Alejandro de Macedonia Conquistador de Persia

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Alejandro de Macedonia conquistador de Persia

Alejandro III, hijo de Filipo, rey de Macedonia, sólo vivió 33 años -- entre 356 y el 323 antes
de Cristo, pero su huella ha permanecido indeble en la memoria de los hombres. del imperio
aqueménida fundado por Ciro el Grande, vencedor de Darío III, primer europeo que bañó sus
pies en el Indo y estratega genial, su figura no se hubiera hecho tan legendaria de no verse
orlada por unas dotes personales casi sobrehumanas y un espíritu que albergaba una sed de
conocimientos y un afán de aventura imposible de saciar. Sin esas condiciones, jamás
hubiera podido apoderarse en apenas ocho años de una extensión de más de 10 millones de
Km2

PRIMEROS TRIUNFOS DEL DISCIPULO DE ARISTOTELES

Alejandro nació en Pela, la antigua capital de Macedonia; era hijo de Filipo II, rey de
Macedonia, y de Olimpia, princesa de Epiro. Aristóteles fue su tutor, enseñándole retórica y
literatura, y estimuló su interés por la ciencia, la medicina y la filosofía. En el verano del año
336 a.C. Filipo fue asesinado y Alejandro ascendió al trono de Macedonia. Se encontró
rodeado de enemigos y se vio amenazado por una rebelión en el extranjero. Alejandro
ordenó la ejecución de todos los conspiradores y enemigos nacionales. Marchó sobre
Tesalia, donde los partidarios de la independencia habían obtenido el control, y restauró el
dominio macedónico. Hacia finales del verano del 336 a.C. había restablecido su posición en
Grecia y un congreso de estados en Corinto lo eligió comandante del Ejército griego para la
guerra contra Persia. En el 335 a.C. dirigió una campaña brillante contra los rebeldes tracios
cerca del río Danubio. A su regreso a Macedonia, reprimió en una sola semana a los hostiles
ilirios y Dardanelos cerca del lago Pequeño Prespa y después se dirigió hacia Tebas, que se
había sublevado. Tomó la ciudad por asalto y arrasó sus edificios, respetando sólo los
templos y la casa del poeta lírico Píndaro, esclavizando a unos treinta mil habitantes
capturados. La rapidez de Alejandro en reprimir la sublevación de Tebas facilitó la inmediata
sumisión de los otros estados griegos.

NACE UN IMPERIO

Alejandro comenzó su guerra contra Persia la primavera del 334 a.C. al cruzar el Helesponto
(actualmente Dardanelos) con un ejército de unos 365.000 hombres de Macedonia y de toda
Grecia; sus oficiales jefes eran todos macedonios, incluidos Antígono (más tarde Antígono
Monoftalmos), Tolomeo (más tarde Tolomeo I) y Seleuco (más tarde Seleuco I). En el río
Gránico, cerca de la antigua ciudad de Troya (en la actual Turquía), atacó a un ejército de
40.000 persas y griegos hoplitas (mercenarios). Sus fuerzas derrotaron al enemigo y, según la
tradición, sólo perdió 110 hombres; después de esta batalla, toda Asia se rindió. Al parecer,
en su camino a través de Frigia cortó con su espada el nudo gordiano. Continuó avanzando
hacia el sur y se encontró con el ejército principal persa, bajo el mando de Darío III, en Isos,
en el noroeste de Siria. Según la tradición, el ejército de Darío se estimaba en 500.000
soldados, cifra que hoy es considerada exagerada. La batalla de Isos, en el año 333 a.C.,
terminó con una gran victoria de Alejandro. Aunque cortó la retirada, Darío huyó,
abandonando a su madre, esposa e hijos a Alejandro, quien les trató con respeto debido a su
condición de familia real. Tiro, un puerto marítimo muy fortificado, ofreció una resistencia
obstinada, pero Alejandro lo tomó por asalto en el 332 a.C. después de un asedio de siete
meses. Seguidamente, Alejandro capturó Gaza y después pasó a Egipto, donde fue recibido
como libertador. Estos acontecimientos facilitaron el control de toda la línea costera del
Mediterráneo. Más tarde, en el 332 a.C., fundó en la desembocadura del río Nilo la ciudad de
Alejandría, que se convirtió en el centro literario, científico y comercial del mundo griego.
Cirene, la capital del antiguo reino de Cirenaica, en el norte de África, se rindió a Alejandro
en el 331 a.C., extendiendo sus dominios a todo el territorio de Cartago.

