El Realismo Ruso

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El Realismo ruso

1. Cultura y sociedad rusas a mediados del XIX

El siglo XIX fue para Rusia la época dorada de sus letras nacionales, a pesar de
que, políticamente, fuese uno de los momentos más negros de toda su historia. El
período de Restauración monárquica vivido por toda Europa afectó a Rusia de forma
especialmente virulenta a causa de su relevante papel en la reconstrucción del mapa
europeo, más por causas ajenas a sus gobernantes —a raíz de la derrota que Rusia le
infligió a Napoleón— que por la voluntad política de incorporación real a Occidente.
Gracias a la legitimación que el resto de las Coronas le proporcionaban, el zar
Nicolás I (1825-1855) pudo consagrar la reacción como forma de gobierno; por los
anchos territorios de su imperio camparon a sus anchas la represión, la explotación y
hasta la esclavitud, mantenidas por los distintos y siempre numerosos sirvientes de un
estado autocrático y policial de intricada y todopoderosa burocracia.
El atraso y la ignorancia generalizados en los cuales estaba sumida la población
rusa se debían a una inercia de siglos y siglos de estancamiento e incomunicación. La
incorporación de Rusia a la modernidad desde el siglo XVIII no había alcanzado sino a
una minoría culta —concentrada en las ciudades— a la que, por otro lado,
inmediatamente se le pusieron trabas para impedir la labor transformadora a la que se
sentía llamada: con las diferentes disposiciones gubernamentales sobre la censura, la
supervisión de viajes de estudios y la supresión de becas en Europa (por poner
algunos ejemplos), el poder político creía frenar en Rusia los vientos revolucionarios
llegados de Europa y que amenazaban con prender allí fuertemente; el tiempo
demostraría la futilidad de tales medidas, pues la fuerza con la que calaron los ideales
revolucionarios en Rusia acaso se debiera al generalizado clima de descontento
imperante entre prácticamente todos los sectores de la sociedad (sobre todo, entre la
burguesía liberal, los intelectuales y el empobrecido campesinado).
El panorama que tenían ante sí los artistas y pensadores rusos les interpelaba, por
tanto, con una fuerza inusitada; en este contexto, intentar responder a las cuestiones
sociales y políticas era prácticamente una exigencia inexcusable. El pensamiento y la
cultura rusas estuvieron en este momento, justo es decirlo, a la altura de las
circunstancias, uniéndose íntimamente a la vida, al sentir y la problemática de la
masa social rusa; de hecho, los escasos románticos que habían merecido tal nombre

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en la Rusia de principios de siglo ya habían adoptado una actitud claramente
comprometida en la defensa de los valores e ideales del pueblo (es el caso, por citar
los más claros, de Pushkin, Liérmontov y, sobre todo, Gógol, precursor este último
del Realismo ruso). No quiere esto decir que los intelectuales y los artistas rusos
lograran ofrecer soluciones necesaria y globalmente válidas; pero al menos intentaron
enfrentarse con honestidad a los problemas nacidos de las reales condiciones de vida
en Rusia. Finalmente, sin embargo, la evolución ideológica de algunos de ellos o, lo
que fue más frecuente en la literatura rusa del XIX, el idealismo imperante en el
pensamiento estético, hicieron imposible una efectiva imbricación entre arte y
sociedad, meta que intentará alcanzar poco después el arte socialista soviético sin
lograr desbancar a sus maestros de la categoría de clásicos.

2. Primeros autores realistas

Es difícil decir en qué momento del XIX comienza la literatura rusa a ofrecer un
tono e intención estrictamente realistas; algunas obras de los mejores representantes
del Romanticismo ruso podrían ya considerarse intencionalmente realistas, del mismo
modo que al idealismo heredado del pensamiento romántico le debieron muchos
realistas parte de su aliento creativo.
Buena prueba de ello es el difícil punto de partida en el que se instalaron los
intelectuales y los artistas a la hora de enfrentarse al futuro de la sociedad, la política
y la cultura rusas. Divididos en dos bandos provenientes de los detractores y los
partidarios de la modernización rusa a partir del XVIII, los eslavófilos y los
occidentalistas defendían, respectivamente, la tradición particularista eslava y la
adopción del europeísmo como fórmulas de necesaria renovación de la Rusia
contemporánea; con grandes matices, para los primeros la cultura rusa debía
mantenerse esencialmente fiel a la religión ortodoxa y recuperar los valores morales y
espirituales personificados por el zar y resumidos en su alianza con la Iglesia; por el
contrario, para los segundos era ya hora de romper definitivamente con la herencia
bizantina que lastraba con el peso de lo asiático al imperio ruso, y hora, también, de
apostar por la europeización definitiva de la vida nacional.

a) Teóricos y críticos realistas

Ambas posturas se instalaban, como puede comprobarse, en el campo del más


estricto idealismo, ya fuera desde el pensamiento tradicionalista reaccionario, ya
desde el liberalismo populista; la filosofía idealista alemana dejaba sentir en este caso
su peso no ya sólo sobre el pensamiento político, sino también sobre la teoría estética.
Por el pensamiento germano se sintió atraído en principio Vissarion Belinski

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(1811-1849), tenido por uno de los iniciadores teóricos del Realismo ruso y por uno
de sus mejores críticos. Formado filosóficamente en el idealismo alemán, la realidad
social de su país le convenció de la necesidad de conjugar idealismo y pragmatismo
en un sistema de pensamiento que, a su vez, tuviera su traducción artística. Conoció
entonces la filosofía de Hegel a través de Bakunin y, gracias a ella, descubrió en la
historia el campo por excelencia para el estudio del ser humano; en su madurez
renunció a todo espiritualismo y adoptó, aun con resabios idealistas, formas de
pensamiento socialistas. Teóricamente, sus últimas obras propusieron el Realismo
como única doctrina artística válida para los nuevos tiempos, pues daba sentido al
arte imbricándolo en la vida de la sociedad para la que se produce;
consecuentemente, sus últimos artículos críticos adoptaron la perspectiva sociológica
como indispensable para el estudio objetivo de la literatura.
Más tardía, la figura del crítico y creador literario Nikolái Chernishevski
(1828-1889) fue decisiva a partir del segundo tercio del siglo XIX; positivista,
materialista y socialista, fue el verdadero creador de una doctrina literaria de raíz
estrictamente sociológica que confiaba a la circunstancia social y a las condiciones de
vida el verdadero peso de la producción literaria. Para Chernishevski el arte se debía
a su época, constituyéndose como una ética antes que como una estética y
posponiendo toda exigencia formal a las necesidades de la sociedad (tras la
revolución soviética, se le tuvo por precursor de la estética comunista). Sus artículos
periodísticos, a caballo entre la política, la moral y la crítica literaria, le ganaron la
enemistad de las autoridades y la deportación a Siberia; de su experiencia surgió su
novela ¿Qué hacer?, cuyos personajes constituían para los jóvenes verdaderos
emblemas del ideal revolucionario y los invitaban, cada uno a su manera, a la acción
directa en un momento en que muchos intelectuales habían optado ya por ella.

b) Turguéniev

La mayor parte de la vida del noble Iván Serguievich Turguéniev (1818-1883)


transcurrió lejos de Rusia; occidentalista convencido y gran viajero, cuando en 1856
se instaló definitivamente en Europa, su existencia se hallaba ya ligada, más que a su
patria, a países como Francia e Inglaterra, desde los cuales abrió su propia obra a
Europa y en los que introdujo la desconocida literatura rusa. A pesar de su liberalismo
y de su mentalidad proeuropeísta, Turguéniev se mantuvo siempre al margen de todo
compromiso social y artístico; fue la suya una extraña —por insólita— postura de
equilibrio político, ideológico y literario nacida posiblemente de una tendencia a la
melancolía que siempre intentó combatir y por la cual fue vencido al final de su vida,
cuando se sentía ya definitivamente incomprendido y desarraigado (como podemos
entrever en los poemas en prosa de Senilia).
Más que por su obra poética o dramática —a las cuales no prestó demasiada
atención—, a Turguéniev se le recuerda por su obra narrativa, merecedora de un lugar

