Un Dialogo Entre Monterroso y Cortazar

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Mariana Sández

UNIVERSIDAD AUTONÓMA DE BARCELONA

FACULTAD DE LETRAS

DOCTORADO DE TEORÍA LITERARIA


Y LITERATURA COMPARADA

Seminario
EN TORNO A LA PARODIA

Profesor Gonzalo Pontón

Un diálogo entre Monterroso y Cortázar

Mariana Sández
(Barcelona, junio 2002)

1
Mariana Sández

Subcomedia
Hay un mundo de escritores, de traductores, de
editores, de agentes literarios, de periódicos, de revistas, de
suplementos, de reseñistas, de congresos, de críticos, de
invitaciones, de promociones, de libreros, de derechos de
autor, de anticipos, de asociaciones, de colegios, de
academias, de premios, de condecoraciones. Si un día entras
en él verás que es un mundo triste; a veces un pequeño
infierno, un pequeño círculo infernal de segunda clase en la
que las almas no pueden verse unas a otras entre la bruma de
su propia inconciencia.

Augusto Monterroso, La Letra e.

Ahora que lo pienso, cuánta razón tiene Derrida cuando dice,


cuando me dice: No (me) queda casi nada; ni la cosa ni su existencia,
ni la mía, ni el puro objeto, ni el puro sujeto, ningún interés
de ninguna naturaleza para nada.

Julio Cortázar, “Diario para un cuento”.

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Mariana Sández

Un diálogo entre Monterroso y Cortázar

Entre las obras de Augusto Monterroso y Julio Cortázar puede establecerse una serie
interesante de correspondencias sustentadas incluso a partir de sus biografías1 o del rasgo que
caracteriza singularmente a cada una de sus obras: el humor. Con todo, lo que me motiva a
reunirlos en este espacio común es el hallazgo –nuevo para mí y en apariencia también para la
crítica2- de lo que interpreto como la inauguración formal de un diálogo entre Un tal Lucas
(1979)3 de Julio Cortázar y Obras Completas (y otros cuentos) (1959)4 de Augusto
Monterroso, constituyéndose el primero como un homenaje y un guiño de complicidad al
segundo. Las bases del presente análisis estarán fundadas, entonces, sobre este encuentro. El
hilo conductor que lo recorre, empero, surge y se extiende a partir de otros motivos que nutren
a ambas obras: la parodia y la sátira.
Debido a las restricciones que me impone la extensión del artículo, lo focalizaré en un
tema concreto: la imitación burlesca de las conductas del escritor y del crítico literario
prototípicos y de sus sendos discursos (literario y académico) en el cuento “Leopoldo (sus
trabajos)” del libro Obras Completas y en una selección de episodios incluidos en Un tal
Lucas de Cortázar. Aunque el análisis podría muy bien hacerse extensivo a una gran cantidad
de textos de ambos autores, dentro y fuera de los libros escogidos, sólo me propongo reunirlos
desde ese pequeño ángulo de coincidencia puntual y resaltar una línea de lectura desde la que
abordarlos.

1
El contexto cultural que enmarcó la elaboración de sus obras en los entornos inmediatos de lo que
históricamente dio en llamarse el “boom” de la literatura; los orígenes latinoamericanos; la calidad de emigrados
(Cortázar emigra a París en 1951 y Monterroso se radica en México en 1944); y una entrañable amistad que los
unió hasta el final.
2
Mis perseverantes –aunque no completos ni concluidos- esfuerzos por averiguar si otros críticos habían ya
detectado el diálogo entre estos textos me llevan a suponer, momentáneamente, que no existe un análisis
dedicado al tema.
3
CORTÁZAR, JULIO, 2000, Un tal Lucas, España, Punto de Lectura. Todas las citas fueron tomadas de la
presente edición y, en lo sucesivo, las señalaré con la sigla UTL seguido del número de página correspondiente.
4
MONTERROSO, Augusto, 1998, Obras Completas (y otros cuentos), Barcelona, Anagrama. Todas las citas
fueron tomadas de la presente edición y, en lo sucesivo, las señalaré con la sigla “LST” cuando haya de referirme
al cuento que me interesa, “Leopoldo (sus trabajos)”; como “OC” cuando me refiera al cuento “Obras
Completas” y OC cuando me refiera al título del libro; seguidas, en cada caso, del número de página
correspondiente.

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Mariana Sández

Desde ese lugar, los relatos servirán para ilustrar el delicado problema de la definición
de lo que, en sentido amplio, puede llamarse “imitación burlesca” y su especificidad en forma
de parodia o sátira, parodia satírica o sátira paródica. De otro lado, en la medida en que la
ridiculización recae sobre los sujetos y las modalidades discursivas del quehacer literario, los
relatos se corresponden con uno de los rasgos predominantes de las expresiones culturales del
siglo XX: la metaficción. En virtud de ese registro autorreflexivo y de la mirada narcisista que
caracteriza al arte de los últimos tiempos, muchos escritores y pensadores llevan ya tiempo
preguntándose, asimismo, cuáles pueden ser los alcances del desmedido afán de la academia y
de la teoría literaria por analizarlo, estructurarlo y descomponerlo todo científicamente.
Augusto Monterroso y Julio Cortázar, aunque más el segundo que el primero, intentan
también comprenderlo a través del juego, la ironía y el humor. Desde el absurdo y la
sagacidad, ante todo, y es así cómo quiero descubrirlos divirtiéndose.

La especificidad de los géneros

El problema de la diferenciación, la especificidad y los límites entre los géneros de la


parodia y la sátira ha suscitado una larga serie de debates enriquecedores pero contradictorios
que aún no ha podido resolverse satisfactoriamente. La originalidad y el valor de las
investigaciones acerca de la parodia que hace la crítica norteamericana Linda Hutcheon
residen en su capacidad de haber abierto e integrado el concepto a otros recursos
fundamentales de la expresión literaria, ceñidos al marco del quehacer artístico
contemporáneo estrictamente. Relacionándolos en lugar de diseccionarlos, la crítica observa
cómo cada uno de estos discursos (paródico, satírico, irónico) se conjugan e interpenetran a
veces de forma indisociable con otros procedimientos tan presentes en el universo diegético
de la narrativa actual: puesta al desnudo de los artificios; carnavalización como contraste de lo
oficial con lo irreverente, como liberación y como integración de lo viejo con lo nuevo; la
intertextualidad; las nociones de diferencia y repetición; la metaficción y el papel de lector
como co-autor. Para comprender las diferentes lecturas hechas sobre el concepto de parodia
en el cuadro de la posmodernidad, Hutcheon recupera algunas de las propuestas teóricas de la
crítica literaria más relevantes del siglo, que han abordado el fenómeno desde sus diferentes
ópticas, a saber las de los Formalistas rusos, Bajtín, Kristeva, Genette, Deleuze, Derrida, la
estética de la recepción y Eco, entre otros. Este panorama le permite concluir que, siempre

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presente de una u otra forma en el terreno de las manifestaciones estéticas, la parodia “es una
de las formas principales de la autorreflexividad moderna; es una forma de interdiscursividad
artística” (1985, 2)5. Por lo mismo, su teoría parte del presupuesto de que la
metadiscursividad, o autorreflexividad, es uno de los rasgos más sobresalientes, sino el más
omnipresente, en todas las realizaciones culturales del siglo XX, “desde los comerciales
televisivos a las películas, desde la música a la ficción” (1985, 1).
Patricia Waugh (1984) coincide con esta mirada y dedica un extenso estudio a
interpretar los alcances de la metaficcionalidad en el terreno literario. Acertadamente señala
que, aunque los escritores de las dos últimas décadas hayan demostrado una especial atracción
por “explorar la teoría de la ficción a través de la práctica de escribir ficción” (1984, 2)6, la
metaficcionalidad es tan antigua como el origen de la novela y es en realidad un recurso
inherente al género novelesco (5). En pocas palabras podríamos decir –parafraseando su
teoría– que los ejercicios “meta” discursivos o ficcionales buscan poner de manifiesto la
arbitrariedad del lenguaje con que se construye una obra de arte, el carácter de “artificio” que
se le confiere como resultado de un proceso de creación ajeno a la realidad y que, por lo
mismo, cuestiona los límites entre la ficción y el modelo externo al que se refiere. Por este
camino, Waugh llega a la misma conclusión que Hutcheon: la parodia es un elemento
principal en la construcción de obras que interrogan a, y desequilibran, las convenciones
automatizadas de su propio género o de su entorno. El valor de la parodia reside en su carácter
de renovación puesto que, al desestabilizar ciertas convenciones anteriores, las recrea y hace
surgir de ellas otras nuevas (2-3).
Los textos de Monterroso y Cortázar que tengo por objeto son, en efecto, claros
ejemplos de metadiscursividad. Los dos autores expresan una viva curiosidad por la figura del
escritor, visto desde el espacio de su privacidad creadora como en el entorno de todo el
establishment literario, y encuentran un especial placer en situarlos como protagonistas o
tema central de sus obras: Lo demás es silencio, la novela del guatemalteco en la que Eduardo
Torres es el alter ego, tiernamente ridiculizado, del autor; La letra e, compuesto como el
diario íntimo, pero destinado a la publicación, de Monterroso como escritor, y relatos suyos
más breves como, por ejemplo, la “Fábula del mono que quería ser escritor” en La Oveja
negra y demás fábulas. Cortázar, por su parte, se refleja en una serie de alter egos de
personajes intelectuales: Morelli y Oliveira en Rayuela, Bruno en “El perseguidor”, Persio en

5
Todas las traducciones de Hutcheon, A Theory of Parody, 1985, son mías.
6
La traducción de Patricia Waugh (1984) también es mía.

