó, señalando el líquido que se había
acumulado sobre su piel-, como prueba del agua que encontraremos.
Los jeroglíficos han señalado la Encrucijada, el Tercer Día de
Solinari, y Nada de Viento.
A pesar de estar totalmente exhausto, Fordus supo que debía
ocultar, al menos de momento, el símbolo del trágalo, el siniestro
jeroglífico que anunciaba peligro.
Tampoco mencionó los otros jeroglíficos, la Torre y la Silla. Los
símbolos que decían que Fordus Alma de Fuego era el legítimo
Príncipe de los Sacerdotes de Istar.
Dijo poco y ocultó mucho; aun así, Luz de Relámpago lo
escuchó con gran atención y, de repente, como siempre sucedía, el
significado de las palabras de su amigo cobraron sentido.
--¡En la Encrucijada -gritó el elfo- hay agua a tres palmos de
profundidad! ¡Aclamemos al Profeta del Agua!
--¿Y quién nos ha traído esa agua? -intervino Estrella del Norte
exultante, y se dio la vuelta buscando a Tamex con la mirada.
Pero Tamex no estaba por ninguna parte. Sobre la roca, entre
Gormion y Rann, donde había estado hasta hacía tan sólo unos
instantes, solamente quedaba una nube de polvo negro.
Por un instante, Estrella del Norte volvió a preguntarse quién era
aquel hombre, de dónde había salido y cómo había desaparecido.
Sin encontrar respuesta a ninguna de aquellas preguntas, el joven
explorador dio un paso adelante y miró con lealtad en dirección al
líder rebelde, el cual se tambaleaba ligeramente bajo los
abrasadores rayos del sol.
Alanda comenzó a entonar un segundo canto de curación, de
reconciliación y alegría, una canción tan poderosa que pudiese alejar
la oscuridad que se había introducido entre su gente y que había
habitado entre ellos durante algún tiempo.
Aquel canto de curación era tan ancestral como el propio Krynn,
tan antiguo que, según decía la leyenda, las propias alondras de los
valles habían enseñado su letra a los primeros bardos élficos. Y de
nuevo, después de tantos años y en aquella época de gran confusión
y abatimiento, aquellas palabras ancestrales surtieron su efecto.
De pronto, la dura y resistente hierba que cubría el suelo
comenzó a agitarse, y una ligera bruma surgió de la tierra húmeda,
bañando a los Hombres de las Llanuras y a los proscritos, quienes
levantaron sus rostros resplandecientes en dirección al Altiplano
Rojo. Incluso el propio Fordus notó la caricia del refrescante
bálsamo, sintió que aquella dulce niebla lo envolvía y que la fiebre
causada por el veneno que recorría sus venas comenzaba a remitir.
Fordus bajó la mirada y se dio cuenta de que la hinchazón de su
pie había disminuido.
Una vez más, el líder de los rebeldes alzó sus manos al cielo, en
un gesto desafiante y triunfante. Había logrado vencer a la oscuridad
y a la muerte, y había conseguido regresar del desierto con nuevas
profecías.
Los Hombres de las Llanuras danzaban al pie del majestuoso
altiplano.

_____ 10 _____

Takhisis se precipitó como un huracán hacia el refugio de las


salinas. El cuerpo del guerrero en el que la diosa habitaba se había
agarrotado y secado hasta tal punto que estaba a punto de
deshacerse y desvanecerse, y su modo de andar era cada vez más
torpe y pesado.
Murmurando un tenebroso juramento, la Reina caminaba a toda
prisa entre el zumbido de los cristales, dejando sus huellas sobre la
arena negra. Entonces, las piernas translúcidas y angulosas del
guerrero se movían con una rapidez sobrenatural.
Takhisis atravesó las salinas rumbo a un desnivel que se hallaba
entre los cristales, hacia un pequeño montículo negro de sal en el
que aparecían rastros de huellas cruzadas. La diosa había estado
vagando por aquel lugar durante algunas noches, dentro del cuerpo
de cristal de la misteriosa mujer, su otra encarnación.
Preparándose para un nuevo cambio, la Reina de la Oscuridad
se puso en cuclillas en medio de aquel montículo negro de arena y
escombros, sus relucientes manos, secas y frágiles después de su
larga estancia en aquel cuerpo inventado, resiguieron las marcas de
unas huellas nuevas con los cristalinos dedos.
En el suelo había el rastro reciente de un caballo que, en su
deambular, había ido trazando círculos concéntricos alrededor de
aquel lugar... y que finalmente emprendió el camino rumbo al
campamento rebelde serpenteando por aquel paisaje estéril
sembrado de rocas de cristal.
Takhisis levantó la mirada con mucha cautela y los rasgos de su
cara empezaron a desdibujarse, endurecidos y angulosos. En sus
ojos se reflejaron por un instante los rayos del sol, y el cuerpo del
guerrero en el que habitaba resplandeció como una gema de ónice
pulido.
De algún modo, conseguiría llegar hasta aquel elfo, pensó
Takhisis, mientras el disfraz de Tamex se deshacía en un polvo
negro. Eliminaría a aquel ser insignificante, con sus ojos
conocedores del desierto y sus grandes sospechas.
«El elfo debe de saber muchas cosas sobre los ópalos, debe de
conocer los secretos que se esconden tras esas piedras negras y
acuosas», pensó la diosa.
Después de todo, él era un lucanesti y la opalescencia de su
propia piel lo protegía de los tenebrosos poderes de Takhisis.
Pero en cambio era vulnerable... en otros aspectos.
La diosa flotó sobre el montón desmoronado de sal cristalizada
en forma de nube oscura e incandescente.
Poco a poco, la sal y los escombros que se habían amontonado
comenzaron a arremolinarse, como si un viento sobrenatural los
azotase. Mientras todo esto sucedía, aquella misteriosa nube adoptó
una nueva forma y se convirtió en una criatura gigantesca; sus alas
curtidas y angulosas de murciélago comenzaron a batir, sacudiendo
con violencia todo aquel caos de restos y polvo. Durante unos
instantes, la nube hizo que las rocas de cristal que componían aquel
paisaje pareciesen insignificantes, pero de pronto aquella nube
etérea comenzó a reducirse hasta adquirir una forma más pequeña y
sólida, lo que dio nacimiento a una mujer hermosa de pelo oscuro, la
mujer tentadora que aparece en todas las mitologías.

Después de la puesta de sol, la mujer salió de forma furtiva de


las Lágrimas de Mishakal, por la parte meridional de las salinas.
Aquella criatura llegó al campamento rebelde cuando faltaba poco
para el cambio de guardia y los centinelas, a punto de finalizar la
última obligación del día antes de una larga noche de vigilia, se
distraían durante un rato con cualquier cosa.
Arrastrado por el frío viento de la noche, nadie se percató de
que un torbellino de arena negra descendía de los cielos y se fundía
sobre la superficie en la frontera de las salinas. Nadie se percató
tampoco de la mujer que se formó ni de su llegada al campamento.
Aquella mujer se integró inmediatamente en el nuevo paisaje, se
cubrió con una piel de ciervo que Tamex había arrebatado a uno de
los hombres que había perdido la vida durante la batalla, aunque
descartó la túnica de seda negra. Nadie se fijó en que una mujer de
pelo oscuro, enmarañado y cubierto de arena, como si hubiese
estado de duelo, se sentó con aire afligido junto a una de las
hogueras de los que-naras.
Pero no pasó mucho rato antes de que tanto los Hombres de las
Llanuras como los proscritos y los bárbaros se dieran cuenta de su
presencia. No podían evitar mirarla.
La mujer era extraordinariamente hermosa, su piel era pálida y
luminosa y sus ojos ámbar destellaban llenos de sensualidad y
fuerza bajo las espesas pestañas. Pero en ese momento, aquellos
ojos estaban enrojecidos, y su pálido rostro aparecía cubierto de
lágrimas y, aunque su expresión era fría e impasible, era fácil darse
cuenta de que durante la invasión de la mañana había perdido a
alguien muy querido. A pesar de que todos los hombres del
campamento la miraban con admiración y deseo, todos ellos
permanecían a una distancia prudente por respeto a su dolor.
Incluso los proscritos de Gormion mantenían un respetuoso
silencio ante su presencia.
Luz de Relámpago, solo junto al fuego que había encendido al
pie del Altiplano Rojo, también se fijó en la mujer. En lo alto, como un
delicado recibimiento, sonaba la música de Alanda quien permanecía
en la cima del altiplano vigilando a Fordus, que dormitaba, se
levantaba y deambulaba durante su recuperación

Los ojos ámbar de la mujer se clavaron en el elfo, mientras éste


cruzaba el campamento devastado. Luz de Relámpago se acercó a
ella despacio y permaneció silencioso junto al fuego. Bajo la luz
vacilante de las llamas, la piel del elfo desprendía destellos que iban
de los azules a los dorados.
Luz de Relámpago deseó que Alanda hubiese estado con él
para narrar sus hazañas y transformarlas en milagros y proezas
delante de aquella mujer encantadora. Enseguida, el elfo se ruborizó
ante aquella idea absurda, no necesitaba loas ni mediadores que lo
ensalzaran. Él mismo le enseñaría quién era, sin necesidad de
adornos. Él...
Pero ¿en qué diablos estaba pensando? Probablemente aquella
mujer acababa de enviudar.
--Señor, está demasiado cerca del fuego -dijo una voz suave,
colándose por el laberinto de sus confusos pensamientos.
--Le... le pido...
El elfo retrocedió, y pequeñas chispas incandescentes cayeron
sobre sus pies, revoloteando sobre sus botas por un instante breve,
pero incómodo. El elfo creyó ver que la mujer sonreía, aunque su
expresión se mantuvo imperturbable y tampoco se movió del lugar
que ocupaba junto al fuego que, poco a poco, iba perdiendo
intensidad frente a ella.
--Hoy... -dijo Luz de Relámpago en voz baja, mientras removía
torpemente las ramas y los troncos del fuego-. Hará frío esta noche y
el fuego se está apagando.
--Gracias -le contestó la mujer con un tono gélido y sombrío, y
levantó sus ojos ámbar para mirarlo durante un instante, pero
enseguida los bajó con coquetería.
El elfo remoloneó junto al fuego, cargó con más leña seca y
empezó a dirigirse a su solitario rincón, aunque la presencia de
aquella mujer, con el resplandor del fuego iluminándole la melena
negra y su piel casi translúcida, había provocado en él una extraña
fascinación, que lo retenía allí.
Cuando la mujer volvió a hablar, fue como si una lluvia preciosa
cayera sobre un desierto expectante.
--Me llamo Tanila -dijo-. Soy del sur, de Abanisinia.
--¿Que-shu? -le preguntó el elfo esperanzado. El padre de
Alanda pertenecía a la tribu de los que-shus. Y el elfo sabía algo de
aquellos Hombres de las Llanuras.
La mujer ladeó despacio la cabeza.
--No, de Que-kiri, de las colinas cerca de Xak Txaroth.
Luz de Relámpago asintió con la cabeza, aunque aquellas tribus
y lugares lejanos no eran más que nombres para él. Esa mujer
extraña continuaba siendo un misterio.
--Tú eres Luz de Relámpago -dijo con una voz todavía profunda
y enigmática-, y estás al mando de estas tropas.
--No -le contestó el elfo, poniéndose de cuclillas junto al fuego.
Acercó las manos al calor de la hoguera y éstas desprendieron
destellos púrpuras y rojos-. Fordus es quien está al mando de estas
tropas. Yo soy su general.
--Eres Luz de Relámpago, el elfo, ¿no es así? -le preguntó
Tanila-. He oído que tú diriges a estas tropas.
Por un instante, su corazón pareció gritar ¡Sí! ¡Sí! Yo estoy al
mando de este ejército, tanto en el campo de batalla como en el
campamento. Fordus no es más que un fuego fatuo, una chispa
resplandeciente, mientras que yo soy la esencia, el que guía en el
yermo de sus palabras...
Pero se detuvo antes de dar voz a aquellos pensamientos,
asustado de su propia vehemencia y deslealtad.
--Mi marido... -continuó Tanila, y apartó la mirada del fuego-,
luchó en tus legiones. Se llamaba Moccasin.
Todavía excitado por la fogosidad de sus pensamientos, el elfo
buceó en su memoria en busca de la cara de aquel hombre, del
propio nombre. No encontró nada. Era como si el marido de Tanila
hubiese desaparecido en las profundidades del desierto y la arena lo
hubiese sepultado.
--Tanila, estoy... estoy seguro de que era un hombre valiente -le
contestó, consciente de que aquella respuesta no era suficiente.
A lo lejos, a los pies del Altiplano Rojo, las hogueras ardían con
fuerza, y por primera vez en aquel triste anochecer, el bullicio de la
música y de las narraciones de historias resonó por todo el
campamento. Como solía ocurrir, en aquel tipo de reuniones los
soldados rebeldes se esforzaban por apartar de sus pensamientos el
recuerdo de la emboscada. Ya habían llorado a los muertos; ahora
aquellos hombres intentaban preparar sus corazones para la llegada
del nuevo día.
Si la caballería de Istar había atacado una vez, bien podía...
Luz de Relámpago se quedó mirando las otras hogueras del
campamento, las cuales parecían brillar a miles de kilómetros y años
de distancia. Una parte de él deseaba participar en aquellas
reuniones, en las que su sosegada presencia infundía ánimos a los
soldados.
--Adelante, si te apetece ves con los otros -le instó Tanila-. Has
sido muy amable conmigo.
La mujer permaneció junto al fuego con el cabello cubierto de
ceniza y arena, pero aun así era extrañamente bella.
De repente, en medio de todo aquel escenario empezó a sonar
el tambor de Alanda, y la energía de su voz recorrió todo el
campamento. Luz de Relámpago y Tanila se encontraban demasiado
lejos para que el elfo pudiese descifrar las palabras de la muchacha,
aunque lo cierto es que tampoco les prestó demasiada atención.
Por primera vez desde que se había sentado con ella junto al
fuego, Tanila le dedicó una sonrisa y el elfo, cautivado por la
profundidad de aquellos ojos ámbar, desterró inmediatamente sus
deseos de unirse a los otros hombres.
Recordaba poco de lo que aquella noche le había explicado a
Tanila, pero estaba sorprendido de que hubiese sido capaz de
decirle tantas cosas.
Luz de Relámpago le contó largas historias, que se sucedieron a
lo largo de cientos de años, de su deambular con los lucanestis, de la
invasión, la esclavitud, y también acerca de la gente de su pueblo
retenida en las cavernas que se sumergían bajo la ciudad de Istar.
Cuando acabó de contar toda aquella historia, el elfo se sintió
agotado, era como si todas sus fuerzas se hubiesen ido
consumiendo a medida que avanzaba con la narración.
Tanila iba transformándose a medida que el elfo hablaba; la
tristeza del luto desapareció de sus ojos hasta que Luz de
Relámpago tan sólo pudo ver la belleza devastadora y arrogante
que, sin ninguna duda, había cautivado a...
Moccasin. Sí, ése era su nombre.
Tanila escuchó con atención la historia que el elfo le contó
acerca de la noche en el desierto en que Fordus, por primera vez,
descifró los enigmáticos jeroglíficos de los dioses. Tanila estaba
sumamente interesada en lo que había ocurrido aquella noche y, al
principio, sus preguntas fueron aparentemente distraídas para
alentar la narración del elfo, pero poco a poco, se fueron haciendo
más sutiles y concretas. Cuando Luz de Relámpago regresaba a
otras historias y le contaba las hazañas de Fordus, las cacerías, las
batallas, y su gran cruzada contra la tiranía del Príncipe de los
Sacerdotes, el interés de Tanila decaía. Aun así, continuó narrando
historia tras historia hasta que la noche dio paso al nuevo día.
La mujer lo interrogó a menudo acerca de los ópalos, y se
inclinaba hacia el elfo con avidez para escuchar cómo el pueblo de
Luz de Relámpago había buscado aquellas piedras preciosas desde
tiempos inmemoriales: la blanca y la negra, el agua y el fuego.
Y también evidentemente el ópalo más oscuro que el negro, el
glaino, al cual los lucanestis llamaban Sangre de Dioses por alguna
extraña razón perdida en la Era de la Luz. Tanila continuó
sondeándole con sus preguntas mientras lo instaba, lo tentaba y
acechaba con la mirada.
El elfo se sentía totalmente cautivado por la hermosura de
aquellos ojos.
El amanecer llegó inesperadamente. La primera luz comenzó a
asomar por el este mientras los fuegos nocturnos se desvanecían
bajo los primeros rayos del sol. Poco a poco, el campamento empezó
a despertar, se oyó el ladrido de un perro y el chillido del halcón de
Alanda que cazaba en lo alto. Con la primera luz del día, el elfo pudo
distinguir las figuras que se movían de tienda en tienda y se dio
cuenta de que había sido muy desconsiderado al haber ocupado
aquella noche tan triste para Tanila con sus historias jactanciosas.
--Y todo esto... durante aquella única noche que pasó en las
salinas -observó Tanila, con los ojos resplandecientes y acechantes.
Luz de Relámpago se movió incómodo y se levantó. Otra vez
aquellos ojos. ¿Dónde los había visto antes? Su memoria estaba
agotada y comenzaba a fallarle.
Tanila era tan sólo una muchacha, de melena negra y
extraordinariamente hermosa, pero se había fijado en él, le había
preferido antes que a Fordus.
Mientras se devanaba los sesos para recordar una nueva
historia y otra más después de ésta, el elfo se dio la vuelta hacia
aquellos gloriosos ojos ámbar, de repente se oyó una llamada que
surgía del campamento y vio que Fordus se acercaba cojeando y
apoyándose en Alanda.
--¡Así que es aquí donde has pasado la noche! -exclamó Fordus,
con cierto sarcasmo.
Tanila se levantó y se apartó el pelo de la cara con un gesto
elegante mientras bajaba la mirada con modestia ante la llegada del
comandante.
Los ojos de color azul mar de Fordus saltaban rápidamente del
elfo a Tanila como si descifrase un jeroglífico sobre la arena de la
mañana. Fordus sonrió ferozmente, y el brillo azul de sus ojos se
tornó gélido e inexpresivo.
--Luz de Relámpago, ¿quién es tu amiga? -preguntó apartando
a la barda con delicadeza y tambaleándose sin su ayuda-. Mujer, no
recuerdo haberte visto antes en el campamento, y seguro que no
olvidaría esos hermosos ojos ni tampoco la tentación que se esconde
tras esa melena negra.
Alanda retrocedió al tiempo que una expresión de dolor y cólera
asomaba a su rostro.
Fordus dio dos pasos inseguros hacia Tanila y extendió la mano
para acariciar con suavidad un mechón de su pelo.
--Sé que me acordaría de ti -murmuró vagamente.
--Se llama Tanila -contestó el elfo con frialdad, mirando a los
ojos de su comandante.
Fordus era así, siempre había sido así, le gustaba saborear la
persecución y la conquista, en la cacería, en la batalla y también en
asuntos más delicados. No era su intención herir, ni ofender, pero
cuando se lanzaba era frío e insensible a los sentimientos de los que
lo rodeaban.
--¿Tanila? -contestó Fordus, mientras el azul de sus ojos se
entrelazaba con el ámbar de los de la mujer, en un ardiente y
tormentoso intercambio.
--La viuda de Moccasin -explicó el elfo-. Uno de tus hombres
que cayó en la emboscada de ayer.
La falta de fuerza que denotó su voz le irritó.
--Tanila, lamento mucho tu pérdida -le dijo Fordus sin variar la
expresión ni lo más mínimo-. En momentos de tanto dolor, es mi
obligación como comandante asegurarme de que... todas tus
necesidades sean satisfechas.
--¡Gran Branchala! -exclamó Alanda indignada.
La joven barda se dio la vuelta y regresó al campamento, y
llamó a Lucas con un silbido antes de salir corriendo.
Naturalmente, Fordus ni se inmutó.
--Espero ser merecedora de tu amabilidad -Tanila contestó
seria, aunque bajo aquellas palabras había un ardor sutil y sinuoso.
Era Luz de Relámpago el que murmuraba ahora entre dientes.
Inesperadamente, por encima de ellos se oyó el grito del halcón
de Alanda. Todas las miradas se dirigieron hacia el pájaro, cuyos
escandalosos chillidos junto al movimiento frenético de sus alas logró
interrumpir aquel interesante encuentro. Lucas descendió a toda
velocidad y, planeando sobre la sombría arena, fue a parar a la mano
de su dueña. Sus gritos y silbidos eran tremendamente agudos, casi
ensordecedores, y sus alas reflejaban un extraño brillo verde. La
barda acarició al animal con la misma suavidad con la que tocaría las
cuerdas de una lira.
Luz de Relámpago corrió junto a Alanda; Fordus lo seguía de
cerca sin acordarse del dolor de su pie herido.
La barda los miró fijamente, y una expresión de alarma asomó a
sus ojos marrones.
--¿Istarianos? -preguntó Fordus, llevando su mano derecha
hacia el hacha que colgaba de su cinturón.
El halcón continuaba gritando y quejándose, y Alanda levantó la
mano hacia los dos hombres para indicarles que permaneciesen en
silencio.
No, nada de istarianos, les indicó con una mano mientras se
inclinaba para acercar la oreja hacia el escandaloso e insistente
parloteo del halcón. Ni arenitas, ni ankheg, ni pantera...
--Entonces, ¿qué? -exclamó Fordus impaciente.
La barda ladeó la cabeza y movió los dedos despacio y con
precisión.
Fordus y Luz de Relámpago se miraron preocupados; por el
momento, dejaron a un lado la hostilidad que acababa de surgir entre
ellos.
No es nada que conozca, concluyó Alanda.
Lucas le susurró una vez más en el oído y después permaneció
en silencio.
No es nada que él haya visto antes. El halcón no tiene la
palabra para definirlo, continuó la barda.
--Entonces nosotros deberemos encontrar las palabras -afirmó
el elfo.
Fordus asintió, acariciando el hacha con la mano.
Detrás de las cálidas cenizas de las hogueras de la noche,
Tanila los observaba impasible. Las pupilas negras de sus ojos
ámbar se volvieron como las de un reptil.

_____ 11 _____

Tampoco el halcón tenía palabras para explicar lo que ocurrió


más tarde.
A pesar de que los exploradores de Fordus tenían la vista de un
lince y mucha experiencia en seguir huellas e interpretar el terreno, el
cambio sutil que se había producido en las arenas cercanas del
desierto al principio no los alarmó. Por la mañana, las dunas se
habían desplazado de manera que ahora rodeaban una masa de
arena enorme y ondulante. El fenómeno despertó la curiosidad de los
hombres; doce de ellos, veteranos de cien marchas y una veintena
de batallas, se agacharon alrededor de la anomalía y la observaron
con precaución, detenidamente.
«Como mucho es el trágalo -se dijeron-, que ha dejado su
trampa para los viajeros incautos, o simplemente un cambio en el
terreno producido por el viento de la noche.»
Sin darle más importancia, los exploradores se mantuvieron en
sus puestos y dirigieron sus miradas hacia el lejano horizonte, hacia
la frontera de las salinas o a cualquier cosa menos en dirección al
montículo de arena arremolinada que yacía a sus pies.
Prácticamente ya habían olvidado aquel incidente, cuando un
primer temblor agitó el suelo de su alrededor. Entonces, de repente,
el explorador más joven, que se encontraban a no más de veinte
metros del enigmático montón de arena, comenzó a gritar señalando
en aquella dirección.
De forma inexplicable, el muchacho fue engullido por un primer
torbellino de arena fundida que surgió del mismísimo corazón del
desierto.
Pocos segundos más tarde, otros dos exploradores que se
habían quedado totalmente paralizados ante aquel suceso, fueron
tragados por una nueva erupción de arena. Era como si un volcán
extraño y oculto comenzase a escupir cristales incandescentes sobre
los Hombres de las Llanuras y sobre los proscritos. En lo alto, el
halcón de Alanda surcaba el cielo, pero incluso a trescientos metros
de altura sobre aquel súbito holocausto el calor en sus alas le
resultaba insoportable.
Lucas gritó horrorizado una y otra vez.

Fordus tardó menos de una hora en alcanzar el lugar de la


erupción. Alanda y el elfo iban tras él, también Estrella del Norte y
Tanila. Gormion y una docena de proscritos los seguían de cerca.
Encontraron el desierto desgarrado de forma sobrenatural por
grietas, cráteres y otras fisuras en cuya superficie brillaba un
humeante y espeso magma. Parecía un paisaje nacido de una
explosión de luz, calor y fuego. En lo alto, por encima de aquel
terreno devastado, los pájaros del desierto se alejaban asustados
mientras la tierra bajo la lava diseminada se agrietaba y se fundía
para añadirse finalmente al creciente torrente de arena y cristales.
Por un momento el grupo de rebeldes quedó enmudecido.
Fordus, que se había olvidado por completo de la herida de su pie,
dio un paso firme hacia aquel lugar abrasador. Luz de Relámpago se
acercó a él, lo cogió del brazo y tiró de su amigo hacia atrás.
Poco a poco, la arena del epicentro de la fosa comenzó a
endurecerse hasta convertirse en oscuros cristales.
--¿Qué es eso? -murmuró Gormion atónita, deslizando
absurdamente la mano sobre la empuñadura de su puñal.
Nadie contestó. Ni el Hombre de las Llanuras, ni el Profeta, ni
tampoco la barda podían descifrar aquel misterio.
Aunque entre ellos había alguien que sí podía dar una
explicación a todo aquello, alguien que ocultaba su conocimiento tras
unos ojos ámbar e inexpresivos.
Había otros dioses en el Abismo que estaban tan ansiosos como
la propia Takhisis de entrar en el mundo y alterar el curso de la
historia según sus deseos. Zeboim ya siguió una vez a Takhisis, y
también Morgion; las tempestades en las aguas de la costa y las
plagas surgidas de los pantanos fue el legado de la ingenuidad de
aquellos dos dioses que carecían de poder para permanecer en el
mundo más de algunos minutos, de una hora como máximo.
Pero aquel día, cuando la arena del desierto de Istar comenzó a
cristalizarse y a fundirse, deslizándose lentamente hacia el
campamento de los Hombres de las Llanuras que se levantaba a los
pies del Altiplano Rojo y destruyendo todo lo que encontraba a su
paso, no fue más que el preludio de algo mucho más colosal y
destructivo. Takhisis se dio cuenta de ello inmediatamente. Otra
criatura de su misma condición, alguien fuerte y con poderes
suficientemente extraordinarios para rivalizar con los suyos, había
descubierto su secreto y la había seguido entre el espacio cristalino
que separaba ambos mundos.
Y Takhisis sabía de quién se trataba.

--¿Qué es eso? -preguntó Gormion de nuevo, esta vez con más


insistencia a medida que la arena derretida iba engullendo poco a
poco las dunas que encontraba a su paso.
--Un volcán -contestó Fordus tenso, sin apartar la mirada ni un
segundo de aquel torbellino de resplandecientes cristales-. Ya lo he
visto antes. Hace mucho tiempo, desde las estribaciones de
Thoradin. Lo mejor es que levantemos el campamento y nos
alejemos rápidamente.
Gormion estaba más que dispuesta a obedecer las órdenes de
Fordus y agitó exaltada sus brazaletes de plata para indicarles con la
mano a sus proscritos que regresasen inmediatamente al
campamento. Fordus y Luz de Relámpago se dieron la vuelta pero,
de repente, cuando ya enfilaban hacia el Altiplano Rojo, un alarido
desgarrador, casi sobrenatural, los sobresaltó.
Tanila yacía en medio del camino de aquel río de lava y arena,
retorciéndose y agarrándose la pierna.
El elfo, sin dudarlo ni un momento, corrió hacia la mujer herida.
En medio de la arena, sintió que el suelo bajo sus pies era inestable,
tropezó y cayó, y frenó con las manos a un palmo de distancia de
aquel torrente abrasador.
Luz de Relámpago sintió un calor equiparable al de cien soles
juntos, y parpadeó para aliviar el ardor de los ojos.
Con un alarido, deslizó las lucernas, y retrocedió, alejándose del
torrente de lava, y tambaleándose hacia Tanila. El elfo deslizó su
brazo alrededor de la cintura de la mujer y la condujo a tientas hasta
la cima de la duna más cercana. En sus brazos, el cuerpo de aquella
mujer era increíblemente pesado. En un último y desesperado
esfuerzo, el elfo llevó a la mujer a un lugar seguro, y se dejó caer
boca abajo y sin aliento junto a una duna. Un caos de ruido y
chillidos se arremolinaba a su alrededor; el elfo podía oír los gritos
desesperados de los proscritos y la voz de Estrella del Norte
transportada por un viento tórrido.
No daba crédito a lo pesado, compacto y quebradizo que había
resultado el cuerpo de Tanila en sus brazos. Era como si la
emanación de lava del volcán la hubiese envuelto totalmente y se
hubiera secado, convirtiéndola en piedra y cristales. Luz de
Relámpago, se volvió hacia ella, incrédulo, deseando tocarla de
nuevo.
El pie de Tanila había desaparecido; quebrado como una lasca
de piedra y ni una sola gota de sangre brotaba de la herida. El elfo se
quedó boquiabierto mirando a la mujer.
Ella le devolvió una mirada gélida.
El grito de Fordus interrumpió los pensamientos del elfo, quien
dio un brinco y el suelo bajo sus pies se partió en dos. Luego, se
arrodilló atónito al borde de la fosa y vio cómo de las profundidades
de la fisura emergía una criatura que batía sus enormes alas
cubiertas de cenizas y brasas incandescentes.
Fordus huyó a toda velocidad de la cortina de humo que lo
envolvía. Estrella del Norte y dos de los proscritos estaban junto a él
cuando, del centro de una nube de fuego, surgió un pájaro
gigantesco; su forma recordaba a la de un cóndor o un buitre, su
horrenda cabeza carecía de plumas y estaba cubierta de ampollas, y
sus ojos negros resplandecían como gemas auténticas.
Fordus se detuvo y observó, completamente atónito, cómo el
pájaro llameante chillaba trazando círculos por el cielo del desierto.
Desde suelo firme, los proscritos le lanzaron hachas y lanzas, y
también maldiciones, pero todo rebotaba sin provocar ni la más
mínima herida sobre la dura piel del pájaro, el cual seguía volando
lentamente, como si acabase de integrarse en aquel cuerpo.
Aquella criatura lanzó un nuevo grito y descendió con dificultad.
Su ataque fue lento y predecible, y golpeó con su afilado pico el
escudo de un lancero, de un joven muchacho de Kharolis llamado
Ingaard, quien lo esquivó y soltó una sonora risotada; el pájaro se
retiró tambaleándose y se preparó para una nueva embestida.
Con un chillido desafiante, Ingaard cogió impulso para lanzarle
con fuerza su arma, pero de repente el muchacho resbaló y se le
escapó la lanza de las manos; parecía que el desierto entero hubiese
caído víctima de un maligno y terrible hechizo. El pico del cóndor
golpeó el escudo levantado del muchacho una y otra vez, hasta
romper la dura piel que lo recubría, y el enorme pájaro agarró al
joven guerrero y se lo llevó volando por los aires; le desgarró toda la
carne y lo arrojó en el centro de la erupción de arena y lava.
Ante aquel terrorífico espectáculo, los otros proscritos se dieron
la vuelta y huyeron despavoridos.
Poco a poco, con los ojos enrojecidos y con un humo que le
salía de las oscuras plumas, aquella criatura fue acercándose a
Tanila. De nuevo, volvió a batir sus alas, y el aire abrasador y fétido
se arremolinó como un torbellino alrededor de los Hombres de las
Llanuras.
Tanila, presa de cólera, perdió el equilibrio sobre la inestable
arena, pero Luz de Relámpago, sin bajar la guardia ni un momento,
se interpuso entre ella y el monstruo, y levantó el escudo de bronce
de uno de los proscritos caídos para defenderse. El cóndor, con sus
profundos ojos negros encendidos, lanzó un grito agudo y arremetió
contra el elfo, quien se aprestó a aguantar la nueva embestida del
pájaro. Luz de Relámpago, con ayuda del pequeño escudo, logró
parar el ataque de sus garras y lo obligó a retroceder. Entonces, oyó
un estruendo, como si se rompiera porcelana o cristal, y el
gigantesco pájaro chilló fuera de sí con la cabeza inclinada hacia
atrás y el largo cuello arqueado como la cola de un escorpión.
Por un momento, el desierto quedó en silencio; parecía que el
propio ruido se hubiese colado entre las grietas y hubiese
desaparecido. El elfo y el monstruo quedaron uno frente al otro, en
medio de un paisaje desolado compuesto tan sólo por arena y lava.
--¡Mátalo! -siseó Tanila.
Y entonces, con un grito que sin duda debió de oírse hasta en
las propias puertas de Istar, el cóndor arremetió contra el elfo. Éste
retrocedió, pero perdió el equilibrio y el pájaro, con un nuevo chillido
desafiante, se lanzó contra él, tirándolo al suelo.
Alanda silbó a su halcón y sacó la baqueta del tambor que
colgaba de su cinturón. La muchacha saltó con agilidad por encima
de una gran fisura y corrió hasta alcanzar un trozo de suelo más alto
y sólido, mientras buceaba en su memoria en busca de una música
poderosa.
Luz de Relámpago cayó arrodillado, y el peso del pájaro lo
obligó a inclinarse hacia atrás. El cóndor revoloteaba triunfante sobre
el elfo, clavándole las garras en las costillas y arqueando el cuello
dispuesto a asestarle un último golpe fatal.
Luz de Relámpago gritó y lanzó una mirada suplicante hacia
Fordus... quien estaba completamente concentrado en otros asuntos.

Fordus estaba sobre un estrecho puente natural de rocas y tierra


seca que se había formado sobre el lago de lava y arena fundida que
burbujeaba en la llanura del desierto. No era más que un sendero
estrecho de suelo firme que no había sido alcanzado por el fuego y el
magma, y que se iba estrechando poco a poco a medida que la
corriente en ebullición devoraba sus cimientos.
Aquél era el lugar que aparecía en sus sueños: el fuego, la lava
y el tenebroso pájaro.
Fordus se quedó sin respiración, ensimismado, hasta que los
gritos de sus hombres lo alertaron.
El líder de los rebeldes se encontró atrapado en un dilema; el
elfo yacía en medio de aquel paisaje burbujeante con el cóndor
batiendo sus ardientes alas sobre él, mientras Estrella del Norte, tan
sólo a cuatro metros de distancia, miraba desesperado hacia el
líquido cegador, suplicando ayuda.
Era evidente que Luz de Relámpago estaba en peligro.
Pero el cóndor...
Era un viejo conocido de Fordus, el personaje que aparecía en
sus sueños.
Y el elfo... era un disidente. Un oficial problemático. Lo que le
sucediese quedaba en manos de los dioses.
Fordus se precipitó hacia Estrella del Norte y tiró al muchacho
para apartarlo de la creciente fisura.
--¡Mi medallón! -gritó Estrella del Norte-. ¡El disco!
Fordus supo inmediatamente a qué se refería: el colgante
religioso que le entregaron al muchacho en su noche de la elección
de nombre, el cual era una réplica de uno de los célebres Discos de
Mishakal. Aquel objeto, que no tenía el más mínimo valor material,
pero era de gran valor para el muchacho, colgaba de la arista de una
roca situada a menos de dos metros por encima de la creciente
grieta.
--¡Camina despacio hasta suelo firme! -chilló Fordus,
inclinándose sobre el lago burbujeante. Después tendió su atlético y
musculoso brazo hacia el medallón y estiró sus poderosos dedos
todo lo que pudo-. ¡Estrella del Norte, ponte a salvo!
Aquellas palabras sonaron heroicas. Recordaban a los versos
de Alanda. Y seguro que compondrían una buena canción para
cantar durante la hora de los relatos.

