Corona Siete Dolores

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CORONA DE LOS SIETE DOLORES DE MARÍA

Por la señal, de la santa cruz…

Acto de Contrición

Señor mío, Jesucristo, Dios y hombre verdadero, Creador, Padre y


Redentor mío, por ser Vos quién sois y porque os amo sobre todas las
cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido; con tu santa ayuda
propongo firmemente nunca más pecar, apartarme de todas las
ocasiones próximas de pecado, confesarme y, cumplir la penitencia
que me fuera impuesta.

Oración de ofrecimiento

Dios mío, te ofrezco esta santa corona de los dolores de la Santísima


Virgen, para tu mayor gloria y en honor de tu Santísima Madre.
Meditaré y participaré de sus sufrimientos. Te ruego por las lágrimas
por Ella vertidas en aquellos momentos, concédenos, a mí y a todos los
pecadores, el sincero y profundo arrepentimiento por nuestras culpas.

PRIMER DOLOR: LA PROFECÍA DE SIMEÓN (Presentación de Jesús


recién nacido al templo)
Fácil es imaginar aquellos momentos que nos relata san Lucas en su
Evangelio, cuando tú, María, junto a José llevasteis a Jesús, de apenas
40 días, al templo de Jerusalén. Allí estaba aquel anciano santo,
Simeón, porque el Espíritu Santo lo había llevado al encuentro con
vosotros. Y el mismo Espíritu habló por su boca, profetizando que aquel
pequeño niño era el Mesías, tan largamente esperado por Israel, luz de
las naciones y gloria de su pueblo. Y pronunció también aquellas
terribles palabras que quedaron marcadas con el fuego del mismo
Espíritu en tu corazón:” Este ha sido puesto para que muchos en Israel
caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción -y a ti
misma una espada te traspasará el alma- para que se pongan de
manifiesto los pensamientos de muchos corazones”. ¿Cuál habrá sido
tu reacción? Seguramente habrás recordado al Ángel: había
transcurrido menos de un año de aquel encuentro. El mensajero del
Altísimo te había dicho que el niño que irías a engendrar sería grande
y su reino no tendría fin. Y también estaría en la memoria de tu corazón
el júbilo de Isabel y la bienaventuranza que te había dirigido cuando
fuiste a verla. O acaso tenías impreso lo que habían relatado los
pastores, visitados en la noche por ángeles del cielo, para anunciarles
que en la ciudad de David había nacido un salvador, el Mesías, el
Señor. Y ahora, tras aquellas luces estas sombras, palabras verdaderas
pero amargas: “a ti una espada te traspasará el alma”. Aquel sufrimiento
futuro se te volvía en ese momento agudo dolor.
El precio de nuestro rescate es la Pasión y muerte de tu Hijo y tu mismo
dolor de Madre Inmaculada. Señora nuestra, ¡cuánto te hemos costado
también a ti!, ruega e intercede por nosotros, por nuestra conversión, y
la del mundo, para que deje de ofender a Dios.

(Un Padrenuestro y siete Avemarías)


“Madre llena de misericordia, recuérdanos siempre los sufrimientos
de Jesús en su Pasión”.

SEGUNDO DOLOR: LA HUIDA A EGIPTO


Jerusalén está alborotado por la llegada de unos Magos de Oriente que
preguntan por el Rey de los judíos que hace poco ha nacido. El
poderoso y cruel Herodes de pronto siente miedo: teme que un niño
muy pequeño le arrebate su poder. Ciego por su ambición e ignorante
de la verdad, nada podía imaginar que el Reino de aquel desconocido
niño no era de este mundo. Asustado, el déspota trama matar al niño y
pregunta, a otros ciegos como él -sumos sacerdotes y escribas- dónde
tenía que nacer el Mesías. Claro, ellos, escrutadores de las Escrituras,
lo saben: en Belén de Judea. No acuden porque son incapaces de oír
la voz de Dios y Dios no los llama. Herodes, fingiendo, les pide a los
Magos que le avisen cuando encuentren al niño para ir, él también, a
rendirle pleitesía. El Cielo se anticipa a sus planes asesinos y en un
sueño un ángel le manda a José huir a Egipto.

