Un Arte Democrático
Un Arte Democrático
Un Arte Democrático
RESUMEN
Todas las disciplinas artísticas, en mayor o menor medida, pueden ser usadas como
instrumento de análisis sociológico. Ya sea de forma explícita, por sus contenidos, o
implícita, por el contexto de creación, el arte es, en muchas ocasiones, una vía de
estudio de la sociedad en la que fueron creadas. Viene a la mente rápidamente el caso de
la literatura o pintura de corte costumbrista, retratos fieles de los momentos históricos
que vivieron. Si queremos construir un modelo fiel de los usos y costumbres de los
españoles del Siglo de Oro, nada mejor que acudir tanto a la novela de corte
ejemplarizante de Cervantes como a la sarcástica visión de la novela picaresca o la ácida
poesía de Quevedo, que nos darán cumplida cuenta y descripción de la época que
vivieron. Una descripción literaria a la que se añade, como valor añadido, la percepción
casi fotográfica de los pintores de la época.
Sin embargo, este ejercicio choca de forma inmediata con la evidente separación que se
ha ido gestando entre sociedad y artista desde el s. XVI, al reservarse su disfrute a un
reducido grupo perteneciente a la oligarquía aristocrática, una nobleza que era la
responsable del mecenazgo de los artistas. El arte y la cultura reflejaban al pueblo, pero
no estaban dedicadas a él, sino a unos cuantos elegidos.
Esta distancia ha sido y es, una constante en la historia del arte, que ha generado
siempre una calificación de elitista a las llamadas artes mayores. La pintura rara vez
salía de las colecciones particulares de las clases más pudientes, la literatura poco podía
llegar a una sociedad con unas tasas de analfabetismo demoledoras, la música luchaba
entre la clasificación de arte chabacano y de alta alcurnia… Comienza ya en estas
épocas iniciales la separación clara entre la cultura popular y la alta cultura, que se va
agravando a medida que el tiempo avanzaba.
Si nos centramos en la llamada cultura o arte popular, quizás el mejor ejemplo son las
aleluyas o aucas, pequeños cuentos morales ilustrados en los que encontramos, por
primera vez, una estructura secuencial de imágenes yuxtapuestas, incluso recuadradas
en viñetas, que recuerda poderosamente a lo que hoy llamamos historieta. Sin que
existiera todavía una clara interacción entre texto y secuencia, estas aleluyas eran
explicadas por cantores en las ferias y fiestas populares. Conocidos en muchos casos
como romances de ciego, relataban mediante textos versificados hechos de lo más
variado, desde episodios bíblicos a los hechos más luctuosos como crímenes, delitos o
la vida social de la época (Porcel, 2000).
Una forma cultural de expresión que se popularizaría, hacia el siglo XVIII y siglo XIX
con la denominada literatura de cordel, en alusión a las cuerdas donde se colgaban los
pliegos que contenían todo tipo de romances de corte costumbrista. Con la extensión de
la imprenta, esta forma cultural conocería una expansión importante en toda Europa,
centrada en España en las grandes ciudades como Madrid, Barcelona, Valladolid y
Valencia (Martín, 1978).
Precedentes directos de la historieta que ya evidencian una clara conexión entre la obra
y el público: la autoría se diluye y sus autores son poco conscientes del proceso creativo
que han realizado, ejecutándolo antes como un simple oficio que como una dedicación
artística.
A medida que avanzamos en el tiempo, este tipo de literatura daría lugar a las
publicaciones satíricas, famosas sobre todo en el Reino Unido, una forma periodística
que pronto se incorporaría de forma sistemática a los diarios y periódicos que
comenzaban a nacer a finales del siglo XIX.
Sin embargo, en todo este camino recorrido todavía no es posible hablar propiamente de
historieta tal y como la conocemos hoy en día. Pese a que es imposible definir una fecha
de nacimiento exacta para este medio, existe cierto consenso en establecer como punto
definitivo de partida de la forma actual de entender la historieta en los complementos
satíricos de los periódicos americanos del siglo XIX, resaltando siempre una caso
particular: las planchas de «Hogan’s Alley» de Richard Fenton Outcault. Esta serie es,
sin duda, el eslabón que marca la evolución entre una narrativa gráfica de forma
secuencial y lo que hoy conocemos como historieta. Y es precisamente aquí donde se
hace evidente cómo este arte recién nacido supone uno de los instrumentos de análisis
sociológico más importante que se pueden encontrar en el arte. Por un lado, los autores
son generalmente dibujantes con pocas ínfulas de artista, alejados de los círculos más
elitistas y más próximos al pueblo llano. Por otro, aparecen dentro de medios de
comunicación de vocación masiva, con una amplia distribución y, precisamente, como
elemento de reclamo para las clases más desfavorecidas, precisamente aquellas que
tienen más dificultades de lectura y a las que un añadido gráfico ayuda a comprender la
parte literaria. Estas dos características convierten a la historieta en un encaje único, que
va a estar siempre volcado y apoyado en la respuesta del público y que nos permitirá
conocer casi con precisión milimétrica la condición de la sociedad de su época de
publicación.