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junto a la de los grandes maestros de la novela rusa. Su primer relato importante,
presidido ya por el característico cuidado formal que muchos le reprochaban,
apareció en 1852 con el título de Memorias de un cazador (Zapiski ojótnika); notable
como cuadro de las condiciones de vida de los siervos rurales, sus valores realistas
quedan trascendidos por cierto lirismo evasivo por medio del cual el autor obvia los
conflictos sociales. El relato, lejos de ser —como algunos pretendían— una proclama
abolicionista, se limita a lo estrictamente literario, esquiva hábilmente lo ideológico y
sorprende por su elegancia estilística y por su penetración psicológica.
Entre los temas presentes en la obra de Turguéniev que volveremos a encontrar
insistentemente en sus compatriotas destaca el del «hombre superfluo», personaje
cuyo análisis y estudio se convirtió en constante en la novelística rusa del siglo
pasado por resumir la inutilidad de todo esfuerzo por conseguir reformas sociales y
políticas. Dos novelas de Turguéniev nos presentan a este personaje: en Rudin (1856)
encontramos el retrato de un idealista cuyos intentos de obtener reformas sociales se
pierden en la especulación y se ven negados a la hora de ser puestos en práctica; en
Nido de nobles (Dvoriánskoie gniezdó, 1859) el autor nos ofrece una visión de la
nobleza a través del campesinado que la sirve e intenta así explicar la imposibilidad
de que los verdaderos problemas del pueblo sean comprendidos por las clases
dominantes.
A la hora de pintar su época, Turguéniev carga las tintas no sobre el negro
panorama presente, sino especialmente sobre la imposibilidad de aclararlo, como si lo
angustiase, más que la realidad, la comprensión de que no existe redención posible.
En su pensamiento existe un innegable nihilismo filosófico que le hace considerar la
vida como una lucha constante del hombre contra su circunstancia. Esta idea
encuentra su mejor expresión literaria en Padres e hijos (Otsí i dieti, 1862), acaso la
más lograda de las novelas de Turguéniev; en ella el peso recae sobre un personaje
activo y materialista que se enfrenta a la aristocracia conservadora; aunque las nuevas
generaciones progresistas salen vencedoras de tal pugna, el protagonista muere
sacrificado por ese materialismo negador y nihilista que no se detiene ante nada. La
publicación de Padres e hijos desagradó a todos los sectores intelectuales rusos, por
los cuales no debía sentirse particularmente comprendido Turguéniev; prueba de ello
es Humo (Dim, 1868), una de sus últimas obras de interés: traspasada por cierta
nostalgia, esta novela pasa revista a la vida social rusa en el extranjero; los
personajes, entre los que dominan los intelectuales, conversan lánguidamente en un
balneario europeo e incluso llegan a discutir sobre problemas trascendentales para el
futuro de Rusia; pero, cuando por fin llega la hora de retirarse, la conversación queda
en nada, en humo, en la inutilidad de toda la vida y el pensamiento rusos.

c) Goncharov

El más claro rival de Turguéniev, a quien se tenía por efectivo introductor del

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nuevo estilo literario, fue en un principio Iván Alexándrovich Goncharov
(1812-1891), fiel seguidor de las doctrinas de Belinski; como éste, Goncharov era
partidario de la introducción de una fórmula literaria realista que acercase e imbricase
literatura y sociedad. Su ideal social era, sin embargo, de corte políticamente
conservador, económicamente capitalista y, ante todo, burgués por naturaleza;
burócrata e intelectual, llevó una vida moderada, sistemática y monótona,
interesándose únicamente por la evolución del pensamiento ruso y, ante todo, por la
ideología imperante entre los intelectuales y las clases dominantes.
Su producción novelística recorrió un largo camino jalonado por tres obras de
difícil gestación muy dignas de consideración. La primera de ellas es Una historia
vulgar (Obiknoviénnaia istoria, 1847), que en esencia constituye un estudio de la
evolución de las clases dominantes desde el inconsistente idealismo romántico —
carente de logros reales— hacia el pragmatismo liberal y materialista indispensable
para el desarrollo de la Rusia decimonónica. El joven protagonista, Alexandr Aduev
—inicialmente emparentado con los héroes románticos—, ingresa en el
funcionariado; desde él descubre, en un panorama de gris mediocridad, la inoperancia
de sus sueños y aspiraciones y opta por un materialismo pragmático que le permita
instalarse entre las futuras clases dirigentes. Más allá de esta primera lectura, Una
historia vulgar supone, también, una denuncia de la vulgaridad imperante en Rusia y,
sobre todo, de su resignada aceptación por los sectores sociales teóricamente más
progresistas y liberales.
La obra por la cual se le sigue reservando un lugar de honor entre los realistas
rusos es Oblomov (1859), sin duda su mejor novela y uno de los mejores retratos del
tipo ruso por excelencia del siglo XIX: el «hombre superfluo», personaje que
volveremos a encontrar en la obra de otros contemporáneos. Hasta cierto punto
Oblomov es una continuación de Una historia vulgar, pues insiste en la necesidad de
una evolución ideológica hacia el pragmatismo burgués y el consiguiente relevo de
las antiguas clases dominantes, inertes y sin vitalidad (personificadas en Oblomov),
por los representantes de una nueva época industrial (cuyos valores encarna Stolz).
Independientemente de tal enfrentamiento, la novela nos proporciona un excelente
retrato —minucioso y detallista, verosímil y exhaustivo— de un carácter dominado
por la abulia, el estoicismo y una suerte de resignación vencida por las circunstancias:
indolente y perezoso, Oblomov es la personificación por excelencia de ese «hombre
superfluo» nacido y formado en el seno de una aristocracia declinante cuyos ideales
—forjados de espaldas a la realidad— le llevan a despreciar la acción y a considerar
la inactividad como signo de distinción. A pesar de que el protagonista tuviese la
excepcionalidad del «caso clínico», la obra alcanzó tal resonancia que, todavía hoy,
se sigue conociendo como «oblomovismo» esa tendencia del pueblo ruso —tópica,
entre otras cosas— a la indolencia y al conformismo.
Después del éxito de Oblomov, Goncharov ascendió socialmente hasta el punto
de ver satisfechas sus aspiraciones estrictamente burguesas y de aplicarse, desde

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entonces, a la defensa del sistema desde el conservadurismo. El precipicio (Obriv,
1869), resumen de sus concepciones políticas de madurez, responde en buena medida
a tales ideales conservadores; la historia, de tono estricta y atinadamente realista a
pesar de su moralismo tendencioso, intenta conciliar los principios políticos, sociales
y éticos de la tradición rusa —encarnada en una anciana terrateniente— con los de la
burguesía democrática —personificada en un joven de formación romántica—; éste
sabrá asimilar finalmente la sabiduría de la anciana y perpetuará el orden establecido
gracias a la proposición de una simple reforma de los principios sobre los que se
sustentaba la autoridad y una suavización de sus formas.

3. Dostoievski

a) Vida y personalidad literaria

El más afamado de los novelistas del Realismo ruso, el moscovita Fiódor


Mijáilovich Dostoievski (1821-1881), posiblemente no sea el más representativo de
ellos. Su obra narrativa sobresale, es cierto, por su magistral psicologismo, en el cual
se ha revelado como uno de los más geniales autores contemporáneos; pero su
sentido del Realismo es muy distinto —no mejor ni peor— al propuesto y ensayado
por sus contemporáneos. La producción narrativa de Dostoievski sorprende al lector
medio europeo de nuestros días por sus implicaciones espiritualistas; no se trata
solamente de que el Realismo pase en su obra por el tamiz de la subjetividad, sino
que, más aún, Dostoievski leía e interpretaba continuamente la más estricta
materialidad en clave trascendente religiosa: la lógica de sus relatos y, sobre todo, de
sus personajes (por cuya creación sobresale entre todos los novelistas europeos del
XIX) está sometida a una extraña clave mesiánica a la cual le fue fiel hasta el final de
sus días.
Los inicios literarios de Dostoievski estuvieron marcados, por el contrario, por un
Realismo combativo heredado fundamentalmente del Romanticismo europeo —sobre
todo de Victor Hugo—; por esos años, en 1849, Dostoievski se puso en contacto con
los primeros socialistas utópicos rusos, cuyos principios políticos y filosóficos
plasmó en sus primeras obras, alguna de ellas considerada por la crítica como posible
embrión de un futuro Realismo. Su contacto con los socialistas fue menos decisivo
para su obra que para sí mismo: sorprendido con un escrito comprometedor de
Belinski, se le condenó a muerte por sus ideas revolucionarias, pena que le fue
conmutada por la de trabajos forzados en Siberia. Allí pasó cuatro durísimos años
durante los que no pudo escribir ni leer —excepto los Evangelios— y en los que
conoció directamente la realidad del pueblo ruso para desengañarse finalmente del
socialismo y comenzar a darle forma a su pensamiento trascendentalista.

