Origen Chicago Boys

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 116

Serie: historia de los Chicago Boys

El origen y la entronización de los Chicago Boys en Chile


Manuel Délano Hugo Traslaviña (*) 02/07/2021 - 06:00

Jóvenes economistas de la UC en Chicago.


INTERFERENCIA inicia hoy la publicación íntegra -en nueve capítulos correlativos- del libro
“La herencia de los Chicago Boys” (Las Ediciones del Ornitorrinco, 1989), de los periodistas
Manuel Délano y Hugo Traslaviña. En este primer capítulo se relatan y analizan los inicios del
modelo económico neoliberal traído a Chile por las Universidad Católica e impuesto luego
por la dictadura cívico militar del general Augusto Pinochet. 

INTERFERENCIA inicia hoy la publicación íntegra -en nueve capítulos


correlativos- del libro “La herencia de los Chicago Boys” (Las Ediciones del
Ornitorrinco, 1989), de los periodistas Manuel Délano y Hugo Traslaviña. En
este primer capítulo se relatan y analizan los inicios del modelo económico
neoliberal traído a Chile por las Universidad Católica e impuesto luego por la
dictadura cívico militar del general Augusto Pinochet.  

Cuando llegaron a Santiago, en junio de 1955, los profesores de la Universidad


de Chicago Theodore W. Shultz, Earl J. Hamilton, Amold Harberger y Simon
Rottenberg, fueron asistidos improvisadamente por dos jóvenes chilenos que
mostraban vivo entusiasmo por conocer de cerca a los ilustres visitantes. Eran
Sergio de Castro Spikula y Ernesto Fontaine Ferreira-Nóbriga, dos aplicados
estudiantes de cuarto año de Ingeniería Comercial de la Universidad Católica de
Chile, que se las ingeniaron como traductores para cumplir con el propósito de
acercarse a los académicos norteamericanos.

La presencia de los cuatro profesores extranjeros obedecía al estudio en 


terreno de  una  proposición  hecha por el director del Instituto de Asuntos
Interamericanos en Chile, Albion Patterson, para que la Universidad de Chicago
se hiciera cargo de un programa de cooperación académica con la Universidad
Católica. La propuesta estaba enmarcada en un convenio más amplio que
también incluía el envío de egresados chilenos a la universidad norteamericana
y la creación de un centro de investigaciones económicas.
De Castro y Fontaine quedaron impresionados con los profesores de Chicago. Al
año siguiente, ya egresados, formaron parte de la primera hornada de
estudiantes de economía chilenos que asistió a un posgrado en la Escuela de
Chicago. Junto con ellos partieron otros siete egresados de las mejores
promociones. Tres de ellos eran de la Universidad de Chile: Carlos Massad, Luis
Arturo Fuenzalida y Carlos Clavel.

El convenio entre la Universidad de Chicago y la Universidad Católica se puso


en vigor a fines de marzo de 1956 y contemplaba una duración de tres años. En
vista del éxito que tuvo, las autoridades de la UC solicitaron a los
norteamericanos la prolongación del acuerdo por dos años más. De esta forma,
expiró el 31 de marzo de 1961. Alcanzaron a usar las becas 30 chilenos, de los
cuales al menos 15 se harían notar años después como académicos,
empresarios o ejecutivos de grupos económicos y, sobre todo, conductores de
la economía del país.

Las becas eran bastante holgadas puesto que incluían desde los pasajes de ida
y vuelta a los Estados Unidos, hasta dinero para el sustento personal
-alojamiento y alimentación- y para la compra de libros. Asimismo, los becarios
tuvieron acceso al servicio médico estudiantil y a otros beneficios sociales.
Además, al terminar sus estudios en Chicago, eran llamados a tomar un cargo
académico, con horario completo, en la Universidad Católica, "para que se
dedicaran a la enseñanza y a la investigación económica, especialmente en la
Facultad de Economía".

Fue la Universidad Católica y no la de Chile la que se interesó por el convenio


con su similar de Chicago, por una razón casi coyuntural: la Universidad de
Chile -a la cual le fue ofrecido primero el convenio- estaba satisfecha con el
nivel académico de su carrera de Ingeniería Comercial. Los que rechazaron el
acuerdo fueron el decano Luis Escobar Cerda y el secretario de la Facultad,
Carlos Martínez Sotomayor.  

En cambio, la UC sintió la necesidad de tener ese respaldo. Quien así lo quería


era el propio decano de la Facultad de Economía, Julio Chaná Cariola. Había
asumido ese cargo el mismo año en que llegaron a Chile los cuatro profesores
de Chicago para evaluar en terreno la factibilidad del convenio. Chaná Cariola
se mantuvo en el decanato hasta 1963 y ha sido catalogado como el "padre
chileno" de los Chicago boys.
Algunos de los primeros chicago boys chilenos.

Una categoría similar, en la versión norteamericana, ha recaído en el profesor


Arnold Harberger, cuyo interés por la formación de economistas chilenos
aumentó considerablemente luego de desposar a la chilena Anita Valjalo, al
cabo de sus primeros viajes al país como profesor visitante en la UC. Incluso,
hasta muchos años después, el interés del académico por Chile siguió
creciendo. El 6 de julio de 1987, Harberger y su discípulo Ernesto Fontaine
formaron una empresa conjunta, llamada Inversiones Harberger Limitada,
según el Diario Oficial de esa fecha.

Harberger es el formador de la primera generación de Chicago boys criollos. Se


le adjudica una influencia clave en los dos alumnos que luego pasarían a
descollar como auténticos líderes de la economía neoliberal en Chile: Sergio de
Castro y Pablo Baraona. Este último hizo su máster en Chicago entre 1959 y
1961, junto con otros cinco compañeros chilenos, entre los que se contó
Ricardo Ffrench-Davis, un Chicago boy de la línea disidente y hasta impugnador
de lo que le enseñaron en la universidad norteamericana.

Ffrench-Davis sostiene:

-Observé un sesgo ideológico ultra liberal en los enfoques académicos de la


Universidad de Chicago. Había que estar muy a la defensiva para que a uno no
le pasaran el contrabando ideológico que se confundía con las materias. En
verdad, era una escuela en la que uno podía aprender mucho si sabía separar
lo realmente económico y científico del ideologismo ultra liberal.

Si Harberger fue el mentor de los Chicago boys que se quedaron con la


ortodoxia liberal, el Premio Nobel de Economía (en 1976), Milton Friedman, fue
el guía espiritual de los mismos. Sus ex alumnos lo señalan como el imán que
atraía a tirios y troyanos. Friedmán mostraba carisma y pasión para defender
sus postulados monetaristas. No era el frío profesor que se quedaba en los
libros o en los números. Era para los estudiantes un filósofo y un político que
sabía plasmar con facilidad las elucubraciones teóricas con la vida real. Hábil
comunicador y polemista, fue también el mayor responsable de la difusión de
las ideas neoliberales en los años setenta.

De los más de cien chilenos que han ido a Chicago, no todos volvieron con el
doctorado. Más bien, fueron pocos los que alcanzaron este grado académico.
Los Ph. D. propiamente tales de las primeras hornadas de Chicago boys son
Rolf Lüders, Ricardo Ffrench-Davis, Mario Corbo, Ernesto Fontaine, Dominique
Hachette, Álvaro Saieh y Sergio de Castro. Este último recién terminó de
doctorarse a mediados de los 70, cuando se desempeñaba como ministro de
Economía de Pinochet. El empresario Manuel Cruzat Infante hizo el master en
Chicago y obtuvo el doctorado {en Administración) en Harvard.

Hay opiniones plenamente coincidentes en tomo al alto nivel académico de la


Universidad de Chicago, no obstante las diferencias casi inevitables acerca del
enfoque ideológico impuesto, sobre todo, por Milton Friedman. Hasta los
críticos del neoliberalismo reconocen que esta corriente hizo- y ha hecho-
aportes a la teoría económica y que algunas de sus críticas al excesivo tamaño
del Estado, al comportamiento del aparato burocrático y a las numerosas
‘trabas' para el funcionamiento de los mercados, son ajustadas. Sin embargo,
"el carácter totalizante, la pretensión de cientificidad y de verdades absolutas,
en lo que comprende una fuerte carga ideológica, y el carácter extremista de
sus planteamientos y de su aplicación práctica, limita y restringe un aporte que,
expresado con prudencia· y mayor humildad, podría tener una influencia más
profunda y duradera en los distintos campos de las ciencias sociales"'.

Las Ideas neoliberales

La ideología neoliberal que se enseña en Chicago tiene una visión global del
mundo. Cree que los principios del neoliberalismo son susceptibles de aplicarse
a todos los ámbitos de la vida de un país. Para sus seguidores, la   economía
neoliberal puede ser tomada como una ciencia omnipotente. Para el economista
doctorado en Chicago, Roberto Zahler, un crítico de estas ideas, constituye un
error "identificar el neoliberalismo con la ciencia económica moderna y
viceversa".  También es equívoco creer que sólo los ex alumnos de la
Universidad de Chicago son neoliberales: en verdad, la influencia de esta
concepción traspasa las fronteras de esas aulas y se extiende en numerosas
escuelas de Economía, en los países desarrollados y del Tercer Mundo.

Esta corriente de pensamiento tuvo su origen en las ideas del escocés Adam
Smith (1723-1790), a quien los neoliberales reconocen como la fuente
inspiradora. Su principal obra, La riqueza de las naciones, un texto en cinco
volúmenes insoslayable para cualquier economista, apareció durante los albores
de la Revolución Industrial. Smith dio una articulación coherente a los tres
principios básicos del liberalismo económico: la libertad personal, la necesidad
de la propiedad privada (puesto que ésta permitiría el mejor uso de la riqueza)
y el papel del mercado. Aunque no rechazaba por completo la injerencia estatal
y el laissez-faire no era para él sinónimo de total falta de restricciones, Smith
postuló que la búsqueda de beneficio personal de un individuo permite una
promoción de los intereses sociales. Una "mano invisible", el mercado, que es el
escenario de la libre competencia, conduciendo al bienestar social, sostuvo el
escocés.

Dos siglos después, Friedman reverdeció y difundió estas ideas en Libres para
elegir, hacia un nuevo liberalismo económico, escrito en colaboración con su
esposa Rose Friedman. La obra, de fácil lectura y abundante en ejemplos, es un
texto al que hasta sus críticos reconocieron dotado de una admirable
"diafanidad y fuerza persuasiva", es una crítica a la intervención estatal y
gubernamental en los mercados y una defensa apasionada y lúcida de la libre
iniciativa individual. La influencia de éste y otros trabajos de Friedman ha sido
notoria en la "revolución neoconservadora" que tuvo lugar en los países
desarrollados en las décadas del setenta y ochenta.

Para Friedman, la base de la prosperidad es una combinación entre la libertad


de mercado y la libertad política. Sobre ambos factores, cree, se construyó el
bienestar de Estados Unidos y Gran Bretaña, los dos mayores exponentes del
capitalismo mundial desde el siglo XIX. Los principales problemas económicos
de estos países en los años 60 y 70 obedecieron, según él, justamente al
predominio de las políticas gubernamentales intervencionistas y reguladoras de
los mercados.

Las ideas motrices de Friedman son dejar al mercado actuando sin


restricciones, eliminando las trabas a la libre competencia. Se debe frenar tanto
el déficit fiscal, como el gasto público y la emisión de dinero, que son las causas
de la inflación crónica y, en consecuencia, el rol del Estado debe disminuir.

En síntesis, en materia económica el neoliberalismo postula la propiedad


privada individual, la reducción del tamaño e intervención del Estado, la
privatización y la descentralización de la actividad económica y social, y un rol
preponderante del mercado, libre de distorsiones e interferencias, en todas las
actividades humanas.

En lo social, a su vez, este modelo requiere de la atomización de las


organizaciones sociales, para impedir que la acción de los "grupos de presión"
sobre el Estado distorsione la acción del mercado. En el plano político, el
sistema debe cautelar que los "principios fundamentales antes reseñados y,
particularmente, el sistema, la estrategia de desarrollo y las políticas
económicas, se sostengan y funcionen con eficiencia, independientemente de
quién esté en el poder".
No ha sido sencillo para el neoliberalismo explicar la obvia contradicción entre
la necesidad de libertad económica y política que postula esta ideología, con la
experiencia chilena. En definitiva, según sus mentores, el régimen de fuerza en
Chile habría respondido a la necesidad de evitar la consumación del socialismo.

La falta de libertad política durante las transformaciones efectuadas en el


gobierno autoritario, habría permitido sentar las bases de la libertad económica,
como pilar de una ulterior libertad política, todo ello a costa de ahogar por
largos años las libertades personales y de eliminar por la fuerza a quienes
expresaron su disconformidad. 

Dos críticas globales se han planteado a la concepción política del


neoliberalismo autoritario en Chile. Por una parte, si los consumidores tienen
libertad para elegir qué comprar, ¿por qué no deberían haber tenido, al menos,
la misma libertad respecto a las alternativas políticas? La otra crítica global
ataca al supuesto carácter "técnico" que tendría la economía, según los Chicago
boys criollos. Esto queda refutado por los hechos y su praxis: En cada decisión
de política económica hay una valoración. Cuando los técnicos deciden entre
menos inflación y más  desempleo, más o menos empresas públicas, tal o cual
distribución del ingreso, no lo hacen en su calidad de "profesionales", sino que
en cuanto "hombres políticos".

La corriente neoliberal contemporánea ha contado entre sus principales


exponentes, además de Friedman, a Friedrich Hayek (Premio Nobel de
Economía 1974), James Buchanan, Gordon Tullock y Chiaki Nishlyama. En
Chile, el Centro de Estudios Públicos (CEP) fundado por un grupo de
empresarios altamente comprometidos con los Chicago boys, analiza  y 
promueve el pensamiento neoliberal desde 1981.

La relación con las fuerzas armadas

La versión chilena de los Chicago boys llevó las ideas neoliberales a todos los
planos de la vida. Donde les costó introducir sus ideas fue en el sector defensa
debido al celo con que Pinochet y los militares administraron las instituciones
castrenses. Algo lograron, en todo caso, con la incorporación del sector privado
a la producción de armamentos y con la apertura de los centros fabriles del
Ejército, la Armada, y la Fuerza Aérea a una creciente participación en el
mercado, ya sea a través de la producción de elementos bélicos para la
exportación, o bien por intermedio de la venta de sus bienes y servicios a
empresas chilenas.

Las Fábricas y Maestranzas del Ejército (Famae) comenzaron a producir con


mayor intensidad herramientas de albañilería, como palas, picos, carretillas y
martillos. Los Astilleros de la Armada (Asmar) iniciaron la construcción de
barcos pesqueros y la Empresa Nacional de Aeronáutica (Enaer), desarrolló
prototipos de aviones pequeños para la instrucción de vuelo. Estas tareas
proporcionaron fuentes adicionales de financiamiento a dichas instituciones y
estimularon el desarrollo tecnológico en la defensa nacional. ·

Ambos hechos motivaron un gran reconocimiento de las fuerzas armadas hacia


los Chicago boys, debido a que llegaron en un momento oportuno y muy
delicado: cuando el gobierno de Pinochet, a consecuencia del asesinato del ex
canciller socialista Orlando Letelier y de su secretaria Ronni Moffitt -el 21 de
septiembre de 1976 en Washington-, fue sancionado por Estados Unidos con el
embargo a la venta de armamentos y repuestos. Posteriormente, cuando el país
enfrentó las tensiones con Argentina, por el diferendo limítrofe austral en 1978,
y con Perú al año siguiente, por la conmemoración del centenario de la Guerra
del Pacífico, la industria bélica local estuvo en condiciones de responder a parte
importante de las necesidades defensivas.

Los Chicago boys no interfirieron ni cuestionaron el incremento del gasto en


defensa, originado en el aumento de los costos de personal y el mejoramiento
paulatino de las remuneraciones y de las pensiones a los uniformados.
Tampoco les importó mucho que las fuerzas armadas demandaran recursos
extraordinarios para ocultar tareas ajenas a su  función tradicional, el 
resguardo de la soberanía.  

Parte de este aumento presupuestario provino de la reforma a la ley reservada


13.196 (de 1958), mediante la cual Codelco-Chile tuvo que traspasar a las
fuerzas armadas el 10 por ciento de las ventas de cobre, y no el 10 por ciento
de las utilidades finales (después de impuestos). En 1988 esta ley fue sometida
a una nueva reforma para incorporar los subproductos (molibdeno, oro, plata,
ácido sulfúrico) al descuento por las ventas totales de Codelco-Chile.

En la mayor parte del régimen militar el gasto de las fuerzas armadas osciló
entre el 7 y el 10 por ciento del PGB. El salto más notable ocurrió
inmediatamente después del golpe de 1973: de un gasto estimado de 777
millones de dólares para ese año se subió a mil millones de dólares en 1974. En
plena crisis de 1982-1983 el gasto militar se empinaba sobre dos mil millones
de dólares.

El financiamiento de los servicios represivos, primero la Dirección de


Inteligencia Nacional (DINA) y luego la Central Nacional de Informaciones
(CNI), formaron parte de las reglas del juego para poner en práctica la Doctrina
de Seguridad Nacional. El presupuesto de la CNI ascendía a 14,3 millones de
dólares en 1984, cuando el país aún no salía de la aguda crisis económica de
1982-83. Hubo, en este aspecto, un pacto de no agresión entre los Chicago
boys y los altos mandos militares para no interferirse entre sí. De esta manera,
los discípulos de Harberger y Friedman pudieron experimentar los cambios en la
economía chilena sin riesgo de contrapeso político, y los militares procedieron a
ejercer tareas represivas sin fijarse en gastos.
Para los observadores y críticos del modelo neoliberal chileno resultó curioso
constatar la extraña convivencia entre un grupo de tecnócratas que predicaba
la más irrestricta libertad económica, con un conjunto de uniformados que
ahogaban sistemáticamente las libertades políticas. La experiencia de fusionar
los principios de una economía libre con las prácticas represivas de un régimen
de fuerza, provocó incluso la crítica de Milton Friedman quien con ocasión de la
crisis de 1982-83, sentenció que el régimen autoritario terminaría por asfixiar la
libertad económica.

De esta manera, Friedman se mostró proclive a acelerar una apertura política


en Chile. Después, los efectos de la crisis le darían la razón, cuando el régimen
de Pinochet tuvo que ceder espacios de libertad política.

Un período sin influencia

Las primeras generaciones de economistas becados en Chicago estuvieron en la


casi total hibernación política hasta después del golpe de 1973. Pasaron
alrededor de 15 años en claustros universitarios o en cargos irrelevantes, tanto
en el sector público como privado. Salvo contados casos, como el de Pablo
Baraona y Álvaro Bardón, que en tiempos de los gobiernos de Frei y Allende
salieron ocasionalmente a defender sus ideas en público (especialmente a
través de artículos de prensa), la mayoría de los Chicago ortodoxos optaron por
el anonimato. Incluso, colaboraron, pero discretamente, con la preparación del
programa económico del abanderado presidencial de la derecha Jorge
Alessandri, en 1970. Eran los mismos que participaban en el Centro de Estudios
Socioeconómicos (Cesec) que dirigía Emilio Sanfuentes y en el que participaban
activamente Sergio de Castro y Pablo Baraona. El Cesec funcionaba en una
estrecha oficina de calle Bandera, en Santiago, en los altos del restaurante "El
Rápido", desde donde salían informes económicos y trabajos de consultoría
para empresas privadas. .

En su fuero interno, los Chicago boys renegaban de la política y de los políticos.


Esperaban una oportunidad más propicia para actuar. Mientras tanto, pasaron
varias generaciones de estudiantes de Economía y Administración por las
universidades donde impartían docencia: la Universidad Católica y la
Universidad de Chile.

Los Chicago tampoco se trenzaron en la lucha ideológica librada en la década


del 60. Si bien sus postulados estuvieron francamente arrinconados por la
arremetida de las posiciones reformistas, estos economistas no hicieron nada
por contrarrestar la marea de cambios de la época. Dejaron que la derecha
tradicional siguiera sucumbiendo ante el avance de sus adversarios y ni siquiera
confiaron en el gremialismo de Jaime Guzmán. Sin más argumentos de fondo
que la búsqueda del término de la politización en sectores y actividades que
aparentemente ninguna relación tenían con la política·, al gremialismo de
Guzmán le faltaba entonces el eslabón económico que más tarde se lo
brindarían los Chicago boys. Finalmente, cuando Guzmán encontró el eslabón
perdido se lanzó a  la formación de  un partido político: la Unión Demócrata
Independiente (UDI), en que ambos sectores, Chicago boys y gremialistas, se
fusionarían.

Lo que estaba latente en el pensamiento de los Chicago boys y que después


pusieron en práctica bajo el régimen militar era lo siguiente: la liberalización de
los mercados; el fomento de la libre iniciativa privada; la reducción del tamaño
del Estado; la apertura de la economía al exterior; el término de la
discrecionalidad del gobierno en las decisiones económicas; la búsqueda
permanente de la eficiencia en todas las actividades económicas (públicas y
privadas) y el desafío de velar por los equilibrios macroeconómicos.

Preparativos para el poder

La doctrina de los Chicago boys se mantuvo intacta y hasta se reforzó en el


período de la Unidad Popular. Fue precisamente por oposición al gobierno de
Allende que ellos cerraron filas para plasmar sus ideas en un programa
económico alternativo con otros economistas, no necesariamente neoliberales.

Arnold Harberger.

Los egresados de Chicago comenzaron a aglutinarse a mediados de 1972, antes


del paro de octubre organizado por los empresarios contra la Unidad Popular.
La iniciativa de juntarse fue respaldada por los departamentos técnicos de los
partidos Democracia Cristiana y Nacional. Las personas claves eran Sergio
Undurraga y Emilio Sanfuentes, en el Partido Nacional, y Álvaro Bardón y
Andrés Sanfuentes, en la Democracia Cristiana. En las primeras reuniones
informales se llegó a un rápido diagnóstico sobre la gravedad de la situación
económica, a menos que Allende cambiara de rumbo. "En caso de que no lo
hiciera, cada día que pasara se hacía inminente la posibilidad de un golpe de
Estado".

Aunque está suficientemente probado que la derecha más radicalizada comenzó


a conspirar desde el mismo momento en que Salvador Allende triunfó en las
elecciones de septiembre de 1970, con una mayoría relativa del 36 por ciento,
lo que no está muy claro es el instante preciso en que los opositores a la
Unidad Popular tomaron la decisión de preparar un programa económico para
el eventual gobierno que surgiera después del golpe. No cabe duda, en todo
caso, que las iniciativas en este sentido eran abundantes. Una versión sostiene
que fue Roberto Kelly quien tomó la iniciativa de convocar a los economistas
opositores, en agosto de 1972.

Sin embargo, hay otra versión, la del ex presidente de la Sociedad de Fomento


Fabril (Sofofa), Orlando Sáenz, que difiere de la anterior tanto en la fecha como
en el modo en que se hizo la convocatoria. Mientras se asegura que fue Kelly
quien impulsó este programa alternativo a petición de un grupo de oficiales de
la Armada (entre los que se contaban José Toribio Merino, Patricio Carvajal y
Arturo Troncoso), Sáenz asegura que la iniciativa partió de su persona en
septiembre de 1971, tres meses después de haber asumido la presidencia de la
Sofofa:

-Invitamos a un conjunto de empresarios destacados a un seminario de dos


días en el hotel O'Higgins de Viña del Mar. Allí le propusimos a esta gente un
'plan de guerra' contra la Unidad Popular, porque ya se veía que la situación iba
de mal en peor. El resultado concreto de esta reunión fue la formación de tres
grupos de trabajo: uno de inteligencia, otro de medios de comunicación y uno
de asesoría técnica y estudios económicos. Este último comenzó a trabajar casi
de inmediato y al poco tiempo después echó las bases de lo que  sería el
programa económico alternativo.

El propio Sáenz se habría encargado de contratar al economista Sergio


Undurraga para que coordinara los trabajos. A Undurraga le pagaron un sueldo
con fondos de la Sofofa y lo instalaron con oficinas en los altos del cine
Continental, ubicado en el barrio cívico de Santiago. "Al primer gallo que tomó
Sergio Undurraga para que colaborara con él fue a Álvaro Bardón, quien
pertenecía al departamento técnico de la DC", ha contado Sáenz.

El equipo de trabajo creció y pronto tuvo 36 personas, entre las cuales se


contaban Sáenz, quien oficiaba como presidente; Sergio de Castro, Juan
Villarzú, Emilio y Andrés Sanfuentes, Jorge Cauas y Alberto Baltra.
Ocasionalmente pedían estudios especiales a terceros y ofrecían charlas a
dirigentes gremiales y políticos opositores a la Unidad Popular.

La primera etapa de actividad de este equipo consistió en recopilar información


económica y distribuirla entre los partidos de oposición. La segunda vino en
junio de 1973, cuando Sáenz tomó la iniciativa de convocar a los líderes
máximos de la oposición a una reunión para darle apoyo orgánico al programa
económico alternativo. La cita se efectuó en la casa de Sáenz y a ella asistieron
Eduardo Freí, Sergio Onofre Jarpa, Jaime Guzmán, Pablo Rodríguez Grez y Julio
Durán. En esa oportunidad "se tomó la decisión de poner en circulación
restringida los primeros informes del equipo de trabajo, con el propósito de que
éstos se filtraran hacia los altos mandos de las fuerzas armadas", relató Sáenz.

Cualquiera que haya sido el resultado de estos intentos, el hecho concreto fue
que el 11 de septiembre de 1973 sobrevino el golpe de Estado y el programa
económico alternativo no alcanzó a estar terminado. Pero existía un diagnóstico
de la crisis económica durante la UP y estaban las líneas gruesas de las políticas
necesarias para enfrentarla. Por eso, quizás, no hubo problemas para que
desde el primer día del régimen militar, sus autores se pusieran en campana
para presentarle el documento a los nuevos gobernantes.

Antes de que Orlando Sáenz fuera llamado por la Junta de Gobierno para
colaborar, el 15 de septiembre de 1973, alguien ya había hecho llegar al
almirante José Toribio Merino una copia del voluminoso documento económico.
Pudo haber sido cualquiera de sus principales redactores: Emilio Sanfuentes y
su hermano Andrés, Álvaro Bardón, Pablo Baraona, Sergio de Castro, Juan
Braun, Manuel Cruzat, Sergio Undurraga, Juan Villarzú o José Luis Zabala, la
mayoría de ellos ex alumnos de la Universidad de Chicago.

Diagnóstico y proposiciones

La introducción del documento que alcanzaron a preparar los economistas de


Chicago antes del golpe de Estado partía identificando a sus autores:

-Los miembros del grupo son economistas profesionales la mayoría de ellos son
o han sido profesores universitarios. Su experiencia pasada es muy variada, ya
que algunos están relacionados con la actividad privada, otros con la docencia y
la investigación, y muchos han ocupado posiciones técnicas en la
administración pública o empresas del Estado. Aunque algunos pertenecen a
partidos políticos, la mayoría es independiente, pero todos se ubican en el
sector democrático y no marxista del país. El diagnóstico no se restringió a
examinar la situación económica durante la Unidad Popular. Iba más allá con la
indudable finalidad de formular una crítica global al sistema económico
predominante desde varias décadas anteriores. Así lo expresaba: ·

- La actual situación se ha ido incubando desde largo tiempo y ha hecho crisis


sólo porque se han extremado las erradas políticas económicas bajo las cuales
ha funcionado nuestro país a partir de la crisis del año 1930. Dichas políticas
han inhibido el ritmo de desarrollo de nuestra economía, condenando a los
grupos más desvalidos de la población a un exiguo crecimiento de su nivel de
vida, ya que dicho crecimiento, al no poder ser alimentado  por una alta tasa
de  desarrollo debía, por fuerza   basarse en  una redistribución del ingreso que
encontraba las naturales resistencias de los grupos altos y medios.
La crítica global hablaba de una baja tasa de crecimiento, de estatismo
exagerado, de escaso empleo productivo, elevada inflación, atraso agrícola y de
la existencia de enormes bolsones de pobreza en el país.

El gran responsable de este atraso era, a juicio de los autores del programa, el
"estatismo asfixiante" en que habían caído casi todos los gobiernos anteriores,
incluido el del derechista Jorge Alessandri, entre 1958 y 1964. Por esta razón,
recomendaban urgentemente iniciar la descentralización de la economía. Pedían
también que este proceso se hiciera con un mínimo de coherencia, ya que en el
pasado “las políticas económicas que se aplicaron no tuvieron el éxito esperado
debido a la existencia de elementos contradictorios en ellas y/o a la ausencia de
una clara visión de conjunto, que relacionara los esfuerzos realizados en
distintas áreas y mantuviera ciertas políticas fundamentales cuyos resultados no
se logran en el corto plazo".

Una consecuencia inevitable del centralismo estatal, según estos economistas,


era el reforzamiento de la discrecionalidad del poder político para intervenir en
la economía. Lo que más criticaban los Chicago boys era el uso de esta
discrecionalidad para la fijación de precios, el otorgamiento de subsidios y el
control directo de los mercados. Esta intervención era fuente de graves
desequilibrios e injusticias, planteaban. El programa estaba diseñado con miras
al largo plazo, no obstante las medidas concretas que exponía para enfrentar la
coyuntura.

Los opositores a la Unidad Popular que tuvieron mayor lucidez y frialdad para
buscar y proponer una respuesta ideológica integral fueron los Chicago boys.
Bien o mal, la Unidad Popular en Chile estaba intentando una transformación
socialista por la vía democrática y, ante la magnitud de esos cambios, la
respuesta más articulada era la de los neoliberales. Ellos entendían que una vez
ocurrido el golpe de Estado no bastaba con normalizar la economía para que el
país retomara su marcha por el mismo camino que antecedió a la Unidad
Popular.

Los Chicago boys creían firmemente en la posibilidad de emprender cambios


radicales en las estructuras económicas para afirmar el sistema capitalista. Por
eso se dieron a la tarea de elaborar un proyecto global, el cual coincidió con la
toma del poder por parte de un régimen de fuerza, cuyo máximo exponente, el
general Augusto Pinochet, hizo suyas -mientras pudo dos sentencias que en su
fuero interno compartían los Chicago boys: que el régimen militar tenía metas
pero no plazos, y que el modelo económico neoliberal era un viaje sin retomo.

El equipo de la inserción

Por la poca gravitación que tenían al momento del golpe, los Chicago boys no
llegaron por la puerta ancha al gobierno militar. Por otra parte, el celo
profesional característico de los uniformados llevó a la Junta de Gobierno a
designar sólo a hombres de plena confianza en el equipo económico. Primero
estaba la lealtad y sólo después la idoneidad para desempeñar los cargos. De
allí que los Chicago boys sólo fueron convocados a cargos menores en los
primeros días después del 11 de septiembre de 1973. Así pasaron algún
tiempo, como asesores y técnicos dependientes del mando militar, antes de
tener poder de decisión.

El primer equipo económico del régimen militar, al 10 de octubre de 1973, un


día antes de que Femando Léniz asumiera el Ministerio de Economía, era el
siguiente: Economía, general Rolando González; Hacienda, contraalmirante
Lorenzo Gotuzzo; Obras Públicas, general de brigada aérea Sergio Gutiérrez;
Agricultura, general de aviación Sergio Crespo; Trabajo, general de carabineros
Mario Mackay; Minería, general de carabineros Arturo Yovane; Vivienda,
general Arturo Viveros y Odeplan, Roberto Kelly.

En ese momento los Chicago boys cumplían funciones secundarias. De Castro


asesoraba al ministro de Economía; Juan Villarzú asumió como director de
Presupuestos; José Luis Zabala reemplazó al economista Jorge Marshall en el
Departamento de Estudios del Banco Central. A cargo de este organismo estaba
el general Eduardo Cano. Andrés Sanfuentes fue asesor en el Banco Central y
en la Dirección de Presupuestos, simultáneamente. Pablo Baraona lo hizo en el
Ministerio de Agricultura; Carlos Massad era asesor y Álvaro Bardón pasó
fugazmente como asesor de la Corporación de Fomento de la Producción
(Corfo), manteniéndose como Director del Departamento de Economía de la
Universidad de Chile hasta 1975.

Jorge Cauas Lama se convirtió en un Chicago boy por adopción cuando fue
llamado a hacerse cargo de la vicepresidencia del Banco Central, en abril de
1974. Cauas no estudió en la Universidad de Chicago. Era ingeniero civil con un
máster en Economía otorgado por la Universidad de Columbia.

Mientras tanto, en Odeplan el ministro Roberto Kelly se preocupaba de llamar a


técnicos jóvenes para las tareas de estudio y planificación que entonces cumplía
esa cartera. Fue Kelly quien llevó a Miguel Kast, un Chicago boy brillante, que
hasta el momento de su muerte prematura, el 18 de septiembre de 1983,
ejerció un liderazgo natural entre los nuevos cuadros de economistas que
llegaban al gobierno. Fue Kast quien se preocupó de formar el semillero de
nuevos Chicago boys, para lo cual hizo aprobar un programa especial de becas 
-financiado por Odeplan a través del cual se enviaría un total de cien
estudiantes chilenos a las aulas de Friedman.

-Con este equipo será difícil que el país retorne al socialismo-, comentó en
cierta oportunidad Miguel Kast.

A través de Odeplan llegaron a desempeñar diferentes funciones en el


gobierno, entre otros, los siguientes Chicago boys: Ernesto Silva, Juan Carlos
Méndez, Arsenio Molina, María Teresa Infante, Sergio de la Cuadra, Álvaro
Donoso, Martín Costabal, Julio Dittborn, Cristián Larroulet, Ricardo Silva, Jorge
Selume, Joaquín Lavín y Álvaro Vial. También pasó por Odeplan Hernán Büchi,
el cual no era formado en Chicago.

Durante los dos primeros años de régimen militar, el mejor divulgador de las
ideas de los Chicago boys fue el ministro Kelly, quien los conocía desde mucho
antes del golpe de 1973. Ya con las primeras avanzadas en puestos menores,
Kelly y los discípulos de Friedman y Harberger iniciaron una soterrada lucha por
la toma de posiciones más importantes. El objetivo era doble: por un lado
tenían que esforzarse para demostrar mayor capacidad que los uniformados y,
por otro, estaban obligados a comprobar que los viejos técnicos en los cuales
confiaron inicialmente los militares estaban equivocados. Los desastrosos
resultados económicos de 1974 fueron la carta acusatoria que usaron los
Chicago boys contra los primeros civiles en el equipo económico de gobierno.

