Clase 3

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Literatura argentina: cuatro recorridos

CLASE 3: Violencia, Estado, política


Hola colegas. Bienvenidos a la clase 3 de este curso, en la que nos ocuparemos de un tema
complejo y controversial, clave para entender buena parte de nuestra literatura, marcada desde sus
inicios por la relación entre violencia y política, en especial cuando es ejercida desde el Estado. En
esta clase comentaremos una serie de textos que, cada uno a su manera, ha dado cuenta de esta
problemática. Como verán, hay varios puntos de contacto con la clase anterior y, también, con la
que viene.

Objetivos
El objetivo de esta clase es repasar cuestiones teóricas básicas sobre “violencia” y sus vínculos con
“Estado” y “política”, trazando un recorrido amplio desde los inicios de la literatura nacional hasta
el presente. Para hacerlo seleccionamos un conjunto de textos representativos, a partir de los
cuales proponemos herramientas de análisis para que luego cada docente siga con su propia
indagación, sobre estos mismos textos o sobre otros.

Duración

El trabajo en esta tercera clase les llevará aproximadamente ​9 horas reloj​. Tendrán ​2 (dos)
semanas​ para abordar los contenidos.

Itinerario de clase
● Violencia y política en los orígenes de la literatura argentina: Rivera Indarte, Ascasubi,
Echeverría.
● Violencia revolucionaria y Estado: “Una semana de holgorio”.

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● Necropolítica: “Esa mujer”.
● Terror de Estado:
a) ​El agua electrizada
b) ​Dos veces junio
● Síntesis gráfica de la clase.
● Actividades de la clase.

Enlace al itinerarios dinámico

Violencia y política en los orígenes de la literatura argentina: Rivera


Indarte, Ascasubi, Echeverría
La violencia apareció asociada naturalmente con el surgimiento de la Argentina como nación, en
esa forma extrema del empleo de la violencia que es la guerra. Pero la violencia siguió formando
parte de la vida cotidiana de los argentinos –y de su literatura- varios años después de terminadas
las guerras por la Independencia. Porque si bien a comienzos de la década de 1820 el enemigo
español ya había sido prácticamente derrotado, la situación de guerra siguió imperando. Una
guerra civil protagonizada por los representantes de dos facciones políticas, los “unitarios” y los
“federales”, que se disputaron el poder sobre los destinos de la nueva república durante varias
décadas, y que dirimieron esa disputa política (que, como suele ocurrir en estos casos, también es
ideológica, social, económica y cultural) a través del empleo de la violencia.

Como se sabe, la violencia está en el origen de toda nueva legalidad, es decir, de todo Estado. Como
ha dicho Max Weber, lo que define a los estados modernos es el monopolio de la violencia legítima.
El problema de la nueva nación residía en que, si bien la guerra independentista había acabado con
el monopolio de la violencia colonial, los herederos de la revolución triunfante no se ponían de
acuerdo en qué tipo de nueva legalidad establecer para la nación. Dicho de otro modo (y
simplificando un problema en realidad mucho más complejo): la ausencia de un estado nacional
consolidado que monopolizara el uso de la violencia legítima propició la proliferación de diversas
formas de violencia, generalmente ligadas con un propósito o intencionalidad política
determinados (el problema que se planteó después, como veremos, es qué clase de legitimidad

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trató de establecer el estado nacional ya consolidado, quiénes quedaron
fuera de esos criterios de legitimidad y de qué modo se ejerció el monopolio estatal de la violencia).

La literatura no fue ajena a esta situación. Por eso el cruce entre violencia y política es una de las
marcas de origen de la literatura argentina. Todos los textos fundacionales llevan esa marca, pero
no como mero reflejo o registro pasivo de lo real. Porque si bien la literatura, en la primera mitad
del siglo XIX, no es una práctica autónoma de la política, el modo en que los escritores trabajan
sobre ese dato ostensible de una realidad impregnada por la violencia de origen político dista
bastante de ser simple o uniforme.

Tomemos algunos ejemplos de comienzos de la década de 1840, cuando J. M. de Rosas cumplía


cinco años al frente de su segunda gobernación de Buenos Aires y la guerra civil y la violencia
política teñían de sangre (para usar una imagen muy usual entonces) la realidad argentina. La
prensa periódica jugaba un papel fundamental en la guerra discursiva entre Rosas y sus enemigos.
Un repaso por esa literatura muestra muy claramente que ambos bandos seguían la misma lógica
de asignar a sus contrincantes las peores atrocidades imaginables. En el contexto de una realidad
signada por la guerra y la coerción sobre el contrincante político, la violencia pasa a formar parte
del estado ​natural de las cosas; se vuelve un artículo cotidiano. Es esta “normalidad” de la violencia
lo que exige, entonces, la aparición de lo desmesurado, de lo ​atroz​, que vuelva excepcional lo que,
en su forma convencional, es simplemente un elemento ya instalado de lo cotidiano.

En su ensayo ​Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales (2009) el filósofo esloveno S. Zizek
explica que existen dos tipos de violencia: la “subjetiva” y la “objetiva”. La primera es la evidente, la
visible, mientras que la segunda (la violencia objetiva) es difícil de captar porque es inherente a un
estado de cosas que es tomado como lo “normal”, sobre cuyo fondo la violencia subjetiva se
destaca y es señalada y condenada.

