Pioneras Silvia Coma - 3

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A través de cuatro generaciones, Pioneras narra la historia de un linaje de

mujeres que tuvieron que arriesgarlo todo para hacerse un lugar en el


corazón de una tierra salvaje donde la ley se escribía con sangre.
A mediados del siglo XIX, la familia Ferrer decide dejar España y emigrar a
Nuevo México: una tierra repleta de nuevas oportunidades y promesas de
futuro. Sin embargo, tras asentarse en la frontera, la vida de María Ferrer da
un vuelco cuando asesinan brutalmente a sus padres y a su hermano y
secuestran a su hermana Isabel.
Dispuesta a hacer todo lo posible para encontrarla, María se hace pasar por
un hombre y se une a un grupo de buscadores que se dedican a rescatar
cautivos de las tribus indias. Pero adentrarse en ese mundo tiene un precio.
Cabalgando con ellos se verá obligada a enfrentarse a enemigos feroces y
será testigo de todo tipo de horrores, pero también de bellos instantes que
cambiarán su vida para siempre.
Silvia Coma

Pioneras
ePub r1.0
Titivillus 13.08.2020
Título original: Pioneras
Silvia Coma, 2020

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
A la memoria de Conxi y Javier,
que llenaron mi infancia de canciones
y películas del Oeste.
Con el recuerdo de Joan
y su piano junto al mar de Blanes.
Y, como siempre, a Ángel.
«La vida cambia en un instante».

«Si analizo algo, se vuelve menos aterrador. Crecí en el


Oeste, y allí siempre tuvimos una teoría que decía que la
serpiente no te mordería si la mantenías en tu campo visual.
Eso se asemeja bastante a cómo me enfrento al dolor. Quiero
saber dónde está».

JOAN DIDION
1

Blanes, Costa Brava, 1859

El mar embravecido azota la gran roca de Sa Palomera con una fuerza


feroz. Sopla el viento; las gaviotas alzan el vuelo graznando, para que el
agua no las arrastre consigo hasta lo más hondo, hacia esa zona desconocida
del océano que permanece oculta bajo metros y metros de paredes de agua,
y que solo los peces y los muertos, de los que hablan las leyendas, conocen.
Al romper contra la orilla, la espuma del agua se arremolina sobre sí
misma en miles de gotas blancas, salpicándonos los pies. Mi hermana y yo
arrugamos los dedos, echándolos levemente hacia atrás. Aparte del inmenso
océano que se extiende hasta más allá, no se ve nada en el horizonte. En la
lejanía solo se distingue una línea oscura que parte el cielo y la tierra en dos
mitades. Las nubes se concentran sobre nuestras cabezas y el viento es más
frío que de costumbre. Sentada en la arena, Isabel se remueve, inquieta: sus
ojos se han quedado casi en blanco; sus labios están cerrados, tiritan en la
noche; retuerce las manos sobre la falda con ímpetu, se rasca la piel con las
uñas, hiriéndose. Mi hermana mayor se mueve vacilante, como impulsada
por una energía invisible. Hay miedo, auténtico terror en ella.
Su mirada es tan tétrica que parece que todo sea un sueño, que me
hayan cambiado a Isabel por otra que se le parece. Cierro los ojos y aprieto
los párpados para despertarme, cuando noto su mano helada posándose en
mi hombro.
—No deberíamos irnos de aquí —me susurra, con la mirada perdida en
el ancho mar que se explaya a nuestro alrededor. Sus ojos se agrandan al
hablar, como si cada palabra que pronunciara vaticinara un mal presagio—.
Deberíamos quedarnos.
Es la primera vez que veo a mi hermana mayor temblar, y eso hace que
sienta el pánico en los huesos.
—¿Por qué? —pregunto, consternada—. Papá dice que el sitio al que
vamos será mejor, que nos haremos ricos, ¡ricos!
Emocionada por la aventura que nos aguarda, muevo las manos arriba y
abajo, imitando el gesto que hace papá cuando habla del oro que
conseguiremos cuando lleguemos a Nuevo México.
—¿Así que no te da miedo dejar esta casa? ¿Marcharte de aquí para
siempre? —Mi hermana ni siquiera me mira; se halla muy lejos de aquí, en
algún lugar de las fantasías de su mente.
No entiendo realmente lo que significa marcharse del hogar, ni soy
capaz de vislumbrar, como hace ella, la realidad que nos espera al otro lado
del mar. Niego con la cabeza, sin saber muy bien qué decir. Entonces, como
si hubiera enfadado al mar, este ruge. Una sucesión de truenos resuenan por
el cielo. Las olas se elevan y se disponen a caer sobre nosotras, a
engullirnos con su oscuro manto.
Isabel se ha erguido sobre el promontorio; está de pie, observando la
marejada con una frialdad y un silencio que, al ritmo de los bramidos del
oleaje, hace que se me erice la piel.
—Isabel… Deberíamos volver… Se ha hecho de noche y… ¿Podemos
ir a casa, por favor? —le suplico, tirándole del vestido.
Mi hermana no reacciona. Como en una pesadilla, se ha quedado muy
quieta, con los brazos extendidos, las manos flotando en el aire. Algo que
no consigo distinguir, algo que se encuentra más allá del paisaje que nos
rodea, la mantiene atada a la roca de Sa Palomera.
—Tengo un mal presentimiento —dice al fin. Su voz se ha vuelto muy
grave, como si se dispusiera a anunciar una sentencia—. No podemos
marcharnos; tengo que decírselo a mamá.
—¿Pero qué estás diciendo? —insisto, cada vez más asustada.
El mar vuelve a rugir, pero esta vez de una forma más brutal,
monstruosa, que hace que me entren ganas de llorar. Al otro lado de la
orilla, los pinos se mecen violentamente, chocando unos con otros. Noto
que yo misma me bamboleo sobre las rocas. Si el viento aumenta de
intensidad, me tirará al océano; caeré hasta lo más profundo, hasta ese lugar
donde nadie quiere estar y que solo los muertos conocen.
El viento aúlla: su silbido se vuelve tan agudo que casi podría
perforarme los oídos.
—¡Isabel, vámonos a casa, por favor! —chillo entre sollozos,
haciéndome un ovillo para que el viento no se me lleve con él.
Isabel se ha quedado en trance; no me escucha. La falda de su vestido y
su cabello ondean al aire en fuertes sacudidas. Una sucesión de relámpagos
fulmina el cielo, y me ahogo en un grito aterrador.
—¡Isabel, Isabel! ¡Quiero marcharme, por favor, por favor! —Me
deshago en alaridos hasta que se me agota la voz. Las lágrimas me caen por
las mejillas, y toda yo tiemblo en espasmos.
Las aguas ascienden y se deshacen contra la orilla en un último
estallido. Mi hermana mayor cierra los ojos. Tras inspirar durante unos
momentos, en un silencio sepulcral, se vuelve hacia mí. Ha empalidecido;
sus ojos avellana se han apagado en un gris mortífero. Ahí de pie, me
recuerda a las brujas de las leyendas que cuentan los ancianos de Blanes.
De súbito, me coge de la mano; sus dedos se cierran sobre mi muñeca.
Me hace daño, y su piel está helada, como la de un fantasma que hubiera
permanecido horas bajo el agua y que regresara para llevarme consigo.
Me la quedo mirando sin comprender qué le sucede, por qué de repente
dice esas cosas. La lluvia empieza a caer del cielo, cada vez más intensa,
cada vez más fuerte.
—Vayámonos a casa… ¡Tengo miedo, Isabel!
Las ramas de los pinos crujen y un trueno cruza el firmamento. Los ojos
de mi hermana se han quedado en blanco, y en sus labios asoma una
expresión de horror.
—Espero que ese miedo nos detenga, antes de que sea demasiado tarde.
—¿Por qué? ¿Qué quieres decir? ¿Por qué dices esas cosas? —exclamo,
entre gemidos. Me doblo hacia delante, y bajo la cabeza para que el viento
no me alcance.
Espero que me apacigüe, que su respuesta me brinde un cierto consuelo,
como haría una hermana mayor, como suele hacer Isabel cuando tengo
miedo. Pero esta vez todo es diferente. Mi hermana se mece sobre la roca
como un cuerpo sin vida. Entreabre los labios, y los mueve como si se
dispusiera a revelarme un secreto. Sin embargo, decide guardar silencio.
Levanta el brazo y me señala temblorosamente la línea que se perfila a lo
lejos.
2

Nuevo México, 1873

Nunca olvidaré esa tarde en el Territorio en la que el cielo se tiñó de rojo.


La mayoría de las noches me visita en una pesadilla. La voz de mi hermana
Isabel se cuela en los rincones más recónditos de mi mente y vuelvo a oír
sus palabras, el mal augurio sobrevolándonos: «No deberíamos irnos,
deberíamos quedarnos».
Puedo verme como en un sueño, aunque no consigo identificarme del
todo, como si el sueño perteneciera a otra persona. Se dibuja un escenario,
con una serie de figuras y objetos familiares. Una mujer joven, de poco más
de veinte años, cruza el aula de la escuela. No tiene rostro, solo consigo
verle la espalda; se mueve frágil, temblando, como si estuviera helada de
frío… o quizás tenga miedo, miedo de que algo la alcance. Caigo en la
cuenta de que esa mujer soy yo, aunque me cuesta reconocerme en sus
facciones. Soy la única adulta de la sala; el resto son mis alumnos, niños de
entre ocho y diez años.
Escribo una lección en la pizarra, la última del día antes de dar por
finalizadas las clases. Hoy no puedo entretenerme; le he asegurado a Isabel
que llegaría pronto para cenar: acaba de prometerse, y su novio vendrá esta
noche para discutir algunos temas de la boda. Cuando suene la campana
deberé recoger rápido; si algún niño tiene dudas acerca de la lección, tendré
que resolvérselas mañana.
Me vuelvo hacia mis alumnos, y entonces uno de mis estudiantes grita
horrorizado. Los niños corren despavoridos hacia la ventana. Algo ocurre
afuera, algo pavoroso que hace que los pequeños se encojan y que algunos
rompan a llorar. Una niña de trenzas rubias me abraza acongojada; la cojo
de la mano y juntas nos aproximamos hacia la ventana.
En las afueras del pueblo han incendiado una de las viviendas y una
espesa columna de humo negro se alza hasta lo alto del cielo. La niña se
aferra más a mí y me rodea con los brazos. Sitiada por la cortina de humo,
no distingo de qué casa se trata. Me quedo mirándola fijamente: la casa
incendiada se encuentra más allá de la bifurcación de los cuatro caminos, al
inicio de los nuevos asentamientos. Un pinchazo me atraviesa las tripas.
«¿No es allí donde vive usted, señorita Ferrer?», me pregunta un niño,
tirándome de la falda del vestido. Me cuesta respirar. Inspiro para coger
aire.
El humo lo impregna todo; cada vez se hace más grande en la lejanía, y
una niebla espesa y grisácea se apodera de mi mente. Lo siguiente que
recuerdo son los gritos de miedo apoderándose del pueblo. Los niños salen
de la escuela y corren desesperados en busca de sus padres. Los hombres
cargan sus rifles, los perros ladran y gimen, mientras las arañas se alejan
espantadas hacia el norte. Hay fragmentos que se han borrado de mi
memoria, pero aún puedo vislumbrar ciertos aspectos. Como si fuera ayer,
me visualizo subiendo al carro y conduciendo como alma que lleva el
diablo a través de la tierra árida hasta que alcanzo mi casa.
Mi hogar está envuelto en llamas. Asediada por el fuego, la casa chirría,
profiriendo un agudo lamento. Bajo del carromato de un salto. El polvo de
la tierra roja se levanta a mi paso, mezclado con los residuos del humo; me
tapo la boca para no inhalarlo. Busco algún gesto humano, algún
movimiento que me confirme que mis padres y mis hermanos están a salvo.
Los llamo tenazmente; grito sus nombres a todo pulmón, los repito una y
otra vez con sollozos ahogados.
No obtengo ninguna respuesta. Solo hay silencio.
Se oye un aullido.
La casa cruje con el fuego y una de las ventanas estalla en mil pedazos.
Trozos de madera, cristales y sillas yacen esparcidos por la tierra. El tejado
aún se mantiene en pie. Escondidas entre los escombros, distingo dos
prendas de ropa; reconozco al instante el delantal blanco de mi madre y los
pantalones viejos y usados de Daniel, mi hermano pequeño. Intento
cogerlas, pero las telas están calcinadas. Si las toco, me abrasarán la piel.
«Que no estén dentro. Por Dios, que no estén dentro», me digo a mí
misma. Las últimas imágenes de mis padres, de mi hermano y la voz de mi
hermana Isabel me asaltan como cañonazos.
Las aparto de mi mente, convenciéndome de que están vivos. Seguro
que han salido, seguro que han buscado refugio por los alrededores. ¿Pero
dónde? ¿Dónde están?
Sin apartar la vista de la casa, doy un paso al frente. Tropiezo con algo
sólido, lo suficientemente grande como para hacerme detener en seco.
Sobre mi pie, reposa la cabeza ensangrentada de mi caballo Pecos.
Tumbado sobre la tierra, cualquiera diría que está durmiendo, con el
semblante tranquilo y sereno, si no fuera porque le han abierto en canal y su
cuerpo está partido en dos mitades. Su pelaje blanquecino, moteado con
manchas pardas, queda oculto tras los riñones desparramados y los insectos
que trepan por su cuerpo.
Náuseas, vértigos concentrándose en mi estómago.
A su lado, yace también nuestro perro, con las tripas al descubierto. Dos
flechas se le hunden en la carne. Las moscas se agrupan en torno a la sangre
y se adhieren, como sanguijuelas, a la herida que le cruza el estómago.
Revolotean, ávidas y hambrientas.
La casa vuelve a crujir. Advierto una masa quemada y deforme en el
suelo: los restos de una vida humana. El fuego le ha perforado la piel; los
huesos y la grasa le sobresalen por los brazos y las piernas. Le han
extirpado los ojos. En su lugar, dos ranuras negras se hunden en la carne,
inyectadas en sangre.
Es una imagen sobrecogedora y, sin embargo, me atrae y me arrastra
con su horror, para hacerme caer en el vacío. Me arrodillo junto al cuerpo.
El rostro de mi padre, incinerado, apenas se reconoce. La mayor parte de la
cara se ha fundido en unos cráteres hondos que le surcan las mejillas.
Desprende un olor putrefacto, que se cuela por mis fosas nasales y asciende
por mis conductos internos, penetrándome en la mente, ahogándome los
pulmones. Su cuerpo se ha convertido en una superficie negruzca, en un
trozo de huesos y piel descompuesta.
Todavía hoy, casi cincuenta años después, puedo olerlo, sentir cómo me
acalla, cómo me revienta la respiración y la capacidad de pensamiento: el
hedor, el hedor de la muerte.
Quiero abrazarlo, zarandearlo para que vuelva en sí, oír su voz, volver a
pronunciar su nombre, decir esas dos sílabas que marcan el inicio de
nuestras vidas… Rompo a llorar, desconsolada, y le llamo, le llamo una y
otra vez. Mi padre no contesta. Si es que a eso puedo llamarle padre; a esos
restos de piel ennegrecida, a esas manchas blancas y carbonizadas que han
destruido los tejidos de su cuerpo.
Una sombra se extiende por el suelo. Las piernas me flaquean y se me
hiela la sangre. Han arrancado la puerta. De dentro, se ve un agujero negro
y oscuro como la boca de un lobo. «Mi madre, mis hermanos… tienen que
estar ahí, tienen que estar vivos», me miento para continuar. Avanzo a
bandazos, como en una pesadilla donde todo sucede muy despacio. Grito
sus nombres. La única respuesta que obtengo es el estruendo de la casa
astillándose.
El agujero de la entrada de la casa parece agrandarse, mostrarme la
oscuridad que encierran sus entrañas.
Doy un paso al frente cuando un siseo espeluznante me detiene. Dos
serpientes de cascabel reptan, con sus larguiruchas figuras, por el yermo
suelo. Se deslizan en zigzag, sorteando las zonas ardientes. Las he visto
merodeando, estudiándonos. Conozco lo que hace su mordedura, su veneno
letal.
Para no alertarlas, me aparto sin hacer gestos bruscos. Ellas clavan sus
ojos amarillos en mí, como si me hubieran estado aguardando, como si
nuestro encuentro no fuera fortuito, sino algo premeditado desde hace
tiempo.
Cierro las manos en un puño, aterrorizada. Ellas se limitan a encogerse
y, al unísono, desvían sus cabezas hacia la casa. Aguardo, muy quieta,
sintiendo el suelo bajo mis pies.
Los cuerpos de la pareja de serpientes se han erguido, y sus viscosas
escamas relucen con una belleza hermosa y escalofriante.
Con un movimiento rápido y sincronizado, las criaturas se vuelven
hacia mí. Esta vez su expresión es distinta: sus siseos tienen el timbre agudo
y desapacible de una advertencia. Cuanto más las contemplo, más me da la
sensación de que sus miradas cambian de color, que se vuelven de un gris
lechoso, como cuentan las leyendas.
Sin separarse la una de la otra, retroceden por la tierra, enroscándose
como un espejismo por el polvo del Territorio.
Tienen miedo. El animal más peligroso del Territorio tiene miedo.
Incluso las serpientes huyen.
Vuelvo la vista hacia el agujero negro. Están dentro: mi madre, Daniel,
Isabel.
Mi peor pesadilla, esa imagen que marcará el resto de mis días, me
espera en las vísceras de mi hogar.

Las primeras horas después de la masacre, las imágenes del asesinato me


atacaban como fogonazos: el rostro desfigurado de mi padre, su cuerpo
convertido en trozos de piel glutinosos; el cadáver de mi madre tirado en la
casa, con una flecha hendida en la frente, las piernas abiertas de par en par y
el sexo manchado de sangre; el cuerpo pequeño y menudo de Daniel, la
flecha que le atravesaba el pecho pasaba por mi mente a un ritmo
huracanado, tan fugaz que era incapaz de asimilarla, de creer que ya
formaba parte de mí y del pasado que determinaría para siempre mi
presente y futuro en la frontera.
Me había quedado en trance; me movía de forma mecánica, como un
fantasma. No podía creer lo que mi mente trataba de decirme: que mis
padres y mi hermano pequeño habían muerto. Masacrados. A sangre fría.
Después del incendio inspeccionamos las cercanías como sabuesos,
rastreamos los senderos más próximos, levantamos las rocas del suelo
donde podían haber sepultado un cuerpo… Nunca llegamos a encontrar
ningún rastro de Isabel. A raíz del tipo de flechas que usaron para matar a
mi familia, en el pueblo dijeron que la masacre había sido cosa de los
comanches y que, como había sucedido en otras áreas cercanas, se habrían
llevado a mi hermana como cautiva. Un profundo sentimiento de
impotencia me invadía por momentos.
Necesitaba estar sola para entender lo que había sucedido, para
comprender que, como había vaticinado mi hermana años atrás, el mundo
que había conocido se había desvanecido en el polvo.
3

Nuevo México, 1922

Parece irreal que vaya a cumplirse medio siglo de la masacre.


Siempre me ha inquietado cómo cicatrizan algunas heridas, cómo nos
afectan los recuerdos que sucedieron mucho antes de que supiéramos que
nuestra vida sucedía. En los rincones más recónditos de nuestra memoria,
todos guardamos ese instante que manchó nuestra inocencia. Ese momento
perturbador que hizo que sintiéramos el primer escalofrío adulto, el miedo
propagándose por nuestra piel. Esas escenas tempranas, tan inesperadas que
perviven en lo más hondo, las que carcomen la piel y empañan los años.
Las que tienen la intensidad suficiente para sacudirte, para partirte en dos,
como un bloque de hielo. Aunque hayan transcurrido cinco décadas desde
que enterré la mía, pervive en mi memoria y me visita constantemente:
turbia, volátil, amenazante. Intento mantenerme despierta la mayor parte del
tiempo para que no me alcance, pero en cuanto me adormezco vuelve, y
entonces regreso a la matanza; a esa noche en la que vagaba sola por las
calles del pueblo, en que fui consciente de mi cuerpo, de mi existencia, y
del poco sentido de la vida y de los que me rodeaban.
A mis setenta y un años, escribo esto ahora para que, algún día, mi nieta
pueda conocer esta historia. Tras la muerte de mi hija, he intentado
contársela en distintas ocasiones, pero siempre que me dispongo a hacerlo
se me agrieta la piel y me quedo sin voz. En todos estos años, si algo he
aprendido es que la vida cambia en un instante. En un segundo, la
seguridad, la protección, la vida que uno creía conocer se evaporan en el
aire; solo queda un profundo vacío, ecos que se diluyen con el tiempo. Caes
y caes, el agujero se ensancha y se vuelve cada vez más negro.
Algunas veces me pregunto si estoy haciendo bien, si esta historia le
interesará a mi nieta, o si debería acallarla en mi memoria y dejarla
guardada en la nostalgia de los que ya no están. Quizás, algún día, ella
necesite conocer sus orígenes, conocer cómo vino al mundo y qué sucedió
antes de ella para que ella también pudiera suceder.
Supongo que lo mejor sería empezar por el principio, ¿pero dónde está
el principio? No dejo de preguntarme dónde nacen y mueren las historias,
cuándo deciden seguir y cuándo pausarse, detenerse para siempre. Así que
empezaré por donde creo que comenzó todo, aunque otro lo hiciera de
forma diferente, aunque mi nieta quizás no lo hiciera así. El nombre
probablemente sea un buen inicio, el nombre como la primera estampa de
los orígenes, de la tierra de donde brotamos.
Me llamo María, María Ferrer. Desde hace más de sesenta años se me
reconoce como ciudadana de una pequeña localidad llamada Cruces
Negras, situada en la frontera entre Nuevo México y Texas, en la zona del
Llano Estacado; si bien mis orígenes empezaron en otro territorio, un lugar
azul donde el mar rompe y ruge feroz contra las rocas, y el viento sopla con
violencia. Nací en 1851 en Blanes, un pueblo portuario cercano a
Barcelona. En estas páginas me referiré a él como a mí me gusta llamarlo;
con el nombre que mejor define el salvajismo y la impetuosidad de su mar
azulado, de sus implacables mareas rompiendo contra la orilla, de la blanca
espuma que nace y muere al filo de las olas: la Costa Brava.
Mis padres, Ana Gil y Joaquín Ferrer, tuvieron tres hijos: Isabel, mi
hermana mayor, Daniel, mi hermano pequeño —que nació en la década de
1860 en Nuevo México—, y yo. En 1858 recibimos noticias de una amiga
de la familia, Emilia Soley, que había emigrado a Nuevo México con su
marido y su hijo. Cuando nos escribía, enumeraba tantas maravillas de las
tierras fronterizas del Llano Estacado, que sus palabras prendieron una
mecha de esperanza en nuestras vidas.
14 de junio de 1858
Querida Ana:
Siento no haberte podido contestar antes. Desde que
llegamos con la diligencia a los asentamientos, hemos estado
ocupados adecentando la casa y solucionando todos los
asuntos relacionados con la propiedad. ¡Nosotros también os
extrañamos muchísimo! Y no dejamos de pensar en vosotros:
en cómo estáis, cómo se encuentran las pequeñas y cómo os
conquistaría este territorio.
Le leí tu carta a José y, de verdad, no tenéis que
preocuparos por nosotros. Aunque no te negaré que el viaje
fue duro y cansado, la travesía y todo lo que hemos invertido
ha valido la pena. Esto es aún mejor de lo que nos
imaginábamos. Poco a poco, aumentan nuestros ingresos,
vivimos bien y no pasamos hambre.
Pero lo mejor de todo es la fiebre del oro; ya son muchos
los que han encontrado oro en las minas de México y Baja
California, y se han hecho ricos. ¡Es lo más parecido a un
sueño hecho realidad! Hemos oído rumores acerca de una
mina a dos días de aquí, que dicen que esconde grandes
cantidades de oro. José, junto con otros dos vecinos, se
marchó hará un par de días para probar suerte. ¿Te
imaginas? ¡Oro! Con solo pronunciar esa palabra, tiemblo de
la emoción. Me paso el día dando vueltas por la casa,
esperando que llegue alguna carta y que nos cuente lo que
han encontrado.
¡Esta tierra es emocionante!
Eso sí, aún no puedo quitarme de la cabeza la imagen y el
olor salado del mar de nuestro amado Blanes. No dejo de
imaginarme sus colores, tan vivos, y cómo la luz incidía en
ellos, transformándolos en decenas de azules. A veces, al
atardecer, cuando el calor sobrevuela la llanura, me quedo
observando el desierto, y su inmensidad me devuelve al
océano. Hay algo parecido entre los dos, una majestuosidad,
una grandeza que hace que todo el resto sea insignificante. Si
algo echo de menos es la brisa: el olor de los pinos mezclado
con la sal que salpica el aire… Espero que, poco a poco, los
recuerdos se diluyan y no duelan tanto.
Lo que sí puedo decirte es que el Llano Estacado te
enamoraría. Si estuvieras aquí, comprenderías mi
fascinación. La tierra se extiende sin fin en el horizonte.
Cuando cae la noche se escuchan los aullidos de los coyotes.
Sé que te encantaría. Es un lugar salvaje, libre y hermoso.
Aunque añore nuestro pueblo natal, no hay nada igual a esto,
sobre todo cuando oscurece: las estrellas titilan en lo alto del
cielo y los grillos cantan en la noche.
Familias procedentes de toda Europa construyen sus
nuevas casas aquí. Viven de las reses o de los cultivos. Y lo
más bonito es que todo el mundo quiere ayudar.
Sería un sueño teneros con nosotros. Ojalá os lo
pensarais. Rezaré para que así sea. Cada vez son más los que
vienen para construir un nuevo hogar. Viviríais mejor, eso te
lo aseguro. Estoy convencida de que Isabel y María serían
felices aquí. Los críos hacen ejercicio, pueden correr por la
llanura, pasear y jugar al aire libre.
Creo que esta carta se está alargando, y ahora tengo que
ir a preparar la cena. Os envío todo nuestro cariño. Por favor,
escríbeme pronto. Me encanta recibir noticias tuyas.
Tu siempre amiga,
Emilia

Cuando leían aquellas misivas, mis padres sonreían pletóricos, repletos de


esperanza ante la nueva vida que se abría más allá del Mediterráneo. En
1859, animados por las promesas de futuro que encerraban aquellas
palabras, papá y mamá decidieron coger sus ahorros y buscar una vida
mejor en Nuevo México.
Entonces no podíamos saberlo, pero a finales de siglo más de dos mil
blandenses habían emigrado a las Américas en busca de riqueza, aunque
solo unos pocos lograrían regresar siendo ricos. La mayoría se dirigieron a
Argentina, México o Cuba, pero también hubo grupos más reducidos que se
atrevieron a adentrarse en tierras más inhóspitas, como las frondosas selvas
del Amazonas, y algunos como nosotros que, tras llegar a México, cruzaron
el Territorio para asentarse en las tierras limítrofes entre Nuevo México y
Texas.
Si pienso en Blanes, visualizo la aldea como un gran cuadro, una
pintura con pinceladas torpes e inexpertas, como si la mano que lo había
creado vacilara al hacerlo. Siempre es la misma imagen: el mar ruge al este,
con su oleaje espumoso y bravo; la avenida de piedra que atraviesa el
pueblo se alarga en dirección norte y un sinfín de casas se suceden en una
hermosa hilera. Todas tienen las puertas abiertas de par en par, invitando al
mar a que bañe sus paredes con su aroma salado, que las impregne con su
humedad, mientras el viento hace chirriar las bisagras de los ventanales.
Sobre la roca de Sa Palomera, que marca el inicio del pueblo, dos niñas
contemplan el océano con el pelo húmedo y mojado; oigo sus silencios, la
débil voz de Isabel mezclándose con el viento que nos azota el cabello, el
desasosiego que la invadió antes de que pusiéramos rumbo a las Américas.

Recuerdo cómo el suelo ardió bajo mis pies la primera vez que pisé la
frontera. A diferencia de mi hermana, la tierra me dio fuerza
inmediatamente, me reconfortó. Ahora se ha convertido en una parte de mí.
En ocasiones me veo como el viejo álamo que hay en la entrada de mi casa.
Me acerco a él, acaricio su añeja corteza, y resigo con delicadeza los
serpenteantes senderos de madera y las cisuras que lo atraviesan. Desde
hace algún tiempo siento que ha perdido el vigor y la viveza de antaño, y
que yo muero con él, un poco cada día, a través de las líneas de la vida que
lo cruzan de arriba abajo.
La tierra y yo tenemos una relación particular: nos hemos odiado y
amado hasta la extenuación. Han tenido que pasar muchos años para que
pudiéramos reconciliarnos, para que ambas nos hayamos entendido la una a
la otra, para que podamos vivir en paz antes de que la muerte se me lleve y
me funda con ella. La vejez ha eliminado mis miedos. Anhelo que llegue
ese instante en que toda yo me descomponga y me convierta en polvo, para
regresar con todos los que se fueron.
El álamo ha agitado hoy las pocas hojas que le quedan, y me ha
susurrado que la muerte no vendrá a buscarme hasta que cuente la verdad,
la verdad de mi historia. La tierra puede ser así de caprichosa. Da la vida y
la quita en menos de un suspiro.
Así que ahí va, mi historia tal y como la recuerdo.
PRIMERA PARTE

NUEVO MÉXICO, VERANO DE 1873


4

El funeral para despedir a mi familia estaba previsto al mediodía del día


después de la masacre. Los lugareños se habían reunido en el cementerio:
hombres y mujeres, con sus niños cogidos de la mano, se juntaron en torno
a las tumbas.
Todo había sido tan inesperado que la compañía funeraria no tuvo
tiempo de tallar los nombres en los lapidarios, y clavaron tres cruces hechas
con trozos de madera en el suelo. Las que correspondían a papá y a mamá
eran más grandes; la de mi hermano era ligeramente más pequeña. La
diferencia de tamaños acentuaba aún más la injusticia de sus muertes. Las
imágenes de los cadáveres y los cuerpos calcinados de mi familia se me
clavaban repetidamente como un millar de agujas.
Le pedí al sacerdote que fuera breve. No podría soportar recordarlos en
público, someterme a los lamentos y a la compasión de los otros. Quedamos
en que él diría solo las palabras imprescindibles; luego, los niños españoles
y mexicanos del coro de la iglesia cantarían una de las canciones favoritas
de mamá. Todos podríamos regresar a nuestras respectivas casas antes de la
hora de comer.
Eran las doce y cuarto cuando el sacerdote tomó la Biblia entre sus
manos. Mantuve la cabeza gacha. Solamente la alcé para indicarle que
podía iniciar la ceremonia. El dolor que sentía era tan intenso que una
mezcla de horror, asco y repugnancia se me había asentado en el estómago.
Retorcía las manos encima de la falda del vestido. Lo hacía con tanta
vehemencia que, sin darme cuenta, me rasgué la piel de los nudillos de los
dedos. Las manos me ardían y un sentimiento de venganza crecía dentro de
mí.
No podía dejar de preguntarme dónde estaría mi hermana, si seguiría
viva o si la habrían torturado y la habrían dejado tirada en algún cañón del
desierto, ensangrentada y abierta de piernas. ¿Era esa la vida que nos
deparaba la frontera?, ¿ese lugar por el que habíamos dejado nuestra tierra y
todas nuestras certezas?
En el cementerio las mujeres del pueblo me estudiaban fijamente, pero
solo podía mirar la tierra, aquel suelo rojo y caliente que se levantaba y
amordazaba el aire con cada una de nuestras pisadas. La tierra que me había
arrebatado a mi familia. ¿Cómo podía continuar viviendo después de
aquello? ¿Qué sentido tenía vivir? ¿Por qué no había escuchado a Isabel
cuando me lo advirtió? Era injusto que yo estuviera ahí, respirando. Quería
arrancarme la piel, meterme en esos hoyos que habían cavado para los
ataúdes y que me llenaran de arena.
El sacerdote seguía hablando y se dispuso a rezar, cuando un joven se
abrió paso entre la muchedumbre. Oí un ruido a mis espaldas, aunque no fui
realmente consciente de su presencia hasta que me tocó el brazo y me
sobresalté.
—Eh, eh, María, soy yo, Miguel —dijo él, tratando de tranquilizarme
—. Estoy aquí, María. ¿Ves?
El roce hizo que volviera a la realidad y me tambaleé, medio mareada.
La voz era suave y pausada. Tardé unos segundos en reaccionar. Miguel me
acogió en su abrazo y, apoyada en él, fui relajándome poco a poco. Los
recuerdos llegaban de improviso, en pequeños ataques que me dejaban
inmóvil. Era una sensación nueva y dolorosa que escapaba a mi control.
—Ya está, María. Estoy aquí. Miguel está aquí.
Miguel. Miguel, me repetí a mí misma, como si su presencia no fuera
real. El prometido de mi hermana Isabel. «Miguel García, el guapo herrero
García. Mañana vendrá a cenar. Ma’ me lo ha dicho hoy, ¿te lo puedes
creer, María? ¡Pa’ dice que es un muy buen partido! Creo que quieren
casarme con él». La voz de Isabel resonó en mis oídos, recordándome quién
era ese chico que me sujetaba por el brazo. Miguel me agarraba con fuerza.
Debía verme tan frágil que temía que fuera a desfallecer de un momento a
otro. Su mirada, siempre tierna y cariñosa, se anegó en lágrimas, y pude ver
el rostro de Isabel reflejado en ella. Volví a oír la voz de mi hermana,
nuestras conversaciones, su risa escandalosa, los cuchicheos a altas horas de
la noche: «¿Sabes que no está nada mal ese tal Miguel? Ya sé que muchos
no aprueban a los mexicanos, pero me gusta, me hace reír. Es divertido
cuando estoy con él, María. Quizás pueda acostumbrarme».
Rememoré cómo se le enrojecían las mejillas cuando mi hermana le
hablaba, lo saludaba en la pradera o reía una de sus gracias. Con esa imagen
vívida en el recuerdo, me sobrecogió atisbar cómo había cambiado; su
rostro, antes lleno y moreno, ahora era enjuto, y estaba muy pálido, de un
color ceniciento, casi enfermizo. Cualquiera diría que había envejecido diez
años en cuestión de horas.
—Habíamos quedado esa misma tarde. Iba a ir a buscarla en cuanto
terminara de herrar los caballos. Estaba preocupado por ella —musitó
Miguel, tomándose unos segundos para inspirar, como si se preparara para
enunciar una revelación—. Isabel no estaba bien, María. Anteayer, cuando
fuimos a cabalgar, llegó más tarde de lo habitual. La vi rara, no parecía ella.
Temblaba como si tuviera fiebre, o miedo incluso. Le pregunté qué le
pasaba, insistí en llevarla a casa… Ya sabes lo terca que puede ser. No pude
sonsacarle nada. Simplemente cabalgamos en silencio. Me da que algo la
inquietaba… Ahora creo que se le habían quedado los pies fríos con la
boda. Sí, estoy seguro. Por eso estaba tan extraña conmigo, tan callada…
Creo que los chicos del pueblo, esos texanos que iban siempre a verla, le
habían llenado la cabeza de chismes. Sé que no le hablaban bien de mí, sé
que le decían que merecía que me lincharan como a esa familia de
mexicanos que se cargaron cerca de Amarillo, que más le valía separarse de
mí si no quería encontrarse con un cadáver por marido. ¿Tú lo sabías,
verdad? ¿Te había dicho algo?
En aquellos tiempos turbulentos en los que texanos, mexicanos,
españoles y emigrantes de diferentes partes del mundo —de razas, culturas
y religiones variopintas— convivíamos en un mismo espacio, se había
desatado el odio entre algunos grupos de texanos que defendían la
supremacía del hombre blanco. Se habían producido una serie de
linchamientos aislados a familias de ascendencia mexicana, así como a
hombres de raza negra. Sin motivo alguno, se les acusaba de cualquier cosa
para justificar su muerte.
El terror en la frontera tomaba formas y figuras mortíferas: tribus
salvajes, criaturas letalmente venenosas, masacres racistas sembraban la
incertidumbre entre todos los que levantábamos nuestros hogares sobre la
tierra roja.
Miguel cerró la mano derecha en un puño y se la introdujo en la boca
con un ruido ahorcado.
—Sí, eso explicaría los cambios tan repentinos en ella —dijo, taciturno
—. Cómo se alejaba cuando intentaba acercarme; los vestidos tan cerrados
y de colores apagados que se empeñaba en llevar desde hace poco, y esos
regalos y joyas que recibía de otros hombres. ¿Sabes que se negó a ponerse
el vestido azul escotado que le regalé, ese que llevaba meses queriendo
comprarse? Esos malnacidos del pueblo la habían convencido para que no
se casara conmigo. Debía odiarme, María, ¡odiarme! Ahora me doy cuenta
de que empezó a llevar esos vestidos que le tapaban los brazos hasta las
muñecas para que no pudiera tocarle la piel. Le daba asco, ¡asco!
Apesadumbrado por las ideas que se agolpaban en su cabeza, Miguel
dejó caer los hombros a los lados, y unas finas lágrimas le humedecieron
los párpados. Tenía unas ojeras tan profundas que se le habían vuelto de
color morado y se le hendían en la piel.
De pronto, me vino a la mente un fugaz destello de aquella noche tan
lejana en la playa de Blanes, cuando Isabel había sido presa del pánico,
justo antes de zarpar hacia México. En todos los años siguientes que
vivimos en la frontera, nunca volvimos a hablar de ese momento. Ambas
habíamos enterrado el recuerdo de su mal presagio como si hubiera sido
una pesadilla sin importancia.
Al revivirlo, sentí que las manos se me helaban, como le sucedió a ella
aquel anochecer.
—Tienes que haberte dado cuenta de lo rara que estaba, María. Seguro
que lo viste —insistía Miguel.
Recreé los últimos días de mi hermana, el preocupante estado de
aturdimiento en el que se encontraba. Qué diferente era la Isabel que había
crecido en la frontera de la niña que jugaba conmigo a construir castillos de
arena en las húmedas tierras de Blanes. Mi hermana vagaba por los pasillos
de la casa como un alma en pena; al menor ruido se volvía
automáticamente, llevándose los brazos al pecho en un instinto de
protección, como si supiera que algo se avecinaba, como si pudiera percibir
las señales de que el Oeste también jugaría su funesta partida sobre nuestra
familia.
Estaba segura de que Isabel no odiaba a Miguel, ella misma me había
confesado que estaba dispuesta a casarse con él a pesar de las
animadversiones que algunos sentían contra los mexicanos; incluso me
había contado que había rechazado a otro vaquero que no dejaba de
rondarla. No, lo que decía Miguel no tenía sentido. El miedo que acorralaba
a mi hermana como a un animal asustadizo era debido a otra cosa, a alguna
tribulación que se había guardado para ella.
Miguel proseguía con su discurso, suplicándome ayuda. Las frases se
perdían en las partículas del polvo que respirábamos. Me sentí incapaz de
responderle, de reconfortarle como él necesitaba. Le sonreí, a modo de
complicidad, y él me apretó la mano.
El sacerdote cerró la Biblia y se dirigió al público. El viento soplaba con
más fuerza y nos llegaban ráfagas de tierra a la cara. Algunas mujeres
agachaban la cabeza; otras se tapaban con sus capas o con velos negros que
llevaban a conjunto con sus vestidos. Para terminar la misa, como habíamos
acordado, los niños se acercaron un poco más a las tumbas y se prepararon
para cantar «La golondrina», la canción favorita de mamá. Algunas veces,
creyendo que los niños dormíamos, mamá y papá se retiraban al porche y
bailaban esa balada a la luz de la luna. Pa’ cantaba en voz baja, y Ma’
danzaba con él, fundiéndose con las colinas rosas del fondo. Siempre que
los pillaba a tiempo, me asomaba a la ventana y me deleitaba con esa
imagen de mis padres abrazándose en la oscuridad.
Entre los que habían asistido al funeral, apareció un hombre con un
banjo. Se adelantó unos pasos y se aproximó al sacerdote. Me miró,
buscando mi aprobación. Cuando asentí, tocó los acordes iniciales de la
canción. Los niños se acercaron al hombre del banjo y empezaron a cantar
en español.
Oír aquellos versos me afectó más de lo que imaginaba. Sin poder
controlarme, rompí a llorar. Miguel, que hacía esfuerzos por sostenerse a sí
mismo, me rodeó afectuosamente con el brazo.
«Es un poco bobo, pero es gracioso, ¿a que sí? ¿Y cómo te imaginas
que me pedirá en matrimonio? ¡Seguro que se infla como un globo rojo!
¡Pobre Miguel!». La voz de Isabel, mezclada con los ecos de una canción
que ya pertenecía al pasado, hizo que me arrimara más a él. Estábamos
cuerpo con cuerpo. Sentía sus convulsiones como si fueran las mías:
espasmos que se transmitían de piel a piel.
La melodía era lenta y nostálgica; cada nota acentuaba la pérdida. Cerré
los ojos y apreté los párpados, como si así pudiera alejarme de aquellas
tierras que habían traído la desgracia a mi familia.

¿Adónde irá, veloz y fatigada,


la golondrina que de aquí se va?
¡Oh!, si en el viento se hallará extraviada,
buscando abrigo y no lo encontrara,
junto a mi pecho le pondré su nido
en donde pueda la estación pasar.
También yo estoy en la región perdido.
¡Oh, cielo santo! Y sin poder volar[1].

Iban por la última estrofa, cuando el ruido de unos cascos de caballo nos
interrumpió. Tres jinetes galopaban en nuestra dirección. El hombre del
banjo dejó de tocar, y todos nos volvimos, desconcertados, hacia aquellos
forasteros que aparecían bajo el sol abrasador del mediodía.
Cuando los jinetes se percataron de que habían irrumpido en un funeral,
el primero de ellos nos saludó, pidiendo disculpas por la intromisión.
—¿Qué desean? —preguntó el sacerdote.
El que parecía el jefe, que encabezaba la fila, se detuvo y ordenó a los
otros dos que hicieran lo mismo.
—Nos han informado de la masacre —dijo, midiendo las palabras—.
Venimos a ver al sheriff Ward. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
El hombre tenía un rostro anguloso, curtido por la edad. Era uno de esos
tipos que, con su mera presencia, infundían temor y respeto. Hablaba con
firmeza, y sus ojos destilaban una frialdad asombrosa; eran de un gris
azulado, como si estuvieran hechos de acero. Llevaba un sombrero negro de
ala ancha y tamborileaba los dedos de la mano derecha sobre su cinturón.
—Aquí lo tiene. —El sheriff Ward, un hombre de pelo cano y con la
estrella de la ley bordada en el pecho, habló y se acercó a los forasteros—.
¿Es usted Cole McCallister?
—El mismo.
—Bien, espérenme en la comisaría, justo en la entrada del pueblo,
primera calle a la derecha. No tardaré.
El hombre del sombrero negro asintió de nuevo; sin decir ni una palabra
más, él y los dos jinetes que lo acompañaban se despidieron y reanudaron la
marcha. Recubiertos de polvo, la fuerte luz del mediodía resaltaba aún más
su suciedad y dejadez. Si no hubiera sido por la tenacidad y la seguridad
que emanaban, habría pensado que eran salteadores de caminos, mendigos
que deambulaban por el desierto.
—¿Quiénes son? —pregunté, repleta de curiosidad.
El sheriff lanzó un escupitajo al suelo, como si le molestara perder el
tiempo conmigo.
—Son buscadores, señorita Ferrer. Están a sueldo de los Ranger.
Dedican su vida a buscar cautivos. Uno de ellos es un agente indio, experto
en tribus. No conocen el día ni la noche. Cabalgan y cabalgan, más allá del
final de los días —respondió, y añadió con desdén—: Un estilo de vida que
una mujer no puede entender. Hemos tenido suerte de que estuvieran cerca.
Los ataques cada vez son más constantes.
Era consciente de que nunca le había gustado al sheriff. Ahora que Pa’ y
Ma’ ya no estaban para frenarlo, no tenía ningún motivo para esconderlo.
Desde que me conocía, Ward desaprobaba mi conducta y mi educación; me
consideraba demasiado salvaje y masculina para ser una mujer. Cuando me
veía corretear por el pueblo con un revólver en la mano o colgando del
cinturón, manchada de polvo y de hollín, me regañaba o me lanzaba
miradas cargadas de reproches. No toleraba bien que vistiera con
pantalones, ni que jugara con las carabinas de mi padre, y menos aún que
fuera a la cantina a buscar a Pa’ cuando estaba inmerso en una partida de
cartas. Aquello era un mundo de hombres, decía él, y lo peor de todo era
que el sheriff tenía la firme convicción de que ciertas cosas no podían ser
profanadas por una mujer. Las tradiciones lo establecían así; había una serie
de detalles en mi forma de hablar, de vestirme y de moverme que le
resultaban inadmisibles.
Según las leyes sociales que imperaban en el sur, una mujercita de
buena familia debía ir impecable y saber acatar órdenes. Sus quehaceres
tenían que centrarse en las tareas del hogar; en ningún caso se la
relacionaba con el cuidado de las armas. Solo una squaw[2] se encargaba de
las armas del jefe indio. Los pantalones pegados a las piernas, que llegaban
hasta los tobillos, eran propios de las mujeres indias y de las cautivas. No
estaba bien visto que una mujer blanca vistiera así en público. «¿Acaso eres
una de ellas, eres una squaw?», me preguntó el sheriff una vez que me pilló
limpiando el rifle de mi padre, alargando la última palabra para acentuar su
desprecio. Por si eso fuera poco, todavía le hizo menos gracia saber que Pa’
enseñaba a disparar a sus hijas.
—Ahora tendrás que enderezarte y convertirte de una vez por todas en
lo que se espera de ti. ¿Lo comprendes? —masculló Ward, desviando la
vista de las cruces que sobresalían de la tierra, como si su mera visión le
quemara—. Deberías imitar más a tu hermana. Si quieres que este pueblo te
acepte, no puedes seguir comportándote como una salvaje.
Como le sucedía a la mayoría de los hombres de la localidad, el sheriff
Ward también se había quedado prendado de la belleza y del carácter
complaciente de Isabel. Ambas éramos como el día y la noche.
Isabel era bonita y delicada; tenía la piel tan fina que, de vez en cuando
y al mínimo roce o golpe, le aparecían moratones en la piel. Siempre me
reía de ella y le decía que no estaba preparada para una vida tan dura; que
algún día debería marcharse al este, donde todo era más tranquilo y
civilizado, algo que Ward hubiera aprobado al instante. Todos decían que
mi hermana era una de las jóvenes más hermosas que habitaban por las
cercanías; era dócil, educada y tenía unos ojos grandes y tristes que
quitaban el hipo a los chicos de la zona. Siempre estaba dispuesta a
participar y ayudar en todos los actos sociales que se organizaban en el
pueblo. Respondía mejor al modelo que se esperaba de una joven sureña.
Vaqueros y granjeros venían continuamente para admirarla, incluso el
sheriff acostumbraba a rondar más por nuestra casa. Durante un tiempo,
Isabel fue el centro de atención: conversaba y coqueteaba con unos y otros,
dejándoles con la miel en la boca y la cabeza llena de esperanzas.
Sin embargo, Isabel aún conservaba recuerdos demasiado vívidos de
nuestra antigua vida en la Costa Brava, y eso le hacía más difícil habituarse
a la frontera. Al fin y al cabo, ella era algunos años mayor que yo cuando
nos marchamos de Blanes, y sus recuerdos eran más claros, más definidos
que los míos. Ma’ decía que su corazón se había quedado sepultado en lo
más profundo del Mediterráneo. Añoraba nuestra vida en Blanes, y no
dejaba de repetirlo en voz alta, como si al expresarlo en público sus deseos
pudieran materializarse y el océano fuera a dibujarse, de un momento a
otro, con su espuma y sus ondulaciones en el horizonte.
Algunas noches, cuando nos sentábamos a hablar en el porche, Isabel
me describía, como si me narrara un cuento, la gran roca que nacía de las
profundidades del océano y se elevaba en punta hacia el cielo despejado, o
las coloridas conchas de mar que podían hallarse en la orilla de la playa. En
ocasiones, se detenía, respiraba hondo y, tras ausentarse unos instantes,
retomaba la palabra y recreaba algunos de sus sitios preferidos: la fuente
donde solíamos mojarnos las manos y la cara cuando el calor apretaba,
mientras nos quedábamos contemplando, entre temerosas e incrédulas, las
inquietantes gárgolas con forma de pez que sobresalían de sus paredes; el
castillo de Sant Joan donde jugábamos al escondite, que se alzaba en una
pequeña colina y que estaba rodeado por una imponente muralla (construida
expresamente para protegerlo de las invasiones y de los piratas); o la
Capella de la Salut, con su fachada blanca e impoluta, a la que solíamos ir a
rezar con nuestra madre.
El Oeste, como sucedía con la mayoría de los emigrantes, transformó a
mi hermana. Había algo de verdad en lo que me había dicho Miguel. Isabel
se había vuelto más taciturna y arisca, más cerrada en sí misma, como si la
propia tierra la amenazara. ¿Podía ser debido a la melancolía que la
embargaba al evocar la vida que había perdido? ¿O se trataba de otra cosa?
Por muchas vueltas que le daba, no recordaba el motivo por el que nos
habíamos distanciado, la razón por la que llevábamos días sin hablar la
tarde en la que desapareció; probablemente hubiera sido por una tontería, o
por una estúpida discusión entre hermanas. Ma’ solía decir que éramos
demasiado diferentes, y que esos distanciamientos se reducirían con el
tiempo. Aunque quizás el sheriff Ward tenía razón: ni siquiera parecíamos
hermanas.
Yo era el claro reflejo de nuestro padre. Podría decirse que la frontera
me había hipnotizado, al igual que le había sucedido a él. Me fascinaba el
salvajismo de la naturaleza que nos rodeaba, los peligros que acechaban tras
las dunas y los promontorios del desierto; me intrigaba el inclemente viento
texano, que barría las interminables tierras más allá de la línea roja que se
advertía en el horizonte. A mamá y a Isabel las sacaba de quicio: el viento
podía llegar a destruir nuestros cultivos, además de que les producía
muchos dolores de cabeza. Pa’ y yo solíamos llevarlo mejor. Eran muchos
los emigrantes que se quejaban del viento, pero para mí no era hostil, ni
tampoco lo sentía amenazante, extraño a mí. En cierto modo, si no hubiera
sido por el calor y la sequedad, quizás habría podido recrear el aire
refrescante que dejaba el viento de la costa tras de sí. Su furia era parecida,
solo que el viento del Territorio, cuando soplaba de verdad, podía formar
torbellinos de arena y llevarse volando casas enteras.
De niña deseaba haber nacido chico. Durante mi infancia en Nuevo
México, siempre que podía, llevaba pantalones y vestía con ropas anchas y
holgadas. Solía recogerme el pelo en un moño alto y escondérmelo en el
sombrero. Mi cabello era liso y muy fino, y resultaba fácil ocultarlo. En el
pueblo, cuando me veían vestida así, decían que parecía más un
muchachote enclenque que una chica del sur. Si hubiera sido hombre podría
montar a caballo a pelo, vestir como me diera la gana, jugar con el revólver
y entrar en los locales que quisiera. Me pasaba el día aguardando que
llegara el momento en que Pa’ viniera a buscarme para ir a disparar contra
las latas. Isabel no lo aprobaba, y se encargaba de repetírmelo a todas horas.
En el cementerio, las regañinas de mi hermana se disiparon con las
expectoraciones del sheriff Ward, que había empezado a carraspear a mi
lado para llamar mi atención. No sabía cuánto tiempo me había ausentado;
había dejado de escucharlo por completo.
—Eh, niña, ¿estás bien? ¡Te has quedado más blanca que la cera! —Me
cogió del brazo con recelo.
El sheriff me observaba entre intrigado y preocupado. Intranquilo por
mis silencios, volvió a hablar:
—No te preocupes, todo está controlado. Esos buscadores se encargarán
—añadió, pellizcándome el mentón.
¿Podía confiar en él? ¿Acaso podía creer que ese hombre que me
repugnaba era el que daría con mi hermana? Si la fama de holgazán que lo
precedía era cierta, ya podía olvidarme de Isabel. Quise gritarle que no era
más que un cobarde, un tipo despreciable que necesitaba contratar a otros
para que arriesgaran sus vidas por él, pero me contuve. Si quería encontrar a
mi hermana, primero debía recabar información acerca de aquellos jinetes.
Los dedos del sheriff se cerraron en torno a mi barbilla con fuerza, y le
aparté la mano.
—Júrelo. Júrelo por mis padres.
Las mejillas de Ward se hundieron hacia dentro en una desabrida
mueca.
—Cole McCallister es de los mejores. Si alguien puede hallarla, ese es
él —continuó, viendo que no iba a darme por vencida—: Están buscando a
más cautivos y añadirán a tu hermana a la lista. Este ha sido uno de los
peores años en cuanto a desapariciones. No hay ninguna garantía de que
vayan a encontrarla viva… Harán lo que esté en su mano.
Ambos sabíamos que pocos de los que desaparecían a manos de los
indios regresaban con sus familias. Lo más probable era que Isabel
estuviera muerta. En mi interior, muy adentro, latía la esperanza de
encontrarla. Si la dejaba marchar, si la olvidaba, la culpa me perseguiría
hasta el fin de mis días. Las lágrimas luchaban por salir de mis párpados.
El sheriff me miró de hito en hito. Se movía torpemente, y sus gestos se
volvieron más indecisos, como si no supiera qué hacer o cómo proseguir.
Mis silencios le habían puesto nervioso. La mayoría de los hombres no
soportaba ver a una mujer sufrir, y el sheriff Ward no era una excepción.
Incómodo por mis sollozos, se acercó y me dio una palmada en la espalda.
A mediodía, el sol refulgía con toda su intensidad en el cementerio, y
hacía un calor de mil demonios; el sudor empezó a recorrerme las manos y
la camisa se me adhirió a los omóplatos. Los ojos del sheriff fulguraban con
violencia, como si sintiera una urgencia en su interior de la cual no pudiera
desprenderse. Sudaba como un cerdo, y se pasaba la mano por el cuello
para enjugárselo.
—Anda, terminemos la canción. Luego iré a reunirme con esos hombres
—concluyó.
Con un gesto forzoso, que trataba de ser cortés, me ofreció el brazo y
me pidió que lo siguiera hacia el círculo donde nos aguardaban los vecinos.
Todos se volvieron hacia las tumbas, concentrándose en la canción que se
habían preparado para cantar antes de que nos interrumpieran. El sheriff y
yo nos hicimos a un lado. Miguel lo saludó con la cabeza, a lo que el sheriff
Ward respondió lanzando un gargajo al suelo.
Los niños mexicanos y españoles tomaron sus posiciones en derredor de
los hoyos y les cantaron a los muertos. Algunas mujeres se agacharon y
cogieron un poco de tierra para tirarla dentro del agujero, como era
costumbre en los ritos funerarios. El sacerdote dio la entrada a la melodía,
el hombre del banjo tocó las primeras notas y los niños se prepararon.
Me arrodillé y tomé un puñado de tierra roja.
La vida se me escapaba entre los dedos.
Los niños cantaban en coro:

Dejé también mi patria idolatrada,


esa mansión que me miró nacer.
Mi vida es hoy errante y angustiada.
Y ya no puedo a mi mansión volver.

Los versos que tanto había amado mi madre sonaban traicioneros y afilados
como la hoja de una cuchilla. Cerré los labios y me negué a cantar. El resto
se unió en una expiación final:

Ave querida, amada peregrina,


mi corazón al tuyo acercaré.
Oiré tu canto, tierna golondrina.
Recordaré mi patria y lloraré.

Mantuve la cabeza gacha durante la canción, deseando que terminara de


una vez. Nunca volvería a escuchar las voces de mis padres ni de mi
hermano. Dentro de poco, sus huesos pasarían a fundirse con la tierra, y lo
que quedara de ellos se esfumaría como si nunca hubieran existido.
Sin embargo, aún quedaba un atisbo de esperanza para mi hermana.
Quizás estaban a tiempo de encontrarla. Quizás aún podríamos llevar a
Isabel a casa de nuevo. Me prometí a mí misma que, si conseguía hallarla
con vida, regresaríamos a Blanes. Costara lo que costara, reuniría el dinero;
me deslomaría, haría lo que fuera necesario, aunque tuvieran que pasar años
hasta que pudiera ahorrar lo suficiente para comprar dos pasajes. Si la vida
le había dado una segunda oportunidad, ambas la aprovecharíamos.
Pondríamos rumbo al Mediterráneo. Eso la haría feliz, eso le devolvería la
alegría.
Acompañada por esa débil promesa de futuro, dirigí mi atención al
sendero que conducía al pueblo y al rastro que los tres forasteros habían
dejado tras de sí.
5

Cuando los lugareños se hubieron marchado, permanecí unos minutos


más junto a las tumbas. Miguel insistió en quedarse conmigo, pero
necesitaba despedirme de mi familia a solas y le pedí que se fuera a casa.
Tras el rudo gesto que acababa de atisbar en el funeral, le supliqué que
evitara al sheriff Ward dentro de lo posible. Aunque intentara disimularlo e
hiciera esfuerzos por aparentar una cierta imparcialidad —como exigía su
posición de responsable de la ley—, estaba convencida de que pertenecía a
la corriente de supremacistas blancos que odiaban a los mexicanos y a los
hombres de color. Miguel me sonrió, apesadumbrado, y se marchó por el
camino que conducía a la calle principal.
En la intimidad, me dejé caer sobre la tierra. Me había quedado inmóvil,
arrodillada en el suelo. No conseguía separarme de las cruces, de ese lugar
donde, unos metros bajo tierra, yacía mi pasado. Las piernas y los brazos
me ardían por la ira. En cuanto me levantara, todo sería definitivo: su
muerte, la masacre y el secuestro de Isabel serían hechos, días con final. La
vida que había conocido junto a mi familia habría terminado para siempre.
Su muerte era muy reciente, y no dejaba de recordar sus caras: las
arrugas que se le formaban a madre en las comisuras de los labios cuando
sonreía, cómo se le marcaba el hoyuelo a Daniel cuando se enfadaba, o
cómo Pa’ fruncía el ceño cuando discutía conmigo. Todavía era capaz de
recrear las pequeñas cosas, pero solo era cuestión de tiempo para que todo
aquello se difuminara. La memoria es tramposa y, más pronto que tarde, los
detalles se perderían. Los rostros de las personas que tanto amaba se
volverían retratos indefinidos, caras planas y pálidas, en el mar de imágenes
del pasado.
Me vino a la mente una escena muy lejana, que había sucedido poco
antes de que nos marchásemos de Blanes. Me hallaba en lo alto de un
acantilado que bordeaba el mar, junto a mi madre y mi hermana, y que
acogía un antiguo convento. El monasterio había sido edificado siglos atrás
en la Punta de Santa Anna, una zona especialmente boscosa que albergaba
una serie de senderos que serpenteaban por la espesa vegetación, como los
que aparecen en las leyendas o en los cuentos de los hermanos Grimm.
Solíamos perdernos en largos paseos, saboreando las gotas de sal que nos
llegaban del mar, o el refrescante olor de los pinos que flanqueaban aquel
escondite silencioso, que solo parecía pertenecernos a nosotras.
Isabel estaba junto a mí, cogiéndome de la mano para que no me alejara
de ella. Mi madre caminaba a nuestro lado, vigilando que no resbaláramos.
Era una tarde oscura y fría; el mar chocaba violentamente contra las
escarpadas paredes del peñasco y el suelo patinaba más de lo normal. Se
nos había hecho tarde, y oímos la voz de Pa’ apremiándonos para que
volviéramos. «Tenemos que apresurarnos, o vuestro padre se pondrá hecho
una furia. Vamos, cogeos de la mano, bajaremos juntas». El viento rugió;
debí de asustarme, porque mi hermana me apretó la mano y me dijo,
dulcemente: «Solo es el viento, ¿ves? Mami y yo te protegeremos. Con
nosotras a tu lado, nunca debes tener miedo. Mientras estemos contigo,
nunca pasará nada».
Recosté la cabeza encima de la tumba donde yacía Ma’. Ahora que
nadie podía verme, empecé a llorar y clavé las uñas en el suelo. Entreabría
los labios, desconsolada. Un poco de tierra me entró en la boca, y sentí la
sequedad del desierto colándose entre mis dientes. No estaba preparada para
decirles adiós. Me adhería a la tierra como un animal herido, sediento,
restregándome contra la arena.
Una y otra vez, veía sus rostros cubiertos de sangre, oía la madera
crujiendo bajo las llamas. Tumbada en el suelo, me deshice en lloros y dejé
que el sol me envolviera con su calor.
Pasados unos minutos, unas pisadas hicieron retumbar el suelo. Intenté
serenarme, la cabeza me daba vueltas.
—Vamos, pequeña, tienes que levantarte. A ellos no les gustaría verte
así —dijo una voz familiar—. Ven conmigo. Te alojarás en casa con
nosotros. Nosotros te cuidaremos, María.
Oír mi nombre hizo que regresara al mundo real. Reconocí a Emilia
Soley, la mejor amiga de mi madre. Apenas podía moverme ni articular
palabra. Tenía las manos agarrotadas, como dos raíces que crecían, gruesas
y enérgicas, sujetas al suelo. Emilia se arrodilló; con cuidado, me cogió por
la cintura y me ayudó a ponerme en pie.
—María, por favor, sé fuerte. Hazlo por todos ellos.
Aquellas palabras me trajeron el eco de la seria voz de Pa’, y comprendí
que debía esforzarme. Cuando alguna vez me veía llorar, se enfadaba y me
obligaba a tragarme los sollozos. Enarcaba las cejas y fruncía los labios
antes de sermonearme con el mismo discurso: «Nadie merece tus lágrimas,
querida. El perdón y los lloros son una señal de debilidad». Al principio,
atribuí su regañina al simple hecho de que yo era una mujer, a que
pertenecía al sexo débil —como solían llamarlo la mayoría de hombres—, y
a que él, como cabeza de familia, necesitaba demostrar su autoridad.
Tiempo después, me percaté de que lo hacía como una forma de protección,
una barrera de defensa para que aprendiéramos a ocultar nuestras
fragilidades de los otros y nadie pudiera hacernos daño. No me daría cuenta
hasta que, un día, le oiría decirle lo mismo a mi hermano.
Alentada por aquel recuerdo, dejé que su voz me arrastrara.
Apoyándome en Emilia, hice acopio de todas mis fuerzas y me puse en pie.
Miré por última vez las tres tumbas y ambas emprendimos la marcha hacia
la calle principal.

En el pueblo se respiraba un ambiente tenso. Los hombres iban y venían de


un lado a otro, cargados con sus Winchester y escopetas de doble cañón,
mientras que las mujeres se apresuraban a refugiarse en sus casas. Algunos
se congregaban en las esquinas de las aceras y especulaban sobre lo que
estaba por llegar.
No podía dejar de pensar en aquellos tres hombres que habían irrumpido
en el funeral, y a los que se les había encomendado seguir la pista de mi
hermana. Los busqué entre el gentío: miré a un lado y a otro, pero no
conseguí localizarlos. En el cementerio, frente al tipo del sombrero negro,
sentí un extraño hormigueo que se me había quedado grabado en la piel;
una sensación nerviosa que me recorría las manos y las piernas, como si me
empujara a hacer algo, a tomar una decisión que desconocía. Un sinfín de
preguntas sin respuesta se me arremolinaban en la cabeza.
Pasamos junto a un grupo de mujeres que hablaban sobre una matanza
similar que había acontecido en una de las aldeas vecinas. Se rumoreaba
que los comanches se habían vuelto más agresivos, y que habían incendiado
también varias casas en los asentamientos cercanos, llevándose a algunas
niñas y niños como cautivos.
Cuando nos vieron a mí y a Emilia enfilando la calle, las mujeres se
volvieron en nuestra dirección y movieron los labios de lado, para que no
advirtiéramos que murmuraban sobre nosotras. Una de las señoras
gesticulaba con las manos, como si rezara, y musitaba sin parar. Otra vecina
me sonrió con lástima.
No quería que nadie me compadeciera; quería esfumarme de la esfera
pública y encerrarme en algún lugar donde pudiera estar sola, sin nadie que
me hablara o me preguntara cómo me sentía. Era mi primer duelo: nada
estaba bien, nada servía en esos momentos. Lo peor de todo era que ni yo
misma sabía qué quería ni cómo deseaba que la gente actuara delante de mí.
Ese era el sentido y el centro del duelo en sí mismo; era una tristeza más
honda que cualquier otra que hubiera experimentado antes. Una aflicción
que se introducía en cada poro de mi piel y que iba adentrándose dentro de
mí, royéndome los huesos y enturbiando cada uno de mis recuerdos felices
con un tupido velo.
El grupo de mujeres se juntó un poco más para cuchichear. Asintieron
en silencio, con una expresión solemne en sus rostros.
—Vayámonos de aquí, por favor —le supliqué a Emilia, temiéndome
que nos abordaran.
Una de las señoras debió de oírme y, antes de que pudiéramos
sortearlas, se abalanzó sobre nosotras.
—Solo queremos ayudarte, niña. ¿Saben algo de tu hermana? El sheriff
Ward está convencido de que esos hombres darán con ella. Nos tienes aquí
para lo que necesites, ¿lo sabes, verdad?
Otra intervino bruscamente:
—Esperemos que lleguen a tiempo y que esos salvajes no la hayan…
Se hizo un silencio incómodo. Al darse cuenta de su falta de tacto, se
calló de inmediato, pero la habíamos oído perfectamente. Algunos de los
lugareños que estaban en la calle también la escucharon y se giraron para
observarme. Analizaban cada uno de mis pasos y mis reacciones sin
perderse ni un detalle. Quería pensar que trataban de ayudarme, pero tenían
dejes maliciosos que contradecían sus palabras, y los veía congregarse, en
diferentes grupos, para chismorrear acerca de la tragedia de mi familia y del
futuro que me depararía ahora que me había quedado sola. Aunque la
mayoría de los que vivían allí eran inmigrantes, muchos lo eran ya de
segunda o de tercera generación y habían olvidado su condición de
extranjeros.
Sin el respaldo de mi familia, y más aún siendo mujer, mi situación de
emigrante volvía a aflorar.
«¿Qué hará ahora esa chica? Sin casa, ni nadie a quien recurrir… ¿Crees
que alguien querrá casarse con ella? Habrá perdido toda la dote, a no ser
que su padre tuviera algo guardado en el banco, que esperemos que sí…
Pobres españoles, hacer todo ese viaje para que los maten los indios. Esa
joven da mucha pena, mucha. Casi todas acaban siendo unas perdidas».
«¿Quieres decir…?».
«Seguro, trabajará en un saloon, ya verás. En menos que canta un gallo,
vestirá llena de plumas y enseñando las piernas, como esa otra chica
holandesa que se fugó con el jugador de cartas y que resultó ser un
estafador, ¿te acuerdas? O aquella que perdió a su familia y que se marchó a
El Paso. Ahora trabaja en uno de esos sitios. El otro día me contaron que ha
contraído la sífilis, y que tiene las manos y los pies llenos de manchas rojas.
¿Te lo puedes creer? ¡Qué desperdicio con una chica tan bonita! ¡Aunque
quién sabe! Quizás esta sea de las que tengan suerte y encuentre a un
hombre que quiera casarse con ella».
Había oído esas conversaciones mordaces sobre otras muchachas que
habían sufrido pérdidas como la mía, y siempre giraban en torno a las
mismas conjeturas y juicios de valor. En el Oeste, una mujer que carecía de
bienes y familia podía afrontar su futuro de dos maneras: casándose con
alguien que le procurara un hogar o poniéndose a trabajar en un saloon
como cantante, bailarina o chica de compañía.
Me repetí a mí misma que no debía dejar que me afectaran sus palabras,
pero algo dentro de mí se estaba resquebrajando. En las manos me asomó
un leve temblor y empezó a expandírseme por los dedos. Cerré los puños y
escondí los brazos en la espalda para que no detectaran mi miedo. Vestidas
de negro, y ataviadas con sombreros oscuros que les ensombrecían el rostro,
se asemejaban más a una bandada de buitres que de humanos. En mi
imaginación sus vestidos, que ondeaban con la brisa, se hinchaban
convirtiéndose en anchas alas negras repletas de plumas. Sus narices,
altivas y respingonas, se curvaban hacia abajo como picos afilados,
dispuestos a lanzarse sobre la carroña.
Emilia Soley fue más rápida que ellas, y esta vez se les adelantó.
—Vamos a casa, querida. Sígueme —me dijo. Sin darles la opción a
rebatirla, me cogió del brazo y me guio por la calle—. No las mires, camina
recto y no bajes la cabeza.

La casa de los Soley se encontraba en el centro del pueblo. La fachada era


de madera, de construcción sencilla, como el resto de los edificios. Tenía
dos plantas y un porche con un balancín que daba la bienvenida a los
invitados. Para entrar se debía traspasar una valla que habían pintado de
azul y blanco, y que evocaba los colores de la arena y el mar. En la parte de
atrás había un granero y un pequeño huerto que podía verse desde fuera y
que era el orgullo de Emilia.
Su marido nos esperaba en la entrada. Estaba sentado en las escaleras
del porche, fumando una pipa. Al vernos, se puso rápidamente en pie, me
abrió la puerta y me dejó pasar.
Cruzamos el vestíbulo y entramos en el salón. Olía a azúcar, como si
hubieran horneado galletas o cocinado algún postre para la cena. Todo
estaba perfectamente ordenado y una sucesión de colores pastel imperaba
en las paredes empapeladas, aportando un toque femenino a la habitación.
Dos peculiares pinturas marítimas, cuyos torpes trazos delataban que habían
sido pintadas por un aficionado —seguramente por Emilia o su esposo—,
invocaban los diferentes azules que tomaban las aguas de Blanes. En una de
ellas reconocí la punta de Santa Anna. Busqué el convento entre las
pinceladas, pero la mano que lo había dibujado solo había recreado la
espesura de los pinos, sin otorgarle importancia a la abadía.
Envuelta por aquel ambiente, sentí que se me agotaban las pocas fuerzas
que me quedaban; la ternura que se desprendía hizo que me sintiera aún
más débil. En las últimas veinticuatro horas apenas había dormido, y tenía
náuseas constantes. Me llevé la mano al estómago y sentí una fuerte
punzada en el pecho que no me dejaba respirar.
El señor Soley fue corriendo a la cocina en busca de un vaso de agua.
—Bebe, niña, bebe. Te irá bien —dijo él, entregándomelo e
indicándome que tomara asiento en uno de los sillones del salón—. Siéntate
ahí y descansa.
Un poco mareada, me recosté en el asiento. Tenía la garganta tan seca
que el agua me abrasaba al tragarla. Hice esfuerzos por bebérmela. Los
párpados se me cerraban por el agotamiento.
—Necesita dormir, eso es lo que necesita —repuso Emilia—. Ven,
María. Te enseñaré tu cuarto. El nuestro está aquí abajo, al lado del salón.
—Me señaló una puerta en la que habían colgado un letrero de madera con
sus iniciales—. El tuyo está arriba, en el primer piso. Tiene una ventana
grande, ¡y hay muchísima luz! Estarás muy cómoda, cariño. Era el cuarto
de Blai, a él le encantaba sentarse junto a la ventana para ver la calle… —
Su tono, antes dulce y confiado, se tornó más débil hasta convertirse en un
bisbiseo. Se quedó en silencio unos segundos, deliberando cómo debía
continuar. Luego hizo un mohín y volvió a hablar, como si no hubiera
pasado nada—: Acábate el agua y te ayudo a instalarte.
Supe que el dolor la había partido en dos mitades. Penetraba en lo más
hondo de la mente como un hierro abrasador, listo para perforarte, para
sentir la muerte en carne viva. Emilia y yo estábamos unidas por un mismo
hilo, tan fino y delicado que cualquier roce podía cortarlo, como la frontera
entre la vida y la muerte. Quise cogerle de la mano, reconfortarla como
había hecho ella conmigo, pero Emilia se había separado de mí. Estaba de
espaldas a nosotros, con los hombros tensos, contemplando la escalera que
conducía al dormitorio de su hijo muerto.
Su mirada, tan llena de angustia, me trajo a la memoria la cara pecosa y
sonrosada de Blai. Lo había visto hacía años, unos días antes de que se
marchara a luchar al frente. Aún puedo verlo de pie, repleto de vida y
entusiasmo, mientras nos mostraba orgulloso su uniforme gris con cintas y
flecos dorados, antes de que la guerra se lo llevara consigo.
Blai falleció en 1862 en la batalla de Shiloh, también conocida como
Pittsburg Landing. Unos meses después, estábamos cenando en su casa
cuando los Soley recibieron un sobre que incluía algunas de las
pertenencias de su hijo que habían sobrevivido a los estragos de la guerra:
una moneda antigua que le había regalado su padre al alistarse y un
guardapelo donde guardaba la foto de su enamorada.
Al escuchar la voz entrecortada de la señora Soley, entendí por qué
temía tanto a aquellas mujeres que me habían abordado en el pueblo. No
sabía qué sentía, o no me admitía sentirlo, ni tan siquiera a mí misma. Veía
a mi cuerpo como una gran roca roja de un cañón, que cambiaba de color
según las luces y las sombras que se proyectaban en ella. La habían
agrietado, pero se mantenía en pie. El dolor fluía en su interior, como un
veneno arrastrándose por las paredes de la piel.
Emilia se volvió hacia mí.
—Tus padres estaban tan contentos… Ana siempre hablaba de ti, de lo
bien que te habías adaptado a este lugar, y de lo satisfecha que estaba con
tus clases en la escuela. —Se llevó la mano a los labios para ocultar la
emoción que la embargaba. Las lágrimas le caían por las mejillas—. Estaría
tan orgullosa de ti por cómo te has comportado hoy en el funeral. ¡Cómo le
gustaba esa canción! —Se quedó callada un momento—. Parece que fue
ayer cuando llegasteis en esa diligencia y tu padre tocó a nuestra puerta.
¿Lo recuerdas?
Asentí en silencio, y ella me acarició la mejilla.
—Tenías fiebre y dormiste en nuestra habitación con Isabel. No puedo
creerme que hayan pasado más de diez años, y que… —Su voz se fue
debilitando. Cerró los labios y negó con la cabeza.
Con ternura, me apretó la mano y señaló las escaleras, indicándonos que
subiéramos. Su marido nos seguía por detrás. Me fijé en que, alrededor del
cuello, Emilia llevaba un guardapelo de bronce, la reliquia del hijo muerto.
Era casi idéntico al medallón favorito de Isabel. El de mi hermana estaba
decorado con un precioso estampado floral y tenía una pequeña tara en uno
de los bordes. En mis recuerdos, Isabel se volatilizaba con sus sonrisas
apagadas mientras me enseñaba el nuevo medallón que le había regalado
uno de sus pretendientes. En el centro de su camafeo, las plantas grabadas
que lo rodeaban se estiraban a ambos lados, ramificándose unas con otras,
como si constituyeran un jardín secreto. Ella me sonreía, triunfante, durante
unos segundos, antes de disgregarse en la realidad.
Emilia me acarició la muñeca; sentí que el hilo tan fino que nos unía se
hacía más fuerte y que la tristeza se volvía más pesada con cada escalón que
ascendíamos.
La habitación estaba justo al doblar las escaleras. El dormitorio era
pequeño y me sorprendió lo luminoso que era a la luz del día. Disponía de
una cama individual, un armario para la ropa y un escritorio empotrado
contra la pared. La ventana, que estaba abierta de par en par, daba a la calle
principal y podía atisbar varios comercios, además de la puerta de la oficina
del sheriff. La brisa de la calle se colaba dentro del cuarto; hacía una
temperatura agradable.
Se me encogió el corazón al pensar que estaba ocupando el lecho de un
muerto, el lugar del hijo desaparecido en batalla.
—En el armario aún hay ropa de Blai. Encontrarás también vestidos de
mi nuera. Como ahora vive fuera, puedes usarlos cuando quieras. No creo
que vuelva a buscarlos. Desde la muerte de… —La mujer se detuvo y se
mordió el labio—. Son tuyos, querida.
—¿Está segura de…? Yo no…
Emilia me sonrió apenada.
—Estás en tu casa, María. Estamos felices de tenerte aquí con nosotros.
Fíjate en la mesa si no me crees. Lo hemos dispuesto todo para que
estuvieras a gusto, ¿ves?
Encima del escritorio, amontonados en dos organizadas y simétricas
pilas, estaban mis libros de la escuela. Emilia se había cuidado de limpiar y
de sacudir el polvo de las cubiertas, así como de ordenarlos
alfabéticamente. Ante aquella muestra de cariño, me sentí turbada al
principio y no supe qué decir; nadie, aparte de mi familia, había sido nunca
tan atento conmigo. En la cama habían dejado un camisón limpio para que
me lo pusiera.
—Cenamos a las siete —apuntó el señor Soley, que hasta ese momento
se había mantenido callado como un mero espectador—. Te esperaremos
abajo, en el salón, ¿de acuerdo? Ahora descansa, ha sido un día duro. —Me
sonrió con afecto.
—María, tómate el tiempo que necesites —añadió Emilia.
El señor Soley le indicó a su mujer que saliera, apremiándola para que
me dejara descansar. Ambos me sonrieron antes de marcharse.
Por fin sola, me dejé caer en la silla del escritorio. Estiré las piernas y
eché la cabeza hacia atrás. Observé las cuatro paredes que me rodeaban, la
cama con las sábanas limpias, el armario repleto de ropas usadas de Blai,
mis volúmenes de la escuela sobre la mesa.
De la calle me llegaban las voces de los transeúntes al pasar. No podía
entender cómo era posible que, después de una muerte, la vida continuara
sin más. Se había cometido una masacre, y en cuestión de horas todos
aquellos que habían asistido al funeral, y que habían cantado para despedir
a mis padres, parecían haberlo olvidado todo.
Me asomé a la ventana: la vida seguía con sus rutinas y sus normas
sociales; las tiendas volvían a abrir y la gente paseaba alegremente como si
nada hubiera sucedido, como si fuera un día más.
En la acera de enfrente, una sombra me llamó la atención; la seguí con
la mirada, hasta que se concretó en la figura de un hombre. Creí reconocer a
uno de los tres jinetes que habían irrumpido en el funeral. El joven se
recostaba en uno de los postes, fumaba un cigarro y se entretenía oteando a
las muchachas que paseaban por la calle. Cuando pasaban por delante de él,
les guiñaba un ojo con una actitud traviesa que rayaba en la desfachatez.
Llevaba el sombrero ladeado y apoyaba los pulgares en el cinturón donde
guardaba las armas.
Estaba absorta en él cuando los otros dos jinetes, acompañados por el
sheriff, salieron por la puerta. Tras intercambiar algunas palabras, Ward les
estrechó la mano y se despidieron. El que nos interrumpió en el cementerio
encabezaba la fila, y fue el primero que montó en su caballo. Por detrás, le
seguían un segundo hombre, de edad más avanzada, y el joven del
cigarrillo.
Las palabras del sheriff se repitieron en mi mente alto y claro, con la
fuerza de una revelación: «Son buscadores. Cole McCallister… Si alguien
puede hallarla, ese es él».
De inmediato, supe lo que debía hacer. Había empezado a darle vueltas
a una decisión que cambiaría el resto de mi existencia. Aún faltaba un buen
rato para que dieran las siete y tuviera que bajar a cenar. Decidida, bajé
corriendo las escaleras en dirección a la oficina del sheriff.
6

La puerta de la oficina chirrió y el suelo crepitó bajo mis pies. El sheriff


Ward estaba sentado frente a su escritorio, concentrado en el documento
que tenía entre las manos. Se quitó las gafas, molesto porque le hubieran
interrumpido en un momento crucial y de máxima concentración.
—Ah, María, ¿qué haces aquí? ¿No deberías estar descansando?
Sin pedirle permiso, me senté frente a él, al otro lado de la mesa. Una
furia hervía en mi interior. Estaba dispuesta a preguntárselo todo acerca de
aquellos hombres. No podía dejar que me intimidara.
—¿Quiénes son esos hombres? ¿Y cómo piensan encontrar a mi
hermana?
Lo solté tan repentinamente que el sheriff se desconcertó más de lo que
había previsto. Ward nunca daba respuestas concluyentes, ni tomaba más
partido del necesario en ningún asunto que no fuera para su beneficio. Si
quería sonsacarle algún tipo de información, no podía mostrarme dubitativa
ante él; tenía que ser dura, directa y estar convencida de mí misma. Me lo
repetí varias veces para asegurarme de que no me debilitaba y de que seguía
adelante con mi resolución. El sheriff se atusó el bigote en silencio.
—¿Cómo van a encontrarla? —insistí, enroscando las manos debajo de
la mesa para que no captara mi nerviosismo.
El sheriff sonrió con indiferencia. Sabía que no me marcharía de allí sin
una respuesta sincera. Tomándose su tiempo, sacó una caja de uno de los
cajones del escritorio. La abrió con sus dedos gordos y manchados de grasa
del revólver, y se llevó un puro a la boca. Dejó la caja a un lado de la mesa
y carraspeó.
—Te he dicho cuanto sé y puede saberse. Son los mejores buscadores
que existen en millas a la redonda, y tienen la descripción de tu hermana.
Eso es mucho más de lo que pueden decir otros. Niña, sé lo que me hago.
«Niña». Me entraron unas ganas incontrolables de escupirle en la cara.
Con actitud desafiante, se repantingó en el asiento, puso los pies encima
de la mesa y los cruzó uno encima del otro. El sheriff cogió una cerilla y se
encendió el puro que le colgaba de la boca. Dio una calada intensa,
degustándolo. Chasqueó la lengua varias veces de un modo repulsivo, se
inclinó hacia delante y expulsó el humo haciendo una O alargada. La letra
se agrandó vaporosamente en el aire. Chupó de nuevo y exhaló, soltándome
el humo en la cara. Le enervaba que cuestionaran su trabajo, y más aún si lo
hacía una mujer. Quería provocarme; no iba a darle esa satisfacción, así que
hice esfuerzos por contenerme.
—¿Quién es ese McCallister?
Ward frunció el entrecejo y dio otra calada. Debía averiguar todo lo que
pudiera de los buscadores. No dejaría de insistir hasta que obtuviera la
información necesaria para llevar a cabo el plan que iba tomando forma en
mi cabeza.
—McCallister, Cole McCallister —dijo el sheriff, bajando los pies al
suelo—: Es uno de los pistoleros más conocidos por estas tierras. Luchó en
la guerra y comandó algunas batallas victoriosas. Conoce bien a los
indios… más que nadie, podría decirse —puntualizó con desprecio, como si
hubiera algo implícito en lo que decía y se estuviera guardando para sí
mismo.
—¿Cuándo empiezan la búsqueda?
—Saldrán al amanecer. Ahora han ido a por provisiones a la tienda de
Quesada. Luego supongo que estarán en el saloon.
Asentí, considerando este último dato.
—Solo él puede encontrarla, niña. Si aún sigue viva, McCallister es…
«Si aún sigue viva». Llevaba horas controlándome para no perder los
estribos. Me había escondido en casa de los Soley; había sacado fuerzas de
flaqueza en el funeral; me había contenido en la calle delante de los
vecinos; pero ese «si aún», la condescendencia con la que Ward me trataba,
hizo que estallara.
—¡Ni se le ocurra volver a decir eso, ¿me oye?! —exclamé, enfurecida.
Casi escupí las palabras sobre él.
El rostro del sheriff se contrajo en un rictus y las venas azuladas de sus
manos se tensaron.
—Niña, no me gusta nada decirte esto, pero tienes que aceptarlo.
Haremos lo que esté en nuestras manos para hallar a tu hermana, si bien
debes ser consciente de la realidad. Hay una probabilidad muy alta de que
esté… —dijo, muy despacio, como si fuera tonta y necesitara que me
anunciaran las cosas lentamente.
—¡Cállese! ¡He dicho que se calle! —grité y di un puñetazo encima de
la mesa.
Ward me fulminó con la mirada. Antes de que pudiera decir nada más,
me precipité hacia la calle. Salí tan rápido que me tropecé en el porche y caí
al suelo. Algunos vaqueros se volvieron, sobresaltados, para ayudarme a
incorporarme. Podía leer la compasión y la lástima en sus rostros. Presentía
que todos compartían la opinión del sheriff. La veía reflejada en sus
apabulladas expresiones, repletas de una curiosidad morbosa. Se habían
rendido desde que el humo se elevó en el horizonte. Nadie creía que Isabel
estuviera viva.
Cole McCallister era un medio que Ward había buscado para no sentirse
culpable. El sheriff había hecho lo suficiente para cumplir con la ley y para
quedar bien ante los habitantes del pueblo; no iba a hacer nada más aparte
de lo estipulado. La política cada vez ganaba más importancia en el
Territorio, sobre todo tras la guerra, y Ward era el hombre indicado para
aprovecharse de ello. En breve se celebrarían las próximas elecciones para
elegir al sheriff del condado, y él solo haría lo que se pedía estrictamente de
un sheriff en aquellos tiempos; entre sus responsabilidades, no estaba buscar
a ningún cautivo.
Algo me decía que Isabel vivía. No sabría explicar cómo, pero estaba
convencida de que seguía entre nosotros. ¿Podía fiarme de unos buscadores
a quienes había visto una vez y que habían sido contratados por un hombre
que no tenía ningún tipo de esperanza en encontrarla? Otra persona en mi
misma situación podría haberse quedado en el pueblo, confiar en esos
hombres e iniciar una nueva vida; mas no tenía ganas de vivir, ni ningún
interés en el futuro que me aguardaba. Lo único en lo que podía pensar era
en mi hermana y en la sed de venganza que me carcomía por dentro.
No podía quedarme más tiempo parada en aquel lugar, me dije a mí
misma. Debía tomar las riendas del asunto. Hasta que no descubriera qué le
había pasado a Isabel no sería capaz de reconducir mi vida. Segura de lo
que tenía que hacer, corrí hacia la casa de los Soley.
El sol se escondía por el oeste; la luna amenazaba con elevarse tras las
nubes en lo alto del cielo. El plan se ponía en marcha. Ya no había vuelta
atrás.
7

A las siete nos reunimos en el salón para cenar. Emilia cocinó un


delicioso y consistente plato de carne con salsa, acompañado de patatas y
algunas verduras del huerto. La salsa era más abundante que las vinagretas
que hacía Ma’: le daba una densidad y una textura mayor a la comida, así
como un sabor más fuerte. Para lo que me aguardaba después, era una cena
copiosa, y comí despacio. Estaba impaciente por que llegara la medianoche
y pudiera ejecutar mi plan.
Nadie habló de la masacre; nadie sacó ningún tema triste a relucir.
Evitamos hablar de asuntos desagradables. El señor Soley permaneció gran
parte de la cena en silencio, concentrado en comerse su ración. En cambio,
su esposa hablaba atropelladamente de las cosas que había hecho durante el
día en el huerto y de algunos cotilleos que había oído en la tienda de
Quesada. Era una charla fácil, vacía; una conversación forzada y pensada
para que me sintiera bien. No obstante, por mucho que intentaran obviar el
motivo por el que estaba sentada a su mesa, no había nada que pudiera
quitarme la rabia y los pensamientos de venganza.
En cuanto terminamos la carne, la señora Soley retiró los platos y
anunció que había preparado una crema quemada; en Blanes, era el postre
tradicional que se tomaba para celebrar el día de San José. La textura
blanda y espesa que se hundía bajo una capa caramelizada me recordó mi
infancia: las noches en la Costa Brava, cuando mi madre cocinaba y me
sentaba cerca de la ventana, deleitándome con el sabor dulce y azucarado de
la crema, mientras el mar chapaleaba a lo lejos.
—Lo he hecho especialmente para ti. Sé que siempre has tenido una
debilidad especial por este postre —me dijo, satisfecha consigo misma por
haber hecho una buena obra.
Me esforcé en sonreír. Aquello me conmovía demasiado y no podía
dejarme llevar por los sentimentalismos. La cena se estaba alargando y
necesitaba un mínimo de tiempo para prepararlo todo antes de que se
marcharan los buscadores. Si me retrasaba, perdería la oportunidad.
—Os pido que me disculpéis. No me encuentro bien y preferiría
retirarme, si no os importa —dije, con la voz muy bajita, exagerando mi
estado.
Emilia abrió un poco la boca para decir algo; pensándoselo mejor, calló
y volvió a juntar los labios.
—Por supuesto, pequeña. Ve a descansar. Nosotros también nos
retiraremos pronto. No te molestaremos. —Me sonrió y me rozó la mejilla
con cariño.
Se la veía más cansada que antes. Su expresión se contrajo en un rictus
que encerraba una insondable desazón. Agradecida por su afecto, me
aproximé a ella y la besé en la frente. Emilia me deseó las buenas noches, y
quedamos en encontrarnos para desayunar a las ocho del día siguiente.
Tras despedirme de ellos, subí los primeros peldaños de las escaleras.
Estaba a punto de alcanzar el primer piso cuando oí un sollozo sofocado
procedente del salón. Sigilosamente, me volví. Desde mi posición, podía
verlos, sentados a la mesa. Emilia se había encorvado. En la tenue luz que
desprendía la lámpara de queroseno, enfundada en un vestido negro, solo se
advertía la tela abombada de la cual sobresalía una cabeza que, por la forma
que tenía de agazaparse, parecía diminuta, de un tamaño
desproporcionadamente pequeño en comparación con el cuerpo. Su flaca
figura se desplomaba sobre el mantel floreado en una sucesión de
amortiguados jadeos. Desprovista de fuerza e incapaz de continuar
manteniendo la compostura, enterró el rostro entre los brazos y rompió a
llorar. Su marido la rodeó, abrazándola, apaciguándola entre susurros. No
alcancé a oír lo que murmuraban, si bien distinguí las palabras «culpa» y
«responsabilidad» cortando el aire como el filo de un hacha.
Había estado tan ensimismada en mi propio dolor, que no me paré a
pensar en cómo les estaría afectando a ellos el fallecimiento de mis padres.
Los Soley fueron quienes nos convencieron para que emigráramos, los que
nos enseñaron a hablar inglés, a labrar y a trabajar la tierra. Emilia y mamá
eran uña y carne desde la infancia. A ambos lados del océano se ayudaron
en todo: el nacimiento de sus hijos, el cuidado de la casa, la adaptación en
la frontera, la muerte de un hijo, la Guerra de Secesión que enfrentó a
yanquis y a confederados… La vida en el Oeste era ardua. Habíamos huido
de España para encontrarnos con una existencia salvaje, un lugar convulso,
sin raíces.
De vuelta en mi habitación, dudé de si estaba haciendo lo correcto. La
decisión que había tomado afligiría a los Soley, e incluso era posible que
acrecentara sus sentimientos de culpabilidad. ¿Era justo hacerles eso con
todo lo que me estaban ayudando? Lo último que quería era infligirles más
dolor, pero no veía otra opción posible y me convencí de que, a la larga, lo
comprenderían. Al igual que nosotros, habían dejado atrás la Costa Brava
para iniciar una nueva vida en las tierras vírgenes y repletas de
oportunidades que ofrecían los Estados Unidos. Ambas familias, los Soley
y los Ferrer, nos habíamos visto obligadas a rehacer nuestras vidas, y a
cambiar nuestras tradiciones y costumbres para sobrevivir en un lugar
nuevo e indómito que no se parecía en nada al pueblo tranquilo y portuario
donde habíamos nacido.
Cualquier emigrante conocía la pérdida, el sufrimiento al ser arrancado
de las raíces o el desplazamiento que suponía encontrarse en una sociedad
ajena, con una lengua y unas creencias diferentes; sentirse incomprendido y
apartado de los otros. Nuestros centros cedían, se rompían y se hundían
para levantar nuevos cimientos en una tierra desconocida. Un territorio que
había traído consigo la muerte de nuestros seres queridos.
En los rostros alicaídos de los Soley podía leer la misma oscuridad que
me perturbaba, el pasado de un muerto que nunca regresaría. Ellos no
pudieron hacer nada para salvar a su hijo. En cambio, yo sentía que tenía
una oportunidad para recuperar a Isabel. Si la desperdiciaba, me arrepentiría
el resto de mi vida.
A solas en el dormitorio, cogí unas tijeras que me había llevado a
hurtadillas de la cocina y me miré en el espejo. «Ahora o nunca». No podía
dudar. Si titubeaba, el miedo me echaría para atrás. Separé los dedos y abrí
las tijeras.
No era nada fácil ser mujer en el Oeste. Si quería encontrar a Isabel me
haría falta algo más que mi inteligencia. Debería convertirme en un hombre.
Sabía disparar, montaba bien a caballo y estaba acostumbrada a pasar
hambre. Podía hacerlo. Probablemente, sería la experiencia más dura de mi
vida, pero tenía que hacerlo por ella. Para convencerme, me lo repetí varias
veces. Sellando un pacto con mi propio reflejo, corté el primer mechón de
pelo. A través de la ventana, el cielo se teñía de un rosa azulado. Afuera, un
búho cornudo ululaba en la noche, alentándome a ser consecuente con mi
decisión. Sin darme tiempo a pensar, continué cortando.
Con el pelo corto por encima de las orejas, mis facciones se veían más
angulosas y pronunciadas que antes. Costaba reconocerme; sin mi melena
larga, los rasgos de mi rostro eran más duros, mi nariz parecía más grande y
tenía todo el aspecto de un muchacho. Miré al suelo; mis pies estaban
recubiertos por largos trozos de pelo. Sentí un pinchazo al pensar en mi
cabello, largo hasta la cintura, tirado en el suelo. Negué con la cabeza,
sacudiéndome las dudas y me obligué a continuar. Recogí los mechones y
los guardé en una bolsa. El cabello era un bien cotizado, más adelante
podría servirme para sacarme un buen dinero.
El amanecer cada vez estaba más cerca. Las campanas de la iglesia se
balancearon, divulgando su poderoso tintineo.
Acto seguido, me desnudé y corté un trozo del vestido para fabricarme
dos bandas horizontales. Con cuidado, me envolví el pecho en ellas,
haciendo presión para que se ajustaran al cuerpo. Por suerte, tenía poco
pecho; aplanármelo del todo para disimular los pezones no fue difícil y la
presión se aguantaba bien.
Abrí el armario de Blai: saqué una blusa, unos pantalones y un cinturón
viejo. El hijo de los Soley había sido un muchacho delgado y de una
estatura similar a la mía. En consecuencia, su ropa me encajaba bastante
bien. Prácticamente, no tuve que hacer ningún ajuste.
Ya había solventado tres partidas, pero había una cuestión que había
estado postergando y que ahora era inevitable: me hacía falta una identidad.
Si quería hacerme pasar por un hombre, un buen disfraz no se ceñía
únicamente a la vestimenta y al peinado, sino que iba más allá; tendría que
aprender a hablar, a moverme y a pensar como ellos. Debía hallar un
nombre, un nombre falso con el que me pudieran identificar. Aquella
máscara sería un camino sin retorno. Como un camaleón, me vería obligada
a ocultar, durante un tiempo, mi verdadera naturaleza, y a mutar una nueva
capa que me permitiera fundirme en el desconocido mundo de los hombres.
¿Pero cuál era el mejor nombre? Mi primer impulso fue recuperar el de Pa’;
no obstante, se me helaron las manos al pronunciarlo en voz alta. No era
buena idea ponerse el nombre de un muerto. Debía buscar uno que no me
afectara, que no fuera llamativo y que tampoco se asociara con mi familia.
Un buen disfraz era aquel que pasaba totalmente desapercibido.
Después de barajar distintas posibilidades, pensé en llamarme Manuel,
Manuel González. De entre todos los nombres que se me ocurrían, era uno
de los más corrientes, además del más similar a María; sería fácil
reconocerme en él. Al mismo tiempo, González era uno de los apellidos
españoles más comunes en el Territorio y no despertaría ninguna
curiosidad.
Preparé un saco con algunas prendas más de Blai y el único retrato que
conservaba de Isabel. Había examinado tantas veces aquella imagen y había
llorado tanto al contemplarla que, con las lágrimas, la fotografía se había
arrugado. En algunas partes incluso había perdido el color. Sin embargo,
aún se la reconocía: la sonrisa de Isabel se evaporaba sobre la pared gris
que usaron como fondo. La escena cobró vida ante mí. Podía verla sentada
sobre una silla de madera oscura y maltrecha, con las manos sobre el
regazo. Como si tuviera el miedo incrustado en el cuerpo, posaba con los
brazos doblados: sus manos entrelazadas nerviosamente, sus labios
entreabiertos por la incertidumbre.
Estaba observándola, cuando el búho volvió a ulular. Debía salir de la
casa antes de que fuera demasiado tarde y de que los buscadores se
hubieran marchado. Guardé la fotografía para que no se estropeara, y me
dispuse a seguir con el resto de los preparativos.
En el escritorio, junto a mis libros, había un bloque de hojas; escribí una
breve nota de despedida para que los Soley la vieran al despertarse. No les
dije dónde me marchaba, ni nada acerca del plan que había trazado. Les
agradecí su ayuda y les deseé suerte. Me disculpé por las posesiones que iba
a tomarles prestadas y les prometí que, más adelante, les pagaría como
compensación. Me entristecía escribirles algo tan escueto y frío, pero no
podía arriesgarme a revelarles más información.
Cogí un sombrero que había pertenecido a Blai y, cargada con el saco,
salí de la habitación. La casa estaba sumida en un silencio sepulcral. Debía
caminar de puntillas. Si despertaba a los Soley, todo habría terminado. Me
agarré a la barandilla para descender a la planta baja. Intenté no hacer ruido,
pero los escalones chirriaban con cada una de mis pisadas. Continué
bajando con cautela. La puerta del dormitorio de los Soley estaba cerrada y
de dentro no me llegaba ningún sonido.
Si iba a embarcarme en una aventura con tres hombres debía llevar
algún arma. Había visto que guardaban una pistola en la repisa de la
entrada. Me sentí culpable al cogerla. Desconocía si tenían más armas
dentro de la casa, pero no podía marcharme sin nada. Me la guardé en el
cinturón y me dirigí a la cocina; me llevaría algunas rebanadas de pan y
algún cuchillo para defenderme.
Tratando de ser lo más silenciosa posible, abrí un cajón tras otro, hasta
que di con uno más ancho donde guardaban la cubertería de plata. Como
era de esperar con Emilia, cada cubierto tenía su disposición y montoncito
asignado; primero estaban las cucharas, los tenedores y, en tercer lugar, los
cuchillos. Agarré el más grande que encontré; lo habían afilado
recientemente y, a juzgar por su tamaño, debía de ser el que utilizaban para
cortar el cerdo o la carne. Me habría gustado atármelo en una liga y
escondérmelo debajo del pantalón, pero era demasiado largo y podría
rebanarme la pierna con el más mínimo movimiento.
Busqué otro más pequeño que pudiera atarme al tobillo o a la parte
inferior de la rodilla, mas no encontré ninguno que se adaptara. Por si
acaso, cogí otro de un tamaño menor y me guardé dos en el saco.
Al tocar las hojas de los cuchillos, el tacto helado, su superficie lisa y
homogénea me devolvieron al pasado. Volvía a estar cerca de mi casa, en la
tierra roja que se prolongaba hasta el horizonte. Pa’ me llamaba; la voz
sonaba como un eco que chocaba contra las colinas que marcaban el fin de
los asentamientos. La silueta de mi padre se definía como un espectro,
pálido e incoloro; en la mano llevaba una navaja. «Vamos, algún día tendrás
que aprender a lanzar», decía él. Estaba muy cerca de mí. Apuntaba con la
navaja a un arbusto cuando, en mi ensoñación, esta se disolvía en el aire y
se transformaba en un revólver. Nos habíamos trasladado; ahora estábamos
en el punto de tiro, y una extensa hilera de latas desvencijadas me
escudriñaban desde la valla. «No seas miedica. Fíjate en mí. Imagínate que
un día vienen por aquí un montón de kiowas o comanches y nos atacan.
¿Harás algo, no? Piensa que ese cactus es un indio. Vamos, dispara. Apunta
así, eso es». Me pasé la lengua por los dientes, saboreando la excitación
previa al disparo.
Concentrada, cerré los párpados con fuerza, cuando un ruido me sacó de
mi ensimismamiento. Creí oír una voz colándose por las paredes de la casa:
unas palabras ahorcadas, lejanas, como si pertenecieran a otro mundo.
Clavé la mirada en las escaleras que conducían al primer piso, y luego a la
puerta del dormitorio de los Soley; la habitación continuaba cerrada.
Aquello era producto de mi imaginación, de mis propios fantasmas.
Aguardé a que volviera a oírse ese sonido, pero se había desvanecido. La
casa había vuelto a su estado nocturno y silencioso.
Aprisa, cogí dos trozos de pan, unas latas y una cantimplora que había
en la cocina. Cerré bien el saco y salí a la calle. Sin echar la vista atrás, me
dirigí a la parte trasera de la casa donde se hallaban las cuadras y el granero.
El caballo del señor Soley me vigilaba desde su cubil; era de raza
apalusa, blanco y moteado con manchas azabaches, muy parecido a mi
querido Pecos. Con lentitud para no asustarlo, alargué la mano y le acaricié
el lomo. Recordé cómo Pecos agachaba la cabeza cuando lo abrazaba y le
pasaba la mano por su brillante pelaje. Ambos permanecimos inmóviles,
uno enfrente del otro. Nos analizamos mutuamente, hasta que el apalusa
bajó la cabeza a modo de asentimiento: era su forma de decirme que podía
acercarme. Lo ensillé y me preparé para montar. El animal se mantuvo en la
misma posición, sin moverse ni un ápice. En un momento dado, el labio
superior se le dobló hacia dentro y me pareció que me sonreía.
El cielo empezaba a clarear a lo lejos. Acaricié al caballo una vez más y
emprendimos la marcha.
El pueblo dormía entre las sombras. Sumida en la ambivalente
oscuridad del amanecer, avancé por la calle principal. No había ninguna
ventana iluminada en las fachadas de las casas, exceptuando el saloon que
se encontraba en el extremo sur. En la entrada del local había varios
caballos amarrados a un poste. Dos hombres salieron tambaleándose;
canturreaban una melodía inteligible y se balanceaban de izquierda a
derecha, mecidos por la música sureña que procedía del interior.
A través de los cristales de las ventanas, veía cómo los hombres
levantaban las jarras de cerveza y brindaban entre gritos. Amortiguada por
los chillidos del público, se oía una voz femenina cantando. Nunca había
visitado un lugar como aquel. El acceso estaba prohibido a las mujeres,
salvo a las que trabajaban como bailarinas o cantantes. Pa’ me dejaba ir a
buscarlo a la cantina, pero el saloon significaba cruzar otro tipo de frontera.
Cuando le preguntaba acerca de aquellos lugares, Pa’ siempre me
soltaba la misma sarta de tonterías: decía que estaban reservados para
alegrar el alma de los hombres y que encerraban diversiones que solo la
mente masculina podía comprender. No entendía por qué existían aquellas
diferencias, por qué se nos negaba a las mujeres participar o conocer esa
parte oculta que estaba tan extendida entre el sexo masculino. Si era algo
tan habitual, ¿por qué no nos dejaban verlo? ¿Por qué se nos trataba como si
fuéramos incapaces de entender lo que sucedía ahí dentro?
Al pensar en mi padre se me humedecieron los ojos. Ahora ya no era la
muchacha Ferrer que vivía con la familia Soley; había adoptado un nuevo
disfraz y había jurado mantenerme fiel a mi promesa y a mi nueva
identidad. «Vamos, sé fuerte, María. Entra ahí».
Iba a desmontar, cuando las puertas del saloon se abrieron de par en par.
La voz de la mujer que cantaba se hizo más nítida, y todos se aunaron en
gritos de júbilo en el estribillo de «Dixie». El hombre de negro, que lideraba
el grupo de los buscadores, salió por la puerta. Hundía las manos dentro de
los bolsillos y se movía abruptamente, con la cabeza ladeada. El sombrero
le cubría la mitad del rostro. A pesar de la oscuridad, se advertían los rasgos
duros y curtidos en su expresión. Andaba con una seguridad que hizo que se
me secara la garganta. Sin duda, aquel era Cole McCallister. Lo seguían el
joven y el hombre mayor que había visto por la tarde en la oficina del
sheriff. Observé cómo se acercaban hacia el poste.
Tenía que mostrarme confiada. Agarrándome con fuerza a las riendas,
avancé en su dirección. Los tres hombres estaban hablando entre ellos y no
me prestaban atención. Estaba tan nerviosa que los dedos de las manos se
me entumecieron. Cuando me di cuenta de que los tenía casi encima, tuve
que frenar de repente. El caballo relinchó y retrocedieron, sobresaltados,
para no chocarse con el animal que se abalanzaba sobre ellos.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —refunfuñó McCallister,
que había sacado el revólver y me apuntaba al centro de la frente—.
¡Aprende a montar, imbécil!
El trío me contemplaba como si fuera un bicho de otro mundo. Quise
responder, pero cuando hablé, mi garganta profirió un sonido ridículamente
agudo.
—¡Fíjate! ¡Si no tiene ni voz! —dijo el joven, riendo.
—¿Ya saben tu mamá y tu papá que has salido de casa, chico? —añadió
el tercero, que era claramente mucho mayor que los otros dos.
McCallister bajó el arma y dejó escapar una carcajada. Ya sumaba dos
errores; la buena noticia era que me habían confundido con un chico. Al
menos, no había fallado en lo más importante. Armándome de valor, y
concentrando toda la fuerza en infundir más gravedad al tono de voz, hablé
de nuevo:
—He venido a verlo, señor McCallister. Dicen que necesitan más
hombres en su búsqueda. Quiero unirme a su grupo.
Los tres hombres intercambiaron una mirada cómplice y la huella de
una sonrisa se esbozó en sus rostros tostados por el sol. El joven se doblegó
hacia delante y le dio un golpe afectuoso en el brazo al hombre de edad más
avanzada. Sus risas se fundían con el olor a alcohol que procedía del saloon.
Se estaban burlando de mí, y empezaba a sentir que me hervía la sangre.
«Espera, no te precipites. Contrólate», me repetí cuando McCallister se
dirigió a mí:
—Vete a casa, chico. Esto es serio. No es un trabajo para niños. —
Adoptando una expresión más afable, añadió—: Anda, vuelve con los
tuyos.
Bajo ninguna circunstancia iba a recular. Volví a hablar, tratando de
mostrar aplomo:
—No pienso irme a ninguna parte. Le he dicho que vengo a unirme a su
grupo. Y no tiene ninguna razón para echarme. Déjeme acompañarlos.
Pruébeme y decida. Deme una oportunidad, no se arrepentirá. Soy un buen
tirador, de los mejores de por aquí, eso puedo asegurárselo —mentí—.
Quiero ayudarles a encontrarlos.
McCallister hizo callar a los otros dos, que no dejaban de reír entre
dientes, y se enfrentó a mí.
—¿Qué problema tienes, chico? Si es por el dinero, no hay paga a
menos que consigamos algún superviviente. Y créeme, por muy estúpidos
que sean todos, la probabilidad de que rescatemos a algún cautivo es una
entre un millón. ¿Lo entiendes? Así que, si lo haces por la recompensa, será
mejor que te largues.
Me erguí en la montura.
—No todo el mundo hace las cosas por dinero, McCallister. Volveré a
repetírselo, aunque no me guste implorar a nadie —le respondí, tratando de
mantenerme firme. Pensé en Pa’, en cómo se comportaba ante los otros, y
traté de mimetizarme con su recuerdo—. Tengo mis propias razones para
querer emprender esta travesía. A mi familia también la masacraron los
indios, y si no voy con usted, si no me acepta, le pisaré los talones durante
todo el viaje.
—Si te digo que no, vas a ser mi grano en el culo, ¿eh? ¿Es eso lo que
me estás diciendo? —arguyó McCallister.
—Eso mismo.
Hastiado de aquella conversación, McCallister chasqueó la lengua y le
dio una palmada a la crin del caballo. Se demoró unos instantes en
responder. Anduvo unos pasos y dirigió un último vistazo a las mujeres que
se veían a través de la ventana del local.
—De acuerdo, chico. Te daré una oportunidad. Uno más no nos vendrá
mal para lo que nos espera. Más te vale no fastidiarla. ¿Cómo te llamas?
—Puede llamarme Manuel.
—Está bien, Manuel. Salimos ya. A la primera tontería, estás fuera.
¿Entendido? Y espero que seas tan bueno como dices con ese revólver. Lo
necesitarás. —Sin esperar ninguna respuesta, dio la charla por concluida y
se volvió hacia los otros dos—. Basta de cháchara y montad de una vez.
Larguémonos de aquí.