En la sorda lucha interna los golpes bajos fueron para el contraalmirante


Gotuzzo, el ministro de Economía Femando Léniz y el ingeniero Raúl Sáez. A
este último lo habían designado ministro de Coordinación Económica. Léniz y
Sáez eran para los Chicago boys los obstáculos más fuertes, porque estaban
altamente prestigiados entre los altos mandos de las fuerzas armadas y porque
exhibían un destacado currículum, gremial el primero y profesional el segundo.

Raúl Sáez, en realidad, nunca coordinó nada en el equipo económico, a pesar


de que supuestamente esa era su función. Nunca tuvo oficina ministerial ni
tampoco gabinete asesor. Trabajó arduamente asesorando en distintos niveles,
desde la Junta de Gobierno hasta los ministerios. El daba la última palabra en
las decisiones claves. Pero esto sólo duró hasta principios de 1975, cuando los
Chicago boys prepararon, sin su conocimiento, el tratamiento de shock que
aplicó el ministro Cauas a partir de abril de ese año.

Los Chicago boys no sólo no dieron a conocer previamente a Sáez el contenido


del plan, sino que, además, éste casi no tuvo oportunidad de oponerse. Apenas
Cauas anunció oficialmente el plan, Raúl Sáez presentó su renuncia indeclinable
al gobierno.

De allí para adelante, los Chicago boys quedaron con el campo abierto. Podían
actuar sin contrapeso interno para llevar a la práctica los cambios estructurales,
cuyo esbozo pertenecía al programa global que elaboraron antes del 11 de
septiembre de 1973.

Era otro, sin duda, el estilo que también hubiesen querido aplicar los
economistas de la Democracia Cristiana (DC) que, sin renunciar a su partido,
colaboraron en el primer año del régimen militar. Concordando con la meta
estratégica de orientar la economía chilena hacia una mayor liberalización, los
demócrata cristianos de filas esperaban aplicar los cambios con gradualidad,
mayor participación y especial cuidado de no provocar los traumas sociales tan
grandes como los que finalmente causaron los Chicago boys. De hecho, los
demócrata cristianos se desembarcaron casi por completo con la iniciación del
"tratamiento de shock" de Cauas. Dos economistas que siguieron integrando el
equipo económico de la DC, Andrés Sanfuentes, ex funcionario del Banco
Central, y Juan Villarzú, ex Director de Presupuestos, meses después se
retiraron desencantados de sus tareas en el gobierno militar. El reemplazante
de Villarzú en Presupuestos, Juan Carlos Méndez, fue quien ejecutó la triste
misión de despedir a 96.000 funcionarios públicos en un año como parte de la
jibarización contemplada en el plan Cauas.

Pocos democratacristianos siguieron colaborando con el régimen de las fuerzas


armadas y no tardaron en dejar de militar en su partido. Entre las excepciones
se contaron- el propio Cauas, Álvaro Bardón, quien hasta los últimos días del
régimen se seguía considerando DC, y José Piñera Echenique, el cual ingresó al
equipo económico en 1979. En tareas aledañas a la gestión económica oficial
permanecieron los abogados William Thayer y Juan de Dios Carmona.

La salida de los demócrata cristianos del gobierno y la derrota de quienes,


como el ministro de Coordinación Económica Raúl Sáez, querían reformas
suaves, permitió a los Chicago boys culminar su tarea.

(*) -Manuel Délano es periodista de la U. de Chile, magíster en Comunicación


Estratégica UAI y diplomado en Aprendizaje y Enseñanza en Educación
Superior, fue corresponsal en Chile del diario El País de España, editor de
Economía en revista HOY, editor general del diario La Nación, consultor de
organismos internacionales y es autor y editor de libros, artículos y estudios y
docente universitario.

(*)-Hugo Traslaviña es periodista especializado en economía. Titulado en la


Universidad Católica del Norte y Magíster en Gestión Empresarial, de la
Universidad Técnica Federico Santa María. Se ha desempeñado como reportero
y editor en revistas y diarios y en la agencia internacional Reuters. Es profesor
en la Universidad Central y miembro del directorio de la Asociación
Interamericana de Periodistas de Economía y Finanzas, Capítulo Chileno (AIPEF
Chile). También es autor del libro "Inverlink, la ruta de una estafa" (Editorial
Planeta 2003) y "Llegar y llevar, el caso La Polar'' (Ediciones Mandrágora,
2013).
Serie: historia de los Chicago Boys (cap 2)

La primera recesión bajo Pinochet: el shock aplicado por Jorge


Cauas en 1975
Manuel Délano Hugo Traslaviña (*) 03/07/2021 - 06:00

Jorge Cauas

El plan que aplicó el ex asesor económico del presidente Eduardo Frei Montalva, provocó
una de las mayores cesantías en la historia del país y desplomó sectores tan relevantes
como la industria y la construcción.

Los Chicago boys, que habían sido un minúsculo grupo sin mayor influencia
sobre los empresarios y con poca relevancia política en los años sesenta, no
desaprovecharon la oportunidad que tuvieron en 1975. Un año y medio
después del golpe militar de 1973, una severa crisis externa se cernía sobre la
economía chilena. La inflación de 1974, de un 375,9 por ciento, era una luz roja
alertando sobre la inminencia de una crisis mayor. Mientras tanto, el alza de los
precios internacionales del petróleo, combinada con una caída del precio del
cobre, complicaba las cuentas externas.

La situación estimulaba las discrepancias entre los discípulos de Milton


Friedman y Arnold Harberger con los partidarios de modificaciones más
graduales cuya figura más visible era el ministro de Coordinación Económica,
Raúl Sáez. Cada sector procuraba ganarse por su lado la voluntad de los
militares hacia sus respectivas tesis. Un clima de anarquía envolvía al equipo
económico del general Augusto Pinochet.

A Roberto Kelly, el ministro de la Oficina de Planificación Nacional (Odeplan) en


1975, sus asesores le advirtieron entonces que "están al rojo todos los
indicadores". Los diagnósticos de los técnicos de Odeplan eran críticos:
Roberto Kelly a la izquierda cuando aún estaba en la Armada.

- La situación es de una gravedad inminente; no hay tiempo que perder; se


prevé para 1975 en curso una inflación cercana a la de 1973 (que fue de 508,1
por ciento según el Instituto Nacional de Estadísticas, INE); la inversión pública
se ha desbordado en 1974; empezando el año, el Banco Central tiene ya
emitido todo lo que razonablemente se esperaba que librara en los doce meses
de 1975. O alguien manda en la política económica y sanea a fondo la
situación, o esto se va a la ruina, decía un informe.

La percepción de inminente colapso entre los funcionarios de la dictadura no


era motivada por la situación política, de hecho férreamente controlada por el
gran despliegue militar, sino por los problemas económicos.

Los sectores sociales estaban debilitados y, con la excepción de algunos


empresarios, no tenían posibilidades reales de influir en los diseños estratégicos
del régimen.

Los grandes empresarios dieron entre 1973 y 1975 los primeros pasos para la
reconstitución de su poder como sector social. Comenzaron a recuperar la
propiedad de las industrias productivas y de servicios que estaban en manos
del Estado. Asumieron tareas en el gobierno a través de sus dirigentes. 

Cuando los militares tomaron el poder, la Corporación de Fomento de la


Producción (Corfo) tenía el control de 507 empresas, la banca estaba
nacionalizada en su totalidad y había 4.490 predios expropiados, que
comprendían 6,5 millones de hectáreas. Estas tierras equivalían al 74 por ciento
de la superficie disponible para la agricultura entre la Quinta y Décima regiones.

Las primeras medidas económicas del régimen concitaron el apoyo generalizado


de los empresarios. Estos todavía no tenían necesidad de plantear críticamente
sus reivindicaciones, como más tarde lo hicieron. Por lo demás, se encontraban
debilitados para hacerlo, debido al costo sufrido durante el gobierno anterior, y
a la enorme capacidad disuasiva del poder militar. Mayoritariamente veían en el
gobierno militar a un representante de sus intereses sociales.

Aunque la Unidad Popular aspiró a un área de propiedad social y mixta


integrada por 90 empresas industriales, la lucha política sobrepasó con creces
ese objetivo. Durante el gobierno de Salvador Allende, los empresarios
virtualmente perdieron el control de la mayoría de los medios de producción
significativos. Entre 1970 y 1973, los trabajadores, valiéndose del clima de
confrontación imperante, ocuparon industrias y fundos en la lucha por el poder
político antes que por cumplimiento del programa de gobierno. La reacción de
amplios sectores de asalariados, por ejemplo, frente al paro empresarial de
octubre de 1972 y a la fracasada asonada golpista de la ultraderecha y sectores
del Ejército en junio de 1973, fue ocupar centenares de industrias. La mayoría
de los sindicatos, cordones industriales y comandos comunales, controlados por
los partidos de la izquierda, visualizaron en los medios de producción a centros
de poder, desde los cuales defender sus intereses. Pocos vieron en los centros
fabriles a meras unidades productivas.

Las capas medias aplaudieron o asistieron impotentes al golpe militar de 1973.


Tendrían que soportar todavía el rigor de dos recesiones durante el gobierno de
Pinochet antes de articular una crítica económica y política al modelo de los
Chicago boys, en defensa de sus intereses sectoriales.

Los trabajadores, entonces debilitados numérica y anímicamente, también


reaccionaron con tardanza frente al acoso del régimen y a la sucesión de
medidas que destruyeron su capacidad negociadora con los empresarios. Sólo
en 1978 comenzaron las primeras movilizaciones de trabajadores contra el
régimen que tuvieron un cierto eco nacional, en forma coincidente con la
intensificación de la presión del sindicalismo internacional.

“En la minería, banca y agricultura las metas de la Unidad Popular estaban casi
cumplidas en 1971. Después del paro patronal de octubre de 1972, el gobierno
de Allende quedó con el control de 65 nuevas empresas. Algo análogo ocurrió
luego del fallido alzamiento militar del 29 de junio de 1973, cuando  los
trabajadores ocuparon cientos de empresas en todo Chile, de las cuales 100
siguieron bajo el control obrero”, señaló Sergio Bitar en 1979.

La sangrienta represión de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), había


empujado a los militantes de la izquierda a un trabajo de mera reorganización
clandestina de sus partidos. La presión y el aislamiento externo del régimen -si
bien intensos- no redujeron significativamente la capacidad de maniobra interna
del gobierno. La amenaza de boicot internacional al comercio exterior no se
había concretado, en alguna medida por la oposición de aquel movimiento
sindical chileno que podía actuar en la legalidad vigente. Los dirigentes de este
movimiento habían sido opositores en el gobierno anterior y estaban liderados
por el ex demócrata cristiano Eduardo Ríos.
Las dictaduras de Uruguay, Brasil, Bolivia, Paraguay y el gobierno de María
Estela Martínez de Perón en Argentina disminuían en 1975 la soledad de la
Junta Militar dentro de Latinoamérica. Fuera de la región, el gobierno sólo tenía
al régimen racista de Sudáfrica, a Israel y Corea del Sur entre sus aliados más
seguros. La escena social y política chilena estaba marcada entonces por una
hegemonía militar incontrarrestable. Era un cuadro propicio para que los
Chicago boys, con aspiraciones mesiánicas y un proyecto de largo plazo
destinado a cambiar radicalmente las estructuras del país, tomaran posiciones
dentro del gobierno.

La victoria de los Chicago boys

Los neoliberales advirtieron en la intervención militar, con más visión que sus
ocasionales aliados del centro político, la posibilidad de transformar los
cimientos de la sociedad chilena. Aspiraban a concretar un proyecto fundacional
destinado a conseguir estabilidad y garantías de permanencia del sistema
capitalista, sustentado fuertemente en el sector financiero y en una nueva
inserción en la economía internacional. El período de maduración de este
proyecto requería de un gobierno prolongado, que controlara los atisbos de
malestar social.

En cambio, para erigir nuevamente el antiguo modelo industrial, en teoría,


habría bastado una economía en orden. El modelo capitalista tradicional
resolvía sus conflictos sociales y políticos en el marco de un sistema
democrático e impulsaba al sector industrial con una elevada protección frente
a la competencia externa. La ventaja de retornar -a mediados de la década de
los setenta- a una economía relativamente cerrada al exterior habría sido la
anulación de los costos sociales que traían consigo las reformas de los Chicago
boys. De hecho, en las discusiones que hubo en esos años entre los asesores
económicos de la Junta Militar, los menos ortodoxos expusieron en reiteradas
ocasiones el argumento de que el costo social haría insostenible las
modificaciones impulsadas por estos economistas.

Aunque la preocupación por los efectos sociales resulta ahora un tanto


extemporánea -a la luz de los controvertidos resultados del modelo neoliberal-
la duda permeó entonces hasta los sectores castrenses.

Sin embargo, el modelo que había posibilitado el lento desarrollo de la


economía chilena en las décadas anteriores parecía agotado a comienzos de los
años setenta. Los consensos sociales que permitieron un incipiente capitalismo
industrial se habían roto. El saldo no era muy alentador, con un reducido
mercado interno, bajas tasas de crecimiento, un Estado omnipotente y una
fuerte concentración urbana que ahogaba las iniciativas de desarrollo
equilibrado del país. Las causas primordial  es que antecedieron al
fundamentalismo económico de los Chicago boys fueron la intensidad de la
lucha política y la polarización ideológica durante la Unidad Popular.
Una de las lecciones más relevantes que aprendieron los empresarios -y en
particular los grupos económicos-, durante los años de régimen militar, ha sido
la de abjurar de los principios del modelo industrializador, determinante en
Chile durante décadas. Ese modelo se caracterizaba por sacrificar
obligadamente parte de su crecimiento ante la exigencia social de una mejor
distribución de los beneficios. Se pretendía con ello atenuar los conflictos
sociales y dar estabilidad política. Esta forma de desarrollo entró en total
contraposición con la economía· de acumulación excluyente y concentradora
puesta en vigor por los Chicago boys.

La reticencia de los grandes empresarios para buscar amplios acuerdos sociales


con los sindicatos se origina no sólo en la desconfianza hacia el sistema
democrático, sino también en el recelo ante el esquema capitalista conocido en
Chile hasta 1970. El primer periodo del gobierno militar estuvo económicamente
orientado por la lucha contra la inflación, el déficit fiscal y el restablecimiento de
los equilibrios básicos. La etapa dejó a la vista a dos escuelas adversarias. Las
disputas de los Chicago boys con los partidarios de las reformas graduales
tenían como fin dirimir el modelo que predominaría en el futuro, entre dos
estilos de capitalismo: uno de ellos probado, pero agotado, y otro
supuestamente más moderno.

Aunque la corriente gradualista5 compartió el objetivo de asignar un mayor


papel al mercado, abrir la economía a la inversión extranjera y librar la lucha
contra la inflación, discrepó del sesgo concentrador de las políticas iniciales del
régimen y de la radicalidad de las medidas. Los gradualistas atribuían al Estado
un papel más preponderante. Después de todo, el principal portavoz de esta
corriente, Raúl Sáez, un ingeniero que se desempeñó como ministro del
Presidente Eduardo Freí, fue uno de los constructores de la Corfo y promotor de
la industrialización chilena a través de las empresas públicas. Pero Sáez, pese a
haber sido uno de los siete "sabios" de la Alianza para el Progreso, no tenía un
equipo de trabajo de su confianza y una promoción de economistas detrás
suyo, como los Chicago boys. Entre quienes lo asesoraron en algún momento
estuvieron los economistas Jorge Cauas y Carlos Massad, ex funcionarios de
organismos internacionales.
Raúl Sáez en la portada de la revista HOY.

La Democracia Cristiana  que  inicialmente apoyó al gobierno militar, se


encontraba en ese momento en una rápida transición hacia conductas
opositoras. Esto cercenó su capacidad de incidir en las fricciones. Lo decisivo en
esta lucha por la hegemonía dentro del régimen era quién lograba influenciar a
las fuerzas armadas hacia sus posiciones.

Fue el Ejército, y especialmente Pinochet, quien arbitró la pugna en favor del


capitalismo "salvaje y autoritario", como lo han denominado los economistas y
cientistas sociales críticos, para diferenciarlo enfáticamente del capitalismo
tradicional. A Pinochet lo sedujo la simplicidad del funcionamiento del modelo
que se le propuso, la determinación y claridad expositiva de los Chicago boys y
la coincidencia "de su aspiración personal a una prolongada permanencia en el
poder con la necesidad de un período extenso que requería el experimento
neoliberal para implantarse en Chile. También lo atrajo la convicción de que
para evitar un retorno de “la amenaza marxista" era necesario transformar
radicalmente a la sociedad. Pero, fundamentalmente, lo cautivó la solución a la
crisis externa, de falta de divisas, y a la inflación que en ese momento
ofrecieron los economistas ortodoxos.

Sin el apoyo de Pinochet, difícilmente las reformas se habrían consolidado,


tomando en cuenta las resistencias que éstas provocaron. La oposición al
modelo fue notoria en la Fuerza Aérea, en particular en el general Gustavo
Leigh, y también en los sectores empresariales afectados. Desde 1975 en
adelante el modelo de los Chicago boys pasó a ser el complemento del
autoritarismo, en una nítida simbiosis. El predominio de Pinochet en los
uniformados, incuestionable durante muchos años, no sólo se explica por la
tradición prusiana, la verticalidad del mando y el mayor peso específico del
Ejército, sino también por su prestigio dentro de los altos mandos por haber
sido el impulsor de los cambios económicos. Ningún juicio futuro sobre Pinochet
podrá eludir que condujo a militares nacionalistas hacia políticas ultraliberales.
-Este es un viaje sin retomo del modelo económico-.declaró Pinochet años
después6

En otra entrevista, Pinochet agradeció "al destino la oportunidad que me dio de


entender con mayor claridad a la economía libre o libera".

El general Pinochet se emocionó hasta las lágrimas en octubre de 1989 cuando


el Chicago boy Joaquín Lavín, candidato a diputado por la derecha, le manifestó
que sin su impulso las transformaciones económicas no se hubieran realizado.
"El verdadero autor de la revolución silenciosa, el verdadero autor de la
sociedad emergente, el verdadero autor, Presidente, es usted", dijo Lavín a
Pinochet.

La controversia dentro de la dictadura y sus partidarios sobre el modelo


económico y sus efectos nunca se apagó por completo. Sus brasas resurgieron
después, en la crisis de 1983 y, nuevamente, en el momento final del-régimen,
en 1989, con otros protagonistas. El debate que hubo entre el proyecto
neoliberal de la Unión Demócrata Independiente (UDI) y el más heterodoxo de
Renovación Nacional, para lograr consenso en la derecha en torno al candidato
presidencial Hernán Büchi, fue otro capítulo más de esta pugna.

La inconsistencia manifiesta que hubo entre algunas de las promesas


electorales del programa de gobierno de Büchi con las políticas que el candidato
aplicó siendo ministro fue un precio que asumieron los Chicago boys. Esto, en
aras del acuerdo entre los mayores partidos de la derecha en torno a la
elección presidencial. Como candidato, Büchi prometió lo que nunca hizo como
funcionario del régimen: mejores salarios; reequipamiento y modernización de
hospitales; aumento de pensiones bajas; incorporación de una gama amplia de
cláusulas de reajuste en los nuevos créditos hipotecarios, de modo que la
Unidad de Fomento (UF) no fuera el único mecanismo de cobro de los
dividendos habitacionales; y un papel activo del Estado en la educación.

"Tratamiento de shock''

La paternidad del Programa de Recuperación Económica, más conocido como el


"tratamiento de shock" desde que fue anunciado por cadena nacional de radio y
televisión, el 24 de abril de 1975-corresponde al ministro de Hacienda Jorge
Cauas. Él fue un demócrata cristiano que alcanzó la vicepresidencia del Banco
Central durante el gobierno de Frei y ex funcionario del Banco Mundial.
Después de su paso por el gabinete de Pinochet, Cauas fue presidente del
Banco de Santiago, en representación del grupo económico de Manuel Cruzat y
Femando Larraín. El drástico plan que aplicó en 1975 provocó la salida de su
cargo del más prominente gradualista dentro del régimen, el ministro de
Coordinación Económica Raúl Sáez, y la renuncia al gobierno de los demócratas
cristianos que ocupaban cargos económicos. Sáez se opuso al plan y, además,
no fue consultado por Cauas para diseñarlo.
El objetivo de Cauas, que contó con el vehemente apoyo de Sergio de Castro,
iba más allá de un mero ajuste traumático de la economía a las restricciones
externas. El propio Milton Friedman recomendó aplicar políticas enérgicas en
esa época:

-No creo que para Chile una política de gradualismo tenga sentido. Temo que el
paciente pueda llegar a morirse antes que el tratamiento surta efecto (...) Creo
que Chile puede ganar mucho si examina los ejemplos relacionados con el
tratamiento de shock para el problema de la inflación y la desorganización.

-El plan de Cauas adaptó la economía a las nuevas condiciones generadas por
la recesión internacional. Cada medida que tomó fue, además, contribuyendo a
sentar las premisas para el nuevo capitalismo. De paso, señaló también el
momento histórico en que Pinochet se entregó con convicción a las ideas
neoliberales para sortear la crisis.

El Programa de Recuperación Económica consistió en una recesión dirigida


desde el gobierno. La reducción del déficit del sector público fue dramática. Los
gastos totales del fisco y de las empresas estatales cayeron hasta el 27 por
ciento en 1975 y la in versión pública disminuyó a la mitad. Los despidos de
personal fueron masivos. Entre 1973 y 1978, uno de cada cuatro trabajadores
del sector público se quedó sin empleo.

Para financiar en parte el gasto, los Chicago boys aumentaron en diez por
ciento el impuesto a la renta, impusieron sobretasas arancelarias a la
importación de artículos de consumo suntuario, eliminaron las exencione al
Impuesto al Valor Agregado (IVA) y alzaron las tarifas de los servicios públicos.

En forma paralela, aceleraron la privatización  de las empresas en manos del


Estado, proceso que incluyó el traspaso de la banca en ventajosas condiciones
a los grupos económicos. La tasa de interés que los bancos podían cobrar a
-sus clientes fue liberada, después que éstos pasaron a manos privadas. La
desregulación del sistema financiero pretendió crear un mercado de capitales
sin injerencia estatal.

Los Chicago boys incrementaron la velocidad de la apertura al exterior con


nuevas rebajas en los aranceles aduaneros, llegando en 1975 a una tasa
promedio de 44 por ciento. De la protección excesiva a la actividad nacional
imperante en 1973, con una tasa promedio de 94 por ciento, el plan de Cauas
se propuso llegar en 1978 a un arancel de entre diez y 35 por ciento. Sin
embargo, este objetivo se alcanzó a mediados de 1977, de forma anticipada a
lo previsto.

Los efectos del "tratamiento de shock" fueron traumáticos: disminuyó


levemente la inflación respecto del año anterior, llegando ésta a 340,7 por
ciento; cayó violentamente el Producto Geográfico Bruto (PGB), bajaron los
salarios y aumentó el desempleo.

Los sectores más perjudicados fueron los llamados no transables, es decir, los
que se venden en el mercado interno -por ejemplo la construcción-, debido a la
disminución de la demanda. El desempleo, que en 1973abarcó a cuatro de cada
100 trabajadores, más que se cuadruplicó, llegando a incluir en 1975 a 19 de
cada 100 trabajadores. Esto fue una consecuencia de la reducción del tamaño
del sector público y de los despidos masivos de personal en numerosas
empresas, en especial del rubro industrial y de la construcción.

La profunda depresión inducida por el equipo de los Chicago boys sólo pudo ser
posible bajo un régimen dictatorial y en medio de una aguda atomización social
y pérdida de influencia por parte de los sindicatos. Así, la primera recesión no
provocó las olas de descontento organizado que motivó la posterior crisis de
1982-1983.

Durante la recesión de 1975 los partidos, sindicatos y pobladores no tenían una


capacidad colectiva de respuesta. La represión directa explica en parte este
hecho: entre 1975 y 1976 la DINA y otros aparatos de seguridad del régimen
detuvieron a 299 personas, muchas de las cuales hasta hoy continúan
desaparecidas.

Pero además, el régimen influyó de manera casi incontrarrestable en la opinión


pública, en un marco de control total de la prensa y de los medios de
comunicación. Los Chicago boys atribuyeron los-efectos sociales y económicos
de las transformaciones emprendidas a la desorganización económica del
gobierno de la Unidad Popular y a las consecuencias de la recesión
internacional.

El aumento del desempleo

Ante la magnitud de las tasas de desocupación, el gobierno creó el Programa


de Empleo Mínimo (PEM), que comenzó a operar en marzo de 1975, con un
ingreso de 86,4 pesos por persona. Es decir, casi la mitad del salario mínimo
vigente en esa época. Desde 1975 y hasta 1987 el desempleo triplicó al
histórico de Chile, y el período promedio de cesantía de un trabajador subió de
tres meses hasta más de un año.

La tesis frecuentemente expuesta por los ortodoxos de que los aumentos de


salarios reales o su resistencia a la baja conspiran contra el aumento del
empleo, fue impugnada por los opositores. El economista Patricio Meller afirmó:

-Durante todo el período 1974-83 el salario real tuvo un nivel inferior al del año
1970, entonces, ¿cómo puede un salario real menor generar una tasa de
desocupación sustancialmente mayor?
Gran parte del problema del desempleo se debió, sin duda, a la profundidad de
la recesión y a la caída de la inversión. Ambos factores frenaron el incremento
de las fuentes de trabajo. Pero la desocupación persistió elevada aún durante el
período del "milagro" económico, entre 1979 y 1981. Fueron los drásticos
cambios en la economía chilena, particularmente la apertura a las
importaciones, los que provocaron una fuerte declinación de la actividad y, por
consiguiente, elevaron la desocupación. El "ejército de cesantes" fue una de las
secuelas más dramáticas de las transformaciones estructurales.

Desde otro punto de vista, además de los factores económicos, ocurrió lo que
algunos partidarios del régimen militar han llamado el temor a contratar
trabajadores por parte de los empresarios:

-Las tomas de empresas, la reforma agraria, la acción sindical de corte


revolucionario y la exagerada e ineficiente protección legal al trabajador con
empleo, enseñaron al hombre de empresa que es preferible cualquier
alternativa antes que la de tomar una persona más. Esta herencia de las
pasadas décadas ha explicado y explicará por muchos años más varios puntos
de desempleo.

El desempleo fue también· una forma solapada de represión y aplastamiento de


los sectores populares. El temor a la pérdida del trabajo llegó a ser durante el
régimen militar un poderoso acicate para la inacción, tanto o más evidente que
la coacción directa. El trabajo comenzó a ser un privilegio y, como tal, era
necesario preservarlo.

La elevada desocupación en la crisis de1975 implicó también un incremento del


empleo informal, expresado desde los cuidadores de autos hasta los
vendedores callejeros en las principales ciudades del país. Si en 1970 de cada
cien trabajadores activos 18 estaban en el sector informal, en 1982 la
proporción era 27 de cada 100 personas. Al mismo tiempo, el empleo informal
que en los años sesenta aumentó a razón de 0,4 por ciento anual, en la década
siguiente su tasa de incremento subió quince veces, llegando a un promedio de
seis por ciento anual, de acuerdo con cifras del Programa de Economía del
Trabajo (PET).

El testimonio de Raúl, un obrero del PEM, permite entender a cabalidad el daño


provocado en cientos de miles de chilenos por la recesión inducida:

-Lo peor del Mínimo no era la paga, que aunque poca, algo servía para sacar de
una necesidad. Lo peor era la humillación. La humillación total como obrero. Si
una vez estuve limpiando alcantarillas con la mierda hasta el cuello por 770
pesos mensuales. Como obrero de la construcción jamás habría andado en esto
(...) La otra cosa es que en el Mínimo no se podía abrir mucho la boca
tampoco. Si uno llegaba a reclamar sus derechos como trabajador, hasta luego
no más y ahí no más quedamos.
Diez meses después de la creación del PEM, 126 mil personas se
desempeñaban en este programa. La cifra era menos de un tercio de los que se
acogieron al PEM en la crisis de 1983, lo cual indica también la magnitud
comparada de ambas recesiones, desde el punto de vista del empleo. Si al
número de adscritos al PEM en diciembre de 1975 se agregan los desocupados
que hubo en promedio durante ese mismo año, los primordialmente afectados
por la primera recesión fueron 591 mil personas, de acuerdo con estadísticas
del Banco Central.

El PEM y el POJH en Chile.

Tomando en cuenta los grupos familiares de los desempleados y considerando


que una gran mayoría de los desocupados eran jefes de hogar, el número de
perjudicados directos por la crisis de 1975 fue cercano a dos millones de
personas. Es decir, casi un quinto de la población chilena.

Las heridas de la crisis fueron, sin embargo, más profundas.

La caída del poder adquisitivo de los sueldos y salarios en 1975 fue la más
pronunciada durante los 16años de gobierno militar. Tomando en consideración
un índice de 100 para 1970, en 1975 el poder adquisitivo de las
remuneraciones fue de 62,9. Esto significa que en 1975 un trabajador podía
adquirir un 37,1 por ciento menos de productos, bienes y servicios que en
1970.

El nivel medio de las pensiones tuvo un deterioro aún mayor: en 1975 eran sólo
un 51,9 por ciento del promedio que tenían en 1970, según estadísticas de la
Superintendencia de Seguridad Social.

El costo social del ajuste que permitió la refundación del capitalismo chileno,
recayó especialmente sobre los trabajadores y pensionados, de las clases
medias y bajas.
La llegada de Büchi

La disminución del sector público, que significó transferir a manos privadas


cuantiosos recursos, fue el inicio de un camino que dejó nuevamente a Chile
bajo control de los grandes grupos económicos y del capital extranjero.
Paulatinamente, el Estado comenzó a quedar como un mero ente subsidiario y
dejó paso a la restauración del laissez faire.

La privatización de empresas y la reducción del déficit fiscal tuvieron metas que


iban más allá del objetivo de corto plazo de conseguir una asignación eficiente
de los recursos y un manejo económico coherente. Se propuso una
recomposición de los sectores dominantes de la sociedad chilena y,
simultáneamente, la configuración de un capitalismo moderno. Esta dualidad de
objetivos reapareció en la recuperación económica posterior a la crisis de 1982-
83, bajo la conducción del ministro de Hacienda Hernán Büchi-

Cuando el "tratamiento de shock" de Jorge Cauas llevaba menos de un mes de


aplicación, Büchi entró a las filas del gobierno militar, como funcionario del
Ministerio de Economía. Olvidado su veleidoso pasado izquierdista como
simpatizante del Frente de Estudiantes Revolucionarios(FER}, la rama
estudiantil del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR}, Büchi, un
ingeniero civil de minas de la Universidad de Chile, se convirtió a las ideas de la
derecha en Estados Unidos, mientras estudiaba su posgrado en Administración
de Empresas en la Universidad de Columbia. Más que por la remuneración o la
carrera funcionaria en el sector público, el régimen militar lo encandiló por la
posibilidad de participar en un equipo dispuesto a realizar aquellas reformas en
las que creía.

Como la mayoría de los tecnócratas que colaboraron estrechamente con


Pinochet, Büchi cerró sus ojos ante las violaciones a los derechos humanos. Ya
como candidato presidencial, el ex ministro trató de restringir su
responsabilidad sólo a las materias económicas en que tuvo participación. Así lo
hizo saber en numerosas entrevistas y foros en 1989. No hizo ninguna gestión
concreta conocida en favor de las víctimas que hacia1975 padecían los rigores
de la represión del régimen. Esta actitud suya fue generalizada en quienes
ocuparon cargos considerados "técnicos".

El ingreso de Büchi al gobierno careció de toda significación en ese momento.


Las preocupaciones eran de otra índole y la crisis estaba en su punto máximo.

Los Chicago boys estaban, en ese período, en plena faena de reducción del
déficit fiscal: mientras en 1973 éste alcanzó al 27,7 por ciento del PGB en 1975
disminuyó a sólo 2,9 por ciento. Desde entonces y hasta la etapa final del
régimen militar, el gobierno renunció voluntariamente a la expansión del gasto
fiscal para estimular la economía con el fin de no provocar déficit. El término de
las tarifas subsidiadas de los servicios públicos y los despidos en el sector fiscal
apuntaron en la misma dirección: tratar de reducir el déficit, una maniobra
concebida como imprescindible para bajar la inflación. ·

La racionalización del gasto fiscal contribuyó al logro de un objetivo de largo


plazo de los Chicago boys: disminuir la importancia del Estado dentro de la
economía chilena.

La privatización de empresas en1975 estimuló la concentración del capital en la


debilitada economía chilena. La propiedad de la mayoría de las industrias y los
bancos pasó desde la Corfo a los grupos económicos. Paralelamente, la suerte
de contrarreforma agraria emprendida en 1974 significó en el sector rural la
devolución de los fundos intervenidos a sus antiguos propietarios y la
destrucción de las organizaciones campesinas a partir de la entrega de títulos
individuales de propiedad.

La transferencia de empresas al sector privado fue, en esencia, una des


socialización de la economía, consistente en un traspaso del poder económico
en manos públicas a unas pocas personas elegidas discrecionalmente por las
autoridades. En esta operación quedaron desplazadas las personas que no
compartían el pensamiento político del régimen, motivo por el cual se puede
afirmar, con certeza, que se trató de un proceso social y políticamente
excluyente.

También fu e un proceso inconsulto, poco transparente y favorable en exceso


para quienes profitaron de él: los grupos económicos. Estos conglomerados y
sus vinculaciones con el poder político, desde luego, no eran nuevos en la
economía chilena, no obstante que hacia 1973 habían sido arrinconados por las
políticas socializantes.

Al respecto son ilustrativos dos estudios. Primero, un libro de Ricardo Lagos que
en 1960 dio origen a la acepción en Chile de "grupo económico". Este concepto
denomina a quienes comparten la propiedad de importantes empresas en
diferentes sectores, con una administración estratégica  común. Enseguida,
destaca un estudio de Armand Mattelart, Mabel Piccini y Michele Mattelart en
que desmenuzaron la estructura de la propiedad de los medios de
comunicación en Chile.