En la Argentina de 1840, podría agregarse, lo que hoy en nuestra sociedad es considerado (y


condenado) como “violencia subjetiva” era parte del horizonte de “lo normal”, lo cual, en cierto
sentido, la volvía difícil de percibir como algo condenable contra lo cual indignarse. De ahí la
insistencia discursiva sobre la violencia que excedía los parámetros de lo normal y pasaba a la
categoría de lo atroz. Si, por ejemplo, en ​El Nacional​, diario de los opositores a Rosas exiliados en
Montevideo, podía leerse diariamente la lista de atrocidades atribuidas a los hombres de Rosas,
que incluían asesinatos en masa, degüellos, torturas, violaciones, mutilaciones, etcétera, en ​La

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Gaceta Mercantil,​ órgano oficial del rosismo, se denunciaba que los
unitarios y sus aliados se habían “deleitado en el incendio de poblaciones enteras, entregándolas a
las llamas, en el degüello hasta de los Sacerdotes de los Templos, en la violación y bárbaros ultrajes
al sexo débil, y tantos otros horrores…” (Nº 5899, 26 de mayo de 1843).

El nombre que, quizá, mejor


sintetiza este tipo de literatura de
combate, que tiene su razón de
ser en las páginas urgentes de la
prensa partidaria, es el de J.
Rivera Indarte, ex rosista que se
pasa del lado de los opositores
para elaborar una obra que hace
de la violencia y sus variantes
más extremas su obsesivo y
proliferante leitmotiv. Rivera
Indarte no es un apóstol de la no
violencia; de hecho, uno de sus
textos más conocidos se titula ​Es
acción santa matar a Rosas (en
que la “santidad” es la forma más
elocuente de señalar la
legitimidad de esa forma
específica de violencia –el
asesinato del “tirano”- que se reclama). Lo que distingue a Rivera Indarte como escritor es el modo
en que trabaja discursivamente sobre la violencia atribuida a sus contrincantes políticos (que bajo
su pluma se vuelve atrozmente ilegítima). La violencia impregna en varios niveles su discurso, pero
es especialmente virtuoso en la exhibición de lo ​abyecto de las acciones del enemigo. En este
sentido su obra más extraña y perfecta, a la vez, es ​Tablas de sangre (1843), un catálogo razonado
de la violencia rosista, cuyas entradas, ordenadas alfabéticamente, registran no solo los nombres y
el trágico final de las víctimas de esa violencia, sino también el de algunos victimarios, el de ciertos
lugares de la violencia, de batallas y hasta de una forma especial y novedosa de suplicio y muerte,

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de reciente invención, llamada la “resbalosa”. La lectura de las ​Tablas
revela el modo en que Rivera Indarte imagina (porque lo que denuncia tiene más de ficción que de
verdad) y da una forma discursiva única a la violencia de la política.

El mismo año en que se publica ​Tablas de sangre,​ en las páginas de la prensa montevideana
aparece un poema gauchesco titulado “La refalosa”, que ya hemos mencionado las clases pasadas.
Su autor ficcional es el gaucho Jacinto Cielo, detrás de cuya figura se esconde la del autor real: el
cordobés H. Ascasubi. Muy en sintonía con la literatura de su coterráneo Rivera Indarte, Ascasubi
decide exhibir la violencia extrema de Rosas y sus aliados dándole la voz a uno de los “gauchos
mazorqueros” que forman parte del ejército de M. Oribe (aliado de Rosas) que ha puesto sitio a la
ciudad de Montevideo. Es este gaucho (a quien el adjetivo “mazorquero” inmediatamente politiza)
el que habla, para amenazar a su enemigo (el gaucho “patriota” Jacinto Cielo), describiéndole en
qué consiste esa forma de suplicio y muerte conocida como “resfalosa”.

La descripción de cada uno de los pasos de la tortura es minuciosa y explícita acerca de los hechos
de violencia ejercidos sobre el cuerpo de la víctima; pero quizá la violencia mayor no resida allí sino
en la forma en que el verdugo transmite el placer que experimenta en la ejecución y en el
espectáculo del suplicio del enemigo. Esto unido al carácter metódico y hasta rutinario de la
ejecución, cuya habitualidad se expresa en el presente verbal, el típico presente de la “receta” o
instrucción de cómo se lleva a cabo una faena cotidiana: desde “Unitario que agarramos / lo
estiramos…” hasta el final de la secuencia: “y pelao lo dejamos / arumbao, / para que engorde
algún chanco, / o carancho”.

El poeta Arturo Carrera leyendo​ “La refalosa”

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Disponible en: ​https://www.youtube.com/watch?v=PEnbaeB24qQ

También “El matadero”, de E. Echeverría, tiene mucho en común con “La refalosa”. Como se sabe,
“El matadero” se publicó por primera vez en 1871, veinte años después de la muerte de Echeverría.
Hay varias hipótesis acerca de la fecha de su composición; pero algunos detalles permiten
conjeturar que es contemporáneo o posterior al poema de Ascasubi. Lo importante, en todo caso,
es que aquí también se plantea una relación de desigualdad numérica entre la víctima solitaria y sus
victimarios: un grupo de trabajadores del matadero del Alto, en Buenos Aires, hacia 1839. Si en “La
refalosa” la descripción del suplicio comienza diciendo “Unitario que agarramos…”, en el cuento de
Echeverría la acción contra la víctima se pone en marcha cuando uno de los carniceros dice “Ahí
viene un unitario”.

