El Proyecto Anfora - William Kotzwinkle

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Una ópera espacial profundamente imaginativa que presenta una

fantástica galería de mutantes, robots casi humanos, mercenarios


intergalácticos y criaturas inmortales, El Proyecto Ánfora combina los
elementos de la ciencia ficción y la fantasía, trascendiendo los límites de
ambas.
En las profundidades de Luna Chatarra, un satélite de Planeta
Inmortal, los mejores científicos del planeta están a punto de llevar a
término un proyecto que desvele el secreto de la inmortalidad: el
Proyecto Ánfora, gestionado por el Consorcio, las doce personalidades
más influyentes del planeta. Pero hay más individuos interesados en el
proyecto: el comandante Oldcastle, un pirata espacial que sale en
busca de Ánfora con su piloto mutante del planeta Serpentia, un joven
entomólogo y botánico y un tímido robot. Al tiempo que escapa de la
omnipotente agencia de Inteligencia, este improbable grupo se las
tendrá que ver con un predador cósmico que está poniendo en peligro
la existencia misma de la humanidad.

«Una fábula moral bajo la guisa de pulp sci-fiction.»


Locus

«Un entretenido viaje por un futuro de tecnologías exóticas, lleno de


heroísmo y aventuras en compañía de las criaturas más extrañas.»
BOOKLIST

«A lo largo del libro, los lectores de Kotzwinkle hallarán momentos


emocionantes, así como humor y clarividencia sobre lo mejor y lo peor de
la naturaleza humana.»

PUBLISHERS WEEKLY
EL PROYECTO ÁNFORA
EL PROYECTO ÁNFORA
WILLIAM KOTZWINKLE
Traducción de Francisco Muñoz de Bustillo

ALIANZA EDITORIAL

Título original: The Amphora Project


Para Elizabeth Gundy, mi compañera en la vida y en la literatura
Me gustaría agradecer a los siguientes científicos su inapreciable ayuda:

Sydney Brenner, Premio Nobel, Instituto Salk de Estudios Biológicos;


Peter Goddard, director del Instituto para Estudios Avanzados de
Princeton; Steven Ratona, presidente del Colegio del Atlántico; Keneth
Paigen, antiguo director del Laboratorio Jackson; Beverly Paigen,
científico titular del Laboratorio Jackson; León Rosenberg, profesor de
Biología Molecular; y Peter Wells, director de Transferencia Tecnológica
del Laboratorio Jackson.

Mi especial agradecimiento también para David Einhom; Dan Burt;


Thomas Rolfes; mi editor, Morgan Entrekin, y mis agentes, Elaine
Markson y Ron Bernstein.

Y, por último, mi agradecimiento a Ernest McMullen, extraordinario


pintor que me acompañó en este largo viaje a través de otros mundos.
Capítulo 1
“Minas aéreas”, siseó Lagartio, con la garganta hinchada a causa de los nervios,
mientras observaba por la ventanilla de vuelo los ornamentos mortales que danzaban en
la oscuridad. Sus escamas blindadas rechinaron cuando enrolló la cola en el pedestal del
asiento. “Nadie mencionó que hubiera minas aéreas.”

“Te preocupas demasiado”, respondió el comandante Jockey Oldcastle, con su


formidable barriga aprisionada contra los controles de la nave en descenso.

“Gracias a ello aún estamos vivos”, siseó Lagartio. Era un piloto del planeta
Serpentia. Las pupilas de sus ojos asemejaban el hueco de una antigua cerradura y
brillaban de forma amenazadora. En los rincones de la mente guardaba todo tipo de
recetas venenosas, desde suaves hasta mortíferas diluciones. Dos colmillos apuntaban
contra el paladar. Cuando giraban hacia delante se llenaban de veneno, y quien lo
recibía caía dormido por unas horas, unos días, unas semanas o para siempre,
dependiendo de la mezcla.

Jockey miraba la pequeña luna que había abajo, más allá de las minas aéreas. “Para
su placer.”

“Sólo los tontos buscan placer en estos lugares. No necesitamos este trabajo.”

“Necesitamos cualquier trabajo que podamos conseguir.” Jockey manipuló


ligeramente los controles, acercando la nave al campo de minas.

Las escamosas garras de Lagartio se ajustaron al panel de control de su equipo de


navegación. Preparaba una ruta de vuelo para escapar del campo de minas. Los
serpentianos reciben las ondas vibratorias de los procesos metabólicos de otros cerebros,
y en este momento le estaban llegando impulsos vibratorios de la luna que tenían
debajo. Entre las habituales majaderías de sentimientos humanos y alienígenas,
distinguió las irradiaciones de una partida de caza, unos individuos muy concentrados
en atrapar a su presa. Si no había vida salvaje en la pequeña luna, ¿qué estaban
persiguiendo?

Una voz surgió de la radio de la nave: “Bienvenidos al Farolillo de Papel. Por favor,
no se preocupen por nuestro pequeño laberinto. Es para disuadir a los visitantes
indeseados. Tienen vía libre para el aterrizaje”. El campo de minas aéreas se despejó,
permitiéndoles el paso.

La luna estaba jalonada por crestas que asemejaban el armazón de un farolillo,


aunque, a medida que descendían, las crestas se iban distanciando hasta que desaparecía
la ilusión del farol. Una alfombra de luces se desplegó en el horizonte nocturno y fue
adquiriendo definición hasta convertirse en la cúpula protectora de un entorno
controlado: una translúcida concha rosa que expandía su fulgor.

“Intentemos no rozar nada de mala manera”, comentó Jockey. El corpulento pirata


levantó el morro de la nave, y la Templanza se aposentó en la plataforma de aterrizaje
como una vela invertida cuya llama se extinguiera. Cuando los motores se calmaron,
regresó a la sala para unirse a su pasajero. “Tu educación superior continúa, querido
amigo”, dijo a Adrián Link. Link era el jefe de Control de Suelos, Plantas e Insectos del
Departamento de Agricultura de Planeta Inmortal, una posición de peso para alguien tan
joven. El robot auxiliar de Link, Upquark, estaba sentado a su lado y sus ojos artificiales
reflejaban preocupación. Según su análisis robótico de la situación, los viajes con
Jockey suponían un riesgo para Adrián; el pirata siempre tenía algún motivo oculto
cuando le invitaba de viaje. Tengo que vérmelas con todo tipo de situaciones, pensó el
pequeño robot.

Lagartio pasó junto a ellos y abrió la escotilla. Estiró el cuello, escrutando con
desconfianza a izquierda y derecha. Un anillo de escamas blancas alrededor del cuello le
daba aspecto de sacerdote, pero las únicas confesiones que había escuchado procedían
de tipos cuyas gargantas apretaba con sus garras.

A continuación, los demás salieron por la escotilla y un autobús neumático les


trasladó a la cúpula. Cuando entraban al club nocturno, Link se quedó mirando
fijamente la cúpula rosada y mantuvo la respiración. Lo que en un principio parecía un
tapiz móvil resultaba estar producido por una vibración de alas. Extrañas mariposas
sobrevolaban en círculos.

“¿Acaso mentí?”, preguntó Jockey.

Link quedó mudo durante un instante, luego dijo: “Por una vez, no”.

El pirata pasó un brazo por los hombros de su joven amigo. “Contemplarías


maravillas cada noche si vinieras a todas mis expediciones.”

“Mis cálculos indican que sería más fácil que usted contemplara el interior de una
prisión —intervino Upquark—. La probabilidad de encarcelamiento para el comandante
Oldcastle se estima extremadamente alta.”

Jockey arrugó la nariz en dirección a un magdabeest asado que flotaba junto a él en


una bandeja. “¿Es salsa wakmaz lo que huelo?”

“Vinimos por negocios”, siseó Lagartio impaciente.

“¿Qué aperitivos tiene? —preguntó Jockey a la camarera que les conducía a una
mesa—. No importa, traiga de todo.”

La mirada de Link permanecía fija en las mariposas y polillas que animaban el


techo. Ninguna de ellas podía ya contemplarse en libertad; el mundo artificial del
Farolillo de Papel era uno de los pocos hábitats que les quedaban. Una enorme mariposa
nocturna descendió y se colocó delante de él en el aire, batiendo sus aterciopeladas alas.

“¿Encontraste un confidente? —preguntó Jockey— ¿Qué sabe?”

“Todo”, respondió Link en voz baja.

“Entonces, anímale a que te cuente.”

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“Ya lo ha hecho.” Los ojos de Link seguían a la esfinge calavera mientras ésta se
giraba mostrando las escamas en forma de cráneo de su tórax. Aleteó hacia el jarrón con
flores escarlata de la mesa, y el exquisito resorte de su maxilar se desenroscó hasta
alcanzar la flor del centro. Link se recostó en la silla. Sólo por vivir ese momento ya
había merecido la pena permitir que Jockey lo sacara de la Llanura Agrícola.

Lagartio, sin embargo, observaba fijamente a la polilla sin ninguna admiración. “No
es buen presagio que una pequeña calavera volante visite nuestra mesa.”

A lo cual replicó Upquark: “Un presagio es un subconjunto resonante en la energía


total de un proceso superior. La probabilidad de que una polilla pueda predecir
problemas es de una entre cuatro millones. Considero que no hay motivos de
preocupación”.

La camarera regresó acompañada de una bandeja flotante con un surtido de


pequeñas criaturas regordetas, servidas en recipientes confeccionados con sus propios
caparazones arcaicos. “Gliptodontes del Planeta Almagest”, afirmó Jockey con
reverencia. Pinchó uno, lo colocó entre sus dientes y dejó escapar un suspiro de placer.

“¿Quién es ese cerdo de mercenario?”, preguntó un joven teniente de la Guardia del


Consorcio, que se sentaba en una mesa cercana.

“Jockey Oldcastle”, contestó el oficial superior, un capitán no mucho mayor que él.

“¿No estuvo Oldcastle en la Guardia hace tiempo?”, inquirió la mujer que se sentaba
con ellos.

“No sabría decirlo.”

“Oh, vamos —respondió la mujer—, no hace falta que le encubras simplemente


porque fue un compañero.”

“No estoy encubriéndolo. Opino que sus acciones son despreciables y que no vale la
pena hablar de ellas.”

“Bueno, ahora tienes que contarme —añadió la mujer, pero dejó en suspenso su
solicitud porque un robot con el cráneo negro había traído una botella a su mesa—.
Vino del Planeta Antaño. Muy poco común, porque las uvas de Antaño ya no existen.”
El robot descorchó la botella y sirvió el vaso de la mujer justo hasta dos centímetros y
medio del borde, mientras investigaba internamente su biografía: Katherine Livtov,
conocida por sus clientes militares como Kitty Liftoff, propietaria de Luna Chatarra, un
planeta artificial dedicado a los desechos espaciales.

“Por favor, disfruten del ambiente del Farolillo de Papel.” El robot se retiró, y Kitty
Liftoff volvió a insistir a los jóvenes oficiales sobre Jockey Oldcastle.

“Oldcastle utilizó la Guardia del Consorcio para su lucro personal —dijo el capitán
—. Tuvo suerte de no ser ejecutado.”

“¿Qué tipo de lucro personal?”

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“Permítame —dijo el teniente. Su comunicador de muñeca le proporcionó la hoja de
servicios de Oldcastle—. Venta de pasteles del ejército en el mercado negro.
Aparentemente vendió millones de pasteles de fruta antes de que le agarraran. Veamos
qué más tenemos...”

Mientras el teniente comprobaba los delitos de Jockey, Kitty se volvió hacia la mesa
del mercenario. Trataba regularmente con piratas, comprando y vendiendo cargamentos
del llamado “material rescatado”. Apuntó en su comunicador que tenía que hablar con
ese Oldcastle. El capitán advirtió la anotación con resentimiento. “Los puercos como
Oldcastle merecen la cámara de desintegración.”

El puerco estaba chupándose sus gruesos dedos. “Ay, amigos, aquí estamos,
luchando con gliptodontes salteados a medianoche. Cuánto se echa de menos esta
comida en Planeta Inmortal.” Extrajo otra pequeña criatura de su caparazón y cerró los
ojos para saborearla.

Lagartio ignoraba a sus compañeros. Los temblores que había sentido eran cada vez
más intensos, lo que significaba que la partida de caza se estaba acercando. Podía
percibir cómo se agudizaba su actividad cerebral; sus planes para esta noche eran
capturar un trofeo, y no se trataba de una mariposa. ¿Acaso un lagarto?

En la otra mesa, un mercenario alienígena se estaba acercando a Kitty Liftoff. Era de


aspecto humanoide, pero parecía que alguna vez hubiera tenido una medusa en su árbol
genealógico. Tenía los brazos descubiertos, y su piel pálida y transparente permitía ver
la base de los punzantes pelos negros retráctiles que contenían en la punta una toxina
paralizante. Se quitó un sombrero ajado cuyo extraño plumaje estaba raído. “¿Tienes mi
Ghazi Jinete Nocturno?”

Cuando llegaba información entrante a su Auranet, Kitty quedaba rodeada de luces


élficas. Ahora las condensó y produjo un holograma del Jinete Nocturno. Frente a los
ojos del mercenario apareció una miniatura de la nave. Kitty señaló con una larga y
cuidada uña: “Movido por láser, con células de potencia láser, cañones láser en la punta
de las alas y nueve torpedos en la bodega.

Te sentirás seguro en él”.

“Me siento seguro en todo momento”, replicó el mercenario, desplegando


ligeramente los pelos de su piel, como un nido de culebras inquietas. Kitty rodeó una
copa con sus finos dedos y el bárbaro quedó fascinado por este simple movimiento.
Seguramente no tenía menos de cien años, pero aún poseía una gran belleza. Su piel
había sido inmaculadamente rejuvenecida y su cabello negro, ( peinado hacia un lado,
caía por las mejillas en línea recta hasta la mandíbula y era lustroso y fuerte. Se esforzó
en volver al asunto que traían entre manos. “¿Entrega inmediata?”

“Tan pronto como me hayas pagado, cariño.”

“¿Y la garantía?”

“Un año para todas las piezas. Los daños exteriores no están cubiertos.”

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“No voy a dirigirlo contra un muro.”

“Alguien podría dirigirse contra usted”, dijo el teniente.

“¿Por qué iba alguien a hacer algo así?”, replicó el hombre-de-guerra, apelativo con
que se designaba a su especie en los archivos de identificación de la Guardia del
Consorcio.

“Dame el número de tu cuenta bancaria interplanetaria —intervino Kitty—, y


pondremos en órbita tu nave.”

“Prefiero pagar a mi manera.” Gregori hombre-de-guerra puso una bolsa de malla


con piedras preciosas sobre la mesa.

Kitty las contempló brevemente antes de aceptarlas, ya que el bárbaro le había


entregado con creces el valor del Gazhi Jinete Nocturno. Los hombres-de-guerra nunca
escatimaban en cuestiones de dinero.

“Parece como si las hubiera arrancado de la corona de alguien —observó el capitán


—. En fin, tome una copa con nosotros”, añadió rápidamente, ya que los hombres-de-
guerra no temían a nadie en la batalla. También poseían extrañas habilidades mecánicas,
brillantes aunque irrepetibles, pues olvidaban enseguida lo que habían hecho. Los
generales de la Guardia del Consorcio siempre querían contar con unos cuantos
hombres-de-guerra entre sus tropas.

“Uno debe tener un buen carruaje para andar por ahí volando —declaró el bárbaro,
cuyo uniforme no le quedaba bien y tenía el collarín sucio, al igual que los adornos del
calzado, aunque iba empapado en agua de colonia—. Una lástima que no pueda
pilotarlo hasta vuestro planeta, pero así son las cosas, hay un malentendido entre vuestra
policía y mi persona. Por ese motivo debo realizar aquí mis negocios, en esta pequeña
luna.”

“Probablemente podríamos arreglar una amnistía para usted —sugirió el capitán—,


si no le molestara unirse a nosotros.”

“Caballeros, vean esta cara. Es la máscara del delito.” El bárbaro inclinó la cabeza
hasta colocarla en el ángulo que mejor ilustraba su razonamiento. “Violento, corrupto y
vil. Así es como me describen los archivos de vuestra Observadora Autónoma. No, me
temo que no puedo unirme a la Guardia del Consorcio. Pero permitidme, ya que me
habéis conmovido con vuestra oferta —abrió un bolsón de su fajín celeste y arrojó más
joyas sobre la mesa—. Por favor, coged las que deseéis. Me ofendería si no encontrarais
alguna que os satisficiera.”

Los oficiales aceptaron. Eran jóvenes, su posición exigía muchos gastos y era por
momentos como éste por los que uno acudía al Farolillo de Papel, la luna de lo
inesperado.

Gregori hombre-de-guerra les observó con tolerancia. Su juventud aún no les había
sido arrebatada en batallas galácticas; no habían contemplado la explosión de grandes
naves ni las cabezas de sus compañeros puestas en órbita para siempre. Canturreó para

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sí una melodía sobre un piloto flameado estoicamente en su avión. Como muchas de sus
canciones nativas, parecía no tener otro sentido, aparte de describir una muerte dolorosa
que se asume con desdén.

“Estoy seguro de que podríamos conseguirle un perdón completo y colocarle


directamente en la cubierta de vuelo de un Predator”, dijo el teniente, sintiéndose a su
vez tolerante con la apariencia desaliñada del bárbaro y su ridículo aroma. Había que
aceptar al alienígena tal y como era y aprovechar su genio.

“Me veo tentado, señor —contestó Gregori hombre-de-guerra—, porque veo que
sois un hombre con experiencia.”

El teniente, modestamente, quitó importancia al comentario. “Pero esta noche me


ocupan asuntos con esta señora —continuó el bárbaro—. He comprado una de sus
naves. Ya conocéis su marca y un día podríais encontrarla en cualquier parte. Tal vez en
ese momento las circunstancias no me sean favorables. Espero que podáis entonces
renovar vuestra oferta.”

“Pero en esa ocasión estaríamos obligados a hacerle prisionero.” “Algo que yo no


podría permitir. Así que por esta noche, mientras aún somos amigos, tomemos otra copa
juntos.”

Los jóvenes oficiales sonrieron, sintiendo que todo estaba bien así: eran hermanos
del firmamento, hombre y alienígena.

Kitty escuchaba todo esto a la vez que anticipaba el día en que una nave destrozada
llegaría hasta Luna Chatarra con su sangre en el panel de control. Las naves podían ser
rescatadas, los hombres raras veces. Este presentimiento dio un aire melancólico a
Kitty. Si tratas con armas el tiempo suficiente, si la ventana de tu oficina domina una
vista interminable de maquinaria de guerra maltrecha, llegas a desarrollar un lado
filosófico. Las bóvedas abolladas de su flota de chatarra habían cobijado a los últimos
jóvenes brillantes; por la noche, cuando estaba sola en su oficina, imaginaba que oía
radios fantasmas que emitían órdenes entrecortadas, mezcladas con risas, música a
veces, y que acababan siempre en un silencio mortal.

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Capítulo 2
Fascinado, Upquark seguía lentamente el vuelo de las mariposas alrededor del
comedor abovedado. Las contemplaba tan absorto que no se dio cuenta de la puerta que
se abría hasta que le golpeó en la cabeza y le envió rodando contra la pared. Tras el
ruido ensordecedor de la colisión, escuchó algo que sonaba vagamente como “Oh,
discúlpame”. Se giró y contempló a una mujer cantusiana parada frente a él.

Se quedó mirándola maravillado. Había visto fotos de cantusianos, pero nunca se


había topado con ninguno. Su raza descendió hace siglos de las copas de los árboles y la
mujer mostraba un vestigio de aquellos tiempos en forma de una membrana que le
atravesaba desde la mitad de la espina dorsal hasta codos y muñecas. La mayor parte de
los cantusianos se había extirpado quirúrgicamente dicha membrana para parecer más
humanos, pero esta encantadora criatura mantenía la suya y la usaba con gran
efectividad como un delicado chal.

Agachándose, acarició los extremos de las antenas de Upquark, que habían quedado
doblados al golpearse contra la pared. “Perdóname, por favor —suplicó—; iba sin
fijarme.”

A pesar de que Upquark guardaba información sobre la lengua cantusiana en sus


archivos, no estaba preparado para escuchar la magia de aquella voz. La mujer
simplemente había expresado su pesar, pero sus trinos pusieron en marcha cada una de
las pautas básicas de relación del módulo emocional del robot. Ahí estaba la voz más
dulce que nunca había escuchado, clasificada y archivada, lista para su reproducción.

“¿Te encuentras bien?”, le preguntó, y sonó como si le hubieran acercado una jaula
llena de periquitos, cada uno de ellos entonando una canción de amor. No sólo la voz de
esta delicada cantusiana recordaba a los pájaros. La evolución había reducido lo que
fuera una corona de plumas turquesas a un brillante y elegante tocado de pelo plumoso
que Upquark encontró extremadamente bello. “¿A quién perteneces?”, le preguntó con
voz cantarina.

Señaló hacia Link.

Al volverse en dirección a Link, escuchó por un momento su conversación. “Tu jefe


utiliza tonos poco habituales al hablar; ¿es, músico?”

Upquark se preguntó cómo era posible que hubiera captado el tono de Adrián en
medio del murmullo general provocado por las conversaciones de la sala; consultó su
base de datos sobre la audición cantusiana y descubrió que cada pliegue de su oído
finamente dividido contenía un haz de nervios auditivos diferente, y que esta
multiplicidad le permitía recoger un audiograma completo de cualquier voz a la que
prestara atención.

“Canta —dijo Upquark—, pero sólo a los insectos.”

“¿Y le escuchan?”

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“Con frecuencia.”

“¿Por qué lo hace?”

“Es entomólogo jefe de la Llanura Agrícola”, respondió Upquark orgullosamente.

Observó a Link con interés. “Debe de utilizar toda la cavidad resonante de la boca
cuando canta a los insectos. Eso resulta muy extraño en los seres humanos y se refleja
en su forma de hablar.”

“Me alegra tanto haberla conocido —espetó Upquark—, siempre he querido


conocer a algún cantusiano.”

Ella rió nerviosamente, tapándose la boca con una mano. “No tiene tanta
importancia, los cantusianos desperdiciamos nuestras vidas cantando.”

“Ésa es la fama que tienen —admitió el robot—, pero nunca creí completamente lo
que dicen los libros.”

“Cantus posee algunos músicos incomparables. Desgraciadamente, yo no soy una de


ellos.” Fue tal la humildad con que le miró que se vio en la necesidad de añadir a su
información sobre los cantusianos el siguiente comentario: “Criaturas excepcionalmente
cándidas, sin pizca de vanidad. ¿Puedo saber su nombre?”

“Ren Ixen”, contestó, y el robot necesitó una parte considerable de su archivo de


sonido para captar las encantadoras tonalidades con que lo pronunció, como si se
hubiera presentado un ruiseñor.

“¿Qué le trae por el Farolillo de Papel, señorita Ixen?”

“Aquí siempre hay fiestas y yo soy una chica marchosa.”

¿Chica marchosa?, se extrañó Upquark, mientras buscaba por todos sus programas y
encontraba algunas fascinantes definiciones. Si tuviera capacidad para intimar más con
ella..., se dijo desanimado. Pero sus emociones más profundas procedían únicamente de
su jefe, por lo que le sugirió que conociera a Adrián.

“Me encantaría”, respondió ella con su risa cristalina.

“Es usted como una mariposa —declaró el robot enamorado—. Sus largas pestañas
son iridiscentes como sus alas, y sus párpados poseen la misma luminosidad natural.”
Citó de su base de datos: “La piel pigmentada de los cantusianos da la impresión de
haber sido espolvoreada con polvos de colores”. Ajustó su aparato visual, acercando las
lentes para examinarla en primer plano. “Sí, es absolutamente correcto y mi jefe lo
admirará”, añadió optimista.

Lagartio escudriñó a la mujer cuando la vio acercarse con Upquark. Se iluminó una
de las escamas de su verde frente inclinada; era un chip de reconocimiento implantado,
de categoría militar, mediante el cual pudo leer su código de empleo e identidad:
cantante, Alien City, actualmente sin compromiso. La típica corista cantusiana. Nada

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extraordinario por esa parte. Recorrió con sus ojos fríos la esbelta figura y regresó a su
delicado rostro. Cuando sus miradas se encontraron, ella dejó caer modestamente las
iridiscentes pestañas para, un instante después, abrir de nuevo sus brillantes ojos,
dispuesta a divertirse. El lagarto se dijo a sí mismo que comportamiento modesto y
personalidad juguetona eran una estupenda combinación para una mujer en el Farolillo
de Papel.

“Lamento haber doblado las antenas de su robot”, dijo a Link, adornando


intencionadamente sus palabras con pequeños gorjeos semejantes a los que había
detectado inmersos en el habla de él.

Adrián la contempló con sorpresa. Había utilizado al hablar una combinación de los
tonos emitidos por el escarabajo campanilla, el grillo cítara y la hormiga de fuego
chasqueante. “¿Dónde aprendió eso?”

“¿Aprender el qué?”, respondió seductoramente, gesticulando de forma que su


membrana residual se abriera a lo largo de un brazo para mostrar un exquisito diseño
que recordaba las tonalidades de la seda y la asemejaba más que nunca a una mariposa.

“En realidad no me lesionó —explicó Upquark, a la vez que recogía en su cabeza las
antenas dobladas produciendo un sonido metálico; tras unos instantes, las antenas
reaparecieron completamente estiradas—. Te alegrará saber que no he sufrido
minusvalía operativa alguna ni mutilación de los sensores debida al estrés.”

Pero ninguno de los que se sentaban a la mesa de Jockey estaba mirando las antenas
del robot. Upquark exploró las transmisiones del nervio óptico que iban hasta los
cerebros del grupo allí reunido. “Veo que están estudiando la tipología corporal
cantusiana. Su estructura está compuesta por doscientos catorce huesos huecos, muy
ligeros pero muy fuertes, unidos por tejidos conectivos extraordinariamente elásticos.”

La cantusiana bajó el brazo y la suave estructura de su membrana desapareció. En


ese momento, una de las mariposas del Farolillo de Papel pasó revoloteando y desvió la
atención de Link de la elegante cantusiana.

Upquark meneó consternado su cabeza de plástico al observar la mirada de Adrián.


Mi querido jefe prefiere mirar a una mariposa. ¿Cuál es el motivo? Hemos venido aquí
para divertimos y disfrutar. Podría hablar con la señorita Ixen, bailar con ella,
enamorarse, y entonces yo podría experimentar esa emoción tan famosa, el amor.

Debía volver a fijar la atención de Adrián en ella. “La calidad musical de la lengua
del Planeta Cantus crea sentimientos contradictorios en otras especies —citó de sus
programas enciclopédieos—. Por este motivo, los cantusianos están proscritos en varias
regiones de nuestro sistema solar, fundamentalmente por la presión que ejercen las
religiones más estrictas.”

“Recordadme que no les haga ningún tipo de donación”, exclamó Jockey.

“¿Desde cuándo haces donaciones a alguien?”, preguntó Lagartio.

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“Pequeñas cantidades, entregadas discretamente.” Jockey miraba con interés a la
cantusiana, una preciosa cajita de música de la galaxia, aunque no suficientemente
rolliza para su gusto.

“Su nombre es Ren Ixen —dijo Upquark—, una aproximación al sonido musical
complejo por el que se la conoce.”

Ren se dirigió a Link: “Su robot me dijo que usted canta a los insectos”.

Link vaciló. Aquellos que no eran científicos raramente comprendían su vocación,


pero esta cantusiana había empleado sonidos de insectos. “He logrado imitar algunas de
sus secuencias más sencillas”, comenzó diciendo, y continuó con una explicación
exhaustiva de las pautas de modulación.

Dios mío, pensó Upquark, Adrián no tiene ni idea de cómo flirtear con una chica
marchosa, o con cualquier chica. Aquí tiene a esta encantadora y risueña mujer que se
siente atraída por él, y él se comporta de una manera tan impersonal que va a conseguir
destruir su considerable interés romántico. Mientras le habla sin parar de kilociclos por
segundo y presión sonora en dinas por centímetro cuadrado, ella intenta controlar sus
risitas y ahora empieza a retirarse. “Por favor, discúlpenme, debo regresar con mi
grupo.” Link se puso en pie. “Si alguna vez desea conversar sobre el aparato
estridulatorio de los...” lo que provocó una retirada aún más rápida. La camarera la
rodeó y colocó frente a Jockey un plato de carne de tortuga rebozada, con una salsa
ligeramente dorada.

“Cómete la tortuga para que podamos terminar lo que vinimos a hacer”, dijo
Lagartio.

“Esto es lo que yo vine a hacer— replicó Jockey, clavando un tenedor en la carne—.


Acompañadme, no seáis tan austeros.”

“Yo observo el principio óptimo de la caza.”

“¿Cuál es?”

“Cuando se caza en las profundidades del bosque, las presas pequeñas son una
pérdida de tiempo —observó a un grupo de invitados que entraban por una puerta lateral
—. Ahí está nuestro contacto.” Un caballero larguirucho acompañó a una joven del
grupo a la brillante pista de baile.

Jockey se inclinó hacia Link. “Ahí tienes a Stuart Landsmann, experto mundial en
replicación cibernética, especializado en holografías moleculares humanas. Está
protegido por el máximo nivel de seguridad, lo que significa que es virtualmente
prisionero del Consorcio. Pero el Farolillo de Papel es un establecimiento oficial de
descanso para disfrute de tipos con máxima protección como Landsmann y tú. Por esa
razón te necesitaba, para que me introdujeras aquí. Es el único lugar en que dos
personas como Landsmann y yo podrían encontrarse. El pobre hombre es desdichado.”

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Link podía entenderle, ya que también él estaba atrapado por la burocracia del
Consorcio. Podía resultar agotador, y por ello había aceptado la invitación de Jockey
para esta noche, a pesar de los recelos de Upquark.

“Landsmann me ha pedido que le lleve a otro planeta —continuó Jockey—. Es


ilegal, por supuesto, pero nuestra recompensa podría ser considerable.”

“Tu recompensa, no la mía.”

“Comprendo, querido amigo, tú has venido por la fauna.” Lagartio tocó a Jockey
con la punta de la cola. “Ya basta de hablar, vayamos a por Landsmann y salgamos de
aquí.”

“¿No ves que está divirtiéndose? —preguntó Jockey—. Mira qué delgado y pálido
está. El pobre diablo pasa todo el tiempo en un laboratorio subterráneo, pero hoy ha
salido al aire libre y tiene una bonita compañía. Dejemos que termine el baile. Además,
yo no he acabado con mi tortuga.”

“¿Alguna vez piensas en algo que no sea tu estómago?”

“Ése es el lugar donde se asienta la conciencia original de la humanidad, aunque no


espero que un reptil pueda entenderlo.”

“Te estás comiendo a uno.”

“Qué poco considerado por mi parte —Jockey se acercó una tajada de carne
rebozada a la boca—. Debería haber elegido cualquier otra cosa, espero que no te hayas
ofendido.”

“En absoluto”, respondió Lagartio sin apartar sus ojos de Landsmann.

Upquark rodó alejándose de la mesa hacia el robot de Landsmann, un info-glotón


situado no lejos del científico. Los glotones tenían fama de simpáticos.

Upquark le abordó directamente con un interesante dato: “¿Sabes que los grillos
topo utilizan un amplificador para transmitir su llamada?”

El info-glotón, tras realizar una rápida búsqueda interna, detectó su desconocimiento


en el tema: “Por favor, introduzca datos”.

“Excavan madrigueras y luego se sientan al fondo de ellas, bien protegidos, y envían


sus melodías hacia el exterior. La boca de la madriguera tiene forma de megáfono.”

“Ingenioso.”

Los dos robots intercambiaron amistosamente más datos mientras Stuart Landsmann
seguía bailando con su pareja. De repente, una fina red de corriente eléctrica descendió
a través del resplandor relajante que bañaba la sala, rodeó a Landsmann como una tela
tejida por invisibles arañas y lo iluminó brevemente. Sus miembros sufrieron un

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espasmo y sus músculos se contrajeron dolorosamente. Dos agentes de la Observadora
Autónoma cruzaron la habitación hacia él. “Tiene que acompañarnos.”

Landsmann consiguió susurrar a pesar del dolor: “Mi acompañante no conoce nada
de mi trabajo”.

“Ya lo sabemos. Puede quedarse.”

Amparado en las sombras proyectadas por las columnas de mármol que rodeaban la
pista de baile, el info-glotón de Landsmann estaba tan cerca de Upquark que sus
cuerpos metálicos casi se tocaban. Girando despreocupadamente su cabeza hacia otro
lado, el glotón extrajo silenciosamente algo de la bandeja de su diafragma; Upquark
abrió su propia bandeja, recogió el disco, lo almacenó y lo etiquetó.

Landsmann seguía inmóvil en el interior de la red eléctrica de seguridad. “Adiós”,


dijo a la muchacha con la que había estado bailando, pero los labios de ella estaban
demasiado helados por el miedo para contestar.

Lagartio observó a los agentes de seguridad que se llevaban a Landsmann y a su


info-glotón. Los cazadores que emitían las ondas cerebrales que había estado
percibiendo acababan de abatir a su presa.

“Ahora entiendes la importancia de comer primero —dijo Jockey—. Come siempre


antes que nada.”

Un hologlobo apareció en el aire en mitad del comedor mostrando un planeta en


miniatura cubierto por ojos. De él surgió una voz femenina, conocida por todos los
presentes: “La Observadora Autónoma desea que hayan disfrutado de su espectáculo”.

El pequeño globo flotaba en el espacio, brillante, animado, recordando a los


invitados del Farolillo de Papel que era estúpido conspirar contra el Consorcio. Los ojos
de la Observadora Autónoma estaban presentes en todas partes, esperando el momento
oportuno, y cuando menos lo sospechabas sus agentes entraban en acción.

Upquark rodó hasta la mesa de Jockey. “Me han entregado un mensaje cifrado”,
informó con entusiasmo.

“No tan alto, colega.”

“No quiero que Upquark se mezcle en nada ilegal”, advirtió Link a Jockey.

“Me temo que ya lo está, querido amigo.”

“Y tenemos que largamos jytí”, apremió Lagartio.

“No antes de tomar el postre, espero.”

La cola de Lagartio se enrolló alrededor del tobillo de Jockey y apretó. “Landsmann


hablará y nos mencionará. ¿Quieres terminar tus días como un muerto cerebral
prisionero del estado?”

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Jockey se levantó de su asiento con aspavientos. “Víbora autoritaria... aunque tal vez
tengas razón. El postre tendrá que esperar para otra ocasión.” Condujo a su grupo por
detrás de la mesa de Kitty Liftoff y saludó al joven capitán con la cabeza. “Le
recomiendo el pastel de frutas.”

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Capítulo 3
“En los intercanales hay criaturas que detectan a las naves condenadas sin posible
recuperación —decía Gregori hombre-de-guerra—. Surgen como peces de las aguas
turbulentas. Si ves alguna, es necesario emprender acciones de emergencia. Nunca
engañan.”

“Pero ¿qué son?”, preguntó Kitty Liftoff.

“Los intercanales son el hogar de muchas formas diferentes.” Se pasó un dedo por
debajo del collarín mugriento que le rodeaba la garganta. “Algunas de ellas no permiten
que se investigue sobre sus orígenes.”

“Pero ¿cómo conocen esas criaturas el estado de una nave?” “Lo conocen, eso es
todo, y un buen piloto sabe que si aparece alguna, su nave acabará en el taller de
desguace de Kitty Liftoff.” Precisamente allí se dirigían en ese momento, pero bajo
condiciones ideales. La nave de Kitty era un chatarrero gigante que surcaba los cielos
como un inmenso tiburón con las mandíbulas abiertas, engullendo satélites decrépitos
identificados para reciclaje junto con naves de guerra destruidas y otra chatarra espacial.

Mientras el tiburón deglutía su chatarra, Kitty y Gregori cenaban en el camarote de


ésta. El mercenario ensartaba un sándwich con el cuchillo. “Esos jóvenes oficiales del
Farolillo de Papel..., serán tipos valientes, pero no saben nada de los intercanales. No
comprenden que no hay mayor acto de valor que enfrentarse a la locura de los
intercanales.” Chasqueó los dedos, se quitó el sombrero grasiento con la pluma ajada y
lo colocó en las rodillas. Su cráneo estaba desnudo, con las cerdas punzantes visibles
bajo la piel. “Todas las virtudes morales, incluido el valor, desaparecen al penetrar en
los intercanales. Es preciso ser un animal para sobrevivir en ellos —señaló hacia la
ventana—. Los jóvenes oficiales conocen el apacible espacio infinito y predecible, pero
en los intercanales el valor debe complementarse con algo más.”

“¿Con qué?”

“Con el impulso ciego.”

Kitty estudió el rostro marcado del viejo bárbaro. “¿Por qué no les contaste eso
anoche, en lugar de reírles los chistes?”

“El impulso ciego no puede enseñarse —clavó en ella la mirada—. Mi raza es tosca,
pero sus impulsos ciegos siempre son acertados.” Sonrió y las arrugas alrededor de los
ojos se acentuaron formando una red que se extendía hasta las cortas orejas. “Cuando
llega el momento, uno se descubre actuando al contrario de los procedimientos
habituales, sin saber por qué o cómo y, de repente, se ha superado el peligro.”

Ella sonrió y se apoyó en el respaldo del asiento. Los refinamientos del Farolillo de
Papel ocupaban un lugar importante en su vida, pero los soldados hace tiempo que
conquistaron su corazón. Le resultaba dulce su rudo cariño. “¿Para quién trabajas
ahora?”, preguntó.

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“Acabo de terminar un encargo de seguridad para la Sultana del Río Estelar;
protegía sus naves de carga frente a tipos parecidos a mí mismo.”

“Es bellísima.”

“Puede ser. Sólo la vi en la distancia.”

“¿No tuvo interés en conocerte?”

“Ya veo que estás de broma. Cuando le entregué la nave sana y salva, me cedieron
una cama para pasar la noche en su perrera.” “Ahora eres tú el que está bromeando.”

“Bueno, estaba cerca de los establos de los zungu. Junto al montón de estiércol.
Bien alejado del tocador de Su Majestad.” “Desperdició una oportunidad.”

“Tiene veinticinco maridos, no le faltan oportunidades. La verdad es que me sentía


feliz junto al montón de estiércol. Me enfrasqué en unos juegos de naipes para pasar el
rato y algunos de sus maridos me visitaron. Perdí unas cuantas manos y ellos se
animaron por mi falta de talento. Pero hacia el amanecer mi suerte cambió. Ocurre con
frecuencia.”

“Me pregunto por qué.”

“Quién sabe. Cuando se les acabaron los cosmos de oro, salieron y regresaron con
algunas gemas de la sultana.”

“Esas con las que me pagaste.”

“Posiblemente.”

“Dudo que la sultana vuelva a contratarte.”

“Si echa de menos las gemas. Pero sus maridos parecían hombres inteligentes.”

“¿Es inteligente casarse con la sultana?”

“No es el tipo de vida que escogería, pero ellos parecían contentos.”

“¿Y tú estás contento?”

“¿Yo? —rascó su cráneo con púas—. Tengo algunas ambiciones insatisfechas”.

“¿Como por ejemplo?”

“Una es ser capitán de un Dios de la Guerra. Tengo pocas posibilidades para ello. La
otra ambición... —sonrió, y de nuevo se marcó la redecilla de arrugas alrededor de los
ojos—. Es sólo un pequeño deseo. Tiene que ver contigo. Estoy seguro que tampoco
hay esperanzas.”

Ella descendió la mirada y sirvió más vino. “¿Saldrás pronto a otra misión?”

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“Tengo que encontrar otra sultana. ¿Conoces a alguna?” “Existen bastantes buenos
empleos de seguridad por esta parte del Corredor.”

“Me vas a traer suerte. ¿Sabes que tienes buena fama entre la escoria mercenaria?
Siempre decimos: Kitty Liftoff da buena suerte.”

“Un año de garantía es mejor que eso.” Se encontró mirando con fascinación la
gruesa piel de su mano, donde estaban las púas venenosas.

“No tengas miedo —dijo él—, nunca las saco accidentalmente.” “No tengo miedo”,
murmuró ella.

Bajo la nave surgió Luna Chatarra, aumentando de tamaño a medida que se


aproximaban. El inmenso tiburón aterrizó sobre su panza, aguantado por docenas de
ruedas que soportaban su gigantesco volumen. Desde la cubierta superior, Gregori se
dio cuenta de que las luces brillantes eran los camiones, vehículos elevadores y grúas
que ponían orden en el escenario infernal.

El elevador de la nave les depositó en la terminal y Kitty recibió el saludo de los


constructores-de-naves, mecánicos que vigilaban la descarga de los desechos del
tiburón. Las naves dañadas sin remedio salían en forma de esferas fundidas. Aquellas de
las que podía rescatarse algo salían enteras.

“¿Qué tenemos hoy de bueno?”, preguntó el jefe de los constructores-de-naves.

Kitty señaló una lustrosa nave de caza alienígena que descendía en ese momento.
“Lo único dañado es la sección de cola.” A continuación la boca del tiburón vomitó una
gran sonda interestelar, deformada por la colisión con un asteroide. “Unidad de
detección utilizable —comentó ella—, probablemente querrás fundir el resto.”

Gregori comentó sobre la marcha: “Te tratan como a un colega”.

“Pago su salario, eso es todo.”

“Cualquiera puede pagar un salario. Te tratan así porque eres uno de ellos.”

Ella sonrió. “Me estas idealizando.”

“Veo las cosas tal y como son.” Subieron a un tren cuyos rieles rodeaban Luna
Chatarra como una guirnalda plateada alrededor de un árbol de navidad decorado con
chatarra cósmica. Kitty le llevó hasta el vagón comedor, donde se encontró con algunos
compradores potenciales, representantes de ejércitos privados, que la saludaron
informalmente como habían hecho los constructores-de-naves. “Viajas con todos
nosotros —dijo Gregori—. No desapareces en una limusina privada.”

“Esto es más rápido, como estás a punto de comprobar.”

El tren arrancó y las hileras de satélites se convirtieron en manchas difúminadas con


cuernos, como un desfile de caracoles gigantes. Gregori sólo pudo distinguir un destello
metálico procedente de las innumerables naves de combate que esperaban volver a

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combatir de nuevo. Cruceros de guerra abollados en mil batallas parecían fundirse y
estirarse cuando el tren pasaba veloz junto a ellos. Al reducir velocidad para detenerse,
pudo contemplar cohetes usados almacenados como flechas.

Gesticuló con su penacho harapiento. “Si todo esto fuera mío, podría gobernar un
planeta.”

“Yo ya gobierno una luna. No es para tanto.”

“Tienes razón. Gobernar significa estar prisionero. Así que déjame poseer una sola
nave, mi Ghazi Jinete Nocturno. Tal vez puedas enseñarme personalmente sus
refinamientos.”

“Ya sabes cuáles son.”

“Claro, pero me gustaría que mi nave llevara tu recuerdo.” “Lleva la insignia de


Luna Chatarra.”

“¿Qué importancia tiene una insignia? Yo quiero que tu perfume impregne mi


camarote.”

“¿De qué servirá eso?”

“Mejorará mi puntería.”

El tren aceleró de nuevo y el paisaje recobró su borrosa máscara de hierro en la que


parecían destellar unos ojos fundidos, como si fueran los de la Diosa Guerra paseando
su armadura. Kitty miró por la ventana cuando cruzaron la Llanura de los Desechos.
Debajo se encontraba el laboratorio en el que Stuart Landsmann había trabajado. El tipo
le resultaba simpático. A veces subía a la superficie y se sentaba con ella a ver arder los
fuegos de la Llanura de los Desechos. Ahora esos fuegos iban quedando a su espalda
mientras el tren aceleraba. Landsmann debería estar ahí, con ella. Se habría apeado en la
Llanura de los Desechos, para descender a su laboratorio. Pero no iba a regresar. Nadie
regresa de los encuentros con la Observadora.

“Estás pensando en el tipo al que detuvieron”, dijo Gregori. “¿Cómo lo sabes?”

“Lo sé, eso es todo. ¿Era amigo tuyo?”

“Sí.”

“Qué faena. ¿Quieres que intente rescatarle?”

“Nadie puede ayudarle ya.”

“Pues yo me veo ayudándole. Sin duda será una alucinación, porque quiero
impresionarte.”

“Ya lo has hecho.”

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“Eché una bolsa con gemas sobre la mesa. ¿Qué es eso? Poca cosa. Aquí tienes otra
—la sacó de su bolsillo y se la arrojó—. Tampoco es gran cosa. Pero demostrar mi valor
sí te impresionaría.”

“Ya he visto bastante valor”. Sus dedos se desplazaron ligeramente por la ventana,
mostrando la fila de naves destruidas a su paso.

Gregori miró las oscuras cabinas de vuelo de las naves. Entendía lo que le quería
decir. Todos los héroes estaban muertos. Otros nuevos los reemplazarían y morirían a su
vez. Alargó la mano hasta colocarla sobre la de ella. “Está bien, ¿entonces con qué
puedo impresionarte?”

“Muéstrame las púas de tu cráneo.”

Las desenrolló y su cabeza tomó el aspecto de un nido de serpientes. Ella se quedó


mirándolas fascinada por su peligrosa amenaza, bajo la que sonreía Gregori. “Soy un
bello monstruo, señorita Kitty Liftoff, y estoy a su servicio.”

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Capítulo 4
“Ah, Alien City —Jockey gesticuló expresivamente—. Me encanta esta retorcida
maraña inhumana, con sus lenguas incomprensibles.”

El doble hueso púbico de Lagartio le permitía caminar sobre las patas traseras, con
los brazos plegados junto al cuerpo; su cabeza estaba cubierta por un colorido mosaico
de placas óseas que protegían un gran cerebro. Una hembra serpentiana se deslizó a su
lado con las escamas brillantes, reflejando la luz en un arco-iris ondulante. La mirada
recelosa que dirigió a Lagartio mostraba la fuerza implacable del cazador profesional
del espacio.

Cuando Link observó esos intercambios sintió la vibración de la vasta red de vida
que se extendía por la galaxia. Por todas partes la inteligencia se desplegaba a través de
una variedad infinita de formas y Alien City albergaba cientos de ellas. En una mesa
situada en la acera, filósofos de diferentes planetas defendían sus ideas. Los profesores
eran insectos, los antiguos compañeros del hombre que se habían sumado
involuntariamente a la gran migración desde la superpoblada Tierra. Las múltiples
generaciones de humanos nacidos en nuevos mundos no podían regresar a sus orígenes;
ni siquiera sabían si la Tierra todavía mantenía algún tipo de vida; de vez en cuando, en
sus sueños, se veían deambulando por ese planeta legendario. La vida del exiliado era
más sencilla para los insectos: nunca miraban atrás.

Las meditaciones de Link se vieron interrumpidas por la aparición de una cópula-


permanente que avanzaba a zancadas hacia él, sacudiendo sus cabezas y brazos
gemelos, mitad de la criatura serena y la otra mitad afanada en experimentar todos los
placeres que Alien City podía ofrecer.

“El punto débil de la cópula-permanente es la unión que conecta sus dos mitades”,
informó Upquark a Link, mientras el lado sensato de la criatura intentaba reducir la
tensión en la línea de unión y tranquilizar con susurros a su excitado compañero. “En su
propio mundo pueden realizar movimientos contradictorios mientras flotan, sin que ello
suponga un riesgo fatal.” Upquark observó con preocupación a la criatura dual. “Aquí
corren el peligro de seccionarse por la mitad.”

“La falta de autocontrol es algo terrible”, pontificó Jockey.

“¿Cuándo te has controlado tú a ti mismo?”, preguntó Lagartio.

“Mi caso es completamente diferente, colega. Mis uniones están convenientemente


reforzadas con tejido adiposo.”

La cópula continuó su pelea camino adelante. El descubrimiento del Corredor, la


avenida interestelar hiperrápida de los Antiguos Aliens, había permitido la
comunicación entre los sistemas planetarios. Aunque aún no se comprendía bien la
manera en que funcionaba, ello no impedía que se hubiera convertido en la ruta de las
caravanas de los mercaderes alienígenas, y Alien City, de Planeta Inmortal, era su
principal mercado. Muchas criaturas como la cópula-permanente llegaban hasta allí para

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buscar fortuna, aprovechando los viajes de las naves mercantes. Pocas permanecían
mucho tiempo; normalmente retornaban al espacio exterior como trabajadores de
asteroides.

Las luces destellaban bajo los pies de Link, atravesando el techo transparente de un
club subterráneo donde los alienígenas danzaban al ritmo de una música palpitante, en
medio de una maraña de tentáculos y garras. Jockey les condujo escaleras abajo y
preguntó por un cliente habitual llamado Braincomb. La respuesta fue: “No ha venido
por aquí en muchos días”.

Jockey frunció el ceño y masculló: “Braincomb es un maestro en criptografía.


Contaba con él para descifrar lo que Upquark recibió de aquel info-glotón”.

“Lamento que mis aplicaciones decodificadoras sean insuficientes para esa tarea —
se excusó Upquark—. Quizás podamos comprar otras mejores aquí.”

“La que necesitamos no puede comprarse —dijo Lagartio—. Es secreta.”

Link acompañó a Jockey de regreso a la concurrida calle, donde los comerciantes


atraían con señas a los posibles clientes desde las puertas de sus comercios, ofreciendo
descuentos en video-chips craneales y su implantación gratuita. Ante ellos, flotaban en
el aire proyecciones de publicidad anunciando planes de rejuvenecimiento. Jockey las
atravesó con impaciencia. “¿Dónde estará Braincomb?”

Un Dios de la Guerra apareció ante su vista moviéndose lenta y majestuosamente,


con un gigantesco casco iluminado por las luces de navegación y las escotillas.
Misterioso y amenazante, empequeñecía y sometía a los individuos que lo
contemplaban desde abajo. Pocas veces se necesitaba utilizar la capacidad de fuego de
un Dios de la Guerra, porque el poder que ostentaba era tan claro que su sola presencia
bastaba para mantener la paz en Planeta Inmortal. La siniestra nave atravesó el cielo
silenciosamente, ocultando las estrellas a su paso, para luego perderse sobre el horizonte
nocturno y, de nuevo, Alien City volvió a la vida.

“Un poco de carga, una pequeña recarga, por caridad”. Los robots deteriorados
suplicaban un donativo de energía mientras se arrastraban patéticamente de una galería
a otra, sabiendo que apenas les quedaban unos días o unas horas de vida. Upquark les
miraba horrorizado. En la Llanura Agrícola uno nunca llegaba a encontrarse con
unidades tan degradadas. Sabía que existían, claro, pero contemplarlas directamente era
conmovedor. “¿No podemos darles algo?”

Pero Jockey y compañía ya se dirigían decididos en otra dirección con la esperanza


de encontrar a Braincomb, y Upquark rodó veloz tras ellos.

Un macho y una hembra semilíquidos ondulaban a lo largo de la calle y las ondas de


sus cuerpos se enrollaban con cada salto gelatinoso de sus piernas semejantes a globos.
Procedían de una corriente de vida ancestral, evolucionada a través de los siglos, y sus
rasgos eran los más bondadosos que Link había visto nunca. Al cruzarse con ellos, la
hembra les echó una ojeada, asintiendo de una manera que parecía decir: la existencia
es más de lo que vosotros pensáis.

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“Apartaos”, chilló una máquina sobrecargada que, en su apresuramiento, empujó a
los semilíquidos expulsándolos de la acera.

“¿Es necesario que seas tan grosero?”, le gritó Upquark, pero el robot intoxicado
estaba haciendo señas con sus chamuscados cables a un compañero calle abajo. Desde
alguna parte llegó un destello como respuesta y la máquina siguió su camino, dejando a
los semilíquidos debatiéndose en el desagüe de la cuneta. Los pies gelatinosos les
asomaban por debajo; sus cuerpos rechonchos estaban desparramados y comenzaban a
deslizarse por la alcantarilla. Link les agarró las manos y sintió lazos acuosos alrededor
de las muñecas y sus dedos fluidos sujetándole con una fuerza sorprendente. Cuando les
colocó de nuevo sobre sus pies, le miraron con reconocimiento, burbujeando lo que
interpretó como gracias.

Una conmoción en la multitud anunció la llegada de un grupo de soñadores oscuros.


Eran pequeños alienígenas bulliciosos, el más alto de los cuales no superaba el metro.
Sus rostros tenían los rasgos hundidos de los cachorros de buldog, lo que les daba cierto
aire melancólico que resultaba engañoso. Eran malhumorados e intolerantes y habían
acudido a Alien City para vender inventos, cuyos esquemas guardaban en el interior de
sus capas luminosas. Vestían gorros de dormir y pantuflas de un vivo color rojo, y
vivían al borde de la locura, obsesionados con la energía libre, el teletransporte, la
guerra psicotrónica y la propulsión espacial anti-gravitatoria. Hace eones conocieron
días espléndidos. Ahora sus ciudades eran espeluznantes centros de espiritismo, en los
que cada uno intentaba contactar con entidades invisibles sobre las que no conseguían
ponerse de acuerdo. Era un planeta envuelto en el ocultismo, con una comunidad
científica básicamente dedicada a los mundos paralelos. Pero de vez en cuando
producían valioso equipo comercial, como muestra de que la raza aún mantenía alguna
chispa de genio. Jockey los detuvo. “Necesitamos un descodificador. —Añadió en un
tono más bajo—: Consorcio, máximo nivel.”

Le respondieron con un rápido lenguaje afilado que recordaba al electrish, la lengua


robótica polivalente. Jockey se volvió hacia Upquark: “¿Qué han dicho?”.

“No hay nadie por aquí que tenga eso. Sobre todo desde que liquidaron a
Braincomb. ”

“Ah, pobre Braincomb”, dijo Jockey entre dientes.

Los soñadores oscuros se enfadaron mucho con su respuesta. “¿Por qué debería
sorprenderse este gordo idiota? La posesión de un aparato descodificador del máximo
nivel se condena con la muerte.”

Se largaron rápidamente, con sus gorros rojos adornados por campanillas


electrónicas tintineantes, y Upquark se quedó mirando a Jockey. “Dijeron que se
condena con la muerte.”

“No hay vuelta atrás, amiguito. A estas alturas ya debe saberse que el info-glotón te
entregó un mensaje, así que tenemos que huir —Jockey golpeó suavemente la falsa
ranura de ventilación que había pegado en Upquark—. El dispositivo de camuflaje
escondido aquí es tan condenable como el programa descodificador de Braincomb.”

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Upquark encogió la cabeza hasta hacerla desaparecer dentro del torso. Retrajo los
brazos y las piernas. Su lisa estructura exterior se fragmentó en láminas que se
reorganizaron y cerraron sobre el agujero del cuello, y surgió un asa de su descabezado
extremo superior. En el lugar donde había estado Upquark descansaba una maleta.

Jockey arqueó una ceja. “¿Hace esto a menudo?”

“Solamente cuando está asustado —Link levantó la maleta por el asa y la agitó—.
Upquark, te necesito.”

Me necesitan, pensó Upquark, y los discos corporales recompusieron


inmediatamente su forma original. Surgieron brazos y piernas, el asa se retrajo y la
cabeza emergió a tiempo de ver a un vapuleado y viejo robot que se acercaba de modo
irregular.

Evidentemente, su aparato visual no funcionaba correctamente: el ojo izquierdo


estaba desenroscado y el derecho miraba hacia el centro de la cabeza. Los discos
faciales colgaban en tomo a la boca. “Caballeros... discúlpenme, por favor, si me dirijo a
ustedes de esta manera... he tenido... una desafortunada caída en desgracia.” Sus
miembros eran rudimentarios, lo que indicaba que su principal función había sido de
orden intelectual. La voz tenía un aura desgastada de complejidad, aunque sonaba de
forma interrumpida. Una pantalla en su frente mostraba líneas de galimatías sin sentido.

“Es chatarra —dijo Link—. No podemos hacer nada por él.” “Por supuesto que no
—aseveró la arruinada máquina, con su cabeza cuadrada temblando por la pérdida de
energía—. Por favor... no se aflijan.” Giró sobre sus ruedas melladas, se golpeó contra
una columna y dio la vuelta.

“Adrián —dijo Upquark—, debemos recargarle. No puedo soportarlo.”

“Hay miles de máquinas como él por aquí.”

“Podría ser yo”, suplicó Upquark.

“No, no, olvídenme —dijo la máquina destartalada, con el ojo dando vueltas
caóticamente—. Ni siquiera puedo recordar... qué trabajo solía realizar... todo
inaccesible...”

“Tengo crédito. Puedo pagar.” Upquark enganchó con una de sus pinzas al anciano
robot y lo dirigió hacia un puesto de recarga.

Jockey les cortó el paso. “No puedes usar tu crédito. La Agencia de Inteligencia
encontraría nuestra pista enseguida.” Echó un vistazo a la debilitada máquina, que le
devolvió la mirada con su ojo vagabundo. Jockey suspiró y le dijo: “Está bien,
sígueme”.

“Estoy abrumado... por su generosidad.” La vieja máquina intentó realizar un gesto


de gratitud sin conseguirlo, y el brazo cayó de nuevo a su costado.

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Jockey llamó a un vendedor ambulante de energía. Además de toda una variedad de
sospechosos estimulantes, el buhonero transportaba un cargador industrial, con la
carrocería abollada, el sistema de alarma desfasado y los cables de corriente
deshilachados. Saludó a Jockey y le preguntó: “¿Qué va a ser, capitán?”.

Jockey señaló al robot destartalado. “Recárgalo.”

El buhonero abrió la parte trasera del robot y comprobó la batería. “Totalmente


muerta, capitán. No aguantaría la carga.” “Entonces consíguele una batería, ¿qué tienes
por ahí?”

El buhonero se metió en un compartimento tras el cargador, comprobó sus


existencias y trajo una batería llena de cicatrices. “Es un caballo de guerra. Todavía le
queda un montón de vida —midió con el polímetro—: ochenta y cinco por ciento de
eficacia.”

“Colócasela.”

El buhonero la introdujo en la espalda del robot. Sonó un pitido y el robot emitió un


chirrido de alivio. Su ojo bizco se enderezó y el otro se niveló y enfocó adecuadamente;
la pantalla adquirió brillo y un anillo de luces que iba de oreja a oreja se iluminó. Su
pantalla frontal estaba ejecutando una autocomprobación.

“En marcha otra vez, capitán —dijo el buhonero. Jockey le pagó y él continuó calle
abajo, pregonando su mercancía a la multitud—: Energía, energía... La tengo humana,
alienígena y para máquinas, energía...”

El rejuvenecido robot sonrió a sus nuevos amigos. Su sonrisa estaba torpemente


construida, apenas un pequeño movimiento diafragmático decorativo alrededor del
agujero de la boca. “Vaya amabilidad que han mostrado conmigo —cruzó un brazo
regordete sobre su cuerpo e hizo una reverencia—. El Juegomaestre, a su servicio.”

“¿El Juegomaestre?”, repitió Upquark.

“El único e irrepetible Juegomaestre, construido por el Profesor Anthony Doce-


Mesas de la Sociedad para el Descubrimiento del Juego.”

“¿Y qué diablos es eso?”, preguntó Jockey.

La máquina parecía asombrada por su desconocimiento. “Es la más famosa sociedad


de jugadores del Corredor, y el Profesor Doce-Mesas era el mejor de todos —los ojos
del Juegomaestre mostraron tristeza—. Pero le mataron en el curso de una partida, fui
abandonado a mucha distancia de aquí y forzado a regresar en un carguero mientras mi
energía se iba gastando, como ya sabéis.”

“Ahora que estás restablecido, puedes ir y unirte de nuevo a tu Sociedad del Juego.”
Jockey metió la mano en su bolsillo para buscar otro cosmo.

“No, no pienso hacer eso —el Juegomaestre tomó la mano de Jockey con sus pinzas
—. Por favor, guarda tu dinero. Ahora vuestro juego es mi juego.”

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“No estoy interesado en juegos.”

“Todo en la vida es un juego. Y yo, el Juegomaestre, soy vuestro guía.”

“Lo siento, viajamos con poco equipaje.”

“No te precipites. La partida que estáis jugando no es sencilla.” “¿Cómo sabes a qué
estamos jugando?”

“Lleváis un dispositivo de camuflaje Avarana 301B, construido por el ingeniero


proscrito Ritamae Mips. Vosotros sois las presas.” “Vamos hacia ahí”. Jockey señaló
hacia una taberna. La mezcla de lenguas alienígenas del interior recordaba a Link el
sonido de castañuelas y de globos perdiendo aire rápidamente. Jockey eligió una mesa
en el rincón.

En la mesa de al lado se sentaba una hembra de aspecto humano que llevaba un


bolso de piel de marsupial incrustado con una hilera de gemas. De su interior asomaba
la cabeza de una mascota de camaleón, con las puntas de sus diminutas garras
enganchadas a las brillantes piedras. Lagartio siseó un saludo reptil y el pequeño
camaleón contestó con un diminuto ladrido de reconocimiento antes de precipitarse de
nuevo al interior del bolso de la bella señora.

Los ojos de Jockey permanecían fijos en el Juegomaestre. “¿Cómo sabías qué


dispositivo de camuflaje llevamos puesto?” “Los conozco todos. En el gran juego
muchos participantes van camuflados.”

“¿Qué tal se te da descifrar códigos?”

“El juego lo requiere.”

“Upquark tiene aquí un código de laboratorio procedente de un info-glotón del


Consorcio.”

El Juegomaestre se volvió cortésmente hacia Upquark: “¿Me permites verlo?”.

Se introdujo el disco en la bandeja extraíble y la pantalla frontal del Juegomaestre


reprodujo una imagen ampliada de vida celular. “Han empleado un código basado en la
evolución, utilizando el moho de la neurospora.”

“¿Cómo puede codificarse un moho?”

“Al igual que cualquier otro organismo celular, la neurospora tiene su propia cadena
de ADN —dijo el Juegomaestre—. Este modelo de ADN se presta a la alfabetización.
Los codificadores separan los eslabones que necesitan con enzimas cortantes y luego los
montan en cualquier secuencia que deseen.”

Los ojos de Jockey comenzaron a mirarle con expresión ausente; él se apoyaba en


mentes más agudas, como la de Lagartio. Al percatarse de ello, el Juegomaestre se
volvió hacia el lagarto. “Después de montar de nuevo su mensaje en el moho, lo alteran,
revolviéndolo para mantenerlo a salvo de los descodificadores.”

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“¿Pero no de ti?”

“Sólo es un juego, y yo soy el Juegomaestre. Únicamente necesito identificar el


agente que provoca la alteración y revertir el proceso. Gracias a este amable caballero
—indicó a Jockey—, mi laboratorio interno está de nuevo operativo.”

“Entonces ponlo rápidamente en marcha”, ordenó Jockey. “Será un placer —el


Juegomaestre procedió a alterar el moho alternando calor y frío. Las células de la
pantalla comenzaron a brillar—. He reproducido las condiciones originales. La cadena
de ADN ha vuelto a organizarse y puedo leer el mensaje codificado en ella. Os lo
mostraré en la pantalla.”

Leyeron en la frente del Juegomaestre: LABORATORIOS EQUILIBRIA,


SECCIÓN DE INVESTIGACIÓN, INSTALACIÓN ÁNFORA, LUNA CHATARRA.

“Y ahí está el mapa —dijo Jockey, mirando los esquemas que se iban sucediendo en
la frente de Juegomaestre—, y los códigos para abrir las puertas de Equilibria. Es todo
lo que necesitamos saber.” “Seguramente hay muchas otras cosas que tendríamos que
saber —replicó el Juegomaestre con un rápido movimiento de sus pinzas a modo de
disculpa—. Por ejemplo, ¿por qué se realizó esta transferencia codificada, a no ser que
fuera una llamada de auxilio? —se volvió hacia Link y Lagartio—. Me temo que sólo
conocemos el primer movimiento de este juego.”

25
Capítulo 5
A una señal, el panel de la pared se abrió y el neurolador jefe se introdujo en la
cabina. Un neurolador subordinado esperaba ociosamente frente al panel de control. A
través de la pared de cristal podía verse a Stuart Landsmann sujeto a una silla con
correas. Tenía electrodos en cuatro puntos de la cabeza y los ojos abiertos; estaba
plenamente consciente.

“Qué interesante —dijo el neurolador jefe, mirando al expediente—. Al comienzo


de su carrera, este individuo hizo una importante contribución a la tecnología que
empleamos aquí.”

“No cabe duda que ahora se encuentra reflexionando sobre ese hecho.” El
subneurolador sufría la resaca de una noche de juerga, pasada en compañía de algunos
robots de una cadena de montaje. Eran máquinas ordinarias fabricadas para realizar
interminables trabajos repetitivos y poseían enormes reservas de energía. Sin embargo,
él funcionaba con una batería pensada exclusivamente para actividades cerebrales, no
para seguir la marcha de robots juerguistas. Por consiguiente, había llegado al trabajo
sintiéndose como un fusible fundido. Manipuló torpemente los controles, sintiendo que
temblaban sus sistemas de agarre por un momento; pero finalmente consiguió ajustar el
aparato. “¿Cuál es su delito?”

“Era el director del Proyecto Ánfora... hasta que se opuso al empleo de la tecnología
de los Antiguos Aliens.”

“Eso sí que es interesante”, dijo el subneurolador, que compartía la fascinación de


todas las máquinas de alta gama por cualquier cosa relacionada con los Antiguos Aliens,
una raza desaparecida, tan avanzada que abandonó la realidad física y regresó a la
indeterminación cuántica.

“Los Antiguos Aliens dejaron estudios sobre la inmortalidad y el trabajo de Stuart


Landsmann era desarrollar un proyecto para ponerlos en práctica. Pero acabó
desconfiando de los planes de los antiguos y protestó numerosas veces al Consorcio.
Cuando sus quejas fueron ignoradas, intentó escapar, creyendo que su ausencia
significaría el final del Proyecto Anfora. Pensar que uno es indispensable es algo
habitual entre los seres humanos. Y ahora —dijo el neurolador jefe—, puedes
comenzar.”

“Activación”, ordenó el sub-neuro; las luces del panel de control cambiaron, y el


contenido del cerebro de Landsmann comenzó a vaciarse en la unidad receptora. Abrió
los ojos al máximo mientras su vida desfilaba velozmente ante él. Los creadores del
Programa de Transferencia de Mentes denominaban chistosamente a esta fase de
estimulación cerebral acelerada vampirización celular, y la memoria de Landsmann
estaba siendo vampirizada tan deprisa que tenía la sensación de que su cabeza se
estiraba y se partía, como si fuera un chicle en manos de un niño. Cuando terminara la
vampirización, su cerebro quedaría con menos inteligencia que el asa de un cubo.

26
Al hacer una revisión rápida de todo lo que pasaba ante él, Landsmann pudo
resolver algunos de los problemas que le habían acosado durante años, pero las
soluciones escapaban a toda velocidad mientras se introducía en un nuevo corredor de
su cerebro, donde otras innumerables puertas se iban abriendo y vaciando su contenido.
Ahí estaba su primer microscopio neuronal de juguete, el rostro de su primera novia y
una hoja revoloteando en un día de viento. Ese día y todos sus días iban cayendo y
girando a su alrededor mientras se debatía en medio de la arrolladora corriente.
280.000.000.000.000.000.000 bits de información salieron a raudales. Comprendió el
significado de la existencia, pero lo olvidó un instante después. Comprendió el
propósito de su vida, y esa revelación súbita desapareció también en medio de la
espuma de imágenes. Su percepción era veloz. Comprendió todo, y todo era nada.

La transferencia completa tardó quince minutos. Al final, lo que había sido Stuart
Landsmann pudo almacenarse perfectamente en un único Disco Recopilatorio de
Identidad, o DRI. Dichos discos eran coleccionables. La mente de un distinguido
científico, convenientemente empaquetada, podía costar mucho dinero en el mercado
negro de tecnología.

Landsmann estaba fláccido en su asiento y sus ojos eran más inexpresivos que los
botones de su camisa. Un autómata entró y le retiró los electrodos.

“¿Qué haremos con él?”, preguntó el sub-neuro que manejaba los controles.

“El ejército ha solicitado catatónicos. Enviadle al Dios de la Guerra —dijo el


neurolador jefe—. Trabajará duro y sin quejarse. Un tipo leal. Utilice un impreso D,
programa 14A, tarjeta autorizada 209... Oiga, ¿me está escuchando? Su tiempo de
reacción es lento.”

“Disculpe, jefe. Momentáneamente estacionario. Ya le escucho.”

“Entonces termine y lléveselo.”

El jefe giró sobre su eje y rodó fuera de la cabina. El sub-neuro se quedó para hacer
copias de seguridad de la transferencia de Landsmann. Siempre le sorprendía observar
qué poco tiempo costaba descargar un cerebro humano y el poco espacio que ocupaba
en disco.

27
Capítulo 6
“Si no te importa, vamos a desembarcarte y nos iremos rápidamente, colega.”

Jockey depositó su nave en la pista de aterrizaje que prestaba servicio a la Llanura


Agrícola Central. Accionó la escalerilla para que Link descendiera. “Ten en cuenta que
es una locura que te quedes aquí.”

“Estoy desarrollando experimentos —dijo Link—. No puedo echar a perder años de


trabajo sólo porque un info-glotón introdujera un expediente en Upquark.”

“Debo seguir recordándote que no era cualquier expediente, sino información sobre
el proyecto más secreto de todo el planeta.”

“No me importa absolutamente nada ese proyecto. La Observadora puede venir a


recuperar el archivo de la bandeja de Upquark cuando lo desee.”

“Sí —interrumpió Upquark—, ya se lo entregué una vez al Juegomaestre —miró


hacia atrás, al interior de la nave, donde permanecían el viejo robot y Lagartio—. Se lo
entregaré gustosamente a la Observadora también.”

“Cuando los agentes de la Observadora te hayan interrogado —dijo Jockey a Link


—, no te quedará nada para dar a nadie.” Le apretó el hombro, luego regresó a su nave y
cerró la escotilla tras él.

La aeronave ascendió y Upquark contempló la estela de iones con alivio. El lío


había terminado. “Nos alegramos de estar de vuelta, ¿verdad, Adrián? Aquí todo está
bajo control hasta en los pequeños detalles. Ahí están nuestros agribots...”

Los ingenieros de suelo robóticos estaban tomando micrografías de los electrones


del tejido de las plantas y sus formas encorvadas les hacían parecer gnomos metálicos.
Sus manos desmontables incluían instrumentos científicos para medir y comprobar
muestras, así como horquillas para cavar, palas y tijeras de podar. El encargado se
dirigió hacia Link.

“Tenemos problemas con los Chjysantemum morifolim.” El agribot entregó una flor
púrpura a Link. “Mota cromática.”

“Causada por un viroide”, añadió Upquark servicialmente.

“Por supuesto —soltó el agribot con impaciencia—. Pero este viroide ha resistido a
las radiaciones ionizantes y ultravioletas. Tiene que pensar en otra alternativa. Lleva
demasiado tiempo ausente.”

Link sabía que, para los agribots, él no era más que un medio para alcanzar sus
propios fines: el florecimiento de la Llanura Agrícola. “Sí, me alegro de haber vuelto”,
dijo dirigiéndose a Upquark.

28
Una clase inferior de robots estaba incorporándose al trabajo, cantando a las plantas
en un coro de voces infantiles. Por encima de ellos sobresalía el compositor de la
melodía, que dirigía el coro con movimientos ondulantes de los brazos mientras podaba.
Se trataba de un alienígena cadavérico del tipo conocido como espectral, que no saludó
a Link porque era incapaz de hacerlo. Sólo se comunicaba mediante sonidos musicales y
reservaba éstos para las plantas. Así que fue Link quien saludó: “¿Cómo estás? ¿Va
todo bien?”.

El espectral asintió muy lentamente y luego colocó su mano huesuda sobre la de


Link. Sus enormes ojos recordaban nudos de madera y el iris estaba formado por bandas
circulares de color. Jockey Oldcastle le había encontrado en un parque de Alien City,
donde vivía sin casa y cantando a los árboles. Su chip de identidad alienígena indicaba
que procedía del Planeta Espectro. En algún momento había perdido la capacidad de
hablar. Tenía la mirada sobresaltada de quien vive constantemente asustado: cuando no
estaba cantando, dejaba la boca abierta como si estuviera gritando la palabra “¡oh!”, por
lo que Jockey le puso de nombre Espectralio O.