Con la espalda apoyada en medio de aquel terreno ardiente, Luz


de Relámpago logró repeler la embestida del pájaro una vez más,
aunque el calor del metal del escudo le había provocado llagas por
todos los brazos, y el olor de sulfuro y roca quemada se le había
colado por la garganta hasta llegar a los pulmones.
Una vez más, intentó pedir ayuda, pero el dolor le resultaba
insoportable, asfixiante.
«Así que éste es mi fin», pensó, con una extraña paz, mientras
el humo le empañaba los ojos, y los roncos gritos del cóndor
retumbaban a su alrededor.
El áspero y estremecedor alarido del pájaro fue respondido por
un grito más estridente y, de repente, como por milagro, el cielo se
abrió sobre Luz de Relámpago. El elfo parpadeó con dolor y se
incorporó a duras penas.
Lucas descendió rumbo al Altiplano Rojo y el gigantesco cóndor
fue tras él. El pequeño halcón planeaba por el aire con elegancia,
esquivando al pesado y torpe pajarraco que lo perseguía con una
gracia producto de miles de cacerías y un año de vuelos de
reconocimiento surcando el cielo del desierto. El cóndor lo seguía
furioso y, el suelo que se desplegaba bajo la trayectoria de su vuelo,
iba quedando totalmente abrasado, devastado.
El halcón trazó un gran círculo en el aire para regresar al
campamento y el cóndor, ganando velocidad, estaba acortando la
distancia que los separaba y parecía que Lucas iba a ser alcanzado,
abrasado y consumido por aquel terrible monstruo.
Alanda, que se encontraba en la pendiente del Altiplano Rojo, al
ver que su amigo estaba en grave peligro, comenzó a tabalear el
tambor lentamente, pero con fuerza, reproduciendo los majestuosos
modos matherinos de la alta magia. Empezó la canción con una
incandescente explosión de palabras, una tralyta élfica que, poco a
poco, se desvanecía hasta dar lugar a un lenguaje oculto, a unas
palabras que la barda decía en susurros tan sólo para los dioses.
Pero enseguida, Alanda alzó la voz y, en los márgenes de la
erupción de lava, los cristales se oscurecieron y se solidificaron,
enfriándose con tal rapidez que el ruido de su crujir se oyó por todo
el desierto.
La canción de la barda siguió alzándose por encima de todo
aquel caos y ruido, pero las palabras eran ya totalmente
incomprensibles. Se transformaron en la canción de un pájaro, en un
trueno lejano, en el fluir de un torrente de agua y, finalmente, en el
silbido del viento, el cual se colaba por entre las rocas de cristal que
se encontraban cerca de ellos.
Incluso los propios cristales de los márgenes de las Lágrimas de
Mishakal comenzaron a despedazarse, convirtiéndose
silenciosamente en polvo.
Lucas sobrevoló la extensión de lava fría, y luego bajó en picado
ciento cincuenta metros por el aire humeante y aterrizó brutalmente
sobre la arena. El halcón desplegó las alas sobre su cuerpo para
protegerse, como si construyera una especie de tienda de campaña.
Entonces, a quince metros por encima del desierto, el monstruo
chocó con la fuerza y el poder de la canción de la barda.
Mientras tanto, Tanila se retorcía y se estremecía, tapándose las
orejas. Durante una fracción de segundo, Alanda vio por el rabillo del
ojo a la oscura mujer cojeando hacia las Lágrimas de Mishakal, la
cual dejaba tras de sí un rastro de polvo negro, una nube de humo.
De pronto, de forma impresionante, el aire se tornó
incandescente y el cóndor se partió en miles de fragmentos
candentes que cayeron como una lluvia de ascuas mortales sobre el
árido paisaje, sobre las rocas ígneas y sobre el pequeño pájaro.
Justo antes de que la lluvia de fuego alcanzase a Lucas, Luz de
Relámpago saltó por encima del suelo incendiado, agarró al halcón y
lo lanzó lejos de aquella mortal lluvia. Lucas se tambaleó en el aire,
recuperó el equilibrio y finalmente logró remontar el vuelo y alejarse
del fuego. Mientras tanto, el elfo conseguía salir de aquella trampa
letal y rodar por el suelo con la ropa en llamas. Alanda se precipitó
sobre Luz de Relámpago, pero cuando llegó hasta él, el fuego ya se
había apagado y su amigo yacía aturdido y falto de resuello a la
sombra de un enorme cacto.
De las cenizas del cóndor no dejaba de salir vapor que se
propagaba por las llanuras devastadas por el fuego.
Alanda se arrodilló junto al guerrero elfo y entonó un breve
cántico de curación y gratitud. Luz de Relámpago, prácticamente
inconsciente, se incorporó con dificultad, se apoyó sobre el hombro
de la muchacha y la miró fijamente a los ojos, como si fuese la
primera vez que la viese a través de la suciedad, el cansancio y su
descuidado pelo blanco.
De repente, se oyó el grito triunfante de Fordus por la humeante
llanura.
El Profeta del Agua estaba de pie en un estrecho sendero de
tierra, sujetando en lo alto un objeto brillante, rojo y dorado como el
sol del atardecer. Fordus bailó una danza de victoria, y Estrella del
Norte, a salvo en el otro extremo del sendero, bailó con él.
--¡Está loco! -susurró el elfo-. ¡Fordus está completamente loco!
Alanda permaneció en silencio mientras sostenía con delicadeza
al elfo herido.
Fordus levantó de nuevo el medallón, riéndose y cantando.
Cuando, de pronto, se formó una cortina de humo negro que se
abalanzó hacia él a una velocidad pasmosa. Atrapado en el estrecho
puente de arena y rocas no podía esquivarla ni huir. En escasos
segundos, la nube de humo lo rodeó totalmente y comenzó a girar
con furia a su alrededor, como un torbellino o un tornado. Y cuando
por fin se desvaneció en la claridad del desierto, Fordus yacía sin
vida sobre la roca desnuda.
Luz de Relámpago nunca logró recordar bien lo que sucedió
después de aquello, aunque creía que oyó cantar a Alanda una vez,
quizá dos, gritar a Estrella del Norte y también el lejano chillido de
Lucas y, a continuación, sintió que lo movían, que lo transportaban...
Después aparecieron las antorchas, los chamanes y las
curanderas danzando a su alrededor, y notó que el dolor de sus
brazos y piernas remitía.
«Fordus -se dijo a sí mismo-, Fordus está muerto.» Aunque su
pesar no era verdadero.
En medio de los lamentos y de los llantos, sintió como si le
quitaran de encima un gran peso.
Por fin todo esto ha terminado, dijo una voz, o pareció decirlo, y
el elfo sintió un extraño arrebato de alegría, incluso en medio del luto
por el Profeta.
Más tarde, cuando se despertó a los pies del Altiplano Rojo,
empapado por el agua de la lluvia y envuelto en frescas pieles, Luz
de Relámpago intentó olvidar aquel deleite traidor que lo había
embargado. Estrella del Norte estaba de pie junto a él, mirándolo
fijamente.
--Estrella del Norte -dijo el elfo con dificultad.
--El comandante está vivo, Luz de Relámpago. ¡Gracias a los
dioses está vivo! Ha preguntado por ti dos veces. ¿Puedes
levantarte? ¿Puedes mantenerte en pie?
--Creo... creo que sí -le contestó Hombre de las Llanuras,
incorporándose a duras penas-. ¿Él está...? ¿Todavía está...?
El elfo sintió que un recuerdo se removía en algún rincón de su
memoria; había algo que debería recordar, pero que no podía,
debido al espantoso episodio del fuego, del humo y de aquel pájaro
rabioso.
--Su espíritu está en la frontera de la vida, donde las tinieblas lo
rodean y las sombras acechan. Pero es un hombre fuerte. Creo que
se recuperará.
Luz de Relámpago se apoyó sobre el joven y clavó la mirada en
el fuego, en la muchedumbre que se congregaba en lo alto del
Altiplano Rojo donde Fordus yacía gravemente herido, quizá
moribundo. Haciendo un esfuerzo enorme, el elfo ajustó sus pasos a
los de Estrella del Norte y los dos juntos cruzaron el campamento e
iniciaron la suave y sinuosa ascensión hasta la cima del altiplano,
donde se amontonaba la multitud, acompañada por un ritmo lúgubre
que emergía del tambor de Alanda.
El modo de Branchala, cántico del recuerdo, aunque quizá ya
era demasiado tarde.
--Más deprisa, Estrella del Norte -dijo el elfo apretando los
dientes, y el joven aceleró el paso.
--Cinco centinelas han muerto -le explicó el joven, a medida que
el sonido del tambor aumentaba-. Gormion ha sobrevivido, y Alanda,
y también tres de los proscritos.
El ritmo del tambor continuó monótono, y surgió una voz clara
que entonaba una melodía triste y solitaria.
--Pobre Alanda -murmuro Estrella del Norte-. En ella reside el
pesar de una viuda sin ni tan sólo haberse llegado a casar.
El elfo se mantuvo erguido y rechazó la ayuda que el joven le
ofrecía. Los recuerdos seguían resistiéndosele; la imagen del fuego y
la batalla lo empañaba todo.
Tanila
--¡Estrella del Norte, la mujer! -chilló el elfo, agarrando con
fuerza el hombro del joven explorador-. ¿Qué ha pasado con Tanila?
Estrella del Norte se encogió de hombros.
--Ha desaparecido. No hay rastro de ella en las dunas ni en
medio del torrente de lava. Existe la posibilidad de que la erupción la
engullese, o que...
--¿O? -insistió Luz de Relámpago alarmado.
--Yo me dirigía hasta los aledaños de las salinas, hacia el lugar
donde ella se encaminaba cuando el monstruo descendió de los
cielos y Alanda comenzó su canción. Pero allí no había nada, tan
sólo el contorno borroso del cuerpo de una mujer, que se desvanecía
en las arenas movedizas de las salinas.
--¿El contorno? ¿No había huellas?
--Ninguna. Allí no había más que un pequeño montículo de
escombros... un montón de sal y cristales negros.

_____ 12 _____

Mucho tiempo atrás, las cavernas que había bajo la ciudad de


Istar habían sido bosques. Hacía cien mil o doscientos mil años, los
volcanes ahora inactivos que yacían debajo del gran lago de Istar
entraron en erupción, dando lugar al último de los grandes desastres
geológicos; eso fue antes de la Guerra de Todos los Santos, durante
la ancestral Era de los Sueños. Aquel desastre natural enterró el
paisaje bajo un manto de lava y ceniza y, con el transcurso de los
años, se formaron las cavernas, que se mantuvieron imperturbables
ante el ascenso y la decadencia de cientos de civilizaciones. Las
cinco razas pisaron la faz del planeta. Apareció la Casa de Silvanos
en el joven bosque del sur, surgieron los gnomos, y se creó la Gema
Gris en la Gran Fragua divina de Reorx. Fue entonces cuando
comenzó a mostrarse aquel extraño fenómeno de la opalescencia en
las ramas y troncos petrificados de los troncos que quedaron allí
enterrados, y cuando el agua del nuevo lago formó una trama de
conductos a través de la porosa roca volcánica.
Ahora, después de miles de años, los ojos mortales se
maravillaban ante el espectáculo de aquel bosque inmemorial. Veinte
años de pico y pala no habían acabado con su belleza enigmática,
casi sobrenatural. Bajo las antorchas sin humo de los mineros elfos,
el paisaje fosilizado brillaba como si estuviese cubierto por un rocío
viejo y helado.
Tres elfos descendían por el largo y estrecho pasadizo que se
abría entre los robles petrificados, sujetando con las manos unas
lámparas que proyectaban una luz de color ámbar. Llevaban una
máscara que les protegía del polvo, y sus ojos verdes resplandecían
como estrellas en medio de sus caras tiznadas con negras cenizas.
Aquella noche no buscaban ópalos. A pesar de las órdenes del
Príncipe de los Sacerdotes, todos los mineros habían dejado de
trabajar para buscar a la niña.
Creían que había muerto, junto con su madre y otros tres elfos,
cuando hacía dos noches se derrumbó aquella parte de la caverna.
Habían enviado expediciones de exploradores hacia los escombros,
los cuales treparon y se arrastraron por todo aquel oscuro laberinto
hasta que no pudieron avanzar más, gritando el nombre de los cinco
mineros desaparecidos.
Tesseray Parian. Gleam. Cabuchon.
Y la pequeña Taglio. Tan sólo una niña, aunque lo bastante
mayor para sostener una lámpara mientras los otros trabajaban.
Aquella tarde oyeron el llanto de la niña y, después de rastrear
las regiones más accesibles de las minas, los lucanestis enviaron
secretamente a varios de sus mejores hombres para que escrutasen
las profundidades más peligrosas, el reino de los derrumbamientos y
aludes de piedras donde habitaba el espíritu de las nagas, los
monstruos serpentinos con rostro humano que tenían el poder de
absorber la opalescencia de los cuerpos de los lucanestis, y de
reducirlos a polvo y a trocitos de hueso en los profundos y olvidados
pasillos de la mina.
Aquél era, sin duda, un territorio peligroso, y el sonido del llanto
de la pequeña elfa los angustió durante horas, mientras los tres
fuertes mineros cavaban y escarbaban hacia el lugar de donde
procedía el sonido.
El mayor de los exploradores, Spinel, sujetaba la lámpara por
encima de sus dos compañeros más jóvenes. Mil setecientos años
habían hecho mella en su vista de lince y en la fuerza y resistencia
de sus brazos, pero el viejo elfo era astuto y conocía los secretos de
todos aquellos túneles, tan experto en estas lides como los enanos
contra los que había luchado bajo tierra durante siglos. Sujetaba la
luz deseando con todas sus fuerzas encontrar a uno de los miembros
desaparecidos de su pueblo.

Los lucanestis, antaño una rama noble aunque minoritaria de los


elfos dimernestis, habían deambulado durante años por las praderas
al sur de Istar, y su gran olfato para encontrar bosques, con el tiempo
y los viajes, fue transformándose en un extraordinario don para hallar
manantiales ocultos.
El agua en la roca; los llamaba desde su tumba en la seca tierra.
Pronto, los lucanestis se convirtieron en imprescindibles para las
primeras caravanas y migraciones que cruzaron la faz de Krynn.
«Zahones», los llamaban los viajeros nómadas, quienes los
contrataban a precios exorbitantes como guías y adivinos.
Les pagaban bien, y los lucanestis adoptaron con orgullo aquel
nombre peyorativo. Pero durante años, el agua estuvo asegurada
para los elfos del bosque y los elfos nobles, que habitaban en las
riberas de los ríos o en bosques tropicales. Durante esa época, la
escasa influencia de los lucanestis disminuyó y fueron repudiados y
tachados de vagabundos y rufianes por el gran consejo de los elfos.
Y volvieron a surgir los viejos apodos. «Zahones.» «Elfos
mercenarios.»
En medio de tanta burla y desprecio, los ópalos llegaron a ellos
como un regalo de los dioses.
Agua y roca de nuevo, puesto que aquellas piedras se formaban
durante miles de años mediante la unión de agua y roca bajo las
montañas de Istar. La razón que condujo a los lucanestis al subsuelo
se ha olvidado con el paso de los siglos, pero el laberinto de
cubículos dispersos por las cavernas opalescentes que yacían bajo
Istar probaba que habían trabajado en las raíces de la ciudad
durante siglos.
Aun así, era gente a la que le gustaba el campo abierto, que
disfrutaba del viento fresco de la noche y observar la lejana
disposición de las estrellas. Sus estancias en el subsuelo eran
breves pero eficaces, las blancas lucernas que recubrían sus ojos se
compenetraban bien con el agua de los ópalos, su gran tesoro. La
mina se cobró muchas vidas y los cambió; la piel se les endureció
con el paso del tiempo y con el efecto del agua y la sílice, hasta que
llegó un momento en que los elfos más viejos se volvieron
transparentes, brillantes y opalescentes como las piedras que
buscaban. Pero los lucanestis sacaron provecho de aquel cambio, ya
que ante la presencia de un intruso o de un predador se quedaban
estáticos y se camuflaban integrándose en las rocas y escombros
que los rodeaban.
Cuando eran lo suficientemente viejos, dos mil años o quizás un
poco menos, la opalescencia inevitablemente se cobraba un precio, y
los lucanestis entraban en un sueño pétreo y oscuro del cual no
podían regresar.
Aunque mientras eran jóvenes, había ópalos que buscar y
riquezas que acumular. Y así fue como los lucanestis trabajaron en
las minas y acumularon riquezas, llevando aquellas codiciadas
piedras a la superficie. Pronto, lo que antes había sido una tribu
pobre y marginal, floreció con una riqueza desmesurada.
Una abundancia que atrajo la atención de las ciudades, del
Príncipe de los Sacerdotes... y también de los venáticas, un grupo de
cazadores y espías al servicio de los clérigos de Istar.
Pronto, los lucanestis fueron observados, y más tarde
acompañados en aras de lo que los venáticas denominaron «el
interés de la geología», aunque en realidad aquello fue una
inspección armada. Lo que comenzó como observación y
acompañamiento, poco a poco fue cambiando y, al cabo del tiempo,
aquellos individuos de Istar ataviados con atuendos rojos se fueron
convirtiendo en compañeros, consejeros...
La expedición de «cooperación» terminó en esclavitud el día en
que Spinel y un grupo de seguidores quisieron salir a la superficie en
busca de aire fresco y un poco de luz, y un escuadrón de soldados
istarianos les dio el alto.
Después de aquel día, los lucanestis jamás volvieron a salir a la
superficie.
A pesar de todo, el Príncipe de los Sacerdotes ordenó no
apresar a ninguno de ellos. Después de todo, la relocalización había
representado la sentencia de muerte de miles de inocentes desde los
propios albores del planeta, y de las montañas y de las llanuras que
se congregaban alrededor de la extraordinaria ciudad, dejando tras
de sí pueblos abandonados, aldeas quemadas y las reliquias
desmoronadas de civilizaciones desaparecidas.
Así acabó Istar con lo que la codicia había comenzado.
En aquel entonces, ya en sus años de decadencia, la
opalescencia se había extendido por sus pálidos brazos, y Spinel tan
sólo podía guiar a sus compañeros, mientras éstos escarbaban los
escombros en busca de la niña desaparecida.
--Nunca pensé que llegaríamos a esto -dijo Spinel-. Apenas
llevamos un siglo bajo la ciudad y los niños están muriendo.
Sin inmutarse, los dos elfos más jóvenes continuaron con su
ardua tarea. Aquellos dos hombres eran spelas, palabra que
utilizaban los lucanestis para designar a aquellos que habían nacido
y crecido en las cavernas de debajo de Istar. Los spelas no habían
conocido el sol, ni tampoco la pareja de lunas que surcaba el cielo
estrellado, y muchos de ellos creían que su peor enemigo eran los
desprendimientos de rocas y las nagas que se escondían en aquel
paisaje y no sentían un especial rencor hacia los istarianos.
Spinel sentía lástima de ellos; estaban tan sepultados como la
niña que buscaban.
La mayor de los spelas, una joven muchacha llamada
Tourmalin, sostuvo en lo alto una piedra oscura y brillante.
--Un glaino -dijo seria, y extendió la gema hacia el mayor de los
elfos-. Por fin llevaremos algo a casa.
De mala gana, casi con vergüenza, Spinel cogió el ópalo que le
entregaba la muchacha y lo guardó en un pequeño bolsillo de su
cinturón. Otra piedra que moler para los misteriosos rituales del
Príncipe de los Sacerdotes.
--Encontraremos a la niña -afirmó el viejo elfo, con un hilo de voz
titubeante bajo la luz de la antorcha-. ¡Por Reorx y las lámparas de
los ojos que encontraremos a esa pobre criatura!
Con ayuda del pico y la pala, los tres elfos avanzaron despacio y
con cuidado a través de las amorfas rocas volcánicas. Una voz frágil,
casi imperceptible, los llamó desde algún lugar debajo de aquel
laberinto de piedra y oscuridad. Era la niña que pedía agua y llamaba
a su madre... y finalmente suplicaba a Branchala y al Sueño Eterno.
Cuando Spinel oyó el principio de aquella melodía, el suave
lamento fúnebre que proclamaba el sueño pétreo de los lucanestis,
sus órdenes fueron más apremiantes. El veterano elfo, con la mano
apoyada sobre el hombro de Tourmalin, guió a los tres mineros con
sumo cuidado a través de las serpenteantes capas de roca.
«Despacio -se dijo a sí mismo-. No hay que perder la fe ni la
sensatez.» Ni tampoco el fino hilo de voz que venía de algún lugar de
debajo de la pared de piedra que tenían delante.
Aunque era casi imperceptible, la melodía continuó. Por un
momento, pareció que Tourmalin hacía acopio de todas sus fuerzas
y, murmurando un juramento entre dientes, redobló la velocidad con
que cavaba. Sus compañeros la imitaron, y el sonido del metal contra
la piedra resonó por toda la galería, y también los jadeos de los
mineros.
«Sí, estamos abriéndonos camino -pensó Spinel a medida que
el sonido del pico contra la roca adquiría una nueva resonancia-. Tan
sólo es cuestión de minutos y, si la niña sobrevive, si conseguimos
sacar a todos estos inocentes a la luz, al aire...»
--¡Más rápido! -ordenó entre dientes.
Entonces, el martillo de Tourmalin atravesó la última capa.
Spinel, radiante, se abrió paso entre sus compañeros más jóvenes
para adentrarse por la nueva galería con la antorcha bien alta...
Pero otra pared de roca, a casi tres metros de la abertura
obstruía el camino. Spinel maldijo aquella pared, comenzó a
escarbar la piedra con sus propias uñas, a golpearla enloquecido con
el hombro... mientras, en algún hueco recóndito, la melodía de la
niña se desvaneció.
Spinel apoyó la frente contra el frío muro y sollozó. El paso del
tiempo transformaría el esqueleto de la niña y, quizás, algún día, los
descendientes de aquellos que cavaron en vano en su busca
encontrarían sus huesos, pequeños, redondeados y brillantes en
medio de la roca que la engulló y la hizo suya.
--Es de glaino -exclamó Tourmalin. Los restos de compasión ya
habían desaparecido de su rostro y, con su mano pálida y curtida,
palpó la nueva pared que se erigía ante ellos-. Glaino -repitió.
Aquello significaba que tendrían que regresar al corazón de
aquel lugar despiadado en busca del codiciado polvo
resplandeciente.

Por encima de las rocas, de los escombros y de los lamentos de


los elfos, a kilómetros de distancia y en la ciudad de Istar, las tropas
del Príncipe de los Sacerdotes vigilaban y aguardaban aburridos e
impacientes.
Se acercaba el Shinarion, el gran festival de los juegos, de la
industria y del comercio, también momento para los negocios y la
celebración. La ciudad de Istar y todos sus tributarios se
congregaban para celebrar juntos la gloria de la diosa que, según
decían, velaba por la vasta y compleja economía de la región. Como
de costumbre, se había engalanado la ciudad con sedas y pan de
oro; las posadas estaban llenas de gente recién llegada y, por el
entramado de calles estrechas, todo el mundo, desde los exclusivos
comerciantes de diamantes ataviados con su ropa gris, hasta las
alcahuetas y los astutos ladronzuelos, se preparaba para la semana
que se acercaba.
Incluso en el Templo del Príncipe de los Sacerdotes se
preparaban ceremonias especiales en honor a Shinare. Se consumía
incienso de jazmín en medio de su gran plaza y las campanas del
Templo repicaban en el carillón del amanecer que dedicaba cada
mañana a la diosa.
Parecía que todo discurría según lo planeado y que el gran
negocio de ritual y comercio se desarrollaba tranquilamente, como si
no se estuviesen librando funestas y sangrientas batallas en medio
del desierto. Se quitaron los crespones de las casas nobles, y los
trapos negros colgados de las puertas de las moradas más humildes
se sustituyeron por ornamentos rojos y amarillos en honor al
Shinarion. Los soldados que enterraron hacía apenas una semana,
ya habían sido olvidados.
Pero los soldados que hacían guardia en las puertas de la
ciudad estaban nerviosos; los jinetes paraban e inspeccionaban
todas las caravanas que llegaban a la ciudad y, en lo alto de las
torres del Templo, un millar de ojos miraba con inquietud hacia el sur.
Circulaban rumores que decían que el comandante rebelde, el
Profeta del Agua, se acercaba a la ciudad como un león herido. Y
también que venía y que llegaría en un mes, o quizás antes. Fordus
Alma de Fuego avanzaba hacia el norte con una antorcha en lo alto y
con hambre de sangre istariana. Su objetivo era asaltar la ciudad y el
propio templo, saquear sus muros engalanados y teñirlos con más
sangre enemiga.
Por primera vez desde que se recordaba, la ciudad hervía bajo
la amenaza de una invasión.
A pesar de todo, se celebraría el Shinarion como siempre, así lo
había decretado el Príncipe de los Sacerdotes. La vida diaria no iba a
ceder al pánico, y la ciudad no iba a convertirse en un campamento
armado. Y además, Istar sacaría provecho de la festividad; el metal
de Thoradin, las sedas de Ergoth y el grano de las Llanuras no
tendrían que llevarse a otros mercados para venderse.
Las caravanas emprendieron el camino rumbo a la ciudad,
cargadas con artículos exóticos y caros. A medida que se acercaban
las fiestas de Shinarion, llegaron los primeros mercaderes y, con
ellos, aparecieron los puestos y bazares. La ciudad se llenó
rápidamente y, a finales de semana, el número de visitantes fue aun
mayor. Balandar afirmó que durante aquellos días la población de
Istar se había duplicado.
Vincus, escondido tras la ventana de la biblioteca de su amo,
observaba la llegada de todos aquellos forasteros. Durante esos
días, Balandar, como encargado del vino en el Templo del Príncipe
de los Sacerdotes, estuvo muy ocupado y, a menudo, dejaba a
Vincus a su libre albedrío. El muchacho repartía el tiempo en leer a
escondidas oscuros manuscritos y zanganear por la plaza del
mercado atestada de gente, observando los preparativos del festival.
Casi todos los años, la llegada de aquella gente era un
acontecimiento exótico, casi lo suficiente para hacer creer al joven
criado que la ciudad no era lo único que existía y que las tierras
legendarias de las que hablaban los viajeros eran reales.
Los acróbatas, los adivinos y los bailarines ya habían llegado, y
se esperaba la asistencia de una banda de músicos enanos para
amenizar la víspera del festival. Incluso circulaban rumores de que
los shardos, los famosos malabares ciegos, también estarían allí.
Pero lo cierto es que aquel año las primeras llegadas fueron
algo desconcertantes. Vincus paseaba por la plaza del mercado de
forma casual, aunque en realidad no se le escapaba ni un detalle. En
su deambular, el muchacho detectó que los saltos de los enormes y
corpulentos malabaristas eran un poco desmañados, que los
bailarines parecían malhumorados y los adivinos un tanto herméticos
y reservados. Los enanos y los malabaristas tampoco estaban
acertados, y el joven sirviente empezó a sospechar que aquel año no
contarían con los espectáculos más famosos.
Vincus vio pocas funciones y las predicciones de los adivinos,
las pocas que hubo, fueron más bien vagas y confusas.
Hoy es su día de suerte.
Usted es más introspectivo que la mayoría de la gente.
Su futuro es esperanzador.
Todo aquello era demasiado confuso. Esas personas eran
impostores; Vincus estaba convencido de ello.
Al principio, el muchacho no supo si comentar sus sospechas al
druida. Vaananen, absorto en su jardín mágico, tenía poco aprecio a
los acróbatas y bailarines, ya que ese tipo de gente no encajaba con
su modo de vida austero, propio de la gente del oeste.
Pero finalmente, dos noches antes del inicio del festival, Vincus
se coló por la ventana del druida. Vaananen ni se inmutó ante la
llegada del sirviente. El druida estaba, como de costumbre,
agachado junto a su pequeño jardín dibujando el jeroglífico de la
lluvia.
Vincus notó que el jardín mágico había crecido. Vaananen
desmanteló uno de los costados de madera que mantenía la arena
cercada y ahora la tierra estaba desparramada por el suelo de la
habitación, como si tuviese voluntad propia. El druida había añadido
otra piedra y también un cacto verde y achaparrado a la austera y
misteriosa disposición de objetos que había sobre la arena, y dos
nuevos jeroglíficos adornaban el extremo opuesto del jardín.
Entonces, Vaananen se fijó en el muchacho, se levantó y dio
sus meditaciones por finalizadas.
--Vincus, ¿qué nuevas me traes? -preguntó con una sonrisa
fatigada.
Las oscuras manos de Vincus lanzaron el primero de cuatro
complejos símbolos.
--¿Impostores? ¿Caramba? Vincus, todos los adivinos son
impostores -se rió el druida.
Vincus sacudió la cabeza y sus dedos se movieron
frenéticamente.
Vaananen se dio la vuelta hacia el jardín mágico.
--Has hecho un gran esfuerzo -le dijo al muchacho-. Gracias.
Vincus se encogió de hombros y se rascó por debajo del collar
de plata que le rodeaba el cuello. Se levantó y se dirigió hacia la
ventana, la cruzó... y se esfumó en la cerrada noche de Istar. El
druida se quedó contemplando los cactos, las piedras y las
cambiantes formas en la arena.

En la quietud de sus pensamientos, Vaananen podía pasar por


alto y ridiculizar las sospechas de Vincus. Pero había algo diferente
en la ciudad, algo extraño y curioso que no encajaba. Vincus estaba
acostumbrado a observar lo que sucedía en la calle y tenía buena
vista y oído, y sobre todo intuición para percibir cuando algo había
cambiado, cuando algo no iba bien.
Fue precisamente aquella sensación, aquel presentimiento, lo
que le condujo de nuevo a la biblioteca de Balandar.
La biblioteca había sido siempre para Vincus un lugar de paz, un
santuario repleto de enormes estanterías cuyos libros viejos y
descuidados despedían un penetrante olor a moho y a cuero viejo.
Como niño esclavo, al principio analfabeto y vendido para saldar las
deudas de su padre, Vincus, durante un tiempo, había cogido libros
de las altas y oscuras estanterías para examinarlos durante la noche,
mientras su amo dormía. Pero, poco a poco, logró relacionar los
dibujos de los márgenes de los viejos textos con las letras. Era como
leer jeroglíficos, un proceso largo que consistía en convertir
garabatos indescifrables en ideas.
Tardó todo un año, pero Vincus aprendió a leer solo en aquella
habitación oscura, iluminada únicamente por la luz de una vela.
Cada vez que regresaba a aquel lugar, lo embargaba la misma
sensación de paz y quietud. Pero en aquella ocasión iba como
intruso, como espía, para conseguir cierta información.
Sin hacer ruido, el muchacho hojeó las notas del viejo Balandar.
En un libro raído y viejo, el sacerdote había anotado durante años las
ganancias del Templo, desde antes del asedio a las Torres de la Alta
Hechicería y la expulsión de los magos y mucho antes de que el
propio Vincus hubiese nacido. Ya había revisado en alguna ocasión
aquel libro, memorizando sus letras y cifras; de hecho, «clarete» y
«malvasía» fueron dos de las primeras palabras que leyó.
Al repasar las anotaciones más recientes, las correspondientes
a los últimos meses, Vincus supo rápidamente el número de barriles
de vino traídos a la bodega del Príncipe de los Sacerdotes desde las
cálidas regiones del norte
Uno de los claretes más caros figuraba entre los preferidos del
Príncipe de los Sacerdotes. Era un vino reservado para los clérigos
de mayor rango. Con un barril al mes era suficiente y Vincus no
detectó ninguna variación en el pedido, ni tampoco en el malvasía,
que los clérigos de menos jerarquía y los oficiales bebían con cierta...
licencia. Siete barriles aquel mes, seis el anterior y seis el otro.
Vincus asintió con la cabeza. Un ligero incremento en el
malvasía era normal en el período en que se celebraba el festival.
El tinto era el vino de los soldados, el cual estaba racionado
para los hombres del ejército. Se vendía en los cuarteles y se lo
llevaban en sus expediciones militares. El soldado istariano se sentía
desnudo sin su odre.
Vincus sonrió mientras añadía cifras.
Diez barriles, luego once, y aquel mes... veintidós.
El joven sirviente se palpó el collar con expresión ausente.
Desde luego había un incremento importante en el tinto, mucho más
de lo que era normal durante las fiestas, más allá del sentido común.
Aquello probaba definitivamente sus sospechas.
Alguien nuevo estaba en la ciudad. Alguien de incógnito.
Y el tinto era el vino de los soldados.

_____ 13 _____

La primera noche del Shinarion sembró la ciudad con una luz


alegre. Los rincones menos transitados de la ciudad, las plazas de
mármol y las ventanas de ópalo resplandecían bajo la luz roja y
oscuramente brillante de Lunitari, como la llama de una vela vista a
través de una botella de vino, mientras, que en los lugares más
concurridos, las lámparas y las antorchas inundaban las calles con la
llamativa luz de los comercios, y la ciudad bullía ruidosa y ordinaria.
Pero los que habían estado allí antes habían conocido algo muy
diferente y percibían que aquel año las cosas estaban siendo
distintas a cualquier año anterior. Esta vez la celebración fue febril,
casi desesperada, y eso que los miles de peregrinos, mercaderes y
artistas que se esperaban todavía no habían llegado.
Aun así, el espíritu del festival transitaba desde la plaza del
mercado, el corazón del comercio, el lugar en el que las joyas, sedas
y especias pasaban de unas manos a otras, a las barracas
instaladas junto a las puertas de la ciudad, donde los vendedores
ambulantes vendían fuegos artificiales, cuchillos y botellas rojas que
contenían lo que llamaban «luz divina», una mezcla extraña y
altamente inflamable de fósforo y sal, la cual, si se manejaba con
sabiduría y cuidado, proporcionaba luz ininterrumpida durante
semanas.
Pero nadie podía esperar sabiduría y cuidado de un hatajo de
juerguistas borrachos. Peter Bomborus, comandante de la milicia de
la ciudad, ya había tenido que acudir a apagar tres fuegos a la
entrada de la ciudad.
Dos de ellos habían ocurrido en alpendes de madera, el tipo de
chozas provisionales que seguían al festival desde Hylo a Balifor.
Pero el tercer fuego fue distinto; tuvo lugar en una vivienda
permanente, muy cerca de la Escuela de los Juegos, en la cual el
techo y los interiores de madera se incendiaron casi solos, debido
probablemente a la chispa fortuita de una antorcha o a una botella de
luz divina lanzada por un juerguista borracho.
En el momento en el que el comandante llegó al edificio, una
oscura nube de humo negro salía de una de las brillantes ventanas, y
las llamas rojizas se unieron al resplandor de las lámparas bermejas
que se encendían en Istar por la noche, formando una luz violenta e
infernal. Se necesitaron más de dos horas de frenético trabajo para
sofocar aquel fuego creciente y peligroso, aunque a medianoche el
edificio seguía humeando y el interior de madera se iba derrumbando
poco a poco. Algunos borrachos imprudentes lanzaron fuegos
artificiales junto a las ventanas de ópalo, y el estruendo resonó en
medio de la oscura mañana.
Pero Bomborus y su milicia no arrestaron a nadie, ya que en el
momento en que comenzaron los petardazos ellos estaban muy
lejos, de camino hacia la Torre de la Alta Hechicería, donde había
comenzado otro incendio, en el que un portalón de metal estaba en
llamas debido al fósforo.
Durante el camino hacia aquel incendio y, al cruzar por el caos
de calles y callejuelas de Istar, Bomborus, mientras observaba todos
aquellos puestos para el comercio, el timo y la magia fraudulenta,
tomó el pulso al Shinarion.
En un tenderete de perfumes cerca del salón de banquetes, dos
comerciantes de las Kharolis estaban con aires de suficiencia tras
una hilera de botellas y frascos destapados de múltiples colores. El
olor de docenas de colonias, esencias y aceites se mezclaba con el
aire humeante de la ciudad, y, bajo la roja luz divina, una mano
delgada y transparente se deslizaba por cada uno de los recipientes,
cuyo contorno ondeaba en su interior como el espejismo del desierto
o como el aire flamante que desprende la punta de una llama.
Cuando pasaron los militares, aquellas manos gesticulaban y los
llamaban, pero Bomborus había instruido bien a sus tropas. En su
recorrido hacia la torre de bienvenida, vieron cómo un juego de azar
había pasado desde el puesto de un timador al suelo de la calle y
cómo un extraño grupo de jugadores estaba en cuclillas o sentado
sobre los adoquines. Enanos de Thoradin, comerciantes de Ergoth, y
un kender de Hylo formaban un corro alrededor de un círculo
dibujado en el suelo empedrado. El kender tenía las manos atadas
delante de él, de acuerdo con las reglas de los lugares frecuentados
por esta pequeña raza, y un dado de diez caras rodó bajo la luz de la
antorcha según ciertas reglas complejas de Ergoth.
Bomborus se detuvo en aquel puesto y examinó por encima del
hombro de un enano lo que ocurría. Los perfumes y el vino no tenían
ningún atractivo para el comandante, pero el juego...
Una mano recia lo agarró por el hombro y lo apartó de allí. El
viejo Arcus, un veterano de unos cuarenta años, miró fijamente a su
comandante con sus ojos muy negros. Con una sonrisa maliciosa,
señaló la calle en dirección este, hacia el lugar en que un fuego rojo
brillaba en el horizonte como si se tratase de un amanecer
prematuro.
--Lo mejor sería que fuésemos, comandante -sugirió el miliciano,
intentando hacerse oír entre la algarabía que organizaba aquel grupo
de enanos y el provocativo barullo de los jugadores-. Si nos
quedamos aquí, el fuego seguirá propagándose.
Bomborus rezongó algo entre dientes y siguió al soldado para
alejarse de aquel curioso lugar y ponerse al mando de sus hombres.
Todos los miembros de la milicia se habían desperdigado por la
avenida, cautivados por la docena de puestos tentadores situados
bajo la luz artificial de la ciudad. Bomborus y Arcus agarraron del
cuello a los soldados más jóvenes, reprendieron su actitud y los
enviaron rumbo a la calzada del este de la ciudad, en dirección a la
torre.
Bomborus, al principio, avergonzado por su propio
comportamiento reprochable junto al puesto de juegos, fue un poco
duro con los muchachos alocados e irresponsables, e incluso dio un
puntapié en el trasero de uno de ellos que estaba agachado con la
boca abierta bajo un barril de cerveza, preparado para recibir el
chorro de líquido que caía a borbotones. Bomborus maldijo a aquel
joven miliciano y se preparó para atizarlo de nuevo, pero la prudente
mirada de Arcus hizo que se controlase.
Aquella ira era tan mala como los propios dados.
Bomborus respiró hondo, ayudó a levantarse al novato bebedor
de cerveza y lo empujó calle arriba, donde la luz del lejano incendio
se desvanecía y se transformaba en un resplandor todavía mayor
procedente de la plaza del mercado.
Bomborus, con sabiduría y cautela, guió a sus hombres dando
un rodeo a la bien iluminada plaza. Desde allí, el comandante vio a lo
lejos los puestos de los joyeros y las sedas atornasoladas que
colgaban de los toldos y mostradores, los cuales eran rigurosamente
custodiados por soldados privados pagados por los propios
mercaderes.
Adentrarse por el mercado con hombres armados hubiese sido
una invitación al desastre. Durante el Shinarion, los comerciantes
eran los dueños del lugar y mostraban respeto por el Príncipe de los
Sacerdotes o los clérigos de la ciudad.
No importaba que Istar tuviese escondida una auténtica legión
en la ciudad.
Nadie le había contado lo de la legión oculta, por tanto, él
tampoco lo había comentado con nadie, ni tan siquiera con su fiel
Arcus. Pero Bomborus se había dado cuenta de la presencia de los
soldados tan sólo por instinto, por el buen olfato de un miliciano
veterano que percibía los cambios más sutiles en las calles que
conocía bien: manos nuevas tan llenas de callos como lo estarían las
de un ballestero; la inequívoca forma de una pica dentro de un carro
y envuelta por una lona; el modo, conocedor y sin alardes, de llevar
una espada al cinto...
Todo aquello era algo más que medidas normales de seguridad.
Bomborus jamás había visto tal cantidad de tropas enmascaradas, ni
tan siquiera durante el gran festival de cinco años atrás, cuya
opulencia y magnitud empequeñecía aquella primera noche tan poco
prometedora de Shinarion.
¿Qué estarían planeando en el Templo?
El jefe de los milicianos ladeó la cabeza y siguió su camino,
pasó por delante de la herrería y del Mercado de Esclavos.
Eran translúcidos y escurridizos como fantasmas.
Poco a poco, las imágenes creadas comenzaron su bulliciosa
danza alrededor de las almenas de la Torre abandonada, como la
ráfaga del fuego de Santelmo alrededor del mástil de una
embarcación, mientras el aire traía el ruido de los fuegos artificiales
que celebraban los últimos combates en la enardecida arena. El aire
crepitaba sobre las cabezas de los boquiabiertos guardias mientras
la atmósfera cargada de electricidad traía el olor a relámpagos a
través del humo, del polvo y del incienso del Shinarion.
Peter Bomborus buscó la empuñadura de su espada, y luego
soltó una risa queda, desgarrada. Como si el acero pudiera mantener
a raya aquellos espejismos.
Bajo la luz vacilante, más allá del portalón en llamas, a los pies
de la Torre, los ilusionistas entablaban competiciones con sus
encantamientos. Sobre ellos resplandecían falsas estrellas que
iluminaban los minaretes de la Torre.
Aquél era el mejor espectáculo del Shinarion. Un segundo cielo
envolvía la abandonada Torre, mientras las constelaciones, creadas
por la imaginación de los ilusionistas, giraban lánguidamente
alrededor de ella, como si pasase todo un año en poco más de un
minuto, un siglo en dos horas... Entretanto, en la sombra, a los pies
de la Torre, se alzaba un coro de ensalmos y conjuros, un coro
impresionante en todas las lenguas conocidas de Ansalon, desde las
débiles vocales de Lemish hasta el áspero acento del Kernn o la
suave pronunciación de Balifor.
Mientras sus hombres sofocaban el fuego de la verja con
mantas húmedas, arena o ceniza para acabar con las extrañas
llamas del fósforo, Peter Bomborus contemplaba el espectáculo que
se desplegaba bajo el cielo del oeste. Al tiempo que centenares de
lenguajes cantaban a coro bajo ellos, los planetas y las estrellas
imaginarios se elevaron en el aire, y chisporrotearon y se
desvanecieron cuando los impulsó un repentino golpe de viento,
dispersándose sobre la bahía de Istar en medio de un murmullo de
voces y fuego.
Los espectáculos de aquellos ilusionistas siempre eran buenos,
con sus luces falsas y sus espejos engañosos. Pero la exhibición de
aquel año, vacía y ostentosa, encajaba con la situación en que se
encontraba la ciudad y también su festival.
Peter Bomborus estuvo un rato de pie junto a las verjas
incendiadas, mientras observaba la estela del humo que se alzaba
hacia el cielo.
El festival estaba siendo un fracaso; ése era el peor de todos y,
según parece, iba a haber tantos fuegos como peregrinos. Bajo la
capa de llamas e incienso, y el aroma del nuevo vino, se escondía el
repugnante hedor a muerte y decadencia.

