La Muerte de Dios-Carlos Velazco

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CARLOS VELAZCO

LA MUERTE DE DIOS

CITEREA
Velazco, Antonio Carlos
La muerte de Dios
1º ed. Buenos Aires, el autor, 2005
60 pag., 20x14 com.

I.S.B.N. 987−43−9342−4

1. Poesía Argentina I. Título


2. CDD A861
LA MUERTE DE DIOS
LIBRO PRIMERO
“Y bien, se me dirá: ¿Cuál es tu religión?” Y yo responderé: “Mi religión es
buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he
de encontrarla mientras viva: mi religión es lucha incesante e incansablemente con
el misterio, mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de
la noche, como dicen que con El luchó Jacob”.

“En el orden religioso apenas hay cosa alguna que tenga racionalmente resuelta, y
como no la tengo, no puedo comunicarla lógicamente, porque solo es lógico y
transmisible lo racional. Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el sentimiento,
una fuerte tendencia al cristianismo, sin atenerme a dogmas especiales de esta o de
aquella confesión cristiana...”

“Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios, pero


tampoco de su no existencia: los razonamientos de los ateos me parecen de una
superficialidad y futileza mayores aún que los de sus contradictores. Y si creo en
Dios, o, por lo menos, creo creer en El, es, ante todo, porque quiero que Dios
exista, y después, porque se me revela, por vía cordial, en el Evangelio y a través
de Cristo y de la historia. Es cosa de corazón...”

“Si se tratara de algo en que no me fuera la paz de la conciencia y el consuelo de


haber nacido, no me cuidaría acaso del problema, pero como en él me va mi vida
toda interior y el resorte de toda mi acción, no puedo aquietarme con decir: ni sé ni
puedo saber. No sé, cierto es, tal vez no pueda saber nunca, pero “quiero” saber.
Lo quiero y basta.”

Miguel de Unamuno
A MODO DE JUSTIFICACION

He intentado en los poemas de estos dos libros, escritos a continuación uno


del otro, y a lo largo de muchos años que hoy me parecen una eternidad,
expresar la lucha por desarraigar de mí al Dios que surge en la conciencia,
incomprensible a la razón. A mi ver, ambos libros forman una unidad,
tramada sobre el borrador de un cuaderno de notas, donde quise resolver,
como si se tratara de un teorema, los interrogantes que me planteaba la
existencia de Dios tal como yo lo concebía. Y dando por sentado que
existiera y no inquiriendo la verdad o la ilusión de su existir. Resultado de esa
lucha fue la tentación de darle muerte. Y aun así, muerto Dios, quise
continuar la lucha encarnizada por despojarme de su nostalgia y construir
sobre su ausencia un manifiesto de vida. No sé si los poemas lograrán
trasmitir el duelo interior de ese despojamiento, que no persigue la negación
de Dios, sino la claridad purificadora de una fe que, valga la paradoja,
siempre en mí ha sido incrédula. Unamuno mediante, escribo estas líneas a
modo de justificación. Mi lucha, como la del admirado mentor, está acuciada
por el querer saber, y se entrecruza con la rutina de los afanes cotidianos y se
enfrenta al inevitable padecer de toda vida, y a las muertes vividas como
propias en los seres queridos. “La muerte de Dios” tiene, como mi anterior
“Libro del clamor de Job”, un mismo contendiente: el Dios que se reveló
como Soy el que soy, providente y juez de nuestros actos. Vale aclararlo. No
el impasible Dios de la metafísica, al que soy ajeno, ni el que se confunde
con la nada primordial que nos recuerda las alturas místicas de San Juan de la
Cruz. Entre ese Dios y mi conciencia se solaza el mal como contraposición
al bien anhelado. Es ese Dios el que estos poemas impugnan, con la misma
agónica pasión con que Job lo enfrentó en la adversidad clamando una
respuesta. Sé que “La muerte de Dios” no inquietará a los incrédulos, para
quienes Dios no es una cuestión personal sino una mera referencia histórica,
pero quizás encuentre eco en quienes sufren el absurdo del destino en las
tinieblas de la desesperanza. Alguna vez sugerí en un romance la hipótesis de
que bien podría ser que Dios nos sueñe, pero que también se sueñe a sí
mismo y sea El también un sueño, lo que podría suscribir aquí como colofón
para cerrar las páginas de este libro.
PRÓLOGO

Muerto,
te extraño en mi orfandad
como si contigo la vida se extinguiera
y fuese el mundo
un sepulcro infinito.

Veo el sol en los atardeceres


languidecer en la nostalgia
de quien te amó con la inocencia
y la credulidad de un niño.

Y al despertar, el mismo sol


sangra en mi corazón como una herida
al no encontrarte en nada
que me revele tu existencia.

Como Job he clamado


sin que respondas a mis quejas
y sin embargo espero que el milagro de tu risa
me devuelva la alegría de vivir
al ver que resucitas de la tumba
donde al morir contigo he muerto.
1

Tu muerte
fue una lenta agonía:
has muerto
en mí. Desgarrador me fue
dejar al corazón latir sin ti
tras el misterio de tu ausencia
que invoqué como Job
por verte cara a cara.

Ya nada te recuerda
en este atardecer tardío
cuando la luz huye
a oscuras de mi noche.

No me torturaré para encontrarte


ni seguiré las huellas
del muerto Dios a quien el penitente
recluye en las arenas del desierto.

Huérfano,
te buscaré en el Dios que sufre
y no en el que maté en mi corazón
y soñaré que existes
para poder amarte aquí en la tierra.
2

Te habló Job
atormentado por sus llagas
y maldecido en su infortunio
sin encontrar respuesta a sus clamores.

El duelo de tu muerte
en mí es inconsolable
porque no puedo
pedirte que me cures. Otras
y no menos penosas son mis llagas.

Y aunque nada me has quitado


me falta ya la vida
y todo pierde
su sentido. La flor

que se deshoja y embellece la tierra


con sus pétalos muertos, el pájaro
que deja de cantar cuando el silencio
quiere escuchar su melodioso canto.

Pero mi corazón aún late


y en este tramo del camino
la eternidad me atrae todavía a ti
aunque al llegar no seas más que un sueño.
3

Voces del corazón vacío


que nunca escuché antes
porque otras voces lo llenaban
y ahora cantan en tu requiem
el adiós al Dios que he amado.

Dios muerto en el que me sepultaré


para que sea mi sepulcro el sol
y no la oscura noche
donde su luz se desvanece.

No quisiera perder
esta serenidad que te presiente
en una inalcanzable lejanía
cuando antes
me cobijaba a tu sombra
como un fiel penitente.

Dueño ahora de mis actos


no imploro que me guíes
sino que ayudes a mi fe
a no creer ni a confundirte
con el Dios que yo he matado
para llenar el hueco de la tumba.
4

Contradicción, dirán
los que imaginan
que pueden poseerte
como si te disminuyeras
a la engreída pequeñez
del que se cree un elegido.

Ausente
en la incredulidad
quise que nazca en mí
el Dios que pueda darte vida.

Aunque me juzguen como réprobo


nunca podrán negar que existes
cuando dejas de ser Dios
y yo dejo de ser
hasta reconocernos sin separación
como la rosa que deshojas en mis manos
para enseñarme el secreto de la muerte.
5

Dios muerto,
mi soledad te amó
como un niño abandonado
en este mundo.

Te lloré con mis ojos


(mi mirada eran lágrimas
que empañaban lo que veía
entristecido a mi paso
por la tierra).

Fuiste lo que no tuve


y te extrañé en lo que faltaba
a mi corazón para ser pobre
y con tu amor me creí rico.