El desierto, en su monótona vacuidad, se extendía ante nosotros con una


calma inquietante. Asomaban los primeros rayos de luz; el polvo se elevaba
en el aire densamente, formando espesos torbellinos de arena roja y creando
ondulaciones en los altozanos que se divisaban a lo lejos. A primera hora de
la mañana aún era soportable; a mediodía tendríamos que taparnos media
cara con un pañuelo, si no queríamos que la tierra se nos metiera en la boca
y se nos enganchara en la garganta.
El joven del cigarrillo movió su caballo hasta ponerse a mi lado. Habría
jurado que me sonreía de forma amigable, pero estaba tan insegura con mi
nuevo disfraz que no era capaz de darme cuenta de nada. Lo único que me
reconfortaba era el tacto del revólver colgando de las alforjas.
A nuestro lado, apareció el tercer hombre, riendo con una especie de
risita que parecía más un tic que una burla.
—Supongo que tendremos que acostumbrarnos a ti. Yo soy Jesse, Jesse
Slade —se presentó el joven, poco convencido de tenerme en su grupo.
—Ya verás, te lo vas a pasar bien con nosotros, Manuel —dijo el mayor
—. Mac puede ser un poco refunfuñón, pero tampoco está tan mal —
apuntó, en un tono tranquilizador—. Has empezado bien. No hay muchos
que se atrevan a encararse con Cole. Ha sido divertido.
Viniendo de hombres como ellos, comprendí que se estaba disculpando
por su comportamiento y se lo agradecí. «Nunca pidas perdón, hija. Si
quieres que un hombre te trate como una igual, nunca te disculpes».
Recordé las palabras de mi padre y me reí. Jesse me miró y sonrió de
nuevo. Echó la cabeza hacia atrás en una carcajada y me dio una palmada
contundente en la espalda. Tuve que esforzarme para no doblarme hacia
delante.
—Vaya cuatro nos hemos ido a juntar. Será una aventura interesante, ya
lo creo. Una aventura digna de los Daly —dijo Jesse. Como si hubiera
recordado algo, espoleó a su caballo—. ¡Yiiiiiiha! —gritó y salió disparado
hacia delante para encontrarse con McCallister.
No tenía ni idea de qué había querido decir ni de quiénes eran los Daly.
Supuse que debía tratarse de alguna de las bandas de forajidos que
sembraban el terror por el Territorio, como la de Jesse James.
La llanura estaba cubierta por luces y sombras que acentuaban los
contrastes de la tierra roja. Comenzaban a flotar los primeros indicios del
aire caliente de la mañana.
—Ese chico es un caso perdido —dijo el hombre mayor, refiriéndose a
Jesse—. Ojalá algún día siente la cabeza.
Al decirlo, dejó entrever una especie de desasosiego mezclado con un
deje de ternura, como si conociera a Jesse desde hacía años.
—Raunders, me llamo Raunders, por cierto. Randy, para los amigos —
añadió, sonriéndome con su boca carcomida y desdentada.
El sol que despuntaba le iluminó la cara, revelando los pliegues que
colmaban su rostro. Le faltaban la mayoría de los dientes. Más adelante me
contaría que llevaba una dentadura postiza guardada en el bolsillo, y que la
usaba principalmente en las comidas. A simple vista, se le veía mayor para
una aventura de aquellas características, si bien se movía y hablaba con
soltura.
—¿Adónde nos dirigimos? —le pregunté, desviando la conversación
hacia donde me interesaba.
El viejo iba a responderme, cuando McCallister dio un grito e hizo que
nos apeáramos.
—Ha encontrado algo —dijo Randy.
McCallister desmontó del caballo y se arrodilló en el suelo.
—Vamos, chico. Sígueme —me apremió Randy, con los labios
crispados.
Estábamos cerca de un estrecho desfiladero. Seguí al viejo hasta el
punto donde McCallister y Jesse se habían detenido.
Junto a una roca yacía un hombre muerto. Una flecha le atravesaba la
pierna y otra le perforaba la parte izquierda del pecho. El área superior de la
cabeza le refulgía en carne viva. Un enjambre de moscas sobrevolaba el
cadáver. Debía proceder de alguno de los asentamientos de los alrededores.
McCallister se inclinó y agarró la flecha que tenía cerca del corazón por el
extremo. Presionando contra el torso del muerto con la otra mano, la
arrancó de un estirón limpio y fugaz. La sangre aún estaba caliente y
empapaba la punta del arma. Hizo lo mismo con la segunda flecha. Bajo el
ardiente sol del desierto, la sangre desprendía un brillo cegador.
—¿Apaches? —preguntó Jesse.
McCallister mascó el trozo de tabaco que guardaba en la boca. Levantó
las flechas que sostenía entre las manos y se detuvo para analizarlas. Tras
examinar concienzudamente las diferentes partes que las conformaban,
escupió el tabaco, se incorporó y nos las enseñó.
—Comanches —afirmó, convencido.
—¿Es lo que creo que…? —titubeó Randy, como si temiera algo peor.
—Sí, no hay ninguna duda. Las bandas se están aliando. Unas flechas
así solo pueden proceder de los nokoni y los quahadi.
Las armas y los detalles que las decoraban me sumieron en un
angustioso estado de agitación; eran prácticamente iguales a las que habían
usado para matar a mi familia. Tragué saliva para no llorar y me aferré a las
riendas.
Nadie habló. McCallister examinó las flechas una vez más, se las
guardó en las alforjas y volvió a montar sobre su caballo.
Con el calor abrasador del desierto, el Llano Estacado se convertía en la
tierra de los espejismos. Las visiones aparecían y desaparecían entre las
neblinas de polvo que se levantaban del suelo. En una breve alucinación,
creí que el cadáver me hablaba. Me horroricé al pensar que iban a
abandonarlo a merced de los buitres y de las aves carroñeras, tal y como lo
habían dejado los indios, sin darle ningún tipo de sepultura.
—¿Pensáis dejarlo así? ¿No vais a enterrarlo? —inquirí.
Los tres se volvieron hacia mí.
—Si no te importa, prefiero conservar mi cabellera —dijo McCallister,
fríamente.
—Deberíamos meterlo en un hoyo, o esos indios lo…
—¿¡Quieres hacer el favor de callarte!? Si quieres seguir con nosotros,
aprende a hablar cuando te toca. Mientras tanto, cierra la boca —espetó
McCallister con furia.
Sin decir nada más, el vaquero espoleó a su caballo y se precipitó hacia
delante, dejándonos a remolque. Jesse y Randy me observaron como si
fuera un engorro y siguieron a su jefe. Con aquel descuido, pasaría las
siguientes horas pensando en lo que podía decir y en lo que no, aterrorizada
por la próxima vez que me tocara dirigirme a él.
Cabalgamos sin cesar, callados, sin pronunciar palabra. Con las manos
sudorosas, miraba a un lado y a otro del camino, atenta a los peligros que
nos acechaban tras cada desfiladero. Rodeados de inmensas y majestuosas
rocas que se alargaban metros y metros, los silencios se explayaban entre
nosotros, interrumpidos únicamente por el sonido metálico de los cascos.
No sabía a quién debía temer más, si a los enemigos invisibles que
cobraban formas terroríficas en mi imaginación —cargados con arcos,
disparando flechas, exclamando como lobos perdidos—, o a los hombres de
carne y hueso con los que había decidido adentrarme en las profundidades
del desierto.
8

Al caer la noche, las temperaturas bajaron y una brisa fría se colaba entre
los ropajes. Nos apeamos para descansar cerca de una charca de agua, en un
rincón que quedaba resguardado por un promontorio de piedra. Podríamos
abrevar a los caballos y rellenar nuestras cantimploras antes de reanudar la
marcha al día siguiente.
Jesse desmontó de un salto. Su cuerpo se elevaba fugazmente en el aire
y descendía con movimientos veloces y elegantes. En tierra firme
permaneció quieto junto a su purasangre, y se detuvo unos segundos para
otear el entorno. Sus ojos se ensancharon, y si no hubiera sido del todo
imposible, habría jurado que cambiaban de color, como un reptil
adaptándose al ambiente.
—Cole, ahí —dijo, tuteándole y señalando una roca gigante—.
Podemos dormir dos a cada lado y atamos a los caballos en el pedrusco. No
hay otro sitio donde hacerlo para que estén cerca.
Aguardé, atenta, a que nuestro jefe se pronunciara. Desde que hallamos
el cadáver, McCallister se había mantenido apartado del grupo. No había
abierto la boca en todo el trayecto. Miró a Jesse y, tras agitar el sombrero en
el aire, se limitó a gruñir a modo de asentimiento.
En aquellas horas, analizaba tenazmente el comportamiento de los tres
hombres: cada una de sus expresiones, gestos y movimientos. Anotaba cada
detalle en mi mente para, después, poder interiorizarlos e imitarlos.
Amarramos los caballos a una de las piedras de mayor tamaño, que
hacía la función de poste. Dormiríamos al lado, bien pegados a ellos, para
asegurarnos de que los oiríamos en todo momento. Si algún indio o forajido
intentaba atacarnos, seríamos capaces de reaccionar a tiempo. No había
nada más atractivo para un piel roja que un caballo sano o un arma de
fuego.
Randy recogió algunas ramas de los matorrales y se propuso encender
una hoguera. Alumbraría el lugar y nos mantendría en calor.
—Te enseñaré un truco comanche —me dijo, captando mi interés—.
Los blancos no tenemos ni idea de prender un buen fuego. Los hacemos tan
altos que llamamos la atención de los coyotes e indios de millas a la
redonda. Esos comanches… Ellos sí que saben, sí señor. Fíjate bien cómo lo
hago.
Randy se arrodilló y juntó las manos. Ayudándose de una pequeña
piedra, frotó hasta que, de entre las ramas, surgió una chispa. El fuego
prendió en una hoguera baja, lo suficientemente grande para que
pudiéramos calentarnos y tuviéramos una buena visibilidad del entorno.
—¿Quién te enseñó?
—Ah, un viejo comanche. Hace muchos años. Era un buen indio, ese.
La nostalgia embriagó a Raunders y sus labios se curvaron hacia abajo
en una triste sonrisa. «Un buen indio», había dicho. Aquella asociación de
palabras era imposible, inaudita. En los últimos años, los ataques de las
bandas a los asentamientos se habían multiplicado, y la cifra de muertos y
desaparecidos aumentaba con creces. Habían asesinado a mi familia a
sangre fría. No podía creer que hubiera nada bueno en ellos, ni tan siquiera
soportaba que existieran. Me hubiera gustado rebatírselo, saber más acerca
de ese indio a quien se refería y de sus tratos con los comanches, pero
McCallister nos llamó y requirió nuestra atención.
—Escuchadme bien. Tendremos que mantenernos despiertos por turnos.
Cuando unos duerman, los otros dos vigilarán y viceversa. El primer turno
lo haréis vosotros dos. —Nos señaló a Randy y a mí—. Os relevaremos
Jesse y yo. ¿Está claro?
Todos asentimos, y nos sentamos alrededor de la hoguera para
calentarnos y comer algo antes de empezar los turnos de vigilancia. Randy
sacó varias cucharas y unas latas de habichuelas de las alforjas, y las
repartió entre los cuatro. Cuando cada uno tuvo su ración, el viejo cogió la
bolsita donde guardaba la dentadura postiza que usaba para masticar. Se
giró para que no viéramos cómo se la colocaba y se la encajaba en la
mandíbula.
La noche anterior en casa de los Soley apenas había comido, y cuando
tomé la lata entre mis manos, el estómago me rugió. Incluso Jesse, que
estaba sentado a mi lado, se sobresaltó por el ruido.
—¡Parece que no hayas comido en semanas! —me soltó con una risa
ronca, y se llevó una cucharada de habichuelas a la boca.
Le devolví la sonrisa, intentando crear un ambiente de complicidad,
pero Jesse no lo había dicho precisamente como un cumplido, y tensó los
hombros, preocupado.
—Espero que seas capaz de aguantar horas sin comer, porque si no esto
te viene grande.
Su bravuconería se había disipado y adoptó un tono más serio,
frunciendo el ceño, como si la situación hubiera dejado de ser divertida.
—Tiene razón —dijo McCallister—. Ya te advertí, muchacho. Es un
trabajo donde no dormirás, apenas comerás y cabalgarás hasta la
extenuación. No cobrarás ni un centavo hasta que encontremos a alguno de
esos cautivos. Y cuando lo hagamos, tendremos que devolverlos a sus
familias, ver si los aceptan y repartirnos lo que consigamos que nos paguen.
—Ne-tranasuaet[3] —soltó Randy—. Es numu[4].
Me enseñó los dientes, riendo. No tenía ni idea de qué significaba
aquello, y supuse que se trataba de algún vocablo comanche.
—¿Ya te estás arrepintiendo, Manuel? Seguro que estás pensando en
volver a casa —dijo McCallister, mientras masticaba—. ¿No puedes
aguantar ni unas horas de montura, eh?
Raunders dejó la lata en el suelo.
—No te pases, Cole. Acaba de llegar.
—Venga, estoy bromeando —respondió, un poco más relajado—. Si el
chico no puede soportar ni esto, ¿cómo va a seguir?
—El chico puede aguantarlo —dije con amargura—. Y lo haré. Pero
deje de llamarme así. Ya le he dicho que me llame Manuel. ¿Lo ha
entendido?
Jesse y Randy se removieron en el suelo. Ya era la segunda vez que me
rebelaba ante McCallister, y me habían advertido de que nuestro jefe no
llevaba demasiado bien que alguien le contradijera. No obstante, no podía
tolerar que continuara machacándome y humillándome. Si quería ganarme
su respeto, tenía que plantarle cara y obligarlo a parar, sobre todo ante sus
hombres, los jinetes que respondían ante él. Raunders me guiñó el ojo.
Aquello me infundió un poco de valor y me mantuve erguida.
Cole me observaba con una expresión indescifrable. Alzó las cejas,
entre divertido y resignado.
—Tienes agallas, de eso no hay ninguna duda —contestó, al tiempo que
cogía el cuchillo que le colgaba del cinturón.
Jugueteó con la empuñadura, pasó el dedo angular por el filo de la
navaja y la volvió a guardar.
—Veremos si te mereces mi respeto. No te acostumbres a hablarme así,
o te aseguro que la próxima vez te daré una paliza como no te la han dado
en la vida, muchacho —agregó implacablemente.
Raunders ahogó una risita. McCallister dio una patada a una de las latas
y se alejó hacia su purasangre. Cuando se encontró lo suficientemente
apartado para no oírnos, Jesse se echó a reír por lo bajo.
—Has estado bien, Manuel… Pero ve con ojo, que no te vuele la
cabeza.
Se recolocó el sombrero y, tras juguetear con su revólver con un gesto
idéntico al de su mentor, se fue para tumbarse en su petate.
Randy y yo nos acomodamos para el primer turno de guardia. Las
llamas crepitaban en aquel lugar aislado del resto del mundo. La oscuridad
nos acordonaba con su manto silencioso, y manteníamos los cinco sentidos
alerta. Los indios podían estar ocultos, más cerca de lo que nos
imaginábamos. Si se trataba de comanches, como las flechas indicaban,
eran extremadamente sigilosos y una de sus habilidades más conocidas,
según me contó Randy aquella noche junto al fuego, era su capacidad para
aproximarse y atacar sin ser vistos ni oídos.
De vez en cuando se oían aullidos en mitad de la noche procedentes de
diferentes puntos de la llanura. De forma instintiva, me puse de pie y agarré
el cuchillo para defenderme. No sabía dónde buscarlos; venían de todas
partes y se mimetizaban con el aire.
—Solo son coyotes —dijo Raunders, mientras se dedicaba a pelar una
rama con su navaja.
Estaba muy tranquilo, tallando la rama y puliendo los extremos.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Aquel sonido era espeluznante.
—Créeme, cuando oigas un comanche, lo sabrás. Pasa lo mismo que
con las serpientes de cascabel. El siseo es muy diferente al de una serpiente
normal.
—¿Qué quieres decir? ¿En qué es distinto, Randy, en qué?
Un espasmo se apoderó de mi cuerpo: la mezcla del miedo y del frío.
—Cuando llegue el momento no tendrás ninguna duda.
Con el sombrero inclinado hacia atrás, Randy empezó a canturrear una
canción para distraerse. La cantaba para sí mismo, aunque también creo
que, en aquel momento, lo hizo para apaciguarme; verlo tan calmado me
ayudaba a hallar un cierto sosiego en medio de tanta hostilidad.
Me admiraba que aquellos hombres pudieran mostrarse tan serenos, a
pesar de los peligros que nos acechaban. Los indios podían hallarse en
cualquier parte y atacarnos en cuestión de segundos. En cada roca, piedra y
matorral veía sombras moviéndose.
—Randy, dime, ¿cómo sabía McCallister que fueron comanches los que
mataron a aquel tipo?
Ahora que McCallister y Jesse dormían, era el momento ideal para
recabar más información. Raunders dejó de cantar y en su cara se dibujó un
mohín de fastidio.
—Las flechas, Manuel. Si pudiste fijarte en ellas, quizás te dieras cuenta
de que las habían pintado de varios colores. Un arcoíris de azul, rojo, verde
y lila. Esa manera de pintarrajearlas es una costumbre comanche. No hay
otra igual. —Hablaba de forma templada, deteniéndose en cada uno de los
detalles—. Los comanches son una gran tribu, y se dividen en diferentes
bandas. Cada una tiene sus características, sus estilos de vida. Dan mucha
importancia a los nombres. Nosotros vamos en busca de los quahadi y los
nokoni.
Me lo quedé mirando, muy atentamente. Randy chasqueó la lengua y,
tras frotarse las manos, continuó con su explicación:
—Quahadi significa «los que comen antílopes», y nokoni «los
nómadas», «aquellos que vagan en círculos». Después de todas las guerras
y batallas que han sufrido, los nokoni que quedan vivos se han juntado con
los quahadi. Es casi imposible dar con ellos. Pocos lo han conseguido,
excepto McCallister y otros como él que nunca se cansan de buscarlos.
Lleva tiempo, sí que lleva su tiempo, sí. ¡Son escurridizos como las
culebras, esos comanches! Y normalmente, si das con ellos, significa que
han querido encontrarte a ti, como las serpientes de sus leyendas.
—¿Qué leyendas, Randy?
Satisfecho consigo mismo y orgulloso de saberse útil, el viejo siguió
alardeando de sus conocimientos:
—Una de las leyendas comanches más antiguas dice que, si te cruzas
con una pareja de serpientes de cascabel y matas a una de las dos, la otra te
perseguirá durante el resto de tu vida hasta matarte.
—Eso es una estupidez, Randy.
Las supersticiones me parecían sandeces, cuentos que las viejas usaban
para atemorizar a los niños. Randy se inclinó hacia delante. Sus ojos
sonreían con malicia y un punto de misterio.
—No te rías de los mitos comanches, Manuel. Tienen más años que
cualquiera de nosotros. La naturaleza es sabia, muchacho. No lo olvides
nunca.
A pesar de que la mayoría eran puras fantasías, había una parte de la
humanidad que encontraba cierto consuelo en ellos. Tenía cierto sentido lo
que decía. Todos los pueblos, desde siglos atrás, se basaban en unos mitos
que los sustentaban; que daban una explicación a su existencia; que
otorgaban una respuesta a los misterios de las cosas que nos rodean y que
suceden a nuestro alrededor. Sin ir más lejos, mi hermana siempre había
creído en las fábulas; le encantaba contármelas en la oscuridad, bajo una
lámpara de queroseno, mientras nuestros padres dormían. Al rememorarlo,
sentí un frío helado recorriéndome los dedos de los pies.
—¿Acaso no tenéis leyendas allá de donde vienes? —Los ojos de
Randy parecían haber bajado de la frente para encontrarse con su nariz,
como intentando ver a través de mí—. No me fío de los lugares que no
tienen mitos —dijo, salivando, y expulsó una flema—. Antes, prefiero a un
maldito comanche.
—Claro que teníamos cuentos de fantasmas… ¿has oído de algún
pueblo que no tenga? —Debía andar con cuidado con lo que contaba. Era
probable que el sheriff Ward hubiera mencionado el nombre de Blanes
cuando les dio el parte del asesinato de mis padres, así que decidí ser
prevenida y evitar darle más detalles de los necesarios.
—¿Fantasmas, dices? ¡Ja! ¿En qué creéis los gachupines como tú, eh?
—En mi pueblo —le confesé—, se dice que si haces la señal de la cruz
cuando bostezas, el diablo no te podrá entrar en la boca.
Randy me observó atónito: los ojos abiertos de par en par, el rostro
contraído, los músculos paralizados. Tratando de agravar la voz, hablé de
nuevo:
—Algunos creen que pueden ahuyentar las marejadas y los temporales
con los toques de campana. Cuando ven que el cielo se vuelve gris, y que se
llena de nubes, los monjes de la ermita de Santa Bárbara hacen bailar sus
campanas, aguardando que el cielo se calme y que los marineros puedan
encontrar buena mar.
El viejo se llevó la mano derecha a la cabeza y comenzó a rascarse.
—Sería mejor que no fueras contando esas cosas por ahí, Manuel. ¡Bah!
¿Campanas que ahuyentan el mal tiempo? ¡Ja! ¡Ni un arapahoe se creería
eso!
—Ya te he dicho que eran sandeces.
—Desde luego que sí, hijo.
—Háblame más de los comanches, Randy. —Le insté a continuar. No
tenía ningún interés en seguir hablando de mi pueblo. Quería saber más
sobre los indios, conocer a los que se habían llevado a mi hermana. Debía
recopilar toda la información que pudiera de mi enemigo si quería
enfrentarme a él.
—Está bien, está bien. Quizás pueda enseñarte algunas palabras para
defenderte en comanche, ¿eh? —dijo, estirándose los pelos de la barba que
le sobresalían de la barbilla—. ¿Te gustaría?
Asentí efusivamente. Viendo que mi curiosidad crecía por momentos,
Randy prosiguió con su instrucción. Pitzi significaba el pecho de la mujer;
teyaep, cadáver; tzena, coyote, y el más difícil de recordar nabusiaep,
sueño. No creía que aprender aquellas palabras fuera a servirme de mucho,
pero sentía que así, escuchándolo y mostrándome interesada, iba
ganándome su confianza.
Durante el día, ante la compañía de McCallister, el viejo no podía
ejercer ningún tipo de autoridad. Ese era el momento que había estado
esperando. Debía aprovechar que Randy se moría de ganas de hablar y de
instruir a alguien para hacerle todas las preguntas que se me agolpaban en la
cabeza. Mientras su jefe dormía, hacía acopio de toda su experiencia y
sabiduría para impresionarme.
—¿Dónde aprendisteis todo eso? —Lo alenté a seguir—. ¿Cómo es que
sabéis tanto de los indios?
Los párpados de Randy se arrugaron, acentuando su vejez, y supe que
había ido demasiado lejos.
—Es una historia larga. —Se detuvo un instante, pensativo—.
McCallister tuvo una relación más estrecha en una parte de su vida con los
comanches. Vivió con ellos una temporada, y no puede tolerar que se les
insulte sin justificación o que se generalice. Bueno, ya lo has visto esta
tarde. —Raunders tragó saliva, como si le hubiera asaltado un recuerdo
virulento y tuviera que digerirlo.
Temía que sucediera algo así, y las palabras de Randy lo confirmaban.
Pensar que McCallister albergaba alguna simpatía por los indios me
asqueaba. Con cada hora que transcurría sin Isabel, mi odio por los
comanches o cualquiera de las tribus que habitaban en el Llano Estacado se
hacía más fuerte. En algunos momentos, cuando el sol calentaba en el
desierto, ese sentimiento de violencia se intensificaba aún más. Era como si
yo ardiera con él.
Esa raíz, sólida y consistente que crecía dentro de mi cuerpo, algún día
estallaría en mi interior. La estaba conteniendo, pero era cuestión de tiempo
que saliera a la superficie.
No obstante, si quería encontrar a Isabel debía aprender a controlarme
delante de nuestro jefe. Para lograrlo, necesitaba saberlo todo acerca de él:
sus puntos fuertes, qué debía temer de él, así como sus debilidades. Todos
los hombres, incluso el más imperturbable, tenían sus fragilidades, y el jefe
de los buscadores no era ninguna excepción. Entonces apenas conocía a
McCallister, y no veía nada más allá de la figura fría y distante que él se
empeñaba en mostrar.
Había una contradicción en él que me fascinaba y que, al mismo
tiempo, me hacía recelar. No podía dejar de preguntarme cuánto tiempo
habría vivido con los indios, ni hasta dónde habría llegado a estrechar lazos
con ellos. En esa etapa que Randy no se atrevía a rebelarme era posible que,
conviviendo con comanches, hubiera arrancado cabelleras de los cráneos de
los muertos y masacrado a decenas de familias como la mía. Esa ignorancia
hacía que mi imaginación y mi rechazo se desataran. En mi mente recreaba
escenas que probablemente nunca habían sucedido; cuando dejaba volar
mis fantasías, era imparable y eso me asustaba.
Recordé algo que mi madre me dijo hacía mucho tiempo, cuando
estábamos a punto de subir al barco que nos llevaría a América, nuestro
nuevo hogar: «Ahora vienen tiempos difíciles, cariño, y quién sabe lo que
nos encontraremos en el camino. Cuando pierdas el norte, intenta regresar a
tu punto de referencia. Siempre hay un objeto, un recuerdo o una emoción
que se convierte en tu sostén, en tu centro. Todos tenemos uno. Debes
encontrar el tuyo, María, porque no hay nada más peligroso que el miedo
que despiertan las dudas. Algún día tu padre y yo no estaremos aquí para
protegerte. Cuando eso pase, tienes que buscar tu punto de apoyo, ese clavo
que te hace fuerte, y agarrarte a él como puedas».
Al recordar los consejos de mi madre me puse a pensar en cuáles eran
mis puntos de apoyo en ese momento, a qué podía aferrarme para seguir
con mi resolución. Todos mis pensamientos, reflexiones y especulaciones
acababan conduciéndome a la misma dirección. Aunque me aborreciera su
pasado y desconfiara de él, la única opción que tenía para encontrar a Isabel
era ese buscador y los jinetes que le habían jurado lealtad. Cole McCallister
era mi anclaje. Debía dejar de lado mis prejuicios, tratar de verlo como un
hombre normal y corriente; un individuo con sus defectos y temores
particulares que trataba de abrirse paso en una tierra hostil que nunca le
había entendido. A lo largo de su vida había convivido con indios, pero
también era cierto que se había separado de la tribu y ahora se dedicaba a
rescatar cautivos para devolvérselos a sus familias. Debía darle el beneficio
de la duda, como él había hecho conmigo.
Cuando me sentía perdida o no sabía cómo proceder, recurrir a mis
padres me ayudaba a centrarme. Hacía suposiciones de qué me dirían si
vieran las cosas como yo, o visitaba conversaciones antiguas buscando
respuestas útiles. Recrear sus voces me hacía sentir menos sola; era una
forma de seguir teniéndolos a mi lado más allá de la muerte.
La voz de Pa’ me asaltó y las manos me vibraron por la emoción:
«Familiarízate con el entorno antes de hacer juicios deliberados. Tómate tu
tiempo, conócelos, conoce a esos tres que cabalgan contigo. Y no apartes tu
atención del revólver, recuerda lo que te enseñé, recuerda desenfundar antes
de que lo haga tu adversario o estarás muerta».
Las llamas del fuego escupieron dos chispas. Una me cayó sobre el
dedo meñique, y la quemazón fue como un pequeño pinchazo que me hizo
volver al presente.
Randy me contemplaba extrañado. No sabía cuánto tiempo había estado
ausente. Supuse que lo suficiente para que el viejo me vigilara con aquella
suspicacia.
—La noche, chico… hace que regresen los demonios de cada uno, ¿eh?
A lo lejos, se oyó un aullido, seguido de un siseo a nuestras espaldas.
Bien podía haber sido el viento, pero ambos nos levantamos de un salto. La
oscuridad lo envolvía todo y las estrellas apenas iluminaban el cielo.
Randy cogió su escopeta y se dirigió hacia Cole y Jesse. No fue
necesario que los despertara; con un movimiento casi imperceptible, Jesse
alzó la cabeza de la manta, nos hizo una seña con el pulgar, indicando que
lo habían oído y estaban preparados.
Me sorprendía cómo estaban siempre a punto. Para sobrevivir, debían
de haberse acostumbrado a dormir medio despiertos, como un animal que
aguardaba la llegada de sus depredadores. Había escuchado que las
serpientes, al carecer de párpados, dormían con los ojos abiertos. Se
rumoreaba que podían cerrar las retinas, aunque resultaba imposible
percibirlo, y eso hacía que ningún enemigo se acercara a ellas; pero una
cosa era un reptil y otra muy distinta un humano. Comprendí que, si quería
seguir viva y llegar al final del viaje, yo también tendría que desarrollar esa
habilidad, o al menos aparentarla, como hacían ellos.
McCallister y Jesse se destaparon y se irguieron en posición de ataque.
Raunders se adelantó un paso y me ordenó que les cubriera las espaldas.
Los ruidos procedían del charco de agua, pero si algo hacían bien los indios
era engañar acerca de sus posiciones.
—Vigila esa parte, Manuel. Yo me ocupo de la derecha. McCallister y
Jesse ya se encargan de las otras dos.
El metal del arma me quemaba en la piel. Había practicado cientos de
ocasiones con Pa’, pero aquella era la primera vez que existía un peligro
real, la primera vez que iba a dispararle a un ser humano. Ya no era una
mera cuestión de que me pusieran a prueba, como sucedía en el punto de
tiro. Nos enfrentábamos a un asunto de vida o muerte.
Miré a un lado y a otro, balanceándome, notando la tierra con los pies.
«Siéntela, hija. Si te fundes con ella podrás advertir cualquier movimiento
que se acerque a ti». Traté de serenarme para fundirme con el entorno y
escuchar. Los otros tres seguían en la misma posición, esperando a que el
enemigo se hiciera visible.
De una de las rocas gigantes cayó un poco de arena. Antes de que me
diera cuenta de lo que se avecinaba, se oyeron tres disparos seguidos de un
grito sofocado. McCallister desenfundó tan rápido que ni tan siquiera lo vi
ni fui capaz de reaccionar.
El hombre que se había dispuesto a atacarnos desde lo alto de la roca se
despeñó y su cuerpo cayó de bruces sobre la tierra. Alrededor del cadáver
se formó una espesa mancha de sangre. Los cuatro nos acercamos
cautelosamente, sin separar los dedos del gatillo. Jesse le dio una patada y,
con el pie, movió el cuerpo a un lado. Dos largas trenzas le caían a ambos
lados de la cara, y del cuello le colgaba un collar con piedras de colores.
—Está muerto —constató Jesse.
—Quítaselo —dijo McCallister, refiriéndose al collar—. Puede sernos
valioso, más adelante.
Jesse se agachó y, con cuidado de que no se rompiera, se lo desató del
cuello y se lo guardó en el bolsillo.
Desvié la vista, sobrecogida por la imagen del cadáver, cuando percibí
un cambio en Jesse. El joven se relamió los labios con una expresión que
delataba una contradicción; retaba a la muerte de cara y cerraba los dedos
de la mano sobre el arma con un nerviosismo y una expectación que
resultaban alarmantes.
—Ni se te ocurra, Jesse. Ni lo pienses siquiera. —McCallister se
aproximó a Jesse y lo apartó—. Él no tiene nada que ver con lo que te pasó
a ti, así que déjalo en paz. Ya está muerto. No malgastes dos balas por un
cadáver.
El rostro de Jesse se crispó. Se volvió hacia McCallister; abrió la boca
como si fuera a decir algo, pero cerró la mandíbula y apretó los dientes.
Podía oír cómo le chocaban entre ellos. Los tres permanecimos unos
segundos observándolo. Furibundo, propinó un puntapié al suelo y se alejó
hacia el otro lado del claro para estar a solas.
—¿Crees que hay más? —le preguntó Raunders a McCallister.
El jefe frunció el ceño y, tras echar una última ojeada a los contornos,
dejó caer el rifle. Se acercó al muerto para examinarlo y nos señaló sus
mocasines.
—Kiowas. Deben de estar aliándose con los comanches, otra vez —
farfulló McCallister—. Y un kiowa nunca actúa solo. ¿Veis esos flecos
cosidos en la parte de atrás de los mocasines? Los utilizan para borrar sus
huellas. Fijaos también en las plumas que llevan en el pelo. Nos están
vigilando. Saben que estamos aquí y lo que vamos a hacer, eso os lo
aseguro. Como que me llamo Cole McCallister.
Se hizo un prolongado silencio. Randy se quedó mirando a su viejo
amigo, hasta que este volvió a hablar.
—Randy, Manuel, ensillad los caballos. Vayámonos de aquí cuanto
antes —nos ordenó Cole.
La figura del joven se recortaba en la oscuridad como un fantasma
vagando en el desierto. Hacía una noche desapacible: el viento era frío y
soplaba sibilino en la llanura. Los matorrales de mesquite se agitaban
perezosamente con la brisa. Reinaba un silencio peculiar, una ausencia de
ruidos y de voces de animales que viciaban el aire que respirábamos.
Me acerqué a mi apalusa, y enseguida reparé en que se comportaba de
un modo inusual; curvaba el labio superior hacia arriba, un gesto que los
caballos hacían cuando algo los asustaba sobremanera. Le acaricié y lo miré
atentamente para tranquilizarlo: en sus pupilas oscuras me pareció ver un
reflejo, una figura haciendo aguas, bosquejándose.
Como si hubiera olido un mal presagio, un pájaro cuitlacoche rojizo
salió de un chaparral y corrió despavorido hacia el sur. La lengua se me
llenó de un sabor parecido al latón.
De pronto, una sombra se dibujó en el suelo. Jesse se volvió
velozmente.
Mi apalusa relinchó, atemorizado.
La sombra se abalanzó sobre Jesse y el filo de una navaja resplandeció
en la noche.
9

Con cautela, Jesse se acercó al segundo indio que nos había atacado. Le
había clavado el cuchillo en el centro del estómago. Hecho un ovillo, se
retorcía en el suelo como una serpiente enroscándose sobre sí misma. La
sangre borboteaba de sus tripas, al tiempo que él se remojaba en ella. El
kiowa se convulsionó durante unos segundos y profirió su último aliento de
vida. Con esa ronca exhalación, dejó de tiritar. Su cabeza cayó a un lado,
con la boca entreabierta. Sus manos grandes y callosas se abrieron, inertes
en la infinidad de la llanura.
Antes de que nos abordara alguno más, montamos y emprendimos la
marcha. Dejamos encendida la hoguera. Si había más kiowas por los
alrededores, el humo los engañaría temporalmente. Mientras el fuego
crepitara, creerían que seguíamos allí. Todas las horas que pudiéramos
ganar serían una bendición.
—Randy, dime, ¿cómo vamos a dar con ellos si nos alejamos? ¿No sería
mejor esperar a que aparecieran? Si lo que dice McCallister es cierto y los
kiowas se están aliando con los comanches, no deben andar lejos, ¿no? —
pregunté, en voz baja, para que McCallister y Jesse no me oyeran. No
conseguía comprender por qué nos marchábamos, si precisamente lo que
queríamos era dar con los comanches.
—Esos indios que andan sueltos van a la caza, Manuel. No se detendrán
a hablar. Cuando un grupo de comanches abandona el campamento base
para una de sus incursiones, es mejor no cruzarse en su camino. Como
mucho, te arrancarán la cabellera. Y si te encuentras con un kiowa, ya
puedes darte por perdido, muchacho. No, debemos encontrar el
campamento de los quahadi. Allí hay un indio que conocemos, un indio
importante que controla todo lo que pasa con los comanches; ese nos
ayudará —me explicó el viejo.
—¿Y no deberíamos buscar por las proximidades? Si hay comanches
cerca, su campamento no debería estar muy lejos.
El pecho del viejo se infló, como si hiciera un gran esfuerzo para aspirar
aire, y luego soltó un eructo que resonó en todo el valle. Satisfecho, se frotó
la barriga y me sonrió.
—Lo más importante que debes saber, Manuel, es que, cuando la razón
te dice que un comanche ha ido al este, lo más probable es que esté lejos,
cabalgando hacia el oeste, el norte, o incluso el sur. Pero no le des más
vueltas. Mac dará con ellos. Siempre lo hace.
El amanecer nos dio una pequeña tregua. Desde el ataque en el claro,
habíamos cabalgado sin descanso entre las sombras. Randy y yo no
habíamos pegado ojo desde la noche anterior, y el viejo avanzaba a
trompicones, resollando como un caballo viejo. Exhaustos, nos detuvimos
un rato para reponer fuerzas, mientras McCallister y Jesse hacían guardia.
Si bien el peligro parecía haberse evaporado con la llegada de la mañana,
decidimos no demorarnos y no tardamos en reanudar la marcha.
Cualquier sonido nos alteraba: el aleteo de un centzontle, la brisa que
agitaba las ramas de los álamos, los andares de las arañas cruzando el
desierto o el siseo de una serpiente de corrillo.
Según me contó el viejo, había tres lugares posibles donde los
comanches solían buscar refugio durante los meses de verano: en las
inmediaciones del Missouri o del Arkansas, o bien en la zona sur de las
Montañas Rocosas; al hallarse cerca de dos de los ríos más caudalosos del
Territorio, aquella era una de las partes más frondosas y frescas en julio y
agosto.
McCallister marcaba el camino. Seguimos cabalgando, sin cesar, con la
lengua hacia afuera, tras los pasos de nuestro jefe. Con la cabeza gacha,
Jesse mantenía la vista fija al frente en los altozanos azulados que se
desplegaban al norte. No había pronunciado ni una palabra desde su última
conversación con McCallister.
Espoleé a mi caballo, adelantándome para ponerme al lado de Randy.
Delante nuestro, Cole y Jesse avanzaban uno junto al otro. Como en una
pintura, los dos hombres cabalgaban a contraluz y sus siluetas se fundían
con el cuerpo del caballo. Sus piernas quedaban ocultas a los lados. En
conjunto, conformaban la imagen mitológica de un centauro. Una pareja,
mitad hombre y mitad caballo, que se preparaba para cruzar la frontera
hacia lo indescifrable. El cielo mudaba sus colores, pasando de un rosáceo a
un púrpura. Las nubes de la mañana bajaban paulatinamente hacia la falda
de las montañas. En breve se disiparían, y el sol relumbraría con el calor
sofocante del mediodía. En lo alto moteaban ya algunos puntos anaranjados
que señalaban el inicio del bochorno.
El viejo cabalgaba con el sombrero echado hacia atrás; se apoyaba sobre
el cuerno de la silla, inclinado hacia delante.
—Randy, ¿qué ha pasado en el charco con Jesse? ¿Qué quería decir
McCallister? —le pregunté, aprovechando que estaba cansado y abstraído.
Aquel enfrentamiento me había dejado profundamente intrigada.
Raunders se pasó la mano por la frente para quitarse el sudor y la arena
de la piel. El cansancio asomaba en su rostro abatido.
—Al igual que nosotros, los indios tienen sus ritos, Manuel. Por
ejemplo, cuando un comanche muere, se coloca el cuerpo del cadáver como
si estuviera sentado. Se le atan las rodillas al pecho con cuerdas y se lo deja
en una cueva o en una grieta, escondido entre las rocas. Este es el entierro
tradicional. —Randy se esmeraba en enumerar todos los detalles—. Las
mujeres lloran durante días, y el funeral puede durar varias jornadas. Creen
que los espíritus merecen un duelo largo… Con los kiowas es un poco
diferente. A los mayores y a los heridos se les abandona para que mueran, y
a los muertos se los entierra en lugares remotos y aislados. El duelo también
es largo y doloroso. Los familiares se cortan el pelo y las mujeres pueden
llegar a amputarse los dedos para llorar a sus maridos e hijos. Todas las
posesiones personales de los muertos se destruyen, y el nombre del
fallecido se convierte en un tabú.
—¿Y qué tiene que ver eso con Jesse? ¿Por qué se ha enfadado tanto
antes?
—Algunas tribus creen que si les arrancan los ojos a sus muertos sus
espíritus no pueden elevarse al cielo y están condenados a vagar
eternamente por la tierra. Es el peor castigo que se le puede hacer a un
guerrero, Manuel. Es como negarles la eternidad —dijo Raunders—. Ya no
hay entierro ni salvación posible para ellos.
Traté de imaginarme cómo sería que me enterrasen en una grieta, que
me abandonaran en mitad del desierto, sola, entre las grandes rocas que
coronaban aquella tierra árida y abrasadora; morir sentada, con los brazos
clavados al pecho, hasta que un coyote o un lobo mexicano me oliera y me
devorara. Pensándolo bien, no era tan distinto de cómo nos despedíamos
nosotros de los vivos. A ellos les daban sepultura en las rocas, y nosotros lo
hacíamos a metros bajo tierra. En la religión comanche y kiowa, había una
mayor exposición del cuerpo a la intemperie, a la fusión del hombre con la
naturaleza. Nosotros guardábamos a los muertos en ataúdes, en bálsamos
cerrados, como si quisiéramos protegerlos. Los indios, en cambio, unían lo
terrenal con lo paradisíaco, atravesaban la frontera de la muerte para
entregar al hombre a la naturaleza y a la vida eterna.
Jesse había intentado negarle la entrada al cielo al kiowa por algo
relacionado con su pasado, ¿pero el qué? Apenas sabía nada de él, ni de lo
que había sido su vida antes de unirse con McCallister y el viejo Raunders.
No podía quitarme de la cabeza su talante irascible, ni cómo le temblaba el
pulso al encontrarse frente al cadáver del indio. El joven despreocupado y
rebelde, que me llamó la atención en el porche del sheriff, había
desaparecido. En su lugar emergía un hombre atormentado, encerrado en sí
mismo, con un pasado sombrío a sus espaldas. ¿Era posible que Jesse
hubiera sufrido una pérdida similar a la mía? Con aquel interrogante sentí
que compartíamos un secreto.
En las últimas horas, Jesse estaba empezando a mostrar un lado que,
hasta entonces, se había asegurado de mantener oculto.
—¿A quién se refería McCallister cuando ha detenido a Jesse?
Con las ganas que tenía Randy de conversar, creí que me lo contaría. Al
contrario de lo que me esperaba, esta vez me topé con una mirada gris y
recelosa que dejaba claro que ya no iba a hablar más.
—Ten cuidado, Manuel. Hay gente a quien no le gustan los curiosos. Y
menos aún si son españoles.
Las palabras me golpearon como un bofetón en la cara.

Solo habían transcurrido dos días desde que me había unido a aquella
insólita banda y, sin embargo, la intensidad del viaje y el calor sofocante
hacían que pareciera que hubieran transcurrido semanas.
La tibia luz del atardecer bañaba las Grandes Llanuras, cuando escuché
un sonido agudo e inquietante, entre el aullido de un coyote y el ulular de
un búho. Se me erizó la piel, y recordé lo que me había dicho Randy acerca
de los alaridos de los comanches. No obstante, aparte de mí, no lo había
escuchado nadie más, y pensé que quizás el miedo me estaba causando
alucinaciones.
Estábamos más callados de lo habitual; únicamente se oía la respiración
nerviosa de los caballos y sus cascos al chocar contra el suelo. No
podríamos tardar mucho en detenernos; en algún momento, aquellos
hombres, por incansables que fueran, se verían obligados a parar.
10

Después de reposar y de recuperar un poco el sueño, nos pusimos en


marcha. A un par de horas de donde habíamos acampado, la luz de la
mañana nos reveló el paradero de una caravana. Uno junto al otro, los
carromatos se sucedían en una hilera desigual. Las lonas de las carretas
estaban recubiertas de tierra; en mitad del desierto, sucias y ondeando al
viento, conformaban una imagen espectral.
Se había levantado una fría ventisca que hacía que la tierra se alzara,
embadurnándonos de polvo, con su espeso manto rojizo. Avanzábamos con
la cabeza gacha y llevábamos la boca tapada con pañuelos para que no nos
entrara tierra en la boca. El polvo encontraba siempre la forma de
adentrarse en nuestros cuerpos; podía notar el suelo del Territorio
bajándome por la garganta y adentrándose en mis pulmones. Cada cierto
tiempo movíamos la cabeza para sacudirnos la arena que se nos enganchaba
en la frente y los párpados. Teníamos la boca seca, y nos doblegábamos
hacia delante para toser, intentando no tragar más polvo.
Randy cabalgaba a mi lado; su cuerpo se balanceaba de delante hacia
atrás, fatigado por la travesía. Jesse iba en cuarta posición, el sombrero le
ocultaba la mitad del rostro. A unos pasos por delante, McCallister se
erguía, impasible, sobre su montura.
Nos hallábamos a pocos metros del primer carro de la caravana, cuando
una mujer avisó a voces de nuestra llegada. Más de una decena de hombres
y mujeres salieron de sus respectivos carromatos. Entre todos los que nos
acordonaron, también había niños y niñas. Algunos apenas levantaban cinco
palmos del suelo: abrían y cerraban la boca, bostezando soñolientos; otros
ya debían de tener más de diez años, y nos observaban con una creciente
curiosidad e interés.
Jesse se apeó junto a mí y se destapó la cara. Desconozco qué me
sucedió entonces: durante unos instantes, me quedé atrapada en su mirada,
que estaba salpicada por diminutos puntos verdes y grises, y cambiaba de
tonalidad según la luz. Bañada por los destellos anaranjados que
pigmentaban el cielo y por las volubles sombras de la llanura, contrastaba
aún más con su piel morena.
Ante aquella muchedumbre, sus rasgos se endurecieron; torció los
labios hacia abajo, serio y visiblemente preocupado.
—¿Qué te pasa a ti? ¿Por qué me miras así? ¿Acaso tengo monos en la
cara? —me preguntó.
El asco que traslucía su voz me dejó paralizada. Mi mente se hallaba
lejos, como si se hubiera separado de mi cuerpo; mi capacidad de habla y
mi cerebro iban a ritmos diferentes. Cuando fui capaz de reaccionar, Jesse
ya se había adelantado. No sabía qué me había pasado: me había quedado
ensimismada en él y había hecho el ridículo.
Los hombres y las mujeres se congregaron en torno a nosotros en un
círculo que cada vez se volvía más pequeño y estrecho. Entre el gentío, uno
de los individuos mayores, que debía rondar la cincuentena, tomó la palabra
y se dirigió a McCallister. Era un tipo de constitución menuda, no
demasiado alto, que se movía con ligereza y llevaba un sombrero de ala
corta. Tenía una barba larga y grisácea que se le recortaba debajo de la
barbilla con la forma de la punta de una flecha.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó, rascándose con saña la piel de las
mejillas.
—McCallister, Cole McCallister.
—¿Cole McCallister, el rastreador?
En su voz se percibía la exasperación: el desespero de alguien que
aguardaba, sin descanso, a que llegara una salvación.
—El mismo —afirmó McCallister—. ¿Con quién puedo hablar de por
aquí? ¿Quién lleva el mando de esta caravana?
—Puede hablar conmigo. Jim Harper, a su servicio.
—Llevamos dos jornadas enteras cabalgando y apenas hemos comido.
Si fueran tan amables de ofrecernos un poco de lo que sea que se esté
cociendo ahí dentro, sería de agradecer —respondió McCallister, señalando
a una mujer que sujetaba una sartén sobre el fuego. La mujer debió de oírle,
pues se giró de inmediato y, tras apartarse los mechones de pelo que le
obstaculizaban la vista, nos sonrió afablemente.
Como perros hambrientos, bajamos rápidamente de nuestros caballos y
nos precipitamos hacia la hoguera. La mujer, que a juzgar por su acento
debía de ser francesa, nos ofreció un plato de carne a cada uno. No era nada
especial, mas cualquier cosa hubiera servido para saciar nuestro apetito.
Varios chicos empezaron a cantar. Entre los cánticos había dejes
irlandeses, franceses y algún acento de los países nórdicos. La mayoría de
los que había allí eran inmigrantes como yo. Oí a una pareja hablando
español y desvié la atención hacia ellos. Cada vez que oía un acento de mi
país, buscaba urgentemente de dónde procedía. Mi condición de emigrante
afloraba de súbito: necesitaba asociarme con ellos, relacionarme con los que
podían asemejarse a mí. Agucé el oído; su voz era seca y cerrada, como la
de las frías tierras del norte.
Me había quedado anonadada en las voces de los que nos rodeaban,
cuando Jim Harper apareció y se sentó a nuestro lado.
—¡Esto está riquísimo! —soltó Jesse, ante la atenta mirada de la señora
que nos había ofrecido su comida.
El rostro de la mujer se suavizó en una tierna sonrisa.
—Podéis comer todo lo que queráis, amigos. Aquí sois bienvenidos.
¡Cole McCallister en persona! ¡Vaya si eso es una buena noticia! —Harper
hizo una pausa para relamerse el labio inferior, que lo tenía bañado en sudor
—. Cuando hayáis terminado, hablaremos de cosas importantes, ¿eh?
—¿A qué cosas te refieres, Harper? —McCallister escupió un pequeño
trozo de carne que se le había quedado enganchado entre los dientes.
—Bueno, vuestra llegada no ha sido ninguna casualidad, ¡ah, no! Estoy
convencido de que todo tiene una razón, ¿no está de acuerdo conmigo? Si
Dios los ha mandado aquí, significa que estábamos destinados a
encontrarnos.
McCallister se levantó ligeramente el sombrero para observar mejor a
su interlocutor. Sus ojos se habían vuelto de un gris plateado, y emitían
reflejos cortados, como el filo de una navaja.
—¿Qué están haciendo aquí? ¿Adónde se dirigen? —preguntó con
seriedad.
—Nos dirigimos al norte, vamos a construir nuestras casas allí. Dicen
que abundan las tierras. —Sonrió Harper—. Aunque aún nos quede un buen
trecho y haya algunos ancianos por aquí que ralentizan un poco el ritmo,
acabaremos llegando. —Se secó el sudor de la frente, y echó un vistazo a
los hombres y mujeres que aguardaban sus indicaciones para proseguir el
viaje.
—Hay un problema mucho mayor que ese, Harper —sentenció
McCallister.
—¿A qué se refiere? ¿Qué tipo de problema?
—Se lo diré bien claro: comanches.
«Comanches». La mera pronunciación de aquella palabra, conocida y
temida por todos, infería pavor. Harper se quedó rígido y empalideció. De
nuestro alrededor, nos llegaron suspiros y gritos de terror. Cuatro hombres
se acercaron de improviso, cargados con rifles y carabinas. Lo habían oído,
y en cuestión de segundos cundió el pánico entre los colonos que nos
escuchaban.
Bajo el ala del sombrero, McCallister paseó la mirada por las decenas
de rostros atemorizados de la caravana. Los niños nos observaban aterrados,
apretados a los cuerpos calientes de sus madres.
Antes de hablar, Cole se sacudió la arena que se le había adherido al
sombrero:
—Comanches. Están aquí, y no han venido en son de paz.
—¿Co… co… comanches…? —Se oyó a alguien tartamudear.
Un murmullo de voces se elevó en el valle.
—¿Cómo lo sabe? ¿Acaso los han visto? —Harper había vuelto en sí.
Los músculos de la cara se le contraían con cada segundo que transcurría.
—En el camino nos topamos con el cadáver de un hombre blanco; lo
habían dejado en mitad del desierto. Por las flechas que usaron para
matarlo, sabemos que se trata de comanches. Suponemos que deben de
haber acampado en algún punto de las Rocosas, pero algunos andan
sueltos… Están a la caza; tenéis que iros lo antes posible. Os aconsejo que
os refugiéis en el pueblo más cercano. —La voz de McCallister adoptó un
tono más grave—: Lo que os puedo asegurar es que los comanches están al
caer. Cuando lleguen, no dejarán títere con cabeza. Por si eso fuera poco,
todo apunta a que las tribus, más allá de las bandas, también se están
aliando. Después de encontrarnos con el cadáver, por la noche nos atacaron
dos kiowas. Si kiowas y comanches se juntan, estamos perdidos.
Cada vez más pálido, Harper se llevó las manos a la cabeza y dio una
vuelta sobre sí mismo.
—No puede ser… Otra vez… Otra vez no… —dijo, como si un
recuerdo lo hubiera asaltado y golpeado súbitamente. Luego, tomando
consciencia del entorno, meneó la cabeza y volvió a posar su atención en
nosotros y en la caravana—. Esos hombres… Sus esperanzas, creen que…
Sus sueños de construir un nuevo hogar… Han hecho un viaje muy largo
para llegar hasta aquí, y ahora que les digan…
—¿Sus esperanzas? ¿Me está hablando de esperanza? Es aún más
majadero de lo que creía, Harper. Ya le digo yo dónde quedarán sus
esperanzas: enterradas en sus cuerpos, con sus mujeres masacradas y con
las cabezas abiertas, sangrantes. Se llevarán a sus niños. Ahí es donde se
quedarán.
—¿Acaso cree que es el único que sabe de comanches, McCallister? —
Los ojos de Harper se elevaron en su cara enjuta, con un brillo repleto de
ira.
—Maldita sea, Harper, ¡cállese de una vez! ¡Y todos vosotros también!
Panda de locos. ¡Largaos de aquí antes de que os maten a todos! —bramó
McCallister, ante los murmullos incesantes de los colonos.
Con esto último, a Harper se le crispó el rostro y se abalanzó sobre
nuestro líder con vehemencia. El puño iba en línea recta hacia su
mandíbula. Cole fue mucho más rápido de movimientos, y en cuanto el otro
levantó el brazo, lo esquivó y le estampó el puño izquierdo en la cara. El
impacto fue de tal envergadura, que el cuerpo de Harper cayó pesadamente
sobre la tierra. Tumbado boca abajo, se tocó la barbilla; la boca le sangraba
a borbotones.
—¡Deje de ser tan estúpido! —Fuera de sí, McCallister dio una patada
al suelo, untando a Harper de arena—. Dígales a estas familias que
empaqueten sus cosas y que salgan de aquí. —Lanzó un gargajo a la tierra,
y se dirigió a los colonos que lo observaban, impertérritos—: Os
escoltaremos hasta Cruces Negras; aunque tengamos que dar un rodeo y
recular, es el pueblo más cercano. Corremos el riesgo de que los indios nos
masacren. Si dan con nosotros podría ser mucho peor que lo que pasó en
Little Big Horn. Una vez que lleguemos a Cruces Negras, estaréis a vuestra
suerte. Después, lo que hagáis o dejéis de hacer es cosa vuestra.
El abatido Jim Harper se puso en pie y se sacudió la tierra que le
recubría la cara.
—No hay tiempo que perder —concluyó McCallister.
Mientras se apresuraban a empaquetar, me tumbé en una zona despejada
para descansar hasta que nos marcháramos. Randy me sonrió desde la
lejanía y, tras asentir con la cabeza para sí mismo, decidió unirse a mí.
Ambos nos sentamos uno junto al otro en silencio, sin decirnos nada,
escuchando cómo el viento silbaba entre los maizales.
Debería haber prestado más atención a las mujeres y hombres que nos
rodeaban, a aquellas familias que suplicaban fervientemente una ayuda, un
milagro para hallar un nuevo hogar, pero no podía apartar la vista de
McCallister: siempre tan tenaz, tan consecuente, tan persistente. Nuestro
jefe continuaba en la misma posición en la que lo habíamos dejado: erguido
en la montura, daba órdenes a unos y a otros, hostigándoles como a caballos
para que no se detuvieran.
—Cole, prométeme que los conduciremos a Cruces Negras, que no los
dejaremos a mitad de camino —le pidió Randy, cuando Mac pasó por
nuestro lado—. Si se topan con una patrulla de kiowas o comanches será
una escabechina.
—¿Acaso estás completamente sordo, o qué te pasa? Ya has oído lo que
les he dicho, ¿no? ¡Maldita sea! ¡Maldito momento en el que hemos tenido
que encontrárnoslos! Si hubiéramos girado al oeste no los habríamos visto y
seguiríamos con nuestro rumbo tan anchos. Todo esto retrasará la misión. Y
a saber si quedará algún quahadi cuando lleguemos a las Rocosas. —
McCallister pateó el suelo con una furia iracunda.
Me esperé a que se hubiera alejado antes de hablar.
—¿Es cierto lo que dice? ¿Puede ser que se hayan ido cuando
lleguemos nosotros? —le pregunté a Randy, preocupada.
—Ni caso. Es un cascarrabias. Con este calor, los quahadi se quedarán
en las montañas. Y aunque se movieran, no se irían muy lejos.
—¿No decías que un comanche era impredecible?
El viejo se giró, mirándome de soslayo.
—¿No se te pasa ni una, eh? Un comanche es imprevisible para
cualquier ser humano… excepto para Cole McCallister, claro está. Unos
años con los comanches son toda una vida, Manuel. Te atan a ellos, a sus
costumbres. No te preocupes, muchacho. Tarde o temprano, Mac dará con
ellos.
Randy confiaba ciegamente en nuestro líder. Sin embargo, a veces, tenía
la impresión de que McCallister vivía y respiraba movido por una obsesión;
destilaba un odio continuo y profundo, que se alimentaba con cada milla
que recorríamos. Si bien empezaba a intuir algunas sospechas sobre su
pasado, aún tardaría tiempo en discernir que ese odio llevaba décadas
gestándose. Aquella obcecación que atenazaba a nuestro jefe, me hizo
pensar en mí misma y en la raíz que crecía y se endurecía en mi interior.
Si no me detenía a tiempo, esa raíz se asentaría en mí como una parte
más de mi cuerpo, permanentemente podrida, como le sucedía a Cole
McCallister.
11

Una vez que todas las familias hubieron tomado sus posiciones en los
carromatos, McCallister dio la orden de salida. La caravana que hallamos al
llegar era totalmente distinta a la que se marchaba con nosotros. Los rostros
de los colonos habían pasado de la euforia al abatimiento: los niños y
muchachos más jóvenes bajaban la cabeza y avanzaban lentos, con los
hombros caídos, mientras sus madres y sus padres conducían los carromatos
como si toda la fuerza se hubiera evaporado de sus cuerpos.
McCallister agitó la mano en el aire, indicándonos que nos pusiéramos
en marcha. Randy fue el primero en seguirlo. Era enternecedor cómo el
viejo cuidaba de él. Aunque a nuestro jefe se le veía siempre tenaz y seguro,
su segundo le cubría continuamente las espaldas; se volvía una y otra vez,
cargado con su escopeta, para asegurarse de que todo seguía en orden.
En ese compañerismo comprendí que residía uno de los valores más
preciados y deseados de la frontera. Todos los que pisábamos aquella tierra
éramos inmigrantes a nuestra manera. Nuestros orígenes, tan variopintos,
hacían que nos protegiéramos, y que buscáramos cualquier forma de estima
que nos permitiera despertar esa humanidad en nosotros. Yo aún no había
encontrado ese apego, y todavía tardaría tiempo en hallarlo. Raunders y
McCallister se conocían desde su juventud. Algo me decía que, a pesar de
sus riñas continuas, esa pareja de hombres curtidos y esquivos estaba unida
por un lazo mucho más fuerte que la sangre.
Jesse esperó hasta que una masa suficiente de colonos hubo avanzado, y
procedió a posicionarse en el lado izquierdo, en la retaguardia. Para tener
visibilidad del ángulo contrario, me coloqué a la derecha, en paralelo a él.
Si detectábamos algo fuera de lo normal, lo veríamos rápido y sería fácil
avisarnos los unos a los otros.
El calor, mezclado con el miedo, flotaba a nuestro alrededor. Aunque
cerrásemos la boca, en cuanto la abríamos para hablar o para dar un trago a
la cantimplora, la arena se nos colaba dentro y se esparcía por el paladar.
McCallister se mantenía al frente de la caravana; de vez en cuando, se
volvía para comprobar que todos estábamos bien y que podíamos continuar.
En los rostros fatigados de los colonos se leía la preocupación mezclada con
la pesadumbre. Estábamos a merced de una de las tribus más sanguinarias
que habitaban en el Llano Estacado. Los carromatos y los equipajes nos
impedían movernos con rapidez, y las ruedas hacían el ruido suficiente para
llamar la atención de cualquiera que estuviera cerca.
Si nos cruzábamos con la banda de comanches, muchos morirían.

Tras horas cabalgando, llegamos a una parte del camino en la que el


desierto se abría en una vasta llanura flanqueada por dos largos
desfiladeros. A izquierda y derecha, los acantilados rocosos se alargaban a
lo ancho con sus protuberantes paredes escarlatas. Cuanto más nos
adentrábamos en aquella zona, más árido e inhóspito se volvía el paisaje.
Aparte de los promontorios rocosos que lo rodeaban, y de algún matorral
gobernadora que sobresalía entre la tierra reseca, apenas había árboles ni
chaparrales.
McCallister se removió en el asiento, y su rostro imperturbable se tornó
del color de la cera; su cuerpo se había agarrotado, los músculos de los
brazos y las piernas se le habían contraído de una manera extraña. Incluso
su caballo giró la cabeza hacia él, para comprobar que su jinete estaba bien.
Se había parado en seco, como si el ambiente o el aire que se respiraba en
aquella parte del desierto le hubiera recordado algo particularmente
doloroso que no pudiera digerir. Su figura, quieta y reclinada sobre la
montura, contrastaba aún más con el movimiento de los carromatos y los
latigazos que los conductores pegaban a los caballos.
Inclinándose hacia la derecha, McCallister abrió las alforjas y, tras
rebuscar un poco, sacó un trozo de papel del interior. Pensando que nadie lo
observaba, lo desdobló cuidadosamente y se quedó contemplándolo durante
unos segundos. Sus ojos se empequeñecieron y una profunda desazón
asomó en su mirada, como si una alargada y pesada sombra le hubiera
anulado toda señal de vida.
Intrigada, viré la dirección para ver qué era aquello que le había causado
tanto estupor. La distancia a la que me encontraba no me permitía verlo con
claridad, y tuve que realizar varias maniobras para atisbar algunos retazos
del papel que sostenía entre las manos. Desde unos pasos por atrás, pude
advertir que se trataba de una fotografía, de lo que parecía el rostro de una
mujer. Avancé sigilosamente, intentando captar algún detalle más que me
revelara la naturaleza de aquella imagen; pero en cuanto oyó las pezuñas de
mi caballo hundiéndose en la arena, McCallister volvió a guardarla
rápidamente en sus alforjas. En ese momento fugaz, alcancé a ver una cara
redondeada, rodeada por dos largas trenzas. Aparte de eso, la imagen
permanecía en un completo misterio.
Antes de que alguien reparara en la emoción que lo había embargado,
Cole azuzó a su purasangre y volvió a posicionarse como cabeza de fila.
Como si no hubiera ocurrido nada, lanzó un escupitajo al suelo y jugueteó
con su revólver, girándolo una y otra vez con su mano derecha. La tristeza
se había desvanecido de su rostro, pero los músculos de la mandíbula se le
marcaban al tensarse, como en una serie de palpitaciones intermitentes.
Me quedé observándolo desde atrás. Aquellos cambios de actitud tan
bruscos e impredecibles me dejaban completamente desconcertada, tanto
que incluso llegué a pensar que todo había sido producto de mi
imaginación. No obstante, Randy también se había percatado de la escena
silenciosa que se había desarrollado hacía tan solo unos instantes, y en sus
ojos arrugados vislumbré una versión más tenue de la congoja que se había
apoderado de nuestro jefe. Sentí entonces que algo se hacía añicos en mi
interior, que algo me unía a ellos, aunque hasta más adelante no descubriría
qué era.
Seguimos cabalgando durante un buen tramo, hasta que llegamos a una
roca inmensa que tenía forma de V. Giramos hacia la izquierda,
bordeándola, cuando todo se quedó en silencio. Tenía la espalda empapada;
un hormigueo me subía por las piernas. Miré a un lado y a otro, buscando
un movimiento, una sacudida, un traqueteo… Era probable que el cansancio
y la sed me estuvieran provocando visiones. Había ofrecido mi cantimplora
a algunos colonos, y ya casi no me quedaba agua. Me enjugué el sudor que
me bañaba la frente, y me lamí la palma de la mano.
En el lado opuesto de la caravana, Jesse cabalgaba con cautela. Su
expresión se había endurecido. No sonreía, sino que mantenía los labios
cerrados, atento y vigilante a lo que sucedía en las cercanías.
Justo detrás de él, en lo alto del desfiladero, se perfiló una silueta. Una
fina cortina de arena cayó de una de las rocas. Jesse se detuvo y tiró de las
riendas hacia atrás. A nuestra izquierda, surgió una larga hilera de pieles
roja, montados sobre sus imponentes ponis. En paralelo a nosotros, las
afiladas puntas de sus lanzas apuntaban al cielo, conformando una línea roja
de terror y muerte que se elevaba en el horizonte como un espejismo. Uno
detrás del otro, bajaban la pendiente y avanzaban con las cabezas altas. En
sus rostros imperturbables resaltaban las rayas azabache que se habían
pintado a ambos lados de la cara; algunos lucían también líneas de color
amarillo o incluso rojas en el torso, pero la mayoría eran gruesas y negras
como la noche, y les cruzaban las mejillas.
—Pehcaró —dijo McCallister.
Los que estábamos suficientemente cerca de él para escucharle, nos
quedamos en silencio, paladeando cada una de las sílabas de aquella palabra
que nos había dejado helados. McCallister se volvió hacia mí.
—Matar. Pehcaró es matar en comanche —me explicó, como si pudiera
leer las preguntas que se me arremolinaban en la mente—. ¿Ves esas líneas
negras en las mejillas y en la frente, Manuel? Solo una tribu lleva el negro
de esa forma. El negro es el color de guerra de los comanches. En unos
segundos los tendremos aquí.
Se le ensombreció la expresión cuando, a trescientas yardas, aparecieron
dos columnas de indios más. Altivos, se dividieron en dos hileras,
dispuestas en ambos flancos para rodearnos. No teníamos escapatoria. La
saliva, caliente, se me concentró debajo de la lengua y una fuerza me
oprimía el pecho. En cuanto los vi deslizándose hacia nosotros, comprendí
que lo que estaba por llegar era mucho peor de lo que jamás había
imaginado.
Continuaron bajando por la pendiente, uno tras otro, acompasados,
hasta que pisaron el suelo de la llanura. Randy se ató el sombrero con un
pañuelo por debajo del cuello para protegerse, y McCallister se llevó las
manos a la boca y gritó con todas sus fuerzas. Alzó el rifle para que todos
los colonos lo vieran, y, moviéndolo hacia atrás para darse impulso, nos
ordenó que galopáramos en una carrera de vida o muerte.
Jesse volvió a gritar, asegurándose de que todos lo oíamos. Los jinetes y
los que conducían los carromatos salimos disparados con furia. En
respuesta a nuestra salida, uno de los indios que encabezaba la banda
comanche aulló, y los pieles rojas se abalanzaron sobre nosotros como alma
que lleva el diablo.
La imagen que ofrecían resultaba mortífera y, al mismo tiempo,
hipnótica. Con sus rostros pintarrajeados, se aunaron en gritos de guerra:
unos sonidos agudos y espeluznantes, entre el gemido y el gruñido, que se
asemejaban más al alarido de un animal salvaje que al de un humano.
A medida que se aproximaban, los comanches se dispersaban con una
falta de organización que carecía de sentido. Un indio se sucedía a otro sin
seguir ningún tipo de jerarquía. A diferencia de nosotros, se agrupaban en
un ejército aparentemente desordenado y endeble. Sin embargo, aquella
caótica división era en realidad la táctica de guerra más terrorífica que
presenciaría en toda mi vida. Habían inventado una formación en la batalla
que ningún hombre blanco conseguiría igualar. Esa incoherencia, ese caos
en sus filas volvía loco a cualquiera que intentara descifrarlo; era su mejor
arma, y ninguno de nosotros estaba preparado para entenderlo.
Cada vez más diseminados, los comanches se precipitaron ferozmente
contra nosotros, cargados con arcos de flechas y rifles. Continuábamos
cabalgando a toda velocidad, cuando los oí pisándonos los talones. Se
estaban acercando, pero aún nos separaban unas yardas. A nuestras
espaldas, un hombre alto montaba con una elegancia salvaje y
extraordinaria e iba más avanzado que el resto; sujetaba una lanza de la cual
colgaban un sinfín de cabelleras. Sus gritos se me clavaban en los oídos
como navajazos.
Las flechas danzaban en el aire y los disparos se confundían unos con
otros, mientras intentábamos esquivar las balas. Los caballos relinchaban
asustados por los tiroteos. Me aferré a las riendas y cerré las manos. Tenía
tanto miedo que se me taponaron los oídos; dejé de oír los gritos de los que
caían, los aullidos de aquellos indios que se colaban en lo más hondo de
nuestras mentes y los chillidos de agonía de las madres que veían cómo
morían sus hijos alcanzados por las flechas.
Iba tan deprisa, y tan concentrada en continuar, que apenas veía nada.
Con la carrera, los caballos hacían que se levantara el polvo de la planicie
en una espesa niebla roja. Todo se volvió borroso. Las sombras se movían
de aquí para allá, como en una pesadilla repleta de fantasmas y de muerte.
Solo que esta vez, la pesadilla era real, y los fantasmas, de carne y hueso.
—¡El río, Cole! —Jesse nos señaló un resplandor en el horizonte.
McCallister se enderezó y dirigió su atención hacia el punto al que se
refería Jesse. Sin tiempo para pensárselo dos veces, viró la dirección y
realizó un disparo al aire, para que el resto lo oyéramos y le siguiéramos
hasta el río que serpenteaba enfrente de nosotros.
Aquello era una oportunidad para salvarnos. El río nos daría una tregua,
si llegábamos a él. Haciendo acopio de toda la fuerza que nos quedaba,
cabalgamos velozmente hacia el sur. Aún nos separaba una distancia
suficiente de los indios para darnos tiempo a cruzarlo. Si lo traspasábamos,
ganaríamos ventaja y podríamos tumbar los carromatos en la orilla opuesta.
Con un parapeto, nos defenderíamos mejor y podríamos apuntar y atacarlos
con mayor visibilidad.
Habíamos llegado a la orilla. A mi lado, una mujer que conducía uno de
los carromatos gritó, y se deshizo de las riendas al ser alcanzada por un
disparo. Su cuerpo cayó al suelo, y los ponis pasaron por encima de ella sin
compasión.
Siguiendo la estela y las órdenes de McCallister, nos adentramos en el
agua. Todo sucedía tan rápido que una serie de escenas y de huecos se han
perdido en los rincones de mi memoria. Esos instantes de sudor frío pasan
por mi mente como si pertenecieran a otra persona y alguien me estuviera
contando esta historia. Incluso con los años que han transcurrido desde
entonces, hay veces en las que me sigo preguntando qué fue real de todo
aquello, qué vi y dejé de ver en aquella lucha incesante por la
supervivencia.
—¡Tumbad los carromatos! —nos ordenó McCallister, cuando hubimos
cruzado a la otra orilla.
Los colonos se apresuraron, y una vez que hubieron volcado los
carromatos en paralelo al río, se refugiaron tras ellos, cargados con sus
rifles y pistolas. Niños, mujeres y hombres se prepararon para abordar a los
indios que se aproximaban al galope.
—¡No desperdiciéis la munición! ¡Antes de disparar esperaos a que os
lo diga yo! —exclamó McCallister.
Junto con Randy y Jesse, nos apostamos en primera línea.
El jefe de guerra comanche y su ejército aparecieron de entre el polvo y
comenzaron a atravesar el arroyo. Ahora los teníamos a tiro. Podíamos
verlos a la perfección. Apuntamos, escogiendo bien a nuestras presas,
cuando los dos líderes cruzaron sus miradas; el guerrero indio y McCallister
se quedaron absortos, pensando qué haría el otro, hasta dónde sería capaz
de llegar, de avanzar para salvar su vida o yacer en lo más profundo del
desierto.
Se contemplaban firmemente cuando el jefe comanche se incorporó
sobre su poni; sin apartar la vista de McCallister, alzó el brazo con su palo
cargado de largas cabelleras y profirió su grito de ataque. Sedientos de
sangre, el resto de sus hombres aullaron al cielo y se lanzaron al río entre
alaridos. McCallister aguardó unos segundos, luego gritó:
—¡Ahora!
Los rifles se desataron. Disparábamos más rápido que el viento,
recargando una y otra vez nuestras carabinas. Los tiros eran tan veloces que
apenas se oía el zumbar de las balas. Una nube grisácea se confundía con
los reflejos del río. El sabor de la sangre y del metal se me infiltraba entre
los dientes, deslizándoseme por la lengua, colándoseme en los pulmones.
De entre la niebla de detonaciones cayeron varios comanches; sus
cuerpos se unieron con las aguas. Los ponis se encabritaban y reculaban, y
los guerreros se desplomaban como cuerpos sin vida. El río se teñía de
sangre y cadáveres.
Un indio se volvió hacia mí, apuntó y, como si me hallara en un sueño,
la escena se paralizó. Llevada por las ansias de vivir, me quedé fría y
serena. En una fracción de segundo, los comanches se diluyeron como
almas en pena, más propios de una quimera que del mundo real.
Una silueta, un poco más nítida, se agrandaba en un primer plano. Una
mancha que se aproximaba amenazante hacia mí y que rugía como una
fiera. No fui consciente de mis movimientos ni de los pensamientos que me
cruzaron la mente. Todo sucedió tan deprisa que ni tan siquiera puedo
vislumbrarme, recordar qué hice o dejé de hacer. Sé que escuché el gatillo
accionándose, la bala volando en el aire y vi el cuerpo doblegarse con el
estruendo del disparo. El indio desfalleció; su cabeza chocó contra el suelo.
Las manos se me quedaron rígidas. Tenía los dedos atascados en el
gatillo. Miré al muerto que yacía en la arena y me invadió un espasmo; un
frío interior me cruzó el estómago y la columna vertebral. Ahora podía
decir que había matado a un hombre, que había escuchado ese jadeo ronco
y destemplado antes de morir.
A tan solo unos pasos, dos indios más cayeron por los disparos de
Randy y Jesse.
Viendo que se habían quedado al descubierto y que se encontraban a
tiro de su enemigo desde todos los ángulos, el jefe de guerra comanche
ordenó la retirada. Con la misma rapidez con la que habían aparecido de
entre los promontorios, recularon y se internaron en la neblina de pólvora
que asediaba las Grandes Llanuras.
Tras de sí, dejaron el rastro del polvo de la tierra elevándose en el aire, y
sus cadáveres flotando en el agua.
Desde entonces, siempre pensaría en ellos como un ejército de
fantasmas que aparecía y se desvanecía como el viento.
12

En el ataque perdimos a cinco hombres, tres mujeres y tres niños. Sus


cuerpos yacían en la orilla del río, inertes, cubiertos de polvo y de tierra.
Todavía puedo oír los gritos de desolación de sus familias. En ocasiones,
cuando me atrevo a recordar y regreso a esos instantes, se adentran en mis
oídos y en mi cabeza como un delirio, vívido y fantasmagórico, que resuena
durante largo tiempo. Aquella tierra prometida que se anunciaba como un
nuevo mundo en las cartas que recibimos, se estaba escribiendo con la
sangre de sus habitantes, con la vida y el sudor de los emigrantes que
habíamos cruzado medio mundo creyendo en ella y en nuestras ansias de
libertad.
Sepultamos a los muertos, y McCallister rezó una plegaria. El viento
soplaba con fuerza. Los sollozos de los colonos se condensaban en el
opresivo aire del desierto. Antes de que a los comanches se les ocurriera
regresar, McCallister nos apremió a reanudar la marcha. Seguiríamos lo
más rápido que pudiéramos hasta que llegáramos a Cruces Negras y nos
sintiéramos seguros.
Fatigados por la batalla y las pérdidas que acarreábamos, vagábamos
como almas sin vida. Habíamos rellenado nuestras cantimploras en el
arroyo. El miedo, mezclado con el calor, hacía que sudáramos y bebiéramos
más. Cabalgábamos con los cinco sentidos alerta, girándonos hacia
cualquier ruido o siseo que percibiéramos. El temor dio paso a la ansiedad.
Cualquier sonido, por insignificante que fuera, nos alarmaba.
Tenía tanto miedo que la camisa se me pegaba a la piel de la espalda por
el sudor. Por suerte, era ancha, y eso hacía que me quedara muy holgada y
que pudiera despegármela con facilidad.
Randy se había aproximado y cabalgaba a mi lado.
—¡Cualquiera diría que no habías visto a un indio en tu vida, Manuel!
—dijo, entre risas.
—¡Está sudando como un cerdo! —me señaló McCallister.
Los tres rieron. Jesse se doblegó hacia delante y negó con la cabeza:
—Es un caso perdido, Cole. No sé cómo te convenció, ni cómo lo
dejaste entrar.
—Quizás tengas razón. Pero tendrías que haberte visto a ti cuando
empezaste —dijo Randy—. Cuando te encontramos, nadie daba un centavo
porque fueras de los nuestros, ¡con esa ropa que llevabas!
Jesse no contestó. Se quedó ensimismado en sus manos, como si
escondieran algún secreto que lo avergonzara y que no tuviera ninguna
intención de revelar. Miró al frente, con su expresión cansada y ojerosa, y,
de pronto, en lo más profundo de su retina, asomó un destello cargado de
odio, un ultimátum contenido. Su cuerpo emanaba una violencia reprimida
y nerviosa. Espoleó a su caballo, fundiéndose con el grupo de carromatos y
colonos.
Cole McCallister permaneció unos segundos inmóvil, observando cómo
se alejaba. Acto seguido, se volvió hacia mí; como si no hubiera sucedido
nada, habló de nuevo:
—En algunas cosas aún estás un poco verde, Manuel. En eso le doy a
Jesse la razón. Pero disparas mejor de lo que pensaba, y eso también hay
que reconocerlo.
El viejo Randy sonreía.
—Tú también fuiste un jovenzuelo así, ¿eh, Mac? —dijo, enseñándonos
su boca desdentada—. Si hubieras visto cómo corría tras las faldas de las
mujeres como un burro en celo, Manuel…
—Será mejor que te calles si no quieres que te arranque de un puñetazo
los pocos dientes que te quedan —le interrumpió McCallister.
—¿Un puñetazo, dices? No te atreverías.
—¿Tú crees? —Sonrió McCallister—. No me tientes, viejo bobo, no me
tientes. Y haz el favor de ponerte esa maldita dentadura postiza que guardas
en el bolsillo. La gente te lo agradecerá cuando ríes.
Esto último lo dijo con una socarronería que pretendía irritar al anciano
cowboy. Randy arrugó la nariz malhumorado —un gesto que solía hacer
cuando algo le disgustaba—, y se enzarzó en una retahíla de maldiciones.
McCallister me dio un codazo, desternillándose de la risa.
Molesto, Randy le sacó la lengua en un gesto infantil y se colocó a mi
lado.
—Ese Cole cada día está más irascible, eso es. Meterse con mi
dentadura… Vaya si… Si fuera más joven le habría arreado una que… —El
viejo balbuceaba sin parar, visiblemente afectado.
Solo habían transcurrido tres jornadas desde que me había unido a su
grupo y Randy ya empezaba a despertar en mí una extraña ternura. El viejo
vaquero había alcanzado una edad en la que uno era consciente del breve
papel que le quedaba en la vida, una aprensión que se acrecentaba en un
territorio asolado por la incertidumbre, donde la muerte asaltaba a los
hombres en cualquier rincón; podía atacarlos por la espalda, permanecer
oculta tras un promontorio o un desfiladero a plena luz del día, o aguardar
hasta que la noche le diera una tregua. En el Oeste, la muerte cobraba
distintas formas que se desplegaban vertiginosamente: el veneno de las
serpientes de coral, el peligro de las tribus indias sedientas de sangre, los
asaltantes de diligencias, los pistoleros que gobernaban la pradera sin ley…
Aunque un hombre como ellos, un rastreador que había pasado la mayor
parte de su vida exponiéndose a la muerte, nunca se hubiera atrevido a
admitir sus miedos, cuanto más lo conocía, más veía esa inseguridad, ese
terror a que lo apartaran por ser viejo. Él mismo había luchado contra
algunas de las bandas de comanches más temibles de la frontera, había
sobrevivido a las letales mordeduras de las serpientes de cabeza de cobre, a
las picaduras de escorpiones, a la Guerra de Secesión. Randy se había
pasado la vida enfrentándose a las distintas caras de la muerte, pero en ese
instante, el viejo debía encarar una versión muy diferente del final de la
vida; más allá de los peligros del Territorio, Randy temía el día en que nadie
lo necesitara y que su mera presencia fuera más una molestia que otra cosa.
Sentado en su montura, insistía en darme consejos, amparándose en las
últimas muestras de sabiduría y autoridad en las que aún podía
resguardarse.
—Y ese Jesse no va a ir por mejor camino si sigue así, ya te lo digo yo.
Escúchame bien, Manuel, porque no te lo diré dos veces, no señor. El día
que me larguen, después, me echarán de menos. ¡Que me parta un rayo
si…! Sí, señor, y luego ya no volveré si me quieren. ¡Ah, no! ¡Ja! Ni por
todas las dentaduras del mundo.
Hizo un mohín y se llevó la mano a la boca con una expresión de dolor.
Durante unos minutos habló en susurros apremiantes para sí mismo. Estaba
murmurando algo, cuando la bolsa donde guardaba la dentadura le
sobresalió por el bolsillo de la camisa. Esta se movía al ritmo de nuestros
pasos, y estaba a punto de caérsele. Si la perdía, el viejo no podría comer
nada más. Decidí avisarle antes de que la extraviara:
—Eh, Randy. Ten cuidado, se te va a caer la dentadura y…
Pensé que me agradecería el aviso. En vez de eso, la alusión a sus
preciados dientes le ofendió todavía más. Randy se removió en la montura y
me lanzó un grito.
—¡Malditos seáis todos! Meteos en vuestros propios asuntos. Pandilla
de… ¡Hum! —refunfuñó, dolido, y, tras cerrarse el bolsillo, se alejó hacia el
flanco derecho.
—No vayas tras él —me dijo McCallister—. Cuando se pone así es
mejor dejarlo tranquilo. Luego se le pasa. No tiene nada que ver contigo.
El viejo permaneció apartado de nosotros durante un buen trecho. Al
principio, se le veía afligido: arrugaba la frente y los labios, entre reflexivo
y apesadumbrado. No obstante, poco a poco fue animándose y recuperando
la actitud burlona que lo caracterizaba. Al cabo de una hora
aproximadamente, Randy había dejado de hablar consigo mismo entre
cuchicheos y se entretenía de carromato en carromato conversando con los
colonos. Con el tiempo, aprendería que esa era una de las mejores partes de
él, esa facilidad para adaptarse al ambiente y a los distintos momentos; y,
sobre todo, esa alegría suya y esas ganas vitales por sobreponerse al pasado,
que hacía que las preocupaciones del día a día se desvanecieran.

Había oscurecido cuando divisamos las primeras casas de Cruces Negras.


