Roberto Arlt
Roberto Arlt
Roberto Arlt
Con los brazos cruzados sobre su blusón el Astrólogo se ha detenido frente al abogado, y
moviendo la cabelluda cabeza insiste como si el otro no lo pudiera comprender:
—¿Se da cuenta?… por treinta y dos millones de dólares. ¿Qué significa esto? Que un
Ford o un Rockefeller, en cualquier momento podrían contratar un ejército mercenario que
pulverizaría un estado de los nuestros.
Hay oficios vagos, remotos, incomprensibles. Trabajos que no se conciben y que, sin
embargo, existen y dan honra y provecho a quienes lo ejercen.
Porque yo no sabía que las muñecas se compusieran. Creía que una vez rotas se tiraban
o se regalaban, pero jamás me imaginé que hubiera cristianos que se dedicaran a tan
levantada tarea.
Esta mañana pasando por la calle Talcahuano, tras del polvoriento vidrio de una ventana,
lúgubre y color de sebo, ví colgada de un alambre y por el pulso, una muñeca. Tenía pelo
de barba de choclo, y ojos bizcos. Tan siniestra era la catadura de tal muñeca que me
detuve un instante a contemplarla.
Y me detuve a contemplarla, porque allí, situada tras el vidrio, y colgada de esa mala
manera, parecía la muestra de algún ladrón de niños o de una comadrona. Y lo primero
que se me ocurrió fue que esa endiablada muñeca, polvorienta y descolorida, bien podría
servir de tema para un poema de Rega Molina o para una fantasía coja de Nicolás
Oliverio o Raúl González Tuñón. Pero más detenido aún por el atractivo que el ambiguo
pelele ejercía sobre mi imaginación, llegué a levantar la vista, y entonces leí en el frente
del ventanal, este letrero:
Estaba en presencia de uno de los oficios más raros que se puedan ejercer en nuestra
ciudad.
Tras de los vidrios se movían unos hombres polvorientos también, y con más cara de
fantasmas que de seres humanos, y rellenaban con aserrín piernas de muñeca o
estudiaban oblicuamente el vértice pupilar de un pelele.
Indudablemente aquella era la casa de las bagatelas, y esos señores unos tíos raros,
cuyo trabajo tenía más parecido con la brujería que con los menesteres de un oficio.
Entre los codazos de las porteras, que iban a la compra, y los empujones de los
transeúntes, me alejé pero estaba visto que no debía perder el tema, porque al llegar a la
calle Uruguay, en otra vidriera más destartalada que la de la calle Talcahuano, ví otro
pelele ahorcado, y abajo el consabido letrero: "Se componen muñecas".
Me quedé como quien vé visiones, y entonces llegué a darme cuenta de que el oficio de
componedor de muñecas no era un mito, ni un pretexto de trabajar, sino que debía ser un
oficio lucrativo, ya que dos comercios semejantes prosperaban a tan poca distancia uno
de otro.
Y entonces me pregunto: ¿qué gente será la que hace componer muñecas, y por qué, en
vez de gastar en la compostura, no compran otras nuevas? Porque ustedes convendrán
conmigo, que eso de hacer refaccionar una muñeca no es cosa que se le ocurra a uno
todos los días. Y sin embargo, existen; sí, existen esas personas que hacen componer
muñecas.
Son los que le agriaron la infancia a los pequeños. Los eternos conservadores.
¿Quién no recuerda haber entrado a una sala, a una de esas salas de las casas en donde
la miseria empieza en el comedor?
Son recibimientos que parecen cambalaches. Marcos dorados, retratos de toda una
generación, diplomas por los muros, chafalonía sobre la mesita; rulos de pelos de algún
ser querido y finado, entre los medallones; y sentada en una poltrona, rodeada de
moñitos, la muñeca, una muñeca grande como una nena de un año, una de esas
muñecas que dicen papá y mamá que cierran los ojos, y que sólo les falta andar para ser
el perfecto homúnculo.
Y como la muñeca era tan linda y costaba sus buenos pesos, la nena nunca pudo jugar
con ella.
Vistieron a la muñeca de lujo, la encintaron como a una infanta, como a un perro faldero,
y la colocaron en el sillón, para admiración de las visitas.
Y la nena sólo podía jugar con la muñeca el día que llegaban las visitas.
Entonces, bajo la mirada severa de las tías o de las parientas, la chiquilina con exceso de
precauciones podía tomar la muñeca entre sus brazos y ver cómo cerraba los ojos o
decía papá y mamá.
Ahora bien; pasados los años, la compostura de una muñeca responde a un sentimiento
de tacañería o de sentimentalismo.
Porque yo no concibo que una muñeca se haga componer. No hay objeto. Si se rompe,
se tira, y si no que cumpla sus funciones de juguete hasta que los que se divierten con
ella la tiren un buen día para regocijo de los gatos caseros.
Sin embargo, la gente no debe pensar así, ya que existen talleres de composturas. El
sentimentalismo me parece una razón pobre.
Sin embargo, no sé por qué, se me figura que la gente que hace componer muñecas debe
ser antipática. Y avara. Con esa avaricia sentimental de las solteronas, que no se
resuelven a tirar un objeto antiguo por estas dos razones:
2º Porque les recuerda sus viejos tiempos, quiero decir, sus tiempos de juventud.
El único culpable es el gato. El gato que un día se harta de ver el monigote intacto y a
zarpazos lo tira de su trono churrigueresco. O la sirvienta: la sirvienta que se va de la casa
por una discusión que ha tenido y desfoga su rabia a plumerazos en el cráneo de la loza
engrudada de la muñeca.