La ilusión languidecía
en mí al llamarte
como si te fueras de ti mismo
y en el lugar donde no estabas
nombré tu ausencia como Dios
para no estar también yo ausente
y ser tu muerte y no la vida.
que alientas en mi nada.
6

Vivir tu muerte es abismarse en la locura


(que arranca la máscara de lucidez
a la razón enferma) y colocar encima
la salud sin vendas del dolor
para que cicatrice Dios
y no temer dejarlo muerto.

Dura tarea para el mendicante


abrir la herida
y escarbar en su carne
sin clamar por ayuda.

Al matarte en mí
la fe se queda sin amar
pero el amor persiste
y es devoción a tu abandono.

Después ya todo se ensombrece


como si muerto nos dijeras
que en tu sepulcro ya no hay vida
y el sueño de nacer es tu mortaja.

Cadenas del espanto que enloquecen


al buscador que te ha matado
y ya sin recobrar la lucidez
te resucita en su locura.
7

Voces que escucho


cuando el alba se apiada del insomnio
llevándose los muertos pensamientos
y Dios habla en el hombre.

Mi oído se resiste
al ver que enturbian la mañana
como agoreras nubes de dolor
sobre el crepúsculo naciente.

Son voces que perduran


su duelo entre las flores
cuando aroman a rocío
y el sol brilla en sus pétalos.

El alba del Dios muerto


no anuncia el despertar
ni deja entre azucenas
perdido su cuidado.
8

Aunque hayas muerto


creeré que me hablas
cuando digas de la vida lo que es:
camino, andar que se abre paso
y no distancia ante el sepulcro.

Desconfío
del que te carga sobre sus hombros
sin saber que se arrastra
bajo tu inmensidad.

Arriba te han soñado


para elevar sus alas
hiriendo sus rodillas en tu nombre.

Quiero acercarme a ti
cuando me tiendas la mano
y no me empujes a caer
para que yo te ame.
9

¿Por qué amarte


si ni siquiera sé quién soy
ni a quién pagar lo que no debo?

De lo que fui, ¿qué puedo devolverte


si nada ha sido mío? Te agradezco
y a mano queda el trato que se firma
al aceptar vivir y sin restar
mi muerte de la tumba.

Ya no podrás asemejarte a mí
después de haberme dado a luz
y si lo intentas negaré a tu acecho
mi libertad que se rebela para ser
lo que yo quiero y no tu sombra.

Muerto ahora te abandono


como quien hunde
su corazón como simiente fértil
y donde tú sembraste vida
he de sembrar tu muerte
para ser yo mi propio fruto.
10

No compadezcas
mi vacío. Que al apagarse mi llama
no vea en la tuya las cenizas
del fuego donde yo me he consumido.

Yo te diré cuando me enfrentes:


he peleado contigo y me mataste
y aun así te engañarás creyendo
que es tuyo lo que he sido.

¿De qué sirve humillarme


en el sepulcro cuando arriba
el sol anima el canto de los pájaros
y el amor de su voz no te disputa?

Sospecho que al matarme


juzgas al Dios que quieres ser en mí
y no al Dios que eres en ti y no sabe
qué hacer de su pobreza que mendiga
alabanzas al hombre.
11

Indigno de tu amor me condenaste


al pecado. ¿Y quién soy yo que existo
a expensas tuya y lo que hago
me obliga a someterme a tu castigo?

Rechazo esa mortal imputación


de la caída que me arrastra
sin perdón
hasta las puertas de la tumba.

¿Quién soy
que llagas en mi piel
tus manos de creador y me destruyes?

¿Acaso no me amparo
en tu complicidad cuando me juzgas
y el juez es el dolor que me sentencia
ya en la cuna al sepulcro?
12

Me digo: has muerto


y estoy vivo. Puedo vivir sin ti
y me sorprendo de la vida que prosigue
como si fuera yo mi causa. Y no es verdad,

no me he nacido, pero tampoco sé de quien:


tal vez de nada,
y esa nada seas tú,
a quien formo del caos al nombrarte
como Dios. Y acaso lo seas,
un Dios desconocido al que yo doy
como criatura a luz en este mundo.

Conmigo rotarás entre los astros


con tu órbita que traza coordenadas de luz
cuando la oscuridad ordena a la materia detenerse
y tu atracción la empuja en su caída al movimiento.

Nada sé de tu muerte entre los átomos


o si en sus núcleos organizas la danza de los elementos
donde en secreto te atrincheras como Dios
para darte a luz entre los hombres.

Ese misterio impenetrable a mi mirada


me abisma en la perplejidad
de creer que quieras heredarte
en la criatura que te ha amado.
13

Me temo como antes te temía


y el viejo miedo se desplaza
de lo que fue mi devoción
al Dios que soy cuando te niego.

Ya te lo dije. Ahora que has muerto


subsiste mi temor y ya no es bálsamo
adorarte sino peor remedio
que negar en mí la vida.

Ni decir yo parece cierto


a quien siempre ha confiado
en tu poder sobre la muerte
al ver que la desolación
se arroja como hambriento lobo
sobre el alma y la devora.

Ante el altar de la nostalgia


la imagen de un cordero
te sacrifica con dolor
su inocente balido.
14

No te creo de la nada
sino de mí. Eres materia
de mi alma que al buscarte dentro
te ignora ya perdido para siempre.

Nada ha cambiado afuera,


la medida de los días iguales,
los ciclos de la luna abonando la cosecha,
el agua de la lluvia regando los sembrados,
la verdad del sol que se oscurece
para volver al alba a darnos vida.

A mis preguntas
contesta el agua en danza con las olas
y las bocas que comen sin nombrarte
y el corazón que late sin tu ayuda
y el hombre que anda a espaldas de tu enigma.

Yo sin embargo te percibo en el contraste


entre mi voz temblorosa y la respuesta
a su oración. Y en mi barro oigo soplar
al viento y no a tu aliento y en sus ráfagas
alentarme a darte vida.
15

¿Qué serías sin mí


sino un desconocido
que no podría revelarse
como Dios en la tierra?

Tu ausencia me obliga
a preguntarme si no soy tu voz
que en el silencio quiere hacerse oír
cuando te niego.

Sin mí
tu nube no sería lluvia
sino agua en el océano
del diluvio.

Me necesitas. Entonces callaré


para que dejes de avivarte
en mi fuego. No temas que me apague,
la llama arde y se consume,
pero alumbra lo que ve. Tú
en cambio no eres luz sino la noche
donde antes de nacer me preparabas
para morir. Vuelve a tu vientre lo que soy
y deja que la oscuridad
alumbre el barro de mi vida.
16

Digo lo que mi corazón me dicta.


Si la sinceridad es pecado
desmiente del error a mis sentidos
y da al lobo una ley, otra al cordero,
y se obedecerán para justificarte.

Es injusto que obligues a acatar lo incomprensible


a la criatura que te quiere comprender. ¿O es una
piedra
que rueda si la empujas
y en su abismo la obligas a escalar la cumbre
y a padecer como a otro Tántalo
los mandamientos que has escrito
para que el hombre los transgreda?

Me justifico al impugnarte
como Dios. Y si creer es ser oído mi pregunta
espera que fulmines con tu rayo la osadía
y no que me contestes
sin abdicar del trono en las alturas
ni descender a compartir el drama de los hombres
esperando que el juicio final baje el telón
y nos condenes como reos mortales al infierno.
17

Nada gano en ocultarte


lo que soy.