Las fachadas se recortaban con el juego de luces de la puesta de sol, y las
luciérnagas alumbraban tenuemente el paisaje. En lo alto de las viviendas,
las chimeneas humeaban los restos de la cena y el íntimo calor de sus
hogares. Los colonos lanzaron los sombreros al aire y gritaron a todo
pulmón. Las mujeres se removieron animadas en los carromatos; las que
tenían hijos despertaron a los niños para que vieran la imagen que se
dibujaba en el horizonte.
El ritmo, que se había vuelto lento y pesado en las últimas horas, se
tornó rápido y constante. La luna no tardaría en bañar la noche con su luz
argentada, y en breve las estrellas fosforecerían con su manto brillante. En
la calle principal las ventanas de las casas estaban iluminadas. McCallister
dio la señal de llegada y los carromatos se detuvieron.
—Los dejamos aquí —dijo McCallister, sin mirar a nadie en particular
—. Espero que tengan suerte, todos ustedes.
Exhaustos, los colonos suspiraron en silencio y se despidieron de
nosotros. Como era habitual en el Oeste, varias de las familias que viajaban
en la caravana habían perdido, tiempo atrás, a seres queridos a manos de los
indios. Antes de que nos separáramos, a sabiendas de la reputación de
rastreador de McCallister, algunos de los colonos nos facilitaron señas y
descripciones de sus familiares por si, en un milagro, los veíamos cuando
nos reuniéramos con los comanches.
Jesse anotó cada una de las características minuciosamente. De todos
aquellos nombres que figuraban en una hoja gastada de papel, lo más
probable era que encontrásemos a muy pocos, y que algunos fueran ya
squaws o indios feroces educados en la cultura kiowa o comanche.
Ocasionalmente, me viene a la cabeza la imagen de un hombre que, con
su hija y su hijo cogidos de la mano, se volvió en mi dirección buscando
consuelo, una confirmación por mi parte de que encontraríamos a su esposa.
Ambos cruzamos la mirada y, por un momento, nos sumergimos en los
miedos del otro. Era como si nos hubiéramos desnudado uno frente al otro,
como si ambos estuviéramos siendo conscientes de la crudeza de la
existencia, y nos esforzásemos en aceptar que, por fin, la verdad había
salido a la luz; que por mucho que lo anheláramos, nunca recuperaríamos a
nuestros muertos. El hombre dobló la esquina con sus hijos en la grisácea
calle del pueblo.
Cuando creímos que todos se habían marchado y solo quedábamos los
cuatro, McCallister se dirigió a nosotros. Por cómo se movía,
balanceándose y dejando caer el peso de su cuerpo en su pierna derecha,
supe que se disponía a hablar.
Una sombra aproximándose lo detuvo. Harper se había quitado el
sombrero y lo sujetaba entre las manos, que le temblaban estrepitosamente.
—Harper, supongo que nuestra aventura termina aquí. —McCallister se
volvió, dándole la espalda.
No tenía ninguna intención de despedirse de él.
—Espera, Cole. Tiene algo que decirte, algo importante —dijo Randy
—. Díselo, Harper.
Harper asintió y giró el sombrero. De dentro, sacó un sobre manoseado
y se lo mostró a McCallister; el sobre se agitaba torpemente en el aire.
—¿Dónde han ido a parar tus agallas y tus andares de gallito, Harper?
—McCallister le arrebató el papel.
El hombre hundía la cabeza entre el cuello y los hombros,
empequeñeciéndose bajo su propia vergüenza.
En la hoja se leían dos palabras que conformaban un nombre. Cole leyó
en voz alta: «Alejandro Baeza».
—¿Qué es esto, Harper? ¿Quién es Baeza? —Lo miró inquisitivamente.
—Supongo que habéis oído hablar de los comancheros.
Cole asintió, cerró la mano izquierda en un puño y se le marcaron los
nudillos de los dedos por la presión. Harper mantenía la vista fija en el
suelo y en el montículo de hormigas que se había congregado cerca de sus
pies. Hablaba con voz grave y taciturna:
—Intenté decírselo cuando llegaron a la caravana… Aunque ahora sé
que no va a mover ni un dedo por mí, ¿verdad? —Su mirada, temblorosa y
suplicante, hizo que sintiera asco de mí misma, de cómo lo habíamos
degradado—. Los comanches… Hace dos años, esos sucios pieles rojas
raptaron a mi niña… Cuando me la arrebataron, empecé a dar voces por
todos lados en busca de ayuda. Quería cualquier tipo de información,
buscaba a cualquiera que pudiera proporcionarme noticias o algo que me
sirviera para encontrar a la banda de comanches que se la llevó. Mataron a
mi mujer, McCallister. Le saqué yo mismo la flecha del pecho. La guardé,
sabía que tarde o temprano me ayudaría a desvelar de qué banda se trataba.
Tras dos años buscándolos, pensaba que nunca podría dar con ellos, hasta
que, hace dos meses, un conocido me habló de Baeza y de los comancheros.
Dijo que si contactaba con él, Baeza podría conducirme hasta los
comanches —confesó Harper, al borde del llanto—. Lamentablemente, ya
le dije que no era el único que conocía a esos apestosos comanches…
—¿Y? ¿Contactó con él? ¿Por qué me cuenta todo esto?
Un tic nervioso se repetía en el párpado izquierdo de Harper.
—Porque está aquí, en Cruces Negras. O eso me dijeron. Intenté
contactar con él, le aseguro que hice todo lo posible para dar con ese tipo,
pero esos comancheros saben cómo esconderse. Solo se dejan encontrar por
quienes quieren que los encuentren. Nunca he tenido suficiente dinero,
McCallister, y no podía ofrecer mucho, pero estaba dispuesto a darle todo
cuanto tenía para encontrar a mi hija. Le dejé varias cartas en el saloon que
decían que frecuentaba. —Harper nos señaló el final de la calle; nos
llegaban voces ebrias y el lejano sonido de las teclas de un piano—. Esperé,
pero nunca obtuve respuesta. Fue entonces cuando decidí marcharme y
levantar un nuevo hogar lejos, muy lejos de aquí… ¿Sabe lo que es perder
todo lo que a uno le importa en la vida? ¿Sabe lo que es ver cómo lo que
más quieres se escurre como arena entre los dedos? ¡Es el infierno, el
mismísimo infierno! Tuve que regresar, volver a empezar desde el
principio, yo…
Harper no pudo contenerse: unas finas lágrimas le resbalaron por las
mejillas. Sus rodillas se doblaron como en un acto reflejo y su cuerpo cayó
hacia delante, sobre el suelo, con los brazos doblados y las manos en forma
de rezo.
—¡Levántese, Harper! ¡Tenga un poco de dignidad! —McCallister lo
agarró por la espalda y lo obligó a incorporarse.
Tambaleándose, Harper abrió las manos y buscó el equilibrio para
ponerse en pie.
—¡Mac, solo está intentando ayudarnos! —exclamó Randy.
Abochornado por la situación, y viendo que no íbamos a auxiliarlo,
Harper se alejó, cabizbajo, por el camino principal. Bajo la escasa luz de la
noche, se veía esmirriado y débil; andaba pesadamente, como si lo hubieran
anulado íntegramente.
Con lo último que había dicho Harper, no me pasó por alto el cambio de
expresión que sufrió el rostro de McCallister. Unas tensas arrugas se le
perfilaron a ambos lados de la mandíbula, como si estuviera a punto de
pegar a alguien, como si la boca le ardiera y el dolor fuera demasiado
insoportable. ¿Había sido a causa de la mención del comanchero o de la
referencia a lo que se sentía tras haber perdido a un ser querido?
Anticipándose a lo que iba a suceder, Randy le tocó el brazo para
contenerlo, pero nuestro jefe lo apartó de un empujón.
De una de las casas más cercanas nos llegaba el melancólico sonido de
una guitarra. Poco a poco, las notas de la melodía que estaban tocando se
fueron elevando y sonaron en el aire del pueblo como una sentencia de
muerte. A Jesse se le nubló el rostro; Randy se quitó el sombrero y, con
gesto solemne, se lo llevó al pecho. Desconocía qué significado guardaba
aquella canción para ellos; sus notas lúgubres hicieron que se me erizara la
piel.
La melodía inundó el pueblo en un halo que parecía condenarnos a
todos por los muertos que habíamos dejado atrás.
Sin despedirse de nosotros, McCallister azuzó a su caballo con furia,
esfumándose como un fantasma entre las callejuelas.
—¿Adónde va ahora? —pregunté.
—Déjalo, chico. A veces lo hace. Necesita estar solo —me contó Randy
—. Estas cosas le afectan mucho, aunque aparente lo contrario.
—Randy, ¿qué es esa música? ¿Por qué os habéis puesto todos así?
Jesse se volvió hacia mí; sus ojos fríos me atravesaron como un
cuchillo.
—¿Es que no sabes nada de nada?
Tras los pasos de McCallister, Jesse se dio la vuelta y se fundió en la
oscuridad. Me quedé inmóvil, sopesando lo que había dicho, pensando en
cada una de las palabras que había pronunciado. No entendía qué lo había
herido tanto para hablarme con aquel desdén ni para marcharse tan
bruscamente, sin tan siquiera explicármelo.
—Los mexicanos la llaman «Degüello». Es una marcha fúnebre.
Significa degollar, no dar cuartel al enemigo. —Randy se detuvo un
momento, dudando de si estaba haciendo lo correcto.
El viejo titubeó; por su pausa, imaginé que iba a revelarme un episodio
esclarecedor acerca del hombre que nos lideraba, y que probablemente
guardaba relación con lo que había dicho Jesse. Lo alenté a continuar.
—¿Estás seguro de que quieres oír esta historia, chico?
—No nos oye nadie. Están demasiado lejos —dije, para tranquilizarlo.
El viejo se aproximó un poco más a mí; tras echar un vistazo a nuestro
alrededor, para cerciorarse de que nadie podía oírlo, comenzó su relato:
—A McCallister le trae malos recuerdos, muy malos. Yo estaba con él
esa noche. Fue una noche fatídica, Manuel. Se respiraba en el aire caliente.
Íbamos con una caravana transportando más de cien reses en dirección al
Río Grande. Hacía días que cabalgábamos sin descanso. La gente estaba
cansada y hambrienta. No hay nada peor que la combinación de la fatiga y
el hambre, muchacho. Una puede ser soportable, pero cuando se juntan, una
de las dos gana a la otra, y eso nos vuelve completamente locos. Lo he visto
muchas veces, Manuel, y esa no fue distinta de las demás. Debería haberme
anticipado, debería haberlo visto venir… Pero éramos jóvenes y no
habíamos vivido tanto como para conocer hasta dónde puede sucumbir el
hombre.
»Era una noche fría. Nos apeamos en una zona donde había una charca
de agua; decidimos que abrevaríamos a los caballos y rellenaríamos las
cantimploras. Encendimos hogueras para mantenernos en calor y cocinar
algo de carne. Llevábamos días comiendo alubias en lata; necesitábamos
alimentarnos de algo más consistente si queríamos proseguir el viaje con
fuerzas. Por aquel entonces, si bien ya hacía años que Cole se había
marchado del poblado comanche, todavía se sentía muy unido a ellos. De
hecho, se había casado con una mujer nokoni y se empeñó en llevarla
consigo en la caravana. Ojalá no lo hubiera hecho. Todos le aconsejamos
que no lo hiciera. El mundo, nuestra sociedad, no estaba preparado para
eso, Dios lo sabía. Ya has visto lo testarudo que puede ser Cole, y no quiso
escucharnos.
»Su mujer se llamaba Tahtatzinupi, que puede traducirse como Estrella
de la Mañana. ¡Era tan hermosa! La mujer más guapa que he visto en mi
vida, Manuel. Si no fuera porque era india… Eso nunca me convenció. Pero
ya conoces a Cole, cualquiera se atrevía a decirle algo, ¡y menos a esa edad!
Se creía invencible…
»La primera vez que lo vi, yo trataba con un comerciante que traicionó
a los comanches. Al enterarse de que los había engañado vendiéndoles
whisky barato y armas defectuosas, lo mataron, le arrancaron la cabellera y
se llevaron toda la mercancía consigo. Amenazaron con torturarme y me
llevaron como cautivo a su poblado. Allí es donde conocí a Cole. Él me
salvó la vida. No sé cómo lo hizo ni qué dijo. Si no llega a ser por él, ahí me
hubiera quedado yo. Entonces, ya me hablaba de Estrella de la Mañana…
»Sabía que ella traería problemas, pero Cole era tozudo como una mula.
Cuando quiso llevársela a la civilización con nosotros, le advertí que las
mujeres la tratarían mal y los hombres perderían la cabeza con una mujer
así. Tenía la piel aterciopelada y un cabello negro con tintes azulados que
podía volver loco a cualquiera. Una mujer blanca con aquel cuerpo habría
despertado celos y envidias, pero habría sido respetada; sin embargo, una
comanche así, viviendo entre blancos, no señor… Aquello solo podía
acabar de una manera.
»Eran los principios de la primavera… Tras casarse con ella, Mac y yo
nos llevamos a Estrella de la Mañana con nosotros en la caravana.
Venderíamos las reses y nos asentaríamos en una de las zonas limítrofes,
donde cuidaríamos del ganado y construiríamos una casa donde pudiéramos
vivir los tres.
»Al tercer día con los carromatos, nos apeamos cerca de un desfiladero
para descansar y pasar la noche. Encendí una hoguera baja e hice un poco
de café. En aquella época estábamos en pleno territorio apache y los ataques
eran continuos. Mac quería vigilar los alrededores y necesitaba mantenerse
despierto, así que preparé tres tazas: una para Cole, otra para ella y otra para
mí.
»Cuando nos lo hubimos tomado, Cole se marchó para otear el entorno.
Estrella se abrigó con una manta y se quedó conmigo, junto al fuego.
Normalmente, se recogía la melena en dos largas trenzas, como dictaban las
costumbres de su tribu. Recuerdo que aquella noche se las deshizo para
peinarse. Bajo la luz de la luna, el pelo le caía como una cascada sobre los
hombros. Frente a la hoguera, canturreaba una antigua canción comanche
en voz baja, y se movía con una gracia maravillosa. Alumbrada por las
llamas, pensé que nunca podría ser más bella que en ese instante.
»Habían transcurrido más de dos horas, y Cole no había regresado aún.
La mayoría de las familias que viajaban en la caravana se habían ido a
dormir. Solo quedaban algunos grupos aislados que, como nosotros, se
habían enzarzado en sus propias conversaciones.
»Conociendo a Mac, probablemente se habría propuesto permanecer
horas despierto para asegurarse de que ningún apache nos sorprendiera
mientras dormíamos. Era capaz de pasarse la noche entera avizor, rondando
de aquí para allá, atento a cualquier sombra que se proyectara en las paredes
de los promontorios.
»A medianoche, el Territorio se balanceaba en una paz mansa y suave,
interrumpida únicamente por los ronquidos y respiraciones entrecortadas
que provenían de los otros carromatos. Viendo que Mac no iba a volver
hasta bien entrado el amanecer, Estrella me pidió que le llevara el café que
había sobrado; le iría bien para despejarse, si pretendía pasar lo que
quedaba de noche despierto.
»Me negué a dejarla sola; sabía que a Cole no le gustaría. Sin embargo,
ella insistió: me lo repitió una y otra vez hasta que acabó
convenciéndome… Todo estaba tan tranquilo, tan sereno, que no parecía
haber ningún peligro a la vista… Le prometí a Estrella que no tardaría. Ella
pestañeó, adormilada, y me sonrió, antes de resguardarse en el carro. Desde
fuera, vi cómo se tumbaba bajo su manta, y se preparaba para dormir. Le
pedí que se quedara dentro, que no saliera, que en menos que trinaran los
grillos habría vuelto para estar con ella…
Randy ocultó el rostro entre las manos, hostigado por los recuerdos.
—No tendría que haberlo hecho… Siempre me culparé por haberla
dejado sola. Fui a ver a Mac, y en ese rato… Estaba cabalgando cuando oí
que, a mis espaldas, uno de los grupos que aún estaban despiertos había
empezado a tocar «Degüello». Un escalofrío me recorrió la espalda, como
me sucedía cuando oía el sonido de una cascabel. Por Dios, debería
haberme dado la vuelta. Pero no pensé que… ¿Entiendes? Con Cole y yo
cerca, no pensé que nadie se atrevería a… Todos tocaban canciones
entonces y…
»Cuando encontré a Cole nos hallábamos a varias millas de distancia de
la caravana. Todavía podía oír la tonada, pero Mac se había alejado bastante
y estábamos a una distancia considerable. Nos extrañó que la tocaran varias
veces seguidas, pero no fuimos capaces de comprender las señales.
»Iban por la cuarta repetición, cuando oímos el grito ahogado de
Estrella. Nunca había visto a Cole tan afectado; volvió la vista hacia la
caravana y se quedó paralizado unos instantes. No reaccionaba, Manuel.
Sus ojos quedaron velados: como los de una serpiente, se tiñeron de una
textura viscosa y se endurecieron, como la piedra caliza que crece en los
valles de las montañas donde nunca llega el sol. De repente, Cole espoleó a
su caballo con ira y cabalgó con tanta furia que me dejó el cuerpo helado.
Supe enseguida lo que había ocurrido. El aire se había recargado de un mal
presagio. Si hubiera dependido de mí, no lo habría dejado volver, pero ni un
ejército de doscientos comanches lo habría detenido. Iba a buscar a su
Estrella. No iba a dejarla allí.
»Su silueta se fundía en la oscuridad, cabalgaba con la vehemencia del
que ha perdido la cabeza. Aceleré la marcha para unirme a él. Temía lo
peor, Manuel. Nos quedaban tan solo unas yardas para llegar a la caravana
cuando un disparo cortó la quietud de la noche y dejamos de oír los gritos
de Estrella de la Mañana.
»Cuando alcanzamos la caravana, Estrella estaba muerta. La habían…
El viejo calló. La voz se le quebraba al hablar.
—Cole quería matarlos, estaba fuera de sí. No sabíamos quién había
sido, ni nadie se atrevió a decirlo. Todos se cubrieron, los muy cabrones.
Intenté detenerlo, pero era imposible con Cole. Se abalanzó contra los tipos
que rodeaban el cadáver de Estrella, pero nos superaban en número y
estaban preparados para nuestra llegada. Cuando nos enfrentamos a ellos
nos pegaron una buena paliza.
»Al recuperar la consciencia, la caravana se había ido. Solo
quedábamos nosotros, nuestro carro y el cadáver de Estrella, ahí tendido en
el puto desierto. Cole quiso ir en busca de sus asesinos, pero lo detuve antes
de que fuera demasiado tarde. No teníamos ninguna prueba, aparte de lo
que habíamos visto, ni sabíamos quiénes eran los culpables. No podíamos
liarnos a tiros contra todos los hombres de una caravana, y menos aún por
una squaw. Además, lamentablemente, ningún sheriff iba a darnos la
razón… Nadie iba a defender a una india antes que a unos blancos. No
teníamos pruebas, ni nadie que testificara a nuestro favor.
»Sin decir ni una palabra, Cole tomó a Estrella en sus brazos y se la
llevó desierto adentro para enterrarla. Yo fui tras él; cogí las provisiones y
el poco equipaje que llevábamos con nosotros. Dejé el de Estrella atrás. No
servía de nada guardar las ropas de una muerta.
Las emociones que estaban despertando en él eran demasiado fuertes
para que pudiera continuar. Randy juntó los labios y desvió la mirada en la
dirección por donde se había marchado su camarada.
—Intentemos dormir esta noche, chico. No nos irá nada mal descansar,
créeme —dijo el viejo, cambiando súbitamente de tema; me señaló la calle
por donde se habían marchado los otros dos, la misma que nos había
indicado Harper—. Allí está la casa de Dolores; es una buena amiga. Cole y
Jesse ya deben de andar por allí. Ella podrá decirnos algo de ese tal Baeza.
—¿Crees que debemos buscarlo? —Si ya teníamos a McCallister, no
veía la necesidad de ir en busca de un desconocido cuya reputación era
altamente dudosa.
—Los comancheros son casi como los comanches: saben siempre dónde
encontrarlos, su vida depende de ello. Están en contacto constante con las
bandas, y conocen sus formas de moverse mejor que cualquier rastreador.
Al menos, en los tiempos que corren, claro. Antes, esos tipos no existían y
todo era más fácil. Ahora, siembran el odio por estas tierras, abastecen a los
indios de armas y de alcohol barato, del que quema las tripas… Son unas
malditas sanguijuelas, ¡todos ellos! —Randy se pasó la lengua por el labio
inferior, haciendo un extraño bisbiseo, y añadió—: Si queremos encontrar a
los últimos cautivos que se han llevado los comanches, más vale que demos
con ellos rápido. Cuanto más tardemos, más difícil será rescatarlos. Se
habrán convertido en indios, en auténticos numu, y ya no podremos hacer
nada. Aunque me revuelva el estómago admitirlo, ese maldito comanchero
del que nos ha hablado Harper puede ayudarnos a agilizar la búsqueda. —
Randy se subió el ala frontal del sombrero y alzó la vista hacia una fachada
grisácea cuyas luces parpadeaban con una alegría deslumbrante—. Aquí es,
chico.
Al ver el saloon, su mirada se dulcificó, como si en ese instante hubiera
retrocedido en el tiempo y hubiera regresado a una especie de hogar
perdido. Del interior nos llegaba el sonido festivo del piano. Tocaban «The
Yellow Rose of Texas». A través de las ventanas de la planta baja, se veía a
hombres y mujeres jugando a las cartas, a un curioso y peculiar individuo
cantando y tocando la melodía sureña, y a una mujer abriéndose paso entre
los huéspedes.
Un niño mestizo, que no debía tener más de ocho años, se aproximó a
nosotros. Con la condición de que le pagáramos, se ofreció a cuidar de
nuestros caballos hasta el día siguiente. Randy lo reconoció al instante y lo
saludó efusivamente.
—¡Cuánto has crecido, Juanito! —dijo, acariciándole la mata revoltosa
de pelo.
—¡Ya casi soy más alto que madre! —El niño sonrió, orgulloso de su
altura.
Raunders le dio un puñado de monedas y, tras propinarle un golpecito
en el hombro, entramos en el local. En el cartel que colgaba de la fachada
rezaba el titular «Casa Dolores», y debajo, en letras más pequeñas, el
subtítulo «El hogar para todos». Cruzamos las puertas batientes. El
ambiente estaba cargado de humo y alcohol. La gente reía y se pasaba vasos
de whisky y barajas de cartas de una mesa a otra.
Jesse estaba sentado en una de las mesas jugando a una partida de
cartas. Apostaba contra cuatro hombres más. Se encorvaba hacia delante,
concentrado en las cartas que barajaba entre las manos. Tenía la frente
bañada en gotas de sudor y se mordía el labio, dubitativo.
Una mujer morena, con el cabello recogido en un moño desaliñado, se
dirigió a la mesa y se puso al lado de Jesse. Apoyó los codos sobre el tapete
y se inclinó hasta que su cara quedó a la altura del resto de hombres. Los
rostros de los jugadores se iluminaron ante su presencia. Con una actitud
coqueta y resolutiva, les dijo algo que no conseguí oír, y todos se rieron a
carcajadas. La mujer le guiñó el ojo a Jesse y, tras pellizcarle la mejilla, se
apartó para dejar que continuaran con el juego. No era especialmente
delgada, ni tampoco demasiado joven; pero llevaba un corsé que resaltaba
las curvas de su cuerpo, y andaba contoneándose con una sensualidad y una
seguridad en sí misma que hacía que todos se volvieran para observarla.
—¡Pero si es la mujer más guapa que hay desde Laredo hasta Santa Fe!
¡Yiiiiha! —exclamó Randy.
La mujer levantó los brazos y dejó escapar un grito. Randy sonrió
abiertamente y se sonrojó. En algún momento antes de entrar, se había
colocado la dentadura postiza, y ahora no dejaba de sonreír y de enseñar sus
dientes. La mujer corrió hacia él y lo rodeó con su abrazo.
—¡Bob, ponle un trago a nuestro amigo Randy! —le ordenó al barman.
—¡Enseguida, Dolores! —respondió el otro al instante. Se apresuró a
buscar la botella y llenó un vaso hasta la mitad.
—¡Sin hielo! —apuntó Randy—. ¡Bien seco y cargado, Bob! ¡Como a
mí me gusta! Y trae otro para el chico. ¡Enseñémosle cómo se debe beber el
whisky!
Dolores besó a Randy en la mejilla y se giró para saludarme.
—Este es Manuel, nuestro nuevo chico, Dolores. Te caerá bien.
Asentí y sonreí. Dolores se había quedado quieta. Con su talante
autoritario y confiado, me repasó de arriba abajo. Por un momento, pensé
que había visto algo en mí que la había hecho recelar. Al cabo de unos
segundos, arqueó la ceja, con una mueca divertida, y me dio la bienvenida.
—Servirá —le dijo a Randy, y habló de nuevo, esta vez interpelándome
—: Ahora dinos, ¿eres de rubias o morenas, Manuel?
Hubiera esperado cualquier pregunta menos esa. Dolores me dejó
completamente desconcertada.
—Vamos, chico, no seas tímido.
—No tengo preferencias… Supongo que ambas, señora…
Randy retrocedió, quitándose el sombrero, al tiempo que Dolores se
llevaba las manos a la cabeza. Su voz se volvió grave y severa:
—Escúchame bien. No vuelvas a llamarme señora en tu vida, ¿me oyes?
Aquí solo permito que me llamen Dolores. Es Dolores y solo Dolores.
Me estaba señalando con el dedo de forma acusatoria, cuando el barman
al que llamaban Bob se presentó ante nosotros; acarreaba una bandeja de
madera con un whisky lleno en tres cuartas partes y otro menos cargado. Le
entregó el primero a Randy, que se lo dio a Dolores para calmarla, y el
segundo a mí. Dolores cogió el vaso y continuó observándome,
imperturbable. Aturdida por su arrebato, tragué saliva a modo de
asentimiento.
—Bien. Y que no se te olvide —repitió, afectada, y bebió un trago.
—Tienes que decirle qué prefieres, chico. Dolores puede presentarte a
chicas muy guapas, ¿eh, Dolores? —Randy se puso colorado.
—Nunca me he parado a pensarlo, la verdad —dije, sin saber qué
contestar a aquella estupidez.
Una sonrisa traviesa se acentuó en los labios de Dolores.
—Y tanto que lo sabes. Más que ningún otro hombre de por aquí —dijo
ella, con un tono malicioso, e hizo más amplia su sonrisa.
Nos contemplamos con curiosidad. ¿Era posible que me hubiera
descubierto? Su rostro, bello e inquietante, no traslucía ninguna emoción.
Resultaba imposible adivinar qué pensamientos se escondían tras esa
indiferencia.
—¡Venga Bob, tráeme otro vaso, anda! ¡Que estoy sediento! —Randy
dio un golpe a la mesa.
—¡Ya va, ya va! —dijo el barman, echando una considerable cantidad
de whisky en el vaso hasta llenarlo del todo—. Aquí tienes, viejo
refunfuñón. Como a ti te gusta; para que te acabe de roer los pocos dientes
que te quedan.
Bob habló tan alto que no hubo hombre en la taberna que no lo oyera.
Todos se troncharon de la risa en sus sillas y alzaron sus bebidas a modo de
brindis.
Enfadado, Randy arrugó la nariz y miró el whisky; ese líquido marrón
que tanto había deseado ahora le asqueaba. Se le habían pasado las ganas de
beberlo. Cerró la boca, que tanto se afanaba en mostrar con su nueva
dentadura, y frunció los labios. Herido por las burlas, dejó el vaso encima
de una de las mesas de cartas.
—Me voy a dormir. Nos vemos mañana, chico —dijo compungido.
—¡No te lo tomes así, Randy! ¡No seas tan aguafiestas! —Dolores trató
de persuadirlo para que se quedara un rato más, pero el viejo se negó.
Era demasiado orgulloso para admitir que la cabalgata le había dejado
más cansado de lo habitual. Quedamos en encontrarnos al día siguiente, a
las nueve de la mañana, en el salón para el desayuno. Se alejó rezongando
en dirección al primer piso.
—A ti también te iría bien una cama —me aconsejó Dolores—. Pediré
que te preparen un cuarto. En unos minutos lo tendrás listo. Ya te avisaré.
Con un revuelo de faldas, la mujer enfiló las escaleras. Me quedé
absorta en ella, en cómo se agitaban los bajos de su vestido. En mis
cavilaciones, proyecté la dulce figura de Estrella de la Mañana. Fantaseé
con ella moviéndose por aquella misma estancia. Reflexioné sobre lo que
me había contado Randy y comencé a recrear cada una de las escenas de la
noche en que la asesinaron: su bella cara indígena de pómulos marcados
apareciendo entre el polvo, su melena larga cayéndole como una cascada.
Según el viejo, era una de las mujeres más hermosas que había conocido:
una mujer salvaje, cuyas ansias de libertad podían enloquecer a cualquier
hombre.
Concentrada en el relato, me pregunté qué habría hecho yo de estar en
la misma situación. ¿Si hubiera estado allí, me habría callado como se
suponía que hicieron el resto de los viajantes en la caravana? ¿O habría
denunciado la injusticia? Al igual que Estrella de la Mañana, en la caravana
que se desplazaba hacia el Río Grande, debía de haber más mujeres: las
esposas, hijas, hermanas y madres de los hombres que viajaban. ¿Qué
habrían hecho esos hombres si en vez de tratarse de una india hubieran sido
sus esposas o sus hijas? Me prometí a mí misma que, si algún día
presenciaba algún abuso, como mujer actuaría y hablaría. No podía
quedarme callada. No podía permitir que me empequeñecieran.
Me había encerrado tanto en mi pérdida y en mi propia realidad que
había dejado de ver la que afectaba al resto del mundo. Los indios habían
violado a mi madre, matado a mi familia, pero los blancos habíamos sido
los primeros en sembrar la desgracia y la muerte a sus tribus. Estrella de la
Mañana era un eco, una sombra de la destrucción que los emigrantes que
habíamos colonizado las Américas habíamos traído a las tribus. Nos
aprovechamos de sus mujeres, les robamos las tierras, y cuando
conseguimos que aceptaran un acuerdo para vivir bajo nuestro gobierno, les
vendimos alcohol y alimentos podridos para que malvivieran. Los
conceptos de bondad y maldad, y las fronteras entre ambos, se diluían en la
niebla de polvo del Oeste.
En el saloon, mientras aguardaba a que mi habitación estuviera lista,
una joven que pasó por mi lado me llamó la atención: su rostro era casi el
de una niña. Se movía tímidamente, y cruzó la sala con la cabeza gacha en
dirección al pianista. Este se apartó a un lado de la banqueta, dejándole un
sitio para que tomara asiento. Ella se sentó junto a él y empezó a cantar. Su
voz era melodiosa, resultaba encantadora. Los presentes dejaron sus
partidas y se volvieron hacia ella.
Dolores había bajado en mi busca, pero se había detenido a hablar con
otra de sus chicas, que estaba a dos metros de mí. Se las veía muy serias,
cuchicheando; la conversación debía girar en torno a un asunto de vital
importancia. Di un paso adelante y agucé el oído para escuchar lo que
decían.
—No debería estar aquí, Dolores. Es prácticamente una cría.
—¿Y adónde va a ir? Dime. No tiene familia, le robaron todo lo que
tenía en el último pueblo, ya lo sabes. ¿La abandonamos en la calle, Rita?
—Dolores, no me refiero a eso. Nunca le haría algo así. Pero es tan
buena y tan tierna, que aquí no…
—Tenemos que sobrevivir y ayudarnos entre nosotras. Tú más que
nadie deberías saberlo. Esto es lo mejor que tiene —dijo Dolores,
contundente—. Trabaja y cobra un sueldo que le permite vivir, y ya sabe
que puede irse cuando quiera. Ya me encargaré de que no caiga en ciertos
brazos. No podemos negarle un techo, no si ella me lo ha pedido. Hacemos
lo que podemos, Rita, todas nosotras. Ojalá un día esto cambie, y trabajar
complaciendo a los hombres no sea nuestra única opción. Pero de momento
es lo que tenemos. Y lo importante es que nos tengamos. Si no podemos
confiar las unas en las otras, créeme, estamos perdidas.
«Esto es lo mejor que tiene. Tenemos que sobrevivir, ayudarnos entre
nosotras».
Pensé en las verdades que escondía aquella frase, y algo me sacudió por
dentro.
Un hombre agarró a Dolores por el hombro y exclamó, alzando la jarra:
—¿Qué chica de Dolores vas a darme hoy? ¿Voy a poder escoger? —
Rio, enseñando su carcomida dentadura—. ¡Esa! Esa es la que quiero. La
virgencita nueva.
Los tipos que lo oyeron se inclinaron hacia delante, desternillándose de
la risa. La chica del piano también se percató y se giró trémula, con la
cabeza gacha y los ojos bajos, buscando algún rastro de salvación en la
respuesta de Dolores. La forma en la que se volvió hacia nosotros, retraída,
con los hombros hundidos, me trajo a la memoria los gestos aprensivos de
mi hermana: tan similares, tan apocados, que sus dos rostros podían
fusionarse en uno. En la mirada amilanada de la muchacha advertí un
cambio, el mismo que había atisbado en Isabel: caminaba asustadiza por la
pradera, con el cuerpo como disminuido, al igual que la chica del piano. Sus
movimientos traslucían la sustancia del miedo, como si algo aterrara a esas
dos mujeres que no se conocían de nada y que, sin embargo, quedaban
unidas por la misma estampa.
Había atribuido aquellas mutaciones a daños colaterales de la frontera;
el Territorio alimentaba las ilusiones de miles de emigrantes y, con las
ansias con las que las fomentaba, también transformaba sus vidas de formas
inimaginables.
Hasta pasado mucho tiempo no descubriría que aquella tierra confinaba
secretos mucho más oscuros de lo que mi mente podía concebir.
—¡Venga, Dolores! ¡Te pago el triple si me entregas a la virgen! ¿Qué
me dices?
Los hombres gruñeron, excitados. El ambiente estaba tan viciado que
apenas podía respirar.
Salí fuera para tomar un poco el aire y di un pequeño paseo por la calle
principal. El hombre de la guitarra que habíamos oído antes, había dejado
de tocar «Degüello», pero en el silencio de la noche solo percibía aquellas
notas fúnebres diseminándose por el Oeste.
Tuve un mal presentimiento.
Como le había sucedido a Isabel, aquella noche tan lejana en Blanes
sobre la gran roca de Sa Palomera, volví a notar ese gusto a hierro en el
paladar que anticipaba la llegada de la muerte.
13

La habitación era cálida, y estaba más limpia de lo que hubiera esperado


de un sitio como aquel. A pesar de que nos separaba un piso de la planta
baja, las paredes eran muy finas; me llegaban las voces de las partidas de
cartas de abajo y los sonidos de los dormitorios de al lado: golpes,
exhalaciones, gemidos, risas masculinas. Incluso creí oír a una muchacha
llorando. Me levantaba con los ruidos y no conseguía conciliar el sueño.
«¿Qué chica de Dolores vas a darme hoy?». Los hombres, acompañados
de las mujeres que habían contratado para pasar la noche, subían los
escalones y se encerraban en los cuartos del primer piso. Un malestar se
asentó en mi estómago y se me propagó por todo el cuerpo. «Las chicas de
Dolores», como «Las cervezas de Schaefer», así las llamaban. Todas
entraban dentro de un mismo paquete. Eran como las tierras que pisábamos
y que los hombres conquistaban: sin valor, sin ley.
Entre los sonidos de las habitaciones contiguas y los pensamientos
sobre Isabel, no paraba de dar vueltas en la cama. Harta de revolverme entre
las sábanas, me asomé a la ventana. Un enjambre de polillas se encaramaba
en una de las ventanas iluminadas del edificio de enfrente. Me apoyé en el
alféizar y recosté la cabeza en mis manos. Un murciélago mexicano de cola
libre alzó el vuelo y se dio a la caza tras una libélula. La tierra se
desdoblaba en las tinieblas; me maravillaba cómo cambiaba de aspecto
según la luz. A medianoche, se veía negra e impenetrable, mientras que al
amanecer adquiría unas tonalidades pastel, casi idílicas.
Inabarcable en su inmensidad, se bosquejaba como una fuente de
guerras y enfrentamientos, de derramamientos de sangre, inicios y fines de
nuevas vidas: el origen de una nueva y moderna nación que luchaba por
construirse frente al salvajismo de las Grandes Llanuras. Sumida en la
penumbra, aquel suelo que habíamos conquistado revelaba los oscuros
secretos que, durante años, había atesorado la sangre derramada de sus
muertos, de todos los nativos que habían fallecido por nuestras ansias de
colonización, por nuestros deseos de poseer la tierra, de que fuera nuestra.
«¿Dónde estás, Isabel? Envíame alguna señal de que sigues ahí, de que
el polvo no se te ha tragado aún, de que continúas esperándome…», me
encontré suplicándole a la tierra. Aguardé a que respondiera, a que se oyera
el aleteo de una lechuza o el siseo de una serpiente…
Pero el Territorio guardó silencio.
Repetí su nombre hasta la saciedad, sin apartar la vista de la tierra que
se extendía hasta el fin del horizonte. Me dejé caer sobre el marco de la
ventana, rezando por sentir alguna corazonada que me devolviera la fe,
algún presentimiento que me llevara hasta mi hermana, cuando, en el
dormitorio de al lado, una chica sofocó un grito. Instintivamente, me volví
hacia la puerta y me quedé contemplando la pared desvaída. Se escuchó un
golpe, seguido de un portazo y unos chillidos recorriendo el pasillo.
—¡Abra, abra! ¡Por favor, abra de una vez!
Alguien golpeaba la puerta de mi dormitorio como si le fuera la vida en
ello. Me aparté de la ventana y fui a abrir. Una mujer entró bruscamente y
se abalanzó encima de mí. Me hice a un lado para dejarla pasar. Iba tan
embalada que tropezó con los bajos de su bata de seda, cayendo al suelo.
—¡Cierra la puerta, ciérrala! —chillaba desesperada.
Estaba medio adormilada y me costaba reaccionar.
—¡Maldita sea, que viene!
Por el pasillo, se aproximaba un hombre. Apestaba a ron y los
pantalones casi le llegaban a los pies. Llevaba los calzoncillos llenos de
manchas, de texturas y tonalidades variopintas, como si se lo hubiera hecho
encima. Al ver que la chica había entrado en mi habitación, alargó los
brazos para entrar. Reaccioné a tiempo y cerré la puerta en sus narices. Giré
la llave en el cerrojo con doble vuelta. El hombre gritaba afuera y golpeaba
la puerta:
—¡Furcia, ramera! ¡Tíratelos a todos! ¡Das asco!
Ninguna de las dos se movió ni dijo nada hasta que oímos cómo el
hombre bajaba las escaleras que conducían al vestíbulo. Me pegué a la
puerta, aguzando el oído. Estaba tan borracho que era imposible no oír sus
zancadas: como una cuba, avanzaba un paso, se detenía para agarrarse a la
barandilla o a las paredes y proseguía su camino tambaleándose.
Pasados unos minutos, aparte de los gemidos que se escuchaban como
ecos de las habitaciones contiguas, no se oía nada más; el peligro había
pasado.
—Menos mal… —La joven que había irrumpido en mi habitación
suspiró, aliviada—. Gracias, chico. ¡Te debo una bien grande! Por cierto,
soy Bera —se presentó, sonriendo.
Seguíamos sentadas en el suelo, pegadas a la puerta. Me puse en pie y la
ayudé a incorporarse.
—Oye, ¿te importa si me fumo un cigarrillo? —me preguntó,
exhibiendo la pierna y sacando una cerilla y un cigarro que guardaba en la
liga.
Era una chica menuda, de rostro anguloso y facciones pequeñas. Su
boca de piñón era diminuta. Podría decirse que era verdaderamente
hermosa, si no fuera por las manchas que le rodeaban la boca y que le
afeaban el rostro; la erupción se le irradiaba también a las palmas de las
manos. Las cerraba constantemente para ocultarlo, pero en cuanto
gesticulaba sus manos se abrían, enseñando el enrojecimiento que se le
expandía por los dedos y las muñecas. Vestía una bata de seda roja y,
debajo, lucía una ropa interior ajustada que le ensalzaba y le resaltaba los
pechos.
Me quedé atónita ante ella; mis camisones en casa eran mucho más
sencillos. Se cerraban al cuello, y eran de colores oscuros, más serios.
Aquellas piezas de ropa me parecían de otro mundo. Después de días
inmersos en la suciedad y la sarna del desierto, esas prendas finas y
brillantes me arrastraban hacia ellas; quería acariciar la seda, que mis dedos
se deslizaran por una superficie limpia y lisa, que no estuvieran repletos de
polvo ni manchados de hollín.
Más tarde, averiguaría que las huellas que le enrojecían la piel eran los
inicios de la sífilis, y que aquellas ropas que se me antojaban tan hermosas,
al tocarlas, estaban desgastadas y repletas de manchas.
Sin querer, me quedé observándola y ella se ruborizó. Siempre me había
imaginado a las mujeres de los saloons como monstruas pintarrajeadas que
buscaban la perdición de los hombres. Ahora me daba cuenta de lo estúpida
que había sido y de lo mucho que me parecía a ellas. Eran mujeres, mujeres
como yo, en busca de una salida en un mundo regido por hombres.
—Será mejor que me vaya… —dijo, ante mi falta de respuesta—.
Gracias por tu ayuda, chico.
Estaba tan dormida y desorientada, que apenas me daba cuenta de lo
que sucedía.
«Chico». Había olvidado mi nueva identidad: quién era y dónde me
encontraba. Tuve que repasarme en el espejo para asegurarme de que todo
seguía en su sitio. Por suerte, no se me había soltado ni abierto nada; mi
disfraz seguía intacto.
—Espera, no te vayas aún. —La detuve.
Ella se tapó el pecho, que llevaba medio descubierto, y se cerró el batín.
—Oye, no tenía ni idea de quién había aquí. Tengo que irme. Si quieres
algo, habla con Dolores antes. Ella es quien lo organiza todo —dijo,
apresurándose a girar la llave.
—Espera, espera. No me refiero a eso. —Intenté hacerla entrar en razón
y convencerla de que no quería nada con ella—. Ese tipo quizás ande cerca.
Probablemente esté abajo, esperando a que salgas. Puedes quedarte un rato
más si quieres. Estás más segura aquí.
Dudó al principio; luego rio, y se encendió el cigarrillo. Sus labios se
combaron, cerrándose sobre el cigarro en una circunvalación perfecta para
aspirarlo. Bera dio una profunda calada, expulsó el humo por las aletas de la
nariz y por la boca entreabierta. Se sentó en una de las sillas que había en el
dormitorio, recostó la espalda en el respaldo y cruzó las piernas.
—Eres de lo más raro, ¿lo sabías? Nunca hubiera dicho que un hombre
me diría esto, que no está interesado en mí. Lo peor de todo es que creo que
dices la verdad. —Rio, divertida, y continuó fumando—. ¿Cómo te llamas?
—Manuel, puedes llamarme Manuel. —Repetí las palabras exactas que
le había dicho al grupo de los buscadores.
—Está bien, Manuel. Aunque, ¿sabes qué? No creo para nada que ese
sea tu nombre. Pero lo dejaremos así. Una verdad por una mentira. Sería
demasiado pedirle a un hombre dos verdades, ¿no crees? —Volvió a reír,
como si la situación fuera de lo más graciosa—. Cuéntame de dónde eres.
De por aquí seguro que no.
Su risita aguda resultaba contagiosa y, sin motivo alguno, a mí también
me entraron ganas de reír.
—Anda, cuéntamelo. No pienso salir de aquí hasta estar segura de que
ese viejo se ha largado de una vez por todas. A veces se queda una hora
rondando por abajo, esperando a que salga. Ese tipo es un enfermo…
Además, es agradable conocer a un hombre que, por una vez, esté dispuesto
a hablar antes de metértela. —Su boca se ensanchó, y expulsó el humo del
cigarrillo.
—No creo que lo conozcas.
—Prueba. —Sonrió, enseñándome su hilera de dientes ambarinos por el
alcohol y el tabaco—. ¿El lugar de donde vienes es parecido a esto? —dijo,
cuando una mosca se le acercó zumbando y, de un manotazo, la estampó
contra la pared—. Esto a veces apesta con tanto calor. —Bera suspiró,
encogiéndose de hombros.
—Creo que te gustaría… Allí hace calor en verano, pero no tanto como
aquí…
Sonreí al recordar mi antiguo hogar, y me dejé llevar por las
reminiscencias. El olor de los pinos, el viento de Blanes, la humedad del
mar me salpicaron de una forma tan vívida que, por un momento, me dio la
sensación de que podía tocarlos, acariciar las olas…
—En las noches de primavera sopla una brisa fría que eriza la piel. Con
las lluvias refresca, y el aire está cargado de un olor puro, a naturaleza.
—Eso suena bien, maravilloso, la verdad… —Se llevó la mano al cuello
para secarse el sudor pegajoso.
—Pero lo mejor es el mar. ¿Lo has visto alguna vez?
La joven parpadeó, asombrada por mi pregunta; su cuerpo retrocedió
unos centímetros hacia atrás, arqueando la espalda en un retraído
movimiento que no supe dilucidar si era debido a la vergüenza o al rechazo.
Sus labios se cerraron, guardando silencio. Dobló los dedos de las manos y
bajó la cabeza hacia el suelo.
—Puedo contarte cómo es, si quieres… De hecho, todo lo que se cuenta
suele ser mejor que la realidad.
Ella esbozó una tímida sonrisa y alzó levemente la cara hacia mí, un
gesto que entendí como un ligero asentimiento.
—El pueblo donde nací empieza en una bahía, una playa en la que una
gran roca sale de las profundidades del mar. —Le conté, tratando de
distraerla—. Es parecido a un promontorio, a escala reducida. Si subes al
punto más alto, puedes ver cómo el mar se extiende hasta el horizonte, con
millas y millas de agua. Incluso se pueden atisbar algunos islotes que hay
en las cercanías.
—¿De qué color es el mar? ¿Es tan grande como el desierto? —Sus ojos
se agrandaron. La muchacha se había inclinado hacia delante, con las
manos en el regazo.
—El mar es de aguas frías, y sus tonalidades cambian según la luz que
incide sobre ellas. A primera hora de la mañana son de un azul apagado,
como si estuvieran durmiendo; pero a medida que avanza el día, el color va
ganando intensidad, y se transforma en un azul fuerte, vigoroso. Sus olas
son espumosas y blancas como la nieve cuando rompen contra la orilla. En
cambio, al anochecer, se apaga con el cielo, y se vuelve oscuro, casi
negro…
—Debe ser increíble… ¡y terrorífico! —Impresionada, alzó las manos y
las agitó en el aire.
—A veces puede serlo, sí.
—¡Cómo me gustaría verlo! Aunque no creo que pueda, no creo que
nunca consiga salir de este lugar de mala muerte… —confesó, en un
suspiro que fue apagándose paulatinamente. Sus ojos se perdieron en las
paredes desgastadas de la estancia.
—Quizás algún día —le dije, intentando reconfortarla, aunque ambas
sabíamos que las probabilidades de que eso sucediera eran casi inexistentes.
De súbito, dos puntos fulgurantes asomaron por la ventana y di un
respingo en el suelo. En la oscuridad, aquellas dos bolas de fuego parecían
salidas del infierno.
Un gato bajaba del tejado y ronroneaba para que lo dejáramos entrar.
—¿Qué haces aquí, pequeño? ¡Es McCain, nuestro gato! No debes
tenerle miedo. Es un trozo de pan, aunque tiene formas de interrumpir muy
poco educadas —dijo riendo, y recuperando su alegría—. Vamos, entra,
entra.
El felino levantó la cola y saltó hacia dentro. Ella lo rodeó con sus
brazos, le acarició el lomo atigrado y le plantó un beso en el centro de la
cabeza peluda. El gato se relamió los bigotes y se restregó contra ella.
—No le gustan mucho los extraños. Con nosotras es muy cariñoso. —
Bera le rascaba los pelos de debajo de la barbilla—. ¡Pero hablemos de ti!
—¿Quieres que te cuente algo más del lugar de donde vengo?
—¡No! Ya es suficiente de eso por hoy. —La joven cambió de tema
radicalmente, e incluso su voz se volvió más aguda al hacerlo, como si la
hubieran enseñado a falsearla. A pesar de los esfuerzos que se obligaba a
hacer, sus palabras sonaban más lentas que antes, como si una profunda
tristeza se hubiera apoderado de ella—. Ahora que me has contado de
dónde vienes, ¿qué haces aquí entonces? Si no te intereso yo o ninguna de
nosotras. ¿Has venido con McCallister, no? Te he visto antes, abajo, cuando
has entrado con Randy. Son buenos tipos, ¡siempre traman algo!
—Vamos en busca de cautivos —dije, escueta.
Ella se irguió, en posición de alerta.
—Ya… Dicen que han empeorado los ataques. —La mujer separó los
labios y me tiró el humo en la cara. Hablaba con severidad—. Ayer, un tipo
que estaba por aquí nos contó que cerca de Fort Sill ha habido varios
asaltos. Comanches, sobre todo.
—Así es —repuse. No sabía cuánta información podía darle; preferí ser
prevenida y decirle lo menos posible.
—Bueno, siendo Cole quien es, seguro que dais con ellos. No sé cómo
un chico como tú ha acabado con esa banda, la verdad.
El gato ronroneó más alto que antes. Se había liberado del abrazo de
Bera y se encontraba frente a mí. Tras estudiarme durante unos segundos, se
acercó un poco más y, como había hecho antes con ella, se restregó contra
mi pierna.
—Qué curioso —farfulló la chica.
—¿El qué? ¿Qué es curioso?
McCain se había tumbado en el suelo, panza arriba, para que le
acariciara la barriga. La chica miró al gato extrañada, y me escudriñó con
atención.
—Nada, nada… —Vaciló ella—. De todos modos, debería irme ya.
Supongo que solo me queda desearte suerte. La vais a necesitar. Sobre todo
tú. —Al decir esto último, su sonrisa se ensanchó.
No sabía qué había querido decir con eso. Temí que me hubiera
descubierto, pero Bera no añadió nada más.
—Acábatelo por mí, ¿quieres? No creo que haya ningún peligro ahí
fuera ya, y tengo cosas que hacer. —Me sonrió una vez más y me tendió el
cigarro—. Y recuerda protegerte, nadie lo hará por ti.
Con la misma rapidez con la que se había introducido en la habitación,
se dirigió a la puerta y la entreabrió. Antes de salir, comprobó que su
antiguo cliente no se hubiera quedado escondido en las escaleras esperando
a que saliera.
Bera se volvió para despedirse, cuando Dolores cruzó el pasillo y pasó
por delante de mi cuarto. Acarreaba unas mantas y una taza en la mano. Al
vernos, se detuvo, contrariada.
—Dolores, no es lo que piensas. Ese viejo se estaba poniendo más
bestia de lo habitual y me he refugiado aquí. Ya le he dicho a este chico que
si quiere una cita te pregunte a ti. ¡Pero no quiere! ¿Te lo puedes creer? —
Rio la chica, nerviosa—. Solo le interesa hablar, hablar del mar y de la
antigua tierra donde vivía. ¿Parece una broma, verdad?
Dolores no respondió. Nos examinó con impasibilidad, cuando reparó
en McCain, que seguía ronroneando para que le acariciara.
—Deberíamos controlar a ese gato. Salta por los tejados y entra en las
habitaciones cuando le da la gana. Vamos, pequeñín, ven conmigo.
Dejemos a este chico en paz de una vez. McCain, ven aquí —le ordenó
Bera al felino.
Medio adormilado, el gato estiró las patas y, resignado, se dio la vuelta
para ponerse en pie. Con un ritmo pausado, se separó de mí y gateó hacia su
dueña.
—Es raro, muy raro —comentó Dolores—. Sus antiguos dueños lo
maltrataron. Desde que lo encontramos, McCain no puede soportar a los
hombres; no se acerca nunca a ellos. Si los ve, se eriza como un
puercoespín. —Sonreía con la satisfacción de alguien que ha confirmado
una intuición.
Ninguna de las tres dijo nada; nos quedamos mirándonos durante unos
segundos que se me hicieron eternos.
—Dejemos descansar a este chico —le dijo Dolores a Bera, y se volvió
hacia mí—. Duerme, con esos tipos te esperan días duros.
Ambas intercambiaron una mirada sagaz; con McCain tras ellas, se
marcharon y cerraron la puerta. El rastro de su perfume se quedó
impregnado en las paredes de la habitación, una mezcla de aromas que me
recordó a las colonias de lavanda y rosas que solían llevar Ma’ e Isabel.
El espejo de pie que había en el cuarto me devolvía mi reflejo. No sabía
si me habían descubierto. Deseé que amaneciera y que nos marcháramos de
allí. Si Dolores sospechaba algo o había adivinado mi verdadera identidad,
recé para que no le dijera nada a McCallister. Si me ayudaba, como
predicaba ella que debíamos hacer las mujeres entre nosotras, me
protegería. O eso creí yo entonces.
Me analicé una vez más en el espejo. No sabría decir qué me sucedió en
aquel instante, ni qué cambio se produjo en mí: era la primera vez que me
veía de verdad, que empezaba a comprenderme íntegramente, no solo como
mujer, sino también como un ser humano, independientemente de las ideas
preconcebidas de los otros.
Estábamos nosotras, todas las que intentábamos encontrar un lugar
donde hacernos un hueco: Dolores, Bera, Isabel, Ma’, yo… Y afuera, más
allá de nosotras y de las fronteras, estaba el mundo.
14

Después de la irrupción de Dolores, me costó conciliar el sueño.


Finalmente, dormí unas pocas horas, hasta que los rayos de luz del
amanecer me despertaron. Estuve una hora dando vueltas sobre el camastro,
pensando en qué me encontraría por la mañana. No sabía si Dolores y Bera
se habían percatado de mi condición de mujer o si había sido una falsa
alarma, y yo estaba creando una enorme bola en mi cabeza repleta de dudas,
que crecía y crecía sin parar. ¿Realmente me habían descubierto? A ratos
me decía que naturalmente que sí, pero también era posible que no
estuvieran seguras.
Por la ventana entreabierta me entraba la fría brisa de las primeras horas
de la mañana. Un ruiseñor norteño cantaba dulcemente. Se había posado en
una de las ramas más altas del roble que había a las puertas del saloon. Al
asomarme, descansaba con sus alas cerradas y pegadas al cuerpo. Era
menudo y blanco como la nieve, con pequeñas motas grisáceas en las alas.
En medio de la silenciosa inquietud que se cernía sobre el pueblo, sus
tonadas irradiaban una paz que parecía imposible de encontrar en aquel
lugar salvaje, rodeado de océanos de tierra.
El canto del ruiseñor norteño es uno de los sonidos más hermosos que
pueden escucharse en las Grandes Llanuras; empieza lentamente en una
sucesión de notas que se repiten, alternando graves y agudas, y luego da
paso a una melodía líquida que se evapora en el aire y que casi puedes rozar
con las manos. Hay algo común y universal en sus gorjeos, una fuerza que
estrecha los lazos y que los extiende más allá de nuestros sentidos; una
expresión conocida en distintas partes del mundo que, al elevarse en el aire
con su música, tiende puentes de serenidad entre todos los que lo
escuchamos. O eso he sentido yo siempre cuando canta, y eso sentí aquel
amanecer lejano cuando todo era incierto.
Su melodioso canto me recordó a una antigua balada de pescadores que
hablaba de un amor no correspondido en alta mar. Isabel solía cantármela
cuando las tormentas me asustaban y no conseguía dormir, o cuando alguna
pesadilla me asaltaba en mitad de la noche. Me deleité en su delicadeza, en
los silbidos del ruiseñor, y la tarareé para mí misma. La ternura de la música
se amargaba con el recuerdo de aquellos versos que se me clavaban como
astillas en la carne.
En Blanes, algunos la llamaban «El marinero», mientras que otros se
referían a ella como «A la orilla del mar».
Acunada como una niña por su canción, pensé en cuánto tenían en
común el océano y el desierto, tan vastos e indescifrables para el ojo
humano. Con el murmullo de mi querido mar de Blanes de fondo, cerré los
ojos durante unos instantes para permitirme regresar al pasado.
Mientras Isabel me la cantaba, me arrebujaba entre las sábanas hasta
quedarme dormida. Dentro de la cama, arrugaba los pies, que solían
enfriarse con la brisa que entraba por la ventana, y me acurrucaba junto al
cálido cuerpo de mi hermana mayor. Solo quería adormecerme junto a ella,
dejarme llevar por esa voz que me aportaba paz y seguridad: «Al despertar,
ella ya no ve la tierra», cantaba Isabel; «El barco se halla en alta mar, y por
el mar navega. Marinero, buen marinero, devolvedme a tierra, porque los
aires del mar me entristecen. Eso no lo haré, porque sois mía», contestaba el
buen marinero.
Caí en la cuenta de que, hasta ese instante, nunca había prestado
atención al significado de la letra de esa canción, no realmente. Por primera
vez, arropada por el ruiseñor, reparaba en el lado escabroso de esa balada
que se presentaba como una romanza melosa y sentimental y que, sin
embargo, narraba el rapto de una mujer.
En el poema, la joven languidecía en una profunda tristeza mientras el
secuestrador se hacía su dueño y señor, como sucedía con los antiguos
marineros que raptaban a las jóvenes para venderlas como esclavas. El tono
afligido y desamparado de la joven de la canción me recordó a la desolación
que se había apoderado de Isabel en nuestros últimos tiempos juntas en la
frontera.
Cuando el pájaro terminó su balada, abrió sus bellas alas.
Despidiéndose de mí, las batió en el aire para internarse en la llanura.
Los sonidos procedentes de las habitaciones contiguas se habían
diluido. Exceptuando algún ronquido que se evaporaba en un suspiro cada
cierto rato, el saloon y el pueblo estaban sumidos en el silencio del alba.
Desvelada y cansada de regodearme en el pasado, decidí aprovechar
aquel impasse para ir al baño. Durante la noche no me había atrevido a
bajar; había demasiados hombres y mujeres despiertos —jugando, bailando,
bebiendo o entreteniéndose en las estancias de la casa—, para arriesgarme a
ser vista. A aquellas horas apenas se oía ningún ruido; podría bajar y
asearme tranquila.

El aseo del saloon era una habitación desvencijada y vieja, que se hallaba
en el sótano; estaba conformado por una jofaina, una silla de madera —que
resultaba muy útil para dejar la ropa—, un espejo roto y carcomido por los
bichos, una pequeña tina y dos cubos que Dolores y sus chicas habían
llenado de agua.
Me aseguré de cerrar la puerta con pestillo y me desvestí. En la jofaina
había una pastilla de jabón. Estaba desgastada y era más pequeña que la
palma de mi mano —no debía de medir más de siete centímetros—, pero
me ayudaría a quitarme la mugre del pelo y de la piel. Podían pasar
semanas hasta que pudiera asearme de nuevo.
De detrás de la puerta colgaban tres toallas; alguien las había usado
recientemente, y se notaban húmedas y manoseadas. Reservaría la que
estaba menos mojada para secarme después. Hoy en día, todavía consigo
recordar el alivio que me produjo sentir el agua y la pastilla de jabón, vieja
y usada, recorriéndome la piel; me regocijé con aquel frescor que me
invadía el cuerpo.
El día comenzaba a despuntar con su mezcolanza de azules pastel y
rosas pálidos. Oí la voz de Cole, procedente del piso de arriba. Me fijé las
bandas en el pecho y me vestí. Me apresuré a ajustarme bien el cinturón
antes de que a McCallister o a cualquier otro se le ocurriera bajar y me
pillara desprevenida.
Enfilé las escaleras hacia el salón principal, esperando encontrar algo
para desayunar.
Las mesas estaban recubiertas de cartas desperdigadas y de vasos
derramados de la noche anterior. Cole se había sentado en una de las mesas,
vigilando lo que sucedía puertas afuera. Había escogido una que quedaba
más recogida, cerca de la ventana, que le permitía vislumbrar todos los
ángulos de la calle principal: desde la tienda de provisiones, pasando por la
oficina del periódico, hasta la herrería que se hallaba a unos metros del
saloon. Jugueteaba con la culata del revólver que le colgaba del cinturón,
acariciándola con las yemas de los dedos.
Estaba ensimismado en la escena que se desarrollaba al otro lado del
ventanal, con la taza de café suspendida en el aire. Rodeado de barajas de
cartas esparcidas por el suelo y por los tapetes verdes de las mesas de juego,
la imagen de ese hombre impasible, que nunca se despegaba de su arma, se
erguía como un alma vacía y solitaria en la espaciosa sala.
Subí los dos escalones que me quedaban. Al pisar el último, la madera
crepitó bajo mis pies. Antes de que fuera capaz de reaccionar, un revólver
me apuntaba en el centro de la frente.
—Un día te matarán de un balazo como sigas acercándote así, Manuel
—dijo Cole.
Me quedé tiesa; el cañón de la Colt parecía dilatarse.
McCallister permaneció unos instantes apuntándome, una angustiosa
espera que se me hizo eterna. Con un movimiento de cabeza, me indicó que
tomara asiento y que me uniera a él. Bajó el arma y la dejó encima de la
mesa.
Con la visión de la boca de fuego de la Colt a punto de perforarme los
sesos, los músculos se me contrajeron y no podía abrir las manos. El
sombrero de ala ancha le cubría la mitad del rostro a McCallister; su
expresión quedaba atenuada por las sombras. Aun así, por la tensión que me
entumecía las extremidades, sabía que me estaba inspeccionando como un
águila haría con su presa.
De pronto, de detrás de la barra, salió Dolores. Murmuraba para sí
misma, abstraída en sus propias cavilaciones y en preparar la bandeja con el
desayuno. A su lado, encima de la barra, humeaba el café recién hecho y
dos platos de huevos ranchera. Iba despeinada y llevaba el batín mal
abrochado; se le había soltado un botón del cuello y se adivinaba el
nacimiento de sus pechos. El camisón de seda se le adhería al cuerpo,
remarcando las curvas de su figura. Cole se levantó un poco el sombrero
por la parte delantera para verla mejor y sonrió, satisfecho. Las comisuras
se le remarcaron en pequeñas arrugas: las huellas de una felicidad absoluta
que empezaba a mancharse con los destellos de una honda tristeza.
Dolores estaba tan concentrada en el suculento desayuno que había
estado cocinando para Cole, que no reparó en mi llegada. Miraba los dos
platos con atención, asegurándose de que había suficiente comida, y movía
los labios en bisbiseos, repitiéndose un discurso. Ajena a mi presencia, las
palabras salieron de sus labios como un torrente de sinceridad:
—Cole, querido, he estado pensando y deberíamos hablar de lo nuestro.
Ya es hora, ¿no crees? Bueno, empieza a haber rumores, la gente ha
comenzado a cuchichear. Nunca me han importado mucho esas cosas, o al
menos intento no hacerles caso, pero ya sabes cómo puede ser la gente de
aquí… Yo también lo he estado pensando y deberíamos tener una
conversación, sí, eso es. Ahora ya hace tiempo que vienes y… No estaría de
más, ¿no crees? No sé, llevo días dándole vueltas y no querría que te fueras
antes de comentarlo. Yo… Ay, Cole, es que a veces eres tan… Vaya, que
necesito que…
Hablaba tan rápido que no nos atrevimos a interrumpirla para avisarla
de que estaba también ahí, escuchándola. Hizo una breve pausa para coger
aire y agarrar la bandeja. Las manos le temblaban y tuvo que cerrar los
dedos sobre los extremos para que no se le cayera.
—Cole, de verdad que tienes que decirme algo o la próxima vez yo…
—continuó, con la cabeza gacha, concentrada en la bandeja que acarreaba
—. Es decir, que quiero…
La agitación que dominaba su voz se detuvo en cuanto alzó la vista. Al
verme, sus dedos, doblados para sujetar la bandeja, se abrieron y esta cayó
al suelo, derramando la cafetera y el desayuno sobre los tablones de
madera. Se quedó quieta, tratando de dilucidar qué estaba ocurriendo,
cuánto tiempo llevaba yo allí. Podía aunarme con sus pensamientos, oír las
preguntas que le cruzaban por la mente: ¿cuándo ha llegado?, ¿cuánto ha
oído?
Dolores empalideció. Sin maquillaje y con el pelo alborotado, se veía
que el paso del tiempo había hecho mella en ella, y algunas manchas
causadas por el sol y los excesos asomaban en sus mejillas desnudas. Se
había armado de valor ante Cole, pero su determinación se evaporó.
Seguramente, llevaba meses, si no años, preparándose para aquel momento,
ensayando ese mismo discurso, preguntándose cuándo se enfrentaría a ese
hombre que adoraba las fugas y que huiría en cuanto ella se despistara.
Además, ahora había un tercer elemento, una presencia con la que no
contaba.
Cole le sonrió agriamente; con una expresión indescifrable, rebuscó un
cigarro en el bolsillo de su pantalón, lo encendió y se lo llevó a los labios.
Lo chupó varias veces, como si aquella apatía fuera algo natural y
totalmente comprensible.
Dolores se echó a reír en una carcajada repleta de desesperación. Hice
ademán de levantarme para recoger el desayuno del suelo, pero McCallister
me detuvo con un golpe en el brazo.
—Manuel necesitará otro huevo y unos frijoles que no estén pasados
por el suelo —le dijo a Dolores.
Cole estiró los pies encima de la mesa, exhalando y haciendo figuras
variopintas con el humo negro.
Dolores se retorció las manos en los pliegues del camisón y se contrajo
en un rictus furioso. No podía soportar más verla así, sin poder actuar ni
hacer nada. Con una fuerza implacable, cogió un vaso que había encima de
la barra y lo lanzó en dirección a la cabeza de Cole. Estaba tan fuera de sí
que ni tan siquiera apuntó. Ambos nos agachamos rápidamente para que no
nos estallara en la cara.
—¡Maldito seas, Cole McCallister! —exclamó entre lágrimas—. ¡Esta
es la última vez que me dejo engañar por ti! ¿Me oyes? ¡La última!
Se atoraba con los sollozos; hundió el rostro en el delantal y se marchó
corriendo escaleras arriba. Los dos nos quedamos agazapados, por miedo a
que volviera a arrojarnos más artillería. Aguantamos en la misma posición
hasta que oímos cómo abría la puerta de su habitación en el piso superior y
la cerraba de un portazo. Nos mantuvimos en alerta durante unos minutos
más, sin apartar nuestra atención de las escaleras que conducían a los
dormitorios.
Cole dejó escapar un silbido y agitó la mano en el aire.
—¡No nos ha dado por un pelo, chico!
No logré descifrar si lo decía con sarcasmo, o si estaba intentando
ocultar el dolor y la culpabilidad que lo invadían y que no se atrevía a
revelarse a sí mismo. Enderezándose en la silla, se llevó la taza a los labios
y apuró el último sorbo. El café se había enfriado; solo quedaba un regusto
agrio como el hierro. Hizo una mueca de disgusto y apartó bruscamente la
taza a un lado. Debí de quedarme observándolo de forma acusatoria por
cómo me respondió:
—Vamos, no me mires así. No me irás a decir que esta es la primera vez
que te lanzan un vaso a la cabeza, ¿verdad?
¿Cómo podía mostrarse indiferente ante lo que acababa de suceder?
¿Era posible que aquel hombre no albergara ningún sentimiento, ni siquiera
un mínimo atisbo de compasión? Cole se relamió el labio inferior y me
sonrió abiertamente, mostrándome su dentadura amarillenta con restos
negruzcos de tanto mascar tabaco. Dominé mis impulsos de arrearle un
puñetazo; sabía que únicamente tenía las de perder.
—Las mujeres son un puto coñazo. ¡No hay quien las entienda! Están
tan tranquilas y de repente empiezan a vociferar, como si se hubieran vuelto
completamente locas —dijo, sacudiendo las manos en el aire—. Ya lo
aprenderás. Algún día entenderás lo que te digo. Y te diré otra cosa,
Manuel. Te tomas las cosas demasiado a pecho, muchacho. Deberías ver la
cara que tienes ahora mismo —añadió, señalándome, y asintió para sí
mismo.
Unas pisadas ruidosas nos alertaron. Los tablones del suelo que
separaban ambas plantas chirriaron. Un cuerpo se movía y avanzaba hacia
las escaleras que conducían a nuestro piso. Nos volvimos con rapidez,
bajando la cabeza por si venía otro objeto volando hacia nosotros. En vez
de eso, oímos la voz vieja y áspera de Randy cantando una melodía
familiar: «Round her neck, she wore a yellow ribbon. She wore it for her
lover who was far, far away. Far away, far away!»[5].
Recién levantado, la camisa arrugada le sobresalía por encima de los
pantalones y el sombrero le caía torcido a la derecha. No se había
abrochado los botones del cuello y, en consecuencia, lucía al descubierto
una camiseta interior mugrienta, tan repleta de agujeros que incluso rayaba
en una ridiculez extrema. El Stetson se le hundía en el centro de la cabeza,
hecho un boñigo. Probablemente, el viejo se había sentado encima sin darse
cuenta y se lo había puesto tal cual, sin percatarse de que estaba totalmente
achatado.
Aún adormilado, pronunciaba mal las palabras y bajaba las escaleras a
trompicones, al tiempo que intentaba abrocharse el cinturón para que no se
le cayeran los pantalones. Me fijé en lo delgado que estaba: la ropa le
quedaba holgada por todas partes. Randy nunca me había confesado qué
edad tenía, pero no cabía duda de que estaba hecho un anciano. Precisaba
de una dentadura postiza para comer; su cabeza calva, con pelos canosos
sobresaliéndole por los lados, delataba su edad avanzada, así como los
dolores de espalda y de las rodillas de los que se quejaba constantemente. Si
yo estaba cansada por las pocas horas de sueño y la dureza del viaje, no
podía ni imaginarme cómo debía estar afectándole a él aquella travesía.
El viejo siguió cantando hasta que nos vio y el rostro se le iluminó.
Cogió una silla para sentarse con nosotros.
—¡Ojo con dónde pisas! —le avisó Cole.
Randy arrugó la nariz, sin comprender a qué venía tanto jaleo, cuando
miró al suelo y vio los huevos y los frijoles esparcidos por doquier. Se tomó
un momento para interpretar bien la escena. Se pasó la mano por la frente,
atónito. Hizo una especie de silbido con sus labios diminutos y se rascó la
cabeza.
—¿Otra vez? ¿Cuándo vas a tener suficiente? Si sigues así, no nos van a
quedar sitios donde dormir ya. Pobre Dolores, no se lo merece. Te vas a
arrepentir. Y ya sabes que tengo razón —farfulló el viejo.
Cole siguió con su impasibilidad habitual y le indicó que se sentara.
Randy sorteó los trozos de comida para no mancharse y tomó asiento.
—Es una buena chica esa Dolores. Sí, señor, ya lo creo. Y hace unos
huevos y un café que no encontrarás en todo Texas ni en Nuevo México.
¡Hum! Cabeza hueca… Eso es lo que eres, Mac —refunfuñó, y se giró
hacia mí—: Hablaremos con Jesse, sí, eso es lo que haremos, Manuel. A ver
si ese puede convencerlo de algo. —Se refería a McCallister en tercera
persona, como si él no estuviera allí y no pudiera oírnos.
—¡Hablando del diablo, ya veo quién ha pasado una buena noche hoy!
—Rio McCallister, ignorándonos por completo y desviando la atención.
En lo alto de las escaleras, Jesse estiró los brazos, risueño, y movió la
cabeza a ambos lados, desperezándose.
—¿Con quién ha sido, Jesse? ¿La rubita del culo grande o la morena a
la que le salían los pechos por el vestido rojo? —preguntó McCallister,
aprovechando para cambiar la conversación.
Sonrojado, Jesse rio por lo bajini y se pasó la mano por el cabello
enmarañado para peinárselo un poco.
—¡Así que tú también te has divertido esta noche! Pues espero que la
hayas tratado un poco mejor que esta mula de aquí —masculló Randy,
señalando a Cole.
No sabía qué me estaba sucediendo: algo se encendió dentro de mí.
Necesitaba saber con quién había estado Jesse, si es que realmente se había
acostado con alguien. Aguardé a que respondiera.
Jesse se limitó a sonreír.
En el último escalón, al ver el despliegue de comida en el suelo, se paró
en seco y se llevó las manos a la cabeza.
—¡No, Cole! ¡¿Cómo has podido?! ¡Eres un taimado cabrón!
McCallister se encogió de hombros.
—Ya, ¿y ahora dónde vamos a desayunar? Por Dios, ¡me muero de
hambre! —dijo Jesse, enojado.
Los cuatro dirigimos la vista hacia el suelo y, de forma mecánica, hacia
las escaleras que conducían a los dormitorios. Los restos del perfume de
Dolores flotaban en el aire.
—Yo no pienso ir a buscarla —soltó Jesse.
—¡Ja! Ni yo. La última vez por poco me tira por la ventana. No señor,
ya he tenido suficiente de tus tonterías, Mac —dijo Randy.
McCallister carraspeó tres veces y meneó la cabeza en mi dirección.
Randy y Jesse me escudriñaron, y los tres, como si hubieran hecho un pacto
en ese mismo instante, me sonrieron con picardía.
—¡Ah, no! ¡Ni en broma!
Me crucé de brazos y me mantuve enganchada a la silla, negándome en
redondo. No iba a moverme ni un ápice, y menos aún por los líos de faldas
de McCallister. Una cosa era obedecerlo en el viaje y hacer caso de sus
reglas como jefe de la expedición, y otra muy distinta solucionar sus
problemas amorosos y ser cómplice de sus degradaciones. Todavía estaba
menos dispuesta a ayudarlo con Dolores; no después de lo que le había
hecho, de cómo la había avergonzado.
En mi papel de hombre, quizás no podía alzar la voz como me hubiera
gustado: enfrentarme a él, pararle los pies, reprobar su conducta. Pero sí que
podía plantarme en cierto modo: podía hablar, hacerme oír, negarme a sus
humillaciones.
Los hombres continuaban con la atención puesta en mí.
—Ya podéis dejar de mirarme así y empezar a pensar otra cosa. Ni de
coña subo por esas escaleras —dije con firmeza.
Los cuatro nos volvimos hacia las escaleras, entonces vacías y
silenciosas. Un frío helado cruzaba los tablones de madera que revestían el
suelo del local.
—Tendremos que apañarnos. —Randy se rascó la barba y, con actitud
resignada, añadió—: Si quieres algo bien hecho, tienes que hacerlo tú
mismo. Vamos, seguidme.
Asaltamos el armario donde Dolores guardaba las conservas. Uno de los
estantes estaba lleno a rebosar de botes de alubias y frijoles. Randy arrugó
los labios, decepcionado. Se había levantado anhelando un plato abundante
de huevos con carne, nos dijo, y aquella comida enlatada y sin sabor que
llenaba nuestros estómagos en el desierto había empezado a hastiarle.
Llevaba días soñando con disfrutar de un trozo de carne caliente,
acompañado de una rebanada de pan, con lonchas de beicon ligeramente
quemadas por las puntas y un poco de queso deshecho por encima. Sacó
cuatro latas y nos las pasó uno a uno para que las cogiéramos. Enfurruñado,
mascullaba con la cabeza baja ante el líquido conservante que salía del
interior.
Servimos los frijoles en unos platos que cogimos de la repisa de la
cocina y los acompañamos de un poco de pan y de dos lonchas de beicon
que encontramos tapadas en un plato. Dolores debía de haberlas cocinado
para McCallister a primera hora de la mañana, por si los huevos ranchera no
eran suficiente y se quedaban con hambre. Aquel desayuno frío y desabrido
distaba mucho de lo que habíamos soñado, pero era lo único que teníamos y
lo engullimos con avidez. Sorbimos el café que Randy calentó y tragamos
el pan humedecido con la salsa de los frijoles.
Me había propuesto visitar la tienda de empeños cuando terminara el
desayuno. Probaría suerte e intentaría vender los mechones de cabello; con
lo que obtuviera a cambio, adquiriría una escopeta y cartuchos de munición.
Bebí los últimos resquicios del café. Me disponía a levantarme y a
despedirme de ellos, cuando McCallister exigió nuestra atención.
La noche anterior, cuando él y Dolores se retiraron a su habitación, él le
contó todo acerca de la caravana y del tal Baeza, esperando sonsacarle
alguna información sobre el comanchero del que nos había hablado Jim
Harper. Casa Dolores era el saloon más célebre y concurrido del Llano
Estacado. No existía un vaquero, forajido, traficante de armas o de
mercancías que no hubiera puesto el pie allí. Si lo que nos había contado
Harper era cierto, y Baeza era un cliente habitual, era muy probable que
Dolores pudiera proporcionarnos algún dato acerca de su paradero.
Desde que abrió el saloon, unos años atrás, todos los locales de las
cercanías habían terminado cerrando. Aquella mujer, sola y sin la ayuda de
nadie, erigió un lugar de referencia, distinto a los demás, que sedujo a los
hombres de la frontera. La belleza de las jóvenes que trabajaban para ella
era notoria al sur y al este del Rojo, al norte del Pecos y al oeste del Río
Grande. Incluso los soldados de la Caballería se escapaban de sus puestos
de vigilancia y se colaban para visitar a sus amantes. A veces, simplemente
se contentaban con asomar la cabeza y ver a las mujeres moviéndose, como
fantasmas famélicos, buscando espejismos en mitad de un oasis. En una
ocasión, le había oído decir al sheriff Ward que aquellos lugares aportaban
cierta paz a los hombres. Entre la agitación, el humo de los cigarros y las
puertas que se abrían y se cerraban, las voces titilantes de las mujeres los
apaciguaban, como sucede con cualquier animal hambriento cuando le tiras
un hueso para que lo roa.
McCallister cogió una baraja de una de las mesas contiguas y se
entretuvo cortándola y separando las cartas.
—Se ve que ese Baeza está encaprichado con una de las chicas de
Dolores. No me acuerdo ahora de cómo se llama. ¿Rita, Agathe,
Conchita…? En fin, qué más da. El tipo no lleva demasiado en el ajo, de ahí
que no hayamos oído hablar de él hasta ahora. Según Dolores, llegó aquí
hará tres meses, poco después de que nos marchásemos hacia Laredo.
»Pero vayamos a lo importante: siguiendo mis indicaciones, la chica de
Baeza le hizo llegar ayer nuestra carta. Así que no debe andar lejos. Dicen
que vive cerca de aquí, aunque se deja ver cuando le conviene y le interesa.
»No creo que tardemos demasiado en obtener una respuesta. Mientras
tanto, aprovechad para comprar provisiones, munición, todo lo que os haga
falta para lo que nos espera. Eso sí, quedaos cerca por si os necesito o
llegan noticias de Baeza.
—Esa Dolores… No vas a encontrar a una así en toda tu vida —dijo
Randy.
—¿Qué ponía en el mensaje, Cole? —preguntó Jesse, haciendo callar al
viejo.
—Lo que todo traficante espera. —McCallister nos dedicó una sonrisa
amplia y repleta de astucia—. Una buena oferta por una buena suma de
dinero. Una oferta que no podrá rechazar. La plata siempre es un buen
motivo para tratar con mercenarios. Era una nota escueta; le decía que
estábamos buscando cautivos y que debíamos introducirnos en territorio
comanche. Le cité aquí para hablar de los detalles del trabajo y del pago. Le
aseguré que los Ranger estaban dispuestos a pagarle una cantidad
importante por sus servicios. Normalmente, trabaja con dos secuaces más,
me contó Dolores. En la carta, le ponía como única condición que viniera
solo. Con un comanchero es suficiente.
—Se dicen muchas cosas. La última vez que estuve en Portales, oí a un
tipo que hablaba de una comunidad de comancheros a orillas del Brazos —
añadió Jesse—. Se rumorea que han erigido una sociedad con sus leyes y
normas. Fui a hacerle una visita al día siguiente para indagar más, pero lo
encontraron muerto en su habitación con dos balas en la cabeza. Otros dicen
que actúan solos, y que últimamente se les ha visto al este del Pecos. Vete a
saber qué es verdad y qué no lo es.
Randy vaciló; le castañeteaba la mandíbula al hablar:
—No me da buena espina, Cole, nada de nada. Eso es lo que quieren,
siembran mentiras para hacernos dudar. Ese tipo de hombres no se andan
con tonterías. Dicen que son como los propios comanches a quienes venden
sus mercancías. Vagan de un lado a otro; han aprendido a aparecer y a
desaparecer cuando les da la gana, sin dejar rastro.
—Exacto. Excepto cuando quieren que los encuentren. Y eso es lo que
vamos a hacer —dijo McCallister, con un tono severo y calculador que
ponía fin a la charla—. Ahora marchaos. Yo me quedaré por aquí, por si
llega alguna respuesta. Ya os avisaré. En cualquier caso, veámonos a las
cinco aquí abajo.
En mi fuero interno, agradecí enormemente aquella tregua que el tiempo
me brindaba. Antes de que a McCallister le diera por cambiar de idea, subí
a mi habitación a recoger la bolsa con los mechones de cabello que
pretendía vender y salí escopeteada.

Las calles estaban repletas de gente negociando, haciendo las compras del
día, acarreando pieles o pregonando la venta de las cientos de cabezas de
ganado que acababan de llegar. Un grupo de ganaderos avanzaba sobre sus
alazanes y se desplegaba en abanico, conduciendo mansamente a las reses
hacia el extremo opuesto del pueblo. Se vociferaban los unos a los otros, las
ofertas se anunciaban entre griteríos y el precio por cabeza subía con cada
exclamación.
Andaba pegada a las fachadas de los edificios, manteniéndome a una
distancia prudencial de la calle para evitar toparme con alguna res en
desbandada o alguno de los carromatos que aparecían bruscamente al
doblar las esquinas. Los hombres conducían con una violencia ardiente,
como si toda su vida dependiera de lo que fuera que llevaran oculto en las
lonas de sus carros.
Las casas de piedra y adobe se sucedían las unas a las otras,
conformando una hilera simétrica y uniforme; mostraban afanosas sus
jardines, huertos traseros y sus porches delanteros con balancines y
mecedoras de madera. Para protegerme del calor, me resguardaba en las
sombras que proyectaban los techos de los edificios.
Cruces Negras me recordaba vagamente al lugar donde había vivido los
últimos años con mi familia. A pesar de que este era más extenso y contaba
con una mayor población, había algo en la disposición de las calles, en el
polvo que rodeaba las casas y que aplacaba las voces de los viandantes, que
hacía que ambos desprendieran el mismo aroma de pérdida, de desamparo
ante la virginidad de la tierra.
Zigzagueando entre el gentío, recorrí la calle principal, me adentré en
las callejuelas que la cruzaban y en otras que conducían a las afueras en
busca de una casa de empeños. Finalmente, hallé una pequeña tienda cerca
de la iglesia; hacía esquina, y un desvencijado cartel de madera que colgaba
de la puerta anunciaba la compra y venta de todo tipo de objetos.
Un señor medio calvo, armado con unas gafas anchas y
desproporcionadas, me saludó desde detrás del mostrador. Tenía el ojo
izquierdo caído y la nariz abombada, como si le hubieran atestado varios
puñetazos y se la hubieran roto más de una vez. Al sonreír, sus labios se
torcían hacia la izquierda en una mueca que resultaba espeluznante.
Le entregué la bolsa con los mechones de cabello. Su desgarbada figura
se inclinó hacia delante. Observándome con cierto recelo, abrió la bolsa de
un chasquido; su sonrisa se curvó aún más al ver los trozos de pelo en el
interior.
Durante un par de minutos, acarició los mechones entre sus manos
rugosas y, tras deliberarlo consigo mismo, aceptó comprármelos. El dinero
que me ofreció era una cantidad menor a la que había esperado. No
obstante, si cerraba el trato con él, me proveería de un buen rifle de segunda
mano, munición y unas botas que se me ajustaran mejor al pie. Sabía que
esos artículos no serían de la misma calidad que los que podría adquirir en
las tiendas de la calle principal, pero con la suma que me daba tampoco me
llegaría para comprar las tres cosas en ningún otro sitio. Así que acepté.
Calzada con mis nuevas botas, y cargada con la carabina y los cartuchos
necesarios, volví a adentrarme en las concurridas aceras del pueblo. A
medida que avanzaba el día, las calles se congestionaban con todo tipo de
gente, vecinos y visitantes que procedían de los asentamientos próximos.
Doblé la esquina de la iglesia en dirección al saloon, cuando escuché la voz
quejumbrosa de Randy entre el gentío. Me subí al poste de uno de los
edificios cercanos, y lo busqué entre las decenas de sombreros y cabezas
que se movían por los senderos de tierra. Su sombrero era inconfundible:
viejo y desgastado, lo llevaba hundido hacia abajo por su eterna manía de
sentarse encima y de no arreglárselo después.
Salté al suelo y me abrí paso a empujones. Estaba apostado frente a un
edificio, de madera amarilla con acabados rojizos, del que colgaba un gran
cartel que rezaba «John Stuart, dentista. Aquí tenemos taladros de pedal».
—¡Manuel, Manuel! —me llamó Randy, gesticulando para que me
acercara.
Crucé la calle para reunirme con él. El viejo se tambaleaba, y se
agarraba a la barandilla del porche para no caerse.
—Estás como una cuba, Randy, ¡y no son ni las doce del mediodía!
—¿Qué estoy como qué…? ¡Bah! ¿Cómo no voy a estarlo si me… me
han arrancado esa maldita muela de cuajo? La única que me quedaba. ¡Qué
me as…! ¡hip! ¡… pero si encima no puedo beber! Lo único bueno de ir a
ese matasanos es el whisky que me da para el dolor, ¡jiji! Ya te digo. Verás
cuando llegue el día que tengan que quitarte a ti los dientes. ¡Hip! Me… me
gustaría verlo, sí señor, y tanto que me gustaría… Te lo enseñaré. —Se
hundió el dedo índice en la boca, presionándose la mejilla interior a un lado
para que pudiera ver el agujero sanguinolento que le habían hecho en la
encía.
—¡Deja de enseñar eso, Randy! ¡Diablos! ¡Cierra la boca, te digo!
El pecho del viejo se convulsionó en un pequeño espasmo producido
por el hipo.
—Pues eso, ¿cómo no voy a estar borracho? Ah no, me niego a
meterme en esa máquina infernal con pedal sin whisky. ¡No se… No señor!
—repetía Randy. El hipo hacía que se viera obligado a detenerse para
inspirar aire—. ¿Sa… sabes có… cómo lo hacen, eh? Arrancar las mu…
muelas, quiero decir.
Randy se disponía a contarme todos los pasos de la extracción, cuando
se llevó una mano al lado derecho de la abultada mejilla e hizo un mohín de
dolor. Todos los músculos del rostro se le contrajeron y dejó escapar un
pequeño aullido. Nunca me habían quitado una muela; había oído decir que
las extracciones podían ser altamente dolorosas, y que el malestar se
prolongaba durante días.
—Vayamos al saloon —dije, cambiando de tema, para evitar que
empezara a describirme toda su sesión en el dentista—. ¿Sabes dónde está
Jesse?
El viejo lanzó un bufido, cruzándose de brazos, entre indignado y
aturdido por mi falta de interés.
—Conociendo a Jesse, ese bribón habrá ido a afeitarse a Luke’s o a
visitar alguna de las conquistas que tiene por aquí. Vaya pedazo de donjuán
que está hecho ese. —Sus facciones se iluminaron con una pícara sonrisa, y
volvió a reír con su exasperación habitual.
No sabía cuánto whisky le habrían dado en el médico, pero la cara se le
estaba inflando como un globo; hipeaba sin parar y voceaba como si
hablara ante un grupo de cuarenta personas. Lo agarré por la camisa y,
sujetándolo con fuerza, nos dirigimos hacia el saloon de Dolores.
Cuando llegamos, nos enteramos de que Baeza ya había enviado una
respuesta. Según nos contó Cole, se había mostrado interesado en el trabajo.
No había puesto demasiadas pegas a la hora de hacerlo solo, si bien
necesitaba unas horas para prepararlo todo. Vendría al día siguiente, entre
las nueve y las doce del mediodía. Eso nos daba algunas horas más para
descansar.

Aquella noche de verano, la pasamos tranquilamente en el saloon. No


hicimos nada que pueda ser considerado extraordinario o memorable.
Quizás sea precisamente esa sencillez, ese fluir manso de las pequeñas
cosas, lo que hace que lo conserve en mi memoria como uno de mis
recuerdos más preciados. Me acuerdo, con un cariño especial, porque fue la
única velada de diversión que nos permitiríamos en toda nuestra aventura
juntos. Sería en ese ambiente distendido, cuando percibiría una faceta
desconocida de Randy; un lado más íntimo, entrañable, incluso insólito, que
revelaba la existencia de un hombre sensible detrás de ese vaquero que
refunfuñaba a todas horas.
Si regreso a esa fecha en concreto, siempre me viene a la cabeza su
renqueante figura dirigiéndose al piano, obligando al pianista a hacerse a un
lado y tomando asiento en la banqueta. En mis pensamientos, Randy sonríe,
orgulloso; se echa el sombrero hacia atrás y, como un niño pequeño que
contempla su mayor trofeo, saca la lengua, saboreando el silencio previo a
la canción que se dispone a tocar.
Nunca se me había ocurrido que Randy pudiera saber tocar un
instrumento, y menos aún que tuviera sensibilidad por la música. Cuando vi
cómo estiraba sus torpes dedos sobre las teclas, mi primer impulso fue
acercarme a él y detenerlo.
Adivinando mis intenciones, Jesse me agarró por la camisa.
—Espera, Manuel. No le jodas este momento. Deja que lo disfrute.
—Pero va a… Jesse, ¡va a hacer el ridículo! Estos hombres…
—Ese viejo tiene más golpes guardados que todos los capullos que hay
en esta sala juntos. Tú espera y verás.
¿Aguardar a qué? ¿Por qué no podíamos pararle los pies antes de que se
avergonzara de sí mismo? Había visto cómo sufría Randy cuando se
burlaban de él. La noche anterior, por una ligera broma acerca de su
dentadura, se había retirado, compungido, a su habitación. Ahora, siendo el
centro de atención, las consecuencias podían ser desastrosas. Sabía que no
podía leer, él mismo me lo había contado una vez; era imposible que
supiera leer las líneas de un pentagrama. Lo último que quería era herirlo,
dejar que se pusiera en ridículo ante aquella gente.
Haciendo caso omiso de las indicaciones de Jesse, di un paso al frente,
cuando las primeras teclas se hundieron bajo sus dedos y unas notas agudas
y saltarinas llenaron la sala de una rebosante alegría. Encima del teclado,
sin mirar la partitura, las manos curtidas del viejo se volvieron enérgicas y
juguetonas, desplazándose de un extremo a otro como los pies de un joven
bailando. Randy curvaba la espalda, medio jorobado, y sus ojos danzaban
con los traviesos saltos de sus dedos.
—¿Ves lo que te decía, Manuel? Ese maldito viejo lo ha aprendido todo
de oídas.
Averigüé entonces que Raunders había pasado la mayor parte de su
infancia y adolescencia viviendo en saloons. De tanto escuchar las mismas
canciones, había desarrollado un oído musical excepcional. Como si fuera
intrínseco en él, si escuchaba una melodía durante unos minutos era capaz
de sacar una versión que sonara prácticamente igual en cuestión de
segundos. No era el mejor pianista del condado, pero la satisfacción con la
que tocaba resultaba altamente contagiosa, y cualquiera que se hallara cerca
de él se veía imbuido por ese maravilloso entusiasmo.
El pianista habitual dio un taconazo al suelo y comenzó a dar palmadas
marcando el compás de la melodía. Bera, la chica que había irrumpido en
mi habitación la noche anterior, pegó un grito de júbilo y alzó las manos
para que todos cantáramos.
Los sombreros volaron en el aire, los jugadores dejaron sus cartas
encima de las mesas, y entre el denso humo del tabaco y las pisadas, todos
nos unimos cantando en una algarabía dichosa y compartida.

I come from Alabama with my Banjo on my knee.


I’m goin’ to Louisiana my true love for to see.
It rained all night the day I left, the weather it was dry;
The sun so hot I froze to death. Susanna, don’t you cry[6].

Jamás aquella melodía tan conocida me había hecho sentir tan bien, tan
llena de felicidad. Repetíamos el nombre de Susanna con tanta vehemencia
que daba la impresión de que estuviéramos verdaderamente enamorados de
esa mujer que, entre notas que brincaban, se escondía en los versos de una
de las canciones más populares del Oeste.
Algunos bailaban con las chicas y daban vueltas entre las mesas,
intentando no cortarse con los cristales del suelo. El saloon se sumió en una
gloria exultante; era emocionante ver cómo los hombres y mujeres saltaban
de alegría, y ese regodeo en el placer invadía los rostros de los que cantaban
en aquella taberna de Cruces Negras.
Por una noche, conseguí olvidarme del fantasma de Isabel, de sus
premoniciones junto al mar…
A mi lado, Jesse no paraba de picar el suelo con sus espuelas y de dar
palmadas.
—¡Yiiiiha! Ahora sí que viene lo bueno. ¡Ja!
No entendía a qué se refería hasta que, como en una broma de mal
gusto, un grupo de vaqueros empujaron a McCallister hacia el piano. Al
principio, Cole se resistió. Dolores lo sujetó por la camisa y, tras besarle en
la mejilla, lo condujo dócilmente junto a Randy. El viejo le sonrió a su
amigo y ambos gritaron de satisfacción. Cole, que llevaba un vaso de
whisky en la mano, lo levantó a modo de brindis y se lo bebió de un trago.
Los hombres gritaron, excitados.
McCallister dejó el vaso encima de la tapa del instrumento y se rascó la
barriga, preparándose para cantar. Aquella extraña pareja me había dejado
estupefacta. Jesse me agarró de la pierna y me la estiró hacia el suelo,
obligándome a unirme a la fiesta. Con su sonrisa desternillante, al ver mi
desconcierto, se rio en una carcajada.
—¡Pica al suelo, Manuel! ¡Pica!
Enrojecido y ebrio, Cole abrió la boca y cantó el estribillo de la canción.
Su voz, desafinada y desgastada, subía y bajaba en las notas chirriando
como los relinchos de un caballo. En algunos versos se notaba que hacía un
esfuerzo excesivo. Con todo, se les veía tan ufanos que las disonancias
quedaban diluidas en la fogosidad que se había apoderado de la estancia.
Esos dos hombres solitarios, encerrados en sí mismos, que habían
entregado los mejores años de sus vidas a las desoladas tierras del desierto,
protagonizaban todo un espectáculo. Aquella noche constituía una de las
escenas más raras y dignas de ver que habían acontecido en los últimos
años. Y aunque ellos no podían saberlo entonces, sería uno de los últimos
recuerdos felices que esos dos tipos compartirían en el Llano Estacado.
15

Al día siguiente me desperté con la primera luz de la mañana. La noche


anterior se desarrollaba en mi mente como un sueño. En la vigilia, incluso
dudé de si aquella locura había sido real o si era producto de mi
subconsciente. Los cánticos de Randy y McCallister se mezclaban en un
fragor de gritos que me nublaban la cabeza.
Ensimismada en esa escena, tan curiosa y peculiar, bajé a desayunar.
Cuando los vi, los tres hombres habían vuelto a su estado natural. En sus
semblantes serios y concienzudos no había rastro de la despreocupada
jovialidad que habíamos vivido hacía unas horas. Percibí que aquella rareza
había tenido su instante, y que ese momento debía permanecer en el pasado.
Ahora debíamos mantener la cabeza fría, nos instó McCallister, al
tenernos a los tres reunidos. Debíamos estar listos para cuando llegara
Baeza.
Recuerdo aquella espera como una de las más pesadas de nuestra
búsqueda. Por fin, existía una pequeña oportunidad de desentrañar qué le
había sucedido a mi hermana. Medía el transcurso del tiempo a través del
soporífero tictac del reloj de la planta de abajo y de las plomizas campanas
de la iglesia.