La politización del otro (que en el caso de “El matadero”, además, es un otro social, un “cajetilla”,
de ahí que se lo identifique tan rápidamente como adversario) habilita la violencia del grupo de
federales contra el enemigo común. Pero esa violencia, que se ejerce de manera tangible sobre el
cuerpo de la víctima, tiene su correlato discursivo. “El matadero” puede ser leído como un relato
que busca explicar la forma en que el poder elabora discursivamente (es decir, simbólicamente)
una violencia que, luego, se manifiesta en lo físico. Toda la primera parte del cuento, antes de que
la víctima aparezca en escena, exhibe cómo, desde diversas instancias de poder, se construye
discursivamente la figura del enemigo, que va a ser designado con el término político de “unitario”.
Por eso, cuando el personaje finalmente aparece, se produce una disputa nominativa: mientras que

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los carniceros federales del matadero lo llaman (siguiendo fielmente el
discurso oficial), el narrador lo va a llamar “joven”. Esa disputa nominativa es, también, un modo de
apuntar al componente simbólico que propicia la violencia física, que, en el cierre de la historia, se
desata de la peor manera sobre la víctima.

Violencia revolucionaria y Estado: “Una semana de holgorio”


La relación entre violencia y política sigue desplegándose a lo largo del siglo XIX con renovadas
formas. Una de las más singulares es la que viene de la mano de un nuevo fenómeno que
acompaña los acelerados cambios de la sociedad argentina de entre siglos: la irrupción del
socialismo y, sobre todo, del anarquismo en la arena política local. Hacia principios de siglo XX el
anarquismo aparece asociado con el uso de la violencia individual, a través de atentados contra
figuras representativas del “mundo burgués” que se pretende derribar. En Argentina, el caso más
resonante de esta metodología fue el atentado contra el coronel Ramón Falcón, realizado en
Buenos Aires en noviembre de 1909 por Simón Radowitzki, un joven anarquista ruso-judío que
mató a Falcón para vengar la muerte de varios obreros en las manifestaciones del 1º de mayo de
ese año, víctimas de la represión de la policía porteña comandada por Falcón.

Casi diez años después, en enero de 1919, un conflicto gremial en los talleres Vasena, en la ciudad
de Buenos Aires, que terminó con la muerte de varios obreros, fue el origen de otras matanzas y de
una huelga general que paralizó la ciudad de Buenos Aires y amenazó con convertirse –tal como se
anunció con alarma en algunos diarios y también en los debates parlamentarios- en un movimiento
revolucionario de carácter “maximalista”, es decir, similar al que poco tiempo antes había
terminado con el zarismo en Rusia y dado lugar a la “República de los Soviets”. El desenlace
argentino, sin embargo, fue otro. Los primeros relatos a través de los cuales la prensa porteña
contó los seis o siete días en que la ciudad estuvo “tomada” por la huelga y las protestas
rápidamente encontraron en la “Semana Trágica” el título más contundente para resumir el saldo
altísimo en muertos y heridos que dejó esta experiencia. Muertos y heridos que, en su inmensa
mayoría, no fueron víctimas de la “violencia revolucionaria”, sino de la represión de las fuerzas del
orden, entre las que hubo que contar a grupos de “argentinos caracterizados” que, con la excusa de
defender a la patria del enemigo anarquista o maximalista, aprovecharon la ocasión para ejercer
violenta y hasta mortalmente su antisemitismo en algunos barrios de la ciudad.

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Foto de la Semana Trágica

Fuente: ​https://es.wikipedia.org/wiki/Semana_Tr%C3%A1gica_(Argentina)#/media/
File:Semana_Tragica_(Argentina)_04.jpg

Hay varios relatos inspirados en los episodios de la Semana Trágica; uno de los más originales y
punzantes en su crítica es “Una semana de Holgorio”, de Arturo Cancela, escrito y publicado muy
poco después de los hechos en ​La Novela Semanal​. Allí se narran las desventuras vividas durante la
Semana Trágica por Narciso Dilon, joven porteño de familia patricia. El narrador es el propio Dilon
quien, casi a la manera de un diario de viaje, va registrando, día a día, los hechos que le tocan vivir:
el accidentado viaje desde su casa al hipódromo de Palermo, el regreso a pie hacia el centro de la
ciudad, donde está ubicada su casa, el desvío hacia Once, lugar donde supuestamente se está
combatiendo contra los huelguistas revolucionarios, un nuevo desvío hacia el límite oeste de la
ciudad, esta vez en persecución galante de una dama, la llegada a la comisaría del barrio en busca
de orientación, su participación en la defensa de la comisaría ante el ataque de un inexistente

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enemigo anarco-maximalista, su detención, en la misma comisaría, bajo el
cargo de extranjero y anarco-maximalista, su providencial escape mientras lo llevan detenido hacia
otro sector de la ciudad, su paso por la zona del mercado de Abasto, donde presencia el martirio y
asesinato de los judíos del barrio, ejecutados por jóvenes patriotas, el regreso a su hogar, y
finalmente, el posterior regreso a la comisaría en la zona oeste de la ciudad donde estuvo detenido,
a la que va acompañado por sus amigos del Jockey Club para recuperar sus pertenencias y buen
nombre.