Mi soledad ya no te cita
como antes por las noches
pero la luna no está muerta
y en ella yo te veo como un sol que se apagó
y refleja la luz que el tiempo anima
para llegar a mí. Tu eternidad
ya no es eterna. Se ha partido en mil pedazos,
de los que yo recojo solo uno
para verme en él ausente
del sueño de tu noche.

Y sin embargo
confío en mis manos que te tocan
y en mi boca que te come como pan
y en mis ojos que aunque no te ven
te sueñan al cerrarse
para heredar mi antigua nada
en el altar donde te has muerto.
18

Si me quieres hipócrita
podría bendecirte sin creer
y decir que te amo sin amarte
pero es inicuo frente a la verdad
tamaña cobardía. ¿No me pides
que debo asemejarme a ti
para llegar a ser perfecto?

¿Cómo exigirme lo que eres


como Dios? ¿Cumples
lo que el amo desea en el esclavo
para imitarte como siervo fiel o como amigo
cuando el corazón anhela comprenderte?

Destruyo sin dolor el pedestal


que te alza sobre las cabezas condenadas a adorarte
por sobre la razón que se levanta y mira el cielo
vacío y todavía quiere que existas en la tierra.
19

Dispuesto estoy a darte lo que soy


y aun más a condición de que me expliques
por qué y no acatando mansamente
tu autoridad sobre mi vida.

Prefiero que me olvides a que encubras


en la nube tu poder. Ya no te temo. Es tu visión
la que convence al ojo que se abra al contemplar
y no a cerrarse al goce de la vida en este mundo.

Al pie de la montaña soy un viejo peregrino


que en Babel escaló con su ilusión
las cúspides celestes confundiendo
mi lengua con tu altura inaccesible.
20

Guardaré este día


para mí. Será lo que viví la prueba
de que he amado algo que me diste
y cuando lo recobres
ya no será tuyo sino mío.

Aun mi muerte será vida que he vivido


y no podrás quitármela
aunque despojes a mi muerto corazón
la razón de haber latido.

Te destituyo de tu cargo sobre mí


y me adjudico autoridad contra tu ley
que me proscribe. Vivo
y no podrás negármelo
mientras no me arrebates como a un ciervo
cuando salta tu vallado
aunque corra sobre campos sembrados de cenizas.

Separaré la cizaña del trigo


y comeré sin que mi boca te agradezca
los frutos que mis manos cultivaron
y el sudor de mi frente se ganó sin tu ayuda.
21

Hay tantos dioses en ti


como en el corazón humano ruegos
que no podrías complacer
sin que te contradigas. Tu ausencia
es el rastro más feliz
que yo he encontrado.

Otras evidencias reclaman mis oídos


pero en la misma música el oyente
se hace voz cuando mendiga
un poco de tu gloria
para su pobre nada.

Entre los hombres y tu amor


la verdad va despojándose de sombras
cuando niegas al que muere
para que otro te agradezca haber nacido.

¿Y quieres que me incline en el papel


que me adjudicas en tu obra si el telón
repite al levantarse el espectáculo
que al caer clausuró sobre otra vida?

Si todo ya está escrito iré acercándome


al final como si fuera un libro que corrijo.
Qué lleve tu firma no me impide disfrutar
cada día como una eternidad de páginas en blanco
que esperan mis noticias para que tú las leas.
22

Veo a los fieles que te adoran


y que en verdad te sufren
para que apartes su cabeza de la maldición
cuando te cargan sobre sí
como una gigantesca culpa.

Si fuera yo su Dios los libraría


de padecerte. Me sentiría ingrato
con su amor. ¿Qué haría
sino curar sus llagas
para poder amarse
a sí como a su prójimo
y a ti como a sí mismo?

¿Por qué tu privilegio sobre las criaturas


con las que compartimos la frugal comida
exige darte las primicias o el ayuno
y complacer tu hambre de obediencia?

En vez de danzar alegremente por las calles


los veo flagelar sus cuerpos torturados
alabando tu bondad con su tristeza
y no porque no mueren como el santo del Carmelo.
23

Tus templos son señales que se extinguen


en la piedra, desafían a la lluvia
por sostenerte en pie frente a los hombres
y abrirles las puertas a su rezo.

¿Quién es más fiel de todos los que entran?


¿El que oye distraído tu enseñanza
o el que te encuentra sin buscarte
y cree que todos sus cabellos son contados?

Los admiro postrarse frente a tu invisible majestad


como si un rey amenazara desterrarlos de la vida
y besándote los pies en las imágenes
ofrendarte sus súplicas devotas.

El silencio los olvida


cuando terminan de rezar. A veces
tu presencia se encarna entre las sombras
y te hablan de sus penas
y el dolor de amarte se convierte en Dios.
Cabezas coronadas de gemas escogidas
y mantos con hilado de oro. Un Dios pobre
reverencia esa consagración que lo destrona
volviéndose invisible. En los cirios arde
la llama de la vida copiando el sol de afuera
para que tu muerte resucite con el pan
y sacie el hambre del que te ha comido.
24

No me oscurezcas más. Hasta sin ti


ya soy oscuro. La noche que te inclina
en mi pendiente se alza a interrogar
la luz. Otra verdad ya no conozco
ni quiero obedecer. Saber que soy
lo que no soy es el camino
y detener lo que extravía
mi corazón. Lo que no fue

es mi cruz. La cargo para herir


con ella mis deseos. Solo
si eres Dios que ya no pide nada
veré en la humilde rosa
la divina hermosura de tu cielo
abrirse al barro de mis ojos
en la cercana lejanía
que la contemplación acorta
hasta ser uno el contemplado.
25

Si no hubieras muerto,
¿podrían crear los hombres
las fatídicas armas
que quieren destruir el mundo
con su propio Apocalipsis? Tu autoridad,
¿habrá abdicado del Génesis seis días
de divina fatiga y obligándose
al descanso del día séptimo?

La magnitud de tu creación
no dejaría al hombre entorpecer tus planes
para arrumbarte a descansar otra semana
de tu viejo cansancio.

¿No te declaran cesante


las ojivas que apuntan en el cielo
más allá de nuestros blancos terrestres
sin que tu amenaza del infierno enfríe el átomo
que irá a desintegrar en tu garganta el fiat
luz con que separaste el caos del abismo?

Tu muerte ha abandonado el mundo a leyes


que existen antes de que el hombre las descubra
y como intruso en un país desconocido
no pregunta por su rey sino que entra
victorioso en su saqueo.

Llama a tus templos y no estás, golpea


a las puertas del palacio y sus guardianes
no citan ya la veda de algún Dios y César
que era Dios no reina ya sobre los hombres.
Entonces el vacío es un inmenso cráter
que expande el universo hacia la nada
y el hombre es emisario de catástrofes
que no vomitan a Jonás de la ballena
porque ninguna Nínive merece ser salvada.

Tu muerte es nuestro signo. Después


de la hora en tu reloj paralizado
la cuenta regresiva del horror
fija sobre el altar apocalíptico
el día en que el amor no sacrifique
en tu sepulcro la última paloma.
26

Quisiera que existieses


en el dolor, que fueras el hospicio
donde los reprobados te maldicen
en la soledad de su abandono.

Que en cada gangrena sufras la tortura


de la carne muerta, que en el temblor senil
de los ancianos seas la verdad del joven
que te descubre en su vigor como salud
del que enferma en una sala de hospital
para que pueda festejar sus bodas con la vida.

No quisiera negarte para comprender


que te padeces en las piltrafas humanas
que vegetan su degradación como gusanos
y te alimentan con su boca cuando comen.