Dada su fuerte imbricación en la sociedad americana, esta relación es especialmente
palpable y reconocible en los EEUU, sobre todo en los cómics publicados hasta los años
50.
Sin embargo, dentro de esta clara vertiente cómica que tenía la historieta de estos
primeros años del siglo XX, los lectores comenzaron a reivindicar la presencia de series
y personajes que fueran de nuevo dirigidos a públicos más adultos. Una petición que fue
rápidamente cumplida con series como «Happy Hooligan» de Frederick Opper (1908),
que volvía a retomar constantes de la primera creación de Outcault, tomando como
protagonista a un mendigo, de extraordinario parecido facial con The Yellow Kid, que
corre las más caóticas aventuras. Happy Hooligan supone una vuelta a la temática
costumbrista, en la que las costumbres morales y sociales de la época se ven puestas en
entredicho por un personaje claramente marginal, pero ingenuo y bonachón. Una
temática que se repetiría en cierta medida con la exitosísima «Mutt and Jeff» de Bud
Fisher (1908), pero que incorpora ya claramente las influencias del recién nacido cine.
Tanto a nivel de diseño de personajes, como en la temática , muy próximos al slapstick
de las películas de la Keystone de Mack Sennet. Sin embargo, mientras la falta de
sonido obliga a centrar las tramas cinematográficas en el gag visual y dinámico, en la
historieta existe un mayor desarrollo, que permite establecer un mayor número de
características. Los años de progresión industrial que vivían los EEUU tras el llamado
pánico de 1873 son evidentes en las series, reflejando también la suerte de cóctel
cultural que supone la masiva inmigración que llegaba al país durante las dos primeras
décadas del siglo. Chinos, irlandeses, polacos y judíos comienzan a aparecer con
normalidad en estas series.
La convivencia tanto de series de clara vocación infantil como las de pícaros más
dirigidos al público adulto provocó que las cada vez más importantes secciones de
cómics fuesen casi lecturas familiares, lo que se tradujo en la aparición en las temáticas
de la propia vida familiar. «The family upstairs», de George Herriman (una serie donde
nacería como complemento una de las obras más importantes de la historia del cómic,
«Krazy Kat») supone todo un ejemplo de esa nueva tendencia que supone la utilización
de los acontecimientos familiares como ejes argumentales. Pese a su fijación en una
secuencia donde el gag visual es el protagonista absoluto, Herriman nos deja pinceladas
que permiten definir la estructura familiar típica de 1911, con el hombre como cabeza
de familia y la mujer dedicada a las labores del hogar.
Pero sería un par de años más tarde cuando George McManus crea, dentro de este
subgénero, una serie de importancia fundamental: «Bringing up father». La serie se
centraba en la vida de una familia de inmigrantes que adquiere una inmensa fortuna y
entra en la jet-set americana, generando situaciones humorísticas como contraste entre
el humilde origen de los protagonistas, sus ambiciones y la vanidad de alta sociedad.
McManus desarrolló en toda su serie una lúcida evaluación de las aspiraciones de las
clases más modestas, sobre todo las integradas por una inmigración que había llegado al
país ante el reclamo de una tierra de oportunidades. Como comenta Javier Coma:
“McManus conjugó un trazo, progresivamente moldeado y perfeccionado, que
delimitaba meticulosamente los contornos de los personajes, objetos y escenarios, según
la moda del Art Deco, y aplicó el resultante rumbo expresivo a una visualización crítica
de la clase privilegiada” (Coma, 1991). Durante sus cuarenta años de existencia, la serie
se convirtió en un ácido catálogo de costumbres sociales, en el que la sencillez y
campechanía de Jiggs, el orondo protagonista, se contrapone a la búsqueda del
reconocimiento social a todo precio que intenta su mujer, Maggie. Los enrevesados
protocolos de las opulentas familias de mayor abolengo son unas cadenas para la
simpleza de quien tan sólo quiere disfrutar de su riqueza.
