Introducción A La Sofística 2021

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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA ANTIGUA – 1º cuatrimestre 2021

Clase teórica 4
Fecha: lunes 12/04/2021
Prof. Pilar Spangenberg

Contenidos: Introducción a la sofística*

[El clima espiritual del siglo V y el surgimiento de la sofística. El problema de las fuentes
para el estudio de los sofistas. Vinculaciones entre sofística, retórica y política. Opiniones
negativas sobre los sofistas. Prestigio y poder del lógos como arma política. Presentación
de los dos grandes sofistas del s. V: Protágoras y Gorgias.]

La idea de esta clase es ofrecer una breve introducción al pensamiento de los sofistas, para
lo cual necesitaremos esbozar brevemente el marco histórico para comprender su
emergencia. Luego haremos una breve referencia al pensamiento de los grandes sofistas
del siglo V, Protágoras de Abdera y Gorgias de Leontinos.

Marco histórico
Al investigar en qué circunstancias históricas fue posible que la sofística y la retórica
adquirieran una importancia central entre los griegos, bajo qué condiciones la palabra
funcionó articulando prácticas e instituciones de la vida política, es necesario llevar a cabo
un breve análisis del marco de la pólis, orden que expresa el modo en que los griegos
comprendieron la convivencia humana y la organización adecuada para sostenerla en las
décadas en que se desarrolla el movimiento sofístico. Ya desde la época de los testimonios
homéricos la maestría en el empleo persuasivo de la palabra se configuró como un rasgo
fundamental de la vida política. Retórica y política se hallaron íntimamente entrelazadas
en el mundo griego desde los comienzos: ¿pero cómo comenzó todo? La aparición de la
política y de la retórica sobre la faz de la tierra debe vincularse con la emergencia de una
forma de estatalidad que se afirmó especialmente en el mundo griego y que se encuentra
anidada en la raíz misma del término política: la pólis. Ahora bien ¿qué es una pólis y
cómo floreció hasta convertirse en la forma política predominante en el espacio griego?
En principio, el acto de traducir a nuestra lengua el término pólis ya nos plantea el
problema de cómo concebirla. En términos generales optamos por traducir pólis por
“ciudad-Estado” porque cuando los griegos dicen pólis no implican sólo (y ni siquiera en
primer lugar) la dimensión urbana focalizada en el término ciudad, relativa a un recinto
urbano. La espacialidad de la pólis griega, de hecho, no coincidía sin más con un núcleo
urbano, sino que se hallaba también dentro de su circunscripción un campo aledaño
(khóra) con una economía de base mixta, agrícolo-ganadera en pequeña escala. Tampoco
pensaban los griegos en la pólis como un dispositivo burocrático-administrativo con
jurisdicción sobre un territorio a la manera de un tercero superior distinto de la sociedad
civil, tal como sugiere nuestro término-concepto moderno de Estado. Ante todo, las
dimensiones de la pólis parecen reducidas al compararse con los Estados modernos
(Atenas presenta en el siglo IV a. C. una extensión de 2.500 km 2, una población de
300.000 habitantes y un cuerpo cívico de 20.000 ciudadanos). El formato de pequeño
Estado que caracterizó la pólis condicionó el desarrollo de un intenso nivel de sociabilidad

*
Texto elaborado sobre la clase de Historia de la Filosofía Antigua dictada por Pilar Spangenberg en la
Facultad de Filosofía y Letras de la UBA en 2013 y de la Introducción “Condiciones del nacimiento de la
retórica en Grecia” de Gabriel Livov y Pilar Spangenberg a La palabra y la ciudad, G. Livov y P.
Spangenberg (eds.), La bestia equilátera, Buenos Aires, 2012

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que hizo de los ordenamientos políticos helénicos unas sociedades cara-a-cara, basadas en
un entramado intersubjetivo de mutuo reconocimiento sobre el que se apoyaba el lazo
político y que resultaría imposible de trasladar a nuestras actuales sociedades de masas. En
contraposición con la moderna distancia entre ciudadano y gobierno, se daba en Grecia
una identificación directa, en primera persona, entre el individuo y la administración de la
ciudad-Estado.
Además, para los griegos, la pólis no se identificaba primariamente con el espacio físico
que ocupaba. A diferencia de nuestra tendencia a representarnos la estatalidad en términos
territoriales, era costumbre entre los griegos llamar a sus ciudades-Estado por el gentilicio
de sus ciudadanos (“los Atenienses”, “los Corintios”, “los Lacedemonios”). En palabras
que Tucídides pone en boca del general Nicias, “la ciudad-Estado (pólis) son los hombres,
y no murallas ni naves vacías” (Hist. Pel. VII 77, 4 y 7). Para conformar una pólis no
bastaba con delimitar unas fronteras, y ser ciudadano no equivale sin más a habitar un
territorio. Sólo así puede entenderse el hecho de que una pólis pudiera en última instancia
subirse a los barcos y abandonar sus tierras sin dejar de ser pólis.
Los griegos pensaban la pólis como una koinonía politiké (comunidad política) que es
sociedad y Estado al mismo tiempo, porque creían que en última instancia lo que definía a
una unidad política era el conjunto de los ciudadanos que sostenían las instituciones que
custodiaban lo común, en condiciones de igualdad bajo una misma ley. Tal como
Aristóteles lo sintetiza en una célebre fórmula de su Política (1276b 1), la pólis es una
“comunidad de ciudadanos bajo una constitución” (koinonía politôn politeías).
La pólis se identificaba con el conjunto de sujetos que gozaban de plenos derechos
políticos, los ciudadanos (polítai). Los requisitos para el acceso a la ciudadanía variaban
de acuerdo con la forma de gobierno de cada ciudad-Estado, pero en general para entrar en
la categoría general de ciudadano había que ser hombre libre, varón y adulto, nacido
legítimamente de padre ciudadano (o de padre y madre). Luego, ulteriores distinciones
podían diferenciar entre ciudadanos activos y pasivos, que a su vez presentaban
variaciones según criterios como edad o riqueza. Junto con la plena ciudadanía el sujeto se
hallaba habilitado para defender a la pólis como hoplita o caballero, ser elegido para
magistraturas y cargos públicos, administrar justicia y concurrir a la asamblea. Participar
del régimen político (enunciado en griego mediante la expresión metékhein tês politeías)
implicaba en Grecia una relación mucho más concreta de lo que nosotros podemos
experimentar como ciudadanos posmodernos: ser ciudadano (polítes) implicaba en la
época clásica el goce de ciertos privilegios (como el acceso a la propiedad de la tierra) y el
compromiso con ciertas responsabilidades públicas (decidir, combatir y juzgar). Soldado,
propietario y jefe de la casa, miembro de la asamblea y, eventualmente, magistrado o juez
en su ciudad-Estado, el polítes reconocía una inscripción integral en la pólis de la que
formaba parte.
Por lo demás, la ciudadanía griega no se concebía exteriormente respecto del gobierno:
aquí reside la clave de comprensión de la continuidad conceptual entre el ciudadano
(polítes), el régimen político (politeía) y el cuerpo cívico gobernante (políteuma). La
ciudad-Estado como comunidad política (koinonía politiké) se encuentra definida como
asociación de ciudadanos de pleno derecho, quienes componen el cuerpo cívico
gobernante que decide sobre los asuntos del régimen político, de modo que absorbe dentro
de un mismo plano las determinaciones sociales y las instituciones políticas. En palabras
de Aristóteles, el rasgo distintivo de la ciudadanía consistía en participar de las instancias
de deliberación (Asamblea, Consejo) y en la administración de la justicia (tribunales) (Pol.
III 1), instituciones que se caracterizaban por la circulación de la palabra. El nexo entre
ejercicio de la ciudadanía y puesta en juego del discurso se halla simbolizado
filosóficamente en otra célebre fórmula de Aristóteles (Pol. I 2): el ser humano es un