A cambio del porqué pides mis súplicas


pero mi voz traduce el ruego sin respuesta
del que te pide perdón porque lo aplastas
y se levanta aún a bendecirte.

¿Qué más pedirte? Qué concluyas


lo que inspiró tu aliento al barro
en la mortal criatura. Dile al nacer
qué te propones
o reemplázalo en su cuna al empujarlo
a este valle que riegas con sus lágrimas.
LIBRO SEGUNDO
INTRODUCCIÓN

Oigo el clamor de Job en mi garganta


que en vano ha enronquecido
sin responderme Dios ni el ángel
con quien luchó Jacob hasta vencerlo.

No es el silencio
prueba de su muerte
sino de su sordera.
Ha muerto, sí, en mi corazón
como la sombra de una oscura nube
que con el sol se desvanece.

En la desnuda oscuridad me enfrenta ahora


al caos donde echó raíces
y a ciegas busco en ese abismo impenetrable
donde no sé quién es y lo confundo con mi angustia.

Me sueña allí en su infierno primitivo


desafiando a la razón
ante el enigma de la muerte
que al despertar nos sobrevive.

Nunca sabré a que profundidad buscarlo


y si debajo no subsiste aunque lo mate. Yo sé
que si bajara al antro de su inmortalidad
descubriría el secreto aunque quedase sepultado
pero yo mismo soy el cancerbero y es en mí
donde Caronte se traslada en su barca
mientras me acuna con su eterno remo.
1

Es una horrible paradoja


que para creer me obligues a matarte
y a sufrir el exilio de la fe
en el desierto de la nada.

No hubiera aceptado este deber luctuoso


antes de que existieras
y fueses algo para mí. Un día
me llamaste y nunca supe
más de ti. Te imaginé
con los ojos de los fieles
y en su mirada
extrañé al Dios desconocido

Tu muerte
me dejará ser fiel a mí mismo
y encontrar el perdón de morir
dentro de mí
como si hubiera sido condenado a amarte
sin conocer quién soy ni para qué he nacido.
2

He leído el libro de un filósofo infatuado


que se burlaba poniéndote en ridículo
y me pregunté si no incurría
yo mismo en su soberbia
al pretender matarte
sin demostrar que existes.

Quizás. Lo intento ahora retractándome


y me digo: tu existencia sería un modo
de no existir sobre el que vamos imprimiendo
nuestra vida. Si fueras Dios
te representarías como espejo
en donde que nuestro rostro puede verse
sin que ninguna imagen lo disipe.

Y aun esa prueba


sería engañosa. Ni mi rostro ni tu espejo
se pueden comprobar. Sería preciso
otro espejo donde reflejar tu nada
pero, ¿cómo demostrarlo sin saber
si el rostro que contemplo es mío o tuyo?

Espejo y rostro entonces confundidos


no podría saber si eres algo en mí
o si yo soy lo que te niego.
Nunca podré afirmarlo. Me inclino
a creer que mi muerte lo sabe
pero nunca en su espejo podré ver
lo que mi rostro borra de tu rostro
cuando en el vidrio transparenta
lo que tal vez haya detrás
de lo que el tiempo empaña
en su brumosa superficie.
3

Quiero desarraigarte de mí
pero el luto no se extingue
aunque uno haya llevado
tu recuerdo a la tumba.

Quemaré tus imágenes en un auto de fe. Ya ves,


hasta las palabras te memoran. ¿Cómo quitar
de ellas el polvo que las cubre desde el lejano ayer
en que nacieron a tu amparo y compartiendo
la misma miserable cuna?

Desalojado de mi casa
no habrá imágenes ni templos
que evoquen tu presencia
ni más rituales que te ofrenden
la limosna de mis súplicas.

En la cocina el pan no augurará


mi confianza en tu retorno
y el agua ha de purificar mis manos
de todo lo que toquen. Suciedad
habrá siempre y el polvo
no dejará de caer porque te ignore
sobre la gravedad de mi cabeza.

Me urge distanciarte en estas páginas


y con mi apuro la ansiedad te acerca.
Tu viejo altar será una tumba. Es hora
que salgas de mí y me dejes solo
y que mi luto cumpla el duelo
que le impide tu presencia fantasmal
en los oscuros rincones de mi casa.
4

¿Qué harías sin mí


si aun lo que soy
no podrías recoger
sin mi consentimiento?

Mi vida que es mortal


podrá apropiarse de la eternidad
cuando deje atrás tu muerte
y salga victorioso de la prueba

Entonces sí
serás el Dios que yo celebre
para vivir: reposaré en tu pecho
mi corazón que late
esperando que existas.

La vida no te niega,
eres tú quien la aparta de su cauce
y la enloda en los pantanos de la angustia.
Amanece con el sol y alúmbranos.
Seremos tu simiente
y volverá la oscuridad a la raíz
de la noche que concluye cuando el día
nace sobre la tierra. Tu eternidad
dará la hora al fin cuando nos dejes
de soñar y seas tu propio sueño.
5

Cuando ya no amordaces más mi voz


sabré que has muerto. No antes
de que agonices en tu eternidad
como la flor por el aroma que perdura
y no en los pétalos que secas.

El día que no te pida nada


sabré que soy lo que no tengo
y que esa nada de mi posesión
te desposee a ti
de mi necesidad de ser eternamente.

Cuando no muera donde has muerto


podré recuperar lo que has vivido
por mí y en mi fragilidad encontraré
yo fuerzas, como Job, para vencerte.
6

La noche
con sus estrellas encendidas
y sus astros apagados
alumbran desde el cielo.

Lejanías que rondan tu misterio


a años luz de mi conciencia
donde aún llegan los rayos del temor
sobre el tiempo de la vida que se acaba
un día y quiere ser eterno.

Espanta presentir
que el mal podría ocultarte
donde la luz proyecta nuestra oscuridad
de sombras verdaderas.

¿Para qué entonces


animar con su ficción la realidad
si quedará tu máscara flotando
como una mueca desgarrada por el miedo?

Esta noche comienzas ya a vaciarte


y nada hay dentro de ti. El hueco
que llenaste en el pasado desocupa
tu trono en las alturas confundido
con las tumbas que abonan nuestra tierra.
7

¿Qué descubro al saber que sobrevives


en la terrible soledad de mis insomnios?
¿No habría que matar también tu muerte
para que como muerto ya no existas
y envuelvas nuestro corazón con tu mortaja?

Como semilla mala resistes la limpieza


entre las sementeras donde has brotado
y creces como la cizaña junto el trigo
para que la harina reguste tu veneno.

Hay que arrancarte de raíz,


dejar el campo yermo de tus días
y recelar de los fantasmas que te agitan
como una pesadilla en nuestros sueños.

Con nuestro olvido sellaremos la urna


como si nunca hubieras existido
y llenaremos el vacío que nos dejas
echando al viento las cenizas de tu duelo.
8

Eres la única pasión que nunca


se ha extinguido. ¿No avivo yo la llama
y al apagarla en ti me quemo?
En tus cenizas arde el corazón
que se encendió al calor de tu presencia.

Te niego cuando estás


y te apareces si te olvido:
sombra o luz,
de día como Dios
o en la nada de la noche donde te confina
mi desesperación por comprenderte.

Me pretensión no te exagera. Eres raíz


del árbol y yo una hoja que marchita
sin caer del tronco que me nutre
y más que raíz eres la tierra donde hundimos
por partes yo mi muerte
y tú la vida que yo heredo.
9

Escalo todavía tus cumbres


con mis pies exhaustos. No sé
en busca de quien voy
pero sigo el camino que me lleva
hacia tu soledad como a mi cuna.

