Rafael Masada - Resaca

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 155

Rafael Masada

Resaca
1ra Edición electrónica: 1994
2da Edición electrónica: 2007

© Rafael Masada, 1994

Ediciones Literatura y algo más, 2016

Licencia de Creative Commons


Resaca by Rafael Masada is licensed under a Creative Commons
Reconocimiento - No Comercial - Sin Obra Derivada 4.0 Internacional License
No se permite un uso comercial de la obra original ni la generación de obras derivadas
Con profundo reconocimiento
a todos aquellos hombres y
mujeres que dieron la vida
en la heroica e inacabada
lucha por la liberación
de nuestra patria.
Eppur si muove
Galileo Galilei ante la Inquisición
7

¡Pero qué calor sentía en pleno invierno! Estábamos


en Las Piedrecitas, que con sus doscientos metros
de ancho es la única playa de piedras en cincuenta
kilómetros de costa. La visitaba a menudo, sobre todo en
invierno. Unas veces iba solo, otras acompañado de mi
mujer, en ocasiones me escoltaba alguno de mis hijos, o
íbamos todos juntos. Aquel día, los seis, la pasábamos
de lo lindo. Siempre me atrajo el ruido que produce el
movimiento de retroceso de las olas tras romperse en la
orilla de piedras.
El sonido de la resaca es espectacular, melodía brava,
valiente y pendenciera. Toda la familia estaba junta, mi
mujer, mis cuatro hijos y yo. El Sol, inmenso, anaranjado,
brillaba, en invierno, cosa extraña, colgado de un cielo
despejado, incendiando el horizonte, listo a clavarse,
cual puñalada, en la mar serena. Nosotros lanzábamos
piedras contra las olas para medir nuestras fuerzas;
era mejor quien más lejos las hacía llegar y quien más
veces las hacía rebotar sobre el agua. Mi última piedra
dio cinco magistrales brincos. La ola se había levantado
arrogante y esperé a que reventara sobre las piedrecitas
de la playa; a una milésima de segundo, antes de que
inicie su retirada en hermosa sinfonía quejosa, lancé la
piedrecilla más plana que pude encontrar en la última
media hora, voló a ras del agua un largo trecho, dio un
tremendo bote, y otro, y otro más, hasta cinco; todos
8

saltábamos de alegría; aunque la competencia no había


terminado, me sentía el ganador. Fue de locura, bullicio,
risas, risotadas, correteos... -¡Tramposo! -me gritaron
cinco voces... De pronto, sin explicación ni permiso,
las olas se encresparon, el sonido de la resaca se tornó
ensordecedor, ululante como el de un inmenso cordel
que corta furioso el aire; el mar empezó a devolvernos,
una detrás de otra, las piedras que le habíamos arrojado
en los últimos ocho años, todas juntas. Nos abrazamos,
no podíamos movernos. El Sol estalló en mil pedazos:
una bola de fuego que quemó el cielo, tiñendo de negro
oscuro el atardecer más alegre de mis días.

***

Despertó sudando a mares y enredado con otros


cuerpos; alguien que tropezó con su espalda, al
tratar de huir, arrastró en su caída a otras sombras
espantadas. Una vez librado del amasijo de brazos y
piernas, buscaba, como los demás, a rastras. No podían
ver, estaba oscuro, muy oscuro. Fogueados en humo y
polvareda, se orientaban por instinto. Pedazos de techo
caían sobre sus cabezas, piedras de todos los tamaños
volaban en diferentes direcciones, gente que corría,
gritos en todos los tonos, órdenes de quienes no debían
darlas, tropezones, caídas, levantarse para volver a
caer, maldiciones, palabrotas, de todo un poco, menos
serenidad, un completo caos. A duras penas, tras unos
segundos, encontró sus botas, su fusil, una mochila y
salió detrás de todos, el último. Un instante después,
en medio de las llamas, los treinta y cinco hombres y
mujeres, que ese amanecer dormían el cansancio de tres
semanas, corrían en distintas direcciones. En medio de
las explosiones, todos alcanzaron a escuchar la voz de
Raúl que sin terminar de despertarse había ordenado
9

correr hacia la quebrada, y todos enrumbaron hacia el


norte.
Cruzó el patio, saltó la acequia y se fue de cara contra
los matorrales, se le cayó el fusil; y las botas, que no
tuvo tiempo de calzarse, fueron a dar en medio de un
charco. Margarita, Felipe y Ramón disparaban desde la
acequia cubriendo la retirada de los demás, ellos fueron
los primeros en reaccionar ante el ataque. Raúl recogió
su fusil, se puso las botas rápidamente, acomodó la
mochila en su espalda, ordenó a los tres que sigan a
los demás y abrió fuego hasta que vació la cacerina, se
levantó y echó a correr; pasó cerca de lo que quedaba de
la cocina, que si algo quedaba era mucho decir, tan sólo
unas cuantas piedras chamuscadas y el agradable olor a
mondonguito, inconfundible en medio del olor a pólvora.

-¡Mondonguito...! ¡Nos arruinaron el desayuno! ¡El


primero en tres semanas..., mierda! ¿Y qué será de Rosita
Luna y Ciro? -pensaba mientras alcanzaba a los últimos
del pelotón, quiso decir algo pero no pudo porque la
onda expansiva de un cohete que explotó bastante cerca
los echó de cara al suelo y les cayó una lluvia de piedras.
Preguntó si estaban bien. -¡Sí! -dijeron y arrancaron.
Faltaban cien metros para alcanzar la quebrada; allí los
esperaba Venancio con una sonrisa de oreja a oreja en
medio de explosiones, una lluvia de piedras y tierra,
gritos y maldiciones, olor a pólvora y a orina.
-¿Y tú, de qué te ríes? -le preguntó Raúl.
-¡Todos completos, compañero, todos completos!
Y antes de salir a la carrera, gritó:
-¡Tengo que alcanzar a los de la punta, a quinientos
metros después de la entrada hay que tomar el corte de
la derecha, los otros dos son peligrosos, no quiero que
se me pierdan los compañeros! -y desapareció entre la
polvareda.
10

¡Ese Venancio se pasa...! Empezó a evocar cómo


su abuelo lo entregó hace un año... -alguito más les
hemos traído... No alcanzó a recapitular más porque una
pedrada disparada por una nueva y cercana explosión
se estrelló contra la mochila que colgaba en su espalda.
-¡Hierba mala nunca muere, hijos de puta! -gritó a
los del helicóptero como si lo pudieran oír, y se levantó
por milésima vez, escupió la tierra que no tragó y unas
cuantas piedrecitas, que pensó eran sus dientes.
-¡Si estos cabrones no me matan, por lo menos me
van a dejar destrozadas las rodillas! ¡Estos tipos quieren
desaparecernos de la faz de la Tierra porque dicen que
crecemos como la hierba mala en el campo; lo que
todavía no se dan cuenta es que somos la mejor semilla,
que cayó en buen surco, que comienza a germinar y que
finalmente serán ellos los barridos del planeta! -le dijo a
Felipe, quien le alcanzaba el fusil que había rodado por
los suelos.

***

En el corte de la derecha me esperaba Venancio.


-¿Todos completos? -pregunté.
-¡Todos! -contestó, y me sonrió con sus ojos oscuros.
-¿Heridos? -debía escupir entre palabra y palabra,
tenía la garganta totalmente seca, sin saliva, el pañuelo
mojado con orina no me protegía casi nada, mi nariz
estaba taconeada de polvo convertido en barro por el
sudor.
-¡Todos!, pero nada grave -contestó haciendo
ademanes con las manos-, rasguños, golpes, varios
han perdido los zapatos y las mochilas, pero no hemos
perdido ningún arma. Rosita Luna y Ciro están bien,
después te cuento -me palmeó el hombro, y se alejó.
-¡Ah...! A Ciro un balazo le sacó un pedazo de oreja
11

pero está bien, sólo dice que se verá más feo de lo que
es -gritaba sin mirar hacia atrás.
Entre despertar, levantarse, salir a la carrera y
alcanzar la quebrada transcurrieron unos cinco minutos
largos. Estábamos cruzando el infierno: nos había llovido
plomo por todos lados; ese maldito helicóptero nos había
regalado una tonelada de piedras reventadas por sus
cohetes; no era fácil respirar por la polvareda que se
levantaba con cada explosión; el corazón lo teníamos a
punto de salirse del pecho de puro susto. ¡Y en medio de
todo eso, los compañeros se daban tiempo para pensar
en si se verían bonitos o feos...! ¡Cuando ni siquiera
sabíamos si saldríamos de allí con vida! Fue una gran
suerte para nosotros la mala puntería del artillero y del
piloto.

***

Se encontraban en una quebrada profunda, por donde


no podían caminar más de dos personas codo a codo. Por
primera vez en los últimos minutos, desde que Ciro había
dado la voz de alerta, estaban todos juntos en fila india,
no podían correr pero la marcha era bastante rápida. A
la orden de Raúl, fueron dando sus nombres de combate.
-¡Todos completos...! -pensaba mientras avanzaba a
colocarse hacia el frente de la columna.
Estaban casi a salvo de los helicópteros. Sobre sus
cabezas se oían los motores de hasta tres de esos
pajarracos de fierro, como los llamaba María. Seguían
disparando sus cohetes, pero reventaban en la parte alta
de la garganta, y los balazos de sus fusiles pesados no
lograban entrar en las profundidades de la montaña; les
caía de vez en cuando piedras y tierra, pero comparado
con lo que habían vivido ese amanecer, no era más que
un juego de niños.
12

Las últimas explosiones se oían ahogadas por la


distancia, los pilotos perdieron el blanco.
Con el alba, el cielo comenzó a clarear. Los pajarracos
de fierro habían emprendido el retorno a su base después
de agotar su munición... Llegó el silencio.
-¡Parece que hemos cruzado a salvo la primera puerta
del infierno! -dijo Domingo después de acomodarse de
espalda sobre el suelo.
Raúl había ordenado cinco minutos de descanso y a
todos les caía bien. En los últimos veinte minutos habían
pasado por una pesadilla que los había envejecido y
marcado con fuego en plena flor de juventud.

***

Luego de descansar un poco y conversar con Venancio,


empecé a saludar a cada uno de los combatientes: les
daba la mano, los abrazaba, llorábamos de alegría.
¡Todos completos...! -¡Como si esos cobardes nos
pudieran partir, matar sí, pero partir, jamás, compañero,
jamás...! -ese Venancio tiene unas frases silvestres pero
contundentes. En verdad, nuestra moral siempre fue
alta, el enemigo jamás lograría quebrantarnos, jamás
lograría partirnos.
Al escapar del bombardeo, muchos no pudieron
ponerse los zapatos, ni siquiera se preocuparon de
buscarlos, sólo hubo tiempo para tomar el arma y salir
a la carrera. Los que durmieron con los zapatos puestos
y los que tuvimos la suerte de encontrar nuestras
botas teníamos menos heridas que los demás. Pero los
otros, los otros, hermanito, tenían los pies hechos una
desgracia; varios habían perdido una o más uñas y hasta
dos compañeros tenían la planta de los pies casi en carne
viva, y a pesar de eso no se quejaban; con lo que les
quedaba de orina se los lavaron, se los envolvieron con
13

las mangas arrancadas de sus camisas y después de un


corto descanso se echaron a andar.
Todos estábamos hechos una porquería: nuestras
ropas rasgadas por las piedras o por los arbustos y
matorrales; marrones casi negros por el polvo, la pólvora
y la sangre; chamuscados por las bombas y las llamas;
con los pantalones meados...
-¡Qué quiere, maestro, si ni tiempo hubo para
detenerse en cojudeces, y si tenías alguno, entre caída y
caída y vuelta a correr, era para disparar, aunque las más
de las veces no sabías hacia dónde, entonces pues, qué
quiere, al final ni te acuerdas dónde te measte, si todo
era explosiones y gritos, que ni se sabe si fueron de furor
o de miedo...! ¿Total...? ¡Todos apestamos igual, unos
más, otros menos; pero todos vivitos y coleando, listos
para reventar a esos hijoeputas cuando los pesquemos...!
Cuando le dije: -¡Qué tal bocaza, compañero!-, Julián
dejó de sonreír, dirigió una mirada perdida al cielo, luego
la bajó lentamente hacia el suelo, me miró de reojo y
volvió a sonreír, escupió, aclaró su ronca voz de criollo
curtido y, como si fuera a cantar, resumiendo lentamente
sus pensamientos y arrastrando algunas palabras con
verdadero afecto, dijo:
-¡Mire, com-pa-ñe-ro res-pon-sa-ble mi-li-tar, con
toiiii-ti-tiiiiii-to mi ress-pe-to, no vamos a esperar el
triunfo de la revolución para jaranearnos con todas las
cojudeces que nos pasan...! ¡Así que no moje que no hay
quien planche!
Y mientras todos soltábamos una risotada, después
de un largo tiempo, que debe haber retumbado hasta
en la Capital, se nos tranquilizaron los nervios y los
músculos se nos relajaron. Nos abrazamos efusivamente
y, al palmearnos mutuamente las espaldas, se levantó
una polvareda de los mil demonios que hizo que todos
nos volviéramos a carcajear estrepitosamente.
14

A Ciro lo encontré abrazado por Rosita Luna, que muy


cariñosa le había puesto un pañuelo en la oreja y se lo
aseguraba con otro alrededor de la cabeza; un hilito de
sangre aún le corría por el costado del cuello para ir
a perderse debajo de la chompa. Los abracé a los dos
juntos y les di las gracias.
La noche anterior les había encargado a ellos el turno
de la cocina y debían preparar el mondonguito para el
desayuno de ese fatídico amanecer.
Fíjate, hermano, que todo ese jaleo empezó un mes
antes. Habíamos tomado Alejadito, la última hacienda
del valle, repartido las tierras, y las habíamos preparado
para la siembra. Por ser una de las últimas, entrábamos
un poco tarde a la siembra y además el período de lluvias
se adelantaba en un par de semanas; pero a pesar de
ello, no nos preocupamos mucho ya que sabíamos que
saldrían adelante con el apoyo de los demás Comités
Populares.
En los seis meses que duró la primera campaña de
batir el campo, habíamos limpiado las alturas; no quedó
en pie un solo puesto policial; los gamonales habían
huido a la Capital; un viejo hacendado entregó sus tierras
de buen grado y prestó toda la colaboración del caso,
recibiendo a cambio el derecho a participar en el trabajo
colectivo y el uso en común de los productos.
Estábamos concluyendo con la segunda campaña de
batir consolidando nuestras posiciones; fueron cuatro
meses de arduo trabajo casi sin tomar descanso. El
territorio era bastante amplio pero lo dejábamos bien
organizado, con gente ideológicamente firme, y capaz
para dirigir el Comité Popular. Fuimos el grupo más activo
en toda la región, actuamos en conjunto tres compañías:
doce pelotones, 380 combatientes.
El ingreso del ejército enemigo había sido previsto
por la Dirección del Partido desde el inicio de la lucha
15

armada, hacía tres años; lo que no se sabía, era la fecha.


En los últimos meses se rumoreaba mucho al respecto,
creo que ésa fue la razón por la cual los mandos de
los otros once pelotones decidieran dar por acabada la
campaña un mes y medio antes de lo fijado...
Si bien es cierto que la mayoría de los objetivos
trazados ya se habían cumplido, es decir: se había
dado un tremendo impulso al desarrollo de la guerra
de guerrillas abriendo amplias zonas guerrilleras; se
habían conquistado armas y medios para combatir; se
removía el campo con acciones guerrilleras y se batallaba
para conquistar más bases de apoyo, aún nos faltaba
el remate en el valle; eso significaba barrer el último
puesto donde el enemigo había replegado el resto de sus
fuerzas menores, y la toma de tres haciendas al pie de las
montañas. Nuestro pelotón cumplió exitosamente esas
tareas finales. Hasta ahí lo hicimos todo bastante bien.
Lo que los mandos no calculamos a tiempo fue la entrada
en combate de las fuerzas armadas de la reacción...
Cuando celebrábamos el final exitoso de la segunda
campaña de batir el campo, que coincidió con el término
de la preparación de la tierra para la siembra en Alejadito,
vieja y próspera hacienda en el Valle de Rincones, nos
llegó por radio la noticia del inicio de la contracampaña;
y que algunos de los pelotones, que se habían retirado
hacía mes y medio, habían sido diezmados. Sin pensarlo
dos veces, ordené la retirada inmediata hacia las alturas.
Habíamos golpeado fuerte y parejo; estábamos en lo
alto de la cresta, les caímos encima con todas nuestras
fuerzas y los hicimos pedazos. Recuperamos lo que nos
pertenece desde hace cientos de años: nuestras queridas
tierras y la toma de decisiones en nuestras propias
manos. Habíamos cumplido y era hora de la resaca, hora
de emprender la retirada, una retirada ordenada hacia
nuestra base de apoyo; las fuerzas locales y las milicias
16

se harían cargo del resto.


Debíamos subir más de dos mil metros para volver
a bajar mil. ¡Y eso que nos encontrábamos ya a dos mil
quinientos metros sobre el nivel del mar! La primera
semana nos dio el tiempo necesario para planificar
la retirada mientras avanzábamos describiendo un
semicírculo para cruzar la cordillera y empezar el
descenso. El trabajo de Venancio en el reconocimiento
del terreno fue altamente valioso.
Pero a la segunda semana el enemigo nos cayó por
detrás ocasionándonos numerosas bajas. Las semanas
siguientes fueron bastante feas; incluso teníamos
que planificar ataques para poder recuperar armas
y municiones, porque casi no nos quedaba con qué
defendernos. En la última semana, en medio de combates,
llegamos a caminar más de trescientos kilómetros. En
los dos días anteriores a nuestra llegada a El Rosario, no
tuvimos enfrentamiento alguno; casi habíamos alcanzado
la cumbre, una vez allí emprenderíamos la bajada. Tres
días más y entraríamos victoriosos a nuestra base; allí
estaríamos a salvo. Así concluimos todos en la asamblea
general. El balance era: Salimos 50 de Alejadito y llegamos
35 a El Rosario; el enemigo se había desviado de nuestra
huella, al menos por el momento, y estábamos al límite
de nuestras fuerzas. Venancio conocía el terreno mejor
que la palma de su mano, me había explicado la ruta a
seguir al día siguiente y nos podríamos desplazar de día
sin problemas.
Esa noche cometí dos errores. El primero, suspender
la guardia; era un poco más de medianoche y en algunas
horas estaríamos tomando desayuno antes de partir
hacia el norte, alcanzar la cumbre y empezar a descender
hacia nuestra salvación, además todos estábamos medio
muertos de cansancio y hambre; en las tres últimas
semanas nadie durmió más de dos horas una detrás de
17

otra, ni más de cuatro horas por día. El segundo error


fue permitir, y con ello permitirme, que aquellos que lo
crean necesario se saquen las botas, pues casi todos,
y yo el que más, teníamos los pies hinchados; mejor
suerte tuvieron los que, acostumbrados a la orden de
dormir con los zapatos puestos, estaban listos para
actuar rápido en caso de emergencia.
Rosita Luna y Ciro fueron a dormir a la cocina para
encargarse de nuestro bendito mondonguito. ¡Nuestro
primer desayuno en tres semanas...! Además, debían
despertarnos al amanecer. Y fue eso precisamente
lo que nos salvó. Ciro, que siempre tuvo un oído de
primera calidad, se despertó cuando oyó los helicópteros
a lo lejos, fueron unos segundos de ventaja lo que le
permitió despertar a Rosita Luna, salir corriendo y dar
la voz de alerta; Margarita, Felipe y Ramón reaccionaron
de inmediato. Los primeros cohetes fueron a reventar en
la cocina, que estaba iluminada por las llamas del fogón;
la explosión dejó un reguero de piedras chamuscadas
y desparramó el olor de nuestro mondonguito por los
aires.
Los siguientes bombazos me sacaron de mi sueño, de
la playa, de mi familia... mi familia... verdad... ¿Qué será
de mi familia...?
Gracias a Ciro estábamos allí aún con vida, marrones
casi negros, molidos pero contentos.

***

Apenas Raúl ordenó el descanso, se le acercó Venancio;


le palmeó el hombro, como era su costumbre, como si
fueran viejísimos amigos que se encontraban después
de largo tiempo; le sonrió con esos ojazos oscuros que
se le saltaban de su pequeña cara redonda, trigueña y
quemada por el frío de la puna.
18

-¡Toma...! -le susurró mientras sacudía el polvo de


una mochila.
-¿Y eso...? -preguntó descolgándose la que llevaba
en la espalda.
-Tu mochila, la reconocí en la espalda de Lupe y ella
encontró la suya en la espalda de Ramón. ¿Y tú, a quién
le has transportado la carga? -preguntó tosiendo de risa.
-No tengo la menor idea -y se sentó sintiéndose muy
cansado.
-Trae -dijo con su voz de niño-, yo me encargo.
Intercambiaron mochilas al mismo tiempo que
Venancio le informaba el asunto de Ciro y Rosita Luna; y
mientras le alcanzaba una de las dos papas sancochadas
que traía en uno de sus bolsillos, se metió la otra entera
a la boca y empezó a masticar con verdadero placer.
-Mi mamá me decía que la cáscara de la papa es
buena para tirar las piedras de los riñones, así que no la
pele, compañero, además ya está lavada.
-¿Y cómo la has lavado? -preguntó mirando la papa
tan asombrado de tener una entre las manos después de
tanto jaleo, como si se tratara de haber encontrado un
oasis en el más condenado de los desiertos.
-Come nomás, ya después te cuento. Tengo que
encontrar a quién le pertenece este bultazo -y se paró
gimiendo como si le pesaran los años de todo el grupo
junto.
-¡Eh...! ¡Venancio...! ¿Cuántos años tienes? -preguntó
Felipe, que había estado todo el tiempo cerca de Raúl sin
que él lo notase.
-Trein-ta-y-uno -dijo arrastrando los pies y, simulando
ser un viejito que camina con ayuda de un bastón, avanzó
así unos metros, se enderezó, echó a correr y, sin voltear
a ver a los que se reían de su imitación, gritó: -¡Pero
ayer tenía trece...! -y desapareció en medio de cabriolas,
zapateos y risotadas.
19

-El abuelo de este muchacho debe sentirse orgulloso


de tremendo nieto -dijo Raúl mientras se incorporaba
para ir a saludar a los demás.
-Y su mamá también -dijo Felipe, que luego de una
pausa para escupir con rabia, añadió: -si esos perros con
uniforme no la hubiesen matado...

***

Nunca estuve muy seguro del por qué, pero siempre


tenía como cola a Venancio y como sombra a Felipe.
Uno no había cumplido aún los trece y el otro, con sus
cuarenta y cuatro años, era el único mayor que yo; sin
embargo era a mí a quien llamaban el abuelo...
Recuerdo que cuando llegué a la zona, hace dos
años, el que me saludó con más afecto fue Felipe. Venía
a hacerme cargo del pelotón reemplazando al anterior
mando militar del Regional, que fue bajado a bases por
cometer serios errores; el más grave fue que le aplicó
la ley de fuga a un uniformado después de la toma
del retén de Lúcuma, que era un puesto de control en
plena carretera central y que abre o cierra el ingreso
al valle central. Esa acción fue muy importante, pues
luego nos permitió el progresivo control de las zonas
bajas; demoramos dos años pero lo logramos. Luego del
análisis de la acción y del posterior descontento de los
demás combatientes, que prácticamente repudiaban a
su mando militar, se decidió que yo emprenda viaje y
asuma la responsabilidad del pelotón principal.
Llegué con tres días de atraso, por problemas de
transporte y seguridad que finalmente fueron resueltos
con audacia por Lupe, mando político del Regional. Yo
había vivido parte de mi niñez y de mi juventud en la
capital del departamento, primer lugar donde debíamos
tomar contacto con los enlaces, y era bastante conocido
20

por la población. A pesar de todos los cuidados que se


tomaron, como el de dar un rodeo por los extramuros de
la ciudad para ir a parar cerca del aeropuerto; esperar
en casa de un profesor; esperar el anochecer para luego
emprender el viaje hacia las alturas, a pesar de todo
ello, un viejo amigo de colegio, y que trabajaba como
taxista, me reconoció, se bajó de su taxi, me llamó por
mi nombre aumentándole el diminutivo cariñoso de ito,
me ofreció llevarme gratis adonde quisiera, y se fue
triste después de mostrarme dolorosamente frío ante su
ofrecimiento. Una semana después toda la ciudad sabía
que yo andaba por las alturas.
Como te decía, hermano, cuando entré a la base se
me acercó Felipe, yo no lo conocía, me dio la mano, me
abrazó, tomó mi mochila en sus manos y me presentó a
los demás; eran nueve muchachitos que en su mayoría
aún no habían cumplido los diecisiete años. Una hora
después Lupe llamó a reunión del pelotón, explicó el
motivo de mi presencia y los nuevos planes y campañas
a efectuar. Entre otras cosas, Lupe explicó el trato para
con los prisioneros.
-A pesar de que algunos de nuestros familiares
-gritó con la voz quebrada-hayan sido asesinados por la
policía, y en esta guerra todos hemos perdido a alguien,
no es motivo para venganzas, no podemos rebajarnos al
nivel de ellos, nosotros combatimos para liberar nuestra
patria y no para actuar como esos criminales. Tras un
juicio justo, un castigo justo, ésa es la única manera
correcta de actuar. Otra cosa es en medio del combate,
ahí no se puede estar pidiendo permiso al enemigo para
dispararle; si no acabas con él, él acaba contigo y punto.
-Por otro lado -dijo ya calmada-, a partir de ahora
ningún mando tendrá privilegio alguno; deberá hacer
guardia igual que todos, le tocará turno en la cocina, y
será el primero en enseñar con el ejemplo a los demás...
21

Yo sabía que era una indirecta que me aludía;


totalmente innecesaria, puesto que yo recién había
llegado... En lo referente a ella, lo noté con el tiempo, las
cosas no cambiaron en nada; cuando había que escoger
entre colchón y pellejo, el colchón era para ella; cuando
había que escoger entre pellejo y suelo, el pellejo era
para ella; cuando había que escoger entre suelo y suelo,
el mejor pedazo de suelo era para ella. En el pelotón, casi
el cincuenta por ciento eran mujeres, pero ella siempre
tenía lo mejor, incluyendo el mejor pedazo de carne en
la sopa, el choclo más grande, la papa más grande y, a
veces, la soledad más grande le tocaba a ella. Pero a pesar
de esas pequeñeces, era buena persona, casi siempre
alegre y muy responsable, cuando se lo proponía.
Un mes después tomamos una hacienda, la acción fue
a la hora del oscuro, así le llamaban. Un segundo antes
del amanecer, la noche se torna terriblemente negra de
toda negrura, pero luego empieza un lento camino en el
que se disipan las sombras de la noche y ceden el paso al
nuevo día; precisamente en ese mismo lugar del tiempo
nos sorprendieron los helicópteros...
Pero te contaba, hermano, que un mes después de
mi incorporación al pelotón tomamos la hacienda de
los Contreras; hacía tiempo que los campesinos de la
hacienda y de los alrededores se quejaban y buscaban a
los compañeros para que pongan las cosas en el correcto
lugar y establezcan el nuevo Poder.
Matilde Contreras era una mujer de ochenta años
que había recibido las tierras de manos de sus padres
y éstos, de los suyos. Era una mujer, según contaban,
que manejaba la hacienda desde hacía más de cincuenta
años; tenía un carácter fuerte, endiablado; una mano
rápida y hábil para el látigo; y una lengua tan salvaje
y rudimentaria como su cerebro. El marido se le había
muerto unos quince años atrás, cuando, borracho como
22

siempre, se desbarrancó con su mulo después de una


ronda de violaciones, también como siempre; era viejo
pero no manco, decían algunos. La vieja tenía tres hijos,
dos radicaban en la Capital, y uno vivía en la capital
de la provincia; este último venía de vez en cuando a
la hacienda para pasar unos días. Cuando nos hicimos
con la hacienda, los pescamos durmiendo, no se disparó
un solo tiro. Los tres hermanos y cuatro de sus hijos
dormían la borrachera de la noche anterior; el capataz
y su mujer, al igual que sus dos peones de confianza,
también apestaban a trago barato. Ninguno dijo nada de
nada, después de una hora recién se dieron cuenta que
estaban prisioneros en uno de los tantos cuartos de la
casa hacienda. Cuando entramos a la habitación, todos
se pusieron de pie como impulsados por un resorte; el
más viejo, que era taxista en la Capital, se me acercó,
se arrodilló, me tomó de la mano, me la besó y luego se
la llevó hacia la frente. -¡Perdón, mi comandante! -dijo
con lágrimas en los ojos desorbitados y babeando de
miedo. -¡Perdón! -eructaba las palabras en medio de
escupitajos. -¡No crea en nada de lo que le digan estos
indios, que sólo son un atado de ignorantes! -¡Perdón, mi
comandante, perdón...! Y se fue lloriqueando hacia un
rincón. Te juro, hermanito, que sentí un tremendo asco
por ese tipo. Hasta ayer, señor todopoderoso que podía
decidir sobre la vida de sus siervos y hoy, un miserable
sin honor ni orgullo, que se revuelca en su propia mierda
implorando perdón, sin saber que hasta ese momento,
nadie, absolutamente nadie, lo había mencionado para
nada. Fue su propia conciencia que lo traicionaba.
El segundo de los hermanos, el que vive en la
capital de la provincia y tiene un pequeño negocio en
el mercado, nos contó, una vez que se tranquilizó su
hermano mayor, que la señora Matilde había fallecido de
muerte natural tres días antes; que el resto de la familia
23

había llevado el cuerpo a la ciudad la noche anterior; que


ellos se habían quedado para repartir la herencia; que
su hermano mayor y el menor habían llegado, después
de diez años de ausencia, con sus hijos, cuando se
enteraron de que su mamá estaba enferma y moriría en
cualquier momento; nos refirió que él nunca había hecho
nada malo y esperaba justicia. Uno de los nietos de la
vieja se me acercó, con sus costumbres de costeño y
su acento capitalino, pidiéndome un cigarrillo. -Aquí sólo
fumamos Inca -le dije-, no tenemos cigarrillos con filtro.
-No tiene importancia, mi comandante, yo también soy
tan serrano como todos aquí -replicó con una sonrisa
temblorosa. Eso del yo también no lo entendí sino hasta
el juicio, horas más tarde. Le dejé una cajetilla de Inca
para que la comparta con los demás y salí.
Mientras tomábamos el desayuno observé que Felipe
dejaba su metralleta recostada a una pared, y que iba
y venía por aquí y por allá admirándose de las cosas
que había en la casa: cuadros, adornos, muebles, vajilla,
ropa... En uno de los baúles encontró toda la ropa del
cura que venía a dar misa cuatro veces al año, y los ojos
casi se le caen de la cara cuando descubrió una hermosa
custodia de oro de más de sesenta centímetros de alto y
con algunas piedras preciosas incrustadas. -¡Estos hijos
de puta se han robado todo lo de la iglesia! -gritaba
mientras me llamaba. Efectivamente, a medida que se
sacaban las cosas del baúl, iban apareciendo objetos de
oro y plata que al parecer habían sido robados, en los
últimos doscientos años, de las diferentes iglesias que
existían en la zona, o que habían sido comprados con
los pagos que hacían los campesinos por recibir misa,
bautismo, casamiento, entierro y otras muchas trafas de
curas y patrones.
Después de seleccionar y ordenar todo lo encontrado,
y de distribuir las tareas para reunir a los campesinos
24

de la zona para el reparto de las propiedades, de las


herramientas, y formar el Comité Popular que se encargue
de dirigir los destinos del nuevo Poder establecido en El
Milagro, me acerqué a Felipe y en la forma más amable
que pude le dije que estaba cometiendo un grave error,
que ese error le podía costar la vida si las circunstancias
fueran otras; pegó un salto hacia atrás y frotándose las
manos de nerviosismo me preguntó cuál era ese grave
error que estaba cometiendo. Le expliqué que hacía diez
minutos él había dejado su arma abandonada y que si
se producía un ataque enemigo tendría dificultades para
defenderse. Fue en busca de la metralleta y regresó con
la cara colorada de vergüenza. Me preguntó si merecía
algún castigo por ello. Después de pensarlo, mirándole
a los ojos, le dije: -¡Por supuesto que sí! Levantó la
cabeza y dijo con aplomo: -¡Estoy dispuesto a hacer lo
que sea para corregir mi error! -¡Bien -respondí-, quedas
condenado a no separarte nunca más de tu chica! Todos
los que nos rodeaban se rieron y Felipe pudo calmarse,
le guiñé un ojo y nos fuimos a reunir a los campesinos
para el reparto.
Supongo que ese incidente pegó a Felipe a mis
espaldas; siempre está al tanto de dónde pongo mi fusil
y no pierde la oportunidad de alcanzármelo, aunque yo
no lo haya dejado olvidado. Sonríe, me mira como a un
hijo, pero no me reprocha nada. Su expresión favorita
es: -¡Uno siempre aprende algo nuevo!
Camino a los campos de cultivo, Felipe me contó que
él fue propietario; que la Ley Agraria, del gobierno militar
y de facto del general Juan Velazco Alvarado, lo había
jodido; que nunca tuvo mucho dinero; que trabajaba la
tierra en forma familiar; que siempre había trabajo para
otros campesinos; que pagaba en dinero; que daba de
comer a todo aquel que se lo pedía, cuando tenía; que en
aquellos tiempos no era campesino pobre, pero tampoco
25

rico; que se había unido a la guerrilla, dejando su chacra,


porque nuestros planteamientos eran los suyos desde
muchos años atrás, antes de que ustedes los formulen,
decía orgulloso; me explicaba que se había dado cuenta
que no era posible hacer nada si el pueblo no se levantaba
en armas y formaba su ejército, un ejército del pueblo, un
Ejército Guerrillero Popular bajo la dirección del Partido,
tal como el que hoy tenemos, para tomar el Poder y
hacer respetar los derechos de las mayorías. -¡Porque
este país es nuestro desde hace miles de años, carajo
-dijo levantando la voz-, pero siempre está en manos de
unos cuantos ladrones, aunque los que trabajan como
burros somos nosotros! ¡Por eso estoy aquí, y sé que
vamos a triunfar...! Mientras hablaba agitaba su puño al
aire y sus ojos se iluminaban de alegría como si estuviera
viendo el futuro hecho realidad bajo sus pies.
Esa fue la única vez que habló largo y tendido,
después no dice más que lo preciso y necesario, sonríe
todo el tiempo y tiene cara de andar pensando en algo
serio, pero a la hora de actuar es el primero en todo,
absolutamente nadie osa dudar de él.
Con el tiempo, desarrollamos un sólido compañerismo.
Desde que llegué, él se había autoproclamado algo así
como mi protector. Estaba pendiente, en los primeros
tiempos, de si podía caminar o no; en cada cuesta se
ponía a mi lado y quería cargar, primero mi fusil, después
mi mochila; claro que yo ponía cara de pocos amigos y me
fingía ofendido, me negaba hasta no poder más, pero él
sólo esperaba; al final, la pérdida de la buena costumbre
de darse una caminata, las subidas y el cansancio me
vencían; él sabía que no me quedaba otra cosa que
entregarle todo lo que me pedía, y no sólo entregaba
arma y mochila, sino que me dejaba arrastrar de la mano
hasta la cumbre. Al igual que a muchos compañeros,
que habían solicitado ser trasladados de la ciudad al
26

campo, largos años de trabajo político, a otro ritmo, en


la Capital, a nivel del mar, me habían deshabituado a
las alturas, pero un mes después caminaba y trepaba
cerros a la misma velocidad de los demás; mi cuerpo se
había acostumbrado prácticamente a todo, pero Felipe
se mantuvo siempre a mi lado.