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animal político (zôon politikón) en la medida en que se trata de un ser dotado de palabra
(zôon lógon ékhon).
El concepto que expresa la particular relación entre la ley y el ciudadano y que nace a
comienzos del siglo VI a. C. en la antigua Grecia es la isonomía o “igualdad ante la ley”.
Este concepto conlleva dos notas de gran relevancia. En primer lugar, el hecho de que sea
la ley el término frente al cual los ciudadanos son iguales implica que la necesidad de
respetar un mandato político no deriva de la intervención de un personaje excepcional,
sino del poder de todos los individuos sometidos por igual al mando de la ley. En segundo
lugar, la igualdad ante la ley implica que a la hora de decidir cuestiones políticamente
vitales como la declaración de guerra o la estipulación de un acuerdo con otra ciudad-
Estado, no hay sujetos predestinados que tomen a su cargo el dictado de las normas que
afectarán a todos. Es decir, nadie está, por naturaleza, señalado para tomar en su propio
nombre, de modo individual, las decisiones relevantes de la comunidad de ciudadanos. En
este respecto, quienes componen la ciudad, por diferentes que sean por su origen, su status
social y su función dentro del conjunto aparecen en cierto modo similares los unos a los
otros. No por casualidad una de las instituciones políticas más conocidas de la Grecia
antigua es la Asamblea. En ella todos los ciudadanos tenían el privilegio de participar de la
toma de decisiones que incumbían a la comunidad. La igualdad de derechos a la palabra
en el ágora se conoce bajo el nombre de isegoría, y constituía un patrimonio del conjunto
del cuerpo cívico de la pólis.
La circulación del poder político entre los ciudadanos y la igualdad ante la ley son, pues,
dos características de la pólis en la Grecia antigua. Hay un tercer elemento que no
podemos pasar por alto a la hora de referirnos a las particularidades de la pólis que asume
especial relevancia para nuestro estudio: la palabra en tanto herramienta política. Resulta
oportuno destacar aquí el carácter eminentemente discursivo de la experiencia política
griega.† La importancia de la práctica del discurso en la vida pública hacía de los
ciudadanos sofisticados productores y consumidores de discursos, lo cual, según el
testimonio de Tucídides, condujo al orador Cleón a referirse a los atenienses como
“espectadores de discursos” (III 38, 7). Para los griegos, el medio más apropiado para
llevar adelante la actividad política es la palabra. La herramienta privilegiada para influir
en los demás y para intervenir en los destinos de la ciudad deja de ser la inspiración
divina, la pertenencia a un linaje o la violencia sin más de las armas y pasa a ser el lógos,
medio para lograr adhesiones a través de la persuasión. Así, las cuestiones de interés
general que definen el campo del gobierno están ahora sometidas al arte oratorio y deberán
zanjarse al término de un debate; es preciso, pues, que se las pueda formular en discursos,
plasmar como demostraciones antitéticas y argumentaciones opuestas. Nuevamente, se
evidencia aquí la importancia de los cuerpos de deliberación colectiva, el Consejo (boulé)
y la Asamblea (ekklesía), espacio de circulación de la palabra gracias al cual los
ciudadanos tenían la posibilidad de intervenir en las instituciones que custodian lo común.
Estas condiciones constituyentes de la pólis griega explican en parte la importancia que
cobran la sofística y la retórica en los siglos V y IV. Pero para delinear un mapa más
preciso en el cual ubicar la emergencia de tal arte debemos referirnos más específicamente
a la democracia radical ateniense, contexto en el cual el discurso asumió particular
importancia. Atenas constituyó el foco intelectual donde convergieron filósofos, oradores
y sofistas en los siglos V y IV a.C.. Un breve recorrido de su historia ayudará a
comprender por qué fue el escenario principal en que florecerían la retórica y la sofística.
Es necesario señalar antes que nada que la forma de gobierno democrática que se


Esto condujo a Hannah Arendt a referirse a la ciudad-Estado como “el más charlatán de todos los cuerpos
políticos” (1993: 40).

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impondría en Atenas no constituía el a priori de la vida política como hoy en día, pues aún
en el siglo V, se trataba de un fenómeno relativamente reciente que se erigía sobre un
trasfondo de patente oposición y de constante tensión.
El primer paso para la conformación de la democracia ateniense se produjo en el siglo VII
a.C., cuando Dracón, considerado el primer legislador de la pólis, realizó una
transformación del código de costumbres y tradiciones, hasta entonces netamente oral, en
un cuerpo de leyes escritas (nómoi). Este hecho, además de evidenciar la transformación
en curso hacia una cultura escrita, tiene un importante significado social y democrático, ya
que tales leyes fueron escritas en un lenguaje accesible a todos, que pretendía no dejar
lugar a la interpretación subjetiva ni al abuso de poder, de modo tal que fueran aplicadas a
todos por igual. Así, no sólo sentaron los cimientos para la emergencia de la pólis y el
surgimiento de la democracia en Atenas, sino que además jugaron un importante papel en
el desarrollo de la retórica al exhibir los dispositivos más fundamentales de la retórica
cómo técnica del discurso público.
Desde principios del s. VI, con las reformas instauradas por Solón, se dio en Atenas un
proceso de democratización progresiva impulsado por la creciente fuerza que fueron
asumiendo los sectores populares. Hacia finales de ese siglo, Clístenes introdujo
importantes modificaciones de carácter político que implicaban una participación activa
del ciudadano en los asuntos públicos al instaurar los démoi (aldeas o barrios) como
núcleos básicos de una administración democratizada, cuya Asamblea (ekklesía) estaba
integrada por todos los ciudadanos. A través del démos se accedía, además, al Consejo
(boulé) y a las magistraturas del estado. Hacia mediados del siglo V, Efialtes profundizó el
proceso de democratización al introducir una serie de leyes que limitaban drásticamente
los poderes del Areópago, un consejo de origen aristocrático tradicionalmente conservador
que retenía importantes atribuciones y que ya desde la época de Solón rivalizaba con el
Consejo por las funciones legislativas. Las competencias sacadas al Areópago -controlar la
administración pública, garantizar la constitución y juzgar a los magistrados- fueron
transferidas a la Asamblea, el Consejo y los tribunales. Estas medidas, junto con la
implantación de una remuneración diaria para los jurados, ampliaban aún más el poder del
démos. Pericles radicalizó este proceso a través de dos medidas: la primera de ellas fue
extender la práctica del sorteo directo entre los ciudadanos, tanto para la determinación de
los magistrados como de los miembros del Consejo, suprimiendo así la elección previa de
los candidatos; la segunda fue la extensión de la paga diaria a todos los magistrados y
cargos elegidos por sorteo, es decir a los miembros del Consejo y a los arcontes.
Así se fue ampliando la base democrática al punto de admitir el derecho de participación
de aquellos que, aún siendo libres, se dedicaban a tareas manuales tradicionalmente
identificadas con la esclavitud. La participación en la Asamblea estaba abierta todos los
sectores de la clase de los libres, sea cual fuere el nivel económico y la dedicación del
ciudadano. Así, en la democracia ateniense se produjo una diferenciación entre las
actividades para las que se requería una tékhne o preparación, por un lado, y la actividad
política como tal, desempeñada colectivamente por el démos en la Asamblea, por otro.
Sólo eventualmente y ante problemas puntuales se solicitaba la competencia de los
especialistas en terrenos no referidos directamente a la decisión política. La actividad
pública, por el contrario, no exigía ningún saber específico. Se había roto, pues, la
limitación que equiparaba los derechos políticos a la posesión de la tierra, a la nobleza de
origen y a una educación cualificada.
Estas transformaciones políticas tuvieron lugar como respuesta al creciente peso de las
clases inferiores. Los años en que se desarrolló la guerra del Peloponeso (431-404), así
como los cincuenta años precedentes que median entre las Guerras Médicas y aquella,
llamados Pentecontecia, favorecieron la progresiva acumulación de poder por parte de los

