La Teoria de Las Practicas de Pierre Bourdieu

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La teoría de las prácticas de Pierre Bourdieu

Enmarcado en las teorías de la reproducción desde la célebre obra homónima, el


sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002) es uno de los autores más reconocidos y
más polémicos del campo de la sociología de la educación de las últimas décadas. Como
expresan Dubet y Martuccelli (1998) y Lahire (2008), es una referencia obligada para
quienes se desempeñan en el campo, ya que construyó un verdadero contra-modelo de
las teorías funcionalistas.
Tal como lo evidencian distintos autores, el pensamiento de este autor sobre el mundo
social se va reelaborando en el tiempo y su perspectiva se va refinando hasta consolidar
una teoría sobre las prácticas sociales. A diferencia de las teorías de la resistencia, no es
solo una perspectiva sociológica sobre la educación, sino una corriente sociológica en sí
misma, desde la cual se vuelve inteligible el mundo escolar entre tantos otros, y su
principal pregunta es por la reproducción y no por el cambio social.
Comparte con ellas la “no determinación en última instancia” de la economía y
reconoce, como Weber, la multiplicidad de los factores de jerarquización social y la
coexistencia siempre conflictiva de las diversas esferas de valor y del carácter
inextirpable del conflicto cultural (Aronson, 2008). Proponemos, entonces, recorrer su
concepción sobre la sociedad para poder entender la dialéctica entre la estructura
objetiva y las subjetividades de los agentes sociales, así como las dinámicas de
perpetuación y cambio del orden social.
¿Cómo conceptualiza Bourdieu la sociedad? Como un espacio, como un sistema de
posiciones, de distancias, que se transforman en desigualdades por la legitimidad que
adquieren algunas respecto de otras. La desigualdad no es, por ende, algo esencial ni
fijo, sino que es una relación dinámica que se define históricamente en función de una
multiplicidad de variables, no solo la económica. En las sociedades complejas, el espacio
social no es homogéneo, se organiza en campos, o sea en espacios estructurados o
microcosmos muy diferentes entre sí. Para explicar qué es un campo recurre a la
analogía con el juego: no es una estructura muerta, funciona por la competencia entre
los miembros por ganar el juego; un juego en el que la lucha se organiza en torno a un
bien o capital específico (los capitales son, para el autor, recursos de poder que generan
efectos sociales) que es el que define el juego, el que lleva a los agentes a competir por
él, y cuyo premio “mayor” es el capital simbólico, es decir, el reconocimiento que da
autoridad, prestigio y legitimidad.
Recordemos que la legitimidad de algunos sujetos, grupos, conductas o bienes supone,
por el contrario, la menor valorización de otros. Por ejemplo, podemos acordar que
mientras en el campo deportivo se valora la posesión de determinados atributos como la
fuerza y destreza corporal, en el campo cultural, en cambio, estas mismas capacidades
no cuentan como capitales o recursos valiosos para apropiarse de la cultura en sentido
amplio. Inversamente, la capacidad de escritura o el buen manejo de la lengua legítima
poco cuenta para “triunfar” en mundo del deporte.
Más allá de que todo campo social engendra y activa una forma específica de interés
(illusio) que es la condición para su funcionamiento, Bourdieu entiende que hay dos
recursos principales que estructuran las sociedades capitalistas y que, por lo tanto, son
estratégicos, porque además permiten invertir en otros campos. Estos son: a) el capital
económico, o sea, el con- junto de bienes materiales, como la propiedad y los ingresos,
entre los más reconocidos; y b) el capital cultural, es decir, la cultura adquirida a través
de procesos diversos de socialización, que se manifiesta en los gustos, en estilos de vida,
en los saberes, en los códigos lingüísticos. Siempre supone incorporación, aunque
también se expresa en objetos en los que se materializa la cultura. No obstante, la
apropiación de dichos objetos, por ejemplo, los libros o las obras de arte, requiere haber
incorporado los códigos necesarios para apropiarse de esas “cosas”. Reconoce también
como capital cultural a los títulos escolares, como forma objetivada y altamente
valorada, porque da prestigio en muchos espacios sociales.
Así, a diferencia de la definición económica de Marx y de los reproductivistas
neomarxistas que trabajamos anteriormente (como Althusser, Bowles y Gintis,
Baudelot y Establet), lo que define a las clases sociales para Bourdieu es este
conjunto de capitales que poseen los grupos y que los distribuyen en ese espacio
social de modo jerarquizado según su cantidad y valor. O sea, importa tanto la