La estrecha vinculación entre el capital industrial y el financiero, característica


primordial de los grupos que emergieron durante esta revolución neoliberal,
estaba ya presente en los años sesenta, aunque con menor intensidad.
Mattelart y Piccini sostienen en el trabajo citado:

- En 1965, diez grupos financieros controlaban el 34,3 por ciento de todas las
sociedades anónimas chilenas y el 78,4 por ciento del capital social de éstas.
Con excepción de uno sólo de estos grupos, todos estaban vertebrados
alrededor de la banca. 
Los aspectos realmente nuevos de los grupos económicos durante su
reconstitución en los setenta tuvieron que ver con la radicalidad del proceso y
con el ocasional pero valioso apoyo estatal que tuvieron gracias al régimen
militar.

Distintos estudios han estimado que la venta de empresas del Estado, en un


período recesivo y con un elevado costo del dinero, implicó una subvaloración
del precio de estos activos-públicos de un 30 por ciento, respecto del
patrimonio, y de 40 a 50 por ciento respecto del valor de transacción. Esta sub
valoración fue un subsidio directo que los Chicago boys destinaron a la
reconstitución de la nueva clase empresarial chilena. El economista demócrata
cristiano Alejandro Foxley describió así a los favorecidos con el proceso:

-Sólo quienes disponían de abundantes recursos líquidos o de acceso al crédito


externo, que tenía un costo muy inferior al obtenido en fuentes nacionales,
quedaron en condiciones de adquirir las empresas en licitación.

Únicamente las grandes empresas y consorcios que disponían de recursos


tuvieron acceso a esos créditos. Los préstamos de la banca internacional
comenzaron a ser abundantes en ese período, debido a la liquidez internacional
generada por los países exportadores de petróleo, al subir los precios del crudo
a partir de 1974.

La correa de transmisión de recursos privados al modelo chileno funcionó


simplificadamente así: los nuevos excedentes que obtuvieron los miembros de
la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) volvieron a los
bancos de los países desarrollados, en forma de depósitos. A su vez, la banca
colocó estos recursos en los países del Tercer Mundo -Chile entre ellos-, e
incluso en naciones de la órbita socialista con tasas de interés bajas, de un 7,7
por ciento anual en 1975. En Chile, los grupos emergentes comenzaron a
aprovechar parte de esos recursos para reciclarlos en el país.

Así fue la génesis del excesivo endeudamiento externo e Chile y de la casi


totalidad de los países latinoamericanos. La crisis de la deuda externa fue tan
intensa en los años ochenta que los organismos internacionales calificaron el
período como una década perdida para América Latina.

En el período fundacional del modelo de Chicago los riesgos del endeudamiento


no fueron visibles, aunque hubo voces de alarma. La diferencia entre el crédito
externo barato y la elevada inflación interna permitió una veloz acumulación a
los grupos económicos. Investigadores independientes han calculado que las
ganancias de las grandes empresas industriales y financieras chilenas, por la
diferencia entre las tasas de interés externas e internas, ascendieron a cerca de
1.000 millones de dólares. Esto, sólo considerando el período entre 1976 y
1979.
No obstante las prohibiciones formales, las empresas y los bancos fueron
vendidos en calidad de grandes paquetes accionarios, asegurando al comprador
el control inmediato de la unidad económica traspasada. Los Chicago  boys 
confiaron  plenamente en los nuevos propietarios y no intentaron controles muy
rigurosos en la entrega de los activos. El precio de este grave error lo pagó
todo el país con la crisis de 1982-83. En muchos casos, además, prefirieron la
vía de  la  venta directa, abierta en realidad sólo para quien disponía de
recursos.

Salvo unas pocas excepciones, los grupos económicos que después fueron
determinantes en la evolución  económica y política chilena, emplazaron sus
cuarteles generales en bancos que usaron para auto otorgarse créditos en
condiciones ventajosas. Aquellos grupos que restringieron su operación al
sector productivo vieron limitadas sus posibilidades de expansión y, a fines de
la década del 70, cedieron la hegemonía a los grupos emergentes, basados en
la especulación financiera.

Esta fue la época del auge de los grupos de Javier Vial y de Cruzat-Larraín. Fue
también el comienzo del término de una de las transformaciones económicas
más profundas que había realizado la Unidad Popular, al modificar la estructura
patrimonial chilena estatizando bancos y empresas.

(*) -Manuel Délano es periodista de la U. de Chile, magíster en Comunicación


Estratégica UAI y diplomado en Aprendizaje y Enseñanza en Educación
Superior, fue corresponsal en Chile del diario El País de España, editor de
Economía en revista HOY, editor general del diario La Nación, consultor de
organismos internacionales y es autor y editor de libros, artículos y estudios y
docente universitario.

(*)-Hugo Traslaviña es periodista especializado en economía. Titulado en la


Universidad Católica del Norte y Magíster en Gestión Empresarial, de la
Universidad Técnica Federico Santa María. Se ha desempeñado como reportero
y editor en revistas y diarios y en la agencia internacional Reuters. Es profesor
en la Universidad Central y miembro del directorio de la Asociación
Interamericana de Periodistas de Economía y Finanzas, Capítulo Chileno (AIPEF
Chile). También es autor del libro "Inverlink, la ruta de una estafa" (Editorial
Planeta 2003) y "Llegar y llevar, el caso La Polar'' (Ediciones Mandrágora,
2013).
Serie: historia de los Chicago Boys (cap 3)

El boom económico de los años 80: un "milagro" muy especial


de la dictadura
Manuel Délano Hugo Traslaviña (*) 04/07/2021 - 06:00

En esta tercera entrega, los autores analizan las consecuencias de la imposición del modelo
económico ultra liberal impuesto a fines de los años 70 y comienzos de los 80. El consumo
exacerbado benefició principalmente a los sectores más acomodados y los costos, a poco
andar, debieron ser pagados por todos los chilenos. 

Si Cauas fue quien puso en vigor las bases de las transformaciones


estructurales, el ex ministro de Economía y de Hacienda, Sergio de Castro, fue
quien culminó la crucial apertura al exterior y profundizó las reformas para
extender a la esfera social el modelo neoliberal. De Castro, doctor en Economía
en la Universidad de Chicago, fue guía, ejemplo y maestro chileno de los
tecnócratas ortodoxos. Por lo mismo, es uno de los principales responsables de
los cuantiosos costos sociales que tuvo la segunda recesión bajo el régimen
militar, en 1982 y 1983.

Cauas, De Castro y Büchi forman el trío de hombres claves de la historia


económica del gobierno militar. De los 16 años de dictadura, casi doce
estuvieron bajo la conducción económica de alguno de ellos. Büchi, como
subsecretario de Salud, ministro director de Odeplan, superintendente de
Bancos y ministro de Hacienda, y De Castro están entre los funcionarios que
más años permanecieron en sus puestos. Ambos formaron parte del equipo
económico que más tiempo estuvo con Pinochet, junto con los siguientes
ministros: el general Bruno Siebert, en Obras Públicas; Pablo Baraona, en
Economía y Minería; Alfonso Márquez de la Plata, en Agricultura y Trabajo;
Roberto Kelly en Odeplan y Economía; Jorge Prado, en Agricultura,   y  Samuel
Lira en Minería.

De Castro fue determinante en el supuesto "milagro económico", como Büchi


en la etapa de reconstrucción, después de la crisis de 1982-83. Ambos se
reencontraron como dupla de trabajo en 1989, pero esta vez fuera del
gobierno. El primero como asesor y financista de la candidatura presidencial del
segundo.

Durante el gobierno militar De Castro prosperó profesional y económicamente.


Tres días después del golpe de 1973, él concurrió a una entrevista con el
almirante José Toribio Merino manejando un modesto auto Fiat. Pero en 1989,
en plena campaña electoral, De Castro fue mucho más que un peladito,
cariñoso apodo que tuvo en las altas esferas en los años setenta. Como
miembro de directorios de las empresas del grupo Edwards (dueño del diario El
Mercurio) era en 1989 uno de los vínculos con los empresarios que respaldaron
la candidatura presidencial de Hernán Büchi.

Hernán Buchi.

Agudo polemista, enérgico, mordaz, usuario de epítetos y de convincente


exposición, De Castro fue el líder natural del equipo de Chicago en la primera
etapa de la dictadura. Seguro de sí mismo, descalificador de sus adversarios,
dogmático y terco, pronto advirtió que estas características podía aprovecharlas
bien dentro del régimen militar. Organizó los primeros equipos cohesionados de
trabajo y era el vocero de los Chicago boys en las polémicas internas. A él
consultaban otros ministros cuando dudaban de la conducción económica.
Frecuentemente, De Castro logró convencer a Pinochet y le dio argumentos
para que éste se impusiera dentro de la Junta de Gobierno,

Si era necesario, De Castro discutía con Pinochet, algo que pocos tenían la
osadía de hacer. Sus características personales no son ajenas a la
determinación, profundidad y radicalidad de los cambios económicos.

Los efectos negativos de la rápida apertura al exterior se hicieron visibles con el


acelerado aumento de las importaciones que dejó convaleciente a la industria
nacional. También hubo un incremento de las exportaciones, aunque
comparativamente más moderado.

El resultado concreto de estos cambios modificó, a lo largo del tiempo, la


estructura productiva del país. Las transformaciones más cruciales fueron el
aumento de la importancia de los servicios, en contraste con la disminución del
peso específico de la industria manufacturera y el incremento de la significación
en la economía de los llamados sectores transables, o sea, los que venden sus
productos en el exterior.
En 1970 el sector terciario de la economía, representado por los servicios
(sector financiero, propiedad de vivienda, educación, salud, turismo y otros), el
comercio y el transporte y comunicaciones, representaban el 47,6 por ciento del
PGB. Dieciocho años después, en 1988, los servicios y el comercio
representaban el 53,5 por ciento del PGB. Entre ambas fechas, paralelamente,
la significación de la industria manufacturera decreció desde 24,7 al 21 por
ciento.

En total, la brecha de la importancia relativa entre los servicios y la industria


aumentó de 22,9 por ciento en 1970 a 32,5 por ciento en 1988.

Una cascada de importaciones

Al mismo tiempo, la economía chilena pasó a tener una vinculación mucho más
estrecha con la economía internacional. Si en 1970 un 35,5 por ciento del PGB
dependía de las exportaciones e importaciones, en 1988 esta relación había
subido a 52 por ciento. La cascada de importaciones era notoria en las vitrinas
de cualquier tienda y en los anaqueles de los supermercados. La apertura al
exterior fue el comienzo de un nuevo mundo de consumo. Era frecuente ver
hasta 20 marcas diferentes de whisky, detergentes norteamericanos, bicicletas
europeas, textiles coreanos, juguetes taiwaneses, radios y autos japoneses.

En las estadísticas del Banco Central hay constancia del ingreso a Chile de
2.112.000 televisores; 154.000 cocinas; 332.000 refrigeradores y 132.600
lavadoras, entre 1976 y 1981.

Chile gastó en importar entre los años 1980 y 1981, entre otros artículos de
consumo suntuario: 18,7 millones de dólares en golosinas; 26,5 millones de
dólares en prendas de cuero y peletería; 33,3 millones de dólares en perfumes
y productos de tocador; 50,3 millones de dólares en bebidas alcohólicas y
cigarrillos; 67,3 millones de dólares en calzado, sombreros y paraguas; 74,4
millones ·de dólares en juguetes y artículos de recreo.

 Respecto de 1970, las importaciones que más aumentaron en 1981 fueron:


perfumes y productos de tocador (19.500 por ciento); televisores (9.357 por
ciento); golosinas (5.150 por ciento) y bebidas alcohólicas y cigarrillos (2.400
por ciento)'.

Este flujo actuó durante el "milagro" en desmedro de la producción nacional,


menos eficiente, pero con mayor capacidad para generar empleos en Chile que
las importaciones.

Entre 1975 y 1981 Chile gastó 1.074 millones de dólares en importar 226.700
automóviles. En economía existe lo que se llama el "costo alternativo", esto es,
lo que se deja de hacer al realizar un gasto, debido a que siempre los recursos
son escasos. Si el monto gastado en importar automóviles se hubiera destinado
a otras prioridades habría permitido -por ejemplo- el desarrollo del proyecto
minero de La Escondida con inversión nacional. Este es un yacimiento cuprífero
en manos de empresas transnacionales. 

La apertura a las importaciones provocó cambios sociológicos y culturales en la


sociedad. La aparición del consumismo, como un valor y símbolo de status
social, y del lucro como medio de desarrollo personal, son quizá los aspectos
más relevantes. Paralelamente, se intensificó la polarización social en las
ciudades chilenas. La segmentación era clara entre quienes podían acceder de
lleno al consumo suntuario y quienes lo hacían sólo marginalmente.

La división social quedó incluso con límites geográficos, marcados por la opinión
pública. En Santiago el límite es de Plaza Italia hacia arriba o hacia abajo y, en
Valparaíso, entre el plan y los cerros.

Un recorrido por Santiago a mediados de 1989 permitía observar dos tipos de


contrastes, surgidos en la época del "milagro" consumista. Uno entre los barrios
muy lujosos, varios de ellos nuevos como La Dehesa, San Damián y Lo Curro,
con la miseria de las comunas populares al sur de la capital: La Pintana, San
Ramón, La Cisterna, que acogieron las "erradicaciones" de pobladores pobres
del barrio alto. El otro contraste se daba dentro de estas mismas comunas
populares: hogares de extrema pobreza, hacinados y con carencias
nutricionales, viviendo de allegados en casas de familiares o amigos, esperando
una solución habitacional. Sin embargo, muchos de estos hogares disponían de
radio cassette o televisor en color. ·

Para los Chicago boys, esta apertura fue económica y éticamente


imprescindible:

-La libertad económica y de consumo, en especial, es un motor del desarrollo e


implica, además, un respeto por la capacidad de decisión de las personas y sus
derechos más elementales(...) En un país como Chile, sin embargo, donde el
grueso de la población no contaba con estos bienes, el televisor o un
radiorreceptor son una inversión que constantemente está rindiendo un flujo de
cultura y educación, conocimiento del mundo, un buen lenguaje y, en fin, un
conjunto de novedades que capitalizan, por decirlo así, al poseedor de estos
aparatos. Ello, además de la entretención a bajísimo costo que significa para
mucha gente.

El paso del tiempo no hizo variar de opinión a los promotores de estas


transformaciones.

Paralelamente, la apertura al exterior pretendió promover las exportaciones


chilenas, en especial aquellas no tradicionales. Entre 1976 y 1981, de acuerdo
con datos del Banco Central, las exportaciones aumentaron 82,6 por ciento, de
2.115,6 millones de dólares a 3.836,5 millones de dólares.
Un mayor éxito relativo se logró con la diversificación exportadora. La
importancia de las exportaciones mineras dentro del total bajó en esos mismos
años de 67 a 57 por ciento. Esto se debió a dos factores: al aumento de los
embarques al exterior de productos agrícolas, celulosa, madera y harina de
pescado, como también al bajo precio internacional que registró la libra de
cobre en el período.

Parte del afán exportador se volcó en la búsqueda de nuevos mercados. En


1976, los Chicago boys retiraron a Chile del Pacto Andino. Este acuerdo
(integrado también por Bolivia, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela) ofrecía
un mercado seis veces mayor que el local. El motivo de la salida chilena fue la
apertura al exterior y el trato más ventajoso a la inversión extranjera. 

Las exportaciones chilenas, un tercio de las cuales llegaban a países del Pacto
Andino entre 1970 y 1976, buscaron otros rumbos: Estados Unidos, Europa y
los países asiáticos (Japón en especial).

¿Quién pagó el consumismo?

La balanza comercial, que mide la relación entre exportaciones e importaciones


de un país, registró un saldo negativo durante todos los años del llamado
"milagro", con la excepción de 1976. Las cifras en rojo subieron desde 230
millones de dólares en 1977, hasta 3.480 millones de dólares en 1981.

En promedio, por cada dólar que se exportó entre 1976 y 1981, el país importó
1,33 dólares. La diferencia corresponde al déficit comercial generado por la
apertura al exterior.

Si las exportaciones no alcanzaron para pagar todos los bienes importados en el


período del "milagro", ¿cómo se financió entonces el déficit comercial?

La respuesta se encuentra en el aumento de la deuda externa.

El boom importador fue financiado mediante los créditos externos concedidos


por la banca internacional a los grupos económicos, en su mayor parte. La
deuda externa fue contraída por el sector privado, pero sus intereses han sido
pagados por todos los chilenos, por el aval estatal que el régimen concedió en
las renegociaciones con los acreedores. Debido a esto, la deuda externa
contraída por los grupos económicos y por los estratos de mayores ingresos, ha
sido endosada a la sociedad en su conjunto.

Los Chicago boys sostenían que endeudarse era sano mientras el compromiso
se hiciera entre particulares y, como tal, esta tesis fue llevada a la práctica
diaria. La deuda externa chilena, que en 1975 era de 9.301 millones de dólares,
se elevó a 16.343 millones de dólares en 1981. Tuvo en este período una tasa
de incremento del doce por ciento anual. 
Cinco años más tarde, en 1986, la deuda externa chilena ascendió a su record
de 20.716 millones de dólares, cifra superior al PGB y casi cinco veces las
exportaciones de ese año. Esto representó una deuda externa por persona de
1.680 dólares. Ese promedio chileno de endeudamiento externo per cápita sólo
fue inferior en América Latina al que tuvieron en 1986 Argentina (U5.$ 1.779),
Panamá (US$ 1.722), Uruguay  (US$  1.733)  y  Venezuela (US$ 1.778), de
acuerdo con cifras de la Cepal. Aunque el fenómeno afectó a la mayoría de los
países latinoamericanos  en Chile tuvo un sesgo especial: los que se
endeudaron fueron los empresarios privados y no el Estado.

Aparte del argumento de los Chicago, que sostenía que no era riesgoso
endeudarse, porque los compromisos eran del sector privado y no del Estado,
los neoliberales usaron el concepto de "ahorro externo". Según ellos, si el
dinero lo ofrecían los depositantes de otros países era necesario hablar de
ahorro, antes que de deuda externa. Además, planteaban que la caída del
precio del cobre y los mayores costos del petróleo importado crearon una
economía sedienta por capitales.

Frente a los llamados a moderar el endeudamiento exterior, los Chicago boys


afirmaron que no había motivo de inquietud. Las reservas internacionales del
Banco Central estaban aumentando mes a mes. Y fueron poco cautelosos hasta
el último momento que precedió a la crisis sosteniendo que la recesión era una
nube en el horizonte. Ninguna crítica fue oída. 

La cara exitosa del modelo

El crecimiento del PGB chileno alcanzó entre 1976 y 1981 un promedio anual de
7,2 por ciento. Durante cuatro años consecutivos las tasas de aumento del PGB
superaron el siete por ciento. El record fue el 9,9 por ciento de 1977. Si se
evalúa sólo el período entre 1977 y 1981, el PGB creció a un 8,5 por ciento
anual.

El comercio, la pesca, el transporte y las comunicaciones fueron los sectores


que tuvieron el mayor crecimiento en el período. El dinamismo de estas
actividades fue notable. En 1978 el comercio se expandió un 24,8 por ciento. La
pesca, después de crecer un 33,6 por ciento en 1976, tuvo tasas sobre 14 por
ciento en los cinco años siguientes, salvo uno. Durante dos años, el transporte
y las comunicaciones crecieron sobre diez por ciento.

Estos datos fueron la base empírica usada por la prensa financiera internacional
y por los Chicago boys para hablar de un crecimiento "milagroso" en la
economía chilena. El 18 de enero de 1980, un editorial del influyente diario
norteamericano The Wall Street Journal sugirió:

-Cuando Washington termine con sus sermones políticos al Gobierno de


Pinochet, tal vez como retribución por la restauración de relaciones amistosas,
Chile debería prestarnos su equipo económico. Economistas que pueden
simultáneamente reducir la inflación, los aranceles y el desempleo serían
bienvenidos en Washington.

El humor de Rufino en 1983.

El propio Milton Friedman le dio a mediados de 1981 su bendición al modelo


chileno, en una entrevista al semanario francés Le Nouvel Observateur. Esto,
seis meses antes de la estrepitosa caída de 1982:

- Si yo hubiera dirigido los asuntos de Chile desde mi despacho de Chicago,


como dice la leyenda, tendría motivos para estar orgulloso. No solamente
porque la inflación cayó del 800 al 25 por ciento, sino porque el desempleo está
en baja y la renta media en alza. El país está en pleno boom. Lo que se observa
allí es comparable con el milagro económico de la Alemania de postguerra.

Las declaraciones de las autoridades económicas también tuvieron un tono


exultante y abundaron las frases para el bronce. En 1976, El Mercurio tituló:
"Se inició el despegue". De Castro, con fe, sentenció un  año después a la
prensa:

-El país en este momento está experimentando un  desarrollo acelerado y de


una  pujanza  francamente sorprendente (...). Este año creceremos a tasas de
entre el 8 y el 10 por ciento del Producto y despojado de mi cargo de ministro,
les diré que me inclino más por el diez por ciento.

"En 1990 Chile será  un  país desarrollado", tituló con euforia El Mercurio el 28
de agosto de 1980, citando al ministro de Minería José Piñera Echenique.
Entre los neoliberales, nadie fue capaz de advertir la crisis que vendría. Si las
cifras se examinan fuera de su contexto, son espectaculares. Pero el "milagro"
tuvo otra faz, nada de exitosa.

 Los costos del "milagro"

Una parte significativa de las elevadas tasas de crecimiento se explica porque la


economía se encontraba en una etapa de recuperación después de la profunda
recesión de 1975. Como la mayoría de las estadísticas se calculan en relación
con las del año anterior, es obvio que después de una depresión hay una
primera etapa de recuperación fácil. Contribuye también a esta fase la
existencia de capacidad ociosa. Esto permite poner en marcha actividades
productivas con bajas tasas de inversión.

El economista Aníbal Pinto describió gráficamente la situación:

- Después de empujarla economía y el empleo a la hondonada de 1975, cada


paso de vuelta a la superficie ha sido saludado con vítores triunfalistas. El caso
se asemeja al de una persona que ha derribado a otra de un puñetazo y que
espera agradecimientos por la ayuda que le presta para ponerlo de nuevo en
pie-

Otra fracción del "milagro" fue simplemente ficticio. Según un estudio elaborado
por economistas de Cieplan (Corporación de Investigaciones Económicas para
Latinoamérica), el Banco Central sobreestimó el crecimiento económico en los
años del boom, valiéndose de una metodología de dudoso origen.

 La denuncia de sobreestimación del crecimiento es verosímil. Especialmente, si


se consideran los "errores" -o manipulación- del Índice de Precios al
Consumidor (IPC) oficial usado hasta 1978. Por este solo factor se habrían
otorgado reajustes inferiores a la inflación real, provocando una caída de los
sueldos y salarios. Además, las estadísticas oficiales fueron objeto de otros
cuestionamientos durante el gobierno militar.

Así y todo, el crecimiento entre 1978, -año en que la economía terminó de


recuperarse de su caída en 1975- y 1981 fue superior al promedio histórico.
Además, la inflación se redujo considerablemente del 508,1 por ciento en 1973,
según la cifra oficial, al 9,5 por ciento en 1981.

¿Cómo se explica esta recuperación, si se toma en cuenta que la inversión, llave


del crecimiento económico, fue de 15,5 por ciento del PGB entre 1976 y 1981,
es decir, 4,7 puntos menos que el 20,2 por ciento que hubo de promedio entre
1960 y 1970? ·

La razón de fondo se encuentra, de nuevo, en el incremento de la deuda


externa. Adicionalmente, influyó la política de apertura al exterior que estimuló
las exportaciones. Esto último, al menos, hasta que el 30 de junio de 1979 el
ministro Sergio de Castro implantó un cambio del dólar en 39 pesos. El dólar
fijo, cuyo objetivo central fue disminuir la rebelde inflación, terminó siendo una
palanca que abrió de par en par las compuertas de la economía nacional a las
importaciones.

Sergio de Castro y Pablo Baraona.

El dólar a 39 pesos se constituyó también en un símbolo de la inflexibilidad


política de De Castro. Su defensa a ultranza era una muestra de la cohesión y
resistencia de los Chicago boys ante la generalizada demanda social para que el
peso fuera devaluado. Los alumnos de Friedman pudieron resistir las presiones
porque ya ocupaban los cargos más importantes de la administración pública.
Cerca de un centenar de técnicos estaba distribuido estratégicamente en las
áreas claves. Odeplan era entonces su lugar de encuentro habitual y el
Ministerio de Hacienda el cuartel general. Las tasas de crecimiento exitosas y el
ambiente de "milagro" contribuían a la insensibilidad del régimen ante los
industriales y agricultores afectados por la competencia externa. El rechazo a
esta soberbia de los neoliberales sembró el terreno donde comenzó a germinar
la crítica económica y el descontento social.

Ya en plena crisis gatillada por el corte del flujo de préstamos externos y


después de tres años de aplicación, el dólar fijo terminó el 14 de junio de 1982.

Las serias disputas internas originadas por el intento de aplicar el "ajuste


automático" hasta las últimas consecuencias habían llevado a que el ministro de
Hacienda renunciara al gobierno en abril de 1982. Lo hizo junto con el ministro
del Interior Sergio Fernández, con quien De Castro había formado la dupla
ministerial hegemónica, conocida como el gremialismo-Chicago boys. 

El nuevo gabinete, una combinación de militares con Chicago boys más


flexibles, devaluó irremediablemente el peso dejando el tipo de cambio a 46
pesos por dólar. Con ello se desató la crisis en forma dramática, porque
automáticamente muchos deudores que hasta ese momento eran viables,
dejaron de serlo después de la medida. El valor de la moneda norteamericana
comenzó ese día una carrera rápida de ascenso, mientras la economía chilena
entraba velozmente a un túnel sin salida. De nuevo los indicadores quedaron en
rojo y comenzó un drama social tanto o más grave que en 1975.
Poco antes de modificar el tipo de cambio, Pinochet sostuvo: ''No habrá
devaluación ni cambio de política". Después se justificó: ''Yo sabía que esto lo
iban a explotar políticamente. Por eso me resistí tanto. En cuanto a mí, si no
me creen, qué le voy a hacer. Pero nunca he engañado. Siempre he dicho la
verdad".

La lección que dejó la inflexibilidad cambiaria arrojó un elevado costo político al


régimen militar que penó incluso hasta el 5 de octubre de 1988, cuando
Pinochet perdió en el plebiscito. Desde aquella fatal devaluación, salvo algunos
breves períodos, el gobierno procuró mantener elevado el valor del dólar.

Las distorsiones ocasionadas por el tipo de cambio congelado fueron múltiples.


Los bajos retornos que obtenía cualquier exportador disminuyeron el atractivo
del negocio. A los empresarios locales les era más rentable importar sus
insumos que comprarlos en Chile. La competencia externa perjudicaba sus
niveles de ventas y la economía comenzó a usar el dólar como moneda. Los
sueldos altos, las deudas y las propiedades se medían en dólares. Salía más
barato comprar un terreno en Miami que en los barrios elegantes de Santiago.
El endeudamiento interno, en dólares, o en pesos con altas tasas de interés,
creció exponencialmente. Los intereses llegaron a niveles que provocaban
tercianas: En 1977, por ejemplo, las casas comerciales dieron préstamos con un
198,5 por ciento de interés anual. Fue algo insólito.

El dólar congelado culminó como una herramienta recesiva que ya no defienden


ni los partidarios a ultranza del modelo. Uno de ellos, Álvaro Bardón, sostuvo
después que, mirando retrospectivamente, "la devaluación fue un error".

El lado oscuro de este período estuvo tapado por las vitrinas del comercio
abarrotadas de importaciones. La radical apertura al exterior, adicionalmente
estimulada por el cambio fijo, quebró a numerosas empresas y predios
agrícolas.

¡Cómanse las vacas!

Esta fue la respuesta del ex director de Presupuestos, Martín Costabal, a los


angustiados productores lecheros que recurrieron al gobierno para buscar una
solución a los graves problemas del sector. La frase es indicativa de la
recepción que por entonces tenían las peticiones para enfrentar la competencia
externa, muchas veces desleal.

En otros rubros también se vivieron momentos de angustia. Los más afectados,


la construcción, el comercio y las industrias textil, electrónica, metalmecánica y
automotriz, virtualmente se desplomaron en el período del "milagro".

En 1981, el mejor año del modelo desde el punto de vista de los salarios, éstos
todavía estaban por debajo del nivel que tenían en 1970. El desempleo,
incluyendo a los trabajadores del PEM, nunca afectó a menos de 550 mil
personas en el período.

En contraste con la caída de los salarios, la rentabilidad real del capital subió a
una tasa media anual de 31 por ciento entre 1976 y 1982. El efecto de ambos
fenómenos acentuó la redistribución regresiva del ingreso. Un estudio reflejó
que al terminar este período, el 20 por ciento más pobre de los chilenos
percibía sólo 3,3 por ciento de los ingresos disponibles en la economía chilena.
Al mismo tiempo, el 10 por ciento de las familias más ricas disponía del 46,1
por ciento de éstos. En tanto, un 30,3 por ciento del total de familias chilenas
no alcanzaban a consumir una canasta mínima, ubicándose en la extrema
pobreza.

Si aquélla fue una etapa de "milagro económico", sin duda se trató de un


fenómeno que benefició a unos pocos y perjudicó a muchos otros.

Aunque sólo algunos dentro del régimen tenían conciencia de ello, el


crecimiento estaba asentado sobre bases débiles. El endeudamiento externo
hacía vulnerable el modelo a los embates provenientes del exterior. La
polarización social socavaba lentamente su respaldo interno.
Serie: historia de los Chicago Boys (cap 4)

Las siete “modernizaciones” y la consolidación de la dictadura


militar
Manuel Délano Hugo Traslaviña (*) 05/07/2021 - 07:00

José Piñera asume como ministro de Pinochet.

En 1979 la economía crecía por sobre la caída que tuvo el PGB en 1975. En ese momento
los economistas neoliberales pusieron en práctica sus grandes proyectos para el modelo:
Plan Laboral, Reforma Previsional, Reestructuración de la Salud, Municipalización de la
Educación, Modernización Judicial, Desarrollo Agrícola y Reforma Administrativa y
Regionalización.

Pese a su vulnerabilidad, a los costos sociales y a la oposición que generó el


modelo de los Chicago boys, la dictadura de Pinochet se consolidó en el período
del "milagro".

En 1978 y 1980, el régimen militar triunfó con aplastantes mayorías en dos


referéndums sin garantías para los opositores, que éstos consideraron
fraudulentos. En el plebiscito de 1980 logró hacer aprobar una constitución
diseñada para prolongar el gobierno de Pinochet hasta 1997. Pinochet ya tenía
el control total del poder luego de destituir al comandante en jefe de la Fuerza
Aérea, general Gustavo Leigh, a mediados de 1978. Leigh formaba parte de la
Junta de Gobierno y se había opuesto tenazmente a diversas medidas
personalistas de Pinochet, entre ellas, al llamado a consulta nacional que éste
hizo en enero de 1978, para legitimar su poder y rechazar la presión de las
Naciones Unidas por las violaciones a los derechos humanos.

Mientras el  modelo  económico  tomaba  posiciones  más estratégicas,  el 


régimen  militar buscaba  el camino  para consolidarse políticamente, tanto en
Chile como en el exterior.
El ministro del Interior, Sergio Fernández, dictó -el 22 de abril de 1978- la Ley
de Amnistía para impedir juicios a los militares involucrados en violaciones a los
derechos humanos. La normativa, escrita por Mónica Madariaga, tuvo según
sus autores el sentido de "pacificar" el país y "reconciliar" a los chilenos.

El gobierno sorteó la presión norteamericana que llegó hasta el embargo de la


venta de armas y repuestos bélicos de Estados Unidos a las fuerzas armadas
chilenas. Esto, en represalia por el asesinato del ex ministro socialista Orlando
Letelier, en Washington, que planificó la DINA. Para mejorar su imagen
externa; el régimen disolvió la DINA, creando en 1977 la Central Nacional de
Informaciones (CNI). Poco tardó este nuevo organismo en ganar el mismo
desprestigio que su antecesora.

Gracias a la mediación papal sobre las diferencias limítrofes con Argentina en el


austral Canal Beagle, el gobierno superó también la tensión fronteriza con este
país. Argentina declaró "insanablemente nulo" el Laudo Arbitral de la Corona
Británica, obligando a las autoridades de ambos países a recurrir al Vaticano
como mediador, para evitar un conflicto bélico.

El firmamento económico era también más favorable. En 1979 la economía


tenía tasas de crecimiento por sobre la caída que tuvo el PGB en 1975. El
escenario era propicio para que los Chicago boys complementaran su obra.

Este fue el momento en que comenzó la aplicación de las siete


modernizaciones, con el objetivo de extender los principios del modelo de
Chicago hacia otros planos de las relaciones sociales.

En la práctica, las modernizaciones pusieron un acento renovado para impulsar


el modelo: Plan Laboral, Reforma Previsional, Reestructuración de la Salud,
Municipalización de la Educación, Modernización Judicial, Desarrollo Agrícola y
Reforma Administrativa y Regionalización.

Lograda la estabilización del modelo, el nuevo desafío de los neoliberales fue


estimular el desarrollo del país sobre la base del sector privado. El mercado
comenzó a sustituir al Estado benefactor. Una frondosa legislación limitó las
demandas de los grupos de presión.

Para lograr este propósito los empresarios requerían de una serie de


condiciones. El régimen las allanó todas.

 El Plan Laboral de Piñera

El primer prerrequisito para un mejor funcionamiento del modelo neoliberal era


un ambiente de tranquilidad laboral. A fines de 1978 era difícil preservar la
calma dentro de los centros fabriles. El derecho laboral seguía en interdicción y
los procesos de negociación colectiva estaban suspendidos desde 1973.
El Plan Laboral del ministro del Trabajo José Piñera Echeñique se encargó de
bajar la presión de la caldera social que estaba siendo alimentada poco a poco
por dirigentes de oposición con la ayuda de organismos sindicales extranjeros.

La normativa limitó el derecho de huelga a sólo 59 días. Permitió el lockout


empresarial -vale decir el cierre de la unidad productiva por parte del
propietario durante el conflicto- y la contratación de  personal de reemplazo
mientras se prolongara la huelga. De hecho, eliminó el derecho a negociar en el
sector agrícola donde los trabajadores en conflicto pueden ser expulsados del
predio. .