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sectores populares. En este período, Atenas había agrupado las fuerzas de sus aliados bajo
una liga hegemónica, la liga de Delos, con el objetivo de continuar la guerra contra los
persas y eliminarlos del mar Egeo. Progresivamente los atenienses fijaron los modos de
colaboración de las distintas ciudades. Así, la liga, originariamente preventiva, fue dando
lugar al imperio ateniense. Tucídides muestra cómo Atenas tuvo que luchar desde el
principio contra sus propios aliados para conservar la cohesión del conjunto. En este
contexto la flota ateniense, compuesta mayoritariamente por thêtes que constituían la clase
inferior que no participaba en el ejército hoplítico, cobró una inusitada importancia. Este
grupo consolidó su posición y extrajo beneficios gracias al rol central que asumió la flota
tanto en las acciones militares como en los crecientes intercambios extendidos por el
Egeo. El poderío marítimo ateniense proporcionó, pues, ventajas a la población libre en su
conjunto, pero benefició más fuertemente a las clases inferiores, para quienes significó una
garantía de su propia libertad. Imperio y democracia radical fueron, pues, inescindibles y
conformaron las dos caras de un mismo fenómeno.
Una institución central de Atenas en este período, sin la cual resultaría incomprensible el
surgimiento de la rhetoriké tékhne es la isegoría. Todos los ciudadanos atenienses poseían
el derecho de isegoría, cuyo significado literal es “igualdad en el ágora” y expresaba el
derecho de todo ciudadano a dirigirse al pueblo reunido en la Asamblea. Si algunos de
ellos no hablaban en público, no se debía en ningún caso a una restricción legal, pues la
isegoría autorizaba a todo ciudadano a exponer y defender su punto de vista acerca de
cualquier asunto de importancia para la pólis. Sin embargo, el hecho de que contaran con
este derecho, no implicaba el uso efectivo de la palabra por parte de todos los ciudadanos.
Es importante destacar que la isegoría surgió en el contexto de la competición intra-elite,
pero al fragmentarse las bases institucionales de la aristocracia de Atenas, la Asamblea fue
ganando poder y se convirtió en el escenario de la competencia entre posibles líderes.
Dado que ahora la mayoría de los cargos públicos eran atribuidos por sorteo, la elite
encontró en el ejercicio del lógos una manera de resguardar su hegemonía ante el resto de
los ciudadanos. Así, la destreza en el discurso público constituía el arma y la condición
central de liderazgo, puesto que los asuntos más importantes de la política de Estado eran
decididos sobre la base de discursos proferidos en la Asamblea. La democracia no solo
admitió, sino que incluso favoreció el desarrollo de los protagonismos individuales sin
necesidad de un reconocimiento institucional o formal del cargo. Sin embargo, la isegoría
fue considerada por los atenienses como el fundamento de la democracia. Aunque la
mayoría de los ciudadanos atenienses no ejercitaban de hecho su derecho a hablar, la
isegoría cambió la naturaleza de la experiencia de las masas en la Asamblea: de la
aprobación o negación pasiva a propuestas de medidas de gobierno, pasó a una escucha
atenta de los argumentos que competían.
De lo dicho surge con claridad que la destreza en el discurso público constituía el arma y
la condición central de liderazgo, puesto que los asuntos más importantes de la política de
Estado eran decididos sobre la base de discursos proferidos en la Asamblea. La
importancia que asume el orador en este contexto es atestiguada por los términos usuales
para designar a los políticos, quienes, aparte de “rhétores”, son llamados en muchos casos
“los hablantes” (hoi légontes). Aunque el político ateniense también puede ser llamado
demagogós (aquél que dirige el démos) o hegemón (aquél que lidera), la primacía de
términos descriptivos que enfatizan la habilidad para hablar y la función de consejeros
sugiere que el discurso público era un aspecto central de su liderazgo. El vocabulario del
activismo político en Atenas revela que la habilidad para la comunicación pública directa
era condición de cualquier poder, autoridad o influencia política. Pericles mismo
representa de manera acabada el modelo que alcanza el triunfo personal en la buena
gestión de los asuntos de la pólis y se destaca tanto en la acción como en la palabra.

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Aparte de la importancia que guardaba la palabra en el contexto de la Asamblea ateniense,
en el transcurso del siglo V los tribunales fueron asumiendo cada vez más importancia y
consecuentemente se fue desarrollando más el lógos forense. Tanto los discursos
proferidos ante la Asamblea, como ante los tribunales, tal como evidencian los debates
antilógicos de la tragedia y la historiografía de Tucídides, implicaban una contraposición
de opiniones y argumentos que refleja la concepción imperante según la cual es posible
hablar persuasivamente de una manera y de la contraria sobre el mismo tema.