Luego le llevó al sector de la Llanura Agrícola donde trabajaba Link y allí comenzó
inmediatamente a componer música, consiguiendo duplicar la producción vegetal de la
noche a la mañana. Ahora Link le mostraba la mota cromática de los crisantemos. “No
responde a la radiación.”

Espectralio O se arrodilló junto a las plantas afectadas por la plaga y al instante


quedó absorto. Link le escuchaba piar y gorjear dulcemente a las flores enfermas.
Cuando Upquark probó a pasar las canciones de O por un programa de traducción
universal, no obtuvo ningún resultado. No existía una lengua como la de O en ningún
lugar de la galaxia, pero el mundo vegetal la entendía y Link estaba convencido de que
la mota cromática desaparecería, lo mismo que la estela iónica de la nave de Jockey,
que ya no era más que una nube deshilachándose en el cielo azul.

Otra nave cruzó la estela y comenzó a trazar un círculo para aterrizar. Cuando
sobrevolaba los campos a baja altura, Link observó el emblema de la Agencia de
Inteligencia en la cola: un grupo de ojos electrónicos iluminados. La visión de esos ojos
le produjo un escalofrío de miedo. Se había convencido a sí mismo de que su delito era
involuntario, trivial; pero una visita de la Agencia de Inteligencia nunca era trivial.
¿Cómo podía haberlo dudado? Igual que si despertara de un sueño, fue consciente de la
peligrosa situación en la que se había colocado.

Estudió la llanura con la mirada, valorando la posibilidad de huir. Era imposible, por
supuesto. La única forma de escapar era ser más listo que ellos cuando le interrogaran.
Pero ¿con qué argumento iba a justificar haber estado en compañía de un pirata como
Jockey Oldcastle? ¿O que su robot hubiera descodificado el proyecto más secreto del
planeta?

“Les diré simplemente la verdad —dijo en voz alta—. Fui a visitar el Farolillo de
Papel para observar ciertas mariposas únicas. Luego hice una tontería. Ésa es nuestra
versión de la historia, ¿estamos de acuerdo?”, y dirigió una mirada cómplice a Upquark.

Pero Upquark se había sumergido en su base de datos y estaba buscando el archivo


que todos los robots del Consorcio tienen que llevar para recordar las consecuencias de

29
violar la ley del Consorcio. Mostraba a una serie de individuos que se habían burlado de
la Observadora Autónoma: después de vaciarles el cerebro les había enviado a trabajar a
asteroides desolados; sus ojos estaban muertos mientras arrastraban los pies por minas
débilmente alumbradas, acarreando pesados picos. Upquark informó a Link: “Estoy
experimentando un brusco descenso de optimismo respecto a nuestra situación.
¿Serviría de algo que me transformara en maleta?”.

“No.”

“Muy bien. Seguiré en modo vertical.”

Así que allí estaban un robot auxiliar en posición vertical, un entomólogo apacible y
un espectral con aspecto demente, esperando a que se aproximaran los dos agentes.

Avanzaron enérgicamente cruzando las hileras de plantas: corpulentos, inexpresivos


y con las cabezas afeitadas. Sus escudos protectores flotaban sobre las yemas de sus
dedos y uno de ellos se colocó ante Link. “Se le acusa de poner en peligro un proyecto
del Consorcio.”

Espectralio O comenzó a temblar. Su mirada iba pasando de una a otra figura hostil
mientras las bandas de color de sus ojos giraban frenéticamente. Entonces se puso rígido
y se abrazó el pecho bruscamente con los brazos, como si quisiera desaparecer con su
más preciada posesión... o con un secreto del Consorcio.

“¡Espectral, detente!”, gritó el primer agente, lo que únicamente sirvió para que O
continuara podando las ramas superiores de las plantas, con sus largos brazos
sospechosamente doblados sobre el huesudo pecho.

El segundo agente abrió la mano carnosa. Un pequeño objeto surgió de su palma,


localizó a O, se colocó detrás de su cabeza y le lanzó un rayo de luz hacia el cráneo. El
cuerpo cadavérico del alienígena se tambaleó hacia atrás, cayendo sobre un macizo de
brillantes inflorescencias amarillas de melón. Quedó inmóvil mirando al cielo, con la
boca agarrotada por el miedo en forma de ¡oh! Su cara paralizada mostraba ahora una
sombra moteada, como la del crisantemo enfermo.

Link era el más apacible de los hombres, pero había cogido cariño al dulce
alienígena y sentía que Espectralio O se encontraba bajo su protección. Sin pensarlo dos
veces, intentó golpear al agente. El brazo de éste apenas pareció moverse, pero un
instante después Link caía hacia atrás entre los macizos vegetales.

Los agribots, enfurecidos por los disturbios en su huerta, cargaron contra los agentes
con las herramientas de cavar. Los agentes respondieron vaporizando a algunos de ellos.
“¡Lárguense o vaporizaremos a todos!”, gritó bruscamente uno de ellos, que se resentía
de un pinchazo profundo en la espinilla causado por un agribot con una horca de tres
puntas.

“La ductilidad de la piel —le informó Upquark— viene determinada por su matriz
extracelular, y su principal componente proteico es el colágeno. Si quiere evitar una piel
demasiado frágil, le sugiero un cambio en su ingesta proteínica.”

30
La lustrosa bota del agente se movió con energía y de una sola patada envió a
Upquark rodando hacia una alberca. Los programas de mapeo de Upquark examinaron
el terreno rápidamente. “Carencia de equipo anfibio —se quejó mientras rodaba hacia el
borde—. Densidad del agua, sesenta y dos punto cuatro libras por pie”. Terminó de
decirlo y cayó con un gran salpicón para luego flotar momentáneamente.
“17.000.000.000.000.000.000 de moléculas por gota. Sumergiéndome”, concluyó
mientras se hundía. Otras observaciones sobre el agua —sus puntos de ebullición y
congelación, su conductividad termal— emergieron en forma de pequeños factoides
encapsulados en burbujas de colores, que explotaban al llegar a la superficie.

Luchando por incorporarse, Link oyó a Upquark burbujeando en la alberca. Miró el


cuerpo desfallecido de O y las manchas de carbono que quedaban donde habían sido
vaporizados los agribots. Dio una sola orden, que fue respondida por una nube oscura
que se elevó desde una hilera de plantas cercana.

Los agentes sintieron un revoloteo de alas y de repente se vieron rodeados por la


nube; se tambalearon intentando escapar y cayeron ciegamente de rodillas, con las caras
como dos máscaras negras formadas por las abejas mecánicas que polinizaban la
Llanura Agrícola. Los aguijones metálicos inyectaban veneno en las venas de los
agentes, que soltaron sus armas y comenzaron a dar manotazos, pero cada abeja que
golpeaban era inmediatamente reemplazada por otra.

Link corrió hasta la alberca y se agachó. Las pinzas de Upquark surgieron del agua y
se cerraron en torno a los dedos de Link. Mientras le alzaba, pequeñas escobillas
limpiadoras se movían con chasquidos hacia uno y otro lado de sus ojos. “El Ph de esa
alberca es 7,0. Las probabilidades de que vuelva a caer en otra son de 1 contra 179
millones. Resulta tranquilizador”. Examinó la cara de Link. “Te han golpeado en la
intersección de la mandíbula. Hay dolor e inflamación.” Luego miró a los agentes
abatidos, que estaban escarbando la tierra como si intentaran desaparecer bajo ella.
“Ellos tienen mucho más dolor e inflamación. Pero me resulta difícil compadecerme.”

“No podemos quedamos aquí”, dijo Link, levantando el fláccido cuerpo de


Espectralio O. No tenía ni idea de qué hacer con él, ni consigo mismo, puestos a eso.
Los agentes habían dejado de escarbar y parecían muertos; sus caras estaban hinchadas
como melones que tuvieran rasgos vagamente humanos dibujados en la piel. Cargó a O
sobre sus hombros y echó a correr mientras Upquark rodaba a trompicones junto a él.

Observaron un movimiento que se acercaba entre unas hileras de plantas altas.


Comenzaron a retroceder, pero la figura surgió ante ellos. Era la cantusiana del Farolillo
de Papel.

“Ha sido estúpido que regresaras a la Llanura Agrícola, donde cualquiera puede
encontrarte”, espetó Ren Ixen. Su voz era amenazante y sujetaba un arma, que Upquark
identificó como un Martillo Thor 6, cuyo cañón emitía un zumbido siniestro. Su
detonación podía reventar los tímpanos y los órganos internos humanos o provocar que
un robot se descompusiera por sus juntas.

Link lanzó una orden a sus abejas mecánicas para que la atacaran, pero yacían
débilmente junto a los cuerpos de los agentes, con la carga agotada.

31
Upquark observó asombrado a la hostil cantusiana. “¿Dónde están tus modales
seductores? ¿Dónde quedaron tus risitas infantiles? ¿Y por qué nos has seguido hasta
aquí?”

“Calla y haz lo que te diga.”

Upquark y Link, que cargaba a O, la acompañaron a regañadientes por las fértiles


huertas, cruzándose con agribots que manejaban instrumentos de medición y
herramientas de cavar e intentaban reclamar la atención de Link sobre diversos aspectos
de la salud del suelo.

Ren les ordenó aproximarse al borde de un estanque para incendios y dio una orden.
Una nave ligera y con alas iridiscentes surgió del agua como una libélula. Se deslizó por
la charca y luego viró aproximándose a la orilla.

“Entrad”, ordenó Ren señalando la escotilla abierta.

Link entró con Espectralio O colgando sobre los hombros. Cuando estuvieron
dentro, Ren se volvió hacia Upquark. “Quiero saber lo que te transmitió el info-glotón.”

“Laboratorios Equilibria en Luna Chatarra —soltó bruscamente Upquark, absorto en


el zumbido del cañón del Martillo Thor 6—. Tengo un mapa con su situación exacta.”

Ren asintió y señaló con su arma los asientos de pasajeros de la pequeña aeronave.
Luego se sentó a los controles.

“¿Qué pretendes hacer con nosotros?”

“No estáis en situación de hacer preguntas”, dijo ella bruscamente.

La libélula ascendió y Link contempló cómo su querida Llanura Agrícola se


empequeñecía a sus pies. “Me pregunto si alguna vez podré regresar”, murmuró para sí
mismo.

“Cortaste todos los lazos cuando atacaste a esos agentes —contestó Ren—. ¿No has
oído hablar de actos determinantes?”

Link se quedó mirando el mosaico cada vez más lejano de sus campos y luego
contempló a Espectralio O tumbado en el suelo de la cabina. Tenía los ojos abiertos,
pero sus bandas de color se habían amortiguado hasta adquirir una apagada tonalidad
grisácea.

Ren miró a O. “Era un loohoojumi.”

“Un término cantusiano que significa alguien que percibe”, explicó Upquark.

El largo cuerpo de O con los brazos plegados sobre el pecho recordaba a Link los
dibujos de sarcófagos de la antigüedad remota, caballeros muertos esculpidos en una
losa de piedra.

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La libélula avanzó por el cielo hacia uno de los puntos de entrada del Corredor.
Podían verse estelas de otras naves que convergían desde distintas direcciones. La
Guardia del Consorcio estaba efectuando un control de rutina.

Ren ocupó su lugar en la fila. Su cara se puso tensa cuando su nave fue conducida
hacia el puesto de Seguridad y Reconocimiento. “¿Destino?”, preguntó un guardia.

“Cantus”, contestó Ren.

El guardia la miró y luego a Link. Después consultó su pantalla de seguridad.


“Tengo que pedirle que descienda de la nave junto con sus pasajeros.”

“¿Por qué quiere que haga eso?”, preguntó dulcemente Ren, con su voz ascendiendo
y transformándose en un reclamo para aves que recordaba a Link los días más felices de
su niñez. Fue transportado a soñados campos estivales y en medio de estos recuerdos
soleados vio cambiar la rígida expresión del guardia, como si también él hubiera sido
transportado a sus sueños infantiles.

Ren avanzó lentamente con su nave por la fila del Corredor. A través de la imagen
de la cámara posterior, Link observó al guardia, que miraba enajenado al espacio,
todavía con una mueca pueril en su rostro, y se dio cuenta de que su cara tenía la misma
mueca tonta.

“Su voz estimula seis-methoxyharmalan —leyó Upquark de su base de datos—, un


componente alucinógeno que se encuentra en el cerebro humano. No es un arma
demasiado poderosa porque solamente dura un minuto. Pero de momento ha servido
para que el guardia vea objetos inexistentes.”

“Silencio —interrumpió Ren, con una voz notablemente debilitada—. El tiempo lo


es todo.”

“Tu cerebro está emitiendo una descarga de seis-methoxyharmalan —observó


Upquark—. ¿Estás en condiciones de pilotar esta nave?”

“La entrada en el Corredor... nunca es sencilla.”

Link sabía que era cierto. Los Antiguos Aliens que diseñaron el Corredor eran los
únicos que habían llegado a comprender el sistema completamente, y habían
abandonado el universo conocido hacía tiempo. Sus gigantescas estaciones de
transferencia salpicaban la galaxia y generalmente te transportaban a donde querías,
pero algunas veces las naves desaparecían y no volvía a saberse nada de ellas.

Jockey le había mencionado: “Existen ramificaciones del Corredor que requieren


niveles de poder mental superiores a los míos, querido amigo, y muy pocos capitanes
pueden pensar con claridad en esas bifurcaciones”. Esto lo decía mientras sostenía un
cuenco de salsa wakmaz entre su voluminoso estómago y el panel de control de la nave.
Pero el viejo pirata conocía todas las resonancias del Corredor, gracias a algún instinto
primario, y se las ingeniaba para utilizar los legendarios intercanales sin penetrar
accidentalmente en regiones del universo que ningún ser en sus cabales intentaría
explorar.

33
Evidentemente, Ren no era una exploradora experimentada. Observó con recelo
cómo su nave se situaba en la ruidosa cámara de lanzamiento. Entonces la vastedad
gigantesca del Corredor se mostró ante ellos, y la visión de Link se hizo borrosa. Ésta
era la parte que más odiaba de los viajes en el Corredor. Los pasajeros no podían ver, el
capitán tampoco y daba la sensación de que tu cuerpo se convertía en láminas de chapa
descascarillada.

Sintió la misma desorientación en Ren. La nave se estremeció y todas sus juntas


vibraron con el embate furioso de la inserción en el Corredor.

Entonces hubo un estruendo... chirridos... y la tecnología de los Antiguos Aliens les


transportó a una velocidad deformante en la que la compresión del tiempo creaba más
distorsiones de la percepción. Link se sintió del tamaño de una abeja mecánica en medio
de un tomado y sacudido por vientos helados.

34
Capítulo 7
“Me sorprende la violencia empleada por el señor Link”, comentó la Observadora
Autónoma. Se encontraba en su oficina de la capital, visionando la grabación
holográfica de sus dos agentes. Sus caras estaban tan hinchadas que eran irreconocibles
y un equipo médico de rescate les transportaba desde la Llanura Agrícola.

“A mí la violencia nunca me sorprende”, respondió el secretario de la Observadora,


el Dr. Anfibras, restregando una de sus verrugas color cereza con su membrana
interdigital. Era un sapo con el morro puntiagudo, impecablemente vestido con traje gris
y corbata azul. Tenía los pies parcialmente ocultos por unos zapatos sin suela
especialmente contorneados para ajustarse a sus extremidades palmeadas de tres dedos.
El color de su piel cambiaba para adaptarse al de la habitación, fenómeno que no dejaba
de cautivar a la Observadora; sin embargo, lo que más le cautivaba era su absoluta
lealtad. Al igual que su carácter, su postura era recta a causa de un espinazo corto y
rígido, esencial para saltar y brincar.

La Observadora afirmó: “Link no es violento por naturaleza. Es uno de los míos”.


Cada uno de los jóvenes que ingresaba en la Academia de Ciencias del Consorcio había
pasado por su escrutinio, y durante el tiempo de formación llegaba a conocer hasta los
detalles más mínimos de sus vidas. Link le había producido una especial satisfacción
por su capacidad para penetrar las frecuencias de caparazón que separan a las especies.
Se convirtió en una suerte de estrella de la Academia y consiguió un nombramiento para
una posición elevada en la Llanura Agrícola cuando se graduó.

“Es un ser extraño —consideró la Observadora—. Completamente inadaptado


socialmente. No tiene amigos, nunca sale, no tiene vida amorosa, pero sabe hablar a las
arañas.”

“¿Señora...?”

“Y a las hormigas. El me guió por los umbrales de su civilización. Sentía como si


viviera en una de esas colonias, no conseguía que me hablara de otra cosa. Se ocultaba
detrás de sus bichos, pero eso no importaba porque no estábamos formándole para ser
un director social. Así que le promocionamos rápidamente. Su padre es Centauras Link,
autor de Insectos de los canales.”

“¿Un trabajo interesante, señora?”, preguntó el Dr. Anfibras.

“A pesar de su título.”

“Me lo anotaré para leerlo; ya debería haberlo hecho”, añadió apologéticamente


Anfibras y se escuchó un chasquido involuntario procedente de su saco bucal, que
actuaba de esta manera implosiva cada vez que consideraba no haber estado a la altura.

“Su familia tiene entomólogos en ambas ramas, que se remontan hasta la Extinta
Tierra. No es extraño que Link hable a los bichos. Este libro es suyo.” La Observadora
golpeó ligeramente la cubierta de un volumen delgado. Los libros no eran una actividad

35
comercial en Planeta Inmortal y resultaban especialmente raros en su forma arcaica de
papel. “Aquí explora nuestras semejanzas psicológicas con los insectos. Muy útil —
deslizó el libro en su bolsillo—. ¿Por qué un académico tan ejemplar ha puesto en
peligro su futuro?”

“El problema está ahí, señora”, dijo Anfibras señalando con su mano palmípeda
hacia la pantalla flotante, en la que aparecían grabaciones de la vigilancia a Jockey
Oldcastle que abarcaban décadas, desde sus tiempos de oficial de la Guardia del
Consorcio. En los archivos de vídeo podía verse al corpulento pirata en acciones de
contrabando, fraude, blanqueo de dinero, tráfico de armas y, por último, guiando a
Adrián Link por los clubes nocturnos de Alien City. “Link tiene un amigo. Un mal
amigo.”

“De todos los que podía haber escogido... ¿por qué?”

“Usted le ha descrito como alguien sin mucha experiencia en relaciones humanas.”

“Así que llega este viejo paria y se lo lleva para sacar algún beneficio de él. Cuando
atrapes a Oldcastle, quiero que se le reformatee por completo.”

Anfibras reaccionó con un profundo cambio de color y otro de sus chasquidos. La


Observadora respondió diciendo: “No me gustan los vaciados de cerebro más que a ti”.

“Ya sé que en ocasiones es necesario.”

“Y ésta es una de esas ocasiones. Oldcastle ha corrompido a un graduado de la


Academia.”

Anfibras recuperó lentamente el color y apuntó un nuevo aspecto del caso: “Los
agentes que intentaron detener a Link eran nuevos, demasiado entusiastas. Lo
complicaron todo”.

“¿En qué sentido?”

“Electrificaron a un pobre diablo del Planeta Espectro —los ojos saltones de


Anfibras giraron como rechazando un ataque así hacia su persona—. La víctima poseía
capacidades musicales poco frecuentes. Link hacía que cantara a las plantas.”

“Y nuestros agentes creyeron necesario aturdirlo. Se buscaron que les dieran su


merecido.”

“Con abejas mecánicas..., señora.” Anfibras se permitió una sonrisa.

“No es realmente un gran delito.”

“No, señora.”

“Esperemos que Link no haya desaparecido para siempre en algún otro lugar del
Corredor.”

36
“Creo que nuestros agentes le encontrarán.”

“Si lo hacen, tiene que ser de buenas maneras. Que me lo traigan directamente.”

Anfibras salió saltando de la oficina. Los informes de inteligencia continuaban


sucediéndose sin pausa en la pantalla de pared de la Observadora. Si lo deseaba, podía
importar imágenes de cualquier rincón del planeta, hasta un nivel microscópico. A veces
tenía la sensación de que podía mirar en el interior de las mentes. Dentro de su
complicado juego de espionaje y contraespionaje, creaba personas que nunca existieron,
vidas entretejidas sin sustancia. La Agencia denominaba vapores a estos operativos.
Iban y venían siguiendo sus directrices, servían para un breve propósito y se
desvanecían, atrapando a algunos conspiradores mediante esta ilusión. Los vapores
solían ser coloridos y seductores, como si hubieran surgido de las pompas de jabón de
un niño y pudieran desaparecer súbitamente de la misma manera. La historia de la
propia Observadora era tan difusa como la de ellos.

Caminó hasta la sala principal de operaciones, donde un agente estaba vigilando los
movimientos de los anarquistas que recientemente habían conseguido una anticuada
bomba de neutrones descubierta entre las ruinas del Planeta Antaño. “Jaque mate”,
susurró suavemente el agente a la pantalla: una conexión en directo mostraba las caras
sorprendidas de los anarquistas al ver cómo una explosión hacía volar la puerta de su
escondite y los agentes especiales les apuntaban con sus armas.

“Buen trabajo”, alentó la Observadora, pero el agente no se molestó en mirarla.


Había otras bombas y otros grupos que pagarían por obtenerlas. Probablemente el
agente no interrumpiría su turno, sino que seguiría trabajando día y noche hasta
derrotarles. Entonces regresaría agotado a un polvoriento apartamento que le resultaría
irreal. La realidad transcurría en la pantalla, y el dolor de cabeza y los ojos irritados eran
pruebas de esa realidad.

La Observadora tenía miles de agentes similares distribuidos por el cuartel general,


en aeronaves, por instalaciones subterráneas y en edificios de oficinas con aspecto
ordinario, pero a los que no llegaba ninguna entrega comercial. Estas salas ajetreadas,
ya estuvieran en el aire, en tierra o bajo ella, estaban repletas de agentes que vigilaban
obsesivamente el sector asignado, supervisándolo una y otra vez con el convencimiento
de ser su maestro oscuro. Eran humanos o alienígenas según los designios del destino,
pero la Agencia les permitía ser todopoderosos. Las únicas vidas que no espiaban eran
las suyas propias, pero eso carecía de importancia porque sus vidas estaban vacías. ¿De
qué serviría entonces un autoexamen? En vez de eso, se dedicaban a examinar las pistas
sobre cierto terrorista perseguido por la Agencia, lo que era tanto como ser dueño del
alma de otro. La Observadora comprendía a sus agentes porque era igual que ellos,
excepto que vigilaba todas las pantallas, todos los sectores, y su alma estaba
fragmentada en todos ellos.

Un agente robótico se volvió hacia ella. “¿Se imagina una mata de brezo de treinta
metros de altura? Está por todas partes, es impenetrable y nada puede acabar con ella.”

“¿Quién la está cultivando y por qué?”

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“Un laboratorio farmacéutico que trabaja en inmunodeficiencia. Han encontrado un
organismo que se auto-reproduce a partir de energía solar, que podría ser útil si no fuera
por el hecho de que devora todo lo que tiene por delante.”

“Diles que lo traigan para que lo destruyamos.” Algunos organismos de


bioingeniería eran indestructibles, por lo que se les recluía de forma permanente en
cámaras acorazadas fuertemente protegidas, junto con bacterias y virus en mutación
permanente.

“Los soñadores oscuros están otra vez a la carga”, informó el siguiente agente. En su
pantalla podía verse a estos pequeños alienígenas con sus ropas oscuras reunidos
alrededor de una gran bombona cónica, recorrida por espirales de luz que ascendían por
sus flancos. “Lo llaman Sintonizador Multifásico Transubjetivo de la Realidad.”

El ordenador del agente estaba traduciendo un discurso rápido y acalorado. “... no te


metas, estúpido bizco”, gritaba uno de ellos a su vecino.

“Es mi sintonizador, zoquete. Yo lo creé. ”

“Lo único que siempre creas es confusión.”

“¿Para qué sirve el sintonizador?”, preguntó la Observadora. “Los soñadores


oscuros siempre buscan lo mismo: abrir una puerta dimensional. Lo más probable es
que abran un agujero negro que nos absorba a todos.”

“¿Dónde se encuentran ahora?”

“En Alien City.”

“Tráigamelos.”

“Se van a comportar como gatos enjaulados.”

“¿Preferiría que se lo tragara un agujero negro?” La Observadora solía llamar a


soñadores oscuros para asignarles proyectos más constructivos, pero eran incapaces de
trabajar con otros y al final terminaban escapándose para volver a sus propios
laboratorios, donde continuaban produciendo sorprendentes dispositivos como este
Sintonizador Multifásico de Realidad. De momento podía controlarlos, junto con los
demás sueños de sus pantallas, sueños de conquista, de destrucción, de revolución,
sueños de cada rincón del planeta.

Una agente, una de sus vapores, caminaba hacia ella; era una joven que había sido
borrada de la realidad. Sonrió a la Observadora con una mirada tan vacía como su
propio pasado. Había crecido con la sensación de ser un vapor, de poder envolver a los
otros por un momento y luego desaparecer. Cada conversación era una ilusión, cada
relación una farsa. Ello le otorgaba una incomparable sensación de libertad y una
cantidad igual de pesimismo.

Cuando regresó a su despacho, la Observadora continuó leyendo el libro de Adrián


Link: “Los rituales humanos —religiosos y políticos— han evolucionado a partir de

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fenotipos primitivos, al igual que han hecho los de las hormigas y con el mismo
objetivo: controlar a grandes poblaciones. No obstante, al contrario que el hombre, los
insectos sociales utilizan su control deforma altruista”.

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Capítulo 8
“¿Es cierto que vaciaste el cerebro a Landsmann?”, preguntó Roy Cosmópolis, el
hombre más rico del Consorcio y principal promotor del Proyecto Ánfora.

“Las directrices estaban claras —dijo la Observadora mientras caminaba junto a él


en sus propiedades—. Landsmann puso en peligro Ánfora. Teníamos que evitar que
siguiera saboteándolo, y era capaz de hacerlo incluso desde prisión.”

“¿Le interrogaste primero?”

“Por supuesto. Tenía delirios.”

“¿Cuál era su delirio?”

“Creía que Ánfora iba a destruir el planeta.”

“Sólo es un programa de longevidad. ¿En qué estaría pensando?” “Se había vuelto
paranoico. Lo consideramos irrecuperable.” Cosmópolis miró de reojo a su
acompañante. Cada pocos minutos recibía informes de inteligencia a través de los chips
implantados en su cerebro. Sus asombrosos ojos azules oscuros adoptaban una
expresión ensimismada y su conversación se hacía inconexa momentáneamente, lo que
provocaba que quienes lo presenciaban se preguntaran si acababa de recibir información
sobre ellos.

Era alta, de pómulos pronunciados y llevaba su melena pelirroja recogida por detrás
en unas apretadas trenzas; cuando las deshacía, caía en cascada por debajo de los
hombros, aunque pocas personas habían podido contemplarlo. La gente la temía, y
quienes estaban próximos a ella y no tenían razones para temerla encontraban
intimidante su aura de eficiencia. “Landsmann tuvo una metedura de pata colosal —
continuó—. No podía quedarme esperando hasta que el Consorcio decidiera su destino.”

Sus largas piernas seguían el paso de Cosmópolis. A pesar de su fría eficiencia y de


las ropas austeras que vestía, diseñadas también en función de su eficacia; a pesar del
trabajo desagradable que desempeñaba, había algo en su estilo que Cosmópolis
encontraba seductor, y se había permitido uno o dos pensamientos frívolos sobre ella
como pareja. Pero la Observadora era el producto de generaciones que habían vivido en
estaciones espaciales, en asteroides desolados, en naves gigantescas que realizaban
largos viajes; las mujeres de esa clase siempre parecían estar protegiendo un espacio
limitado y no toleraban la intrusión. Roy había estado antes con mujeres poderosas
como ella y las encontraba fatigosas. Le disgustaba el combate, especialmente en el
amor. Y se sentía protector hacia ella porque era él quien había creado la oficina del
Observador y la había escogido para el puesto. Sólo él conocía su historia, sabía quién
era su familia y dónde había sido educada. Después de haber sido seleccionada, su
pasado fue completamente borrado. Se alteraron sus rasgos, se cambió su chip de
identidad y ella se convirtió en una vapor, la más poderosa de todas. El anonimato
añadía poder a su cargo: no proyectaba ninguna sombra ni nadie podía desenterrar nada
sobre ella. A pesar de que ella había aceptado todo esto voluntariamente, Cosmópolis

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sentía que le había robado algo, por lo que la trataba con amabilidad y reprimía su
deseo.

Ella dijo: “Fue Landsmann quien provocó su final, no yo. Nunca envié a un hombre
inocente al crepúsculo de su mente. Pero ahí es donde deben ir algunas personas, si
queremos mantener el orden”.

La miró un instante y pensó: es despiadada. Aunque, ¿no es esa la cualidad


necesaria en una Observadora? El mínimo indicio de sedición debe ser inmediatamente
aplastado, sin entrar en un interminable debate civilizado.

Descendieron por el empinado sendero hasta el océano. Había marea baja y una
larga franja de arena húmeda marcaba la línea de retirada del agua hacia el otro lado del
planeta. Una hilera de flores colgantes, cuyas raíces absorbían el agua de pequeñas
nubes diseñadas para seguirlas por toda la finca, flotaba sobre las dunas. El desfile de
las flores, con la luz vespertina brillando sobre sus pétalos, recordó a Cosmópolis los
carruajes de los cuentos de hadas de su niñez y se sintió momentáneamente transportado
en uno de ellos, a través del mágico reino del crepúsculo.

La mente de la Observadora no guardaba espacio para la magia. Estaba recibiendo


un informe sobre todos los que hoy se reunían en la finca de Cosmópolis. El propio
Cosmópolis estaba fuera de sospecha. Era un magnate interplanetario con una fortuna
incalculable, que ayudaba a miles de seres cada día mediante múltiples proyectos de
beneficencia. Sus actos estaban guiados por el altruismo; no había nada subversivo en
Roy. ,

Caminó junto a él sobre la arena mojada. “Existe una Planicie Abisal bajo este mar
—dijo ella—, hecha de conchas de cristal, a doscientos metros de profundidad —miró
fijamente al agua—. Tuvimos que rescatar el cuerpo de uno de nuestros agentes. Estaba
completamente incrustado de conchas microscópicas de todos los matices del rosa. Eran
preciosas.”

“Encuentras belleza en cosas extrañas”, dijo Cosmópolis.

“Si hay que ver a un agente asesinado, es preferible no tener miedo.”

“Estoy de acuerdo. Pero considero perturbadora tu descripción de la belleza.”

“Existen muchas cosas perturbadoras en mi profesión”, respondió ella.

“Creo que no quiero conocerlas.”

“No me atrevería a molestarte.”

Otras dos invitadas compartían la playa con ellos a esa hora: Susie Tsugaru y
Olympia Clendenning. Susie era la propietaria de Cinestar, la empresa que suministraba
entretenimiento a los planetas, mientras Olympia los alimentaba, ya que su compañía
controlaba inmensos rebaños de zungus que pastaban en la cadena de asteroides creada
para su corta existencia.

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“¿Por qué invitó Roy a esa espantosa Observadora? —preguntó Olympia mientras
miraba al otro lado de la playa, donde se encontraba la maestra de espías—. Ella no es
miembro del Consorcio.”

“Tenía que hacerlo. El Proyecto Ánfora está bajo su jurisdicción.”

“No deberíamos tener a esa fisgona por aquí en un día tan dichoso.” Olympia era el
miembro más anciano del Consorcio, pero había sido recompuesta estructuralmente: sus
articulaciones eran fuertes, flexibles y bien lubricadas; sus tejidos de reemplazo eran de
la mejor calidad, creados a partir de células de la bolsa interior de una cría de zungu.
Mientras estudiaba a distancia a la Observadora, su boca se torció en una pequeña
mueca, tirando de su nueva y perfecta piel. La Observadora citaba continuamente a su
compañía por infracciones. Ello se debía a que, a pesar de su apariencia juvenil,
Olympia había desarrollado los hábitos frugales de una persona mayor. Así como
algunas ancianas guardan cordones o esconden corazones de manzana en un cajón,
Olympia practicaba la frugalidad senil a escala superior. Había descubierto formas de
reducir los costes de producción que daban como resultado animales enfermos y carne
contaminada. Cuando se enfrentó con los resultados de dichas medidas, su
comportamiento se volvió petulante e intratable y echó la culpa a su personal.

Susie confesó: “Tengo que admitir que admiro el aire misterioso de la


Observadora”.

“No es misterioso —respondió sarcásticamente Olympia—. Fue creada en un


experimento alienígena.” La mueca de Olympia se acentuó. No podía desembarazarse
del costoso hábito de arrugar el ceño cuando miraba a la Observadora. Las denuncias
contra su compañía habían aumentado; ¿a qué venía tanto jaleo? Una contaminación
ocasional era inevitable en la producción en masa. La comida más barata estaba dirigida
fundamentalmente a los alienígenas y ellos nunca se quejaban; la única que lo hacía era
la mojigata Observadora.

Susie afirmó: “Ha vaciado el cerebro del científico jefe de Ánfora”.

Un escalofrío recorrió los viejos huesos reforzados de Olympia. Además de la


frugalidad, compartía con las personas ancianas su desconfianza. Ahora se estaba
preguntando: ¿qué ocurriría si se le mete en la cabeza vaciarme a mí el cerebro por algo
tan trivial como unos cuantos zungus enfermos?

Olympia apartó a un lado esos pensamientos preocupantes sobre la Observadora,


asumiendo que sólo eran producto de su avanzada edad. La inmortalidad eliminaría esos
momentos seniles. Por este motivo era tan importante el proyecto de inmortalidad de
Anfora, porque destruiría incluso el concepto de vejez. Sin embargo, la Observadora
acababa de destruir al científico jefe. ¡Era indignante! Así que Olympia se permitió
odiar a la Observadora con ese resentimiento particular de los ancianos.

La vio acercarse al ingeniero de asteroides Paul Buckler, que se encontraba junto al


estanque del jardín. El aventurero estaba solo y a Olympia le sorprendió sentirse
inquieta. Había algo magnífico en su soledad. En mantenerse separado del mundo se
parecía a la Observadora. Tal vez estén hechos el uno para el otro, pensó. Tal vez se
casen y la Observadora se retire para estar junto a él. Pero esto no son más • que las

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fantasías de una mujer mayor. Estoy vieja, gritó en su interior; soy una mujer mayor
disfrazada de joven. El proyecto de inmortalidad tiene que prosperar si quiero salvarme
de esta grotesca situación.

Porque Olympia sabía que era eternamente joven en espíritu. Sentía ser única en
esto. Otra gente mayor era realmente vieja. Pero su viejo cuerpo era una equivocación
trágica.

“Bueno —dijo Paul Buckler a la Observadora cuando se unió a él junto al estanque


—, todo el mundo habla de lo que hiciste a Landsmann.”

“Era necesario —respondió fríamente—, Landsmann tuvo un error en un contexto


en el que los errores se pagan caros.”

“Tú lo sabes mejor que nadie.”

“No seas condescendiente. Tú arriesgas la vida en los trabajos que realizas.


¿Tolerarías errores mientras estás colgado de una grúa espacial?”

“No. Pero ¿tú te sientes colgando en el espacio?”

“Todos lo estamos. Nuestras vidas penden de un hilo. Ánfora nos hará inmortales.
No podía permitir que Landsmann interfiriese —sus ojos azules mantuvieron la mirada
con determinación—. Debes confiar en mi juicio.”

“Lo hago. ¿Pero confias tú en el mío?” La atrajo hacia él y la abrazó. Por


comentarios hechos en el pasado, sospechaba que ella había sido también una ingeniera
de primer orden, aunque por supuesto no podía tener ninguna certeza de ello. “Ojalá
hubieras formado parte de mi equipo —dijo él—. Entonces no habríamos tenido que
separamos.”

“No puedo abandonar el Proyecto Ánfora.”

“¿Crees que eres la única que puede supervisarlo?” “Naturalmente.”

El sonrió y la besó, mientras las flores colgantes pasaban por encima de ellos
aportando frescor con su frondosa sombra. Cuando sus labios se separaron, él dijo: “Si
cambias de idea, ya sabes dónde encontrarme”.

“Colgado de una grúa espacial.” Ahora era ella quien sonreía. Pero en ese momento
se puso tensa en sus brazos; estaba llegando una de sus transmisiones. Tras unos
segundos, se relajó.

“Lo siento.”

“¿Por qué estás tan enganchada a esos implantes?”

“Para poder sentir el planeta en todo momento.”

“Nadie puede hacer eso.”

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“Yo lo intento.”

“Te volverás loca.”

“Estoy protegida contra la sobrecarga.”

“Recibes lo que el Consorcio quiere que recibas.”

“Existen directrices a ese respecto.”

“¿Quién las estableció? Ya sé cómo funciona el Consorcio. Pertenezco a él. Quieren


que pienses que eres el último eslabón de la cadena, pero siempre hay alguno más.”

“Soy el último eslabón —afirmó con total confianza—, me aseguré de eso.”

Buckler se dio cuenta de que la mujer que conoció la última vez que se vieron había
cambiado. Su expresión reflejaba algo mecánico, como si la tecnología a la que estaba
sometida estuviera remodelando sus rasgos. También cambiaría su alma. “Los implantes
de información son adictivos. Comienzas añadiendo uno tras otro hasta que no eres más
que una transmisión ajena.”

“Eso no me ocurrirá a mí.”

“Ya te está ocurriendo.”

Se llevó la mano al lugar de la cabeza donde se localizaban sus implantes,


temiéndose que lo que le decía fuera cierto. Pero se tranquilizó rápidamente: las
transmisiones que recibía eran cruciales, pues le permitía predecir el humor cambiante
de la población. Conocía de antemano cuándo se fraguaba un descontento. A veces
sentía como si fuera la madre del planeta. Tenía enlaces con todas partes y le resultaba
embriagador. Quizás también la deshumanizaba, pero no estaba dispuesta a renunciar a
ello. “No te preocupes por mí —le dijo—. Me someto a ajustes mensuales.”

“¿Sabes que suena como si fueses un robot?”

“Tengo a mis órdenes a un gran número de personal robótico. Sus pautas de


lenguaje son contagiosas.”

“No hay manera de convencerte, pero ¿vendrás conmigo cuando se complete


Ánfora?”

“Tal vez.”

“A veces deseo que el proyecto de inmortalidad no hubiese comenzado nunca.”

“¿No quieres vivir para siempre?”

“No.”

“¿Por qué no?”

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“Aburriría a la gente. Ya he empezado a aburrirme a mí mismo.”

“¿Por eso trabajas en proyectos tan arriesgados? ¿Porque temes aburrirte?”

Su especialidad era empujar suavemente a los cometas de hielo fuera de su recorrido


orbital y luego hacerlos explotar sobre mundos inertes necesitados de humedad. Su tez
bronceada estaba marcada por la exposición continua a los elementos en mundos
hostiles. Podría decirse que había cometas en sus ojos.

“Me declaro culpable de los cargos.”

“Bueno, quizás tú también tienes algo de robot.” Se separó de él y se unió a la única


otra persona que llevaba implantes craneales.

Martín Faircloth poseía Starweb, el gigante galáctico de la información. Su cerebro,


como el de la Observadora, estaba absorto en continuas transmisiones, pero las suyas
procedían de las agencias de noticias de su propiedad, que se extendían hasta la última
estación espacial y más allá, en el Mundo Exterior. La saludó con varios tics faciales,
mientras se encendían sus implantes. “¿Tienes alguna primicia para mí?”

“Estamos siguiendo la pista a una secta solar. Sostienen que el sol les habla.”

“¿Y qué les dice?”

“Nada realmente útil. Pero el líder de la secta se está haciendo rico. Te haré saber
cuando suspendamos sus actividades.”

Faircloth se marchó satisfecho. A pesar de lo que decían sus críticos, el Consorcio


buscaba el beneficio de la humanidad. Sus miembros dirigían negocios planetarios
mínimamente regulados; no estaban autorizadas las disputas legales, se esperaba que
todos utilizaran el sentido común y era necesario contar con una Observadora para
sofocar situaciones explosivas en cualquier parte. Para su misión contaba con amplios
poderes, aunque ello significara que podía vigilar también las actividades del Consorcio
con una minuciosidad que permitía pocos secretos.

Roy Cosmópolis estaba conduciendo a sus invitados al salón heráldico del edificio
principal, que se encontraba más allá de la galería de trofeos de la guerra interplanetaria.
Las armaduras vacías de mercenarios derrotados se erguían al sol que penetraba por los
altos ventanales. Los cascos estaban provistos de dispositivos electrónicos que
recordaban los cuernos retorcidos de un carnero, ahora polvorientos y muertos. Las
corazas poseían puertos de láser cuyas aperturas estaban selladas para siempre, donde
un día rayos de mortífera luz parecían salir disparados directamente desde el corazón.
La Guardia del Consorcio los había condenado al olvido, y todo lo que quedaba de ellos
eran sus armaduras vacías, abandonadas bajo el sol poniente como caparazones de
ciervos volantes secos.

El general Caph del Consorcio se quedó mirando los equipos de la soldadesca del
pasado. Aunque su pecho estaba repleto de medallas de combate, Caph consideraba que
sus mayores victorias las había conseguido en la cama. En ese momento se volvió para

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mirar a Susie Tsugaru, que se acercaba hacia él moviendo su cuerpo en el interior de un
vestido reluciente, muy escotado por delante y por detrás. “Susie, qué atractiva estás.”

“General.” Pasó rápidamente sin detenerse, prestándole la menor atención posible.

“Casi te atropella”, dijo la Observadora, que apareció junto a él.

“Con sus adorables zapatos —su taconeo resonó en el largo corredor mientras Caph
observaba alejarse la espalda casi desnuda de Susie, Pero la batalla aún puede volverse a
mi favor.”

La Observadora y el general se quedaron juntos en la puerta de entrada. La


Observadora siempre encontraba tiempo para intercambiar algunas palabras con Caph,
que era un militar chismoso. Ella podía averiguar el humor del populacho, pero la
Guardia no descubría sus secretos fácilmente y ella contaba con el general para conocer
el humor de los soldados. Ambos eran los únicos invitados que no pertenecían al
Consorcio, a sus doce miembros. La atención del general seguía puesta en las caderas de
Susie Tsugaru. “Te detesta”, comentó la Observadora.

“Eso nunca me detuvo en el pasado —Caph devolvió la sonrisa a la Observadora.


Disfrutaba la compañía de esta mujer que poseía un expediente suyo completo. Excitaba
sus tendencias exhibicionistas—. Me encuentro desnudo frente a ti. Cuéntame,
Observadora, ¿cuál es tu secreto?”

“Siempre se me han dado bien los pequeños detalles.”

Los dos se habían quedado en el salón de armas y contemplaban la hendidura visual


del yelmo de un antiguo mercenario. “En algún lugar al fondo de ese casco electrónico
—dijo Caph— permanece una partícula de ambición. Ni siquiera la muerte puede
destruirla. Pero aquí llega el auténtico guerrero inmortal de la ambición.” Hizo un
ademán hacia Olympia Clendenning.

Se aproximó a ellos una diminuta anciana, oculta tras milagrosas obras de


rejuvenecimiento. Sonrió a la Observadora como si ésta no fuera su más enconado
enemigo. La Observadora quedó fascinada por la pureza de la piel de Olympia, un
material impecable creado para ella en sus propios laboratorios y no disponible para
nadie más. De vez en cuando se vislumbraba algo realmente perverso en sus ojos
artísticamente reparados, pero no ahora. Por el momento, su belleza pálida no mostraba
desperfecto alguno.

“Ese viejo cocodrilo sería capaz de abrirse paso a bocados a través de una
armadura.”

Al final del salón de armas, Olympia pasó bajo un arco hecho con enormes
colmillos que tenían una antigua leyenda inscrita.

“Nunca pudo descifrarse” apuntó la Observadora cuando llegaron a los colmillos.

“¿Lo has intentado?”

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“Una escuela de energía realizó la inscripción en algún lugar; ésa fue la conclusión
de mi Agencia.”

“Lo que quiero saber es a qué escuela de energía asististe tú.” “Me temo que esa
información es confidencial.”

“Conozco las marcas de las escuelas esotéricas, y tú estás graduada en alguna de


ellas. Pero ¿en cuál?”

“Las glorias del cosmos se encuentran ante nosotros”, replicó con sarcasmo la
Observadora al pasar bajo los colmillos, señalando con el brazo hacia la sala donde
estaban reunidos los miembros del Consorcio. Ambos entraron, pero como ninguno
estaba ansioso por sumergirse en conversaciones cruzadas, vacilaron un momento.

El general preguntó: “¿Cómo están aquellos agentes tuyos, los que fueron a detener
al entomólogo?”.

“Se recuperarán.”

“Me han dicho que habla con los insectos.”

“Eso he oído”, respondió la Observadora.

“Me pregunto dónde lo habrá aprendido. No de ti, espero.” “Yo no hablo con
insectos, general.”

“Esta noche lo harás.” Caph estaba mirando a los invitados. Saludó, inclinó la
cabeza e hizo todo lo que se esperaba de él, mientras los miembros del Consorcio
medían sus fuerzas frente a las suyas. De nuevo miró a Susie. Estaba de pie junto a un
capullo iridiscente tan alto como ella; el capullo mostraba una costura irregular en mitad
del cuerpo, a través de la cual había surgido un día una polilla vampiro gigante de
Planeta Insectia; le parecía como si Susie acabara de surgir de él. Ella también tenía
algo de vampiro, ya que había absorbido a cinco maridos hasta dejarlos secos. Uno de
esos hombres se encontraba aquí esta noche, con la misma mirada en conserva que un
espécimen en una vitrina. Susie le había dejado en ese estado, pero el general no se
acobardaba y mantenía su admiración por ella, convencido de que podría sobrevivir a su
abrazo. La siguió mientras pasaba los artefactos alienígenas de Roy. Caph habría
arrojado más de la mitad de ellos al fuego, pero Roy había jugado con todos de niño y
estos objetos habían sido sus únicos amigos, porque los mejores compañeros de este
niño super-rico y sobreprotegido habían sido imaginarios o disecados. Según Caph, el
propio Roy también estaba algo disecado, con aquellos tópicos humanitarios anticuados.

Entonces entró Paul Buckler, con un paso tan ligero que ni siquiera la Observadora
se dio cuenta. “Para ti”, susurró, y apretó un pequeño libro contra su mano. Paul
traducía y editaba de su propio bolsillo poesía de los Antiguos Aliens, cincuenta
ejemplares de cada título. Las largas noches pasadas en mundos desolados le
proporcionaron tiempo para traducir y le fascinaba la enigmática mentalidad de los
Antiguos Aliens. Inmersos en sus poemas había alusiones a civilizaciones galácticas
superiores que habían evolucionado hasta adquirir las formas más refinadas que puedan
imaginarse: criaturas de microscópico polvo cósmico que viajaban en nubes de

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inteligencia. Paul era un buen conocedor de esas historias que se había encontrado una y
otra vez en sus viajes; ¿creería en ellas?, se preguntó la Observadora. Lo bastante como
para dedicar noches insomnes a revisar la poesía más críptica que pueda imaginarse.
“Gracias”, le murmuró, en el convencimiento de que los poemas serían tan extraños
como el libro de Link sobre insectos. Sentía que había una peculiar afinidad entre
ambos autores: Link vivía entre insectos y Paul se acercaba sin esfuerzo a las
reflexiones de mentes tan distantes de las nuestras como las de los insectos. Le vio
ocupar un asiento alejado de todo el mundo porque no soportaba verse confinado.

“Ve a sentarte con él”, le sugirió Caph suavemente.

“Prefiere estar solo.”

“Si no lo haces, no es por eso, sino porque cada relación compromete tu autoridad.
Por esa misma razón deberías darme una oportunidad. No espero mucho en cuanto a
ternura —hizo una pausa y su cara amistosa la observó fijamente—. Puedo ser bastante
dulce, ya lo sabes.”

“Pero yo no.”

“Una pareja obstinada puede ser muy estimulante.”

“No si tiene chips de información en la cabeza.”

“¿Te distraen demasiado?”

“No tengo tiempo para el amor. Dejémoslo así.” Pero su mirada se posó de nuevo en
Paul Buckler. Y cuando sus ojos se encontraron sintió que la atravesaba la misma
antigua punzada.

“Entonces, así están las cosas”, dijo Caph interpretando la mirada que la
Observadora echó a su amante.

“Tranquilo, general.”

“¿O me convertirás en catatónico? Tú nunca harías algo así a un viejo amigo. Sin
embargo, respeto tus deseos —el general paseó su mirada por la sala una vez más—.
Aquí estamos todos, buscando la inmortalidad. Pero Olympia ya tiene todos sus órganos
nuevos. ¿Por qué no sigue reconstruyendo y reemplazando? ¿Para qué tanto jaleo? Me
han dicho que Ánfora cuesta billones.”

“Podemos reconstruir y reemplazar todo lo que queramos, pese a lo cual nuestra


fuerza vital se disipa lentamente. La Sra. Clendenning está preciosa, pero tiene algo de
muñeca movida por hilos muy finos y ella lo sabe. Es preferible una solución
permanente.”

“Eso es indudable.” El general penetró en la espaciosa sala y se dirigió hacia un


grupo de grandes sillones que parecían dormitar como crías de zungu. Se detuvo al lado
de una mesa construida con madera alienígena cuya veta parecía de encaje. Junto a la
mesa había un sofá con tapicería electrónica que guardaba memoria de las posturas

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ideales para todos los miembros del grupo. Cuando tomaban asiento, realizaba los
ajustes de manera imperceptible, de forma que los invitados sólo eran conscientes de un
gran confort. El único miembro del Consorcio que se encontraba ausente era Kitty
Liftoff, que no era amiga de reuniones íntimas de ese tipo y se encontraba más cómoda
con mercenarios como Gregori hombre-de-guerra.

Había lámparas sin cables flotando en el aire, aunque la iluminación principal


procedía de claraboyas. Los robots que entraban con bandejas quedaban atrapados en
los últimos resplandores del día. Traían bebidas para cada invitado.

Gordon Singh de Sun Centralis estaba sentado al lado de Paul Buckler. Como éste,
Gordon era ingeniero, y Sun Centralis suministraba la mayor parte de la energía del
planeta. Tenía la impresión de que Paul y él mismo eran las únicas personas de la
habitación que realmente importaban. Había suministrado los tubos de plasma de
hidrógeno para la última aventura asteroidal de Paul, y él mismo le había ayudado a
instalarlos. Ahora estaban trabajando juntos en un nuevo proyecto, pero por el momento
era en Ánfora en lo que pensaban.

En la cabecera del salón de armas, Cosmópolis daba órdenes a sus robots para que
se autoapagaran y quedaran estacionarios, de forma que ya no pudieran realizar
grabaciones. Los criados vivos se retiraron y los agentes de la Observadora sellaron el
edificio para impedir el paso de intrusos.

Cosmópolis estaba sentado en una butaca construida con un compuesto de diamante


negro; era un trono perteneciente a un rey alienígena que el padre de Cosmópolis había
saqueado de un planeta vecino. El rey era conocido como Señor de los Estragos del
Tiempo y Real Cazador de las Estrellas, pero los ejércitos del Consorcio habían
aniquilado sus tropas y el viejo Cosmópolis reescribió su cerebro con ceros y unos, y
luego lo colocó dentro de una urna transparente en una instalación subterránea. Un
esclavo oxidado se ocupaba de la instalación. El Señor de los Estragos del Tiempo
permanecería allí indefinidamente. Como Roy Cosmópolis ni siquiera conocía dicha
instalación y su padre estaba muerto, existían pocas probabilidades de que el Real
Cazador de las Estrellas volviera a cazar de nuevo.

“Me alegro mucho de veros a todos”, dijo Cosmópolis a sus huéspedes, a quienes
conocía en su mayor parte desde la niñez ya que sus familias habían sido los primeros
colonizadores del planeta. Eran poderosos y los genes de casi todos habían sido
enriquecidos. Cosmópolis sintió la atmósfera de la habitación palpitar de fuerza e
inteligencia con el tranquilo respaldo que proporciona la seguridad de la belleza.
Poseían lo mejor que podía ofrecer la vida y pagaban un alto precio por ello. Había otras
opciones más baratas: Jockey Oldcastle había alterado su timbre bucal, enmascarado sus
emisiones neurológicas, cancelado electromagnéticamente sus huellas dactilares y
extraído su chip de identidad en Alien City. Pero los invitados de esta noche no tenían
nada que ocultar. Realizaban numerosas contribuciones a la civilización y estaban aquí
porque querían contribuir aún más. Todos excepto Olympia, la pobre Olympia, la más
vieja, que se sentía perdida, cada vez con más remiendos y más malhumorada.
Cosmópolis recordaba cuando su mente era brillante. La miró ahora y se juró que haría
todo lo necesario para que volviera a ser así.

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“Cuando os miro —dijo Cosmópolis—, veo a diez amigos que van a vivir
eternamente. Anfora progresa según lo previsto.” Sonrisas de felicitación se extendieron
por el grupo. Cosmópolis observó sus miradas abiertas hacia el infinito. Era maravilloso
contemplar el tiempo interminable, la eternidad solar, rodeado de amigos. “Tal y como
estáis en este momento —continuó Cosmópolis—, así permaneceréis.”

“¿Conocemos ya el procedimiento exacto?”

“El campo energético humano es suficiente para la vida inmortal. El problema es


contener la energía cuando la muerte provoca su destrucción. Necesitamos un tipo de
vasija: el ánfora. Guardará nuestra energía indefinidamente y nos volverá
imperecederos. No habrá degeneración celular. Si queréis conocer más detalles,
preguntad al personal de Anfora, ya que yo no comprendo todo lo que dicen. Llevan
cinco años bajo tierra, y su jerga es bastante particular.”

Cosmópolis miraba, por detrás de sus invitados, el huevo gigante de color azul
procedente de un monstruo marino con el que había jugado de niño. El crepúsculo
atravesaba la claraboya y jugaba ahora con él. La luz moribunda había perdido su
cualidad melancólica y ya no parecía despedirse del día de forma triste.

Susie Tsugaru pensó en las estrellas de cine. Siempre pensaba en estrellas de cine.
Ahora que eran proyectadas en forma circular, en el propio hogar, caminando e
interactuando con uno mismo en obras dramáticas al gusto de cada uno, las estrellas de
cine eran como amigos inmortales. Siempre estaban ahí, esperando una orden para
aparecer. Nunca envejecían, siempre eran interesantes, fuertes y bellas, y estaban
disponibles para su contemplación desde cualquier ángulo. Su único inconveniente es
que se podía caminar a través de ellas. Cuando era niña había jugado con las holo-
proyecciones de la última gran reina cinematográfica, Sabrina Misteria, cuyas películas
seguían exhibiéndose en las estaciones más alejadas del Corredor, donde mercenarios
alienígenas que parecían salidos del salón de armas de Roy hacían cola para adquirir las
entradas. Ésa había sido la idea de inmortalidad de Susie: el bello fantasma de Sabrina
Misteria actuando por los siglos de los siglos. ¿Es posible —se preguntaba Susie— que
vaya a sobrevivir a las películas de Sabrina Misteria?

Dick Spinrad, propietario del continente de Nuevo Unexco, sintió que una profunda
relajación invadía su cuerpo y su mente. A pesar de todas sus propiedades, la muerte se
le aparecía en mitad de la noche con su cara invisible y le decía: eres mío.

Raimi Kashian miró a Kurt, su marido. Ambos poseían centros de vacaciones en


asteroides por todo lo largo y ancho del Corredor, pero también ella se despertaba por la
noche con la misma visitante; le giraba la cabeza hacia su marido con su mano pétrea y
le mostraba que ese hombre delicado y generoso era tan frágil como un huevo.
Entonces, bajo la luz de la luna que penetraba por la ventana, vigilaba el diminuto latido
de su templo. Qué delicadamente circulaba el torrente vital por sus canales, qué
fácilmente podía escaparse. Kurt, le susurraba dulcemente, para que no pudiera oírla;
llevaban juntos ochenta y cinco años.

“Otros de los beneficios de un contenedor permanente para nuestro campo


energético —decía Roy Cosmópolis— es que podemos llegar a conocer mucho mejor
esa energía, lo que nos aporta un aumento significativo de conocimiento.”

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Martín Faircloth lo imaginaba como un baño caliente cósmico. “No me importa si la
vasija sirve para ser más inteligente, siempre que sea yo lo que esté dentro de ella.”

“Serás tú, Martín. No permitiríamos que fuera de otra forma.” “¿No es demasiado
pronto para celebrarlo?”

“El alojamiento en Ánfora será posible antes de que termine el año. Cuidaos hasta
entonces.” Cosmópolis se imaginaba el día en que anunciaría el mismo mensaje a toda
la humanidad. Subido a un podium electrónico, dirigiéndose al corazón del mundo,
anunciaría el triunfo sobre la muerte. Soy el Padre de la Inmortalidad, se dijo a sí
mismo, aunque sabía que debería dejar que fueran otros los que así le llamaran.

El sonido de aeronaves aproximándose hizo que su atención se dirigiera hacia el


gigantesco tragaluz. Tres formas destellantes pasaron por encima de sus cabezas. El
espacio aéreo de Cosmópolis estaba esa noche bajo la vigilancia de pilotos del
Consorcio comandados por el general Caph, que escoltaba una tercera nave en su
aterrizaje. Se trataba de una máquina antigua, visible a través de la gran ventana central
de la sala.

“Nuestro invitado de honor ha llegado —dijo Cosmópolis, y aguardó a que se


detuviera el sonido de los motores—. Esto es tan extraordinario como parece.” Sus ojos
volvieron a pasearse por la habitación, fijándose en las rarezas y curiosidades de su
niñez. Ninguna de ellas era tan extraña como el visitante que descendía de la nave en
esos momentos. El ruido de motores había cesado. Cosmópolis miró su comunicador de
pared y vio puntos de luz que representaban las fuerzas de seguridad que convergían en
la entrada principal de la mansión.

“¿Alguna vez has visto alguno?”, Raimi Kashian preguntó a Susie Tsugaru.

Susie meneó la cabeza. “No se permite su transmisión visual.”

“Y no reciben invitados”, dijo Vladimir Korolov. Korolov dirigía Lavation, la


compañía de un solo propietario más importante del Consorcio, en su opinión. Cuando
era un joven ingeniero químico, hace un siglo, fue testigo de cómo una mala fórmula de
detergente cubría todo un asteroide de espuma. Otra creó nubes de ácido sulfúrico de
más de un kilómetro de altura. Los agentes limpiadores de Planeta Inmortal no
funcionaban en planetas cuyas aguas contenían depósitos minerales y cuya atmósfera
reaccionaba de forma inadecuada a los detergentes; se dio cuenta de que la fórmula
correcta debería incluir algún aceite natural del propio planeta, extraído de sus árboles y
plantas. Sin estos aceites la fórmula química no funcionaría; era como si el planeta se
resistiera a interferencias exteriores. Así que, tras largas investigaciones, encontró los
árboles, las plantas y los antiguos yacimientos que guardaban los aceites. Una vez que
se creó la fórmula adecuada, surgieron problemas en el manejo y almacenamiento,
problemas de estabilidad y reactividad. Resolvió esos problemas y muchos otros, abrió
fábrica tras fábrica y edificó un imperio que se extendía por todo el Corredor. Este
viejecito enérgico todavía viajaba a entornos alienígenas para vigilar cómo se limpiaban
las cosas, y para limpiarlas mejor personalmente. Disfrutaba al ver un plato, una cesta
de ropa o una pieza de maquinaria salir limpios. Seguía siendo el mejor ingeniero que
podía enviarse a una fábrica plagada de problemas. Ahora esperaba con gran interés al
invitado de honor. El hecho de conocer las vidas cotidianas de los alienígenas le había

51
abierto la mente; había aprendido más de ellos que viceversa. Hoy no sería diferente.
Del corazón del cosmos brotaría una nueva respuesta, al menos eso esperaba. Porque no
existía un límite para el progreso, tanto en la vida como en los productos químicos.

Todos se volvieron al escuchar que se abría la puerta. El Dr. Anfibras introducía una
silla flotante que transportaba a una esbelta criatura. Anfibras condujo la silla hasta un
lugar junto al trono negro de diamante de Cosmópolis.

“Nos sentimos profundamente honrados”, dijo Cosmópolis, agachando


instintivamente la cabeza ante el anciano.

La silla se posó en el suelo. El ser que la ocupaba tenía un aspecto vagamente


humanoide. Su cara parecía la de un pájaro, con la nariz y la boca unidas en una sola
protuberancia dura. Se pensaba que esta característica de los Inmortales era una obra de
ingeniería genética diseñada para aprovechar la longevidad de ciertas aves del Corredor,
algunas de las cuales nunca envejecían y que, cuando se las encontraba muertas, no
mostraban signo alguno de degeneración en sus órganos.

El Inmortal medía más de dos metros de altura; estaba sentado completamente


inmóvil, con las manos como garras sobre su regazo y la piel reluciente como un suave
pergamino estirado sobre un bastidor. Raimi Kashian, que había estado pensando en la
fragilidad, sintió que era la criatura más frágil que había visto nunca. El ser huesudo
sentado enfrente había renunciado a todos los valores existenciales que ella había
adoptado y habitaba en algún nicho inconcebible de la percepción. Los Inmortales eran
un grupo de eremitas de una civilización muerta que habían estado vagando por el
Corredor durante siglos, como anacoretas en un desierto. Se pensaba que habían
encontrado un fragmento de conocimiento, procedente de los Antiguos Aliens, que
había extendido su vida indefinidamente. Los Inmortales estaban ahora instruyendo en
ese conocimiento a la humanidad.

El Inmortal desplazó lentamente su mirada por la sala, se detuvo en Paul Buckler y


le saludó con un gesto. Buckler le devolvió la mirada, paralizado. La criatura estaba
atrapando de alguna manera la luz de la habitación con sus ojos. Al mismo tiempo que
los destellos se hacían más brillantes, Buckler descubrió de repente la respuesta a todas
las dudas planteadas por el programa de aprovechamiento de luz solar que tenía entre
manos. Sabía qué material debía utilizar y en qué planeta lo encontraría. Sabía la forma
en que deberían ser sus colectores y cuántos megavatios de energía produciría
exactamente cada uno.

Buckler parpadeó y desaparecieron los espejos de los ojos del Inmortal; dos ojos de
la clase habitual le miraban fijamente llenos de alegría, aparentemente satisfechos de la
pequeña demostración telepática que acababa de realizar. Buckler se inclinó hacia
Gordon Singh y murmuró: “Creo que podemos fiamos de ellos”.

Gordon asintió. En el lugar en que debería haber estado el Inmortal contemplaba un


diagrama esquemático animado. Sus componentes y conexiones representaban cómo
extraer finas capas de la corteza solar mediante maquinaria fabulosa; otras máquinas
increíbles estaban almacenando la cosecha de helio y de hidrógeno para su uso por
grandes flotas de naves y para la iluminación de mundos artificiales. En la maquinaria
podía verse claramente dibujado el logotipo de su compañía, Sun Centralis. La visión se

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desvaneció y se encontró mirando al Inmortal; la sonrisa del viejo eremita parecía decir:
Si, tengo los planos para construir esas fabulosas máquinas y serán tuyos a su debido
tiempo. Su presencia era etérea, como una cometa que pudiera ser arrastrada por el
viento hasta convertirse en un punto en el cielo lejano. Pero él no es endeble, pensó
Singh, es aerodinámico. Y acaba de mostrarme el futuro de mi compañía.

El Inmortal miró a Susie Tsugaru. Ella sintió como si perlas de sales de baño
brillantes estallaran a su alrededor causando oleadas de sensaciones voluptuosas por su
cuerpo. El poder de las estrellas, pensó para sí. Entonces se preguntó por qué Roy
Cosmópolis habría encendido el proyector multifuncional, que reflejaba a Sabrina
Misteria en mitad de la sala, preparada para la interacción con su audiencia en un drama
de libre elección. “Roy —le susurró—, no creo que éste sea el momento.”

“¿Para qué?”

“Para una película”, reprendió Susie. Pero por la expresión de Roy se dio cuenta de
que no sabía qué le estaba diciendo. No se estaba proyectando ninguna película, pero
Sabrina seguía ahí, sonriendo y rodeada por rayos de luna. Susie comenzó a llorar de
alegría al comprender que el Inmortal había leído su mente y había creado esa película
para ella, para que se sintiera segura de su inmortalidad. Viviría más tiempo que el mito
de Sabrina Misteria. En cuanto captó lo que había ocurrido en la sala, la imagen de
Sabrina se desvaneció. Los ojos del Inmortal resplandecían y ella le amó
inmediatamente, con el tipo de amor eterno que sentía por las películas. Estaba
hablando. ¿Qué decía?

La voz del Inmortal sonaba como hojas secas movidas por el viento. Dick Spinrad
se sintió abrazado por un suave torbellino cuando el Inmortal se volvió hacia él y, de
pronto, el sonido de hojas secas estaba abriendo criptocanales en su cerebro. A pesar de
poseer todo un continente, Spinrad no era un aventurero, como Paul Buckler, Gordon
Singh o Vladimir Korolov. Era un matemático que había hecho su fortuna poco a poco
con su poder de cálculo. Ahora se estaban realizando en su mente conexiones oníricas,
como momentos de superposición de tiempo, o coincidencia de múltiples lugares, de
cualquier forma, cuestiones que superan la expresión matemática actual, y las veía tan
claras como si fueran los primeros pasos de una lección avanzada. Spinrad se dio
cuenta, con su estilo frío y tranquilo, de que el anciano que se encontraba delante podría
enseñarle las matemáticas más avanzadas y más bellas del universo.

“No penséis que soy yo quien os entrega vuestro sueño —afirmó el Inmortal,
dirigiéndose a todo el grupo—. Procede de los que me enseñaron a mí.”

“¿Y quiénes son ésos?”, preguntó Vladimir Korolov, que había conocido cientos de
maestros de senderos esotéricos en toda una vida de viajes.

“Los Antiguos Aliens, que hace tiempo nos contactaron con su mensaje de
inmortalidad. Nosotros los percibimos como una nube dorada en la mente, capaz de
adoptar cualquier forma con tal de enseñarnos. Atraviesan el espacio en su nube
intelectual a velocidades incomprensibles. Viajan hasta el Plenum Exterior, o hasta la
corteza de tu cerebro. Para ellos es lo mismo. Algunos de vosotros acabáis de
experimentar su poder telepático. No fui yo quien os facilitó esa visión; no tengo tanto

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talento. Ellos son maestros de la telepatía. Querían mostraros su regalo como signo de
compasión hacia vosotros.”

Para Roy Cosmópolis fue como si la nube dorada de la que hablaba la criatura le
rodeara y se hundiera en su cerebro, encendiendo receptores dedicados a un júbilo
misterioso. En ese momento el eremita le miró y sonrió, y en sus labios apareció una
finísima arruga, como un pliegue de papel de arroz, tras la cual brillaba una suave luz.

“Tenéis tres billones de años de evolución por detrás de vosotros que se encuentran
almacenados en vuestro campo de energía —la esbelta figura sonrió—. Sois seres muy
inteligentes, que todavía os las arregláis para moveros en el mundo energético después
de todo este tiempo. ¿No os intriga eso? Por lo menos vuestros ancestros tenían fuerza:
organismos unicelulares que han viajado tres billones de años para llegar hasta esta sala.
Ánfora va a ayudaros a viajar otros tres billones de años y llegar hasta el infinito. Y lo
hará albergando vuestra fuerza y reorganizándola. La reproducción sexual, después de
todo, es un método algo torpe para burlar la muerte. Por supuesto que permite que
tengan lugar las oportunas mutaciones y adaptaciones, y oS proporcionó las hermosas
formas que poseéis ahora. Pero ya es suficiente. Entrad en la vasija y mantened vuestras
hermosas formas para siempre.”

“Pero yo no deseo la forma que poseo ahora —dijo Olympia—. Yo quiero ser como
era en la flor de la vida. No quiero tener tu aspecto.”

Susie Tsugaru le hubiera machacado la cabeza, pero el Inmortal simplemente sonrió.


“¿Y qué aspecto tengo yo?”

“Prehistórico —dijo Olympia—, como el esqueleto de un antiguo pájaro...


conservado... conservado en piedra.”

Sus gestos eran delicados, los dedos se movían ligeros y, sin embargo, parecía un
fósil hablando, excavado, transportado allí y que fuera a salir de su prisión de piedra.
“Podéis escoger cualquier edición de vosotros mismos que os guste —dijo—. Las
instrucciones vienen incluidas.”

Kurt Kashian sintió que regresaba un sueño infantil. Estaba suspendido en el espacio
y su cuerpo era tan pesado como una gran bola de hierro que oscilaba. Primero era
ligero, luego pesado, y oscilaba una y otra vez de ligero a pesado. El sueño de su niñez
había anunciado un cambio en su cuerpo, de muchacho a hombre. Ahora había
regresado para anunciar un cambio de hombre a inmortal. En estos momentos se sentía
pesado, pero dentro de poco volvería a ser ligero, con la sensación de eternidad que
había acompañado su niñez. Sentía de nuevo esa sensación y la viviría
permanentemente.

“Así que —dijo el Inmortal— fortalecéis el borde exterior del campo energético allí
donde tiene pocas defensas. Curiosamente, es también allí donde contáis con vuestros
mayores recursos. He vivido mucho y podría explicaros todo esto. Pero aprenderéis por
vosotros mismos, una vez tengáis al tiempo como aliado. Eso es lo que conseguiréis con
el Proyecto Ánfora. Es lo más precioso, y debéis protegerlo y custodiarlo.”

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Roy Cosmópolis pensó, teníamos que eliminar a Stuart Landsmann. No podemos
arriesgar nuestra inmortalidad.

Las mangas del fino ropaje negro de la envejecida figura cayeron alrededor de unas
muñecas como juncos. Hueco como un pájaro, pensó Gordon Singh. Tenía la sensación
de que apenas estaba ahí, un ser al borde de la evanescencia. No podía imaginar a la
deshidratada criatura realizando un acto de autodefensa. Pero ¿por qué molestarse en
defenderse? Sería suficiente con dar un paso más hacia la evanescencia y ya ni siquiera
estaría allí.

“Me siento cercano a vosotros —dijo el Inmortal—. He venido a vuestra casa con
un solo pensamiento en mente: reafirmaros nuestra compasión hacia vosotros. Nuestro
tiempo aquí está casi acabado. Permanecemos aquí sólo por vosotros. Cuando
finalmente conozcáis nuestro secreto, nos iremos”. De nuevo la sonrisa de papel de
arroz brilló para ellos con un suave rubor, y Raimi Kashian pensó en lámparas de
monasterio ardiendo suavemente en una atmósfera de renuncia. El anciano que se
hallaba frente a ella había sacrificado su naturaleza sexual hacía tiempo; el resplandor
que provenía de él no se debía a la pasión.

“Habéis llamado Ánfora a vuestro proyecto. Cuando nosotros hicimos nuestro


primer intento de inmortalidad, hace siglos, lo llamamos el Pabellón de lo Absoluto.”
Levantó un dedo que parecía un palito y se lo colocó en la mejilla, como para apoyar el
peso de la cabeza. “Cualquiera de vosotros podría aplastarme. Pero no moriría. Mi vida
es informacional, y esa información está guardada en el Pabellón. Esta ridicula forma —
alzó un brazo larguirucho, que sacó de la ancha manga de su vestidura— necesita poca
energía para funcionar. Es eficiente en costes.” Soltó una carcajada seca que parecía un
crujido.

“Si fueras aplastado —preguntó Dick Spinrad—, ¿cómo te regenerarías?”

“La regeneración es innecesaria. Lo que veis aquí —de nuevo llevó un dedo al
pecho— es una exteriorización de la información que transcurre en el Pabellón de lo
Absoluto. Digamos que no soy más que una sombra de mí mismo.” La vieja cometa
volvió a soltar una de sus carcajadas secas. “El paquete con mi información completa
requiere demasiada energía para materializarse en un cuerpo. He encapsulado esta
porción de él para que podamos comunicarnos. Pero me resulta cansado, a la vez que
frustrante, ya que estoy acostumbrado a velocidades de procesamiento mucho más
rápidas que las que este cuerpo requiere”, y se puso a inspeccionar sus rodillas.

“¿Cuánto de ti no vemos?”, preguntó Raimi Kashian.

“La mayor parte. Mi campo de energía, como el vuestro, es grande. Pero, al


contrario que vosotros, yo lo tengo completamente a mi disposición.”