***

Hacia la mitad de la mañana se había logrado reunir


a casi la totalidad de campesinos de la hacienda y de
las comunidades cercanas, el júbilo era grande. El patio
principal de la casa hacienda se miraba festivo con los
ponchos y polleras multicolores, los rostros curtidos y
quemados por el frío lanzaban al aire una sonrisa de
felicidad, había llegado la hora de la libertad, la hora de la
justicia, la hora de los tiempos nuevos; los concurrentes
se sentaban, se paraban, se frotaban las manos con
ansiedad, algunos tenían lágrimas en los ojos, pero
no de pena sino de felicidad, una felicidad reprimida a
fuerza de costumbre; no vaya a ser que el patrón se
enoje y les eche látigo, como era su costumbre, como
siempre lo padecieron ellos, sus padres, los padres de
sus padres y hasta el Inca Atahualpa, al que ahorcaron
los parientes del patrón. Sus voces pasaban lentamente
de un ligero murmullo a gritos de libertad, por fin podían
gritar sin que les peguen, sin que los azoten, sin que las
violen, sin que les quemen las ruinas que usan por casas,
sin que los traten como a burros, sin que los pateen
ni les llamen ignorantes. La incansable lucha de siglos
cristalizaba por fin. Desde la época de los conquistadores
españoles, las masas campesinas ofrecen resistencia
y luchan por la tierra; esa tierra que han desposado
y que con sus manos y su aliento labran y fecundan.
Las grandes revueltas campesinas hicieron estremecer
27

todo tipo de Gobierno pero fracasaron por falta de una


dirección justa y correcta; esta vez no se quedaban en la
lucha reivindicativa sino, dando un paso gigantesco hacia
adelante junto a sus hermanos de clase, se lanzaban a la
lucha por el Poder con las armas en las manos.
Cuando los prisioneros fueron sacados al patio con los
ojos vendados y las manos atadas a la espalda, más de
cuatrocientas almas se levantaron con los puños en alto
y los ponchos se lanzaron al aire tiñendo de colores el
cielo azul despejado en pleno noviembre; el Sol bañaba
con sus rayos inclinados a esa masa jubilosa proyectando
sobre el descampado largas sombras, convirtiéndola en
un gigante presto a devorar el mundo entero.
Los once estaban en fila frente a la masa de
campesinos de todas las edades, los combatientes se
acomodaron en los alrededores y Raúl, desarmado, se
puso al frente, esperó en silencio a que la rugiente masa
tomara su tiempo y se calmara, se acercó a los prisioneros
y fue quitándoles las vendas uno a uno; lentamente fue
llegando el silencio. Algunas mujeres viejas con el rostro
martirizado por las arrugas cayeron de rodillas y con las
palmas de las manos juntas delante del rostro clavaban
la mirada en algún punto del infinito cielo y daban las
gracias: -¡Gracias, taita Dios, por acordarte de nosotros
y mandarnos a los compañeros...! -¡Gracias, taitita,
porque ahora descansará en paz el alma de mi Juana,
de mi Ernesto, de mi Cirilo, de mi Marmita, de mi Coti,
de mi...! Y cada quien tenía alguien a quien mencionar
rezando por la salvación de su alma. Los hombres viejos,
apoyados en sus bastones de molle quemado, miraban al
cielo y lloraban sin lágrimas, pues se les habían agotado.
Los niños se limpiaban los mocos con los trapos que
traían por camisa, sentados en el suelo esperaban algo
que no sabían lo que era, preguntaban al que más cerca
tenían y recibían un ¡espera! por respuesta. Los bebés
28

eran amamantados por los pechos secos de sus madres,


y para que no llorasen les decían: -¡Mira, mira, los
compañeros están aquí..., trajeron el sol esta mañana...!
-y señalaban hacia el inmenso cielo que empezaba a
cubrirse de copos de nubes blancas de toda blancura.
Cuando cayó la venda del rostro del viejo, el silencio
ya era total, se podía oír el cantar de lejanos pajarillos y
el rumor del río que corría detrás de la casa, allá abajo
en la quebrada. El sol hirió los ojos del viejo, que demoró
unos segundos en ver lo que tenía al frente, palideció,
empezó a sudar frío, un temblor recorría su cuerpo
pestilente.
El juicio se inició con el capataz, su mujer y los
dos peones de confianza. Los campesinos empezaron
ordenadamente a pedir la palabra, a expresar sus
opiniones y relatar sus experiencias: El capataz no
era ni buena ni mala gente, a pesar de que cuando
se emborrachaba les gritaba, nunca les ponía la mano
encima y a las mujeres las dejaba en paz.
-¡Que pida perdón por tratarnos mal de palabra
-sentenciaron- y que diga si quiere quedarse con nosotros,
él sabe hacer su trabajo, pero si se queda es uno igual
que nosotros! El hombre pidió perdón de rodillas, solicitó
que le permitan quedarse con ellos pues no tenía adónde
ir, y prometió que se portaría bien. A su mujer no le fue
muy bien que digamos. Era una vieja avara que tenía
una pequeña tienda y les daba productos al fiado a los
campesinos, pero a la hora de cobrarles siempre lo hacía
en demasía y como no podían pagarle le debían entregar
gallinas, papas, o cualquier otra cosa siempre de mayor
valor que lo que habían recibido. -¡Que le corten el pelo
para su vergüenza, y si su marido se responsabiliza por
ella se puede quedar, si no los dos se van! Y la sentencia
se cumplió, el marido cortó las largas trenzas de la
mujer y se comprometió a educarla en el servicio a la
29

comunidad. Los dos peones de confianza de la vieja


Matilde eran tan basuras como la misma vieja. Fueron
azotados y expulsados; prohibidos de establecerse en
cualquiera de las comunidades que se encontraban en
un radio de cien kilómetros a la redonda; si los volvían a
ver, y no debían olvidar que el Partido tiene mil ojos y mil
oídos, serían capturados y fusilados sin nuevo juicio. Y se
fueron con la cabeza gacha después de jurar no levantar
la mano en contra de las masas populares y enmendarse
en algún lugar lejano.
El juicio a los parientes de la hacendada fue más
lento y cargado de tensión, todos esperaban el turno del
viejo, pero Raúl lo había dejado para el final, presentía
que en este caso tendría mucho que aprender y siendo
comisionado de la justicia popular no podía cometer
errores. Debía reflexionar lentamente pero seguro, un
paso en falso y perderían lo ganado en mucho años de
trabajo, porque la verdad era que toda esa zona había sido
trabajada políticamente por el Partido desde hacía más de
quince años, y por varias generaciones comprometidas
en lograr una nación libre y soberana, muchos dejaron
en el empeño sus mejores tiempos, juventud, familia,
trabajo, prácticamente todo para contribuir a forjar esa
fuerza que hoy crece y se desarrolla como un huracán que
barrerá con todo lo caduco... Se encontraba sumergido
en esas reflexiones al mismo tiempo que escuchaba la
expresión de agravios de los campesinos.
A tres de los nietos de la vieja no los conocían, si
alguna vez pasaron por la hacienda nadie los recordaba,
-por lo tanto no han hecho nada malo -dijeron-, que
se vayan en paz. Fueron desatados y se les permitió
quedarse hasta el final, esperaban ver qué pasaba con
el viejo.
Al de los cigarrillos, al que recibió la cajetilla de Inca
de manos de Raúl, lo reconocieron todos. Era buena
30

gente. Cuando era un chiquillo jugaba fútbol con ellos, y


siempre que regresaba de la Capital les traía una pelota
de cuero para que jueguen. Algunos recordaban los
carritos de metal y las chapas de cocacola, con muñecos
dibujados dentro, que les traía de regalo. También
recordaban los chocolates que les traía del convento
de las monjas; y las revistas ilustradas que, aunque
no sabían leer, las miraban miles de veces, y no faltó
quien fue corriendo a su choza para traer una de esas
revistas: Una sobre la flora y fauna de la selva, que tenía
guardada desde hacía diez años, hasta cuando sus hijos
aprendan a leer y le lean lo que en ella estaba escrito.
Otro recordó la paliza que les metió la vieja cuando los
sorprendió juntos, trepados al árbol de nísperos. Muerto
de risa, el campesino empezó a contar cómo la vieja le
pegó duro a su nieto, diciendo: -¡Toma por burro, por
andar mezclándote con estos cholos de mierda...!, y
¡paf...! le metía un correazo por el lomo, y ¡paf...! le
metía un correazo por el culo, y el borrico éste saltaba
gritando: ¡Vieja bruja, le voy a contar a mi papá...! y
después la vieja le metía un manazo al papá, y el papá
le volvía a pegar a este burro... y este burrazo me iba a
buscar al otro día cagándose de risa a mi casa, y el papá
nos pescaba a los dos y nos volvía a reventar las carnes
a patada limpia, pero este zopenco no sentía nada y
siempre estaba con nosotros-. Mientras esto contaba,
el campesino iba contorsionándose y dando patadas al
suelo, agitaba los brazos como si tuviera una correa en
las manos y pegaba chicotazos al aire, o hacía el ademán
de cubrirse la cabeza con ambos brazos y se acurrucaba
para terminar tumbado en el suelo y luego pataleaba
gritando: -¡Mamá, mamá...!-. El grupo de campesinos
había hecho un semicírculo y seguían sus movimientos
riéndose, bromeando, aplaudiendo, imitándolo. El
desbarajuste hubiera seguido de no ser por una viejita
31

que se le acercó y le encajó un bastonazo entre las


costillas y le increpó: -¡Para qué me llamas por gusto,
pedazo de borrico, si ya sabes que cuando te pega el
patrón yo también te tengo que pegar...!-. Todos rieron
y el orden volvió a establecerse. Pero no duró mucho
porque todos empezaron a gritar: -¡Déjenlo libre...! ¡Él
no ha hecho nada malo!
Raúl se le acercó y mientras le desataba las manos,
escuchó que le decía: -¡Ya ve, mi comandante, yo soy un
serrano igual que todos aquí!-. Lentamente se frotó las
muñecas, se le habían adormecido. Aspirando profundo
y pausadamente, dijo:
-¡Valió la pena haber pasado por este juicio! ¡No tenía
idea de la capacidad de memoria de los campesinos,
tampoco de la capacidad de querer o de odiar que tienen!
¡Carajo, a pesar de haber vivido entre ellos muchos años,
la Capital se había encargado de borrarme tan gratos
recuerdos!
Sacó de su casaca la cajetilla de Inca y le ofreció uno
a Raúl, pero él no aceptó, guardó la cajetilla otra vez
en su casaca y se dirigió hacia los campesinos mientras
decía mirando de reojo a su tío:
-¡Sabía que fumar no era mi último deseo, guardaré
esta cajetilla como un buen recuerdo!
Los campesinos lo acogieron y se sentó al lado de
ellos.
A dos de los hijos de doña Matilde no les fue mal. Al
que venía de la Capital lo liberaron casi de inmediato,
nadie le recordaba una culpa. El que tenía un puesto en
el mercado de la capital de la provincia fue puesto en
libertad ni bien declararon que obraba en forma justa con
ellos; que cuando venía de la ciudad les traía hojas de
coca, cañazo y se los vendía barato, no tenían nada que
reclamarle. El hombre había esperado justicia, como se
lo hizo saber a Raúl, y recibió justicia. Una vez liberado
32

de sus amarras se apoyó contra la pared que tenía a


sus espaldas, y clavó la mirada en el suelo pedregoso y
polvoriento del patio de la hacienda, esperando el final
del proceso con un presentimiento que le apretaba el
corazón; sabía que su hermano mayor tenía demasiadas
culpas que pagar.
Fueron unos minutos de tenso silencio, nadie se
atrevía a hablar. El Sol refulgía suspendido en el centro
del cielo y sobre el descampado ya no se dibujaba sombra
alguna, corría un ligero viento helado que bajaba de la
cordillera de enfrente. Todo empezó lentamente, tomó la
palabra el más anciano de los ancianos. Sus palabras eran
pausadas, llevaban una carga pesada en el alma y las iba
dejando salir poco a poco, era una necesidad imperiosa
que de no satisfacerse terminaría por aplastarlo, por
devorarlo, por consumirlo en las brasas del infierno.
-El señor don Gastón, nuestro patrón, hijo de nuestra
patrona doña Matilde, que en el infierno se pudra y
pague sus deudas hasta que el Sol deje de brillar, que los
mares se sequen y los desiertos se inunden, es el más
malo de los patrones que he tenido; los he tenido fieros,
borrachos, rencorosos, alegres, malos con las mujeres,
malos con los niños, malos con los viejos, de todo tipo he
conocido. Pero como mi patrón don Gastón nunca lo he
sufrido, ni me lo han contado mis padres, ni mis abuelos.
Él es muy bruto, para ser malo hay que estudiar, porque
hay que saber ser malo para que tu siervo te quiera
aunque le pegues, porque sabes que aunque te muela
el lomo a palos no te faltará qué comer, ni qué beber, y
aunque te abuse tu mujer no puedes hacer nada porque
el Cristo, nuestro Señor, así lo ordenó por culpa de la
María de la Magdalena. El señor cura así nos ilustraba,
y después decía: ¡Yo puedo arreglar el mal de tu mujer!
Porque el señor cura era el mensajero de nuestro Señor
Jesuscristo. Pero don Gastón no quería que el señor cura
33

se quede; cuando llegaba, daba la misa y se tenía que


regresar por donde había venido.
El hombre más viejo de la comunidad se sumergió
en un profundo silencio, como queriendo reprocharle
al hacendado el que su mujer se haya ido de entre los
vivos sin que el señor cura le haya purificado el cuerpo.
La masa acongojada de campesinos escuchaba el relato
con la cabeza gacha, perdonando al anciano por tener
una ingenuidad más grande que la de ellos. Al mismo
tiempo, muchos se imaginaban prendiendo la fogata
donde ardería el cuerpo de aquel cura que les robó el
alma para convertirlos en borregos obedientes del látigo
del patrón.
-Cuando llovía -continuó entre llantos- nos obligaba
a recogerle leña, y cuando se la llevábamos nos botaba
a patadas gritando: ¡Quiero leña seca, para qué quiero
leña mojada! Y cuando le decíamos que estaba lloviendo,
él nos respondía que eso no le interesaba y que nosotros
no teníamos que pensar porque éramos unos indios de
mierda y debíamos obedecer callados nomás. Así que le
traíamos leña seca de nuestras casas y ni las gracias nos
daba, tampoco nos invitaba un traguito para el frío, ni
coca para el cansancio, y todavía nos decía: ¡Calienta tu
cama que ya voy a visitar a tu mujer! Y después se reía.
El anciano no pudo hablar más porque se le doblaba
el alma por el peso de los recuerdos; en ese mismo
instante todos empezaron a exigir a gritos que fusilen a
don Gastón... ¡basta de juicios!
Raúl pidió silencio a la masa y preguntó si alguien
tenía algo más que decir. Todos protestaron diciendo
que no había más que decir y que ya habían escuchado
suficiente, el alboroto se tornó grande hasta que una
viejita empezó a gritar que se callaran porque quería
hablar.
El respeto por los ancianos en las comunidades es
34

algo admirable. El silencio se hizo.


-Mi hija pastaba las ovejas de la hacienda y este
maldito iba a caballo y la perseguía por el campo hasta
que ella no podía correr más; así se divertía primero y
después se divertía encima de ella y la obligaba a un
montón de cosas que sólo podía pasar en las casas con
foco rojo de la ciudad, donde el papá del señor Gastón
vivía borracho toda una semana. Y cuando a mi hija se
le hinchaba la barriga iba este diablo y a patadas nomás
le sacaba el hijo de adentro. Pero cuando mi hija estaba
bien, otra vez la correteaba; y así pasó cinco veces desde
que tenía doce añitos nomás. Hasta que un día su papá de
mi hija se cansó y quiso defender a su hija, pero este mal
hombre lo mató con un machete y cuando vino la policía,
éstos se fueron borrachos escribiendo en un papel que se
trataba de un accidente. Por eso mi hija se escapó, pero
a la semana me la trajeron los guardias diciendo que
se había caído a un barranco, pero su cadáver hablaba
de que la habían matado con patadas y con piedras. Así
debe morir este hijo del diablo para que el alma de mi
hija descanse en paz. ¡He dicho mi verdad! -terminó la
anciana sin dejar de mirar a don Gastón, quien temblaba
cada vez más convulsivamente como si le fuera a dar un
ataque de epilepsia.
Fueron dos horas, dos largas horas en las que uno tras
otro se escuchaban los relatos de los campesinos que
habían padecido en carne propia o en la de alguno de sus
familiares todas las desgracias del mundo a manos de
este miserable individuo, que tras diez años de ausencia
había regresado para recoger una parte de la herencia
que dejara su madre. Evidentemente recogería no sólo
la herencia dejada por su malvada madre, sino la dejada
por todos sus antepasados.
Don Gastón fue condenado al fusilamiento. Se lo
llevaron casi a rastras al cuarto que usaban como calabozo,
35

le desamarraron las manos y le dieron una silla, Raúl


lo miraba preguntándose cómo un solo hombre podría
ser capaz de tantas maldades juntas, le dio la espalda y
ordenó que echaran candado al cuarto; que pusieran dos
guardias, uno en la puerta y otro en la ventana que da
al patio trasero, y si quería escapar, o si alguien quería
sacarlo de allí, que dispararan a matar. Dio media vuelta
y echó a andar hacia el descampado, allí esperaban los
campesinos, debían organizar el reparto.

***

En la mañana de la toma de la hacienda El Milagro,


antes del desayuno, hice un recorrido por la casa hacienda
y los alrededores. En el patio trasero encontré una tabla
con cuatro patas, una mesa bastante rústica, ploma y
mohosa, seguramente había soportado muchísimas
lluvias y muchos maltratos, tenía cortes en toda su
superficie; en uno de sus cantos estaba clavada una,
también antigua, máquina de moler carne o maíz, se
la veía muy antigua y algo oxidada, pero se notaba,
y así lo comprobé, que aún funcionaba, tal vez con
algunos ajustes y un poco de aceite estaría en perfectas
condiciones para volver a moler cualquier cosa molible.
Mientras daba vueltas a la manivela pensaba en los
acontecimientos de la mañana, y trataba de precisar las
tareas del día; de improviso sentí una mano sobre mi
hombro, giré bruscamente llevando la mano a la cacha
del revólver, cuando estuve a punto de desenfundarlo
choqué con el rostro milenario de un viejo campesino, muy
viejo, demasiado viejo para estar en pie y sin embargo
lo estaba; ligeramente encorvado, caminaba con relativa
agilidad y se lo veía más fuerte que un roble. Pasado el
susto de ambos, nos miramos y nos sonreímos; le pedí
que no vuelva a hacer eso, pues podría ser peligroso
36

en estos tiempos de guerra en que todos, a pesar de


la costumbre, andamos un poco nerviosos; a él le tenía
eso sin cuidado, decía que ya había vivido bastante y
que si seguía sobre la tierra era de yapa. Lo que sí le
interesaba y mucho, era la moledora. Encarecidamente
me pedía que se la entregue, casi suplicante, con las
manos juntas pegadas al rostro. Un rostro cruzado por
todos los surcos y las penas de la tierra, un rostro que
llevaba hundidos unos ojos claros medio transparentes,
nublados y llorosos permanentes, capaces de ver dentro
del alma de las personas porque no le quedaba nada
por ver sobre la faz de la Tierra; todo lo había vivido,
todo lo había visto, todo lo había sufrido y padecido. Y
ante ese rostro milenario estaban unas gruesas manos
invadidas por callos y cicatrices de siglos de trabajo
rudo, miserable e impago. Unas manos que habían arado
todas las tierras del mundo, que habían cambiado de
lugar montañas de piedra y tierra, que habían amasado
barro y paja para hacer casuchas donde ir muriéndose
de a pocos en los últimos siglos. Esas manos que todo
lo habían tocado, esos ojos que todo lo habían visto,
no podían dejar de tocar ni de ver esa moledora, una
moledora que había estado ante sus ojos y al alcance de
sus manos durante décadas, pero que nunca pudo tocar,
porque la última vez que lo intentó, hace veinte años,
un latigazo le partió la espalda y lo dejó marcado para
siempre. Hoy era el día, hoy podría disfrutar del sueño
que había acariciado tantas décadas. -Por favor, niñucha
-dijo con la voz quebrada y suplicante-, entrégame esa
maquinita para moler el maicito para mi viejita que está
muy enfermita. Por favor, niñucha; después moriré en
paz-. ¿Qué había dentro de ese hombre? ¿Qué ilusión?
¿Qué recuerdo? Nunca lo supe, pregunté a muchos, pero
nadie supo darme una respuesta.
Le expliqué que no podía entregársela porque todo se
37

debía resolver en asamblea, no le interesó. -¡Pero si tú


mandas, niñucha...! ¿Para qué quieres preguntar...? -me
gritó como quien regaña a su hijo menor por no querer
tomar la sopa o algo por el estilo. Cuando se calmó le di
una explicación de media hora sobre principios, normas,
reglas, necesidades, políticas, prioridades, y en especial
de que los tiempos son otros; que los patrones ya están
dejando de existir y que por lo tanto las decisiones se
toman en conjunto, por la comunidad, en asambleas,
etc., etc. Mi rollo no le interesó para nada, me escuchaba
como quien oye caer la lluvia, a cada momento decía:
-¡Ya, ya...! ¡Claro, hijo...! ¡Tienes razón...! ¡Sí pues,
así es, niñucha, como si yo no supiera...! ¡Ya, ya...!-.
Sólo le faltaba decir: -¡Ya compadre, acábala y dame
la moledora!-. No, hermanito, de verdad que el viejito
estaba obsesionado por la moledora, pero yo no se la
podía entregar así nomás. Así que le dije que espere a
la asamblea. Y así lo hizo, durante más de diez horas
estuvo pegado a mis zapatos; paso que yo daba, paso
que daba él. Te juro, hermano, que algún día escribiré
sobre él.

***

Una vez terminado el juicio a los ex dueños de la


hacienda, se convocó a una asamblea general. Ahí se
nombró a las nuevas autoridades que regirían los destinos
de la comunidad y se encargarían del trabajo colectivo,
así como del reparto equitativo de lo producido, viendo
en especial el mantenimiento de los ancianos y de los
niños, así como de las mujeres y los jóvenes. También
se creó la milicia de defensa y se la armó lo mejor que se
pudo. Los objetos de la iglesia pasaron a ser propiedad
de la comunidad para que le den el uso que consideraran
más conveniente, incluyendo el de restablecer el templo
38

y la misa si lo creyeran necesario; pero eso sí, ningún


cura podría llevárselos y tampoco estar en contra del
nuevo orden establecido, tenían las puertas abiertas
pero no para robar. Los nuevos dirigentes debían saber
diferenciar, cuando ello sea necesario, a las personas
de las instituciones. Se les recordó que como personas,
existen eximios sacerdotes y monjas; que incluso algunos
de ellos han abandonado los hábitos para empuñar las
armas al lado del pueblo; y que otros, estando aún bajo
órdenes eclesiásticas, prestan ayuda a los combatientes
enfermos, heridos, prisioneros o perseguidos. Pero no
debían olvidar las experiencias pasadas en los últimos
quinientos años, no debían olvidar la muerte de Atahualpa
a manos de los españoles, de la Iglesia como institución
y de los traidores que se pusieron bajo sus órdenes.
Los aperos y todas las herramientas pasaron a ser
propiedad comunitaria, mas todo lo que había dentro de
la casa, desde la vajilla hasta los cuadros, podían pasar
a propiedad individual, así que se hizo una suerte de
subasta: -¿Quién quiere esto?- Se levantaba el objeto y
alguien lo pedía; si eran varios los solicitantes, se sometía
a una corta discusión y pasaba a manos de quien más lo
necesitaba y aunque cada quien tenía los mejores, y a
veces los más graciosos, argumentos, siempre se llegaba
a un acuerdo satisfactorio para las partes en disputa.
Mientras todo esto sucedía, Raúl sintió nuevamente
una mano apoyarse sobre su hombro; esta vez no
se sobresaltó pues por el peso reconoció la mano del
viejito de ojos claros transparentes, nublados, llorosos y
cansados de tanto ver la desgracia. Raúl giró y le dijo:
-¡No me he olvidado, taita, ahora la traigo...!-. Y se fue
a desclavarla. El abuelo estaba a su espalda, de un salto
se puso delante de él y le tendió las manos para recibir
la moledora, pero no se la entregó. -Espera, abuelo -le
dijo con cariño, con un cariño que creía olvidado pero
39

que le brotaba de lo más profundo del alma. Te pareces


a mi abuelo, eres más terco que una mula...-. Rodeó los
anchos y macizos hombros del anciano con un brazo,
mientras que con el otro sostenía la moledora contra su
pecho, y se echaron a andar. En el camino, Raúl le contó
que su abuelo había sido boxeador, judoka, esgrimista,
perseguidor de abigeos, nieto de un héroe provincial
que aparece en los libros de historia, coleccionador de
estampillas y un montón de cosas más. El campesino
lo miraba pero no entendía el significado de muchas
palabras. Cuando Raúl silenció sus pensamientos, y
mientras buscaba con la mirada clavada al suelo algún
otro recuerdo perdido, el viejito le preguntó: -¿Dime,
hijo, tu abuelo tenía una moledora? -¡Sí! -respondió Raúl
sorprendido por tal pregunta-. -¿Y yo? -volvió a preguntar
el anciano arrugando aún más su cansado rostro-. La risa
de ambos deambula hasta hoy en medio de ese alboroto
de quebradas y montañas, con sus cuevas profundas, con
sus milenarios caminos de herradura trajinados por seres
hasta ayer ignorados por la historia y el destino, caminos
recorridos por la felicidad y el sufrimiento tomados de la
mano, una risa que espera ser rescatada del olvido.
El viejo sonrió jovialmente por primera vez en todo el
día, rodeó con su curtido brazo el cuello de Raúl, lo atrajo
hacia su pecho y lo retuvo apretado por unos segundos.
Así llegaron al centro de la casa, abrazados como abuelo y
nieto, como padre e hijo, como hermanos, como amigos,
como compañeros, como camaradas.
Casi al final de la asamblea de reparto, Raúl, después
de conversar con los dirigentes, pidió la palabra. -Pedimos
-dijo con un nudo en la garganta- la moledora...-. La
asamblea en pleno enmudeció. Tragó saliva y todos
escucharon el ruido. El anciano le tiró con fuerza de la
manga de su casaca, como queriendo hacerle recordar
que él la había visto primero ¡hace treinta años! Raúl no
40

le hizo caso y prosiguió: -La necesitamos para hacer un


regalo a nombre del Comité Popular. Esta máquina de
moler tiene un significado especial para don Toribio...-.
No pudo decir más porque todos empezaron a aplaudir
y gritar que se la entregue. En verdad esa alharaca lo
salvó pues no podía decir nada más; una sensación
extraña lo embargaba. Sentimientos personales se
mezclaban con lo colectivo y lo turbaban. Hacía mucho
que había dejado de pensar en lo suyo y sin embargo
había momentos en los que recordaba a su familia. De
su corazón brotaba una tardía muestra de cariño hacia
su abuelo, representado en aquel anciano, y un pedirle
perdón por no haberlo acompañado en sus últimos días.
Y al mismo tiempo, ver en aquel sufrido campesino a
toda una clase agraviada, pisoteada, sometida a la más
grande de las ignominias, y que hoy por fin sonreía sin
temor a ser latigueado o pateado, y lanzaba al aire el
más grande de los desafíos, pues nada es imposible
para quien se atreve a escalar la montaña más alta, y
los pobres ya se habían echado a andar... Salió de sus
cavilaciones cuando sintió otro tirón de la manga de su
casaca. Entregó al anciano la moledora, éste la tomó en
sus manos, la besó y se la llevó a la frente, la envolvió en
su poncho, miró a Raúl con sus ojos nublados, dio media
vuelta, cruzó el patio, cruzó el descampado, empezó a
subir la cuesta, giró en un recodo de la montaña y se
perdió en silencio. Raúl lo seguía con la mirada desde el
descampado; a sus espaldas, en la casa, empezaban a
sacar todo lo que podía ser útil, puertas y sus marcos,
ventanas y sus marcos y todo aquello que se pudiera
arrancar de paredes, pisos y techos. De la casa quedó
sólo el cascarón. Raúl cerró su mente al pasado, dio
media vuelta y se unió a sus hombres.
Antes de abandonar la zona decidieron prender fuego
a lo que quedaba de la casa hacienda, no vaya ser que el
41

enemigo la tome, al quedar abandonada, como cuartel


de operaciones. En pocos segundos el fuego invadió el
techo y largas lenguas de fuego se levantaban hacia el
firmamento. En medio de la algarabía general, Raúl se
sobresaltó al recordar que el viejo taxista venido de la
Capital a recoger su herencia estaba dentro de uno de
los cuartos, el único que se salvó de perder puerta y
ventana porque estaba custodiado por Felipe y Domingo,
que no dejaban que nadie se acerque a menos de dos
metros, cumpliendo las ordenes de Raúl. Cuando empezó
el incendio, Felipe dejó su puesto y se olvidó del por
qué estaba delante de esa puerta y fue a festejar junto
con los demás las llamas devoradoras de lo antiguo y
purificadoras del futuro. Felipe sintió el mismo sobresalto
que Raúl, ambos se miraron y sin decir palabra alguna
arrancaron hacia la casa. A medio camino los sobrecogió
una serie de explosiones. Era la dinamita y las municiones
que los hacendados habían escondido entre los techos
de las habitaciones y reventaban por el calor del fuego.
Repuestos del susto y a rastras por precaución, llegaron
al cuarto que hacía las veces de prisión para don Gastón.
Rompieron la puerta de una patada, no tenían llave. En el
interior el espectáculo era muy extraño. El cuarto estaba
lleno de humo, don Gastón se había envuelto en una
frazada y permanecía acurrucado, clavado de pánico,
sobre la silla. Lo sacaron casi a rastras, sus piernas se
negaban a obedecerle. En medio del patio, casi repuesto
por el aire fresco, pero aún tosiendo y tembloroso, se le
acercó a Raúl. -Mi comandante -dijo tartamudeando-,
¿no me irá a hacer daño no? Lo que estos indios le han
dicho es pura mentira, la verdad es que mi papá era así
como ellos dicen, pero yo no. Fíjese, mi general -Raúl
había logrado un ascenso vertiginoso por obra de la
sobonería de un casi cadáver-, tengo mucho dinero en
la capital de la provincia -le dijo quedo al oído como
42

para que los demás no escuchen- y además tengo varias


armas que las puedo entregar si me deja ir...-. Hizo una
pausa, respiró profundo y volvió a la carga. -¿No tiene
un cigarrito, mi mariscal?-. Quería aparentar como si
nada pasase, como si todo fuera una broma, qué va,
ni siquiera una pesadilla, sino una pendejada de unos
cuantos mocosos insolentes que no se daban cuenta que
él era el patrón, y que pronto pasaría el mal rato.
Raúl, haciendo un gran esfuerzo para contener el
enfado, sacó su cajetilla de Inca sin filtro y le ofreció un
cigarrillo. Le acercó el fuego de una cerilla y tomándose
su tiempo le explicó:
-Mire, señor, yo no soy comandante, aquí no tenemos
grados de ningún tipo...
-Pero se nota que usted es el que manda aquí -gritó el
ex patrón enrojecido de impotencia, con los ojos brillosos,
saltones y amenazantes-. ¡Y se le nota inteligente...!
-tiraba su último as de oros el astuto viejo zorro vestido
con piel de cordero-. ¡Usted puede dar una orden y se
acabó el asunto...!
-¡Aquí quien da las órdenes es el pueblo! -replicó
pausado pero enérgico- y usted ya fue sentenciado por
todas las maldades que ha hecho, a fin de cuentas usted
mismo ha cavado su propia tumba.
Se hizo el silencio.
Los combatientes habían terminado de arreglar sus
cosas. La población de varias comunidades y de la ex
hacienda El Milagro llenaban las faldas de los cerros
cercanos, no querían marcharse sin antes ver que se
cumpla la voluntad popular.
Felipe se acercó y comunicó que todos estaban listos
para partir. Raúl encendió su último cigarrillo y dio la
orden para que se lleven al reo. Don Gastón quedó
petrificado, convertido en estatua de sal, luego de verse
obligado a mirar hacia atrás, a revivir el recuerdo de sus
43

fechorías, y no se movió para nada. María se le puso


delante, le colocó lentamente el cañón de su metralleta
a la altura del corazón y apretó el gatillo. A don Gastón
se le escuchó un quedo y corto quejido, cayó de espalda,
y quedó inmóvil. Raúl se acercó al cuerpo inerte del
ex gamonal que había venido por una herencia pero a
cambio cosechó lo que con sus maldades había sembrado
en varias décadas; le palpó el costado del cuello... la
sentencia se había cumplido. Un rumor de alivio recorrió
las faldas de los cerros. Las primeras estrellas hacían
su aparición en un cielo nublado a medias, desde el sur
galopaban oscuros nubarrones que presagiaban noche
de lluvia.
Raúl, sumergido en reflexiones sobre las malas
pasadas que a uno le puede jugar el destino, suspendió
sus pensamientos cuando a su espalda oyó la voz de
Felipe que con un timbre de emoción en la voz le decía:
-¡Compañero, hemos cumplido bien nuestra jornada!
La columna emprendió la marcha entre cánticos de
guerra, los campesinos la despedían agitando las manos
y lanzando vivas al viento, los ponchos de oscuros colores
iban confundiéndose con el atardecer. La columna de
combatientes, con Raúl a la cabeza, se mimetizó entre
la quebrada y el estruendo del río arrastrando piedras
hacia la costa.