Los sofistas
El hecho de que acerca de cualquier asunto fueran posibles y legítimos dos discursos
enfrentados entre sí abrió un espacio a una profesión de personajes que enseñaba a los
jóvenes de las clases dominantes atenienses a actuar en el marco de la democracia y
ejercer su dominio a través de la persuasión, para poder imponer el propio discurso sobre
el otro y presentar como más fuerte aquel que a los ojos de la Asamblea o el jurado era
originariamente más débil. Estos personajes, en su mayoría extranjeros que, según el
testimonio platónico se autoproclamaban sofistas u oradores, asumieron plenamente el
carácter competitivo que comportaba la vida pública en la democracia ateniense e
intentaron ofrecer un nuevo modelo pedagógico acorde al régimen democrático en que la
educación tradicional había quedado desfasada e insuficiente.
Así, los sofistas y los oradores adquirieron un lugar preponderante en la Atenas de la
segunda mitad del siglo V. En Pericles encontraron protección y promoción, al punto que
le encomendó a Protágoras la redacción de la constitución de la colonia de Turios. Pero a
medida que el desarrollo de la guerra del Peloponeso se fue revelando adverso a los
atenienses y se empezó a derrumbar el imperio, sus cimientos entraron en discusión. Ya a
la muerte de Pericles en el 429 comenzó una persecución política de su círculo intelectual,
al cual pertenecían entre otros Anaxágoras y Protágoras, quienes fueron sometidos a
procesos por impiedad entre el 420 y el 410. Hacia finales de la guerra en el 404, Atenas
emprendió un cuestionamiento a las prácticas ligadas a la democracia imperante en los
años de la guerra de la cual la sofística y la retórica no podían salir ilesas por dos motivos:
en primer lugar, porque se consideraba que habían sido los oradores formados por estos
maestros los que habían convencido a la Asamblea de tomar las medidas que condujeron
al desastre en la guerra. Y, en segundo lugar, porque a la primera generación de sofistas
extranjeros había sucedido una nueva que había trasladado los principios del imperio hacia
el interior de la pólis. El orador era visto entonces como el personaje que privilegiaba sus
propios intereses por sobre los intereses comunes. El ambiente de polémica en torno a la
retórica se refleja tempranamente en la discusión que, según Tucídides, tuvo lugar en la
ciudad después de que se enviara una expedición de castigo contra los rebeldes de
Mitilene. Allí se reprocha al démos ateniense el haberse hecho esclavo del brillo de las
palabras y de los atractivos que lo acompañan, lo cual lo conducirá a su propia
destrucción.
La democracia ateniense sufrió dos cortas interrupciones en 411 y 404 a causa de
revoluciones oligárquicas, de las cuales logró sobreponerse, pero sus fundamentos fueron
corroídos por la derrota en la guerra y por la consecuente precariedad económica que
atravesó la pólis. Es necesario apuntar que la filosofía política y los estudios en torno a la
retórica desarrollados por Platón y de Aristóteles emergen en este contexto en que Atenas
y la pólis griega en general empiezan a declinar. Ambos pensadores, sin embargo,
encuentran en muchas ocasiones en los sofistas de la generación precedente, aquellos
contemporáneos de Sócrates, los interlocutores predilectos a la hora de discutir las
prácticas políticas democráticas y el ejercicio de la palabra a ellas vinculada. Quizás
encuentren allí la simiente del proceso político posterior.

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En definitiva, este breve lapso de tiempo, los siglos V y IV a.C., fue el escenario de la
emergencia de un anudamiento único en la historia entre palabra y acción política, así
como también del ocaso de este modo de organización política que signaría el
opacamiento de palabra como herramienta política por excelencia.
Una vez trazado este panorama general, volvamos a la emergencia de la sofística. Es
importante antes que nada aclarar que la sofística no constituye una escuela de
pensamiento, no hay un núcleo doctrinario común. Hay un estudioso de la sofística
llamado Kerferd que habla de un “movimiento sofístico” que albergaría pensadores muy
heterogéneos entre sí. Según podemos sospechar, muchos de los considerados sofistas en
los siglos V y IV ni siquiera se conocieron entre sí. Sophistés era en un principio una
noción muy cercana a la de sophós, término que refería a aquellos que poseían un saber
general acerca de los asuntos humanos, que se traducía en la capacidad para gobernar y
aconsejar con prudencia. Más tarde, en el siglo V, el término aludiría más específicamente
a aquellos maestros itinerantes a los que hacíamos referencia que impartían lecciones
sobre materias diversas a cambio de dinero, es decir a los miembros del movimiento que
aquí estudiamos. El sofista era, pues, el sabio que enseñaba y ofrecía al conjunto de la
ciudadanía la posibilidad de adquirir conocimientos amplios y, más específicamente,
aquellos relativos a los discursos (lógoi) que permitían destacarse en el ámbito de la pólis,
a cambio de dinero. Es en este sentido que se constituyeron fundamentalmente como
maestros de retórica, el arte que rige los usos del discurso tendientes a la persuasión.
Fíjense en el primer texto que tienen en la Antología. Es un testimonio de Platón que nos
da la pauta de aquello que en última instancia caracterizaba al sofista. Allí Sócrates le
cuestiona a su discípulo Hipócrates la pretensión de hacerse educar por un sofista y
someter así su alma al cuidado a un hombre que, desde su punto de vista, puede dañarla.

Platón, Protágoras, 312c-d


Sócrates: –Y entonces, ¿sabes lo que estás por hacer ahora o se te escapa? –dije
yo–. Hermógenes–¿Sobre qué? S. –Que /c/ estás a punto de entregar el cuidado de
tu propia alma a un hombre –como dices– sofista y me asombraría que supieras lo
que es realmente un sofista. Y si en serio lo ignoras, no sabes a quién estás
entregando tu alma, ni si es para un hecho bueno o malo.
–Al menos yo, creo saber –agregó–.
S: –Dime, entonces, ¿qué crees que es un sofista?
H: –Por un lado, como dice la palabra –dijo– yo creo que es un entendido en lo
relacionado con los saberes.
S: –Bueno, pero –dije yo– también se puede decir de los pintores y de los
carpinteros, que son entendidos en lo relacionado con los saberes; en ese caso, /d/
si alguien nos preguntara: “¿Los pintores son entendidos en los saberes de qué?”,
podríamos decirles que en los relativos a la construcción de imágenes y otras cosas
similares. Pero si alguien preguntara: “¿Y el sofista es entendido en los saberes de
qué?”, ¿qué le responderíamos? ¿Es quien se ocupa de qué tipo de producción? –
¿Qué podríamos decirle que es, Sócrates, sino que es quien se ocupa de hacer a
alguien terrible en el hablar?

El pasaje nos revela también otro rasgo importante acerca de la noción de “sophistés” que
recién mencionábamos: este, para la tradición, es alguien que posee alguna clase de saber,
que es sabio en algún sentido. La pregunta de Sócrates va en dirección a una
especificación de ese saber. ¿En que aspecto es sabio, tiene especial destreza el sofista? En