También terminó con las normas de inamovilidad y aumentó

Las atribuciones de los patrones para ejercer el control de los trabajadores. El


Estado dejó de intervenir en los conflictos como mediador, tal cual lo hacía
hasta 1973, a través de las comisiones tripartitas, que desaparecieron. Las
negociaciones se difirieron en el tiempo de acuerdo con un orden alfabético
según el nombre de la empresa, a fin de evitar una alta conflictividad en un
período breve. Restringió el ámbito de la negociación al interior de la empresa,
quitando con ello poder a las federaciones y confederaciones sindicales, las
cuales quedaron impedidas de negociar por áreas de producción.

Aunque, efectivamente, esta legislación flexibilizó el funcionamiento de las


organizaciones y otorgó mejores condiciones para formar sindicatos, el grueso
de sus disposiciones le restó capacidad negociadora a los trabajadores.

Esta fue la primera modernización puesta en práctica de una sola vez. El


régimen impulsó el Plan Laboral para alejar la amenaza de boicot internacional
a las exportaciones chilenas, hecha por la anticomunista central obrera
estadounidense American Federation of Labour and Congress of Industrial
Organization (AFL-CIO). La causa del llamamiento a boicot, realizado el 24 de
diciembre de 1978, fue la violación sistemática de los derechos sindicales bajo
el gobierno de Pinochet.

Dos días después de la amenaza asumió como ministro del Trabajo y Previsión
Social José Piñera Echenique, para enfrentar e! boicot.  Economista,  asesor 
del  grupo  de  Cruzat-Larraín y   ex demócrata cristiano, Piñera dialogó con los
líderes de la AFL-CIO para ganar tiempo. Lo consiguió moviéndose
rápidamente. Entre sus asesores estuvo Hernán Büchi, quien en un fin de
semana leyó la legislación laboral norteamericana para ver cuáles de sus
contenidos podían ser adaptados a la realidad chilena.

"Fue notable", comentó Álvaro Bardón a los autores de este texto. ·

En dos semanas, el equipo de Piñera diseñó las bases del Plan Laboral y se
permitieron las asambleas sindicales. A mediados de 1979 las normas estaban
dictadas y el fantasma del boicot se alejó. La misma veloz mecánica· aplicaron
en 1978 los Chicago boys para realizar elecciones sindicales prohibidas desde el
golpe militar. 

La represión al movimiento sindical fue especialmente dura. La Central Única de


Trabajadores (CUT) fue disuelta por el bando Nº 12 del 17 de septiembre de
1973. De las 130 federaciones y confederaciones afiliadas a la CUT, una cuarta
parte sobrevivió al golpe militar de 1973. Un recuento entregado por los
sindicatos a la Organización Internacional del Trabajo (OIT) mostró que en 16
organizaciones nacionales fueron despedidos más de 2.200 dirigentes
sindicales. Un total de 110 dirigentes fueron muertos y 230 encarcelados. En
1978, el ministro Sergio Fernández disolvió 7 federaciones y sindicatos y
confiscó sus bienes. La medida afectó a 400 sindicatos afiliados y 112.795
trabajadores sindicalizados, aunque según fuentes laborales perjudicó a 539
sindicatos y

300.000 afiliados. El Decreto 198 impedía la elección de dirigentes y el Decreto


2.200 permitió el despido de cualquier trabajador sin indemnización, por
realizar "actos ilícitos". El Decreto 2.345, también dictado por Fernández,
permitió el despido de funcionarios de la administración pública sin sumario
previo.

Pese a estas normas, hubo alrededor de 50 conflictos laborales, de carácter


defensivo. Además hubo declaraciones, críticas verbales y programas de acción
sindical. Las movilizaciones más significativas antes de la promulgación del Plan
Laboral fueron dos, ambas en 1978: la marcha del 12 de mayo, reprimida con
un saldo de 600 detenidos, y la "huelga de las viandas", no asistencia a los
casinos de la empresa de los trabajadores del cobre de Chuquicamata, pidiendo
reajustes de salarios. La protesta culminó con 74 detenidos, 10 deportados a
pequeñas localidades y despidos.

Para frenar la lenta y tenaz articulación del movimiento sindical, que renacía a
pesar de la represión, el ministro del Trabajo, Vasco Costa, anunció el 27 de
octubre de 1978 que el 31 del mismo mes se debían realizar elecciones en los
sindicatos. Fue una elección sin propaganda ni posibilidad de participación de
los que entonces eran dirigentes, ni de los que hubieran realizado actividad
política en los últimos diez años.

El objetivo encubierto bajo esta "apertura" fue preparar el terreno al Plan


Laboral, en el sentido de tener una capa de dirigentes sindicales inexpertos y
despolitizados para enfrentar la primera negociación colectiva en dictadura.

Dos decretos-leyes (D.L.) dictados a mediados de 1979 son los pilares del Plan
Laboral: el 2.758, sobre negociación colectiva, y el 2.756 sobre organizaciones
sindicales. Estos, junto con el D.L. 2.200 sobre contratos de trabajo,
reemplazaron de hecho, y después de derecho, al Código del Trabajo de 1931.
Las normas de Piñera derrotaron definitivamente la idea del Estatuto Social de
la Empresa y de reforma al antiguo código, del general de la FACH Nicanor Díaz
Estrada, quien fue ministro del Trabajo. Díaz Estrada, con el apoyo de Leigh,
procuró atraer al sindicalismo demócrata cristiano moderado, permitiendo cierta
autonomía, pero dentro del marco autoritario. Su plan podría haber prosperado,
pero no bajo el modelo excluyente de los Chicago boys. La iniciativa fue
representativa del sector menos ortodoxo en el período de las pugnas dentro
del régimen para definir su política económica y social.

Para sortear el Estatuto Social de la Empresa aprobado en 1975, los Chicago


boys promulgaron como decretos leyes la nueva legislación laboral. Después,
cuando ésta fue transformada en Código del Trabajo, se dispuso expresamente-
en el artículo 2L la derogación de este Estatuto.

 Las nuevas leyes adaptaron las relaciones laborales a un modelo económico en


que el rol del empresario era determinante. Para ello procuraron atomizar y
reducir al movimiento sindical, que históricamente había sido conducido por la
izquierda. Las cifras de afiliación sindical indican que consiguió plenamente esta
meta. En 1973 los asociados a sindicatos eran 939.000 trabajadores, cerca del
31 por ciento de la fuerza de trabajo. En 1989, los afiliados a sindicatos apenas
se acercaban a 500.000 trabajadores y ellos representaban el 10,7 por ciento
de la fuerza de trabajo. A la vez, el número promedio de trabajadores afiliados
por sindicato disminuyó desde 166, en 1973, a 71 en 1987.

El Plan Laboral también atenuó los conflictos dentro de las empresas, por las
restricciones que tuvo la huelga legal. Pero no pudo terminar con los conflictos
sociales. Piñera, un convencido del "milagro", creyó que su plan se estrenaría
en condiciones de alto crecimiento económico.

Durante sus dos primeros años de aplicación así sucedió efectivamente. Las
negociaciones permitieron entonces algunos aumentos de salarios por sobre el
IPC en las empresas ubicadas en los sectores más dinámicos. Pero durante la
crisis, el Plan Laboral mostró su incapacidad para constreñir los conflictos
sociales. La aplicación de las normas de Piñera, por más restrictivas que fueron,
permitieron la rearticulación del movimiento sindical.

Paradójicamente, la gradual reconstitución de los sindicatos fue en tomo a la


lucha por derogar o modificar el Plan Laboral. La renovación de dirigentes, los
acuerdos entre los partidos, pero sobre todo la magnitud de la crisis de 1983,
situaron al movimiento sindical a la cabeza de las jornadas de protesta
nacional, impulsadas primero por el Comando Nacional de Trabajadores,
organismo que antecedió a la creación de la Central Unitaria de Trabajadores,
CUT, en agosto de 1988.
Traspaso de los fondos de pensiones

La segunda modernización clave se propuso entregar la administración de los


fondos previsionales de los trabajadores a los grandes conglomerados
empresariales. La Reforma Previsional, otra iniciativa del ministro Piñera, los
puso a su disposición.

Fue una gigantesca privatización de los fondos de pensiones.

Para justificar esta modernización, los Chicago boys sostuvieron que el sistema
anterior estaba técnicamente quebrado, aparte de que adolecía de serias
dificultades de administración. Efectivamente, alrededor de un tercio de los
recursos del sistema de reparto eran aportados por el Estado. La realidad es
que el gobierno quiso eliminar esos aportes estatales, en la dirección de
disminuir el déficit fiscal. Pero en el largo plazo ese efecto se anuló. Fue el
Estado, y no las nuevas generaciones de trabajadores que se incorporaron a las
Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), gestionadas por empresarios
privados, quien pasó a financiar las pensiones del sector pasivo que
permanecieron en el antiguo sistema.

La crítica con más asidero al mecanismo de reparto fue que las pensiones
resultantes eran bajas. Indiscutiblemente, así era. Pero una de las causas está
en que las pensiones se reajustaron menos que la inflación durante el gobierno
militar.

Tal como el Plan Laboral, la normativa de la Reforma Previsional no fue


consultada a los afectados directos: los trabajadores. La reforma consistió en el
traspaso de los recursos acumulados por los trabajadores en las Cajas de
Previsión a las AFP. Acabó con el sistema de reparto para las jubilaciones que,
en su eficiencia, encerraba un concepto de solidaridad y de redistribución.
Antes de esta modernización eran las cotizaciones de los trabajadores activos y
de los empresarios las que financiaban las pensiones.

El nuevo sistema se sustentó en la capitalización individual. Cada trabajador


cotiza obligatoriamente durante su vida activa. Los fondos que él reúne son
administrados por las AFP, que son empresas de servicios con fines de lucro.
Las AFP invierten los fondos de los trabajadores en distintas actividades e
instrumentos financieros, con el objeto de hacerlos crecer en el tiempo. Cuando
el trabajador jubila, comienza a recibir el monto que ahorró. La edad para el
retiro laboral aumentó a 65 años para los hombres y a 60 años para las
mujeres, en contraste con los 60 y 55 años que existían anteriormente.
Promesas al crearse el sistema de AFP.

Para atraer a los asalariados, hubo un anzuelo con carnada: se rebajaron las
cotizaciones mensuales. Esto permitió un aumento inmediato del sueldo líquido
mensual a los imponentes, en un rango que osciló entre 7,6 por ciento para los
obreros y 17,1 por ciento para los empleados. Aunque en los primeros años de
operación el traslado fue voluntario, luego fue obligatorio.

Además, los empresarios tuvieron un estímulo especial para convencer a sus


trabajadores a que se afiliaran. En el nuevo sistema dejaron de cotizar en favor
del trabajador. De esta manera, por cada obrero o empleado que se cambió de
las cajas de previsión a las AFP, los empresarios disminuyeron sus costos en
cerca del cinco por ciento del sueldo del trabajador.

Pese a las supuestas ventajas del nuevo sistema, instituido por el decreto-ley
3.500, los propios militares optaron por excluirse manteniendo intactas las cajas
de previsión de la defensa nacional. ·

En julio de 1989 los fondos previsionales administrados por las AFP llegaron al
equivalente a 3.984 millones de dólares. El traspaso de recursos a los grupos
económicos se ha cumplido a cabalidad. Inicialmente las principales AFP
quedaron en manos de los grupos Cruzat-Larraín y Vial. Con posterioridad a la
crisis de 1983, pasaron a manos de inversionistas extranjeros. Cinco AFP, que
reunían a 2.290.000 afiliados, estaban a fines de 1989 bajo control
transnacional o con una fuerte presencia en su propiedad accionaria de grupos
multinacionales.

AFP Provida quedó en manos de Bankers Trust, AFP Santa María pasó a ser
controlada por Aetna y AFP Unión por American lntemational Group (AIG),
todas ellas de origen norteamericano. El grupo Arnindus, de la familia suiza
Schmidheiny controlaba la AFP El Libertador y el grupo árabe del banquero
Salim Ahmed Bin Mahfouz, un 23,2 por ciento de la AFP Summa. En 1989, un
70 por ciento de los chilenos afiliados al nuevo sistema confiaba sus fondos de
previsión a compañías extranjeras o con fuerte presencia foránea.

Aunque las normas de control de la Superintendencia de AFP sobre las


operaciones financieras de las administradoras fueron intensas, la tendencia
hacia el final del régimen militar era a liberalizarlas. Ello, para permitir que las
AFP pudieran invertir los fondos previsionales en nuevos negocios privados,
entre ellos los del campo inmobiliario. .

Al igual que el Plan Laboral, la Reforma Previsional muestra una impronta con
el sello de su creador. En ambas modernizaciones, Piñera quiso comprometer a
los trabajadores con los resultados de sus empresas y, por derivación, con los
principios globales del sistema capitalista. Ha sido una forma muy peculiar de
imponer el consenso sobre estas reformas.

En el Plan Laboral está presente una idea motriz de la eficiencia empresarial:


que las utilidades que obtenga el trabajador en la negociación colectiva están
en directa relación con los resultados de la empresa. De esta forma, el
trabajador se siente más comprometido con la marcha de su fuente
ocupacional.

En la Reforma Previsional el vínculo también es nítido. Además de fomentar el


individualismo- la pensión depende del ahorro personal- , los trabajadores se
verían afectados ante cualquier inestabilidad política en el sistema, que ponga
en riesgo sus fondos para la vejez. La idea es que los trabajadores se
solidaricen con el sistema, pero, aparentemente, no con otros trabajadores.

El parto de las lsapres

El eslabón que une a la mayoría de las modernizaciones es el mayor rol que


absorbe el sector privado.

Así ocurrió también en el sector salud. Esta reforma tuvo dos direcciones: una
destinada a reducir los aportes del fisco al mantenimiento del sistema de
salubridad, y otra a abrir una nueva fuente de acumulación para los
empresarios.

Por otro lado, la modernización incluyó reformas a la ley de medicina curativa y


una reestructuración del sector. Esta última se tradujo en la municipalización de
establecimientos de salud y en la creación de las Instituciones de Salud
Previsional (Isapres). El DL 3.626, de noviembre de 1980, permitió la operación
de las Isapres y abrió de par en par las puertas para la entrada del sector
privado a la atención de salud. Las Isapres captan la cotización de salud de sus
afiliados -que en un comienzo fue de cuatro por ciento- y ofrecen atención a
sus beneficiarios.
El nuevo sistema pretendió lograr la libre elección del centro hospitalario por
parte del usuario, aliviar el papel del Estado en la atención de salud y promover
la participación del sector privado en este sector. Sin embargo, el traslado de
los cotizantes de mayores ingresos a las Isapres (en 1989, un doce por ciento
de los chilenos pertenecientes a los estratos altos) contribuyó al
desfinanciamiento del Fondo Nacional de Salud (Fonasa) y, por lo tanto, de los
servicios que atendían a los más pobres.

La modernización de la salud, en definitiva, implantó una atención seccionada


por sectores sociales. Una con todos los servicios necesarios, para quienes
tienen altos ingresos. Otra, desfinanciada y sin medios técnicos, para la gran
mayoría de la población.

El entonces subsecretario de Salud, Hernán Büchi, tuvo una participación


destacada en esta modernización. Apenas llegó a este cargo -luego de haber
sido jefe de gabinete del ministro de Economía Pablo Baraona, quien después
será el conductor de la campaña presidencial de Büchi- propuso la privatización
del Laboratorio Chile. El objetivo de este laboratorio era producir medicamentos
a bajo costo, los del Formulario Nacional, a fin de regular el precio en el
mercado. Su petición fue entonces rechazada por el ministro de Salud,
contralmirante Hernán Rivera. Después, cuando Büchi fue ministro de
Hacienda, cumplió con el propósito: privatizó esta empresa.

En 1982, Büchi reconoció que el sistema de las Isapres era parte de una
estrategia de largo plazo. A él le correspondió, a principios de 1983, subir la
cotización de salud a los trabajadores, de cuatro a cinco por ciento. Más tarde
él mismo las elevó hasta siete por ciento.

Estas alzas ampliaron la cobertura de servicios a través de nuevas prestaciones.


Pero, también aumentaron el mercado de potenciales beneficiarios de las
Isapres hacia quienes no podían ingresar al sector privado de salud con el
cuatro por ciento de cotización.

Algunas Isapres quedaron bajo control de grupos económicos. En otros casos,


estas instituciones se formaron dentro de una empresa, con un mercado
cautivo pero restringido.

No obstante, los costos sociales de la reforma de salud, la tasa de mortalidad


infantil estuvo sistemáticamente bajando durante los años 80. Los críticos
atribuyen este hecho a un efecto de inercia de las políticas ejecutadas durante
décadas por los servicios estatales de salud. Para los economistas neoliberales
el resultado es atribuible a la modernización y a los esfuerzos para focalizar el
gasto social en la extrema pobreza.
Municipalización educacional

Para dejar al mercado reinando en el país, sin interferencias gremiales y


políticas, el gobierno necesitaba debilitar los grupos depresión. El régimen
autoritario era coincidente con este propósito de los chicago boys. Ya lo habían
hecho con los trabajadores y con los colegios profesionales, reformando las
leyes respectivas. En el campo educacional, esta política se expresó en la
municipalización de las escuelas; en la privatización de la enseñanza técnico
profesional; en la jibarización de la educación para adultos, en la
desmembración de la Universidad de Chile y en la ampliación al sector privado
de Ja educación superior.

Con estas medidas se logró adecuar el sistema educacional al modelo


neoliberal, disminuyendo el papel del Estado y promoviendo una
descentralización administrativa.

El 6 de marzo de 1989 el general Pinochet sostuvo:

- Si no existe una educación congruente con el rumbo que estamos


imprimiendo a Chile, nos exponemos a fracasar pues estaríamos edificando
sobre arena.

En 1980, esta ampliación del modelo de Chicago se llevó a la práctica con el


traspaso de los establecimientos educacionales del sector fiscal a las
municipalidades y al sector privado. El proceso culminó pese al rechazo del
magisterio, que vio afectadas sus condiciones laborales y de remuneraciones.
Apoderados y alumnos presenciaron la baja de la calidad educativa que
entregaban los establecimientos, sometidos ahora a la competencia del
mercado. Según los propios Programas de Evaluación del Rendimiento (PER),
esta modernización no consiguió uno de sus objetivos declarados, que era
mejorar la calidad de la enseñanza. Los críticos objetan también la disminución
de la cobertura educacional. No obstante, la tasa de alfabetización en mayores
de 15 años aumentó de 89 por ciento en 1970 a 94 por ciento en 1987, de
acuerdo con estimaciones del Banco Central.

En el campo económico esta modernización provocó un traspaso de parte del


gasto educacional a los municipios. Ante el aumento de sus déficits, los
alcaldes, compelidos a mantenerse dentro de estrechos presupuestos
financiados, pusieron en vigor políticas de restricción presupuestaria.

Las municipalidades, con alcaldes designados por el general Pinochet, fueron


una extensión del Ministerio del Interior y no una expresión democrática de la
ciudadanía en cada comuna. Al quedar con las escuelas bajo su tutela, el poder
e influencia del alcalde ante su comunidad se reforzó. El régimen autoritario
reprodujo a nivel comunal lo que hizo a nivel nacional.
La influencia del sector privado en la educación se incrementó en los años
siguientes. Muchas de las nuevas escuelas subvencionadas, en manos de
empresarios privados que recibían un subsidio por cada alumno que asistía a
clases, operaban con criterio económico. Para esto había dos vías, y ambas
fueron ocupadas: maximizar los ingresos y minimizar los gastos. Los salarios de
los profesores, el equipamiento de las escuelas y los alumnos soportaron la
reducción del gasto. Ha sido una práctica frecuente en algunas escuelas
subvencionadas aumentar exageradamente el número de alumnos que asisten
a clases en cada curso, con el fin de recibir mayores aportes del Estado.

La apertura al sector privado de la educación superior y el desmembramiento


de la Universidad de Chile multiplicaron la oferta educacional en este terreno.
En 1987 existían 60 instituciones de educación superior en Chile, con una
matrícula global de 157.000 alumnos, el doble de la que existía en 1970, según
el Consejo de Rectores.

Se puso en práctica una política de financiamiento decreciente por parte del


Estado. El aporte fiscal al sistema, que en 1970 lo financió en un 65,7 por
ciento se redujo a 48,3 por ciento en 1987 (directo e indirecto, bonificando el
ingreso de los mejores 20.000 puntajes en la Prueba de Aptitud Académica).
Los ingresos propios de las universidades aumentaron en la proporción no
cubierta por el Estado. La fórmula compensatoria de ingresos para las
universidades fueron los cobros de aranceles a los estudiantes. Esta política
marginó de la educación superior en forma creciente a sectores de bajos
ingresos; aumentó la morosidad de los estudiantes y egresados y obligó a las
universidades a reducir sus costos, afectando la actividad científica y de 
investigación.

La restricción presupuestaria y la prolongación de los rectores militares


delegados en sus cargos originaron graves conflictos dentro de la educación
superior. Durante la mayor parte de los 16 años de dictadura, todas las
universidades tuvieron rectores delegados.

La mayoría de las universidades e institutos privados concentró su acción en las


carreras más rentables, aquellas que precisan de la menor inversión en
infraestructura.

Los cambios en la justicia

La modernización de la justicia es la única en que el propio gobierno echó pie


atrás y quedó pendiente.

Las modificaciones a la legislación del trabajo requerían de un complemento en


la justicia laboral. La modernización, que puso en vigor la ministra de Justicia
Mónica Madariaga, consistió en la eliminación de los juzgados y cortes del
Trabajo, a través del Decreto Ley 3.648, del 10 de marzo de 1981. Las causas y
juicios laborales  comenzaron a ser examinados por la justicia ordinaria.

La desaparición de la justicia laboral especializada se sustentó en un


diagnóstico compartido entre los Chicago boys y los juristas del gobierno. La
principal crítica fue que los juzgados y cortes del Trabajo no funcionaban
adecuadamente, con un escaso movimiento y gran dilación de las causas.
Además, ocupaban una infraestructura necesaria en otras funciones de la
justicia, tenían un frondoso aparato burocrático y, al menos las Cortes, eran
discriminatorias en sentido geográfico, porque sólo existían en Santiago,
Valparaíso y Concepción.

-Los tribunales del Trabajo de primera y segunda instancia eran los hermanos
pobres del régimen de justicia-, afirmó Mónica Madariaga.

Dentro del gobierno se examinaron dos posibilidades para adecuar la justicia


laboral a la nueva legislación del Trabajo: mejorarla o incorporarla a la justicia
ordinaria. Se optó por lo último. "Tenía que aceptar o iban a nombrar a un
Chicago boy como ministro de Justicia",  recordó  Mónica Madariaga, quien
sostuvo haber firmado el decreto respectivo "como mal menor".

Mónica Madariaga cumplió papel clave en las modernizaciones.

Pese a que la Corte Suprema se opuso primero y después pidió una


postergación de la supresión, ésta se llevó de todas formas a la práctica y
experimentó un fracaso porque pronto los tribunales ordinarios, con jueces y
funcionarios incluidos  tuvieron ineficiencia de la justicia en genera l y,
especialmente, de la laboral.  En medio de la crisis de 1982-1983, cuando los
despidos fueron frecuentes, las causas se dilataron aún más que en el pasado,
perjudicando a los trabajadores.

Cinco años después el general Pinochet tuvo que reconocer el error y ordenó la
reposición de los tribunales del Trabajo. Esto, después de anunciarlo, sin que se
concretara, durante varias "Fiestas del Trabajo" del 1º de Mayo. ·
-La modernización de la justicia–sobre cuya necesidad existe consenso- quedó
pendiente a consecuencia de la austeridad presupuestaria impuesta por los
Chicago boys. Las frecuentes movilizaciones y huelgas de los funcionarios
judiciales dieron cuenta de cómo afectaba la restricción fiscal en este sector.

El agro en el libre mercado

La modernización de la agricultura persiguió básicamente la apertura al exterior


y liberalización del sector, incorporando las políticas neoliberales a un rubro que
hasta entonces se desempeñaba en un esquema proteccionista. La rebaja de
aranceles y el término de los créditos subsidiados, con la oferta de que
disfrutarían de los precios internacionales para su producción, inicialmente
despertó un entusiasta apoyo de la Sociedad Nacional de Agricultura (SNA), la
representante patronal más conservadora del sector.

El progresivo retiro de las regulaciones en la agricultura le abrió paso al


empresariado más fuerte ya las transnacionales, los cuales comenzaron a
operar en las áreas con mayores ventajas comparativas. Sólo los ineficientes
serían desplazados, aseguraron los Chicago boys.

En este desafío la fruticultura y, en menor medida, la silvicultura -favorecida


con 60 millones de dólares en subsidios estatales entre 1975 y 1985-, fueron
capaces de responder al desafío, debido a que sus productos estaban dirigidos
a los mercados externos.

Las importaciones de alimentos, estimuladas por el bajo cambio del dólar y


aranceles, en un período de depresión de los precios internacionales, hundieron
a la agricultura tradicional. Sujetos a los vaivenes de los precios internacionales,
los cultivos básicos, la producción vitivinícola y la lechera sufrieron los efectos
de la modernización.

Para enfrentar el período entre las cosechas y comprar insumos, los agricultores
se endeudaron con elevadas tasas de interés, o en dólares, confiando en que
Sergio de Castro cumpliría con la congelación del tipo de cambio. Los efectos
del sobreendeudamiento frenaron por varios años el desarrollo del sector.

La crisis de la agricultura significó en la temporada 1980-81 dejar de sembrar


350.000 hectáreas. Es decir, 3,5 veces más que las 110.000 hectáreas que
quedaron sin sembrar en 1970.

En 1982-83 culminó la progresiva caída de los cultivos básicos, descendiendo a


los niveles más bajos del siglo XX.

Paralelamente, el mercado de la tierra sufrió drásticas transformaciones. La


Reforma Agraria y la Contrarreforma, la venta de tierras estatales con aptitud
forestal, la expansión de la actividad frutícola, los remates de predios después
de la crisis del sector en 1983 y la subdivisión de las tierras comunitarias
indígenas, permitieron la incorporación al ámbito rural de unidades productivas
empresariales de tamaño intermedio, especialmente en los sectores más
dinámicos.

El proceso de modernización de la agricultura excluyó, explícitamente, al sueño


empresario campesino y a los asalariados. Además, estos últimos pagaron parte
importante de los costos de las reformas.

El exterminio de los asentamientos y cooperativas campesinas, la falta de


créditos, de asistencia técnica y capacitación empresarial, impidieron a los
pequeños propietarios incorporarse a los sectores más dinámicos ligados con
las exportaciones. Durante la crisis, la agricultura campesina sólo fue de
subsistencia y su recuperación posterior llegó a ser posible con activas políticas
de apoyo estatal.

A su vez, las empresas del sector frutícola y forestal, tuvieron entre sus
ventajas comparativas una legislación laboral que consentía los bajos salarios,
la no contratación del personal y, por ende, el no pago de la seguridad social y
la falta de adecuadas normas de seguridad para sus trabajadores. Ello, bajo un
Plan Laboral que desalentó a la organización sindical y prohibió la negociación
colectiva para los temporeros.

La mano de obra para estos sectores provino en su mayor parte de los


pequeños villorrios y caseríos que se levantaron en las cercanías de los antiguos
fundos. Estas aldeas fueron formadas por los trabajadores expulsados de la
tierra durante la contrarreforma agraria, y los campesinos y comunidades
indígenas arrojados de sus tierras en las áreas de expansión forestal. ·

La regionalización

Tal vez el aspecto en que más se distanció el programa de gobierno  del 


candidato  Hernán  Büchi  diseñado a mediados de 1989, de lo que fue la
práctica política del régimen militar es en el plano de la descentralización y
regionalización. Su proyecto ofreció la creación de senados regionales, electos
por votación popular directa, para aprobar y fiscalizar el respectivo presupuesto
regional. Propuso la elección popular directa de todos los alcaldes. Planteó
además dictar normas para regular plebiscitos comunales, a fin de que la
población influya en la autoridad edilicia.

Durante el gobierno autoritario, siendo Büchi funcionario de éste, las decisiones


a nivel regional fueron sometidas al imperio de los intendentes militares, con
mayores atribuciones que en el pasado. La Constitución de 1980 terminó con la
separación entre gobierno y administración del Estado. Su praxis condujo a un
régimen administrativo centralizado y poco participativo.
Los mecanismos de participación, cuya principal expresión fueron los Consejos
Regionales de Desarrollo (Coredes) y los Consejos de Desarrollo Comunales
(Codecos), ofrecieron un espacio restringido y excluyente a los opositores.
Favorecieron la presencia empresarial por sobre la de los trabajadores y su
capacidad para una actuación independiente de la autoridad regional o comunal
fue limitada, cuando no nula.

Las trece regiones en que fue dividido el país se debieron en algunos casos más
a la disposición geográfica de las fuerzas armadas en el territorio, que a la
complementación entre ciudades y localidades rurales. Aun así, la concepción
de región fue considerada como un paso positivo por los opositores del
gobierno.

El crecimiento de las regiones más exitosas no significó, por otra parte, una
disminución proporcional de los índices de pobreza.

Los complementos

Después de la obra gruesa vinieron las terminaciones. Complementariamente


con las modernizaciones, el gobierno buscó erradicar el poder de presión de
distintos sectores sociales y ampliar la libertad de mercado, a través de diversos
mecanismos. La libertad de asociación otorgada a los colegios profesionales
erosionó su representatividad y capacidad de acción gremial. No desaparecieron
debido a la firme voluntad de sus miembros. Para seguir existiendo se valieron
de la propia ley, pasando a constituirse en simples asociaciones gremiales.
Perdieron, en todo caso, sus antiguas facultades para fijar aranceles y ejercer el
control ético de las distintas profesiones.

La liberalización se extendió al transporte aéreo, con la política de cielos


abiertos. Al terrestre, a través de la libertad tarifaria para los taxis y de
recorridos y tarifas para los buses. Y al marítimo, con la política de mares
abiertos, donde se permitió a las compañías navieras operar con cualquier
bandera, y se redujeron los beneficios para los trabajadores portuarios y los
tripulantes.

Nuevas reformas laborales suprimieron la inamovilidad, permitiendo el término


del contrato por parte del empleador con sólo pretextar "necesidades de
funcionamiento de la empresa". Para las indemnizaciones por despido, que
pasaron a ser objeto de negociación colectiva, se estableció un tope de hasta
cinco meses, cualquiera fuera la antigüedad del empleado. Se suprimió el
salario mínimo para los aprendices, los mayores de 65 años y los menores de
18 años.
Serie: historia de los Chicago Boys (cap 5)

La cuaresma del modelo: el gran desplome de los dos


principales grupos económicos
Manuel Délano Hugo Traslaviña (*) 06/07/2021 - 06:00

Sergio de Castro, Sergio de la Cuadra, Pablo Baraona y Álvaro Bardón.

A comienzos de 1981 la economía chilena parecía boyante. Venía de crecer 7,8 por ciento
en 1980. La inflación, el gran flagelo de la década de los 70, semejaba algo del pasado. Las
reservas internacionales eran abundantes. El presupuesto fiscal estaba controlado y el
desempleo reducido, aunque seguía en márgenes que casi triplicaban al promedio histórico.

El crédito externo manaba sin cesar desde el exterior, porque los bancos
acreedores tenían una enorme liquidez y los organismos multilaterales
confiaban en el modelo. La misma fe mostraba por entonces la prensa
financiera internacional y la mayoría del periodismo económico chileno.

Las modernizaciones avanzaban tronchando a las voces disidentes, con el


empuje de un régimen consolidado. En la euforia, los bancos chilenos inducían
a sus clientes a endeudarse. Y estos últimos aumentaban su gasto más allá del
crecimiento económico. El propio ministro de Hacienda, Sergio de Castro, tenía
una confianza ciega en el dólar fijo en 39 pesos. Tanta, que a un empresario
amigo que iba a construir 500 viviendas durante1981, De Castro le recomendó
hacer 5.000 casas.

-¿Con qué plata?- preguntó el empresario.

-Con crédito pues. Hay que aprovechar los créditos disponibles-, replicó De
Castro.
Las quiebras de empresas eran consideradas "sanas" por los Chicago boys,
porque -decían- los ineficientes están saliendo del mercado y son reemplazados
por otros productores. Si no sucedía así, tampoco era grave. Para eso están las
importaciones, argumentaban. Álvaro Bardón, que fue presidente del Banco
Central y subsecretario de Economía, sostuvo entonces:

-Las quiebras son simples traspasos de activos de una persona a otra persona.
Y desde el punto de vista social, cero problema.

No les inquietaban los ostensibles desequilibrios de la economía. Ante el


abatimiento de la industria nacional y de las exportaciones y el extraordinario
aumento de las importaciones debido al dólar fijo y la rebaja de aranceles,
había una solución: el crédito externo estucaba las grietas en los muros del
modelo. El ánimo exultante de los Chicago boys ni siquiera menguaba por el
promedio de inversión en los años anteriores que, al menos, debería haber
puesto bajo signo de interrogación a la continuidad del crecimiento.

La arrogancia hizo presa de quienes se sentían autores de un "milagro" y las


críticas fueron descartadas de plano. Incluso las de los sectores empresariales
que se quejaban.

Javier Vial

Los precios de las acciones habían subido mil por ciento en los pasados cuatro
años. El precio de las tierras era mil por ciento superior al que había en los 70.
Muchos bienes se valoraban en dólares. Para las clases medias y altas era fácil
viajar al extranjero y, al mismo tiempo, Santiago era una de las ciudades más
caras del mundo. Fue el fenómeno de la "plata dulce", que también vivió el
monetarismo argentino:

La economía chilena se infló como una gran burbuja en esos años, la población
se creyó rica y aumentó su gasto en consecuencia. Pero las horas del modelo
en la versión extrema de De Castro estaban contadas. La crisis comenzó en
Chile antes que en otros países, aunque los neoliberales negaron su aparición y
continuaron dando señales equívocas. El reconocimiento que hizo un año
después el biministro de Hacienda y Economía, Rolf Lüders, fue más una
prueba personal de rigor académico que un mea culpa colectivo por parte de
los Chicago boys. En 1982, Lüders admitió que dos tercios de la crisis se debían
a errores en la política interna y sólo un tercio a la recesión internacional.