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Desde que regresara a San Petersburgo en 1859 tras su paso obligado por el
ejército, Dostoievski hubo de volcarse —ahora definitivamente— sobre la
producción narrativa, gracias a la cual pudo vivir más que dignamente a pesar de
frecuentes apuros (debidos fundamentalmente a su pasión por el juego). Con su
novela se encargaría de analizar y estudiar al ser humano para hacer reflexionar y
reflexionar él mismo sobre la necesidad de una rehumanización a partir del
espiritualismo; a ella se sentía llamado a contribuir Dostoievski en virtud de un
extraño pensamiento mesiánico según el cual tal reforma habría de ser iniciada en
Rusia para extenderse a todo Occidente, necesitado —según él— de un urgente
rearme de valores espirituales.

b) Primeras novelas

Las novelas de juventud de Dostoievski, las escritas antes de su deportación a


Siberia, no se diferencian grandemente de sus modelos románticos; están regidas por
una concepción del mundo predominantemente trágica y cruel, y la frustración
existente en ellas parece deberse, más que a la estructura social, a la radical maldad
de un mundo ajeno al ser humano y regido por un poder maléfico universal. Entre
este tipo de novelas se encuentran Noches blancas (Bielie nochi) y Pobres gentes
(Biednie liudi), ambas con cierta carga lírica que no les resta, sin embargo,
efectividad realista (especialmente en la caracterización psicológica). A pesar de su
lirismo y sencillez, Dostoievski supo imprimirle a la historia amorosa de Pobres
gentes cierto tono de denuncia social que agradó a público y crítica, por lo que su
publicación le supuso su primer éxito. Su producción de juventud alcanzó su sentido
más plenamente realista con El doble (1847), novela que seguía las formas narrativas
de Gógol (véase en el Volumen 6 el Epígrafe 4 del Capítulo 9), punto de referencia
inexcusable para los autores del momento, sin por ello alcanzar la efectividad de su
maestro. En este relato intentó Dostoievski ensayar la cruel ironía como arma crítica
contra el sistema social ruso, y en concreto contra la Administración y sus
representantes, los funcionarios, ese todopoderoso estamento que ya había sido
blanco frecuente de la burla de Gógol.
Inmediatamente después de su deportación a Siberia, Dostoievski no se alejó
demasiado del camino trazado por estas sus primeras escasas novelas; la toma de
conciencia y consiguiente denuncia de la injusticia no sólo siguió existiendo en su
obra, sino que de hecho comenzaba a adoptar su forma definitiva, de la cual aún no se
había provisto. El pensamiento de Dostoievski se encaminaba entonces hacia su
característica revalorización de la dimensión moral humana y la injusticia pasaba a
considerarla radicalmente inmoral según una escala de valores de raigambre
netamente espiritualista.
A partir de ese momento, la novela de Dostoievski comenzó a perder en
profundidad realista lo que ganaba en veracidad psicológica; a pesar de que el autor

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impusiera una visión subjetivamente mediatizada de la realidad, derivando hacia una
enfatización ocasionalmente rayana en lo folletinesco, el enfrentamiento de los
personajes contra el mundo circundante se enriquece enormemente gracias a una
consideración dialéctica de la realidad humana. Como resultado de estas nuevas
formas de pensamiento apareció Humillados y ofendidos (Unizhiennie i
oskorbliennie, 1861), novela característica de este momento de transición hacia su
novela de madurez; en el marco de una historia melodramática, Dostoievski sabe
combinar psicologismo y simbolismo para crear una imagen de la esencial dualidad
humana. El tema del hombre en lucha contra su propia naturaleza encuentra aquí una
excelente expresión, valiente hasta el extremo de incluir en el relato elementos
sádicos y masoquistas que Dostoievski no elude explicar. Idénticos elementos, en
forma más atrevida aún, encontramos en Memorias del subsuelo (Zapiski iz podpolia,
1864), una de sus obras más peculiares tanto temática como técnicamente; al hilo de
un desordenado monólogo, el autor pretende proclamar la radical irracionalidad de la
naturaleza humana y la imposibilidad de alcanzar la felicidad desde el racionalismo y
el materialismo.
El hombre es, según el Dostoievski de estos años, un ser naturalmente
desquiciado que adopta ante el mundo actitudes erróneas: puesto que lo
diferencialmente humano es el espíritu, la indagación en la condición espiritual y en
sus consecuencias e implicaciones será tarea inexcusable del artista, que sabrá captar
dialécticamente la realidad del hombre contemporáneo. El tema de la esquizofrenia,
del desdoblamiento de personalidad o de cualquier forma de locura, se transforma
entonces en una constante de la novela de Dostoievski y encontrará sus mejores
formas de expresión en sus novelas de madurez. Al margen de sus más geniales
creaciones literarias, novelas como El jugador (Igrok, 1867), sin poder igualarse con
aquéllas, deben ser tenidas en cuenta como confesión íntima de su contradictorio
concepto del ser humano y de sí mismo (su pasión por el juego, llevada hasta el
extremo de la ludopatía, le sirvió en este caso a Dostoievski para escarbar en sus
propias experiencias como ser dual, llamado a la perfección pero zarandeado por una
pasión enfermiza).

c) Sus novelas de madurez

Inicialmente a Dostoievski le interesaron las posibles consecuencias psicológicas


de su consideración dialéctica del ser humano como profunda e íntimamente dividido
entre la fidelidad a su espíritu y su deuda con la materialidad del mundo; aparecieron
entonces los temas de la locura y la esquizofrenia en novelas como Humillados y
ofendidos, que no abandonará como recurso argumental, por ejemplo, en El jugador e
incluso en Los hermanos Karamázov. Su novela de madurez, sin embargo, prefirió
ahondar en las repercusiones morales, más que psicológicas, nacidas de la íntima
contradicción del ser humano, haciendo acto de presencia en su producción las

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categorías de la transgresión y la expiación, fundamentales para comprender toda la
obra de madurez de este clásico de la novela rusa.
Ante su radical contradicción íntima, el hombre —según Dostoievski— puede y
debe recurrir a la rebelión total, a la negación de cualquier forma de sometimiento de
su espíritu a las leyes de un mundo al cual nada le ata. El nihilismo de Dostoievski
llega a su máxima expresión cuando constata que no existe solución alguna a este
conflicto existencial, que no hay credo que libere al hombre de su propia condición;
la conversión religiosa que traslucen sus últimos escritos no supone por parte del
novelista, como algunos creen, una justificación intelectual de la moral cristiana
dominante, sino una respuesta estrictamente personal cuya pertinencia el autor está
lejos de intentar extrapolar al resto del género humano. Filosóficamente su novela
constituye una excelente muestra del clima de desorientación en el cual hubo de
desarrollarse el pensamiento moral en la encrucijada entre los siglos XIX y XX; el de
Dostoievski se movía, contradictoriamente, entre la amoralidad nietzscheana y la
defensa de los valores tradicionales, del mismo modo que sus personajes alcanzan
proporciones heroicas tanto por su intento de superación de toda ética racionalista y
por su insumisión frente a cualquier poder espiritual, como por la valentía de
reconocer la necesidad de ajustar su conducta a una moral trascendente al ser
humano.