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el hablar. Y más específicamente, en lo referente a producir persuasión a través de su
discurso.
Esta aproximación de corte netamente formal es lo más ajustado, sugeriré, que podemos
alcanzar en la aprehensión de este grupo de intelectuales, cuyas diferencias no nos
permiten ir mucho más lejos. Son varios los testimonios que denotan lo ambiguo de la
terminología para referirse a los distintos personajes vinculados con el saber en el contexto
de la Grecia clásica. Esta ambigüedad terminológica responde a lo difuso del límite mismo
entre ellos. De hecho, Sócrates mismo es presentado en Las nubes de Aristófanes como un
sofista y muy probablemente así haya sido visto por gran parte de la sociedad ateniense.
Incluso Platón, en la Apología, pone en boca de Sócrates una suerte de descargo frente a la
caracterización de sofista que presumiblemente le atribuían los atenienses.
Es posible encontrar, sin embargo, muchos testimonios, fundamentalmente a partir de la
filosofía platónica, en que el término sophistés pasa a identificar un particular grupo de
pseudo-intelectuales con doctrinas y prácticas comunes. Pero interesa especialmente
subrayar aquí que la tarea de deslindar definitivamente la especificidad del filósofo frente
al sofista es realizada por Platón sobre una materia aún indiferenciada y supone una
operación a todas luces ideológica: sólo a partir de su pensamiento, la filosofía y la
sofística aparecen como modos de vida claramente opuestos. Fue él quien profesionalizó
cada uno de ellos, y con el fin de distinguir al filósofo de estos pensadores fraudulentos
que se le asemejan “como el lobo al perro” (Sof. 231a), constituyó al sofista como su alter
ego negativo. Es decir, con el objetivo de definir con precisión la práctica filosófica,
Platón construyó dialécticamente un adversario a la medida del filósofo, operación a
través de la cual muy probablemente dio una identidad definida a un grupo que
probablemente haya sido bastante amorfo, si bien compartiría según hemos establecido
ciertas prácticas ligadas claramente a al ejercicio de la persuasión y a la enseñanza del arte
de la palabra. Así, podríamos pensar que tanto el sofista como el filósofo deberían su
identidad última en tanto tales a la inventiva platónica. Recuerden que, según decíamos, el
propio Sócrates aparece retratado por Aristófanes como un sofista. El término sophistés, a
través de una progresiva resemantización netamente normativa, irá asumiendo en su
pensamiento –y en el de la sociedad ateniense según hemos establecido– un carácter
calificativo y, llegado un punto, pasará a utilizarse como una descalificación tendiente a
denunciar al fraudulento imitador del sabio y el político. Vean en este sentido el texto 7 de
nuestra Antología. Es un texto del cómico Aristófanes:

Aristófanes, Nubes, 1105-1110


El argumento más débil (A Tergiversero) - ¿Y qué entonces? ¿Cuál de estas dos
cosas querés: agarrar a tu hijo y llevártelo, o te lo enseño a hablar?
Tergiversero – Enseñale y castigalo, y acordate de dejármelo bien afiladito: por un
lado, ducho para procesitos; por otro, afilale la otra mandíbula, ducha para asuntos
más importantes.
El argumento más débil - Descuida. Te lo devolveré hecho un hábil sofista.

Fíjense que, al margen de la ironía, el sofista es visto ya como una suerte de versero, de
embaucador que logra convertir el argumento más débil en el más fuerte. ¿A qué aludiría
esto de “más débil” y “más fuerte”? Claramente a la capacidad de persuasión de un
discurso o argumento que, en principio, vendría ligada a la verdad. Sin embargo, el más
débil puede convertirse en el más fuerte a través de los artilugios del sofista que logrará
educarlo, “afilarle la mandíbula” para que el discípulo sea hábil, sobre todo en los
contextos judiciales.

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Vean también el texto 8 de la Antología para darse una idea de la consideración platónica
acerca de tal personaje. No sólo allí sino también en diversos diálogos platónicos los
sofistas aparecen caracterizados como mercenarios, comerciantes o traficantes de
conocimientos del alma, fundamentalmente por la cuestión del cobro de altos honorarios
por sus enseñanzas, y por la disociación del uso del lógos de la búsqueda de la justicia y
verdad.
Idéntica consideración aparecerá en Aristóteles. Fíjense en los textos 9 y 10 de la
Antología. En un tratado llamado Refutaciones sofísticas Aristóteles dice que la sofística
es una sabiduría aparente guiada por una lógica mercantil del saber y el sofista es alguien
que lucra con esa sabiduría aparente. Por otro lado, Aristóteles critica la pretensión del
sofista de identificarse con el político. Desde su punto de vista la equiparación entre
retórica y política que realiza el sofista no hace más que evidenciar su desconocimiento de
esta último. De modo que tanto en Platón como en Aristóteles encontramos esta idea del
sofista como alguien regido por una lógica mercantil del saber y por este carácter
fraudulento en la medida que intenta pasar por algo que no es (filósofo o político).
Interesa destacar que no es tan claro que los identificados por nosotros como “sofistas” se
consideraran tales. El personaje Protágoras sí aparece en la obra platónica que lleva su
nombre reconociendo ser sofista y caracterizando su labor como la enseñanza de la areté
politiké (318e-319a). Vean el texto 3 de la Antología. Frente a la pregunta socrática acerca
del arte (téchne) que practica y enseña Protágoras le responde lo siguiente:

Platón, Protágoras, 318d-319a


–Preguntas bien, Sócrates, y a mí me gusta responder a los que preguntan bien. Y
bien, al acudir a mi Hipócrates se persuadirá de que no va a padecer lo mismo que
si se uniera a otros sofistas. Pues los otros maltratan a los jóvenes; /e/ una vez que
han huido de las técnicas, los lanzan nuevamente hacia las técnicas llevándolos
contra su voluntad, y les enseñan cálculo, astronomía, geometría y música –al
mismo tiempo echó una mirada a Hipias–; pero si se dirige a mí no aprenderá otra
cosa sino aquello por lo que viene. Y ese aprendizaje es la habilidad para la
deliberación sobre las cosas domésticas, para administrar con excelencia su propia
casa /319a/ y sobre lo propio de la ciudad, para que pueda, tanto en el actuar como
en el decir, ser el más poderoso en los asuntos de la ciudad. –Pero –dije yo–,
¿realmente sigo tu discurso? Porque me parece que hablas de la técnica política y
que te comprometes en hacer de los varones buenos ciudadanos.
–Pues esa misma –dijo– es la propuesta que ofrezco, Sócrates.

El pasaje nos da la pauta de la heterogeneidad que podemos encontrar en el movimiento


sofístico. Algunos enseñan artes como el cálculo, la astronomía, la geometría y la música
(por ejemplo, Hipias que estaba allí presente). En cambio, Protágoras se presenta como un
maestro de la técnica política que supone la habilidad para deliberar tanto en relación con
las cosas propias como en relación con las cuestiones políticas.
El personaje Gorgias, en cambio, aparece en el diálogo homónimo presentándose a sí
mismo como rhétor, lo cual supone la práctica y la enseñanza del arte que produce la
“persuasión que se genera en los tribunales y en otras asambleas (…) acerca de lo que es
justo e injusto” (454b). Fíjense en el texto 5 de la Antología:
Platón, Gorgias 452d-e
Sócrates. –– (...) Pues bien, Gorgias, piensa que ellos y yo te hacemos esta
pregunta y contéstanos: ¿Cuál es ese bien que, según dices, es el mayor para los

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hombres y del que tú eres artífice? 18 Gorgias. –– El que, en realidad, Sócrates, es
el mayor bien; y les procura la libertad y, a la vez permite a cada uno dominar a los
demás en su propia ciudad. Sóc. –– ¿Qué quieres decir? Gor. –– Ser capaz de
persuadir, por medio de la palabra, a los jueces en el tribunal, a los consejeros en el
Consejo, al pueblo en la Asamblea y en toda otra reunión en que se trate de asuntos
públicos. En efecto, en virtud de este poder, serán tus esclavos el médico y el
maestro de gimnasia, y en cuanto a ese banquero, se verá que no ha adquirido la
riqueza para sí mismo, sino para otro, para ti, que eres capaz de hablar y persuadir
a la multitud.