¿Nacer no fue mi signo, sorprenderte


en mis latidos golpeando la prisión
del cuerpo que me encierra y no salir
sino para sufrir la muerte afuera?

Rastros del dolor que leo en mis manos


cuando toco lo que alcanza mi deseo
y solo en ti perdura la quebrada línea
que grabas en la piel
y te predice como meta.

Eres mi recuerdo más lejano,


algo que me aleja aún más al recordarte
como si me alumbraras antes de venir al mundo
y la eternidad se abismara al separarnos.

¿Dónde ir sin ti
si en todos los caminos veo huellas de tus pasos
como si muerto me sacaras de la tumba
para nacer de nuevo?
10

Estás entre las cosas donde alienta la vida


animando su oculto movimiento
y creándose del caos
el espejismo de una forma
que el ojo anhela poseer al descubrirte.

Alguna vez te recogí yo en un guijarro


pulido por el mar. Eras la ola orfebre
de la noche que en el agua se avecina
sobre las costas de soleada arena.

Te pregunté por qué brillabas como gema


preciosa y el azar me respondió que a golpes
en el lecho marino recobraste la ilusión
de parecerte a lo que soy. El viento
de un invisible mar
también forja como piedra
el corazón del hombre.

Y te arrojé otra vez a la marea


para que no interrumpas
el incesante rodar que te dio vida
cuando la muerte te alcanzó en mis manos
para admirarte como a Dios en quien se hacen
las cosas que no son. Yo mismo me vi piedra
hundir el agua y el golpe me dio a luz
en la burbuja a flote de las olas.
11

En la placenta del océano


fui un pez y tú la red
me trajo arriba. Ahora tu carnada
quiere engañar mi hambre con su anzuelo
lejos del mar inmenso de la nada
donde he nacido.

Tu pulso pescador me ha sostenido a flote


y atesora mis súplicas en sus manos codiciosas
que se habrán de encoger para contarme un día
entre los bienes que por mí se han despojado.

La red se dará vuelta


y el mar recogerá al furtivo pez
que comió lo que tu anzuelo le ofrecía
para engordar y ser al fin bocado
y recobrarte intacto pescador
en la inmutable eternidad
de la placenta que imagina transgredir
soñando al hombre como pez fuera del agua
sin que la red tiemble en su mano.
12

Desde la eternidad
qué podrán importar nuestras pequeñas alegrías
si eres ajeno a este mundo
donde humillas con la grácil hermosura de los ángeles
la frágil y mortal belleza de la rosa.

No puedes aceptar que una caricia valga más


que un rezo, que suplicarte sea menos agradable
que comer, que entre bostezar y darte gracias
sea preferible dormir cuando uno tiene sueño.

Si pudieras cambiar como nosotros


no te burlarías del polvo que acumula nuestro espejo
cuando vemos las arrugas que lo afean
y la imagen se resiste en agradarnos.

Te envidio imperturbable
en nuestra muerte que corrige
la incesante marea de la vida
tras cada gota del oleaje
que no se extingue nunca.

Pescador en la orilla nos devuelves


al agua como a un pez
o tiras del anzuelo
y lo contemplas retorcerse
luchando por vivir
y aun le exiges darte gracias por el pez
que fue cuando lo arrojas a la gehena.
13

Tus enemigos combatieron


lo que negaba su razón.
Yo no, te lloro muerto en mi abandono,
y si aún te hablo es mi memoria
el campo de batalla.

La nostalgia te encuentra
vivo todavía en mi ilusión
y no en las pruebas que rescato
ya sin probarte nada.

El corazón anota en la sangre tu deceso


y no en la mente que te expulsa
en su oficio de pensar. No eres algo
que me ofusque. La burla y la pasión
deponen armas al fin de la contienda
hasta ser solo una cifra
entre muertos que aguardan sepultura.

Tu tumba es inmortal, a imagen


de lo que fuiste en vida y yo la cavo
tan hondo como puedo en mi conciencia
para que continúes muriendo todo el tiempo
que yo viva. Mi muerte cumplirá después
la paz sin extrañar que tu presencia
me ceda el paso ante el sepulcro.
14

Si te digo Señor tiembla mi voz


al atribuirte esa antigua dignidad
que evoca tu poder sin condolerse
por nuestra servidumbre.

Si no eres más que nuestro prójimo


acaso te empobrezca compararnos
con el que en nuestra época profana
ya no es señor de vidas en su hacienda.

¿Me digo acaso señor cuando estoy solo


y tú que lo estás siempre te envaneces
de ese hábito vulgar que ve en el otro
lo que quisiera ser y necesita
reconocerse igual frente a su espejo?

Ya no me apena oírte así


y comprender que lisonjeamos como amo
en ti la servidumbre. Si alguien es señor
nobleza obliga concederle
un trato igual en vez de alzarse
sobre el sitial de su divina jerarquía.

Somos tu trono. Nuestros afanes te acontecen


y nos precisas. ¿Qué señor serías
si nuestra boca te ensalzara
para que sepas quiénes somos
y nos respondes diciendo que te amamos
porque primero nos amaste
y rechazas como ingratitud
la libertad de desobedecerte?
15

El órgano es tu voz.
Oírte en él es renacer
al viejo sueño de la muerte
entre las teclas infinitas
como una nota en fuga
sobre el divino acorde de tu mano.

¿Cómo no flaquear ante el intérprete


que simbolizas frente al pentagrama
vaciando desde el trono de la vida
las agotadas tuberías del sonoro
pulmón donde acompasas nuestra débil
vibración? Mi lugar ante esa gigantesca voz
es un rincón del templo donde amparo la pequeña
resonancia que soy, una coda que se extingue
entre las místicas volutas del silencio.

Lugares exclusivos del misterio


me vedan acercarme a tu presencia sin unción
y en el órgano escuchar al organista que te sueña
y no a mi sueño en el que habitas como música
cuando abandono el templo oyéndote
en la lejanía donde yo me apago
como una nota en el vacío
sobre una tecla muda.
16

Lo que hoy colma tu vacío


habrá un día de faltarme
y en otro encenderás esa ilusión
de amarse en ti sin haber muerto.

¿No abres las bocas en la cuna


y clama el hambre
que otro deje su bocado sin comer
para aplacar el nuevo estómago voraz
que quiere digerirnos?

Tú acechas ese instante como el agua


las grietas de la roca
hasta lograr que se reúna su corriente
con el mar donde confluye el río.

Afluentes de tu curso remansamos


la marea y construimos gratas islas
donde las noches desembarcan
los restos de naufragios
que al alba se hunden en la oscuridad
y todo es luz y solo el sol
se ve brillar sobre el oleaje calmo
del nuevo día.

Tu calendarios es infinito y nos engaña


reflejando en la luna el sol que apagas
a cuenta de la fe que te hace Dios.
Conmigo morirá
también la vida
que no podré negarte.
17

Corren los pastores


detrás del cordero que se pierde
como si algo les robara con su fuga
pero a ti no te veo entre el rebaño.

¿Por qué negarles la ilusión de ser libres


si en todas partes los aguardas
y nada puede desvelar el sueño de encontrarte,
salvo saber al despertar que uno te ha soñado?

Al mirarlos dormir se despreocupan


pero si alguien despierta en la manada
acechan su alma en rebeldía
lejos del cuerpo que encadenan
al yugo como buey domesticado.

Su certeza se quiebra al ignorarlos


y en busca van entonces del dolor
como las fieras de la sangre
para que el hambre sea comida.