Pero la felicidad y alegría de los años 20 acabaría drásticamente con el llamado “Jueves
Negro” de 1929. En apenas unos meses, la situación económica se hunde
estrepitosamente, con un crack bursátil que lleva al país a una depresión sin
antecedentes. El paro aumenta hasta más del 25% de la población y la realidad es tan
terrible que es difícil enfrentarse a ella.
Ante una situación tan desesperada, los cómics costumbristas no hacen más que
recordar la crudísima realidad social que se vive, empeorando si cabe la terrible
desgracia que viven los ciudadanos americanos.
Es necesario más que nunca un entretenimiento que haga olvidar el hambre y las
dificultades, y el cómic se sabrá amoldar a esas necesidades. Apenas unos meses
después de la gran depresión, la aventura y la fantasía comienzan a inundar los
suplementos de los pocos periódicos que no sucumbieron a la crisis. «Buck Rogers en el
siglo XXV», de Harold Gray supone el pistoletazo de salida, adaptando los clásicos del
pulp que tanto éxito tuvieron durante los años 20 al cómic. Aventuras de un luchador
infatigable en un futuro de viajes espaciales y hermosas mujeres que precisan de un
héroe que las salve de terribles peligros. La temática ideal para abrir una puerta de
escape para olvidar, aunque sólo sea durante unos momentos, las punzadas del hambre y
la rutina de salir todos los días de casa para intentar ganas unos centavos que permitan
comer algún mendrugo de pan.
La ciencia ficción es quizás el abanderado de los géneros de evasión, que tendrá su gran
exponente en «Flash Gordon», la gran creación de Alex Raymond. Su dotado estilo fue
el arquitecto perfecto para la construcción de las aventuras más increíbles, con mujeres
de increíble belleza y parajes nunca antes vistos. Pero también la aventura y la fantasía
fueron el combustible perfecto para la imaginación del lector. Series que apenas habían
conseguido conectar con el público en su debut como el «Tarzán» de Harold Foster
(1928) o el «Tim Tyler’s Luck» de Lyman Young (1928) son ahora éxitos sin parangón.
La lejana selva africana se alza como una especie de llamada de sirenas de increíbles
misterios y aventuras sin par, que encadilaban al lector americano como nunca antes se
había visto, llevando a muchas de las nuevas series a esos paisajes: las aventuras de
«The Phantom», de Ray Moore y Lee Falk o el «Jungle Jim», de Alex Raymond se
desarrollan en su totalidad en esos exóticos lugares. Durante los duros años de
depresión, coincidentes con el reinado de la llamada “Economy act”, los cómics son
monopolizados por los géneros de evasión pura. Prácticamente todas las series que se
publican y las que se van creando tienen el común denominador de la huida de la
realidad, devoradas por un público que ve en ellas una esperanza de ante la larga crisis
que vive. Dentro de esta línea tendrá especial importancia el nacimiento de un género
propio del cómic, los superhéroes. El nacimiento en 1938 de «Superman», obra de Jerry
Siegel y Joe Shuster, se entronca dentro de esta necesidad imperiosa de héroes que
hagan olvidar al pueblo el día a día.
Sin embargo, este escape de la existencia real tendrá que vérselas, tarde o temprano, con
la dura realidad que está naciendo en Europa: el auge del nacionalsocialismo de Hitler y
sus pretensiones expansionistas son vistos con lejanía por una sociedad que difícilmente
sabe qué comerá el día siguiente.
Paradójicamente, será una serie de cómic la que primero avisará al pueblo americano de
la terrible situación que se está dando allende los océanos: «Terry y los Piratas».