Sí, Madre, tal como Simeón te había dicho, Jesús es signo de


contradicción y el dolor te alcanza por segunda vez. ¿Cómo puede ser
que este dulce y frágil niño sea amenaza para alguno?, te habrás
preguntado. ¿Este mi niño que ahora me sonríe y mirándome veo el
Cielo en sus ojitos? Pero, urge, tenemos que huir.
Egipto, ¡tan lejos y tan extraño! Tiempo de destierro del Hijo de Dios,
y de su Madre y de José.

Madre Santa, Abogada nuestra, te rogamos por los niños que los
Herodes de hoy matan por medio de leyes de aborto. Por todos los
inocentes por los que Raquel llora o habrá algún día de lamentar y
desconsoladamente llorar. Pedimos, debemos pedir, porque Tú lo
haces, por los victimarios, para que se arrepientan y busquen el perdón
de Dios.

(Un Padrenuestro y siete Avemarías)


“Madre llena de misericordia, recuérdanos siempre los sufrimientos
de Jesús en su Pasión”.

TERCER DOLOR: NO ENCUENTRAN A JESÚS


¡Cuánta angustia la tuya, María, y la de José! Pero, ¿cómo podrá haber
sido que este niño se haya quedado en Jerusalén? “Hijo, ¿por qué nos
has hecho esto? Tu padre y yo te buscábamos angustiados” (Lc 2:48).
Todos los años subían a Jerusalén para la Pascua judía, pero esta vez
fue diferente. Jesús, de 12 años, un año antes que los niños fueran
aceptados para participar del culto, decide no regresar a Nazaret sino
quedarse en Jerusalén, pero no en cualquier sitio sino en uno muy
preciso: el templo. ¿Por qué? Porque sabía muy bien quién era él: el
Hijo de Dios. Debía ocuparse de las cosas de su Padre. Aquí vemos a
Jesús siguiendo su voluntad humana no la del Padre. La voluntad divina
era que regresase a Nazaret, y así lo hizo, “donde permaneció sujeto a
María y a José, y creció en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios
y ante los hombres” (Cf Lc 2:51-52). En el hogar de Nazaret Jesús
completa su humana madurez.
Santísima Madre ¡cuánta angustia sentiste durante aquellos tres días no
sabiendo dónde estaba tu amadísimo Hijo! Ese tercer día te traería el
alivio, la alegría del reencuentro. Tú no lo sabías, pero en aquel
momento se estaban prefigurando los otros terribles días que desde la
Pasión y muerte de Jesús terminarían con la Resurrección. El dolor fue
intenso, también el asombro por la respuesta de tu niño fue muy grande
y Tú, todo lo custodiabas en tu Inmaculado Corazón.

Madre Santísima, recordar este episodio de tu vida nos habla de


pérdidas dolorosas. Sobre todo, de los hijos que, por muerte o por
abandono, han perdido a sus padres, y de los padres, por muerte o por
motivos aún más tristes si cabe, han perdido a sus hijos. A ti, gran y
poderosa Intercesora, te rogamos por todos ellos para que les des
consuelo y les lleves la paz de Cristo.

(Un Padrenuestro y siete Avemarías)


“Madre llena de misericordia, recuérdanos siempre los sufrimientos
de Jesús en su Pasión”.
CUARTO DOLOR: EL ENCUENTRO DE JESÚS CAMINO DEL
CALVARIO
Este episodio no está en la Escritura, pero sí en la tradición, en visiones
de místicos y en la lógica elemental. Tú que estuviste al pie de la cruz,
Tú que seguiste a tu Hijo, Tú que eres su Madre, ¿cómo no habrías de
seguirlo en ese camino final hasta la meta del Calvario? ¿Cómo no
habrías de hacerlo si Tú eres la Corredentora, la que más ha contribuido
y contribuyes a la obra de salvación de Jesús?
Y sí, allí estás Tú, María, entre aquella multitud que seguía a tu Hijo. La
mayoría de los que estaban eran hostiles, otros morbosamente curiosos,
y unos pocos piadosos como las mujeres que lloraban y se apiadaban.
Tú no apartas la vista de su Hijo. Hay un momento en que están muy
cerca uno del otro. Y ves al Hijo destrozado. Él es tu Hijo, y es Hijo de
Dios que cumple la voluntad del Padre. Por eso, ese profundísimo
dolor, esa espada que ya comienza a penetrar en tu corazón, no es de
desesperación. Jesús vino a traer la paz y Tú tienes paz a pesar del dolor
tan intenso, inimaginable. María Santísima, este es también tu camino
a la cruz, este es tu camino de Corredentora.