I. «CRIMEN Y CASTIGO». La novela con la cual abrió Dostoievski este nuevo período
creativo puede sernos muy útil para explicar algunos de los aspectos más reseñables
de su pensamiento y estilo literarios de madurez. Nos referimos a Crimen y castigo
(Prestuplenie i nakazanie, 1866), una de sus obras maestras a pesar de pecar, como
casi todas las suyas, de ciertos excesos melodramáticos y, en general, de manifiesta
inverosimilitud; por el contrario, el coherente y lúcido estudio de la personalidad
pasional y moral del personaje sigue haciendo de ella su obra más difundida. Con
Crimen y castigo, Dostoievski se apartaba ya plenamente de la corriente imperante en
el Realismo ruso, de su tendencia a cierto compromiso social más o menos velado y
se instalaba en el panorama de la novela rusa decimonónica como una figura aislada
por la peculiar dimensión espiritualizada y cristianizada de su obra; en ella exponía
por vez primera y con toda claridad sus nuevos ideales filosóficos, al tiempo que les
proporcionaba la forma literaria que habría de consagrarlo como uno de los genios de
la novela contemporánea.
Calificada por Dostoievski como «la historia psicológica de un crimen», Crimen y
castigo pudo nacer de su experiencia de la deportación en Siberia, durante la cual
conoció a criminales cuya extraña y compleja personalidad le sorprendió. La novela
narra la dramática historia de Raskólnikov, un superhombre nietzscheano a quien sus
ideales —aparentemente honestos y, cuando menos, coherentes— le llevan a
demostrarse con un asesinato (el «crimen» de la mísera y degradada usurera) la
posibilidad de vivir por encima de la moral establecida; desde ese momento el

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protagonista está condenado a vivir de espaldas al resto de la humanidad («castigo»)
por haber violado sus leyes hasta que la confesión, su autoinculpación y la final
ejecución de la justicia (la penitencia realmente la llevaba en el castigo) lo devuelvan
al seno de esa humanidad de la cual participa: sólo mediante la aceptación y
reconocimiento de la culpa puede el hombre liberarse de ella. Desde esta perspectiva
claramente cristianizada de la dimensión moral, en Crimen y castigo el sentimiento
de culpa aparece indisolublemente unido al crimen desde el momento que éste es
injustificable por naturaleza —de ahí el extraño planteamiento y el sorprendente
arranque de la novela—, pues implica un falso orgullo individual que antepone la
propia vida a la de cualquier otro ser humano, cuando en realidad todas están unidas
por una especie de comunión o hermandad invisible y trascendente.

II. «LOS HERMANOS KARAMÁZOV». Junto a Crimen y castigo, la más conocida de las
novelas de Dostoievski es Los hermanos Karamázov (Bratia Karamázovi, 1881),
obra que se deja ganar por la angustia y el pesimismo frente al redentor —aunque
desalentador— optimismo que traslucía en aquélla. No se trata ya de que su ambiente
sea esencialmente decadente —también lo era el de Crimen y castigo—, ni de que la
nostalgia invada esa historia del declive de una familia noble (tema frecuente en la
novelística europea contemporánea); sino que la novela rezuma un pesimismo
filosófico insobornable, un sentimiento de angustia y desesperanza absolutas frente a
la constatación del desorden y el caos moral imperante en la vida de un fin de siglo
enajenante. Por todo ello Los hermanos Karamázov puede ser considerada con
justicia como la más compleja, rica y veraz de las novelas de Dostoievski, como un
auténtico testamento literario e intelectual de un extraño y apasionado rebelde que
quiso conciliar en su novela —y acaso en su persona— el cristianismo con la
amoralidad, la tradición con la revolución espiritual. La novela presenta en realidad
matices aún más ricos y diferenciados, y su estudio de los diversos personajes (los
hermanos y, a través de ellos, el padre) revela el perfecto conocimiento y
comprensión de los caracteres humanos por parte de Dostoievski, quien se dejó abatir
por el desánimo a la hora de considerar una posible transformación de la conducta
humana.
Más allá de la interpretación filosófica, Los hermanos Karamázov constituye
igualmente una parábola de la vida social rusa: a través del análisis de sus personajes,
el autor realiza un incisivo análisis de la Rusia presente y de sus posibilidades
futuras; convencido de que la regeneración nacional pasaba necesariamente por una
regeneración espiritual —tesis que los revolucionarios siempre atacaron y que le
reprocharon por favorecer la reacción política y social—, Dostoievski propuso la
superación del espíritu ruso por medio de la conciliación de rebeldía y conformismo,
de vicio y virtud, de materialismo e idealismo, de ateísmo y cristianismo. Del mismo
modo, como antes en Crimen y castigo, Dostoievski sugirió en Los hermanos
Karamázov la afirmación de la libertad humana por medio de la aceptación

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consciente de la ley, la religión y el orden en tanto que prueba suprema de
superioridad moral (superioridad que confiaba al individuo y que le negaba a unas
masas incapaces de gobernar siquiera sus propios instintos).

III. OTRAS NOVELAS. Entre las obras de Dostoievski que plantean una temática
similar a la ya magistralmente resuelta en Crimen y castigo y en Los hermanos
Karamázov podemos reseñar aún dos notables novelas de madurez: El idiota (1868)
es posiblemente una de las más directas, sencillas y amargas de sus obras, tradicional
hasta cierto punto en su enfoque —presenta la figura de un príncipe tolerante y
bondadoso que no puede evitar que cunda a su alrededor la ruina— pero sesgada
siempre por la perspectiva desde la cual pretende orientar la historia: la de la
destrucción de los ideales en el seno de una realidad empobrecedora y mezquina. Más
compleja es Demonios (Biesi, 1871), que explota como argumento un suceso de
actualidad en la Rusia del momento: el asesinato de un joven estudiante por sus
propios compañeros de partido; centrada en el análisis de la voluntad de poder, ésta
es, sin duda, la más política de sus obras —panfletaria incluso por su
melodramatismo—, sin que por ello olvide Dostoievski estudiar tal pasión como una
manifestación de la naturaleza humana.

4. Tolstói

a) Vida y pensamiento

El conde Liev Nikoláievich Tolstói nació en 1828 en Iásnaia Poliana, propiedad


familiar cercana a Tula en la cual transcurrió casi toda su vida y a la que estaba unido
por sentimientos afectivos no carentes de reminiscencias tradicionalistas feudales
(usuales entre la aristocracia terrateniente rusa). Desde los nueve años Tolstói,
huérfano ya de padre y madre, fue educado por una tía que le inculcó los valores
aristocráticos; a pesar de ello, su trayectoria vital, espiritual e incluso literaria se iba a
caracterizar justamente por la patente contradicción entre sus orígenes nobles y su
tendencia a vivir las formas de vida del pueblo ruso.
La desorientación guiaba, efectivamente, los primeros pasos de Tolstói en la vida
adulta; dominado por un inusual vitalismo que lo acompañaría durante toda su
existencia, sus inquietudes lo impulsaron a escribir sus primeros relatos, de carácter
autobiográfico y ambientados en escenarios militares similares a aquéllos en los que
durante estos años transcurría su vida. Más tarde, una vez abandonado el ejército,
probó en San Petersburgo la vida literaria, pero, al no complacerle, regresó a su finca
natal de Iásnaia Poliana deseoso del contacto con la vida del pueblo —actitud
frecuente entre los intelectuales rusos contemporáneos— e instaló allí una escuela
para los hijos de sus propios siervos.