Pero ni aún entonces, en medio de la mayor caída de la economía chilena en el


siglo, junto con la Gran Depresión de los años 30, su opinión era unánime
dentro del gobierno. Muchos neoliberales creían -y mantienen esta idea en la
actualidad- en la necesidad de persistir en el dólar fijo.

El primer signo público de que se aproximaban los tiempos de cuaresma fue la


quiebra de la Compañía Refinadora de Azúcar de Viña del Mar (CRAV) y de su
filial Craval, que arrastró a la insolvencia al grupo de empresas de Jorge Ross.
La causa de la falencia fue la imposibilidad de servir las deudas de 300 millones
de dólares que tenía el conglomerado con el sistema bancario. La caída del
precio del azúcar en los mercados internacionales provocó el naufragio de
CRAY, que estaba entre las diez mayores industrias privadas del país.

Operaciones especulativas previas del grupo y el hecho de que CRAV había


comprado un año antes las plantas remolacheras de Los Ángeles y Linares a la
Industria Azucarera Nacional (Iansa), que eran del Estado, contribuyeron a
erosionar la confianza en el modelo. Los bancos acreedores externos miraron
más cautelosamente a la economía chilena y, en forma transitoria, los
préstamos disminuyeron. Paralelamente, aumentaron las tasas de interés
internacionales y decrecieron las expectativas sobre un crecimiento elevado de
la economía.

En el plano político, arreciaron las disputas entre los llamados "duros" y


"blandos" dentro del régimen, por los efectos de la política económica. Para los
primeros, provenientes de la vertiente nacionalista, el Estado no podía dejar a
las empresas privadas abandonadas a la ley de la selva del mercado. Pedían,
además, rectificaciones arancelarias y una devaluación el peso, interpretando
-en esencia- a los sectores empresariales más afectados por el modelo, aquellos
que se dedicaban al mercado interno. Para los segundos, en cambio, un
remedio de la naturaleza del anterior era más grave que la enfermedad misma.
La única solución factible era, según ellos, dejar que el mercado se recuperara
por sí mismo. Un alza de la tasa de interés en Chile frenaría el exceso de gasto,
sostenían, y atraería nuevamente a los créditos externos.

Esta última política primó: los bancos llegaron a cobrar un 39 por ciento de
interés anual en 1981.

No todos extrajeron las lecciones necesarias de la crisis de CRAV, sobre la


vulnerabilidad del modelo y la solidez efectiva de los grupos económicos. El
axioma de que el sector privado es, por antonomasia, más eficiente que el
sector público fue debilitado por los hechos.
Nuevos temblores

El caso CRAV fue el detonante que obligó al régimen· a legislar para poner
algún coto a la concentración de los grupos. Pero ya era demasiado tarde. El 11
de noviembre de 1981 la Superintendencia de Bancos intervino ocho
instituciones del sector: los bancos Español, Talca, Fomento de Valparaíso, de
Linares y las financieras Cash, de Capitales, Finansur y Compañía General
Financiera. Posteriormente, todas estas instituciones fueron liquidadas.  ·

La intervención, tal como la quiebra de CRAV, arrastró a la insolvencia a otras


empresas, en este caso compañías de seguros y fondos mutuos.  .

Según el gobierno, una causa de la intervención fue el aumento de la cartera


vencida de las ocho instituciones financieras, es decir el incremento de aquellos
préstamos que no podían recuperar. Otra razón fueron los créditos relacionados
que estas instituciones habían concedido a sus empresas.

En definitiva, la Superintendencia tomó el control de estos bancos y financieras


porque de otra manera era inevitable su insolvencia. Pero la amenaza de
quiebra pesaba no sólo sobre los bancos. Los sectores productivos estaban
también en dificultades para pagar sus deudas con el sistema financiero, tanto
por los elevados intereses como por los efectos en sus empresas provocados
por el dólar fijo y los bajos aranceles.

En la evaluación previa a la intervención hecha por el equipo económico fue


más determinante el efecto político que habría tenido una insolvencia bancaria,
frente al riesgo de que los créditos externos siguieran disminuyendo. Pinochet,
quien por entonces todavía creía que no se movía una hoja si no lo hacía él,
reconoció a la prensa:

-Más se habría dañado la imagen de Chile si nos hubiéramos quedado callados


y hubiésemos fingido que aquí no ha pasado nada.

Las señales previas de que la banca tenía problemas no habían alentado


rectificaciones de fondo al sector. La cesación de pagos de algunas financieras
entre 1976 y 1977, que culminaron con la intervención del Banco Osorno y la
Unión, del grupo de Francisco Fluxá -llamado de los "cocodrilos"- por la
concentración de sus deudores, había sido considerada una excepción. Fluxá
atribuyó en esa época la intervención a persecución del gobierno, originada por
el rumor de que el banco pertenecía a los demócratas cristianos.
Manuel Cruzat Infante

Al resquebrajarse el modelo mostró una de sus debilidades. La estabilidad


política del régimen autoritario no podía permitirse lo que la lógica de pizarrón
sostenía en Chicago: dejar que los bancos quebraran, como cualquier otra
empresa. Para el Banco Central, el costo del salvavidas a estas instituciones fue
cercano a 330 millones de dólares. Esos mismos recursos, destinados por
ejemplo a financiar programas habitacionales, habrían permitido levantar
19.643 viviendas populares de 500 Unidades de Fomento cada una, en ese
período.

Sin embargo, el monto no era significativo en comparación con lo que vendría


después.

Los efectos del caso CRAV y de la intervención en el sector financiero fueron un


anuncio de la recesión que inexorablemente sobrevendría. Cuando los
problemas se evidenciaron, debido al alza de las tasas de interés
internacionales y a la restricción de los préstamos de la banca extranjera los
Chicago boys aplicaron una receta contractiva a la economía. Esta consistió en
dejar que la economía se adaptara al restrictivo escenario externo.

¿Cómo?

 Reduciendo el nivel de actividad y de consumo, para disminuir el volumen de


importaciones, puesto que el incremento de éstas ya no se podía financiar con
la deuda externa. La forma de lograr esta contracción fue elevar las tasas de
interés, es decir el valor del dinero, y restringir la masa monetaria. Al ser más
caro y escaso el dinero, la actividad productiva declina.

Fue el estreno del llamado ajuste automático, que inició su devastador paso.
por la economía en el último trimestre de 1981. El gobierno se encargó de dar
señales hacia la necesidad de reducir la actividad, advirtiendo que el
crecimiento sería negativo en 1982. Al ajuste automático contribuyó el
desequilibrio cambiario. A fines de 1981 el número de quiebras, muy similar al
de 1980, quintuplicó al que hubo durante la crisis de 1975

Galaval S.A., una empresa corredora de propiedades agrícolas, anunció con


elegancia su quiebra. Puso un aviso en los diarios, informando a sus clientes
que debido a las elevadas tasas de interés y a la negativa de dos de sus bancos
acreedores a renegociar, no le quedaba otro camino que pedir la quiebra. De
paso, agradeció a todos los bancos. Incluso a los que rechazaron repactar sus
deudas.         ·

El "traspaso de activos" fue demasiado elevado. En 1982, el número de


quiebras fue casi diez veces el de 1975. Era indudable: había llegado la
recesión anunciada, el fin del "milagro".

El galope de la recesión

La política de De Castro resistió hasta mediados de 1982, cuando sus efectos


políticos, sociales y económicos eran desastrosos para el general Pinochet. Los
grandes empresarios mantuvieron su confianza en el ajuste automático hasta
que éste se extinguió con la devaluación. Aún después de removido el dólar
fijo, el gobierno siguió negándose a rectificaciones de fondo. Era la época en
que el ministro de Agricultura, Jorge Prado, rechazaba dar audiencia al
presidente de los trigueros, Carlos Podlech.

Prado decía que "el gobierno no lanzará un salvavidas a los deudores" y


Podlech replicaba que el ministro había "cerrado las puertas a cualquier
solución"- A fines de diciembre de 1982, las críticas de Podlech terminaron con
su arresto por la policía y la expulsión del país con destino a Brasil. En los 16
años de dictadura, éste fue el único caso en que un empresario connotado fue
víctima de la represión tal como si fuera miembro de la oposición política o
sindical, por sus reparos al modelo de los Chicago boys.

Entre los empresarios, los agricultores fueron los primeros en quejarse y en voz
más alta. Germán Riesco, entonces presidente de la Sociedad Nacional de
Agricultura (SNA), pidió ayuda al Estado ante la crisis del sector. Domingo
Durán, presidente de la Confederación de Productores Agrícolas, hizo algo
análogo.

Por invitación de los agricultores vino a Chile el profesor norteamericano Clifford


Hardyn a dar soluciones. Cobró 50 mil dólares. Sostuvo lo que era obvio y
finalmente se hizo. La agricultura requería de bandas de precios y de una
atención preferencial por parte del Estado.

Los trigueros, los remolacheros y, en general, los empresarios de los cultivos


tradicionales, asfixiados por las deudas, compitiendo contra importaciones más
baratas, soportando altas tasas de interés, precios deprimidos para sus
productos y falta de demanda interna, encabezaron las quejas empresariales.

La Asociación de Industriales Metalúrgicos (Asimet) y gremios de pequeños


empresarios -transportistas y comerciantes detallistas- elevaron el tono de sus
demandas. Mientras tanto, caían verticalmente la producción agraria, industrial
y de la construcción.

Paralelamente, mes a mes, la desocupación subía y los salarios declinaban.


Para los sectores populares la crisis no era una novedad, puesto que habían
sido excluidos del "milagro". Pero el carácter agudo que adquirieron los
problemas sociales durante la recesión, potenció el trabajo de rearticulación del
vasto tejido social construido en las décadas pasadas y destruido por la
represión posterior al golpe de Estado.

Se multiplicaron las organizaciones de supervivencia, como ollas comunes,


talleres solidarios, bolsas de cesantes, Comprando Juntos y comedores
infantiles, la mayoría surgidas al amparo de sacerdotes, religiosas y organismos
de base de la Iglesia Católica. Todas ellas buscaron enfrentar en forma
colectiva los dramáticos problemas de subsistencia. Al mismo tiempo, las
organizaciones de pobladores extendieron su influencia, especialmente en los
barrios periféricos del Gran Santiago.

Los intentos de tomas de terrenos se multiplicaron entre1981 y 1982,


impulsados por los partidos de la izquierda. Sus protagonistas fueron los
"allegados", básicamente familias formadas por los hijos de hogares obreros
que debían quedarse a vivir hacinados en las casas de sus padres o parientes
porque no tenían acceso a una vivienda. Pero hasta después del inicio de las
protestas, en mayo de 1983, las ocupaciones de sitios fueron manifestaciones
más explosivas que masivas.

La Unidad de Fomento (UF), creada durante el gobierno del Presidente Eduardo


Freí para fomentar el ahorro, había sido desnaturalizada por el gobierno militar.
Como una virtual segunda moneda, se aplicó a las deudas y créditos. Sin
embargo, su mecánica de alza, a través del reajuste periódico del IPC, sólo
evidenció su perversidad cuando los salarios no se incrementaron en similar
medida. En la crisis, pasó a ser el principal problema de los sectores medios, en
especial para los que tenían deudas hipotecarias.

La ebullición social, no obstante, sólo tuvo esporádicas demostraciones de


descontento antes de las protestas nacionales, a través de las "marchas del
hambre", y en movilizaciones sindicales. Afectado por fisuras y atomizado por el
Plan Laboral, el sindicalismo no tenía una capacidad de convocatoria amplia
hacia sus bases y a otros sectores sociales.
El asesinato de Tucapel Jiménez, el 25 de febrero de 1982, retrasó la unidad
sindical y la efervescencia de las protestas, que estallarán un año después. El
presidente de la Asociación Nacional de Empleados Fiscales (ANEF) buscaba en
esos días constituir un amplio frente para oponerse a la política económica,
culminando con un llamamiento a huelga general. Se había reunido con el
depuesto general Gustavo Leigh y algunos gremios. El día de su muerte tenía
una cita con Manuel Bustos, el presidente de la Coordinadora Nacional Sindical.
Antes de morir degollado, en un camino rural cercano a Santiago, había sido
objeto de amenazas. Además, agentes de seguridad lo habían seguido y
vigilaban sus pasos.

El malestar social también tuvo expresiones limitadas en las capas medias altas.
Los colegios profesionales, debilitados al perder atribuciones, estaban siendo
lenta pero seguramente recuperados por las bases a través de elecciones
democráticas.

Pocos son los gobiernos, democráticos o autoritarios, que pueden permitirse


una recesión como la que en 1982 implicó una caída de 14,1 del PGB y un
desempleo que, tomando en cuenta el PEM y el POJH, que se elevó a 34,6 por
ciento de la fuerza de trabajo, sin un virtual levantamiento social. El régimen de
Pinochet pudo darse este lujo en 1982, sin atender a las demandas.

Pero no pudo impedir la reorganización de todos los sectores sociales, incluso


de los empresarios, motivada por la magnitud de la crisis.

Tal vez la crítica que más impacto causó dentro del gobierno fue la que formuló
el ex Presidente Jorge Alessandri en la junta de accionistas de la Papelera, al
objetar el ajuste automático. Una semana  más tarde, Pinochet le pidió la 
renuncia a De Castro y nombró a Sergio de la Cuadra como ministro de
Hacienda, al general Luis Danús en Economía y al general Gastón Frez en
Odeplán. El ajuste automático combinado con el dólar fijo habían socavado las
bases sociales de apoyo de la dictadura.

La devaluación fue tardía y esmirriada. Entre las empresas importantes,


quebraron Manufacturas Chilenas de Algodón (formada por la fusión de Yarur,
Panal y Caupolicán), IRT y Frutera Sudamericana. Había un stock de casi 12 mil
viviendas sin vender. Entretanto, dos nuevos bancos, el Austral y Fomento del
Biobío, fueron arrastrados por el vendaval. Dentro del equipo económico
reinaba la discordia. Dela Cuadra chocaba cotidianamente con los ministros
militares y el equipo económico perdía la coherencia que caracterizó a la época
de De Castro, con la salvedad de la discusión que hubo en 1978 y 1979 entre
los Chicago boys y el Ejército por el futuro de la Corporación del Cobre (Codelco
Chile).

Esta, la mayor empresa de Chile, despertaba el apetito de las empresas


transnacionales. Los militares, cuyo presupuesto se financiaba en buena medida
con el 10 por ciento de las ventas del cobre, y los supervisores defendieron a
Codelco en una sorda lucha dentro del gobierno.

El estallido de la deuda externa

Las expectativas para el año se tornaron negras cuando el marco internacional


se puso aún más severo. La cesación de pagos que declaró México en agosto
de 1982 -el país latinoamericano con la mayor deuda externa después de Brasil-
inquietó a la banca acreedora. El efecto inmediato fue una mayor astringencia
de créditos externos. Ante la inquietud por una eventual moratoria conjunta de
los principales países deudores latinoamericanos, los bancos acreedores
diseñaron una estrategia a la que el gobierno militar chileno se sometería
posteriormente.

Una moratoria latinoamericana, en 1982 ó 1983, habría provocado la quiebra


de muchos bancos regionales norteamericanos y de los más pequeños de
Europa, serias dificultades para las mayores instituciones financieras de los
países desarrollados y, al menos, un crash bursátil como el "lunes negro" de
Wall Street que estremeció al mundo en 1987. Las ondas de una cesación de
pagos habrían también deprimido la actividad productiva.

Pero en realidad los gobiernos de los países deudores jamás examinaron en


conjunto esta posibilidad. Las moratorias de algunos países fueron sólo
temporales y con el objeto de presionar durante las renegociaciones de la
deuda. Estas últimas fueron siempre desiguales: el ministro de finanzas y sus
asesores frente al Comité de Bancos, representando a todos los acreedores
privados. Los gobiernos negociaron uno a uno y en pocas ocasiones siquiera
intercambiaron información entre sí.

La estrategia de la banca consistió en disminuir su grado de exposición en


Latinoamérica, esto es, aminorar la proporción de créditos concedidos a la
región dentro del total de su cartera de préstamos. Simultáneamente, con el
concurso decidido de la Administración del Presidente norteamericano Ronald
Reagan, las instituciones multilaterales diseñaron planes de ajustes hacia los
países deudores. Estos impelían a los gobiernos a adecuar sus cuentas externas
a un escenario en que casi no había nuevos préstamos. La afluencia de nuevos
créditos del FMI y del Banco Mundial fue condicionada al cumplimiento de las
recetas de ajuste por parte de los países deudores.
Rolf Luders.

Paralelamente, los bancos acreedores aumentaron sus provisiones, reduciendo


el riesgo por sus créditos hacia el Tercer Mundo. Para disminuir aún más su
exposición, en 1985 la banca empezó a vender los pagarés de la deuda externa
firmados por los países deudores, admitiendo pérdidas con tal de deshacerse de
estos papeles cuyo valor era inferior al monto del compromiso original. Por
ejemplo, un pagaré de la deuda externa de Perú tuvo en 1989 un precio de 4
por ciento respecto de su valor nominal, de 100 por ciento, y uno de Nicaragua
el precio de 1 por ciento. Esto quiere decir' que si un banco acreedor
encontraba a alguien dispuesto a comprar un papel de la deuda externa de
estos países, la institución financiera estaba dispuesta a deshacerse de él
perdiendo el 96 por ciento del valor en el caso de Perú y el 99 por ciento en el
caso de Nicaragua, debido a que la posibilidad de recuperar los préstamos
hechos a estos países era remota.

Los pagarés de la deuda externa chilena han tenido un precio oscilante entre 60
y 65 por ciento de su valor nominal. En agosto de 1989 su valor era de 64 por
ciento, siendo los de mayor precio entre los países latinoamericanos. Cuando
mayor es la posibilidad de recuperar los préstamos de un país, o -en otros
términos que éste pague los intereses de la deuda externa, más elevado será el
precio del pagaré.

El gobierno del general Pinochet no sólo pagó los intereses de la deuda externa
con mayor dedicación que otros países de la región. Además, en dos ocasiones,
anticipó el pago de las amortizaciones, por un monto global de 500 millones de
dólares.

Desde el punto de vista de los bancos acreedores el diseño frente a la deuda


externa tuvo éxito, para superar la primera etapa de emergencia. En 1989, una
eventual moratoria conjunta latinoamericana -algo que estaba restringido sólo
al terreno de la ciencia ficción- habría provocado un temblor, pero no un
terremoto en las finanzas internacionales.

La deuda externa regional, que ascendió a 410 mil millones de dólares en 1989,
tres veces las exportaciones totales latinoamericanas, junto con los efectos del
ajuste, frenó el crecimiento y el desarrollo. Al concluir esa década, el producto
medio por habitante en la región era casi 10 por ciento inferior al de 1980. Los
costos sociales de la crisis provocaron explosiones de violencia  de  las cuales
las de Venezuela y Argentina fueron las últimas en la década de los ochenta.

El esfuerzo de los países latinoamericanos para exportar más bienes al resto del
mundo y recibir divisas con las cuales servir sus deudas fue infructuoso. En
1988 y 1989 el incremento de las exportaciones fue absorbido por el mayor
pago de intereses sobre la deuda externa. Considerando la relación entre la
entrada y salida de capitales frescos a los países de la región.

América Latina transfirió al exterior cerca de 210 mil millones de dólares entre
1982 y 1989.

Durante la mayor crisis de América Latina desde los años 30, la región en
términos reales no sólo no recibió ayuda. También entregó ha dado recursos en
un flujo hacia los países del hemisferio norte.

Esto no omite, por cierto, el hecho de que durante la década de los ochenta
fueron frecuentes los errores cometidos por muchos gobiernos latinoamericanos
en política económica. Ni oculta tampoco la realidad de que los costos internos
de la crisis han sido distribuidos desigualmente en la mayoría de los países de
la región, resultando más afectados los grupos de menores ingresos.

Así como los bancos acreedores han intentado eludir su cuota de


responsabilidad en la recesión, los sectores de altos ingresos en alguno de los
países de Latinoamérica han procurado esquivar los costos que sobre ellos
debieran recaer. En suma, los problemas de la deuda externa e interna han
estado estrechamente vinculados durante los ochenta. Un diagnóstico que hizo
la Cepal a mediados de 1989 recogió en parte este criterio: 

-Al cabo de ocho años de bregar por el ajuste, la estabilización, el crecimiento y


la reestructuración productiva, asediados por el servicio de la deuda externa y
con escaso acceso a financiamiento externo fresco, la mayoría de los países de
la región sigue manifestando el complejo síndrome de desequilibrios
estructurales con déficit fiscal, bajos niveles de inversión, estancamiento e
inflación.

Cartagena y el Grupo de los Ocho

Son siete desde la exclusión de Panamá en 1989, las principales instancias


donde los presidentes de los países latinoamericanos que examinaron en
conjunto el tema de la deuda externa, entre otros, nunca se propusieron una
moratoria. El gobierno militar no quiso participar en estas iniciativas. Aún si lo
hubiera deseado era improbable que el Grupo de los Ocho acogiera al régimen
de Pinochet.
Ambos foros plantearon que la deuda externa requería de una solución política
concertada y expusieron su convicción de que los costos ya habían sido
asumidos por los deudores. Faltaba, entonces, que los acreedores reconocieran
sus pérdidas.

Este último planteamiento tuvo una convergencia parcial con la iniciativa que el
Secretario del Tesoro de Estados Unidos, Nicholas Brady, dio a conocer en
marzo de 1989. La coincidencia entre acreedores y deudores fue sobre la
importancia de  reducir el saldo de la deuda. Tal como México fue el primer país
en declararse en moratoria, fue también quien se acogió más rápido a este
plan. Sin embargo, todavía estaba pendiente una solución global al excesivo
endeudamiento: los bancos acreedores estimaban febles los incentivos
ofrecidos para aceptar la reducción de la deuda.

Fue también la reticencia de la banca la causa del fracaso del plan propuesto en
octubre de 1985 por el ex Secretario de Hacienda norteamericano, James
Baker. Este plan pidió reformas estructurales a los países endeudados a cambio
de apoyo financiero de los organismos multilaterales y de los bancos
comerciales.

Diversos organismos internacionales estimaron que la reducción de la deuda


latinoamericana debería ser de al menos un 30 por ciento, para que las
economías de esta región pudieran crecer sin abandonar el objetivo de la
equidad.

La gran crisis

Durante la recesión, el endeudamiento interno chileno creció velozmente. Los


empresarios renegociaban sus deudas, postergándolas, y caían intereses sobre
intereses. Las críticas llovían. Los sectores productivos presionaban para
conseguir apoyo del Estado. La Asociación Nacional de Remolacheros, por
ejemplo, decía que " no podemos seguir en este anti estatismo fanático. Del
MIR rojo nos hemos ido al MIR blanco".

La gestión de De la Cuadra en 1982 no infundió aliento, pese a que el gobierno


prosiguió lentamente deslizándose por el tobogán de ceder a algunas de las
presiones de los grupos más poderosos. Este fue el papel de la conducción
económica mixta de Chicago boys y militares.

Las reservas internacionales se escurrían como agua entre las manos.


Entre1980 y 1983 bajaron de 4.073 millones de dólares a 2.022 millones de
dólares, según cifras oficiales. En julio el dólar se dejó libre, entregando su
suerte a la "mano invisible" del mercado, por iniciativa de los Chicago boys,
para mantener la confianza en el modelo. Pero los sucesivos cambios de las
reglas del juego en dos meses -de dólar fijo, a dólar programado, a dólar libre
habían dañado irremediablemente la estabilidad. En sólo cuatro meses, entre
agosto y noviembre de 1982, se fueron 742 millones de dólares por las
ventanillas del Banco Central.

La fuga de capitales que entonces comenzó era otra demostración de


incertidumbre. Una investigación periodística, considerando diversas fuentes,
estimó en 1984 que los chilenos tenían depositados en el exterior entre 5.000y
8.000 millones de dólares.

E! Banco Central intensificó su política de subsidios hacia el sector financiero, a


través del mecanismo del dólar preferencial. Este permitió que las empresas
endeudadas en dólares siguieran pagando sus compromisos a 50 pesos por
dólar, mientras el precio de la divisa estaba liberado o en alza. Además, el
instituto emisor comenzó a comprar a la banca los créditos irrecuperables, la
llamada cartera vencida. A su vez, el sector financiero se comprometía a
recomprar esos créditos al Banco Central, con las utilidades que fueron
obteniendo a lo largo del tiempo. Este último sistema implicó, primero, que el
gobierno prefirió auxiliar a los bancos antes que a los sectores productivos.
Adicionalmente, que la banca dispusiera de un crédito a larguísimo plazo.

Siete años después, el régimen militar aumentó la ayuda al sector financiero


permitiendo que la recompra de la cartera vendida al Banco Central no tuviera
plazo. Es decir, que los bancos devolvieran lo cuantiosos recursos facilitados por
"Moya" -todos los chilenos- en un plazo indefinido. Antes de la promulgación de
esta norma, en 1989, tres de los principales bancos privados de la plaza
necesitaban no menos de 60 años para recomprar estos créditos.

Ni siquiera estas medidas lograron restaurar la confianza. El gabinete de la


devaluación, bautizado como "de la esperanza", fue reemplazado a fines de
agosto de 1982. Pinochet llamó a un economista doctorado en Chicago, Rolf
Lüders, ex gestor del conglomerado de Javier Vial, para los cargos de Hacienda
y Economía simultáneamente. El gobernante creía que una persona dotada con
poderes especiales-tal como los tuvo Cauas en la recesión anterior-, que
provenía del mayor grupo económico y que había criticado los costos del ajuste,
era capaz de devolver la fe en el modelo.

El economista Hermógenes Pérez de Arce calculó que los depósitos de chilenos


en la banca occidental eran de 5.000 millones de dólares. La agencia de
noticias alemana DPA estimó entre 7.000 y 8.000 millones de dólares la fuga de
capitales chilena de 1978 a 1982. Otro estudio consideró que la fuga de
capitales chilenos entre fines de los 70 y comienzos de los 80 fue de menos de
1.000 millones de dólares.

Lüders nombró a Carlos Cáceres presidente del Banco Central. Cáceres había
sido director de la Escuela de Negocios de Valparaíso y organizador de la
reunión "cumbre", que los neoliberales agrupados en la Sociedad Montt Pelerin
realizaron en 1981 en Viña del Mar Lüders quiso mantener el dólar libre, pero
su intento no duró más de dos semanas ante el drenaje de divisas. Debió
rehacer el camino del dólar controlado, variando según la inflación. Era la
cuarta modificación de la divisa en tres meses.

Las frecuentes oscilaciones provocaron en ése momento el nacimiento del


mercado paralelo del dólar en el centro de Santiago. El mercado negro
callejero, caracterizado por el "compro dólares" que voceaban los vendedores
-jamás han ofrecido "vendo dólares"- tendría una prolongada vida.

El biministro se mostró pragmático. Quiso tranquilizar a los agricultores al


establecer la banda de precios para el trigo. Dictó una ley antidumping, para
proteger a los industriales de la competencia desleal desde el exterior.

En octubre el Ministerio del Interior creó el Programa Ocupacional para Jefes de


Hogar (POJH), un nuevo subsidio de emergencia para intentar aminorar el
desempleo. En tres meses acogió a 103.000 cesantes. Partió con una
asignación para cada obrero de 4.000 pesos, la que era 23 por ciento inferior al
ingreso mínimo de la época. Trece meses después, en noviembre del 1983,
228.000 jefes de hogar estaban en este programa.

El terremoto financiero

La falta de crédito externo llevó en 1983 al equipo económico a firmar el primer


gran compromiso-del período con el Fondo Monetario Internacional (FMI). A
cambio de préstamos por 900 millones de dólares, Lüders quería ofrecer un
certificado de buena conducta a la banca acreedora.

Trimestralmente, economistas del FMI comenzaron a venir a Chile, alojando en


el Hotel Carrera y trabajando en una pequeña oficina del Banco Central, para
efectuar una acuciosa revisión de las cuentas nacionales. El país debía cumplir
estrictas metas de reducción del déficit fiscal, de baja inflación, de reducciones
de salarios de los trabajadores del sector público y de disminución del crédito
interno. La estrategia del FMI en Chile fue similar a la que aplicó en otros países
latinoamericanos: poner a dieta a la economía, para que adelgazara
rápidamente y se acostumbrara a un statu quo con menores créditos. Si Chile
no pasaba el examen, no había certificado ni, por supuesto, nuevos préstamos
ni renegociación de la deuda externa.

La diferencia con lo ocurrido en otros países es que el FMI casi no negoció con
Chile. El equipo económico de Chicago compartía plenamente sus puntos de
vista.

El 13 de enero de 1983, Lüders anunció un terremoto en la banca nacional.


Criticando la concentración de los grupos,  el biministro que había sido brazo
derecho del mayor conglomerado económico del país, intervino al sistema
financiero.
Con esto, en sólo18 meses el gobierno había intervenido a 20 entidades, para
impedir el derrumbe del corazón del modelo, el sistema financiero.

Tres instituciones fueron liquidadas: el Banco Hipotecario de Chile (BHC, del


grupo Vial), el Banco Unido de Fomento (BUF, del grupo Cruzat y presidido por
el ex ministro de Economía Pablo  Baraona) y la Financiera Ciga (del grupo
Marín). Dos quedaron bajo inspección: el Banco Nacional (del grupo de
Francisco Javier Errázuriz) y el Banco Hipotecario y de Fomento (BHIF, grupo
Soza Cousiño). Quedaron intervenidos: el Banco de Chile (el mayor del sector
privado, del grupo Vial), el Banco de Santiago (el segundo del sector privado,
del grupo Cruzat, presidido por el ex ministro de Hacienda, Jorge Cauas), la
Colocadora Nacional de Valores (grupo Cruzat) y los bancos Concepción e
Internacional.

Automáticamente, todas las empresas relacionadas con los cinco bancos


intervenidos quedaron en el "área rara", es decir, sin dueño conocido.

La intervención arrastró a los fondos mutuos y a cientos de empresas de los


grupos afectados. Los bancos de Chile y Santiago -se descubrió posteriormente-
tenían comprometidos en créditos riesgosos 633 por ciento y 513 por ciento de
su capital, respectivamente. A su vez, el Chile tenía 17,9 por ciento y el
Santiago un 49,3 por ciento de todos sus créditos concedidos a empresas
relacionadas, es decir de los mismos conglomerados.

En el tránsito crítico de un año y medio, los Chicago boys debieron intervenir al


sector productivo y financiero en una medida ambiciosa, incluso para un
programa socialista de estatización. La diferencia es que los economistas
neoliberales recurrieron al quirófano estatal -no sin pugnas y debates internos-
para mantener la estabilidad de un régimen autoritario. En cierto modo,
durante 1983 repitieron parte de la experiencia realizada a mediados de los
años 70. El "saneamiento" del sector consistió, nuevamente, en una
rearticulación de los grupos y conglomerados hegemónicos, aunque con otros
énfasis, aprendidos del fracaso de 1983. La primera etapa del proceso terminó
con sus principales protagonistas en la cárcel: Rolf Lüders, Javier Vial y Boris
Blanco, este último superintendente de Bancos, junto con una do- cena de
ejecutivos. ·

Si el paso de Lüders por el centro penitenciario de Capuchinos fue escandaloso


para el régimen, más todavía lo fue la detención de Blanco. Llevaba ya tres
horas bajo arresto, cuando el gobierno comunicó que aceptaba su renuncia al
cargo. Blanco fue acusado de haber estado en conocimiento de las operaciones
del Banco Andino en Panamá, del cual era director, cuando esta institución
prestaba recursos sin suficientes garantías a empresas de "papel" del grupo
Vial. A su vez, el Banco Andino captaba recursos del Banco de Chile. Esta última
institución absorbió las pérdidas del Banco Andino, 107 millones de dólares.
Este último banco, considerado años antes como un ejemplo del dinamismo del
sector financiero chileno porque podía operar en el exterior, fue finalmente
liquidado.

El derrumbe de los dos principales conglomerados de la economía chilena


(Cruzat Larraín y Vial) no se debió a los efectos de la recesión sobre el sistema
financiero. Prueba de ello fue la situación sana que exhibía el Banco del Estado
y el menor deterioro que, entre la banca privada, tenían las instituciones
extranjeras. Sus causas se remontan al origen y formación de los grupos, a sus
estrategias de expansión y la liberalización del sector financiero en 1975.       ·

Los grupos, rearticulados en el período del shock sobre la base del acceso fácil
al crédito interno y externo, que les permitía adquirir las empresas en
privatización, iniciaron su expansión con el control del sector financiero. Las
elevadas tasas de interés internas permitieron a los conglomerados adquirir la
propiedad de nuevas empresas a través  de los bancos.    

El economista José Pablo Arellano calculó, aplicando los intereses


correspondientes, que si alguien pidió 100 pesos a fines de 1975, a fines de
1983 debía en moneda de igual valor 815 pesos. En cambio, el que depositó
100 pesos en un banco, entre las mismas fechas, recibió después de ocho años
225 pesos. Descontando los intereses que recibió el depositante, el costo del
encaje que cobró del Banco Central (depósitos que los bancos deben hacer
como medida de precaución), a la institución financiera le quedaron 490 pesos
en ocho años. ¿Qué se hizo con ellos?

-Una pequeña parte de esto sirvió para financiar los costos de operación del
banco o financiera y remunerar los riesgos de la intermediación; el resto
permitió financiar la compra del banco y la expansión del grupo, dijo Arellano.

Para esquivar las normas sobre concentración patrimonial, los grupos formaron
empresas de "papel", que captaban préstamos del sistema financiero, pese a
que no eran más que una ficción jurídica. Estas empresas, a su vez,
controlaban una parte de la propiedad de las empresas "con chimenea", es
decir las de carácter productivo. Algunas de las empresas de "papel" tenían su
sedé en pequeñas oficinas en los edificios de los paseos Ahumada y Huérfanos,
en Santiago, con uno o dos empleados. En ocasiones, funcionaban varias en
una misma dirección.