Las agujas del reloj marcaban las diez y cincuenta minutos de la mañana,
cuando un vientecillo molesto se coló en el comedor; las puertas batientes
oscilaron hacia norte y sur, y el aire silbó como en un escalofrío.
Llevábamos tres horas despiertos; habíamos acordado aguardar juntos hasta
que el comanchero apareciera.
—Escuchadme bien: cuando llegue Baeza no digáis ni hagáis nada. Y
os aviso: no os fieis de nada de lo que os diga. Su negocio se basa en
engatusar a la gente, en engañar. Haga lo que haga, dejadme hablar a mí —
nos ordenó Cole. Adoptando una actitud resolutiva, levantó la cabeza y nos
señaló un punto de la sala que quedaba oculto tras el mostrador de las
bebidas—. Randy, ponte ahí detrás de la barra, que no te vea. Jesse, tú ahí,
en la mesa del flanco izquierdo. Manuel, tú escóndete tras esa columna de
las escaleras. Esperad y no abráis la boca hasta que os indique lo contrario,
¿entendido? No lo fastidiéis ahora.
Cada uno de nosotros adoptamos la posición que se nos había asignado
en los diferentes puntos de la sala. Nuestro jefe permaneció sentado en la
mesa; tratando de aparentar naturalidad, se repantingó más en la silla. Era
fundamental mantener la calma y no dejar entrever ninguna vacilación con
el primer contacto.
McCallister no conocía personalmente a Baeza, ni tan siquiera
recordaba haber oído ese nombre en el pasado, pero había tratado con
muchos traficantes de armas y proveedores de mercancías que lidiaban con
las tribus indias, y si algo sabía de aquel tipo de individuos era que captaban
las dudas y el miedo a millas de distancia. Podían olfatearlos, como un lobo
olisquea la sangre fresca. Los hombres de esa calaña que estaban lo
suficientemente locos como para arriesgar sus vidas a diario por unos
dólares de más respetaban a los tipos que inspiraban temor y respeto. Eso
era lo que se esperaba de nosotros, y debíamos estar a la altura.
Tras acordar la estrategia que seguiríamos, aguardamos una media hora
hasta que oímos unos pasos acercándose por la calle. Unas pisadas lentas,
concienzudas, que pateaban la tierra con bravuconería.
A través de la ventana, atisbamos una silueta que doblaba la calle en
dirección al saloon. Desde mi puesto, podía ver cómo el sombrero avanzaba
paulatinamente en el aire, como si flotara. Justo antes de alcanzar las
puertas batientes, se detuvo en el porche. La madera crujió con el peso de
sus botas; un sonido que se amortiguó como el relincho de un penco
agitado.
Cole bajó lentamente la mano izquierda, que le quedaba oculta por la
mesa, hacia el cinturón donde guardaba el revólver. Pequeñas gotas de
sudor le caían a ambos lados de la cara. Abrió de nuevo la mano, moviendo
sus dedos gruesos y callosos, y volvió a cerrarla.
Me esforcé por mantenerme serena. Escondida debajo de las escaleras,
detrás de una pequeña columna, tenía al comanchero a tiro, pero las puertas
estaban cerradas y me bloqueaban parcialmente la visión. Temía que, si
aquel tipo nos hacía alguna jugarreta y nos veíamos obligados a disparar,
me quedara agarrotada por el miedo y no fuera capaz de apretar el gatillo.
El suelo del porche volvió a chirriar, y la figura del comanchero asomó
por la puerta. Llevaba un puro en la mano; lo chupaba tranquila y
pausadamente. Una sombra grande y fornida se proyectó en el suelo. Su
silueta delataba que era un hombre alto, de espalda y hombros anchos.
Andaba balanceándose de lado, con una mezcla de seguridad y arrogancia
en sus movimientos. Desafiante, dio un paso al frente con la barbilla en
alto. Sin entrar del todo en el saloon, alzó la voz:
—¿Cole McCallister?
—¿Quién lo busca?
—Baeza. Alejandro Baeza.
—Yo soy McCallister —dijo, sin moverse, con la mano aferrada a la
Colt.
El comanchero sonrió.
—He oído hablar de usted, amigo. Uno de los revólveres más rápidos de
la frontera.
—El más rápido —le corrigió McCallister.
El otro rio, tiró el puro al suelo y lo pisoteó para apagarlo.
—Eso tendrá que verse, McCallister.
—He disparado a muchos hombres, Baeza. No quiere meterse en ese
camino, créame.
El comanchero lanzó un gargajo en la escupidera que había junto a la
puerta. Sin dejar de mirar a su contrincante, le sonrió con una sonrisa
amplia y abierta.
—Puede ser… Pero nunca se ha enfrentado a mí.
Las sombras inundaban la habitación. La tensión crecía en cada una de
las dobleces de sus imponentes cuerpos. Ambos sonreían, con una
expresión entre divertida y demencial, saboreando cada segundo.
Acariciaron las culatas de sus revólveres, prestos a accionar el gatillo. Sus
ojos brillaban con admiración y, a la vez, con una animadversión que ponía
los pelos de punta; destilaban el ávido deseo de enfrentarse el uno al otro
para poner a prueba quién de los dos era realmente el mejor. Era como si
ambos hubieran estado esperando que llegara ese preciso instante sin tan
siquiera conocerse, solo por el hecho de hallarse en bandos distintos, de ser
contrincantes y, sin embargo, tan parecidos.
De reojo, vi cómo Jesse se inclinaba hacia delante y se preparaba para
desenfundar. Intenté captar la atención de Randy, pero la columna que me
ocultaba me ofrecía una visión parcial y el viejo quedaba fuera de mi
ángulo. Tratando de no hacer ningún ruido, busqué mi arma y la rodeé. La
situación se agravaba: lo que inicialmente me había parecido un juego entre
pistoleros, nos amenazaba a todos nosotros.
«No temas. Sé fuerte y dispara. Dispara».
Con el sombrero inclinado a un lado, el ala le cortaba una sombra en la
cara, y costaba descifrar la expresión de Baeza.
«Apunta, apunta en mitad de la frente. Si carga contra vosotros, ahí es
donde debes darle. Como harías con un búfalo, como hacía papá cuando
mataba a los búfalos en la pradera».
Apreté los dientes con fuerza, me preparé para accionar el gatillo,
cuando McCallister dejó escapar una risotada y se aproximó al comanchero.
Baeza reculó, desorientado por el giro que estaba tomando la situación.
—Quizás algún día nos enfrentemos, pero no creo que ahora mismo nos
sirva de gran cosa a los dos, ¿no cree? —dijo McCallister, tratando de
devolver la tranquilidad al ambiente, aunque juraría que percibí cierta ironía
en su voz—. Siéntese. ¿Le apetece un whisky?
Llegado a este punto, el otro sonrió, más distendido, y aceptó la
proposición.
—Los españoles somos más de mezcal —respondió con el mismo deje
despótico de antes, que insistía en retar a cualquiera cada vez que intervenía
—. Y ya puede hacer salir a sus hombres de sus escondites. No hay razón
para tenerlos ahí agachados —añadió, señalándonos con el arma, al tiempo
que la bajaba y se la guardaba en el cinturón.
Sin separarnos de nuestros revólveres, nos erguimos, haciéndonos
visibles.
—Jesse, Manuel y Randy —nos presentó McCallister, con desgana.
Nos saludamos brevemente, y los cinco nos apostamos en la barra. Jesse
se dirigió a la parte trasera, distribuyó los vasos y sirvió cuatro de whisky y
uno de mezcal.
—¿Español o mexicano, amigo? —Baeza se había vuelto hacia mí y me
repasaba de arriba abajo, como si intentara adivinar mi origen a través de
mi fisonomía.
—Español —contesté.
Entre risas, me dio un codazo que pretendía ser amistoso, aunque se me
clavó en las costillas y por poco me dejó sin respiración.
—¿De dónde eres? ¿Nacido aquí?
Sonreí a modo de asentimiento, sin decir nada. No quería darle más
información de la necesaria a aquel tipo; no tenía por qué revelarle mis
orígenes. Randy me vigilaba de reojo, atento a mis reacciones.
Baeza se aclaró la garganta; tras comprobar el color del brebaje de su
vaso, sonrió, satisfecho, y se bebió de golpe tres cuartos de mezcal.
El comanchero estaba a un paso de mí; me sorprendió lo atractivo que
era. Vestía con una camisa limpia, de color granate, y un sombrero marrón
claro que se inclinaba a un lado con una actitud confiada. Era de
constitución fuerte; todavía no le había salido la típica barriga que les
colgaba a los hombres a partir de cierta edad, bajo las camisas sucias y
sudorosas. Iba recién afeitado. Su rostro era anguloso, de rasgos duros.
Tenía una de las miradas más raras y bellas que había visto nunca. Me
resultaba inexplicablemente familiar: tonos rojizos y reflejos azules se
mezclaban en un violeta tan curioso que parecía de mentira. Al sonreír, unas
finas arrugas, peculiarmente curvilíneas, se le acentuaban en los extremos
de los ojos; una expresión pilla y ladina que creía haberle visto a alguien
hacía tiempo, aunque no sabía a quién me recordaba. Sentí que un
escalofrío me recorría la espalda.
—Bien, Baeza. Dicen que puede tener información interesante para
nosotros. —McCallister dejó el vaso vacío encima de la barra.
—Podría ser —contestó el comanchero, sirviéndose otro de mezcal.
Cole dio un paso al frente, rebuscó entre los bolsillos y sacó una
pequeña bolsa de tela raída. La abrió y la agitó en el aire para que todos
pudiéramos oír el ruido del dinero. Le dio la vuelta, dejando la bolsa boca
abajo. Las monedas cayeron, una tras otra, sobre los restos viscosos del
alcohol que se habían quedado adheridos a la barra. Los ojos de Baeza se
estrecharon con avaricia.
—Esto es un adelanto. Si obtenemos lo que buscamos habrá más. Dicen
que usted puede conducirnos rápido a los comanches —dijo McCallister.
—Quizás…
Alejandro Baeza se pasó la lengua por los labios, deleitándose en el
sabor del mezcal y agarró rápidamente las monedas.
—Lo que me pide cuesta dinero, amigo, mucho más que eso.
—Le he dado más de lo que le pagaría cualquier otro —respondió
McCallister, intentando mantener la calma.
No cabía duda de que aquel hombre de piel morena empezaba a sacarle
de quicio. Baeza lo sabía, y no hacía ningún esfuerzo para remediarlo. Se
movía y acentuaba su desfachatez como si ninguno de nosotros tuviéramos
la más mínima importancia.
—Para usted es una bolsa de monedas. Para mí, es la vida, McCallister.
Usted se juega su sueldo, yo me lo juego todo llevándolos allí, y encima me
pide que vaya sin mis hombres.
—¿Y por qué narices ha venido, entonces? —preguntó Jesse.
—Como os he dicho, el nombre de McCallister es de sobra conocido
por aquí. Me pareció interesante que el segundo pistolero más aclamado del
Llano Estacado necesitara la ayuda del primero. —Rio, señalándose a sí
mismo—. Un binomio digno de ver. Quién sabe a dónde nos llevará esta
asociación. Estas casualidades no pasan todos los días. ¿No está de acuerdo,
amigo? —La pregunta iba dirigida a McCallister—. ¿Quieren llegar rápido
a los comanches?, ¿más rápido de lo que conseguirían por su cuenta? Claro,
amigo; pero la rapidez se paga.
Cole miró a Jesse de reojo, luego a Randy y, en tercer lugar, a mí. Se
disponía a hablar cuando se dio cuenta de que Baeza había dejado de
prestarle atención. El comanchero dio un golpe en la barra que resonó por
toda la sala. Su interés se había desplazado hacia una sexta presencia.
Por las escaleras asomaba la figura de Dolores. Se había vestido y
arreglado, y contoneaba las caderas bajo un vestido negro y brillante. En los
hombros, una sucesión de flores rojas se unían unas con otras en dos finos
tirantes que sujetaban el vestido y le dejaban el cuello al descubierto. El
contraste del rojo con el negro le iluminaba la cara: se había maquillado con
tonos suaves en las mejillas y con colores más fuertes en los párpados
superiores. Descendía los escalones canturreando; sus labios pintados de
escarlata se entreabrían y se cerraban de forma seductora. Cantaba una
conocida melodía unionista:

Bring the good old bugle, boys, we’ll sing another song.
Sing it with a spirit that will start the world along.
Sing it as we used to sing it, fifty thousand strong.
While we were marching through Georgia. [7]

Aunque aquella canción en sí misma constituía un desafío para cualquier


confederado, Dolores la entonaba con una alegría que se contagiaba; se
levantaba los bajos de la falda y se movía con una gracia que le salía
natural. Todos se quedaron embobados ante aquella mujer que evocaba el
himno de la Unión.
—Una yanqui con todo muy bien puesto, ¿verdad, amigo?
Baeza dejó escapar un largo silbido. Jesse y yo nos giramos hacia
nuestro jefe, que se esforzaba por mantener la compostura. Estoy
convencida de que nada le apetecía más que pegarle un puñetazo en toda la
cara al comanchero.
Las cosas entre McCallister y Dolores ya estaban suficientemente
tensas. Ahora que ella entraba en escena, la situación solo podía empeorar.
Randy se pasó la mano por la frente sudorosa y echó un vistazo rápido a
Cole, luego a Baeza. El comanchero se había quedado atontado mirándola.
Dolores cruzó la sala; los bajos de su nuevo vestido rozaban el suelo,
emitiendo un melodioso frufrú al moverse contra los tablones. Durante una
fracción de segundo, ambas nos miramos, pero ella bajó la cabeza
enseguida, rehuyéndome. Sin detenerse siquiera a saludarnos, se aproximó
al comanchero y le preguntó si quería algo más, además del mezcal que ya
había tomado.
—Si quieres ver a Anita, está descansando —dijo ella.
Supuse que se refería a la chica que él solía visitar y que debía de
haberle hecho llegar la carta de McCallister.
—Hoy estoy aquí por negocios. Pero ya volveré, ya. —Rio entre dientes
—. Aunque la próxima vez, quizás me apetezca variar un poco —dijo en
voz baja, acariciándole el brazo desnudo a Dolores.
Ella se ruborizó; la cara se le puso roja como un tomate y se apartó,
dando un paso hacia atrás. Las mejillas del comanchero, que continuaba
sonriendo con la misma mueca descarada e insolente, se encendieron. Por
un instante, temí que McCallister le golpeara o, peor aún, le reventara la
boca de un balazo. Randy apretó la carabina contra su cuerpo; arqueó el
pulgar y el índice, presto a disparar.
Los labios de Cole se juntaron, bien apretados, en una línea rígida. Se
estaba controlando para no explotar; sin pestañear, llenó otro vaso de
mezcal y se lo pasó al comanchero. Baeza hizo caso omiso; solo le
importaba aquella silueta voluptuosa que lo hipnotizaba con su voz de
cascabel. Dolores se separó y miró a McCallister, enfurecida.
Aquella aparente resistencia divirtió aún más a Baeza. El comanchero
dio un paso al frente y posó una mano sobre el hombro de Dolores.
De improviso, Isabel se me apareció en una alucinación que carecía de
sentido. Hice un esfuerzo por recomponerme. Cuando los recuerdos me
atacaban, me anulaban, succionándome toda la energía. Acudían a mi mente
como una sucesión de relámpagos.
Baeza dio otro paso hacia Dolores; sin soltarla del hombro, se inclinó
para susurrarle algo al oído. Cole se enderezó, agitó el brazo
vehementemente a un lado, pero Jesse lo agarró a tiempo y lo detuvo.
—He venido a hablar de negocios. Quizás, cuando acabemos, podría ir
arriba a buscarte… Solo tardaremos unos minutos más, ¿qué te parece,
preciosa? —le dijo Baeza a Dolores.
Asqueada, Dolores lo empujó, zafándose de él. Con un gesto más rápido
que una bala, sacó el cuchillo que llevaba atado a la bota, debajo del
vestido.
—¡Vuelve a tocarme y te juro que te lo clavo bien adentro!
—¡Vaya, vaya, si tenemos a una fierecilla! —Rio Baeza, alzando las
manos.
McCallister tiró uno de los vasos al suelo, causando un estruendo que
hizo que todos nos volviéramos hacia él. Dolores se llevó las manos a la
boca, asustada. En la mano derecha, Cole sostenía con firmeza el revólver.
Cuando Baeza intentó reaccionar, McCallister ya le apuntaba directamente
al estómago.
—Demasiado lento. —Cole meneó la cabeza hacia ella, señalando el
piso de arriba—: Dolores, lárgate y ocúpate de tus chicas. Y tú, Baeza,
ahora nos llevarás hasta los comanches.
El falso respeto que habían insistido en mantener se había esfumado.
—¿Tan estúpido me cree, McCallister? ¿Piensa que puede tratarme así?
¿Todo esto por esta…? —Me pareció que iba a añadir algún término
despectivo, pero lo reconsideró y guardó silencio.
Estaba sudando como un animal al que hubieran atrapado en el
matadero; y aun así, esa sonrisa arrogante permanecía fija en sus labios.
—¡Al contrario! Tengo plena confianza en su instinto de supervivencia
—dijo McCallister—. Confío en que, con cuatro hombres apuntándole, no
será tan imbécil como para suicidarse o dejar que lo maten, y menos aún
por una tribu de comanches. A los que, ya le aseguro yo, acabaremos
encontrando. Si nos lleva allí, le dejaremos marchar y todo habrá quedado
en una pequeña discusión. ¡Y encima ganará unos buenos dólares! Nada
más ni nada menos.
—¿Acaso pretende que crea que me matará si me niego? No, no va a
hacer tal cosa. Sería un asesinato, McCallister —contestó el comanchero,
tratando de mostrarse seguro, aunque las manos habían empezado a
temblarle.
—Lo hacía más inteligente, Baeza. Créame, no será el primer hombre al
que le meta un balazo. Además, tengo a cuatro testigos y a tres de mis
hombres apuntándole con un arma. No creo que a Dolores le importe lo más
mínimo que desaparezca y deje de molestar a sus chicas. ¿Que si lo mataré
dice? No le quepa ninguna duda. Disfrutaré como un niño haciéndole volar
por los aires.
—¡Fijaos cómo suda! —soltó Randy.
Baeza se quedó quieto, con las manos en alto. Su sonrisa había
desaparecido; ni siquiera parpadeaba. McCallister le sostuvo la mirada
durante unos segundos.
—Está bien, Baeza, como quiera. —Levantó más el arma, preparándose
para disparar.
Hasta ese instante, supuse que se estaba marcando un farol para que
Baeza se acobardara. En cuanto vi el cañón alzándose en el centro del
saloon, comprendí que McCallister no estaba fanfarroneando; iba a matarlo.
Estaba dispuesto a meterle un buen trozo de plomo en el corazón si era
necesario. El arma resplandeció entre las luces y sombras del saloon.
—¡De acuerdo, de acuerdo! Haré lo que me diga. ¡Pero baje el arma! —
chilló Baeza.
—¿Nos conducirá hasta los comanches? ¿Está seguro de ello? No me
haga ninguna jugarreta porque le atravieso.
—¡No, no! ¡Los llevaré! ¡Por el amor de Dios, baje esa maldita arma!
Satisfecho, McCallister sonrió, manteniendo el arma en alto.
—Nos marchamos. Que nadie lo pierda de vista ni un segundo.
Sin dejar de apuntar a Baeza, los cuatro salimos, escoltándolo hasta el
exterior.
—Que quede claro —le advirtió McCallister—: Si nos la juega, en
menos que canta un gallo estará muerto, y le arrancaremos la cabellera.
Será un gusto hacerlo con mis propias manos. Y otra cosa: no vuelva a tocar
a Dolores ni a llamarme amigo en la vida si no quiere que le vuele los sesos.
El otro cerró los labios con rabia; unas profusas gotas de sudor le
resbalaron a ambos lados de la cara. Randy dejó escapar una de sus risitas;
le clavó la boca del cañón de su Winchester en la espalda y lo empujó para
que saliera. El comanchero se precipitó hacia el porche.
—Nada de esto es necesario, McCallister. No pienso tocar a su chica. Si
quiere que nos adentremos en territorio comanche más le vale que nos
llevemos bien y que confíe en mí. De lo contrario sí que estaremos muertos
—sentenció Baeza—. Nos cortarán a pedazos. Así que apárteme esos
cañones de la espalda. Ninguno de los dos será tan estúpido como para
enfrentarse al otro. A mí me interesan esos dólares, y a usted que lo lleve al
campamento comanche. Los dos nos necesitamos. Ya se han divertido
suficiente, ¡así que diga a sus hombres que dejen de joderme y aparten estas
malditas armas de mi espalda!
—Eso mismo pienso yo —asintió McCallister—; pero no le quitaré el
ojo de encima —dijo, a regañadientes, y nos ordenó que bajáramos las
armas.
—Claro, descuide, yo tampoco pensaba hacerlo. —Baeza sacudió los
hombros y se apartó de nosotros.
El comanchero le ofreció la mano a McCallister.
—¿Trato hecho, entonces? No más trampas.
—Está bien —respondió Cole y escupió al suelo, sin estrechársela.
Baeza la retiró, molesto ante la ofensa que acababa de hacerle nuestro
jefe. Con un meneo de cabeza, nos señaló el camino hacia las cuadras, que
se hallaban en la parte trasera del edificio.
—Para que nos crean y quieran vernos, tendremos que llevar un carro
con armas y munición. Está ahí atrás. Hay también sacos con algunas telas
y abalorios para las squaws.
—Veo que has venido bien preparado —puntualizó McCallister,
cambiando a un tuteo forzado que acababa de oficializar el acuerdo.
—Bueno, en tu nota lo dejabas muy claro. Que viniera con todo ya listo
para irnos, que no había tiempo que perder. ¿Eso decía, no?
Cole asintió, con los brazos cruzados, debatiendo si podía fiarse o no de
aquel individuo. Nos indicó que lo escoltáramos hasta el carro y que nos
pusiéramos en marcha.
—Baeza, tú conducirás el carro. Randy, tú irás a su lado, con el rifle
bien pegado a él. Ni se te ocurra hacer nada raro, Baeza.
—Claro, claro. O si no me reventaréis los sesos.
El comanchero se caló el sombrero hacia atrás y asintió con fastidio.
Los cuatros nos encaminamos hacia los establos. A medio camino, dejé de
oír las pisadas de McCallister. Giré sobre mis talones para ver dónde se
había metido.
Estaba de pie en el porche, a unos pasos de Dolores. Con sus flores
rojas colgándole de los hombros, ella se había asomado a las puertas
batientes. Los rayos de sol iluminaban su melena larga y oscura. Sus dedos
engarfiados se cerraban sobre el marco superior de las puertas. Ambos se
observaron persistentemente; en aquel breve intervalo de tiempo, un
torrente de emociones contenidas se reflejó en el atormentado semblante de
Cole. Con tan solo dar dos pasos, podrían abrazarse, fundirse el uno con el
otro, hacer que el resto del mundo desapareciera.
Dolores entreabrió los labios y alargó el brazo en el aire, como si
esperara que él fuera a acercarse y a tomarla entre sus brazos. Pero unos
segundos después, Cole ya se había dado la vuelta. A lo lejos, vi cómo
Dolores salía al porche y se dejaba caer sobre los fríos escalones,
haciéndose un ovillo. Siempre recordaré esa imagen; ese último aliento de
ella acercándose a él, sin pedírselo, sin suplicarle que se quedara. Esa
seguridad que se deshacía en un cuerpo que desfallecía por la tristeza.
Dolores hundió la cabeza en las rodillas y se refugió en la sombra para que
nadie la viera llorar.
Los cinco, con el carro provisto de mercancías, conducido por Randy y
Baeza, nos preparamos para adentrarnos en las sendas comanches. En
breve, el sol del mediodía nos abrasaría y el polvo de la tierra roja crearía
densos torbellinos en las Grandes Llanuras. McCallister nos advirtió que
estuviéramos atentos y que aguzáramos los cinco sentidos. Los cascos de
nuestros caballos resonaban en la calle principal, mezclándose con el resto
de carros, ponis y transeúntes que cruzaban las calles del pueblo. Doblamos
la esquina que conducía al sendero de las afueras y que, posteriormente, se
unía con el desierto.
Tenía que centrarme, hacer caso a McCallister y no perderme ni un
detalle, pero lo único en lo que podía pensar aquella mañana calurosa era en
las dos chicas que McCallister había dejado atrás: ese fantasma exótico con
nombre de estrella que planeaba en el recuerdo de los hombres que me
acompañaban, y esa mujer de carne y hueso que lloraba, abatida, en el
porche.
En la quinta jornada que pasaba junto a aquellos hombres, la travesía
para hallar a mi hermana había dado un vuelco a mi favor. Si lo que decían
de Baeza era cierto, pronto nos encontraríamos con los comanches. Cada
vez estaba más cerca de reunirme con Isabel. Sin embargo, al montarme
sobre mi apalusa, me invadió un acuciante malestar que me dejó helada. Se
me habían entumecido las piernas; las sacudí a los lados, tratando de
despertarlas, pero el hormigueo me trepaba por la piel como si me estuviera
advirtiendo de que algo se avecinaba, algo oscuro y peligroso que ninguno
de nosotros estábamos preparados para afrontar.
16

Desde que salimos de Cruces Negras, adoptamos un ritmo constante y


apresurado. Después de varios días a caballo, el roce con el asiento al
cabalgar hacía que se me levantaran algunas partes de la piel, y el trasero
me escocía. El dolor era tan intenso que se me irradiaba en la espalda y me
costaba seguir al resto del grupo.
Jesse me llamó. Cuando me volví, me guiñó un ojo y levantó el dedo
pulgar en el aire, agitándolo en mi dirección. Comprendí que me estaba
preguntando si estaba bien —quizás había advertido algún cambio en mi
expresión—; le sonreí y sacudí la cabeza despreocupadamente. Él sonrió
complacido y volvió a concentrarse en vigilar las inmediaciones. Aguantaba
sorprendentemente bien el ritmo; se le veía igual de fresco que cuando
salimos de la ciudad por la mañana. Erguido en su montura, no dejaba
traslucir el cansancio.
Randy era el que peor lo soportaba de todos. A cada rato sacaba la
cantimplora y bebía con desespero. Baeza tuvo que quitársela más de una
vez por miedo a que, en uno de esos arrebatos, se la bebiera toda de golpe.
La mandíbula postiza no le encajaba del todo bien, le habían aparecido
algunas llagas en la boca, y en el asiento del carro se encorvaba hacia
delante, con los hombros bajos y la cabeza gacha. Inclinado en el asiento,
lanzaba fatigosos suspiros.
Después de varias horas cabalgando llegamos a una zona más frondosa
donde la tierra se hundía formando un valle en el que avistamos a una serie
de búfalos pastando. Randy se quitó el sombrero y se lo llevó al pecho,
emocionado. Desde hacía años, con la guerra y la sobreexplotación de la
caza y del ganado, los búfalos habían desaparecido de la mayor parte del
Territorio. Ver un espécimen y, sobre todo, ver una manada, aunque fuera
pequeña, parecía más un espejismo provocado por la sed que una escena
real. Los búfalos avanzaban mansamente por la pradera con sus andares
majestuosos, alzando de vez en cuando sus cuernos largos y gruesos,
mientras arrancaban y masticaban la hierba. Su oscuro pelaje resplandecía
con una elegancia que no era comparable a ningún otro animal que habitara
en el Llano Estacado.
—¿Qué te parecen, chico? —McCallister sonreía a mi lado.
—Hacía años que no veía algo así, Cole —dijo Jesse, maravillado.
—¡Qué me parta un rayo! Esto no se ve todos los días, no señor. ¡Ja! —
farfulló Randy.
La boca de Baeza se abrió y volvió a cerrarse. Advertí en él una cierta
preocupación; desde el carro, observaba los animales y el ambiente con
gran atención. McCallister, Jesse y Randy rieron entusiasmados;
contemplaban pasmados cómo avanzaban los búfalos. Sin duda, era una de
las escenas más hipnóticas que había presenciado, y los búfalos los
animales más hermosos y distinguidos que vivían en las llanuras. Sus
voluminosas figuras oscilaban en la hierba alta; se desplazaban con el
sosiego digno de un aristócrata, del que se sabe rey de un lugar y del que es
plenamente consciente de la posición que ocupa.
Randy se relamió los labios, cautivado por aquella imagen que, en unos
años, había pasado a convertirse en algo casi fantasioso e irreal: el eco de
una juventud irrecuperable que los vaqueros siempre recordarían como una
época dorada del sur, que había ido desvaneciéndose bajo la ambición de
los hombres que conquistaban la tierra.
Recuerdo la gran belleza de aquel instante, la admiración que nos
causaron aquellos animales desplegándose sobre la hierba húmeda. En los
años venideros, volvería a ver algunos en escasas ocasiones. Serían grupos
más reducidos: para entonces el búfalo habría perdido su aura de soberano,
convertido en un animal más de la pradera, resignado a ser exterminado por
los hombres.
Cole paseaba la mirada por cada uno de los búfalos, como si no pudiera
creer que aquello fuera real. El rostro se le iluminó con una ilusión juvenil
que me enterneció.
—McCallister —le interrumpió Baeza—. Siento aguaros la fiesta, pero
deberíamos continuar.
McCallister asintió con resquemor:
—Sí, supongo que sí.
—Al menos, sigamos hasta que lleguemos a la charca de agua. Hay una
muy cerca, y si hay búfalos significa que los comanches no andan lejos. Si
no están por aquí ya, vigilándonos, pronto lo estarán. Que no os quepa
ninguna duda. Son una buena señal para ellos —explicó Baeza, con su voz
ronca—; un símbolo…
—De la fortuna del gran espíritu, lo sé, lo sé. —McCallister se removió
en su montura—. No necesito que me eduques acerca de los comanches,
solo que nos lleves rápido hacia ellos. Poneos en marcha, ¡va! —nos
ordenó.

Debíamos de llevar alrededor de una hora cabalgando, cuando Baeza nos


condujo por un desvío que giraba hacia el este. El sendero serpenteaba
como una culebra; ascendía, adentrándose en las colinas que se delineaban
con sus contornos grisáceos en el horizonte. Las nubes se amontonaban
bajas en el cielo. Cuanto más penetrábamos en aquella zona, más soplaba el
viento. La ventisca nos trajo el característico aroma de la rosa de los riscos.
El perfume me era muy familiar y me penetró en los pulmones.
La rosa de los riscos fue la primera especie que mamá plantó en nuestro
nuevo hogar cuando llegamos a Nuevo México; aquellas flores blancas y
esbeltas tenían unos puntitos amarillos en el centro que le recordaban al
ramo que lució en su boda. Le gustaba rememorar nuestra vida en Blanes, y
se esforzaba en guardar y en preservar cualquier cosa que la devolviera a
aquella época de nuestras vidas antes de que se perdiera para siempre en la
memoria.
En nuestra casa de la frontera, se dedicó a plantar un pequeño huerto,
así como su jardín particular con plantas y flores de la llanura. Pa’ siempre
se reía de ella cuando la veía agachada, con las manos hundidas en la tierra.
En esos ratos, papá venía a buscarme y me hacía cómplice de sus bromas
con ella: «¡Tu madre es un desastre, hija mía! Se lo he dicho miles de veces,
esas flores que se empeña en plantar no van a aguantar el invierno. No sé
por qué pierde el tiempo con eso, la verdad. A ver si tú puedes convencerla,
María. Yo ya he perdido la paciencia con esa mujer. ¿Y sabes qué me dijo
ayer? Que quiere plantar rosas, ¡rosas! Lo otro al menos tiene cierto
aguante, ¡pero unas rosas! Y tu hermana le da la razón. No sé qué voy a
hacer con ellas. Suerte que te tengo a ti». Se había llevado las manos a la
cabeza al decirlo, exagerando para que yo me riera con él. Me pasaba la
mano por el pelo, cariñosamente. «No les chives, ni a tu madre ni a Isabel,
que te he dicho todo esto, ¿de acuerdo?».
Esa fue una de las pocas veces en las que papá se equivocó, y mamá se
encargaba de recordárselo continuamente. A diferencia de otros tipos de
flores, la rosa de los riscos permanecía viva durante todo el año. Era capaz
de aguantar las heladas y los excesos de calor. En primavera, comenzaba a
florecer y su tronco quedaba oculto por sus incipientes ramilletes de flores.
En verano, sus flores se abrían y centelleaban en mitad del desierto como
una explosión, en contraste con las paredes agrestes de los cañones y la
tierra roja de la que nacía.
Un poco más adelante, llegamos a una bifurcación; Baeza nos indicó
que mantuviéramos el rumbo al este. Durante aquel tramo, hallamos
también una sucesión de trompetas escarlata y todos sonreímos al verlas.
Eso significaba que estábamos cerca de algún torrente de agua.
Aligeramos el ritmo y aguzamos el oído; no tardamos en escuchar el
agua borboteando. La ribera fluía, inmutable, como si nos hubiera estado
aguardando entre los pinos ponderosa y los juníperos. Desmontamos y
aprovechamos para refrescarnos y rellenar nuestras cantimploras. Con el
calor y los remolinos de arena que se levantaban de vez en cuando, los
caballos estaban sedientos, y tuvimos que sujetarlos para que no se
abalanzaran sobre el arroyo.
Mi apalusa alzó la cabeza e intentó dar un paso hacia delante; lo retuve
y le pasé la mano por el lomo. «Así, eso es, María, cálmalo». La voz de mi
padre, con sus enseñanzas, se colaba entre mis dedos y traspasaba al pelaje
del animal, fundiéndose en su cuerpo. «Espera, no seas impaciente. Te
enseñaré algo que no debes olvidar nunca, porque ahí te va la vida de tu
caballo. Escúchame bien. Después de un trote como este que nos hemos
pegado —me dijo mi padre en la primera excursión larga que hicimos, tras
asentarnos en la frontera—, el caballo está sediento, quiere beber agua. ¡Ni
se te ocurra darle de beber al instante! Debes esperar, ¿entiendes? Tienes
que dejar que se tranquilice un poco. Acarícialo, sosiégalo. Le daremos
juntos de beber. Mejor ser prudente y aguardar unos minutos hasta que se
calme. Si no, puede ahogarse. ¿Lo harás así, verdad, cariño? Es muy
importante que lo recuerdes, sobre todo si estás lejos de casa».
La respiración de mi apalusa se volvió más pausada y constante, y lo
conduje hacia el agua. El río emanaba un halo de paz que se asemejaba a un
nacimiento, a un sonido leve y tranquilo, ligero como una pluma, como la
primera risa de un bebé que llega al mundo. Escuchar el río a sus anchas,
sin nadie ni ninguna fuerza humana que pudiera detenerlo, hacía que
quisiera aunarme con él y dejar que me arrastrara por la corriente.
Jesse se había sentado en la orilla; con las piernas cruzadas, estaba
concentrado en recargar su pistola. El contraste de los promontorios
rocosos, áridos y grotescos, con el agua y las flores rojas que sobresalían de
las piedras del río resultaba sobrecogedor, casi fantástico.
Me uní a él, tomando asiento en la hierba. Sin decirnos nada, nos
sonreímos. El manantial me devolvía mi reflejo en líneas y ondulaciones
borrosas que se dibujaban y se desdibujaban con las oscilaciones del agua.
Rocé la superficie, fría y pura, y hundí la mano; un espasmo agradable me
subió por el brazo hasta la nuca. Poco a poco, mi reflejo fue
transformándose en la imagen de una niña.
Mecida por las huellas de la voz de mi padre, regresé mentalmente a
una de las calas de la playa, a unos metros de nuestra casa de Blanes. Corría
descalza por la arena húmeda, las olas rompían contra la orilla y la blanca
espuma me mojaba los pies. Papá me perseguía; me llamaba con voz grave,
imitando a un monstruo que quería devorarme. Yo chillaba, haciéndome la
aterrorizada. Papá entonces apresuraba el paso, y yo lo ralentizaba para que
me cogiera en brazos. Inmersos en nuestro juego particular, él me levantaba
y, sujetándome por debajo de las axilas, me columpiaba en el aire. Yo
gritaba y llamaba a mamá, que jugaba con mi hermana a hacer castillos de
arena. Papá entonces me besaba en la frente; yo emitía un grito de alegría y
me bajaba al suelo. Cuando terminábamos de jugar, ambos nos
aproximábamos al agua helada y la acariciábamos con los dedos.
Los mismos dedos hundiéndose en la liquidez del agua.
Saqué la mano del manantial. Los rostros de mi familia, con el océano
de fondo, se disolvieron.
Baeza pegó un gritó y nos señaló un punto elevado de las Rocosas
donde el sol incidía directamente:
—Las Colinas Azules, así es cómo llaman a esa zona. Ya estamos cerca.
No tardarán en darse cuenta de nuestra presencia.
—Si no lo han hecho ya, querrás decir —repuso McCallister.
Randy, que salía de detrás de la roca donde había ido a orinar, lanzó un
bufido y puso cara larga. Al moverse, le crepitaban los huesos de las
rodillas y le costaba atarse el cinturón. Estaba tan delgado que tenía que
esforzarse para ajustárselo bien y que no se le cayeran los pantalones.
—Hace rato que están aquí. Ya te lo digo yo. Siempre que hay un
comanche por los alrededores, me pica la cabeza. Y lleva un buen rato
picándome a rabiar. Puedes estar seguro de que…
—Cállate, Randy. —Jesse se levantó, agitado.
Por su cambio de actitud, supuse que debía haber oído algo. Agucé el
oído y todos callamos. Solo se escuchaba el murmullo del agua. El arroyo
brillaba en su solitaria inmensidad como un ser íntegro, seguro de sí mismo.
Sobre nuestras cabezas, un ratonero de cola roja desplegaba sus alas. El
águila buscaba a su presa, atenta a lo que sucedía en el claro; sus afiladas
garras se abrían y cerraban en lo alto. Algo se movió entre los arbustos. El
ave descendió como un destello fugaz y se desvaneció entre la vegetación.
—No esperemos más, McCallister —dijo Baeza.
Me giré para montar, cuando me crucé con la mirada vacía del
comanchero. Sin ningún motivo aparente, se me revolvió el estómago y me
empezaron a sudar las manos.
—Manuel, tú ponte ahí, a la derecha con Jesse —dijo McCallister—. Y
tú, Baeza, bien pegadito a Randy en el carro.
McCallister pestañeó; por un momento, creí que asentía con la cabeza
en mi dirección, como si intentara decirme algo. No obstante, pasó junto a
mí sin dedicarme ni una palabra, y pensé que debía haberlo imaginado.
—Es por aquí. Todo recto —nos indicó Baeza, señalando un camino
que siseaba entre la arboleda y penetraba en un bosque de pinos ponderosa.
Tras recorrer diferentes senderos hacia el corazón de las montañas, nos
detuvimos en una zona llana repleta de yucas. La naturaleza era más
boscosa y en algunos puntos se oían rugidos y alaridos de las miríadas de
lobos, coyotes y pumas que habitaban por los alrededores.
Cuando nos apeamos, Randy encendió una pequeña hoguera y preparó
café. Nos ayudaría a subir los ánimos y nos mataría un poco el hambre.
Sacó las latas de sus alforjas y las distribuyó entre los cinco. Con el calor,
las alubias se habían resecado; no sabían a nada, pero estábamos famélicos
y las devoramos como si se tratara de un buen trozo de carne asada.
Desde que dejamos atrás Cruces Negras, no habíamos visto a ningún
indio, y la espera hacía que todos nos impacientáramos.
—No puede faltar mucho, Baeza… Tienen que estar por aquí cerca, ¿a
que sí? Mis huesos ya no son lo que eran… —se quejó Randy, frotándose
las costillas.
—¿Te estás haciendo viejo, eh? —dijo Jesse, con un tono que se debatía
entre la sorna y la preocupación.
Randy frunció los labios, desviando la vista hacia la lata que sostenía
entre las manos. El comanchero sacó un puro de su bolsillo y se lo restregó
por debajo de la nariz.
—Ya estamos cerca. En breve los tendremos aquí.
—Esperemos que Quanah Parker esté entre ellos —dijo McCallister.
«Quanah Parker».
Recordaba haber leído aquel nombre en los periódicos. La primera vez,
me sonó a nombre de animal, a una especie desconocida que debía de
habitar en algún lugar de aquel territorio salvaje. Al pronunciarlo, la mezcla
de vocales y consonantes hacía que sonara grotesco, como el croar de un
sapo.
McCallister se incorporó para estirar las piernas. Se le veía intranquilo;
caminaba de un lado a otro sin parar. Se agachó, sacó el cuchillo que le
colgaba del cinturón y lo clavó en el suelo.
—¿Estás nervioso, amigo? —preguntó el comanchero, relamiéndose los
labios.
—El día que las ranas críen pelo —respondió Cole.
—¡Ja, ja! Esa es buena, Cole. Sí, y tanto que sí. —Rio Randy,
chasqueando los dedos en el aire.
El comanchero se inclinó hacia delante para hablar, cuando un ruido
hizo que fijáramos nuestra atención en una sucesión de álamos que estaban
dispuestos en forma de media luna. De entre sus cortezas, aparecieron una
bandada de indios. Algunos avanzaban a caballo; otros, que habían
permanecido escondidos en las copas de los árboles, espiándonos desde las
ramas, saltaron y se unieron a su tribu. Llevaban los torsos desnudos, y se
cubrían las partes íntimas con pieles de búfalo y de ciervo que hacían la
función de taparrabos. En contraste con su desprotegida vestimenta,
cargaban impresionantes y coloridos arcos, junto a rifles que apuntaban al
cielo.
Me tranquilizó que no llevaran los rostros pintarrajeados de negro.
Agucé la vista, tratando de averiguar quién de todos ellos era el célebre
Quanah Parker. Por mucho que lo intentara, me fue imposible distinguirlo.
Atemorizada, no podía ver nada más allá de sus caras redondas y planas,
con las narices achatadas, y las largas y grasientas trenzas cayéndoles a
ambos lados de sus cuerpos desnudos. La única diferencia entre ellos estaba
en las lanzas que llevaban consigo, y en el número de cabelleras que
colgaban de cada una.
El comanchero se incorporó de inmediato e, intentando aparentar
tranquilidad, se aproximó a los indios. Les mostró el carro y levantó la
manta que protegía las mercancías, enseñándoles los nuevos modelos de
rifles que llevábamos para negociar, así como un saco lleno de telas y de
collares de distintos colores. Cuando habló, lo hizo pausadamente:
—Venimos a ver a Quanah. Traemos armas, vestidos, joyas… Rifles de
repetición, de primera calidad.
Los indios se miraron entre sí y murmuraron algunas palabras
incomprensibles en comanche. Tras intercambiar algunos gritos, se
volvieron hacia nosotros. Uno de los pieles rojas, que acarreaba una de las
lanzas más pobladas, alzó el arma con las cabelleras colgando y la orientó
al noroeste. Los trozos de pelo arrancados creaban destellos de muerte bajo
la luz del sol; la sangre reseca refulgía con violencia en las puntas de las
cabelleras. Con una perfecta sincronización, todos se dieron la vuelta
encima de sus caballos y se pusieron en marcha.
—Han aceptado —dijo McCallister, sin esperar la opinión de Baeza, y
añadió—: Vamos.
Tenía los nervios a flor de piel, y un hormigueo me adormecía las
extremidades. Me quedé quieta, acariciando la crin de mi apalusa, sudando
ante aquellas espaldas anchas y gruesas que avanzaban hacia una naturaleza
desconocida. Iba a entrar en la guarida de los asesinos de mi familia, de los
secuestradores de mi hermana Isabel.
Jesse se colocó a mi lado y me puso la mano sobre el hombro. Le
devolví la mirada, un poco perpleja; una extraña calidez me recorrió el
cuerpo.
—¡No os rezaguéis! —exclamó McCallister—. Y tú, no te muevas ni un
centímetro o te vuelo la cabeza —le repitió a Baeza.
—Claro, amigo, lo que digas —contestó el otro riendo.
A la tenue luz del atardecer, nos unimos a la cabalgada comanche.
Seguimos su estela más allá de la línea roja que se dibujaba en el horizonte
y que marcaba los contornos del final del día, de esa frontera que se diluía
entre los álamos, los vuelos de las libélulas cuatrialadas y los rugidos de los
ocelotes. Un mundo tan cercano y lejano para nosotros que escapaba a
nuestra comprensión.
17

El campamento no estaba lejos. En unas horas llegamos a una parte del


territorio que se elevaba ligeramente, y que quedaba oculta por coníferas,
musgos y abetos de Douglas. Nos encontrábamos cerca de un pantano; se
percibía en el aire húmedo y refrescante que se respiraba en las Colinas
Azules. Oímos el alarido de un puma a lo lejos, y una bandada de
lagópodos coliblancos alzaron el vuelo, asustados por el rugido.
Cuando llegamos al poblado, los comanches aumentaron el ritmo y
empezaron a cabalgar frenéticamente. Chillaban a todo pulmón, abrían la
boca como si les fuera la vida en ello. Mujeres, hombres y niños salieron
corriendo de sus tiendas. Las mujeres levantaban los brazos hacia el cielo,
aullando como coyotes.
—Celebran que sus maridos e hijos han vuelto, y que han traído al
comanchero, el hombre blanco que les proporciona rifles y nuevas armas —
me explicó Jesse—. Aunque den miedo, así expresan su alegría. Es día de
celebración para ellos. Le dan las gracias al Gran Espíritu por el regreso de
sus hombres.
Había oído aquellos gritos ensordecedores durante el ataque en el río.
En una batalla tenían cierto sentido: era un recurso efectivo para dar
órdenes, que alentaba a los hombres en la lucha. En la guerra, nosotros
también teníamos los nuestros; en cualquier escuadrón de Caballería
siempre había uno que tocaba la corneta, el responsable de avisar al resto de
sus compañeros del ejército del ataque o de la retirada.
Para los comanches, los gritos jugaban un papel esencial que iba más
allá de la batalla. Descubrí entonces que su forma de alzar la voz era uno de
sus instrumentos más importantes; representaba la fusión del humano con el
animal, con la parte más agreste de la naturaleza. Entendían la vida, la
muerte y cualquier tipo de evento o celebración —alegre o mortuoria—
como una unión sagrada con los acantilados, las depresiones, los lagos y las
montañas y todas las especies de animales que albergaba la frontera.
Las mujeres continuaban vociferando; sus rostros rayaban en una
excitación demencial. Sentí un golpe de aire en el brazo derecho. Por mi
lado, cruzaron dos mujeres corriendo. Sus ropas estaban raídas por el uso, y
el pelo se les enganchaba a la sien por la mugre y la grasa de búfalo que se
aplicaban en el cabello. A pesar de la suciedad, se las veía jóvenes y bellas.
Rebosaban de energía y no se avergonzaban de mostrarlo. Saltaban,
gritaban de júbilo. Sus trenzas oscuras se movían arriba y abajo, y sus
vestidos coloridos se balanceaban con ellas. Una de las jóvenes echó a
correr y se abalanzó sobre uno de los guerreros que nos había escoltado
hasta el poblado. Al verla, el indio desmontó de inmediato. Ella saltó sobre
él, rodeándole la cintura con las piernas. Él la sujetaba para que no se
cayera; sonreía, pletórico, y enterraba el rostro en su cabello. La joven
apoyó la cabeza en su hombro, y arrugó la nariz cuando él la besó en la
frente.
La joven alzó la cabeza y se giró un poco para que el indio le susurrara
algo al oído. Escuchó pacientemente y su boca se ensanchó en una sonrisa
traviesa. Pensé en lo que debía de haberle dicho y yo también me sonrojé.
Una excitación me recorrió el cuerpo.
El comportamiento comanche no entendía de pudor, ni tampoco existía
el concepto de esfera privada tal y como lo concebíamos nosotros. Cuán
distintos éramos de ellos.
El pensamiento de que aquella muchacha podía ser Isabel me cruzó la
mente. Empecé a buscarla impacientemente en todos aquellos rostros que se
confundían entre el gentío. Miré a norte y sur, a este y oeste, pero no había
rastro de mi hermana.
Otra mujer pasó junto a mí; abrazaba eufóricamente a su marido, y
ambos se internaron en un tipi. Casi pude tocarlos, rozarles la piel desnuda
de los hombros. Antes de entrar en su hogar, el hombre la estrechó más
contra él, sintiéndole el cuerpo, y le hizo cosquillas. La mujer se agitó,
pataleando de la risa. Él la pellizcó en la cadera y se ocultaron en la
intimidad de las pieles de búfalo de la tienda.
La existencia comanche se basaba en la exteriorización del placer y de
la agonía. No tenían ningún reparo en mostrar sus sentimientos. En esa
actitud desenfrenada había una libertad feroz que me atraía y me repelía al
mismo tiempo. Era como si anhelara tocarlos, pero un fuego me quemara en
las yemas de los dedos, obligándome a retroceder.
Después de vitorearlos durante un buen rato, el resto de los guerreros
fueron desmontando para reunirse con sus mujeres y sus respectivas
familias. Poco a poco, el campamento recobró la normalidad, aunque
seguiría respirándose ese aire festivo durante horas.
Uno de los quahadi que nos había conducido al poblado, se dirigió a
Baeza. McCallister se inmiscuyó en la conversación que estaba a punto de
tener lugar. El comanche chapurreó algunas palabras en inglés.
—¿Mañana? —preguntó McCallister.
Excluyendo a Cole, el indio se volvió hacia Baeza y le señaló el oeste.
A continuación, se despidió en comanche y se marchó hacia el centro del
poblado.
—Tendremos que esperar. Aguardaremos a que vuelva Quanah para
negociar —nos tradujo Cole.
Baeza estaba muy callado, estudiando el campamento.
—¿Estás seguro de que no es una trampa? Ya no tengo el cuerpo para
estas cosas, no señor. ¿Dónde te han dicho que está, eh? Si se ha ido a robar
caballos a los asentamientos puede tardar lunas en volver. Ya lo creo. Si al
menos Peta Nocona siguiera aquí… Ese era un buen indio, en ese se podía
confiar, sí señor. —Randy se rascaba la barba tan fuerte que temí que fuera
a arrancarse la piel.
Jesse debió captar mis dudas, pues se acercó a mí y me susurró al oído,
para que el resto no le oyera:
—Peta Nocona era el padre de Quanah —me aclaró, con la voz muy
baja, y continuó hablando—: McCallister y él eran viejos conocidos. Se
llevaban bien, confiaban el uno en el otro. Vamos, que se respetaban. Murió
hace algunos años ya.
Le sonreí, agradecida por la información que me había proporcionado.
Baeza, que seguía en sus trece librando una pelea silenciosa con
McCallister, rio, enseñándonos los dientes.
—Si Quanah no ha vuelto mañana, vendrá otro guerrero en su nombre.
No perderán esta oportunidad. Necesitan rifles para defenderse.
—Espero que esto no sea una sucia encerrona. De lo contrario, no sabes
lo que te espera, Baeza. —McCallister volvió a escupir al suelo.
Al comanchero se le crispó el rostro; se pasó la mano fatigosamente por
la cara.
—Supongo que no sería muy inteligente por mi parte engañar al hombre
que me paga. Y sería un completo imbécil si encima pretendiera hacérselo
al amigo de Quanah Parker.
—No sé de qué me estás hablando.
—Claro que lo sabes. No es necesario que disimules conmigo, sé todo
lo que hay que saber de ti y de tu pasado con los comanches. Se dice que…
—Dicen muchas cosas —cortó McCallister en tono amenazante.
Cole lanzó un lapo al suelo; como si el comanchero no estuviera allí, se
dirigió a Randy, Jesse y a mí:
—No podemos quedarnos aquí y que nos vean discutir. Es lo último que
esos indios pueden captar. Si ven que nos ponemos los unos contra los otros
nos rebanarán el cuello y nos robarán todo lo que tengamos sin pestañear.
Entre inquietos y vigilantes, nos aferramos a nuestros caballos y nos
apartamos del centro del poblado. Seguimos el camino que nos había
señalado el indio. Unas millas más al oeste había una zona verde y
espaciosa cerca de una charca de agua, donde podríamos resguardarnos y
descansar hasta que Quanah Parker o sus delegados nos fueran a buscar.
Atamos a nuestros caballos y nos instalamos para pasar la noche.
A la altitud a la que nos encontrábamos, el viento empezó a soplar con
fuerza, y encendimos una hoguera para mantenernos calientes. El fuego nos
daría una mayor visibilidad del entorno; nos ayudaría a ahuyentar a los
coyotes y a los lobos rojos que solían habitar las zonas más frondosas y las
cimas de aquella parte de las montañas.
Randy fue a buscar algunas latas en conserva para cenar, cuando los
matorrales y los árboles que nos rodeaban se agitaron. De entre las ramas,
asomó el quahadi con quien habíamos acordado encontrarnos al día
siguiente. Como un ejército de fantasmas, lo seguían varios indios más
dispuestos en hilera. Sobre sus cabezas, acarreaban el cadáver de un animal.
Con un ritmo acompasado, como el retumbar de los tambores, se
aproximaron hasta la hoguera y dejaron el cuerpo sobre la hierba. El lomo
del antílope estaba cubierto de sangre.
McCallister y Baeza se pusieron en pie, y agradecieron al comanche la
ofrenda con la que nos había obsequiado. El indio asintió, orgulloso. Con el
mismo sigilo con el que habían aparecido entre la maleza se esfumaron en
la espesura de los pinos.
—Es un regalo. Esperan que nos lo comamos así, crudo. De lo
contrario, se lo tomarán como un insulto —puntualizó McCallister.
Había comprendido que el antílope era un obsequio, pero lo de comerlo
crudo hizo que se me cerraran las tripas.
Con una rapidez vertiginosa, sin darnos tiempo ni siquiera a asimilarlo,
McCallister sacó la navaja y la hundió en el estómago del animal. Haciendo
fuerza para rasgarle la piel, movía el cuchillo de arriba abajo con dificultad.
Siguió destripándolo hasta que el vientre se abrió en dos mitades y los
intestinos se desparramaron a ambos lados; un espeso chorro de sangre salió
disparado como un último resquicio de vida.
McCallister se mordió las mangas de la camisa y, ayudándose con los
dientes, se las subió hasta medio brazo; tenía las manos ensangrentadas. Le
cortó los riñones; procedió a hacer lo mismo con el intestino. Desprendía un
olor nauseabundo; me entraron unas ganas horrorosas de vomitar.
Cuando hubo terminado, McCallister sacó la navaja y la limpió con una
pequeña roca que había en el suelo.
—Comámoslo ahora, mientras el animal está caliente.
—No pretenderás que nos comamos eso… Así, sin más —me aventuré
a decir, espeluznada ante aquel amasijo de sangre.
Randy, que estaba inmerso en sus propios males y se masajeaba las
costillas, se volvió inmediatamente hacia mí. Los cuatro hombres me
contemplaban, desencajados. Una mueca le desfiguraba el rostro a
McCallister, e intuí que había hecho la pregunta equivocada.
—¿Que no pretendo el qué? ¡Diablos, Manuel! —gruñó McCallister—.
Ya estoy harto, ¿me oís? A partir de ahora se hará lo que yo diga, y no
pienso escuchar ni una queja más. El que vuelva a llevarme la contraria se
larga de aquí o, peor aún, le cerceno las tripas como he hecho con este puto
animal. Sí, igual que con esto. ¿Entendido? Y por si no ha quedado claro,
eso también va por ti, Baeza.
Cole hablaba con tanta furia que parecía que estuviera a punto de
enloquecer. Desquiciado, le pegó una patada a la cabeza del antílope. La
sangre le salpicó en la cara, y sus labios se esponjaron en un rictus de
repulsión.
—No tenéis ni idea de a qué nos enfrentamos, ¡ninguno de vosotros! —
Se secó las mejillas ensangrentadas con las mangas de la camisa.
A pesar de que pudiera resultar exasperante con sus bramidos e insultos
a todas horas, nuestro jefe estaba en lo cierto. Por muchas historias que
hubiera oído acerca de las costumbres y las tradiciones de los comanches,
solo el que los conocía, el que había vivido con ellos, era capaz de
comprenderlos, de entender las reglas del juego. Los quahadi eran astutos,
sagaces. Su fiereza y el temor que despertaban nacía de su espontaneidad y
de su aparente y falsa carencia de organización; para cualquier blanco,
resultaban imprevisibles e imposibles de descifrar.
Si pretendíamos pasar la noche allí, debíamos seguir a rajatabla las
órdenes de McCallister y comportarnos como blancos que se merecían su
respeto y que no temían ni despreciaban su estilo de vida.
Ahora que se había roto el tratado de paz entre los Ranger y los indios,
y se habían vuelto a iniciar los ataques y los robos, era más importante que
nunca que no bajáramos la guardia. Después del maltrato que habían
sufrido en las reservas, el odio se había ido instaurando y contagiando entre
las tribus, acentuando sus deseos de venganza contra el hombre blanco que
los había colonizado. Nosotros éramos sus enemigos, sus captores, los que
amenazábamos con exterminar a su pueblo. Los lazos de tregua que una vez
habían existido entre ambas razas se habían roto por completo; ninguno
podíamos confiar en el otro. Aquel año, según decían los diarios, los raptos
de niños ascendían a más de veinte, sin contar los muertos que se habían
hallado tras los ataques a los asentamientos o los traficantes asesinados en
los caminos.
Sin Quanah Parker, la única buena noticia era que teníamos a Baeza de
nuestro lado; si todo seguía su curso, ir con un comanchero debía
facilitarnos un poco las cosas, aunque no fuera ninguna garantía de
supervivencia.
—Comeos esto, tragáoslo —dijo McCallister en voz baja—. Que no
podáis verlos no significa que no estén aquí. Están esperando que nos
equivoquemos, que la caguemos para atravesarnos. Tragaos esto y nos
habremos ganado su respeto. Al menos, hasta mañana a primera hora.
Jesse fue el primero en adelantarse. Introdujo la mano en el estómago
del animal; como si estuviera acostumbrado a hacerlo frecuentemente, de
un navajazo, arrancó un trozo de carne de los intestinos. Lo masticó lo más
rápido que pudo y se lo tragó con resolución. Se pasó la lengua por los
labios, relamiéndose la sangre para limpiársela. Tuve que hacer acopio de
todas mis fuerzas para no vomitar.
Randy se incorporó y se acercó a la criatura muerta. Tras examinar el
cadáver durante unos segundos, se encajó bien la dentadura y gruñó de
nuevo. Extirpó un trozo más pequeño, y se quedó unos segundos evaluando
esa gelatina blandengue que pendía con hilos de sangre.
—Espero que pueda lavarme la dentadura pronto, porque llevar la
sangre pegada ahí todo el día… —Masticaba con la boca abierta y se
llevaba un dedo a la boca para sacarse un hilillo de grasa que se le había
quedado enganchado entre las muelas.
Viéndonos agachados, con las manos como garras, amputando y
extrayendo trozos de carne ensangrentada, no sabía quién era el verdadero
animal: nosotros, los comanches o esa pobre bestia a la que habían rajado
por la mitad.
Cuando el viejo hubo terminado, le tocó el turno a Baeza. El
comanchero empalideció al principio. Cortó y comió lo mínimo para
mantener las apariencias. Luego se apartó, y se apresuró, desesperado, a
coger su petaca de mezcal. Se bebió un largo sorbo y profirió un eructo. La
cara le brillaba por el sudor y la suciedad.
McCallister fue el siguiente. Cercenó tres trozos y se los llevó a la boca
con toda naturalidad, como si fuera algo que estuviera habituado a hacer de
toda la vida.
En esta situación no tenía escapatoria. Era otra prueba que debía pasar,
y debía hacerlo lo más dignamente posible. No siempre compartí ni estuve
de acuerdo con las ideas de Cole, pero en relación a los comanches sabía
más que cualquiera de nosotros. Debíamos hacerle caso si queríamos salvar
el pellejo.
En la zona pantanosa en la que nos encontrábamos, estábamos rodeados
de rocas altas e imponentes, tras las cuales fácilmente tendríamos a un buen
número de indios analizándonos. Paseé la mirada por los promontorios,
tratando de retrasar mi turno lo máximo posible, cuando advertí un
movimiento en una de las cimas. Fue tan rápido que, cuando dirigí la
atención hacia el punto donde me había parecido verlo, no alcancé a
vislumbrar nada. Podía sentirlos cerca, debatiendo entre siseos qué harían
con nosotros. Me los imaginé examinándonos como un puma acechando o
una serpiente de coral, con su cabeza de cobre y su cuerpo rayado en líneas
rojas y negras camuflándose con la tierra.
A mi lado escuchaba acrecentarse la pesada respiración de McCallister.
Armándome de valor, me aproximé al antílope y cerré las aletas de la nariz
para no olerlo. Jesse me miró y me sonrió, alentándome a seguir. Como
habían hecho los otros, hundí las manos dentro del estómago del animal
muerto, hurgué hasta que encontré una parte suficientemente sólida para
extraerla, y la arranqué. La vida no se había extinguido del todo de su
cuerpo; la sangre aún estaba caliente.
—Vamos, chico —me animó Randy—. Es un segundo. Trágalo y ya
estará hecho.
No llevaba ni una semana con aquellos hombres, y ya había cruzado
medio desierto con ellos, me había liado a tiros con los comanches y había
salido viva de un enfrentamiento con los quahadi. Me convencí a mí misma
de que, si había sobrevivido a todo eso, podía comerme un trozo de antílope
crudo.
Bajo la atenta supervisión de McCallister, empecé lamiéndolo poco a
poco; chupé la sangre, el riñón, el intestino. Incapaz de aguantar más
tiempo con aquella masa gelatinosa en el paladar, me obligué a tragarlo. Me
llevé la mano a la garganta, sintiendo cómo el antílope se me atragantaba.
Tragué más saliva; noté cómo la carne descendía dolorosamente hacía mi
estómago. Escupí sangre y me apresuré a secarme los labios.
Randy me puso la mano en el hombro:
—Eso es chico, eso es.
Miré a McCallister y me incliné para arrancar un segundo trozo.
—Ya está bien. Es suficiente, Manuel. Ahora, despejemos esto o este
asqueroso olor nos acompañará toda la noche.
Limpiamos como pudimos aquel escenario y tiramos al animal un poco
más lejos de donde dormíamos. La sangre atraería a los lobos y a los
pumas, y ya teníamos bastantes peligros rodeándonos en la oscuridad de la
noche.
Randy echó algunos leños más al fuego; así nos asegurábamos de que la
hoguera se mantenía encendida.
Para pasar la noche, pactamos que nos turnaríamos en la vigilancia.
Siguiendo la táctica habitual, Randy y yo nos preparamos para el primer
turno, pero McCallister cambió las tornas.
—Randy, hoy empezará Jesse con Manuel. Después iremos tú, Baeza y
yo. Ahora los comanches aún están medio ebrios por su celebración. Si
intentan hacernos algo, es más probable que lo hagan más tarde. Te
necesitaré conmigo.
Desde la distancia que me brinda el tiempo, creo que McCallister había
percibido el desgaste de Randy y que intentaba protegerlo. Aquella travesía
le estaba afectando más de lo que ninguno de nosotros nos atrevíamos a
admitir en voz alta. A medida que transcurrían los días, el viejo empeoraba:
avanzaba a trompicones, como si cualquier gesto le pesara, y asiduamente
se doblegaba hacia delante por el malestar que lo invadía; padecía dolores
de estómago, que se le irradiaban a las costillas o al esófago, y sufría de
reflujos y de constantes pinchazos en las articulaciones.
Cargados con nuestros rifles y revólveres, Jesse y yo nos apostamos
cerca de la hoguera para tener una mejor visibilidad. Las llamas
proyectaban sobre la hierba húmeda luces anaranjadas que se mezclaban
con las sombras del fuego. Los otros tres se retiraron a sus mantas y petates.
Baeza fue el primero en quedarse dormido. No habían pasado ni dos
minutos, cuando su boca se abrió en un efluvio y empezó a roncar.
—Vaya tío. —Rio Jesse, meneando la cabeza.
Los grillos que habitaban en los juncos del pantano cantaban en la
noche estrellada. Sus timbres agudos se repetían en pequeñas dosis, como
miles de gotas cayendo sobre la tierra.
—No hay nada peor que mostrarles el miedo, Manuel —me dijo, con
una voz sombría—. Esos comanches… Es como si no tuvieran miedo a
nada, ni tan siquiera a la muerte. Son feroces y valientes cuando tienen que
demostrarlo; y al mismo tiempo, son suficientemente inteligentes para
retirarse cuando saben que están perdiendo. ¿Pero admitir el miedo? Nunca,
nunca dejes que un comanche lo perciba. Un signo de debilidad y eres
hombre muerto.
Dejé que siguiera hablando. Me gustaba escucharlo; su voz me
apaciguaba, me otorgaba cierta seguridad, como si no pudiera pasarme nada
junto a él.
—No creo que los comanches se atrevan a hacernos nada, no esta
noche. Te diré una cosa: de Baeza no me fío ni un pelo. Pero Cole conoce a
Quanah, y como te he dicho, era buen amigo de su padre, Peta Nocona. No,
no creo que nos ataquen. Igualmente, tenemos que ser cautos, y estar muy
atentos a los ruidos y a cualquier movimiento.
De vez en cuando me venían arcadas; aún me quedaban resquicios de
sangre en la boca y sentía un malestar por todo el cuerpo. Tenía las manos
heladas; me las froté cerca de la hoguera para darme calor.
—Lo has hecho bien hoy. —Jesse me sonreía, y me hablaba con una
amabilidad que me sorprendió—. Con el antílope, quiero decir. No es nada
fácil. Sobre todo la primera vez.
«La primera vez».
Antes de aquello, ya albergaba algunas sospechas de que el pasado de
Jesse le había dejado cicatrices más profundas de las que dejaba entrever,
pero nunca le había preguntado directamente. Quería esperar el momento
adecuado, a que él o Randy me lo contaran. Me había prometido a mí
misma que sería prudente y que actuaría diligentemente. No debía
apresurarme ni arriesgarme a cometer más errores. Además, los curiosos no
solían tener suerte en el Oeste, me había dicho Randy.
Ese interrogante cada vez se iba haciendo más grande en mi mente:
especulaba sobre qué había sido de él antes de conocerlo, qué experiencias
le habrían marcado, a quién habría querido. No sabía qué me estaba
sucediendo, ni a qué venía esa impaciencia por conocer su pasado… pero
algo me urgía en mi interior.
Estaba muy cerca, y su voz sonaba más íntima. Jesse se inclinó hacia
delante, como si se dispusiera a hablar, pero se quedó impávido ante las
llamas del fuego. Iluminado por la hoguera, las luces y las sombras hacían
aguas sobre su rostro. Apenas tenía arrugas en la piel; su nariz era recta y su
mirada, verde y turquesa, desprendía una profunda desazón. Sentí el
impulso de cogerle la mano. No sabía si era por el miedo o por la oscuridad
que nos abrigaba y nos unía en ese silencio compartido, pero Jesse se
mostraba ante mí entonces de una forma completamente distinta, como un
misterio que anhelaba descifrar. Se estaba gestando una especie de
camaradería entre nosotros, una intimidad que invitaba a que los secretos y
las confesiones salieran a la luz.
Ese era el momento que había estado aguardando; debía aprovechar esa
sensación de fraternidad que nos acercaba el uno al otro para descifrar los
secretos que lo perturbaban.
—¿A qué vino lo del otro día, Jesse? Lo del enfado con McCallister. Se
te veía muy cabreado —me aventuré.
Sonrió, taciturno, sin retirar la vista de las llamas.
—No es nada interesante, créeme. Seguro que tu historia lo es más. O al
menos, a mí me genera más curiosidad, desde luego. No me pasó por alto
cómo callaste el otro día cuando Baeza te preguntó. —Jesse me miró, pero
no pude ver su expresión. El ala del sombrero le caía de lado, tapándole
media cara.
—No sé qué es exactamente. Hay algo en él que hace que me entren
escalofríos —le confesé.
—Hiciste bien. En cualquier caso, lo mejor es dar la mínima
información de uno mismo, salvo a quien te interese. —Jesse había cogido
una brizna de hierba y la desmenuzaba entre los dedos.
¿Me estaba pidiendo que se lo contara? ¿Quería hacerlo? Entre nosotros
se había generado un ambiente reconfortante; había un silencio cálido que
me hacía sentir bien, tranquila, una calma que no había experimentado
desde antes de la muerte de mis padres. Por las noches, acampando a la
intemperie, había aprendido a temer los silencios, a estudiarlos y a
aguardarlos.
Los matorrales y los álamos apenas se movían con el viento. La brisa
era refrescante, y la voz de Jesse, aunada con los ecos de los cánticos de los
comanches, lo mecía todo en un silencio pacífico que no tenía nada que ver
con esos silencios entrecortados que anticipaban el peligro. Era un silencio
nuestro, que los dos habíamos creado; y como toda sensación de paz en un
lugar hostil, también era efímero.
Tras el asesinato de mi familia, no había hablado con nadie de lo que
había sucedido, ni tampoco me había sincerado acerca de lo que sentía. Los
Soley intentaron que me desahogara con ellos la noche que pasé en su casa,
pero el dolor era tan agudo entonces que apenas pronuncié palabra.
Las imágenes de aquella tarde fatídica en la que el cielo se tiñó de rojo
me iban asaltando a trompicones, y a medida que pasaban los días y que la
distancia temporal se ensanchaba, algunas escenas olvidadas resurgían en
los momentos más inesperados. Echaba de menos tener a alguien con quien
poder llorar sin verme obligada a hundir la cabeza en la manta o
esconderme detrás de una roca para que no me oyeran.
Jesse quería saber mi historia, y yo quería mantener ese silencio que
tendía puentes entre nosotros. Decidí que se la contaría; adornaría y
modificaría algunos hechos para que no pudiera asociarla con la matanza.
Cuando se reunieron con el sheriff Ward, este debió de contarles todo
acerca de mi familia, así que era fundamental cambiar algunos detalles.
—Baeza tenía razón —le dije—. No soy de aquí.
Jesse dio un silbido y tiró al suelo lo que quedaba de la brizna de hierba.
—Ya, de eso estaba bastante seguro —replicó en son de burla.
—¿Por qué? ¿Por lo torpe que soy? —pregunté, un poco molesta.
—Hum… Yo no he dicho eso. De hecho, ¡lo has dicho tú! Yo lo habría
dicho de otra manera. Pero sí, estás un poco verde en algunas cosas.
Se estaba riendo de mí. Su rostro se había suavizado con una expresión
tan divertida y sincera que era imposible enfadarse con él. Acabé riéndome
a mi pesar.
—Vine con mi familia hace algunos años, desde España. Vivíamos en
un pueblo costero. —Inspiré y exhalé antes de continuar; los ecos del aroma
del mar flotaban en el aire que respirábamos—: Allí todo es muy distinto: el
terreno es menor; desde cualquier ángulo, puedes ver el pueblo entero. El
clima es más templado, y el horizonte se despliega siempre con azules y
platas. Hay agua por todas partes.
—No estaría mal ver el mar… aunque creo que me pasaré la vida atado
a esta maldita frontera. —Rio Jesse—. Esta puñetera tierra se adhiere tanto
al cuerpo y a los pulmones que quedas atrapado de por vida. ¡Es imposible
deshacerse de ella!
—Quizás algún día puedas marcharte de aquí, como hice yo.
Hizo ademán de responder, pero su voz se ahogó en un ronquido, como
si el mero pensamiento de alejarse de aquella tierra roja y agreste, que
tantas veces le había brindado cobijo, lo aterrase. Su respiración se
entrecortó en una sucesión de aspiraciones cortas y forzadas. La piel de las
mejillas se le hundió hacia dentro y las venas del cuello le sobresalieron por
los costados, al tiempo que apretaba la mandíbula y se quedaba callado.
Recordé la expresión taciturna de Bera en el saloon, la mezcla de miedo y
tristeza que la había embargado al pensar en dejar la frontera.
Un terror que nunca antes había atisbado en él se apoderó de su cuerpo.
Traté de reconducir la conversación. Sin saber qué decir, continué hablando,
diciendo lo primero que me pasaba por la cabeza.
—El mar es parecido al desierto, en cierto modo… Solo que es aún más
grande, más inmenso. Cuando la marea sube y trae la marejada, puede ser
muy peligroso.
—No creo que lo sea más que esto, Manuel —respondió, jugueteando
con dos piedrecitas del suelo, sin permanecer quieto ni un segundo; luego,
sin devolverme la mirada, señaló la vasta explanada que se ensanchaba
hasta el horizonte—: ¿Acaso hay comanches allí, apaches, arapahoes,
serpientes de coral? Puedes insistir lo que quieras, pero no vas a conseguir
que me crea que ese mar del que tanto hablas sea más que esto, en ninguno
de los sentidos.
Su desfachatez volvía asomar: sus ojos se achinaron y en el mentón se
le arrugó el hoyuelo que siempre se le marcaba cuando se enorgullecía de
su elocuencia. Jesse idolatraba la tierra que lo había visto nacer, con una
intransigencia que me recordaba a la ira que movía continuamente a
McCallister.
—¿Sabes lo que decían los viejos de mi pueblo? —Me acerqué un poco
más a él. El fuego creaba reflejos anaranjados sobre su rostro. Había
hablado con un tono más grave de lo normal y Jesse se había quedado en
silencio, como si mi solemnidad lo hubiera dejado fuera de combate. Raras
veces conseguía ese efecto en él, así que decidí aprovechar la ocasión—.
Algunos marinos juraban que sabían cómo combatir las tormentas… Los
más viejos clamaban que si uno trazaba tres cruces al aire con un cuchillo
podía hacer desaparecer los tornados y las trombas de agua del océano. Así
de fácil, con tan solo mover los dedos.
Su cara iba cambiando gradualmente de expresión, pasando del
asombro a la curiosidad, para luego convertirse en una especie de mueca
repleta de frustración. Era demasiado fácil hacerle enfadar, y resultaba
sumamente divertido.
A lo lejos, se oyó el canto de una mujer comanche elevándose en el aire,
seguido del eco de una serie de voces femeninas.
—¡Vaya sarta de tonterías! —gruñó Jesse—. ¿Crees que vas a
engatusarme con todas estas sandeces? No hay nada que puedas decirme
que vaya a sorprenderme. Ya te lo puedes meter en la cabeza, Manuel…
¡Detener los tornados con los dedos! ¡Ja! ¡Ni quinientos comanches
pararían eso!
—Te diré algo que nunca has oído, ni tan siquiera has visto… Me juego
lo que quieras a que nunca has visto un crustáceo, ¿me equivoco?
Jesse pestañeó, perplejo; con aquella palabra, se había quedado
estupefacto. Traté de aguantarme la risa. Si me reía delante de él, heriría su
orgullo, y si eso sucedía, era probable que se pasara horas sin dirigirme la
palabra.
Decidí reconducir la conversación para paliar su enfado, y esta vez
adopté un tono más apaciguador y analítico, como una mera observadora
que trataba de describir, simple y llanamente, un detalle del paisaje.
—Los crustáceos son animales similares a los escorpiones o a los
insectos con varias patas; viven en zonas de mar o de agua dulce. El
cangrejo es parecido a una araña; hay de diferentes tamaños y son de
tonalidades rojas y anaranjadas. Lo más gracioso es que caminan del revés,
de espaldas, y tienen unas patas largas y finas.
Abrí y cerré los dedos de las manos, representando los movimientos que
hacían los cangrejos. Jesse entonces alzó levemente la mirada, arrugando el
entrecejo; sus labios se entreabrieron en lo que parecía el inicio de una
sonrisa, pero hacía esfuerzos por contenerse y volvió a cerrar la boca. En
aquella lucha por su orgullo herido, solo podía intentar hacerle reír, tratar de
que volviera a sentirse cómodo junto a mí. Continué con mi explicación:
—El erizo de mar es… Imagínate un cactus redondo, de color negro, y
con muchas, muchas espinas. ¡Eso es un erizo! Lo mejor es que puedes
comerlos sin necesidad de cocinarlos. Están deliciosos. En mi pueblo hay
un sendero que bordea el mar; si recorres varias millas, llegas a unas rocas
muy altas donde puedes encontrar un montón de ellos…
Durante unos segundos, se me quebró la voz. La mente se me quedó en
blanco, perdida en las imágenes que me acudían a la cabeza y que me
golpeaban como puñetazos. Recordé el sabor salado y frío de los erizos, su
intenso olor a mar, el traicionero tacto de sus púas cuando los pescábamos
con Isabel en la cala de Sant Francesc…
La caza de erizos era uno de nuestros pasatiempos favoritos. En Blanes,
escalábamos las rocas de la playa y no descansábamos hasta que cada una
había conseguido pescar, al menos, un par de ellos. Con mi hermana mayor,
nos sentábamos en una de las rocas, sumergíamos los pies en el agua y
abríamos ahora uno, ahora otro, tratando de no pincharnos con las púas que
les recubrían el cuerpo. Acto seguido, como en un brindis, chocábamos uno
con otro, y nos bebíamos el líquido que albergaban en su interior,
disfrutando, riéndonos. Nos encantaba comerlos crudos, porque
conservaban mejor el sabor íntegro del mar.
Abstraída en mis recuerdos, había interrumpido el relato. Cuando volví
a la realidad, Jesse me observaba fijamente. Se había aproximado a mí y
sentí cómo me zarandeaba por los hombros para hacerme volver en mí.
—¿Qué narices te ha pasado? Parece que hayas visto un fantasma…
¿Estás bien?
Tardé unos segundos en reponerme. Lo aparté suavemente y le sonreí.
—¿Qué…? ¿Qué estaba diciendo? —pregunté, medio atontada.
—Tu historia, me estabas contando tu historia. —Su tono era
conciliador, mas no estaba exento de preocupación.
—Ah, sí… Mi historia… —Tragué saliva antes de continuar. No podía
dejar que me viera flaquear.
Me obligué a mantener la serenidad, y a apartar las emociones en lo más
profundo de mi interior, como Pa’ me había enseñado a hacer. Dejé de
hablar del paisaje, y de los animales, y me concentré en lo verdaderamente
importante.
—¡Parece que me he ido por las ramas otra vez! —Solté, quitándole
hierro al asunto—. A veces suele pasarme… Aunque supongo que eso le
pasa a todo el mundo, ¿no? En fin, la cosa está en que mi historia no es tan
distinta de la de los otros colonos. Simplemente, queríamos buscar una vida
mejor. Unos amigos de la familia habían emigrado a la frontera hacía
algunos años; fueron de los pocos que se atrevieron a realizar una
emigración tan larga. Cada cierto tiempo nos escribían; en sus cartas nos
contaban las mil y una maravillas sobre el Llano Estacado y todo lo bueno
que nos esperaba si veníamos aquí. Nuestro padre creía que nos haríamos
ricos. Era la mejor opción en aquel momento, o eso creímos nosotros, claro.
No te puedes imaginar las caras de felicidad que ponían mis padres cuando
recibían aquellas cartas. Era como si vivieran un sueño al leerlas y al
imaginar este lugar…
Me detuve un instante, embargada por la emoción.
—Lo cierto es que no hay mucho más que contar. Después de darle
muchas vueltas, decidimos venirnos. Y aquí estoy ahora.
—No debió ser fácil. Hay que tener agallas para hacer un viaje así —
dijo Jesse, asintiendo con la cabeza.
Su voz se había vuelto solemne, y me escuchaba con atención.
—No, no lo fue, pero lo peor vino después. —Hice una pausa antes de
continuar. Las palabras se me clavaban como aguijones al pronunciarlas—:
Cuando nos instalamos en el Llano Estacado, al cabo de un tiempo estalló
la guerra entre norte y sur. Por suerte, a nosotros no nos tocó. Nuestro padre
tenía mal una pierna y no podía luchar, y mis hermanos eran niños todavía.
No obstante, sí que afectó a algunos amigos. Así que, de una manera u otra,
vivimos las consecuencias. Unos años después de la Guerra de Secesión,
cuando todo parecía haber llegado a una situación de normalidad,
entonces…
Nunca lo había expuesto en voz alta, y un temblor se apoderó de mí.
Jesse me miraba con una compasión y una gentileza tan francas que me
obligué a continuar.
—Los indios mataron a mi familia. Los asesinaron a sangre fría. Fue lo
más duro que he vivido nunca. Casi nadie lo sabe. No me gusta demasiado
hablar de ello.
—Puedes contármelo. No diré nada. Te doy mi palabra —me prometió
Jesse.
Las llamas parpadeaban con el vientecillo que acababa de levantarse.
—Estaba fuera de casa cuando los atacaron —comencé—. El humo
negro nacía de esta misma tierra y se elevaba como un torbellino hasta el
cielo. La noche había caído muy pronto. Tengo esa imagen grabada, como
si pudiera verlo aquí mismo, como si pudiera tocar ese humo que penetraba
en los pulmones. Luego, las cosas se me han borrado un poco. Sé que actué
mecánicamente; sé que me subí a mi carromato y conduje como alma que
lleva el diablo hasta que llegué a la casa, pero era demasiado tarde. Toda mi
familia estaba muerta. Los indios dejaron los cadáveres tirados en el suelo,
les habían… A madre la…
Callé, mordiéndome el labio por la impotencia. Por mucho que lo
intentara, había ciertos aspectos de mi historia y de la matanza que no era
capaz de enunciar. Admitirlos delante de otro hacía que fueran reales y que
no existiera la posibilidad de dar marcha atrás. Tenía miedo, miedo de que
el recuerdo de mis muertos se perdiera, de que ya no pudiera recrear sus
voces, sus movimientos, las facciones de sus rostros, sus andares. Jesse
debió percibir mi vacilación, pues me sonrió, apiadándose de mí.
—Los mataron a todos. Fue una matanza brutal. A mi madre, mi padre
y mis dos hermanos pequeños les arrancaron las cabelleras. —Mentí,
cambiando un poco algunos aspectos de la historia—. Y vete a saber qué
más les hicieron. A mis hermanas, a las dos, se las llevaron. Busqué por las
inmediaciones. No había ningún rastro de ellas, ni nadie vio por dónde se
marcharon. En el pueblo, la mayoría dijo que había sido cosa de los
comanches. Habían atacado otros asentamientos cercanos y se rumoreaba
que estaban en pie de guerra.
—Vaya. No lo sabía, Manuel. Lo siento. —Negó con la cabeza y me dio
una palmada cómplice en el hombro—. Ahora entiendo por qué decidiste
unirte a nosotros.
No dije nada. Me limité a sonreír débilmente, y a que él interpretara
aquel gesto como quisiera.
—Sé que no sirve de nada decirlo, pero yo también pasé por algo
similar, hace tiempo —confesó.
Me incliné hacia delante para oírle mejor.
—Supongo que ya no importa.
—No, quiero escucharlo —dije—. Estas cosas siempre importan.
—Pocos lo saben, Manuel. McCallister y Randy me criaron… Aunque
eso ya te lo habrás podido imaginar. Sé que Randy te ha contado cosas de
McCallister. Vaya, ¡si a ese viejo bobo le pagaran por hablar seríamos ricos
y no tendríamos que ir salvando el pellejo día y noche para rescatar hijos y
mujeres de otros! —Entre risas, se subió el ala delantera del sombrero.
Cuando volvió a hablar, lo hizo muy serio, concentrado—: McCallister y
Randy decidieron que era mejor no contarlo hasta que fuera estrictamente
necesario o hasta que alguien lo adivinara. Supongo que ahora ha llegado el
momento. Y mejor que seas tú, y no ese capullo de Baeza quien se haya
dado cuenta. —Levantó las cejas y sonrió, con la expresión suave y
resignada de alguien que ha convivido con el dolor y que ha esperado
demasiado para desahogarse.
—No diré nada, y no tienes que contármelo si no quieres —repetí las
mismas palabras que él me había dicho, tratando de infundirle confianza.
Me moría de ganas por saber su historia, pero no quería incomodarlo ni
apremiarlo. Cuando se sincerara conmigo, quería que sus palabras fueran de
verdad, francas y limpias, despojadas de velos y secretos.
Jesse se rascó la barba incipiente que le nacía en las mejillas y forzó una
sonrisa.
—Varias veces me has preguntado qué estoy haciendo aquí, por qué me
uní a un tipo como McCallister y a un viejo malhumorado como Randy. Y
siempre te he hecho creer que fue porque mataron a alguien de mi familia,
aunque, en verdad, nunca te lo haya contado. Nunca te he dicho nada en
claro, ni a ti ni a nadie, excepto a McCallister y a Randy. Nunca he mentido
acerca de mis orígenes, ni tampoco me he dedicado a contarlo. Creo que en
eso nos parecemos, Manuel. No fue fácil, como bien sabes. De hecho,
nunca lo es. Hay una cosa que debes tener muy presente, sobre todo tú que
quieres recuperar a tus hermanas. Sí, escúchame bien, porque esto es
importante. Decimos que queremos recuperar a nuestros familiares, que
queremos que los indios nos los devuelvan. Sí, eso decimos. Pagamos,
recorremos millas y millas y damos la vida por encontrarlos, por encontrar a
esa hija, a esa mujer que desapareció. Pero cuando vuelven, los
abucheamos, los maltratamos y los matamos a palos o los emborrachamos
con aguardiente hasta que se escapan o se cortan las venas hasta
desangrarse.
»¿Has visto la lista con todos los nombres de cautivos que lleva Cole?
Pensamos que regresarán como si nada, que los cautivos que se han criado
y educado con los indios serán los mismos que se fueron; que ese niño
enclenque y gracioso que secuestraron será igual que hace siete años; que la
niña de cabellos dorados, que jugaba con muñecas y cantaba “Dixie”,
seguirá cantando las mismas canciones, y que tendrá la misma voz después
de haberse casado y compartido cama con un piel roja. Sí, eso pensamos.
¡Pero eso es estúpido! Lo he visto tantas veces, Manuel… Es imposible,
¿entiendes?
»Cuando esos niños y niñas vuelven a casa lo han olvidado todo.
Chapurrean palabras apaches, sioux, comanches, kiowas… Se convierten en
raros, marginados, ¡en indios! ¡Ya no son blancos porque no saben lo que es
ser blanco! Y entonces les pegamos, los molemos a palos hasta matarlos.
»Yo fui uno de esos niños, aunque tuve más suerte que el resto. Escapé
antes de que me hubieran convertido en uno de ellos.
»De pequeño, a los siete años, un grupo de kiowas atacaron nuestra
casa. Mi padre se dedicaba al negocio del ganado y tenía los mejores
especímenes de la zona. Era un blanco atractivo para los indios, demasiado
fácil. Para que el ganado pudiera acampar a sus anchas vivíamos apartados
del resto de asentamientos. Nuestros vecinos más próximos se encontraban
a millas de distancia. No consigo recordar demasiado de aquella época,
excepto que la soledad era sobrecogedora. Puedo verme en el porche de mi
antigua casa, contemplando la vasta extensión de tierra que se explayaba de
norte a sur, sin ninguna casa, ni rastro de vida que nos diera ninguna
seguridad. Estábamos solos, perdidos en la inmensidad de la llanura.
»La noche en la que nos atacaron estábamos preparando la cena cuando
nuestro perro empezó a ladrar. Salí a buscarlo afuera para tranquilizarlo; de
repente, vi un destello plateado a través de los matorrales del desierto. Me
quedé quieto y advertí un segundo resplandor al noreste. Un coyote —o lo
que al principio creí que era un coyote— aulló y los reflejos se
desvanecieron. Fui en busca de mi padre. Él también lo había oído y corría
en mi dirección. Venía del granero y llevaba la escopeta bajo el brazo. Supe
que algo iba mal; mi padre tenía la frente sudorosa y abría y cerraba las
manos sin parar. “Entra en casa, ahora, y dile a tu madre que apague todas
las luces”. Quería quedarme con él, pero me dio un empujón y me ordenó
que callara y que hiciera lo que me decía. Tuve miedo, mucho miedo, y
entré corriendo en la casa. El perro seguía ladrando afuera, y mi hermana
empezó a quejarse: “¿Por qué no se calla ese chucho? Ay, Jesse, ¿no puedes
hacer que deje de ladrar? Es insufrible, todo el día igual, armando alboroto.
Qué pesado es. ¡Qué se calle, por el amor de Dios!”. Cuando mi hermana
gritó, me asusté aún más y, sin pensarlo, me abalancé sobre ella para que se
callara. “¿Qué mosca te ha picado, Jesse? Mamá, dile que haga el favor
de…”.
»Mi madre llevaba un plato en las manos e iba a dejarlo sobre la mesa.
Al verme, empalideció y se quedó de pie, tiritando. No sabía qué hacer,
ninguno de nosotros sabía qué hacer. Me incorporé de un salto y le quité el
plato que amenazaba con caérsele al suelo. Lo dejé encima de la mesa y le
cogí las manos. Las tenía frías como el hielo. Su piel se volvió blanca como
la porcelana.
Jesse encorvó la espalda y bajó la cabeza, centrándose en la visión de
las llamas. Se detuvo un instante y se pasó las manos por las mejillas. A
pesar del tormento que le estaba causando contar aquella historia, detecté
cierto alivio en su voz, como sucede al desprenderse de un peso demasiado
doloroso. Prosiguió:
—Lo último que consigo recordar es esa imagen de mi madre
convulsionándose en la oscuridad del comedor, y la de mi hermana tendida
en el suelo. Del exterior, nos llegaban los ladridos desesperados del perro.
No volví a ver a mi padre vivo, ni tampoco a ellas dos. Lo siguiente que
recuerdo ocurrió cuando ya estábamos lejos de casa. Cuando desperté, los
kiowas me habían atado a la grupa de un poni. No sabía cuánto rato había
estado inconsciente. La espalda me escocía en carne viva por los latigazos
que me habían dado hasta que desfallecí. Era su prisionero, su cautivo. Me
rodeaban una docena de ellos. Atado a sus ponis, reconocí a nuestro mejor
alazán, el mismo que mi padre me dejaba montar si me portaba bien.
»Maniatado y rodeado de indios, miré a un lado y a otro. No había
rastro de mi familia. Lo único que quedaba de ellos eran los vestidos de mi
hermana y algunas baratijas de mi madre que se habían encargado de coger
para dárselas a sus squaws cuando llegáramos al campamento. Un kiowa las
llevaba colgando de la silla de montar.
»Aquellos fueron los peores días; una tortura sucedía a la otra. De
camino al campamento, cazaron a un ternero que encontramos pastando en
la pradera. Lo abrieron por la mitad, le sacaron los intestinos y los riñones.
Insistieron en que me lo comiera, en que masticara la sangre. Aquel
revuelto era nauseabundo y cuanto más lo veía, más ganas tenía de vomitar.
Intentaron forzarme; me resistí, di patadas, grité, lloré, hice uso de mis
puños inútilmente… hasta que uno de los indios me agarró por los hombros,
me alzó y me hundió la cabeza en el estómago del animal. Un segundo
indio lo ayudó y me presionó la cabeza bien adentro de las tripas mientras
el primer piel roja me sujetaba por los hombros.
»Pensé que no saldría de aquella. Cuanto más me resistía, más me
hundían la cabeza. Las vísceras, el intestino, los líquidos y todo lo que
había allí dentro me entraba por la nariz… La sangre me obstruía los
conductos nasales; me daba la impresión de que me estaba subiendo hasta
la cabeza. Iban a matarme, a inundarme en ella hasta que me asfixiara y me
explotaran los oídos.
»Comí, tragué, vomité, y volví a comerme aquella masa caliente hasta
que mi estómago dejó de devolver. Luego me soltaron y, como si no hubiera
pasado nada, reemprendimos la marcha hacia el que sería mi nuevo hogar.
»Pasaron las semanas. Los kiowas trataron de convertirme a sus
tradiciones y costumbres, me torturaban, me rajaban la piel… No obstante,
a diferencia de otros niños cautivos que habían sido raptados con
anterioridad y que habían olvidado sus raíces, yo todavía recordaba nuestra
vida, nuestro idioma, nuestras creencias… La masacre de mi familia aún era
muy reciente y me aseguraba de recordármelo para no olvidar. En los ratos
en los que me hallaba solo, me hablaba a mí mismo en inglés, o me
obligaba a repasar, mentalmente, las escenas que había vivido en mi antigua
casa, a recrear la figura de mi madre, las voces de mi padre y mis
hermanas… No podía permitirme olvidar; si quería salir de allí algún día,
debía esforzarme en recordar, en mantener viva mi identidad.
»Unos meses después, Cole y Randy llegaron al poblado en busca de
cautivos. La noticia se extendió como la pólvora: el hombre blanco venía a
mercadear, traía rifles y abalorios para las squaws. Los guerreros habían
regresado de una de sus incursiones y estaban cansados, así que los citaron
para el día siguiente, de modo que Mac y el viejo se quedaron a pasar la
noche. Al amanecer, cuando todos dormían, me escabullí y me reuní con
ellos. Les supliqué que me sacaran de allí. Les relaté todo lo que había
vivido con los kiowas, el asesinato de mi familia, las torturas a las que me
habían sometido para convertirme en uno de ellos…
»Cole y Randy se apiadaron de mí, y al día siguiente negociaron mi
liberación. Así fue como consiguieron llevarme con ellos de vuelta a la
civilización. Jamás podré agradecérselo suficiente. El resto… bueno, ya lo
sabes. Lo cierto es que me criaron como si fuera su propio hijo. En esa
época éramos un trío digno de ver…
Una sonrisa melancólica asomó en los labios de Jesse, y pude ver a ese
niño perdido en mitad del gran desierto, frente a una casa calcinada, que
clamaba desesperadamente que alguien lo ayudara.
Deseaba abrazarlo más que nunca, pero eso estaba fuera de la cuestión.
Se había sincerado conmigo, y esa confesión significaba que me había
incorporado a su grupo de confianza, junto a Randy y McCallister. Por fin
había pasado a ser uno más de la banda de los buscadores. Si daba un paso
en falso, lo echaría todo a perder. Estaba convencida de que, en cuanto se
percatara de mi verdadera naturaleza, me despreciaría por haberlo
engañado.
Jesse se acercó un poco más a mí; sentí el olor de su cuerpo, cada vez
más próximo y más fuerte.
—Dime, ¿estás seguro de que eran comanches, Manuel? Los que
mataron a tu familia —dijo, regresando a mi historia—. Si me cuentas qué
pasó y me das alguna pista, quizás pueda ayudarte. Conozco bien las tretas
de las tribus. Cole me ha enseñado bien.
—No hay mucho más que contar, aparte de lo que te he dicho ya. Hay
cosas que no recuerdo del todo bien. Los cadáveres… no los habían
mutilado, como se dice que hacen los comanches. Les habían arrancado las
cabelleras. A mi madre la encontré en… La habían…
Callé. No podía decirlo. Jesse asintió gravemente.
—¿Qué pasó luego? ¿Recuerdas algún otro detalle, una flecha, algún
rastro o alguna huella?
—Las flechas… Sí… Eso fue lo que hizo que los identificaran como
comanches. —Me esforcé en recordar aspectos concretos. «Piensa María,
piensa». Sin ser muy consciente de lo que contaba, me oí decir—: Estaban
tan sedientos de sangre que incluso mataron a mi caballo y le rajaron las
tripas. No sé por qué evoco esa imagen. La tengo grabada en la memoria.
Quizás porque fue lo primero que vi: al perro y a mi apalusa muertos. A
continuación, vino el resto. Pensarás que soy un completo estúpido por
acordarme de eso en concreto… Esos intestinos llenos de sangre,
desparramándose, y las moscas sobrevolando el cuerpo. Tal vez sea por lo
que me acabas de contar. No tengo ni idea, pero las imágenes vienen y van
como golpes.
Jesse frunció el ceño.
—No, no es estúpido para nada. De hecho, eso es de lo más raro,
Manuel. Un comanche no suele… Normalmente roban los caballos, no los
matan. Y tampoco se ensañan con los perros.
—A mi apalusa lo mataron —insistí.
—Probablemente estuviera enfermo o tuviera alguna tara.
—No, de eso nada. Estaba perfectamente. Son unos asesinos, eso es lo
que son. Si son capaces de matar y de… —Se me cortó la voz al pensar en
mi madre—; ¿cómo no se lo van a hacer a un animal? —Escupí, tratando de
imitar a McCallister, y bajé la cabeza para que no advirtiera mi emoción.
—Pero, Manuel, eso…
Un vacío me perforó las tripas y sentí que había empezado a sudar más
de la cuenta. Agitada, e incapaz de continuar, me puse en pie más
bruscamente de lo que pretendía. Necesitaba alejarme de allí. Necesitaba
dejar de hablar de ellos, de recordarlos una y otra vez.
—Voy a buscar la cantimplora, estoy sediento —dije súbitamente,
sacudiéndome la arena de los pantalones—. ¿Quieres? Con todo esto se me
ha secado la boca.
Jesse me miró, intrigado, y encogió los hombros a modo de
asentimiento.
Había roto el momento, la complicidad entre los dos se había
evaporado. Me alejé hacia mi caballo y busqué la cantimplora entre las
alforjas. Cuando me volví, Jesse no me quitaba la vista de encima.
18