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Estas actitudes y otras del estilo, frecuentes durante toda su vida, le ganaron la
fama de excéntrico entre las familias linajudas de la comarca y entre la suya propia;
tampoco le agradó especialmente a su familia que Tolstói se afanase en la creación
literaria, a la cual habría de dedicar los mejores años de su vida. Cuando sobre la
década de los 80 prendieron en él tanto cierto humanitarismo moralista como el
populismo comprometido, la vida y la obra de Tolstói sufrieron un giro fundamental.
El noble, cuya naturaleza y personalidad había tendido desde su infancia hacia el
optimismo vital y hacia las fórmulas de pensamiento racionalistas, encontró por fin el
equilibrio vital que siempre había deseado: carente de ideales religiosos, adoptó el
humanitarismo como forma de fe trascendente en una humanidad cuyos individuos
tienden a la perfección mediante la mejora de sus condiciones de vida. Al margen de
cualquier solución política, Tolstói confiaba plenamente en la posibilidad de una
radical transformación moral del ser humano; optimista por naturaleza, el escritor
estaba convencido de que la bondad natural habría de imponerse en el momento
mismo en que todos los hombres renunciaran a una felicidad ilusoria y la buscasen en
un estilo de vida acorde con la naturaleza.
Consecuente con su filosofía, Tolstói, avergonzado de su riqueza, renunció a su
modo de vida anterior: se vistió a la usanza tradicional entre los campesinos rusos,
abandonó sus excesos sexuales —por los que había sido renombrado—, arrinconó su
actividad literaria —que consideraba ahora inmoral, al menos tal como la había
venido practicando—, renunció a sus derechos de autor y, por fin, llegó a descuidar
su hacienda y a su familia para trasladarse a Moscú, donde su producción, además de
encontrar formas de expresión más populares (cuentos, libros polémicos, algún drama
y artículos), experimentó un interesante viraje hacia posturas más comprometidas
socialmente. Conocedor de la terrible miseria de la ciudad y simpatizante de los
movimientos revolucionarios, Tolstói será hasta su muerte uno de los más temibles
opositores —por su influencia más que por su radicalismo— del absolutismo zarista,
de la propiedad privada de la tierra y del monopolio de la Iglesia sobre las
conciencias. Cuando después de veinte años regresó a Iásnaia Poliana, Tolstói se
sintió renacer; escribió algo recuperando la pasión de la primera juventud y, sobre
todo, al fin se decidió a hacer lo que siempre había deseado: a la edad de ochenta y
dos años abandonó su hacienda y su familia para, en esa fuga, rendir toda su vida: era
el día siete de noviembre de 1910 cuando Tolstói moría en una estación de ferrocarril.

b) Primeras novelas y cuentos

Sorprende la producción narrativa de Tolstói por la maestría y seguridad que supo


imprimirle desde sus inicios; la crítica más severa calibró las posibilidades del
escritor novel y comprendió rápidamente que la literatura rusa asistía al nacimiento
una de sus grandes voces narrativas. Frente a la de Dostoievski, a la cual ha sido
tradicionalmente contrapuesta, la figura de Tolstói es la de un novelista racionalista y

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objetivo, en gran medida materialista, cuya obra respira un vitalismo amable, un
decidido moralismo optimista y esperanzado; incluso en sus tempranos relatos
Infancia (Detstvo, 1852), Adolescencia (Otróchestvo, 1854) y Juventud (Yunost,
1857) supo superar el simple autobiografismo del que partía para proponer una válida
objetivación de su propia experiencia desde el análisis psicológico. Era Tolstói, en
gran medida, un narrador ideológicamente opuesto a la mayoría de los realistas rusos;
aunque en su madurez denunció y se enfrentó con decisión y energía a las situaciones
de injusticia que vivía su país, no lo hizo tanto por razones sociales o políticas como
esencialmente humanitarias: materialista y vitalista, filántropo y altruista, sus ideales
presentan evidentes afinidades con el pensamiento del XVIII y pecan en concreto de
cierto optimismo rousseauniano más equilibrado y realista, sin embargo, que el del
original.
Este inusual, pragmático y sensible sentido del Realismo podemos ya encontrarlo
en sus primeros cuentos, entre los que hallamos algunas de las mejores muestras del
género en la Rusia del XIX, al menos hasta la aparición de Chéjov. Citemos como
ejemplo La tala del bosque (Rubka lesa), un relato de tema militar sorprendente,
cuando menos, por la perspectiva adoptada por el novelista: una vez presentado el
ambiente del ejército —de cuya descripción siempre gustó—, Tolstói renuncia a
componer un típico relato de aventuras, centrándose, por el contrario, en la
presentación de los aspectos cotidianos de la vida militar en el Cáucaso y de una
desbordante naturaleza que por sí sola ya justifica las proporciones épicas del ejército
allí instalado. Entre las obras compuestas por Tolstói durante este período podemos
recordar títulos como La incursión (Nageb) y Los dos húsares (Dua gusara);
hagamos igualmente especial referencia al vigoroso y cautivador relato Los cosacos
(Kazaki, 1863) una de sus novelas cortas en las que puso más empeño.
Esta «vida verdadera», como él la llamaba, le interesó siempre a Tolstói mucho
más que cualquier hecho histórico; a ella le dedicaría todavía muchas obras dignas de
consideración, entre las que destacan sus relatos de tema campesino: frente al tono
reivindicativo o simplemente lírico del que hicieron gala en este tema la mayoría de
los narradores rusos, Tolstói supo captar como ninguno de sus contemporáneos —
salvo posiblemente Turguéniev— la grandeza épica latente en la vida cotidiana del
campesinado y de la aristocracia terrateniente, describiendo con encanto el esplendor
de una vida semifeudal a la que el autor estaba dando prácticamente el último adiós.

c) Novelas de madurez

La defensa de la tradición rusa no nace en Tolstói —pues no estamos ante un


escritor reaccionario— de convicciones políticas o sociales, sino de planteamientos
estrictamente morales: de abandonar la pugna por el poder entre facciones burguesas,
la tradición, la verdadera tradición nacional, podía ser aún el efectivo motor para la
necesaria renovación social y política de Rusia; sin embargo —pensaba Tolstói—, la

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disgregación de los intereses nacionales en los intereses sociales y particulares estaba
destruyendo definitivamente la armonía sobre la cual se había instalado
tradicionalmente la vida rusa. Toda la obra de Tolstói constituye, desde este punto de
vista, un canto épico a una época dorada llamada a desaparecer, una epopeya del
pasado ruso por medio de la cual el autor urgía a una necesaria construcción del
futuro ruso.

I. «GUERRA Y PAZ». La mejor expresión de tal ideal literario e ideológico la tenemos


en la obra maestra de Tolstói, la monumental novela Guerra y paz (Voiná i mir,
1869); durante cinco años Tolstói consultó fuentes de todo tipo para componer este
imponente retablo de la guerra de Rusia contra Napoleón: guerra, principalmente, de
un pueblo contra el opresor; historia de un período —pues no se limita a las meras
batallas— durante el cual la pureza de ideales del pueblo ruso pudo dar sentido a la
vida nacional y acabar con el sueño del invasor francés y con el falso ideal
democratizador que representaba. La historia de Guerra y paz es eminentemente
moral y épica por ser la de unos personajes cuya altura heroica se pone a prueba tanto
en la guerra como en la paz, en los trascendentes sucesos históricos tanto como en la
vida cotidiana; aquéllos que resultan incapaces de dar forma a su propia vida desde
una actitud coherentemente moral, lo serán igualmente para luchar contra una
inmoralidad que quiere atraérselos para perderlos junto a la vida rusa en su conjunto.
Hay por ello en las páginas de Guerra y paz, además de la intención de retratar una
época y una sociedad, la de criticar unas concepciones burguesas empeñadas en
sacrificar, en aras de un falso progreso, los modos de vida tradicionales rusos. A pesar
de que Tolstói no renuncie a tales intenciones críticas, éstas no desentonan en
absoluto con el conjunto de la novela, sobresaliente por su equilibrio y sobriedad;
sólo el convencionalismo del final feliz rompe la armonía de la obra y evidencia el
optimismo de Tolstói —en este caso injustificado— ante las posibles soluciones para
hacer frente al difícil panorama social y político ruso.
Independientemente del valor literario de sus páginas históricas tanto como del
valor histórico de la narración, Guerra y paz supone para la literatura rusa y universal
la incorporación y consagración de las masas populares a la novela contemporánea.
Para las letras de nuestro siglo, Guerra y paz constituye, con razón, una referencia
inexcusable para la confirmación de una epopeya del mundo contemporáneo; todo el
convulso siglo XIX, su grandeza y su miseria —y no sólo la de la Rusia zarista— pasa
por sus páginas como sólo lo había hecho por las de La Comedia Humana de Balzac.
Es el siglo XIX de los decisivos personajes históricos y de las gloriosas e imponentes
batallas; pero también el de la vida cotidiana: Tolstói hace primar los hechos más
sencillos sobre los grandes sucesos trascendentales de la historia, que sólo encuentran
su sentido a la luz de unas vidas humanas particulares a la búsqueda de la felicidad.