Los grupos realizaron también operaciones triangulares para prestarse recursos


a sí mismos, a través de empresas y bancos armados en el exterior. Usaron
métodos de administración centralizada para sus operaciones, concentrando las
empresas en holdings por sectores. Efectuaron compras cruzadas para
aumentar su control patrimonial en diferentes sociedades: una empresa
compraba acciones de otra, del mismo grupo, aunque la segunda fuera
accionista de la primera.
El control de los fondos mutuos y compañías de seguros les permitía captar
directamente de los ahorrantes más recursos. La concentración avanzó con
rapidez, gracias también al endeudamiento con el exterior de los grupos. La
deuda externa del sector financiero se incrementó de 923 millones de dólares
en 1974 a 14.986 millones de dólares en 1982  en moneda comparable. En
vísperas de la crisis del sector financiero, la banca privada era responsable de
un 86,8 por ciento de la deuda  externa  total chilena.

Con datos de 1978, Femando Dahse estimó el patrimonio del grupo Cruzat-
Larraín en 1.000 millones de dólares y que éste participaba en la propiedad de
109 empresas, controlando la gestión de 85. A su vez, calculó el patrimonio del
grupo Vial en 520 millones de dólares y que éste participaba en la propiedad de
65 sociedades, de las cuales controlaba 61.

De acuerdo con los balances de 1979, el grupo Vial sobrepasó ese año al de
Cruzat-Larraín. Extendió su imperio sobre 96 empresas, entre  productivas, del
sector  financiero  y  de  "papel",  con activos consolidados por 3.100 millones
de dólares. Cruzat-Larraín controlaba en esa fecha sobre 115 empresas, con
activos consolidados por 2.566 millones de dólares, según el investigador
Patricio Rozas.   Ambos habían extendido sus operaciones hacia el extranjero:
Vial a Panamá, a través del Banco Andino, y Cruzat Larraín a España, por
intermedio del Banco de Credos.

Aunque Vial alcanzó más poder económico –después de todo controlaba el


Banco de Chile, el mayor del sector privado- su grupo tuvo una áspera relación
y hasta conflictos puntuales con el aparato político del régimen. Este error le
sería fatal y, sin duda, contribuyó a que cayera en la cárcel. Cruzat, en cambio,
aunque también quebró y perdió la mayor parte de sus empresas, -como las de
Vial pasaron a manos de las juntas de acreedores- nunca estuvo detrás de las
rejas. Es comprensible. Sus principales ejecutivos pasaban con regularidad
desde sus cargos en el sector privado al aparato gubernamental o viceversa.
Entre ellos, los ex ministros Pablo Baraona, Jorge Cauas, José Piñera y Alfonso
Márquez de la Plata.

También influyó la actitud diferente de ambos grupos frente a la intervención


estatal. Mientras el conglomerado de Cruzat Larraín se allanó a negociar la
entrega de sus empresas, Vial intentó resistir por la vía judicial, sin éxito. El
grupo Cruzat-Larraín logró quedarse con 8,57 por ciento de sus bienes y por un
plazo de 10 años a partir de 1984 participó en la administración del resto de
sus empresas. Vial perdió la mayoría de sus empresas y cuando salió de la
cárcel se dedicó a los negocios menores y consultorías.

La irrupción de las protestas

Un mes después del terremoto financiero, Lüders fue abrupta y


sorpresivamente sacado de su cargo por el general Pinochet, cuando estaba
iniciando la primera renegociación de la deuda externa. La salida de Lüders fue
un intento de endosarle a él la responsabilidad  por los costos sociales y
políticas de  la intervención.

Carlos Cáceres asumió en Hacienda y el empresario Manuel Martin en


Economía. El primer plan que aplicaron ambos, de corte más pragmático, se
basó en el aumento de los aranceles al 20 por ciento parejo, en la aplicación de
impuestos adicionales y en una política de financiamiento de la vivienda para
terminar con el stock de casas sin vender. Su alcance fue limitado y las disputas
de Cáceres con Martín y el economista Luis Escobar -asesor del ministro-,
proclives a atender las demandas empresariales, desmoronaron la armonía.

La irrupción de las protestas sociales, el 11 de mayo de 1983, mostró la


envergadura del daño social acumulado por la política económica. La
Confederación de Trabajadores del Cobre (CTC), el más poderoso organismo
sindical, convocó a una huelga general, que después aminoró por el de un
llamamiento a golpear las cacerolas. La enorme acogida que tuvo la primera
protesta, fue tan molesta dentro del régimen como la forma de demostrar el
descontento: la misma que usó la oposición al gobierno de la UP.

Cuando ocurrió la primera protesta había 1.390.000 personas desempleadas,


considerando a los trabajadores del PEM y del POJH. Entre agosto y
septiembre, poco después de que el general Pinochet desplegó en Santiago
18.000 soldados, en su mayor parte traídos de guarniciones y regimientos de
provincias, para impedir otra protesta, los desocupados en la Región
Metropolitana, incluyendo al PEM y POJH, eran cerca de 571.000 personas. En
septiembre de 1983 los desocupados a nivel nacional  ascendían a 1.445.00
personas, incorporando al PEM y POJH.       
Historia de los Chicago Boys (cap. 6)

La recuperación de la crisis: un paréntesis a la ortodoxia


Manuel Délano Hugo Traslaviña (*) 07/07/2021 - 06:00

Mujeres protestan contra la dictadura. Foto de Nelson Muñoz Mera.

El ex embajador del gobierno militar y presidente del derechista Partido Nacional en tiempos
de la Unidad Popular, Sergio Onofre Jarpa, llegó al Ministerio del Interior en agosto de 1983
para terminar con las manifestaciones masivas de descontento. Su debut fue con la protesta
de mayor alcance ese año y también la más violentamente reprimida. Dieciocho mil
soldados en las calles de Santiago dejaron un saldo de 27 muertos y decenas de heridos.

Fue un estreno violento. Para el gobierno militar era esencial en esta etapa
ahogar la efervescencia social y ganar tiempo, mientras se distribuían los costos
de la recesión.

Hernán Felipe Errázuriz, entonces presidente del Banco Central, y el ministro


Carlos Cáceres habían firmado en Nueva York los protocolos de la primera
renegociación de la deuda externa. Consistió en que la República de Chile
reconoció como suya la deuda externa contraída en su mayor parte por grupos
económicos privados. Los costos por los errores cometidos anteriormente
fueron traspasados a Chile en un documento en inglés, que Cáceres y Errázuriz
firmaron en las oficinas del Manufacturers Hanover Trust. Este banco
norteamericano encabezó el Comité de los Doce, que representaba a la banca
acreedora.

Por intermedio de este comité, los 611 bancos acreedores otorgaron a Chile un
crédito de 1.300 millones de dólares. Postergaron las amortizaciones de la
deuda externa y se restablecieron las líneas de créditos de corto plazo, que se
usan para financiar el comercio exterior. Pero formularon exigencias: la
normalización de las empresas que pertenecían a los conglomerados y que se
encontraban entonces en poder de los bancos intervenidos. Pidieron además
una extensión de la repactación de las deudas y mayor ayuda al sector privado.
La principal prioridad del comité fue que Chile cumpliera el programa de ajuste
diseñado por el Fondo Monetario Internacional.

La presión de la banca acreedora estaba destinada a impedir que parte del


costo de la recesión recayera sobre ella. El gobierno adoptó con entusiasmo
esta política. Por ejemplo, al repartir las pérdidas de los bancos que fueron
liquidados (el BUF y el BHC), los acreedores externos fueron privilegiados:
recibieron el ciento por ciento de sus fondos, mientras a los depositantes
nacionales les fue reconocido poco más del 70 por ciento de sus ahorros.

Más allá de la necesidad de renegociar la deuda externa, lo cierto es que esta


acción no fue producto de un consenso nacional ni, menos, sus antecedentes
conocidos previamente. Una de las decisiones del gobierno militar que más
compromete el futuro de la sociedad chilena fue tomada con el concurso
decidido de los Chicago Boys y el general Pinochet.

Jarpa llega al gabinete de


Pinochet.

La aceptación por parte del gobierno de que los costos provocados por la ruina
de los grupos debían ser asumidos por todos los chilenos llevó a la aplicación
de un principio contrario a la teoría neoliberal: mientras las ganancias eran
privadas, las pérdidas eran socializadas. Esta concepción no obedeció
precisamente a un acto de pragmatismo, sino a la necesidad de preservar las
transformaciones neoliberales y, desde luego, al deseo de darle estabilidad al
régimen.

El plan político de Jarpa se propuso dividir a la oposición que participaba en las


protestas-unida a través de las organizaciones sociales- y corroer la base social
del descontento. Para el primer objetivo, le fue útil el diálogo que abrió con la
recién constituida Alianza Democrática (AD), integrada originalmente por cinco
partidos, entre ellos la Democracia Cristiana y el Partido Socialista de Ricardo
Núñez. Poco después se constituyó el Movimiento Democrático Popular (MDP),
con el concurso, entre otros, de los partidos Comunista y Socialista de
Clodomiro Almeyda. Para cumplir con su objetivo, Jarpa requería terminar con
el predominio de los Chicago Boys y de sus políticas contractivas dentro del
gabinete ministerial.

La Iglesia Católica fue el puente para el diálogo. De hecho, la primera reunión


se realizó en la casa del arzobispo de Santiago, cardenal Juan Francisco Fresno.
Pinochet terminó el Estado de Emergencia, que regía ininterrumpidamente
desde1973 y permitió el regreso de algunos exiliados, entre ellos los dirigentes
demócratas cristianos Andrés Zaldívar y Renán Fuentealba.

Fue un breve intervalo primaveral, combinado con represión. En las protestas


contra el aniversario del 11 de septiembre de 1973, fue arrestado Patricio
Aylwin, entonces consejero nacional de la DC, por defender a su hijo Miguel
Patricio de la policía.

Las demandas de la AD, que incluían la renuncia de Pinochet, un gobierno


provisional de 18 meses y elección de una asamblea constituyente, no fueron
admitidas por el gobernante. Pero, entretanto, el régimen sorteó la primavera y
el verano. Las protestas fueron diluyéndose y quedaron restringidas a los
barrios periféricos de las grandes ciudades y a los sectores sociales más
organizados. Sólo muy esporádicamente volverían a ser golpeadas las cacerolas
hasta el fallido "año decisivo" en 1986.

Después de una intensa guerrilla interna en el  gobierno, en abril  de


1984, Pinochet retiró a  Cáceres del  gabinete para dar paso a los aliados de
Jarpa. Modesto Collados, empresario de la construcción, asumió como ministro
de Economía  y  Luis  Escobar Cerda en Hacienda. Fue el período de mayor
declinación de los Chicago boys. Sus más conspicuos representantes
comenzaron a retirarse del gobierno.

Quedaban sólo los más discretos y con capacidad de acomodo. Hernán Büchi,
quien después de una fatigosa carrera por distintas reparticiones había sido
nombrado, en agosto de 1983, ministro director de Odeplan, el refugio natural
de los economistas jóvenes de Chicago. El arribo de Escobar significó el
desplazamiento de Büchi hacia el cargo de superintendente de Bancos.    

Escobar, el quinto ministro de Hacienda desde la recesión en una cartera que


antes sólo fue ocupada por tres personas, debió enfrentar abierta y
soterradamente a los Chicago Boys, que estaban replegados, a la espera de
una nueva oportunidad. Sus intentos de imponer impuestos adicionales a los
bienes de consumo y de postergar la reforma tributaria fueron rechazados por
la Junta de Gobierno. Polemizó incluso con el ministro Collados y con los
opositores.        
Así como Lüders había reconocido la responsabilidad de los errores económicos
en la crisis, Escobar admitió la tasa de desempleo incluyendo al PEM y POJH.
Aunque los índices mejoraron, la crisis era patente, especialmente en los
sectores de menores ingresos: en 1984 el Comité Permanente del Episcopado
pidió adoptar medidas de emergencia para enfrentar el hambre.

El ministro Escobar impulsó una política más expansiva, con dosis importantes
de pragmatismo. Para financiar su política reactivadora, Escobar aplicó
sobretasas arancelarias a 200 artículos considerados prescindibles. Permitió el
blanqueo de capitales, para intentar que retomaran al mercado parte de los
dólares fugados. Devaluó, afectando las remuneraciones y precios, para
fomentar las exportaciones.    .

Aunque la economía creció, por primera vez desde 1981, durante el paso de
Escobar el incremento del PGB no fue más que una recuperación de parte del
terreno perdido. El ministro no pudo resolver la principal contradicción del
modelo en ese momento: cualquier expansión significaba desajustar las cuentas
externas y salirse de los marcos impuestos por el FMI. No era posible reactivar
sin terminar el ajuste. El nuevo ministro de Hacienda, Hernán Büchi, se encargó
de ambas tareas desde que asumió en febrero de 1985.

Jarpa se retiró del gobierno junto a Escobar. Había logrado que el régimen
pasara su mayor crisis. Quien había llegado al gobierno como el hombre de la
apertura se fue cuando estaba de nuevo envión del Estado de Sitio, con la
clausura de cinco revistas (Análisis, Apsi, Cauce, La Bicicleta y Pluma y Pincel),
de un periódico (Fortín Mapocho) y censura previa a revista Hoy; restricción a
las informaciones; decreto de expulsión al ex vicario de la Solidaridad, Ignacio
Gutiérrez; detención y relegación de dirigentes sociales.

Las políticas de Büchi

Casi desconocido para la opinión pública, Büchi fue el arquitecto de diversas


medidas de los Chicago Boys. Las Isapres, el Código de Minería, el traspaso de
los préstamos que los bancos no podían recuperar al Banco Central, fórmulas
de ayuda para los deudores bancarios, tenían en parte su sello. Estas iniciativas
coincidían en un aspecto esencial: buscaron fortalecer al sector privado a costa
del Estado.

Un grupo de los economistas neoliberales de la nueva generación, formados


durante el gobierno militar, lo acompañó en puestos claves. Dos de ellos, Juan
Andrés Fontaine y Cristián Larroulet, serán después estrechos colaboradores en
su comando electoral.

El primer anuncio de Büchi -bajo Estado de Sitio- fue un plan de ajuste en que
combinó una devaluación y rebaja de aranceles, dos medidas que estimulaban
a las exportaciones, y una rebaja del déficit fiscal. Ángel Fantuzzi, presidente de
la Asociación de Industriales Metalúrgicos (Asimet) reprochó entonces a Büchi:
"Se está aplicando una política de ajuste recesivo", dijo. Y añadió: ·

-Como la gente va a consumir menos, la industria venderá menos. Además, la


rebaja del déficit fiscal significa que va a haber menos gasto fiscal y, por lo
tanto, menos demanda y el producto caerá.

El apoyo a las exportaciones y la reducción del déficit fiscal fueron constantes


en el período de Büchi. Estas políticas, conocidas como de "ajuste estructural"
eran preconizadas entonces por el Banco Mundial. Su objetivo fue aumentar el
ahorro y la inversión y provocar un nuevo vuelco del aparato productivo hacia
los mercados externos.

La economía creció a tasas satisfactorias y logró restaurar la confianza de los


empresarios. El ministro perfeccionó los cambios estructurales emprendidos
desde 1973 en adelante, con mayor pragmatismo que el de los Chicago Boys
que lo precedieron.

Consiguió una disminución del desempleo a niveles de un dígito, excluyendo al


empleo informal. La inflación se mantuvo baja. Además, aumentaron y se
diversificaron las exportaciones. El déficit fiscal fue reducido, incluso en el
primer año de su gestión, cuando ocurrió el terremoto del 3 de marzo de 1985,
pese a las evidentes necesidades de reconstrucción. Algunas empresas
mejoraron su rentabilidad, entre otras cosas porque fueron favorecidas por una
reforma legal que les rebajó los impuestos. Logró postergar hasta 1991 - para
el próximo gobierno- el problema de la deuda externa; anticipó pagos de ésta,
pese a que todo indicaba que debía bajar de valor en el futuro; redujo la deuda
externa a través de las operaciones de canje de deuda por cápita con el
resultado de transnacionalizar los sectores más dinámico Todo esto,
probablemente, no lo podría haber hecho el ministro Büchi, sin el alza
extraordinaria del precio del cobre y de otros productos de exportación. El
primer año de Büchi en Hacienda el precio del cobre promedio fue de 64,3
centavos de dólar por libra y en abril de 1989, cuando abandonó el cargo, el
promedio del año era de 149,6 centavos de dólar por libra.         .

La administración de Büchi estuvo dirigida, en definitiva, a sentar sobre bases


más duraderas las transformaciones emprendidas desde 1975. Su esfuerzo
representó el más coherente intento de consolidar el nuevo tipo de economía
por el que lucharon los Chicago Boys: patrimonialmente concentrada, con
predominio del sector privado, abierta al exterior y sustentada en sus recursos
naturales.

La economía de las personas se mantuvo deprimida, especialmente tomando en


cuenta el año punta que el modelo tuvo en 1981. Büchi mantuvo la aplicación
de las normas de austeridad fiscal que, de hecho, impedían aumentar la
dotación de personal y !a compra de equipos e insumos para la atención al
público.

Durante su gestión, la economía creció a una tasa promedio del 5,3 por ciento
y, sin embargo, el índice general de sueldos y salarios se recuperó sólo 2,6 por
ciento. En diciembre de 1988 los sueldos y salarios estaban 7,7 puntos por
debajo del nivel que este índice registró en 1981.

Así y todo, el  ministro Büchi siguió adelante con las políticas restrictivas,
excediéndose incluso de los mínimos impuestos por el FMI. En vez de usar los
pequeños márgenes de déficit fiscal permitidos (de entre 1,5 y 0,5 por ciento
del PGB), produjo superávit en las cuentas del sector público no financiero. A
diferencia de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos, que discutían con el
FMI para disminuir el costo social y político del ajuste a la restricción externa, el
ministro de Hacienda chileno iba más allá de lo que pedía el organismo
internacional.

Podía hacerlo. Tenía condiciones políticas para ser más neoliberal que el
FMI.       .           ·

(Büchi también tuvo un ambiente político favorable para escamotearles un 10,6


por ciento de reajuste legal que les correspondía a los pensionados, a mediados
de 1985}.

Nunca más se devolvió a los jubilados esta cantidad, prácticamente usurpada.

También tuvo inspiración büchista un artículo dentro de una ley miscelánea,


dictada por él a fines de 1988, que restringió el subsidio maternal a la mujer
embarazada.

La reducción del gasto fiscal agravó los efectos de las tendencias regresivas en
la distribución de ingresos, que venían manifestándose desde la década
anterior. Algo análogo provocó la rebaja de impuestos directos a los altos
ingresos. Mientras en 1984 el sector público participaba con una tasa de
consumo de 14,4 por ciento en el PGB, en 1988, al final del período del ministro
Büchi, disminuyó al 10,2 por ciento. Simultáneamente, el consumo privado cayó
de 73 por ciento a 66,1 por ciento.

El endeudamiento interno fue en Chile postergado hacia el futuro, al igual que


los compromisos con la banca acreedora. A ello contribuyeron en forma decisiva
el Banco Central y la Tesorería. Un estudio elaborado por Cieplan enumeró 18
formas de ayuda del Banco Central, tanto al sistema financiero como a los
deudores productivos, en dólares e hipotecarios, además de diversas
condonaciones de multas e intereses entre 1981 y 1985. Todos estos subsidios,
renegociaciones y reprogramaciones, más las pérdidas por las liquidaciones de
bancos, significaron un desembolso cercano a los 4.700 millones de dólares al
Banco Central.

A su vez, el Central traspasó a la Tesorería estas pérdidas y a cambio recibió


pagarés equivalentes a esa suma. Hasta 1989, el Banco Central no había
servido su deuda, limitándose a capitalizarla. Vale decir, aumentándola a cerca
de 7.000 millones de dólares y postergando una solución.

Uno de los problemas que se derivan de estas situaciones es que los


compromisos asumidos por el sector público comprometerán en forma
significativa las políticas fiscal y monetaria en el futuro. La forma en que a
través de tales políticas se paguen las pérdidas definirá su distribución. El
Banco Central tendrá que servir las deudas externa e interna y como no genera
recursos propios deberá obtenerlos del resto de la economía. Vale decir, para
servir estas deudas tendrá que restringir los recursos financieros netos
proporcionados a los sectores público y privado. Por su parte, la política fiscal
estará limitada por el servicio de la deuda asumida por la Tesorería y por el
menor crédito neto del Banco Central.

Empresas en venta

Durante el período de Büchi se realizó una segunda gran ola privatizadora de


empresas por parte del gobierno militar. La política de privatización apuntó
hacia dos objetivos simultáneamente y fue coherente con las recomendaciones
del Banco Mundial y del FMI. Por una parte, devolvió al sector privado las
empresas y bancos que estaban en el "área rara" después de la intervención de
los grupos económicos. Por otra, enajenó empresas estatales después de
dejarlas en manos de la Corfo.

Uno de los cambios respecto de las privatizaciones de 1975 fue el uso del
mecanismo llamado de "capitalismo popular". En teoría, el sistema debía
cumplir  tres metas. Desconcentrar  la propiedad al difundirla, dar estabilidad
futura al sistema capitalista con el concurso de los trabajadores y tranquilizar a
los uniformados, preocupados por un eventual retorno de los grupos
económicos. La trilogía de objetivos son, en el fondo, las lecciones que
aprendieron los Chicago Boys de la concentración patrimonial que provocó la
primera venta masiva de empresas.

En términos prácticos, sin embargo, el "capitalismo popular" es un mecanismo


de capitalización sobre la base de recursos aportados por pequeños
inversionistas para el beneficio de grandes grupos empresariales, quienes
pueden controlar la gestión de las instituciones aportando un mínimo de capital.

De hecho, en ninguna de las mayores privatizaciones los "capitalistas


populares" han logrado un control de la empresa. Al menos, esto sucedió con la
vuelta al sector privado de las AFP Provida y Santa María. En cambio, en el caso
de los Bancos Chile y Santiago, el propósito desconcentrador se cumplió a
cabalidad. Persistía, sin embargo, el peligro de que en el futuro la experiencia
pudiera distorsionarse con el intento de normalización patrimonial que seguía
pendiente en ambas instituciones.

Una proporción significativa de los capitalistas populares estuvo formada por


personal de las fuerzas armadas. En el caso de la Empresa Nacional de
Electricidad (Endesa), un 21 por ciento de las acciones privatizadas quedó en
manos de los uniformados, al· 30 de diciembre de 1988 (de ese porcentaje, el
32 por ciento era del Ejército; el 47por ciento de la Armada; el 20 por ciento de
la Fuerza Aérea y el 1 por ciento de Carabineros). Un seis por ciento de las
acciones de la Compañía de Teléfonos fue adquirida también por personal de
las fuerzas armadas (54 por ciento del Ejército; 17 por ciento de la Fuerza·
Aérea; 22 por ciento de Carabineros y 7 por ciento de la Armada).Se estima
que alrededor de 30 mil uniformados participaron en el "capitalismo popular",
del total de 250 mil personas que compraron acciones.

La privatización de empresas públicas mientras Büchi fue ministro de Hacienda


alcanzó proporciones elevadas. Entre 1985 y mediados de 1988, treinta
empresas públicas fueron privatizadas, con un patrimonio cercano a los 2.800
millones de dólares.

Irrumpen las protestas. Foto de Nelson Muñoz Mera.

Entre las que fueron incluidas hubo algunas consideradas "estratégicas" en el


pasado (CAP, Enaex, Entel, Iansa y Soquimich). Entre 1986 y 1987 la Corfo
recibió 500 millones de dólares por la venta de empresas. Se estimó que en
1988 los ingresos por este concepto fueron unos 400 millones de dólares y para
1989 se preveía una cifra que oscilaría entre 300 y 350 millones de dólares.

A pesar de la amenaza opositora de que en el futuro se revisarían las


privatizaciones hechas después del referéndum de 1988, las ventas siguieron
en aumento. El proyecto de ley del Estado Empresario fue el remache final a
esta política en 1989, en las postrimerías del gobierno militar. La iniciativa
incluyó 20 empresas (entre las más importantes, la Empresa Nacional del
Petróleo, la Empresa Portuaria de Chile, Empresa de Ferrocarriles, Empresa de
Correos, Empresa de Comercio Agrícola y la Polla Chilena de Beneficencia) que
en un plazo de seis meses deberían transformarse en sociedades anónimas, el
primer paso para una privatización.

La ofensiva de último minuto consideró también la venta de dos canales de


televisión, la entrega de concesiones al sector privado en UHF y el traspaso del
diario La Nación. El Banco del Estado, el más sano del sistema financiero,
también iba a ser privatizado parcialmente. Codelco Chile estaba excluida. Pero
había interés en traspasarla en parte. El ex ministro José Piñera señaló:

- Sería deseable que en el año 1993, por ejemplo, un 30 por ciento de Codelco
estuviera en manos de unos 100.000 chilenos

El proceso de privatización se caracterizó por la ampliación constante de las


metas propuestas, a medida que se vendían paquetes accionarios. Recibió
fuertes críticas y hasta motivó movilizaciones sociales en su contra por la falta
de transparencia, por los negocios oscuros que encerró, pero- sobre todo- por
las pérdidas que reportó para el patrimonio público. Aun así, y pese a la
defensa que los opositores hicieron de las empresas estatales, el proceso fue
llevado a cabo.

Para tentar a los trabajadores a comprar acciones hubo incentivos monetarios:


podían adquirir títulos con sus fondos de indemnización, recibiendo una parte
en efectivo. El caso más conocido, aunque no el único, en que los trabajadores
se quedaron con la propiedad, es el de la Empresa de Computación (ECOM).

Aplicando tres métodos de cálculo diferentes, un estudio concluyó que el


subsidio implícito en las privatizaciones de 1986 y 1987 fue del orden de 600
millones de dólares. Es decir, la gestión de Büchi habría significado en dos años
pérdidas por 600 millones de dólares desde el punto de vista de la enajenación
de activos públicos.

Más aún, entre 1990 y1997 las arcas públicas dejarían de recibir entre 100 y
165 millones de dólares anuales en promedio. Esto, debido a que las empresas
en manos privadas dejarían de aportar utilidades al erario nacional. Si el
impacto de esta medida se combina con el déficit generado por la Reforma
Previsional y la Reforma Tributaria -considerando, además, la disminución del
IVA en vísperas del plebiscito y otras reducciones de impuestos- el efecto
restrictivo sobre el presupuesto público se acercará a 2.500 millones de dólares
en el período.
Los casos más controvertidos de ventas fueron el de la CAP y Soquimich, según
múltiples denuncias periodísticas. Los adquirentes de la CAP, que tenía un
patrimonio estimado en 700 millones de dólares, compraron la mitad de la
compañía por 18,5 millones de dólares. Sólo entre 1986 y 1987 la CAP arrojó
utilidades por 46 millones de dólares. En el caso de la Sociedad Química y
Minera de Chile, los inversionistas tuvieron también elevadas ganancias. Las
primeras acciones fueron vendidas en 1984 a 20 pesos cada una. En 1988 se
cotizaban a 350 pesos cada una. El presidente de la empresa, Julio Ponce
Lerou, yerno del general Augusto Pinochet, fue presidente de Soquimich
cuando era estatal y, nuevamente, cuando la empresa se privatizó. Después,
durante la campaña para la elección presidencial, Ponce Lerou contribuyó al
financiamiento del candidato Hernán Büchi, el hombre clave en la política
privatizadora de los 80.

La nueva inserción

Un resultado sobresaliente del período Büchi fue la mayor integración de la


economía chilena con los mercados internacionales. Esto se ha expresado de
diferentes maneras. Desde el punto de vista del comercio exterior, por el
notable aumento del intercambio con otros países. La pujanza exhibida por Jas
exportaciones chilenas ha sido notable –especialmente de aquellas no
tradicionales-si se considera la desventaja objetiva que significa la distancia del
país respecto a sus principales mercados.

La inserción más estrecha de la economía chilena con el exterior ha obligado a


un notable avance en la modernización del aparato productivo y a una
renovación de la mentalidad empresarial. A fuerza de la libre competencia y de
las amenazas de insolvencia que abundaron en los años del cambio de las
reglas del juego, de 1975 a 1980, los empresarios debieron invertir en nuevas
tecnologías y modificar sus estrategias de penetración en los mercados.

Fue así como lograron elevar la calidad de sus productos y servicios,


desarrollando al mismo tiempo la vocación exportadora que hacia 1973 sólo
estaba presente en unas pocas grandes empresas.

Al mismo tiempo, dentro de las exportaciones hubo un incremento en los


embarques de productos industriales y mineros. En este último caso, influyó el
alza del precio del cobre que en1988 alcanzó un promedio anual de un dólar
con 18 centavos por libra. El crecimiento de las exportaciones agropecuarias,
forestales y del mar fue más lento pero sostenido, no obstante que corresponde
al sector que más se ha modernizado en el desafío exportador.

El aumento de las exportaciones en los años de aplicación del modelo de


Chicago se explica por la apertura de la economía al exterior que comenzó a
aplicarse en 1974 y se intensificó a partir de 1975. La baja de los aranceles
aduaneros provocó primero un fuerte remezón en el aparato productivo interno.
La competencia de las importaciones, en tanto, obligó a que la producción
nacional se adecuara a las exigencias de precios y calidad que aquellas
impusieron.

El resultado es que a comienzos de los 90 los empresarios chilenos estaban


persuadidos de que debían producir en función del nivel de calidad que
imponían los mercados externos. Esto, ya sea para defenderse de las
importaciones, o bien para asegurarse de que sus productos pudieran competir
con éxito en el exterior.

En los años más ortodoxos del modelo económico, las exportaciones no


alcanzaron a desarrollarse con el empuje que mostraron a partir de 1984,
cuando se hicieron las rectificaciones que quedaron pendientes desde la
recesión. Desde entonces los empresarios que abastecen mercados externos
han contado con apoyos obtenidos de las políticas: tipo de cambio alto, rebaja
de impuestos, aranceles bajos y subsidios. La política de promoción estatal se
concentró en los productos no tradicionales, sin ser vigorosa para otros
sectores, como la minería del cobre.

Por otra parte, ha sido escasa la preocupación para incentivar  un  mayor grado
de elaboración  nacional  de  los  productos exportados, lo que se llama el
"valor agregado". No obstante, tampoco es fácil hacerlo, si se tiene presente la
natural resistencia de los mercados de otros países para proteger a sus
productores locales, y el tiempo que tarda un exportador en ganar prestigio
como proveedor eficiente.

En el rubro exportador más exitoso durante el gobierno militar, las frutas, los
productores tardaron más de dos décadas en penetrar el mercado
norteamericano. Las inversiones realizadas en los años sesenta y setenta, la
especialización de agrónomos chilenos en Estados Unidos, la importación de
variedades de uva atractivas en ese mercado y la renovación empresarial en el
agro chileno, fueron determinantes. Estos requisitos, junto con la diferencia de
estacionalidad entre Chile y EE.UU., permitieron la formación de· un negocio
que, a fines de 1989, movía cerca de 800 millones de dólares en Chile.

El impacto negativo del boicot contra la fruta chilena de exportación en marzo


de 1989, por el supuesto hallazgo en el puerto de Filadelfia de dos granos de
uva envenenados, mostró la fragilidad del "milagro exportador". La dramática
situación social de los trabajadores temporeros de la fruta –más de cien mil
personas puso de relieve el lado gris de un sector con ventajas comparativas
reales. Sin afectar en forma ostensible su negocio y rentabilidad los
empresarios de la fruta podrían ofrecer mejores condiciones a sus trabajadores.
Al no hacerlo, ponen en riesgo este aspecto exitoso· del modelo de los Chicago
Boys.
El aumento de los embarques al exterior en el período del ministro Büchi tuvo
un techo determinado por la capacidad productiva ociosa; por el mejoramiento
de la infraestructura (puertos, caminos, comunicaciones) y, por supuesto, por la
aceptación de los bienes chilenos en otros mercados. En dos rubros de
exportación dinámicos de los últimos años, la manzana y uva, había crecientes
signos de proteccionismo en los mercados externos. El boicot a la fruta chilena
es posible que haya obedecido a este factor.

Transnacionalización de la economía

La llave para superar los cuellos de botella que amenazan la prolongación del
boom exportador fue la inversión. Durante el gobierno militar esta fue, en
promedio, cuatro puntos inferior a la registrada en la década de los sesenta. Su
expansión depende básicamente de la estabilidad que puede ofrecer la
democracia a los inversionistas locales y extranjeros.

La inversión foránea propiamente tal ha llegado a Chile al amparo del Decreto


Ley 600 y en los últimos años del gobierno militar por la vía de la conversión de
deuda externa en capital.

Esencialmente, el D.L.600 asegura un trato no discriminatorio al inversionista


extranjero frente al nacional. Además permite al inversionista foráneo repatriar
capital al cabo de tres años de internación en Chile y remesar en cualquier
momento las utilidades. Hay también ventajas tributarias para el inversionista,
que debe firmar un contrato con el Estado de Chile.

Desde un ángulo tributario, la legislación deja en desventaja al inversionista


nacional, esencialmente porque exime al foráneo de pagar impuestos a las
utilidades cuando está sirviendo deuda externa. Pese a ello, sólo legró atraer
cifras significativas en los últimos meses de gobierno de Pinochet, cuando el
cambio de régimen estaba cercano. A fines de 1989 resultaba evidente que los
inversionistas extranjeros veían con mayor serenidad que los empresarios
locales la evolución política y económica. No los inquietaban los agoreros
pronósticos de algunos empresarios chilenos ante la posibilidad del triunfo del
candidato opositor Patricio Aylwin.

A fines de 1989, las expectativas oficiales e independientes coincidían en


señalar que -si se mantenían las reglas del juego-era factible esperar
inversiones externas por cerca de 10.000 millones de dólares para los
siguientes seis años.

Un pronóstico del general Enrique Seguel, quien reemplazó a Büchi como


ministro de Hacienda cuando éste se retiró para meditar si sería candidato,
sostenía que las exportaciones aumentarían en 2.550 millones de dólares
desde1995 en adelante, considerando los proyectos de inversión en minería,
sector forestal y energía.
Aún más ventajoso para el empresario o financista foráneo era el mecanismo
de inversión en Chile a través de títulos de la deuda externa, el llamado capítulo
XIX. Esta operación permitía que residentes en el exterior compraran un pagaré
de la deuda externa chilena, que tenía un descuento sobre su valor nominal.
Con el producto de esta operación los inversionistas extranjeros podían comprar
empresas y activos en Chile. El inversionista extranjero -que en realidad no
invierte, sino que compra- se queda con la mayor parte del descuento.
Previamente, la operación con pagarés de la deuda debía estar autorizada por
el Banco Central. El inversionista que llegaba por Capítulo XIX podía repatriar
utilidades a partir del quinto año: Esto incluía las ganancias hechas durante los
cuatro primeros años, en una proporción de hasta 25 por ciento del monto
acumulado. Las repatriaciones más importantes de utilidades comenzaron en
1992, complicando a las cuentas externas de Chile.