El propio Príncipe de los Sacerdotes fue también espectador de


aquel despliegue de espejismos que partía hacia el lago para acabar
deshaciéndose sobre las aguas.
«Como el polvo», se recordó a sí mismo.
Como polvo resplandeciente y mágico.
El Príncipe de los Sacerdotes se apartó de la ventana, cerró los
finos cristales y, guiado por una lámpara de aceite, fue hacia la mesa
donde tenía el largo trabajo de sus sueños.
Ya faltaba poco para terminar con aquel compendio. El Príncipe
de los Sacerdotes había logrado llenar dos frascos con polvo de
ópalo, y el tercer y definitivo receptáculo contenía tres cuartas partes.
Pero el trabajo en la mina era sumamente laborioso, incluso con la
ayuda de los hábiles lucanestis, y aún podían quedar meses para
que llegase el gran día del ritual.
Tiempo suficiente para que aquel lunático Profeta tomase la
ciudad y lo echase todo a perder.
Su pálida mano tembló al coger el último frasco.
«¡Oh, quieran los dioses que la recogida de ópalos se acelere!
Pero el Profeta... los Hombres de las Llanuras y los rebeldes...»,
pensó.
--Pero no cuentan con suficientes hombres para vencerte
-susurró una oscura voz desde algún lugar de su habitación.
De repente, el Príncipe de los Sacerdotes se puso tenso y en
guardia. Ya había oído antes aquella voz; en el triforio del gran
pasillo que circunvalaba el Templo, en la cúpula resplandeciente de
la cámara del consejo, y hacía poco en un lugar más privado, en sus
propios aposentos. Aquella voz nunca dejaba de sorprenderlo, se
insinuaba y se colaba entre sus sueños, siempre cerniéndose sobre
él en los momentos en que estaba solo y desprevenido, al igual que
un ladrón se cuela en una casa desprotegida.
--¿Ven... vencerme? -dijo tartamudeando, aunque intentó
aparentar una falsa valentía-. ¿Qué tengo que temer... a un hatajo de
proscritos insignificantes?
--Pero hay uno de ellos que es algo más que un proscrito -dijo la
voz con sarcasmo.
El Príncipe de los Sacerdotes miró hacia la ventana que
acababa de cerrar. Un corazón oscuro se contrajo de forma extraña
en el centro del panel de ópalo, como el ojo de un reptil, y la voz
tembló de nuevo a través del ventanal brillante y translúcido,
inundando la habitación con una melodía terrorífica.
--Alguien próximo a ti, amigo mío, y no sería agradable
encontrarte con él... verlo cara a cara, a los ojos. Sería como un
salón de espejos en el que podrías quedar atrapado.
El Príncipe de los Sacerdotes frunció el ceño ante aquella
oscura amenaza. A continuación, dejando de lado todas sus
pretensiones de valentía y confianza, se dirigió hacia la ventana e
hizo la pregunta que le había quitado el sueño durante casi toda la
semana.
--Si yo no puedo enfrentarme a él, ¿quién puede hacerlo? Si
cinco generales no han podido acabar con ese individuo, entonces,
¿quién va a detenerlo?
--Tu querido comandante se acerca. Estate tranquilo. No
permitiré que ninguna rebelión te salpique -lo tranquilizó la voz, con
una enigmática monotonía en su tono.
Por respuesta tan sólo hubo un largo silencio. El Príncipe de los
Sacerdotes esperó un poco con expectación. ¿Qué podía significar
aquella promesa tan oscura y ambigua?
Pronto se hizo evidente que la voz había abandonado la
ventana, y que aquellas extrañas y tranquilizadoras palabras habían
sido su última frase.
Desde luego, tranquilizadoras. Aquella voz iba a protegerlo, a
librarlo de la amenaza que se cernía sobre él.
Pero si era así, ¿por qué su mano continuaba temblando?

Fue un oficial singular el que entró a la mañana siguiente en el


despacho del jefe de intendencia. Su grotesco uniforme era una
peculiar miscelánea en la que se mezclaba el rango, el regimiento y
la legión. La túnica que lo identificaba como teniente de la doceava
legión istariana contrastaba con la capa violeta reservada para los
jinetes de la novena legión, la cual fue desmantelada por el Príncipe
de los Sacerdotes dos años atrás. Los pantalones verdes que llevaba
el oficial pertenecían a la infantería de Ergoth y el casco, de cuero
endurecido y labrado, era una reliquia de algún período anterior.
«Un mercenario», dedujo el jefe de intendencia, mientras
observaba por encima del hombro la entrada de aquel hombre
variopinto. No parecía el tipo de hombre con el que enfrentarse, o al
que engañar.
La curiosidad del jefe de intendencia habría sido mucho mayor si
hubiese visto a ese mismo oficial salir de un callejón cercano hacía
menos de diez minutos, enrollándose el cuello de la capa alrededor
del collar de plata que lo identificaba como esclavo para ocultarlo.
Entonces, seguro que se habría preguntado quién era aquel hombre,
a qué se dedicaba y, ante todo, por qué llevaba la marca de esclavo.
Pero enfrascado en su inventario, el jefe de intendencia no notó
nada raro en aquel hombre, ni tan siquiera que no cruzase palabra
con los otros soldados que iban y venían entre los suministros
almacenados y que sus manos se movían con disimulo haciendo
símbolos numéricos, de origen ergothiano, mientras contaba,
cuadraba resultados y hacía su propio inventario de las provisiones
acopiadas en el edificio de intendencia.
El jefe de intendencia, ocupado en un pedido de mil pares de
botas para legionarios y el mismo número de odres, apenas prestó
atención cuando el oficial se marchó.
Tampoco un armero, que tenía una tienda tres calles más abajo,
se percató de que un malabarista entró en su establecimiento,
ataviado con una negra túnica propia de saltimbanquis y bailarines.
Después de todo, los artistas que actuaban en el festival iban a
menudo a la armería en busca de viejos cuchillos arrojadizos, dardos
viejos y otro tipo de armas desafiladas para añadir ciertas dosis de
riesgo a sus espectáculos de medianoche. El rechoncho artesano,
que estaba dando golpes con un martillo sobre una espada usada e
intentando enderezarla para un sargento de la doceava legión, no se
dio cuenta de que la mirada del malabarista pasaba sobre los
cascos, las flechas y las nuevas espadas cortas requeridas por la
guarnición de la ciudad.
Si el armero se hubiera fijado en él, habría visto los destellos del
collar metálico entre los pliegues violeta del cuello de la capa.
Aquel collar de plata identificaba a los esclavos del Templo, y
causaba alarma y sospecha entre la población.
El vigilante de un cuartel, a cuatro calles de distancia, tampoco
notó nada anormal. Vio a un adivino pasearse por las inmediaciones
del cuartel, ataviado con un sombrero cónico ladeado de una forma
ridícula y una túnica de color rojo que dejaba entrever los pies
descalzos. Sin duda, aquel individuo no tenía ni un céntimo y estaba
desesperado por predecir su propio camino hacia alguna comilona
del festival. Cuando el hombre se detuvo delante del cuartel y
comenzó a tambalearse borracho, aparentemente hablándose a sí
mismo, el vigilante se rió con disimulo y ladeó la cabeza ante la
visión del primer adivino borracho, detalle que le indicaba que el
Shinarion estaba a punto de comenzar.
Si hubiese estado más cerca del adivino, habría visto al hombre
contar en silencio, calculando el número de camas recién instaladas
en los barracones vacíos. Si hubiera estado más atento y hubiese
seguido al adivino, el vigilante se habría dado cuenta de que el
hombre se escabullía por un hueco oculto entre las sombras cargado
con un gran saco rebosante de ropa vieja, y lo habría visto alejarse
por las calles medio desiertas hacia el oeste y pasar junto al salón de
banquetes y la torre de bienvenida, en dirección a la muchedumbre
que gritaba enloquecida por el comienzo de la primera lucha de
gladiadores del festival.
Si aquellos tres hombres al servicio de la ciudad: el comisario, el
armero y el vigilante del cuartel, se hubiesen encontrado en una
taberna la primera noche del festival, habrían podido comparar
algunas observaciones y detalles curiosos acaecidos durante los
últimos días. Estos tres hombres probablemente habrían caído en la
cuenta de que los tres transeúntes, el mercenario, el malabarista y el
adivino, tenían exactamente la misma altura, edad y rasgos.
Desde luego, el Shinarion era una época de comercio y
celebración.
Hubo otra visita similar en el centro de la ciudad, la última de
cuatro, en un establo no muy alejado de la Escuela de los Juegos.
En una cuadra apestosa y oscura, un mozo solitario limpiaba el
establo en medio de los relinchos de los caballos y el zumbido de las
moscas. El joven no se percató de la llegada de un esclavo, de un
muchacho ataviado con la túnica blanca del Templo.
«El sirviente de Balandar», observó el mozo de reojo, con la
mente distraída. Seguramente, el viejo sacerdote le había enviado a
comprar otra yegua.
El joven esclavo saludó con la cabeza al mozo adormilado y
comenzó a deambular por el establo, como si estuviese interesado
en comprar un caballo. El mozo lo dejó que se moviese a su aire,
prestándole tan poca atención como ese mismo día, pero más
temprano, le habían prestado el jefe de intendencia, el armero y el
vigilante del cuartel. Finalmente, el mozo de la cuadra se durmió
sobre la escoba y soñó que ganaba una gran apuesta en los
Primeros Juegos de Josef Monoculus, y que se lo gastaba...
Todo en cerveza.
Mientras tanto, Vincus deambulaba por el establo buscando algo
sospechoso o fuera de lugar. La mayoría de los animales que había
le eran familiares; el caballo ruano de la joven Trincera, la
sacerdotisa de Mishakal; las dos yeguas de su amo Balandar, y la
media docena de sementales del Príncipe de los Sacerdotes.
Aunque había otros menos familiares. Vincus se acercó primero
a uno, luego a otro... Aquellos grandes animales permanecieron
tranquilos, sin asustarse cuando los acarició el joven esclavo,
mientras les examinaba rápidamente las orejas, las grupas y los
dientes.
Las marcas en las grupas de dos de los caballos castrados
indicaban claramente que pertenecían a comerciantes de Balifor.
Nada raro en ello.
La crin trenzada del caballo de poca alzada indicaba que
procedía de Thoradin. Vincus no pudo evitar reírse cuando se
imaginó un enano montado sobre aquella criatura, intentando
mantener el equilibrio en la silla y maldiciéndolo mientras se tiraba de
la barba.
Fue la cuarta montura la que despertó el interés de Vincus: una
yegua fuerte y temperamental, de color gris, un poco mayor, pero
bien cuidada, que estaba en el fondo de la cuadra mirando a Vincus
con ojos desafiantes. Una cicatriz vieja y larga cruzaba la cruz del
animal y, en uno de los costados, presentaba una antigua herida de
cuatro flechas, la cual también se había curado hacía años.
A medida que Vincus se acercaba a ella, la yegua bajaba la
cabeza y resoplaba amenazante.
Vincus extendió la mano lentamente. Una rodaja de manzana y
la actitud pacífica del joven esclavo apaciguó los ánimos de la bestia.
La yegua, aunque un poco esquiva, dejó que Vincus acariciara su
crin larga y oscura y que le examinase el lomo y las pezuñas en
busca de alguna marca que la identificase.
Nada. Aquel animal no tenía marca.
Chasqueando la lengua suave y tranquilizadoramente, el joven
alzó las manos y abrió la boca de la yegua para inspeccionarla. Allí,
en la parte interior de su labio de color rosado, encontró un tatuaje
azul.
Un hexágono. Símbolo de la sexta legión.
Vincus se quedó sin respiración. Existían montones de leyendas
alrededor de la sexta legión, la cual estaba compuesta por un grupo
de veteranos duros y despiadados, entrenados por soldados
solámnicos para atajar la hechicería que habían participado en
innumerables expediciones contra los ogros. Aquellos soldados se
destacaban por su rapidez, resistencia y... Su absoluta falta de
piedad.
En aquel momento se encontraban acampados cerca de la
frontera de Kern. Al menos, eso era lo que había oído en las
tabernas y en la Escuela de los Juegos, y ésa era la información que
había dado a Vaananen en sus visitas semanales.
Vincus, intentando pensar rápido, examinó el labio del caballo
negro de la cuadra contigua, y también el de la yegua castaña que
estaba al lado de la entrada del establo. Los dos animales tenían la
marca del hexágono azul.
La sexta legión estaba en Istar.
Rápidamente, el joven intentó encajar detalles curiosos y
dispersos que había recopilado a lo largo del día. Provisiones
nuevas, armamento también nuevo, y ahora unos caballos que
delataban su presencia. La sexta legión se encontraba en Istar
disfrazada de malabaristas, bailarines y comerciantes.
Sin duda, el Príncipe de los Sacerdotes se estaba preparando
para la llegada de los rebeldes.

_____ 14 _____

Diez días estuvo Fordus en el límite que separaba ambos


mundos, mientras los chamanes luchaban por salvarle la vida.
Alanda entonaba apenados cantos de curación junto a él, y la música
y las palabras de la joven se filtraban en su largo y árido letargo
como si se tratase de un sueño del agua.
Fordus quería salir a la superficie, a la luz, y levantarse, pero
había otra voz que también habitaba en su sueño, una voz profunda,
apacible y fascinante.
Quédate tumbado, relájate, has librado una larga y dura lucha, y
en ella has dado lo mejor de ti. Deja que a partir de ahora sea otro el
que haga el trabajo duro y ven conmigo, vayamos juntos a la dulce
oscuridad.
Te enseñaré todo sobre las profecías.
Al tercer día, se rindió ante aquella voz, ante los halagos y las
promesas, y ante su propia curiosidad, y los sueños le revelaron
cosas maravillosas.
Siempre viajaba por el desierto, un desierto liso e infinito, sin
rocas, ni salinas, ni tampoco un arroyo que lo ayudasen a diferenciar
un sendero de otro. En todos los sueños acababa encontrando por
sorpresa el foso del kanaji, un viejo pozo tragado por la arena en el
corazón de ninguna parte.
Fordus se introdujo en el pozo, en la oscuridad, y sus manos
comenzaron a brillar con una luz inesperada que parecía surgir de
sus propias venas, iluminando el alto círculo de piedra caliza que lo
rodeaba.
Pero en vez de los esperados jeroglíficos, las habituales marcas
sobre la arena, se encontró con la joven Tanila sentada delante de
él, con sus destellantes ojos negros y salvajes.
Las palabras brotaban de la boca de la joven con fluidez, como
las palabras de las canciones de Alanda.
Has abierto el pozo del mundo, empezó, mientras Fordus
extendía sus manos resplandecientes hacia ella. Permite que de él y
de la confusión nazca el nuevo mundo. Deja que cambie, la llama
está en tu mano.
Entonces, la luz de sus venas se extinguía, la oscuridad lo
rodeaba, y caía en un sueño profundo hasta que las voces
regresaban, primero la de la barda y luego aquella voz suave, que lo
perseguía. Aquel sueño se repetía, pero en cada ocasión, antes de
que llegase la oscuridad final, oía la otra voz, melodiosa y solitaria,
mezclándose con su recuerdo de la voz de Tanila. Aquella voz
siempre le decía una última cosa, el mensaje que su corazón retenía
cuando dormía.
Profeta, tus estudios han finalizado. Ahora el mundo temblará.
Nunca más necesitarás jeroglíficos para hacer tus profecías, ni la
lengua de otra persona para descifrarlas. Te dirigirás a las multitudes
personalmente, sin necesidad de intérprete o barda.
En las profundidades de sus sueños, Fordus se esforzaba por
rebatir aquellas palabras, por decir «no». Yo no he hecho esto antes,
jamás he profetizado e interpretado al mismo tiempo. No está
permitido. El modo de profetizar es doble, con dos componentes.
Pero la voz era insistente.
Fordus Alma de Fuego, tienes una ciudad a tus pies, una ciudad
maravillosa. Istar te rendirá tributo, acatará tus órdenes. El rival que
tanto has anhelado te aguarda en Istar; el Príncipe de los
Sacerdotes, tu igual en valor y méritos. Pero tuya será la victoria.
Puedo prometerte que en el corazón de Istar descubrirás quién eres.
«¿Quién soy?», se interrogó, con la misma ansiedad que había
sentido la primera vez que se cruzó con aquella extraña pregunta.

Date prisa. Debes darte prisa. Debes invadir Istar enseguida.


No te demores.
Pero somos demasiado pocos.
No te demores.

En el altiplano, los rebeldes velaban desesperados a su líder


malherido. Estrella del Norte, arrodillado a sus pies y Luz de
Relámpago junto a la cabeza, invocaban con sus oraciones a
Mishakal. Alanda estaba de pie junto a ellos, golpeando el tambor
lentamente y cantando las tres canciones de curación, una y otra
vez. Sólo descansaron una hora, durante la que durmieron a ratos.
La segunda noche, Gormion se llevó a sus hombres a las
tiendas rojas de los proscritos. La líder de éstos había llegado a la
conclusión de que ya era suficiente, de que el hombre estaba muerto
y que lo único que podía hacerse era nombrar al elfo como su
sucesor.
Los que-naras, por su parte, se mostraron más leales; la
mayoría de ellos permanecieron junto a Fordus cuatro, cinco noches,
pero al sexto día, el número de acompañantes disminuyó. Las
mujeres se llevaron a los niños a las tiendas, y algunos de los
guerreros más viejos y de los chamanes regresaron al campamento
al séptimo día.
Allí, empezaron a oírse las primeras quejas. Luz de Relámpago
oyó la primera de ellas en boca de Gormion cuando regresaba de su
séptima noche de vigilia, y le quedaban tres horas de sueño por
delante antes del amanecer.
Toda la responsabilidad recayó en él. Cuando hacía ya siete
días que Fordus yacía en silencio en la cima del Altiplano Rojo, el
elfo descendió para comprobar lo ingrato que podía resultar tomar el
mando de aquellas tropas tan heterogéneas.
Sin embargo, ahora pensaba en un buen sueño, y cuando oyó
un tintineo de pulseras que se aproximaba detrás de él, por un
momento el elfo envidió el estado de coma en el que Fordus estaba
sumido. Se dio la vuelta y se encontró cara a cara con la proscrita de
pelo oscuro, mostrándose serio e impasible.
--Ha llegado el momento de tomar una decisión -dijo la capitana
de los proscritos, con una mirada impaciente.
--¿Qué quieres que decida, Gormion? -le contestó con voz
sosegada, sin dejar entrever ni la mínima muestra del enfado que le
producía que ella se le acercase.
--El destino de nuestra rebelión, Luz de Relámpago. Tendrías
que decir cuál es el siguiente paso, en vez de esperar a que el...
visionario muera.
El elfo permanecía impertérrito.
--Mientras nosotros nos quedamos de cuclillas velando su
cuerpo -continuó la proscrita- y aguardando la defunción, Istar está
enviando tropas hacia el norte.
--¿Estás segura de ello, Gormion?
El elfo sabía que no lo estaba.
--¿Qué harías tú si fueses el Príncipe de los Sacerdotes?
--Gormion, yo no soy el Príncipe de los Sacerdotes.
--Podrías serlo. Eres astuto y valiente.
Luz de Relámpago se rió fatigado. Los últimos siete días habían
menguado su paciencia, pero desde luego aquélla fue la ocurrencia
más ridícula que jamás había oído en boca de Gormion. ¿Es que era
tan necia como para pensar que un elfo, cuyo peor enemigo se
sentaba en el trono de Istar...?
--Estás al mando de estas tropas.
Tanila había dicho aquellas mismas palabras hacía tan sólo una
semana, cuando la vio por primera vez junto al fuego.
Luz de Relámpago, incrédulo, se quedó mirando fijamente a la
líder de los proscritos. La cara de Gormion, en otro tiempo hermosa,
se había arrugado y marchitado con el paso de los años y en ella
había marcada la huella de ira. Aún no tenía treinta años y parecía
que tuviese el doble.
--¿Qué has dicho, Gormion?
Con expresión disgustada, la mujer dio la espalda al elfo que
continuaba mirándola fijamente, con atención.
--He dicho lo que he dicho, elfo -afirmó categóricamente, con
una sutil amenaza velada bajo sus palabras.
Gormion deambuló un poco, haciendo tintinear sus brazaletes y
cuentas.
--He dicho lo que he dicho -repitió, pronunciando las palabras
por encima del hombro mientras se dirigía hacía la oscuridad de su
tienda, en busca de protección.
«¡Y tú, Luz de Relámpago de los lucanestis, sería mejor que
escuchases o acabarás tan perdido como el resto de tu gente!»

Takhisis, ya de vuelta en el Abismo y después de abandonar el


frágil y cristalino cuerpo de mujer en un universo de fuegos y
erupciones, flotó en el vacío del aire y soltó una sonora carcajada.
Cuando llegase el momento, Gormion no sería ningún problema.
Su espíritu estaba lleno de odio y lucha.
Takhisis batió las alas y sus carcajadas fueron apaciguándose
hasta quedarse en un rumor bajo y de satisfacción.
Pero allí donde abundaba la lucha y el odio... siempre había
confusión... y la confusión era tierra abonada en la que sembrar su
obra maligna.
Su reciente derrota no era más que una cosa temporal, y no
estaba carente de satisfacción, ya que el radiante cóndor Sargonnas
también se había deshecho en el aire. La canción de la barda había
logrado transformar a aquel dios jactancioso en una inofensiva lluvia
de chispas incandescentes.
Fue un hermoso espectáculo de fuegos artificiales bajo el sol del
desierto. Además, todo aquello también había dado a Takhisis una
idea de cómo castigar a su insolente consorte.
Cuando ambos regresaron hacia el Abismo, ella lo atacó como
un halcón atacaría a un gorrión. Descendió a las profundidades de la
oscuridad y dobló las alas para emprender una inmersión abrasadora
a través de la nada, percibiendo la presencia del cóndor en algún
lugar debajo de ella.
En medio de la negrura más tenebrosa, la diosa llamó a
Sargonnas a través de sus pensamientos y él le contestó,
compungido y temeroso.
El cóndor le habló de la debilidad de Fordus: su gran deseo por
conocer sus orígenes y parentescos.
De repente, la diosa se encontró volando encima de Sargonnas,
descendió, y allí estaba él. El cóndor volvió su cara rubicunda, sus
ojos sin párpados, y la miró con desconcierto y terror mientras ella se
abalanzaba sobre él como un cometa negro y destructor.
Sargonnas, víctima de la fuerza del ataque, estalló en miles de
fragmentos, que chillaban y balbucían al tiempo que se dispersaban
en un vuelo sin rumbo por el vacío.
Tardaría un siglo en recomponerse.
Takhisis sentía que su ira amainaba mientras recordaba el
momento. O mejor dicho, se concentraba de nuevo contra el mundo
y los Hombres de las Llanuras que vagaban por la frontera del
desierto de Istar, en un auténtico acto de desafío hacia el Príncipe de
los Sacerdotes y su plan para el Cataclismo.
Ese Fordus había demostrado ser casi indestructible. Ni el
desierto ni sus criaturas, ni tampoco el fuego ni el poder de
Sargonnas habían podido acabar con aquel hombre.
Pero, al parecer, era vulnerable. El tema de sus orígenes era su
punto débil, y la razón por la que Takhisis se había aproximado a él a
través de sus sueños, para llenarle la cabeza con mentiras y
disparates acerca de la grandeza y trascendencia de su destino.
Fordus era lo suficientemente ambicioso para creer cualquier cosa, y
Takhisis le susurraba todos aquellos mensajes con gran placer.
La Reina de la Oscuridad deambuló durante algún tiempo por
los sueños del Hombre de las Llanuras, introduciéndose cada vez
más en los recovecos de sus recuerdos; pasó por la adolescencia,
por la infancia, por el momento en que fue llevado, de noche y
furtivamente, a la frontera del desierto.
Su madre fue una joven esclava que trabajaba como sirvienta en
el Templo del Príncipe de los Sacerdotes. Takhisis pudo dar con eso
fácilmente.
Pero aun más importante, Takhisis sabía quién era su padre. La
diosa siempre había pensado que tras el conocimiento se esconde
un gran poder, una gran libertad, y ella iba a utilizar aquel
conocimiento para destruirlo.
En aquel instante, el Profeta estaba despertando de su sueño.
Fordus yacía en un charco de sudor; su respiración era tranquila y la
fiebre había desaparecido. Pero su torques dorada, con los extremos
en punta, se ajustó un poco más, casi de manera imperceptible,
alrededor de su cuello. Entonces, los extremos se fundieron en una
unión sin marca, silenciosamente; era el símbolo de una alianza que
jamás podría romperse.
Cuando Fordus despertase, su corazón habría cambiado. Ella
dejaría la última y brutal parte del trabajo a sus secuaces, cuando
tiempo y ocasión coincidieran.
Cuando ese momento llegase, el Profeta suplicaría sumirse en
el olvido.

Al anochecer del décimo día, cuando el Profeta del Agua abrió


por fin los ojos, tan sólo quedaba en el altiplano un puñado de
hombres y mujeres leales. Estrella del Norte, arrodillado junto a él, le
ofreció un poco de agua.
--He tenido un sueño extraño -dijo Fordus con un tono de voz
diferente, después de beber un buen trago de agua. Los ojos le
brillaban y los tenía muy hundidos en las órbitas después de diez
días de ayuno.
Estrella del Norte y Luz de Relámpago se inclinaron hacia él y
Alanda, exultante, dejó de golpear el tambor.
--En mis sueños he recibido una señal -les dijo, mientras
intentaba incorporarse con dificultad y dolor-. Reunid a la gente para
que oiga lo que tengo que decir.
La barda tocó la llamada a asamblea con el tambor. El mensaje
retumbó en la cima del Altiplano Rojo, y los centinelas lo
transmitieron a gritos de campamento en campamento, desde las
tiendas de color blanco de los que-naras a las de color rojo de los
proscritos de Gormion. Todos acudieron en tropel a la llamada,
desde los jefes de combate, los chamanes, y los santones, hasta el
niño más pequeño, obedeciendo a la poderosa llamada de Alanda.
Cuando el tambor llamaba a reunión significaba que los dioses
estaban listos para hablar.
Luz de Relámpago esperaba con el resto de la compañía,
mientras Fordus permanecía débil en medio de la multitud
alborotada. Los padres subían a sus hijos a hombros para que
pudiesen ver bien al Profeta. Entre los atónitos que-naras, circulaba
el rumor de que Fordus se había adentrado en la tierra de los
muertos y había regresado de ella con la profecía más solemne de
todas las que había hecho. Fordus, apoyándose en el hombro de
Estrella del Norte con el costado cosido cubierto de una costra como
si la herida fuera a desaparecer con sólo sacudirse la sangre seca,
clavó sus ojos azul mar en el horizonte.
--Mi sueño me ha hablado -proclamó el Profeta-. Istar está
ardiendo. El fuego ha llegado y el mundo se ha desgajado.
Un murmullo se propagó entre la muchedumbre, y miles de ojos
se dirigieron hacia el elfo, quien retrocedió para recibir la iluminación
que siempre lo invadía y poder descifrar la oscura poesía de su líder.
Rápidamente, con la confianza que le daba su larga experiencia,
descifró los símbolos del discurso de Fordus.
Fuego. Una ciudad en llamas. El mundo desgarrándose.
Mientras sentía aquellas conmovedoras palabras y notaba cómo
brotaban de una misteriosa fuente, de las mismísimas profundidades
de su espíritu, el elfo oyó que un rumor de excitación recorría a la
multitud.
Las palabras todavía sin pronunciar se le helaron en la garganta.
--¡Escuchad la palabra del Profeta! -proclamó Fordus, mientras
escrutaba con sus ojos azules las caras de los hombres y las
mujeres que se agolpaban a su alrededor-. Yo, y tan sólo yo, he
dado con el significado de mis sueños. ¡Nunca más necesitaremos a
nadie que los interprete!
Un repentino temblor recorrió el cuerpo de Luz de Relámpago.
Su poder y su posición acababan de ser usurpados.
--He cruzado el fuego y he soportado la fiebre -continuó Fordus,
alzando las manos al cielo-, he andado por el borde de las tinieblas y
me he asomado a lugares de los cuales el hombre jamás regresa.
Alanda, desconcertada y mirando al elfo de reojo, comenzó a
golpear el tambor, una vez, dos...
--Mi sueño me ha dicho que Istar está ardiendo, pero el fuego
que destruirá la ciudad todavía no ha sido prendido, seremos
nosotros quienes lo hagamos.
Poco a poco, el círculo de gente que rodeaba a Luz de
Relámpago comenzó a alejarse del elfo y a dispersarse, mientras
tanto los Hombres de las Llanuras observaban a Fordus con
atención. El elfo, atónito y sin habla, miraba a su alrededor
desconcertado, y vio que también Alanda dirigía sus ojos hacia el
Profeta del Agua mientras reunía las palabras que necesitaba para
su canción.
--Esta noche descansad -dijo Fordus con un hilo de voz y la
mirada orientada al norte, hacia donde la luna roja y la luna blanca
descansaban bajas en el horizonte.
Los santones y chamanes que lo rodeaban se esforzaron por oír
sus palabras, para captarlas y poderlas transmitir a los Hombres de
las Llanuras y a los proscritos que aguardaban detrás de ellos, para
que el mensaje se propagara como la pólvora entre la muchedumbre
expectante.
--Esta noche descansad, porque mañana marcharemos.
Marcharemos sobre Istar y no habrá paz hasta que la ciudad sea
mía.

_____ 15 _____

Luz de Relámpago decidió hablar en contra de la profecía de


Fordus. De pie, ante toda aquella muchedumbre, su voz se erigió
fuerte, solemne y certera, al igual que había sucedido en cientos de
ocasiones anteriores, cuando había ayudado a guiar a los que-naras
a través de largas y áridas extensiones de desierto en busca de
oasis, de charcas ocultas bajo la superficie o de riachuelos que, de
repente y de forma inexplicable, se habían llenado con agua de
manantiales subterráneos.
Durante los años de sequía, la voz del elfo había sido lluvia, así
que la gente estaba predispuesta para escucharlo.
--He escuchado la profecía de Fordus Alma de Fuego -empezó
a decir-, y creo que su sueño le ha aconsejado mal. ¿Dónde, hasta
ahora, hemos encontrado agua y escrutado la arena para predecir la
llegada de las tropas istarianas o de otros peligros o enemigos?
Decidlo si lo sabéis.
El mar de rostros allí congregado permaneció inmóvil y en
silencio. Naturalmente, todos los allí presentes conocían la existencia
del kanaji y también que en el interior de las paredes de arena del
foso se escondían unos poderes mágicos, que habían permanecido
allí durante toda una era o incluso más. Aquellos hombres sabían
que Fordus se introdujo en el foso en busca de visiones y sabiduría,
y que de allí surgían unos enigmáticos jeroglíficos que todos ellos
creían que mandaban los dioses para, a través de ellos, transmitir
mensajes al Profeta.
Aunque no sabían cómo.
--En aquellos tiempos -Luz de Relámpago continuó con su
discurso-, yo siempre permanecí junto al Profeta del Agua. Presencié
el nacimiento de estas visiones y, cuando el Profeta hablaba yo
hablaba tras él. Sus palabras eran oscuras y yo las interpretaba para
que pudierais entenderlas. Siempre hemos trabajado codo con codo,
hemos encontrado agua y, cuando hemos tenido que esquivar la
esclavitud, aquellos que querían someternos se han marchado con
sus collarines vacíos. Durante las guerras de liberación, nos hemos
enfrentado a Istar y hemos derrotado a las tropas del Príncipe de los
Sacerdotes.
--Luz de Relámpago ¿por qué empezaron las guerras?
-preguntó Fordus en voz queda. Todos los ojos se clavaron en el
Profeta y todos los oídos esperaban impacientes una respuesta por
parte del elfo-. ¿Fue en el kanaji donde los dioses me dijeron que
nos enfrentásemos a Istar? La respuesta es no. Esa visión vino a mí
en un sueño. Yo he sido su Profeta y su intérprete. Los santones y
los chamanes saben que lo que digo es cierto.
Una docena de cabezas grises que estaban en la primera línea
de espectadores, cabezas cubiertas con abalorios y aceites,
mechones endurecidos con barro sagrado, asintieron.
El Profeta era un visionario. ¿Y el elfo? Quizás estaba celoso.
Tal vez los dioses lo habían apartado.
Por un momento, Luz de Relámpago se sintió desconcertado.
¿Realmente estaba celoso, como todos creían? ¿Las palabras de
Gormion y Tanila lo habían impactado tanto porque habían sido las
mismas palabras, dichas en poco tiempo, o porque habían dado con
los deseos secretos ocultos en su propio corazón?
Aunque el elfo sabía que todo aquello era una estupidez, todas
esas dudas y sospechas, lo más absurdo de todo era la temeraria
precipitación de Fordus. Si en aquella ocasión obedecían las órdenes
del Profeta, todos ellos, Hombres de las Llanuras y proscritos,
perderían la vida en las praderas que se extendían al norte del
desierto, donde los estarían aguardando las fuerzas istarianas. Eran
quinientos rebeldes contra cincuenta mil soldados.
Luz de Relámpago no podía permitir que eso ocurriese.
--Fordus, fue tu sueño el que comenzó esta guerra. No puedo
negarlo, pero ¿aparecían también en ese sueño los miles de
esclavos, tanto Hombres de las Llanuras como elfos, que llevan el
collar de Istar y son explotados en sus casas, en sus mercados, en
sus muelles y también en la penumbra de sus minas? ¿Has soñado
también con las numerosas tropas que Istar ha enviado en nuestra
búsqueda, y con las grandes montañas que se alzan al sur de la
ciudad, y el lago que deberíamos bordear, y luego las llanuras que
tendríamos que cruzar y, finalmente, las imponentes murallas
istarianas, hechas de piedra y con seis metros de grosor?
»Llegará el momento de la gran victoria, en el que podremos
marchar victoriosos por las calles de Istar, seguidos de miles de
hombres y mujeres que apoyan nuestra causa. Liberaremos a la
población subyugada y acabaremos para siempre con el cautiverio
que Istar ha impuesto a nuestra gente. Abandonaremos el desierto
para vivir en casas cálidas con nuestras familias. Pero aún es
demasiado pronto. Ahora Istar nos pisará como a una hormiga.
Luz de Relámpago echó un vistazo a las tropas. Algunos de los
líderes, Brisa y Mensajero entre los Hombres de las Llanuras, y
Gormion y Rann entre los proscritos, asintieron con la cabeza,
mostrando su aprobación.
Todos ellos eran líderes y soldados veteranos.
Una fugaz expresión de desastre cruzó el rostro de Fordus, pero
inmediatamente la transformó en dulzura cristalina y alzó las manos
al cielo; aquél era el gesto del Profeta que indicaba inspiración y
bendición, y se giró hacia Alanda.
--En el tiempo de los jeroglíficos y en el que teníamos que
defendernos -dijo Fordus-. Tres de nosotros os guiamos, no dos.
Recurro a Alanda en esta nueva época. Recurro a sus canciones
para que acabe con estas dudas y disputas.
Las esperanzas de Luz de Relámpago se desvanecieron cuando
vio a la muchacha levantarse y dirigirse hacia el tambor. Alanda era
la barda de Fordus, y él era su gran amor. Ella lo había seguido
durante años, lo había exaltado y adorado.
No había duda de qué historia iba a contar. No podía ser de otro
modo.
--Dejémosla que cante -proclamó el elfo sosegadamente-.
Seguro que cantará para ti. Ya antes nos guiaste fuera de la
seguridad del desierto, y las tropas del Príncipe de los Sacerdotes
nos persiguieron de vuelta. Hay huérfanos y viudas que recuerdan
aquel día con tristeza, y ancianos afligidos que no esperaban vivir
más que sus hijos.
»Y tú vas a guiarnos de nuevo, y también ahora te seguiremos.
Yo iré detrás de ti. No te seguiré, pero me mantendré detrás, porque
los que-naras son mi gente, y necesitarán a alguien que los defienda
de tu temeridad. Aun así no puedo culpar a aquellos que decidan
quedarse atrás.
»Pero ten esto muy presente: si tu ambición ha desbordado tu
amor por tu gente y finalmente te aventuras por el camino que tan
sólo anuncia muerte, como la que nos asoló a los pies del Altiplano
Rojo... Bien, yo seré el primero en rebelarme contra ti. Te mataré yo
mismo.
El elfo, dejando tras de sí un silencio imponente, se alejó del
consejo. La gente se apartó a su paso, como la hierba se mueve
agitada por el viento, pero, en su recorrido, no volvió la mirada atrás
hasta que alcanzó la pendiente que conducía a los pies del altiplano.
Estrella del Norte se quedó.
Y Alanda... permaneció inmóvil, víctima de su desconcierto.
De todos modos, noventa guerreros siguieron los pasos del elfo,
entre ellos Gormion, Rann y sus hombres; también Mensajero y Brisa
junto con sus seguidores y, asimismo, algunas familias descendieron
el camino, formando una fila, larga e incierta.
Luz de Relámpago miró hacia el campamento donde los restos
de las hogueras abandonadas se habían apagado en la oscuridad.
--Que los dioses, y el dios que está por encima de ellos me
escuchen -susurró-. Y, ojalá, que algún día Fordus y Alanda
comprendan lo que ha pasado.
--Luz de Relámpago, si me abandonas, eres hombre muerto
-gritó Fordus a las espaldas de los rebeldes que se alejaban-. ¡Todos
vosotros estáis muertos! Sin mí, no tendréis agua, ni modo de
defenderos. ¡Istar os apresará sin dificultad u os arrastraréis ante el
Príncipe de los Sacerdotes suplicando clemencia!
Luego, sin pausa, Fordus se dio la vuelta para dirigirse a
aquellos que le eran leales y les habló con un tono coloquial.
--Tan sólo los dioses mandan sueños y solamente los Profetas
pueden interpretarlos.
Fordus se subió a un montículo de piedras y miró hacia abajo,
en dirección al numeroso grupo de personas que permanecieron
junto a él. Cuatrocientos Hombres de las Llanuras y bárbaros
estaban sentados sobre el suelo duro y rocoso, y lo miraban
expectantes.
--Luz de Relámpago no os ha recordado que sus palabras
interpretaban las mías cuando salimos del kanaji. Fue él quien os dijo
que había agua al norte del desierto, que la luna y el viento estaban
de nuestra parte, y que las tropas istarianas nos esperaban.
Alanda lo miró con dureza.
Algunos de los bárbaros se agitaron en sus sitios y comenzaron
a murmurar entre ellos.
--Si la profecía falló -continuó Fordus-, fue cuando el intérprete
os transmitió las palabras.
Alanda apartó el tambor. La única música que Fordus deseaba
era la de su propia voz. Su figura se erigía ante sus hombres,
mientras gesticulaba. Sus movimientos eran bruscos y frenéticos, y
sus palabras tan vacías e ilusorias como un espejismo. La barda no
podía dar con la lógica de aquel discurso; aun así aquellos que se
quedaron lo escuchaban con atención, asentían con la cabeza y se
mostraban de acuerdo con él.
Mientras Fordus hablaba, preparando a sus hombres para la
marcha de la mañana por territorio istariano, la barda toqueteó,
distraída y ausente, la baqueta de su tambor.
«Quizá su música para Fordus se había desvanecido junto al
amor que sentía por él», pensó la joven sin dejar de sentirse culpable
por ello.
Su primo Estrella del Norte, tras el discurso del Profeta del
Agua, permanecía en medio de la multitud, seguro y fervoroso.
--¡Escuchad la voz del Profeta! -gritó éste exultante, levantando
su recién recuperado medallón de bronce al frío de la noche del
desierto-. Fordus Alma de Fuego es el Profeta de la Guerra. El
hombre que no necesita que nadie traduzca sus palabras, ni
tampoco que las interpreten. Durante cuarenta estaciones siempre
he consultado a los cielos. Os he guiado por planetas y estrellas, y
yo me he dejado guiar por mi mente y mi corazón.
»Durante todos estos años, los dioses me han dicho que guiase,
pero ahora mi corazón me dice que siga.
»¡Que siga a Fordus Alma de Fuego, el Profeta de la Guerra, el
Libertador! ¡A Istar, guerreros que-naras! ¡A la ciudad amurallada,
amigos y hermanos!
Un fervoroso clamor estalló en la multitud allí sentada, y
surgieron gritos y rumores parecidos al redoble de un tambor. Lucas
se alejó de aquel ruido estrepitoso y amenazante y, en lo alto, en
medio del silencio del aire de la noche, comenzó a trazar círculos
tristemente, hasta parecer un planeta, un meteorito en medio de la
oscura bóveda celeste. Debajo de él, las antorchas se reunieron y
enfilaron hacia el campamento. El consejo se había acabado.