Los gritos de celebración duraron toda la noche. Las estrellas titilaban en


el cielo y campanilleaban a su compás, dejando que sus cánticos y bailes
prevalecieran sobre los ruidos de la vegetación y la fauna. Planeaba el aura
de las creencias comanches; cada planta o animal que vivía y crecía en el
universo tenía su espíritu, su alma vagando entre nosotros.
Con el cambio de guardia, McCallister y Randy nos relevaron. Me
tumbé en la hierba y me arrebujé en la manta. La conversación con Jesse
me había afectado más de lo que estaba dispuesta a admitir. En ese rato a
solas, mecida por los extraños sonidos de las montañas, regresé a las noches
de verano de mi casa en Blanes, en las que, junto a Isabel, nos contábamos
leyendas y fantaseábamos con los mitos de la Costa Brava. Ambas nos
sentábamos en el suelo, junto a la ventana, y escuchábamos cómo el océano
atronaba a lo lejos. Isabel solía decir que nos cantaba su melodía nocturna.
En nuestra habitación las cortinas ondeaban con la brisa: el aire que
soplaba nos traía pizcas de la sal del mar. A mi hermana y a mí nos
encantaba escuchar cómo rugía mientras nos entreteníamos con historias de
brujas. Nuestras leyendas favoritas eran las que hablaban de las hechiceras
que se habían ocultado en nuestro pueblo durante siglos; incluso les
pusieron una calle, la calle de las Brujas.
Aunque entonces eran pocos los que creían en su existencia, algunos de
los aldeanos más viejos sostenían que aún quedaban algunas ocultas entre
los habitantes del pueblo, y juraban que las tormentas y las marejadas eran
las consecuencias de sus encantamientos.
Arrobada por el recuerdo de nuestras tradiciones, no pude evitar pensar
que no éramos tan distintos de los comanches: al otro lado del mundo,
nosotros también teníamos nuestras creencias, historias de viejos que
pasaban de padres a hijos, envueltas en el misterio de lo sobrenatural.
Jesse se movió sobre el petate, adormecido, y aspiró profundamente. Su
cara se veía tersa y relajada; sus labios parecía que sonrieran, como la
sonrisa inocente de un niño que solo pudiera descansar en los momentos de
profunda inconsciencia.
Hice esfuerzos por evadirme de los sonidos que provenían del poblado,
pero las voces de los indios invocando al Gran Espíritu se intensificaron,
aunándose en un último rezo. Eran chillidos agudos y desagradables que me
hacían estremecer. No entendía ni una palabra de comanche: la
incomprensión agravaba aún más la sensación de inseguridad, de sentirme
perdida y sola en un entorno hostil. Alzaba constantemente la cabeza; temía
que, en cualquier momento, de entre la hierba alta, apareciera un grupo de
comanches dispuestos a matarnos a todos.
Me obligué a pensar en nuestras leyendas de brujas, y me dije a mí
misma que aquellas plegarias que me perforaban los oídos eran solo
supersticiones, historias de ancianos que se contaban para sobrevivir.
Estuve dando vueltas en la manta hasta que comenzaron a pesarme los
párpados y, finalmente, me quedé dormida.
Al despertar, una luz tenue bañaba las Colinas Azules con una pátina
suave y rosácea. Los alaridos de los pieles rojas habían disminuido, pero
aún quedaban resquicios de la celebración. Cada cierto rato se oían voces
ebrias por los alrededores. Apenas había dormido unas horas. Me coloqué
bien el sombrero para protegerme la cabeza, dejé la manta a un lado y me
dispuse a prepararme un café.
La hoguera se había apagado y reavivé el fuego con algunas ramas. El
cielo amanecía despejado y el sol sobresalía a lo lejos como una media luna
tras el horizonte; sus rayos se desperezaban por todos lados, iluminando el
paisaje en plácidos naranjas y amarillos. Con el inicio del día, el vientecillo
frío de la noche dio paso a una fina aura que ya anticipaba el calor que
arraigaría en las montañas el resto de la jornada.
El café me quedó más aguado de lo que esperaba. A pesar de que sabía
a rayos, necesitaba espabilarme y lo bebí de golpe. En unas horas nos
reuniríamos con Quanah Parker o con alguno de sus hombres de confianza,
y debía estar despejada cuando llegara el momento de negociar. Con los
comanches no podía permitirme ningún traspié, ni por muy nimio que fuera.
Existía la posibilidad de que, entre sus cautivos, estuviera Isabel. Si
verdaderamente había sobrevivido y se hallaba allí con ellos, debía
mantener la calma; tenía que ser cauta si no quería echarlo todo a perder.
Aunque temblara de la emoción, debía aparentar tranquilidad.
Pensando en esa pequeña probabilidad, fui animándome poco a poco.
Me serví una segunda taza de café y me lo bebí de un trago. Randy estaba
tumbado de lado en su petate; en un estado de duermevela, de vez en
cuando se giraba y se removía, nervioso. Aunque él se negara a admitirlo,
era evidente que estaba llegando al límite de sus fuerzas. Se percibía en sus
bruscos cambios de actitud, en cómo se enfadaba sin motivo o en cómo le
crujían los huesos al cabalgar. Estaba exhausto, y eso hacía que se quejara a
todas horas y que anduviera lenta y pesadamente.
Baeza se apoyaba en una de las altas rocas que coronaban aquella parte
del terreno. De espaldas, su silueta se veía aún más robusta y corpulenta.
Erguía sus anchos hombros y mantenía la cabeza al frente, en señal de
alerta. Descansaba el peso del cuerpo sobre la pierna izquierda, que doblaba
en ángulo recto. En la mano derecha sujetaba la carabina. La abrió y cargó
el cañón.
McCallister caminaba en círculos, en una vigilancia constante.
No veía a Jesse por ninguna parte.
—Allí está al pantano —me sorprendió Randy, recién levantado—. Por
si quieres refrescarte. Hoy lo necesitarás, chico. —Se detuvo un momento
para desperezarse y, en un bostezo, añadió—: Todos lo necesitaremos.
El pantano estaba relativamente cerca; podría mojarme la cara y
asearme un poco. Con la fiesta de la noche anterior, los comanches
tardarían en hacer acto de presencia.
—Jesse también está en el pantano. El muy granuja me ha despertado
antes, cuando se ha levantado. Estaba muy atontado y se ha largado a darse
un baño de agua fría para activarse —dijo Randy.
Juraría que en ese preciso instante me dedicó una media sonrisa, pero
Randy se giró, orientando su cuerpo hacia el noroeste. Yo ignoraba entonces
lo que pensaba de mí. En algunas ocasiones me hablaba como si fuera su
igual o, al menos, una persona suficientemente inteligente con la que se
podía mantener una conversación; en otras, sin embargo, me consideraba un
caso perdido y se burlaba de mí con su risita particular.
—Anda, ve. Con Jesse por ahí estarás más seguro. Yo iré a ocuparme de
Mac y de ese Baeza. Que me parta un rayo si ese tipo no me da mala espina.
Cargada con el arma, pasé junto a él y seguí las huellas de Jesse que se
hundían en la tierra.
La charca de agua era en realidad un lago de aguas plateadas que
quedaba circunscrito por pinos ponderosa y unas regias rocas blancas. El
musgo, de un verde esmeralda, crecía en las hendiduras y en la tierra
exuberante de aquella zona boscosa.
Cuando llegué, Jesse estaba de rodillas, agachado en la orilla; se mojaba
la cara y se pasaba la mano por el cabello húmedo. Se había quitado la
camisa para lavarse, y las gotas le resbalaban por la nuca y la parte trasera
de las orejas. A juzgar por sus movimientos aletargados, daba la sensación
de que tampoco había pegado ojo aquella noche. Se tiró un poco de agua
por el torso desnudo, y se enjuagó de nuevo la cara, separando los labios en
un suspiro.
Tras frotarse los hombros y el pecho varias veces, empezó a
desabrocharse el cinturón, y me percaté de que iba a desnudarse del todo.
Un extraño ardor me trepó por las piernas; entre pequeños sofocos, tirité
con un sudor frío.
Las sensaciones eran tan intensas y vehementes que dejé de pensar. Mi
mente se quedó bloqueada, paralizada ante aquellas nuevas percepciones
que buscaban una explicación a los cambios y escalofríos que sufría mi
cuerpo.
Estaba ensimismada en él, cuando un ruido hizo que desviara la vista
hacia la laguna. Se oyó un murmullo: una sombra brotó del centro del
pantano. Di un paso adelante, sujetando el revólver con fuerza. Jesse se
levantó velozmente. Unas ondas se dibujaron en el agua: una mujer india
nadaba en dirección a la orilla; sus ropas estaban amontonadas en el suelo,
y quedaban ocultas por un conjunto de matorrales. Había estado tan
concentrada en Jesse que no había reparado en ello hasta entonces.
La india nadaba con unos movimientos elegantes y pausados,
tarareando una canción. Cuando alcanzó la parte en que ya tocaba el suelo
con los pies, se irguió y salió del agua. Su piel era de una tonalidad rojiza, y
el cabello le caía a ambos lados del cuerpo, sujeto en dos largas trenzas que
le llegaban hasta la cintura. Los rayos de sol hacían que su pelo azabache
centelleara, acentuando aún más su irrealidad. Jesse se quedó atónito.
Al ver que no estaba sola, la encantadora sonrisa que se había esbozado
en sus labios al nadar se curvó hacia abajo en una mueca de odio.
Antes de que pudiéramos reaccionar, se abalanzó sobre sus ropas y
comenzó a correr bosque adentro. Estaba a punto de desaparecer de nuestro
ángulo de visión, cuando Jesse se precipitó, gritando, hacia ella:
—¡Temumuquit![8]
Se preparó para salir corriendo en su busca, pero en cuanto oyó aquel
nombre, la india se paró en seco.
El metal del revólver me ardía en la palma de la mano. El rostro de la
joven se iluminó, y donde sus labios se habían cerrado se dibujó una sonrisa
temblorosa.
Abriendo los brazos de par en par, Jesse se adelantó unos pasos y volvió
a gritar aquel nombre imposible de pronunciar. La tristeza que había
atisbado en él la noche anterior dio paso a una alegría desbordante, que
hacía que no cupiera en sí de felicidad. La india, que se había mantenido
vacilante hasta el momento, se puso el vestido por la cabeza tan rápido
como pudo y empezó a correr hacia él. Jesse doblegó aún más las rodillas
para tomarla entre sus brazos. Ella dio un grito de júbilo y hundió la cabeza
en su hombro. Estuvieron unos segundos cuerpo con cuerpo, apretándose el
uno contra el otro.
Una corriente helada me atravesó los dedos de las manos y la pistola se
me cayó al suelo. Había visto a Jesse coqueteando con las chicas de Dolores
y con algunas de las mujeres de la caravana: eran flirteos transitorios, que
no tenían ningún tipo de trascendencia. Se divertía con ellas, pero con la
misma rapidez con la que se encaprichaba, volvía a olvidarse de que
existían. La escena que se desarrollaba ante mí era distinta, más grave, más
seria. Jesse estaba tan emocionado que ni se había dado cuenta de que yo
también me encontraba allí con ellos, compartiendo ese momento secreto y
salvaje. Había algo pasional en cómo se rodeaban el uno al otro, como si se
conocieran de toda la vida y, en ese abrazo, se estuvieran preparando para el
fin del mundo.
Empapada de sudor, me costaba respirar. Me abrí un poco la blusa para
amortiguar el calor. Con los nervios, se me enganchó el dedo en una de las
tiras que me aplanaban el pecho, y se me quedó una parte al descubierto.
Por suerte, me di cuenta a tiempo y con las manos sudorosas, me di la
vuelta, me ajusté bien la camisa y me la abotoné antes de que alguien
pudiera verme.
Volví a centrarme en la pareja. Ahora se cogían de las manos, sin
apartarse el uno del otro. Él continuaba de espaldas a mí, obnubilado por la
mujer india que le acariciaba la mejilla. Una fuerza gélida y virulenta me
desgarró por dentro. Jesse no había sido del todo sincero conmigo. Me
había contado una parte de su pasado, pero había obviado ese detalle que,
para cualquier blanco, era más importante que cualquier matanza o tragedia
familiar. Conociéndolo, lo había hecho a propósito. Debía imaginarse que
no lo entendería, que lo despreciaría, como estaba haciendo entonces, que
lo odiaría. Por Dios que tenía razón.
Jesse tenía una squaw. Jesse tenía a su squaw.
La india dejó escapar una risita y le echó los brazos al cuello. El vestido
se le subió un poco al abrazarle, y sus piernas se entrelazaron bajo los rayos
del sol del amanecer.
No podía soportarlo más. Confundida por aquellas efusivas muestras de
cariño, comencé a andar deprisa hacia el interior del bosque. Antes de
adentrarme por completo en la espesura de los pinos, miré de reojo a la
pareja por última vez. En la lejanía, sus rostros se unían en uno solo.
Avanzaba a grandes zancadas cuando choqué con algo que me hizo
tambalear. Una mano se posó en mi hombro y me cogió por la barbilla.
Cole McCallister estaba frente a mí. Me quedé en silencio; respiraba rápida
y entrecortadamente, como faltándome el aire. ¿Cuánto rato llevaba allí? ¿Y
cuánto había visto? ¿Qué estaría pensando si…? ¿Acaso se había dado
cuenta de…?
El corazón me empezó a latir aún más deprisa. Los ojos de McCallister
me escrutaban con atención. En los contornos de las aletas de su nariz se
perfilaron dos arrugas que cimbreaban hacia la barbilla. Aquella
delineación de la piel, que parecía contorsionarse sobre sí misma, me
intimidó y se me puso la carne de gallina.
Sin decirle ni una palabra, pasé por su lado de un empujón y aceleré el
paso. Creí que me sujetaría y me detendría. En vez de eso, se hizo a un
lado, dejándome marchar. Seguí avanzando hasta que divisé la hoguera de
nuestro campamento.
Baeza y Randy estaban sentados junto al fuego, tomando un café. Me
saludaron con la mano a lo lejos, invitándome a unirme a ellos. El viejo me
sirvió una taza y me la tendió. Estaban enfrascados en una conversación
acerca de las diferentes mercancías que llevábamos en el carro y hablaban
de cuáles preferían las mujeres comanches. Intenté centrarme y unirme a su
conversación, pero notaba la mirada de McCallister clavada en la nuca.
Por mucho que tratara de apartarla de mi mente, la imagen de Jesse y la
india fundiéndose en un único ser se había quedado grabada en lo más
profundo de mi memoria.
19

En el poblado, los tipis se sucedían los unos a los otros en curiosas filas
que zigzagueaban entre sí; era como entrar a caballo en una aldea fantasma,
con las aceras desiguales y las chozas dispuestas en un orden asimétrico.
Los comanches fabricaban las tiendas con pieles de búfalo, que estiraban y
clavaban al suelo con estacas o mástiles cada vez que se trasladaban. En
aquella breve incursión al campamento quahadi, aprendí que la piel de
búfalo aislaba el calor durante los meses de julio y agosto, en los que
apenas se podía respirar, y ahuyentaba el frío del invierno.
Uno de los tipis se había destensado por una de las paredes laterales.
Las mujeres se arrodillaban en torno a este y clavaban las estacas en el
suelo. Sus brazos, fuertes y tostados por el constante trabajo al sol, se
movían con ahínco.
—Esas squaws nunca dejarán de sorprenderme. Montan ellas los tipis,
los desmontan, lo guardan todo dentro de la piel de búfalo y se los cargan a
la espalda como un puñetero saco. —Randy hablaba con un tono grave que
traslucía una profunda admiración—. ¿Lo sabías, Manuel? No hay nada que
esas mujeres no sepan hacer. ¡No, señor! Despellejan a los animales, crían a
los niños, tejen sus propias ropas, cocinan, lavan las mantas, los vestidos,
cuidan de la casa… Incluso torturan a los cautivos. Esas squaws son unas
buenas piezas. ¡Ya te digo, muchacho! Aunque no me casaría con una de
ellas ni aunque me pagaran mil dólares. ¡Ah, no! He visto demasiado,
chico. Dios sabe que he visto demasiado.
Esto último lo anunció con la voz velada, una mezcolanza de desánimo
y nostalgia, e intuí que estaría pensando en Estrella de la Mañana. Arrugó la
nariz y se quedó callado. Al cabo de unos segundos, volvió a retomar la
conversación, forzando un tono neutro y analítico, desprovisto de
sentimentalismos.
Junto a aquellos hombres comenzaba a comprender que en el Oeste no
había lugar para la emoción.
—Mientras sus maridos celebran sus victorias, ellas fustigan a los
prisioneros e incluso los mutilan. —Aquí, su expresión se volvió sombría y
oscura—. Los comanches matan a sus mujeres a trabajar hasta que acaban
exhaustas. Eso es lo que hacen. Lo peor es que no han conocido nada más.
Creen que esta es la vida que les depara el Gran Espíritu. Es curioso…
Muchas de las cautivas que hemos rescatado a lo largo de todos estos años
no querían volver. La mayoría, te diría yo. Como el caso de Naduah. Ay, por
todos los diablos, esa pobre chiquilla… —Se santiguó Randy.
Recordé lo que me había contado Jesse acerca de los cautivos. Aquel
nombre, como cualquier dato que pudiera esclarecer el pasado de aquellos
hombres y ayudarme a conocerlos mejor, me generaba curiosidad. Randy
había dado rienda suelta a su característica verborrea y las palabras
brotaban de sus labios como la corriente en la desembocadura de un río.
—¿Naduah? ¿Quién es Naduah? —pregunté, aprovechando el
momento.
—Naduah, la pobre Naduah —suspiró Randy—. Fue muy famosa, ya
hará algunos años, claro. Tú debías ser un crío. Muchos la conocen por su
nombre blanco: Cynthia, Cynthia Ann Parker.
Me sonaba haber oído o leído algo antaño, pero no estaba segura.
—¿Parker? ¿Como Quanah Parker?
—Eso es. Quanah Parker es mestizo. Su madre, Cynthia Ann, era
blanca. La secuestraron cuando era una niña. Se convirtió en una mujer
comanche y fue la squaw de Peta Nocona durante años, uno de los
guerreros nokoni más temibles. Sí, ¡temible! Pero muy sabio. Sabía dejar
las armas a un lado cuando era necesario y las circunstancias lo requerían.
Se llevaba muy bien con McCallister, y esa amistad duró hasta el día de su
muerte. Quedan pocos como él, si es que queda alguno. Bueno, Quanah
tampoco está mal. Cole dice que es como su padre, Peta Nocona… Aunque
no lo tengo muy claro eso, no. Ahora que se ha roto el tratado de paz, los
jóvenes guerreros son más insensatos y han dejado de hacer caso a los
ancianos. Antes se consideraba que los viejos eran los más sabios; todos
solían escucharlos, pero los están apartando como si no valieran nada —
musitó, con cierta desazón—. Cole dice que Quanah los encauzará, eso
dice. No sé por qué tiene esa fe en él. Quizás tenga razón.
Randy dejó caer los brazos a los lados, como dos pesos muertos que se
viera incapaz de levantar.
—Y Quanah es su hijo. Hijo de los dos —reafirmé, tratando de asimilar
la información.
Perdido en sus cavilaciones, Randy ya no me prestaba atención, y
volvió a tomar la palabra:
—Recuerdo el día en que encontramos a Cynthia Ann y la trajimos de
vuelta. Ojalá no lo hubiéramos hecho, cómo me gustaría poder volver atrás,
Manuel, e impedir aquello.
—¿Qué pasó? ¿Qué pasó con ella?
Randy me sonrió de medio lado. Estaba claro que tenía ganas de hablar.
Se rodeó las costillas con el brazo y dejó escapar un gruñido.
—Hará más de una década de aquello, Manuel. Por aquel entonces,
McCallister ya había abandonado el poblado comanche, y prácticamente
había cortado todos los lazos con ellos. Los ataques de las tribus cada vez
eran más frecuentes; en los últimos meses habían acabado con las vidas de
muchos de nuestros conocidos. Cole empezaba a atisbar un lado oscuro de
los comanches que se había negado a ver durante el tiempo que convivió
con ellos, y comprendió que uno no podía hallarse en dos bandos a la vez: o
estaba con los comanches o contra ellos.
»Después de la muerte de Estrella de la Mañana, Cole y yo nos unimos
a los Ranger para defender la frontera. Estábamos bajo las órdenes del
capitán Sul Ross. Cada día se contaban más muertes y desapariciones,
nuevas masacres, asentamientos incendiados, familias despedazadas… Eran
unos tiempos salvajes, mucho peores de los que vivimos ahora; te lo puedo
asegurar, muchacho. Los indios dominaban una gran parte de Texas y de
Nuevo México, conocida entonces como la Comanchería. Reclamaban la
tierra que les habíamos robado, y en su venganza sembraban la muerte y el
terror. Nuestra compañía estaba radicada en Fort Belknap, cuando se
perpetuaron una serie de ataques a los asentamientos que dejaron decenas
de cadáveres. El gobernador Sam Houston ordenó a Sul Ross, nuestro
capitán, adentrarse en las fauces de la Comanchería y organizar un ataque
sorpresa. Era la única forma posible de detener aquella locura. Aunque los
indios tenían razón. Pobres desgraciados, lo único que hacían era defender
sus tierras.
»Tras largas expediciones y seguir sin descanso sus huellas, hallamos un
campamento comanche que quedaba oculto entre los acantilados del Río
Pease. Todavía puedo sentir en las palmas de las manos aquella piedra
ardiente y enrojecida, el sudor frío de los nervios que anticipaban la muerte.
Me he enfrentado muchas veces a ella, Manuel, ¡escucha bien lo que te
digo! Pero aquel día la sensación fue distinta, como si fuera de otra persona,
¿comprendes lo que quiero decir? Hasta entonces nunca me había sentido
culpable, al menos no demasiado, por matar a un indio. Noté el sabor a
hierro en el paladar y supe que nos arrepentiríamos el resto de nuestras
vidas.
»Nos asomamos a uno de los peñascos para verlos. Las hogueras
humeaban bajas, las mujeres se movían de un lado a otro trajinando comida,
cubos de agua, cosiendo vestimentas con las pieles de búfalo. Los niños
montaban a pelo y aprendían las tretas comanches para convertirse en
guerreros; paseaban por la pradera como figuras diminutas, con sus arcos y
flechas desproporcionadamente grandes para su estatura. Desde lo alto,
aquella visión te infundía el poder de un dios. Podías cargártelos a todos de
un fogonazo. Se les veía tan pequeños… Era un juego, Manuel. Un juego
muy cruel, ¡qué me aspen si no! Y todos éramos culpables. Todos sabíamos
que el ataque los pillaría desprevenidos.
Su tono se había transformado: hablaba con una severidad que nunca
antes le había escuchado. En sus labios torcidos se bosquejó una mueca de
horror.
—Bajamos en silencio hacia su campamento, nos deslizamos por las
rocas y por los senderos de arena. Los comanches estaban apostados en la
orilla del río, como un día cualquiera. Los jóvenes guerreros se habían
marchado y supusimos que debían haber salido a hacer alguna de sus
incursiones.
»Ross nos ordenó atacar, y así lo hicimos. ¡No estaban preparados,
Manuel, por Dios que no lo estaban! Aquello fue una masacre y nada más.
Pocas veces he visto a un comanche huir tan rápido. Nos abalanzamos sobre
ellos sin piedad. Éramos más de cincuenta hombres armados con lanzas,
carabinas, revólveres, contra un enjambre de indios despistados e
indefensos. Las mujeres cayeron, los niños corrían despavoridos hacia sus
madres… Empezaron a huir como un ejército desperdigado. Las balas
zumbaron en el aire, los cuerpos caían; los cañones de nuestros rifles
sonaban como truenos. Las paredes de piedra que les habían brindado
refugio se convirtieron en su peor cárcel.
»No me despegaba de Cole. Íbamos juntos y atacábamos juntos,
siempre uno cerca del otro. De algo de lo que puedes estar seguro es de que
Cole me ayudaba. Aunque ese cabeza de mula se niegue a admitirlo, nos
hemos salvado la vida mutuamente en más de una ocasión.
»Te diré algo, muchacho. Puedo saber pocas cosas, pero las que sé, las
sé. En una batalla es fundamental que cuentes con alguien que pueda
cubrirte. Que sepas que está ahí y está dispuesto a echarte un cable si las
cosas se ponen feas. Y nosotros lo estábamos. Y mejor aún si tiene una
buena mano como Mac.
Randy hizo otro parón. Cuando reanudó su relato, su voz sonó aún más
solemne que antes.
—Una niebla gris y densa como una nube de tormenta se dispersaba
sobre el campamento. La pólvora se elevaba en el aire con el polvo de la
tierra. Mac iba a disparar cuando en su ángulo de visión se cruzó una mujer;
una joven que conocía muy bien, tal vez demasiado. Era Naduah, la mujer
de Peta Nocona. Corría con todas sus fuerzas; acarreaba un bebé en su
pecho, y eso hacía que fuera más lenta que el resto. A pesar de las pinturas
comanche que le atravesaban las mejillas, su cabello y la piel clara
delataban que era una mujer blanca. Las órdenes eran que cogiéramos a
cualquier cautivo y nos lo lleváramos de vuelta con nosotros. Cole se negó
en redondo. No podía hacerle eso a su amigo, no a Peta Nocona. Sin
embargo, las órdenes eran inquebrantables, y los soldados se la llevaron a la
fuerza.
»Al revisar las listas de desaparecidos de los últimos años, la
reconocieron como Cynthia Ann Parker. Los indios la habían raptado hacía
más de veinte años, ¡veinte! Mac no cesó de insistir, y durante todo el
camino de regreso intentó convencer a nuestro capitán de que la dejara
quedarse. Era imposible que una mujer comanche, después de tantos años,
pudiera volver a la civilización. Te juro que lo intentó. ¡Maldita sea si lo
hizo! Pero sus esfuerzos fueron en vano. Nuestra obligación era devolverla
a casa con su familia, y Mac lo sabía. Aquello lo destrozaría del todo.
»La última vez que vi a Naduah fue en Fort Sill, con su hija recién
nacida entre los brazos. El bebé estaba despierto y alargaba su mano hacia
el pecho de su madre. Naduah la apretaba contra sí, tarareándole una
melodía comanche. La niña sonreía. Se llamaba Topsannah, o lo que es lo
mismo, Flor de la Pradera. Esa niña era la hermana de Quanah.
El viejo parpadeó y se pellizcó la piel de las manos, como si quisiera
arrancársela.
—Hizo esfuerzos titánicos para adaptarse, lo hizo, créeme. Durante los
diez años siguientes, trató de habituarse a nuestras costumbres. Todos los
periódicos hablaban de ella y se corrió la voz. ¡Vaya si se corrió! Una
cautiva como ella, que había regresado tras más de dos décadas viviendo
con indios, era la noticia del momento.
»Naduah volvió con su familia, aprendió a chapurrear un poco de
inglés, a vestirse como las mujeres sureñas, a coser, a educar a su hija en
nuestro idioma… Todo lo que puedas imaginar, lo hizo, pero su corazón
pertenecía a los comanches y no latía en el mundo de los blancos. El único
amor que podía sentir estaba con su tribu, más allá de las montañas, a varias
lunas de su nuevo hogar.
»Yo no volví a verla desde que la dejamos en Fort Sill. Sé que Cole la
visitó en varias ocasiones. El recuerdo de Estrella de la Mañana hizo que
aquel rescate le afectara más de lo que él mismo podía asimilar, e iba a
verla cada cierto tiempo para asegurarse de que estaba bien. A medida que
pasaba el tiempo, Naduah dejó de hablar y de comer, se cortó las venas de
las muñecas, trató de escapar con su hija… pero no sabía dónde andaba su
tribu, y los Ranger la encontraron enseguida. Tras varios intentos de
suicidio, finalmente murió a causa de una infección que le ahogó los
pulmones. Una infección, ¡ja! Una mujer que había sobrevivido a grandes
batallas con uno de los mayores guerreros comanches.
El viejo negó con la cabeza.
—A veces me pregunto quién de los dos bandos es el verdadero animal,
muchacho… Naduah no volvió a ver ni a sus hijos ni a su marido. Su
fallecimiento nos mortificará para el resto de nuestras vidas.
—¿Y qué pasó con su marido, Peta Nocona?
—Ah, Manuel, eso es todo un misterio. Sul Ross dijo haberlo matado en
el campamento, aunque ni McCallister ni yo lo vimos. Por Dios, si
hubiéramos sabido que aquel era el pueblo de Peta Nocona otro gallo habría
cantado con McCallister. No, no lo supimos hasta que nos encontramos allí.
Como te he dicho, los guerreros se habían marchado; solo quedaban
mujeres, niños, viejos y algún joven rezagado. No vimos ni a Quanah ni a
Peta Nocona, eso te lo puedo asegurar. Aunque Ross testificara haberlo
asesinado, estoy convencido de que se equivocó. De hecho, Quanah lo negó
hará unos pocos años; declaró que su padre no se hallaba en el campamento
en ese momento y que murió cuatro años más tarde en las montañas a causa
de una herida de guerra.
El viejo hizo un mohín de dolor, y se llevó la mano a la zona de las
encías donde le habían extraído el diente.
—Pero algo debe de haberse sabido, ¿no? ¿No volvisteis a verlo?
—¿A Peta Nocona? No. Después de aquello, decidimos que iríamos por
libre y nos fuimos una larga temporada al territorio kiowa y apache. No
volvimos a toparnos con Quanah hasta tiempo después. Cole nunca se
atrevió a confesarle que habíamos participado en la masacre de los nokoni.
Se lo propuso más de una vez, pero nunca fue capaz de decírselo. No sabía
ni por dónde empezar. ¿Cómo podía decirle a Quanah Parker que era él
quien había arrancado a su madre de su tribu, que nosotros los habíamos
matado, nosotros que habíamos vivido con ellos? No señor, se lo prohibí.
Le prohibí que hablara. Ahora no sé si hice lo correcto, Manuel. Ese secreto
lo ha carcomido desde ese fatídico día.
Así que ahí estaba: la verdad que todos se esmeraban en ocultar de
McCallister, esos silencios que Randy insistía en mantener, las
insinuaciones de Baeza acerca de su pasado…
Por fin comprendía esa pesadumbre que siempre acompañaba a nuestro
líder allá donde fuera. Esa tristeza, mezclada con un hondo sentimiento de
culpabilidad tras haber matado a los suyos, se apreciaba en su forma
concienzuda y pesarosa de cabalgar, en cómo buscaba constantemente
rostros conocidos entre los comanches, como si anhelara encontrar una
expiación.
De repente, un grito de Baeza nos obligó a interrumpir nuestra
conversación.
—¡No os detengáis! Seguidme. Es el noveno tipi, dirección este —dijo
el comanchero, señalando una tienda que quedaba a menos de media milla.
A Randy le temblaba el labio inferior. Se pasó la manga por la nariz y,
dando el tema por zanjado, cogió las riendas con determinación.
—En marcha, Manuel. Tiene razón ese… No debemos pararnos aquí.
Han cambiado mucho las cosas desde… Esta no es como la banda
comanche que nosotros conocíamos. Después de la mierda que les hemos
dado en las reservas se han vuelto hostiles, desconfiados. Fíjate cómo nos
miran: tienen odio en los ojos. No los mires directamente, Manuel. Sigue
recto.
Con la cabeza gacha, cruzamos serpenteando entre los tipis. Baeza
encabezaba la fila, marcando la dirección. A su derecha, McCallister se
movía intranquilo sobre la montura, atento a los alrededores.
—No veo a Quanah por ningún lado. Ni ninguna señal de su llegada —
observó Cole.
—¡Claro que no lo ves! ¡Si Quanah estuviera por aquí ya se habría
montado una…! —refunfuñó Randy.
—Vamos a ver a Guasápe[9] —aclaró el comanchero—. Él nos dirá qué
hacer. Somos grandes amigos.
El viejo arrugó la nariz tres veces, como si Baeza le provocara alergia.
Aún tenía los ojos inflamados y lacrimosos, pero había ganado algo de
serenidad, y no tardó en recomponerse del todo.
—Pues esta sí que es buena —soltó Randy, con la boca abierta—. Serás
el primer blanco de la historia que es «gran amigo» de un comanche.
McCallister lo escuchaba con atención. En sus labios, asomó una
sonrisa maliciosa.
—Qué suerte que lo tengamos de nuestro lado, ¿eh?
Randy le contestó con una risita. Baeza no respondió; se había puesto
más rígido, sus hombros se tensaron hacia arriba. Con cierta aprensión, se
tocó el cinturón del que le colgaba el revólver.
Pasamos por delante de un tipi del que salió una mujer de mediana
edad. Llevaba consigo una manta estampada y colorida. Su melena oscura
le caía en dos largas trenzas, que resplandecían por la grasa de búfalo, y
movía sus pequeños pies bajo un vestido de piel. Al vernos, empalideció
como si hubiera visto un espectro. La manta se le cayó al suelo y se llevó
las manos a las mejillas.
—Yebane[10]… —musitó Randy, alterado, y se acercó un poco más a
Cole—. Mac… ¿Esa no… podría ser que fuera la hermana de Es…?
La mujer no dijo nada. Esbozó una triste sonrisa, se agachó para recoger
la manta del suelo y se marchó apresuradamente.
—¡Sí, sí, Mac! ¡No hay ninguna duda! ¿No la reconoces? Esa es…
—¡¿Quieres callarte, viejo estúpido?! —le soltó McCallister—. ¿Qué
tendré que decir para que te calles de una vez?
Sobrepasado por la situación, su voz resonó por todo el campamento.
Unas squaws que estaban cosiendo varias piezas de ropa con pieles de
ciervo alzaron la cabeza hacia nosotros. McCallister fulminó a Randy con la
mirada. Las venas del cuello se le volvieron azules, hinchándosele desde los
hombros hasta la oreja.
—No es necesario gritar así, McCallister —me encontré diciendo. Ver a
Randy tan afligido me había sacado de mis casillas—. El viejo no ha hecho
nada para que lo trates así.
Desde hacía algunos días, la vehemencia de McCallister había
comenzado a preocuparme. Temí que nuestro jefe estuviera llegando a los
límites de la cordura.
Conocía bien ese hondo sentimiento de pérdida, la caída en un pozo sin
fin; una cuerda floja donde los pies se balanceaban entre el antes y el ahora,
la delgada línea que separaba el pasado del presente. Me vi a mí misma
subida en esa misma cuerda a metros del suelo, luchando para no caerme.
Ambos nos elevábamos en un espacio compartido, respirando el mismo
aire. McCallister y yo vivíamos impulsados y asfixiados por las voces del
ayer, por los muertos a los que no dejábamos ir, a los que no permitíamos
que estuvieran verdaderamente muertos.
McCallister se giró sobre su caballo, encarándome. Creí que iba a
proferir una oleada de insultos, cuando Randy se puso delante de mí.
—Que quede clara una cosa, muchacho. Mac y yo nos arreglamos solos,
¿entendido? Que me parta un rayo si necesito que vengas ahora tú a
defenderme. ¡Ja! ¡Que te lo crees tú! De ahora en adelante preocúpate por
tus cosas. Déjanos en paz. ¡Hum! —me riñó y añadió, murmurando para sí
mismo—: Ese, mira que venir a decirme a mí ahora cómo tenemos que
hablarnos Mac y yo, después de todos estos años…
McCallister esbozó una sonrisa.
Nunca llegaría a comprender del todo aquella particular relación que
existía entre esos dos hombres: tan distintos y, sin embargo, tan parecidos.
Su unión era tan sólida e intensa que parecían uno mismo, como si uno
fuera la continuación del otro, como si Randy anticipara el hombre en el
que McCallister se convertiría cuando llegara a la vejez.
La mujer india que había desatado la discusión volvió a asomar su
pequeña cabeza tras un tipi. Por las palabras que había oído de Randy,
comprendí que se trataba de la hermana de Estrella, de su querida Estrella
de la Mañana. Una pesadilla que McCallister y Randy llevaban tatuada en
la piel como se graban las marcas sobre las reses: con hierro abrasador, bien
adentro. Para mí, aquel campamento era tan solo un medio para buscar a mi
hermana Isabel; para ellos, constituía un feroz regreso al pasado.
—Llévanos hacia ese hombre, Baeza. Y el que se vuelva a parar se las
verá conmigo —dijo McCallister.
La squaw nos vigilaba desde su escondite. Cuando me volví para
mirarla, sus ojos se achicaron y, como un fantasma, desapareció entre las
pieles de búfalo de los tipis. En ese breve instante atisbé esa terrible
emoción que guardan los recuerdos del que ha sufrido los efectos del duelo,
del que ha perdido irrevocablemente a alguien en su vida.
Con el tiempo, me daría cuenta de que aquella mezcla de melancolía y
desazón ensombrecía a blancos y a indios por igual. No había tregua para la
muerte. El pasado acechaba en cada rincón, listo para atenazarte con toda su
fuerza.
—Ahí es. Esa es la tienda de Guasápe —dijo Baeza.
—Oso Negro —tradujo McCallister.
—¿Ese es? —pregunté, señalando una silueta.
Un guerrero se estaba apeando del caballo frente al tipi. No debía de
tener más de veinte años. Con el torso desnudo, su cuerpo fornido y atlético
despertaba el interés de las squaws.
—No, ese es un pretendiente, Manuel. Fíjate —dijo Cole.
Sujetándolos por las riendas, llevaba consigo seis ponis. Uno de ellos,
cuyo pelaje era de un negro azulado, me recordó al cuarto de milla de mi
hermana, y sentí un dolor agudo atravesándome el pecho. Me quedé
contemplando su lomo, tan suave y brillante. Durante una fracción de
segundo, regresé a las tardes en las que salía a cabalgar por la pradera junto
a Isabel. En esos momentos en los que nadie nos veía ni nos vigilaba, mi
hermana volvía a ser ella misma, a sonreír como antes, a reírse sin que una
sombra de preocupación le enturbiara el rostro; yo aprovechaba para montar
a pelo, con las piernas a los lados, sintiendo la libertad en cada parte de mi
cuerpo: con el pelo hacia atrás, volando al viento, la tierra roja
extendiéndose millas a la redonda…
El comanche se detuvo y dejó los ponis enfrente del tipi. Se aseguró de
atarlos a un mástil que había clavado en el suelo. En cuanto se hubo
cerciorado de que estaban bien amarrados, les echó un último vistazo.
Sorprendentemente, no hizo ningún gesto de querer entrar en la tienda; los
dejó allí y se alejó hacia el extremo opuesto del poblado.
—Según las costumbres comanches —me explicó McCallister, que se
había aproximado a mí—, cuando un hombre quiere casarse con una mujer,
debe pedir permiso al padre de la chica, pero nunca directamente.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué tienen que ver los caballos que ha dejado
ahí con querer casarse?
—Mucho, Manuel. Sin esos ponis, poco conseguirá. Si un comanche
quiere casarse, debe sorprender al padre con un buen remanso de ponis, los
mejores que tenga. Cuantos más, mejor. Así, tal como lo ves. Son el bien
más preciado de cualquier guerrero; les otorgan importancia, fama y
riqueza. En una petición de matrimonio son un regalo para el padre, pero no
uno cualquiera, sino que son necesarios. Una especie de dote para el padre.
Si el padre se los queda, significa que acepta el matrimonio. Si, por el
contrario, no los acepta y los deja fuera del tipi, el guerrero entenderá que
ha rechazado su proposición; tendrá que volver a buscarlos y aceptar que
deberá encontrar a otra mujer. Es un asunto peliagudo.
—¿Y si a la chica no le gusta?
—¿Las squaws? No tienen nada que decir. ¡Pobre comanche el que se
atreva a preguntárselo o a acercarse a ellas antes de haberle ofrecido los
ponis al padre! —dijo entre risas.
—Todo es un mero intercambio, Manuel —repuso Randy.
Se me revolvió el estómago al pensar que iban a intercambiarla por
unos caballos salvajes, a venderla como a una esclava.
—Bueno, aparte de eso, si el padre acepta, el guerrero tiene que
prometer que cuidará de su hija y que la mantendrá trayendo alimentos a
casa, carne y esas cosas. Pero sí, todo depende de los ponis. —McCallister
me cogió del brazo y me obligó a girarme—. Esa debe de ser la futura
novia. —Me señaló a una muchacha que no dejaba de mirar, asustada, el
regalo que había dejado su pretendiente—. ¿Y sabes qué es lo más curioso?
Que los malditos caballos los trajisteis vosotros a estas tierras, ¡los
españoles! Eso es algo que siempre me ha hecho gracia —dijo, meneando la
cabeza.
Omití ese comentario y no dije nada. Cuando McCallister tenía ganas de
pelea era mejor no hacerle caso y tragarse las pullas que soltaba.
La futura novia apenas debía llegar a los quince años. Sus rasgos
aniñados se agravaban en su expresión, como alguien que sabe que pronto
le arrebatarán una parte de la vida y que aguarda a que se produzca el corte.
—Esperemos que Oso Negro tenga suficientes ponis ya y no los acepte.
Esa squaw no está muy contenta, la verdad —se lamentó Randy.
—¿Ahora te pones sentimental? ¿Qué narices te está pasando
últimamente? ¿Te estás volviendo un anciano? Ya sabes lo que dicen de la
vejez: que cuando llega os volvéis más blandos —se mofó Jesse.
En silencio, Randy agachó la cabeza.
Baeza irrumpió en la conversación:
—Deberíamos hacer lo mismo. Es lo mejor que tienen los malditos
pieles rojas. Ellos sí que saben cómo tratar a sus zorras. Si se rebelan, les
cortan la nariz. ¡Esa sí que es buena! —Baeza estalló en una carcajada—.
¡Y encima tienen varias para ir probando sus coñitos! Y tanto que saben.
Ahí sí que deberíamos imitarlos. Deberíamos joder a todas las mujeres sin
escrúpulos, cuando y como nos diera la gana. Vaya chillidos pegarían esas
putas. No están nada mal esas squaws, nada mal. —Parloteaba sin parar y
profería una sarta de sandeces y vejaciones tras otra.
Cuanto más lo conocía, más me perturbaban sus cambios de actitud;
pasaba de una alegría aparentemente sosegada a una agitación alarmante y
vehemente con una facilidad que ponía los pelos de punta.
Baeza se relamía el labio con avidez mientras observaba cómo la joven
india se amedrentaba bajo el futuro que se cernía sobre ella. Ahí estaba de
nuevo: ese despotismo tiránico que prevalecía sobre cualquier cosa, esas
ansias de posesión. Qué bien les sentaba insultar y rebajar a las mujeres,
reducir cualquier poder que pudiéramos tener sobre ellos.
La saliva, cada vez más caliente, se me concentró debajo de la lengua.
Había estado controlándome demasiado: había escuchado decenas de
comentarios despectivos acerca de las mujeres de la caravana, de las indias
y de las muchachas del saloon; las degradaban, las herían, se las llevaban a
sus camas y las forzaban a lo bruto, como animales.
Esta vez no pude aguantarme; llevada por la rabia, me olvidé de mi
nueva identidad, de quién tenía que ser delante de ellos, y grité con todas
mis fuerzas.
—¡Imagínate si te cortaran otra cosa a ti! ¡Imagínate cómo se reirían las
squaws, pedazo de imbécil!
Baeza se pasó el dorso de la mano por la barbilla y se rascó el incipiente
bigote que le crecía encima del labio. Ese rasgo perturbador, que se me
antojaba familiar, se hizo más agudo y penetrante.
Temiendo que aquella trifulca derivara en un tiroteo, Jesse se interpuso
entre mí y Baeza como un escudo de protección. Me miró, queriendo
ayudarme. Aquello me irritó aún más. La imagen de la laguna, de la squaw
abrazándolo, se me clavaba en la mente como un millar de agujas.
No quería que me protegiera, podía hacerlo yo misma. Quería que me
dejara en paz. Al fin y al cabo, me había embarcado en aquella travesía sola
y había llegado hasta allí valiéndome de mis propios recursos, sin nadie que
me ayudara. ¿Quién era él para pretender protegerme?
Otro hombre con una squaw.
Otro mentiroso, otro tipo que, al igual que todos ellos, se aprovechaba
de las mujeres.
Aparté a Jesse a un lado y me dejé llevar por la furia que me trepaba por
la garganta. Jesse intentó agarrarme del brazo para detenerme. Me zafé de
él, y fue entonces cuando estallé.
—¿Y tú, quién te crees que eres, eh? —le grité—. ¿Quién eres tú para
meterte donde no te llaman? No eres mejor que él. Solo te ha faltado violar
a esa squaw esta mañana. ¿Qué? ¿Te creías que nadie te había visto? Eres
igual que ellos. ¡Eres un…!
—¡Manuel, cálmate, deja de…! —Randy me estiró de la camisa para
hacerme callar.
—¿Por qué no le arrancas el vestido y la violas, Jesse? ¿Por qué no la
empotras y…? —seguí, sin poder detenerme.
—¡Vete a la mierda, pedazo de cabrón! ¡Cállate o te vuelo las tripas!
Una vez que había empezado, no podía parar. Las palabras salían de mi
boca atropelladamente, sin pensar, sin saber lo que estaba diciendo.
Continué gritando, profiriendo un insulto tras otro, con el eco de la india
emergiendo de la laguna, de sus cuerpos rozándose bajo el sol. Seguí
provocándolo, hasta que noté un golpe seco en el abdomen que hizo que me
doblara hacia delante.
El cañón del Winchester se hundió en mi estómago. Un silencio
sepulcral se apoderó de todos nosotros. Jesse sostenía el rifle con firmeza y
lo empujaba contra mi barriga, golpeándome las tripas.
—¡¿A qué demonios esperas?! ¡Continúa, cabrón! —gritó Jesse.
20

Aquello fue lo último que me diría.


Más tarde sentiría el dolor del cañón agujereándome la piel, la herida
que se iba trazando como un morado oscuro y deforme alrededor de las
costillas.
Jesse había estado a punto de matarme; le había faltado solamente un
pequeño movimiento del dedo para reventarme y hacerme volar por los
aires.
Por suerte, McCallister lo había impedido a tiempo. Pero la próxima
vez… La próxima vez, Jesse me mataría.
—Vosotros dos, manteneos bien lejos el uno del otro, ¿me oís? ¡Estoy
hasta los cojones! No soy vuestra puta niñera, y estamos rodeados de indios
que están esperando cualquier error para atravesarnos con sus flechas. ¿Qué
es lo que no entendéis? —Cole le cogió el rifle a Jesse y se lo empotró
contra el torso, apuntando al cielo—. Esperaba más de ti.
En ese momento, Oso Negro salió del interior del tipi. No era un
hombre especialmente alto, ni tampoco delgado; su falta de estatura
quedaba compensada por la ferocidad de sus andares. Su cara era un tanto
redondeada. Los ojos, negros y pequeños, le sobresalían de una frente
surcada de líneas rectas. Los pómulos se le acentuaban en demasía y las
comisuras de los labios se curvaban hacia abajo en dos líneas muy
marcadas, como dos cicatrices de guerra. Su expresión, que se concretaba
en sus labios apretados, infundía terror. Parecía que fuera capaz de
traspasarnos, de leer nuestros pensamientos, de colarse en los rincones más
recónditos de nuestras mentes y robarnos nuestros secretos más ocultos.
Baeza alzó la mano a modo de saludo, a lo que Oso Negro contestó con
un gruñido. El indio se paró a evaluar los ponis que pastaban en la entrada.
Los examinó, frunció los labios en una mueca de disgusto y, sin perder más
tiempo, se introdujo en el tipi.
—Entremos —dijo Baeza.
McCallister se volvió hacia Jesse y hacia mí.
—Ahora os comportaréis, y no quiero oír ni una palabra. De lo
contrario, os mataré yo mismo, ¿me oís? Al final, conseguiréis que nos
asesinen a todos.
Jesse se quedó callado. Al pasar por mi lado dio un rodeo exagerado,
como si apestara. Aguardé a que los otros hombres entraran. Randy me
palmeó el hombro y exhaló un largo suspiro.
Lo único que me reconfortó fue que, a unas diez yardas, la jovencita
comanche estaba sonriendo. Oso Negro ya había desaparecido en el interior
de la tienda. Los ponis permanecían intactos, sin tocar. Ambas
intercambiamos una mirada silenciosa. Me ladeé el sombrero, sin olvidar
quién debía ser para ella, y seguí los pasos del resto.
Nos sentamos formando un círculo encima de unas mantas rayadas y
coloridas, de manera que todos pudiéramos vernos las caras. Las mantas
que tejían los comanches estaban decoradas con formas geométricas de
colores variopintos: rojos, negros, amarillos y azules se mezclaban en una
sucesión de franjas rectas y símbolos que representaban las costumbres de
la tribu.
Oso Negro cruzó las piernas, se dio un pequeño golpecito en el centro
del pecho y profirió un eructo. Durante unos minutos que se me hicieron
eternos, todos guardamos silencio, sin saber cómo proceder. Busqué a Jesse,
tratando de hallar algún rastro de perdón en él. En cuanto reparó en mí,
desvió la vista y se concentró en el palo con las cabelleras que reposaba al
lado del indio.
Cuanto más tiempo transcurría, peor me sentía conmigo misma. Había
dejado que los celos me cegaran, y no solo había hecho el ridículo, sino que
había creado a mi peor enemigo. Era posible que Jesse nunca volviera a
dirigirme la palabra.
El piel roja irguió la espalda y, tras repasarnos detenidamente, resopló.
La barriga desnuda y fofa le caía holgada sobre las piernas. No llevaba nada
que le tapara el torso. Su exigua vestimenta consistía en un mugriento
taparrabos y unos mocasines de piel de venado.
Al verlo tan de cerca, la redondez de sus facciones se acentuaba aún
más; me recordaban a las hogazas de pan, y su nariz era tan grande y chata
que prácticamente le ocupaba la mitad de la cara. Si no hubiera sido por su
expresión impasible, las exageraciones de su rostro podrían haber tenido
algo gracioso, incluso cómico. Pero el gesto de sus labios al cerrarse y
arquearse hasta la punta de la barbilla hacía que generara más temor que
simpatía.
—Unha numu tekwa? eyu?[11] —preguntó.
Oso Negro posó la mirada sobre Baeza, esperando que el comanchero
hablara primero. McCallister se le adelantó.
—Jaa[12] —contestó Cole—. Hablamos numu tekwapu[13] y creo que tú
también entiendes nuestro idioma.
Oso Negro resolló.
—Estamos aquí para negociar. Te hemos traído rifles, joyas para las
mujeres. Todo lo que desees lo tenemos.
El indio lanzó un bufido de desdén a su interlocutor y sonrió un poco.
Sus pupilas se desplazaron hacia la derecha, donde reposaba la lanza.
—Tzohpoá [14] —dijo con voz seria.
No era necesaria una traducción. Nos estaba amenazando, y ahí
teníamos la prueba. Oso Negro deslizó la mano entre las mantas y cogió la
lanza para enseñárnosla. Los trozos de pelo caían como lacias cascadas y en
las puntas se veían manchas de sangre reseca. Resultaba espeluznante cómo
el pelo sobrevivía a los cadáveres; esas cabelleras arrancadas de cuajo aún
resplandecían con sus rubios, naranjas y castaños. Me detuve en cada una
de las melenas: ninguna era la de Isabel.
Tzohpoá.
A partir de entonces, siempre que viera la cabellera de un muerto, esa
palabra sonaría como un eco ensordecedor en mis oídos.
—Puuku, puuku. Nacútusí[15].
La perorata comanche salía de aquella boca diminuta con sonidos
nasales y entonaciones desiguales. Mi ignorancia acerca del lenguaje tribal
hacía que cualquier cosa que dijera fuera un misterio, y esa incomprensión
incrementaba mis miedos e inseguridades.
—Pólvora, eso sí podemos dártelo. Toda la que quieras —le prometió
Baeza.
—A cambio de lo que hemos venido a buscar, por supuesto. —
McCallister se inclinó hacia delante, se subió un poco el sombrero y miró
fijamente a las pupilas negras del indio—. Queremos hablar con Quanah,
¿dónde está?
Pronto comprenderíamos que no estaba dispuesto a seguirnos el juego.
En cuanto oyó el nombre del guerrero, Oso Negro comenzó a balbucear
palabras inteligibles en comanche, y a agitar las manos en gestos amplios y
desquiciados. Estaba furioso; no cesaba de gesticular con sus anchas y
grasientas manos.
Ante aquella excitación, Baeza se restregaba una y otra vez sus manos
sudorosas; Randy se frotaba las piernas de arriba abajo y Jesse se mordía el
labio, mientras bajaba cautelosamente la mano hacia su revólver.
McCallister permanecía imperturbable.
Las oscuras pupilas del indio se movieron, apuntando en mi dirección.
Su sonrisa se abrió a ambos lados de la cara.
—Táe[16], guai’hpe[17] —masculló el comanche, y estalló en una sonora
carcajada.
Baeza miró a McCallister, confundido ante aquel cambio de actitud.
Pensé que debía tratarse de alguna barbaridad, pues Cole y Jesse sacudieron
la cabeza, como si lo que hubiera dicho no tuviera ningún sentido.
Randy, en cambio, se volvió hacia mí; había empalidecido, como si
acabara de ver a un fantasma. En su ojo derecho le asomó una especie de
tic. Asumí que me estaba advirtiendo de algún peligro; que aquellas
palabras roncas, con las consonantes acentuadas, implicaban un ultimátum,
algún desafío comanche.
No sin antes mirarme, Baeza se frotó la barbilla, nervioso, e intentó
reconducir la conversación con el indio, hablándole de las mercancías que
habíamos llevado. No entendía nada de comanche, pero tal y como estaban
sucediendo las cosas intuí que el célebre Quanah Parker no iba a venir. Al
pronunciar su nombre, el piel roja se había incendiado con una rabia
insólita. Aquella agresividad solo podía significar una cosa: la poca
simpatía que Oso Negro sentía por el líder de los quahadi.
Con cada minuto que pasábamos dentro del hogar del guerrero, más
creía que nos habíamos metido en la boca del lobo. Oso Negro me
observaba persistentemente, y movía las manos en exceso. Cada vez estaba
más agitado. Randy, sentado frente a mí, no me quitaba el ojo de encima.
Baeza murmuró algunas palabras en comanche y se incorporó sin hacer
movimientos bruscos. El indio entonces se tomó unos segundos para
contestar. Los dos hombres estaban tan cerca el uno del otro que las
diferencias entre ellos se diluían en las sombras de sus cuerpos que se
proyectaban en las paredes de la tienda.
Oso Negro era un hombre común, un cuerpo de piel flácida y efímera,
como cualquiera de nosotros. La única diferencia que existía entre ambos
era que Oso Negro era de tez oscura, que hablaba otra lengua y que se había
criado bajo unas creencias y unas normas sociales muy distintas a las
nuestras.
Los comanches habían construido unas leyes que, a su modo, les
permitían organizarse socialmente y vivir en armonía; tenían sus pautas, sus
patrones de conducta, sus tareas diarias establecidas. Existía un orden
invisible que todos y cada uno de sus habitantes ejecutaban a la perfección.
Un sistema que siempre sería un misterio para el hombre blanco. Nosotros
los habíamos colonizado; éramos nosotros los que amenazábamos con
aniquilar su mundo.
—Hemos traído rifles, y son todos para vosotros —decía Baeza, con un
tono medido que intentaba aplacar la ira del guerrero.
El comanchero tenía el cuerpo medio erguido y se inclinaba hacia
delante en una posición servil. Sus labios se arquearon hacia arriba: una
sonrisa lateral que escondía un profundo rencor.
—Jaa, jaa —afirmó Oso Negro, insistiendo en mantenerse fiel a su
idioma para sellar el trato.
—Te daremos rifles, pólvora, todo lo que quieras. A cambio, tendrás
que entregarnos a los cautivos. Enséñanoslos y tendrás lo que quieras. Te lo
prometo. —McCallister le tendió la mano.
El piel roja se mantuvo sentado, con las piernas cruzadas. Se hizo de
nuevo un incómodo silencio. La mano de Cole colgaba en el aire,
aguardando inútilmente que el guerrero se la estrechara. Las dudas dieron
paso a un enfrentamiento gélido entre los dos hombres.
Oso Negro cogió el palo con las cabelleras y, tras alzarlo y apuntar hacia
el este, habló con voz grave:
—Tabebo[18].
McCallister sonrió y apartó la mano. El guerrero se puso en pie e hizo
ademán de salir del tipi.
—¿Qué narices ha dicho? No me voy a ningún lado hasta que alguien
me diga qué quiere ese indio —dije, alterada por la incomprensible perorata
comanche y las continuas ojeadas que me echaba Randy.
—Tenemos que ir a la derecha —me tradujo McCallister—. Vamos a
ver a los cautivos.

Uno tras otro fuimos saliendo del tipi. Primero lo hizo Cole, seguido de
Jesse y Randy. Bajé lentamente la mano y comprobé, aliviada, que mi
revólver permanecía en su sitio. Acaricié el metal y me ajusté bien el
cinturón. Me agaché para empujar la piel de búfalo, que hacía la función de
puerta, cuando sentí un escalofrío subiéndome por la espalda.
Al volverme, Baeza y Oso Negro se habían retirado a una esquina del
tipi. Hablaban en voz baja, casi en susurros. Daba la impresión de que
aprovechaban aquel pequeño impasse para compartir una confidencia que
nos estaba vedada al resto. Intenté aguzar el oído, pero antes de que pudiera
dilucidar nada de lo que decían, repararon en mi presencia y se callaron de
inmediato. Las pupilas del indio se transformaron en dos ranuras negras y
profundas.
Oso Negro me sonrió; dejó escapar un sonido ronco y discordante que
parecía venir del más allá, como una risa de ultratumba.
Inquieta por su escrutinio, salí rápidamente del tipi en busca de los
míos.
Un sollozo me atravesaba la garganta, al tiempo que oía los pasos
concienzudos de Baeza y de Oso Negro pisándome los talones.
21

—Ocore [19] —nos detuvo Oso Negro.


A dos millas del tipi, nos encontramos con un pequeño grupo de
squaws. Las tres mujeres hablaban entre ellas, divertidas y sonrientes.
Venían de recoger nueces y bayas, y llevaban los frutos dentro de un
cuenco. Estaban tan ensimismadas en su conversación que no repararon en
nuestra presencia hasta que prácticamente chocaron con nosotros. Como
dictaba la tradición comanche, unas mallas les cubrían las piernas y
llevaban un vestido de piel de ciervo que les llegaba hasta las rodillas.
Desde cierta distancia, su piel se veía oscura, bronceada por la continua
exposición al sol, y eso hacía que fuera fácil confundirlas con indígenas.
Una de las muchachas alzó la vista hacia mí, y un brillo azulado me
desconcertó. Me fijé en ella y en la joven que tenía al lado. Su mirada
también era de un color claro, de un verde casi transparente, como el agua
de un arroyo. No tenían la característica fisonomía comanche; en vez de las
redondeces típicas de las indígenas, su cara era más bien alargada, y su
nariz era recta y respingona. En las mejillas, justo debajo de los párpados, a
la segunda muchacha le asomaban una infinidad de pecas. La tercera joven
tenía el cabello de un rubio apagado. La suciedad y el polvo ocultaban su
verdadero color y lo convertía en un gris ceniciento, pero en algunas zonas
de las trenzas se advertían mechones más claros que fulguraban con la luz.
Eran muchachas blancas, vestidas como auténticas pieles rojas. Estaban
vivas, se las veía felices y reían.
—¿Esas son…? —empezó a decir Randy.
—Blancas. Mujeres blancas —contesté, rotunda.
Las repasé desesperadamente, anhelando encontrar algún rasgo que me
revelara la existencia de Isabel. Sin embargo, ninguna de ellas era mi
hermana.
Al vernos, consciente de quiénes éramos, la de los ojos azules dio un
paso atrás y se llevó las manos a la boca. El cuenco con las nueces se le
cayó al suelo. Las otras dos la cogieron por los brazos e intentaron calmarla.
Sus chillidos se propagaron por la aldea; eran gritos de desesperación, como
si estuvieran arrancándole la piel a tiras.
—Tocusé… Tocusé![20]
El sol brilló con más intensidad sobre la pradera, exhibiendo la piel
pálida de la joven que forcejeaba. Las otras dos trataban de tranquilizarla
para que entrara en razón. La chica no dejaba de gritar y de resistirse.
En un arrebato de compasión, intenté aproximarme a ella justo en el
momento en que un niño de unos cuatro años cruzó por delante. Cuando
reparó en él, la joven se relajó y abrió los brazos en un jadeo repleto de
aflicción. El pequeño se abalanzó sobre ella y la rodeó por las piernas. La
muchacha lo estrechó entre sus brazos y rompió a llorar. Se lamentaba en
comanche. El niño se apretaba con más fuerza a la mujer, restregándose
contra su cuerpo, y repetía algo que sonaba como pia, pia[21].
—No quiere venir. Es tan piel roja como cualquiera de ellos —dijo
McCallister—. Y esas dos son más indias que blancas. No, no podemos
llevárnoslas. Las mataríamos, o se matarían ellas a la primera oportunidad.
—¿Entonces para qué hemos venido aquí? —respondió Baeza, con una
expresión de horror—. ¡No lo dirás en serio! No puedes embarcarnos en
esto, prometerle a Oso Negro que le daremos municiones, armas y joyas y
luego negárselo. ¡No en tiempos de guerra! ¡Nos cortará la cabellera a
todos! ¡O peor aún, nos descuartizará! ¿Acaso estás loco? ¡Has perdido la
chaveta!
—¡Mírala! ¡Tiene un niño, por el amor de Dios! —replicó McCallister,
aún más alterado—. No pienso hacerlo. Ya sabemos lo que pasa cuando
vuelven así. ¿Qué le diremos cuando encontremos a su familia? Esperan
reencontrarse con la hija que les quitaron… ¿Y vas a llevarles esto? ¡Una
squaw! ¡Es preferible que crean que está muerta!
—No lo has entendido, amigo. Si nos vamos de aquí sin entregarles los
rifles y despreciamos a sus mujeres, Oso Negro y sus hombres nos
torturarán hasta matarnos y nos cortarán las cabelleras. ¿Es eso lo que
quieres?
Airado, McCallister alzó el puño y dio un paso en dirección a Baeza.
—Dile a Oso Negro que nos enseñe al resto de los cautivos, si es que
hay más… Pero a estas nos las llevaremos por encima de mi cadáver.
Pegado a McCallister, Jesse se preparó para desenfundar.
De pronto, un temblor se propagó bajo nuestros pies. Todos nos
callamos y aguzamos el oído para adivinar de dónde procedía aquel
movimiento de la tierra.
Lo que nació como un rumor lejano se fue incrementando hasta
convertirse en un ruido amenazante, una avanzada de cascos acercándose al
campamento. La nube de polvo se elevaba a lo lejos como un lamento
descorazonador. Cada vez era más grande, más densa. Oso Negro gruñó,
desorientado, y las cautivas retrocedieron. ¿Eran los guerreros comanches
que regresaban con los suyos? Aterrados ante ese eco invisible que se
aproximaba a pasos agigantados, nos preparamos para coger nuestras
armas.
Acercándose por la tierra, se oyó el familiar sonido de la corneta
tocando la melodía de ataque. No había ninguna duda: era la inconfundible
tonada de la Caballería. Antes de que ninguno de nosotros pudiéramos
reaccionar, los uniformes azules y amarillos cruzaron la entrada con la
fuerza de un huracán, cargados con sus sables y escopetas Springfield.
En cuestión de segundos, los gritos plañideros de los comanches
rompieron el silencio y se propagaron por el poblado. Los pieles rojas se
irguieron más rápido que el viento y se precipitaron sobre sus armas. Pero
cuando consiguieron reaccionar ya era demasiado tarde; los soldados ya
habían entrado y se desplegaban por el campamento con toda su fiereza.
Flechas y balazos sobrevolaron el valle.
—¡A cubierto! ¡Protegeos! —gritó McCallister.
La confusión se apoderó del campamento: los indios corrían
atemorizados de un lado a otro; los soldados arremetían contra ellos con
furia y los arrollaban con sus caballos; las mujeres caían desplomadas al
suelo por los disparos; las madres trataban de proteger a sus hijos y los más
jóvenes fallecían atravesados por escopetazos en la espalda. Con la
cabalgada, se levantó una espesa columna de polvo que hacía imposible ver
nada. No podía ver a Jesse, ni a McCallister, ni tampoco a Randy. Solo oía
los gritos de muerte y los cuerpos desmoronarse sobre la tierra roja.
Intenté abrirme paso entre la espesa niebla para buscarlos. Entre la
pólvora y el polvo no podía ver nada. Avanzaba a trompicones, bajando la
cabeza, disparando a un lado y a otro, sin ver, sin poder apuntar.
Di un paso al frente y un peso sólido hizo que me detuviera. A mis pies
yacía la joven cautiva de ojos azules y pecas en las mejillas. Un agujero
negro se le hundía en el cráneo; la sangre que brotaba de la herida había
formado un charco sanguinolento en torno a su cabeza.
Abrazado a ella, su hijo permanecía inerte. Le habían disparado por la
espalda. El pequeño miraba al este, aterrado, como si su último aliento de
vida hubiera sido para su asesino, para el soldado que lo había fusilado a
sangre fría. Las palabras pia pia, pronunciadas tan dulcemente, se diluían
en su indefensa figura, tan nimia e inocente.
Me arrodillé para cerrarle los párpados, cuando algo me golpeó
fuertemente en la cabeza y una espesa niebla lo enturbió todo.
22

Cuando desperté, estaba tumbada en el suelo de la pradera. Me dolía todo


el cuerpo y no sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente. La
hierba alta me rozaba las mejillas. Intenté erguirme, pero cuando hice
ademán de inclinarme hacia delante, reparé en que estaba atada de manos y
pies y en que me habían desarmado. La cuerda me rasgó la piel y un dolor
agudo me recorrió las extremidades. Me habían atestado un buen golpe en
la cabeza. Todo me daba vueltas. El entorno se presentaba como una bruma
verde y grisácea: hojas agitándose, animales serpenteando, el polvo
danzando.
Dos manchas borrosas se movían cerca de mí. Parpadeé varias veces,
hasta que fui acostumbrándome a la luz, y una de las manchas se perfiló en
la figura de Baeza. El comanchero estaba sentado en el suelo, a dos metros
de mí.
—¡Es toda tuya! Haz con ella lo que quieras. ¡Debes creerme, yo no
tengo nada que ver con ese ataque! —Baeza parecía desesperado—.
¡Quédatela, quédatela!
Empezaba a ser consciente del entorno y vi que a él también lo habían
maniatado. Junto a Baeza, se definió otra silueta. No tardé en distinguir a
Oso Negro avanzando en mi dirección. Tenía rastros de sangre en el pecho;
se había vendado el hombro izquierdo con una tela harapienta.
Posó su mirada cobriza en mí y sus manos, rugosas y ensangrentadas,
treparon por mis brazos. Me hice a un lado, asqueada por el roce, y el indio
soltó una carcajada. Se aproximó un poco más a mí, me atrajo hacia él y
pude notar su apestoso aliento en mi cara. Sus manos me agarraban con
fuerza por la cintura y bajaban hacia mis piernas, toqueteándome,
sopesando cada parte de mi cuerpo. Me habían inmovilizado y no podía
hacer nada. Meneé la cabeza para no encontrarme con su rostro. Él me
cogió por el mentón. Sonrió, complacido, enseñándome sus dientes torcidos
y amarillentos.
Una mujer india apareció por la espalda del guerrero. Llevaba la cara
recubierta de polvo y suciedad, y profería una sarta de bramidos
incomprensibles. Con furia, dio un paso al frente y me escupió.
—Puetep! Puetep![22] —le contestó Oso Negro a gritos, apartándola
para que se marchara.
Ella abrió la boca, desafiante, y alzó las manos como si quisiera
despellejarme. Sin embargo, las órdenes del guerrero la habían afectado y,
sin exponerse a otro chillido, bajó la cabeza y se marchó. Mientras se
alejaba, la squaw me vigilaba de reojo. No cesaba de murmurar una
perorata comanche que me pinzaba los oídos como el aguijón de un
escorpión.
Oso Negro me desnudaba de arriba abajo: el reflejo de la envidia
astillándose, del placer aunado con la destrucción. El comanche se frotó la
boca con impaciencia y me acarició el cuello, tanteando un nuevo
acercamiento.
Entendí lo que significaba: el roce continuado, la insistencia en
probarme, en comprobar el estado de mis carnes. El guerrero quería
convertirme en su nueva squaw.

A Baeza y a mí nos vendaron los ojos y nos obligaron a montar junto con
otros dos comanches en sus ponis. Seguiríamos cabalgando, sin agua ni
nada que comer, hasta que hallaran un lugar seguro donde pudieran
acampar y reponerse.
Las horas transcurrían lentas y agónicas, y la incertidumbre hacía que el
cansancio se apoderara aún más de nosotros. A ratos, estaba tan exhausta
que montaba en un estado de vigilia, sin saber si lo que estaba viviendo era
real o pertenecía a una pesadilla de la que tarde o temprano acabaría
despertando.
Ascendimos por un camino empinado. La brisa era más refrescante en
aquel tramo; venía cargada de aromas intensos, mezcolanza de las
diferentes especies de plantas que crecían en las Colinas Azules. Distinguí
el fresco y cítrico olor de las coníferas, el matiz azucarado que desprendían
las hojas de los pinos con el perfume de las bayas de enebro. Un pájaro
gorjeó cerca de nosotros.
Baeza cabalgaba junto a mí. Estábamos tan cerca que podía oír cómo se
agitaba su respiración con cada paso que dábamos. Le castañeteaban los
dientes de una forma incesante y repetitiva que me ponía de los nervios. Lo
más probable era que nos torturasen. Creían que los habíamos traicionado, y
nos sacrificarían como a animales.
De todas las tribus que habitaban en la frontera, se decía que los
comanches eran los «Lores de la Pradera»: ninguna tribu había causado
tanto caos y muerte en el Llano Estacado. A los hombres que tomaban
como cautivos los descuartizaban, a los bebés que no querían los asesinaban
y a las mujeres les arrancaban la piel a tiras, les cortaban la nariz e incluso
las calcinaban en fuego. Las que tenían suerte eran sometidas a algunas
quemaduras como marca de la tribu, y acababan convirtiéndose en las
squaws de algún guerrero que las reclamaba como suyas.
La india que me había escupido debía hallarse cerca, y aunque no podía
verla, la imaginé girándose para observarme. El pelo suelto y enmarañado
le caía como un halo espectral sobre la cara. Los huesos de los pómulos le
sobresalían de su rostro enjuto y una mueca de amargura se dibujaba en sus
labios, siempre curvados hacia abajo.
Había oído muchos rumores acerca de la ferocidad de las mujeres
comanche. Se contaba que sus martirios eran lentos y dolorosos, llegando
incluso a la mutilación. Uno de sus métodos favoritos consistía en cortar los
dedos a los cautivos, metérselos en la boca y coserles los labios para que las
víctimas se estrangularan con su propia amputación.
Al fin y al cabo, era lo que les habíamos enseñado: la exterminación de
la vida, la apropiación, la devastación del territorio. Nosotros los habíamos
colonizado. Les arrebatamos sus tierras, sus tradiciones; los maltratamos,
sembramos la muerte entre las tribus, los estábamos aniquilando. Como
pumas liberados de sus jaulas, se cobraban su venganza. Y ahora iba a
convertirme en la squaw de Oso Negro. Las mujeres blancas éramos sus
presas, animales bellos y exóticos a los que ansiaban dar caza.
Las indias que habían sobrevivido al ataque empezaron a entonar una
canción lúgubre y mortuoria. Sus cánticos se adentraban en mis oídos:
plañidos repletos de un desaliento que perforaba el corazón.
Oí cómo el comanchero tosía a mi lado, una tos seca producida por la
sed y el polvo que nos llenaba los pulmones.
Con el movimiento constante sobre el poni, reparé en que las cuerdas de
las manos habían cedido un poco. Si conseguía aflojarlas, quizás tendría
una oportunidad de escapar. Aunque fuera mínima, tenía que intentarlo.
Los comanches avanzaban de día, reposaban unas horas al anochecer y
reanudaban la marcha justo antes del amanecer, cuando aún estaba oscuro,
según me contó Jesse una vez. La noche sería larga. En sus primeras horas,
los comanches estarían más débiles por las heridas y el cansancio que
arrastraban. Era la única ocasión que tendríamos de escapar. La oscuridad
me arroparía, podría huir entre las sombras.
Recé para que nos detuviéramos pronto.
Al anochecer, mis súplicas se vieron recompensadas. Los comanches
nos quitaron la venda de los ojos y nos dejaron junto a unas rocas. Habían
acampado en lo alto de las montañas. No había apenas estrellas en el cielo y
unas nubes opacas ocultaban la luna.
Sin tiempo que perder, sentada, con las manos y los pies atados, me
recosté todo lo que pude en la piedra y me dispuse a contar los indios que
habían sobrevivido al ataque y a los que debería sortear en mi huida. Conté
siete comanches, de los cuales tres eran mujeres y cuatro hombres. Se
movían lastimosamente, como muertos vivientes que tenían que hacer un
esfuerzo atroz para tirar adelante.
Baeza fue el primero en hablar:
—Ahora están demasiado cansados y malheridos, pero en cuanto se
recuperen nos matarán.
Sus dientes estaban manchados de sangre y tenía la mejilla abultada e
inflamada por los golpes que debían de haberle atestado. Sopesé lo que
acababa de decir y, a continuación, como delirando, comenzó a enumerar
las diferentes técnicas de tortura que podíamos esperar. Lo escuché
atentamente, pero con cada palabra que pronunciaba, sentía que el pánico se
apoderaba de mí. Era tan explícito que podía notar las mutilaciones de las
que hablaba grabándose en mi propia piel. En todos los años que había
tratado con los comanches, Baeza había presenciado algunas de las torturas
que describía y, dejándose llevar por sus desvaríos, lo narraba todo con una
precisión que hacía que se me cortara la respiración. Si continuaba
escuchándolo, el miedo me anularía por completo. Tenía que esforzarme
para pensar en cómo salir de allí si quería sobrevivir.
La cuerda se había destensado un poco más. Moví las manos; aún estaba
demasiado apretada y lo único que hacía era rajarme más la piel de las
muñecas.
Baeza, que continuaba hablando en voz alta para sí mismo, movió las
piernas, y una piedrecita rodó por el suelo. De entre los arbustos de la
pradera sobresalían pequeñas piedras calizas, algunas más afiladas que
otras, que podrían sernos útiles.
La visión de los pedruscos me devolvió a una tarde lejana que se me
antojaba más un sueño que un recuerdo. Estábamos en la playa de Blanes,
junto a la gran roca de Sa Palomera. Pa’ y yo habíamos salido a comprar
algunas provisiones al pueblo y, de vuelta a casa, nos paramos y nos
sentamos un rato a orillas del mar. Contemplar el océano en silencio era uno
de nuestros pasatiempos favoritos. Papá era un observador nato, un
espectador fascinado por el mar; le maravillaba deleitarse con la melodía de
las olas al romper contra las rocas y la mezcla de colores que adquirían las
aguas según la luz que incidía sobre ellas. Solía quejarse de que no le
prestábamos la atención que se merecía; decía que el océano escondía un
sinfín de secretos que aguardaban a que un ojo humano los percibiera.
«Presta atención, María. Es más fácil de lo que crees. Tienes que buscar
algo afilado, cualquier cosa que corte servirá. Debes ser paciente, fijarte en
los detalles, en el entorno que te rodea. Si entiendes la naturaleza, si la
respetas, siempre te ayudará. Estamos tan preocupados por vivir que nos
olvidamos de los momentos que realmente importan, de las pequeñas cosas,
como este instante, como esto», me dijo, señalándome las aguas que,
flanqueadas por rocas negras, fluían salvajes bajo el cielo encapotado y gris.
En los brazos, yo llevaba un paquete con varios panecillos que
habíamos comprado en la panadería de la calle principal de Blanes; lo
habían envuelto con un papel de periódico e iba atado con una cuerda para
que no se cayeran los panecillos durante el camino. Hacía horas que no
comía y me rugían las tripas. Sabía que debía aguantarme hasta la cena. La
comida era escasa, y todos debíamos esforzarnos por no comer más de la
cuenta. Hecha un ovillo, me encogí en la arena y anhelé que los rugidos
cesaran. Papá dejó escapar una risa compungida: «Ábrelo, anda. No pasa
nada por un panecillo. Le diré a mamá que he sido yo, ya sabe que soy
incorregible. Vamos, abre ese paquete antes de que me arrepienta». Su
expresión se reblandeció como la de un niño travieso y me apremió a
abrirlo. «Con las manos no vas a poder, la cuerda es demasiado fuerte.
Espera, espera. Coge esa piedra de ahí, esa que es un poco más grande,
¿ves?». Papá me tendió un pedrusco mediano que sobresalía de entre la
arena húmeda de la playa. Era más grande que el resto, y acababa en punta.
«La naturaleza siempre nos ayuda. Tienes que comprenderla. Fíjate en ella:
respétala y te ayudará. Cógela, anda, y ahora rasga la cuerda. Así, con
cuidado».
De vuelta en la pradera, me encontraba a años luz de distancia del mar.
En algún lugar de las montañas, otras piedras parecidas me divisaban a mí;
la voz de mi padre se fue diluyendo en sus imperfectas formas. Había una
que parecía más angulosa y punzante que el resto. Si la alcanzaba, quizás
podría romper la cuerda.
Con sigilo, me deslicé como pude por el suelo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Baeza, visiblemente nervioso.
En silencio, tratando de hacer los movimientos menos bruscos posibles,
intenté empujar las piedras. Balanceé los pies; conseguí acercarlas un poco,
pero necesitaba arrastrarlas más hacia mí si quería cogerlas con las manos.
Les di un segundo y un tercer empujón con los pies, doblando las rodillas y
llevándolas a mi izquierda.
Abatidos por la batalla, la mayoría de los indios se habían quedado
dormidos, y los que permanecían despiertos andaban columpiándose en un
estado de vigilia y de extenuación que menguaba el peligro. Casi las tenía al
alcance de la mano. Necesitaba acercarme un poco más. La hierba
amortiguaría los ruidos.
Me arrastré por la tierra húmeda con dificultad, abrí la mano todo lo que
pude y finalmente agarré la piedra. Cerré la mano con fuerza. Apretando el
estómago, me esforcé por incorporarme y regresar a mi posición inicial.
Baeza me atisbaba con la boca entreabierta y los ojos llenos de aprensión.
—Cállate y quizás tengamos una oportunidad de salir de aquí. —Fue lo
único que se me ocurrió decirle para que no hiciera ningún gesto que nos
delatara.
Con las manos atadas a la espalda, palpé la piedra. Efectivamente estaba
afilada. Si lo hacía bien, desgarraría la cuerda. El comanchero miró a su
alrededor, buscando otra para sí mismo, pero el resto eran trocitos de roca
tan diminutos que, al tocarlos, se deshacían como el polvo.
Saqué la piedra de entre los dedos y empecé a frotarla contra la cuerda.
La roca sobre la que nos apoyábamos me ayudaba a mantener el equilibrio.
La piedra se me escapó y me rasgué la piel; noté cómo la sangre me
resbalaba por los dedos. Los comanches seguían cerca de la hoguera, tan
extenuados y doloridos que apenas nos prestaban atención.
Una vez recompuesta, continué frotando con ahínco hasta que oí ese
sonido seco e instantáneo que tanto había anhelado escuchar. La cuerda se
rasgó, el nudo que me atenazaba las muñecas cedió. Separé las manos,
aliviada.
—Sigue, sigue —me instaba Baeza—. Ahora ayúdame, vamos, córtala.
El comanchero ladeó el torso, mostrándome el nudo que le aprisionaba
las muñecas.
En las últimas horas, la desconfianza había dado paso a la duda. ¿Podía
confiar en él? Indecisa, vacilaba sobre lo que debía hacer. No obstante, no
podía demorarme. Debía actuar rápido si queríamos salir de allí.
A pesar de que había intentado traicionarme, Baeza conocía aquella
zona mucho mejor que yo; sería más prudente tenerlo conmigo. Aunque no
fuera de fiar, nos hallábamos en una situación de vida o muerte, y él era el
primer interesado en marcharse lejos del campamento comanche. Sin él, no
sabría por dónde huir ni por dónde moverme; y, sin ningún arma con la que
defenderme, me pillarían en un abrir y cerrar de ojos. Más me valía tenerlo
cerca, hacerle creer que era mi aliado para escapar de allí. Al menos,
durante un tramo, estaría segura.
—Vamos, vamos. Date prisa. ¿No pensarás dejarme aquí, verdad? Solo
una bestia haría algo así.
Me aproximé a él y lo liberé.
—Deberíamos intentar coger algún arma. —Me sentía desnuda sin mi
revólver, ni siquiera tenía un cuchillo para poder defenderme.
—Imposible. Duermen pegados a ellas. No tenemos tiempo. Sígueme,
vayámonos de aquí. —Baeza abrió las manos para que la sangre le corriera
por las arterias y me señaló una parte del claro que se internaba en un
bosquecillo.
Los pocos comanches que se mantenían despiertos se habían dado la
vuelta hacia una lechuza que ululaba en uno de los pinos ponderosa.
Agachados, nos alejamos sigilosamente, fundiéndonos con la vegetación.
—Por ahí, vamos, vamos, antes de que se den cuenta.
Nos adentramos en una zona frondosa, colmada de acacias dulces y
greggii, rodeada por altos pinares que obstaculizaban la visión. La
proliferación de acacias la convertía en una parte particularmente espinosa.
Los árboles ascendían a unos veinticinco o treinta pies de altura y sus ramas
se desplegaban como garras de felinos dispuestos a rajarnos la piel. Baeza
iba delante; conocía bien aquella parte de las montañas y se movía
ágilmente.
Anduvimos cabizbajos, con cuidado de no engancharnos con las
protuberantes espinas. Nos arrastrábamos por la tierra y nos ayudábamos el
uno al otro, tratando de no hacer ningún ruido y de no quedar atrapados
entre los ganchos.
Cuando atravesamos esa área boscosa, salimos a una región más
despoblada y desértica. Iniciamos una carrera veloz campo a través, hasta
que nos aseguramos de haber ganado suficiente distancia y alcanzamos una
parte más llana del Territorio.
A pesar de que pudimos ralentizar el paso, seguimos caminando durante
horas. Únicamente, nos detuvimos en uno de los arroyos que cruzaban
aquel área para saciar nuestra sed. Bebimos agua y, tras reposar unos
minutos, reanudamos la marcha. No podíamos permitirnos hacer pausas.
Debíamos persistir y mantenernos en pie las máximas horas seguidas, hasta
que llegáramos a algún asentamiento o aldea donde pudiéramos buscar
cobijo, aunque eso significara llegar al límite de nuestras fuerzas.

Debíamos de llevar unas siete horas andando cuando noté que las piernas
me fallaban y me vi obligada a detenerme. Me faltaba el aire.
—Espera, necesito descansar. Da… Dame un minuto.
El sol se escondía tras los altozanos y la oscuridad envolvía la pradera.
—Aprovecharemos que todavía es de noche para dormir un poco. —
Baeza asintió, examinando el lugar donde nos habíamos detenido.
—¿Crees que pueden seguir buscándonos?
—Nunca se sabe con un comanche. Estaban muy débiles. El ataque los
dejó sin nada. No, no creo que nos sigan ya. Regresarán a su campamento
base y luego, cuando se hayan recuperado, planearán un ataque.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque son comanches. Cuando un comanche siente que lo han
derrotado, no regresa a la batalla. En vez de eso, se recupera, y cuando
recluta a un ejército de guerreros, entonces, ataca. —Baeza hizo una pausa
y se pasó la lengua por el labio superior. La piel le brillaba por el sudor. Se
rascó la barbilla, inquieto, y volvió a hablar—: Por si acaso, descansaremos
dos horas y seguiremos cuando amanezca. Estas montañas están plagadas
de tribus. Lo mejor será continuar.
Convenimos que reposaríamos y vigilaríamos por turnos: yo dormiría
una hora y él otra, antes de reanudar la marcha. Baeza encendió una
pequeña hoguera que nos permitiera tener visibilidad en la penumbra. Me
acosté en la hierba; mi cuerpo se distendió y la borrasca que me enturbiaba
la cabeza se dispersó con cierto alivio.
Quería descansar, pero ahora que nos habíamos detenido y que el
peligro se hallaba lejos, las imágenes de McCallister, Jesse y Randy
desvaneciéndose entre el humo de disparos me asaltaron como fogonazos.
No me había permitido pensar en ellos desde que los perdí; sabía que, en
cuanto lo hiciera, el dolor sería insoportable. A solas con mi memoria, la
tensión que había contenido durante las últimas horas transmutaba en una
insondable tristeza. Me aferré a la tierra, pegando la cara al suelo para que
Baeza no me oyera llorar. Cada vez estaba más lejos de hallar a Isabel, y
ahora había perdido a los únicos hombres que podían ayudarme a
encontrarla.
En mis pensamientos, volví a ver a Jesse apoyándose en el poste del
porche de la oficina del sheriff Ward: echaba la cabeza hacia atrás y se
pasaba la mano por el pelo enmarañado. Dos chicas que andaban por la
calle se giraban hacia él y le sonreían. El cigarrillo colgaba de sus labios, y
él reía, repasándolas descaradamente. Ellas amortiguaban sus risas en largos
suspiros de vergüenza y bajaban la cabeza, ruborizadas.
Yo volvía a estar en la habitación de los Soley, asomada a la ventana.
Como una figura recortada a contraluz, recostaba la cadera en el marco del
ventanal, absorta en la escena que se desarrollaba afuera. Esa chica que era
yo, y que no era yo, observaba entre curiosa y hechizada a aquel joven que
lanzaba círculos de humo y que escandalizaba a las vecinas del pueblo. Me
veía de lejos, como una sombra del pasado que trataba de aunarse con mi
presente sin llegar nunca a alcanzarlo. Una chica que no sabía dónde
encajaba ni dónde residía la realidad, ni a qué debía aferrarse para continuar
viviendo.
Las esperanzas que me condujeron a embarcarme en esa aventura se
habían reducido a la nada. Sentía que mi resolución tan solo había
acarreado muerte y tristeza a los que me acompañaban. McCallister, el viejo
Randy, Jesse, los Soley… Estaba sola, completamente sola en un lugar
desconocido, y no sabía cómo ubicarme en ese centro que se desplazaba
entre los recuerdos y los espejismos que creaba mi memoria.
A nuestras espaldas, se oyó un crujido. Me incorporé de un salto. Volví
a sentir el miedo, el terror de la traición trepándome por la columna
vertebral. El aliento se me cortaba en la garganta.
Baeza no apartaba la vista de mí. Reparé en que su mirada descendía
hacia mi pecho y me recorría el cuerpo. Se me había abierto la blusa: las
vendas se habían soltado dejándome la parte alta del pecho y el cuello al
descubierto. Me apresuré a abotonármela.
—Espero que, en algún momento, me digas tu nombre. Tu verdadero
nombre. —Me sonrió.
Una convulsión se adueñó de mi cuerpo. Había algo en su voz que me
dejó paralizada.
—¿Eh, estás bien? —Baeza se aproximó y me rozó el brazo.
Negué con la cabeza, angustiada, y él me ofreció su hombro. Al sentir la
tibieza de otro cuerpo junto al mío, las lágrimas acudieron a mis ojos. Me
dejé caer encima de él y rompí a llorar. Estuvimos así unos minutos, sin
decirnos nada. El tacto afable de su mano en la mía me reconfortó. Por unos
instantes, me olvidé de dónde me encontraba y de quién era el hombre que
me sujetaba. Las suspicacias y dudas que sentía por él quedaron relegadas a
un segundo plano. Busqué su ayuda, su cuerpo unido con el mío; el roce de
otro humano, de otro ser que pudiera sentir, que pudiera escucharme y
comprenderme.
En medio de esa confusión, me dispuse a decirle mi nombre, cuando su
mano se cerró más en torno a mi muñeca, como si quisiera atraerme hacia
él. Ese gesto que había asociado a una señal de protección, a un
acercamiento íntimo, se perfiló en mi mente como el abrazo de una víbora.
Los tallos de hierba se agitaron levemente y el viento nos trajo un
prolongado siseo arrastrándose por el suelo. Una textura escamosa, con
manchas negras de formas romboédricas, se deslizaba en paralelo a
nosotros. La piel que se adivinaba entre los arbustos se desdobló en dos
cabezas planas, revelando dos serpientes de cascabel que se abrían paso
entre los matorrales.
Mi primer instinto fue agarrar un trozo de madera de los que hervía en
la hoguera y tirárselo para ahuyentarlas, pero entonces la voz de Randy
resonó en mis oídos. Regresé a aquella noche en la llanura en la que el
fuego nos arropaba con su calidez. Él me instruía acerca de las creencias y
las religiones de los comanches, y me contaba una fábula sobre las parejas
de serpientes. En aquel momento, me había parecido una idiotez, un mito
que solo podía creer alguien que tuviera fe en los espíritus.
Sin embargo, al estar frente a ellas, rodeada por las tinieblas, su voz me
atravesó como un relámpago. Aquella era la segunda vez que me topaba
con una pareja de cascabel, y el mito se volvió más real que la hierba que
pisábamos.
—No hagas nada —le dije a Baeza—. Esperaremos a que se vayan. No
dejes que nos vean. Se asustan con los movimientos y están avanzando
hacia el este.
El comanchero se volvió hacia mí sin comprender.
—Hazme caso, o entonces tendremos un problema mayor que esas dos
serpientes paseándose —insistí.
La pareja arrastraba sus viscosos cuerpos en una ondulación lateral,
profiriendo un murmullo escalofriante y extremadamente sonoro, que se
dilataba en los oídos como un veneno letal.
Aguardamos, inmóviles, hasta que los reptiles se dispersaron de nuestro
ángulo de visión. El peligro se había marchado, pero ninguno de los dos
estaba dispuesto a quedarse allí.
—Es temporada de serpientes… y hay un pantano cerca. —Levantó la
mano y señaló el norte—. Esto debe de estar infestado. Nos marcharemos
en cuanto haya un poco de luz que nos permita ver lo que pisamos.
Era razonable lo que decía, y me limité a asentir. Baeza ahora estaba
muy cerca.
—¿Se está mejor con un poco de calor, verdad? —dijo él, sin dejar de
sonreír—. ¿Ahora vas a decirme cómo te llamas?
El comanchero me cogió de la mano y me acarició la espalda con la
otra. Molesta por aquel acercamiento, me hice a un lado.
—Está bien, está bien, cariño. Supongo que tienes que acostumbrarte a
mí. Ya nos divertiremos, no te preocupes. Ya habrá tiempo… —Me hablaba
con una familiaridad que estaba fuera de lugar.
Baeza se inclinó hacia delante, y empezó a tararear una canción con su
marcado y rasposo acento español. La había oído antes, en varias ocasiones.
Era una melodía conocida, una tonada de compases lentos y armoniosos
que recordaba haber escuchado en los labios de alguien, pero no me
acordaba de quién. Se trataba de una popular balada de amor, aunque en mi
cabeza la voz que se repetía sonaba cruda y punzante. Las notas brincaban
con agresividad cuando subían y bajaban, como si dos amantes furtivos
estuvieran jugando en la pradera y, en un momento dado, comenzaran a
correr y a saltar para esconderse de alguien. Como sucedía con la mayoría
de las baladas heredadas de la Guerra de Secesión, era pegadiza, y el
estribillo se repetía varias veces a lo largo de la canción.
La voz áspera de Baeza era muy similar a la que yo recordaba, porque
no podía ser la misma… ¿o sí? La vegetación que nos rodeaba fue mutando
y dio paso a una tierra más agreste y polvorienta. En nuestra antigua casa, la
chimenea chispeaba con los trozos de leña y el caldero de la cena. De la
cocina, me llegaba la vocecita risueña de Ma’, seguida de los movimientos
apresurados de mi hermano pequeño. Como en un sueño, me encontré
avanzando hacia ellos; no pisaba el suelo, sino que lo observaba todo desde
una distancia física y temporal, como una forma etérea elevándose en el
aire.
En mis recuerdos, mi hermano trotaba por la casa y se reía con mi
madre, cuando esa voz conocida y desapacible se oyó de nuevo. Procedía
de afuera, de la llanura. No obstante, solo parecía oírla yo. Ma’ y Daniel
estaban enfrascados en sus juegos. Quería quedarme con mamá, cogerle de
la mano, decirle todo lo que se me había quedado pendiente, pero la
melodía me arrastraba como a un ternero al que le habían echado el lazo.
Envuelta en el aura del sueño, salí por la puerta principal. Escondida
tras el granero, la silueta de Isabel se recortaba contra la luz del sol
poniente. El cabello suelto y el vestido amarillo le ondeaban con la brisa.
Una segunda figura se aproximaba a ella. La sombra de un hombre se
perfiló en el suelo, y sus manos se juntaron. Ella reposó la cabeza sobre su
hombro, temblorosa, y él le pasó la mano por la espalda, tarareándole una
balada.
Al principio, creí que se trataba de Miguel, su prometido, pero aquel
tipo era mucho más alto y fuerte. Debía de ser uno de los numerosos
pretendientes que, a pesar de saber que estaba prometida, persistían
haciéndole regalos e intentando cortejarla.
El desconocido llevaba un reluciente sombrero de ala ancha, calado a la
izquierda. Del cinturón le colgaba un revólver, y en la mano sujetaba una
recortada que balanceaba incesantemente en una especie de manía nerviosa.
En los rincones de mi memoria, me agaché para que no me vieran. El
desconocido cantaba la misma canción que Baeza.
Era la misma voz, el mismo acento español, las consonantes poco
fluidas…

The story of that past, Lorena.


Alas I care not to repeat.
The hopes that could not last, Lorena.
They lived, but only lived to cheat[23].

Alrededor del cuello, Baeza lucía un colgante, un objeto conocido. Sentí


que se me encogía el corazón.
—¿Qué es eso que llevas puesto? —Le señalé el medallón.
—¿Esto? —dijo, tocando el collar, y aprovechando para acercarse más a
mí—. Quería vendérselo a uno de esos indios apestosos… Conseguiría algo
bueno a cambio. ¿Te gusta? Puedo dártelo si quieres, si eres buena
conmigo, claro. Espero que no te tomaras a mal lo que le dije antes a Oso
Negro. Te habría salvado, pero tenía que despistar a ese hijo de puta de
alguna manera. Ahora ya estamos a salvo, cariño. Ten, te lo regalo, ¿vale?
Satisfecho por haber llamado mi atención, se sacó el collar por la cabeza
y me lo enseñó. Al cogerlo, las manos me ardieron. Del centro de la cadena
pendía un guardapelo de bronce. Lo abrí lentamente. El interior estaba
vacío; a los lados había dos huecos desgastados que indicaban que,
anteriormente, alguien había guardado una fotografía en ellos. Acaricié los
contornos, deteniéndome en sus imperfecciones, en la textura rugosa de su
superficie.
Baeza me pasó el brazo por los hombros y se caló el sombrero hacia
atrás.
—Qué cosas tenéis las mujeres. Una baratija y ya perdéis la cabeza.
Eres fácil de contentar. Eso me gusta en una mujer.
Ese medallón, esa voz… se parecían tanto a…
Un simple roce, una sencilla caricia por las paredes de bronce y regresé
a los pasillos de mi casa del Llano. Isabel y yo estábamos sentadas en la
cama; ella tenía las mejillas encendidas por la emoción. Todavía puedo oír
su voz decidida y excitada: «Presta atención, María, quiero enseñarte algo».
Isabel se desabrochó el cuello del vestido y me mostró un guardapelo que le
colgaba en el centro del pecho. Exaltada, le dio la vuelta dos veces. «Fíjate
bien, María».
No comprendía a qué venía tanto alboroto: era una joya bonita, sin más,
pero no tenía nada de sorprendente. Era de esperar que Miguel se la hubiera
regalado. Desde la guerra, todas las muchachas que se prometían solían
tener un guardapelo, para conservar una foto de su amado en el interior.
«¿No es precioso, María?, ¿ves?, ¿a que estos relieves son una maravilla?».
Unas cenefas redondeadas adornaban la cara frontal del colgante.
Empeñada en mostrarme cada uno de los detalles ornamentales que lo
conformaban, Isabel se inclinó hacia mí. Lo que más me llamó la atención
fueron las marcas púrpura que le asomaban a mi hermana a ambos lados del
cuello.
Le pregunté qué eran, a raíz de qué le habían aparecido esos moratones,
y más aún en esa zona tan extraña. «Eso da igual, María. ¿Acaso no me
escuchas? Dentro del colgante puedes guardar fotos. ¡Pronto tendré un
montón de joyas así! Si te gusta, te regalaré una a ti, ¿quieres? Cuando me
case te regalaré muchas cosas, María. Ya no tendremos que vestirnos con
estas ropas viejas. ¿Me oyes? ¡Lo vamos a pasar tan bien!».
El guardapelo era idéntico al de Baeza. Recordaba haberle preguntado si
se lo había regalado Miguel, a lo que Isabel me contestó con una risa
desdeñosa. Nunca llegó a responderme claramente.
A medida que pasaban los días, los morados de su cuello cada vez eran
más negros y amarillentos, y aumentaban en número. Unas semanas más
tarde, volví a preguntarle acerca de aquellas heridas que se iban apoderando
de su piel, pero Isabel me apartó con brusquedad y, como un fantasma, se
desvaneció en mis recuerdos.
A partir de entonces, mi hermana vestiría siempre con el cuello bien
anudado. Solo cuando se desvistiera a solas en la habitación, y la espiara
por las rendijas de la puerta, vería cómo esos moratones parecían haberse
extendido a otras partes de su cuerpo. Mi hermana sustituyó los vestidos de
manga corta por otros más cerrados, que le abrigaran el cuello y las
muñecas. En los meses siguientes, recibiría un sinfín de regalos sin motivo:
collares, pendientes o pulseras que se ocultaba debajo de las mangas o de
las telas que le tapaban la parte superior del pecho. Cuando le preguntaba
de quién eran —sabía que un herrero como Miguel no podía costearse joyas
así—, cerraba los labios y salía precipitadamente de la habitación.
En mi mente las paredes de la casa se disiparon. En su lugar, cobró vida
una escena que había acontecido días después. Isabel y Ma’ habían ido al
pueblo en busca de provisiones. Pa’ estaba en la pradera con Daniel,
enseñándole a disparar la escopeta de repetición. Me vi a mí misma como la
protagonista de un cuento que no era el mío y que, sin embargo, nacía de mi
memoria. Estaba sola en casa, en el dormitorio que compartía con mi
hermana, cuando atisbé el guardapelo tirado en el suelo. Me extrañó verlo
allí; que yo supiera, Isabel no se lo quitaba nunca, excepto cuando se
bañaba. Debía haber sido eso; debía haberse lavado y luego se le habría
olvidado.
Lo recogí y lo levanté hacia la luz para verlo mejor. En la hebilla, mi
hermana había anudado una delgada cinta amarilla que seguía hacia el
interior del medallón; en consecuencia, el guardapelo no cerraba del todo
bien. Para que no se estropeara, lo abrí y saqué la cinta. En el interior,
guardaba una fotografía que se había hecho hacía años cerca de nuestra
antigua casa a orillas del mar, junto a la gran roca de Sa Palomera de
Blanes. Isabel sonreía, feliz. El Oeste aún no había hecho mella en ella.
A su lado, figuraba otra imagen contrapuesta: el chico que me devolvía
la mirada era un completo desconocido. Vestía el uniforme de los soldados
confederados. La fotografía había sido tomada tiempo atrás, pues hacía más
de siete años desde el final de la guerra. Se veía añeja y borrosa, y costaba
distinguir bien las facciones.
Me hubiera gustado fijarme más en el joven del guardapelo, pero un
disparo, seguido de las risas de mi padre y mi hermano, me sobresaltó. El
collar se me resbaló, chocó contra el canto de la mesita de noche y cayó al
suelo. Al golpearse, una de las esquinas se rayó un poco. Lo recogí
rápidamente y lo dejé encima del mueble. Recé para que Isabel no se diera
cuenta.
Unas semanas más tarde, cuando Isabel salió de casa, la seguí. Tras
unas rocas de la pradera, vi que se encontraba con un vaquero desconocido,
el mismo que recordaba haber visto tras nuestro granero: vestía el mismo
sombrero y las mismas ropas de la última vez. Me hallaba a varias yardas
de distancia y no conseguí verle el rostro.
Podría ser el joven del guardapelo, solo que más mayor…
Isabel lloraba.
La voz de Baeza, que seguía tarareando esa canción, unía las zonas
nebulosas de mi pasado y presente. Las palabras, pronunciadas brusca y
torpemente, el ritmo cortado, las «t» tan fuertes que rompían la musicalidad
de la melodía…
El comanchero se acercó aún más a mí.