“¿Qué ocurriría si una fuerza hostil atacase vuestro recinto? —preguntó Kurt
Kashian—. ¿Y si el Pabellón de lo Absoluto fuera destruido?”

“El Pabellón de lo Absoluto no es una maquinaria concreta.”

“¿Qué es entonces?”

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“Pensad en una clase especial de vasija que permite almacenar
interdimensionalmente la información —el Inmortal se inclinó ligeramente hacia
delante y por un momento la Observadora sintió que aquel cuerpo podría salir volando,
tan ligero que era su armazón—. Es en los intersticios dimensionales donde realmente
habito. Ahí mi campo energético se conecta con condiciones de tiempo completamente
diferentes a las vuestras, de las que aprendo un ritmo diferente. Es el ritmo de los
Antiguos Aliens. Ése fue su descubrimiento: que la dimensión más cercana a la nuestra
avanza más lentamente, y que podemos imitar su ritmo y vivir eternamente.” Inclinó la
cabeza e hizo señas de que tenía que marcharse.

“Pero —tartamudeó Susie Tsugaru—, tengo tantas preguntas.” “Estar en mi


presencia mucho tiempo resulta perturbador.” “¿Tienes nombre?”, preguntó Roy
Cosmópolis.

“Metron.”

El Dr. Anfibras se acercó y condujo la silla flotante al exterior. El Inmortal estaba


impasible en ella. Raimi no sintió regresar su ecuanimidad hasta que él salió de la sala.

“Tenemos una deuda impagable de gratitud con esa criatura —dijo Roy Cosmópolis
—. Pero él no desea nada. Y, para mí, ése ( es el más genuino signo de compasión.”

La Observadora se llevó la mano al bolsillo y tocó los dos volúmenes


encuadernados a mano. Sacó uno de ellos, vio que era el de Link y lo abrió al azar.
Existen mariposas nocturnas que se alimentan de las lágrimas de los animales, leyó, y
luego retiró el libro porque los robots habían sido reactivados y estaban sirviendo el café
junto con otros refrescos.

56
Capítulo 9
Dumbosiano era el propietario de Mirador, un asteroide turístico famoso por sus
aguas. Éstas se embotellaron y vendieron durante tantos años que los acuíferos se
habían secado. Ahora Mirador estaba en decadencia.

“Ambición —reflexionó Dumbosiano—. Insaciabilidad.” Pero eso mismo le


permitió comprar la estación balnearia casi regalada. Era de Planeta Elefantia y sus
cortos colmillos tenían las puntas de oro. Llevaba un fez informático sobre la cabeza, el
tradicional cono achatado de fieltro rojo con una antena en el centro.

Sus orejas elefantianas movían lentamente el aire caliente hacia adelante y hacia
atrás, mientras estaba sentado ante su escritorio, un bloque negro de cristal volcánico
procedente de Maleficius, el asteroide negro. Cada esquina del escritorio tenía esculpida
una cabeza de ave, cuyos ojos habían sido de diamantes, pero habían sido arrancados
por el anterior dueño de Mirador. Dumbosiano era uno más de la serie de propietarios,
pero el único que le había sacado cierto beneficio, aunque lo usara más como un refugio
personal. Sin embargo, acudían a él clientes de pago, también en busca de refugio y con
frecuencia huyendo de la ley. Mirador se encontraba próximo a Planeta Inmortal, pero
al ser un asteroide privado disfrutaba de un estatus legal poco claro. Si llegaba algún
huésped demasiado notorio, podía ser sacado a rastras por la milicia ambulante local,
que se movía continuamente entre Planeta Inmortal y Mirador. Pero, en general, no
merecía la pena ir a perseguir a la colección de pillos de Dumbosiano.

Se levantó de su escritorio y paseó por el despacho. Aquí y allá quedaban rastros de


su antiguo esplendor en las lámparas de obsidiana negra, las molduras doradas de las
puertas y dos jarrones desportillados creados por los grandes artesanos de Exhul. El
papel de las paredes estaba confeccionado con seda hermetiana y antiguamente vibraba
con la mágica luz de las mariposas, pero ahora se veía oscurecido por décadas de humo
de tabaco y aceite. “Una lástima. Una tragedia. Todo por causa de la avidez. Un día lo
restauraré.”

Abrió la puerta de la oficina y bajó las escaleras. Su gorro informático se encendió


al recibir las cotizaciones de la bolsa. “Compra dos mil bonos de futuro de Luridite”,
dijo. Y luego, tras escuchar unos instantes añadió: “¿En qué condiciones está su
vehículo?”. También recibía información sobre artículos en subasta; podían ser reliquias
de aeronaves o el juego de té de unos antepasados. Dumbosiano compraba y vendía a lo
largo de todo el día artículos grandes y pequeños, nuevos y viejos, por lo que su fez
informático nunca callaba.

Su traje blanco estaba muy arrugado aunque aún no era mediodía. Los ventiladores
del techo funcionaban, pero el aire que movían estaba cargado de calor. Se ajustó la
corbata blanca, que nunca aflojaba para sentirse cómodo, pues pensaba que uno siempre
debía parecer un caballero.

Cuando Dumbosiano bajó el último y desgastado peldaño de la escalera que


desembocaba en el vestíbulo, le saludó Lucky Viscossi, un huésped con las cuentas al
día, por el momento. Acababa de llegar de un planeta cubierto con densos bosques y

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tenía la piel pegajosa para que las hojas pudieran adherirse a ella como camuflaje.
Como ya no se encontraba en un hábitat boscoso, ahora iba cubierto de envoltorios de
chicle, restos de pañuelos de papel, folletos rotos y cualquier otro objeto que flotara a
merced de la suave brisa de Mirador.

“¿Cómo se encuentra hoy, señor Viscossi?”

“Armonizándome, señor Dumbosiano.” Su voz resultaba tan viscosa como su


cuerpo y su aliento se aferró momentáneamente a la carne de Dumbosiano, como si
estuviera absorbiendo algo de él. “Ya me conoce, sólo pretendo formar parte del
paisaje.”

“Muy prudente”. Dumbosiano desplegó unas cuantas sillas y sopló un poco de


ceniza depositada sobre una mesa con la punta de su trompa. La ceniza se posó sobre
Viscossi y quedó pegada a su piel. Una mujer se abanicaba con los movimientos
lánguidos de los consumidores de toyoki en un sofá hundido de un rincón; sus ojos
estaban vidriosos y Dumbosiano pasó de puntillas junto a ella para no molestar sus
sueños.

Entró en el jardín. Hace tiempo había estado cubierto por un cenador artístico del
que ya solamente quedaban ramas muertas formando esqueletos de arcadas bajo los que
ahora caminaba. Desvencijados búngalos, cada uno con una pequeña galería, rodeaban
el jardín reseco. También aquí, parras deshidratadas colgaban de pérgolas oxidadas, con
sus raíces muertas expuestas en el suelo agostado. Pequeñas lagartijas correteaban por
las viñas en busca de insectos. Las ventanas de los búngalos estaban opacas de mugre.
Una de ellas no tenía cristales, y los sarmientos secos habían penetrado en la habitación
y colgaban como cortinas harapientas. Detrás de las cabañas había campos de tenis
cubiertos de arena, una pista de croquet llena de malas hierbas y un círculo de miradores
ladeados. “Una restauración total, para recuperar algo precioso —dijo Dumbosiano—.
¿Por qué no?”

Bajo una bóveda de parras secas estaba sentado un gran caracol junto a una mesa
tallada; fumaba un cigarro de confección casera y el cilindro desigual colgaba de la
abertura sin labios de su boca. De la frente surgían y volvían a esconderse pequeñas
antenas brillantes en dirección al elefantiano. “Señor Dumbosiano, qué alegría verle.”

Dumbosiano se sentó con el caracol, un residente fijo del centro que siempre pagaba
a tiempo. Sus modales eran impecables; tras él se encontraba un humidificador,
alquilado a Dumbosiano, con el que de vez en cuando se rociaba para evitar que su piel
se agrietara.

“Un espléndido día de calor, como de costumbre —dijo el caracol—. Permítame que
le sirva un vaso de la fórmula del doctor Campañol.” Sacó los dedos retráctiles y
alcanzó una botella de agua azulada. Dumbosiano desconfiaba de cualquier preparado
del médico residente, pero no podía rechazarlo.

“Refrescante —dijo el caracol—, ¿no le parece?”

“Mucho”, corroboró Dumbosiano, metiendo la trompa en el vaso y guardando su


contenido en el morro, para tirarlo más tarde.

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“Pero nada puede saciar nuestra sed, por supuesto”, dijo el caracol. Sus brazos eran
cortos y rechonchos y los dedos retráctiles exudaban humedad, lo que algunos
encontraban desagradable; no así Dumbosiano: el caracol era tal y como su planeta le
había hecho. “Nuestra sed, señor Dumbosiano, es por causa del pasado marchito. Por
eso estamos aquí.”

“Tal vez”, dijo Dumbosiano, volviéndose hacia una maceta y vaciando


discretamente la trompa en la tierra seca.

“Vaya, no hay ninguna duda —dijo el caracol—. Usted no tenía por qué comprar un
balneario arruinado. Yo no tenía por qué hacer de él mi casa —el caracol depositó el
vaso, que mostró la huella húmeda de su mano durante un instante—. Nos cautivan los
recuerdos de Mirador, presentes en cada grieta. Porque Sabrina Misteria estuvo aquí...”

Se trataba de un hecho bien conocido, aunque hubiera ocurrido hace un siglo, justo
antes de que la estrella se desvaneciera junto con la nave que la transportaba en una gira
promocional por el Corredor. “Me gusta pensar que se sentó a esta mesa —meditó el
caracol—. Seguro que nadó en nuestra piscina.”

“Debió de hacerlo”, dijo Dumbosiano, mirando con incredulidad la piscina vacía


cuyas baldosas levantadas brillaban a causa de los liqúenes. Una profunda grieta
atravesaba el fondo. Sus lámparas, relucientes sólo en la imaginación de Dumbosiano,
estaban hechas añicos.

“Se dice —comentó el caracol— que vas a restaurar Mirador.”

“Es cierto.”

“Pero los recuerdos respiran a través de las grietas con el aliento de Sabrina
Misteria. Si las revocas, lo sofocará.” El fez informático se encendió y Dumbosiano
compró y vendió discretamente, mientras el caracol sorbía su bebedizo azulado.

“Siempre fui un enamorado de la arquitectura decadente.” El caracol hizo un gesto


con sus brazos regordetes señalando los bungalos destartalados, la pista de tenis llena de
arena y el césped arruinado del campo de croquet. “Saboreé por primera vez la libertad
en hoteles desvencijados; hace mucho tiempo.”

Dumbosiano era demasiado discreto como para preguntar cuestiones personales a


sus huéspedes, pero el humor propicio a las confidencias del caracol le animó. “¿Sería
impertinente preguntar a qué se dedicaba en los viejos tiempos?”

“A las antigüedades, por supuesto. Estaba especializado en arte erótico alienígena.


En aquel tiempo tenía una calidad que ya no se encuentra —el brillante ojo se torció
ligeramente a derecha e izquierda, como si buscara alguna presencia quimérica, suspiró
—. A veces me siento a punto de descubrir la esencia de Mirador, pero eso es
imposible, naturalmente. Lo más que puedo hacer es caminar por sus calles resecas.”

Se refería ahora a Mirador en conjunto, la ciudad que floreció una vez en tomo al
balneario central. Los jardines aterrazados que habían albergado lujosos chalés privados
se encontraban invadidos hace tiempo por una vegetación color óseo. Un sistema de

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canales abastecía de agua a una serie de fuentes en cascada, cuyos caños oxidados ya
estaban secos.

Un punto reluciente destelló en el aire muy por encima de ellos. La luz fue
creciendo en tamaño y fulgor.

“¿Espera compañía?”, preguntó el caracol.

El resplandor se fue definiendo, hasta convertirse en una pequeña y elegante nave


que comenzó el descenso. Trazó un círculo, cruzó la franja del horizonte y se hundió
detrás de los árboles polvorientos.

Dumbosiano aguardó a que la nave aterrizara y se fue a dar un paseo, abanicándose


con las orejas. Un robocart traía a los recién llegados entre sacudidas y chirridos. El
toldo estaba desgastado y sus escasos flecos, deshilachados y sucios. Frenó súbitamente
bajo un árbol comido por los gusanos que se alzaba frente al pasillo de entrada del hotel.
Dumbosiano descendió por las escaleras y atravesó el camino arenoso. “¡Bienvenida de
nuevo a Mirador! —se apresuró, con las manos extendidas para saludar, y ayudó a Ren
a descender—. No esperaba que regresaras tan pronto.”

Por la forma en que ella le miró, comprendió que tenía algo para él. La empleaba
como recolectora de información.

Link levantó a O del robocart. La mirada vacía de O todavía mostraba la pérdida que
había sufrido. Dumbosiano reconoció una situación que le era familiar: otro herido
desembarcaba en Mirador.

Upquark contemplaba todo con curiosidad. Tenía arena en las ruedas, pero
entusiasmo en su tarjeta emocional. Se estaban desarrollando circunstancias muy poco
habituales para las que carecía de referencias. Lo había estado dando vueltas durante
horas en la nave de Ren, analizando la terrible secuencia de acontecimientos que había
sufrido junto con su amigo, y luego, de forma casi independiente, se había puesto en
marcha un modo de inferencia no-deductiva, que había culminado en una película en la
que se veía convertido en un peligroso proscrito de gran lustre metálico. Ensayó un
gesto amenazante con sus pinzas, pero nadie pareció darse cuenta. Tal vez necesitara
instalarse un programa de agresividad.

“¿Cuánto tiempo vamos a estar prisioneros aquí?”, preguntó Link fríamente.

“¿Alguien dijo prisión? Por favor —dijo Dumbosiano—, no me insulten. El único


que me preocupa es él —señaló a Espectralio O—. Tenemos un médico residente.”

Acompañó al grupo a los búngalos de la piscina. Un pájaro-herrero estaba


martilleando una de las columnas del porche, creando un estruendo aterrador.
Dumbosiano se vio forzado a admirar el ingenio de la especie, cuyo poderoso pico
aturdía la estructura interna de cualquier cosa que atacasen, tras lo cual intervenían en el
proceso de reordenación parasitando la energía puesta en marcha para la reparación. Se
almorzaban la fuerza cohesiva del objeto y bastantes de sus ataques llegaban a producir
la desintegración. Muchas de las farolas de Mirador estaban deformadas, dobladas o
fragmentadas, al igual que los marcos metálicos, las vigas de carga, los alféizares y las

60
torres de agua. Cada cierto tiempo se escuchaba un estrépito y los huéspedes
simplemente señalaban y decían: “Pájaros-herreros”.

Dumbosiano abrió la puerta de un búngalo, que quedó atascada a medio camino.


“Su amigo debe descansar hasta que el doctor tenga tiempo para examinarle. Estarán
cómodos aquí, espero. El almuerzo se sirve en media hora. Y tú, cariño...” Hizo un
gesto para que Ren le siguiera hasta la siguiente cabaña. Entraron y él cerró la puerta.

“¿Y bien?”

“Algo importante está pasando en Luna Chatarra —señaló al gran mundo artificial,
visible desde Mirador como una bola de brillo metálico en el cielo—. Hay una
instalación subterránea llamada Ánfora. Un proyecto secreto muy importante para la
Observadora.”

“Los próximos pasos serán peligrosos. ¿Quieres continuar?” “Sí.”

Dumbosiano la escudriñó con sus astutos ojos elefantianos. “Eres una criatura
delicada, cariño. Ideal para buscar información en las primeras fases; pero tal vez no
completamente preparada para la bronca y la pelea, que es lo que vas a encontrar si
continúas husmeando en una instalación secreta.”

“Necesito el dinero.”

“Muy bien. Os conseguiré los chips necesarios para pasar el control de seguridad de
Luna Chatarra.”

“Hay alguien más que intenta penetrar en Ánfora. Un pirata llamado Jockey
Oldcastle.”

“Eso es buena señal.”

“¿Le conoces?”

“Hacemos negocios de vez en cuando. Si está interesado en Ánfora, significa que es


algo realmente importante.” Dumbosiano se pulió la punta de oro del colmillo con la
manga de la chaqueta. “Ahora dime: ¿quién es el joven que has traído contigo?”

“Un amigo de Oldcastle. Entomólogo Jefe de la Llanura Agrícola. Tuve que traerle
para conseguir el código de entrada a Ánfora de su robot.”

“¿Ese joven sabe cultivar plantas?” Los ojos de Dumbosiano se iluminaron.

“Supongo que sí. Hay todo tipo de cultivos en la Llanura Agrícola. Pero no podrá
regresar, ha quemado sus naves.”

Dumbosiano asintió con su pesada cabeza. La quema de naves traía muchos


huéspedes a Mirador.

61
Link y Upquark se unieron a Dumbosiano y al caracol en una mesa junto a la
piscina. “Confio en que su amigo esté descansando —dijo Dumbosiano—. ¿Sería
entrometido si les preguntase la causa del accidente?”

“Le atacaron agentes del Consorcio”, respondió Link amargamente.

“Mirador es famoso por sus poderes curativos —dijo el caracol—. Permítanme


presentarme. Soy Moluscus, un antiguo residente. Acompañaré a pasear a su amigo
herido.”

Los dedos retráctiles del caracol aparecieron y tendió su mano húmeda a Link.

“Tengo una pregunta para usted —dijo Dumbosiano a Link—. ¿Sería capaz de
resucitar Mirador?”

“Por supuesto.”

“¿Puede hacerlo reverdecer? —Dumbosiano señaló con un gesto los jardines


resecos. Aunque sus muros estaban desmoronándose, la simetría aún era visible, con sus
elegantes terrazas descendiendo una tras otra hasta el lejano lago inerte, circundado por
árboles marchitos—. ¿Puede hacer que vuelvan a rodeamos las flores?” “Eso depende
de cuánta agua se pueda conseguir.”

“Sí, ése es el problema. Pero si puedo conseguir el agua, ¿se quedará y hará que
Mirador vuelva a lucir su antigua belleza? —Demasiado diplomático como para
mencionar naves quemadas, hizo un ademán grandilocuente—: Le pagaré el doble de lo
que recibía en la Llanura Agrícola.”

Link miró a Upquark.

Upquark asintió. “Devolveremos la vida a este lugar.” “Entonces, arreglado —


declaró Dumbosiano—. Haga una lista de lo que necesita.”

Un mensaje llegó hasta la mesa: el Dr. Campañol estaba libre para visitar a su
paciente.

“Iré a buscarle”, dijo Upquark, y salió rodando apresuradamente.

“Campañol es inventor de artilugios médicos —explicó Dumbosiano—.


Fundamentalmente en el campo del rejuvenecimiento.”

“¿Y tiene éxito?”

“Las opiniones sobre el Dr. Campañol están divididas. No tiene permitida la práctica
en Planeta Inmortal, ni en ningún otro lugar. Naturalmente no le impedimos hacerlo
aquí en Mirador.” “¿No se le permite la práctica?”

“Ese suele ser el destino de los pioneros.”

>5*

62
**

“Ha sufrido un desorden celular”, dijo el Dr. Campañol cuando examinó a


Espectralio O. Pero tengo el código de los Espectrales para transmisores de metabolitos,
propiedades neurofibrilares, tasa de enzimas, receptores de adenosina y todo lo demás;
en resumen, el cuadro completo de esa bola de gelatina electromecánica a la que
llamamos cerebro de los Espectrales.” Colocó su mano sobre la cabeza de O.

O le miraba fijamente, confundido pero dócil. Junto a su cabeza, un lagarto se


agarraba a la pared, mirándole con interés.

“Tengo justo lo que necesita —dijo el Dr. Campañol a O—. Es una suerte que haya
venido a Mirador”. La consulta del médico contenía instrumentos que resultaban poco
familiares para Upquark “Veo que está examinando mi instrumental. Sé que parece
material tosco, pero Mirador está fuera de las rutas habituales. Me apaño con lo que
tengo”. Sujetó un biogorro de material esponjoso al cuero cabelludo de O. “La Vaina
Noológica Campañol. No tenga miedo de que la corriente penetre en su cuerpo, la Vaina
Noológica respeta los límites corporales. Respeto, amigo mío. ¿Cuál es su nombre?”

“Upquark.”

“Respeto, Upquark, eso es lo que caracteriza mi práctica. Me he pasado toda la vida


creando mi propio instrumental, con un gran coste y a veces un enorme riesgo personal
—miró a Upquark, con los ojos deslumbrantes de inspiración—. He sido perseguido.”

“A nosotros también nos persiguen.”

“Entonces lo entienden —Campañol realizó pequeños ajustes en la Vaina Noológica


—. Eso hace que uno dude de sí mismo. Yo he tenido serias dudas.”

“Lo siento.” Upquark examinaba un gran tanque en el que descansaban unos seres
parecidos a calamares. Sus cuerpos estaban cubiertos de carne arrugada que se expandía
ligeramente cuando respiraban.

“Eso son mis lanza-ventosas —dijo Campañol, siguiendo su mirada—. Notables


seres que viven en el gas natural, del que extraen una solución de helio al setenta y
cinco por ciento. Ya habrá reparado en sus fuertes tentáculos.”

“No tengo información sobre lanza-ventosas en mi base de datos —dijo Upquark—.


Nunca los había visto antes.”

“Son un híbrido que he desarrollado yo mismo. Intento conseguir una gran


elasticidad en la piel del exterior. La razón para ello es secreta. Me perdonará si no doy
más detalles.”

“Por supuesto”, dijo Upquark, metiendo una de sus pinzas en el tanque. Los lanza-
ventosas la agarraron, aferrándose tenazmente.

63
Campañol separó a las criaturas de Upquark con un chasquido seco de los dedos que
obedecieron al instante. “Esa respuesta tiene significación militar —dijo
enigmáticamente—. No me atrevo a decir nada más.” Campañol dirigió su mirada a
Espectralio O. “¿Qué estaba haciendo esta pobre criatura cuando consideraron necesario
golpearle con una porra eléctrica?”

“Estaba desconcertado e hizo un movimiento que no les gustó.” El Dr. Campañol


meneó la cabeza. “Es una vieja historia. Crueles mentes burocráticas intentaron lo
mismo conmigo.”

“¿Pero por qué?”

“A causa de ligerísimos contratiempos. Pequeños errores experimentales como los


que se cometen en el desarrollo de cualquier oficio médico.” La cara del Dr. Campañol
no perdió nada de su exhuberancia. “Quisieron vaciarme el cerebro, claro. Pero escapé
gracias a nuestro anfitrión, el señor Dumbosiano, y en Mirador encontré tolerancia.
Aquí tengo la posibilidad de continuar mis experimentos.” Husmeó en la boca abierta de
O y le hizo tragar un cóctel de medicinas; luego miró a Upquark de pionero a pionero.
“Sus ritmos neuropeptidérgicos van a ser reorganizados ahora. Mi investigación
cerebral va muy por delante de la convencional. El neuro-cóctel de Campañol es objeto
de burla y persecución. Siempre la envidia, ¿sabe?, porque he identificado el neuro-
transmisor más importante de todos.”

Upquark miró absorto y expectante a Campañol.

“Lo he denominado fantomona, porque se oculta a nuestra investigación. La


comunidad médica al completo se niega a admitir su existencia. Unicamente yo lo
reconozco y únicamente yo lo prescribo —Campañol se acercó a un estante, cogió una
botella y echó un trago largo—. ¿Quiere?”

Upquark rotó un dígito de su extremidad y apareció un tubo aspirador. Absorbió una


pequeña muestra del líquido y lo procesó con los sectores orgánicos de su cuerpo. El
efecto fue inmediato. “Parece provocar un flujo micro-sináptico... de gran poder...
¿posiblemente embriagante?”

“Ligeramente alcohólico”, admitió Campañol.

Los soportes de Upquark temblaban, pero a la vez se hizo más consciente de la


respiración de los lanza-ventosas.

Campañol percibió su interés. “Los lanza-ventosas poseen tremendos poderes de


respiración. Pase por aquí a la hora de comer y les verá en su mejor momento. Mientras
tanto...” le alargó la botella.

Upquark dudó.

“Es medicinal”, dijo Campañol, y Upquark obedientemente tragó una potente


segunda dosis.

64
Capítulo 10
“¿Y cómo es que han llegado hasta Mirador, señor?”, preguntó Lucky Viscossi al
sentarse junto a Upquark en el jardín.

“Por una aventura —dijo Upquark, todavía borracho a causa del cóctel de
fantomonas del Dr. Campañol—. Lo estoy pasando genial.”

“Ya veo. Buenos tiempos para todos. Eso me hace sentir muy feliz.”

Upquark nunca se había encontrado con alguien tan solícito y pensó que Viscossi
era un tipo extraordinariamente amistoso. Las personas no solían entender por qué les
gustaba este huésped de Mirador, que evidentemente era una criatura malsana pero
parecía segregar alguna sustancia psíquica que les atraía; sentían que les sonsacaba las
historias de su vida, como si un fino hilo de pegamento se hubiera introducido en su
recuerdo. Viscossi podía dirigir ese pegamento a la superficie o las profundidades de su
memoria dependiendo de lo que percibiera valioso. Las personas dejaban su compañía
con la sensación de que sus secretos habían quedado adheridos a la mente de Viscossi
como insectos en el ámbar.

Se alzó una ligera brisa que traía polvo y un envoltorio de cigarrillos que
inmediatamente quedaron pegados a la frente de Viscossi. “¿Trabajas para ese tipo de
ahí?”

“Sí —respondió Upquark—, es el señor Link, supervisor de la Llanura Agrícola.


Sabe todo sobre los insectos.”

Lucky Viscossi se volvió hacia la brisa para poder recolectar un poco más de polvo
mientras recogía algo más de información. “¿Tu jefe es un tipo muy listo?”

“Oh, sí que lo es.”

“¿Y tú también eres muy listo?”

“No, yo sólo tengo un CI medio.”

“Oye, reconozco a una máquina inteligente cuando la veo. Cuéntame en qué


aventura estáis metidos, echo de menos noticias del exterior.”

“Pues la Observadora Autónoma envió a dos agentes a interrogamos sobre un pirata


al que conocemos y el señor Link les echó las abejas. Las abejas les picaron por todas
partes causándoles grandes incomodidades. Luego tuvimos que escapar. ¿Crees que es
una gran aventura?”

“De primera clase —Lucky Viscossi recolocó parte de sus residuos tapando algunos
huecos desnudos de su espalda. Su cuerpo pringoso estaba cubierto de servilletas de
papel, pequeñas sombrillas de cóctel y otros adornos del bar—. ¿Y qué hacéis aquí

65
ahora?” “Vamos a hacer que Mirador florezca de nuevo. Voy a hablar a los insectos y
ellos nos ayudarán.”

“Son una gran molestia cuando se me quedan pegados —comprobó si tenía alguno
en ese momento—. ¿Y qué haces después de hablar con los insectos?”

“Luego iré a recargarme.”

Lucky Viscossi se dio cuenta de que el pequeño robot no poseía programas de


planificación de futuro a largo plazo. Pero ya había recogido suficiente información. Su
jefa, la Observadora Autónoma, podría llegar a darle una bonificación por lo que había
averiguado. Ese dinero serviría para pagar el alquiler... o tal vez no. ¿Por qué tendría
que molestarse en pagar a Dumbosiano? El paquidermo era indulgente y lo mejor era
aprovecharse de la indulgencia dondequiera que uno la encontrara.

***

“Por fin Lucky Viscossi se ha ganado su sueldo —dijo la Observadora Autónoma


sentada en su oficina subterránea, frente a su secretario, el Dr. Anfibras—. Link está en
Mirador.”

“Mirador se encuentra en el exterior del espacio patrullado regularmente por la


Guardia —señaló Anfibras—. El área está vigilada por una milicia privada.”

“Entonces tendremos que utilizarlos. Si no actuamos inmediatamente, perderemos


de nuevo a Link —situó a Mirador en su escáner universal. Las imágenes de vigilancia
le mostraron los jardines en terraza, los canales secos y el edificio principal rodeado de
sórdidos búngalos—. La milicia debe tratarlos amablemente.”

“Son mercenarios.”

“Ya lo sé.”

“Siempre traen muerta a su presa.” Anfibras cambió de color, afligido, y sus


verrugas se tornaron aún más rojas.

* * *

Una bandaba de pájaros-herreros seguía a Upquark por el jardín. Había aprendido su


sistema de señalización y se estaba divirtiendo organizando acrobacias aéreas.
Atravesaban el aire en formaciones que se desplegaban como una inmensa capa negra,
luego lanzaban una línea en picado y terminaban aterrizando sincronizadamente sobre la
verja del exterior de la habitación donde descansaba Espectralio O. Sus plumas poseían
un brillo metálico y sus picos lanzaban destellos como brocas pulidas. Alimentaban sus
pequeños cerebros con la energía que robaban de todo lo que les rodeaba; ahora sus
ojillos ardientes estaban fijos en Upquark, que se acercaba. Estaban sorprendidos por su
falta de alas, pero le aceptaron como Pájaro Alfa, como líder. Cuando entró en el cuarto
de O, los dejó volar libremente.

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Él y O se dirigieron lentamente al cenador. Era por la tarde y el patio había sido
transformado en algo que recordaba las glorias de su pasado. De las marchitas parras
colgaban luces que les hacían parecer medio vivas. Aunque vacía, la piscina estaba
iluminada y los huéspedes estaban sentados relajados en las escaleras. Las terrazas que
se extendían por detrás del jardín también estaban iluminadas y transformadas por la
oscuridad. Desde lejos, se podría pensar que personajes legendarios volvían a habitar
Mirador. Pero esta noche los huéspedes eran espías, exiliados políticos, artistas locos,
gigolós, navegantes de viento solar, criminales y un saboteador, todos ellos fugitivos de
la Guardia y de la Observadora. Aquí podían recuperar el aliento, hacer planes y utilizar
los contactos de Dumbosiano.

Dumbosiano se colocó bajo un foco que iluminaba el centro del patio. Las voces se
acallaron. El entretenimiento nocturno era una evasión esperada. Dumbosiano se inclinó
en dirección al quiosco de la música, donde se hallaban tres intérpretes eterianos. Las
primeras notas que sonaron fueron insoportablemente bellas. El patio estaba en
completo silencio; hasta los pájaros-herreros cesaron su martilleo.

En ese momento, algo que Upquark nunca había visto se deslizó desde las sombras
que rodeaban el patio. ¿Era una sola criatura o eran varias? Rodaron hasta el foco de
luz, con los miembros juntos, pegados al cuerpo como pétalos formando una flor.
Desplegaron los brazos al compás de la melodía de los eterianos, con la sinuosidad de
un alga rutilante; su traje estaba plagado de lentejuelas con forma de lágrimas
refulgentes. Después surgieron cuatro cabezas cubiertas de capuchas de fina gasa y con
los rostros en sombra. Y entonces, por algún secreto de su arte, sus miembros se
pusieron rígidos, adquirieron formas claramente angulares y se convirtieron en un cubo,
en un rompecabezas chino de piezas entrelazadas.

“Los Acróbatas Arracimados”, susurró el Dr. Campañol a Upquark.

Se convirtieron en una flor, en una anémona marina y en un disco con tentáculos.


Fueron los cuernos de un venado, una nebulosa y una esponja. Sus lentejuelas se
transformaron en espirales de luz que se curvaban en torno a un centro infinito, para
luego desvanecerse en él, cuando sus capas negras se cerraron de golpe cubriendo toda
la forma, y el foco se apagó. La audiencia quedó boquiabierta, los robots lanzaron
pitidos y luego todos aplaudieron. El doctor informó: “Proceden del rincón más alejado
del Corredor, nadie sabe exactamente de dónde, y no son lo que podríamos llamar
supervivientes. Cuando uno de ellos muere, los otros le siguen al poco tiempo. Una
especie delicada, demasiado delicada para esta parte de la galaxia. Debemos suponer
que son fugitivos, como el resto de nosotros”.

En los momentos de oscuridad que siguieron al final de la actuación, los Acróbatas


Arracimados desaparecieron tras la multitud y regresaron a los deteriorados jardines de
orquídeas de la colina y al decaído palacio arbóreo que habían escogido para pasar la
noche. Dumbosiano guardaba el secreto de su estancia y les facilitaba un robot para
cuidar de sus necesidades.

“Nuestro amigo respondió bien al tratamiento”, dijo el Dr. Campañol, señalando con
la cabeza a un comatoso Espectralio O.

“¿Le parece que muestra alguna mejoría?”, preguntó Upquark con sorpresa.

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“Para el ojo entendido, claro que sí.”

Qué poco entendido soy, reflexionó Upquark, que solamente veía la imagen
superficial de Espectralio O derrumbado en el taburete del bar, con sus largos brazos
colgando casi hasta el suelo, los pies separados y la cabeza inclinada hacia un lado,
incapaz de soportar su propio peso.

Los eterianos continuaron con la música, que provocaba nostalgias cósmicas en


Link. La Tierra estaba perdida y sólo existían estos nuevos mundos planetarios, que no
eran realmente propios del hombre. Campañol se sintió afectado por el mal que asediaba
a todos los terrícolas transplantados y que la música eteriana acentuaba: el vértigo natal,
la sensación de que la raza humana había caído de la Tierra y estaba ahora a merced de
influencias para las cuales no estaba preparada.

“Las incursiones alfa —dijo el doctor—. Están interpretando esa maldita pieza de
nuevo. Vamos a caer todos por las grietas del tiempo. Aunque en realidad no me
importa; sitúa el pasado tan lejano como si nunca hubiera existido.”

Los eterianos se acercaron a la mesa de Ren. “Por favor, cantusiana, venga a cantar
con nosotros.”

Fila negó con la cabeza, pero Dumbosiano dijo: “Cariño, esta roca reseca es todo lo
que tienen —señaló con la trompa hacia el grupo de inadaptados que estaban sentados
en tomo al ruinoso patio—. Sólo los solitarios, sin papeles ni planeta, viven aquí. Tu
canción sería para ellos como un pasaporte instantáneo hacia la libertad”.

Dumbosiano caminó hasta el foco rosado, que daba a su piel el aspecto de un


caramelo blando. Sacó una mano rechoncha del bolsillo y se ajustó el fez. “Cantus es el
planeta del canto. Sus intérpretes no tienen igual. Tenemos suerte de contar con una de
ellas esta noche. Por favor, denle la bienvenida”, y señaló hacia Ren.

Una tentativa de aplauso saludó a la inexperta intérprete. Cuando se extinguió, el


único sonido era el de los insectos del reseco cenador y, más allá, el de los lagartos que
alborotaban en los jardines.

Ren se situó bajo el foco y se quedó mirando a la audiencia, pensando: ¿por qué
habré aceptado? Había abandonado Cantus porque no quería ser una intérprete. Prefería
moverse en las sombras, ser un testigo oculto de la vida. Sólo así creía poder controlar
su destino.

Entonces los eterianos comenzaron a tocar y su cara adoptó la máscara festiva del
Farolillo de Papel convirtiéndola en un ser diferente, que se movía de forma sinuosa
bajo el foco. Comenzó a cantar y Link retuvo el aliento: combinaba a la perfección a la
termita coral y el escarabajo cantor de Mirador. Él sabía imitar sus voces con algún
acierto, pero Ren estaba tejiendo melodías con ellas, incorporando ritmo y textura
armónica, convirtiendo los sonidos de insectos habituales de Mirador en algo tan
seductor que Dumbosiano cerró los ojos y suspiró. La familiar noche había adquirido
una nueva dimensión, despertando en él deseos de bondad que nunca podría cumplir.

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Los ojos del caracol parecían húmedos por la emoción pero, como se pulverizaba
continuamente con el humidificador, no podía saberse a ciencia cierta; la humedad que
le cubría atrapaba los destellos de las lámparas del jardín. En su cuerpo podían
apreciarse las ondas propulsivas que le servían habitualmente para caminar, aunque en
estos momentos el viaje que realizaba era meramente interior, hacia los sueños más
profundos de Mirador.

“Es una canción de amor”, murmuró una de las camareras, que imitaba
inconscientemente con el cuerpo los movimientos de Ren y cuya mirada se posaba en
los mismos sitios que la de ella. “Es para él.” Señaló hacia Link, que también estaba
cantando, aunque en un tono tan suave que sólo Ren, con sus oídos finamente divididos,
podía oír los delicados trinos de insecto que emitía.

Una mujer mayor de Mirador, rescatada por Dumbosiano de la policía cerebral,


contenía los sollozos con un pañuelo. Su belleza estaba marchita, pero vestía con
elegancia las ropas que Dumbosiano le había regalado. Los cotilleos que circulaban por
Mirador decían que Ren y Link huían juntos. En ese momento la mujer lloró más
abiertamente, porque la canción de Ren le recordaba que Dumbosiano tenía a todas esas
mujeres más jóvenes, que le debían su libertad y su identidad futura, y el paquidermo
podía elegir la que quisiera. Lo que necesito es un cóctel Campañol, se dijo a sí misma,
y lo pidió a la camarera.

De todos los huéspedes, el más afectado por la canción era Espectralio O. Estaba
inmerso en el sonido y sus labios se movían silenciosamente. Ninguna música ordinaria
le habría calado tan hondo, pero estos melódicos hilos estaban tejidos por pequeñas
criaturas a las que adoraba, los insectos que transportaban el polen de sus queridas
plantas. Era como si hubieran venido a buscarle, en esta serenata milagrosa, para sacarle
de la oscuridad.

“Ahí lo tiene —dijo el Dr. Campañol—, la fase degenerativa ha concluido y mi


micro-masaje del tipo espectral está haciendo efecto, como sabía que ocurriría.”

Sin que Campañol ni ningún otro se dieran cuenta, dos grandes sombras parecidas a
murciélagos se acercaban silenciosamente por el horizonte. Sus ojos eran ventanas
planas sin reflejos, veladas para ocultar el interior. En la torre de control de Mirador,
responsable de dar paso a las naves entrantes, un robot recibió la transmisión
extraordinaria de un rayo desintegrador que lo dejó reducido a un charco de lubricante
sobre el suelo.

Abajo, en el jardín, Ren continuaba tejiendo melodías con el escarabajo cantor y la


termita coral; había descendido a su mundo, al igual que Link, y había encontrado la
misma conmovedora belleza: la valentía de los amantes diminutos que saben que su
canción les expone al peligro y a pesar de ello siguen cantando tan alto como pueden,
pues no son capaces de negar su deseo.

En el cerebro de Espectralio O se estaban abriendo nuevas vías de reconocimiento


que sustituían a las destruidas. Parecía que todo el mundo de los insectos había llegado
hasta Mirador para guiarle. Se sentó derecho en el bar; el color de las bandas giratorías
de sus ojos recobró la fuerza, al igual que una voz que no había usado en años: “Mis
plantitas me añoran. Debo regresar a la Llanura Agrícola”.

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“¡Le he curado!”, murmuró el Dr. Campañol.

Las naves de la milicia con forma de murciélago sobrevolaron silenciosamente el


centro del balneario y quedaron suspendidas en el aire. Se abrieron las escotillas del
casco principal y cuatro milicianos protegidos por blindajes negros descendieron al
patio.

Los huéspedes, aterrorizados, se dispersaron por el desierto de alrededor. Incluso el


confidente Lucky Viscossi salió corriendo con la multitud, cuyas pisadas levantaban
restos del suelo que se adherían a su cuerpo en la huida.

Pero los cuatro soldados sólo tenían ojos para Link. Lanzaron unos hilos que le
rodearon la cintura inmovilizándole. La nave flotaba silenciosamente en el cielo
nocturno por encima del prisionero; también los pájaros-herreros, que recibieron una
orden de Upquark, se cernían sobre el patio. Los herreros no suelen atacar objetos en
movimiento, pero Upquark estaba dirigiendo sus ojos ardientes hacia los cascos y las
mochilas propulsoras de los intrusos. Plegaron sus alas y se lanzaron en picado, con los
taladros de los picos apuntando hacia la brillante maquinaria, que golpearon con un
tremendo estrépito, martilleando los escudos brillantes e interrumpiendo las
comunicaciones de los soldados. El estruendo en el interior de los cascos era
ensordecedor; los chispazos se cruzaban frente a las viseras protectoras y los circuitos
interiores explotaron.

“Estamos... encontrando oposición...”

Los soldados veían cientos de pequeños ojos endemoniados rodeándoles; picos


capaces de tirar un edificio les golpeaban hasta dejarles inconscientes. Cuando acabaron
con su integridad estructural, los cascos se desintegraron como bolsas de plástico
asfixiándoles.

Upquark dirigió a los pájaros-herreros contra la armadura de los soldados, que


empezó también a degenerarse, retorciéndose por los brazos y las piernas y bloqueando
la articulación de las rodillas. Cubiertos por pájaros-herreros, yacían en posturas
distorsionadas, presos de sus propios blindajes, mientras los herreros les recorrían de
arriba abajo, taladrando en busca de bolsas restantes de energía.

Upquark se arrodilló junto a un soldado cuyo yelmo parecía un caramelo fundido y


humeante; un pájaro-herrero trabajaba furiosamente sobre su protector de cuello: “Sus
vértebras cervicales están a punto de sufrir un daño excesivo —dijo Upquark—. El
colapso espinal es inevitable; la probabilidad de una parálisis total es del noventa y
cinco por ciento. Para evitar esto, dígame el código de apertura de la inmovilización”.

Con el cuello a punto de ser fracturado, el soldado transfirió el código. Upquark


liberó a Link y detuvo el ataque de los pájaros-herreros. Los soldados estaban
inmovilizados como momias envueltas en acero.

Otra oleada de soldados descendió de la segunda nave de la milicia y disparó:


capturar vivo al prisionero ya no se consideraba una opción. Una explosión alcanzó una
de las ruedas de Upquark, que se quedó mirando el chisporroteo. “Cálculo de
temperatura de la aleación recalentada. Se ha alcanzado el punto de vaporización.” El

70
rodamiento adquirió un estado gaseoso y se disipó. El robot osciló hacia un lado. “No
importa —dijo a Link—. Ahora puedo explorar las maravillas del monopatín.”

Con Upquark en sus brazos, Link alcanzó a Ren y a O. Dumbosiano les dirigía por
un sendero cubierto de viñas que atravesaba las colinas agostadas. La nave libélula de
Ren se deslizó suavemente hacia ellos, a través de la superficie resquebrajada de una
antigua pista de tenis.

“Dumbosiano, tienes que llevamos a un lugar seguro”, dijo Ren.

“Mis delitos pesan demasiado”, respondió apenado, luego se giró y bramó hacia las
sombras. Mirador estaba sitiado, y no podía abandonarlo.

Los pájaros-herreros se habían abalanzado sobre la nave de Ren y martilleaban con


sus picos afilados sobre la chapa. Upquark les hizo señas para que se fueran y Ren se
lanzó a los controles. Cambió de velocidad local a velocidad astral y dio instrucciones
para la ionización frenéticamente.

“Ionizadores”, respondió el ordenador. Desde el morro y los flancos de la nave,


rollos de cables se desplegaron en forma de red. Los destellos de luz se sucedieron
como en una danza en el entramado eléctrico y la forma fantasmal del hidrógeno
ionizado llegó hasta los motores.

“Potencia máxima.”

“Potencia máxima. ”

Las salidas de escape lanzaron lenguas de fuego y los vientos calientes alejaron a los
pájaros-herreros cuando la nave de Ren ascendió hacia la atmósfera superior de
Mirador.

A través de una ventanilla lateral, Link observó que una nave murciélago de la
milicia les perseguía.

“Nos tambaleamos —profirió el capitán de la nave de la milicia, y al instante


siguiente una oscilación violenta le sacudió en su puesto de control. Examinó en la
pantalla la parte inferior de la nave y encontró al culpable: un ser parecido a un calamar
estaba adherido al blindaje del ala—. No sé lo que es, pero tenemos que deshacemos de
eso.”

Muy por debajo, en las colinas de Mirador, el Dr. Campañol y el barman estaban
agachados sobre una fisura volcánica que brillaba al rojo vivo en la superficie negra del
asteroide. Campañol sacaba de una caja los parásitos gigantes similares a sanguijuelas
que había estado criando. Fue pasando un abotargado lanza-ventosas tras otro al
camarero, que los depositaba en la fisura humeante, a la que se adherían con bocas
glotonas. Inmediatamente comenzaban a expandirse a causa del gas sulfuroso que
absorbían.

Los lanza-ventosas se ven aquejados por el ansia de viajar, y utilizan toda la energía
que pueden conseguir para desplazarse por el aire en viajes patéticamente cortos, pero

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ahora la presión de los gases les estaba hinchando hasta la tensión de despegue vertical
y les enviaba disparados hacia nuevas alturas.

Mediante timones rudimentarios, intentaban dirigirse hacia el objeto volante


parecido a un murciélago que se encontraba sobre ellos, con la esperanza de poder
conseguir el transporte gratuito de sus sueños, mucho más lejos de lo que nunca habían
estado.

“Hay docenas de ellos”, gritó el capitán de la milicia, mientras los enormes


calamares aparecían en su pantalla, aferrados a la nave, que se balanceaba
frenéticamente.

“La belleza de la investigación médica pura”, explicó Campañol al camarero,


cuando soltaron en la boca gaseosa de la fisura el último de los gordos parásitos y lo
vieron lanzarse hacia la nave, cuyas luces comenzaban a agitarse alocadamente.

“Blanco alcanzado”, gritó el camarero, mientras la nave murciélago perdía la batalla


y era obligada a aterrizar.

Dumbosiano hablaba con el caracol en su oficina. “La desventura de anoche traerá


consecuencias. Mirador sobrevivirá, pero yo tengo que ocultarme.”

Las antenas del caracol tuvieron un ligero estremecimiento de alarma. “Espero que
no sea en la Cámara de Campañol.”

“Me temo que sí.”

Dumbosiano miró por la ventana su bello y decrépito balneario y echó mano al


bolsillo para sacar la unidad codificadora que lo controlaba en su totalidad. Se la
entregó al caracol: “Cuídalo mientras estoy abajo”.

El caracol lo cogió con desgana. “La última persona que usó la Cámara...”

“Ya lo sé.” Dumbosiano echó una ojeada hacia las secas colinas donde podía verse a
un loco cerca de uno de los palacetes arbóreos, haciendo sonidos de mono y correteando
por las ramas desnudas.

Dumbosiano manipuló una baldosa del suelo, que cedió con un chirrido,
transportándole lentamente bajo la superficie de Mirador. Había hecho construir el
ascensor siguiendo un diseño de Campañol, pero esperaba no tener que usarlo nunca.
Estudió las paredes del elevador mientras descendía el pozo secreto. “Un capricho de
Campañol, un gesto quijotesco, pero estaba deprimido. Necesitaba algo que ocupara su
mente.”

El elevador se detuvo y Dumbosiano salió a un área tenuemente iluminada. Envió la


máquina de vuelta hacia arriba y un ligero ruido metálico sobre su cabeza le dio a
entender que estaba de nuevo en su sitio, perfectamente ajustado al suelo de su
despacho. Mientras acostumbraba sus ojos a la luz, un panel vertical de la pared se
deslizó hasta abrirse. Tras él aguardaba una escalera de caracol.

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“El Descenso de Campañol.” Dumbosiano se movía pesadamente y presentía la
llegada de la claustrofobia. A cada vuelta de las escaleras, una placa de acero se
deslizaba cerrando el camino tras él: “Para sellar la energía. Un diseño exclusivo de
Campañol”.

La única luz existente procedía ahora de la bioluminiscencia de seres microscópicos


que flotaban en la pesada atmósfera. Habían sido atrapados por cazadores espaciales en
Planeta Lumina y transportados a Mirador a un alto precio. Las pequeñas criaturas
flotaban tan cerca de Dumbosiano que podía ver sus diminutos hornos interiores
trabajando. “Una luz sanadora, según Campañol. Si se tiene fe.”

El descenso continuaba a través de una placa protectora tras otra, que se iban
recolocando en su sitio con un sonido atronador. Dumbosiano se quedaba mirándolas
mientras se cerraban. Su sistema de bloqueo no podía forzarse. El cliente debe
permanecer permanentemente aislado del mundo superior. “Las investigaciones de
Campañol fueron exhaustivas. Se merece una muestra de confianza.” Mientras
continuaba el descenso sentía el profundo abrazo de Mirador. Muchos habían
experimentado los poderes de sus aguas. Esas aguas se habían retirado a arroyos
subterráneos y el Descenso de Campañol seguía uno de ellos. Al pie de las escaleras
surgió un estanque, con las pequeñas criaturas oscuras y brillantes de Lumina
moviéndose velozmente por su superficie. “La Cámara de Campañol. El centro
energético de Mirador.”

El estanque estaba rodeado de un suelo pulido de roca negra, y Dumbosiano caminó


a su alrededor, mirando al agua. Se quitó el traje blanco y hundió la punta de la trompa
en el estanque. Sabía sospechosamente como una de las pociones de Campañol;
entonces vio los pequeños chorritos que expulsaban a presión toda una variedad de
tinturas patentadas por el Dr. Campañol, un proceso que se había puesto en marcha en el
momento en que Dumbosiano manipuló la baldosa. Las paredes de la piscina estaban
construidas con materiales traídos de mundos lejanos. “Un capricho. Una fantasía. Pero
el espíritu de Campañol se animó con su construcción.” Dumbosiano bajó los escalones,
entró en el agua y se sumergió hasta el cuello. El líquido mudó lentamente su color y
adquirió un matiz azulado. “Estoy sumergido en un cóctel de Campañol.” Miró a través
de la superficie en la que se agitaban oleadas de diminutas criaturas luminosas. Según
Campañol, la inmersión en la Cámara suministraba todo el alimento necesario, a través
de la piel.

“Tendré que creerlo —dijo Dumbosiano—, porque voy a quedarme por aquí una
temporadita.”

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Capítulo 11
“Tienes que sacar el Tiburón”, dijo el mensajero de Luna Chatarra.

“No durante mi hora de almuerzo”, replicó Fin Zigler.

“Tenemos una llamada de auxilio. Están cerca de aquí y van a la deriva.”

Fin se quitó los guantes de trabajo y el casco, y luego hizo descender el brazo de la
grúa. Pertenecía a una estirpe de ingenieros, procedente de la Extinta Tierra, que se vio
obligada a mejorar el diseño comercial de objetos veloces. Durante el día trabajaba
como capataz de los chatarreros, clasificando y almacenando los frutos de desastres
militares recogidos por todo el Corredor. En el almuerzo y por las tardes recuperaba
piezas para el Pequeño Infinito, un vehículo interplanetario que los constructores-de-
naves estaban creando para ellos mismos.

Se bajó de la grúa, esparciendo alrededor de sus pesadas botas un sinfín de virutas


metálicas. De todas partes llegaba el incesante estruendo de los pájaros-herreros,
abundantes en Luna Chatarra por la proliferación de maquinaria de guerra abollada y
rota. Se colocó una pequeña mochila propulsora diseñada por él mismo con cohetes
convencionales, que le proyectó entre hileras de naves abandonadas con emblemas de
todas las naciones planetarias que habían aportado su parte proporcional de gloria
frustrada a la luna de Kitty Liftoff.

Fin volaba mirando hacia el suelo, y el radar de su cinta craneal captaba los detalles
de lo que tenía por delante; si se acercaba peligrosamente a algún objeto, el radar
invalidaría la trayectoria del propulsor y le salvaría de chocar contra el cañón de un
tanque o cualquier otra protuberancia del paisaje. El carril por el que navegaba ahora
estaba formado por miles de tanques aerodeslizantes que ya no podrían deslizarse más y
permanecían agazapados y amenazadores sobre soportes fundidos y transportadores de
cohetes chamuscados.

El monitor de seguridad de la cinta craneal indicó la presencia cercana de visitantes.


Segundos después les localizó: era la tripulación de un tanque mercenario con
autorización para realizar algunas compras. Envió un saludo a los soldados y éstos le
contestaron con el aire aburrido de quienes abandonan momentáneamente un trance
mecánico. Para ellos, Fin sólo era un operario volador más.

La colina que tenía enfrente mostraba un bosque de antenas de diez metros de altura,
montadas sobre vehículos de control que habían sido restaurados y esperaban
comprador. Se dirigió colina abajo entre las hileras de antenas como un esquiador que
esquiva las banderolas en un descenso rápido. Al llegar al fondo, sonó un tremendo
mido. En la cumbre de la siguiente loma asomaba un junkernauta1.

Era tan alto como un edificio de diez pisos y estaba totalmente compuesto por
chatarra de viejos robots. Avanzaba sobre miles de rodamientos y transportadores; era
1
Junkernaut en el original. Palabra compuesta por junk, chatarra, y juggemaut, objeto o
fuerza gigantesca que aplasta inexorablemente todo lo que se encuentra a su paso. (N. del T.)

74
gigantesco, torpe e imposible de dirigir. De él surgían cabezas robóticas que emitían
comentarios y órdenes contradictorias. Le seguían pájaros-herreros que sumaban el
mido de su martilleo al estmendo general. Fin se deslizó flotando a su lado, fascinado
por su forma monstmosa. Si uno se ponía en su camino era incapaz de detenerse, pues
su dirección apenas estaba controlada por una mezcolanza de robots destartalados, cada
uno de los cuales creía estar al mando. Fin escuchó una babel de voces electrónicas. Le
saludaron pinzas y brazos articulados al mismo tiempo que aparecían cabezas
mecanizadas de todo tipo, con sus bocas moviéndose en un frenesí de saludos,
instrucciones y fórmulas matemáticas.

Cuando hace años se formó el primer junkernauta, los directivos de Kitty Liftoff le
aconsejaron destruirlo con un misil antitanque. Pero ella e sintió atraída por la
ingeniosidad desesperada de los destartalados robots reagrupados en una nueva forma.
“Dejadlo rodar”, dijo. Y vaya si lo hizo. Después, otros monstruos mecánicos fueron
tomando forma y ahora vagaban por todos los sectores de Luna Chatarra. Su energía
conjunta era suficiente para mantener vivo a cada habitante del junkernauta; no era una
gran vida, ya que sus programas estaban corrompidos y sus funciones se veían
afectadas, pero lo principal era seguir rodando. El movimiento continuo les daba la
sensación de cumplir un objetivo y la ilusión de participar todavía en la civilización.
Cuando pasaban por donde trabajaban los constructores-de-naves, el aire se llenaba de
sugerencias incomprensibles; luego, continuaban su camino entre piezas que caían y
luces que se encendían irregularmente. Los robots emigraban de la superficie al interior
y otra vez hacia el exterior, intercambiando información sin sentido, porque había
involucrados demasiados modelos procedentes de todas partes del Corredor. La
cooperación era mínima, por lo que resultaba imposible detener a un junkernauta o
hacerlo girar. Se limitaban a seguir rodando, como una bola traqueteante movida por un
impulso ciego.

Mientras lo observaba, Fin sintió revulsión por el monstruo. Poseía el aura de una
deidad primitiva rudimentaria. Te machacaría si te interpusieras en su camino, tras lo
cual los robots de cadenas de montaje de graduación inferior te marcarían con el sello
de inspeccionado y aprobado. Una vez se encontró aplastado a un sociólogo que había
venido con el fin de observar a un junkernauta y mostraba un centenar de marcas
comerciales diferentes. Los robots no eran malévolos, pero al ser únicamente objetos
semifuncionales gastados y con la carga baja, su potencial combinado era peligroso. Los
junkernautas solían arreglárselas para seguir las carreteras la mayor parte del tiempo,
pero de vez en cuando alguno arrasaba un edificio o se enganchaba en una línea de
telecomunicación que arrastraba chisporroteando tras él. A pesar de tales tropiezos,
Kitty Liftoff les tenía cariño. Por la noche, cuando se escuchaban sus ensordecedoras
idas y venidas, o cuando aparecía alguno con cientos de postes de telecomunicación
resplandecientes pegados como púas de un puercoespín gigante, ella sonreía. Sus
empleados, atrapados en esta bola de chatarra sin árboles ni agua, encontraban
divertidos a los junkemautas. El hecho de que uno de ellos pudiera tropezarse
accidentalmente con un depósito de municiones y hacer estallar una buena parte del
lugar sólo añadía una fascinación morbosa. Fin también sonrió a regañadientes al
repulsivo junkernauta y siguió su camino hacia la gigantesca pista de aterrizaje.
Sobrevoló hileras de hangares y giró hacia el gran Tiburón acomodado al fondo de la
pista, que ocupaba en su totalidad. Le esperaban para embarcar.

75
Adoptó posición vertical y aterrizó en medio de una nube de polvo; luego subió la
rampa de entrada que llevaba a las entrañas del Tiburón. El inmenso interior de la nave
chatarrera se encontraba vacío en ese momento; ya había vomitado su último almuerzo
de naves destartaladas recogidas en el espacio. Se sentía un fuerte y desagradable olor a
metales, combustible y carne en descomposición. Fin era el oficial superior de
recuperación y un rescate exigía su presencia. “¿Qué clase de nave va a la deriva?”

“Carguero comercial —contestó el capitán de la nave recuperadora de chatarra,


mientras se dirigían hacia el puente—. Avíate modelo 2L. Tengo la declaración de su
mercancía y su destino, por si le interesa.”

Fin maldijo en voz baja. Tenía esperanzas de que fuera una nave más aerodinámica
que un Avíate 2L.

El puente del Tiburón ya estaba en plena actividad y los robots ocupaban todos los
puestos clave. Cuando entró el capitán robótico, cerraron las escotillas y aceleraron los
motores principales. Fin tomó asiento en el puente junto al capitán. Aunque estaba
cualificado para pilotar la nave, no era especialmente excitante. El Tiburón se movía
como lodo por un balde. Su misión consistía simplemente en volar hasta alcanzar un
objeto en órbita, abrir su gigantesca boca y tragárselo.

“¿Hemos hablado con la tripulación del Aviate?”

“Únicamente contacto por ordenador. La tripulación puede estar muerta.”

Mala suerte, pensó Fin, pero eso significa que es todo nuestro.

El Tiburón avanzó con pesadez por la pista, despegó lentamente y giró contra el sol.
Fin miró hacia la superficie de la luna, cubierta totalmente por reluciente chatarra y vio
una nube de polvo metálico provocada por un junkernauta en movimiento. Al contrario
que a Kitty Liffoff, a Fin no le daba por reflexionar sobre la inutilidad de las armas.
Para él, toda esta maquinaria de guerra que se sucedía en hileras interminables hacia el
horizonte tenía una belleza surrealista. \

Cuando el horizonte empezó a temblar por el movimiento de la nave, miró al


capitán, pero éste no estaba programado para charlas intrascendentes con humanos. Casi
nada le interesaba aparte del Tiburón, aunque de vez en cuando iba de visita a un
junkernauta cuando se sentía con ganas de loca diversión robótica.

“Ahí está”, dijo Fin. El punto de la nave averiada apareció en pantalla del radar,
pero el capitán robótico no se molestó en mirar. La tenía en su visor interno desde el
momento del despegue. Volaba directo hacia ella y la alcanzaría a toda máquina; los
colchones magnéticos de aire colocarían la maltrecha nave en su lugar.

“Nos tragaremos al Carguero Comercial Aviate en dos minutos y quince segundos”,


anunció. El punto aumentó de tamaño en la pantalla y los ordenadores de las dos naves
intercambiaron información. La tripulación del Tiburón estaba en sus puestos:
especialistas de acoplamiento, unidad médica y bomberos. También había un
destacamento de seguridad, ya que los piratas habían intentado varias veces asaltar el
Tiburón. Como barco pirata, su siniestra presencia paralizaría a los pilotos comerciales

76
y los cazas de la Guardia del Consorcio tendrían problemas en penetrar su blindaje a
prueba de misiles, por lo que podría caer sobre las presas con sus amenazantes
mandíbulas abiertas una y otra vez.

Fin se volvió y vio aparecer la silueta del Aviate en el monitor exterior. Resultaba
tan atractivo como una sartén voladora. Pero le echó una mirada profesional de todas
formas, buscando algún toque especial de diseño, y fue entonces cuando advirtió algo
que sólo un constructor-de-naves podría captar: al mirar detalladamente el morro se
observaba un ligero desplazamiento... como si el objeto se hubiera movido cuando se
hizo la foto, por lo que Fin se dio cuenta de que estaba mirando una infografía, no una
imagen real. Estupendo, pensó, porque ahora puede pasar cualquier cosa; el aburrido día
se está animando.

El Aviate se amplió en el monitor y su imagen electrónica reveló otro detalle que


sólo un constructor-de-naves podría percibir: las luces de acople del Tiburón producían
una distorsión peculiar en el casco del carguero, causada por los reflejos procedentes de
la nave que se escondía detrás. Un momento después el Aviate se desvaneció, deglutido
por el Tiburón.

“Asegurada” informó la unidad de acoplamiento, y Fin sintió el suave estampido del


colchón de presión magnética que recibió a la nave herida.

“Recibido”, dijo el capitán, e inmediatamente después cambió el rumbo. Ya no tenía


mayor interés en el Aviate o en sus supervivientes, si los había. Estaba programado para
pilotar eternamente el Tiburón sin comentarios ni quejas.

Fin abandonó el puente, tomó un ascensor para descender a las bodegas y llegó al
vientre cavernoso del Tiburón. De nuevo, alcanzó sus fosas nasales un tenue olor a
carne en descomposición. Los robots no lo percibían, por supuesto. ¿Qué les importaba
si los restos mal digeridos de los héroes muertos se pudrían aquí abajo? Sus voces
electrónicas discordantes resonaban a través de los altos arcos abovedados, mientras se
hacían señas unos a otros con los brazos iluminados, como sacerdotes mecánicos en una
catedral de muerte.

El carguero estaba aposentado sobre el colchón de aire y aún mostraba su fachada


electrónica, que a esta distancia ya no era perfecta. Los fabricantes de camuflajes
consideraban que si alguien se aproximaba tanto, el camuflaje ya no tenía sentido: te
habían atrapado. La nave real podía verse confusamente tras la infografía, como entre la
niebla.

Cuando Fin se aproximó, se abrió su rampa de entrada y apareció una figura


musculosa. “Querido Fin, bienvenido a bordo.”

Fin retrocedió instintivamente. “¿Quién te persigue?”

“Los de siempre.”

“¿Qué has hecho?”

“¿Acaso importa?”

77
Fin pudo sentir que se avecinaban complicaciones y que no había una forma rápida
de escapar de ellas. El código de los constructores-de-naves era estricto y Jockey
Oldcastle estaba bajo su protección. Había ocasiones en las que Fin necesitaba una pieza
poco habitual, de una nave imperial o que estuviera fuertemente protegida, y Jockey se
la conseguía. Nunca le contaba cómo lo hacía. La pieza llegaba un día por mensajería,
elegantemente empaquetada.

“Te esconderemos —dijo Fin sin intentar ocultar su disgusto—. Mantén el


camuflaje y mis muchachos te desembarcarán directamente en uno de nuestros
transportadores terrestres.”

Entró en la sala principal de la nave pirata. Un banco se extendía por tres de las
paredes. El techo era abovedado, negro y traslúcido, y finos rayos de luz tras él creaban
un efecto de meteoros descendiendo desde alturas espaciales. La ilusión era continua y
llenaba la habitación de trazos luminosos, finamente hilados, de color oro pálido. Fin
estaba imaginando el cableado que lo sustentaba, las interminables horas de trabajo
necesarias para instalarlo y el coste que supondría crear este espejismo de meteoritos.

“No quiero molestar tus ensoñaciones, colega, pero me están persiguiendo fuerzas
hostiles.”

“¿Qué identificación diste a los de seguridad?”

“Capitán de carguero comercial, primer oficial alienígena, navegante robótico. Todo


falso, pero lo suficientemente consistente como para resistir un cierto escrutinio, pasado
el cual espero haberme marchado.”

“¿Has venido para equipar tu nave?”

“He venido para entrar en Anfora.”

“¿Para qué?”

“Para inspeccionar las alcantarillas. Venga, toma un trago. Ya conoces a Lagartio.


Juegomaestre, ven aquí.”

EIJuegomaestre se acercó haciendo un saludo amistoso con sus pinzas y rodó hasta
la mesa. Allí quedó con los ojos nivelados a la altura del tablero, soñando con el
espacio-tiempo y otros lugares.

“Ahora, Fin —dijo Jockey mientras sacaba vasos y algún aperitivo—, ¿cómo
podemos entrar en Anfora?”

“Os esconderé durante unos cuantos días, pero no quiero tener nada que ver con
Anfora.”

“Por supuesto, por supuesto.”

“Yo sólo quiero construir naves.”

78
“Lo entiendo perfectamente, colega.”

“Y no quiero perder el tiempo con una instalación secreta.”

“Ya lo entiendo.”

“¿Por qué tengo la impresión de que no?”

“Por el enredo de la fase cuántica”, dijo el Juegomaestre, mirando fijamente a través


del tablero de la mesa. Su voz era distante. Estaba jugando con un modelo de super-
tiempo, pero le gustaba seguir el hilo de las conversaciones humanas, para contrarrestar
las complejidades de la hiper-esfera dimensional.

“Jockey, podríamos terminar con el cerebro vacío por andar husmeando en Ánfora.”

“Naturalmente, no queremos que eso ocurra. ¿Por qué no pruebas estos aperitivos?”

Lagartio agarró la muñeca de Fin con sus garras reptilianas y siseó suavemente:
“¿Fias entrado en Ánfora?”.

“No, y no tengo intención de hacerlo. —Fin estaba absorto en la superficie pulida de


la mesa, que recibía los rayos de luz de la bóveda y los absorbía, creando la ilusión de
falsas profundidades—. Allí se dedican a cosas serias.”

“Por eso estamos aquí”, siseó Lagartio.

“Creemos que se podría sacar algún pequeño beneficio de todo esto”, sugirió
Jockey.

Fin movió la palma de la mano por el tablero, y los hilos de luz se rompieron sobre
ella enredando los dedos como la red dorada de un gladiador. Levantó la mano,
desvaneciendo la ilusión de la red. “Os esconderé hasta que esto se calme, y luego os
sacaré de aquí. Es todo lo que puedo hacer.”

“Tengo en mi posesión la insignia de la cabina de vuelo de la nave exploradora de


un soñador oscuro —Jockey tamborileó ligeramente con los dedos sobre su gran
estómago—. La insignia más bella que tú o yo hayamos podido ver —Jockey gesticuló
de la manera tosca en que solía hacerlo, señalando el suelo—. Está guardada abajo. Me
preguntaba a quién le haría más ilusión la posesión de esa pieza —vació todo el cuenco
de aperitivos en su enorme manaza—. ¿A quién le haría más feliz?”

“Está bien, está bien”, dijo Fin con un suspiro, y sumergió las dos manos en la red
dorada de Jockey Oldcastle.

79
Capítulo 12
Upquark se encontraba en una larga fila de robots dañados. Algunos habían perdido
un miembro o las ruedas, otros tenían agujeros de balas y marcas de quemaduras por
láser; por último, estaban los que se movían de forma irregular o balbucían
incoherentemente, como muestra de algún deterioro de sus aplicaciones. Sus dueños
permanecían con ellos: mercenarios vestidos con toda una variedad de llamativos
uniformes pero despojados temporalmente de sus armas por los agentes de segundad de
Luna Chatarra.

“Tuvimos una explosión en Juno”, explicaba un robot sin cabeza cuya voz surgía de
un altavoz auxiliar en el pecho.

“Qué mala suerte”, respondió Upquark.

“Estoy acostumbrado —dijo el robot descabezado con ensayada indiferencia—.


¿Qué te ocurrió a ti?”

“Herido en batalla”, dijo Upquark, intentando que su voz sonara con la misma
indiferencia, como si los combates fueran algo cotidiano para él. Guardaba el equilibrio
sobre una sola pierna, orgulloso de contarse entre esos robots heridos.

“Es un jardín de guerra”, dijo O con melancolía, mirando las hileras interminables
de armamento.

“El mejor lugar donde acudir cuando necesitas piezas de repuesto baratas”, replicó
el robot descabezado.

Hacia el horizonte podían verse enormes calderas en las que las naves destrozadas
se fundían en un líquido incandescente, como i estuvieran en la taza de un gigante cuya
bebida favorita fuera mineral de hierro fundido. Incluso a tanta distancia, el brillo de las
calderas iluminaba la cara de Upquark y las de los robots que esperaban con él en la fila.
Uno tras otro iban recibiendo autorización para entrar en el Área de Reensamblaje
Robótico.

Ren y Link permanecían con ellos. Ren estaba inquieta. El control de seguridad de
Luna Chatarra había aceptado los nuevos chips de identificación entregados por
Dumbosiano, pero podían verse sometidos a nuevos controles en cualquier momento.
Necesitaba las coordenadas de Upquark para localizar la instalación de Ánfora y Link
era parte del lote junto con el apesadumbrado Espectral O. Así que tenía que cargar con
tres fugitivos de la Observadora, aunque prefería actuar sola.

Link de ningún modo deseaba estar allí. Detestaba que utilizaran a Upquark para el
espionaje y poner en peligro al pobre O. Pero Ren les había salvado en dos ocasiones.

O observó una flor que crecía en medio del cieno metálico y grasiento entre las filas
de naves rotas. “Necesita nuestra ayuda.”

80
“Ahora no podemos hacer nada”, dijo Upquark.

O comprendió: ésa era la voluntad del mundo, aumentar su fuerza, mejorar las
fuentes de energía, matar o morir en un tremendo pulso por el poder. ¿Para qué servía
una flor en todo eso? Aun así, ahí estaba la flor. “¿Regresaremos alguna vez a nuestra
Llanura Agrícola?”

“Creo que no”, dijo Upquark.

“¿Dónde tendremos una nueva oportunidad para ayudar a crecer a las plantas?”

“En otro lugar”, contestó Upquark con un optimismo que no sentía.

“¿Después de conseguirte una rueda nueva?”

“Puede ser”, respondió Upquark. Pero no habían venido a Luna Chatarra para
conseguir una rueda nueva.

Ren preguntó a Link en voz baja: “¿Oyes el sonido de un insecto a unos treinta
kilociclos por segundo?”.

Escuchó. “No.”

Esperaba que contestara eso, lo que significaba que estaba captando una frecuencia
ultrasónica que le resultaba un tanto nauseabunda. ¿Procedía de alguna nave? Estaban
rodeados de maquinaria de muerte repleta de vibraciones de guerra, pero la corriente
que sentía era más profunda y siniestra.

Link recogió del suelo una pieza dentada de metal y un insecto pesado y negro se
escabulló. “Scarabeus armature —dijo Link automáticamente—. Construye su casa en
el fuselaje de las naves cisterna.”

Ren le echó un vistazo irritada. Estaba huyendo de la Observadora pero aún prestaba
interés a un escarabajo acorazado. Ella no podía distraerse de una manera tan fácil; era
plenamente consciente del peligro que corrían y algo en Luna Chatarra emitía una señal
que la debilitaba. Miró a los mercenarios de alrededor; estaban intercambiando historias
de batallas y chismes militares, riendo y burlándose unos de otros amistosamente.
Estaban acostumbrados a la batalla y preparados para cualquier pelea que surgiese en su
camino. No eran nerviosas aves canoras cantusianas. Dumbosiano tenía razón. Aquí
estaba fuera de lugar. Si sólo se callara ese horrible sonido latente...

Un robot alto indicó a Upquark que se adelantara para la inspección. El dispositivo


de camuflaje de Upquark estaba ahora disimulado como si fuera un sensor lumínico
incrustado en el panel de su cabeza. Desde ahí emitía la falsa información.

El robot de seguridad lo examinó rápidamente. “¿Servicios de servidumbre?”

“Sí, señor —respondió Upquark—. Mantenimiento de baños y recogida de basura.”


Y emitió un mejunje apestoso creado a partir de extractos de insectos.

81
El robot de seguridad desconectó su sensor olfativo. No le interesaba la compañía de
un pequeño limpiador de lavabos. “Entre al Área de Reensamblaje.”

Upquark se esforzó por avanzar manteniendo el equilibrio sobre un solo rodamiento.


El Área de Reensamblaje era un inmenso campo de robots desechados. Algunos no
tenían absolutamente nada de energía, otros aún poseían una ligera carga; los clientes
únicamente aprovechaban lo que necesitaban de las máquinas inservibles. Se oían
algunas débiles protestas, pero los robots necesitados de piezas eran despiadados:
desatornillaban piernas, desmontaban pechos y extraían órganos mecánicos. La
carnicería tenía lugar por todas partes. Upquark miró aterrorizado cómo el robot
descabezado con el que había estado charlando desatornillaba la cabeza de un ser
debilitado de manufactura similar a la suya y la montaba sobre su propio cuello. “Ajuste
perfecto”, dijo alegremente.

