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María Zambrano

No me siento capaz de hablar de María Zambrano como escritora española, ni


tampoco como filósofo español, aunque este hecho sea singular, el de una mujer
española que escribe buena filosofía. Mi primer encuentro con María Zambrano data
ya de mucho tiempo. Había yo publicado en la Revista de Occidente un ensayo titulado
«El erotismo en Unamuno» y, de pronto, recibí una carta de esta escritora, solicitando
le indicase la manera de proporcionarse otro ensayo mío sobre Quirón, el Centauro. A
la vez me felicitaba por mi ensayo y por tratar de romper en él o de contribuir a
romper ese inveterado poder matriarcal que impera en nuestro país.
Confieso que sólo conocía a María Zambrano de nombre y que sus obras
empezaron a ser saboreadas por mí mucho después. Pero este primer encuentro puede
servirme para empezar a hablar de ella, repito, no como escritora o como pensadora,
sino como algo más sencillo y difícil, como María Zambrano, una mujer española que,
de pronto, irrumpe en nuestra historia con unas ideas.
Recordaré de paso que mi «erotismo en Unamuno» nada tenía que ver con la
curiosísima evolución que ha tenido este término de erotismo en España. Tan noble
palabra, derivada de un dios griego y que evoca uno de los mayores misterios del Ser,
se ha vuelto bastardo equivalente de un desfogue de impulsos libidinales reprimidos.
Por tanto, a la vez símbolo de una protexta contra el padre represor y castrador y
contra la madre arcaica que no dejaba gozar del impulso sexual. Los que recuerden
mi ensayo sobre el erotismo en Unamuno saben muy bien que yo me refería a otra
cuestión, que fue lo que quizá llamó la atención de María Zambrano. Entre otras cosas
me refería allí a «lo femenino» con su doble vertiente: que la mujer puede sentirse a
la vez «inferior», en cuanto «castrada» por el hombre y muy superior a él por estar
inmersa, como dijo René Nelli, en una esfera a la vez metafísica y real, en la cual, en
sus estados de imaginación o de pasión, sabe que es la única que puede penetrar.
A lo largo de los años me he ido afianzando en una hipótesis que sigo
considerando, como dicen los investigadores, hipótesis de trabajo; que, por tanto, no
aspira a ser ni teoría ni supuesto filosófico, pero que continúo manejando por si acaso
me sirve algún día para penetrar en el maremàgnum del alma colectiva española. La
cual, de pronto, nos ha sorprendido vertiéndose, como en un muladar, en una
pornografía fruitiva, que los psicoanalistas denominan «anal», es decir estercolácea,
por convertir lo más personal y enigmático del hombre en cosa disfrutable, en
maniobra de placer, eso sí, al parecer durante muchos siglos prohibida a los hombres
y mujeres de España, al menos en otra forma que en la expresión grosera del lenguaje
y en la recoleta de los lechos, donde se da rienda suelta a la voluptuosidad.
Erotismo, en realidad, apenas ha existido en la literatura española, signo siempre
de nuestras profundas realidades, rnás que en la forma alquitarada de la mística y en