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Los premios; los protagonistas de “Diario para un cuento”, “Las puertas del cielo”, “Las
Ménades”, “Las Babas del diablo”, y Lucas en Un tal Lucas.
En La Letra e, Monterroso declara: “De ese mundo, de la realidad externa, me ha
interesado siempre y sobre todo, ahora lo advierto, la literatura, y dentro de ésta, el escritor,
los escritores, sus vidas muchas veces más que sus mismas obras (...)” (Le, 128). Desde ese
lugar, es natural que, en muchos de estos libros y relatos, la literatura verse sobre la escritura
–como discurso y como proceso de creación–, que se vuelva sobre sí y se contemple. Es casi
siempre, sin embargo, a partir del humor y de la ironía que ambos autores parodian todos los
tics de la labor creadora y satirizan a los sujetos estereotipados en el ámbito del quehacer
literario. Ese espacio que conocen tan bien, que encuentran fascinante en su realidad más
íntima pero que rechazan en su manifestación más social, artificial, por cuanto acaba
convirtiéndose en un auténtico desfile de propagandismo, autobombo y falsedades, ese
“mundo triste, pequeño círculo infernal”, según Monterroso (Le, 128). Dentro de este último,
editores y críticos aparecen retratados, siempre irónica pero risueñamente, como un complot
enemigo integrado por paladines de la conveniencia, de la espectacularidad, de la
demostración pública, del academicismo a ultranza, de las interpretaciones forzadas y los
destructores del sentido más esencial del arte.

Algunos de los primeros críticos contemporáneos dedicados a la definición del género


satírico (Highet 1962; Hodgart 1969) y de la ironía (Booth 1986) han querido reconocer a la
parodia como una forma de la sátira. Toda la labor investigadora de Hutcheon está orientada a
corregir este tipo de generalizaciones, a precisar la especifidad de la parodia, como género
hermano de la sátira, y a demostrar cómo ambos pueden –y suelen en el siglo XX– coexistir
sin perder su autonomía diferenciadora. Unánimemente todos admiten, sin embargo, que los
rasgos que identifican a cada género son, de un lado, el “blanco” que cada uno tiene por
objeto y, de otro, los fines a los que apuntan. Mientras que la sátira se dirige a un objeto
exterior al texto (conductas humanas, costumbres sociales, personas estereotipadas, todos
referentes extratextuales) y tiene un fin correctivo, reformador que busca promover un cambio
en la actitud de la víctima satirizada; la parodia, carente de esos fines, se define como un
fenómeno intertextual (Hutcheon 1992, 177), y se fija en aspectos ligados de manera directa a
convenciones de la producción textual o artística. Más específicamente, la parodia no siempre
se edifica sobre las bases del mismo medio o género: “Son famosas, en literatura, las parodias
de discursos no literarios” (Hutcheon 1985, 18), pero siempre se construye como una

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instancia de imitación, internalización y reformulación crítica de cualquier discurso o


conformidades artísticas establecidas.
Dado que “Leopoldo (sus trabajos)” o los episodios de Un tal Lucas no se refieren a
otro texto anterior o hipotexto, sino que imitan toda una serie de discursos, de convenciones
(intertextuales) y de comportamientos sociales (extratextuales), en torno a la literatura, resulta
difícil discernir si se corresponden, estrictamente, con las características de lo paródico o si se
identifican mejor con las de lo satírico. Lo más justo, creo, es reconocer una imbricación de
ambos. Hutcheon también se detiene en el análisis de esta posibilidad:

Por un lado, hay (según la terminología de Genette) un “tipo” de “género” parodia que es
satírico pero que apunta siempre a un “blanco” intertextual; por el otro, la sátira paródica
(un “tipo” de “género” de sátira) que apunta a un objeto fuera del texto pero que utiliza la
parodia como dispositivo estructural para llevar a cabo su finalidad correctiva (1981,
185).

Determinar si el objeto predominante es el extratextual o el intertextual se vuelve, no


obstante, casi imposible, puesto que el letrado y sus discursos o comportamientos son
indisociables. Un segundo rasgo, el de la intención del autor en el texto, como ethos
característico de cada género, su interés por los fines correctivos (en la sátira) o meramente
lúdicos (en la parodia), conducirá a una conclusión más exacta.
La recurrencia de ambos géneros a la ironía, como tropo discursivo, acentúa la
tendencia a desdibujar los límites entre uno y otro (Hutcheon 1992, 179). La ironía posee un
ethos esencialmente burlón, sin el cual dejaría de existir como tal y que recorre toda la gama
que va de la sonrisa más liviana al comentario más peyorativo. Mientras que el ethos de la
sátira está marcado más negativamente, en cuanto que apunta a señalar los vicios humanos de
forma denigratoria y ridiculizante, la parodia busca mostrar la diferencia con el blanco
parodiado, pero no siempre de modo despectivo. Si bien el texto paródico incorpora un matiz
desdeñoso que, por el uso de la ironía, es a menudo burlón o crítico, su ethos es más bien
lúdico y neutro. La doble referencia a la etimología del término “parodia” (par-odos) –para
como “contra” o “frente a”, que indica una intención más bien negativa y contestataria, por un
lado, y la de para como “al lado de”, que implica un ethos de integración y respeto hacia el
hipotexto, por el otro– dice Hutcheon, demuestra que la parodia es “una forma paradójica de
contraste sintetizante, incorporante” (1981, 183. El subrayado es mío).
Considero que la definición de parodia más completa es la de Hutcheon: “Por
consiguiente, la parodia es una forma de imitación caracterizada por la inversión irónica, no

7
Mariana Sández

siempre realizada a expensas del texto parodiado. (...) La parodia es, en otras palabras,
repetición con distancia crítica, que marca una diferenciación antes que similitud” (1985, 6).
Una de las consideraciones más importantes es la relativa a los efectos surgidos, o que pueden
ser interpretados, a partir de esa codificación bitextual (de repetición y distanciamiento). Al
incorporar formalmente al hipotexto parodiado, el autor logra comunicar lo viejo con lo
nuevo, y establecer su recreación como un puente y un diálogo entre los distintos tiempos y
voces implicados en ambas fuentes, la original y la paródica.
Finalmente, esta crítica hace especial énfasis en negar la necesidad del valor cómico
que, con frecuencia, suele atribuirse a la parodia. A diferencia de Margaret Rose7, entre otros
que defienden la presencia de lo cómico en lo paródico, sostiene que la parodia es un
cuestionamiento artístico serio, aún si obtiene su efecto de contraste a partir de la
ridiculización (Hutcheon, 1985, 51). Desde su óptica, lo que permite el choque de contrastes
en la parodia, es decir, su estructura bitextual, resulta de su dependencia respecto del tropo
irónico y no del cómico (1985, 52). En el caso de los textos de Leopoldo y Lucas, sin
embargo, la comicidad forma parte de la estructura paródica, como señalaré oportunamente.

Leopoldo y Lucas: ¿Parodia satírica o sátira paródica?

Leopoldo es el escritor que, para beneficio y alivio de los lectores, Monterroso nunca
fue, pero temió haber podido ser. Esa incumplida posibilidad surge de las páginas
autobiográficas del autor y desde las que hallamos un paralelismo con “el pobre” Leopoldo.
Todo cuanto hace el personaje y cuanto le ocurre representa el miedo del autor, y de todos los
escritores asumidos en él, de pasar la vida intentando destacarse sin lograrlo jamás. Los
pasajes de La letra e nos permitirán ilustrar, desde esta identificación autor-personaje, el
cuento. En “Postergaciones” dice: “El verdadero escritor no deja nunca de escribir; cuando
deja de hacerlo dice que lo pospone. En estas posposiciones se le va la vida” (Le, 26). Ése es
su Leopoldo, y es el potencial Monterroso que, en virtud de una sinceridad que otros
escritores niegan, confiesa:

7
Hutcheon se refiere aquí a ROSE, Margaret, Parody / Metafiction, Londres, Croom Helm, 1979. Pero la
polémica sobre este aspecto y la postura de Rose puede también leerse en Parody: ancient, modern and
postmodern.