Hoy estamos bajo la amenaza de muerte de un microorganismo que no


es posible verlo, como así es casi siempre con el mal espiritual, no se
lo ve, pero provoca un gran daño. Hay muertes, hay miedo, hay
confinamiento. Que este flagelo nos haga meditar hacia dónde estamos
yendo, cuál es nuestro camino y cuál nuestra meta. Te rogamos que
este mal se revierta en bien para todos, que nos haga recapacitar y
conocer dónde están los bienes verdaderos en esta vida, y
convencernos que todo pasa rápidamente y nuestra meta debe ser el
Cielo. Que este tiempo no sea desaprovechado en perniciosas
distracciones, en lamentos, en imprecaciones y blasfemias contra Dios.
Te rogamos por los enfermos y los muertos, por los médicos y
enfermeros, por todo el personal sanitario y por todos los que de un
modo u otro se ocupan de los más débiles. Por los que arriesgan su
salud para cumplir con sus deberes. Te pedimos por todos los que
padecen por causa de esta epidemia. Madre de Bondad y Misericordia,
Salud de los Enfermos alcánzanos las gracias para estos momentos de
angustia y de dolor.

(Un Padrenuestro y siete Avemarías)


“Madre llena de misericordia, recuérdanos siempre los sufrimientos
de Jesús en su Pasión”.
QUINTO DOLOR: JESÚS MUERE EN LA CRUZ
Juan, el discípulo amado, como así se lo reconoce en su Evangelio, nos
relata el momento en que la espada de dolor atraviesa el alma de María.
Así nos lo cuenta: Viendo Jesús a su Madre junto a la cruz y con ella a
Juan, dice a su Madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo»; luego dice al
discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Sabiendo Jesús que ya todo estaba
cumplido, dice: «Tengo sed». Bebe apenas el vinagre que le acercan, y
pronuncia por último las palabras definitivas: «Todo está cumplido». E
inclinando la cabeza entrega el espíritu.

Pocas palabras para encerrar un universo, el del misterio de la


salvación que, a su vez, está encerrado en otro: el amor de Dios. En ese
amor estamos nosotros, cada uno de nosotros amados por nuestro
Creador, que, justamente por amor, se hizo nuestro Salvador. Amor
compartido por la Madre. Tanto nos amó Dios que dio a su único Hijo
por nosotros. Tanto nos amó la Madre que participó del sacrificio del
Hijo y su dolor es el del parto de nosotros, hijos suyos.
Aquí estás María sufriendo infinitamente por el Hijo de tus entrañas y a
motivo de nosotros, hijos de tu Corazón traspasado.
Te rogamos, Madre, por todos los que están por morir en pecado
mortal, por todos los que viven pero están muertos por el pecado, por
todos los que no conocen el amor de Dios: los indiferentes, los tibios,
los que desprecian a Dios, los que lo ofenden gravemente; por todos
ellos te pedimos para que nadie se pierda.

(Un Padrenuestro y siete Avemarías)


“Madre llena de misericordia, recuérdanos siempre los sufrimientos
de Jesús en su Pasión”.

SEXTO DOLOR: JESÚS BAJADO DE LA CRUZ EN BRAZOS DE MARÍA


José de Arimatea y Nicodemo, discípulos de Jesús se acercaron a la
cruz, desclavaron reverentemente los clavos de las manos y los pies del
Señor y con todo cuidado lo descolgaron. Al pie de la cruz estaba la
Madre, que recibió en sus brazos el cuerpo sin vida de su Hijo. Muchos
de nosotros conservamos de esta escena desgarradora la imagen de la
Pietà de Micheangelo, otros tendrán otras evocaciones para
aproximarse a la realidad del mayor amor y de la infinita ternura. Es la
ternura y la piedad que provoca en nosotros una madre con su hijo en
su regazo, una madre con su hijo muerto en su regazo, una madre,
María, con Jesús muerto, martirizado, con su costado abierto por la
lanza final. La espada que anunciara Simeón acaba de atravesar el alma
de la María. Ante tanto dolor, silencio.