Upquark se resistía a seguir las instrucciones de Ren: encontrar un modelo parecido


y reemplazar el rodamiento perdido. “Es cruel”, gritaba.

“Nos están vigilando —espetó ella—. No te pongas nervioso.”

Penetró más adentro del Área de Reensamblaje y se encontró con otra visión
espantosa: algunos de los robots inservibles, aquellos que aún podían moverse aunque
fuera débilmente, estaban recomponiéndose con piezas de sus hermanos difuntos. Se
ponían los accesorios precipitada y ciegamente, lo que provocaba combinaciones
estrafalarias, robot sobre robot, en un conjunto grotesco.

Upquark volvió la cabeza para evitar ver a uno de esos esperpentos y se encontró
con otro pastiche de robots que se acercaba desde la dirección contraria y se unía al
primer robot estrambótico. Entre ambos comenzaron a crear una entidad aún mayor y
más fantástica, trabando tornillos, conectando manguitos y fundiendo varillas.

“Multiplícalo una y otra vez —dijo un robot de seguridad que se encontraba cerca
—, y eso es lo que consigues.” Señaló hacia el horizonte. Entre las calderas gigantes
surgió un junkemauta. El monstruo retumbaba por la planicie como un rodillo atronador
y furioso de diez pisos de altura. Algunas cabezas asomaban de su estructura emitiendo
grotescos chillidos mecánicos y se iba desprendiendo de miembros robóticos a medida
que avanzaba en medio de un ruido ensordecedor.

“Regresa aquí como el animal que vuelve a beber a su charca”, gruñó el robot de
seguridad.

El monstruo aullador resultaba aún más amenazante a medida que se iba acercando,
con los faros torcidos enfocando a una docena de direcciones. Sus fuerzas motrices ya
eran visibles: ruedas de todos los tamaños, patines, rodamientos, cabestrantes, cada uno
manejado por un robot frenético.

Aterrorizado por la bestia enfurecida, Upquark se transformó en el modo maleta; los


brazos y piernas se hundieron en el tronco, y luego lo hizo la cabeza. Apareció un asa y
se interrumpieron todas las transmisiones.

82
Cuando del junkernauta que se acercaba rodando, surgió un brazo telescópico que
agarró a Upquark por el asa, lo levantó y lo introdujo en la rueda carenada.

Mientras el monstruo seguía apresuradamente su camino, Link, Ren y O se lanzaron


tras él, llamando a Upquark a gritos. El info-reloj de Link se iluminó y comenzó a
recibir la señal del buscador de Upquark.

“Está prohibido seguir a un junkernauta”, advirtió el robot de seguridad, y Link tuvo


que permanecer inmóvil mientras veía al monstruo alejarse rodando con Upquark en su
interior.

Lo único que Upquark sabía era que le estaban volteando. Abandonó el modo
maleta, recogió el asa, estiró los brazos y levantó cuidadosamente la cabeza. Vio con
horror que se encontraba en el interior del robot rodante, rodeado por máquinas
enloquecidas. Sobre él, columnas de robots entrelazados sostenían la gran bóveda de la
rueda del monstruo, y manojos enredados de otras máquinas iban perdiendo sujeción y
se estrellaban a su alrededor. El aire estaba saturado de gritos incomprensibles,
máquinas parlantes que se atascaban y fallaban. Frente a su cara, aprisionada, desfilaban
informes distorsionados y órdenes imposibles procedentes de todos lados.

Buscó una salida, pero un grupo de aspirrobots, que absorbían ciegamente cualquier
cosa que se moviera, lo succionaron al interior de su círculo. Apretó las mangueras de
los robots con las pinzas del brazo para interrumpir la succión pero, tan pronto como
consiguió liberarse, otros robots domésticos embistieron contra él, pulverizándole con
débiles chorritos procedentes de agotados depósitos de agua, jabón y champú.

“¡Frotad a los niños!”

“¡Traed la cena!”

Un tonificador corporal agarró a Upquark y le movió de un lado a otro, gritando con


entusiasmo, “¡Te estoy aliviando el dolor!”

Por arriba, Upquark percibía una danza alocada de miembros, que se repetía en
hileras interminables, artilugios mecánicos de todo tipo trabajando sin sentido y
gesticulando demencialmente. Pandillas de robots se balanceaban juntos mascullando
necedades. Su número era asombroso y su densidad similar a la de abejas en una
colmena. Aquí estaba representada, en su máximo desorden, la pasión del género
humano por los artilugios: la inventiva desorbitada de la humanidad.

“Soy uno de ellos —comprendió Upquark consternado—. No soy más que un


artilugio sobrevalorado, con un pequeño añadido de materia orgánica para aumentar mi
eficiencia.” La vida pasada en la Llanura Agrícola con Adrián había creado en él falsas
ilusiones. Se creía importante, al igual que todos esos robots destartalados habían creído
serlo. Ahora, dondequiera que mirase, contemplaba su final terrible e inevitable: en un
montón de chatarra, delirando frases medio olvidadas procedentes de programas
corrompidos.

Una unidad robótica pinta-casas se interesó por él, le liberó del tonificador corporal,
cuya fuerza se estaba disipando, y correteó con él viga arriba, usando a otros robots

83
como escalera. “¡Yo pinté el mundo! —decía—, tenía todos los colores...” De forma
teatral, apretó un dedo pulverizador de pintura, pero solamente salieron unas pocas
gotas espesas y una luz mortecina procedente de un circuito moribundo brilló en sus
ojos.

Una vez llegados a un nivel superior del monstruo rodante, el moribundo robot
pintor depositó a Upquark junto a un grupo de info-glotones que conversaban de forma
inteligente. La desesperación de Upquark se calmó algo. Aunque estaba atrapado en un
infierno robótico, al menos había unidades con las que podía comunicarse.

“Son los más locos de todos nosotros”, gritó una unidad de limpieza industrial, que
se pegó a Upquark con un brazo magnético. Mientras vociferaba de forma ininteligible,
le arrastró alejándole de los elocuentes info-glotones, que realmente mantenían una
conversación demencial en la que cada uno pretendía ser el único en conocer la
respuesta final a la existencia, un pensamiento habitual entre las máquinas moribundas
de la gama alta.

Una fila de unidades militares le rodeó amenazadoramente, apartando a golpes al


robot limpiador. “Llevadle al cuartel general —ladró el oficial al mando—. Y
reemplazad la rueda que le falta. Su aspecto es una deshonra.”

Los soldados dementes lo agarraron con firmeza por una rueda y lo llevaron en
formación hacia un área central, equilibrada para permanecer estable dentro del
junkemauta en movimiento. Quedaba suspendida, relativamente tranquila y libre de
vibraciones, en mitad del caos. Los soldados lo empujaron adentro. Allí no había otros
robots que lo apretaran gritando galimatías. Se le ensanchó el corazón en el interior del
pecho de plástico. Si había estado en el infierno de los robots, ahora se encontraba cerca
del cielo y volvía a sentir su antigua y querida ilusión: era un robot auxiliar apreciado y
en pleno rendimiento, rodeado de amigos queridos.

En un antiguo puesto de control se sentaba una silueta conocida: “En realidad, sólo
es un juego”, dijo el Juegomaestre.

Jockey Oldcastle estaba tumbado en una cama electrónica que se movía con torpe
sensualidad espástica. Una máquina expendedora de comida rápida le estaba ofreciendo
viejos bocadillos. “Un envoltorio increíble —señaló— les ha mantenido frescos durante
décadas.”

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Capítulo 13
“No hay nada por ahí que valga la pena comprar, amigos —dijo el vendedor de
Luna Chatarra, que avanzaba velozmente hacia ellos en su servo-cápsula—. Ésa es la
Llanura de los Desechos —sonrió amistosamente a Ren y balanceó su ostentoso bastón
hacia el fuselaje rojo carmesí de una pequeña nave de combate procedente de Vorex—.
Les dejaré ese pájaro a un precio excelente. Vi la nave en la que llegaron, un Dragón
cantusiano, rápida, pero sin el blindaje que se precisa en estos tiempos. Esa nave Vorex
—volvió a señalar con su sofisticado bastón— es capaz de aguantar duros ataques.
También tengo otras muchas. Echen un vistazo por aquí, luego marquen uno-cero-cinco
en su comunicador. Les buscaré y llegaremos a un trato. Bueno, tengo que marcharme,
me esperan ahí abajo.”

El vendedor volvió a acomodarse en su cápsula y se marchó a toda prisa. Link


aguardó hasta que se perdió de vista y continuó caminando hacia la Llanura de los
Desechos, porque la señal emitida por el buscador de Upquark indicaba que se
encontraba por esa zona.

Ren estaba recibiendo una señal muy diferente, el sonido siniestro que venía
escuchando desde su llegada a Luna Chatarra. Su pulsación seguía causándole oleadas
de náuseas y por un momento le fallaron los nervios. Quería decirle a Link que este
lugar le ponía enferma, pero había perdido a Upquark por su culpa y tenía que ayudarle
a encontrar a su amigo.

“Estoy seguro de que está vivo —dijo Link—. Su señal me llega con mucha
intensidad.”

“Lo encontraremos —dijo O, tocando el hombro de Link con sus largos y huesudos
dedos—. Y lo sacaré de ese monstruo.”

Continuaron avanzando por el paisaje yermo. Aquí no había compradores, filas


ordenadas de maquinaria de guerra, ni robots anticuados en espera de la llegada de
rebuscadores que los desmenuzaran en piezas. Solamente partes dispersas de naves
destrozadas, carbonizadas, retorcidas e inútiles.

***

En el interior de un puesto de guardia en la Llanura de los Desechos, el Robot de


Seguridad Número Tres sentía como si le hubieran apretado las tuercas de la frente con
unos alicates.

“¿Por qué Número Tres está mirando a la pared?”, preguntó Número Uno.

“Se aproxima un junkemauta, señor. Puede que le haya afectado. Yo también estoy
percibiendo un nivel significativo de ruido en mis circuitos de entrada.”

“Siempre dije que algún día uno de ellos se acercaría demasiado”.

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El Robot Número Uno estaba rodeado de su equipo, que seguía la trayectoria del
imprevisible junkemauta con sus visores térmicos. Número Uno señaló a su visor:
“Estamos autorizados a disparar si pone en peligro esta instalación. Así que haremos un
gran favor a todo el mundo y lo volaremos en pedazos”.

Los otros robots también asintieron sin hablar. El protocolo de fuego exigía un
silencio perfecto, de absoluta concentración mecánica. Pero Número Uno continuó
hablando. Se sentía cargado de una forma poco habitual. ¿Había ingerido demasiado
zumo en la pausa para recargar energía? Comenzó a recitar viejos mensajes,
instrucciones equivocadas, programas de formación, eslóganes de reclutamiento,
inserciones verticales y restos de archivos suplementarios. Se agarró la placa de la
mandíbula, manteniendo cerradas sus secciones remachadas, pero la mandíbula se abrió
de golpe, superando la fuerza de agarre y liberando una sarta de majaderías.

¡Silencio!, se dijo a sí mismo, y se golpeó la cabeza contra la pared. Siguió


golpeándose una y otra vez, consciente de que tal comportamiento tampoco estaba
programado, de que era un robot que había perdido la cabeza.

Los robots de su equipo empezaron a rotar sobre sí mismos, a doblarse, levantarse y


marchar sin desplazarse. Nuevas muestras de comportamiento no programado. “... es el
junkemauta... está revolviendo nuestros cerebros.”

Número Dos se agarró la cabeza y la agitó. Las majaderías le estaban ahogando.


También él se golpeó contra la pared hasta que su cuerpo se detuvo por sobrecarga
digital.

Un inmenso estruendo agitó el puesto de guardia cuando la enorme garra de un


brazo mecánico enganchó la puerta frontal y la arrancó del edificio. Afuera, el
junkernauta rugía, convulsionándose alocadamente hacia delante y hacia atrás. Jockey y
el Juegomaestre aparecieron por una entrada situada en el nivel de control del monstruo.
El Juegomaestre dio una orden y salieron otros brazos mecánicos, que agarraron el
puesto de guardia por los cuatro costados y lo arrancaron desde los cimientos. Apareció
un gran cráter, mostrando el corredor subterráneo que llevaba hasta Ánfora.

***

“Pareces nervioso, Zigler”, dijo Max Rateado, el robot con cabeza cúbica a cargo de
la seguridad del subsuelo. Su profunda voz grave retumbó a través de la caja
magnosónica de su garganta. Unos dedos metálicos negros lo mantenían sujeto al
mostrador.

El Bar de los Chatarreros había sido construido por robots con material recuperado y
una estética robótica. El espejo sobre la barra era el receptor óptico de láser de una nave
apisonadora interestelar. Los clientes se sentaban alrededor de mesas hechas con
turbinas magnéticas. La barra del bar estaba construida con puertas de cargueros, y un
brazo de descarga extendía una bebida a Fin Zigler. “Centrifugado de partículas, ¿sin
hielo?”

86
Fin tragó el brebaje burbujeante, que no llegó a producirle ningún efecto porque el
Jefe Max Rat continuaba acercándose amenazadoramente con mirada de servicio de
seguridad. “¿Estás nervioso por algo, Zigler?”

“He tenido un mal día, Max. Las propiedades de convergencia no funcionaban


bien.”

“Le puede pasar a cualquiera —repuso Max, y sintonizó con uno de sus hombres-
Dorje, que estaba comunicándose internamente con él—. Estoy en la intersección
cinco-siete-nueve-cinco. Hay una tormenta eléctrica en las líneas, probablemente nada
grave.”

Max Rat llevaba en la frente un secuenciador de cuatro espacios, que realizaba


sofisticadas funciones de reconocimiento en el interior del cubo plateado blindado. Fin
dejó en la barra el vaso vacío. “Estoy pensando en marcharme de Luna Chatarra.”

“¿Y eso por qué?”

Al otro lado del bar los robots ocupaban las cabinas de carga. Recibían una ducha de
corriente que era absorbida por cientos de tomas situadas en sus placas exteriores.
“Ponme un trago —dijo Max Rat a la unidad que atendía el bar; sus portales de
recepción se abrieron con múltiples ruidos secos mientras una cascada de corriente
descendía del techo. Tenía ojos en los cuatro lados de la cabeza y volvió a mirar a Fin
—. Nunca me escondas nada, Zigler. Es inútil.”

“No escondo nada, Max Rat, sólo me relajo.”

“Algo se está cociendo ahí fuera esta noche.” Max Rat miró a través de un agujero
del local, hacia el cielo iluminado.

“Las calderas de fundición de siempre”, dijo Fin, esforzándose al máximo por


mantener la calma. Pensó en los rateados sin energía que había conocido en Alien City,
capaces de resistir más tiempo que cualquier otro vagabundo descargado y que siempre
pretendían haber sido malinterpretados. ¿Acabaría Max Rat de la misma manera? Este
pensamiento animó a Fin. Un buen chatarrero puede pelar los cables a cualquier
máquina que haya sido construida.

Max Rat elevó la cabeza y la giró, cambió los conjuntos oculares y miró a Fin con
otro par de ojos. “Siempre te estoy viendo, Zigler.”

“Ya sabes que no soy más que un chatarrero.” Fin echó un vistazo cautelosamente a
los secuaces de Max Rat que ocupaban el bar, hombres-Dorje fuertemente armados que
emitían risas metálicas y predadoras.

“Entonces, ¿a qué viene tanta preocupación? —preguntó Max Rat—. Pareces un


robot sobrecargado.”

“Demasiados centrifugados de partículas”, contestó Fin, apartando su vaso vacío.


Atravesó la puerta trasera seguido por Max Rat. La luz del cercano Planeta Inmortal les
iluminaba, al igual que a las interminables hileras de naves. Max Rat comprobó su

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índice emocional. “Nivel diez de paranoia. Definitivamente, algo está ocurriendo en esta
luna nuestra.”

“No sobrecargues a tu intérprete deductivo”, aconsejó Fin, mientras despegaba en su


mochila propulsora, justo cuando Max Rat recibía una voz de alerta: “Entrada no
programada, nodo de mantenimiento de Ánfora”.

“Hombre-Dorje Cinco —gritó Max Rat—, diríjase al nodo de mantenimiento de


Ánfora.”

“Copiado”, fue la respuesta distante. Max Rat se dio cuenta de que se encontraba
lejos de la entrada forzada. Entró en una cápsula de mando y partió velozmente. Frente
a él se abrió un portal de entrada al subsuelo a través del cual introdujo la cápsula. Una
luz roja intermitente se encendió en su panel de seguimiento, acompañada de una voz
que repetía -.“Entrada a Ánfora no programada, entrada a Anfora no programada...”.

***

El junkernauta empujaba y gruñía, pero se mantenía fijo en su posición. El


Juegomaestre había conseguido reprogramar sus principales impulsores: las pesadas
correas, los neumáticos y las ruedas que formaban el borde exterior estaban en punto
muerto. Aunque los engranajes todavía patinaban provocando momentáneas sacudidas
hacia delante y horrendos chirridos, Jockey, Lagartio, Upquark y el Juegomaestre
consiguieron descender por su superficie y aterrizaron junto a la galería subterránea de
servicio de Ánfora.

“¡A la galería!”, ordenó Jockey.

“¡Esperad!”, gritó Upquark, que acababa de recibir una señal conocida. Regresó a la
Llanura de los Desechos y oteó el paisaje cubierto de chatarra. Link, Ren y Espectralio
O estaban cruzando un arroyo grasiento.

“¡Aquí!” gritó, y encendió la lámpara de su cabeza para alumbrar el camino.

Otra luz apareció en el horizonte. Aumentó de tamaño y se hizo más brillante hasta
convertirse en los ojos de un hombre-Dor-je que descendió en picado hacia ellos y se
dispuso a disparar los brillantes cañones del pecho.

Surgió un brazo telescópico, y una gran mano mecánica atrapó firmemente al


hombre-Dorje. Éste disparó toda su carga de misiles, pero la mano se movió con
agilidad desviando la ráfaga y tirando de él. Luchó por liberarse mientras la oscuridad
se cerraba a su alrededor. Fue zarandeado para delante y para atrás, y se golpeó contra
paredes que se desmoronaban en cuanto las agarraba. Encendió sus iluminadores y
contempló redes gastadas de tuberías, bobinas y cables chisporroteantes. Fue arrojado
contra el suelo y recibió un golpe de mil setecientos kilos de un martillo hidráulico para
romper cemento. Luego una vieja y oxidada apisonadora lo inmovilizó contra una
columna de robots que farfullaban atropelladamente; otras máquinas enloquecidas se
movían a su alrededor en una danza macabra. Su peor pesadilla se había hecho realidad:
estaba secuestrado por un junkernauta.

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Afuera, en la Llanura de los Desechos, una patrulla completa de hombres-Dorje
apareció en el horizonte. “¡Deprisa, deprisa...! —gritó Upquark conduciendo a Link,
Ren y O a la entrada recién abierta a Ánfora—. ¡Adrián, ésta es la mayor aventura de
nuestras vidas!”

Jockey les hizo señas urgentes para que entraran en una cápsula de transporte.

El Juegomaestre ocupó el asiento del conductor; su pantalla frontal mostraba en


detalle el camino de acceso a Ánfora a través de las galerías, que había conseguido de
un destrozado robot de mantenimiento en el junkernauta. De su abertura bucal surgió un
torrente de electrish y la cápsula se puso en marcha deslizándose por una ruta llena de
ángulos pronunciados que descendía hacia las profundidades de la luna.

A través del entramado de la galería subterránea, Link contempló un mundo hueco


repleto de vigas y puntales. Minutos después apareció la instalación: un conjunto de
edificios levantados sobre una de las grandes placas interiores que estabilizaban el
núcleo de Luna Chatarra. La cápsula se detuvo, se apearon de ella y el Juegomaestre
ordenó: “Vaciado”.

“Vaciado”, contestó una voz desde el junkernauta estacionado en la superficie de la


luna, y el monstruo arrojó una avalancha de robots defectuosos por el cráter donde hasta
hace poco se levantaba el puesto de guardia.

Cuando los hombres-Dorje llegaron, el descenso estaba bloqueado por toneladas de


chatarra, robots semidescargados de todo tipo. Los hombres-Dorje se apresuraron hacia
un nodo de mantenimiento alternativo e intentaron el descenso por allí, pero al llegar al
cruce con la instalación Ánfora se vieron engullidos por otra avalancha. Un junkernauta
se había vaciado por completo, y les rodeaba el contenido de un edificio de diez plantas.

Utilizando grandes sopletes, los hombres-Dorje consiguieron abrir un agujero a


través de la maraña de robots y se produjo un temblor sísmico. “Tened cuidado, idiotas
—ladró el jefe Max Rat, que llegó en su cápsula de mando—. Habéis fundido una viga
maestra.”

Con mucho cuidado, se acercó a la abertura creada a través de la pared de chatarra y


llegó junto a la viga dañada, pero entonces una nueva oleada atronó a su alrededor y el
relleno de varios mundos, erizado de cabezas y manos que le ofrecían ayuda irrelevante,
le bloqueó el camino. Un bosque de cortinas de baño animadas y ropa de cama
inteligente le envolvió cerrándole el paso. Una almohada experta en psicología
murmuró: “Te quiero y te comprendo”. Furioso, Max Rat la disparó y la almohada
susurró un suspiro moribundo: “Te... comprendo”.

89
Capítulo 14
“Puedes tomar notas, cantar una canción o hacer lo que quieras —dijo Jockey a Ren
—. Pero el Proyecto Ánfora es mío. ¿Comprendes?”

La avalancha de chatarra se había asentado tras ellos, aunque algunas piezas


robóticas seguían dando tumbos y llegaban hasta sus pies entre ruidos metálicos. “Ya
veremos”, respondió ella evasivamente.

“¿Para quién trabajas?”

“No puedo decírtelo.”

“Pero busca lo que tiene Ánfora.”

“Puede ser.”

“Voy a sacarla de aquí. Si tienes un comprador interesado podemos hacer negocios.”

Lagartio y el Juegomaestre regresaron de explorar la inmensa instalación. “No hay


hombres-Dorje por ahí. Todavía andan por arriba, abriéndose paso entre la chatarra.
Pero tenemos que actuar deprisa.” “De acuerdo”, replicó Jockey, y el voluminoso pirata
se movió con sorprendente rapidez, detrás del Juegomaestre. Utilizando la información
conseguida en los archivos del info-glotón, el Juegomaestre iba descodificando los
cierres de una pesada puerta tras otra. Cada nuevo corredor en el que penetraban se
encontraba más silencioso que el anterior, como si no existieran Luna Chatarra y el
tumulto de su superficie.

“Estamos al abrigo de cualquier ruido y de las influencias contaminantes del


exterior”, explicó Lagartio. Mientras decía esto, sintió un pequeño movimiento junto a
su hombro. Disparó la punta bífida de su lengua y se volvió rápidamente.

“Una araña siempre puede colarse”, dijo Link. Estaban cruzando una telaraña
marrón y negra tejida sobre el marco de una puerta. “Instita spadix —murmuró—. Sus
antepasados vinieron de la Tierra. Probablemente se coló de polizón en una nave
procedente de Planeta Inmortal.” Antes de que pudiera extenderse más hablando de la
araña, o antes de que el Juegomaestre pudiera descifrar el código, Jockey abrió un
agujero en la puerta con impaciencia. Link observó a la araña alarmada regresar
velozmente a su escondite sobre el marco. La misma alarma mostró el científico que se
encontraba en el interior, cuando la puerta se abrió y Jockey se coló por ella.

“¿Quién es usted?”, tartamudeó el joven.

“Inspector de sanidad”, contestó Jockey, empujándole con el cañón de su pistola


láser.

Estaban en un inmenso laberinto de corredores, por donde pasaban robots


mensajeros transportando diversas mercancías. Lagartio explicó a Jockey que no debían

90
tenerles miedo, pues sus programas eran demasiados simples como para interpretar la
irrupción. “Casi todo el personal de aquí abajo es robótico —dijo—. No quieren más
humanos que los necesarios.”

Ren tragó con dificultad; tenía problemas para respirar. Algún elemento le resultaba
hostil en esta nueva atmósfera. Aunque los demás no parecían afectados, su pulso se
estaba acelerando. El joven científico de Anfora la miró de reojo, debatiéndose entre el
miedo que le producía Jockey y el interés por sus síntomas. Al final pudo más el interés:
“Ánfora produce emanaciones que resultan peligrosas para algunos tipos planetarios,
entre los que evidentemente se encuentran los cantusianos. Sería mejor que no siguiera
adelante”.

“Pero debo hacerlo.”

“Resultaría imprudente. Otros tipos planetarios se ven estimulados por ellas”, dijo
mirando a Espectralio O. Los anillos espirales que rodeaban las pupilas de O iban
llenándose de colores brillantes. Las emanaciones de Ánfora habían aumentado su
sensibilidad hacia la vida vegetal de la estéril luna; las plantas estaban susurrándole sus
secretos más íntimos.

El detector de Lagartio identificó al joven científico como Zhang Sta. Clara, un


graduado de la Academia del Consorcio, especializado en ingeniería submicroscópica.

“Escucha —dijo Jockey a Zhang, agarrándole por las solapas de su bata blanca—,
busco lo que hace funcionar a Ánfora. Quiero que lo empaquetes, lo embotelles, o lo
que tengas que hacer. Y hazlo rápido, no he comido nada desde hace horas.”

Al tiempo que soltaba al joven, otra trabajadora salió de una oficina y tropezó con el
cañón del fusil de Lagartio. “Sigue caminando”, dijo éste, y ella se colocó junto a su
colega. Lagartio leyó automáticamente su identidad: Erika Thayne, Academia del
Consorcio, tesis doctoral sobre la interacción y la conexión no-local de los quanta.

Mientras caminaba, miró fríamente a sus captores y frunció las cejas al detenerse en
Link. “Tú estabas conmigo en la Academia. ¿Por qué saboteas mi trabajo?”

“No estoy saboteando nada —tartamudeó Link—. Ni siquiera estoy aquí por
voluntad propia”. Por un momento regresó a la escuela y recordó cuando miraba
tímidamente a la bella Erika caminar por el campus, con la cabeza agachada, absorta en
sus pensamientos. “Te reconozco —dijo él—; eras inaccesible.”

“Pues has conseguido acercarte bastante.”

“No estamos en el día del estudiante —interrumpió Jockey, separándoles con la


punta de su arma—. ¿Dónde se halla el núcleo de la instalación?”

Erika Thayne señaló hacia una doble puerta reforzada.

“¿Dónde está el resto de los que trabajan aquí?”, preguntó Jockey.

“Durmiendo. Es el turno de noche.”

91
“Pues no vamos a despertarlos. Ahora abre esas puertas.”

Erika Thayne hizo lo que le decían. El área que se encontraba a continuación parecía
una caverna. Lagartio reconoció el emblema de un planeta exterior sobre un dispositivo
con forma de túnel que ocupaba la mitad de la cueva, un generador de gran potencia.
Frente a él se situaban baterías de ordenadores que habían sido decorados por los
técnicos del subsuelo sin escatimar tiempo ni dedicación: superficies esculpidas con
láser; bandejas rodeadas de llamas y otras figuras dibujadas, y parrillas grabadas con
láser. Las placas transparentes dejaban ver los interiores iluminados por los que
circulaban refrigerantes azulados, y diminutos ventiladores laqueados con polvo de
diamante giraban como pequeños soles.

Series de condensadores se alineaban para absorber los picos de tensión y pesadas


cajas de mecanismos rodeaban al objeto principal, una estructura similar a un panal
compuesto por doce cámaras hexagonales, cada una de ellas ligeramente mayor que un
hombre. Ren quedó paralizada en la puerta. El zumbido apenas audible procedente del
panal tenía la misma frecuencia ultrasónica que había escuchado afuera, pero mucho
más intensa.

Lagartio se volvió hacia Jockey y dijo secamente: “No vamos a poder transportar
eso en una botella”.

“Tal vez no tengamos que hacerlo, colega”. “¿Qué es todo esto?”, preguntó a Zhang.

“No lo entenderían”, intervino Erika despectivamente.

“Resúmelo de forma sencilla.”

“En dos palabras: vida eterna.”

Ren no pudo aguantar más el sonido del objeto que tenía delante. No era fuerte, pero
resultaba mucho más complejo que cualquier sonido que hubiera escuchado
anteriormente y su complejidad le estaba atacando el sistema nervioso. La tráquea se
estaba estrangulando y era incapaz de respirar. Retrocedió al exterior del laboratorio. El
sonido le perseguía resonando en el cráneo. Era como una aguja cosiendo tiempo... un
millón de agujas, cosiendo diseños increíblemente intrincados y perversos, aunque no
supiera decir de qué manera. Sólo sabía que le producía una gran repulsión y le quitaba
el aliento, como si el sonido fuera a deshacerla y disolverla.

Entró a la oficina de Erika y cerró la puerta para reducir el ruido. Allí la atmósfera
era menos hostil. Erika había dejado su ordenador sin protección y Ren comenzó a
copiar archivos. Dumbosiano tendría que darse por satisfecho con eso, porque fuese lo
que fuese lo que había afuera, acabaría con ella si permanecía allí, y eso no figuraba en
el contrato.

Su mirada recorrió el escritorio de Erika, que carecía de cualquier fotografía de


novio, marido o hijos; no había ningún adorno, ni toques femeninos, nada que aliviara la
frialdad. Sólo dedicación. Y yo estoy aquí para robársela, pensó Ren, y se sintió
avergonzada de su oficio, no por primera vez.

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Afuera en el laboratorio, Jockey apuntó con su pistola láser hacia las cámaras
hexagonales. “Mostradnos cómo funciona esta cosa.”

“No podemos —dijo Zhang—. Todavía estamos realizando las pruebas finales.”

“¿Cuántas pruebas finales hacen falta? —Jockey no esperó la respuesta—. Dijisteis


vida eterna. Bueno, ¿quién de vosotros quiere vivir eternamente?”

La cara de Zhang cambió de repente, como si un genio le acabara de ofrecer su más


preciado deseo. Pero el lapso fue sólo momentáneo; su expresión volvió a ser la del
científico que no puede soportar ninguna alteración del programa. “Lo siento, no puedo
ayudarles.”

Lagartio agarró a Zhang; sus colmillos mostraban dos gotas de veneno. Si me los
clava, pensó Zhang, lo menos que sentiré serán violentas convulsiones. “¿Lo has
pensado mejor?”, preguntó Lagartio.

Zhang sorteó las filas de ordenadores y las cajas de mecanismos y se subió en la


plataforma que sostenía el inmenso panal. Hizo una seña y Erika avanzó situándose ante
la pantalla del ordenador principal, una pared transparente cubierta de símbolos
palpitantes. “Ya sabes qué hay que hacer.”

Movió uno de los símbolos con las yemas de los dedos, deslizándolo hasta otra
posición en la enorme pantalla. Los extremos de las doce cavidades se dilataron hasta
abrirse como los objetivos de una docena de máquinas fotográficas. Link continuaba
mirando a Erika; en la escuela predestinaron que realizaría grandes logros, pero
desapareció de la comunidad científica casi inmediatamente después. Se suponía que la
habían contratado para trabajar en algún planeta remoto. Sin embargo, había estado
cerca todo el tiempo en este proyecto secreto sublunático.

“De acuerdo —dijo Zhang—, voy a entrar.” Se metió en una de las cámaras del
nivel intermedio. Erika dio una nueva orden y el objetivo de la cámara se cerró tras él,
dejándole fuera de la vista.

Se dirigió a él por el intercomunicador. Su frialdad había desaparecido y su voz


sonaba emocionada. Upquark rodaba para adelante y para atrás, compartiendo la
ansiedad de Link e intentando ver la pantalla en la que Erika trabajaba. “Zhang —dijo
ella—, necesito revalidar los ajustes finales.”

“Adelante”, dijo a través del altavoz del ordenador.

Arrastró otros de los símbolos con las yemas de los dedos, dando inicio a la
secuencia de apertura. Los ordenadores que tenía a ambos lados registraron la actividad.

“Canal superluminal abierto”, ordenó.

“Estoy en el centro del torbellino”, respondió la voz de Zhang.

Espectralio O temblaba de excitación. Podía sentir cómo la actividad que se


desarrollaba en las cámaras hexagonales le enviaba directamente al cerebro

93
conocimientos relativos al gran secreto, a la silenciosa vida de las semillas y al modo en
que encerraban la fuerza etérea del sol.

“Estoy abriendo el portal interdimensional” dijo Erika, e instantáneamente apareció


en la pantalla un símbolo de finalización. “¡Tan rápido!”, murmuró para sí misma. El
ordenador dijo: “Impresión interdimensional completada”.

“Estoy en el nivel cuántico”, dijo la voz estática de Zhang.

“¿Puedes controlar tu forma?”

“Tengo control total.”

“¿Qué está pasando?”, preguntó Jockey, situado junto al brazo de Erika.

“Completando fase —dijo triunfalmente Erika—. Está reorganizándose a sí mismo


en un nivel de realidad nuevo.” Un potente crujido piezoeléctrico resonó en el
laboratorio y Erika cayó de costado, al mismo tiempo que el cuerpo de Zhang era
expulsado de cabeza de su prisión. Link sintió que algo más se precipitaba en la
habitación, como si las doce cámaras hubieran exhalado al exterior. También Lagartio
sintió la exhalación y tuvo la desagradable sensación de que el espacioso laboratorio se
había llenado repentinamente.

Un fuerte estampido se hizo eco de la caída de Zhang. Parecía que hubiera sido una
piedra y no un hombre lo que había golpeado el suelo. Link contempló horrorizado los
ojos de Zhang rodar desde su cabeza con el golpeteo que producen unas canicas de
vidrio al botar. Su piel estaba reluciente y cristalina, los brazos y piernas rígidos por la
mineralización en el interior de su uniforme blanco. El cuerpo de Erika también estaba
rígido y reluciente.

Espectralio O les miró fijamente y chilló: “¡Lo entiendo!”.

Link dio un paso hacia él, le cogió por los hombros y le miró fijamente. “¿Qué
entiendes, O?”

Los anillos de los ojos de O se arremolinaban por la grandeza de su perspicacia.


“¡Entiendo el corazón de una flor!” Levantó la mano para comenzar a explicarse, pero
el brillo de la mirada perdió toda su fluidez, la comprensión desapareció y el fulgor de
sus ojos se redujo al reflejo de una superficie quebradiza. Se desplomó y el cuerpo largo
y delgado golpeó el suelo con un gran estrépito.

Jockey desvió la mirada del cuerpo mineralizado de O y recordó cómo había


encontrado al solitario espectral vagabundeando por Alien City y cómo se sentía
responsable de él. “Una vez más, parece que he...”

“... precipitado el desastre.” Lagartio pasó por encima del cuerpo de cristal de O. Su
chip identificador estaba recibiendo una señal de Fin Zigler; los constructores-de-naves
habían creado su propio sistema arterial de transporte por el interior de Luna Chatarra,
disimulado como una serie de conductos de ventilación; nunca se sabía cuándo iba a ser

94
necesario llegar en secreto a algún sitio. Allí esperaban ahora, en las cercanías, pero no
por mucho tiempo.

Upquark se arrodilló en el suelo junto a su amigo. “No podemos abandonarle,


Adrián; por favor.”

“Ahora ya no le importa”, dijo Link, a la vez que tiraba suavemente del pequeño
robot y le sacaba fuera de la sala.

Los acontecimientos del laboratorio habían tenido repercusión en la oficina de


Erika. Ren se encontraba tan débil que apenas pudo abrir la puerta. “¿Ya habéis
terminado?”, consiguió preguntarles.

“No —replicó el Juegomaestre—. Hemos empezado un juego completamente


nuevo.”

La araña, que reparaba la red sobre la salida de emergencia, vio pasar por debajo al
grupo de Jockey. Se retiró y las figuras desa parecieron rápidamente en el vasto
universo de formas confusas a sus pies. También ella había pasado por todo eso, había
vivido sus propias aventuras a merced del viento y no era un viaje que quisiera repetir.
Retomó la reparación de su red, tarea suficientemente complicada en un mundo incierto.

95
Capítulo 15
“Otro junkernauta que se ha vuelto loco —dijo Max Rat—. Ésa es la explicación
que estamos dando.”

Se encontraba junto a la Observadora Autónoma en la galería subterránea recién


construida para acceder a la instalación Ánfora; la otra todavía estaba llena de chatarra.
“Hemos contenido la actividad lo mejor que hemos podido con estabilizadores de
frecuencia. Pero desde que Ánfora se descontroló obtenemos lecturas extrañas. La
continuidad espacial se fractura momentáneamente, como si hubiera algún tipo de
interferencia en la serie motora. Los muchachos dicen que son como arrugas en el
tejido.”

La Observadora frunció el ceño. “¿Puedes explicarme por qué la dueña de Luna


Chatarra no ha sido informada de todo esto?” Max Rat hizo un ligero gesto con su pinza
blindada, equivalente al de un humano levantando una ceja. “La señorita Liftoff no debe
ser molestada.”

En otras palabras, pensó la Observadora, Kitty ha vuelto a enamorarse, seguramente


de algún guerrero errante. Al dar tan poca cabida al amor en su propia vida, la
indomable vena romántica de su amiga le resultaba conmovedora.

“Bien, no importa. Pero estas interferencias de las que hablas... ¿no podrían llevar
tiempo ocurriendo y haber pasado desapercibidas?” “De ninguna manera —respondió
Max Rat—. Nos habríamos dado cuenta. Si quiere mi consejo, meta la instalación
Ánfora en el próximo Tiburón que vaya a partir y arrójela donde no brille el sol —su
cabeza cambiaba de posición mientras hablaba—. Tengo la sensación de que va a haber
problemas. Se están acercando.”

La Observadora se volvió y miró hacia la Llanura de los Desechos, muerta,


silenciosa; apenas alguna cápsula moviéndose sobre montones de chatarra gris entre
arroyos de escoria y aguas residuales. “La última parada —dijo Max Rat—. Podría
ocurrimos a cualquiera.”

La Observadora sintió la influencia de Anfora en el paisaje, pequeñas distorsiones


que le pasaban casi desapercibidas.

“Sí —dijo Max Rat—, hay una ligera desviación en los datos fundamentales, a su
izquierda, a doscientos ochenta grados.” Enfocó hacia aquel punto, mientras mantenía
también enfocada a la Observadora desde el otro lado de su cabeza cuadrada. Era una
buena jefa. Poseía la eficiencia de un robot. También era bien parecida, si te gustaban
los programas basados en carne y huesos. Personalmente, él prefería a una pequeña
planchadora mecánica que vivía en uno de los junkernautas; pero la Observadora era de
primera clase, de eso no había duda. Severa pero razonable. No le había echado en cara
que un mundo de chatarra se le hubiera caído encima. Kitty Liffoff había insistido en
dejar a los junkernautas a su aire y eso comprometió la seguridad del lugar. Uno de ellos
había sido manipulado y nadie pudo hacer nada al respecto.

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“Siéntese en la cápsula.” La acomodó en su transportador, que les condujo por el
nuevo corredor abajo. Sus hombres-Dorje les siguieron con propulsores de mochila.

“¿Esta instalación Ánfora es una especie de laboratorio de investigación médica,


no?, preguntó Max Rat.

“Puedes llamarlo así.”

“¿Estudios sobre longevidad?”

“¿Qué insinúas?

La cápsula de transporte se detuvo. “Mis chicos están nerviosos desde que les
arrojaron encima toda esa chatarra —dijo Max Rat—. Así que cuando bajemos no haga
movimientos bruscos.”

La Observadora obedeció. No le llenaba de orgullo aceptar órdenes de un robot,


pero de ninguna manera deseaba que un hombre-Dorje la achicharrase.

Ánfora estaba a oscuras excepto por la luz que reflejaban los conductos que la
alimentaban. Los hombres-Dorje se situaron en posición defensiva alrededor de la
instalación. “Encontramos algunas cosas que nos sorprendieron —la voz grave de Max
Rat retumbó en el oído de la Observadora—. Cosas que uno no esperaría encontrar en
un laboratorio médico. Le mostraré a qué me refiero.”

Max Rat la condujo por una serie de pasillos que protegían la instalación de la
influencia extema, guiándola hasta la cavernosa sala central. El programa aún estaba
funcionando, a pesar de lo anómalo de la espectacular muerte de dos de sus científicos
principales. Otros científicos que estaban manejando el equipo miraron con
desconfianza a Max Rat. Era evidente que no les gustaba ver al robot de seguridad
merodeando por su mundo.

Max Rat señaló las cámaras abiertas del panal. “No podemos procesar la topografía
de esas cámaras. No tienen arquitectura laminar y sin embargo han emitido algo. Pero
no se nos ocurre ninguna ecuación algebraica para representarlo. Si Ánfora vuelve a
descontrolarse, ¿cómo podremos captarlo? ¿Cómo podremos abortarlo?”

La Observadora no era capaz de aportar ninguna sugerencia. Las doce cámaras


parecían cañones apuntándola desde el infinito o, lo que era aún más inquietante, las
pupilas de un monstruo de múltiples ojos, que la miraban fijamente de una forma
indescifrable.

Max Rat la acompañó al exterior del centro de operaciones. “¿Y ahora qué?”

Tenía agentes en todas partes para que las leyes se cumplieran a rajatabla. Sus espías
protegían los derechos de todo el mundo, incluyendo los de la inmensa población
robótica, que terminaba en su mayoría aquí, en Luna Chatarra, destartalada y demente.
Miles de comités, cuyos miembros seleccionaba personalmente, se reunían de continuo
para intentar mejorar la justicia mediante nuevas inspecciones y controles. Había pasado
su vida deteniendo a los enemigos de los procedimientos correctos y ahora, de repente,

97
tenía la sensación de que la única amenaza importante procedía de uno de los proyectos
del propio Consorcio, que ella había dirigido personalmente.

98
Capítulo 16
Gregori hombre-de-guerra permanecía en Luna Chatarra por invitación de Kitty
Liftoff, en una visita que se había prolongado una semana mientras transcurría
lentamente su cortejo. Ahora finalmente, a pesar del lamentable estado de su uniforme,
de sus perfumes y ungüentos y de las púas enroscadas bajo su piel, se encontraba en el
dormitorio de Kitty, compartiendo con ella una botella de vino añejo hermetiano.

Estaba de pie frente a la ventana, observando el oscuro panorama de armamento que


tenía debajo. Su contemplación era magnífica. Los generales poderosos sentían esa
emoción a diario; ahora era suya. “Me siento honrado de ser tu invitado en la torre.”

“La vista es instructiva. Tan iluminadora como un templo de dioses alienígenas.”

“He visto muchos de esos. Primero tienes que subir la colina —dijo Gregori—. Pero
esto...” Señaló con su copa de vino las hileras de naves de primera clase.

Ella deslizó un dedo sobre el panel de control del alféizar y las cortinas se cerraron
rozando sus hombros al pasar y disponiendo un diseño de encaje sobre la dura silueta de
las máquinas de guerra del exterior. “Si las miramos demasiado tiempo, las naves
comenzarán a hablarnos.”

“Las armas se impacientan, es cierto —dijo Gregori—. Por eso estallan tantas.”
Saber que había planetas esperándole añadía un nuevo aliciente al placer. Era indudable
que aquellas naves de combate suponían un estímulo similar para ella. “Te llaman el
Ángel de la Muerte”, dijo.

“Nadie ha muerto en mis brazos”, respondió, envolviéndole con ellos.

“Aun así, me siento rodeado.”

“Entonces te aconsejo la rendición.”

Se quitó el collarín y el raído uniforme. Su cuerpo mostraba las cicatrices que ella
había imaginado. El de ella, al quitarse el vestido, era tan perfecto como él había
soñado. Gregori cerró los ojos y cuando los abrió pudo ver hasta dónde llegaba la pasión
de Kitty: tenía la cara transformada y parecía que la carne brillara bajo la piel. Se sintió
aliviado al comprobar que su forma alienígena no la había inhibido.

Lejos de inhibirla, sus cicatrices le excitaban. Eran un mapa de su paso por los
peligrosos mundos estelares. Con un leve jadeo sintió el tirón de aquellos mundos,
como si estuvieran aún conectados a él, cosidos a sus cicatrices. Tenía una tremenda
potencia y ella sintió que sus propias reservas de energía se abrían a ese capitán del
espacio profundo. Era único, no tenía precio: el amante que había anhelado en sus
noches insomnes. Un placer perfecto que no quería que terminase nunca.
Permanezcamos tal y como estamos ahora.

99
Sus labios dejaron escapar un gemido y él interrumpió sus movimientos amatorios,
porque la piel de la cara de su amante se había vuelto ligeramente transparente, algo que
nunca había visto antes. Miró sus ojos y contempló una expresión de terror. Bajo las
mejillas transparentes podían verse diminutos cristales que ascendían como un
torbellino en espiral. El diseño cristalino alcanzó la superficie de la piel y la carne se
endureció hasta cobrar aspecto de porcelana fina. Parpadeó y las pestañas emitieron un
crujido.

Chilló de dolor, se separó de él y saltó de la cama. Corrió hacia el espejo del


tocador, captó de un vistazo su cara y se tambaleó. Detrás de ella, Gregori vio cómo sus
ojos se hicieron de mármol. Se desplomó, con la mano agarrada al borde de la mesa, y
Gregori escuchó otra serie de crujidos mientras las articulaciones de los dedos se
paralizaban. Golpeó el suelo y una nubecilla de cristales se desprendió de ella. Mientras
su cuerpo rodaba, él vio resquebrajarse un trozo de la oreja que, un instante después, se
soltó y cayó al suelo.

Las púas de la piel de Gregori se erizaron para protegerle de aquello que estaba
convirtiéndola en cristal. El torso desnudo de Kitty se iba endureciendo y los pechos
esculpidos quirúrgicamente estaban alcanzando la perfección final de una estatua. La
transparencia había alcanzado las caderas y los muslos, la forma espiral se apoderaba de
la carne desde su interior y la transformaba en piedra. La onda cristalina continuó hacia
abajo, resquebrajando las rótulas para terminar en los pies, que se torcieron hacia fuera
con pesadez mineral y quedaron inmóviles. Recordó las estatuas que había visto en
ciudades arruinadas por la guerra, estatuas caídas de sus pedestales, convertidas en
escombros. Kitty había caído def suyo y estaba en silencio, con los ojos fijos en él. Eran
dos gemas mágicas y sus facetas destellaban con la comprensión del terrible misterio
incomprensible. Gregori había arrancado gemas de valor inestimable de la cabeza de un
ídolo alienígena, pero nunca había visto algo comparable a esto. Cada faceta semejaba
seda endurecida, segregada por una criatura oculta dentro de Kitty. La había atrapado, y
él también se sentía atrapado en la red tejida por los ojos cristalinos de Kitty. Escuchó el
chasquido de un sensor ocular sobre su cabeza que disparó la alarma por el drástico
cambio en el dibujo de la retina de Kitty.

La puerta de la habitación se abrió de golpe y las fuerzas de seguridad entraron


apuntándole con sus armas. Ya no contaba con la protección que ella le había
prometido.

“Esta bestia asquerosa la ha matado.”

Gregori comprendió que era inútil pelear en esta ocasión. Un guerrero


experimentado sabe cuándo oponer resistencia, así que permitió que le detuvieran. Ya
lucharía más tarde.

100
Capítulo 17
Por orden de la Observadora, el cadáver de Kitty no había sido retirado del
dormitorio de la torre. Un equipo de patólogos salía de la habitación, frustrado ante su
incapacidad de explicar la transformación en mineral de un cuerpo humano.

Metron el Inmortal se encontraba de pie junto a Kitty, hablando a la Observadora


con su voz seca semejante al crujir de hojas.

“Esta investigación tiene riesgos. Tratamos de minimizarlos, pero los intrusos


activaron Ánfora demasiado pronto.”

“Pero si es tan peligrosa, ¿por qué desarrollamos el proyecto?” “Es vuestro único
camino para alcanzar la inmortalidad.” “Hemos abierto una investigación oficial.
Necesito decir algo más que eso al Consorcio.”

El espectral Inmortal, con su negro hábito monacal, resultaba una figura inverosímil
en el ambiente voluptuoso del dormitorio de Kitty. Extendió la mano y rozó la cara de la
Observadora. Un aroma de hierba dulce emanaba de sus dedos. Acarició suavemente
sus rasgos y sintió su pulso en la sien. “Posees un fuerte uxub. Resistirás mucho tiempo;
pero no eres inmortal.” Sus dedos le acariciaron la garganta para realizar una evaluación
más profunda de su constitución y ella notó cómo se relajaban músculos que llevaban
tensos muchos años. Durante un delicioso instante recordó lo que significaba ser una
niña, sin temor a la edad y sus pesares.

El Inmortal retiró la mano y dijo: “Sólo mediante Ánfora podréis sentir el verdadero
sabor de la inmortalidad”.

“No podremos sentir nada a menos que contengamos su poder.” Miró a Kitty,
paralizada a sus pies, con los ojos inexpresivos, puros y plácidos, pero muertos.

Metron dijo: “Di a quienes debas rendir cuentas que evitaré que ocurran nuevos
desastres”. Se arrodilló y rozó con su delicada mano el rostro inerme de Kitty. Luego se
levantó. La Observadora pensó en una flor seca con un largo tallo mecido por la brisa;
su pelo era como la pelusilla gris del diente de león, y ella recordó la primera vez que se
encontraron y cómo había temido que el viento pudiera arrastrarlo. Él dijo: “Si deseas
que abandonemos el proyecto, lo haremos. Devolveremos las propiedades constitutivas
de Ánfora a las profundidades del cosmos”.

“Transmitiré lo que piensas a la junta del Consorcio.” “Cuéntales también esto.”


Volvió a tocarle suavemente la garganta y de nuevo experimentó la capacidad de
recuperación de un niño. Él dijo: “No se trata de magia. Tus células reaccionan a mi
nivel de relajación”.

“¿Y lo consigues gracias a Ánfora?”

“Recuerda lo que os dije. Ánfora me concede tiempo. Con tiempo uno aprende lo
que desea y lo que necesita. Como ya te dije antes, sólo estamos aquí por vosotros, y

101
una vez que Ánfora haya tenido éxito nos marcharemos —levantó los brazos, dejando
caer hacia atrás la tela negra—. Mira estas risibles imitaciones de miembros. Pero aún
con ellas puedo agarrarte.”

Ante su asombro, Metron la abrazó tan delicadamente que volvió a pensar en flores.
Nunca se había sentido tan feliz en su vida, aunque se encontraba junto al cuerpo de una
amiga muerta. “¿Por qué resulta embriagador tu contacto?”, susurró.

“La respuesta sigue siendo la misma: sientes tu naturaleza inmortal y esa percepción
es embriagante. Tiene poco que ver conmigo —la liberó de su dulce abrazo—. He dado
las instrucciones necesarias al personal de Ánfora. Lo entienden perfectamente.”
Abandonó la habitación lentamente, con sus largas vestiduras crujiendo como si fuera
acompañado de un grupo de silenciosos dolientes. La Observadora deseó que hubiera
permanecido más tiempo para sentir su contacto una vez más y poder volver a
experimentar esa inesperada sensación de optimismo infantil.

Pero cuando miró a Kitty y advirtió su muerte, recobró la antigua opresión en el


corazón y los músculos de la garganta se contrajeron, retornando a su posición rígida.
Para ella, el hechizo de Anfora se había desvanecido. Como jefa del servicio de
inteligencia planetario, su afecto por el Inmortal no tenía importancia, ni tampoco el
deseo personal de eterna juventud. Su trabajo consistía en proteger a los habitantes del
planeta. No podía poner en peligro más vidas. El mandato de la Agencia era claro:
proteger a un pueblo próspero y feliz. Tendrían que conseguir la longevidad mediante
los procedimientos médicos habituales y no mediante un turbio experimento.

Mandó trasladar el cadáver de Kitty al tejado de la torre y lo dejó allí para que
pudiera admirar su creación, la Luna Chatarra de sus sueños. Kitty la había amado y
ahora podría contemplarla con los ojos de eternidad.

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Capítulo 18
El historial de Gregori hombre-de-guerra actuó en su contra. Inmovilizado con
grilletes electrónicos, fue entregado a los operarios que se encargaban del vaciado de
cerebros. Uno de ellos le sujetó con correas a una silla y le aplicó electrodos en la
cabeza. Observó sombríamente cómo biocongelaban sus púas para inactivarlas durante
el proceso. Posteriormente ya no sabría volver a utilizarlas.

“Un espécimen interesante —afirmó el neurolador jefe en la cabina de control—.


Nunca me habían asignado uno antes.”

Gregori se había enfrentado a toda clase de situaciones desesperadas y cada una


había dejado su marca. Una vez estuvo a la deriva en un bote salvavidas, muerto de sed,
en un mar fétido de cieno espeso como alquitrán, habitado por seres que semejaban
pequeños rollos de tela asfáltica. Se convirtieron en su única fuente de comida. Sus
órganos digestivos no sabían muy bien qué hacer con ellos y una porción de su
composición oleosa se incorporó a las membranas colágenas, depositándose en su
mayor parte en el cráneo.

“Puedes empezar”, dijo el neurolador jefe.

“Transferencia mental activada.”

Los ojos de Gregori se dilataron cuando comenzó el vaciado celular. Su vida desfiló
velozmente ante él, con la habitual sensación de ser absorbido por un agujero negro.
Pero la corriente que le acometía debía luchar como una nutria en medio de una marea
negra. El cerebro de Gregori todavía mantenía la capa que había adquirido en el mar
asfáltico.

“Transferencia completada. Catatonización total.”

“Bien. Ha volado en grandes naves y tiene una extensa experiencia bélica. Será
asignado al Dios de la Guerra Seis. Saben apreciar esas cualidades en un catatónico.”

Cuando terminaron de rellenar los formularios, desataron a Gregori y le empujaron


hacia fuera. No le pusieron grilletes. Salió de la cámara de vaciado de cerebro
arrastrando los pies, agotado, con retardo psicomotor y un terrible dolor de cabeza. Pero
no era un catatónico.

103
Capítulo 19
La oficina de la Agencia de Inteligencia había adoptado las máximas medidas de
seguridad. Ninguno de los agentes de la Observadora estaba presente, sólo los once
miembros del Consorcio. El duodécimo, la difunta Kitty Liftoff, flotaba en el aire en un
holo-grama de tamaño natural. Alrededor de la imagen de Kitty podían verse ecuaciones
en continuo cambio, realizadas por los ordenadores de la Agencia, que intentaban
descifrar la causa de aquella metamorfosis.

“Las células son rocas organizadas”, dijo Vladimir Korolov, observando


atentamente el holograma de Kitty.

“¿Disculpa?”, dijo la Observadora.

Al anciano ingeniero químico le gustaba sorprender a la gente con observaciones


indirectas y no perdió la oportunidad en esta ocasión. “No resulta nada fantástico
afirmar que las células vivas surgieron de los minerales. En la Tierra y en cualquier
lugar donde la vida orgánica llegó a desarrollarse, pequeñas partículas de piedra
asumieron su potencial generador. En sus orígenes, la Tierra estaba cubierta por un
caldo mineral y a partir de ese caldo nuestros ancestros unicelulares se
autoconstituyeron. Todos procedemos de los minerales. Algo en Ánfora hizo que las
células de Kitty regresaran a su estado mineral.” Korolov admiró lo bella que estaba
Kitty. En su absoluta quietud, poseía el aura de la inmortalidad. Era lo que los faraones
buscaban, preservarse de forma perfecta de la muerte. Él también estaba arrugado como
un faraón y, al igual que ellos, deseaba con toda intensidad que le preservaran, pero no
en resina y vendajes de algodón, ni tampoco en cristal. Deseaba la conservación viva
que Ánfora podía ofrecer. El accidente de la instalación era desconcertante, pero
acudiría allí y explicaría el asunto a los ingenieros, lo mismo que hizo cuando se
descontroló la espuma del detergente. Probablemente esos científicos eran demasiado
conservadores; según su experiencia, ése acostumbraba ser el problema: las personas
temían arriesgarse porque tenían miedo a perder su empleo. Bueno, no era su caso.

La Observadora señaló la imagen de Kitty y dijo: “Ella vivió encima del proyecto
Ánfora desde su inicio. Eso la diferencia de todos vosotros. Pero vuestra identidad
celular también está almacenada en Ánfora”.

“¿Significa eso que todos estamos en peligro?”, preguntó Dick Spinrad. Su tranquila
mente matemática raras veces se desconcertaba. Las emociones humanas pueden
dispararse, pero los números son siempre estables. No obstante, la imagen del cuerpo
paralizado de Kitty flotando frente a él y la tranquilidad que emanaba eran
desconcertantes. Aparentemente no iba a sufrir deterioro, ni descomposición de la carne.
Uno se preguntaba si quedaba alguna chispa de vida en ese ser glacial. ¿Estaba Kitty
atrapada en su interior? ¿Pasaría su eternidad en forma de ídolo solemne?

“Sí, podríais estar en peligro. Hasta que sepamos algo más, aconsejo el cierre del
proyecto Ánfora.”

104
“Está fuera de consideración —dijo Kurt Kashian—. Contrata a más científicos para
resolver el problema y envíame la factura. Estoy seguro de que hablo en nombre de
todos los presentes. Estamos dispuestos a financiar el éxito del programa.” Kurt no se
sentía especialmente inmortal esta mañana. Sentía lo mismo que todos los que pasaban
de cien años, que un tercio de su vida había transcurrido. La incertidumbre lo invadía
todo. Ahí estaba Kitty con el aspecto de un adorno de jardín.

“Roy, ¿tú qué piensas?”

“No podemos detenerlo ahora —replicó Cosmópolis—. Estamos demasiado cerca


del final —había recibido una medalla conmemorativa de la inmortalidad, diseñada con
el lema de su familia entrelazado con brotes de olivo—. La humanidad no nos
perdonará si abandonamos su más preciada esperanza. A mí me importa poco la
inmortalidad. No soy tan especial. Pero la humanidad está destinada a vivir para
siempre.”

Gordon Singh de Sun Centralis preguntó: “¿No puede ser que hayas reaccionado de
forma exagerada, Observadora? La muerte de Kitty nos ha conmocionado a todos, pero
tú la has vivido más de cerca. Tal vez demasiado cerca. Y te ha vuelto demasiado
prudente”.

“Mi trabajo es protegeros.”

“Con todos los debidos respetos —dijo Kurt—, no necesito tu protección en este
asunto.” Echó un vistazo a su comunicador de muñeca para comprobar la posición del
ejército mercenario que patrullaba sus intereses mineros por todo el Corredor. Un
escuadrón de sus soldados hacía la ronda por el edificio de la Agencia de Inteligencia en
ese momento. Volvió a centrar su atención en la Observadora y dijo: “Me pregunto
cómo puedes llegar a pensar en desmontar un programa tan importante”.

“Tengo que hacerlo. Se trata de una tecnología que se ha descontrolado.”

“¿Es eso lo que creen los Inmortales?”, preguntó Raimi Kashian.

“No, ellos no —admitió la Observadora—. Ellos creen que vuelven a controlar el


proyecto.”

“¿No confias en ellos?”

“Son muy sabios, pero ésta no es realmente su tecnología. Les fue entregada por los
Antiguos Aliens y su manejo puede requerir incluso más sabiduría de la que poseen los
Inmortales.”

Cosmópolis sacudió la cabeza y sonrió de la manera más amistosa que sabía. “No
resulta propio de ti, Observadora, negar a la humanidad ese derecho de nacimiento.”

La Observadora sólo percibía amabilidad y filantropía en la voz de Roy, pero la


amabilidad y la filantropía habían marcado el final de otros planetas anteriormente.
Miró hacia las mujeres en último recurso y las vio soñando con su propia belleza
inmortal.

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“Aquí todos somos amigos—intervino Buckler gentilmente—. Nos conocemos
desde hace años.” Algunos de los presentes le habían mirado de forma desagradable, ya
que él había diseñado la instalación de Anfora que ahora les estaba creando problemas.
Pero no era culpa suya que la seguridad hubiera fallado y que un mercenario se hubiera
colado dentro. Kitty, que flotaba en el aire frente a ellos, había provocado el fallo con su
tolerancia hacia las ruedas apisonadoras de chatarra. “Puedo ir allí y conseguir que
Ánfora sea absolutamente impenetrable.”

“Estoy segura de que puedes —replicó la Observadora—. Pero los problemas de


Ánfora son intemos. Los mercenarios sólo fueron catalizadores de un fallo existente en
el programa.”

“Tu juicio no me causa más que admiración —dijo Gordon Singh—. Pero estamos a
un paso de conseguir nuestra meta y no debemos volvemos paranoicos sobre la
tecnología defectuosa.” Gordon había comenzado a percibir lapsos de memoria
recientemente. Ayer no había sido capaz de recordar una palabra durante horas, la había
buscado como aguja en un pajar. El pajar era su cerebro y una reciente holo-exploración
había descubierto una ligera atrofia en su corteza cerebral. Nada patológico, habían
asegurado sus médicos, sólo envejecimiento normal.

“No tenemos ni idea de los poderes que utiliza la tecnología de los Antiguos Aliens
—rebatió la Observadora—. Eran una especie muy avanzada, un millón de años por
delante de nosotros. ¿Cómo podemos esperar que nuestros científicos manejen su
conocimiento sin equivocarse?”

“En realidad, Observadora —dijo Olympia Clendenning—, estás histérica.” La


anciana estaba ella misma al borde de la histeria. Ánfora no debe detenerse, bajo
ninguna circunstancia. Kitty había muerto; bueno, fue por su propia culpa, siempre
había sido demasiado descuidada, con los hombres, con los mercenarios y con otras
cosas. Y los dos científicos de Ánfora se habían sacrificado por mí. Su sacrificio no
debe ser en vano, mis órganos de recambio siempre parecen de recambio y funcionan
con temporizadores que se encienden y se apagan según marcan los programas, a veces
de forma audible.

Su cara exenta de arrugas, que todo el mundo alababa, era poco fiable; los músculos
faciales podían tensar los labios en una mueca idiota cuando lo que se requería era
compasión. Los ojos artificiales a veces traían imágenes completamente distorsionadas,
como si mirara a través de un cristal grueso y ondulado. La bonita cara y el bello cuerpo
que mostraba al mundo eran un elaborado disfraz colocado sobre un esqueleto
envejecido. Así se sentía a veces, un pequeño y viejo esqueleto que se arrastra por ahí.
“... histérica, Observadora. Y no debemos dejamos llevar por la histeria.”

“Desconozco la relevancia que tendrá esto —dijo la Observadora, colocando sobre


la mesa un pedazo de papel hecho con la médula de alguna planta esponjosa alienígena.
Las figuras que mostraba recordaban vagamente a jeroglíficos—. Uno de mis agentes lo
transcribió hace varios años. Me arrepiento de haberlo desechado cuando me lo mostró.
Procede de un planeta muerto situado más allá de la última estación del Corredor.”

“Hiciste bien en no tomarlo en cuenta —dijo Susie Tsugaru—. Las fábulas de


planetas muertos no tienen nada que ver con Anfora.”

106
“¿Cómo se llamaba el planeta?”, preguntó Martin Faircloth, que intuía una buena
historia para su Galaxa Noticia.

“Según este documento, se llamaba Phasma. No hemos sido capaces de situarlo,


pero la mayoría de los Campos Estelares Exteriores están sin cartografiar.” La
Observadora leyó del papel esponjoso: “Jugábamos como niños con la máquina
antigua. Y ahora la máquina nos ha destruido. La naturaleza de estos caracteres
lingüísticos denota una civilización precientífica”

“Perfecto —Faircloth hizo una copia del documento—. Muchas gracias. Si tienes
más historias como ésta, te aseguro que me vienen bien.”

Al escuchar la manera tan frívola en que Faircloth se tomó el asunto, la Observadora


consideró que quizás había perdido los nervios. Pero había tocado el cuerpo
mineralizado de Kitty y mirado el interior de sus ojos pulidos. Era testigo del terror que
produce el vacío. El Consorcio sólo había visto un holograma. “Desearía que todos
hablarais con los Inmortales.”

“No es una buena idea”, dijo Susie Tsugaru.

“¿Por qué?”

“No deben ser molestados. No deben pensar que hemos perdido la fe en ellos. ¿Qué
pasaría si nos ganáramos su antipatía?”

“Los Inmortales nunca nos pondrían en peligro —afirmó Cosmópolis, asumiendo


los sentimientos de la humanidad en general, como solía hacer—. Están aquí para
salvarnos, no para destruirnos. Somos el corazón del mañana. Somos sus guardianes.”
Corazón del mañana era una frase del discurso que estaba preparando para pronunciar
ante todo el planeta cuando se completara Ánfora. Comprobó que la frase había llegado
a su audiencia y agradeció a la Observadora que le hubiera dado la oportunidad de
ensayarla. “No sólo somos los guardianes; somos la garantía de que habrá un mañana.
Un mañana sin final que compartiremos todos. Se trata de la oportunidad más singular
que un ser humano ha tenido jamás, promover nuestra raza, elevarla a un nivel casi
divino.” Estaba hablando sin guión, estaba inspirado. Las palabras nadaban en él con la
exhuberancia de un pez juvenil, asombrándole con su brillantez. “El sol nos ha legado
su luz y su eternidad.” Peces relucientes, con colas de brillante colorido, un interminable
banco de ellos ascendía resplandeciente. Nadaban hacia arriba, desprendiendo bellas
escamas que se diseminaban por su cuerpo, exaltándole hasta las alturas de la profecía.

Recorrió la mesa con la mirada, vislumbrando la inmortalidad de la raza en sus


amigos allí presentes. Entonces se desplomó hacia delante, porque demasiados peces se
estaban agolpando tumultuosamente en su cerebro. Hubo un gran estruendo cuando su
cabeza golpeó la mesa y sintió el cuero cabelludo agrietándose como una pecera; luego
ya no sintió nada. Todos los peces nadaron hacia fuera y el corazón del mañana se
detuvo.

La Observadora posó delicadamente los dedos en su frente. La piel estaba suave y


pétrea. Los ojos cristalizados contemplaban sin verlo el tablero de la mesa. Los dedos
estirados eran como mármol esculpido. Ahora nadie sabe quién soy, pensó ella. Roy se

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había marchado llevándose su identidad original. Le había cercenado su pasado y ahora
el suyo propio había sido cercenado. Sintió una horrible afinidad con el cuerpo
cristalizado.

Completamente insensible, pensó Olympia Clendenning. Esta mujer no tiene


corazón.

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Capítulo 20
Los constructores-de-naves ayudaron a escapar al grupo de Jockey, pero Ren tuvo
que abandonar su nave, que había sido capturada en un rastreo efectuado por las fuerzas
de seguridad de Luna Chatarra. “Iremos todos a Planeta Inmortal —explicó Jockey—.
No tengo combustible para un viaje más largo.”

Desembarcó a Link, Ren y los dos robots en Alien City, y se dirigió con Lagartio
hacia la guarida de éste en el barrio serpentiano de la ciudad.

“Yo regreso a las calles”, dijo el Juegomaestre a Link, intentando parecer animado.

“¿Pero qué vas a hacer? —preguntó Upquark—. ¿Quién te sustituirá la batería


cuando se agote?”

“Si mis cálculos preliminares sobre Anfora son correctos, el estado de mi batería no
tendrá importancia.”

“¿Por qué no?”

“Adiós, amigos míos. Es peligroso que os vean conmigo. No estoy seguro de que
nos volvamos a encontrar.” Se alejó rodando, repasando el archivo de Ánfora. Analizó
en su pantalla interna la información que había recogido apresuradamente sobre los dos
científicos y Espectralio O en el momento de su cristalización.

“La estructura periódica del cristal reemplazó los débiles enlaces proteínicos de los
seres humanos —dijo para sí mismo—. El carbono se convirtió en sílice, la estructura
de la muerte. Y al tiempo que ocurría eso, algo penetró en la instalación Ánfora, algo
del todo improbable. Un juego más allá de cualquier cálculo.”

***

Ren, Link y Upquark deambulaban por calles laterales de Alien City con la
esperanza de encontrar al capitán de algún carguero que les transportase a Cantus.
Finalmente, se sentaron en un banco frente a un salón de rejuvenecimiento que ofrecía
precios económicos. Ese tipo de salones atendía las necesidades de alienígenas recién
llegados que querían adquirir una apariencia más humana. Otros almacenes de la misma
calle vendían miembros artificiales baratos para mercenarios mutilados.

De vez en cuando Link observaba a un esperanzado alienígena o a algún mercenario


tullido entrar en el salón de rejuvenecimiento. Después de que varios clientes entraran y
se marcharan, salió un cirujano a tomarse un descanso. Fijó inmediatamente la mirada
en los brazos desnudos de Ren y en la membrana vestigial que recordaba las alas de una
mariposa.

“Debe ser nueva aquí —dijo, acercándose a ella—. Consideraría un honor


seccionarle esa membrana.” Era exhuliano, aunque para adaptarse a los moldes
humanos se había hecho extirpar la larga cola y la aleta dorsal, llenas de espinas.

109
Mientras hablaba acariciaba el aire detrás de él, como si tanteara buscando
inconscientemente lo que había sacrificado. “Tengo los mejores precios que pueda
encontrar y mi trabajo es perfecto.”

“Si alguna vez quiero hacerlo, pensaré en usted”, dijo ella cortésmente.

La miró con curiosidad, como si se preguntara por qué motivo no se decidía a


realizar lo antes posible una operación tan sencilla. “¿Podría, al menos, desplegar la
membrana para que pueda hacerle una evaluación profesional?”

Abrió los brazos para complacerle, extendiendo la membrana como un chal de


muaré para que pudiera estudiarla. “Sí, todas las venas están en su sitio. Es un arreglo
fácil —hizo una pausa mientras ella cerraba sobre sí misma el chal estampado—. No
hay necesidad de estar unido a estos apéndices vestigiales que nos marcan como
extraños.”

Pero Ren iba a dejar de ser una extraña; regresaba a Cantus, aunque nunca imaginó
que fuera a suceder algo así. Cantus era una civilización retrógrada. Sus gentes estaban
irracionalmente absortas en la interpretación continua de música. No sabían construir
una casa con las paredes rectas, pero eran las criaturas más vanidosas del universo
porque sus canciones de amor eran conocidas a lo largo de todo el Corredor. En medio
de un caos así era fácil ocultarse y, además, Link estaría allí a salvo, pues su peculiar
habilidad musical sería muy apreciada.

***

“No debemos desanimarnos, colega.” Jockey estaba sentado en el apartamento de


Lagartio en Alien City y mantenía un gran plato en equilibrio sobre sus rodillas. Cuando
se dio cuenta de que no quedaba en él más que grasa, alcanzó otro con un montón de
gastogeebs, pequeñas lagartijas asadas. Lagartio las miró a disgusto.

“¿Me comerías a mí si se acabaran los víveres?”

“Me apena oírte hablar así.”

“¿Si estuviera adecuadamente aderezado? ¿Con tu salsa favorita?”

El pirata mascó ruidosamente la cabeza de una de las lagartijas. “Tal vez si te


adobaran.”

Lagartio estaba estirado en un diván con forma reptil con reposacolas. Detrás tenía
una ventana cubierta con cortinas bordadas con salamandras verde pálido. El edificio
prestaba servicio a serpentianos y estaba construido como un refugio para hibernar, con
paredes y techos redondos que proporcionaban a los inquilinos la agradable sensación
de estar cobijados en una cueva.

Jockey mascaba a conciencia y ruidosamente, con las zarpas de los gastogeebs


asomándole entre los labios. “He hecho un gran favor a Link sacándole de esa Llanura
Agrícola suya. Era un lugar demasiado aburrido para un tipo inteligente.”

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“Sí, has hecho maravillas por él. Tiene que permanecer oculto en Alien City. Le
buscan los agentes de la Observadora y ha arruinado el trabajo de toda su vida.”

“La bonita cantusiana está con él. Ella le animará.”

“También está en la lista de la Observadora. Sería mejor que se separaran.”

“No, no debemos dividirlos. Mi política es siempre fomentar el amor juvenil.”

“Deberías haberle dado algún dinero.”

“Ando un poco justo, por el momento —Jockey se limpió los labios con una
servilleta—. Una pena que no pudiéramos llevarnos esa máquina heladora de Ánfora.
Alguien nos habría pagado generosamente por ella.”

Lagartio se deslizó fuera del diván y se dejó caer en un foso de arena caliente que se
encontraba hundido en el suelo. Se repantigó, con los brazos y las piernas estiradas, y
sintió el placer endotérmico recorrerle todo el cuerpo.