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Mariana Sández

No hay otra: tengo un sentimiento de inferioridad. El mundo me queda grande, el mundo


de la literatura y cuantos escriben hoy, o se me han adelantado a escribir antes, son
mejores escritores que yo, por malos que puedan parecer. [...] Para ocultar esta
inseguridad que a lo largo de mi vida ha sido tomada por modestia, caigo con frecuencia
en la ironía, y lo que estaba a punto de ser una virtud se convierte en ese vicio mental, ese
virus de la comunicación que los críticos alaban y han terminado por encontrar en cuanto
digo o escribo (Le, 159-60. El subrayado es mío)

Leopoldo colecciona ideas para escribir un cuento o, más bien, muchos cuentos que
nunca llegan a corporizarse en la página en blanco; es un aspirante a escritor. Se ejercita en
los usos y costumbres de la literatura que, aunque en su caso nunca pasa de ser mental,
implica la puesta en escena de cierta normativa práctica del acto de la creación.
Supuestamente ha leído a grandes clásicos: “Anhelaba hacer de su obra una sutil mezcla de
Moby Dick, La comedia humana y En busca del tiempo perdido” (“LST”, 103); conoce
ciertas costumbres de los genios: “Había oído, o leído, que Joyce y Proust corregían mucho”
(90); se instruye acerca de las normas del lenguaje: “Al día siguiente compró una retórica y
una gramática Bello-Cuervo. Ambas lo confundieron más. Ambas enseñaban cómo se
escribía bien; pero ninguna cómo no se escribía mal” (101); está inmerso en el mundillo
literario: “sólo tenía amigos escritores, pensaba, hablaba, comía y dormía como un escritor”
(83); y está al corriente de los reconocimientos de la crítica: “Ya veía las despiadadas críticas
en los periódicos: Leopoldo Ralón, el supercivilizado, ha escrito un atentatorio cuento en el
cual, (...)” (89).
Qué modelo de escritor, podemos preguntarnos, es el que le sirve a Monterroso para
crear a su personaje. Siendo que no toma como referente a una figura particular, sino esa
imagen generalizada que existe sobre la figura del escritor, diseñada y aceptada por el ideario
social, es imposible determinar una fuente concreta. Dentro de lo estrictamente ficticio,
podríamos evocar todo un catálogo de obras del siglo XX que tienen como protagonista a un
tipo de escritor –el predominante y el que se refleja en la obra de Monterroso– representado
como “un sufriente ejemplar”, existiendo bajo los signos de la soledad y la marginación, o en
todo caso del roce con la sociedad intelectual exclusivamente; el esfuerzo, la concentración
insumisa, la casi restricción absoluta de la vida a los espacios de la lectura, la escritura y la
corrección; el escritor como figura seria, gris, obstinada, implacable consigo mismo y con su
labor8. Mucho más aún hallamos en las entrevistas, biografías o conferencias de escritores y

8
Pienso, por ejemplo, en Muerte en Venecia de Thomas Mann; Carta a un joven poeta de Rilke; El retrato del
artista adolescente de Joyce; El amor conyugal (por citar sólo uno) de Moravia; La tarde de un escritor de Peter
Handke; Donde van a morir los elefantes e Historia personal del “boom” de José Donoso; Diana o la cazadora
solitaria de Carlos Fuentes; algunos cuentos de Cortázar: “Las Ménades” o “Las puertas del cielo” en los que, si

9
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ya son clásicos los retratos de personalidades como Leopardi, Proust, Flaubert, Joyce, Kafka,
Dostoievski o Borges. En el cuento, Monterroso alude directamente a estos retratos
consagrados: Leopoldo “Había oído, o leído, que Joyce y Proust corregían mucho” (“LST”,
90). Incluir una lista de máximas y referencias que han contribuido a conformar esa figura es
demasiado ambicioso en este espacio. Pero las actitudes de Leopoldo en el cuento y las
confidencias de Monterroso en La Letra e –que representa también una parodia del lenguaje
erudito y de la crítica– permiten reconstruir el estereotipo del que hablo.
En ese libro autobiográfico, el autor reúne muchos de los tópicos que el ideario social
asigna a la actividad de todo escritor. En “Encuentros y desencuentros” cita un poema de
Emilio Pacheco, imitando a Juvenal, en el que se resume, muy a grandes rasgos, la imagen
que, desde tiempos inmemoriales, se ha creado sobre la figura del intelectual:

¿Qué cosecha recoges de tu trabajo,


del aceite quemado
noche tras noche
y de los miles de papiros en vano?
Con todo su saber y su gran estilo
¿ganó Horacio en su vida entera lo que gana en media hora el procónsul Caco
Nepote? (Le, 47)

El autor guatemalteco construye al personaje como la contra-figura de aquellas


grandes personalidades y para ello lo dota de todos los gestos del escritor al que imita pero
que, por falta de talento, nunca logra ser. Dada su estructura bitextual, la parodia “representa a
la vez la desviación de una norma literaria y la inclusión de esta norma como material
interiorizado” (Hutcheon 1992, 177) y puede interpretarse como un equivalente del concepto
de carnavalización bajtiniano, según el que la cultura popular establece, a la vez, un lazo de
oposición y de reconocimiento de la cultura oficial de la que se origina (1985, 74-5). Del
mismo modo, Leopoldo constituye una contra-figura, baja, deformada, defectuosa, de un
modelo solemne y ejemplar, del que se desprende y al que pretende equiparar, pero al que

bien el protagonista no se presenta como escritor, tiene todas las actitudes del intelectual distante que, por
encima de la turba popular, observa un poco despectivamente lo que sucede por lo bajo. Habría que considerar
también las obras ensayísticas de los mismos escritores: “Prólogo” a las Tres novelas ejemplares de Unamuno;
Escribir de Marguerite Duras; El oficio de escribir de Pavesse; El vicio de escribir de Vargas Llosa; El escritor y
sus fantasmas de Sábato; El loro de Flaubert de Julian Barnes. Los filósofos y críticos también han colaborado a
reconfirmar esa figura: Maurice Blanchot, L´espace litteraire; Susan Sontag, “El escritor como sufriente
ejemplar” en Contra la interpretación; Roland Barthes, “Ecrivains et écrivants” en Essais critiques; Natalie
Heinich, Être ecrivain. Predominante porque, en menor medida, existe también otro estereotipo de escritor,
encarnado en figuras como Oscar Wilde, Sade, Valle-Inclán, Gómez de la Serna, D´Annunzio y Boris Vian,
hombres que se han erigido a sí mismos como personajes y han hecho de sus vidas una ardorosa, activa,
polémica ficción, a partir de una imagen pública marcadamente irreverente y exótica.

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Mariana Sández

acaba oponiéndose radicalmente. El contraste irónico está dado por el abismo que existe entre
lo que Leopoldo quiere ser y lo que es. De ese choque entre lo ideal y lo posible surge la
devaluación que lo deja en ridículo.
Aunque cada párrafo y cada línea del cuento ponen en evidencia el empleo de estos
recursos y son muy ilustrativos, señalaré sólo unos cuantos. El relato se abre con un dejo
irónico en la voz del narrador que, poco a poco, nos permitirá ir construyendo al personaje:

Ufanamente, casi con orgullo, Leopoldo Ralón empujó la puerta giratoria y


efectuó por enésima vez su triunfal entrada en la biblioteca. Recorrió las mesas, con un
amplio y cansado vistazo (...); saludó a sus conocidos con su resignado gesto habitual...
(“LST”, 81)

Desde el comienzo, toda la gestualidad de Leopoldo indica, por un lado, la reiteración


del hábito, de un ceremonioso ritual; por el otro, lo dota de un aire de superioridad, la
altanería propia de quien se mueve en un ámbito familiar, al que cree que domina con
facilidad. A medida que avanza el texto, el narrador se asegura de ir reforzando ambos
aspectos: el uso del imperfecto subraya la iteración de las conductas y la descripción de los
movimientos siempre “cansados o fatigosos” van delineando el carácter del personaje. Lo que
mueve a Leopoldo son “razones literarias” (81) y por eso busca confortar su pesada labor
haciéndose eco de las máximas que definen al escritor:

Está bien leer mucho, estudiar con ahínco, se decía con frecuencia: pero observar
a las personas le sirve más a un escritor que la lectura de los mejores libros. El autor que
se olvide de esto está perdido. La cantina, la calle, las oficinas públicas, rebosan de
estímulos literarios” (81-2).

Es curioso observar el paralelismo que hay entre esas fórmulas que Leopoldo recupera de un
centenar de confesiones de escritores y de las señas autobiográficas del propio autor: “Existen
los que dicen no haber vivido sino la vida de los libros. Yo no: he vivido, odiado y amado,
gozado y sufrido por sí mismo” (Le, 128-9), aunque enseguida añada que, no obstante eso,
siempre ha tratado cada instancia vital como material para un cuento (Le, 129), lo que también
hace el protagonista del relato.
El discurso del narrador, a partir de este momento, acumula distintos detalles que
hacen pensar que Leopoldo es, a todas luces, un escritor profesional, en especial ante sus
propios ojos: alguien que de cualquier evento nimio captura la idea para un cuento, “toma
certeras notas sobre ello”, sigue repitiendo máximas sobre el arte de escribir e incluso concibe

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Mariana Sández

sentencias propias que despiertan la admiración de sus amigos (“LST”, 82). El narrador, sin
embargo, tras esta grandilocuente presentación de Leopoldo, no tardará en comenzar a
desnudarlo, quitándole cada una de las piezas del disfraz, en un strip-tease perverso e
hilarante.
El procedimiento del que se va a valer para desarmar la hipocresía (o la ingenuidad)
del personaje, en un in crescendo muy sutil y obvio a la vez, es el de la ironía, lograda a partir
de la devaluación. Según Charles Lalo, la “condición necesaria para que haya risa estética” es
la devaluación, entendida como “la síntesis del contraste y de la degradación”, como “el paso
de un término a otro con pérdida de valor”9. Se da así un juego de contrastes entre lo que es y
lo que parece ser, cuyo resultado es la devaluación. Esta devaluación no consiste en una
negación de los valores, sino en un desenmascaramiento de los falsos valores. Mientras que
Leopoldo es presentado, en principio, como un sujeto seguro de sí, perseverante en la
consecución de todas las normas del quehacer literario, de a poco va a ir apareciendo como
alguien que “se había metido en un laberinto de apariencias del cual, se deba perfecta cuenta,
tenía que salir si no quería volverse loco” (“LST”, 96). Esta disidencia entre la máscara y el
verdadero rostro es uno de los orígenes de la risa:

La repetición, la recurrencia, el asomo de unas maneras sujetas a mecanismo son,


como Bergson expone admirablemente, las verdaderas causas de la risa. En este sentido,
la idea del disfraz, de apariencia artificial, puede despertar un efecto de comicidad al ser
descubierto en un vestido, en un jardín, o en una convención social (Ballart 1994, 123-4)

La caída del disfraz o del corset se da muy tempranamente en el cuento y el


desenmascaramiento produce el contraste entre lo que el personaje pretende ser:

Leopoldo era un escritor minucioso, implacable consigo mismo. A partir de los


diecisiete años había consagrado todo su tiempo a las letras. Durante todo el día su
pensamiento estaba fijo en la literatura. Su mente trabajaba con intensidad y nunca se
dejó vencer por el sueño antes de las diez y media. (“LST”, 83)

y lo que realmente le sucede: “Leopoldo adolecía, sin embargo, de un defecto: no le gustaba


escribir” (83). El contraste provoca primero un cimbronazo y, pronto, desde luego, hace brotar
la risa en el lector. El gran Leopoldo Ralón se revela, entonces, como un lector común, con

9
LALO, Charles, Esthétique du rire, París, Flammarion, 1949, s/d. La traducción es de CURIA DE ISAACSON,
Beatriz, “El Humor” en su La concepción del cuento en Adolfo Bioy Casares. (1940), Mendoza, Universidad
Nacional de Cuyo, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Literaturas Modernas, 1986, Vol. I, p. 96.

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sueños e ínfulas de escritor, para lo cual repite mecánicamente todo cuanto es normativo en la
dedicación literaria:
Leía, tomaba nota, asistía a ciclos de conferencias, criticaba acerbamente el deplorable
castellano que se usa en los periódicos, resolvía arduos crucigramas como ejercicio (o
como descanso) mental; sólo tenía amigos escritores, pensaba, hablaba y dormía como
escritor; pero era presa de un profundo terror cuando se trataba de tomar la pluma. (83)

Pero, en su juego de remedos y aspiraciones, tiene asimismo internalizado todo el catálogo de


excusas “válidas” que justifican la postergación del talento:

A pesar de que su más firme ilusión consistía en llegar a ser un escritor famoso, fue
postergando el momento de lograrlo con las excusas clásicas, a saber: primero hay que
vivir, antes se necesita haberlo leído todo, Cervantes escribió el Quijote a una edad
avanzada, sin experiencias no hay artistas, y otras por el estilo. (83-4)

El resto del cuento está construido a partir de este contrapunteo de miradas: la que
Leopoldo tiene de sí, una ambivalente, que oscila entre la falsa grandilocuencia y el
reconocimiento de su impeorable incompetencia, y la que el narrador ofrece, desde fuera, al
lector. Ese doble registro es el rasgo esencial de la ironía en cuanto que: “La burla irónica se
presenta generalmente bajo la forma de expresiones elogiosas que implican, al contrario, un
juicio negativo. En el plano semántico, una forma laudatoria manifiesta sirve para disimular
una censura burlona, una reprobación latente” (Hutcheon 1992, 177). En el relato, los
contrastes semánticos acumulados por el narrador se vuelven innumerables y van llevando a
Leopoldo a una progresiva degradación, hasta dejarlo reducido a un sujeto insignificante
víctima de aspiraciones soberbias y disociado, casi completamente, de la realidad. Y digo
“casi” porque Leopoldo no ignora del todo sus limitaciones pero se resiste a asumirlas, por lo
que la perseverancia en un papel que lo sobredimensiona lo va dejando en una postura cada
vez más humillante.
El personaje toma notas que, en su caracterización, ya sólo son ridículas: “Consultar si
un cuento sobre un médico así no ha sido escrito. En caso negativo reflexionar alrededor del
tema y trabajarlo desde mañana mismo” (“LST”, 85). Aún más, en varias ocasiones,
reflexiona acerca de escribir desde la ridiculización, la ironía (85), y la sátira (86), todos
recursos que pertenecen al autor y que éste aplica, por ejemplo, a la historia de Leopoldo.
Porque Monterroso también hace apuntes para futuras narraciones: “Escribir un ensayo sobre
las cosas que me han asustado y me asustan en la vida” (Le, 103). La diferencia reside, sin
embargo en que, mientras que Leopoldo funciona como impulsado por un manual de usos y

13
Mariana Sández

costumbres literarias que adopta superficial y mecánicamente, Monterroso procede desde la


conciencia irónica: “Historia fantástica. Contar la historia del día en que el fin del mundo se
suspendió por mal tiempo” (Le, 86).
El cuento que se propone escribir Leopoldo en el momento presente del relato tiene
como protagonistas a un perro y a un puercoespín. También éste es un rasgo personal que
Monterroso le confiere a su personaje. En La letra e señala: “Cuando de joven uno empieza a
escribir cuentos siempre hay un perro dispuesto a dejarse matar y a convertirse en el
argumento ideal para producir un efecto terrible en los lectores. (...) Un perro mío así pasó a
mejor vida en un relato” (Le, 87). Y evoca a los protagonistas caninos de grandes escritores:
los de Thomas Mann, Kafka y Cervantes. Pues bien, ése es el argumento central que preocupa
a Leopoldo desde hace “más o menos siete años” (“LST”, 88). Los contrastes son magníficos
cuando un Leopoldo de “ojos cansados, circuidos por profundas ojeras azules que le daban un
notorio aspecto intelectual”, “sagaz expresión de triunfo” y “mano, cuidadosa, cubierta de
fino vello revelador de un carácter fuerte y tenaz” (88) no logra hacer madurar el argumento
de un cuento sobre un perro después de siete años de concienzuda labor. Asume, física,
gestual y mentalmente las conductas que reclama la conciencia autoral seria, trascendente:

Entonces se dijo que lo que le faltaba era cultura y se puso a leer con furia todo lo
que caía en sus manos; [...]. Preparó una buena cantidad de papel, ordenó silencio en toda
la casa, se puso una visera verde para preservar los ojos de la nociva luz eléctrica, limpió
su estilográfica, se acomodó en la silla lo mejor que pudo, se mordió las uñas, contempló
con inteligencia una parte del cielo raso, y despacio, interrumpido tan sólo por los latidos
de su corazón emocionado, escribió:

“Había una vez un perro muy bonito que vivía en una casa. [...]” (“LST”, 100)

En éste, como en cada párrafo, la ironía desempeña una función antifrástica, “opera a nivel
microscópico (textual)” (Hutcheon 1992, 179). Esta actitud constante a lo largo de todo el
relato demuestra que el empleo de la ironía que hace Monterroso no es sólo de carácter
antifrástico o semántico, es decir que no se limita un momento particular del texto, sino que
al, proceder acumulativamente, deviene también una ironía de orden pragmático. Como tal,
alcanza a toda la codificación e interviene en la decodificación del cuento y se comporta como
una estrategia evaluativa de todo lo narrado (Hutcheon 1992, 177). Es la actitud del autor
hacia el personaje y hacia el texto mismo la que alerta y conduce al lector en su proceso de
decodificación, idealmente también irónico.

14
Mariana Sández

El climax en este juego de contrastes entre la seriedad con que se afana el personaje y la
malicia con que se burla de él el narrador se presenta cuando el lector puede comprobar, en
las prácticas de escritura concreta, los resultados de tan arduas investigaciones, vueltas atrás y
adelante en la escritura, y perfeccionamiento en la gramática, de Leopoldo. El primer ejemplo
lo ofrece su diario íntimo, un ejercicio que según Monterroso nunca falta entre los grandes
escritores (Le, 41). La letra e es el diario de este autor, El oficio de escribir, el de Pavese.
Leopoldo lleva, a imagen y semejanza, el propio:

Martes 12
Hoy me levanté temprano, pero no me sucedió nada. (“LST”, 97)

Viernes 15
Ayer se me olvidó apuntar mis aventuras, pero como no tuve ninguna aventura no
importa. (97)

Lo que sigue está constituido por relatos del estilo, escrito con detalles como “hiba llegando”,
“vibe aquí”, “y me dio mucha vergüenza porque él lee mucho”; “yo le dije sí todo el tiempo
me estoy escribiendo”, “halgunos”, “empesando”, “innorado” (98). El segundo muestrario de
la labor literaria de Leopoldo es, gracias a las retórica y gramática de Bello-Cuervo, casi
menos desesperante, ya que las mejoras en el estilo son notorias, como lo evidencia el
comienzo de su tan aplazado relato: “El perro es un animal hermoso y noble. El hombre no
cuenta con mejor amigo ni aun entre los hombres, en los que se dan con dolorosa frecuencia
la deslealtad y la ingratitud” (101). La ampulosidad narrativa, la verbosidad barroca, la
duplicación de cada adjetivo destinado a subrayar cada sustantivo y la ingenuidad del
argumento revelan que Leopoldo ha logrado madurar su preciado arte, está en pleno dominio
de la palabra poética.
Tras el minucioso recorrido por la fatigosa privacidad literaria de Leopoldo, la escena
final nos devuelve al comienzo del relato, en que lo encontramos en su visita diaria a la
biblioteca con el propósito de instruirse acerca de la naturaleza del puercoespín, figura central
en su obra magna. La aparición triunfal del escritor secreto, al principio del relato, culmina en
la máxima minimización de un Leopoldo insignificante, risible e incompetente para las letras.
Resulta bastante evidente que, si bien la figura de Leopoldo le sirve al autor para
ridiculizar a un cierto tipo de escritor con el que no se identifica (y ahí la risa aparece como el
rasgo de superioridad del que se ríe: el autor y, con él, el lector), le es útil para remedar las
conductas estereotipadas de casi todos, sino todos, los que ejercen la literatura, incluyéndose a