II. OTRAS OBRAS. Prácticamente cualquier novela empalidecería ante la grandeza de

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Guerra y paz, eso es cierto; en cuanto a Anna Karenina (1877) debemos añadir que
todavía hoy se le sigue dispensando un favor superior al de sus merecimientos
literarios. Anna Karenina es, indudablemente, una novela digna de todo el interés y
merecedora de gran reconocimiento; pero, además de no igualar a su obra maestra,
técnicamente el talento de Tolstói supo dar mejores frutos. Básicamente, Anna
Karenina desarrolla la idea, usual entre los novelistas decimonónicos, de la
posibilidad de que la mujer transgreda las normas sociales de comportamiento sexual
(sin embargo, el tema del adulterio no alcanzó en esta obra la profundidad ni el rigor
conseguidos por otros autores europeos). En Anna Karenina existe, sin embargo, una
inteligente y original contraposición entre las figuras de Anna y Levin: la primera
hace frente a la moral establecida y encuentra su propia perdición —a pesar de su
intento de retractación final—; mientras que el segundo halla la grandeza en la
negación y el sacrificio (identificados con el pueblo al que se une).
Al nivel de sus mejores novelas puede ser situada Resurrección (Voskresenie,
1899), en la cual volcó Tolstói buena parte de los sentimientos de su última etapa
vital. A grandes líneas, esta novela desarrolla la historia de la regeneración moral de
un individuo cuyo perfeccionamiento pasa necesariamente por la expiación, por la
renuncia a su propio estado y por la opción por los humildes. Para exponer tal tema
Tolstói se sirve en Resurrección de una historia de seducción amorosa; una vez
consumada, el personaje masculino, un noble, toma progresivamente conciencia de su
degradación moral, mientras que la figura de la seducida, una joven de origen
humilde, se engrandece paulatinamente aun viéndose obligada a ejercer la
prostitución. Cuando el noble coincide nuevamente con la mujer, a ésta se la juzga
por un asesinato que no ha cometido; deportada a Siberia, el hombre renuncia a sus
privilegios y la sigue para servirla y vivir, como ella y con ella, una existencia de
honestidad moral.
Además de éstas, podemos citar aún algunas obras de Tolstói; Confesión
(Ispoved, 1880) es el resultado de su evolución hacia posturas de madurez marcadas
tanto por cierto espiritualismo moralista como por una radicalización y compromiso
políticos; fruto de su crisis personal, esta Confesión intenta arrojar luz sobre los
aspectos filosóficos, sociales y morales que marcaron su transición personal y
literaria hacia el más estricto humanitarismo. A raíz de esta evolución, la obra de
Tolstói se hizo más personal, también más lúcida y atrevida; prueba de ello es su
novela La muerte de Iván Ilich (Smert Ivana Ilichá, 1886), donde denuncia la vida de
las clases privilegiadas, el sistema capitalista y la relación de la Iglesia con el Poder;
es igualmente significativa la aplicación de Tolstói al teatro (citemos su drama Los
frutos de la instrucción, de 1890) y la repercusión de sus artículos y cuentos de esta
época final (como ¿Cuánta tierra necesita un hombre?, uno de sus relatos más
divulgados entre sus contemporáneos).

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5. Chéjov

a) Biografía

La inesperada muerte por tuberculosis de Antón Pávlovich Chéjov (1860-1904)


en un balneario alemán dejó a la literatura rusa sin una de las mejores voces del
Realismo decimonónico y al siglo XX sin el que podría haber sido uno de sus mejores
representantes de haber seguido esa línea de lucidez, objetividad y compromiso que
le había marcado a las letras de su época.
Hijo de un tendero y nieto de siervos, a Chéjov le tocó vivir un período de la
historia rusa especialmente turbulento, marcado en concreto por la reacción
conservadora propiciada por el zar Alejandro III tras el asesinato de su padre. Chéjov
nació en Taganrog, en las costas del mar de Azov, pero sus estudios los realizó en
Moscú, donde su familia sobrevivía y donde él mismo debió imponerse a sus
circunstancias (obligado a mantener a una familia arruinada económica y
moralmente); logró concluir los estudios de medicina, aunque apenas les prestó
atención durante algunos años. Atraído por la literatura, destacó casi inmediatamente
como el mejor cuentista del siglo pasado en Rusia, iniciándose, obligado por
imperativos económicos, en un tipo de relato humorístico más o menos popular de
relativo éxito.
A partir de la década de los 90, y animado por escritores y críticos, Chéjov
encontró su lugar entre los autores rusos; se admira y reconoce entonces su valía
literaria y logró, por fin, salir de la situación de penuria en la que hasta entonces
había vivido y en la cual había tenido que desarrollar su labor literaria. Compró una
finca en Mélijovo desde la cual compuso sus obras de madurez y cuya posesión le
daba la independencia suficiente como para mantenerse al margen de cualquier
compromiso (lo que muchos le reprocharon en ese momento de fuerte politización en
Rusia). Su fama definitiva se la debió, sin embargo, al teatro, y en concreto a la
representación de sus dramas a cargo de Stanilavski con su «Teatro de Arte»,
compañía de aficionados decisiva para la historia del teatro ruso donde Chéjov
encontró una excelente acogida como representante de un Realismo crítico superador
del drama burgués.

b) Obra narrativa

Seguirnos pensando, con muchos lectores y críticos, que lo mejor de la


producción literaria de Chéjov se halla en sus relatos, por más que la historia del
teatro de nuestro siglo haya querido reservarle un lugar de honor como uno de sus
antecedentes y modelos más inmediatos.
Chéjov es, junto a otros clásicos del género del XIX, uno de los maestros

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indispensables para entender el desarrollo del cuento en este último siglo. El estilo de
Chéjov no es el de un realista en el sentido estricto del término, pues no son las suyas
obras acabadas, cerradas y redondeadas; su visión del mundo es fragmentaria y su
percepción y comprensión le llegaba en oleadas, lo que —quizás afortunadamente—
le obligó a concebir sus relatos como formas abiertas y condensadas por naturaleza.
Sus cuentos, en consecuencia, no carecen de aliento unitario por incapacidad artística,
sino porque la imagen del mundo que Chéjov capta y que quiere transmitir al lector
es la de una realidad inconexa que preludia la visión del mundo característica del arte
y las letras del siglo XX. Intencionalmente, sin embargó, la obra de Chéjov responde,
acaso mejor que la de ningún contemporáneo en Rusia, a los postulados del Realismo
europeo: su objetividad, basada en el antirretoricismo y en el antisentimentalismo,
extrañó y sorprendió a los críticos del momento, acostumbrados a cierto patetismo
tanto estilístico como emotivo; así como la concisión y brevedad, norma y guía de su
obra, desconcertaron a sus lectores, habituados a extensísimas narraciones repletas de
digresiones y apreciaciones por regla general inútiles. Su honestidad intelectual —
que le llevó a no comprometerse con partido o círculo alguno— exasperó a liberales
y a conservadores, sobre todo a los más radicales; y su humanitarismo
seudorreligioso —heredado de Tolstói, aunque exento de todo moralismo y de
cualquier optimismo injustificado— disgustó a quienes pretendían la más estricta
asepsia materialista para la narrativa decimonónica.
Gracias a sus cuentos, Chéjov se convirtió en el mejor y más sincero cronista de
su época, sobre todo por el excelente estudio de la mentalidad y la personalidad rusas.
Sus brevísimos relatos inciden, como los de otros contemporáneos, en personajes y
situaciones comunes de cuya cotidianeidad sabe extraer el autor las más lúcidas
consecuencias: heredero en gran medida de Gógol, Chéjov es un maestro del absurdo
en la presentación de las anécdotas aparentemente más intrascendentes, de los
personajes más anodinos, de los asuntos más triviales. Chéjov pudo parecer por ello
un simple humorista en la composición de sus primeros relatos; no obstante, muchos
críticos supieron comprender y alabar su talento para la explotación de los recursos
humorísticos y su subordinación a una idea superior: la interpretación y denuncia de
una realidad gris y mediocre, negativamente superficial, que llega a sofocar cualquier
intento de realización personal y colectiva y se transforma de este modo en un poder
destructivo. Chéjov invita a la acción y a la superación de esa futilidad característica
de los intelectuales rusos; la figura del «hombre superfluo» que encontrábamos en
otros narradores rusos reaparece ahora como personificación de un colectivo cuya
inacción y sometimiento a las circunstancias denuncia Chéjov en su obra.
Esta denuncia del sometimiento del ser humano a las circunstancias (en concreto,
la invitación al abandono del sentimiento de esclavitud de la sociedad rusa) guió la
composición de uno de sus primeros grandes relatos, La estepa (Step, 1888);
originalmente Chéjov había intentado que fuese una novela, pero desistió y la publicó
en forma de cuento, sin volver a intentar nuevamente el género novelístico. Dejando