A la mañana siguiente, los rebeldes se marcharon del


campamento levantado a los pies del Altiplano Rojo.
El Profeta de la Guerra estaba más tranquilo, su andar era firme
y sus pasos seguros. El dolor de la pierna ya había desaparecido y,
en su lugar, había nacido un sentimiento ardiente y fervoroso que lo
arrastraba hacia su propio destino.
Fordus iba a la cabeza de sus tropas. Grupos de que-naras,
ataviados con sus ropas blancas danzaban detrás de él, y los
vestidos multicolores de los proscritos y de los bárbaros inundaban
de color el inhóspito paisaje del desierto.
Era la mañana del Shinarion, y formaban la última de las
caravanas que se dirigían rumbo a Istar.
Si los dioses así lo querían, Fordus llegaría a la ciudad en
menos de una semana para celebrar la clausura de los días
sagrados en el trono del Príncipe de los Sacerdotes.
Luz de Relámpago observó su partida desde los aledaños de las
salinas. Fordus, con la mirada clavada hacia adelante, apuntando a
la llamada del norte, no se percató de la presencia de su antiguo
compañero; tampoco lo hicieron los hombres que se congregaban
alrededor del Profeta de la Guerra, atentos al más mínimo gesto y
expectantes a cada una de sus palabras, convencidos de que iban a
ser testigos de un hecho histórico.
Alanda, fatigada, se puso en medio de la columna, y casi en el
último instante, envolvió la lira y la guardó dentro de una mochila que
se cargó al hombro.
Absorta, la barda palpó el instrumento envuelto en un trapo
oscuro, el cual pareció estremecerse al entrar en contacto con su
mano agotada.
Alanda localizó a Fordus por los estandartes y las banderas que
ondeaban en la compañía que precedía a la suya, aunque no pudo
verlo ni oírlo. Estaba rodeada por una mar de cuerpos que la
empujaban, y se sintió como si fuese arrastrada hacia el norte por
una corriente irresistible.
La muchacha giró la cabeza y, cerca de las Lágrimas de
Mishakal, enmarcada por el fondo negro y resplandeciente de las
rocas de cristal, vio una figura solitaria que observaba el avance de
aquel ejército y que indicaba a sus hombres, con gesto cansado, que
lo siguiesen. Aunque estaba lejos, y sus rasgos se perdían en medio
de la arena que levantaba el viento y del vapor que emanaba la
tórrida superficie del desierto, la reconoció inmediatamente.
Era Luz de Relámpago.
La joven quiso hacerle una señal y transmitirle algún mensaje de
paz y amistad, pero una bandera ondeada por un fervoroso
muchacho bárbaro ocupó su campo de visión con colores verdes y
dorados, y el parloteo de una lengua desconocida la distrajo. Cuando
miró de nuevo hacia las salinas, el elfo había desaparecido.
Alanda contempló los estandartes que rodeaban a Fordus que,
revitalizado por el sol y por las adulaciones de sus seguidores,
avanzaba cada vez más rápido.
Aquel mar de colores que marchaba con decisión comenzó a
bailar ante ella; parecía que el cielo se abría ante aquellos hombres y
los engullía.

Al mediodía, en el corazón de las Lágrimas de Mishakal, un


torbellino de arena negra se arremolinó hacia el cielo, propulsado por
un viento sobrenatural del desierto. La arena se movía entre los
cristales como un río oscuro e intangible, y silbaba en medio de
aquel paisaje de rocas resplandecientes y ancestrales hasta que
pareció que las salinas enteras aullaban y se lamentaban como miles
de espíritus errantes.
Fuera, en el desierto, un oscuro viento se precipitó sobre el lugar
en el que acababa de tener lugar la batalla de los Hombres de las
Llanuras contra el cóndor, y dispersó las artemisas y las cenizas que
encontraba en su camino hacia el norte. Aquella ráfaga de aire pasó
sólo un kilómetro de distancia, en dirección este, de las tropas de
Fordus, y los exploradores se cobijaron junto a las dunas,
convencidos de que aquel viento anunciaba una gran tormenta.
Cuando desapareció, la calma reinó de nuevo en el desierto, y
los Hombres de las Llanuras olvidaron pronto la tormenta,
concentrados como estaban en escrutar el horizonte en busca de
señales de los soldados del Príncipe de los Sacerdotes.
Pero justo encima de ellos, un pájaro solitario se cernía tras el
oscuro viento.
A cierta distancia, Lucas, el halcón de Alanda, observó con las
alas extendidas cómo aquella curiosa nube se alejaba del desierto
para adentrarse en las Llanuras. Con un vuelo raso sobre el árido
suelo, el pájaro escrutó el rastro que había dejado sobre la hierba y
siguió las huellas que el viento había trazado a través del amplio y
engañoso paisaje.
Pronto, los prados dieron paso a un terreno rocoso, a los pies de
las montañas, a medida que aquel oscuro viento sobrevolaba los
cultivos y se acercaba inexorable a las solemnes murallas de Istar.
Lucas remontó el vuelo a gran velocidad y finalmente lo alcanzó,
mientras pasaba rozando el inmenso lago de Istar y, allá en lo alto,
desde su puesto privilegiado, el halcón miró hacia abajo, al corazón
de aquella nube arenosa y ondulante.
Al pájaro le pareció que volaba por encima de una serpiente
gigantesca o de la cola amenazante de una bestia todavía mayor. En
un acto de prudencia, Lucas se mantuvo a cierta distancia para
observarlo.
A medida que la ráfaga de viento se aproximaba a las murallas
de Istar que bordeaban el mar, su forma ondulante se condensaba.
El viento se convirtió primero en líquido y luego en sólido,
oscureciéndose y fundiéndose hasta transformarse en lo que parecía
una culebra de agua ante los ojos del halcón. Aquella bestia,
resplandeciente como el cristal bajo los rayos del sol, se contoneaba
veloz sobre la orilla del lago en dirección a las murallas de la ciudad.
Lucas, que ya tenía una idea más clara de a qué se enfrentaba,
descendió en busca de la serpiente, planeando sobre el agua tras
aquella criatura y extendiendo y flexionando sus feroces garras. En
cuestión de segundos, el halcón logró recortar la distancia que los
separaba y ver las angulosas líneas que aparecían sobre la piel de
su presa; también percibió un penetrante olor a sal y aun otro más,
quizá de algo más antiguo que la sal. Aquella bestia era un ser
brillante y siniestro. El pájaro soltó un grito agudo y la atacó con sus
garras, pero la serpiente, rápida y escurridiza, logró colarse por un
pequeño agujero que había en la base de la gran muralla.
Lucas aterrizó violentamente junto a las murallas de la ciudad y
se sintió frustrado por no haber alcanzado a su presa, pero
enseguida emprendió el vuelo de nuevo y sobrevoló el Templo del
Príncipe de los Sacerdotes, dirigiéndose hacia el sur, hacia las tropas
de Fordus, que avanzaban inexorables en dirección a la ciudad. A
pesar de todo, el halcón no olvidó a la serpiente ni sus extrañas
transformaciones.
Mientras tanto, en algún oscuro lugar de Istar, aquella forma
larga y serpentina se transformó de nuevo en algo más grande.

_____ 16 _____

La festividad de Shinare estuvo condenada al fracaso desde el


principio.
Desde las puertas de la abandonada Torre de la Alta Hechicería,
engalanadas con lazos dorados en honor a la diosa, pasando por
todo el camino hasta la Escuela de los Juegos, en el corazón de la
ciudad, donde deslustradas figuras de bronce, mitad águila mitad
león, colgaban como recuerdo de festivales anteriores, mucho más
vibrantes, la ciudad apestaba bajo el turgente paño mortuorio.
Durante las tórridas tardes del festival, en las que no corría ni una
brizna de aire, los pocos puestos que había, a pesar de estar
adornados con los lazos de la diosa, presentaban un aspecto sucio y
mugriento. Las mercancías que se vendían en la plaza del mercado
parecían baratijas; una burda figurilla de Thoradin de barro sustituía
a la habitual hecha de piedra tallada, las tallas de madera típicas de
Balifor carecían de forma y estaban hechas de cualquier manera, y
los peces sin escamas de Karthay resultaban imperdonables.
Este tipo de pez, que se traía a los mercados de la ciudad en
grandes cantidades y se mantenía con hielo de las montañas de
Karthay, pretendía ser la exquisitez de las fiestas de aquel año, pero
el calor de la ciudad aumentó de repente hasta hacerse insoportable
y, al segundo día, toda la mercancía ya se había podrido, por lo que
el aire de la ciudad quedó impregnado de un olor pestilente, casi
irrespirable.
A pesar del incienso humeante que salía de las ventanas de las
casas, de los clavos de especias que colgaban en las entradas de
las viviendas y de la esencia de rosas y violetas que se había vertido
en los riachuelos a través de los desagües de la ciudad, los
forasteros no podían dejar de percibir aquel olor penetrante La
ciudad entera apestaba.
A la segunda tarde del Shinarion, se marchaban más de los que
llegaban. Los que decidieron irse se retiraron a las ciudades junto a
la bahía; huían a caballo, en carreta o a pie, pasando por delante del
monasterio o atravesando el bosque de Karthay en busca de aire
limpio y fresco, ansiosos por sacudirse de la ropa el hedor de
incienso y pescado muerto.
Los pocos de ellos que volvían la mirada atrás, nostálgicos, sin
duda, de la diversión de años anteriores, vieron las luces de Istar,
parpadeantes y tenues, al otro lado de la bahía. Las velas del
Shinarion, antiguamente utilizadas en gran cantidad de modo que
podían vislumbrarse hasta a quince kilómetros de distancia, habían
menguado a la triste cifra de unos pocos miles, y apenas alumbraban
lo suficiente para guiar a aquellos que se acercaban al festival.
Llevados por la luz del crepúsculo, los viajeros no tardaron
mucho en dejar la ciudad tras de sí.

Vaananen, solo en las almenas del Templo, contemplaba la


podredumbre que invadía la ciudad y se maravillaba de la quietud y
penumbra que reinaba en aquel extraño festival.
La ciudad parecía sitiada. Naturalmente, los rumores se habían
propagado por la ciudad más rápido que el olor del pescado podrido,
y se sabía que las tropas rebeldes habían salido de nuevo del
desierto y se dirigían a la ciudad, aunque se desconocía su número.
A la cabeza estaba el mismo hombre, el Profeta del Agua, que hacía
menos de un mes había irrumpido en las praderas provocando un
gran número de bajas en el seno de la doceava y séptima legiones
istarianas, y que más tarde regresó a toda prisa al impío territorio de
roca y arena, en medio del cual se desvaneció como el viento.
Vaananen sacudió la cabeza. Aún era demasiado pronto.
Por grandes que fueran los poderes de aquel Fordus Alma de
Fuego; él y sus rebeldes todavía no estaban preparados. Las fuerzas
que los esperaban eran más que formidables y el camino que tenían
ante ellos, largo y peligroso.
Con Fordus alejado del kanaji, no había forma de advertirle.
Vaananen se apoyó sobre la fría muralla de piedra y examinó la
ciudad. La Escuela de los Juegos resplandecía a lo lejos con una
alegre luz violeta, y se oía el estruendo de la multitud que
presenciaba las cruentas luchas de gladiadores y las inseguras
carreras de caballos.
Se acercaba el momento más peligroso, tanto para su misión en
la ciudad como para la revuelta de Fordus a las afueras, ya que, sin
duda, la sexta legión había llegado a Istar.
Después de su excursión a los establos y de sus otros
descubrimientos, Vincus se había precipitado hacia los aposentos del
druida, había escalado por una tupida red de parras y zarzas y,
cuando se encontró ante Vaananen, comenzó a gesticular con tal
rapidez que a éste le costó casi una hora tranquilizar al muchacho.
El druida creyó la historia del joven esclavo, pero, de todos
modos, decidió acompañarlo a los establos. Allí, los labios tatuados
de los caballos confirmaron la desagradable noticia.
Ni tan siquiera tres legiones de Caballeros de Solamnia podían
soñar con vencer a aquella guarnición istariana de más de cinco mil
soldados veteranos.
El druida había informado de ello al Profeta mediante los
jeroglíficos que había dibujado en el jardín mágico, los cuatro
símbolos escritos en la oscura arena.
Pero ¿quién estaría allí para leerlos?
Vaananen se ajustó más la capa sobre los hombros. Cada año
sucedía lo mismo; durante el Shinarion, los últimos días del verano
se entremezclaban con los primeros del otoño y, en cierto momento,
casi siempre en la mitad del festival, una noche bajaba la
temperatura de repente y era la señal del cambio de estación.
Vaananen bajó de las almenas. El sol ya se había escondido
tras las delicadas torres y las cúpulas blancas que se erigían al oeste
de la ciudad, y teñía los luminosos edificios de un rojo ominoso.
Al druida le quedaba una esperanza, ya que el Príncipe de los
Sacerdotes, a pesar de toda su astucia con la magia y la política, no
se destacaba por la buena elección de sus generales. Cada uno de
ellos había resultado peor que el anterior, culminando con el
desastroso Josef Monoculus. Encontrar un buen líder se había
convertido en una tarea imposible desde que la Orden Solámnica,
contraria a la política de opresión llevada a cabo por Istar, dejó de
apoyar las duras medidas del Príncipe de los Sacerdotes.
«Y eso era realmente una buena noticia -pensó Vaananen-,
porque el ejército istariano encabezado por generales competentes
sería realmente invencible.»
Vaananen se estremeció tan sólo de pensarlo, pero se cubrió la
cabeza con la capucha y entró en la gran cámara del consejo del
Templo, donde, disfrazado de fiel seguidor del Príncipe de los
Sacerdotes, se uniría a un puñado de otros clérigos escogidos para
recibir la próxima triste remesa de líderes militares.
--Este tiempo está loco -le dijo el hermano Alban al nuevo
comandante.
Ninguno de los sacerdotes había visto anteriormente a aquel
hombre.
Ese tipo de actos normalmente servían para saciar la curiosidad
de los clérigos pero, en aquella ocasión, cuando Vaananen entró en
la cámara iluminada por la luz de las antorchas, se encontró a los
clérigos amontonados alrededor de una impresionante figura cubierta
con una capa negra. El hombre estaba al lado del propio Príncipe de
los Sacerdotes.
Por primera vez en muchos años, quizás el Príncipe de los
Sacerdotes había hecho una elección acertada. Vaananen lo intuía
por la estampa, robusta y fuerte, de aquel hombre, cuyo cuerpo
anguloso y pálido, casi translúcido, parecía tallado en mármol por un
gran escultor. La túnica de seda negra que llevaba era sencilla y
elegante, en contraste con la ropa recargada y ostentosa de sus
anfitriones, y en el costado portaba una espada muy usada.
«Un arma -pensó el druida-, que, sin duda, ha vivido años de
acción.»
A diferencia de las fruslerías ornamentales que pendían de los
cinturones de los tres últimos generales.
Aquel hombre tenía el pelo negro, y en su apostura había algo
de femenino, casi de reptil, y sostenía la mirada de los clérigos
istarianos impasible, sin mostrar respeto ni tampoco
condescendencia. El general rechazó el vino que le ofreció el
hermano Burgon y permaneció en pie, con sus pálidos brazos
cruzados ante su enorme pecho; la mayoría de los clérigos prefirió
sentarse
Junto a él, el Príncipe de los Sacerdotes hacía gala de sus más
gentiles maneras. Era un hombre de aspecto delgado, algo calvo y
de resplandecientes ojos azul cielo; no, azul mar. Si no fuese porque
sabían que el poder de Istar recaía en manos de aquel pequeño
hombre, se le podría confundir por el secretario obsesivamente
meticuloso del nuevo general.
Los dos dignatarios hablaron tranquilamente, mientras los
sacerdotes y los monjes intentaban inmiscuirse en la conversación.
El Príncipe de los Sacerdotes tenía aspecto cansado, exhausto.
Su escaso pelo castaño parecía haber disminuido todavía más desde
la última vez que lo vio Vaananen y, por un instante, el druida pensó
si el monarca estaba enfermo.
Pero cuando sus resplandecientes ojos azules se dirigieron
hacia él, le transmitieron desasosiego y miedo, lo que no dejó de
extrañarle.
Vaananen se acercó a la multitud y oyó cómo el nombre del
forastero recorría el frenético murmullo de los clérigos.
¿Tadec? ¿Tanik? El murmullo era constante y las palabras se
mezclaban unas con otras de manera que el druida no pudo
comprender bien el nombre en cuestión. Pero fuese quien fuese
aquel hombre, Tadec o Tanik, éste continuó cautivando a sus
anfitriones. El más mínimo comentario del forastero provocaba
fuertes risotadas y, mientras él escrutaba la sala con una sonrisa
gélida, su mirada se topó inmediatamente con la de Vaananen.
Los ojos del nuevo general eran de color ámbar, insondables, y
recordaban a los de un reptil. El hombre se quedó mirando fijamente
al druida, y el centro de sus pupilas se dilató con malicia. Vaananen,
cuando escrutó el corazón de aquellos ojos, vio la imagen de un
oscuro vacío, una gigantesca figura alada que volaba en las
profundidades de las tinieblas.
Te conozco, pareció decirle una oscura voz que no surgió de
ninguna parte, pero que quedó perfectamente registrada en la
cabeza del druida.
Entonces, de repente, con la misma rapidez que le había
llegado, aquel sentimiento desapareció. Vaananen parpadeó, el
general se dio la vuelta y la imagen se desvaneció. Pero en aquel
breve instante de comunión, el druida descubrió cómo se llamaba
realmente aquel hombre y quién era.
«Takhisis -susurró Vaananen para sí mismo, mientras los
clérigos que había a su alrededor se abalanzaban para conocer,
admirar y adorar a aquel nuevo y enigmático líder-. Takhisis está al
mando de las tropas de Istar. Ahora lo sé, y también ella lo sabe.»

Los pasillos que conducían a los aposentos del druida eran


húmedos e insalubres. Aún era temprano y sus hermanos
sacerdotales estaban con sus oraciones, en el festival... o adorando
al general, cautivados y extasiados como ratones hipnotizados ante
una serpiente de alcantarilla.
Quedaba algo de tiempo para advertir a los rebeldes, siempre y
cuando Fordus regresase al kanaji.
Vaananen era consciente de que los próximos días iban a
resultar peligrosos para todos ellos. Tenía que atrancar la puerta y
cerrar las ventanas para protegerse de una noche hostil. La diosa lo
había reconocido, estaba casi seguro de ello, y, si eso era cierto, su
vida estaba gravemente amenazada.
Una luz vacilante se aproximaba desde un extremo del pasillo.
«No ha pasado ni una hora, y ya ha empezado», pensó Vaananen,
intentando calmar su creciente temor. Se escondió en la penumbra
de la entrada de su habitación, se apretó contra la puerta de
madera... y vio pasar a un acólito adormecido que llevaba una
antorcha para que pudiesen celebrarse las últimas oraciones de la
noche.
El druida salió de la penumbra y sonrió con tristeza. No debería
hacerlo, no tendría que atrincherarse y ocultarse en el Templo,
aguardando con temor la llegada de Takhisis, No iba a quedarse
temblando en la cama, esperando oír pisadas en el umbral de su
puerta cerrada con llave.
Pero, a pesar de sus valientes pensamientos, Vaananen respiró
con alivio cuando cerró tras de sí la puerta con llave, con una, dos y
tres vueltas, para protegerse de la noche y de sus temerosas
fantasías. El druida se acercó inmediatamente a su pequeño jardín
mágico para comprobar si los cuatro jeroglíficos que había dibujado
durante la mañana permanecían intactos sobre la oscura arena.
Sí, aún estaban ahí, lo que significaba que Fordus no los había
recibido.
Vaananen se sentó sobre la piedra negra. Había llegado el
momento del quinto símbolo. Los maestros druidas le habían
enseñado que una magia poderosa se escondía tras aquellos
magníficos jeroglíficos, una magia que tan sólo podía utilizarse
cuando las circunstancias eran funestas. El mensaje del quinto
símbolo era siempre relevante; a veces advertía de una hambruna o
de una inundación repentina y, a menudo, durante la Era de los
Sueños, anunció la llegada de un dragón. El quinto símbolo era
diferente de los otros jeroglíficos, porque atraía con un impulso tan
grande como el hambre o el agotamiento.
El mensaje llamaría a Fordus desde el propio paisaje, desde las
rocas a los pies de las montañas, hasta el barro que se acumulaba
alrededor del lago de Istar, y por cualquier lugar por el que
marchasen sus tropas. La quinta runa lo emplazaría a que regresase
al desierto, al kanaji.
Con sumo cuidado, Vaananen dibujó el jeroglífico junto a los
otros cuatro. Era un antiguo símbolo que, según recordaba el druida,
se utilizó por última vez en la época de Huma, durante la Segunda
Guerra de los Dragones, el cual consiguió echar a Takhisis de la faz
de Krynn.
Las marcas sobre la arena se solapaban unas con otras, y
apareció la figura de una mujer bajo la de un hombre.
¡Cuidado con Takhisis!, decía el jeroglífico. ¡Cuidado con el
hombre oscuro!

Tamex saludó a los últimos clérigos, dos hombres viejos y


calvos que se inclinaban y arrastraban ante él como si se tratase del
propio Príncipe de los Sacerdotes, mientras mascullaban pequeñas
frases de halago y adoración, sin percatarse de que los ojos ámbar
del nuevo general se habían apartado de ellos.
Rápida, implacable y eficiente, la diosa había llegado a Istar
para liquidar unos asuntos. Reptando por la ciudad, había podido
reconocer la situación del terreno; además, en Istar, nadie se percató
de la existencia de otra serpiente, nadie le impidió la entrada en la
arena ni la molestó durante su última transformación.
Takhisis adoptó de nuevo el cuerpo de Tamex, y a aquella
criatura hecha de cristal y mentiras no le resultó difícil ganarse al
Príncipe de los Sacerdotes y a su séquito, ganarse a todos excepto a
uno, el druida.
¡Oh, sí! Ella había visto a aquel druida por primera vez en una
de sus visiones, cuando levantaba exultante las manos para celebrar
la victoria de Fordus. Tenía que ser él. La diosa había visto la hoja de
roble rojo tatuada en la parte interior de su brazo izquierdo.
Aquella información tendría que ser suficiente para liquidarlo.
Pero a veces la corte de Istar se movía con una lentitud exasperante.
Los delitos por ofensa podían tardar años en ser juzgados, y un
crimen capital como aquél podía llegar a tardar tanto tiempo en
resolverse que el druida podía morir antes de que fuese sentenciado.
No, iba a ser silenciado con métodos más antiguos, más
tradicionales.
Tamex avanzó entre la multitud, intentando no chocar con
ningún sacerdote o acólito. La sensación fría y pétrea de su nuevo
cuerpo seguramente levantaría sospechas. Además, mover sus
pesadas piernas sin hacer demasiado ruido o sin que éstas se
rompiesen era también bastante complicado.
Druida vigila las ventanas, susurraron los cristales que corrían
por las venas de Tamex. Vigila las puertas, y cúbrete las espaldas en
los pasillos.
Y desde luego cuenta los amaneceres y los crepúsculos, y
bendice cada uno de ellos, ya que te quedan pocos.

_____ 17 _____

Pasaron tres días y luego cuatro, y los jeroglíficos seguían


intactos en el jardín mágico. En otras ocasiones, siempre se habían
desvanecido por sí solos, lo que significaba que su mensaje fue
recibido por los rebeldes.
Pero aquella vez, Fordus estaba muy lejos, y la preocupación de
Vaananen aumentaba a medida que pasaban las horas. ¿Es que el
quinto símbolo no le había obligado a retroceder? Quizás el Profeta
se había negado a regresar al kanaji, a la sabiduría que podía
salvarlos a él y a su pequeño ejército.
El tiempo de Vaananen tocaba a su fin. El druida sabía que
Takhisis iba por él y que sólo era cuestión de tiempo.
Vaananen se sentó sobre la piedra roja del jardín mágico y
compuso su último mensaje. El druida cogió con cuidado un pelo
negro y sedoso atrapado en uno de los largos pinchos del enorme
cacto. Pero el cabello revoloteó con una de las exhalaciones del
druida y cayó de nuevo sobre las espinas, pero esta vez quedó
totalmente enredado. Durante un momento, Vaananen lo examinó
ensimismado, y luego captó una delicada y extraña vibración que
recorrió la planta; además se dio cuenta de que durante las últimas
horas el cacto se había hinchado, como si la tarde anterior hubiese
llovido.
--Igual que el poder del nuevo general -susurró-. Hinchado hasta
reventar durante la noche.
Los sacerdotes de Istar se rendían ante aquel nuevo
comandante que asumía el mando del ejército. La novena y doceava
legiones, dispersas hasta el momento, se reagruparon en menos de
un día y recibieron el nombre de la quinceava legión, la cual se unió
a la primera, segunda, cuarta y octava en la defensa de la ciudad.
Con el número de soldados con el que contaba la guarnición de
la ciudad, en cualquier momento podían mandar partir a tres legiones
y aun así dejarían una guardia considerable para defender Istar. En
la ciudad se sabía que la célebre sexta legión había llegado; los
hexágonos dibujados con carboncillo en las paredes de piedra de los
callejones, garabateados en las puertas y colgados en banderas
andrajosas, indicaban que la legión quería hacerse notar.
Pronto todos aquellos soldados se reunirían y Tamex tendría su
ejército al completo, y la diosa que se escondía bajo su cuerpo
podría por fin tomar posesión del mundo.
Vaananen se levantó de la piedra roja.
--Pero todo esto todavía no ha terminado -murmuró el druida,
con tranquilidad y firmeza.
En el exterior, casi como si se tratase de una burla, los ruidos
lejanos del festival llegaban hasta él desde la plaza del mercado. El
druida salió del pequeño jardín y se dirigió al atril, donde garabateó
una nota precipitada en un trozo de pergamino. Salió al pasillo y le
entregó la nota a un joven paje que pasaba en aquel momento y le
ordenó que la llevase a la biblioteca.
--Quiero que el hombre joven y moreno, el que no habla, te dé
este libro -susurró Vaananen, y el muchacho se marchó a paso
rápido.
Naturalmente, no era un libro lo que esperaba Vaananen.
Vincus llegó minutos más tarde con las manos manchadas de
tinta. El joven esclavo llevaba un buen rato copiando los informes
que Balandar le había asignado y, cuando llegó, se encontró al
druida, como de costumbre, serio y en cuclillas sobre el jardín
mágico, pero en aquella ocasión estaba rodeado de linternas como si
esperase la llegada de una profunda oscuridad y quisiera que aquella
luz estuviese allí para protegerlo de algo funesto y cercano.
Vincus supo inmediatamente que esa vez se trataba de algo
distinto, de algo especial.
Vaananen le indicó que se acércase, y el muchacho lo hizo con
cautela. Vincus sabía que en aquel pequeño jardín se escondía
magia, pero se trataba de una magia silenciosa y profunda, muy
distinta a la de fuego y estruendo practicada por los ilusionistas del
festival.
Aun así lo mejor era mantenerse alerta.
Con expresión solemne, el druida le mostró cuatro símbolos
dibujados en la arena.
--Vincus, tú eres copista -susurró Vaananen-, además muy
bueno, según lo que he oído. ¿Tienes buena memoria?
Vincus examinó desconcertado los símbolos, pero su memoria
era rápida y aguda. A pesar de que tan sólo había visto una vez los
puestos del mercado, podía decir de corrido el nombre del
comerciante de cada uno de ellos, el tipo de mercancía que vendía,
su país de origen e incluso el color de los banderines de su
tenderete.
No, definitivamente no había lapsus en los recuerdos de Vincus.
Pero el druida buscaba algo más que memoria, lo que en realidad
buscaba era...
Bueno, Vincus no estaba seguro.
Así que el muchacho se encogió de hombros mientras abría y
cerraba la mano trazando tres símbolos de forma insegura.
Tengo tan buena memoria como cualquiera, le contestó al
druida.
Vaanannen arqueó una ceja y sonrió tristemente.
--Tendrás que hacerlo mejor -susurró-. Eres el único en quien
puedo confiar.
Vincus esquivó la mirada.
--¡No, mira! -le apremió el druida, agarrando al joven sirviente
por el brazo para mostrarle la hilera de jeroglíficos-. ¿Podrías
recordarlos?
Vincus los miró. Las líneas eran simples y claras. Prácticamente
las había memorizado, pero aun así...
Despacio, a regañadientes, el muchacho asintió con la cabeza.
Vaananen borró los jeroglíficos.
--A ver, demuéstramelo -le dijo.
Vincus dibujó de nuevo los primeros cuatro símbolos, cosa que
le resultó fácil: Frontera del desierto, Sexto Día de Lunitari, Nada de
Viento, el Leopardo, y finalmente el quinto símbolo que consistía en
dos letras antiguas, de trazo muy elaborado y complejo.
--El último de ellos es el más importante -dijo Vaananen con
tono apacible-. Es el que debe conocer Fordus Alma de Fuego, y él
se encuentra lejos de la ciudad, en el desierto. Ve en su busca.
Vincus lo miró bruscamente, con incredulidad. ¿Le estaba
hablando realmente del mítico comandante de los rebeldes?
--Sí, debes encontrarlo -le confirmó Vaananen con una sonrisa,
intentando tranquilizar al joven.
Lo haré, le contestó Vincus mediante señales. Sus gestos fueron
determinantes, aunque un tanto audaces. El joven esclavo iría, sí,
pero no volvería jamás. Vincus no confiaba en Fordus, ni tampoco en
la vida que existía más allá de las murallas de la ciudad.
Vincus se asomó a la ventana en busca de los oscuros
vallenwoods, que se desplegaban bajo sus pies y de las murallas de
Istar a lo lejos. Vaananen se acercó al muchacho y tocó su collar de
plata; un repentino resplandor azul chisporroteó en el aire y pasó
rozando la oreja de Vincus, que tembló aturdido.
--Durante años me he esforzado por pagar de forma legítima y
legal tu deuda, la deuda contraída por tu padre -le dijo mirándolo a
los ojos-. He tenido que luchar contra el Príncipe de los Sacerdotes y
acatar las normas que él mismo imponía. Pero ahora, por fin, todas
las normas se han roto. Vincus, ve en paz. El collar que llevas
mostrará a Fordus quién eres.
El druida sacó dos libros de debajo de la cama y se los entregó
al joven, quien les dio la vuelta y abrió uno de ellos.
Aunque el muchacho pudo leer muy poco, comprobó que las
páginas viejas y resquebrajadas de uno de los libros recogían una
historia, escrita en el difícil alfabeto lucanesti, de dioses y diosas, de
herencias y de Istar, y también del legítimo gobernante de la ciudad,
el otro era una copia, también escrito en la misma lengua.
--El original es demasiado frágil para viajar -le comentó el
druida-, por eso te doy una copia. Palabras antiguas sobre
pergamino nuevo. Llévatelo. Pronto alguien preguntará por él y tú
sabrás que ésa es la persona a la que tienes que entregar el libro.
Vaananen puso el libro, junto con algo de comida y un cuchillo,
en una pequeña bolsa y la puso con fuerza en la mano del joven
esclavo.
--Vincus, has cumplido con tus obligaciones -le dijo Vaananen.
El muchacho se marchaba algo desconcertado cuando un extraño
comentario salió vacilante, casi como una despedida, de la boca del
druida-. Bien hecho.
El muchacho descendió presuroso por las enredaderas,
huyendo de aquellas palabras.

Vincus deambuló por los alrededores de la plaza del mercado


mientras el festival se preparaba para dar por acabado el día. Uno de
los comerciantes, un enorme vendedor de vino de Balifor, caminaba
con aire cansino de linterna en linterna, para apagar las luces de su
puesto.
Cuando el comerciante pasó junto a él, Vincus se ocultó entre
las sombras e, incómodo, se palpó el collar plateado. La magia del
druida todavía lo angustiaba.
La tarea que le había encomendado Vaananen lo desbordaba.
Hasta el momento, el trabajo que le había confiado el druida había
sido fácil: encontrar esto, escuchar aquello, hacerle llegar los
rumores y cotilleos de los oficiales y, a cambio, Vaananen se
aseguraba de que Vincus recibiese la mejor comida y los trabajos
menos pesados.
Lo que hiciese el druida con esa información no le incumbía.
Hasta aquel momento, las consecuencias no eran su problema, pero
la nueva misión lo inquietaba.
Vincus se apoyó contra la pared de mármol que rodeaba la parte
sur del mercado de esclavos. Durante el día había deambulado por
la plaza del mercado, y nadie pensó que era un espía que cumplía
alguna misión.
¡Si lo hubiesen sabido! Nunca hubieran imaginado que aquel
extraño muchacho de mirada resplandeciente e inexplicablemente
silencioso era digno de confianza para que le confiasen las llaves de
una docena de habitaciones, de la biblioteca y de las estancias del
último piso del Templo, donde el Príncipe de los Sacerdotes
despachaba con sus consejeros. También le habían dado libros y
pergaminos para clasificar y guardar.
Nunca supieron cuándo aprendió a leer. La sonrisa que le
produjo aquel pensamiento quedó camuflada por la penumbra del
callejón. Siempre lo habían subestimado, todos excepto Vaananen,
cuyas órdenes había obedecido durante el último año.
Vincus cogió un puñado de arena y lo esparció por el suelo para
tapar sus huellas. A lo lejos, en uno de los puestos iluminados, el
vinatero cargó el último barril de vino en su carreta de bueyes y le
indicó al animal que emprendiese el camino; el vehículo se perdió en
la oscuridad.
Sin prisas, Vincus salió de su escondite. La plaza estaba vacía,
pero los vendedores regresarían al día siguiente, y también durante
los seis días sucesivos, a menos que sucediese algo extraordinario,
como que los míticos rebeldes, que hasta el momento no eran más
que un sueño pasajero y desagradable en medio de los cánticos y
rituales nocturnos del Templo, irrumpiesen en la vida real,
clausurasen el festival, asaltasen el Templo y, por último, liberasen
Istar.
Liberar. Aquella palabra absurda e ingenua le hizo sonreír de
nuevo. Vincus había oído comentar a otros sirvientes que si Fordus
se apoderaba de la ciudad por fin llegaría la libertad para muchos de
los que ahora estaban esclavizados, y también se decía, según la
procedencia del rumor, que recibirían un puñado de plata, una
carreta o un barril de cerveza.
Pero los esclavos más viejos, aquellos que recordaban al
antiguo Príncipe de los Sacerdotes y la época anterior a la
prohibición de la hechicería, decían que siempre surgían rumores de
libertad que se propagaban como el humo por todos los rincones de
la ciudad cuando aparecía un nuevo líder que amenazaba el viejo
poder.
Después de todo, habían sido testigos de la llegada de
libertadores y de la huida de gobernantes, pero ellos seguían
llevando los collares de latón, cobre o plata, y el comercio de
esclavos continuaba en auge en Istar.
La plaza estaba vacía, las luces apagadas. El joven sirviente,
con suma cautela y sin apartar la mirada del Templo iluminado, cruzó
la plaza del mercado y se dirigió rumbo a la Escuela de los Juegos,
hacia las casas destartaladas y mugrientas de los suburbios, al oeste
de la ciudad.
Él había crecido en esa zona y circulaba con toda tranquilidad
por aquel entramado de calles estrechas y callejones por los que ni
la guardia istariana ni ningún clérigo, ni tan siquiera el propio Príncipe
de los Sacerdotes se hubieran acercado jamás. Sería como en los
viejos tiempos.
Vincus se deslizó junto la torre de bienvenida, pasó por delante
del gran salón de banquetes y se perdió por un laberinto de calles
sinuosas y oscuras, en el que los viejos edificios de madera se
apoyaban los unos en los otros como árboles tumbados por el viento
y donde el suave olor del puerto se perdía en medio del hedor de las
curtidurías y de los muladares.
Algunos rostros pálidos espiaban a través de las sucias
ventanas, y una mujer anciana le hizo una seña de advertencia
desde el último piso de una casa. Al cabo de escasos segundos, en
la boca de un callejón, un desconocido se tapó con una capa y le
susurró algo a Vincus cuando éste pasó por su lado.
El muchacho sabía que en aquella parte de la ciudad, en la que
no llegaba el eco del festival y en la que ni los clérigos ni los
comerciantes se atrevían a poner sus pies, lo mejor era no pararse,
ni tan sólo mirar atrás.
Ésa sería la gente a la que Fordus liberaría.
Vincus aceleró el paso. Se encontraba en algún lugar al sur de
la Escuela de los Juegos. A una hora más decente, se habría
orientado por el estruendo del público que presenciaba las luchas de
gladiadores y habría sido capaz de decir los nombres de aquella
calle y los de los callejones adyacentes. Pero estaba muy oscuro y
era tarde, por lo que Vincus no sabía exactamente dónde se
encontraba. El muchacho tardó un rato antes de que lograra
orientarse; aquel lugar había cambiado mucho desde la última vez
que estuvo.
Al final se encontró en una calle comercial, o más bien dicho en
medio de una hilera de puestos andrajosos, en la que una docena de
edificios mugrientos y atrancados con listones de madera formaban
una calle que desembocaba en una pequeña plaza circular, en medio
de la que había una fuente rota, rodeada de cenizas, basuras y ratas.
Sin duda la hora era muy avanzada, cerca del amanecer porque
todos los comercios estaban sumidos en un inquietante silencio,
excepto una pequeña taberna llamada El Signo del Basilisco. En su
puerta, tres antorchas vacilantes arrojaban una luz de color rojo
sangre sobre la fuente de la plaza, y proyectaban sombras alargadas
sobre las paredes de los comercios.
Un solitario vigilante nocturno que llevaba una linterna en la
mano pasó de un comercio a otro, y Vincus se ocultó entre las
sombras hasta que vio alejarse y desvanecerse la luz de la linterna.
Muy cerca, en medio de la humedad del aire de la madrugada, unas
sonoras carcajadas procedentes del Basilisco interrumpieron la
quietud del momento, y, desde algún lugar, en la bóveda de sombras
de los edificios, resonó el inconfundible sonido del batir de unas alas,
y enseguida el chillido de un pájaro.
Con cautela, Vincus se dirigió hacia la luz de las antorchas. El
Basilisco era un lugar tan bueno como cualquier otro para comenzar;
una taberna cochambrosa, cercana a los lugares en los que jugaba
durante su infancia. Tenía que haber alguien por allí que se acordase
de él, y si no de él, sí de su padre. Una vez hubiese hecho el
contacto, apelaría a la vieja amistad, a los viejos recuerdos... y
entonces encontraría un escondite seguro, en algún lugar de
aquellas callejuelas laberínticas y anónimas. Ésa era su gran
oportunidad.
Durante unos segundos, Vincus se quedó mirando la puerta de
la taberna, cuando de pronto ésta se abrió. Del interior del local, mal
iluminado y lleno de humo, salieron cuatro hombres. Uno de ellos, un
tipo fuerte y delgado, ataviado con una harapienta túnica, se cubrió
los ojos para resguardarlos de la luz de la antorcha y los clavó en los
de Vincus.
--¡No te pierdas esto, chaval! -gritó.
Aquel hombre estaba bastante borracho, y el vino evidenciaba
su marcado acento barriobajero.
Vincus no estaba seguro de lo que dijo después, pero le pareció
oír algo de una «fiesta» y «venga, anímate», aunque sus gestos eran
exagerados y violentos, por lo que podía estar saludando o
desafiando. Los otros tres hombres pasaron junto al borracho y
emprendieron el camino calle arriba, avanzando entre las dos filas de
comercios; pero cuando Vincus se acercó indeciso hacia el tipo de
los gestos desmesurados, uno de ellos se dio la vuelta y lo miró.
--¿Vincus? -preguntó el hombre con una sonrisa sarcástica-.
¿Eres tú, viejo bribón? ¡Viejo percebe con lengua de gato!
Vincus reconoció enseguida todos aquellos nombres de
animales. Era Pugio, el hombre que solía burlarse cuando los
muchachos de la banda robaban barras de pan de la panadería que
había cerca de la torre de bienvenida. Vincus se aproximó a él con
una sonrisa tímida.
Estaba completamente seguro, aquel hombre era Pugio.
Ha pasado mucho tiempo, le dijo con gestos.
--No me acuerdo de ninguno de estos signos incomprensibles.
No tienen demasiado sentido aquí, en Arrabal.
Arrabal. Vincus había olvidado aquel nombre.
El asentamiento multitudinario y decadente levantado a la
sombra de las fortificaciones originales de Istar se conocía como
Arrabal. Hubo un tiempo, cuando la ciudad creció y rebasó sus
propias murallas, en el que la población más rica se desplazó a la
zona norte del Templo, o se instaló en el sur, en casas campestres
que rodeaban la ciudad. Así, los viejos edificios fueron ocupados por
gente pobre y sin casa.
Todas aquellas casas se quemaron y se derrumbaron durante
un incendio que tuvo lugar dos años antes de que naciese Vincus.
En medio de aquel montón de cenizas y de escombros, los
indigentes que sobrevivieron al desastre construyeron una ciudad a
partir de tiendas de campaña y cobertizos, de carretas volcadas y de
puestecillos abandonados por los comerciantes. Todo ello fue llevado
desde la plaza del mercado y desde los lugares donde se
desarrollaba el festival hasta aquel lugar sombrío e inmundo, a los
pies de la antigua muralla. Desde pequeño, Vincus y sus amigos
evitaban aquella parte de la ciudad donde la inseguridad habitual se
convertía en grandes y preocupantes peligros.
Vincus se acercó a Pugio a regañadientes, arrepentido de su
plan de reanudar sus viejas amistades.
Pugio era un hombre fuerte, fibroso y de piel cetrina, que apenas
tendría un año más que Vincus, pero su pelo era muy fino y no tenía
brillo y una cicatriz irregular cruzaba su antebrazo derecho. No
debería de tener más de veinte años, aunque parecía tres veces
mayor, y los hombres que iban con él eran todavía peor: tenían el
cuerpo lleno de cicatrices y una boca desprovista de dientes. Vincus
miró a su alrededor con cautela, mientras los tres hombres se
dispersaron y cruzaron la plaza bajo la luz de las antorchas hacia él.
--¿Recuerdas a Anguis? -le interrogó Pugio, señalando con la
cabeza al hombre de su derecha-. ¿Y a Ultion? Ultion se entrenó en
la Escuela y Angard fue su entrenador.
Vincus asintió con la cabeza y saludó a los dos hombres con la
mano, a pesar de que la cara de Anguis, iluminada por la luz roja de
Lunitari, le traía algún recuerdo... algo relacionado con cuchillos.
--Te acuerdas de todos nosotros, ¿verdad, viejo amigo? -le
preguntó Pugio, mientras que su acento callejero aumentaba a
medida que se acercaba a Vincus-. Te acuerdas de nuestros
trapícheos, ¿verdad que sí?
Trapicheos. Vincus rastreó el término en su memoria.
Efectivamente, lo recordó. Y negó con la cabeza.
--¿Eso de vivir con la gente importante te ha apartado de la vida
callejera, Vincus?
Ultion echó el cuerpo hacia atrás en un gesto burlón.
--He oído que pasa eso cuando te vuelves honrado. Te han
dado ropa nueva y todo -inquirió Ultion.
Pugio y Anguis murmuraron algo entre ellos y asintieron ante las
palabras de su amigo.
--¿Qué te parece dar un golpe? -le preguntó Pugio-. Por los
viejos tiempos, en una tienda de alfombras que hay en la plaza del
mercado.
Vincus sacudió la cabeza y los tres hombres se acercaron
todavía más a él.
--¿No? -insistió Pugio, esta vez con una voz fría como el acero.-
Entonces, ¿eso significa que nos darás tu comida? Estoy seguro que
no pretenderás hacer morir de hambre a un viejo amigo.
Vincus, totalmente paralizado, miró directamente a los ojos de
aquellos hombres, quienes le devolvieron la mirada tranquilamente,
casi con inocencia, y entonces el joven sirviente relajó la guardia, y
empezó a pensar que quizá todas sus sospechas estaban
equivocadas y que, efectivamente, eran los amigos buenos y leales
que recordaba...
Anguis echó un vistazo por encima del hombro de Vincus, tan
sólo fue un gesto rápido y prácticamente imperceptible, pero el joven
sirviente se percató, se dio la vuelta... justo a tiempo de sujetar la
porra que el borracho descargaba ferozmente sobre su cabeza.
Por un momento, Vincus miró fijamente a la cara de su atacante
y pudo ver los ojos del hombre dilatarse y oler su aliento a vino.
Entonces, con una fuerza fruto de una vida saludable, de una
buena alimentación y de un buen descanso, apartó al hombre y giró
sobre sí mismo y, con una velocidad feroz, arremetió desesperado
contra Ultion y le atizó un puñetazo en la cara.
Ultion soltó un aullido de dolor y cayó al suelo. Sus amigos se
abalanzaron con voracidad sobre Vincus, que notó cómo unos dedos
poderosos le apretaban el cuello y el repentino impacto de un
puñetazo cegador sobre su cabeza.
El joven esclavo se dio la vuelta en busca de Anguis, pero notó
que el propio aire se le resistía, y entonces uno de los hombres lo
golpeó con furia, luego el otro y el otro. De repente, el collar de plata
que aprisionaba su cuello se desprendió y cayó al suelo, y Vincus se
desplomó sobre las rodillas sin que Pugio y sus amigos dejasen de
agredirlo.
De pronto, se oyeron gritos procedentes de la boca del callejón y
los asaltantes se largaron de allí a toda velocidad cuando vieron que
una columna de antorchas se acercaba.
«La guardia istariana -pensó Vincus-. Estoy salvado.»
Miró hacia el suelo y vio el sólido collarín de plata roto en dos
medias lunas. Si la guardia istariana lo pillaba allí, ni Vaananen
podría ayudarlo.