15
Mariana Sández

sí mismo. La risa funciona, en este caso, como un medio para auto-ridiculizarse. Pone en
evidencia los mecanismos de automatización con el fin de desautomatizarlos y, con ese sólo
gesto, Monterroso, a la vez que se incluye, se autoexcluye del lugar común.
Lo interesante es que la sutil combinación de parodia y sátira en el cuento ha creado
marcados desacuerdos de interpretación entre los críticos. Mientras que para Ángel Rama
ninguna de las narraciones de Monterroso que tienen por objeto al escritor cuestionan las
dificultades de la actividad creadora sino las actitudes humanas de las que ella depende y que
“dado que lo que mejor conoce un escritor son los escritores, estos resultan las víctimas
propiciatorias de una tarea que sólo cabe definir como satírica”10, yo disiento y, en cambio,
coincido plenamente con las opiniones de Saúl Sosnowski y de Alberto Cousté. El primero
observa, con acierto, que las palabras “sus trabajos” –en el título del cuento– están encerradas
entre paréntesis porque representan una ausencia. Ese Leopoldo que no trabaja, pero que
piensa que lo hace encarna, para Sosnowski, una “parodia del que proyecta escribir y que
carece de contenido”11. Al referirse a la crítica social de La Oveja negra y demás fábulas
(1969), Cousté señala:

Porque este moralista compasivo se pone en el ojo del huracán, es el indisimulado


protagonista de buena parte de sus historias; no acusa al hombre desde la cátedra del
moralista ni desde el limbo predicador: es el hombre, y nada de esa pedante realidad
(inexorable y lamentablemente) le es ajeno12.

Es indudable que toda la actitud de Monterroso está más cerca de la compasión y de la auto-
ridiculización que de la postura moralista o enconada del autor satírico. Un “moralista
compasivo” parece la definición más justa porque combina los dos elementos del cuento: la
sátira y la parodia. Volveré sobre ello hacia el final.
Ese rasgo de burla ácida pero piadosa se hace presente también en el cuento que da el
título a este libro del autor guatemalteco, “Obras Completas”, que tiene como protagonista a
un erudito consagrado y no por eso menos risible, el profesor Fombona. Admirado y seguido
por muchos de sus alumnos, esta autoridad universitaria proyecta en ellos su inagotable
anhelo de reconocimiento intelectual. En ese afán, Fombona convierte al tímido Feijoo –que,
instigado por el magister, sólo ha hecho unas limitadísimas incursiones sobre la obra del autor
de Niebla– en “un especialista en Unamuno”, preparado para escribir la edición crítica de sus

10
“Un fabulista para nuestro tiempo” en VVAA, Refracción. Augusto Monterroso ante la crítica, México,
Universidad Nacional Autónoma de México, 1995, p. 26.
11
“Monterroso la sátira del poder”, en VVAA, ob.cit, p.43.
12
“Vida y obra de Augusto Monterroso” en VVAA, ob. cit, p. 22.

16
Mariana Sández

Obras completas (“OC”, 140). En cada extremo del quehacer literario, eruditos y escritores
son víctimas de un deseo de gloria que los enceguece hasta transformarlos en caricaturescas y
compasibles víctimas de sí mismos. La actitud del autor hacia sus personajes ejemplifica, en
ambos casos, la definición que de lo cómico y lo irónico elige Pere Ballart, citando a Bergson:

Es, pues, un efecto de automatismo y de rigidez en los actos –no sólo físicos, sino
también de orden moral– lo que mueve a risa, pero ello debe ir ligado necesariamente a
que el protagonista víctima de la situación esté en completo desconocimiento de su
posición real: su inconsciencia es indispensable (Ballart 1994, 122).

Tanto Leopoldo, como Fombona y Feijoo, se muestran incapaces de reconocer sus propias
limitaciones y, movidos por un gesto de omnipotencia, devienen absurdas víctimas de su
propia ceguera. De ahí que, además de la identificación del tono irónico en la voz narrativa y
en la intención del autor, el lector encuentre cómicos y risibles a los personajes
monterrosianos, como así también –veremos– a algunos de los cortazarianos.

Un tal Lucas es uno de los libros de Julio Cortázar menos apreciados y estudiados por la
crítica. Desde mi punto de vista, por el contrario, el libro constituye un interesante muestrario
y síntesis de su narrativa. Excepto por el elemento fantástico, aquí ausente, reúne muchas de
las que han sido preocupaciones centrales en su vida y su obra. El libro es, ante todo, un
reconocimiento simpático, nostálgico y crítico, de la (su) “argentinidad”, en el que las
expresiones populares, el lunfardo, los personajes y los escenarios son decididamente fotos
del alma porteña y fotos autobiográficas del autor. Junto a ese propósito más evidente, el otro
designio del libro es el de poner en tela de juicio todo el sistema de comunicación humano.
No olvidemos que toda la obra cortazariana se hace eco de los planteos centrales de la
corriente filosófica del absurdo para la que el problema del lenguaje –como herramienta de
diálogo con el otro y con el mundo– era esencial. Finalmente, el libro se erige como otra
muestra fundamental de su eterna batalla contra la solemnidad y de su orgía perpetua en el
humor. El autor argentino también ha reconocido su filiación con el personaje de Lucas:

(...) él es un poco mi alter ego en algunas de sus situaciones, es decir, que él hace lo que
yo hubiera hecho; pero esto no abarca la totalidad del personaje, porque Lucas hace un
montón de cosas que yo no hubiera hecho nunca (...)13.

13
Julio Cortázar “Lo fantásticos incluye y necesita la realidad”, entrevista de Osvaldo Soriano y Norberto
Colominas, El País, 25 de mayo de 1979, p. IV. Citado en NAJT, MIRIAM, “Estos Lucas y un tal Cortázar”, en
Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, octubre-diciembre 1980, n. 346-366, p. 561.

17
Mariana Sández

Como señalé al comienzo, veo en Un tal Lucas un secreto homenaje de Cortázar a


Monterroso, con quien compartía, entre muchas otras cosas, la diversión por coleccionar
palíndromos y una atracción común por lo lúdico artístico. Los elementos que me permiten
partir de la intertextualidad entre ambos son principalmente cuatro: dos de ellos de índole
paratextual, el tercero temático y el cuarto discursivo. Desde lo paratextual, el título
“Leopoldo (sus trabajos)” y los diversos de Lucas “sus sonetos”, etc, conforman el umbral
desde el que se establece el vínculo. Asimismo, el acápite con el que Cortázar abre su libro
parece poner un sello definitivo a este homenaje: se trata de la cita del texto de Maurice
Fourré, cita en la que el protagonista se llama también Léopold y guarda ciertas similitudes
con los respectivos Leopoldo y Lucas. No caben dudas de que un guiño tan original tiene
mayor mérito y creatividad que la típica dedicatoria “A Monterroso”.
Ni escritor ni crítico, el Léopold de La nuit du Rose-Hôtel es un “estudiante sinigual” en
quien sus padres creen ver a un ser especial, un elegido, tan sensible que es digno de
compasión. Léopold es, sin embargo, un enfant terrible que, incomprendido por la gente y
marcado por el destino, se desplaza imprudentemente sobre los bordes de la muerte y suscita
la angustia familiar. El parentesco entre éste y los otros dos protagonistas surge, en todo caso,
a partir de la óptica desde la que son retratados. La fórmula “pauvre Léopold” que sirve de
anáfora en el texto de Fourré, bien podría aplicarse a Leopoldo y a Lucas. El narrador los
presenta desde un distanciamiento irónico, captándolos en toda la inocencia, inconsciencia o
ingenuidad de sus actos. El tono irónico, así como el efecto cómico que ya he señalado, se
crea, en lo esencial, “por alusión a la inocencia de la víctima, a la superioridad de quien, a
distancia, la contempla, y, en fin, la alazoneia, esa despreocupada arrogancia a la que el curso
de los acontecimientos –y la risa que éste promueve– dan justo castigo” (Ballart 1994, 122).
El tercer elemento que entabla un diálogo entre algunos textos de ambos libros no es
ya de orden paratextual, pero temático. Si en “Leopoldo” hay una parodia del escritor y en
“Obras completas” una del académico, varios episodios de Lucas –“sus comunicaciones”,
“sus clases de español”, “sus meditaciones ecológicas”, “su arte nuevo de pronunciar
conferencias”, “sus métodos de trabajo”, “sus discusiones partidarias”, “sus sonetos” (además
de “Destino de las explicaciones”, “Los pasos en las huellas”, “Cómo se pasa al lado”,
“Texturologías”, “¿Qué es un polígrafo?”, “Now shut up, distatesful Adbekunkus” 14)–
presentan a un Lucas que se encuentra a mitad de camino entre uno y otro, que a veces adopta