***

Venancio se incorporó a nosotros de una forma que no


te puedes imaginar, hermanito. Un día soleado, el vigía
dio la voz de alerta. Un grupo como de veinte personas
venía subiendo por la falda oeste de la montaña. Nos
encontrábamos descansando, creo que teníamos tres o
cuatro días metidos en una choza en la parte alta de una
cumbre, desde donde teníamos una visión esplendorosa
44

del paisaje y podíamos divisar a cualquiera que pasara


a dos días de distancia. Eran más que nosotros, pero ya
habíamos recuperado nuestras fuerzas; y con los ataques
a varios puestos de retén que habíamos realizado en el
último mes, conseguimos un par de buenos fusiles de
largo alcance con los que podríamos mantenerlos a raya
en caso de necesidad antes de emprender la retirada.
Cuando me avisaron de la presencia del grupo,
estaba leyendo 7 Ensayos, tirado boca abajo disfrutando
de la lectura y del calor del Sol, tan escaso por esos
días. Llegué al puesto de vigía con el largavista colgando
del cuello, oteé entre árboles, arbustos y peñas.
Efectivamente, subían a darnos el encuentro campesinos,
hombres y mujeres, casi todos de edad avanzada. Se
veían pacíficos y no traían armas. Por seguridad, más
que por desconfianza, ordené a Felipe que escogiera
dos hombres, que se adelantara unos cien metros de la
posición de vigilancia y que se ubicara a un costado del
sendero que conducía hasta nosotros; entre los demás
distribuí los lugares y las tareas para la defensa, en el
supuesto de que sean policías disfrazados de campesinos
y pretendan sorprendernos. Nuestras mochilas estaban
siempre listas para ser tomadas al vuelo y emprender la
carrera en caso de un ataque sorpresivo. No me sentía
preocupado, al contrario, tomé mi puesto avanzado junto
al vigía de turno, revisé las cacerinas de mi fusil por
puro capricho, pues sabía que las tres estaban cargadas
al tope; esa misma mañana, antes del desayuno, había
limpiado y engrasado el fusil y renovado los sesenta
tiros de los cargadores, también de pura costumbre.
Demorarían una media hora hasta llegar al lugar donde
se encontraba Felipe. Abrí el libro en la página marcada
y me puse a leer.
“El régimen de trabajo -había escrito José Carlos
Mariátegui- está determinado principalmente, en la
45

agricultura, por el régimen de propiedad. No es posible,


por tanto, sorprenderse de que en la misma medida en
que sobrevive en el Perú el latifundio feudal, sobreviva
también, bajo diversas formas y con distintos nombres,
la servidumbre... Se explica además por la mentalidad
colonial de esta casta de propietarios, acostumbrados
a considerar el trabajo con el criterio de esclavistas y
negreros...” Dejé de leer cuando Felipe me avisó que una
comisión de la comunidad quería conversar con nosotros.

***

Raúl se acercó al grupo y estalló un tronar de voces


que reclamaban de todo, hablaban todos al mismo
tiempo, levantaban o bajaban el tono de la voz según
sus demandas y la urgencia para resolverlas; pero igual
no entendía nada de nada hasta que el más viejo los
mandó callar con un par de palabrotas y pidió disculpas
por el alboroto.
-No importa -dijo Raúl mientras echaba el fusil a
su espalda-. ¿En qué podemos servirles? -preguntó
acercándose más al anciano.
-Fíjate, taitita -habló después de guardar silencio un
par de segundos-, a nuestra comunidad ha regresado,
como licenciado, uno de nuestros hijos que hace muchos
años se fue para la Capital, para hacer el servicio militar.
Comete ahora fechorías, se emborracha, abusa de las
mujeres, roba el ganado y lo vende a otras comunidades,
no trabaja y se hace servir donde mejor se le antoja, y
si no le sirves te patea o pisa tus cultivos; no podemos
hacer nada porque tiene una pistola que lleva siempre
bajo el poncho, y además otros dos vagos se le han
juntado desde hace unas dos semanas.
-Los ancianos -continuó ya con más confianza- se han
reunido y nos han encargado buscarlos a ustedes para
46

pedirles que limpien nuestra comunidad. Los ancianos


piensan, y nosotros también, que los de la tropa han
mandado a este licenciado, que ya no lo consideramos
como de nuestra comunidad, para que nos desjunte y
acusemos a los compañeros, pero no lograrán eso porque
los de la tropa nos han robado varias veces y matado.
¡He dicho mi verdad!
Al tiempo que terminaba extendía su mano derecha
alcanzándole a Raúl una cachipa, queso serrano muy
agradable, y ordenó a las ancianas que entreguen su
carga. Traían choclos calientitos, papas sancochadas,
huevos duros, cuy chactado, y otras cosas deliciosas que
no saboreaban hacía mucho tiempo.
Dio las gracias, y haciendo una reverencia se
comprometió a estudiar el caso y darle solución rápida.
-Alguito más les hemos traído, taitita -dijo el anciano
con el rostro compungido. Y detrás de su poncho salió un
muchachito de ojos oscuros, que brillaban desafiantes
en el fondo de una cara pequeña, redonda y quemada
por el frío de la puna.
-¿Y esto? -preguntó Raúl sonriendo desconcertado.
-Les va a ser muy útil, taitita, conoce cada piedra
del camino de aquí a mil leguas en redondo, camina
bien rapidito, no se cansa, no come mucho, sabe bien
el castellano pero no quiere hablar mucho desde que los
de la tropa mataron a su mamá... que era mujer de un
compañero diciendo.
Raúl lo miró largo y recordó que también tenía hijos...
-¿Y cuántos años tienes? -preguntó sin oír más que el
silencio por respuesta.
-¿Tú quieres venir con nosotros?
Unos ojazos se movían de arriba para abajo y de
abajo para arriba cada vez a mayor velocidad.
-Bien, vienes con nosotros si me dices cuántos
años tienes -dijo Raúl escondido tras una falsa voz de
47

padrastro enojado.
-¡Quince...! -y estalló una estruendosa carcajada.
-Yo me llamo Raúl, y tú, ¿cómo te llamas? -volvió a
preguntar en medio de la generalizada hilaridad.
-¡Venancio! -gritó el chiquillo mientras arrancaba
hacia la choza sin despedirse de su abuelo, ni de los de
su comunidad, ni preguntando nada a nadie, antes de
que Raúl se desanime, pensó al vuelo.
Diez días después la comunidad fue limpiada, los
cuerpos sin vida del licenciado y sus secuaces fueron
arrojados a la quebrada, cerca del puente de madera que
es paso obligatorio para quienes se comunican entre la
capital de la provincia y las comunidades de las alturas.
Un letrero advertía con tinta roja lo que les podría pasar a
todos aquellos que se atrevían a levantar la mano contra
sus hermanos de clase.

***

¡Ese Venancio es genial, hermano! Camina igual de


noche como de día, realmente conoce cada piedra, cada
camino, cada cueva, cada escondite, no se le pasa nada
por alto, y si hay algo que no conoce, da la impresión de
que con sólo desparramar una mirada por el horizonte
puede descubrir nuevos caminos, nuevos escondites,
nuevos atajos y cualquier otra cosa que nos favorezca.
Desde que llegó a nosotros, pudimos duplicar
nuestro rendimiento en el desplazamiento; acortando
distancias entre un punto y otro, alejándonos, en las
persecuciones, del enemigo con gran rapidez para
caerles encima por la espalda sin que lo esperasen, y
además con gran eficacia, haciéndonos humo cuando las
cosas se ponían feas y teníamos todas las de perder.
Te puedo jurar, hermanito, que gracias a él podíamos
atacar dos veces, en puntos distintos, en un solo día
48

y estar a veinte kilómetros de distancia para la noche


aunque nosotros habíamos caminado sólo diez, porque
Venancio nos conducía por trochas, atajos entre cerros,
cruzábamos ríos por el único lugar que se podía vadear
en quince kilómetros de largo y que nadie conocía; sólo
así podíamos sacar una ventaja increíble y desbocar la
imaginación del enemigo que suponía, con esos ataques
y rápidos desplazamientos, que éramos varios cientos
y no los casi cuatro gatos que éramos al principio. Ese
Venancio es medio silvestre, habla ciertamente poco,
pero cuando lo hace, es lapidario y contundente, nada se
le escapa. Me costó mucho trabajo hacerle comprender
que el ritmo del desplazamiento tenía que darlo yo de
acuerdo a los planes a corto, mediano y largo plazo. Si
por él fuera, nos pasaríamos caminando toda la noche y
combatiendo todo el día; así que fácilmente te puedes
imaginar que en el primer mes, desde que él llegó a
nosotros, todos andábamos con la lengua afuera de
tanto subir y bajar; medio muertos de tanto cruzar ríos
helados a medianoche, para seguir caminando hasta
el amanecer... ¡Ah...! Y dicho sea de paso una cosa
increíble: En plena puna, a varios miles de metros sobre
el nivel del mar, con un espantoso frío que te corroe
los huesos, de tanto caminar, el cuerpo se te calienta y
casi se te seca la ropa; tan cierto es, que uno se pone
las medias mojadas en el pecho y al día siguiente están
secas. Cosa de locos, pero así es y eso lo aprendí de ese
chiquillo, que contribuye como un verdadero gigante.
Así fue cómo conocí a Felipe y a Venancio.

***

Raúl terminó de saludar a los combatientes, se había


detenido un poco en cada uno para preguntarle por su
salud, por su estado de ánimo, qué pensaba de las cosas
49

que estaban pasando y cómo veía la salida de este enredo.


Los cinco minutos de descanso se habían convertido
en más de media hora. Los mandos se reunieron con
los responsables que se harían cargo de los grupos del
pelotón y con Venancio. Reorganizaron el contingente de
los grupos de ataque, apoyo y contención; los que tenían
peores heridas iban al grupo de contención y los más
sanos, al de ataque. Venancio explicó la ruta a seguir y
calculó el tiempo que les llevaría llegar a la base de apoyo:
-un día y medio, máximo dos. Llegaron a la conclusión de
que eran varios los helicópteros que habían participado
en el ataque, aunque uno de ellos llevó la parte principal
del mismo, lo que significaba, al entender de Raúl, que
los otros helicópteros habían desembarcado personal y
que a estas alturas se encontraban posiblemente dentro
de un cerco que había que romper a toda costa, de lo
contrario sería el fin para todos. Se distribuyeron las
tareas y cada quien fue a reunir su grupo y explicar el
plan a seguir.
Cuando despertaron a Domingo, éste salió disparado
y fue a estrellarse contra una pared del cerro, rebotó y
cayó otra vez de espalda contra el suelo.
-Domingo, ¿don Sata te cerró la segunda puerta
del infierno o qué? -preguntó Julián a la vez que todos
rompían a reír estrepitosamente.
-¡Carajo! -gritó Domingo todavía medio dormido-.
¡Estaba soñando que me caía un helicóptero encima!
¿No pueden despertarlo a uno con un beso en lugar de
zarandearlo?
-Ni que fueras la bella durmiente -le replicó Julián-.
Aunque feo no eres, de repente te da un besito la María,
pero con la boca de su metraca para afeitarte esos cuatro
pelos que tienes por barba.
Y nuevas risotadas se lanzaron al aire frío de la
mañana, que empezaba a vestirse de plomo oscuro.
50

Raúl se le acercó a Domingo y le extendió una mano


para ayudarle a pararse.
-Gracias, compañero -sonrió entre avergonzado y
alegre llevándose la mano libre a la frente, que empezaba
a teñírsele de rojo sangre.
La marcha se reanudó cuando todos tenían claro
que les esperaba una jornada bastante agitada; en ese
momento nadie sentía miedo, al contrario, todos querían
cobrarse la pérdida del mondonguito.
El ascenso por la vertiente izquierda de la garganta
resultó bastante penoso, en especial para aquellos que
caminaban sin zapatos; a pesar de tener los pies envueltos
en trozos de ropa, ello no era suficiente para combatir
los dolores que producía el pisar cascajo. En muchos
lugares no existía huella, y donde la encontraron no era
sino un sendero adusto y solitario, nadie pasaba por allí
en tiempos normales y la maleza casi lo había borrado.
Sólo la pericia de Venancio lograba detectar la mejor
forma de subir dando rodeos, y conjurando el peligro de
despeñarse los condujo hacia la salida trepando como
cabras por una quebrada cortada a pique. Poco antes del
mediodía se encontraban cerca de la salida.
Venancio, con agilidad de gato montés, se adelantó
para inspeccionar la salida. Estaría a unos doscientos
metros, cuando Raúl vio que agitaba la mano
desesperadamente. Raúl levantó la mano y con un gesto
rápido y violento la volvió a bajar, se pusieron de cuclillas;
un aire helado recorrió el corazón de todos y cada uno;
el enemigo estaba cerca, delante de ellos, era hora del
combate cara a cara.
Raúl se acercó a Venancio y ambos se dirigieron a la
boca de la salida sigilosamente, casi a rastras. Empezó a
contar cuántos eran los soldados y a analizar el terreno
buscando las mejores posiciones de ataque y protección.
Descendió medio metro y se echó de espalda; a una
51

seña suya, se desgajaron de la fila cuatro sombras para


darle el alcance. Mientras esperaba la llegada de los
responsables de grupo, notó que Venancio temblaba.
-¿Tienes frío, hijo? -preguntó paternalmente.
-No -respondió Venancio dando diente con diente-.
Creo que tengo miedo -añadió suspirando.
-¿Y tú piensas que yo no? Aquí no hay uno solo que no
sienta miedo o temor. El problema es poder controlarlo.
En un combate están tú y el enemigo frente a frente, sólo
hay dos posibilidades: o acabas con él o él acaba contigo.
Acabar con el enemigo significa ponerlo fuera de combate,
y eso significa: desarmarlo, herirlo o matarlo. Los que
están allí, al frente, son nuestros enemigos y nosotros
somos los enemigos para ellos, y quieren liquidarnos.
Pero hay una cosa que nos diferencia, mientras ellos son
asesinos a sueldo o simples instrumentos de represión
del Poder que está en las manos de unas pocas personas,
nosotros luchamos junto al pueblo, junto a la mayoría,
y lo hacemos para liberar nuestra nación y nuestro país
de la opresión y de la explotación. Tú sabes tan bien
como yo por qué estamos aquí dispuestos a morir, es por
una causa justa. Cada uno de nosotros, como persona
individual, no vale mucho, o simplemente no vale nada,
pero si vas sumando el grano de arena que cada uno
de nosotros aporta, entonces verás que todos juntos
formamos una sólida montaña que aplastará a todos
aquellos que nos han causado tantas desgracias desde
hace casi quinientos años. No te preocupes, si nosotros
morimos en combate, muchos más se levantarán y
tomarán las armas de los caídos para continuar con la
tarea de liberación, para continuar con la revolución
que libere a nuestro pueblo y establezca el reino de la
felicidad sobre la Tierra. Pero cuidadito, esto no quiere
decir que te hagas matar tontamente, todo lo contrario:
apunta a la cabeza de tu enemigo, aprieta el gatillo y
52

dispara a matar, eso es todo. ¿Está claro?


-¡Sí! -dijo quedo Venancio-. Pero todavía tiemblo y no
lo puedo parar.
-No hagas nada por impedirlo, la tembladera se te
irá sola. Y ahora quiero que me escuches con mucha
atención: Quiero que tengas tu fusil sin el seguro puesto
y listo para entrar en combate, pero sólo cuando yo
te lo ordene, sólo yo te puedo dar esa orden. ¿Me has
entendido? -Venancio movió la cabeza afirmativamente
sin mirar a Raúl-. Y quiero que te quedes aquí abajo.
¿Está claro?
-¿Por qué? ¡Yo también soy útil arriba!
-Quiero que te quedes aquí porque eres indispensable
para sacar a los que sobrevivan. Ésa es una tarea especial
para ti, y no quiero perderte. ¿Me entiendes?
-¿Crees que no vas a sobrevivir?
-La última vez que pensé en eso casi me matan, así
que mejor me pongo a pensar en el mar y...
Llegaron Felipe, Ciro, Anastasio y Domingo.
-¿Qué sucede? -preguntó Anastasio- ¿Están arriba?
-Sí. Son entre treinta y cuarenta, la mayoría está al
descubierto. Quiero que cada uno de ustedes se acerque
y mire... ¡Dónde diablos está Lupe...! -Raúl no se había
percatado de su ausencia hasta entonces.
-Dice que tiene dolor de estómago y que se queda
con los compañeros de contención.
-Bueno, bueno..., qué le vamos a hacer. Acérquense
uno por uno y miren lo mejor que puedan. Pero no alcen
mucho la cabeza, que nos pueden ver.
Diez minutos después volvían a reunirse. Los cuatro
temblaban ligeramente.
Raúl miró a Venancio y le susurró:
-¿Y? ¿Qué te dije?
-¿Qué? ¿Qué pasa? -preguntaron a una voz.
-Nada -dijo Raúl y sonrió junto con Venancio.
53

-Bien, compañeros -empezó Raúl sin apuro-. Ellos


están a unos cien metros, o un poco más, de aquí. Entre
ellos y nosotros la mayor parte del terreno es plano,
sobre todo hacia nuestra derecha. Hacia la izquierda el
terreno es algo accidentado. A la izquierda del grupo de
soldados habrán visto una gran piedra y parte de una
elevación; detrás de esa elevación está nuestro camino
a seguir, así que ya se dan cuenta que sólo podremos
avanzar si pasamos por encima de ellos. Pero también
es posible que una parte de los soldados estén detrás
de esa roca. Unos treinta están al descubierto junto
a las cajas de municiones; son las que están junto al
árbol. Una de las cosas que debemos evitar es que los
que están al descubierto corran hacia la roca. Nuestra
primera dificultad a resolver es cómo salimos de aquí...
la única forma es de uno en uno, a rastras y en absoluto
silencio. No existe otra forma. Tenemos que llegar hasta
las piedras que están esparcidas a unos veinte metros
delante de la boca de la salida. El grupo de ataque debe
tratar de llegar completo hasta las piedras, y somos
catorce; eso nos va a demandar más de veinte minutos
de desplazamiento; los compañeros de apoyo son diez,
eso representa..., quince minutos; ¡más de media
hora en silencio sería un milagro...!, pero debemos
esforzarnos por lograrlo, y además necesitamos que los
compañeros de contención entren en acción, ya que por
la espalda no puede atacarnos el enemigo. De hecho
vamos a sufrir bajas, así que los de contención no deben
quedarse dormidos. Cuando los de ataque entremos en
acción debemos tratar de causar la mayor cantidad de
bajas en el primer segundo y casi de inmediato ganar
terreno hacia los cincuenta metros; habrán visto que allí
el terreno es más adecuado para protegerse, ¿no? Bien,
cuando avancemos después de la primera descarga, los
del grupo de apoyo deben tomar nuestras posiciones,
54

luego unírsenos y los de contención ocupar el puesto


dejado por los de apoyo. La mayoría de nosotros estará
pegada a la izquierda; si ellos se corren a nuestra derecha
están perdidos, pero si se meten tras la roca los perdidos
somos nosotros porque no podemos retroceder; si lo
hacemos, nos cazarán como a conejos. El resto queda a la
iniciativa de cada combatiente y su experiencia personal.
Estamos obligados a desplegar nuestra imaginación lo
más y mejor posible. ¿Qué opinan al respecto?
-Todo está claro, ésa es la única forma. Por lo menos
la mitad de los nuestros sobrevivirá -dijo Felipe.
-De acuerdo -afirmó Domingo.
-No veo nada mejor -dijo Ciro.
-¿No hay otra forma? -preguntó Anastasio.
-Es la forma más primitiva de atacar, pero el terreno
y las circunstancias no nos dejan otra alternativa
-respondió Raúl-. Hagan saber al contingente la situación
con toda exactitud. Lo único que se espera de nosotros es
disciplina, audacia e imaginación, que cada uno entregue
de sí lo mejor que tenga. Pónganse en marcha.

***

Fíjate, hermano, que cuando estábamos a punto de


salir se me secó la garganta, y tragué en seco, quise
decir algo pero no pude, sólo llegué a desear que cada
uno cumpliera bien su jornada y me lancé sobre la salida.
Habré demorado un par de minutos en avanzar los veinte
metros hasta la primera piedra, pero a mí me parecieron
un par de siglos, me arrastraba lentamente, por suerte el
viento soplaba contra nosotros y alejaba el ruido de los
oídos de los soldados, aparte de que ellos estaban con
un radio prendido escuchando salsa. Una vez ubicado, le
hice una señal a Felipe, que se colocó a mi derecha, y así
fueron saliendo uno a uno; creo que hice señales un par
55

de veces más, pero después fue Venancio el encargado


de hacer salir a la gente, ¡aunque si de él dependiera los
mandaba de a dos! Pero el hecho fue que lo hizo muy
bien y lo mejor de todo era que la gente le obedecía y
jugó un papel muy importante para mantener ordenadas
nuestras fuerzas.
El jaleo empezó cuando sólo seis de nosotros
estábamos en posición de ataque según lo planeado.
Desde que me acomodé, detrás de una piedra y en
posición de tiro, casi por intuición, puse la mira sobre un
tipo medio blanquiñoso que estaba tomando cañazo, te
afirmo que era aguardiente de caña porque después de
cada sorbo el tipo hacía unas contorsiones con el cuerpo
como si le quemaran las entrañas; cuerpo acostumbrado
a la cerveza, no le queda otra cosa más que hacerle ascos
al trago fuerte mientras bebía, fumaba y bailaba al son
de la música. Simplemente me pareció que era el oficial
al mando, a pesar de que no llevaba distintivo alguno, y
le puse la mira encima, además estaba cerca de la gran
roca y podía esconderse tras ella al iniciarse el combate.
Bien, a medida que los nuestros tomaban posición, con
el aire llegaba en oleadas la música salsa que sonaba
en el radio. En un momento el militar se dio la vuelta
hacia nosotros, dio unos cinco pasos hasta acercarse a
un matorral y se puso a orinar desperezando el cuerpo
que seguro lo tenía entumecido por el frío. No te puedes
imaginar lo mal que me sentía; la boca se me terminó
de secar de tal manera que cuando me provocaba saliva
frotando rápidamente la lengua contra el paladar, me
daba la impresión de que el ruido era tan fuerte que nos
podrían escuchar. Luego mi corazón empezó a palpitar
a tal velocidad y con tal fuerza que todo mi cuerpo
rebotaba del suelo con cada latido; y peor aún, como
tenía la mira de mi fusil sobre la cabeza del hombre, con
los latidos, el cañón subía y bajaba hacia el firmamento;
56

como no podía controlarme, bajé la mira hacia su pecho.


En esos pocos segundos que transcurrieron, me acordé
de mi mujer y de mis hijos; me dio gracia, cuando lo
recordaba después, la payasada que una vez me hizo
mi mujer. Hace años, a poco de casarnos, mi mujer me
preguntó: -¿Quieres un cafecito? -¡Sí, gracias! -le dije.
-¡Bueno...! -me respondió-, ¡cuando te prepares el tuyo
me traes otro para mí...! -¡Y me quedé sin tomar café!
Mientras el soldado seguía orinando, más recuerdos
acudían a borbotones a mi memoria, el más grato fue
el de mi hijo mayor. Estando yo en casa, en los tiempos
de clandestinidad en que no podía circular libremente,
me gustaba esperar a mis hijos al regreso del colegio
viéndolos a través de la ventana y tras la cortina; tenían
que cruzar un amplio parque que nunca estrenó árboles
ni pasto, y en el trayecto se demoraban jugando o
correteándose entre ellos. Una vez el mayor regresaba
solo, era fin de año y traía una cartulina en la mano;
la agitaba hacia adelante y hacia atrás, le daba una
vuelta completa describiendo círculos en el aire y de
vez en cuando la lanzaba como quien lanza una chapa
o un platillo para ver cuán lejos llegaba; por supuesto
la cartulina nunca volaba más de un par de metros y
parece que eso lo enojaba. Cuando entró a la casa tiró la
cartulina, que cayó encima del sillón que estaba en una
esquina. -¿Qué es eso? -le pregunté. -¡Ah, no lo sé...!
-respondió desdeñoso-, cada vez que termina el año me
dan eso-. ¿Te imaginas? El tipo tenía entonces ocho años
y le interesaba un pepino el diploma, que como mejor
alumno, recibía todos los años; y hasta donde supe,
aún a los quince años seguía arrojándolos sin el menor
interés.
¿Te das cuenta, hermano? En medio del peligro, el
cerebro se te descompone y empieza a cabalgar sobre
los recuerdos sin ton ni son, sin orden ni sentido. Y
57

yo me la pasaba diciendo para mis adentros: Calma,


muchacho, mantén la mente despejada o vas a perder
la partida y la cabeza de pasada. Pero nada, ni bien
dejaba de recriminarme, los recuerdos volvían al ataque.
Y mi corazón, que no dejaba de hacer alboroto, y mi
pulso, que no dejaba de moverse, y el hombre que no
terminaba de orinar, y la música que llegaba en oleadas...
Sobre las olas un barco va, y va, y se va... Hasta que
sucedió lo inevitable. El soldado aspiró profundo de su
cigarrillo, levantó la cabeza hacia el cielo, hizo un aro con
el humo, por el medio del aro hizo pasar una línea fina
de humo, se llevó el cigarrillo de regreso a la boca, se
sacudió, subió el cierre de su pantalón y, suspirando de
alivio, bajó lentamente la cabeza; a medio recorrido sus
ojos tropezaron con el cañón de mi fusil, abrió los ojos
desorbitadamente, abrió la boca y el cigarrillo quedó
colgado de su labio inferior; el estampido del disparo me
dejó sordo por breves segundos.

***

La gente que acompañaba a Raúl reaccionó más


rápido que los del capitán Jiménez que, por culpa de
aquellas malas jugadas del destino, había llegado hacía
tres días de la Capital; celebraba su cumpleaños en
plena puna escuchando salsa y bebiendo un trago que
despreciaba tanto como a los “indios” que lo fabricaban.
Por ser su cumpleaños, el comando de la plaza lo había
destacado en el lugar supuestamente más seguro: en el
de reserva y abastecimiento. Bien retirado del centro de
combate, sólo debía preocuparse por despachar cajones
de munición, soldados de reserva, alimentos de vez en
cuando, o esperar alguna orden, que nunca llegaría, pues
había logrado comprarse al comandante del batallón
con un cajón del mejor whisky. Nunca sospechó que
58

esos “indios”, que habían arruinado su cumpleaños, y a


quienes tanto odiaba, de pura casualidad, acabarían con
él precisamente en el día de su natalicio, en medio de
una serenata estruendosa, con olor a pólvora y sangre.
Tras la sorpresa de las primeras descargas, los soldados
se lanzaron al suelo buscando refugio y preparándose a
responder el fuego. Tiempo precioso que aprovecharon
Raúl y sus compañeros para dar un salto hacia adelante,
ganar distancia y mejores posiciones. Al mismo tiempo
Venancio lanzaba desde las entrañas de la tierra hombres
que vomitaban fuego, consignas y maldiciones, mientras
avanzaban en zigzag, de pie, de rodillas, de pecho, de
espalda, de costado, olvidando el miedo, hasta agotar la
cacerina. Y sólo recordaban que estaban en la vorágine de
una batalla mientras cambiaban de cargador; entonces
rogaban que la tierra, el aire y la suerte los proteja del
plomo que silbaba por encima de sus cabezas.
Los seis de la primera línea tragaban polvo y se
estremecían, qué locura, los balazos zumbaban de ida
y de venida sobre sus cabezas, disparaban a ciegas sin
levantar la cabeza, hasta que en medio de un infernal
ruido se escuchó la voz de orden para que los de atrás
dejaran de disparar y los de adelante pudieran abrir
fuego calculado, incorporarse y ganar nuevas posiciones
hacia adelante, al tiempo que la segunda fila se abría
en abanico hacia la derecha acercándose lo más posible
a la primera; y la tercera tomaba las posiciones de la
segunda sin disparar para no dar por la espalda a sus
propios compañeros. Una maniobra a todas luces
arriesgada y peligrosa, pero la única posible, que todos
habían aceptado y memorizado a tal punto que cuando
escucharon: ¡Viva el Presidente!, no eran hombres, sino
una máquina de combate que se movía sincronizada al
milímetro gracias a una moral muy especial, anidada
en mentes y corazones convencidos de la justeza de su
59

lucha.
Por segunda vez se levantó la primera línea escupiendo
palabrotas y plomo a granel, dio cuatro brincos y se vio
obligada a clavarse de cabeza contra el suelo después
del grito desgarrado de Raúl advirtiendo la presencia
de pelotas negras que surcaban el aire. -¡Granadas!
¡Granadas! -fue el grito que se confundió con las
primeras explosiones... tres, cuatro... un tiro, una ráfaga,
silencio... una eternidad, tierra, humo... -¡Cocacola para
esos hijoeputas! -ordenó Raúl, y en sentido contrario a
las primeras volaban unas latas rojas.
Entre granadas y cocacolas había una gran diferencia:
las granadas eran de tipo piña y aunque causaban estragos
no faltó la vez en que simplemente sonaban: ¡Puf...!
y no pasaba nada; por eso le habían puesto el mote
de pedo muerto. Mientras que las llamadas Cocacolas
eran latas de gaseosa que llevaban dentro varios
cartuchos de dinamita revueltos con clavos y pedazos
de alambre oxidado y largamente macerados en heces,
que al explotar causaba estragos de consideración, y que
si no mataba en el acto, la infección lo hacía tarde o
temprano. Se tuvo el ingenio, con el tiempo, la práctica y
la necesidad, de convertirlas en automáticas: La mecha
era corta, dos o tres centímetros como máximo, la punta
estaba abierta con un tajo por el costado y en medio
de la pólvora metían dos o tres cabezas de fósforo con
sus palitos bien amarrados; delante de ellas ponían una
tira de papel para encender fósforos, que en un extremo
estaba sujetada por un cordel. Al jalar el cordel, se
deslizaba el papel y con la fricción encendía la cabeza
de los fósforos y el fuego, la pólvora. Tenían menos
de diez segundos para lanzar la Cocacola, que por lo
general explotaba antes de llegar al suelo haciendo más
mortífera la carga que llevaba. Los combatientes tenían
el brazo lo suficientemente fuerte para hacerlas volar por
60

encima de los veinte metros y cuando usaban las hondas


podían hacerlas alcanzar más de cincuenta.
Siete Cocacolas estremecieron la cumbre del cerro y
a los que en ella combatían. Se levantó una polvareda
inmensa en medio de gritos de dolor, de maldiciones
renovadas, de estallidos aislados o de ráfagas de balas de
todo calibre. Los atacantes se incorporaron y se lanzaron
a la carrera en el preciso instante en que nuevas granadas
surcaban el aire; nadie las vio, la primera explosión los
lanzó al suelo. A la derecha de Raúl estalló, no muy lejos,
una granada que lo dejó con el oído derecho tintineando,
y cuando se lo golpeaba con la cuenca de la mano vio
salir de entre la polvareda a Julián, con la mirada fija en
él, el brazo le colgaba de un hilo a la altura del codo y
el fusil había quedado asido por los dedos agarrotados y
convulsos, torció los labios en una mueca de asombro y
lo llamó: Raulito, cuñadito, me jodieron estos cabrones...
Dio dos pasos más y se le doblaron las rodillas, se sentó
sobre sus talones y cayó de costado describiendo un lento
semicírculo, quedó brevemente recostado sobre el brazo
sano y, luego de un estremecimiento, quedó de espalda.
Raúl se le acercó arrastrándose de rodillas y manos, a
medio camino sintió el calor y escuchó el silbido del plomo
al cruzar por delante de su cara, tan cerca, que lo obligó,
en tardía reacción, a echar la cabeza hacia atrás, cuando
la bala ya había pasado a pocos milímetros delante de
su nariz; una vez a su lado, lo levantó tomándolo por la
espalda y apoyó la cabeza de Julián sobre sus muslos.
La batalla tomaba rasgos más cruentos, pero ninguno
de los dos escuchaba ni prestaba atención a nada. La
Piedad de Miguel Ángel se había trastrocado en medio de
una salvaje carnicería. Julián quiso decir algo, pero Raúl
trató de impedírselo poniéndole la mano sobre los labios
agónicos...
-Calla, hermanito, te vas a poner bien... -no terminó
61

la frase porque Julián con voz dolida le susurró:


-¡Cállate tú, carajo, y escúchame porque me están
matando, compadre...!
El cuerpo le temblaba y el pedazo de brazo que
le quedaba se le levantaba a cada latido del corazón,
lanzando chorros de sangre intermitentemente. Tragó el
aire que le faltaba y siguió hablando en medio de ahogos
y toses.
-Mi viejita vive en San Juan de las Flores... cerca del
mercado... donde... vende verduras todos los... días,
yo le ofrecí... que con el triunfo... tendría trabajo y...
y... y... podría... comprarle una casita para... sacarla de
ese corralón de mierda... Como ves... Prométeme que...
vas a ayudar a mi... a mi... a mi viejita... ¿Qué dices...
Raulito...?
-Sí, hermano, lo que quieras...
-No, cojudo... lo que quieras... no, di que vas... que
vas... a ayudar a mi viejita.
-¡Te juro por mi madre que voy a ayudar a tu viejita
como si fuera la mía propia...!
Mientras hablaban se tenían tomados de la mano, el
cuerpo de Julián tiritaba, se iba enfriando y el alma se le
escapaba por la herida. -Dile... que... la... quie...
El cuerpo se le puso tenso por un segundo breve, como
si una descarga eléctrica lo hubiese surcado en busca de
salida. Tiró la cabeza hacia atrás, una queja se ahogó
en su garganta, buscó los ojos de Raúl y se abandonó
en un viaje sin retorno. Quedó inmóvil mirándolo desde
las profundidades de la muerte. Al cerrarle aquellos ojos
puros y cristalinos de criollo curtido por los golpes de la
pobreza, sintió que las lágrimas quemaban sus mejillas.
Recuperó el sentido de realidad cuando algo le cayó
encima, dos explosiones cercanas lo sacudieron. Lo
que le cayó encima fue Felipe, que en todo momento
estuvo a su lado, de rodillas, disparando como loco hasta
62

que agotó sus municiones y al ver venir volando unas


granadas se tiró encima de su amigo salvándolo por
enésima vez. Una vez recobrado del susto, miró a su
alrededor, se incorporó y se lanzó hacia adelante dando
un grito salvaje que fue secundado por todos. Notó que
en el fusil no le quedaba ni una sola bala más en el preciso
momento en que veía una camiseta blanca ondeando de
un palo y oía gritos de rendición.
-¡Alto el fuego...! ¡Alto el fuego, carajo! -se repetía
de voz en voz y los tiros se hacían más espaciados hasta
cesar por completo.
-¡Tiren las armas, manos a la nuca y pónganse a la
vista, los de atrás de la piedra salgan de a uno, muévanse,
maldita sea...! -gritaba Raúl secándose las lágrimas. Vio
levantarse a los primeros soldados, miró a su alrededor
pasando revista a sus compañeros, Venancio estaba a
su lado, junto con Felipe; al mirar hacia el punto por
donde habían salido, distinguió la figura de Rosita Luna,
arrodillada sobre un cuerpo inmóvil. Soltó el fusil, palmeó
el hombro de Felipe, le dio las gracias y le pidió que se
encargue.
Nadie supo de dónde, pero de pronto apareció Lupe
dando gritos que no se entendían muy bien; cuando
estuvo un poco más cerca, se dieron cuenta que lo que
pedía a gritos era que maten a todos, que fusilen a esos
maricones de mierda, asesinos... Venancio se le acercó
y le dijo:
-¿Qué pasa? Te has olvidado de los principios que
tenemos ¿o para ti sólo son rollos para repetir? -en
respuesta recibió una cachetada y Lupe siguió avanzando
hacia Raúl gritando maldiciones.
-¿Qué esperas idiota que no das la orden?
Más que furiosa estaba nerviosa y descompuesta,
seguramente el dolor de estómago y la diarrea la habían
dejado de mal humor -pensó Raúl-. Se le acercó al oído
63

y le dijo lentamente:
-¡Te callas o te callo!
Acto seguido le quitó la metralleta, la única que
tenía las tres cacerinas llenas de balas, y se la entregó
a Venancio. Dio dos pasos en dirección a Rosita Luna y
escuchó un tiro y un grito:
-¡Suelta la pistola! -gritaba uno de los combatientes
a un verde que salía de la roca con una automática en
la mano. Raúl giró sobre sus talones, desenfundó el
revólver que aún llevaba colgando a la cintura y disparó
quebrándole el hombro al soldado mientras decía:
-¡No, carajo, otra vez con el mismo cuento, ni de
vainas...!
Rosita Luna lloraba de rodillas cerca al cuerpo de
Ciro, se tapaba la cara con las dos manos y de cuando en
cuando las posaba sobre el pecho de su compañero. Ciro
estaba con los brazos en cruz y un pie cruzado encima
del otro. Sólo pudo dar unos cuantos pasos después de
la salida antes de que una ráfaga de fusil le impidiera
seguir y le abrió el pecho en dos.
-¿Qué voy a hacer sin ti? -se preguntaba Rosita Luna
mientras trataba de cerrar la herida del pecho a Ciro,
soñando en que pronto despertaría de una pesadilla.
Ciro tenía los ojos abiertos, Raúl se los cerró.
-¿Por qué tenemos que morir mirando las nubes? -se
preguntó a la vez que levantaba la vista buscando la
respuesta entre los oscuros nubarrones que se formaban
sobre sus cabezas. Abrazó a Rosita Luna y trató de
explicarle que aún tenían mucho por hacer, y que la
mejor forma de rendir homenaje a Ciro era mantenerse
firme en la lucha hasta la consecución de la meta. En
ese momento sus propias palabras le sonaban a discurso
vacío e inoportuno, pero no tenía forma de expresarle
sus sentimientos; tantas muertes en un solo día era
mucho para un solo corazón.
64

***

Ese día perdimos una compañera y tres compañeros,


y fuimos heridos doce de nosotros. Yo no me di cuenta
de nada hasta que Felipe me preguntó por qué cojeaba.
No tenía ni idea de lo que decía. ¿Cojear yo? ¿Cuándo?
Mi pantalón y la casaca estaban manchados de sangre
por todos lados, pero pensaba que no era mía, hasta
que levanté la pierna derecha y sentí un hormigueo. Una
esquirla había roto el fierro de protección de la caña de
la bota y se había clavado, junto con pedazos de fierro,
en mi pierna. Por suerte sólo habían cortado la carne sin
tocar el hueso. Justina se acercó al llamado de Venancio,
se echó a la boca un trago de cañazo y me lo escupió
sobre la herida, con la mano sacó los restos de metal
y me frotó con un trapo empapado en ron de quemar
que usábamos para prender la leña en la cocina. Frotaba
como una salvaje, ¡claro, si no era su pierna...! ¡Y me
hacía ver estrellas a plena luz del día...! Después me
vació un cuarto de botella de cañazo sobre la herida, me
vendó y dijo: -¡Cojudeces, en media hora estás como
nuevo! -agarró sus instrumentos médicos, es decir sus
dos botellas y se fue a buscar al siguiente herido. Si así
se pudiesen curar las heridas del corazón y del alma,
esta guerra no nos dejaría heridas abiertas.

***

A pesar de estar agotados se dieron el tiempo para


curar y ponerles inyecciones antitetánicas a los soldados
heridos. Tomaron nota de los muertos en el bando
enemigo: quince; de los heridos: veinticinco, dos de
gravedad; ilesos: doce. Eran mucho más de lo que habían
calculado. Les quitaron las botas porque las necesitaban
65

y además por seguridad, para que no se puedan


desplazar con facilidad. Tomaron las precauciones de
dejarlos amarrados y de advertirles que no se movieran
en las próximas veinticuatro horas, a sabiendas que no
les harían caso. Cargaron con los alimentos, las armas y
municiones que encontraron, recogieron a sus muertos,
curaron a sus heridos y se echaron a andar entre vivas
y cánticos. Cinco kilómetros más adelante enterraron las
armas sin cerrojo y las municiones que no podían seguir
llevando. Enterraron a sus muertos alejados uno de otro
para que el enemigo no los ubique y siguieron su camino
en silencio. El día alcanzaba su madurez al atardecer, el
cielo se encapotaba y amenazaba con abrir sus esclusas.
En medio del silencio de las alturas, las finas gotas
de lluvia que empezaron a caer se mezclaban con el
descompasado golpeteo de las botas contra el suelo
recién humedecido y sembrado de piedrecillas. Cada
quien estaba sumergido en sus propios pensamientos.
Raúl recordaba las palabras dichas ante la tumba de
cada uno de sus compañeros y amigos.
-¡De Margarita debemos aprender su solidaridad
y compañerismo! -había dicho cuando terminaron de
enterrarla.
Margarita era una campesina menuda, de cabellera
larga y piel curtida. Tenía apenas catorce años pero
aparentaba unos buenos veinte.
Era ayudante de Justina, la enfermera del pelotón.
Siempre estaba detrás de sus camaradas preguntándoles
cómo se sentían o si necesitaban algo. Estaba pendiente
de cómo, cuándo y cuánto comían. Era capaz, y muchas
veces lo demostró, de entregar su ración de alimentos
a algún combatiente que ella decidía que necesitaba
comer más para rendir mejor. En los tiempos de angustia
y carestía ella recolectaba hierbas y raíces del campo
para saciar el hambre, o extraía agua de la base de
66

las pencas, un líquido dulzón que aplacaba la sed y el


cansancio cuando no tenían nada para beber.
Muchas veces se la veía en pleno combate arrastrando
a los compañeros heridos, para sacarlos de la línea
de fuego y darles los primeros auxilios; terminaba su
tarea y regresaba a su puesto de combate para seguir
disparando, hasta que algún otro caía herido y ella iba a
atenderlo.
En tiempos de descanso no podía ver a nadie con
cara de triste porque inmediatamente se le acercaba y
le preguntaba qué sucedía; si le dolía algo o extrañaba
a alguien. Si alguien suspiraba ella decía en voz alta:
¡Ya empezamos con la suspiritis...! Y se acercaba a su
paciente y le decía: ¡A ver, dime en quién piensas y te diré
dónde te duele! Se la pasaba habla que te habla hasta
que su paciente reía y quedaba curado de cuerpo y alma.
-¡Porque la risa cura de verdad! -solía decir muy oronda,
a la vez que agitaba su pollera al aire; se le acercaba a
Raúl y le decía levantando la cabeza y parándose sobre
la punta de los pies: ¿Compañero, usted sabe, no? Todos
somos de carne y hueso, ¿no? También tenemos nuestro
corazoncito, ¿no? Ni que fuéramos de acero inoxidable,
¿no? Y Raúl le respondía: ¡Así es, compañera, así es,
efectivamente, pero a medida que nos acercamos a la
meta, en la fragua de la lucha nos vamos templando
como el acero! Si ya lo sé -replicaba Margarita-, ahora
todos somos mucho más fuertes que hace un año, pero
de vez en cuando hasta usted tiene suspiritis, ¿no?
¡Claaaaaro...! -decía Raúl sonriendo- yo también tengo
mi corazoncito, ¿no?
-¡Persistir, persistir y persistir...! ¡Ése es el ejemplo
que nos deja el compañero Ciro! -había dicho cuando
terminaron de enterrarlo. Recordó que cuando llegó
al campamento, Ciro ya estaba allí. Con el tiempo le
escuchó a él mismo narrar su historia. Fue destacado a
67

una zona de la Sierra Alta que no había sido trabajada


políticamente antes. Estuvo tres meses solo y luego
llegó un grupo de cuatro nuevos compañeros, entre ellos
Rosita Luna. A las dos semanas los recién llegados se
fueron, salvo Rosita Luna, que enfermó. A partir de ahí
quedaron solos, simplemente se olvidaron de ellos. Los
que conocían de su existencia habían sido encarcelados
o muertos en combate; al menos esa fue la explicación
que les dieron un año después, cuando un pelotón pasó
por allí. Cuando el pelotón entró a la comunidad se
encontró con la sorpresa de que tenían un fuerte apoyo.
Ciro y Rosita Luna habían hecho un buen trabajo. A
pesar de estar aislados, y sin directivas concretas, se
desenvolvieron exitosamente desplegando audacia e
iniciativa. Los errores que cometieron en el empeño no
fueron de importancia. Los dos se retiraron junto con
el pelotón después de tres semanas de trabajo intenso,
donde quedó montada una organización sólida que con el
paso de los años cumpliría un papel muy importante en
la guerra: la lucha contra el avance del enemigo, quien
pretendía organizar y levantar a las comunidades contra
los revolucionarios, siguiendo la política de enfrentar
masas contra masas. Pero no sólo habían realizado
un eficaz trabajo político, también habían estudiado
a conciencia y asimilado los principios y la moral
revolucionarios; y en ese andar se enamoraron, con un
amor sereno y maduro que contrastaba con su juventud.
Y de ese amor Rosita Luna llevaba en su vientre una
criatura de dos meses de gestación.
De Ramón, dijo: -¡Debemos aprender su sencillez y
lealtad! Ramón era uno de los pocos campesinos raros
que existían en las partes altas de la Sierra y delataban
el paso de los españoles hacía casi cinco siglos por
esos apartados parajes. Era bastante alto, más de un
metro ochenta, piel casi blanca, ojos claros, de un verde
68

desteñido, cabello castaño claro pero hirsuto. Se les


unió cuando pasaron por su comunidad, y los acompañó
durante tres agitadas semanas donde hubo de todo.
Hasta que una tarde se acercó a Lupe y a Raúl y les dijo:
-Bueno, muchas gracias por todo. ¡Me voy...! Raúl sonrió
y Lupe pegó el grito al cielo: -¿Cómo que te vas a ir?
¡Éste no es un club donde se entra y se sale cuando a
uno se le pega la regalada gana! ¡Tenemos que convocar
una asamblea para ver tu caso y después veremos! ¡Así
que, compañero, no nos venga con esas sorpresas! Raúl
la calmó un poco diciéndole: -No te dejes arrastrar por
las emociones, no vaya a ser que hieras los sentimientos
de las personas. -¿Qué pasa, Ramoncito? -le preguntó
mientras levantaba la cabeza para mirarle a los ojos-.
¿Es que hemos hecho algo malo o algo que no te haya
parecido bien? -No, nada -respondió Ramón rascándose
la cabeza-, lo que pasa es que quería ver cómo era la
cosa, y además como entramos en tiempo de siembra
tengo que ir a sembrar en mi parcela. Cuando acabe
voy a regresar-. Y después de un corto silencio agregó:
-¡He dicho mi verdad! Raúl le palmeó el hombro y le
dijo: -Bueno, entonces ya nos veremos otra vez. Ramón
recogió su poncho, que era lo único que tenía; entregó a
Raúl el arma que le habían asignado y la munición que le
sobraba, lo abrazó casi hasta triturarlo, miró a Lupe de
soslayo y les gritó con voz ahogada mientras se perdía
entre las rocas de la montaña: -¡Que les vaya bien, yo
sabré encontrarlos...!
-No te preocupes -le dijo Raúl a Lupe-, volverá. Y
efectivamente, seis meses después volvió para quedarse
definitivamente.
De Julián, dijo: -¡Debemos aprender su valor y alegría!
Julián era ligeramente más alto que su fusil, siempre le
preguntaban en son de broma si él cargaba con su chica,
nombre con que identificaban al fusil, o si su chica cargaba
69

con él, y siempre respondía lo mismo entre carcajadas:


-¡Cada vez que nos acostamos juntos le pregunto a ella
lo mismo, pero es tan fría... que no me responde nada...!
Y de cuando en cuando los compañeros le preguntaban
lo mismo sólo por el placer de oírlo carcajearse, porque
tenía una risa vibrante y chillona que contagiaba.
Todos recordaban su mejor anécdota a carcajadas:
Una vez, en la toma de un retén policial, el pelotón no
podía avanzar porque sobre el techo habían colocado unos
sacos de arena que protegían muy bien a un guardia,
quien con una ametralladora de trípode mantenía a raya
a los guerrilleros, obligándoles a protegerse tras los
muros de las casas sin poder avanzar. En un momento
del combate todos vieron cómo Julián cruzaba en zigzag
la plazoleta, desaparecía detrás de un muro como de
dos metros de altura, y a los pocos segundos lo vieron
sobre el muro, apuntar, de pie, contra el vigía y disparar
una ráfaga; vieron también cómo el fusil rebotaba en
su hombro y lo lanzaba hacia atrás, de espalda hacia el
vacío. Lo que siguió pasó en un abrir y cerrar de ojos: el
vigía cayó herido, los compañeros cruzaron la plazoleta,
los del retén se rindieron y entregaron las armas. Cuando
fueron a buscar a Julián, lo encontraron maldiciendo
y llorando muerto de risa mientras trataba de sacarse
las espinas que tenía clavadas por todo el cuerpo. Esa
misma noche hubo una pequeña fiesta donde Julián se la
pasó bailando huaynos con todos los compañeros y cada
una de las compañeras. De rato en rato le preguntaban
cómo le iba con las espinas y se reían. En determinado
momento miró a Raúl y le dijo: ¿Sabe, compañero,
qué pasó? Cuando llegaron estos cojudos, en vez de
ayudarme se tiraron al suelo revolcándose de risa, así
que no tuve otra alternativa, me saqué la correa y los
empecé a perseguir a correazo limpio, pero ellos no
dejaban de reírse y todavía gritaban: ¡Jesús, Jesús, no
70

nos azotes! y yo les decía: ¡Yo no me llamo Jesús, carajo!


y les metía un correazo por el lomo diciendo: ¡Me llamo
Julián! y ellos que se rajan y me dicen: ¡Por las espinas
ahora te llamas Jesús!... ¿Le parece justo? -preguntó a
Raúl-. No, claro que no -dijo él-. No, no me parece justo,
Jesús... que diga... Julián... Y todos se echaron a reír
junto con Julián; no se reían de él, se reían con él porque
se sentían felices, ¡habían demostrado que el enemigo
es un tigre de papel!
Julián sacó a bailar a Raúl. En medio de alegres
huaynos zapateaban levantando polvo del suelo,
mientras el eco de las palmas y silbidos viajaba entre
cerros y quebradas. El momento más serio de esa noche
fue cuando todos felicitaron a Julián por su audacia y
valor.
-¡Siempre es bueno reconocer el mérito personal
de cada combatiente sin llegar a la lisonja que nubla la
razón, que despierta la petulancia y los falsos orgullos!
¡Los méritos individuales deben ser reconocidos con
alegría y sin envidia, así como los errores son criticados
con serenidad e implacablemente!
Fue el criterio unánime entre los guerrilleros.

Raúl sacudió la cabeza al regresar del pasado, aspiró


profundamente el aire fresco y el grato olor a tierra
humedecida de su serranía adorada; percatándose que
la joven noche anunciaba su presencia acompañada de
cada vez más oscuros nubarrones, volteó para mirar
hacia el sur... -Sí -pensó-, toda la noche caerá una ligera
llovizna. Miró a sus compañeros y recordó que tenían
varias horas de caminata sin descanso. Levantó el brazo
y ordenó: ¡Cinco!
Se dejaron caer sobre el suelo mojado. ¿Qué
importancia tenía, si estaban cansados, hambrientos,
sedientos y pronto estarían en la base de apoyo para
71

poder descansar todo lo que quisieran?


Recorrió la fila acompañado de Felipe y Venancio.
Indagaba por la salud y el estado de ánimo de sus
compañeros. Todos estaban cansados pero con la moral
alta, no se sentían perseguidos, ni en huida, ni en
desbandada. Se sentían combatientes de regreso a casa.
Aunque sabían que les pisaban los talones, no temían al
enemigo.
Los encargados de la vigilancia fueron los primeros
en recibir algunas latas extras de comida antes de
partir hacia los lugares que les asignaron. Los heridos
empezaron a ser revisados y vueltos a curar: inyecciones
contra las infecciones, pastillas contra el dolor de cabeza
y de estómago, nuevos vendajes.
La llovizna seguía cayendo lentamente sobre la
montaña y los guerrilleros. Hora de comer, se abrieron
las primeras latas de carne, pescado, frutas en conserva,
bebieron agua de las cantimploras recién ganadas en
combate, echaron los desperdicios en un hueco cavado
en la tierra para no dejar rastros, y se recostaron para
dormir un poco.
Venancio fue enviado a hacer un reconocimiento del
terreno.
El tiempo que tardó Venancio en reconocer el terreno
no fue mucho, tal vez una hora o algo más. Rodeado de
los responsables de cada grupo empezó a informar:
-No estamos muy lejos de la base, pero aún debemos
caminar un poco.
-¿Qué significa un poco para ti, Venancio? -preguntó
María, quien tras la muerte de Ciro había asumido el
mando del grupo de apoyo.
-Bueno, no mucho... a media hora de aquí comienza
una quebrada que hay que cruzar, luego vienen dos
lomas que no son muy altas...
-¿Dos lomas? -preguntó Felipe.
72

-Bueno... una loma y un montañita que no es muy


alta. Yo sé que después de eso hay una bajada hacia
el río, ese río hay que cruzarlo de todas maneras. Yo
conozco el sitio menos hondo para cruzarlo, allí, en
esta época de año, el agua a mí me llegará al cuello y a
ustedes al pecho, no hay problema. Una vez cruzado el
río hay una pequeña planicie llena de rocas y arbustos.
Después hay que entrar a una quebrada y, siguiendo el
cauce del río seco en unas dos horas se llega a la base,
eso es todo.
-¿Así de fácil? -preguntó Raúl.
-¡Así de fácil, la montaña sube y baja! -respondió
Venancio.
-¿En tiempo, qué significa todo eso en tiempo? -volvió
a preguntar.
-Pues mire, compañero... Yo pienso que lo importante
es alcanzar la cumbre de la montañita, eso nos llevará...
unas tres horas o más al paso de ustedes...
Todos se echaron a reír porque sabían lo que les estaba
diciendo: ¡Tortugas! Siempre los llamaba así cuando le
decían: ¡Venancio, no vayas tan rápido que no vamos a
ninguna fiesta!
-... allí podemos descansar y al amanecer empezar
la bajada, es un poco pesada porque hay pocas huellas,
pero creo que a la mitad de la mañana empezamos a
cruzar el río y al mediodía estamos almorzando en la
base de apoyo junto con los demás compañeros.
-Bueno, gracias, Venancio. Sin ti estaríamos casi
perdidos -dijo Raúl con sinceridad-. Yo conozco un poco
esta zona. Hace más de un año pasamos por aquí de
reconocimiento con los mandos de otros pelotones, pero
la ruta que seguimos aquella vez es mucho más larga...
nos tomaría casi tres días para llegar a la base. ¡Gracias
otra vez, compañero Venancio!
Venancio se sonrojó, sonrió, agachó la cabeza, tomó
73

un puñado de tierra húmeda del suelo y lo arrojó a los


pies de Raúl. Era su forma de decirle: ¡De nada, no hay
nada que agradecer, compañero, lo hago con mucho
gusto, esta guerra también la peleo yo!
Cada responsable de grupo informó a su contingente
y se alistaron para partir. En fila de a uno, como siempre,
esperaron la voz de orden. Raúl, a la cabeza de la fila,
gritó la consigna: ¡Combatientes del Ejército Guerrillero
Popular, váááááámonos! ... -¡Vámonos!- Respondieron
al unísono los guerrilleros, al tiempo que se echaban a
andar. Y entonces el canto emocionado se elevaba hacia
el firmamento: Gonzalo las masas rugen y los Andes
se estremecen, expresan pasión ardiente, fe segura
y acerada; y el pueblo que escucha atento acelera su
jornada, es Gonzalo canta el pueblo, Gonzalo es lucha
armada... Las consignas y los vivas cerraban el inicio de
la marcha. La llovizna seguía cayendo sobre los Andes,
había oscurecido. Comer, beber, descansar un poco,
y cantar, les había devuelto la energía necesaria para
aguantar varias horas más de caminata.
Alrededor de la medianoche se escuchó: ¡Cinco! Un
rumor de alivio recorrió la fila. Durante más de cuatro
horas estuvieron subiendo y bajando sin pausa, algunos
tropezaron en la oscuridad y cayeron sin lastimarse más
de lo que ya estaban. Habían alcanzado la cumbre. ¡Podían
dormir hasta el día siguiente! Se dispusieron guardias
de media hora cada una para que puedan descansar lo
mejor posible; con el nuevo día les quedaba aún algo por
recorrer. Para dormir se organizaron con rapidez y sin
problemas, nadie hablaba más que lo necesario. Sobre
tierra mojada pusieron sus ponchos y la poca ropa seca
que les quedaba en las mochilas. Se echaron en lo que
llamaban posición de cuchilla, es decir sobre un costado,
esta vez sobre el hombro derecho, y se juntaban unos a
otros, pecho con espalda, para darse calor entre todos.
74

Algunos se habían sacado las casacas y se tapaban


con ellas, Raúl y Felipe cubrían al grupo con el resto de
los ponchos y con plásticos que cada uno llevaba en la
mochila. Ayudados de linternas revisaban si quedaban
bien cobijados; ésa era también una de las tareas de
los compañeros de vigilancia: de cuando en cuando,
revisar si los combatientes estaban bien tapados y si no
lo estaban debían acomodarles los plásticos. Terminada
la tarea, Felipe se fue al extremo derecho y Raúl ocupó
el segundo lugar empezando por la izquierda; sería el
tercero en hacer la guardia esa noche, él quiso ser el
primero pero no lo dejaron, es más, no querían que él
haga guardia esa noche, querían que descanse, pero
tuvo que imponerse para que le toque la tercera guardia
y se la dejaron hacer.
La rutina era la siguiente: cuando el primer compañero
terminaba su turno, despertaba al primero de la izquierda
y tomaba posición de cuchilla en el lugar dejado por el
compañero del segundo turno; cuando éste terminaba su
turno, despertaba, y ocupaba el lugar del compañero del
tercero, y así sucesivamente. Cuando Raúl se despertó,
prendió la lucecilla de su reloj: dos y quince. ¡Carajo,
me están dejando dormir, ya pasaron quince minutos de
mi turno! Se levantó y fue al lado de Anastasio, que lo
recibió con una sonrisa de oreja a oreja. Acostumbrados
por los años de guerra, todos habían desarrollado una
increíble capacidad de ver en medio de la noche, muy
pocas veces hacían uso de las linternas, y ello además
por razones de seguridad. Raúl le dio la mano, le palmeó
en el hombro y le dijo: Vaya a descansar, camarada,
más tarde nos espera todavía un largo día. Lo acompañó
hasta el grupo, lo ayudó a taparse bien y revisó a los
demás, acomodó los plásticos movidos y fue a tomar su
lugar. El tiempo discurría lentamente...
-¿Qué haces aquí, Venancio? ¿No tienes sueño?
75

-No, compañero. Y usted qué hace aquí, hace mucho


que terminó su guardia.
-Sí, ya lo sé... No tengo sueño, además mañana podré
descansar bien.
-Sí, yo también.
La noche seguía oscura y hacía frío, Raúl tenía las
manos en los bolsillos de la casaca de cuero, el fusil
colgaba delante de su pecho y un impermeable le cubría
la espalda; estaba encorvado, a ratos movía los pies sobre
el mismo lugar en que estaba parado para desentumecer
los músculos, o daba dos pasos hacia adelante y dos
hacia atrás. Venancio lo miraba de reojo sin moverse,
con la cabeza gacha.
-Voy a ver a los compañeros...
-Ya los tapé yo antes de venir -dijo Venancio casi
murmurando.
-Por qué no tratas de dormir, mañana...
-No tengo sueño, compañero... ¿O le molesta mi
presencia?
-¡Nada de eso, hombre...!
Estuvieron largo rato sin cruzar palabra, escuchando
el golpeteo de la lluvia sobre los charcos de agua que se
habían formado.
-¿Quieres saber por qué, verdad? -dijo Raúl rompiendo
el silencio de la noche.
-¿Cómo?
-¿Quieres saber por qué le disparé al soldado, verdad?
-¿Cómo lo sabes?
-Simplemente lo sé... será porque ya te conozco un
poco, ¿no?
-¡Seguro! Pero en verdad lo que más quiero saber es
por qué dijiste eso del cuento...
-... otra vez con el mismo cuento, ni de vainas...
-Sí, eso mismo.
-¡Uf...! Para que lo entiendas tendría que contarte la
76

historia completa...
-Tenemos tiempo, te escucho.
...
...
-En verdad, Venancio, ¿Cuántos años tienes?
-Creo que doce...
-¿Cómo que creo...?
-¡Sí pues! Cuando le dije a mi abuelo que quería
unirme a los compañeros para luchar, él me dijo: ¡Ya
eres un hombre, tienes doce años y puedes pensar con
tu cabeza! ¡Tienes mi permiso y mi bendición! Por eso
es que me llevó donde ustedes, porque yo se lo pedí...
¿Pero eso qué importa? ¡¿Me vas a explicar o no?!
-Sólo quería saber, hombre. ¡No te enojes!
-No me enojo...
...
...
-Hace muchísimos años tenía un amigo, teníamos
casi tu edad, tal vez un poco menos, diez... once... no
recuerdo bien. Pero el asunto es que crecimos juntos;
jugando fútbol en las calles; íbamos a cazar palomas
con la honda; en las quebradas, detrás del colegio,
jugábamos a la guerrita; íbamos al cine juntos y
enamorábamos a la misma muchacha; asistíamos al
mismo colegio pero estudiábamos en distintas aulas, a
la salida siempre caminábamos juntos un largo trecho.
Con los años, mi familia se mudó a la Capital y él se
quedó con la suya en la provincia. Ingresamos a distintas
universidades y con el tiempo empezamos a activar en
el mismo grupo político dentro de las universidades. Eso
hizo que nos volviéramos a ver años después. Habíamos
ingresado al Partido y hacíamos el mismo trabajo pero
en distintos lugares, a pesar de ello nos reuníamos con
relativa frecuencia como camaradas y como amigos. Y
así hasta que empezó la guerra. Poco tiempo después
77

del inicio de la lucha armada se llevó adelante una de


las acciones que marcaron un hito en nuestra historia:
se tomó por asalto una prisión y se liberó a cientos
de nuestros compañeros. Guillermo, el amigo del que
te estoy hablando, era uno de los mandos. Él y César
llevaron adelante los planes trazados por la Dirección del
Partido. El primer intento fue calamitoso, se cometieron
algunos errores graves y costó la vida de varios de
nuestros compañeros prisioneros. A los pocos días se
hizo un nuevo intento y el éxito alcanzado puso en vilo al
país entero. La reacción, con su Gobierno y sus fuerzas
armadas a la cabeza quedaron notificados de que la
guerra iba en serio.
Hacia la ciudad de Ayacucho, que es nada menos
que capital de departamento, habían confluido varios
pelotones llegados de las alturas y del valle hasta
formar una compañía relativamente grande... ¡Grande
para nosotros...! pero pequeña para el enemigo, pues
en comparación a las tropas del Gobierno que se
encontraban desplegadas en la ciudad no eran más
que un grupito. ¡Y sin embargo tomaron la ciudad!
¡Una ciudad de más de 80 mil habitantes! Con un gran
cuartel del ejército; con cinco cuarteles de tres cuerpos
diferentes de las fuerzas policiales; con más de dos mil
hombres armados hasta los dientes bajo el mando de
un general. Nosotros contábamos con una Compañía,
nuestra primera Compañía en acción. Pero... ¿A qué
llamábamos nosotros en aquel entonces una Compañía?
Era la reunión transitoria, exclusivamente para esa
acción militar de gran envergadura, de varios pelotones.
¡Y teníamos pelotones de cinco combatientes! ¡En total
nuestra primera heroica Compañía no llegaba ni a
cincuenta combatientes!
-¡¿Cincuenta contra dos mil...?!
-¡Menos de cincuenta contra más de dos mil! ¡Ni más
78

ni menos...! ¡El derroche de heroísmo fue fabuloso...!