Como en el caso de lo atribuido por Platón a Protágoras, aquí encontramos que el arte
practicado por Gorgias tiene que ver con la capacidad de hablar y persuadir en ámbitos
políticos. Esto, de acuerdo con lo afirmado por el personaje, le confierirá al discípulo,
futuro orador (rhétor), un enorme poder y le garantizará el éxito en el ámbito político.
De modo que este “movimiento” engloba pensadores heterogéneos que, si bien operaron
sobre un campo común, el de la política, no sólo nunca se agruparon, sino que
probablemente en muchos casos ni siquiera se conocieron entre sí. Es importante destacar,
entonces, que la sofística no constituyó en modo alguno una “escuela” con un núcleo
doctrinario común. Sólo podemos encontrar ciertos puntos de contacto en la importancia
que se le confiere a la palabra, rasgo que se encuentra vinculado directamente con su
práctica e, indirectamente, con su coyuntura política. Asimismo, debemos insistir en que
hasta fines del siglo V el término no suponía ninguna connotación negativa. Esquilo, por
ejemplo, caracteriza a Prometeo como sophistés justamente para destacar su sabiduría. Y,
curiosamente, así sigue siendo empleado, incluso, en algunos pasajes de la obra platónica,
aún cuando, según hemos visto, el término va asumiendo progresivamente una
connotación negativa.
Ahora bien, a la hora de emprender el estudio sobre cualquier tema vinculado con el
pensamiento de estos intelectuales, nos topamos no sólo con el problema de la escasez de
piezas conservadas para reconstruirlo, sino también con que la principal fuente de
transmisión le es abiertamente adversa. Con todo, paradójicamente, es gracias a la radical
oposición que ejercieron Platón, y en menor medida Aristóteles, ante la postura de sus
adversarios sofistas, que nos ha llegado la mayor parte de los textos conservados de estos
últimos. Junto con tales textos, ambos filósofos han legado a la tradición una
interpretación general acerca del pensamiento sofístico de la que no se ha logrado escapar,
en parte porque constituye su misma identidad. En consecuencia, al emprender un estudio
sobre el pensamiento sofístico es necesario recortar las doctrinas que se les atribuyen a
estos personajes, hasta donde fuera posible, de la lectura y el análisis que de ellas hacen
los filósofos que las combaten. Es por eso que se impone una exégesis del contexto en que
ese pensamiento se transmite. Semejante tarea, sin embargo, resulta bastante incierta en la
medida en que el testimonio platónico ha sido tan determinante en lo que se refiere a la
transmisión e interpretación del pensamiento de los sofistas, en especial de Protágoras, que
en muchas ocasiones no contamos con fuentes ajenas a la tradición de lectura por él
iniciada, con las cuales contrastarla. Es imposible, en suma, escapar al sofista de Platón: la
identidad de él conservada, como la del filósofo, es esencialmente de cuño platónico. Esto,
sin embargo, no significa que los textos platónicos no ofrezcan ninguna marca que permita
otorgarle al pensamiento del sofista cierta autonomía respecto de aquel que la tradición le
ha atribuido al filósofo, encarnado en la figura de Sócrates. En efecto, Platón no sólo
ofrece múltiples elementos textuales que implican la apertura a una lectura “no-platónica”
(en el sentido doctrinario del término) del pensamiento sofístico, sino también una serie de
rastros que permiten ir delineando los contornos de ciertas doctrinas fuertemente

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autónomas. Así, lejos de presentarlo como un pensamiento débil que quedaría desdibujado
frente al puesto en boca de Sócrates, y más allá de la fuerte crítica o resistencia a los
sofistas que ofrece el personaje de Sócrates en diversos diálogos, son estos mismos
diálogos los nos brindan las pistas para desentrañar algo del pensamiento de los sofistas.
Ya hemos mencionado que los grandes sofistas de la primera generación no son
atenienses, si bien confluyen en Atenas en el tercer tercio del siglo V y que se supone que
algunos de ellos estuvieron ligados a la democracia e integraron el círculo de Pericles,
como Protágoras de Abdera. Este es un dato importante. En relación con Protágoras no
conservamos absolutamente nada de su obra. En ese sentido estamos en la misma
situación que frente a un presocrático. Es decir, lo que tenemos de Protágoras son citas o
testimonios. En su mayor parte, la fuente para acceder a ellos es Platón. Hay dos diálogos
platónicos en que se discute directamente la teoría de Protágoras: el Protágoras y el
Teeteto. Estos dos diálogos son la fuente fundamental para acceder al pensamiento del
sofista. De hecho, es muy curioso que si uno va a testimonios posteriores no agregan
mucho más material que el que nos proporciona Platón a la hora de discutir a Protágoras;
es decir, o Platón fue muy fiel a lo que dijo Protágoras y realmente no había mucho más
que aquellas doctrinas a las que refirió o la discusión y el planteo platónico respecto del
pensamiento de Protágoras fueron tan potentes que dejaron una impronta en toda la
tradición posterior. Si uno acude a Aristóteles también va a encontrar discusiones con
Protágoras y esto llega hasta pensadores como Sexto Empírico (s. II d.C.), o Diógenes
Laercio (s. III d.C.), otras de las fuentes para acceder a testimonios. Los testimonios
acerca de Protágoras son muy anteriores, pero lo curioso del caso es que no sabemos si
estos personajes que refieren al sofista no tienen los textos enfrente o qué paso, pero lo
cierto es que no agregan mucho más material a aquel que nos brinda Platón para conocer
el pensamiento de Protágoras. Recuerden que Platón no aspira a ofrecer una historia de la
filosofía y en ese sentido no pretendía una fidelidad absoluta, sino que en realidad
escenifica una discusión para reflexionar dialécticamente acera de algún tema en
particular. En el caso del Teeteto en realidad no aparece Protágoras, pero Sócrates repone
la posición protagórica y luego la discute. Sin embargo, en el caso del Protágoras se
escenifica un diálogo entre Sócrates y Protágoras, y es así que conocemos mucho del
pensamiento de Protágoras. La clase que viene vamos a leer y analizar algunos pasajes del
Protágoras y la teoría que defiende en ese contexto el sofista, una teoría política realmente
muy original y que constituye en cierta medida un antecedente de muchas teorías políticas
modernas y fundamentalmente de las teorías llamadas contractualistas o iusnaturalistas.
Además de tales concepciones referidas al ámbito ético-político, Platón pone otra teoría
fundamental en boca del personaje de Protágoras, pero esta vez en un diálogo llamado
Teeteto en que se investiga qué es el conocimiento. Allí Sócrates le adscribe a Protágoras
la célebre tesis de la homo-mensura. Veamos el texto 13 de la Antología:

Platón, Teeteto 151e-152c


Sócr. La explicación que das acerca de la naturaleza del conocimiento no es, en
absoluto, despreciable. Es la misma que dio Protágoras, aunque él la enunció de
una manera diferente. Dice – como tú recordarás- que “el hombre es la medida de
todas las cosas, tanto del ser de las cosas que son como del no-ser de las que no
son”. Sin duda lo habrás leído.
Teet. Sí, y a menudo.
Sóc.: ¿No te parece que lo dice en este sentido: que toda cosa "es tal que a mí me
parece y tal como a ti te parece", puesto que tanto tú como yo somos hombres?
Teet.: Sí, eso es lo que dijo.