En la primavera del 331 a.C. Alejandro hizo una peregrinación al gran templo y oráculo de
Amón-Ra, el dios egipcio del Sol a quien los griegos identificaron con Zeus. Se creía que los
primeros faraones egipcios eran hijos de Amón-Ra, y Alejandro, el nuevo dirigente de Egipto,
quería que el dios le reconociera como su hijo. La peregrinación tuvo éxito, y quizá
confirmara la creencia de Alejandro en su propio origen divino. Dirigiéndose de nuevo hacia
el norte, reorganizó sus fuerzas en Tiro y salió hacia Babilonia con un ejército de 40.000
infantes y 7.000 jinetes. Cruzó los ríos Éufrates y Tigris y se encontró con Darío al frente del
ejército persa, el cual, según informes exagerados, llevaba un millón de hombres, cantidad
que no impidió que sufriera una derrota devastadora en la batalla de Arbela (Gaugamela) el
1 de octubre del 331 a.C. Darío huyó al igual que hizo en Isos y un año más tarde fue
asesinado por uno de sus propios colaboradores. Babilonia se rindió después de Gaugamela,
y la ciudad de Susa, con sus enormes tesoros, fue igualmente conquistada. Más tarde, hacia
mitad del invierno, se dirigió a Persépolis, la capital de Persia. Después de robar los tesoros
reales y apropiarse de un rico botín, quemó la ciudad, lo cual completó la destrucción del
antiguo Imperio persa. El dominio de Alejandro se extendía a lo largo y ancho de la orilla sur
del mar Caspio, incluyendo las actuales Afganistán y Beluchistán, y hacia el norte a Bactriana
y Sogdiana, el actual Turkestán ruso, también conocido como Asia central. Sólo le llevó tres
años, desde la primavera del 330 a.C. hasta la primavera del 327 a.C., dominar esta vasta
zona.

Para completar la conquista del resto del Imperio persa, que en tiempos había incluido parte
de la India occidental, Alejandro cruzó el río Indo en el 326 a.C. e invadió el Punjab,
alcanzando el río Hifasis (actual Bias); en este punto los macedonios se rebelaron, negándose
a continuar. Entonces Alejandro construyó una flota y bajó navegando el Hidaspo (llamado
Hydaspes por los griegos, donde derrotó al dirigente indio Poros en el 326 a.C.) hacia el Indo,
alcanzando su delta en septiembre del 325 a.C. La flota continuó hacia el golfo Pérsico. Con
su ejército, Alejandro cruzó el desierto de Susa en el 324 a.C. La escasez de comida y agua
durante la marcha había causado varias pérdidas y desacuerdos entre sus tropas. Alejandro
pasó aproximadamente un año organizando sus dominios e inspeccionando territorios del
golfo Pérsico donde conseguir nuevas conquistas. Llegó a Babilonia en la primavera del 323
a.C., pero en junio contrajo fiebres y murió. Dejó su Imperio, según sus propias palabras, "a
los más fuertes" este ambiguo testamento provocó terribles luchas internas durante medio
siglo.