cantidad de esos recursos, lo que el autor denomina como el volumen, es decir,
cuánto tienen, como su estructura (el tipo de capi- tales en cuestión). Hay quienes
pueden definirse, por ejemplo, como “sectores medios” porque son profesionales y,
por ende, su posición se debe al capital cultural (los médicos, abogados,
investigadores, etc.), y otros cuya posición se define según su capital económico,
como los pequeños empresarios.
Pero, como las sociedades no son estructuras muertas, estos capitales varían en el
tiempo, por lo que es necesario mirar también sus “trayectorias”. No es lo mismo
pertenecer a los sectores privilegiados desde hace tiempo, que integrarse
recientemente. Esto requiere “hacerse lugar”, integrarse a los estilos de vida
reconocidos. Los casos de artistas o deportistas famosos que hacen fortunas, pero son
cuestionados por sus gustos y estilos culturales, expresa esta distancia que permite
entender no solo el volumen y estructura de los capitales que configuran la posición
social, sino la relevancia de la trayectoria de grupo en la acumulación/reconversión de
esos capitales.
Además, las relaciones sociales contribuyen a valorizar los capitales, por eso Bourdieu
añade el capital social: las recomendaciones, el honor del vínculo con personajes
reconocidos. No es cualquier vínculo, ni las amistades en sí mismas, sino solo aquellas
relaciones que fortalecen los capitales disponibles (esos amigos que te ayudan a
“codearte” con personajes relevantes del campo social en el que estás haciendo
apuestas, aquellos que ejercen influencia sobre tus oportunidades laborales, entre otros
ejemplos).
Los capitales mencionados no tienen un valor universal; este depende de cada campo
social en función del capital que allí está en juego. Por ejemplo, en el campo escolar se
valora el interés por la lectura, su realización por placer, que no encuentra el mismo
valor en el campo deportivo, donde –como vimos previamente– importan la resistencia
física, la disciplina, el entrena- miento rutinario.
Desde esta teorización sobre el espacio social y su estructuración en campos, las
desigualdades se explican –y se perpetúan– por la desigual distribución de esos capitales,
o sea, por cómo se agrupan las clases sociales. Y esto sucede tanto por lo acumulado en
las familias a través de formas visibles, como por medio de modos muy sutiles y difíciles
de visibilizar. Por ejemplo, ese interés por la lectura o el gusto por consumos específicos
se adquieren, según Bourdieu, en la propia familiarización con su universo social. Es
decir, en cada espacio social estamos sometidos a una serie de estímulos, de
aprendizajes espontáneos que vamos incorporando sin que medie necesariamente la
intención de transmisión: leerles a los niños y niñas por las noches u organizar los libros
de modo separado en bibliotecas y no mezclado en una caja con otros juguetes, ir a
museos o muestras, por nombrar algunos ejemplos.
A través de estos aprendizajes interiorizamos la objetividad social, construimos
disposiciones que implican a la vez la propensión y la capacidad de entrar en el juego y
de luchar por las apuestas y compromisos que allí se juegan. Al ser producto de las
condiciones objetivas, es posible hablar de un habitus de clase, en tanto los agentes
ubicados en posiciones homólogas se encuentran sometidos a similares condiciones
objetivas y engendrarán, por ende, disposiciones a la acción también similares. Estas
disposiciones o estructuras cognitivas son el principio generador de prácticas.
Bajo esta formulación que hace Bourdieu, las prácticas son producto de la historia
incorporada en el habitus, en función de los capitales que definen la posición en el
campo y su actualización en esos u otros campos sociales. En este sentido, podemos
hablar de prácticas de clase, en tanto tienden a diferenciar, a construir estilos de vida
diferentes, en los mínimos detalles. En los sectores medios profesionales, por ejemplo,
acostumbramos a nuestros hijos a ciertos hábitos y ritmos de vida: hay que
complementar actividades intelectuales y físicas, si es posible algún dominio artístico,
tendemos a valorar el esfuerzo, la sistematicidad, entre otros. Y estos estilos de vida
tienen consecuencias sobre la estructura social. Así, a través de estas prácticas los
grupos se separan, se diferencian, se distinguen de otros –de allí el título de su famoso
libro La distinción (1979).
Dado que el espacio social es un espacio de lucha por el prestigio que permite el
acceso a bienes, una de las preocupaciones centrales es diferenciarse de los que
están peor y aproximarse a los “mejores”. Por ello las prácticas son analizadas en
tanto estrategias de reproducción; son prácticas que los grupos despliegan
permanentemente de modo consciente e inconsciente para conservar o mejorar su
posición social.