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algún que otro lirismo de las literaturas periféricas, catalana o galaica. No he sido yo
el único en hacer esta afirmación. Que inmediatamente suscita otra, naturalmente muy
provocadora, pues pone en marcha las resistencias más secretas del hombre español.
Este hombre tiene un gran temor a su «feminidad inconsciente» y no por la
explicación vulgar de que esta feminidad puede «afeminarle», ya que es lo bastante
culto para saber que feminidad inconsciente, conforme nos enseñan los psicoanalistas
de la escuela de Jung y antes que él las doctrinas del sufí Abenarami, es un estrato
del alma de todo individuo que tiene profundamente que ver con la creatividad. Es
el ánima profunda, de signo femenino pero que no feminiza, antes al contrario, vuelve
al hombre plenamente varonil, lo que parece darle miedo al hombre hispánico.
Lo cierto es que este temor a la feminidad inconsciente se asocia en el alma del
varón español con algo que está muy patente en toda nuestra literatura y aun en la
lírica, y que ha sido comentado muchas veces y fue en ocasiones tema muy disputado.
Me refiero a la pobreza de escritos de nuestra lengua en obras en que se presente la
intimidad secreta del varón o de la mujer, sin rebozo y la rareza de epistolarios
amorosos o su escaso valor literario cuando existen. El hombre español, como dije en
alguna ocasión, considera por decirlo así indecente exhibir su intimidad. Pero esta
explicación para el que esté ducho en cosas de la psique profunda traduce
inmediatamente su carácter de «defensa inconsciente».
Todo esto trata de explicar por qué razón María Zambrano, además de ser una
pensadora muy singular dentro del ámbito hispánico, precisamente lo es (en mi
opinión, naturalmente criticable), por haberse roto en ella esos arcaicos tabúes, esas
misteriosas defensas del hombre español frente a sectores del pensamiento que, por
albergarse en los planos más íntimos y profundos del hombre, son poco frecuentados
por el razonar habitual y habitualmente también desdeñados y hasta temidos.
He de seleccionar de esta obra tan rica unas pocas notas, forzado por la natural
cortesía hacia mis oyentes. Puesto que mi placer sería ir comentando toda ella, con
fruición y entusiasmo, ya que su riqueza es inagotable. Sirva lo antes dicho para
disculparme de no hacer examen crítico, intelectual, de sus ideas, puesto que me he
atrevido a la empresa más disparatada en el ámbito de nuestras lecturas: a ver en María
Zambrano una expresión intelectual, tanto filosófica como poética, de lo que
podríamos llamar Anima hispánica profunda. En otra ocasión escribí sobre Rosalía,
Anima galaica, pero entonces la misión era más fácil por la índole exclusivamente
poética de este manantial del subconsciente colectivo. Desde luego, mi propósito ha
de encontrar fuerte oposición entre mis compatriotas del sexo masculino, puesto que
afecta a regiones muy escondidas y, por lo mismo, encogidas al máximo en el fondo
de su alma.
Pero he aquí que esta ánima hispánica razona y de manera certera, tocando temas
que están de gran actualidad, descubriendo antes que muchos filósofos contemporáneos
la trascendencia de cosas como el juego, la piedad, la nada. Y de todo ello que,
ondulante, avanza por sus consideraciones en ese precioso librito El hombre y lo divino
habría mucho que hablar, para lo que no hay tiempo. Desde un primer momento, al
decirnos el nacimiento de los dioses en Grecia pone ante nuestros ojos esa otra
realidad, esa pre-verdad que tanto tiene que ver con la música y con los números. ¡Qué

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maravilloso observar cómo esos números sagrados que conservaron —nos dice—, los
pitagóricos plenamente y que iban a servir para desintegrar el átomo, van ahora, en
nuestro tiempo, a desvelarnos, con su rigor científico, esa «realidad velada» de la que
se ocupa d'Espagnat, un profesor de Física de París y de la que se ha hablado hace
dos años en el coloquio de Córdoba, precisamente bajo los auspicios de alguien, como
Abenarami, que nació doscientos años antes que María Zambrano pero no a mucha
distancia de su cuna, ella en Vélez Málaga y él en Murcia.
El título que lleva el libro que ha resultado de los coloquios de Córdoba Ciencia
y conciencia va acompañado de un subtítulo muy revelador: Las dos lecturas del Universo.
Bien sé que este coloquio ha sido muy criticado y también defendido, por lo que es
más extraño aún, que en España prácticamente nadie se haya ocupado de él, cuestión
ésta que es la que por el momento más me interesa. En su último librito, titulado Un
átomo de sabiduría. Proposiciones de un físico sobre la realidad velada, d'Espagnat se aferra a
su tesis: «El campo de lo racional y de la ciencia no es la realidad en si... es sólo el
conjunto de fenómenos, por complejos que nos parezcan, que forman la realidad
empírica o vivida. Y lo que sobrepasa, en parte al menos, las posibilidades de lo
racional y de la ciencia es... lo que se llama el Ser... Entendiendo por tal no cualquier
trascendencia, sino la fuente misma de los fenómenos y la causa profunda de la
regularidad de sus leyes...»
Vuelvo a decir que lo que me importa de esta «doble lectura del Universo», es que
en España haya determinado el mismo repulgo que ciertos temas, tales como el
examen con arreglo a la psicología llamada de las profundidades de nuestros grandes
textos literarios o de la propia alma hispánica o la historia, sencillamente, de la
intimidad secreta y siempre evasiva de nuestras figuras representativas.
Para María Zambrano, la tragedia de lo humano es no poder vivir sin dioses.
Tomando esta palabra «dioses» en el sentido elemental de una realidad distinta y
superior a lo humano. Coincide así con muchos pensadores de nuestro tiempo, entre
ellos con mi buen amigo Ludwin Schajowicz y el filósofo germano Eugen Fink. Dice
éste: «¿Quién puede decir lo que va a pasar en nuestra época? Todas las grandes
religiones de la tierra están fatigadas... La libertad humana, ¿no corre un riesgo
enorme al emanciparse de todo vínculo sobrehumano y proclamar la potencia creadora
de la voluntad humana como principio absoluto de su existencia?».
Pero había dicho que no iba a ocuparme de las ideas de María Zambrano y de su
a veces extraordinaria premonición de otras que ahora empiezan a tener curso libre
por el mundo y que ella anticipó. Me interesa María Zambrano mucho, muchísimo
por lo que piensa. Pero más, bastante más por lo que es; una expresión involuntaria
de unos estratos hispánicos sumergidos. Recuerdo de mis lecturas infantiles uno de
los últimos Episodios Nacionales de Galdós en el cual el protagonista hace un viaje
subterráneo por el subsuelo de la Península. Esta es mi lectura de María Zambrano.
Si en ella voy a emplear en algún momento conocimientos que debemos a la técnica
psicoanalítica, he de advertir con toda energía que estoy muy lejos de querer
aprovecharme de ese fácil truco de nuestro tiempo que consiste en volver absolutas
ideas que en realidad no son más que andamiajes para crear una nueva forma de

