Juramentoantimodernista Articulo
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“Yo…abrazo y recibo firmemente todas y cada una de las verdades que la Iglesia por su
magisterio, que no puede errar, ha definido, afirmado y declarado, principalmente los textos de
doctrina que van directamente dirigidos contra los errores de estos tiempos.
En primer lugar, profeso que Dios, principio y fin de todas las cosas puede ser conocido y
por tanto también demostrado de una manera cierta por la luz de la razón, por medio de las
cosas que han sido hechas, es decir por las obras visibles de la creación, como la causa por su
efecto.
En segundo lugar, admito y reconozco los argumentos externos de la revelación, es decir los
hechos divinos, entre los cuales, en primer lugar, los milagros y las profecías, como signos muy
ciertos del origen divino de la religión cristiana. Y estos mismos argumentos, los tengo por
perfectamente proporcionados a la inteligencia de todos los tiempos y de todos los hombres,
incluso en el tiempo presente.
En tercer lugar, creo también con fe firme que la Iglesia, guardiana y maestra de la palabra
revelada, ha sido instituida de una manera próxima y directa por Cristo en persona, verdadero e
histórico, durante su vida entre nosotros, y creo que esta Iglesia esta edificada sobre Pedro, jefe
de la jerarquía y sobre sus sucesores hasta el fin de los tiempos.
En cuarto lugar, recibo sinceramente la doctrina de la fe que los Padres ortodoxos nos han
transmitido de los Apóstoles, siempre con el mismo sentido y la misma interpretación. Por esto
rechazo absolutamente la suposición herética de la evolución de los dogmas, según la cual
estos dogmas cambiarían de sentido para recibir uno diferente del que les ha dado la Iglesia en
un principio. Igualmente, repruebo todo error que consista en sustituir el depósito divino
confiado a la esposa de Cristo y a su vigilante custodia, por una ficción filosófica o una creación
de la conciencia humana, la cual, formada poco a poco por el esfuerzo de los hombres, sería
susceptible en el futuro de un progreso indefinido.
En fin, de manera general, profeso estar completamente indemne de este error de los
modernistas, que pretenden no hay nada divino en la tradición sagrada, o lo que es mucho
peor, que admiten lo que hay de divino en el sentido panteísta, de tal manera que no queda
nada más que el hecho puro y simple de la historia, a saber: El hecho de que los hombres, por
su trabajo, su habilidad, su talento continúa a través de las edades posteriores, la escuela
inaugurada por Cristo y sus Apóstoles. Para concluir, sostengo con la mayor firmeza y sostendré
hasta mi último suspiro, la fe de los Padres sobre el criterio cierto de la verdad que está, ha
estado y estará siempre en el episcopado transmitido por la sucesión de los Apóstoles; no de tal
manera que esto sea sostenido para que pueda parecer mejor adaptado al grado de cultura que
conlleva la edad de cada uno, sino de tal manera que la verdad absoluta e inmutable, predicada
desde los orígenes por los Apóstoles, no sea jamás ni creída ni entendida en otro.
Todos los sacerdotes a partir de 1910 lo juraron de esa manera al recibir las órdenes sagradas.
Al traicionar este juramento queda manifiesto que son herejes y con su herejía pública son
suspendidos ipso facto de todo oficio eclesiástico conforme al Canon 188.4, el cual fue tomado
de la Bula Cum ex apostolatus de Pablo IV y San Pío V, como refieren las distintas ediciones del
CIC 1917
A partir de ahí, los progresistas proclamaron, con júbilo, que el Vaticano II sería una Revolución,
el fin de una era y el inicio de otra, al convertirse en el año cero de la Iglesia “neocatólica”. ¿Y se
equivocaron?
El Concilio se desarrolló como querían aquellos a los que anteriormente Pio XII había
considerado inadecuados para transitar por las avenidas del catolicismo, y que ahora
detentaban el control de la ciudad. Concluido éste, fue reconocido por todos los mismos Padres
Conciliares: los “conservadores”, que no aceptaban que el Vaticano II representase una ruptura
en la Tradición, o que contradijese doctrinas anteriores, y los progresistas, promotores y
agitadores del Concilio, que cínicamente reconocían esa realidad. El modernismo estaba
servido.