Tras el derribo de diez torres de alta tensión, que provocó
un apagón general, se iniciaron las acciones en forma
simultánea en toda la ciudad. ¡Imagínate...! En medio de
la oscuridad, uno de los cuarteles fue mantenido a raya
por dos compañeros... ¡Sólo por dos compañeros! ¿Te
imaginas...? Dos compañeros mal armados contuvieron
dentro de su guarida a más de trescientos guardias
republicanos armados hasta los dientes. Los compañeros
se movían de un sitio a otro disparando tiro por tiro para
no gastar la munición, de cuando en cuando arrojaban
una Cocacola y gritaban a todo pulmón. Como a la media
hora se les unió un grupo de cuatro niños que no llegaban
ni a los diez años, eran de la población y por supuesto
que no tenían armas, pero empezaron a correr detrás
de los combatientes gritando como locos: ¡Allí te va un
regalo para tu madre, tombo abusivo...! ¡Salgan a pelear
como hombres, cabrones de mierda! Y salía volando una
Cocacola o un tiro que destrozaba un nuevo cristal. Los
guardias desde su cuartel también disparaban, pero
alocadamente y en cualquier dirección, también gritaban:
¡Por qué no vienen ustedes, terrucos maricones, y de
paso traigan a sus hermanas y madres...! Ambos bandos
se gritaban de todo: insultos, piropos, maldiciones,
promesas... Los compañeros conocían los nombres de
casi todos los oficiales destacados en ese cuartel, los
llamaban por sus nombres y apellidos y los conminaban
a rendirse, a salir con las manos en alto y a entregar las
armas. Al parecer, el hecho de que se los llamen por sus
nombres, les infundía un pánico terrible y no se atrevían
a asomar las narices fuera de su cuartel. A las dos horas
y media llegó donde los dos compañeros un enlace para
avisarles que la operación había sido un éxito y empezaba
la retirada ordenada hacia las alturas. La emoción de
los compañeros y de los cuatro chiquillos fue tal que los
79

combatientes vaciaron las balas de sus fusiles contra


los cristales y la puerta principal del cuartel y lanzaron
con guaracas, antes de irse, las últimas Cocacolas que
les quedaban. Los niños arrancaron hacia sus hogares
y los compañeros se fueron al punto que les habían
prefijado y por donde pasaría un camión a recogerlos.
Los republicanos no salieron sino hasta después de que
la ciudad estuvo en calma. Estos miserables, al mando de
un coronel, formaron un pequeño grupo y se encaminaron
al hospital de la ciudad que estaba casi frente a su
cuartel. De allí sacaron a cuatro de nuestros compañeros
heridos en el intento de rescate anterior. Fueron llevados
a rastras fuera del hospital, los golpeaban con las culatas
de sus fusiles, los pateaban sin piedad, les golpeaban
la cabeza contra el suelo y los volvían a arrastrar;
fueron cien metros de agonía, pero no se acobardaron,
tras cada golpe daban vivas a la revolución y a nuestro
Presidente. No se quejaban, maldecían a sus verdugos...
y los acribillaron a balazos en medio de la calle. A otro
compañero herido intentaron estrangularlo, en una cama
del hospital, con las sondas que tenía en el brazo; tras
cinco minutos de estrangulamiento, lo dieron por muerto
y lo dejaron, pero su fortaleza de campesino curtido lo
ayudó a sobrevivir. Los guardias republicanos arrasaron
con medio hospital en busca de combatientes. Algunos
de nuestros compañeros y compañeras que estaban
heridos fueron protegidos y escondidos por médicos y
enfermeras; no lo hacían porque estaban de acuerdo con
nuestra causa, no... simplemente lo hacían por razones
humanitarias y de rechazo a la brutalidad y cobardía de
estas hienas sedientas de sangre... Cobardes a la hora
de la lucha, abyectos a la hora de la venganza criminal...
¡Ese ignominioso asesinato de nuestros compañeros,
desarmados, heridos, que estaban en un hospital bajo
custodia policial y supuestamente protegidos, como
80

prisioneros, por las propias leyes del Estado, no será


olvidado ni perdonado jamás!
...
Hizo una pausa en su relato, levantó los ojos hacia
al cielo oscuro y nublado, la llovizna mojó su rostro
mientras recordaba las facciones alegres de Lucho, de
Miguel y de los otros. ¿En cuántas fiestas estuvimos
juntos? Preguntaba a las sombras. ¿Cuántas veces
cantamos juntos? ¿Cuántas veces discutimos de política
y de historia? ¡Eras todo un experto en cuestiones de
aviación, Miguelito...!
-Los asesinaron, los asesinaron a sangre fría...
-En otros puntos de la ciudad -prosiguió después de
aclarar la voz-, la lucha no fue tan tranquila como contra
los guardias republicanos. Frente al cuartel de la guardia
civil, en los alrededores, sobre los tejados y por la parte
trasera del cuartel, teníamos apostados, previo al apagón
y asalto a la prisión, un grupo de combatientes, algo más
de diez, no recuerdo bien. Tras el primer dinamitazo y
el corte del fluido eléctrico, se inició el asalto al cuartel
policial; en la maniobra se cometieron varios errores de
carácter táctico, pero a pesar de ello se los mantuvo a
raya casi una hora y media. Lo que vino después causó
varios problemas. Los guardias empezaron a salir del
cuartel al mando de un capitán, e hicieron retroceder
metro a metro a los nuestros, mientras ellos iban
ganando mejores posiciones. Se combatió durante más
de una hora en medio de las calles oscuras; mientras
nuestra gente retrocedía puerta por puerta, casa por
casa, los guardias hacían progresos en su avance. La
ciudad se convirtió en un infierno de explosiones de
dinamita y disparos de armas de todo calibre. En poco
menos de tres horas se oyeron más de trescientas
explosiones. Puertas, ventanas, vidrios eran arrancados
de sus lugares por la onda expansiva. Días después las
81

paredes, con sus miles de perforaciones de bala, serían


mudos testigos de una batalla desigual pero victoriosa
para los revolucionarios. Doscientos metros más arriba
de la plaza de armas de la ciudad estaban siendo
atacados el cuartel de la policía de investigaciones y una
comisaría de la guardia civil. No había mayor problema.
Teníamos en cada lugar no más de cinco compañeros
pero hacían un alboroto como si fueran varias decenas.
Los dos grupos, al notar que se aproximaba el ruido de
un fuerte enfrentamiento, mandaron enlaces a ver qué
pasaba; ante lo complicado de la situación, abandonaron
sus puestos y se replegaron junto con los compañeros
en retirada. Los guardias ganaban las calles cada vez
en mayor número y los otros policías, que estaban
contenidos hasta hacía unos minutos, se percataron de
la situación, abandonaron sus guaridas y lentamente las
filas del enemigo se fueron engrosando. Mientras tanto
la lucha en el penal casi había concluido. Los centinelas
de la puerta principal y de los torreones fueron abatidos
en el primer minuto de combate. Por la parte trasera del
penal empezaron a descolgarse hacia el patio principal
los guerrilleros que avanzaban metro a metro hacia el
interior, mientras los guardias se replegaban hacia los
baños y los dormitorios. Por la parte frontal, uno de
nuestros pelotones avanzó hasta la puerta principal
logrando volarla de un dinamitazo, pero no entraron en el
penal; abrieron fuego a través de una segunda puerta de
metal causando heridos, sin darse cuenta, entre nuestras
propias filas. En el desarrollo de la batalla al interior del
penal también se cometieron varios errores. ¡Pero qué
se podía esperar! Era nuestra primera acción de gran
envergadura, la mayoría de nuestros combatientes no
tenía ninguna experiencia militar, sólo tenían una moral y
un espíritu revolucionario muy elevados. En el interior se
llegó hasta los pabellones de presos políticos y prisioneros
82

de guerra; estaban divididos en pabellones para hombres


y para mujeres, de ambos se liberaron a nuestros
compañeros. La alegría era extraordinaria, entre cánticos
y consignas se distribuyeron armas y municiones a una
buena cantidad de liberados. En medio de explosiones
y disparos se daban tiempo para abrazarse y llorar de
felicidad y agradecimiento. Cuando tenían acorralados
a los guardias en los dormitorios se dio la orden de
retirada. ¡Grave error! Allí empezó un inútil período de
defensiva, justo cuando se tenía la ofensiva casi ganada;
sólo faltaba dar el golpe final; pero no..., se empezó una
lentísima retirada por la parte posterior del penal, subir
y bajar muros, y eso para cientos de personas. Atrás en
la calle esperaban los camiones listos para trasladar a los
compañeros hacia las zonas altas. Habían partido ya tres
camiones e incluso habían recogido a los compañeros
de la parte frontal del penal y a los compañeros que
actuaron delante del cuartel de la guardia republicana. El
cuarto camión estaba casi lleno y listo a partir, el quinto
esperaba a los últimos compañeros que abandonaban
el penal por la parte posterior y a los combatientes
de los otros puntos de la ciudad que se encontraban
en retirada, y a escasos cien metros de los camiones.
Una nueva orden equivocada y empezó un retroceso
desordenado que permitió a los guardias avanzar más de
prisa; por otro lado, los guardias del penal salieron de los
dormitorios y tomaron posición en los tejados abriendo
fuego sobre los nuestros. Algunos compañeros cayeron
heridos en la calle y otros, dentro de los camiones. Los
choferes iniciaron la marcha a toda prisa en medio de
nutrido fuego a la vez que los compañeros cubrían la
retirada trepados en las barandas y la canastilla de los
dos último camiones. Un disparo hirió al médico de la
compañía en el preciso momento que terminaba de subir
y trataba de cerrar la puerta trasera; ésta se abrió del
83

todo y Pedro cayó al pavimento. Minutos después sería


fusilado en el mismo lugar en que cayó, la misma suerte
corrieron otros compañeros que quedaron heridos. En los
dos últimos minutos perdimos más combatientes que en
las tres horas de combate. Los camiones abandonaron
la ciudad con su valiosa carga en distintas direcciones,
mientras que en los alrededores del penal, en medio
de la oscuridad y el desconcierto, los guardias de las
diferentes fuerzas policiales se mataban entre ellos. A
lo largo de las siguientes semanas algunos de nuestros
heridos murieron a causa de sus graves heridas y por
falta de asistencia médica. Otros compañeros, muy
pocos, fueron recapturados. Recuerdo que uno de ellos,
que se había negado a desplazarse hacia el campo junto
con los demás compañeros y que prefirió quedarse en la
ciudad, fue sorprendido en casa de uno de sus familiares,
le cortaron el cuello tratando de hacer aparecer el hecho
como un suicidio, pero sobrevivió para contarlo.
A pesar de los muchos errores en la aplicación
del plan elaborado por el Presidente y la Dirección
del Partido, la acción fue un rotundo éxito. Perdimos
diecisiete combatientes, más de treinta resultaron
heridos, pero doscientos cincuenta se incorporaron a las
filas revolucionarias, además se consiguió la liberación
de importantes dirigentes con prestigio entre las masas.
Algunos meses después, en una reunión a nivel
nacional y de trascendental importancia, se hizo el
balance de esta brillante acción. Aparte de los dirigentes,
estuvieron presentes algunos de los compañeros y
compañeras liberados y otros invitados. El análisis de
esa acción fue sólo una pequeña parte de lo tratado.
La reunión duró como un mes y medio o algo así.
Todo lo que hemos hecho en los dos últimos años está
enmarcado dentro de los acuerdos tomados aquella
vez... Pero me estoy desviando del tema... Volviendo a
84

lo nuestro, en esa reunión estuvieron Guillermo y César,


ambos mandos responsables de la acción. Al principio
todo fue de maravillas, pero con el paso de los días iban
saliendo a luz todos los errores cometidos; y aquellos
dos compañeros, que llegaron cubiertos de gloria,
empezaron a ser criticados y combatidos. Del fracaso
del primer intento fue responsabilizado Guillermo, se lo
acusó de cobardía. Él quiso defenderse alegando que esa
noche, la noche del inicio de la acción, cayó enfermo.
Argumento nada convincente y fácilmente desbaratable.
Lo peor de todo fue que ambos se disputaban los honores
y pretendían atribuirse el éxito de la acción como un
mérito personal, cuando el éxito pertenecía al Partido en
su conjunto y al Presidente en particular, ya que fue él
quien elaboró minuciosamente el plan a desarrollar en
la acción, concibiendo ésta como un conjunto, ya que
no sólo es la cuestión militar, sino sus implicancias y
alcances en lo político e ideológico, y sus repercusiones
a nivel nacional e internacional; era la primera acción de
esa envergadura y tenía que sentar precedente. César
fue amonestado y llamado a la reflexión. Guillermo fue
suspendido de todas sus responsabilidades y cargos,
sólo se le permitió mantener la militancia, pues hasta
entonces había tenido una impecable trayectoria de
lucha, y fue bajado a bases. Le dijeron: “¡Preferimos
recordarlo muerto que como cobarde...!” Volvieron
a pasar los meses. Guillermo fue trasladado de zona.
Cuando lo volví a ver estaba en una cama vieja y sucia
de un Hospital de la Capital. Estaba herido y me contó
lo sucedido. En la zona a la que fue destacado había un
pelotón muy activo y él estaba siempre en la primera
línea. La última vez tomaron por asalto un retén policial
que custodiaba una gran antena retransmisora ubicada
en lo alto de un cerro. El resultado de la acción fue
exitoso. Los guardias se rindieron y salieron con las
85

manos en alto y desarmados, a excepción del último.


Era un oficial y llevaba un revólver en la mano izquierda.
Guillermo era el primero junto a él, levantó su metralleta
y disparó una ráfaga al aire conminándolo a soltar el
arma, el oficial levantó el revólver y le disparó hiriéndolo
en el abdomen, luego tiró el arma al suelo, nadie le
hizo nada al oficial. Les quitaron las armas, volaron
la torre y se retiraron. En esa época se enviaba a los
heridos graves o de consideración a la Capital. El viaje
de Guillermo duró tres penosos días; cuando llegó a
manos de nuestros médicos, era muy tarde; la bala le
había destrozado el bazo y la infección era generalizada.
Antes de morir, me dijo: ¡No soy ningún cobarde, nunca
lo fui! ¡Soy consciente de que en mi vida he cometido
muchos errores, ciertamente he sentido temor muchas
veces, pero no soy cobarde!... ¡Haz el favor de hacer
llegar mi más grande respeto y saludo al Presidente!...
Recordamos algunas travesuras de nuestra juventud y
de las profundas tinieblas de su vida descendió a la más
profunda noche con una sonrisa en los labios.
...
...
-Por eso disparé... pude haberlo matado, pero no lo
hice. Entre ellos y nosotros existe una gran diferencia.
Ellos defienden los intereses de una minoría, de los pocos
que tienen el Poder en sus manos, que nos oprimen y
explotan sin piedad. Nosotros defendemos los intereses
de las grandes mayorías, del pueblo, de los oprimidos y
explotados que algún día tendrán el Poder en sus manos
para establecer el reino de la felicidad sobre la Tierra.
Ellos violan las leyes de la guerra; asesinan prisioneros,
rematan heridos, violan mujeres, asesinan niños y
ancianos. Cuando nosotros combatimos no nos basamos
en la fuerza de nuestras armas, sino en la fuerza de
la razón, de nuestros principios, de nuestra moral, de
86

nuestra ideología. Sabemos que tarde o temprano


triunfaremos porque nuestra causa y nuestra guerra son
justas. De ahí que, cuando ganamos una batalla, nos
damos el lujo de curarles sus heridas; explicarles las
razones de nuestra lucha, explicarles cómo y por qué
ellos son usados como carne de cañón por el Gobierno y
la reacción; y pedirles que regresen a sus tierras o que
se pasen a nuestras filas. Eso es lo que hacemos con los
soldados, pero a los oficiales los sometemos a juicio, y si
se les descubre culpabilidad, es decir si se demuestra que
han dado órdenes de asesinar al pueblo, los ejecutamos;
si son inocentes, si actúan de acuerdo a las leyes de la
guerra, los dejamos en libertad porque nosotros aún no
estamos en condiciones de tomar prisioneros. Y actuamos
así porque la justicia, hoy y aquí, está en las manos del
pueblo. Y la voluntad del pueblo es orden para nosotros.
...
...
-¿Sabes cómo murió mi mamá?
-No, Venancio, no lo sé.
-Mi papá y mi mamá apoyaban a los compañeros,
cuando pasaban por nuestra comunidad les daban
alojamiento y comida. En retribución a sus atenciones,
las compañeras le enseñaban a leer y escribir a mi mamá,
y a mi papá le enseñaban algo de artesanía. Eso pasaba
mucho antes de que empiece la guerra, cuando yo era
un niño. A los pocos meses del inicio de la guerra, los
compañeros trajeron a una compañera herida y mi mamá
la escondió en nuestra casa. A los días, nos avisaron que
los guardias estaban recorriendo las comunidades. La
mayoría de los hombres y algunos niños nos escapamos,
mi mamá se quedó para esconder a la compañera,
también se quedaron otras mujeres, algunos niños y
ancianos enfermos que no podían caminar. Llegaron los
guardias y empezaron a rebuscar por todos lados hasta
87

que encontraron a la compañera. Después juntaron a


todos los que encontraron y los metieron en una casa,
eran más de veinte. Después tiraron granadas adentro y
cerraron la puerta. No contentos con eso se dedicaron a
quemar todas las casas una vez que robaron lo poco que
teníamos de valor. Cuando regresamos, todos quedamos
muy tristes por lo que vimos. Nos tuvimos que mudar
a otra comunidad. Mi papá junto con otros hombres y
mujeres se fueron a luchar al lado de los compañeros...
...
...
Los recuerdos los abrumaban, permanecieron en largo
silencio hasta que oyeron un llanto quedo, luego otro y
aún un tercero. Ellos mismos sintieron que el calor de sus
lágrimas les quemaban las mejillas antes de confundirse
con las gotas de lluvia en su rostro. Se dirigieron al grupo
que dormía, dos compañeras y un compañero dormían
inquietos y lloraban. Los despertaron y les preguntaron
si les pasaba algo. -No-, dijeron aún medio dormidos.
Los abrigaron y regresaron al lugar de vigilancia.
Raúl sentía que algo le oprimía el pecho, sentía una
extraña necesidad de abrir su corazón y dejar salir toda
aquella carga de sentimientos que lo tenían preso de
angustia.
-Hasta en sueños lloramos nuestras penas. Con el
tiempo hemos aprendido a no tener amigos, sino sólo
compañeros y camaradas. La vida y la muerte nos une y
nos separa con increíble rapidez. Todos hemos perdido a
alguien en esta guerra. ¡Y eso que recién es el inicio! ¿Pero
por qué tienen que matarnos tan salvajemente? ¿Por
qué tanta barbarie y ensañamiento contra nosotros?...
¡Porque saben que los vamos a derrotar! ¡Porque saben
que seguiremos luchando hasta el triunfo final! ¡Porque
saben que no nos rendiremos! ¡Porque saben que,
pase lo que pase, jamás dejaremos las armas! ¡Porque
88

saben que el futuro nos pertenece! ¡Nada ni nadie podrá


partirnos, como tú bien dices, Venancio! ¡Tenemos una
obligación histórica que cumplir, y la cumpliremos hasta
la toma del Poder por el pueblo y para el pueblo!...
...
...
-A la muerte de Guillermo siguió la de César, destacado
como mando militar a un pueblo importante en el sur de
los Andes Centrales. Intentaron tomar el puesto policial,
ubicado frente a la plaza de armas, una madrugada. La
resistencia que pusieron los del retén fue considerable.
Hacia las diez de la mañana, el mando político, cometió un
error que le costó la vida. Se aproximaba por un costado
del frontis del retén, cuando vio que de una ventana
colgaba una metralleta; a rastras se acercó hasta ella y
dio un tirón, pero no se desprendía; al segundo intento
apareció por la ventana el cañón de un fusil y apuntando
hacia abajo soltó una ráfaga que acabó con el compañero.
Todo había sido un ardid, y nos costó muy caro sacar
lección del error. Los minutos iban pasando, la población
estaba en los alrededores de la plaza y a cubierto del fuego
cruzado. Aplaudían, daban vivas y cantaban apoyando
a los combatientes del pueblo. En lo alto empezaron a
oírse los motores de dos helicópteros, al parecer sus
ocupantes no se percataron de nada y después de dar
algunas vueltas siguieron de frente perdiéndose en el
horizonte. El mediodía estaba próximo, el Sol calentaba
a plomo y era la primera vez que se combatía a plena
luz del día. La munición empezaba a escasear y el
entusiasmo de los combatientes a decaer; la pérdida del
mando político los había afectado, no se avanzaba ni un
milímetro. César estaba al mando de la operación militar
y al parecer no vio otra salida, salvo la de dar el ejemplo.
-¡No existe el sacrificio, sólo la oportunidad de servir!
-se dijo para sí mismo. Preparó una bomba incendiaria
89

y atravesó en zigzag la plaza, al tiempo que disparaba


su metralleta. En cuestión de segundos llegó al frente
del edificio, a través de una ventana lanzó la bomba
hacia adentro; trepó la ventana y se metió al edificio
disparando y dando vivas al Presidente. Los demás
combatientes le siguieron los pasos. El puesto policial
quedó envuelto en llamas y los guardias rendidos fueron
llevados al centro de la plaza... El cuerpo sin vida de
César fue enterrado a veinte kilómetros del lugar donde
combatió y venció al enemigo, dejándonos una lección
de valor para todos nosotros. ¡César, el amonestado, el
llamado a la reflexión...! ¡Fue su victoria personal y esta
vez no podrán arrebatársela...!
...
...
-Después de algunas experiencias negativas, la
Dirección del Partido dispuso que los heridos no fueran
enviados a la Capital, por eso se desplazó a los médicos y
a todo el personal auxiliar hacia las zonas de operaciones.
Así fue cómo Robles llegó a las zonas altas. Era un tipo
extraordinario, de una sencillez y humildad admirables.
Su paciencia y bondad eran ilimitadas. Durante un
tiempo, en la Capital, antes de su partida, le serví de
chofer y recorríamos la ciudad de arriba abajo, de casa
en casa, de herido en herido, de enfermo en enfermo,
de día y de noche. Yo terminaba rendido de cansancio
mientras él estaba tan fresco como al empezar la jornada.
No sólo se preocupaba por curar las heridas físicas de
los guerrilleros, sino que se daba tiempo y maña para
conversar con ellos de todo tipo de cosas; de fútbol,
cine, arte, música, política y cualquier otro tema que te
puedas imaginar. Era delgado y las gripes le duraban
mucho tiempo. Cuando se unió a uno de los pelotones
del Regional Principal, la zona estaba bastante agitada y
desde el inicio él estuvo muy ocupado atendiendo no sólo
90

a los combatientes, sino también a los campesinos de las


comunidades por donde pasaban. Después de una acción
militar fueron perseguidos por los sinchis, un cuerpo
especial antisubversivo de la guardia civil. Al parecer él
no estaba en buenas condiciones de salud y se rezagó
en la marcha. Durante un tiempo se mantuvo oculto
hasta que fue descubierto, no llevaba armas, salvo sus
instrumentos de operación para casos de emergencia.
Fue salvajemente golpeado para que delatara la dirección
en que se dirigía el pelotón, no dijo nada... Lo tiraron al
suelo, le pusieron la cabeza de costado contra el suelo y
a punta de golpes le atravesaron el cráneo con una barra
de acero hasta clavarlo contra el suelo... Así fue cómo
lo encontraron una semana después los campesinos que
tanto lo querían. Le dieron cristiana sepultura y hoy su
cuerpo reposa en paz debajo de alguna de las tantas
cruces sembradas en nuestros cerros...
-¡Lo que hacen esos hijoeputas no tiene perdón de
Dios!
-¡Ni de Dios ni del hombre, Venancio, ni de Dios ni del
hombre...!
...
...
-Gregorio era un moreno simpático y alegre que
había servido como suboficial de la marina de guerra.
Una noche, estando de acuerdo con cinco de nuestros
compañeros, desarmaron a todos los centinelas de una
estratégica base aérea en la Capital, serían unos quince
más o menos. Y Gregorio se pasó con armas y todo al
lado de la revolución. En la Sierra demostró que tenía
una puntería increíble y, con su fusil, llegó a derribar
un helicóptero. Tiempo después su pelotón cayó en una
emboscada y fue casi por completo aniquilado, sólo tres
compañeros lograron escapar. Los demás cayeron en
combate o fueron rematados en el mismo lugar. Gregorio
91

cayó herido y fue reconocido por un oficial de la marina


de guerra. Lo subieron a un helicóptero y lo pasearon
sobrevolando varias comunidades campesinas. Le habían
atado los pies con una soga y boca abajo iba colgado
fuera del helicóptero. Minutos después el helicóptero
tomó altura y aún con vida Gregorio fue lanzado al vacío.
Cuatro días más tarde enterramos lo que quedaba de su
cuerpo.
...
...
-¿Mañana nos enterrarán a nosotros?
-¿Quién sabe, hijo, quién sabe?... Lo importante es
cumplir bien la jornada y no olvidar que por cada uno de
nosotros que muera en combate habrá diez dispuestos a
tomar nuestro lugar.
...
...
-¿Sabes?... ¡Quince años duró la preparación de la
guerra! Nunca fue un problema de armas, ni de cantidad
de hombres. ¡No! Era un problema de ideología, de
política. ¡Quince años...! En esos años de preparación
el Partido creó cientos de escuelas populares, que hasta
hoy juegan un papel destacado, trascendental y muy
importante en la lucha revolucionaria; allí, conjugando la
teoría con la práctica, se forman ideológica y políticamente
los dirigentes, cuadros y las masas populares.
En esos quince años miles de hombres y mujeres
pasaron por las filas del Partido y sus organizaciones, al
final quedaron los mejores. Se podría decir un puñado.
Todos esos años de lucha ideológica y política nos dieron
lo más valioso que tenemos: el Presidente, nuestro
maestro, nuestro guía. También nos dotaron de una
ideología, una política, un programa, una línea militar, un
sistema de dirección, es decir los organismos encargados
de dirigir el Partido y sus organizaciones, y muchas otras
92

cosas más. El Partido, bajo el mando del Presidente,


se hizo maduro y se echó a andar. Al principio estaba
integrado en su mayoría por profesores y estudiantes;
por intelectuales más unos pocos obreros y campesinos.
Iniciada la guerra ese fenómeno se trastrocó, hoy más
del ochenta por ciento de sus miembros son campesinos
y obreros.
Iniciamos la guerra en las alturas de Ayacucho en
un rincón apartado del mundo. Aquella vez éramos
unos cuantos cientos en todo el país; y no más de
quince combatientes armados con palos y unas cuantas
carabinas de bajo calibre, dieron el grito de inicio de
la lucha armada. Nadie tenía una preparación militar
propiamente dicha; eso se fue aprendiendo luchando.
Nuestra formación, como ya te dije, fue básicamente
ideológica y política. La mayoría de los que hoy somos
mandos militares, en algún momento hemos sido
mandos políticos. Los mandos políticos son los mandos
principales; como representantes directos del Partido
dirigen todo y entre otras cosas su obligación es velar
por la pureza de la línea del Partido y su aplicación en
la práctica. Los mandos militares nos encargamos de
plasmar y llevar adelante los planes militares trazados
por el Partido y estamos bajo el mando de los mandos
políticos. Así fue cómo se inició la lucha armada.
Hoy la guerra popular se desarrolla casi en todo el
país y tenemos bajo nuestro control una novena parte del
territorio nacional, somos varios miles de combatientes
que nos movemos en un ámbito de casi un millón de
habitantes, en su mayoría campesinos pobres; se está
barriendo la semifeudalidad; la tierra se ha repartido
entre las comunidades y se la trabaja colectivamente;
los primeros gérmenes del nuevo Estado surgen y el
pueblo, por primera vez tras siglos de lucha, ejerce el
Poder con sus propias manos en las bases de apoyo,
93

que ya suman más de diez. Hemos derrotado en toda la


línea a las fuerzas policiales con sus más de ochenta mil
hombres en armas. Hoy, el ejército reaccionario con sus
cuatrocientos mil soldados armados hasta los dientes
nos persiguen a lo largo y ancho del país, es posible que
nos ocasionen derrotas, posiblemente algunas de ellas
muy fuertes y duras de soportar, pero sabremos salir
adelante. Mientras uno de nosotros quede con vida, sabrá
salir adelante, derrotar al enemigo y el pueblo tomará el
Poder, a condición de persistir, persistir y persistir; no
deponer las armas, nunca, bajo ninguna circunstancia,
por adversa que ésta sea. Hemos empezado esta guerra
y no pararemos, pase lo que pase, cueste lo que cueste,
hasta lograr nuestro objetivo: ¡El Poder para el pueblo!
Las personas somos pasajeras, los principios, inmortales.
No capitular, no rendirse, no entregar las armas: ¡Eso
hacemos y eso haremos hasta el triunfo final!
...
Estuvieron largo rato escuchando caer la lluvia
sumergidos en sus propios recuerdos, en sus propias
penas, en sus propias esperanzas... Unos pasos los
sobresaltaron hasta el punto de empuñar sus armas.
-¡Calma, compañeros, calma...! ¿De tanto hablar
han perdido el oído o qué? -preguntó Felipe mientras se
acercaba con una sonrisa de oreja a oreja.
-¿Se puede saber a qué hora piensas descansar, Raúl?
-¿Qué hora es?
-¡Cinco y diez!
-¡Cómo vuelan las horas! Ya pronto estaremos en
marcha otra vez.
-Vayan a dormir por lo menos una hora. Yo me
encargaré de la guardia y de despertar a los compañeros.
Se dieron un abrazo y se encaminaron hacia el grupo.
-¡Eh...!, Venancio -susurró Felipe-. ¿Cómo te sientes?
-Bien, muy bien.
94

A Raúl lo despertó el rítmico golpeteo de las gotas


de agua contra la cobertura de plástico que cubría su
cabeza; la lluvia se habíase tornado un poco más fuerte
que antes. Era un sonido grato lleno de paz y tranquilidad,
pronto volvió a dormirse. Cuando abrió los ojos aguzó el
oído... nada, la lluvia había cesado. En algún lugar un
ave piaba. Lentamente se puso de espalda, se descubrió
y asomó la cabeza tras el plástico. Un amanecer de un
plomizo claro. Frente a él se bañaba una perdiz en un
charco formado por la lluvia, con su rojo pico hurgaba la
tierra alegremente; al escucharla piar se podría pensar
que hasta reía de felicidad. Raúl silbó tratando de imitarla,
la perdiz movió de un lado para el otro la cabeza, sus
miradas se cruzaron, la perdiz dio un salto y a medio
volar fue a parar sobre el pecho de Raúl, pió, sacudió
sus alas haciendo saltar finas gotas de agua de su bello
plumaje castaño, blanco y negro. Giró la cabeza varias
veces en redondo y sus miradas volvieron a cruzarse,
Raúl sonrió, la perdiz pió y, dando saltos, desapareció
dejando en Raúl un dulce y contradictorio sentimiento de
júbilo en medio de una batalla.
Aspiró hondo y miró su reloj; diez para las seis, se
incorporó un poco y distinguió a Felipe en su puesto,
encorvado de frío bajo el poncho de colores. Venancio
dormía junto a Raúl, al verlo recordó su sueño. -¡Cómo
han cambiado los tiempos! ¡Hoy los niños empuñan
las armas para liberar nuestra patria! -se dijo para sí.
Lentamente volvió a recostarse sobre el hombro derecho.
Se sentía algo cansado y los huesos le dolían por el frío,
tenía la ropa húmeda y un dolor de cabeza soportable.
En sus sueños habían pasado, una detrás de otra,
escenas con su padre. Recordó cómo cuando muy
niño se acercaba a su escritorio para hacerle mil y una
preguntas. ¿Por qué se mueve el Sol? ¿Por qué es blanca
la luna? ¿Por qué hay viento? ¿Por qué cae agua del
95

cielo, papá? Siempre recibía una respuesta precisa, y se


pasaba horas de horas dándole vueltas a las respuestas
que recibía, como quien saborea un delicioso manjar.
Las estrellas lo fascinaban desde niño. En vano esperó
largos años a que su padre le regale un telescopio, tal
como se lo había prometido una navidad, para ver las
estrellas más de cerca y bañarse con su luz. Y años
tardó en comprender por qué nunca tuvo uno en sus
manos. Soñó con aquellos días en que caminaba tomado
de la mano de su padre y lo llevaba a través del campo
para pintar con acuarela sobre cartulina, blanca de toda
blancura, una de las treinta y tres iglesias; o para pintar
hermosos paisajes sembrados de casas con sus techos,
de teja roja y brillante, bañados por los rayos del Sol;
o para pintar ese bello arco de piedra con una cruz roja
en el centro. En sueños se le presentaron aquellos días
de lluvia en que solían quedarse en casa, y miraba con
embeleso a su padre pintar a la acuarela a Don Quijote
y a Sancho bajando del cerro que tenían, allá a los lejos,
frente a su ventanal. ¡Cuánto sabe mi padre y cómo
pinta! Me enseñó a observar obras de arte, a oír música
clásica y a leer un montón de libros. ¡Sí!, de libros, un
cerro de libros, muchos de ellos, libros de contenido
revolucionario. En su sueño se vio y se escuchó hablando
solo en un rincón oscuro de la casa, mientras esperaba a
que regrese su padre. Y su padre no volvía porque estaba
en prisión, estaba en prisión por apoyar el movimiento de
campesinos rebeldes a la Ley Agraria, y por luchar por la
gratuidad de la enseñanza. Y soñó con su madre, que en
tiempos de dificultad sabía llevar la barca a buen puerto
sin detenerse ante ningún obstáculo. En su sueño los
vio de rodillas abrazados en un abrazo tierno, de amor.
Y los oyó llorar. ¡Mis padres...! Y en su sueño lloró con
ellos... Lloró en el mar y no se desbordó... Y una mano
emergía desde el centro de un lago tratando de asir el
96

firmamento... Y en su sueño trató de escribir un poema:


Imaginando tu rostro,
allá en lo alto del cerro,
tendré la fuerza para asaltarlo,
y me darás el valor para lograrlo.
Y plantaremos nuestra Bandera;
el futuro será esperanza,
y la vida otra vez florecerá,
porque tu sangre derramada,
jamás será olvidada.
¿Ruth, dónde estás? ¡Tú sí que sabías escribir poemas!
Yo nunca aprendí. ¿Te acuerdas de la flor de la retama?
¿Y de aquel poema que te escribí y que tú entre risas
lo mejoraste, y que años después alguien lo modificó
y hoy es una canción conocida? ¿Te acuerdas cuando
tomados de las manos nos sorprendieron los primeros
balazos, aquel junio de nuestra juventud, y de cómo
luchábamos por la gratuidad de la enseñanza en medio
de las polvorientas y ensangrentadas calles de nuestro
querido Ayacucho? ¿Te acuerdas cuando nos volvimos a
ver, doce años después? La guerra ya había empezado y
a ti te habían rescatado de la prisión. Estabas alegre y te
ibas a casar. Estabas feliz, como siempre, nos abrazamos
y nos deseamos buena suerte... ¿Me perdonarás algún
día el que no haya podido ir a tu entierro? Veinte mil
almas fueron a despedirte, acompañándote en un último
recorrido por nuestras calles tan queridas... Nuestra
Bandera cubría tu lacerado cuerpo... ¿Por qué, por qué
se ensañan con nosotros,... por qué,... por qué...?
Cuando despertó, la lluvia había cesado. En algún
lugar un ave piaba...