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de lado los de la década de los 80, especialmente de tipo humorístico (algunos, como
La cerilla sueca de 1883, de merecida fama), Chéjov compuso sus mejores cuentos
en la década de los 90; sería imposible reseñar siquiera algunos de los más logrados,
pero citaremos al menos los más representativos. La sala número 6 es, sin duda, uno
de los más característicos de su ideología y de su arte; buen conocedor de las
condiciones de los hospitales —por ellos anduvo durante gran parte de su vida por
sus estudios y profesión médica—, La sala número 6 constituye un excelente y
sintético cuadro de la vida rusa del XIX, de su miseria moral y, sobre todo, del desfase
entre las condiciones reales y la vida intelectual: un doctor del hospital se dedica a
elucubrar sobre la belleza y el arte mientras a su alrededor falta el material clínico
básico —incluso los termómetros— y los enfermos más graves son maltratados por
un guardián sin escrúpulos. Junto a él suele citarse Una historia triste (1889), un
amargo cuento que posiblemente respondiera a una crisis personal de Chéjov: un
viejo profesor descubre, cercana ya su muerte, que su existencia no ha tenido sentido
alguno, pues ni ha logrado sus aspiraciones ni está ya a tiempo de proponerse nuevas
metas; su sentido de la vida ha quedado rendido ante un idealismo cuyo huero
optimismo —acaso en una velada crítica a Tolstói— le ha impedido su realización
personal. Similar desazón, ahora de alcance colectivo, preside su cuento La casa con
mansarda, donde plantea de forma abierta la imposibilidad de acometer las reformas
sociales desde posiciones particulares y la necesidad de que las planee una clase
dirigente ambiciosa capaz de cohesionar los diversos sectores de la sociedad rusa
(pese al pesimismo que invade generalmente sus diversos cuentos, Chéjov era un
hombre eminentemente esperanzado en la superación de los problemas de la sociedad
por generaciones futuras, a cuya formación él se cree obligado a contribuir con su
crítica).

c) Obra dramática

Es arriesgado intentar una valoración actual del teatro de Chéjov; según la


opinión más extendida, su dramaturgia supuso un cambio radical en el teatro ruso y
colaboró decisivamente a la renovación del género en el siglo XX. No debemos
olvidar, sin embargo, que su representación corrió a cargo de Konstantín Stanilavski:
teórico y director del «Teatro de Arte», malinterpretó y consagró la obra dramática
chejoviana, de cuya puesta en escena se quejó continuamente el autor.
Los dramas de Chéjov se caracterizan por su simbolismo poético, por ese
ambiente de sugestión lírica del cual hasta cierto punto participaban sus relatos; la
intención de su autor era, sin embargo, esencialmente realista: su teatro pretendía
abarcar, a partir de la singularidad de la existencia cotidiana, la totalidad de la vida
humana, trascendida por el lirismo. El tema que con mayor frecuencia aparece en sus
dramas es el de la frustración vital, el del radical fracaso de las aspiraciones humanas
en su intento de superar sus propias circunstancias. Los inicios de su producción

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fueron no obstante fundamentalmente cómicos: sus primeras obras, casi carentes de
interés, fueron piezas humorísticas de tono más o menos popular que rozaban el
género del vodevil.
Sus obras de madurez —en concreto, las que compone y representa a partir de los
90— lo consagraron definitivamente como uno de los precursores de la dramaturgia
rusa de nuestro siglo. La más temprana de ellas es Ivánov (1889), quizá la menos
interesante por su descarado tono polémico; años más tarde ideó y compuso La
gaviota (1896), cuya representación fue relativamente problemática a causa de las
similitudes de algunos de sus personajes con personas influyentes de la vida pública
(y Chéjov ya había escarmentado con las denuncias por difamación motivadas por
algunos cuentos). La gaviota es hoy, junto a El jardín de los cerezos, el mejor
considerado de los dramas chejovianos; su estreno en San Petersburgo fue, sin
embargo, un verdadero fracaso que humilló a su autor hasta el punto de no querer
dedicarse nunca más al género. Dos años más tarde, un dramaturgo amigo de Chéjov
le pidió permiso para intentar ponerla en escena; a cargo de Stanilavski, la
representación de 1899 en Moscú constituyó un éxito apoteósico y el punto de
arranque de un nuevo modo dramático. La gaviota, posiblemente el drama de Chéjov
de más compleja simbología, planta en el escenario a cuatro personajes entre los que
se teje una compleja y difícil red de relaciones amorosas: unidos por el común
denominador de la dedicación al arte, estos personajes (una actriz madura en declive,
otra joven actriz prometedora, un escritor y el hijo de la actriz, joven dramaturgo)
tienen ante sí la delicada obligación de conciliar vida y arte, ética y estética; ninguno
de ellos, sin embargo, lo consigue, y sobre el conjunto sobrevuela finalmente la
imagen de la gaviota herida y abatida, símbolo del amor y del arte valientes, que no
logra levantar el vuelo.
Junto a La gaviota, se tiene por el mejor drama de Chéjov El jardín de los cerezos
(1903), obra de mayor delicadeza, de más sutiles matices y, pese a ello, más clara e
inequívoca que la anterior; el mismo Chéjov manifestó que se trataba de una
denuncia, a veces en tono de farsa, de los terratenientes rusos, aunque en la actualidad
pueda parecernos más orientada contra la nueva burguesía que contra la nobleza. El
jardín de una casa se convierte en esta ocasión en el símbolo central; en torno a él
nacen las pasiones y el revanchismo social que la pieza dramatiza: para los nobles
obligados a abandonar la casa, el jardín es símbolo del poder perdido y de los modos
de vida tradicionales a los que deben renunciar; para los burgueses que la ocupan, el
jardín no posee ningún valor, pero el hecho de que los nobles se lo otorguen les hace
especular con la finca por puro revanchismo.
Menos ambiciosas temáticamente, Tío Vania (1897) y Tres hermanas (1900)
encuentran una forma más simple de expresar la idea de la frustración característica
de la obra de Chéjov. La primera nos descubre la personalidad de un erudito profesor
por medio de su criado, desengañado al comprobar que es un hombre tan vulgar y
egoísta como cualquiera de las personas a las que desprecia; la segunda, por su parte,

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es un drama totalmente carente de acción en el cual se nos presentan unas vidas
anodinas frustradas tanto por el ambiente de provincias en que viven como por su
siempre postergada huida a la capital.