Las estrategias de reproducción tienen por principio, no una intención


consciente y racional, sino las disposiciones del habitus que espontáneamente
tiende a reproducir las condiciones de su propia producción. Ya que dependen
de las condiciones sociales cuyo producto es el habitus –es decir, en las
sociedades diferenciadas, del volumen y de la estructura del capital poseído por
la familia (y de su evolución en el tiempo)–, tienden a perpetuar su identidad,
que es diferencia, manteniendo brechas, distancias, relaciones de orden, así
contribuyen en la práctica a la reproducción del sistema completo de
diferencias constitutivas del orden social. (BOURDIEU, 2011: 317)
Las estrategias de reproducción, entonces, son producto de la posición en el campo y de
los capitales específicos en juego. Por eso, para poder sostener esa posición hay que
lograr transmitirla a los hijos. Y entonces, los mecanismos de transmisión se vuelven
centrales.
Los agentes sociales invierten tiempo, recursos, energías en esa transmisión que se
entiende en función de esos intereses no conscientes. Por ejemplo, la apuesta que sobre
todo las clases medias profesionales –cuya posición en el espacio social depende del
capital cultural acumulado– tienen sobre la educación cuando envían a sus hijos a
escuelas secundarias preuniversitarias con examen de ingreso. Desde esta perspectiva, no
sería una elección “desinteresada” por amor al conocimiento, sino una apuesta para
acumular poder. Pero, a diferencia de la racionalidad que suponen otros enfoques
teóricos, Bourdieu prefiere hablar de razonabilidad, es decir, no son necesaria- mente
conscientes –elecciones calculadas por el actor según el balance de los costos y
beneficios–, como supone la teoría del capital humano, pero sí se comprenden en función
de las relaciones sociales objetivas.
Volviendo a la relación habitus-estrategia, subrayemos que el habitus es el
instrumento de análisis que permite dar cuenta de las prácticas en términos de
estrategias, dar razones de las mismas, sin hablar propiamente de prácticas
racionales. Dentro de este contexto, los agentes sociales son razonables, no
cometen “locuras” (“esto no es para nosotros”), y sus estrategias, como he
mencionado, obedecen a regularidades y forman configuraciones coherentes y
socialmente inteligibles, es decir, socialmente explicables, por la posición que
ocupan en el campo que es objeto de análisis y por los habitus incorporados.
(GUTIÉRREZ, 2005: 77-78).

Las estrategias de reproducción nunca tienen el éxito garantizado y es lo que explica que
sea siempre una competencia que ganan quienes se apropian de lo más valorado y
escaso. Por eso, bajo ciertas circunstancias la apuesta puede ser a la reconversión de un
capital en otro, por ejemplo, cuando los hijos de grandes empresarios reconvierten su
capital económico a través de las titulaciones escolares y su participación como gerentes
de grandes empresas de las que ya no son propietarios.
Aquí se evidencia otra ruptura con la idea de determinación en última instancia de la
economía, ya que los desplazamientos no son solo verticales de ascenso y descenso, como
suponía esa perspectiva donde los ingresos establecen la posición, sino también
horizontales. Es posible no solo mejorar o empeorar el patrimonio económico, sino
también sostener, mejorar o empeorar, cambiando los capitales que definen la posición
social.
Volvamos a los ejemplos de La distinción y actualicémoslos. Para las familias puede ser
más conveniente que los hijos estudien para garantizar su patrimonio a través de la
participación como gerentes en grandes empresas, que transferir los propios negocios con
los riesgos económicos que pueden implicar las fluctuaciones productivas. Es decir, la
acumulación de capital económico es solo un caso particular de acumulación, se pueden
elaborar otras estrategias para acumular prestigio y acceso a bienes reconocidos.
Y a su vez podemos sumar otra crítica de esta perspectiva a los esencialismos, ya que
cada capital no posee un valor definitivo en cada campo, sino en función de las luchas
que allí existen y que van modificando la estructura de posiciones y de capitales en ese
campo social.
La posesión de determinados títulos universitarios, por ejemplo, que hasta hace no
mucho más de treinta años aseguraba a los licenciados una inserción profesional segura,
en la actualidad se puede ver devaluada por las nuevas demandas del mercado de trabajo
y la masificación de los graduados. Esto obliga a los sujetos y grupos sociales a redefinir
las apuestas y buscar nuevas orientaciones laborales o seguir formándose para
distinguirse de la media, o fortalecer otros capitales que contribuyan a valorizar la
credencial educativa. Es esta dinámica de inflación de las titulaciones y devaluación de
su valor en el campo laboral lo que explica Bourdieu en La distinción.
Así como los recursos centrales que organizan las posiciones sociales en el actual
desarrollo del capitalismo son el capital económico y el capital cultural, “las
estrategias de la reproducción social” se organizan en torno a las instituciones del
mundo económico (las estrategias sucesorias, por ejemplo) y las instituciones del
mundo cultural en el que el sistema escolar adquiere un lugar primordial.
La relevancia de la escuela en las luchas sociales deviene de ser la institución que