Jockey retiró el plato a un lado. “Lo que me gustaría saber es qué desagradable
proceso convirtió a Espectralio O en un carámbano.”

“Está en esa librería —Lagartio señaló con la punta de una garra—. En la


Cronogramdtica Serpentiana. ”

“En este momento no puedo levantarme, colega. Y mi conocimiento de la lengua


serpentiana no es tan bueno como debería ser.”

Lagartio contempló perezosamente el techo curvado. Había terminado con su amigo


una botella de fuerte vino serpentiano y estaba sintiendo sus efectos. El techo estaba
chapado con escamas colocadas de forma intricada que él miraba con ojos soñadores.
Las lámparas que colgaban, con forma de huevos de serpiente, estaban delicadamente
teñidas. Enfocó la vista a un sensor electrónico de la cadena de la lámpara más próxima
y parpadeó; el dispositivo leyó el movimiento de sus pestañas y el color del huevo pasó
de azul a oro. Sí, así es mejor, pensó cuando la luz dorada se derramó sobre el foso de
arena caliente. Pero, a pesar de su humor lánguido, la mente de Lagartio estaba llena de
pensamientos de navegación, de acimut y ángulo de planeo, de posición, velocidad y
control de rumbo. Un par de claraboyas con forma de ojo de serpiente se abrían al cielo
nocturno. Mirando fijamente a las estrellas, calculó las medidas astronómicas de
paralaje precisas para volar de regreso a Serpentia.

Jockey se inclinó con la intención de quitarse las botas y estar más cómodo, pero su
cara enrojeció peligrosamente y se lo pensó mejor. En vez de eso, hizo descender su
sofisticado sillón reclinable a la posición horizontal. “No seas un lagarto vago y busca
ese libro. Si tiene la respuesta, debemos conocerla.”

Lagartio se levantó del foso caliente suspirando. Había dimitido de su comité


serpentiano para volar como mercenario con Jockey. Lo único que quedaba de su vida
anterior eran unas pocas medallas, algunos viejos uniformes y una estantería con libros

111
en su apartamento de Alien City, así que se levantó movido por la nostalgia, tanto como
por la insistencia de Jockey, para dirigirse a la librería.

El suelo templado mantenía calientes sus garras y la parte inferior de la cola


mientras se desplazaba por la habitación. “Anfora utilizaba una conexión superluminal.
Antes de que se cristalizaran, esos científicos experimentaron un tremendo aumento de
percepción.”

“Tú sí que eres extraordinariamente perceptivo, colega”, dijo Jockey, incapaz de


seguirle. Pero por ese motivo llevaba un lagarto a bordo. Volvió a mover su respaldo
reclinable, lo que le permitió fijar la vista al nivel de una obra escultórica que mostraba
a dos tritones copulando, el macho con un miembro trasero enrollado alrededor del
cuello de la hembra y sus grandes gónadas frotando las de su pareja. Resultaba
sugerente, sin duda, si eras un lagarto, pero de todas formas los detalles eran
interesantes.

Lagartio se paró frente a la librería y recorrió los volúmenes con la vista. La


Cronogramática Serpentiano. sobresalía de los otros porque estaba encuadernado en
piel de reptil. Lagartio lo tomó con cuidado y lo abrió; las escamas de la cubierta se
aplastaron contra sus garras. Recorrió el índice con la punta de una de ellas. Jockey
preguntó: “¿Es un libro especial?”.

“Son notas personales de mi tíobisabuelo Ofidio —Lagartio encontró el Capítulo


que estaba buscando y leyó varios párrafos de la página gastada por el tiempo, luego se
volvió a Jockey—. El Tío Ofidio hace referencia a algo que llama Presencia Eficiente.
Cualquier ser que la posea puede viajar por los secretos de las fuerzas nucleares.”

“Tradúcelo a mi idioma, colega, si haces el favor.”

“Está en tu idioma.”

“Pues tu colega guerrero espacial no lo entiende.” Jockey cruzó las manos sobre la
barriga y Lagartio regresó a la arena con el libro en sus zarpas. Se acomodó al borde del
foso con los pies en la arena y la cola cuidadosamente enrollada tras él en el suelo. Leyó
la página abierta: “Ánfora utilizó la Presencia Eficiente. Pero para comprenderlo, es
necesario leer la segunda anotación hasta la séptima propuesta”.

“Resúmelo si puedes, colega, creo que he comido demasiado —Jockey intentó darse
la vuelta, pero las sinuosas líneas de su silla le vencieron de nuevo—. Por cierto, ¿cómo
acabó tu tío?”

“Su piel es la que mantiene estas páginas unidas.”

“Unas memorias íntimas.”

“Las escribió en una colonia penal y las encuadernó con lo que tenía disponible.”

“Ya veo que sus opiniones sentaron mal.”

112
“Aquí está la segunda anotación: En el abismo, yo, Ofidio, ejercí el control sobre el
principium essendi. Mis pruebas demostraron que todo efecto es consecuencia del
conocimiento.”

“Ahí me has pillado, colega.”

Lagartio cerró el libro. “Tío Ofidio demostró la naturaleza mental del mundo
subatómico ante las principales lumbreras de la ciencia serpentiana. Consiguió provocar
efectos en una cámara burbuja de hidrógeno líquido mirándola fijamente. En realidad,
se trataba de una amplificación del hipercanal y con ella creó los modelos ornamentales
de las estelas de las partículas subatómicas. Se dice que escribió su nombre con ellas.
¿Entiendes lo que eso significa?” “Puede que me pierda algo.”

“Firmó su nombre en la materia. Como no simpatizaba con el estamento científico,


los burócratas de Serpentia temieron que pudiera compartir su conocimiento con alguna
potencia extranjera, por lo que le enviaron a una colonia penal.”

“Una decisión cruel, sin duda.”

“Serpentia es un planeta prudente. De cualquier modo, ahí es donde escribió la


Cronogramática, después de lo cual consiguió escapar y se la envió a la familia.”

“¿Dónde se encuentra ahora?”

“Escondido.”

“Bueno, vendamos sus memorias.”

“Ni se te ocurra.”

“Qué lástima —Jockey consiguió rodar del sillón al suelo y se puso en pie
resollando—. Tenemos que conseguir algo de dinero.”

“¿Y cómo se hace eso?”

“Estoy bien considerado en Alien City. Encontraremos un inversor.”

“¿Para invertir en qué, exactamente?”

Jockey echó un brazo por los hombros de Lagartio. “Nuevos horizontes, siempre
nuevos horizontes.”

***

Pero, en lugar de encontrar un inversor, Jockey se encontró con varios tipos que
querían matarlo, ya que el viejo guerrero estelar les debía considerables sumas de dinero
y habrían tenido serios problemas de no ser por las espinas afiladas como cuchillas de la
cola de Lagartio.

113
“Hombre, allí veo a un tío que conozco; ese capitán de vuelo solar. Un experto en
estabilidad orbital.”

El experto estaba inestable en esos momentos y su cuerpo se tambaleaba. Tiene


estupor espacial, pensó Lagartio, realizando una lectura visual de los signos vitales del
capitán. Demasiado tiempo en naves insanas. “No es un inversor probable”, murmuró
Lagartio, cuando el navegante solar extendió su gorra para pedir dinero.

Jockey cruzó la calle y arrojó sus últimas monedas a la gorra.

“Jockey, tú no olvidas”, dijo entre dientes el navegante solar.

Ambos capitanes intercambiaron unas cuantas palabras; luego Jockey siguió su


camino con Lagartio. “Enfermedad iónica”, murmuró Jockey.

Lagartio asintió. Había comprobado que el navegante solar tenía la solución de


identidad borrosa, un signo seguro de muerte.

Más adelante, un adolescente mantenía la atención de la multitud saltando sobre una


cama elástica de tiempo, hundiéndose profundamente para luego lanzarse hacia arriba a
toda velocidad, con los ojos cubiertos por lentes de realidad virtual. En cada ascenso, se
precipitaba en un posible futuro; en cada descenso se hundía en el pasado.

“Intenta conseguir un nuevo récord”, dijo una voz emocionada a espaldas de Jockey,
mientras el saltador se hundía profundamente en la estructura de la cama elástica de la
galería comercial, para salir después disparado y convertirse en una ascendente mancha
borrosa, con los brazos estirados a los costados y la cabeza inclinada hacia atrás
mirando al cielo. El marcador del trampolín registraba la velocidad y la altura
alcanzada, así como el momento del futuro que representaba el salto: un vuelo de tres
milenios.

“Mira su cara —dijo el emocionado espectador junto al hombro de Jockey—. El tipo


está en éxtasis. Las vistas desde allí arriba son impresionantes.” Pero el chip detector de
Lagartio había captado algo diferente, una distorsión en la continuidad espacial
alrededor del saltador en el momento en que éste rompía el récord y la multitud
prorrumpía en vítores.

“¿Qué es eso?”, siseó Lagartio.

“¿Me he perdido algo, colega?”

“Una arruga en el tejido”, dijo Lagartio.

“¿En qué tejido?”

“El de la realidad.”

El conquistador del nuevo récord utilizó retropropulsión para amortiguar su caída, lo


que indicaba que por el momento había terminado. Pero hasta qué punto había
terminado sólo se vio cuando el colchón de aire se activó a sus pies. El aire debería

114
haber amortiguado su caída, pero ya estaba roto cuando llegó al colchón: un centenar de
trozos de cristal ascendieron por los chorros de aire, como gotas en el surtidor de una
fuente y uno de esos trozos era su cabeza. La cara mostraba una sonrisa placentera. El
encargado del vuelo estaba pulsando los interruptores para apagar la fuente tan rápido
como podía, ya que la exhibición de un cuerpo hecho añicos danzando por el aire no era
buena propaganda para la cama elástica de tiempo. Cuando el aire se detuvo, las otras
partes del acróbata cayeron ruidosamente en un montón sobre la cama, ahora rígida.

Lagartio se deslizó fuera del gentío en dirección al navegante solar, que seguía
mendigando pero sin moverse. Su cuerpo paralizado estaba transparente. Cuando
Jockey lo tocó, se hizo añicos en fragmentos de cristal.

“Estaba débil, así que la cosa le alcanzó también.”

“¿La cosa?”

“Todo ha cambiado desde que forzamos la entrada en Ánfora —las glándulas


venenosas de Lagartio estaban exudando en su cuello de escamas blancas y su cola se
movía para adelante y para atrás—. Probablemente has destrozado el planeta.”

Jockey lo consideró por un momento. “Dime sinceramente, colega. ¿Crees que eso
manchará mi reputación?”

115
Capítulo 21
El Dr. Anfibras entró en la oficina de la Observadora con una carpeta en sus manos
palmeadas. Anfibras prefería utilizar métodos de archivo anticuados ya que él mismo
era un tipo anticuado, con su traje gris inmaculado, su corbata azul y su inquebrantable
lealtad.

“No he tenido ninguna noticia de Link —dijo la Observadora—. ¿Tienes alguna


pista?”

Anfibras movió la cabeza disculpándose. “Todavía está desaparecido, junto con la


cantusiana.”

“He estado releyendo su libro.”

“Ya veo, señora.”

“Las hormigas salen mejor paradas en él que nosotros.” “¿Cómo dice?”

“Si una hormiga contrae una enfermedad, deja el nido y se sujeta con las patas y las
tenazas a una brizna de hierba. Y allí muere.” Anfibras cambió de color
compasivamente. “¡Qué conmovedor!” “Muere sola para prevenir que su infección se
extienda al nido. ¿Crees que si algún miembro del Consorcio tuviera una enfermedad
infecciosa se iría voluntariamente a algún lugar y se aferraría a una brizna de hierba?”

“ Me cuesta trabajo imaginarlo.”

“Serían capaces de quemar el mundo para intentar vivir para siempre, Anfibras —la
Observadora cerró el libro de Link y dio un suspiro—. Está bien, ¿qué más tienes para
mí?”

La lengua larga y viscosa de Anfibras salió disparada, se pegó a una página y la


pasó. “Una nota del Consorcio sobre Proyecto Anfora. Reiteran su deseo de que el
proyecto siga adelante. Solicitan de usted que no se demore a causa de la muerte del
señor Cosmópolis, que él también habría deseado que continuara, etcétera. Y se requiere
su presencia en el funeral de Cosmópolis.”

“Irás tú en mi lugar.”

La lengua de Anfibras volvió a salir despedida y dio vuelta a la página. “Planetas


Asociados ha publicado una historia relativa a un incidente en Luna Chatarra... lo que
pasó, intento de encubrimiento...” “Llama a Martin Faircloth. Dile que Starweb debe
publicar un desmentido tranquilizador para todos sus afiliados. Tenemos que evitar que
el público se atemorice.”

“Señora, sugiero que digamos que una nave alienígena buscó asistencia en Luna
Chatarra. Durante las reparaciones se produjo un accidente a causa de una sobrecarga de
energía. Los daños fueron controlados y así sucesivamente.”

116
“Anfibras, deberías escribir para la prensa sensacionalista.” “Gracias, señora. No es
un puesto al que aspire —lengua fuera, página vuelta—. Olympia Clendenning ha
vuelto a las andadas.” “¿De qué se trata esta vez?”

“Adulteración de productos con aditivos prohibidos.”

“Esa mujer es imposible. Envía otra citación. Dile que es la última y que si comete
una nueva infracción, los accionistas se harán cargo de la empresa.”

***

Olympia se quedó mirando la citación judicial contra su compañía. “¿Cómo se


atreve a hacerme esto a mí?”

Su consejero general, un cabeza-de-esponja del Planeta Parazo, dijo: “Podríamos


dejar de utilizar los aditivos a los que objeta la Observadora”.

“Sabes cuánto ahorramos usando esos aditivos.”

Para el cabeza-de-esponja, el ahorro resultaba trivial en comparación con los


problemas que les causaba. Debido a su nerviosismo, las capas de músculos de la
enorme cabeza funcionaban irregularmente y los blandos orificios se abrían y cerraban
provocando sonidos que evidenciaban su ansiedad. Odiaba las infracciones a las
normas, pero aún detestaba más pelear con Olympia. No era un experto en los matices
de las formas humanas, pero sabía que el cuerpo de aspecto juvenil que tenía delante era
una concha en la que habitaba una criatura senil. Se recordó a sí mismo que estaba
tratando con una anciana, con las manías de una anciana, y habló con lentitud como si lo
hiciera a un niño, abriendo levemente el orificio bucal. “La Observadora puede hacer lo
que dice. Su compañía pasará a manos de los accionistas.”

Olympia estaba temblando. Situó la imagen de la Observadora en el visor de su


holocom, un cilindro transparente de tamaño natural en el que la Observadora parecía
encerrada en una jaula de cristal. “La machacaré.”

“¿Disculpe?” El cabeza-de-esponja pretendió no haber escuchado las vehementes


palabras de Olympia.

“La mataré.”

“Señora Clendenning, por favor...” El cabeza-de-esponja era un gran experto en la


ley, pero no tenía tanta facilidad para absorber fácilmente la complejidad de las
emociones humanas. Los orificios de su cabeza se expandían y contraían más
forzadamente, el tejido poroso marrón se humedecía con las secreciones nerviosas.

“Es joven —Olympia miraba la imagen de la Observadora—. Lo tiene todo. Mira su


piel, es natural. ¿No es lo más exquisito del mundo?”

Para el cabeza-de-esponja no tenía nada de exquisita, con su carencia de arrugas y


de grandes poros.

117
Olympia dio una vuelta alrededor del cilindro en el que la imagen tridimensional de
la Observadora parecía caminar, volverse y mirar las luces de una ciudad distante. El
fondo cambió, y ahora la Observadora estaba dentro de la ciudad, caminando por una de
sus calles. Era una holo-grabación realizada por la Agencia de Inteligencia para los
miembros del Consorcio, con la intención de sugerir que la Observadora estaba en todas
partes, vigilando, mirando por sus intereses. La grabación completa la mostraba en cada
una de las principales ciudades —en los pasillos de las empresas, en instalaciones
militares y en las bolsas de valores— siempre sin ser vista por quienes la rodeaban.

Olympia señaló con un dedo tembloroso. “Tiene una seguridad absoluta. Nada se
puede comparar a una piel como ésa.”

El cabeza-de-esponja miró la imagen. Aunque le amparaban sus conocimientos


legales, compartía la percepción general que el público tenía de la Observadora: era una
persona a la que había que temer. Su aspecto no tenía nada que ver con eso. ¿Qué tiene
que ver la piel con las citaciones a la compañía? Pero sintió que debía abordar el tema.
Con toda la sinceridad que fue capaz de reunir, dijo a Olympia: “Usted tiene una piel
bonita”.

“Sí, pero no es mía.”

No es posible entender a los seres humanos, pensó para sí mismo. Y se preguntó


cómo podía evitar que esa anciana echara a perder su propia compañía.

Olympia continuó contemplando a la Observadora mientras ésta salía de las sombras


de un portal hacia un callejón iluminado. “Ella, que lo tiene todo, quiere quitarme lo
poco que yo tengo.”

El cabeza-de-esponja apoyó la frente sobre la mesa, frustrado. Su perfil se aplanó


cuando la carne blanda cedió ante la superficie dura del escritorio. ¿Qué iba a hacer con
esa mujer? Levantó lentamente la cabeza y recuperó su forma de nuevo. “Señora
Clendenning, tiene una inmensa fortuna. Ahora que Kitty Liftoff ha muerto, usted es la
mujer más rica del Corredor.”

Se volvió enfadada hacia él. “No tengo nada —agitó en el aire un brazo tembloroso,
como si quisiera incluir su enorme oficina y las que la rodeaban—. Todo esto no es más
que una farsa —señaló a la Observadora—. Ahí está la realidad.”

“Eso no es más que una grabación.”

“Quiere clausurar el programa de inmortalidad. No le importa. Porque cuando eres


joven como ella, eres inmortal —Olympia entrelazó los dedos con nerviosismo y frotó
los pulgares uno contra otro hacia delante y hacia atrás—. Yo solía ser esa clase de
joven inmortal. El mundo nos las muestra a diario. La última modelo desfilando por la
pasarela. Y en el momento en que llega al final de la pasarela, es un esqueleto.”

El cabeza-de-esponja la miró perplejo, escudriñándola desde las órbitas


profundamente arrugadas de sus ojos. Se dio cuenta de que no la comprendía, y
entonces fue ella quien le habló lentamente, como a un niño. “Para cuando se llega al

118
final de la pasarela ya se es vieja. Así de deprisa transcurre todo. Eres joven un
momento y vieja al siguiente. He recorrido esa pasarela.”

“Pero mire lo hermosa que está.” Señaló con un dedo regordete y arrugado un
espejo en la pared distante.

“Eres tonto. Estoy sola.”

El cabeza-de-esponja trató de encaminar de nuevo la conversación. “Podemos evitar


nuevas iniciativas de la Observadora simplemente eliminando esos aditivos.”

“No puedo hacer eso.”

“Es un simple cambio y lo recomiendo encarecidamente.”

“Nunca.”

El cabeza-de-esponja se dio cuenta de que se sentía amenazada por cada cambio. No


podía seguir empleando medidas tácticas. Los viejos sienten cada problema como una
montaña imposible de remontar, se dijo a sí mismo. ¿Cómo puedo salvarla si ya no es
capaz de comprender el trámite más sencillo?

“No voy a subir el volumen”, dijo Olympia, mirando malhumorada la imagen


sonriente; la Observadora estaba hablando, pero Olympia no podía soportar oír su voz.
Oírla sería demasiado, tan fuerte, tan llena de vida. “Si los accionistas se hacen cargo,
dejaré de ser miembro del Consorcio. No tendré derecho a participar en el programa de
inmortalidad.” Esa idea le provocó un estremecimiento de desesperación y sus
pensamientos comenzaron a fragmentarse. La conocida oficina le resultaba extraña,
incómoda, y ya no le proporcionaba sensación de seguridad. El alienígena que tenía
delante era un mago en materias legales, había absorbido las leyes de Planeta Inmortal y
los planetas vecinos, pero no era comprensivo. Aún no había atravesado la única línea
que importaba. Cuando esa carne blanda y esponjosa comenzara a secarse, agrietarse y
hundirse, entonces recordaría esta conversación.

“No hay necesidad de involucrar a los accionistas —dijo—. Sólo tenemos que
obedecer, eso es todo. Es muy sencillo y a usted no le perjudica.”

“¿Qué no me perjudica? No sabes nada del tema. He recibido todo tipo de


implantes, pero no sirve. En el fondo, no. No cuando se acaba la vitalidad. Ya no tengo
más combustible; lo he gastado todo.” Sus computadores internos la equilibraban
mientras se desplazaba por la oficina, pero sabía que estaba caminando por una
pendiente, no importaba lo que dijera el ordenador. Caía por una pendiente. El suelo de
la oficina se inclinaba más y más abajo hacia el abismo. Cerró la mano y dio un
puñetazo al cilindro en donde caminaba la imagen de la Observadora. Olympia miraba a
su impenetrable enemiga. Los ojos de la Observadora eran azules, hermosamente
azules. A pesar de odiarla, Olympia dijo: “Es estupendo ver a una mujer bella. Su poder
es maravilloso”.

119
“Ése es un bonito pensamiento positivo —dijo el cabeza-de-esponja—. Vamos a
mantenerlo. Comuniquemos a la Observadora que hemos solucionado el problema de
producción.”

“Yo no envidio lo que tiene. ¿Por qué quiere ella quitarme mi compañía?”

“Porque hemos quebrantado las normas.”

“No debemos decírselo a nadie”, dijo Olympia con voz de niña. “Ya lo saben”,
respondió dulcemente el cabeza-de-esponja. “Ánfora sigue funcionando. No permitiré
que lo clausure. Ahí está mi esperanza, mi futuro...”, y de repente se alegró, porque el
programa Ánfora estaba a punto de ser concluido. Era cierto que había ocurrido un
accidente, pero eso formaba parte de la ciencia experimental. En ocasiones los
accidentes sirven para mejorar las condiciones. Sólo tengo que aguantar un poco más,
eso es todo. Y luego volveré a ser una jovencita. O cualquier edad que desee. “Puedes
escoger tu edad, es lo que nos dijeron los Inmortales, y puedes hacer muchas elecciones,
cada día o cada hora. Puedes ser la totalidad de ti mismo. La vitalidad permanece
constante. La bella modelo nunca llega al final de la pasarela. Siempre está como si
acabara de salir de detrás de la cortina. Tiene confianza total, avanza segura con grandes
pasos.” El cabeza-de-esponja no tenía ni idea de qué estaba hablando. Últimamente ella
divagaba con frecuencia de esta manera.

Olympia imitó a la modelo, pero la pasarela estaba cuesta abajo y sus ordenadores
internos la rescataron y le devolvieron el equilibrio. “Una mujer joven tiene fuego en la
mirada.” Caminó hasta el espejo y buscó el fuego. Pero sus ojos eran artificiales. El
fuego era eléctrico. Tuvo un ataque de pánico. ¿Dónde estaba ella? ¿Quedaba algo de
ella?

“Comunicaré su decisión a la Observadora, señora Clendenning. Luego enviaré la


orden a todas nuestras fábricas.” El cabeza-de-esponja iba resumiendo metódicamente
los pasos, con una voz que recordaba la de un hipnotizador, mientras intentaba inducirla
a tomar la decisión que la salvaría.

“¿Queda algo de mí?”

El cabeza-de-esponja ignoró la pregunta y se esforzó por conseguir un cambio en la


política de la empresa. “Podemos rectificar la producción casi inmediatamente. Se lo
explicaré a la Observadora.”

Olympia regresó del espejo, que carecía de respuestas. Le había mostrado la forma
rejuvenecida de una anciana en la piel de una cría de zungu. Pero la verdadera Olympia
estaba en la pasarela, saliendo por la cortina, en la plenitud de la perfección. También
poseo inteligencia, algo que la modelo raras veces tiene. “Inventaré nuevos productos”,
dijo apresuradamente, no queriendo que la tomaran por una criatura vanidosa interesada
sólo en la belleza.

“Por supuesto que lo hará. ¿Entonces, tengo su completa aprobación?”

120
“Yo levanté esta compañía; diseñé todo; aposté fuerte —chasqueó los dedos en
dirección a la imagen de la Observadora—. Poseo un doctorado en bioquímica. Logré
grandes triunfos; alimenté al Corredor. ¿Qué ha hecho ella?”

“Ella se ha convertido en la mujer más poderosa del planeta.” El cabeza-de-esponja


tenía un gran respeto a la Observadora, junto con un miedo propio de alienígena a que le
deportara. Deseaba fervientemente que Olympia se adaptara a las normas para poder
retirarse de nuevo a un segundo plano, fuera de la vista de la Observadora.

“Creo que me siento mejor”, afirmó Olympia y empezó a brincar por la habitación.
Su mente se agilizó, la chispa había vuelto. Recordó que su rejuvenecedor decía que los
nuevos chips de control anímico tardaban un tiempo en actuar, pero cuando empezaban
a hacerlo el cambio era radical. Gracias a Dios, por fin había ocurrido. “Me conformaré
con esto hasta que empiece el programa de inmortalidad”, dijo al cabeza-de-esponja.

“Me alegro de oírlo —él asumió que ella hablaba de los aditivos prohibidos—. Lo
dispondré todo.”

Los nuevos chips para control del ánimo se estaban encendiendo, uno tras otro, y el
subidón era tremendo. Se estaban restableciendo las antiguas conexiones. ¿Cómo podía
haberlo olvidado? Se volvió hacia su robot organizador. “Convoca una reunión con mis
ingenieros. Y con mis químicos. Estoy pletónca de ideas.”

“Sí, señora”, dijo el robot, saliendo del modo de espera.

Olympia brincó de nuevo hasta el espejo y se reconoció a sí misma. Vio a la mujer


señalada por el destino, la que había alimentado a los planetas y construido un imperio.
No necesitaba renunciar a nada. Tenía todo a su alcance. Se sintió aliviada. El
rejuvenecimiento volvía a funcionar. Se había producido un nuevo arreglo, mejor que
todos los demás. Se lo recomendaría al mundo entero. Los chips para mejorar el ánimo
eran divinos, todos deberían sentirse así. “Tengo una visión de futuro. Veo lo que todos
vamos a ser. Vamos a ser criaturas que perciban las cosas desde muchos ángulos
simultáneamente. La sabiduría de la vejez combinada con la energía de la juventud. Tal
y como me siento en este momento, o incluso mejor.”

Y entonces fue mucho mejor. Entonces fue todo al mismo tiempo. Toda su vida
completa resplandecía ante ella. ¡Soy joven! ¡Soy inmortal!

El cabeza-de-esponja escuchó un crujido y pensó que provenía de alguna disfunción


del robot organizador. Pero en ese momento vio a Olympia caer contra el espejo; se
agarró a él para mantener el equilibrio y el espejo se rompió en pedazos contra el suelo.
Corrió a ayudarla, pero ella no hizo ademán de querer levantarse. Le dio la vuelta.
También ella parecía un espejo, con el rostro duro como el cristal y los fragmentos del
verdadero espejo destellando alrededor de su cabeza como un halo. Fue como una
revelación que le permitió entender la belleza humana; sus líneas y sus planos
adquirieron sentido de repente.

“¿Debería quizás cancelar la reunión con los ingenieros y los químicos?”, preguntó
el robot organizador mirando a su jefa.

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“La Señora Clendenning está muerta.”

“Entonces no asistirá a la reunión —dijo el robot—. Entendido.”

122
Capítulo 22
El general Caph estaba en su apartamento de Capital City jugando al ajedrez
tridimensional cuando escuchó los motores del Señor del Inframundo. “Tendremos que
terminar la partida en otro momento”, comunicó a su oponente, un robot táctico de la
División de Planificación Militar.

Una pequeña cápsula gris flotaba en el aire frente a su ventana. Caminó hasta el
balcón y entró en ella. La cápsula salió disparada hacia la nave gris de la Agencia de
Inteligencia que permanecía a gran altura sobre la ciudad. El ordenador de la cápsula la
condujo de vuelta al interior de la enorme nave; Caph descendió de ella y un ascensor le
transportó al despacho privado de la Observadora.

Estaba sentada ante un monitor de pared que proyectaba la imagen de unos agentes
de inteligencia disolviendo una manifestación de robots en un astillero, pero tenía los
ojos cerrados, lo que indicaba que estaba atenta a algún informe interno procedente de
otra región. Se sentaba luciendo las largas piernas cruzadas. Al contemplar esa mezcla
de belleza y fría eficiencia, Caph sintió una extraña embriaguez y se preguntó si no
llevaba años enamorado de ella. Otras mujeres excitaban su fantasía, pero cuando estaba
a solas con la Observadora sentía mensajes indescifrables jugueteando con su corazón.

“Bien, general —dijo abriendo sus ojos azul oscuro—, ¿qué tienes para mí?”

“El amor de un pobre soldado.”

“No eres pobre.”

“Tú me has empobrecido. Has robado mi alma.”

“Amas a cada mujer que ves.”

“Con las otras mujeres lo hago por costumbre —admitió, pasándose la mano por el
lustroso pelo negro—, pero debes saber lo poco que' significan para mi. Lo sabes todo
de la vida privada de todo el mundo.”

“Me aparto discretamente de la tuya —contestó ella aunque, de hecho, las


atenciones de Caph no la disgustaban, pues poseía todas las condecoraciones al valor.
Estuvo a punto de creerle cuando le dijo que estaba enamorado de ella—. ¿Qué me has
traído, aparte de frases seductoras?”

“¿Te he seducido? ¿Entonces hay esperanzas? —estiró su corbata y ajustó sus puños
—. El general Fénix Silvershield se ha enterado de los problemas con Ánfora. Ha
decidido que es el momento de dar un golpe contra el Consorcio.”

La ubicación del general Silvershield apareció en el monitor de pared. Su exacta


posición geográfica estaba indicada por un icono que se desplazaba lentamente y se
amplió hasta mostrar la actividad que realizaba en ese momento: un popular juego que

123
había sobrevivido al largo y tortuoso viaje desde la Tierra. El general estaba preparando
un lanzamiento al noveno hoyo.

La Observadora dio una orden y una cámara voladora se puso en marcha desde un
lugar remoto. No era mayor que un colibrí y transmitía imágenes del campo de golf
donde jugaba el general. Ahí estaban la hierba verde y su cabeza calva. La cámara
voladora permaneció silenciosa sobre él y liberó un minúsculo proyectil que planeó por
encima de los búnkeres de arena y las banderolas. Disminuyó la velocidad, corrigió
ligeramente su posición y aterrizó suavemente tras la oreja del general. Él se llevó la
mano a ese punto, pensando que se trataba de una mosca. En el momento en que sus
dedos lo tocaron, su señal comenzó a transmitirse; al instante se dio cuenta de lo que
significaba, pero siendo un hombre de nervios templados, se concentró en embocar el
último hoyo de su vida, a la vez que comenzaba el borrado masivo de su cerebro,
aislando aquellos sectores que configuraban la identidad y la memoría. Cuando la pelota
se coló por el hoyo, el general Fénix Silvershield era un catatónico. Observó la esfera
blanca en el agujero sin entender nada. No tenía ni idea de dónde se encontraba, quién
era o qué estaba haciendo. El palo cayó de sus manos y se quedó mirando la hierba, con
una expresión en sus ojos tan vacía como el cielo.

“Es la forma más cruda de catatonización —murmuró la Observadora—. No


quedará ningún registro de él, pero no tengo tiempo para los procedimientos
habituales.”

“Espero que nunca me pase a mí”, dijo Caph.

“¿Por qué te iba a pasar?”

“¿Catatonizas a antiguos amantes?”

“¿Tan seguro estás de que serás mi amante?”

“Puedo llegar a gustarte. Produzco ese efecto en algunas mujeres.”

“Gracias por alertarme sobre Silvershield.” Hizo un gesto indicando que la


entrevista había terminado.

Caph avanzó hacia el ascensor pero se giró. “La Guardia lleva unos días recelosa.
Los soldados perciben alguna amenaza en el aire. Confia en mí, Observadora.”

“Si yo fuera tú, por el momento no iría a comprar armas a Luna Chatarra.”

“Armas es la última cosa que compraría —la puerta del ascensor se abrió y el
general entró dentro—. ¿Es cierto que Olympia se cristalizó?”

“Sí.”

“Primero Kitty, luego Roy y ahora el viejo cocodrilo. ¿Significa eso que la raza
humana no va a ser inmortal, después de todo?”

124
Capítulo 23
Kurt Kashian tuvo una experiencia particularmente desagradable mientras hacía
ejercicios con su entrenador. Se sentía fuerte y resistente para un hombre de su edad,
cuando una gélida voz le dijo en su interior: Puedes entrenar todo lo que quieras, pero
siempre ganaré yo. Kurt comprendió: no podía derrotar a la muerte a base de disciplina
y ejercicios para desarrollar la fuerza. Solamente Anfora podía vencerla. Así que la
visión de la Observadora quejándose de una catástrofe en potencia le puso furioso.

“Ni Kitty, ni Roy, ni Olympia habrían querido que parásemos Ánfora —dijo
bruscamente—. La inmortalidad lo era todo para ellos. Ánfora se desarrolló en los
sótanos de Kitty.”

“Seguramente provocará más muertes.”

“La muerte es parte de nuestro mundo. Por eso necesitamos este proyecto.”

“¿Has estado en Ánfora desde el accidente?”

“No necesito ir allí. Los Inmortales nos han salvado con frecuencia en el pasado. Si
ahora tenemos dificultades, las superarán también —se separó de ella—. Roy dijo que
algún día tu paranoia profesional nos llevaría por mal camino.”

Ella frunció el ceño. “¿Eso dijo Roy?”

“Tenía razón. Roy siempre tenía razón.”

“Roy está cristalizado. No tuvo tanta razón en eso. Al menos decidamos continuar
con más precaución.”

Kashian meneó la cabeza y se levantó de la silla. “Cada retraso aumenta nuestro


riesgo. Quiero que mis células sean transferidas a Ánfora lo antes posible.”

“Kurt, ya se han autodestruido bastantes planetas a causa de tecnologías radicales.


¿Vamos a destruir también éste?”

Él le sostuvo la mirada. “Si intentas parar Ánfora, te aplastaremos. ¿Lo he dicho


suficientemente claro?”

“Es ilegal amenazarme.”

“Tus poderes proceden del Consorcio. Si aprecias lo suficiente tus privilegios, si


disfrutas siendo la Reina de los Espías, entonces apártate. Porque si no lo haces,
suprimiremos tu posición y tal vez incluso te suprimamos a ti. Me encargaré
personalmente de vaciarte el cerebro —se detuvo y sonrió, mientras su tono se volvía
completamente amistoso—. Aunque seas una vapor, te conozco bastante bien. La escala
de tu ambición es evidente. Al final, triunfará tu ambición. Apenas has comenzado a

125
explotar las oportunidades que te otorga tu poder. Sé que no serás tan estúpida como
para echar a perder todo.”

Las fuerzas de seguridad de Kashian miraron amenazadoramente a los agentes de la


Observadora cuando ésta salió, pero era sólo una puesta en escena. Cada equipo se
preguntaba si su propio jefe era el más fuerte. Se rumoreaba que se avecinaba un pulso
de poder.

La Observadora entró en su nave y vio en las pantallas que las fuerzas de Kashian
estaban intentado rastrear su plan de vuelo. Aunque la nave no tenía problemas para
eludir su sistema de rastreo, la sensación de ser vigilados no dejaba de ser molesta.

Visitó a los demás miembros del Consorcio y recibió la misma respuesta que había
obtenido de Kashian. Ánfora no debía detenerse ni avanzar con más prudencia. La
última visita fue a Paul Buckler; la nave de la Observadora aterrizaba ahora en su pista
privada. Sus agentes se desplegaron y ella caminó sola por el sendero sinuoso. Paul no
disponía de fuerzas de seguridad a su servicio, sólo personal robótico que la saludó
educadamente.

Tan pronto como entró, pareció que el suelo de parquet del vestíbulo conociera sus
pasos. La araña de luces del techo había sido testigo de su presencia bajo la gélida
claridad de sus brazos.

En numerosas ocasiones había permanecido debajo de ella, anticipando con


nerviosismo el abrazo de Paul. Pero hoy los cristales helados de la araña la llenaban de
aprensión.

Se abrió la puerta oscura de madera del estudio y él se adelantó eliminando con una
sonrisa la ansiedad de la Observadora. “¡Me alegro tanto de que hayas venido!”

Parecía cansado. Había aparcado sus proyectos de ingeniería para trabajar con doble
empeño en las traducciones de textos de los Antiguos Aliens. Si fuera capaz de penetrar
más a fondo, quizás podría encontrar la respuesta a los problemas de Ánfora.

“¿Hay alguna novedad?”, preguntó ella mientras le seguía al interior del estudio,
donde estaban esparcidos los antiguos manuscritos.

“Escriben desde la perspectiva de la eternidad. Es como conversar con una montaña.


Sus palabras están tan cargadas de experiencia, que absorben como la gravedad —
suspiró y se tiró de los cabellos, como si quisiera arrancar una respuesta al cerebro—.
Su explicación del universo es incomprensible porque aún vivimos con el sistema de
creencias que ellos abandonaron hace eones. Y liberarnos de nuestras propias creencias
no es algo que pueda conseguirse siguiendo las instrucciones de seres superiores. Hace
falta un progreso gradual y eso lleva años.” Estaba de pie junto al escritorio y sus dedos
descansaban ligeramente sobre un manuscrito. Tenía esa combinación tan seductora de
hombre de acción y mente poética, y era el único que había conocido con las
proporciones exactas.

Como de costumbre, estaba recibiendo información de los servicios de inteligencia


en su cerebro, pero la interrumpió porque sabía que a él le molestaban las transmisiones

126
privadas de la agencia. Al momento comenzó a verle con mayor claridad, resultando
casi palpable la firmeza de sus intenciones. ¿Cuánto de él había perdido a causa de su
obsesión por las transmisiones planetarias? Continuaba diciendo: “Los Antiguos Aliens
estaban sin duda interesados en las civilizaciones inferiores como la nuestra. Pero no
hacen referencias específicas a nosotros y se trata de textos filosóficos, no técnicos. Lo
único que consigo captar es una especie de atmósfera que irradia de sus palabras, pero
no tengo la llave maestra. Si me la entregaran, la reconocería”. Se subió las mangas y
las abultadas venas de sus antebrazos le recordaron corrientes de energía. Estaba bañado
por la luz del jardín; dos puertas abiertas al fondo del estudio permitían que el sol
entrara a raudales.

“Dicen que es peligroso hacer avanzar demasiado deprisa a un planeta atrasado,


pero al instruimos a través de los Inmortales han desobedecido su propia norma”.
Caminó hacia las puertas del jardín, como si quisiera escapar de esta paradoja. Al salir,
señaló una hilera de tallos retorcidos en los que florecían diminutas estrellas del
fexterior. “Los exhulianos creen que cuando las flores giran todo el día siguiendo al sol
están rezando.” Se volvió y sus ojos la miraron interrogantes, expresando la duda de
siempre: ¿por qué no quería pasar el resto de su vida con él? Al verle, ella se sintió
como la flor alienígena que giraba hacia el irresistible sol; por ese motivo debía
endurecerse frente a él.

Acarició con las yemas de los dedos las estrellas del exterior. Los agentes de la
Observadora se desplegaban detrás de los arbustos para protegerla contra posibles
intrusiones. Él les miró como si fueran malas hierbas que invadían su jardín.
Dondequiera que ella fuese, siempre estaban cerca, listos para actuar.

Ella preguntó: “¿Me ayudarás a detener Ánfora?”.

“¿Cómo voy a hacerlo? Una vez muerto Roy, Kurt es presidente interino del
Consorcio y nunca pondrá fin al proyecto ni siquiera si los demás miembros se
convirtieran en piedra frente a sus ojos —agarró suavemente a la Observadora por los
hombros—. El Consorcio nos ha devorado el alma a los dos. Tenemos que escapamos.
Conozco lugares donde no ha estado ningún otro ser humano.”

Ella cerró los ojos y se permitió soñar. Sabía lo detestada que era a causa de su
poder y en ocasiones se despertaba por la noche soñando que no era más que una
vagabunda espacial, una sombra en una caravana. Para protegerse de las declaraciones
de Paul, puso en funcionamiento las trasmisiones de sus espías. Su círculo de
informantes cubría el planeta y se extendía por todo el Corredor, formando un duro
enrejado alrededor de su corazón, como las cúpulas que Paul construía para proteger
asteroides.

“Tengo una nave equipada para viajar por el espacio profundo. Podríamos salir hoy
—dijo— sin dar explicaciones a nadie.”

La besó despacio y, a su pesar, ella dijo: “¿Realmente podríamos salir hoy?”.

“Podemos estar a la altura de la segunda luna a medianoche.”

127
“De acuerdo —dijo ella dulcemente—. Sí, de acuerdo...” Dejó que los sentimientos
hacia él fluyeran de su sellado corazón. De repente, Paul sintió que los jeroglíficos
antiguos con los que había estado peleando toda la mañana se aclaraban en su mente
lúcida. Los viejos manuscritos empezaron a desvelar su misterio. El destino nos trajo al
cosmos. Revelamos lafuerza y el nervio de las estrellas...

Tuvo la visión de un edificio, un espléndido edificio diferente a todo lo que había


construido y que, aun así, le resultaba familiar. Todo en él discurría, ríos de energía
zigzagueaban por innumerables cámaras selladas por una membrana misteriosa. Iba a
construirlo en algún lugar de los Campos Estelares Exteriores. Entonces se dio cuenta
de que el edificio era la morada final, su propio cuerpo. Las innumerables cámaras
brillaban con luz química y su membrana misteriosa perdía flexibilidad y se endurecía.
Sintió que se ponía rígido. Extendió un brazo hasta una estatua de mármol del jardín con
dos delfines saltando. Cayó contra ellos, los derribó del pedestal y se desplomó sobre la
hierba. Miró fijamente a la Observadora mientras las piernas se le volvían frías y el
brazo rígido, estirado hacia ella. Recordó cada uno de los momentos que habían pasado
juntos y sintió la profundidad de su conexión. Pero ya no era Paul. Me he cristalizado,
se dijo a sí mismo. Y se horrorizó, no tanto por estar muriendo, sino porque su
cristalización facilitaría la muerte de la siguiente víctima. Ahora entendía los escritos de
los Antiguos Aliens, incluso el secreto de su ruta de escape del tiempo; quería
explicárselo, pero era una estatua, como los delfines saltarines.

Ella se agachó a su lado y abrazó el cuerpo rígido. Su cara se estaba endureciendo,


como si un cincel invisible lo esculpiera en hielo. Los dos delfines, uno a cada lado,
formaban un cuadro de rescate, como míticas marsopas empujando a un ahogado hacia
la costa.

Se inclinó para besarle; su garganta estaba tensa conteniendo las lágrimas pero
apareció el demonio insensible de su profesión y le hizo preguntarse: ¿Estarán los otros
miembros del Consorcio, aquellos que planeaban vivir para siempre, condenados a
morir así? Se levantó apresuradamente.

“¿Hay algo que pueda hacer por el señor? —preguntó el robot jardinero rodando
hacia ella. Sus agentes ya estaban rodeándola. El aparato visual del robot expresaba una
profunda extrañeza. Miró con curiosidad la forma de Paul—. Parece distinto de su yo
normal”.

Mientras los agentes sacaban rápidamente de allí a la Observadora, escuchó al robot


desconcertado hablar por su comunicador: “Al personal robótico: Una estatua ha caído y
se ha roto. Es nuestro jefe”.

128
Capítulo 24
El defensa estrella de la Hiperbowl regateó para hacer un pase. Apenas una ligera
aureola indicaba que uno de los jugadores que esperaban recibir el balón no era real, y
que el equipo rival lo había proyectado desde una cámara aérea hacia el campo de
juego.

La peor humillación para un defensa era pasar el balón a una posición en la que no
había nadie, pero Eddie “Ariete” Orion creyó ver un jugador y le lanzó la pelota cuando
quedaban diez segundos para acabar el partido.

La línea de defensa contraria placó a Eddie; sintió cómo la enorme masa ósea de sus
cuerpos le golpeaba como un martillo pilón, pero el público estaba gritando y supo que
lo había conseguido. Le atravesó una oleada de júbilo, la mirada en las caras de sus
oponentes era indescriptible. Se quitaron de encima y Eddie intentó levantarse. La
mirada atónita de los jugadores se convirtió en horrorizada cuando sonó un fuerte
crujido, como el de un casco al partirse.

“¿Qué le habéis hecho?”

“Le plaqué, eso es todo. Siempre se zafa de nosotros.”

“Ahora no consigue zafarse.”

El defensa estaba tumbado en el suelo como un trofeo, con el uniforme lleno de


cristales rotos y pedazos de su cara que caían del casco. Los ojos reflejaban las luces del
estadio como un par de bolas de mármol pulido.

La multitud continuaba con los vítores, sin darse cuenta de que la estrella de la
Hiperbowl se encontraba hecha añicos en la línea de sesenta yardas. El árbitro se abrió
paso, pero no pitó falta. La línea de defensa había placado limpiamente a Eddie, de la
misma forma en que lo habían hecho durante el resto del partido. Algunos jugadores
cogieron pequeñas esquirlas de cristal de Eddie. Había sido uno de los mejores, y tal vez
diera suerte poseer una parte de él.

***

Sergius Valakhinas acometió la interpretación del fragmento más difícil de los


Estudios Alienígenas. Escrito para pianistas dotados de cuatro manos, los Estudios
estaban diseñados para desencadenar un torbellino de vibraciones que llevasen al éxtasis
al público alienígena, pero hasta ahora ningún humano había sido capaz de
interpretarlos. La audiencia contuvo el aliento mientras Valakhinas acometía con éxito
cada desafío, demostrando su maestría en las extensiones de dedos y el tempo
acelerado. En la segunda fila del auditorio del Consorcio, Madame Orbe de la Noche,
propietaria de Alien Cargo Corporation, se inclinaba para no perder ni un ápice de la
interpretación de Valakhinas; una membrana protectora se desprendió del tercer
ventrículo de su cerebro, indicando la primera señal de éxtasis.

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Valakhinas inició el crescendo final inspirado por las ondas de simpatía que recibía
de la audiencia alienígena. Fue desencadenando las notas a la deslumbrante velocidad
requerida y sintió súbitamente que los Estudios Alienígenas le estaban devorando. No
era posible sostener esa emoción y seguir vivo. Todavía podría salvarse si retenía la
nota final. Pero la ejecutó y un chorro de piedras preciosas brotó a raudales de su
esmoquin negro.

El auditorio se llenó de crujidos, como si las arañas del techo se hicieran añicos.
Eran los alienígenas extasiados, quebrándose junto a Valakhinas. Los humanos del
público salieron indemnes.

A su llegada, la Observadora quedó conmocionada por la belleza del cuerpo


fragmentado de Valakhinas, que yacía bajo un foco sobre el escenario, pero las gemas
no eran más que cristal, el mineral que había llegado a odiar. Su mirada se trasladó de
Valakhinas a la audiencia. Las brillantes gargantillas, brazaletes, broches y sortijas de
los dignatarios alienígenas se mimetizaban entre las formas quebradas de sus
propietarios. El aroma de los perfumes y ungüentos se aferraba a los cadáveres
fragmentados.

La Observadora se dio la vuelta y abandonó el lugar, sin examinar más a fondo a los
muertos. El Dr. Anfibras saltaba a su lado, aunque sus ojos estaban puestos en Luna
Chatarra, el gran satélite totalmente visible en el cielo nocturno. “Ánfora ha roto sus
fronteras, ¿no es así?”

“Así es”, respondió la Observadora. También miraba fijamente Luna Chatarra y


escuchaba en su cabeza la voz de Max Rat: Algún tipo de disrupción en la serie motora.
Los muchachos dicen que son como arrugas en el tejido.

“Vamos a destruir Ánfora. Debe hacerse de forma discreta y absoluta. No debe


quedar ni rastro.”

Anfibras se volvió de color naranja vivo y una vibrante nota grave le salió de la
garganta antes de que pudiera controlarla. “Debo recordarle, porque es mi deber
hacerlo, que lo que ha ordenado va en contra de los deseos del Consorcio.”

Mientras tenía lugar esta conversación, Fin Zigler estaba metiendo la cabeza en el
Bar de los Chatarreros. “Este lugar se está viniendo abajo.”

El equipo de constructores-de-naves no preguntó por los detalles; Luna Chatarra


contenía demasiado armamento, demasiadas cabezas nucleares. Se largaron del bar y se
metieron en el torpedo de Fin, una bomba volante que había desarmado y utilizaba por
diversión. Ninguno se reía cuando Fin aceleró. Se sujetaron a los agarres que había
soldado en el torpedo y se agacharon mientras Fin atravesaba a toda velocidad el oscuro
paisaje guiado por el radar que llevaba como cinta para la cabeza, con los largos
cabellos negros ondeando al viento. Las inertes naves de naciones desaparecidas
resultaban amenazantes bajo el veloz crucero. Los constructores-de-naves conocían
cada uno de los sectores que atravesaban, pues los habían recorrido de arriba a abajo en
busca de piezas. Todos habían pilotado el torpedo en la oscuridad, a baja altura,
esquivando cañones, timones y balizas de radar. Pero Fin volaba muy bajo esta noche;
los puntiagudos cuernos de una hilera de Naves del Diablo surgieron a pocos

130
centímetros del torpedo. El jefe de diseño de la tripulación, Gus Wedok, cerró los ojos
cuando Fin casi choca con un lanzamisiles. Así que esto es lo que hay, pensó Gus; la
función ha terminado. Contempló la estela de polvo de un junkemauta elevarse sobre el
horizonte, con sus luces girando alocadamente, y se preguntó si habría sido uno de ellos
el que había precipitado la crisis.

Aparecieron las luces del hangar principal, que aumentaron de brillo y tamaño a
medida que el torpedo cruzó la última franja de oscuridad. Fin aterrizó, la tripulación
saltó de la nave y él dirigió el vehículo hacia el carril de lanzamiento que lo alojaba.

Su única respuesta a las numerosas preguntas de los constructores-de-naves fue:


“Problemas en el núcleo”. Los trabajadores cercanos al proyecto Ánfora parecían
troncos de un bosque petrificado; algo los había atacado y fracturado; no sólo estaban
muertos, sino que parecía como si hubieran sido extraídos de una mina.

“Nos llevamos el Pequeño Infinito”, dijo.

“La nave aún no está lista”, replicó Gus.

“No vamos a dejarla aquí.” Fin dio órdenes para retirar el andamiaje que la rodeaba,
activar los circuitos de iones y disponer el escudo de neutrones. No habían trabajado
todos estos años en su nave estrella para dejarla a merced de los junkernautas.

“Circuitos de iones activados...”

“¿Nivel de biocombustible?”

“Suficiente para despegar.”

“¿Qué hay de la botella de plasma?”

“Ya está descorchada.”

“¿Convertidor láser?”

“A pleno rendimiento.”

Los constructores-de-naves andaban ajetreados por todo el Pequeño Infinito


desmontando piezas de trabajos sin finalizar que deberían completar en otro lugar. Fin
estaba en los controles, con Gus en el asiento del navegante. La unidad que éste tenía en
sus manos procedía de una nave exploradora Centauro que poseía el mejor sistema de
información para la navegación del Corredor, pero Gus no había llegado a utilizarla
nunca, sólo se había limitado a comprobar que funcionaba correctamente.

“Biocombustible circulando —dijo Fin—. ¿Dónde apunta el láser?”

“Al dinero.”

“Acelerador de ondas activado.”

131
“Fin, mira ese...”

Un grupo de trabajadores de mantenimiento corría por el hangar hacia la nave,


pidiéndoles a gritos que les esperaran.

“No tenemos sitio —dijo Fin—. No conseguiremos despegar con tanta gente a
bordo.” Pero aun así estaba abriendo las escotillas.

El equipo de mantenimiento se aproximó y entonces el suelo pareció elevarse bajo


sus pies, arrojándoles hacia los lados. Giraron violentamente con los brazos abiertos y
se resquebrajaron, mientras fragmentos de sus cuerpos asomaban por los uniformes.

Fin cerró las escotillas e inició la maniobra de despegue. Pequeño Infinito salió
disparado y Gus introdujo el punto de destino en el ordenador de la nave: la estación de
combustible más próxima, Asteroide Tartine. Todo el mundo a bordo suspiró con alivio.
Pero, repentinamente, Fin redujo motores y giró en redondo. Señaló hacia el monitor
exterior, donde apareció un enorme robot de cabeza cúbica que se movía pesadamente
por la pista de despegue. “No podemos dejar atrás a Max Rat.” Fin abrió de nuevo las
escotillas. A través de la ventanilla frontal de la cabina de vuelo vio un junkernauta
acercándose amenazadoramente. “Deprisa, Max Rat...”

El enorme robot se dejó caer en Pequeño Infinito, con su cabeza cuadrada


estirándose frenéticamente. “Gracias, Zigler. Te debo una.”

“¡Fin, vámonos!”, chilló Gus mientras el junkemauta surgía enorme frente a ellos,
con rostros de máquinas enloquecidas mirándoles a través de la cabina de vuelo.

Fin hizo girar al Pequeño Infinito y volvió a acelerar motores, mientras el monstruo
pasaba rozando y cabezas de robots rebotaban en el casco de la nave. Ésta se tambaleó
por un momento, consiguió impulso y despegó. Al mirar atrás, los constructores-de-
naves vieron cómo el junkemauta chocaba con la torre de control, que se derrumbó a su
alrededor, y seguía rodando por su camino.

Pequeño Infinito siguió ascendiendo. Al mirar hacia abajo, Fin vio que el Tiburón
intentaba cargar a cientos de trabajadores de Luna Chatarra que corrían hacia sus fauces
abiertas. Todos cristalizaron al mismo tiempo mientras avanzaban, como uno de esos
monumentos erigidos por el Consorcio para homenajear a los trabajadores felices y
productivos. La boca del Tiburón se cerró de golpe; dos de los hombres habían
conseguido llegar a los controles, pero sus manos cristalizadas debieron paralizarse
sobre las palancas inadecuadas, porque el Tiburón avanzó directo hacia delante, sin
llegar a despegar, adquiriendo velocidad mientras se salía de la pista. Golpeó una hilera
de naves Gladiador y estalló. Surgió una enorme bola de fuego y Fin apartó de las
llamas la trayectoria de la nave. Luna Chatarra se estremecía. Fin vio temblar las hileras
de naves de combate como si sus motores se hubieran puesto en marcha al mismo
tiempo. Se abrieron fisuras en la corteza de la luna que dejaban al descubierto la oculta
estructura subterránea. Las naves de combate se desmoronaron. Entonces las fisuras se
ensancharon y bloques enteros de armamento se hundieron en el esqueleto interior. La
luna artificial se estaba rompiendo como un huevo golpeado por un martillo y enormes
surtidores de llamas estallaron desde su centro, como si un pájaro del sol estuviera
saliendo de su cascarón. A medida que los pedazos salían despedidos, la estructura

132
subterránea se desmoronaba y pudo verse el núcleo del huevo. Fin contempló un
despliegue surrealista de cables, interminables filamentos retorcidos que habían
formado parte de la red de comunicaciones de la luna. Parecía un gigantesco foso de
serpientes eléctricas hostigadas por alguna fuerza invisible.

“¿Qué está pasando ahí abajo?”, preguntó Gus.

“Ánfora ha reventado”, respondió Max Rat, mientras Fin apuraba al máximo la


potencia de Pequeño Infinito para evitar que Ánfora les alcanzara, ya que podía sentir la
influencia de sus energías ocultas en la nave. Fin temblaba junto con la nave, que sufría
sacudidas en el vuelo, pero Pequeño Infinito estaba demostrando que podía salir del
apuro. Su segunda fase de propulsión se activó y remontó a mayor velocidad.

“Bien, Zigler, muy bien —Max Rat enfocaba con uno de sus pares de ojos a Zigler y
con otro a Luna Chatarra—. Pero parece que he perdido mi empleo.”

“Necesitamos combatientes a bordo.”

“Soy la máquina que buscas.” Del pecho de Max Rat surgieron cañones láser listos
para disparar.

Gus miró hacia el ángulo formado por la trayectoria ascendente de la nave y el


corazón búhente de la luna reventada. Había visto antes muchos naufragios; había sido
testigo de cómo se derramaban las entrañas de las naves, pero nunca había presenciado
la destrucción de un gran satélite. Parecía como si el espíritu de la luna estuviera
danzando con la cabeza cubierta de circuitos eléctricos, mientras sacudía el lugar hasta
derrumbarlo.

El módulo de reconocimiento del ordenador central de la nave, que exploraba el


espacio en todas las direcciones, capturó la imagen y la procesó. Sonó una voz
sintetizada procedente de un altavoz: “Objeto no identificable a cuarenta y cinco
grados de la posición de cola. Comprobando...”.

Un segundo después sonó la voz del ordenador: “Sin semejanza con ningún objeto
conocido del Corredor. Continúa la comprobación...”.

Hubo una pausa de diez segundos y luego se escuchó: “Semejanza más próxima:
nave interdimensional inexistente, popular entre seguidores de la teoría de la
conspiración. Otra opción: nave fantasma depredadora descrita en textos del Antiguo
Corredor. Aconsejo acción evasiva”.

Gus se obligó a apartar la vista y volvió los ojos hacia la pantalla de navegación que
tenía el pequeño emblema de Centauro en su armazón. Un navegante de Centauro había
mirado esta pantalla intentando escapar de sus propios demonios sin éxito, ya que la
nave, de la que Gus extrajo personalmente la unidad, había sido derribada. Pero esa
unidad había salido intacta del naufragio; era símbolo de buena suerte, como cualquier
pieza que hubiera sobrevivido al combate. Pequeño Infinito estaba compuesto
exclusivamente por esas piezas afortunadas y ahora demostraba su potencia,
abandonando la gravedad y colocándose en órbita, fuera de la influencia de la

133
fragmentada Luna Chatarra y de cualquiera que fuese la energía que gobernaba su
núcleo mortífero.

“Sigue sin detenerte”, dijo Gus a Fin, y el Pequeño Infinito siguió volando.

134
Capítulo 25
Las cristalizaciones se fueron extendiendo por la capital junto con los rumores,
algunos de los cuales implicaban a los Inmortales. Las manifestaciones en el exterior de
los muros del monasterio se convirtieron en algo cotidiano.

“Os hemos asignado un Dios de la Guerra”, dijo la Observadora a Metron.

Él levantó la mirada hacia la enorme sombra y vio pasar lentamente la imponente


nave, con su panza iluminada por las torretas de observación. El Dios de la Guerra
cambió su trayectoria y quedó a la vista la sección de popa, erizada de armas. Metron
captó una fugaz visión de la brillante armadura de un miembro de la tripulación. “Es
una imagen terrible.”

“De momento es necesario —le aseguró la Observadora—. La tripulación es


exclusivamente robótica, por lo que, incluso si hubiera un golpe militar, están
programados para proteger el monasterio contra cualquier idiota que pudiera culparos
por lo sucedido”.

“¿Son idiotas los que nos echan la culpa? —preguntó Metron—. En caso de golpe
de Estado, ¿qué ocurrirá con el Consorcio?”

“Si la Guardia se divide, los miembros del Consorcio estarán en peligro. Pero nadie
se atreverá a atacaros con un Dios de la Guerra sobre vuestras cabezas.”

“¿Apruebas que nos defiendan de esta manera?”

“Por supuesto. Os protegería con mi propia vida.”

“¿Incluso ahora?”

“Especialmente ahora.” Miró hacia el horizonte, por donde desaparecía la gran nave.
Más allá, débilmente visibles en el cielo vespertino, los fragmentos de Luna Chatarra
giraban lentamente alrededor de Planeta Inmortal.

Dos monjas Inmortales paseaban por el jardín, con sus envejecidas cabezas una
junto a la otra, inmersas en una sombría discusión. La Observadora captó la palabra
Anfora y después algo que sonaba como una fórmula matemática. ¿Podrían ser aún de
alguna utilidad esas frágiles criaturas?

Las dos figuras con hábito penetraron en una de las estructuras tumularias que
hacían las veces de dormitorio. Estas edificaciones rudimentarias habían sido
construidas sin ninguna concesión a la comodidad o a la belleza. Aunque el recinto del
monasterio contenía numerosas obras de arte, para la Observadora resultaba evidente
que esos regalos eran un desperdicio, ya que los ancianos renunciaban a interesarse por
cualquier cosa que pudiera ofrecerles la riqueza. En el pequeño recorrido efectuado
había visto iconos planetarios incrustados de piedras preciosas, así como tapices,
jarrones y mobiliario bellamente esculpido. Pero los monjes y monjas pasaban ante cada

135
pieza sin apenas mirarla. La Observadora tenía la sensación de que las habrían guardado
en uno de esos grandes túmulos y se habrían olvidado de ellas si hubieran podido
hacerlo sin herir los sentimientos de los donantes.

Agachó la cabeza, abrumada por una preocupación que superaba su capacidad de


comprensión. “Voy a destruir Ánfora —susurró—. Quería que lo supierais.”

Metron rozó con la punta de su sandalia unas diminutas flores blancas, como si
estuviera borrando una ecuación equivocada, la ecuación que había provocado este
desastre. Era un signo de nervios tan humano que, por un momento, la Observadora
pensó en él en términos humanos y se preguntó cómo habría sido de joven. Al igual que
cualquier otra joven criatura ansiosa, debía de haber conocido la estupidez, la
impaciencia, el deseo físico y el terror. Pero todo lo que quedaba de sus antiguas
ansiedades era ese suave movimiento del pie.

Ella continuó: “No he informado al Consorcio de mi decisión. Todavía quieren ser


inmortales”.

Él asintió. “¿Y tú, Observadora? ¿Qué quieres ser?”

“Yo he perdido a alguien muy querido. Sin él, no valoro mucho mi propia vida. Es
una especie de libertad, supongo.”

“¿Libre del deseo de vivir para siempre?”

“¿Por qué debería desear repetir mi locura eternamente?”

“Yo siento lo mismo —Metron puso su mano huesuda sobre la de ella—. Creíamos
ser sabios, pero lo único que somos es viejos —luego añadió—. Llévame a Anfora.
Déjame intentar encargarme de ella.”

“Luna Chatarra se está deshaciendo. No se puede llegar a la instalación Ánfora.” La


Observadora se levantó para marcharse.

“Gracias por venir a verme —dijo Metron—. En realidad deberías habernos


detenido.”

“Arreglaremos las cosas para sacaros del planeta. No querréis vivir con un Dios de
la Guerra sobre vuestras cabezas.”

“Nos prepararemos para la partida —Metron todavía le sostenía la mano y había


lágrimas en sus sabios ojos—. Nunca más interferiremos en el destino de los demás.”

“El error puede haber sido nuestro —dijo la Observadora—. La humanidad ha


provocado muchas catástrofes.”

“Nada como esto ha ocurrido antes”, dijo Metron solemnemente.

Otro monje acompañó a la Observadora desde el jardín hasta el exterior. Al otro


lado de los muros del monasterio la esperaban sus agentes para abrirle paso entre una

136
muchedumbre airada. Algunos de los manifestantes ya no presentarían problemas.
Estaban tan inmóviles como estatuas de jardín y sus cuerpos cristalizados relucían en un
éxtasis vengativo, con los puños congelados en el aire.

Subió al vehículo blindado y uno de los que protestaban se cristalizó cuando saltaba
frente a él, pero el conductor no frenó; el parachoques levantó el cuerpo, que se hizo
añicos contra el parabrisas; las esquirlas brillantes de su cara, cuello y dedos pasaron
dando vueltas ante la ventanilla de la Observadora.

“Es una peste que no provoca descomposición.”

El general Caph, sentado frente a ella, preguntó: “¿Cómo estaba Metron?”.

“Dice que dos mil años no le han hecho lo bastante sabio.” “¿Cuánto tiempo cuesta
conseguirlo?”

“La eternidad.”

Los ojos del general se fijaron en una joven pareja que había cristalizado con las
manos unidas y mirándose a los ojos. “Espero que se encontraran en ese momento en
que el amor es perfecto.” “¿Hay un momento así?”

“Lo hay —dijo Caph—. Lo vivo varias veces por semana.”

El vehículo ascendió directamente hacia la nave de la Agencia de Inteligencia.


Cuando llegaron a su oficina, la Observadora dijo a Caph: “Destruye Ánfora”.

“¿Es decisión del Consorcio?”

“Asumo la responsabilidad.”

“Tomarán represalias.”

“Estoy preparada. Pero necesitaré a la Guardia. ¿Puedes garantizarme su lealtad?”

Encogió los hombros. “Aquellos que no la muestren recibirán un vector mortal en la


cabeza ¿Correcto?”

“Esperemos que no haga falta.”

“Según mi experiencia, suele hacer falta. Sugiero que dejemos esa amenaza
suficientemente clara.”

“¿Ordenarás el ataque inmediatamente?”

“Ánfora habrá pasado a la historia esta noche.”

La Observadora asintió y se unió al Dr. Anfibras en el centro de mando del buque.

“Está pálida”, dijo el pequeño sapo.

137
“El Consorcio actuará contra mí ahora.”

El le entregó una transmisión secreta que acababa de recibir. Durante las últimas
horas, todos los miembros del Consorcio que quedaban vivos se habían cristalizado.

138
Capítulo 26
Dan Terrel estaba sentado en su puesto de comandante de vuelo en el Dios de la
Guerra del Consorcio. Paneles de ordenadores y terminales le conectaban con Luna
Chatarra, a muchas millas por debajo, y la pantalla principal mostraba una imagen de
Ánfora. De fondo podía oírse el movimiento apresurado de gigantescas cintas
transportadoras; hombres y máquinas se estaban reorganizando tras el lanzamiento y
retorno de naves de reconocimiento. Habían estudiado las posibilidades de ataque y
Terrel se dirigió a su lugarteniente de vuelo. “Después de que la desintegremos,
saldremos al otro lado de la Plancha Seis Este.”

El subcomandante Bert Fernández estaba mirando un primer plano de una fila de


naves de combate Misterium que guardaban un equilibrio precario sobre la Plancha
Quince Norte, una isla flotante que se había desprendido de la corteza principal de Luna
Chatarra. “Hay naves maravillosas ahí abajo. ¿No podríamos rescatar alguna?” “Las
órdenes son dejarles rebañar los huesos a ellos. ” Terrel movió la cabeza hacia otro
monitor que mostraba una variedad de naves mercenarias en órbita elevada. Las noticias
sobre la luna convertida en ruinas se habían difundido rápidamente por todo el Corredor
y los saqueadores se estaban reuniendo para obtener parte del botín. El satélite gigante
llevaba una semana ardiendo sin que nadie hubiera intentado apagar los fuegos. Se
había decidido dejar que se quemara.

“Una pena que tengamos que cedérselas a las hienas —dijo Fernández, mirando las
naves Misterium—. La raza que construyó esas naves está extinguida.”

“Una vez piloté una —dijo Terrel—. Un manejo puramente lógico. Sin ruido y con
velocidad total sin necesidad de atravesar múltiples fases. Pero las dejaremos donde
están. Son órdenes.”

La batería de monitores mostraba Luna Chatarra desde todos los ángulos, de cerca y
de lejos. Uno de los planos largos permitía contemplar toda la esfera irregular. “Si el
programa Anfora hubiera sido nuestro...” Fernández se hacía eco de un antiguo
sentimiento sobre la ingeniería civil frente a la militar.

“Desestabilizaron el núcleo —afirmó Terrel, suscribiendo el comentario de su


subordinado—. Nuestra gente nunca hubiera cometido ese error —cogió su casco—.
Hace falta ser un idiota para desestabilizar un satélite de ese tamaño.”

El general Caph se reunió con ellos en la puerta que conducía a la abarrotada


cubierta de vuelo. Caph mostraba cicatrices de múltiples batallas y una de ellas cruzaba
las arrugas de su frente causadas por el gesto que mantenía desde hacía una hora,
cuando llegó la información del puesto de mando. “Me preocupa la misteriosa
estructura de la energía del núcleo. No muestra ninguna particularidad constante.
Ningún dato definido. Es un objetivo que no se parece a ninguno de los que hemos visto
ante.”

“No tiene importancia, señor. En cinco minutos va a desaparecer completamente de


ahí abajo.”

139
Terrel y Fernández abandonaron la sala de reuniones y se lanzaron por el tubo que
conectaba directamente con sus aviones. La escotilla se cerró sobre Terrel.

“Buenas tardes, comandante Terrel —dijo la voz robótica de la nave—. Me alegro


de volver a volar con usted.”

“Buenas, Raptor Uno. ¿Estado?”

“Listo para el combate.”

“Tienes un ETL para nosotros?”

“Sí, señor. Lanzamiento a las 1432 hora estándar del Corredor desde área cero uno
siete. Raptor Dos tripulado por subcomandante Fernández reporta un ETL a las 1433
desde área cero uno nueve”.

El Raptor de siete toneladas fue alzado de su anclaje y trasladado a su posición en la


rampa de lanzamiento. El puerto de retropulsión se cerró tras él.

“Todos los sistemas preparados para el lanzamiento”, anunció la voz del director
robótico de vuelo, que supervisaba los preparativos desde una cabina protegida. Terrel
dio la orden de adelante y el Raptor avanzó hasta los límites del puerto. “Activación —
ordenó el director de lanzamiento e hizo las comprobaciones finales—. Condiciones
óptimas. Lanzamiento ahora.”

La nave de Terrel fue repolarizada, descendió la cámara y salió disparada hacia el


cielo, con sus alas desplegadas como un escarabajo volador.

“Transición de lanzamiento a modo combate”, dijo el Raptor.

Terrel se situó en el arco de veinte millas alrededor del Dios de la Guerra, esperó a
que su lugarteniente se uniera a él y ambas naves se dirigieron hacia una brecha de la
resquebrajada luna. Un junkemauta rodaba al borde de la fisura y desapareció por ella,
en medio de la oscuridad.

Terrel, seguido de Fernández, se zambulló tras el monstruo por un río de fuego en el


que aún ardía el armamento de Luna Chatarra. Había visitado el lugar en múltiples
ocasiones por asuntos de negocios, para comprar, regatear y chismorrear con guerreros
de otros mundos. Nunca hubiera imaginado que volaría por sus entrañas, rodeado por
magníficas naves en llamas procedentes de naciones alienígenas. Las explosiones se
sucedían en cadena, una hilera tras otra, y el humo se filtraba por la carlinga. Una de las
grandes naves de Lustrumia eructó fuego a su paso, como dándole la bienvenida a su
pira funeraria.

Terrel agitó las alas de su nave ante el gigante que vomitaba fuego, respondiendo al
ardiente saludo de la gran nave. Una bola de fuego surgió de su interior, llenando de
chispas los alrededores de su carlinga; un segundo después la dejaba atrás, retumbando
estrepitosamente ante los espíritus que asistían a su funeral.

140
Terrel continuó su vuelo, con Fernández siguiéndole como una sombra. Los vientos
rápidos que soplaban por encima de la nave producían turbulencias al chocar con los
vientos inferiores más lentos, por lo que descendió a unos 300 metros. El devastado
paisaje emitió un chillido y el corazón de Terrel dio un brinco cuando una fisura se
ensanchó de repente, como una oscura sonrisa de la luna. El derrumbamiento había
creado un cañón muy profundo, en el que se perdía la luz del sol. Se lanzó en picado,
seguido a duras penas por Fernández, a través de esa sombra desconocida de un mundo
desconocido. Aquí, la fuerza destructiva del hundimiento había desplazado los
entramados de vigas en ángulos inverosímiles, que se esforzaban en esquivar Terrel y
Fernández. Los generadores anticolisión situados en el vértice de las alas pasaban
rozando la estructura de vigas. Se acercaron tanto a los carriles de deslizamiento de un
magnoavión que Terrel pudo observar a tres robots mecánicos mientras se dirigían a
algún sitio a toda velocidad en su módulo.

“¿Qué era eso?”, preguntó Fernández.

“Unidades de mantenimiento —respondió Terrel—. Trabajando hasta el final.”