14
En estos pasajes del libro, Lucas no es el protagonista y la voz del narrador es claramente la del autor.

18
Mariana Sández

una postura más o menos académica, que cuando no es poeta es crítico literario. Como
Leopoldo, Lucas encarna al intelectual desatinado, unas veces confundido por la complicación
de las teorías literarias modernas, otras perdido en la simplicidad extrema de los hechos
cotidianos. Pero más que Leopoldo, Lucas es del todo consciente del lenguaje y de los
códigos –de moda– de la teoría literaria:

Cuando las lecturas terminan así, Lucas se pregunta qué demonios ha podido ocurrir en
el aparentemente obvio pasaje del comunicante al comunicado. (...) No se trata de
escribir para los demás sino para uno mismo, pero uno mismo tiene que ser también los
demás; tan elementary, my dear Watson, que hasta da desconfianza, preguntarse si no
habrá una inconsciente demagogia en esa corroboración entre remitente, mensaje y
destinatario. Lucas mira en la palma de su mano la palabra destinatario, le acaricia
apenas el pelaje y la devuelve a su limbo incierto; (“Lucas, sus comunicaciones”, UTL,
27-28. El subrayado es mío).

Como la identificación entre el autor y el personaje es mucho más explícita que en el caso de
Monterroso, Cortázar no tiene a Lucas tanto como objeto de sus burlas, sino que se escuda en
él para ridiculizar la visión y las convenciones del establishment literario, del que el personaje
forma parte. No es Lucas el ridículo o el enrevesado sino que, su aparente ingenuidad le sirve
al narrador para poner en evidencia dos temas que desvelan especialmente a Cortázar: la
complejidad del sistema de comunicación entre las personas, tanto en lo oral como en lo
escrito, en lo cotidiano como en lo literario, por un lado, y las desmesuras del lenguaje de la
teoría literaria que no hace sino enredar y entorpecer más la emisión y recepción de los
mensajes. El desconcierto de Lucas frente a estos planteos (en la cita anterior, el esquema de
comunicación jakobsoniano, retomado por la crítica y por la lingüística, y las teorías de la
estética de la recepción) es el de Cortázar.
El cuarto elemento es de tipo discursivo; atañe al tono de la enunciación en sus
distintas notas humorística, irónica, paródica, satírica. Si bien coincido con Linda Hutcheon
cuando precisa que la parodia y la sátira no implican necesariamente la presencia de lo
cómico, los de Monterroso y Cortázar son casos en los que lo humorístico suele teñir muchos
de sus relatos, especialmente los que aquí me ocupan.
“Lucas, su arte nuevo de pronunciar conferencias” es un extenso monólogo paródico
de los alcances de la comunicación intervenida por las formalidades, las rigurosidades y las
ampulosidades del discurso oficial y público. En ese episodio, la mesa interpuesta entre el
disertante (Lucas) y sus oyentes es una metáfora del lenguaje retórico: “¿Cómo nos
entenderemos separados por tantos obstáculos?” (UTL, 46). Envuelto en una enredadera de

19
Mariana Sández

fórmulas tópicas y solidificadas, la palabra se ha vaciado de toda significación y es “como una


golondrina cayendo en una sopera de tapioca, ya nadie sabe lo que pasa y eso es precisamente
lo que pretende esta mesa hija de puta” (UTL, 48) y prosigue:

¿Irás a triunfar, basilisco repugnante? Que nadie finja ignorar esta presencia que tiñe de
irrealidad toda comunicación, toda semántica. Mírenla clavada entre nosotros, entre
nosotros a cada lado de esta muralla con el aire que reina en un asilo de idiotas cuando un
director progresista pretende dar a conocer la música de Stockhausen (UTL, 48).

El efecto cómico nace aquí, como en muchos otros textos del autor, a partir del choque entre
una situación de formalidad y el uso de un lenguaje decididamente inapropiado para ella. La
incompetencia lingüística de Lucas apunta a resaltar lo innecesario del aplomo con que suelen
desarrollarse estos encuentros sociales. En toda conferencia, sea del tema que fuere, los
excesos a los que se somete al lenguaje acaba convirtiéndolo en un instrumento de
incomunicación. La descripción de la actitud del público como en “un asilo de idiotas” define
también al ambiente que se despliega en el cuento “Las Ménades”. El público de un concierto
de música clásica, del que nada entiende en realidad, en ese cuento aparece humanamente
degradado por medio de la animalización. En este episodio de Lucas, los receptores quedan
idiotizados, e incluso adormecidos, por las divagaciones del conferenciante, y actúan como
una turba indiferente, incapaz de reaccionar a los desatinos que escuchan, en suma, aparecen
animalizados: “Si esa señora semidormida, que se parece extraordinariamente a un topo
indigestado quisiera meterse debajo de la mesa y explicarnos el resultado de sus
exploraciones, quizá podríamos anular la barrera que me obliga a dirigirme a ustedes como
si...” (UTL, 46). Es decir que una respuesta inteligente del público, la coparticipación del
oyente (o del lector) anularían las distancias impuestas por la circunspección y la “lectura”
pasiva. La sátira tiene como objeto en todos estos casos un doble blanco: al emisor y al
receptor de la comunicación, sea en el entorno de una conferencia como en el caso del público
embrutecido que asiste a un concierto de música15.
La idea de que el lenguaje ha perdido su propiedad comunicativa es central en “Los
pasos de las huellas” (UTL, 69-71) y a esa pérdida le debemos el no haber podido reconocer,
por ejemplo, que los gatos son teléfonos. El gato-teléfono: “se detiene a los pies del abonado

15
Una de las ocurrencias más hilarantes de Cortázar es la sátira que hace del público en “Las Ménades”, del
músico fracasado, grotesco en el capítulo de Berthe Trépat en Rayuela, y en “Lucas, sus desconciertos” en el que
Lucas se arrastra por debajo de las butacas como buscando algo y una señora le pregunta si ha perdido alguna
cosa, a lo que él responde: “La música, señora” (UTL, 32). El tema es tan rico que merece un análisis aparte.

20
Mariana Sández

y produce un mensaje que nuestra literatura primaria y patética translitera en forma de miau y
otros fonemas parecidos” (70). Ningún descubrimiento o aporte creativo es ya válido,
especialmente en el entorno académico, si “Torpes y pretenciosos hemos dejado pasar ya
milenios sin responder a las llamadas, sin preguntarnos de dónde venían, quiénes estaban del
otro lado de esa línea...” (70). Esa incomunicación es un rasgo propio, por lo demás, de los
intercambios verbales más cotidianos y sencillos, como ocurre en “Diálogo de ruptura”, un
diálogo del que se advierte que es “Para leer a dos voces, imposiblemente por supuesto”:

–No es tanto que ya no sepamos


–Sí, sobre todo eso, no encontrar
–Pero acaso lo hemos buscado desde el día en que
–Tal vez no, y sin embargo cada mañana (UTL, 115)

Retomando algunos de los reclamos más exigentes de la literatura del absurdo en relación al
uso corriente del lenguaje en todos sus matices16, Cortázar suele introducir ese tipo de diálogo
de sordos o monodiálogos en muchos pasajes de su obra, en especial en boca de sus
personajes más simples y menos intelectuales17.
En todos estos recuadros o misceláneas hay sátira de los sujetos de la enunciación
(emisor y receptor) y parodia de los discursos enunciados (mensaje). En “Texturologías”,
como el mismo título indica, prosigue con la parodia de los discursos académicos de la crítica
literaria. El texto se compone de seis extractos de comentarios críticos surgidos a partir del
poema “Jarabe de Pato” del boliviano José Lobizón. La ironía reside en que sólo el primero y
el último se refieren concretamente al poema, mientras que el resto se conforma como crítica
de la crítica en una cadena inagotable en que, olvidado desde muy temprano el poema (la
literatura), lo que importa es la rivalidad de las posturas teóricas entre sí. Esas opiniones,
además, rebosan ironías del tono más denigratorio: “¿Es que el profesor Romanski viaja
todavía en calesa, sella sus cartas con cera y se cura el resfrío con jarabe de marmota?” (UTL,
86-7). Cada crítico destroza las ideas, los códigos y a la persona misma de algún crítico
anterior. El tenor ácido de las ironías sube en un in crescendo cada vez más furioso y lo que
queda, en conjunto, es una acumulación de insultos “académicos”, de términos vacíos, un
lenguaje completamente desnaturalizado y saturado, que culmina con la siguiente cita:

16
Piénsese en Ionesco, Delirio a dúo o Beckett, Esperando a Godot, obras ambas en las que el diálogo entre dos
personas alcanza el máximo estado de fragmentación; el lenguaje ingresa en su grado más alto de vacuidad e
insignificación y cualquier intento de comunicación culmina en un absurdo delirio.
17
Gekrepten y las vecinas de barrio en Rayuela (capítulo 41) es uno en un millón de ejemplos.

