Poemas Acerca de La Guerra
Poemas Acerca de La Guerra
Poemas Acerca de La Guerra
Aguardando su ejecución
Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: “No mueras; ¡te amo tanto!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
El poeta ha regresado a la nada del padre, será por largo tiempo. No lo llaméis, vosotros que lo
amáis. Si os parece que el ala de la golondrina se ha quedado sin espejo sobre la tierra, olvidad esa
dicha. El que planificaba el sufrimiento ha dejado de ser visible a su letargo enrojecido.
¡Hagan la belleza y la verdad que muchos estéis presentes cuando las salvas de la liberación!
LI
Ciertas épocas de la condición del hombre sufren el asalto helado de una enfermedad que se apoya
en los puntos más infamados de la naturaleza humana. En el centro de este huracán el poeta
complementará mediante el rechazo de sí mismo el sentido de su mensaje, y después se unirá al
grupo de los que, habiendo arrancado al sufrimiento su máscara de legitimidad, aseguran el eterno
retorno del testarudo mozo de cuerda, barquero de justicia.
La nueva sinceridad se debate en la púrpura del nacimiento. Diana está transfigurada. En todo lugar
donde el arco del sol desarrolla su marcha, en todas partes enjambra el nuevo mal tolerante. La
dicha se ha modificado. Río abajo están las fuentes. Muy por encima canta la boca de los amantes.
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Temo tanto el acaloramiento como la clorosis de los años que seguirán a la guerra. Presiento que la
unanimidad confortable, la bulimia de justicia tendrán sólo una duración efímera, en cuanto se retire
el vínculo que anudaba nuestro combate. Por aquí se preparan a reivindicar lo abstracto, más allá
reprimen ciegamente todo cuanto es susceptible de atenuar la crueldad de la condición humana de
este siglo y permitirle acceder al porvenir con paso confiado. El mal, por todas partes, ya está
luchando contra su remedio. Los fantasmas multiplican los consejos, las visitas, esos fantasmas
cuya alma empírica sólo es un montón de secreciones y neurosis. Esta lluvia que cala al hombre
hasta los huesos es la esperanza de agresión, la escucha del desprecio. Nos precipitaremos en el
olvido. Se renunciará a desechar, cercenar, curar. Se dará por supuesto que los muertos inhumados
lleven nueces en los bolsillos y que el árbol acabará surgiendo algún día de manera fortuita.
Dales a los vivos si todavía hay tiempo, oh vida, un poco de tu sutil sensatez sin la vanidad que
engaña, y por encima de todo, acaso, dales la certidumbre de que no eres tan accidental ni privada
de remordimiento como se dice. Lo odioso no es la flecha, sino el gancho.
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Lo excepcional no embriaga ni causa lástima a su asesino. Éste tiene, ay, los ojos que se necesitan
para matar.
LA ROSA DE ROBLE
Cada una de las letras que componen tu nombre, Belleza, en el cuadro de honor de los suplicios,
abraza la llana simplicidad del sol, se inscribe en la frase gigante que cierra el paso al cielo, y se
asocia al hombre empecinado en burlar a su destino con ayuda de su contrario indomable: la
esperanza.
La nueva sinceridad se debate en la púrpura del nacimiento. Diana está transfigurada. En todo lugar
donde el arco del sol desarrolla su marcha, en todas partes enjambra el nuevo mal tolerante. La
dicha se ha modificado. Río abajo están las fuentes. Muy por encima canta la boca de los amantes.
No.
Ni la sangre de polvo.
Ni el rumor de las venas sub-terrestres.
Ni los ojos de antiguas polillas vagabundas.
Ni los hombres de párpados doblados.
Ni la casulla del viento.
Ni la tierra pintada de frutos en la tarde.
No.
Nada.
Ni el sexo que comienza en la lengua de los niños.
Ni los pastores de culebras.
Ni las esquinas infieles sobre las ventanas.
Ni la dignidad de los trapiches
sostenida en el breve equilibrio de la caña.
Ni el transparente río que se hunde por los muslos de Cali.
No.
Nada.
Ni las almadías del sueño.
Ni el somnoliento camello de la cordillera.
Ni el monólogo amarillo del sol en el espacio.
Ni la paz de los escarabajos.
Ni la mariposa pintora.
Ni el grillo concertista.
Ni la boñiga de oro.
Ni los geranios, ni las bicicletas
que absorben con sus esponjas de silencio
la tibia pereza de los muros
No.
Nada.
Ni el candor de las escuelas que traza palotes de ausencia en los tableros.
Ni los borrachos que miran fijamente a la ventera
y le derraman el corazón entre las trenzas.
Ni las polleras de los siete-cueros.
Ni la barba de cristal de los torrentes.
Ni los panales detrás de las ortigas
Ni los bueyes de artificial melancolía.
No.
Nada pudo detener la muerte.
Llegó a Cali navegando
y los corceles del Océano Pacífico
la saludaron volcando sus belfos espumeantes en la playa.
Llegó por el pito de los buques
por las banderas de los guacamayos
por el ojo de las agujas que remienda el pudor de las modistas
por la voz de los muertos en los árboles
por los billetes rubios
por el alma incolora de los camioneros
por los ojos trasnochadores de los naipes
por la felina displicencia de los grandes
por la rosa ignorante
por el paisaje de zapatos sin huella.
Imprecación