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Fíjense que aquí se plantea con toda claridad la tesis relativista: el ser y el no ser es
relativo a cada uno. En este sentido se afirmará que todo parecer (phantasía) y toda
opinión (dóxa) es igualmente verdadera. No es posible dirimir un conflicto de opiniones
recurriendo a algo ajeno a las opiniones o pareceres puesto que al margen de tales
opiniones o pareceres no hay nada. El ser no es otra cosa que parecer. Fíjense cómo
continúa el texto de la Antología:

Sócr. Bien. Lo que un sabio dice es probable que no sea algo sin sentido. A veces,
cuando sopla el mismo viento, unos lo sienten frío y otros no, o uno lo siente
ligeramente frío y el otro, completamente frío.
Teet. Así es. Sócr. ¿Diremos, entonces, que el viento en sí mismo es frío o no frío?
¿O estaremos de acuerdo con Protágoras en que es frío para quien lo siente frío y
que no lo es para quien no lo siente así?
Teet. Eso es razonable.

Desde el punto de vista de Protágoras el viento en sí mismo no es frío ni no frío. No es


nada en sí mismo. Toda calificación que le atribuyamos al viento (o a cualquier otra cosa)
será relativa a un individuo, frente a un Sócrates o un Teeteto. La gravedad filosófica de
esta afirmación es enorme y es por eso que no quería dejar de esbozarla. Tanto Platón
como Aristóteles se enfrentarán a tal tesis que, al día de hoy, sigo teniendo sus líneas de
continuidad.
Vamos a presentar brevemente a Gorgias, el otro gran sofista del siglo V que presenta un
pensamiento original y también de enorme trascendencia para la historia de la filosofía.
Gorgias de Leontinos constituye un caso muy particular porque aparte de los testimonios
platónicos y de otras fuentes de la época, conservamos dos piezas escritas por él (el
Encomio de Helena y la Defensa de Palamedes) y un resumen de una tercera obra titulada
Sobre el no ser. Esta última apunta a provocar un terremoto para derribar la estructura
ontológica plantea tres tesis. Para darse una idea del impacto de Gorgias en el ámbito del
pensamiento, fíjense cómo comienza la obra en el resumen de ella que nos ofrece Sexto
Empírico.

Gorgias, 82 B 3: Sobre el no ser o sobre la naturaleza (Sexto Empírico, Adv. Math.


VII, 65ss.)
(65) Gorgias de Leontinos pertenecía al mismo grupo de los que eliminan el
criterio, pero no según el mismo punto de vista de los del círculo de Protágoras.
Pues en su escrito Sobre el no ser o sobre la naturaleza establece tres
proposiciones principales. En primer lugar, que nada es; en segundo lugar, que si
es, no puede ser aprehendido por los hombres; en tercer lugar, que si puede ser
aprehendido, es, sin embargo, incomunicable e inexpresable a los demás.

Nada es; aunque fuera, no lo podríamos conocer; y, aunque lo pudiéramos conocer, no lo


podríamos comunicar. Vean que la primera tesis atañe al ámbito ontológico, al ámbito del
ser; la segunda al ámbito del pensamiento y la tercera al ámbito lingüístico. Con lo cual
fíjense que los tres grandes bastiones del pensamiento parmenídeo, ser, pensamiento y
lenguaje (y pensamiento y lenguaje subordinados al ser) terminan totalmente destruidos.
Ser, pensamiento y lenguaje totalmente escindidos entre sí, en el mejor de los casos. En el
peor de los casos, ni siquiera tenemos elementos a ligar entre sí. Fíjense hasta qué punto el
discurso de Gorgias se erige como un discurso segundo que claramente viene a responder
a un primer discurso que es el discurso parmenídeo.

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La tercera tesis genera algún problema a la hora de tratar de ponerla en relación con el
Encomio de Helena porque allí Gorgias refiere al lógos como un mégas dynástes, como un
gran soberano. Algunas lecturas entienden que hay una contradicción en los planteos
gorgianos y que no tenemos que asumir que Gorgias pretendió expresar un pensamiento
consistente. En ese sentido, que cada trabajo tendría una cierta autonomía. Entonces
algunos autores consideran que en el tratado Sobre el no ser se expresa una opinión acerca
del lenguaje y en el Encomio, otra que no tendría nada que ver con la primera, de manera
que no es posible poner en relación los dos tratados. Pero hay otras interpretaciones –a las
que suscribo- que consideran que es posible poner en relación los dos tratados y que en
realidad lo que estaría sucediendo es que en el tratado Sobre el no ser se destruye la
edificación parmenídea en torno a la relación que guardan ser, pensamiento y lenguaje y,
sobre las bases de estas ruinas de la ontología, lo que hace Gorgias es erigir al lógos como
mégas dynástes, como gran soberano. Se suele hablar de la ontología parmenídea frente a
una logología; lo de Gorgias sería una logología que invierte la jerarquía parmenídea y
piensa el ser como un efecto del discurso. Es decir, no es a la manera parmenídea que el
discurso se sujeta al ser, el discurso no viene a decir algo que es previamente, en el sentido
de que viene a describir lo que es, sino que instituye el ser, de manera que se invierte la
relación entre ser y discurso con relación al planteo parmenídeo. Hay un autor llamado
Mourelatos que sostiene que en realidad Gorgias es el primero que está cuestionando o
está tratando de explicar en cierta medida qué relación guardan los nombres con sus
significados, y cómo podemos explicar la relación de los significados con las palabras. Por
más que uno acuda a la terminología del significado y el significante, es algo que se sigue
discutiendo hoy en día: cómo significan las palabras. No hay una teoría que haya cerrado
el problema.
Pasemos a sobrevolar ahora el Encomio de Helena. El Encomio es uno de los dos tratados
que se conservan de Gorgias. En el caso del tratado Sobre el no ser lo que teníamos era
dos resúmenes de diferentes autores, en este caso lo que tenemos es algo que se supone
que escribió Gorgias. El Encomio de Helena es una defensa de Helena de Troya, este
polémico personaje al que se le atribuye la culpa de la guerra de Troya. Ustedes saben que
en realidad Helena está casada con Menelao y huye con Alejandro Paris a Troya y es por
eso que Menelao se alía con otros príncipes para ir a rescatarla. Entonces, para la tradición
Helena es la culpable de la guerra. Hay diversas versiones acerca de las razones por las
cuales Helena huyo con Alejandro Paris, pero lo interesante del caso es que a la hora de
defenderla Gorgias lo que hace -con claro ánimo polémico, podríamos pensar, con la
intención de hacer del lógos más débil el más fuerte- es rescatar este personaje y decir que
cualquiera sea la razón por la cual Helena huyó con Paris es inocente. Lo que hace es
recuperar toda la tradición, no la niega. El problema es cómo interpreta los datos que nos
brinda la tradición, entonces lo que está en juego no es lo que sucedió. Las versiones
acerca de lo que sucedió son múltiples. La cuestión es que, aún apoyándose en esas
versiones, es posible demostrar que Helena es inocente. Entonces ¿cuáles son las razones
por las que Helena pudo haber huido con Alejandro Paris? El azar y la voluntad de los
dioses es la primera causa que se examina; la segunda, que Paris la haya raptado; la tercera
es que haya sido persuadida por el lógos; la cuarta es que se haya enamorado de Paris, es
decir, que haya sido Eros el dios que intervino. Es decir, en los cuatro casos se encuentra
un elemento de violencia al cual, según Gorgias, Helena no pudo haberse sustraído. A
nosotros nos va a interesar la tercera causa, la del lógos, que también es la que le va a
interesar a Gorgias. El tratadito tiene veintiún parágrafos, y desde el octavo hasta el
catorceavo trata la cuestión del lógos. Entonces consideren que gran parte del tratado gira
en torno al lógos. Las cuatro causas que se establecen como posibles razones de la huida
de Helena, suponen una sucesiva interiorización: primero comienza por la más lejana, que