21
Mariana Sández

Admirable trabajo heurístico el de Gérard Depardiable, que bien cabe calificar de


estructuralógico por su doble riqueza ur-semiótica y su rigor coyuntural en un campo tan
propicio al mero epifonema. Dejaré que un poeta resuma premonitoriamente conquistas
textológicas que anuncian ya la parametainfracrítica del futuro (UTL, 87-8).

El último se ve forzado a retomar el poema con intención de que éste sirva para clarificar lo
que no ha podido, lógicamente, desentrañar la pléyade de críticos.
El episodio de “Lucas, sus discusiones partidarias” vuelve sobre el mismo asunto.
Lucas dirige una polémica entre militantes literarios y no literarios con la misma dispersión y
diletancia con que estructuraba su conferencia en torno a la mesa. Retoma “por archienésima
vez la cuestión del mensaje, del contenido inteligible para el mayor número de lectores (o
auditores o espectadores, pero sobre todo de lectores, oh sí)” (UTL, 157). Sólo que en este
caso “Lucas pone cara de purgante y se esfuerza por decir cosas como las que siguen”:

poeta
Porque ser escritor novelista
narrador
es decir ficcionante, imaginante, delirante,
mitopoyético, oráculo o llámale equis,
quiere decir en primerísimo lugar
que el lenguaje es un medio, como siempre,
pero este medio es más que medio,
es como mínimo tres cuartos. (UTL, 157-8)

A un Cortázar que reniega de todo encorsetamiento –que acepta llamar a sus cuentos
“fantásticos” por falta de mejor nombre18, para quien “una prosa puede corromperse como un
bife de lomo”19– lo impresiona fuertemente el catálogo de sinónimos y antónimos, asentado
en el ripio y la estratificación expresiva, que usa la crítica para referirse a las evidencias
simples del arte. A ese Cortázar le es indiferente que el teléfono se llame gato y que el escritor
sea un bardo, una tapioca o un malabarista. Por eso hace decir a Lucas que: “lenguaje e
invención son enemigos fraternales y de esa lucha nace la literatura, el dialéctico encuentro de
musa con escriba” (UTL, 159). Lo que lo divierte a la vez que lo enerva, como se evidencia en
todos estos pasajes, es la voluntad de rebuscamiento innecesario: “Lo claro suele ser difícil,
por lo cual lo difícil tiende a ser una estratagema para disimular lo difícil que es ser fácil”
(UTL, 160).

18
CORTÁZAR, Julio, 1988, “Algunos aspectos del cuento”, en La casilla de los Morelli, Barcelona, Tusquets,
“Cuadernos Marginales 30”, 4ta edición, p. 134.
19
CORTAZAR, Julio, “Morelliana (capítulo 49 de Rayuela)” en loc. cit, p. 35.

22
Mariana Sández

Por la misma carencia de naturalidad: “la cuestión jamás será planteada por escritores
que entiendan y vivan su tarea como máscaras de proa, adelantadas en la carrera de la nave”
(UTL, 157). Esos escritores leopoldinos, pura cáscara de máscara, todo ruido y cansancio
intelectual, se parecen al que parodia en “¿Qué es un polígrafo?”, en donde apunta: “Cuando
pienso que hay novelistas argentinos que producen un libro cada diez años, y en el intervalo
convencen a periodistas y señoras de que están agotados por su trabajo interior” (UTL, 92).
Pero además de ser el Virgilio de Cortázar por el infierno de la incomunicación
humana, Lucas también es poeta y “pone” sonetos que se parecen a los huevos “por lo
riguroso, lo acabado, lo terso, lo frágilmente duro” (UTL, 167). Pobre Lucas, su creación se
parece a la de esos críticos tan almidonados por la academia, a la de Leopoldo, cuando

“el rigor y lo cerrado de la forma no dejan mayor espacio para la innovación, su


estro (en primera y también segunda acepción) ha tratado de verter vino nuevo en odre
viejo, apurando las aliteraciones y lo ritmos, sin hablar de esa vieja maniática, la rima, a
la cual le ha hecho hacer cosas tan extenuantes como aparear a Drácula con mácula”
(UTL, 167).

¿No eran éstas las cosas que el Borges vanguardista gozaba de parodiar en la poesía
modernista de Lugones? Pero Lucas se ha pasado también al grupo de vanguardia, porque
hace tiempo que “se cansó de operar internamente en el soneto y decidió enriquecerlo en su
estructura misma” (UTL, 167). Quizá por esa razón su Zipper Sonnet se parece tanto al
“Espantapájaros” de Girondo20. Como en “Texturologías”, la fuerza de la ironía recae en los
automatismos oscuros e indescifrables, paradójicamente irracionales, de la labor crítica de
Haroldo de Campos, traductor del Zipper Sonnet (y de Oliverio Girondo en la vida real) al
portugués brasileño. La identificación de Cortázar con Lucas es absoluta, autor y personaje
comparten el pasmo ante las interpretaciones y anotaciones enrevesadísimas del crítico para
quien:

“La métrica, la autonomía de los sintagmas, la zip-lectura al revés, sin embargo, quedaron
a salvo sobre las ruinas del vencido (aunque no convencido) traditraduttore; quien así,
derridianamente, por no poder sobrepasarlas, difiere sus diferencias (différences)...”
(UTL, 172).

20
Mientras que el Zipper Sonnet de Lucas se abre y se cierra con los versos: “de arriba abajo o bien de abajo
arriba” y “de abajo arriba o bien de arriba abajo” (UTL, 169), el “Espantapájaros” de Oliverio Girondo concluye
con un “cantar de las ranas” desplegado gráficamente como una lluvia vertical de: “Y subo las escaleras arriba!...
Y bajo las escaleras abajo!... ¿Allí está? Aquí no está!”. Por otro parte, el Haroldo de Campos que traduce al
portugués y elabora un complicado análisis crítico del soneto de Lucas fue, en efecto, escritor brasileño y
traductor de la poesía girondina. Para más referencias cfr. Homenaje a Girondo, 1987, Buenos Aires, Corregidor.

23
Mariana Sández

Lo más notorio es que el Zipper Sonnet significa el éxito del crítico y la parálisis creativa de
Lucas que encuentra ahora más complicado poner otro soneto con naturalidad poética.
Aunque Cortázar diga que su personaje procede “mishkinianamente idiota como siempre”
(UTL, 173)21, no lo convierte, como ya señalé, en el blanco de sus burlas, sino en su Virgilio o
en el Cortázar personaje que, como Dante, se desprende del autor para recorrer los submundos
lingüísticos y mirar de cerca lo risible y triste de la incomunicación humana. Creo que el
cuestionamiento de Cortázar hacia los responsables del quehacer literario coincide con el que
hace Edward Said en Representaciones del intelectual, en donde señala que una de las cuatro
presiones principales que el intelectual contemporáneo recibe de su entorno es el de la
especialización que, en el campo de la literatura, significa:

pérdida del esfuerzo brutal que conlleva la creación tanto de arte como de conocimiento;
como resultado, te incapacitas para ver el conocimiento y el arte como una serie de
opciones y decisiones, compromisos y alineamientos, y únicamente los recibes en función
de teorías o metodologías impersonales. Ser especialista en literatura significa con
excesiva frecuencia cerrarse a la historia o a la música, o la política (1996, 85).

En 1979 –año de la publicación de Un tal Lucas– Cortázar distinguía tres tipos de escritores:
los que nunca ingresan a la historia porque se dedican exclusivamente al culto de la palabra y
de la escritura; los que ya nacen dentro de la historia y demuestran muy pronto un interés por
la suerte del hombre; y los que, como él, durante una larga etapa de sus vidas viven como los
escritores del primer grupo, consagrados a la creación pura, y que de pronto descubren que el
don de la palabra tiene que servir, también, para acompañar a los procesos sociales y
políticos, involucrarse con la historia. Ese compromiso social que Cortázar empezaba a
detectar en sí mismo desde la concepción de “El perseguidor” (1957) y al que da forma plena
a partir de su asociación con la revolución cubana, se refiere no sólo a una actitud política,
sino, como él mismo declara, a un interés por el prójimo en un sentido amplio22. Un tal Lucas
evidencia ese interés al poner en tela de juicio el uso que hacemos del lenguaje y de la
comunicación, entendidos estos no como un mero intercambio verbal, sino como el modo en
que, psicológica, racional y afectivamente, nos relacionamos con el mundo y con el otro,
como una forma de entender la vida.
La clasificación rígida y formularia, si bien útil a los efectos prácticos de la crítica, es
contraria, en gran medida, a la naturaleza de la literatura y del arte en general, que apuntan a

21
La remisión a Mushkin, el protagonista de El (príncipe) idiota de Dostoievski es evidente.
22
Entrevista a Cortázar en QUINTERO, Ednodio, 1996, “Para celebrar al cronopio mayor”, en De narrativa y
narradores, Venezuela, Universidad de Zulia, p. 76-8.