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pensar. Para muchos lectores u oyentes, es fácil incurrir en la perezosa conclusión de
que «psicoanalizo» la realidad española, tontería suprema en la que no pienso incurrir.
Pero de igual forma que para viajar necesitamos el automóvil aunque no lo adoremos
y que para reflexionar sobre la materia el físico recurre a las matemáticas más
complejas sin idolatrarlas, meramente como instrumento para cambiar el ángulo de
visión y penetrar en el misterio de lo real, pienso que el hombre contemporáneo
también ha de servirse de las perspectivas vastas y complejas que la experiencia del
subconsciente nos ha proporcionado en los últimos decenios.
Veamos, por ejemplo, prescindiendo del contenido conceptual de las páginas
hermosas que María Zambrano ha escrito a lo largo de su vida, alguno de sus «temas»,
esto es alguno de sus «motivos musicales», que retornan una y otra vez en sus escritos.
Empecemos por ese bellísimo libro titulado Pensamiento y Poesía en la vida española,
publicado durante nuestra guerra civil o por lo menos escrito bajo su influencia, en
la que nuestra admirada amiga se afana en un tema obsesionante para todo escritor de
España: ¿qué es ese enigma, apasionante y a la vez de inmenso desconcierto que bulle,
a veces con borbotones de sangre, otras con alucinante apatía a lo largo de nuestra
historia? María Zambrano parte de limpias fuentes: la Epístola Moral a Fabio, las Coplas
de Jorge Manrique, un Soneto de Santa Teresa, para concluir: «Melancolía y no
angustia es lo que late en el fondo de la vida española». Lo que tiene prisionera al
alma hipánica, lo que le ha impedido incorporarse al pensamiento europeo, a la
investigación científica, a la filosofía moderna, es una tendencia a la resignación que
termina en una melancolía histórica. Como toda melancolía, fronteriza siempre con el
impulso tanático. «En el estoicismo empieza el suicidio de la voluntad», nos dice. Y
anticipándose también a lo que va a ser en nuestra época la voluntad de sostenerse el
hombre solo, sin dioses, después de la irrupción de los nuevos sofistas, señalada por
Schajowicz, desde Nietzsche, Brecht a Beckett y Handke nos explica «la voluntad que
busca cómo sostenerse un hombre solo, en la desnudez—de lo humano». Hasta el
soneto de Santa Teresa, «no me mueve mi Dios para quererte, etc.», es percibido por
nuestra escritora como renuncia temática, como suicidio por amor.
Leyendo, magnífico libro no puedo por menos de recordar su vigencia en nuestro
tiempo. La frase popular: «Cuando pienso y considero que me tengo que morir, echo
mi capa en el suelo y me harto de dormir». ¡Cuántas veces he escuchado esto mismo
de labios de amigos, tras haber conseguido después de durísimos esfuerzos un puesto
máximo en la enseñanza o en otra disciplina! ¡Hartarse de dormir o de ver el fútbol
o d e resignarse a seguir viviendo! Otra frase que repetía otro entrañable amigo:
«¡Esperar la muerte viendo crecer los árboles!» Es el mismo tono quejumbroso y
fatídico de la Epístola Moral «¡Oh, si acabase viendo cómo muero —de aprender a
morir, antes que llegue— aquel forzoso término postrero!». «Ese pesimismo pagano,
clásico, que vive despierto entre los españoles y más entre los andaluces...» (pág. 134).
Por eso «El pensamiento español se nos muestra encerrado en la muerte, prisionero
de ella». ¡También recuerdo! Aquel otro gran amigo que buscó en el suicidio su
consuelo después de haber escrito un libro voluminoso, impensable en cualquier otra
nación, sobre La muerte en la pintura española. Son los mejores —dice María
Zambrano— los que renuncian a vivir, o muriendo del todo o ahogándose en el