A través del Capítulo XIX, la deuda externa chilena se redujo en 2.697,7


millones de dólares entre1985 y septiembre de 1989. A través del Capítulo
XVIII, otro mecanismo del Banco Central para bajar la deuda externa, ésta
disminuyó en 2.473,5 millones de dólares en el mismo período. El Capítulo
XVIII consistió, simplificadamente, en un sistema de reducción de deuda para
agentes nacionales, quienes se quedaban con la utilidad del negocio. El Banco
Central licitaba quincenalmente cupos de reducción de deuda, a los cuales
concurrían los bancos con dólares adquiridos en el mercado paralelo, lo que
explicó en parte el alza del dólar negro. El pagaré de la deuda se convertía
después en un activo local o se usaba para rescatar deuda interna.

En total, la disminución de deuda externa durante el período de Büchi alcanzó a


8.123,1 millones de dólares a través de cinco formas diferentes, según cifras
del Banco Central. De este monto, 4.282 millones de dólares correspondían a
deuda pública y 3.840,8 millones de dólares, a deuda privada.

Chile carecia en 1989 de una política de selectividad hacia la inversión


extranjera, para orientarla hacia algunos sectores o dar prioridad a ciertas
tecnologías.     ·

La operación del Capítulo XIX y de los proyectos de inversión se han centrado


en los sectores más dinámicos de la economía nacional: minería, fruticultura,
pesca, forestal y servicios. Inversionistas extranjeros han comprado total o
parcialmente empresas privatizadas por el Estado o licitadas del "área rara".

El fenómeno provocó una transnacionalización de la propiedad de numerosos


activos en los sectores claves de la economía. Una investigación detectó que en
1988 operaban en Chile 24 grupos económicos multinacionales. Para los
autores de ese trabajo, Patricio Rozas y Gustavo Marín, hay una
"sobrecogedora y preocupante desnacionalización de la economía chilena". El
origen de nueve de estos conglomerados se remonta a 1986.
Su operación es análoga a la de los grupos chilenos: "Empresas interrelaciona-
das y administradas centralizadamente a través de sociedades de inversiones
constituidas en holdings financieros''. No obstante, en 1989 estaban dejando
atrás a los conglomerados locales. Entre los mayores grupos multinacionales
que estaban afincados en Chile se encontraban:        ·

• Bankers Trust: AFP Provida , Consorcio Nacional de Seguros, Empresa


Hidroeléctrica Pilmaiquén .

• B.A.T.: Chiletabacos,  Evercrisp, Malloa, Deyco.

• Bin Mahfouz: Gaseo, Conafe, Vidrios Lirquén .

• Bond: Compañía de Teléfonos.

• Carter Holt Harvey: controla Forestal Arauco, Celco, cinco empresas


pesqueras, Copec, Abastible, Sonda, entre otras.

• Citicorp: Citibank, Atlas, Dinners.

• Schmidheiny : Minera del Pacífico, Pizarreño, Huachipato, Polpaico, AFP El


Libertador.

Los grupos multinacionales han desarrollado (en 1989) relaciones tanto con los
Chicago Boys, que les dieron paso, como con los uniformados. La mayoría de
las empresas anteriormente citadas no son nuevas inversiones o negocios. La
gestión de Büchi les abrió las puertas para comprar empresas, están
consolidadas y hoy (en 1989), a diferencia de los años 70, su significativa
presencia no es objeto de debate nacional.

Chile tiene ahora una estrecha -aunque marginal, por cierto- inserción en los
mercados internacionales. Las políticas de los Chicago Boys diversificaron e
incrementaron las exportaciones de materias primas, abrieron la economía al
exterior y dejaron al país más dependiente de los créditos externos. El sector
más dinámico, el de las exportaciones, es el que atrae al capital extranjero.

Es difícil que se revierta esta situación. Entre los economistas de los diferentes
partidos de la oposición al régimen militar,  (en 1989) ninguno rechaza a la
inversión extranjera. Aunque , eso sí, casi todos desearían negociar con ella, y
no dejar sujeta su entrada a Chile sólo a las fuerzas del mercado.

Ataduras de último minuto

Los intentos del gobierno para infundir la sensación de que el país vivía una
especie de "segundo milagro", bajo la conducción económica de Büchi, no
prosperaron. No sólo por los resultados micro económicos de sus políticas, sino
porque a él le correspondió la etapa en que fue más notorio el desgaste político
y el hastío de la población por los años de autoritarismo.

El Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia, firmado por


colectividades de la derecha, centro e izquierda en 1985, bajo el alero del
cardenal Juan Francisco Fresno, fue rechazado categóricamente por el general
Pinochet. Cerrado el camino de una negociación, en 1986 la oposición realizó el
mayor esfuerzo de movilización social hasta ese momento durante la dictadura.

La Asamblea de la Civilidad, constituida por la casi totalidad del tejido social


chileno, realizó una huelga general el 2 y 3 de julio de ese año. La acogida fue
amplia y numerosas ciudades, especialmente Santiago, permanecieron
virtualmente paralizadas, pese a una represión brutal, que dejó seis muertos,
50 heridos a bala y 600 detenidos.

Luis Escobar Cerda

La demanda de "democracia ahora" de la Asamblea de la Civilidad contenía un


rechazo total a la política económica de los Chicago Boys. Después de la huelga
general, los dirigentes de la Asamblea fueron encarcelados. Desde Estados
Unidos llegó una advertencia al régimen, que finalmente no provocó más que
alarma: la votación norteamericana en las decisiones de nuevos créditos para
Chile del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y del Banco Mundial, iba a
estar determinada por la situación de los derechos humanos en el gobierno de
Pinochet.
La posterior ruptura de la unidad opositora y la implantación del Estado de
Sitio, después del frustrado atentado del Frente Patriótico Manuel Rodríguez
(FPMR) contra Pinochet en septiembre de 1986, acabaron con las
movilizaciones sociales de envergadura. Cerrado el camino de la protesta social
para desestabilizar al gobernante, la oposición terminó usando -unos primeros,
otros después- la vía que por años repudió para intentar una salida: someterse
a la Constitución del régimen. El objetivo fue derrotaren el plebiscito del 5 de
octubre de 1988 a la pretensión de Pinochet de seguir en el poder hasta 1997.

La evaluación posterior de los economistas del gobierno responsabilizó al


gobernante por la derrota, antes que a los resultados de las transformaciones.

Falló la táctica, pero quedó pendiente el desafío estratégico de proyectar el


modelo. Lejos de rectificar las políticas económicas o limitarse a un gobierno de
administración, a la espera de las elecciones de diciembre de 1989, el régimen
buscó afirmar las bases del esquema económico y político. El postrer intento de
dejar "todo atado", una característica de gobierno de fuerza en el ocaso, marcó
el debate en el último año de Pinochet.

La Constitución, aun con las reformas aprobadas por un plebiscito a mediados


de 1989, fijó un marco muy restrictivo para la democracia. Los senadores
designados por el gobierno militar, la existencia del Consejo Nacional de
Seguridad y la permanencia de Pinochet como jefe del Ejército serían factores
de inestabilidad futura. Además, el gobernante designó nuevos ministros de la
Corte Suprema, para reemplazar a aquellos que jubilaron por la oferta de un
desahucio de14 millones de pesos de una sola vez.

La continuación de las privatizaciones y la ley de autonomía del Banco Central


son los equivalentes económicos de las medidas anteriores. La enajenación de
empresas públicas fortaleció a los grupos que habían sido más beneficiados con
el modelo de Chicago. Cada empresa que pasó del Estado a empresarios
privados fortaleció a estos últimos a costa del primero. La concentración
patrimonial fue también una concentración del poder. Las empresas
privatizadas serían en democracia la retaguardia de los Chicago Boys y sus
ideas neoliberales si, como todo parecía indicar, sus representantes políticos
eran derrotados en las elecciones.

El Banco Central autónomo importó un riesgo mayor. Podría llegar a ser una
quinta columna de los Chicago Boys dentro del aparato gubernamental,
enquistada a lo largo de una década, a partir de 1989. El presidente del Banco
Central, nombrado por Pinochet, permanecería hasta 1994 en su cargo. Los
cinco directores del consejo de la institución, también designados por el
gobierno militar, podrían ser renovados cada dos años y el último de ellos
seguiría en funciones hasta 1999. Los acuerdos del consejo no podrían ser
objeto de veto por el Poder Ejecutivo y el ministro de Hacienda sólo tendría la
facultad de postergarlos por 15 días.
Las funciones del Banco Central de Chile son más amplias que las de
instituciones similares en otros países. Tiene la dirección monetaria, crediticia,
cambiaría y, en buena medida, del sistema bancario. Participa, además, en las
negociaciones de la deuda externa. Con estas atribuciones, son numerosos los
planos en que el Banco Central y el Ministerio de Hacienda pueden tener
discrepancias o estar descoordinados.

Si la institución hubiera sido autónoma durante la crisis de 1982-1983,


difícilmente sus directivos habrían aceptado endeudar al Banco Central con
Tesorería, para subsidiar con recursos a bancos quebrados o deudores
insolventes. De hecho, esa recesión obligó al Departamento de Estudios del
Banco Central a dejar de lado durante varios años el proyecto de autonomía.

La preocupación de los Chicago Boys en 1989 no era sólo controlar al Banco


Central. También querían garantizar la permanencia de las políticas
antiinflacionarias y evitar tentaciones expansivas. Juan Andrés Fontaine,
director de estudios del instituto emisor, sostuvo:

-Lo que se necesita, aquí y ahora, es institucionalizar meca mismos que


cautelen la estabilidad macroeconómica, institucionalizar-por así decirlo- el
respeto por los equilibrios macroeconómicos fundamentales.

De paso, la ley obtuvo otro anhelo de la utopía neoliberal: la libertad cambiaria


sin restricciones y la ausencia de controles para transacciones en moneda
extranjera.

Un paquete de proyectos de ley para afectar el funcionamiento del próximo


gobierno, reflejó, hacia fines de 1989, la visión pesimista del régimen militar
sobre el futuro electoral de sus fuerzas. Entre ellos, los más significativos
fueron la inamovilidad para los funcionarios del sector público-de la cual jamás
gozaron los trabajadores de la administración durante la dictadura- y la
iniciativa para dejar instalado un directorio ad hoc en Codelco Chile.

El objetivo declarado de esta última iniciativa era darle a la mayor empresa del
país un directorio supuestamente despolitizado e independiente. ¿De dónde iba
a salir ese directorio "autónomo"? Dos representantes del general Pinochet, uno
del Consejo de Seguridad Nacional, dos del Banco Central y dos de quinas
propuestas por los trabajadores y supervisores del cobre.

Los Chicago Boys no estaban resignados en 1989 a dejar las posiciones


conquistadas en 16 años. Sus intentos por dejar maniatado al futuro gobierno,
parecían fútiles a los observadores extranjeros, considerando la moderación de
los cambios económicos propuestos en el programa de la Concertación de
Partidos por la Democracia. La oposición, alineada en su totalidad detrás del
candidato Patricio Aylwin, aunque dividida en las postulaciones al Parlamento,
no estaba dispuesta a arriesgar la transición, en cambios de fondo al modelo.
Historia de los Chicago Boys (cap. 7)

Los resultados del modelo económico neoliberal en el


empleo, la salud, la vivienda y la educación
Manuel Délano Hugo Traslaviña (*) 08/07/2021 - 06:00

La dura faena de los mineros del carbón.

Las exportaciones, con el tipo de cambio constantemente alto desde 1984 en adelante, y
una mayor protección efectiva gracias al aumento de los aranceles, pasaron muy pronto a
transformarse en el motor de la economía chilena. La tasa de incremento de las
exportaciones entre 1982 y 1987, de un 8,4 por ciento según estadística de Cieplan, fue
ocho veces superior a la del crecimiento de la economía en su conjunto en el mismo
período.

Pero los exportadores, como todos los empresarios,  disfrutaron de una mano
de obra barata, que surgió como consecuencia del elevado desempleo y de la
reducción de los salarios.

Considerando a los trabajadores adscritos a los programas PEM y POJH (Plan de


Empleo Mínimo y Programa Ocupacional para Jefes de Hogar, respectivamente)
la tasa media de desempleo entre 1974 y 1988 alcanzó al 18 por ciento. Esta
cifra triplica la tasa de desocupación histórica registrada entre 1960 y 1970.

Se explica fundamentalmente por la baja tasa de inversión registrada hasta


1988 y por las reformas estructurales introducidas por los Chicago boys. En
menor medida, se debe también a la incapacidad del aparato productivo para
asimilar con rapidez la mano de obra desplazada de las empresas y sectores
que no se adaptaron a los cambios. Influyó, además, el fuerte aumento de la
fuerza de trabajo, motivado por la crisis, puesto que la baja de los ingresos y
alto desempleo condujo a más personas a buscar ocupación. Por último incidió
fuertemente en el aumento del desempleo la jibarización del aparato estatal,
que redujo su planta de personal en alrededor de 200 mil personas.

El PEM y el POJH comenzaron a extinguirse paulatinamente con la recuperación


de la economía y desaparecieron en 1989. Incluyendo a estos programas de
emergencia, en el trimestre enero-marzo de 1988 la desocupación nacional
descendió al 9,7 por ciento.

Este fue el momento en que, por primera vez, a lo largo de toda su trayectoria,
el régimen militar tuvo una cifra de desempleo real inferior al diez por ciento.

Los salarios

El alto desempleo siempre estuvo acompañado por bajos salarios, algo


característico de aquellas economías donde los trabajadores son considerados
como una mercancía que se transa en el mercado. La experiencia del modelo
de Chicago impone a los trabajadores la doble condición de ser objetos y
sujetos del proceso productivo. Objetos, porque el valor del servicio que
prestan lo imponen los patrones, en relación con el precio de mercado. Y
sujetos, porque el empresario les exige identidad con la empresa y un
desempeñó eficiente, el que muchas veces no se corresponde con el salario que
reciben.

El libre juego del factor trabajo en el proceso productivo lo impusieron los


economistas neoliberales a partir de 1975, cuando desecharon las propuestas
que mantenían el poder negociador de los asalariados. Aunque desde el golpe
de Estado de 1973 los derechos laborales estaban congelados, en 1975, el
gobierno no acogió las propuestas para normalizar las cosas, porque entendía
que los empresarios necesitaban de un tiempo largo para adecuarse al nuevo
sistema económico.

No aceptaron sino hasta 1979 que se legislara en esta materia. Obviamente, el


tipo de normas que ellos diseñaron se inclinó en favor del empresario en vez
del trabajador. Con un menor poder real de negociación y, además, con un
elevado desempleo, las minorías de trabajadores organizados nunca alcanzaron
a tener, en promedio, los niveles de remuneraciones que proporcionalmente
percibían hacia 1970.

En 1988, al cabo de 16 años de gobierno militar, sólo el 9 por ciento de los


trabajadores ejercía el derecho de negociar colectivamente. De esta manera se
explica por qué durante todo el período el poder adquisitivo de las
remuneraciones estuvo siempre por debajo del nivel que éstas tenían en 1970.
Es más, pese a todo lo avanzado desde la crisis de 1982, hacia junio de 1989 el
índice de remuneraciones reales del INE, deflactado con el IPC oficial, era
inferior en diez puntos al nivel que había alcanzado en 1981.

Los reajustes por ley de las remuneraciones para los trabajadores que no
negocian colectivamente desaparecieron en agosto de 1981. 

Mientras tanto, la asignación familiar se mantuvo congelada en 552 pesos


mensuales desde 1985, cuando el entonces ministro de Hacienda, Hernán
Büchi, quiso eliminarla, al cabo de un largo proceso de deterioro sin reajuste.
Aunque esta decisión no trascendió, se logró establecer por boca de algunos de
sus asesores más próximos que el intento fue amagado por el propio Pinochet.

Finalmente esta idea no se llevó a la práctica.

Hernán Büchi quiso también eliminar por completo el salario mínimo, pero se
encontró con un nuevo rechazo del general Pinochet, quien después de un
largo debate público a mediados de 1988 determinó reajustarlo para impedir su
deterioro. Anteriormente Sergio de Castro también quiso derogarlo recibiendo
una similar negativa por parte de Pinochet, el cual se hacía asesorar por un
grupo representativo de dirigentes gremiales y sociales que participaban en el
Consejo Económico y Social. En julio de 1989 el salario mínimo estaba un 35
por ciento por debajo del valor que tenía en 1981.

Las pensiones

Tal vez los jubilados, montepiadas y otros pensionados corresponden al único


sector que los Chicago boys no pudieron escamotearles el derecho de reajuste
periódico, conforme a la variación del IPC. Así y todo, estos economistas se las
arreglaron para impedir que crecieran más de lo que la situación de la caja
fiscal estaba en condiciones de permitir. La más clara de estas maniobras la
ejecutó el ministro Büchi cuando, en mayo de 1985, entregó a los pensionados
un reajuste inferior al que correspondía. Posteriormente, no reconoció la
arbitrariedad de la medida. El promedio de las pensiones que reciben alrededor
de 1.300.000 chilenos (En 1989) no es representativo de lo que realmente
percibe la mayoría de ellos. El sesgo lo ponen cerca de 100.000 jubilados con
pensiones muy por encima del promedio, que corresponden a las que entregan
las cajas de previsión de las Fuerzas Armadas y Carabineros. Un economista de
Cieplan sostuvo:

- Estas pensiones más que cuadriplican el monto mensual que se paga a los
pensionados civiles.

Así y todo, el promedio de las pensiones durante la mayor parte del régimen
militar estuvo por debajo del promedio que éstas tuvieron entre 1960 y 1970.
Hacia 1985, el nivel medio de las pensiones era 8,5 por ciento inferior al
promedio que tenían hasta 1970. Esto, pese a que desde 1981 el gasto
previsional ha aumentado considerablemente, debido a la creación de las AFP.
Estas instituciones privadas se llevaron a la mayoría de los cotizantes activos y
dejaron a los jubilados cobrando sus pensiones en las antiguas cajas.

En 1988 cerca del 60 por ciento de los jubilados dependientes del antiguo
sistema previsional (alrededor de 750 mil personas) percibía pensiones
mínimas, cuyo monto aproximado era de 14.000 pesos al mes. A partir del 1 de
enero de 1989, estos pensionados comenzaron a solventar en parte el
desfinanciado sistema de salud estatal, a través de la cotización obligatoria del
7 por ciento de sus ingresos. Tal obligación se la impuso el ministro Büchi.

El consumo

Las severas políticas de austeridad aplicadas por los Chicago boys durante y
después de las crisis económicas redujeron los niveles de consumo por persona
en forma clara. Entre 1974 y 1987 el consumo per cápita disminuyó a un ritmo
de 1,2 por ciento anual, para llegar a tener ese último año (1989) un nivel
inferior en ocho por ciento al que existía en 1970. Esto, según datos del Banco
Central, deducidos de las Cuentas Nacionales.

Algo análogo ocurrió con el consumo alimentario por persona. La disponibilidad


diaria de calorías por persona, que en 1970 era de 2.692,5 bajó a 2.227,8 en
1987. Mientras tanto, la disponibilidad  diaria de proteínas por persona
disminuyó desde 71,3 gramos en 1973 hasta 57,7 gramos en 1988.

El período 1974- 1987 implicó una caída del 12 por ciento en la ingesta de
calorías por persona y del 20,3 por ciento en el consumo de proteínas.

La salud

El Sistema Nacional de Salud se cuenta entre las principales víctimas de la


reducción deliberada del gasto fiscal propiciado por los Chicago boys. Los
recortes programados del presupuesto del sector condujeron, hacia 1988, a
situaciones insostenibles. A tal punto, que los establecimientos hospitalarios
entraron en cesación de pagos con sus proveedores habituales de insumos y
servicios. Además, el personal médico y paramédico de numerosos hospitales
santiaguinos había participado en varias oportunidades en huelgas y protestas
contra la política de salud, y en demanda de reajustes salariales. Para superar
estos conflictos, el gobierno tuvo que entregar nuevos suplementos
presupuestarios.

Entre 1973 y 1988 la caída del gasto social por persona en salud llegó al 62,2
por ciento, según se desprende al comparar las cifras de ambos años.
Erradicación de los campamentos.

La notoria caída observada en el gasto fiscal en salud aparece contrarrestada


en el período por los avances en el plano de la atención primaria y preventiva,
que llevan a una mejoría considerable los indicadores de mortalidad infantil y
de esperanza de vida. El índice de mortalidad infantil (número de fallecidos
menores de un año por cada mil nacidos vivos) bajó de 65,8 en 1973 a 18,2 en
1988. En tanto, la esperanza de vida al nacer subió de 65,7 años en 1973 a
71,5 años en 1988. Estos resultados indican que, no obstante la reducción
presupuestaria, hubo un mejor aprovechamiento de los recursos disponibles,
hecho que también lleva a deducir un manejo administrativo más eficiente en
los organismos de salud estatales.

Con la reducción del gasto fiscal en salud, los Chicago boys empujaron a los
chilenos a financiar directamente las atenciones y consultas. Asimismo,
castigaron fuertemente a los funcionarios de los servicios estatales a trabajar
más y a ganar menos. Mientras en 1973 el Servicio Nacional de Salud disponía
de 110.000 funcionarios, entre personal médico y paramédico (cuando la
población del país era de 9.860.000 personas), en 1988, el transformado SNS
(en Sistema Nacional de Servicios de Salud, SNSS) operaba con sólo 53 mil
funcionarios para atender a no menos de 11.000.000 de chilenos, descontando
al 1.200.000 personas que estaba incorporado al sistema de salud privada. Este
personal percibía en 1988 salarios promedios de 22 mil pesos mensuales,
atendiendo a más pacientes que antes.

Salvo los enfermos que demostraran con documentos su calidad de indigentes,


la mayoría de quienes acudían a los servicios estatales de salud estaba obligada
a cancelar por la atención. De esta forma, se llegó en 1982 a que el 62 por
ciento del financiamiento total del sistema de salud saliera del aporte directo de
los usuarios, a través del descuento del 7 por ciento de -las remuneraciones, o
bien por intermedio del pago en efectivo de la atención. Los Chicago boys
impulsaron también la privatización de la salud, traspasando postas y
consultorios a las municipalidades y creando las instituciones de salud
previsional. Estas últimas, para obtener rentabilidad, sólo atendían a los
chilenos con ingresos medios y altos. ·
La educación

En 1988 el gasto fiscal en educación también era más bajo que en 1975. En
moneda de un mismo año -1976- se tiene que en 1973 se destinaron 447,7
millones de dólares. En 1988 el monto fue un 2,6 por ciento inferior. Es decir,
ascendió a sólo 436,2 millones de dólares.

El descenso del gasto fiscal en educación afectó con especial rigor a las clases
medias. Los sectores de bajos ingresos continuaron padeciendo limitaciones
propias de su situación, agravadas por el deterioro de la calidad de la
enseñanza en los establecimientos fiscales o subvencionados por el fisco. Las
familias de sectores medios que deseaban asegurar una educación mejor a sus
hijos debían desembolsar mayores recursos para acceder a los colegios
particulares.

Los obstáculos para el acceso de las clases medias a las universidades se


incrementaron después que los Chicago boys establecieron que este servicio
debía ser pagado. Esto explica por qué se redujo la matrícula en las
universidades durante el gobierno militar. En 1973 los estudiantes universitarios
eran 144.663, mientras que en 1988 la cifra descendió a 125.529. Hubo sí un
aumento considerable de los alumnos matriculados en institutos profesionales y
centros  de  formación  técnica, los  que  sumaron 107.619' estudiantes en
1988.  Esto significa que  para sortear las mayores exigencias pecuniarias de las
universidades, los jóvenes chilenos centraron su interés en carreras cortas y
menos onerosas, con el objetivo de incorporarse rápidamente al mercado del
trabajo.

La vivienda

La construcción de viviendas estuvo deprimida durante la mayor parte del


régimen militar, repuntando recién en 1985. Ese año se pasó bruscamente de
un promedio anual de 34.390 unidades, correspondiente al período 1974-1984,
a uno de 61.894 unidades en el período 1985-1988. El salto espectacular
estuvo motivado por la superación del trauma recesivo de 1982-83 y por la
aplicación de nuevos mecanismos de estímulo al sector.

Hacia 1984 el gobierno había prácticamente abandonado la misión de edificar


viviendas en forma directa y tampoco estimulaba al sector privado para que
supliera el bajo ritmo de construcción. Ese año los organismos estatales sólo
construyeron 276 viviendas en todo el país, mientras que el sector privado
había asumido la construcción de 46.493 casas.

Aparentemente, la privatización de esta actividad había funcionado.

Sin embargo, lo que ocurrió a partir de 1985 fue una transferencia de


responsabilidades porque, en la práctica, la mayor parte del dinero para
construir viviendas la estaba poniendo el Estado, a través del denominado
gasto fiscal social en vivienda. Los fondos provenían en su mayor parte de
créditos de organismos internacionales (Banco Mundial, Banco Interamericano
de Desarrollo) y de las propias arcas fiscales. A contar de 1985 el gasto fiscal
en vivienda comenzó a subir en forma sostenida.

El gasto fiscal en vivienda de 1973 fue muy superior al de 1988. El menor


aporte del fisco al sector en los últimos años del gobierno militar estuvo siendo
compensado con financiamiento bancario, por la vía de los créditos
hipotecarios. De esta manera se explica que en 1988 se hayan construido más
viviendas (75.993 unidades) que en 1973 (37.863,) pese al mayor gasto fiscal
que hubo en el sector durante la Unidad Popular. En todo caso, la cifra record
de construcción de 89.203 unidades en 1972 no fue alcanzada.

Bajo la conducción de los Chicago boys hubo un claro deterioro de la capacidad


para responder a las necesidades habitacionales insatisfechas. Con el ritmo de
crecimiento vegetativo de la población del país -de 1,7 por ciento anual-, la
demanda por nuevas viviendas era cercana a 51 mil viviendas al año. Si a esto
se añade el factor de reposición de viviendas dañadas u obsoletas, la cifra sube
a 71 mil viviendas al año.

Este es el mínimo de viviendas que se deberían haber construido para atender


la demanda normal derivada del aumento de la población y de la obsolescencia.
Pero el cálculo no considera el déficit heredado del período democrático y que
hacia 1973 ascendía a cerca de 450 mil unidades.

El déficit habitacional acumulado entre 1974 y 1989 se calcula en 496 mil


viviendas. Si a esta cifra se suman las carencias anteriores, el déficit global
hacia mediados de 1989 ascendía a 946 mil unidades.

Si en el futuro (a partir de 1989) se construyeran 100 mil viviendas anuales el


déficit tendería a desaparecer en un plazo de 32 años. Esto, por supuesto,
considerando que la tasa de natalidad no pase del 1,7 por ciento y que no se
produzcan desastres naturales que derriben parte de las edificaciones
existentes.

La duda habitacional

Otro problema pendiente para el futuro es la morosidad de la deuda


hipotecaria. Afecta a más de 100 mil familias que adquirieron sus compromisos
con elevadas tasas de interés (más del diez por ciento anual) y en unidades de
fomento (UF).

A pesar de las sucesivas renegociaciones y otras ayudas entregadas a partir de


1983 a los deudores hipotecarios, el problema siguió su curso debido a que
nunca se atacó de raíz. La solución o podría haber prescindido de la
disminución de aquella parte de la deuda acumulada por la aplicación de
intereses sobre intereses, vale decir, la tasa propiamente tal y la reajustabilidad
diaria de la UF. La mayoría de los deudores que logró renegociar tuvo que
reconocer un débito muy superior a la deuda inicial, al punto que en muchos
casos se obligaban a pagar entre dos o tres veces el valor real de la vivienda.

La deuda hipotecaria en UF afectó especialmente a las familias de clase media y


media baja.

Mínimas inversiones en viviendas.

Con el propósito de dar una respuesta más rápida al déficit habitacional


existente, los Chicago boys pusieron en marcha mecanismos de subsidio. Estos
fueron dirigidos, primero, a los sectores populares y, posteriormente, a las
clases medias. A partir de un ahorro previo de los interesados y después de un
sorteo a nivel nacional entre los postulantes, el Estado asignaba un número
anual de subsidios. Estos servían para financiar la construcción de las viviendas.
La parte que no alcanzaba a cubrirse con el subsidio y el  ahorro previo  era
aportada por la  banca  comercial, con créditos respaldados por letras
hipotecarias.

El sistema funcionó en forma adecuada, sobre todo porque promovió el ahorro


y obligó al Estado a cumplir con una cuota determinada de subsidios para
premiar el esfuerzo de las familias. La política de subsidios incrementó el interés
de las empresas constructoras por participar en el negocio. Esto, unido a la
disposición del gobierno de elevar el número de edificaciones, especialmente
por la proximidad de períodos eleccionarios, llevó de paso a afectar la calidad
del producto terminado y a minimizar el uso del terreno.

La mayoría de las viviendas destinadas a los hogares de bajos recursos se


entregaba con menos elementos de terminación (sin estuco, sin puertas
interiores y, en algunos casos, carentes de piso y cielo). Para bajar costos,
también se redujo la superficie media de construcción, llegando a entre 24 y 36
metros cuadrados las más baratas. En las viviendas más estrechas el drama de
los allegados -alrededor de 250 mil familias sólo en Santiago- se hizo más
patético.
Cerca de 146 mil familias fueron erradicadas desde campamentos a zonas
periféricas del radio urbano durante el gobierno militar. La mayoría de ellas
quedaron en las llamadas "casetas sanitarias", construcciones con los servicios
mínimos de baño y cocina, y en las viviendas sociales de reducido tamaño. Esta
medida permitió despejar terrenos urbanos de alto costo por metro cuadrado
que pasaron a ser ocupados por familias de sectores medios y clases altas.
Historia de los Chicago Boys (cap. 8)

La obra gruesa heredada por los discípulos chilenos de


Arnold Harberger y otros profesores estadounidenses
Manuel Délano Hugo Traslaviña (*) 09/07/2021 - 06:00

Jóvenes economistas de la UC celebrando en Chicago.

Como en ningún otro gobierno en la historia de Chile, los Chicago boys dispusieron de todo
el poder durante 16 años para llevar a la práctica sus ideas económicas. Disfrutaron,
además, de un control omnímodo sobre la población, gracias al régimen militar que amparó
sus políticas. No hubo un régimen legislativo que obstaculizara sus proyectos más
importantes. Las organizaciones sociales y políticas habían perdido por completo sus
derechos y atribuciones que tenían antaño sobre el gobierno de turno.

Prensa diaria opositora sólo existió en los últimos tres años de dictadura y
jamás economistas del gobierno tuvieron que enfrentar a una televisión con
espíritu crítico. La Contraloría renunció de hecho a ejercer su tarea fiscalizadora
y el Poder Judicial, con muy pocas pero relevantes excepciones, se sometió a
los deseos del régimen.

Fueron condiciones ideales para llevar adelante un experimento de laboratorio,


al cual estaban acostumbrados a trabajar estos economistas durante sus años
de formación teórica.

En rigor, el modelo no habría podido aplicarse con el grado de radicalidad que


alcanzó, sin el concurso de la represión política y las numerosas violaciones a
los derechos humanos. Sin la supresión de las libertades cívicas y la expulsión
de los profesores que no compartían las ideas de los Chicago boys en
universidades, centros culturales y otras instituciones de formación. 

El temor retardó pero no impidió la manifestación del descontento y, si bien


entonces contribuyó al fortalecimiento del gobierno, hoy constituye un pesado
lastre moral para los economistas neoliberales. En 1989, en las postrimerías del
régimen militar, ellos hacían enormes esfuerzos por tratar de probar su
adhesión al libre juego de las ideas y a la plena participación democrática.

En el plano estrictamente económico, es cierto que dos agudas recesiones


internacionales se abatieron sobre la economía chilena durante 16años.
Asimismo, es preciso reconocer que el régimen militar tuvo que enfrentar el
desorden económico generalizado que heredó de la Unidad Popular.

No es menos cierto, sin embargo, que las políticas extremas puestas en vigor
por los Chicago boys exacerbaron las consecuencias sociales para los más
postergados. Entre los errores más graves cometidos por estos economistas se
cuentan la radical apertura al exterior, inmediatamente después de la recesión
de 1975, que contribuyó a la quiebra de centenares de importantes industrias,
con el saldo de miles de trabajadores cesantes; la liberalización de la cuenta de
capitales en forma desmedida, que llevó al país a asumir la deuda externa más
grande de su historia; la aplicación de las recetas de libre mercado en el sector
agrícola, que condujo a la ruina a miles de agricultores y la fijación artificial del
tipo de cambio en 39 pesos por dólar para- por esta vía- controlar
definitivamente la inflación.

En ocasiones los Chicago boys tuvieron que enfrentar una mordaz, severa y
exagerada crítica económica. Por ejemplo, economistas opositores estimaron
-en medio de la crisis de 1982-83- que era imposible reducir el desempleo de la
abismante cifra que alcanzó durante esa recesión, superior al 30 por ciento a
niveles de un dígito antes del año 2000. Un pronóstico opositor -ahora
exagerado- estimó que la deuda externa podría ascender a 35 mil millones de
dólares en 1990.

Las críticas, empero, muchas veces ajustadas a la realidad, nunca tuvieron


acogida en el equipo económico del general Pinochet.

El resultado más elocuente de la brecha entre la gestión de los Chicago y las


aspiraciones mayoritarias de la ciudadanía, fue la derrota' del general Pinochet
en el plebiscito del 5 de octubre de 1988. El candidato único, quien
representaba la continuidad del proyecto neoliberal, confió plenamente en el
supuesto éxito económico que habría conseguido el ministro Hernán Büchi,
luego del "ajuste estructural" aplicado a partir de 1985 según la receta del
Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional.