EL PODER DEL ERIZO (FALANGE MACEDONICA)

La historia de la guerra en la Antigüedad se halla jalonada, en buena medida, por la


formación de unidades crecientemente adaptadas para lograr una mayor eficacia bélica que
se imponían en el campo de batalla hasta enfrentarse con otra de carácter militarmente
superior. Entre el conjunto de estas unidades sobresalió con especial relevancia la
denominada falange. Utilizada de manera profusa por los macedonios su origen era tebano y
se debía a un militar llamado Epaminondas. Su perfeccionamiento vino de la mano de Filipo,
padre de Alejandro. Polibio ha dejado una descripción detallada de su forma de
funcionamiento. De acuerdo con ésta, el soldado, con sus armas, ocupaba un espacio de tres
pies en posición de combate, mientras que la longitud de la lanza larga que llevaba o sarisa
era de 16 codos. Esta circunstancia despejaba una distancia de 10 codos por delante de cada
hoplita, cuando cargaba sujetando la lanza con ambas manos. La longitud de las lanzas
permitía que el combatiente de la primera fila quedara protegido por las que sobresalían
procedentes de la 2ª, 3ª, 4ª y 5ª fila. Dado que la falange contaba con 16 filas de
profundidad, de las que sólo atacaban las cinco primeras, las otras 11 se limitaban a levantar
las sarisas por encima del hombro de los que les precedían protegiéndolos y, en su caso,
relevándolos.

Así, la falange se convertía en un erizo invulnerable que esperaba el agotamiento del


adversario para luego embestirlo y destrozarlo con su potencia de choque. Esta unidad
resultaba invencible en la medida que destrozaba el orden de batalla del enemigo, por regla
general, incapaz de acabar con aquel erizo de lanzas largas. Pero había dos puntos débiles. El
primero era la necesidad de contar con un terreno llano y sin obstáculos, y el segundo, que
encarecía de capacidad de maniobra frente a un ataque envolvente. De la misma manera, un
miembro de la falange aislado no podía recibir ayuda de sus compañeros y estaba
condenado a perecer. Mientras la falange no se enfrentó con esos peligros, fue imbatible en
el campo de batalla como demostrarían tanto Filipo con Alejandro. Sin embargo, en el
choque con las legiones romanas fue derrotada vez tras vez.

LA POLITICA DE ALEJANDRO

"Lo que me gusta de Alejandro Magno no son sus campañas, de las que no podemos formar
un claro concepto, sino su arte de política. A los 33 años dejó un imperio inmenso y bien
organizado, que sus generales se repartieron luego. Había logrado aprender el arte de
granjearse la estima de los pueblos a los que había vencido. Tuvo razón en mandar asesinar
al tonto de Parmenio, que le echaba en cara su abandono a las costumbres griegas. Su visita
a Amón constituye una hazaña política; se ganó a Egipto de esta manera. Si yo hubiese
permanecido en Oriente, me hubiera ido de peregrinación a La Meca, me habría arrodillado
y hubiera hechos mis rogativas. Pero sólo habría hecho todo esto si hubiese valido la pena.

ALEJANDRO EL DIOS

Alejandro III el Magno es una de las personalidades más destacadas y relevantes de la edad
antigua. El historiador británico Nicholas G. L. Hammond escribió en 1980 una excelente
biografía dedicada al estudio de la personalidad de ese rey macedonio del siglo IV a.C.
(Alejandro Magno, si renunciamos a añadir la numeración nominal regia), cuyas últimas
páginas inmediatamente anteriores a los apéndices de la obra se reproducen a continuación.

Emular, e incluso superar a su padre Filipo o al prototipo de conquistador, Ciro el Grande;


rivalizar con los viajes y logros de Heracles y de Dioniso y, a su vez, conseguir «honores
divinos» eran posiblemente las ambiciones juveniles de Alejandro. Europa había sido el
escenario de los triunfos de Filipo e Italia iba a ser invadida por Alejandro el Moloso; por
consiguiente, Asia era el continente de Alejandro. Pero, ¿se lo concederían los dioses?
Cuando desembarcó en la Tróade, Alejandro mostró expresamente esta idea: «Aceptó de los
dioses Asia, ganada a punta de lanza». La reafirmó tras su victoria en Gaugamela, cuando
dedicó en acción de gracias los despojos de la batalla a Atenea de Lindos en calidad de
«Señor de Asia» y cuando le escribió a Darío: «los dioses me han concedido a mí Asia». Al
final acabó viéndose a sí mismo como «Rey de toda Asia» (A., VII, 15, 4; Ind., 35, 8), y todos
los demás -incluso los remotos libios- terminaron por hacerlo también.