Los conservadores y progresistas, no solo mal interpretaron el Concilio, sino que siguiendo el
derrotero modernista pretendieron la tentativa de reconciliar a la Iglesia con los principios de la
Revolución Francesa, y la aventura del movimiento ecuménico condenado por la encíclica
“Mortalium Animos” de Pío XI afloró de tal manera que, poniendo la fe debajo del celemín no
tratan de “convertir” sino de “convergir”, amparándose en el embrollo creado por el
documento conciliar “Lumen Gentium”, al definir que la Iglesia de Cristo “subsiste” en la Iglesia
católica. ¿Sorprendiendo el por qué consintieron que no se proclamara el documento de forma
cristalina definiendo que la única y verdadera Iglesia de Cristo es la Iglesia Católica?
Así mismo, se intentó una transformación general para llevar a cabo un aggiornamento de la
Iglesia al mundo, para lo que fue necesario renovar todo sin excepción desde los obispos hasta
los fieles, pasando por los clérigos y religiosos, poniéndose al día, al tiempo que se cambiaba la
Liturgia, el Derecho Canónico, el Ritual de los Sacramentos, etc. La tempestad fue tan repentina
como universal sus resultados. Llegando tal la conmoción que no se sabemos si se trataba de
una reforma o de una deformación.
En cualquier caso, la realidad es que todos esperábamos una primavera con una aurora
radiante de juventud. Pero el resultado del cambio ha sido una amarga decepción. La duda, la
autocrítica y la inestabilidad se han establecido en todas partes, conduciendo a una
autodemolición. Durante esos años cruciales, las naciones se han rebelado como nunca antes
contra el Decálogo y contra Jesucristo. Ejemplo de ello lo tenemos nuestra patria por la
aplicación la libertad religiosa, nacida del Vaticano II, por la que se nos privó, primeramente de
la Confesionalidad Católica del Estado y consecuentemente de la Unidad Católica y a renglón
seguido nos involucró en una Constitución atea. Es de destacar también, que las vocaciones
disminuyeron peligrosamente, y los fieles han comenzado a abandonar las iglesias para afiliarse
a las sectas más extrañas o a la religión del propio gusto, por la enseñanza subjetivista
modernista. Los sacerdotes y los religiosos de ambos sexos han colgado sus hábitos con una
frecuencia inusitada. Los obispos, custodios de la fe y de los tesoros de la Iglesia, en vez del
Evangelio del Crucificado, están predicando una doctrina edulcorada sobre el amor fraterno,
una misericordia que a todos salva; y algo muy importante, con un discurso social insulso,
planteando propuestas por el diálogo interreligioso con cristianos y paganos se ha abandonado
la firme enseñanza sobre el Reinado Social de Jesucristo, según la cual tanto los individuos
como las naciones están obligados a someterse a Cristo y adaptase a su doctrina, ya que la paz
del mundo, entérense de una vez por todas señores modernistas, es y será siempre la paz de
Cristo y no el “dialogo” con los incrédulos.
Para entender mejor la actual crisis que existe y perdura en nuestros días. Hay que resaltar, en
la Iglesia de hoy, que todo el mundo permanece callado y sin levantar la voz de alerta, para que
no sepamos cuales son los puntos de referencia de nuestra fe y podamos discernir con
seguridad lo verdadero de lo falso, y ello es debido, digámoslo claro, a que todos en la actual
Iglesia, tanto los autodefinidos conservadores como los progresistas, están, olvidados muchos
de ellos de su juramento, impregnados del modernismo.
En el “Avvenire” del 19 de marzo de 1999, en la página 17, el Cardenal Ruini trazó el perfil de
Pablo VI, el Papa que cambio la Iglesia, y que previamente había dicho:
“Yo prometo No cambiar nada de la Tradición recibida, en nada de ella; tal como la he hallado
guardada antes que yo, por mis predecesores gratos a Dios; no inmiscuirme, ni alterarla, ni
permitirle innovación alguna.
Juro, al contrario, con afecto ardiente, como su estudiante y sucesor fiel de verdad,
salvaguardar reverentemente el bien transmitido, con toda mi fuerza y máximo esfuerzo. Juro
expurgar todo lo que está en contradicción con el orden canónico, si apareciere tal, y guardar
los Sagrados Cánones y Decretos de nuestros Papas como si fueran la ordenanza divina del
Cielo, porque estoy consciente de Ti, cuyo lugar tomo por la Gracia de Dios, cuyo Vicariato
poseo con Tu sostén, sujeto a severísima rendición de cuentas ante Tu Divino Tribunal, acerca
de todo lo que confesare.” Juro a Dios Todopoderoso y Jesucristo Salvador que mantendré todo
lo que ha sido revelado por Cristo y Sus Sucesores y todo lo que los primeros concilios y mis
predecesores han definido y declarado. Mantendré, sin sacrificio de la misma, la disciplina y el
rito de la Iglesia.