Nacida bajo el amparo de esta necesidad de evasión de la mano de Milton Caniff, era
una más de las series que narraban las aventuras jóvenes héroes en los alejados y
misteriosos países del extremo oriente. Aunque ya desde el principio se distanció de
estas series por un mayor contenido de crítica y un reflejo fidedigno de la problemática
colonialista que se daba en el mar de China, sería a partir de 1937 cuando comenzaría a
reflejar de forma continuada la guerra chinojaponesa. Una guerra considerada de forma
anecdótica por los medios e incluso el gobierno americano, más preocupados por su
situación interna, pero que fue fielmente retransmitida por Caniff en su serie y que de
forma lenta y paulatina, fue ganando el interés del público. Durante casi cuatro años, las
andanzas de los personajes fueron lo más parecido a un gran espectáculo del que hablar
al día siguiente, reflejando de forma creciente los cada vez más importantes temores de
la sociedad por entrar en la guerra que se desencadenaba en Europa. Apenas unos meses
antes del bombardeo de Pearl Harbour, Caniff conmocionaba al país con la muerte de
una de las protagonistas de la serie, en una larga secuencia que, durante varios días,
paralizó al país y logró que las banderas ondeasen a media asta. El país sabía que la
desgracia estaba muy cerca y cuando EEUU declaró la guerra a Japón, la serie entró de
lleno en ella. Se convirtió en un diario de guerra que llevaba noticias sobre el avance de
la guerra casi de forma simultánea a lo que se leía en los periódicos o los partes que se
veían en los cines. La ficción ha desaparecido casi completamente y la serie toma un
tono casi documental, que sirve además como punto de conexión entre los soldados
desplazados miles de kilómetros y sus familias, además de cómo refuerzo moral de
indudable eficacia, como demuestra la famosa plancha dominical del 17 de octubre de
1943, una conversación entre un teniente coronel y el protagonista que fue considerada
durante años como uno de los mayores ejemplos de discurso patriótico, usado incluso
en las escuelas y referida en el mismísimo Congreso de los EEUU.
La contienda monopoliza totalmente las temáticas de las historietas de la época, desde
las tiras clásicas, que incluyen referencias a la guerra, hasta una inmensa pléyade de
nuevas series de temática militar y bélica, en muchos casos con una intención pseudo-
documentalista, muy inspirada por la obra de Caniff, sin olvidar, por supuesto, el
pujante género de superhéroes que invade los recién nacidos comic-books, donde los
superhéroes recién creados encuentran en los nazis y japoneses la mejor cantera de
supervillanos jamás ideada.
Tras la victoria aliada, la vuelta de los veteranos a su país motivó de nuevo un cambio
radical en las historietas que publicaba la prensa. En la dicotomía marcada por un lado
por la celebración de la victoria y, por otro, la dificultad de los otrora soldados en su
reincorporación a la vida civil, la sociedad americana precisaba de nuevos aires en los
cómics que leía, más maduros, pero sin olvidar la necesidad de pasar página y encarar el
futuro. Un buen ejemplo sería la serie «Rip Kirby», de Alex Raymond, protagonizada
por un ex –marine reconvertido a detective glamouroso, demostrando que existían
alternativas atrayentes para los condecorados marines que llenaban las oficinas de
empleo.
Pero el final de la década de los 40 tuvo también un efecto secundario en la industria de
los cómics americana, que sufre un desgajo importante entre las historietas que
publicaba la prensa que, dirigidos cada vez más hacia un público ilustrado, habían
alcanzado un reconocimiento cultural sin precedentes y los exitosos comic-books,
relegados a un lector juvenil, generalmente de extracción baja y en los que los
argumentos eran adscritos a todo tipo de géneros, desde los superhéroes a los clásicos
como el terror, la ciencia-ficción o la fantasía.
Como hemos visto en el caso americano, es posible establecer una relación unívoca
entre la situación social y los tebeos que se leían. Pero ¿es posible hacer esta misma
relación fuera de ese país?
La respuesta a esa pregunta es bien próxima, sin más que acercarnos a los tebeos que se
publicaban en España tras la guerra civil. Tras un primer periodo en el que la
publicación de todo tipo de revistas infantiles es suspendido, excepción hechas de
aquellas como «Flechas y Pelayos» y «Chicos» que habían surgido en la zona franquista
y que servían a los intereses ideológicos del nuevo régimen impuesto, comienzan a
recuperarse las antiguas editoriales y, en una sociedad empobrecida, sometida a fuertes
racionamientos de todo tipo, los tebeos se convierten prácticamente en su única fuente
de ocio para el español. En apenas unos años, los tebeos se convierten en un objeto
cotidiano que es leído tanto por niños, su objetivo inicial, como por mayores, con dos
grandes ejes fundamentales: por un lado el tebeo humorístico, en la mejor tradición de
los clásicos como Pulgarcito o TBO y, por otro, el tebeo de aventuras, seriales
publicados en formato de cuadernillo apaisado y que son herederos de los personajes
americanos que llegaron durante los años de la república. Como dice Antonio Altarriba:
“Aun a riesgo de simplificar, se podría afirmar que la historieta de humor escenifica el
fracaso, la historieta sentimental la resignación y la historieta de aventuras el triunfo”
(Altarriba, 2001). Una simplificación nada desencaminada, ya que ejemplifican
claramente las relaciones ya establecidas para el tebeo americano. Mientras que el tebeo
de humor, dirigido inicialmente a los niños, hace un retrato fiel del español de a pie de
la posguerra, el cuadernillo de aventuras es el entretenimiento evasivo perfecto para una
sociedad que quiere escapar de la desgracia de la guerra civil y de una posguerra que la
sume en la miseria.