Vincus se acuclilló sobre el tejado de uno de los edificios y miró


con precaución hacia la tropa de soldados como si fuese una gárgola
más.
Instantes antes, el muchacho había cogido el collar y se había
marchado de la plaza a toda velocidad, en dirección al callejón más
próximo. En su huida, se dio cuenta de que la ventana de una tienda
de cerveza próxima no estaba muy bien tapiada y, en menos de un
minuto, con un arrebato de fuerza surgido del propio instinto de
supervivencia, Vincus logró arrancar los listones de madera que
cerraban la ventana y entrar en la oscura cervecería. Luego, el joven
sirviente se dejó caer sobre un montón de barriles vacíos y se ocultó
en la oscuridad de aquel lugar impregnado de un cálido olor a
levadura, donde permaneció inmóvil hasta que la luz de las
antorchas y el estruendo de los soldados se hubieron alejado.
Entonces, Vincus, subió por la escalera hasta el último piso del
edificio y, amontonando un barril sobre otro, consiguió trepar,
esquivando las telarañas del techo, hasta alcanzar una trampilla que,
por desgracia, estaba firmemente cerrada, seguramente para evitar
la visita de intrusos inesperados. El muchacho retiró el cerrojo
oxidado y trepó hasta el tejado, desde donde pudo contemplar, bajo
la luz de las estrellas, el oscuro laberinto de callejuelas que se
extendía desde sus pies hasta la Vieja Muralla, los asentamientos a
la orilla del gran lago e incluso, a lo lejos, las oscuras laderas de las
montañas.
Nunca había mirado más allá de las murallas, ni siquiera había
osado fantasear sobre qué había detrás de ellas.
Deslumbrado y maravillado, Vincus se estiró boca arriba y
contempló el movimiento de las constelaciones.
Aquello significaba que realmente había un lugar donde se
acababa la ciudad. Vaananen le había hablado de ello y también de
los caminos que cruzaban aquellas lejanas montañas y que se
adentraban en el desierto. Desde lo alto de las torres, todo lo que se
podía divisar era la propia ciudad, y Vincus siempre había creído que
Istar llegaba hasta donde le alcanzaba la vista, y que el punto más
lejano que podía divisar no era otra cosa que el fin del mundo.
El collar, ahora dos medias lunas de plata, permanecía helado
en su mano sucia. Las roturas habían sido limpias, como si lo
hubiesen cortado justo por donde podía leerse su nombre. Sin dejar
de mirar el corte que separaba ambas mitades, Vincus levantó las
dos piezas plateadas hacía el cielo resplandeciente, como si
necesitase recomponer de nuevo su nombre ante él. Ahora
comprendía las palabras con las que el druida se había despedido de
él:
Las normas se han roto... Vincus has cumplido bien con tus
obligaciones. Bien hecho.
Una tenue sonrisa cruzó el rostro del muchacho y miró a través
del aro de plata hacia el vasto espacio que se extendía más allá de la
ciudad. Allí había libertad y un territorio más grande de lo que jamás
pudo imaginar.
Estaba decidido a comprobar si aquel Fordus existía realmente.

_____ 18 _____

La Vieja Muralla se desvanecía en la oscuridad que dejaba tras


él, y Vincus comenzaba a vislumbrar el primer campamento que se
levantaba a la orilla del lago.
Durante un momento, el joven esclavo se detuvo entre las
sombras, perplejo ante aquel espectáculo.
Aquel campamento era como Arrabal, Barrio Oeste, Los
Muelles, o como cualquier otra comunidad miserable en la que vivían
los mendigos y en las que se trabajaba el resplandeciente mármol
que se utilizaba en la ciudad. Aquí también había tiendas de
campaña, cobertizos, restos de hogueras e incluso barriles que
daban cobijo a los más pobres entre aquel montón de pobres.
En un instante desconcertante, Vincus pensó que de alguna
forma inexplicable había regresado a la ciudad.
Pero no, a su espalda se levantaba la Vieja Muralla. Si se
alejaba del campamento y miraba con atención hacia la ciudad,
podía vislumbrar el contorno de las decadentes almenas, tan
decrépitas y mugrientas como los dientes podridos de un viejo
animal.
La gente, ataviada con harapos, se movía de un lado a otro del
campamento, acercándose y alejándose del calor de las hogueras.
Quizá lo que Vincus había visto desde el tejado de la cervecería no
había sido más que una ilusión.
A lo mejor el mundo era la ciudad, era Istar.
De repente, todo el campamento que se extendía ante sus ojos,
el cual antes había visto de una manera fugaz desde el tejado de la
cervecería y bajo la luz de la luna, parecía otro lóbrego laberinto
cuyos pasillos y caminos no conducían a ninguna parte. Pero, a
medida que Vincus pasaba de un extremo del campamento al otro en
su camino hacia la orilla, la imagen del lago y de sus oscuras aguas,
y del horizonte al fondo, irrumpió con más fuerza en su mente.
«Tan sólo había una hora de camino a pie -se dijo a sí mismo-.
Llegaré al lago en menos de una hora.»

Pero el camino resultó ser más largo de lo que había pensado.


Al final de la noche, cuando las hogueras de los campamentos
que había dejado atrás habían quedado reducidas a un montón de
cenizas y el camino que tenía ante él era tan negro como la boca de
un lobo, Vincus se vio obligado a deslizarse dos veces por detrás de
las tiendas de campaña para esconderse de las patrullas de un
escuadrón de la guardia istariana.
--Rebeldes -susurraron unas voces-. Fordus.
Al joven muchacho, en medio de aquel murmullo de voces y del
traqueteo de las armaduras, le pareció oír una vez el nombre del
druida. Vincus se echó hacia adelante y, apoyado sobre un pringoso
trozo de lona, escuchó atentamente para ver si podía enterarse de
algo más. Por fin, el ruido del escuadrón se desvaneció y, al cabo de
pocos segundos, el muchacho apareció de detrás de una de las
tiendas y echó a correr rezando para sus adentros una ancestral
oración de salvaguardia.
Debieron de ser esas oraciones las que lo protegieron del peor
de los destinos apenas una hora antes del amanecer, cuando pasó
inadvertido ante una compañía de jinetes istarianos que,
afortunadamente, estaba dirigida por un comandante tan distraído
que nunca se le ocurrió mirar hacia arriba, en dirección a las ramas
de vallenwood sobre las que colgaba Vincus como un pájaro
gigantesco y terrible recién huido de su jaula.
Bajo la luz violeta del amanecer, las tiendas y los escombros
dieron paso a los cementerios, a los grandes campos santos que
bordeaban la parte meridional de Istar. En aquel momento, más allá
de los dispersos monumentos blancos acariciados por los primeros
rayos del sol, Vincus vio por fin un azul titubeante que surgía de la
oscuridad, y percibió también el olor de las aguas del lago Istar que
apenas unas horas antes había divisado desde la azotea de la
cervecería.
«Es cierto -se dijo a sí mismo mientras se apoyaba contra una
piedra de mármol-. Realmente, hay un lago y también montañas más
allá de los edificios de la ciudad.
»Fordus debe de estar en algún lugar donde no me alcanza la
vista. Me hace feliz saber que todavía puedo creer en algo.»
Y, por primera vez en años, logró descansar de verdad, liberado
de sus temores y de los peligros de Istar.

Al anochecer, el joven encontró el bote que Vaananen había


dejado atado a un sauce junto al lago. Poco a poco y con
movimientos torpes, pues era la primera vez que subía a un bote o a
algo que se le pareciese, Vincus se dirigió hasta el centro del lago,
donde comenzó a trazar círculos sin rumbo, remando cada vez con
más frenesí a medida que el lejano repicar de una campana
anunciaba la caída de la noche.
No podían encontrarlo en aquel lugar por la mañana. Tenía que
intentar llegar a la otra orilla.
En aquel punto, Istar y las montañas parecían equidistantes,
ambas no eran más que oscuras formas amenazantes. Finalmente,
exhausto de tanto remar, de dar vueltas y de procurar orientarse por
las estrellas que aparecían y se escondían entre las nubes, Vincus
se tumbó en el suelo del bote.
Se prometió que tan sólo sería por unos minutos, una hora como
máximo. Pero cuando se despertó, era ya mediodía. La embarcación
se había deslizado hasta el otro extremo del lago y los pies de las
montañas aparecieron tentadores ante sus ojos.
Vincus dio las gracias a los dioses que cuidaban de aquellas
aguas y de los imprudentes que se aventuraban a cruzarlas, y
enseguida le dio un puntapié al bote con la intención de mandarlo de
vuelta a la orilla istariana. El muchacho subió por un estrecho
sendero y, a media tarde, se percató de que estaba a gran altura, en
la boca del paso del Oeste, desde donde se divisaba, en lontananza,
la ciudad.
De los tres pasos que se adentraban por la cordillera istariana,
tan sólo el del Oeste se libraba del sterim, el fuerte viento del
desierto que parecía ganar más furia a medida que ascendía por las
montañas. Si Vincus hubiese viajado por el del Este o por el paso
Central, sus probabilidades de supervivencia hubiesen sido mínimas.
«Vaananen lo sabía», pensó Vincus.
En aquel momento, cobraban sentido las veces que el druida le
había hablado incansablemente sobre ello. Aunque lo cierto es que
cuando Vincus se despertó en la orilla sur del lago, se sentía tan
desorientado que no estaba completamente seguro de si el sendero
que había escogido lo conduciría al paso del Oeste o al paso Central.
Entonces, de pronto, a la entrada del paso comenzó a ver
gencianas y edelweiss, flores resistentes y típicas de las montañas,
pero que no resistían las tormentas.
«Aquél tiene que ser el paso del Oeste», pensó Vincus, y se
adentró por aquellas montañas traicioneras a través de la única ruta
segura, felicitándose a sí mismo por las habilidades montañeras que
acababa de demostrar.
Por fin, tres días más tarde, Vincus desembocó en la cara sur de
las montañas y pensó que la parte más dura del viaje ya había
terminado. El joven siguió feliz su camino en dirección sur, con la
última comida que le quedaba como único equipaje y el valiosísimo
libro que le había dado Vaananen.
Cuando el sol se ponía, Vincus alcanzó la cima de un montículo
y miró hacia abajo, hacia un valle silencioso y sombrío en el que
árboles talados y raquíticos alfombraban una cuenca gris en medio
de las llanuras. Para los ojos urbanos de Vincus, parecía como si en
un tiempo remoto aquel terreno hubiese sido arrasado por un fuego o
por un viento poderoso. Los troncos de los árboles presentaban una
costra de sal y arena, y también destellos opalescentes, y la visión
de aquel paisaje supuso un cambio agradable en las monótonas
praderas.
El suelo del lugar que escogió para acampar estaba lleno de
ramas de olmo y sauce, y recogió unas cuantas para encender un
pequeño fuego bajo la luz del atardecer; finalmente, se tumbó en lo
que antes debió de haber sido una arboleda de vallenwoods.
Durante su merecido reposo, Vincus decidió que, a partir de
aquel momento, viajaría de noche. Había llegado a la conclusión de
que le resultaba más fácil orientarse con las estrellas y, además,
sería más difícil que lo descubriesen.
Con una sonrisa de satisfacción, apoyó la cabeza sobre un
tronco ennegrecido de sauce. De repente, Vincus se sintió muy
fatigado, y sus pensamientos regresaron a la ciudad.
¿Cómo se llamaba?
Istar, sí eso era.
Por un instante, le pareció que algo no iba bien, que debería
haber recordado el nombre con más rapidez y facilidad. Pero su
mente enseguida dejó de lado aquel breve e insignificante episodio, y
comenzó a quedarse dormido.
Mientras descansaba le pareció que el collar le aprisionaba de
nuevo el cuello, y Vincus se agitó inquieto.
Aquel terrible artilugio le apretaba cada vez más, y finalmente el
joven se despertó sobresaltado.
Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que las ramas secas de
sauce le habían rodeado el cuello, apretándoselo y aprisionándoselo
hasta casi estrangularlo.
El sauce negro, una extraña planta carnívora, adoptaba la forma
de tronco o de árbol para atrapar a aquellas criaturas desprevenidas
que se recostaban sobre sus múltiples tentáculos en forma de rama.
Vincus, al fin y al cabo un muchacho de ciudad, jamás había
visto un monstruo así, y cuando el sauce lo aprisionó, él luchó
inútilmente por deshacerse de aquel enemigo, así como de la
modorra que lo embargaba. Parecía que la planta le cantaba una
misteriosa y peligrosa nana, la cual Vincus, a pesar del miedo que lo
atenazaba escuchaba atentamente.
De entre los pliegues de su ropa sacó una de las mitades del
collar de plata, una media luna creciente que resplandeció bajo la luz
de las estrellas. Desesperado, y agotando sus últimas fuerzas,
Vincus serró la rama más grande con el borde metálico y afilado,
hasta que una savia negra, pegajosa y fría como la sangre de un
reptil, comenzó a gotear sobre su zarcillo y también sobre su pecho.
La rama de sauce dejó escapar un chillido agudo y apagado, y
por unos instantes lo liberó. Pero unos instantes fue todo lo que
Vincus necesitó, ya que aprovechó la oportunidad y huyó del
monstruo, acarreando con dos ramas más pequeñas que se le
habían enganchado en el hombro. Vincus se alejó de la arboleda y
se acuclilló sobre la hierba seca para recuperar el aliento, mientras
se acariciaba los largos cortes y arañazos del brazo provocados por
los latigazos de los flexibles tentáculos de la planta.
De repente, todo se hizo claro. La propia naturaleza podía
matarlo.
A partir de ahora, una vez captado el mensaje, Vincus pensaba
extremar las precauciones. El muchacho guardó de nuevo la media
luna plateada -la cual acababa de descubrir que era una excelente
arma- entre los pliegues de la ropa, y planeó sus próximos pasos
para la noche: proseguir su viaje bajo la luz de la luna.
Todo sería más seguro, mientras el desierto entero dormía.

Bastantes meses atrás y después de la insistencia de


Vaananen, Vincus estudió un mapa de las llanuras. El druida había
distribuido de forma meticulosa las piedras de meditación que
componían su jardín mágico; la roja Lunitari representaba las
montañas y la blanca Solinari las llanuras que se extendían más allá
de la cordillera. Lentamente y con absoluta precisión, el druida había
trazado con el dedo la ruta más segura y luego, vigilando al joven
sirviente, instaba a Vincus a que lo registrase todo en su memoria.
En aquel momento, Vincus se arrepentía de no haber prestado
más atención. ¿Las tropas estaban en el sudoeste de la ciudad, o
Vaananen le había dicho «avanza en dirección sur-sudoeste»? ¿El
campamento estaba a ocho kilómetros de la frontera del desierto o a
nueve?
No podía recordarlo.
Vincus escaló un pequeño montículo y ascendió a un punto alto
en aquel inmenso y liso paisaje. Las praderas se extendían a su
alrededor, infinitas y uniformes, mientras el susurro del cálido viento
se colaba entre la hierba seca. Incluso desde aquel mirador
privilegiado, Vincus no logró ver nada más que praderas.
Nada a excepción de una sombra que flotaba en el lejano
horizonte, al sudoeste, una nube quizás, o un espejismo, pero como
mínimo algo interrumpía aquel enorme mar de hierba.
Vincus entrecerró los ojos, y mantuvo la mirada durante un buen
rato en aquella dirección, aunque no logró ver nada más que una
mancha negra, amorfa y movediza.

Cuando cayó la noche, el cielo estaba encapotado. Solinari y


Lunitari, los dos únicos puntos de luz en medio de aquel inmenso
cielo gris pizarra, aparecían y desaparecían.
Vincus sabía que la cola de la constelación de Sargonnas era la
estrella que le marcaba el camino, la que lo conduciría hasta el
mismísimo corazón del desierto. Pero, cuando faltaba poco para
amanecer, según como mirase, aquellas constelaciones parecían
diferentes, casi irreconocibles. Los precisos mapas del cielo que
Vaananen había dibujado para él se habían borrado de su mente y,
en su lugar, no había más que caos, oscuridad y luces titubeantes.
El cielo rojo de la mañana restableció el este y Vincus se dio
cuenta de que, durante la noche, se había desviado de su camino y
había deambulado, en medio de aquellas llanuras infinitas, en
dirección oeste. El joven se sentó sobre un pequeño montículo de
piedras y sus manos expresaron un juramento. Totalmente abatido,
apoyó la barbilla sobre las manos mientras contemplaba cómo
temblaba el horizonte y se alejaba anunciando la llegada de otro día
incierto.
Se sentía desfallecido y, tras desayunar parte de las provisiones
que había traído de Istar, sintió que la gravedad de la situación
disminuía.
Pronto se vería obligado a procurarse la comida, la carne, las
raíces y el agua en aquel inhóspito territorio. Equipado tan sólo con
un cuchillo y con triviales conocimientos sobre plantas comestibles,
Vincus, en los días sucesivos, tendría que hacer frente a un hambre
todavía más feroz.
Eso si los soldados istarianos no lo atrapaban antes.
Vincus sacó su cuchillo lentamente e hizo unos dibujos sin
sentido sobre la arena seca. Llegó a pensar que Istar y la esclavitud
eran menos malos que aquella situación, y una ira repentina contra
Vaananen se apoderó por unos instantes de sus pensamientos,
contra el druida y contra todas sus intrigas y fervorosas ideas.
¡Fordus! Vaananen había creado aquellos rebeldes a partir de
arena y piedra. No eran más reales que... la libertad de Vincus.
El muchacho miró hacia el suelo, y se dio cuenta de que, de
forma inconsciente, había trazado los cinco jeroglíficos sobre la dura
superficie del suelo.
No, si había llegado hasta allí, no podía abandonar.
En aquel preciso instante, un halcón gritó en lo alto, y Vincus
levantó la mirada.

Lucas llevaba más de una hora trazando círculos sobre los


vapores de la mañana. Sus plumas rojas resplandecían bajo los
primeros rayos de la mañana y sus alas angulosas se ladeaban
suavemente a medida que marcaba la grácil trayectoria de su vuelo.
A primera hora de la mañana, su dueña lo había enviado a que
se buscara comida y explorara el terreno, no sin antes haberle
susurrado un canto de regreso al oído. Lucas trazó un arco sobre el
altiplano, luego giró al este y sobrevoló las Lágrimas de Mishakal con
un vuelo raso, antes de ganar altitud y adentrarse en las praderas,
donde la caza era fácil y el ejército istariano se movía con dificultad.
Encontrar a un hombre solitario sentado en medio de aquel
territorio era algo insólito, por lo que Lucas se quedó mirándolo con
curiosidad.
No era un enemigo ni tampoco un soldado.
Cuando aquel individuo sacó un pequeño trozo de carne del
bolsillo, Lucas inmediatamente se hizo con la situación. El halcón
también pudo ver los dos trozos de plata en su mano que reflejaban
la luz de los rayos del sol.
Era algo más que instinto lo que impulsó a Lucas a seguir
trazando círculos y a chillar, y lo que le hizo decidirse a emprender
un vuelo raso, casi rozando la extensión de hierba, a no más de
cinco metros de distancia del hombre una y otra vez, instándole a
que lo siguiese.

En una de sus aproximaciones, el pájaro pasó volando tan cerca


de Vincus que éste pudo oír el tintineo de sus pihuelas.
Vincus se levantó y lo siguió.
El pájaro lo había sorprendido con sus vuelos y sus chillidos. De
hecho, el halcón no había dejado de volar de norte a sur una y otra
vez, y de soltar gritos agudos para llamar su atención.
Vincus se rió de sus propios pensamientos.
Si realmente creía que un pájaro le traía un mensaje, sin duda
significaba que empezaba a sentir la soledad del desierto, se dijo a sí
mismo.
Aun así, seguro que el pájaro sabría dónde encontrar agua y
buena caza.
Así que Vincus lo siguió durante una mañana, sin perderlo de
vista un instante. El pájaro iba y venía, trazando círculos cada vez
más pequeños, lo que le hizo pensar que el animal se comportaba de
una manera atenta, como si quisiera protegerlo. A lo lejos, en
dirección oeste, una columna de humo flotaba en el horizonte: era la
misma sombra gris que Vincus había visto el día anterior. Entonces
lo que había visto no fue un espejismo, sino las hogueras que
rodeaban un campamento.
Istarianos. Si hubiese sido un poco más listo, no hubiera
necesitado seguir al halcón para ir al campamento, y Vincus se
estremeció de pensar lo que podía ocurrir.
El muchacho aceleró el paso mientras escrutaba el cielo en
busca del halcón, el cual se había convertido en su guía.

A lomos de su caballo y protegiéndose los ojos de la luz del


atardecer, el sargento observó a un hombre, que caminaba
penosamente, a los pies de las montañas y atravesaba por el borde
de las secas y ondulantes praderas.
Un hombre solitario se acercaba a pie.
El sargento hizo una señal con la cabeza a sus otros tres
compañeros, soldados diestros con la espada y todavía más hábiles
a caballo. Ataviados con ropa de algodón de tono marrón pálido y el
típico kayffiyeh rojo -una especie de turbante-, los soldados
istarianos del desierto, montados sobre caballos ruanos y rodeados
por un sol cegador, se entremezclaban con el paisaje marrón hasta
hacerse prácticamente invisibles, guerreros de espejismo en la cima
de una colina.
Respetando su ordenada formación, los cuatro jinetes
descendieron del altiplano en dirección al intruso, mientras los
caballos se abrían paso en un mar de hierba marrón; alcanzaron a
Vincus rápidamente, cuando la hierba dio paso a las llanuras
rocosas.
Las pezuñas de los caballos de guerra repicaban sobre el suelo,
hacían saltar piedras y levantaban polvo en su camino.
Prácticamente rodeado, el viajero se dio la vuelta, alzó las manos y
comenzó a comunicarse con una serie de complicados gestos.
¡Es un mago! ¡Está empezando los preparativos somáticos!,
gritaron los instintos del sargento, quien desde la extraña muerte de
su teniente, el cual desapareció desintegrado víctima de un oscuro
hechizo, desconfiaba de los encuentros con hombres solitarios en
medio del desierto.
Con un rápido reflejo, fruto de más de doce años de batallas a
lomos de un caballo, el sargento se echó hacia atrás en la silla, y tiró
bruscamente de las riendas para frenar en seco al animal. Uno de
sus compañeros, un hombre joven llamado Parcus, se tambaleó y
casi se cayó cuando intentaba sacar su pequeño arco.
--¡No muevas las manos ni un milímetro! -le gritó el sargento-.
¡Si en algo estimas tu vida, permanece quieto!
El muchacho enterró las manos entre los pliegues de la túnica y
dos de los soldados desmontaron del caballo y se acercaron a él.
Parcus apuntaba al intruso con una flecha.

Vincus apretó con fuerza los puños bajo la túnica, a medida que
los soldados istarianos se aproximaban a él, y agarró las dos medias
lunas plateadas escondidas entre la ropa.
Las llanuras no se parecían en nada a las calles de la ciudad,
aquí no había sombras, callejones o portales oscuros. Allí, en medio
de aquel territorio desnudo y castigado por un sol implacable, no
había dónde esconderse.
Vincus había comenzado a rezar cuando oyó los primeros
sonidos de los cascos de los caballos, y no había dejado de hacerlo
hasta que el arquero lo amenazó con su arma y el sargento lo
intimidó con su advertencia.
Seguro que encontrarían el collar roto, seguro que lo...
--¿Cómo te llamas? -le preguntó el sargento con un tono gélido,
sin desmontar del caballo.
Vincus no respondió, no podía responderle, y sus enormes ojos
dorados no parpadearon ni una sola vez.
--Acércamelo, Crotalus -ordenó el sargento.
El soldado descabalgó, y agarró a Vincus por los hombros sin
ningún tipo de miramientos.
Desde lo alto, propulsado por una corriente de viento, Lucas
escrutaba los bordes del desierto, y vio cómo los soldados rodearon
al hombre, desmontaron de sus caballos, se acercaron a él y lo
arrastraron hacia uno de ellos.
Algo en el interior del pájaro, quizás alguna vieja consigna de su
dueña o algo escondido en algún lugar recóndito de su espíritu -ya
incluso desde que estaba en el huevo-, lo impulsó a lanzarse a la
acción.
Lucas replegó las alas y descendió treinta, sesenta, ciento
cincuenta metros. El halcón se precipitó hacia ellos con elegancia y
con sus garras curvas y mortales como cuchillos preparadas para el
ataque, mientras sus cascabeles y pihuelas anunciaban la trayectoria
de su vuelo.
Lucas golpeó al sargento en la nuca, justo en el momento en
que éste se inclinaba hacia adelante para interrogar a Vincus. Al
instante, el hombre se desplomó con el cuello roto; su túnica quedó
desparramada a su alrededor, y su caballo salió disparado y
relinchando aterrorizado.
El pájaro se revolvió para conseguir liberarse, ya que las
incómodas pihuelas se le habían enredado y enganchado con el
tejido de la túnica del sargento.
«Vuela atado. ¡Tampoco es libre!», pensó Vincus, y de alguna
manera aquel pensamiento lo inspiró.
En un poderoso arrebato de fuerza, el muchacho, aprovechando
el momento de desconcierto, se soltó de los soldados. Crotalus
tropezó y se oyó el tintineo de su espada al impactar contra el suelo
duro, pero el otro hombre demostró ser más rápido y ágil y, con un
movimiento certero, levantó su lanza.
Vincus sacó sus dos armas plateadas, cuyos extremos
formaban dos ganchos mortales en cada una de sus manos. Bajo la
luz del atardecer, éstas brillaron como cimitarras, como las garras del
halcón y, antes de que el lancero pudiera recuperarse, los bordes
afilados del collar se clavaron limpia y certeramente en su cuello.
Vincus lo empujó brutalmente, y se lanzó con la fuerza de una
pantera, sobre Crotalus, quien, en medio de aquel caos, se las había
apañado para localizar su arco guardado en algún lugar de la silla de
montar.
Lucas, por su parte, logró liberar sus garras enganchadas en la
túnica del sargento.
Un grito estremecedor y el batir de unas alas alrededor de su
cabeza, forzaron a Crotalus a apuntar alto con el arco, y la flecha
pasó rozando el hombro de Vincus, aterrizando a lo lejos sobre la
tierra agrietada. El muchacho dio un brinco y se abalanzó sobre
Crotalus; ambos hombres forcejearon durante unos instantes sobre
el suelo hasta que el segundo trozo del collar de Vincus se clavó en
el cuerpo de su enemigo.
El joven se apartó de Crotalus, que exhaló su último aliento, y se
protegió la cabeza para evitar una lluvia de flechas desde el punto en
el que se encontraba el último soldado. Pero lo que oyó fue un débil
grito, y Vincus levantó la cabeza para buscar a su enemigo con la
mirada, aunque éste se encontraba ya bastante lejos, cabalgando a
toda velocidad sobre su caballo desbocado, seguido de cerca por los
otros dos corceles.
Vincus se sintió dolorido, más de lo que en un principio había
notado durante el ardor de la lucha.
El halcón, ileso y tranquilo, se acercó de nuevo a él
acompañado por la luz del anochecer, y con un chillido comenzó de
nuevo a trazar círculos en el aire. El pájaro reemprendió el camino
hacia el sudoeste, mientras su vuelo quedaba enmarcado por la luz
de Lunitari.
El corazón de Vincus se regocijaba al recordar la habilidad y
valentía de aquel animal y, reconfortado por aquellos pensamientos,
levantó las manos y lo siguió feliz. Habían luchado juntos; el halcón
no lo traicionaría.
Cuando finalmente cayó la oscuridad y las estrellas sembraron
el nítido cielo con sus destellos, una luz reconfortante surgió entre las
sombras.
Vincus soltó una carcajada y aceleró el paso, mientras
empezaba a recordar los dibujos que el druida había trazado para él
sobre la superficie del jardín mágico y también las instrucciones que
le había dado.
Al menos, Vincus sabía dónde estaba.
El campamento de los rebeldes, arropado por la luz temblorosa
de las hogueras, apareció ante él.

_____ 19 _____

Vincus, sin hacer ruido y abriéndose paso a través de la alta


hierba, igual que si se moviese por los callejones de Istar, llegó hasta
un extremo del campamento rebelde.
No estaba seguro de por qué se movía con tanto sigilo. Después
de todo, había llegado hasta allí tras esquivar grandes peligros y
patrullas de tropas istarianas, contando incluso al final con la ayuda
de un misterioso halcón. Pero todos sus instintos, probablemente
fruto de sus años de esclavitud y de su infancia en los suburbios de
la ciudad, en los aledaños de Arrabal, lo instaban a ser cauteloso;
algo le decía que todavía no debía bajar la guardia.
Así que se acercó al campamento casi a hurtadillas, con el
cuerpo bastante agachado para que sus movimientos fuesen
imperceptibles y rápidos a través de la hierba.
El campamento formaba tres círculos concéntricos. El más
exterior reunía a un grupo de soldados y también los fuegos de los
centinelas. Era una primera línea defensiva contra un ataque o
asalto.
Los hombres que ocupaban ese puesto eran jóvenes con buena
vista, pero inexpertos. Si un ejército se hubiese acercado, seguro
que hubieran dado la alarma, pero Vincus era un viajero solitario y,
además, muy escurridizo y astuto.
Vincus apretó contra su cuerpo la capa andrajosa y la bolsa que
Vaananen le había dado y pasó con facilidad entre dos centinelas,
dos muchachos de piel cetrina originarios de Thoradin que
pertenecían al grupo de proscritos de Gormion. El joven se arrastró
por las sombras hasta la primera tienda que encontró, esperó hasta
que una nube tapara la luna roja, y corrió campo a través hasta
alcanzar la sombra de otra tienda que formaba parte del segundo
círculo del campamento.
Inmediatamente, Vincus se dio cuenta de que se encontraba
entre soldados más expertos y atentos, hombres y mujeres que
habían luchado durante años al servicio de Fordus Alma de Fuego.
Cuando Vincus se agachó en la sombra de una de las tiendas,
oyó a su espalda un ligero gruñido. Lentamente, se dio la vuelta y se
encontró cara a cara con un perro de tamaño medio y aspecto fiero
que le mostraba los dientes y erizaba el pelo amenazadoramente.
Vincus le extendió la mano con la última comida que le quedaba
con la intención de acallar al animal. El muchacho se sentó en la
oscuridad y, acariciándose las heridas de los hombros que le habían
hecho los troncos de sauce, empezó a darle trozos de pan a su
nuevo amigo mientras sopesaba la docena de caminos, todos ellos
insatisfactorios, que conducían al centro del campamento.
Vincus notó que algo rascó la tapa del libro en el fondo de la
bolsa, y metió la mano entre los oscuros pliegues y sacó algo duro y
oblongo, que desprendía un olor cítrico, como el de la suave y
gruesa cáscara de una nuez recién caída del árbol.
Era un fruto llamado zizyphus, no podía ser otra cosa.
Vincus arrugó la nariz. El zizyphus era un fruto no comestible de
propiedades soporíferas que se utilizaba para provocar sueño o
aliviar el dolor. Los clérigos y los druidas preparaban infusiones con
él para que sus pacientes lo inhalasen, y éstos en cuestión de
minutos...
Vincus sonrió con los labios apretados y lanzó con fuerza el
último mendrugo de pan que le quedaba entre las sombras.
Después, esperó a que el perro desapareciese tras él y entonces se
arrastró sigilosamente hacia uno de los lados de la tienda.
El muchacho se acercó a otro círculo de tiendas y de hogueras
más compacto que se encontraba a unos cien metros de distancia y
en el cual descansaban los oficiales del ejército rebelde. Vincus se
tumbó boca abajo cuando vio a dos centinelas que montaban guardia
junto a una hoguera en campo abierto.

Zambuagua y Avetoro, los dos centinelas del pueblo de las


Llanuras, permanecían atentos en sus puestos, al tiempo que
intercambiaban algunas palabras y miraban atentamente entre las
sombras. El fuego que compartían era pequeño, pero les
proporcionaba calor y, mientras vigilaban, los pensamientos de los
centinelas iban y venían, como la luna que aparecía y desaparecía
entre las nubes dispersas que flotaban sobre las llanuras.
Era una noche como otra cualquiera, hasta que Zambuagua oyó
el silbido de algo que pasaba junto a su oreja y caía sobre las
cenizas, esparciendo chispas e inundando el aire con un humo
espeso y punzante.
Avetoro se inclinó hacia el fuego y vio la pequeña semilla de
forma oblonga en medio de las llamas. De repente, la semilla y el
fuego comenzaron a oscilar y a proyectar una imagen doble, borrosa;
entonces el centinela levantó la mirada para advertir a Zambuagua,
para avisarlo de que algo... algo.
Pero Zambuagua ya estaba tumbado con la cara apoyada en la
hierba y roncando plácidamente.
Avetoro se dejó caer sobre las rodillas e intentó llamar a los
otros centinelas, a Fordus o Estrella del Norte, pero otra nube pasó
por debajo de la luna y el cielo quedó totalmente oscuro; el centinela
sintió que se desplomaba.
Alguien pasó junto a él corriendo y Avetoro intentó gritar de
nuevo, aunque un sueño placentero se apoderó de él, y no pudo
recordar nada más.

Aquel hombre tenía aspecto de Profeta.