LEER CON ATENCIÓN

La escuela lleva adelante un trabajo de inculcación. Esa inculcación no es


más que el ejercicio de una violencia simbólica que en la escuela es
producto de una doble arbitrariedad: la inculcación de una arbi- trariedad
cultural por medio de un poder arbitrario.

concentra el monopolio de la violencia simbólica legítima, es decir, tiene la atribución


de nombramiento, la capacidad jurídica de decir quién sabe y quién no sabe, así
como de definir qué es lo que es válido saber. Solo el sistema educativo regulado
estatalmente “valida”: no alcanza con saber, es preciso que una instancia oficial lo
acredite para asegurar un valor convencional. Y en este proceso, las desigualdades se
manifiestan de modo solapado.

Toda cultura es arbitraria en tanto no se desprende de ningún principio natural, aunque


es sociológicamente necesaria porque es el resultado de las relaciones de fuerza social,
lo que define la selección de los significados a inculcar: “es aquella que expresa más
completamente aunque casi siempre de forma mediata, los intereses objetivos
(materiales y simbólicos) de los grupos o clases dominantes” (Bourdieu y Passeron, 1998:
49).
Es de forma mediata porque no se vincula directamente al poder de una élite económica,
sino que se reproducen sutilmente las relaciones existentes de poder a través de la
producción y distribución de la cultura dominante que tácitamente confirma lo que
significa ser educado (es decir, se vincula con los contenidos, pero también, y
fuertemente, con los códigos culturales).
La selección de los conocimientos “significativos” –así suele llamarse a la selección de
saberes que se integran en los planes de estudio – estructura el currículum y cristaliza
una perspectiva sobre el mundo, que se actualiza al mismo tiempo en el modo de
inculcación, en cómo enseñan los docentes. Estos son también portadores de un habitus
que, a su vez, ha sido producto de la inculcación escolar, y generan la reproducción de
forma no consciente de esa cultura dominante a través, por ejemplo, de las sanciones
aplicadas a los determinados comportamientos de los estudiantes, o las “recompensas” y
halagos hacia formas particulares de expresión.
También aquellos factores más estructurales que caracterizan lo que algunos autores
denominan como la “gramática escolar” (Tyack y Cuban, 2002) – la distribución de los
estudiantes en grados, que la organización de los ciclos sea anualizada, entre otros–
favorece a aquellos cuyos ritmos de vida y estilos culturales se adecúan a esos códigos.
Así, la estructura y las prácticas escolares contribuyen a la experiencia de ser culto, o
por el contrario, a deslegitimar la propia cultura. Y lo hacen por acción u omisión, para
quienes llegan a lo más alto de los niveles educativos y para quienes abandonan por el
sentimiento de fracaso personal.
Para ponerlo en otras palabras, lo que evidencia esta perspectiva es que los saberes
con que llegan niños y jóvenes a la escuela les permiten obtener “beneficios”
diferenciales. Aquellos más próximos en su experiencia personal y en sus códigos
culturales a los códigos y saberes escolares, tienen ventajas. De allí que la escuela,
al proponerse ser igual para todos, sea, en realidad, sumamente desigual, al
favorecer las actitudes y las disposiciones, los habitus propios de ciertos sectores
sociales, y sancionar los de otros. Es a través de este sutil mecanismo que la escuela
legitima, de modo no intencional, una diferencia social, al tratar la herencia cultural
como una cuestión de inteligencias, talentos o esfuerzos. En consecuencia, la
desigualdad social se perpetúa como desigualdad escolar a través del fracaso,
escondiendo la injusticia de la que es producto.
Así, junto con los contenidos propios de las distintas asignaturas, la escuela transmite
una idea de jerarquía cultural desvalorizando los saberes y esquemas de actuación de
los sectores populares como impropios, incultos y prerracionales. Veámoslo a través
de una ya antigua pero muy conocida investigación, publicada en el libro En la vida
diez, en la escuela cero (Carraher et al., 1999). Tres investigadores brasileños
estudian, en su medio natural y en la escuela, los procedimientos matemáticos de
niños de sectores populares que fracasan en la escuela, pero que, sin embargo, son
activos y exitosos matemáticos en su vida cotidiana.
En la vida diez, en la escuela cero
El argumento de que los niños sencillamente aprenderán de
memoria las respuestas correctas tampoco encuentra apoyo en
las observaciones. Había, ciertamente, instancias aisladas en
que el niño respondía rápidamente, dando la impresión de
haber memorizado la respuesta. Sin embargo, en la gran
mayoría de los casos el niño necesitaba reflexionar y calcular
mentalmente antes de responder. Y las justificaciones
demuestran con claridad la derivación de la res- puesta por
procedimientos naturales como en el siguiente ejemplo:
E: ¿A cuánto los seis limones?
P: (Pausa)
El dueño del puesto: (¿No sabe cuánto es? ¡Increíble!).
(Admirado porque el niño no responde de inmediato) P: 15
(cruzeiros).
E: ¿Cómo lo sabe? P: Lo aprendí.
E: ¿Cómo lo hizo?
P: 4 (limones) son 10 (cruzeiros) y 2 (limones) son 5 (cruzeiros).
Entonces son 15 cruzeiros.
Se podría argumentar que la dificultad sistemática en resolver
los problemas en las situaciones formales estaría en las
diferencias lingüísticas existentes entre una versión formal y una
versión informal. En caso de problemas que implican restas, por
ejemplo, en la versión natural se saca una cantidad de otra, en
tanto que en la versión escolar la operación se indica por la
palabra "menos". Sin embargo, nos parece difícil aceptar que el
desempeño en los problemas escolares se pueda mejorar solo
como resultado de un entrenamiento en el significado de las
palabras usadas. La distinción entre situaciones naturales y
situaciones escolares parece constituir el fenómeno más
fundamental y más importante.