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contorno social... Y más adelante, comenta: «...la otra manera... arrojarse a la hoguera
en bloque...» '
Pero continuemos, para no cansar a ustedes. Ya en otro libro, en ese estupendísimo
El hombre y lo divino, María Zambrano emplea tres palabras, tres «motivos musicales»
de su pensamiento que sorprenden. Son: persecución, delirio y /«£. Dice: «Los dioses
persiguen al hombre con su gracia y su rencor...» En lo más hondo de la relación del
hombre con los dioses anida la persecución: se está perseguido sin tregua por ellos».
Más adelante exclama: «Pues en el principio era el delirio: el delirio visionario del
caos y de la ciega noche». Lo que quiere decir, aclara: «En el principio era el delirio;
quiere decir que el hombre se sentía mirado sin ver. Que tal es el comienzo del delirio
persecutorio: la presencia de una instancia superior a nuestra vida que encubre la
realidad y que no nos es visible...»
Delirio... persecución. ¿Qué es el delirio? Hay un delirio dionisíaco, desordenado,
incoherente en apariencia aunque su lectura profunda, como Laing demostró analizando
una historia clínica del psiquiatra Kraepelin, pone de manifiesto un decir ordenado.
Kraepelin afirmaba: Estas palabras sin conexión del paciente que tienen ante ustedes
demuestran que delira. Pero no era así. Laing lee la incoherencia del paciente de otra
manera que la que utilizaba Kraepelin para enseñar a sus discípulos. «Lo que el
enfermo delirante está diciendo es algo perfectamente comprensible. Dice que su
psiquiatra es un imbécil que no le entiende». Nada más razonable que un delirio
afirmó con sagacidad de poeta Chesterton en su libro Ortodoxia. Cuando un discurso
peca de exceso de razón es que, en el fondo, es delirante. ¿A qué delirio se refiere
María Zambrano? Bien claro lo dice, a un delirio de persecución. En el psicoanálisis
kleiniano la persecución emana casi siempre, para el enfermo, de un fantasma, que es
para él el de la madre que no le ha querido, el de la madre persecutoria, de la madre
mala. Todas las viejas religiones, incluso la de los griegos conocieron esta madre
persecutoria como diosa maligna, Kali, Hécate, como diosa de las tinieblas, de la falta
de amor. ¿Es esta falta de amor lo que, sin saberlo, quiere señalar María Zambrano
cuando nos habla del carácter persecutorio de lo divino?
La neurología moderna ha hecho un importante descubrimiento. Cuando el
hombre se obsesiona en torno a una idea, cuando se constituye el «círculo obsesivo»,
que a veces nace de una lógica rigurosa, de una razón implacable en su crítica, puede
producirse paralelamente una depresión, una melancolía. Parece que entonces hay un
predominio del hemisferio cerebral de la lógica matemática, del razonamiento verbal,
que queda apartado del otro hemisferio, el que ve al mundo como una totalidad,
conexo con el propio hombre, articulado con él, el hemisferio fisionómico o musical.
Pero las cosas son infinitamente más complejas. Si María Zambrano pone al
delirio en tan divino lugar, el comienzo de todo; si, sin vacilar, sostiene: «El dominio
de la psiquiatría coincide con el dominio de lo sagrado, lo divino no revelado aún».
Hay otro lugar (pág. 269) en el que parece afirmar todo lo contrario: «La serenidad
—exclama— es la pasión de la filosofía, la pasión que arrasa con todo para mirar.
Pasión de ver, que cree tener un horizonte porque lo ha edificado. Y no lo sabe,
porque el que no se embriaga no sabe nunca lo que hace...». Preguntémonos ¿de qué
quiere embriagarse o desembriagarse María Zambrano? La respuesta para mí es