Cada víctima que atraen al redil


suma sus lágrimas a la triste convicción
del lobo que ha amansado sus colmillos
para que Dios convierta en un cordero.
18

No te veo correr tras el herido


ni ayudar al que se cae. Ni Dios
que sana al que su amor castiga
ni buen samaritano.

Si no desciendes a las súplicas,


¿por qué invocar entonces tu sordera?
A la viuda la consolará el nuevo marido
y alimentaremos al huérfano
y al paralítico lo levantaremos con muletas.

Tu corte raleará cuando deserte la miseria


y Dios de la comodidad albergarás
en palacio al burgués que ofrece donaciones
para que su hartura de elegido sea modelo
a tu hambre insatisfecha.

Aún puedes redimirte en los hospicios


y alegrar al que vegeta como un árbol.
¿No secas su raíz
cuando sus hojas se abren a la luz
y hasta el final instante lucen vivas?

Es la oportunidad que te ofrecemos


para creer. Alza en tus brazos al enfermo
y dibuja una sonrisa en su boca cuando muera
si quieres seguir siendo el mismo Dios
al que los rezos tributan alabanzas
y no el clamor de Job que impugna
tu indiferencia ante el dolor
y el infortunio de la muerte.
19

Lejos está aquel tiempo en que los hombres


peregrinaban en tu búsqueda
por las arenas de desierto:
hoy es un nómade en su propia casa.

Cronos indemne sigue siendo dios.


El tiempo de los astros
transcurre indiferente y nos incluye
entre las ruedas dentadas de los días que pasan
aunque la ilusión de la memoria crea detenerlos.

Las sibilas te anunciaron viéndolo cumplido


en el ayer de un hoy que amanecía
a muchos días de tu noche
y el vaticinio imprimió su huella en el futuro.

Campos sin roturar esperan revelarse


al corazón que oye en sus latidos
una música de esferas celestiales
en la tierra que nos une
a su lenta gravedad. Déjanos
bañarnos en su sol. Ya no te invocaremos
al rezar ni dejaremos que nos peses
en tu antigua balanza. El fiel se inclina
del lado de la vida que transcurre
en nuestra eternidad de cada día
sin nada que perder. Pasa el instante
y con él huye la pena.
20

Tu eternidad
desciende al corazón atribulado
como si en una piedra rústica tallase
las caras de una gema tan preciosa
que vale más que el hombre.

Algo que admiras al nacer y luego


desechas por inútil. La roca es el caos
donde te quieres ver
y yo el orfebre que desbasta.
Mis manos y tu aliento comparten la tarea.

De lo que dudo naces. Como un mar


que inunda con su oleaje los vacíos que te cedo
al no afirmar lo que me toca. ¿Vives acaso
la ilusión de ser Dios
en mí que soy tu nada
y la disputas como a Job
sin conmoverte por su duelo?
21

Descubro al desandar mis pasos


que quise abrirme camino en el infierno
pero a través de mí. Al descender
supe que nada tuyo me era ajeno
y que tus dientes crujían en mis dientes.

Todo tan humano


que recelé haberlo yo mismo construido
para alojarme dentro. En su horno ardía
el fuego de mi vida y no el azufre de los condenados
a padecer eternamente su desobediencia.

Ahora sé que es preciso derrotarte


y conocer lo que explicabas
antes con tus ojos
sin confundir mi realidad y tu sueño.

Y en eso estoy, revolviendo las cenizas donde ardías


y apagándote. El primitivo
fuego del sol que te robé
chisporroteó en mis manos de nocturno cazador
y entre mis presas sorprendí aterrado
el resplandor de un Dios agonizante.

Inútil es que quiera yo apartarte,


te engendraste en mi tierra, mío
fue el barro donde tu soplo me alentó. Y aunque nazco
de mis manos doy forma con las tuyas a las alas
de un ángel en tu vuelo.
22

Si tan solo creyera que luché para matarte


ahora habría de andar despavorido
purgando mi pecado de homicida
y llagaría mi carne con cilicios
para rogar que vuelvas a dormirme
con tu canción de cuna.

Al verme desatado de tus lazos


me pregunto si no es mejor así
que engañarme con tu alucinación. Es pena
no pactar contigo como el sol al descender
el horizonte. Tú me desvaneces en la noche
pero también me robas la mañana.

Existe y pruébate en ti mismo las dudas


que me prueban estar solo en el mundo
donde te acompañabas con mis alabanzas. Alábate
tú mismo. Mi oído será fiel cuando te escuche.
23

Aunque te mate continúas engendrándote.


¿Qué honda raíz
profundizas en el corazón que se despierta
y cree morir sino te encuentra en sus latidos?

Roturaré otra vez el campo de mis días con tu reja


y arrojaré nuevas semillas donde te arranqué
para crecer en lo que siembre y no ser vástago
de tu sarmiento donde anudé mis miedos.

La experiencia me alecciona. Si claudicase


caería vencido. Te justificaría al reconocerte
atribución sobre mi vida
convirtiéndome en mendigo de lo que me falta
y mi necesidad crecería a medida que te niego.

Te aprovecharé como las represas que transforman


la opuesta fuerza del agua en energía
o las aspas del molino
que giran con el viento que detienen.

Roturaré mis días con tu arado. Importa


lo que crezca y yo coseche y no jactarme
en destruir lo indestructible. Al cabo me has vencido,
pero aunque el triunfo te corone yo te heredo.
24

Reparo en mi contradicción.
¿Por qué si has muerto vivo combatiéndote?
No es tu olvido lo que me ata
sino el crimen que repito cada día.

La muerte que te doy


sigue siendo tu trono
y yo a su altura me debato
con la vida que vacías de sentido.

Acepto mi contradicción y he de vencerla


renovando con tu muerte mi fe
en esta vida. La otra te la cedo
en quienes la disputan
como perros las migajas del banquete.

Huésped de otro comensal aceptaré


si el agasajo no impone ser el plato
del que comes y el único invitado
seas tú homenajeándote a ti mismo.

No he de ser cáliz del vaso donde bebes


sino el vino de la tierra que madura
en la vid y el dueño de la viña que cosecha
su propio vino aunque sea agua. Qué tu milagro
renueve a Dios en odres nuevos.
25

Lo que digas como Dios


lo hemos oído
y nadie vuelve la cabeza
si algún predicador luctuoso
vomita su aleluya
en el azufre del infierno.

Hay muchos que te olvidan


y escuchan aún tu voz. Del cielo
o de la tierra las palabras
señalan un camino de pobreza
ante un Dios que no defiende
su poder y se hace menos
que el más indigno de los hombres.

Tal vez hayas querido


que su orfandad te desconozca
y busque en su ignorancia
encontrarte aquí en la tierra.

Desciende,
bastará una paloma
que en tu nombre lo anuncie
para que la eternidad no cuente
cada día que pasa como pena.
26

¿Qué más decirte al concluir


este ejemplario de tu muerte
sobre mi propia tumba? Qué me olvides
como te olvido y que si existes hable
tu verdad por mi boca. En la tuya
me oí y te desconfío.

Que no te infundas en el rayo ni en la peste


para abatirme. Yo sé que soy
lo que me voy haciendo
pero el camino lo recorro acompañándome
de la soledad donde me arrojas para herirme.

Tus sueños hace tiempo despertaron


al sol de la mañana. El cielo limpio
de tus manos en mis ojos ya no cierra
mi mirada a tu verdad incomprensible.

No impido sin embargo que me habites.


Mi corazón podría hospedarte
si antes de entrar te anuncias como Dios
y sin heraldos que pregonen
los bandos de la angustia.