Al validar solo una respuesta correcta vinculada a los códigos culturales de ciertos grupos
sociales, en la escuela se invisibilizan los saberes que traen otros grupos sociales y cuyo
reconocimiento es condición para el desarrollo de estrategias adecuadas de transmisión a
partir de ellos. La escuela, en cambio, asume un proceso de transmisión que se presenta
como “neutro” e igual para todos.
Entonces, los niños y jóvenes de distintos sectores sociales llegan a la escuela provistos
de distintas disposiciones para el trabajo escolar y distinto dominio del lenguaje escolar,
que la escuela da por supuestos, pero no ense ña. Pero no solo no enseña, sino que los
desconoce cómo prerrequisitos para aprender. El vínculo con la cultura escrita, por
ejemplo, es diferente en las diferentes clases sociales y predispone diferencialmente a la
alfabetización. O incluso en la universidad: ¿Quién enseña a los estudiantes a tomar
apuntes mientras los profesores dan una clase? ¿Qué herramientas de trabajo intelectual
son necesarias para hacerlo y dónde se aprenden?
Estos son ejemplos de la relación entre el campo, la clase y el habitus, en los que el
campo escolar requiere como especie de capital para participar en él un tipo
específico de vinculación con la cultura, aquella cercana a la cultura y saberes de las
clases dominantes. De allí la fuerza del habitus primario, adquirido en el seno
familiar, en su teoría.
Quienes triunfan en esta apuesta, acceden al título escolar que es un capi- tal simbólico
ampliamente reconocido, en tanto produce la clasificación oficial que dota a esa
competencia cultural de valor en otros mercados, independizándola de la necesidad de
demostrar cada vez esa competencia.
Entonces, la escuela reproduce en un doble sentido: selecciona y jerarquiza a los
sectores dominantes cuyas disposiciones garantizan privilegios en el campo escolar, y
legitima su dominación al imponer una visión del mundo y hacer ver y creer que los
triunfos escolares dependen de los méritos y del talento individuales. Esto la convierte
además en una de las formas de reproducción más objetivada y codificada, en tanto se
presenta como impersonal. Quienes ganan son los mejores y, en consecuencia, merecen
las mejores posiciones. De este modo, quedan ocultos los mecanismos por los cuales la
posición social brinda ventajas fundamentales en esta carrera. Pero como explica
Bourdieu, nunca es un único factor, esa inversión oculta requiere de tiempo liberado de
la necesidad económica, que solo ciertos grupos poseen. Si las transformaciones surgidas
de esa dinámica de lucha generan cambios que tienden a reproducir los mecanismos de
dominación simbólica, la
pregunta que resta es: ¿Puede la escuela aportar al cambio social?
Aunque la dinámica que Bourdieu analiza es la de la reproducción porque es la dominante
y porque además su pregunta es por la perpetuación del orden social, eso no significa
anular la lucha y los procesos de cambio probables producto de esa lucha.