Vincus, tendido boca abajo sobre la hierba como si fuese un
enorme lagarto, observaba desde cierta distancia al hombre de pelo
rojizo.
Era Fordus, estaba seguro. La esbelta mujer rubia que lo
acompañaba junto al fuego se comunicaba con él mediante gestos y,
aunque utilizaba un lenguaje de signos poco común, era fácil
entenderla.
¡Y allí estaba el halcón, colgado de un aro junto a ella!
La joven rubia llamó al hombre «Comandante» y también
«Profeta».
Vincus se apoyó sobre las rodillas para intentar ver mejor lo que
sucedía alrededor de la hoguera.
«Todavía no -se dijo a sí mismo-, esperaré aquí un poco más.
Hay algo más que debo saber.»
--¡Traedme agua! -ordenó Fordus con un tono de voz profundo y
melodioso, aunque un poco alto-. ¡Traedme carne y también una
copa de vino!
Un joven dio un brinco para obedecer sus órdenes y
desapareció entre las sombras.
--¿Dónde está ese muchacho? ¿Dónde está mi copa de vino?
-gritó Fordus cuando habían pasado escasos minutos.
Los hombres que le acompañaban se sintieron incómodos y
apartaban los ojos mientras él escrutaba a cada uno de ellos.
Finalmente, Fordus clavó la mirada en la dirección en la que se
encontraba Vincus y, a pesar de que el joven istariano estaba fuera
del campo de visión del líder de los rebeldes, oculto entre las
sombras y la hierba, la luz de las llamas del fuego le mostraron
claramente el rostro del Profeta.
Era un hombre hermoso, de rasgos curtidos y barba rojiza. Sus
facciones eran insólitas para un Hombre de las Llanuras, al igual que
sus ojos.
Vincus había visto antes ese color de ojos. ¿Azul cielo? ¿Azul
mar? Lo había visto en Istar... ¿En la Escuela de los Juegos, quizá?
No, seguramente había sido en el Templo del Príncipe de los
Sacerdotes.
Apenas aquel nombre hubo cruzado la mente del joven, éste ya
había localizado el recuerdo. Fue en la silenciosa estancia de la gran
cámara del consejo, en medio de la cual había un hombre, casi
engullido por una luz blanca y resplandeciente que reflejaba los
destellos del brillante mármol y de las valiosas piedras que
adornaban su trono imperial.
El Príncipe de los Sacerdotes tenía unos ojos como aquéllos.
Tenía los mismos rasgos, la misma nariz, fina y aristocrática, y
también aquellos pómulos marcados, e incluso el mismo pelo rojizo.
El parecido era asombroso. Fordus podría ser el hermano del
Príncipe de los Sacerdotes, o su...
La mera idea hizo que Vincus se encogiera; el clero de Istar
estaba formado por hombres austeros y decentes, lo que hacía
pensar que el Príncipe de los Sacerdotes...
Por unos instantes, el joven permaneció en silencio, oculto entre
las sombras, mientras sus pensamientos estaban bastante lejos de
allí; con Vaananen y con aquellos que trabajaban como esclavos en
el Templo y en la ciudad. Venía desde muy lejos con un único
mensaje de vital importancia.
Pero en aquel momento, después de lo que había visto, no
estaba tan seguro de si debería pasar el mensaje.
Vincus tenía que reflexionar sobre ello durante un rato, así que
buscaría un lugar más seguro para esconderse y disponer de la
noche, al menos estaría allí hasta el amanecer. Entonces, decidiría si
debía acercarse al Profeta del Agua o si tenía que marcharse.
El muchacho comenzó a retroceder para alejarse de la luz del
fuego e intentar buscar un lugar apartado del círculo de tiendas, un
lugar donde ocultarse. Pero, de repente, unas manos poderosas lo
agarraron de los hombros y lo levantaron de un tirón. Vincus intentó
huir, aunque su asaltante le cogió del brazo, y con un movimiento
impecable de luchador experto, se lo retorció detrás de la espalda.
Un dolor terrible recorrió el hombro de Vincus, y miró a la cara
de su atacante.
Un elfo lucanestis, cuyos brazos comenzaban a mostrar los
rastros de una edad madura, miró a Vincus tranquilamente.
--No sé si tus intenciones son buenas o malas -susurró el elfo-.
Pero quizá podamos averiguar, junto a otros fuegos y rodeados de
otra gente, quién eres y por qué espías a Fordus Alma de Fuego.

El nombre del elfo era Luz de Relámpago. Éste había sido oficial
del Profeta de la Guerra, pero había perdido su favor en alguna
disputa reciente.
Después de apresar a Vincus cerca de la hoguera y de la tienda
de Fordus, el elfo se llevó a su prisionero al otro extremo del
campamento, a un lugar en el que media docena de Hombres de las
Llanuras aguardaban en silencio.
Luz de Relámpago interrogó a Vincus, y cuando vio que no
lograba comprender el lenguaje de signos que éste empleaba,
mandó llamar de mala gana a una mujer, a aquella de pelo rubio que
Vincus había visto antes y cuyo nombre era Alanda. La muchacha
tradujo los signos de Vincus en su extraño e insólito lenguaje de
gestos.
--¿Qué prueba tienes de que fuiste esclavo en Istar? -preguntó
el elfo, mientras miraba a Vincus fijamente, de un modo melancólico,
pero sin recelo.
Vincus le mostró el collar y cómo ambas piezas encajaban
perfectamente y formaban su nombre. El elfo asintió con la cabeza y
puso las dos medias lunas alrededor del cuello de Vincus, y se sintió
satisfecho cuando comprobó que ambos trozos coincidían. Entonces,
el elfo comenzó a hacerle otra pregunta, pero, de repente, se calló.
--¿Cómo nos has encontrado? -le preguntó finalmente.
Vincus comenzó a contarle las peripecias de su viaje, el paso
que había utilizado para atravesar las montañas y también el
episodio del benévolo halcón que se prestó a guiarlo.
Ha sido muy bueno, dijo con signos. Fue toda una suerte que
me guiase. ¿Acampa contigo? Lo he visto colgado de un aro junto a
tu fuego.
Alanda sonrió mientras traducía los últimos gestos del intruso
para Luz de Relámpago.
La expresión del elfo se relajó.
--¿Y por qué nos buscabas? -le preguntó-. ¿Qué quieres de
nosotros? O ¿qué nos traes?
Vincus comenzó a gesticular excitado y se arrodilló en el suelo,
el elfo se dejó caer junto a él, mientras los Hombres de las Llanuras,
Alanda y Gormion permanecían de pie a su alrededor, mirando al
intruso con curiosidad e interés.
A pesar de que había desconfiado de Fordus desde el principio,
Vincus se sintió sorprendentemente seguro en la compañía del elfo.
Enseguida se dio cuenta de que los jeroglíficos de Vaananen
estaban dirigidos a Luz de Relámpago, puesto que parecía ser un
hombre que formulaba preguntas más que órdenes.
Para Vincus aquello era una muestra de sabiduría y perspicacia,
ya había oído suficientes órdenes durante su servidumbre.
El muchacho, lleno de confianza, dibujó los cinco jeroglíficos en
el suelo delante del elfo.
Éste miraba los jeroglíficos intensamente.
--Frontera del Desierto -dijo-. Sexto Día de Lunitari. Nada de
Viento.
No parecía que hubiese nada nuevo hasta que llegó al cuarto
jeroglífico.
¿El Leopardo? Y... aún había un quinto símbolo, lo que
significaba que algo terriblemente importante se escondía en todo
aquello.
Debo avisar a Fordus que venga, dijo Alanda mediante signos,
pero el elfo intentó convencerla de que no lo hiciese.
--Esta vez, no.
La barda frunció el ceño y un interrogante cruzó su mente.
Luz de Relámpago miró a Vincus fijamente, y durante un buen
rato, el campamento permaneció en silencio.
--Vincus, ¿la sexta legión está en Istar? -le preguntó el elfo.
Vincus asintió eufórico con la cabeza, sin dejar de gesticular,
totalmente excitado, mientras Alanda se esforzaba por traducir el
relato de los descubrimientos del joven sirviente, de cómo se lo
transmitió a Vaananen y de todos los elementos que sólo
presagiaban peligro para Fordus y los rebeldes.
Luz de Relámpago se reclinó hacia atrás y, durante un
momento, la cara le quedó oculta entre las sombras. Entonces, estiró
el cuello en dirección al quinto jeroglífico y lo leyó.
--Cuidado con el hombre oscuro -proclamó.
Levantó la cabeza y miró primero a Vincus y luego a Alanda.
Una sonrisa maliciosa y burlona le asomó por la comisura de los
labios.
--Escuchad la palabra del Profeta -susurró con sarcasmo.
»Cuidado con la señora -dijo tajante, y permaneció un rato
arrodillado ante el quinto jeroglífico, repasando su contorno con un
dedo cubierto de callos.
»Ya sé -susurró-, debería haberme dado cuenta que los ojos
ámbar de Tamex y Tanila eran idénticos. Como los de un reptil. Y
después... las huellas de dragón que atravesaban las Lágrimas de
Mishakal.
«Pronto alguien preguntará por él -le había dicho Vaananen-. Y
tú sabrás que ésa es la persona a la que tienes que entregar el
libro.»
Así que Vincus, siguiendo el mismo instinto que lo había guiado
a través del desierto y que lo había apartado de Fordus en el último
instante, le entregó el libro a Luz de Relámpago.
Después de todo, el libro estaba escrito en lucanesti. ¿Qué más
garantías podía pedir?
Desconcertados, el elfo y la barda, hojearon juntos el antiguo
texto. Alanda fruncía el ceño ante la complejidad de aquella caligrafía
angular y enrevesada, mientras el elfo asentía con la cabeza sin
dejar de leer hasta que llegó a los pasajes que se habían perdido.
Un polvo negro se arremolinó en las manos del elfo mientras
éste se arrodillaba en el suelo, abriendo el libro ante sí.
Después, se inclinó sobre aquellas páginas y las inspeccionó
detenidamente durante un buen rato.
--Quizá -murmuró-, está en mi idioma, y también es una
profecía.
»El Fundamento -susurró-. La visión más antigua.

Mucho antes de que tuviesen lugar las primeras migraciones de


lucanestis a través del desierto istariano, antes del descubrimiento
del glaino, y quizás incluso antes de que los más ancianos de aquella
raza en declive descubriesen los poderes de las lucernas, otra forma
más profunda de ver había sido codificada en sus pensamientos y
recuerdos.
El Fundamento. La gran fuente del pensamiento élfico, la
memoria colectiva de aquella raza.
En sus entrañas quedaban recogidos los recuerdos de los
primeros elfos que trabajaron en las minas, su deambular y también
su partida de Silvanesti. Había incluso quien decía que, en manos de
un elfo sabio y consagrado, el Fundamento podía revelarle los
primeros días, cuando en la Era de los Sueños los Primogénitos de
este mundo abrieron sus ojos a la luz de las lunas en un planeta
recién surgido.
Todo estaba allí. Todos los recuerdos y narraciones.
Todo lo que los ancianos habían contado a Luz de Relámpago
durante su infancia y su juventud, durante los largos años en que
deambularon antes de que tuviese lugar la emboscada, su herida y
su adopción por los Hombres de las Llanuras. Los más ancianos
también le hablaron de cómo usar los poderes y del peligro que
aquello entrañaba, del riesgo de que el visionario no regresase al
mundo real, y de que se quedase dormido hasta que la opalescencia
de la edad lo cubriese y lo engullese totalmente.
El elfo, sin ningún temor o recelo, se sumergió en aquellos
pensamientos, retrocediendo más y más en el tiempo hasta que llegó
a un punto en que supo que ni los pensamientos ni los recuerdos
eran ya los suyos, y se sumergió en una corriente de memoria
colectiva.
A su alrededor, sus compañeros de las Llanuras, Alanda y
también Vincus, lo observaban indecisos y expectantes, como si
estuviesen en la orilla de un gran océano esperando la llegada de
una vela lejana.
Pero el elfo permanecía tranquilo e inexplicablemente alerta.
«No siento nada -se dijo a sí mismo-. La ausencia de miedo es
una buena señal.»
El elfo, totalmente concentrado, se adentró en un vago sueño,
en un paisaje cambiante iluminado por la luz de ambas... no, de las
tres lunas. Entonces, los cinco elementos lo envolvieron: el fuego de
las estrellas, el agua del corazón de la tierra, el desierto y la piedra, y
el aire seco y errante.
Y también el recuerdo, el quinto de los antiguos elementos.
Tal como le dijeron los ancianos, una luz gris y cegadora
apareció danzando en el extremo de su visión. Luz de Relámpago
dirigió sus pensamientos hacia aquella luz gris, y ésta se partió ante
él.
Por un instante, aparecieron las praderas y la cara pálida de
alguien que no recordaba ni conocía... Después, los bosques.
«El libro -se dijo a sí mismo-. Mantente concentrado en el libro.»
Entonces, de repente, a su izquierda apareció una gran
oscuridad sembrada de colores parpadeantes y seductores. El elfo
permaneció a las puertas de la oscuridad, que parecía llamarlo
prometiéndole el sueño y un descanso gratificante.
Pero aquel camino era peligroso, si se adentraba por él, estaba
perdido.
«El libro -se dijo de nuevo-. Concéntrate en el libro y en nada
más.»
Y entonces apareció ante él, con las páginas intactas, enteras.
Las pasó mentalmente, con ansiedad. Leyó y recordó.
Por fin, Luz de Relámpago levantó la mirada y Vincus enseguida
se dio cuenta de la transformación.
Por un momento, el elfo parecía ciego, con sus pálidos ojos
lechosos y totalmente desenfocados. Vincus comenzó a pensar que
el libro había afectado al sentido de la visión del elfo, pero entonces
sus ojos cambiaron de nuevo cuando una pálida membrana se
separó y se escondió por debajo de sus párpados.
--Alanda, ven conmigo -le instó Luz de Relámpago.
El elfo se incorporó de un brinco, igual que si acabase de oír el
grito que llamaba a la batalla, cogió a la barda de la mano y se la
llevó a la oscuridad de la noche, mientras le susurraba alguna
estrategia o advertencia de la cual Vincus tan sólo logró oír palabras
sueltas.
--En contra de nosotros -oyó.
--Se ha encarnado. Ópalos.
--Takhisis.
Y de nuevo «ópalos», ésa fue la última palabra que se
desvaneció en medio de la noche.

¿Así que las piedras que a nosotros nos protegen, a ella le


permitirían entrar en el mundo?, preguntó Alanda.
El elfo asintió con la cabeza.
--Y si nosotros le negamos las piedras, si las destruimos o las
escondemos, renunciamos a nuestra propia protección.
Los dos permanecieron inmóviles bajo la luz de la noche, a no
más de cien metros de la hoguera. En lo alto, la roja Lunitari se
deslizaba surcando el cielo nocturno y, de repente, el paisaje, las
rocas, las piedras y también las tiendas del campamento que se
alzaban a lo lejos parecieron teñidas por un oscuro baño de sangre.
Luz de Relámpago, ¿qué vamos a hacer?
El elfo se dio cuenta de que las manos de Alanda no se agitaban
nerviosas. La muchacha esperaba sus órdenes y no tenía miedo.
--No estoy seguro, Alanda. Tampoco lo estuvieron los elfos que
escribieron el manuscrito. Pero el texto es explícito en una cosa: sea
lo que sea lo que consiga detener a la diosa, nos exigirá todas
nuestras fuerzas. Se trata de algo peligroso y totalmente nuevo.
»A pesar de nuestras diferencias, Fordus debe de estar al
corriente de esto. Lo avisaré esta misma noche.
Sin añadir una palabra más, el elfo se adentró en la oscuridad,
en dirección a la plana superficie que se extendía al este, rumbo al
círculo más exterior del campamento.
Alanda observó cómo el elfo se perdía en la noche.
Algo peligroso y totalmente nuevo, había dicho.
Ella estaba preparada. Con una certeza tranquila, la muchacha
notó que algo había cambiado en ella. El peligro y la incertidumbre
ya no la asustaban. Rodeada de una extraña soledad, Alanda
aguardó, sosegada y con ganas, a que se produjese aquel cambio.

Luz de Relámpago regresó al amanecer con una expresión


severa en su fría mirada.
Los rumores decían que había hablado con Fordus y que le
había comunicado al Profeta las noticias del texto recién descubierto.
Pero Fordus ni lo miró; tenía la mirada clavada más allá del elfo,
en la inmensidad del desierto y la noche. Al parecer, le dijo que era
un hombre muerto y que sus palabras carecían de vida.
Fordus lo rechazó y el elfo se sintió como si estuviese al borde
del precipicio, como un observador impotente.
A media mañana del día siguiente, el grupo de Fordus
emprendió la marcha y, al atardecer, ya habían alcanzado las
laderas de las montañas istarianas. Mientras tanto, las tropas de Luz
de Relámpago todavía los seguían a cierta distancia.
Vincus se apoyó, agradecido, sobre un saliente de una roca,
asegurándose antes de que no hubiese ramas de sauce a su
alrededor. Era el mejor momento para acampar, antes de que la
noche se precipitase sobre aquel terreno inhóspito y traidor.
Un mensajero se acercó desde las filas de retaguardia de las
tropas de Fordus hasta donde se encontraba Vincus junto con el elfo
y otros dos veteranos Hombres de las Llanuras, Brisa y Mensajero.
El individuo que traía el mensaje era un hombre al que Vincus
no conocía, un joven llamado Estrella del Norte.
--El Profeta Fordus -sentenció éste, pronunciando aquel nombre
en un tono lento y solemne- ha soñado que un hombre muerto se
acercaba a él con un aviso.
El elfo se volvió de espaldas inmediatamente cuando oyó
aquellas palabras.
--El hombre muerto le dijo -continuó Estrella del Norte- que la
propia Takhisis, la de las Mil Caras, ha usado sus funestos poderes
para hacer frente a la rebelión y a Fordus el Profeta.
--Cuéntame Estrella del Norte, ¿qué más dijo el... hombre
muerto? -preguntó el elfo con amargura, todavía dándole la espalda
al mensajero.
--Dice el Profeta que todo lo demás eran mentiras, ya que
Takhisis manda a sus secuaces para sembrar la confusión, para
estar al acecho y destruir. Su ejército está formado por los vivos y
por los muertos, y a ninguno debe creerse. Eso es lo que dice Fordus
el Profeta.
»Pero ahora la diosa está asustada. Sus advertencias y
amenazas no son más que las palabras de una bestia voladora. Así
que si piensa que puede derrotar al Profeta Fordus...
»Ella no le permitirá intuir su presencia. Ahora, la diosa no
atacará al Profeta, esperará agazapada y lo hará cuando éste menos
lo espere, cuando el Profeta esté apunto de saborear su mayor
victoria, y no ahora, cuando la guerra no ha comenzado.
Luz de Relámpago sacudió la cabeza.
Vincus intentó seguir el razonamiento del Profeta del Agua, pero
fue incapaz. Quizás Estrella del Norte no lo recordaba bien, ya que la
lógica de su discurso era ya bastante confusa e incoherente.
Aun así, Estrella del Norte estaba exultante, extasiado, orgulloso
de su héroe, de su señor.
--Continuaremos con nuestro plan de conquistar Istar -proclamó
el mensajero-. Las amenazas de la diosa no son más que una señal
del miedo del Príncipe de los Sacerdotes. Eso es lo que dice Fordus
el Profeta.
»Marcharemos durante toda la noche, ya que la velocidad y el
factor sorpresa son nuestros aliados, y por la mañana ya habremos
alcanzado las montañas. Cruzaremos por el paso Central, y aquellos
que discuten la palabra del Profeta mejor que se queden con su
miedo en el campamento.
»¡Nosotros seguiremos nuestro camino hacia Istar, y pronto la
ciudad será nuestra!
Una vez terminado su discurso, Estrella del Norte se dio media
vuelta y regresó, fogoso y ardiente, con grandes zancadas hasta su
columna.
--Van a ir por el paso equivocado, ¿no es así?
Vincus asintió con la cabeza y comenzó a gesticular para
decirles que era el paso del Oeste el que no estaba azotado por el
terrible y destructivo sterim y en el que, además, no había
desprendimientos de rocas.
Luz de Relámpago apoyó sus manos sobre los hombros de
Vincus y lo miró abiertamente y con franqueza.
--Eso mismo fue lo que le informé anoche, cuando hablé con él.
Le dije que en mi campamento había un hombre que podía guiarlo a
través de las montañas por un camino seguro, si es que quería
continuar, aunque sería mucho más prudente volver atrás, regresar
al desierto. Le expliqué que todo aquello no tenía nada que ver con
un sueño, pero Fordus ya no me escucha. Lanza frases al aire, dice
palabras que no tienen sentido y las deforma según le interesa para
poder contar lo que él cree que esos malditos sueños y visiones le
están diciendo.
Luz de Relámpago se dio la vuelta. A lo lejos, los estandartes
del ejército de Fordus ondeaban al viento teñidos de rojo bajo la luz
del atardecer. Aquellas formaciones de soldados comenzaron a
ponerse en marcha de nuevo y, en algún lugar entre las filas de
Fordus, empezó a sonar el repicar lento y vacilante de un tambor
solitario.
El nuevo encargado de tocar el tambor no podía compararse, ni
de lejos, con Alanda.
--Está completamente loco -dijo el elfo-. Pero no tengo más
remedio que seguir sus pasos y luchar contra sus enemigos. Se
acerca el momento en que va a conducir a mi gente por un paso
estrecho, en el cual más de unos pocos perderán la vida víctimas de
algo más poderoso que el mal tiempo.
»Las murallas de Istar se acercan. También la sexta legión e
incluso la propia Takhisis. Y antes de que Fordus se lance a sus
brazos, alguien tiene que detenerlo.

_____ 20 _____
El paso Central que cruzaba las montañas de Istar era amplio y
estaba bañado por la luz de la luna. El suelo estaba cubierto de
ramas y piedras, y también de troncos de aliso y abeto que parecían
arrancados de raíz.
A pesar de que Solinari brillaba en el cielo despejado, las
piedras que sembraban el camino eran para Luz de Relámpago una
siniestra señal.
Vincus había avisado al elfo, quien, a su vez, había intentado
advertir al Profeta de que cruzase por el paso del Oeste. Pero Fordus
no lo escuchó, se limitó a mirar a través del elfo como si éste fuese
transparente mientras jugueteaba con la torques dorada que rodeaba
su cuello, cuyo brillo parecía crecer día a día junto con la locura del
Profeta.
Fordus avanzaba a través del paso Central a la cabeza de sus
tropas exhaustas. Anteriormente, setecientos hombres lo siguieron
en la Batalla de las Llanuras, y apenas quinientos de ellos lograron
sobrevivir. Setenta perdieron la vida en la emboscada de los
soldados istarianos y una docena, en las erupciones del desierto.
«¿Qué es lo que buscas viejo amigo? ¿Es que has perdido el
juicio? -pensó el elfo con amargura mientras las banderas de su
ejército ondeaban a lo lejos-. Tus tropas han sido seriamente
mermadas, y aun así sigues avanzando. No se puede armar a una
legión tan sólo con promesas.»
Al amanecer, ya se encontraban a medio camino del paso
Central. Los soldados trepaban por las rocas y bajaban por senderos
llenos de ramas de pinos y de marojos, mientras el muchacho
encargado del tambor tocaba un ritmo que apelaba al coraje y a la
resistencia.
Pero, a medida que el amanecer fue dando paso a la mañana,
avanzaban más despacio, y al mediodía las manos de los soldados
sangraban y sus muslos estaban cubiertos de arañazos. Los
exploradores se pararon a descansar y se quedaron estupefactos
cuando se dieron cuenta de que tan sólo habían adelantado cien
metros en las últimas dos horas.
No había magia en aquella música. No contagiaba la fortaleza
que tenían las canciones de Alanda.
Aeleth, con la armadura empapada de sudor, trepó sobre una
roca para examinar la enorme extensión de tierra inerte y cubierta de
piedras que se extendía ante ellos.
--Aeleth, ¿qué ves? -le preguntó Fordus.
Aeleth se quedó pensando antes de contestar. Los hombres
estaban agotados, les faltaba aire y casi no podían superar los
incontables obstáculos que se encontraban en el camino. El Profeta
de la Guerra se había convertido en un comandante irracional,
brusco con sus oficiales y despiadado en su obsesión por alcanzar el
otro lado del paso aquella misma tarde.
Dos hombres habían muerto de agotamiento y, a pesar de los
ruegos de los santones, Fordus abandonó los cuerpos en el mismo
lugar en el que habían caído.
--¡Señor, a partir de aquí es cuesta! -le contestó Aeleth desde la
cima de la roca.
Fortalecido, Fordus se giró para mirar a sus hombres.
--¡He tenido otra visión! -proclamó, mientras toqueteaba con sus
huesudas manos la torques dorada y sus oscuros ópalos-. Si
seguimos avanzando durante la noche, podremos sacar provecho
del factor sorpresa y cuando por fin alcancemos la orilla del lago
Istar, no habrá nada que el Príncipe de los Sacerdotes pueda hacer
para detenernos.

De repente, un fuerte vendaval, procedente del sur, comenzó a


azotarlos, y su terrible estruendo recordaba a una manada de
caballos desbocados.
Por un momento, el viento se mantuvo en calma, y los
resistentes pájaros de las montañas, entre los que se contaban las
aves rapaces y el tordo, y también el escandaloso arrendajo de tono
violáceo y característico del norte de Ansalon, se quedaron
inmóviles, anticipando el fuerte viento que se avecinaba.
Entonces, una fuerte corriente procedente del paso que habían
dejado a sus espaldas surgió con la misma fuerza que las aguas
torrenciales inundan el lecho seco del río. El viento ganaba más
fuerza y velocidad a medida que avanzaba sobre los árboles caídos,
sobre las rocas y las piedras, esparciendo arena, grava y ramas
mientras aullaba con furia.
Luz de Relámpago, aturdido, se dio la vuelta, y el fuerte viento
pasó sobre él y lo arrojó al suelo.
Los niños fueron levantados por la terrible corriente de aire y
lanzados contra las paredes de roca. Sus madres, aterrorizadas,
chillaban pidiendo ayuda, pero sus súplicas resultaron inútiles. El elfo
se tapó las orejas para protegerse de aquel estruendo y una ola de
arena ardiente se abalanzó sobre ellos.
Por encima de sus cabezas, un tronco de vallenwood que había
sido arrancado de cuajo por el viento, y que volaba por los aires, dio
de lleno contra Gormion y contra un puñado de sus seguidores. La
capitana de los proscritos se tambaleó y cayó rodando sendero
abajo.
El resto de los proscritos aun salieron peor parados. Las ramas
del poderoso tronco de vallenwood provocaron grandes gritos de
dolor cuando éstas estamparon a aquellos hombres indefensos
contra las rocas.
Vincus se agarró a Luz de Relámpago y a Brisa, y el vendaval
pasó por encima de él. En aquel instante, el paso se transformó en
un tremendo remolino de arena y Vincus oyó un concierto de gritos y
lamentos procedente del funesto ciclón que había ante él. De vez en
cuando, una forma oscura e irreconocible avanzaba rodando por
aquel siniestro escenario, y desde algún lugar en lo alto del paso se
oyeron sonidos que semejaban caballos asustados.
Entonces, el vendaval se desvaneció con la misma rapidez que
los había sorprendido. La arena se aposentó perezosamente sobre
las rocas montañosas; era como si el desierto entero hubiese sido
transportado hasta allí por aquel fenómeno despiadado y, poco a
poco, casi de forma imperceptible, unas pocas figuras comenzaron a
emerger de entre la arena, las rocas y la maleza.
Cuando por fin llegaron todos, contaron sesenta bajas.
Un nuevo lamento comenzó, y el ancestral canto funerario de los
que-naras se oyó por todas las montañas, como el rugido de otro
viento. El llanto de dolor se propagó por el paso Central, hasta que
los pájaros que regresaban a aquel territorio desolado comenzaron
también a responder con su canto desde los árboles derribados por
el viento.
Fordus trepó hasta lo alto de una roca, pegándose a ella como
una araña grotesca, e hizo una señal con la mano para pedir silencio.
Pero los rebeldes lloraban la pérdida de sus compañeros y
estaban inmersos en el oscuro pozo de su propia pena, así que tardó
un rato en hacerse el silencio que Fordus pedía.
--Ha sido la venganza de Takhisis -dijo Fordus en un tono
áspero y entrecortado. Pero nadie lo escuchaba.
«¡Escuchad la voz del Profeta! -gritó, y un centenar de pares de
ojos se volvieron hacia él con un temor nuevo junto con su antigua
devoción.
El resto de los supervivientes revolvían desesperados entre los
escombros en busca de los heridos y los muertos.
--Hay mil caminos que conducen a Istar -proclamó Fordus, con
un tono de voz cada vez más poderoso y autoritario a medida que las
palabras salían de su boca como un torrente-. Y cada uno de ellos
está sembrado de sufrimiento, peligro y duras pruebas.
»Hemos pasado por la primera de estas duras pruebas y, a
pesar de que tenemos que dejar a algunos seres queridos atrás...
Su gesto hacia los numerosos cuerpos sin vida que se
amontonaban sobre el suelo fue rápido e indiferente, como si
acabase de apartar una mosca.
--Éstos serán recordados, sus nombres serán cantados en el
momento en que evoquemos a todos los hombres y mujeres que
derramaron su sangre por mi gloriosa causa.
Aún pegado a la roca como una araña, Fordus señaló al norte y
su torques pareció arder bajo el reflejo de la luz del atardecer.
--Sus nombres serán cantados alrededor del trono de Istar,
cuando yo sea el soberano de la gran ciudad imperial. Por ellos
sonarán los tambores y las campanas cuando por fin sea el nuevo
Príncipe de los Sacerdotes, puesto que los jeroglíficos, los símbolos
y mis propios sueños me han dicho que la ciudad de Istar me
pertenece.
»Habéis seguido mi sueño durante cuatro duras estaciones.
Hemos enterrado semillas en la arena del desierto, en medio de la
oscuridad y de la lejanía, donde lo que más ambicionábamos era
agua. Hemos regado las llanuras y cultivado los surcos del paso de
la montaña con nuestra sangre. Ahora Istar se abre ante los
proscritos y los Hombres de las Llanuras. Mi gran rival, mi semejante,
el guerrero y profeta que ocupa el Templo del Príncipe de los
Sacerdotes, ha conocido a su adversario en los campos que se
extienden al sur de la ciudad. ¡El momento de la recolección ha
llegado!
Por un momento, los rebeldes se quedaron en silencio,
totalmente desconcertados. Todos los ojos se clavaron en el Profeta
del Agua, todos los oídos escucharon su discurso enfebrecido y
tormentoso.
--¡Escuchad la palabra del Profeta! -chilló Estrella del Norte.
Un golpeteo rítmico de tambor, patético, tardío y poco
entusiasta, acompañó sus palabras.
--La palabra del rey Profeta -continuó el joven, imperturbable y
triunfante.
Entonces, para sorpresa de los ancianos y de los santones, una
voz profunda surgió de entre las filas rebeldes. Una voz intensa, ni
masculina ni femenina, una voz que pareció salir de los corazones de
todos los que allí se congregaban. Y, de repente, otra voz respondió,
y otra y otra... y enseguida todas ellas gritaron al unísono «¡El rey
Profeta! ¡El rey Profeta!». A continuación, levantaron a Fordus sobre
sus hombros y lo condujeron entre los escombros, a través del
amplio camino que el viento había abierto entre las rocas, las piedras
y la maleza.
Alanda, Vincus y algunos que-naras permanecieron en la boca
del paso, mientras los hombres de Fordus se apresuraban hacia el
camino que nacía junto al lago, el cual se dirigía hacia las llanuras y
finalmente hacia la ciudad de Istar. La barda, con sus distantes y
tristes ojos oscuros, contemplaba cómo el estandarte del Profeta
ondeaba en el aire, y cómo las paredes del paso de la montaña
retumbaban con aquella nueva e insólita alegría.
--¡El rey Profeta!
A medida que el grito fue recorriendo las tropas, los hombres de
Fordus fueron acelerando el paso. Lo que al principio comenzó
siendo un paso cansino, pronto se convirtió en una marcha enérgica
y revitalizada, a medida que un viento extraño y perfumado, cargado
con olor a jazmín y enebro, a esencia de rosas y especias, y también
a vino viejo, se fue adueñando del paso.
Istar la tentadora los llamaba. Al anochecer, suave y femenina,
conspiradora y venenosa, la ciudad lanzaba sus redes de seducción.

Mientras Fordus y sus seguidores avanzaban a través de los


traicioneros pasos de las montañas, las semillas de una nueva
insurrección comenzaban a germinar en las profundidades de las
minas.
A muchos metros bajo la ciudad, los elfos, una vez hubieron
llorado a sus muertos y los enterraron con todos los honores en la
porosa roca volcánica, reanudaron sus trabajos.
Spinel, exhausto y con el llanto de la pequeña Taglio todavía
resonando en sus oídos, guió al grupo de elfos que tenía a su mando
hacia los oscuros túneles bajo las orillas del lago Istar.
Aquéllas eran las minas más recientes, y aún no se habían
desvanecido los últimos llantos cuando llegó el mensaje desde el
propio Templo del Príncipe de los Sacerdotes de que se adentrasen
en ellos. Algún acontecimiento en las alturas había alterado la
naturaleza del trabajo y había añadido urgencia a aquella misteriosa
necesidad de glainos.
Con ayuda de la luz de la lámpara, Spinel examinó las piedras
recién descubiertas. Por las vetas de los ópalos que los excavadores
habían encontrado, podía decir que aquellas valiosas gemas eran
jóvenes, mucho más jóvenes que cualquier otro ópalo que el elfo
hubiese visto durante sus mil años de trabajo subterráneo.
Aquellas piedras le resultaron extrañamente familiares, era
como si el viejo elfo debiera reconocerlas por el tamaño o el tipo de
formación.
Spinel se arrodilló y las examinó más de cerca. Algo profundo e
importante se le estaba pasando por alto.
Había llegado el momento del Fundamento.
Las lucernas cubrieron los ojos del viejo elfo y éste entró en un
profundo trance en busca de los recuerdos de su gente mientras
acariciaba inconscientemente las preciosas gemas.
Spinel recordó los años en que trabajó en las minas de la ciudad
y también los brillantes ojos de los guardias del Príncipe de los
Sacerdotes, las serpentinas, nagas con sus caras humanas y su
magia capaz de paralizar a los lucanestis, y cómo no, también su
deambular durante la Era del Poder.
El elfo recordó la Era de la Luz y la de los Sueños, y sus
pensamientos retrocedieron hasta la Era del Nacimiento de las
Estrellas, la del nacimiento de los dioses...
Entonces, miró las piedras que tenía en sus manos y soltó un
grito de horror.

--Huesos -dijo Spinel a los mineros que lo acompañaban-. El


glaino, en especial el de color negro que el Príncipe de los
Sacerdotes tanto codicia, son los huesos de nuestros antepasados.
Tourmalin frunció el ceño incrédula, pero bajó los ojos ante la
abrasadora mirada del anciano elfo.
--No me refiero a tus padres ni a tus abuelos, no son los huesos
de ninguna de las cinco generaciones de lucanestis, sino de los
primeros de la raza. ¿Cómo hemos podido estar tan ciegos? -dijo
Spinel extendiendo sus curtidas manos.
--¡Istar nos ha cegado! -gritó alguien desde el extremo del lugar
iluminado por la luz de la linterna, pero Spinel sacudió la cabeza.
--Istar ha utilizado nuestra ceguera -insistió el viejo elfo-. Ha
aprovechado nuestra avaricia y nuestra cobardía para sus malévolas
estrategias. Y durante todo este tiempo, el Fundamento ha estado
aquí a nuestro alcance, guardando este terrible secreto. ¿Por qué no
lo hemos consultado jamás?
Sus palabras dieron paso a un largo silencio. Spinel se apoyó en
una roca y miró fijamente a la luz de las antorchas y de las lámparas,
y a los brillantes ojos de su gente.
--La culpa y el castigo no son la respuesta -insistió. Y otros elfos,
los más ancianos de los que allí estaban congregados, asintieron
inmediatamente-. Durante años hemos obedecido y nos hemos
arrodillado ante el Príncipe de los Sacerdotes y sus secuaces. Ha
llegado el momento de corregir nuestros errores. A pesar de los
guardias y la venatica, aún queda un camino para nuestro pueblo.
Debemos rescatar y enterrar de nuevo a nuestros muertos
ancestrales.

Los rebeldes alcanzaron la orilla del lago hacia medianoche,


pero, llegado a aquel punto, apenas quedaban trescientos hombres
junto a Fordus.
A primera hora de la tarde, Alanda y el elfo, quienes lo habían
estado siguiendo a una distancia prudencial, tomaron un sendero
que descendía en dirección a la puesta de sol, rumbo al paso del
Oeste para regresar al desierto.
Fordus no se dio por enterado de su presencia. El Profeta,
acompañado de Estrella del Norte y tres de los proscritos más
jóvenes, se acercó a las aguas del lago Istar, que aparecían oscuras
y llenas de reflejos bajo las miles de estrellas del firmamento. Fordus
se arrodilló, recuperó el aliento y removió las aguas con la mano.
La superficie del lago resplandecía con la luz de las estrellas y
de las antorchas, y es que los proscritos habían llevado con ellos el
fuego, para incendiar la ciudad.
--Sin jeroglíficos ni intérprete, yo, el Profeta, soy capaz de hallar
la mejor de las aguas -dijo Fordus con una sobrecogedora risa
subrayando sus palabras.
El Profeta entró decidido al lago, dio un paso y otro, hasta que el
agua le llegó a la cintura. Entonces, pensativo, deslizó el dedo por la
brillante superficie.
--Había pensado en correr hasta las puertas de Istar -murmuró
enigmático-. Quizá podría caminar sobre el agua, o el propio lago me
mantendría a flote...
»Pero debemos viajar como mortales -reconoció con una
sonrisa-, puesto que todos vosotros sois mi responsabilidad, mis
siervos, mi... rebaño. Y, aunque cruzar el lago sería más rápido,
debería hacerlo solo, tendría que dejaros aquí para que continuaseis
avanzando cansinamente por vuestro pequeño y duro sendero.
Fordus dio un paso más y se adentró en el lago hasta que el
agua le cubrió el pecho.
--Pero elijo no viajar solo -concluyó-. Al menos todavía no.

El drama que tuvo lugar en las montañas fue pequeño, casi


insignificante, comparado con las cruentas batallas ocurridas en el
panteón de Krynn.
En las profundidades del Abismo, los dioses del Mal notaban la
ausencia de la Reina. Zeboim y Morgion, Hiddukel y Chemosh, y
también la oscura luna Nuitari que se cernía sobre todos ellos,
aguardaban su regreso en el oscuro e insondable vacío. Resultaba
extraña la tranquilidad que conllevaba aquella interrupción de caos y
tormento que iba ligado a ella. Pero lo cierto es que ya habría tiempo
para reunirse de nuevo e intrigar, arrebatar, dividir y luchar por el
poder, por el momento, estaban satisfechos de poderse relajar y
disfrutar de las oscuras corrientes del Abismo, y de poder recuperar
sus mermadas fuerzas.
Así era con todos excepto con el más tortuoso de los dioses que
habitaban en el panteón del Mal. Sargonnas, fraccionado en más de
mil pedazos, cada uno de los cuales eran los fragmentos de los
pensamientos del Profeta de la Guerra y cuyas campañas militares
había inspirado y alentado, trazaba círculos en el vacío. Había sido
una estupidez irrumpir en el mundo a través de la arena del desierto,
pero cuando Sargonnas se enteró de que Takhisis deambulaba por
la tierra y que la diosa hablaba con sus secuaces y con su Profeta,
no pudo mantenerse en silencio y dejar de actuar.
Ahora, fraccionado y abstracto, viajaba por el vacío como una
nube de insectos.
Ya llegaría su momento; por ahora, observaría y esperaría. En
su deseo por destruir a Fordus, Takhisis bajaría la guardia, y ése
sería el momento en el que él entraría en acción.
Él la precedería en el mundo y se encargaría de arruinar los
planes de la Reina de la Oscuridad.
Sargonnas, pensando en su venganza, se dejó caer miles de
metros a través del caos, reflejando oscuros destellos mientras
descendía como una terrible lluvia.