Pondré fuera de la Iglesia a quienquiera que osare ir contra este juramento, ya sea algún otro, o
yo. Si yo emprendiere actuar en cosa alguna de sentido contrario, o permitiere que así se
ejecutare, Tú no serás misericordioso conmigo en el terrible Día de la Justicia Divina. En
consecuencia, sin exclusión, sometemos a severísima excomunión a quienquiera —ya sea Nos,
u otro— que osare emprender novedad alguna en contradicción con la constituida Tradición
evangélica y la pureza de la Fe Ortodoxa y Religión Cristiana, o procurare cambiar cosa alguna
con esfuerzos opuestos, o conviniere con aquellos que emprendieren tal blasfema aventura.».
En segundo lugar se presta atención a la necesidad de este juramento supone que los papas
pueden fallar. Más aun, que pueden estar muy lejos de la fe católica o mediatizados por
compromisos contrarios al bien de la Iglesia. Por eso, ahora lo comprendemos, en las letanías
menores de Pascua de los antiguos misales se incluía esta rogativa:
“Que te dignes mantener en tu santa religión al Soberano Pontífice y a todas las órdenes de la
jerarquía eclesiástica, te rogamos nos oigas.”(Misal completo para los fieles, Vicente Molina,
S.J., Edit. Hispania S.A. Valencia, 1947) Sea dicho sin oponernos al dogma de que por delegación
divina, en materia de fe y costumbres, se vuelven infalibles apoyados en la Tradición de los
Apóstoles.
No debemos dejar en el tintero, que después del Vaticano II el Reinado Social de Jesucristo fue
sustituido por algo llamado “la civilización del amor”. Una expresión forjada por el Papa Pablo
VI para describir la utópica idea de que el “diálogo con el Mundo” llevaría a una fraternidad
universal de religiones, que de ningún modo sería explícitamente cristiana. Este eslogan ha
venido repitiéndose incesantemente como el ideal para servir de inspiración de la vida cultural,
social, política y económica en nuestro tiempo, y sin embargo a puesto al descubierto el
modernismo actual de conservadores y progresistas, quienes habiendo abandonado el Reinado
Social de Jesucristo para buscar la paz del mundo, se ejercitan en encuentros interreligiosos de
oración, como los de Asís y en otros atrios, presuntamente válidos para realizar aquella idea. No
obstante, la mera contemplación de tales espectáculos sería suficiente para horrorizar al Papa
Pío XI y a cualquiera de sus Predecesores. Mientras tanto, el Reinado Social de Cristo dentro de
un orden social católico ha sido excluido, de facto, de la nueva orientación.
Sí, de hecho, se ha abandonado la firme enseñanza sobre el Reinado Social de Jesucristo, según
la cual tanto los individuos como las naciones están obligados a someterse a Cristo y adaptase a
su doctrina, ya que la paz del mundo, entérense de una vez por todas señores modernistas, es y
será siempre la paz de Cristo y no el “dialogo” con los incrédulos.
El eslogan de “la civilización del amor” viene siendo repetido incesantemente. En su discurso
para el Día Mundial de la Paz, Juan Pablo II describió la civilización del amor y de la paz como el
ideal para servir de inspiración de la vida cultural, social, política y económica en nuestro
tiempo.
“… Las diversas religiones también pueden y deben contribuir decisivamente a este proceso.
Mis numerosos encuentros con representantes de otras religiones – recuerdo especialmente el
de Asís en 1986 y el de la Plaza de San Pedro en 1999 – me han confirmado la esperanza de
que la mutua apertura entre los seguidores de las diversas religiones puede contribuir
muchísimo para la causa de la paz y para el bien común de la familia humana. Olvidándose de la
Realeza Social de nuestro Señor Jesucristo.
Verdaderamente ese jubilo era extremadamente arrogante si se tiene en consideración que los
Concilios de Trento y del Vaticano I, entre otros, son Concilios dogmáticos, cuya doctrina nunca
se puede alterar, ignorar ni reinterpretar, en nombre de una “más alta inteligencia”.
Sin embargo, los modernistas – tal como lo advirtiera el Papa San Pío X – no aceptan nada como
fijo o inmutable. Su más importante principio es “la evolución del dogma”. Defienden la idea de
que la religión debe cambiar según cambian los tiempos. Algo que había predicho el Papa San
Pío X con toda exactitud: la desidia de las autoridades había provocado el retorno del
Modernismo con extrema virulencia.