Hay varios aspectos a considerar de este relato, que puede ser leído como la historia de la
inesperada e hilarante transformación de un señorito del patriciado porteño en un
anarco-terrorista extranjero. Como ocurre en “La refalosa” y en “El matadero”, aquí la condición
política de la víctima es determinada por sus victimarios (en este caso, la policía y la prensa). Pero si
en el cuento de Echeverría la víctima es realmente un adversario político-ideológico, en “Una
semana de holgorio” sucede más bien todo lo contrario. La huelga general altera el espacio urbano
y los itinerarios de clase; la ciudad, entonces, se vuelve extraña para el porteño de abolengo que,
de pronto, parece un extranjero en su propia ciudad. Sensación que se vuelve literal para las
fuerzas del orden, que lo acusan de ser un extranjero-terrorista-maximalista. La inversión de roles,
ese típico recurso de comedia es análogo a este otro: el anarco-maximalista, enemigo de la patria,
es, en realidad, un fantasma creado por el miedo, la ignorancia o la mala intención de quienes
ocupan el lugar de su defensa. El humor crítico que da el tono a todo el relato se suspende o se
vuelve humor negro cuando aparece la única escena de violencia real y concreta. Al llegar a la zona
del mercado de Abasto, prófugo de la policía, el protagonista, que ya ha sufrido en carne propia la
mirada distorsionada sobre la realidad de la policía, es testigo involuntario del asesinato de un viejo
judío del barrio, ejecutado por un joven “patriota” que lleva en su brazo una cinta con los colores
de la bandera argentina. El motivo del homicidio fue que el viejo no levantó las dos manos, como el
asesino se lo ordenaba; lo que el narrador descubre con horror e indignación, al observar el cuerpo
tirado en la calle, es que el viejo era manco.

A través de la ironía, aun en estos momentos donde todo humor parece suspenderse, el relato de
Cancela desmonta las operaciones discursivas e ideológicas que legitiman el uso de la violencia por
parte del Estado y de grupos parapoliciales que se amparan en su monopolio legal y simbólico para
denunciarlas. Frente a la condición fantasmal de la violencia revolucionaria, “Una semana de
holgorio” muestra el lado oscuro, invisible, de la violencia estatal.

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Necropolítica: “Esa mujer”
En los ejemplos elegidos hasta aquí en esta clase, la violencia política siempre se ejerce y deja su
marca sobre los cuerpos. El “joven” de “El matadero” es golpeado, maniatado y rasurado para
eliminar en él toda forma de distinción y rebeldía, y la muerte es el acto extremo de resistencia
ante lo que considera un ultraje inadmisible: la desnudez, la exposición del cuerpo desnudo a la
violencia de sus captores. En “La refalosa”, el cuerpo del unitario, animalizado, es terreno de
violencia no solo en vida de la víctima, sino también después de su muerte, cuando sus restos,
objeto de mutilación y privados de sepultura, se convierten en alimento de animales.

Esa forma de ejercer la violencia de la política sobre los cuerpos, incluso cuando han perdido la
vida, encuentra una siniestra vuelta de tuerca en “Esa mujer”, de R. Walsh, considerado uno de los
mejores cuentos de la literatura argentina. De ahí la diversidad de análisis que ha merecido (y sigue
mereciendo) este relato. Aquí nos detendremos en unos pocos aspectos relacionados con el eje de
esta clase y el modo en que “Esa mujer” se inscribe en la serie que hemos armado. El contexto es el
de la Argentina posterior al golpe militar que derroca a J. D. Perón, en septiembre de 1955. Como lo
explica el autor, “Esa mujer” es el resultado de una investigación fracasada, a través de la cual
Walsh trataba de resolver uno de los mayores enigmas políticos de la sociedad argentina de ese
entonces: ¿dónde estaba Eva Duarte de Perón, muerta en 1952, embalsamada por voluntad su
esposo, conservada en el edificio de la CGT y cuyo cuerpo había sido secuestrado y desaparecido
por los militares que tomaron el poder luego del golpe militar?

El título, “Esa mujer”, ya alude a la situación de violencia simbólica imperante en ese tiempo: por un
lado, la prohibición de nombrar a Perón y a todo lo que tuviera que ver con su “régimen” (en el
cuento nunca se dice su nombre); por el otro, la forma despectiva de designar a alguien a quien se
consideraba socialmente inferior y que había ocupado un lugar que, supuestamente, no le
correspondía, por su origen social y, sobre todo, por su condición de mujer. Pero en el diálogo a
través del cual se construye toda la trama del relato, entre el periodista-narrador que quiere saber
dónde está el cuerpo de “esa mujer” y el coronel que estuvo a cargo de su secuestro y
ocultamiento, también se hace presente una violencia concreta, ejercida sobre ese cuerpo muerto
que condensa la historia de la violencia política argentina, que se actualiza en el presente y se
proyecta hacia el futuro.

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El cuerpo de esa mujer es objeto del deseo de los hombres y, por lo tanto,
campo de disputa, con el agregado de que lo sexual/amoroso es indisociable de lo político y el
detalle –que traslada todo al campo de lo perverso y de lo siniestro- de que se trata de un cuerpo
que parece vivo pero que está muerto.