La acción propiamente política es posible porque los agentes, que forman par te
del mundo social, tienen un conocimiento (más o menos adecuado) de ese
mundo y porque se puede obrar sobre el mundo social obrando sobre su cono-
cimiento de este mundo. (BOURDIEU, 1985: 96)
Es la lucha cognitiva, como la llama, destinada a desarticular la relación entre
disposiciones y posiciones sociales que garantiza la reproducción inconsciente de las
estructuras a través de las prácticas cotidianas.
Pero en las sociedades de clases es una tarea compleja. Junto con otros pensadores
considera que las crisis son oportunidades de transformación social. Según su explicación,
generan las condiciones de posibilidad porque las disposiciones construidas en el marco
de condiciones estructurales diferentes, no se adaptan a las condiciones vigentes y
requieren reestructuraciones que pueden ser el punto de partida para la acción política.
Ello no significa, sin embargo, que la teoría del cambio propuesta implique esperar
pasivamente “las crisis” (que a su vez son producto de las relaciones de fuerza social).
Aquí el autor hace también una apuesta al carácter político de la ciencia. Desde la
perspectiva que plantea con su colega Loïc Wacquant, la sociología tiene un lugar en la
acción política a través de lo que denomina en sus últimos trabajos como el socioanálisis.
A través de este, podríamos “darnos una pequeña oportunidad de saber qué juego
estamos jugando y de minimizar los modos en que somos manipulados por las fuerzas del
campo en que nos desenvolvemos, así como por las fuerzas encarnadas que operan
dentro de nosotros” (Bourdieu y Wacquant, 2008: 279). Es porque conocemos las leyes de
la reproducción que tenemos oportunidad de minimizar su acción en la institución
escolar.
Esto nos lleva a pensar la escuela ya no como aparece incluso es sus primeros textos –
como el caso de La reproducción–, como un todo homogéneo en el que cada componente
del sistema escolar aporta en el mismo sentido. Por el contrario, es preciso afirmar que,
bajo ciertas condiciones, la escuela puede aportar a la subversión del orden.
Revisar las categorías con las que pensamos el mundo es un punto de partida, pero
también es preciso avanzar hacia la producción de otras categorías. Y es aquí donde la
“lucha es ciertamente muy desigual, ya que los agentes tienen un dominio muy variable
de los instrumentos de producción de la representación del mundo social” (Bourdieu,
2007: 171). Por eso el capital cultural es tan relevante sobre todo el dominio lingüístico.
Y los sistemas de enseñanza resultan estratégicos tanto para mejorar la distribución y
apropiación de esos instrumentos –sobre todo de la capacidad de expresarse ¿y de
expresarse para movilizar? – como para producir e inculcar otros principios per-
formativos de lo social que contribuyan a crear aquello que nombran, a visibilizarlo y a
dar presencia pública a esos otros modos de vida. En la especificidad de las instituciones
educativas, ello requiere minimizar el modo en que somos manipulados por el campo
escolar. Para eso es necesario pensar la
doble arbitrariedad de la acción pedagógica.
En relación con el qué se inculca, una escuela orientada a la transformación social parte
del cuestionamiento de la cultura legítima que transmite la escuela oficial y el carácter
no universal ni superior respecto de otros sabe- res, sin desconocer los componentes
“eruditos” del saber escolar. A ello se suma la relevancia de la puesta en práctica de un
tipo de trabajo pedagógico que contribuya con el desarrollo de un proceso de
socioanálisis, mediante el cual los agentes sociales puedan explicitar sus posibilidades y
limitaciones, sus libertades y necesidades.
Los agentes sociales determinan activamente la situación que los determina a
través de las categorías de percepción y de apreciación socialmente e
históricamente constituidas. Hasta puede decirse que los agentes sociales están
de- terminados solamente en la medida en que se determinan; pero las
categorías de percepción y de apreciación que están en el origen de esta (auto)
determinación son ellas mismas en gran medida determinadas por las
condiciones económicas y sociales de su constitución. (B OURDIEU Y WACQUANT,
2008:177).

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