Pero en el 334 a.C. debe de haberse preguntado si de hecho era «hijo de un dios», capaz de
ejecutar ese proyecto heroico. Las respuestas le llegaron sin lugar a dudas de los oráculos y
los sacerdotes en cuyas palabras había creído desde siempre: en el 332 a.C. los sacerdotes de
Egipto lo saludaron como «Hijo de Ra»; el sacerdote a Amón en Siwah le hizo creer y, sin
duda, indujo a otros también a hacerlo, que era el «Hijo de Amón» y posteriormente los
santuarios de Dídima y Eritras le proclamaron «Hijo de Zeus». Era tentador poner a prueba
esas creencias, y eso era lo que pretendía su oración en Gaugamela. La victoria consiguiente
le reafirmó en su convencimiento de que «descendía de Zeus».

Muchas señales y hechos maravillosos -algunos evidentes por sí mismos, otros interpretados
por los adivinos- demostraron que los dioses estaban de su lado. No hay duda alguna de que
tanto él como sus hombres creían en ellos implícitamente. Debemos recordar que las
lecturas preferidas de Alejandro eran la Ilíada, las obras de los tres grandes trágicos y la
poesía ditirámbica, y que en todas ellas los dioses daban a conocer a los hombres sus
designios mediante una amplia gama de procedimientos -entre ellos las señales y los hechos
maravillosos. De los que le ocurrieron a Alejandro, Arriano, que sigue a Tolomeo y a
Aristóbulo, menciona los siguientes: la gaviota de Halicarnaso, el nudo gordiano desatado
por el futuro «dominador de Asia», los truenos y relámpagos allí mismo, el sueño antes del
ataque de Tiro, el ave de presa de Gaza, la harina que marcó los límites de Alejandría, la
lluvia y los cuervos en el camino hacia Siwah, el águila voladora en Gaugamela, el presagio
adverso en el Jaxartes, el vidente sirio en Bactria, los manantiales de aceite y agua junto al
Oxo y el oráculo de Belo (Baal) antes de la entrada en Babilonia (A., VII, 16, 5-17, 6). Incluso
cuando la muerte ya se estaba cerniendo sobre él, Alejandro podía haber dicho, como el
viejo Edipo: «De todas las señales que los dioses en persona me han enviado, ninguna de
ellas resultó ser falsa».

Los dioses fueron también los responsables de todos sus éxitos en opinión de Alejandro y a
ellos les otorgó el reconocimiento y las gracias. Se hallaba realizando constantemente actos
religiosos; hacía sacrificios cada mañana desde que se había convertido en adulto y, además,
todas las noches en las que se dedicaba a beber con sus compañeros, al iniciar cualquier
empresa, al cruzar cualquier río, al entrar en combate, al celebrar la victoria y al expresar
gratitud. Sin embargo, su devoción era mucho menos ostensible que la de su padre. Por
ejemplo, mientras que Filipo se había representado a sí mismo en sus monedas recibiendo la
salutación, posiblemente durante algún desfile triunfal, y poniendo de relieve sus éxitos en
los Juegos Olímpicos, Alejandro sólo hacía representar a los dioses en sus monedas de uso
corriente. En las famosas esculturas de Alejandro hechas por Lisipo se le representaba con
unos ojos tiernos y blandos como si «mirase hacia el cielo», y en su momento se interpretó
como que dirigía su mirada hacia Zeus, del que procedía su inspiración. En sus primeros
años, por ejemplo, al desembarcar en Asia, rindió honores especiales a Atenea Alcidemo (la
diosa de la guerra macedonia que protegía a Filipo y a Alejandro según Plinio, NH, XXXV,
114), a Zeus el Rey («de dioses y hombres») y a Heracles, antepasado de la casa real; y
durante todo su reinado fueron ellos, y sólo ellos, los únicos que aparecieron en sus
monedas de oro y plata. Es sólo en el medallón de Poro donde aparece la figura de
Alejandro: diminuto, en un combate simbólico. En el reverso, su cara no aparece en relieve.
Para retratos posteriores, ver las Figs. 20 y 36 de la primera edición.