Foto del cuerpo momificado de Eva

De Francisco Bolsíco, E.F.C.A. - AGN, Dominio público

​ ttps://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=1433151
Fuente: h

En su relato, el coronel (que se presenta como un conocedor de la Historia) establece paralelismos


entre el caso de “esa mujer” y el de dos personajes históricos. El primero es Tutankamon, faraón
egipcio muerto joven, famoso sobre todo por el descubrimiento y profanación de su tumba, en
1922, el saqueo de sus pertenencias y la supuesta maldición que sufrieron los profanadores. La
comparación con el caso de “esa mujer” surge a partir de la leyenda de la maldición sufrida por los
militares que “profanaron” su cuerpo; Eva Perón no deja de ser una momia moderna, no solo por la
conservación del cuerpo, sino también por su significación política. El segundo paralelo –que no
casualmente se establece al final del relato- cierra el circuito de la profanación, al aludir al destino
que el coronel (el profanador en jefe) le dio al cuerpo violentado. Dice el coronel: “la enterré

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parada, como a Facundo, porque era un macho”. Ya no se trata de la
historia universal sino de la argentina, y la comparación vincula al caudillo popular (Facundo
Quiroga), convertido en el gran mito político argentino del siglo XIX (así lo presenta Sarmiento), con
la “diosa”, con la “reina” (como se dice en el cuento) de las clases populares argentinas del siglo XX.
Pero la mención de Facundo, además, incluye, de parte del coronel, el dato explícito de que enterró
parada a esa mujer porque “era un macho”. De modo que el coronel intenta poseer no solo a una
mujer muerta sino también a una que es –según su perspectiva- la quintaesencia de la
masculinidad. Y no porque Eva Perón careciera de los atributos que en su época definían lo
femenino (en el cuento el coronel destaca su hermosura, aún muerta) sino por el lugar que ocupó
–y con la vehemencia que lo hizo─ en un campo (la política) vedado tradicionalmente a las
mujeres. De modo que cuando, al final del cuento, el coronel dice “esa mujer es mía” manifiesta un
deseo que une, al mismo tiempo, muchas de las cosas que están en juego en este relato: la
posesión del cuerpo (político) del enemigo, como trofeo de guerra pero también como deseo de
alcanzar ese magnetismo político único del que los vencedores carecen, dominación masculina,
necrofilia, entre otros componentes que tienen en común el despliegue de una violencia que Walsh
es capaz de condensar y narrar como nadie.

Terror de Estado
Pero el cuento de Walsh también habla de la violencia por venir, que estalla, como un reguero
incontenible, en la década de 1970. Por un lado, con ese ensayo de violencia insurreccional
atribuido a los “roñosos” (término con el cual el coronel se refiere a los miembros de la
“resistencia” peronista) que, según su relato, son responsables de la bomba que explotó en el palier
de la casa, como represalia por el secuestro del cuerpo de Evita). Pero, por otro lado, cuando el
coronel enumera las diversas técnicas a través de la cuales los militares pensaban desaparecer el
cuerpo de esa mujer, sin querer está anticipando una metodología que será aplicada en forma
sistemática y masiva durante la dictadura militar que se iniciará el 24 de marzo de 1976. La
experiencia altamente traumática de la violencia política de la década de 1970 y, sobre todo, la de
los siete años de la última dictadura argentina ha sido uno de los temas inevitables de la literatura
nacional, desde entonces hasta el presente, que recurrentemente se ha planteado y tratado de
resolver el problema de cómo contar esa experiencia extrema, cómo narrar una violencia que, si
bien encuentra antecedentes en el pasado, alcanza una dimensión nunca antes vista. Para finalizar

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esta clase vamos a tomar como ejemplo dos novelas: ​El agua electrizada
(1992), de C. E. Feiling, y ​Dos veces junio​ (2002), de Martín Kohan.

El agua electrizada

Luego de la vuelta a la democracia, en diciembre


de 1983, comienza a aparecer una copiosa y
genéricamente diversa literatura que busca dar
cuenta de los hechos aberrantes ocurridos durante
la dictadura, que empiezan a ser revelados. En este
proceso ocupa un lugar central ​Nunca más​, título
bajo el cual se conoció la versión en libro del
informe elaborado por la Comisión Nacional sobre
la Desaparición de Personas (CONADEP), creada
por decreto del presidente R. Alfonsín, a los pocos
días de iniciado su mandato. El libro fue publicado
por primera vez en 1984 y rápidamente se
convirtió en un auténtico ​best-seller, y​ desde
entonces tuvo numerosas ediciones. A pesar de las
controversias que generó y de las críticas que se le
hicieron, por izquierda y por derecha, el ​Nunca más
es un texto fundamental sobre la violencia política
del llamado “Proceso de Reorganización Nacional” y un modelo de escritura sobre cómo contar lo
que, en principio, parecía imposible de ser narrado.

La literatura de ficción no dejó de tener en cuenta ese modelo a la hora de escribir sobre el terror
de estado de la dictadura y sus consecuencias. Uno de los ejemplos más notables en este sentido es
El agua electrizada (1992), de C. E. Feiling, novela de trama policial que narra las aventuras de Tony
Hope, un joven intelectual argentino devenido detective amateur, que procura resolver una serie
de muertes vinculadas con personajes que pertenecieron al aparato represivo de la dictadura, y que
siguen operando en democracia (la historia transcurre en 1989).