***

No me vas a creer, hermanito, pero esa mañana


97

prefería morirme. Estaba demasiado cansado, no había


dormido casi nada, claro, en el último mes nadie había
dormido a gusto. Tenía el cuerpo machacado; me dolían
hasta los pelos, la cabeza la sentía muy pesada sobre
los hombros, estaba completamente mojado, los pies
se me habían hinchado dentro de las botas, tenía los
músculos de piedra y no querían obedecerme para nada.
La conversación con Venancio me había abierto viejas
heridas, pero a la vez me había liberado de una angustia
que roía mis entrañas. En lo poco que dormí soñé con
mis padres y con... Tenía un sancochado en la cabeza,
me daba vueltas, y los huesos me quemaban de dolor.
¡Pero qué va! ¡Yo no era el único! Todos andábamos
en lo mismo, poco a poco los compañeros se fueron
despertando, me miraban tumbado sobre el suelo, y se
volvían a tapar la cabeza con el plástico. Alguien gritó:
¡No se muevan mucho que va a llover otra vez! Y tenía
razón, porque sobre el plástico se habían formado varios
charcos de agua. Nos pusimos a conversar, en un extremo
alguien contaba un chiste y los que estaban cerca de él
se reían a mandíbula batiente. Yo pedí que lo cuente en
voz alta, que quería escuchar... Una vez Jaimito estaba
en la ducha y...
-¡Ajá! ¡Pero qué tenemos aquí! ¡Un Congreso de
remolones o qué! -se escuchó tronar a Felipe fuera del
plástico-. ¡A levantarse, tira de holgazanes, dormilones
cuentachistes, que no se dan cuenta que ya es las doce
del día!
-¡Ya, ya, claro... cómo no, mamaíta, ya voy por el
pan... pero más tarde, que es domingo y hoy no tengo
clases...!
-¡Felipito de mi corazón! ¿Ya preparaste el
mondonguito...?
-¡Yo quiero café con leche!
-¡Ponle mantequilla y queso al pan, por favor!
98

-¡Si el abuelo sigue echado...! ¿Para qué nos vamos


a levantar?
-¡A levantarse, que los soldados andan cerca! -bramó
con voz ronca Felipe.
Varios se levantaron de golpe, volcando el plástico
y haciendo saltar el agua por todas partes. Felipe se
carcajeaba de felicidad, nunca lo había visto así de
contento, siempre andaba serio, en el mejor de los casos
sonreía con una sonrisa agradable y sincera.
-¿Así que mondonguito, cafecito y mantequillita, no?
¿Ah, cómo les quedaron los pelos del susto? -y volvía a
carcajearse golpeando el suelo con los pies.
Entre bromas y risas se fueron levantando y
desperezando uno a uno, levantaban los brazos hacia el
firmamento, movían los pies, se agarraban la cintura y la
giraban ora a derecha ora a izquierda, hacían flexiones,
bostezaban, y se contorsionaban de las formas más
increíbles. Yo permanecía en el suelo, me puse de
espalda, levanté las manos hacia el infinito, cerré los
puños con fuerza, giré las muñecas hasta hacer crujir
mis huesos y bajé los brazos lentamente hasta colocar
las manos detrás de mi cabeza, miré hacia el cielo y creí
ver unos ojos pardos cenizos, brillantes y transparentes
escondidos entre las nubes. Sonreí y me quedé así una
eternidad. Felipe se me acercó, se inclinó hacia mí y
con voz grave me preguntó si todo no había sido una
exageración y si había cometido un error. -¡Claro que no,
hombre! -le dije-. ¡La revolución la hacen los hombres de
la Tierra y no los ángeles del cielo! ¿Por qué no podemos
divertirnos un poco? ¡Eso no es una falta de respeto
ni nada malo! No hay problema, sólo que debemos
aprender cómo, cuándo, dónde y qué tipo de bromas se
hacen. Le tendí la mano y me ayudó a ponerme de pie.
-¡Bueno -dije-, se acabó la fiesta! ¡A ordenar las cosas y a
desayunar con mantequillita, quesito y cafecito! ¡Cuando
99

lleguemos a la base vamos a organizar una jarana de


rompe y raja!-. Hubieses visto, hermanito, el griterío que
se armó; aplaudieron, gritaron y hasta zapatearon. Se
sentían felices y yo también.

***

Mientras ordenaban las mochilas, sacudían los


plásticos y se mudaban ropa mojada por húmeda, iba
saludando y conversando con los heridos; un poco
de fiebre, dolor de cabeza, dolor muscular pero nada
grave. Raúl había ordenado prender una fogata para
hervir hierbas y tomar algo caliente a falta de café.
Desayunaron raíces bañadas en queso y mantequilla de
lata, las últimas que les quedaban. Guardaron algunas
latas de sardina y fruta en conserva para el camino.
Apagaron el fuego, cavaron un hueco, echaron dentro los
desperdicios, echaron la tierra encima, se pusieron las
mochilas en la espalda, rastrillaron fusiles y metralletas,
se pusieron en fila india y esperaron la voz de mando, y
entre cánticos se echaron a andar. Los dejó reír y hablar
un buen rato. Luego gritó: ¡números!, y él empezó uno,
tras de él escuchó dos, luego tres... Después de pasada
la lista sabían que debían guardar absoluto silencio.
La mañana transcurrió sin incidentes, no hubo
necesidad de descansar en ningún momento, la verdad
era que esa noche, todos, salvo Venancio y Raúl, habían
dormido mejor que nunca, se levantaron alegres, rieron,
y mantenían la moral en alto. Hacia el mediodía, lejos
de las previsiones de Venancio, llegaron cerca del río.
Vieron levantar la mano a Raúl y se pusieron de cuclillas
con las armas en ristre. Un silencio sepulcral reinaba en
la zona. A una seña, Venancio, agazapado, se adelantó
para reconocer el terreno. A los diez minutos regresó.
-Todo parece en orden, pero no me gusta -susurró al
100

oído de Raúl.
-¿Qué no te gusta?
-No sé, algo...
-Bueno. ¿Pero el río está cruzable?
-Sí, un poco cargado, pero se puede caminar. Tienes
que tener cuidado de no subirte a las piedras grandes que
hay en el fondo del río, no te subas sobre ellas porque
son resbalosas y te puedes caer.
-¡Ya lo sé, una vez me rompí el alma por hacer esa
tontería!
-Disculpa, no sabía...
-¿Cuánto podemos acercarnos?
-Bastante, a casi dos metros del río. Hay buena
protección.
-¿Y después de cruzarlo?
-Allí está jodido... Disculpa.
-Sigue...
-En verdad hay buena protección, pero dispersa. Hay
muchas rocas, bastantes arbustos y suelo bien disparejo.
El problema es alcanzar la cañada. Son casi doscientos
metros, y será muy lento...
-Bien, para caso de emergencia debemos establecer
al frente un grupo de defensa. Cuando esté en la zona de
cruce voy a ver y establecer los lugares. Vamos a cruzar
Felipe, Domingo, Anastasio, María y yo. Establecemos
la defensa y los demás deben cruzar sin parar hasta la
cañada y de allí a la base a bailar y listo, se acabó.
-¿Y yo qué? -preguntó Venancio-¿Que me parta un
rayo? ¿Tú nos vas a enseñar dónde pisar?
-Bueno, bueno, bueno -sonreía Raúl-, serás el primero
en cruzar. Pero te vas de frente hasta la entrada y de allí
guías a los compañeros.
-Está bien, pero me voy después de que se acomode
el grupo de defensa.
-¡Así sea! -bromeó Raúl.
101

Se pusieron en marcha, llegaron cerca del punto de


cruce y se recostaron contra la falda del cerro. A la derecha
de ellos tenían un campo estrecho y, a descubierto, una
orilla del río; el único lugar por donde se podía cruzar
a pie, cinco metros de ancho, tal vez un metro treinta
de profundidad, corría suavemente hacia la costa. A sus
espaldas quedaban las alturas y los cerros helados. A la
izquierda crecía desordenadamente la falda de un cerro
caprichoso con demasiados accidentes. Al otro lado
de la orilla había una planicie de unos cien metros de
ancho por doscientos de largo que corría hacia adelante
junto con el río. Estaba sembrada de rocas grandes y
pequeñas, arbustos de todo tamaño y forma, huecos y
pequeñas hondonadas; después de la planicie, más allá
de los cien metros, empezaba a levantarse la tierra hasta
formar dos cerros imponentes cortados por una cañada;
el camino a la base de apoyo, el camino a la libertad.
Oteó la otra orilla y decidió tras corto intercambio de
opiniones los lugares que debían ocupar como posiciones
de defensa.
-Suerte, Venancio -le dijo apretándole un hombro con
la mano derecha-. ¡En marcha!
Fue casi a rastras hasta la orilla, metió los pies en el
río, avanzó unos pasos y el agua le llegaba ya al pecho,
avanzaba con agilidad y soltura. Todos lo observaban
para aprender el camino a seguir. En la mitad del río,
levantó el arma sobre la cabeza, tenía el agua a la altura
de la nariz. Tomó sin dificultad la otra orilla, corrió y
tropezó con algo, cayó, giró sobre su espalda con mochila
y todo, se incorporó y volvió a correr, llegó a la altura de
una roca y se protegió tras ella, levantó la cabeza, miró
en redondo, se agachó e hizo una señal: ¡El siguiente!
Felipe cruzó con menos agilidad que Venancio. Llegó
a su piedra. Venancio repitió la señal.
Raúl dio un paso para adelantarse y cruzar, pero cayó
102

al suelo; un pasador de la bota se le había aflojado y


enganchado en una rama.
-¡Carajo!
-Yo me adelanto, compañero -dijo Domingo, al tiempo
que alcanzaba la orilla.
Llegó a la mitad del río, movió violentamente la
cabeza hacia un costado, su cuerpo se levantó un poco
sobre el agua y luego se sumergió. Segundos después
escucharían el disparo. Varios metros adelante salió a
flote el cuerpo sin vida de Domingo, que era arrastrado
por la corriente hacia la costa. Una lluvia de balas azotó
su cuerpo y el río; los dos metros frente a la fila de
combatientes; la falda del cerro; y toda la planicie de la
otra orilla. Dos ametralladoras pesadas y varios fusiles
vomitaban plomo sobre los guerrilleros. Venancio y
Felipe estaban hechos unos ovillos detrás de sus piedras,
las balas zumbaban por arriba y los costados, hacían
saltar trozos de piedra y tierra por doquier. Los demás
combatientes se resguardaban pegados a la falda del
cerro.
Quince largos minutos duró el tiroteo.
-¡Qué idiotas, cómo gastan balas!
Lo tiros se hicieron esporádicos.
-¡Venancio! ¿Puedes ver dónde están?
-¡No, pero me imagino dónde!
Y empezó a gritar, mientras las balas zumbaban sobre
su cabeza, una serie de instrucciones de cómo podían
acercarse y ponerse encima de los atacantes.
Raúl pidió dos voluntarios y todos levantaron la mano.
-Gracias, gracias, compañeros -dijo con un nudo de
emoción en la garganta.
-Ya han escuchado -prosiguió-, no hay muchas
posibilidades. María y Anastasio vienen conmigo. Recojan
todas las granadas y Cocacolas, que cada combatiente
se quede con dos cacerinas y que entregue el resto de
103

munición para fusil que le quede.


María y Anastasio se despojaron de sus mochilas y
vaciaron al suelo su contenido, Raúl hizo lo propio con
la suya mientras los demás ponían sobre el suelo las
Cocacolas y granadas que llevaban, así como las balas
de fusil que les sobraban.
Metieron lo que necesitaban en las mochilas,
revisaron la carga de las tres cacerinas que cada uno
llevaba amarradas una con otra, y separaron el resto
de las cacerinas y la munición suelta formando varios
paquetes.
-Bien, compañeros. El plan es el siguiente: Vamos a
acercarnos lo más posible al enemigo, ya han escuchado
que no es muy fácil, pero tenemos bastante granadas y
podemos tirárselas aunque no les demos de lleno; por lo
menos las piedras y tierra que arranquen las explosiones
estorbarán su posición de tiro. Ése es el momento que
tienen que aprovechar. Los primeros en pasar deben
entregar munición a los compañeros del otro lado para
que los cubran lo mejor posible. Miguel, toma el lugar de
Venancio y que salga; si no quiere, sácalo de allí como
sea, tienes mi autorización. Nadie más debe quedarse.
La orden es correr hasta la entrada y ponerse a cubierto;
una vez todos allí, iniciar la marcha hacia la base sin
esperarnos, ¿entienden?, sin esperarnos, es una orden.
Justina, quedas al mando. Todos, incluso tú, Lupe,
quedan bajo el mando de Justina. Y tu tarea, Justina, es
llevar a todos los que crucen a la base sin esperarnos.
¿Está claro?
-¡Como el agua!
-Bien, cuando nosotros estemos en posición vamos
a tirar chocolates y gaseosas; después de la tercera
explosión, no antes, deben empezar a cruzar. Deben
esperar a que cesen de zumbar las balas por aquí. Sólo
entonces, crucen en forma ordenada y sin desesperarse.
104

Suerte para todos. ¡Viva el Presidente!


-¡Viva, viva, viva!
Se echaron las mochilas a la espalda e iniciaron el
ascenso. De rato en rato las balas silbaban y el eco de
los disparos rebotaba en los cerros.
Les llevó más de veinte minutos posesionarse del
mejor lugar. Echaron el contenido de las mochilas al
suelo y se distribuyeron lugares separados uno del otro
por más de cuatro metros. No tenían buena visión del
lugar donde estaban parapetados los soldados, pero
podían ver las puntas de las ametralladoras que de
cuando en cuando disparaban haciendo correr la cinta
de cartuchos, y podían ver saltar y escuchar el golpe de
los casquillos contra las rocas. A una señal lanzaron los
tres juntos, primero granadas de fragmentación y luego
Cocacolas. Hicieron sus cálculos; una granada había
pasado de largo y las demás habían explotado a unos
tres metros por encima de los soldados, nada mejor. Los
de la tropa se desconcertaron y abrieron fuego nutrido en
todas direcciones. No hay problema, dijeron, no somos
blanco para ellos ni ellos para nosotros, pero tenemos
la ventaja de las bombas. Y salió una nueva andanada
de Gaseosas, luego dispararon ráfagas de chocolate con
el único objetivo de aparentar un ataque masivo por la
parte alta. Los que estaban cerca al río aprovecharon
para iniciar el paso. Miguel fue el primero, se aproximó
a Felipe, le entregó diez cargadores, luego saltó hacia el
lugar que ocupaba Venancio.
-Venancio, dice Raúl que salgas de aquí y vayas hacia
la salida, allí debes esperar a todos los que puedan
cruzar y guiarlos hasta la base, Justina queda al mando.
La orden es partir sin esperar a Raúl; María y Anastasio
están con él. Arranca.
-¡No me voy!
-¡Ya he dicho lo que tienes que saber! Arrancas o te
105

llevo a rastras fuera de aquí, tengo orden expresa de


Raúl para sacarte como sea. ¿Entiendes?
Mientras tanto, llegó Justina y dejó diez cargadores
más. Tomó de la mano a Venancio y partieron a la carrera
hacia la cañada. Felipe disparaba lo mejor que podía, en
el cerro se sucedían una tras otra las explosiones y los
disparos.
Llegaron Filomeno y Carmen, dejaron las últimas
cacerinas y siguieron de largo. Felipe y Miguel avanzaron
en zigzag hasta una gran roca, desde allí tenían mejor
posición, pero pocas esperanzas de pegarle un tiro a
alguno de los soldados.
Una hora y media había transcurrido insensiblemente.
Aún faltaban cruzar cinco compañeros. Felipe y Miguel
habían agotado casi la totalidad de cacerinas y se
preparaban a retroceder. Los del cerro tenían granadas
y munición aún para una media hora, nada más. Los
soldados habían mejorado sus posiciones, tenían el río
otra vez a tiro y lo barrían a plomo de vez en vez. Los
cinco esperaban su turno con impaciencia, desde la
cañada les hacían señales para que esperen.
Súbitamente cayeron sobre los soldados una granizada
de plomo seguida de explosiones de granadas.
-¡Instalasas! -gritó Raúl-. Se refería a unos cohetes
de alto poder explosivo disparados por fusiles; algunos
de ellos capaces de perforar un tanque.
-¡Son los nuestros! -gritaron a coro.
Y se apresuraron a seguir lanzando Cocacolas. Hasta
que una explosión a sus espaldas los cubrió de tierra.
-¡Retirada, a prisa!
Y se despeñaron cerro abajo mientras nuevas
explosiones se producían en los lugares que acababan
de abandonar.
Cuando llegaron al río ya no había nadie, Felipe y
Miguel no estaban en la otra orilla y en los alrededores
106

de la cañada no se distinguía ni un alma.


-¡Muy bien, muy bien, disciplina ante todo! -Y los
tres juntos cruzaron a la carrera el río. Corrían hacia la
cañada cuando María dando un grito cayó a tierra, Raúl
y Anastasio regresaron hacia ella, la tomaron por las
piernas y axilas, la levantaron en vilo, arrancaron hacia
la cañada, llegaron a ella con el corazón en la boca, y
chorreando de agua por todos lados se tumbaron sobre
el suelo.
-¿Cómo estás? -preguntó Raúl jadeando.
-Hierba mala nunca muere, ¿no, compañero?
-respondió María poniéndose un trapo sobre la frente.
La bala, al rozarle, le había abierto la carne sobre la ceja
izquierda.
El tiroteo amainaba, Raúl se acercó a la planicie y
observó cómo los soldados huían en desbandada, algunos
cuerpos pendían entre las rocas o estaban regados entre
los arbustos. Iniciaron el camino de regreso a casa.
Poco más tarde los tres dieron alcance al pelotón.
Abrazos, lágrimas, risotadas, bromas, arengas, vivas...
¡Gonzalo las masas rugen y los cielos se estremecen...!
Rosita Luna se aproximó a Raúl y le rodeó el cuello
con el brazo, Venancio le rodeó la cintura, Raúl los tomó
por los hombros y se echaron a andar, Felipe los seguía
por detrás con una blanca y transparente sonrisa.
Cantaban a todo pulmón cuando se toparon con
un pelotón de ciento veinte hombres y mujeres bien
armados. Eran sus salvadores. Frente a frente, ambos
pelotones, levantaron sus armas en alto, agitándolas;
en las faldas de los cerros los centinelas movían, a
modo de saludo, las banderas de la liberación de un lado
para otro, flameando heroicas e invencibles en el aire.
Ciento veinte voces se unieron al canto que se tornó
huracanado, melódico, bravo, valiente y pendenciero.
Avanzaron lentamente hasta fundirse en un abrazo de
107

gratitud y solidaridad.
El pelotón al mando de Eduardo estaba de
reconocimiento cuando oyeron explosiones de dinamita,
que usaba sólo la guerrilla; los de avanzada detectaron
el lugar de los soldados, así como la situación y las
posiciones del pelotón de Raúl y se lanzaron al ataque.
-¡Ajá! Y de pasada casi acaban con nosotros, que
estábamos en lo alto del cerro tirando gaseosas y
chocolate para cubrir el paso del río.
-Disculpe, compañero, pero la verdad es que nadie
apuntó hacia arriba, deben haber sido granadas fuera de
objetivo.
-¡Nada de disculpas! Lo importante es que les han
dado duro a los soldados y a nosotros nos han facilitado
el cruce. ¡Gracias otra vez! -y rieron juntos.
Al entrar a la base de apoyo daban las cinco de la
tarde y los corazones de los combatientes galopaban de
emoción dentro de sus pechos. Fueron recibidos por más
de mil combatientes y por más de tres mil miembros
de base; familias campesinas que se habían replegado
junto con algunos de los pelotones. Tiros al aire, nuevos
vivas, aplausos, gritos, risas, abrazos...
Raúl abrazaba y era abrazado a cada paso. Frente a
él vio a Lupe, Raúl abrió los brazos y se aproximó, pero
tuvo que desistir de su intento al mirar los ojos furiosos
de ella.
-¡Así que te callas o te callo! ¿No? ¡Ya verán tú y
todos tus iguales, militarejo!
Raúl giró en redondo y siguió de abrazo en abrazo.

Por lo general la base de apoyo estaba constituida


por unas quinientas personas, entre combatientes
y pobladores. Era una base próspera, con buen clima
y buena tierra, sus productos abastecían a otras
bases y también se intercambiaban por sal, azúcar,
108

aceite, menestras y otros artículos necesarios para el


mantenimiento de la población y de los combatientes,
que después de períodos de combate pasaban por allí
para breves descansos, recuperar fuerzas, curar sus
heridos y proseguir la marcha.
Después del ingreso de las fuerzas armadas a la
represión de la guerra popular, desencadenada tres años
atrás, la base de apoyo había recibido en su seno, en
el último mes, a más de cincuenta pelotones o lo que
de ellos quedaba. Muchos de esos pelotones llegaron
acompañados de comunidades campesinas enteras, que
se retiraban para evitar ser exterminadas por el ejército
reaccionario, que había iniciado una contracampaña bajo
la orden de “quemar todo, robar todo, matar todo”. Hacía
una semana que había ingresado el penúltimo pelotón y
suponían que Raúl y su gente habían sido aniquilados.
La organización de la base iba por buen cauce:
vivienda, alimentación y el estudio, tanto ideológico como
político, así como la alfabetización de las masas, estaban
garantizados y se desenvolvían con ligeros problemas,
pero nada difícil de solucionar.
El aspecto militar también estaba resuelto: turnos
y distribución de puestos de vigilancia; patrullas de
reconocimiento; armamento de la población con todos
los medios al alcance de la mano; tres planes distintos
de defensa y repliegue ordenado en caso de ataque;
camuflaje adecuado para que desde el aire no se
despierten sospechas; y almacenamiento de alimentos
para un mes, en caso de emergencia o necesidad de
desplazamiento escalonado o masivo.
El trabajo de producción estaba reglamentado de
lunes a sábado: cuatro horas de trabajo, rotativo, en
la tierra, y dos horas de producción artesanal. Además
del trabajo de producción las masas desarrollaban,
con entusiasmo y disciplina, dos horas de estudio.
109

Los combatientes también participaban del trabajo de


producción, tanto en la tierra como en la artesanía;
además eran responsables de llevar adelante el estudio.
Todos los mandos y responsables eran los primeros en
acudir al trabajo y dar el ejemplo.
Se había reorganizado, dadas las nuevas circunstancias,
el enlace y el intercambio de productos con las otras
bases de apoyo cercanas, así como la comunicación con
las zonas de influencia y la penetración e infiltración en
las zonas del enemigo.
Pasado el momento de recepción, se dispuso
rápidamente el ingreso de los heridos al hospital de
campaña y la distribución del contingente en lugares
de descanso, así como el reparto de alimentos calientes
para los recién llegados. Tan pronto como Lupe asumió
el mando político de la base y Raúl el mando militar,
Lupe le ordenó que convocara a una reunión de mandos
ampliada; él se dirigió a los miembros del Comité Popular
de la base de apoyo:
-Compañeros, deben citar a una reunión de inmediato.
Que asistan los mandos políticos y militares de todos los
pelotones sin excepción, además que de cada pelotón se
invite a dos miembros de base.
-Muchos mandos han caído en combate, compañero.
-Que asistan los que han asumido la responsabilidad.
-¿Bajo qué criterios se seleccionan a los invitados?
-Firme sujeción a la línea ideológica y política del
Partido, y una destacada participación en el transcurso
de las campañas, pueden ser responsables de grupo o
miembros de base... ¿El local comunal nos bastará?
-Claro, siempre está listo.
-Seremos poco más de doscientos, ¿no?
-Sí, más o menos.
-Bien..., además, convoquen a una reunión con las
masas para mañana a mediodía; dispongan todo lo
110

necesario para una celebración de camaradería.


-¿Comida, bebida, música?
-¡De todo!
-Tenemos cuatro grupos musicales.
-¡Que se preparen todos!
-¿Y cuál es el motivo?
-¡Nuestra victoria y la continuación de la guerra
popular hasta el triunfo, y así establecer una paz
duradera! ¡¿Cuál otro si no...?! Estamos exhaustos pero
contentos.
Y todos rieron al unísono. Cuando se aplacaron las
risas, Raúl se acercó a Lupe y en voz alta le preguntó:
-¿Compañera Lupe, no cree usted que debe convocar
a una reunión del Partido antes de la reunión de mandos
políticos y militares ampliada con otros miembros de
base?
-¡Ya veré yo lo que hago!
-¡Como quiera...!

El local comunal estaba lleno. Por asientos habían


acomodado largas tablas sobre ladrillos, todos tenían un
lugar. Al frente estaban dos mesas y siete sillas. Cuando
hicieron su ingreso los dirigentes se pusieron todos de pie
y se hizo un silencio absoluto. Lupe iba adelante seguida
por Raúl; Carlota, comisaria secretaria del Comité Popular
de la base; Eduardo, comisario de defensa y responsable
de las milicias; más los comisarios secretarios de asuntos
comunales, de producción y de educación.
-¡Buenas noches, compañeros! -saludó Lupe-. Tomen
asiento, por favor.
-¡Buenas noches! -respondieron a coro y se sentaron.
Después de los saludos y compromisos de rigor, Lupe
dio por iniciada la reunión y cedió la palabra a Raúl.
-Compañeros, les pido que se pongan de pie y
guardemos tres minutos de silencio en homenaje y
111

reconocimiento a nuestros compañeros caídos en la


lucha por la liberación de nuestra patria.
Todos se pusieron de pie, el silencio inundó el recinto.
Se podía escuchar hasta el latido de los corazones
embargados en una profunda tristeza, algunos sollozos
rasgaron la quietud, tenían el rostro inclinado en señal
de respeto, las lágrimas surcaban algunas mejillas...
...
-¡Dirigentes, cuadros y militantes del Partido caídos
en heroico combate por la liberación de nuestra patria!
-¡Presentes!
-¡Combatientes del Ejército Guerrillero Popular caídos
en heroico combate por la liberación de nuestra patria!
-¡Presentes!
-¡Masas populares caídas en heroico combate por la
liberación de nuestra patria!
-¡Presentes!
-¡¿Quién los mató?!
-¡La reacción, sus fuerzas armadas y su Gobierno!
-¡¿Quién los vengará?!
-¡El pueblo, su Partido y su ejército!
-¡Viva el Presidente!
-¡Viva, viva, viva!
Una salva de aplausos estremeció las montañas
que imponentes se levantaban circundando la base de
apoyo, y retumbaron como cañonazos de advertencia
proclamando a los cuatro vientos una decisión irrevocable:
¡la lucha continúa!
Los informes de los mandos de los pelotones se
sucedían uno detrás de otro. Las experiencias eran muy
similares: Pocos de ellos habían concluido con las tareas
asignadas, pero todos los demás habían sobrepasado el
setenta por ciento de ellas; se habían constituido cientos
de Comités Populares y nombrado sus miembros; se
había recuperado un treinta por ciento de las tierras
112

que comprendían la zona de operaciones del Regional


y se trabajaban colectivamente; buena parte de la
campaña de siembra se había llevado a cabo; se había
combatido con éxito a las fuerzas policiales y se las
había desalojado de toda la zona. El ingreso del ejército
reaccionario fue una sorpresa para todos y, salvo unas
pocas capitulaciones, la gran mayoría del contingente se
mantenía firme y resuelta. La mayoría de los pelotones,
que estaban en los alrededores, había emprendido la
retirada de inmediato, llegando a la base en la primera
semana tras cortos combates y algunas pérdidas. Los
pelotones que se hallaban algo más lejos sufrieron
mayores pérdidas a consecuencia de errores tácticos
y falta de experiencia; muchos de los mandos políticos
y militares habían perdido la vida mostrando valor y
audacia, permitiendo con ello que parte de su contingente
se ponga a salvo. Siete pelotones fueron completamente
aniquilados; otros tres huyeron en desbandada, algunos
de sus integrantes llegaron a la base días después, otros
fueron fusilados y los menos, tomados prisioneros. En
resumen: un cuarenta por ciento, más de quinientos
combatientes, perdieron la vida. De los sobrevivientes,
el sesenta por ciento tenía heridas de algún tipo. Según
los informes, las bajas ocasionadas al enemigo en los
últimos nueve meses, entre las fuerzas policiales y
militares, sobrepasaba con creces el millar entre muertos
y heridos.
Salvo muy raras excepciones, la gran mayoría de
combatientes había mostrado valor y entrega absoluta
en la lucha. Los informes eran corroborados por los
miembros de base invitados a la reunión. Lo sufrido por
el pelotón al mando de Raúl era casi una constante en la
mayoría de los otros pelotones. Habían cruzado el quinto
barranco del octavo círculo del infierno, como diría
Domingo; y al salir del último círculo del infierno, habían
113

alcanzado una admirable madurez, manteniendo en sus


rostros una sonrisa tan sincera y tan candorosamente
infantil que no parecían estar en pie de guerra.
La nota discordante la dio Lupe al amanecer. Estaban
a punto de entrar a debatir sobre la nueva situación,
la táctica y la estrategia, cuando pidió la palabra y se
lanzó contra Raúl y otros mandos, tanto políticos como
militares: Quienes -al decir de ella-llevando adelante
una nefasta política de enfrentamiento, promueven la
destrucción del Ejército Guerrillero Popular, del Partido y
de todas sus organizaciones; de esta manera, provocan
que las masas sean brutalmente golpeadas por la
reacción; y facilitan el avance del ejército reaccionario
en el campo.
-La posición aventurera, provocadora y ultraizquierdista
de este grupo de militaristas -gritó fuera de sí-, apoyados
por unos pocos mandos políticos, está propiciando el
descalabro de nuestras fuerzas; la derrota de la guerra
popular y la revolución. En las circunstancias actuales,
para no pecar de subjetivistas y unilaterales, debemos
prepararnos para llevar adelante conversaciones con el
enemigo...
El clamor de los asistentes llenó el local comunal,
haciendo temer un linchamiento.
-¡Orden! -gritaban desde la mesa.
-¡Miserable traidora, te ríes de nuestros muertos!
-¡El pueblo no se rinde, cobarde!
-¡Capituladora!
-¡Silencio!
-¡De qué hablas tú, que todo el tiempo has estado
con diarrea para no combatir! -le gritaban Venancio y
Felipe a una sola voz desde las primeras filas.
-¡Silencio!
-¡La sangre derramada, jamás será olvidada, abajo
los capituladores!
114

-¡Silencio he dicho! -bramó Raúl golpeando


repetidamente la mesa con la palma de la mano abierta.
-¡A callar, que no estamos en un mercado! ¡Siéntense!
¡He dicho que se sienten!
Poco a poco fueron cesando las protestas y las
exclamaciones de descontento, hasta que se rehizo el
silencio anterior.
-La compañera puede proseguir.
-Ya dije lo que tenía que decir. Tenemos una necesidad
histórica que afrontar y no podemos permitir que unos
cuantos aventureros lleven la guerra popular y la
revolución a la derrota. Nadie habla de capitulación, sólo
es dar hoy un paso atrás para dar dos adelante cuando las
circunstancias nos favorezcan. ¡La historia se encargará
de juzgarnos y nos dará la razón! ¡Mientras que los
oportunistas de izquierda y aventureros redomados serán
lanzados inexorablemente al basurero de la historia!
-¡Calla, traidora!
-¡Silencio, que no se va a permitir otra falta de respeto!
¡Aquí estamos para debatir políticamente, y encontrar no
sólo el estado de ánimo de las masas, sino la razón y la
verdad...! ¡Queremos escuchar otras opiniones!
Alguien levantó la mano.
-Tiene la palabra el compañero...
Hasta otras once voces se alzaron para apoyar los
denuestos lanzados por Lupe.
Luego hizo uso de la palabra Carlota para señalar,
en medio de aplausos, que no se trataba, como Lupe
pretendía hacer pensar, de una disputa entre mandos
políticos y mandos militares, sino que era una cuestión
de principios, una cuestión de línea ideológica y política,
una lucha entre dos líneas opuestas: una, de derecha, que
pretendía la capitulación, la rendición, la postergación de
la guerra popular para otro día cualquiera; y otra, la del
Partido, que persistía en la continuación y el desarrollo de
115

la guerra popular hasta la toma del Poder, por el pueblo y


para el pueblo, bajo la dirección del Partido y su Jefatura.
Las demás voces, casi doscientas, una detrás de
otra, sin excepción y en inacabable secuencia, dieron
su compromiso por mantener a tope las banderas de la
revolución, sujetándose plena e incondicionalmente al
pensamiento guía, al Presidente Gonzalo.
Hubo una pequeña pausa.
Hacia el final de la reunión se concluyó en la necesidad
de continuar la guerra popular, y se acordaron las nuevas
tareas transitorias hasta restablecer el contacto y recibir
los nuevos planes y tareas que establezca la Dirección
Central; reiterando una vez más la sujeción plena e
incondicional a la Jefatura, al Comité Central y a los
organismos de dirección.
Cuando abandonaron el local comunal, el Sol brillaba
en el horizonte, el cielo serrano hacía gala de su azul
transparente moteado por algunos cúmulos blanquísimos.
El aire fresco de la mañana estaba salpicado con el grato
aroma del mondonguito. Hacia abajo, en la pampa, se
veía el humear de los fogones que se preparaban para el
mediodía. Aún les quedaba algo de tranquilidad.
-Ya escuchaste la voz de las masas, ¿no?
-No cantes victoria, que todavía no he terminado
contigo -dijo Lupe mostrándole a Raúl una mueca de
desagrado por sonrisa.