It matters little now, Lorena.


The past is in the eternal past.
Our heads will soon lie low, Lorena[24].

La misma voz rota, la misma forma de calarse el sombrero. Di la vuelta al


medallón. Una raya cruzaba una de las esquinas, idéntica a la que le había
hecho yo.
Las manos de Baeza me acariciaron los hombros. Sus dedos se cerraron,
muy cerca de mi cuello. Podía notar su aliento en la nuca, el temblor
nervioso de sus dedos, ese tic inconfundible sobre la piel.
Como un torrente, una serie de imágenes que había relegado en los
rincones más recónditos de mi memoria regresaron en una sucesión fugaz;
un carrusel de recuerdos que se sucedían a ritmo de tambor a través del
tacto.
Volví al día del ataque. Mis percepciones eran distintas, más agudas,
más atentas. Los elementos flotaban en pausa. Podía analizarlos desde la
distancia, como si mi mente por fin se decidiera a afrontar los recuerdos que
me había obligado a olvidar: los moratones recurrentes en los brazos, el
cuello y las muñecas de Isabel; los cambios constantes de actitud de mi
hermana; sus inseguridades, los lloros a altas horas de la noche; sus dudas
acerca de Miguel, sus enfados repentinos, los regalos inesperados, las joyas
que aparecían en su mesita de noche…
23

Cuando recordaba, el hedor se me introducía por las aletas de la nariz: la


asfixia, imágenes que se desdoblaban y que empezaban a encajar como en
un rompecabezas.
Mis sentidos me traicionaban; la mano de Baeza vibraba en torno a mi
muñeca, el sombrero de ala ancha calado a la izquierda, la marca de mi
torpeza en el medallón, la voz rasgada en la pradera, las palabras mal
pronunciadas, la mirada aterrada de Isabel…
Los recuerdos se desencadenaban gradualmente, se hilvanaban entre
ellos, se verificaban. Yo tomaba forma en esa mujer que veía cómo su
familia se había reducido a cenizas, a restos humanos abrasados.
La imagen del cadáver de nuestro caballo, con los intestinos
desparramándose, me sacudió como un bofetón en la cara. El escenario se
volvía más nítido en mi mente. Podía verlos más claramente que nunca.
En ese instante de lucidez, fui consciente de que faltaba una pieza. Las
voces de Randy, McCallister y Jesse galopaban en mi mente con sus
enseñanzas, mezclándose unas con otras, como una revelación:
«Escúchame. Tienes que escucharme, Manuel».
«Los comanches veneran la naturaleza, rinden sus vidas al Gran
Espíritu».
«Eso es lo único que quiere un comanche, rifles de repetición y
caballos».
«Un indio nunca los mataría, los robaría. Son su posesión más
preciada».
«No me fío ni un pelo de Baeza».
¿Por qué iba un comanche a ensañarse con un caballo sano si podía
llevárselo consigo? ¿Y qué hacía Baeza con el medallón de Isabel? La
cabeza me iba a estallar. Continué respirando en silencio y tomé una
profunda bocanada de aire.
Durante todo aquel tiempo, había creído que los comanches fueron los
autores de la masacre. No había existido ningún atisbo de duda, ninguna
vacilación que me hiciera valorar otras posibilidades. No obstante, los
indios se postraban ante la naturaleza. La idolatraban, la ensalzaban con sus
rituales; no la destruían ni la vilipendiaban. El maltrato animal era más
propio del hombre blanco, de la civilización occidental: nuestro mal,
nuestro maltrato.
Presente y pasado se enlazaban como bandazos en los rincones más
inescrutables de mi mente; acciones que creía haber olvidado, que el duelo
me había obligado a enterrar, afloraban ahora con la sencillez de la verdad.
Había demasiadas contradicciones. Los asesinos de mi familia no
podían ser los comanches. Debía ser alguien que los conociera, que los
hubiera observado de cerca durante años, que estuviera familiarizado con
sus tradiciones, con sus formas de atacar.
Recordé cómo el hombre desconocido le retorcía el brazo a Isabel: la
misma voz agria, los mismos dedos engarfiados que se habían cerrado sobre
mi muñeca y que ahora acariciaban mis hombros; los moratones en lugares
inexplicables que le aparecían de vez en cuando a mi hermana; sus
desesperados instintos de protección, los vestidos cerrados, el guardapelo
tirado en el suelo, su figura encorvada y temblorosa merodeando por la
casa; la baja autoestima que la embargaba los últimos meses en los que nos
habíamos distanciado, las preocupaciones referentes a Miguel, el siniestro
vaquero al que había rechazado…
Todo se volvió diáfano, preciso.
Me giré hacia Baeza, que no dejaba de acariciarme, y le aparté
bruscamente la mano.
—Durante todo este tiempo he estado convencida de que fueron ellos,
los comanches. —La rabia se adueñaba de mi voz—. Ahora veo que fuiste
tú.
—¿De qué narices estás hablando?
—¡De eso! —grité, señalando el colgante—. ¡De mi hermana, de Isabel,
de mi familia! ¡Fuiste tú, tú los mataste, pedazo de cabrón!
Fuera de control, me abalancé sobre él. Llevada por la furia, me movía
como un animal salvaje; atacaba sin verlo, sin pensar. Mis extremidades se
accionaban mecánicamente. Alargué los brazos, hundí las uñas en sus
mejillas y se las desgarré hasta la barbilla. Baeza rugió de dolor. La cara se
le abrió y la sangre comenzó a brotarle por las suturas de la piel.
Si me hubiera parado a reflexionar un momento, me habría percatado de
que estaba en desventaja. Baeza tenía más fuerza y, en una lucha cuerpo a
cuerpo, acabaría ganando. Estaba fuera de mí, y no era capaz de pensar con
claridad.
El comanchero se hizo a un lado, dolorido. Me preparé para abordarlo,
alargando las manos como garras cuando, de repente, se giró con violencia
y me agarró por las muñecas. No pude reaccionar a tiempo y, en cuestión de
segundos, me tumbó hacia abajo con un gruñido. La espalda me crujió al
golpearse contra el suelo. Me tenía sujeta y se había sentado a horcajadas
encima de mí.
—¡Fuiste tú! ¡Tú los mataste! ¡Asesino!
Le escupí en la cara. Baeza se pasó la mano por la mejilla y me sonrió.
Durante unos segundos, se quedó mirando los restos del escupitajo en la
palma de su mano.
—Así que tenemos a otra de las rameras Ferrer. Quién lo iba a decir.
Porque eso era tu hermana, ¿lo sabías? ¡Una sucia ramera! ¡Es una pena que
no te hubiera conocido entonces! Habríamos hecho una buena pareja.
¿Sabes que no paraba de hablar de ti? Tu hermana, esa puta, hablaba todo el
día de ti.
Volví a escupirle, encolerizada. Él se relamió la flema que le fue a los
labios. Como si la situación le divirtiera, me sonrió, enseñándome sus
dientes ennegrecidos por el tabaco. Se inclinó un poco más hacia mí. Creía
que iba a besarme, cuando me asestó una bofetada, aplastándome la
mandíbula contra el suelo. La sangre se me concentró en la boca.
—Te haré lo mismo que le hice a ella. Esa cerda… ¿Acaso no os
enseñaron a no coquetear con los hombres? Zorra, eso es lo que era. Y
pretendía luego plantarme por ese pendejo. ¿Crees que iba a permitir que
me dijera que no? ¿Crees que iba a quedarme tan tranquilo y que me dejara
en ridículo? —Baeza escupió un trozo de tabaco que estaba mascando—.
¿Quieres saber lo que pasó? Te lo contaré todo, con pelos y señales. Para
que te pudras con ellos.
Riendo a carcajadas, me rasgó la piel de las muñecas. Forcejeé, intenté
morderle, arrancarle la piel del brazo, pero era demasiado fuerte.
—Iba a casarse conmigo, ¿lo sabías? No, claro que no. Por supuesto que
no lo sabías. No debíais tener ni idea de que existía… Seguro que esa
ramera guardaba bien sus secretos. Se pasaba el día tonteando con los tipos
que iban a verla, la muy furcia, con esa cara angelical, como si nunca
hubiera roto ni un plato. Consiguió engañarme durante meses, ¿me oyes?
La iba a ver, le hacía regalos, le prometí que le daría todo lo que quisiera.
Pero cada vez se hacía más evidente cómo era. ¡Una furcia! Le dije que
dejara de coquetear con ese herrero y los cabrones del pueblo, que solo
querían una cosa de ella. La avisé, por todos los diablos que la advertí.
Sin soltarme, Baeza me presionó la garganta con el brazo.
—Al final, lo único que hacía era cabrearme. Le prohibí que viera a
esos tipos. La muy zorra no me hizo caso. Ella se lo buscó. Con todo lo que
la había cuidado, dejó de contestar a mis cartas. Luego me enteré de que
había decidido casarse con ese mamón de herrero. Esa estúpida se creía que
podía dejarme en ridículo, después de todo lo que le regalé, de lo que la
protegí… ¡Era mía, mía! Y no iba a permitir que se burlara de mí. Lo
comprendes, ¿a que sí? Claro que lo entiendes. Tienes que entenderlo.
Dobló más el codo, hundiéndome el hueso en la piel y atenazándome la
tráquea.
—Tu padre, ese sí que lo sabía. Tu hermana se lo contó. La última vez
que intenté ir a verla, la muy puta me tendió una emboscada. Cuando
llegué, tu padre me esperaba en el porche. El muy cabronazo me prohibió
entrar. Se quedó allí, en la puerta, apuntándome a las tripas como una
sabandija y me obligó a marcharme. Eso no podía dejarlo pasar,
¿comprendes? Tenía que volver para coger lo que era mío y hacérselo
pagar. Isabel me pertenecía, y nadie, y menos aún un gallina como tu padre,
iba a impedírmelo. Si ella se negaba a venir conmigo, me los cargaría a
todos.
Unas protuberantes y alargadas gotas de sudor se le concentraban en las
patillas, deslizándose hasta la barbilla.
—Había vigilado tantas veces vuestra casa desde la distancia, que
conocía al detalle vuestras monótonas rutinas: cómo tu padre apagaba la
lámpara de queroseno para iros a dormir; cómo el perro se tumbaba en el
porche por las noches; las clases de tiro de tu padre y tu hermano cada tarde
a la misma hora; tus salidas hacia la escuela, los guisos de tu madre… Es
una lástima que no me fijara más en ti. Quizás me equivoqué de hermana.
Te ocultabas tanto en esas ropas de muchachote, y estabas siempre
encerrada en esa escuela con tus libros, que nunca pensé que merecieras la
más mínima atención. Ahora veo que no estaba en lo cierto. Aunque, a estas
alturas, ¿ya poco importa, no?
Su rostro enrojeció de placer, y sus palabras se ahogaron en un jadeo
excitante.
—Atacamos por la tarde. Los indios estaban en pie de guerra entonces,
y habían asaltado varios asentamientos cercanos. Si lo hacíamos bien, era
demasiado fácil que nos confundieran con ellos. Yo me aproximé por la
parte trasera, para que no me vieran desde la casa. Mis dos hombres se
acercaron por los laterales. Lo primero que hicimos fue matar a los
animales, para que no pudieran advertirles de nuestra presencia. Ese perro
bobo que teníais, y ese caballo… Les disparamos flechas comanches y los
rajamos por las tripas. Tu hermano e Isabel estaban sentados en el huerto de
atrás, tan tranquilos, sin imaginarse que había tres hombres preparándose
para aniquilarlos a todos. La muy puta le hacía cosquillas, y él reía como un
descosido. Ese estúpido crío ni siquiera me vio venir. A ella le atesté un
golpetazo en la cabeza que la dejó inconsciente, y a él le metí un trozo de
plomo en la cabeza. Se desplomó al instante, chorreando sangre. Creo que
se hizo pis encima, el muy asqueroso.
Baeza rio, con una frialdad despiadada, casi inhumana.
—Los otros dos se encargaron de tu madre y de tu padre. Cuando entré
en la casa, les habían disparado, pero aún seguían con vida. Se arrastraban
como sanguijuelas muertas de miedo, pidiendo clemencia. Me dieron tanta
vergüenza, que tuvimos que castigarlos. Permití que los otros se follaran a
tu madre; maniatamos a tu padre y dejé que lo viera todo. Ese cabrón no
paraba de llorar y de suplicar que parásemos. Luego, incendiamos la casa y
el granero, y nos marchamos entre el humo. El único error que cometimos
fue dejarte viva… Pero eso puede arreglarse fácilmente, ¿no crees? ¿Te
gustaría saber qué hice con tu hermana, a que sí? Me la follé y la estrangulé
hasta que reventó. La tiré en lo alto de un cañón para que se la comieran los
buitres.
Baeza hizo un inciso, saboreando la amenaza que se disponía a
enunciar:
—Te apretaré el cuello como hice con ella, hasta que a ti también se te
salgan los ojos de la cabeza.
Aunque estaba en shock, debía contraatacar, defenderme antes de que
acabara conmigo para siempre. Con todas las fuerzas que conseguí reunir,
levanté la rodilla y le golpeé en las partes bajas. Baeza gruñó, doblegándose
sobre sí mismo, y me precipité encima de él. En aquel breve instante de
debilidad, le clavé los dedos en los ojos. El comanchero aulló y cayó al
suelo de lado. Me incorporé y corrí lo más rápido que pude hacia la pradera
abierta.
Con la avanzadilla, gané algunas yardas de distancia, pero él no tardó en
levantarse. Era más veloz y resistente; podía oír sus pasos pisándome los
talones. Me obligué a ir más deprisa. «Un poco más, sigue, sigue, no puedes
detenerte aquí, María. Continúa. Te matará si te detienes. ¡Sigue!».
Noté un golpe de viento en el omóplato. Baeza alargaba el brazo hacia
mí e intentaba agarrarme por la espalda. Me di un último impulso, tratando
de aumentar la velocidad. «¡Sigue, un poco más!». Me estaba quedando sin
respiración. Con la carrera, sentí un calambre en la pierna izquierda y
estuve a punto de caer. Entonces escuché un chillido a mis espaldas;
continué corriendo hasta que reparé en que había dejado de oír sus pisadas.
Al girarme, vi que Baeza se había caído y yacía a unas yardas de
distancia. Estaba boca abajo, tumbado en el suelo, entre los arbustos. No
entendía por qué no se movía, hasta que por su brazo derecho asomó una
piel brillante y escamosa, que se perfiló en el cuerpo de una serpiente
moteada con manchas blancas, verdes y amarillas. Junto a ella, otra más
delgada sobresalía de un matorral e intentaba trepar por el cuerpo del
comanchero. Reconocí a la pareja de serpientes que habíamos visto junto al
fuego; siseaban y se deslizaban, en ondulaciones, sobre su cuerpo
moribundo.
El veneno le recorrería la sangre, le paralizaría el cerebro. Horrorizada,
contemplaba sin moverme cómo se enroscaban sobre él, cuando una de las
serpientes alzó la cabeza hacia mí.
Los pies se me habían quedado petrificados, atados a la tierra; los
brazos y las piernas dejaron de responderme. En mitad del desierto, estaba
sola, impedida, sola con ellas. Me aguardaba una muerte segura. Me
infundirían su veneno letal; se me infiltraría por los riñones, el hígado, hasta
que dejara de respirar.
Creí que se disponía a atacarme, cuando la serpiente volvió a bajar su
viscosa cabeza. Si no supiera que fue una alucinación, juraría que sus ojos
se volvieron de leche, como si selláramos un pacto. Como si ambas
regresáramos a esa tarde en que empezó todo, a ese origen compartido de la
vida y la muerte.
SEGUNDA PARTE

NUEVO MÉXICO,
INVIERNO DE 1873 - PRIMAVERA DE 1875
24

El invierno había llegado definitivamente a la frontera. En algunas zonas,


la nieve lo cubría todo, alcanzando más de un metro de altura. Apoyada en
el alféizar de la ventana, me deleitaba en la soledad de las calles desiertas al
amanecer. Soplaba un viento gélido. Desde mi dormitorio, la silueta de las
colinas se recortaba en la lejanía con las cimas nevadas, y los promontorios
despertaban bajo los primeros rayos de luz.
La habitación que Dolores me había ofrecido era la misma de la vez
anterior; estaba todo igual —los mismos muebles, antiguos y desgastados,
las paredes empapeladas y desvaídas—, exceptuando las cortinas. Había
cambiado las viejas por unas nuevas y floreadas que daban una mayor
luminosidad a la estancia.
Me centré en el paisaje que se explayaba al otro lado de la ventana.
Desde que había vuelto, andaba siempre buscándolos en las sombras que se
proyectaban en la tierra, en cualquier haz de luz o ruido que se escuchara en
las proximidades. A pesar de que ya hacía dos meses de mi regreso, me
sentía muy débil. Había pasado las tres primeras semanas en cama con
fiebre y sufría de constantes jaquecas.
Apenas conservaba recuerdos de cómo había llegado al saloon. Me
hallaba tumbada en mitad de la llanura y un hombre se aproximaba y me
tendía la mano. Hacía esfuerzos por erguirme, por acercarme a él. Cuando
intentaba cogerle la mano, todo se volvía negro y confuso, y no conseguía
esclarecer ninguna escena, ninguna conversación.
Lo único que sabía era lo que Dolores me contó. Según ella, me
encontraron en una zona de las Rocosas donde el terreno era más llano, por
el que cruzaban diferentes senderos. Después de andar millas y millas,
superé el límite de mis fuerzas y me desmayé cerca de una bifurcación de
caminos. Tuve la suerte de que un conductor de diligencias que pasaba por
ahí se apeara para auxiliarme. Al verme malherida, me recogió y me ofreció
un sitio en su coche. En algún momento en el que recobré la conciencia,
debí de pedirle que me condujera al saloon de Dolores y darle las señas,
aunque no me acordaba de nada de lo que había sucedido.
El cuerpo y la mente nos hablan con sus silencios, nos advierten con sus
olvidos. Mi mente se había quedado suspendida en la revelación de la
muerte de mi hermana y en la muerte de Baeza, en las serpientes
enroscándose en torno a su cuerpo.
La mirada de la pareja de cascabel, tan fría, penetrante y cómplice al
mismo tiempo, me había dejado vacía, sin ninguna imagen que valiera la
pena recordar, excepto esas retinas mutantes y lechosas que quedaban
veladas por la vida y la muerte, por un pacto que ambas habíamos sellado al
inicio y al final del todo. Mientras viviéramos en la frontera, esa promesa de
sangre nos mantendría unidas a la tierra, como el polvo rojo a las paredes de
los promontorios, como las rocas escarlatas a los cañones del Oeste.
Dolores entró en la habitación. A unos pasos de mí, sostenía una carta
entre las manos. Su voz, siempre audaz, sonaba triste y lúgubre:
—Ya no puedo ocultarlo más… Has estado tan débil que no me he
atrevido a dártela antes. Tenía miedo de cómo podía afectarte. Pero creo que
ha llegado el momento. Léela, María. Prefiero que sean ellos quienes te lo
cuenten… Anda, cógela.
—Léela tú, por favor —le supliqué. Si lo hacía yo, temía que fuera a
desmoronarme. A juzgar por su desasosiego, debía encerrar una mala
noticia.
Dolores se secó los párpados humedecidos y meneó suavemente la
cabeza.
—Está bien, cariño. Está bien.
De uno de los bolsillos de su batín, sacó el anteojo que usaba para leer.
Desdobló con delicadeza la carta, como si temiera que pudiera romperse.
Inspiró profundamente y la leyó en voz alta. Se le quebraba la voz con cada
sílaba que pronunciaba.
Querida Dolores:
No sé ni cómo empezar esta carta. Ya sabes que no me
gusta nada escribir, y todavía menos en estas circunstancias.
Intentaré escoger las palabras lo mejor que pueda, aunque ya
te aviso que esto se me da muy mal.
Te escribo porque Randy falleció ayer, cuando visitamos
el poblado comanche. Antes de nada, tal vez te tranquilice
saber que murió sin sufrir.
Sé cuánto lo querías. Como bien sabes, el viejo tenía
pocos amigos, pero a la gente que apreciaba, la respaldaba
contra viento y marea, como un comanche a su tribu. Y tú
eras su preferida. Siempre decía cosas buenas de ti. Eso
significa mucho viniendo de un cascarrabias como él. Hacía
años que no le veía hablar y defender a una mujer con tanto
ímpetu como hacía contigo. Aunque no hace falta que te lo
diga… Eso ya lo sabías de sobra.
Que Dios se apiade de él, si es que existe algún Dios…
Pobre diablo… Nunca se hubiera imaginado que moriría
así. La Caballería atacó el campamento, cogiéndonos
totalmente por sorpresa. Cuando intentamos ponernos a
cubierto, una bala le atravesó el pulmón izquierdo al viejo.
Randy fue un daño colateral: tuvo la mala suerte de hallarse
en el lugar equivocado, en el momento equivocado.
Lo recogí del suelo y lo zarandeé para que volviera en sí.
Estaba más blanco que un fantasma. Movió los labios, como
si quisiera decirme algo. Me incliné para oírle mejor y
entonces me lo confesó todo: que Manuel era en realidad una
chica; que había visto cómo Baeza se la llevaba; que
teníamos que encontrarla. Ese viejo sacó todas sus fuerzas de
flaqueza para hablar y que pudiéramos entenderlo. Luego,
dejó de respirar y su alma se unió con la de los espíritus
comanches.
Tras todos estos años, ha tenido que ser un soldado quien
haya acabado con él, y no los indios contra los que siempre
ha luchado. ¿Te lo puedes creer? A ratos, creo que es una
broma de mal gusto. Sé que se ha ido y, sin embargo, sigo
pensando que regresará; que cuando giremos por alguna
bifurcación, oiré su mandíbula castañetear mientras cabalga
y rumia como una vaca.
No puedo dejar de repetirme que debería haberle hecho
caso. Hacía meses que me insistía en abandonar esta locura,
esta estupidez de buscar cautivos, de exponernos a la muerte
a todas horas.
Las últimas semanas tenía muy mal aspecto, muy malo,
Dolores. Tú misma me lo dijiste. Jesse me avisó, pero estaba
demasiado obsesionado con seguir adelante. Las costillas y
los huesos de la espalda le crujían como mil demonios.
Debería haberlo visto. Es culpa mía, culpa mía por no haber
actuado antes. No dejo de repetirme lo cabrón que fui con él.
Lo enterramos cerca de un arroyo, en lo alto de las
Colinas Azules. Es una zona frondosa, flanqueada por
álamos. Por la mañana el sol calienta, y al anochecer sopla
una brisa refrescante; es un buen sitio para escuchar al agua
murmurar, así como el rugido de los animales que viven en
las montañas. A Randy le encantaba todo esto. Desde que era
un chaval le divertía escuchar los ruidos de los animales,
diferenciar el aullido de los coyotes de los alaridos de los
pumas. Estará bien ahí, sí, sé que estará bien.
A pesar de que no pudimos hacer gran cosa, tuvo un buen
funeral, con Jesse y conmigo, y una hoguera baja, como a él
le habría gustado. En cierto modo, creo que él lo habría
preferido así. No creo que hubiera soportado morir en una
cama de viejo. ¿Te lo imaginas pasando sus últimos días en
una mecedora junto al fuego? Ese viejo loco echaba pestes de
cualquier cosa a todas horas, pero disfrutaba como un niño
pequeño cuidando de todos nosotros, ahí en medio de la
puñetera nada.
No puedes ni imaginarte lo que voy a echar de menos a
ese hijo de puta. Puedo verlo como si estuviera aquí mismo.
Si pudiera leer esto, alzaría las cejas, abriría la boca entre
embobado e ilusionado con sus encías desdentadas, y dejaría
escapar una de sus risas exasperantes, seguida de un qué me
aspen de los suyos.
Supongo que el tiempo nos ayudará.
Con esta carta, verás que te envío un pequeño paquete,
que incluye la mandíbula del viejo. No sé qué narices hacer
con ella. El viejo no habría querido que la tirase. En fin,
guárdamela hasta que vuelva. Ya decidiré qué hago con esto.
Ahora no puedo pensar con claridad, y sé que contigo estará
a buen recaudo. Llevarla conmigo a todas horas, moviéndose
en mi bolsillo, es una maldición.
Mañana partimos rumbo al San Saba y no sé cuándo
podré volver a escribir. Hemos oído que han avistado a una
banda de comanches yendo hacia el sur, bordeando el río.
Quizás podamos averiguar algo de Manuel, o de como quiera
que se llame esa chica.
Dicen que en Mason County han aumentado los ataques.
No dejo de pensar en ese día en que le envié la nota a Baeza.
Ojalá los comanches le hayan abierto en canal.
Probablemente esta sea la carta más larga que he escrito
en mi vida. Así que me despido ya.
Jesse te manda un beso.
Cole McCallister

El frío traspasaba por las rendijas de la ventana de la habitación. Podía


imaginármelos cabalgando sin cesar; aguantando, picando las espuelas para
seguir siempre unas horas más, evitando pensar en ese vacío que los
acompañaba, en la sombra de Randy apareciendo como una visión en cada
rincón de la llanura. Para protegerse del invierno, buscarían refugio dentro
de las cuevas. Ahora que el viejo no estaba, tendrían que turnarse para
vigilar. Estarían tan nerviosos que vivirían en un estado constante de alerta:
sin dormir, sin descansar. Randy ya no podría encender sus hogueras bajas,
ni racionar las latas de alubias, ni animarlos con sus reproches y canciones
mal entonadas.
Nunca volvería a oír sus risas ni sus quejas a altas horas de la noche. Ni
lo vería frunciendo el entrecejo o rebuscando las conservas en sus alforjas
con esa risita irritante, tan característica suya. Un profundo dolor me laceró
por dentro, como si me perforara los tejidos de la piel.
Recé por Jesse, para que se olvidara de mí y regresara lo antes posible
junto con McCallister. No podía perderlos a los dos, no entonces. Cerré los
puños con fuerza y apreté los dientes, intentando contener el dolor que se
propagaba por mi cuerpo.
Todavía quedaban algunas estrellas en el cielo. Asomada a la ventana,
me deleité contemplando cómo resplandecían, tan vivas, en lo alto. Quizás
Jesse estaba haciendo lo mismo en alguna parte de la pradera. Quizás
ambos estábamos ensimismados en el mismo punto de luz sin saberlo. Solo
que eso era imposible. Jesse no estaría mirando el cielo, y tal vez, a esas
horas, ya estaría muerto.
Mi centro cedía, y cuanto más contemplaba esa cúpula cambiante que se
expandía sobre nuestras cabezas, más me estremecía ante la idea de
perderlos.
Era un milagro que siguiera con vida, me dijo Dolores, que estuviera
ahí, junto a ella, para contarlo. No cesaba de preguntarme si lo merecía. Un
sinfín de interrogantes me venían a la cabeza y me consumían por dentro.
¿Por qué seguía respirando si toda mi familia había muerto? ¿Por qué no
había sido yo la víctima de aquel fuego cruzado en el campamento
comanche en vez de Randy? ¿A santo de qué seguía viva? ¿Cuántas
pérdidas y muertes tendría que soportar? La culpa me perseguía a todas
horas; me carcomía el remordimiento de vivir, la pesadumbre de seguir
moviéndome cuando los que quería yacían a metros bajo tierra.
¿Era ese el coste de vivir en la frontera?
De vez en cuando soñaba con una mesa de juego. Estaba sentada en uno
de los extremos. No podía verme a mí misma, pero identificaba mis dedos
tamborileando sobre el tapete, rodeando las fichas blancas con puntitos
rojos de dominó. La partida era de un jugador. Estaba yo sola, contra todas
las fichas que me retaban, perfectamente dispuestas, en posición vertical.
Movía el dedo índice y empujaba la primera, la ficha de la cual dependía
toda la hilera que la seguía. Con un chasquido, las piezas caían, una tras
otra. Los cuerpos chocaban entre ellos y los puntitos rojos de las fichas se
volvían líquidos, dispersándose por el tapete con una mancha de sangre que
lo devoraba todo: mamá, papá, Daniel, Isabel, Randy…
En el segundo sueño recurrente, me hallaba apoyada en el alféizar de la
ventana, en la misma posición, cuando una punzada helada se me clavaba
en el pecho y me quedaba sin respiración. El aire no me llegaba a los
pulmones. Abría la boca todo lo que podía; algo me estrangulaba y
lentamente iba cayendo, doblándome sobre mi propio peso.
Tras leer la carta, me había quedado paralizada, con la mirada fija en la
calle principal. Dolores se aproximó y cerró su mano encima de mi hombro,
con un gesto cariñoso que trataba de hacerme volver en mí.
Se oyeron dos golpecitos tímidos en la puerta y ambas nos giramos,
sobresaltadas por aquella intrusión. Esta se abrió y una joven entró en la
estancia. Andaba con paso lento, como si los pies le pesaran como trozos de
plomo.
Reconocí a la chica que había visto la primera noche que pasé en el
saloon junto al piano, solo que estaba distinta a como yo la recordaba.
Cuánto tiempo parecía haber transcurrido desde entonces. Sus rasgos del
norte de Europa, antes rollizos y lozanos, se habían endurecido. Desprovista
de maquillaje, y con el cabello enredado y grasiento, se la veía mayor de lo
que era. Unas arrugas de pena y desazón se le hendían en la piel: las huellas
de un envejecimiento precoz. Caminaba con dificultad, avanzando de medio
lado. El cambio en ella era sobrecogedor.
—Os he traído algo de desayuno —anunció, con una respiración
fatigosa.
En los brazos llevaba una bandeja con comida recién hecha.
Me acordaba de la noche en que la vi, de la discusión de Rita y Dolores
acerca de si debía quedarse o no a trabajar en el saloon. Era demasiado
joven, demasiado cándida, había dicho Rita; a lo que Dolores había
replicado que la protegería, que intentaría que no cayera en malas manos.
«Debemos ayudarnos entre nosotras».
No obstante, al igual que había sucedido con Isabel, el Oeste había
ganado la partida.
—Déjalo encima de la cama —le indicó Dolores, sin apartar la vista de
mí.
La joven obedeció, depositó la bandeja sobre las sábanas y se marchó
arrastrando los pies. Me quedé suspendida en ella, en esa figura que había
envejecido diez años en cuestión de semanas. Tenía los ojos febriles y la
piel se le había vuelto de un blanco enfermizo.
—Comételo todo, cariño. Apenas podías caminar cuando llegaste. Te
has quedado en los huesos —dijo Dolores.
Para desayunar, la joven nos había preparado un delicioso plato que
consistía en dos huevos fritos, una loncha de beicon, pan tostado y un
montoncito de frijoles para darle más sabor; todo eso acompañado de una
taza de café.
—Tienes que comer, María.
Quise responderle, pero después de la carta y de la espantosa visión que
me había producido la muchacha, no conseguía articular palabra.
Dolores se guardó el papel en el bolsillo. Sin permitirse que le cayera
ninguna lágrima más, se secó las mejillas y cortó el huevo en varios trozos.
Pinchó una porción de pan, lo mojó en la yema y en los frijoles chafados, y
me lo acercó a la cara.
—Si no lo comes por las buenas te lo tragarás por las malas. —Su voz
había abandonado toda calidez.
El tenedor se me clavaba en los labios. Resignada, me lo llevé a la boca.
Mastiqué con desgana, y bebí un poco de café para ayudarme a tragar.
—Así está mejor. En breve te encontrarás bien. Tienes que reponerte,
pequeña, a ellos no les gustaría verte así. Pareces un esqueleto andante.
¿Qué más daba lo que les gustaría o no les gustaría? ¿Qué sentido tenía
preocuparse? Lo más probable era que nunca volviéramos a verlos. El
propio McCallister lo dejaba bien claro en su carta. En medio de aquel
invierno inclemente, si no los asesinaban los comanches, los mataría la
tierra. Tarde o temprano serían más fichas de dominó. Al igual que mi
familia, morirían. El Territorio se los tragaría y sus cuerpos se
desvanecerían entre el polvo, como los pioneros, granjeros, vaqueros e
indios sin nombre que habían fallecido sin dejar rastro. La única huella que
permanecería de su existencia estaría guardada en algún recodo de la
memoria de quienes los conocimos. Algún día, cuando nuestros corazones
se parasen, cuando la sangre dejara de fluir por nuestros cuerpos, su
recuerdo desaparecería para siempre.
Nada importaba ya. El mundo se balanceaba y las personas a quienes
había querido se esfumaban en el polvo de la frontera. Todo lo que tocaba
se convertía en cenizas. La muerte era la única salida, la única solución que
disolvía todas mis dudas. Las fuerzas me abandonaron y me derrumbé
encima de la cama. Dolores me rodeó con su abrazo.
Ambas lloramos, unidas por una misma carencia.
Permanecimos abrazadas, sin movernos, hasta que oímos un maullido
aproximándose por el pasillo, seguido de las pezuñas de McCain
adentrándose en la habitación. El gato se coló por la puerta entreabierta y
ronroneó, reclamando nuestra atención. Saltó encima de la cama; como si
hubiera captado mi tristeza, bajó su peluda cabecita hacia mí.
Dolores y yo, que seguíamos abrazadas, nos separamos y nos erguimos
en el lecho. El gato se acercó a su ama y se restregó contra ella.
Afuera empezaba a clarear. Las dos nos volvimos hacia la ventana. En
pleno invierno, el horizonte se desplegaba con sus colinas níveas.
—Tendremos que buscarte algo, María. Pueden tardar meses en
regresar. Debemos pensar en algo que puedas hacer —dijo Dolores,
convenciéndose a sí misma de que volverían.
Le pedí que no intentara persuadirme. Desde que me uní a los
buscadores, nada había salido como pensaba, y había perdido toda
esperanza. Isabel estaba muerta; nunca volvería a oír su voz ni a cabalgar
con ella en la pradera, ni podríamos crear nuevos recuerdos ni sueños
juntas. Randy también yacía sin vida en algún lugar de las montañas.
Todavía hoy me gusta pensar que quizás se convirtió en polvo y que siguió
vagando por el desierto, junto a nosotros. Cuando hay tormentas de arena y
los torbellinos lo inundan todo, me imagino que es él quejándose,
murmurando para que lo oigamos.
En el crepúsculo matutino, Dolores me miró suplicándome una
respuesta. Pero no existía una contestación posible, o al menos no podía
decirle lo que ella anhelaba oír: que volverían con nosotras, que en menos
de lo que creíamos las puertas batientes del saloon se balancearían,
revelándonos las sombras de Jesse y McCallister. No, no me sentía capaz de
mentirle. Nadie sabía lo que pasaría. Cada día que transcurría, los ataques
de los comanches que se rebelaban contra las reservas eran más feroces y
desesperados. Jesse y McCallister podían no volver, podían no regresar
jamás.
Ante la incertidumbre, la muerte era la respuesta más fácil.
En las cimas nevadas que se divisaban a través de la ventana, nacían
jirones de niebla de un blanco translúcido. Desde la distancia, parecía que
centellearan. La luz del amanecer acentuaba los contrastes de la nieve y la
tierra.
Ambas nos quedamos en silencio.
—Pueden tardar… o pueden no volver —repliqué.
Dolores juntó los labios, pero no dijo nada. Las dos permanecimos
inmóviles, pensando en la línea roja del horizonte que marcaba el fin de
nuestras certezas.
Estábamos ensimismadas en las luces del paisaje, en cómo mutaban las
tonalidades de la tierra, cuando un golpe sordo nos hizo volver a la realidad.
Procedía de fuera de la habitación. Sonó fuerte y seco, como un cuerpo
desplomándose.
Nos precipitamos hacia el pasillo. La joven que nos había servido el
desayuno yacía en el suelo. Espatarrada y con los brazos temblando, su
cuerpo se convulsionaba y se estremecía en espasmos. Debajo del vestido,
rodeándole la cintura, empezó a formarse una mancha sangrienta por los
tablones de madera. Su cara, que una vez había sido tan bella y juvenil,
estaba más blanca que la cera.
—Llevémosla a la habitación, María, ¡aprisa! ¡Rita, Bera, Sue, venid
inmediatamente! ¡Por Dios, que alguien venga a ayudarnos! —gritó
Dolores.
Nunca había visto un aborto. Había oído hablar de ellos, del horror que
suponía para las mujeres que lo padecían. Sin embargo, saber algo de oídas
es muy distinto que vivirlo: tocar la sangre, limpiar la vida que se escapa en
flujos gelatinosos, sentir la muerte manchándote las manos. Rita y Bera
salieron de las habitaciones contiguas y se apresuraron a auxiliarnos.
La celeridad con la que se movían me dejó completamente horrorizada.
Su actitud resolutiva, el dinamismo y la sincronización con la que
trasladaron el cuerpo a uno de los dormitorios demostraba que aquello no
era algo inusual, sino todo lo contrario. Era una tragedia común, algo a lo
que estaban acostumbradas.
Recostamos a la joven en el lecho. La tez de su rostro había empezado a
grisear. En cuestión de segundos, las sábanas se tornaron escarlatas. La
sangre bombeaba sin parar de su sexo.
La habían despedazado por dentro, cortado como se descuartiza a un
animal.
Sus labios tiritaban.
Hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos, pero no había nada que
pudiéramos hacer para salvarla, nada que detuviera aquella hemorragia que
le arrancaba la existencia, que le consumía la fuerza y la energía.
En mis pesadillas aún puedo ver cómo su cara se tensó en su último
suspiro, en ese ruido ronco que precede a la muerte, que nos otorga el
aliento final de la vida.
¿Cuántas veces habría pasado algo así en el saloon? ¿Cuántas mujeres
habrían muerto entre las paredes empapeladas de las habitaciones? Me
estremezco al recordar las puertas cerradas; los jadeos, los golpes, las chicas
saliendo y entrando de los dormitorios; los médicos de pacotilla que, a
cambio de unas monedas, las rajaban, como habían hecho con aquella pobre
chica; los secretos repletos de sangre que debían esconderse en sus camas.
Había estado tan abstraída en mis propias preocupaciones que no había sido
capaz de ver los verdaderos horrores que se escondían detrás de ese pasillo
recubierto de telas desvaídas.
La muerte me mostraba una de sus caras más crueles.
25

Las semanas siguientes, las heladas se propagaban por el norte y las


tormentas se cernían sobre el Territorio. El cielo amanecía gris y azul. Las
nubes volaban bajas, como si quisieran rozar los tejados de los edificios.
Por las noches, me desvelaba con la imagen de la joven bañada en sangre.
Tanteaba las sábanas con las manos, buscando algún rastro de muerte en la
cama. No me dormía de nuevo hasta que caía en la cuenta de que solo era
una pesadilla, y suspiraba, aliviada.
Después de lo que había presenciado, no podía permanecer mucho más
en el saloon. Debía encontrar una vía que me permitiera ganar dinero para
mudarme lejos de allí y levantar un hogar seguro que fuera mío.
Los días pasaban y seguíamos sin noticias de Jesse y McCallister. No
sabíamos qué había sido de ellos, qué ruta llevarían ni el tiempo que
estarían ausentes.
Nos llegaron distintos rumores que nos devolvieron la fe. Los habían
visto; Jesse y McCallister estaban vivos. Con todo, la alegría no duró
demasiado. Las murmuraciones eran contradictorias. Algunos los situaban
en el Río Grande, otros decían que se hallaban al este del Rojo, o que
habían cruzado recientemente el Pecos. Era imposible que pudieran recorrer
tantas millas en tan poco tiempo, y menos aún que se hallaran en dos
condados a la vez. Los chismes iban y venían por parte de vaqueros,
pistoleros, granjeros, Ranger, tenderos, jugadores que visitaban el saloon…
Dolores y yo nos aferrábamos a cualquier rumor como a un clavo ardiendo.
Cuando creíamos haber recibido una noticia verdadera, entonces llegaba
otro y nos ofrecía la versión contraria.
Las primeras noches solía encaramarme a la ventana; estaba atenta a
cualquier sonido, silbido o caminante que rompiera la paz de la calle
principal. Era una rutina peligrosa que podía acabar convirtiéndose en una
obsesión. La incertidumbre hacía que la espera se nos hiciera eterna y que
viviéramos agitadas durante todo el tiempo. Con los cinco sentidos puestos
en cualquier ruido o sombra que entrara por la puerta, apenas dormíamos.
Si continuábamos con la misma tónica, acabaríamos volviéndonos locas.
Decidimos establecer una serie de rutinas y ocuparnos las horas para no
pensar. Dolores se centró en organizar un nuevo espectáculo para sus
chicas, con canciones y números nuevos. Ella misma participaría en alguno
como cantante. Aquello implicaba más horas de ensayos de baile y canto, y
raramente tenía tiempo para nada más. Yo empecé a trabajar en la cocina y,
más adelante, gracias a los contactos de Dolores, me ofrecieron un puesto
en el nuevo periódico de la localidad.
La frontera estaba cambiando. La población femenina aumentaba y el
periódico, como muchos otros negocios, se vio obligado a modernizarse y
dar respuesta a las tribulaciones de sus nuevos habitantes.
El propietario del diario era un tipo de ideas progresistas, avanzadas
para la época. Quería una voz femenina que se dirigiera a las mujeres y a
las emigrantes recién llegadas, que hablara de temas sociales y culturales.
Además, le interesaba especialmente mi condición de emigrante: que
contara mi propia experiencia para conectar con las lectoras, para que las
mujeres quisieran leer nuestro periódico.
Le prometí a Dolores que, en cuanto hubiera reunido suficiente dinero,
me mudaría.
Animada por el espacio y la voz que me proporcionaba escribir en el
diario, así como las perspectivas de marcharme del saloon, me planteé
organizar un foro semanal en la redacción en el que distintas mujeres
pudieran discutir y hablar entre ellas acerca de la vida en el Oeste.
Anhelaba saber qué pensaban, qué les interesaba, conocer sus opiniones,
que fueran ellas las que alzaran la voz. Reunía sus experiencias, vivencias e
inquietudes, y escribía artículos, relatos… Incluso redacté algún que otro
cuento sobre mi anterior vida en Blanes, comparándola con la existencia y
las costumbres de otras mujeres que procedían de otros países, como Suecia
o Irlanda.
Llevábamos siglos leyendo lo que querían los hombres. Ahora, nos
tocaba a nosotras. Rodeada de mujeres, llenaba mis horas escuchándolas,
reflexionando acerca de lo que decían. Prestaba especial atención a sus
silencios: cuántas palabras podían ocultarse en una leve pausa o en una
media y apretada sonrisa de contrariedad. En ese espacio compartido, entre
nosotras las diferencias se entrelazaban y localizaban puntos en común;
anclas que nos permitían construir relatos para sobrevivir, para encontrar
nuevas formas de vida en las que mujeres, procedentes de sociedades y
culturas diferentes, pudiéramos vivir confortablemente o, al menos, hallar
algo parecido a las raíces.

El invierno transcurrió lento y pesado. La escarcha se arrimaba a las ramas


desnudas de los olmos que flanqueaban las calles, y una debía vigilar para
no resbalar con las capas de hielo. Con el frío, las heladas y el inexorable
avance de la Caballería y los Ranger, las tribus estaban más débiles; los
ataques a los asentamientos disminuyeron, y muchos indios buscaron
refugio en las reservas. Algunos aseguraban que los tiempos de los grandes
jefes indios estaban contados, y que, más pronto que tarde, las bandas
rebeldes se rendirían.
A través del correo que traía la diligencia, nos enteramos de las nuevas
de Quanah Parker. El guerrero de la banda de los quahadi seguía
resistiéndose. Se decía que vivía oculto en las montañas. Era curioso cómo
aquel nombre había pasado a formar parte de mí y de mi historia. A pesar
de que no lo conocía, leer acerca de él, oír historias sobre sus andanzas, me
llevaba de vuelta a Randy, Jesse y McCallister, como si nunca se hubieran
ido, como si estuvieran junto a mí, flotando en el aire que respirábamos.
Con Dolores intentábamos mantenernos ocupadas con el trabajo —la
organización de los espectáculos, los artículos en el diario—, pero cuando
oíamos la diligencia y los gritos del conductor anunciando la parada, ambas
salíamos escopeteadas, deseando que hubiera alguna carta entre el montón
de sobres del correo para nosotras. Nos precipitábamos hacia la calle, y
dormíamos soñando con el siguiente día, con la próxima vez que oyéramos
las ruedas de la diligencia. Pronto recibiríamos una nota, por breve y
escueta que fuera. No podrían vagar eternamente por el desierto; en algún
momento se verían obligados a parar. McCallister acabaría escribiéndole a
Dolores, al menos, para decirle que estaban vivos.
Pero el tiempo transcurría y las noticias sobre su paradero seguían sin
llegar. Era como si la tierra se los hubiera tragado, como si se hubieran
evaporado en el cambio de estación. Cada vez más desanimadas, dejamos
de emocionarnos con la llegada de la diligencia hasta que el hielo comenzó
a derretirse y asomaron los primeros atisbos de la primavera.
26

Un relámpago iluminó el cielo y una sucesión de truenos retumbaron por


el valle. Di un respingo, sobresaltada por los ruidos. Medio atontada, palpé
la cama con las manos. Busqué el vaso de agua que siempre guardaba
encima de mi mesita de noche y bebí un trago.
La última semana, el redactor jefe del periódico había estado enfermo
con fiebre y, en su ausencia, tuve que encargarme de la redacción del diario.
Estaba a punto de conseguir el dinero para independizarme y unas horas
más de trabajo me ayudarían a obtenerlo antes de tiempo. Llevaba tres días
durmiendo cuatro horas escasas. Sin darme cuenta, a media tarde me había
quedado dormida encima de la cama.
Del piso de abajo me llegaban las voces de los jugadores mezcladas con
las teclas del piano. Estas se iban haciendo más audibles; no tardé en
identificar la canción que estaban tocando. La voz de Bob, anunciando las
bebidas y deslizando los vasos por la barra, traspasó las paredes de la
primera planta. Como cada noche, el saloon rebosaba de gente. Dolores
estaba consiguiendo un gran éxito. Si la cosa seguía así, no descartaba
ampliarlo con una nueva ala para una sala de juegos. Había intentado
persuadirla de que modernizara el negocio, de que lo recondujera al juego y
al espectáculo y eliminara cualquier servicio de prostitución. Cuando se lo
decía, su sonrisa vibraba en una expresión que ondeaba entre la ilusión y el
terror absoluto a quedarse sin nada. Me ofrecí a ayudarla. No obstante, tras
insistir varias veces y ver que se quedaba callada ante mi propuesta, decidí
no atosigarla más.
Las voces iban in crescendo en el piso de abajo. Me levanté a tientas,
me puse las zapatillas y me acerqué a la ventana. El viento soplaba tan
fuerte y las bisagras eran tan viejas que la puerta del ventanal se había
abierto. Me dispuse a cerrarla, cuando una silueta negra se recortó en la
noche. El hombre entró en el hotel y oí su voz familiar perdiéndose entre el
crujido de las puertas batientes. Sin darme tiempo a pensar, me eché la bata
por encima y bajé corriendo las escaleras. Me detuve en el rellano que
conectaba ambos pisos.
En la barra, el joven aguardaba que le sirvieran un trago. Estaba de
espaldas, y el sombrero, calado a la derecha, le tapaba el rostro. Solo podía
verle un trozo de la barba desaliñada que le recubría la cara. Vestía una
chaqueta de piel, que llevaba empapada por la lluvia, y estaba muy sucio,
como si no hubiera visto una bañera en meses. Saludó a Bob con la mano y
dejó la chaqueta encima de la barra junto a su rifle. La voz alegre que yo
recordaba se había vuelto más débil, como un gruñido triste y apagado. Bob
se acercó a él y le sirvió un trago. El joven se echó el sombrero hacia atrás
con un gesto despreocupado que conocía muy bien. Jesse se puso de medio
lado para otear el local; unas ojeras profundas se le hendían en los
párpados. Balanceó el whisky con parsimonia y se lo bebió de golpe.
El local de Dolores estaba cargado de sudor, ruidos de monedas, tabaco
y perfumes afrutados. Los hombres se reclinaban en sus asientos y
evaluaban la baraja que tenían, atentos a las expresiones de sus
contrincantes. Las chicas se recostaban junto a ellos; sonreían o curvaban
los labios hacia abajo, según las reinas o los ases que tuvieran sus
acompañantes.
Una joven pelirroja cruzó la sala hacia Jesse. Lucía un vestido rojo y
caminaba con tacones de aguja. Se notaba que había bebido demasiado:
andaba tambaleándose y apoyándose en los hombros de cualquiera que se
topase en su camino. Era delgada, y su piel pálida contrastaba con su
corpiño carmesí.
Ella inclinó la cabeza y le agarró del brazo. Desde donde me
encontraba, no podía oírlos. Por sus gestos, me pareció que le instaba a que
la siguiera. La muchacha hizo señas a otra de las chicas para que despejara
una de las mesas. Ella le tiró de la manga de la camisa, pero Jesse se apartó.
Viendo que no iba a conseguir nada de él, la joven forzó una sonrisa, lanzó
un fastidioso suspiro y se marchó.
El barman sacó tres vasos cortos y los llenó de whisky. Le pasó uno a
Jesse y deslizó los otros dos por la barra. Recostado en el bar, Jesse tenía los
hombros encogidos y las rodillas dobladas, como si un gran peso recayera
sobre sus espaldas.
Entonces, Dolores entró en la sala. Se quedó de pie, impertérrita, sin
creerse lo que veía. Pegó un grito que resonó por toda la estancia. Bob dejó
de servir bebidas. El pianista dejó de tocar.
Jesse se volvió hacia ella e hizo un esfuerzo por sonreírle. Ahora podía
verlo bien, de frente, con su mirada verde y transparente aplacada por la
extenuación.
Todo mi cuerpo se agitaba.
Dolores cruzó la sala a grandes zancadas y lo estrechó entre sus brazos.
—¡Ay, Jesse, Jesse! ¡Por fin has vuelto!
Tomó su cara entre las manos y le besó eufóricamente en la mejilla.
Jesse rio, ruborizado, e hizo ademán de zafarse de ella.
—¡Está bien, está bien! Ya paro. —Rio ella, divertida—. ¿Está Cole por
aquí?
Asegurándome de que la columna de la escalera me ocultara, me asomé
un poco más a la barandilla para oírlos mejor. Aún no estaba preparada para
encontrarme con él. Era demasiado pronto. Todo había sido muy repentino.
—Vendrá mañana. Tenía que hacer algunos recados y hoy es tarde, ya.
No te preocupes, se pasará por aquí. —Le guiñó un ojo.
—Claro, tendréis que hacer mil cosas. De hecho —dijo Dolores,
dirigiéndose al barman y al resto de su clientela—, tendremos que sacaros a
todos de aquí. Bob, ayúdame a echarlos, anda. Porque mañana celebramos
una fiesta. ¿Lo habéis oído todos? ¡Mañana por la noche celebraremos que
Jesse y Cole han vuelto! ¡A la primera ronda invitará la casa!
Dolores estaba exultante.
—Prométeme que vendréis. A las siete en punto, aquí. ¡Tienes que
prometérmelo! —le ordenó, adoptando la actitud de una madre que no
puede permitir que su hijo falte a su gran celebración.
Todos se levantaron y alzaron las jarras. Algunos lanzaron sus
sombreros al aire. Jesse se rascó la barba, que debía picarle horrores por la
mugre que se le adhería al rostro.
—Claro, Dolores. Ahí estaremos. No nos lo perderíamos por nada del
mundo.
—Eres un embustero. ¡Y por eso te quiero tanto! —Ella le plantó un
beso fugaz en la cabeza, antes de que él pudiera librarse—. Además, ¡tengo
una sorpresa para ti! Así que más te vale venir. Y dile a ese tozudo amigo
tuyo que esté aquí a las siete en punto o que se prepare para vérselas
conmigo.
Jesse abrazó a Dolores y, tras despedirse de Bob, pasó junto a las
escaleras en dirección a la puerta.
Retrocedí dos pasos, ocultándome por completo detrás de la columna y
me empequeñecí aún más en mi propia sombra.
27

A las siete de la tarde del día siguiente, como había ordenado Dolores,
todos los hombres solteros de las cercanías —y algunos no tan solteros—
acudieron a la gran fiesta del saloon. Se respiraba un aire alegre y festivo.
Las mujeres lucían sus vestidos más llamativos de decenas de tonalidades y
telas diferentes. Moviendo los pies al son de la música, iban de aquí para
allá con sus respectivas parejas de baile. Nos habíamos pasado la jornada
entera colgando adornos en la barandilla y las paredes y organizando
diferentes números de baile.
Con la esperanza y la ilusión de recrear una celebración más elegante,
Dolores había fabricado una tarjeta de baile para cada una de nosotras. Las
llevábamos atadas a la muñeca, como una especie de brazalete, y debíamos
rellenarlas con los nombres de nuestras parejas. Era una costumbre muy
extendida en los bailes de la alta sociedad del este. Dolores quería una
celebración por todo lo alto. Durante unas horas, anhelaba olvidarse de las
sombras del saloon, de la oscuridad de esas paredes desvaídas, y vivir una
noche como haría una muchacha de buena familia, me confesó. No
escatimó en nada. Todo relucía como el oro.
Los músicos tocaban con una alegría desbordante. La mayoría de las
chicas ya se había arreglado, y estaban abajo, conversando con los hombres
que iban llegando.
Estaba tan excitada que me quedé unos minutos más en la habitación
para relajarme. Como no tuve tiempo de comprarme un vestido de fiesta de
mi talla, Dolores me prestó uno de los suyos, y lo apañé para poder llevarlo
aquella noche. Me miré en el espejo. El cristal me devolvía una cara
redondeada y lozana, y pensé cuánto había cambiado desde aquel día lejano
en casa de los Soley, cuando decidí cortarme el pelo y arrancarme cualquier
rastro de feminidad de mi cuerpo antes de unirme a los buscadores.
Llamaron a la puerta y esta se entreabrió. Dolores había escogido un
vestido nuevo de terciopelo verde, con ribetes negros en las mangas y en la
cintura.
—¡Pero mírate! ¿Qué haces aquí? Vamos, vamos, Jesse está abajo.
—¿Le has dicho…? —titubeé.
—¡No le he dicho nada! Será una sorpresa. —Me cogió del brazo con
insistencia—. Anda, ven conmigo, cariño.
—¿Estás segura de que…? ¿Y si no le…?
Dolores me acarició el flequillo y me obligó a enfrentarme a mi propio
reflejo. Con afecto, me dio un golpecito en los hombros para que
enderezara la espalda.
—Es normal tener miedo. Todos lo tenemos —me dijo—. Anda,
serénate. Bajaremos juntas.
Sonrió y, antes de descender, se acercó y me pellizcó las mejillas para
darme un poco más de color.
—Así. Estás preciosa, cariño.
En la planta baja, el maestro de baile alzaba las manos sin parar,
contagiado por el júbilo que reinaba en el ambiente. Dolores había dado
tantas voces, que todos los que corrían por los alrededores asistieron a la
fiesta, y el saloon era un hervidero de gente dispuesta a pasarlo en grande.
Jesse y Cole parloteaban con un grupo de hombres y dos mujeres en la
barra.
—¿Preparada?
En lo alto de las escaleras, asentí, vacilante. Dolores me apretó el brazo
y ambas descendimos. Estaba aterrada.
—¿Y si no le gusto? ¿Y si…?
—Eso no va a pasar, querida.
—¿Y si… Y si estás equivocada?
—Si no le gustas, entonces significa que es un completo idiota. Vamos,
bajemos de una vez. No podrías estar más guapa. Además, no se acaba el
mundo con Jesse. Créeme. —Me sonrió.
Bob, que no paraba de servir vasos a uno y a otro, se detuvo al vernos.
Dio un largo silbido, complacido, al tiempo que se enjuagaba el sudor de la
nuca. Le devolví una sonrisa sincera. Tres hombres más se giraron hacia
nosotras y lanzaron una exclamación.
Jesse y Cole estaban tan inmersos en su conversación, que no se
volvieron. Retorcí las manos encima de la falda, sin apartar la vista de
Jesse.
Dolores llevaba el cabello recogido y los labios pintados de un rojo
escarlata. Su vestido aterciopelado con adornos de seda le marcaba el busto
y resaltaba sus redondeces. En medio del caos que se respiraba y enrarecía
el aire, comprendí lo que ella significaba para aquellos vaqueros: un oasis
eterno y certero rodeado por cientos de espejismos.
A su lado me veía pequeña y desgarbada. No poseía esa seguridad, ni
tampoco esas formas oblicuas que bailaban más que andar. Estaba
demasiado flaca; el pelo aún no me había crecido lo suficiente, y se veía
corto y pobre en comparación con las melenas largas y los voluminosos
peinados del resto de chicas.
Dolores le hizo señas al barman para que la ayudara a acallar al resto de
la gente. Bob asintió con la cabeza y pegó un puñetazo encima de la barra
pidiendo silencio. Acto seguido, llamó la atención a Jesse y a McCallister,
indicándoles que se giraran. Los dos hombres intercambiaron una risa
cómplice, apuraron sus vasos y se dieron la vuelta en nuestra dirección.
Eufórica, Dolores sacó pecho y comenzó con su discurso de bienvenida:
—¡Gracias a todos los que habéis venido hoy! —Extendió los brazos a
los lados, radiante—. ¡Esta noche quiero veros a todos bailar!
Los cowboys chillaban y saltaban de una mesa a otra, buscando a la que
sería su pareja de baile. Las balas zumbaron y los disparos levantaron una
densa neblina de pólvora. Me agarré a la barandilla de la escalera y me
doblé para toser y coger aire. Cuando la polvareda empezó a disiparse,
alguien me llamó y noté un pellizco en el brazo.
Dolores estaba inmóvil en la escalera, un peldaño más arriba. Me miró
con curiosidad, señalándome a Jesse, que se cogía con fuerza al borde de la
barra. En él, creí advertir la sombra de la duda, la sombra de un hombre que
se enfrentaba a una visión espectral, o incluso a un fantasma renacido de los
muertos. Siguió analizándome con cautela desde la distancia. Supe que
precisaba de un momento para procesar lo que estaba viendo, lo que estaba
viendo en mí.
Había algo insólito y juvenil en su forma de observarme; como si
intentara asociarme a mí, a la mujer de carne y hueso, con la imagen que se
había fabricado, con el recuerdo del tipo que cabalgaba con él en la llanura.
Sin embargo, nuestros sueños raras veces se corresponden con lo real. Solo
cuando uno es viejo, y reúne suficientes vivencias y experiencias para
contarse a sí mismo, lo soñado y lo real pueden confundirse. Entonces aún
éramos muy jóvenes, y no veíamos nada más allá de la línea roja que
cruzaba el cielo en el horizonte. Jesse cerró las manos en dos puños, sin
dejar de contemplarme.
McCallister, que también tenía la atención puesta en mí, se quitó el
sombrero y se inclinó en una reverencia. Le devolví la sonrisa. A
continuación, se irguió y avanzó despacio, mirando fijamente a Dolores.
Los dos se encontraron en el primer peldaño de las escaleras; ella entrelazó
las manos con las suyas. Rodeándola con el brazo por la cintura, Cole la
atrajo hacia sí y la condujo a un rincón más apartado. Cuando se hubieron
alejado para abrazarse en la oscuridad, estrechándola contra él, la besó; tras
permanecer unos segundos pegados el uno al otro, la hizo girar como una
auténtica anfitriona por la sala.
La banda tocaba una canción sureña.
Jesse seguía recostado en la barra. Percibí una cierta suspicacia en él,
como dudando, vacilando sobre quién era yo en realidad. No parpadeó, ni
pestañeó; sus pupilas negras se agrandaban estáticas con las luces del
saloon.
El baile terminó y el director de nuestra pequeña orquesta taconeó tres
veces en el suelo.
—¡Hombres a la derecha y mujeres a la izquierda! —dijo, agitando las
manos y señalando a ambos lados—. ¡Las mujeres eligen! ¡Todos a vuestros
puestos, como un buen lote de ganado! ¡Ja, ja!
El siguiente baile era una de las danzas más populares: el de la elección
de las damas. Ahora ya no había petición ni carné de baile que valiera; las
mujeres elegíamos al hombre con quien queríamos danzar por la pista.
Como dictaban las reglas, los hombres se dispusieron en una hilera recta y,
en el lado opuesto, las mujeres. Jesse y yo seguíamos con la mirada fija el
uno en el otro, cuando un cowboy lo agarró por la camisa y lo obligó a
unirse al baile.
—¿Qué haces ahí parada? ¡Ven conmigo y escoge a quien más te guste!
—Rita me arrastró hasta la pista.
Los vaqueros, los jugadores de cartas, los granjeros y los pistoleros se
balanceaban frente a nosotras. Jesse estaba en una de las puntas de la hilera.
Anhelé que alzara la vista hacia mí, pero había dejado de prestarme
atención. Una de las jóvenes le llamó y le saludó con la mano. Él la sonrió;
luego sus ojos se posaron en mí. Pero tan rápido como se había girado, se
volvió hacia la otra chica.
En aquel instante en el que el tiempo moría, había pactos tácitos
columpiándose en el aire, silencios hablados que podían adivinarse en los
intercambios de miradas de los hombres y mujeres de la sala. Sentía que
podía comprenderlos, que podía adivinar todos sus deseos, los secretos que
viajaban mentalmente por la sala de baile; todos, excepto los míos.
Sonaron las primeras notas de una canción conocida, «She Wore a
Yellow Ribbon». La última vez que la había escuchado había sido en ese
mismo saloon, con la voz envejecida de Randy descendiendo por las
escaleras.
Estaba enfrascada en el recuerdo, cuando Bob apareció con una cesta
repleta de cintas amarillas.
—¡Coge una, María! —Me tendió una para que me la pusiera.
Cogí la cinta y me la anudé en el cuello, atándomela con un lazo al lado.
Bob debió advertir mi tristeza, pues tomó mi cara entre sus manos y me
sonrió, alentándome a unirme al baile.
—¡Último aviso a los rezagados y rezagadas! ¡Por última vez, tomad
vuestras posiciones! ¡Y las chicas poneos vuestra cinta! —anunció el que
dirigía a los músicos.
Algunos que estaban fuera, coqueteando en el porche, entraron
velozmente. Las mujeres nos hicimos un lazo en el cabello, la muñeca o en
los tirantes del vestido, y nos preparamos para elegir a nuestra pareja.
El maestro de baile volvió a tocar las mismas notas y levantó la mano
para dar la señal.
Jesse ahora observaba mi lazo amarillo; su rostro tenía esa expresión
desafiante que tantas veces le había visto en la pradera. Sentí que el vestido
me apretaba y que el terciopelo se me enganchaba a la piel. Durante una
fracción de segundo, ambos nos perdimos en un intercambio de miradas,
como si penetráramos en los pensamientos del otro. Era un momento
demasiado incierto para apresurarnos. Los dos nos dejamos llevar por aquel
silencio que nos unía y que nos separaba al mismo tiempo.
El maestro de baile dio otro taconazo al suelo y los músicos empezaron
a tocar.
—¡Ahora, queridas! ¡No seáis tímidas! ¡Ha llegado el turno de escoger!
Jesse me aguardaba al otro lado. Me acerqué lentamente a él, con la
cabeza alta. Mi vestido rozaba el suelo; el contacto de la tela almidonada
con los tablones hacía que crujiera con cada paso. Iba a tenderle la mano,
cuando otra muchacha de cabellos dorados se me adelantó. La joven se
interpuso entre nosotros y, sin esperar ninguna respuesta por parte de él, lo
empujó hasta el centro de la sala.
Toda la fuerza se me escapó entre los dedos. Me sentía muy pequeña e
insignificante. Los dos giraban sin parar alrededor de la pista. La joven
hundía la cara en su hombro. En uno de los giros, Jesse me miró de reojo,
pero acto seguido volvió a fijar su atención en la muchacha que se
estrechaba entre sus brazos.
Tres jóvenes se ofrecieron a bailar conmigo; los despaché sin más.
Desde el día que llegamos al campamento de Oso Negro, sabía que algo
había cambiado dentro de mí respecto a Jesse. Me había obligado a
negármelo a mí misma, pero aquella noche, en la tenue luz de la estancia,
esa necesidad de estar con él se volvió insoportable. Me acostaba pensando
en él, soñaba con nuestras conversaciones en torno a la hoguera; me
despertaba con los ecos de su voz, con el ruido de sus pisadas en la tierra,
con el sonido de sus dedos desmenuzando las briznas de hierba…
En la sala, las parejas giraban y giraban sin parar. El lazo se me había
desecho, y el sudor me resbalaba por la nuca. Jesse mantenía la vista fija en
el rostro iluminado de su pareja. Ambos sonreían, y en los giros dobles ella
aprovechaba para acercarse más a él.

Round her neck she wore a yellow ribbon.


She wore it in the springtime and in the month of May.
And if you asked her why the heck she wore it.
She wore it for her lover who was far, far away.
Far away, far away[25].

Rezaba la canción que estaban tocando. Las lágrimas me resbalaban por las
mejillas. Antes de que alguien pudiera percibir las emociones que me
embargaban, subí corriendo los escalones hacia mi habitación.
Cerré la puerta y me tumbé sobre la cama. Golpeé el lecho varias veces
con los puños, intentando sacar todo el dolor que me hervía por dentro.
Tenía el rostro hundido en la almohada, cuando la puerta chirrió y se
entreabrió. La cabeza peluda de McCain asomó por la hendidura, seguido
de una figura alta y morena. Rita cerró la puerta tras de sí. El gato dio un
salto y se subió a la cama.
—No se lo merece, cariño. —Rita se sentó en el borde del camastro, y
me acarició la espalda para calmarme—. Ningún tipo se merece que
lloremos así por él.
Arrullada por su voz, suave y pausada, me sentí como si volviera a ser
una niña pequeña y Ma’ estuviera ahí mismo, aconsejándome, diciéndome
las palabras mágicas que indicaban que todo saldría bien.
—Sé que hace mucho daño… Tendrás que ir acostumbrándote. Jesse no
es mal tipo en realidad; pero lo tuyo, ¡vaya si es complicado, chica! No me
gustaría estar en tu pellejo, para nada, créeme. —Aquí se detuvo, y su tono
se volvió más concienzudo y reflexivo—: No creo que se haya dado cuenta
de lo que está pasando, ni de quién eres en realidad. Si siempre ha creído
que eras un chico, no es fácil cambiar la visión así como así. Creo que debe
de estar muy confuso, ¡cualquiera estaría hecho un lío! No se lo tengas en
cuenta. Es demasiado para un hombre.
—¿Y no es demasiado para mí? Rita, ¿por qué no es demasiado para
mí? Dime, ¿por qué se ha empeñado entonces en buscarme? —pregunté
entre sollozos—. ¿Por qué? ¿Por qué si pretende tratarme así? ¿Para
humillarme?
Rita me pasó el brazo por la espalda y me apretó contra ella.
—Porque eso es lo que hacen, María. Son buscadores. Se dedican a eso,
a buscar cautivos. Y está claro que te cogió cariño, o quizás se sintió mal
cuando te secuestraron. Podríamos encontrar muchas razones. Tal vez se
sintió culpable al no haberse dado cuenta de quién eras, o por no haberte
ayudado más. Qué sé yo… Como te digo, hay muchos motivos que
impulsan a un buscador. No necesariamente tiene que ser el que tienes en la
cabeza. Aunque lo desees con toda tu alma. —Hundió sus dedos en mi
cabello, acariciándomelo—. Piensa que… Bueno, hay otra cosa a tener en
cuenta aquí.
No comprendía qué quería decir.
—Al fin y al cabo, siempre has sido un hombre para Jesse. No creo que
pueda verte de la misma manera que tú a él. Al menos, no ahora. Es
demasiado pronto.
Afuera los grillos cantaban una tonada triste.
—No des todas tus fuerzas por un hombre, no vale la pena. Has
conseguido muchas cosas en estos meses. —Señaló el periódico que había
encima de la mesa—. Con tu trabajo en el diario, y lo que estás haciendo
por las mujeres del pueblo… Eso es muy importante, ¿me oyes? Todo lo
que estás haciendo ha cambiado la vida de muchas de las que vivimos aquí.
Gracias a ti, tenemos un lugar y un espacio para ser escuchadas. No lo
fastidies, ¿me lo prometes?
Asentí, sin ser muy consciente de lo que hacía o dejaba de hacer. Le
pedí que me dejara sola un rato y le prometí que bajaría más tarde. Rita me
dio una palmadita en la espalda y se marchó, dejando la puerta entreabierta.
McCain se quedó conmigo algunos minutos más, tumbado en la cama
panza arriba.
Sin pareja de baile, la cinta amarilla me quedaba ridícula y me
molestaba con el sudor; me la desaté y la tiré al suelo. Del piso inferior me
llegaban las notas del estribillo de «The Girl I Left Behind Me». Los bailes
con esa pieza serían más lentos, las parejas se aproximarían más y
danzarían un vals romántico; se harían promesas y compartirían secretos.
La joven de la cara sonrosada se apoyaría en el hombro de Jesse, y él se
reiría y le seguiría el juego.
Lloré, hasta que escuché unos pasos acercándose, y distinguí las voces
de Dolores y McCallister adentrándose por el pasillo. Presioné el rostro más
sobre el cojín para que no pudieran oírme sollozar. Los pasos se
aproximaban a mi dormitorio. La puerta de la habitación chirrió y me hice
la dormida. McCain alzó perezosamente la cabeza y sacó la lengua en lo
que precedía a un bostezo. Los oí hablar a mis espaldas.
—Mañana mejor, Cole —dijo Dolores en un hilo de voz—. Ha pasado
unos días muy duros, no la despertemos. No creo que haya dormido una
noche seguida desde hace semanas. Debe de estar agotada, la pobre.
Un susurro de asentimiento. La puerta volvió a cerrarse. El ruido de sus
pisadas indicaba que se dirigían al piso superior, donde se hallaba el
dormitorio de Dolores. Enfilaron las escaleras y sus risas se amortiguaron
con la música.
Mi cuerpo se partía en dos; me estaba desgarrando por dentro y no
podía hacer nada para evitarlo. Las voces que procedían de la planta baja
eran más fuertes; hombres y mujeres se aunaban en gritos y cantaban en la
noche. Los versos de la canción se elevaban, traspasando las paredes y las
vigas del suelo.
Entre los cánticos, reconocí o quizás imaginé el timbre de la joven
rubia. Hundí más la cabeza en la almohada. ¿Qué me estaba pasando? ¿Por
qué no podía bajar y encararme con Jesse? Aquello no era propio de mí.
Había experimentado el miedo en muchas ocasiones y siempre encontraba
el modo de sobrellevarlo: cuando me uní a la partida de los buscadores,
cuando nos enfrentamos a los comanches, a Baeza, a la masacre de mi
familia… Sin embargo, cada vez que trataba de convencerme para
descender al piso de abajo, un sudor frío se apoderaba de mí y me quedaba
agarrotada.
Bera, la que mejor cantaba de todas las que vivíamos en el saloon, alzó
la voz. Los hombres gritaron más, y el pueblo quedó envuelto en ese placer
contagioso que solo me traía sufrimiento.
Permanecí estirada encima de la cama. Los recuerdos de la noche en el
campamento comanche se fundían con las letras de la melodía.
O ne’er shall I forget the night,
the stars were bright above me.
And gently lent their silv’ry light.
When first she vowed to love me.
But now I’m bound to Brighton camp,
kind heaven then pray guide me.
And send me safely back again,
to the girl I left behind me[26].

En ese instante, reparé en que la mayoría de canciones de la frontera


hablaban de los seres queridos que dejábamos atrás. Sus letras evocaban a
los muertos, al recuerdo de los que se habían marchado.
Cada palabra escondía una acusación, la culpa del abandono disfrazada
en forma de canción.
28

Al día siguiente, cuando me levanté debían ser las ocho de la mañana. La


fiesta había terminado tarde y la mayoría aún dormía. Las puertas de las
habitaciones estaban cerradas. Desde el pasillo se escuchaban los ronquidos
sordos de los hombres que se habían quedado a pasar la noche. Cansada de
estar en la cama, me vestí y bajé a la cocina. Una de las cosas que más me
gustaba de las fiestas era el desayuno del día después. Me encantaba
sentarme en la sala a primera hora de la mañana, cuando el pueblo
amanecía con sus luces y sus sombras y el silencio reinaba en el saloon.
El suelo estaba lleno de cartas, vasos rotos y plumas que se habían
desprendido de los vestidos. Sorteé cada uno de los cristales, vigilando para
no cortarme. Tras prepararme una taza de café y tostarme un trozo de pan
con beicon, tomé asiento en una de las mesas que quedaban cerca de las
ventanas. Escogí una pequeña, donde la luz incidía indirectamente.
La felicidad de la noche anterior se había evaporado, y en la amplia
estancia se respiraba un profundo vacío. Estiré las piernas y puse los pies
encima de otra silla. Abrigada únicamente con el camisón y una bata, la
brisa matinal me erizaba la piel. Era un frío agradable y reconfortante.
—Se te ve muy bien, ahí sentada. ¿Te importa si te acompaño?
Estaba tan anonadada que no había oído los pasos acercándose. Di un
bote en el asiento y me volví hacia la figura que me hablaba. McCallister
me sonreía, divertido. No esperaba ver a nadie a aquellas horas y
prácticamente iba vestida con ropa interior. Me anudé más el batín y me
cerré el cuello.
—No, no hace falta que te tapes. Así estás mejor —dijo riendo, y
aproximándose a la mesa.
Quité los pies de la silla para que pudiera tomar asiento. Me erguí recta
en el respaldo.
—Gracias —dijo él—. Veo que no te ha ido nada mal. Tienes buen
aspecto, María.
Aquella era la primera vez que hablábamos de igual a igual, conociendo
la verdadera identidad del otro. Pronunció mi nombre pausadamente,
acentuando cada una de las sílabas. En sus labios sonó extraño, como si
fuera extranjero; aun así, por cómo lo dijo, también tenía algo familiar,
hogareño incluso.
—¿Quieres un poco de café? —le pregunté, sin saber muy bien qué
decir.
—Claro, por favor.
Fui a la alacena de la cocina, cogí otra taza y regresé a la mesa. El café
todavía estaba caliente y serví dos tazones.
McCallister rodeó el suyo con las manos y se lo llevó a los labios,
tanteando la temperatura. Las aletas de la nariz se le abrían y cerraban con
el calor humeante del café. Frente a él, comprobé que tenía más arrugas
desde la última vez que lo había visto, como si el tiempo y los fantasmas
que acarreaba hubieran ajustado finalmente cuentas con él.
—Lo siento, siento mucho lo de Randy —admití.
En los párpados inferiores, la piel se le contrajo.
—Pudimos darle un buen funeral, allá en las montañas. Creo que a él le
hubiera gustado que lo enterraran así… Eso sí, de haber podido escoger,
seguro que habría preferido morir a manos de un comanche. No le hubiera
hecho mucha gracia saber que lo ha matado uno de los suyos. De lo que
estoy seguro, María, es de que no hubiera soportado morir en casa, como un
vejestorio. Y bueno, ya sabes cómo era Randy.
—Creo que, en el fondo, él ya sabía que le quedaba poco tiempo —le
dije, recordando lo mal que se encontraba los últimos días.
—Sí, probablemente tengas razón. —Me sonrió débilmente—. Ese viejo
sabía muchas cosas. Lo tuyo, para empezar. De nosotros tres fue el único en
darse cuenta. Tenía el olfato de un perro. Siento no haberlo visto antes,
María. —Su voz sonaba floja e insistía en repetir mi nombre con largas
pausas que lo precedían.
—Estuvo bien… Si me hubierais descubierto, no me habrías dejado
seguir con vosotros. Y todo mi plan se habría ido al traste.
McCallister se reclinó en la mesa.
—Si no nos hubieran atacado, te lo habría preguntado esa misma noche.
En la tienda de Oso Negro, ese maldito indio nos lo dijo. Te señaló y te
llamó mujer. Pensé que se estaba riendo de ti, que se estaba burlando por lo
flojeras y enclenque que eras. Estaba tan concentrado en salir de allí que…
—Su tono se ensombreció. En un ataque de ira, levantó el brazo derecho y
le pegó un puñetazo a la mesa que hizo que todo se tambaleara—. Dolores
me lo ha contado todo: lo que le pasó a tu familia, lo de Baeza… —Me
miró fijamente—. No te lo han puesto fácil, chica. Si te hubiera calado
antes, te habría sacado esa locura de la cabeza. Lo de buscar a tu hermana,
me refiero. Te habría ahorrado muchos sufrimientos. Ojalá Randy me
hubiera dicho algo antes, o Dolores… Ayer me confesó que lo supo desde la
primera noche que te vio, aquí, en el saloon. Pero no quiso decírmelo.
Pensó que, si te habías buscado tantos problemas, sería por una buena
razón, y no quiso fastidiarte. ¡Malditos sean los dos! Si me lo hubieran
dicho…
—Entonces no habría encontrado a Baeza. Seguiría buscando a mi
hermana, pensando que estaba viva… y eso me habría consumido. No, lo
prefiero así, de verdad. Es mejor así. Salvo lo de Randy. —Cada vez que
pronunciaba su nombre, se me quebraba la voz. Recordaba sus quejas, su
mirada aguda que siempre me vigilaba, sus ojos avispados—: Además,
¿cuándo se lo han puesto fácil a alguna mujer aquí, en estas tierras?
McCallister rio con amargura y chasqueó los dedos.
—En eso tienes mucha razón, chica.
Arriba empezaban a abrirse las puertas de las habitaciones y a oírse
algunos pasos por el suelo de madera.
—Me alegro de que hayamos podido hablar. —McCallister manoseaba
los bordes de su sombrero—. Ahora tengo que subir a despedirme de
Dolores. Nos iremos en un rato; Jesse y yo, supongo.
Se me humedecieron los ojos. McCallister se levantó y me posó la mano
en el hombro.
—Jesse estará bien. Todo esto ha sido muy fuerte para él, tienes que
entenderlo. Se sintió muy culpable cuando nos enteramos de quién eras en
realidad. No paraba de darle vueltas a todo: de preguntarse cómo lo había
podido pasar por alto, de recordar vuestras charlas… Hubo momentos en
que pensé que iba a perder la cabeza. Siempre se ha culpabilizado a sí
mismo por la muerte de su familia. Cuando los kiowas atacaron su casa, era
un crío, ¿comprendes? —McCallister se inclinó más sobre la mesa, y juntó
las manos en una actitud solemne—. Por mucho que intente convencerle de
que no habría podido hacer nada, no consigue perdonarse. Es más tozudo
que una mula en celo. Supongo que eso se le habrá pegado de mí. De
alguna forma, piensa que todas estas cosas son culpa suya: el asesinato de
sus padres, el fallecimiento de Randy, tu desaparición… El día del ataque
en el campamento, cuando te raptaron, fueron muchos los que murieron.
Entre ellos, encontramos el cadáver de una amiga suya, una india a quien
conocía de cuando eran niños. Fue ella quien le ayudó a sobrevivir en el
campamento cuando era un crío. Después de que lo raptaran los kiowas,
ella le dio algo parecido a una familia, hasta que me conoció a mí y me lo
llevé de allí. Tú la viste, ¿recuerdas?
La india se reflejaba en la laguna: su cuerpo emergiendo de las
profundidades y el cadáver flotando en el vaivén de la charca. Los imaginé
de niños: a Jesse, perdido entre pieles rojas, y a la india tendiéndole la
mano.
—¿Estaba… enamorado de ella?
McCallister me miró con ternura.
—Ella lo ayudó a integrarse en la tribu. Era la hija de un famoso
guerrero y lo protegió cuanto pudo. Eso marca mucho, María —dijo,
esmerándose en recalcar esto último—. Una infancia en una tribu como los
kiowas o los comanches deja huellas que no pueden borrarse. Se quedan
grabadas en la piel, como cicatrices, para toda la vida. Puedes llegar a ver y
a hacer cosas que soy incapaz de verbalizar. Cosas que un blanco no puede
entender. Ella hizo que todo fuera más soportable para Jesse.
En silencio, cogió la taza, bebió un último sorbo y frunció los labios en
una mueca de disgusto. El café debía haberse enfriado. McCallister
carraspeó, se pasó la manga por la boca y golpeó la mesa con el puño,
dando por concluida la conversación.
—Cuídate, ¿eh? Cuídate mucho. —Recuperada su apatía habitual, se
levantó y pasó junto a mí.
—Si no veo a Jesse, dile que…
Cole me miró atentamente, esperando que continuara. Se me había
debilitado la voz y no fui capaz de terminar la frase que había empezado.
—Eso haré —me dijo, y enfiló las escaleras que conducían al piso de
arriba.
Tras la marcha de McCallister intenté llenarme el día de cosas para no
pensar demasiado en Jesse. Aun así, de tanto en tanto, alzaba la cabeza y lo
buscaba allá donde fuera. Necesitaba verlo. Si no me despedía de él, quizás
nunca volviéramos a tener la oportunidad de hablar. La vida en el Oeste era
incierta; un día bien podías estar vivo y al siguiente podía atravesarte un
disparo o una flecha envenenada y caer muerto. Debía enfrentarme a él o
me pasaría la vida especulando qué habría pasado de haberlo hecho.
Le pregunté a Dolores acerca de su paradero. Si alguien conocía sus
planes, solo podía ser ella. Me confió que tenían previsto partir al atardecer.
Irían a visitar a una de las familias que les habían encargado la búsqueda de
su hija desaparecida. La joven era una de las cautivas que habíamos visto en
el campamento comanche y que falleció en el ataque. Les darían la noticia
en persona.
—Jesse quería darse un baño. Es posible que en media hora esté allí. —
Dolores me dedicó una sonrisa exagerada y me guiñó el ojo—. Yo misma
voy a preparárselo.
Me la quedé mirando sin comprender o, mejor dicho, sin querer
comprender lo que me estaba diciendo.
—No hay mejor lugar para pillar a un hombre desprevenido que en la
bañera —me aclaró, por si no lo había entendido, y me apretó la mano antes
de marcharse por la puerta.
Aguardé en mi dormitorio hasta que Dolores se asomó, y me indicó que ya
podía bajar. Me descalcé para que nadie pudiera oírme y bajé las escaleras
con sigilo hasta el cuarto de baño. Las paredes eran tan finas que podía
escuchar la voz de Jesse canturreando. Según me había contado Dolores, le
había preparado una bañera con agua caliente, así que mi visita le cogería
totalmente por sorpresa. Ella se había encargado de dejar la puerta del baño
entreabierta para que pudiera entrar sin que él se diera cuenta.
Desde fuera veía su espalda desnuda y bronceada. Se enjabonaba el
cabello, y tenía la cara y el cuerpo cubiertos de jabón. Los músculos se le
tensaban con los movimientos de sus brazos. Concentrado en lavarse,
tarareaba una canción sin la menor sospecha de que hubiera alguien
espiándole.
«Entra ahí, ahora, antes de que sea tarde». Una voz fuerte y segura, que
estaba creciendo dentro de mí, me empujaba: «Hazlo o habrás perdido tu
oportunidad». Di un paso al frente y me colé en el baño. Con el agua que
caía de la bañera al suelo, las vigas de madera se habían reblandecido, y al
acercarme crujieron con estrépito.
—¿Quién anda ahí? ¿Eres tú, Dolores?
El espejo que había delante de la bañera le devolvía mi reflejo. Estaba
justo detrás de él, de pie, muy quieta, sin moverme. El jabón le empañaba la
vista. Se frotó la cara y se echó un poco de agua para despejarse. Nuestras
miradas se encontraron en el cristal. Mantenía los labios apretados,
conformando una fina línea recta. Había cierta tirantez entre nosotros;
ambos nos quedamos inmóviles. Jesse se irguió un poco en la bañera,
enderezando la espalda.
—¿Qué crees que estás haciendo aquí? —preguntó, tajante.
—Necesitaba hablar contigo. Y antes de que digas nada, ya sé que este
no es el mejor momento ni el lugar más adecuado… Lo cierto es que no
sabía cómo dirigirme a ti.
No dijo nada inmediatamente; bajó la cabeza hacia el agua y se llevó las
rodillas al pecho, asegurándose de que el jabón lo cubría todo.
—Desde luego, las mujeres sois pésimas en cuanto a escoger los
momentos para hablar —dijo, chapoteando y desplazando el jabón de un
lado a otro para cerciorarse de que no se veían sus partes—. Sal, por favor.
No pienso hablar contigo en estas circunstancias.
—No me iré hasta que consiga que hables conmigo.
Había ansiedad y furia en su expresión.
—Ya veo lo que pretendes. Has venido expresamente para que no pueda
escaparme. Solo así podrías llegar a concebir la majadera idea de abordar a
alguien cuando se está bañando. Está bien, di lo que tengas que decir, pero
en cuanto salga de aquí no quiero saber nada más de ti. ¡A ver cómo os
hacemos entrar en la mollera que cuando un hombre no habla con vosotras
es porque no quiere hablar!
A pesar de la dureza de sus palabras, aquella situación era tan insólita
que me entraron ganas de reír. Viéndolo ahí desnudo, con el rostro
encendido, y luchando por taparse con el jabón, se me escapó una risotada.
Colérico, cogió un trapo que había al lado de la bañera y lo lanzó contra
la pared.
—¡¿Quieres hacer el favor de largarte de aquí?! ¡O dime lo que quieras
de una vez! Vamos, sé sincera por una vez en tu vida.
Nunca hubiera imaginado que nuestro encuentro se desarrollara con
tanta brusquedad, y su frialdad me hirió más de lo que me esperaba. Cuando
había fantaseado con aquel momento, ambos nos quedábamos mirándonos,
flotando en una especie de ensueño. Sin embargo, eso eran fantasías
propiciadas por las trampas de mi mente. Jesse no iba a ponérmelo fácil.
Ahora, desde la distancia que otorgan los años, no creo que él
comprendiera siquiera lo que sentía o lo que había empezado a sentir por
mí, y esa negación hacía que entablar una conversación fuera aún más
difícil. Era como tratar de juntar dos porciones de tierra de diferentes
alturas, separadas por metros y metros. Yo lo había conocido siempre desde
la misma perspectiva; había vivido, cabalgado, dormido con él, analizado
sus debilidades…
Para Jesse, en cambio, todo era distinto. El relato que se había
construido sobre mí no se correspondía con la realidad. Tenía que volver a
descomponerlo todo y a reconstruirlo desde el principio, juntar cada una de
las piezas mentales y emocionales que se arremolinaban en su mente. Supe
que eso llevaría su tiempo. Me acordé de la conversación con Rita, y
comprendí cuánta razón tenía. Hasta ese mismo instante, yo había sido un
hombre para él. Era imposible que sintiera lo mismo que yo. Si bien era
capaz de racionalizarlo, de explicármelo a mí misma, mis sentimientos me
traicionaban. Mi cabeza asentía a la razón, pero mi corazón se desbocaba al
estar cerca de él.
—¿Ahora no te atreves a hablar? —Jesse torció los labios y golpeó la
pared de la bañera—. Te he dicho que te largues.
Sus bramidos cortaban como la hoja de una cuchilla.
—No voy a permitir que me sigas hablando así, ¿me oyes? He venido
aquí porque es la única forma que he encontrado para que me escucharas.
Traté de acercarme a ti ayer, en el baile, y te hiciste el loco. No soy tan tonta
como crees… Me doy cuenta de las cosas. Y tú sabes cómo soy, ¡sé que lo
sabes!
Jesse me miraba con los ojos en blanco, llenos de aprensión.
—Sé que te sientes traicionado. Os mentí y ya no confías en mí. Y lo
siento, lo siento muchísimo… Era la única vía que tenía para hallar a mi
hermana y descubrir qué le había pasado a mi familia. Quería morirme,
¡morirme! ¿Lo oyes? —Me estaba conmoviendo más de lo que había
previsto y estaba al borde del llanto—. Ya no puedo echar marcha atrás. Y
créeme, si tuviera que volver a elegir, volvería a hacerlo. Te engañé sobre
quién era, sí, pero solo para que me dejarais unirme a vuestro grupo. Nunca
quise haceros daño. Y aunque me odies por ello, yo os estoy agradecida.
Desde que volví, no he parado de pensar en ti, en vosotros, en dónde
estaríais… He rezado día y noche por vuestro regreso, para que no os
sucediera nada. Te he echado mucho de menos, Jesse, mucho más de lo que
nunca pude llegar a imaginar. En esas semanas que compartí contigo creo
que nació algo diferente en mí, algo que no consigo explicarme. Sé que
ahora no quieres oír esto, incluso diría que me odias por ello… Pero tenía
que decírtelo antes de que te vayas, antes de que sea demasiado tarde.
Las palabras brotaron de lo más hondo de mi alma, y me quedé sin
fuerzas. No recordaba haber hablado tanto nunca, ni haberlo hecho con
tanto ardor. Me había abierto en canal: le había mostrado mis miedos, mis
debilidades más ocultas.
Jesse se movió en la bañera, y un poco de agua cayó al suelo. Tenía el
rostro en tensión. A través del espejo, sus rasgos se endurecieron,
tornándose más violentos.
—Si ya has dicho todo lo que tenías que decir, te agradecería que me
dejaras solo. El agua se ha enfriado y me están esperando.
No había nada más que decir. Jesse desvió la vista hacia las toallas que
colgaban de la pared. Lo miré por última vez en el cristal: esa actitud
impasible, esa dureza impenetrable.
El agua de la bañera murmullaba con los movimientos de su cuerpo. Me
di la vuelta y enfilé pesadamente los peldaños hacia la calle principal.
29

Se marcharon a primera hora del atardecer, cuando las nubes estaban bajas
y los jirones de niebla se deslizaban por la tierra roja. No había peor
presagio que unas nubes densas y opacas como las que descendían del cielo.
En algún momento se desataría una tempestad, y la llanura quedaría
sepultada bajo una cortina de rayos y agua.
Descorrí la cortina, sin dejarme ver demasiado; no quería que me
avistaran desde la calle. Delante del saloon, Jesse ensillaba su caballo y
McCallister se despedía de Dolores. Todavía iba vestida con el batín, el pelo
alborotado le caía sobre los hombros como una melena enmarañada. Él
enroscó los dedos de sus manos en su cabello; atrayéndola hacia sí, la besó:
fue un beso impetuoso y desesperado, el beso de alguien que comenzaba a
alejarse.
McCallister separó los labios y, soltando los brazos a los lados, se
apartó lentamente de ella. Dolores se llevó las manos a los labios en forma
de rezo y retrocedió hacia el porche.
La noche anterior me había confesado que albergaba la esperanza de
que Cole se quedara con ella, de que, de una vez por todas, abandonara esa
insensatez de las búsquedas de cautivos y decidiera instalarse en el pueblo.
Todo lo que había soñado, los deseos que me había enunciado en voz alta,
se deshacía.
En mitad de la calle principal, rodeados por remolinos de arena
polvorienta, solo quedaban esos dos hombres desarraigados de la
civilización. Montados en sus respectivos caballos, se internaron en el final
del día que declinaba en el horizonte. Desde la ventana, sus siluetas, tan
corpulentas y cansadas, se convertían en las sombras de dos centauros
fundiéndose con la tierra roja.
Después de su marcha y de todas las ilusiones que habían caído en saco
roto, Dolores no volvió a hablar de ellos. Muy al principio, le pregunté
cómo se encontraba y qué le había dicho McCallister antes de irse; tenía
curiosidad por saber qué pensaban hacer ahora. Sabía que irían a visitar a la
familia de la cautiva que había fallecido en el campamento de Oso Negro,
¿pero qué pasaría luego? ¿Seguirían buscando cautivos o lo dejarían?
Cuando le pregunté sobre ellos, Dolores me prohibió que volviera a
pronunciar sus nombres. Los ojos se le habían hundido de tanto llorar, y se
había despellejado las cutículas de las uñas. Tendrían que pasar meses hasta
que me atreviera a mencionarlos de nuevo.
En su ausencia, Dolores continuó dirigiendo el saloon, esforzándose por
demostrar la misma energía y brío habituales en ella. Sin embargo, había un
pesar en su forma de hablar y una lentitud en sus andares que delataban
cuánto estaba sufriendo por dentro.
El Oeste se transformó: la vida salvaje, de guerras y masacres, estrechó
lazos con la ley. Los Ranger y la Caballería finalmente ganaron la batalla, y
las tribus, débiles y sin recursos, aceptaron las condiciones del gobierno y
se marcharon a vivir a las reservas. Quanah Parker se rindió pacíficamente
y condujo a los quahadi a la reserva de Fort Sill, en Oklahoma. Su
claudicación salió en todos los periódicos del país y se ganó el apodo de «El
último jefe comanche».
Las cosas estaban cambiando tanto que incluso, después de la rendición,
Parker fue uno de los guerreros que más esfuerzos hizo para adaptarse a la
nueva vida civil, animando al resto de los comanches a abogar por la
cristianización. El gobierno federal lo nombró «Jefe de toda la Nación
Comanche». Siempre me ha parecido curioso que los comanches nunca
llegaran a nombrarlo su jefe —a pesar de que se comportara como tal y de
que los liderara en algunas de las contiendas más célebres—, y que
fuéramos precisamente nosotros quienes le otorgáramos ese
reconocimiento.
Con el tiempo, Parker acabó convirtiéndose en uno de los principales
emisarios entre las tribus indígenas del sureste y el gobierno de los Estados
Unidos. Nunca lo había visto en persona, pero sentía que lo conocía desde
hacía años. Randy me había hablado tantas veces de él, de la historia de su
madre, Cynthia Ann, y del pasado que compartían con McCallister que, de
algún modo, era uno de los nuestros.
En el otoño de 1873 una fuerte crisis económica había sembrado el
pánico en el país después de que la entidad bancaria Jay Cooke &
Company, una de las más poderosas de Estados Unidos, se declarara en
bancarrota. La construcción de nuevas líneas ferroviarias, el negocio y la
expansión del algodón, así como el valor de la moneda se vieron altamente
afectadas por la deflación. La crisis se extendería a nivel global,
convirtiéndose en una de las grandes depresiones financieras del siglo.
A pesar de que Cruces Negras no fue uno de los lugares más
perjudicados por la crisis, el saloon pasó una de sus peores épocas. Dolores
decidió hacerme caso y, gradualmente, fue rebajando el negocio de la
prostitución, aunque tardaría años en erradicarlo del todo. Había una fuerza
extraña que la ataba a aquel local, que la hacía responsabilizarse de las
chicas que trabajaban para ella. Cerrar el saloon significaba abandonarlas a
la intemperie, dejarlas en la calle. ¿Y qué les esperaba entonces?, me dijo
una vez, con los ojos suplicantes de una respuesta.
Desde que Jesse y McCallister se fueron, la vida en el saloon se me
hacía insoportable. Los gemidos de las mujeres, los lloros, las sábanas
manchadas de sangre, los niños sin padres que escuchaban tras las
puertas… Cada noche antes de acostarme y cada mañana antes de
levantarme para ir a trabajar al periódico, me encontraba descorriendo la
cortina para vislumbrar el sendero principal. Siempre había alguien
cruzándolo o picando espuelas, mas el rastro que yo anhelaba encontrar
había desaparecido.
Cuando hube ahorrado lo suficiente, decidí pasar página y me trasladé a
una pequeña casa en las afueras de la ciudad. Era una choza de adobe y
madera, confortable y práctica. Adquirí un caballo para moverme con
libertad y, en la parte trasera, planté un huerto y construí un granero
sencillo. Al igual que habían hecho los Soley, intenté decorarla con algunos
detalles y tonalidades que me devolvieran a mi antigua vida en Blanes, a los
recuerdos de la familia que había perdido. Pinté los marcos de las ventanas
de un azul oscuro, como el color del océano, y en las paredes colgué
algunas ilustraciones del pueblo que recordaba. Dibujé la fuente central
donde jugábamos con Isabel a salpicarnos, las callejuelas que se abrían,
mostrando el mar a lo lejos, así como la punta de Santa Anna, donde
solíamos jugar al escondite. Eran más bien garabatos, pero pintarlos era una
forma de mantenerme conectada con la España de mi infancia, de conservar
la memoria.
Cuantos más meses transcurrían, más difícil era evocar sus sonrisas, sus
voces y las expresiones de sus rostros. Los recuerdos eran más bien
sensaciones, casi parecían irreales. Recreaba la tierna voz de Isabel,
cantándome canciones marinas a altas horas de la noche; la alegría inocente
de Daniel, jugando con los revólveres; la paz que se respiraba en mi antiguo
hogar, el dulce perfume de mamá; las risas con mi padre mientras
contemplábamos cómo el mar de la Costa Brava cambiaba de azul o
recogíamos conchas de distintos tamaños y colores para guardarlas en
jarrones o usarlas para decorar la casa; o el ruido del agua al chapotear,
cuando mi padre me perseguía por la orilla y las olas bañaban la playa de
Blanes. Reconstrucciones de instantes concretos que ejemplificaban años
enteros de felicidad. El dolor seguía atravesándome de vez en cuando —
nunca llegaría a desvanecerse del todo—, pero como sucede con todo en la
vida, iría menguando con el paso del tiempo.
Con la llegada de nuevas oleadas de emigrantes, mi trabajo en el
periódico se duplicó y el foro de mujeres que había creado aumentó tanto
que me vi obligada a buscar un nuevo espacio para organizar nuestras
reuniones. El propietario del periódico contrató a otro redactor. Los tres
escribíamos sin descanso, desde primera hora de la mañana hasta bien
entrada la noche.
A pesar de mi mudanza, continué manteniendo una buena relación con
Dolores. Nos veíamos una vez a la semana para tomar un café o para ir a
cabalgar juntas por la pradera.
Reintegrada en la vida civil, yo también había cambiado. El pelo me
volvió a crecer; lo llevaba recogido en un moño alto, como la mayoría de
las mujeres que habitaban en el pueblo. Empecé a maquillarme, y mi
cuerpo, desgarbado y enjuto, pasó a convertirse en el cuerpo de una mujer.
Mis rasgos se tornaron más femeninos. Cada vez me parecía menos a ese
muchacho flaco e ingenuo que se había unido a los buscadores.
Con el transcurso de las estaciones, y sin noticias de Jesse ni de
McCallister, fui acostumbrándome a mi nueva vida y me obligué a no
pensar demasiado en ellos. No obstante, por muchos esfuerzos que hiciera y
aunque entonces me negara a admitirlo, no pasaba un día sin que me
acordara de Jesse. No sabía cómo me había afectado tanto, ni en qué
momento me había enamorado, pero continuaba en mis pensamientos; cada
nube de polvo, cada diligencia que se adentraba en el pueblo me devolvían
a él.
30

Tendría que pasar más de un año hasta que volviéramos a vernos.