Uno de los aspectos más interesantes de ​El agua electrizada e​ s la forma en que incorpora a su
trama y a su escritura el ​Nunca más​. Narrada desde la perspectiva de Hope, la novela está plagada

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de citas y referencias culturales afines con su condición de intelectual, sin
embargo, la cita más extensa corresponde al ​Nunca más,​ un libro que no está en su biblioteca.
Aunque en realidad no se trata de una cita convencional, sino más bien de una mezcla de cita y
reescritura de fragmentos del libro de la CONADEP. En busca de datos para proseguir con su
investigación, Hope revisa el ​Nunca más ​hasta que llega a un pasaje que figura en el capítulo “Niños
desaparecidos y embarazadas”. Lo que lee Hope comienza así: “En el sobrecogedor testimonio de
Noemí Adelma Gentili, veremos cómo vivían las mujeres embarazadas el crucial momento de dar a
luz en cautiverio (legajo 2530)”. Mientras que en la página de ​Nunca más dice: “En el sobrecogedor
testimonio de Adriana Clavo de Laborde, veremos cómo vivían las mujeres embarazadas el crucial
momento de dar a luz en cautiverio (legajo 2531)”. Este comienzo sirve para ilustrar el proceder de
Feiling: la fidelidad prolija al capítulo y a la letra del texto, salvo por el cambio del nombre y del
número de legajo. Esa forma de citar con leves variantes sigue en el comienzo del testimonio que se
transcribe a continuación, pero, a medida que se avanza, los cambios que introduce la versión de la
novela se vuelven cada vez más notorios.

Feiling no solo se vale de ​Nunca más como un ingrediente textual clave para la resolución del
enigma, sino que además lo reescribe, insertando en su interior, de algún modo, la historia de los
protagonistas del crimen que él intenta resolver. El efecto de este procedimiento es múltiple: da o
pretende dar a la historia (en una novela donde casi todo es cuestionado) un punto de verdad
indiscutido, al mismo tiempo que destaca el lugar de la mujer como víctima del poder masculino
ejercido por el aparato represor. Así, la violencia del presente (la serie de crímenes que Hope
investiga) se conecta con la del pasado a través del ​Nunca más​. La ficción novelesca no puede
prescindir del género “testimonio”, tal como ha sido practicado por el texto emblemático sobre la
violencia de la dictadura militar, pero, a su vez, la ficción interviene sobre el testimonio con esos
cambios leves y, al mismo tiempo, fundamentales.

Dos veces junio

En Argentina, en los manuales de “Formación moral y cívica” publicados durante la dictadura militar
iniciada en marzo de 1976, y supervisados por las autoridades, se daba la siguiente definición de
“familia”: “es la célula básica de la sociedad”. La fórmula quedó grabada en la memoria de los
jóvenes estudiantes argentinos de entonces a fuerza de repetirla una y otra vez. La materia era
fundamental para las autoridades del “Proceso de Reorganización Nacional”, porque una de sus

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obsesiones fue la de combatir al enemigo subversivo en el terreno en el
que, según ellas, mejor y más dañinamente había operado: en la mente de los jóvenes. De ahí, por
ejemplo, los comerciales televisivos, radiales y gráficos repetidos hasta el hartazgo en los años de la
dictadura, dirigidos a los padres de familia, que giraban alrededor de la siguiente pregunta: “¿Sabe
usted dónde está su hijo ahora?”. La primera vigilancia, entonces, correspondía a los padres, que
debían velar por el sagrado círculo familiar. Da ahí, también, que se le diera tanta importancia a la
familia como “célula básica” del “cuerpo” social.

La contracara de esta obsesión por preservar la integridad de la familia argentina, occidental y


cristina, fue la forma en que el aparato represivo del Proceso atacó el núcleo familiar de sus
enemigos. Si por un lado resultaba imprescindible mantener la órbita familiar “sana” de agentes
foráneos, por el otro se estableció como premisa que la mejor forma de derrotar al enemigo era
destruir en él toda forma de organización, no solo la política, gremial o militar, sino también la
familiar. El ​Nunca más describe con detalle todas las formas concebibles de esa destrucción y varias
ficciones que narran este período detectan esta lógica y trabajan sobre ella, como ocurre en ​Dos
veces junio​, de Martín Kohan, cuya trama se organiza a partir del despliegue e intercambio de la
historia de cuatro familias, todas ellas con el mismo diseño triangular de “padre-madre-hijo”.

La novela comienza con una pregunta, anotada en un cuaderno donde se registran las llamadas
telefónicas dentro de un destacamento militar: “¿A qué edad se puede empesar a torturar a un
niño?”. Con esa frase la novela instala desde el inicio una de las variantes más atroces de la
violencia del estado dictatorial, pero, también, la pregunta acerca de la relación entre la sociedad
argentina y esa dictadura, relación que hizo posible la formulación de preguntas como esa. Porque
para el protagonista y narrador de la historia –un soldado conscripto que cumple el servicio militar
en el ejército en 1978─ lo perturbador de esa frase es el error de ortografía que se apresura a
corregir, dibujando una zeta sobre la ese del verbo en infinitivo; un detalle sin duda superfluo ante
lo atroz de lo que esa frase dice.