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Mariana Sández

captar lo extraordinario dentro de lo cotidiano, las excepciones a las reglas y los matices de la
existencia. Encasillar a la literatura en compartimentos estancos, en cajones y etiquetas,
resulta para muchos escritores (como Monterroso y Cortázar) decididamente infructuoso e
irrelevante, porque ven en estos actos otro intento por mecanizar, sistematizar y, de alguna
manera, aniquilar lo que de por sí, por naturaleza, nace gracias a una voluntad contraria: la de
liberar y desautomatizar para revelar, para poner en fuga. La imposición de categorías
herméticas sobre la ficción, que no es otra cosa que la apertura máxima del lenguaje y del
pensamiento, puede y suele saturar el placer original que está destinada a ofrecer la escritura,
como así también la pintura, la música o el cine. El riesgo es ya un hecho: “We seem more
willing to accept the latest theory, hot off the press, than to trust to the art itself” (Hutcheon
1985, 3). El enjuiciamiento contra los excesos y el sinsentido de la academia y las teorías del
arte que algunos estudiosos brillantes como Edward Said y George Steiner han podido
denunciar desde el terreno del ensayo filosófico23, halla sus ecos en muchos otros autores
contemporáneos, como Monterroso y Cortázar, que demuestran cómo el humor, la parodia y
la ironía han salido, en el siglo XX, en pos del rescate del arte, han devenido instrumentos
esenciales para desacralizar lo que tanta destilación teórica pretende codificar.
Los escritores del “boom” latinoamericano, una de las manifestaciones más
importantes de la literatura postmoderna, advirtieron, en el terreno de la narrativa, no sólo el
medio de erosionar las bases realistas y miméticas de la ficción, sino de dinamitar las
convenciones más estereotipadas de la figura del escritor como un intelectual especializado en
las letras y ciego a la realidad social. Julio Ortega postula, en “La narrativa latinoamericana
actual”, los rasgos principales que dictaron el quehacer literario en ese contexto:

En efecto, enfrentando los dilemas de la cultura occidental y tratando de


totalizarlos en la experiencia de los personajes, en sus cuestionamientos y en sus
búsquedas, estos narradores requieren quebrar también las escisiones formales y los
extremos estéticos, que inventan el “estilo” (tan satirizado por Cortázar y por Cabrera
Infante) y encasillan el “papel” o la “naturaleza” de los géneros. [...] su impulso a
totalizarse la obliga a cuestionar las técnicas y las formas, la escritura misma, a instaurar
en el centro de la creación novelesca a esa misma creación (1969, 10-11)

23
STEINER, George, 2001, Presencias Reales, Barcelona, Destino, constituye un excelente retrato de los
excesos en que han caído la crítica y la academia y de los efectos contraproducentes que esta actitud tiene en el
seno del arte. Como SAID, Edward W., 1996, Representaciones del intelectual, Barcelona, Paidós, distingue,
entre los principales responsable de este atentado contra la esencia del sentido artístico, el modelo impartido por
la universidad norteamericana que, en su afán por la especialización, la competencia profesional y el beneficio
de lucro, promueve el ejercicio de los estudios y de las publicaciones indiscriminadas.

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Mariana Sández

La marcada conciencia de compromiso social de Julio Cortázar no conlleva, empero, el


mensaje moralizante o la intención correctiva propios de la actitud satírica. Parte de la
narrativa de sus últimos años –como El libro de Manuel- hace explícita una férrea e irónica
crítica política a las horrorosas consecuencias del Proceso militar en Argentina o a otros
incidentes puntuales similares. Con todo, en una entrevista con Evelyn Picon Garfield en
1978, a propósito de Rayuela, él mismo deja claro que:

Cambiar la realidad es en el caso de mis libros un deseo, una esperanza; pero me parece
importante señalar que mis libros no están escritos, ni fueron vividos ni pensados con la
pretensión de cambiar la realidad. (...). Mis libros no son funcionales en ese sentido. (...)
Un sociólogo establece una teoría y es lo mismo [que el filósofo que cree poder modificar
la realidad]. Un político pretende cambiar el mundo. En el caso mío el plano es
muchísimo más modesto (Picon Garfield 1978, 779. El subrayado es mío).

Rescatar esta consideración del autor sobre su obra es aquí muy significativo, puesto que una
mínima confusión en los intereses –literario y político, por ejemplo– podría trasladarse con
facilidad al plano de las intenciones: la lúdica ridiculizante de la parodia con la satírica que
pretende modificar la realidad. Sostengo, por tanto, que es la primera y no la segunda la que
mejor caracteriza su literatura.
Los teóricos de la parodia reconocen también unánimemente que los juegos paródicos
y metaficcionales prosperan en épocas en las que el público (lector o espectador) está
especialmente preparado para decodificar las sutilezas y los complejos juegos ofrecidos por
estos cuestionamientos históricos y artísticos. Si bien el lector de Monterroso debe ser sagaz
para interpretar irónicamente las incursiones creativas de Leopoldo o las magnánimas de
Fombona, el vagaje teórico y lingüístico del lector cortazariano debe ser, en algunos casos
como los que hemos visto, mucho más erudito. Quien desconozca el campo semántico propio
de la academia literaria queda forzosamente excluido de la burla –y del sentido– de Un tal
Lucas. Podrá, en cualquier caso, divertirse con otros episodios del libro (“sus hospitales”, “sus
amigos”, “su patriotismo”, etc) en los que el autor retrata, con gesto amable y boyante, ciertas
particularidades de la vida porteña cotidiana, pero no ingresará a la suculenta parodia satírica
de los episodios que he citado y a otros que, por falta de espacio, he dejado fuera. Este
Cortázar se muestra en apariencia contradictorio: al parodiar los discursos “difíciles” para
atacar su falta absoluta de claridad, deviene él mismo hermético y rechaza la transparencia
que reclama. Esta actitud se debe a que, como buen parodista, debe conocer al pie de la letra
aquello que imita irónicamente. Para hacerle decir a Lucas “¿Se dan cuenta de lo que sería esa

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Mariana Sández

doble vuelta a lo simple, a lo que todo el mundo entiende, a la comunión sin intermediarios
con la naturaleza?” (UTL, 162), se ve en la necesidad de remedar los acentos más oclusivos de
un lenguaje “masturbatorio: en el sentido de la serpiente que se muerde la cola: todo sucede
en el plano del lenguaje, sin ninguna correlación objetiva” que no le merece ningún respeto,
según sus propias palabras (González Bermejo 1978, 85).

Conclusión

La premisa que de Nabokov toma Hutcheon, “La sátira es una lección, la parodia, un
juego” (Hutcheon 1985, 78), sintetiza los alcances más precisos de ambos géneros. Tanto la
sátira como la parodia implican un distanciamiento crítico y un registro irónico. La diferencia
reside –además del blanco inter o extratextual al que se dirigen– en el hecho de que mientras
la parodia tiene un ethos más bien neutro y lúdico, de mera intención ridiculizante, la sátira
revela un ethos peyorativo y apunta a atacar con el fin de corregir y reformar. La sátira juzga
negativamente; en la parodia moderna, en cambio, el contraste irónico no siempre desea ser
agresivo, y, en tanto que incorpora en sí misma al objeto de su crítica, “Cualquier ataque real
sería autodestructivo” (Hutcheon 1985, 44).
Si mi lectura es justa, considero que Monterroso y Cortázar mantienen una actitud
lúdica e irónica respecto de sus personajes, y no hay marcas en los textos que evidencien que
en ellos predomina una intención denigratoria o un mensaje moralizador. Por el contrario, en
cuanto que sus personajes, como vimos, son un poco proyecciones de los autores y figuras
con las que se identifican, es fácil deducir que al ridiculizarlos sólo apuntan a reírse de sí
mismos, a desnudar el lado más risible de sus vidas y las de aquellos que, igualmente,
consagran su existencia a la construcción de mundos ficcionales. Aún más, otra definición de
parodia que me gusta y me sirve de ejemplo es la que la entiende como “una repetición que es
fuente de liberación” (Hutcheon 1985, 10), tal como sucede en la idea bajtiniana del carnaval.
Al personificar irónicamente los aspectos más ridículos de su vocación; al presentar esas
categorías de lo erudito y lo solemne, lo grandioso y consagrado, como actitudes a veces
exageradas, pobres y mezquinas, llenas de gaps y tics convencionales, de lugares comunes;
pero ante todo, al hacer descender a una medida frágil y humana aquello a lo que la sociedad
idealiza y pone en el lugar de lo sacro, los autores se liberan de una caracterización que les
resulta, en definitiva, falsa.

27
Mariana Sández

En ambos textos el matiz satírico está dado por el hecho de que el blanco al que se
dirigen es, no sólo intertextual, sino también extratextual y en este sentido debemos hablar,
entonces, de una parodia satírica. Por lo demás, espero haber demostrado que la risa, la
ridiculización y la ironía tienen, como en todas las obras de Monterroso y Cortázar, un sentido
lúdico, jamás ofensivo o moralizante; y que la comicidad surge de la combinación del
automatismo y la ingenuidad del personaje víctima con el retrato irónico que de él hace el
narrador. Precisamente, es el humor lo que abre las puertas de sus paraísos literarios. El lector
que no pueda aprehender el sentido último del concepto de la literatura como juego no hará
más que darse de lleno contra las puertas cerradas de sus libros, ya que, como lo certifica
Cortázar, el humor es la clave esencial para la interpretación de su obra:

Creo que la literatura sirve como una de las muchas posibilidades del hombre para
realizarse como homo ludens, en último término como hombre feliz. La literatura es una
de las posibilidades de la felicidad humana: hacerla y leerla (González Bermejo 1978,
84).

Y no fue por azar, sino por afinidad, que Lucas eligió a Leopoldo como hermano mayor y
modelo de sus enredos literarios.

Mariana Sández

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Mariana Sández

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