La derrota del general Pinochet en el referéndum sirvió para demostrar que los
frutos del modelo estaban aún verdes. Además, aunque hubiesen estado
maduros, sus resultados no eran suficientes para contrarrestar el repudio
mayoritario de los chilenos a un régimen que había conculcado las libertades
políticas. Si los estrategas del régimen quisieron neutralizar el descontento con
los resultados económicos, como lo insinuó la propaganda en favor del
continuismo durante la campaña del plebiscito, sencillamente  se equivocaron.
Los esfuerzos por reducir el desafío político a unos cuantos logros
macroeconómicos fueron inútiles.

Las protestas nacionales que  impulsó la oposición desde 1983 fueron


manifestaciones de rechazo masivo a las políticas económicas. Quienes
golpearon las cacerolas o prendieron fogatas repudiaron también la nula
acogida a las demandas sociales más urgentes y la exclusión de que eran
víctimas por parte del modelo. No obstante lo anterior, la política económica y
las bases del modelo de Chicago quedaron incólumes después del plebiscito.
Primero, el régimen no depuso -y es más, intensificó- algunas de las iniciativas
que habían sido rechazadas por la votación popular. Además, hubo una actitud
benevolente de los opositores frente al desafío de la estabilidad post
pinochetista. En los hechos, los partidos políticos de oposición tomaron en
cuenta la amenaza latente que implicaba la permanencia de Pinochet en
posiciones estratégicas hasta mucho después de instaurado el gobio
democrático. El temor por un nuevo golpe u otro acto de fuerza que hiciera
peligrar el retorno ordenado a la democracia tenía altamente preocupados a los
opositores. Por este motivo, decidieron que no era el momento de discutir
sobre la conveniencia o inconveniencia de introducir cambios profundos en el
modelo de Chicago. 

Persuadidos, además, por la necesidad de no repetir las experiencias


desastrosas sufridas por los países vecinos en sus propios procesos de
reinstauración democrática, los opositores escogieron la estabilidad económica
como una meta que tuviera el mismo nivel de importancia que la normalización
político-institucional. Esto porque entendían, además, que difícilmente sin
estabilidad económica habría normalidad política. Desde otro ángulo del
análisis, Pinochet le estaba demostrando a los opositores que su mayor proeza
como gobernante no había sido el aplastamiento por la fuerza de los ideales
socialistas, sino la imposición de un modelo económico con posibilidades de
vencer a éstos a través de elementos de juicio fáciles de penetrar en la vida
cotidiana.

La maquinaria económica estaba en marcha y muy bien aceitada para que


siguiera funcionando, incluso en medio de las amenazas de convulsiones
políticas que pudiera desatar la campaña por las elecciones generales del 14 de
diciembre de 1989. En estas circunstancias, los opositores tenían muy poco que
hacer. Lo único que arriesgaban con no pronunciarse en torno al hecho de que
el modelo seguía su marcha, era la posibilidad de controlar anticipadamente las
demandas sociales. En especial, aquellas reivindicaciones más
confrontacionales.

Lo que preocupó sobremanera a los partidos políticos de distinto sello en la


última etapa del régimen de Pinochet fue su intento de dejar aún más atado el
modelo. La continuidad de la privatización de empresas públicas y las leyes de
autonomía del Banco Central y del llamado Estado empresario, que reduce el
marco de la competencia económica y productiva de éste, pretendían garantizar
la permanencia del modelo de los Chicago boys en el largo plazo .Estas últimas
legislaciones, con rango constitucional, implicarían, en la práctica, la
imposibilidad de cambiar las cosas con la rapidez que querían algunos.
Previamente, deberá lograrse un amplio consenso político que se exprese a
través de una alta mayoría en el Congreso. Vale decir, alcanzar un acuerdo
amplio de los sectores no continuistas con al menos parte de la derecha,
considerando la existencia de nueve senadores -casi un quinto de la Cámara
Alta- designados por Pinochet.

Así se daban las cosas para el modelo de Chicago cuando estaba a punto de
quedar desprovisto de la férrea protección del régimen militar. Mientras tanto,
para enfrentar este momento crucial, seguía contando con la simpatía de los
acreedores internacionales de los organismos multilaterales de crédito y de los
inversionistas extranjeros. Este reconocimiento surgía, básicamente, del buen
desempeño macroeconómico y de la estabilidad en las reglas del juego.

Nueva misión para Hacienda y Economía

Los ensayos libre mercadistas que comenzaron a gestarse en forma


descompasada desde los primeros días del golpe militar, se transformaron en
una práctica más coherente a partir de 1975. El 12 de abril de ese año, el Diario
Oficial publicó el Decreto-Ley 966 que le entregó al ministro de Hacienda
amplias facultades para conducir la economía e introducir profundas reformas
en los sectores fiscal y público. Este cambio y el Programa de Recuperación
Económica que el titular de Hacienda, Jorge Cauas, dio a conocer el 24 de abril
de 1975 constituyeron el comienzo del quiebre definitivo de la economía
planificada que se había aplicado en las  últimas décadas en el país. Al mismo
tiempo daba inicio a la aplicación del modelo de Chicago propiamente tal.·

Desde ese momento el Ministerio de Hacienda pasó a tener el rol más


importante en la conducción económica, desplazando al Ministerio de
Economía. Este último quedó con un papel operativo de las determinaciones de
Hacienda. Al cabo de algunos años, Economía tenía una misión intrascendente,
debido a la privatización de la mayoría' de las empresas que antes controlaba.

En los gobiernos anteriores Economía planificaba, administraba recursos y daba


directrices al resto de los ministerios y organismos vinculados con el quehacer
económico. Este ministerio determinaba las políticas fiscales, fijaba precios,
otorgaba subsidios, regulaba la actividad industrial y comercial, gestionaba
empresas e, incluso, disponía del crédito a través de la Corporación de Fomento
de la Producción (Corfo).

No fue un simple afán coyuntural para enfrentar la transformación de la


economía chilena lo que permitió transferir responsabilidades y funciones del
Ministerio de Economía al de Hacienda. Detrás estuvo la firme voluntad de los
Chicago boys de desplazar radicalmente el centro de las decisiones económicas
del gobierno, desde el Ministerio de Economía, acostumbrado a disponer de las
finanzas públicas para los propósitos del gobierno, al de Hacienda, obligado a lo
contrario: a que los recursos existentes se ajustaran a los objetivos políticos.

El cambió del poder de gestión entre ambas carteras fue una medida prioritaria
para llevar a cabo las drásticas reducciones presupuestarias contempladas en el
tratamiento de shock de Cauas. 

Reducción del tamaño del Estado

Sin embargo, un elemento escapó al manejo y, tal vez, al diagnóstico del


equipo económico en el período fundacional del modelo: la lentitud del sector
privado para adaptarse a los cambios, que a la larga tendían a favorecerlo. Los
empresarios no estaban suficientemente enterados del firme propósito de los
Chicago boys de refundar el capitalismo chileno. Tampoco tenían la suficiente
convicción de que simples tecnócratas sin experiencia empresarial pudieran
culminar un plan tan ambicioso de reformas.

En.1975 el modelo se estaba recién esbozando y el sector privado, en general,


seguía aferrado a las ideas proteccionistas. Estaba más que habituado a la
existencia de un Estado dirigista, que controlaba o incidía de modo decisivo en
la casi totalidad de la actividad económica.

Por eso hubo tempranas deserciones en los gremios patronales que apoyaron el
golpe de 1973. Como la del ex presidente de la Sociedad de Fomento Fabril
(Sofofa) Orlando Sáenz, quien después de haber sido uno de los hombres
claves de la oposición al gobierno de Allende, pasó a ser asesor de la Junta
Militar. Sáenz renunció a mediados de 1974:

- Me fui del gobierno por el estilo agresivo e insensible con que los Chicago
boys comenzaron a manejar la economía y por el asunto de los derechos
humanos.

Al cabo de 16 años, el rasgo más sobresaliente de la nueva institucionalidad


económica era la reducción del tamaño del Estado. Esta obra, a juicio del ex
ministro de Economía Pablo Baraona:

-Constituye la acción más trascendente de todas las llevadas a cabo por el


gobierno de las fuerzas armadas en el campo económico. ·

Para los Chicago boys el Estado es sinónimo de socialismo y cualquier política


que tienda a restarle importancia es muestra de convicción libertaria. En la
ideología que subyace en la institucionalidad económica que heredará la
democracia, el libre mercado
Es determinante por sobre el resto de las actividades humanas. A partir de esta
concepción es que la salud, la educación, la justicia, el deporte y la cultura
pasan, obligadamente, por el desafío de responder al test de la eficiencia
económica. El proyecto neoliberal chileno, que surgió de la combinación entre
el autoritarismo político y el capitalismo liberal, es parte de una concepción
global.

-El neoliberalismo representa una visión totalizante, una verdadera cosmovisión


sobre el hombre y la sociedad basada en un concepto limitado y particular de
libertad,  elemento central que condijo na las proposiciones neoliberal es en
torno a las organizaciones, instituciones y procesos políticos, económicos y
sociales.

Distribución regresiva del ingreso

A pesar del exitismo económico que mostró el oficialismo en los últimos años de
régimen militar, el descontento de amplios sectores de la población era un
hecho evidente. Hacia 1988y 1989 la situación económica chilena descollaba en
el continente latinoamericano. Prueba de ello era la elevada tasa de crecimiento
que en 1988 alcanzó al 7,4 por ciento y en el primer semestre de 1989 al 10
por ciento.

A partir de 1988 el gobierno de Pinochet, por primera vez, pudo mostrar cifras
de crecimiento propiamente tales, ya que hasta entonces la economía sólo se
había estado recuperando de las dos crisis que vivió desde 1973 en adelante. A
fines de 1988 el Producto Geográfico Bruto (PGB) recién logró recuperar el nivel
que había alcanzado hacia 1981, el que ascendió a 383.551 millones de pesos,
en moneda de 1977. El PGB en 1988 en la misma moneda anterior alcanzó a
427.530 millones de pesos, es decir, fue 11,5 por ciento superior al de 1981.

No obstante lo anterior, la tasa de incremento del PGB en el período 1982-1988


fue francamente mediocre, en comparación con la registrada entre1974 y 1981.
El ritmo promedio de aumento fue 3,9 por ciento, entre 1974 y 1981; y en el
período 1982-1988 alcanzó al 1,8  por ciento. Esta última cifra, si se la compara
con el crecimiento vegetativo de la población, da como resultado una virtual
anulación: mientras el PGB se expandía en un 1,8 por ciento, la población del
país lo hacía al 1,7 por ciento.

Este hecho, en otras palabras, significa que durante los últimos años del
régimen militar contados hasta 1988, el crecimiento económico fue
prácticamente cero desde el punto de vista de las personas.

Fueron siete años de estancamiento en los que la economía en su conjunto


estuvo dedicada a recuperarse de la profunda crisis en que cayó en 1982. Por
esta razón, difícilmente podría aceptarse la tesis de que la economía había
despegado y que estaba llevando a Chile a un rápido abandono del
subdesarrollo, tal como lo pregonaba la propaganda oficialista.

El alto crecimiento del PGB alcanzado en 1988 tampoco sirvió para recuperar el
nivel de ingreso por persona logrado en tiempos del boom consumista de los
años 1979 a 1981. Recién en el primer semestre de 1989 se logró superar la
barrera de aquellos años.

Las cifras correspondientes a 1980 y 1981 son anormalmente altas debido a


que por entonces el tipo de cambio oficial estaba fijo en 39 pesos por dólar,
medida que la crisis posterior demostró que había sido errada. El ingreso per
cápita, que muchos organismos internacionales usan como índice del nivel de
riqueza de un país en relación con el número de habitantes, no fue del todo
satisfactorio para Chile en el régimen militar. De hecho, según cifras del Banco
Mundial', hacia 1987 el país exhibía una bajísima tasa de incremento de este
indicador, de apenas 0,2 por ciento anual.

El barrio alto, la cara bonita de Santiago.

Tanto en el monto de ingreso per cápita como en el incremento de este


indicador, en 1987 Chile estuvo, en el contexto internacional, muy por debajo
de países como Costa Rica, Malasia, México, Uruguay, Panamá, Argentina,
Gabón, Venezuela y Trinidad y Tobago.

En el ámbito de los resultados sociales, en las postrimerías del régimen militar,


tampoco se podía hablar fácilmente de un desempeño satisfactorio. Hacia 1988
y 1989 todavía era posible advertir las secuelas de los cambios estructurales y
las profundas heridas inferidas al cuerpo social por la crisis de 1982-83.

La violenta caída de los ingresos y del consumo de las personas; el alto


desempleo, que recién a mediados de 1988 retomó a la tasa de  un dígito; el
ostensible descenso del  gasto  fiscal; la marcada tendencia regresiva de la
distribución de la riqueza; la baja de los impuestos y la disminución deliberada
del poder de negociación de los trabajadores, condujeron a un inevitable
aumento de la pobreza en el país. Así se desprende de las cifras del propio
Instituto Nacional de Estadísticas (INE), de un informe sobre la evolución de los
ingresos medios de los hogares entre1978 y 1988.
Debido a las bajas tasas de incremento de sus ingresos, las familias chilenas
que bregaban por abandonar el nivel de extrema pobreza no podían hacerlo
sino a costa de un enorme esfuerzo, dadas las difíciles condiciones que les
imponía el marco económico. Algo similar le ocurrió a las clases medias que no
pudieron ingresar al estrato de altos ingresos.

Pero la observación aún más desalentadora de la evolución de los ingresos en


el decenio 78-88 tiene que ver con la enorme desproporción que se produjo
entre los estratos bajos, medios y altos. En este decenio aumentó
peligrosamente la brecha entre los que reciben mucho y los que ganan poco.
Sencillamente, porque del total de aumento del ingreso medio por hogar en el
período (246.820 pesos), el estrato alto, correspondiente al 20 por ciento de la
población, se llevó el 80,3 por ciento. En cambio, el resto de los estratos se
repartió el 19,7  por ciento del incremento total del ingreso medio por hogar en
el período.

La pobreza insuperable

Hacia diciembre de 1988, la mitad de la población del país, es decir, 6.300.000


personas (según cifras del mismo INE), estaba por debajo del nivel mínimo de
subsistencia. Recibían menos de 44.320 pesos al mes, que en ese momento
correspondía al costo de la canasta mínima de alimentos definida por Ja
Organización Mundial de la Salud (OMS), y otros organismos internacionales
como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) y la
Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación
(FAO).

Es más, si se consideran otros gastos imprescindibles como vivienda, vestuario,


locomoción y pago de servicios de electricidad; agua potable y combustible, el
costo de la canasta sube a 74.094 pesos mensuales por familia.

De los mismos ingresos detectados por el INE entre octubre y diciembre de


1988 (Encuesta Suplementaria de Ingresos), se puede deducir lo siguiente: que
al menos el 70 por ciento de la población de Chile no estaba en condiciones de
satisfacer a plenitud el costo mínimo de subsistencia de 74.094 pesos, según
los datos recogidos por el organismo estatal en la IV Encuesta de Presupuestos
Familiares.

Lo ocurrido cori la participación de los distintos estratos sociales en la torta de


ingresos totales del país, es también motivo de desaliento en el balance del
último período de gestión económica del régimen militar con un grave deterioro
en la distribución entre 1978 y 1988.

De aquí se desprende claramente que en diez años el sector más rico de la


población, es decir el decil 10, fue el único que incrementó espectacularmente
su participación en el total de ingresos del país. Pasó de acaparar un 36,2 por
ciento del ingreso en 1978, al 46,78 por ciento en 1988. Del resto de deciles,
sólo el 1 tuvo un leve aumento, para pasar del 1,28 por ciento de participación
en los ingresos totales al 1,63 por ciento de éstos. Todos los demás deciles
experimentaron notables bajas, destacando los deciles 6,8 y 9, los cuales
redujeron en casi dos puntos su participación en la torta de la riqueza. Esto
implica que fueron las clases medias las que más sacrificaron sus ingresos en
beneficio del sector más rico. Exactamente, este último aumentó 10,26 puntos
su participación en la torta.

Si se toman en cuenta los datos del INE se llega a una deducción aún más
grave. Hacia 1988 en realidad existían en Chile sólo dos clases sociales
marcadas: una muy rica y numéricamente pequeña, y otra pobre o muy pobre
y numerosa. Esto porque, según estadísticas del INE, el 70 por ciento de la
población del país recibía en diciembre de 1988 ingresos inferiores a la canasta
mínima de gastos que por esta fecha ascendía a 76.094 pesos, y el 30 por
ciento restante, o sea 3.780.000 chilenos, tenía acceso a una situación
económica muy holgada.

Con estos antecedentes' no se puede hablar de desarrollo equitativo y menos


de justicia distributiva. En este plano el modelo de Chicago fracasó
rotundamente y cualquier intento por superar esta realidad, recurriendo a
mecanismos más eficientes que los usados hasta ahora (1989) para distribuir la
riqueza, sólo podría ser motivo de tranquilidad para quienes aspiran a conservar
y perfeccionar este modelo en el largo plazo. 

El deterioro distributivo ha sido tan grande que ni siquiera con el aumento de


tributos propuesto por los partidos de la Concertación por la Democracia podría
satisfacerse (en 1990) el cúmulo de demandas insatisfechas que le legaran los
Chicago boys a los gobiernos futuros.

La tesis del chorreo de los Chicago boys es propia de un régimen de fuerza que
tiene férreamente controlado el descontento político. Pero difícilmente es
sostenible en democracia, cuando las demandas se expresan con mayor
libertad y cuando los conductores de la economía tienen que dar cuenta
regularmente al país sometiendo su gestión al veredicto periódico de la
ciudadanía, a través de las elecciones democráticas.

La nueva ley minera

Dispuestos como estaban a reducir el tamaño del Estado, los Chicago boys
emprendieron una fuerte ofensiva contra la presencia de éste en el sector
minero, hacia fines de la década del setenta. .

Era contradictorio con el modelo el  hecho de que una empresa estatal,
Codelco-Chile, controlara por sí sola más del  60  por  ciento del ingreso de
divisas al país por concepto de exportaciones. Los Chicago boys intentaron por 
todos los  medios convencer  al  general Pinochet para que diera curso a la
privatización de  esta empresa "monstruo", como la llamaba Sergio de Castro.

Sin embargo, se encontraron con una fuerte resistencia, no sólo de Pinochet,


sino que también en el alto mando del Ejército y de la Armada.

La disputa tomó un curso dramático cuando en 1979 se daban los últimos


toques al proyecto de Constitución que Pinochet sometió a plebiscito el 11 de
septiembre de 1980. Los Chicago boys quisieron impedir que la carta
fundamental incluyera la propiedad estatal de la gran minería del cobre, y de
otros recursos naturales de gran importancia, como él petróleo y los minerales
estratégicos.

Los economistas neoliberales fracasaron, pero no olvidaron la idea de sacar a


Codelco de la Constitución. El 24 de octubre de 1989, en un seminario para
inversionistas extranjeros, el ex ministro de Minería José Piñera sostuvo que "es
propio de un país subdesarrollado poner a una empresa como Codelco en la
Constitución"·

La discusión abarcó también el tema más amplio de la propiedad privada en


minería. Los Chicago boys quisieron eliminar de la Constitución las referencias
explícitas al control estatal sobre las riquezas del subsuelo. Lo que pretendían
era evitar que, por una tentación corporativista o por influencia militar, el
Estado se diera a la tarea de expandir su presencia productiva en el sector.
Aspiraban a dejar despejado el horizonte para los inversionistas privados,
chilenos y extranjeros. ·

Auto convencidos de su poder de persuasión, los Chicago tenían preparado el


plan de privatización de Codelco, a fines de 1979. La propuesta consistía
básicamente en dividir al "monstruo" en varias empresas menores, para de esta
forma facilitar su venta al sector privado. Informado de estos intentos el
vicepresidente de Codelco, coronel Gastón Frez, organizó de inmediato la
resistencia. Su mejor aliado en esta tarea fue el ministro de Minería,
contralmirante Carlos Quiñones.
Ambas iniciativas de los Chicago boys no tuvieron fortuna. La Constitución del
80 mantuvo casi intacto el precepto introducido en la reforma constitucional de
1971, mediante el cual el Presidente Allende nacionalizó la gran minería del
cobre, del hierro y del salitre.

Los economistas de Chicago esperaron el momento oportuno para volver a la


carga. Esto ocurrió en 1981, cuando José Piñera reemplazó a Quiñones en la
cartera de Minería. Con el argumento de que los inversionistas extranjeros no
venían a Chile por las supuestas irregularidades legislativas en la propiedad
minera. Piñera ideó un nuevo mecanismo, conocido como "concesión plena".
Luego se encargó de elaborar las "leyes orgánicas constitucionales" para el
sector, las que entrañan en vigor junto con el nuevo Código de Minería. La
"concesión plena" constituyó, en la práctica, un resquicio para restarle eficacia
a la disposición constitucional que señalaba el dominio absoluto del Estado
sobre la propiedad minera.

La jugada magistral de Piñera aspiraba a ponerle trabas a las eventuales


expropiaciones que se  realizaran en  el marco de la· nueva legislación. Para
expropiar, el Estado tenía que pagar al afectado una indemnización equivalente
a toda la riqueza posible de calcular en el yacimiento, a través de la estimación
del estado presente de los flujos futuros de aquella riqueza. Esta facultad hizo
virtualmente imposible la posibilidad de expropiación reconocida por la
Constitución.

La nueva legislación ofreció garantías extraordinarias a los inversionistas


privados y condicionó explícitamente el papel del Estado en el sector. Si a esto
se agrega las posteriores modificaciones a la tributación que afecta a los
inversionistas extranjeros, se advertirá que el gobierno militar hizo todo lo
posible por tenderle una alfombra de bienvenida al capital foráneo.

No conformes con esto, en 1989 los Chicago boys intentaron una ley de
amarre, para evitar que en el futuro Codelco fuera administrada con el criterio
de los gobiernos de turno. La idea era darle mayor autonomía a la empresa
estatal, a través de la constitución de una administración independiente, y con
la designación de un directorio central.

No obstante lo anterior, desde el punto de vista del futuro de la empresa


estatal era preocupante el afán de la iniciativa legal que intentaba, además,
restringir el giro de Codelco a la explotación y comercialización del cobre,
impidiendo con ello la expansión de la empresa.

 
Historia de los Chicago Boys (cap. 9)

Lo permanente y lo transitorio del modelo económico


impuesto en la dictadura militar
Manuel Délano Hugo Traslaviña (*) 10/07/2021 - 06:00

En este último capítulo del libro “La herencia de los Chicago boys”, publicado en 1989, los
autores realizan una aproximación de lo que, según ellos, ocurrirá con el modelo económico
impuesto bajo el gobierno del general Augusto Pinochet, en los años siguientes con el
retorno de la democracia al país.

Las grandes transformaciones económicas y sociales realizadas en 16 años por


el equipo de Chicago se proyectan en el tiempo por la fuerza de los hechos.
Aunque prácticamente todos los cambios fueron resultado de la imposición
emanada del poder militar implacable, absoluto y no pocas veces indolente ante
las graves consecuencias sociales, el producto de estas reformas estructurales
juega a favor de sus promotores debido a una razón de peso: por el grado de
arraigo que éstas consiguieron en la nueva realidad del país. 

Este hecho se ha visto favorecido por un marco internacional que valora y


estimula el reforzamiento de los mercados y, al mismo tiempo, reniega del
estatismo y del centralismo económico excesivo.

Ante esta situación, y de no mediar un vuelco político revolucionario, será muy


difícil revertir la nueva tendencia global de desarrollo capitalista refundada por
los Chicago boys. Es decir, a no ser que se produzca una transformación tan
profunda como la que hizo posible aquellos cambios estructurales. En este
sentido, el modelo aplicado fue sin duda exitoso: la mayoría de sus reformas
estructurales sobrevivirán a sus impulsores aún con una economía dirigida por
sectores que se opusieron al gobierno militar que las prohibió. .

Los economistas neoliberales se aprovecharon hábilmente del régimen


dictatorial para reimpulsar el desarrollo capitalista. Lo hicieron con las armas no
convencionales -y tal vez por lo mismo más efectivas en el largo plazo-de los
cambios económicos profundos. Persuadidos por la necesidad de emprender
estas reformas, los Chicago boys remozaron integralmente el languideciente
capitalismo que existía en Chile hacia septiembre de 1973. Los resultados del
experimento se pueden clasificar por su grado de arraigo institucional y por el
comportamiento de las variables macroeconómicas fundamentales, que son las
que en definitiva tienden a reforzar la ideología capitalista que subyace en las
transformaciones. Con el paso del neoliberalismo por Chile, el país quedó más
integrado con el exterior y, por lo tanto, más dependiente de los mercados de
productos, de capitales e inversión extranjera. El eje del desarrollo pasó del
intento de industrialización sustitutiva a la apertura externa basada en la
exportación de recursos naturales, con escaso valor agregado, sobre todo en
aquellos sectores donde hay ventajas comparativas.

Hacia el fin del gobierno militar, las empresas transnacionales y los grupos
locales controlaban los sectores claves de la economía. Por otra parte, la
influencia del aparato administrativo y productivo del Estado se había reducido.
El impacto de las inversiones privadas previstas en minería y la reducción de las
leyes del cobre en los yacimientos de Codelco-Chile, probablemente
contribuirán en el futuro a esta pérdida de peso específico por parte del Estado.

La gran paradoja de las transformaciones de los Chicago boys es el ambiente


social que alimentaron con sus reformas. Al comenzar la década de los noventa,
la sociedad chilena exhibía extraordinarios contrastes y desigualdades entre
quienes materialmente estuvieron incorporados a las reformas estructurales y
quienes fueron excluidos de sus beneficios. La principal muestra de esta
polarización -pero no la única- era la regresividad en la distribución del ingreso.

Después de 16 años de aplicación sin contrapeso de las políticas liberales es un


hecho cierto que aumentó la adhesión de los sectores políticos que al comienzo
no compartieron las tesis libremercadistas. En el futuro esa adhesión podría
traducirse en un esfuerzo por perfeccionar el modelo de Chicago.

Con todo, es lícito y realista pensar que los amplios sectores sociales
perjudicados por los cambios impuestos, en el futuro pueden sentirse poco
motivados a salir en defensa del modelo. Es más, cuando éste se someta al
examen de legitimarse en democracia, es altamente probable que estos
sectores salgan a impugnarlo, a través de las nuevas formas de participación
que les entregue la apertura política.

Lo  anterior significa que entre los riesgos futuros del modelo de Chicago
sobresale el rumbo que puedan tomar las manifestaciones de insatisfacción de
los sectores sociales postergados. Es decir, el tipo de identidad política que
puedan tomar estos sectores en función de sus grados de desarraigo con el
orden establecido.
Pero hay un elemento de tipo ideológico que juega a favor de la proyección del
modelo. Sin ser marxistas, los Chicago boys intuyeron que las estructuras
económicas y el tipo de relaciones sociales que éstas generan son las que
determinan buena parte de la ideología dominante. Y que es cuestión de
tiempo para que tales estructuras se puedan enraizar en el modo de vida de las
personas y, por qué no decirlo, en las mentes de quienes son más vulnerables a
los estímulos materiales que a las utopías. Eso explica la severidad con que
estos economistas aplicaron los cambios estructurales. Y eso mismo explica por
qué el capitalismo está hoy en Chile mejor asentado que en la década  de los
60, pese a la mayor vulnerabilidad externa que exhibe por el rigor que imponen
los acreedores, y pese a la cuantiosa deuda social que legarán los Chicago boys
a los gobiernos futuros.

Dentro de poco la economía neoliberal dejará de descansar en la existencia de


un régimen de fuerza. Tal como ocurrirá con otras reformas fundamentales
acometidas en más de 16 años de dictadura, la sobrevivencia del modelo
dependerá cada vez más· de los grados de satisfacción y de los frutos que
logren las personas. En democracia el hombre común, ése que evalúa los
resultados por lo que tiene en el bolsillo, por lo que gana, por lo que come y
por lo que es capaz de hacer con sus finanzas personales, pasará a tener un rol
determinante en la estabilidad del modelo de Chicago, como nunca lo tuvo en
tiempos del régimen pinochetista, en el que sólo unos cuantos tecnócratas, los
gremialistas y los poderosos hombres de negocios tenían posibilidades de influir
en las decisiones políticas.

El modelo de Chicago, con sus variantes más aterrizadas a la realidad política


que ofrece el país, se enfrenta a la democracia con ventajas inocultables.
Después de todo, algunas de sus políticas han conseguido, incluso, partidarios
en la centroizquierda. No sería raro que también los tenga en la izquierda
tradicional, aunque sus representantes más ortodoxos se nieguen a reconocerlo
públicamente. El dirigismo absoluto y el estatismo convencional ya no tienen los
grandes influyentes defensores que abundaron en los años 60 y 70. Menos
ahora, después de las experiencias reformistas de la Unión Soviética, China
Popular, Polonia, Hungría y otros países del bloque socialista que iniciaron la
descentralización de sus economías.

La ausencia de un modelo alternativo global es hoy notoria en la izquierda


chilena. En tanto, la Democracia Cristiana sepultó casi por completo la utopía
del "socialismo comunitario" que sostuvo hasta el mismo golpe militar de 1973.
La aspiración de una economía social de mercado que plantea ahora la
Democracia Cristiana y la Concertación de Partidos por la Democracia consiste,
en esencia, en la mantención de ciertas bases fundamentales construidas por
los Chicago boys. Lo que pretendería mantener del modelo de Chicago la
oposición al régimen militar es el fomento de las exportaciones y el rol de la
empresa privada. Pero buscando una mayor equidad en la distribución de los
frutos del crecimiento. Esto último sería factible de alcanzar, según los
opositores, a través de la participación activa de los diferentes sectores sociales
en forma concertada. ·

A su vez, la mayor parte de la izquierda, incluidos los sectores ortodoxos, ha


modificado su actitud frente a la inversión extranjera y valora mucho más que
antes el rol del sector privado en la economía. Los sectores catalogados como
del socialismo renovado creen hoy día que los mecanismos para lograr una
mayor equidad social no radican exclusivamente en el control directo de los
medios de producción por el Estado, sino en el uso de herramientas tributarias
y legislativas para negociar una mejor distribución de los beneficios.

En la etapa de la transición a la democracia, la sociedad chilena no presenta un


terreno abonado para emprender nuevos proyectos de transformación global.
Los costos de las drásticas y pendulares experiencias de las últimas décadas,
partiendo por las reformas efectuadas durante el gobierno del Presidente
Eduardo Frei, con la "revolución en libertad"; siguiendo con el intento socialista
del Presidente Salvador Allende, para terminar con la modernización del sistema
capitalista durante el régimen militar, inhiben la articulación de propuestas
radicales durante el retorno a la normalidad democrática.

El balance que hacen los opositores del resultado de las políticas económicas
durante el gobierno de Pinochet está teñido con tonos grises, en que no todo
se da en blanco o en negro. Hay una fuerte crítica a los costos sociales
excesivos; así como a situaciones puntuales que acentúan las diferencias de
clases. También hay severos juicios al predominio de los grupos económicos y
de las transnacionales; a las pérdidas para el erario nacional que ha significado
la privatización de empresas públicas; a la depredación ecológica que han
causado en estos años las compañías extranjeras autorizadas por el régimen
militar para explotar los recursos naturales; al intento de sumar un rígido
escenario institucional que pretende impedir modificaciones gruesas a la
economía; y a la insensibilidad para oír y atender las reivindicaciones más
sentidas de los sectores sociales de menores ingresos.

Esto último resulta aún más injusto si se tiene en cuenta, por ejemplo, la
acogida y protección al sistema financiero que otorgó el régimen militar en los
tiempos de crisis, pero, simultáneamente, existe por parte de los sectores
críticos un reconocimiento al papel del mercado; al saneamiento de las finanzas
públicas; al impulso que adquirieron las exportaciones y al equilibrio conseguido
en las cuentas macroeconómicas.

Esto bien podría beneficiar la proyección del modelo de Chicago en el futuro,


pero no a sus manifestaciones más ortodoxas, como las observadas entre 1979
y 1982, cuando el ministro Sergio de Castro se ufanó de la aplicación del ajuste
automático, manteniendo congelado el tipo de cambio y presionando por una
baja general de los salarios de los trabajadores.
Difícilmente podrían darse en el futuro esquema democrático pronunciamientos
favorables a políticas económicas de aparente austeridad,  pero marcadamente
discriminatorias, como en los tiempos del ex ministro Hernán Buchi (1985 a
1989). En ese período el Fisco, los trabajadores, los cesantes, los pensionados y
los sectores de bajos ingresos padecían severas restricciones, mientras que al
sector privado se le daba manga ancha para multiplicar sus utilidades y
aumentar sus niveles de consumo, pagando bajos salarios, profitando de las
reducidas tasas de tributación y beneficiándose de las privatizaciones.

Los defensores del modelo ortodoxo de los Chicago boys se han resistido a
socializar la economía de mercado. Se oponen de hecho a redistribuir el
ingreso, usando los instrumentos directos del Estado; a corregir las
desigualdades en las relaciones laborales y a pagar en parte la deuda social
contraída por el propio modelo durante su aplicación.

Inevitablemente, la economía de mercado tendrá que ser sometida a un


conjunto de reformas y rectificaciones, si sus partidarios desean que en los
gobiernos democráticos no sufra desfiguraciones profundas por efecto de las
presiones sociales. Así parece que lo estaban entendiendo sus defensores más
lúcidos en la última etapa del régimen militar. De hecho, hasta el programa de
gobierno ofrecido por el candidato derechista Hernán Büchi, hizo concesiones
populistas  que  implicarían  algunos cambios -aunque menores- al modelo.

Büchi, audazmente, ofreció en su programa lo que como ministro de Hacienda


no estuvo en condiciones de dar: Isapres para todos, un millon de nuevo
empleos, aumento de las pensiones y de las asignaciones familiares, la
construcción de 100 mil viviendas al año (en el último año de régimen militar
sólo se construyeron 80 mil, siendo 1989 uno de los años más activos en esta
materia de todos los que gobernó el general Pinochet), el mejoramiento de las
remuneraciones de los profesores y el aumento de los subsidios directos para
los sectores más postergados.

Después de todo, hasta los partidarios de la proyección del modelo comenzaban


a advertir que la profundidad de las modificaciones futuras estará en relación
directa con el grado de participación que lleguen a tenerlos grupos sociales y
políticos marginados del poder durante el régimen militar.

También podría gustarte