El cañón se torció y Terrel forzó la nave para seguir su trayectoria. Sintió que sus
ojos se desenfocaban, exactamente igual que cuando se veían sometidos a demasiadas
fuerzas-g. Pero no estaban desenfocados; había algo allí abajo que no poseía ninguna
particularidad constante. Disparó un misil de desintegración masiva y se alejó
rápidamente. Pero la onda expansiva de la detonación no se produjo; los instrumentos
mostraban que el misil había sido desviado en un ángulo agudo y luego se había
desvanecido. “Se lo ha tragado como un caramelo”, dijo Terrel a Fernández, pero no
pudo continuar; sus sensores anticolisión pitaban insistentemente mientras esquivaba los
obstáculos en el caos del interior y se remontaba sobre ellos, sólo para experimentar la
singular sensación terrorífica de siete toneladas de acero desequilibrado. “Raptor Uno,
comunica tu estado.”

La nave no contestó. El panel de instrumentos estaba apagado. Miró hacia el


exterior, a ambos lados de la carlinga, y vio la segunda nave entre las sombras. “Bert,
¿estás bien?”

Fernández no respondió.

“Raptor Dos, comunica tu situación”, ordenó Terrel.

“Normalidad en todos los sistemas —respondió la nave de Fernández—. El


subcomandante Fernández no responde.”

“Tengo problemas”, dijo Terrel luchando por controlar su nave.

“Analizando —dijo Raptor Dos y un momento después informó—. El componente


orgánico del sistema biocognético de su nave se encuentra en estado de cristalización.”

“Infórmame sobre el subcomandante.”

“El subcomandante Fernández parece encontrarse en el mismo estado.”

141
Terrel giró la cabeza y vio, alumbrado por el destello de uno de los fuegos de Luna
Chatarra, la cara iridiscente de Bert Fernández: una estatua con casco de combate.

“Raptor Dos, procesa la reparación energética.” “Comprendido. Solución óptima


sugerida: conexión del paquete de potencia de emergencia.”

“Ya lo he hecho. No hay respuesta.”

“Por favor, notifique a qué puerto está conectado.”

“Puerto de energía estándar A.”

“Sugiero conectar al bus del subsistema B.”

Terrel siguió la indicación y el panel de control central se iluminó. “Raptor Uno,


¿me copias?”

La nave respondió en un tono mecánico seco, sin rastro de su antigua voz melódica
similar a la humana. “Unidad principal cognitiva intacta. Desde el bus a todos los
sistemas de control sin posibilidades de autorreparación. Comandante, solicito
comunicación en electrish con Raptor Dos. Por favor, active el nexo de conexión doce
en la corriente de comunicaciones para transmisión de información.”

Terrel activó el puente.

“Gracias —dijo su nave—. Comunicación establecida. Raptor Dos y yo estamos


procesando soluciones para el regreso.”

Terrel, obligado a una espera ociosa, presenció cómo las dos naves se abrían paso
lentamente a través de las entrañas traicioneras de Luna Chatarra. Siempre había tenido
la impresión de ser él quien pilotaba, pero ahora esa ilusión había desaparecido. Aun
así, no pudo evitar ordenar: “Raptor Dos, informa sobre programa de recuperación de
emergencia”.

“El equipo de recuperación está ayudando a encontrar soluciones para el regreso.


Sugerimos que se relaje —Terrel tuvo que reprimirse para no intervenir. Raptor Dos
continuó diciendo—: Le consultaremos si es necesario.” En otras palabras, te
avisaremos cuando todo haya terminado.

La siguiente voz que escuchó fue la del general Caph. “Dan, ¿qué está pasando
ahí?”

“Creo que Ánfora ha arrojado nuestros misiles al hiperespacio. Luego averió mi


Raptor y cristalizó a Bert. Las dos naves están elaborando un plan para llevarme de
regreso.”

Segundos después salió despedido de Luna Chatarra hacia el cielo abierto. Vio el
Dios de la Guerra a través de la escotilla de su nave y los dos Raptores ascendieron
hacia él. Mientras se alineaban con la apertura de entrada, el equipo de recuperación se
comunicó con las naves en electrish. La velocidad de la lengua hacía imposible su

142
comprensión, pero era necesario actuar con celeridad en esos momentos, cuando su
lisiado Raptor iniciaba la aproximación. Sintió que la nave se ajustaba a estribor y
contempló las luces azules de la pista de aterrizaje al frente. La nave hizo una nueva
corrección, aumentando su velocidad. La boca del Dios de la Guerra se veía cada vez
mayor, aunque a ningún piloto le pareciera nunca suficientemente grande. Si el ángulo
de aproximación a la boca era incorrecto, chocaría contra ella y se desplomaría como un
costoso castillo de fuegos artificiales.

Miró sus instrumentos y comprobó que la velocidad se mantenía. Los Raptores


habían calculado bien. La boca del Dios de la Guerra iba aumentando de tamaño, a
cinco kilómetros, luego a cuatro, a tres, y hasta tres cuartos de kilómetro. Terrel la
observó fijamente. Podía ver la hilera de luces de recepción en su interior. Los colores
indicaban que iba demasiado alto. Las voces robóticas en electrish se aceleraron tanto
que sonaban como una sirena estridente. Sintió que la nave disminuía velocidad,
corrigiendo el ángulo hacia abajo. La boca del Dios de la Guerra se cerró a su alrededor
y alimentó a la bestia. La rueda frontal llegó a la línea amarilla central y se puso en
marcha la barrera magnética del área de aterrizaje, que detuvo el movimiento de la nave.
Su cuerpo salió disparado hacia delante, presionando contra los cinturones de seguridad
al pasar de 128 nudos a cero.

“Le tenemos, comandante. Apague motores y luces.” La voz sintetizada del director
robótico de vuelo era plana, como si nada extraordinario hubiera ocurrido.

Terrel obedeció órdenes y el ordenador abrió la escotilla. Un brazo de metal le


extrajo limpiamente de la carlinga, junto con su asiento, y lo depositó en cubierta,
mientras la nave de Fernández aterrizaba en el área de recuperación de al lado. En
cuanto se estabilizó, los robots de control de daños se arremolinaron sobre ella.

Escuchó sus voces inexpresivas: “Se solicita permiso para romper al subcomandante
Fernández y proceder a su extracción”.

143
Capítulo 27
El salón del bar estaba repleto de todo tipo de mercenarios, vagabundos alienígenas,
ciberdelincuentes y jugadores fanfarrones. Ren recorría las mesas, como de costumbre,
en busca de un capitán mercante que no fuera muy exigente sobre la situación legal de
sus pasajeros. Mientras la observaba, Upquark dijo a Link: “Computadas las recientes
experiencias, mis cálculos indican una alta probabilidad de quedarnos atascados aquí
indefinidamente”.

Se percató de que la mayor parte de los bebedores parecían idiotizados y miraban la


puerta abierta como si fuera un horizonte por el que pudiera aparecer una nave de
rescate.

“Aquí no hay nadie que pueda llevamos a Cantus —dijo Ren cuando regresó a la
mesa. Las alegres campanillas de su voz estaban ausentes desde que deambulaban por
Alien City—. El precio que piden está fuera de nuestras posibilidades. Nos consideran
carga peligrosa.”

Link se incorporó de repente y corrió a la calle. Había reconocido una cara familiar.
Un hombre estaba mirando las deslumbrantes luces del bar, contra las que aleteaba una
mariposa nocturna. “Profesor Cometario —dijo Link—. ¿Me recuerda?”

El profesor contempló fijamente al joven que tenía delante y el pasado retornó con
claridad: “Uso táctico de feromonas sexuales para el manejo de la cochinilla alaria”.

”Sí, señor. Era mi tesis doctoral.”

“Adrián Link. Estás en la Llanura Agrícola. Un comienzo brillante.”

“Eso se acabó.” Link llevó a Cometario al bar y le puso al día de su caída en


desgracia. Cometario movía la cabeza sin poderlo creer. Link observó que las uñas del
profesor estaban tan sucias como siempre, ya que solía pararse en cualquier sitio y
ponerse a escarbar los suelos que consideraba interesante analizar. En ese momento, una
semilla estaba germinando en el doblez exterior de sus pantalones. Hizo un gesto con la
mano y ladeó su sombrero, que dejó caer algo de tierra de su copa sobre la mesa, junto
con un insecto que había estado viviendo en esa tierra.

Ninfa madura de cigarra, señaló Upquark.

Cometario dijo: “Me he tropezado con una planta de narciso calle abajo que
mostraba una agalla muy interesante, causada por un nematodo de los bulbos; la llevo
en el bolsillo, por supuesto... —rebuscó y sacó algunos portaobjetos, una lupa y unas
pinzas—. ¿Recuerdas a un tipo llamado Puffer Sadlock? Tenía un discurso indirecto y
tortuoso, pero era experto en drenaje de suelos. El mismo estaba un poco reseco
también... Aquí está, mira esa agalla, ¿no es muy habitual, verdad...?” Puso el bulbo
infectado sobre la mesa. La ninfa de cigarra se arrastró hacia él lentamente. Link y
Upquark la miraban fascinados mientras pensaban lo mismo: había vivido bajo tierra los

144
últimos diecisiete años y finalmente se había abierto paso zigzagueando hasta la luz del
día para aparecer en el sombrero de Cometario.

El profesor hurgó en otro bolsillo y extrajo una hoja muerta. “Manchas anulares,
atrofia y muerte prematura. Un hongo procedente de otro planeta. Ya les había avisado
—dijo con voz triste. Entonces, la mirada calibradora de sus ojos gris azulado se volvió
especulativa—. Esas cristalizaciones o lo que quiera que sean, ¿podrían estar
provocadas por un virus? ¿Alguna sugerencia?”

“Ninguna —dijo Link, aunque algo se puso en marcha en el fondo de su cerebro;


como la ninfa de cigarra que se había abierto camino hacia la luz, una idea se abría paso
poco a poco. Los pensamientos se iban desplazando, de la misma manera que la ninfa
había empujado guijarros y otros obstáculos subterráneos que entorpecían su camino—.
No tengo ninguna idea.”

Cometario volvió a rebuscar en su bolsillo. “Tengo que mostraros algo, no tiene


nada que ver con eso, es sólo una curiosidad...” Puso un pequeño féretro sobre la mesa.
Ren lo cogió y abrió la tapa. En su interior había una larva conservada en ámbar.

“Me la regaló un nativo de Planeta Insectia. Se supone que me traerá suerte —


Cometario levantó el gusano embalsamado y mostró un revestimiento inferior de oro
grabado con pequeños símbolos—. Un conjuro mágico. Así es Planeta Insectia para
vosotros. Un lugar atroz con un clima imposible. La agricultura no está geográficamente
equilibrada, pero cultivar cinco millones de toneladas métricas de arroz no es poco para
un pueblo que debe soportar las plagas causadas por saltamontes de seis patas. Bueno,
aquí está lo que andaba buscando...”

Arrojó una bolsita con una muestra de suelo a la mesa. “Huele eso.”

Link abrió la bolsa, cerró los ojos y olfateó la tierra. Un perfume de mujer no podría
haberle cautivado más; estaba de vuelta en la Llanura Agrícola y el sol estival caldeaba
el rico suelo; sintió una punzada por lo que había perdido. Abrió los ojos, vertió un poco
de tierra en la palma de su mano y la dejó correr entre los dedos. “¿De dónde procede?”

“¿Recuerdas que el Planeta Antaño producía los mejores vinos del Corredor?”

“Hasta la llegada del virus de la sílfide amarilla.”

“Pues algunos entendidos alienígenas están buscando el mejor vino que exista y
Puffer Sadlock y yo mismo hemos sido contratados y pagados generosamente para que
la embriaguez sublime vuelva al Corredor. Soy uno de los jefes agrícolas de Antaño. Y
ésa es una muestra de nuestro suelo.”

“Enhorabuena.” Link le devolvió la bolsa con desgana.

Upquark observó el rostro abatido de Link y se giró hacia el profesor. “Ojalá


pudiéramos colaborar”, espetó.

“¿Y por qué no? —gritó Cometario—. ¿Por qué no venís conmigo a Antaño?”

145
Upquark se volvió nervioso hacia Link, cuya cara estaba radiante de nuevo, como si
las viñas ya estuvieran floreciendo en su mente. Luego Upquark sintió una oleada de
tristeza procedente de Ren.

“No debemos abandonar a nuestra soda —señaló hada ella con su pinza—. Es
especialista en aumentar los rendimientos de las cosechas mediante sonidos —su alarma
ética se disparó por la mentira piadosa, pero hizo caso omiso—. Hemos obtenido
mejoras significativas mediante sus técnicas.”

“Por supuesto —asintió Cometario, volviéndose hacia Ren—. Música en los


campos. Las uvas de Antaño responderán positivamente. Las conozco bien. Así que...
—se volvió hacia Link—, vendréis conmigo. Pero os persigue la Observadora; no
podemos utilizar un transporte regular.”

Ren señaló hacia uno de los capitanes mercantes con los que había hablado
anteriormente. “Estaba dispuesto a llevarnos, pero no podemos pagarle lo que nos pide.”

Cometario se acercó a la mesa del capitán. Sus cabezas permanecieron juntas


durante varios minutos y el profesor regresó. “Una de las ventajas de representar a
personas adineradas es contar con un gran presupuesto. Y he añadido el pequeño ataúd
de oro de regalo. Su nave está escondida. En realidad se trata de un Predador rescatado.
Nos garantiza cataratas de fuego si alguien intenta detenemos. Nos encontraremos con
él aquí mismo, mañana por la mañana. Ahora debo conseguir algunos víveres, así que
os daré las buenas noches.” Link le acompañó hasta la puerta del bar. “Profesor, ¿puedo
preguntarle qué le trajo hasta estos barrios?”

“Vine siguiéndola.” Apuntó a la polilla que aún aleteaba contra las luces del bar; las
brillantes marcas circulares de sus alas eran la causa de que se la conociera como Rueda
de la Fortuna.

* * *

Tras pasar la noche durmiendo en un teatro, Link y Ren regresaron al bar.


“Teníamos las estadísticas en contra —dijo Upquark—. Pero ahora se abre ante
nosotros toda una nueva vida. Me hace cuestionar las bases de la probabilidad.”

Cuando llegaron al bar, Cometario miraba extasiado la muestra de delicado suelo.


Tenía la mano rígida y la mirada congelada.

El capitán mercante hizo su entrada al salón y echó un vistazo a la forma cristalizada


de Cometario. “Vaya, está acabado.” Sacó el pequeño ataúd que le había regalado el
profesor. “No debería haberse separado de su amuleto —el capitán lo lanzó al aire, lo
cogió al vuelo y volvió a meterlo en el bolsillo—. ¿Os adelantó el dinero?”

“No”, se lamentó Ren.

El capitán se encogió de hombros y se marchó, dejándoles de nuevo abandonados.

146
Capítulo 28
Las ventas se dispararon. ¿Por qué no comprar y acumular deudas si mañana podías
cristalizarte? Ya pagarían otros.

Los herederos del Consorcio peleaban entre sí para apoderarse de los negocios
familiares. Ahora no tenían tiempo de luchar contra la Observadora: ya se encargarían
de ella más tarde.

La Observadora estaba donde siempre había deseado estar, en la cúspide del poder.
Sabía que el poder estaba destruyendo lo poco de bueno que le quedaba, pero no tenía
tiempo de preocuparse por ello. Como todos los científicos que trabajaban en Luna
Chatarra se habían cristalizado, era necesario seleccionar a sus sustitutos y a diario
llegaban nuevos especialistas, representantes de todas las disciplinas que podían arrojar
cierta luz sobre Anfora y cómo destruirla.

También llegaban cada día mercenarios depredadores para aprovechar el desorden


reinante en las principales ciudades. La Observadora tenía una colección de caras de
rufianes flotando delante de ella, entre las que se encontraba la de Jockey Oldcastle.
Dijo a Anfibras: “Cuando encuentres a Oldcastle, no será necesario vaciarle el cerebro.
Limítate a ejecutarle por sedición bajo la nueva Ley de Medidas de Emergencia”.

Los descontentos generales estaban reunidos en el Palacio del Ejército, donde las
pantallas mostraban armadas de Dioses de la Guerra dispuestas para el ataque. En el aire
flotaba un hologlobo de Planeta Inmortal, junto a otro de la destruida Luna Chatarra con
el aspecto de una gran bola que hubiera reventado.

El general Liu señalaba impaciente los pedazos. “¿Cuándo lanzaremos un nuevo


ataque?”

“Todavía no”, respondió la Observadora.

La miró con ferocidad. “Cada hora que transcurre hay más gente cristalizada. No
quiero que se convierta en hielo ni uno más de mis soldados.”

“La destrucción de Ánfora era mi más ferviente deseo; pero ya ha absorbido dos
bombas de desintegración.”

“Tenemos otros tipos de armas en nuestro arsenal”, argumentó el general.

“Debemos dar a nuestros científicos la oportunidad de es tudiaria. Si no nos


deshacemos de Ánfora de manera inteligente, ella se deshará de nosotros.”

El general Liu continuó mirándola fijamente. Ella no era capaz de comprender la


frustración de sus soldados, sin enemigo contra el que luchar, sin humanos ni
alienígenas con quienes entrar en combate, sin siquiera unas guerrillas a las que
bombardear para sacar de sus agujeros. Sus soldados estaban magníficamente
entrenados, magníficamente armados y deseosos de sacrificarse por Planeta Inmortal. Si

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no pensaba permitir que los soldados combatieran esta tragedia, ¿para qué tenían
ejércitos?

Mientras hablaba individualmente con cada general, los implantes cerebrales de la


Observadora descargaban sus hojas de servicio. Su mirada les daba a entender que sabía
el grado exacto de lealtad, valor y capacidad de engaño de cada uno. Conocía su perfil
sexual, las copas que tomaban cada noche y las drogas de las que dependían. Sin
embargo, se enfrentaban a esa mirada conscientes de que desconocía lo más importante:
cómo se sentían los soldados al permanecer a la espera mientras sus compañeros de
armas se cristalizaban alrededor.

Pero también ellos desconocían la lucha que la Observadora llevaba a cabo


conforme iban extendiéndose las cristalizaciones por todo el planeta. Las ciudades
pronto estarían gobernadas por el caos. “El tráfico en el Corredor ha aumentado un cien
por cien —comentó a Anfibras—. Todos los que pueden están huyendo.”

“No todos” respondió Anfibras con un ápice de orgullo. Estaba decidido a no dejar
que se repitiera el desastre del Planeta Olvido. Era inconcebible escapar. Aquí había
disfrutado de oportunidades de ascenso; era excepcional que un sapo hubiera llegado tan
alto. En su propio planeta estaría en alguna charca cazando moscas.

Se apresuró para llegar a tiempo a una reunión en el salón de té del Hotel Universo.
Necesitaba hablar con los nuevos jóvenes propietarios de Starweb, los herederos de
Martin Faircloth. Los medios de comunicación tenían que asumir su responsabilidad
para atajar la anarquía reinante, atenuando el pánico en lugar de contribuir a crearlo.

El almuerzo del Dr. Anfibras con ellos no discurrió como esperaba: los jóvenes
herederos no se mostraron receptivos a su mensaje. Hablaron de los famosos y del ansia
del público por imágenes grotescas. “Las mejores fotografías son las de celebridades
cristalizadas en posturas comprometidas.” La principal noticia de Star-web hoy recogía
la cristalización de una actriz poco conocida mientras daba a luz. “Es el signo de los
tiempos, doctor. El público disfruta con los desastres.”

A Anfibras le resultaban un tanto insensatos. “Estamos haciendo historia —afirmó


Robbie Faircloth—. Los demás planetas están ansiosos por recibir nuestras crónicas,
nunca tienen bastante.”

Anfibras abandonó agotado la reunión. Cuando salía del salón de té se cruzó con dos
mujeres que entraban distraídas, hablando animadamente, y pensaron que un alienígena
con aspecto de sapo tan bien vestido debía de ser el nuevo maitre.

“Queremos una mesa junto a la pared.”

“Con gusto las ayudaría, señoras —respondió Anfibras con una reverencia cortés—,
pero lamento comunicarles que no trabajo aquí.”

“Oh”, dijo una de las mujeres, como si la hubiera engañado deliberadamente.

El Dr. Anfibras hizo una nueva reverencia y continuó su camino.

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“Estos alienígenas asimilados son unos engreídos, ¿no te parece?”, dijo la mujer
viendo cómo se alejaba saltando por el pasillo.

“Les van a detener a todos”, dijo la otra.

“No seas tonta.”

“Es verdad, lo he oído esta mañana.”

“¿Quién te lo ha dicho?”

“Mi chófer. Parecía bastante convencido, aunque supongo que es otra exageración
de los medios. Pero, ¿no sería estupendo que deportaran a todos los alienígenas? —
sonrió a uno de los camareros que conocían—. A Planeta Antaño o a cualquier otro
sitio. No digo que los maltraten —si, nos gustaría una mesa junto a la pared—, no que
los maltraten, sino que los trasladen. Porque, francamente, ya estoy harta de
alienígenas.” Se estaban calentando los ánimos de los humanos en contra de los
alienígenas, pues pensaban que eran responsables de las cristalizaciones.

El Dr. Anfibras salió brincando por el vestíbulo del hotel. “¿Taxi, señor?”, preguntó
el conserje.

“No, gracias, iré saltando.” Anfibras necesitaba aire fresco y algo de agua en donde
remojarse unos minutos con el fin de recuperar fuerzas para la larga tarde que tenía por
delante.

Ascendió por la Avenida de la Historia Cósmica. Su bonito traje gris, que había
confundido a las mujeres haciéndoles pensar que era un maitre, necesitaba el detalle de
una flor, así que compró una en uno de los puestos del bulevar. La sujetó en su solapa,
aspiró complacido su aroma y continuó con el paseo. Sus saltos no eran pronunciados,
ya que sólo doblaba ligeramente las rodillas y se daba un pequeño impulso hacia
delante, pero era más sencillo que caminar. Podía caminar, pero le fatigaba. Por el
contrario, saltar era tonificante y hoy necesitaba sentirse fuerte. No quería fallarle a la
Observadora, que tanta confianza había depositado en él a pesar de ser un sapo.

Cruzó a saltos la Avenida Andrómeda para entrar en un parque lleno de turistas,


deportistas y otra gente que se reunían en tomo a la fuente central. La vida continuaba
como siempre, pero el espectro de la cristalización no andaba lejos. La pregunta que se
reflejaba en todos los ojos era cuál de ellos sería el siguiente.

Esta fuente en particular era uno de los lugares favoritos del Dr. Anfibras, ya que
aquí podía chapotear con sus pies palmeados en el estanque superficial que rodeaba al
grupo escultórico. Un niño pequeño jugaba en el agua y su madre estaba sentada en las
proximidades. Anfibras sintió simpatía por ellos y sonrió a la madre, que tal vez no
captó su sonrisa, porque la ancha boca del sapo siempre mostraba una especie de mueca
abierta. En cualquier caso, ella no le sonrió a su vez.

Veía al niño retozar en la fuente y el júbilo infantil bullía como los chorros de agua
y recordaba a Anfibras su propia alegría cuando era un renacuajo, aquellos primeros
días en las charcas, disfrutando feliz sobre las rocas templadas por el sol.

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El niño estalló en carcajadas, arrojó puñados de agua al aire y se congeló, con las
manos arriba, tan inmóvil como una de las estatuas de la fuente. Las gotas de agua se
escurrían por sus ojos ya sin visión. Los chillidos de la madre pronto congregaron a una
multitud. Entre sollozos, señaló a Anfibras. “¡Fue él!, gritó histéricamente.

“Mi pobre señora”, dijo Anfibras mientras su piel se oscurecía por la pena y la
compasión. Intentó consolarla, pero los gritos de condena se hicieron más fuertes y
sintió que le agarraban y se encaraban con él.

“¿Qué le hiciste a su hijo?”

“Nada, se lo aseguro.” Intentó pedir auxilio por su comunicador, pero se lo


arrancaron de la muñeca y lo arrojaron al agua, tras lo cual le arrojaron a él también de
un empujón.

Un joven cabeza-de-panel, cuyo cerebro recibía videojuegos y películas a través de


un panel de receptores implantados en su cuero cabelludo, lo levantó gritando: “¡Él
cristalizó a ese niño!”.

“Mató a mi hijo”, gimoteó la madre.

“Mató a su hijo”, repitieron otras voces enfadadas.

El Dr. Anfibras había perdido su elegante sombrero y su fragante flor. “Por favor...
soy el secretario personal de...”

El cabeza-de-panel le dio un puñetazo en la cara, porque los cabeza-de-panel tienen


un agudo sentido del bien y del mal, aprendido de los juegos que practican. Decidió
continuar golpeándole hasta dejarle fuera de combate, lo que no era difícil porque el
doctor no era más alto que un niño de ocho años. “Vamos a mejorar la puntuación,
Sapoman.”

Anfibras agitó sus grandes pies palmeados para intentar arrastrarse sobre su espalda
a lo largo del sendero pero un segundo cabeza-de-panel, con el cráneo rodeado de
espirales de incandescentes tubos de neón de colores, le levantó de un tirón. Este
modelo de virtudes cívicas pasaba los días conversando con personajes animados que
flotaban en el aire delante de él. Ahora, junto con su compañero deportista, zarandeaba
al Dr. Anfibras como si fuera algún tipo especial de juguete que cambiara de color a
cada empujón.

“Los alienígenas nos están destruyendo”, refunfuñó alguien entre la multitud.

“Matan a nuestros hijos...”

“Pervierten a los niños...”

“Así tratamos a los pervertidos...” Los cabeza-de-panel arrojaron al Dr. Anfibras


con violencia sobre la calzada y le patearon hasta que quedó hecho un ovillo contra la
pared de la fuente. Intentó levantarse cautelosamente, protegiéndose la cabeza con los
brazos, pero estaba aturdido, le temblaban las piernas y tenía los ojos ensangrentados.

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El primer cabeza-de-panel comenzó a dirigirse a la multitud. “Vi cómo lo hizo. Hizo
una señal en espiral a los cristalizadores.” Había visto algo así en un videojuego, hacían
una señal espiral a un invasor y ahí estaba, justo igual.

“Así es cómo lo hacen —confirmó el otro cabeza-de-panel—. Yo también vi cómo


hacía la señal.”

“¡Matadle!”

“¡Aplastadle!”

“¡Ahogadle en la fuente!”

“Yo... no hice... nada —protestó Anfibras, intentando calmar su corazón desbocado


—. Tengo... inmunidad.”

“¿Tienes qué?”, se burló el primer cabeza-de-panel.

“Inmunidad”, pronunció el doctor a duras penas con sus labios hinchados, pero no
pudo explicar lo que significaba porque su mente estaba confusa por la paliza.

No era habitual que los cabeza-de-panel tuvieran oportunidad de demostrar su


compromiso cívico, por lo que efectuaron un esfuerzo especial en esta ocasión.
Agarraron al doctor por las piernas, le pusieron boca abajo y le metieron la cabeza bajo
el agua. El primer cabeza-de-panel sintió de repente que algo largo y escamoso se le
enrollaba en los tobillos, y luego un dolor agudo, como una puñalada, le hizo llevarse
las manos a la nuca. Lo último que vio antes de caer inconsciente fue el rostro de un
enorme lagarto con los colmillos goteando saliva.

“¡Otro alienígena! —gritó el segundo cabeza-de-panel—. ¡Están juntos en esto!” La


cola de Lagartio salió despedida, se enroscó alrededor del cuello del joven y lo sumió
también en la inconsciencia.

Jockey pescó al Dr. Anfibras, medio ahogado y farfullando, y lo sentó en el múrete


que rodeaba la fuente. “Lárguense”, aconsejó a la turba. Hubo algunas quejas entre
dientes, pero nadie quería acercarse a los mercenarios. La gente se llevó a la mujer que
había perdido al hijo y Jockey dio unas palmadas en la espalda de Anfibras para
ayudarle a expulsar el agua.

“Estoy... más que agradecido, caballeros”. El doctor hizo una reverencia. Su bonito
traje estaba empapado y rasgado, pero de todas formas intentó estirar la chorreante
corbata y los puños. Entonces, con los ojos hinchados, reconoció a uno de sus
benefactores. “¿No es usted Jockey Oldcastle?”

“Nunca oí hablar de él.”

Anfibras saltó de vuelta al agua y se impulsó con una larga patada hacia el
comunicador perdido. Salió a la superficie llevándolo en la mano y pulsó la línea
directa. Apareció la cara de su jefa. “éQué ocurre, doctor f”

151
“No debemos ejecutar a Oldcastle. Repito. Urgente, no debemos ejecutar a
Oldcastle. Acaba de salvarme la vida.”

“Enfócale, por favor.”

El doctor Anfibras enfocó su comunicador hacia Jockey. La Observadora miró su


imagen por un momento y dijo: “é Te he juzgado mal, Oldcastle?”

“Suele ocurrir.”

152
Capítulo 29
En un intento desesperado, la Observadora trató de conseguir de nuevo algún apoyo
de los Inmortales, a pesar del error fatal que habían cometido. Entró en el laboratorio y
encontró a Metron rodeado de docenas de físicos e ingenieros conectados con otros
científicos de todo el planeta a través de un banco de datos.

El laboratorio estaba lleno de maquinaria, gran parte de ella con logotipos de


planetas exteriores. Todo tipo de instrumentos se apilaban hasta el techo junto a los
ordenadores que recibían información, situados por todas partes a la altura de los ojos,
palpitando con imágenes laberínticas y un chorreo continuo de números. Había un
fuerte aroma a café y a pazdu, una infusión estimulante aún más fuerte, preferida por
muchos alienígenas.

La Observadora presenció cómo Metron intentaba explicar su punto de vista sobre la


tecnología de los Antiguos Aliens; percibió las expresiones tensas y entristecidas de sus
oyentes y se preguntó hasta qué punto le comprendían. Escuchó por azar las discusiones
de científicos y técnicos, repletas de teorías y de quejas, hasta que le entró dolor de
cabeza. En voz baja, comentó a Anfibras: “Stuart Landsmann comprendió mejor lo que
pasaba. Al menos él se dio cuenta de que era peligroso. No debí vaciarle el cerebro”.

“No se culpe.”

“No hay nadie más a quien culpar, doctor.”

“No hay ninguna razón por la que no podamos recuperarlo —Anfibras buscó el
expediente del famoso científico en la carpeta de los catatónicos, pero no pudo
encontrarlo. Sus verrugas se pusieron rojas—. Parece que el expediente de Landsmann
se ha extraviado.”

“Encuéntralo.”

“Claro, claro...” Anfibras inició la búsqueda mientras la Observadora avanzaba


decidida por la habitación, con la esperanza de escuchar algún comentario alentador del
oftalmiano situado en la esquina, que tenía fama de ser el físico de partículas más
destacado del planeta. Los oftalmianos poseían ojos alrededor de la cabeza y los
múltiples ojos de éste expresaban diversos grados de frustración. Se encontraba de pie
frente a doce cámaras de transformación, réplicas de las constmidas por los primeros
candidatos a la inmortalidad. “Estamos investigando profundidades que no sabemos
manejar —dijo—. Todo el día siento como si me estuviera ahogando.”

La Observadora contempló las doce cámaras de transformación. En su interior se


producía magia quántica, pero algún componente de la fórmula había creado una
arruga en el tejido, como le había comentado Max Rat. La siniestra voz barítona del
robot resonaba en su cabeza, una voz tan profunda que parecía surgir del centro del
universo, de las profundidades que los Antiguos Aliens habían explorado.

153
Volvió a mirar a Metron y le pareció un junco delicado, más aliento que cuerpo, un
ser apenas de este mundo. Era un anciano, pero los Antiguos Aliens eran ancianos
durante periodos de tiempo incalculables. Habían dominado el mundo cuando la raza
humana no era más que un montón de bacterias en el lecho de un lago primitivo.
Dominaban los Campos Estelares Exteriores, regiones remotas y peligrosas de las que
pocos viajeros habían regresado. Nunca se había llegado a descubrir ninguna ciudad de
los Antiguos Aliens; era evidente que su tecnología las protegía de miradas inquisitivas.
De vez en cuando se encontraba algún objeto que contenía cierta información, pero
hacían falta años de investigación para desvelar, siquiera parcialmente, sus mensajes.
De estos fragmentos podía deducirse que se trataba de unos seres que controlaban el
tejido y eran capaces de desvanecerse en él, en el entramado de la realidad, al igual que
magos tras una cortina.

Varias docenas de científicos rodeaban una gran esfera transparente en la que


danzaban bolas de fuego eléctrico, uno de los componentes de Ánfora. Otro de los
componentes mantenía la atención de los axon ipsilos; estos robots altamente
sofisticados eran notoriamente arrogantes, pero en este momento se mostraban
silenciosos, abrumados por los cálculos necesarios para la comprensión de Ánfora, que
superaba su capacidad. Por primera vez, su dominio de las matemáticas resultaba
elemental. Debían esforzarse al máximo para entender las nuevas configuraciones de la
materia, ya que su maestría quántica era insuficiente para resolver la tarea. Se miraban
unos a otros reconociendo la cruda realidad: su tan cacareada inteligencia era sólo un
preámbulo; por encima de ellos existían seres inconcebibles que habían jugado y
danzado con la materia, la habían manipulado, equilibrado, y, luego, se habían
desvanecido. La mente de los Antiguos Aliens estaba más allá de su comprensión. Los
axon ipsilos, los info-glotones, los rateados... todos eran demasiado lentos, demasiado
pesados. “Necesitamos actualizar nuestros programas”, dijo el jefe axon a la
Observadora.

“No hay actualización posible —contestó ella—. Haced lo que podáis.”

El axon ipsilo se dio la vuelta, asumiendo que ella jamás podría entender la
dificultad con la que se enfrentaban sus compañeros robots. Nadie más podía sentir su
espantosa realidad: estamos obsoletos.

Ella se alejó de allí. No le interesaban las crisis de las máquinas. Su propia y


espantosa realidad era demasiado terrible: esa habitación llena de genios jamás
resolvería el problema de Ánfora. Un impresionante intelecto había vagado por el
mundo cuando era joven y era inútil intentar reproducir las obras de ese intelecto.
Metron y sus monjes habían tenido suerte. Habían atrapado una estela de polvo de
estrellas y evolucionado dentro de ella; su magia les había inmortalizado. Pero no
poseían la magia. Como los axon ipsilos, tenían terribles limitaciones. Eran sólo un
conducto para los Antiguos y habían fracasado incluso como conductos. A pesar de su
hermosura y su perfeccionamiento de la filosofía, eran inútiles. Abandonó el laboratorio
con la sensación de que no deseaba volver a hablar con ellos. Ya no había tiempo para
belleza o filosofía.

Anfibras se apresuró tras ella, palmeteando con los pies. “El expediente de Stuart
Landsmann ha desaparecido en alguna ciber-cripta; pero lo encontraré.”

154
“Por si nos sirve de algo.”

Salieron del edificio y fueron escoltados por lo que la Observadora consideraba un


exceso de personal de seguridad, aunque ahora recibía amenazas de muerte a diario. Los
misiles brillaban en el pecho de los robots y los guardaespaldas humanos sujetaban
fúsiles desintegradores, mientras su mirada se movía nerviosa para cubrir todo el
terreno. Uno de ellos se cristalizó al cruzar la plaza central y su actitud vigilante quedó
congelada. Sus colegas ni siquiera le miraron mientras acompañaban a la Observadora a
un lugar seguro.

Un pájaro se había cristalizado sobre una rama en el exterior del cuartel general de
la Observadora. “Nos convertiremos en un museo para los otros planetas, con todas
nuestras formas vivas perfectamente conservadas”, dijo, y las palabras resonaron por
encima del taconeo de sus zapatos, sobre el mármol exhuliano del camino de acceso.

Entró al edificio pensando: una arruga en el tejido. La vida orgánica, según parecía,
era un milagro y el milagro había sido roto. Una ligera desviación en los datos
fundamentales, a su izquierda, a doscientos ochenta grados. Oía de nuevo la voz de
Max Rat. Esa ligera desviación se estaba extendiendo rápidamente, corrompiendo todo.
La varita de mago había sido utilizada por un aprendiz y ahora estaban pagando las
consecuencias.

En el centro de operaciones la esperaban otro millón de problemas del planeta. Se


mostró impaciente con los mensajeros que le traían esos problemas; ¿qué importaba la
economía, qué importaba la educación, si los consumidores, los estudiantes y todos los
demás iban a ser cristalizados? Aun así, el hecho de prestar atención a la economía y a
la educación daba un aire de normalidad a los asuntos del globo. Si no se atendían, se
convertiría en otro Planeta Insectia, invadido por enjambres devoradores; con la única
diferencia de que los enjambres de su planeta vestirían ropa de diseño mientras lo
saqueaban y hablarían fluidamente en alguna del millar de lenguas existentes.

Cruzó el anfiteatro observada por las mujeres jóvenes de su staff, que imitaban su
paso decidido, la barbilla levantada y el peculiar movimiento de sus brazos, ligeramente
estirados, como largos péndulos de un antiguo reloj de pared. Envidiaban sus implantes
cerebrales, incluso la ligera indecisión que producían en el habla y la mirada perdida,
como la de un oráculo. Mientras la imitaban, intentaban ignorar a los colegas que se
cristalizaban a su alrededor. Todos los días, la plantilla completa debía superar pruebas
psicológicas realizadas por psicorrobots para evaluar su estado mental. Cuando uno de
ellos detectaba alguna respuesta incorrecta, el individuo era trasladado fuera del cuartel
general y se le encargaban tareas secundarias, como tratar con inventores de máquinas
para salvar el planeta; delegaciones que solicitaban la deportación o, mejor aún, el
exterminio de los alienígenas; con visionarios o con locuaces estrellas de cine.

La Observadora llegó a su despacho y su escolta se desplegó a la entrada. Ya sola,


examinó las últimas estadísticas de cristalizaciones.

Su consejero jefe de economía entró al despacho. Prescindiendo de cumplidos dijo:


“Ahora que los vínculos que unían a las familias fundadoras del Consorcio se han
debilitado, es el momento de que su oficina asuma el control de las compañías. Y de sus
fortunas.” El consejero hizo una pausa. En circunstancias normales, lo que acababa de

155
decir podría haberle costado el exilio a un asteroide helado, si no la catatonización. Pero
en la situación actual las cosas eran diferentes.

“Márchate”, replicó ella sin emoción.

“Pronto comprenderá la sensatez de esta sugerencia. Alguien va a aprovecharse de


la confusión reinante. ¿No preferiría que fuéramos nosotros y no alguna potencia
planetaria exterior? Están a la espera, ya lo sabe. Yo también lo estaré —abrió la puerta
del despacho—. Sólo hágamelo saber.”

A continuación entró el general Caph. “Los disturbios están demasiado extendidos,


la policía y tus agentes no pueden controlarlos solos. Necesitas Dioses de la Guerra en
todas partes y una resencia nutrida de tropas en el terreno. En todos los planetas se
impone, más tarde o más temprano, el gobierno militar. Ha llegado la hora de imponerlo
en éste.”

Aceptó, a disgusto, en el mismo momento en que el ministro de transportes


empujaba temeroso la puerta. “Discúlpeme... pero la gente está embarcando en
cualquier nave que les lleve al Asteroide B, y el Asteroide B no tiene ninguna
posibilidad de acomodar a tantas personas. Desde allí tendrán que ir hasta el Farolillo de
Papel y las minas aéreas acabarán con ellos.”

“Hay que retirar las minas aéreas. La familia Cosmópolis colaborará.”

“Están las otras lunas; no son muy hospitalarias, pero cualquier cosa es mejor que
permanecer aquí, según parece. Los que pueden están abandonando todo nuestro campo
gravitacional. El Corredor está bloqueado.”

La Observadora prometió hacerse cargo y el ministro de transportes abandonó el


despacho.

“Caph —preguntó la Observadora en voz baja—, ¿aún podemos estar seguros de


que la Guardia no desertará?”

“Somos soldados. Permaneceremos mientras quede algo que defender. Sólo


entonces partirán los Dioses de la Guerra, pero eso será el final. Seremos un ejército sin
planeta.”

“¿Qué ocurrirá entonces?”

“Atacaremos a un mundo más débil.”

156
Capítulo 30
Ren miraba cómo las estelas de las naves que huían del planeta se fundían poco a
poco con las nubes, por encima de las copas de los árboles del parque. Se iba resignando
a terminar sus días en Planeta Inmortal, con un hombre que no mostraba ningún interés
especial por ella.

Podían oírse los altavoces de la Guardia del Consorcio, que emitían desde la calle
advertencias sobre los saqueos. La luz del alba brillaba en los estanques y en el césped
de las praderas, y ella sentía la misma pesadez que sentían todos desde que los guardias
patrullaban las calles y los tanques aerodeslizados vigilaban el tráfico, con sus torretas
giratorias. Uno de ellos flotaba sobre el parque y se detuvo un instante por encima de
sus cabezas; Ren sintió que comprobaban su identidad, pero su dispositivo protector
funcionó y el tanque siguió adelante.

Link caminó hasta el borde del estanque, se arrodilló y señaló al agua poco
profunda. “Ese trocito de caña que está ahí flotando es un bote hinchable. Una larva lo
ha llenado de aire para poder viajar dentro.” Ren vio una cabecita que sobresalía de la
caña y se quedó observándola hasta que las ondas del estanque se la llevaron. Luego
miró al cielo, a las naves que se escapaban volando de este mundo, como insectos en sus
cañas.

Los ojos de Link permanecían fijos en el viajero llevado por la corriente. La primera
vez que vio un bote de larvas tenía diez años.

Para entonces ya sabía que los pequeños monstruos del inframundo eran capaces de
realizar innumerables maravillas de ingeniería; pero la obra de aquel diminuto marinero
cambió su vida. Su afinidad con él había sido tan absoluta, su conexión tan sólida, que
se había dejado llevar fuera del mundo de los hombres hasta el mundo de la larva.
Cuando regresó de este intervalo, era un extraño para sus amigos de la infancia, para sus
padres y profesores. Hasta que no encontró a Jockey Oldcastle no fue consciente de que
otros podían tener experiencias similares. Oldcastle era capaz de pilotar por los
intercanales del Corredor guiado por un sexto sentido; le había dicho que también él era
un viajero de los intercanales y explicado que, de vez en cuando, un perfecto idiota
como él mismo podía encontrar una ruta estelar con la que otros hombres mejores ni
siquiera habían soñado. “ Tú lo has hecho con los insectos, colega, lo que resulta nuevo
para mí, pero es igual, lo has hecho. Ahora debemos explotarlo.” Jockey le presentó a
Espectralio O, “otro viajero de los intercanales”. Luego le había llevado al Farolillo de
Papel, “para ampliar tus horizontes, que eres más aburrido que un funeral”. Y ahí
había estallado todo.

Upquark estaba tomando datos del suelo, examinando la salud de las hojas, haciendo
lo que solía hacer habitualmente, aunque por supuesto, se dijo a sí mismo, no servirá
para nada. La vegetación del parque está agotada y ni Adrián ni yo estamos equipados
para hacerla reverdecer. Por si fuera poco, tenemos que escondernos, lo que resultaría
aceptable si Adrián y la señorita Ixen se hubieran enamorado, unidos por un destino
fatal, como apuntan mis datos sobre jóvenes amantes. Desgraciadamente, esas fórmulas

157
románticas infalibles nunca funcionan con Adrián, que posee, digámoslo claramente,
cierta atrofia emocional.

Junto al estanque se levantaba una estatua por la que la junta encargada del parque
no había pagado: una mujer y su hijo cristalizados de la mano. Ren se acercó al par de
cuerpos congelados. Sus caras cristalinas expresaban el júbilo más perfecto que pueda
imaginarse, el de un niño y su madre en el amanecer del mundo. Era como si su
felicidad conjunta hubiera sido tan pura que tuviera que terminar justo ahí, antes de que
pudiera echarse a perder. Alguien había robado el bolso de la mujer y vaciado el
contenido a sus pies. Su muerte no había podido denunciarse porque su chip de
identidad implantado, como el resto de ella, se había convertido en cristal.

Link miró con atención los ojos inmóviles de la madre y observó la misma
impotente revelación que había visto en la última mirada de O. Tenía la exasperante
sensación de que su cerebro se estaba hinchando. Él sabía algo de todo esto. Su vida
entera parecía una preparación para este momento. Pero ¿cómo iba a servir de
preparación para esta tragedia planetaria el haber pasado horas arrastrándose sobre la
tripa para presenciar las espantosas costumbres maritales de una mosca?

Los ojos cristalizados de la joven madre le suplicaban que experimentase la


revelación que la había matado, como si esa epifanía fuera suficiente recompensa por la
pérdida de la propia vida. Pensó en las hileras de mantis macho que esperaban su tumo
con la hembra que acababa de comerse al anterior amante. Los machos sabían que les
devoraría por completo hasta las patas traseras. Un montón de patas, demasiado duras
incluso para ella, serían los restos de su éxtasis.

Link prosiguió el paseo, con la mirada fija en un saltamontes-hoja que colgaba de un


arbusto, suspendido de una pequeña hebra y giraba lentamente, como una hoja seca
mecida por la brisa. La gente podía pasar un día tras otro a su lado sin darse cuenta de
que era un insecto, pero lo importante era que tampoco los pájaros se daban cuenta.
Link tocó el dispositivo protector que le había regalado Dumbosiano. Probablemente no
era tan efectivo como el engaño del saltamontes. Nadie era inferior ni superior. Era
energía primaria manifiesta en innumerables apariencias. La cristalización era energía
primaria bajo una forma que nadie conocía.

En un recodo del sendero vio a una joven que se había cristalizado mientras corría,
con las piernas y los brazos paralizados en pleno movimiento. La cara mostraba la
mirada exaltada de un atleta que ha sido transportado a una nueva dimensión por las
endorfinas, con su potencia corporal totalmente desarrollada y toda su fuerza y su
alegría unidas para recibir al sol matutino. “Se los lleva cuando están en un punto
culminante”, dijo.

Se sentaron en una colina que dominaba el carrusel del parque. La música mecánica
llegaba mezclada con las risas de los niños. Upquark pensó que Ren quedaba tan absorta
con la música como Adrián con los insectos. El pequeño robot les observó sentados uno
al lado del otro, perdidos en sus respectivos mundos, y pensó lo natural que sería que
uno tomara la mano del otro.

¿Qué les sucede?

158
No sabía qué hacer, así que hizo lo que hacía habitualmente, tomar datos. Midió el
nivel de feromonas sexuales emitidas por Adrián y por la señorita Ixen. Eran
ampliamente suficientes. No encajaban completamente, por supuesto, porque eran de
diferentes especies. Pero los laboratorios químicos de sus cuerpos estaban segregando
una cantidad suficiente para producir una fuerte atracción.

Entonces descubrió algo más y lo identificó al instante. “¡Adrián! —gritó—,


carbono doce, peso molecular uno-cincuenta. Seducxión. Exudado por la multitud
secreta.”

“¿No están aletargados durante esta época del año?”

“¿Qué es la multitud secreta?”, preguntó Ren.

“El insecto más común del Corredor —respondió Upquark—. Y seducxión es el


nombre de su feromona.”

“Seducxión es una especie de perfume —dijo Link—. El macho lo secreta para


atraer a la hembra.”

“El aire está cargado de él —informó Upquark, blandiendo sus dígitos medidores—.
Como si el parque estuviera repleto de multitud secreta. ¿Pero si no hay ninguno por los
alrededores, quién la está produciendo? ¿Y a quién se supone que debe atraer?”

Continuaron por el parque. Un vendedor se había cristalizado en el sendero con sus


cohetes de juguete dando vueltas por el aire, zumbando alrededor de su cabeza y sus
pies, arrastrando las etiquetas con el precio. Tenía una mirada de máximo placer, como
si fuera un vendedor venido del cielo a difundir el júbilo eterno. Upquark efectuó
mediciones mientras esquivaba los cohetes miniatura. “Los niveles de seducxión son
muy superiores aquí.”

Siguieron deambulando mientras Upquark hacía mediciones de forma obsesiva; y


cada vez que aparecía una figura cristalizada aumentaba la densidad de seducxión en
sus proximidades. “Adrián, ¿qué está sucediendo? Esto está lleno de seducxión, pero
¿quién la produce? ¿Y por qué hay tanta alrededor de los cristalizados?” Link pensó en
los ardides del reino de los insectos, en camuflajes, mimetismo, insectos que imitaban la
feromona de sus víctimas con el fin de introducirse en sus colmenas y tomar esclavos.
¿Podía estar ocurriendo eso aquí? La multitud secreta no tenía colmenas ni tesoro
alguno que pudieran codiciar otros insectos. Lo único que tenían era una inmensa
población, cantidades enormes, el insecto más abundante del planeta, el que se
encontraba en todas partes. En la época adecuada, su perfume cubría la mitad del
planeta.

Eso es, pensó Link; es el aroma primordial de Planeta Inmortal.

Se volvió hacia Ren, mirándola con ojos que parecían a los cristalizados, como
focos de revelación. Ren contuvo el aliento, temerosa de que pudiera resquebrajarse
ante ella, como la corredora, el vendedor, como O, como la madre y su hijo.

159
Fue Upquark quien habló a Ren: “Las feromonas no siempre se usan para atraer
sexualmente. A veces se utilizan para dirigir al grupo hacia la comida. O hacia la
guerra”, añadió.

Llegaron hasta una cafetería del parque. Una offalmiana que no volvería a comer
estaba sentada a una de las mesas. Su mirada pétrea guardaba el secreto de la
cristalización, pero nadie podía desvelar lo que encerraban sus muchos ojos. Los
camareros se apresuraron a levantarla de su asiento y llevársela fuera de la vista.

Upquark comprobó los niveles de seducxión del aire. Eran elevados.

“Una desgracia —dijo el encargado acercándose a Link y Ren—. Pero ya nos hemos
ocupado. Por favor, no permitan que les estropee su aperitivo.”

La cafetería estaba rodeada de un seto bajo. Tomaron una mesa junto al seto y
Upquark continuó con sus mediciones de suelo mientras Link estudiaba el follaje.

“Upquark —dijo Link, con el mismo aspecto de revelación en su mirada que había
asustado a Ren hacía un momento—. Mira este gusano.”

“Larva de la mosca vampiro.”

“Larva de la mosca vampiro” repitió Link, quitándose el dispositivo de


enmascaramiento y tirándolo al suelo.

“¡¿Qué haces?! —gritó Ren—. ¡Nos detendrán!”

“Tengo que hablar con la Observadora —echó una ojeada a su reloj—. Sus agentes
llegarán enseguida a detenemos.”

160
Capítulo 31
“¿Un gusano? ¿Nos has llamado por un gusano? Estamos combatiendo contra un
depredador global, no contra una plaga de corral.” Los robots de la Agencia de
Inteligencia miraron con hostilidad a Upquark. Se sentía de segunda clase frente a
máquinas tan sofisticadas. Había oído por casualidad que le llamaban “pequeño
escardador” y era cierto. Si se le comparaba con estos axon ipsilos, cuyos ojos
segmentados mostraban que estaban desarrollando simultáneamente cognición avanzada
a muchos niveles, no pasaba de ser una simple unidad de servicio agrícola.

Impaciente por tener que tratar con un robot así, el jefe de los axon ipsilos se dirigió
ruidosamente hacia la puerta.

La Observadora hizo una señal al diplomático Dr. Anfibras, que se levantó sobre sus
grandes pies y dio una palmadita al axon ipsilo que se marchaba. “Sabemos lo
importante que es vuestro trabajo y rogaremos a nuestros visitantes que sean breves en
sus comentarios. Haced el favor de quedaros y escucharles. Vuestro análisis será muy
valioso.”

“Gusanos —refunfuñó la máquina apaciguada—. ¿Qué será lo próximo,


excrementos de pájaro?”

“Hay gusanos que parecen excrementos de pájaro —exclamó Upquark con


entusiasmo—. Les proporciona un excelente camuflaje.”

Este comentario provocó una serie de pitidos burlones por parte de los
temperamentales axon ipsilos, pero Anfibras consiguió que el jefe regresara a su
posición.

“Puedes continuar”, dijo la Observadora a Upquark, quien puso en marcha un


proyector en su cabeza. Extrajo una lente de su frente, la desplegó y encendió un
brillante foco que proyectó la imagen aumentada de un gusano sobre la pared de la
oficina.

Link se colocó junto a la imagen y dijo: “Permítanme que les recuerde, como
introducción, que las formas más extravagantes que se pueden imaginar no son
imposibles”.

La Observadora se dio cuenta de que ya no era el mismo joven precoz de la última


vez que se vieron, aunque todavía mostraba ese extraño distanciamiento hacia sus
congéneres.

“La naturaleza acoge la imposibilidad y la supera, porque no tiene miedo de las


exageraciones. En ocasiones desarrolla cosas tan absurdas que no somos capaces de
comprender enteramente lo que hace, pero siempre conocemos las razones:
proporcionar maneras de sobrevivir a alguna de sus criaturas. Nosotros no somos
especiales, no somos sus favoritos. No tiene favoritos. Puede proporcionar armas
extravagantes a nuestros enemigos. Ahora dejen que les presente un ejemplo de los

161
medios de la naturaleza —señaló al gusano blanco proyectado en la pared—. Esta es la
larva de la mosca vampiro. Su hábitat es Planeta Inmortal. Segrega una sustancia dulce
que les gusta a las hormigas. Así que cuando éstas encuentran a una cerca del
hormiguero la protegen como si fuera una vaca sagrada.” La imagen cambió, mostrando
a unas hormigas lamiendo la piel de una larva y defendiéndola de otros insectos que
pudieran llevarse al gusano secretor de néctar.

“¿Qué tiene esto que ver con la cristalización?”, gruñó el jefe axon ipsilo, y las otras
máquinas asintieron refunfuñando.

“También nosotros nos hemos visto atraídos por la secreción de una sustancia dulce.
Se llama inmortalidad.”

Se impuso un silencio inesperado entre las máquinas que estaban refunfuñando.

Upquark cambió la imagen de la pared. La larva estaba realizando contorsionismo.


Había ocultado la cabeza e hinchado el abdomen.

“Ahora la larva posee un aspecto que recuerda al de una larva de hormiga —la
audiencia presenció cómo las hormigas transportaban al gusano blanco dentro de su
hormiguero con forma de túmulo. La imagen volvió a cambiar, mostrando el interior del
hormiguero—. La larva de vampiro es plenamente aceptada y la colocan junto a las
larvas de las propias hormigas.”

De repente, la larva de vampiro abrió unas potentes mandíbulas y comenzó a


comerse las larvas de hormigas. “Es capaz de destruir el hormiguero por completo.
Luego, en primavera, abandona el hormiguero muerto con alas nuevas y sale volando —
Link paseó la mirada por la Observadora, sus agentes y sus máquinas—. Eso mismo nos
ocurrió a nosotros. Un parásito increíblemente inteligente nos tentó con el néctar de la
inmortalidad, lo llevamos a nuestro nido y ahora está devorándonos.”

Link hizo una pausa. La Observadora miró a este fugitivo que se había entregado
voluntariamente para poder realizar esta presentación. Cuando se estaba considerando
su inscripción en la Academia, ella había demostrado que conocía al detalle su historia
personal; él, entonces, había dicho con una tenue sonrisa: Lo mismo me ocurre a mí con
los insectos; conozco todo sobre ellos. Ahora tenía unos cuantos años más y estaba
presentando a la humanidad como si fuera tan crédula como los habitantes de un
hormiguero.

Continuó: “Estuve en la instalación Ánfora. Estoy seguro de que su objetivo no era


en absoluto conseguir la inmortalidad para la humanidad. Su propósito era abrir una
puerta dimensional a nuestro enemigo”.

Su voz sonaba calmada y esta ausencia de emociones apaciguó a los robots. “Creo
que los Antiguos Aliens se marcharon hace miles de años, que abandonaron
definitivamente este mundo, que nunca regresaron para enseñar nada a nadie. Los
Inmortales no fueron instruidos por los Antiguos Aliens. Fueron instruidos por
extradimensionales.”

162
Hubo respuestas discordantes por parte de los agentes y de las máquinas, que habían
construido todo un sistema de creencias en torno a los Inmortales. Link permaneció
impasible. “Los propios Inmortales han sido engañados. Realmente pensaban que
estaban construyendo un dispositivo de longevidad para la humanidad.

No sabían que en realidad se trataba de una puerta interdimensional diseñada por


predadores tremendamente sofisticados. Cada componente tenía un propósito oculto y
siniestro. La ingeniería es asombrosa. Probablemente nunca la comprenderemos.”

Lo había descubierto de la misma manera que una mariposa ve una flor, como un
conjunto de puntos. ¿Los puntos eran la flor? No, sólo eran el ojo de la mariposa
trabajando, un ojo compuesto por muchos ojos, cada uno de los cuales sólo ve un punto
coloreado que se incorpora al total, para formar finalmente el mosaico que la mariposa
identifica como su fuente de energía, la inflorescencia que contiene el néctar. De la
misma manera, él había reunido la imagen de un depredador a partir de puntos de
comprensión. Pero esos puntos no eran el propio depredador, sino únicamente un
mosaico formado de sombras, al igual que una mariposa ve un pájaro predador, como
algo veloz y amenazante que se vislumbra un instante. Verlo durante un periodo de
tiempo más largo significaba la muerte. Conocer todo sobre el predador
extradimensional suponía convertirse en lo que se había convertido Espectralio O, en un
cuerpo cristalizado.

“Creo que los extradimensionales han completado una evolución universal. La


energía de su universo está agotada, todo su mundo es radiación. Solamente les queda
su deseo de supervivencia. A partir de ese deseo, han resquebrajado las fronteras
dimensionales y han encontrado aquí nuevos territorios de caza.”

La Observadora había dejado funcionando sus receptores implantados para poder


seguir los informes de cristalizaciones que llegaban de todo el planeta. Ahora los
desconectó. Link seguía hablando: “Los extradimensionales han atravesado todas las
extravagantes mutaciones posibles y son mucho más astutos de lo que podamos
imaginar. La transmisión mental directa no supone ningún problema para tales criaturas
—miró a los axon ipsilos—. Vosotros, mejor que nadie, comprendéis que la percepción
es cuestión de realizar complicadas operaciones matemáticas sobre las frecuencias
entrantes. Los extradimensionales son maestros en la amplificación de estas frecuencias.
Los monjes y monjas Inmortales no tuvieron ninguna oportunidad. Recibieron
repetidamente las enseñanzas más maravillosas que contenían un modelo para la
inmortalidad.”

“Pero prolongaron sus vidas.”

“Sí, así es —concordó Link—. Por ese motivo resultaron tan convincentes para
nosotros. Los extradimensionales estuvieron siglos enseñando la longevidad a los
monjes. Consiguieron alargar sus vidas, probablemente donándoles reservas de
energía.”

El jefe de los axon ipsilos se dirigió a Link, pero su voz gutural ya no sonaba
desdeñosa. “Si lo que buscan los extradimensionales es energía, ¿por qué iban a
regalársela a los Inmortales?”

163
“No les importaba gastar alguna para conseguir mucha más. Son los cazadores más
expertos de la creación, con una fuerza de voluntad extraordinaria. Estaban dispuestos a
arriesgar su preciada energía para cebar la trampa.”

“¿Qué te hace pensar que la energía de su universo está agotada?” “Han tardado
siglos en resquebrajar nuestras fronteras dimensionales. Unos seres tan inteligentes
como éstos podrían encontrar energía en su propio mundo, si quedara alguna. No se
trata de piratas o mercenarios normales. No quieren oro, tierras o naves. No quieren
nuestros sistemas convencionales de energía. Quieren nuestra fuerza vital. Penetran en
nuestro mundo liberados de ética o de cualquier otra de nuestras categorías. No ven
árboles, perros o personas; ven energía. Eso es todo.”

“Permiso para realizar una transferencia de archivos”, dijo Upquark y mostró sus
mediciones de feromonas.

Habitualmente, ningún axon ipsilo soñaría siquiera con permitir que le corrompiera
el archivo de una unidad agrícola, pero se había despertado su curiosidad; decidieron
que Upquark no era en realidad un pequeño escardador, sino un robot secreto enviado al
terreno por la Observadora, aceptaron los archivos de las feromonas con interés y los
estudiaron comprendiéndolos al instante. Tenían los ojos fijos en Link mientras
continuaba sus explicaciones para la audiencia humana, de comprensión más lenta.

“Los extra-dimensionales no evolucionaron aquí, así que sus órganos de visión, si


los tienen, no se corresponden con nuestras condiciones lumínicas. Lo que significa que
probablemente son ciegos. Para moverse, utilizan el olfato, que es más simple y en
cierta manera, más fiable. Descubrieron el sistema de feromonas de nuestro planeta —
hizo una pausa y proyectó en la pantalla un odelo del mismo—. Todas las criaturas del
planeta emiten moléculas de olor para conectar a los miembros de una especie. Un
sistema de comunicación invisible y altamente sofisticado, que pasa desapercibido en el
nivel consciente. Mediante algo de química básica, copiaron este sistema, utilizando la
feromona de un insecto, seducxión, como modelo. Una elección lógica, porque
seducxión es la feromona más abundante en el aire, ya que el insecto que la segrega está
por todas partes. Hemos analizado la versión extradimensional de seducxión y es más
fuerte; posee algún tipo de retardante de la evaporación que le permite perdurar más,
pero básicamente ellos se mueven de la misma forma que lo hacen las pulgas, dejando
rastros químicos. No creo que estén interesados en oler las rosas o el café, sencillamente
les confundiría. El planeta está en blanco para ellos. Tal vez toda nuestra realidad esté
en blanco para ellos. Así que buscaron una solución para poder desplazarse sin perderse.
Seducxión apareció como alternativa porque es un camino natural, utilizado por una
multitud. Resulta perfecto, con una química desarrollada para ajustarse a las
condiciones del planeta. Simplemente lo imitaron y lo utilizan de la misma manera en
que se ha utilizado durante millones de años. Recuerden, todo lo que desean es poder
navegar por el planeta satisfactoriamente. Nuestro mundo no resulta reconocible para
ellos. Podrían perderse fácilmente. Pero mientras puedan volver sobre sus pasos están
seguros y pueden continuar, matándonos uno a uno.”

“¿Y tienen alguna forma física?”

“Son un ente fronterizo con un sistema sensorial que funciona en nuestra dimensión.
Es todo lo que podemos decir.”

164
La Observadora cerró los ojos y reflexionó. Si era cierto, si los ancianos monjes y
monjas habían sido engañados, no suponía ningún fracaso para ella reconocer que
también había sido engañada junto con todos los miembros del Consorcio. ¿Qué podía
haber hecho frente a un ser tan taimado como el descrito por Link? ¿Cómo podía haber
evitado una invasión que venía preparándose desde siglos antes de que ella naciera?
“¿Qué hacemos con esta información que nos has dado?”

“Podemos tender nuestro propio rastro de feromonas y dejar que lo sigan.”

165
Capítulo 32
Veo una ciudad moribunda, pensó el Juegomaestre, al menos eso dicen mis
programas; pero ¿qué es lo que realmente veo? ¿Qué clase de sueño mecanizado estoy
contemplando en esta calle llena de gente paralizada? Se puso a mirar con curiosidad a
través de las ventanas de una escuela nocturna para alienígenas recién llegados.
Intentaban aprender la manera de desenvolverse en Planeta Inmortal y ahora la
entendían demasiado bien. Los faros de un robobús que descendía del cielo iluminaron
lentamente las caras cristalizadas.

Giró en dirección contraria y su mirada se cruzó con una tienda de ropa. Había
maniquíes expuestos en el escaparate; los empleados y clientes también parecían
maniquíes congelados en los pasillos, mientras sonaba la música ambiental del
establecimiento. Una mujer posaba frente a un espejo de tres caras, mirando su reflejo
final por delante, por detrás y por los lados. Parecía complacida con lo que veía. Había
cristalizado en una talla cuatro.

Siguió rodando su camino y espió el interior de un edificio de oficinas; su vestíbulo


estaba lleno de empleados esperando los ascensores que llegaban y se iban, subiendo y
bajando a los mismos pasajeros. Nadie salía ni entraba. Cada vez que se abrían las
puertas, una música apagada inundaba el vestíbulo y luego volvía a ascender en el
ascensor con los pasajeros congelados.

En el escaparate de un restaurante había camareros inmóviles. Los filetes se habían


chamuscado en la parrilla hasta convertirse en crujientes carbones. Las patatas fritas,
que bullían sin interrupción, recordaban virutas de madera. Uno de los chefs realizaba
un postrer gesto teatral con una sartén cuyo contenido se había petrificado. El
Juegomaestre observó a los comensales cristalizados: parejas amantes, parejas
amargadas, parejas indiferentes y un camarero congelado que todavía servía el último
plato en existencia. Parecía que sólo necesitaran una recarga, pero el Juegomaestre sabía
que no existía ninguna unidad que pudiera recargar a estos seres orgánicos.

Escuchó una melodía circense procedente de los altavoces de un duende eléctrico


que rodaba hacia él y la siguió unos cuantos compases.

“Qué agradable encontrar a otro jugador —dijo el duende eléctrico. Era una
máquina pequeña e ingenua que hacía juegos malabares con pelotas multicolores—.
Estaba actuando en una fiesta de cumpleaños y los niños se quedaron tiesos. No
conseguía hacerles cantar ni bailar, lo que repercutió en mis habilidades y abandoné el
lugar lleno de autorreproches. Sin embargo, observo que todo el mundo está en las
mismas condiciones. Yo no puedo haber sido la causa.”

“No, tú no eres la causa.”

El duende eléctrico lanzó las pelotas hacia arriba y se deslizaron hacia una abertura
interior. “¿Qué puedo hacer?”

“Sigue con tus canciones.”

166
“Se me agotará la batería.”

“Puedes recargarla por toda la ciudad. Nadie va a impedírtelo.”

De manera que el duende continuó apretando los botones nacarados de su pecho,


como los de un acordeón. “Ahora tocaré otra melodía. Es para un circo de miniatura con
caballos diminutos.”

Al Juegomaestre la canción le pareció desgarradoramente bella y un equivalente a


lágrimas brotó de sus ojos, pero sabía que no era más que la activación de los circuitos
emocionales y que se reiniciarían ellos solos. La avenida estaba repleta de cuerpos con
las piernas estiradas en posturas de avance. Esta calle, esta esquina, habían resultado ser
su destino final. “Se ha alcanzado una masa crítica —dijo para sí mismo—. Ahora las
cristalizaciones se extenderán por todo el planeta.”

El duende eléctrico sopló una trompetilla y el Juegomaestre pensó: así será en todas
partes. Apenas quedarán unas cuantas máquinas mientras el mundo se acaba.

Sintonizó una emisora de radio al azar... en las afueras de la ciudad... una


concentración de masas... la verdad sobre Ánfora...

¿Conocía alguien la verdad? Encendió su luz de transporte y un robobús descendió,


lo recogió y lo situó junto a otras unidades que regresaban a casa del turno de noche.
Descendió en las afueras de la ciudad industrial y se unió a la multitud de alienígenas y
humanos que se dirigía hacia un estadio.

El Juegomaestre ascendió por la robo-rampa y se situó en las gradas. Potentes focos


emitidos por proyectores volantes barrían la superficie del estadio. Una burbuja
transparente flotó por el aire y explotó en una lluvia de chispas. Apareció un hombre
con un traje ligero de color blanco y la voz amplificada a gran volumen.

“Bienvenidos, amigos, a la Primera Asamblea de Ánfora.” El sonido tenía eco y la


frase rebotó varias veces en el estadio, cambiando su efecto con cada repetición,
acompañada de hologramas móviles que simulaban que el hombre estaba en todas
partes al mismo tiempo. Señaló hacia arriba, a la fragmentada Luna Chatarra en el cielo
nocturno. “Ahí está el Arca de la Serenidad, que ha venido para llevarnos a casa.
Intentan destruirla, pero no se puede destruir un vehículo del Espíritu.”

El Juegomaestre exploró los rostros de la audiencia y todos tenían la misma


expresión embelesada. El señor Link consideraría instructivo este comportamiento
unificador, esta respuesta incondicional, como la de las hormigas en un hormiguero.
Pero estar rodeado de tanta histeria degradaba el rendimiento mental de un robot y el
Juegomaestre sintió que sus alarmas internas se disparaban. Quería marcharse, pero ¿le
dejarían? Las masas podían ser beligerantes. Las leyes que protegían a las máquinas
eran de por sí poco estrictas, y en los tiempos actuales más bien se tendía a ignorarlas.

El predicador apuntó al cielo con el dedo y su imagen proyectada recorrió el estadio


junto con el eco hipnótico de su cadencia. “Nos estamos cristalizando. Nos estamos
mineralizando. Cada día perdemos a uno, y a otro, y a otro. Ánfora dice: seré alabada.
Seré complacida. Me llevaré a quienes, no comprendan, pero dejaré a quienes hayan

167
despertado.” Recorría el estadio seguido por las luces volantes, con su holograma
apareciendo y desapareciendo por los pasillos de acceso. “¡He estado en Ánfora,
amigos, he estado en los remolinos de su hiperespacio y he visto mundos en su interior,
las ondas del universo, he visto la realidad cuántica!”

El Juegomaestre se movió prudentemente hacia el pasillo. Tenía que arriesgarse a


salir. Comenzó a sonar una orquesta de tambores y la muchedumbre cantaba: “Ánfora,
Ánfora”. El Juegomaestre grabó un fragmento del canto y lo iba repitiendo por sus
altavoces mientras atravesaba lentamente la multitud. Cuando le miraban y escuchaban
su suave entonación, sonreían y decían: “El pequeño robot lleva dentro el espíritu de
Ánfora”.

Alcanzó la rampa para robots y comenzó a descenderla rodando, con el volumen


justo para bombear: “Ánfora, Ánfora...”

Una mano sujetó sus antenas: “¿Adonde vas, Caja?”.

“Estoy descargándome muy deprisa—dijo el Juegomaestre—. Necesito


recargarme.”

“Ánfora te recargará —el discípulo le condujo de vuelta al campo del estadio—.


Aquí está tu carga, máquina. ¡Siente la gloria de Ánfora!”

“La siento”, dijo el Juegomaestre.

“Da fe de que las máquinas pueden salvarse.”

“Las máquinas pueden salvarse.”

“Da gracias a Ánfora.”

“Doy gracias a Ánfora.”

El estadio temblaba con los pies de la apasionada multitud, que se movía al ritmo de
los tambores. Los hologramas del predicador se reflejaban por todos lados mientras
gritaba: “¡La he visto y he regresado! ¡Regresé por vosotros!”.

Sonó un enorme crujido piezoeléctrico y todo quedó en silencio.

El Juegomaestre miró a su alrededor, a la Primera Asamblea de Ánfora, que había


quedado cristalizada. El predicador estaba inmóvil en un gesto de triunfo, con ambos
brazos alzados. La audiencia se había paralizado en sus gestos de respuesta. Por aquí y
por allá los que se habían salvado se arrastraban como locos entre los muertos. Pronto
los pasillos se llenaron de devotos desesperados. “¡Están asesinando a los creyentes!”

“Por eso nos juntaron aquí a todos.”

“¡Menos a él! Le vi intentando marcharse justo antes de que pasara.”

“¡Ateo! ¡Asesino!”, gritaba la multitud rodeando al Juegomaestre.

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Subió el volumen de su canto de Ánfora, pero no tuvo ningún efecto en la masa
enfurecida. Le arrancaron las antenas.

“Por favor”, suplicó, pero le sujetaron con fuertes manos que torcieron sus brazos
regordetes. Sintió cómo se partía el metal y se desprendía el cableado, y sus brazos
quedaron colgando inertes. Los circuitos de reparación de emergencia se pusieron en
marcha disparando las alarmas frenéticamente.

Una hebilla de cinturón le rompió la lente de un ojo y luego se estrelló contra el


otro. El mundo del Juegomaestre se volvió negro. Sintió que unas enérgicas manos le
agarraban la cabeza, que alguien desenroscaba los pernos que la sujetaban y, de repente,
su alimentación de audio salió rodando.

Le habían arrancado la cabeza.

“¡Lánzamela!”

El sonido le llegaba como un torbellino vertiginoso acompañado de interferencias y


poco a poco desapareció.

Sintió que le arrancaban las piernas, pero la sensación era distante. Su input táctil
era demasiado lento. Los circuitos de emergencia estaban disminuyendo paulatinamente
su presencia en el paquete receptor, buscando un lugar donde resistir. Sólo... un... juego,
se dijo.

Perdió todo contacto con el exterior. Sus comprobaciones internas continuaron por
lo que quedaba del Torso Central hasta los Puntos de Conexión Periférica, para regresar
de nuevo al Torso Central. Las comprobaciones fueron apagándose y finalmente se
detuvieron.

Sólo... un...