Ese personaje –protagonista de la historia─ es el hijo de una típica familia argentina de clase
media. Un padre que ocupa el lugar del saber y que da consejos de vida a su hijo a través de los
cuales perfila los lugares comunes y los prejuicios típicos asumidos por gran parte de la sociedad
argentina de entonces, con buenas dosis de machismo, antisemitismo, altanería y estratégica

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sumisión al poder. Y una madre que, previsiblemente, expresa la parte
más emotiva y sensiblera del triángulo familiar que completa el hijo que se dispone a cumplir con
su deber patriótico.

Pero la escena inicial de la novela, a través de esa frase, también presenta indirectamente a otro
hijo: el de la familia cuyo secuestro y desaparición hará posible la conformación de un nuevo
triángulo familiar, apropiación mediante. La pregunta, formulada de modo general (“¿A qué edad
se puede empesar a torturar a un niño?”) en realidad está pensada para un niño en particular: el
hijo, nacido en cautiverio, de una mujer detenida-desaparecida alojada en uno de los centros
clandestinos de la dictadura. La familia se completa con un padre también desaparecido por las
fuerzas represivas del Estado. La eventual tortura del niño es pensada como una posibilidad en caso
de que la madre no quiera hablar, a pesar de las torturas a las que está siendo sometida.

El tercer triángulo familiar está conformado por el jefe militar del narrador, el Doctor Mesiano,
capitán del ejército argentino, su esposa, un personaje misterioso, que aparece solo al final de la
novela, y un hijo varón, Sergio, de catorce años. Se trata también de una familia fracturada, pero no
por la represión estatal, sino –se intuye─ por obra del padre y jefe de familia. En la primera parte
de la novela, que transcurre durante poco más de un día de junio 1978, el doctor Mesiano lleva a su
hijo al estadio de River Plate a ver Argentina-Italia, en el marco del campeonato mundial de fútbol
que se juega en el país. Luego del partido se les suma el narrador-soldado y los tres, por disposición
del Mesiano, van a un hotel con prostitutas contratadas por el doctor. Cuando, de madrugada,
dejan a Sergio en su casa, el narrador repara en el malestar del joven, que poco parece haber
disfrutado del debut sexual que le ha impuesto su padre; previamente Sergio le había confesado al
narrador que no le gustaba el fútbol. En la segunda parte de la novela (“Epílogo”) que transcurre en
junio de 1982, el narrador descubre, leyendo el diario, que el hijo de Mesiano ha muerto en la
guerra de Malvinas. Fútbol, debut sexual con prostitutas, servicio militar y guerra: el padre dispone
los pasos que debe cumplir su hijo, que sigue los hitos más o menos previsibles de un varón
argentino, itinerario que, en su caso, y guerra mediante, termina con la muerte. En ese sentido, el
padre (que podría haberle evitado a su hijo el haber hecho el servicio militar o, por lo menos, el
haber participado en la guerra) es el que lo envía a la muerte. En la reunión familiar que, ese día de
junio de 1982, reúne a los Mesiano en la casa de la hermana de éste, su esposa por fin aparece,
cuando el narrador la descubre en un rincón de la casa, pronunciando una letanía incomprensible,
sola, en su silla de ruedas, frente a una televisión apagada. Si no fuera por ella, daría la impresión

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de que se trata de un típico domingo argentino en familia; nada, salvo la
figura inquietante y, al mismo tiempo, vulnerable de esa mujer, hace pensar que hay un muerto de
por medio. El padre, hombre ejemplar y principal representante del ejército y del aparato represivo
en la novela, es el gran responsable de la destrucción de su propio triángulo familiar.

La cuarta familia es la de su hermana, que también repite el modelo triangular de padre, madre e
hijo. En esa reunión motivada por la muerte del hijo de Mesiano, aparece un niño de cuatro años
“al que llaman Antonio”, pero que, como aclara el narrador, “se llama Guillermo”. Cuatro años
atrás, en esa noche de junio de 1978 del partido de Argentina con Italia, luego de dejar a Sergio en
su casa, el doctor Mesiano y el soldado-narrador fueron al centro clandestino donde estaban la
mujer y su hijo, ese niño al que no se sabía cuándo se podía empezar a torturar. Allí, mientras
espera, el narrador se encuentra, de manera fortuita e involuntaria, puerta de por medio, con esa
mujer, que le cuenta todo lo que le han hecho y le habla de su hijo recién nacido, y de cómo quiere
que se llame. Por eso el narrador sabe el verdadero nombre de ese chico que, en lugar de ser
torturado, se convierte en el hijo que la hermana de Mesiano no podía concebir. De modo que la
existencia de esa familia, de acuerdo con el modelo de padre-madre-hijo, existe a condición del
desmembramiento y supresión de otra (la familia de la detenida-desaparecida).

Esta dinámica familiar a partir de la cual se estructura el relato permite leer de manera concentrada
la proliferación y circulación de la violencia en varios niveles. Veamos, para finalizar, un par de
ejemplos. El primero es un recurso que podríamos definir como la “burocratización discursiva de la
violencia extrema”, que consiste en narrar actos de tortura empleando el estilo neutro del
formulario burocrático, que en el contexto global de la novela se conecta con la proliferación
constante de números y listas. Eso es perceptible en las recomendaciones que uno de los médicos
militares encargados de supervisar un centro clandestino de detención hace de la forma en que
debería ser torturada / “usada” la madre del niño, cuatro años después, será llamado Antonio.