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rotunda: de ese licor áspero y rudo, dulcísimo y a la vez venenoso, salvador y
mortífero que es España.
La clave de todo está en la palabra ver y en la palabra mirar. Cuando habla de que
al principio era el delirio sostiene: «quiere decir que el hombre se sentía mirado sin
ver». Bellísimas palabras dice María Zambrano sobre la luz. Una luz que no puede ser
otra que la que engendró a los dioses griegos. «Esa calidad de la luz del aire
—explica—, de la luz que no pesa ni se condensa, que pasa rozando las cosas y casi
penetrándolas hasta volverlas como ella transparentes». La luz del Egeo, de las islas
donde nacieron los dioses. Pero una cosa es la mirada persecutoria, fija y otra el mirar
no con los ojos, que al fin y al cabo son el órgano del mirar, sino con todo el Ser, no
con la parte, sino con el Ser entero. Una madre mira con amor, una enamorada mira
con amor, pero jamás con la fóvea, esa zona de la visión distinta en la retina. Miran
ambas con todo su organismo, miran acariciando con todo su cuerpo, miran con un
sentido que es muy anterior a la vista, al oído, al tacto, al olfato, al gusto, un sentido
primigenio, ancestral, madre de todos los sentidos. Ese es el mirar que no es
persecutorio, el que Sartre no comprendió cuando también entendía el ver como una
persecución de un ser por otro ser. Desentroncar la mirada, el mirar, de la totalidad de
la sensación, es volver al hombre o al dios agresivo, persecutorio, maligno. Mirar,
mirar tan sólo es ya —digásmoslo de una vez— excisión del hombre, esquizofrenia.
Por tanto, paranoia.
«La angustia de sentirse mirado —dice María Zambrano— envuelve la apetencia
de serlo...». Angustia ante la madre que no da cariño, pero de la que, pese a todo,
queremos su mirada. El hombre tiene hambre no de que le miren, sino de ser envuelto
por la mirada, acariciado por el Ser.
Aquí tenemos la muestra de esa configuración ambivalene de los «signos»
profundos, del temario de Maria Zambrano. Después de sus bellísimas palabras sobre
el amor «...ser divino y demoníaco a la vez... ser extraño al hombre y a la vez lo más
entrañable...» nos dice de él: «... El amor es el agente de destrucción más poderoso,
porque al descubrir la inadecuación, y a veces, la inanidad de un objeto, deja libre un
vacío, una nada aterradora al principio de ser percibida... Es el amor el que descubre
la realidad y la inanidad de las cosas, el que descubre el no-ser y aún la nada...» María
Zambrano es ahora el anti-Abenarami, la antimística: «El Dios creador creó al mundo
por amor, de la nada. Y todo el que lleva en sí una brizna de este amor descubre algún
día el vacío de las cosas...»
Pero sus intuiciones son, como antes dije anticipatorias. ¿No están en las palabras
que sigue anticipadas las ideas de Eugen Fink sobre «El juego como símbolo del
mundo»: «El juego es lo más profundo que hay en la divinidad... El juego es lo más
superficial y visible del mundo sagrado...»
Otro tema de María Zambrano es el de «la piedad como trato con lo divino».
Entra en la cuestión con unas palabras que recuerdan las antes mencionadas del físico
D'Espagnat: «Pues realidad es no sólo la que el pensamiento ha podido captar y
definir sino esa otra que queda indefinible e imperceptible, esa que rodea a la
conciencia, destacándola como isla de luz en medio de las tinieblas». Esa realidad que
el profesor de física atómica de París nos va a decir que es hoy visible con más claridad