Terminadas todas las funciones.

169
Capítulo 33
“Debería contratarte para que crearas una nueva loción de afeitado para mí”, dijo el
general Caph, encargado de coordinar la Operación Bola. Los químicos del nuevo
laboratorio de Link estaban parloteando sin parar por todos lados y la mayor parte de lo
que hablaban sobrepasaba la comprensión del general; los alcoholes primarios y los
dobles enlaces no significaban nada para él, pero creía en el poder del perfume.

Upquark le explicaba que “si una mariposa hembra liberara todas sus feromonas en
su bolsa de aroma de una vez, podría atraer a billones de machos en un instante”.

“Pero se reprime —dijo Caph—. Es muy prudente.” Como el resto del personal del
laboratorio, llevaba mono completo y mascarilla, ya que las sustancias que se
confeccionaban allí estaban mucho más concentradas que su loción de afeitado.

Link se sentía en su elemento por primera vez desde que se marcharon de la Llanura
Agrícola. Para él, las feromonas eran sustancias sagradas creadas por diminutos
alquimistas que llevaban probándolas y perfeccionándolas desde hacía eones, hasta que
las colmenas y los nidos fueron indefectiblemente gobernados siguiendo las directrices
de las feromonas. Eran una de las mayores maravillas del mundo y la Operación Bola se
había denominado así a causa de una araña que las usaba de manera especialmente
ingeniosa.

“La araña bola —informó Upquark al general— atrae a las polillas macho mediante
la fabricación de una feromona idéntica a la producida por la polilla hembra. El macho
vuela contra el viento hacia el olor, pensando que se dirige a su pareja, y aterriza en el
plato de comida de la araña.”

“Y nosotros somos la araña”, completó Caph.

“Eso espero, francamente”, respondió Link.

Caph observaba a Link con interés. El joven científico había presenciado un millón
de masacres en miniatura. Estaba familiarizado con el concepto de un enemigo sin
piedad, consciencia o cualquier otra restricción moral. Había sido testigo de un sinfín de
muertes y desmembramientos en el vasto reino de los insectos. Caph le preguntó:
“¿Cómo sabes tanto de esos seres a los que llamas extradimensionales?”.

“Porque los conozco desde pequeño.”

Caph alzó una ceja.

Link no se molestó en alzar la vista de su trabajo. “Creo que los extradimensionales


están siempre patrullando las bandas de percepción, buscando a alguien que empuje los
límites exteriores de la banda. Eso es lo que yo hacía de niño, cuando pasaba la mayor
parte del tiempo imaginando que era un insecto. Los extradimensionales apreciaron la
alteración en mi frecuencia y, de alguna forma, amplificaron mis esfuerzos, para

170
engancharme en su programa. Como resultado, aprendí a penetrar la frecuencia que nos
separa del mundo animal. Pero no era eso lo que ellos tenían en mente.

Link hizo una pausa. Sentía las preguntas de todo el personal del laboratorio
flotando en el aire. “Lo que tenían en mente era reclutarme para su programa de
longevidad. Ése era su cebo; siempre es el mismo. Pero a los niños no les importa la
longevidad porque piensan que van a vivir siempre. Para mí era más emocionante
apreciar cómo flexiona las articulaciones de la rodilla una abeja para ayudarse a
emprender el vuelo. Prefería sentir cómo actúan las fuerzas-g sobre una libélula cuando
efectúa un giro. Estoy seguro de que los extradimensionales dejaron de tenerme en
cuenta.”

“¿Y los Inmortales?”

“También estaban forzando las bandas de percepción. Hacían meditación profunda


para explorar las transformaciones de la onsciencia. Encontraron el mensaje de la
longevidad y picaron el anzuelo.” Link volvió a detener sus explicaciones. El
laboratorio estaba completamente en silencio. Habían cesado todos los trabajos. Dijo:
“Los extradimensionales siempre andan por ahí pescando. Tienen siempre dispuesto el
hilo con sus anzuelos, flotando a través de la eternidad”.

“¿Quieres decir que su guerra no termina aquí?”, preguntó Caph.

“Ni hablar.”

“Si te tienen echado el anzuelo, por así decirlo, ¿cómo no se dan cuenta de que eres
su enemigo? ¿No saben que estás trabajando para aniquilarles?”

“Somos una forma de vida de la que poseen una comprensión rudimentaria. Pero
saben que toda vida busca perpetuarse para siempre, así que ceban su anzuelo y lanzan
el sedal.”

Uno de los químicos se acercó a Link. “¿Todavía entran en contacto con usted?”

“Nunca se detienen.”

“¿En qué consisten estos contactos recientes?”

“Lo mismo de siempre: la promesa de la inmortalidad.”

“Pero ya nos atraparon con ese señuelo. ¿Por qué motivo iban a continuar
repitiéndolo?”

“No somos los únicos peces que están pescando. El mismo sedal seguirá
extendiéndose eternamente, procedente de su universo y cebado de la misma manera
que siempre lo ha estado: con el sueño más preciado de toda criatura viviente, vencer a
la muerte.” Cuando las luces de alarma de la puerta se encendieron, un robot de
seguridad entró en disposición de combate. Instantes después volvía a modo de espera y
se abrió la puerta de la cafetería. Entraron dos soñadores oscuros riñendo, cuyas voces
agudas eran traducidas por el sufrido robot que les había asignado la Observadora.

171
“¿Sabes lo que pasa contigo, imbécil? Tienes detritus subnuclear en el cerebro.”

“Por culpa de tus errores de cálculo.”

“En ese escenario, las partículas se repelerán unas a otras.”

“No tanto como tú me repeles.”

El encanto producido por Link se deshizo y el laboratorio recobró su marcha. Los


dos soñadores comenzaron a aporrearse y el robot tuvo que separarles. Les llevó
colgando de la punta de sus pinzas y todavía se meneaban, agitando los gorros rojos.
Cuando los depositó en el suelo aún se dieron un par de empujones enfadados, pero el
olor de pazdu les atrajo y cada uno se fue por su lado. Les encantaba su fuerza;
alimentaba su furia.

Llegaron más soñadores pendencieros y el robot se reunió con ellos y les condujo a
la máquina expendedora de pazdu. Las jarras que llenaban eran tan grandes que tenían
que agarrarlas con las dos manos, luego las ponían sobre una mesa del laboratorio y
trepaban a los taburetes, con sus zapatos puntiagudos lejos del suelo. Allí continuaron
sus discusiones, hablando entre dientes y bebiendo pazdu espeso de Hermetia.

Las luces de alarma volvieron a encenderse y entró la Observadora. Advirtió las


arrugas de tensión en la cara de Link y supuso que su rostro mostraría las mismas
arrugas de fatiga. Ambos habían estado trabajando sin dormir, utilizando un estimulador
de retina cuyos rayos reiniciaban sus cerebros en una mañana continua. La cara de él
tenía una máscara de agotamiento impenetrable. Nunca podía completar los expedientes
de Link porque actuaba en una segunda frecuencia, donde no tenía espías ni dispositivos
de vigilancia. Era un hombre al que no se podía seguir a donde realmente importaba.

“Me gustaría oír el mensaje extradimensional” dijo Caph.

“Lo está oyendo —contestó Link—, pero sus pensamientos se mezclan con él y
siguen adelante.”

“¿Entonces cómo reconociste su voz?”

“No es una voz. Es más bien como una presión que dirige nuestro pensamiento muy
sutilmente, hasta que nosotros mismos le damos forma. Pero se trata del pensamiento
que ellos quieren que tengamos.”

“Si ellos no hablan nuestro lenguaje...”

“La presión se ejerce a un nivel inferior al del lenguaje”, interrumpió la


Observadora, que sentía ahora esa presión, al borde de su consciencia, como un sueño
medio recordado procedente de otro mundo. Al oír hablar a Link estos últimos días,
sentía que ella podía interpretar el mensaje de los extradimensionales, lo mismo que las
monjas y los monjes lo habían hecho. A través de su fatiga había escuchado la promesa
de la inmortalidad. Ella dijo: “Por esa razón estábamos tan dispuestos a aceptar Ánfora.
Nos han bombardeado subliminalmente con esa idea durante toda nuestra vida”.

172
***

En el Mando Central, los estrategas militares estudiaban un modelo a gran escala de


Planeta Inmortal sobre el que habían trazado un sistema de coordenadas. Era la
Observadora quien les informaba, lo que les ponía furiosos. El planeta estaba sufriendo
un ataque a escala masiva y, si se hacían las cosas a la manera que ella proponía, las
mejores armas del Corredor no saldrían de sus depósitos. Era intolerable ser marginados
por una civil. Se trataba de la guerra final, para la que llevaban generaciones
preparándose.

“Estas líneas representan las mayores concentraciones de feromonas


extradimensionales que hemos encontrado —explicó la Observadora—. Han dividido el
planeta en sectores. Cazan en las cuadrículas de la retícula y luego regresan a las rutas
principales. Emitiremos un rastro de feromonas más fuerte que los suyos y les
obligaremos a ir a donde queramos.”

“¿Cómo estás segura de que seguirán tu rastro?”, preguntó el general Liu.

“Para ellos, nuestra dimensión es como un sueño. Para poder seguir su camino a
través de ese sueño han creado un sistema provisional de orientación, representado por
estas líneas, que funciona mediante el olfato.” Giró el globo con el dedo y los generales
continuaron resoplando, con la excepción del general Caph y de un joven oficial que
estaba seguro de recordar a la Observadora de hacía años. Habían sido asignados a una
unidad de élite; ella como experta en operaciones clandestinas. Lucharon juntos en el
Asteroide Negro y se había comportado bajo el intenso fuego enemigo como se
esperaba de ella. Entonces llegaron unos burócratas sin rostro y ella desapareció, sin que
nadie volviera a saber su paradero. ¿Era la misma que tenía delante en esos momentos?
Su voz era diferente, su cara había sido transformada, pero ese estilo impasible y algo
en la manera de mover los brazos le hizo pensar en la joven que había conocido.

Ella detuvo el movimiento giratorio del globo con un dedo y Link tomó el relevo.
“Las feromonas que hemos preparado están más concentradas y se mezclarán con las
suyas. No se darán cuenta de la diferencia. Necesitan emplear todos sus recursos sólo
para mantener en funcionamiento su sistema provisional. No esperan que ocurra ningún
cambio y, de cualquier modo, no tienen tiempo para ocuparse de ellos. Tienen que
limitarse a unas pautas de comportamiento muy rígidas que se muestran en esta parrilla,
porque nuestra dimensión les supera. No obstante, han fabricado una especie de sistema
olfativo y hemos hallado su punto débil: las feromonas van directamente a los sensores
neuronales. No es posible filtrarlas. Por esa razón la araña bola siempre gana. Es posible
evitar una telaraña de seda, pero una red de perfume es irresistible. La polilla no tiene
opción. Si las feromonas te atraen, las sigues.”

“Pero los extradimensionales no son mariposas”, gruñó el general Liu.

“Han utilizado el sistema de orientación de una pulga —dijo Link—. ¿Por qué no
podríamos nosotros usar la trampa de una araña?”

La Observadora volvió a centrar la atencióp del grupo en la retícula de coordenadas.


“Aquí se puede observar el territorio de caza de los extradimensionales. Empezaron en

173
la capital y han ido expandiéndose a ritmo constante. Queremos redirigirles hacia...
aquí.”

Señaló un punto en la cuadrícula y luego hizo una seña a uno de los robots de la
Agencia. El gran axon ipsilo continuó. “Esta área está sometida al efecto de poderosas
fuerzas fruto de la interacción entre el manto planetario y el núcleo planetario... el
movimiento de la masa central ha creado...”

El general Caph cerró los ojos. Sólo había dormido unas pocas horas. Ni siquiera
estando descansado era capaz de entender ecuaciones y ningún soldado normal debería
estar subordinado a ellas. Sus pilotos ya sabían todo lo necesario sobre el Sumidero de
Planeta Inmortal. Al menos sabían lo suficiente para permanecer alejados de él, porque
paralizaba las naves y las hacía caer como piedras. Era una prisión natural y la
Observadora y su personal iban a dirigir a los extradimensionales hacia él.

"... el desplazamiento del centro planetario...” continuó el axon ipsilo. Sí, estupendo,
vamos allá, se dijo el general a sí mismo y obligó a sus párpados a permanecer abiertos.

“... y la anomalía gravitacional...”

Todos nos cristalizaremos en nuestros asientos mientras esperamos que acabe de


hablar este cubo de tornillos. Pero así funcionan las máquinas sofisticadas. Tienen que
llenar de información las reuniones, de forma que si las cosas salen mal, nadie pueda
llamarles irresponsables. Si queda alguien para decir algo.

Se volvió hacia sus colegas militares, algunos de los cuales mostraban expresiones
tan ausentes como la suya propia. Entre ellos había ingenieros, pero ninguno estaba al
nivel de la máquina axon.

“... libraciones del núcleo magnético y amplitud de mutación...”

La resistencia tenía un límite y Caph se rindió. Se había entrenado para permanecer


erguido mientras estaba inconsciente y eso hizo. Le gustaba sestear en la seguridad de
una sala de operaciones, cuando nadie iba a asesinarle ni ningún marido furioso podía
atacarle. Aquí estaban sólo sus compañeros oficiales, alguno de ellos echando una
siestecita también, con la tranquilidad de saber que las puertas estaban
convenientemente bloqueadas por todos lados. Siguió dando cabezadas mientras el
robot hablaba monótonamente hasta que recobró la consciencia cuando se mencionó su
nombre. “Sí, estoy preparado.” Contaba con que su ayudante le dijera exactamente para
qué.

***
“Nuestras estadísticas muestran que en todas las cristalizaciones principales, en las
que se congelan barriadas enteras, los supervivientes son tipos flemáticos, personas que
no se interesan por nada, que viven de forma monótona, aburridos, indiferentes, como
peces de colores en una pecera. Por ese motivo, todos ustedes serán sometidos a un
entrenamiento de supresión de emociones —el psicorrobot se dirigía a los miembros
integrantes de la Operación Bola—. Si todo sale según lo planeado, estarán muy cerca
de grandes concentraciones de extradimensionales. Sin nuestro condicionamiento, es
muy probable que todos ustedes cristalicen. Por tanto, la asistencia es obligatoria.”

174
***

La Observadora llegó al laboratorio de madrugada. Los únicos que se encontraban


allí eran Link y Upquark; Link seguía supervisando la mezcla. Le había contado que la
solución era sensible a variables que superaban toda comprensión. Una nueva mezcla
podía cristalizarse simplemente por estar almacenada cerca de una vieja disolución ya
cristalizada, sin ninguna interacción humana. “Por ese motivo las cristalizaciones han
sido más frecuentes entre el pueblo llano. Una cristalización contribuye a desencadenar
la siguiente. Tu vecino cristalizado se convierte en tu enemigo porque provoca el mismo
proceso en ti —Link se giró hacia la Observadora con aspecto cansado, los hombros
caídos y el pelo rizado fláccido a causa de los vapores químicos. Había manchas en su
arrugado uniforme blanco y ya no llevaba guantes ni casco. Sus últimas pruebas habían
demostrado que la mezcla era estable—. La fabricación a gran escala debería comenzar
dentro de una hora.”

“¿Significa eso que irás a dormir un rato?”, indagó ella, preguntándose por qué le
importaba que estuviera cansado. Su trabajo era forzar a la gente más allá del cansancio.
Ella misma había superado su propia resistencia en esta carrera para evitar que las
cristalizaciones devoraran el planeta. Los informes electrónicos que bombardeaban su
cerebro se habían hecho demasiado numerosos y demasiado espantosos; había
clausurado su sistema receptor cerebral y ahora utilizaba el sistema de informes
convencionales, el Auranet, que se encendía cada hora y mostraba escenas de ciudades
y pueblos paralizados; su brillo y quietud cristalinos eran una fugaz tarjeta de
felicitación de sabor sentimental. Pero estaban firmadas por la muerte; las figuras
formaban parte de un inframundo de hielo.

“Tu cantusiana ha estado preguntando por ti”, murmuró ella.

“No es mi cantusiana”, contestó sorprendido, dejando de observar los monitores.


Había recibido estimulación en la retina hacía sólo unas horas y, aunque hubiera
terminado su trabajo, todavía estaba plenamente activo.

La Observadora se quedó mirando su cara ojerosa. “Si ella no os hubiera ayudado a


escapar de la Guardia, no habríais tenido ninguna oportunidad, ni nosotros tampoco.”

“Entonces es estupendo que estés cuidando de ella.” Comenzó a dar vueltas por el
pasillo del laboratorio, reexaminando preparaciones que había realizado apenas minutos
antes.

Ella captó al perfeccionista que guardaba en su interior, parecido al suyo propio, y


que funcionaba justo al borde la locura. “Le he ofrecido la oportunidad de regresar a
Cantus”, continuó la Observadora.

“¿La ha aceptado?”, preguntó él distraídamente mientras continuaba sus


comprobaciones. Como la araña bola que teje el último hilo en zigzag por su red.

“No. Me pregunto por qué.”

Él la miró y ella se dio cuenta de que no tenía ni idea de los sentimientos de la


cantusiana hacia él, ni parecía importarle.

175
“Vamos —dijo ella—, siéntate. Los robots ya están fabricando tu mezcla, grandes
depósitos. Puedes descansar cinco minutos.”

Él se dejó caer en una silla, expulsando el aliento con dificultad. Dejó caer la cabeza
y luego volvió a levantarla. “Su mensaje es muy fuerte cuando estoy cansado. Les siento
muy claramente, aunque eso no importe ahora.”

La fatiga parecía proporcionarle un aire distinguido, al añadir cansancio a sus


gestos. Por alguna razón esto le hacía atractivo, aunque tal vez fuera su propio
agotamiento lo que aumentaba su sensibilidad. Tenía que admitir que sus preguntas
sobre la cantusiana no eran desinteresadas. Ella también sentía que permitirse esos
pensamientos, cuando era responsable de la crisis final del planeta, era señal de que el
mundo se estaba acabando definitivamente y que deseaba experimentar el amor por
última vez.

Link bajó los párpados, oscurecidos por el cansancio. Ella percibió que él se
encontraba oculto tras su segundo caparazón, fuera de su alcance, fuera del alcance de la
cantusiana o de cualquier otra mujer. Este caparazón hecho de rituales férreos, de
estrategia insectil dictada por respuestas antiguas e inexorables, era lo que le otorgaba la
fuerza que había mostrado en los últimos días, pero también tenía su precio: esa parte de
la personalidad humana que normalmente dedicamos al amor. Él la eludía, no porque
quisiera, sino porque el contacto con los extradimensionales le había transformado.

Se despertó sobresaltado y se puso en pie. “No paro de darle vueltas al problema


intentando comprenderles. Si esta mesa se elevara y saliera volando, sería para mí
menos misterioso de lo que son ellos.”

Ella vio la duda en sus ojos, su corazón dejó de latir por un instante y dijo: “Eres su
alumno. ¿Tienes alguna posibilidad contra ellos?”

Él la miró con un rictus de cansancio reflejado en su boca. “Los Inmortales eran sus
alumnos, no yo.”

“De acuerdo, tú no eras exactamente su alumno, pero aun así conseguiste algo de
ellos.”

“Una muestra de su realidad. Una mínima muestra, suficiente para perturbar mi


vida. Para dejarme...”

“Sin amigos.” La palabra surgió de su boca antes que pudiera censurarla.

Las comisuras de los labios de Link se alzaron en una débil sonrisa. Hizo un gesto
hacia Upquark, que también había forzado sus límites y estaba recibiendo una ducha de
energía en la cabina de carga del laboratorio. “Él es mi amigo.”

“Yo también.” También esto se le escapó, pero la discreción ya no tenía importancia


en un mundo que se venía abajo.

176
Él volvió a mirarla, pero no captó su mensaje. Los extradimensionales seguían
dominando sus pensamientos; estaba enzarzado en una batalla contra ellos y no podía
arriesgarse a separar los ojos de su enemigo.

La Observadora deseaba calmar su inquietud, pero sabía que era incapaz de recibir
ternura. Súbitamente le envolvió entre sus brazos. El cuerpo de Link se dejó apretar
contra el suyo, pero sólo era cansancio. Ella podía sentir que la mente de él estaba en su
segundo caparazón.

Se retiró bruscamente. “Tengo que ir al área de fabricación.”

“No te necesitan.”

Pareció sorprendido por el comentario y luego lo aceptó. “No, supongo que no. Ya
no.”

“¿Has comido algo en las últimas veinticuatro horas?”

Él señaló los restos de un tentempié artificial.

Y ahora, pensó ella, burlándose de sus sentimientos maternales, me preocupo por su


nutrición mientras el mundo se viene abajo. Le tomó del brazo, le condujo afuera y le
introdujo en su aerodeslizador. “No estaremos preparados para atacar hasta mañana.
Podrías cenar algo hoy.”

La comida fue servida mecánicamente, elevada desde la cocina del piso inferior
hasta el interior de un contenedor de vidrio y luego trasladada a la mesa de comedor. Él
la miró sin parecer comprender. Ella le entregó un tenedor: “Para el transporte de
comida”.

Hizo un gesto de asentimiento, sonrió vagamente y regresó de su espacio remoto.


“Somos un conjunto de manantiales sellados y los extradimensionales saben cómo
hacerlos brotar. No les sirve de nada un planeta en bruto, ya que su energía no está
disponible de una forma que puedan aprovechar. Necesitan explotar a seres muy
desarrollados, fábricas de energía viva. Eso es lo que somos para ellos, el poder del sol
en una forma que pueden utilizar. Aprovechan la energía de nuestras mezclas químicas;
las mezclas se descomponen, absorben la energía liberada y nosotros cristalizamos. Son
elegantes vampiros.”

Pareció adormecerse de nuevo, luego despertó y comenzó a comer del plato que ella
le había colocado delante. “Somos criaturas muy sabrosas. Miles de millones de años de
crianza. Eso es lo que quieren. Un sabroso manjar producto de la evolución.”

Antes de que hubiera tragado el tercer bocado se había dormido profundamente. Ella
tampoco era capaz de mantenerse despierta, pero no podía permitirse descansar, todavía
no. Le dejó allí, en el comedor de su nave, y se marchó a hablar con los soñadores
oscuros.

177
Capítulo 34
“¡He encontrado a Stuart Landsmann! Está en un Dios de la Guerra.” El Dr.
Anfibras llegó sin aliento ante la Observadora; venía saltando por el corredor a toda
velocidad.

“¿Dónde está operando la nave?”

“Ha estado cerca de nosotros todo el tiempo. Está defendiendo el monasterio de los
Inmortales.”

“Resulta irónico —dijo la Observadora—. Bien, traigámosle aquí.” Anfibras


regresaba hacia la puerta cuando la Observadora le detuvo con una pregunta. “¿Cómo es
que le perdimos la pista?” “Hemos interrogado al sub-neurolador que le procesó y ha
admitido que estuvo de fiesta la noche anterior. A causa de ello archivó mal los datos.”

“¿Qué ha sido de ese neurolador?”

“Se ha comprobado su capacidad. No existe ningún error funcional, por lo que está
de nuevo en servicio. Pero se le han retirado los privilegios exteriores.”

“Somos muy permisivos con nuestros robots. Debería haber actuado igual con
Landsmann, en lugar de vaciarle el cerebro —la Observadora vaciló—. No hemos
restaurado a ningún catatónico bajo mi tutela. Cuándo ocurre algo así, ¿el individuo
recupera completamente sus facultades?”

“Puede darse una ligera desorientación, pero es sólo temporal. La pérdida de


memoria es insignificante.”

***

El comandante de este Dios de la Guerra era un Sumacero de la Academia de


Guerra de la Guardia del Consorcio que sufría un defecto al que eran propensas muchas
de las máquinas sofisticadas: creía que él mismo era el Dios de la Guerra que tenía a su
mando.

En las últimas batallas interplanetarias, las naves con tripulación enteramente


robótica habían demostrado su superioridad con respecto a las gobernadas por seres
orgánicos. En el torbellino de violentas pasiones que alimenta la guerra, los robots
razonaban con calma, con las aberturas oscuras de sus ojos constantemente abiertas. En
estos momentos se movían por la nave crepitando órdenes en electrish por los sistemas
de comunicación. Los fríos pasillos circulares estaban repletos de cientos de máquinas
de negro blindaje que efectuaban sus rondas de la sala de radar a la de municiones y a la
cubierta de vuelo. El juego nunca les resultaba tedioso; cada día se reiniciaban con la
misma energía inicial en sus objetivos.

Para el comandante Sumacero, el peligro era siempre inminente y estaba preparado


para destruirlo por completo. Este purgatorio de tensión interminable resultaba

178
afortunado para un robot de su clase. En su procesador de segundo plano, Sumacero
reproducía decisivas batallas del Corredor. Él no repetiría los errores cometidos
anteriormente. Ningún enemigo le cogería por sorpresa. Mantendría la cabeza sobre los
hombros. Al primer movimiento ligeramente hostil, extraería conclusiones al instante y
actuaría.

Varias cubiertas por debajo, en el departamento de los catatónicos, los robots de


servicio entregaron a Gregori hombre-de-guerra su uniforme blanco para el tumo
semanal. Acto seguido, él les liquidó con sus propias manos. Era la hora de actuar;
había aprendido los hábitos de la tripulación y los puntos débiles de su rutina.

Los catatónicos que esperaban el comienzo del tumo semanal le observaron con una
mirada vegetal. Su amotinamiento no significaba nada para ellos. Era sólo otra forma en
un mundo sin estructura.

Gregori se había fijado en un catatónico gigantesco de fuerza formidable. En algún


profundo lugar de su mirada mecánica brillaban las cenizas de un criminal no
regenerado. “Tú —dijo Gregori— eres lo que necesito.”

Los chips con la vida de todos los catatónicos que había a bordo estaban guardados
en una unidad de almacenamiento. Las leyes del Consorcio obligaban a que los
catatónicos nunca estuvieran separados de su historial. Las sentencias de catatonización
diferían en cuanto a duración; algunas eran a perpetuidad y otras más cortas. La
condena del gigante era de por vida y tenía un historial especialmente peligroso inscrito
en su chip. “Sí —dijo Gregori mientras realizaba un rápido repaso de las diferentes
mutilaciones y asesinatos realizados por el criminal—, eres de la mejor calidad.”

Enganchó el gigante al regenerador, insertó el Disco Recopilatorio de Identidad que


almacenaba su vida y observó el regreso de la mirada de brutalidad a los ojos del
malvado. Se le restauró su niñez pervertida, se reinsertaron sus primeras torturas. A
medida que asimilaba cada una de las capas de su execrable naturaleza, su gruesa
cabeza se convulsionaba hacia delante y hacia atrás.

“Vamos, vamos”, se impacientó Gregori, pues el proceso se estaba demorando más


de lo que había supuesto, pero no quería interrumpirlo con sólo medio monstruo.
Necesitaba al demonio completo.

El gigante tembló y gimoteó. Está claro que es un cobarde, pensó Gregori, pero
tendrá que servir. “Vas a escucharme, amigo, o te haré pedazos. ¿Lo entiendes?”

El gigante asintió con la cabeza, mientras su depravado ego continuaba


reconfigurándose. Su nombre, según el expediente, era Smagula. “Smagula, presta
atención. Estás prisionero en un Dios de la Guerra. Yo soy tu única esperanza,
¿comprendes? No tienes otra posibilidad.”

Smagula asintió. Había recobrado casi todos sus atributos corruptos. Estar
prisionero era algo natural para él, tan natural como el hogar para un ciudadano
honrado. Y en la cárcel, como en la calle, los planes de acción siempre estaban en
manos de personas como la que tenía delante ahora, un artista que necesitaba de su
fuerza bruta. “Indícame”, dijo Smagula.

179
“Eso haré —dijo Gregori—. Los dos seguimos siendo catatónicos, ¿entiendes?
Muertos vivientes. No hablamos, sólo obedecemos.”

Smagula volvió a asentir con la cabeza. Aún no se había recuperado de la


restauración en pocos minutos de los recuerdos de toda una vida, pero comprendió que
tenía que centrarse.

“La forma de andar de los catatónicos —dijo Gregori—. ¿Aún la recuerdas?”

“La recuerdo —respondió Smagula. El sueño aturdido de los catatónicos todavía


predominaba en su memoria—. Nunca la olvidaré”.

Gregori avanzó hacia otro catatónico, el amigo de Kitty Liftoff que habían detenido
en el Farolillo de Papel. Me ofrecí a liberarlo por Kitty y ella dijo que era imposible.
Bien, Kitty, esto va por ti.

“Hora de despertarse”, dijo Gregori. Extrajo el chip de Stuart Landsmann, y el físico


revivió los trabajos científicos de toda una vida, hasta llegar al baile con una
encantadora mujer en el Farolillo de Papel.

“¿Deseas morir como un vegetal? —preguntó Gregori— ¿No? ¿Sabes usar esto? —
entregó una pistola desintegradora a Landsmann—. Síguenos.”

Landsmann comprendió que el juego era la insurrección y les siguió. Contra quién
fuera no tenía importancia.

Gregori les llevó por un largo pasillo en el Nivel Inferior. Un robot armado les miró
con indiferencia tras identificarles por la lista de personal de la nave.

“No os congreguéis”, ordenó.

Smagula incrustó la cabeza del robot en el torso de un golpe, lo que produjo chispas
y humo procedentes del cuello, a la vez que se escuchaban unas palabras apagadas:
“Pureza de cognición contaminada”.

Smagula levantó al robot, le forzó las piernas hasta meterlas dentro del cuerpo y lo
aplastó completamente, prensando todos sus componentes hasta que lo convirtió en algo
parecido a una pizza eléctrica. Luego lo enrolló hasta hacer un garrote y lo balanceó en
su costado.

Gregori conocía los Dioses de la Guerra del tiempo en que colaboró con la flota del
Consorcio cuando se indultó a los mercenarios. El indulto que le habían concedido a él
prescribió por irregularidades en su conducta, pero siempre guardó un recuerdo
entrañable de las habitaciones de la nave, sus salas y depósitos de municiones, las
cámaras de misiles y radar, los ascensores y galerías de transferencia. Así pues, ahora
avanzaba con paso seguro desde el compartimento de los catatónicos hasta la cubierta
intermedia.

Pero estaba sudando porque a pesar de que le gustaba el Dios de la Guerra, sentía
que no era correspondido. Los sonidos de los ascensores, los débiles temblores de los

180
estabilizadores y las vibraciones de los motores eran como los gruñidos y las pisadas de
predadores, por cuya jungla se movía sigilosamente. Pasó por delante de una portilla,
miró al exterior y vio por debajo el monasterio de los Inmortales. Volvió a pensar en
Kitty, que deseaba ser inmortal. Sintió aún su fría mano de cristal acariciándole la nuca,
pero se trataba de una unidad de refrigeración situada tras él.

Condujo a Smagula y a Landsmann por la cubierta intermedia, más allá de los


emplazamientos de cañones que formaban un anillo en torno al centro principal de
operaciones. Los artilleros robóticos estaban en sus posiciones, vigilando
incesantemente el cielo sobre el monasterio de los Inmortales. Él y su grupo no eran
más que sombras para ellos ya que los cañones no podían girar hacia dentro. Esa
dirección no existía para ellos.

Continuó hasta la Estación Central, en la que operaban los oficiales de vuelo junto
con el comandante Sumacero. Los tres catatónicos entraron en la sala, que vibraba con
eficientes murmullos en electrish.

Sus identidades fueron escaneadas autoñiáticamente. No era infrecuente la entrada


de catatónicos en aquel lugar. Landsmann recordaba lo que había hecho en otras
ocasiones y acometió la tarea: limpieza de las consolas de control y extracción del
detestado polvo que arruinaba los cerebros cableados.

Sumacero ocupaba el asiento central, desde donde vigilaba el mundo del cual
procedería el ataque. Sus múltiples victorias desfilaban continuamente por su memoria
ya que la autoestima era conveniente para los robots. Ante él se reproducían
incesantemente las gigantescas batallas contra naves mercenarias de sus primeros años,
el modo en que había esquivado a los adversarios, escabulléndose y llenándoles del
fuego de sus cañones. Las enormes naves mercenarias no le habían amilanado, sino todo
lo contrario. Soy su dueño y señor por siempre. Traedme enemigos gigantes para
combatir. Traedme al universo entero. Me mantendré firme.

Nunca me rindo, ni tampoco puedo morir. Ni siquiera me derrotaría la mayor nave


que pueda construirse.

“¿Qué quieres?”, preguntó, cuando Smagula se arrodilló junto a su asiento.


Sumacero miró al estúpido bruto. Vaya ejemplar.

El catatónico no respondió y Sumacero le chasqueó un dígito en la cara. La perversa


criatura permaneció arrodillada. Su programación debe de estar atascada, reflexionó
Sumacero. “Llevaros a esta unidad”, dijo, y chasqueó de nuevo los dedos frente a su
cara, golpeando directamente el globo ocular de Smagula. El gigante se levantó,
arrancando el asiento del comandante del suelo e incrustándolo en el techo con
Sumacero aún sentado.

Hombre de Guerra y Landsmann dispararon sus pistolas desintegradoras


convirtiendo al personal robótico de vuelo del Dios de la Guerra en un fluido informe.
Smagula bajó del techo a Sumacero con la cabeza aplastada. El comandante había sido
diseñado para combatir en batallas estelares contra grandes naves de otros mundos. No
se había previsto proporcionarle defensas contra un pequeño criminal con manos de
carne y hueso que se colara en la cubierta de vuelo. Mientras Smagula deshacía en

181
pedazos sus componentes y se disgregaban sus gloriosos recuerdos, Sumacero tuvo
tiempo para una última reflexión: todo dependía de la programación; si se descuidaba
algún aspecto, ibas directo al cubo de la basura. Y ahí es donde voy.

“¿Tienes alguna intención de regresar a Planeta Inmortal —preguntó Gregori a


Smagula—, donde, recuerda, te hicieron catatónico?”

“No”, dijo Smagula gruñendo, arrojando a un lado los chips y los cables que habían
sido Sumacero.

“Landsmann —preguntó Gregory—, ¿te une algún sentimiento al planeta que te


arrancó el alma?”

“Para mí se ha acabado”, respondió Landsmann.

“Bueno, porque estoy a punto de cumplir la ambición de mi vida: robar un Dios de


la Guerra.”

Con una sola orden activó un nuevo rumbo, al Plenum Exterior y más allá, donde
sin ninguna duda se convertiría en el mercenario mejor armado del universo.

El Dios de La Guerra abandonó su posición sobre el monasterio de los Inmortales y


se dirigió a las estrellas.

182
Capítulo 35
Kizz Zum parecía una vela curvilínea con los colores del arco iris. Las pupilas
amarillas de sus ojos tenían forma de llamas ondulantes. El cuerpo poseía un brillo
céreo y, al igual que el de todos los candelarios, una temperatura varios grados superior
a la de los humanos, que resultaba agradable a Jockey Oldcastle, sentado junto a ella en
un mullido sofá. “Había planeado una larga carrera para ellos”, suspiró Kizz, mirando a
través de la abarrotada habitación a los Idolos del Mercado, el último grupo de rockeros
cósmicos al que representaba. “Y ahora mis hermosas máquinas de hacer dinero pueden
cristalizarse ante mis ojos esta misma noche.”

“Esta noche piensa sólo en mí”, dijo Jockey, acercándose a su calor. Kizz se inclinó
hacia delante para inhalar los vapores de un frasco de Fulgor suspendido en el aire, del
que colgaban unos tubos como si fuera una medusa de felicidad que flotara en el aire.
Al aspirar por uno de esos tubos, su piel adquirió una luminiscencia sonrosada que
parecía saludable, aunque los candelarios que no controlaban el Fulgor vivían poco,
pues quemaban prematuramente sus reservas de hidrocarburos y ácidos grasos. Kizz
sintió que el Fulgor la estaba consumiendo entera, hasta los dedos de los pies resinosos
y sensibles al calor.

“Las personas que cristalizan ya no son reclamadas por sus familias —comentó ella
—. Los supervivientes suponen que ellos también morirán pronto, así que para qué
molestarse.” Acarició 2 con su dedo céreo el exterior del frasco flotante de Fulgor,
decorado con ninfas grabadas; los tubos eran brillantes y su boquilla estaba recubierta
de oro. Había frascos similares en cada habitación de la casa de Kizz, adornados con
ninfas y sátiros cuyos retozos juguetones sugerían que el Fulgor producía placer
inocente.

También flotaban a la altura de los ojos pantallas electrónicas que retransmitían


imágenes holovisadas de destrucción global. Jockey observaba con morbosa fascinación
cómo los cuerpos cristalizados en la capital eran retirados por cuadrillas de trabajadores.
Aunque trabajaban por tumos día y noche, no daban abasto, ya que las avenidas
continuaban llenándose de muertos cuyas relucientes superficies reflejaban las luces de
las torres publicitarias. Los vehículos que chocaban contra las figuras de cristal las
reducían a esquirlas y las esparcían por la calzada, por lo que las cunetas brillaban con
una belleza macabra.

“He oído que están vendiendo los cristales molidos para esmaltar cerámica.” Jockey
miró con desconfianza un esbelto jarrón.

“Ése no, cariño”, respondió Kizz.

Otro invitado que había escuchado la conversación por casualidad dijo: “Hay una
nueva línea de perfume llamada Ánfora”.

Kizz era una candelaria que emanaba un delicioso perfume natural. Se volvió hacia
la ventana. El jardín de rocas del exterior estaba iluminado por focos ocultos en los
árboles. Se quedó mirando a las rocas y por primera vez se dio cuenta de que esas

183
pesadas formas eran la presencia original del planeta; estaban cubiertas por un musgo
joven y verde, pero las piedras eran viejos testigos grises de acontecimientos
inconcebibles; habían sido colocadas en el jardín por un maestro exhuliano para evocar
la revelación de los tiempos antiguos. Ahora, cuando había que estar prevenido ante la
revelación, ella sentía el mensaje envenenado de las piedras.

“Se me ha terminado el Fulgor —dijo con tristeza otro candelario—. Nunca


recuperamos lo que se nos va.”

Kizz hizo un gesto de asentimiento. “No debo tomar más esta noche... —dejó que el
tubo se escurriera entre sus dedos— o acabaré como los demás, un cabo de vela sin
hogar derritiéndose en las calles, con el pabilo hundido —volvió a coger el tubo que se
balanceaba y lo acarició—. Me convertiré en un charco de cera derretida sobre la acera,
con los colores diluidos y posiblemente una huella de bota encima.”

Jockey miraba una burbuja holovisada flotante de Robbie Faircloth, el último


heredero de Comunicaciones Starweb, a quien sacaban de una conferencia de prensa
con los focos de los medios reflejándose en su brillante cuerpo endurecido. Debía de
haber estado arengando a su audiencia, porque el dedo índice se había quedado fijo para
la posteridad en una postura admonitoria, el último gesto enfático de su vida. Un
bocazas que se olvidó de sí mismo en un éxtasis retórico, pensó Jockey.

La imagen cambió y apareció una esquina de la ciudad. “Otra fiesta del Juicio
Final.” Jockey señaló con la cabeza la holografía de un grupo de personas brindando
con copas de champaña. Estaban vestidos para la ocasión con sus mejores galas, con
una alegría ansiosa, riendo desesperadamente.

“Bueno, ¿por qué no? —dijo Kizz Zum—, si todo el mundo está acabado...”

“El auténtico final nunca llega —dijo Jockey—. Puedes estar segura de que algo
surgirá de los escombros. Siempre ocurre. Las criaturas más malsanas tienen una
resistencia excepcional.”

Kizz se miraba los céreos dedos multicolores. “Creemos que la llama es eterna, pero
siempre se acaba el aceite.”

“Todavía te queda mucho aceite”, dijo Jockey cariñosamente, pero sus ojos miraban
hacia la claraboya por la que podían verse los islotes apenas interconectados de la
destruida Luna Chatarra girando en una lenta danza macabra.

“Fdace mucho tiempo que no me visitas, Jockey —dijo Kizz—. Debes de necesitar
dinero.”

“¿Dinero? Desde luego que no. ¿Por quién me tomas?”

“Por un oportunista gorrón, mentiroso y falso —Kizz volvió a aspirar Fulgor y


apoyó la cabeza en el hombro de Jockey—. Me siento caliente y derretida.”

184
“Te has puesto de un color naranja vivo, cariño. Refulges en la oscuridad.” La
abrazó mientras sus ojos amarillos vertían lágrimas grasas que se convertían en gotas de
cera sobre sus mejillas.

“Jockey, estoy asustada.”

“Estoy contigo, Kizz. Jockey está aquí.” 3

Secó las gotas de su mejilla. “De todas las personas junto a las que podía acabar...”

“Soy yo o Cabezaespejo”, respondió echando un vistazo a uno de los rockeros


cósmicos más exitosos de Kizz. Como ocurría con todos los lustromianos, la carne de
Cabezaespejo reflejaba la luz. Se creía que los lustromianos habían evolucionado de esa
manera para confundir a los predadores. Actualmente, en condiciones menos primitivas,
era un componente deslumbrante de la belleza personal. En escena, el cuerpo de
Cabezaespejo era como un hombre de ensueño iluminado, reflejando rayos multicolores
mientras cantaba su último éxito.

Lagartio había salido al balcón y contemplaba las colinas onduladas de la finca de


Kizz Zum. Todas las casas del vecindario eran grandes, pero la suya era la mayor. Una
campana de holovisión que flotaba en un extremo del balcón desvió su atención del
paisaje. Mostraba a una muchedumbre de manifestantes en el exterior del monasterio de
los Inmortales y al Dios de la Guerra que lo sobrevolaba. Mientras siguiera ahí, el
monasterio estaría a salvo, se tranquilizó. El ilustre tío de Lizardo había alabado la
compasión e inteligencia sin límites de los Inmortales. Merecen la protección de todos
los serpentianos, escribió en su Cronogramática.

Una corista del grupo de Cabezaespejo salió al balcón. Llevaba toda la velada
admirando al hermoso reptil atraída por las brillantes escamas verdosas doradas de su
cabeza y manos, y por sus irresistibles ojos serpentianos. Él estaba inmóvil y parecía
como si pudiera permanecer así durante horas. Ella estaba de un humor sombrío. ¿De
qué servía ser tímida? Se apoyó contra la barandilla del balcón junto a él. “¿Por qué no
estás dentro?”

“No me gustan las fiestas.”

“Pero has venido.”

“Con un amigo.”

“Yo vine con Cabezaespejo, pero a él sólo le interesa su propio reflejo.”

Lagartio podía ver el elegante Protosol de Cabezaespejo aparcado junto a otras


aeronaves en la explanada de abajo. Su carrocería estaba construida de una aleación que
reflejaba el brillo lunar. “Vaya navecilla que tiene.”

“La conduce como un loco. No voy a ir más con él.”

“Se sentirá decepcionado.”

185
“Ni siquiera se dará cuenta.”

“Entonces aún es más tonto de lo que parece.”

“No, lo que ocurre es que ha tenido demasiadas mujeres. Siempre están detrás de él.
Simulan arreglarse el maquillaje en sus espejos.”

Lagartio se volvió para mirarla. Era una papirosiana y poseía la blanca piel cremosa
por la que su gente es afamada, una piel sobre la que resaltaban vivamente las tintas
coloreadas, motivo por el cual los papirosianos llevaban tatuajes con espléndidos
detalles. El cuerpo de la cantante estaba cubierto por los dibujos luminosos de un
maestro exhuliano que mostraban cintas de estrellas alrededor de las piernas y un diseño
del Big Bang en el torso; en tomo a su cuello se leía la frase la lejanía de los quásar. Su
cara pálida estaba intacta, excepto por las lágrimas, que eran reales. “Ni siquiera he
terminado de pagar mis tatuajes y vamos a morir todos.”

La intensa mirada serpentiana de Lagartio la atravesó. “Este momento todavía es


tuyo.”

“¿Lo estoy desperdiciando? ¿Qué debería estar haciendo?” Ella miró al cortafuegos
de sus ojos, que impedía el paso de cualquier emoción. “Eres afortunado —dijo—. No
tienes sentimientos.” “Nadie tiene garantizado ese don.” La puntá de su cola sujetaba
una bebida que se acercó a las escamas romboidales de la boca. “¿Crees que estaría más
segura en mi propio planeta?”

“Yo no me arriesgaría a ir para averiguarlo.”

Ella se llevó una mano al cabello y él vio las cadenas tatuadas alrededor de sus
brazos que representaban estelas de partículas subatómicas. “Si me cristalizo esta noche,
¿llevarás mi cuerpo al monumento del Juicio Final más cercano? ¿Y me colocarás en
una postura que resalte mis tatuajes? Quiero ser recordada.”

Lagartio sabía que era inútil mencionarle que dentro de poco no habría nadie para
recordar a nadie. Aunque tal vez imaginaba la mirada de alguna fría eternidad puesta en
ella. En los jóvenes, la espiritualidad impuesta por Ánfora había dado paso a extrañas
creencias, una de las cuales era el culto a los monumentos fúnebres. El mayor de los
monumentos del Juicio Final estaba en el desierto Estigio, donde un millar de cuerpos
cristalizados vigilaban en silencio sobre las arenas, en un cuadro compuesto por mil
gestos. Lagartio lo había contemplado desde el aire, con el sol reflejándose sobre
innumerables prismas relucientes en los miembros de los muertos. Desde muy arriba su
belleza parecía tan natural como los antiguos arrecifes de coral procedentes de mares
desaparecidos.

La papirosiana miró el uniforme de Lagartio. “¿Podrías llevarme a los intercanales?


Tengo entendido que es un sitio seguro.” “Cada uno tiene su propia idea de la
seguridad.”

“¿Cuál es la tuya?”

“Me tumbo sobre arena caliente.”

186
“¿Y luego qué?”

“Luego cierro los ojos.”

“Déjame tumbarme contigo.” Ella le abrazó, rodeándole con sus cadenas tatuadas.
Él aspiró la fragancia juvenil de su piel cremosa y luego, por encima de su hombro, vio
la campana de holo-visión que flotaba en el aire. La retrasmisión mostraba en esos
momentos al Dios de la Guerra ascendiendo hacia la noche. El locutor estaba diciendo:
“No sabemos el motivo, pero el Dios de la Guerra se está alejando y los Inmortales se
encuentran ahora sin defensa”. El griterío de la multitud que ocupaba el exterior del
monasterio acompañaba la retirada de la nave.

Lizardo se apartó del suave abrazo de la papirosiana.

“¿Por qué te apartas?”

“Obligaciones ancestrales.” Posó sus labios escamosos sobre la mejilla de ella y


regresó apresuradamente a los invitados a la fiesta. Golpeó suavemente el tobillo de
Jockey con la punta de la cola.

El voluminoso mercenario lanzó un suspiro, pero uno debe absoluta lealtad a su


navegante, ya que a cada hora aparecía una diabólica encrucijada, y cuando el
navegante decía “gira”, uno giraba. Levantó la cabeza de Kizz Zum de su hombro. “Si
me perdonas un momento, cariño...”

“No tardes, Jockey.”

Le dio una palmadita con dulzura, liberó la otra mano de su contacto céreo y siguió
a Lagartio entre la multitud. Un miembro de la Ópera Alienígena posaba lánguidamente
junto a la puerta de entrada. Era un ejemplar más grande de la misma especie a la que
pertenecía Lucky Viscossi y su cuerpo exudaba la misma sustancia viscosa. Pero la
forma del tenor era tan elegante y musculosa que podía pegar cualquier cosa en ella y
aun así presentaba buen aspecto. A veces comenzaba la tarde con sólo un par de zapatos
y dejaba que el destino fuera quien le adornase. Hoy había elegido hojas verde oscuro.
Una joven dama de su misma especie hablaba con él, cubierta de leche de wakmaz y
pétalos de rosa. “Me las acabo de echar”, dijo, aunque en realidad había pasado horas
colocando en su sitio el extraño adorno floral. La trasmisión holovisiva la hizo reír
nerviosamente y un pétalo rosa cayó de su pecho. Jockey intentó volvérselo a colocar,
pero la cola de Lagartio se enrolló en su tobillo y tiró de él hacia fuera. Descendieron un
tramo de la escalera de caracol hasta el aparcamiento.

“Bueno, bueno, ¿y ahora qué?”

“Necesitamos algo pequeño y manejable.” Lagartio se deslizó en el elegante


vehículo de Cabezaespejo.

“¿Dónde crees que vas?”, preguntó el guardaespaldas del rockero cósmico.

Lagartio lanzó su cola entre las piernas del guardia y lo envió volando hasta la
propiedad de al lado. “Es una pregunta razonable —dijo Jockey—. ¿Dónde vamos}”

187
Capítulo 36
Las manifestantes requisaron un autobús para que les acercara lo más posible al
monasterio. Cuando el conductor robótico no pudo seguir adelante, reaccionó según lo
programado: Si la carretera está bbqueada, cierra y espera. Cerró y esperó. Las puertas
del vehículo fueron forzadas y a él le sacaron a rastras hasta el campo, donde un
traficante de energía le arrancó la batería del pecho.

Mientras el conductor yacía inerte, los pasajeros corrieron a unirse a la


muchedumbre que ocupaba el exterior del monasterio. En el aire resonaba una mezcla
de voces violentas, alienígenas y humanas, de todas las formas evolucionadas del
Corredor, todas las especies civilizadas capaces de unirse en el rencor y el reproche. La
muchedumbre sólo se dispersaba cuando ocurría una cristalización que dejaba a alguno
paralizado en un éxtasis rabioso, con la mano levantada para arrojar una botella contra
los muros del monasterio o señalando con furia hacia arriba, al lugar por donde
desaparecía el Dios de la Guerra, robado por Gregori hombre-de-guerra y que ahora
apenas era una mota en el cielo nocturno.

“¿Cree que se ha ido?”

“Podría volver.”

Los grupos de punkis estrella-de-mar habían venido atraídos por la deliciosa


concentración de carne femenina, por el incomparable júbilo de la destrucción y, si
tenían suerte, por el saqueo. Estaban colgados de la pared con ventosas, mirando con
lascivia a la multitud que pasaba por debajo y haciendo ruidos vulgares de succión con
las bocas.

Una pareja de semilíquidos que habían perdido a su hijo por la cristalización se


movían lentamente hacia delante y hacia atrás por el sendero, bajo la brillante luz de la
luna, y sus cuerpos gelatinosos estaban oscurecidos por el pesar. La pena creaba un
rictus en su frente que se extendía en ondas de un lado a otro. Sus expresiones de
angustia sonaban como si algo se cocinara en una olla. La multitud les había abierto
paso como si fueran un objeto de exhibición y todos los que se unían al grupo les
echaban una mirada. “¿Cómo se sienten al haber perdido un hijo de esta manera?”, les
preguntó una reportera de holovisión.

Los semilíquidos farfullaron incomprensiblemente y la reportera lo intentó de


nuevo: “¿Son muy apreciados los niños en su planeta?”.

Un cámara hizo una seña a los semilíquidos para que se le acercaran cogidos de la
mano. Ellos le hicieron caso, desconcertados por su nueva notoriedad y comenzaron a
farfullar de forma ininteligible, a lo que la reportera respondió: “¿Cuál es el mensaje
que intentan enviar con su presencia hoy aquí?

Un centellano paseaba de un lado a otro de los alborotadores con los ojos


destellantes. En su planeta la misión de esos destellos era atemorizar a posibles
atacantes, pero ahora usaba la señal para agitar a la multitud, cuya excitación aumentaba

188
con cada flash. “¡Enterradlos!”, chillaba el centellano lanzando destellos hacia los
muros protectores del monasterio. Se encontraba debilitado por haber arrojado tanta luz,
pero era por una buena causa y los centellanos eran devotos de las buenas causas.

Un par de gusanos terciopelo trabajaban discretamente entre la multitud,


deslizándose con suavidad entre las filas y susurrando frases incendiarias mientras
vaciaban bolsillos con sus finas manos fluidas.

“Ningún lugar es seguro.”

“He oído que hay refugios.”

“Para nosotros, no. Sólo para ellos.”

Un humano corrió hasta el impenetrable muro de piedra y lo aporreó con los puños.
“Mataron a mi esposa —las, lágrimas le corrían por las mejillas—. Es el fin de todo.”
Miró a su alrededor, buscando el reconocimiento de la multitud.

“Señor—dijo la reportera—, ¿le importaría posar con los semi-líquidos?” Hizo una
seña al cámara y el hombre lloroso se colocó junto a los semilíquidos, tan desconcertado
como ellos. La muchedumbre murmuró sus condolencias e incorporaron las penas de
este hombre a la suma de agravios infligidos.

“Los Inmortales pagarán por ello.”

“El Dios de la Guerra no va a regresar. Podemos atraparles ahora.”

“A la carga”, chilló un pequeño ratumano borracho, agitando su cola pelona como si


la turbamulta fuera un caballo al que hubiera que azuzar.

Los punkis estrella-de-mar comenzaron a trepar por los muros del monasterio,
sujetándose firmemente con sus ventosas. Subían centímetro a centímetro, contrayendo
rítmicamente los brazos mientras otros alienígenas y humanos usaban las prominentes
púas de los punkis como peldaños de una escalera. Habían evolucionado a partir de
seres que soportaban la furia del océano sujetos a las rocas, por lo que los estrella-de-
mar podían aguantar fácilmente a los que trepaban por ellos; el tumulto y la agitación
eran su deporte favorito.

La primera oleada de alborotadores trepó hasta lo alto del muro y vieron una
alfombra de florecillas blancas a sus pies. Una pequeña aeronave brillante como un
espejo estaba aparcada en el sendero del jardín y había un mercenario haciendo guardia
a cada extremo del edificio principal; uno de ellos un reptil, el otro grande y fornido.
“No os preocupéis por esos seres repugnantes —chilló el ratumano borracho, desfilando
por la parte de arriba del muro—. Yo me encargaré de ellos.”

Los más atrevidos saltaron directamente al jardín, aplastando las flores blancas. Los
mercenarios se encontraban delante del edificio principal, pero las casas tumulares
donde dormían los Inmortales estaban sin protección. ¿Hacia dónde ir?

189
“¡Muerte a los Inmortales!”, chilló el ratumano. A causa del entusiasmo, cayó de la
pared a las flores y se levantó tembloroso. Alguien pagaría por.su caída, juró.

La reportera de holovisión y su camarógrafo ayudaron a los semilíquidos a saltar el


muro. “Ahora están ustedes en las propiedades de quienes cristalizaron a su hijo —dijo
la periodista—. ¿Les importaría comentarnos cómo se sienten?” Los desorientados
semilíquidos reanudaron su movimiento afligido a los pies del muro, pero les pisaban
los alborotadores que caían a su alrededor. Sus ojos flotantes tenían mirada de loco.
Fueron desplazándose fatigosa e imperceptiblemente hasta encontrar un refugio bajo un
banco del jardín. Desde su escondite veían pasar las piernas apresuradas de muchas
especies planetarias. De repente, el banco se levantó por un lado y el ratumano dijo:
“Adelante, vayan a vengarse”.

Los semilíquidos le contestaron con un vacilante discurso burbujeante. Querían estar


lejos de allí, en un mundo húmedo que nunca debieron haber abandonado. Pero Planeta
Inmortal había sido la tierra prometida, donde se decía que la gente viviría eternamente.
Su hijo no había vivido mucho tiempo. Se arrastraron hasta una de las estructuras
tumulares en la que se agazaparon temblando en la oscuridad, mientras los
alborotadores seguían corriendo por todas partes.

Una cópula permanente pasó tambaleándose, dando sacudidas nerviosas con ambas
cabezas; primero tomó una dirección, llena de furia hacia los Inmortales, y luego la
contraria, en retirada; llevaba horas así, agotándose en una indecisión agónica. Un
aullido de dolor salió de sus bocas y se partió por el medio. Las dos mitades separadas
se miraron mutuamente con horror.

La multitud se apartó alrededor de la cópula dividida y continuó hacia delante.


Descubrieron a un Inmortal caminando por el jardín.

“¡Ahí está uno de ellos!”

La delicada monja contempló en calma a la turba que se acercaba y no hizo nada por
salvarse. Un papirosiano corrió hacia ella. Sonó el silbido del fusil de Lagartio y el
papirosiano cayó desintegrado; sus tatuajes fueron lo último que desapareció de él; los
dibujos de cometas, choques de galaxias y palabras resonantes que deberían haberle
traído suerte quedaron temblando en el aire. La Inmortal se deslizó hacia el edificio
principal.

A continuación fue el centellano quien intentó agarrarla, pero la cola de Lagartio se


enganchó alrededor de su cuello; se cerró con fuerza y la cabeza del centellano salió
despedida con los ojos emitiendo un último y potente destello mientras volaba hacia la
muchedumbre.

La masa de gente se detuvo por un momento, temporalmente deslumbrada.

“No puede cogemos a todos”, gritó un punki estrella-de-mar.

“Pero puedo acabar contigo”, replicó Lagartio en voz baja. El punki vaciló, con sus
ventosas moviéndose meditabundas en el aire; mientras consideraba sus posibilidades,
los alborotadores más atrevidos le sobrepasaron y Lagartio se vio obligado a retirarse.

190
“Ya estamos muertos, de todas formas —gritaba el humano que había perdido a su
esposa—. ¡Así que matemos al mercenario!”

Atacaron a Lagartio con renovadas fuerzas. Retrocedió hasta colocarse contra una
de las cabañas desde donde siguió disparando el desintegrador. Un punki estrella-de-
mar ascendió por la parte trasera de la cabaña y avanzó por el tejado arengando a gritos
a la masa. Su sistema nervioso sintió un cosquilleo de emoción y una extraña fuerza
surgió de su sistema hidráulico interno. Un cámara de holovisión le estaba filmando. ¡El
estrella-de-mar convertido en estrella! ¡Al fin la fama!

La excitación del estrellato puso en marcha el proceso de cristalización. El punki


perdió poder de succión en las ventosas y cayó del tejado agitando los tentáculos.
Aterrizó sobre Lagartio y sus brazos se paralizaron alrededor del reptil, inmovilizándole
en un abrazo pétreo. Lagartio se retorció intentando liberarse del estrella-de-mar
cristalizado, pero tenía los miembros inmovilizados. Intentó romperlo en pedazos
arrojándose contra la pared de la cabaña y la pared se vino abajo sobre ambos.

“¡Está indefenso! ¡Atrapémosle!”

El camarógrafo acercó su objetivo al lagarto aprisionado y consiguió un colorido


primer plano de los atacantes pateándole la cabeza y desgarrando sus escamas. Las
escamas sanguinolentas tenían un bonito brillo que quedaba bien junto a la pálida carne
cristalizada del estrella-de-mar.

De repente, los atacantes sufrieron un espasmo y sus miembros se agitaron mientras


la electricidad les salía por las puntas de los dedos y de los cabellos. “¡Retroceded,
sabandijas —gritaba Jockey—, si no queréis que os fría a todos!”

Mientras seguía disparando con una mano, metió la otra bajo el tentáculo del
estrella-de-mar congelado y lo quebró. Lo lanzó como si fuera una jabalina hacia la
multitud, empalando a un gusano terciopelo, luego rompió el resto de los tentáculos,
liberó a Lagartio y le arrastró hacia el edificio principal del monasterio. Empujó adentro
al aturdido lagarto y cerró de un portazo la pesada puerta. “Mi navegante inmovilizado
por un punki congelado ante las cámaras. La comunidad de guerreros espaciales va a
disfrutar con esa imagen, colega.”

La boca de Lagartio echaba espumarajos venenosos. “Esa chusma casi me


destroza.”

“Todavía no están acabados.”

El resto del recinto había sido tomado por la muchedumbre, que se diseminaba por
el jardín y entraba a las cabañas tumulares. Pero no encontraron objetos valiosos, sólo
celdas con camas estrechas, una silla dura y algunas perchas vacías en la pared.
Decepcionados, se dedicaron a destrozar el sencillo mobiliario. La frustración provocó
peleas y los heridos volvieron a salir al jardín. Algunas mujeres sollozaban, agotadas
por el dolor y los gritos.

Una muchacha se quedó en una de las celdas. Sentada en un camastro, percibió la


humilde vida de la monja que había dormido allí e intuyó un espíritu superior al suyo.

191
Salió huyendo de la cabaña hasta la alfombra de flores blancas tan arrasada como si
hubiera estado pastando un rebaño de ganado. Alcanzó el muro y pidió ayuda para
saltarlo. Un par de cabeza-de-panel que acababan de llegar la ayudaron a subir. “¿No
hay ningún tesoro?”

“Sí —respondió ella—. Camas duras en habitaciones desnudas.” Dentro del recinto,
los punkis estrella-de-mar llevaban antorchas en sus tentáculos. “¡Prendamos fuego!”

Las llamas lamían las ventanas de las cabañas y los ojos de los punkis reflejaban la
danza de la luz. “Así es como debe ser. Este es nuestro testimonio.” Y el testimonio
fundió a los semilíquidos; sus cuerpos gelatinosos se disolvieron en una masa
burbujeante marrón y sus gritos moribundos se perdieron en el clamor de la
conflagración.

“¡Ya es nuestro!”, chillaban los estrellas-de-mar dando vueltas entre las cabañas y
quemando cualquier cosa que fuera inflamable.

En el edificio principal, Jockey y Lagartio se sobresaltaron al ver pasar a una fila de


Inmortales.

“Se presenta el comandante Oldcastle —Jockey chocó los tacones de sus botas en
un saludo militar y se inclinó lo poco que le permitía su voluminoso estómago—.
Partida de rescate. A su servicio.”

Los Inmortales siguieron adelante, tan indiferentes como espantapájaros ante su


presencia. Otros monjes y monjas se iban incorporando procedentes de los pasillos que
conectaban los diferentes sectores. Jockey supuso que se reunían para la evacuación,
aunque no hicieron ningún intento por recoger los preciosos regalos que les habían
donado a lo largo de los años. Las estatuas de minerales raros que mostraban la vida en
otros planetas no significaban más que un estorbo para su movilidad. Los tapices de
Hermetia, iluminados con mariposas, no producían ni una chispa de deseo o de pesar en
los ancianos monjes y monjas. Desfilaban a ciegas entre maravillosos relojes y cetros
con piedras preciosas. Los cuadros de incalculable valor realizados por maestros
exhulianos no recibían más que las sombras de las finas figuras que avanzaban en
silencio.

Jockey y Lagartio les siguieron hasta el vestíbulo central, que se fue llenando poco a
poco con sus formas nobles aunque debilitadas. Tenían los ojos puestos en Jockey y
Lagartio, pero permanecían sin expresión. Los monjes ni siquiera reaccionaron cuando
el portón comenzó a astillarse a causa de los embates de los arietes. Uno de los muros se
resquebrajó; un vehículo había chocado contra él, dio marcha atrás y volvió a golpear la
pared, que se derrumbó hacia adentro, mientras el morro del vehículo surgía entre los
escombros seguido por la muchedumbre.

Jockey y Lagartio hicieron fuego, derribando a los primeros invasores y luego,


súbitamente, la turba dejó de avanzar cuando una red eléctrica cayó a su alrededor
sujetando a sus miembros con una malla de luz chispeante. Los soldados de la Guardia
del Consorcio se abalanzaron sobre los escombros seguidos por la Observadora.

“Caramba, Oldcastle, parece que te estás acostumbrando a ayudarme.”

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Jockey se presentó con un saludo. “Sólo cumplo con mi deber, señora. Los
Inmortales están a salvo, aunque no reaccionan.”

Desmintiendo esta observación, Metron se separó de sus compañeros y se acercó a


la Observadora. La dulzura del anciano monje volvió a conmover sus sentimientos, pero
había disminuido, como un frasco de esencia al que sólo quedaran restos del perfume
que contuvo alguna vez.

“Se suponía que éramos vuestros maestros —la voz de Metron era poco más que un
susurro—. Sin embargo os hemos destruido.” El resto de los monjes y monjas
permanecía de pie y en silencio tras él. Su orden había sido creada en tomo a cierta idea
metafísica en un tiempo y un lugar remotos, pero dicha idea se había disuelto en el
mensaje de los extradimensionales. “Siglos de estudio y meditación para llegar a esto.”
Hizo un gesto hacia el clamor de la masa que intentaba destruir los muros que seguían
en pie y penetrar en el edificio. Se oía a los soldados intentando controlarla con equipos
antidisturbios.

“Si eso es lo que desean, dejad que nos destruyan... —Metron hizo una pausa y
escuchó con más intensidad— aunque siento que no será necesario.”

Inclinando la cabeza, dijo: “Nuestros maestros han venido a llevarse la energía que
nos prestaron para componer su gran engaño.” Retrocedió hasta juntarse con el resto de
la congregación y se escuchó un débil tintineo, como el de campanillas colgantes de
cristal mecidas por el viento. “Estábamos tan confiados —susurró Metron—. Estábamos
absolutamente seguros. Cuidaos de las certidumbres. Esa es nuestra enseñanza final.”

El sonido de campanillas se hizo más presente y los monjes y monjas se


cristalizaron con gran delicadeza, convirtiéndose en artefactos de incomparable levedad.
Eran como una hilera de santos marchitos en una catacumba.

Jockey y Lagartio se retiraron silenciosamente al corredor en el que se exhibían las


obras de arte.

“Muy distinguido —dijo Jockey mientras se echaba un tapiz sobre los hombros a
modo de capa y se metía coronas y cetros debajo de los brazos—. Puedo iniciar mi
propia monarquía.”

Lagartio encontró una obra maestra de la escultura serpentiana que representaba a


un rey lagarto. Era tan grande como él y estaba incrustada de gemas brillantes. “¿Te
parece demasiado para mi apartamento?”

“Puede ser, colega. Pero llévatela de todas formas.”

193
Capítulo 37
Los conductores y los pilotos de la Llanura Agrícola estaban acostumbrados a
recorrer tranquilas carreteras rurales o a volar sobre campos de parcelas, pero ahora se
dirigían a las principales ciudades escoltados por el ejército. Los rastros químicos que
diseminaban se volatilizarían a simple vista rápidamente: una bocanada de humedad,
una neblina momentánea.

Link permanecía con los brazos cruzados mientras observaba cómo cargaban
sucesivas oleadas de camiones y aviones cisterna con su preparado de feromonas.
Upquark, nervioso, movía arriba y abajo sus elevadores a medida que arrancaban los
camiones y despegaban los aviones. “Me temo que los insectos locales se liarán con
nuestra mezcla.”

“Esperemos que se líen los extradimensionales”, replicó Link bruscamente. Su


mente estaba plagada de dudas. Anteriormente, el uso de feromonas se había limitado a
fomentar la fertilización de los campos y salvar bosques y cosechas de insectos
predadores. Ver en estos momentos a personal militar dirigiendo la operación, con
aviones de combate para proporcionar cobertura, era como si el mundo de los insectos
hubiera cambiado sus diminutas alas transparentes por rugientes reactores. Había
sufrido varias veces esa alucinación: veía una nave cisterna parecida a un gran abejorro
zumbador y un avión de combate parecido a una avispa gigante que despegaba.

Un comandante que se encontraba cerca sentía los mismos recelos. Llevaba


cincuenta años en la Guardia, pero nunca antes había visto jardineros dirigiendo una
guerra. Era muestra de que se estaba acabando una gran civilización. “¿Alguna vez
pensaste que un puñado de granjeros nos daría órdenes?”

“Por mí son bienvenidos —dijo el oficial que tenía a su lado, mientras veía los
restos de Luna Chatarra a la deriva por el cielo—. Les atacamos con lo mejor que
teníamos y no conseguimos nada.”

“¿Entonces vamos y les pulverizamos con insecticida?”

“No es insecticida”, dijo Link cortante.

Upquark se giró hacia los oficiales. “Justo lo contrario. Su principal componente es


diezdodecadien-101.”

El oficial comandante iba a replicar pero se lo pensó mejor. Tal vez ese joven que
estaba con el robot jardinero sabía algo. Si tiene éxito, se convertirá en algo más que un
joven, y si le insulto podría transformarme en fertilizante. Ya lo he visto en otras
ocasiones en que se han producido revueltas.

Echó un vistazo a un sargento congelado que había quedado inmóvil mientras


ladraba una orden, con los puños en las caderas y los brazos en jarras. Levantadle y
llevadle al cementerio militar, donde se exhiben miles como él, un ejército de muertos
alineados en columnas, sentados, de rodillas, saludandq, firmes, en descanso, ejecutando

194
maniobras de desfile. Los que acababan en poses comprometidas eran destruidos y
enterrados, en nombre de la moral. El último momento de un soldado debe reflejar
disciplina.

El comandante estiró la espalda y cuadró los hombros. Quería estar preparado por si
le llegaba la cristalización. ¿Qué ocurrirá si me ataca cuando estoy rascándome el
trasero? La imagen de toda una vida destruida. En el último minuto el héroe
conquistador está separándose los calzoncillos del culo con un pellizco. El uniforme
impecablemente confeccionado, condecorado con medallas por ochenta años de valor,
todo deshecho por un picor. “Le deseo la mejor suerte, joven”, dijo sinceramente a Link.

La estación del Corredor venía identificada en los mapas como Área C-3
Restringida. Conocido entre los pilotos como El Sumidero, el árido valle producía una
anomalía gravitacional capaz de hacer girar a una nave como si fuera de juguete y
desarmarla antes de que chocara contra el suelo. En este valle prohibido, los Antiguos
Aliens construyeron su estación de transporte más problemática, que supera toda
posibilidad de comprensión en la actualidad. No quedó ningún indicio de cómo operaba,
sólo un extraño portal subterráneo y los efectos extraordinarios que plagaban la tierra y
el cielo sobre ella.

Los entusiastas de los viajes en el tiempo estaban en continua campaña por la


reapertura de la estación, pero en las pocas ocasiones en que había vuelto a usarse de
forma experimental, los resultados habían sido desastrosos. Las naves quedaban
aplastadas en la plataforma de lanzamiento y sus fuselajes tan retorcidos que ni se
reconocían. Incluso los pájaros que sobrevolaban la estación lo hacían con dificultad y
no volvían a pasar por allí. Algunos animales se las arreglaban para vivir en el área,
extraños roedores anormalmente veloces cuya vida peligraba si intentaban salir del
valle, pues sus órganos fallaban misteriosamente. Esta mañana se habían abierto las
puertas del área restringida, no por influencia de ningún grupo de viajeros del tiempo,
sino para permitir la llegada de los ingenieros de la Guardia del Consorcio, Link y los
soñadores oscuros. Los chiflados viajeros del tiempo quedaron fuera de la elevada valla
metálica, blandiendo pancartas en grupos. Ren se encontraba entre sus filas, aunque no
tenía nada por lo que protestar excepto por su propia estupidez. Se había comportado
con Adrián como si tuviera años para ganar su ternura. Ahora, la barrera que existía
entre ellos se había visto reforzada por una alambrada de seguridad. Él estaba a un lado,
moviéndose entre expertos, y ella al otro, exiliada con un grupo de chalados.

Las colinas estaban rodeadas por ingenieros de la Guardia que acompañaban a los
soñadores oscuros, a cargo de generadores de energía libre de su propia invención.
Cuando los militares les preguntaban por esas máquinas, los soñadores les contestaban
con sus acostumbradas groserías, ya que no tenían paciencia con nadie que no fuera un
soñador oscuro, y poca con los que lo eran. Habían lanzado por el portal del tiempo
ratones, topos y se rumoreaba que incluso a alguno de los suyos, mediante
prácticamente la misma tecnología que en esos momentos estaban instalando alrededor
del sumidero gravitacional. La Observadora podía verlos a través de los prismáticos, en
las colinas distantes unos cuatrocientos metros, gesticulando enfadados, al igual que sus
socios cercanos.

195
“Fabrican un excelente equipo para la navegación —dijo Caph a regañadientes—.
Muy útil para la Guardia.” Uno de ellos se acercó a Caph en ese momento y comenzó a
perorar con un sonido similar al de un arco de corriente eléctrica.

“Más despacio, por favor”, ordenó el general y señaló el módulo de traducción de su


banda de muñeca. El soñador oscuro habló hacia ella reduciendo la velocidad, pero no
la irritación, y se oyó la traducción: “Vuestros ingenieros están comprometiendo nuestro
trabajo. Solicito que se retiren porque son unos cretinos”.

“Da la orden”, suspiró la Observadora.

Caph lo hizo y los ingenieros de la Guardia dejaron de mala gana que los soñadores
oscuros hicieran sus preparativos. Ahora sólo podían enfadarse con ellos mismos, pero
era suficiente.