La vida no se duda
y es la única verdad
en la que puedes encarnarte
si quieres que te crea.

No dejaré más a tu cuidado


los afanes de la vida
que arrebatas al morir para juzgarnos
sin culpa de nacer en este valle
de lágrimas que no hemos elegido.
POST SCRIPTUM

Aunque me hayas creado de la nada


logré desvanecer al rebelarme
la escoria del temor
que quieren demostrar que existes
como Dios y que no has muerto.

Lo que quedó tras el combate


son escombros de muertas teologías
que aparté para buscarte
como una joya de oro puro.

No temo el sacrilegio
que restituye a mi conciencia
la luz que iba apagándose
en la lámpara donde arde el sueño de la vida.

Perdurarás sin daño


y seré yo quien recoja en los despojos
algo al menos de tu eternidad
como corona de esta lucha
que gané aunque hayas vencido.

Que resucites en mí
es el ruego que cierra las páginas del libro
para oír tu respuesta en el silencio de la noche
adonde voy a entrar
cuando la oscuridad se desvanezca.
UNA LECTURA:

por José Emilio Tallarico

Las palabras del poeta no se definen en el ámbito de la


temporalidad común. La época las acompaña, les da sustento
referencial, pero no cuenta en la producción de claves que, a la
manera de un hilo de Ariadna, podrían guiarnos hasta el núcleo
generador de la obra.
Carlos Velazco sabe que enfrentar el Enigma de la vida en la
perspectiva de la tradición religiosa de Occidente implica afinar
al máximo lo que en definitiva es la riqueza que nos ha legado
dicha tradición: la palabra. Si algo fue develado u oculto en la
palabra escrita (más allá de cualquier especulación en torno de si
consideramos o no que nuestra idea de cultura proviene de
“revelaciones sagradas”), sólo la palabra poética tendrá la
dignidad, el coraje y la posibilidad de réplica necesarios. Frente a
la palabra, nada más que la palabra. Seguimos siendo un diálogo
y el hombre continúa experimentando el mundo ⎯nos diría
Hölderlin.
A esta altura de los acontecimientos, el título del libro que nos
ocupa no lograría propiciar un escándalo, y sin embargo, atrae.
Veamos qué dice un filósofo contemporáneo: “La muerte de
Dios es un tema anacrónico, es un tema que no está en el
ambiente cultural, que no está en el candelero hoy día. A pesar
de esto, considero que la muerte de Dios es un tema que tiene
relevancia filosófica. En Nietzsche, la muerte de Dios es
expresión de una toma de posición frente a, entre otras cosas, la
cosmovisión judeo-cristiana, que mantiene un Dios único; la
moral occidental, que necesita un Dios que la sancione; las
metafísicas de corte platónico, que ponen un mundo de
realidades inmutables que trasciende nuestro mundo. Es una
posición vital, una aceptación consciente de un estado de cosas, a
saber, un mundo sin Dios, frente a otro, un mundo con Dios.”
(Joaquín Felíu Esbrí, 1985.) Para Nietzsche, con la muerte de
Dios podemos vivir sin lo absoluto, en “la inocencia del
devenir”.
Pero el poeta Velazco encara este evento en función de su
experiencia personal, por lo que la interpretación que quisiera ir
más allá de lo estrictamente signado por su poesía, no lograría
sostenerse sin un abordaje exento de prejuicios.
Recordemos que desde Baudelaire en adelante, y esto pensado
en términos globales, es decir, al margen de cualquier utilización
coyuntural o política ⎯de la que hay notorios ejemplos en el
siglo pasado⎯, la palabra poética no persigue per se una actitud
legislativa o didáctica y menos aún la puesta al día de una praxis
determinada.
Sin embargo quisiera ser muy claro en este aspecto, y para ello
intentaré valerme de una suerte de paráfrasis cuyo referente
inmediato es Blas Pascal: no podemos juzgar a Neruda ni a su
obra por los ditirambos a la U.R.S.S., como tampoco a Ezra
Pound, hombre y poeta, a partir de su programa radial de las
épocas de la Italia fascista. Ni Miguel Hernández, ni Ernesto
Cardenal, ni César Vallejo, ni siquiera Roque Dalton perdurarán
en la historia de la poesía exclusivamente a causa de sus
inolvidables poemas de lucha contra la injusticia y la opresión.
Estas características, tan significativas, no bastan para explicar la
admiración que provocan sus obras. Es cierto que sus
preocupaciones fueron más abarcativas, pero por sobre todo,
fueron las posibilidades inventivas e intuitivas que lograron a
través del lenguaje las que dan cuenta de una maestría y una
originalidad superadoras de lo común, e intrínsicamente
vinculadas con el trabajo del poeta. En definitiva, y para citar
ahora a Edgar Bayley, estoy hablando de esa forzosidad que es
propia del lenguaje poético.

Conocí a Carlos Velazco a mediados de 1980, cuando mi


interés por la poesía comenzaba a afianzarse. Nuestra amistad,
cimentada en intereses comunes desde el principio, se fue
enriqueciendo a lo largo de numerosos encuentros en los cuales
no sólo la pasión por la poesía era el tema a tratar, sino las
circunstancias vitales de aquellos años difíciles, que hacían de mí
un escucha atento a su experiencia, al tiempo que su actitud y sus
palabras fraternales nunca dejaban traslucir la obviedad de que
yo era el aprendiz y él, el maestro.
La problemática religiosa aparecía con frecuencia en nuestras
conversaciones. Velazco demostraba ser un creyente heterodoxo
y complejo, profundamente seducido por la mística cristiana,
pero permeable también a la tradición oriental a través de
lecturas de Ramakrishna y Ramana Maharsi y fragmentos de
conferencias de Krishnamurti, personalidades muy en boga en
aquellos años.
Creo que las palabras de Miguel de Unamuno, que Velazco
transcribe en los comienzos de “La muerte de Dios”, son
reveladoras, ya que por su mediación uno advierte que la
sociedad autor/obra alcanza una estabilidad asombrosa: “Mi
religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad...”,
dice Unamuno.
En este sentido, la lectura de “La muerte de Dios” me confirmó
el carácter colosal de una empresa que yo podría haber deducido
antes de su concreción, quizá a partir de nuestras charlas en su
puesto de venta de libros o en alguno de los cafés vecinos a la
plazoleta Primera Junta.
Estos poemas no cambian la imagen de Carlos Velazco, sí la
sitúan en un terreno de mayor apertura, y sin lugar a dudas
⎯precisamente por el hecho de conocerlo y de haber leído gran
parte de su obra poética⎯, al borde mismo de la osadía, ante
una irreductible apuesta vital.

¿Qué puede suceder en la singularísima relación hombre/ Dios


para que esta relación se rompa? El devoto la supone infinita,
indestructible. ¿Pero qué pasa cuando las pruebas a las que el
hombre es sometido por voluntad de esa Divinidad son
retribuidas con silencio, con ausencia?
¿Qué pasa cuando Job y Cristo claman en el desierto y qué con
el clamor de la humanidad sufriente?
En 1960 Velazco ingresa a la poesía édita a través de un libro
que tituló “El corazón del silencio”. Del poema “Mañana de
risas”, leo su estrofa final: “Soñé que Dios estaba aquí en la
tierra / y yo tendí mi corazón como un mendigo”.
A poco más de 20 años ⎯época aproximada de la escritura del
libro que ahora nos ocupa⎯ el poeta maduro parece responder
de este modo a aquellas, sus palabras: “Si no desciendes a las
súplicas, / ¿por qué invocar entonces tu sordera?” Dios conserva
su nombre con mayúscula, pero ha perdido presupuestos,
latencia.
Todavía guardo un breve escrito que Carlos nos obsequió a
algunos de los amigos que lo visitábamos en su lugar de
trabajo: “Dios, revélate en mi corazón para que pueda vivir en tu
presencia...”, y a renglón seguido proponía los sucesivos
despojos que estaba dispuesto a ofrendar a cambio de dicha
revelación. Cito esto para que el lector considere los datos que
organiza la subjetividad, aunque lo distintivo ocurra en la
inmanencia del lenguaje, en la poesía. Apelo a las instancias que
me parecen dignas de señalar frente a una temática compleja.
Dice el poema 6 de la primera parte de “La muerte de Dios”:
“Dura tarea para el mendicante / abrir la herida / y escarbar en su
carne / sin clamar por ayuda”.