Vaananen, solo en su jardín mágico, cubrió con arena otro


mensaje que también había resultado inútil.
El druida hizo todo lo que estuvo a su alcance. Y la esperanza
que alentaba ahora en él era la de escapar. Solitario y temerario,
Vaananen se había quedado en la ciudad intentando recopilar
información para mandarla cada noche a algún punto lejano a través
de la arena blanca. Información que podría salvar a los rebeldes,
quizás incluso asegurar su victoria.
Vaananen, se acarició distraídamente el brazo tatuado. Todos
sus esfuerzos habían resultado infructuosos y, en aquel momento,
Fordus se encontraba a las puertas de Istar, así que había llegado el
momento de que el druida intentase ponerse a salvo.
Con aquella idea rondándole la cabeza, empaquetó sus
pertenencias en una bolsa no mucho más grande de la que había
dado a Vincus, en la que tres textos druidas, todavía sin copiar,
ocupaban la mayor parte del espacio. Con la esperanza de que
Fordus recibiese el mensaje, Vaananen garabateó por última vez los
cinco jeroglíficos en la arena del pequeño jardín, junto al amarillento
e hinchado cacto.
Frontera del Desierto. Sexto Día de Lunitari. Nada de Viento.
También el Leopardo y el quinto símbolo de advertencia, el cual
estaba compuesto por el signo de la Reina debajo del signo del
Hombre Oscuro.
Era todo lo que podía hacer.
El cacto hinchado tembló junto a él. La planta, normalmente
verde y exuberante, llevaba días que presentaba mal aspecto. De
hecho, el druida, tres noches antes, para saber si llovería pasó la
mano por su espinosa superficie y notó un ligero temblor, una
pequeña sacudida en el corazón del cacto, como si éste anunciase
una vida nueva y sobrenatural.
Al principio, Vaananen no hizo caso de aquel detalle y, en ese
momento, se culpabilizaba por su negligencia y buscaba entre sus
recuerdos algún canto de curación o algo que aliviase a la planta.
Poco a poco, comenzó a susurrar una vieja oración de
salvaguardia originaria de Qualinesti pero, entonces, cuando ésta
apenas había comenzado, surgió de la planta un canturreo extraño,
diferente a cualquier canción o lenguaje utilizado por las plantas oído
anteriormente por el druida. Vaananen, alarmado, se apartó del
cacto, el cual se iba hinchando cada vez más, como un odre
grotescamente inflado.
En aquel instante, el druida se dio cuenta de que el cactos había
dejado de ser sólo una planta para convertirse en algo monstruoso y
amenazador. ¡Corre!, le advirtieron sus instintos. Entonces se acercó
al atril para recoger sus últimas pertenencias, entre las que se
encontraban sus plumas y los potes de tinta, mientras el cacto
siseaba y gemía de forma cada vez más audible. Vaananen se
quedó absorto justo el tiempo suficiente para presenciar cómo la
planta reventaba ocasionando un gran estruendo. La habitación se
inundó con una caliente y abundante lluvia de algo fiero, punzante y
brutalmente hambriento y vivo. El druida notó que un calor abrasador
le recorría las piernas y le subía por la espalda; entonces, levantó los
brazos, en un gesto inútil, para protegerse la cara.
Cientos de pequeños escorpiones le cubrieron los hombros, el
cuello y su tatuaje de una hoja de roble rojo oculto en la muñeca.
El druida gritó una sola vez, el veneno que recorría sus venas lo
hizo desplomarse como un árbol recién talado. Vaananen se dejó
caer sobre las rodillas en medio de la arena blanca y, con un gesto
doloroso, borró los últimos jeroglíficos que había dibujado para
Fordus, el mensaje que el Profeta de la Guerra jamás leería.
«Otra vez estoy sorprendido -pensó Vaananen, antes de
derrumbarse en medio de una verde oscuridad de su pequeño
jardín-. Lo que no deja de ser curioso.»
Esparcidos por toda la habitación y con la misión ya cumplida,
los escorpiones fueron cayendo hasta que todos ellos, heridos por su
propio veneno, yacían tan muertos como el druida.
Al día siguiente, los compañeros de Vaananen se quedaron
totalmente desconcertados cuando vieron que una fina capa de
arena blanca del jardín mágico cubría todo el suelo, la cama, el atril,
a los escorpiones y también a Vaananen, como si de un manto de
nieve recién caída se tratase. Era inmaculada, casi hermosa, si no
fuese por la gran mancha de arena que se había solidificado en
forma de oscuros cristales volcánicos en el centro del pequeño
jardín, en medio de las tres piedras.
_____ 21 _____

Las grisáceas y doradas llanuras cercanas a Istar eran un


territorio algo menos hostil que el desierto por el que Fordus había
vagado, profetizado y luchado durante la mayor parte de su vida. Se
decía que en algún lugar más al norte había un bosque frondoso,
una tierra verde y exuberante, expuesta en otoño a una lluvia fina y a
los fuertes aguaceros de la primavera de Ansalon.
De pie, en medio de su ejército maltrecho, Fordus se permitió
por un momento imaginarse en aquel territorio septentrional. Él
jamás había visto un paisaje esplendorosamente verde, ni había
andado junto a arroyos rebosantes o disfrutado de un techo de hojas
perennes. Fordus siempre había vivido en un paisaje de tonos
marrones, rojos y ocres, en el que el más mínimo elemento era
visible a kilómetros de distancia.
Eso era lo que sucedía con la ciudad de Istar, el corazón de un
imperio, con sus torres y su mármol tallado durante la Edad de los
Sueños.
Pero pronto sería suya, tanto la ciudad como el imperio.
¡Qué importaba que quedasen tan pocos guerreros junto a él!
¡Qué importaba que éstos no se contasen por miles o por cientos de
miles, tal como había soñado tiempo atrás en las Lágrimas de
Mishakal y también hacía tan sólo unas pocas noches, cuando se
debatía entre la vida y la muerte en la cima del Altiplano Rojo!
No había lugar para el desánimo ni el derrotismo. Todo aquello
obedecía a una selección natural, a la que tan sólo los mejores
guerreros habían sobrevivido, la valía de los cuales quedaba de
sobras demostrada con su supervivencia.
Estrella del Norte continuaba a su lado, también Rann y Aeleth.
Gormion, por su parte, había vencido su cobardía natural y lo
respaldaba, igual que sesenta hombres y mujeres jóvenes, cuyos
ojos agotados estaban encendidos por la adulación y por la idea de
liberar a los Hombres de las Llanuras que vivían esclavizados en la
ciudad de Istar.
«Luz de Relámpago está muerto -alucinó Fordus-. Es como un
precursor, un heraldo, la vanguardia de una legión invisible.»
Estaba convencido de que los muertos se levantarían y
seguirían a Fordus Alma de Fuego, así lo había leído en las fisuras y
en las grietas de aquella tierra sembrada de surcos.
¡Oh!, todavía no se lo había contado a los otros, ni tan siquiera
Estrella del Norte lo sabía. Por la noche, Fordus se encontró a sí
mismo riéndose de su pequeña sorpresa, de las tropas que él sabía
que se aproximaban. Y es que el ejército de los muertos no temía
nada... y mucho menos la muerte. Fordus se acuclilló entre sus
oficiales y soltó una sonora carcajada.
Las tropas del Príncipe de los Sacerdotes, formadas por
soldados y mercenarios procedentes de todos los rincones de
Ansalon, se congregaban a las afueras de las murallas de la ciudad.
El Príncipe de los Sacerdotes tenía miedo, y así se lo habían
dicho sus sueños.
Por fin había llegado el momento del Profeta del Agua, del
Profeta de la Guerra y del rey Profeta. Ya junto al lago, las tropas del
rey Profeta, exhaustas y absolutamente hipnotizadas, emprendieron
la marcha hacia Istar, obedeciendo una vez más las órdenes de su
Profeta.
Pronto Fordus sería el nuevo monarca de Istar y su legítimo
príncipe. No necesitaban música ni canciones de bardos para
derribar los muros de la ciudad de mármol. De hecho, con aquellas
valerosas tropas a sus espaldas, él mismo escalaría las murallas de
Istar para adentrarse en una ciudad que le había sido prometida
antes del principio del mundo.
Luz de Relámpago vigilaba desde su campamento cómo Fordus
organizaba a los pocos hombres con los que contaba para el asalto.
Así como antes había anunciado la amenaza de gigantescas y
destructivas tormentas, en aquel momento, el elfo podía vaticinar el
desastre que se avecinaba con menos de ochenta rebeldes a punto
de enfrentarse al gran poderío de la ciudad. Atrás se habían quedado
los niños, los ancianos y las mujeres embarazadas, hambrientos y
vulnerables, en medio de humeantes campamentos y andrajosas
tiendas de campañas.
Aun si, como último recurso, el elfo decidiese matar a Fordus,
sus hombres seguirían con el ataque para honrar de este modo el
martirio del rey Profeta y empujados por sus últimas profecías y sus
absurdos delirios acerca de un ejército de muertos.
El elfo supo que todo iba a acabar de aquella manera cuando se
despidió de Alanda y le ordenó que lo esperase junto a sus hombres,
mientras él se marchaba en pos de las tropas de Fordus, que
avanzaban rápidas y decididas. Había mirado hacia atrás un par de
veces y la vio en el mismo sitio que la había dejado, inmóvil, perfilada
por la luz roja de Lunitari.
--Espérame aquí -le había dicho-. Volveré.
Pero en aquel momento, Luz de Relámpago ya no estaba tan
seguro.
A bastantes kilómetros de distancia, al otro lado del lago, Alanda
aguardaba en la entrada del paso del Oeste, mirando fijamente a
través de las aguas en dirección a los muelles y a las murallas de la
ciudad de mármol.
Vincus estaba al lado de la muchacha, acariciando a Lucas,
quien no dejaba de moverse inquieto sobre la mano de la barda. El
joven creía que el halcón era su mejor amigo, la criatura más digna
de su confianza. Por su parte, el lenguaje de gestos utilizado por
Alanda también era algo que le resultaba familiar y tranquilizador.
Durante la tarde, Vincus guió a la barda y al centenar de
hombres y mujeres que lo seguían a través del paso del Oeste. Allí
era donde habían acordado que esperarían las noticias de la batalla,
a Luz de Relámpago y también a aquellos que lograsen sobrevivir.
Todos ellos podían percibir el desastre que se avecinaba; el aire
era tan funesto y tan cargado de malos augurios como el propio
sterim.
Alanda, curiosamente, había guardado el tambor y ahora tenía
la lira en sus manos. Comenzó a acariciar el arco del instrumento
como si por alguna razón se resistiese a mover las cuerdas. Bajo la
luz de la luna, Lucas se aposentó sobre el hombro de la muchacha y
su voz sonó como un arrullo suave y animoso.
Vincus tiró de la túnica de Alanda. ¿Cuánto tiempo tendremos
que esperar?, le preguntó mediante gestos.
La muchacha parpadeó, como si acabasen de despertarla de un
sueño.
Tres días, le contestó también mediante signos. Más sería
peligroso, pero las noticias viajan despacio a través del lago.
Si contásemos con la ayuda de los jeroglíficos..., se lamentó
Vincus.
La barda sacudió la cabeza. Eso era en los viejos tiempos.
Ahora lo único que nos queda es la esperanza en la astucia y la
inventiva de Luz de Relámpago.
Entonces, Alanda volvió de nuevo a la lira y el joven istariano,
con la mirada clavada en el otro lado del lago, en dirección al norte,
se sumió de nuevo en sus propios pensamientos.
A lo lejos, la ciudad amurallada aparecía apacible y reflejada
sobre la superficie de las aguas.

Con un estruendo de armas, las tropas se concentraron tras el


rey Profeta y, como marcando el inicio de algún gran y tenebroso
ritual, los rebeldes emprendieron el camino hacia la ciudad.
A lo lejos, vieron las primeros soldados istarianos con sus
estandartes rojos ondeando al viento. Los rebeldes ya habían visto
antes aquellas banderas y las habían evitado en medio de un campo
de altas hierbas y arena, para atacarlas desde los flancos y la
retaguardia con una velocidad y sorpresa comparable a la de una
arremetida de miles de pájaros.
Pero, en aquel momento, los hombres de Fordus avanzaban
para enfrentarse a Istar cara a cara. Setenta o setenta y cinco
guerreros se alineaban ante un ejército de diez mil soldados, lo que
no podía obedecer más que a la locura.
Aquello era insostenible, injustificable a no ser por las promesas
del rey Profeta. Fordus, la noche anterior, les había instado, junto al
fuego del consejo, a no creer jamás tan sólo en las cifras, ya que,
según sus palabras, él manejaba una magia que ningún número
podía dominar.
Pero en aquel preciso instante, cuando por fin vieron las tropas
que se alineaban ante ellos y los estandartes de cuatro legiones que
se aproximaban amenazantes, la idea de que la magia prometida
pudiese fallar o que las profecías finalmente no se cumpliesen cruzó
inevitablemente por la mente de aquellos hombres.
Aun así, cada guerrero se mantuvo firme junto al hombro de su
cohorte, logrando que el orgullo y la ilusión prevaleciesen en aquellos
momentos tan difíciles. No habían llegado hasta allí para huir o
rendirse.
Delante de ellos, el rey Profeta, con su torques dorada oculta
entre la ropa y ataviado con una sucia túnica blanca y un kayffiyeh,
gritaba y hacía señales a sus hombres, quienes en una última
muestra de irracionalidad, levantaron los escudos y siguieron a su
líder.
Enseguida cayó la primera lluvia de flechas sobre las filas
rebeldes.
Los arqueros lanzaron sus saetas desde lo lejos, a unos
doscientos metros de distancia, pero éstas rebotaron contra los
escudos de los rebeldes y fueron a parar directamente al duro suelo.
Bien. Las tropas istarianas estaban nerviosas. Se habían
precipitado en su primer ataque.
Los piqueros de las primeras filas enemigas, compuestas por
hombres de la cuarta legión, soldados veteranos ansiosos por
demostrar su valor, bajaron sus armas y aceleraron el paso para
lanzarse finalmente a toda velocidad a través del campo de batalla y
cargar contra un triste número de rebeldes, que se prepararon para
recibir el primer asalto.
--¡Ahora! -gritó Fordus cuando colisionaron las líneas.
Entonces, las armas del ejército rebelde destellaron en medio de
la embestida de los piqueros, los cuales fueron cayendo uno tras otro
ante la mayor movilidad de las filas rebeldes. El ataque de la cuarta
legión se dispersó arremolinándose en torno a Fordus, Estrella del
Norte y Rann, y entonces las líneas istarianas se rompieron, los
piqueros se retiraron y los arqueros utilizaron sus armas de nuevo.
Fordus echó un vistazo alrededor. Había cuarenta soldados
enemigos muertos en el campo de batalla, pero también doce de los
suyos, y asimismo podían contarse numerosos rebeldes heridos,
aunque éstos intentaron levantarse para prepararse para el siguiente
asalto.
No importaba, los refuerzos llegarían pronto.

Desde el Templo del Príncipe de los Sacerdotes, Tamex miraba


más allá de la ciudad y de las murallas, y observaba lo que sucedía
en las llanuras donde se desarrollaba la batalla. Allí, los estandartes
se inclinaban y se levantaban a medida que las tropas istarianas
atacaban y se reagrupaban para volver a atacar de nuevo,
aparentemente sufriendo numerosas bajas con cada embestida,
aunque también mermaba el número de rebeldes en cada
arremetida.
Tamex casi no podía creer la estupidez de aquel Profeta de la
Guerra, de aquel que se hacía llamar el rey Profeta, el cual se había
atrevido a atacar la ciudad con menos de cien hombres.
El general istariano examinó las filas atrincheradas de rebeldes
y vio que los proscritos y los Hombres de las Llanuras habían
arrebatado los escudos y armaduras de los piqueros caídos durante
la batalla. Los atuendos de los hombres de Fordus habían
desaparecido bajo las armaduras de cuero y los escudos de bronce
que brillaban de tal forma que el resplandor hacía difícil contar el
número de rebeldes y de identificar a sus oficiales.
«Seguro que Fordus no se encuentra entre ellos -pensó Tamex-.
Seguro que este grupo de hombres no es más que una avanzadilla
para explorar el terreno, mientras el Profeta de la Guerra espera a
salvo en el campamento desde donde dirige la batalla.»
Desde su lugar privilegiado, Tamex examinó el horizonte con
sus ojos cristalinos, y vio un pequeño campamento rebelde, a más
de treinta kilómetros de las llanuras, y tras éste el comienzo del
bosque.
Nada.
No había fuerzas enemigas escondidas por ninguna parte, ni
tampoco refuerzos, a excepción de un puñado de hombres
agrupados en el paso de la montaña y liderados por la muchacha del
tambor.
Aun así, el oscuro general rechazó enviar más tropas al campo
de batalla; quizá Fordus tenía algún plan sorpresa y aguardaba un
ataque definitivo por parte de las tropas istarianas para desplegar
alguna táctica secreta y peligrosa.
De hecho, los propios bosques podían estar plagados de
rebeldes, así que Tamex prefirió esperar. Por el momento, ordenaría
ataque tras ataque contra las atrincheradas líneas enemigas,
arriesgándose a perder diez, veinte e incluso cien hombres por cada
que-nara muerto.
¿Qué importaba? El número de rebeldes era muy inferior al
número de soldados istarianos, por lo que al final tan sólo sería una
cuestión de tiempo y cifras.
Desde su balcón, Tamex llamó con una seña al heraldo, y el
mensajero guió a su caballo hasta los pies de la torre. El general
garabateó un rápido mensaje en un pergamino y se lo lanzó al joven,
quien lo cogió y salió al galope en dirección a las puertas de la
ciudad para entregar el mensaje a Céleres, el comandante de la
célebre sexta legión, cuyos soldados esperaban impacientes ocultos
de los rebeldes en el interior de las murallas de la ciudad.
Todavía no atacar, decía el mensaje. Esperar hasta nuevas
órdenes.
Tendrían que esperar hasta que él localizase a Fordus Alma de
Fuego.

Exhausta y ya bastante castigada por la batalla, la cuarta legión


se retiró y se reagrupó de nuevo en las filas istarianas. Luego, los
arqueros volvieron a abrir fuego y, por un momento, el campo de
batalla se quedó en silencio, como si ninguna de las dos partes
desease enzarzarse en un nuevo enfrentamiento.
Poco a poco, los lanceros de la segunda legión surgieron sobre
la devastada llanura, seguidos por dos compañías armadas con
espadas.
Formando una especie de semicírculo y ya bastante mermados,
los rebeldes, apenas cincuenta hombres, se prepararon para el
ataque. Aeleth, en el centro de la línea, cargó su arco mientras una
docena de que-naras preparaba sus hondas. Por su parte, los
oficiales aguardaban en cada uno de los flancos, Rann en el
izquierdo y Fordus en el derecho.
Los rebeldes se estaban organizando para poner en práctica la
vieja táctica ya utilizada en la Batalla de las Llanuras. Primero,
asaltarían la legión enemiga con flechas y piedras; luego, las tropas
de Aeleth darían media vuelta y se retirarían, y entonces los
soldados istarianos, irritados, irían tras ellos. Justo en el momento
indicado, cuando la segunda legión estuviese desperdigada y
desorganizada, Fordus y Rann entrarían en la batalla, y todos los
rebeldes convergerían alrededor de los indefensos soldados
enemigos, quienes, desbordados, romperían filas y huirían dando por
terminada su fracasada arremetida.
Fordus, con los ojos encendidos y la cabeza bien alta, no dejó
de moverse y dar vueltas por todo el campo de batalla, era como una
violenta ráfaga de viento. De pronto, una flecha le pasó rozando y le
tiró el kayffiyeh; entonces, con la cabeza desnuda y con su pelo
rojizo ondeando al viento, instó a sus hombres a perseguir a la
segunda legión en su huida.
Los rebeldes, con la moral bien alta, se fueron agolpando a su
alrededor, y el Profeta de la Guerra, triunfante, soltó un gran grito de
alegría. Había logrado espantar a las tropas istarianas. De repente,
le pareció ver que más allá de sus tropas, se levantaban numerosas
figuras humanas del ensangrentado suelo.
Los muertos. El ejército de muertos ya había llegado.
Escuchad todos la palabra del Profeta.

Desde su mirador privilegiado, Tamex vio caer el kayffiyeh de la


cabeza de un guerrero de pelo rojizo y distinguió también la torques
dorada que colgaba del cuello de aquel hombre.
Era todo lo que necesitaba ver.
--¡Fordus! -exclamó-. ¡Mensajero! -chilló Tamex.
Un nuevo heraldo salió galopando a toda velocidad en dirección
a la entrada de la ciudad, donde mil hombres aguardaban las
instrucciones de su comandante.
Celeres y la sexta legión recibieron enseguida la nueva orden:
Marchar. Atacar. No coger prisioneros.
Entonces, las puertas de la ciudad se abrieron ante los
veteranos soldados que componían la célebre sexta legión, quienes
avanzaron rápidos, con la soltura y confianza que les daba los años
de experiencia. Los otros soldados istarianos rompieron filas cuando
la nueva formación invadió el campo de batalla y, en cuestión de
minutos, innumerables lanzas se alzaron en el aire y un gran número
de escudos resplandecieron ante los guerreros rebeldes.
Veinte hombres de las filas de Fordus cayeron antes de poder
devolver un solo golpe. En ese momento, las tropas rebeldes
retrocedieron, dieron media vuelta y huyeron a toda velocidad hacia
el campamento, hacia los bosques o hacia cualquier otro sitio con tal
de desaparecer de allí.
En su balcón de mármol, Takhisis, enmascarada en la figura de
Tamex, reía suavemente, y apoyaba contra el muro su cuerpo
anguloso y masculino, el cual era tan duro como la piedra sobre la
que descansaba.

Así hubiese terminado todo si no fuese por la tormenta que


surgió de los campos arenosos y que descargó sobre el ejército
istariano. Y es que Sargonnas no había esperado e intrigado durante
tanto tiempo para dejar pasar este momento.
Cuando la sexta legión se lanzó sobre las filas rebeldes, el
paisaje se inundó de cenizas incandescentes, que, empujadas por un
viento cada vez más fuerte, causaron estragos en la retaguardia
istariana. Los estandartes rojos prendieron y comenzaron a arder, y,
de repente, aquellas célebres tropas se dispersaron, gritando y
quemándose, incapaces de luchar porque algo incomprensible
estaba sucediendo.
Al frente de la pequeña batalla, la sexta legión, desconcertada,
frenó la carga, y la lluvia de chispas encendidas cayó de pronto
sobre ellos, arrasándolos como si se tratase de una mortal ola de
fuego. Los amenazantes estandartes hexagonales ardieron en
cuestión de segundos y el propio Céleres creyó que estaba en el
mismísimo infierno.
En el flanco más lejano de las fuerzas rebeldes, Fordus y
Estrella del Norte, huían de aquella tormenta de fuego. Tras ellos, los
soldados istarianos y los guerreros rebeldes morían quemados en
medio del devastado campo de batalla. Sin tiempo para reaccionar,
Rann y Aeleth, y también la insigne sexta legión fueron rodeados por
una nube de fuego y humo.
--Rey Profeta... -balbuceó Estrella del Norte, mientras buscaba a
Fordus en medio de aquel infierno.
--Por aquí -gritó Fordus, huyendo de aquel lugar a toda
velocidad.
--¡Fordus! -tosió Estrella del Norte-. ¡No puedo verte!
Y el Profeta se desvaneció entre una cortina de humo.
El joven y valiente guía de los que-naras, se tiró al suelo y
comenzó a arrastrarse, trazando círculos una y otra vez sobre el
mismo sitio. De repente, Estrella del Norte, al borde de la
inconsciencia oyó un estruendo de gritos que surgía de la nube de
humo y percibió una macabra danza de llamas y de sombras,
avanzando y retrocediendo a través de aquella ardiente y cegadora
extensión de terreno.
--¡Fordus! -llamó de nuevo-. ¡Fordus!
Pero no obtuvo ninguna respuesta de la espesa cortina de humo
que lo rodeaba.
El joven de las Llanuras, tosiendo y casi sin poder respirar, yacía
boca abajo. De niño alguien le había dicho que, en caso de fuego, lo
mejor que podía hacer era mantenerse a ras de suelo, y Estrella del
Norte, siguiendo aquel consejo, optó por tumbarse en un árido claro
mientras apretaba con fuerza el medallón que poco antes había
conseguido recuperar, sin dejar de rezar para que el fuego se alejase
y para liberarse del humo que lo asfixiaba.
Entonces, tres soldados istarianos, armados con espadas,
surgieron en el claro del bosque y lo encontraron tumbado boca
abajo sobre el suelo, tosiendo y respirando con dificultad en medio
de una gran nube de humo. Y, aunque ellos también habían cruzado
la asfixiante cortina de llamas en busca de un lugar donde ponerse a
salvo de la tormenta de fuego, en el fondo no dejaban de ser
soldados veteranos y despiadados, dispuestos a seguir al pie de la
letra las órdenes de su comandante: «No coger prisioneros».
Finalmente, Estrella del Norte relajó la mano que asía con fuerza
el medallón y se adentró sin dificultad por el sendero de la muerte.
Fordus, haciendo uso de su extraordinaria velocidad, logró
alejarse del fuego. A sus espaldas, las llanuras estaban
completamente en llamas y los legionarios istarianos huían
despavoridos en dirección a Istar. El Profeta hizo caso omiso de
cuanto le rodeaba; ya hacía rato que había dejado de pensar en
tácticas y estrategias, y se dirigió decidido hacia las puertas de la
ciudad, hacia el Templo y, finalmente, hacia el propio Príncipe de los
Sacerdotes, sobre cuya cabeza pensaba arrojar el fuego de la
venganza.

Desde el balcón de una de las torres del Templo y


absolutamente incrédulo por el repentino cambio en el curso de la
batalla, Tamex vio una figura solitaria surgir de los restos del
holocausto.
--¡Fordus! -susurró, pero su temor enseguida dio paso a una
silenciosa satisfacción cuando se dio cuenta de que el Hombre de las
Llanuras se dirigía hacia la entrada de la ciudad.
«Oh, esto es todavía mejor», pensó Tamex, y sus angulosos
rasgos se tornaron de repente femeninos, parecidos a los de un
reptil.
«Sigue lloviendo, Sargonnas. Sigue, pequeño estúpido. Que el
humo de tu tormento no deje jamás de aumentar y que no tengas ni
un solo día, ni una sola noche, de descanso. Nunca tendrás
suficiente fuego para quemarme, ni para obligarme a buscar refugio.
»Ahora, Fordus se dirige a Istar cruzando las humeantes
llanuras. Pronto será mío y mantendré mi promesa. Le enseñaré
quién es realmente.»
_____ 22 _____

La última mañana del Shinarion fue interrumpida por el humo


procedente del campo de batalla.
Lentamente, una especie de niebla y un olor punzante y rancio
invadió el sofocante aire de la ciudad, el cual fue haciéndose cada
vez más espeso. Finalmente, los comerciantes, los arrieros y los
ladronzuelos que deambulaban por la plaza del mercado se
dirigieron con gran curiosidad hacia las calles situadas al norte, para
comprobar qué era aquello que finalmente lograba sofocar el hedor a
pescado podrido.
Los lazos dorados que llevaban prendidos en honor de la diosa
revoloteaban sucios y deshilachados, sus bolsillos estaban vacíos y
las fuerzas comenzaban a flaquear, haciendo honor al dicho de que
nadie se hacía rico durante el Shinarion. Pero, por encima de todo,
se sentían fatigados, cansados del jolgorio de la fiesta y también de
los negocios sucios y de la corrupción que había corrido a sus
anchas durante los últimos días del festival.
El aire que se movía por encima de ellos trayendo humo y
cenizas era en aquel momento fuente de cierta diversión.
Entonces, se dieron cuenta de que algo sucedía en los campos
que rodeaban la ciudad, y los rumores comenzaron a ser tan
insistentes como el propio humo.
Así, muchos de los que se habían acercado a Istar para disfrutar
de las fiestas, y que en aquel momento se encontraban escrutando el
cielo e intercambiando rumores, no se percataron de la presencia de
un extraño y silencioso guerrero, el cual había surgido de las calles
de más al norte y avanzaba entre ellos a buen paso con la cabeza
descubierta, con sus salvajes ojos enrojecidos por el humo y el
corazón sediento de muerte.

La ciudad se desplegaba ante él como un laberinto de rocas de


cristal, en el que el brillo de los altos y resplandecientes edificios lo
cegaban, confundiendo el camino hacia el Templo.
Durante unos momentos largos y angustiosos, Fordus deambuló
por las laberínticas calles de mármol. Una nube de humo procedente
de las llanuras calcinadas rebasó las murallas de la ciudad
empañando todos aquellos elementos fabricados por la mano del
hombre.
Fordus vio a lo lejos unas siluetas borrosas con unos lazos
dorados prendidos de su vestimenta que caían sobre los hombros de
aquellos individuos en honor de algún dios olvidado. Le pareció que
aquellos hombres hablaban entre ellos en un lenguaje misterioso.
El Profeta de la Guerra sabía que el ejército de muertos había
llegado para ayudarlo. Por fin estaba allí, tal como él había
profetizado, esperando sus órdenes para invadir la ciudad.
Pletórico y delirante, el Profeta emprendió el camino entre el
complejo entramado de callejones. Pasó junto a una taberna y un
puesto de un comerciante, sin apartarse de su camino hacia el centro
de la ciudad donde, a través de la vacilante nube de humo púrpura,
las espirales del Templo del Príncipe de los Sacerdotes aparecían y
desaparecían ante sus ojos.
Aquélla era su ciudad. Su Templo. Y él iba a enfrentarse cara a
cara con aquel Príncipe de los Sacerdotes que le había usurpado su
legítimo puesto. Iban a hablar de igual a igual; ambos se
comunicaban con los dioses y los dos estaban al frente de
innumerables legiones.
Fordus se adentró en la plaza del mercado y, de repente, un
escuadrón de soldados istarianos que iba de paso se cruzó con él;
los hombres, sobresaltados, tiraron sus armas y se dispersaron ante
aquel hombre que se acercaba a ellos silencioso, como si de algún
peligroso viento del desierto se tratase.
Entonces apareció ante él: el imponente Templo, con sus
antiguos cimientos de mármol, su pequeña muralla... y sus verjas de
hierro cerradas.
Fordus, murmurando algo distraídamente, zarandeó los barrotes
de la puerta y trepó por el muro como si fuese una araña.
De pronto se encontró con un nuevo laberinto. Esta vez
compuesto por un espeso y exuberante follaje de árboles perennes y
parras.
Fordus sacó el hacha y se abrió paso por entre la jungla
particular del Príncipe de los Sacerdotes, cortando todo lo que
encontraba en su camino, sintiéndose cada vez más colérico, hasta
que por fin su mano entró en contacto con el frío mármol. Fordus,
arrastrado por una furia ciega, dio un hachazo contra los resistentes
cimientos del Templo.
Por un momento, el Profeta apoyó la cabeza sobre la fría piedra
e intentó recuperar el aliento.
¿Podía ser que el humo llegase hasta allí?
Fordus alzó la mirada y contempló la cima del Templo. Unos
zarcillos oscuros y tenebrosos rodeaban la cumbre amenazante del
edificio, la cual se perdía en una capa más alta de bruma y, justo por
encima de éstos, el Profeta distinguió la oscuridad de una ventana.
Fordus, decidido y sin pensárselo dos veces, comenzó a escalar
aquellas paredes con ayuda de sus pies y sus manos.

Luz de Relámpago lo siguió por el humo y las llanuras


devastadas. El elfo atravesó los campos calcinados y avanzó por un
camino largo y sinuoso, procurando esquivar las llamas y a los
soldados de la sexta legión. Finalmente, el elfo se dirigió hacia la
entrada de la ciudad de Istar y cruzó las mismas puertas por las que
hacía muy poco rato había cruzado el Profeta.
Istar, irreal y oscura, apareció tras las murallas. El elfo dio un
rodeo y fue pasando a través de los concéntricos muros
pentagonales del interior de la ciudad hasta ir a parar a su epicentro,
al corazón de la capital: al Templo de mármol en el que vivía el
Príncipe de los Sacerdotes.
Allí era donde se había dirigido Fordus. Luz de Relámpago
estaba completamente seguro de ello. Sentía una certeza fruto de
años de estrecha convivencia entre Profeta e intérprete, durante los
cuales sus mentes casi habían llegado a fundirse en su búsqueda
común de agua, victoria y peligros ocultos. El elfo tenía también la
certeza de que su antiguo compañero estaba todavía vivo y de que
se precipitaba hacia el final de su viaje.

Takhisis, dentro del cuerpo cristalino de Tamex, aguardaba tras


la misma ventana a la que Fordus se dirigía. El tiempo de la diosa en
la figura de sal comenzaba a llegar a su fin. De hecho, Tamex
empezaba a desmoronarse por los bordes; dos de sus dedos se
rompieron al abrir la puerta de aquella austera habitación para
invitados.
Sí, los dos esperaban allí la llegada de su visita. Por un lado, el
translúcido guerrero, y por otro, su ardiente espíritu.
Pero aun había alguien más. En la esquina de la habitación, un
hombre calvo y de ojos azules aguardaba acobardado, sin dejar de
toquetear nerviosamente los lazos de la ropa que lo identificaban
como el Sumo Sacerdote.
Tamex lo había despertado de un intranquilo sueño de media
mañana, en el cual aparecían arroyos y corrientes de agua
torrenciales bajo la luz de la luna roja y un bosque de árboles cuyas
ramas eran puñales. El Príncipe de los Sacerdotes casi se sintió
agradecido de que lo despertasen, hasta que vio a su visitante,
translúcido y desgastado, a los pies de la cama. Entonces, lanzó un
lamento gemebundo con un tono poco regio y buscó torpemente la
espada con la que todos aquellos años había estado practicando con
el druida. El Príncipe de los Sacerdotes agarró desesperado la
empuñadura de su arma, pero sintió como si el brazo le fallase; la
espada le resultó increíblemente pesada y la mano le tembló.
Tamex sacó al Príncipe de los Sacerdotes de sus suntuosos
aposentos y lo encerró en aquella otra habitación para que pasase
allí la última noche y presenciase el amanecer y la primera sangre de
la batalla. Después, el guerrero de cristal bajó de las almenas y se
reunió con su cautivo para sostener una entrevista que sabía sería
breve.
Fordus estaba escalando el último tramo antes de llegar a la
ventana. En aquel instante, Tamex miró fijamente al Príncipe de los
Sacerdotes, cuyos ojos azul mar se dilataron cuando oyó un crujido
bajo el alféizar de la ventana.
«Bien», pensó la diosa, estremeciéndose ligeramente bajo su
cuerpo de sal.
«Bien. Ha llegado el momento de que se conozcan.»

Fordus trepó por la ventana. El Profeta se movió con rapidez; la


vista se le acostumbró enseguida a la penumbra de la habitación y
reparó en dos hombres junto a la puerta. Uno de ellos era Tamex, el
hombre que había conocido en las salinas, el oscuro e inquietante
guerrero que había seducido a Alanda.
Fordus se agachó preparándose para la lucha, pero entonces se
dio cuenta de la presencia de otra figura. Se trataba de un hombre
mayor, un poco calvo y ataviado con ropas nobles, al que estaba
seguro que había visto antes. Su rostro quedaba oculto entre las
sombras, pero un curioso reflejo de luz iluminaba sus ojos.
Eran de color azul mar, como los de Fordus.
El Profeta se acercó a ellos con mucha cautela, empuñando un
cuchillo.
--Por fin -dijo Tamex con una voz que resonó en algún rincón de
la memoria de Fordus, a la que asoció rápidamente con sus visiones
y con sus sueños.
Por un momento, el líder de los rebeldes se sintió amedrentado.
--Por fin -repitió Tamex levantando una mano cubierta de grietas
y medio deshecha-, he logrado que nos reuniésemos.
Fordus se quedó boquiabierto cuando se dio cuenta de que el
guerrero, aquella misteriosa criatura que tenía ante sus ojos era una
cosa compuesta de roca y cristales, una piedra que respiraba con un
corazón de piedra.
--Fordus Alma de Fuego, inclínate ante el Príncipe de los
Sacerdotes de Istar -le dijo el guerrero mientras señalaba a su
compañero ataviado con una túnica blanca.
--El Profeta no se inclina ante nadie -le contestó Fordus
fríamente, al tiempo que los nudillos se le ponían blancos al apretar
con fuerza la empuñadura del cuchillo.
--Pero debe honrarse al Príncipe de los Sacerdotes -insistió
Tamex con un tono melodioso-. Se le debe un respeto que procede...
de tiempos inmemoriales.
--No hables con rodeos ¡embaucador!, ¡falso guerrero! -le
contestó Fordus.
--Tamex, ¿quién es este hombre? -preguntó nervioso el Príncipe
de los Sacerdotes, y el hombre de cristal miró al acobardado
soberano.
--En pocas palabras es el que conquistará tu trono -le anunció
Tamex-. Es Fordus Alma de Fuego, el Profeta del Desierto.
--¿Qué... qué es lo que quieres de mí? -tartamudeó el Príncipe
de los Sacerdotes, apretándose contra la pared y retrocediendo
hacia la puerta que tenía al lado-. No te deseo ningún mal, ni
tampoco pretendo ofenderte. Pero mantente alejado de mi trono -le
dijo mientras buscaba a tientas el picaporte de la puerta.
--¡Quédate donde estás! -le ordenó Tamex, con un nuevo tono
de voz, frío y autoritario.
Humillar al gobernante de un vasto imperio era algo que divertía
y deleitaba enormemente a la diosa, pero la cobardía del Príncipe de
los Sacerdotes a veces resultaba... un inconveniente.
Fordus, asqueado, miró al sacerdote con desprecio. Aquel
hombre estaba humillándose y el Profeta de la Guerra se preguntó
por qué su adversario no era más que un cobarde. No había nada
detrás de aquellas ropas lujosas, tras su posición y su gran fama,
sólo era una figura decorativa, un guante elegante para la mano de
hierro de su general.
--¿Acaso tú eres mucho mejor, falso Profeta? -le preguntó
Tamex, y sus resplandecientes ojos ámbar se clavaron en Fordus-.
Tú me acusas de hablar con rodeos... ¡precisamente tú! ¡Espejismo
del desierto! ¡Pantomima de profeta!
--¿Cómo te atreves a insultarme así? -exclamó Fordus
amenazante, dando un paso largo y contundente hacia el guerrero.
--¡Oh, sí, Fordus Alma de Fuego! No eres más que un
espejismo, entre otras muchas necedades.
Tamex agarró con su mano quebradiza al Príncipe de los
Sacerdotes por la nuca y lo arrastró hasta que quedó totalmente
expuesto a la luz. Entonces, Fordus y su adversario se miraron el
uno al otro, cara a cara y, poco a poco, una mirada de
reconocimiento asomó a los ojos de ambos hombres.
--Así es, Eminencia -se burló Tamex-. Este es el hijo de aquella
sirvienta que tan devotamente deseabas... olvidar. Cuando llegó el
momento, cogiste al bebé, ¡no!, mejor dicho, ordenaste que lo
cogieran y llevaran al desierto, y allí, en un lugar frecuentado por
animales carroñeros y castigado por un sol despiadado...
--¡No! -gritó el Príncipe de los Sacerdotes, tapándose los oídos.
Fordus, totalmente aturdido, dejó caer el cuchillo. Le pareció que
el mundo entero se desmoronaba y comenzaba a dar vueltas a su
alrededor; era como si de nuevo una enorme fosa se abriese en la
superficie de la tierra y amenazase con engullirlo. El Profeta se
tambaleó y sintió la necesidad de apoyarse en la pared.
--¿Es que no admites ese... aire familiar? -afirmó Tamex, con
una siniestra ironía en sus palabras-. ¡Vaya, pero si sois
exactamente iguales!
El guerrero señaló al Príncipe de los Sacerdotes, que se había
dejado caer sobre las rodillas y no dejaba de lamentarse y de agitar
la cabeza con desesperación.
--Tú -dijo Tamex- no eres más que un rey inepto. Un soberano
de ficción que manda sobre un ejército de fantasmas... Y tú...
Sus ojos de color ámbar se clavaron de nuevo en Fordus.
--Eres igual de tirano que el hombre que has venido a derrocar.
Siempre he sabido que eras un malvado. Tantos discursos sobre
liberación y lo único que has hecho ha sido condenar y oprimir a tus
hombres. ¡Sí! ¡Sois idénticos! ¡Y los dos sois mis criaturas!
Fordus se abalanzó contra Tamex, pero, de repente, el guerrero
de cristal se convirtió en polvo, el cual se arremolinó formando una
nube cegadora en el interior de la habitación. Entonces, el torbellino
de polvo arremetió de golpe dolorosamente contra los ojos del
Profeta.
Fordus, completamente ciego, se desplomó sobre el suelo de
piedra y comenzó a buscar a tientas su cuchillo o cualquier otra cosa
que sirviese para defenderse. Poco a poco, el Príncipe de los
Sacerdotes se acercó al indefenso rebelde.
--Perdóname -murmuró el soberano con ironía, y acarició con
cuidado la torques que colgaba del cuello de Fordus y arrancó los
preciosos ópalos mientras susurraba unas palabras mágicas.
El Príncipe de los Sacerdotes abandonó la habitación, y la
dorada torques que prendía del cuello del Profeta comenzó a lanzar
destellos y a estremecerse. Una luz azul envolvió el resplandeciente
metal, el cual no dejaba de contraerse lenta pero inexorablemente.
Fordus, con gritos de dolor, empezó a retorcerse y a respirar con
dificultad, y tiró angustiosamente de la torques, tratando de romperla.
El Profeta cayó de bruces al suelo y removió el montón de polvo allí
desperdigado con sus últimas y desesperadas sacudidas. Entonces,
Fordus lanzó un grito ahogado antes de ser engullido por una
oscuridad abismal, en medio de la cual un ejército de muertos
rompieron filas para recibirlo. La exhalación de su último aliento
levantó pequeños remolinos en el polvo del suelo.
En el umbral de la puerta, el Príncipe de los Sacerdotes se dio
media vuelta y miró hacia el interior de la habitación con culpabilidad.
El soberano susurró unas últimas palabras mágicas y pasó su mano
sobre el Profeta muerto. El cuerpo de su hijo, ahora desprotegido, se
endureció, palideció y se deshizo rápidamente formando un pequeño
montículo de arena.
--No tenía otra opción -afirmó el soberano, sin dirigirse a nada ni
a nadie en concreto, a excepción de aquel montón de arena y a su
propia conciencia-. Fuiste encontrado en la arena del desierto con la
torques que creé para que, prendida alrededor de tu cuello, te
protegiera. La arena y los ópalos configuraban los inestables
cimientos de tus profecías y ahora ha llegado el momento de
regresar a la arena, pero tu recuerdo...
El mundo no lo recordará, contestó Takhisis esparciendo los
restos de Fordus con un torbellino de viento que entró por la ventana
y que se desvaneció rápidamente. Nosotros nos encargaremos de
ocultarlo, tú y yo.
»Decidiremos qué es lo que debe formar parte de la historia. Lo
crearemos o lo omitiremos a nuestro antojo.
El Príncipe de los Sacerdotes retrocedió aturdido, mientras un
sentimiento de alivio, la pena y sus propias ambiciones secretas
luchaban por hacerse con su corazón.
Ahora cumple mis órdenes.
--Pero... -tartamudeó el soberano, al tiempo que los últimos
restos de polvo desaparecieron por la ventana, dejando un pequeño
susurro tras ellos.
Prepárate para el hechiza que planeamos al principio de todo
esto.
--Pero todavía es demasiado pronto... -intentó decir el Príncipe
de los Sacerdotes, aunque su protesta enseguida enmudeció en su
garganta.
Obedéceme, murmuró la ventana, y entonces la habitación
quedó sumida en una oscuridad sobrenatural.