Al mediodía el Sol brillaba majestuoso, cielo despejado


azul intenso, una leve ventisca barría la base, la multitud
bullía en la plaza. Salvo los heridos de gravedad, todos
estaban congregados en torno a un rudimentario
tabladillo levantado en el centro de la pampa, a la que
llamaban con cierto orgullo nuestra plaza de armas.
Los siete dirigentes subieron al tabladillo y se dio
inicio al izamiento de la nueva Bandera en medio de
116

una salva de aplausos. Los aplausos iban decreciendo


y espaciándose para luego acelerarse, e ir creciendo en
fuerza y ritmo hasta estallar cual petardo. Los ponchos
de colores se agitaban al viento. Así pasaron diez largos
minutos.
Después de varios intentos, Raúl pudo hablar.
-Compañeros, hoy estamos reunidos para rendir
homenaje a los combatientes y a las masas que, desde el
inicio de la guerra popular, han entregado heroicamente
su vida por la liberación de nuestra patria. Compañeros,
guardemos tres minutos de silencio...
Las campesinas y los campesinos se descubrieron la
cabeza y llevaron sus sombreros a la altura del corazón
en señal de duelo, los combatientes bajaron los cañones
de sus fusiles y levantaron los puños, fuertemente
cerrados, en alto; todos tenían el rostro inclinado...
...
-¡Honor y gloria a nuestros mártires por la liberación!
Y se repitieron las consignas, esta vez acompañadas
por disparos al aire.
...
Y Raúl continuó su intervención con palabras que,
extrañamente, quedaron fielmente grabadas en la
memoria de muchos compañeros.
Los dirigentes bajaron del tabladillo en medio de
aplausos. La algarabía se prolongó por media hora
acompañada de disparos al aire, aplausos, consignas,
cantos, nuevos disparos al aire, nuevos aplausos.
Camino hacia una de las cocinas, donde debían
supervisar la preparación de los alimentos, Lupe se
aproximó furiosa a Raúl; abrió los ojos hasta la desmesura
y, a menos de un palmo de su cara, le soltó una andanada
de palabras amenazadoras:
-¡No eres más que un mierda, basura, rata y como tal
serás aplastado; rata maldita! ¡Sólo eres un agitador, un
117

provocador oportunista y miserable! ¡Utilizas los escritos


del Presidente para lanzarte contra el Presidente, levantas
su pensamiento para combatirlo y meter de contrabando
tu aventurerismo militarista! ¡Y tu destino no es otro
más que el de amamantarte de la cloaca de la reacción,
pedazo de...! ¡Voy a acabar contigo, que no te quepa
duda...!
-Nunca he dudado de tus habilidades -dijo Raúl
pausado-, por el contrario, siempre me han asombrado,
pero pienso que una vez más estás equivocada...
-¡Pero tú no estás equivocado, tú trabajas
conscientemente para el enemigo, con tu aventurerismo,
buscando el descalabro de la revolución! ¡Y los
tuyos caerán junto con todos los que se oponen a las
conversaciones...!
-¡Ya basta -le interrumpió con energía-, cualquier otra
cosa que quieras decir dila oficialmente en una reunión
del Partido!
Lupe retrocedió bruscamente llevando la mano hacia
la cintura tratando de desenfundar su pistola a la vez
que decía:
-Rata mise...
Pero no pudo terminar la frase; María, aún con la
frente vendada, le propinó un codazo desarmándola, a
la vez que Felipe, Venancio y los dirigentes, se ponían
delante de Raúl.
-¿Qué hacemos con ella? -preguntó Eduardo, mientras
la tenía inmovilizada.
-Nada, déjala en paz -sonreía mientras hablaba.
Apartó de su lado a los que lo habían rodeado y
acercándose a Lupe le dijo sin dejar de sonreír:
-Lupe, estás muy nerviosa, un asunto tan serio como
éste no debe ser tratado así. ¿Por qué tanto alboroto si
el suelo está parejo? ¿Qué te ocurre? Estoy dispuesto a
defender todo lo que he dicho y hecho; he desarrollado
118

mi trabajo como mando militar sujetándome a la línea


establecida por la Dirección del Partido; además, siempre
he estado bajo tu mando, porque tú eres el mando
político, aunque no hayas sabido estar a la altura de las
circunstancias. Yo defenderé mis planteamientos y estoy
convencido de que tú harás lo mismo con los tuyos. ¿Por
qué no lo dejamos para el lugar y el momento apropiados?
Ahora tenemos una reunión de camaradería en toda
la base, combatientes y masas juntos, no te pido que
cambies de opinión, ni que abandones tu vehemencia,
sólo te pido que te relajes, que te diviertas, y que te
prepares anímicamente para las nuevas tareas; convoca
una reunión del Partido y lleva adelante la lucha de dos
líneas por los canales adecuados... Cálmese, compañera,
relájese y diviértase.
Lupe le escupió en la cara y dio media vuelta; los
presentes quisieron tirársele encima pero un grito los
contuvo en el aire.
-¡He dicho que la dejen en paz!
Raúl dio la orden de que los únicos autorizados para
portar armas ese día eran los encargados de la vigilancia,
que todos debían llevar las armas a los depósitos
asignados y delante de ellos montar guardia. Si iba a
desarrollarse una gran fiesta, no era necesario tener las
armas en la mano y además ya se había consumido una
cantidad innecesaria de munición desde el mediodía.
El cielo se mantuvo despejado todo el día. La comida
caliente, sabrosa y abundante saciaba un apetito
mil veces aplacado con raíces y agua de lluvia; los
combatientes hacían chistes de los malos momentos y
de las privaciones sufridas en combate, las anécdotas
corrían de boca en boca y las risotadas estremecían el
aire. Para la celebración se habían sacrificado cinco vacas,
seis chanchos, nueve corderos, cien patos y más de
doscientas gallinas. Cientos de huevos y miles de papas
119

fueron sancochados desde la noche anterior, lo mismo que


los choclos y las menestras. Las dieciséis cocinas venían
trabajando más de veinticuatro horas sin interrupción,
los cocineros y cocineras habían rotado ya seis veces,
y de los grandes peroles se seguían sirviendo frejol con
seco de cordero; asado con papa, verduras, choclo y
queso; pucapicante y, por supuesto, mondonguito. En
una larga hilera de mesas estaban colocados, dentro
de recipientes hechos de calabaza, trozos sancochados
y fritos de pato y de gallina que cada quien se servía
según su gusto o apetito. Las jarras con chicha de jora y
de molle se volvían a llenar una vez vacías, y en verdad
se necesitaba todo un pelotón sólo para distribuir la
chicha. Los niños bebían leche de vaca recién ordeñada.
La música estaba repartida por toda la base, los cuatro
conjuntos musicales rotaban de lugar cada dos horas
y descansaban cuando lo necesitaban. Los huaynos, la
música criolla, los pasillos y yaravíes, así como la música
revolucionaria, llenaban el ambiente festivo, se bailaba,
se cantaba, se reía, se agitaban consignas, se abrazaban.
Viejos amigos y compañeros se volvían a encontrar
después de muchos años, se contaban sus anécdotas
sin infringir el secreto revolucionario, se abrazaban y
se separaban alegres del reencuentro. Familias enteras
estaban reunidas en torno a improvisadas fogatas. Las
primeras estrellas hacían su aparición en el firmamento.
Casi por instinto el pelotón de Raúl, al caer la noche,
se agrupó en torno a una fogata. Casualidades de la
vida: ¡Cada uno llevaba en la mano un plato, hecho de
calabaza, lleno con mondonguito! Venancio lo hizo notar
a gritos y todos se echaron a reír.
-¡Números! -se escuchó decir a Raúl.
-Uno, dos, tres... veintinueve...
-¡Faltando una, todos completos, compañero! -gritó
Venancio- ¡Faltando una, todos completos, compañero!
120

Unas horas antes, Lupe había abandonado la base. Los


compañeros encargados de la vigilancia en la periferia
de la base informaron que la dejaron pasar sin hacerle
preguntas en vista de su alto cargo. No se ordenó su
búsqueda, todos intuían su plan.
-¡Al fin! -dijo Raúl luego de una pausa- ¡Al fin
podemos saborear nuestro mondonguito! ¡Y pensar todo
lo que hemos tenido que pasar para disfrutar nuestro
mondonguito...! ¿No les parece que en el último mes
hemos aprendido bastante?
-¡Claro que sí! -respondieron a una voz.
-¡Persistir, persistir, persistir! ¡Eso nos enseña
nuestro Presidente! ¡Esa enseñanza nos la han dejado
nuestros compañeros al entregar sus vidas en combate!
¡Esa lección ha sido grabada en nuestras almas a sangre
y fuego! ¡No podemos defraudar las expectativas que
los revolucionarios del mundo entero tienen puestas en
nosotros! ¡No podemos ir contra la historia! Nosotros
tenemos el compromiso de no dejar las armas hasta
que el reino de la felicidad se establezca sobre la
Tierra; no abandonaremos jamás la concepción de la
guerra popular bajo ninguna circunstancia, por más que
suframos duros reveses. Conquistar el Poder en todo el
país es de trascendencia histórica en nuestra patria, y
en el mundo entero es de gran significación; que nadie
piense que la revolución es como cantar o coser, no, de
ninguna manera, esta histórica tarea la venimos llevando
adelante escasos tres años y aún nos quedan muchos
más por bregar; diez, quince, veinte... nadie lo puede
saber... de lo que sí debemos estar seguros es de que el
triunfo es nuestro, la victoria es nuestra y mientras más
nos esforcemos, mientras más breguemos, mientras más
revolución desarrollemos, más cerca estará la fecha de
nuestra liberación. La tarea está en nuestras manos, en
manos de todos nuestros compañeros que combaten a lo
121

largo y ancho del país, y no olvidemos que nosotros sólo


somos una pequeña parte de ese gran torrente que ha
osado desafiar los cielos y que se ha propuesto tomar por
asalto la cumbre más alta para clavar en su cima nuestra
heroica Bandera. No olvidemos que como individuos no
somos nada, hoy estamos aquí, mañana estaremos bajo
tierra, las personas pasamos, los principios quedan,
las ideas quedan; es el pueblo y sólo el pueblo quien,
bajo la dirección personal de nuestro Presidente, logrará
la victoria final, nosotros sólo somos ejecutores de la
voluntad de las masas, de la historia; y esa voluntad,
hoy, mañana y siempre, nos ordena combatir y resistir
sin capitular, sin deponer las armas hasta que el reino de
la felicidad brille sobre la Tierra...
-Compañeros -continuó luego de mirar los rostros
juveniles, sinceros, transparentes y emocionados de
cada uno de los combatientes-, sirvámonos, sirvámonos,
compañeros, y recuerden aquel amanecer en que nos
desbarataron el desayuno; recuerden con profundo
cariño a nuestros compañeros caídos en el transcurso de
las campañas y de la retirada, y piensen en la importancia
que tiene el que hoy miles de personas, en esta base de
apoyo se hayan comprometido una vez más a no arriar
nuestras banderas... sirvámonos, compañeros. ¡Buen
provecho!
-¡Gracias, compañero!
Comieron en silencio. En los alrededores, la música,
las risas, el baile, la alegría, discurrían a lo largo y ancho
de la base.
Terminaron de comer, se formaron pequeños grupos
que bebían chicha, fumaban, reían y conversaban
animadamente. Raúl se dirigió a la choza que le habían
asignado para dormir; en el camino pidió a Felipe que
busque a dos compañeras que estén dispuestas a viajar
de inmediato a la capital de la provincia. Una vez que
122

regresó de la choza buscó a Rosita Luna, la tomó del


brazo y la invitó a caminar a su lado.
-Rosita -le dijo tomando una bocanada de aire-, debes
partir hacia la Capital...
-¿Por qué? -le interrumpió llena de asombro.
-Esperas un hijo...
-¡Hay muchas campesinas que también están
embarazadas!
-Ya lo sé. Mira, es por tu seguridad... además me
gustaría que cumplas una tarea. Toma este dinero -y le
puso en la mano un fajo de billetes-; te voy a dar una
dirección, es de una compañera, se llama Julia, es muy
buena amiga mía... Le dices que vas de mi parte y que le
envío “los más gratos recuerdos de la segunda”. No debes
olvidar decirlo textualmente: “los más gratos recuerdos
de la segunda”, así sabrá ella que efectivamente soy yo
quien te envía. Estoy seguro que te prestará todas las
atenciones del caso, te tendrá un tiempo en su casa, te
llevará a nuestros médicos, y buscará para ti un lugar
seguro...
-Pero yo quiero quedarme y seguir sirviendo a la
causa...
-No debes olvidar que uno puede y debe servir allí
donde se encuentre. Además, como te dije, me gustaría
que cumplas una tarea: A Julián le hice una promesa.
Su madre vive y trabaja en el mercado de San Juan
de las Flores, Julia te ayudará a encontrarla. Pídele a
Julia que me preste una cantidad igual a la que te estoy
dando y entréguenle el total a la señora; dile que se
lo manda su hijo Julián y en especial dile que él te ha
encargado darle un beso y decirle que la quiere mucho.
¿Puedes cumplir esa tarea? ¿Y puedes hacerme el favor
de tener y cuidar a tu hijo con todo cariño, tal como Ciro
lo hubiese querido...? Todo este tiempo estuviste cerca
de mí y observaste la realidad, mientras alguien la pueda
123

contar... tendremos una esperanza... ¿Lo harás?


-Entiendo... Sí, lo haré.
-¡Gracias!
Al rato llegó Felipe con dos campesinas, una joven y
otra adulta que había escogido de entre varias voluntarias.
Las presentó.
-Compañeras, tienen una tarea que cumplir. Ella es
la compañera Rosita Luna, espera un bebé y la estoy
enviando a la Capital para que sea atendida allí. Lo
que necesito de ustedes es que la acompañen hasta la
capital de la provincia y la embarquen. Luego deben ir
a esta dirección -les alcanzó un papel y les hizo repetir
lo anotado varias veces hasta que lo memorizaron,
luego destruyó la hoja-. Allí deben tomar contacto con
el compañero Antonio; le entregan este informe para
que lo haga llegar al Partido -les puso en las manos una
carta-, y que él les entregue todos los informes que tenga
sobre el movimiento de las tropas enemigas y sobre el
desenvolvimiento de nuestros pelotones en esa ciudad;
pronto entraremos otra vez en acción. ¿Lo pueden hacer?
-¡Con mucho gusto, es para nosotras un honor servir!
-dijo la de más edad.
-¡A la orden! -dijo la menor.
-Bien, Rosita, alista tus cosas, sólo lo indispensable.
Toma -le entregó un fajo de billetes mucho más
pequeño que el anterior-, es para tus gastos de pasaje y
alimentación.
La besó en la frente y se abrazaron.
-¡Buena suerte!
-¡A usted también, compañero!

En los siguientes seis meses la vida en la base de


apoyo transcurrió casi sin sobresaltos. El trabajo de
producción se llevaba adelante sin dificultades, así como
el intercambio de productos. Por ser una de las bases más
124

prósperas, llevaba la mayor carga para el mantenimiento


de los pelotones en movimiento, así como aportes a otras
bases menos favorecidas y no tan bien organizadas; mas
la responsabilidad la asumían con sencillez, humildad y
orgullo a la vez. Las fuerzas armadas del Gobierno no
habían dado con su ubicación, a pesar del constante
movimiento de masas que se producía. En el aspecto
educacional se habían logrado grandes avances en
muy corto período, las escuelas populares para niños y
adultos se habían duplicado y la asistencia era masiva y
disciplinada; la alegría de los campesinos adultos, en sus
primeros deletreos, era incomparablemente más grande
que la de los niños y ello obligaba a que los responsables
de la educación mejoren los programas de estudio. Las
mujeres se habían organizado y cumplían sus tareas,
en todo nivel, con alta calidad, convirtiéndose en pilar
de la familia y el orden, así como acicate para sus
maridos e hijos. No había trabajo en el que no estuvieran
presentes: político, militar, de producción, de educación,
en el colectivo y en el hogar. Igual donde fuera y lo que
fuera, las mujeres dejaban profunda huella a su paso,
con su inagotable energía y entrega absoluta al servicio
de la revolución.
Los pelotones y la milicia fueron reorganizados
dando prioridad a su preparación ideológica y política,
desarrollando una lucha de dos líneas bastante dura contra
el revisionismo, contra la capitulación. La preparación
militar fue extensiva a las masas. Los pelotones,
fortalecidos, desarrollaban campañas de hostigamiento
a las fuerzas armadas reaccionarias. Se alejaban uno,
dos y hasta tres días de caminata para golpear, ora la
vanguardia ora la retaguardia del enemigo, les caían
encima por sorpresa ocasionándoles la mayor cantidad
posible de bajas, recuperaban armas y municiones si
era factible y emprendían una rápida retirada sin darles
125

tiempo a reaccionar. Por las noches hostigaban los


cuarteles enemigos con disparos, cohetes lanzados por
fusiles o con tiros de mortero de fabricación artesanal.
Minaban caminos y senderos por donde transitaban las
tropas, y que habían sido detectados por los mil ojos y
mil oídos dispersos por todas las zonas de operaciones
de la guerrilla. Se agazapaban en los alrededores de
carreteras sembradas de minas eléctricas que hacían
saltar al paso de los convoyes de camiones llenos de
tropas para luego ametrallarlos, recuperar armamento
y munición y emprender una veloz retirada. Se evitaban
los enfrentamientos directos, reduciendo así al mínimo
las pérdidas de vidas en los pelotones y preservando sus
fuerzas para mejores momentos.

Una tarde fría, nublada y lluviosa, Raúl regresó a


la cabeza de un numeroso pelotón que había cumplido
tareas de hostigamiento en los alrededores de la capital
de la provincia. Al entrar a la base fue recibido por
un grupo de cuatro compañeros recién llegados. Le
entregaron un mensaje en el que lo convocaban a una
importante reunión en la Capital. Tenía dos semanas
de tiempo para presentarse. Los nuevos compañeros
asumirían la dirección de la base de apoyo. Esa misma
noche se convocó a reunión de responsables y se entregó
el mando a los nuevos dirigentes. Una vez posesionado
de la responsabilidad, el nuevo mando político dio
lectura a los mensajes enviados por la Dirección Central
del Partido, de felicitaciones por las tareas cumplidas,
y de ratificación, con formales reajustes, de todo lo ya
aprobado en la base. La acogida que se brindó a los
nuevos mandos fue ejemplar. Al amanecer, los cuatro se
reunieron con Raúl y éste presentó un largo y detallado
informe sobre el funcionamiento de la base: Número de
militantes, combatientes, masas, armamento, munición,
126

dinero, tipo de producción, almacenes, enlaces y


relaciones con las demás bases, vínculos y contactos
en las ciudades, red de infiltración e información,
organización partidaria, militar y de Poder, estructura
y funcionamiento, desenvolvimiento de la campaña de
rectificación, escuelas populares, educación ideológica
y política de dirigentes, cuadros y masas, programas
en desarrollo, planes y tareas trazados, balance de lo
cumplido. Todo ello por escrito, en varios cuadernos,
acompañado de cuadros estadísticos y diagramas,
detalles de todas las operaciones llevadas a cabo;
lugar, fecha, bajas, pérdidas de armamento y material
recuperado al enemigo, así como todas las actas de las
reuniones en sus diversos niveles, más un acta adicional
que contenía en detalle el desenvolvimiento de la lucha
de dos líneas y todas las opiniones vertidas al respecto,
acompañadas con anotaciones personales. Le dieron las
gracias y se despidieron con un largo y sincero abrazo,
deseándole la mejor de las suertes.

Hacia el mediodía, después de un reparador descanso,


Raúl recorrió toda la base grabando sus detalles en la
memoria. Se alejó fuera de la base hasta llegar al río que
hacía muchos meses habían cruzado a duras penas, se
sentó a la orilla y dejó correr sus recuerdos. A pesar del
frío se desnudó y nadó hasta la otra orilla, regresó hasta
la mitad, se dejó arrastrar por la corriente varios metros
y salió en el siguiente recodo. Se volvió a vestir y caminó
de regreso a la base; hacía rato que había detectado las
dos sombras que lo seguían. Poco antes de llegar a la
base echó a correr lo más rápido que pudo y se escondió
tras un árbol. Cuando Felipe y Venancio pasaron el árbol,
les cayó por la espalda y tomándolos fuertemente del
cuello con los brazos les gritó:
-¡Ajá!, ¿me perdieron el rastro o qué?
127

-¡No! Sólo te estábamos probando.


-¡Sí, sí, cómo no! ¡Ahora cuéntenme otro cuento...!
Y rieron. Abrazados llegaron hasta a la choza que
ocupaba Raúl, los apretó contra su pecho y les dijo
quedo:
-¡No lo olviden: persistir, persistir y persistir! ¡Sean
humildes y se mantendrán eternos!
Tomó sus cosas y se marchó, desarmado, sin
protección, sin compañía. A sus espaldas dejaba las
cálidas miradas de sus dos camaradas.

Unos meses después Raúl fue a visitarnos por última


vez. La reunión había sido un éxito rotundo, se aprobaron
los planes de Conquistar Bases; defender, desarrollar
y construir, así como el plan de iniciar el Gran Salto y
Desarrollar la Guerra Popular.
Estuvo en casa tres días, casi no hablaba y se la pasaba
en la ventana mirando hacia el Este, hacia la cordillera.
Cuando le preguntaba si le pasaba algo, respondía:
¡Nada, no te preocupes! Cuando le preguntaba ¿En qué
piensas?, me miraba de soslayo, volvía a clavar sus ojos
en la cordillera, y respondía: ¡Nada!
En el desayuno del último día me contó de paso
que muchos mandos militares habían sido destituidos
de todos sus cargos, bajados a bases y trasladados
de zona. No contestaba a mis preguntas. Luego de un
largo silencio se levantó, se dirigió lentamente hacia la
ventana con vista al Este, y sin despegar la mirada de la
cordillera, me refirió que al final del Pleno, en la reunión
de camaradería, se había producido el siguiente diálogo:
-Usted no está satisfecho ni de acuerdo con la sanción
que se le ha aplicado. ¿No es cierto?
-No conozco a nadie que, una vez sancionado, quede
satisfecho, o que no le afecte; puesto que uno piensa
que siempre actúa dando lo mejor de sí, y que la sanción
128

tiene algo, aunque sea un punto mínimo, de injusticia.


Pero eso no interesa porque uno se repone con rapidez
de esas molestias del alma en el cumplimiento de las
nuevas tareas... salvo, claro está, los resentidos que
rápido se echan a perder. Sobre si estoy de acuerdo...
puedo decir que estoy plenamente de acuerdo; ¡sí!, es
más, soy consciente de que es una necesidad política,
ya que es una cuestión de principios: El Partido manda
al fusil y de ninguna manera se puede permitir que el
fusil mande al Partido; ya la historia ha demostrado lo
pernicioso que esto último es. Y efectivamente, algunos
mandos militares estaban tomando más poder del
necesario, en parte debido a sus propios deseos, en parte
por limitaciones o deformaciones ideológicas que los
llevan a una línea contraria a la del Partido, y en parte,
también, a la incapacidad, complicidad o dejadez, por ser
la forma más cómoda de librarse de responsabilidades,
de los propios mandos políticos. Yo entiendo muy bien
los alcances, en todos los niveles, de la sanción, y estoy
consciente y plenamente de acuerdo con ella...
-¿Pero...?
-Pero me hago la siguiente pregunta: ¿Están los
demás, la mayoría de los mandos políticos, conscientes
de esa necesidad? ¿O acaso es que algunos de ellos,
confundiendo el don de mando con el comportarse como
un mandón, se crean ahora dueños absolutos de todo
poder y hagan y deshagan según su voluntad y real
gana? ¿No será que algunos, libres según ellos de todo
obstáculo, se crean hoy los depositarios de la verdad
absoluta?
-¡Usted subestima la capacidad de los demás
camaradas!
-Si por capacidad se entiende esa falta de autocrítica;
ese acomodarse según por donde sople el viento. O
esos golpecitos de pecho y rasgaduras de vestimenta
129

para pasar por agua tibia y librarse de problemas. O


ese falso juramento de sujeción, cuando bien sabemos
que una vez en sus zonas de trabajo vuelven a cometer
las mismas barbaridades y errores de siempre. O si
capacidad se denomina a ese oportunismo rastrero que
algunos muestran, al comportarse, ante la primera crítica,
como excelentes y desvergonzados chupamedias. O si
capacidad se denomina a ese camuflarse en palabrería
huera para escapar de la tormenta y salir como abanderado
de la razón. Si a todo ello denomina usted capacidad,
efectivamente subestimo algunas capacidades, ya
que hoy nos hemos topado con verdaderos maestros
de la maniobra y que posiblemente demostrando sus
capacidades, capeen la tormenta todavía algunos años
más.
-¡No le voy a permitir semejante falta de respeto!
-Usted pregunta y yo respondo lo que pienso. ¿O
es que cree que lo mejor es lanzar flores, camuflarse
agazapado tras falsos juramentos y esperar hasta una
mejor oportunidad como hacen algunos?
-No, de ninguna manera, pero ello no es óbice para...
-Usted sabe tan bien como yo que lo que he dicho es
verdad, y día llegará en que a ellos también les caerá su
parte, de eso estamos convencidos. ¿No es así?
...
...
-¡Que le vaya bien!
-Gracias, gracias por todo lo que me ha enseñado,
espero no defraudarlo.
-Así también lo espero yo. ¡Adiós, y déjenos saber de
usted de cuando en cuando!
-Así lo haré.
¿Estuvo allí Lupe? -le pregunté a boca de jarro... Ni
siquiera se movió, pero pude ver su sonrisa reflejada
en el cristal de la ventana. No pude, o tal vez no quise,
130

preguntarle más. Comprendía su situación. A lo largo


de estos años lo llegué a conocer bastante bien. Sé,
y él lo sabía también, que hubo, hay y habrá cientos
de compañeros mejores que él. Sin embargo le tenía
un particular aprecio, y no quería perturbarlo con mis
preguntas.

Nuestra amistad se había iniciado de la forma más


patética: Unos compañeros y yo tuvimos por tarea,
en los primeros días del inicio de la lucha armada, el
derribar una torre de alta tensión; al final de la acción y
al pie del cerro nos esperaría un auto y un compañero
para sacarnos del lugar. Cuando nos acercábamos a la
torre pisé una mina; los demás compañeros escaparon,
uno de ellos fue a dar aviso para que el auto sea retirado
inmediatamente de la zona, el compañero preguntó:
-¿Qué fue esa explosión, con esa porquería han
derribado una torre?
-No, uno de los nuestros pisó una mina y los demás
hemos arrancado. Y yo he sido señalado para darle aviso
de que se vaya, ya informaremos.
-¿Y el compañero que pisó la mina?
-Está muerto, allá arriba.
Sacó un revólver de la guantera del auto y se lanzó
cerro arriba. Cuando llegó, me encontró tiritando sobre
un charco de sangre con las piernas destrozadas. Me vio
aún consciente, me dijo que era un compañero y que me
iba a sacar de allí. Le vi el revólver metido en la correa del
pantalón y le pedí que me matara, porque no soportaba
el dolor. Sonrió y me respondió con nerviosismo:
-Pues tendrás que aguantarte, hermanito. Todavía no
ha llegado tu último día.
Me tomó en sus brazos, me cargó a su espalda y se
echó a correr cuesta abajo. Perdí el conocimiento a los
pocos segundos.
131

Cuando desperté, había transcurrido una semana


larga y Raúl estaba a mi lado.
-¿Y, hermanito? ¿Cómo te sientes?
Dos días después me enteré que entre Robles y él me
habían tenido que amputar las dos piernas de las rodillas
para abajo. Me regalaron una silla de ruedas y a partir
de entonces Raúl me visitaba cada vez que pasaba por
la Capital.
Durante el día se la pasó, como los días anteriores,
cerca de la ventana, con la mirada clavada en la cordillera.
Por la noche alistó sus cosas, salió a la sala y sonriendo
dijo:
-¡Hasta siempre, hermanitos!
Se iba sin abrazarnos, dejando de lado su costumbre,
y se encaminó hacia la puerta de salida.
-¡Un momento! ¿Cómo es eso de irse sin despedirse
con un abrazo de sus hermanitos? -le pregunté.
Se detuvo, se mantuvo de espalda a nosotros, bajó
la cabeza y levantando la mano derecha con el índice
apuntando al cielo dijo pausado:
-Hace un tiempo recibí carta de mi padre, en la que
me comentaba sobre la muerte y entierro de un familiar.
En ella decía: me sorprende la poquísima importancia
que tiene la presencia de uno en este valle de lágrimas;
más penosas me parecen las despedidas cuando uno
viaja. ¡Y tiene razón!
Enseguida estiró el dedo medio al lado del índice y
haciendo la señal de la victoria se alejó de nuestras vidas
dejándonos un vacío doloroso.
Desde aquella despedida ha transcurrido mucho
tiempo.
La revolución pasó por momentos de angustia. En
dos oportunidades fue duramente golpeada en el campo,
donde miles de combatientes cayeron en combate o
fueron asesinados; donde cientos de extraordinarios
132

dirigentes, cuadros y militantes de base ofrendaron sus


vidas por la liberación de nuestra patria; donde miles de
campesinos, hombres, mujeres, ancianos y niños fueron
vilmente asesinados por el simple hecho de apoyar a
los revolucionarios. Sí, la revolución estuvo en peligro
pero, como el ave Fénix, de las cenizas levantó otra
vez vuelo para volverse más vigorosa y pujante. En la
Capital, más de trescientos presos políticos y prisioneros
de guerra fueron asesinados en las mazmorras de la
reacción; estaban desarmados, sobre el suelo, tendidos
boca abajo, fueron asesinados con disparos a la cabeza
por orden del Gobierno de turno. Pero a pesar de ello el
Partido supo reponerse, desarrollando combates en todo
el país; llegó a controlar una cuarta parte del territorio
nacional, donde estableció el nuevo Poder; llegó a tener
más de trescientos mil combatientes levantados en
armas; medio millón de milicianos y más de dos millones
de ciudadanos distribuidos en las decenas de bases de
apoyo que florecen por doquier, y que organizados en los
cientos de Comités Populares bregan por la revolución. En
la lucha interna, se fortaleció la línea correcta aplastando
a aquellos mandos políticos que intentaron apoderarse
de la dirección del Partido para llevar adelante su política
de capitulación, rendición y entrega de armas. Nada hizo
retroceder a la revolución. El salvajismo y la barbarie
utilizados por el Gobierno, la reacción y sus fuerzas
armadas contra la guerra popular no pudieron derrotar
ni amilanar al pueblo; ni los bombardeos masivos sobre
la población civil; ni los campos de concentración en los
que eran recluidas comunidades enteras, en el vano afán
de separar a las masas de la guerrilla; ni los asesinatos
masivos, demostrados con el descubrimiento de cientos
de fosas comunes secretas y que horrorizaron a la opinión
pública mundial; ni la prisión de miles de ciudadanos
impedían el avance victorioso de la revolución... Pero
133

hace un año, sufrimos el más duro golpe de nuestra


presente historia: el Presidente y otros miembros de la
dirección fueron hechos prisioneros. A pesar de ello la
lucha continuó.
Hace un mes, al regresar de las compras del mercado,
Rosita Luna entró a la casa con lágrimas en los ojos;
Cirito jugaba a los empujones con Ruth, nuestra hija,
ambos ajenos a las lágrimas de su madre. Cuando le
pregunté por qué lloraba no respondió, se acercó a mi
silla de ruedas, besó mi frente, y dejó sobre mis muslos
los periódicos que publicaban la carta del Presidente
solicitando celebrar conversaciones que conduzcan a un
acuerdo de paz cuya aplicación lleve a concluir la guerra
que por más de trece años vive el país.
Las grandes decisiones, tomadas por los grandes
hombres, encargados de escribir la historia, son por lo
general incomprendidas o tardan muchos años en calar en
las masas. Yo no soy nadie para juzgar, sólo me esfuerzo
por comprender por qué el hombre se envuelve en su
propia sombra y se pregunta por qué anda a oscuras.
Hoy me vuelve a la memoria el discurso de Raúl:
-¡Compañeros...! Antes del inicio de la guerra
popular, nuestro Presidente, previendo el futuro, nos
alertó: Revolución y contrarrevolución se aprestan a la
violencia. La lucha revolucionaria será dura, violenta,
cruelmente contestada. La reacción mandará sus negras
huestes a combatirnos. Embestirán a la clase obrera, al
campesinado, a las masas populares. Extenderán sus
garras siniestras, sangrientas. Así será. Nos tenderán
cercos, buscarán aislarnos, aplastarnos, borrarnos.
Pero nosotros somos el futuro, somos la fuerza. Somos
la historia. Y efectivamente eso estamos viviendo: la
reacción ha lanzado a lo más selecto de sus fuerzas
militares tras de nosotros en sus vanos sueños de
aniquilarnos, pero nosotros hemos salido victoriosos
134

de estos primeros encontronazos. Poco antes del 17 de


mayo de 1980, nos recordó nuestro objetivo: Camaradas,
ha concluido nuestra labor con manos desarmadas.
Se inicia hoy nuestra palabra armada. Sellamos hasta
aquí lo hecho, aperturamos el futuro, la clave son las
acciones. Objetivo: el Poder. Eso haremos nosotros. La
historia lo demanda, lo exige la clase. Nosotros debemos
cumplir. ¡Y cumpliremos! Somos los Iniciadores.
Ese es nuestro objetivo y no otro: el Poder. Y en ese
camino nos desenvolvemos. El Presidente también nos
exhortó a prepararnos para combatir con valor hasta la
consecución de nuestro objetivo: El vórtice se acerca,
está comenzando. Crecerán las llamas invencibles de
la Revolución convirtiéndose en plomo y en acero y del
fragor de las batallas con su fuego inextinguible saldrá
la luz, de la negrura la luminosidad y habrá un nuevo
mundo. El viejo orden cruje, su vieja barca hace agua.
Pero nadie puede esperar que se retiren benignamente.
Sueños de sangre de hiena tiene la reacción. Agitados
sueños estremecerán sus noches sombrías. Su corazón
maquina siniestras hecatombes. Pero no podrán
prevalecer, su destino está pesado y medido. Ha llegado
la hora de ajustarle cuentas. Y eso es precisamente
lo que estamos haciendo: ¡Les estamos ajustando las
cuentas y les estamos dando duro!
Una salva de aplausos estremeció las montañas, y los
vivas al Presidente, a la revolución y a la guerra popular
retumbaron en los Andes.
-El Presidente nos ha señalado nuestro heroico
destino: Vivimos en una época extraordinaria. Nunca los
hombres tuvieron tan heroico destino. Así está escrito.
A los hombres de hoy, a los que bregan, respiran y
combaten, les ha correspondido barrer a la reacción de
la faz de la Tierra. La más luminosa y grandiosa misión
entregada a generación alguna. En esa situación estamos.
135