Al igual que ocurre en los EEUU de la depresión del 29, la sociedad española precisaba
huir de las ataduras y cadenas que el desastre de la guerra civil había causado. Familias
rotas, hambre en las calles, ciudades destruidas, epidemias causadas por la miseria… la
situación en la que quedaba el país era terrible y el día a día una condena de la que no se
podía escapar. La única puerta abierta era una forma de entretenimiento barata y al
alcance de cualquiera: los tebeos. Es evidente que el férreo control ideológico de la
censura influirá en los argumentos de estos cuadernillos, pero como bien indica Pedro
Porcel en su estudio «Clásicos en Jauja»: “La intención primera de éstos es de pura
evasión, más allá de ciertos valores que son inevitable reflejo de la sociedad en la que
estos tebeos son concebidos: patriotismo a ultranza, religiosidad, militarismo…, valores
constantemente ensalzados e inculcados desde el poder en un bombardeo ideológico
continuo a cuya influencia los guionistas de historieta, como cualquier otro ciudadano,
difícilmente pueden sustraerse” (Porcel, 2000).
Sin embargo, estos aspectos aparecen más como una especie de peaje necesario a pagar
para poder entrar directamente en lo que buscaba el lector de la época: la evasión. Series
estrella de la Editorial Valenciana como «El Guerrero del Antifaz», de Manuel Gago, o
«Roberto Alcázar y Pedrín», de Eduardo Vañó, son ejemplos claros de esta condición.
En la primera, el aguerrido héroe defiende la unidad de España durante la reconquista,
en enfrentamiento perpetuo contra el terrible ejército moro que invade la península. Una
excusa argumental perfecta tanto en espíritu como en letra con los ideales de los
militares franquistas, pero que en la práctica encubre sencillamente una oportunidad
para que el lector viaje a lugares exóticos y disfrute con bellas mujeres ataviadas al
estilo de las mil y una noches, con telas transparentes que excitan la pobre y demacrada
libido del español de los años cuarenta, que se imagina como el perfecto héroe
enmascarado siempre en defensa de su amada.
Por su parte, «Roberto Alcázar y Pedrín» ha sido sistemáticamente acusada de ser una
correa de transmisión de los ideales falangistas y franquistas, llegando a ver en la figura
del protagonista una representación de José Antonio Primo de Rivera. La realidad es,
sin embargo, muy distinta, ya que un simple análisis de la serie permite comprobar
como generalmente sus argumentos estaban más relacionados con la ciencia ficción (en
algunos momentos rayana con el surrealismo) que con la política. Los supuestos ideales
que se transmitían son, antes al contrario, un reflejo fidedigno de la realidad de una
sociedad que asumía como propias las consignas ideológicas y morales que las
autoridades franquistas emitían. Vista así, la serie se alza como un catálogo sociológico
de la España de la posguerra, en la que podemos ver a través de sus personajes cuáles
son las opiniones del español de la época sobre aspectos tan cotidianos como el papel de
la mujer, la educación de los hijos, la moral o la moda.
A través de sus aventuras, en las que no se es ajeno al exotismo, trasladando al
personaje a Oriente en varias ocasiones, los diálogos son espejo de la opinión de la
calle. Se considera a la mujer como dependiente del hombre y las malvadas son,
generalmente, solteras (una mujer decente, a partir de cierta edad, debe ser casada) y
fumadoras, “símbolo de un inconformismo que equivale a mera maldad” (Porcel, 2000).
Los jóvenes que no siguen el camino de los estudios caen automáticamente en la
delincuencia y los excesos en el vestir o la cosmética suponen la calificación de
peligroso y los extranjeros se representan como maquiavélicos en el caso de ser
orientales o brutos y poco inteligentes, pero bonachones en el de los africanos.
Una representación simplista que no está muy alejada de lo que sería el resultado de una
encuesta entre los españoles de la época.