Enséñanos, Madre, a sufrir en silencio, a ofrecer en silencio nuestro


dolor, a enmudecer ante el misterio del dolor que no comprendemos y
sólo elevar nuestro padecimiento a Dios para que se vuelva oración.
Te pedimos por todas las madres desgarradas por la muerte de sus hijos,
por todos los que sufren sin que nadie se ocupe de ellos, por los que
mueren en soledad, por los que se desesperan ante el dolor, por los que
se rebelan a Dios en momentos de sufrimiento. Que de tu Corazón
abierto como el de tu Hijo, partan las gracias para todos ellos.

(Un Padrenuestro y siete Avemarías)


“Madre llena de misericordia, recuérdanos siempre los sufrimientos
de Jesús en su Pasión”.

SÉPTIMO DOLOR: JESÚS ES SEPULTADO. SOLEDAD DE MARÍA


José de Arimatea y Nicodemo tomaron el cuerpo de Jesús de los brazos
de María y lo envolvieron en una sábana limpia que José había
comprado. Cerca del lugar del suplicio tenía José un sepulcro nuevo,
cavado en la roca, que había hecho para sí mismo; en él enterraron a
Jesús. Haciendo rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro lo
cerraron y todos regresaron a Jerusalén.
A partir de momento tan patético María queda en profunda soledad.
Soledad y vacío que sólo se comprende desde la propia experiencia
ante la sepultura de alguien que amamos. Es el sello final, todo está
terminado, esa es la sensación que nos queda.
Podemos arriesgar, aunque siempre han habido revelaciones privadas
sobre estos momentos, que en el Corazón de María se encontraron
sentimientos de soledad y de gran tristeza con el de la esperanza cierta
de volver a ver a su Hijo y dentro de no mucho, como Él lo había
predicho. La luz de la Resurrección de Cristo penetraba en la cerrada
oscuridad del dolor y la soledad de la Madre.

Te rogamos, Madre de Dolores, por los que padecen el dolor de lo


definitivo. Por aquellos que no han superado la muerte de una persona
amada, por los que han culpado a Dios de la muerte y no se reconcilian
con Él, por los que han perdido todo: hogar, patria, familia. Te rogamos
por todos los cristianos perseguidos y por todos los refugiados del
mundo. Reina y Madre de Misericordia, ruega a tu Hijo por los más
pobres y desasistidos, por los más vulnerables y despreciados por el
mundo y ruega por nosotros todos para que sepamos ocuparnos de
ellos. Ruega, Madre de Dios, por nosotros pobres pecadores. Amén.

(Un Padrenuestro y siete Avemarías)


“Madre llena de misericordia, recuérdanos siempre los sufrimientos
de Jesús en su Pasión”.

(Al final de la corona)


Por las lágrimas de María: 3 Padrenuestros y 3 Avemarías.

Ayúdanos Madre a conocer y comprender el mal que hemos cometido


para alcanzar verdadero arrepentimiento.
Acepta nuestros dolores y únelos a los tuyos, así como Tú los uniste a
los de tu Hijo en su obra de salvación de la humanidad. Tú eres nuestra
Madre y, con pleno título, Corredentora. Podamos todos participar de
la obra de salvación de nuestro único Redentor y Salvador, Jesucristo.

ORACIÓN FINAL
Cúbrenos Madre con tu Manto de protección. Sea tu Inmaculado
Corazón nuestro refugio en estos momentos y siempre. Que seamos
siempre fieles a tu Hijo, que lo amemos por sobre todo y todos, y le
obedezcamos siempre.

En un acto personal me consagro Madre a tu Corazón Inmaculado para


así ser todo de Cristo y todo suyo. Amén.

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