En el exterior de la alambrada que rodeaba el área continuaban arremolinándose los


manifestantes, entre los que se encontraba Ren. Lo que más sentía es no haber cantado
nunca para Link su canción más bella.

“Nos ocultan los secretos de los Antiguos Aliens —le explicaba una manifestante en
tono condescendiente de abuela, pensando quizás que Ren no tenía edad suficiente para
conocer la naturaleza de la protesta—. Es una desgracia. Los Antiguos dejaron esta
estación para que todo el mundo la usara. Todos nosotros somos los herederos de su
conocimiento.”

“No creo que lo que está ocurriendo aquí tenga que ver con los Antiguos Aliens.”

“Ay, querida —dijo la mujer amablemente—, no debes creer su versión de las cosas
—señaló a los Guardias y a los soñadores oscuros que había al otro lado de la valla—.
No quieren que sepamos que están reactivando el Área C-3.”

“¿Y por qué la están reactivando?”

“Para poder escaparse a otro tiempo, por supuesto —la mujer levantó su pancarta y
la agitó vigorosamente en el aire—. Quieren reservar C-3 para ellos.”

Un joven cabeza-de-panel se colocó a su lado y se unió a la conversación. Su pelo


hacía las funciones de un extravagante revestimiento para sus implantes. “Los Antiguos
Aliens sabían que algún día habría problemas con los extradimensionales. Por eso
dejaron esta estación: para que pudiéramos escapar. Ellos nos la proporcionaron.” Sus
ojos brillaban por la certeza.

“Es muy sencillo, querida —la mujer sonrió amablemente a Ren—. Debemos
insistir en que nos incluyan. Tú no quieres que te dejen fuera, ¿verdad?”

“Ya me han dejado”, murmuró Ren mirando la figura distante de Link.

“Entrarás con nosotros. Ya se empieza a sentir nuestra influencia.” La mujer volvió


a agitar su pancarta y el joven agitó la suya cuando un soñador oscuro pasó

196
apresuradamente al otro lado de la alambrada. El soñador se detuvo, les hizo gestos
obscenos y siguió corriendo.

“Fastidiosos enanos —la mujer meneó la cabeza—. Puedes estar segura de que no
los incluiremos en nuestra lista de pasajeros.”

Ren perdió de vista a Link entre los agentes de la Observadora y sintió una punzada.
¿Pero qué importaban ahora sus sentimientos por Link? El mundo se estaba acabando.
Las más bellas canciones de amor, incluidas las suyas, iban a cristalizarse. El viento
sería el único que cantaría cuando barriera el desierto de un mundo en ruinas. Adrián
decía que entre los supervivientes siempre habría insectos. Tal vez surgiera del desierto
un escorpión que rayara con su cola la arena, produciendo un silbido mínimo mientras
correteaba; y entonces, si el amor resistía, sería propiedad de los escorpiones.

Ella sabía que no era posible escapar por la Estación C-3, a pesar de lo que dijeran
los manifestantes. La defensa del planeta se había trasladado a este lugar porque era un
área mortal; sentía su influencia en la cabeza, en los pies y en el estómago, como si
estuviera cayendo por un precipicio. Los substratos de este desdichado valle habían sido
reorganizados de forma atroz.

“He enviado mensajes muy sarcásticos a la Observadora —dijo la mujer


confidencialmente a Ren—. Tal vez la destituyan. ¡Oiga, Guardia, venga aquí! —los
Guardias la ignoraron—. Qué joven tan maleducado. No le tendremos en consideración
cuando decidamos cómo debe funcionar esta estación.”

Varios manifestantes cristalizaron, y la multitud abrió huecos circulares a su


alrededor. “¡Qué desgracia! —dijo la abuela compasiva—. Nuestra fuerza está en el
número.”

“Creo que debería irse a casa”, dijo Ren.

“¿Qué iba a hacer allí, cariño?”

“Estar con su familia. No queda mucho tiempo.”

“Pero ésta es mi familia —señaló con el borde de la pancarta—. No te imaginas lo


reconfortante que resulta estar con individuos semejantes —agarró suavemente el brazo
de Ren—. Veo lo sola que estás. Eres de muy lejos y no has encontrado lo que viniste a
buscar, ¿verdad?”

“No.”

“Yo tampoco, hasta que fui consciente de la verdadera naturaleza de C-3.”

“Me hace sentir mareada”, dijo Ren.

“Es natural que el cuerpo sienta sus poderes poco habituales. Pero eso es como una
promesa.”

“¿De qué?”

197
“De transporte a otro plano de la existencia. Al lugar de los Antiguos Aliens. Nos
están llamando, quieren que nos unamos a ellos —cuando inclinaba su bondadosa cara
hacia Ren se oyó un crujido de congelación en su columna—. Por eso no me siento
sola... o asustada... Estoy protegida por la promesa de los Antiguos Aliens...”, consiguió
afirmar mientras se paralizaba su compasiva sonrisa y cayó rígida en brazos de Ren.

198
Capítulo 38
Un giro equivocado y podías aparecer en algún infierno solar y freírte al instante.

Y efectuar un giro equivocado era más fácil que efectuar el correcto, reflexionó
Jockey mientras pilotaba la Templanza entre los intercanales. Estos pasos poco
conocidos del Corredor estaban dominados por unas anguilas de energía gigantes, que
se revolvían en todas direcciones y desequilibraban las naves con sus coletazos,
haciéndolas girar. El hecho de que sus movimientos no fueran conscientes, que fueran
deformaciones del espacio-tiempo, no las hacía más fáciles de esquivar. Los canales
eran rápidos de movimiento potencial; era preciso sentirlos para poder navegados, y los
pilotos necesitaban no solamente experiencia sino también una particular pericia
visceral. Jockey podía prolongar su percepción varios kilómetros hacia delante y era
capaz de leer en las corrientes gigantes y determinar cuál desembocaba en alguna
parrilla cósmica y cuál llevaba a donde deseaba ir. Pero su frente estaba cubierta de
gotas de sudor mientras ajustaba los controles, hacía girar la nave, volvía a enderezarla
y cabalgaba las ondas tumultuosas que llevaban a Planeta RB11. “Estos planetas
numerados tienen una pésima comida”, dijo en medio del forcejeo.

Lagartio iba sentado a su lado en la cubierta de vuelo y tenía sus propias dificultades
para determinar las coordenadas de los grandes cambios que les esperaban más
adelante. “Nunca hemos estado en RB11. ¿Cómo sabes lo de la comida?”

“Sé esas cosas. El suelo está muerto, los océanos son como brea y no hay ni pizca de
cultura.”

“No era consciente de que te importara la cultura.”

“Me importa profundamente —Jockey luchaba con los controles con una mano y
con la otra abrió un fragante contenedor de comida para llevar, cuando su cara se arrugó
súbitamente con una expresión de enfado—: No han puesto salsa wakmaz. Voy a volver
y les desollaré vivos.”

La Templanza se agitaba como un barquito de juguete y Lagartio consultó la


Cronogramática Serpentiana para calcular la próxima corrección de rumbo. Las
escamas de su tío abuelo reflejaron por un instante las luces de la cubierta de vuelo,
cuando Lagartio volvió una página. “Esto es cultura. Música para la mente.”

“No para la mía, colega. Ya lo ojeé antes.” La Templanza se deslizaba por corrientes
más tranquilas y Jockey alcanzó su cuenco de frutos secos y masticó concentrado. Las
reliquias de los Inmortales habían alcanzado un buen precio en el mercado negro de
arte. Pudo repostar completamente su nave y comprarse un uniforme nuevo. Echó un
vistazo a Lagartio, que todavía mostraba las marcas de los tentáculos del estrella-de-
mar. “No tienes muy buen aspecto, si no te molesta que lo mencione.”

Lagartio ignoró el comentario. Su atención estaba puesta en la Cronogramática. “Si


hubiera leído esto todos los días de mi vida sería evanescente.”

199
“La serpiente sabia. Sólo visible mediante radar.”

Los ojos de Lizardo recorrían la página antigua mientras su cola peleaba con el
pedestal del asiento de navegante. “Escucha esto: La generación transluminal no es
incompatible con la causalidad.”

“Muy bien expresado, colega. Nadie adivinaría que tu ancestro estaba en la cárcel
cuando lo escribió.” Jockey se inclinó hacia el panel de instrumentos, encendió los
motores principales de la nave y sacó la Templanza del último intercanal que llevaba a
RB11. “Ojivas armadas”, dijo, y la Templanza respondió.

Apareció un punto negro en el panel de instrumentos que se fue ensanchando


gradualmente y al final se hizo visible en el cielo: RB11. Los mares eran oscuros y
oleosos, como había previsto Jockey. Montañas con las cumbres nevadas se elevaban
sobre las planicies desoladas de piedra, por las que soplaba incesantemente un viento
cargado de arena. Jockey meneó la cabeza abatido. “¿Cómo voy a entretenerme? Debo
tener mis pequeñas diversiones: si no, perderé la lozanía de mis mejillas —alcanzó una
chocolatina—. ¿Dices que no hay hembras ahí abajo?”

“Ninguna interesada por ti.”

“Ése es un juicio prematuro.”

“Preferiría que te quedaras a bordo y me dejaras manejar las cosas.”

“¿Qué ocurrirá si hay problemas?”

“Tú eres el único problema. Dondequiera que vas...”

“Te recuerdo que soy un veterano condecorado.”

Los ojos de Lagartio parpadearon en dirección a las medallas que adornaban el


ancho pecho de Jockey. “Todas compradas a Dumbosiano.”

“Eso no es más que un detalle.”

El árido mundo era ya claramente visible y Lagartio introdujo las coordenadas para
el aterrizaje; solamente conocía el lugar por la Cronogramática. Sin el antiguo libro
sería imposible encontrar a la persona que estaban buscando, pues no dejaba señales de
su paradero.

Descendieron por la boca de un cráter, levantando columnas de polvo. La visibilidad


pasó a cero, pero los monitores exteriores de la nave informaron que la temperatura era
soportable y la atmósfera respirable. “Hay cuevas en las paredes del cráter”, explicó
Lagartio.

“Cuevas en el cráter de una bola sin vida. Muy sugerente.”

200
“Es un mundo para quienes no quieren nada con el mundo.” “¿Por qué no nos
limitamos a retiramos al campo? ¿Por qué tales extremos?” Jockey estaba colocándose
el armamento.

“Son inútiles aquí. Si deciden matamos, las armas convencionales no nos salvarán.”

“Da igual. Me llevaré el desintegrador y unas chocolatinas.” Esperaron a que las


oscuras nubes se asentaran ligeramente y abrieron la escotilla. El caluroso aire del
desierto les saludó. El chip craneal de Lagartio guardaba las coordenadas. “La cueva
que buscamos debería estar por ahí delante.”

“La cueva que buscamos...” repitió Jockey dando un suspiro mientras avanzaba
tropezando a ciegas a través de la nube de polvo.

Al alcanzar la pared del cráter encontraron escalones esculpidos en la roca. Jockey


siguió a Lagartio pared arriba pero los agujeros para los pies eran demasiado pequeños
para sus botas. Perdió el equilibrio y se agarró a la cola de Lagartio. Haciendo un gran
esfuerzo por el peso de Jockey, Lagartio consiguió llegar a la boca de la cueva. Jockey
se las arregló para arrastrarse al interior y quedó resollando en el suelo.

También Lagartio respiraba agitadamente. “Por el bien de los dos —dijo— deberías
perder algo de peso.”

“Reservas estratégicas, colega.”

Lagartio fue el primero en levantarse, se orientó y señaló a las profundidades de la


cueva.

Jockey se puso en pie gruñendo, a la vez que tintineaban sus medallas compradas, y
le siguió. Una gelatina bioluminiscente hacía las veces de tosca lámpara en la pared;
aquí y allá se veían números inscritos en la superficie rocosa con símbolos extraños que
los conectaban. El aire estaba cargado de humedad. Aspiró y captó un olor mineral,
punzante y pétreo; un arroyo subterráneo debía fluir en algún lugar cercano.

Lagartio avanzaba sintiendo en sus pies descalzos la suavidad del pasadizo. Era muy
antiguo, y había sido recorrido y pisoteado durante eones: un planeta de pasadizos
subterráneos donde la vida se había trasladado a las profundidades a causa de la dureza
de la superficie, obligando a las pocas especies capaces de sobrevivir a convertirse en
maestros de las cuevas, las cavernas y los ríos subterráneos. A lo lejos brillaba
débilmente otra bola de gel bioluminiscente.

“¿Has traído alguna clase de regalo para aplacar a los nativos?”, preguntó Jockey.

“He pensado que te regalaría a ti.” Lagartio movía rápidamente la cola por el suelo
según avanzaba. Tenía ese gusto de los lagartos por los refugios oscuros y este lento
descenso por el escarpado corredor le resultaba íntimamente familiar. Se preguntaba por
qué había cambiado Serpentia por las estrellas. Su alargada sombra parecía cobrar vida
en cada matiz del terreno, ajustándose con facilidad a cada grieta profunda y
resurgiendo con secretos que sólo conocen las sombras. La segunda antorcha

201
bioluminiscente aumentó el tamaño de la sombra hasta convertirla en un dragón gigante
que parecía volar por la pared.

Jockey miró la bola incandescente de gel. Caras malévolas danzaban en la trémula


superficie brillante. ¿Alucinaciones? Sentía que las frías rocas le transmitían mensajes
de pesadilla; aquí se habían practicado sacrificios sangrientos, de eso estaba seguro; se
sentía en la inquietante atmósfera. Puso la mano en la pulida culata de su desintegrador.

Pertenezco a este lugar, pensó Lagartio al inhalar el aire húmedo y mohoso


procedente de cientos de kilómetros de fisuras, los bronquios de la caverna, que la
permitían respirar. Chasqueó las garras en el pulido suelo de piedra y comenzaron a
aflorar los recuerdos de Serpentia, olvidados por mucho tiempo, en los que se deslizaba
por oscuros pasajes de poder.

“Un momento, colega. Podría haber minerales valiosos en esta pared.” Jockey pasó
la mano por las concreciones irregulares examinando sus cantos al fulgor
bioluminiscente y arrancó un fragmento de piedra brillante... Un lamento resonó en la
cueva.

“¡Déjalo, idiota!”, siseó Lagartio.

Jockey lo dejó caer y el lamento de la piedra se desvaneció. Lagartio siguió hacia


delante pero Jockey le agarró. “¿No lo encuentras raro?”

“Por supuesto que lo encuentro raro —Lagartio lanzó disparada la lengua y las
glándulas de veneno de sus mejillas se inflamaron—. Éste es un mundo raro. Por eso
estamos aquí.”

“No necesitabas sacar el veneno.”

“Limítate a no arrancar más muestras minerales.”

“Simple curiosidad geológica, nada más que eso.”

“Olvídate de hacerte rico en RB11.”

“Sólo pretendo cubrir gastos. La minería forma parte de mi árbol genealógico. Mi


abuelo fue minero en un asteroide de riesgo. Falleció en un derrumbamiento.”

“Tú también acabarás en otro si continúas arrancando trozos de las paredes.” Los
ojos de Lagartio refulgían a la luz del gel. Reanudó la marcha. Jockey intentó no
despegarse de la cola de Lagartio, pero volvió a quedarse atrás. Las sombras
amenazantes continuaban su danza a ambos lados del túnel, que seguía descendiendo
abruptamente hacia otra gelatina bioluminiscente que alumbraba el camino.

Lagartio se volvió y dijo: “Ahí están”.

Jockey salió del túnel a una galería subterránea rodeada por bolas bioluminosas
incandescentes. Había pigmeos trogloditas correteando por el suelo, seres desnudos
asando otro ser más grande en un espetón. El aroma de la comida impregnó las fosas

202
nasales de Jockey de camino hacia algún respiradero natural en la pared de la cueva.
Nervioso, pasó un dedo por la hilera de medallas, reconfortándose con su tintineo
familiar. “¿No es un luchador espacial lo que han sacrificado, verdad?”

“Si lo es, tiene cuernos y pezuñas.”

Envalentonado, Jockey se acercó a las bulliciosas pequeñas criaturas y les ofreció su


caja de chocolatinas.

El troglodita más cercano la abrió, se metió una en la boca y gesticuló a los demás
para que hicieran sitio a los recién llegados alrededor de la bestia que se asaba.

Una hembra troglodita estaba ajustando el espetón. Encantadora criatura, observó


Jockey, que sintió un pinchacito de aviso en la pierna procedente de la cola enrollada de
Lagartio.

Lagartio mostró la Cronogramática Serpentiana a la hembra troglodita.

Ella acarició la piel de la cubierta y señaló al otro extremo de la galería subterránea.


Del suelo de la cueva surgía una cortina de vapor tan espesa que impedía la visión de lo
que había detrás.

Jockey y Lagartio cruzaron la galería y atravesaron la cortina de vapor. Frente a


ellos había un foso poco profundo lleno de arena. Lagartio se arrodilló y sintió su calor.

La arena comenzó a moverse. Emergió de ella una garra, luego una cola y luego la
figura completa de un viejo reptil arrugado.

“¡Tío Ofidio!”, gritó Lagartio y levantó la Cronogramática Serpentiana.

203
Capítulo 39
El Tío Ofidio estaba sentado entre Jockey y Lagartio en la cubierta de vuelo.
Lagartio había colocado la Cronogramática Serpentiana al lado de su tío, que pasó una
garra por las escamas aún brillantes. “La vieja piel resistió bien, ¿eh? —abrió el libro y
ojeó algunas páginas—. Pero los pensamientos no tienen ningún valor. Un rollo
informe. He avanzado algo desde entonces —cerró el libro y se lo entregó a Lagartio—.
A menos que puedas conseguir algo por la piel, yo lo tiraría.”

“No podría hacer algo así, tío.”

“Como quieras. Me hice mil líos en la cabeza escribiéndolo, y tú te los harás si tratas
de leerlo.”

“Pero las teorías son correctas.”

“Sí, aún son válidas, pero la Tercera Cronogramática va mucho más lejos. No te
aburriré con ella. Sólo es apropiada para los trogloditas.”

“¿Compartes tus pensamientos con ellos?”

“A cambio de su hospitalidad.”

“¿Saben quién eres?”

“Simplemente alguien que salió sigilosamente de una grieta en la pared.”

“Sus rocas hablan”, dijo Jockey.

“Es un fastidio. Jugar con elementos y compuestos químicos hasta que cantan para ti
es una bonita manera de arruinar una noche de sueño.

“¿Pero lo aprendieron de ti?”, preguntó Lagartio.

“Están leyendo la Tercera Cronogramática. Naturalmente que no tengo un Capítulo


sobre cómo hacer hablar a las rocas, pero trato de las alteraciones de la estructura
cristalina. De ahí lo sacaron, y ojalá no lo hubieran hecho.” Tío Ofidio ensartó una
chocolatina con una de las garras de sus dedos. “¿Tenemos más de éstas?” “Cajas”, dijo
Jockey.

“Vi que diste una caja a los trogloditas.”

“Como regalo de despedida.”

“Se la comerán de una vez.”

“Como debe hacerse.”

204
Tío Ofidio asintió con la escamosa cabeza y pinchó otra chocolatina. Luego miró
inquisitivamente a Lagartio. “Bien, sobrino, ¿cuál es tu profesión?”

“Soy el navegante de esta nave.”

“¿Piratería?”

“Rescates.”

“Tu tatarabuelo era pirata. Fue él quien me sacó de prisión y a quien di la


Cronogramática. Era todo lo que tenía. Pensé que la vendería, ya que sus teorías tienen
una aplicación militar, pero evidentemente la guardó en familia —el anciano reptil
quedó en silencio un momento—. Siempre fue poco práctico. Me atrevería a decir que
has salido a él. Partió a los Mundos Exteriores, para volver a empezar. Yo me fui a las
cuevas, para pensar.” Tío Ofidio se estiró en su asiento. Era más pequeño que Lagartio,
su piel tenía menos brillo ya que las escamas estaban cubiertas por el polvo de la cueva.
Pero sus movimientos traslucían la misma flexibilidad muscular, la de alguien capaz de
nadar más rápido que un pez.

El ordenador de la nave dijo: “Aproximación a Planeta Inmortal”.

Tío Ofidio se levantó y caminó hasta la sala principal de la nave, de gran tamaño,
con asientos confortables para lagartos y cuencos de aperitivos. Sus pensamientos
viajaban por delante, se adentraban en la complejidad a una velocidad más rápida que la
de la nave. Distraídamente se tragó un huevo. Las ideas con las que había estado
batallando durante años se estaban reorganizando en su mente de manera tan veloz que
tenía que enrollar la cola en un poste para sostenerse. Sus ojos refulgían con esta
emergente comprensión del mundo, un mundo que se encendía y se apagaba como una
luciérnaga. Como si quisiera coger esa mosca evanescente, su lengua se deslizó hacia
fuera a la velocidad de la luz, y se estabilizó para afrontar el derrumbamiento del
tiempo.

205
Capítulo 40
Los senderos de feromonas cubrían ya todas las autopistas, carreteras y calles, así
como todos los lechos secos de los barrancos y otras pendientes naturales que llevaban
al área restringida de la Estación del Corredor. Link aguardaba en la colina en una
especie de trance. La araña bola siente el poder de su señuelo perfumado mientras
espera. Link había alfombrado una parte del planeta con seducxión; se había tendido
una red siguiendo sus instrucciones, y ahora sentía como si la hubiera secretado con sus
propias glándulas.

El árido valle cercado que estaba contemplando era el centro de su red. Había
llegado hasta allí en un vehículo de la Agencia de Inteligencia pero, en realidad, ese
momento era la culminación de años de recopilación de información y de estudio acerca
de las feromonas y del control que ejercían sobre los seres vivos. Había examinado y
analizado apareamientos, migraciones y depredaciones de criaturas cuyas pequeñas
mentes eran tan difíciles de comprender como la de los extradimensionales. Las avispas
fabricaban papel...; si pudieran escribir en él, ¿qué dirían? A veces Link pensaba que
había leído esa comunicación confidencial de las avispas. ¿Había leído también la
comunicación confidencial de los extradimensionales?

“Vamos a deshacernos de los escombros, ¿verdad?”, dijo Upquark a Link,


repitiendo lo que había oído a un Guardia.

La cima de la colina en la que se encontraban se situaba directamente por encima


del Área Restringida de C-3. Mirando hacia abajo, Link dijo: “Ojalá tuviéramos tiempo
de estudiar ese suelo”.

“Me causa mucha pena”, asintió Upquark, que percibía la angustia del terreno. Los
suelos con déficit de nutrientes siempre podían recuperarse; Link y él lo habían hecho
en innumerables ocasiones, pero la influencia de esta área subterránea condenaba el
desarrollo de cualquier planta que brotara aquí; las peculiares energías manifiestas bajo
la superficie impedían crecer a los tallos. “Es un lugar tan extraño”, dijo, pero recordó
otros lugares visitados en sus viajes planetarios que se comportaban de forma extraña.
Todos ellos seguían las leyes de la naturaleza, y esta Estación del Corredor era producto
de esas mismas leyes, aunque estuvieran deformadas. Incluso los extradimensionales,
que parecían estar más allá de las leyes de la naturaleza, se habían visto obligados a
observar una de ellas: la identidad molecular. Habían tenido que dotarse de un cuerpo,
por muy tenue que éste fuera, en la estructura molecular de la dimensión.

Se giró y vio a un soñador oscuro que se abalanzó contra él. El soñador era más bajo
que Upquark, pero cuando se detuvo parecía imponente. “¿Qué haces por aquí?”,
preguntó furioso.

“Llevo una semana trabajando contigo —respondió Upquark—. Soy tu asesor


biotécnico.”

206
“Pues vete a asesorar a otro”, espetó el soñador, centrando su atención en el
generador de energía exótica que portaba; le había llevado toda la noche calibrarlo para
ese lugar y no quería ver cerca a ningún robot que pudiera meter la pata.

“Necesito estar aquí”, explicó Upquark educadamente.

“No imagino para qué”, replicó el soñador, mirando a través del visor de su
máquina. En las colinas que rodeaban el valle se habían instalados docenas de
generadores de energía exótica operados por soñadores ajetreados como hurones que no
paraban de discutir. Vaya puñado de descerebrados, pensó el soñador; pero gracias a mi
esfuerzo se ha conseguido lograr una alineación perfecta de los generadores.
Lograremos un Agujero de Sueños adaptado a nuestras necesidades.

“Si tienes que estar por aquí —dijo a Upquark—, al menos ten la decencia de estar
callado.”

“No he dicho nada”, protestó Upquark.

“Oigo funcionar tus engranajes.”

“Su frecuencia es inaudible.”

“¿Para quién, para los muertos? ¿No te das cuenta de que se trata de un trabajo
delicado?”

“Tú estás haciendo mucho más ruido que yo”, protestó Upquark.

“Yo no hago ruido, hago sueños —señaló su generador—. Esto es un sueño.”

El generador relucía. En el interior de su bruñida estructura cúbica se alojaban los


componentes necesarios para aprovechar la materia exótica. El hecho de que Planeta
Inmortal estuviera sufriendo un ataque era una desgracia, pero a causa de ese infortunio
los soñadores tenían la oportunidad de poner a funcionar simultáneamente un círculo de
generadores y crear un Agujero de Sueño suficientemente potente como para aspirar a
los extradimensionales, sacarlos de este universo y depositarlos en otro. Meditó sobre
los fracasos acontecidos en el pasado por la falta de financiación y la escasa
cooperación. Cuando los soñadores oscuros habían intentado anteriormente abrir un
Agujero de Sueños a través del espacio en el Area Restringida C-3, los resultados
habían sido penosos: medio ratón había partido y la otra mitad se había quedado. Los
soñadores se apresuraron a admitir que su cultura se había venido abajo a causa de las
teorías divergentes que mantenían sobre los viajes dimensionales, cada una de las cuales
sólo contenía una porción de la verdad. Pero ahora el dinero del Consorcio les había
permitido construir los mejores generadores de energía exótica.

Ojalá los Antiguos Aliens no hubieran sido tan herméticos, pensó el soñador. Esta
antigua Estación del Corredor es una maravilla, pero no podemos comprenderla por
completo. Es el Agujero de Sueños Supremo.

Lo que sí comprendía es que aquél era el único lugar en que podían derrotar a los
extradimensionales. Estos intrusos habían necesitado una gran astucia y una inmensa

207
potencia para abrir la puerta dimensional y era ahí donde los extradimensionales tenían
que concentrar su atención, en ese portal que mantenían abierto a costa de un gasto muy
elevado de energía. Las fuerzas anormales del Área Restringida C-3 les distraerían,
harían que se tambaleara su frágil sustentación y cuando estuvieran ocupados intentado
descubrir una solución...

“... les hundiremos —declaró—. Les sacaremos de nuestra dimensión. Les


introduciremos clavos de energía exótica en la cabeza, si es que la tienen. Tengan lo que
tengan, no importa cómo estén constituidos, les aspiraremos y les sacaremos del
universo. Después obtendremos una mención laudatoria y financiación futura
asegurada. La tecnología de los soñadores oscuros será celebrada por todo el Corredor.”

Como les solía ocurrir a todos los soñadores oscuros, su visión se fue ampliando
cada vez más y se distrajo imaginando nuevos descubrimientos. Continuó mascullando
en voz alta, pero Upquark desconectó su módulo de traducción y el discurso del soñador
se convirtió en una cháchara frenética sin palabras, como una conversación entre
bombillas que estallan. Quería oír a Link y sólo a Link.

“Ya han captado el aroma —dijo Link—. Lo están siguiendo.”

La Observadora, situada en la base de la colina, estaba recibiendo boletines visuales


que confirmaban el hecho: en estos momentos las cristalizaciones se producían sólo a lo
largo de la ruta de las feromonas. “Pero ¿por qué permanece la gente en esas áreas? —
preguntó—. La población ha sido advertida de que debe mantenerse alejada.”

“Son los saqueadores —dijo el general Caph—, y algunos tipos obcecados. Además
de los curiosos, capaces de arriesgar lo que haga falta para formar parte de los
acontecimientos.”

“Bueno, ahora se han convertido en estatuas.” La Observadora señaló a las líneas de


víctimas cristalizadas a lo largo de las avenidas de las ciudades. La escena tenía un
aspecto formal, como si las estatuas hubieran sido colocadas allí por comités de
embellecimiento.

Cambió la observación directa por una gráfica que mostraba las pautas de
aproximación de los extradimensionales. Dentro de poco estarán todos aquí, pensó, y
sintió que la envolvía una corriente helada; reconoció el frío: era su instinto que la urgía
a huir. Miró a Caph. “¿Por qué no te has marchado, general? Sé que tienes una nave
lista para escapar.”

El general se dio unos golpecitos en las mangas de la casaca y alineó los puños
inmaculados. “No puedo abandonarte.”

“Es un poco tarde para gestos de caballerosidad.”

“Eso es cierto, pero los gestos inútiles nunca son baldíos. Y quién sabe, puede que al
final sientas atracción por mí.”

“Tal vez ya la sienta.”

208
“Es todo un honor.”

Ambos estaban en el vehículo de campo de la Observadora, con la capota bajada; el


panel de instrumentos mostraba el avance de los extradimensionales, aunque la
Observadora ya no necesitaba usar más instrumentación. Ahora la corriente fría que
había sentido la envolvía completamente, con una sensación animal de que algo
peligroso se aproximaba, al mismo tiempo que crecía en ella la excitación, el éxtasis del
cazador.

“Conserva la calma —le advirtió Caph, que sentía la exaltación de la Observadora


como una pieza vibrante de cristal—. Demasiada efervescencia en la sangre y...”
Chasqueó los dedos.

La Observadora agitó la cabeza para despejarla. Caph dijo: “Piensa en algo


relajante”.

“Eso no funciona en personas como yo.”

“Entonces piensa en esto: te quiero.”

“Eso no es muy relajante.”

“Porque piensas que persigo a todas las mujeres. Pero algo ha cambiado en mí. El
tiempo se está acabando y me pregunto ¿quién es la persona con la que deseo pasarlo?
Y la respuesta eres tú. Si tengo que cristalizarme, me gustaría que fuera en tus brazos.”
“¿Por qué yo, entre todas las mujeres?”

“Feromonas”, sonrió.

Como si el barómetro hubiera descendido bruscamente, sintieron de súbito una


enorme presión. El general Caph experimentó como un golpe entre los omóplatos. La
Observadora se derrumbó hacia delante en el vehículo y luego se esforzó por recuperar
la postura. “Están aquí.”

“Sí —dijo Caph—, a la hora prevista.”

La mayor parte de los manifestantes estaban cristalizándose en el exterior de la


valla. Ren sentía disminuir su fuerza y comenzó a emitir un tono que hacía vibrar su
cráneo, su columna y sus huesos para combatir la intrusión subliminal de los
extradimensionales. Consiguió resistir mientras todos a su alrededor se paralizaban. Los
pájaros cristalizados caían desde el aire y se rompían en el suelo como adornos de
vidrio, con las alas arrancadas. Una ardilla se cristalizó cuando trepaba a un árbol, con
las garras de cristal clavadas en la corteza y su cola como un ramillete cristalino.

Las poblaciones de alrededor del perímetro reprimían la excitación que les bullía en
su interior. Pero todos los nacidos en Planeta Inmortal amaban las emociones. La
economía se basaba en ellas, una frenética búsqueda de emociones, en temas musicales,
cortes rápidos, estimulación constante. Crack, decían los cristalizados en el clímax de su
sensación, en la cumbre del placer.

209
Upquark guardaba en su interior una imagen del cuerpo energético de Link y se
esforzaba al máximo por mantener a su amigo en calma mediante una retroalimentación
de tonos y pitidos.

“¿Me permites?”, siseó el soñador oscuro que tenía más cerca, pero la unidad
traductora de Upquark seguía desconectada.

El soñador presionó un ojillo brillante contra el visor situado al final de una serie de
lentes que atravesaban los componentes internos del generador, etiquetados con
diminuta escritura de soñador oscuro: lukonita, zammer, ilektrum y, más abajo, bobinas
de migóla y okke, capas de tbunar y polmidion, un surtido completo de la ciencia de los
soñadores, apuntando al objetivo. Aunque los extradimensionales eran invisibles, el
soñador podía visualizar concentraciones de poder llegando al valle. Oía chillar a sus
compañeros con voces histéricas por los auriculares. No os asustéis, cretinos.

Cada soñador oscuro pensaba exactamente igual que él, que todos lo demás eran
tontos. Apretaban los ojos contra los visores, realizando los ajustes de último minuto
con sus pequeños dedos inteligentes. Eran soñadores rastreando seres que formaban
parte de un sueño. Era lo que tanto habían esperado durante años, la reversión de la
realidad, de modo que ellos, los que tienen ojos para soñar, pudieran ver.

“Dios mío, oh, Dios mío”, clamaba Upquark, porque los cambios causados en el
valle por la llegada de los extradimensionales estaban poniendo a prueba su equilibrio.

“¿Harás el favor de controlarte? —dijo con voz chisporroteante el soñador de al lado


— Me estoy preparando para disparar.”

Los tonos y pitidos de Upquark aumentaron rápidamente cuando observó la


emoción de Link.

“Calla, calla, calla”, gruñó el soñador oscuro. Sentía la confusión en los


extradimensionales, que buscaban a tientas una corrección. La anomalía de la estación
del Corredor les había pillado por sorpresa, exactamente como se había planeado.

“¡Fuego!”

En las bocas de los generadores aparecieron nubes de gaz, seguidas de traslúcidos


rayos azules de exijole que alcanzaron el valle, carbonizando a todos sus habitantes
naturales. Los ratones quedaban en pie, rellenos sólo de polvo y luego se los llevaba el
viento.

El Agujero de Sueños se había formado, como si el suelo del valle se hubiera


convertido en una trampa en el tiempo. Atrapados por la succión, los
extradimensionales perdían su capa de invisibilidad y aparecían como suturas en el
campo visual que producían una distorsión en el paisaje. “Unidad de percepción
insuficiente”, murmuraban los soñadores oscuros, incapaces de situar lo que veían
dentro del concepto de sueño o de realidad consciente. Los extradimensionales eran una
declividad en el espacio, una no-cosa que todavía estaba en algún lugar. Un tejido
finísimo conectaba cada sutura, unía a cada individuo extradimensional de forma que
pudieran moverse como un solo ser, un ser que empezaba a parecerse a un gran abanico.

210
El abanico se cerraba de golpe, con todas las suturas unidas y luego se abría en otra
dirección, con movimientos más rápidos de los que podía realizar un hombre, un insecto
o una máquina. Era como si toda la atmósfera del valle hubiera cobrado vida en este
enorme ente que se extendía por todas partes buscando cómo escapar.

Los soñadores oscuros observaron corrientes de actividad en el ente que se


asemejaban a ríos de números desplazándose veloces de sutura en sutura. “¡Están
intentando solucionar el problema!”, gritó un soñador oscuro, y escuchó el mismo grito
en el oído, procedente de los otros soñadores: “¡Disparad de nuevo! ¡Caerán en el
siguiente! ¡Caerán directamente fuera del mundo!”.

Los soñadores oscuros volvieron a disparar, reforzando la potencia del Agujero de


Sueños, pero la siguiente contracción del abanico consiguió producir un estado estable
—una sutura de brillo incandescente a través de la cual se entreveía lo inexplicable— un
incomprensible panorama de otra realidad.

Los extradimensionales habían calculado rápidamente el modo de poder


estabilizarse en la boca del Agujero de Sueños y a causa de ello todo el paisaje se
doblaba como si estuviera hecho de goma. Esto era lo que los soñadores oscuros podían
captar, pero sus mentes se negaban a clasificar lo que realmente eran los
extradimensionales. Podrían ser formas geométricas. Podrían ser números animados.
Podrían ser suturas en el espacio. El mundo del que procedían se automanifestaba sin
miedo a ser comprendido, ya que no se habían creado los receptores capaces de
reconocerlo.

Upquark estaba buscando sus órganos vomeronasales, con los que podía seguir el
rastro de las feromonas, pero la búsqueda falló. La actividad extradimensional había
degradado sus sensores visuales al revolver los motores geométricos. Ni siquiera era
capaz de valorar el tamaño de la gran sutura de irrealidad. Sus instrumentos de medición
de superficie transmitían lecturas imposibles. Según lo que recibía, la sutura era tan
grande como el sistema solar en el que vivía. Se golpeó con su pinza a un lado de la
cabeza intentando aflojar la plataforma de reconocimiento del movimiento de cuatro
ejes.

“Olvídalo”, dijo Link, cuya mirada también se desenfocaba una y otra vez. “Nadie
puede medirlo.”

“Les atacaremos de nuevo”, gritó el soñador más cercano, reiniciando su generador


de energía exótica. “Esta vez les expulsaremos de aquí sin darles tiempo a despedirse.”

Pero la Observadora intervino: “Han absorbido vuestra ráfaga de energía oscura.


Están más fuertes que antes”. Y pensó que, al fin y al cabo, era energía lo que habían
venido a buscar. Sabían cómo manejarla en cualquier forma que adoptara y en cualquier
cantidad.

Los tanques se aproximaban una concesión a la Guardia. Ahora que habían fallado
los soñadores oscuros, era su tumo. Dispararon y sus misiles dieron en la sutura, se
desvanecieron e intensificaron la luz apagada de la no-cosa.

211
Hemos perdido, pensó el comandante, que había creído reconocer en la Observadora
a una antigua compañera de batallas. Contempló el valle distorsionado estremecerse con
la luz apagada de los seres hendidos, una luz sin calor, como la de la madera en
descomposición, una ígnea exhalación de la tumba. Cuando se cristalizó supo que el
tiempo del planeta se había terminado.

Caph tuvo la misma percepción: “No podemos vencer. Tenemos que irnos a mi
nave”.

“No puedo marcharme”, dijo la Observadora.

Caph gesticuló hacia el cielo: “Hay otros planetas adonde podemos ir”.

“He cogido un cierto cariño a éste”, murmuró ella.

“Y yo a ti”, dijo Caph rodeándola con el brazo.

El general sintió un hormigueo en el cuero cabelludo, cómo su pelo se imponía


sobre el efecto del gel fijador y se erizaba como el pelaje de un oso. Resultaba
imposible mantener la calma un momento más. Sintió una oleada de afecto por la
Observadora y luchó contra su éxtasis. Los pensamientos retrocedían, luego avanzaban
y finalmente se congelaron. ¿Dónde estoy? No tenía muy claro el lugar donde se
encontraba, pero todavía podía ver a la Observadora, la única constante en un torrente
de vistas caóticas, un torrente que al final la convirtió en una mancha y se llevó sus
recuerdos, sus medallas, su vanidad, sus conquistas y por último su identidad: se
transformó en cristal.

La Observadora contempló la estatua que un momento antes era un hombre que la


amaba. Sentía que un hielo seco circulaba por sus propias venas; su cristalización
tomaría la forma de una comprensión serena. Se cristalizaría en el extremo opuesto de la
escala, por exceso de autocontrol.

Volvió la vista hacia la luz apagada del ser hendido que se alzaba ante ella. Los
extradimensionales habían dejado de asustarla. Creía conocerles, haber conocido
siempre estas arrugas en el tejido de la realidad, a estos seres que se agrupaban,
plegándose uno dentro de otro y se convertían en una única sutura que se extendía desde
la Estación del Corredor hasta el cielo. Representaba la vida que había sido robada a su
planeta condensada en una sola forma. Que se alzara a los cielos no era algo que le
sorprendiera. Contenía lo mejor de Planeta Inmortal, sus esperanzas y sus sueños, sus
momentos de genialidad y de éxtasis.

Link experimentaba una desorientación total, los acontecimientos sucedían fuera de


cualquier secuencia, los momentos del pasado chocaban con el presente. Se le había
desprendido la cobertura mental que le protegía y un mundo sin lógica se revelaba ante
él.

Upquark se movía inútilmente hacia adelante y hacia atrás sobre sus ruedas. Giraba
las antenas en cualquier dirección buscando a Link. Recibía su señal corporal, pero
llegaba distorsionada y enmascarada por otra señal. “¡Adrián...!”, gritó
desesperadamente. Sus emociones se construían sobre las de Link y Link estaba

212
fragmentándose. Upquark giraba como un loco sobre los rodamientos mientras recibía
información a toda velocidad, demasiado rápida para su comprensión, repleta de
desigualdades lineales.

Los tanques arremetían unos contra otros, con su tripulación cristalizada o incapaz
de razonar. No atacaban ni se retiraban, no avanzaban ni retrocedían. Los soldados
salían a las torretas para ver una batalla cuyo sentido no comprendían. Lo cercano y lo
lejano se derrumbaba. Un solo paso era un salto al vacío. Un soldado se agarró al
costado de su tanque, sollozando como el niño que creía ser. Los soñadores oscuros
vieron una inmensa boca radiante absorbiendo la realidad. Eso es, observó el soñador
oscuro junto a Upquark, se alimentan no sólo de las víctimas cristalizadas, sino de todo
el cuerpo de este sistema solar, están masticando sus enlaces moleculares, debilitando la
estructura entera. “¡No podemos detenerles!”, gritó a sus compañeros de las colinas de
alrededor. “¡Larguémonos!” Tenían una pequeña nave más allá de la puerta de la
estación y corrieron hacia ella discutiendo por el camino. “Calculaste mal el aumento de
la temperatura omiliada.”

“Tu efecto de resonancia de masas era insuficiente.”

Se agarraron furiosos y ambos rodaron por el otro lado de la colina, golpeándose y


dándose patadas con puños y pies. “Un error gravitacional...” “Fue idea tuya usar itrex
numario...”

Al llegar a la base de la colina se levantaron corriendo y abrieron el portón principal.


“Retírate, cantusiana, estás bloqueando el camino.” Pasaron apresurados junto a Ren y
llegaron a la nave, que momentos después despegó en dirección al Planeta de los
Sueños.

Ren atravesó velozmente el portón abierto de la estación; los Guardias que


controlaban el acceso estaban cristalizados con el triste aire de soldaditos de juguete que
no pueden moverse, sólo soñar con batallas en sus cabezas huecas. Corrió hacia el
círculo de colinas y comenzó a subir. Tenía que encontrar a Link. Esto era el final de
todo y aquel hombre extraño era el único ser que realmente le importaba. Tenía un
remolino en el cerebro y él estaba en medio, con su cara apareciendo y desapareciendo
como la señal de un faro. Era él quien había interpretado de manera tan bella una
sencilla canción de insectos, repetida con absoluta pureza, sin rastro de vanidad ni
necesidad de elogios. La había cantado en Mirador y se la había dedicado a ella.
Entones no terminó de comprenderlo; ese hombre tímido y torturado se había esforzado
al máximo, pero sus sentimientos eran como insectos en ámbar, inmovilizados, arcaicos,
atrapados para siempre. Aun así, había cantado para ella desde su prisión de ámbar.
Ahora ella quería cantar para él la canción que resumiría el total de su vida. Comenzó a
hacerlo y pareció como si los pájaros del mundo salieran de su garganta mezclando sus
trinos más encantadores.

De pronto le entrevio. Se había derrumbado contra una máquina de los soñadores


oscuros y miraba la manifestación extradimensional. Ella quería decirle que mirara
hacia otro lado, pero no serviría porque la presencia era todopoderosa. La sentía en su
cerebro, desligando conexiones, provocando imágenes que danzaban por el aire como
barajas de cartas en manos de un mago. La secuencia de las cartas había desaparecido,
los palos no significaban nada. Peor todavía, sus canciones se estaban desmoronando,

213
no conseguía encontrar el tono ni el ritmo; su voz era como un palo frotado contra el
cristal de una ventana. Se arrastró hacia Link; Upquark estaba justo delante, intentando
ayudar a Adrián, pero los gestos del robot eran irregulares, sin propósito. Cayó contra
ambos, horrorizada por el sonido ronco de su voz cuando dijo una palabra que podría
haber sido de amor pero que sonó como los mecanismos chasqueantes de una cerradura,
que se repiten y sobrepasan la combinación correcta; ¿cuál era la combinación correcta?
Había desaparecido, todo había desaparecido; Link había desaparecido y ella había
desaparecido; lo único que quedaba eran los mecanismos de la cerradura, pasando por
cien millones de combinaciones sin que ninguna fuera la correcta.

Por debajo de la cima de la colina donde yacía Ren, la Observadora intentaba


maniobrar el vehículo para llegar hasta sus agentes y acorralar a los extradimensionales,
para intentar de alguna manera un nuevo atraque. Entonces se dio cuenta de que no era
la llanura donde se levantaba la Estación del Corredor lo que estaba mirando. Estaba
mirando un caleidoscopio y cada pieza coloreada de cristal era una porción del tiempo
hecho pedazos. Y comprendió que lo que necesitaban los extradimensionales era
tiempo. Eso era lo que se les había terminado, así que tiempo era lo que robaban,
pedazo a pedazo. Sintió que su propio tiempo se estaba convirtiendo en un caos y sus
enlaces se debilitaban. Vio los acontecimientos de hace décadas fluyendo hasta hoy.

Se obligó a mirar el panel de instrumentos del vehículo, que recibía imágenes


retransmitidas de cristalizaciones en masa. Un satélite cámara captaba una vista de la
columna extradimensional como si fuera una jeringa clavada en el planeta, extrayendo
su fuerza vital. El brillo de la columna aumentaba progresivamente a medida que las
ciudades iban cristalizándose una tras otra, con sus habitantes congelados como cuentas
en un velo de cristal tendido sobre las avenidas.

La Observadora perdió el equilibrio y cayó desde el vehículo, cayó por momentos o


por años, no sabría decirlo. Los extradimensionales se estaban tragando el tiempo
planetario y con él debía irse también la razón, pues el tiempo es el autor de la razón.

Se tambaleó por el suelo, si es que aquello era el suelo, ya que estaban


desapareciendo todas las categorías de pensamiento. El mundo enloquecería y
cristalizaría con un solo crujido que oirían todos y no oiría ninguno.

La imagen de una nave mercenaria se introdujo en el caleidoscopio. Era una nave


antigua que ya no se fabricaba. Luego la perdió, cuando los pedazos de la realidad
volvieron a chocar unos con otros en una nueva disposición.

“Algo malo me pasa”, dijo Jockey a Lagartio cuando aterrizaron la Templanza. Se


levantó rápidamente, volcando la bolsa de aperitivos. “Estoy desincronizado.” Se
tambaleó, agarrándose a las paredes de la cubierta de vuelo. “Mis brazos están en la
puerta y yo aún estoy aquí.”

Tío Ofidio salió de su meditación estirando los cortos brazos escamosos. “Hemos
llegado ¿no? ¿A qué viene tanto lío?”

“A eso”, dijo Lagartio señalando, a través de la ventanilla de la cubierta de vuelo, a


la monstruosa arruga que seccionaba el cielo. “Los extradimensionales se han
revelado”. Soltó los instrumentos de navegación. Los últimos minutos habían sido un

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caos en la cubierta de vuelo: se habían perdido todos los puntos de referencia y los
ordenadores no conseguían calcular la posición de la nave. De alguna manera, Jockey
había conseguido aterrizar, pero ahora se tambaleaba como un toro herido.

Tío Ofidio se desabrochó el cinturón de seguridad lentamente. “Un vuelo tranquilo.


Muy bien. Ahora, sobrino, si te levantaras de los controles...”

Pero Lagartio era incapaz de trazar un rumbo para sus pies. Su cerebro estaba
desorientado. Creía estar arrastrándose por el techo.

Tío Ofidio le echó una garra. “Eso es, sobrino, sólo agárrate.”

Lagartio sentía que los dos estaban pegados al techo. Intentó activar el chip de la
frente, pero no respondía. “¿Cómo... lo han hecho?”

Tío Ofidio aguantaba a su sobrino, aunque tampoco él conseguía mantener


totalmente el equilibrio. Aunque se investigue durante años, siempre hay sorpresas. Ésta
ha sido buena. “Lo que ha ocurrido no está ahí afuera... —señaló al paisaje torcido con
sus elementos desproporcionados y sus ángulos amorfos—, sino aquí dentro —se dio
unos golpecitos en la escamosa cabeza—. Han manipulado el a priori. Entran en nuestra
mente tan fácilmente como la luz por una ventana. De momento están haciéndolo muy
bien. Trabajo colectivo, ya veis. Están interviniendo en nuestro sueño colectivo.”

“¿Y... cuál es ese sueño?”

“Que eso es arriba y esto es abajo”, señaló, y Lagartio sintió como un milagro.
Creía estar en el techo y ahora le habían bajado otra vez a su sitio.

Tío Ofidio se rió entre dientes con una especie de ladrido áspero serpentiano.
“Destruyen nuestra capacidad innata de comprender el espacio y el tiempo. Una vez
perdida, estamos acabados. Supongo que deberíamos ponemos en marcha antes de que
eso suceda.”

Jockey se lanzó contra la escotilla, la abrió de un golpe y desplegó la escalerilla. Le


siguió Tío Ofidio ayudando a Lagartio, que agitaba frenéticamente la cola buscando
estabilidad.

“Siéntate junto al capitán”, le aconsejó Tío Ofidio.

“No puedo dejarte... solo”, dijo Lagartio, pero perdió pie, las mejillas se llenaron de
veneno y se derrumbó contra su gordo socio.

“Hombre al suelo”, dijo Jockey intentando levantarlo. Luego cayó él también, sin
saber dónde se encontraba el horizonte.

Lagartio consiguió ponerse en pie soltando un gruñido. Sosteniendo su peso de


manera inestable con la cola, miró fijamente la arruga descomunal que sobresalía sobre
el planeta. Al igual que los soñadores oscuros, creyó ver en la figura irreal una boca
proyectada en esta dimensión con el fin de alimentarse de ella. El resto de su cuerpo era
invisible, como el cuerpo de un oso hormiguero debe serlo para las hormigas que se está

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comiendo. Era un gran hocico devorador... un pico... un buche... farfulló para sí mismo,
moviendo la cola. La mente serpentiana es fuerte, pero tiene sus límites, y él había
llegado a los suyos. Sintió como si el mundo fuera cieno y él acabara de nacer de ahí, en
un lugar con vistas imposibles y sin los instintos que deberían acompañar a una cría de
lagarto. Se sentía con menos sustancia que una piel desechada. No era nada en presencia
de esta monstruosidad que sobresalía de la pista de aterrizaje.

Tío Ofidio se dirigió hacia allí abriéndose camino entre tanques atascados uno
contra otro y tanquistas cristalizados en el suelo. Las puertas de la estación del Corredor
estaban abiertas y entró en el recinto vallado. No se podía caminar fácilmente por allí.
Los animales de la zona se habían reconfigurado por mutación en respuesta a las fuerzas
extraordinarias. Tío Ofidio se encontraba inquieto, pero la Tercera Cronogramática
trataba la estratificación energética de capas rocosas y su influencia en los viajes por el
Corredor.

“La mente siempre prevalece”, se aconsejó a sí mismo. El desordenado paisaje, tan


fragmentado para él como para cualquier otro, era un fastidio; pero la decisión de
utilizar esta estación del Corredor como área de confinamiento había sido acertada.
Traed a la chusma a un lugar marcado por una inteligencia tan refinada como la suya.
Sentía la ingeniería de los Antiguos Aliens jugando por todo alrededor, extraños
procedimientos magnéticos que funcionaban como suaves vientos, las condiciones
dinámicas necesarias para lanzar un objeto... ¿adonde? Tal vez lo averigüe.

La impresionante sutura extradimensional estaba frente a él y podía verse su


interior, ese otro mundo del que llegaban las influencias letales que lamían su escamoso
cuerpo. “Por supuesto, uno siempre se pregunta por el día de la partida”, dijo para sí.

Sentía la presión de los extradimensionales como una especie de manto que le


envolviera con una sensación de fina seda. Cada hilo se movía por separado, ondeando
velozmente a su alrededor de manera deliciosa, atrapándole tan rápidamente como podía
su mente, creando matices de presión que reconocía como una forma primitiva de
comunicación, como si un viento sedoso hablara. La presión pulsaba rítmicamente,
repitiendo su mensaje hasta que lo entendía en sus propias palabras.

“¿Me daréis riquezas? ¿Y sabiduría? Ya veo. Una oferta muy interesante. ¿Y dices
que seré vuestro representante permanente aquí?”

La presión cambió ligeramente, y sintió.como una pesada corona en la cabeza. “¿Un


rey? Pensaba que podríais ofrecer algo mejor.”

La presión se convirtió en algo parecido a un anillo de pequeños planetas dando


vueltas alrededor de su cabeza, para mostrarle que, como su representante, sería un gran
sol central.

Tío Ofidio captó una de las brisas magnéticas que soplaban sobre C-3 y la siguió
directo hasta la boca de la gran costura, lo que la hizo encogerse. “No seas tímido —
dijo, con una sonrisa—, si voy a ser tu representante deberíamos conocemos un poco
mejor”.

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De la sutura de irrealidad surgió otra oleada de presión, más sencilla de interpretar
ahora, que iba comprendiéndolos. ¿Por qué pelear?, decía la presión. Juntos podemos
vivir para siempre.

“No quiero pelea contigo —dijo Tío Ofidio a sólo unos pocos metros de la boca de
la sutura extradimensional—. Soy sólo un viejo lagarto que busca una grieta en la que
meterse.”

La costura volvió a encogerse. No puedes penetrar nuestro mundo. Ese límite está
fijado desde siempre. Date por satisfecho con lo que te ofrecemos.

Tío Ofidio se detuvo. Su próximo paso sería el último que daría en este bello
universo familiar. Otro mundo le esperaba, impensable, extraño sin duda, pero un
misterio estupendo con el que ocuparse la siguiente eternidad o las dos siguientes.
“Siempre me gustó el cambio”, dijo, y penetró en la sutura.

Lagartio vio una sacudida. “¡Mira, Jockey!”

Jockey vio la sutura desplegarse en abanico, convirtiéndose en muchas otras, y entre


cada una el tejido radiante de lo desconocido. Aumentó su oscilación... se abrió de golpe
y después el abanico se deshizo, porque las suturas eran incapaces de mantenerse juntas
y el tejido se deshacía como seda eléctrica. A medida que se deshilachaba, Jockey
escuchó los gritos de la muerte planetaria cuyas almas habían iluminado sus hilos. Los
hilos cayeron con la evanescencia de los cometas que mueren súbitamente.

Los hilos caídos volvieron a juntarse y se creó un nuevo tejido con letras de fuego
que resplandecían sobre el campo de batalla:

LA CUARTA CRONOGRAMÁTICA DE OFIDIO

Ardió y se desvaneció, letra a letra. Aunque contenía todos los secretos del estudio
del Presente Eficiente del Tío Ofidio, era una obra efímera, que sólo duró lo suficiente
para liberar al planeta de su enemigo, demostrando una vez más la naturaleza mental del
mundo subatómico.

“Cada efecto es consecuencia del conocimiento”, dijo Lagartio.

“Si tú lo dices, colega.” Jockey sentía que volvía a recuperar el equilibrio.

Link rodó sobre el suelo y se tumbó mirando al cielo, que se iba recomponiendo
poco a poco. Había nubes y sol, pero algo no era normal. ¿El qué? Rodó hacia un lado y
colocó la cara sobre la tierra. Una hormiga caminaba hacia él. Mientras la veía
aproximarse se dio cuenta de que no estaba en perfecta sintonía con ella. Movía las
antenas, pero él no podía leer sus diminutas sensaciones. Era incapaz de cruzar el hilo
que separa las especies. Le atravesó un sentimiento de pena.

La hormiga desapareció sin dejar pistas sobre la misión que la ocupaba, sin
establecer ningún puente de comunicación. En ese momento conoció el secreto que
había teñido su vida: las puertas al mundo de los insectos eran incompatibles con las
emociones humanas. La voz de los extradimensionales le había apartado de los

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sentimientos humanos y le había abierto las puertas del mundo de los insectos. Ahora
que los extradimensionales se habían marchado, era como cualquier otro hombre para
quien esas puertas están cerradas. Las frecuencias de los caparazones eran un misterio
para él.

Jockey se puso en pie. El paisaje estaba de una pieza. Y aquí, en el bolsillo, si no me


equivoco... sí, una ración de dulces.

“Oldcastle —dijo la Observadora caminando hacia él—, no dejas de sorprenderme.”

“Cumplo con mi deber, nada más —se tragó los dulces e hizo un gesto hacia
Lagartio—. Parte del mérito es de mi lagarto.”

“Creí haber visto a tres personas salir de la nave.”

“Te equivocas”, dijo Lagartio, cumpliendo las órdenes de Tío Ofidio de que no se le
debería mencionar. Mi firma es suficiente.

¿Cómo se las arreglará en la otra dimensión?, se preguntó Lagartio. Pero Tío Ofidio
encontraría una cueva adecuada en cualquier universo en que aterrizara.

El estómago de Jockey rugía. Le estaban haciendo un gran número de preguntas y


aún debía hablar con Link. “Mi querido amigo, pareces algo desmejorado.”

“He... he perdido algo.”

“No eres una estatua de cristal, eso es lo que importa.” Jockey le dio unas palmadas
en los hombros y miró más allá. ¿Podría aprovechar algo de esos tanques? ¿Mientras
reinaba la confusión? Estaba seguro de que había artículos de valor tirados por ahí
dentro, códigos secretos, tal vez, y alguna curiosa sortija en algún dedo congelado. Los
comandantes de tanques solían ser derrochadores.

“Trabajas para mí, Oldcastle —afirmó la Observadora—, y el lagarto también.”

Tocado, pensó Jockey. Miró a su alrededor y comprendió que los


extradimensionales se habían marchado. Tío Ofidio les había andado de viaje. ¿Cómo?
El principium quemeseyo. Mi comprensión del mismo es incompleta. Lo repasaré más
tarde, durante el baño.

La Observadora acomodó a Jockey y Lagartio en su vehículo, se detuvo un


momento y miró alrededor, el silencioso campo de batalla, las tripulaciones cristalizadas
de los tanques y el lugar donde había estado la columna de irrealidad. El planeta parecía
estar lanzando un suspiro. “Supongo que todos tus delitos tendrán que ser perdonados,
Oldcastle.”

“¿Incluso los que aún no se han descubierto?”

“Todos —la Observadora puso en marcha el vehículo de campo—. Por supuesto,


harás algo que arruine tu buena suerte.” “Desde luego que no.”

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“Y tendrás que huir de nuevo.”

“Hay muchas estrellas por visitar y muchos mares cósmicos por atravesar...” )
oósty sacó un cigarro, se recostó y examinó los trozos de Luna Chatarra que daban
vueltas donde había estado Anfora. El la había hecho estallar, casi destrozó el planeta y
luego lo salvó. Tendría que comprarse una nueva medalla.

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Capítulo 41
Upquark rodaba detrás de Link y Ren por las calles de Alien City, de nuevo
concurridas. Los empujones que recibían de la multitud acercaban a la pareja, un ligero
choque de los hombros producía un embarazoso intercambio de miradas entre ellos.

Si pudiera estimular un contacto más cercano, pensó Upquark. Recordó su primer


encuentro con la señorita Ixen, cuando le golpeó con una puerta, que había sido la causa
de la posterior conversación entre ella y Adrián. ¿Serviría si volvieran a golpearme con
otra puerta? No, esa fase ya ha pasado. Se me tendrá que ocurrir algo más avanzado.

Upquark había presenciado cambios asombrosos en Adrián desde que se marcharon


los extradimensionales: su devoción hacia los insectos había adquirido un tono de
nostalgia, de tristeza, casi como si se dedicara a ellos por lealtad. Al mismo tiempo, el
nombre de la señorita Ixen surgía en la conversación de Adrián en los momentos más
extraños, acompañado por una notable exhibición de nerviosismo.

Upquark siguió rodando junto a ellos, levantó una de sus pinzas y tocó la esbelta
muñeca de la señorita Ixen en nombre de su recalcitrante jefe.

Ren le dedicó una sonrisa con sus pestañas iridiscentes, pero él no supo qué hacer a
continuación: soy un pobre sustituto. Mis dedos son de plástico, mis emociones
mecánicas y mis limitaciones obvias. Adrián debería rodearla con los brazos. Mi
estatura es un grave impedimento, terminaría abrazándole las piernas.

“Lo interesante de la oruga cornuda del tabaco es que ha conseguido superar la


toxicidad de la planta...”

Upquark escuchaba consternado a Link: el ingenio del gusano del tabaco estaba muy
bien, pero ¿serviría para que la señorita Ixen se pusiera cariñosa?

“Cuando la oruga cornuda se convierte en mariposa esfinge, su lengua se alarga


hasta... —Link hizo una pausa para dar mayor énfasis—, hasta alcanzar un tamaño tan
grande como la propia mariposa. Upquark, muéstranos su fotografía.”

Upquark meneó la cabeza desanimado, pero reprodujo la imagen en el visor de su


frente.

“Es increíble, ¿no? —comentó Link—. Upquark, aumenta los detalles y cambia el
ángulo”.

Ya he mostrado las fotografías de veintitrés insectos en lo que va de día, pensó


Upquark con tristeza. Pobre Adrián. Nunca ha saboreado esa maravillosa sensación
llamada enamoramiento, ni yo tampoco, porque todos mis sentimientos se construyen
sobre los suyos. Y aquí estoy, suspirando dolorosamente por experimentar de una vez
ese éxtasis, ese torbellino... y Adrián se pone a hablar de mariposas esfinge.

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Quizás tenga la solución. Tal vez si Adrián no me tuviera cerca para seguir
mostrando insectos en mi pantalla, se vería obligado a afrontar sus sentimientos por la
señorita Ixen.

“Adrián —dijo—, creo que necesito hacer compras.”

“¿Hacer compras?”

“Solo”, añadió Upquark con firmeza, señalando con una pinza las tiendas que
bordeaban la avenida.

Link miró a Upquark de modo suplicante; era evidente que no quería prescindir de
su protección, pero Upquark se marchó solo al almacén más próximo, convencido de
que necesitaba hacerlo.

El propietario se apresuró a salir de detrás del mostrador. Era un estrellosiano, con


seis fosas nasales distribuidas en forma de flor. “Buenas tardes, máquina. Tengo todo lo
necesario para uso personal y profesional, el mejor material recuperado de Alien City;
lo que ofrecen los demás es basura —señaló hacia los cajones y estanterías a la vista—.
Mire este motor apenas usado: voltaje desconocido, demasiado potente para tener un
certificado de seguridad, pero veo que es una máquina valiente que no teme las
emociones —inclinó la cabeza—. ¿Escucho cierto chirrido en el movimiento de su
codo? Una articulación que rechina es el principio del fin. Aquí tiene una fijación
silenciosa con cable espinal que encaja perfectamente en su modelo. ¿Qué tal una nueva
escobilla para el ojo, especial para días lluviosos?, ja, ja, es una broma. ¿Tal vez busca
un nuevo engranaje de reacción? Pero quizás le estoy molestando, señor. La
competencia es terrible en esta calle y me vuelve demasiado ansioso. Ya me retiro, por
favor, disfrute de mis ofertas.”

La atención de Upquark, sin embargo, estaba puesta es el escaparate, a través del


cual podía ver a Link y Ren. Apenas habían caminado unos metros desde donde les dejó
y ahora estaban quietos, ¡mirándose a los ojos! Upquark sintió que empezaba a temblar.

“¿Quiere algo de mi cesto de oportunidades?”, preguntó el vendedor cerca de él.

Upquark estaba demasiado emocionado para contestar.

“No se preocupe, señor, puede mirar todo el tiempo que desee. Vea esto, es de un
parque de atracciones —una gran rana iba saltando mientras daba vueltas—. Está algo
atascada, necesita una gota de aceite. Sus usos son demasiado numerosos para
resumirlos, pero imagínela saliendo de detrás de una cama o de un armario. Una fiel
reproducción... una broma adecuada para cualquiera. Tengo un cerdito a juego... en
alguna parte... —sacó otros artículos y los arrojó a un lado—. Aquí tiene una vaca
abollada con apenas algún pequeño defecto.”

En deferencia al vendedor, Upquark se sintió obligado a examinar los artículos de la


cesta de oportunidades —diferenciales, reductores de velocidad, acoplamientos flexibles
— pero continuaba mirando intermitentemente a Link y Ren. Desplegó su antena de
largo alcance y oyó a Link hablando de los gusanos del perejil y le vio tocar el pelo de
la señorita Ixen para mostrar cómo los gusanos levantaban sus cuernos naranjas cuando

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eran molestados. Bueno, está mejorando, pensó Upquark embelesado, está aprendiendo.
Es maravilloso.

“Le diré lo que haremos, señor. Usted compra la rana, y si no satisface sus
expectativas le devuelvo el doble de lo que pague. Ya ve la confianza que tengo en que
disfrutará de esta rana; como diversión, claro.”

“En realidad no necesito una rana.”

“Ahora tal vez no necesite una rana. Mañana alguien le pedirá una, ¿y entonces
qué? Se dará un cachete y pensará, tuve una en las manos. ¿Para quién trabaja?”

“Para la Llanura Agrícola.”

“¿Verduras?”

“Sí.”

“Ponga la rana en el huerto para ahuyentar a los pájaros —el propietario suspiró—.
Le diré lo que pasa, señor: nadie va a comprar estas cosas.”

“No, creo que no.”

“Todo está defectuoso. Pero tengo miles de piezas de repuesto para arreglarlo —
recobró el entusiasmo—. Venga, arreglaremos la rana. ¿Su jefe es ese que está al otro
lado de la calle? Veo que le está mirando. Le haremos un regalo.”

“Me temo que no necesita nada de esto.”

“¿No? ¿Qué necesita?”

“Confianza con las damas.”

“Tengo los programas más sofisticados de confianza. Tu jefe se instala el chip en


una muela y recibe sugerencias para hacer declaraciones atrevidas, apropiadas para
cualquier situación. ¿Tiene receptores dentales?”

“Sí.”

“Claro, es un tipo moderno.” El propietario se giró hacia la ventana y Upquark hizo


lo mismo. Link había cogido la mano de Ren. Upquark se puso tan nervioso que tuvo
que sentarse en el montón de piezas usadas. Su módulo de empatía le transmitía las
emociones de Link como si fueran un millón de bichos luminosos brillando
simultáneamente en un árbol. Antes de que pudiera evitarlo, sus propias señales
luminosas también estaban encendiéndose al mismo tiempo. “¿Qué ocurre?”

“Nada”, susurró Upquark y haciendo un esfuerzo atenuó las luces. “De acuerdo,
buscaré un chip de confianza.” El estrellosiano salió apresuradamente y Upquark se
quedó solo para disfrutar las cálidas sensaciones que fluían por sus cables.

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Pero su placer fue interrumpido una vez más, en esta ocasión a causa de una débil
señal procedente del montón de piezas en donde se sentaba. “Dios mío, ¿qué será lo que
está interrumpiendo mi primera experiencia tumultuosa de un auténtico romance?”

Se levantó para solucionar la molestia de la insistente señal. Revolvió en el cesto de


oportunidades hasta que localizó el débil pitido que procedía de un módulo de memoria
abollado.

El dueño regresó junto a Upquark. “Veo que ha encontrado algo de lo que buscaba.
Excelente. Es un módulo de memoria, ¿no? Como complemento necesita un sistema
neurológico completo —se puso a hurgar precipitadamente en el montón de piezas de
repuesto para robots—. Cabeza... circuito vertebral... Tengo todo lo que hace falta.
¿Puedo sugerir este torso? Por favor, ignore la diana pintada sobre el corazón, proviene
de una galería de tiro donde demostró su robustez. En el interior, ya ve, muy buenos
anclajes para la articulación, hechos para poder esquivar con rapidez.”

“Pero no tiene brazos.”

“Brazos, brazos —el dueño buscaba desesperadamente—. Ayer vendí el último par
de brazos. Espere un momento. Aquí los tiene, de una máquina expendedora de una
galería comercial. Con un movimiento muy simpático para arriba y para abajo. Estire y
consiga el premio gordo, ja, ja, otro chiste tonto, perdóneme. Por favor, señor, mire lo
bien que encajan los brazos. Un arreglo provisional hasta que consiga otros nuevos. No
le cobraré por ellos.”

“Gracias”, dijo avanzando con cautela hasta llegar al escaparate. ¡Link y Ren
estaban abrazándose! Upquark casi pierde el equilibrio.

“Parece que ahora se entienden mejor”, observó el propietario.

“Era bastante tímido hasta hoy.”

“Ahora es un experto. Aquí tiene, señor, tengo las piernas para nuestro personaje.
Son de un pato de juguete. Grandes pies palmeados para una buena estabilidad; eso al
menos no puede mejorarse. Ahora lo único que necesitamos es una cabeza, y aquí está,
de una máquina vendedora de galletas. Desgraciadamente falta el resto. La sujetamos al
torso así... no es una unión perfecta, para qué voy a engañarle. Pero observe, esto es lo
que hace que todo funcione a la vez, una caja de entrada universal, enganchamos todo
aquí y ahora... ¿haría el favor de pasarme el excelente módulo de memoria que
encontró?”

Así hizo Upquark y el tendero lo estudió con interés. “Un auténtico hallazgo, señor.
Muy avanzado, aunque no demasiado para nosotros. No se preocupe, lo haré funcionar.
Lo conectamos al módulo de voz de la máquina de galletas. ¿Ve? Entrada universal,
muy práctica. Ahora enganchamos los ojos... los brazos... y las piernas.”

Las proporciones de la figura hecha con retazos eran desde luego extrañas.
“Bonito”, dijo el propietario, saludando con la mano a la cabeza que tenía la sonrisa
amplia de los vendedores de galletas y pupilas que parecían bombones de chocolate.
“Bueno, ahora vamos a darle energía.” El vendedor colocó la batería en el hueco de la

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espalda, cerró la trampilla y apretó el botón situado en la base de la columna. Se
encendió la diana sobre el pecho, y sus círculos rojos y blancos comenzaron a rotar
hacia adentro. Los bombones giraron y la boca expendedora chasqueó intentando
expulsar una galleta, pero en lugar de galleta salieron palabras. “Sólo... sólo es... sólo
es... un juego... de verdad.”

“¡Juegomaestre!”, gritó Upquark.

“De nuevo”, dijo el Juegomaestre más fluidamente, realizando a la vez un torpe


intento de reverencia. “Estoy en deuda contigo.”

“¿Qué te ocurrió?”

“Me destrozaron en un mitin. Un asunto feo. Estuve tirado entre los fragmentos
durante semanas.”

“Tenemos que encontrarte un cuerpo apropiado”, dijo Upquark.

El Juegomaestre bajó sus brazos de máquina expendedora para verlos. “Me gusta
éste.”

“Realmente hoy es un día de primera”, dijo el dueño del almacén, y los seis pétalos
de la nariz se ensancharon como si les diera el sol.

Upquark pagó la cuenta y el estrellosiano le dio un recibo. “Vuelva otra vez. Tal vez
se encuentre con otro amigo.”

En ese mismo momento, Upquark encontró a otro amigo. El fez informático de


Dumbosiano brillaba por encima del gentío. El paquidermo estaba trabajando en el
centro comercial, vendiendo ídolos alienígenas. Upquark y el Juegomaestre salieron
corriendo de la tienda, este último palmeando sobre la calzada con sus pies de pato.

“Qué alegría verte —declaró Dumbosiano, levantando a Upquark con sus enormes
brazos y manteniéndolo en alto contra las luces del pasaje comercial—. Ya veo que te
han reparado la pierna dañada.”

“¿Cómo está Mirador?”, preguntó Upquark cuando Dumbosiano le depositó en el


suelo.

“Aún quiero recuperar su antiguo esplendor. Ah, ahí están el señor Link y Ren.
Parece que se han cogido bastante cariño.”

“Están besándose —susurró Upquark lleno de gozo, a la vez que todas sus luces
volvían a lanzar un destello—. ¿Conoces el procedimiento del beso?”

“He tenido algunas experiencias, sí”.

Miraron cómo se besaban mientras una emoción tras otra invadía el cableado de
Upquark.

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“Ahí está el coleccionista que he venido a ver —dijo Dumbosiano sobresaltado—.
Tengo que irme. Adiós, estoy seguro de que volveremos a encontramos.” Se zambulló
en la multitud y su fez desapareció poco a poco.

La galería comercial de Alien City continuó con sus comerciantes, sus mercenarios
y sus viajeros de todos los mundos. Firmaron contratos, vendieron bienes y planearon
nuevas aventuras. Las luces de los comercios se reflejaron en todos ellos e iluminaron
su llegada y su partida, las risas, los murmullos, las pérdidas y las ganancias. Y el
Juegomaestre dijo que, en realidad, era sólo un juego.

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