6. Autores menores

Llama particularmente la atención en las letras rusas del siglo XIX la amplitud con
que fue acogido el movimiento realista; más allá de los grandes maestros, la novela
encontró en Rusia entre los siglos XIX y XX excelentes cultivadores, sin que la nómina
se limite en modo alguno a los nombres hasta aquí reseñados. Tampoco hemos dicho
prácticamente nada de la poesía o del teatro de este siglo; aunque la prosa narrativa
acaparó la mayor parte de los esfuerzos y los logros de los creadores del momento,
tenemos ahora oportunidad de citar los nombres y las obras de algunos poetas y
dramaturgos cuya contribución, si no decisiva, habría de ser importante para el
posterior desarrollo de los respectivos géneros.

a) Otros realistas

Entre los cultivadores del teatro tenemos a otro de los autores realistas rusos
dignos de mención. Alexandr Ostrovski (1823-1886) participa ideológicamente del
movimiento en cuanto que su intención es eminentemente crítica desde el realismo
técnico (a Ostrovski se le señala por lo general como el adaptador del habla coloquial
al teatro ruso); temáticamente, sin embargo, su obra marca el momento de transición
entre los siglos XVIII y XIX, por cuanto que se preocupó de llevar a la escena una
problemática de raigambre estrictamente burguesa. Sus obras suelen desarrollar desde
una perspectiva crítica los temas de la propiedad y del matrimonio —este último,
como forma de posesión— y su mundo dramático se puebla de pequeños burgueses,
especialmente comerciantes, en cuyos comportamientos denuncia la perpetuación de
modos de relación feudales. En su obra más popular, el drama amoroso La tempestad
(Grozá, 1860) —aunque Ostrovski evitó el sentimentalismo—, denuncia la tiranía de
los padres sobre los hijos y la falsa educación religiosa familiar, alienante, falta de
amor y creadora de falsos complejos de culpabilidad en lo sexual.
Entre los cultivadores de un Realismo de menor calidad artística, pero de gran
efectividad sociopolítica, Rusia contó desde el segundo tercio de siglo hasta el
período revolucionario con un buen número de autores fuertemente comprometidos
cuyas posiciones iban desde el populismo —a veces de signo conservador— hasta el
radicalismo revolucionario. Por lo que respecta al populismo, habremos de reseñar
antes la figura de uno de sus teóricos, Alexandr Herzen (1812-1870), muy influyente
en la política y la cultura a pesar de que en 1847 abandonase su país natal. Su

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aportación al pensamiento populista fue trascendental para la historia rusa de finales
del XIX y principios del XX, pues eliminó las diferencias entre eslavófilos y
occidentalistas (véase el Epígrafe 1) y le confió al pueblo una intuición socialista que
haría de Rusia el centro difusor de una nueva sociedad y de una nueva etapa histórica
(ideal mesiánico que, como hemos visto, estaba igualmente presente en otros autores
y que contribuyó a la configuración de determinados aspectos del posterior
pensamiento soviético).
Esta visión ciertamente idealizada del pueblo, deudora en buena medida del
Romanticismo, supo superarla con su producción literaria Vladimir G. Korolenko
(1853-1921), cuyo gusto se había formado en los maestros realistas y cuya lucidez
ideológica supo conjugar populismo y democratismo. Su producción literaria es la de
mayores logros artísticos entre el conjunto de los populistas rusos, sabiendo
proporcionarle un sesgo de modernidad merced a su ingenuo simbolismo.
Destaquemos entre su producción el relato El sueño de Makar (Son Makara, 1885),
una reflexión sobre la opresión del pueblo; y su novela El músico ciego (Slepoi
muzykant), galería de retratos de míseros personajes populares que despiertan en el
protagonista cierta solidaridad compasiva. Junto a él podríamos citar a Gleb Uspenski
(1843-1902); sus esbozos de la vida campesina cosecharon un notable éxito entre sus
contemporáneos y, en general, su obra orientó el populismo hacia una actitud más
claramente crítica que denunciaba las reales condiciones de vida del pueblo ruso.
Sobre la vida campesina también escribió Alexandr Ivanóvich Ertel (1855-1908) su
novela Los Gardienin, un crítico estudio de la vida en el campo que sobresale por su
pulcro y ajustado realismo lingüístico.
Cercanos a estos autores populistas, los llamados «escritores de la tierra» son en
realidad costumbristas rezagados, prosistas de corte idealista y romántico cuya obra
presentaba en Rusia las particularidades de servirse de lenguas vernáculas y defender
el tradicionalismo. Destaquemos entre estos prosistas a Alexéi F. Pisemski
(1820-1881), cuya obra en nada desmerece técnica y estilísticamente de la de
cualquier gran maestro realista, por más que ideológicamente rechace el credo
revolucionario y la filosofía nihilista —que prendió fuertemente en Rusia—;
recordemos igualmente a Nikolái Liéskov (1831-1895), un escritor independiente
tachado tanto de reaccionario como de subversivo por no participar del Realismo
imperante y apostar por un virtuosismo formal que no desdeñaba los rasgos
humorísticos.

b) La reacción contra el Realismo

En esta línea de virtuosismo y exuberancia estilística y lingüística podemos situar


a dos autores cuya obra se halla en los límites entre el Realismo y las tendencias
finiseculares europeas. En el género lírico, Nikolái Nekrasov (1821-1877), verdadero
poeta político, fue uno de los autores más admirados de la segunda mitad del XIX; por

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sus orígenes se debatió entre sus afanes revolucionarios y su modo de vida noble (a
pesar de que había renunciado a sus posesiones). Editor influyente en la vida literaria
de su momento, como creador se alineó junto a los partidarios del Realismo en tanto
que medio de entendimiento y transformación del mundo circundante. En su poesía
aparecen tonos trágicos que lo apartaron paulatinamente del objetivismo y lo
encaminaron por la senda del subjetivismo romántico, aunque sin renunciar a su
dimensión social; técnicamente, a Nekrasov se le debe el descubrimiento de los
valores musicales de la lírica rusa y su aprovechamiento de la canción popular.
Mijaíl E. Saltikov (1826-1889) publicó bajo el seudónimo de Schedrín; su
producción, principalmente relatos que deberíamos calificar de «prosas fantásticas»
(destaquemos Los señores Golovliov, historia de la degradación moral de una familia
de terratenientes), arremetía despiadadamente contra los funcionarios, el
provincianismo, la explotación y la crueldad, con un alcance satírico tan altamente
corrosivo que el autor tuvo que servirse de determinados símbolos (transparentes, por
otro lado) para burlar la censura.
Entre los detractores del Realismo sobresalen de manera contundente, aunque con
escaso vigor en Rusia, los primeros cultivadores del «arte por el arte», que hubo de
llegar al país como producto de importación. En este sentido, debemos reconocer la
labor precursora de Fiódor I. Tiútchev (véase en el Volumen 6 el Epígrafe 3.d. del
Capítulo 9), poeta romántico que, por su contacto con Europa, supo anticipar las
posibilidades de la lírica contemporánea. Entre los poquísimos literatos cuya obra
respondía, con casi nulas repercusiones, a los postulados de los nuevos movimientos
literarios finiseculares debemos recordar a Apollon Maikov (1821-1897); su credo
literario se adscribe de forma más o menos difusa al Parnasianismo, conjugando en su
pensamiento y en su producción cristianismo y paganismo grecorromano. Junto a él,
Atanasio Schenshin-Fet también se interesó por las implicaciones religiosas del
nuevo credo poético, dando origen a una poesía panteísta y fuertemente naturalista
que contó con numerosos admiradores y, más tarde, con algunos imitadores de sus
formas estróficas, basadas en una musicalidad del verso de modernidad hasta
entonces insospechada por los líricos rusos.
Citemos por fin, aun de pasada, a los intelectuales que, quizás acertadamente,
identificaron Realismo y revolución y que, consecuentemente, rechazaron tal
movimiento literario en tanto que destructor del espíritu nacional: Konstantín
Leontiev (1831-1891), pensador y ensayista religioso además de novelista, confiaba a
la tradición y a la religión la posibilidad de realizar los sueños imperiales rusos —
idea frecuente incluso entre los grandes autores: pensemos, sin ir más lejos, en
Dostoievski—; junto a él suele citarse a Nikolái Danilevski (1822-1895), quien se
sirvió de razones políticas y económicas para descalificar en su obra, como ferviente
antirrevolucionario que era, el liberalismo y el capitalismo.

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