Finalmente, el Profeta había sido vencido.


En medio de una caótica turbulencia que gravitaba sobre el
Templo del Príncipe de los Sacerdotes, Takhisis observaba y se reía
satisfecha ante aquel espectáculo.
Ahora el Cataclismo era inevitable, el mundo volvería a sumirse
en el caos y los dioses serían de nuevo readmitidos en él.
Y ella estaría allí para esperarlos a todos.
Desde su lugar privilegiado, la diosa los atraparía uno a uno
cuando intentasen colarse en la nueva dimensión. Oh, sí, estaba
segura de que todos ellos, buenos, malos y neutrales, vendrían, pero
sus clérigos estarían esperándolos con las normas establecidas, y
las palabras de los seguidores de los otros caerían en saco roto.
La nueva era que se acercaba sería suya por completo y
perduraría durante miles de años.
Lo único que quedaba por hacer era completar el ritual del
Príncipe de los Sacerdotes. Sumergir su espíritu en el corazón de los
glainos, de la Sangre de Dioses, y entonces la permanencia de la
diosa en el mundo sería ya definitiva. Nada ni nadie volvería a
expulsarla de Krynn.
¿Cuánto tendría que esperar para ello? Un año, quizá dos. Los
elfos que trabajaban en las minas estaban sacando abundantes
gemas de las recónditas profundidades.
Aquellos pensamientos le hicieron recordar a Luz de
Relámpago. El último de la tríada de los rebeldes.
Takhisis decidió ir en busca del elfo. Con un chillido, el torbellino
de viento se zambulló hacia las calles de la ciudad.

La fuerza del viento hizo tambalear al elfo, que de repente se vio


envuelto por un torbellino de arena y polvo que lo zarandeaba con
una fuerza sobrenatural. En el corazón de la vorágine, Takhisis se
arremolinaba y se reía a carcajadas.
Luz de Relámpago, arrastrado por aquella extraña tormenta de
arena, sintió que se asfixiaba y luchaba angustiosamente por
respirar. Sin aliento y casi ciego, el elfo avanzó a tientas a través de
los jardines del Templo, en busca de algún lugar en el que refugiarse
de aquel furioso vendaval que lo paralizaba.
Takhisis se rió de nuevo, esta vez más fuerte, mientras
observaba los infructuosos intentos de aquella impotente criatura por
levantar las delicadas lucernas que recubrían sus ojos.
El elfo apretó sus manos contra la piedra y el cemento de las
paredes del Templo y, con un esfuerzo titánico, logró apoyarse en
uno de los muros mientras aquel viento infernal no cejaba de
castigarlo.
No era más que una mosca en medio de una tempestad, una
brizna arrastrada por un huracán.
Ése era el precio que tenía que pagar todo aquel que osaba
competir con el poder de un dios.
Takhisis contemplaba aquel espectáculo con regocijo, y un
suave ronroneo de satisfacción sacudió el cielo de Istar, como si de
un trueno se tratase, mientras el elfo quedaba totalmente cubierto de
arena y piedras.
«He logrado vitrificarlo -pensó-. Un momento más y...»
De pronto, desde algún lugar lejos de ella, surgió un murmullo
procedente de las profundidades de la roca, del agua y de la tierra. El
grito de miles de voces, tan graves y remotas, que tan sólo el oído de
un dios podía escucharlas.
¡Los elfos de las minas! Takhisis se estremeció ante aquella
posibilidad y, presa de un gran nerviosismo, comenzó a arrojarse
contra las antiguas piedras que conformaban las paredes del
Templo. Un furioso torbellino de arena y grava golpeó las ventanas
del ilustre edificio. Entonces, con un aullido insólito y desesperado, la
diosa comenzó a recorrer las calles de adoquines de la ciudad y se
coló como una lluvia de arena por entre las grietas de las piedras, en
su repentino y precipitado descenso a las profundidades de la tierra.
La diosa estaba hecha de aire y fuego, sal y arena, y también de una
resplandeciente luz cegadora. Adoptando sus múltiples y amorfas
esencias, se filtró entre los resquicios del subsuelo de la ciudad.
Takhisis, en aquellas circunstancias, olvidó su victoria reciente, al
líder rebelde muerto, a la desconsolada barda y también al elfo, al
que había dejado envuelto en una capa de arena y piedras.

Spinel sabía que algo había cambiado en los túneles que


recorrían el subsuelo de Istar. El elfo sintió que, por un momento, y
quizá sólo por un momento, las cadenas que subyugaban a los
lucanestis se habían aflojado.
Spinel se agachó bajo la luz de la lámpara y susurró las últimas
instrucciones a Tourmalin. La joven elfa se dio media vuelta y salió
corriendo, seguida por un puñado de hombres, hacia el final de la
pendiente.
Los elfos iban a demoler las minas a su paso; tenían la decidida
intención de enterrar aquellos valiosos yacimientos de ópalos a más
de treinta metros bajo la roca. Tendrían que pasar décadas antes de
que alguien, humano, elfo o enano, pudiese sacar otra vez provecho
de ellos.
Tourmalin había limpiado los escombros de cientos de
cavidades. Ella sabía que un desprendimiento fortuito de rocas o el
golpe de un pico en un lugar incorrecto podía acabar con un sinuoso
laberinto de túneles y provocar que la tierra de la superficie llegase a
temblar de tal modo como si el propio planeta estuviese a punto de
derrumbarse.
Jargoon, otro joven elfo, acompañado por una banda de
valientes jovenzuelos, golpearían con el pico las vigas nuevas que
sujetaban cinco de las seis bocaminas. Tan sólo dejarían una
entrada, que sería la que utilizarían los elfos para huir, aunque
primero tendrían que neutralizar a los guardias aprovechándose de
su superioridad numérica.
Entonces, por fin, los lucanestis podrían volver a saborear el
frescor del aire puro y a disfrutar de la luz de las lunas y de las
estrellas, del olor de la madera de cedro y del mar abierto. Cosas
que Spinel apenas recordaba.
El viejo elfo se levantó con decisión y esperanza, y se dirigió
hacia la última de las bocaminas.

Takhisis se filtró en forma de oscura arena entre los poros de


roca volcánica y contempló a través de las frágiles capas de piedra lo
que sucedía en el subsuelo de Istar. La diosa aulló llena de furia ante
aquel terrible espectáculo.
Lo único que faltaba era aquel sabotaje dirigido por un viejo elfo
y secundado por su despreciable pueblo.
Mientras los ojos de la diosa estaban en otro lugar, sus poderes
iban desvaneciéndose.
Las minas acababan de derrumbarse y sus entradas estaban
clausuradas, Takhisis había perdido los ópalos que tanto ansiaba.
Aun así, disponía del suficiente polvo de grandes ópalos para
adentrarse en el mundo, no en la forma y con la fuerza que le
hubiese gustado, y probablemente tampoco por mil años, tal como
había planeado y anhelado.
Pero tal vez dispondría de cincuenta años, quizá cien. El tiempo
suficiente para vengarse de todos aquellos que la habían
contrariado.
Definitivamente, sería suficiente.
Pero mientras tanto, los lucanestis iban a pagar por el tiempo
que le habían hecho perder. Lo iban a pagar muy caro.

Spinel, caminando entre los escombros de las minas y sin


apenas aire, guiaba a un puñado de lucanestis, mayoritariamente
niños, hacia la luz vacilante que surgía de la última entrada de las
minas, la cual estaba vigilada por el joven Jargoon.
La luz ámbar de la antorcha era tenue, casi sedosa, a través de
las lucernas bajadas, y las siluetas de los niños, con sus oscuras
ropas se movían en lo más recóndito de su visión.
En algún lugar más abajo, Spinel rezaba para que así fuese,
Tourmalin conducía al resto de los elfos, mineros y zapadores
expertos, hacia la misma salida, hacia la misma débil fuente de luz y
aire. El viejo elfo, implorando un último deseo de esperanza al gran
Branchala, siguió la tenue luz que asomaba al final de los sinuosos y
destartalados túneles.
Llevar a cabo el sabotaje había sido fácil. El Príncipe de los
Sacerdotes nunca se había mostrado particularmente preocupado
por la seguridad de las minas, y la enorme red de túneles se
desmoronó como un castillo de naipes. Una gran nube de polvo
ascendía de las galerías inferiores y Spinel condujo deprisa a los
chiquillos hacia la salida. El viejo elfo tuvo que subir sobre sus
hombros a una frágil niña pequeña y él mismo la llevó hacia las
puertas de la libertad.
--¿Adónde vamos? -le preguntó la pequeña elfa una y otra vez,
mientras el corredor serpenteaba entre gruesas capas de brillante
obsidiana.
Spinel la arrulló con cariño y le acarició en el hombro con su
mano curtida y nudosa. Sentía que tenía que proteger a aquellos
niños, que el destino de los lucanestis estaba en sus manos.
Spinel intentó calmar a los pequeños. Saltó por encima del
cuerpo de un centinela istariano que yacía en la intersección de dos
túneles medio derrumbados. Por la cara del pobre soldado, era
evidente que Jargoon había cumplido con su parte del plan y que los
elfos se habían comportado de forma despiadada.
Aguantando la respiración, el viejo elfo subió a toda velocidad
por el túnel y se cruzó con el cuerpo de otro centinela, y después de
otro. De pronto, la entrada de la mina apareció claramente ante él.
Un arco iluminado que aparecía en el fondo de la oscuridad del túnel,
a no más de unos cien metros de distancia.
Spinel aceleró el paso.
Pero ¿dónde estaba Jargoon y sus compañeros? Spinel los
buscó por los túneles adyacentes, los cuales estaban derrumbados y
llenos de escombros.
No había rastro de los otros elfos.

Mucho antes de que los lucanestis fuesen llevados a las


cavernas que yacían bajo la ciudad de Istar, antes de la larga
sucesión de Príncipes de los Sacerdotes y antes incluso del
nacimiento de la propia ciudad, una raza de criaturas gobernó aquel
laberíntico mundo subterráneo compuesto de obsidiana y piedras
volcánicas.
Los espíritus de las nagas habían vigilado celosamente aquellas
galerías que atesoraban abundantes joyas y codiciados metales, y
protegían sus riquezas de la codicia desmesurada.
Cuando llegaron los elfos, las nagas lucharon contra su
invasión, y pronto las pesadillas de los lucanestis más pequeños
estuvieron pobladas con estas horrendas criaturas. Una colección de
monstruos con gigantescos cuerpos de serpiente y pálidos e
inexpresivos rostros humanos se convirtieron en los villanos de miles
de leyendas élficas, y cada una de las catástrofes que los acechaba,
desde una hambruna hasta el derrumbamiento de un túnel, lo
atribuían a la perversa obra de las nagas. Y lo que era más
importante, estas insólitas bestias subterráneas practicaban una
magia malvada, conocían numerosos hechizos con los que cegar y
dejar sin sentido a sus desafortunadas víctimas. De este modo,
cuando una indefensa criatura caía en sus garras, las perversas
nagas, utilizando una magia todavía más ancestral y ruin, absorbían
toda la humedad de su víctima, dejando a los elfos reducidos a un
ridículo montón de huesos opalescentes.
Siniestras e inusuales, las nagas representaban un misterio para
los lucanestis, los istarianos, y también para los enanos y los druidas.
Pero no para Takhisis.
Mucho tiempo atrás, la diosa descubrió a estos seres y los
convirtió en sus secuaces.
Y ahora había llegado el momento de que desplegasen su
fuerza.
Una vieja naga yacía oculta entre las sombras que había junto a
la última entrada despejada que quedaba en toda la mina, siseando
con hambrienta impaciencia. Su sinuoso cuerpo destelló una vez
sobre los escombros del túnel.
El ligero sonido de la bestia pronto fue contestado por otro
movimiento en la oscuridad procedente del otro lado de la entrada.
Aquello fue suficiente para que el viejo elfo comprendiese lo que
había sucedido.
Estaba rodeado por dos de aquellas criaturas infernales, y no
había rastro de Jargoon.
Allí, a escasos pasos de la libertad, las terribles nagas acabarían
rápido con los niños, a menos que...
¿Cuáles eran las palabras de aquel cántico? Hacía más de cien
años desde la última vez que Spinel utilizó el conjuro, cuatrocientas
estaciones con sus pensamientos concentrados en el rastreo de
túneles y galerías, y en la búsqueda de yacimientos de ópalos.
Aun así, el ensalmo continuaba allí, pero tendría que buscar con
astucia entre los recuerdos.
Con suma delicadeza, Spinel dejó a la pequeña elfa en el suelo
de la mina. Un ligero temblor procedente de las rocas lo avisó de que
la naga los estaba esperando y que ésta había iniciado sus largos y
traidores encantamientos.
--Culet -susurró Spinel a la pequeña-, cuando te diga que corras
hacia la salida, obedéceme. Es un juego entre tú y yo. Y recuerda
que cuando llegues a aquella luz del fondo, no debes dejar de correr.
Nosotros te seguiremos.
Dos de los niños más mayores intercambiaron unas miradas de
preocupación, y el túnel se llenó con el ruido de un zumbido seco,
como si algo se arrastrase sobre un montón de hojas acumuladas
durante más de un siglo.
--No os preocupéis por mí -los tranquilizó Spinel, intentando
transmitir valentía y seguridad, y esforzándose para que su voz no lo
traicionase-. Cuando os dé la señal, seguid a Culet, yo me reuniré
con vosotros más tarde.
«Que así lo quieran los dioses», pensó el viejo elfo, sin apartar
la mirada de la oscuridad, y del profundo silbido procedente de las
rocas.
Poco a poco, rodeó el cuerpo de la pequeña elfa con sus
brazos, la situó la primera del grupo y le dio un último y rápido abrazo
antes de empujarla lejos de él, hacia la salida.
--¡Ahora! -le ordenó, y la niña corrió obedientemente hacia la luz;
los otros la siguieron.
El anciano elfo corrió con ellos, y sus viejos y pesados huesos
crujieron con el rápido y repentino movimiento. Cuando por fin
alcanzó la entrada de la mina, se dio media vuelta para enfrentarse a
las terroríficas criaturas.
Spinel murmuró un antiguo conjuro élfico y aguardó en el umbral
rodeado por un círculo de luz ámbar. A medida que cada niño, que
cada pequeño elfo, cruzaba el resplandor, era como si éstos se
hubiesen purificado y liberado. Protegiéndose los ojos, aquellos
pequeños seres irrumpieron bajo la luz de los rayos del sol y del aire
puro hacia una nueva e inesperada vida.
Las nagas, al no poder atravesar aquel resplandor ámbar y
mágico, aullaron llenas de rabia en medio de la oscuridad.
Al fin, el último de los niños elfos dejó atrás la mina y saltó a la
libertad. Entonces, Spinel se preparó para seguirlo, pero los hechizos
de las malvadas criaturas, al principio neutralizados por su propia
magia, se fueron haciendo cada vez más poderosos, y lograron
paralizar el pensamiento, la voluntad y los recuerdos del elfo.
Fatigado, Spinel dio un último paso hacia la luz de la salida,
mientras sus ojos desprotegidos observaban con ansia la pared
rocosa, un parche verde de vegetación, un ramillete de flores
silvestres que surgía del medio de la obsidiana.
«Es genciana -pensó-. Casi la había olvidado.»
Entonces, los monstruos se deslizaron hacia la luz y obstruyeron
la entrada. Aquellas perversas criaturas arquearon el cuerpo, alzaron
sus pálidos e inexpresivos rostros humanos y canturrearon el último
de los hechizos a la amorfa figura opalescente que se tambaleaba en
la oscuridad de la caverna.
Spinel se hizo uno con sus ancestros y con la tierra que los
sepultaba.

La Reina de la Oscuridad flotaba en las galerías superiores que


recorrían las minas de ópalo. Un polvo oscuro se arremolinaba y se
abría paso entre las estancas galerías; entonces, la diosa oyó un
temblor en la profundidad de la tierra y se rió satisfecha.
¿Qué importaba que las minas se hubiesen desmoronado?
¿Que los elfos más jóvenes hubiesen logrado huir?
La mayoría de los lucanestis estaban encerrados en las
profundidades de las minas, convirtiéndose en una presa fácil para
los desprendimientos de tierra y para las malvadas nagas. Por lo que
concernía a los otros... ya saldarían sus cuentas, sufrirían lo
indecible con el inminente regreso de Takhisis.
Pero ahora había llegado el momento de que el Príncipe de los
Sacerdotes llevase a cabo su hechizo, y que el polvo de los glainos,
la Sangre de Dioses, acabase con su ruin vida en el Abismo.
Sin embargo, las cosas no estaban sucediendo de acuerdo con
los planes de la diosa. Si no hubiese sido por aquel viejo e
imprudente elfo, el que se había convertido en piedra a las
mismísimas puertas de la luz y la libertad, ella habría podido
planearlo todo a su debido tiempo.
Los ópalos que le faltaban brillaban en las profundidades de la
tierra, lejos del alcance de sus secuaces; aun así, continuaba siendo
un instante sumamente dulce para ella. De hecho, había llegado el
momento de aniquilar a la veintena de Hombres de las Llanuras, a
aquel estúpido sirviente, a la barda, a todos aquellos rebeldes que
aguardaban en el paso meridional de las montañas.
Entonces, como si una corriente de aire surgiese de las mismas
entrañas del planeta, una nube de polvo negro comenzó a filtrarse
por las grietas de la tierra y, poco a poco, fue transformándose en
una descomunal figura alada de la que sobresalían cola, garras y
alas hechas jirones, la cual emprendió el vuelo hacia la cima del
Templo del Príncipe de los Sacerdotes.

Cuando las ventanas, oscurecidas por el humo y la proximidad


de la noche, se dirigieron al soberano, el nuevo mensaje fue colérico
y apremiante.
Ha llegado el momento, le dijeron al Príncipe de los Sacerdotes.
Tu futura esposa te espera.
Pero el soberano ya no creía en aquellas voces. Era el miedo lo
que le impulsaba a llevar a cabo el conjuro, más que la esperanza o
su propio deseo. Entonces, cogiendo el polvo de los glainos entre
sus dedos temblorosos, el Príncipe de los Sacerdotes comenzó con
el primero de los ensalmos, encendiendo con su aliento el montón de
polvo e iluminándolo con una luz violenta y artificial.
«No puede fallar -pensó-. Haya amante o no, debo cumplir con
el mandato de la voz.»
El gobernante de Istar no se percató de la presencia de una
nube de humo y arena hasta que ésta lo envolvió totalmente,
después de colarse entre las coloreadas ventanas opalescentes e
impregnar sus aposentos con una neblina espesa y asfixiante.
Entonces, el polvo que descansaba en sus manos comenzó a
elevarse y a mezclarse con la sofocante neblina.
Has cumplido con tu parte, proclamó la voz. Permitiré que vivas,
de momento.
El hombre no fue tan imprudente como para preguntar en
aquellos delicados momentos por la mujer, por su amante, por la
hermosa muchacha hecha de brillante polvo opalescente que le fue
prometida años atrás por la oscura voz en el triforio. Ella no
aparecería. Sabía que había sido engañado. Estafado, humillado, y
sintiéndose más débil de lo que jamás se hubiera imaginado, el
Príncipe de los Sacerdotes contempló con impotencia cómo la
misteriosa nube se oscurecía y se solidificaba antes de escaparse
por las ventanas abiertas.

Luz de Relámpago, despertándose por fin del pétreo sueño


transitorio que lo había salvado de la cólera de la diosa, observó
desde los pies del Templo cómo un nuevo torbellino se arremolinaba
en el balcón del ilustre edificio.
Una nube de oscura arena formó un impresionante remolino, en
el centro del cual resplandecía el opaco polvo de los glainos. El elfo
distinguió tres siluetas entrelazadas en las entrañas de la corriente:
Tamex y Tanila, con sus misteriosos ojos ámbar resplandeciendo
como los de un reptil... y una tercera figura, que correspondía a la de
un hombre con barba y melena larga...
A la de un individuo con ojos azul cielo.
Los cuerpos eran etéreos y cambiantes. Unas veces no se
distinguían los unos de los otros y otras eran perfectamente
diferenciados. El elfo contempló aquel espectáculo horrorizado y,
cuando vio aquella nube abrasadora y enorme flotar por encima de la
torre, supo inmediatamente que su viejo amigo se había desvanecido
para siempre y que la insigne ciudad por la que tantas penurias
habían pasado juntos no era más que un espacio de mármol,
brillante y vacío.
--¡Cuidado. Istar! -murmuró Luz de Relámpago, mientras se
alejaba por los callejones de la ciudad en dirección a las puertas de
la muralla, para cruzar los campos calcinados en busca de su gente,
de la que se sentía responsable.
»Estate alerta en los años venideros, porque el suelo que pisas
es inestable.

Alanda observó alarmada cómo una tormenta se alzaba sobre la


ciudad.
Una sombra oscura y profunda se aposentó sobre las torres más
altas de la ciudad, y por encima del horizonte de mármol una nube
amorfa arrojó una ráfaga de viento y relámpagos.
De repente, aquella nube misteriosa adquirió forma y se
acomodó en la torre. Enseguida, unas alas emergieron de aquella
caótica vorágine, seguidas de una cola, un cuello grueso y
musculoso, y unas fauces de reptil.
Lucas lanzó un grito y comenzó a trazar círculos en el cielo. El
halcón se alejó de la boca del paso de la montaña y emprendió el
vuelo en dirección sur, rumbo a la tormenta. Alanda, desesperada,
vio que su amigo se alejaba volando por los aires y que el resto de
sus compañeros se desperdigaban presos del pánico y del terror.
En aquel instante, un dragón colgaba sobre la cima del Templo
del Príncipe de los Sacerdotes, un dragón etéreo envuelto en una
violenta espiral de arena. Entonces, poco a poco, aquella bestia
empezó a batir sus alas, y las propias aguas del lago Istar
comenzaron a rizarse como si un furioso torbellino las rozara. Las
nubes que se retorcían sobre aquel apocalíptico espectáculo, giraban
como furiosos pájaros del desierto y el propio aire se arremolinaba
arrojando difusos y violentos rayos de luz en el horizonte.
¿Qué es eso?, le preguntó Vincus a la barda.
Nada. Sólo una tormenta.
Pero esa extraña forma, insistió Vincus mientras señalaba el
cielo con sus oscuras manos. Parece...
Nada, le contestó Alanda mediante signos. No es más que
arena y los restos de una vieja maldad.
Entonces, una violenta corriente de aire se abalanzó sobre ellos.
La venganza de Takhisis fue rápida y poderosa, mucho peor que el
sterim del paso Central. Los árboles fueron arrancados de cuajo y
arrojados contra las paredes del paso. El impacto contra las frágiles
rocas fue ensordecedor y los Hombres de las Llanuras huyeron para
ponerse a salvo, mientras aquel terrible vendaval recorría el paso del
Oeste para irrumpir finalmente en las llanuras y en el desierto que se
extendía tras éstas.
En aquel momento, en medio del estruendo atroz causado por el
implacable viento, Alanda cogió su lira.
La corriente le devolvió la melodía de su canción y la muchacha
permaneció inmóvil y sin aliento en el paso de la montaña, mientras
el mundo se desmoronaba a su alrededor.
La muchacha se sintió insólitamente tranquila en medio de aquel
caos. Había una salida, un modo de derrotar a aquel viento
estremecedor y devastador, y sabía que la respuesta permanecía
oculta en algún rincón de su mente.
«Se trata de algo peligroso y totalmente nuevo», le había dicho
Luz de Relámpago.
Alanda acarició las cuerdas de la lira y, agotando sus últimas
fuerzas y esperanzas, se encaró al tormentoso dragón y empezó a
cantar.
Una corriente de arena y polvo se clavó en la garganta de la
barda. A pesar de todo, su voz continuó fluyendo junto a las notas de
la lira, aunque sus esfuerzos se hicieron prácticamente inaudibles
debido al estruendo de la tormenta, y a que nadie, ni tan siquiera
Vincus, que permanecía pegado a ella, era capaz de oírla.
De hecho, ni siquiera ella podía escuchar su propia voz. Pero
estaba convencida de que la magia de sus canciones no la
abandonaría.
«Es lo último que me queda frente a este caos. Y continuaré
cantando hasta que el mundo se parta en dos», pensó la infatigable
muchacha.
Y así fue como, durante una hora larguísima, la música de la
barda luchó contra aquel viento estremecedor. Mientras tanto, una
docena de Hombres de las Llanuras se apiñaba aterrorizada bajo
una tormenta de rayos cegadores. Dos veces se tambaleó la
muchacha, una incluso llegó a caerse, pero Vincus la sujetó con sus
poderosos brazos y apoyó su cabeza sobre los hombros de la joven,
quien se mantenía firme ante el viento, como una roca azotada por el
sterim.
A pesar de todo, Alanda continuó cantando y lanzando
infatigable todos los versos y las notas que conocía contra el
implacable vendaval, e inventando, incansable, otras nuevas.
Entonces, lentamente, el dragón comenzó a alejarse y surcó los
aires por encima del Templo del Príncipe de los Sacerdotes.
Cuando todo comenzó a amainar, un silencio impresionante se
extendió por encima del lago, y una figura de enormes alas atravesó
volando las oscuras aguas.
En medio de aquel repentino silencio, Alanda, que continuaba
cantando, descubrió que no salía ningún sonido de su garganta,
nada excepto un carraspeo áspero y exhausto.
«Todo ha terminado», pensó, mientras seguía esforzándose por
cantar. Entonces, la muchacha abrió los ojos y meció la lira como si
de un bebé se tratase.
«He hecho todo lo que ha estado en mi mano para expulsar a
esa bestia malévola», concluyó.
En aquel instante, un segundo antes de que su última nota se
convirtiese en miedo y desesperación, el grito de un halcón
interrumpió el expectante silencio.
Lucas surgió majestuoso del cielo del norte y sobrevoló el paso
de la colina. Entonces, en las montañas de Istar sonó el eco de la
canción perdida de Alanda, con tanta fuerza, claridad y dulzura que
la muchacha se maravilló ante su propia magia, de la cual pensaba
que carecía. La muchacha oyó su propia voz retumbar entre un millar
de rocas, lo que no hizo más que magnificar el espectáculo hasta
que el propio suelo tembló bajo sus pies.
Mientras tanto, en la otra orilla del lago, la silueta del dragón
comenzó a deshacerse y a colarse inofensivamente entre las aguas.
Pero el lago se estremeció al sentir el contacto de la corrosiva arena
y una gran cortina de vapor surgió de la burbujeante superficie. De
repente, se oyó un terrible estremecimiento, que logró sofocar la
magia de la canción de la barda, y la cortina de vapor quedó
suspendida en el aire, adquiriendo la forma de un guerrero de las
Llanuras de barba rojiza y semblante triste, y de cuyo cuello colgaba
una torques resplandeciente, con los extremos en punta.
Una lluvia suave cayó de las nubes de vapor, y la última imagen
del Profeta se desvaneció en medio del cielo de Istar.
Nunca la arena ni la sal serían lo mismo. Toda estructura
cristalina había sufrido una mutación, una gran transformación
geológica y ningún mineral de Krynn volvería a cobijar a un dios.
Aquél había sido el logro de la canción de Alanda, de su última
canción.
--Que así sea -susurró la joven, distraída y ensimismada en sus
propios pensamientos y recuerdos-. Las cosas cambiarán después
de esto. Tendrán que cambiar forzosamente.
A su lado, y para su sorpresa, Vincus asintió con la cabeza.
La barda había hablado, y por primera vez en mucho tiempo su
gente había podido oír su voz.
Otra voz retumbó en las profundidades del Abismo.
En medio de las tenebrosas profundidades, Takhisis era una
bola de fuego e ira que agitaba a su paso un viento abrasador y letal.
Las otras deidades menores se apartaban ante ella, apartándose de
su camino como murciélagos asustados.
--¡He sido derrotada por un hatajo de elfos y por el insoportable
canturreo de una barda! -se quejó Takhisis.
La oscuridad del Abismo comenzó a dar vueltas y a destellar
con una confusión de estrellas blancas, violeta y rojas.
Poco a poco, la diosa se recogió sobre sí misma y se cubrió con
sus enormes alas, intentando aplacar su ira.
Quizás esta vez hubiesen vencido.
Quizás, aquellos pequeños infelices, auspiciados por una gran
racha de suerte, habían logrado posponer por unas pocas y
miserables horas la entrada de la diosa en Krynn. Pero Fordus
estaba muerto y su insurrección aniquilada. De eso estaba segura.
Ahora, como un reflejo de sus pensamientos, un llameante
torrente irradió de la superficie de sus duras y correosas alas. Como
si estuviese contemplando un mural que empezara a cobrar forma y
a desarrollarse.
Takhisis condujo las imágenes, las moldeó y les dio un
propósito.
En el correoso capullo de sus alas recogidas, el fuego de su
cólera y su magia se difundió con tintes violeta, carmesíes y blancos
que se derramaban sobre una ciudad devastada que era pasto del
fuego, torres que se desplomaban y tierra que se resquebrajaba.
Iluminaban el Templo del Príncipe de los Sacerdotes, donde el
más poderoso de sus sicarios se sentaba entre el polvo de cientos
de ópalos mientras entonaba el último de un centenar de conjuros
que hoy empezaría a enseñarle. Oh, no era el futuro inalterable. Aún
no. Pero a través de sueños e insinuaciones, sirviéndose de su
culpabilidad y de los oscuros anhelos de su corazón, induciría al
Príncipe de los Sacerdotes a realizar el conjuro, encauzándolo hacia
ese instante, ese acontecer.
Su gran momento no había llegado aún; pero indefectiblemente
llegaría.
El Príncipe de los Sacerdotes se encargaría de todo para que tal
cosa ocurriera.

EPÍLOGO
Parece pertinente que yo, que soy mudo, escriba las últimas
palabras.
Los druidas me han tratado bien durante más de cien años.
Incluso durante la Hecatombe, la época que otros han denominado el
Cataclismo, ellos me dieron cobijo y comida durante las largas
noches de la Era de la Oscuridad.
Al final Takhisis resultó vencedora. La diosa logró acabar con la
rebelión y expulsarnos a todos de regreso al desierto de Istar y,
aunque la valentía de los elfos consiguió evitar la entrada de la
malvada Reina en este frágil mundo, ésta regresó al cabo de un
tiempo con más fuerza. Fue entonces cuando el mundo se partió en
dos, y millones de hombres perdieron la vida víctimas de su furia.
Pero, a pesar de toda esta envolvente oscuridad, las cosas no
han sido tan malas para mí.
Aquí, al norte de Silvanost, consumiendo los últimos años de
una vida longeva y feliz, escribo las últimas páginas del libro que
hace ya más de un siglo Vaananen me entregó.
«Pronto alguien preguntará por él -me dijo Vaananen-. Y tú
sabrás que ésa es la persona a la que tienes que entregárselo.»
¿Cómo iba a saber yo entonces que el que iba a preguntarme
por él era quien ya se lo había entregado? ¿Alguien que lo
devolvería misteriosamente para que yo terminase lo que estaba
escrito en él?
Cuando por fin pasó la tormenta y la mágica música de Alanda
se apagó, comenzamos a atender a los heridos y a reunir los
cuerpos sin vida de nuestros compañeros, ya que cinco más cayeron
en el paso de la montaña víctimas de la furia de Takhisis.
Pasamos un día entero deambulando, rezando y ofreciendo
nuestros cánticos a los muertos. Después, iniciamos nuestro viaje de
regreso al desierto, atravesando un camino de escombros y
destrucción. Alanda escogió a un que-nara llamado Zambuagua para
que fuese a la retaguardia, éste había sido víctima del escarnio y la
burla del resto de sus compañeros cuando yo, con ayuda de las
semillas de zizyphus, logré deslizarme entre el campamento de
Fordus.
Pero aquella vez estuvo más atento. No habíamos andado ni
dos kilómetros cuando empezó a correr el rumor entre la columna de
que Luz de Relámpago se aproximaba, y con él cuarenta
supervivientes entre los cuales se contaba una docena de los
lucanestis recién liberados. Todos ellos iban en busca de la
seguridad que ofrecía el refugio del desierto.
Fue un momento muy emotivo, los Hombres de las Llanuras y
los proscritos se fundieron en un abrazo y viajaron fraternalmente
hacia el sur, acogiendo a los pequeños elfos como si fuesen sus
hijos adoptivos. Estremecidos todavía por los recientes
acontecimientos, todos ellos olvidaron las disputas y rivalidades de
los meses y años que duró la rebelión del Profeta. Por primera vez,
desde que comenzó su penosa odisea bajo el mando de Fordus, se
miraron sin rencor.
Todos excepto Gormion. La capitana de los rebeldes, fiel a su
estilo, se lamentaba y amenazaba, mentía y persuadía, pero sus
palabras habían perdido la capacidad de herir y de sembrar la
disputa. Los seguidores de Luz de Relámpago le hacían caso omiso.
Era como si la maldición de la que Alanda se acababa de liberar
hubiese caído con todo su peso sobre la conspiradora mente de
Gormion.
La rebelde vivió el resto de sus días, no muchos, en el desierto,
y la flecha de un soldado acabó con su vida durante el fatídico asalto
a una caravana. Ella siempre había dicho que algo como aquello
terminaría sucediendo. No sé qué fue del druida Vaananen, salvo
que desapareció tras la batalla de Istar. Desde entonces, muchas
veces he recordado las numerosas cosas que él hizo por mí. De
hecho, he adoptado su nombre como mi patronímico en su honor.
Así es como esta historia comienza y termina con su nombre.
Luz de Relámpago y Alanda, por su parte, iniciaron una nueva
relación. Cuando se encontraron de nuevo, ninguno de los dos
mencionó a Fordus. En una ocasión, el elfo intentó explicarle a la
muchacha lo que había ocurrido, procuró poner palabras a lo que
había visto pasar por la ventana del Templo para reunirse con la
nube que rodeaba al estremecedor dragón, con el cielo de Istar como
fondo. Pero el sonido de las cuerdas de la recién redescubierta lira
acalló las palabras del elfo.
--Se había marchado hacía mucho tiempo -le dijo la muchacha.
Nunca más oí hablar de aquel tema.
Cuando por fin nuestro grupo alcanzó las llanuras, supe que un
nuevo y silencioso entendimiento había nacido entre la barda y el
intérprete de Fordus. La enemistad que en otro tiempo los había
separado, había desaparecido. Hablaban en susurros, Luz de
Relámpago se sentía feliz de oír por primera vez la conversación de
la muchacha y también comprobé que se comunicaban con la
mirada, mientras atravesábamos el alto manto de hierba en nuestro
viaje de regreso al desierto.
El halcón Lucas seguía siendo fiel a su compañera, pero ahora
mantenía más distancia y sus grandes círculos se hacían más
grandes para envolver a dos personas en vez de a una.
No me extrañó enterarme dos años más tarde de que se habían
casado.
Me marché por última vez del bosque cuando nació su hija. Una
niña de pelo dorado que se parecía mucho a su madre, pero que
había heredado la extraña y distante mirada de su padre. A aquellas
alturas, los que-naras habían perdido el miedo de la imilus y
compartieron la feliz celebración de los padres. En la cual Alanda
cantó.
Es cierto que su voz se había estropeado de acuerdo con los
cánones bárdicos. El viento y la áspera arena le habían arrebatado
aquel singular don por el que era conocida.
Pero logró sacar algo positivo de ello. De su voz dañada
irreversiblemente surgió una nueva capacidad de componer frases
profundas, nació un poder creativo que jamás antes había tenido.
Nunca más la arena se transformó o se fundió con su música, ni el
agua surgió del desierto ni desaparecieron las tormentas. Pero, en
cambio, consiguió conmover el corazón de los que la escuchaban.
Acompañada de su lira, las nuevas canciones convirtieron el miedo
en esperanza y los lamentos en decisión y alegría.
Y todas eran canciones compuestas por ella.

Las profecías falsas pasaron por verdades en los días de


Fordus. Ahora, cien años más tarde, Takhisis ha regresado. La diosa
deambula como una leona por Ansalon, y ha llegado el momento del
nacimiento de nuevas profecías, de palabras verdaderas que
permitan hacerle frente en la oscuridad perpetua.
No soy profeta, pero escribo estas líneas en el año noventa y
siete desde la Hecatombe.

«La niña medio élfica que vi en el desierto, acunada por su


madre de forma tan delicada y amorosa, como esa misma madre
antes había acunado el tambor que ponía palabras a sus
pensamientos...
»Esa niña también será madre algún día, y abuela, y bisabuela...
»Alanda y Luz de Relámpago habitan en mi profecía, y
siguiendo su línea sucesoria, dentro de dos siglos, una nueva
criatura nacerá bajo una esfera dorada, y la tarea del santón, del que
pone nombres, será fácil esa noche.
»Goldmoon la llamarán.
»Sacerdotisa de Mishakal. Ella secará las lágrimas e iniciará la
curación. Y nunca viajará sola, sino que logrará rodearse de gente.
»Sus hazañas retumbarán como un eco perdido en las
montañas.
»Escuchad la palabra del Profeta.»
Vincus Uth Vaananen
Silvanesti
97 d.C.

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