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a los físicos que a otros científicos o filósofos, porque el «paso atrás», la distancia que
sus técnicas y oficio les permiten hacerse de la realidad hace más necesario postular
esta otra realidad. De la que María Zambrano nos dice que «al tornarse el hombre
más racional... se iba estrechando a su compás...» Sobre todo para el humanismo de
hoy que es renuncia a la ¡limitación del hombre y, por tanto, a sí mismo y también a
algo muy importante, el amor.
La piedad, que vive de incógnito desde hace mucho tiempo, a la que Max Scheler
denominó la simpatía es, para María Zambrano, «el saber tratar adecuadamente con
lo otro» ¿Qué cosa es este «Otro»? Lo vemos cuando nos aclara: «La piedad se define
primero como el trato adecuado con los dioses». Tratar con lo otro es simplemente
tratar con la realidad. Con esa realidad «velada» de la que tantas veces hemos hablado.
En su hermoso libro L·a douceur dans la pensée grecque, Jacqueline de Romilly,
excelente helenista, nos dice las muchas palabras que los griegos emplearon para
hablar de la dulzura, praos, hemerós, èpios, filantropia, etc. Pero la piedad, palabra con
la que en ocasiones se ha traducido esa «dulzura» o condescendencia o benevolencia
es para María Zambrano algo más profundo: estaría en el centro del sacrificio y de la
poesía. Es la clave de todo culto y de toda inspiración, pues nos revela que hay «algo
que llega desde otro lugar, que llega y huye...» Dicho en los términos actuales de
D'Espagnat sería lo que este físico reconoce como «l'appel de l'Être», la llamada del
Ser. Esa llamada para la que muchos sabios y, sobre todo, los hombres de ciencia, que
no son físicos, son como dice María Zambrano, totalmente sordos. Pero no el hombre
vulgar que la percibe en las cosas bellas, en el misterio de la noche. Esa calma
profunda, que según María Zambrano, sólo el estoicismo produce, también es
«llamada». Aunque hay otras formas no estoicas de sentirlo: por ejemplo esa tan
debatida «Gelassenheit» de Heidegger, en cuya discusión se unen teólogos y taoístas,
en nuestro tiempo. No, no creo que el estoicismo sea «la solución clásica y duradera
de la piedad desde el ser». En todo caso pienso que es una solución excesivamente
española, pero no universal.
En dos formas el hombre moderno, nos enseña María Zambrano, ha intentado
librarse de lo divino. Una, en la vía del llamado «idealismo»; otra en lo contrario, el
creer que la realidad toda, vida humana inclusive, está compuesta de hechos. Razonar
es «echar cuentas» y la víctima mayor de este hacer cuentas es tratar de explicar el
amor. Convertido en hecho, decaído en acontecimiento, sometido a juicio y explicación,
es decir, desvirtuado en su esencia que todo lo transciende. Puesto que al amor es
«una realidad, una potencia original precisa para la fijación de una órbita, de un
orden». Todas las cosmogonías comienzan diciendo «en principio era el caos». Pero
la órfica afirma «En el principio era la noche». Allí donde el amor encuentra su
anuncio misterioso. Este orden, nos dice María Zambrano, lo perturba la envidia, el
mal sagrado entre todos, que ante el Dios absoluto grita non serviam, la envidia
fraternal, la primer forma de parentesco, según Unamuno. ¿La envidia? Yo pienso que
es la soberbia, no la envidia, el mal sagrado por excelencia, el que va contra la
creatividad y contra el amor.
¡Admirable María Zambrano! Podríamos seguir así, horas y horas, comentando
con delicia sus ideas. Anima hispánica balbuceante en el misterio. Yo la veo como una

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Ortega y Heidegger en ipji.

oscura feminidad creadora, sagrada, que irrumpe en nuestros días, que ha resistido al
cabo de los siglos a un taimado «asesinato de lo femenino» que se cumple, si no se le
descubre, en la mayoría de las culturas. Como esa Sophia aeterna de la que habla
Abenarami, su vecino geográfico, aunque alejado dos siglos de ella, pero hoy de plena
actualidad. Veo a María Zambrano y al homenaje que se le rinde como anuncio de un
cambio en la aletargada subconsciencia hispánica, llena de tedio creador, de apatía
disfrazada de pasión, de angustia al no poder, en nuestos días, ni creer ni crear.

JUAN ROF CARBALLO


Ayala, 13
MADRID-i

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