Así es efectivamente. ¡En esa situación estamos y que a


nadie le quede duda!
Nuevos aplausos.
-También nos habló de que el camino está definido:
Que las acciones armadas hablen. Es perentorio, urgente.
Es una voz de orden. Lo demanda la clase, lo demanda
la historia, lo demanda el pueblo. Es una necesidad. Lo
hecho antes nos ha traído hasta aquí. El camino está
definido. Las acciones, establecidas. ¡Cumplirlo! No
tenemos otro derecho. Y nosotros estamos cumpliendo
los acuerdos: Hemos impulsado y desarrollado la guerra
de guerrillas; hemos abierto zonas guerrilleras; hemos
conquistado armas y medios para combatir; hemos
removido el campo con acciones guerrilleras; hemos
batido para avanzar hacia las bases de apoyo; y las
hemos conquistado. ¡Aquí está la prueba...! ¡Aquí está la
prueba, compañeros: cientos de combatientes, miles de
masas, un Partido fuerte y unido en torno al pensamiento
guía; un Ejército Guerrillero Popular con varias batallas
victoriosas; y estamos sentando las bases del nuevo
Estado, del nuevo Poder! ¡Y ésta es sólo una de las bases
de las muchas que se han establecido a lo largo y ancho
de nuestra patria! ¡Aquí está la prueba, que la reacción
se revuelque en su desgracia y miseria! ¡El futuro nos
pertenece!
Cinco minutos de algarabía no fueron suficientes, las
masas rugían de emoción.
-¡Compañeros...! Permítanme expresarles la situación
actual y perspectiva a través de la lectura de lo establecido
por nuestro Presidente: Nuestra Bandera ya está puesta
en otra cumbre más alta. Los tambores comienzan a
sonar. El viento se agita. La Bandera es un grito hermoso,
en rojo, a todos nos llama. ¡Ascenderemos! Así será.
Nada más podemos hacer. A la revolución nada la puede
detener. ¿Por qué las chispas se van a rebelar contra la
136

hoguera? Uno no vale nada. La masa es todo. Si algo


hemos de ser, será como parte de la masa. Nada podrá
prevalecer contra la clase obrera, todo lo derrumbará
y un mundo de luz aparecerá necesariamente. ¿Quién
nos podrá contener? ¿Qué podemos temer? ¿Puede el
silencio apagar la tormenta de los cañones? ¿Puede una
chispa levantarse contra una hoguera? ¿Cómo el silencio
va a acallar el estruendo? El martillo lo enarbola la clase
obrera. El yunque es la lucha. ¡Que cada uno cumpla
su jornada! Sabemos lo que tenemos que enfrentar.
Lo hemos enfrentado ya. Lo enfrentaremos mañana.
El mañana será duro pero estaremos templados por el
pasado y nos forjamos hoy.
-¿Vamos a retroceder compañeros?
-¡Noooooooooo, nunca! -y las ráfagas herían el cielo.
-¿Vamos a capitular? ¿Vamos a entregar las armas?
-¡Jamás, jamás, jamás! -rugieron las masas y los
Andes se estremecieron.
...
-¡Compañeros...! Tenemos una promesa que cumplir
y la cumpliremos necesariamente pues la historia así nos
lo demanda. El Presidente ya nos lo dijo: Otro mundo se
abre para nosotros. Hemos comenzado a definirnos. Que
cada palabra nuestra, cada pensamiento nuestro, cada
acción nuestra, cada sentimiento nuestro, cada voluntad
nuestra ratifique esto. Es factible, indispensable, es
necesario. Hemos acordado unánimemente ceñirnos al
desarrollo a través de acciones. Desde este momento
que todo exprese nuestra voluntad tensa de cumplir lo
acordado. Primero es el hecho y luego la idea. Y esa idea
te lleva a acción más alta cada vez. Hemos llamado a las
armas, a la lucha armada. La semilla cayó en buen surco,
comienza a germinar. A quienes dijimos: Ponerse en
pie, levantarse en armas, responden: Estamos prestos,
guíennos, organícennos. ¡Actuemos! O cumplimos lo que
137

prometimos o seremos hazmerreír, fementidos, traidores.


Y eso no somos nosotros... ¡Y eso, compañeros, eso
no somos nosotros, jamás seremos traidores, jamás
seremos traidores ni cobardes! ¡Pase lo que pase, la
guerra popular continuará hasta la victoria final! ¡La
brega será dura, ardua, cruenta, larga, difícil! ¡El triunfo
es nuestro!... ¡El triunfo es nuestro, el triunfo es nuestro,
compañeros... el triunfo es nuestro! ¡Combatir y Resistir!
¡Viva el Presidente!
-¡Viva, viva, viva!

Hoy, no puedo dejar de pensar en todos aquellos


hombres y mujeres que dieron la vida en la heroica
e inacabada lucha por la liberación de nuestra patria.
Tampoco puedo dejar de pensar en Raúl, que a fin de
cuentas no es más que un personaje, uno más, entre
millones de seres comunes y reales, que, llenos de
virtudes y defectos, aportaron su esfuerzo, a esa gran
epopeya llamada revolución. Muchos de ellos han
caído heroicamente en combate; otros fueron vilmente
asesinados en algún recodo del camino; quedan aquellos
que, estando privados de su libertad, convierten, para
ejemplo de algunos, las mazmorras de la reacción en
trincheras de combate; y la mayoría de compañeros
continúa en la brega a pesar de las grandes dificultades.
Hace algún tiempo, tuvimos noticias sobre la muerte
de Raúl. Las versiones eran diferentes: una sostenía
que, estando en la primera línea de fuego, una ráfaga
le pulverizó el corazón. Otra sostenía que fue un
lamentable accidente: que el tiro que le destrozó la nuca
partió de atrás. Una tercera versión afirmaba que en
una acción para apoderarse de un almacén de armas,
actuó disciplinadamente: degolló al centinela, abrió
la puerta de una patada y arrojó la cocacola como le
habían ordenado; a sabiendas de que era inútil, dio la
138

vuelta tratando de protegerse tras la pared; el almacén


estalló en mil pedazos: una bola de fuego que quemó el
cielo acabó con él. El único punto en que coinciden las
diferentes versiones se refiere a que su cuerpo no fue
recogido, no fue enterrado y por lo tanto nadie dijo unas
palabras ante su tumba.
Cómo pudiera, hermanito, hacerte llegar desde mi
silla de ruedas el mensaje que ayer me dejaran Felipe y
Venancio:
¡Persistir, persistir y persistir!

Primavera del 94.


139

En contexto

Introducción a la novela Resaca

Ha transcurrido 13 años desde que por primera vez se


diera a conocer públicamente esta novela. El vertiginoso
desarrollo de los acontecimientos me sugiere agregar,
hoy, lo que bien podría ser una introducción que permita
comprenderla mejor ubicándola en el contexto actual.
Si pudiéramos elevarnos sobre la piedad y la miseria
humana para lograr otear ese tablero de ajedrez donde
dioses ebrios e imbéciles mueven las piezas según sus
intereses económicos, estratégicos y hasta por puro
capricho alegórico, podríamos ver que el principio del
lento fin toca a rebato en oídos sordos.
Sobre ese tablero, al que nosotros con nostalgia
llamamos nuestro mundo, el gran gendarme, convertido
además en hegemónico único, mueve sus piezas con
vesania y, con sus aliados de turno, en plena repartija
comete los más atroces crímenes de guerra y crímenes
de lesa humanidad en nombre de su dios, la llamada
democracia y sus golpes preventivos.
Su actual contrincante no es menos protervo. En
nombre del dios clemente y misericordioso despedaza
sin piedad cada día decenas de cuerpos inocentes;
hombres y mujeres, ancianos, adultos, jóvenes y niños
140

son notificados por el camino recto, del coche-bomba y


su mísero mártir, para que se esfuercen por merecer la
indulgencia del señor y la posesión del paraíso, vasto
como los cielos y la tierra y destinado a los que temen
a dios; para que induzcan que los que no creen en los
signos de dios sufrirán un castigo terrible, para que
sepan que su dios es poderoso y vengativo. ¡Señor!, no
permitáis a nuestros corazones desviarse de la senda
recta, una vez que tú nos has dirigido a ella. Concédenos
tu misericordia, pues tú eres el dispensador supremo. Y
así, llega el siguiente coche-bomba fundamentalista para
zanjar diferencias religiosas de secta, aunque de cuando
en cuando y por la misma vía se muestre la guadaña
oculta del preventivo provocador, del impune inquilino de
la Casa Blanca que también ejerce el crimen como oficio
redentor.
Dioses ebrios e imbéciles, y sus mimos con carácter
divino sobre la tierra, mueven sus piezas con vesania
y se preparan para lo peor: expandir la prevención o
producir la próxima invasión. ¿Acaso piensan que si
primero usaran el manumisor golpe preventivo quedará
la Ayatolá respuesta diluida en la arena del olvido? Al
contrario, le darían un buen pretexto para convertir la
tierra prometida en una mesiánica ofrenda, aunque,
dicho sea de paso, pésimo negocio para la industria
que la arma. Pero, quién sabe si a los fundamentalistas
cristianos les da la ventolera y febriles se precipitan a
poner la bota democratizadora sobre arena fina, pura y
dispersa. Como fuere, tarde o temprano Irán por lana y
si acaso salen de ahí será aún más trasquilado. Errar es
humano, pero dos veces, en corto tiempo y en lo mismo,
sólo le ocurre a los ebrios e imbéciles. ¡Enhorabuena,
Bush!
Que el imperialismo yanqui ya está derrotado en Iraq
es algo que pocos aún lo dudan. Por donde se lo mire,
141

la concebida retirada escalonada es un paso estratégico


planificado para evitar la derrota total, cabal y completa,
con la intención de conservar el núcleo de sus fuerzas
y tranquilizar la opinión pública con miras a la próxima
aventura militar y ello significa que tras la carnicería y
mutilación, en su huida, el imperialismo y sus aliados
dejarán un reguero de sangre, desolación, desesperación
y rabia contenida; liberaron un país de las garras de un
dictador para desertarlo inestable, devastado, mísero
como preludio democrático. ¡Aleluya!
Con el término de la llamada guerra fría a causa
del derrumbe y descomposición del socialimperialismo
soviético no llegó, a pesar de los pregones del
imperialismo yanqui, el inicio de una nueva era de paz
y de estabilidad; todo lo contrario, por ninguna parte se
encuentra estabilidad económica ni política y en medio
de guerras de todo tipo se desarrolla una militarización
creciente donde se vende masivamente armas a tirios y
troyanos.
Con la desintegración de lo que fue la Unión Soviética,
caída estrepitosa y rápida de la segunda superpotencia
imperialista y la consiguiente bancarrota del revisionismo
contemporáneo, se han redistribuido las piezas sobre el
tablero internacional desbocando la repartija y rebatiña
de territorios, zonas de influencia y fuentes de recursos
naturales. Rusia conserva aún su condición de potencia
militar basada en el arsenal bélico de la ex Unión Soviética,
desarrolla y prueba una superbomba de alta tecnología
y se encabrita ante los planes del imperialismo yanqui
para instalar un sistema de defensa de misiles en Europa
Oriental lo que prácticamente es una declaración de
guerra precisamente en y desde sus ex colonias, zona de
rebatiña imperialista donde nunca ha habido marxismo
sino revisionismo.
A río revuelto, ganancia de pescadores, parece
142

ser también la doctrina de otras potencias como,


principalmente, Japón y Alemania, que se preparan para
ser superpotencias en un proceso de colusión y pugna
donde Francia, con su nuevo Presidente, mete las narices
por los palos mientras que los revisionistas que dirigen
China, desde el golpe de Estado contrarrevolucionario
de Teng Siao-ping en 1976 y por la incapacidad de los
conocidos como la Banda de los Cuatro, siguen avanzando,
gracias a la globalización, en sus afanes por convertirse
en superpotencia mundial disputándole la plaza al gran
gendarme y hegemónico único. Desde que se restauró en
forma acelerada y desenfrenada el capitalismo en China,
los revisionistas no han cesado de fortalecer su dictadura
burguesa para sojuzgar al pueblo chino y expandir sus
voraces y globalizados tentáculos más allá del Sudeste
Asiático llegando hasta los escaparates estadounidenses
pintándoles muñequitas en el aire. ¡Disculpe, señora
democracia!
Si así está este nuestro mundo ancho y ajeno,
¿cómo anda la llamada democracia? ¡Muy bien, gracias!
Sólo un par de ejemplos: En palestina, tras elecciones
democráticas, estrechamente vigiladas y controladas
internacionalmente, ganó el Hamás limpiamente. ¿Y
qué pasó inmediatamente después? Como estaban en
la lista de terroristas del semidiós Bush, simplemente
los arrinconaron en Gaza para más temprano que tarde
darles con todo lo que tengan; mientras ahora, después
de oponerse a rajatabla, promueven el reconocimiento
del Estado palestino por parte del sionismo: dos
Estados, una solución justa pero amañada por los
dirigentes estadounidenses en contra del pueblo judío
y del pueblo palestino. Otros ejemplos: el Hezbolá
le metió una buena paliza al sionismo que usó todo
lo prohibido que tenía a mano y no pasó nada nuevo
bajo los cielos. En Paquistán, la marioneta, tras algunas
143

componendas, se aseguró el trono para seguir de


lacayo del gran gendarme; democráticamente obtuvo la
gran mayoría, de qué se quejan si tan sólo cruzando
la frontera ya se probaban nuevos cohetes capaces de
transportar cargas atómicas, la democracia sigue igual.
A la dictadura militar fascista de Birmania le sacan la
tarjeta roja de las naciones unidas tras montar un show
con unos monjes tan pendejos que de angelicales sólo
tienen los hilos divinos que los manipulan: no se oye,
padre. En Georgia y Ucrania se brinda con champaña,
se traga caviar hasta llenar el buche y una mano lava la
corrupción de la otra mientras otros se acomodan bajo
la trenza de la diva. Y así hasta la deriva. Por doquier
campea la corrupción, el genocidio impune, el crimen
como oficio democrático y redentor, la venta de armas a
psicópatas que andan sueltos y que organizan ejércitos
de mercenarios y de niños, Estados africanos armados
indiscriminadamente por ambos bandos para que se
despedacen entre sí mientras los usureros de siempre
siguen sacando diamantes, petróleo, oro y todo lo que
puedan en nombre de su bendita democracia.
¿Y de las revoluciones, de los movimientos de
liberación, qué? Pues nada, traicionadas una tras otra en
Asia, África y América Latina por dirigentes que también
se creen divinos y se preocupan más por su mísero pellejo
que por los principios e ideales que juraron defender.
Dirigentes que al caer presos lloran, ruegan y se arrastran
ante el enemigo con tal de sobrevivir; prefieren vivir de
rodillas a morir de pie; de grandes pensadores pasan a
viles depredadores sin complejos que venden todo un
pueblo por un plato de lentejas que jamás llegarán a
probar. El ejemplo más patético en la historia reciente de
las revoluciones es el caso del renegado Guzmán quien,
al caer preso y desde lo más alto de la dirección de un
Partido que inició la guerra popular en el Perú, empezó
144

a cometer suicidio ideológico al tramar acuerdos que se


negaban a sí mismos. Así, pasó de ser el más grande
marxista-leninista-maoísta a ser el más grande traidor
sobre la faz de la Tierra; consecuencia lógica para quien
sólo se preocupa, en el cenit de su vida, por autoerigirse
un monumento bajo la rueda de la historia, un pedestal a
base de idolatría y cizaña, que acabará por derrumbarse
y aplastarlo.
Así las cosas, quede percibido, por un lado y según
lo enseña la historia, que todos los imperios, tarde o
temprano, han caído y el yanqui también caerá, las
campanas ya tocan a rebato advirtiendo el inicio del
final pero cae en oídos sordos pues aún no se vislumbra
con claridad un Partido ni dirigente que levante bandera
contra el enemigo principal; y por otro, que lo que
necesitamos es una nueva democracia que integre a las
grandes mayorías, a más del 90 por ciento del pueblo y
para ello necesitamos dirigentes que dejen de contemplar
sus actos como signo de divinidad promoviendo el culto
al emperador.
La democracia no es para que unos cuantos la usen
según sus gustos o pareceres, la nueva democracia ha de
ser un instrumento que permita al pueblo instalar el reino
de la felicidad aquí en la Tierra y no en los cielos. Nadie
que esté en sus cabales desea la guerra, por el contrario,
todos los pueblos desean la paz pero los que tienen la
sartén por el mango no nos dejan otra salida más que
hacer la guerra para lograr esa paz esperada, deseada y
duradera. La violencia contrarrevolucionaria que ejercen
los poderosos sólo podrá ser borrada de la faz de la
Tierra con la violencia revolucionaria del pueblo unido. Y
es que no hay una violencia a secas, ya que ésta no sólo
se refiere al acto llamado guerra. ¿Qué es la opresión y
la explotación, el hambre y la miseria, el trabajo infantil,
la triple explotación de la mujer, la falta de atención
145

médica, seguro y educación, sino una lista sin fin de


formas y variaciones de violencia ejercida por el Estado
reaccionario contra el pueblo? Y en cuanto a la guerra en
sí, es imposible pensar en una guerra humanizada pues
los enemigos de clase no se agarran a pañuelazos ni se
tiran pétalos de rosa en una confrontación armada. En
toda guerra, como continuación de la política por otros
medios, hay muertos, heridos e ilesos, quienes ganan
y quienes pierden. Las guerras se dividen en justas o
injustas y hay reglas que deben ser cumplidas, no hay
ninguna necesidad de ensañarse con el enemigo ni con
el vencido; la masacre de civiles no tiene nada que ver
con el respeto de los principios y las reglas de la guerra;
al margen de que se desarrolle en las Torres Gemelas, en
las calles de Bagdad, de Afganistán o de Miraflores, no es
más que un crimen y punto.

Pues bien, tomando lo arriba dicho como marco general


de referencia, se puede decir que con el inicio y desarrollo
del inconcluso proceso revolucionario peruano se difluye
un reguero de ideas y sentimientos encontrados que se
reflejan no sólo en la vida cotidiana sino también en la
narrativa peruana. Por lo general la tendencia es presentar,
en forma encubierta o no, al militante, al combatiente,
como un monstruo; como un ser fanático sediento de
sangre, cruel y perverso; un exótico fundamentalista con
objetivos políticos abstractos y enceguecidos por una
criptográfica ideología que por lo demás dicen que es
incomprensible para las masas en general y para la masa
campesina en particular. Al militante, al combatiente, se
le pone un sello para presentarlo como un vil homicida y
atribuirle una bestialidad creciente: Terrorista; distintivo
que a menudo también sirve para encubrir torturas,
desapariciones y masacres; genocidio y crímenes de
lesa humanidad cometido por el Estado peruano y sus
146

llamadas fuerzas del orden. Sobre el militante, sobre


el combatiente, sobre el luchador social, se vierte un
cúmulo de meditadas mentiras y tergiversaciones como
parte de una campaña siniestra y proterva que busca
legitimar la atrocidad cometida en nombre de la, tantas
veces invocada, “defensa de la democracia”.
Dentro de este campo, algo general, se desarrolla
un subgrupo conformado por supuestos coquetos e
indecisos que dicen presentar la realidad puesta sobre la
mesa para que el lector observe que el llamado terrorista
no es un monstruo, tampoco un psicópata ni un asesino
sin escrúpulos sino un hombre normal. Cuando se lee sin
atención a este tipo de autor, que se vende a sí mismo
como una persona buena y amable, algún ingenuo podría
llegar a pensar que porque habla del subversivo sin
insultarlo ya está propenso a simpatizar con éste; basta
con decirle al autor que es demasiado neutral, que gusta
su estilo, por rápido y vertiginoso como los tiempos que
corren, y pensar que conviene darle sólo una empujadita
para que tome posición, para que se defina y ya. Iluso
quien así piensa, pues cae en las redes del engaño. Este
tipo de autor pone sobre la mesa al malo-bueno contra
el bueno-malo y juega con los personajes haciéndolos
rotar a gusto dentro de su dicotomía para que el lector,
sea del bando que sea, se sienta satisfecho y decida,
él solito, a quién le cree. Además, y de yapa, dentro
de alguna etérea línea del relato, el testaferro deja
aflorar su ponzoñosa alma para mostrarse ante el lector
como si estuviera realmente dolido por las injusticias
que no están tan lejos de él ni más allá de su propia
nariz; toman la piedra más grande que encuentran a su
paso y se dan duro contra el pecho entonando, dizque
con rabia, el mea culpa bajo un sol radiante en un
circuito costero cerca de Lima y llamado Asia para quien
quiera mayores precisiones. Pero, cuando este autor
147

abre la boca en una entrevista televisada, entonces sí


que le salen todos los sapos y culebras que anidan en
sus entrañas, pues no escribe lo que piensa ni lo que
verdaderamente siente; sólo escribe para el negocio. Es
entonces cuando el subversivo, ese hombre normal, sí
que es un terrorista letal; un asesino que acecha en la
oscuridad; un individuo dogmático que necesita creer
en algo trascendental para deshumanizar a su víctima
y matar en serie; ese subversivo que no está loco,
¡qué va!, si es un hombre normal, tan normal que se lo
puede comparar con el también normal Adolf Eichmann,
el nazi que asumió la responsabilidad administrativa
del conjunto del Holocausto y de la construcción de la
máquina de asesinato masivo que acabó con la vida de
millones de judíos.
Aunque alguno de estos estilistas haya recibido, por
ejemplo, el premio Alfaguara o el que mejor fuera, hay
que leerlo con cuidado pues son más peligrosos que
aquellos que expresas sus ideas en forma clara y abierta.
Por otro lado, afectada por la violencia política, hay
toda una generación de escritores conformada por
novelistas, narradores, cuentistas y poetas que en general
son autores de obras ficticias en las que se esfuerzan
por captar y representar la realidad mientras navegan
en busca de posibles soluciones, pero desde afuera y
al filo de los hechos. Son espectadores que emiten un
juicio, partidario o no, de los acontecimientos; en medio
de las escaramuzas, rodeados por ellas, toman parte,
consciente o no, por uno de los bandos o deambulan
entre dos aguas y armados con buena pluma responden
con fuego al fuego o cabalgan a la grupa de dos caballos
salvajes haciendo cabriolas para no caer sobre ascuas
que puedan de por vida marcarlos; la gran mayoría son
excelentes escritores, lamentablemente, cohibidos por las
limitaciones del observador supuestamente imparcial. Se
148

puede apreciar sus temores, gustos o preferencias según


le pongan a uno de sus personajes el mote de terrorista
o guerrillero al margen de cómo se desarrolle la historia
y cuál sea su desenlace. Un enorme y loable esfuerzo
literario que se queda en la periferia de lo acontecido;
que intuye, pero desconoce al militante, al combatiente.
Analizan desde el punto de vista del espectador, se
sienten atrapados y, encandilados por los llamados
efectos colaterales, sufren. Eligen al luchador social y
lo aíslan del escenario. El resultado es algo superficial e
impreciso con pinceladas de realidad. Arañan la realidad.
Tienen una visión parcial del problema de la guerra, o si
lo prefieren de la violencia política, y hablan únicamente
de su carácter destructivo.
Hay un tercer grupo de escritores que narran los
hechos desde adentro, como quien dice, desde donde
las papas realmente queman. Un pequeño grupo que
si quisieran, podrían libremente expresar o narrar lo
vivido; pero, apresados por la majadera y mal entendida
sujeción plena e incondicional, pierden la voluntad y de
paso sus brillantes cualidades personales para someterse
a los mandatos y designios de un figurón tan humano y
mortal como cualquiera. Lamentablemente, al margen
de honrosas excepciones, se encuentra toda una retahíla
de alabanzas al mito que más parecen una letanía o un
catecismo tan mediocre como aquella estúpida historieta
del camioncito y otras parvulezes. Demasiado miedo o
servilismo.
Evidentemente, en estos dos últimos grupos, hay
eminentes excepciones que escapan a la regla y al
carácter de estas líneas.

Éstas son algunas de las actualizadas percepciones


y reflexiones que en la primavera del 94 me llevaron
a publicar Resaca en un esfuerzo por presentar, junto
149

con Yehudá Pezaj, los hechos más allá de la ficción


acercándolos todo lo posible a la realidad en su forma
narrativa sin pretender llegar a escribir una novela
histórica. Habrá quienes encuentren fallas y faltas, poco
importa. Lo vivido, vivido está. En Resaca y en los escritos
de Yehudá Pazaj, como en la realidad, el militante, el
combatiente, el luchador social es un hombre común y
corriente como todos los demás: con defectos y virtudes;
capaz de amar, sufrir, llorar, reír; capaz de sacrificarse y
vivir no sólo por un ideal o un sueño, sino por un futuro
mejor, por un mundo real, palpable y factible de lograr
aquí y ahora; por una sociedad justa que integre a las
grandes mayorías. Son hombres y mujeres conocedores
de fusiles y granadas de mano pero también capaces de
leer y escribir poesía; hombres y mujeres acostumbrados
a conversar en voz baja, cobijados bajo el manto oscuro
de la noche serrana y el frío cruel de la puna, sobre
el sentido de nuestras vidas; sobre la necesidad de
conjugar el amor con el cumplimiento del deber; sobre la
libertad y la justicia. Son hombres y mujeres capaces de
cantar, bailar y zapatear frenéticamente hasta arrancar
polvo de suelo mojado; capaces de enfrentarse con una
sonrisa a la soledad y a la reflexión; capaces de cruzar
ríos turbulentos con el agua hasta el cuello, de noche, en
plena oscuridad y tiritando de frío mientras marchan al
combate conscientes de que son hacedores del definitivo
amanecer y capaces de soportar los dolores del parto de
la historia. Los supuestos héroes de acero inoxidable y
sus gloriosas epopeyas personales son simples símbolos
alegóricos o efímeras anécdotas. Los verdaderos héroes
son los hombres y mujeres anónimos del campo y la
ciudad que aportaron y aportan con su granito de arena
a la revolución. El Venancio de Resaca es el Cipriano de
Jehudá, una misma realidad contemplada por diferentes
ojos. Los hombres y mujeres reales que tuve la fortuna
150

de conocer sabían vivir más allá del horizonte aunque la


vida siempre pendía de un hilo, eran sencillos y honestos
trabajadores y sentían el mismo temor a la hora de ir al
combate. Aunque se consumaron algunos errores, jamás
percibí las barbaridades que dicen que se cometieron.
Eso debía quedar claro.
Por otro lado, la revolución había logrado establecer
un nuevo Poder al que algunos definieron como
“impuesto desde afuera, suplantando las instituciones y
a las autoridades comunales”. También se decía que el
campesinado, “en términos generales, optó con decisión,
autonomía y mucho coraje luchar contra Sendero
Luminoso”. Ambas afirmaciones son completamente
falsas, en cuanto al nuevo Estado era evidente que nacía
como necesidad del campesinado mismo, en base a su
milenaria experiencia y con su participación activa y
directa, de no ser así no hubiera durado lo que duró;
y, que la nueva democracia, en los hechos, ya estaba
transformando la vieja sociedad, las relaciones sociales
y sus correspondientes relaciones de producción. En
cuanto a las rondas campesinas y sus símiles, hoy más
que nunca está plenamente demostrado que nacieron
como criaturas del Estado reaccionario y sus fuerzas
represivas.
Mas esta realidad no sólo debería ser reflejada en
la novela; ésta debería ir más allá. En pleno apogeo y
desarrollo, la revolución había sido vendida desde lo
más alto de su dirección y se imponía la necesidad de
desmitificar supuestas deidades; se imponía la necesidad
de dar un sacudón para despertar a los que quedaron
aturdidos por el golpe artero y lanzar un mensaje de
persistencia pues la tarea quedaba traicionada, mutilada
e inconclusa.
Quien haya vivido todo el proceso revolucionario o
parte de él desde adentro, sabrá encontrar el espejo
151

que refleje su sufrimiento, su alegría, su aporte y el


reconocimiento a todos aquellos hombres y mujeres
que dieron la vida en la heroica e inacabada lucha por
la liberación de nuestra patria. Para quien desconozca
la historia reciente o la mire desde afuera, tendrá un
rasero diferente con el cual pueda medir sus simpatías o
aversiones.
Son pocos los que quedan y conocen lo sucedido en
más de cuatro décadas de lucha, pero no pueden o no
quieren escribir porque creen que sólo Él puede definir la
historia y eso es un error fatal; esos largos años de lucha
no son propiedad privativa de un solo individuo por más
genial que se crea; es obra y aporte de miles de hombres
y mujeres que de una u otra manera contribuyeron con
su esfuerzo, sin ellos no existirían los grandes dirigentes,
sin la masa el individuo es nada, un simple suspiro en el
aire, hálito que el viento barre. Sólo las masas hacen la
historia. Ello debía ser especificado.
Si todo lo propuesto se logró o no... Eso ya es otra
novela por contar.

El artista, el literato, el escritor o el narrador, no puede


ser sólo espectador, debe ser, y de hecho lo es aunque no
sea plenamente consciente de ello, actor de su tiempo.
En todo lo que está narrado, sea el escritor de la Costa,
la Sierra o la Selva, hay, en el fondo, un sentido político
y hay que buscarlo si no salta a la vista. Se lo acepte
o no, tras todo escritor o artista hay un político, hay
un hombre de su tiempo que contiende en la lucha de
clases; consciente o inconscientemente expresa ideas,
opiniones y posiciones. Si los contendientes se encuentran
apostados a ambas orillas prestos a combatir o en medio
de un combate, al escritor, al artista, le es imposible
navegar en medio del río pensando que llegará incólume
a buen puerto, pues tarde o temprano las corrientes
152

superficiales o profundas de su ser lo llevarán a una de


las orillas no como espectador pasivo sino como actor
convicto y confeso o, en caso contrario, sucumbirá en la
vorágine de los acontecimientos. Se puede quebrantar
la ley, pero no negarla. Al narrador comprometido
y consciente no le basta reflejar la realidad, afila su
trabajo en el dominio ideológico y contribuye a cambiar
la fisonomía espiritual del hombre y de la sociedad
utilizando sus propias ideas; contribuye a transformar
la educación, la literatura, el arte y los demás dominios
de la superestructura a fin de facilitar la estructuración y
centralización de ideas, opiniones y posiciones correctas
como una unidad para la acción. Y está bien que sea así.
No hay que temer a equivocarse.

Octubre-noviembre de 2007.
Rafael Masada
© Ediciones Literatura y algo más, 2016

También podría gustarte