Tras su peregrinación a Siwah situó a Zeus Amón, o Amón de los libios (para distinguirlo de
Amón de Afítide) o solamente Amón, al mismo nivel en su consideración que Atenea, Zeus o
Heracles; por ejemplo, al reunirse con Nearco puso como testigos a «Zeus de los griegos» y a
«Amón de los libios» (Ind., 35, 8). El rayo que lleva Alejandro en el medallón de Poro es
probablemente el arma de Zeus Amón, con la que había armado a Alejandro para que
conquistase el reino de Asia. En las pinturas de Apeles, Alejandro aparecía blandiendo el
rayo, representado posiblemente como rey de Asia. Fue al oráculo de Zeus Amón, no a un
oráculo griego, al que consultó Alejandro acerca de los honores a Hefestión y en la
desembocadura del Indo, por ejemplo, hizo dos series de sacrificios con los rituales y a los
dioses que había determinado el oráculo de Amón.

En ocasiones también realizó sacrificios a otras divinidades no griegas, como el Melkart tirio
(identificado con Heracles), Apis e Isis en Egipto y Belo (Baal) en Babilonia, cuyo templo
pretendía reconstruir. Y su facilidad al recurrir a dioses griegos y no griegos en petición de
ayuda queda de manifiesto en sus consultas no sólo a adivinos griegos sino también a los de
Egipto, Persia (los magos) y Babilonia (los caldeos). Sin duda fue por la fe que tenía en estos
poderes divinos por lo que Sérapis fue consultado durante su última enfermedad, su cadáver
fue embalsamado por egipcios y caldeos y los cuernos de carnero, el emblema de Amón,
fueron añadidos a la cabeza de Alejandro en las monedas de Lisímaco. Es evidente que
Alejandro no pensaba en que sus dioses nacionales habían derrotado a los de las otras razas,
como habían hecho, por ejemplo, los griegos y los hebreos; más bien al contrario, estaba
dispuesto a mostrar su respeto y a rendir culto a los dioses de otros pueblos y a encontrar en
esos dioses unas cualidades similares a las que poseían los dioses griegos y macedonios.

Que Alejandro acabase por pensar que tenía una misión que cumplir no debe sorprendernos.
Era descendiente de Zeus y Heracles, había nacido para reinar, tenía como ejemplo la carrera
de Filipo e Isócrates, Aristóteles y otros le habían educado para ser benefactor tanto de
griegos como de macedonios. Su sentimiento de misión tenía inevitables connotaciones
religiosas, puesto que desde temprana edad el rey su padre le había asociado en la dirección
de ceremonias religiosas, y se hallaba imbuido de muchas de las ideas de la religión
tradicional y de los misterios extáticos. Así, dos observaciones de las que realiza Plutarco
(Mor., 342 A y F) tienen muchos visos de verosimilitud. «Este deseo [ordenar bajo una sola
ley a todos los hombres y someterlos a un único poder y a una única y habitual forma de
vida], que le era natural ya de niño, lo alimentó y lo incrementó con el tiempo»; y al
atravesar el Helesponto y llegar a la Tróade el principal mérito de Alejandro era «su piedad
hacia los dioses». Ya por aquel entonces había planeado establecer un reino de Asia en el
que gobernaría sobre los pueblos, tal y como lo había hecho Odiseo, «con paternal bondad»
(Odisea, V, 11). Se aprestó a llevar a término ese plan «fundando ciudades griegas en medio
de pueblos salvajes y enseñando los principios de la ley y de la paz a tribus sin ley e
ignorantes». Cuando completó la conquista de «Asia» merced al favor de los dioses y
especialmente el de Zeus Amón, no descansó hasta instaurar «concordia, paz y solidaridad
mutua» entre los hombres de su reino (Mor., 329 F).