Era una mañana grisácea y húmeda. Había caído una tormenta y no
había dejado de llover en toda la noche. A primera hora, el sol que asomaba
por el horizonte iluminaba las nubes y creaba una mezcla de luces muy
tenue, pasando de un púrpura blanquecino a un naranja desvaído. La línea
roja que marcaba el fin de nuestras certezas tintineaba a lo lejos.
Aquella noche me asediaron las pesadillas; soñé con el ataque al
poblado, las serpientes enroscándose sobre Baeza, y con Jesse, Randy y
McCallister desvaneciéndose entre el polvo de las balas zumbando. Me
desperté con la piel pegajosa. Hacía tiempo que no soñaba con ellos de una
forma tan vívida, como si pudiera oírlos, como si estuvieran a mi lado en
ese preciso momento, sentados en la cama, hablándome, cogiéndome de la
mano. Intenté dormirme y reconducir mis pensamientos hacia otros asuntos,
pero no me los quitaba de la cabeza. La sonrisa del viejo, sus quejas sobre
la dentadura, cómo me seguía, vigilante, cuidando de mí; la atención con la
que Jesse me había hablado aquella noche junto a la hoguera en la que
ambos nos confesamos; la palmada en el hombro de McCallister aquella
mañana en el saloon antes de que se marchara para siempre. Los recuerdos
me perseguían y me mantenían en un estado de duermevela que, con el
transcurso de las horas, acababa volviéndose terriblemente angustiante.
El reloj marcaba las seis de la mañana. Un pájaro gorjeaba cerca de la
casa. Me levanté y me preparé unas tostadas para desayunar. Sentada en la
mesa de la cocina, junto a la ventana, me deleité en la imagen del cielo
abriéndose, diáfano y translúcido. Pensé en todo lo que había dejado atrás
desde que me marché de Blanes, hacía ya tantos años. La playa, el mar
embravecido y la imagen de mi padre haciéndome cosquillas y hundiendo
los pies en la arena eran tan lejanas que habían adquirido un aura irreal, más
propia de una ilusión o de un último deseo que de un recuerdo. Conservaba
destellos, escenas fugaces de lo que había vivido. Mi vida en la Costa Brava
se disgregaba en los rincones de mi memoria. El aroma de la sal, el tacto del
mar deshaciéndose en mis manos, las voces de mis padres y de mis
hermanos cada vez eran más líquidas.
Por las rendijas de la ventana la brisa se colaba sutilmente y me daba
pequeños soplos en la cara. Desde la cocina, podía ver los cactus que había
plantado en los últimos meses. La primavera estaba cerca y no tardarían en
florecer. Anhelaba que llegara ese instante en que las flores se abrieran, con
sus amarillos fuertes y esplendorosos, entre la piel curtida y espinosa del
cactus. Siempre he tenido una predilección por esta especie en concreto. El
contraste de las flores con los pinchos, duros y afilados como aguijones, es
de una belleza extraordinaria y salvaje, como un símbolo de lo que es en
realidad la frontera.
Los ratos que pasaba en mi jardín sentía un remanso de paz como nunca
antes había experimentado. La vida se pausaba y encontraba un cierto
equilibrio. Siempre que hundía las manos en la tierra pensaba en mi madre
y en las plantas que solía cultivar; o en los Soley, y me acordaba del
pequeño huerto que Emilia se esmeraba en cuidar y del que se sentía tan
orgullosa. Parecía que hubieran transcurrido décadas desde la última vez
que los había visto sentados en la mesa del comedor, tratando de darme
conversación. Lo último que sabía de ellos era que estaban bien de salud y
que seguían viviendo en el pueblo. Hacía unos meses, poco después de
instalarme en mi nueva casa en Cruces Negras, les escribí una carta
agradeciéndoles su ayuda y contándoles todo lo que había acontecido, así
como el motivo de mi marcha. En el sobre, les adjunté unos billetes a modo
de pago por las cosas que había cogido prestadas. Su cálida respuesta llegó
al cabo de unas semanas. Emilia insistía en que fuera a verlos algún día.
Los rayos del sol jugueteaban, como un niño soñoliento, por la piel de
los cactus. Me quedé admirando cómo sobresalía una de sus puntas
estrelladas, cuando una sombra cruzó por delante. Me erguí en la silla para
ver de qué se trataba. Un rostro se encaramó a la ventana. La cara se pegó
tanto al cristal que me asustó y retrocedí de un salto. La visitante se
descubrió la cabeza, que llevaba tapada con una larga capa. Suspiré,
aliviada, al ver que era Dolores. Insistente, picó en el cristal, se dirigió a la
puerta de entrada y la abrió bruscamente. Antes de que pudiera devolverle
el saludo, empezó a hablar a toda prisa.
—No hay tiempo que perder, niña. Coge lo necesario y nos vamos.
Hablaba entrecortadamente y decía cosas sin sentido. ¿Qué pretendía?
¿Adónde íbamos a irnos? Sin dignarse a darme ninguna explicación, se
precipitó hacia mi habitación; volvió con una capa y un sombrero para que
me los pusiera.
—¿Qué haces ahí parada aún? Venga, ponte esto, te hará falta. Tengo el
carro afuera, Bob también se viene con nosotras. Según lo que nos
encontremos allí arriba, lo necesitaremos. —Dolores no paraba de moverse
—. ¿Dónde tienes las armas? Coge una carabina y munición. ¡Aprisa! —Me
zarandeó por los brazos.
Debía haber pasado algo grave para que Dolores estuviera tan alterada.
Balbuceaba e iba de un lado a otro, recogiendo cosas sin ton ni son. Aquel
ajetreo solo podía estar relacionado con Jesse y McCallister. Me abalancé
sobre ella y la agarré por la manga del vestido.
—¿Qué ha pasado, Dolores? ¿Dónde están?
Dolores me acarició la barbilla; las manos le temblaban.
—No hay tiempo que perder, María. Hace dos horas me han traído una
carta de Jesse al saloon. Cole está muy enfermo. Ha cogido algo y no se
recupera —me dijo, en un hilo de voz—. Tenemos que ir cuanto antes.
Necesita nuestra ayuda.
Tomé sus manos entre las mías y las apreté con ternura.
Bob nos aguardaba afuera, montado en el carromato, con todo listo para
marcharnos. La casa donde vivían Jesse y McCallister estaba relativamente
cerca, a un día y medio de distancia si conducíamos a una velocidad rápida
y constante, me contó.
Sin más dilación, cogí algunas provisiones, me armé con una Colt y un
saco con ropa, y pusimos rumbo hacia el norte.
No nos apeamos en ningún lugar para hacer noche, ni para descansar.
Seguimos avanzando, aguantando como podíamos y turnándonos para
dormir. Cuando nos atenazaba el hambre, nos comíamos algunas de las
alubias en conserva que había cogido de casa. Las alubias siempre me
recordaban a Randy: al ruido que hacían sus callosos dedos al abrir las latas
y a esa risita que profería a todas horas.
Desde que nos marchamos, no dejaba de removerme en el asiento,
impulsada por un torbellino de emociones que me hacía estar activa y
despierta. Dolores se mordía las uñas y se despellejaba las cutículas, con
esa manía suya de flagelarse la piel cuando se angustiaba. Antes de que se
hiciera daño de verdad, le cogí las manos y las entrelacé con las mías. En
silencio, rezamos para que consiguiéramos llegar a tiempo. Hacía más de
dieciocho meses desde la última vez que los había visto. El corazón me latía
tan rápido que parecía que fuera a salírseme del pecho.
En la carta, Jesse había dibujado un mapa con las inmediaciones de la
casa para que Dolores pudiera encontrarla fácilmente cuando llegase. Como
era de esperar, estaba más aislada que el resto de casas de los
asentamientos. Tuvimos que cruzar una larga hilera de chozas de adobe,
tomar una bifurcación y continuar por un camino angosto y embarrado
hasta que divisamos la valla que anunciaba la propiedad de Cole
McCallister. Un cartel de madera, con las siglas inconfundibles de su
apellido, colgaba de dos altos postes.
Estaba anocheciendo. Bob azuzó a los caballos con fuerza para que no
se detuvieran y cruzamos la entrada. Encerradas en una gran zanca, decenas
y decenas de reses se amontonaban unas junto a las otras. Al oírnos, algunas
resollaron y empezaron a apiñarse entre ellas.
Una luz oscilaba enfrente de la casa. Alguien sujetaba una lámpara de
queroseno y agitaba la mano en el aire para que nos acercáramos.
—Id vosotras. Dejo el carro en la parte de atrás y voy enseguida.
Apresuraos —nos dijo Bob.
Dolores y yo saltamos al suelo y corrimos hacia la silueta que nos hacía
señas.
Subimos los peldaños del porche de la vivienda. La luz que se mecía en
el aire nos reveló las facciones y el cuerpo de Jesse. Iba mal afeitado y unas
profundas ojeras le llegaban casi hasta las mejillas. La mugre que le
apelmazaba el pelo revelaba que no debía de haberse bañado en semanas.
Al verme, sus cejas se alzaron. Por su expresión de asombro, comprendí
que no me esperaba. Le había escrito a Dolores, pero en ningún caso
aguardaba que ella se presentara conmigo. Me quedé muy quieta, frente a
él, preguntándome cuál sería su reacción. Temía que se repitiera lo de la
última vez y que se pusiera violento conmigo.
En vez de eso, se quedó de pie, mirándome con los ojos tristes y
cansados. Juraría que sus labios me sonrieron débilmente, como si no
tuviera fuerzas.
Dolores se adelantó y le besó en la frente.
—¡Gracias a Dios que habéis venido! —dijo Jesse, centrándose en ella
—. Cole está dentro. Te está esperando.
Ella le acarició la nariz y, sin decir ni una palabra más, se precipitó
hacia el interior de la casa.
Jesse y yo nos quedamos solos, perdidos el uno en el otro, rodeados por
la oscuridad de la noche. Permanecimos unos segundos estudiándonos
detenidamente, analizando cómo habíamos cambiado desde aquella tarde
tan lejana cuando él estaba recubierto de jabón, y yo luchaba contra mí
misma y las barreras que nos separaban.
Dio un paso adelante, como si fuera a decirme algo, cuando las pisadas
de Bob acercándose nos interrumpieron.
—Qué alegría verte, muchacho. ¿Cómo está? —preguntó el barman,
estrechándole la mano.
—No consigo que le baje la fiebre —contestó Jesse, sin apartar la vista
de mí—. Intento que se esté quieto, pero ya sabes lo que detesta estar
enfermo y lo terco que puede ser. Delira por las noches, vomita una y otra
vez…
Bob le dio una palmada en la espalda.
—Haremos todo lo que esté en nuestras manos, chico. Ya lo sabes.
—Gracias —dijo Jesse y, tras mirarme de nuevo, añadió—: Será mejor
que entremos y que ayudemos a Dolores.
Tumbado en la cama, McCallister estaba medio inconsciente; como si
estuviera inmerso en una pesadilla, ladeaba la cabeza a izquierda y derecha
con movimientos intermitentes. Dolores se había sentado junto a él y le
estaba tomando la temperatura.
—Por los síntomas que describes, Jesse, debe de haber contraído una
fiebre biliosa —dedujo, y asintió pensativamente—. Tenemos que bajarle
esa fiebre. Debe beber agua, mucha agua. La cerveza y el whisky están
prohibidos, por lo menos hasta que se recupere. Eso no le va a hacer
ninguna gracia cuando despierte. Por mucho que insista, más os vale
hacerme caso. El alcohol lo deshidrataría. Ven, María, ayúdame a
destaparlo. Jesse, Bob, traednos agua. Si es fría, mejor.
Jesse lo había abrigado con varias mantas, y lo destapamos de
inmediato. La cama estaba manchada con bilis y algunos restos de vómito.
—En cuanto se reponga, limpiaremos eso. Ahora tenemos que
centrarnos en bajarle la temperatura —insistió Dolores.
Mojamos un paño en agua fría y, cada cierto rato, volvíamos a
humedecerlo y a ponérselo en la frente. Dolores y yo nos establecimos en la
habitación. McCallister había devuelto tanto los últimos días, que apenas le
quedaba nada ya en el estómago. Derrengado por el esfuerzo y la fiebre,
dormía profundamente.
Los dos días y noches siguientes ninguna de las dos pegó ojo. Lo
vigilábamos como halcones, pendientes de que no sufriera ningún cambio
peligroso.
Al amanecer del tercer día, le había bajado la fiebre; ya no deliraba y
respiraba acompasadamente. Decidí ir a la cocina en busca de café y algo
de desayuno. Comer y beber algo caliente nos iría bien para despejarnos y
reponer fuerzas.
La casa estaba sumida en el vaporoso silencio del alba. Al cruzar el
pasillo que conducía al resto de las estancias, una corriente fría y cortante
hizo que se me erizara la piel. Alguien se había dejado la puerta principal
entreabierta. Si el viento se colaba en el resto de las habitaciones, Cole
podría coger frío, así que me apresuré a cerrarla. A medida que me
acercaba, en esa paz silenciosa que transmiten las primeras horas del día, se
escucharon una serie de golpeteos. Eran lentos y pausados, tan
sincronizados y precisos como las agujas de un reloj. Sonaban secos y
fuertes, e iban precedidos de un gruñido. Reconocí el ruido del hacha y de
la madera astillándose.
Jesse estaba afuera, cortando algunos trozos de madera para alimentar la
chimenea. Dio un último hachazo y forcejeó con el mango para sacar la
cabeza del arma. Dobló las rodillas, dejando caer el peso de su cuerpo hacia
delante, y se enjugó la frente. Depositó el hacha en el suelo, estiró los
brazos y se dirigió a la bomba del abrevadero para lavarse.
El aire era tan claro y limpio que dejé de notar el frío. Me quedé de pie,
junto a la puerta, recostada en la pared.
—Buenos días —alcancé a decir, y comencé a hablar atropelladamente
—: McCallister está mejor, le ha bajado la fiebre.
Aquel era el único tema de conversación que tenía sentido, que sonaba
natural en las circunstancias en las que nos encontrábamos. Su expresión se
relajó.
—Menos mal… —dijo Jesse, casi en un suspiro, mientras se frotaba la
cara con las manos; tenía la frente bañada en sudor—. ¿Está despierto?
—No, aún sigue durmiendo… Iba a preparar un café. ¿Te apetece uno?
—Pues no te diré que no, todo esto me ha dejado exhausto.
Sonreí y ambos nos adentramos en la casa. Bob debía continuar
durmiendo, así que estábamos los dos solos. Herví el café y serví dos tazas,
que acompañé de unas hogazas de pan que encontré en la repisa de la
cocina y aderecé con frijoles negros. Jesse me aguardaba sentado en la
mesa. Era pequeña, pensada para dos personas, y eso hacía que
estuviéramos muy cerca el uno del otro. Al tocar las tazas y los platos,
nuestros brazos se rozaban.
—Gracias por venir y ayudar a Cole. Todo esto empezaba a ser
desesperante.
—No tenía nada mejor que hacer —repliqué, tratando de quitarle
importancia al asunto, cuando me di cuenta de lo estúpida que había sonado
—. Quiero decir, que es lo mínimo que podía hacer. No tienes que darme las
gracias.
Sus ojos sonrieron y vi que se estaba riendo de mí, como había hecho
tantas veces cuando cabalgábamos juntos. Jesse silbó las primeras notas de
una canción conocida y se repantingó en el asiento.
—Perdona por esto… —dijo, refiriéndose a su aspecto—.
Normalmente, cuando vienen mujeres a vernos suelo estar más presentable.
Estaba tan excitada de verlo y de compartir una conversación con él,
que hasta entonces no había reparado en lo sucio y desaliñado que estaba.
La camisa tenía varios agujeros, y estaba recubierta de polvo y de hollín; las
ronchas de sudor se expandían en las zonas del estómago y las axilas,
amarilleándole la ropa, y el pelo se le enganchaba a la cabeza por la grasa
acumulada.
El instante era tan dulce que nada importaba aparte de nosotros. Los
nervios me impedían hablar con criterio, y decía lo primero que se me
pasaba por la cabeza. Jesse me miró con seriedad, reclinándose en el
respaldo de la silla.
—Se te ve bien. Tienes buen aspecto, mucho mejor que la última vez —
dijo, en son de burla—. ¿María, verdad?
Era imposible que a esas alturas tuviera dudas sobre mi nombre. Le
había visto jugar al mismo juego muchas veces con las chicas del saloon:
esa actitud distraída y olvidadiza que de repente se volvía atenta y
encantadora. No sabía cómo lo hacía. Siempre conseguía que una se sintiera
única, como si mi nombre fuera especial precisamente porque lo recordaba.
Lo conocía lo suficiente para saber que esa era su forma de acercarse a
mí y de pedirme disculpas, y me eché a reír. Era demasiado irresistible para
enfadarme con él.
—Tú tampoco estás mal —respondí—, aunque tienes razón en que un
baño no te haría ningún daño.
—Descuida. Ahora que McCallister está mejor, iré a dármelo. —Rio
con picardía—. ¿Y qué hay de ti? ¿Qué has hecho todo este tiempo?
¿Sigues con Dolores por lo que veo, no?
Creí que Jesse lo sabría todo acerca de mí. Al principio, Dolores se
había negado a mantener ninguna comunicación con ellos, pero, pasados
unos meses, me contó que había vuelto a recuperar la relación con Jesse por
carta. Si bien no era como antes, se escribían cada cierto tiempo y se ponían
al día de sus vidas. En la correspondencia que habían intercambiado en el
último año y medio, di por supuesto que ella le habría hablado de mis
avances. No se me ocurrió pensar que cabía la posibilidad de que no le
hubiera contado nada acerca de mí. ¿Era posible que en ninguna de sus
cartas se mencionara mi nombre? ¿O se trataba de una de las tácticas de
Jesse para retarme y entablar conversación?
En realidad, poco importaba; quería hablar con él, fuera de lo que fuese,
mantener la conversación en alza.
Jesse apoyó los codos sobre la mesa, aguardando mi respuesta.
—Sigo en el pueblo, pero me he mudado —le dije, tratando de
mantener la voz firme y templada—. Vivo en una pequeña casa en las
afueras, muy cerca de la entrada del pueblo. Cuando os marchasteis,
empecé a trabajar en el periódico. Escribo artículos sobre otras mujeres de
la frontera, emigrantes como yo… Lo cierto es que me encanta. Las horas
se me pasan volando.
—Eso está bien, está bien mantenerse ocupado. ¿Estás contenta
entonces? Con cómo han salido las cosas… —me preguntó, muy serio.
—Bueno, siempre podrían haber salido mejor. Pero eso le pasa a todo el
mundo, ¿no crees? Sí, dentro de lo que cabe, estoy contenta. ¿Y tú? Veo que
habéis criado una buena yunta. —Alcé la vista, señalándole las reses que se
veían a través de la ventana.
—Hemos estado ocupados. No podemos quejarnos, la verdad. Ha
habido épocas duras, con los traslados del ganado y eso. Vagando, como
siempre, hasta que a Mac le atacó esta fiebre y tuvimos que volver.
La luz matinal entraba en la habitación y hacía que el ambiente fuera
cálido, casi como en un sueño. Jesse me miró de hito en hito, y se hizo el
silencio. Nuestros brazos se tocaban; teníamos las manos tan cerca que, con
un leve movimiento de los dedos, podíamos entrelazarlas.
Durante un instante, nos abandonamos el uno en el otro. Él estaba
quieto y tenso, y me observaba con una actitud solemne, como la de alguien
que analiza persistentemente a su interlocutor, sopesando si podía confiar en
mí, si la mujer que mostraba ante él era mi verdadero yo y no otro disfraz
que tuviera que desenmascarar.
La sonrisa fina y recta que asomaba en sus labios se entreabrió,
sosegándose. Inclinó la cabeza un poco hacia mí, cuando la voz de Bob,
recién levantado, nos sobresaltó.
—¡Mmmm! ¡Huele a café! —clamó, soñoliento y desperezándose—. ¡Y
a beicon!
Jesse y yo nos volvimos, cohibidos; como en un acto reflejo, nos
separamos rápidamente.
Bob se aproximó a la mesa y nos dio los buenos días. Estaba tan
hambriento y ávido de llevarse algo a la boca para desayunar que no se dio
cuenta de la vergüenza que cruzaba nuestros rostros. Se pasó la mano por su
voluminosa barriga y se relamió los labios.
—He visto a Dolores; me ha dicho que nuestro amigo está mejor. —
Chasqueó los dedos, complacido—. ¡Ese Cole! Estaba convencido de que
saldría de esta. Una fiebre no puede acabar con un búfalo como él, ¿me oís?
—Dejó escapar una risotada. Viendo que no cabía en la mesa, añadió,
medio burlón—: ¡Esto es más pequeño que una escupidera! ¿María, puedes
servirme una taza de café? Me lo tomaré fuera.
Bob se repeinó y me guiñó el ojo, con un gesto exagerado que hizo que
me ruborizara.
—No te preocupes, Bob. De todos modos, debería entrar ya. Le llevaré
café y algo de comer a Dolores. Debe de estar esperándome. —Me
incorporé de golpe.
Jesse se levantó impulsivamente.
—No, no os levantéis —los detuve—. Quedaos, por favor. De verdad
que tengo que irme. Os veo luego.
Los dos hombres se quedaron en el centro de la cocina,
contemplándome mientras me marchaba. Me apresuré por el pasillo y, antes
de entrar en la habitación, me apoyé en la pared. Aún podía sentir el brazo
de Jesse acariciando el mío. Me quedé unos segundos allí recostada, con la
taza caliente entre las manos, sintiendo cómo el calor se irradiaba por mi
piel, saboreando esa pausa que nos había acercado tras tanto tiempo sin
vernos.
31

Las fiebres biliosas, si no se curaban bien, podían derivar en una


neumonía. En aquellos tiempos, la neumonía y la tuberculosis eran las
enfermedades más letales de la frontera. Aunque McCallister había
mejorado y apenas tenía fiebre, Dolores y yo convinimos en quedarnos
hasta que se hubiera recuperado por completo y pudiera volver a llevar una
vida normal. Era preferible asegurarnos y permanecer un tiempo más con
ellos, antes que marcharnos para arrepentirnos al cabo de dos días.
Con reposo y bajo el atento cuidado de Dolores, McCallister se
encontraba cada vez mejor. Cinco días después de nuestra llegada,
acordamos que Bob regresara y se encargara de dirigir el saloon en ausencia
de Dolores.
Para que estuviéramos cómodas, Jesse nos había prestado su habitación.
Él dormía en un petate en la cocina, y Dolores y yo podíamos compartir su
cama. Sin embargo, ella se instaló con McCallister. No hubo noche que no
durmiera con él, así que, la mayor parte del tiempo, tuve la habitación para
mí sola.
Los primeros días, mientras Dolores cuidaba a Cole, para no
molestarles, me ocupé en ordenar la casa y en remendar algunas de las
ropas rotas y viejas que aquellos hombres se empeñaban en llevar. Tenían la
mayoría de los pantalones agujereados por la silla de montar. Lo más
sensato hubiera sido tirarlas y comprar ropa nueva; prácticamente podía
introducir las manos por los agujeros que había en la parte del trasero, la
zona que sufría más con la montura. Se lo dije a Jesse, burlándome de él, a
lo que él me contestó también con una sonora carcajada.
Unas jornadas después, cuando Cole ya estaba casi curado, Jesse me
sorprendió en mi habitación. Estaba escribiendo un artículo para publicarlo
en el periódico al volver a casa. Había decidido contar, por primera vez, la
historia de Isabel: los abusos por parte de Baeza, las amenazas, el maltrato
físico, el miedo que se había adueñado de ella, los silencios… Hasta
entonces, a excepción de Dolores, no había hablado con nadie de aquel
episodio. Con todo, cuanto más tiempo transcurría, y cuantos más casos
parecidos llegaban a mi conocimiento, más convencida estaba de que debía
contarlo, denunciar las realidades que se ocultaban. Si queríamos erradicar
la opresión contra las mujeres, primero debíamos decirlo, bien alto y en
público, para que todos lo oyeran, para que la propia sociedad tuviera que
enfrentarse a ello y dejara de silenciarlo.
Me hallaba inmersa en la escritura, cuando oí unas espuelas avanzando
por el pasillo. La puerta se abrió. Jesse me sonreía, ladeando la cabeza.
—Estaré unas horas fuera. Voy a comprar munición y algunas cosas que
nos hacen falta. ¿Te apetece venir? Es un buen paseo hasta el pueblo más
cercano, pero es agradable. ¿Te apuntas? Aprovecharé también para
comprarme ropa nueva.
—¡Claro! —contesté, contenta de salir aunque fuera un rato de la casa.
Añoraba las calles repletas de gente, el olor de las chimeneas humeando
en lo alto de las casas. Me apresuré a coger mi bolso y a abrigarme con una
capa.
Nos marchamos en la calesa. Serían dos horas de ida y dos de vuelta.
Sentados uno junto al otro, nos pasamos el trayecto hablando de todo tipo
de cosas. Empezamos conversando sobre asuntos más impersonales: qué
procedimientos seguían para marcar el ganado, cómo se habían organizado
estos últimos tiempos McCallister y él para trasladar la yunta, vender los
especímenes y a qué mercados solían acudir. A su vez, yo le conté todo
acerca de mi trabajo en el diario y de los ratos que pasaba entrevistando a
diferentes mujeres para mis artículos.
Con la inmigración y el desarrollo de las nuevas ciudades, el Oeste se
forjaba a base de habitantes de orígenes y nacionalidades diversas. A mí me
apasionaba conocerlas, familiarizarme con culturas que eran ajenas a la
mía, ver cómo todas colisionaban y se complementaban en aquella tierra
inmensa. Él me escuchaba, asintiendo, y cuando algo le divertía, daba un
silbido o tarareaba una canción.
En esas horas contenidas en las que nos alejamos de la casa, creamos un
mundo nuestro, una burbuja que cerraba esa grieta temporal que habíamos
abierto más de un año atrás.
El día en el pueblo transcurrió suave y alegre. Fuimos a comprar un par
de pantalones para Jesse y McCallister, un nuevo juego de camisas,
munición para las Colt y los Winchester 73 de Cole, así como algunos
víveres para las próximas semanas.
Jesse me llevó a una nueva tienda donde vendían todo tipo de artículos:
sombreros, vestidos y libros se aunaban en un mismo espacio, dispuestos
sin ningún tipo de orden.
—Escoge lo que te guste —me dijo—. Quiero darte las gracias por todo
lo que has hecho por nosotros.
—Hemos, querrás decir —apunté, cabizbaja—. Casi todo ha sido cosa
de Dolores.
—Sí, por supuesto… También cogeremos algo para ella. Lo que tú creas
mejor. Elige lo que más te guste.
El propietario de la tienda nos oyó hablar. Tras rebuscar afanosamente
en las estanterías, se plantó frente a mí con actitud ociosa. En las manos
sujetaba un sombrero negro del que sobresalían varias plumas verdes, con
algunos falsos brillantes incrustados como adornos.
—Señorita, esto le quedaría perfecto. Nos acaba de llegar. Es la última
moda en el este. —El timbre de su voz, tan agudo y altivo, parecía casi
chistoso.
Alzó el sombrero, acercándomelo a la cabeza para ponérmelo. Sin
embargo, ya le había echado el ojo a la colección de libros encuadernados
en piel que guardaba en la estantería del lado del mostrador. Me escurrí
entre sus brazos y dejé al hombre ahí de pie, con el sombrero en alto,
mirándonos alternadamente. Su expresión confundida rayaba en lo ridículo.
Jesse dejó escapar una risotada y volvió a silbar, distraído:
—Creo que la señorita tiene otra cosa en mente.
Estaba de espaldas a él, acariciando y leyendo los lomos de los libros.
Intenté concentrarme en los títulos de los volúmenes que reposaban en la
estantería, pero podía notar la mirada desenfadada y desvergonzada de Jesse
repasándome de arriba abajo. Me sentía desnuda, como si me estuviera
despojando de todas mis ropas.
Finalmente, me decidí por un tomo sobre el cuidado de las plantas.
Según vi al hojearlo, ofrecía varias recomendaciones que podrían serme
útiles para mi jardín.
—¿Está segura de que no quiere el sombrero, señorita? Será la envidia
de cualquier muchacha, se lo aseguro. ¡Es de lo último que tenemos! —
insistió el vendedor.
—No, gracias. Prefiero esto.
Dejé el libro en el mostrador para que nos lo cobrara. El propietario de
la tienda continuaba empecinado en vendernos el sombrero. Me lo volvió a
ofrecer, balanceándolo enfrente de mí.
—Mire, al menos tóquelo.
Lo cogí y acaricié el ala y las plumas; eran delicadas y muy suaves.
—La verdad es que a Dolores le encantaría. —Se me ocurrió que podría
ser un buen regalo a juego con su vestido verde.
—¡Pues no se hable más! Nos lo llevamos. Tenga, con esto le llegará
para todo. —Resuelto, Jesse le tendió el dinero al dueño de la tienda.
El propietario levantó las cejas, satisfecho, y se apresuró a guardarlo en
el cajón. Una amplia sonrisa le cruzaba la cara. Se despidió de nosotros y
nos deseó un buen viaje de vuelta.

Empezaba a oscurecer; los negocios se preparaban para echar el cierre. La


tarde se nos había pasado volando, y aunque ninguno de los dos queríamos
regresar, teníamos un buen trecho hasta la casa.
Subimos al carro lo que habíamos comprado y pusimos rumbo al este.
Con una luz dormida y anaranjada, el sol declinaba en oleadas de azules
pálidos y franjas iluminadas que se resistían a abandonar el día. Las
sombras se proyectaban sobre las Grandes Llanuras. La soledad nos
envolvía al avanzar como un halo frío y vacuo, y nos enzarzamos a hablar
de cualquier cosa. Había cierta ansiedad en todo lo que decíamos y
hacíamos. Ambos sabíamos que nuestro regreso acabaría con esa
complicidad que habíamos atesorado aquella tarde, alejados del mundo, de
la realidad. McCallister ya estaba bien; no tardaría en llegar el día en que
Dolores y yo nos marchásemos. Nuestro regreso era cuestión de días, o
incluso de horas. Me aferré a esos instantes como se aprehende el soñador
al sueño que no desea que acabe.
Entonces no podíamos saberlo, pero nuestra marcha se programaría para
el día siguiente.
Cuando llegamos a casa, Dolores y Cole estaban en la cocina. Ya habían
cenado, y a McCallister se le veía casi igual que siempre. Extendió los
brazos al verme y sonrió.
—¿Cómo ha ido por el pueblo? ¿Lo habéis pasado bien? ¿Tenéis la
munición y todo lo que te pedí, Jesse? Vaya, María, cada día estás más
guapa. Debes tener una buena cola de hombres esperándote en casa.
«Casa».
Ahí estaba la primera pista. Jesse dejó el saco con lo que habíamos
comprado en el suelo. El golpe sonó hueco y se hizo un incómodo silencio.
—Todo —respondió—. Los rifles están en la entrada.
—Bien, bien —asintió McCallister.
Los dos nos sonrieron forzadamente. Dolores y McCallister se miraron
con tristeza, y supe que el momento de irnos había llegado.
—Querida, hoy Bob nos ha hecho una visita, justo cuando os habéis ido.
Necesita que vuelva al saloon… Dice que está descontrolado. Las chicas se
piensan que no voy a volver y las cosas se salen de madre. Cole está mejor
y… Bueno, en breve todo volverá a la normalidad —dijo Dolores,
rehuyéndome la mirada.
—Os ayudaremos a dejarlo todo listo. —McCallister se llevó un cigarro
a los labios.
Jesse y yo nos quedamos inmóviles, sopesando lo que aquello
significaba. La alegría que nos había acompañado en las últimas horas se
rompía en mil pedazos. La grieta temporal se reabriría. Cada uno retomaría
sus rutinas y no habría espacios compartidos donde coincidiríamos ni
hablaríamos. Miré a Jesse, pero él no dijo nada. Su expresión era indiferente
e imperturbable, y comprendí que lo que habíamos vivido había sido una
fantasía.
En mi fuero interno había albergado una serie de esperanzas que ahora
se desvanecían. Repasando los momentos que compartimos —nuestras
manos rozándose en la cocina, nuestros paseos por las afueras de la casa a
altas horas de la noche, las sonrisas en el pueblo—, reparé en que nunca
hablábamos de nuestra aventura en busca de los comanches, ni de lo que
vivimos en el pasado. En todos aquellos días, no mencionamos a Randy ni
una sola vez; hablamos de nimiedades, de las cosas a las que nos habíamos
dedicado últimamente, como el cuidado del ganado o mi trabajo en el
periódico. Había una parte en esas conversaciones que los dos obviamos;
esa hoja afilada que había producido un corte entre nosotros un año antes
planeaba sobre los dos como un silencio sobrecogedor.
Lo que no nos decíamos era el lazo que nos unía y, al mismo tiempo, la
herida que nos separaba.
32

Aquella noche no conseguía conciliar el sueño; la idea de marcharnos y


separarme de nuevo de Jesse me rondaba incesantemente por la cabeza.
¿Qué podía hacer? ¿Debía decírselo yo? ¿Sincerarme con él? A través de la
ventana de mi cuarto, la tierra negra y dormida descansaba bajo un cielo
estrellado y límpido, con el cantar de los grillos de fondo.
En esos días que pasamos juntos, creí que nos habíamos acercado el uno
al otro; que Jesse había cambiado de opinión respecto a mí, y que incluso
había empezado a sentir algo especial. Aquellas sonrisas, sus continuas
atenciones, las formas cariñosas de cogerme de la mano y rodearme la
espalda con su brazo, los regalos inesperados en el pueblo… Todo aquello
podía considerarse como señales de que había algo entre nosotros, algo que
aguardaba para sobresalir a la superficie.
¿Pero cómo podía estar segura? Si me convencía a mí misma de que mis
sospechas eran reales, las dudas renacían; se volvían cada vez más grandes
y confusas. Si realmente albergaba sentimientos por mí, no comprendía por
qué nunca me había dicho nada. Pensé en las mujeres del saloon, en cómo
se acercaba a ellas y las abrazaba, juguetón; en las chicas de la calle a las
que guiñaba el ojo sin ningún tipo de pudor, o en la joven india que emergía
de las aguas, desnuda, y se acercaba a él para estrecharse contra su cuerpo.
Enumeré cada uno de los gestos que antes me parecían significativos: sus
sonrisas en las cenas, los roces de nuestras manos al conducir la calesa al
pueblo, las bromas cargadas de picardía… Nadie podía decir que no hubiera
sido atento y servicial, o que no hubiera hecho lo imposible para que nos
sintiéramos a gusto en su casa. Él mismo me había confesado lo agradecido
que estaba de que hubiéramos acudido a ayudarlos. Sin embargo, en lo que
se refería a nosotros la única verdad era que nunca me había dicho nada.
Todos aquellos signos podían interpretarse como formas de mostrar su
agradecimiento hacia mí, pero nada más.
Andaba en círculos por la habitación, analizando cada uno de los
momentos que habíamos pasado juntos, cuando llamaron a la puerta. Esta
se entreabrió y asomó una lámpara de queroseno. En las tinieblas, la luz
reveló el rostro de Jesse.
—¿Puedo entrar?
Asentí, vacilante, un poco sobresaltada por su llegada.
De repente, me asaltó la idea de que McCallister hubiera empeorado.
—¿Está todo bien? ¿Cole se encuentra bien?
Jesse se aproximó y dejó la lámpara en la repisa de la ventana.
—Todo está bien, no debes preocuparte por nada.
Su mirada era intensa y penetrante. La luz de la lámpara proyectaba
sombras cortadas sobre su cara. Los segundos eran tan lentos y pesados que
parecían minutos, y los minutos, horas largas y eternas. Nos balanceábamos
en la tensión de aquel instante aterrador que avecinaba una confesión.
—¿A qué has venido, Jesse? —Las cuerdas vocales me vibraron al
decirlo e, inconscientemente, me llevé las manos a la garganta.
Él me sonrió con la misma insolencia que le había visto esa lejana
noche en la que nos sinceramos junto a la hoguera. Supe que lo había
querido desde ese instante, que algo eterno nos había atado entonces,
aunque ninguno de los dos fuéramos conscientes de ello.
Dio un paso hacia mí. Se movía sorteando las sombras, hasta que sentí
sus manos acariciándome las mejillas. Apenas nos separaban unos
centímetros. Sus dedos me recorrieron la cara, deslizándose hacia mis
orejas, para luego descender hasta mi barbilla. Casi sin aliento, me recliné
sobre él. Ocultos en la oscuridad, dejé que me besara, suave y
pacientemente, como si la tierra nos diera una tregua, como si nos brindara,
por fin, ese silencio que tanto habíamos aguardado.
Ambos nos fundimos en uno solo. Las voces de los grillos se apagaron.
Dejamos que los secretos de la noche y toda la felicidad iluminaran el
amanecer del día.
TERCERA PARTE

NUEVO MÉXICO,
VERANO DE 1875 - INVIERNO DE 1895
33

Con los años, he aprendido que la vida sucede sin aguardar nada ni a
nadie. Se transforma, sin que muchas veces reparemos en ello, en los
cambios sutiles que, día a día, nos convierten con ella, y hacen que
evolucionemos, que envejezcamos, como esa noche en la que Jesse entró en
mi habitación.
A veces, un simple golpeteo en la puerta puede cambiar toda una
existencia.

En verano de 1875, Jesse y yo nos instalamos al norte de Cruces Negras, en


una de las pocas zonas vírgenes y despobladas que podían hallarse
entonces. Nos casamos y levantamos nuestra casa con nuestras propias
manos. Jesse y McCallister, una vez recuperado, se encargaron de la
construcción. Dolores y yo los ayudábamos con la compra de materiales y
nos encargábamos de todas las comidas. A petición mía, construimos un
porche con un balancín para mecernos en los atardeceres primaverales. Me
fascinaba contemplar la llanura bajo el cielo estrellado, sintiendo el calor de
Jesse a mi lado: el apoyo, el cariño emanando de sus manos sobre las mías,
sus facciones cuarteadas, sus brazos rodeándome en mitad de la oscura
noche.
Cuantos más años transcurrían, más inagotable era la belleza de aquel
lugar que se extendía millas y millas a la redonda: más verdes eran las
partes húmedas de las llanuras donde los pájaros cantaban y chapoteaban
cerca de los arroyos; más majestuosas eran las lechuzas que se arrebujaban
en las ramas del álamo que daba la bienvenida a nuestra casa; más vida me
infundía ese suelo polvoriento, que nos embadurnaba a todas horas con su
arena roja y pegadiza.
Probablemente, aquellos hayan sido los años más felices de mi vida.
Recuerdo en especial la calma y la paz del primer año: cómo Jesse y yo
íbamos de un lado a otro, contentos y despreocupados, abrazándonos a
todas horas, besándonos en cualquier lugar, sin importarnos nada ni nadie,
como si el mundo nos perteneciera. Como dos colegiales insensatos,
dejamos que la vida siguiera, sin prestar demasiada atención a lo que
ocurría a nuestro alrededor.

Un año después, nuestra hija llegó a nuestras vidas.


Era un mes de abril más frío de lo habitual. Jesse acababa de regresar de
su último viaje con el ganado y estaba junto a mí, sentado en el sillón del
comedor. Junto a la chimenea, ambos conversábamos acerca de su travesía,
mientras limpiábamos los cañones de los rifles. La venta de las reses no
había ido tan bien como esperábamos y, en el camino, habíamos perdido
varias cabezas.
Estaba contándome cómo había sucedido, cuando noté que un líquido
me descendía por las piernas. Entre aturdido y asustado, Jesse se quedó
mirando la mancha de agua que se había formado en mis pies. Contempló el
suelo, muy callado, como si esperara que la mancha fuera a hablarle de un
momento a otro.
—¡Por Dios, Jesse! ¡Muévete de una vez! ¡Que ya viene!
El parto duró más de veinticuatro horas. Dolores permaneció a mi lado
todo el rato, sin moverse ni un ápice. Pasé la noche revolviéndome en el
lecho, sudando, jadeando por el dolor, por la vida que ansiaba salir de
dentro de mi cuerpo. Podía notar cómo el bebé se movía bajo mi piel, cómo
me pateaba las tripas con toda su fuerza.
El 14 de abril de 1876 di a luz a una niña de piel sonrosada, manos y
pies diminutos. Todavía puedo sentir esa emocionante sensación que
experimenté la primera vez que la acurruqué en mis brazos: pegajosa y
manchada de sangre, envuelta en una manta, la pequeña apoyó su cabeza
contra mi pecho. No dejaba de llorar; la habían arrancado del calor de mi
estómago y, con su boquita de nuez, reclamaba desesperadamente que la
abrigaran, que la protegieran del frío, de ese mundo desconocido que la
observaba en silencio. La rodeé con mis manos y le acaricié su delicada
espalda, arrugada en pliegues, obnubilada por aquellos ojos que hacían
esfuerzos por abrirse y descubrir el entorno que se desplegaba ante ellos.
Nuestra hija abrió sus menudas manos y, al sentir mi piel contra la suya,
se agarró a mi pulgar. Apretó sus minúsculos párpados y su boca se retorció
en una extraña mueca para luego convertirse en una especie de sonrisa.
Acordamos que se llamaría Rosa, en honor a la rosa de los riscos, una
de las flores más persistentes de las Grandes Llanuras que era capaz de
aguantar los temporales más inclementes. Sería nuestra Rosa Amarilla de
Texas, como decía la canción.
Los primeros años junto a ella pasaron velozmente, sin que ninguno de
los dos nos diéramos cuenta; incluso durante sus primeros meses de vida,
cuando se despertaba cada dos horas y apenas conseguíamos conciliar el
sueño, podría decirse que éramos verdaderamente felices. El cansancio, los
nervios por el agotamiento, los enfados, las discusiones quedaban mitigados
por la sencilla realidad de que ella existía. La mayoría de las veces nos
enzarzábamos en peleas que no tenían ningún sentido: gritábamos,
alzábamos la voz y decíamos una sarta de tonterías tras otra.
Cuando eso sucedía, bastaba con un simple gemido o un ruidito de Rosa
para que cualquier problema pasara a un segundo plano. Nuestras
discrepancias se disolvían; ambos nos apresurábamos a cogerla en brazos
para comprobar, ansiosos, que nuestra pequeña estuviera bien.
Durante el día, Jesse se encargaba del ganado con McCallister y yo me
quedaba en casa con Rosa, cuidándola y escribiendo artículos para el
periódico. Además, en esa época una pequeña editorial de Amarillo me
encargó escribir un libro sobre las mujeres emigrantes de la frontera. El
editor que la regentaba había leído mis artículos en el diario de Cruces
Negras y quería que profundizara más en las vidas y costumbres de las
mujeres que llegaban al Territorio, así como en mi propia historia.
Después del parto, aquel encargo me insufló de vida y me volqué en la
escritura. Rescaté entrevistas antiguas, partes que me había visto obligada a
desechar por los límites de espacio del periódico, y escribí cartas a varias de
las mujeres que conocía de los asentamientos cercanos, así como a algunas
a quienes había entrevistado en el pasado, pidiéndoles permiso para ampliar
su entrevista y publicar sus relatos en un volumen único. Entre las distintas
narraciones, incluí también un texto breve acerca de mi viaje desde España
y aproveché para contar algunas de las leyendas y tradiciones más
importantes de Blanes. Quería ofrecer a las lectoras un fresco donde se
unieran diferentes culturas, donde cualquier habitante de la llanura pudiera
hallar un consuelo, un ancla, un sentimiento con el que identificarse.
Cuando mi hija fuera mayor podría leerle las historias de Blanes para
que ella también conociera sus orígenes, para que supiera de dónde venía.
Con el cuidado de la pequeña, apenas me quedaba tiempo para escribir.
Solía hacerlo por las noches, cuando Rosa se quedaba dormida o se
balanceaba tranquilamente en su cuna.
Las horas volaban en aquella época; no existían ni los días ni las
noches. Iba tan cansada que ni sabía en qué día me encontraba; pero lo
cierto es que poco importaba. Aunque entonces no lo viera, ahora lo
recuerdo como una extenuación feliz, un estado de cansancio que me
consumía, que me agarrotaba física y mentalmente y que, sin embargo,
hallaba esa recompensa en la sonrisa de mi hija pequeña, esa risita que
hacía que todo se parara cuando Rosa se hacía un ovillo en mis brazos.
A veces, deseo que nos hubiéramos quedado allí, detenidos en esa dicha
donde no había lugar para las preocupaciones, donde no podía suceder nada
malo. Ojalá hubiera tenido ese sexto sentido de mi hermana Isabel, esa
especie de premoniciones que la avisaban cuando un peligro se avecinaba.
Rodeados de esa maravillosa placidez, no fuimos capaces de prever que
esa felicidad, como sucede con la mayoría de cosas en la vida, tenía los días
contados.
34

Rosa creció deprisa, quizás demasiado, aunque seguramente esa sensación


la compartan la mayoría de madres al ver que sus hijos se independizan,
que se separan de ellas. Lo hizo como una auténtica belleza, como un
reflejo salvaje y hermoso de la tierra de donde había brotado.
A diferencia de otras jóvenes de la frontera, Rosa se crio entre hombres;
mientras que Jesse y Cole se encargaron de educarla en todo lo relacionado
con la ganadería, yo la enseñé a leer, a escribir, la instruí en historia…
De niña, siempre acompañada por esos dos cowboys, aprendió a
disparar todo tipo de armas. Con siete años recién cumplidos comenzó a
practicar con un revólver de doble cañón, y siguió con una Colt de calibre
45, para luego probar los rifles de doble repetición. Desde pequeña
demostró que sería una tiradora sublime; su fascinación por las armas era
tal, que siempre andaba ansiosa por la casa, buscando alguna pistola que
pudiera disparar. Durante una temporada, se volvió tan impaciente, que
Jesse y McCallister se vieron obligados a guardar las armas bajo llave por si
se le ocurría abrir el armario y empezar a practicar por sí sola. No obstante,
por muchas precauciones que tomáramos, Rosa acababa encontrando la
forma de burlarnos —como cuando aprendió a forzar y a abrir cerraduras
—, y de hacerse con lo que ella consideraba suyo.
Durante años, se educó escuchando las historias que Jesse y McCallister
le contaban acerca de sus aventuras como buscadores. Las hazañas con los
indios, las batallas a vida o muerte y los duelos de pistoleros la
encandilaban. Le divertía particularmente el personaje de Randy: cuando se
referían a él, y Jesse imitaba su voz y sus expresiones quejumbrosas, Rosa
se retorcía de la risa.
Solía sentarse en el regazo de Jesse y, con los ojos muy abiertos,
mordiéndose el labio por la emoción que la embargaba, le escuchaba
inmóvil, sin mover ni un músculo ni hacer ningún gesto que pudiera
interrumpir el relato que su padre le narraba. Entre todas las historias que él
solía contarle, le maravillaba oír cómo nos habíamos conocido y cómo
había entrado yo a formar parte del grupo de los buscadores. «Cuéntame la
historia de madre, ¡cuéntamela!», solía pedirle a Jesse, después de cenar.
Alternando las voces, Cole y Jesse se la narraban, dramatizando algunas
escenas para su divertimento, a lo que Rosa respondía abriendo la boca de
asombro, con un gracioso «¡atiiiiiiiza!».
En su época adolescente, Rosa aprendió a cuidar del ganado y a labrar
la tierra. Montaba como una verdadera amazona a caballo. Verla
cabalgando y disparando junto a Cole era todo un espectáculo. Él la
protegía como si se tratara de su propia nieta, y siempre se mantenía cerca
de ella, vigilando que no le sucediera nada malo. Incluso cuando Rosa se
adentraba en la cocina para irles a buscar una taza de café, Mac se la
quedaba contemplando desde la lejanía; observaba el entorno como una
serpiente, atento a cualquier ruido o peligro.
Podría decirse que, desde niña, sentía una extraña predilección por los
comportamientos más salvajes y todo lo que se hallara fuera de la ley, más
allá de los límites conocidos. Nunca se cansaba de pedirles a su padre o a
Mac que la llevaran de excursión a las antiguas zonas indias, donde se
habían desarrollado algunas de las batallas más feroces, así como a las
Colinas Azules, para ver los pumas, lobos mexicanos y al resto de fieras
que se escondían en las entrañas del bosque.
Una vez, estaba escribiendo un artículo que versaba en torno a la
defensa de una bandida, apodada Gran Nariz Kate, que actuaba como
compinche de uno de los jugadores y pistoleros más buscados del Territorio.
Estaba sentada en la mesa del comedor, concentrada en el alegato final,
cuando Rosa apareció a mi lado. Se apoyó encima de la mesa, con sus
delgados y menudos brazos, y en silencio comenzó a leer los primeros
párrafos del papel. A medida que avanzaba, su frente manchada de arena se
colmó de arrugas, y se inclinó hacia delante para verlo mejor. Su interés
crecía por momentos: sus ojos se abrieron de par en par, como si estuviera
ante toda una revelación.
Días después, cuando el artículo se publicó en el periódico, Rosa cogió
el diario, se encerró en su habitación y lo releyó durante horas. Se había
quedado hipnotizada con la mujer bandida, y desde entonces prestó especial
atención a las historias que se escuchaban en el pueblo de las bandas de
forajidos.
En el pueblo me pedía que nos detuviéramos ante los carteles pegados
en las fachadas de los edificios que anunciaban la búsqueda y captura de los
delincuentes y bandas del condado. Se quedaba embobada, mirando los
dibujos de los criminales; examinaba cada recompensa, cada palabra como
si fuera un verdadero tesoro. Recuerdo que una tarde, sin que me diera
cuenta, arrancó uno de los carteles y se lo llevó a casa. Al cabo de unos
días, lo encontré debajo de su cama: el anuncio reproducía el rostro de Belle
Starr y ofrecía una alta recompensa por la captura de la mujer, viva o
muerta.
Entonces no le di demasiada importancia y decidí no decirle nada al
respecto; ni siquiera se lo mencioné a Jesse. Creí que aquello sería una
diversión más, una pasión infantil que se difuminaría con el tiempo. Y así,
la dejé ir curioseando, fijándose en los carteles que colgaban de los postes
de los edificios y que, luego, Rosa se llevaba a su habitación.

A medida que fue creciendo, el cuerpo desgarbado de Rosa se convirtió en


una figura voluptuosa, unas carnes repletas de feminidad que aún se
acentuaban más al llevar pantalones de hombre y camisas pegadas al
cuerpo. Esa extravagante conjunción hacía que fuera una de las jóvenes de
la frontera que más llamaba la atención.
Cuando cumplió los dieciséis años —edad en la que se consideraba que
una muchacha ya podía empezar a pensar en el matrimonio—, los jóvenes
de los asentamientos y de los pueblos más cercanos solían aparecer por la
casa con excusas de lo más curiosas: algunos venían a pedir agua para sus
caballos, otros decían haber olido la comida (aunque nadie estaba
cocinando), y otros simplemente pasaban y oteaban el entorno, buscándola.
Al ver las miradas que atraía ya de jovencita, su padre y yo intentamos
mantenerla apartada de los muchachos que la rondaban. No obstante, en los
dos años siguientes, Rosa crecería como una joven independiente,
demasiado resuelta para poderla dominar.
Ahora me doy cuenta de que nadie es capaz de controlarlo todo, y de
que las señales, a veces, llegan de las formas más imperceptibles.
Cuanto más creíamos que la protegíamos, más cerca estábamos de
perderla.

Era un sábado de primavera, de principios del mes de mayo, cuando nos


llegó el primer aviso. El viento de las llanuras se levantó aquella noche con
una furia implacable, y el polvo bañó las casas de los asentamientos. Al
despertar, el Territorio permanecía enterrado bajo una espesa y rojiza
neblina que iría menguando a medida que avanzara el día.
Por la mañana, los tres nos dirigimos hasta el pueblo para hacer algunos
recados: Jesse había quedado con McCallister para discutir una serie de
cuestiones relativas al pago de las reses; Rosa quería ver los nuevos
modelos de armas que debían de haber llegado con la última diligencia, y
yo necesitaba pasar por el periódico para entregar un artículo que debía
publicarse en la siguiente edición.
Dejé a Rosa en la avenida central, junto a la tienda; le prometí que, en
una hora aproximadamente, volvería a buscarla. Ella me sonrió con la boca
muy abierta, como siempre hacía cuando estaba contenta. Le lancé un beso
al aire y, para no perder más tiempo, conduje la calesa en dirección a la
redacción del diario.
En la oficina me entretuve un poco más de lo esperado. El redactor jefe
trató de convencerme de hacer algunos cambios en mi punto de vista
político del artículo, y me vi obligada a razonarle punto por punto mis
observaciones. El reportaje que había escrito denunciaba las ideas
supremacistas blancas que se estaban extendiendo por el Territorio: eran
varios los grupos de colonos que defendían una frontera libre de mexicanos,
y atentaban contra la vida de cualquier persona considerada mestiza o de
color. En el texto, citaba y denunciaba nombres concretos de ciudadanos —
entre ellos, algunos políticos célebres o dueños de negocios que entonces
estaban proliferando en el Oeste—, que el director me obligó a suprimir.
Traté de mantenerme lo más firme posible, hasta que comprendí que
cualquier esfuerzo sería inútil y cedí a lo que me pedía.
Había transcurrido más de hora y media cuando salí de la redacción.
Jesse probablemente se habría enzarzado con McCallister en una larga
conversación sobre los especímenes del ganado, pero Rosa ya debería haber
salido de la tienda. La pobre debía llevar un buen rato aguardándome.
Azucé los caballos y viré a la derecha, hacia la calle principal.
A lo lejos distinguí la silueta de mi hija. Estaba de perfil, con el
sombrero echado hacia atrás, la pierna doblada hacia delante.
Al aproximarme un poco más, reparé en que no estaba sola. Un hombre,
vestido con uno de los trajes más elegantes que haya visto nunca, se
inclinaba descaradamente sobre ella y le mostraba lo que parecía un reloj
colgando de su cadena. Rosa lo tomaba entre las manos: acariciaba los
contornos plateados del reloj, y sonreía, entre divertida y ruborizada.
El tipo que acaparaba toda su atención llevaba un Stetson de color claro;
era alto y delgado, aunque se veía de constitución fuerte. Alrededor de la
cintura, le colgaban dos revólveres. Su cuidada y lujosa vestimenta revelaba
que se trataba de un forastero: aquellas ropas, sedosas y resplandecientes,
eran demasiado buenas para un granjero habituado a trabajar la tierra.
El hombre abrió el reloj, y Rosa se quedó maravillada ante el artefacto.
Iba a decir algo, cuando me aproximé y la llamé, interrumpiendo su
conversación.
Rosa dio un respingo y ambos se giraron para observarme. A mi hija se
le había encendido el rostro; los ojos le centelleaban como dos llamas en la
noche.
—¡Madre! ¡Qué susto me has pegado! ¡Mira que aparecer así! —
exclamó ella, toqueteándose el cabello.
Me sonrió de lado. Por cómo se le torcían los labios, supe al instante
que le había molestado que la interrumpiera. El tipo se volvió hacia mí,
incómodo, y guardó inmediatamente el reloj en el bolsillo de su chaleco.
—Un placer conocerla, señora. Su hija me estaba indicando muy
amablemente dónde se encuentra el sal… la herrería, quiero decir. —Sus
ojos verdes chispearon en un titubeo, y su sonrisa se ensanchó bajo el
bigote que le recubría el labio.
Al verlo de cerca comprobé que no era tan joven como me había
parecido a simple vista. Las arrugas que se le marcaban en las comisuras de
los ojos, así como en la frente, me hicieron pensar que debía rondar la
treintena. Sus modales, tan galantemente astutos, y su discurso ensayado no
podían ser los de un joven inexperto. Ese tipo se movía y hablaba con una
cautela y una perspicacia demasiado peligrosas, sobre todo para una joven
de dieciocho años recién cumplidos como Rosa.
—En ese caso, no debemos entretenerlo más. Además, nosotras también
tenemos que irnos. Tu padre nos espera —le dije, dando por concluida su
conversación—. Ha sido un placer, señor…, disculpe, creo que no me he
quedado con el nombre. ¡Estoy muy olvidadiza hoy! —añadí,
distraídamente.
El individuo se tocó el ala del sombrero, resiguiendo el borde, y se echó
a reír.
—Ah, no se preocupe. No recuerdo haberle dicho mi nombre… ¡Qué
tengan un buen día y un buen viaje de vuelta! Espero que volvamos a
vernos, señorita. —Se despidió, quitándose el sombrero.
Antes de que pudiera contradecirle o añadir nada más, se había
marchado entre los jirones de polvo que se alzaban del suelo,
confundiéndose con la muchedumbre que trajinaba por las calles. Lo seguí
con la mirada hasta que dobló la calle a la izquierda y desapareció de mi
vista.
—¡Ay, mamá! Ese hombre era de lo más amable. Solo estábamos
charlando.
—Haz el favor de subirte al carro, anda. Vayamos a buscar a tu padre.
Rosa se llevó una brizna de hierba a la boca y, tras mordisquearla y
encogerse de hombros, se dejó caer sobre el asiento del carromato.
—Dame las riendas, Ma’. Quiero llevarlo yo.
—Está bien, pero conduce con cuidado, ¿de acuerdo? Aquí hay niños
cruzando la calle y señoras mayores. No hagas como en Santa Fe, que
tuvimos que irte a buscar a la oficina del sheriff.
A pesar de que no era uno de los días más concurridos y que se podía
pasear tranquilamente, era mejor pararla antes de tiempo. El encuentro con
aquel extraño la había alterado más de lo habitual; tenía la cara encendida
por la emoción.
—Eres una aguafiestas, Ma’. —Se quejó, doblando el látigo y
desplegándolo; abrió y cerró las manos, preparándose para conducir—. Pero
al final siempre acabas entendiéndolo, ¿a que sí? Eso es lo que más me
gusta de ti. —Antes de que pudiera detenerla, alzó la cuerda y pegó un grito
—: ¡Yiiiiiiiiiha!
Azotados por el látigo, los caballos relincharon y, animados por sus
gritos, empezaron a trotar con vehemencia. Rosa dio un pequeño salto en el
asiento, y me guiñó un ojo.
—¡Rosa, para este carro, ahora mismo! —chillé, agarrándome donde
podía para no caerme.
Conducía con una fiereza que me asustaba. Giró por la primera calle,
dando botes en el asiento, ávida de velocidad. Aquella era una de las vías
más transitadas del pueblo. Si se descontrolaba, en cualquier momento
podía llevarse a alguien por delante.
—¡Apartaos, apartaoooos! ¡Llega la Rosa de los Riscos! ¡Yipi-yay! —
continuaba gritando, exaltada.
Los viandantes se apartaban rápidamente del camino, encaramándose a
las fachadas. Iba tan veloz que no me di cuenta de adónde se dirigía hasta
que el carro empezó a ralentizar el ritmo, y Rosa elevó la voz, dirigiéndose
hacia uno de los paseantes que se habían refugiado en el porche de los
edificios.
—¡Bienvenido a la frontera, amigo! —Rio, juguetona, apartándose el
cabello que se le enganchaba a la frente y los ojos con el polvo.
Estalló en una carcajada escandalosa. El tipo del traje que habíamos
visto antes nos observó, atónito y visiblemente satisfecho, con esa
descarada sonrisa que parecía permanecer grabada en sus labios; se ajustó el
sombrero y asintió con la cabeza sin dejar de sonreír. Rosa entonces se
volvió y azuzó a los caballos, alejándose de la calzada.
—¡Detente ahora mismo o te aseguro que tu padre se enterará de esta!
—le ordené.
Rosa chasqueó la lengua y, tras escupir la brizna de hierba que estaba
mordiendo, giró por la siguiente callejuela. Cuando se hubo asegurado de
que el forastero ya no podía vernos, estiró las riendas, recogiéndolas contra
su pecho. Los caballos fueron deteniéndose, y condujimos lentamente hasta
que alcanzamos la taberna donde nos esperaban Jesse y McCallister.
—¡Así se hace, bonitas! —Se dirigía a las yeguas, y se pasaba la mano
por su cabello alborotado.
Su melena ondulada se le enganchaba a la sien por el sudor y la
excitación. Aquella mañana de primavera, bajo el calor del mediodía y la
bruma rojiza que velaba el paisaje, sentí un escalofrío que me hizo
estremecer.
Rosa sonreía, pletórica, y bajó del carromato de un salto. Sin esperarme,
echó a correr hacia el porche y entró a grandes zancadas en el saloon en
busca de su padre y McCallister. Los viandantes, atemorizados por nuestra
carrera, se fueron incorporando lentamente a la calzada. Sentada en la
calesa, vi cómo cuchicheaban entre sí y se apartaban, negando con la
cabeza, como si mi hija fuera un caso perdido que no tuviera solución ni
arreglo posible.
Comenzaba a entrever que su rebeldía no era algo infantil ni caprichoso,
sino una violencia que se adueñaba cada vez más de ella. Me aterró pensar
que era demasiado tarde, que esa vehemencia que habíamos confundido con
una actitud transitoria y juvenil sería lo que acabaría definiendo el futuro de
Rosa, de nuestra historia como familia.
35

—¿ Has averiguado algo?


Jesse se sentó en el suelo, recostando la espalda en la piedra de la
chimenea. En silencio, se encendió un cigarro que acababa de liarse y se lo
llevó a los labios. Lo chupó, degustándolo; sus labios se arrugaron al
succionarlo, y sus ojos se empequeñecieron en ese breve instante de un
placer agriado, mientras debatía qué debía responderme. Las largas pausas
en él antes de hablar eran una señal inequívoca de que estaba inquieto.
Nuestro perro se tumbó junto a él, apoyando la cabeza sobre su pierna.
Jesse bajó la vista hacia el animal y, como si se hubiera olvidado de mí,
comenzó a rascarle la barriga. El chucho se giró ligeramente a un lado, con
las orejas echadas hacia atrás.
—¿Esto te gusta, eh, grandullón? Eres un caradura, ¡y un vago! —se
mofó Jesse, cariñosamente.
El perro hizo un extraño sonido con la nariz, parecido a un estornudo, y
abrió la boca en un gran bostezo.
—Jesse, ¿puedes prestarme atención, por favor? Te estoy hablando —
repetí, esta vez muy seria—. Esto es importante; se trata de nuestra hija.
¡Deja al perro, te digo!
Su cuerpo se contrajo en un espasmo. Jesse alzó la mirada hacia mí.
Alrededor de los ojos se le habían formado unas pronunciadas ojeras que
delataban que la fatiga estaba haciendo mella en él. Lo conocía demasiado
bien para saber que, cuando obviaba mis preguntas, era una señal de que
algo andaba mal.
—Sí, sé quién es… Y ya te advierto que no te va a gustar.
—Desembucha. —Di un golpe encima de la mesa.
—Juan Chávez Abascal —dijo él, pronunciando detenidamente cada
una de las palabras que conformaban aquel nombre—. En el pueblo ya se
ha empezado a hablar de él. Es un jugador, y no precisamente de los
buenos.
Ese nombre me sonaba familiar, probablemente de los anuncios de
búsqueda del diario. En aquellos últimos meses había nacido una nueva
hornada de jugadores, estafadores y forajidos, y los sheriffs y alguaciles de
los condados limítrofes iban como locos a la búsqueda de los bandidos.
—Creo que he oído hablar de él, Jesse…
—Seguro. Es uno de los pistoleros a los que acusaron del robo en el
saloon de San Antonio.
Recordé las noticias que se habían publicado en el diario: una banda
compuesta por jugadores y mercenarios se había liado a tiros en una taberna
y había robado todo el dinero de la caja. En los espejos que quedaron
intactos, dejaron grabado un mensaje de libertad —o así lo llamaban ellos
—, que defendía un Estado en el que convivieran hombres de distintas razas
y religiones. Según decían, se consideraban a sí mismos representantes de la
ley democrática, en contraposición a las bandas racistas que se dedicaban a
linchar a todo aquel que no fuera blanco. El jefe de la banda, de la cual no
conseguía recordar el nombre, atribuía sus saqueos a actos de justicia, como
un Robin Hood moderno y los proscritos que lo acompañaban.
—En aquel momento no encontraron pruebas de que él hubiera
participado en el robo y quedó libre. Pero se rumorea que formaba parte de
la banda, y que ahora está pensando en crear la suya propia. —Jesse dio una
profunda calada y expulsó el humo.
Me apoyé en la mesa, asimilando toda aquella información, cuando
unas pisadas fuertes y bravuconas hicieron temblar el suelo.
Por la puerta asomó el rostro reluciente de Rosa. Tenía la cara
empapada de sudor; venía de cabalgar por la pradera y los ojos le brillaban
de excitación. Respiraba de forma acompasada, casi jadeando.
—¿Qué estáis tramando vosotros? Parecéis un par de bandidos
conspirando para cometer un atraco —dijo, arrugando la nariz y alzando el
rifle que sostenía entre las manos.
—¡Baja ese maldito rifle! —le ordenó Jesse, cubriéndose la cabeza—.
Si sigues así, al final vas a volarnos los sesos. Haz el favor de ir con
cuidado, hija.
—¡Sois un fastidio, los dos…! —respondió Rosa, bajando el arma y
pasándose el brazo por las mejillas para secarse el sudor—. ¿Cuándo va a
volver Mac? Esto es un aburrimiento sin él.
Cada cierto tiempo, ahora que los indios vivían en las reservas,
McCallister se marchaba a visitar a Quanah Parker y a los quahadi a la
reserva de Fort Sill, en Oklahoma. Finalmente, años después de nuestra
aventura, Cole se decidió a confesarle al jefe indio lo que había sucedido
bajo el mandato de Sul Ross durante el ataque contra el campamento
comanche cuando él era apenas un muchacho.
Para su alivio, Quanah lo había comprendido y, además, le había
asegurado, como ya sospechábamos, que Peta Nocona no se hallaba en ese
lugar en el momento del ataque, y que su padre falleció más tarde, en lo alto
de las montañas, a causa de unas heridas de guerra. Desde ese instante de
sinceridad, se había creado entre ambos una peculiar amistad: como amigos
y enemigos, cada uno hallaba en el otro un vínculo con un pasado que se
había perdido en el Territorio; un pasado remoto que ambos habían
conseguido recuperar gracias a su amistad.
Cuando McCallister se marchaba a Oklahoma, uno nunca sabía cuánto
tiempo podía estar fuera. Había algo en él que lo mantenía atado a la tierra
y que lo hacía alejarse de la humanidad, evadirse de la vida, para regresar al
pasado.
Rosa pateó el suelo, hastiada:
—Si Mac estuviera aquí, seguro que me daría la razón; seguro que
estaría de acuerdo conmigo, y que…
—Haz el favor de asearte y cambiarte de ropa. Cenaremos en una hora.
Y basta ya de tonterías —le dije, muy firme.
Jesse y Rosa callaron de súbito. Ambos miraron el reloj y se volvieron
hacia mí, atónitos.
—María, no son ni las cinco de la tarde. Aún tengo el estofado en la
puñetera garganta —se quejó Jesse.
—He decidido que a partir de ahora cenaremos antes. Es mejor para el
estómago. Haremos como esos alemanes que viven en la entrada del
pueblo. Así podremos irnos a dormir pronto hoy. —No iba a darles ninguna
opción a réplica.
Sentado en el suelo, Jesse se inclinó hacia delante y me contempló con
atención, como si quisiera adivinar qué extrañas ideas se me pasaban por la
cabeza.
—Pero mamá, sabes perfectamente que hoy es la fiesta del tiro. ¡Hace
semanas que lo están organizando! Me he comprado un nuevo rifle
expresamente para eso.
La fiesta había sido planificada con antelación para que todos los
vaqueros y granjeros que supieran hacer uso del revólver pudieran
participar. Se habían preparado unas determinadas zonas de tiro, así como
otras de rodeo y de juegos para los más pequeños. Según las costumbres de
la frontera, los que vivíamos en los asentamientos debíamos llevar algo de
comida para la cena de la fiesta. Se montaba una mesa larga y ancha para
que dejáramos la comida que hubiéramos llevado y que cada cual se
sirviera lo que le apeteciera.
—Tendrá que esperar a otra ocasión. Mañana tengo que marcharme
pronto a hacer una entrevista para el artículo que estoy escribiendo, y me
veo incapaz de conducir todo el viaje de ida y vuelta. Necesitaré que vengas
conmigo.
—¿Y padre? ¿No puede acompañarte?
Nos erguimos en el centro de la habitación, observándonos
cautelosamente, sopesando las palabras exactas que debíamos decirnos la
una a la otra. Rosa dio un paso al frente, tamborileando los dedos sobre la
culata del Winchester. Al aproximarse más a mí vi que en el cabello se le
habían enganchado algunos hierbajos y en el pantalón tenía manchas de
barro, como si se hubiera sentado cerca de algún río.
—¿Dónde dices que has ido a cabalgar?
Mi hija abrió y cerró las manos, nerviosa.
—Por los alrededores. He dado un rodeo por el camino de los
promontorios y he vuelto. ¿Por qué lo dices?
—Esas manchas de barro… Solo puedes habértelas hecho cerca de
algún río. Te he dicho miles de veces que no quiero que te alejes tanto de
casa. Dime, ¿con quién has ido?
Rosa retorcía las manos sobre el rifle y apretaba la mandíbula con
fuerza. Sabía reconocer las señales: se estaba controlando, pero iba a
estallar de un momento a otro.
—No te lo repetiré otra vez. Dime con quién narices has ido al río.
—Contesta a tu madre, Rosa. —Jesse se puso en pie, en alerta por el
cauce que habían tomado las cosas—. Espero que no se te haya ocurrido ir
con ese tal Chávez. Más te vale separarte de él.
Jesse avanzó hacia ella; estaba muy serio y se movía lenta y
concienzudamente, como si hubiera despertado de un largo letargo y tuviera
que enfrentarse a un peligro inminente, a un peligro que cada vez se hacía
más tangible, más real.
Los tres permanecimos en la misma posición. La tensión se palpaba en
cada uno de nuestros gestos, en el movimiento más imperceptible. Los
dedos de Rosa se cerraron en torno al rifle, y este resplandeció en la sala,
como un mal augurio cerniéndose sobre todos nosotros.
36

— Ya se le pasará, María. No te martirices más.


No podía quitarme de la cabeza la impetuosidad con la que Rosa había
lanzado la silla al suelo y se había encerrado en su habitación. Más que una
mujer, parecía una bestia salvaje. Nos habíamos pasado la tarde hablando de
ella, pensando vías para reconducir la situación, y me había quedado sin
ideas.
Jesse posó su mano sobre la mía, acariciándome los dedos; me rodeó la
muñeca y me la apretó con ternura. Sentir su tacto, su piel en contacto con
la mía, me ayudaba a sosegarme; sus caricias me otorgaban seguridad,
tranquilidad, como si nada pudiera sucederme si él me tocaba.
Estábamos sentados a la mesa, junto a la ventana que daba a la parte
frontal de la casa. Yo miraba ensimismada el álamo que se alzaba del suelo;
podía adivinar sus cada vez más gruesas y protuberantes raíces. Un añapero
yanqui aleteó en el aire y se posó en una de sus ramas superiores. Su gorjeo
y el sonido de sus alas al abrirse y cerrarse me hicieron tomar consciencia
del entorno.
Habían transcurrido más de dos horas desde que Rosa se había
confinado en su habitación, después de que le prohibiésemos acudir a la
fiesta. En la casa reinaba un silencio sepulcral, una paz falsificada que
enturbiaba las paredes, los muebles, el aire que respirábamos. El perro, que
se había tumbado a los pies de Jesse, alzó la cabeza, como si él también
pudiera leer mis pensamientos y se hubiera alarmado.
No era la primera vez que sucedía un episodio de tales características.
Las discusiones con Rosa eran recurrentes, así como las puertas cerradas
entre nosotros cuando la contradecíamos o le prohibíamos llevar a cabo
alguna de sus descabelladas ideas. Los enfados habían empeorado desde la
llegada de Chávez al pueblo. Rosa había cambiado: había nacido en ella una
especie de rubor que le iluminaba la cara, una excitación que llenaba sus
risas, que hacía que su voz sonara más impetuosa y que su rebeldía y sus
ansias de mando se acentuaran.
El perro parpadeó y ladeó la cabeza en dirección a su dormitorio. Jesse
entonces se puso en pie y nos contemplamos fijamente; en sus ojos percibí
el miedo, un terror silenciado que se expandía por nuestros cuerpos.
Me levanté rápidamente de la mesa y me dirigí al pasillo que daba al
resto de las habitaciones de la casa. La puerta del cuarto de Rosa seguía
cerrada. Aguardé muy quieta, afuera, pegada a la puerta. El perro se colocó
a mi lado, con las orejas levantadas. Escuchamos pacientemente, esperando
que algún sonido, por nimio que fuera, nos contradijera.
Sin embargo, no se oía nada.
De repente, Jesse salió corriendo por la puerta principal. Por el ruido de
sus pisadas, comprendí que se dirigía a la parte trasera de la casa, donde
daba la ventana del cuarto de Rosa. El perro profirió un breve gemido
agudo y se acercó a mí. Había dejado de mover la cola y estaba tieso, con la
mirada fija en la entrada. Aguardamos, conteniendo la respiración, hasta
que oí los jadeos de Jesse que regresaba al comedor.
—Se ha marchado. —Respiraba con dificultad—. Se ha escapado por
detrás para que no la oyéramos.
—¿Y el caballo?
—Se lo ha llevado. Por las pisadas que hay en el jardín de atrás, se ha
largado caminando con él hasta asegurarse de estar lo suficientemente lejos
para montarlo.
Como le había sucedido a Isabel años atrás, antes de marcharnos de
Blanes, sentí que las fuerzas me abandonaban y que un mal presentimiento
me partía el cuerpo en dos mitades. Un poco mareada, me apoyé en el
respaldo de la silla. Jesse se acercó y me sujetó por la cintura.
—No te preocupes, no andará lejos. Iré a buscarla. Seguro que está en la
fiesta. Tú siéntate. —Insistió en que reposara. Podía notar cómo su mano
temblaba, insegura, en mis caderas.
Hice lo que él me decía y tomé asiento. Recosté la espalda en la silla y
cerré momentáneamente los ojos. Una sucesión de imágenes me asaltaron la
mente como un torbellino. De pronto, un calambre me subió por la columna
vertebral.
—Espera. —Un sudor frío se me concentraba en las axilas—. La
habitación… Debemos mirar en la habitación.
—¿Para qué quieres mirar ahí dentro?
Sin perder más tiempo en contestarle, recorrí el pasillo y giré el pomo
de la puerta. Rosa se había asegurado de cerrarla con pestillo por si se nos
ocurría abrirla antes de tiempo.
—Déjame a mí —dijo Jesse, apartándome a un lado.
Jesse retrocedió, cogiendo velocidad, y golpeó la puerta con todas sus
fuerzas. Esta se tambaleó. Volvió a tirar para atrás; la pateó en un segundo
intento, hasta que consiguió romper el cerrojo. El perro se precipitó hacia el
pasillo. Sus ladridos me recordaron a los sonidos que hacían los comanches
cuando se lamentaban por la muerte de un ser querido. Eran persistentes,
punzantes como un millar de agujas clavándose en la piel, en el aire cargado
de polvo que flotaba entre nosotros.
Con un reflujo subiéndome por la garganta, entré corriendo en el
dormitorio. La ventana estaba abierta y las cortinas ondeaban con el
vientecillo de la noche. Los cajones de la cómoda estaban revueltos. No
cabía ninguna duda: Rosa se había marchado y se había llevado algunas de
sus pertenencias consigo.
Las rodillas me flaquearon; perdí la fuerza en los brazos y las piernas.
Me dejé caer sobre la cama, con la vista clavada en la ventana, en la pradera
oscura e impenetrable que se dilataba, con su ancho y árido manto, en todas
direcciones.
En la tierra se advertían las huellas de sus pisadas y las pezuñas del
caballo.
—María, ahí. —Jesse me señaló una carta que había encima de la
almohada.
En el sobre, con su redondeada y rotunda caligrafía, destacaban nuestros
nombres. La cogí para desdoblar el papel que ocultaba en su interior, pero
los dedos me temblaban. Cada vez que intentaba leerla, el papel se me
escurría y caía al suelo. Jesse la recogió y la sostuvo en alto. Lo que había
temido se había hecho realidad. Ambos nos quedamos mirando aquella nota
inconcebible como si se tratara de una pesadilla, de una broma de mal gusto
que ninguno de nosotros fuera capaz de asimilar.
La imagen de Isabel, con su vestido oscilando al viento encima de la
roca de Sa Palomera, tantos años atrás, me sacudió; mi hermana me
avisaba, con su rostro mojado por las salpicaduras del mar. «Antes de que
sea demasiado tarde», decía. Las olas rugían aquella noche; en vez de
escucharla, yo me había tapado los oídos y me había hecho un ovillo,
negándome a hacerle caso.
Inmersa en mis divagaciones, regresé al amanecer en el que me fugué
de casa de los Soley; recordé la nota que les había dejado encima del
mueble de la entrada, para que la leyeran al despertarse… Le había relatado
ese episodio decenas de veces a Rosa: cómo había escapado para unirme al
grupo de los buscadores; cómo había tomado prestado un caballo, el arma,
y me había disfrazado de hombre.
Hasta entonces, no fui consciente del gran error que había cometido. La
imagen de mi hija pidiéndonos que le contásemos nuestra historia me
golpeó: «Contadme cómo mami se fue con vosotros, cómo se fugó de casa.
¡Por favor, Pa’!».
Durante años habíamos hallado un punto en común con ella: esos ratos,
esa necesidad de contar, de escuchar y ser escuchado, nos acercaban a
nuestra hija; hacían que nuestras diferencias se evaporaran. Cuando le
narraba mi historia, Rosa se arrimaba a mí y podía conseguir que estuviera
horas prestándome atención, sintiendo su pequeña mano junto a la mía. Las
huidas, las fugas, cualquier acto revolucionario suscitaban en ella un
extraño entusiasmo, una fogosidad que se traslucía en su mirada hambrienta
o en cómo me agarraba insistentemente del brazo para que siguiera, para
que le contara más.
Sin ser consciente de las fantasías que alimentaba en ella, me aproveché
de esa curiosidad insaciable que se iba apoderando de mi hija. Y que ahora
me la arrebataba.
Más de veinte años después había propiciado la repetición de mi
historia.
Permanecimos callados e inmóviles en el centro de la habitación,
sopesando lo que había sucedido, hasta que oímos unas pisadas familiares.
Los tablones de madera del suelo del porche crujieron bajo su peso.
Acompañadas por el rítmico ruido de las espuelas, se adentraron en la casa.
El perro se volvió, la cola se le levantó y la balanceó a los lados. De su
peluda garganta salió un sonido muy agudo que se deshacía en el aire como
un jadeo de expectación.
Una figura, recortada por las sombras que producían los reflejos de las
llamas de la chimenea, apareció en el vano de la puerta.
—¿Qué diablos estáis haciendo aquí? ¿Dónde está Rosa? Le he traído
algo que le gustará. He comprado uno de los mejores rifles para ella. Se
podría matar con él incluso a un escorpión. —McCallister se frotó la barriga
que le colgaba, como un flácido saco, encima del pantalón.
Lentamente, Jesse y yo nos giramos hacia él. Sentía que una nueva
pérdida había anulado nuestros cuerpos. La vida que bombeaba por nuestras
venas, la energía de la sangre que nos llegaba al corazón para que
respirásemos se secaba de repente.
—Rosa se ha… —Las palabras se me atragantaban con los sollozos.
Los ojos de McCallister se hundieron bajo sus pobladas cejas. Como si
hubiera adivinado lo que ocurría, echó un vistazo a las cortinas que se
agitaban con el aura nocturna.
—Rosa se ha… Se ha marchado.
Sin poder controlarme, mis ojos se desbordaron en lágrimas. No podía
creerlo, no era posible, me dije a mí misma. Debía estar soñando. Cerré los
ojos y apreté los párpados con fuerza para detener los lloros que me
ahogaban, para ahuyentar aquella pesadilla.
La mano de Jesse me rodeó por la cintura; sentí sus dedos indecisos, su
tacto gélido como el hielo… La huida de nuestra hija era más real que
cualquier sensación que hubiéramos experimentado jamás.
37

Pasaron los meses y las estaciones. Desde la marcha de nuestra hija no


habíamos vuelto a tener noticias suyas. Vivía alterada, con los nervios a flor
de piel, recordando su voz, repitiéndome día y noche cada una de las
últimas palabras que había oído de sus labios aquella lejana tarde de mayo.
No me cansaba de releer, una y otra vez, la escueta nota que nos había
dejado sobre la almohada de la cama.