La extrema longevidad de la serie, casi cuarenta años, permite a su vez estudiar la
evolución de estas cerradas ideas, que en los sesenta incorporan a su catálogo de
maledicentes y posibles delincuentes hasta a los hippies, “melenudos” calificados como
parásitos y mala gente y que provocan la hilaridad de los protagonistas por sus poco
viriles indumentarias.
Durante los años 40 y 50, el cuadernillo de aventuras goza de una salud de hierro en el
quebradizo panorama artístico y cultura español, con centenares de títulos que venden
cientos de miles de ejemplares semanales. Los títulos se multiplican hasta la
extenuación y los argumentos, temáticamente siempre enmarcados en el género
aventurero o de ciencia ficción, se repiten hasta la extenuación: el héroe tiene que
enfrentarse a terribles peligros invasores para defender a su amada y a su pueblo.
Paradójicamente, y pese al imperante ensalzamiento del patriotismo en todas sus
formas, los héroes suelen luchar en lugares muy alejados de su país natal. Según
Antonio Martín, “el cuaderno de historietas arrastra al lector más allá de la realidad
cercana, fuera de su entorno, para darle lo exótico. Se produce entre los dibujantes
españoles un intento inconsciente por negar su pasado inmediato, ignorándolo” (Martín,
2000).
En cualquier caso, el análisis enunciado para las series de Vañó y Gago es
perfectamente aplicable a los miles de cuadernillos que aparecieron en esta época.
Sólo con «El DDT», es posible hacer un perfecto perfilado de la sociedad de los 50,
que se puede ver enriquecido con multitud de otros aportes provenientes del tebeo
de humor, como el ejemplo ya citado del «TBO», «Pulgarcito» o «Jaimito», donde
los personajes extractados directamente de la calle se convierten en perfectos
arquetipos de la vida diaria.
Durante los años sesenta, la sociedad de posguerra salía de las brumas de la crisis,
entrando en un periodo de mayor desarrollo económico, coincidente con los cambios
que suponían la entrada en el gobierno franquista de una generación de jóvenes
políticos, denominados después “los tecnócratas”, que impulsan los llamados “Planes de
Desarrollo” de los 60. Paradójicamente, la supuesta apertura en la censura que el
régimen anuncia con la llegada de Manuel Fraga Iribarne al ministerio de Información,
se traduce en los tebeos con un brutal endurecimiento de la censura, siendo quizás el
ejemplo más evidente el absurdo juicio al que fue sometido Escobar por su creación del
famélico «Carpanta», acusado por el Ministerio de Información de presentar una falsa
imagen del español, ya que en España, tras veinticinco años de paz, el pueblo ya no
pasaba hambre (Cuadrado, 2000).
Una dificultad que se añadirá a la clara crisis de ideas que contaminan los tebeos de
aventuras (Martín, 2000).
El español ya puede disponer de otros medios de ocio: el espectacular cine
hollywoodiense y, sobre todo, la naciente televisión que inunda los hogares, cambia
radicalmente los hábitos y modos de las familias. El tebeo deja de ser una forma de
entretenimiento para adultos y niños a la vez que la evasión deja de ser una necesidad
imperiosa. Por primera vez en casi dos décadas de profundo maridaje, el tebeo se aleja
de la sociedad.
Por desgracia, en España los últimos coletazos del franquismo apenas permiten que
exista más que un intento muy subterráneo de innovación, siempre sometido a la
amenaza de la persecución por un gobierno que ve en la contestación un peligro sin
límites, aunque sea a nivel artístico. Pese a todo, algunas publicaciones como «El Rrollo
enmascarado» (1973), editadas casi clandestinamente, reflejan la necesidad de libertad
de la juventud española, con historias de corte costumbrista, inspiradas en sus
homólogas estadounidenses, en las que se pueden encontrar importantes claves de la
vida urbana del final del franquismo.
Conclusiones
El rápido repaso dado en este artículo permite concluir la evidente utilidad del tebeo
como instrumento de análisis sociológico. Su imbricación en la cultura popular, tanto
como elemento de ocio de fácil acceso como por la pertenencia de sus autores a las
clases sociales más comunes, alejados de las componentes elitistas de otras formas
artísticas, lo convierte en un medio de características únicas, que permite a través de su
estudio extraer en la práctica una historia doméstica de la sociedad que los consume.
Su fuerte implicación en el contexto social es clave para este análisis, que se puede
realizar tanto desde la disección de los personajes como a partir de estudios más
globales que examinen la evolución de los géneros y formatos a los que se adscriben.
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