A su vez, que la principal víctima de la violencia sea una mujer, conecta la historia de la
madre-detenida-desaparecida con el destino de la esposa de Mesiano y con otras mujeres que
desfilan por la novela. Si la mujer es víctima del poder masculino, en el que la sexualidad, además,
cumple un papel central en el ejercicio de esa dominación, no es casual, entonces, que Kohan apele
a dos situaciones de una película pornográfica para reforzar ese vínculo entre violencia y machismo,
porque en ellas siempre aparece una mujer sometida sexualmente a los deseos de varios hombres.
Con lo cual, de paso, Kohan desmonta el mecanismo habitual de estas películas, en las que el placer

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suele ir de la mano del sometimiento de otro (en estos casos, de otra) y
que tanto tiene que ver con la forma de entender el mundo que el narrador de la historia
representa. Por eso no es casual que el fragmento con que se cierra la novela sea el relato del
sueño que esa noche tiene el narrador, con una mujer sin rostro que, de algún modo, corporiza a
todas esas mujeres víctimas de la violencia, real o simbólica, que atraviesan la novela.

Síntesis gráfica de la clase

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Actividades

Teniendo en cuenta lo expuesto en la clase, indicar la opción que considera correcta en el


cuestionario de autoevaluación.

Enlace al cuestionario disponible en el aula.

Una reflexión sobre lo visto en la clase y una propuesta para el aula

Les proponemos que tomen alguno de los textos analizados en esta clase y expliquen:

- ¿cómo podrían trabajarlo en el aula? ¿qué actividad propondrían?,

- ¿lo brindarían entero o solo un fragmento? ¿por qué?

- ¿en qué unidad temática lo incluirían en un eventual programa?

- ¿con qué otros textos o material multimedial lo relacionarían? Los invitamos a


compartir el enlace web de dicho material

Como en las clases anteriores, esta escritura deberán realizarla en el espacio de su


Portafolio personal​, en una nueva nota con el nombre ​“Actividad Clase 3”​. Además en
esta ocasión les proponemos compartir su registro y materiales recomendados en el
siguiente ​muro digital​. En este tutorial pueden observar los pasos para hacer su
intervención.

Los animamos a compartir sus ideas y propuestas con el resto de los colegas y con su
dinamizador.

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Material de lectura
Materiales de lectura obligatoria

Kohan, M. (2002). ​Dos veces junio​. Buenos Aires: Sudamericana.

Complementaria

Ascasubi, H. (1945). “La refalosa”. ​Paulino Lucero​. Buenos Aires: Estrada.

Cancela. A. (1944). “Una semana de Holgorio”. ​Tres relatos porteños​. Buenos Aires: Espasa Calpe.

CONADEP (1984). ​Nunca más.​ Buenos Aires: Eudeba.

Echeverría, E. (2003). ​La cautiva / El matadero​. Buenos Aires: Colihue.

Feiling, C. E. (1992). ​El agua electrizada​. Buenos Aires: Sudamericana.

Rivera Indarte, J. (1843). “Tablas de sangre”. ​Rosas y sus opositores​. Montevideo: Imprenta del
Nacional. Vista previa en:

https://books.google.com.ar/books?id=OJ1cAAAAcAAJ&printsec=
frontcover&dq=rosas+y+sus+opositores&hl=es&sa=X&ved=0ahUKEwiymKSpleTgAhX0GbkG
Hdr_BZYQ6AEIKDAA#v=onepage&q=rosas%20y%20sus%20opositores&f=false

Walsh, R. (1981). “Esa mujer”. ​Obra literaria completa.​ México: Siglo XXI.

Weber, Max (1987). ​El político y el científico​. Madrid: Alianza.

Zizek, S. (2009).​ Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales​. Buenos Aires: Paidós.

Para seguir leyendo

Cortés Rocca, Paola y Martín Kohan (1998). Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón: cuerpo
y política. Rosario: Beatriz Viterbo Editora.

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Dalmaroni M. (2004). ​La palabra justa: Literatura, crítica y memoria en la
Argentina, 1960-2002​, Mar del Plata, Argentina-Santiago de Chile. Chile: Melusina.

Fonsalido, María Elena, ​(2011). “Saber o no saber: esa es la cuestión. Una lectura de ​Dos veces junio
de Martín Kohan”. Arroyo, Gustavo y Teresita Matienzo (comp.): ​Pensar, decir, argumentar.
Lógica y argumentación desde diferentes perspectivas disciplinares. Buenos Aires: Prometeo
/UNGS, pp. 261-269.

Méndez, M. (2008). “La dama desaparece: apuntes sobre la representación de Eva Perón en ‘Esa
mujer’, de Rodolfo Walsh”, en Saitta, S. (comp.), ​Algunas representaciones de Eva perón en
la literatura argentina​. Buenos Aires: Opfyl, UBA​.

Piglia, Ricardo (1993). “Echeverría y el lugar de la ficción”. ​La Argentina en pedazos​. Buenos Aires:
Ediciones de la Urraca.

Schvartzman, Julio. (1996). ​Microcrítica. Lecturas argentinas (cuestiones de detalle)​. Buenos Aires:
Biblos.

Autor/es: Pablo Ansolabehere

Cómo citar este texto:

Ansolabehere, Pablo (2019). Clase Nro. 3: Violencia, Estado, política. Literatura argentina: cuatro
recorridos. Buenos Aires: Ministerio de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología de la Nación.

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