Esto era la aplicación práctica de una concepción religiosa y no de una teoría filosófica
(aunque posteriormente condujo a la teoría filosófica de los cínicos, que sustituyeron Asia
por el mundo en su conjunto y hablaron de la fraternidad entre los hombres), que alcanzó su
punto culminante en el banquete de Opis, cuando en presencia de hombres de varias razas
hizo votos por «la concordia y la participación en el gobierno» de su reino «entre
macedonios y persas».

Lo que distingue a Alejandro de todos los restantes conquistadores es esta misión divina.
Había crecido con ella y consiguió cumplirla en gran medida, antes de formularla
explícitamente en el banquete de Opis mediante unas palabras como las que cita Plutarco
(Mor., 329 C). «Alejandro se consideraba -escribe Plutarco-, enviado por los dioses como
gobernador común y árbitro de todos y a quienes no anexionaba por la palabra lo hacía con
las armas por la fuerza con el fin de reunir los elementos diseminados en un mismo cuerpo,
como mezclando en una amorosa copa las vidas, los caracteres, los matrimonios y las formas
de vivir.» Este es el motivo verdadero por el que merece ser llamado «Alejandro el Grande»:
porque no aplastó o desmembró a sus enemigos, como los romanos conquistadores
aplastaron Cartago y Molosia y desmembraron Macedonia en cuatro partes, porque no
explotó, esclavizó o destruyó a las poblaciones nativas del mismo modo que el «hombre
blanco» ha hecho con tanta frecuencia en América, África y Oceanía; por el contrario,
consiguió crear, aun cuando sólo durante unos cuantos años, una comunidad supranacional
capaz de vivir en paz interior y de desarrollar una concordia y una solidaridad de las que,
lamentablemente, carece nuestro mundo moderno.

EL OCASO ALEJANDRO

Los últimos años de Alejandro fueron una desorbitada carrera hacía la gloria, un impulso
frenético que sólo se detuvo con su muerte y que, pese a estar plagado de conquistas y
victorias, fue un torbellino de tragedias personales que le condujeron a la desesperación y,
quizás, siempre se ha hablado de ello, a la inestabilidad mental.

Tuvo que hacer frente a 3 deserciones masivas de sus fatigados y desorientados soldados y,
además, fue objeto de dos conjuras que a punto estuvieron de costarle la vida. Los motines
los sofocó simplemente con su carisma y su arrebatadora oratoria. Para las conjuras no le
quedó otro remedio que aplicar la razón del Estado y la justicia militar.

Alejandro sufrió, en poco más de dos años, una espiral de desgracias que le afectaron
profundamente. Durante la batalla contra el rey indio Poro, murió Bucéfalo, su gran caballo
azabache. Alejandro no sólo lloró por su caballo y lo enterró en una tumba de piedra, sino
que también fundó una ciudad con su nombre: Alejandría Bucéfala. Igual de llanto, recibió
Peritas, el mastín, que dio la vida por su amo durante un asalto a una fortaleza de los malios,
pueblo feroz y aguerrido que habitaba a la orilla del río Indo. La peor de las tragedias fue la
muerte de Hefestión, su seguidor más fiel, moría en Ecbatana, aquejado de fiebres y de la
negligencia de un médico llamado Glauco. Alejandro ordenó la ejecución de Glauco y la
crucifixión de su cadáver. Alejandro organizó unos funerales que no sólo le costaron 12.000
talentos, sino que supusieron el exterminio de toda una tribu de persas como homenaje, la
construcción de una pira monumental y la orden a varios sacerdotes de que viajaran hasta
Egipto, al oráculo de Amón, para que allí convirtieran a Hefestión en un dios.