No me busquéis, no intentéis encontrarme. Cuando haya


pasado un tiempo, yo me pondré en contacto con vosotros.
Rosa

Solía mirar el rasgado papel antes de acostarme. Entonces me desvelaba y


me pasaba las siguientes horas dando vueltas por la casa, meciéndome en el
porche en la absoluta oscuridad, o imaginando, junto al calor de la
chimenea, dónde andaría mi hija.
En ocasiones, me quedaba inmóvil, sentada en la mecedora, con la vista
fija en el crepitar de las llamas, y especulaba acerca de su paradero. Las
posibilidades eran infinitas: podía estar en cualquiera de los estados; o tal
vez se hubiera marchado de América y se hallara muy lejos, al otro lado del
océano; o quizás, a esas alturas, estuviera muerta.
Me entretenía deduciendo, hiriéndome, flagelándome con suposiciones
que carecían de bases racionales. Esas invenciones que se arremolinaban en
mi cabeza me otorgaban, en cierto modo, una respuesta ante la
incertidumbre. Hallaba cierto consuelo en ellas. El interrogante sobre la
marcha de Rosa, que planeaba siempre sobre nuestras cabezas, desaparecía;
durante unos instantes, mi cuerpo se relajaba, hundiéndose en las sombras
de su recuerdo.
No podía dejar de pensar qué era lo que habíamos hecho tan mal para
que todo se torciera, para que mi hija fuera tan distinta a lo que habíamos
previsto. Han hecho falta muchos años para que llegara a entender que
nadie tiene la potestad de decidir el destino del otro; y ninguno de nosotros
teníamos esa potestad sobre Rosa.
Tardamos demasiado en darnos cuenta de que había crecido antes de
tiempo. Mientras seguíamos viéndola como una niña impulsiva y temeraria,
Rosa se había convertido en toda una mujer, con sus ideas y convicciones.
A pesar de que nos había advertido que no la buscáramos, Jesse hizo
correr la voz por los pueblos más cercanos y prometió una generosa
cantidad como recompensa para aquel que nos la devolviera sana y salva.
A medida que transcurrían los meses el nombre de Chávez se iba
haciendo más famoso al norte de la frontera; había conseguido formar una
nueva banda de proscritos en la que él era el líder. Las noticias de sus robos,
asaltos a diligencias, bancos, saloons y cantinas de mala muerte llenaban las
estafetas, las paredes y las oficinas de los sheriffs. Se rumoreaba que, en
ciertas zonas del condado, contaba con la ayuda de algunos agentes de la
ley que, sobornados por él, le cubrían las espaldas.
Nadie se atrevía a denunciar a sus compinches. Dos de sus hombres que
habían hablado con el sheriff aparecieron con un tiro en la cabeza. Si uno se
iba de la lengua o se empeñaba en enfrentarse a los Chávez era hombre
muerto.
A algunos su historia les recordaba a la de Sam y Belle Starr —la
famosa pareja de delincuentes que reivindicaba sus robos como una forma
de combatir la invasión yanqui, tras la pérdida del sur en la Guerra de
Secesión—, y a la banda de proscritos que habían formado en Younger’s
Bend: un grupo de forajidos que, como hacía Chávez, justificaban sus robos
como una defensa de la ley en la que creían. Aunque los motivos y los
móviles de sus crímenes fueran diferentes, ambos defendían sus actos y se
veían a sí mismos como una especie de salvadores del Oeste.
La simple mención de Chávez o de su banda despertaba terror.
Cualquiera que la oyera ponía los ojos en blanco, gritaba o retrocedía,
acobardado. Con el tiempo, y tras ofrecer la recompensa a todos los pueblos
de los alrededores, comprendimos que nadie se atrevería a enfrentarse a él.
Se suele decir que el tiempo ayuda a que mengüe el dolor tras las
pérdidas. Sin embargo, durante aquellos meses, el sufrimiento se
acrecentaba con cada día que pasaba sin saber nada de nuestra hija. Las
jornadas se volvieron largas y tristes; realizaba los mismos movimientos día
tras día, las mismas mecánicas rutinas. Me obligué a mantenerme ocupada
las máximas horas del día. Empecé a pasar más ratos en el periódico y volví
a retomar mi empleo como maestra en la escuela. Aunque no pasara una
hora en la que no pensara en la ausencia de Rosa, el trabajo me ayudaba a
distraerme, a no darle vueltas a las mismas cosas una y otra vez.
Paulatinamente, nos fuimos acostumbrando a su ausencia (si es que una
madre puede habituarse a eso), hasta que, a los diez meses de su marcha,
Mac enfermó. Había envejecido rápidamente; el pelo se le había caído,
acentuando su vejez, y un hedor a podredumbre emanaba de su cuerpo
enjuto. Se quejaba de un dolor agudo que le oprimía el pecho y tenía
grandes dificultades para respirar. Se ahogaba al caminar, me decía,
apoyándose en mi hombro para mantenerse en pie. Su voz se había
debilitado y casi no se le oía cuando hablaba.
Visitamos a distintos médicos; todos coincidieron en el mismo
pronóstico: un tumor le crecía a pasos agigantados en el pulmón. Era
cuestión de meses, si no de semanas, que el oxígeno dejara de llegarle a la
cabeza y que el corazón se le detuviera para siempre.
Uno de los médicos a los que consultamos nos recomendó que
probásemos en alguna de las grandes ciudades, donde había doctores más
preparados e instruidos que, en algunos casos, eran capaces de operar y
extraer los tumores. Cuando le planteamos esa opción a McCallister, se
negó en rotundo: «He vivido la vida que he querido. He hecho lo que me ha
dado la gana y he sido todo lo feliz que podía haber sido. Ahora lo único
que quiero es que esos matasanos me dejen morir en paz», nos dijo, muy
serio. «Es lo único que os pido. Dejad que me quede aquí con vosotros. Así,
si vuelve Rosa quizás esté a tiempo de despedirme de ella. ¡Pero ni se os
ocurra traerme a un médico! ¡Al primero que entre le vuelo la cabeza!».
Intentamos persuadirlo de que viera a un doctor más especializado, pero
los dolores se agudizaron y nos vimos obligados a prepararnos para lo
inminente. A petición de Cole, Dolores se trasladó a nuestra casa. Traté de
contactar con Rosa para avisarla de la situación, pero no tenía ni idea de
cómo localizarla, y nadie se ofrecía a hablar ni a revelar ningún detalle
sobre el paradero de los Chávez.
Los últimos días, McCallister solo tenía fuerzas para sentarse en la
mecedora. Se quedaba contemplando las llamas del fuego en la chimenea,
la oscura pradera que se desplegaba al otro lado del ventanal, o escuchaba
el triste ulular de los búhos cornudos que dormitaban en nuestro álamo.
Permanecía tardes enteras en silencio, sin despegar los labios, abriendo y
cerrando los ojos intermitentemente, como si temiera que el sueño le
alcanzara para siempre.
Poco a poco, dejó de comer; solo toleraba los líquidos y las comidas
ligeras que Dolores le preparaba. Una noche, revivió momentáneamente y,
como en un último deseo, nos pidió que le cocináramos algún plato
suculento. Le preparamos un estofado de carne, una de sus comidas
favoritas, pero cuando intentó comérselo, se vio incapaz de tragárselo y
tuvo que apartar el plato a un lado.
La piel se le volvió gris como las piedras calizas de los promontorios.
Sus labios perdieron el color, tornándose de un rosa macilento, y el hedor de
su cuerpo se hizo insoportable. El cáncer impregnaba las paredes,
asfixiando a los que vivíamos a su alrededor. Nos pasábamos el día
esperando que llegara ese instante que todos temíamos, ese momento en el
que su voz se apagaría para siempre. Hubo escenas demasiado dolorosas:
como cuando se caía desplomado en el suelo, y Jesse, Dolores y yo
teníamos que hacer acopio de todas nuestras fuerzas para levantarlo; o
cuando sentía que se le escapaban extraños fluidos producidos por la
enfermedad y, antes de que fuera capaz de incorporarse para llegar al baño o
de avisarnos, se hallaba con los pantalones manchados de sangre y con las
piernas pegajosas de un líquido viscoso y marrón.
La mayoría de esas situaciones se han quedado grabadas en mi mente
como una quemadura sobre la piel, una señal marcada a fuego. No obstante,
también conservo una escena en concreto, un recuerdo suave y dulce al que
suelo recurrir cuando necesito hallar paz.
Eran los albores del mes de mayo. Dolores y yo estábamos en la cocina
preparando la cena, cuando Mac la llamó. Ella se precipitó hacia el
comedor para ver qué necesitaba. Cole, que no podía moverse por el dolor,
le pidió que tomara asiento junto a él. Dolores se sentó en una de las sillas y
se arrimó bien a la mecedora. Él le cogió la mano y, tras dedicarle una
sonrisa repleta de agradecimiento, entrelazó sus dedos con los de ella.
Asomada a la puerta, me quedé contemplándolos, allí abrazados. Sus
tristes sonrisas traslucían las vivencias y tribulaciones de toda una vida; una
existencia que, en unas horas, se extinguiría en ese apacible recuerdo. Mac
alzó la otra mano, le acarició un mechón de cabello que le caía suelto y se
lo recogió detrás de la oreja. Dolores bajó la cabeza; sus labios tiritaban y
unas finas lágrimas afloraban de sus párpados entrecerrados. Los dos se
acercaron, rozándose con la frente, acariciándose la nariz, pestañeando en la
mejilla del otro, en ese instante tan comedido y delicado como un vestido
de seda expuesto al verano más caluroso.
Tres días después, Mac falleció, tranquilamente, en su cama.
Cuando sucedió, me hallaba junto a él, sentada en el borde del lecho.
Dolores y Jesse estaban fuera, recogiendo unos leños para alimentar la
chimenea. Cole, que había permanecido inconsciente las últimas cuarenta y
ocho horas, profirió un ronquido ahorcado; su pecho se alzó en un espasmo,
los músculos de la cara se le contrajeron y su boca se abrió, buscando
desesperadamente el aire. Me incliné sobre él, tratando de ayudarlo, de que
se sintiera cómodo, pero no sabía qué hacer ni cómo auxiliarlo. Le acaricié
la cara y le apreté dulcemente la mano, todavía caliente, hasta que noté que
esta perdía fuerza y que quedaba inerte sobre las sábanas. Aquel gruñido
ahogado se apagó y no quedó rastro alguno de vida en su cuerpo. Me
aseguré de cerrarle los labios, que se le habían quedado ligeramente
entreabiertos, dispuestos a pronunciar su último anhelo.
Cumpliendo con su voluntad, lo enterramos en las Colinas Azules: en el
mismo rincón donde había perecido el viejo Randy. Aquella zona, poblada
en nuestros recuerdos por indios feroces, Rangers, soldados de la Caballería
y buscadores, se nos presentaba como un oasis de serenidad y sosiego. Las
dos décadas que habían pasado desde entonces, habían cambiado por
completo aquel lugar salvaje y fiero. Desde la marcha de las tribus, el río,
rodeado de extensas planicies y prados, parecía entonar su particular
lamento. Jesse buscó el punto donde creía que yacía Randy y, aunque en
realidad el viejo ya no fuera más que un montón de huesos, lo sepultamos lo
más cerca que pudimos.
Los tres cantamos una de sus canciones favoritas de la frontera, la
misma que, veinte años atrás, McCallister y Randy habían tarareado y
bailado al son del piano. Al atardecer, nos despedimos para siempre de Cole
McCallister.
Llegamos a casa al anochecer. Conducíamos despacio, sintiendo en cada
tramo de tierra que recorríamos cómo se hundían las ruedas en el camino
embarrado y el triste palpitar de nuestros corazones. Ninguno de los tres
dijo nada en todo el trayecto. Dejamos que el carro nos meciera con su
traqueteo.
Los grillos cantaban en la noche, como si ellos también se lamentaran
de la muerte de Cole. Arrobada por sus cánticos, recordé la primera vez que
lo vi, en el cementerio, montado sobre su alazán; el día en que me habló de
la majestuosidad de los búfalos, en la abierta pradera, mientras la manada se
paseaba con sus elegantes andares; o la mañana en que se sentó conmigo,
en el saloon de Dolores. Deseé con todas mis fuerzas volver a esas escenas
para detener el tiempo, para pausarlo todo, para que la vida me diera una
nueva oportunidad… Pero eso era imposible.
La muerte era imparable, y la vida nunca hacía excepciones, ni siquiera
para los tipos como Cole McCallister.
Nuestra casa se recortaba entre las sombras. Nos faltaban pocos metros
para alcanzarla, cuando vimos una sombra moviéndose en el porche.
—María, Dolores, apartaos. Si es uno de esos ladronzuelos que están
asaltando las casas, le daré un susto que no olvidará en la vida —espetó
Jesse, irguiéndose y apuntando con el rifle.
—Espera, no dispares. —Alcé la mano para detenerlo.
La silueta se movía de una forma muy familiar, que había visto en
incontables ocasiones. Me acerqué unos pasos, cautelosamente. La figura se
volvió hacia mí, y ambas nos quedamos paralizadas. La oscuridad y el
techo del porche le tapaban la cara. Avanzó hacia mí; sus pisadas, repletas
de bravuconería, chocaban contra la tierra con un halo de tristeza. Agucé la
vista, tratando de confirmar mis sospechas. Se me había disparado el pulso
y un sudor helado se me concentraba detrás de la nuca. La figura bajó los
peldaños, saliendo de las sombras.
—¿He llegado tarde, verdad?
Estaba sucia, cubierta de arena, como si el desierto se la hubiera tragado
en una ventisca de polvo. Todo su cuerpo temblaba estrepitosamente y su
voz sonaba débil. Llevaba los pantalones agujereados, harapientos de tanto
cabalgar. Su cabello, antes largo y revoltoso, había perdido el color de
antaño, la viveza de la juventud. Rosa se llevó las manos al estómago. Una
protuberante barriga le sobresalía de su delgado cuerpo. Sus manos se
cerraban sobre ella formando un muro de protección.
Jesse y Dolores se habían bajado del carromato; calladamente, se
aproximaron a ella. Había pasado tanto tiempo desde que se marchó que
ninguno de nosotros se atrevía a creer que su presencia fuera real.
Rosa entreabrió los labios, tratando de decirnos algo, pero solo se oyó
un hilo de voz perdiéndose en el aire. Los ojos se le anegaron en lágrimas y
rompió a llorar. La expresión se le torció en una mueca, la misma que ponía
de pequeña cuando tenía pesadillas y, a altas horas de la noche, iba a
buscarme a la cama y me despertaba para que ahuyentara a las serpientes
que la perseguían. Corrí hacia ella y la abracé. Exhausta, Rosa apoyó la
cabeza en mi hombro; sentí que su cuerpo se relajaba. Sus sollozos se
volvieron más audibles, dejando ir todo el dolor de aquel último año.
La besé en la frente; tras cogerla de la mano, nos dispusimos a entrar en
la casa. Jesse se había adelantado; nos aguardaba en la entrada con la puerta
abierta, para dejarnos pasar.
Con paso lento e indeciso, Rosa subió los peldaños hacia su padre. Se
quedaron muy quietos, estudiándose el uno al otro, como si precisaran de
un tiempo para volverse a conocer. Mi hija retrocedió, buscándome, cuando
Jesse se acercó a ella y le acarició una de las manos que Rosa se empeñaba
en mantener pegadas a su abultada barriga.
—Bienvenida a casa, cariño.
A Rosa le sobrevino de nuevo un temblor que le agitó todo el cuerpo.
Sin poder dominarse, se abalanzó sobre su padre.
—Está bien, está bien, ya estás en casa. Vamos adentro y podrás entrar
en calor —dijo él, arropándola con su abrazo y conduciéndola dentro.
En la oscuridad, mientras los matorrales de mesquite se agitaban con el
vientecillo de la noche, me quedé contemplando cómo se internaban en la
casa. No recordaba cuándo fue la última vez que había visto esa estampa, al
padre y a la hija juntos. Era en uno de esos preciados momentos en los que
el mundo y todos los relojes parecen detenerse; uno de esos instantes en los
que uno debe burlar el ritmo incesante de la vida y pararse, aunque sea un
segundo, para degustar el presente y convertirlo en recuerdo. Cada detalle
de sus gestos merecía ser observado atentamente: sus pasos concienzudos
sobre el suelo de madera del porche; la indecisión al abrazarse, sin que
ninguno se atreviera a pasarse, a mostrarle al otro lo mucho que lo había
echado de menos; las risas tímidas, las palabras calladas, transferidas en
roces, en palmadas contenidas sobre los hombros. Cuando pienso en ello,
eso es lo último que veo, la parte que plasmaría en un cuadro si supiera
pintar, si fuera capaz de inmortalizar un segundo para siempre.
El viento silbó con más fuerza. Si no supiera que era imposible, habría
jurado que el fantasma de McCallister estaba junto a mí, jugueteando con su
Colt, sonriendo por última vez antes de evaporarse en el polvo de la llanura.
La tierra se removió bajo mis pies, y se escucharon las ruedas del carro
accionándose. A mis espaldas, Dolores se había subido al carromato;
sostenía las riendas en alto, dispuesta a marcharse. Intenté convencerla de
que entrara con nosotros en la casa, pero ella también había sentido la
presencia de Cole. Se percibía en sus ojos arrugados, en su mirada vieja y
perdida, siguiendo las invisibles corrientes de aire. Dolores me sonrió y, tras
asentir con la cabeza, giró su encogido cuerpo hacia el horizonte. Con un
ritmo frenético, tomó el sendero que conducía a Cruces Negras.
Aunque entonces no podíamos saberlo, un escalofrío me recorrió el
cuerpo y presentí que esa sería la última vez que la vería.
38

Nos sentamos en la mesa del comedor, junto a la chimenea. Rosa se había


limpiado la mugre del cuerpo y cambiado de ropa. Bajo los reflejos de las
llamas, su cara, desprovista de suciedad, volvía a verse tersa y suave, si bien
la alegría y la vitalidad que la caracterizaban se habían desvanecido.
Con las manos, rodeaba la taza del café caliente. Había cruzado medio
desierto cabalgando sin cesar, y el polvo le había secado la garganta. Bebía
poco a poco, en pequeños sorbos. El líquido le abrasaba la boca. Cada vez
que tragaba, las venas del cuello se le hinchaban y apretaba los labios por el
escozor.
—No habéis tocado nada. —Rosa repasó el salón con la mirada, tras
haber regresado de su dormitorio y haber hecho la misma observación—.
Todo sigue igual aquí, como si no me hubiera ido.
No sabía si era debido a la sequedad que le atenazaba la garganta, pero
cuando hablaba, su voz sonaba diferente, más dura y terca. Había perdido la
musicalidad de antaño: pronunciaba las palabras de un modo homogéneo,
arrastrando las consonantes, como si le supusiera un gran esfuerzo.
Después de la huida de mi hija, conservé la esperanza de que algún día
regresaría, de que volvería a tenerla entre mis brazos. Me negué a modificar
nada en su ausencia. Jesse lo aceptó, sin decir nunca nada al respecto. Así,
en el último año, la casa se mantuvo igual a cuando ella se marchó, con sus
pertenencias ordenadas exactamente en el mismo lugar donde ella las había
dejado. Me esforcé en cuidar hasta el más mínimo detalle para cuando ella
volviera.
Sin embargo, mis fantasías me habían nublado por completo el juicio.
No había sido capaz de ver que, aunque Rosa volviera a nuestras vidas,
nunca podría ser la misma que había salido, a hurtadillas, aquel atardecer de
mayo.
Estaba a punto de ser madre: de dar a luz a alguien semejante a ella que
heredaría sus rasgos, así como los de su padre, ese forajido del que apenas
sabíamos nada. Desconocíamos lo que había vivido en aquellos meses en
los que se había separado de nosotros, y de los cuales se negaba a hablar.
Era imposible que esa joven vivaz y rebelde, que saltaba por las ventanas y
jugaba a atemorizar a los viandantes del pueblo conduciendo a toda prisa,
fuera la misma que en ese instante se arrebujaba en su chal, rodeándose el
vientre.
Rosa se tocaba incesantemente las manos, con tanto ímpetu que temí
que fuera a arrancarse la piel de los nudillos. De perfil, la barriga se le veía
aún más grande, y no cesaba de abrazársela.
—¿De cuánto estás, cariño? —A juzgar por el tamaño de la tripa, no
podía faltar mucho para que llegara el bebé.
—Unos siete meses. Ya falta poco. —Una triste mueca asomó en sus
labios.
Jesse, que se había quedado de pie, con los codos apoyados en la repisa
de la chimenea, se sacó las botas y las lanzó al suelo.
—¿Y él, dónde está? —Con brusquedad, pateó las botas a un lado.
Rosa se llevó la taza a los labios, clavando la vista en las espuelas que
chirriaron al golpear contra el suelo.
—Ese canalla te ha abandonado, ¿verdad? —Ante la falta de respuesta
de Rosa, Jesse dio un manotazo sobre la mesa—. ¡Maldito cabrón!
Le siguieron una retahíla de insultos, pero había dejado de escucharle.
Solo tenía ojos para Rosa, para esa niña que, escondida bajo su antiguo
chal, se me antojaba una completa desconocida. ¿Quién era ese Juan
Chávez? ¿Qué había visto Rosa en él para llegar a esa situación? En otros
tiempos, probablemente habría sabido cómo actuar frente a ella, cómo
dirigirme a mi hija.
Caí entonces en la cuenta de que, tal vez, nunca la había conocido, no
de verdad. Quizás, la imagen que nos habíamos formado de ella era
simplemente un espejismo, una quimera en la que decidimos suprimir todo
lo que no servía, lo que no encajaba con nuestros esquemas. Como padres,
habíamos fallado en lo único importante, en el aspecto esencial de cualquier
crianza o educación: no teníamos ni idea de quién era nuestra hija.
¿Acaso esos signos no habían estado siempre allí? ¿Por qué nos
habíamos negado a verlos?
Jesse no podía estarse quieto e iba de un extremo a otro del comedor.
Había perdido el control de sí mismo, así como de lo que decía, y lanzaba
un exabrupto tras otro. Rosa permaneció en silencio durante unos minutos,
escuchándole, aguardando que terminara de una vez por todas; hasta que se
vio incapaz de continuar aguantándolo. Dejó la taza de café en la mesa, con
una dureza que hizo que los dos nos volviéramos hacia ella. Su voz adquirió
un tono grave; su mirada se tornó hostil como la de un puma acorralado.
—Él nunca haría eso, ¿me oís? ¡Nunca! —Sus ojos fulguraron de ira y
abrió las manos como garras.
La realidad volvía a cernirse sobre nuestras vidas: esa intimidad que
había renacido, que nos había devuelto al pasado con nuestra hija, a los
tiempos plácidos y fáciles, se evaporó con la misma rapidez con la que
había regresado.
—Pues ya lo ha hecho. ¿Acaso no has visto cómo estás? ¿Cómo has
llegado hasta aquí? —exclamó Jesse, cada vez más fuera de sus casillas—.
¡Por todos los diablos, Rosa! Estás a punto de parir; has cruzado medio
desierto, sola, en tu estado. ¡Podrías haber muerto!
—No lo entendéis, no es como pensáis, no es así —dijo ella, titubeando
y negando con la cabeza.
—¿Que no es como…? ¿Crees que eres la primera mujer a la que
engañan para luego aprovecharse, dejarla preñada y abandonarla?
Rosa tenía los brazos extendidos sobre la mesa. Poco a poco, fue
doblándolos, cerrando los puños de las manos, y acercándolos a su cuerpo.
El chal que la protegía del frío le resbaló por los hombros, cayéndose al
suelo. Como un animal cercado, sus ojos, inyectados en sangre, destilaban
odio. Sus labios se habían cerrado herméticamente.
Debía cambiar el rumbo que estaba tomando la discusión antes de que
la relación entre padre e hija se rompiera para siempre; antes de que Rosa
desapareciera para no volver. Me levanté, recogí el chal del suelo y se lo
puse encima de los hombros. Le acaricié las lágrimas que le caían por las
mejillas. A mis espaldas, Jesse se había puesto rígido; lo sentía en su
respiración alterada, en la ruidosa forma que tenía de expulsar el aire
cuando algo lo alarmaba. Me negué a volverme hacia él, y traté de ganar un
poco de tiempo para encauzar la situación.
—Cuéntanos, Rosa. Dinos qué ha pasado —dije, adoptando un tono lo
más suave posible—. Tal vez así podamos entenderlo.
Alargué la mano sobre la mesa para infundirle confianza, cuando oímos
el casco de varios caballos acercándose por el sendero que conducía a
nuestra casa. Una serie de voces masculinas se alzaron en la noche. Rosa se
irguió acariciándose el abdomen.
—Nos han encontrado. Ya vienen. —Se había quedado lívida.
Los jinetes cada vez estaban más cerca. Sus voces se hacían más
audibles, y la tierra parecía tronar con su avance.
—No me delatéis, Ma’, por favor, no me delatéis —nos suplicó.
—Escóndete, corre a tu habitación. —La empujé por el corredor.
Rosa asintió y, sin más dilación, se alejó sigilosamente por el pasillo
que conducía al resto de las habitaciones. Jesse y yo nos contemplamos,
asustados.
—Siéntate ahí. —Jesse me señaló la mecedora que había junto a la
chimenea y volvió a colocar bien las sillas alrededor de la mesa—. Haz ver
que lees o algo parecido. Que no nos noten alterados.
Los tablones de madera del porche crujieron con las pisadas.
La puerta retumbó.
Jesse me miró por última vez; haciendo esfuerzos por mantener la
calma, se dirigió a la puerta y la abrió.
Cuatro hombres se asomaron, tratando de atisbar el interior de la casa.
El primero del grupo nos saludó con un movimiento de cabeza, atusándose
el bigote que se le alargaba a ambos lados de la cara. Era un tipo más bien
corpulento, de estatura mediana. Llevaba un cinturón con varios cartuchos
de munición, y las culatas de dos revólveres le sobresalían por las caderas.
En la camisa lucía bordada la estrella inconfundible de la ley. Detrás de él,
tres rifles apuntaban al cielo. Los cañones elevados ensombrecían las
facciones de los hombres que los sujetaban, como si precisaran ocultarse
tras ellos.
—¿Jesse Slade?
—El mismo, ¿en qué puedo ayudarlo?
—Estamos buscando a Juan Chávez, el forajido. Ayer, asaltó una
diligencia por las proximidades y robó un buen botín de dinero. Se cobró la
vida de un médico que iba a bordo. Algunos dicen que huyó por el este, y
estamos interrogando a los vecinos por si lo han visto merodear por aquí.
—Le aseguro que no hemos visto a ese tipo —dijo Jesse, intentando
disimular su nerviosismo.
—Uno de los pasajeros asegura que vio cómo se reunía con una mujer.
—El sheriff sonrió, enseñándonos sus dientes ambarinos, y se relamió los
labios sudorosos—. La llaman La Rosa de los Riscos, ¿acaso les suena?
El libro que hacía ver que leía me temblaba estrepitosamente entre las
manos.
—Dicen que es su hija.
Uno de los hombres que lo acompañaban rio, y escuché a otro recargar
el rifle de repetición. Jesse se llevó las manos a las caderas. Desde atrás,
podía ver cómo se le había tensado la espalda. La camisa se le iba
empapando de sudor. Tenía los hombros alzados, paralizados, y el cuerpo
completamente rígido.
—Sí, es muy posible que sea mi hija… Pero no puedo contarle nada de
ella. Hace un año que se fugó con ese cabrón. Desde entonces no hemos
vuelto a tener noticias suyas.
—¿Quiere decir que nunca se ha puesto en contacto con ustedes? ¿Ni
siquiera para hacerles saber que está embarazada? —La mirada del sheriff
se volvió más aguda y penetrante.
Se inclinó hacia delante, retándole, dispuesto a conseguir una confesión.
Jesse alzó la mano izquierda, recostándose en el vano de la puerta; arrugaba
los dedos con la derecha encima de sus caderas, un gesto que solía hacer
cuando algo le ponía nervioso.
Antes de que el sheriff y sus hombres repararan en su vacilación, dejé
caer el libro al suelo, causando un estruendo para desviar la atención. Al
instante, todos se volvieron hacia mí.
—¡¿Embarazada dice?! ¿Mi niña embarazada? —Apreté los párpados
con fuerza y forcé la voz, para que creyeran que estaba llorando. Con mi
pregunta volando en el aire, me eché a llorar desconsoladamente.
Respiraba entre jadeos; gemía una y otra vez, como faltándome el
oxígeno.
—¡Jesse, nuestra niña! ¡Se ha vuelto una perdida, una perdida! No
quiero que vuelva a entrar en esta casa, ¿me oyes? ¡Qué desgracia! ¡Mi
niña! —grité, bien alto, para que todos me oyeran, y enterré el rostro entre
las manos. Para acentuar el dramatismo, me balanceé hacia delante y hacia
atrás, ocultando la cara en mis rodillas.
Uno de los hombres carraspeó. El sheriff se rascó la barba, y se dispuso
a hablar, cuando Jesse lo interrumpió:
—Sheriff, por favor, miren lo que le han hecho a mi mujer. Esto le
afecta mucho. La marcha de nuestra hija fue un gran disgusto para ella. Les
pido que se vayan, por favor.
—Comprenderá que teníamos que preguntarles. —Turbado ante mis
sollozos, el sheriff no cesaba de manosear el ala de su sombrero—. No
podemos hacer ninguna excepción, y menos con ustedes. Nos han llegado
rumores de que la han visto por las cercanías… y de que lleva un niño
dentro. Siento ser yo quien les haya dado la noticia.
Un rifle se abrió paso entre los cuatro hombres y una figura conocida
salió a la luz. Estaba más encorvado que antes; su estatura había disminuido
con la vejez, pero su mirada se había amargado aún más con los años.
—La señora y yo somos viejos amigos —dijo, con una voz ronca y
añeja.
Esa voz… ¿Dónde había oído yo ese tono áspero y gutural, que parecía
esconder una detonación en cada palabra que pronunciaba? Lentamente, me
sequé las lágrimas de las mejillas y me erguí en la silla.
Al otro lado de la puerta, Ward me observaba fijamente, sin pestañear ni
un segundo, como un reptil preparándose para abordar a su presa. Pese a ser
demasiado anciano para ser el sheriff de la región, como era costumbre en
la frontera, seguía desempeñando sus funciones para preservar la ley como
ayudante del sheriff actual. Ward conocía bien el Territorio, así como a gran
parte de las familias que habitábamos por la zona. Con el transcurso de los
años, su desagrado hacia mí no se había suavizado, sino todo lo contrario.
Su mera presencia, el simple hecho de que aquel hombre continuara
existiendo, me exacerbaba: con todos los seres queridos que habían muerto
en aquellos veinte años, irónicamente él seguía en pie, y su intolerancia, su
tiranía no parecían haber menguado ni un ápice.
Me entraron unas ganas irreprimibles de escupirle en la cara, pero me
obligué a contenerme. Haciendo un esfuerzo por sonreírle, me puse en pie.
—Llevé el caso de su hermana desaparecida hará algunos años —dijo,
atribuyéndose el mérito.
—Querrá decir que contrató a Cole McCallister para que se encargara
—repliqué. El odio entre los dos se palpaba en nuestras mandíbulas
apretadas y entonaciones forzadas.
Con sus dientes carcomidos emitió un sonido espeluznante, entre el
silbido y el chasquido.
—Al final no le fue tan mal, ¿eh, niña? —respondió, señalando a Jesse.
—A mi hermana la asesinaron, señor Ward…
Ward se frotó sus labios viejos y secos.
—Ya… Bueno, esas cosas pasan. Pero a cambio se llevó al buscador.
Tampoco salió perdiendo del todo, ¿no? Quizás le ha sido incluso mejor,
más útil. —Se pasó la lengua por los dientes superiores mientras hablaba,
enseñándonos la boca como un coyote desgastado—. Aunque es una
verdadera lástima que fuera ella, en vez de usted, la que muriera. Su
hermana Isabel nunca hubiera engendrado a una salvaje como esa.
Se echó para atrás en una horrible carcajada. Sentí el fuerte impulso de
acercarme a él y aplastarle la cabeza contra la pared hasta que dejara de reír,
de pegarle un tiro en el centro de las tripas hasta que se desangrara.
—Ya está bien, Ward. Póngase atrás. Cierre el pico o le suspenderé de
sus obligaciones, ¿entendido? —El sheriff ladeó el rifle hacia él y movió la
cabeza hacia su espalda, obligándolo a recular—. ¡Atrás!
Rezongando, Ward retrocedió hasta colocarse en la retaguardia.
—Sheriff, deberíamos registrar la casa —observó otro de los hombres.
—¿Realmente es necesario? —preguntó Jesse.
—Siento hacerle pasar este mal trago, Slade, de veras que lo siento,
pero las circunstancias…
—Regístrenla —me oí decir.
Todos posaron sus ojos en mí, atónitos. Los Winchester colgaban de sus
manos, suspendidos como pesos muertos. Ninguno de ellos se esperaba
aquello. Pensaban que nos negaríamos, que haríamos lo posible para evitar
que entrasen en nuestro hogar. El sheriff me miró, tratando de descifrarme,
de comprender el enigma que encerraban mis intenciones. Incómoda por su
escrutinio, desvié la vista. Haciendo ver que lloraba, oculté la cara entre las
manos.
—¡Regístrenla! ¡Por Dios, háganlo de una vez por todas y luego
márchense! ¡No nos hagan sufrir más, se lo ruego! ¡Jesse, díselo! —Me
hundí en la mecedora, rodeándome el pecho con los brazos.
—Está bien, señora, les dejaremos tranquilos… Por favor, deje de llorar
—me pidió el sheriff, desencajado por mis sollozos. Acto seguido, se volvió
hacia sus hombres—. No nos queda nada que hacer por aquí. Volvemos al
pueblo.
—Pero… ¿no piensa registrarla? —masculló Ward, lanzando un gargajo
al suelo.
—¿Cree que si tuvieran a su hija aquí nos dejarían entrar? Ya es
suficientemente vergonzoso todo esto. Siento haberles molestado y, sobre
todo, haberles dado esta mala noticia. Lo que les ha pasado es una
desgracia, Slade.
—No se preocupe, sheriff. Es su trabajo. —Jesse le estrechó la mano.
—Gracias. Si saben algo de su hija, les aconsejo que nos lo digan. Si
Rosa hablara, le conseguiríamos un trato a cambio de la captura de Chávez.
Se lo prometo.
—Le avisaré, no le quepa ninguna duda —le aseguró Jesse.
—Espero que sea un hombre de palabra. Un trato es la mejor
oportunidad que tiene su hija ahora mismo. Y no durará eternamente. Que
tengan una buena noche. Gracias, señora. —Se despidió, sacándose el
sombrero.
Jesse se quedó postrado junto al marco de la puerta, contemplando
cómo se alejaban. Aguardamos en la misma posición hasta que nos
cercioramos de que se habían marchado y dejamos de oír los cascos de los
caballos, el chirrido de las espuelas al cabalgar, el rumor de la tierra árida
bajo las pezuñas de sus purasangres…
Manteniendo la calma, y haciendo movimientos lentos y pausados,
Jesse cerró la puerta con doble llave desde dentro por si a alguien más se le
ocurría venir.
—Ya puede salir —me dijo en voz baja, corriendo las cortinas de las
ventanas—. Apaga esa luz, dejaremos solo una lámpara que nos alumbre.
Cuanta menos luz, mejor.
Hice lo que me decía y fui en busca de Rosa. Para no espantarla, antes
de entrar en su habitación, llamé a la puerta.
—Cariño, se han ido. Ya no hay ningún peligro. Déjame entrar.
Al otro lado, escuché el crac del cerrojo al abrirse.
Rosa estaba empotrada contra la pared, hecha un ovillo en el suelo;
sostenía firmemente una escopeta en la mano. Sus ojos se alzaron en su
desaliñado rostro. Debajo del rifle, la protuberante barriga parecía más
grande, más repleta de vida que hacía unos minutos. Me agaché junto a ella.
Tenía la frente bañada en sudor; respiraba rápida y entrecortadamente. Se
llevó instintivamente a la tripa la mano que tenía libre; me miró y se palpó
el vientre, angustiada. Comenzó a jadear, como si le faltara el aire.
Aquella expresión acongojada que le nublaba el rostro parecía de otra
persona, como si no se tratara de mi hija. En aquella chica temblorosa no
conseguía reconocer la fuerza de Rosa, la rebeldía que recordaba. Era como
si el bebé la hubiera anulado íntegramente, succionándole la energía.
—Nadie va a quitarte a tu bebé, cielo. No lo permitiremos. —Le aparté
un mechón que se le había pegado a la sien. Ella esbozó una triste sonrisa
—. ¿Qué crees que será? Dicen que las mujeres tenemos un instinto natural
para estas cosas.
En aquellas circunstancias, debía apaciguarla; lo mejor era hablarle
mansamente hasta que se tranquilizara. Con cautela, puse la mano encima
de la culata del rifle para dejarlo en el suelo. Rosa se tensó y su mano se
cerró más en torno al arma.
—Déjalo, querida. Nadie va a hacerte daño. Te lo prometo. Estás en
casa.
Sus ojos brillaron y sus párpados temblaron. Asintió sin mirarme.
Apartando la vista, depositó el Winchester en el suelo. Luego tragó saliva y
se llevó la mano a la barriga. Pensé que quizás el bebé le había dado una
patada o se había movido dentro de su cuerpo. Me vi a mí misma sentada en
esa habitación veinte años atrás, contemplando cómo despertaban las
Grandes Llanuras mientras me acariciaba el vientre y notaba los
movimientos de Rosa.
—Niña. Estoy convencida de que será una niña. —Hizo una pausa y,
tras juguetear con los dedos sobre su ombligo, añadió—: Lo sé porque es
fuerte.
—Igual que tú, querida. —Me acurruqué junto a ella, como hacíamos
cuando era pequeña.
—No, madre… La fuerte has sido tú, siempre. Yo… —Se quedó
callada, contemplándose el vientre. En sus vacilaciones se traslucía el
miedo, el terror a enfrentarse a lo desconocido.
—De hecho, todas las mujeres de esta familia hemos sido fuertes.
Algunas han tenido más suerte que otras, eso no te lo negaré; pero a nuestra
manera, todas hemos luchado como hemos podido para defendernos. —La
imagen de Isabel resistiéndose a Baeza se reprodujo en mi mente. Tuve que
dominarme para que no se me saltaran las lágrimas—. No es un mundo
fácil, y menos para nosotras. Hacemos lo que podemos para encontrar
nuestro lugar en el mundo… como esa rosa que crece en los promontorios
más secos… De ahí tu nombre. —Le cogí la barbilla, obligándola a
mirarme—. ¿Sabes que fue tu abuela Ana quien plantó las rosas en nuestro
jardín?
Mi hija negó con la cabeza, y me dispuse a proseguir con mi narración:
—Cuando llegamos a estas tierras, tras cruzar el océano desde Blanes,
tu abuela se empeñó en plantar flores para que dieran un poco más de color
a nuestra vivienda. Se informó de los diferentes tipos de plantas de la
llanura, de la resistencia de cada una según las estaciones, de sus
propiedades medicinales… Y así fue como, una mañana, tu abuelo, tu tía y
yo nos la encontramos plantando esta peculiar especie. Cuando le
preguntamos qué estaba haciendo, ahí arrodillada en la tierra, nos dijo que
estaba muy ilusionada porque en breve tendríamos un jardín lleno de rosas
de los riscos, y que sus flores eran preciosas. ¡Tu abuelo se puso hecho una
furia! Se llevó las manos a la cabeza, y dijo algo así como: «¿Rosas, Ana?
¿Con todo lo que podemos plantar se te ocurre plantar rosas? ¿Ni patatas, ni
trigo… Sino rosas?».
Reí y, de forma contenida, Rosa también dejó escapar una risita.
—Tu abuelo entonces no lo sabía, pero esa planta es una de las más
resistentes del Llano Estacado. Las que plantó la abuela aguantaron meses y
meses, y siempre acababan floreciendo en primavera. Tu abuela siempre se
reía del abuelo, y le obligaba a retractarse. Discutían a todas horas… pero
se querían de verdad. Era una de esas extrañas parejas que siempre fueron
felices, o eso me parecía a mí.
Cabizbaja, Rosa se encogió sobre sí misma. Como si el pánico la
dominara y la desdoblara por dentro, me agarró de la mano para que la
escuchara:
—Es bueno conmigo, madre. Me quiere, sé que me quiere. No me ha
abandonado como vosotros creéis.
La sombra de Chávez volvía a colarse en la habitación, a separarnos en
dos mitades. Planeaba entre nosotros como un fantasma, un ser etéreo cuya
esencia únicamente existía en las palabras de nuestra hija.
—Quizás sea un buen momento para que nos cuentes qué ha pasado —
dijo Jesse, irrumpiendo en el dormitorio.
Cruzado de brazos, recostó la espalda contra la pared. En su semblante
afloraba un rencor que había contenido durante demasiado tiempo. La
marcha de Rosa había dejado una cicatriz mucho más profunda de lo que
ninguno de nosotros éramos capaces de asimilar. A pesar de que todos
intentásemos dejarlo atrás, recuperar la normalidad llevaría su tiempo.
Rosa alzó la mirada hacia su padre. Sus labios se entreabrieron en un
hilo de voz:
—Me marché porque era la única manera de estar con él. Sé que nunca
me lo habríais permitido. Los dos me lo dejasteis muy claro… Él me quiere
y me cuida, aunque no os lo creáis. Lo cierto es que me hace feliz. La vida
que llevamos es… distinta, muy diferente a lo que habíais esperado para mí,
pero es la vida que me gusta, que más encaja conmigo. —Poco a poco, fue
recobrando la seguridad.
—¿Una vida de robos y asaltos? ¿Una existencia que solo puede acabar
en la cárcel con tu propia muerte? ¿Eso te gusta?
Nuestra hija se inclinó hacia delante.
—Una vida de libertad —sentenció, con la mirada fija en su padre.
—¿A eso llamas libertad? Debería entregarte al sheriff, ¡por todos los
diablos, ya lo creo que debería hacerlo!
Rosa y él se encararon, furibundos. La habitación parecía a punto de
estallar.
—Dejad de decir sandeces. —Me adelanté, interponiéndome entre los
dos—. Ahora nada de eso importa, ¿me oís? —Estaba harta de escucharles,
de ver cómo la vida que habíamos construido se iba a pique y se dirigía
hacia un lugar sin retorno—. Las cosas han cambiado, no sirve de nada
negarlo. Tenemos asuntos más importantes en los que centrarnos. ¡Por Dios,
hay un bebé en camino!
No obstante, Jesse estaba demasiado exaltado para oírme y solo se
dejaba llevar por la rabia que le consumía. Alzó más la voz:
—Si tanto te quisiera ese cabronazo, volvería a buscarte, y no te dejaría
aquí, preñada, a punto de parir. Es un malnacido, un criminal en toda regla.
—¡No es un criminal! ¡No tenéis ni idea! —gritó Rosa.
—¿Ah, no? ¿Y qué es entonces? ¿Acaso no son verdad todos los
asesinatos que se le achacan, los robos?
—Solo escoge a racistas, malditos supremacistas que se cargarían a
todos los mexicanos si pudieran. A nadie más —confesó ella—. ¡Si siempre
os habéis quejado de esos tipos! ¡Vosotros mismos decís que son odiosos!
Rosa persistía en defenderlo con uñas y dientes, como un ocelote
hambriento.
—¿Estás oyendo las barbaridades que dices? ¡Eso es homicidio! —Jesse
se sulfuraba por momentos. En su voz percibí el horror, una desesperación
que no hallaba salida—. Que a uno le horripile esa ideología no significa
que podamos ir cargándonos a quienes nos dé la gana. Aunque haya tipos
que lo hagan. ¡Para eso están la ley y los jueces! Ya hemos pasado tiempos
suficientemente brutales en estas tierras.
—Él no lo ve así y yo tampoco. Esos racistas que se dedican a masacrar
a los que no son como ellos se merecen que los ahorquen —respondió
Rosa, contundente. Luego aspiró profundamente, como si necesitara
insuflarse de aire para continuar hablando—: Sé que volverá, padre. Te
aseguro que volverá. Solo estoy aquí porque lo hirieron y tuvimos que
separarnos para que no nos hicieran daño ni a mí ni al bebé. Él nos puso a
salvo.
En todo el tiempo que llevaba en casa no se había atrevido a decir su
nombre, como si temiera que Chávez fuera a aparecer si lo hacía, que su
presencia se hiciera real y quedara al descubierto ante el mundo. Los lazos
que la unían con esa figura que entraba y se marchaba de nuestras vidas
como una sombra indefinida eran irrompibles, incluso para Jesse y para mí.
Había llegado ese momento de la vida que todos los padres tememos, ese
momento en que, tras años dedicándonos a la educación de un hijo, irrumpe
alguien nuevo y lo arrasa todo con la fuerza de un vendaval.
—Sé que volverá a buscarnos, padre —repitió, convenciéndose a sí
misma de lo que decía.
En la penumbra, con la exigua luz de la lámpara de queroseno, apenas
podíamos vislumbrar nada. Adivinábamos los sentidos de las palabras a
través de las entonaciones, de las leves sombras que, como relámpagos, se
perfilaban en el suelo. Percibí los movimientos de Jesse desplazándose
hacia la ventana: su cuerpo se erguía, tenso, y doblaba los dedos de las
manos a los lados; un gesto que siempre hacía cuando trataba de alcanzar el
revólver o quería cerciorarse de que tenía el arma a su alcance. A juzgar por
sus acciones, debía estar de espaldas a nosotras; los brazos suspendidos en
el aire, los dedos jugando con el viento, la vista clavada en el terreno que se
extendía, oscuro e impenetrable, al otro lado del cristal.
—Escucha bien lo que te digo. —Su voz sonó como una premonición,
un ruido de ultratumba—. Si ese tipo pone el pie en mis tierras, dispararé a
matar. Que ese Juan Chávez se atreva a venir… Le pegaré un tiro en las
tripas que hará que se desangre hasta morir.
39

La amenaza de Jesse se repetiría en mi mente durante semanas. Cada


noche, cuando la oscuridad envolvía la pradera, me asaltaba, y me
despertaba sudando, presa del pánico. Intentaba olvidar aquellas palabras,
aquel nombre impronunciable que cercaba nuestra existencia con sus
ausencias, ¿pero cómo podíamos luchar contra un fantasma? Porque eso era
Juan Chávez para nosotros: un espectro, un hombre impreciso del que nadie
se atrevía a hablar, un hombre que nadie parecía conocer y al que, sin
embargo, todos temíamos.
Al principio, ocultamos a Rosa en la casa; no obstante, con el tiempo, la
situación se tornó insostenible. Por mucho que la escondiéramos, tarde o
temprano alguien se daría cuenta: algún vecino la vería, el bebé nacería y el
sheriff se presentaría en nuestra morada en un abrir y cerrar de ojos.
Después de muchas discusiones, y tras negociar un trato con el sheriff y el
alguacil del condado, decidimos entregar a Rosa. Sin ninguna otra salida
posible, nuestra hija les contó los pocos detalles que decía saber de los
robos que había presenciado (aunque, por supuesto, siempre pensé que los
había tergiversado por completo).
Según nos dijo, ella era simplemente un medio más de la banda Chávez:
únicamente les ayudaba con la compra de provisiones, armas y munición.
Tanto Jesse como yo sabíamos que eso no era cierto, pero no había pruebas
que la señalaran como autora de ninguno de los crímenes; así que, tras
muchas conversaciones, y viendo su avanzado embarazo, el sheriff accedió
a dejarla en una especie de libertad condicional, siempre y cuando se
hallara, a todas horas, bajo nuestra vigilancia. Además, le hizo prometer
que, en el caso de que Chávez se pusiera en contacto con ella, les avisaría
de inmediato.
Rosa asintió, sin pronunciar palabra. Mas yo sabía que lo hacía solo por
supervivencia, una treta para continuar viviendo; bajo ningún concepto lo
delataría.
En casa vivíamos rodeados de un aire cargado y tenso, como si el
peligro nos aguardara en cada rincón. Algunas veces, a altas horas de la
madrugada, me hallaba sola en la cama. Estiraba el brazo buscando a Jesse,
acariciando las sábanas para entrelazarme con su cuerpo, pero su lado
estaba frío y vacío. De puntillas, salía del dormitorio, intentando no hacer
ruido. Solía encontrármelo sentado junto a la ventana abierta, sujetando el
rifle que apuntaba hacia el exterior. «Él volverá, sé que volverá», repetía
Rosa. Jesse se había obcecado con la idea de que nuestra hija debía ser
salvada; y estaba convencido de que él era el único que podía hacerlo.
Traté de advertirle de que Rosa era ya una mujer adulta y que, a pesar
de lo que él quisiera, ninguno de los dos podíamos jugar a ser Dios. Había
llegado el momento de dejarla marchar. Aunque nos pesara en el corazón,
Rosa debía decidir por sí misma, del mismo modo que hicimos nosotros
cuando éramos jóvenes.
A medida que transcurrían los días, y que el embarazo de Rosa llegaba a
su fin, la obsesión de Jesse aumentó. Sus ojos perdieron su alegría y se
tornaron de un gris mortífero, como dos balas de pólvora. Jesse dejó de
hablar y de trabajar la tierra; tampoco se preocupaba por el ganado. Sus
fantasías lo absorbieron por completo. Por más que intentaba acercarme a
él, su obstinación solo conseguía separarnos cada vez más. Veía la sombra
de Juan Chávez apareciéndose en cualquier esquina: asomándose por la
puerta de la cocina; entrando por la ventana abierta del cuarto de Rosa;
aproximándose a la casa, sigilosamente, por los laterales; sorprendiéndonos
en la cama en mitad de la noche y abriendo fuego sobre nuestras cabezas…
Jesse achacaba sus bruscos cambios de conducta a una defensa
necesaria contra Chávez, pero yo sabía que, aunque en parte era cierto,
también había un motivo que se negaba a admitir, un sentimiento mucho
más hondo que lo socavaba por dentro. El fallecimiento de McCallister le
había afectado más de lo que se atrevía a reconocer.
Se pasaba las noches despierto, deambulando de un lado a otro. Con la
falta de sueño, su mirada se agrió, sus facciones se arrugaron,
envejeciéndole la expresión. Se paseaba por la casa cargado con un arma,
presto a desenfundar en cualquier momento. Cualquier sonido le
sobresaltaba: el aleteo de una lechuza, el cantar de los grillos o la llegada de
algún vecino hacían que saltara repentinamente, preparado para disparar.
Debíamos andar con cuidado para que no nos disparase. Siempre que
entraba en cualquier habitación, me aseguraba de llamarle primero, o de
llevar conmigo una vela encendida o una lámpara de queroseno que
anunciara mi presencia.
Continuamos viviendo cautelosamente, esforzándonos a todas horas
para no hacer movimientos bruscos, hasta que llegó el día que todos
andábamos aguardando. Era una mañana calurosa de finales del mes de
julio. Estaba afuera labrando la tierra, con Jesse a mi lado, pegado a su
escopeta, cuando los gritos de Rosa nos alarmaron. Nos precipitamos
corriendo hacia la casa.
Rosa se había inclinado sobre la cama para tumbarse. Tenía las piernas
húmedas y pegajosas. Me acerqué a ella y le apreté la mano. Unas finas
lágrimas le resbalaron por las mejillas.
—Jesse, hierve agua, aprisa. Y ve a buscar un médico. —Ayudé a
nuestra hija a meterse dentro de la cama, y le subí el vestido para que
estuviera más cómoda.
—Pero María, yo…
—¡Déjate de tonterías! ¡Suelta ese maldito rifle y haz que venga el
doctor! ¡Ahora!
La niña llegó como una bendición a primera hora de la tarde. Unas
ligeras nubes cubrieron el cielo, y una leve pero agradecida brisa se levantó
en las Grandes Llanuras. La pequeña se acurrucó contra el cuerpo caliente
de su madre, gimiendo y luchando por abrir los ojos, como si todos esos
largos meses dentro de ella hubiera estado aguardando observar qué sucedía
afuera.
Después de Rosa, Jesse fue el primero en cogerla. Durante unas horas se
había olvidado por completo de Chávez, y el rifle seguía en el mismo lugar
donde lo había dejado cuando le obligué a ir en busca del médico. Con
cuidado, nuestra hija abrió los brazos, entregándole a la niña. Jesse la acunó
delicadamente en la inflexión del codo. La pequeña se giró un poco hacia
él, ladeando la cabeza. Entreabrió sus minúsculos párpados y separó los
labios, emitiendo un delicioso chasquido que nos hizo reír a todos.
Me emocioné al advertir cómo había cambiado el rostro de Jesse. En ese
breve lapso de tiempo, las líneas de preocupación que se le habían quedado
fijas en la frente y en las comisuras de la mirada prácticamente habían
desaparecido; las pupilas de sus ojos habían vuelto a su estado normal,
devolviéndole su color natural; y sus labios se ensanchaban a los lados con
esa sonrisa burlona y sagaz que me había cautivado años atrás. La pequeña
recostó la cabeza en su brazo derecho y frunció los labios, deteniéndose a
evaluar si había conseguido una posición cómoda. Alzó los puños de las
manos, que mantenía cerrados. Jesse le acarició la manita, resiguiéndole
suavemente los dedos; a lo que la niña respondió riendo, como si tuviera
cosquillas, y abrió la mano, cogiéndole dulcemente uno de sus dedos.
—Es rápida y fuerte. —Sonrió Jesse, dirigiéndose a Rosa, que se había
echado hacia atrás para recostar la cabeza en la almohada. Tenía la frente
bañada en perlas de sudor y respiraba con dificultad—. Igual que tú cuando
naciste. ¿Cómo se llamará?
Rosa extendió la mano y le acarició la cabeza a su hija. Me sorprendió
lo seria que estaba. Me miró de reojo antes de hablar:
—Ana, como la abuela, su bisabuela, la mujer que empezó todo esto —
dijo y, tras morderse el labio, se corrigió—: Ana Chávez.
Aunque me conmovió que hubiera elegido el nombre de mi madre, temí
la reacción que podría desencadenar la mención de aquel apellido maldito
en Jesse. Me erguí, muy lenta hacia él, para evitar que hiciera cualquier
cosa de la que pudiera arrepentirse. Sin embargo, él permaneció inmóvil, en
silencio, meciendo al bebé que sostenía entre sus brazos. Los tres nos
quedamos callados, cada uno esperando a que fuera otro quien hablara
primero.
La pequeña hizo otro ruidito con la boca y profirió un chillido, como si
nos estuviera saludando. Jesse rio: su rostro volvió a iluminarse.
—Ana, mi querida Ana —repitió él, acariciándole las mejillas.
—¿Te puedes creer que seamos abuelos? —Abracé a Jesse por la
espalda.
—Abuelos… ¡Ja! —Con el dedo índice, Jesse le rozó la minúscula
barbilla a la recién nacida—. Y tú, señorita, vas a ser la mejor tiradora de la
frontera, aún mejor que tu madre. —Al decir esto, miró a Rosa. Ambos se
observaron detenidamente, como si en esa cesión recuperasen, durante unos
valiosos segundos, toda una vida que estaba a punto de desvanecerse.

Yo esperaba que, al nacer la niña, la ofuscación de Jesse se agravaría; pero


sucedió todo lo contrario. Después del parto, Rosa comenzó a sentirse mal
continuamente. Le dolía el estómago a todas horas, se sentía afligida y
agotada. En aquel estado, era incapaz de ocuparse del bebé: «No tengo
fuerzas para coger a la niña. Padre, ¿puedes acunarla tú, por favor?». Se
quejaba constantemente del malestar que la embargaba; se recluía a
descansar en su habitación o se sentaba en la mecedora del porche y se
quedaba contemplando la llanura durante horas.
Jesse estaba tan ensimismado en la pequeña que no reparó en la
gravedad de las señales que nuestra hija nos enviaba. Yo había visto esos
mismos signos en otras mujeres que habían dado a luz, y sabía que algo le
estaba sucediendo a Rosa. En su forma de hablar, de mirarnos y de moverse
se leían las marcas de la congoja. Algo la atormentaba por dentro, y nuestra
hija se encerraba en su propio silencio.
Cuando le entregaba a la pequeña para que la amamantara, Rosa apenas
la miraba, ni siquiera le hablaba. Se la acoplaba al pecho, como haría una
vaca con su cría, le daba de comer y, a continuación, apartando la vista
hacia la pradera, volvía a dejarla en la cuna. «Estoy muy cansada, madre.
Quizás podrías llevarme luego al pueblo; me irá bien tomar el aire». Esas
eran las únicas palabras que pronunciaba. Según el día admitían diferentes
variaciones, pero la indiferencia con la que lo decía y las ganas que tenía de
desentenderse del cuidado de Ana se hacían cada día más evidentes.
En tales circunstancias, y tras varios meses sin haber oído nada de
Chávez, Jesse fue olvidándose de él. La pequeña se convirtió en el centro de
sus atenciones. Para adormecerla, le cantaba canciones tradicionales que
hablaban de amores perdidos en la guerra, o que alababan las salvajes y
extensas tierras que podían divisarse más allá de los grandes y majestuosos
ríos que cruzaban Texas y Nuevo México. A Ana parecía gustarle
especialmente «Sweet Betsy from Pike». Cuando Jesse entonaba las
primeras notas, la niña abría la boca y dejaba escapar un sonido alegre que
se asemejaba a una risa y movía sus regordetes puños a los lados, asintiendo
ante la elección de la canción. Rosa solía marcharse en cuanto la oía, y se
perdía durante horas por las llanuras que flanqueaban la casa.

Now don’t you remember sweet Betsy from Pike?


Who crossed the big mountains with her lover Ike.
Two yoke of oxen a big yeller dog.
A tall Shanghai rooster and one spotted hog[27].

La canción contaba las desventuras de una joven llamada Betsy que se


fugaba con su amado a través de las montañas. Le habíamos cantado esa
misma tonada cientos de veces a nuestra propia hija cuando era un bebé.
Pero hasta entonces, al oírla de nuevo en los labios de Jesse y observar las
graciosas reacciones de nuestra nieta, no había pensado que quizás éramos
responsables, en cierto modo, de esa huida de la que tanto nos quejábamos.
Sin ser conscientes de lo que hacíamos, habíamos plantado esa semilla
en nuestra hija desde que nació. Sin prestarle atención a la letra, a su oscuro
y triste significado, tarareábamos la primera parte, las estrofas dulces de la
melodía, hasta que Rosa sonreía y se adormecía en nuestros brazos,
haciendo placenteras burbujas con sus menudos labios.
Se me encogió el corazón al pensar cuánto nos habíamos equivocado al
educar a nuestra hija. Habíamos confundido la seguridad que Rosa
intentaba aparentar con una verdadera necesidad de ser adulta, cuando
probablemente lo único que necesitara era ser tratada como una niña,
querida como una hija pequeña. Rosa creció entre disparos, yuntas de reses,
aprendiendo a limpiar los rifles, a defender la casa de los asaltantes de
caminos, y a cantar las canciones de los soldados y la Caballería. ¿Acaso no
éramos responsables de su marcha, de su rebeldía?
Cuanto más nos encariñábamos con nuestra nieta, más se alejaba Rosa
de nosotros. Las dolencias empeoraron, sus excursiones por la llanura y sus
visitas al pueblo se hicieron más recurrentes. En algunas ocasiones,
conseguía convencerla para acompañarla; otras, se marchaba por su cuenta,
y cuando reparábamos en su ausencia ya andaba demasiado lejos para
alcanzarla.
Desde el nacimiento de la niña, las semanas transcurrieron suavemente:
Jesse y yo vivíamos inmersos en esos ojos cuyo color todavía no se había
definido, y cuya vida se dilataba ante nosotros como un enigma repleto de
belleza.
No obstante, como cualquier placer, sabía que aquellos momentos
dóciles y plácidos acabarían llegando a su fin.

Estábamos a punto de dejar septiembre atrás, cuando mis sospechas se


confirmaron. Rosa se había ido al pueblo a primera hora de la mañana,
llevándose consigo a nuestro caballo cuarto de milla. Al preparar el
desayuno, vi que estábamos escasos de comida, así que decidí visitar la
tienda de provisiones. Iría en carromato para transportar los paquetes en la
parte de atrás. Si tenía suerte, a la vuelta daría con Rosa y podríamos
regresar juntas a casa.
A las nueve de la mañana, el pueblo hervía de movimientos y de
transeúntes yendo y viniendo de un lado a otro. La arena se levantaba a su
paso, formando remolinos de tierra roja. Cuando llegué a la calle principal,
esta quedaba sumida bajo una espesa niebla de polvo que escocía en los
ojos. Para avanzar, uno se veía obligado a taparse la boca con el cuello de la
camisa o con un pañuelo, si disponía de uno.
Detuve el carro justo en la entrada de la tienda; luego me sería más fácil
acarrear y cargar los paquetes. Unos vecinos me llamaron y me saludaron
desde la lejanía. Me volví hacia ellos para devolverles el gesto cuando, a
pocos metros, divisé la silueta de Rosa. Mi hija se había abrigado con una
capa gris, intentando no llamar la atención, pero la conocía demasiado bien
como para no reconocerla.
Estaba apoyada en la barandilla del porche del saloon y hablaba con un
hombre que no recordaba haber visto antes. Era corpulento, de hombros
anchos y facciones redondeadas. Vestía de negro e iba curiosamente
elegante: se notaba que el chaleco de piel era nuevo, y el Stetson que
llevaba apenas lo había usado. Recordé entonces la única vez que había
conseguido atisbar a mi yerno, y reparé en la inquietante similitud de sus
vestimentas: las ropas lustrosas sin arrugas, sin agujeros de monturas, el
cinturón reluciente con los revólveres a los lados… Me oculté detrás de la
fachada del edificio para que no me vieran. Los observé atentamente, sin
perderme ninguno de sus gestos.
Tras susurrarle algo al oído, Rosa extendió la mano hacia él. El vaquero
asintió seriamente y se la estrechó. Entre ellos aprecié una especie de
forcejeo, como si ese extraño apretón de manos escondiera una nota, un
mensaje que debiera ser traspasado. Acto seguido, el vaquero se metió la
mano en bolsillo y, antes de marcharse, le sonrió. A modo de despedida,
Rosa inclinó la cabeza. Sin decirse nada más, se separaron y mi hija cruzó
hacia el lado opuesto de la calzada.
40

El invierno se avecinaba, pero todavía quedaban los agradables restos del


final del otoño: el vientecillo frío de la noche, los paseos al atardecer
mientras el sol se ponía al oeste del horizonte, los cielos despejados, las
mañanas frescas en las que solía rondar por los alrededores de la casa,
mientras Jesse talaba la madera para la chimenea.
La pequeña Ana se convirtió en el centro de nuestras vidas; todo giraba
en torno a ella, a su bienestar. Éramos capaces de quedarnos horas y horas
mirándola, completamente embobados: acariciándole su diminuta barbilla,
rozándole los labios o deleitándonos con el tacto de su piel, tan suave y
repleta de vida.
Las primeras semanas, Rosa acudía a su habitación cada dos o tres
horas. Ana se aseguraba de que allá donde estuviera su madre, esta pudiese
oírla. Rompía a llorar cada vez que la necesitaba o precisaba algo de ella.
Cuando tenía hambre, sus lloros se escuchaban millas a la redonda; no se
calmaba hasta que alguien la mecía, tarareándole una canción.
Desde el primer instante en que vi cómo la cogía, supe que Rosa no era
como la mayoría de las jóvenes madres que habitaban en las cercanías. Al
tomar al bebé en sus brazos, todo su cuerpo se tensaba. Si Ana no se
agarraba a su pecho inmediatamente, Rosa se acaloraba y empezaba a
mascullar frenéticamente. Algunas veces, me veía obligada a entrar en el
dormitorio para acoger a la pequeña en mis brazos. Solo entonces, mi hija
conseguía apaciguarse. Cuando se deshacía de mi nieta, Rosa volvía a
respirar con normalidad. Asomaba de nuevo el color a sus mejillas y sus
manos se abrían, relajadas, a los lados. A continuación, se quedaba
observando detenidamente a Ana: cómo se recostaba en mis brazos cuando
le tarareaba una nana, o cómo reía cuando le cantaba una de las baladas
populares que estaban de moda en la frontera.
La mirada de Rosa, tan fija y penetrante, pasaba de la admiración al
rechazo. Sus ojos se agrandaban al principio, cautivados ante la dulce
imagen que ofrecía la pequeña, al saberse madre de esa criatura que
insuflaba vida a su alrededor. Pero enseguida se contraían, apagándose en
un sentimiento de condena. Rosa se giraba y, calladamente, salía de la
habitación.
Una noche en que la niña la había despertado varias veces, tras oír sus
gritos, fui a su dormitorio a ayudarla. Rosa estaba hecha una manojo de
nervios. Mecía a su hija con brusquedad y se la acercaba al pecho con
movimientos torpes. Ana se resistía, apartándole la cara, sin dejar de llorar.
—¿Por qué no comes? Come y déjame dormir, por favor… ¿Qué te
pasa? ¿Por qué no quieres pegarte a mí, eh? —se quejaba Rosa, entre
sollozos.
—La niña no tiene hambre, cariño. Quizás tenga gases —le dije,
cogiéndola en brazos—. Mira, esto es mano de santo. Me recuerda a cuando
te lo hacía a ti. —Apoyé a Ana contra mi pecho, dándole suaves palmaditas
en la espalda para que expulsara el aire.
Ana siguió llorando unos segundos más, hasta que su menudo cuerpo
pareció dar un salto entre mis brazos y sus labios dejaron escapar un ruidito.
—¿Ves? Necesitaba sacar el aire. Ahora estará mejor. Ten, cógela tú. —
Quise entregarle a la pequeña, pero Rosa retrocedió, bajando los brazos a
los lados.
—Está mejor contigo. Nunca seré una buena madre, Ma’. No como tú.
—¡Tonterías! Todas las madres nos hemos sentido alguna vez así, pero
luego aprendes y la cosa cambia. Es más fácil de lo que parece, cielo.
Vamos, mécela en tus brazos —insistí, acercándole a la niña.
Rosa dio otro paso hacia atrás. Me quedé frente a ella, con Ana
colgando en el aire. La pequeña abrió los ojos, dirigiendo toda su atención a
su madre.
—No todas, Ma’… Yo… nunca he querido ser madre. Ahí va, por fin he
podido decírtelo. Nunca pensé en tener a Ana. No soy como las otras chicas
de por aquí. Nunca he soñado con formar una familia, ni con criar niños…
Es una vida que no va conmigo. Cuando me quedé embarazada, no tuve
más remedio… Lo he intentado, de verdad, pero solo pienso en volver.
Cuanto más tiempo paso con ella y te veo a ti, más sé que este no es mi
lugar. No puedo seguir aquí, madre. Yo… tengo que volver, tengo que…
Recordé al vaquero con el que se había encontrado en el pueblo, sus
manos rozándose, la nota guardada clandestinamente en el bolsillo…
—Te vas con él. Vuelves con ese tipo.
—No me mires así. —Rosa seguía alejándose de mí, temiendo que la
niña pudiera abrasarla.
—¿Y cómo quieres que te mire? ¿Qué vas a hacer con Ana? ¿Te ha
pedido él que la abandones?
—Esa niña no tiene nada que hacer conmigo, madre. La quiero porque
es mi hija, pero no puedo darle el cariño que vosotros le daréis. Sé que es
difícil para ti, sé que no puedes comprenderlo, pero no todas las mujeres
estamos destinadas a ser madres ni queremos serlo.
Todas las certezas y esperanzas a las que me había aferrado se hacían
añicos. Rosa se mantuvo en pie, firme ante mí. La voz le temblaba al
pronunciar ciertas palabras, como si ese torrente de sinceridad hubiera
permanecido oculto durante largo tiempo y se resistiera a liberarse, a ser
conocido por otros. Acerqué a Ana a mi pecho; la pequeña dejó escapar un
sonido agudo, que se asemejaba a un suspiro de asombro, y se nos quedó
mirando a su madre y a mí. Sus ojos indefinidos se alternaban entre Rosa y
yo, tratando de dilucidar qué sucedería entre nosotras.
—¿No piensas despedirte de tu padre? —Sabía que, en cuanto
regresara, Jesse se pondría hecho una furia. Si Rosa se marchaba sin decirle
adiós, tal vez nunca se lo perdonaría.
—Sabes que es mejor que no. Intentaría detenerme, y eso no traería
nada bueno. Para mí esto es una cárcel, Ma’. Siento que las cosas tengan
que ser así. —Los músculos de la cara se le contrajeron, y se llevó la mano
a sus labios trémulos—. Volveré cada cierto tiempo para ver a Ana.
Esperaré unas semanas hasta que Pa’ se haya calmado. Luego regresaré.
Creo que a Juan le hará ilusión conocer a la niña.
Aquella era la primera vez que pronunciaba su nombre, que se atrevía a
admitirlo frente a mí. Ambas nos quedamos mirando el suelo, incapaces de
enfrentarnos la una a la otra, de expresar las emociones que nos quemaban
por dentro. Mi hija balbuceó algo que no conseguí entender y, tras lo que
parecía un ahogado sollozo, salió precipitadamente de la habitación.
41

No volvimos a saber nada de Rosa hasta un mes después. Entonces, no vi


las señales, pero estaban ahí, diariamente, rondándonos.
El invierno asolaba el Territorio: el ganado moría, las cosechas se
resentían y los pasos se obstruían con las nieves que caían de lo alto de las
montañas. Era la época de caza para los sheriffs y alguaciles. Con las lluvias
y las heladas, fueron varios los criminales, salteadores de caminos y
jugadores de poca monta que acabaron entregándose a la ley, a cambio de
un lugar donde pudieran sobrevivir al frío que azotaba la frontera.
Habíamos oído rumores acerca de una banda de forajidos que se
dedicaba a asaltar diligencias, y que contaba con una mujer entre ellos.
Según se decía, la banda operaba en las zonas limítrofes, y una mujer joven
les servía como cebo en sus atracos.
Inicialmente, pensamos que podría tratarse de Rosa, pero también
existían otras bandidas que copaban las páginas de los periódicos. Desde los
sonados casos de Belle Starr, Sally Scull o Calamity Jane, eran varias las
mujeres que habían seguido su ejemplo, optando por una vida de robos y
crímenes. Entre todos los nombres que sonaban, se hablaba especialmente
de Laura Bullion —la célebre mujer de la banda de Butch Cassidy, acusada
de robo y de falsificación de cheques bancarios—, o Rose Dunn —apodada
la Rosa de Cimarrón, que había entrado a formar parte del famoso Grupo
Salvaje, comandado por Bill Doolin—; ambas eran de edades parecidas a
mi hija y no era difícil confundirlas.
En el periódico comencé a obsesionarme con cada una de ellas: con sus
costumbres, las manías particulares de cada banda, sus patrones de
conducta… Cuando llegaba algún chivatazo o informe acerca de los últimos
robos, me pasaba horas y horas estudiando cada detalle, tratando de
descifrar si podía estar relacionado con Rosa. Cada vez que oía la noticia de
un asalto o de un atraco, el corazón se me salía del pecho.
Todavía recuerdo el día en que sentí que desfallecía al ver su rostro
clavado en uno de los postes del pueblo: un garabato de su cara, con las
facciones demasiado delgadas, el rostro enjuto y la piel hundida hacia
dentro. Habían dibujado a Rosa con la melena corta como un chico, y las
mejillas sucias. Jesse me cogió por los hombros y me acercó a él,
abrazándome. Ambos nos quedamos paralizados ante esos ojos de tinta
negra que nos acusaban desde el papel amarillento. Me estremecí al reparar
en lo mucho que se parecía a mí, con aquel pelo mal cortado por encima de
las orejas. El dibujo le otorgaba un aire aún más salvaje y rebelde, con esa
expresión grave y arrogante que le habían atribuido.
En la parte superior, en letras grandes y mayúsculas, el cartel rezaba las
inconfundibles palabras «Viva o muerta», acompañadas de la recompensa
que el gobierno estaba dispuesto a pagar a quien la capturase. «500 dólares
por la captura de Rosa Slade (a veces llamada La Rosa de los Riscos).
Forma parte de la conocida y peligrosa banda Chávez», rezaba su
descripción. Debajo, figuraba el mensaje: «Contacten inmediatamente con
la oficina del alguacil más cercano».
La primera vez que lo vi me abalancé sobre el cartel y lo despedacé con
todas mis fuerzas. Clavé las uñas sobre el papel y lo desgarré de arriba
abajo. Estaba tan furiosa que ni siquiera fui capaz de llorar. Jesse me sujetó
para que me detuviera, pero le pegué un codazo y me sacudí a los lados,
zafándome de él como un animal enjaulado. La gente del pueblo que había
a nuestro alrededor se quedó estupefacta, contemplándonos desde la lejanía.
Algunos retrocedieron, asustados; otros nos observaron como si fuéramos
unos criminales enmascarados, mientras que otros pocos nos dedicaban
miradas repletas de lástima y compasión.
Desde entonces, cada semana nos encontrábamos con más carteles
llenando los postes y las paredes de los edificios. Cuando doblábamos la
esquina de cualquier calle, la cara de nuestra hija solía estar esperándonos
como en una pesadilla. Empecé a tener miedo de salir a pasear, de ser
estudiada por cualquiera con quien nos cruzábamos.
Acabamos encerrándonos en casa. Solo bajábamos al pueblo cuando era
estrictamente necesario o íbamos escasos de provisiones. Si la casa me
agobiaba, solíamos salir a montar por las cercanías, sin alejarnos
demasiado, por miedo a encontrarnos con algún vecino de los
asentamientos.
Como dos animales heridos, atrapados en sus propios recuerdos,
intentamos alejarnos de las injurias de los otros, y nos mantuvimos
ocupados con Ana. La pequeña debía ser nuestro centro de atención, nos
dijimos a nosotros mismos.
Aunque ninguno de los dos nos atrevíamos a admitirlo, sabíamos que
llegaría el día en que recibiríamos la noticia que nos acechaba en nuestros
sueños; y que nuestro mundo, el mundo que habíamos conocido, se
hundiría.

A mediados de diciembre, la nieve cubría la llanura con su blanco


argentado. Estaba sentada junto a la ventana, con la niña acurrucada entre
mis brazos. La había abrigado con una mantita para protegerla del frío que
se colaba por las rendijas. Le cantaba «The Girl I Left Behind Me», la
canción que tantas veces había bailado con Jesse, la misma que solía
tararearle a Rosa cuando tan solo era un bebé, y solía reírse conmigo,
sonreírme mientras la acunaba. Para que se durmiera y no se excitara
demasiado, la entonaba a un ritmo más lento, alargando las últimas palabras
de cada verso en forma de balada.
Iba por la última estrofa, cuando Ana me agarró, juguetona, un mechón
de cabello, para luego llevárselo a la boca. Ella se rio, pero incluso en su
risa había un deje triste, repleto de melancolía.
Le estaba dando un beso en la mejilla cuando oí los cascos del caballo
de Jesse aproximándose en dirección a la casa. En ese instante lo sentí en
cada poro de mi piel, en cada arruga de mi cuerpo. Siempre que Jesse
llegaba a casa, gritaba al doblar la bifurcación. Era una señal acordada por
los dos: cuando me llamaba a voces, yo silbaba en respuesta y salía
velozmente a buscarlo. Era una tradición que comenzamos de jóvenes para
protegernos de los salteadores de caminos. Al cabo de los años, cuando los
robos a los asentamientos se apaciguaron, la instauramos como un hábito
privado, una rutina que formaba parte de nuestra intimidad.
Pensé en todas las noches en las que, al oír su voz llamándome entre los
álamos, me ponía en pie, me peinaba y, tras pellizcarme las mejillas para
darme color, salía precipitada a reunirme con él, mientras los grillos
trinaban ocultos en los matorrales gobernadora.
Pero aquella noche no se escuchaba ulular a ninguna lechuza, ni a
ningún grillo cantar. Solo se oía el golpeteo de los cascos de nuestro cuarto
de milla contra el suelo congelado de la llanura. Me quedé quieta, helada
ante esa carencia de sonidos, ante ese silencio que se cernía sobre nosotras.
Silbé, aguardando una respuesta, mas el viento solo me trajo el relinchar de
nuestro caballo y el gemido entrecortado de Jesse.
Salimos al porche; nos quedamos mirando cómo el caballo avanzaba
hacia nosotras con un bulto, recubierto por una manta holgada,
sobresaliéndole por detrás. Jesse caminaba, pesaroso, a su lado.
Ana abrió los ojos de par en par. En mitad de la noche, se dejaron de
escuchar los ruidos de la naturaleza, el murmullo de los matorrales, el
aleteo de los búhos…
Solo permanecía el silencio: un profundo silencio que, a pasos lentos y
agigantados, consumía las tierras que nos cercaban, extendiéndose más allá
de la temblorosa línea del horizonte.
CUARTA PARTE

NUEVO MÉXICO, 1922


42

El sol refulge con una fuerza abrasadora este verano. Me gusta sentarme a
la sombra, en la mecedora del porche, viendo cómo titila la línea roja a lo
lejos. Desde que mi nieta se marchó, el ritmo de la casa, el olor que se
respira se ha vuelto inaguantable, demasiado cargante, como las venas
azuladas y las incesantes arrugas que surcan mis manos. El tiempo se ha
ralentizado. Todos los que vivimos en la casa —los guajolotes que asoman
la cabeza cuando huelen la comida, la codorniz Moctezuma, las culebras y
las serpientes de cascabel que se deslizan bajo el suelo— hemos envejecido
drásticamente desde que se fue. Nos movemos más pesadamente; ahora que
ella no está, somos más conscientes del coste de vivir.
El día transcurre más lento porque es el cumpleaños de mi nieta. De
estar ella aquí, lo habríamos celebrado con una fiesta y habríamos invitado
a los vecinos. Sería un día alegre y ruidoso, con gente corriendo de aquí
para allá, abriendo y cerrando las puertas, y riendo escandalosamente por
las esquinas. En vez de eso, hoy reina el silencio, la quietud de la vejez que,
desde hace ya un tiempo, trepa por mi cuerpo y por las paredes longevas de
esta casa.
Sin Ana a mi lado, esta noche me han asaltado las pesadillas; he soñado
con ese fatídico día en el que mi hija Rosa se fue para siempre de nuestras
vidas. Ana era una recién nacida, y no puede recordarlo; pero yo he vivido
aferrada a ese instante desde hace dos décadas, pensando en todo lo que
podría haber hecho para evitarlo, para retener a mi hija a mi lado, hasta que
los pensamientos se deshacen con los ecos de mis muertos.
Empiezo a pensar que, tal vez, la ausencia de Ana sea necesaria, incluso
premonitoria. Quizás, su marcha signifique la separación definitiva del peso
que acarrea su apellido.
Algunas veces, cuando me quedo contemplando la llanura, veo a Rosa
cuando tan solo era una niña, haciendo volar el lazo para atrapar a uno de
los terneros. Jesse está junto a ella, apoyado en la valla del cerco, y se ríe,
divertido, mientras mastica una brizna de hierba. McCallister irrumpe en la
escena y hace girar el revólver, disparando al cielo. Rosa estalla en una de
sus graciosas carcajadas. Intento tocarlos, regresar a esa escena, a esas risas
lejanas que se repiten en mi cabeza…
Pero cuando alargo la mano para alcanzarlos, todo se diluye. En su
lugar, vuelvo a esa fatídica noche en la que Jesse se acercó, tambaleante,
por el sendero. Salgo a buscarlo, indecisa; mis pasos crujen sobre los
tablones de madera del porche. El silencio se hace insoportable y parece
abrir un abismo entre nosotros. Ana ha dejado de moverse. Recuesta su
pequeña cabeza contra mi pecho, buscando un calor que ha dejado de
existir; pues mi cuerpo se ha enfriado, como la noche que se desbroza sobre
nosotros.
A tan solo unos pasos, Jesse se detiene. Percibo una masa sólida
asomando por detrás. Sujetando a la pequeña, doy un paso hacia delante,
horrorizada. El cuerpo de Rosa yace, boca abajo, sobre la grupa del caballo.
Dos agujeros sanguinolentos se le hunden en la cabeza y en la espalda.
Busco a Jesse con la mirada. Los ojos se me anegan en lágrimas. Siento que
las piernas me flaquean, que desfallezco y que el suelo se hunde bajo mis
pies.
«La Rosa de los Riscos: la famosa bandida capturada durante el atraco a
una diligencia», rezaba uno de los titulares que se publicaron en los
periódicos de la época. Hoy, más de veinte años después, recuerdo cada
palabra y no puedo evitar pensar en lo injusta que resulta esa escueta y
vacía descripción que pretende definir el final de mi hija: en cómo oculta la
verdad de su muerte, de su asesinato a sangre fría en la frontera.
Algunos cuentan que murió al instante, cuando Chávez y su banda
trataban de asaltar una diligencia; otros dicen que, tras recibir el primer
disparo, huyó al galope y que fue ella misma la que se metió una bala en la
sien; mientras que un tercer grupo sostiene que podría haberse salvado si no
se hubiera detenido a ayudar a Chávez en un último intento de mantenerlo
con vida.
Como sucede con las historias que se convierten en leyenda, existen
muchas versiones acerca de su figura, de esa bandida que abandonó a su
hija para huir con su amor a través de las montañas.
Hace mucho tiempo, alguien me dijo que, si el hecho se convertía en
leyenda, debía contar la leyenda. Sin embargo, el que acuñó esa frase no
tuvo en cuenta a los que se quedan atrás, a los familiares del que muere, del
que es sublimado por los otros.
No existe consuelo ni perdón para los que viven.
Hace unas horas me ha llegado una carta de mi nieta. El sobre está
manchado y amarillento por los estragos del viaje. Nuestros nombres aún
son legibles y quedan contrapuestos como el juego de un espejo. Resigo
cada una de las letras. Su caligrafía es delicada: todas las palabras terminan
con remates redondeados hacia arriba, como si les hubiera infundido toda
su juventud y la felicidad que sentía en el momento de escribirlas. En el
dorso, figura un destino familiar y extraño al mismo tiempo, un lugar que
nos une y nos separa en la distancia, un lugar que me reconforta y que a la
vez me hace estremecer.
Cuando intento abrirlo, la boca se me llena de un regusto a latón.
Me escribe desde Blanes, el pueblo que me vio nacer, el mismo que nos
vio partir hará más de seis décadas y que le ha dado el nombre, su
identidad. Todavía puedo recrear el olor del mar rompiendo contra las rocas
del puerto, ese aroma intenso a sal cuando me acercaba a la embarcación
que nos llevaría a América.
Hacía un día encapotado y las nubes estaban bajas. Mis padres se
contemplaron en lo alto de la rampa que conducía al barco. Se sonreían con
una mueca curiosa, triste pero esperanzadora. Él la besó entonces en la
frente, y ella se secó las lágrimas que le resbalaban tímidamente por las
mejillas. Recuerdo a mi hermana Isabel apoyada en la barandilla, con el
cuerpo encorvado hacia delante y la mirada retraída, resistiéndose a subir, a
abandonar nuestro hogar para siempre. El capitán daba el último aviso para
los pasajeros. Ascendimos por ese pasadizo incierto que unía y cortaba los
lazos con nuestro presente y futuro. La rampa se despegaba del suelo y se
elevaba en el aire, para esconderse en las entrañas de la nave.
Hace muchos años, solía preguntarme si volvería a la Costa Brava.
Ahora, a mi edad, sé que ya no regresaré. No tengo fuerzas, ni suficiente
energía para realizar un viaje de esa envergadura. Estos días solo quiero
acunarme como un bebé en mi mecedora, sobre esta tierra roja y esteparia
que se extiende a lo lejos y que oculta los huesos de todos los que he
amado.
Es curioso cómo sabemos que hemos llegado al último tramo de la vida.
Lo sé porque solo me preocupa mi nieta; lo que pase conmigo a estas
alturas no tiene ninguna importancia. Solo quiero volver al principio del
todo, al origen de lo que fui. Las horas transcurren más plácidamente en
esta mecedora que renquea. El vaivén me relaja. A ratos, sueño con todos
los que se han ido y que ahora forman parte del polvo de la llanura: con
Jesse, Rosa, Isabel, Dolores, Randy, McCallister…
El nombre de mi nieta me llama desde el sobre. En cuanto lo abra ya no
habrá vuelta atrás: las palabras quedarán grabadas, inscritas para siempre en
mi memoria.
Un rayo de sol calienta con fuerza la pradera. Me coloco las gafas y
rasgo el papel con las uñas. Su letra sube y baja, dando saltitos en la hoja.
Puedo oír su voz a través de las palabras; la misma divertida insolencia y
seguridad que ha heredado de su madre y de su abuelo, que en paz
descansen.
Reclinada en la mecedora, levanto la carta hacia la luz.

Querida abuela:
Ojalá estuvieras aquí. Ojalá no hubieras sido tan
cabezota y hubieras venido con nosotros. El viaje ha sido
pesado, no te lo negaré, pero lo importante es que hemos
llegado bien, y ahora puedo escribirte y contártelo todo.
Me has hablado tantas veces de este lugar que no puedo
creer que no estés conmigo, mirándolo ahora, tal y como yo
lo veo. Es incluso más bonito de lo que me habías dicho.
Nuestra casa está muy cerca del puerto; puedo oler el mar
desde dentro. Te habría encantado. El aroma de la sal y el
ruido del oleaje te persigue por todas las habitaciones.
Aquí la gente es muy abierta y alegre. En general, nos han
dado una bienvenida maravillosa. Son muy atentos con
nosotros y nos hemos hecho amigos de otra pareja del pueblo.
¿No crees que ha sido cosa del destino el que haya vuelto
donde empezó todo, abuela, y que ahora esté aquí,
escribiéndote? ¡Cómo me gustaría compartir esto contigo!
No sabes lo feliz que está Carlos de haber venido aquí,
dice que esto es un paraíso. Te hará ilusión saber que he
intentado replicar algunos detalles de nuestro hogar del
Llano Estacado. No sé si lo he conseguido demasiado bien,
pero lo he intentado.
Hace unos días salió un barco rumbo a México y pensé
mucho en ti. Fuimos a despedir a los jóvenes que iban en él, y
no pude evitar imaginar cómo sería cuando te marchaste con
tu familia. Por un momento, creí que una de las niñas que
había en la barandilla eras tú, y grité con todas mis fuerzas.
Tengo demasiada imaginación, ¿a que sí? ¡Ay, cómo añoro
oírte reír cuando digo estas cosas! Supongo que es porque te
echo muchísimo de menos.
Te escribo esta carta desde la playa. He encontrado un
rincón que queda más resguardado y desde el que se ve el
mar extendiéndose hasta el horizonte. Te gustaría mucho. Hay
algo nuevo y viejo en él que me hace sentir como en casa,
como si quedara conectada contigo y las Grandes Llanuras.
Quizás tú estuviste sentada también en este mismo sitio.
Las olas rompen con fuerza contra la orilla, y de las rocas
que flanquean la playa se elevan chispas, espumosas y
blancas, como nubes que nacen del agua para evaporarse en
el cielo.
El verano es verdaderamente hermoso aquí. Hay días
calurosos y soleados en los que todo el mundo corre hacia la
playa, y las calles se llenan de gente. Otros son fríos y azules,
con cielos encapotados y lluvias que tintinean, pero que no
acaban de decidirse del todo.
Las mujeres llevan trajes de baño que les llegan hasta las
rodillas. Yo también me he comprado uno, aunque solo me he
bañado un día. Carlos no le tiene miedo al mar y se lanza de
un salto. Por mucho que diga, el agua está helada. El otro día
me engañó y me hizo saltar desde una roca, y por poco me da
algo. Seguro que ahora te estarás riendo, como haces siempre
que dices que exagero, ¡pero es cierto! ¡Cualquiera diría que
el nieto de un blandense es él, y no yo!
Ay, abuela, ojalá te lo pensaras y vinieras aquí con
nosotros. ¿Por qué sigues resistiéndote? No me gusta pensar
en ti, sola en esa casa. Ahora que el abuelo ya no está,
deberías venir. Él no habría querido que estuvieras sola.
Sé que te preocupaba que hiciera este viaje y que no me
gustara, así que ya puedes estar tranquila. Esto es una
maravilla, y no creo que pudiera ser más feliz en ningún otro
lugar que aquí.
Por primera vez, siento que encajo, que conecto con el
entorno que me rodea. El mar me otorga paz, seguridad, una
tranquilidad que no existe en el salvajismo de las Grandes
Llanuras. ¿Lo entiendes, verdad? De todas las personas a
quienes les puedo confesar esto, tú deberías ser la primera en
comprenderlo. Me fascina cómo a unos les funciona una cosa
mientras que otros necesitan otra completamente distinta
para sobrevivir…
Si te lo piensas, y al final quieres venir, dímelo, abuela.
Siempre habrá un lugar para ti en nuestra casa. Escríbeme de
vuelta en cuanto recibas esta carta. Quiero saberlo todo
acerca de lo que está pasando ahí.
Te quiero,
Ana
Blanes, 2 de junio de 1922
Al final de la misiva, el interlineado se estrecha y las palabras se apiñan
unas con otras en uno de los bordes, aprovechando cada espacio de la hoja.
Sostengo la carta en alto y me quedo absorta en el silencio que procede del
interior de la casa. Aparte del silbido de la brisa, del aleteo de los búhos o
de algunas águilas que sobrevuelan esta parte del Llano Estacado, no se oye
nada.
Las dos lápidas, que sobresalen del terreno de mi casa, me hablan de
vez en cuando. Creo oír sus voces, llamándome a través de la pradera. Hoy
aún no he ido a verlas. Suelo hacerlo cuando se pone el sol y el silencio es
más real. Al anochecer, renacen los fantasmas. Cojo la carta y me acerco a
las losas de piedra. Con la llegada del calor, los cactus que las rodean han
florecido y unas esplendorosas flores amarillas brillan bajo el sol.
Las mandé colocar en el jardín trasero porque la piedra tiene un aspecto
menos adusto con las flores; sus colores hacen que la muerte no parezca tan
inclemente. Si tengo que observarlas todos los días, por lo menos que la
muerte tenga algo hermoso, algo de vida a su alrededor. Me arrodillo con
dificultad y me siento entre las dos tumbas. Cada noche, les hablo a Jesse y
a mi hija: les cuento qué he hecho durante el día, a quién he visto, qué he
leído. Hoy tengo la carta de mi nieta; a su abuelo y a su madre les gustará
saber qué es de ella.
Les leo la carta; alzo la voz para que me oigan y no se pierdan ni un
detalle. La brisa se levanta y el aire es un poco más refrescante.
—¿Qué te parece, querido? —le digo a Jesse, tras haber terminado de
leerla—. No lo hemos hecho tan mal, ¿no crees? Después de todo, la niña es
feliz, y eso es lo más importante. ¿No es increíble que haya vuelto a
Blanes? Sí, sí, ya sé que es culpa mía, que soy yo la que me he pasado la
vida metiéndole ese lugar en la cabeza, no hace falta que me lo repitas más,
ya me doy cuenta —le riño, imaginándome su voz burlona, y acaricio la
lápida—. Yo también me iré dentro de poco, ¿sabes? Sí, lo tengo decidido.
Hace días que estoy convencida de que será muy pronto. Lo siento en los
huesos. Cada día que transcurre sin vosotros, y ahora sin ella, es más
pesado y costoso que el anterior. No creo que tarde mucho. ¿Me oyes,
Rosa? —añado, dirigiéndome ahora a mi hija—. En breve estaré allí, con
vosotros, y volveremos a reírnos. Te lo prometo, pequeña mía. Estarías tan
orgullosa de ella si pudieras verla… Aunque quizás puedas, desde allá
donde estés…
En los últimos años me he vuelto más creyente, y tiendo a pensar que
los muertos nos observan desde lo alto, muy de cerca; que pueden oírnos,
escuchar nuestras plegarias.
Sorbo con la nariz y me froto los párpados con la manga del vestido.
Jesse siempre se ponía nervioso cuando me veía llorar. Así que me obligo a
serenarme, al menos, durante ese breve rato que puedo hablar con mi hija y
mi marido. Vuelvo a posar mi atención en las lápidas y acaricio lentamente
la piedra.
—Ana se parece tanto a ti en algunas cosas, Rosa… Es tan impetuosa y
decidida que, a veces, cuando me mira, o cuando la oigo cabalgar por la
llanura, pienso que eres tú volviendo a casa. Ha heredado tu mirada, ¿sabes,
hija mía? Es imposible llevarle la contraria a esa chica, y no notárselo en
esos ojos achispados. Creo que incluso es más testaruda que tú, si es que
eso es posible… ¡que tú y tu padre juntos!
Por un momento, me da la sensación de que mi hija me contesta, de que
el viento se eleva tímidamente con la voz de Rosa, rozándome el vello de
los brazos.
Poso las manos encima de las losas y sigo hablando, antes de que sus
ecos desaparezcan en la noche.
—Sé que será feliz. Allá donde vaya, Ana estará bien. Tiene tu fuerza,
hija mía, las mismas ganas de vivir, esa curiosidad por lo desconocido…
Al noroeste se oye un jadeo, un eco lejano que advierte el peligro y que
interrumpe nuestra conversación. El pozo de petróleo que acaban de
construir se recorta como una figura negra y amenazante en el horizonte.
—Eso no me hace ninguna gracia, no señor. Han cambiado mucho las
cosas desde que os fuisteis. —Alzo la cabeza, nerviosa, y resigo el nombre
de mi marido muerto. De estar aquí, ya habría puesto el grito en el cielo—:
Ah, Jesse, me alegro de que no veas esto; no te gustaría ni un pelo. ¿Veis a
esos hombres y esas máquinas monstruosas? —les digo, muy seria,
señalando la bomba de petróleo—. Cada vez hay más. Solo piensan en
explotar nuestra tierra. Lo están destrozando todo… No sé qué va a ser de
esto. Con lo bella y salvaje que es nuestra tierra roja, ¿verdad, Jesse? Me
temo que será peor que la fiebre del oro y que cualquier enfermedad que
haya afectado la frontera. A ti tampoco te habría gustado, hija. Si es que
erais iguales los dos. Ana dice que es el progreso, que traerá grandes
avances para el desarrollo del Oeste, pero yo solo veo destrucción y
avaricia… Tal vez me esté haciendo vieja, ¿eh?
Siento que la cabeza me da vueltas, y que una sucesión de recuerdos me
asaltan con el viento. Desde hace algunas noches, apenas duermo, asolada
por mi memoria. Tras la marcha de Ana, el vacío se hace aún más
acuciante, y la falta de Jesse, de su cuerpo cálido junto al mío, se acentúa
con cada hora de silencio. Extiendo la mano y, por última vez, resigo las
letras que conforman el epitafio de mi marido.
El viento silba como un niño travieso, y un lejano susurro se funde en el
polvo.
—Nos hemos querido, ¿a que sí? Nos quisimos mucho.
La luz anaranjada relampaguea a lo lejos, revelando la monstruosa
estructura de la máquina petrolera. Una bandada de pájaros grazna,
aterrorizada, y rodea su esqueleto de hierro, sin atreverse a aproximarse a
ese cuerpo invasor que demuele nuestras tierras.
—Ni las aves se acercan a esa maldita cosa. Préstame atención, Jesse,
escucha bien lo que te digo. Los periódicos dicen que las cosas han
cambiado a mejor desde que los indios se rindieron y viven en las reservas,
y que por eso llegan más familias de emigrantes aquí… pero vienen
engañados. Te lo digo yo. Estas bombas petroleras solo pueden traer
disgustos. He visto lo que las fiebres hacen a los hombres, y nunca es
bueno. La historia dirá que trajimos la civilización al Oeste y que educamos
a las tribus salvajes, como suelen denominarlas los diarios. Me pregunto
quién hablará de esas máquinas, de los hombres sudorosos y ambiciosos
que las levantan para destruir la tierra, y de los secretos que esconden sus
pozos. De Oklahoma nos llegan cada semana noticias más inquietantes. En
los últimos meses, se han cometido varios asesinatos en las tierras de la
reserva, y algunos se refieren a esta nueva era petrolera como el «Reino del
Terror». Sí, han muerto muchos osages… Están asesinando a los indios. Y
estoy segura de que es por eso, por ese maldito petróleo que lo está
contagiando todo.
Sigo hablando y niego con la cabeza; las voces de Jesse y mi hija se han
evaporado con el ruido del aparato que trabaja a lo lejos. Acaricio sus
lápidas, les lanzo un beso con la mano, y me esfuerzo por erguirme y
regresar al porche.
Los huesos y las costillas me crujen al caminar. No puedo evitar pensar
que me estoy volviendo tan quejumbrosa como el viejo Randy, que incluso
he heredado algunas de sus expresiones, y me pongo a reír. Me recuesto en
la mecedora. Al rozar contra las vigas del suelo, chirría y rompe el silencio.
Hay algo placentero y devastador en esa quietud. Los fantasmas de mis
recuerdos cobran vida y sus ecos atraviesan los pasillos de la casa. Nunca
he creído en espectros, pero en algunas ocasiones, cuando el agotamiento se
apodera de mí, puedo oírlos. Sé que regresan y están ahí, mirándome.
La memoria, con los años, se vuelve cada vez más selectiva, y la mía
creo que se ha cansado de vivir. Noto que se apaga y que la belleza del
pasado, del mundo al que pertenezco, me arrastra consigo hacia sus
entrañas.
Las voces de Jesse y Rosa me asaltan continuamente. Dentro de poco,
me iré con ellos. No sé cuánto queda para que llegue ese instante, pero sé
que está cerca. Lo siento en el aire que flota a mi alrededor, en el tictac
ralentizado de la vida, en el entumecimiento de mis extremidades y en los
resoplidos cansados de mi caballo, que apenas ya sale de la cuadra.
La muerte aparecerá en breve por la bifurcación.
Encima de mi falda reposa la historia escrita para que, algún día, si
decide regresar, mi nieta pueda leerla.
Si Ana no regresa, el papel se desintegrará con el tiempo, la historia se
perderá, pero las vidas de los emigrantes que levantamos este lugar
quedarán para siempre grabadas en las huellas de su tierra: en las piedras
que la conforman, en los arbustos del desierto, en las serpientes de cascabel
que sisean.
Todos y cada uno de los españoles que vinimos aquí residiremos en
alguna parte de la frontera. Nuestra sangre, nuestros huesos y nuestra piel se
fundirán con las grandes rocas y los promontorios, con el agua de los
arroyos y los maizales, con el aullido de los lobos mexicanos y el gorjeo de
los lagópodos. Y cuando anochezca, y ese polvo rojo se levante, todos
nosotros cobraremos vida.
Algunos hablarán de espejismos de calor, otros dirán que son visiones
provocadas por la sed.
Solo los viejos y las serpientes de ojos lechosos de las que hablan las
leyendas sabrán que, tras ese polvo, se esconden las voces discordantes de
los españoles que forjaron las tierras del Oeste.
Nota de la autora

Doris Lessing decía que la ficción siempre hacía un mejor uso de la


verdad que la propia realidad.
Los que leyeron mi anterior novela, Aún está oscuro, sabrán que en mis
relatos realidad y ficción se entrelazan constantemente: los hechos verídicos
se mezclan con lugares inventados, y las referencias a figuras reales se
combinan con los personajes que nacen de mi imaginación. Son muchos los
escritores que anteriormente han usado este recurso: un recurso que nos
permite encajar nuestros pequeños universos imaginarios y situarlos dentro
del mundo que los ha inspirado y los ha hecho posibles. Cruces Negras o
Colinas Azules bien podrían ser zonas reales de la frontera, al igual que la
rosa de los riscos podría ser una especie existente de la flora de Nuevo
México.
Quizás algunos se pregunten qué es verdad y qué no lo es, como
probablemente suceda en cualquier novela. Pero ¿acaso importa? Como
dijo Pablo Picasso, el arte es la mentira que nos permite comprender la
verdad.
En cualquier narración, en cada frase, en cada personaje, el escritor deja
retazos de sí mismo, de sus preocupaciones y tribulaciones, de sus alegrías
y sus tormentos.
Para escribir Pioneras, podría decirse que, en cierta medida, me he
basado en los viajes de uno de mis antepasados que cruzó el océano para
instalarse en las Américas. Sin embargo, la historia que se narra en esta
novela es completamente ficticia, así como sus protagonistas, a pesar de que
aparezcan también, en ocasiones, algunos personajes y hechos veraces que
forman parte de la Historia.
Más allá de la verdad, quería que los personajes que atraviesan estas
páginas dibujaran el retrato de una época en la que las mujeres debían
desafiar todas las convenciones sociales para poder hacerse un lugar y alzar
la voz.
Con esta novela, he querido contar la travesía de todos esos emigrantes
y esas mujeres silenciadas que partieron de España y que, con su esfuerzo,
su trabajo y sus vidas conformaron la historia de las tierras a las que hoy
llamamos los Estados Unidos.
Agradecimientos

Para escribir este libro, me he inspirado, en parte, en las leyendas que mi


padre me contaba sobre los viajes a las Américas de mi bisabuelo, Vicente
Coma. Sus aventuras, tan llenas de misterios, planean con la magia de lo
ambiguo por los recuerdos de mi infancia.
Sin embargo, cada frase de esta novela se la debo a Conxi González y a
Javier Coma, con quienes he compartido más de dos décadas de películas
de westerns, novelas de aventuras y tardes enteras de música
norteamericana. Los años que vivimos en nuestro pequeño piso de bambú
en Blanes flotan en mis recuerdos con la suavidad del pasado. Gracias,
Conxi, por tu fe inquebrantable, tu amor y tu orientación a lo largo de estos
años de escritura.
Toda mi gratitud a Ángel Ortega, mi más paciente lector, que ha leído
todas las versiones manuscritas de esta novela, y cuyas sugerencias, cariño
y apoyo incondicional han sido esenciales para este libro.
A Justyna Rwezwka, mi agente literaria; muchísimas gracias por todas
nuestras charlas, por resolver mis dudas y, sobre todo, por tus consejos y tu
sinceridad.
Muchas gracias a Carmen Fernández de Blas y a todo el equipo de La
Esfera de los Libros, por hacer que esta historia llegue a las librerías.
A Eva Cuenca y Jaume Bonfill; en los momentos en los que me he
sentido perdida o indecisa, vuestros alientos han sido un preciado tesoro.
Gracias también al Archivo Municipal de Blanes, y en especial a Aitor
Roger, que muy amablemente respondieron a mis consultas.
Y por último, gracias a ti, lector. Con tu lectura, esta historia y los
personajes que llenan sus páginas cobran vida.
Silvia Coma (Barcelona, 1990) es escritora y periodista. Ha colaborado en
diversos medios de comunicación: radio, televisión y prensa escrita. En la
actualidad, combina la escritura con su trabajo en marketing en Penguin
Random House. Ha publicado el relato El tango de los domingos olvidados
(2009), el libro de entrevistas Voces de ahora (2013), ha participado en la
obra Las mejores películas de nuestra vida (2013) y con gran éxito su
primera novela Aún está oscuro (2018).
Notas
[1] Canción tradicional mexicana compuesta en 1862 por Narcís Serradell.
<<
[2]Término que significa «mujer» y que se empleaba para referirse a las
mujeres indias o a las mujeres casadas con un indio. Actualmente está
considerado un término ofensivo y despectivo.
Salvo que se indique lo contrario, todas las traducciones del comanche al
español han sido extraídas del libro Comanche Vocabulary. Trilingual
Edition, con las recopilaciones del idioma que hizo Manuel García Rejón
entre 1819 y 1864, así como las actualizaciones y traducciones de Daniel J.
Gelo, publicada en 1995 por la University of Texas Press. <<
[3] Palabra en lengua comanche que significa «vergüenza». <<
[4]Numu es el término original que usaban los comanches para referirse a su
propia tribu; en lengua comanche, numu significa «gente». La palabra
«comanche», que originalmente se escribía kimantsi, significa «enemigo».
Fue probablemente acuñada por algunas de las tribus del sur de los Estados
Unidos que se hallaban en guerra con los numu, hasta que se convirtió en un
nombre común. <<
[5]Versos de la canción «She Wore a Yellow Ribbon». Los versos escogidos
podrían traducirse como: «Alrededor del cuello, ella llevaba una cinta
amarilla. / La llevaba por su amado que se hallaba lejos, muy lejos. / ¡Muy
lejos, muy lejos!». <<
[6]La canción «Oh, Susanna!» fue compuesta por Stephen Forster, en 1848.
Los versos pueden traducirse de la siguiente manera: «Vengo de Alabama,
con mi banjo en la rodilla. / Me dirijo a Louisiana a ver a mi verdadero
amor. / El día que me marché, el clima era seco, pero llovió toda la noche. /
El sol era tan abrasador que casi muero congelado. / Susanna, no llores». <<
[7]Letra de la canción «Marching Through Georgia», compuesta por Henry
Clay Work en 1865, al final de la Guerra de Secesión. Los versos citados
pueden traducirse de la siguiente manera: «Traed la buena y vieja corneta,
chicos, y cantemos otra canción. / Cantémosla con un espíritu que haga que
el mundo renazca con nosotros. / Cantémosla como solíamos hacer, con
cincuenta mil hombres fuertes. / Mientras entramos en Georgia». <<
[8] Temumuquit significa «colibrí» en comanche. <<
[9] Guasápe significa «oso negro» en comanche. <<
[10] Yebane significa «otoño», la tercera luna del verano para los comanches.
<<
[11]En varios registros, esta expresión aparece traducida como «¿hablas
comanche?». (A diferencia del resto de expresiones, esta oración no aparece
en la recopilación de Manuel García Rejón citada al inicio de este libro). <<
[12] Jaa es la forma afirmativa «sí» en comanche. <<
[13]Numu tekwapu significa «el lenguaje de La Gente» (los comanches se
llamaban a sí mismos La Gente). <<
[14] «Cabellera» en comanche. <<
[15]
Puuku significa «caballo» en comanche; y nacútusí, «pólvora»,
«munición». <<
[16] «Vagina» en comanche. <<
[17] «Mujer» en comanche. <<
[18] «Hombre blanco» en comanche. <<
[19] Ocore significa «allí» en comanche. <<
[20]
Tocusé es la forma de negación que se utiliza para decir «no» en
comanche. <<
[21] Pia significa «mamá» en comanche. <<
[22] «Vieja» en comanche. <<
[23]La canción «Lorena» la compuso el reverendo Henry D. L. Webster en
el año 1856. Los versos citados pueden traducirse así: «La historia del
pasado, Lorena, / no me atrevo a repetirla. / Las esperanzas que no duraron,
Lorena, / vivieron, pero tan solo como un engaño». <<
[24]Posible traducción de los versos de «Lorena»: «Poco importa ya,
Lorena. / El pasado está en el pasado eterno. / Nuestras cabezas pronto
yacerán bajas, Lorena». <<
[25]Era tradición que las jóvenes que tenían un enamorado en el frente,
llevaran una cinta amarilla para recordarle (de aquí viene la famosa canción
«She Wore a Yellow Ribbon», que se hizo tan popular en la época,
llegándose a convertir en el himno de la Caballería de los Estados Unidos y,
posteriormente, en una de las melodías más conocidas del Oeste). Los
orígenes de la canción se sitúan en el siglo XVII, si bien se desconoce el año
exacto en que fue compuesta. La primera versión registrada, con copyright,
se fecha en 1917, por George A. Norton. A lo largo del siglo XX ha ido
sufriendo varias modificaciones con distintas versiones actualizadas.
Para los versos citados en este libro, esta sería una posible traducción:
«Alrededor del cuello, ella llevaba un lazo amarillo. / Lo llevaba en
primavera y en el mes de mayo. / Y si le hubieras preguntado por qué
diablos lo llevaba, / te habría dicho que era por su amado que se hallaba
muy, muy lejos». <<
[26] La primera versión de la canción «The Girl I Left Behind Me» se
registró en Dublín, en 1791; aunque algunas fuentes señalan que, alrededor
de 1650, ya sonaba en América una canción prácticamente igual, con
algunas pequeñas variaciones, titulada «Brighton Camp». Los versos aquí
citados podrían traducirse de la siguiente forma: «Nunca olvidaré la noche /
en la que las estrellas brillaban encima de mí, / con su gentil luz plateada, /
cuando ella me confesó que me amaba. / Pero ahora estoy de vuelta en el
campamento Brighton. / Ruego al cielo que me proteja, / y que me devuelva
sano y salvo / a la chica que dejé atrás». <<
[27]Aunque se desconoce quién compuso la melodía «Sweet Betsy from
Pike», la letra se le atribuye a Old Put, seudónimo de John A. Stan. La
canción se publicó por primera vez en el cancionero American Songbag en
1858. Los versos citados pueden traducirse de la siguiente forma: «¿Acaso
no recuerdas a la dulce Betsy de Pike? / quien cruzó las grandes montañas
con su amante Ike. / Los acompañaban un par de bueyes, un perro que no
cesaba de ladrar, / un alto gallo Shangai y un cerdo manchado». <<

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