“El hombre rebelde es el hombre situado antes o después de lo


sagrado, y dedicado a reivindicar un orden humano en el cual
todas las respuestas sean humanas, es decir, razonablemente
formuladas. Sería posible mostrar así que no puede haber para un
espíritu humano sino dos universos posibles, el de lo sagrado (o
de la gracia, para hablar en lenguaje cristiano) y el de la rebelión.
La desaparición del uno equivale a la aparición del otro, aunque
esta aparición pueda hacerse en formas desconcertantes”. (1)
La rebelión en el poema 9 de Velazco se manifiesta de este
modo: “Muerto ahora te abandono / como quien hunde / su
corazón como simiente fértil / y donde tú sembraste vida / he de
sembrar tu muerte / para ser yo mi propio fruto”.
No estamos ante la rebelión del poema de León Felipe, en que
el poeta español arroja su palabra poética, representada por un
ladrillo, para saber si dentro del divino cráneo “está la luz o está
la nada”. De ningún modo tropezamos con las espaldas del niño
Sartre de “Las palabras”, cuando decide dar por terminado el
asunto Dios.
Velazco pormenoriza su experiencia: “Tu muerte / fue una
lenta agonía: has muerto / en mí. / Desgarrador me fue / dejar al
corazón latir sin ti / tras el misterio de tu ausencia / que invoqué
como Job / por verte cara a cara”.
Ninguna brusquedad, el diálogo seguirá abierto hasta las
últimas consecuencias, con la lucidez de quien descubre en la
ilusión una nostalgia irreprimible.
Muerto Dios, muere el amor. Si Dios no ama a su criatura, la
parodia de su amor ha ido demasiado lejos: “Ha muerto, sí, en mi
corazón, / como la sombra de una oscura nube / que con el sol se
desvanece”. Entonces es posible realizar el giro inesperado: “Al
matarte en mí / la fe se queda sin amar / pero el amor persiste / y
es devoción a tu abandono”.
Quizá contemos con elementos suficientes como para pensar
que se ha puesto en marcha un mecanismo que nos devuelve la
imagen invertida del sacrificio cristiano: “Muerto, / te extraño en
mi orfandad / como si contigo la vida se extinguiera / y fuese el
mundo / un sepulcro infinito”. La palabra en este caso no apunta
a lo salvífico y sí a la profundización del fracaso: “Ante el altar
de la nostalgia / la imagen de un cordero / te sacrifica con dolor /
su inocente balido”.

Los poemas que componen “La muerte de Dios” guardan un


tono conversacional y fluido. Las más de las veces se llega a la
carga metafórica por sedimentación, es decir, al cabo de leer
estrofas aisladas o un poema completo. La estructura está
subordinada a oraciones largas, encadenadas verso a verso, a
través de un estilo que puede inducir al lector a buscar pausas o
respiraciones propias, dado el escaso uso que hace Velazco de
los signos de puntuación. Esta característica no parece arbitraria
y apunta a la producción de una dinámica torrencial, que bien se
correspondería con el reclamo y la queja sostenidos en el
discurso poético.
Puede especularse incluso con el “no ha lugar” a la réplica del
Otro, hasta que el poeta no termine con lo que tiene que decir. La
estrategia del nuevo Job sería anular o post-poner al máximo la
mítica interrupción. Porque no podemos ignorar las palabras del
poema 23 de la segunda parte del libro: “Aunque te mate
continúas engendrándote”.
En un reportaje de principios de 1987, un grupo de integrantes
de la revista de literatura “Tamaño Oficio” lo consultó acerca de
si creía que la poesía era un medio idóneo de conocimiento o
autoconocimiento: “Un gran poeta decía que había que aceptar la
pregunta, amarla en silencio hasta que su respuesta ocupe su
lugar en nosotros. Es como encontrar la verdad para matar al
Enigma”, nos dijo Velazco.
“La muerte de Dios” es un libro donde podremos discutir ⎯sin
que esto sea substancial⎯ su univocidad. En cualquier caso,
leerlo nos enfrentará a nuestra perpleja condición: la intemperie
absoluta de la criatura humana y su epopeya inacabable. De ahí
sus idas y venidas, su arrojar guante tras guante a ese
Interloculor, la búsqueda de precisión aún en las zonas donde
parece quebrarse su palabra. (“Las ruinas son más elocuentes que
las palabras”, nos dice el autor en otro de sus libros.) (2)
Un libro extraño, elegíaco pero a su modo, especular en
muchas de sus imágenes, cruel en sus resoluciones. Y agrego:
alucinado, lúcido.
Carlos Velazco no quiso echar cerrojo a todas las puertas que
abrió su poesía (Umberto Eco me corregiría: “a todas las
interpretaciones”). Como consecuencia quedan grietas,
hendiduras más o menos reconocibles: de ahí se infiere la
invitación a retomar el libro una vez leído. A propósito,
comparto con los lectores un dato no menor: resucitar es el
verbo clave de los poemas primero y último.

14 de febrero de 2007

(1) “El hombre rebelde”, Albert Camus. El subrayado es mío.


(2) “Completando la oscuridad”, Ed. Citerea, 1988, Buenos
Aires.
Queda hecho el depósito que marca la ley
Se terminó de imprimir en octubre de 2005
en Buenos Aires,
República Argentina

CONTRATAPA

La muerte de Dios es un reflejo del diálogo interior del hombre


que intenta matarlo para encontrar la libertad de interrogarse
acerca de su destino y encontrarle sentido al tiempo de la vida en
la tierra, signado por el inexorable final. Matarlo acaso con la
esperanza de que en la lucha nos demuestre —más allá de las vanas
y tediosas teologías— que en verdad Dios existe. El autor trató de
ponerle palabras nuevas a la lucha contra el ángel, que Jacob
ilustró en un contexto histórico distinto. Ya el temor no pesa en la
conciencia capaz de reflexionar, aunque el monólogo se enfrente al
terrible desafío del enigma, cuya respuesta humilla al tibio y se
propaga con la autoridad de los hipócritas que —como los amigos
de Job— creen representarlo en su poder sobre la vida y la muerte.
Esta nueva obra poética de Carlos Velazco, que sale a luz a
continuación de su “Libro del clamor de Job”, viene a llenar un
vacío en nuestra poesía al enfrentar agónicamente la relación del
hombre con Dios. No en la actitud devota del fiel creyente ni en la
de quienes lo niegan filosóficamente, sino en la lucha cotidiana por
encontrarle a la vida el sentido que ha perdido. La muerte de Dios
profetizada por Nietszche adquiere aquí contornos trágicos ante esa
revelación que asoma a la conciencia. Después de Almafuerte, el
gran antagonista de Dios, la poesía argentina rara vez ha
incursionado en este ámbito con tan estremecedoras vivencias.

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