A partir de ese instante todo se precipito, a pesar de la esperanzadora noticia de que su


esposa Roxana esperaba un hijo. En verano regresó a Babilonia, a pesar de las advertencias
de los sacerdotes caldeso, y allí se mantuvo sin hacer caso al clima insalubre y aunque
numerosos presagios funestos le anunciaron las peores calamidades. Por el contrario,
aceptaba cuanta invitaciones se le ofrecían y comía, bebía y holgaba sin mesura. Enfermo
además de insomnio, se cuenta que en una de esas orgias desenfrenadas quiso superar el
récord de resistencia ante el alcohol que había establecido un oficial llamado Promacos,
quien le había derrotado después de ingerir tres litros de un licor fortísimo. Alejandro
trasegó cuatro litros del mismo licor para superarle. Al día siguiente, la fiebre hizo aparición,
mientras que un amenazador gorjeo interno acompañaba a su respiración. La herida en el
pulmón sufrida frente a los malios pasaba factura.

A los 11 días de agonías, Alejandro murió. Poco antes, cuando le preguntaron a quién cedía
el trono, él respondió: <<al más fuerte>>. Pero se olvidó decir quién era en su opinión el más
fuerte, lo que ocasionó casi inmediatamente una guerra sin cuartel entre sus antiguos
camaradas que terminaría por desmembrar su imperio.

LEGADO DE ALEJANDRO EL MAGNIFICO

Alejandro fue uno de los mayores conquistadores de la historia, destacó por su brillantez
táctica y por la velocidad con la que cruzó grandes extensiones de terreno. Aunque fue
valiente y generoso, supo ser cruel y despiadado cuando la situación política lo requería,
aunque cometió algunos actos de los que luego se arrepintió, caso del asesinato de su amigo
Clito en un momento de embriaguez. Como político y dirigente tuvo planes grandiosos;
según muchos historiadores abrigó el proyecto de unificar Oriente y Occidente en un imperio
mundial, una nueva e ilustrada hermandad mundial de todos los hombres. Hizo que unos
30.000 jóvenes persas fueran educados en el habla griega y en tácticas militares
macedónicas y les alistó en su Ejército. Él mismo adoptó costumbres persas y se casó con
mujeres orientales: con Estatira (o Stateira; que murió hacia el 323 a.C.), la hija mayor de
Darío III, y con Roxana (que murió hacia el 311 a.C.), hija del sátrapa de Bactriana Oxiartes;
además animó y sobornó a sus oficiales para que tomaran esposas persas. Poco después
murió. Alejandro ordenó que las ciudades griegas le adoraran como a un dios. Aunque
probablemente dio la orden por razones políticas, según su propia opinión y la de sus
contemporáneos, se le consideraba de origen divino. Tras su muerte, la orden fue en gran
parte anulada.
Para unificar sus conquistas, Alejandro fundó varias ciudades a lo largo de su marcha,
muchas se llamaron Alejandría en honor a su persona; estas ciudades estaban bien situadas,
bien pavimentadas y contaban con buenos suministros de agua. Eran autónomas pero
sujetas a los edictos del rey. Los veteranos griegos de su Ejército al igual que soldados
jóvenes, negociantes, comerciantes y eruditos se instalaron en ellas y se introdujo la cultura
y la lengua griega. Así, Alejandro extendió ampliamente la influencia de la civilización griega
y preparó el camino para los reinos del periodo helenístico y la posterior expansión de
Roma.

DERECHOS DE AUTOR:

RAMIOLRA

Bibliografía

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H Lamb, JM Alinari - Lingua, 1953 - libreriaaurea.com “Alejandro de Macedonia (El viaje al


fin del mundo)”

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