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serían los dioses, después sigue por un hombre (Paris), después el lógos, y después Eros.
En ese contexto Gorgias establece que si la palabra la persuadió y engañó al alma, Helena
es inocente porque no pudo sustraerse a su poder y la necesidad por ella impuesta. Y en
este contexto define a la palabra como “un poderoso soberano que con un cuerpo
pequeñísimo y del todo invisible lleva a término las obras más divinas”. De modo que
después de la supuesta crítica al lógos del tratado Sobre el no ser, aquí aparece definiendo
al lógos como un mégas dynástes. Dynástes es “poderoso”, “soberano”, y está vinculado
con la noción de dýnamis, que quiere decir “poder. Es tanto “capacidad de” como poder a
secas, en sentido político, igual que en castellano. Entonces uno se pregunta cómo puede
ser el lógos un gran soberano si en el tratado Sobre el no ser se afirmaba que no se podía
comunicar lo que es ni lo que pensamos. Pero justamente se podría pensar que el lógos
adquiere tal poder al perder la sujeción a lo real, entonces se invierte la relación y ya no es
el ser el soberano, sino el lógos. Y aquí, en el parágrafo 9 viene una interesante
concepción de la palabra en la que me parece interesante focalizar en este curso referido al
mito y la poesía. Afirma en el parágrafo 9 que “la poesía toda yo la considero y la llamo
palabra con metro”. E inmediatamente después refiere a los efectos a la poesía al afirmar
que “a los que la escuchan los invade un escalofrío terrorífico, una compasión que arranca
lágrimas y una aflicción doliente, y a partir de la buena fortuna y las desventuras de otras
acciones y cuerpos, el alma, por efecto de las palabras, padece una afección propia”. Me
interesa destacar que lo que está haciendo Gorgias en estos pasajes es conferirle a todo
lógos el poder de la palabra poética. Para toda la tradición previa la palabra poética tiene
un poder especial, el poder estético que describe Gorgias. Lo particular de la tesis gorgiana
es que confiere a todo lógos el poder del lógos poético. Entonces lo que hace, en última
instancia, es estetizar todo lógos y, fundamentalmente, el lógos político, de manera que
traslada criterios propios del ámbito poético al ámbito político. Hay muchos testimonios
acerca de cómo impactó este deslizamiento en la pólis ateniense. Por eso es que en
Tucídides se pone en boca de un orador una acusación a los atenienses según la cual ellos
se convirtieron en espectadores de discursos, así como el que va al teatro busca cierto
efecto estético, cierta kátharsis en el teatro, lo mismo termina sucediendo en el ámbito de
la Asamblea, se produce así una suerte de teatralización de la política. Lo cual, desde el
punto de vista de Platón y de Tucídides, redunda en desastre, ya no se juzga a partir de la
utilidad de tomar una medida u otra sino a partir de la habilidad que tiene el orador de
provocar ciertos efectos anímicos, de mover a ciertas emociones, por ejemplo, a través del
placer estético. Entonces el criterio fundamental es el placer. Esto desde el punto de vista
de Platón opaca el juicio, no se puede juzgar acerca de lo que resulta más conveniente,
sino que el juicio pasa por criterios absolutamente ajenos a lo político. Gorgias sustenta
este poder de la palabra poético-retórica en una “tragedia gnoseológica”: afirma que no
podemos recordar lo pasado, ni conocer lo presente, ni prever lo futuro. Es por eso que el
lógos hechiza el alma. ¿Qué es lo que hechiza? Hechiza la opinión. Aparece en el texto
esta noción fundamental que, según vimos era central también en el pensamiento de
Protágoras: la dóxa. El lógos retórico es a la dóxa que aparece como débil, carente de
fundamento y, en consecuencia, apta para ser moldeada a través de un discurso persuasivo.
Este imperio de la dóxa se alcanza sobre la base de una condición de precariedad
gnoseológica. Por eso las bases no parecen ser tan distintas a la del tratado Sobre el no ser,
donde también estamos en una situación de precariedad gnoseológica absoluta.
Por último, en este mero punteo de temas abordados por el sofista me gustaría hacer
mención a otra noción fundamental, la del lógos phármakon. Es una concepción que
aparece también en el pasaje conocido como “Apología de Protágoras”, en el Teeteto, esta
concepción del lógos phármakon, y va a aparecer también en el mismo Platón. Afirma
Gorgias en el parágrafo 10: “así como entre los fármacos, unos extraen del cuerpo algunos

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humores y otros, otros, y hacen cesar ya sea la enfermedad, ya sea la vida, así también de
los discursos, unos causan dolor, otros, deleite, otros temor, otros provocan audacia en
quienes los escuchan, mientras que otros envenenan y hechizan al alma con una
persuasión maligna”. En sí mismo el lógos es una especie de phármakon que puede ser
veneno o puede ser remedio, dependiendo de cómo se lo emplee. En este sentido Platón
parece ser un poco más pesimista, en el sentido que va a establecer que ya no depende
exclusivamente de la voluntad del orador, como si la técnica misma tuviera una lógica
propia. Para Gorgias, en cambio, es una herramienta aséptica que, dependiendo de cómo y
en qué situación se utilice, puede ser remedio o veneno.
Dejamos aquí y retomamos la clase que viene con el discurso de Protágoras y el mito de
Prometeo.

Bibliografía obligatoria:
ROMILLY, J. de, Los grandes sofistas en la Atenas de Pericles, Seix Barral, 1977, cap. I

Material didáctico de circulación interna de Historia de la filosofía antigua, Facultad de


Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.

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